Yesa
El monasterio de Leire, el más importante del
reino de Navarra durante los siglos del románico, se enrisca apartado del mundo
en la ladera meridional del Arangoiti, en un emplazamiento que domina la cuenca
del Aragón (y en consecuencia el Camino de Santiago), junto a una importante
cañada ganadera.
Dista 50 km de Pamplona, que se recorren por la
N-240 (futura A-15) dirección Huesca hasta pasar Liédena. Antes de llegar a
Yesa hay que tomar la desviación de 4 km (NA-2113) que conduce hasta la abadía.
Abandonada tras los procesos desamortizadores del siglo XIX, mediado el siglo
XX recuperó la presencia monacal benedictina, de tal forma que hoy constituye
un importante foco de espiritualidad así como un centro cultural y turístico
relevante.
Monasterio de San Salvador de Leire
Carecemos de datos verificables acerca de la
fundación del cenobio. Autores antiguos lo hacían remontar a época visigoda,
obnubilados por la rudeza de su arquitectura. La noticia constatable más
antigua aparece en la famosa carta de San Eulogio de Córdoba, que recorrió
varios cenobios pirenaicos en el 848. Por eso hay quien relaciona su fundación
con el impulso monástico vivido en el Imperio Carolingio y que irradió a la
vertiente sur del Pirineo en la primera mitad de la novena centuria. Ya
entonces era un centro de acendrada vida religiosa con una biblioteca de cierto
empaque. No obstante, es posible que existiera con anterioridad un núcleo
heredero de actividades eremíticas evolucionadas en la tradición monástica
hispano-visigoda. En el siglo IX recibió las reliquias de las santas Nunilo y
Alodia. Su importancia en el panorama de la iglesia navarra de los siglos X y
XI se acrecienta por la cercanía a la familia regia, de la que llegó a ser
panteón. También recibió donaciones de la nobleza navarra, que se fueron
incrementando progresivamente.
Unas y otras proporcionaron a la abadía un rico
patrimonio centrado en las cuencas de Lumbier-Aoiz y Pamplona, en los cercanos
valles pirenaicos (especialmente Salazar y Roncal) y en lugares escogidos de la
Ribera; incluía también en menor número rentas en Aragón y Castilla.
1- Torre y ábsides románicos
2- Entrada a la cripta
3- Túnel de San Virila
4- Patio del antiguo monasterio
5- Puerta Speciosa
6- Panteón de los Reyes
7- Interior de la iglesia
8- Camino de la fuente de San Virila
Un hecho fundamental para su apogeo en época
románica consistió en el nombramiento de los abades legerenses como obispos de
Pamplona. La figura de los obispos-abades es clave no sólo en la importancia
del cenobio como institución, sino también en la sustitución del antiguo templo
prerrománico por otro románico consagrado en 1057. Por esos mismos años se
constata una cercanía a Cluny por dos vías: la posible presencia de uno de sus
abades en el monasterio borgoñón y las limosnas que a Cluny hicieron los reyes
de Pamplona, protectores de Leire. Sin embargo, la abadía legerense nunca
perteneció a la familia cluniacense. En fecha discutida del siglo XI, según
Fortún en el último tercio del siglo, se produjo la efectiva benedictinización
del monasterio, gracias a la labor del primer abad que introdujo la reforma
gregoriana, Raimundo (1083-1121), de probable origen francés. Veremos que poco
después se emprendió la terminación de la iglesia con formas del pleno románico
de tradición compostelano-languedociana llegadas a Navarra a través de la
catedral pamplonesa. La segunda mitad del siglo XII no fue fácil para el
cenobio, que vivió enfrentamientos con la catedral pamplonesa y asistió a una
disminución de su importancia en el panorama de la iglesia navarra. El reconocimiento
de su exención respecto del prelado pamplonés en 1174 fue efímero, pues dos
papas de finales del XII revocaron tal privilegio. La crisis culminaría en el
siglo XIII con la sustitución de los benedictinos por los cistercienses, que
provocó un conflicto entre monjes negros y blancos de nefastas consecuencias ya
en época gótica.
El monasterio de Leire fue el primero de los
edificios románicos navarros en llamar la atención de los estudiosos. Tras la
exclaustración definitiva, ni siquiera la presencia del panteón regio evitó que
en pocas décadas el conjunto se convirtiera en “ruinas venerables”,
vendidas en pública subasta (1867). En esas fechas se redactaron memorias de
carácter histórico. En 1875 fue objeto de una monografía por parte de Madrazo,
quien igualmente le consagró un extenso capítulo de su conocida obra sobre
Navarra y Logroño de 1886. A partir de ahí, Lampérez, Serrano Fatigati y
eruditos locales como Altadill y otros miembros de la Comisión de Monumentos de
Navarra le dedicaron su atención. Dejando atrás los pioneros, y especialmente
desde la publicación del documento relativo a la consagración de 1057, todo
estudio sistemático del románico español, ya sea realizado en la península, ya
fuera, lo menciona con mayor o menor extensión.
Entre los hitos que han jalonado el
conocimiento de su arquitectura y escultura cabe mencionar las aportaciones de
Biurrun, Lacarra, Tyrrell, Íñiguez, Cabanot, Lojendio, etc. En los últimos años
he propuesto revisiones de sus dos fases románicas que aquí comentaré. Asimismo
resultan imprescindibles las publicaciones de Martín Duque, quien dio a la
imprenta su colección documental, y Fortún, que ha llevado a cabo un magistral
seguimiento de la trayectoria histórica del cenobio.
Como acabamos de ver, Leire resultó
dramáticamente afectado por el proceso desamortizador que culminó en 1835 con
la exclaustración definitiva de la comunidad que secularmente lo venía
habitando. A partir de entonces se dio un primer periodo de abandono. Vino
luego el reconocimiento del valor de su arquitectura medieval, con el inicio de
labores de mantenimiento y restauración, la reapertura de la iglesia a
comienzos del siglo XX y la renovación de la vida monástica benedictina (1954),
con la consiguiente intervención en los edificios antiguos. Entre los jalones
de esta recuperación progresiva hay que citar la Declaración como monumento
histórico de 1867 y la inmediata incautación por la Comisión de Monumentos
Históricos y Artísticos de Navarra, las reparaciones urgentes de los años 70 y
80 del siglo XIX, el primer proyecto de restauración firmado por Ramiro Amador
de los Ríos (1888), las obras iniciadas en 1894, las inauguradas en 1910, los
sucesivos arreglos de la cripta (inicialmente en 1919-1920, seguidos por las
excavaciones que dirigió Íñiguez) y la constante atención que le dedicó la
Diputación Foral de Navarra a partir de 1940-1943, con la reanudación de las
obras en la cripta y tejados, la habilitación de la iglesia durante los años 50
y 60 del siglo XX, y la renovación de la cubierta de los ábsides en 1988.
Monumento grande y complejo, sigue exigiendo continuo mantenimiento por parte
de la comunidad benedictina y del Gobierno de Navarra.
Primera fase: cripta y cabecera
En la iglesia legerense se distinguen con
nitidez dos fases constructivas románicas y su posterior terminación con una
gran bóveda tardogótica. La primera fase románica consistió en la edificación
de una nueva cabecera, por delante del templo prerrománico que excavó y dio a
conocer Íñiguez (sus restos ocupaban la mayor parte del subsuelo de la nave
única). El motivo de la ampliación no es fácil de confirmar. Se ha escrito que
la iglesia prerrománica pudo haber quedado gravemente dañada por una razia musulmana,
quizá la de Almanzor por la Canal de Berdún o la de Abd el Malik de 1005 por
Aragón. Sin embargo, no hay confirmación documental de este ataque. Con mayor
probabilidad la nueva construcción fue consecuencia del nuevo rumbo o la
revitalización alcanzada por el cenobio en las primeras décadas del siglo XI.
Examinemos primero el edificio para luego
especular acerca de sus motivaciones.
Planta del conjunto
Planta de la iglesia
Planta de la cripta
La primera fase incluye cripta y cabecera con
tres naves rematadas en tres ábsides escalonados, semicirculares tanto al
interior como al exterior. Llama la atención el poderoso aparejo utilizado:
sillares de la durísima piedra local trabajados a puntero que alcanzan alturas
de hilada de 60 y 70 cm. Cada piedra está tallada para el lugar que ocupa, de
forma que los tendeles no son perfectamente horizontales, sino que trazan
suaves curvas, lo que denota un trabajo propio de los comienzos del románico.
Este aparejo ha sido relacionado con la tradición hispana de origen visigótico,
pero no hemos de soslayar el prestigio que entonces tenía la utilización de
grandes piedras escuadradas en la construcción en otros lugares de Europa. A
raíz del descubrimiento por Íñiguez de la cimentación de un muro recto bajo la
zona de los ábsides, del que no se conservan fotografías, se ha especulado con
un hipotético primer proyecto de ampliación inspirado en la tradición hispana,
secuela formal de la cabecera prerrománica legerense. Pero mientras no se
lleven a cabo nuevas excavaciones no podremos confirmar que fuese un muro
constructivo o bien un mero cierre pétreo al Este de la antigua iglesia.
La cripta parece haberse ejecutado para salvar
el desnivel del terreno, por lo que se extiende bajo las tres naves,
constituyendo una auténtica “iglesia baja” como en ejemplares
ultrapirenaicos. Se distingue por tanto de otras criptas meramente litúrgicas,
situadas sólo bajo la capilla mayor y que alcanzaron cierta difusión en el
primer románico catalán, donde se cubrían con bóvedas de arista sobre columnillas.
Las dimensiones necesarias en Leire (las naves
centrales alcanzan 15,65 m de longitud; la altura ronda los 4,50 m), la
exigencia del uso de un gran aparejo y la inseguridad a la hora de realizar los
abovedamientos determinaron una solución atípica: la partición longitudinal del
espacio correspondiente a la nave central mediante una arquería, lo que dio
como resultado una cripta de cuatro naves estrechas, que se reparten una
anchura total de unos 13,50 m (que aumenta hacia los pies). Para los soportes
acudieron a la alternancia pilar-columna.
Dispusieron pilares de triple rincón por debajo
de los pilares compuestos de núcleo cruciforme de la iglesia y los combinaron
con columnas de fustes raquíticos. A la hora de compartimentar en dos el
espacio situado bajo la nave central de la iglesia, renunciaron a los pilares,
que hubieran hecho impracticable la cripta y resultaban innecesarios, pues sólo
tenían que soportar el peso de las propias bóvedas y el pavimento de la
iglesia. Simplemente asentaron una columnata continua. Ahora bien, no renunciaron
a los arcos doblados en la separación de las naves extremas, lo que implicó
cimacios de enorme desarrollo y capiteles acordes. Los fustes de las columnas
se redujeron al mínimo: tienen de media 40 cm de diámetro y son desiguales en
altura; en algún caso poseen plintos por debajo del solado. Se ha pensado que
alguno de los capiteles fue reaprovechado de basas romanas procedentes de
alguna construcción cercana (¿Tiermas?). Íñiguez rebajó el pavimento pero no
encontró un nivel común de arranque de fustes. La sensación de agobio y rudeza
que se experimenta al recorrer la cripta deriva de la aplicación de unas
soluciones de planta y alzados no experimentadas previamente. La división de la
nave central en dos solventó alguno de los problemas edificatorios pero fue
poco feliz a la hora de la utilización de los espacios, ya que el altar
principal queda por debajo de la arquería axial.
Esta
cripta es un extraño espacio destinado, parece ser, a soportar el peso de la
estructura de la iglesia que tiene encima. Este montaje de cortas columnas con
grandes capiteles, irregulares y diferentes, está datado en la primera mitad
del siglo XI.
La ornamentación escultórica de esta primera
fase románica se reserva a capiteles y canecillos. En los capiteles de la
cripta se emplean volutas que nacen de bolas acompañadas de incisiones
paralelas, cabrios incisos, recuadros triangulares y superficies lisas con
baquetones verticales en las esquinas. Alguno de estos motivos parece haber
sido ejecutado una vez asentada la pieza. Se aprecia cierta selección en su
ubicación: los diseños más torpes aparecen en las arquerías laterales, que
precisan capiteles de mayores dimensiones pues han de recibir los arcos
doblados nacidos de los pilares de triple esquina; los más cuidados, dentro de
la tosquedad general, corresponden a la arquería central. La distribución
parece corresponderse con el habitual progreso constructivo, puesto que
normalmente se alzaban primero los muros perimetrales y luego los pilares, y
aún dentro de estos antes los que se correspondían con los de la iglesia
superior. Los motivos en sí mismos no son tan raros: Cabanot encontró paralelos
en iglesias italianas y francesas de la primera mitad del siglo XI. En cuanto a
las volutas nacidas en bolas, hallazgos recientes bajo la catedral de Pamplona
prueban que el tema de tallos y remates de esquematización vegetal nacidos en
bolas formaba parte del repertorio empleado en el prerrománico navarro.
Cripta
Cripta
Cripta
Cripta
Capitel
Capiteles
Capitel
El examen detenido de las bóvedas acredita las
inseguridades y torpezas cometidas por los constructores, que parecen
enfrentarse por primera vez a la complejidad de abovedar con aparejo de gran
tamaño y dureza. Podría justificarse que no supieran resolver bien el encuentro
entre superficies curvas de ejes perpendiculares, pero llama la atención que
tampoco solucionaran con un único expediente los entestes de las bóvedas
laterales con sus respectivos ábsides. Da la sensación de que el maestro fue
solventando sobre la marcha las vicisitudes de una obra emprendida con una
monumentalidad inusual. Desde luego, es mucho más difícil abovedar con este
material y disposición que con las habituales bóvedas de arista mediante
mampostería empleadas en el primer románico catalán. Pero, como acertó a ver
Íñiguez, el arquitecto supo aprender de su propia práctica, de modo que la
bóveda del ábside meridional está mejor conseguida que la del septentrional. La
revisión de las cuatro ventanas conduce a idénticas conclusiones: algunos vanos
fueron retallados por debajo de los tendeles, lo que demuestra que no todo
estaba decidido de antemano, sino que el tamaño de los huecos y su abocinamiento
eran susceptibles de cambios sobre la marcha. Y lo mismo podemos decir de los
soportes, ya que hay capiteles con dobles cimacios monolíticos, otros con
cimacios sencillos o carentes de él; también hay ménsulas, dovelas que
sobresalen en ciertos arcos, etc. Soluciones todas ellas que se manifiestan
variadas e improvisadas, de gran monumentalidad y rudeza.
