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sábado, 18 de enero de 2025

Capítulo 46-4, Románico en Navarra- Yesa, Monasterio de San Salvador de Leire, ermita de Santa María del Campo

Yesa
El monasterio de Leire, el más importante del reino de Navarra durante los siglos del románico, se enrisca apartado del mundo en la ladera meridional del Arangoiti, en un emplazamiento que domina la cuenca del Aragón (y en consecuencia el Camino de Santiago), junto a una importante cañada ganadera.
Dista 50 km de Pamplona, que se recorren por la N-240 (futura A-15) dirección Huesca hasta pasar Liédena. Antes de llegar a Yesa hay que tomar la desviación de 4 km (NA-2113) que conduce hasta la abadía. Abandonada tras los procesos desamortizadores del siglo XIX, mediado el siglo XX recuperó la presencia monacal benedictina, de tal forma que hoy constituye un importante foco de espiritualidad así como un centro cultural y turístico relevante. 

Monasterio de San Salvador de Leire
Carecemos de datos verificables acerca de la fundación del cenobio. Autores antiguos lo hacían remontar a época visigoda, obnubilados por la rudeza de su arquitectura. La noticia constatable más antigua aparece en la famosa carta de San Eulogio de Córdoba, que recorrió varios cenobios pirenaicos en el 848. Por eso hay quien relaciona su fundación con el impulso monástico vivido en el Imperio Carolingio y que irradió a la vertiente sur del Pirineo en la primera mitad de la novena centuria. Ya entonces era un centro de acendrada vida religiosa con una biblioteca de cierto empaque. No obstante, es posible que existiera con anterioridad un núcleo heredero de actividades eremíticas evolucionadas en la tradición monástica hispano-visigoda. En el siglo IX recibió las reliquias de las santas Nunilo y Alodia. Su importancia en el panorama de la iglesia navarra de los siglos X y XI se acrecienta por la cercanía a la familia regia, de la que llegó a ser panteón. También recibió donaciones de la nobleza navarra, que se fueron incrementando progresivamente.
Unas y otras proporcionaron a la abadía un rico patrimonio centrado en las cuencas de Lumbier-Aoiz y Pamplona, en los cercanos valles pirenaicos (especialmente Salazar y Roncal) y en lugares escogidos de la Ribera; incluía también en menor número rentas en Aragón y Castilla.
1-     Torre y ábsides románicos
2-     Entrada a la cripta
3-     Túnel de San Virila
4-     Patio del antiguo monasterio
5-     Puerta Speciosa
6-     Panteón de los Reyes
7-     Interior de la iglesia
8-     Camino de la fuente de San Virila 

Un hecho fundamental para su apogeo en época románica consistió en el nombramiento de los abades legerenses como obispos de Pamplona. La figura de los obispos-abades es clave no sólo en la importancia del cenobio como institución, sino también en la sustitución del antiguo templo prerrománico por otro románico consagrado en 1057. Por esos mismos años se constata una cercanía a Cluny por dos vías: la posible presencia de uno de sus abades en el monasterio borgoñón y las limosnas que a Cluny hicieron los reyes de Pamplona, protectores de Leire. Sin embargo, la abadía legerense nunca perteneció a la familia cluniacense. En fecha discutida del siglo XI, según Fortún en el último tercio del siglo, se produjo la efectiva benedictinización del monasterio, gracias a la labor del primer abad que introdujo la reforma gregoriana, Raimundo (1083-1121), de probable origen francés. Veremos que poco después se emprendió la terminación de la iglesia con formas del pleno románico de tradición compostelano-languedociana llegadas a Navarra a través de la catedral pamplonesa. La segunda mitad del siglo XII no fue fácil para el cenobio, que vivió enfrentamientos con la catedral pamplonesa y asistió a una disminución de su importancia en el panorama de la iglesia navarra. El reconocimiento de su exención respecto del prelado pamplonés en 1174 fue efímero, pues dos papas de finales del XII revocaron tal privilegio. La crisis culminaría en el siglo XIII con la sustitución de los benedictinos por los cistercienses, que provocó un conflicto entre monjes negros y blancos de nefastas consecuencias ya en época gótica.
El monasterio de Leire fue el primero de los edificios románicos navarros en llamar la atención de los estudiosos. Tras la exclaustración definitiva, ni siquiera la presencia del panteón regio evitó que en pocas décadas el conjunto se convirtiera en “ruinas venerables”, vendidas en pública subasta (1867). En esas fechas se redactaron memorias de carácter histórico. En 1875 fue objeto de una monografía por parte de Madrazo, quien igualmente le consagró un extenso capítulo de su conocida obra sobre Navarra y Logroño de 1886. A partir de ahí, Lampérez, Serrano Fatigati y eruditos locales como Altadill y otros miembros de la Comisión de Monumentos de Navarra le dedicaron su atención. Dejando atrás los pioneros, y especialmente desde la publicación del documento relativo a la consagración de 1057, todo estudio sistemático del románico español, ya sea realizado en la península, ya fuera, lo menciona con mayor o menor extensión.
Entre los hitos que han jalonado el conocimiento de su arquitectura y escultura cabe mencionar las aportaciones de Biurrun, Lacarra, Tyrrell, Íñiguez, Cabanot, Lojendio, etc. En los últimos años he propuesto revisiones de sus dos fases románicas que aquí comentaré. Asimismo resultan imprescindibles las publicaciones de Martín Duque, quien dio a la imprenta su colección documental, y Fortún, que ha llevado a cabo un magistral seguimiento de la trayectoria histórica del cenobio.
Como acabamos de ver, Leire resultó dramáticamente afectado por el proceso desamortizador que culminó en 1835 con la exclaustración definitiva de la comunidad que secularmente lo venía habitando. A partir de entonces se dio un primer periodo de abandono. Vino luego el reconocimiento del valor de su arquitectura medieval, con el inicio de labores de mantenimiento y restauración, la reapertura de la iglesia a comienzos del siglo XX y la renovación de la vida monástica benedictina (1954), con la consiguiente intervención en los edificios antiguos. Entre los jalones de esta recuperación progresiva hay que citar la Declaración como monumento histórico de 1867 y la inmediata incautación por la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra, las reparaciones urgentes de los años 70 y 80 del siglo XIX, el primer proyecto de restauración firmado por Ramiro Amador de los Ríos (1888), las obras iniciadas en 1894, las inauguradas en 1910, los sucesivos arreglos de la cripta (inicialmente en 1919-1920, seguidos por las excavaciones que dirigió Íñiguez) y la constante atención que le dedicó la Diputación Foral de Navarra a partir de 1940-1943, con la reanudación de las obras en la cripta y tejados, la habilitación de la iglesia durante los años 50 y 60 del siglo XX, y la renovación de la cubierta de los ábsides en 1988. Monumento grande y complejo, sigue exigiendo continuo mantenimiento por parte de la comunidad benedictina y del Gobierno de Navarra.

Primera fase: cripta y cabecera
En la iglesia legerense se distinguen con nitidez dos fases constructivas románicas y su posterior terminación con una gran bóveda tardogótica. La primera fase románica consistió en la edificación de una nueva cabecera, por delante del templo prerrománico que excavó y dio a conocer Íñiguez (sus restos ocupaban la mayor parte del subsuelo de la nave única). El motivo de la ampliación no es fácil de confirmar. Se ha escrito que la iglesia prerrománica pudo haber quedado gravemente dañada por una razia musulmana, quizá la de Almanzor por la Canal de Berdún o la de Abd el Malik de 1005 por Aragón. Sin embargo, no hay confirmación documental de este ataque. Con mayor probabilidad la nueva construcción fue consecuencia del nuevo rumbo o la revitalización alcanzada por el cenobio en las primeras décadas del siglo XI.
Examinemos primero el edificio para luego especular acerca de sus motivaciones.

Planta del conjunto

Planta de la iglesia

Planta de la cripta 

La primera fase incluye cripta y cabecera con tres naves rematadas en tres ábsides escalonados, semicirculares tanto al interior como al exterior. Llama la atención el poderoso aparejo utilizado: sillares de la durísima piedra local trabajados a puntero que alcanzan alturas de hilada de 60 y 70 cm. Cada piedra está tallada para el lugar que ocupa, de forma que los tendeles no son perfectamente horizontales, sino que trazan suaves curvas, lo que denota un trabajo propio de los comienzos del románico. Este aparejo ha sido relacionado con la tradición hispana de origen visigótico, pero no hemos de soslayar el prestigio que entonces tenía la utilización de grandes piedras escuadradas en la construcción en otros lugares de Europa. A raíz del descubrimiento por Íñiguez de la cimentación de un muro recto bajo la zona de los ábsides, del que no se conservan fotografías, se ha especulado con un hipotético primer proyecto de ampliación inspirado en la tradición hispana, secuela formal de la cabecera prerrománica legerense. Pero mientras no se lleven a cabo nuevas excavaciones no podremos confirmar que fuese un muro constructivo o bien un mero cierre pétreo al Este de la antigua iglesia.
La cripta parece haberse ejecutado para salvar el desnivel del terreno, por lo que se extiende bajo las tres naves, constituyendo una auténtica “iglesia baja” como en ejemplares ultrapirenaicos. Se distingue por tanto de otras criptas meramente litúrgicas, situadas sólo bajo la capilla mayor y que alcanzaron cierta difusión en el primer románico catalán, donde se cubrían con bóvedas de arista sobre columnillas.
Las dimensiones necesarias en Leire (las naves centrales alcanzan 15,65 m de longitud; la altura ronda los 4,50 m), la exigencia del uso de un gran aparejo y la inseguridad a la hora de realizar los abovedamientos determinaron una solución atípica: la partición longitudinal del espacio correspondiente a la nave central mediante una arquería, lo que dio como resultado una cripta de cuatro naves estrechas, que se reparten una anchura total de unos 13,50 m (que aumenta hacia los pies). Para los soportes acudieron a la alternancia pilar-columna.
Dispusieron pilares de triple rincón por debajo de los pilares compuestos de núcleo cruciforme de la iglesia y los combinaron con columnas de fustes raquíticos. A la hora de compartimentar en dos el espacio situado bajo la nave central de la iglesia, renunciaron a los pilares, que hubieran hecho impracticable la cripta y resultaban innecesarios, pues sólo tenían que soportar el peso de las propias bóvedas y el pavimento de la iglesia. Simplemente asentaron una columnata continua. Ahora bien, no renunciaron a los arcos doblados en la separación de las naves extremas, lo que implicó cimacios de enorme desarrollo y capiteles acordes. Los fustes de las columnas se redujeron al mínimo: tienen de media 40 cm de diámetro y son desiguales en altura; en algún caso poseen plintos por debajo del solado. Se ha pensado que alguno de los capiteles fue reaprovechado de basas romanas procedentes de alguna construcción cercana (¿Tiermas?). Íñiguez rebajó el pavimento pero no encontró un nivel común de arranque de fustes. La sensación de agobio y rudeza que se experimenta al recorrer la cripta deriva de la aplicación de unas soluciones de planta y alzados no experimentadas previamente. La división de la nave central en dos solventó alguno de los problemas edificatorios pero fue poco feliz a la hora de la utilización de los espacios, ya que el altar principal queda por debajo de la arquería axial.

Esta cripta es un extraño espacio destinado, parece ser, a soportar el peso de la estructura de la iglesia que tiene encima. Este montaje de cortas columnas con grandes capiteles, irregulares y diferentes, está datado en la primera mitad del siglo XI. 

La ornamentación escultórica de esta primera fase románica se reserva a capiteles y canecillos. En los capiteles de la cripta se emplean volutas que nacen de bolas acompañadas de incisiones paralelas, cabrios incisos, recuadros triangulares y superficies lisas con baquetones verticales en las esquinas. Alguno de estos motivos parece haber sido ejecutado una vez asentada la pieza. Se aprecia cierta selección en su ubicación: los diseños más torpes aparecen en las arquerías laterales, que precisan capiteles de mayores dimensiones pues han de recibir los arcos doblados nacidos de los pilares de triple esquina; los más cuidados, dentro de la tosquedad general, corresponden a la arquería central. La distribución parece corresponderse con el habitual progreso constructivo, puesto que normalmente se alzaban primero los muros perimetrales y luego los pilares, y aún dentro de estos antes los que se correspondían con los de la iglesia superior. Los motivos en sí mismos no son tan raros: Cabanot encontró paralelos en iglesias italianas y francesas de la primera mitad del siglo XI. En cuanto a las volutas nacidas en bolas, hallazgos recientes bajo la catedral de Pamplona prueban que el tema de tallos y remates de esquematización vegetal nacidos en bolas formaba parte del repertorio empleado en el prerrománico navarro. 

