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martes, 14 de enero de 2025

Capítulo 45, Románico navarro

 

Del reino de Pamplona al reino de Navarra (1000-1234)
A lo largo de los siglos XI y XII el reino de Pamplona pasó por fases políticas diferentes y aun contrapuestas, que le llevaron del apogeo a la crisis, de la unión con otros reinos a la redefinición en solitario de su identidad colectiva como reino de Navarra. Y mientras estos movimientos sistólicos y diastólicos iban conformando el espacio geográfico y la identidad política que Navarra ha conservado durante ochos siglos hasta la actualidad, la sociedad navarra, sólidamente vertebrada en torno a guerreros y campesinos y plenamente identificada con el cristianismo, se abrió a un desarrollo demográfico y económico, que trajo consigo un proceso de urbanización y de renovación social desde finales del siglo XI. Durante siglo y medio, hasta principios del siglo XIII, será una sociedad en crecimiento, capaz de generar una red urbana, reordenar su espacio, alumbrar una burguesía, diversificar sus instituciones eclesiásticas, replantearse el papel de los grupos nobiliarios y modificar la situación del campesinado. Este fue el rico tapiz que sirvió de fondo al despliegue del arte románico en Navarra.

Pamplona en torno al año 1000: un reino acosado, pero vigoroso
Un reino acosado: eso era Pamplona al filo del año 1000. Desde hacía un cuarto de siglo la dictadura de Almanzor sometía a un feroz acoso a los reinos y territorios de la España cristiana, plasmado en cincuenta campañas militares lanzadas contra ellos. Reyes y condes cristianos habían experimentado la derrota y habían tenido que someterse al dictador de Córdoba. En el 994 un nuevo rey, García Sánchez II el Tembloroso, había asumido la corona pamplonesa. Reanudó la rebelión contra Córdoba, infructuosamente intentada por su padre en el bienio precedente. Ese mismo año Almanzor se apoderó de varias fortalezas castellanas de la línea del Duero y luego se dirigió contra Pamplona, que capituló. El conflicto se amortiguó cierto tiempo, pero rebrotó y definió el lustro de transición al nuevo milenio (997-1002). En el 998 Almanzor conquistó Pamplona y sometió a su rey, pero de forma fugaz, porque meses después el ataque de la caballería pamplonesa contra Calatayud provocó la ejecución de rehenes navarros en Córdoba, seguida de una nueva campaña contra Pamplona (999). La coalición de leoneses, castellanos y navarros estuvo a punto de derrotar a Almanzor en Cervera (Burgos), pero acabó siendo vencida. La última campaña de Almanzor se dirigió contra el reino de Pamplona. Saqueó e incendió un monasterio, identificado con San Millán de la Cogolla, pero, acosado por los cristianos en Catalañazor, se refugió en Medinaceli, donde murió (1002). Aunque su hijo Abd al-Malik mantuvo la presión contra los reinos cristianos hasta su muerte (1008), Pamplona sólo sufrió un ataque, cuyo principal objetivo fue sin embargo Pallars (1006).
En medio de este vendaval, el reino de Pamplona demostró ser una monarquía sólidamente asentada, dotada de un programa ideológico y dueña de recursos humanos y materiales suficientes para enfrentarse a la dictadura de Almanzor y sus hijos. En los primeros meses del año 1000 se produjo la muerte de García Sánchez II, que dejó el trono a un niño de diez años, Sancho III, incapacitado para asumir en su plenitud la potestad regia. Una situación como esta, lejos de provocar los vaivenes y disputas dinásticas que se observan en otros reinos españoles, dio lugar a una fórmula serena y respetuosa con la legitimidad sucesoria de la dinastía. Un primo segundo del rey difunto, Sancho Ramírez, hijo de Ramiro de Viguera ejerció temporalmente la potestad regia en nombre de su sobrino (1000-1004), hasta que éste alcanzó la mayoría de edad con 14 años. Era la demostración del prestigio y la solidez de la dinastía.
Además la monarquía pamplonesa se definía por un soporte ideológico y conceptual, forjado en torno a la figura del fundador de la dinastía Jimena, Sancho Garcés I (905-925). Su prestigio y sus éxitos le convirtieron en prototipo de sus sucesores como caudillo militar y campeón de la fe cristiana frente a los musulmanes, que tiene como modelo a Cristo. Otro elemento definitorio del soberano, éste de herencia visigoda, era su consideración como fuente de justicia, que administra como expresión tangible del poder soberano que encarna. Durante el último cuarto del siglo X, mientras Almanzor asolaba el reino y humillaba a sus reyes, se ratificó este ideario político, asumiendo como propios los textos jurídicos, civiles y eclesiásticos de la monarquía visigoda, e incluso su imagen pública, tal y como acreditan los Códices Albendense (976) y Emilianense (992). El rey es un poder que proviene de Dios, suscitado de forma providencial, aunque la creencia del origen divino de la realeza no se plasme en fórmulas diplomáticas hasta el siglo XI. Es un poder soberano, que no admite otro sobre él y que se proyecta tanto sobre los hombres que componen el cuerpo social (principatum et ius) como sobre el territorio que controla (dominatum).
La capacidad de esta monarquía para resistir las embestidas anuales de los musulmanes acredita una demografía excedentaria, habitual en las periferias montañosas y dispuesta a proyectarse sobre las llanuras. Unos buenos rendimientos cerealísticos en las cuencas prepirenaicas, dotadas de suficientes precipitaciones, proveían de recursos alimenticios, ampliados desde principios del siglo X con la reconquista de La Rioja Alta. El territorio pamplonés, merced a los esfuerzos de Sancho Garcés I, no era una simple demarcación condal. Al primitivo núcleo pamplonés se habían añadido las riberas de los ríos Ega, Arga y Aragón, así como las tierras de La Rioja y el condado de Aragón. Era un territorio sólidamente trabado, que abarcaba desde el Pirineo Central hasta el Sistema Ibérico. Formaba un arco, que envolvía el centro del valle del Ebro desde su periferia septentrional y occidental.

Una sociedad de guerreros y campesinos
El empleo por las fuentes narrativas islámicas del término vascones, que es un arcaísmo derivado de los textos visigóticos y mozárabes (en las coetáneas cristianas su uso es escaso), ha centrado la atención excesivamente en el sustrato tribal y étnico-lingüístico del reino de Pamplona, sin tener en cuenta las transformaciones sociales, culturales y religiosas derivadas de seis siglos de romanización y tres siglos más de epílogo visigodo. Los recursos económicos y la vitalidad de la aristocracia romana, así como su flexibilidad, le permitieron renovarse y ampliarse con aportaciones visigodas mediante matrimonios mixtos, al compás de situaciones políticas cambiantes, como se percibe en los diversos estratos presentes en la toponimia de sus villas en Navarra, transformadas luego en aldeas. No es un grupo social que se agote, sino que durante los siglos altomedievales se transforma y amplía, aunque manteniendo siempre sus raíces, como lo demuestra la carta del emperador Honorio a los nobles que defendían los pasos del Pirineo (408), conservada como venerable reliquia hasta su inclusión en los códices que definieron la imagen y la naturaleza de la monarquía pamplonesa a finales del siglo X. Sobre esta sólida malla se trazó la estructura básica del reino.
La continuidad no se limita a los linajes aristocráticos, sino que afecta también al paisaje y la ordenación del territorio. Los textos documentales del siglo XI presentan en la Navarra nuclear una densa red de villae o aldeas, continuadoras de los latifundios tardorromanos, que cubren gran parte del espacio. La villa era la unidad básica del poblamiento, compuesta por una un conjunto de familias radicadas en un lugar y dotada de un término propio, en el que las tierras de labor individualizadas se completaban con periferias de espacios comunes (montes, pastos, bosques, aguas…). El crecimiento demográfico había intensificado la ocupación del terreno, de tal forma que en las cuencas prepirenaicas de Pamplona y Lumbier-Aoiz, verdadero corazón del reino, así como en los valles pirenaicos, había signos de plétora demográfica. Ejemplo de ello es Apardués, en el centro de la cuenca de Lumbier, donde 33 familias ocupaban un término de 206 hectáreas en el año 991. En la transición a los espacios pirenaicos se sitúa Adoáin, donde en 1033 se contabilizaban 31 familias, cifra que no se repitió hasta finales del siglo XVIII.
Aunque su término era extenso (1851 hectáreas) y daba pie a una explotación ganadera, el terrazgo cultivable apenas superaría las 120 hectáreas. Cuando a mediados del siglo XI se crean villas como Náguilz, en espacios muy reducidos (118 hectáreas) y con pendientes próximas al 30%, u Orradre, cuyo terrazgo cultivable era de 40 hectáreas, la plétora demográfica era un hecho y explica la capacidad expansiva de los reinos cristianos del Pirineo. La misma sensación se tiene al contemplar ámbitos comarcales en su conjunto, como las cuencas de Pamplona y Lumbier-Aoiz, donde se han identificado 409 asentamientos humanos, cuyos términos tenían una extensión media de 317 hectáreas, muy lejos de la banda habitual en espacios europeos, situada entre 500 y 1.200 hectáreas. Conforme se avanza hacia la Zona Media y las Riberas de los ríos Ega, Arga y Aragón, incorporadas al reino desde principios del siglo X, las extensiones se amplían, pero no así los terrazgos, puesto que la escasez de lluvias impidió aprovechar grandes superficies de secano hasta finales del siglo XIX. El recurso compensatorio era el regadío.
Sobre esta realidad material se proyectaban las estructuras de una sociedad señorial, donde criterios de jerarquía, funcionalidad y hereditariedad de la condición social definían dos grandes grupos sociales: la nobleza y el campesinado sometido a ella. La condición nobiliaria, ligada a la propiedad de la tierra y a la función guerrera (milites), se transmite de padres a hijos y se evidencia en los títulos de seniores o domini que emplean las fuentes documentales. En la cúspide se sitúan los barones, al frente de los linajes más importantes y con mayores propiedades, que son colaboradores del monarca y asumen los principales cargos del reino. Por debajo se ubica el amplio grupo de la baja nobleza, cuyos componentes recibirán luego el nombre genérico de infanzones. Pocos barones disfrutaban de una o varias villas en propiedad; la mayoría de los infanzones se limitaban a poseer una o varias heredades, exentas en todo caso de las cargas debidas al señor de la villa.
La mayoría de la población no eran propietarios, sino campesinos instalados en heredades pertenecientes al señor del lugar o a otro infanzón. Habitualmente designados como mezquinos (meschini), palabra de origen árabe que hace referencia a su condición humilde (pobres, pequeños, asimilables al vocablo latino minores), recibían también otros nombres (homo, subditus, rusticus, peitarius, vicinus, caserus...), sin que por ello su situación material y jurídica fuera diferente. Sometidos a servidumbre, carecían de libertad personal, concebida como plena capacidad para disponer de su persona y sus bienes. Adscritos a la tierra, en contrapartida tenían el derecho a permanecer en las heredades cuando sus dueños las vendían. Su patrimonio personal se reducía a bienes muebles y ganado. Sus heredades estaban compuestas por una pequeña casa y un conjunto de campos y viñas, de dimensiones diferentes y variables. Por su disfrute entregaban cargas al señor, que eran de dos tipos. Las prestaciones reales, llamadas paratas y luego pecha, eran rentas en especie: ciertas cantidades de trigo, vino, cebada, avena o ganados, o un porcentaje de la cosecha similar al diezmo eclesiástico (la novena). Las prestaciones personales recibían el nombre de labores, consistentes en la realización de ciertos trabajos a lo largo del ciclo de cultivo o cierto número de jornadas de trabajo, con frecuencia una por semana (semanapeon).
La existencia de pequeños propietarios libres que no pertenecieran al estamento nobiliario, siquiera como infanzones, y que pudieran poseer bienes y transmitirlos sin cargas señoriales, parece reducida a ciertos ámbitos urbanos como Nájera, donde también hay noticias de la existencia de judíos, presentes a su vez en ciertos ámbitos rurales de La Rioja a mediados del siglo XI (Albelda, Briñas).

La impronta cristiana: diócesis, monasterios y parroquias
Como en otros reinos hispánicos, el cristianismo fue un elemento esencial en la monarquía pamplonesa, no sólo porque aportó un bagaje ideológico para su configuración política, sino porque penetró el tejido social de forma capilar, desde los centros urbanos hasta los más remotos ámbitos rurales. La existencia de una sede episcopal en Pamplona desde época visigoda fue un soporte para la configuración del reino y le proporcionó su ámbito territorial, hasta que a partir del 920 surgieron las de Aragón y Calahorra-Nájera, que atendían zonas de marcada personalidad. Calahorra abarcaba La Rioja Alta y se adentraba en el suroeste de Navarra, límites que mantuvo hasta 1955. Incorporada en el siglo XI, Álava contaba ya con obispado, primero residente en Velegia y luego en Armentia, que extendía su jurisdicción a Vizcaya. Fue unido al de Calahorra en 1087, después de que ambos territorios pasaran a manos de Castilla.
De acuerdo con la tradición visigoda, la Iglesia estaba en manos del monarca, que tomaba las grandes decisiones y efectuaba los principales nombramientos. En el primer tercio del siglo XI Sancho el Mayor llevó a cabo una “restauración” de la sede episcopal de Pamplona, que debe entenderse como un reforzamiento de la autoridad del obispo y un incremento de sus recursos económicos, gracias a la entrega de parte del señorío sobre la ciudad de Pamplona (junto a otros bienes) y al reconocimiento del derecho episcopal a percibir las tercias episcopales en todas las parroquias de la diócesis. Siguiendo modelos catalanes, personificados en Oliba de Ripoll, Sancho el Mayor instauró el sistema de obispos-abades, al determinar, en torno a 1023, que los cargos de obispo de Pamplona y abad de Leire fueran desempeñados por la misma persona. Ya desde finales del siglo X hay constancia del nombramiento de monjes y abades como obispos e incluso de la acumulación de ambos cargos, pero de forma transitoria. Entonces se convirtió en norma, que pervivió durante seis décadas. Lo mismo ocurrió con la sede de Nájera-Calahorra, vinculada al abad de San Millán de la Cogolla desde el 1027-1028. Las comunidades y los recursos de estos monasterios se concibieron como soporte y eficaz colaboración en el gobierno de ambas diócesis.
La irradiación del cristianismo en ámbitos rurales y la progresiva ruralización de Europa Occidental provocaron el desarrollo de estructuras eclesiásticas capilares. En los siglos alto-medievales surgieron las parroquias rurales, sometidas a la autoridad del obispo (a quien debían transmitir parte de sus rentas, un tercio de los diezmos en la tradición hispana), pero dotadas de personalidad y recursos propios. La propiedad de las iglesias recaía en sus constructores, que recibían sus diezmos y rentas y designaban a los clérigos que la servían. Éstos podían ser tanto mezquinos, que continuaban pagando pechas al señor, como infanzones propietarios de bienes. La comunidad vecinal podía levantar la iglesia, pero era más frecuente que la construyera el señor de la villa, que de esta forma incrementaba las rentas señoriales con los ingresos parroquiales. Son las “iglesias propias”, en las que la autoridad del obispo era escasa. Queda por delimitar el momento de erección de estas iglesias. Si nos atenemos a sus advocaciones, las más numerosas corresponden a cultos gestados entre los siglos V y VII, pero esto no autoriza a retrotraer hasta esas épocas la creación de las parroquias rurales, proceso que puede retrasarse en algunos casos hasta el siglo XII. En el valle de Urraúl Bajo, por ejemplo, la construcción de cuatro iglesias prerrománicas de cabecera plana y pequeñas dimensiones se sitúa, en función de su tipología, entre los siglos X y XI. Estas iglesias prerrománicas de reducidas dimensiones fueron sustituidas en buena parte de Navarra por otras románicas en los siglos XI al XIII.
Un tercer elemento constitutivo de la vida religiosa eran los monasterios. En la Península Ibérica el monacato se basó en reglas autóctonas de época visigoda (de San Fructuoso de Braga, San Isidoro de Sevilla, etc.), completadas por las normas de los concilios, ecuménicos o hispanos. Una liturgia, una escritura y una tradición cultural propia completaban un modelo monástico con personalidad propia, que era flexible y se concretaba en cada caso mediante el pactum entre el abad y los monjes. Existían dos focos de vida monástica en el reino de Pamplona. Uno se situaba en los valles pirenaicos del noreste de Navarra y del condado de Aragón. Conocido desde mediados del siglo IX, entre sus monasterios se había producido una jerarquización ya intuible entonces. La mayoría de los navarros (Usún, Igal, Urdaspal, Roncal) tenía en el siglo XI un ámbito local o meramente comarcal. Por encima de todos destacaba Leire, que había ratificado su posición privilegiada mediante la protección regia. Algo parecido había ocurrido en el foco riojano, donde la multiplicidad de monasterios de principios del siglo X se había convertido en un claro predominio de San Millán de la Cogolla, seguido de San Martín de Albelda. Puede relacionarse con este grupo Irache, situado en Tierra Estella y también llamado a ocupar un papel importante. Las raíces visigóticas de este monacato son incuestionables, sin excluir la influencia de la regla de San Benito, conocida en La Rioja en el siglo X.
Tras el acoso de Almanzor, más fácil de admitir genéricamente que de concretar en cada cenobio, es lógico que la vida monástica necesitara un impulso. Tal parece el objetivo de Sancho III el Mayor, aunque la manipulación de sus diplomas en los dos siglos siguientes hace difícil aquilatar sus criterios de actuación. A pesar de ello, pueden definirse algunas de las directrices que impulsó, luego reforzadas por sus sucesores y vigentes hasta 1076. Incrementó el patrimonio de los monasterios más importantes mediante donaciones e inició, aunque con timidez, la incorporación de iglesias y monasterios pertenecientes al monarca. El régimen de obispos-abades propiciado por Sancho el Mayor se oponía frontalmente a la Regla de San Benito, que prescribe la libre elección del abad por los monjes, y a la reforma de Cluny, uno de cuyos elementos sustantivos era la exención del monasterio de la autoridad episcopal y la dependencia directa de Roma. Los contactos mantenidos con Cluny pudieron insuflar en el monacato navarro rigor en la observancia, pero ningún monasterio pasó a depender de Cluny. Incluso puede desecharse la introducción de la regla de San Benito en los monasterios del reino pamplonés antes de 1076, ya que abundan las interpolaciones en los diplomas donde se afirma su vigencia. Las principales reformas no afectaron a monasterios emplazados en Navarra, sino a San Juan de la Peña y Oña.
Durante el reinado de García Sánchez III (1035-1076) crecen las donaciones de bienes, iglesias y pequeños monasterios a los grandes cenobios, que concentraron en su seno la vida monástica y formaron amplios dominios. Los elegidos fueron Leire y, especialmente, San Millán de la Cogolla; en menor medida también se beneficiaron de esta política Irache, Albelda, Oña y Santoña. La institución más favorecida fue Santa María de Nájera, fundada por el monarca en 1052 y dotada de un amplio patrimonio. Fue concebida como una comunidad regular de clérigos, destinada a servir de capilla real y también a atender a los peregrinos en su hospedería. Sancho IV de Peñalén (1054-1076) mantuvo esta política de concentración monástica, pero el principal beneficiario pasó a ser Irache.
La pujanza de este modelo monástico en todo el reino quedó patente en construcciones que ponen de manifiesto el vigor de la disciplina regular, el crecimiento de las comunidades, la necesidad de nuevos espacios y el incremento de patrimonio y recursos necesarios para llevarlas a cabo. A mediados del siglo XI, se consagra la iglesia de Nájera (1056) y la cabecera de Leire (1057), se erigen hospederías en Nájera e Irache (antes de 1054) y San Millán se desdobla mediante la construcción del monasterio de Yuso, cuya iglesia se consagra en 1067.
En esta dinámica expansiva se planteó a partir de 1064 el problema del cambio de rito, impulsado por la Santa Sede, que quería suprimir el rito mozárabe y sustituirlo por el latino. Algunos de los focos más activos de resistencia al cambio fueron los monasterios riojanos y navarros, algo difícil de compaginar con la implantación de la regla benedictina y del modelo cluniacense en los mismos, pues no en vano Cluny destacó por su fidelidad al Papa.