Aunque la cripta se construyó con finalidad
estructural, para mantener la ampliación oriental de la iglesia al nivel de la
prerrománica, los monjes aprovecharon el espacio como lugar de culto. Siglos
más tarde allí se conservaban reliquias, lo que coincide con la costumbre
románica de dedicar estos espacios a tal uso. Además consta en la documentación
un interés creciente a lo largo del siglo XI por incluir en los diplomas los
nombres de los santos cuyas reliquias custodiaba el cenobio. El acceso desde la
iglesia se realizaba originalmente por una escalera situada en la nave de la
epístola, que iluminaban dos ventanas de las que hoy sólo queda a la vista su
mitad superior.
Antes de las reformas del siglo XX el acceso
tenía lugar por otra escalera situada justo al otro lado, en la nave
septentrional. La puerta de la cripta, que salva el imponente grosor de muro
mediante tres arquivoltas, se encuentra en el primer tramo de su nave
septentrional; es preciso descender varios escalones para acceder a este
espacio oscuro y recóndito, que nos permite experimentar las condiciones del
nacimiento de un gran arte monumental. Por detrás de la cripta y por delante de
la cimentación de la iglesia prerrománica se construyó un paso abovedado, con
el aparejo propio de esta primera fase.
Habría constituido el acceso al cenobio
prerrománico desde el camino que venía por el sur. La idea de disponer un paso
abovedado por debajo de la iglesia detrás de la cripta tendrá continuidad en
Loarre y Sos de Rey Católico, lo que constituye buena prueba de la irradiación
comarcal de ciertas soluciones del románico legerense.
Túnel de San
Virila.
En el mismo impulso constructivo edificaron la
cabecera de la iglesia con sus tres naves y la torre emplazada sobre la nave de
la epístola. Las dimensiones interiores son algo distintas que en la cripta:
las naves tienen 14,75, 17,35 y 14,18 m de longitud (la anchura viene a ser la
misma, en torno a 13,50, también ensanchándose hacia los pies) y altura dispar:
las laterales 9,27 y 9,39 m, y la central 10,64. Hacia el exterior ninguna
moldura indica el cambio.
Se ven, eso sí, las ventanas de las naves por
encima de las de la cripta, sólo tres ventanas, una por ábside. Tampoco aquí
los vanos se enmarcan con elementos ornamentales: ni columnas ni arcos
baquetonados distraen de la sobriedad del muro. Los huecos son amplios, mayores
que los de la cripta, hasta el punto que el central prescinde de abocinamiento
interior (en los planos antiguos de Íñiguez en la ventana central sí fue
representado abocinamiento, de modo que bien hubo una regularización a la hora
de trazar el plano, bien se amplió el hueco en alguna de las sucesivas
intervenciones en la iglesia). En ambas caras un arco sencillo, a paño con la
superficie mural, enmarca el vano propiamente dicho.
Por cierto, el arco interior dibuja un trazado
en herradura, quizá recuerdo de alguno empleado en el edificio prerrománico.
Conforme ganan altura, el tamaño de los sillares es algo menor. Las superficies
murales se prolongan sin interrupciones hasta la cornisa. También por los lados
los paramentos se extienden sin articulación de contrafuertes u otros
elementos, en lo que constituye una perduración de las continuidades murales
propias de época prerrománica que generalmente abandonará el románico pleno (en
comarcas cercanas, especialmente en aquellas con fuerte presencia de
propiedades legerenses, perdurarán las iglesias románicas rurales sin
contrafuertes, en lo que parecen ser secuelas de las fórmulas de nuestro
cenobio).
La cornisa descansa en canecillos ornamentados
con motivos muy repetidos en el románico pleno: varias cabecitas humanas o
animales, figuras masculinas de cuerpo completo (Íñiguez reconoció en alguno
parejas enlazadas), botones y adornos vegetales, retículas, barril y entrelazo.
Todos estos motivos se labraron toscamente y están deteriorados.
No resultarían extraños en una pobre ermita
rural, por lo que sólo se entienden en Leire dentro del ambiente primerizo y
rudo que caracteriza esta fase.
Por dentro encontramos tres naves de ejes
paralelos cubiertas con bóvedas de cañón sobre fajones y sin transepto. Cada
una dispone de dos tramos y termina en el correspondiente ábside que traza un
semicírculo peraltado, sin los ensanchamientos característicos de los
anteábsides. Cada semicilindro tiene una ventana en el eje, con ensanchamiento
exterior y abocinamiento interno (salvo la central ya descrita). Los dos tramos
de las naves se articulan mediante pilares compuestos de sección cruciforme,
que significan una relevante apuesta en la línea de lo que será más habitual en
el románico pleno. El pilar compuesto cruciforme fue una novedad de finales del
siglo X en Francia (catedral de Orléans) que se recrea en importantes edificios
de la primera mitad del XI (por ejemplo en la torre pórtico de Saint-Benoît-sur-Loire,
con ángulos achaflanados) y acabará imponiéndose. Los tramos de la nave central
vienen a ser cuadrados; los de las laterales, más estrechos, obviamente son
rectangulares.
Tanto los arcos de separación de naves como los
formeros son doblados y tienden al semicírculo, pero su traza un tanto torpe
los hace rebajados (y alguno casi de herradura). Sin duda los constructores
tenían intención de alzar nuevos tramos de naves. Dejaron preparados los muros
perimetrales y los pilares. Los arranques de bóvedas de las tres naves se
sitúan a la misma altura y la central carece de iluminación directa, de modo
que sigue las fórmulas que serán más frecuentes en el románico del Poitou.
Cada tramo de nave meridional se iluminaba
mediante un amplio ventanal; en cambio, en el muro norte no abrieron vanos, lo
que va a marcar una norma generalizada en el románico navarro, cuya
arquitectura rural casi siempre prescinde de vanos septentrionales. En el tramo
inmediato al ábside de la nave de la epístola vemos dos lucillos abiertos en el
muro. Tienen medidas semejantes: casi dos metros de frente por tres de altura.
Las dimensiones y labra de sus dovelas los distinguen de su entorno mural, lo que
prueba que fueron añadidos. Según Moret allí estuvieron enterrados los restos
de los miembros de la familia regia navarra. Probablemente el traslado desde su
emplazamiento primitivo en el templo prerrománico se produjo con la ampliación
del pleno románico.
El repertorio ornamental de las naves es algo
más rico que el de la cripta. Se mantienen como motivos más difundidos las
volutas que nacen en bolas y los cabrios; además, incluye nuevos diseños
vegetales (como la roseta de la embocadura del ábside septentrional o la
palmeta invertida), otros geométricos (círculos concéntricos, triángulos) e
incluso figurativos humanos, como las tres cabecitas de un cimacio que
igualmente flanquea un ábside o el personaje erguido que se arrincona en un
lateral de otro. Cabe poner en contacto estas primicias figurativas con los
canecillos de los que antes hemos hablado. Algunos de los motivos más cuidados
se ubican en las inmediaciones de los ábsides. Se constata, eso sí, un desapego
de las normas clásicas (duplicación de algunos collarinos). Las dimensiones de
los capiteles son dispares, pero no tanto como en la cripta. Las novedades
resultan explicables por la incorporación de motivos que se estaban
desarrollando en focos artísticos más renovadores a un taller ya consolidado,
que mantenía notable continuidad en sus principales patrones ornamentales, al
tiempo que dejaba entrar con mayor facilidad motivos nuevos en lugares
secundarios (cimacios, canecillos).
Nave lateral norte
Capitel situado en la cabecera de la iglesia (s. XI)
La nave septentrional tiene una puerta que abre
a un patio donde se supone estuvo el claustro. Un capitel exento con las
habituales bolas y volutas fue localizado en una esquina hace décadas, vestigio
quizá de una arquería claustral. La puerta presenta cierta evolución en
comparación con la de la cripta, en la medida en que en sus jambas vemos una
columna a cada lado, con capiteles que reiteran los motivos más frecuentes.
Pero aquí también advertimos la falta de conocimiento de elementales normas
constructivas, ya que dos arquivoltas descansan sobre un mismo capitel.
Sobre el segundo tramo de la nave lateral fue
levantada una torre de dimensiones típicamente románicas. Es una construcción
maciza, perforada a media altura por triples ventanas. Íñiguez la relacionó con
torres aragonesas (del tipo de Lárrede, de la que difiere en aparejo, modalidad
de arcos y ubicación de vanos) e incluso sirias. Desde luego, la conjunción de
una serie de peculiaridades, como su ubicación sobre un tramo de nave lateral,
el aparejo empleado, la ausencia de motivos ornamentales que animen sus
superficies y la disposición de vanos en el centro de su alzado, hacen de la
torre legerense una obra singular, sin paralelos en el arte peninsular.
Evidentemente, la edificación de obra tan magna
por sí misma y, sobre todo, en comparación con lo existente en el entorno ha de
ser producto de tres circunstancias. Primero, de un momento de prosperidad, en
que pudieron desviarse excedentes para la construcción. Segundo, de una
voluntad de acometer tal empresa. En esas fechas no se aprecia una generalizada
renovación de fábricas en el reino pamplonés ni en los territorios más
cercanos, pero sí más allá de las mugas (para Francia tenemos el excepcional testimonio
del monje Raúl Glaber, que dio fe de una renovación generalizada de templos a
comienzos del siglo XI; para Cataluña, la prueba de sucesivas consagraciones de
edificios importantes en los años 30 y 40 de dicha centuria). Hemos de concluir
que fueron impulsos externos (como también fueron externos los modelos
arquitectónicos) los que incidieron en la voluntad de quienes tomaron la
decisión de edificar la nueva iglesia. Y en tercer lugar, la dirección de obras
por parte de un arquitecto singular, que supo compensar su falta de práctica de
las soluciones que quiso implantar con un variado conocimiento de recursos
llamados a contar con enorme continuidad en el pleno románico.
Por lo que se refiere a la prosperidad
económica, disponemos de estudios detallados del devenir de Leire, fruto de la
investigación de Luis Javier Fortún.
En el segundo cuarto del siglo XI, período que
se corresponde con la construcción de cripta y cabecera, el proceso de
recepción de donaciones acababa de iniciarse. No parece que las heredades
entonces aportadas pudieran por sí solas espolear al promotor para emprender
tan costosa obra. Pero por las mismas fechas se produjo otro cambio
significativo. Sancho III el Mayor (1004-1035) instauró hacia 1024 el sistema
de obispos-abades, ensayado previamente de forma transitoria. En el curso de su
“restauración” de la sede episcopal pamplonesa, el rey obtuvo un
incremento de los recursos económicos de la mitra, mediante la entrega de
diversos bienes y el reconocimiento del derecho del prelado a percibir las
tercias episcopales en todas las parroquias de la diócesis.
De esta forma, en las décadas de 1020-1040 el
abad de Leire vivió un período de franca pujanza en lo económico. La
implantación de la figura de los obispos-abades se dio en la persona de Sancho,
que un documento dudoso califica como maestro de Sancho el Mayor. En diplomas
más tardíos consta su condición de canciller regio. Bajo su abadiato no sólo
alcanzó uno de sus períodos más brillantes la vinculación tradicional del
cenobio con la monarquía pamplonesa, sino que se dio una particular sintonía
entre las personas del rey y el prelado. Es además verosímil -a mi juicio- la
identificación de este Sancho con el homónimo “obispo de los pamploneses”
que estuvo en Cluny y según Jotsaldo, biógrafo de San Odilón, fue recordado por
el santo al final de su vida (asunto discutido por quienes argumentan que
Jotsaldo lo confundió con un obispo homónimo de Aragón).
Que cripta y cabecera se corresponden con la
consagración de 1057 es algo que desde hace décadas aceptan todos los
estudiosos, aunque no siempre fue así (anteriormente se tuvo por prerrománica o
se pensó en que databa de la consagración de 1098). En cuanto a la fecha de
iniciación del nuevo templo, la donación de Sancho el de Peñalén de 1057
relacionada con la consagración revela que su padre, García el de Nájera,
llevaba tiempo deseando asistir a esa ceremonia, que significaba la puesta en
uso de un edificio cuya construcción se habría dilatado en el tiempo
excesivamente. Pero ningún documento aclara si la nueva construcción había sido
emprendida por el propio García o por su padre Sancho III el Mayor, a quien
publicaciones antiguas y recientes han considerado su promotor, dado que está
demostrado su permanente interés por Leire (mientras que el hijo inclinó
progresivamente sus intereses hacia Nájera) y en general por el monacato (como desiderator
et amator agmina moncorum lo califica un cronista navarro del siglo XI). Un
inicio en la década de 1020 sería acorde con la lentitud derivada del sistema
de talla de sillares empleado en esta fase y con las favorables circunstancias
vividas en tiempos de Sancho III el Mayor (además de lo dicho, su dominio de un
extenso territorio en el norte de la Península y sus probados intereses
ultrapirenaicos, curiosamente vinculados a la zona del Poitou de la que antes
hemos hablado, podrían haber favorecido la llegada al reino pamplonés de un
maestro de lejana procedencia y con conocimiento de obras señaladas de su
tiempo). La construcción es radicalmente novedosa con respecto a lo poco
conservado del prerrománico navarro. Desde luego, lo es en su planta con
relación a la iglesia previa de Leire. Y también en su alzado en comparación
con el prerrománico navarro, aragonés y riojano, todos ellos correspondientes a
templos de dimensiones menores.