Cripta

Cripta 

Cripta 

Cripta 

Capitel 

Capiteles 

Capitel 

El examen detenido de las bóvedas acredita las inseguridades y torpezas cometidas por los constructores, que parecen enfrentarse por primera vez a la complejidad de abovedar con aparejo de gran tamaño y dureza. Podría justificarse que no supieran resolver bien el encuentro entre superficies curvas de ejes perpendiculares, pero llama la atención que tampoco solucionaran con un único expediente los entestes de las bóvedas laterales con sus respectivos ábsides. Da la sensación de que el maestro fue solventando sobre la marcha las vicisitudes de una obra emprendida con una monumentalidad inusual. Desde luego, es mucho más difícil abovedar con este material y disposición que con las habituales bóvedas de arista mediante mampostería empleadas en el primer románico catalán. Pero, como acertó a ver Íñiguez, el arquitecto supo aprender de su propia práctica, de modo que la bóveda del ábside meridional está mejor conseguida que la del septentrional. La revisión de las cuatro ventanas conduce a idénticas conclusiones: algunos vanos fueron retallados por debajo de los tendeles, lo que demuestra que no todo estaba decidido de antemano, sino que el tamaño de los huecos y su abocinamiento eran susceptibles de cambios sobre la marcha. Y lo mismo podemos decir de los soportes, ya que hay capiteles con dobles cimacios monolíticos, otros con cimacios sencillos o carentes de él; también hay ménsulas, dovelas que sobresalen en ciertos arcos, etc. Soluciones todas ellas que se manifiestan variadas e improvisadas, de gran monumentalidad y rudeza.
Aunque la cripta se construyó con finalidad estructural, para mantener la ampliación oriental de la iglesia al nivel de la prerrománica, los monjes aprovecharon el espacio como lugar de culto. Siglos más tarde allí se conservaban reliquias, lo que coincide con la costumbre románica de dedicar estos espacios a tal uso. Además consta en la documentación un interés creciente a lo largo del siglo XI por incluir en los diplomas los nombres de los santos cuyas reliquias custodiaba el cenobio. El acceso desde la iglesia se realizaba originalmente por una escalera situada en la nave de la epístola, que iluminaban dos ventanas de las que hoy sólo queda a la vista su mitad superior.
Antes de las reformas del siglo XX el acceso tenía lugar por otra escalera situada justo al otro lado, en la nave septentrional. La puerta de la cripta, que salva el imponente grosor de muro mediante tres arquivoltas, se encuentra en el primer tramo de su nave septentrional; es preciso descender varios escalones para acceder a este espacio oscuro y recóndito, que nos permite experimentar las condiciones del nacimiento de un gran arte monumental. Por detrás de la cripta y por delante de la cimentación de la iglesia prerrománica se construyó un paso abovedado, con el aparejo propio de esta primera fase.
Habría constituido el acceso al cenobio prerrománico desde el camino que venía por el sur. La idea de disponer un paso abovedado por debajo de la iglesia detrás de la cripta tendrá continuidad en Loarre y Sos de Rey Católico, lo que constituye buena prueba de la irradiación comarcal de ciertas soluciones del románico legerense.

Túnel de San Virila. 

En el mismo impulso constructivo edificaron la cabecera de la iglesia con sus tres naves y la torre emplazada sobre la nave de la epístola. Las dimensiones interiores son algo distintas que en la cripta: las naves tienen 14,75, 17,35 y 14,18 m de longitud (la anchura viene a ser la misma, en torno a 13,50, también ensanchándose hacia los pies) y altura dispar: las laterales 9,27 y 9,39 m, y la central 10,64. Hacia el exterior ninguna moldura indica el cambio.
Se ven, eso sí, las ventanas de las naves por encima de las de la cripta, sólo tres ventanas, una por ábside. Tampoco aquí los vanos se enmarcan con elementos ornamentales: ni columnas ni arcos baquetonados distraen de la sobriedad del muro. Los huecos son amplios, mayores que los de la cripta, hasta el punto que el central prescinde de abocinamiento interior (en los planos antiguos de Íñiguez en la ventana central sí fue representado abocinamiento, de modo que bien hubo una regularización a la hora de trazar el plano, bien se amplió el hueco en alguna de las sucesivas intervenciones en la iglesia). En ambas caras un arco sencillo, a paño con la superficie mural, enmarca el vano propiamente dicho.
Por cierto, el arco interior dibuja un trazado en herradura, quizá recuerdo de alguno empleado en el edificio prerrománico. Conforme ganan altura, el tamaño de los sillares es algo menor. Las superficies murales se prolongan sin interrupciones hasta la cornisa. También por los lados los paramentos se extienden sin articulación de contrafuertes u otros elementos, en lo que constituye una perduración de las continuidades murales propias de época prerrománica que generalmente abandonará el románico pleno (en comarcas cercanas, especialmente en aquellas con fuerte presencia de propiedades legerenses, perdurarán las iglesias románicas rurales sin contrafuertes, en lo que parecen ser secuelas de las fórmulas de nuestro cenobio).
La cornisa descansa en canecillos ornamentados con motivos muy repetidos en el románico pleno: varias cabecitas humanas o animales, figuras masculinas de cuerpo completo (Íñiguez reconoció en alguno parejas enlazadas), botones y adornos vegetales, retículas, barril y entrelazo. Todos estos motivos se labraron toscamente y están deteriorados.
No resultarían extraños en una pobre ermita rural, por lo que sólo se entienden en Leire dentro del ambiente primerizo y rudo que caracteriza esta fase.

Por dentro encontramos tres naves de ejes paralelos cubiertas con bóvedas de cañón sobre fajones y sin transepto. Cada una dispone de dos tramos y termina en el correspondiente ábside que traza un semicírculo peraltado, sin los ensanchamientos característicos de los anteábsides. Cada semicilindro tiene una ventana en el eje, con ensanchamiento exterior y abocinamiento interno (salvo la central ya descrita). Los dos tramos de las naves se articulan mediante pilares compuestos de sección cruciforme, que significan una relevante apuesta en la línea de lo que será más habitual en el románico pleno. El pilar compuesto cruciforme fue una novedad de finales del siglo X en Francia (catedral de Orléans) que se recrea en importantes edificios de la primera mitad del XI (por ejemplo en la torre pórtico de Saint-Benoît-sur-Loire, con ángulos achaflanados) y acabará imponiéndose. Los tramos de la nave central vienen a ser cuadrados; los de las laterales, más estrechos, obviamente son rectangulares.
Tanto los arcos de separación de naves como los formeros son doblados y tienden al semicírculo, pero su traza un tanto torpe los hace rebajados (y alguno casi de herradura). Sin duda los constructores tenían intención de alzar nuevos tramos de naves. Dejaron preparados los muros perimetrales y los pilares. Los arranques de bóvedas de las tres naves se sitúan a la misma altura y la central carece de iluminación directa, de modo que sigue las fórmulas que serán más frecuentes en el románico del Poitou.
Cada tramo de nave meridional se iluminaba mediante un amplio ventanal; en cambio, en el muro norte no abrieron vanos, lo que va a marcar una norma generalizada en el románico navarro, cuya arquitectura rural casi siempre prescinde de vanos septentrionales. En el tramo inmediato al ábside de la nave de la epístola vemos dos lucillos abiertos en el muro. Tienen medidas semejantes: casi dos metros de frente por tres de altura. Las dimensiones y labra de sus dovelas los distinguen de su entorno mural, lo que prueba que fueron añadidos. Según Moret allí estuvieron enterrados los restos de los miembros de la familia regia navarra. Probablemente el traslado desde su emplazamiento primitivo en el templo prerrománico se produjo con la ampliación del pleno románico.
El repertorio ornamental de las naves es algo más rico que el de la cripta. Se mantienen como motivos más difundidos las volutas que nacen en bolas y los cabrios; además, incluye nuevos diseños vegetales (como la roseta de la embocadura del ábside septentrional o la palmeta invertida), otros geométricos (círculos concéntricos, triángulos) e incluso figurativos humanos, como las tres cabecitas de un cimacio que igualmente flanquea un ábside o el personaje erguido que se arrincona en un lateral de otro. Cabe poner en contacto estas primicias figurativas con los canecillos de los que antes hemos hablado. Algunos de los motivos más cuidados se ubican en las inmediaciones de los ábsides. Se constata, eso sí, un desapego de las normas clásicas (duplicación de algunos collarinos). Las dimensiones de los capiteles son dispares, pero no tanto como en la cripta. Las novedades resultan explicables por la incorporación de motivos que se estaban desarrollando en focos artísticos más renovadores a un taller ya consolidado, que mantenía notable continuidad en sus principales patrones ornamentales, al tiempo que dejaba entrar con mayor facilidad motivos nuevos en lugares secundarios (cimacios, canecillos).

Nave lateral norte

Capitel situado en la cabecera de la iglesia (s. XI)