Apogeo y hegemonía peninsular del reino de Pamplona bajo Sancho III el mayor (1004-1035)
El reinado de Sancho III el Mayor coincide con cambios transcendentales, que modificaron sustancialmente la situación de España cristiana, dando paso a una nueva etapa histórica. La disolución del Califato de Córdoba, minado por luchas entre facciones rivales (1009-1031), dio paso a un mosaico de reinos de taifas, con frecuencia enfrentados entre sí, que buscaron el apoyo militar de los reinos cristianos a cambio de tributos de oro (parias). El predominio militar paso a los reinos cristianos, sentando las bases del posterior avance reconquistador. Por otra parte, se abrió una nueva etapa de crecimiento económico, todavía incipiente, pero progresivo a lo largo de la centuria, empujado tanto por el crecimiento demográfico y la roturación de tierras de cultivo como por la reactivación del comercio entre Al-Andalus y Europa, que tuvo que discurrir inexcusablemente a través de los reinos del Pirineo. En tercer lugar, los reinos de la España cristiana se abren al resto de Europa. Las peregrinaciones a Santiago y el auge comercial, sin haber llegado todavía a su plenitud, comienzan a influir en la vida religiosa, intelectual y artística.
Aunque el reinado de Sancho III se inicia formalmente en 1004, su madre, la leonesa Jimena Fernández, y su abuela, la castellana Urraca Fernández, así como los tres obispos del reino, secundaron y ampararon sus decisiones durante cierto tiempo. En ese ambiente se gestó su matrimonio en 1011 con Munia de Castilla, primogénita del conde Sancho García (995-1017). La boda reforzó los vínculos con el linaje condal castellano, llamados a condicionar buena parte del reinado. Parece que Sancho actuó inicialmente a la sombra de su suegro, que había participado activamente en la crisis del califato cordobés y era por entonces el caudillo cristiano más prestigiado. El influjo quizás se prolongó hasta la delimitación de la frontera entre Castilla y Navarra (1016). La situación se invirtió al año siguiente, cuando murió el conde castellano y Sancho el Mayor se convirtió en tutor de su hijo menor de edad, García (1017-1029), y asumió el liderazgo de la estirpe condal castellana, hecho que condicionó buena parte de su actuación posterior.
Sancho aprovechó la crisis del califato de Córdoba para reforzar sus fronteras frente a los musulmanes del valle del Ebro. Obtuvo la devolución de fortalezas fronterizas perdidas en tiempos de Almanzor, tanto en el valle de Funes como en la Valdonsella y Cinco Villas. Además construyó fortalezas que reforzaron toda la frontera, desde el río Arga (Falces) a la cuenca del Cinca (Boltaña y Buil). De esta forma creó una plataforma desde la que los cristianos acosaron durante tres generaciones las ciudades de los piedemontes y las llanuras del valle del Ebro, para luego acometer su conquista. La iniciativa había pasado a manos cristianas y poetas musulmanes como Ibn Darray se quejan de los ataques de Sancho contra los tuchibíes de la taifa de Zaragoza, que procuraron concitar incluso el apoyo de los condes de Castilla y Barcelona contra él. Las expediciones de castigo contra tierras musulmanas se saldarán con botines, alguna de cuyas piezas más significativas, verdaderas obras de arte, se incorporarán al patrimonio de reyes o monasterios importantes, como acredita algún diploma de Leire.
El más significativo avance ante el islam tuvo lugar en Sobrarbe y Ribagorza y fue fruto tanto de la política de consolidación de fronteras como de la posición de Sancho el Mayor como cabeza efectiva de la casa condal castellana durante la minoría de su cuñado García. Las tierras de Sobrarbe estaban controladas en parte desde el condado aragonés. Una vez reforzada la frontera, Sancho lanzó una campaña militar que le permitió conquistar el resto de Sobrarbe (1017) y situarse en los confines del condado de Ribagorza. La condesa Mayor, tía de su mujer, había perdido el control de buena parte del mismo, usurpado por su propio marido, Ramón III de Pallars, y ocupado por los musulmanes. En 1018 una campaña militar pamplonesa logró expulsar a unos y otros y restablecer la unidad del condado. Sancho asumió su gobierno, aunque la renuncia de Mayor y el inicio formal de su reinado en Ribagorza, eliminando los últimos vestigios de la soberanía franca, se retrasó hasta 1025.
A la vez se había desarrollado su intervención en Castilla, para tutelar a su cuñado García, que apenas tenía siete años al asumir el titulo condal en 1017. Una campaña militar detuvo la presión leonesa en las tierras del Cea, mientras que el despliegue de su autoridad dentro del condado le atrajo a numerosos nobles y garantizó la tranquilidad. El matrimonio de Urraca, hermana de Sancho, con el rey leonés Alfonso V (1023) fue el primero de los enlaces destinados a consolidad la paz en la zona.
La inesperada muerte de Alfonso V (1027) reprodujo en León la situación de inestabilidad vivida en Castilla. Rebeliones nobiliarias minaron la autoridad del nuevo monarca, Bermudo III, un niño de 11 años que era sobrino de Sancho el Mayor, y pusieron en peligro las relaciones con Castilla. Para buscar la paz se acordó el matrimonio de la infanta Sancha de León con el conde García de Castilla, pero el plan se frustró por el asesinato de éste último (1029). La creciente inestabilidad de León hizo necesaria la ayuda de Sancho el Mayor para restablecer el orden público y someter a la nobleza. Las tierras de León fueron encomendadas a Sancho el Mayor, que colocó guarniciones en ciertas ciudades, mientras que Urraca y Bermudo gobernaban Galicia y Asturias. La paz se asentó mediante dos nuevos matrimonios. Sancha de León casó con Fernando, segundogénito de Sancho el Mayor destinado a heredar el condado castellano, mientras que Bermudo III casó con Jimena, hija del rey pamplonés. Para evitar las disputas fronterizas castellano-leonesas, Sancho erigió la diócesis de Palencia (1034), que abarcaba las tierras en litigio.

La complicada articulación de los reinos cristianos a la muerte de Sancho el mayor y el declive pamplonés (1035-1076)
Al finalizar el primer tercio del siglo XI, Sancho III el Mayor era sin duda el soberano más importante de la España cristiana, había ensanchado su reino y había obtenido otros territorios a través de los derechos de la familia de su mujer. La muerte sorpresiva del monarca planteó la cuestión del reparto de su herencia. Siguiendo los principios del derecho sucesorio pamplonés, el primogénito García heredó el reino íntegro, tal y como lo había recibido su padre, y la potestad regia en exclusiva. Los segundones recibían el título honorífico de rex o regulus, lotes de patrimonio regio y funciones públicas, que detentaban en nombre del nuevo soberano a cambio del juramento de fidelidad. Los hijos de Munia de Castilla se repartieron los territorios provenientes de su familia. García, el primogénito, recibió el territorio nuclear de la dinastía castellana, que era Álava y la Castella Vetula. Fernando recibió el título condal castellano y la parte occidental y meridional del condado. El tercero, Gonzalo, recibió Sobrarbe y Ribagorza. El mayor de todos ellos, el bastardo Ramiro, no tenía derecho a esta herencia y fue dotado con los bienes patrimoniales que el rey tenía en el condado de Aragón.
El esquema de relaciones articulado entre los hermanos no era fácil de llevar a la práctica y las circunstancias cambiantes de la política peninsular lo hicieron más difícil, de tal forma que bastaron dos décadas para destruirlo. García Sánchez III el de Nájera (1035-1054) llevó a cabo una política continuista. Favoreció a los grandes monasterios del reino, a los que realizó importantes dotaciones de bienes, especialmente a Santa María de Nájera, concebida como capilla palatina y soporte de sede episcopal. También continuó el hostigamiento del territorio musulmán y abrió una nueva etapa, al iniciar el asalto a las ciudades de la línea del Ebro desde su eslabón más septentrional, Calahorra, conquistada y perdida en el siglo X, que fue definitivamente reconquistada en 1045.
Las relaciones con Ramiro de Aragón fueron buenas, a pesar del enfrentamiento de Tafalla (1043), saldado en favor de García. Casados ambos con dos hijas del conde de Foix, mantuvieron buenas relaciones y García consintió que, al morir Gonzalo (1045), Ramiro añadiera a sus dominios Sobrarbe y Ribagorza, ensamblando todo el territorio del Pirineo Central y sentando las bases para la conversión de su autoridad en un poder soberano, que quedará formulado en la siguiente generación.
Las buenas relaciones sostenidas inicialmente con Fernando se plasmaron en la colaboración de ambos en la victoria de Tamarón (1037) frente a Bermudo III, pero la muerte de éste modificó sustancialmente la situación. Fernando se convirtió en rey de León, lo cual era incompatible con la sumisión a García. Además Fernando pasó a defender la integridad territorial de su nuevo reino, incluido todo el antiguo condado de Castilla, cuyo reparto artificial había generado probablemente disfunciones económicas, sociales y religiosas. La implantación del sistema navarro de tenencias pudo también interferir el poder de la nobleza local. Estos factores ayudan a comprender el empeoramiento de las relaciones entre los dos hermanos. El descontento en el condado castellano probablemente se incrementó cuando García suprimió el obispado de Valpuesta y junto con otras rentas castellanas las incorporó a su fundación de Nájera (1052). Desde el punto de vista eclesiástico era una reorganización que sancionaba la partición del condado. En este contexto tomó cuerpo el enfrentamiento de los dos hermanos, sancionado con la derrota y muerte de García en Atapuerca (1054). Fernando inició la recuperación de los territorios castellanos que tenía su hermano. Un acuerdo de 1062 le asignó casi enteramente Castella Vetula, completada con el distrito de Pancorbo y la cuenca baja del Tirón en 1067-1070.
La pérdida de los territorios castellanos redujo las tenencias y las rentas disfrutadas por la nobleza pamplonesa y pudo contribuir a deteriorar sus relaciones con el rey. En 1061 ya hubo un serio conflicto entre ambos. La política del monarca frente al islam también incrementó las tensiones. Según los acuerdos de 1069 y 1073, el rey recibía las parias de Zaragoza (12.000 mancusos de oro anuales), mientras que los tenentes de la frontera no podían atacar el territorio musulmán y obtener botines. Un nuevo enfrentamiento con la alta nobleza se resolvió con el acuerdo de 1072, en el que el rey se comprometió mantenerles en sus cargos a cambio de su juramento de fidelidad. El carácter autoritario e impulsivo del monarca hacía difíciles las relaciones. Además la posición de Sancho IV no era sólida entre sus vecinos. A la presión territorial de Castilla se unía la desvinculación de Aragón, donde Sancho Ramírez (1063-1094) competía con él por las parias de Zaragoza y avanzaba hacia la soberanía plena.
En este contexto se fraguó una conjura cortesana, en la que participaron varios hermanos del monarca y nobles con arraigo en tierras riojanas, alavesas y vizcaínas. Asesinaron a Sancho IV en Peñalén (4 de junio de 1076). El regicidio, impensable dos generaciones antes en la monarquía pamplonesa, inhabilitó a los parientes que habían participado en la conspiración y creó un vacío de poder, que fue aprovechado por los reyes vecinos, primos del fallecido. Invadieron el reino y se lo repartieron. Alfonso VI de Castilla ocupó la sede regia de Nájera, fue aceptado por casi toda la familia real y reconocido en La Rioja, Álava, Vizcaya y el suroeste de Navarra, hasta el río Ega. Sancho Ramírez de Aragón penetró por Ujué y se quedó con Pamplona y casi todo el territorio nuclear de la monarquía, lo cual reforzó aún más su proclamada soberanía. No obstante, el rey de Castilla, como pariente legítimo más cercano, podía reclamar toda la herencia. Desde esta perspectiva se entiende el acuerdo de 1087, en el que Sancho Ramírez vio reconocida plenamente su condición real, pero prestó vasallaje a Alfonso VI por el “condado de Navarra”, un territorio situado en el corazón de Navarra.
El balance de la crisis de la monarquía pamplonesa no podía ser más desolador. El reparto territorial entre Castilla y Pamplona, acordado en 1016, se desbordaba por segunda vez, pero en sentido opuesto a la primera. En 1035 el reino pamplonés se había hecho cargo de la cuenca Alta del Ebro (Castella Vetula y Álava), rompiendo artificialmente el espacio castellano, sólidamente ensamblado desde hacía un siglo. Una generación más tarde, en 1076, Castilla quebraba el espacio asignado a la monarquía pamplonesa desde principios del siglo X e irrumpía en el valle medio del Ebro, marcando una tendencia geopolítica que definió su actuación durante siglos.

Crecimiento económico y desarrollo de la vida urbana (siglos XI-XIII)
El desarrollo de la vida urbana en el reino de Pamplona no se debió inicialmente a la generación de excedentes demográficos, que sí permitió la expansión territorial a costa del islam. Los primeros pobladores de los burgos fueron extranjeros, francos que vinieron del otro lado del Pirineo, atraídos por el desarrollo económico que se fue gestando en los reinos de la España cristiana a lo largo del siglo XI y tomó cuerpo en el último cuarto del mismo. Fueron varias las causas que lo provocaron. De un lado, el auge comercial que vivió Europa Occidental provocó un incremento de los intercambios con Al-Andalus. Del mundo musulmán llegaban especias, sedas, tejidos finos, tintes, esclavos y monedas de oro, mientras que de Europa procedían pieles, tejidos bastos, metales y armas. Canalizado a través de los pasos del Pirineo, este tráfico proporcionó saneados ingresos en los portazgos situados en el Pirineo (Roncesvalles, Somport) o en las ciudades (Pamplona, Jaca). Una segunda fuente de recursos económicos fueron las parias, que desde mediados del siglo XI pagaban los reinos musulmanes. El tercer factor que contribuyó al crecimiento económico fueron las peregrinaciones a Santiago de Compostela.
Hay noticias de su existencia en los siglos IX y X, pero a lo largo del XI se convirtieron en un fenómeno social. El flujo de peregrinos se encauzaba a través de cuatro grandes rutas, que confluían en tierras navarras y cruzaban el reino, según un itinerario fijado al parecer por Sancho III el Mayor. Tres grandes rutas, que partían de París, Vezelay y Le Puy, se juntaban antes de llegar a Ostabat (Ultrapuertos). Esta ruta ya unificada cruzaba el Pirineo por San Juan de Pie de Puerto y Roncesvalles, desde donde se dirigía hacia Pamplona. Desde la capital navarra llegaba a Puente la Reina, donde confluía con la cuarta ruta, que provenía de Arlés y cruzaba el Pirineo por Somport. Atravesaba Jaca, Sangüesa y Monreal antes de llegar a Puente la Reina. Unidos los cuatro caminos en un solo atravesaban Estella, Los Arcos y Torres del Río, antes de entrar en La Rioja por Logroño. Nájera y Santo Domingo de la Calzada eran hitos del Camino antes de entrar en Castilla.
El auge de las peregrinaciones exigió la creación de una red de asistencia a los romeros, que se configuró en establecimientos eclesiásticos, apoyados por los monarcas y la nobleza: los monasterios de Cisa (1071) e Ibañeta (1072), las alberguerías u hospitales de Somport y Jaca (finales del siglo XII), Pamplona y Ruesta (1087), Monreal (1144), Estella (siglo XII), Irache (1054) o Nájera (1052). La principal institución de este tipo fue el hospital de Santa María de Roncesvalles, fundado en 1127 por el obispo pamplonés Sancho de Larrosa, que lo confió a un cabildo de canónigos bajo la Regla de San Agustín. Su importante labor de asistencia a los peregrinos que atravesaban el Pirineo le proporcionó fama y donaciones en toda la Península Ibérica y varios países europeos.
El Camino de Santiago, recorrido constantemente por peregrinos, se convirtió en una ruta próspera, atractiva para comerciantes y artesanos. Como dentro de la sociedad navarra estos grupos eran irrelevantes, su lugar fue ocupado desde finales del siglo XI por gentes venidas de Francia, que dieron lugar a los burgos de francos. Los nuevos pobladores, además de ser gentes de otras tierras, con lenguas, costumbres y tradiciones jurídicas diferentes, ejercían actividades inusuales como el comercio y la artesanía, que exigían un marco legal propio, al margen del régimen señorial. Necesitaban moverse con libertad y, no en vano, el término franco adquirió el doble significado de extranjero y libre. Para fijar los principales derechos de los pobladores francos y permitir el desenvolvimiento de los burgos, los reyes otorgaron fueros a cada población. Existen varios modelos, que se fueron repitiendo y configuraron familias. El primero y más importante texto fue el fuero de Jaca (1077), que en Navarra se difundió a través de dos versiones, los fueros de Estella (1090) y Pamplona (1129). El primero se expandió por las villas del Camino de Santiago y el centro de Navarra; tras una adaptación, también se aplicó en la costa guipuzcoana. El segundo se empleó sobre todo en las villas de la mitad septentrional del reino.
Los rasgos que esencialmente definían a un franco eran su libertad personal y la ingenuidad de sus bienes, sin depender de un señor ni entregarle censos y labores. Para facilitar sus actividades, los fueros garantizaban la paz urbana y la inviolabilidad del domicilio, castigaban el falseamiento de pesas y medidas y reducían sus obligaciones militares. Eran juzgados únicamente por sus jueces y tenían privilegios procesales, como eludir la cárcel si daban fianza de que comparecerían en juicio. Formaban además municipios que gobernaban ellos mismos, sin injerencia de los poderes señoriales. Estos privilegios y los nuevos modos de vida diferenciaron a los francos de su entorno y favorecieron la tendencia al hermetismo de los burgos, pero la atracción que suscitaban hizo que se asentaran en ellos tanto población campesina en busca de un estatuto de libertad, como nobles y clérigos.
El primer impulso urbanizador, que aporta los núcleos urbanos más importantes de Navarra, tuvo lugar durante la unión con Aragón (1076-1134). La instalación de pobladores francos comienza siendo un movimiento espontáneo. Los monarcas intervienen más tarde, para sancionar y legalizar una situación preexistente mediante la concesión de fueros. Esto ocurrió en Jaca, que Sancho Ramírez convirtió en ciudad mediante un fuero que resultó prototípico (1077) y la hizo además sede episcopal de Aragón. Por entonces también se estaba formando un burgo de francos bajo el castillo de Lizarrara (1076), que pasó a llamarse Estella en 1094, coincidiendo probablemente con la concesión del fuero de Jaca. La presencia de francos se extiende luego a otros puntos de la ruta jacobea. El obispo Pedro de Rodez, francés, además de incrementar los campesinos sometidos a su señorío en la vieja ciudad episcopal de Pamplona, procuró atraer gentes francas, que fueron instaladas en una población nueva y separada de la anterior, el Burgo Nuevo. Existía antes de 1100 y su iglesia de San Saturnino se menciona en 1107. La condición de Pamplona como señorío episcopal quizás explica la tardanza en la concesión del fuero de Jaca al Burgo de San Saturnino, que Alfonso I retrasó hasta 1129. El desfase fue menor, pero también significativo, en Puente la Reina. En 1090 ya aparecen francos asentados como molineros en el entorno del puente que cruzaba el Arga, construido a mediados del siglo XI. Hasta 1122 Alfonso I no les concedió el fuero de Estella. En Sangüesa mediaron varias décadas entre dos burgos diferentes. En 1094 Sancho Ramírez otorgó un fuero para que los francos se establecieran en Sangüesa la Vieja (actual Rocaforte), pero hasta 1122 no concedió ese mismo fuero, identificable con el de Pamplona, a un nuevo burgo junto al puente del río Aragón, en el actual emplazamiento de Sangüesa. El resultado del esfuerzo urbanizador de esta etapa era la fundación de cuatro burgos a lo largo del Camino de Santiago (Estella, Pamplona, Sangüesa y Puente la Reina), llamados a ser nudos básicos de la red urbana de Navarra. A ellos hay que sumar la ciudad de Tudela, reconquistada en 1119, cuyo fuero concedía a sus habitantes un estatuto equiparable a la franquicia.