Son muchos los grandes edificios románicos
iniciados como consecuencia del nuevo rumbo emprendido por la institución de la
que dependen. Este parece haber sido el caso de Leire en la década de 1020,
cuando coinciden el renovado interés del monarca y el éxito de la figura del
obispo-abad. Hay autores que defienden que también bajo Sancho III se produjo
la introducción de la regla de San Benito o al menos un inicio de
benedictinización del cenobio, aunque sólo fuera una “siembra de estímulos
benedictinos” utilizando la expresión de García de Cortázar. A partir de
estas afirmaciones, propuse ver la construcción del nuevo templo como efecto y
manifestación del posible intento de benedictinización del cenobio. En cambio
para otros, y especialmente para Fortún, la benedictinización no fue efectiva
hasta finales de siglo, por lo que no cabría atribuirle papel relevante en la
decisión de alzar una nueva iglesia.
Profundizar en el modelo arquitectónico que
inspiró la renovación del templo legerense ha de ser nuestro siguiente paso. La
idea de construir una nueva iglesia y el modelo arquitectónico a seguir no
siempre estuvieron en época medieval inseparablemente relacionados. Muchas
veces el incentivo de construir algo nuevo procede de un modelo y las concretas
soluciones arquitectónicas vienen de otro u otros. Muchos factores influían a
la hora de materializar una idea: materiales, recursos económicos, maestros constructores
y escultores disponibles, referentes preexistentes, tradiciones locales, etc.
Ciertamente la arquitectura monástica medieval ofrece todo tipo de grados a la
hora de seguir determinados patrones, por lo que dirimir dentro de la amplia
casuística qué factores fueron determinantes en la ejecución de una obra en
concreto exige aportar las razones que lo justifiquen, de tal forma que nos
aproximaremos más a la verdad histórica en la medida en que seamos capaces de
acumular más evidencias. Hemos apuntado que en el pequeño reino navarro no
consta la ejecución de grandes obras a comienzos del XI, pero sí en otros
lugares, como Cataluña y varias regiones francesas, entre ellas Borgoña, donde
está Cluny. Por eso de nuevo los historiadores se han inclinado básicamente
hacia tres posturas: o bien Leire sigue fórmulas catalanas adecuadas a las
posibilidades locales, o bien emplea fórmulas ultrapirenaicas en las que el
referente cluniacense pudo ser decisivo, o bien es fruto de tradiciones
hispanas occidentales.
Se conservan cartas que evidencian la amistad
que unió a Sancho III con el abad Oliba, introductor del románico lombardo en
Cataluña y paradigma de obispo-abad. Por ello diversos historiadores han
supuesto que la idea de renovar el edificio y quizá también el modelo
arquitectónico vino de Cataluña. En una de las misivas dirigidas a Sancho III,
Oliba menciona la “corrección de los monasterios”, concepto dentro del
cual –según Lacarra– cabría incluir la recuperación material de los que lo
necesitaran tras las campañas musulmanas. Me parece más ajustada la
interpretación de García de Cortázar, para quien el contexto de la expresión es
claro, por lo que la “corrección” ha de entenderse en sentido
jurídico-eclesiástico. Varios historiadores han esgrimido ciertas semejanzas
entre la planta de Leire y algunas iglesias catalanas, pero desde hace más de
sesenta años también se han expuesto las diferencias en los detalles de dichas
plantas y, sobre todo, en los alzados. Dentro de las cabeceras triabsidadas
escalonadas, de extendidísimo uso en el prerrománico y el románico de todo
Occidente, se agrupan múltiples variantes que ayudan a diferenciar las
filiaciones arquitectónicas. Y en concreto, ninguna de ellas figura entre las
formas promovidas directamente por Oliba, quien dotó a Ripoll de una cabecera
de siete ábsides abiertos a un enorme transepto; en Cuxa añadió tras pequeños
ábsides por detrás de la antigua capilla mayor recta, que se mantuvo asociada a
un amplio transepto en cuyos extremos edificó poderosas torres; y en la
catedral de Vic dispuso una cripta subdividida en tramos cubiertos con
bovedillas de aristas y una iglesia de nave única, con capilla mayor absidal
hipertrofiada en comparación con los cuatro pequeños ábsides que la flanqueaban
abiertos al transepto. Otras obras relacionadas aunque terminadas tras la
muerte de Oliba sí son triabsidadas escalonadas, pero muy diferentes a Leire,
como San Vicente de Cardona, donde cripta y capilla mayor se alejan de la
abadía navarra. Por tanto, el referente arquitectónico de Leire no pudo ser el
primer románico emprendido por Oliba. Por otra parte, Bango demostró que al fin
y al cabo Oliba fue “promotor de la tendencia cluniacense” en lo que se
refiere a la ordenación de espacios en las cabeceras.
Y no hay otros edificios de tres naves del
primer románico catalán anteriores o coetáneos de Leire con una cabecera
semejante. Ni que decir tiene que las diferencias con el primer románico
catalán son acusadísimas en el alzado, ya que no se emplean antes de final del
siglo XI los pilares compuestos, ni la alternancia de pilar de triple rincón
con columna, y los poco frecuentes capiteles, cimacios e impostas decorados
incluyen motivos de repertorios muy distintos al legerense. La articulación
ábsides-naves es completamente distinta. Por no hablar de los muros: el aparejo
gigantesco de Leire, tan definitorio de su materialidad por dimensiones y
labra, nada tiene que ver con el sillarejo pequeño golpeado a martillo que se
emplea en el románico de tradición lombarda. Justamente este tipo de material
condicionó la apariencia exterior del primer románico catalán, con sus lesenas,
arquillos y otros recursos ornamentales que contrastan con la severidad,
monumentalidad y lisura de los muros legerenses.
Y lo mismo sucede con las torres: dos alzó
Oliba en Cuxa, en los extremos del transepto que no existe en Leire; una
sobrevivió a los pies de Ripoll; la de Vic queda en el lateral norte, todas con
la habitual sucesión de vanos en altura, muy diferente de Leire, por no hablar
de las realizadas más tarde, en cualquier lugar del templo, puesto que ninguna
viene perforada por un único nivel de vanos en el centro de su desarrollo.
Esto no significa que Leire fuera reacio a
cualquier solución procedente del primer románico de los condados, ya que –como
advirtió Íñiguez– las puertas de cripta e iglesia presentan una delgada rosca
exterior muy semejante a la que vemos, por ejemplo, en Loarre. Se trata de un
comportamiento muy normal en el arte románico, en el que los artistas no
rechazan la asimilación de formas de distinto origen en una misma obra. Otro
nexo de unión con experiencias arquitectónicas de Cataluña y Rosellón se encuentra
en la disposición de tres naves paralelas abovedadas, que podría obedecer a
tradiciones hispanas puesto que la vemos en otros lugares de la Península.
Ahora bien, ya hemos dicho que será la disposición que caracterice la
arquitectura del pleno románico en el Poitou, territorio con el que Sancho III
mantuvo relaciones directas. Ninguno de los templos catalanes y roselloneses
donde aparecen las tres naves abovedadas, debido a sus pequeñas dimensiones y a
su escasa relevancia desde el punto de vista histórico, pudo haber servido de
referente para la gran empresa legerense. En conclusión, aunque las
indicaciones de Oliba pudieran haber incentivado al rey a la hora de reformar y
proteger los monasterios, está claro que el modelo arquitectónico no vino de
allí.
Otros historiadores han vuelto sus ojos hacia
Occidente, buscando en la arquitectura previa de León, Castilla, La Rioja e
incluso Aragón obras comparables. Aquí encontraron aparejos de notable tamaño
bien trabajados.
Asimismo arcos peraltados, capiteles decorados
(si bien con repertorios mucho más ricos y clásicos que los legerenses),
pilares compuestos (pero no cruciformes) e incluso algún caso de combinación
pilar-columna (no del mismo tipo que los de Leire), así como de abovedamiento
de naves de ejes paralelos con o sin transepto. Sin embargo, estos elementos
pertenecen a tradiciones arquitectónicas distintas y nunca aparecen juntos en
un mismo período y territorio que hubiera podido servir como referente.
Por otra parte los diseños de planta,
especialmente la cabecera, resultan radicalmente diferentes de los empleados en
nuestra abadía. Lo comentado anteriormente sobre un capitel prerrománico
pamplonés avala la hipótesis de antecedentes locales de muy difícil valoración.
Cabanot con gran acierto estableció que los
sencillos diseños escultóricos legerenses no son un unicum en la Europa de
comienzos del románico, sino que ensayos decorativos con cabrios y volutas
fueron abordados en Francia e Italia, lo que ha sido corroborado por nuevos
hallazgos de los últimos años. No sólo los capiteles, sino la elevada
valoración del aparejo monumental en la Francia de la primera mitad del siglo
XI, cuyas alabanzas han quedado escritas, y el deseo de abovedamiento con
piedra labrada (distinto de las bóvedas catalanas anteriores a 1050) coinciden
con los primeros pasos de un nuevo arte monumental desarrollado en distintos
lugares de Francia y en el que Cluny parece haber jugado un gran papel.
Evidentemente estamos hablando en esas fechas de Cluny II, la iglesia del abad
Mayolo que Odilón abovedó, sustituida por Cluny III en la segunda mitad del
siglo XI. Lo que los siglos habían preservado de Cluny II quedó completamente
arrasado años después de la Revolución Francesa, por lo que su conocimiento
resulta muy deficiente. Según los estudios arqueológicos emprendidos por
Conant, contaba con tres naves, amplio transepto y varias capillas escalonadas
al final de largos tramos en que quizá se combinaran pilares con columnas. Y
digo quizá porque aunque así fueron representados en el plano de Conant,
historiadores rigurosos como Vergnolle desconfían de cualquier hipótesis
planteada con respecto a su alzado. En iglesias relacionadas con Cluny II
durante la primera mitad del XI se acometieron renovaciones arquitectónicas
diversas que tienen en común el anhelo de monumentalidad. Conant las
caracterizó con una lista de elementos de la que extraemos las aplicadas en
Leire: tres naves y en ocasiones tres ábsides escalonados, generoso uso de la
sillería, robustos pilares compuestos, capiteles tallados con follaje y figuras
grotescas, y macizas bóvedas de cañón con fajones. También fueron normales
otros rasgos no empleados en nuestra iglesia, como el dilatado transepto y las
bóvedas de arista (difíciles de trazar con un aparejo tan grande). Y es que el
seguimiento de Cluny II nunca fue uniforme, especialmente no generó una
imitación fiel de su planta, dado que ofrecía un modelo algo antiguo, alzado a
mediados de la centuria anterior y pronto sustituido por Cluny III. Este es el
modo en el que pudo influir sobre la edificación de Leire en tiempos de Odilón,
amigo de Sancho III y probablemente del abad Sancho.
Un arquitecto audaz, con conocimientos de
cantería, que aceptó emprender una obra singular fue el verdadero responsable
del resultado final. La actividad del maestro se inserta en un momento de gran
creatividad y desarrolla incipientemente muchas de las constantes del pleno
románico. Sin duda tenía nociones de lo ultrapirenaico, puesto que empleó
formas desconocidas en la Península como el pilar compuesto cruciforme, su
alternancia 1-1 con columnas, el abovedamiento a notable altura (muy superior a
lo existente por entonces en los condados catalanes), la ornamentación
geométrica y vegetal, etc., y muy probablemente incorporó tradiciones hispanas
ya reseñadas. Se comportó como otros grandes creadores, extrayendo lo que le
convenía del magma del que nacieron las grandes creaciones del románico pleno.
Aquí radica la importancia de Leire, no en la perfección de sus soluciones,
sino justamente en la temprana aceptación de un reto de gran monumentalidad (a
nivel hispano, claro), al que dio respuesta un maestro sin soluciones
preconcebidas para todas las estructuras que exigía el proyecto. Y por eso en
Leire sentimos como en pocos lugares el nacimiento de la arquitectura
monumental románica, esa génesis que antiguos historiadores hubieran descrito
como los primeros vagidos de un estilo llamado a triunfar en toda Europa.
La iglesia quedó inacabada. Parece que los
muros perimetrales enlazaron con los prerrománicos. Quizá ese era el proyecto
inicial: la edificación de una nueva cabecera que conectara con las naves
antiguas. Este comportamiento fue mucho más frecuente de lo que suponemos en
época románica. Todavía hay en Francia y en España muestras del sistema de
edificación por partes (de este modo actuó el propio abad Suger cuando añadió a
las naves carolingias de Saint Denis una cabecera y una fachada occidental que
significaron el nacimiento del gótico). Una vez alcanzada la conexión con la
iglesia prerrománica, los monjes legerenses pensaron que podría darse por
culminada la campaña y dejaron para otro momento la continuación. Que estaba
prevista una prolongación es algo evidente, ya que los soportes quedaron
preparados para recibir nuevos arcos de separación de naves que extendieran las
tres hacía Occidente. Pero merece la pena comentar otras circunstancias que
quizá iluminen acerca de lo que pudo suceder. Por una parte, en la época en que
se llevó a cabo la consagración (1057) se había producido una novedad. No sólo
había muerto el abad Sancho, impulsor de las obras, sino que había sido
nombrado obispo de Pamplona un antiguo prior de Leire, mientras que el abad
legerense Fortunio era obispo de Álava. El ensayo no tuvo éxito por lo que se
volvería temporalmente a la situación previa. Eso significa que a partir de
1054 el abad de Leire dejó de contar con las rentas episcopales. ¿Determinó esa
circunstancia la interrupción de las obras y la consagración de lo ya
edificado? Por otra parte, el examen del muro septentrional evidencia una serie
de titubeos en el aparejo del contacto entre fábricas. Advertimos una
continuidad un tanto torpe de los grandes sillares, que se montan escalonadamente
sobre una inicial cesura y parecen extenderse hacia el Oeste con un seguimiento
más rudimentario de los tendeles. ¿Habría fallecido el maestro director de las
obras, emprendidas décadas atrás, lo que provocaría una parada inicialmente no deseada?
Estos interrogantes no empañan una realidad: la fase consagrada en 1057
resultaba suficiente para que la próspera comunidad legerense pudiera
desarrollar la liturgia en un espacio mucho más monumental y bello que el
prerrománico, por lo que abad, monjes y familia regia pudieron dar por
cumplidos sus objetivos y por cerrada una etapa.