La nave septentrional tiene una puerta que abre a un patio donde se supone estuvo el claustro. Un capitel exento con las habituales bolas y volutas fue localizado en una esquina hace décadas, vestigio quizá de una arquería claustral. La puerta presenta cierta evolución en comparación con la de la cripta, en la medida en que en sus jambas vemos una columna a cada lado, con capiteles que reiteran los motivos más frecuentes. Pero aquí también advertimos la falta de conocimiento de elementales normas constructivas, ya que dos arquivoltas descansan sobre un mismo capitel.
Sobre el segundo tramo de la nave lateral fue levantada una torre de dimensiones típicamente románicas. Es una construcción maciza, perforada a media altura por triples ventanas. Íñiguez la relacionó con torres aragonesas (del tipo de Lárrede, de la que difiere en aparejo, modalidad de arcos y ubicación de vanos) e incluso sirias. Desde luego, la conjunción de una serie de peculiaridades, como su ubicación sobre un tramo de nave lateral, el aparejo empleado, la ausencia de motivos ornamentales que animen sus superficies y la disposición de vanos en el centro de su alzado, hacen de la torre legerense una obra singular, sin paralelos en el arte peninsular.
Evidentemente, la edificación de obra tan magna por sí misma y, sobre todo, en comparación con lo existente en el entorno ha de ser producto de tres circunstancias. Primero, de un momento de prosperidad, en que pudieron desviarse excedentes para la construcción. Segundo, de una voluntad de acometer tal empresa. En esas fechas no se aprecia una generalizada renovación de fábricas en el reino pamplonés ni en los territorios más cercanos, pero sí más allá de las mugas (para Francia tenemos el excepcional testimonio del monje Raúl Glaber, que dio fe de una renovación generalizada de templos a comienzos del siglo XI; para Cataluña, la prueba de sucesivas consagraciones de edificios importantes en los años 30 y 40 de dicha centuria). Hemos de concluir que fueron impulsos externos (como también fueron externos los modelos arquitectónicos) los que incidieron en la voluntad de quienes tomaron la decisión de edificar la nueva iglesia. Y en tercer lugar, la dirección de obras por parte de un arquitecto singular, que supo compensar su falta de práctica de las soluciones que quiso implantar con un variado conocimiento de recursos llamados a contar con enorme continuidad en el pleno románico.
Por lo que se refiere a la prosperidad económica, disponemos de estudios detallados del devenir de Leire, fruto de la investigación de Luis Javier Fortún.
En el segundo cuarto del siglo XI, período que se corresponde con la construcción de cripta y cabecera, el proceso de recepción de donaciones acababa de iniciarse. No parece que las heredades entonces aportadas pudieran por sí solas espolear al promotor para emprender tan costosa obra. Pero por las mismas fechas se produjo otro cambio significativo. Sancho III el Mayor (1004-1035) instauró hacia 1024 el sistema de obispos-abades, ensayado previamente de forma transitoria. En el curso de su “restauración” de la sede episcopal pamplonesa, el rey obtuvo un incremento de los recursos económicos de la mitra, mediante la entrega de diversos bienes y el reconocimiento del derecho del prelado a percibir las tercias episcopales en todas las parroquias de la diócesis.
De esta forma, en las décadas de 1020-1040 el abad de Leire vivió un período de franca pujanza en lo económico. La implantación de la figura de los obispos-abades se dio en la persona de Sancho, que un documento dudoso califica como maestro de Sancho el Mayor. En diplomas más tardíos consta su condición de canciller regio. Bajo su abadiato no sólo alcanzó uno de sus períodos más brillantes la vinculación tradicional del cenobio con la monarquía pamplonesa, sino que se dio una particular sintonía entre las personas del rey y el prelado. Es además verosímil -a mi juicio- la identificación de este Sancho con el homónimo “obispo de los pamploneses” que estuvo en Cluny y según Jotsaldo, biógrafo de San Odilón, fue recordado por el santo al final de su vida (asunto discutido por quienes argumentan que Jotsaldo lo confundió con un obispo homónimo de Aragón).
Que cripta y cabecera se corresponden con la consagración de 1057 es algo que desde hace décadas aceptan todos los estudiosos, aunque no siempre fue así (anteriormente se tuvo por prerrománica o se pensó en que databa de la consagración de 1098). En cuanto a la fecha de iniciación del nuevo templo, la donación de Sancho el de Peñalén de 1057 relacionada con la consagración revela que su padre, García el de Nájera, llevaba tiempo deseando asistir a esa ceremonia, que significaba la puesta en uso de un edificio cuya construcción se habría dilatado en el tiempo excesivamente. Pero ningún documento aclara si la nueva construcción había sido emprendida por el propio García o por su padre Sancho III el Mayor, a quien publicaciones antiguas y recientes han considerado su promotor, dado que está demostrado su permanente interés por Leire (mientras que el hijo inclinó progresivamente sus intereses hacia Nájera) y en general por el monacato (como desiderator et amator agmina moncorum lo califica un cronista navarro del siglo XI). Un inicio en la década de 1020 sería acorde con la lentitud derivada del sistema de talla de sillares empleado en esta fase y con las favorables circunstancias vividas en tiempos de Sancho III el Mayor (además de lo dicho, su dominio de un extenso territorio en el norte de la Península y sus probados intereses ultrapirenaicos, curiosamente vinculados a la zona del Poitou de la que antes hemos hablado, podrían haber favorecido la llegada al reino pamplonés de un maestro de lejana procedencia y con conocimiento de obras señaladas de su tiempo). La construcción es radicalmente novedosa con respecto a lo poco conservado del prerrománico navarro. Desde luego, lo es en su planta con relación a la iglesia previa de Leire. Y también en su alzado en comparación con el prerrománico navarro, aragonés y riojano, todos ellos correspondientes a templos de dimensiones menores.
Son muchos los grandes edificios románicos iniciados como consecuencia del nuevo rumbo emprendido por la institución de la que dependen. Este parece haber sido el caso de Leire en la década de 1020, cuando coinciden el renovado interés del monarca y el éxito de la figura del obispo-abad. Hay autores que defienden que también bajo Sancho III se produjo la introducción de la regla de San Benito o al menos un inicio de benedictinización del cenobio, aunque sólo fuera una “siembra de estímulos benedictinos” utilizando la expresión de García de Cortázar. A partir de estas afirmaciones, propuse ver la construcción del nuevo templo como efecto y manifestación del posible intento de benedictinización del cenobio. En cambio para otros, y especialmente para Fortún, la benedictinización no fue efectiva hasta finales de siglo, por lo que no cabría atribuirle papel relevante en la decisión de alzar una nueva iglesia.
Profundizar en el modelo arquitectónico que inspiró la renovación del templo legerense ha de ser nuestro siguiente paso. La idea de construir una nueva iglesia y el modelo arquitectónico a seguir no siempre estuvieron en época medieval inseparablemente relacionados. Muchas veces el incentivo de construir algo nuevo procede de un modelo y las concretas soluciones arquitectónicas vienen de otro u otros. Muchos factores influían a la hora de materializar una idea: materiales, recursos económicos, maestros constructores y escultores disponibles, referentes preexistentes, tradiciones locales, etc. Ciertamente la arquitectura monástica medieval ofrece todo tipo de grados a la hora de seguir determinados patrones, por lo que dirimir dentro de la amplia casuística qué factores fueron determinantes en la ejecución de una obra en concreto exige aportar las razones que lo justifiquen, de tal forma que nos aproximaremos más a la verdad histórica en la medida en que seamos capaces de acumular más evidencias. Hemos apuntado que en el pequeño reino navarro no consta la ejecución de grandes obras a comienzos del XI, pero sí en otros lugares, como Cataluña y varias regiones francesas, entre ellas Borgoña, donde está Cluny. Por eso de nuevo los historiadores se han inclinado básicamente hacia tres posturas: o bien Leire sigue fórmulas catalanas adecuadas a las posibilidades locales, o bien emplea fórmulas ultrapirenaicas en las que el referente cluniacense pudo ser decisivo, o bien es fruto de tradiciones hispanas occidentales.
Se conservan cartas que evidencian la amistad que unió a Sancho III con el abad Oliba, introductor del románico lombardo en Cataluña y paradigma de obispo-abad. Por ello diversos historiadores han supuesto que la idea de renovar el edificio y quizá también el modelo arquitectónico vino de Cataluña. En una de las misivas dirigidas a Sancho III, Oliba menciona la “corrección de los monasterios”, concepto dentro del cual –según Lacarra– cabría incluir la recuperación material de los que lo necesitaran tras las campañas musulmanas. Me parece más ajustada la interpretación de García de Cortázar, para quien el contexto de la expresión es claro, por lo que la “corrección” ha de entenderse en sentido jurídico-eclesiástico. Varios historiadores han esgrimido ciertas semejanzas entre la planta de Leire y algunas iglesias catalanas, pero desde hace más de sesenta años también se han expuesto las diferencias en los detalles de dichas plantas y, sobre todo, en los alzados. Dentro de las cabeceras triabsidadas escalonadas, de extendidísimo uso en el prerrománico y el románico de todo Occidente, se agrupan múltiples variantes que ayudan a diferenciar las filiaciones arquitectónicas. Y en concreto, ninguna de ellas figura entre las formas promovidas directamente por Oliba, quien dotó a Ripoll de una cabecera de siete ábsides abiertos a un enorme transepto; en Cuxa añadió tras pequeños ábsides por detrás de la antigua capilla mayor recta, que se mantuvo asociada a un amplio transepto en cuyos extremos edificó poderosas torres; y en la catedral de Vic dispuso una cripta subdividida en tramos cubiertos con bovedillas de aristas y una iglesia de nave única, con capilla mayor absidal hipertrofiada en comparación con los cuatro pequeños ábsides que la flanqueaban abiertos al transepto. Otras obras relacionadas aunque terminadas tras la muerte de Oliba sí son triabsidadas escalonadas, pero muy diferentes a Leire, como San Vicente de Cardona, donde cripta y capilla mayor se alejan de la abadía navarra. Por tanto, el referente arquitectónico de Leire no pudo ser el primer románico emprendido por Oliba. Por otra parte, Bango demostró que al fin y al cabo Oliba fue “promotor de la tendencia cluniacense” en lo que se refiere a la ordenación de espacios en las cabeceras.
Y no hay otros edificios de tres naves del primer románico catalán anteriores o coetáneos de Leire con una cabecera semejante. Ni que decir tiene que las diferencias con el primer románico catalán son acusadísimas en el alzado, ya que no se emplean antes de final del siglo XI los pilares compuestos, ni la alternancia de pilar de triple rincón con columna, y los poco frecuentes capiteles, cimacios e impostas decorados incluyen motivos de repertorios muy distintos al legerense. La articulación ábsides-naves es completamente distinta. Por no hablar de los muros: el aparejo gigantesco de Leire, tan definitorio de su materialidad por dimensiones y labra, nada tiene que ver con el sillarejo pequeño golpeado a martillo que se emplea en el románico de tradición lombarda. Justamente este tipo de material condicionó la apariencia exterior del primer románico catalán, con sus lesenas, arquillos y otros recursos ornamentales que contrastan con la severidad, monumentalidad y lisura de los muros legerenses.
Y lo mismo sucede con las torres: dos alzó Oliba en Cuxa, en los extremos del transepto que no existe en Leire; una sobrevivió a los pies de Ripoll; la de Vic queda en el lateral norte, todas con la habitual sucesión de vanos en altura, muy diferente de Leire, por no hablar de las realizadas más tarde, en cualquier lugar del templo, puesto que ninguna viene perforada por un único nivel de vanos en el centro de su desarrollo.
Esto no significa que Leire fuera reacio a cualquier solución procedente del primer románico de los condados, ya que –como advirtió Íñiguez– las puertas de cripta e iglesia presentan una delgada rosca exterior muy semejante a la que vemos, por ejemplo, en Loarre. Se trata de un comportamiento muy normal en el arte románico, en el que los artistas no rechazan la asimilación de formas de distinto origen en una misma obra. Otro nexo de unión con experiencias arquitectónicas de Cataluña y Rosellón se encuentra en la disposición de tres naves paralelas abovedadas, que podría obedecer a tradiciones hispanas puesto que la vemos en otros lugares de la Península. Ahora bien, ya hemos dicho que será la disposición que caracterice la arquitectura del pleno románico en el Poitou, territorio con el que Sancho III mantuvo relaciones directas. Ninguno de los templos catalanes y roselloneses donde aparecen las tres naves abovedadas, debido a sus pequeñas dimensiones y a su escasa relevancia desde el punto de vista histórico, pudo haber servido de referente para la gran empresa legerense. En conclusión, aunque las indicaciones de Oliba pudieran haber incentivado al rey a la hora de reformar y proteger los monasterios, está claro que el modelo arquitectónico no vino de allí.
Otros historiadores han vuelto sus ojos hacia Occidente, buscando en la arquitectura previa de León, Castilla, La Rioja e incluso Aragón obras comparables. Aquí encontraron aparejos de notable tamaño bien trabajados.
Asimismo arcos peraltados, capiteles decorados (si bien con repertorios mucho más ricos y clásicos que los legerenses), pilares compuestos (pero no cruciformes) e incluso algún caso de combinación pilar-columna (no del mismo tipo que los de Leire), así como de abovedamiento de naves de ejes paralelos con o sin transepto. Sin embargo, estos elementos pertenecen a tradiciones arquitectónicas distintas y nunca aparecen juntos en un mismo período y territorio que hubiera podido servir como referente.
Por otra parte los diseños de planta, especialmente la cabecera, resultan radicalmente diferentes de los empleados en nuestra abadía. Lo comentado anteriormente sobre un capitel prerrománico pamplonés avala la hipótesis de antecedentes locales de muy difícil valoración.
Cabanot con gran acierto estableció que los sencillos diseños escultóricos legerenses no son un unicum en la Europa de comienzos del románico, sino que ensayos decorativos con cabrios y volutas fueron abordados en Francia e Italia, lo que ha sido corroborado por nuevos hallazgos de los últimos años. No sólo los capiteles, sino la elevada valoración del aparejo monumental en la Francia de la primera mitad del siglo XI, cuyas alabanzas han quedado escritas, y el deseo de abovedamiento con piedra labrada (distinto de las bóvedas catalanas anteriores a 1050) coinciden con los primeros pasos de un nuevo arte monumental desarrollado en distintos lugares de Francia y en el que Cluny parece haber jugado un gran papel. Evidentemente estamos hablando en esas fechas de Cluny II, la iglesia del abad Mayolo que Odilón abovedó, sustituida por Cluny III en la segunda mitad del siglo XI. Lo que los siglos habían preservado de Cluny II quedó completamente arrasado años después de la Revolución Francesa, por lo que su conocimiento resulta muy deficiente. Según los estudios arqueológicos emprendidos por Conant, contaba con tres naves, amplio transepto y varias capillas escalonadas al final de largos tramos en que quizá se combinaran pilares con columnas. Y digo quizá porque aunque así fueron representados en el plano de Conant, historiadores rigurosos como Vergnolle desconfían de cualquier hipótesis planteada con respecto a su alzado. En iglesias relacionadas con Cluny II durante la primera mitad del XI se acometieron renovaciones arquitectónicas diversas que tienen en común el anhelo de monumentalidad. Conant las caracterizó con una lista de elementos de la que extraemos las aplicadas en Leire: tres naves y en ocasiones tres ábsides escalonados, generoso uso de la sillería, robustos pilares compuestos, capiteles tallados con follaje y figuras grotescas, y macizas bóvedas de cañón con fajones. También fueron normales otros rasgos no empleados en nuestra iglesia, como el dilatado transepto y las bóvedas de arista (difíciles de trazar con un aparejo tan grande). Y es que el seguimiento de Cluny II nunca fue uniforme, especialmente no generó una imitación fiel de su planta, dado que ofrecía un modelo algo antiguo, alzado a mediados de la centuria anterior y pronto sustituido por Cluny III. Este es el modo en el que pudo influir sobre la edificación de Leire en tiempos de Odilón, amigo de Sancho III y probablemente del abad Sancho.
Un arquitecto audaz, con conocimientos de cantería, que aceptó emprender una obra singular fue el verdadero responsable del resultado final. La actividad del maestro se inserta en un momento de gran creatividad y desarrolla incipientemente muchas de las constantes del pleno románico. Sin duda tenía nociones de lo ultrapirenaico, puesto que empleó formas desconocidas en la Península como el pilar compuesto cruciforme, su alternancia 1-1 con columnas, el abovedamiento a notable altura (muy superior a lo existente por entonces en los condados catalanes), la ornamentación geométrica y vegetal, etc., y muy probablemente incorporó tradiciones hispanas ya reseñadas. Se comportó como otros grandes creadores, extrayendo lo que le convenía del magma del que nacieron las grandes creaciones del románico pleno. Aquí radica la importancia de Leire, no en la perfección de sus soluciones, sino justamente en la temprana aceptación de un reto de gran monumentalidad (a nivel hispano, claro), al que dio respuesta un maestro sin soluciones preconcebidas para todas las estructuras que exigía el proyecto. Y por eso en Leire sentimos como en pocos lugares el nacimiento de la arquitectura monumental románica, esa génesis que antiguos historiadores hubieran descrito como los primeros vagidos de un estilo llamado a triunfar en toda Europa. 

La iglesia quedó inacabada. Parece que los muros perimetrales enlazaron con los prerrománicos. Quizá ese era el proyecto inicial: la edificación de una nueva cabecera que conectara con las naves antiguas. Este comportamiento fue mucho más frecuente de lo que suponemos en época románica. Todavía hay en Francia y en España muestras del sistema de edificación por partes (de este modo actuó el propio abad Suger cuando añadió a las naves carolingias de Saint Denis una cabecera y una fachada occidental que significaron el nacimiento del gótico). Una vez alcanzada la conexión con la iglesia prerrománica, los monjes legerenses pensaron que podría darse por culminada la campaña y dejaron para otro momento la continuación. Que estaba prevista una prolongación es algo evidente, ya que los soportes quedaron preparados para recibir nuevos arcos de separación de naves que extendieran las tres hacía Occidente. Pero merece la pena comentar otras circunstancias que quizá iluminen acerca de lo que pudo suceder. Por una parte, en la época en que se llevó a cabo la consagración (1057) se había producido una novedad. No sólo había muerto el abad Sancho, impulsor de las obras, sino que había sido nombrado obispo de Pamplona un antiguo prior de Leire, mientras que el abad legerense Fortunio era obispo de Álava. El ensayo no tuvo éxito por lo que se volvería temporalmente a la situación previa. Eso significa que a partir de 1054 el abad de Leire dejó de contar con las rentas episcopales. ¿Determinó esa circunstancia la interrupción de las obras y la consagración de lo ya edificado? Por otra parte, el examen del muro septentrional evidencia una serie de titubeos en el aparejo del contacto entre fábricas. Advertimos una continuidad un tanto torpe de los grandes sillares, que se montan escalonadamente sobre una inicial cesura y parecen extenderse hacia el Oeste con un seguimiento más rudimentario de los tendeles. ¿Habría fallecido el maestro director de las obras, emprendidas décadas atrás, lo que provocaría una parada inicialmente no deseada? Estos interrogantes no empañan una realidad: la fase consagrada en 1057 resultaba suficiente para que la próspera comunidad legerense pudiera desarrollar la liturgia en un espacio mucho más monumental y bello que el prerrománico, por lo que abad, monjes y familia regia pudieron dar por cumplidos sus objetivos y por cerrada una etapa. 