El Camino de Santiago en Navarra 

Aunque fueran puntos neurálgicos, estos cuatro burgos no eran los únicos que se podían fundar en el Camino o en otros ejes del territorio. Tampoco se había detenido el crecimiento económico. Era lógico, por tanto, que el esfuerzo urbanizador se prolongara durante un siglo (1124-1234), mientras aquél se mantuvo. En esta segunda etapa el crecimiento urbano responde a tres escenarios diferentes: siguen creciendo los burgos surgidos en la etapa anterior, nacen otros en el Camino de Santiago o fuera de él, y además se crean núcleos urbanos para mejorar la defensa del reino. Estos nuevos burgos admitían por igual a francos y navarros, pero la mayoría de sus pobladores eran autóctonos y pagaban un censo por cada solar que ocupaban.
Los burgos que ya existían añaden otros o conocen ampliaciones. En Pamplona se creó la Población de San Nicolás (1174-1177) y se concedió el fuero de Jaca a la vieja ciudad episcopal de la Navarrería (1189). En Estella recibieron el fuero las nuevas poblaciones del Parral (1187) y el Arenal (1188). Sangüesa se amplió pronto hacia la parroquia del Santiago (1142), y luego al otro lado del río, en el Pueyo de Castellón (1186). Surgen nuevos burgos dentro del Camino, situados entre los anteriores, acotando las etapas del Camino en tramos de 20-25 kilómetros. García Ramírez fundó Monreal (1149), entre Sangüesa y Pamplona, y le concedió el fuero de Estella. Larrasoaña, situada a medio camino de Roncesvalles y Pamplona, recibió el fuero de ésta última (1174) y se concibió exclusivamente para francos, criterio que se modificó para dar cabida a los navarros en poblaciones como Los Arcos (1176), entre Estella y Logroño, o Villava (1174). Fuera de la ruta jacobea se desarrolló sobre todo el eje vertical que une Pamplona y Tudela, reforzado con la concesión del fuero de Estella a Olite (1147) y del fuero de Pamplona a Villafranca (1191).
Finalmente se crearon burgos para proteger la frontera de Castilla. Se dotó de un fuero propio a Peralta (1144), pero sobre todo se utilizó el fuero de Logroño para crear un núcleo urbano en Laguardia (1164). Este texto se aplicó luego a San Vicente de la Sonsierra (1172), Labraza (1196) y Viana (1219), todas ellas en la comarca de la Sonsierra, actual Rioja Alavesa, que hasta el siglo XV permaneció dentro del reino navarro. El texto se aplicó también a posiciones de la nueva frontera con Castilla surgida después de 1200, en concreto a Inzura (1201) y Burunda (1208), pero sus resultados fueron escasos.
Otros ámbitos donde la monarquía navarra desarrolló un proceso de urbanización fueron Álava y Guipúzcoa, una vez que ambos territorios le fueron asignados en la paz de 1179. Salvo San Sebastián, que recibió una versión del fuero de Estella adaptada a la vida marítima (1180), en el resto del territorio se empleó el fuero de Logroño, concedido a Vitoria (1181) y extendido luego a Antoñana y Bernedo (1182) y La Puebla de Arganzón (1191). Fue un esfuerzo tardío, que no logró retener estos territorios en la corona navarra (1200), sino que pudo contribuir incluso a su deslizamiento hacia Castilla.
La existencia de estos núcleos urbanos trajo consigo una nueva jerarquización y ordenación del espacio navarro y de sus comunicaciones, cuya influencia se ha prolongado durante nueve siglos hasta la actualidad. Reorganizaron también la comercialización de excedentes rurales mediante los mercados semanales y las ferias anuales, dibujando comarcas o esferas de influencia en torno a cada uno de estos burgos. Además, su población constituyó un nuevo grupo social, identificado por las mismas actividades económicas, definido por un estatuto legal similar y reforzado por sus relaciones familiares. El proceso no fue homogéneo y no estuvo exento de tensiones internas, como la exclusión de los navarros del Burgo de San Cernin de Pamplona (1180) o la guerra de este burgo con la Población de San Nicolás (1222). Esta burguesía, dotada de poder económico y prestigio social, captó pronto el favor de los soberanos, a quienes apoyaron en coyunturas difíciles (1134) o sirvieron como asesores en cuestiones económicas e incluso políticas. La definida personalidad y el peso económico de la burguesía aconsejaron contar con ella en momentos decisivos, como el prohijamiento de 1231, ratificado por seis buenas villas que ostentaban la representación de la burguesía. Fue el preludio de su configuración como tercer brazo de las Cortes a lo largo del siglo XIII.

Reforma gregoriana y eclosión de las instituciones eclesiásticas
La Iglesia navarro-aragonesa que, como la de otros reinos hispanos, se nutría de la rica tradición visigótico-mozárabe, vivió transformaciones esenciales en el último tercio del siglo XI. El influjo de Roma y la apertura hacia Europa abrieron una nueva etapa, definida por el relegamiento de las tradiciones hispanas y su sustitución por el catolicismo romano y europeo. La renovación de planteamientos trajo consigo un proceso de crecimiento, diversificación y fortalecimiento de la Iglesia, que a mediados del siglo XIII había consolidado sus más importantes instituciones y ocupaba una sólida posición en el entramado social. Esta situación dio lugar a un esfuerzo constructivo sin precedentes, plasmado dentro de los moldes estéticos del arte románico y de su prolongación cisterciense.
La reforma eclesiástica promovida por los Papas desde mediados del siglo XI pretendía asegurar la independencia del Papado respecto del poder imperial y extender su autoridad a toda la Iglesia, reformar la disciplina del clero regular y promover una reforma monástica mediante la aplicación de esquemas cluniacenses. En España el primer objetivo del Papado fue la abolición de la liturgia visigótico-mozárabe y su sustitución por el rito romano vigente en toda Europa Occidental. Para lograrlo Alejando II envió en dos ocasiones como legado al cardenal Hugo Cándido, pero fracasó y Roma reconoció como correctos los libros litúrgicos mozárabes enviados a examen. Sólo consiguió que Sancho Ramírez de Aragón se hiciera feudatario de la Santa Sede (1068) como vía para legitimar la soberanía plena a la que aspiraba. Se convirtió en paladín de la obediencia a Roma y aceptó la implantación del rito romano en Aragón (1071). Cuando se hizo cargo del reino de Pamplona, no dudó en implantarlo en su nuevo reino (1076). Fue el inicio de un proceso lento, que exigía copiar miles de códices litúrgicos y que se prolongó casi tres décadas, como lo atestiguan algunos conflictos en parroquias roncalesas (1098, 1102). Era un cambio profundo, que trajo consigo un nuevo calendario litúrgico y un nuevo santoral, que repercutió en advocaciones y devociones. También incidió en la cultura escrita, pues sirvió para arrinconar la letra visigoda y sustituirla por la carolina.
Para asegurar el triunfo de la reforma, se promovió una renovación de la jerarquía eclesiástica de Pamplona y Aragón, cuyos cargos más importantes pasaron a manos de franceses. El proceso fue dirigido desde 1083 por Frotardo, abad de Thomières y legado pontificio. En Navarra supuso el final del sistema de obispos-abades, escenificado en la separación de los cargos de obispo de Pamplona y abad de Leire, encomendados ese mismo año respectivamente a dos monjes franceses, Pedro de Rodez y Raimundo. En torno a 1099 inició su gobierno un nuevo abad de Irache, Arnaldo, cuyo nombre indica un origen francés. Alfonso I modificó algo los criterios de designación de obispos y trató de reducir la influencia papal en los nombramientos y asegurar la fidelidad a su persona, dando paso a hispanos en sus últimos años. A esta perspectiva corresponden los sucesores de Pedro de Rodez en la sede de Pamplona: el gascón Guillermo (1115) y el aragonés Sancho de Larrosa (1122).
Al prescindir del soporte monástico, fue preciso crear una infraestructura sólida, que apoyara al obispo en el gobierno de la diócesis. Pedro de Rodez reformó el cabildo y lo convirtió en regular, bajo la Regla de San Agustín. Sus miembros tenían voto de pobreza y vivían en comunidad, bajo un prior. Entre los canónigos se escogía a los arcedianos, que colaboraban en el gobierno de los diversos distritos de la diócesis. El obispo dotó al cabildo de un amplio patrimonio e inició en 1100 la construcción de la nueva catedral de Pamplona, consagrada en 1127. Diez años más tarde se terminó el claustro, rodeado por la canónica. Se completó de esta forma la infraestructura del alto clero diocesano, llamada a jugar un papel muy importante en la vida de la diócesis y del reino hasta el siglo XIX.
La reconquista de las llanuras centrales del valle del Ebro exigió la restauración de las estructuras eclesiásticas de estos territorios, que implicaba tanto la construcción o adecuación de templos como la consecución de clérigos suficientes para atender las nuevas parroquias. El distrito de Tudela fue incorporado a la diócesis de Tarazona, pero en Tudela se creó una iglesia colegial con su propio cabildo, dirigida por priores, denominados deanes a partir de 1239.
Otro rasgo de la etapa 1076-1134 fue la implantación de importantes monasterios franceses, que recibieron abundantes iglesias y otros bienes, con el fin de apoyar a los obispos reformadores y contribuir a la restauración eclesiástica de los territorios reconquistados. En la década de 1070 Cluny obtuvo donaciones relevantes en los diversos reinos hispánicos y puede hablarse de verdadera presencia cluniacense. Una de las más importantes fue Santa María de Nájera (1078), desprovista ya de su sentido como capilla regia. En el ámbito navarro-aragonés fueron otros monasterios o colegiatas del sur de Francia, como San Saturnino de Toulouse, Conques, Selva Mayor, San Ponce de Thomières o San Martín de Seez, los más beneficiados.
El reforzamiento de las estructuras catedralicias y la implantación de parroquias en los territorios reconquistados, unidos al esplendor de los monasterios benedictinos, provocaron una demanda sostenida de edificios religiosos, a la que seguía la de objetos de culto y suntuarios. El crecimiento demográfico y económico hizo insuficientes los pequeños templos prerrománicos de pueblos y aldeas y exigió la construcción de nuevas iglesias. Las muy diversas instituciones eclesiásticas se convirtieron en impulsores del arte románico.
A partir de 1134 se percibe un fortalecimiento de las estructuras diocesanas. Las donaciones incrementaron el patrimonio de la catedral de Pamplona, reforzado por privilegios papales de protección (cuatro entre 1137 y 1146), mientras que las cuartas episcopales engrosaron las rentas del obispo, cuya autoridad era indiscutible. Sometió a su autoridad a las grandes abadías benedictinas. Irache aceptó su autoridad, pero Leire quiso conseguir la exención y depender directamente de la Santa Sede. Tras un larguísimo pleito, dos sentencias papales (1188, 1191) sometieron el monasterio a la autoridad episcopal.
El engrandecimiento del obispo y su condición de señor de Pamplona suscitaron conflictos con los monarcas, que pretendieron controlar las elecciones episcopales, trataron de dirigir la actuación de los obispos y se apoderaron de ciertos bienes. A etapas de plena colaboración entre el rey y el obispo seguían otras de enfrentamiento. Los problemas no fueron únicamente externos. El fortalecimiento y enriquecimiento del cabildo catedralicio estuvo acompañado de enfrentamientos con el obispo por el reparto de las rentas catedralicias (1177).
En la vida monástica la uniformidad benedictina que inicialmente se extiende con la Reforma Gregoriana fue sustituida durante el siglo XII por una diversidad de órdenes surgidas al calor de la misma, que llegan a Navarra a lo largo de dicha centuria. La voluntad de volver a la estricta observancia de la Regla Benedictina, desdibujada en el mundo cluniacense tanto por la acumulación de poder y riqueza como por la excesiva dedicación a la liturgia, provocó el nacimiento de la orden del Císter (1098), que tardó cuatro décadas en llegar a España. La iniciativa fue de Alfonso VII de Castilla, que fundó el monasterio de Fitero (1140), luego incorporado al reino navarro. Cerca de la frontera con Aragón nació el monasterio de La Oliva (1149-1150).
En 1176 el obispo de Pamplona fundó Iranzu, como un modelo antitético a la rebeldía del monasterio benedictino de Leire. Casualmente éste también acabó incorporándose a la orden cisterciense, después de que fuera derrotado por el obispo de Pamplona, tuviera que someterse a su autoridad y sufriera una considerable crisis económica y disciplinar (1237). En el plazo de un siglo el Císter había renovado y ampliado el monacato masculino de Navarra. La rama femenina de la orden también se introdujo en España a través de Navarra y, en este caso, no de forma imprevista, sino por expresa voluntad de Sancho VI y su mujer Sancha, fundadores respectivamente de los monasterios de Tulebras (1149-1157) y Marcilla (1160). El ciclo fundacional de los monasterios cistercienses se prolongó hasta mediados del siglo XIII y estuvo presidido por la construcción de sus respectivos complejos monásticos.
El monasterio de Urdax, junto a la frontera francesa, nació inicialmente como una comunidad de canónigos de San Agustín (1195), pero luego se incorporó a la orden Premonstratense (1210), centro de la “circaría” o provincia de Gascuña. Fue el único establecimiento de la orden en Navarra.
n el ambiente de Palestina, durante las primeras décadas del siglo XII se mezclaron ideales monásticos y asistenciales con modos de vida militares y caballerescos. El resultado fue el nacimiento de las órdenes militares, que contribuyeron a sostener la presencia cristiana en la zona. En su afán de buscar recursos para estos objetivos, recibieron bienes por toda Europa.
Antes de 1134 templarios y hospitalario tenían algunos bienes en Navarra, pero a partir de esa fecha fueron reuniendo un importante patrimonio, en parte entregado por los reyes como compensación por la pérdida de la corona, que Alfonso I les había atribuido en su testamento. Los templarios tuvieron el favor real, pero los hospitalarios consiguieron muchas donaciones privadas y consiguieron un amplio patrimonio, que hizo de su Gran Prior uno de los representantes más importantes del alto clero navarro. A pesar de ello no promovieron construcciones dotadas de monumentalidad.
La implantación de los franciscanos en Navarra es anterior a 1234, mientras que los dominicos lo hicieron por entonces en Pamplona. Su desarrollo no fue significativo hasta pasadas algunas décadas y sus conventos, además de urbanos, respondieron a criterios estéticos góticos.