Segunda fase: muros perimetrales y
portadas
Lado norte
La segunda fase consistió en la prolongación de
los muros perimetrales y la terminación mediante una monumental fachada
occidental, pero no sabemos cómo resolvieron las cubiertas, si llegaron a
abovedar la ampliación o bien ejecutaron una cubierta de madera sobre antiguos
soportes prerrománicos recrecidos en una solución provisional que perduraría
hasta su sustitución por la bóveda tardogótica. Los muros se alzaron con
aparejo bien escuadrado de menores dimensiones que el consagrado en 1057,
articulados interiormente mediante arcos ciegos, uno por tramo, que enmarcan
las ventanas adornadas con arcos abocelados sostenidos por columnillas con los
correspondientes capiteles.
La existencia de una inscripción en el primer
contrafuerte septentrional de esta segunda fase con el texto MAGI[S]TER
FULCHERIUS ME FECIT ha sido interpretada como identificadora de quien
dirigió las obras, de origen francés. En el mismo muro y flanqueada por marcas
de cantero en forma de P se leyó otra inscripción con la palabra AZNAR.
Entre los monjes de este nombre documentados en la primera mitad del siglo XII,
al menos uno escribió diplomas en la década de 1120.
En el muro sur abrieron una puerta, que fue
exterior y hoy comunica con una capilla. Pensada como acceso a la iglesia por
el lado del camino, consta de tres arquivoltas de medio punto constituidas por
bocel liso entre medias cañas, y chambrana apenas moldurada. Las arquivoltas
descansan en columnas de fuste monolítico, con capiteles decorados. El paso de
los siglos ha deteriorado los motivos: palmetas inscritas en herraduras,
tallos, máscara de la que brotan abanicos rematados en bolas, otra vez palmetas
inscritas en herraduras con hojas angulares, máscara con tallos triples
anudados, y tallos triples con racimos y hojas talladas a bisel. El tímpano,
organizado como los más antiguos mediante dintel completado con pieza curva,
incluye un crismón de seis brazos, con las habituales alfa y omega
colgada de la X, y con un travesaño pequeño en el seno de la P;
la S se cruza con la prolongación del palo de la P. Lo sustentan
dos ménsulas, la de la izquierda parece adornada con una cabeza de buey y la de
la derecha lleva un león de cuya boca salen dos piernas. Es el habitual tema
del monstruo devorador de tanta difusión en el románico navarro a partir de la
catedral de Pamplona y con antecedentes tolosanos. La combinación buey-león
según textos de época románica evocaba la ornamentación del templo de Salomón.
La puerta está perfectamente trabada con el muro meridional y la ventana que
hay a su lado muestra doble abocinamiento.
En las ventanas se despliega un repertorio
ornamental en el que figuran de nuevo asuntos propios del pleno románico
languedociano: tallos enlazados cuyos remates se abren como abanicos terminando
en botones, hojas grandes que enmarcan palmetas, tallos sinuosos que se abren
en semipalmetas, máscaras de esquina de cuyas bocas salen patas de largos
tarsos y uñas y, sobre todo una pareja de aves que enlazan sus cabezas para
picar sus patas delanteras. Estos dos últimos temas parecen desarrollar otros
que figuraban en la portada occidental de la catedral de Pamplona.
Concretamente el de las aves es, para Íñiguez y quienes lo han estudiado, “más
avanzado de tipo que los anteriores” por el modo como están hechos el
cuerpo, el plumaje y los cuellos pelados. Coincido en esta apreciación, que se
une a muchos otros indicios presentes en la portada legerense para pensar que
la decoración de esta segunda fase es posterior a la puerta catedralicia
pamplonesa.
La obra escultórica de mayor empeño se
encuentra en el hastial. Se trata de la famosa Porta Speciosa (puerta hermosa)
que ha interesado a tantos estudiosos y aficionados, y sobre la que se han
escrito juicios peregrinos, algunos justificables por el tiempo en que fueron
redactados, como la afirmación de Madrazo de que se trata de una obra encargada
por los cluniacenses y ejecutada con toda rapidez cuando recuperaron el cenobio
en los años setenta del siglo XIII. Se trata de una entrada realmente monumental,
constituida por tímpano sobre parteluz (la anchura del vano alcanza 2,90 m) y
cuatro arquivoltas, más un cúmulo de relieves repartidos por enjutas y jambas.
Está protegida por un tejadillo restaurado que
sigue las pautas del que hubo con anterioridad.
Porta Speciosa. Capiteles lado izquierdo
Porta Speciosa. Capiteles lado derecho
En el tímpano se alinean seis personajes
erguidos de tamaño decreciente (hay sitio para un séptimo del que ya no
quedaban vestigios en 1875). En el centro la figura mayor representa a Cristo,
con nimbo crucífero y gesto de bendición mientras sujeta un libro ante el
pecho. Reposa los pies descalzos sobre dos leones (?), uno sin melena. A su
derecha María alza sus manos ante el pecho en un gesto de significados
variables en el románico y reposa sus pies calzados sobre un cuadrúpedo sin
cabeza de pezuña hendida.
A continuación San Pedro porta las llaves en la
derecha y un libro en la izquierda; a sus pies dos cuadrúpedos. Y por último un
escriba, que con el estilo traza algo sobre una tablilla y lleva a sus pies una
liebre. A la izquierda del Señor aparece otra figura masculina portando un
libro en la mano izquierda y cruzando la derecha ante su regazo; ha sido
identificado con Santiago por la cercanía de la ruta jacobea y también con San
Juan, que formaría la habitual pareja con María; el animal bajo sus pies está
roto. A su lado hay una figura descabezada, que muestra la palma derecha y
sujeta un libro con la izquierda, de lo que deducimos que sea un apóstol; bajo
sus pies descalzos un cuadrúpedo con garras y largas orejas. Las figuras están
rodeadas por palmetas inscritas grandes y desiguales.
Vienen luego las arquivoltas, infestadas de
motivos sin orden aparente, donde la imaginación de los escultores ha ido
combinando un repertorio limitado de elementos de la manera más variada.
La interior está formada por un bocel adornado
en su parte superior con tallos de diversa conformación terminados en frutos
granulosos, capullos y otras formas vegetales; y en la inferior por motivos
semejantes a los que se unen máscaras, cabezas humanas con y sin barba, al
derecho y al revés, alternando desordenadamente con cuadrúpedos, flores, hojas,
caracoles, pájaros, espigas y tallos. La segunda arquivolta cuenta entre sus
motivos ornamentales animales variados de largas patas, con garras o pezuñas,
alguno mordiéndose la pata, grifos y otros híbridos, aves que se pican el
dorso, la pata o llevan hojas o bolas en el pico, cabezotas humanas y animales
(de las fauces de una salen dos manos), hombres en cuclillas, etc. La tercera
vuelve a emplear el esquema del bocel flanqueado por motivos diversos, entre
ellos cabezas de fieras, cuadrúpedos patilargos, cabezas humanas, aves que se
picotean diversas partes del cuerpo, pez, bota, redoma, una arpía que se pica
el dorso, etc.; y por debajo del bocel otra vez tallos variados, una mano,
garras, etc. La cuarta arquivolta es semejante a la segunda en cuanto que las
figuras ocupan la parte sobresaliente de un diseño achaflanado. Hay otra vez
aves, animales variados muchos de ellos patilargos, con o sin melena, cabra,
mujer y hombre que se mesan los cabellos, figuras en cuclillas, músicos tocando
instrumentos diversos, un avaro con la enorme bolsa al cuello, un espinario,
dos hombres de grandes orejas, uno de ellos portando dos redomas, una serpiente
enroscada, contorsionistas, cabezas de fiera y humanas en distintas formas y
actitudes, con gorros o barbas bífidas o largos cabellos, etc. Como se ve, un
sin fin de motivos, varios de ellos habitualmente de carácter negativo, que no
parecen guardar orden ni mensaje. Las arquivoltas están separadas por molduras
decorativas con palmetas inscritas, entrelazos, animales alargados, cabezas de
cuyas bocas brotan tallos y ajedrezado.
En las enjutas los temas se distribuyen
empezando por la parte superior izquierda del observador, donde encontramos un
primer grupo de figuras grandes: San Miguel matando al dragón, Cristo
flanqueado por San Pablo y San Pedro, y santo descabezado con libro (hay quien
ha visto en este cuarteto la Transfiguración, con lo que en vez de Pablo
estaría representado Santiago, pero la figura aparece con calvicie y a la
derecha de Cristo, lo que hace más probable la primera hipótesis). Ya hacia el
centro los relieves se hacen más pequeños, obligados por la altura que van
alcanzando las arquivoltas. Siguen dos jóvenes acompañadas por una gran mano
(¿Nunilo y Alodia con la Dextera Domini?), otra joven de pie junto a una que
inclina la cabeza ante otro personaje (¿martirio de las santas?), figura de pie
con una serpiente que recorre sus piernas (personificación de la lujuria según
Cuadrado), personaje sentado muy estropeado y, ya pasado el centro hacia la
derecha, un esqueleto con bolsa, representación de la avaricia en la línea del
pórtico de Moissac, junto a él otro sentado quizá con una gran bolsa al cuello,
una cabeza monstruosa de cuya boca brotan rayos (¿Leviatán?), una figura
esquelética con sudario sujetando a un joven y un personaje llevando sobre su
hombro un enorme pez (tema asociado a representaciones de vicios). Debajo de
las santas y del Leviatán un joven y un ángel hacen sonar los cuernos llamando
al Juicio Final y junto al esqueleto avaricioso vemos un híbrido. Por
debajo del esqueleto y del personaje del pez, en la enjuta derecha, vuelven a
figurar relieves de gran tamaño: una figura deteriorada irreconocible, una
Anunciación con el ángel alzando la cruz y la Visitación con las primas
unidas en un tenue abrazo bajo un torso angelical.
Cristo flanqueado por San Pablo y San
Pedro
Posible representación de las santas
Nunilo y Alodia
Visitación
Debajo de la Visitación vemos un
entrelazo vegetal con pámpanos y racimos, entre los que asoma una cabecita.
Volviendo a la parte baja de la enjuta izquierda, un santo con báculo y un
recuadro de entrelazo. Por debajo de la moldura que continúa los cimacios, en
el lado norte se colocaron un león, un santo y otro león que tiene bajo sus
garras un personaje; en el lado sur se conserva el león superior, pero han
desaparecido el santo y el otro león.
Debemos preguntarnos hasta qué punto los
autores de la portada procuraron presentar un programa coherente o simplemente
una yuxtaposición de temas, y también en qué medida todos y cada uno de los
elementos que en ella aparecen comportan un contenido en clave religiosa o
simbólica. Recientemente he propuesto que la portada sea leída como otras de la
primera fase de las grandes portadas románicas españolas, que yuxtaponían ideas
sin priorizar claramente una a la que las demás sirvieran de complemento. Así,
un primer grupo de relieves corresponderían a los titulares del cenobio, que
desde 1098 eran el Salvador y la Virgen María. Para exaltar la figura de Cristo
se dispuso la figura central del tímpano y la del Salvador flanqueado por
santos de la enjuta izquierda; para figurar a María, también una talla del
tímpano y las escenas de Anunciación y Visitación de la enjuta
derecha, menores en tamaño y ubicadas en lugar menos relevante. Junto a esta
idea central vendrían una serie de relieves dedicados al Juicio Final,
que sabemos fueron una constante de las puertas occidentales en el románico
pleno. Entre ellos se cuentan los trompeteros de las enjutas, las cabezas
monstruosas, la figura deteriorada con bolsa al cuello y el esqueleto que
sujeta a una mujer. Un tercer grupo de labras estarían dedicadas a otros santos
cuyas reliquias se veneraban en la abadía: el martirio de las santas Nunilo y
Alodia, el abad identificable con Virila y otras figuras que quizá aludieran a
San Marcial o a los Santos Emeterio y Celedonio.
Estos programas imperfectamente organizados
caracterizan importantes obras del románico pleno hispano. Los vemos en
Platerías, Puerta del Cordero de San Isidoro de León, incluso Ripoll ya mediado
el siglo XII. Los programas con una idea principal rectora, siempre una
Maiestas Domini, que se sitúa en el centro y a la que se subordinan y completan
los restantes elementos escultóricos, triunfarán en la península a partir de
1160.
Estilísticamente todas las figuras humanas
comparten los rasgos principales de su derivación compostelano-languedociana y
se diferencian en detalles menos relevantes.
Aunque hay tres modos de componer las caras,
todas coinciden en el ondulamiento de las superficies del rostro, lo que cuenta
con paralelos en la amplia tradición tolosana.
Las diferencias en el modo como sobresalen las
bocas, en el tratamiento de los mofletes o en los párpados se reparten de forma
asistemática por los distintos relieves de tímpano, arquivoltas y enjutas. Del
mismo modo, hay distintos patrones a la hora de resolver las vestimentas, pero
coinciden de nuevo en fórmulas languedocianas, con el predominio de las amplias
bandas curvas paralelas para el cuerpo y las incisiones curvas en forma de
gancho colocadas a un lado y otro alternativamente para las piernas.
También aquí las diferencias derivan de
factores como la mayor o menor pericia del maestro que las aplica, el marco de
cada imagen (que permite ensanchamientos campaniformes en el tímpano pero no en
las enjutas), identidad y postura de la persona a vestir, etc. Estas soluciones
no aparecen diferenciadas por áreas, de modo que el tímpano se distinguiera de
las arquivoltas y éstas de las enjutas, sino que en un espacio y otro
localizamos los distintos recursos, combinados con sus variantes. El examen,
por ejemplo, de Cristo flanqueado por santos de la enjuta izquierda nos sitúa
dentro de un grupo de evidente unidad iconográfica y compositiva en el que se
han empleado a la vez modos de hacer atuendos que, de aparecer en diferentes
lugares, podrían atribuirse a maestros distintos (y a distintos momentos de
ejecución).