Segunda fase: muros perimetrales y portadas

Lado norte 

La segunda fase consistió en la prolongación de los muros perimetrales y la terminación mediante una monumental fachada occidental, pero no sabemos cómo resolvieron las cubiertas, si llegaron a abovedar la ampliación o bien ejecutaron una cubierta de madera sobre antiguos soportes prerrománicos recrecidos en una solución provisional que perduraría hasta su sustitución por la bóveda tardogótica. Los muros se alzaron con aparejo bien escuadrado de menores dimensiones que el consagrado en 1057, articulados interiormente mediante arcos ciegos, uno por tramo, que enmarcan las ventanas adornadas con arcos abocelados sostenidos por columnillas con los correspondientes capiteles.
La existencia de una inscripción en el primer contrafuerte septentrional de esta segunda fase con el texto MAGI[S]TER FULCHERIUS ME FECIT ha sido interpretada como identificadora de quien dirigió las obras, de origen francés. En el mismo muro y flanqueada por marcas de cantero en forma de P se leyó otra inscripción con la palabra AZNAR. Entre los monjes de este nombre documentados en la primera mitad del siglo XII, al menos uno escribió diplomas en la década de 1120.

En el muro sur abrieron una puerta, que fue exterior y hoy comunica con una capilla. Pensada como acceso a la iglesia por el lado del camino, consta de tres arquivoltas de medio punto constituidas por bocel liso entre medias cañas, y chambrana apenas moldurada. Las arquivoltas descansan en columnas de fuste monolítico, con capiteles decorados. El paso de los siglos ha deteriorado los motivos: palmetas inscritas en herraduras, tallos, máscara de la que brotan abanicos rematados en bolas, otra vez palmetas inscritas en herraduras con hojas angulares, máscara con tallos triples anudados, y tallos triples con racimos y hojas talladas a bisel. El tímpano, organizado como los más antiguos mediante dintel completado con pieza curva, incluye un crismón de seis brazos, con las habituales alfa y omega colgada de la X, y con un travesaño pequeño en el seno de la P; la S se cruza con la prolongación del palo de la P. Lo sustentan dos ménsulas, la de la izquierda parece adornada con una cabeza de buey y la de la derecha lleva un león de cuya boca salen dos piernas. Es el habitual tema del monstruo devorador de tanta difusión en el románico navarro a partir de la catedral de Pamplona y con antecedentes tolosanos. La combinación buey-león según textos de época románica evocaba la ornamentación del templo de Salomón. La puerta está perfectamente trabada con el muro meridional y la ventana que hay a su lado muestra doble abocinamiento.



En las ventanas se despliega un repertorio ornamental en el que figuran de nuevo asuntos propios del pleno románico languedociano: tallos enlazados cuyos remates se abren como abanicos terminando en botones, hojas grandes que enmarcan palmetas, tallos sinuosos que se abren en semipalmetas, máscaras de esquina de cuyas bocas salen patas de largos tarsos y uñas y, sobre todo una pareja de aves que enlazan sus cabezas para picar sus patas delanteras. Estos dos últimos temas parecen desarrollar otros que figuraban en la portada occidental de la catedral de Pamplona. Concretamente el de las aves es, para Íñiguez y quienes lo han estudiado, “más avanzado de tipo que los anteriores” por el modo como están hechos el cuerpo, el plumaje y los cuellos pelados. Coincido en esta apreciación, que se une a muchos otros indicios presentes en la portada legerense para pensar que la decoración de esta segunda fase es posterior a la puerta catedralicia pamplonesa.

La obra escultórica de mayor empeño se encuentra en el hastial. Se trata de la famosa Porta Speciosa (puerta hermosa) que ha interesado a tantos estudiosos y aficionados, y sobre la que se han escrito juicios peregrinos, algunos justificables por el tiempo en que fueron redactados, como la afirmación de Madrazo de que se trata de una obra encargada por los cluniacenses y ejecutada con toda rapidez cuando recuperaron el cenobio en los años setenta del siglo XIII. Se trata de una entrada realmente monumental, constituida por tímpano sobre parteluz (la anchura del vano alcanza 2,90 m) y cuatro arquivoltas, más un cúmulo de relieves repartidos por enjutas y jambas.
Está protegida por un tejadillo restaurado que sigue las pautas del que hubo con anterioridad.


Porta Speciosa. Capiteles lado izquierdo

Porta Speciosa. Capiteles lado derecho

En el tímpano se alinean seis personajes erguidos de tamaño decreciente (hay sitio para un séptimo del que ya no quedaban vestigios en 1875). En el centro la figura mayor representa a Cristo, con nimbo crucífero y gesto de bendición mientras sujeta un libro ante el pecho. Reposa los pies descalzos sobre dos leones (?), uno sin melena. A su derecha María alza sus manos ante el pecho en un gesto de significados variables en el románico y reposa sus pies calzados sobre un cuadrúpedo sin cabeza de pezuña hendida.
A continuación San Pedro porta las llaves en la derecha y un libro en la izquierda; a sus pies dos cuadrúpedos. Y por último un escriba, que con el estilo traza algo sobre una tablilla y lleva a sus pies una liebre. A la izquierda del Señor aparece otra figura masculina portando un libro en la mano izquierda y cruzando la derecha ante su regazo; ha sido identificado con Santiago por la cercanía de la ruta jacobea y también con San Juan, que formaría la habitual pareja con María; el animal bajo sus pies está roto. A su lado hay una figura descabezada, que muestra la palma derecha y sujeta un libro con la izquierda, de lo que deducimos que sea un apóstol; bajo sus pies descalzos un cuadrúpedo con garras y largas orejas. Las figuras están rodeadas por palmetas inscritas grandes y desiguales.
Vienen luego las arquivoltas, infestadas de motivos sin orden aparente, donde la imaginación de los escultores ha ido combinando un repertorio limitado de elementos de la manera más variada.
La interior está formada por un bocel adornado en su parte superior con tallos de diversa conformación terminados en frutos granulosos, capullos y otras formas vegetales; y en la inferior por motivos semejantes a los que se unen máscaras, cabezas humanas con y sin barba, al derecho y al revés, alternando desordenadamente con cuadrúpedos, flores, hojas, caracoles, pájaros, espigas y tallos. La segunda arquivolta cuenta entre sus motivos ornamentales animales variados de largas patas, con garras o pezuñas, alguno mordiéndose la pata, grifos y otros híbridos, aves que se pican el dorso, la pata o llevan hojas o bolas en el pico, cabezotas humanas y animales (de las fauces de una salen dos manos), hombres en cuclillas, etc. La tercera vuelve a emplear el esquema del bocel flanqueado por motivos diversos, entre ellos cabezas de fieras, cuadrúpedos patilargos, cabezas humanas, aves que se picotean diversas partes del cuerpo, pez, bota, redoma, una arpía que se pica el dorso, etc.; y por debajo del bocel otra vez tallos variados, una mano, garras, etc. La cuarta arquivolta es semejante a la segunda en cuanto que las figuras ocupan la parte sobresaliente de un diseño achaflanado. Hay otra vez aves, animales variados muchos de ellos patilargos, con o sin melena, cabra, mujer y hombre que se mesan los cabellos, figuras en cuclillas, músicos tocando instrumentos diversos, un avaro con la enorme bolsa al cuello, un espinario, dos hombres de grandes orejas, uno de ellos portando dos redomas, una serpiente enroscada, contorsionistas, cabezas de fiera y humanas en distintas formas y actitudes, con gorros o barbas bífidas o largos cabellos, etc. Como se ve, un sin fin de motivos, varios de ellos habitualmente de carácter negativo, que no parecen guardar orden ni mensaje. Las arquivoltas están separadas por molduras decorativas con palmetas inscritas, entrelazos, animales alargados, cabezas de cuyas bocas brotan tallos y ajedrezado.
En las enjutas los temas se distribuyen empezando por la parte superior izquierda del observador, donde encontramos un primer grupo de figuras grandes: San Miguel matando al dragón, Cristo flanqueado por San Pablo y San Pedro, y santo descabezado con libro (hay quien ha visto en este cuarteto la Transfiguración, con lo que en vez de Pablo estaría representado Santiago, pero la figura aparece con calvicie y a la derecha de Cristo, lo que hace más probable la primera hipótesis). Ya hacia el centro los relieves se hacen más pequeños, obligados por la altura que van alcanzando las arquivoltas. Siguen dos jóvenes acompañadas por una gran mano (¿Nunilo y Alodia con la Dextera Domini?), otra joven de pie junto a una que inclina la cabeza ante otro personaje (¿martirio de las santas?), figura de pie con una serpiente que recorre sus piernas (personificación de la lujuria según Cuadrado), personaje sentado muy estropeado y, ya pasado el centro hacia la derecha, un esqueleto con bolsa, representación de la avaricia en la línea del pórtico de Moissac, junto a él otro sentado quizá con una gran bolsa al cuello, una cabeza monstruosa de cuya boca brotan rayos (¿Leviatán?), una figura esquelética con sudario sujetando a un joven y un personaje llevando sobre su hombro un enorme pez (tema asociado a representaciones de vicios). Debajo de las santas y del Leviatán un joven y un ángel hacen sonar los cuernos llamando al Juicio Final y junto al esqueleto avaricioso vemos un híbrido. Por debajo del esqueleto y del personaje del pez, en la enjuta derecha, vuelven a figurar relieves de gran tamaño: una figura deteriorada irreconocible, una Anunciación con el ángel alzando la cruz y la Visitación con las primas unidas en un tenue abrazo bajo un torso angelical.