Avatares de la nobleza
A partir de 1076 no se registraron cambios significativos en los rasgos definitorios del estamento nobiliario, tanto desde el punto de vista jurídico como funcional. La condición nobiliaria seguía definida por la libertad personal, por la ingenuidad o plena disponibilidad sobre los bienes muebles e inmuebles que poseían (que eran libres del pago de cargas) y por el ejercicio de una función militar. Dentro del estamento nobiliario seguía existiendo una minoría selecta de barones y una gran masa de infanzones, que formaban su sustrato inferior. La dedicación a la función militar permitió la existencia entre ambos de un grupo de caballeros (milites), de contornos imprecisos.
Los barones colaboran con el monarca en la Curia regia y gobiernan los distritos territoriales, que reciben previo compromiso de fidelidad. Tardíamente se trató de limitar esta minoría e identificarla con doce linajes (1231), que pretendieron patrimonializar durante el siglo XIII la condición de ricoshombres y transmitirla de padres a hijos. Durante la unión de Pamplona y Aragón (1076-1134) los barones se beneficiaron de la coyuntura expansiva y participaron activamente en el esfuerzo reconquistador. A cambio de ello recibieron bienes en propiedad (incluidas villas enteras), autorizaciones para construir fortalezas o concesiones de honores. Aunque los mayores avances se produjeron en territorio aragonés, el reparto de bienes y honores benefició por igual a magnates pamploneses y aragoneses, así como a nobles franceses involucrados en el esfuerzo, tal y como se acredita en el distrito de Tudela. Mientras se mantuvo esta coyuntura expansiva, los problemas se ciñeron a la posibilidad de remover tenentes de sus honores. Cuando se hizo cargo del reino de Pamplona, Sancho Ramírez realizó bastantes cambios y acentuó el sistema de tenencias dobles o triples en diferentes territorios del reino, pero luego durante su reinado y el de Pedro I se acentuó la tendencia a la hereditariedad de las honores. Alfonso I usó las facultades de libre remoción, aunque en su testamento dispuso que los tenentes conservaran de por vida las que tuvieran en el momento de su fallecimiento.
La restauración del reino de Pamplona fue iniciativa de los ricoshombres y parte del alto clero y la burguesía pamploneses. La proclamación de García Ramírez como rey modificó las relaciones entre los ricoshombres y el monarca, que parecía a los ojos de éstos como un primus inter pares. Tuvo que premiar a sus partidarios: Vela Ladrón recibió la dignidad condal, escasamente dispensada en el ámbito navarro-aragonés, y la tenencia sobre Álava, Guipúzcoa y Vizcaya; ciertos linajes acapararon tenencias (los Oteiza o los Azagra), y finalmente tanto García Ramírez como Sancho VI entregaron numerosas villas del distrito de Tudela a estos magnates.
Una vez alejada la frontera musulmana y repartidos numerosos señoríos, las expectativas de medro se redujeron para los ricoshombres, que, por otra parte, comprobaron las amplias posibilidades que en ese sentido seguían brindando Castilla y Aragón. Esto explica que en dos coyunturas de acoso a Navarra, en las décadas de 1150 y 1170, algunos barones abandonaran al rey navarro y se pusieran al servicio de sus vecinos. Sancho VI tuvo que buscar sustitutos entre ramas secundarias del propio linaje o promocionar nuevos linajes de caballeros, previamente distinguidos por su valor o eficacia militares. La posición de los ricoshombres también se vio erosionada por el incremento de sus gastos por encima de sus ingresos, que en la segunda mitad del siglo XII provocó el recurso al crédito, el endeudamiento y, en bastantes casos, la pérdida de porciones significativas de su patrimonio.
La concesión de préstamos hipotecarios por parte de Sancho VII el Fuerte a los barones le permitió recuperar señoríos del distrito de Tudela y de otras zonas del reino cuando se produjeron impagados. Además sangró el patrimonio de la alta nobleza mediante donaciones y prohijamientos que pudieron ser forzados e indican un comportamiento autoritario del monarca. En sus últimos años llegó a dispensar un trato duro a los ricoshombres, de quienes desconfiaba. Después de un siglo de andadura, la monarquía navarra se había liberado de las limitaciones derivadas de la restauración de 1134 y controlaba plenamente a los ricoshombres.
En el siglo XII se encuentran los primeros indicios de desestabilización de la baja nobleza, provocada por la proliferación de infanzones y la escasez de recursos económicos para garantizar su sostenimiento. La existencia de infanzones de abarca, que tenían que completar sus ingresos mediante el cultivo de heredades regias normalmente destinadas a campesinos, es un signo de la erosión y fraccionamiento de sus patrimonios, que no podían sustentar adecuadamente a un grupo cada vez más numeroso. Cuando al final del siglo XII la nobleza carece de empresas bélicas y ámbitos de expansión, se intensifican las rivalidades domésticas y las agresiones incontroladas, que Sancho VI trató de encauzar mediante la regulación de los duelos nobiliarios (1192). La exención de pechas y los demás privilegios de los infanzones explican los intentos de los mezquinos para acceder fraudulentamente a la condición infanzona, aprovechando cambios de residencia. Para evitarlos, se endurecen los procedimientos para demostrar la infanzonía (juramento de dos nobles, como mínimo) o se realizan investigaciones en villas receptoras de inmigrantes, como Peralta a principios del siglo XIII.
Ante las dificultades, los infanzones buscaron varias salidas. La más tradicional era servir como hombre de armas del monarca o de un barón, que permitía alcanzar el grado de caballero e, incluso, en contados casos, encumbrarse hasta la cúspide nobiliaria. Una segunda vía de escape era la emigración, buscando un lugar en las tareas militares y repobladoras de los reinos vecinos. En Castilla por ejemplo, se ha rastreado su presencia desde tierras riojanas hasta Andalucía. La tercera vía, desconocida hasta principios del siglo XIII, fue la formación de ligas o juntas de naturaleza estamental, inicialmente concebidas como un instrumento de defensa frente a los abusos de la alta nobleza, pero que fueron adquiriendo un carácter corporativo y reivindicativo. Su inicio se sitúa en la comarca de Pamplona en torno a 1220 con el nombre de cofradía de Miluce. Pronto se extendió a todo el reino, articulada en comarcas, y sus reuniones se celebraban en Obanos. Sancho VII el Fuerte admitió el movimiento de la Junta de Infanzones de Obanos y trató de conducirlo mediante la designación del cabo que la presidía. Era la etapa inicial de la Junta, destinada a desempeñar un importante papel en la segunda mitad del siglo XIII y primer tercio del XIV.

Transformación del campesinado
Los campesinos serviles siguen siendo designados con nombres diferentes, aunque la realidad material y las condiciones de vida eran muy similares. El término mezquino, que era el más usual en el siglo XI, todavía se usaba en el primer cuarto del XII, pero fue cediendo terreno ante collazo (de origen castellano) y peitarius, pechero. También se utilizaron los términos villano, labrador (laborator), o solariego.
A finales del siglo XI la expansión territorial derivada de la Reconquista y el nacimiento de núcleos urbanos abrieron nuevas perspectivas a los campesinos, que pudieron abandonar los congestionados espacios pirenaicos, para buscar nuevos lugares donde asentarse, mayores o mejores espacios de cultivo u otras formas de vida. La sangría de personas y la existencia de situaciones más ventajosas debilitaron la posición de los señores y les obligaron a reducir, si quiera parcialmente, las prestaciones exigidas a los campesinos. Hay signos de reducciones en el último cuarto del siglo XI y a lo largo del siglo XII está muy extendida la pecha conocida como “galleta y delgada”, llamada opilarinzada en vascuence, que era sensiblemente inferior a las vigentes en el siglo X y primera mitad del XI. Consistía en la entrega de una galleta de vino (47 litros) y una delgada o pan (que cabe identificar con el cahíz de trigo, 88 kg). Con todo, la cuantía de las pechas variaba mucho, según los bienes disfrutados por cada campesino, y estaba acompañada de otras exacciones de diversa índole.
Las pechas, además de reducirse, se transformaron. A finales del siglo XII se inició en el señorío realengo (el conjunto de villas pertenecientes al rey) un proceso de unificación de pechas mediante concesiones de fueros, que se prolongó hasta la segunda mitad del XIII. Al iniciarlo, Sancho VI el Sabio pretendía simplificar las cargas que le pagaban los campesinos de realengo, sustituyéndolas por una pecha anual asignada a cada casa o al conjunto de la comunidad campesina. El primer procedimiento se utilizó sobre todo en los valles del noroeste de Navarra. El segundo, implantado sobre todo en los valles de Mañeru y del Arga, suponía la asignación de una cantidad global, que se cobraba conjuntamente a toda la comunidad local, que la distribuía entre sus miembros y en proporción a sus bienes. En dos localidades, Larraga y Artajona, alcanzó los 7.000 sueldos. Las labores apenas se mencionan, pero el rey se reserva expresamente los ingresos derivados de la administración de justicia, las multas (calonia, homicidia). El nuevo sistema incrementaba los ingresos en metálico de la corona y simplificaba los gastos de recaudación, aunque conllevaba el riesgo de la fosilización de los ingresos en el futuro.
Sancho VII el Fuerte continuó esta política de su padre e incrementó el número de concesiones (que pasaron de veinte a treinta). Hasta 1201 su política fue continuista y otorgó fueros similares a los de su padre, basados en pechas individuales. Luego predominó la asignación de pechas globales a toda la comunidad campesina de un lugar o un valle, que englobaban normalmente todas las prestaciones debidas. Unas veces eran cantidades metálico; y otras, en especie y en metálico. A diferencia de su padre, Sancho VII reguló con precisión las labores que debían prestarle los campesinos. La unificación prosiguió después de 1234, aunque el número de concesiones se redujo.
Los fueros de unificación de pechas permiten descubrir que el mundo campesino no respondía a patrones uniformes, sino que se daba una gran diversidad económica en su seno. Algunos campesinos tenían varias heredades, pero lo más frecuente era que disfrutaran solamente de una. Las diferencias entre ellos eran notables, según poseyeran una yunta de bueyes o fueran meros braceros (assaderos) que, todo lo más, disponían de un solo animal. Estos pagaban la mitad de la pecha, de la misma forma que las viudas que carecieran de un hombre capaz de cultivar la heredad pagaban una cuarta parte de la misma.
La unificación de pechas no fue un mero reajuste cuantitativo de las prestaciones que entregaban los campesinos, sino que contribuyó a iniciar una modificación sustantiva del régimen señorial. Se redujeron los vínculos de dependencia personal, que ligaban al campesino con su señor, lo cual erosionó de forma irremediable la servidumbre en etapas posteriores. Las labores desaparecieron o se redujeron considerablemente, de tal forma que los vínculos de dependencia pasaron a ser casi exclusivamente materiales. El campesino acabó entregando un canon anual, que lo asimilaba a un arrendatario. Las pechas tasadas facilitaban la transmisión de bienes entre los campesinos y reducían la capacidad de presión del señor sobre la villa, limitada con frecuencia a la recepción de la pecha. Estos cambios y el repudio implícito de la servidumbre de carácter personal se trasladó al lenguaje: a partir del siglo XIII se denominaba al campesino con el término labrador, que hacía referencia sobre todo a su función y olvidaba las connotaciones serviles de los términos anteriores.
Las unificaciones de pechas no se aplicaron a todo el campesinado navarro, sino que se realizaron solamente en las villas y valles pertenecientes a la corona. Tardaron en aplicarse, a veces más de un siglo, a los señoríos nobiliarios y eclesiásticos, y no de forma sistemática. Subsistieron por tanto grandes diferencias entre localidades, lo cual dificulta definir el régimen señorial navarro con moldes uniformes.

Minorías religiosas
La repoblación urbana y el avance de la Reconquista implicaron la integración dentro de la sociedad navarra de dos importantes minorías religiosas. La presencia judía se incrementó desde principios del siglo XII. El desarrollo urbano propició la aparición de comunidades judías, instaladas como apéndices de los burgos de francos con el beneplácito de Alfonso I. La primera judería navarra en la ruta jacobea fue la de Estella. Sancho VI utilizó su estatuto legal como modelo para autorizar la que promovió en Pamplona el obispo como señor de la ciudad (1154). Se instalaron otras en Sangüesa, Monreal, Puente la Reina, Los Arcos y Viana, pero sin que puedan datarse sus orígenes.
Otra área de arraigo judío, previa incluso a la Reconquista cristiana, fue la Ribera. La aljama de Tudela florecía en el siglo XI, bajo dominio musulmán, con personalidades como Judah ha-Levi (1075-1141), médico y poeta. Tras la conquista Alfonso I retuvo a los judíos mediante la promesa de mantenerles bienes y tributos y la concesión del fuero disfrutado por los judíos de Nájera, texto que fue confirmado por los tres soberanos siguientes. A partir de 1170 Sancho el Sabio los alojó dentro del castillo. Al año siguiente otorgó el mismo fuero a la aljama de Funes, que reunía juderías dispersas por los valles del Ega y el Arga. El judío más famoso de la comunidad tudelana durante el siglo XII fue el viajero y escritor Benjamín de Tudela (1130- 1173), que recorrió todo el Mediterráneo y Oriente Próximo, hasta Bagdad, y plasmó sus experiencias en su Libro de viajes. La aljama de Tudela incluía a la comunidad de la ciudad y a judíos dispersos por los pueblos del entorno, que en el siglo XII se dedicaban al préstamo y acumulaban un importante patrimonio inmobiliario.
La presencia de mudéjares o moros, como se les denomina en las fuentes navarras medievales, se limitaba a la Ribera Tudelana. Tras conquistar la ciudad, Alfonso I consiguió retener a la población mora mediante unas benignas capitulaciones (1119), que les permitieron conservar el régimen fiscal preexistente, la organización institucional, una jurisdicción autónoma y la plena propiedad sobre los bienes. Tuvieron un plazo de un año para abandonar la mezquita mayor y las casas que tenían dentro del recinto urbano. Se instalaron en un arrabal, denominado morería, donde vivieron casi 200 familias, dedicadas preferentemente a actividades artesanales. El jefe de la comunidad era el alcadí, designado por el rey con carácter vitalicio. Los moros dispersos por los pueblos del distrito tudelano eran en su mayoría agricultores, unos propietarios y otros meros exáricos, que cultivaban tierras ajenas a medias. Abundaban especialmente en Cortes, Ablitas y Corella.

Pilares políticos del reino Navarro-Aragonés: apertura a Europa y reconquista del valle del Ebro (1076-1134)
Aun cuando se pone énfasis en la apertura hacia Europa alentada por Sancho el Mayor en el primer tercio del siglo XI, es más lógico concebirla como el inicio de un proceso que alcanzó su madurez en el último tercio de la centuria. Antes de hacerse cargo del reino de Pamplona, los soberanos aragoneses habían forjado un programa político en torno a dos pilares esenciales: la apertura al Occidente europeo y la reanudación de la reconquista en el valle del Ebro.
La apertura al mundo ultrapirenaico ya se ha abordado en el terreno religioso y económico. Tuvo también gran importancia en el plano político-militar. Tras un primer matrimonio con una hija del conde de Urgel, Sancho Ramírez enlazó con una champañesa, Felicia de Roucy, emparentada con los condes de Perche. Su primogénito, Pedro I, se casó sucesivamente con Inés de Poitiers y Berta, presumiblemente piamontesa. Estos matrimonios permitieron contactos y alianzas con grupos nobiliarios de Francia, tanto de territorios del Pirineo (Bigorra, Bearne, Foix) como de otros septentrionales (Poitou, Champaña), que se interesaron en la reconquista del valle del Ebro. Fue una aportación significativa, pero discontinua y desigual.
Abandonando la política de parias, Sancho Ramírez optó por el acoso militar a la taifa del valle del Ebro, gobernada por la dinastía de los Banu Hud y dividida desde 1081 en los reinos de Zaragoza y Lérida. La unión de todo el arco pirenaico bajo un solo reino navarro-aragonés incrementó su potencial ofensivo. Además los monarcas supieron interesar a la nobleza local en las tareas reconquistadoras, haciéndolas rentables mediante concesiones. La calificación como cruzada de ciertas operaciones reforzó su legitimidad y logró atraer más guerreros.
La ruptura del frente, que apenas se había movido en décadas, y la ocupación de los somontanos fue una tarea que precisó casi dos décadas (1083-1105). Las posiciones más avanzadas de los cristianos eran las fortalezas situadas en las vertientes meridionales de las sierras exteriores de los Pirineos. Las llanuras musulmanas de los somontanos estaban defendidas por una línea exterior de fortalezas y se organizaban mediante núcleos urbanos de envergadura (Ejea, Huesca, Barbastro, Fraga y Lérida). Tudela, en la línea del Ebro, completaba el dispositivo de defensa de la capital de la taifa, Zaragoza.

El primer ataque se llevó a cabo en los extremos del frente. En Ribagorza cayeron Graus (1083) y Monzón (1089), mientras que en tierras navarras se conquistó Arguedas (1084), destinada a hostigar la Ribera tudelana. Un primer intento de conquistar Tudela fracasó (1087) e impuso prudencia. Frente a las ciudades musulmanas se construyeron fortalezas destinadas a hostigarlas, como Montearagón frente a Huesca (1088) o El Castellar, cerca de Zaragoza (1091). El balance del reinado de Sancho Ramírez era muy positivo, pues sus tropas habían logrado romper una frontera inmovilizada durante décadas y habían obtenido posiciones estratégicas para acosar a las ciudades musulmanas de los somontanos.
Su hijo Pedro I (1094-1104) recogió los frutos de esta política, pues se apoderó de las ciudades de los somontanos y dejó el camino libre para conquistar Zaragoza. Primero obtuvo Huesca (1096), que se convirtió en la sede episcopal de Aragón. Luego Barbastro se rindió al asedio cristiano (1100) y en ella se asentó la sede episcopal de Ribagorza, hasta entonces situada en Roda. Además, Pedro I reforzó la presión sobre Zaragoza mediante la construcción de la fortaleza de Juslibol (1101), a escasos kilómetros de la capital.
En el ámbito de la frontera correspondiente a Pamplona, los avances también fueron significativos, en concreto en el valle de Funes, que era el sector más vulnerable. La conquista de Milagro (1098) aseguró el control de la orilla derecha del río Aragón en su confluencia con el Ebro. En la orilla izquierda se levantó una torre junto a la Bardena, quizás identificable con Villafranca, que cerraba el dispositivo. De esta forma se obturó la desembocadura del Arga y el Aragón y se completó el control de la mitad septentrional de las Bardenas.
Entre las Bardenas y el Castellar se interponía el piedemonte de Cinco Villas, donde sólo se había tomado Sádaba (1096). El primer objetivo de Alfonso I el Batallador (1104-1134) fue completar su conquista, para culminar la estrategia desplegada por su hermano. En el primer año de su reinado tomó Ejea de los Caballeros y Tauste (1105), que le permitieron controlar toda la comarca de Cinco Villas y, consecuentemente, toda la orilla izquierda del Ebro, desde las Bardenas hasta la desembocadura del río Gállego en el Ebro (Juslibol). Se había constituido la plataforma necesaria para el asalto a la capital de la región, Zaragoza.
Sin embargo se impuso un cambio de rumbo que retrasó las tareas reconquistadoras. A principios del siglo XI el imperio almorávide se expandía rápidamente, englobando a los reinos de taifas españoles. La derrota castellana en Uclés (1108) puso en peligro incluso la conservación de Toledo y acarreó la muerte del heredero castellano. El viejo rey Alfonso VI propició el matrimonio de su hija y heredera Urraca con Alfonso I el Batallador, al que consideraba capaz de proseguir el esfuerzo reconquistador y sojuzgar a la nobleza. La boda tuvo lugar en 1109 y en las capitulaciones matrimoniales se acordó el gobierno conjunto de los dos monarcas en los reinos de ambos, fórmula difícilmente realizable, máxime teniendo en cuenta los antagónicos caracteres de los cónyuges. Del enfrentamiento entre ambos se pasó a la guerra civil. La nobleza de la mitad occidental de Castilla, en especial la de Galicia, apoyó a Urraca y a su hijo, el futuro Alfonso VII, mientras que la Extremadura fronteriza y las ciudades del Camino de Santiago se decantaron por Alfonso I. Éste se replegó, pero mantuvo el control de la Castella Vetula, la zona de Burgos, La Rioja, Álava, Vizcaya, etc., es decir, los territorios que habían pertenecido al reino pamplonés. Por la vía de hecho se recuperaban los territorios perdidos en 1054-1076, pero quedaba pendiente redefinir las fronteras entre ambos reinos.
Mientras tanto la situación de la taifa de Zaragoza variaba sustancialmente. Zaragoza había caído en manos de los almorávides (1110), mientras que el último hudí se había refugiado en Rueda de Ebro. La llegada de los almorávides no reforzó la posición musulmana, ni permitió recuperar territorios perdidos. Muy al contrario, la resistencia del heredero hudí, apoyado por Alfonso I, dio pie a constantes enfrentamientos, que debilitaban la capacidad musulmana. En este contexto Alfonso I el Batallador comenzó a preparar la conquista de Zaragoza. Un concilio reunido en Toulouse (enero de 1118) concedió el título de cruzada a la empresa y contribuyó a que abundantes nobles franceses, entre los que destacaron el vizconde Gastón de Bearne y el conde Rotrou de Perche, se sumaran a la empresa. El asedio se formalizó en mayo de 1118. El ejército sitiador estaba compuesto por los principales señores de Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Pamplona, La Rioja, Álava, Vizcaya e incluso Pallars. Zaragoza, desbaratado un auxilio exterior almorávide, se rindió el 18 de diciembre de 1118. La capital del valle del Ebro había sido conquistada con la colaboración de guerreros de todos los núcleos cristianos de su periferia, apoyados por gentes ultrapirenaicas.
Su caída arrastró consigo a las ciudades de su periferia. Tudela cayó en manos cristianas el 25 de febrero de 1119, acompañada de toda su comarca y seguida de Tarazona. El siguiente objetivo fueron los valles del Jalón y Jiloca. Tras derrotar a los almorávides en Cutanda, Alfonso conquistó Calatayud y Daroca (1120). De esta forma todo el centro del valle del Ebro pasaba a manos cristianas, salvo el sector oriental de Lérida. Por el sur se acercaban a Teruel.
El espíritu de cruzada de Alfonso I le llevó incluso a lanzar tres expediciones de largo alcance, internándose profundamente en territorio musulmán. Dos se dirigieron a Levante (1125, 1129) y una a Andalucía oriental (1126), en la que liberó abundantes cristianos mozárabes, que volvieron con él para repoblar los territorios que había reconquistado.
En los años finales del reinado de Alfonso I se entremezclaron la voluntad de arreglar el conflicto castellano, el deseo de proseguir el avance reconquistador y la necesidad de buscar un heredero que continuara su obra. Muerta Urraca de Castilla y convertido su hijo en Alfonso VII en único soberano castellano-leonés, Alfonso el Batallador selló con él las paces de Támara (1127), que suponían su retirada de buena parte de Castilla, aunque conservando las tierras asignadas al rey de Pamplona en 1035. Era un intento de anular los acontecimientos ocurridos durante un siglo y devolver al reino pamplonés, unido ahora a Aragón, la plenitud territorial de 1035. Era un proyecto ambicioso, que sólo se sustentaba en el prestigio y el poder de Alfonso I y cuya supervivencia dependía de la persona de su sucesor.
El esfuerzo reconquistador se reanudó a partir de 1131 en el Bajo Ebro, paso necesario para llegar al Mediterráneo y realizar los sueños de cruzada del monarca. El avance cristiano fue relativamente fácil por la orilla meridional del río, donde se conquistó Mequinenza (1132). En la orilla septentrional el objetivo fue Fraga, pero, después de un cerco de un año, las tropas cristianas fueron completamente derrotadas por una expedición almorávide de socorro (17 de julio de 1134). Alfonso I el Batallador salvó la vida, pero murió poco después (7 de septiembre).
El balance del reinado no podía ser más positivo. Partiendo de un reino de 24.000 kilómetros cuadrados, había recuperado 8.000 perdidos por la monarquía pamplonesa ante Castilla. Además sus éxitos militares le habían permitido reconquistar al islam 20.000 más. Había ensamblado gran parte del valle del Ebro dentro de un gran reino cristiano, pero su viabilidad quedaba supeditada a la resolución del grave problema sucesorio que dejaba al morir.