Compárense las mangas de los brazos derechos de
los cinco personajes y se constatarán cuatro maneras distintas de acometerlos,
maneras que se reparten también por muchas otras figuras del tímpano y las
arquivoltas. Razonamientos similares podrían esgrimirse sobre los tratamientos
de rostros, cabellos, barbas, pies, el tamaño de las manos, gestos y posturas,
expresiones, etc. Este y muchos otros casos que no podemos pormenorizar
demuestran que la portada occidental de Leire es el resultado del trabajo de un
único taller, integrado por escultores pertenecientes a la tradición
languedociana (para emitir un juicio sobre el estilo de los diferentes relieves
resulta aconsejable utilizar fotografías adecuadas, ya que el tipo de plegados
cambia de apariencia según la dirección de la luz y en la actualidad en Leire
reciben distinta iluminación las figuras altas y las bajas; por eso es
aconsejable contar con las imágenes tomadas en condiciones óptimas por Uranga
publicadas en la revista Príncipe de Viana en 1958). Los restos de pintura
reconocibles en las orlas de los vestidos del tímpano prueban que la puerta
estuvo policromada.
Varios autores han hablado de una hipotética
ejecución de la puerta en dos fases. Sin llegar a los extremos de Madrazo, que
suponía los relieves del tímpano “fragmentos de escultura carlovingia
incrustados en esta portada, residuos acaso de la reedificación que en el siglo
IX costeó Íñigo Arista”, otros estudiosos han juzgado que las
irregularidades del tímpano justificaban otorgar a sus tallas una cronología
más antigua, anterior a 1098, e imaginar un montaje definitivo posterior. Pero
estos autores difieren a la hora de asignar el resto de las piezas a comienzos
o a mediados del siglo XII, o incluso más tarde. Así, para Tyrrell las
arquivoltas serían posteriores al tímpano, pero de comienzos de dicha centuria,
mientras que para otros eran las figuras de la esquina superior derecha las más
tardías (hay quien las ha considerado góticas). A juicio de varios autores la
puerta se ejecutó tal y como se programó en relación con la fachada. Ya se
previó su gran desarrollo cuando recortaron la longitud del último tramo para
engrosar el hastial (donde también embutieron una escalera). La torpeza a la
hora de colocar las palmetas grandes y desiguales en torno a las figuras del
tímpano no desentona con otras rudezas visibles en su desarrollo. El diseño de
tímpanos mediante piezas que se completan hasta alcanzar el semicírculo cuenta
con paralelos, entre los que señalaremos los geográficamente cercanos de Jaca y
Huesca. Y el modo de componer mediante relieves cuadrangulares de distinta
altura no extrañará a quien conozca Platerías o Comminges. La organización de
las enjutas por medio de relieves cuadrangulares que se despliegan por debajo
de la cornisa hasta ocupar la mayor parte del resalte se corresponde con unas
pautas del eje Compostela-Tolosa, ya que así era Platerías y según Durliat
también la puerta occidental de Saint-Sernin, dedicada a un ciclo hagiográfico
del titular.
Cronología y autoría van íntimamente
relacionadas, puesto que varios estudiosos han puesto toda la segunda fase en
relación con una segunda consagración fechada en 1098 y con la llegada de
maestro Esteban al reino navarro. Para algunos habría trabajado en Leire antes
de ser contratado para la catedral de Pamplona, quizá traído por el obispo
Peláez (iniciador de las obras catedralicias de Santiago de Compostela) cuando,
expulsado de su sede, se refugió en tierras aragonesas. Según un documento
rehecho, Diego Peláez asistió a dicha consagración de Leire.
Nadie duda de la relación entre ciertos
elementos escultóricos legerenses y algunos de los cinco capiteles de la
portada catedralicia de Pamplona, especialmente las aves que se picotean las
patas, los tallos que terminan en cabezas de aves o la omnipresencia de los
leones de dorsos curvados y largas patas. A su vez estos capiteles conectan con
obras compostelanas. Pero ¿cuál fue el orden de ejecución? En el capítulo sobre
la sede pamplonesa explico por qué considero que Pamplona es posterior a
Compostela. Veamos ahora que, del mismo modo, Leire es posterior a Pamplona y
al binomio Toulouse-Santiago.
Cuando se examinan despacio las obras
legerenses nos damos cuenta de que ninguna alcanza la calidad en la talla del
capitel de las aves de Pamplona, pero se copian todos sus recursos. Quien ponga
en parangón las aves que se pican las patas de la catedral con las de la abadía
comprobará que las proporciones y los volúmenes de Pamplona están más logrados
(no es posible extender la comparación a los leones de lomos arqueados y largas
patas, por el deterioro que afecta al capitel pamplonés). Si descendemos a nivel
de detalle, el trenzado de las colas de las aves está perfectamente conseguido
en Pamplona y sólo torpemente insinuado o resuelto en el capitel y en las
arquivoltas de Leire (porque el motivo se repite una y otra vez). Lo mismo
afirmo del modo como se resuelven los vástagos que unen dorsos de aves y
volutas en Pamplona, copiados en Leire (y en iglesias valdorbesas). En Leire no
hay sino la sombra y el eco de la maestría.
Son muchos los rasgos estilísticos e
iconográficos que tienen en común Leire, Toulouse y Santiago. Tengo el
convencimiento de que en buena medida derivan de Pamplona, pero el hecho de
conservar sólo una mínima muestra de la escultura de la gran catedral iruñesa
hace que reluzcan los recuerdos tolosanos y compostelanos. Las figuras del
tímpano legerense con animales bajo los pies repiten una composición con
antecedentes en la Puerta Miègeville tolosana, de la segunda década del siglo
XII, y en Platerías. La manera de hacer las mangas con anillos de notable
volumetría también aparece en Toulouse, tanto en el San Pedro como en
canecillos de la misma puerta. También tienen origen tolosano (y en ocasiones
paralelos compostelanos) el modo de hacer los labios de las figuras del
tímpano, la composición de rostros, el desplazamiento de las orejas, las
terminaciones de plegados en triángulo y rombo hendidos, la presencia de una
onda de mayor resalte sobre el vientre en las vestiduras, los leones de dorso
curvo, etc. Véase al efecto como irradiaron todas estas soluciones en
Valcabrère, Saint Bertrand de Comminges, Lescar, etc. En este sentido se
entienden las semejanzas que Melero ha visto con Moissac, porque ésta última
portada constituye una obra culminante de las manera tolosanas, pero Leire
coincide con Moissac en lo propiamente tolosano (decoración de orlas, plegados
en bandas curvas paralelas, etc.) y no en lo más específico de Moissac, como la
exquisitez en el canon de las figuras, sus ritmos zigzagueantes, incluso
descoyuntados, la dulzura de los rostros, las terminaciones en M de los
pliegues verticales, etc. La dependencia de Toulouse nos proporciona incluso
términos cronológicos fiables, no sólo por las obras hasta ahora señaladas,
sino porque la cabeza que abre la boca entre dos aves situada casi en el centro
de la segunda arquivolta legerense recuerda fuertemente a las de los personajes
acuclillados de bocas redondeadas de la Puerta Occidental de Saint Sernin, obra
de último taller de calidad de esa iglesia, que parece haber quedado
interrumpida hacia 1118 (o al capitel nº 154 del mismo templo). Igualmente, la
coincidencia en la ubicación de los trompeteros y de los leones laterales entre
Leire y Platerías no parece meramente casual; triángulos hendidos y plegado en
ganchos alternos aparecen en capiteles de la capilla de Santa Fe compostelana,
consagrada por el obispo de Pamplona en 1105; pliegues en filete vertical
figuran en Leire y en distintos personajes de Platerías, etc. Son, en
consecuencia, muchos los rasgos que comparte Leire con Toulouse y Compostela,
siempre resueltos en la puerta legerense sin la perfección y plenitud de que
hacen gala las impresionantes iglesias tolosana y jacobea. En consecuencia y
dadas las relaciones demostrables entre Pamplona y Santiago, la hipótesis más
probable es que en buena medida todas estas fórmulas de raíz languedociana
llegaran a nuestra abadía a través de la escultura de la catedral de Pamplona
(a lo hasta ahora comentado habría que añadir la presencia del plegado en triángulo
invertido hendido de la figura sedente de la portada occidental de Pamplona
conservada en el Museo de Navarra). Las limitaciones en extensión de esta
publicación no permiten que nos extendamos en estas cuestiones. Por otra parte,
la existencia de un león bajo cuyas garras yace una figura humana hace pensar
en que el jefe de taller había visto la singular portada occidental de Jaca,
que sería copiada en Artaiz por un maestro de formación legerense.
La composición de la puerta confirma que su
fecha no puede ser temprana. Compartimos la afirmación de Gaillard de que Leire
ha de ser “necesariamente posterior a la Puerta de Platerías de Santiago”.
La decoración de las arquivoltas con boceles habitados o la inclusión de
figuración en molduras intermedias no existen en el románico anterior a 1115;
en cambio, será una constante en obras a partir del segundo cuarto del siglo
XII. Pero tampoco puede ser muy tardía, porque componer un tímpano con una
sucesión de figuras erguidas verticales parece impensable en una abadía de esta
importancia en la segunda mitad del siglo XII. No sería fácil explicar que una
obra ajena a las fórmulas características del tercer cuarto de dicho siglo,
especialmente en lo relativo a la flora y demás repertorios ornamentales,
hubiese sido realizada para un monasterio de la importancia que todavía
pretendía tener Leire en esas fechas. Además, alguna figura en concreto, como
el santo con báculo de la enjuta izquierda tiene un único pliegue vertical en
la pierna, fórmula que es “reliquia” de un sistema de plegados presente
en las columnas de Platerías y llamado a desaparecer. Por último, si retrasamos
mucho Leire, las obras que parecen derivar de su portada (San Nicolás de
Sangüesa, Artaiz, Navascués, etc.), habrían de posponerse a unas fechas en las
que ya habrían irrumpido en estas comarcas otros repertorios propios del
románico tardío. Por mucha que fuera la decadencia del cenobio, es difícil
admitir que encargaran una portada de estas características en unas fechas para
las que resultaría absolutamente retardataria, cuando los últimos rescoldos de
la tradición languedociana habían quedado relegados a iglesias rurales de
valles sin importancia.
En resumen, la puerta de Leire fue realizada
por un maestro “secundario” –así lo calificó Gaillard– acompañado de
colaboradores, todos formados en el lenguaje languedociano-compostelano (el
mismo que se manifiesta en la puerta occidental de Pamplona) en fechas
necesariamente posteriores a la desaparecida puerta pamplonesa y a las obras
tolosanas citadas. El taller legerense, de indudable cohesión a tenor de la
reiteración de determinados rasgos formales, probablemente habría llegado a
Leire después de colaborar en la puerta pamplonesa, ejecutada antes de la
consagración de 1127 (puesto que en seguida se iniciaron las obras del claustro
dirigidas por otro escultor de mayor calidad). Así que las obras de la Porta
Speciosa pudieron haber comenzado en la década 1120-1130, antes de que se
evidenciara el declive del cenobio. Dado que en Artaiz tenemos la confluencia
de un artista formado en Leire con otro integrante del taller del claustro
pamplonés, en una obra pequeña que suponemos ejecutada de una vez, el estilo de
Leire todavía perduraba en Navarra hacia 1135-1140. Por tanto, el marco
temporal de 1120- 1140 habría visto la realización de Porta Speciosa. Las
conclusiones relativas al plazo que un taller medieval necesitaba para ejecutar
una obra como esta portada son muy dispares (en función del número de maestros
trabajando, de los recursos económicos, etc.), lo que significa que las fechas
antedichas han de entenderse como una horquilla dentro de la cual se habría
realizado la obra. Tras Leire, la decoración de arquivoltas con boceles
habitados siguió evolucionando, como vemos en Uncastillo y Echano (Olóriz).
Claro que no se puede soslayar una evidencia
tan poderosa como la documentación que atestigua una segunda consagración de
1098. En principio, y así fue aceptado por los estudiosos, cabría suponer que
esa ceremonia se correspondió con la conclusión de una fase arquitectónica.
Pero considero probado que ni la ampliación del templo ni la realización de la
portada, dado que en todo ello intervino el mismo taller, pudo haberse
ejecutado antes de 1110. Por esa razón hace años busqué otra explicación. Las
ceremonias de consagración o dedicación de iglesias se realizan bajo
determinadas circunstancias. No son necesarias tras la ampliación de unas naves
hacia occidente (y existen centenares de ejemplos que lo demuestran). En
cambio, la revisión de la documentación de Leire da cuenta de un hecho que sí
pudo causar una nueva consagración a la que fueran convocados los más altos
estamentos del reino y del entorno. En esa fecha se produjo un cambio en la
titularidad del monasterio. Antes de 1098 todos los documentos considerados
auténticos hablan de San Salvador de Leire, mientras que después de esa fecha
aparece la abadía con la dedicación de San Salvador y Santa María Madre de
Dios. En consecuencia, la consagración de 1098 puede ponerse en conexión con el
cambio de dedicación, un acto cuya trascendencia social somos incapaces de
medir (podrían invocarse ceremonias religiosas comparables de los siglos XIX y
XX, carentes de dimensión arquitectónica y de cuya trascendencia social
–auténticos hitos en cuanto a poder de convocatoria de masas– queda
constancia).
El monasterio de Leire reúne, como hemos visto,
dos fases de ejecución singular en el panorama del románico navarro y
peninsular. Ambas coinciden en presentar con cierta rudeza fórmulas artísticas
de gran empeño. Y ambas destacan por su significado artístico, que rebasa el
ámbito navarro para proporcionar valiosa información acerca del modo como
nacieron y evolucionaron soluciones arquitectónicas y figurativas que
constituyeron la savia del románico.
Arqueta
de Leire
La arqueta de Leyre, también
llamada arqueta del monasterio de Leyre, está considerada una de las joyas
del arte islámico y de los marfiles hispanomusulmanes, es una
pequeña arca o arqueta de marfil de elefante, que
data de la época del Califato Omeya en la península ibérica,
territorio llamado Al-Ándalus.
La pieza se exhibe en el Museo de
Navarra en Pamplona, aunque anteriormente perteneció
al monasterio de Leyre, a la iglesia de Santa María la
Real en Sangüesa y al Tesoro de la catedral de Pamplona.