Cristo flanqueado por San Pablo y San Pedro

Posible representación de las santas Nunilo y Alodia 

Visitación 

Debajo de la Visitación vemos un entrelazo vegetal con pámpanos y racimos, entre los que asoma una cabecita. Volviendo a la parte baja de la enjuta izquierda, un santo con báculo y un recuadro de entrelazo. Por debajo de la moldura que continúa los cimacios, en el lado norte se colocaron un león, un santo y otro león que tiene bajo sus garras un personaje; en el lado sur se conserva el león superior, pero han desaparecido el santo y el otro león.
Debemos preguntarnos hasta qué punto los autores de la portada procuraron presentar un programa coherente o simplemente una yuxtaposición de temas, y también en qué medida todos y cada uno de los elementos que en ella aparecen comportan un contenido en clave religiosa o simbólica. Recientemente he propuesto que la portada sea leída como otras de la primera fase de las grandes portadas románicas españolas, que yuxtaponían ideas sin priorizar claramente una a la que las demás sirvieran de complemento. Así, un primer grupo de relieves corresponderían a los titulares del cenobio, que desde 1098 eran el Salvador y la Virgen María. Para exaltar la figura de Cristo se dispuso la figura central del tímpano y la del Salvador flanqueado por santos de la enjuta izquierda; para figurar a María, también una talla del tímpano y las escenas de Anunciación y Visitación de la enjuta derecha, menores en tamaño y ubicadas en lugar menos relevante. Junto a esta idea central vendrían una serie de relieves dedicados al Juicio Final, que sabemos fueron una constante de las puertas occidentales en el románico pleno. Entre ellos se cuentan los trompeteros de las enjutas, las cabezas monstruosas, la figura deteriorada con bolsa al cuello y el esqueleto que sujeta a una mujer. Un tercer grupo de labras estarían dedicadas a otros santos cuyas reliquias se veneraban en la abadía: el martirio de las santas Nunilo y Alodia, el abad identificable con Virila y otras figuras que quizá aludieran a San Marcial o a los Santos Emeterio y Celedonio.
Estos programas imperfectamente organizados caracterizan importantes obras del románico pleno hispano. Los vemos en Platerías, Puerta del Cordero de San Isidoro de León, incluso Ripoll ya mediado el siglo XII. Los programas con una idea principal rectora, siempre una Maiestas Domini, que se sitúa en el centro y a la que se subordinan y completan los restantes elementos escultóricos, triunfarán en la península a partir de 1160.
Estilísticamente todas las figuras humanas comparten los rasgos principales de su derivación compostelano-languedociana y se diferencian en detalles menos relevantes.
Aunque hay tres modos de componer las caras, todas coinciden en el ondulamiento de las superficies del rostro, lo que cuenta con paralelos en la amplia tradición tolosana.
Las diferencias en el modo como sobresalen las bocas, en el tratamiento de los mofletes o en los párpados se reparten de forma asistemática por los distintos relieves de tímpano, arquivoltas y enjutas. Del mismo modo, hay distintos patrones a la hora de resolver las vestimentas, pero coinciden de nuevo en fórmulas languedocianas, con el predominio de las amplias bandas curvas paralelas para el cuerpo y las incisiones curvas en forma de gancho colocadas a un lado y otro alternativamente para las piernas.
También aquí las diferencias derivan de factores como la mayor o menor pericia del maestro que las aplica, el marco de cada imagen (que permite ensanchamientos campaniformes en el tímpano pero no en las enjutas), identidad y postura de la persona a vestir, etc. Estas soluciones no aparecen diferenciadas por áreas, de modo que el tímpano se distinguiera de las arquivoltas y éstas de las enjutas, sino que en un espacio y otro localizamos los distintos recursos, combinados con sus variantes. El examen, por ejemplo, de Cristo flanqueado por santos de la enjuta izquierda nos sitúa dentro de un grupo de evidente unidad iconográfica y compositiva en el que se han empleado a la vez modos de hacer atuendos que, de aparecer en diferentes lugares, podrían atribuirse a maestros distintos (y a distintos momentos de ejecución).
Compárense las mangas de los brazos derechos de los cinco personajes y se constatarán cuatro maneras distintas de acometerlos, maneras que se reparten también por muchas otras figuras del tímpano y las arquivoltas. Razonamientos similares podrían esgrimirse sobre los tratamientos de rostros, cabellos, barbas, pies, el tamaño de las manos, gestos y posturas, expresiones, etc. Este y muchos otros casos que no podemos pormenorizar demuestran que la portada occidental de Leire es el resultado del trabajo de un único taller, integrado por escultores pertenecientes a la tradición languedociana (para emitir un juicio sobre el estilo de los diferentes relieves resulta aconsejable utilizar fotografías adecuadas, ya que el tipo de plegados cambia de apariencia según la dirección de la luz y en la actualidad en Leire reciben distinta iluminación las figuras altas y las bajas; por eso es aconsejable contar con las imágenes tomadas en condiciones óptimas por Uranga publicadas en la revista Príncipe de Viana en 1958). Los restos de pintura reconocibles en las orlas de los vestidos del tímpano prueban que la puerta estuvo policromada.
Varios autores han hablado de una hipotética ejecución de la puerta en dos fases. Sin llegar a los extremos de Madrazo, que suponía los relieves del tímpano “fragmentos de escultura carlovingia incrustados en esta portada, residuos acaso de la reedificación que en el siglo IX costeó Íñigo Arista”, otros estudiosos han juzgado que las irregularidades del tímpano justificaban otorgar a sus tallas una cronología más antigua, anterior a 1098, e imaginar un montaje definitivo posterior. Pero estos autores difieren a la hora de asignar el resto de las piezas a comienzos o a mediados del siglo XII, o incluso más tarde. Así, para Tyrrell las arquivoltas serían posteriores al tímpano, pero de comienzos de dicha centuria, mientras que para otros eran las figuras de la esquina superior derecha las más tardías (hay quien las ha considerado góticas). A juicio de varios autores la puerta se ejecutó tal y como se programó en relación con la fachada. Ya se previó su gran desarrollo cuando recortaron la longitud del último tramo para engrosar el hastial (donde también embutieron una escalera). La torpeza a la hora de colocar las palmetas grandes y desiguales en torno a las figuras del tímpano no desentona con otras rudezas visibles en su desarrollo. El diseño de tímpanos mediante piezas que se completan hasta alcanzar el semicírculo cuenta con paralelos, entre los que señalaremos los geográficamente cercanos de Jaca y Huesca. Y el modo de componer mediante relieves cuadrangulares de distinta altura no extrañará a quien conozca Platerías o Comminges. La organización de las enjutas por medio de relieves cuadrangulares que se despliegan por debajo de la cornisa hasta ocupar la mayor parte del resalte se corresponde con unas pautas del eje Compostela-Tolosa, ya que así era Platerías y según Durliat también la puerta occidental de Saint-Sernin, dedicada a un ciclo hagiográfico del titular.
Cronología y autoría van íntimamente relacionadas, puesto que varios estudiosos han puesto toda la segunda fase en relación con una segunda consagración fechada en 1098 y con la llegada de maestro Esteban al reino navarro. Para algunos habría trabajado en Leire antes de ser contratado para la catedral de Pamplona, quizá traído por el obispo Peláez (iniciador de las obras catedralicias de Santiago de Compostela) cuando, expulsado de su sede, se refugió en tierras aragonesas. Según un documento rehecho, Diego Peláez asistió a dicha consagración de Leire.
Nadie duda de la relación entre ciertos elementos escultóricos legerenses y algunos de los cinco capiteles de la portada catedralicia de Pamplona, especialmente las aves que se picotean las patas, los tallos que terminan en cabezas de aves o la omnipresencia de los leones de dorsos curvados y largas patas. A su vez estos capiteles conectan con obras compostelanas. Pero ¿cuál fue el orden de ejecución? En el capítulo sobre la sede pamplonesa explico por qué considero que Pamplona es posterior a Compostela. Veamos ahora que, del mismo modo, Leire es posterior a Pamplona y al binomio Toulouse-Santiago.
Cuando se examinan despacio las obras legerenses nos damos cuenta de que ninguna alcanza la calidad en la talla del capitel de las aves de Pamplona, pero se copian todos sus recursos. Quien ponga en parangón las aves que se pican las patas de la catedral con las de la abadía comprobará que las proporciones y los volúmenes de Pamplona están más logrados (no es posible extender la comparación a los leones de lomos arqueados y largas patas, por el deterioro que afecta al capitel pamplonés). Si descendemos a nivel de detalle, el trenzado de las colas de las aves está perfectamente conseguido en Pamplona y sólo torpemente insinuado o resuelto en el capitel y en las arquivoltas de Leire (porque el motivo se repite una y otra vez). Lo mismo afirmo del modo como se resuelven los vástagos que unen dorsos de aves y volutas en Pamplona, copiados en Leire (y en iglesias valdorbesas). En Leire no hay sino la sombra y el eco de la maestría.
Son muchos los rasgos estilísticos e iconográficos que tienen en común Leire, Toulouse y Santiago. Tengo el convencimiento de que en buena medida derivan de Pamplona, pero el hecho de conservar sólo una mínima muestra de la escultura de la gran catedral iruñesa hace que reluzcan los recuerdos tolosanos y compostelanos. Las figuras del tímpano legerense con animales bajo los pies repiten una composición con antecedentes en la Puerta Miègeville tolosana, de la segunda década del siglo XII, y en Platerías. La manera de hacer las mangas con anillos de notable volumetría también aparece en Toulouse, tanto en el San Pedro como en canecillos de la misma puerta. También tienen origen tolosano (y en ocasiones paralelos compostelanos) el modo de hacer los labios de las figuras del tímpano, la composición de rostros, el desplazamiento de las orejas, las terminaciones de plegados en triángulo y rombo hendidos, la presencia de una onda de mayor resalte sobre el vientre en las vestiduras, los leones de dorso curvo, etc. Véase al efecto como irradiaron todas estas soluciones en Valcabrère, Saint Bertrand de Comminges, Lescar, etc. En este sentido se entienden las semejanzas que Melero ha visto con Moissac, porque ésta última portada constituye una obra culminante de las manera tolosanas, pero Leire coincide con Moissac en lo propiamente tolosano (decoración de orlas, plegados en bandas curvas paralelas, etc.) y no en lo más específico de Moissac, como la exquisitez en el canon de las figuras, sus ritmos zigzagueantes, incluso descoyuntados, la dulzura de los rostros, las terminaciones en M de los pliegues verticales, etc. La dependencia de Toulouse nos proporciona incluso términos cronológicos fiables, no sólo por las obras hasta ahora señaladas, sino porque la cabeza que abre la boca entre dos aves situada casi en el centro de la segunda arquivolta legerense recuerda fuertemente a las de los personajes acuclillados de bocas redondeadas de la Puerta Occidental de Saint Sernin, obra de último taller de calidad de esa iglesia, que parece haber quedado interrumpida hacia 1118 (o al capitel nº 154 del mismo templo). Igualmente, la coincidencia en la ubicación de los trompeteros y de los leones laterales entre Leire y Platerías no parece meramente casual; triángulos hendidos y plegado en ganchos alternos aparecen en capiteles de la capilla de Santa Fe compostelana, consagrada por el obispo de Pamplona en 1105; pliegues en filete vertical figuran en Leire y en distintos personajes de Platerías, etc. Son, en consecuencia, muchos los rasgos que comparte Leire con Toulouse y Compostela, siempre resueltos en la puerta legerense sin la perfección y plenitud de que hacen gala las impresionantes iglesias tolosana y jacobea. En consecuencia y dadas las relaciones demostrables entre Pamplona y Santiago, la hipótesis más probable es que en buena medida todas estas fórmulas de raíz languedociana llegaran a nuestra abadía a través de la escultura de la catedral de Pamplona (a lo hasta ahora comentado habría que añadir la presencia del plegado en triángulo invertido hendido de la figura sedente de la portada occidental de Pamplona conservada en el Museo de Navarra). Las limitaciones en extensión de esta publicación no permiten que nos extendamos en estas cuestiones. Por otra parte, la existencia de un león bajo cuyas garras yace una figura humana hace pensar en que el jefe de taller había visto la singular portada occidental de Jaca, que sería copiada en Artaiz por un maestro de formación legerense.
La composición de la puerta confirma que su fecha no puede ser temprana. Compartimos la afirmación de Gaillard de que Leire ha de ser “necesariamente posterior a la Puerta de Platerías de Santiago”. La decoración de las arquivoltas con boceles habitados o la inclusión de figuración en molduras intermedias no existen en el románico anterior a 1115; en cambio, será una constante en obras a partir del segundo cuarto del siglo XII. Pero tampoco puede ser muy tardía, porque componer un tímpano con una sucesión de figuras erguidas verticales parece impensable en una abadía de esta importancia en la segunda mitad del siglo XII. No sería fácil explicar que una obra ajena a las fórmulas características del tercer cuarto de dicho siglo, especialmente en lo relativo a la flora y demás repertorios ornamentales, hubiese sido realizada para un monasterio de la importancia que todavía pretendía tener Leire en esas fechas. Además, alguna figura en concreto, como el santo con báculo de la enjuta izquierda tiene un único pliegue vertical en la pierna, fórmula que es “reliquia” de un sistema de plegados presente en las columnas de Platerías y llamado a desaparecer. Por último, si retrasamos mucho Leire, las obras que parecen derivar de su portada (San Nicolás de Sangüesa, Artaiz, Navascués, etc.), habrían de posponerse a unas fechas en las que ya habrían irrumpido en estas comarcas otros repertorios propios del románico tardío. Por mucha que fuera la decadencia del cenobio, es difícil admitir que encargaran una portada de estas características en unas fechas para las que resultaría absolutamente retardataria, cuando los últimos rescoldos de la tradición languedociana habían quedado relegados a iglesias rurales de valles sin importancia.
En resumen, la puerta de Leire fue realizada por un maestro “secundario” –así lo calificó Gaillard– acompañado de colaboradores, todos formados en el lenguaje languedociano-compostelano (el mismo que se manifiesta en la puerta occidental de Pamplona) en fechas necesariamente posteriores a la desaparecida puerta pamplonesa y a las obras tolosanas citadas. El taller legerense, de indudable cohesión a tenor de la reiteración de determinados rasgos formales, probablemente habría llegado a Leire después de colaborar en la puerta pamplonesa, ejecutada antes de la consagración de 1127 (puesto que en seguida se iniciaron las obras del claustro dirigidas por otro escultor de mayor calidad). Así que las obras de la Porta Speciosa pudieron haber comenzado en la década 1120-1130, antes de que se evidenciara el declive del cenobio. Dado que en Artaiz tenemos la confluencia de un artista formado en Leire con otro integrante del taller del claustro pamplonés, en una obra pequeña que suponemos ejecutada de una vez, el estilo de Leire todavía perduraba en Navarra hacia 1135-1140. Por tanto, el marco temporal de 1120- 1140 habría visto la realización de Porta Speciosa. Las conclusiones relativas al plazo que un taller medieval necesitaba para ejecutar una obra como esta portada son muy dispares (en función del número de maestros trabajando, de los recursos económicos, etc.), lo que significa que las fechas antedichas han de entenderse como una horquilla dentro de la cual se habría realizado la obra. Tras Leire, la decoración de arquivoltas con boceles habitados siguió evolucionando, como vemos en Uncastillo y Echano (Olóriz).
Claro que no se puede soslayar una evidencia tan poderosa como la documentación que atestigua una segunda consagración de 1098. En principio, y así fue aceptado por los estudiosos, cabría suponer que esa ceremonia se correspondió con la conclusión de una fase arquitectónica. Pero considero probado que ni la ampliación del templo ni la realización de la portada, dado que en todo ello intervino el mismo taller, pudo haberse ejecutado antes de 1110. Por esa razón hace años busqué otra explicación. Las ceremonias de consagración o dedicación de iglesias se realizan bajo determinadas circunstancias. No son necesarias tras la ampliación de unas naves hacia occidente (y existen centenares de ejemplos que lo demuestran). En cambio, la revisión de la documentación de Leire da cuenta de un hecho que sí pudo causar una nueva consagración a la que fueran convocados los más altos estamentos del reino y del entorno. En esa fecha se produjo un cambio en la titularidad del monasterio. Antes de 1098 todos los documentos considerados auténticos hablan de San Salvador de Leire, mientras que después de esa fecha aparece la abadía con la dedicación de San Salvador y Santa María Madre de Dios. En consecuencia, la consagración de 1098 puede ponerse en conexión con el cambio de dedicación, un acto cuya trascendencia social somos incapaces de medir (podrían invocarse ceremonias religiosas comparables de los siglos XIX y XX, carentes de dimensión arquitectónica y de cuya trascendencia social –auténticos hitos en cuanto a poder de convocatoria de masas– queda constancia).
El monasterio de Leire reúne, como hemos visto, dos fases de ejecución singular en el panorama del románico navarro y peninsular. Ambas coinciden en presentar con cierta rudeza fórmulas artísticas de gran empeño. Y ambas destacan por su significado artístico, que rebasa el ámbito navarro para proporcionar valiosa información acerca del modo como nacieron y evolucionaron soluciones arquitectónicas y figurativas que constituyeron la savia del románico. 

Arqueta de Leire
La arqueta de Leyre, también llamada arqueta del monasterio de Leyre, está considerada una de las joyas del arte islámico y de los marfiles hispanomusulmanes, es una pequeña arca o arqueta de marfil de elefante, que data de la época del Califato Omeya en la península ibérica, territorio llamado Al-Ándalus.
La pieza se exhibe en el Museo de Navarra en Pamplona, aunque anteriormente perteneció al monasterio de Leyre, a la iglesia de Santa María la Real en Sangüesa y al Tesoro de la catedral de Pamplona.
Además de la advocación principal de San Salvador, hay una serie de santas y santos estrechamente vinculados con este cenobio: las santas oscenses Alodia y Nunilo, San Sebastián y San Virila. 
Para una descripción más detallada he escrito un capítulo aparte acerca de esta arqueta.