Restauración del reino de Pamplona (1134-1162)
La restauración del reino de Pamplona como un poder soberano, diferenciado de Aragón, fue un hecho capital, que marcó la historia posterior de Navarra. Aseguró el mantenimiento de su personalidad diferenciada en el concierto de los reinos hispánicos, pero exigió a los navarros un siglo de esfuerzos para conseguir que su monarquía fuera reconocida en plano de igualdad con otros reinos y obtuviera un espacio estable sobre el que proyectar su soberanía. El logro de estos objetivos requirió también cohesionar los cimientos sociales de la monarquía y formular de nuevo sus bases conceptuales. El reino de Pamplona dio paso al reino de Navarra, una construcción política que, adaptándose a circunstancias y formulaciones políticas cambiantes durante casi nueve siglos, sigue vigente en la actualidad.
La falta de un heredero natural y el deseo de asegurar la continuidad de sus proyectos reconquistadores hicieron que Alfonso I el Batallador concibiera un proyecto sucesorio irrealizable y provocara una profunda crisis, que remodeló la monarquía gestada por su familia durante dos generaciones. No confiaba en su hijastro Alfonso VII para dar continuidad a su obra y desechó a su hermano Ramiro, porque su condición de clérigo le incapacitaba legalmente para asumir el trono. Por ello tomó la decisión de instituir como sus herederas a tres órdenes militares: el Temple, el Santo Sepulcro y el Hospital de San Juan de Jerusalén. Sólo tenían que respetar el ordenamiento jurídico vigente en su reinado y en los anteriores y mantener de por vida a los tenentes que él había designado.
Además asignó las principales ciudades del reino a monasterios e instituciones eclesiásticas. Era un testamento imposible de cumplir, puesto que entraba en contradicción con el carácter unipersonal y hereditario de la monarquía, prescindía de la opinión y los intereses de la alta nobleza, y lesionaba los intereses de la burguesía.
Las elites del reino desecharon el testamento regio y buscaron candidatos al trono, pero lo hicieron por separado. Los aragoneses proclamaron rey a Ramiro, hermano del difunto, mientras que los pamploneses escogieron a García Ramírez (1134-1150), bisnieto por línea bastarda de García Sánchez III el de Nájera. Fue reconocido como monarca en el territorio de Pamplona, el distrito de Tudela (que era herencia de su mujer), los condados de Álava y Vizcaya, la tierra de Guipúzcoa y, durante cierto tiempo, las plazas de Logroño y Monzón. Mientras tanto Castilla se hizo presente en el valle del Ebro y sus tropas ocuparon La Rioja y parte del reino de Zaragoza.
Durante tres años (1134-1137) se ensayaron varias fórmulas para arreglar el problema, pero fracasaron. Primero fue el acuerdo de prohijamiento entre Ramiro y García suscrito en Vadoluengo (enero de 1135), que llevaba aparejado un ejercicio conjunto del poder soberano y un reparto de funciones.
La ruptura del pacto, que prometía toda la herencia a García Ramírez, sólo se explica como una reacción particularista de las elites pamplonesas ante la expansión del reino, que se estaba vertebrando según el eje vertical Huesca-Zaragoza, en el que el territorio de Pamplona ocupaba una posición marginal y estaba destinado al eclipse después de la conquista de las tierras bajas. Fracasado este sistema, García Ramírez buscó el apoyo de Castilla a cambio de un vasallaje (mayo de 1135) que le permitió afianzarse en el trono, pero que limitaba su soberanía. Al año siguiente Castilla dio un giro a su política y apoyó a Aragón, que a su vez buscó la alianza con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, convertido en princeps de Aragón después de su compromiso matrimonial con Petronila, heredera de Ramiro II que apenas contaba con un año (1137). De esta forma se redistribuía el poder dentro de la España cristiana. El valle del Ebro quedaba repartido en dos reinos y se sentaban las bases para el nacimiento de un amplio reino oriental, la Corona de Aragón, destinada a ensamblar tanto el referido valle como la costa levantina. De esta forma Navarra se vio en guerra con Castilla y Aragón. Con la primera se trató de una “guerra fingida”, amortiguada por el conde Ladrón, señor de Vascongadas, que mediaba entre ambos reinos, mientras que los enfrentamientos con Aragón fueron reales: saqueo de Jaca y ocupación de varias plazas en la Valdonsella y en la zona de Tudela.
Durante varias décadas Castilla apoyó formalmente a Aragón, pero en la práctica sostuvo a Pamplona, con el objetivo último de evitar que todo el valle del Ebro volviera a estar unido bajo un mismo monarca y pudiera inquietar a Castilla. La posición del reino pamplonés entre dos vecinos más poderosos le exigió una fluctuante política de equilibrios para poder consolidarse. Cíclicamente castellanos y aragoneses firmaron tratados de reparto de Navarra, como medida de presión. Cuando se producían, García Ramírez ratificaba el vasallaje a Castilla, para conseguir su ayuda frente a las pretensiones reunificadoras de Aragón. En el tratado de Carrión de los Condes (1140) Castilla y Aragón acordaron repartirse Navarra. La presión conjunta, que se plasmó en la derrota de Ejea, hizo que García Ramírez buscara la paz con Castilla, renovara el vasallaje y se comprometiera a casar a su hija Blanca con el heredero castellano, Sancho.
Desde esta seguridad, García Ramírez desarrolló frente a Aragón un prolongado acoso fronterizo, con la esperanza de que su insistencia hiciera desistir a Ramón Berenguer de sus reivindicaciones sobre el reino de Pamplona. Eran ataques lanzados a lo largo de toda la frontera, desde Jaca hasta Tarazona, contra plazas aragonesas que los navarros conquistaban y retenían durante bastante tiempo. A su vez, los aragoneses respondían con ataques, aunque de menor intensidad, contra plazas fronterizas navarras y en alguna ocasión contra la capital navarra.
Como telón de fondo de estos enfrentamientos se situaba el soporte castellano, que se volvía a anudar cada cierto tiempo y que procuraba apaciguar, siquiera temporalmente, las tensiones. En 1144 García reafirmó sus vínculos de vasallaje con Castilla mediante un acuerdo matrimonial, que significó su boda con Urraca, hija bastarda de Alfonso VII, al que entregó la plaza de Logroño. Su dejación era todo un símbolo de la aceptación del río Ebro como frontera de ambos reinos, principio defendido por Castilla desde 1134. En 1146 la mediación castellana logró que pamploneses y aragoneses pospusieran su enfrentamiento (treguas de San Esteban de Gormaz), en aras de su participación en la gran expedición que preparaba Alfonso VII contra Almería, nido de piratas, y que se desarrolló por tierra y por mar. García Ramírez destacó en la conquista de Baeza y de la propia Almería (1147), que durante diez años permaneció en manos cristianas.
La expedición demostró que los navarros, aun careciendo de fronteras con el islam, podían participar en la Reconquista. Se abrían expectativas para la nobleza navarra, y eso suponía también el inicio de políticas de captación por los reinos vecinos, con el consiguiente debilitamiento interno del reino.
Tras este paréntesis, García Ramírez volvió a hostigar la frontera aragonesa. Ramón Berenguer IV, que estaba inmerso en el esfuerzo reconquistador que conduciría a la toma de Tortosa, no estaba en condiciones de sostener un conflicto en retaguardia. Conforme pasaba el tiempo, la pretensión de reincorporar Pamplona a Aragón era cada vez más ilusoria. Por eso optó por el realismo político y firmó un tratado de paz con García Ramírez (1149). Aunque estaba basado en cláusulas difícilmente realizables, el tratado logró cierto período de paz y, sobre todo, supuso el mutuo reconocimiento de ambos reyes, lo cual cerraba uno de los conflictos derivados de la restauración de Pamplona como reino separado.
La muerte de García Ramírez (1150) le impidió culminar su obra. Había restaurado el reino de Pamplona, devolviéndole una personalidad diferenciada en el contexto de la España cristiana, pero a costa de aceptar el vasallaje a Castilla, que recortaba el contenido de la soberanía pamplonesa. Resolver esta contradicción y culminar la restauración era la tarea que tenía ante sí su hijo y sucesor, Sancho VI el Sabio (1150-1194), un monarca providencial, vir magnae sapientiae, que unió al arrojo militar una admirable sagacidad, capaz de diseñar un nuevo programa político para la monarquía pamplonesa y de acometer profundas transformaciones en su entramado.
Ramón Berenguer IV se aproximó a Alfonso VII para pactar de nuevo un reparto de Navarra (tratado de Tudején, 27 de enero de 1151). Sancho VI con gran habilidad, privó de virtualidad al tratado mediante el matrimonio de su hermana Blanca y el heredero castellano, Sancho, ocasión que aprovechó para renovar el vasallaje a Alfonso VII y ser reconocido como rey por éste.
Durante varios años la tutela castellana se intensificó sobre Navarra. Sancho VI se casó con una hija del castellano, Sancha (1153), y fue armado caballero por su suegro, formalidad que evidenciaba su dependencia. Además Alfonso VII llevó a cabo una política de castellanización de La Rioja, donde asentó a conspicuas familias de la nobleza castellana. Captó a nobles navarros y dio privilegios a instituciones religiosas, con el fin de crear vínculos e intereses con la monarquía castellana. Para recalcar esta política colocó a su heredero Sancho al frente del “reino de Nájera”. Además, los castellanos controlaban un enclave en el centro de Navarra (Artajona, Larraga y Cebror), que se amplió a Olite y Miranda de Arga, cuyos tenentes abandonaron la fidelidad debida al rey navarro (1156). No era un caso aislado, sino que desde 1153 Sancho el Sabio sufrió deserciones de cualificados miembros de la alta nobleza. La más importante fue la del conde Ladrón y su hijo, que acarreó la pérdida de Álava y del resto de territorios vascos que controlaba la familia.
Sancho VI sustituyó a los nobles desnaturalizados por otros miembros de sus propios linajes o promovió a nuevas familias de barones para cubrir sus huecos. Promocionó a importantes oficiales de la corte, escogidos tanto entre infanzones como entre miembros de la burguesía urbana. Además, con gran arrojo se lanzó a la guerra contra Castilla y Aragón. El enfrentamiento con la primera se limitó a la destrucción de Larraga (1156). La situación era más preocupante en la frontera aragonesa, especialmente en el distrito de Tudela, donde Sancho iba perdiendo las plazas ocupadas por su padre, pero se recuperó y estuvo en condiciones de lanzar una expedición hasta Zaragoza. Como su padre, Sancho el Sabio practicaba frente a Aragón el principio de que la mejor defensa era la agresión.
Castilla y Aragón firmaron el tratado de Lérida (mayo de 1157), en el que volvieron a acordar el reparto de Navarra. Al igual que otras veces, la coyuntura política impuso un cambio de planes y privó de virtualidad al tratado. Tres meses más tarde moría Alfonso VII y Sancho el Sabio estimuló las buenas relaciones con su cuñado Sancho III, nuevo rey de Castilla (1157-1158), ante quien renovó el vasallaje. Poco después los castellanos devolvían las cinco plazas que controlaban en el centro de Navarra. La inesperada muerte de Sancho III facilitó la posición de Sancho VI, porque la minoría de edad del nuevo rey castellano, Alfonso VIII (que contaba tres años), le eximía de renovar el vasallaje o le permitía diferirlo hasta su mayoría de edad. Además, en febrero de 1159 firmó un acuerdo con Ramón Berenguer IV que solventó con carácter definitivo las cuestiones pendientes entre ambos reinos y revalidó, con mayor fortuna, el firmado diez años antes. Supuso el mutuo reconocimiento y cerró un cuarto de siglo de enfrentamientos derivados de la separación de 1134. En tres años, Sancho VI había pasado del desamparo a la estabilidad y en los años siguientes ningún problema exterior le angustió. La muerte de Ramón Berenguer IV y el inicio de una minoría en Aragón (1162) fueron motivo de tranquilidad añadida para Pamplona, pues un nuevo tratado ratificó expresamente la paz existente entre ambos reinos para un período de 13 años. Las dos minorías reducían la capacidad operativa de Castilla y Aragón y reforzaban el peso de Sancho VI, que se encontró en una situación óptima para desplegar sus ambiciosos proyectos.

Nueva formulación de la monarquía: el reino de Navarra (1162-1194)
Una doble minoría de edad simultánea en Castilla y Aragón, con la consiguiente inestabilidad interna en ambos reinos, creaba una coyuntura muy favorable para que Sancho el Sabio pudiera poner en marcha sus designios: culminar la obra de restauración del reino y realizar una nueva formulación de la monarquía. En 1162 se produjo un cambio esencial en los documentos regios. Se dejó de utilizar el viejo título de “rey de los pamploneses”, que primaba una concepción personal de la monarquía –el rey era ante todo el caudillo de sus barones, de cuya fidelidad dependía– y que estaba coartado por el vasallaje a Castilla. Se sustituyó por el título de “rey de Navarra”, que ponía el énfasis en la proyección territorial y no personal de la monarquía y propugnaba un proyecto de integración social y fortalecimiento de la autoridad regia.
El rey dominaba sobre un territorio y, consecuentemente, proyectaba su autoridad sobre todos los grupos sociales que lo habitaban, desde la alta nobleza al campesinado y la burguesía. Además el nuevo título permitía repudiar de forma implícita el vasallaje que hasta entonces había prestado como “rey de los pamploneses” al rey de Castilla y hacía olvidar los orígenes bastardos de la familia real. Nacía una monarquía nueva, dotada de plena soberanía, sin limitaciones exteriores ni fracturas internas.
Al rearme ideológico siguió la ofensiva militar sobre Castilla (1162-1163), para recuperar territorios irredentos, que habían pertenecido a Navarra en algunas etapas a partir de 1035. El ataque se inició sobre La Rioja, donde las tropas de Sancho VI conquistaron Logroño y la cuenca baja del Iregua, así como parte de la cuenca del Cidacos (pero sin sus núcleos principales, Calahorra y Arnedo), la cuenca del Oja y el bajo Tirón. El retorno al vasallaje del conde Vela Ladrón supuso la recuperación de Álava. Desde las posiciones riojanas y alavesas se atacó Castilla, ocupándose buena parte de la Bureba, la zona de Miranda de Ebro y Salinas de Añana. La guerra civil y el acoso leonés impidieron la reacción de Castilla.
La ofensiva navarra se hizo presente en un segundo frente, las fronteras levantinas del islam. La debilidad del imperio almorávide y el nacimiento de nuevos reinos de taifas fueron el escenario que aprovechó un noble navarro, Pedro Ruiz de Azagra, para apoderarse de Albarracín (1166-1168), que se convirtió en un señorío independiente de Aragón y Castilla durante más de un siglo y que mantuvo estrechas relaciones con Navarra, donde la familia mantuvo cargos y bienes. En 1168 Sancho VI firmó el tratado de Vadoluengo con Aragón, que establecía las condiciones de la colaboración de ambos reinos en la conquista de tierras musulmanas. El pacto evidenciaba la tendencia de Navarra a buscar una frontera directa con el islam, que fue una constante de su política hasta bien entrado el siglo XIII.
La mayoría de edad de Alfonso VIII en 1169 abrió las puertas a la reacción castellana. Primero se preparó diplomáticamente. Una alianza de Castilla con Aragón (tratado de Sahagún, 1170) y el matrimonio del monarca castellano con Leonor de Inglaterra, cuya familia controlaba Gascuña, cercaron a Navarra y le privaron de aliados. La subsiguiente ofensiva militar se desarrolló en cuatro campañas. En 1173 Alfonso VIII recuperó las tierras burgalesas y riojanas perdidas (salvo Logroño y alguna otra plaza). Luego penetró en Navarra, hasta las proximidades de Pamplona. En 1174 una nueva expedición castellana llegó al corazón del reino y cercó a Sancho VI en Leguín. En 1175 el ataque castellano se lanzó contra Vizcaya, que, dirigida por los López de Haro, aceptó la soberanía castellana. En 1176 una nueva expedición castellana ocupó Leguín.
Las penetraciones del ejército castellano hasta el corazón del reino obligaron a Sancho VI a negociar. Se sometió la cuestión a Enrique II de Inglaterra, suegro del castellano, quien hizo caso omiso de las reivindicaciones históricas y estipuló la devolución de los territorios mutuamente usurpados desde 1158, inicio del reinado de Alfonso VIII, además de una indemnización a Navarra. Este arbitraje (1177) no fue aceptado por las partes. Ante la perspectiva de una nueva guerra, Alfonso VIII recuperó un elemento tradicional de presión sobre Navarra: un acuerdo con Aragón para repartirse su territorio (tratado de Cazola, 1179). La posibilidad de un ataque conjunto de Castilla y Aragón hizo que Sancho VI negociara la paz, que se firmó entre Nájera y Logroño ese mismo año. El tratado devolvía a Castilla toda La Rioja, Castilla la Vieja y Vizcaya, mientras que Guipúzcoa, Álava (al este del río Bayas) y el Duranguesado quedaban para Navarra. La paz suponía la mutua equiparación de ambos soberanos, el final del vasallaje navarro a Castilla y el reconocimiento de una frontera precisa y estable entre ambos reinos.
En los tres últimos lustros de su reinado Sancho el Sabio dedicó sus esfuerzos preferentemente a una reordenación social del reino, buscando reforzar su cohesión social, incrementar sus recursos económicos, racionalizar las estructuras de gobierno y acrecer los recursos fiscales. Mediante concesiones de fueros de franquicia nacen o se amplían núcleos urbanos, tanto en Navarra como en Álava y Guipúzcoa. En estos últimos territorios pretendió hacer efectiva la presencia del poder real mediante la extensión del sistema de tenencias y la creación de núcleos burgueses directamente vinculados a la monarquía, lo cual debilitó el peso de los grupos nobiliarios autóctonos y explica su inclinación hacia Castilla en 1200. En Navarra las nuevas concesiones de fueros urbanos estuvieron marcadas por la permeabilidad hacia los campesinos y la búsqueda de nuevos recursos para la hacienda regia mediante la imposición de tributos como el censo por solar. El fortalecimiento del poder real exigía recursos saneados de la hacienda, que también se lograron mediante la unificación y reordenación de pechas de las comunidades campesinas integradas en el señorío realengo. Así mismo se encauzaron las tensiones y luchas domésticas de la nobleza mediante una ordenanza que procuró reconducir los desafíos personales y resolverlos por otros cauces.
En este contexto, la política exterior pasó a un segundo plano. La amenaza de una nueva alianza castellano-aragonesa contra Navarra (tratados de Berdejo y Sauquillo, 1186-1187) apenas tuvo repercusión, aunque indicó el descontento de Castilla con el reparto territorial de 1179 y su deseo de modificarlo. Siguiendo una política prudente, Navarra tardó en incorporarse a la alianza general de los restantes reinos cristianos contra Castilla (1191) y no llegó a participar en las hostilidades.
Mientras tanto Navarra había iniciado su penetración en Ultrapuertos. El enfrentamiento entre la nobleza vizcondal y los duques de Aquitania, a la sazón reyes de Inglaterra, había propiciado un vacío de poder, que permitió la penetración navarra, visible en San Juan de Pie de Puerto ya en 1189. Luego Navarra se alió con Ricardo Corazón de León, que casó con Berenguela de Navarra, e incluso defendió sus derechos en Aquitania con dos expediciones contra sus enemigos (1192, 1194), pero no dejó de ampliar su presencia en Ultrapuertos. Se abría una relación que, tres décadas más tarde, daría un giro sustancial a la política navarra, vinculándola a Francia durante varios siglos.