Además de la advocación principal de San
Salvador, hay una serie de santas y santos estrechamente vinculados con este
cenobio: las santas oscenses Alodia y Nunilo, San
Sebastián y San Virila.
Para una descripción más detallada he escrito un capítulo aparte acerca de esta arqueta.
San Virila
La leyenda cuenta que
Virila, abad del monasterio de Leyre, era un monje muy preocupado por entender
el misterio de la eternidad. Por comprender cómo era posible vivir eternamente
sin llegar a aburrirse y, por lo tanto, dejar de ser feliz.
En aras de comprender
dicho misterio, Virila pedía a Dios en sus oraciones que le diera la clave de
su comprensión, la ayuda necesaria para poder desvelar la preocupación.
Un día se encontraba el
abad paseando por los alrededores del monasterio, llegó a una fuente y se
dispuso a descansar. En aquel mismo momento el canto de un ruiseñor lo
ensimismó y allí quedó Virila escuchándolo. Cuando reaccionó ya era tarde y se
dirigió, rápidamente, al monasterio para llegar a las obligaciones del día.
Cuando llegó a la puerta, el monje portero le impidió el paso puesto que no
conocía al que debía ser su abad. Virila tampoco reconoció al monje. Tanto
insistió, que le dejaron pasar y se fue integrando en la vida monástica sin
entender cómo era posible que todos los monjes de Leyre le fueran desconocidos,
y los mismos no le reconocieran a él. Pasado el tiempo un monje curioseando en
los antiguos libros de historia de la congregación descubrió que hacía más de
300 años había existido un abad llamado Virila que desapareció en el bosque.
Hecha la revelación cuando todos estaban reunidos en la sala capitular, se
abrió la bóveda de la misma y una voz se dirigió a Virila diciéndole: «si tan
pronto te pasaron los trescientos años escuchando el canto de un ruiseñor,
imagina cómo pasará el tiempo en compañía del Altísimo». De esta forma Virila
comprendió el misterio de la eternidad.
La leyenda, muy usual
en todo el camino de Santiago, va tomando personaje principal en cada lugar. En
Leyre le correspondió a Virila, o Viril, que fue abad en el siglo X. Hay
base documental del año 928 donde nombran al abad Virila. En tiempo
de Sancho el Mayor ya se le daba culto a este santo local tal y como
se acredita en varios documentos en que lo asocian a las santas Mártires Nunilo
y Alodia. Los cistercienses incluyeron a Virila entre los santos formales y se
conservan sus reliquias hasta la actualidad. Se ha ubicado en la sierra que
rodea el monasterio una fuente con su nombre.
Santas Alodia y
Nunilo
Las figuras de santa
Alodia y Nunilo están muy relacionadas con el monasterio de Leyre desde muy
antiguo. Estas dos hermanas nacieron hacia el año 830 en Adahuesca, al
lado de la fortaleza de Alquézar en Barbastro, y pertenecían a familias
acomodadas. Su padre se convirtió al islam y tomó el nombre de Mu-ladi,
mientras que su madre permaneció fiel al cristianismo.
Un 21 de octubre de un
año anterior a 848 fueron decapitadas después de sufrir martirio en la ciudad
de Huesca por confesar su fe cristiana. Contaban entonces con 18 y 14
años de edad, respectivamente. Los restos mortales de dichas hermanas fueron
trasladados al monasterio de Leyre y permanecieron en él hasta que se perdieron
en el periodo de abandono que siguió a la desarmortización de 1862.
Los restos mortales de
las santas, se guardaron como reliquias, en una arqueta arábigo-persa. Los
avatares históricos han esparcido las reliquias, que se hallan, algunas en
Leyre, y otras en Adahuesca.
La devoción por estas
santas fue muy popular en Navarra, luego se extendió a La Rioja y, en
el siglo XVI, a Toledo. También en Andalucía, donde son patronas
de Huéscar y Puebla de Don Fadrique, debido a que en 1491
el conde de Lerín y condestable del reino fue exiliado del reino de
Navarra y marchó a la conquista de Granada con sendas imágenes de estas santas.
San Eulogio de
Córdoba hace mención expresa del martirio de estas santas, cuya devoción
es ya firme en el siglo XI.
Onomástica
La Festividad de Santa María de
Leyre se celebra principalmente el día 9 de julio, fiesta de Nuestra
Señora Reina de la Paz.
Panteón de los Reyes de Navarra
La figura del monasterio de San Salvador de
Leyre como panteón real de los reyes del reino de Pamplona, a la
sazón reino de Navarra, ha sido discutida en ocasiones. Antes de
publicarse la obra de José Goñi Gaztambide Los Obispos de Pamplona se
daba por sentado el hecho de que los primeros reyes navarros y sus familiares
fueron enterrados en Leyre. Esta hipótesis se asentaba en el hecho de que,
durante el periodo de dominación musulmana da la península ibérica, las
autoridades civiles y religiosas pamplonesas se refugiaron en Leyre desde el
860 hasta 1023, y en las notas de San Eulogio de Córdoba que dijo
Leyre fue durante bastante tiempo
monasterio y sede episcopal, palacio real y panteón regio.
En el siglo IX, de Pamplona hacia oriente
hay varias familias cristianas relevantes que llegan a estar enfrentadas entre
ellas y en ocasiones pagan tributos a los dominantes musulmanes con sede en
Zaragoza. No hay todavía un poder unificado y definido, lo cual impide la
existencia, en ese tiempo, de lo que se entendería como panteón real. La
primera noticia documentada de un obispo en Pamplona es del año 829. En ese
tiempo los monasterios tenían una dependencia muy directa de las familias
poderosas. La relación de Leyre con los regentes en Pamplona era fuerte, como
evidencian las donaciones que estos hicieron al mismo durante el transcurso de
la historia, llegando incluso a ser monje del mismo el rey Fortún Garcés en
el siglo X.
La importancia de San Salvador de Leyre dentro
del reino de Pamplona y la relación que sus reyes tenían con el mismo permiten
sostener que su lugar de enterramiento fuera Leyre. Lo que no se sabe es la
ubicación y tipología de las tumbas. No hay evidencia alguna de que la cripta
fuera utilizada como lugar de enterramiento, y se estima, en similitud
del reino de Asturias de aquel tiempo, que los enterramientos podrían
haberse hecho en el pórtico de la iglesia.
Los enterramientos de los reyes navarros
La documentación sobre el enterramiento de
Sancho Garcés I (fallecido en el año 925) y de su hijo García Sánchez I
(fallecido en 970) dice que fueron enterrados en Sancti Stefani
pórtico (pórtico de San Esteban), el cual se ha venido asignando al
castillo de Monjardín en Deyo (antes castillo de San Esteban, aunque
hay otra hipótesis más reciente que hace referencia al castillo de Valderresa a
orillas del Ebro). La conquista de Nájera y el establecimiento del centro del
poder en esa ciudad no hacen que Leyre pierda relevancia. Hay constancia de que
en el año 991 el rey de Viguesa, Ramiro, hijo de García Sánchez y la reina
Teresa, fue enterrado en Leyre. La otra esposa de García Sánchez, Andregoto
Galíndez, se establece en Lumbier, cerca de Leyre, después de romper con
el rey. Esto hace verosímil la hipótesis de que se enterrara en el monasterio.
A partir de que García Sánchez el de Nájera,
fundara el monasterio de Santa María la Real de Nájera en 1053 se
estableció allí el panteón real, pero se mantuvo viva la idea de que en Leyre
descansaban los primeros reyes del reino. En el periodo de dominio aragonés
sería San Juan de la Peña el panteón real y luego, ya como reino de Navarra, la
catedral de Pamplona, si bien hay enterramientos en otros sitios, como los
de Juan III de Albret y su mujer Catalina de Foix en Lescar.
Panteón Real
Placa con los nombres de los monarcas sepultados en el
monasterio de San Salvador de Leyre.
La reaparición de las tumbas
La tradición mantenía que en el muro sur, el
izquierdo del altar, estaban los restos reales. Por ello cuando se procedió al
derribo del mismo, el 13 de agosto de 1613, el abad Juan de Echaide, juzgó
necesaria la presencia del obispo de Pamplona y de otras autoridades entre las
que se encontraban el historiador fray Prudencio de Sandoval y el
vizconde de Zolina y señor del castillo de Javier Juan Garro. Ya
tenían preparadas (por encargo de Jaun Garro) unas arquetas de madera talladas
y sobredoradas para recoger los restos, y en dichas arquetas se habían escrito
los nombres de los reyes que iban a contener. Se depositaron junto al muro de
la sacristía. La lista de los nombres se basó en el Libro de la Regla, un
códice de los siglos XI y XII. Existe la probabilidad de que el
libro haya sido manipulado en algún momento, con el objeto de mantener la
reivindicación de panteón real, lo que aumentaba la importancia del monasterio,
y por ello que la lista de nombres tuviera algún error. Lo cierto es que la
normativa vigente en los siglos del IX al XII no permitía
que se enterrara dentro de la iglesia, así que se debía de realizar en el
pórtico de la misma, ni que se pusieran inscripciones sobre la identidad del
difunto.
El emparedamiento de los restos reales en el
arco adyacente al altar se produjo durante el tiempo que el monasterio estuvo
regentado por los cistercienses. No se saben las razones por las que se produjo
el mismo. La incorporación de la Navarra peninsular al reino de Castilla en
1512 ha sido uno de los motivos por los cuales se hizo dicha ocultación. El
derribo del muro se debió a la necesidad de construir una nueva sacristía en el
contexto de la edificación del monasterio nuevo.
El traslado a Yesa
Cuando en 1836 se decreta
la desamortización de Mendizábal, el monasterio es abandonado y se empieza
a utilizar como refugio de pastores y labriegos. En 1863 se produce la
profanación de las arquetas que contenían los restos reales, y éstos quedan esparcidos
por el suelo de la iglesia. El 17 de mayo de 1863 el cura y el alcalde de Yesa
suben a la iglesia de Leyre a recoger los huesos de las tumbas profanadas en
ese periodo de abandono. Recogieron también doce tablas viejas que tenían los
siguientes nombres:
Sancho Garcés, Ximeno Íñiguez, Íñigo Arista, García
Íñiguez, Fortuno VIII, Sancho Abarca, García Sánchez, Sancho García, Ramiro
XIII, Andrés Príncipe, Martín Phoebo Príncipe, Siete reinas
Ya en 1845 la comisión de Monumentos Históricos
se había interesado por los restos reales, pero no llegaron a tiempo de impedir
la profanación. Los restos recogidos por el cura y el alcalde de Yesa fueron
trasladados y depositados en la iglesia parroquial del pueblo.
Intentos de traslado a Pamplona
En 1865 se intenta trasladar los restos a la
catedral de Pamplona, para lo que piden autorización a la reina Isabel II.
Acordado y organizado el traslado, que se quería hacer con presencia real, se
fue retrasando por diversas cuestiones hasta que en 1867 se frustra
definitivamente.
En 1902 renace el plan de traslado a Pamplona
pero de nuevo es abortado. Este nuevo plan, debido a la Comisión de Monumentos
de Navarra, pretendía reunir en la catedral de Pamplona a todos los reyes
enterrados en diversos lugares. En 1912 se volvió a repetir el intento de
traslado a Pamplona.
Vuelta a Leyre
La iglesia de Santa María de Leyre se reabrió
al público en 1875 y se subieron los restos a su lugar de origen. Unos años más
tarde, en 1891, se volverían a bajar a Yesa por las obras que se realizaron en
la iglesia. En esta ocasión se les dotó de un sarcófago de mármol.
Una vez acabadas las obras que habían comenzado
en 1888, se decide devolver a los reyes a Leyre. Se realiza una arqueta de
madera de roble con grabados neogóticos de forja, la cual iría
encerrada en un mausoleo blanco labrado.
El 8 de julio de 1915 se celebró el acto al que
asistieron todas las autoridades civiles y religiosas y mucho público. En ese
acto fue donde en el discurso de Vázquez de Mella se dice:
Se dice que el monasterio es El Escorial de
este reino, pero es más que El Escorial, porque no sólo fue monasterio y
convento, sino asiento de la realeza navarra...
El mausoleo se situó en el centro del
presbiterio. En 1951 se trasladó a la entonces llamada capilla de San Benito,
actualmente de El Santísimo. El 21 de octubre de 1982 se traslada, sin el
mausoleo de mármol, al lugar actual, en el muro norte protegida por una reja de
hierro forjado.
Servicios del monasterio
El monasterio de Leyre y la comunidad que
habita en él mantienen una serie de servicios destinados a los visitantes.
Estos servicios están, en su mayor parte, relacionados con la vida monástica y
religiosa. La participación en los oficios religiosos que se celebran en
iglesia de Santa María de Leyre está abierta al público en general. En estos
oficios los monjes suelen cantar en gregoriano y latín.
Hay una hospedería y un restaurante para dar
servicio a cualquier visitante. Más especial es la hospedería monástica que
ofrece una estancia en contacto íntimo con la comunidad benedictina. En este
caso solo pueden acceder a ella los hombres, ya que las mujeres no tienen
permitida la entrada al convento.
Hotel hospedería
Con la restauración del monasterio se
construyó, sobre los restos del monasterio viejo, la nueva hostelería que fue
inaugurada en 1979. La obra, hecha con cuidado en el respeto del monumento, ha
proporcionado un hotel hospedería de 32 habitaciones, 18 dobles, once
sencillas, dos cuádruples y una triple, así como un restaurante con dos
comedores.
El monasterio dispone de un servicio de visitas
guiadas tanto para particulares como para grupos.
Hospedería
monástica
Junto al servicio de hospedaje normal existe la
posibilidad del hospedaje en la hospedería monástica en las estancias propias
del monasterio. Este servicio, al estar restringida la entrada al monasterio a
las mujeres, sólo es posible para los hombres. La comunidad dispone de algunas
habitaciones, unas ocho celdas, destinadas a este fin. Los huéspedes deben
acatar y cumplir con los principios de la vida monacal. El tiempo de estancia
está limitado a ocho días y a tres veces en un mismo año.