San Virila
La leyenda cuenta que Virila, abad del monasterio de Leyre, era un monje muy preocupado por entender el misterio de la eternidad. Por comprender cómo era posible vivir eternamente sin llegar a aburrirse y, por lo tanto, dejar de ser feliz.
En aras de comprender dicho misterio, Virila pedía a Dios en sus oraciones que le diera la clave de su comprensión, la ayuda necesaria para poder desvelar la preocupación.
Un día se encontraba el abad paseando por los alrededores del monasterio, llegó a una fuente y se dispuso a descansar. En aquel mismo momento el canto de un ruiseñor lo ensimismó y allí quedó Virila escuchándolo. Cuando reaccionó ya era tarde y se dirigió, rápidamente, al monasterio para llegar a las obligaciones del día. Cuando llegó a la puerta, el monje portero le impidió el paso puesto que no conocía al que debía ser su abad. Virila tampoco reconoció al monje. Tanto insistió, que le dejaron pasar y se fue integrando en la vida monástica sin entender cómo era posible que todos los monjes de Leyre le fueran desconocidos, y los mismos no le reconocieran a él. Pasado el tiempo un monje curioseando en los antiguos libros de historia de la congregación descubrió que hacía más de 300 años había existido un abad llamado Virila que desapareció en el bosque. Hecha la revelación cuando todos estaban reunidos en la sala capitular, se abrió la bóveda de la misma y una voz se dirigió a Virila diciéndole: «si tan pronto te pasaron los trescientos años escuchando el canto de un ruiseñor, imagina cómo pasará el tiempo en compañía del Altísimo». De esta forma Virila comprendió el misterio de la eternidad.
La leyenda, muy usual en todo el camino de Santiago, va tomando personaje principal en cada lugar. En Leyre le correspondió a Virila, o Viril, que fue abad en el siglo X. Hay base documental del año 928 donde nombran al abad Virila. En tiempo de Sancho el Mayor ya se le daba culto a este santo local tal y como se acredita en varios documentos en que lo asocian a las santas Mártires Nunilo y Alodia. Los cistercienses incluyeron a Virila entre los santos formales y se conservan sus reliquias hasta la actualidad. Se ha ubicado en la sierra que rodea el monasterio una fuente con su nombre. 

Santas Alodia y Nunilo   
Las figuras de santa Alodia y Nunilo están muy relacionadas con el monasterio de Leyre desde muy antiguo. Estas dos hermanas nacieron hacia el año 830 en Adahuesca, al lado de la fortaleza de Alquézar en Barbastro, y pertenecían a familias acomodadas. Su padre se convirtió al islam y tomó el nombre de Mu-ladi, mientras que su madre permaneció fiel al cristianismo.
Un 21 de octubre de un año anterior a 848 fueron decapitadas después de sufrir martirio en la ciudad de Huesca por confesar su fe cristiana. Contaban entonces con 18 y 14 años de edad, respectivamente. Los restos mortales de dichas hermanas fueron trasladados al monasterio de Leyre y permanecieron en él hasta que se perdieron en el periodo de abandono que siguió a la desarmortización de 1862.
Los restos mortales de las santas, se guardaron como reliquias, en una arqueta arábigo-persa. Los avatares históricos han esparcido las reliquias, que se hallan, algunas en Leyre, y otras en Adahuesca.
La devoción por estas santas fue muy popular en Navarra, luego se extendió a La Rioja y, en el siglo XVI, a Toledo. También en Andalucía, donde son patronas de Huéscar y Puebla de Don Fadrique, debido a que en 1491 el conde de Lerín y condestable del reino fue exiliado del reino de Navarra y marchó a la conquista de Granada con sendas imágenes de estas santas.
San Eulogio de Córdoba hace mención expresa del martirio de estas santas, cuya devoción es ya firme en el siglo XI.

Onomástica
La Festividad de Santa María de Leyre se celebra principalmente el día 9 de julio, fiesta de Nuestra Señora Reina de la Paz.

Panteón de los Reyes de Navarra
La figura del monasterio de San Salvador de Leyre como panteón real de los reyes del reino de Pamplona, a la sazón reino de Navarra, ha sido discutida en ocasiones. Antes de publicarse la obra de José Goñi Gaztambide Los Obispos de Pamplona se daba por sentado el hecho de que los primeros reyes navarros y sus familiares fueron enterrados en Leyre. Esta hipótesis se asentaba en el hecho de que, durante el periodo de dominación musulmana da la península ibérica, las autoridades civiles y religiosas pamplonesas se refugiaron en Leyre desde el 860 hasta 1023, y en las notas de San Eulogio de Córdoba que dijo
Leyre fue durante bastante tiempo monasterio y sede episcopal, palacio real y panteón regio.
En el siglo IX, de Pamplona hacia oriente hay varias familias cristianas relevantes que llegan a estar enfrentadas entre ellas y en ocasiones pagan tributos a los dominantes musulmanes con sede en Zaragoza. No hay todavía un poder unificado y definido, lo cual impide la existencia, en ese tiempo, de lo que se entendería como panteón real. La primera noticia documentada de un obispo en Pamplona es del año 829. En ese tiempo los monasterios tenían una dependencia muy directa de las familias poderosas. La relación de Leyre con los regentes en Pamplona era fuerte, como evidencian las donaciones que estos hicieron al mismo durante el transcurso de la historia, llegando incluso a ser monje del mismo el rey Fortún Garcés en el siglo X.
La importancia de San Salvador de Leyre dentro del reino de Pamplona y la relación que sus reyes tenían con el mismo permiten sostener que su lugar de enterramiento fuera Leyre. Lo que no se sabe es la ubicación y tipología de las tumbas. No hay evidencia alguna de que la cripta fuera utilizada como lugar de enterramiento, y se estima, en similitud del reino de Asturias de aquel tiempo, que los enterramientos podrían haberse hecho en el pórtico de la iglesia. 

Los enterramientos de los reyes navarros
La documentación sobre el enterramiento de Sancho Garcés I (fallecido en el año 925) y de su hijo García Sánchez I (fallecido en 970) dice que fueron enterrados en Sancti Stefani pórtico (pórtico de San Esteban), el cual se ha venido asignando al castillo de Monjardín en Deyo (antes castillo de San Esteban, aunque hay otra hipótesis más reciente que hace referencia al castillo de Valderresa a orillas del Ebro). La conquista de Nájera y el establecimiento del centro del poder en esa ciudad no hacen que Leyre pierda relevancia. Hay constancia de que en el año 991 el rey de Viguesa, Ramiro, hijo de García Sánchez y la reina Teresa, fue enterrado en Leyre. La otra esposa de García Sánchez, Andregoto Galíndez, se establece en Lumbier, cerca de Leyre, después de romper con el rey. Esto hace verosímil la hipótesis de que se enterrara en el monasterio.
A partir de que García Sánchez el de Nájera, fundara el monasterio de Santa María la Real de Nájera en 1053 se estableció allí el panteón real, pero se mantuvo viva la idea de que en Leyre descansaban los primeros reyes del reino. En el periodo de dominio aragonés sería San Juan de la Peña el panteón real y luego, ya como reino de Navarra, la catedral de Pamplona, si bien hay enterramientos en otros sitios, como los de Juan III de Albret y su mujer Catalina de Foix en Lescar.

Panteón Real

Placa con los nombres de los monarcas sepultados en el monasterio de San Salvador de Leyre. 

La reaparición de las tumbas
La tradición mantenía que en el muro sur, el izquierdo del altar, estaban los restos reales. Por ello cuando se procedió al derribo del mismo, el 13 de agosto de 1613, el abad Juan de Echaide, juzgó necesaria la presencia del obispo de Pamplona y de otras autoridades entre las que se encontraban el historiador fray Prudencio de Sandoval y el vizconde de Zolina y señor del castillo de Javier Juan Garro. Ya tenían preparadas (por encargo de Jaun Garro) unas arquetas de madera talladas y sobredoradas para recoger los restos, y en dichas arquetas se habían escrito los nombres de los reyes que iban a contener. Se depositaron junto al muro de la sacristía. La lista de los nombres se basó en el Libro de la Regla, un códice de los siglos XI y XII. Existe la probabilidad de que el libro haya sido manipulado en algún momento, con el objeto de mantener la reivindicación de panteón real, lo que aumentaba la importancia del monasterio, y por ello que la lista de nombres tuviera algún error. Lo cierto es que la normativa vigente en los siglos del IX al XII no permitía que se enterrara dentro de la iglesia, así que se debía de realizar en el pórtico de la misma, ni que se pusieran inscripciones sobre la identidad del difunto.
El emparedamiento de los restos reales en el arco adyacente al altar se produjo durante el tiempo que el monasterio estuvo regentado por los cistercienses. No se saben las razones por las que se produjo el mismo. La incorporación de la Navarra peninsular al reino de Castilla en 1512 ha sido uno de los motivos por los cuales se hizo dicha ocultación. El derribo del muro se debió a la necesidad de construir una nueva sacristía en el contexto de la edificación del monasterio nuevo. 

El traslado a Yesa
Cuando en 1836 se decreta la desamortización de Mendizábal, el monasterio es abandonado y se empieza a utilizar como refugio de pastores y labriegos. En 1863 se produce la profanación de las arquetas que contenían los restos reales, y éstos quedan esparcidos por el suelo de la iglesia. El 17 de mayo de 1863 el cura y el alcalde de Yesa suben a la iglesia de Leyre a recoger los huesos de las tumbas profanadas en ese periodo de abandono. Recogieron también doce tablas viejas que tenían los siguientes nombres:
Sancho Garcés, Ximeno Íñiguez, Íñigo Arista, García Íñiguez, Fortuno VIII, Sancho Abarca, García Sánchez, Sancho García, Ramiro XIII, Andrés Príncipe, Martín Phoebo Príncipe, Siete reinas
Ya en 1845 la comisión de Monumentos Históricos se había interesado por los restos reales, pero no llegaron a tiempo de impedir la profanación. Los restos recogidos por el cura y el alcalde de Yesa fueron trasladados y depositados en la iglesia parroquial del pueblo. 

Intentos de traslado a Pamplona
En 1865 se intenta trasladar los restos a la catedral de Pamplona, para lo que piden autorización a la reina Isabel II. Acordado y organizado el traslado, que se quería hacer con presencia real, se fue retrasando por diversas cuestiones hasta que en 1867 se frustra definitivamente.
En 1902 renace el plan de traslado a Pamplona pero de nuevo es abortado. Este nuevo plan, debido a la Comisión de Monumentos de Navarra, pretendía reunir en la catedral de Pamplona a todos los reyes enterrados en diversos lugares. En 1912 se volvió a repetir el intento de traslado a Pamplona.

Vuelta a Leyre
La iglesia de Santa María de Leyre se reabrió al público en 1875 y se subieron los restos a su lugar de origen. Unos años más tarde, en 1891, se volverían a bajar a Yesa por las obras que se realizaron en la iglesia. En esta ocasión se les dotó de un sarcófago de mármol.
Una vez acabadas las obras que habían comenzado en 1888, se decide devolver a los reyes a Leyre. Se realiza una arqueta de madera de roble con grabados neogóticos de forja, la cual iría encerrada en un mausoleo blanco labrado.
El 8 de julio de 1915 se celebró el acto al que asistieron todas las autoridades civiles y religiosas y mucho público. En ese acto fue donde en el discurso de Vázquez de Mella se dice:
Se dice que el monasterio es El Escorial de este reino, pero es más que El Escorial, porque no sólo fue monasterio y convento, sino asiento de la realeza navarra...
El mausoleo se situó en el centro del presbiterio. En 1951 se trasladó a la entonces llamada capilla de San Benito, actualmente de El Santísimo. El 21 de octubre de 1982 se traslada, sin el mausoleo de mármol, al lugar actual, en el muro norte protegida por una reja de hierro forjado. 

Servicios del monasterio
El monasterio de Leyre y la comunidad que habita en él mantienen una serie de servicios destinados a los visitantes. Estos servicios están, en su mayor parte, relacionados con la vida monástica y religiosa. La participación en los oficios religiosos que se celebran en iglesia de Santa María de Leyre está abierta al público en general. En estos oficios los monjes suelen cantar en gregoriano y latín.
Hay una hospedería y un restaurante para dar servicio a cualquier visitante. Más especial es la hospedería monástica que ofrece una estancia en contacto íntimo con la comunidad benedictina. En este caso solo pueden acceder a ella los hombres, ya que las mujeres no tienen permitida la entrada al convento. 

Hotel hospedería
Con la restauración del monasterio se construyó, sobre los restos del monasterio viejo, la nueva hostelería que fue inaugurada en 1979. La obra, hecha con cuidado en el respeto del monumento, ha proporcionado un hotel hospedería de 32 habitaciones, 18 dobles, once sencillas, dos cuádruples y una triple, así como un restaurante con dos comedores.
El monasterio dispone de un servicio de visitas guiadas tanto para particulares como para grupos. 

Hospedería monástica
Junto al servicio de hospedaje normal existe la posibilidad del hospedaje en la hospedería monástica en las estancias propias del monasterio. Este servicio, al estar restringida la entrada al monasterio a las mujeres, sólo es posible para los hombres. La comunidad dispone de algunas habitaciones, unas ocho celdas, destinadas a este fin. Los huéspedes deben acatar y cumplir con los principios de la vida monacal. El tiempo de estancia está limitado a ocho días y a tres veces en un mismo año.