Merma territorial, recuperación interna y cambio dinástico (1194-1234)
A finales del siglo XII se vivió una difícil coyuntura. Las rencillas entre los reinos cristianos se complicaron con el avance del imperio almohade. La derrota castellana en Alarcos (1195) avivó los enfrentamientos. Los esfuerzos de la Santa Sede lograron una alianza de Castilla, Navarra y Aragón contra los almohades (1196). Para conseguirla, el papa Celestino III reconoció al nuevo soberano navarro, Sancho VII (1194-1234), el título de rey, negado a sus predecesores desde 1134. Con todo, el pacto sirvió de poco, porque Castilla no aceptaba la consolidación de la monarquía navarra en las fronteras de 1179. Alfonso VIII deseaba apoderarse de Álava, Guipúzcoa y el Duranguesado como vía de acceso a Gascuña, dote de su mujer que pretendía reclamar a los ingleses. Estos proyectos encontraban buena acogida entre la nobleza vasca, descontenta con los monarcas navarros por el proceso de urbanización y la extensión del sistema de tenencias (pequeños distritos gobernados por un representante directo del rey), que habían quebrantado su poder y su autonomía tradicionales.
Siguiendo pautas ya ensayadas durante todo el siglo XII, Castilla se alió con Aragón y acordaron repartirse el reino de Navarra (tratado de Calatayud, 1198). Ese mismo año protagonizaron un doble ataque contra Navarra, que se saldó con la toma de varias plazas. Sancho VII logró una tregua con el rey aragonés, que desistió del empeño. No así Alfonso VIII, que en la primavera de 1199 lanzó a todo su ejército contra Álava. Sólo resistieron los castillos de Treviño y Portilla y la ciudad de Vitoria, que sufrió un prolongado asedio. Al no poder conseguir una ayuda militar de los almohades, Sancho VII autorizó la rendición de la ciudad (enero de 1200). Mientras tanto Castilla se había hecho con el control del resto de Álava, Guipúzcoa y el Duranguesado, probablemente con la anuencia de sus habitantes.
Navarra sufrió una importante merma territorial, que adjudicaba definitivamente unos territorios que desde 1134 habían oscilado entre ambos reinos. La pérdida fue el resultado del acoso sufrido por la monarquía navarra desde su restauración, protagonizado por Aragón infructuosamente hasta 1159 y continuado luego por Castilla de forma eficaz, hasta recuperar los territorios vascos.
La crisis derivada de la merma territorial se superó con los patrones fijados en el reinado de Sancho VI, es decir, reforzando la cohesión interna del reino e incrementando los recursos de la corona, económicos y de otro tipo. Ante todo, fue preciso crear una nueva frontera militar ante Castilla. Se construyeron castillos en el límite fronterizo con Álava y Guipúzcoa, y se promovieron burgos fortificados (no siempre con éxito), que completaron la línea de ciudades en retaguardia. También nacieron puestos aduaneros (como Lecumberri) y se actualizaron los derechos de arancel. El crecimiento de los ingresos de la corona se logró mediante la proliferación de fueros de unificación de pechas (predominaron las cantidades globales, asignadas al conjunto de una comunidad campesina), que incrementaron la cuantía y la liquidez de los ingresos de la corona.
Las relaciones con los vecinos fueron diversas. Persistieron los enfrentamientos con Castilla, aunque una sucesión de treguas fue haciendo irreversible la nueva situación. Aunque se suscribieron dos tratados de alianza con el rey de Inglaterra (1201, 1202), no tuvieron repercusiones militares, pues no dieron lugar a expediciones armadas de apoyo. Tan sólo fue efectivo el pacto comercial con los burgueses de Bayona (1203), que permitió el uso de su puerto a los comerciantes navarros. La colaboración fue mayor con Aragón. Además de pacificar las Bardenas (hermandad de 1203), Sancho VII financió mediante préstamos las expediciones militares del rey aragonés y, a cambio, recibió de él villas y castillos fronterizos como Petilla de Aragón.
Cuando se reanudó el enfrentamiento de Castilla contra el imperio almohade por el control del valle del Guadiana, el Papa concedió el título de cruzada a la campaña de 1212. Aunque inicialmente Sancho VII se negó a participar, finalmente antepuso sus ideales religiosos a sus reivindicaciones territoriales y se sumó a la expedición. Tuvo un protagonismo decisivo en la victoria de las Navas de Tolosa (16 de julio de 1212). El botín obtenido reforzó su hacienda y el prestigio ganado mejoró su posición entre los reinos cristianos, además de marcar una nueva etapa en su política frente al Islam. El botín incrementó los ya saneados recursos de la hacienda regia, permitiéndole realizar fuertes inversiones, especialmente en el decenio siguiente (1213- 1223). Mediante compras o préstamos amplió el patrimonio real en Tudela y su comarca, además de reforzar las fronteras del reino. Fuera de Navarra no quiso aprovecharse de las debilidades coyunturales que sendas minorías provocaron en Castilla y Aragón. Prefirió realizar préstamos en Aragón y obtener a cambio una línea de villas y castillos, que le permitía acceder desde 1215 a la frontera musulmana de Levante. Plenamente identificado con el ideal de cruzada, consideraba las tierras musulmanas de Levante como fuente de botín y ámbito natural de expansión de su reino. Además de las operaciones habituales de hostigamiento desde esas posiciones fronterizas, participó en dos expediciones de envergadura, que recibieron el título de cruzada (1216, 1219). Las inversiones realizadas posteriormente sugieren la obtención de importantes botines.
El reforzamiento de su posición internacional y la abundancia de recursos económicos facilitaron un gobierno autoritario y un férreo control de la alta nobleza y de la sede episcopal de Pamplona. Sin embargo, una enfermedad lo recluyó en el castillo de Tudela y planteó el problema sucesorio desde 1225. Carente de hijos legítimos y sin buenas relaciones con su sobrino Teobaldo de Champaña, hijo de su hermana Blanca, Sancho VII buscó el prohijamiento con Jaime I de Aragón (1231). Con todo, a su muerte (1234), los magnates laicos y eclesiásticos prescindieron de su voluntad y entregaron la corona de Navarra a Teobaldo, imprimiendo un giro considerable a la monarquía navarra.
Mientras la vida del monarca y con él la trayectoria de la dinastía Jimena se apagaba, el reino de Navarra seguía dando muestras de ebullición y crecimiento, tanto demográfico como económico, una tendencia que no llegó a su punto culminante hasta la segunda mitad del siglo XIII y que se plasmó en abundantes construcciones religiosas, tanto en las grandes instituciones monásticas y en las parroquias urbanas como, de forma mucho más modesta, en una infinidad de iglesias rurales. Todas ellas pregonan la culminación del largo ciclo expansivo de la civilización medieval, aunque revestido ya de formas góticas.

Problemas constructivos y formales de la arquitectura románica navarra
El proyecto arquitectónico y su proceso de edificación
Cuando queremos hacernos una idea de cómo era el aspecto de las poblaciones de época románica, nos dejamos influir por la teoría de la historia de los estilos. Así simples iglesias parroquiales y grandes templos catedralicios o monasteriales se nos figuran como especímenes completos del estilo. Sin embargo, al analizar la mayoría de estos edificios que han llegado hasta nosotros, nos damos cuenta que su proyecto no se ha construido de manera continuada y que incluso éste ha sido transformado sustancialmente. La primera conclusión que se nos ocurre para justificar esto, es que los trabajos se sucedieron de manera muy lenta y en ocasiones con interrupciones en las obras. Aunque son muchas las causas que podrían explicar esta demora en las obras, la mayoría de ellas responden a problemas económicos. Sin duda los patrocinadores de las obras, los poderosos laicos o eclesiásticos, querrían que figurase en su haber como prestigio personal la realización de grandes proyectos, sin embargo, la realidad era otra. Crisis económicas en general debidas a las diversas circunstancias de la sociedad del momento o simplemente propias de los patrocinadores serán el condicionante de la marcha de las obras. ¿Cómo se compatibilizaba un templo construido así con la práctica diaria de los oficios? La solución era muy diferente si el nuevo templo se erigía a partir de uno ya existente o se trataba de una obra absolutamente nueva.
La iglesia monasterial de San Salvador de Leire nos suministra un testimonio excepcional de cómo el monasterio más emblemático de la Navarra románica sufrió un penoso proceso constructivo. Ya el edificio prerrománico conoció diversas transformaciones y ampliaciones hasta convertirse en un templo de tres naves. Seguía así una fórmula aplicada en otras iglesias que habían tenido que trasformarse a partir de un edificio pensado funcionalmente para la práctica de una liturgia y unos usos monásticos hispanos en otros renovados. El proceso de “europeización” iniciado durante el reinado de Sancho III (1004-1035) coincidió con un mayor protagonismo de la comunidad de Leire en el reino. Esta fase se conoce como el período de los obispos abades de Leire (1005-1076). Sin duda, tal como comentaremos más adelante, esto sería la causa de que las experiencias plenorrománicas, aunque demasiado rudas, se estrenasen antes en el monasterio que en la propia catedral de Pamplona.

Planta de la iglesia de Leire incluyendo la cimentación del templo prerrománico (según Íñiguez) 

Siguiendo una fórmula muy habitual se pensó en ampliar el viejo edificio prerrománico por la parte oriental. De esta manera, mientras que se construía la iglesia desde la nueva cabecera oriental hasta llegar a los viejos ábsides, el templo seguía funcionando. Una vez terminada la ampliación, se derribaba el muro de la cabecera y se obtenía un nuevo templo compuesto de dos partes una oriental románica y otra occidental prerrománica con algunas adecuaciones en el nuevo estilo con el fin de asegurar una correcta y estética articulación entre las dos partes. Saltaba a la vista la enorme diferencia entre la “modernidad” de la cabecera y la vetustez de las viejas naves. Aunque seguramente el problema no era tanto de índole estilística, sino que una estaba abovedada con piedra y era algo más esbelta, mientras que la otra simplemente se cubría con una armadura de madera. Sin embargo el empuje de la obra iniciada afectaría muy pronto a lo antiguo. Una nueva campaña de obras renovaría la parte occidental. No es posible fijar con exactitud en que consistió esta renovación, en todo caso es evidente que los muros perimetrales de esta parte del templo adquirieron, con la aplicación de escultura monumental, un aspecto románico. Esta decoración visible en puertas, ventanas y cornisas es la que Martínez de Aguirre ha denominado “el primer eco de la catedral de Pamplona”. Se había conseguido así un edificio de un importante volumen, pero ciertamente algo extraño: demasiado largo para su anchura y también excesivamente bajo. Exteriormente ya sólo se apreciaban dos fábricas románicas, pues la prerrománica había quedado enmascarada definitivamente por la última ampliación. La parte románica oriental mostraba la rudeza de la obra de mediados del siglo XI, mientras que el resto presentaba una sillería mejor trabajada y una escultura monumental aplicada de bellas formas. No obstante, el interior contaba, en toda la parte occidental, con una estructura de soportes para una armadura de madera que resultaba práctica pero de una enorme pobreza arquitectónica. Esta parte del templo no alcanzará una importante dimensión arquitectónica hasta el gótico, cuando, manteniendo los muros perimetrales románicos como infraestructura, se transforme en un espacio único y diáfano bajo elegantes bóvedas de crucería.
La iglesia de Santa María de Ujué estaba siendo construida por Sancho Ramírez en 1089, según confirma el mismo monarca en una donación a la iglesia de Funes, datada en este año. Lo que conocemos de este edificio en la actualidad es que el proyecto real consistía en ampliar un templo prerrománico con una cabecera románica de tres ábsides semicirculares y un crucero siguiendo el modelo de la catedral de Jaca. Al contemplar los tres arcos que darían acceso a la obra prerrománica desde el crucero, vemos cómo estos no mantienen unas proporciones regulares según la lógica constructiva: los dos arcos correspondientes a las naves colaterales son de anchuras diferentes. La idea original del proyecto no preveía un templo completo sino simplemente la cabecera adaptándose a las naves ya existentes. Sólo ya en época gótica estas naves serían destruidas para conseguir un espacio amplio y unitario bajo bóvedas.
El caso de la Iglesia Mayor de Tudela también muestra el condicionante de una construcción previa, pero en este caso, como la funcionalidad del edificio era muy diferente, los efectos que se produjeron en el nuevo templo resultaron muy distintos. La ciudad de Tudela fue conquistada en 1119, pactándose en este momento que durante un año los musulmanes mantendrían la mezquita mayor y las menores. A partir de este año de prórroga las mezquitas se convertirían en iglesias. Esta era una norma habitual durante la reconquista cristiana. Mediante una pequeña actuación de eliminación de determinados elementos simbólicos se consagraban los altares cristianos y así el templo estaba dispuesto para el nuevo culto. La obligación canónica de ordenar los altares en dirección Este obligaba a una total reorientación del espacio cultual original, de esta manera el muro de la quibla se convertía en el flanco meridional del templo cristiano. Como este tipo de construcción reaprovechada no se consideraba provisional, no había ningún inconveniente en edificar en función suya las dependencias complementarias. La catedral de Toledo, que también tenía su origen en la trasformación de una mezquita, tardó casi siglo y medio en ser sustituida por una obra gótica. En la iglesia tudelana se hicieron ciertas obras como un pórtico nuevo en 1125 y otras que requirieron una dedicación en 1135 y una consagración en 1149. Sin embargo el empeño monumental más importante fue la construcción del claustro con sus dependencias que la comunidad canónica de san Agustín necesitaba. Una donación de unas casas para la obra del claustro nuevo, data en el año 1186, es la única noticia documental sobre su cronología.
Como el claustro se erigió en función de la mezquita convertida en iglesia, su situación lógica obligó a ocupar parte del crucero de esta y su quibla. Cuando contemplamos la topografía de la colegiata tardorrománica nos llama la atención la situación ilógica del claustro, pues, como acabamos de indicar, se había realizado en función del templo anterior.