Monasterio
La finalidad de esta hostelería es la de
acercar al huésped al espíritu de paz y sosiego y el acercamiento a Dios. Por
ello la aportación económica puede ser acordada teniendo en cuenta posibles
dificultades en la economía del interesado. Aun cuando la comunidad de Leyre es
una comunidad orante encaminada a compartir el diálogo con Dios en serena
armonía, la hostelería está abierta a personas no cristianas, alejadas del
dogma católico que quieran utilizar el clima de paz y tranquilidad para sus
propias reflexiones. Se recomienda acudir al monasterio en una situación mental
y espiritual estable, ya que acudir a un monasterio en «situaciones
difíciles de mente o cuerpo, puede resultar contraproducente e insatisfactoria».
La vida en la comunidad
La Orden Benedictina trata de ser fiel a la
regla de San Benito y a los Evangelios, para lo cual siguen unas
directrices concretas que debe acatar y cumplir el huésped. La comunidad está
dedicada a la oración litúrgica y el huésped no debe interferir, sino al
contrario, participar de la misma.
El acceso a la iglesia y al refectorio se hará
por el recorrido que se le señale al ingreso. Puede pasear por las galerías del
claustro inferior sin acceder al resto del monasterio que está reservado a los
monjes. La salida al exterior se puede realizar por cualquier puerta, pero debe
asegurarse que esta queda bien cerrada. El uso de teléfono fijo para llamadas
exteriores se hará desde el teléfono de la portería, los que hay en las celdas
son para uso interno y se pueden recibir llamadas exteriores con mesura.
Se procurará permanecer en silencio y no hacer
ruido, no se puede discutir por diferencias políticas o ideológicas. Después
de Completas el huésped se retirará a su celda no pudiendo permanecer
en otras dependencias diferentes a ella. El huésped debe estar en el interior
del monasterio antes del cierre del mismo a las 21:30.
El uso del tabaco solo está permitido en la
celda y en la antesala de la hospedería. La comida se sirve a las horas
establecidas y hay que estar unos minutos antes de las mismas en el claustro
bajo. La comida es la establecida para la comunidad y únicamente para ella y
los alojados.
La realización de charlas de ayuda espiritual o
confesiones se realizará por mediación del monje encargado de la hostelería.
Los huéspedes deben respetar el horario del
monasterio aunque el acudir a los oficios no es obligatorio.
Vida monástica
El monasterio de San Salvador de Leyre, como
cualquier otro conjunto religioso, consta de dos partes diferenciadas que se
complementan. La parte arquitectónica y artística y la parte espiritual y
religiosa. En Leyre esta última parte está definida por la Orden de monjes que
rige el monasterio, la Orden Benedictina que se basa su práctica en
la Regla de San Benito y en la oración litúrgica, su lema es PAX. Para San
Benito, como bien lo define en prólogo de su Regla, un monasterio es «una
escuela al servicio del Señor». Esto hace que el monasterio sea la base
fundamental de la existencia de la comunidad cuyos vínculos deben llegar a ser
afectivos al grado de familiares. El monasterio debe hacer fácil, natural y
flexible la relación con Dios.
Los benedictinos practican la vida
contemplativa, que es la que da prioridad y preferencia al ejercicio de la
oración y se establece como un ideal puro de vida cristiana. La relación
del hombre con Cristo, la que busca el monje de Leyre, viene señalada en tres
ocasiones en la Regla de San Benito;
Nada anteponer al amor de Cristo (Reg.
cap. IV).
Los que nada estiman tanto como Cristo
(cap. V).
Nada absolutamente prefiera a Cristo
(cap. LXXII).
La relación debe ser muy personal, muy directa
llegando a la intimidad. Los monjes benedictinos han de ser hombres de fe,
disfrutando del gozo de la misma y hombres de oración, que se opongan al
activismo y a la agitación, haciendo de la oración el más alto valor religioso.
Se cultiva la caridad entendida como el amor a Dios y la convivencia fraternal.
Los monasterios benedictinos solo mantienen lo
principal;
·
Estabilidad,
contra el peregrinar de los monjes andariegos.
·
Vida
en común, contra el egoísmo del aislamiento.
·
Un
Abad, como principio activo de autoridad.
·
Un
orden en la vida.
Junto a la caridad, la disciplina es una de las
directrices importantes. La caridad, propiciada por la vida en común, es el
amor al prójimo y lucha contra el egoísmo. La disciplina se eleva contra el
protagonismo y la originalidad, concretándose en la obediencia y el
cumplimiento de la Regla. De estas directrices nacen los tres votos que
procesan los monjes benedictinos:
·
Estabilidad:
Permanencia y perseverancia en un monasterio.
·
Conversión
de costumbres: Que la entrega a Dios sea real y no una pura fantasía.
·
Obediencia
según la Regla: Sometiéndose a la autoridad de un jefe.
El voto de Obediencia según la
Regla solo puede llevarse a cabo con la figura del abad. El abad debe ser
«la representación de Cristo en el monasterio». Gobierna el mismo en sus tres
vertientes, la espiritual, la docente y la de gestión.
Para que estos objetivos que se persiguen en la
vida monástica puedan llevarse a cabo es imprescindible el silencio. El
silencio es el que permite, en la oración, oír a Dios.
La oración culmina con el Oficio Divino y la
Sagrada Liturgia, donde el Sacrificio Eucarístico es el centro. La oración es
el centro de la vida benedictina.
La vida de un monje está basada en la caridad
fraterna, sin caridad no se puede mantener la relación fraternal de la vida
monástica ni la entrega a Dios. La Regla dice:
Este es el celo que con ferventísimo
amor ejercitarán los monjes, es decir: que se prevengan unos a otros con
honores; súfranse pacientísimamente los defectos del alma y cuerpo; préstense a
porfía obediencia mutua; ninguno busque su propia utilidad, sino más bien la
del otro; tribútense una casta caridad fraterna.
La búsqueda de Dios por medio de Cristo pasa
por la Pasión, por la mortificación que el monje debe seguir. Mortificación
espiritual que significa «la renuncia de voluntaria a la propia voluntad».
El rechazo de la riqueza, de los bienes
materiales que estorban el camino de hacia Dios da como resultado la pobreza.
La consecuencia de esta pobreza es el trabajo necesario para el mantenimiento
de la vida. El trabajo es el elemento más contribuyente al equilibrio de la
vida benedictina.
La dirección espiritual y la instrucción
litúrgica son las formas de apostolado que una comunidad benedictina ejerce.
Esto se concreta en la apertura de la iglesia monástica a quien quiera
integrase en la oración colectiva y el monasterio a quien busque un ambiente de
paz y serenidad.
Navascués
En un relativamente amplio valle de las
primeras estribaciones pirenaicas navarras, Navascués defiende históricamente
el acceso al valle de Salazar. La población se encuentra a 62 km de Pamplona,
por la N-240 primero, y luego, desde Lumbier, por la NA-178. Tras sobrepasar el
acceso a la población dirección Ochagavía, la iglesia de Santa María del Campo
aparece a la izquierda, junto al cementerio.
Desde 1014 los documentos sitúan en Navascués
una de las tenencias del reino. Se supone que el emplazamiento primitivo de la
villa se encontraba en la llanada junto al camino que articulaba y enlazaba las
poblaciones del valle. Fue a fines del siglo XII cuando Sancho VI el Sabio
concentró la población en el altozano actual, concediendo a los nuevos
pobladores diversos privilegios y beneficios. Si atendemos a los censos
medievales, esta nueva población alcanzó un notable desarrollo, certificando en
1366, todavía tras el impacto de la peste negra, la presencia de ochenta
fuegos, en lo que supuso prácticamente su máximo demográfico hasta el siglo
XIX.
Ermita de Santa María del Campo
La ermita de Santa María del Campo se encuentra
a las afueras de la población, en la llanada, a un lado del camino que desde la
cuenca de Lumbier recorre Salazar siguiendo el cauce del río homónimo. Está,
pues, al pie de la vía de comunicación más importante que desde la antigüedad
llevaba de esta parte del Prepirineo a Pamplona y la Navarra media. En la
actualidad es la capilla del cementerio de la villa. En 1988 la Institución
Príncipe de Viana restauró tanto el interior como el perímetro exterior del templo.
Hoy contemplamos una obra de arte tan menuda y
original como interesante; incluso sus peculiaridades se nos van a mostrar un
tanto enigmáticas e inexplicables. De hecho, en sus pequeñas dimensiones son
numerosos los aspectos que sorprenden: la calidad de su decoración escultórica,
el perfecto enjarje de cada uno de sus elementos, la finura de los acabados de
pilastras, ventanas, arquerías, impostas etc., la calidad de labra y
sistematización de los dos tipos de piedra empleados, lo peculiar de su emplazamiento,
en el centro de la llanada del valle, al pie del camino, su torre campanario
sin acceso externo sobre la nave... Lamentablemente no hemos conservado ningún
documento que dé luz sobre sus comitentes, origen litúrgico y justificación
estilística. ¿Fue el oratorio del primitivo núcleo poblacional de Navascués?
¿Nació como una fundación privada con finalidad funeraria? ¿Era una iglesia
faro como sugirió Biurrun? ¿Formó parte de un priorato de alguna orden
monástica?
En planta muestra ábside semicircular, amplio
anteábside rectangular, y nave corrida. El cuerpo de la iglesia resulta
estrecho en relación con la longitud total del templo: supera los 16 metros por
sólo 4 de anchura. La articulación perimetral carece de contrafuertes para la
nave. Sólo una pareja refuerza al exterior el toral del ábside. Tampoco al
interior los elementos sustentantes muestran un desarrollo acentuado; las
cuatro pilastras que soportan junto a los muros el empuje de la bóveda
adquieren muy poco resalte. Los muros tienen un grosor también contenido, de
unos 80 cm. El conjunto de ábside y anteábside concentra tres de las cinco
ventanas primitivas; una cuarta se abre al hastial, y la última al muro sur, lo
mismo que la puerta de acceso.
Analicemos detenidamente el interior del
templo. Una vez atravesado el umbral de la puerta, llama especialmente la
atención la acentuada estilización del espacio interno. Su altura se aproxima a
los 8,2 m, por lo que multiplica por 2,2 la anchura de la nave. Junto a la
torre, el conjunto supera los 16 m de altura.
Reparamos más de lo habitual en estas cifras
porque van a terminar de caracterizar lo peculiar de la articulación
arquitectónica de Santa María del Campo. Tal es así que podemos afirmar que es
única en Navarra. Muros comparativamente finos, notable altura de la nave,
bóveda de cañón, inexistencia de una concepción homogénea de pilares y
estribos, acentuada longitudinalidad en planta, y estilización en alzado que
supera la relación 2:1. Frente a lo habitual en el románico rural, Santa María
del Campo conserva numerosos vanos propios del edificio primitivo: el axial del
presbiterio, uno a cada lado del anteábside, un cuarto en el lado sur, bajo la
torre, y otro más en la parte alta del hastial occidental. Junto a la puerta
consiguen una iluminación relativamente homogénea, sólo rota por el impacto del
profundo coro occidental de madera.
El cilindro absidal se cubre mediante una
bóveda de horno ligeramente apuntada. Un fajón de sección rectangular sobre
pilastras prismáticas refuerza su embocadura y lo enlaza con el cañón
igualmente apuntado del anteábside.
Los muros se articulan en dos niveles: el
superior ocupado por los vanos, el axial con moldura y bolitas en el exterior
de su rosca, los otros dos lisos; el inferior liso en el cilindro absidal y con
doble arquería que arma y aligera el muro en el anteábside. Esta idea
arquitectónica se continúa en el tramo de la torre, cuyos arcos son más
profundos y gruesos. Los del anteábside apean sobre una columna central; los
del siguiente tramo, sobre pilares.
Se observa, además, un uso ordenado y
jerarquizado de la piedra. Todos los sillares son regulares y están
perfectamente labrados y escuadrados; no obstante, los muros son erigidos con
piedra de la zona, de composición veteada en gris azulado y ocre, de menor
calidad, y resistencia heterogénea; por contra todos los elementos
estructurales (pilastras, arcos y bóvedas) más las ventanas, con su rosca y
jambaje, y las impostas, están labrados en fina piedra arenisca, originaria de
la Navarra Media y la cuenca de Pamplona. Curiosamente, la bóveda de cañón del
tramo de la torre se erige con sillares azulados, mientras que para el tramo
más occidental se vuelve a elegir los de arenisca pura. Bajo la torre, la
bóveda parte de un cimacio con cuatro fajas de ajedrezado. En el tramo más
occidental no se continúa con la división de los muros en dos niveles.
La diferencia en cuanto al arranque y
composición pétrea de la bóveda central parece sugerir la construcción de los
tres tramos en momentos distintos. Es más, como si primitivamente hubieran sido
fajones de arenisca, el principio y final de este tramo de la bóveda está
rematado por una o dos hiladas de arenisca, a la que se agregan por dentro las
hiladas de la piedra azulada. ¿Se planeó la torre, o su mitad inferior, como un
cimborrio abierto a la nave, y posteriormente cerrado por un tramo de bóveda no
previsto inicialmente? Si fue así, debió de ser una reorientación de las obras
mientras se erigía el propio templo. No obstante, más allá del sorprendente
cambio de aparejo en un edificio tan trabado y jerarquizado, ningún otro dato o
elemento permite avanzar más en esta posibilidad. Como confirmaremos en el
exterior, la torre no se integra desde el punto de vista funcional con el
edificio. Como sucede también en San Adrián de Vadoluengo, no se construyó
escalera para acceder a ella. Podemos pensar que existiría una escalera de
madera que desde el muro norte alcanzaba la parte alta del tramo occidental de
la nave, donde se sitúa una especia de portadita.