Monasterio 

La finalidad de esta hostelería es la de acercar al huésped al espíritu de paz y sosiego y el acercamiento a Dios. Por ello la aportación económica puede ser acordada teniendo en cuenta posibles dificultades en la economía del interesado. Aun cuando la comunidad de Leyre es una comunidad orante encaminada a compartir el diálogo con Dios en serena armonía, la hostelería está abierta a personas no cristianas, alejadas del dogma católico que quieran utilizar el clima de paz y tranquilidad para sus propias reflexiones. Se recomienda acudir al monasterio en una situación mental y espiritual estable, ya que acudir a un monasterio en «situaciones difíciles de mente o cuerpo, puede resultar contraproducente e insatisfactoria». 

La vida en la comunidad
La Orden Benedictina trata de ser fiel a la regla de San Benito y a los Evangelios, para lo cual siguen unas directrices concretas que debe acatar y cumplir el huésped. La comunidad está dedicada a la oración litúrgica y el huésped no debe interferir, sino al contrario, participar de la misma.
El acceso a la iglesia y al refectorio se hará por el recorrido que se le señale al ingreso. Puede pasear por las galerías del claustro inferior sin acceder al resto del monasterio que está reservado a los monjes. La salida al exterior se puede realizar por cualquier puerta, pero debe asegurarse que esta queda bien cerrada. El uso de teléfono fijo para llamadas exteriores se hará desde el teléfono de la portería, los que hay en las celdas son para uso interno y se pueden recibir llamadas exteriores con mesura.
Se procurará permanecer en silencio y no hacer ruido, no se puede discutir por diferencias políticas o ideológicas. Después de Completas el huésped se retirará a su celda no pudiendo permanecer en otras dependencias diferentes a ella. El huésped debe estar en el interior del monasterio antes del cierre del mismo a las 21:30.
El uso del tabaco solo está permitido en la celda y en la antesala de la hospedería. La comida se sirve a las horas establecidas y hay que estar unos minutos antes de las mismas en el claustro bajo. La comida es la establecida para la comunidad y únicamente para ella y los alojados.
La realización de charlas de ayuda espiritual o confesiones se realizará por mediación del monje encargado de la hostelería.
Los huéspedes deben respetar el horario del monasterio aunque el acudir a los oficios no es obligatorio. 

Vida monástica
El monasterio de San Salvador de Leyre, como cualquier otro conjunto religioso, consta de dos partes diferenciadas que se complementan. La parte arquitectónica y artística y la parte espiritual y religiosa. En Leyre esta última parte está definida por la Orden de monjes que rige el monasterio, la Orden Benedictina que se basa su práctica en la Regla de San Benito y en la oración litúrgica, su lema es PAX. Para San Benito, como bien lo define en prólogo de su Regla, un monasterio es «una escuela al servicio del Señor». Esto hace que el monasterio sea la base fundamental de la existencia de la comunidad cuyos vínculos deben llegar a ser afectivos al grado de familiares. El monasterio debe hacer fácil, natural y flexible la relación con Dios.
Los benedictinos practican la vida contemplativa, que es la que da prioridad y preferencia al ejercicio de la oración y se establece como un ideal puro de vida cristiana. La relación del hombre con Cristo, la que busca el monje de Leyre, viene señalada en tres ocasiones en la Regla de San Benito;
Nada anteponer al amor de Cristo (Reg. cap. IV).
Los que nada estiman tanto como Cristo (cap. V).
Nada absolutamente prefiera a Cristo (cap. LXXII).
La relación debe ser muy personal, muy directa llegando a la intimidad. Los monjes benedictinos han de ser hombres de fe, disfrutando del gozo de la misma y hombres de oración, que se opongan al activismo y a la agitación, haciendo de la oración el más alto valor religioso. Se cultiva la caridad entendida como el amor a Dios y la convivencia fraternal.
Los monasterios benedictinos solo mantienen lo principal;
·       Estabilidad, contra el peregrinar de los monjes andariegos.
·       Vida en común, contra el egoísmo del aislamiento.
·       Un Abad, como principio activo de autoridad.
·       Un orden en la vida.
Junto a la caridad, la disciplina es una de las directrices importantes. La caridad, propiciada por la vida en común, es el amor al prójimo y lucha contra el egoísmo. La disciplina se eleva contra el protagonismo y la originalidad, concretándose en la obediencia y el cumplimiento de la Regla. De estas directrices nacen los tres votos que procesan los monjes benedictinos:
·       Estabilidad: Permanencia y perseverancia en un monasterio.
·       Conversión de costumbres: Que la entrega a Dios sea real y no una pura fantasía.
·       Obediencia según la Regla: Sometiéndose a la autoridad de un jefe.
El voto de Obediencia según la Regla solo puede llevarse a cabo con la figura del abad. El abad debe ser «la representación de Cristo en el monasterio». Gobierna el mismo en sus tres vertientes, la espiritual, la docente y la de gestión.
Para que estos objetivos que se persiguen en la vida monástica puedan llevarse a cabo es imprescindible el silencio. El silencio es el que permite, en la oración, oír a Dios.
La oración culmina con el Oficio Divino y la Sagrada Liturgia, donde el Sacrificio Eucarístico es el centro. La oración es el centro de la vida benedictina.
La vida de un monje está basada en la caridad fraterna, sin caridad no se puede mantener la relación fraternal de la vida monástica ni la entrega a Dios. La Regla dice:
Este es el celo que con ferventísimo amor ejercitarán los monjes, es decir: que se prevengan unos a otros con honores; súfranse pacientísimamente los defectos del alma y cuerpo; préstense a porfía obediencia mutua; ninguno busque su propia utilidad, sino más bien la del otro; tribútense una casta caridad fraterna.
La búsqueda de Dios por medio de Cristo pasa por la Pasión, por la mortificación que el monje debe seguir. Mortificación espiritual que significa «la renuncia de voluntaria a la propia voluntad».
El rechazo de la riqueza, de los bienes materiales que estorban el camino de hacia Dios da como resultado la pobreza. La consecuencia de esta pobreza es el trabajo necesario para el mantenimiento de la vida. El trabajo es el elemento más contribuyente al equilibrio de la vida benedictina.
La dirección espiritual y la instrucción litúrgica son las formas de apostolado que una comunidad benedictina ejerce. Esto se concreta en la apertura de la iglesia monástica a quien quiera integrase en la oración colectiva y el monasterio a quien busque un ambiente de paz y serenidad.


Navascués
En un relativamente amplio valle de las primeras estribaciones pirenaicas navarras, Navascués defiende históricamente el acceso al valle de Salazar. La población se encuentra a 62 km de Pamplona, por la N-240 primero, y luego, desde Lumbier, por la NA-178. Tras sobrepasar el acceso a la población dirección Ochagavía, la iglesia de Santa María del Campo aparece a la izquierda, junto al cementerio.
Desde 1014 los documentos sitúan en Navascués una de las tenencias del reino. Se supone que el emplazamiento primitivo de la villa se encontraba en la llanada junto al camino que articulaba y enlazaba las poblaciones del valle. Fue a fines del siglo XII cuando Sancho VI el Sabio concentró la población en el altozano actual, concediendo a los nuevos pobladores diversos privilegios y beneficios. Si atendemos a los censos medievales, esta nueva población alcanzó un notable desarrollo, certificando en 1366, todavía tras el impacto de la peste negra, la presencia de ochenta fuegos, en lo que supuso prácticamente su máximo demográfico hasta el siglo XIX.

Ermita de Santa María del Campo
La ermita de Santa María del Campo se encuentra a las afueras de la población, en la llanada, a un lado del camino que desde la cuenca de Lumbier recorre Salazar siguiendo el cauce del río homónimo. Está, pues, al pie de la vía de comunicación más importante que desde la antigüedad llevaba de esta parte del Prepirineo a Pamplona y la Navarra media. En la actualidad es la capilla del cementerio de la villa. En 1988 la Institución Príncipe de Viana restauró tanto el interior como el perímetro exterior del templo.
Hoy contemplamos una obra de arte tan menuda y original como interesante; incluso sus peculiaridades se nos van a mostrar un tanto enigmáticas e inexplicables. De hecho, en sus pequeñas dimensiones son numerosos los aspectos que sorprenden: la calidad de su decoración escultórica, el perfecto enjarje de cada uno de sus elementos, la finura de los acabados de pilastras, ventanas, arquerías, impostas etc., la calidad de labra y sistematización de los dos tipos de piedra empleados, lo peculiar de su emplazamiento, en el centro de la llanada del valle, al pie del camino, su torre campanario sin acceso externo sobre la nave... Lamentablemente no hemos conservado ningún documento que dé luz sobre sus comitentes, origen litúrgico y justificación estilística. ¿Fue el oratorio del primitivo núcleo poblacional de Navascués? ¿Nació como una fundación privada con finalidad funeraria? ¿Era una iglesia faro como sugirió Biurrun? ¿Formó parte de un priorato de alguna orden monástica?

En planta muestra ábside semicircular, amplio anteábside rectangular, y nave corrida. El cuerpo de la iglesia resulta estrecho en relación con la longitud total del templo: supera los 16 metros por sólo 4 de anchura. La articulación perimetral carece de contrafuertes para la nave. Sólo una pareja refuerza al exterior el toral del ábside. Tampoco al interior los elementos sustentantes muestran un desarrollo acentuado; las cuatro pilastras que soportan junto a los muros el empuje de la bóveda adquieren muy poco resalte. Los muros tienen un grosor también contenido, de unos 80 cm. El conjunto de ábside y anteábside concentra tres de las cinco ventanas primitivas; una cuarta se abre al hastial, y la última al muro sur, lo mismo que la puerta de acceso.
Analicemos detenidamente el interior del templo. Una vez atravesado el umbral de la puerta, llama especialmente la atención la acentuada estilización del espacio interno. Su altura se aproxima a los 8,2 m, por lo que multiplica por 2,2 la anchura de la nave. Junto a la torre, el conjunto supera los 16 m de altura.
Reparamos más de lo habitual en estas cifras porque van a terminar de caracterizar lo peculiar de la articulación arquitectónica de Santa María del Campo. Tal es así que podemos afirmar que es única en Navarra. Muros comparativamente finos, notable altura de la nave, bóveda de cañón, inexistencia de una concepción homogénea de pilares y estribos, acentuada longitudinalidad en planta, y estilización en alzado que supera la relación 2:1. Frente a lo habitual en el románico rural, Santa María del Campo conserva numerosos vanos propios del edificio primitivo: el axial del presbiterio, uno a cada lado del anteábside, un cuarto en el lado sur, bajo la torre, y otro más en la parte alta del hastial occidental. Junto a la puerta consiguen una iluminación relativamente homogénea, sólo rota por el impacto del profundo coro occidental de madera.
El cilindro absidal se cubre mediante una bóveda de horno ligeramente apuntada. Un fajón de sección rectangular sobre pilastras prismáticas refuerza su embocadura y lo enlaza con el cañón igualmente apuntado del anteábside.
Los muros se articulan en dos niveles: el superior ocupado por los vanos, el axial con moldura y bolitas en el exterior de su rosca, los otros dos lisos; el inferior liso en el cilindro absidal y con doble arquería que arma y aligera el muro en el anteábside. Esta idea arquitectónica se continúa en el tramo de la torre, cuyos arcos son más profundos y gruesos. Los del anteábside apean sobre una columna central; los del siguiente tramo, sobre pilares.
Se observa, además, un uso ordenado y jerarquizado de la piedra. Todos los sillares son regulares y están perfectamente labrados y escuadrados; no obstante, los muros son erigidos con piedra de la zona, de composición veteada en gris azulado y ocre, de menor calidad, y resistencia heterogénea; por contra todos los elementos estructurales (pilastras, arcos y bóvedas) más las ventanas, con su rosca y jambaje, y las impostas, están labrados en fina piedra arenisca, originaria de la Navarra Media y la cuenca de Pamplona. Curiosamente, la bóveda de cañón del tramo de la torre se erige con sillares azulados, mientras que para el tramo más occidental se vuelve a elegir los de arenisca pura. Bajo la torre, la bóveda parte de un cimacio con cuatro fajas de ajedrezado. En el tramo más occidental no se continúa con la división de los muros en dos niveles.
La diferencia en cuanto al arranque y composición pétrea de la bóveda central parece sugerir la construcción de los tres tramos en momentos distintos. Es más, como si primitivamente hubieran sido fajones de arenisca, el principio y final de este tramo de la bóveda está rematado por una o dos hiladas de arenisca, a la que se agregan por dentro las hiladas de la piedra azulada. ¿Se planeó la torre, o su mitad inferior, como un cimborrio abierto a la nave, y posteriormente cerrado por un tramo de bóveda no previsto inicialmente? Si fue así, debió de ser una reorientación de las obras mientras se erigía el propio templo. No obstante, más allá del sorprendente cambio de aparejo en un edificio tan trabado y jerarquizado, ningún otro dato o elemento permite avanzar más en esta posibilidad. Como confirmaremos en el exterior, la torre no se integra desde el punto de vista funcional con el edificio. Como sucede también en San Adrián de Vadoluengo, no se construyó escalera para acceder a ella. Podemos pensar que existiría una escalera de madera que desde el muro norte alcanzaba la parte alta del tramo occidental de la nave, donde se sitúa una especia de portadita.
En cuanto a las decoraciones esculpidas, el interior se nos muestra austero y contenido. Podemos suponer que todavía no se había incorporado a la obra el maestro que esculpirá los canecillos del exterior. Los dos capiteles de la arquería del anteábside muestran una labra poco profunda y muy esquemática. El meridional lleva grandes hojas festoneadas en los ángulos, palmetas entrecruzadas en la cara central y tallos en forma de ocho con rosetas en las laterales. Sobre él, un amplio cimacio con retícula de rombos. Tanto la composición geométrica de cimacio del capitel como su labor decorativa parecen estar presentes también en construcciones posteriores, como la cripta de Orísoain, que supondría una versión ruda y popular. Por el otro lado, la copa del capitel se compone con cuatro hojas lisas que desde el collarino llenan los ángulos y curvan sus picos; de ellos parte hacia el cimacio un vástago que no llega a horadarse completamente, pero recuerda a articulaciones similares que partiendo de la desparecida catedral románica de Pamplona se extienden especialmente por la Valdorba. El cimacio lleva pequeñas puntas de diamante.
Las basas son altas, con amplia mediacaña entre toros con bolas en los ángulos del plinto, recreando ejemplos frecuentes también en el entorno de Sangüesa, especialmente en San Pedro de Aibar.