La catedral románica de Pamplona y la compleja problemática de su interpretación
Unas piezas importantes de la decoración escultórica, el perfil planimétrico de una excavación arqueológica, tan sólo publicada parcialmente, y un dibujo antiguo de la parte occidental del templo han permitido a los especialistas pronunciar una serie de tesis sobre el aspecto e importancia de lo que fue la catedral románica de Pamplona. Por la gran superficie que tenía y por la calidad de su escultura monumental sabemos que se trataba de un templo muy excepcional para el románico hispano de su época. Sin embargo las interpretaciones que se hacen de su fábrica se entienden mal en el contexto lógico de un proceso normal de construcción.
Todo parece indicar que el templo catedralicio románico ocupaba el mismo lugar en el que se situaba la fundación hispanovisigoda. Carecemos de noticias documentales que acrediten de manera incuestionable la creación de una nueva sede catedralicia antes de finales del siglo XI. Las recientes excavaciones arqueológicas, al menos por lo publicado hasta ahora, no nos han proporcionado ni el más mínimo indicio planimétrico de lo que pudiera ser el templo prerrománico. Los materiales procedentes de estas prospecciones, aunque tendremos que esperar a la publicación de su exacta situación en la estratigrafía arqueológica, corresponden a distintas épocas que van desde la romanidad hasta el gótico.
El advenimiento de la dinastía Jimena, con su expansión territorial hacia Nájera, debió producir un acusado retraimiento en la monumentalización de la vieja Pamplona durante algo más de siglo y medio. El carácter itinerante de la corte y las prolongadas estancias de la misma en la capital najerense fueron factores determinantes en este sentido. Sin duda, como no podía ser de otra manera, la documentación nos informa de donaciones de una cierta importancia por parte de los monarcas: la de Sancho Abarca (970-994) concediendo la ciudad de Pamplona y el castillo de San Esteban de Deyo: Sancho III (1004-1035) restituyendo el dominio del obispado; García el de Nájera (1035-1054) entregando el monasterio de Anoz. La primera y la última de estas tres noticias indican más la indiferencia del monarca que su interés. A Sancho Abarca parece interesarle poco el dominio de la ciudad, mientras que a García es evidente que su ideal geopolítico estaba lejos de Pamplona. Si durante este largo período un rey o un obispo hubiera emprendido la realización de un nuevo templo es casi imposible que hubiera pasado desapercibido, ya sea directa o indirectamente, de la documentación conservada por precaria que esta sea.
La anexión del reino navarro al trono de Sancho Ramírez supuso una inmediata renovación eclesiástica a partir del obispo y el clero catedralicio. El monarca quería potenciar la figura del prelado de Pamplona, evitando hipotecas como la subordinación a un centro monástico. De esta manera la preocupación del obispo se centraría en la organización de la catedral y de la diócesis. La revitalización de la vida canónica con una presencia continuada del prelado se manifestará de inmediato en el inicio de unas obras que darán un aspecto moderno al conjunto catedralicio y lo mismo sucederá con la edilicia urbana. Para llevar a cabo tan decisiva labor organizativa y constructiva era necesario que el obispo contase con recursos económicos. Con este fin, Sancho Ramírez confirmó en 1087 el patrimonio de la catedral y en especial el de la ciudad de Pamplona.
Con el nombramiento de Pedro Andouque o de Rodez (1083-1115) como obispo de Pamplona se dará inicio a esta trascendente renovación eclesiástica. La primera medida adoptada por el nuevo obispo fue organizar un cabildo que viviese sometido a la regla de San Agustín. Con esta medida seguía las indicaciones del monarca que pretendía una reforma de la iglesia de sus reinos según las directrices de Roma. Poco antes el mismo rey Sancho Ramírez, al establecer la canónica agustiniana en la catedral de Jaca, mostraba su acatamiento a las directrices pontificias y cómo debía comportarse el clero que atendía la catedral: “Así pues he decidido, según decretaron los santos pontífices de Roma y fijaron el beato Agustín y los restantes santos padres, para honor de Dios y de San Pedro, jefe de los apóstoles, reunir en la iglesia de Jaca a los clérigos según la tradición apostólica, llevando una vida de comunidad y no disfrutando de nada como propio, ni considerando nada suyo, sino teniendo todo en común y alegrándose con la regla de nuestro padre san Agustín, con una sola comida y hábito”. Para que los nuevos canónigos de Pedro de Rodez pudieran llevar una vida en común, teniendo un hábito idéntico, durmiendo en un mismo dormitorio y comiendo en un refectorio único, era necesario crear las oficinas claustrales que facilitasen la práctica de la regla. Estos edificios comunitarios constituyeron, en torno a un claustro, la primera fase constructiva promovida por el obispo Pedro; las obras se prolongarían hasta el año 1097. Siguiendo los usos habituales por entonces, estas dependencias claustrales se debieron articular sobre el lado meridional del templo, que, en este caso, no podía ser otro que la vieja catedral prerrománica. En la actualidad se conserva un edifico considerado cilla que por sus características podría considerarse la canónica de esta época.
Centrémonos a continuación en un breve análisis de lo que conocemos de la catedral como templo románico. Los escasos datos documentales se podrían resumir en los siguientes términos según la opinión más generalizada entre los expertos que se han ocupado del tema. A partir de 1097 empezamos a tener noticias de que se está pensando en la construcción de una gran iglesia, pues en este año el papa Urbano III recomendaba a Pedro I a que “ayudara a construir una nueva basílica”. Desde este año se suceden diversos documentos que en términos muy parecidos exhortan a continuar con las obras catedralicias. Bajo la prelatura de Guillermo Gastón (1115-1122) se documenta la pavimentación del templo y el cierre de siete capillas con rejas. De esto deduce, con toda lógica, Martínez de Aguirre “que al menos la cabecera y el transepto habían sido concluidos”. Una carta del obispo Sancho Larrosa (1122-1142) nos informa que la dedicación de la iglesia había tenido lugar en 1127.
¿Qué representó este edificio en su momento? No sólo fue el exponente de una importante renovación cultural y artística frente a la postración y decadencia en la que había permanecido hasta entonces la catedral, sino que la monumentalidad de su proyecto le convertía en el segundo templo catedralicio hispano después de Santiago de Compostela. Sin duda, fue Pedro Andouque el primer interesado en promover una construcción tan importante, pero la voluntad regia no le debía ir a la zaga. ¿Acaso se estaba pensando en un desplazamiento occidental del centro neurálgico de la geopolítica de los territorios gobernados por el rey? La catedral de Pamplona, tanto por el tipo templario como por sus dimensiones, dejaba obsoletos y pequeños la catedral de Jaca y otros templos aragoneses. Si en Jaca se había comenzado un modernísimo edificio románico con un buen taller de escultura, al conquistarse Huesca (1096) y a la vez dar comienzo las obras de Pamplona (1097), los buenos escultores desaparecen de la lonja jaquesa y el edificio termina por cubrirse con una pobre armadura de madera. El tamaño del templo, la posible rapidez de su construcción y la extraordinaria calidad de los escultores que trabajan en el claustro convierten a Pamplona en uno de los grandes centros creadores de la primera mitad del siglo XII peninsular.
Sobre la importancia de su tamaño el cuadro comparativo que reproduzco es bastante esclarecedor.
Obsérvese especialmente las diferencias con la catedral aragonesa de Jaca o con el templo de Leire. Este último lo representamos en dos momentos:
1º) Según el aspecto que tendría al juntarse la cabecera románica con las naves del templo prerrománico; éste sería su aspecto al iniciarse el proyecto de la catedral de Pamplona.
2º) Con la ampliación occidental, obra que se realizaría siguiendo pautas decorativas monumentales experimentadas ya en la misma catedral pamplonesa. Más interés tiene la semejanza de tipo, crucero ampliamente acusado sobre las naves colaterales, con otros templos catedralicios de los reinos hispanos occidentales. Aunque tenemos ciertas dudas sobre la cabecera de la sede leonesa, sin duda su superficie era más pequeña. Es muy curioso cómo será la catedral de Lugo la que más coincidencias muestre con Pamplona, incluso en la forma de su fachada occidental. Una y otra presentan en esto su clara dependencia del modelo compostelano.

Cuadro comparativo de la planta de la catedral de Pamplona con otros edificios románicos (según Bango) 

De lo que hemos dicho hasta aquí, parece incuestionable la importancia del tamaño del templo con respecto a otros de su clase coetáneos, superando incluso la catedral de la capital del reino de León. Aunque resulta muy difícil, dado lo conservado, sería conveniente hacer algunos comentarios sobre ciertos aspectos constructivos y el tipo de edificio templario.
Si tenemos en cuenta la relación entre contrafuertes y soportes internos, apreciamos dos claros métodos constructivos perfectamente diferenciados. El primero fue aplicado en la cabecera (ábsides y crucero) y el muro meridional del templo. Se caracteriza por tener contrafuertes externos, pero los cimientos no acusan los soportes correspondientes internos. El segundo responde a un criterio constructivo también románico, pero muy diferente. Lo apreciamos en el muro septentrional de las naves, donde contrafuertes y soportes apilastrados aparecen lógicamente emparejados. Los dos métodos coinciden con otras tantas etapas del lógico proceso constructivo de los templos medievales: primero se realiza la cabecera y el cierre de las naves con el muro correspondiente al lugar donde se levante el claustro; en un segundo momento se cierra el perímetro exterior.
Por desgracia, de esta catedral singular sólo conocemos el perfil de su planta y su superficie por las estratigrafías arqueológicas. Aunque esta es muy escasa información, los sencillos bosquejos que reproducimos a continuación me permitirán evocar algunas de sus posibles características tipológicas. Se muestra con una gran potencia volumétrica el gran crucero continuo, de una sola nave, sobre el que se articulan ábsides que dejan un tramo entre ellos. Además del ábside central, poligonal al exterior, los laterales, circulares, presentan columnas que arrancando de las banquetas del zócalo llegan hasta la cornisa. Para la reconstrucción segura de estas columnas contamos con claros indicios arqueológicos. Un cabildo catedralicio tan importante como el pamplonés debía disponer numerosas capillas con altares para que solo se pudiera celebrar una misa al día en cada uno de ellos. Es a este respecto por lo que, tal como ya hemos apuntado, tiene lógica la noticia de las siete rejas de la consagración durante la época de Guillermo Gastón. Así deberíamos considerar que estos se pondrían no sólo en los ábsides, sino también en los espacios rectos entre estos. La presencia de un ábside poligonal alternando con semicirculares se suele poner en relación con las capillas de la girola compostelana, sin embargo pienso que hay una relación más próxima y lógica con la arquitectura románica de Gascuña. Existen en esta región una serie de templos con cabecera que tiene un ábside central poligonal flanqueado por dos ábsides semicirculares teniendo entre ellos un tramo recto, resulta imposible no evocar aquí la cabecera de Pamplona.
No he representado un cimborrio de acusado volumen sobre el crucero, pues no es posible asegurar su existencia. En todo caso lo más lógico es pensar que, al menos, estuviera previsto. Una cubierta única a dos aguas para las tres naves parece la solución más lógica tal como se realizó en la catedral de Santiago. La fachada occidental con dos puertas y sendas torres están perfectamente documentadas. La fachada occidental de la catedral de Lugo presenta en la doble puerta central y en la distribución del ventanaje grandes similitudes con la fachada de Platerías de Compostela. En este sentido es posible que la de Pamplona tuviera gran parecido con esta solución. Sin embargo existe una profunda diferencia en los tres monumentos con respecto a las torres. En Platerías, las torres cilíndricas arrancan en las esquinas a partir de la planta de tribunas. Lugo flanquea los dos vanos centrales de las puertas con sendas torres cilíndricas, sin embargo, aunque se parecen a las compostelanas, las lucenses arrancan desde el mismo suelo. En Pamplona las torres, de sección cuadrada, ocupan el tramo correspondiente de las naves colaterales. Estas torres tienen en el núcleo central el huso de la escalera de caracol. En Compostela las torres cuadradas no aparecerán hasta después de la posible estancia del maestro Esteban, disponiéndose en los ángulos occidentales del encuentro del crucero con las naves, y a los pies del templo. En ambos casos las escaleras internas no son de caracol sino de tiros rectos siguiendo los muros. Mientras que en Lugo la inspiración en Platerías es incuestionable, las de Pamplona no tienen ninguna relación con ellas. El tipo de torre y su ubicación parece despejar cualquier duda acerca de una posible tribuna sobre las colaterales: no es posible, o al menos lógica, su existencia.
Aunque ciertas características de la cabecera serían de discutible inspiración compostelana, parece que ésta es incuestionable en lo que se refiere a algunos aspectos conceptuales de la fachada occidental. En todo caso mejor documentada está la decoración monumental de esta portada, algunos de cuyos capiteles se conservan y denuncian su parentesco con lo compostelano. Estas posibles relaciones plásticas y estilísticas se explican por la presencia en la obra de Pamplona de un personaje llamado Esteban que ostentaba el título de “maestro de Santiago”.

Hasta aquí hemos hecho una exposición de lo que ha podido ser la interpretación de este edificio, sin embargo hay que reconocer que todo ello nos genera dudas muy serías que no han sido tenidas en cuenta. Me refiero especialmente al proceso cronoconstructivo y la existencia de un templo prerrománico que siguió en activo durante este proceso de edificación.
Dos tipos de argumentos parecen demostrar que este gran templo se construyó desde oriente hasta occidente durante el primer tercio del siglo XII. Por un lado, la existencia de la cabecera románica podría confirmarse con el citado testimonio de Guillermo Gastón y sin ningún género de dudas por la de la dedicación. Para la fachada occidental carecemos de información documental, pero todos los expertos que han analizado los restos escultóricos que pertenecían a ella coinciden en atribuirles una cronología que, en su sentido más lato, se situaría en el primer tercio del siglo XII. ¿Es posible que el segundo templo más grande de la España románica de este momento se construyese en menos de treinta años? No parece probable, ni siquiera siguiendo el sistema que se utilizó en la catedral de Jaca: se construyó la cabecera con sus abovedamientos, siguiendo los muros perimetrales hasta su cierre por la fachada occidental; iniciándose a partir de aquí la construcción de los intercolumnios. Me da la impresión, hoy día nada más que una mera hipótesis de trabajo, que la integración del edificio prerrománico en el nuevo tuvo un protagonismo decisivo. A partir de un núcleo original, la catedral prerrománica, se articuló una ampliación oriental, la cabecera, y otra occidental que tendría como remate la fachada de la que estamos tratando. La curiosa solución del muro meridional, a la que nos hemos referido antes, podría ser el testimonio de un muro del antiguo edificio trasformado en parte para su integración en la obra nueva. Tendríamos así una solución como la que se dio en el monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos: sobre una iglesia prerrománica de tres naves se articuló derribando la cabecera otras tantas naves plenorrománicas con sus correspondientes tres ábsides semicirculares; posteriormente, se prolongaron las naves prerrománicas con una obra tardorrománica hacia occidente. La fórmula no era tan exótica para el medio navarro, tal como ya hemos comentado se estaba dando por aquel entonces en el monasterio de San Salvador de Leire.

Del tardorrománico al protogótico. el chapucero aspecto de lo inacabado
La última fase del románico navarro, al igual que en el resto de la geografía hispana, nos muestra una arquitectura absolutamente condicionada por la falta de recursos económicos para completar las obras iniciadas. Aunque, sin duda, se podría incluir en una situación de crisis económica de carácter general en un principio, la verdad es que su repercusión en el proceso constructivo supera ampliamente la cronología de esta. Las consecuencias no fueron simplemente un paro en las obras, sino que la reanudación de las mismas ocasiona un cambio de estilo e incluso de las soluciones constructivas y funcionales. Entre los especialistas que han estudiado estos edificios suele haber una cierta confusión a la hora de clasificarlos. El empleo de términos como tardorrománico o protogótico son mal utilizados en muchos casos. El concepto de tardorrománico corresponde a un edificio que ha sido pensado con estas características desde el proyecto hasta su total materialización en la obra. Protogótico se refiere a las primeras manifestaciones de este estilo. Cuando un arquitecto proyecta un edificio en protogótico, lo lógico es que el abovedamiento tuviera perfectamente previsto su apeo por los diferentes elementos de sustentación. De una manera ingenua se han explicado como edificios protogóticos aquellos que presentan una infraestructura de soporte tardorrománica y, sobre ella, se disponen unas bóvedas de crucería. Esta situación provoca un abandono de la verdadera función de los elementos de soporte, haciendo que queden sin utilidad o reempleadas con otra función tectónica adecuada al apeo de la crucería. Tal como creo haber demostrado para la catedral de Lérida, se trata de dos maestros distintos: uno de formación románica proyecta el tipo de edificio con su estructura correspondiente; en una primera campaña se edifica los muros y, después de un paro en las obras o con una solución de una cubierta de madera, se vuelve a la edificación intentando adaptar una solución gótica. Al no ser la cronología de esta última la del proyecto y primera fase de las obras, ya no es posible calificarla de protogótica. Aunque en alguno de estos edificios este desfase estilístico y funcional queda más o menos armonizado, lo habitual es que trasmita la sensación de obra chapucera e inacabada.
Una rápida visión de edificios como San Pedro de la Rúa, San Miguel de Estella, Santa María de Sangüesa y todo un amplio etcétera que afecta al 80% de los grandes edificios del tardorrománico, nos permite comprobar la arbitrariedad con la que se acaban los proyectos. No se trata ya, de un simple cambio de bóvedas o de arcos, cosa lógica en una obra realizada en el transcurso de mucho tiempo, sino de cómo se articula todo ello con la infraestructura. La complejidad del pilar tardorrománico pierde toda su lógica y sus elementos se emplean aleatoriamente. Un codillo o una columna pensada para la correspondiente dobladura se emplea ahora para apear un crucero, pero en el pilar parejo puede ocurrir que la solución no sea la misma. La dobladura de los arcos perpiaños o formeros, prevista desde los cimientos, unas veces se completa, pero en muchas ocasiones no. Se afeitan columnas entregas para convertirlas en consolas, mientras que otras veces no se duda en combinar columna con consola para soportar un arco. Incluso no se duda en dejar columnas inacabadas; o lo que es peor, acabadas, pero sin función específica.

Las grandes iglesias del tardorrománico navarro: Santa María de Fitero
A partir de los trabajos de Eydoux, la cabecera con girola de Santa María de Fitero se ha estudiado en relación con cuatro fundaciones cistercienses españolas que también adoptan girola: Santa María de Poblet (Tarragona), Santa María de Moreruela (Zamora), Santa María de Gradefes (León) y Santa María de Veruela (Zaragoza). Para este investigador, dejando aparte el caso de la abacial de Gradefes, se podría pensar que el proyecto de los cuatro templos se debía a un solo maestro de obras. Para que se pudiera haber producido este encargo se supone que se trataba de un arquitecto de una gran reputación: “había vivido durante mucho tiempo en Francia, y más exactamente en Borgoña, donde él conoció las grandes construcciones románicas, recientemente erigidas, al mismo tiempo que las soluciones góticas comenzaban a afianzarse”. Estas girolas, con sus absidiolas articuladas tangencialmente sobre ellas, constituían para Azcárate una novedad protogótica frente a la fórmula románica que dejaba un tramo del deambulatorio entre cada capilla tal como aparecía en los templos gallegos de Osera, Cambre y Melón. Con este tipo de comentarios de carácter general y otros muchos que podríamos introducir a partir de algunas monografías dedicadas a estos edificios de manera particular, nos debemos plantear el análisis del templo de Fitero desde dos puntos de vista muy distintos, pero evidentemente complementarios: por un lado, todo aquello que se refiere a su función y significado en el contexto de la arquitectura templaria de los cistercienses; por otro, el estudio de su estructura arquitectónica y de sus características estilísticas.
Entre los muchos tópicos falsos que se atribuyen a una caracterización propia de los cistercienses está el que considera que fueron los creadores de grandes cabeceras con múltiples ábsides. A este respecto, se nos presentan estas cabeceras bajo la forma de tres variantes clásicas:
1) Un crucero en el que se disponen numerosos ábsides en batería articulados sobre el muro oriental;
2) Una girola con capillas radiales;
3) Una fórmula híbrida, originada por la yuxtaposición de los dos modelos anteriores. Sin duda estas soluciones fueron empleadas por los cistercienses por la necesidad que tenían de capillas con altares puesto que sus comunidades contaban con un número muy crecido de sacerdotes, pero en absoluto fueron los creadores de los prototipos. Estos tuvieron su origen más remoto a finales del siglo X y se codificaron definitivamente a partir del año mil, constituyendo lo que se denominó por Lefèvre Pontalis “las grandes cabeceras benedictinas”.