En cuanto a las decoraciones esculpidas, el
interior se nos muestra austero y contenido. Podemos suponer que todavía no se
había incorporado a la obra el maestro que esculpirá los canecillos del
exterior. Los dos capiteles de la arquería del anteábside muestran una labra
poco profunda y muy esquemática. El meridional lleva grandes hojas festoneadas
en los ángulos, palmetas entrecruzadas en la cara central y tallos en forma de
ocho con rosetas en las laterales. Sobre él, un amplio cimacio con retícula de
rombos. Tanto la composición geométrica de cimacio del capitel como su labor
decorativa parecen estar presentes también en construcciones posteriores, como
la cripta de Orísoain, que supondría una versión ruda y popular. Por el otro
lado, la copa del capitel se compone con cuatro hojas lisas que desde el
collarino llenan los ángulos y curvan sus picos; de ellos parte hacia el
cimacio un vástago que no llega a horadarse completamente, pero recuerda a
articulaciones similares que partiendo de la desparecida catedral románica de
Pamplona se extienden especialmente por la Valdorba. El cimacio lleva pequeñas
puntas de diamante.
Las basas son altas, con amplia mediacaña entre
toros con bolas en los ángulos del plinto, recreando ejemplos frecuentes
también en el entorno de Sangüesa, especialmente en San Pedro de Aibar.
Capitel de la arquería
Capitel de la arquería
La articulación de los tramos orientales del
templo recuerda, desde el punto de vista morfológico, a las arquerías de
basamento que en Navarra también aparecen en el Santo Cristo de Cataláin. No
obstante, en Navascués ocupan sólo el anteábside, no el ábside. La inspiración
de este elemento se relacionaría también con ejemplos aragoneses, como Loarre o
San Juan de la Peña. Sin embargo, parece llamativo que el cilindro absidal,
centro litúrgico y decorativo del templo, no se articule con arquería, en beneficio
del anteábside y del tramo de la torre. Todavía es más sorprendente esta
configuración si tenemos en cuenta que el doble arco de la torre aligera y arma
el muro que la soporta, añadiendo así cierta complejidad técnica y tectónica
que sobrepasa con mucho lo estrictamente decorativo.
Arquería
del interior
Arquería del interior
Capitel de la arquería
Las arquerías son profundas, conformando una
secuencia de cuatro “edículos” por muro, hasta un total de ocho. ¿Nos
encontramos ante una propuesta decorativa y articuladora de los paramentos, en
la línea de los ejemplos citados? ¿Se puede buscar en este realce de los muros
una función o intención “práctica”? Recientemente Martínez de Aguirre se
ha preguntado si las arquerías de Santa María no responderían a una finalidad
funeraria, tomando como precedente la doble arquería erigida junto al ábside
meridional de la abacial de Leire para panteón regio. Efectivamente, la
articulación del paramento mural del primer tramo meridional del templo
legerense acoge un primer nivel armado con dobles arcos de medio punto, que
apean sobre una pilastra central, y sobre ellos un vano de medio punto. Los
muros del tramo de la torre de Navascués reproducen textualmente esta
configuración. La profundidad, altura y complejidad tectónica del resultado no
nos remite a arquerías decorativas, sino más bien a una sistematización de la
propuesta legerense. Lo que allí se erigió puntualmente como articulación de
uno de sus muros, en Navascués adquirió rango definitorio, justificando en
último término el diseño peculiar de los tramos más orientales de los muros de
la nave.
Desde este punto de vista se entiende mejor el
diseño interior del templo. No es que el maestro constructor se incline por una
articulación con arquerías ciegas en un primer nivel para los laterales,
mientras la escamotea en el cilindro absidal, elemento más sensible de ser
enriquecido. Parece razonable pensar que los ocho arcos ciegos no respondan
sólo a una finalidad decorativa. Todos ellos son profundos y de longitud
homogénea, en torno al metro y medio. El consecuente esfuerzo tectónico y
estructural se debe asociar, además de a lo decorativo, a la finalidad misma
del templo, que siguiendo esta línea argumental tendría en su propia génesis
una función funeraria. Respondiendo, pues, a las preguntas que inicialmente nos
hacía el edificio, sus alzados parecen ponernos en la senda de un templo
planificado y construido con finalidad funeraria.
Desde el punto de vista tipológico, esta
hipótesis no supone ninguna novedad. Sabemos que especialmente en el siglo XII
proliferan los templos de fundación y promoción privada, siempre en la órbita
de las familias y linajes con más recursos y presencia en sus respectivas
poblaciones y comarcas. Tras la construcción del templo, su conservación y
mantenimiento recaía en una cofradía integrada por los nobles e hidalgos del
entorno, o bien pasaba por donación a una institución religiosa, fuera
monástica, fuera regular. En el caso de Santa María del Campo no conocemos
documentación de ninguna de las dos opciones.
Al exterior, la fisonomía de Santa María del
Campo es atractiva y original.
Dominan los paramentos lisos y estilizados, en
un templo tan elegante como sobrio. Efectivamente, se echan en falta los
contrafuertes como articulación de los paramentos. Sólo se erigen dos en el
arranque del ábside. En su silueta cobra un especial protagonismo la torre
erigida sobre la nave. La reciente restauración ha homogeneizado sus vanos.
Todos, menos el occidental, son de buen tamaño y geminados, nacen de una
imposta lisa y llevan una estilizada columna en el parteluz. La primitiva,
conservada por el lado sur, acoge un capitel muy tradicional, con cuatro hojas
lisas que nacen del collarino y ocupan las aristas imaginarias de su copa. Los
vanos geminados llevan un breve bocel en sus aristas; también están moldurados
los guardalluvias.
Su cubierta a dos aguas sigue las vertientes de
las naves, completando los laterales con tejaroz sobre canes lisos, lo mismo
que el tramo más occidental de la nave. A pesar de que las hiladas son
homogéneas y no se observan al exterior cambios en el tipo y calidad de los
sillares, los muros de la torre, especialmente el meridional, manifiestan
algunas discontinuidades, tampoco fáciles de justificar. ¿Señalan un cambio de
obra, que definiría un templo erigido en dos fases distintas? La unidad
estilística del edificio parece descartarlo. No obstante, ya se han comentado
en el análisis interior algunos aspectos confusos sobre su propia definición.
También podría relacionarse con pequeños desplazamientos producidos por el
empuje de la estructura.
Portada
La portada tampoco sigue las normas habituales
en el románico rural. No aprovecha un paramento adelantado para desarrollar su
abocinamiento, no recibe una excesiva atención decorativa; de hecho, está
apenas subrayada por una molduración elegante y decorativa, pero nada
monumental. Su escalonamiento se resuelve con una doble arquivolta, la interior
como corona del tímpano, la exterior, más ancha, sobre los cimacios exteriores.
Por dentro, el arco, con leve baquetón angular y cenefa de tacos, apea sobre el
dintel liso, y éste sobre un par de montantes semicilíndricos, en la estela, de
nuevo, de la puerta occidental de Leire.
Sus zapatas se decoran por el lado izquierdo
con dos besantes con rosetas inscritas, similares a las de los capiteles del
interior. La arquivolta exterior acoge la misma secuencia de baquetón angular,
moldura de tacos y listel de la interior, pero a un tamaño mucho mayor. Su
rosca se refuerza al exterior con una moldura con cuatro líneas de tacos que
enlaza con el cimacio izquierdo; el derecho, moldurado, lleva dos líneas de
cubos. Coincide con la leve articulación del vano axial. El sillar del centro del
tímpano queda ocupado por el crismón trinitario, en una división completamente
simétrica. Todas sus características traban perfectamente con la decoración
interior y su evidente simplicidad. Lo mismo sucede con las roscas molduradas
que rematan el exterior de los vanos; repiten los diseños ya descritos en la
portada. La más decorativa es la más oriental del lado sur, que lleva moldura
con roleos de rosetas y palmetas y cabecitas menudas de animales en sus
arranques. Se repiten las cabecitas en el axial. Todos estos elementos fueron
realizados por el taller que erigió la mayor parte del templo.
Ventanas fachada sur
Detalle de la ventana
Nuevos aires se van a observar en la decoración
de las partes altas del ábside.
La incorporación de un nuevo taller es
evidente. Se va a encargar de labrar el tejaroz taqueado y los canecillos y su
decoración esculpida. El resultado es verdaderamente airoso y plástico. En
total son veintinueve los canecillos que vamos a comentar. Otro más,
prácticamente perdido, aparece sobre la portada del muro sur. Como sabemos, los
demás, ya en el tramo más occidental de la nave y la parte superior de la
torre, son lisos. Los decorados se distribuyen de la siguiente forma: seis para
el muro norte del anteábside, diecisiete para el cierre cilíndrico absidal y
otros seis para el anteábside meridional. La conservación general es buena, si
bien la mayor parte de ellos aparecen muy lavados por la erosión. La pureza de
la piedra los ha preservado de fracturas y desprendimientos.
Una vez observados con detenimiento, se ve con
claridad que en la mayor parte de los casos las grandes superficies se han
conservado relativamente bien, mientras que han perdido los detalles
inferiores. Allí la arenisca se ha disuelto, abriendo foliaciones y pústulas
que hacen perder la definición de los detalles.
Estas lamentables pérdidas y erosiones hacen
que sea en la mayor parte de los casos muy difícil, al menos para nosotros,
interpretar el sentido y actitudes de cada una de las imágenes.
Vamos a iniciar nuestro recorrido por el lado
norte. Se inicia la serie con una cabezota de monstruo patilargo, con boca en
forma de uve invertida, observada por ejemplo en San Martín de Unx, y un toro
(?) con las patas delanteras labradas. La primera figura humana es la de un
hombre barbudo en actitud exhibicionista (?); sus rasgos van a ser comunes a
los de las demás figuras representadas: ojos de párpados dobles y almendrados,
nariz de aletas detalladas y mechones peinados en líneas paralelas. Le sigue otra
cabezota de monstruo, ahora antropófago, de cuya boca sale la mitad inferior de
unas piernas humanas. Terminan el grupo de seis, dos figuras humanas: la
primera, de atributos y actitud perdida, lleva los ojos muy marcados, lo mismo
que las cuencas supraciliares y la nariz, el peinado, con cinta o ceñidor, se
organiza mediante mechones paralelos que se avolutan a la altura de las orejas;
la última, junto al estribo norte, muestra a un hombre agarrado a un gran pez.
El pez está labrado de manera naturalista, con pequeñas escamas, agallas
marcadas y cabeza lisa.
Tras el estribo, los diecisiete canecillos del
cilindro absidal se inician con una figura humana en oración (?) de ropajes
bellamente labrados, cenefa en los puños, grandes vuelos de tela y toca en la
cabeza que oculta el pelo. Le sigue un pájaro pasilargo, con las
características plumas hendidas y garras poderosas, y un ciervo, de curiosos
cuernos, muy parecido a la vaca del otro lado. El cuarto es otro monstruo con
cabezota de rizos en la frente, mechones paralelos, gruesa nariz y gran boca de
la que surge una enorme lengua hendida (¿grandes colmillos, piernas?).
Quinto y sexto son figuras humanas: mujer que
se mesa los cabellos, y hombre en cuclillas disparando un arco. En los tres
siguientes se van a suceder aves en distintas posiciones y con diferentes
atributos: arpía explayada; bello pájaro patilargo de fuertes garras, agachado
y con una hoja en su pico; pareja de pájaros que unen sus picos mientras
sostienen hojas. Ya sobrepasada la altura del vano axial, una mujer con toca y
amplios ropajes que se abren en abanico interrumpe la serie de aves que se
recupera en los dos siguientes. El que hace el undécimo de la serie lleva un
gran pájaro con ramillete de hojas en su pico, y garras y uñas perfectamente
labrados; le sigue ave de alas explayadas y cabeza grande. Ya en el lado sur de
la iglesia, aparece el primer león patilargo sentado, con boca en forma de uve
invertida. Viene después otra cabezota de monstruo patilargo con grandes labios
en forma de uve invertida; un hombre con peinado de mechones paralelos, sentado
en cuclillas, en actitud exhibicionista (¿defecando?); otro león patilargo
vuelto, de grandes garras; y para terminar, saltimbanqui (?) boca abajo.
El paso del cilindro absidal al anteábside
viene subrayado por un segundo estribo de arenisca, que realza su encuentro con
el tejaroz mediante dos sillares decorados con ondas de tallos de los que
penden hojas o flores. Remates similares, si bien menos decorativos, se han
conservado en los estribos de San Adrián de Vadoluengo o San Andrés de Aibar,
siempre en el entorno de Sangüesa. Los seis canecillos restantes van a repetir
algunos de los temas ya conocidos: otro león patilargo vuelto; figura humana en
cuclillas que se echa la mano a la garganta; bello pájaro patilargo que se coge
una garra con el pico; león también patilargo de mechones largos con líneas
paralelas; cabezota de monstruo con rizos sobre la frente y mechones paralelos,
similar a otro anterior con gran lengua; por último, otro león de largos
mechones en su melena, similar al recién descrito.
Detalle
Detalle
Detalle
Detalle
Detalle
Detalle
Uranga e Íñiguez ya vincularon al maestro de
los canecillos de Santa María del Campo con el taller de Pamplona.
Recientemente Martínez de Aguirre ha precisado estas relaciones conectando
repertorios y estilema con la abacial de Leire. Efectivamente, los lazos son
más que evidentes. El escultor que labra los canecillos de Navascués debió de
trabajar también en la portada occidental del monasterio legerense, donde
Martínez de Aguirre ha señalado algunos de los motivos representados en
Navascués: grandes cabezas monstruosas, aves que se pican las patas, otras que
unen sus picos, leones patilargos, antropófagos, hombre con pez, etc. También
se repiten los rasgos formales, especialmente en el tratamiento de los
peinados, la labra de los ojos, los plumajes de las aves, las garras
prominentes y alargadas... Los capiteles interiores, menos volumétricos y
originales, también muestran ciertos lazos con Leire, ahora con respecto a los
capiteles exteriores de una de las ventanas. Retratan no obstante a un escultor
menos dotado.
Las relaciones con Leire y otras obras del
entorno de Sangüesa nos permiten concretar la cronología aproximada de esta
peculiar construcción. Parece lógico pensar que los maestros se trasladaran a
Santa María una vez que habían concluido su intervención en Leire. Con esta
orientación, Martínez de Aguirre ha situado la construcción del templo en los
años treinta del siglo XII, o, como muy tarde, a comienzos de los cuarenta,
enlazando así como las cronologías de Vadoluengo y Aibar.
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