Capitel de la arquería 

Capitel de la arquería 

La articulación de los tramos orientales del templo recuerda, desde el punto de vista morfológico, a las arquerías de basamento que en Navarra también aparecen en el Santo Cristo de Cataláin. No obstante, en Navascués ocupan sólo el anteábside, no el ábside. La inspiración de este elemento se relacionaría también con ejemplos aragoneses, como Loarre o San Juan de la Peña. Sin embargo, parece llamativo que el cilindro absidal, centro litúrgico y decorativo del templo, no se articule con arquería, en beneficio del anteábside y del tramo de la torre. Todavía es más sorprendente esta configuración si tenemos en cuenta que el doble arco de la torre aligera y arma el muro que la soporta, añadiendo así cierta complejidad técnica y tectónica que sobrepasa con mucho lo estrictamente decorativo.

Arquería del interior

Arquería del interior 

Capitel de la arquería 

Las arquerías son profundas, conformando una secuencia de cuatro “edículos” por muro, hasta un total de ocho. ¿Nos encontramos ante una propuesta decorativa y articuladora de los paramentos, en la línea de los ejemplos citados? ¿Se puede buscar en este realce de los muros una función o intención “práctica”? Recientemente Martínez de Aguirre se ha preguntado si las arquerías de Santa María no responderían a una finalidad funeraria, tomando como precedente la doble arquería erigida junto al ábside meridional de la abacial de Leire para panteón regio. Efectivamente, la articulación del paramento mural del primer tramo meridional del templo legerense acoge un primer nivel armado con dobles arcos de medio punto, que apean sobre una pilastra central, y sobre ellos un vano de medio punto. Los muros del tramo de la torre de Navascués reproducen textualmente esta configuración. La profundidad, altura y complejidad tectónica del resultado no nos remite a arquerías decorativas, sino más bien a una sistematización de la propuesta legerense. Lo que allí se erigió puntualmente como articulación de uno de sus muros, en Navascués adquirió rango definitorio, justificando en último término el diseño peculiar de los tramos más orientales de los muros de la nave.
Desde este punto de vista se entiende mejor el diseño interior del templo. No es que el maestro constructor se incline por una articulación con arquerías ciegas en un primer nivel para los laterales, mientras la escamotea en el cilindro absidal, elemento más sensible de ser enriquecido. Parece razonable pensar que los ocho arcos ciegos no respondan sólo a una finalidad decorativa. Todos ellos son profundos y de longitud homogénea, en torno al metro y medio. El consecuente esfuerzo tectónico y estructural se debe asociar, además de a lo decorativo, a la finalidad misma del templo, que siguiendo esta línea argumental tendría en su propia génesis una función funeraria. Respondiendo, pues, a las preguntas que inicialmente nos hacía el edificio, sus alzados parecen ponernos en la senda de un templo planificado y construido con finalidad funeraria.
Desde el punto de vista tipológico, esta hipótesis no supone ninguna novedad. Sabemos que especialmente en el siglo XII proliferan los templos de fundación y promoción privada, siempre en la órbita de las familias y linajes con más recursos y presencia en sus respectivas poblaciones y comarcas. Tras la construcción del templo, su conservación y mantenimiento recaía en una cofradía integrada por los nobles e hidalgos del entorno, o bien pasaba por donación a una institución religiosa, fuera monástica, fuera regular. En el caso de Santa María del Campo no conocemos documentación de ninguna de las dos opciones.
Al exterior, la fisonomía de Santa María del Campo es atractiva y original.
Dominan los paramentos lisos y estilizados, en un templo tan elegante como sobrio. Efectivamente, se echan en falta los contrafuertes como articulación de los paramentos. Sólo se erigen dos en el arranque del ábside. En su silueta cobra un especial protagonismo la torre erigida sobre la nave. La reciente restauración ha homogeneizado sus vanos. Todos, menos el occidental, son de buen tamaño y geminados, nacen de una imposta lisa y llevan una estilizada columna en el parteluz. La primitiva, conservada por el lado sur, acoge un capitel muy tradicional, con cuatro hojas lisas que nacen del collarino y ocupan las aristas imaginarias de su copa. Los vanos geminados llevan un breve bocel en sus aristas; también están moldurados los guardalluvias.


Su cubierta a dos aguas sigue las vertientes de las naves, completando los laterales con tejaroz sobre canes lisos, lo mismo que el tramo más occidental de la nave. A pesar de que las hiladas son homogéneas y no se observan al exterior cambios en el tipo y calidad de los sillares, los muros de la torre, especialmente el meridional, manifiestan algunas discontinuidades, tampoco fáciles de justificar. ¿Señalan un cambio de obra, que definiría un templo erigido en dos fases distintas? La unidad estilística del edificio parece descartarlo. No obstante, ya se han comentado en el análisis interior algunos aspectos confusos sobre su propia definición. También podría relacionarse con pequeños desplazamientos producidos por el empuje de la estructura.


Portada 

La portada tampoco sigue las normas habituales en el románico rural. No aprovecha un paramento adelantado para desarrollar su abocinamiento, no recibe una excesiva atención decorativa; de hecho, está apenas subrayada por una molduración elegante y decorativa, pero nada monumental. Su escalonamiento se resuelve con una doble arquivolta, la interior como corona del tímpano, la exterior, más ancha, sobre los cimacios exteriores. Por dentro, el arco, con leve baquetón angular y cenefa de tacos, apea sobre el dintel liso, y éste sobre un par de montantes semicilíndricos, en la estela, de nuevo, de la puerta occidental de Leire.
Sus zapatas se decoran por el lado izquierdo con dos besantes con rosetas inscritas, similares a las de los capiteles del interior. La arquivolta exterior acoge la misma secuencia de baquetón angular, moldura de tacos y listel de la interior, pero a un tamaño mucho mayor. Su rosca se refuerza al exterior con una moldura con cuatro líneas de tacos que enlaza con el cimacio izquierdo; el derecho, moldurado, lleva dos líneas de cubos. Coincide con la leve articulación del vano axial. El sillar del centro del tímpano queda ocupado por el crismón trinitario, en una división completamente simétrica. Todas sus características traban perfectamente con la decoración interior y su evidente simplicidad. Lo mismo sucede con las roscas molduradas que rematan el exterior de los vanos; repiten los diseños ya descritos en la portada. La más decorativa es la más oriental del lado sur, que lleva moldura con roleos de rosetas y palmetas y cabecitas menudas de animales en sus arranques. Se repiten las cabecitas en el axial. Todos estos elementos fueron realizados por el taller que erigió la mayor parte del templo.



Ventanas fachada sur

Detalle de la ventana 

Nuevos aires se van a observar en la decoración de las partes altas del ábside.


Ventana del ábside

La incorporación de un nuevo taller es evidente. Se va a encargar de labrar el tejaroz taqueado y los canecillos y su decoración esculpida. El resultado es verdaderamente airoso y plástico. En total son veintinueve los canecillos que vamos a comentar. Otro más, prácticamente perdido, aparece sobre la portada del muro sur. Como sabemos, los demás, ya en el tramo más occidental de la nave y la parte superior de la torre, son lisos. Los decorados se distribuyen de la siguiente forma: seis para el muro norte del anteábside, diecisiete para el cierre cilíndrico absidal y otros seis para el anteábside meridional. La conservación general es buena, si bien la mayor parte de ellos aparecen muy lavados por la erosión. La pureza de la piedra los ha preservado de fracturas y desprendimientos.
Una vez observados con detenimiento, se ve con claridad que en la mayor parte de los casos las grandes superficies se han conservado relativamente bien, mientras que han perdido los detalles inferiores. Allí la arenisca se ha disuelto, abriendo foliaciones y pústulas que hacen perder la definición de los detalles.
Estas lamentables pérdidas y erosiones hacen que sea en la mayor parte de los casos muy difícil, al menos para nosotros, interpretar el sentido y actitudes de cada una de las imágenes.

Vamos a iniciar nuestro recorrido por el lado norte. Se inicia la serie con una cabezota de monstruo patilargo, con boca en forma de uve invertida, observada por ejemplo en San Martín de Unx, y un toro (?) con las patas delanteras labradas. La primera figura humana es la de un hombre barbudo en actitud exhibicionista (?); sus rasgos van a ser comunes a los de las demás figuras representadas: ojos de párpados dobles y almendrados, nariz de aletas detalladas y mechones peinados en líneas paralelas. Le sigue otra cabezota de monstruo, ahora antropófago, de cuya boca sale la mitad inferior de unas piernas humanas. Terminan el grupo de seis, dos figuras humanas: la primera, de atributos y actitud perdida, lleva los ojos muy marcados, lo mismo que las cuencas supraciliares y la nariz, el peinado, con cinta o ceñidor, se organiza mediante mechones paralelos que se avolutan a la altura de las orejas; la última, junto al estribo norte, muestra a un hombre agarrado a un gran pez. El pez está labrado de manera naturalista, con pequeñas escamas, agallas marcadas y cabeza lisa.

Tras el estribo, los diecisiete canecillos del cilindro absidal se inician con una figura humana en oración (?) de ropajes bellamente labrados, cenefa en los puños, grandes vuelos de tela y toca en la cabeza que oculta el pelo. Le sigue un pájaro pasilargo, con las características plumas hendidas y garras poderosas, y un ciervo, de curiosos cuernos, muy parecido a la vaca del otro lado. El cuarto es otro monstruo con cabezota de rizos en la frente, mechones paralelos, gruesa nariz y gran boca de la que surge una enorme lengua hendida (¿grandes colmillos, piernas?).
Quinto y sexto son figuras humanas: mujer que se mesa los cabellos, y hombre en cuclillas disparando un arco. En los tres siguientes se van a suceder aves en distintas posiciones y con diferentes atributos: arpía explayada; bello pájaro patilargo de fuertes garras, agachado y con una hoja en su pico; pareja de pájaros que unen sus picos mientras sostienen hojas. Ya sobrepasada la altura del vano axial, una mujer con toca y amplios ropajes que se abren en abanico interrumpe la serie de aves que se recupera en los dos siguientes. El que hace el undécimo de la serie lleva un gran pájaro con ramillete de hojas en su pico, y garras y uñas perfectamente labrados; le sigue ave de alas explayadas y cabeza grande. Ya en el lado sur de la iglesia, aparece el primer león patilargo sentado, con boca en forma de uve invertida. Viene después otra cabezota de monstruo patilargo con grandes labios en forma de uve invertida; un hombre con peinado de mechones paralelos, sentado en cuclillas, en actitud exhibicionista (¿defecando?); otro león patilargo vuelto, de grandes garras; y para terminar, saltimbanqui (?) boca abajo.



El paso del cilindro absidal al anteábside viene subrayado por un segundo estribo de arenisca, que realza su encuentro con el tejaroz mediante dos sillares decorados con ondas de tallos de los que penden hojas o flores. Remates similares, si bien menos decorativos, se han conservado en los estribos de San Adrián de Vadoluengo o San Andrés de Aibar, siempre en el entorno de Sangüesa. Los seis canecillos restantes van a repetir algunos de los temas ya conocidos: otro león patilargo vuelto; figura humana en cuclillas que se echa la mano a la garganta; bello pájaro patilargo que se coge una garra con el pico; león también patilargo de mechones largos con líneas paralelas; cabezota de monstruo con rizos sobre la frente y mechones paralelos, similar a otro anterior con gran lengua; por último, otro león de largos mechones en su melena, similar al recién descrito.




Detalle

Detalle

 

 

 

 

Detalle 

Detalle 

Detalle 

Detalle 

Uranga e Íñiguez ya vincularon al maestro de los canecillos de Santa María del Campo con el taller de Pamplona. Recientemente Martínez de Aguirre ha precisado estas relaciones conectando repertorios y estilema con la abacial de Leire. Efectivamente, los lazos son más que evidentes. El escultor que labra los canecillos de Navascués debió de trabajar también en la portada occidental del monasterio legerense, donde Martínez de Aguirre ha señalado algunos de los motivos representados en Navascués: grandes cabezas monstruosas, aves que se pican las patas, otras que unen sus picos, leones patilargos, antropófagos, hombre con pez, etc. También se repiten los rasgos formales, especialmente en el tratamiento de los peinados, la labra de los ojos, los plumajes de las aves, las garras prominentes y alargadas... Los capiteles interiores, menos volumétricos y originales, también muestran ciertos lazos con Leire, ahora con respecto a los capiteles exteriores de una de las ventanas. Retratan no obstante a un escultor menos dotado.
Las relaciones con Leire y otras obras del entorno de Sangüesa nos permiten concretar la cronología aproximada de esta peculiar construcción. Parece lógico pensar que los maestros se trasladaran a Santa María una vez que habían concluido su intervención en Leire. Con esta orientación, Martínez de Aguirre ha situado la construcción del templo en los años treinta del siglo XII, o, como muy tarde, a comienzos de los cuarenta, enlazando así como las cronologías de Vadoluengo y Aibar.

 

 

 

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