Planta de la cabecera de las iglesias cistercienses que interpretan el modelo de Claraval 

Aunque los grandes templos carolingios llegaron a tener decenas de altares, sólo tres o cuatro como mucho tenían un marco arquitectónico de fábrica para definir el conjunto de su escenografía. Por alguna circunstancia que se nos escapa, en el entorno del año mil, los altares que requieren el incluirse en el marco de un ábside empiezan a ser muy numerosos: cinco, siete, nueve y hasta once ábsides. La autoridad eclesiástica no permitía celebrar la eucaristía dos veces por día en el mismo altar. Cuando la comunidad religiosa que regía el templo (monástica, colegial o catedralicia) contaba con muchos sacerdotes, era necesario tener una iglesia con una gran cabecera del tipo que hemos señalado anteriormente. El éxito alcanzado por los cistercienses en la sociedad del siglo XII produjo una progresiva ampliación del número de monjes de sus monasterios. Como además muchos de estos monjes eran sacerdotes, fue necesaria para el desarrollo del culto la realización de iglesias con alguna de las grandes cabeceras que hemos señalado anteriormente.
A las iglesias citadas por Eydoux y Azcárate habría que añadir la portuguesa de Alcobaça, constituyendo un grupo relativamente homogéneo y poco habitual en la arquitectura de los cistercienses. En principio era lógico que los cistercienses no hubieran elegido la cabecera con girola para sus templos, pues se trataba de un proyecto arquitectónico demasiado suntuoso para los principios de una orden marcada por la pobreza. Desde las dificultades del proyecto a la especialización de los trabajadores, sin olvidarnos de los materiales, una solución de este tipo era la más cara que podía adoptar un gran templo. Pero ya no era tanto el costo material, que sin duda era significativo, sino la imagen de soberbia munificencia que una cabecera como esta se mostraba a la contemplación de todos. Los cistercienses solo se atreverán a hacer una cabecera de esta monumentalidad una vez muerto Bernardo de Claraval en 1153. Sus colaboradores inmediatos, temerosos de su reacción violenta dado su temperamento, debieron ocultarle en los últimos momentos de su enfermedad el proyecto de cabecera que estaban preparando para la abadía de Claraval. Solo así se explica que inmediatamente después de su muerte comenzaran los trabajos y estuvieran concluidos en 1174.
Lo realizado fue una girola con nueve capillas radiales y tangenciales. Aunque sus discípulos sabían que este proyecto arquitectónico contravenía los principios de pobreza y sobriedad defendidos a ultranza por Bernardo, no dudaron en utilizar su figura para prestigiar la obra arquitectónica, haciendo que ambas permaneciesen juntas en la memoria histórica del monasterio. A su muerte fue enterrado junto al cuerpo de su discípulo Malaquías ante el altar mayor de la abacial. En 1178, cuatro años después de su canonización, sería colocado en un gran conjunto funerario detrás del altar mayor.
La nueva iglesia de Claraval y este fasto de monumentalización funeraria constituyen todo un símbolo de la gran trasformación que los cistercienses están experimentando. ¡Qué lejos se está ya de aquel espíritu fundacional marcado por la sobriedad, la sencillez y la pobreza.
Esta gran cabecera de Claraval, con el valor añadido que le confería su significado como relicario monumental de san Bernardo, enseguida tuvo una gran repercusión en los templos nuevos que se estaban erigiendo en España. Las abadías peninsulares que adoptaron este tipo de cabecera responden todas ellas en su proyecto original a un período que se puede situar perfectamente en la segunda mitad del siglo XII, por señalar un marco lo suficientemente amplio para que se incluyan todas. Conviene recordar en relación con la cronología que el templo que se cita habitualmente como continuador del modelo de Claraval es la nueva cabecera de Pontigny cuyas obras se realizaron entre 1205 y 1210.
De los ocho ejemplos peninsulares dos responden a soluciones plenamente románicas (Osera y Melón), uno (Alcobaça), el más tardío, es gótico, y los otros cinco, los agrupados por Eydoux, constituyen un grupo con ciertas similitudes de muros románicos y abovedamientos ya góticos. Todos ellos surgieron por un afán de reproducir una cabecera monumental que prestigiase la abadía. Como una solución de este tipo era tan monumental que contravenía absolutamente los principios cistercienses, sólo se podía justificar como emulación de la abadía de Claraval cuya realidad aparecía, tal como acabamos de comentar, falsamente legitimada por la figura de Bernardo y por el culto que en ella se le daba. Tal como ya indiqué hace tiempo las cinco iglesias no responden a un proyecto único realizado por el mismo arquitecto, sino que han sido realizadas a partir de una misma idea, pero materializada por arquitectos diferentes y con mano de obra local. Todo parece indicar que cada uno de estos abades, en el caso de Gradefes sería abadesa, encargó un proyecto de iglesia que tuviese una girola con capillas tangenciales. De esta manera se estaba refiriendo el modelo de Claraval, pero como es lógico, ante esta propuesta, cada uno de los arquitectos le dio una solución propia de acuerdo con sus conocimientos técnicos y la realidad constructiva del momento. Salvo el caso del constructor de Alcobaça, templo que presenta una cabecera muy próxima al modelo, ninguno de los arquitectos conoció la solución de Claraval.
De estas iglesias hispanas, las de Melón y Osera, siguiendo la solución de la catedral compostelana, iluminaban perfectamente el deambulatorio por los vanos que se abrían entre las capillas radiales. El resto de estos edificios, los cinco señalados por Eydoux, se encontraron con un problema muy importante: las capillas al ser tangenciales no permitían disponer entre ellas vanos para la iluminación. En una solución plenamente gótica esto no tenía graves problemas, puesto que las capillas eran poco profundas y sus muros estaban rasgados por amplios ventanales de arriba abajo, lo que permitía pasar profusamente la luz. Nuestros edificios eran muy conservadores a este respecto; sus muros concebidos en su mayor parte como románicos tenían unas pequeñas ventanas que limitaban la luz al paso de una estrecha saetera.

Cabecera de la iglesia de Osera (según Bango) 

Cabecera de la iglesia de Moreruela (según Bango) 

Esquema comparativo de las dos soluciones de las cabeceras del tipo Fitero: con iluminación directa del deambulatorio y sin ella 

Los proyectos de Veruela y Moreruela previeron este problema situando un vano por encima de los arcos que daban acceso a las capillas. El efecto conseguido era doble: lumínico y volumétrico. Como la luz que entraba por estos vanos se proyectaba directamente sobre las bóvedas del deambulatorio, de aquí de manera cenital descendía difusamente sobre el espacio de la girola. Este orden de ventanas exigía un muro que conformaba en altura la girola, obligándola a una mayor altura. Interiormente el deambulatorio aparecía así más esbelto, mientras que el exterior la cabecera se mostraba en tres rotundos volúmenes armoniosamente escalonados. Los proyectos de Fitero, Poblet y Gradefes, al no tener en cuenta esta solución, se muestran demasiado pesados e inarmónicos. Con el paso del tiempo, al taparse las ventanas con los retablos góticos, el problema de la luz se agudizó y con ello la falta de esbeltez hizo gravitar aún más el peso de las bóvedas.
La otra fórmula de conseguir una gran cabecera, un crucero articulando más de tres ábsides en batería, se emplea en tres edificios del tardorrománico navarro. La iglesia del monasterio cisterciense de La Oliva presenta cinco ábsides y otros tantos la colegiata de Tudela. En uno y otro caso esta importante cabecera se explica por corresponder el primero a una importante comunidad monástica y el segundo es la iglesia mayor de la ciudad acogida al patrocinio de la propia casa real. Por lo poco que conocemos de su historia en principio resulta inexplicable el caso de San Miguel de Estella con sus cinco ábsides escalonados. Se trata de una iglesia parroquial que en sus orígenes dependía de San Juan de la Peña. Su cabecera pensada para una importante comunidad de clérigos y la calidad de su escultura son la prueba indiscutible del poder de los promotores iniciales. Sin embargo, a partir del siglo XIII, las cosas cambiaron radicalmente. La simple observación del estado actual del edificio nos permite ver cómo partes iniciadas se quedaron sin concluir, elementos pensados con un criterio se reutilizaron con otro y en general se aprecia un lentísimo proceso de construcción que se prolongaría hasta el siglo XVI.

Románico navarro
En el año 1057 tenía lugar en el monasterio de Leire la consagración de una ampliación de la iglesia que resultaba novedosa con relación a lo hasta entonces construido en el reino de Pamplona. Pese a contar con una secular trayectoria de soberanía, el reducido territorio gobernado por la dinastía Jimena no se había caracterizado por sus logros artísticos. Los edificios prerrománicos conservados resultan modestos en lo arquitectónico y toscos en lo escultórico, y no consta que nada de lo desaparecido, salvo la seo pamplonesa, los sobrepasara en interés
Lo más reseñable correspondía a miniaturas realizadas en cenobios riojanos que en poco tiempo quedarían definitivamente desligados de Navarra. Sin embargo, a partir de Leire y, sobre todo, de la edificación de la catedral de Pamplona iniciada hacia 1100, el pequeño reino pirenaico se sumará al gran esfuerzo creativo vivido en Europa Occidental y aportará obras de primera categoría que le han otorgado un lugar significativo en las historias del arte románico.
Hacia 1030, en tiempos del rey Sancho III el Mayor y del abad Sancho, debió de iniciarse la nueva obra legerense, consistente en la ampliación de la antigua iglesia mediante la construcción de una cripta y una nueva cabecera, que significaron a un tiempo esfuerzo y novedad. Esfuerzo inusitado por el tamaño y el tipo de aparejo empleados, grandes sillares trabajados a puntero, así como por las dimensiones alcanzadas, especialmente en lo que se refiere a la altura de las naves. Novedad por la introducción de soluciones hasta entonces no empleadas por estas tierras, desde los pilares compuestos y su alternancia con columnas hasta el trazado de tres ábsides escalonados, el ambicioso abovedamiento de todos los espacios o el uso de determinados patrones decorativos. Su interés rebasa las mugas navarras, porque incorpora en fechas tempranas y con cierta torpeza casi todos los elementos que caracterizarán la gran arquitectura del románico pleno. La construcción evidencia dudas y desconocimientos, que llevaron al arquitecto a adoptar decisiones atípicas, como la partición en dos de la nave central de la cripta para mantener uniforme la altura de sus bóvedas o el reducidísimo tamaño de los fustes, pero también cierto atrevimiento que es la llave de la creatividad. El empeño se explica en el marco de las nuevas circunstancias vividas por el monasterio en tiempos de ambos Sanchos, cuando su abad fue también obispo de Pamplona y dispuso de las rentas episcopales, siempre con el respaldo de un monarca impulsor de la vida monacal y de la reforma eclesiástica. La decisión de renovar y ampliar la iglesia con soluciones tan alejadas de las tradiciones locales hubo de tomarse bajo la influencia de modelos externos. A este respecto se han recordado las misivas que el soberano recibió del abad Oliba, promotor de la renovación artística en Cataluña bajo el signo del primer románico lombardo, pero parecen más acordes con las opciones arquitectónicas ensayadas en Leire las vinculaciones del rey y del prelado con el gran abad Odilón de Cluny.
Sancho III contribuyó con dinero a obras cluniacenses y es posible que el propio abad hubiera residido durante un tiempo en el monasterio borgoñón. No hay duda de que el director de obras era conocedor de nuevos rumbos por entonces emprendidos en la arquitectura ultrapirenaica.
Las circunstancias de Leire fueron demasiado excepcionales como para que el nuevo templo provocara una generalizada renovación del arte navarro. Ningún otro edificio precisaba sus dimensiones, ni contaba con sus recursos económicos. Sin embargo, algunos elementos empleados en la abadía dejaron huella en el entorno. Probablemente es secuela legerense la aparición de hiladas de gran aparejo en el ábside de la iglesia de Elizaberría (Salinas de Ibargoiti) a medio camino entre Leire y Pamplona, templo que perteneció a Leire. El uso de arco ciego enmarcando la ventana en algún tramo de su nave evidencia una ejecución posterior a la nave legerense. Del mismo modo cabe atribuir a su estela el predominio en el valle de Salazar y otros cercanos de un tipo arquitectónico en que el ábside enlaza con la nave sin contrafuertes o rebajes que marquen la cesura entre el semicilindro y los tramos rectos. Así había sido concebida la conexión ábsides-naves en Leire. Por último, en iglesias aragonesas vinculadas con la monarquía (Loarre, Sos del Rey Católico) se dio una tercera secuela, consistente en la disposición de criptas con pasillo transversal a occidente cuya finalidad era facilitar la comunicación por debajo del templo.

Cabecera de San Salvador de Leire 

El interés que el primogénito de Sancho III, García el de Nájera, mostró por esta localidad riojana y la crisis dinástica provocada por la muerte violenta de Sancho IV ayudan a entender que apenas se acometieran obras importantes en Navarra durante varias décadas. Probablemente en esas fechas se llevó a cabo la construcción del puente de Puente la Reina, un gran reto constructivo que salva más de cien metros con sus siete arcos, el mayor de los cuales supera los veinte de luz. Ninguna bóveda se atrevió a tanto en edificaciones religiosas. Se supone financiado por una reina, quizá doña Mayor, la viuda de Sancho III, quizá doña Estefanía, la mujer de García. La construcción de puentes en el Camino de Santiago fue tarea acometida por varios monarcas hispanos de la segunda mitad de siglo, como Ramiro I de Aragón y Alfonso VI de Castilla. En cuanto a iglesias, un documento de 1074 da cuenta de la consagración de San Miguel de Excelsis, en la cumbre del monte Aralar, edificio que habría sido ampliado con dos ábsides laterales y la correspondiente modificación de las naves a partir también de una construcción prerrománica. La ausencia de transepto, los pilares de triple rincón, el aparejo de pequeñas dimensiones, las ventanas descentradas y la ausencia de ornamentación escultórica corresponderían a una fase románica previa a la expansión de las soluciones languedocianas.
Una remodelación durante el segundo cuarto del siglo siguiente modificaría su apariencia.
Las circunstancias dinásticas y religiosas dieron un vuelco a partir de 1076. Tras el asesinato de Sancho IV el de Peñalén y la rápida irrupción del rey Sancho Ramírez de Aragón, que incorporó a su corona el reino de Pamplona, se produjeron varios cambios significativos, entre ellos la pérdida de La Rioja, con lo que significó de desconexión de un territorio con un sustrato artístico de gran interés, y también la introducción de la reforma gregoriana, impulsada por los reyes aragoneses.
En el año 1089 el diploma de dotación de la iglesia de Funes menciona que Sancho Ramírez estaba edificando Santa María de Ujué, agradecido por la ayuda que había recibido de dicha fortaleza cuando se adueñó del reino. La planta de la cabecera y la decoración escultórica atestiguan su inequívoca inspiración en la catedral de Jaca, pero no así el alzado. Lo que entonces se construyó, muy probablemente anexionado a las tres naves de la iglesia prerrománica, presenta una elevación muy distinta de la jaquesa. En la ciudad aragonesa los tres ábsides iban seguidos por un transepto de enorme altura, con crucero que terminaría abovedado con cúpula nervada. En Ujué optaron por una elevación de las naves mucho más modesta, recurriendo a la solución legerense: tres naves abovedadas con cañones paralelos, el central algo más alto (por cubrir una nave algo más ancha). En resumen, el maestro de Ujué, que habría sido enviado por el propio rey, adopta la planta de la gran iglesia donde estaba trabajando, es decir, Jaca, y reduce sus dimensiones para acomodarla al nuevo encargo, pero no sigue el modelo en su totalidad, sino que sustituye la complejidad del alzado altoaragonés (que no estaba concluido en 1089) por otro más sencillo, inspirado en el único templo románico de tres naves por entonces existente en esas comarcas orientales (Leire). En la composición interior de los ábsides observamos una solución llamada a contar con gran repercusión. Mientras en las capillas laterales se conforman con una ventana decorada cuyo cimacio se prolonga en moldura a lo largo de la curvatura absidal, en la mayor flanquean el enmarque de la ventana con dos arcos ciegos también decorados de las mismas dimensiones, que ocupan casi la totalidad del semicilindro. La combinación ventana-arco ciego, inexistente en Leire donde los vanos carecen de enmarques ornamentados, tendrá una fructífera continuidad en el románico navarro.
Ujué quedó sin terminar, preparada para la prolongación de las naves hacia occidente, lo mismo que había pasado con Leire en 1057. En este monasterio quizá habían interrumpido la obra nada más conectar con las naves prerrománicas, o quizá la detención obedeció a otro factor (¿la pérdida de las rentas episcopales a partir de 1054?, ¿la desaparición del maestro director?).
Muchos otros edificios sólo abovedaron inicialmente el ábside y un primer tramo, lo que nos lleva a plantearnos otro interrogante: ¿acaso la práctica constructiva prerrománica había calado con tal fuerza que consideraban normal abovedar sólo la cabecera y cubrir las naves con madera? De ser así, lo que a primera vista conjeturamos como resultado de interrupciones imprevistas, en realidad correspondería a planes preconcebidos.
Sancho Ramírez impulsó la reforma religiosa alentada por el papado. El nombramiento de un nuevo obispo de Pamplona en la figura de Pedro de Andouque (o de Roda) trajo profundas consecuencias en el terreno artístico. Antiguo monje de Santa Fe de Conques, iglesia de peregrinación cuya importancia en el desarrollo del románico occidental no necesita glosa, pronto introdujo en Pamplona un cabildo de vida regular, lo que exigía dependencias apropiadas: dormitorio, refectorio, claustro, etc. De ahí que empezara por alzar un nuevo edificio de dos plantas, con puerta de cierta monumentalidad, identificable con una estancia al oeste del claustro gótico usualmente denominada cilla. En vez de traer un equipo de canteros que ejecutaran una construcción ajena a las tradiciones locales, se conformó con contratar a un director de obras conocedor del pleno románico con quien colaboraron constructores autóctonos. El maestro vino de Toulouse, al menos de allí proceden no sólo los temas que aparecen en los capiteles de la puerta de la canónica, sino también el modo como fueron tratados. Es fácilmente reconocible como tolosana la composición a partir de parejas de pájaros que unen sus dorsos, y también la de leones emparejados. Este último tema alcanzó enorme difusión por todo el norte peninsular, especialmente a partir de Compostela, pero los leones hispanos están de pie sobre sus patas, no apoyados sobre sus cuartos traseros, postura propia de Toulouse utilizada en Pamplona. Lamentablemente, la restauración de esta puerta en el siglo XX fue excesiva, ya que introdujeron dovelas nuevas con diseños ornamentales que aparentan ser más tardíos. Para los muros se contentó con un aparejo pequeño y desigual, barato y de gran arraigo entre los constructores locales.
El papa Urbano II felicitó al obispo en 1097 por haber llevado a cabo con éxito la reforma del clero y “los edificios convenientes para el servicio de Dios”, y le animó a culminar su labor con la edificación de una nueva basílica. En la Edad Media la cadena de pasos que conducían a la ejecución de una catedral solía seguir un mismo orden. En primer lugar estaba la decisión de construir, motivada por el deseo (o la necesidad) de renovación del templo. Luego venía la búsqueda de fondos, que en época románica a menudo se canalizaba a través de una cofradía; en el caso de Pamplona, el papa concedió indulgencias a quienes se inscribieran. El tercer paso era la contratación del maestro, que habría de diseñar el proyecto e iniciar los cimientos. Contamos aquí con el excepcional testimonio de tres documentos (de 1101 y 1107) referidos a Esteban, casado con Marina, que había realizado “buen servicio en el edificio” y que por ello recibió del prelado casas y otros bienes, incluido un molino. La indicación de su categoría y procedencia, “Maestro de la obra de Santiago”, prueba que el obispo aspiraba a dotar su sede con un gran templo para el que no le servía un constructor local, por lo que lo había traído de una de las fábricas más destacadas de la Europa de su tiempo. El descubrimiento de los cimientos de la catedral ha demostrado que, al menos por lo que respecta a las dimensiones, la empresa era monumental: con una longitud en torno a los setenta metros y casi cuarenta de transepto, la seo pamplonesa destaca en el panorama peninsular de su tiempo (basta compararla con Jaca, cuyas naves -sin la cabecera- no alcanzan los cuarenta metros). La cabecera era mucho más simple que la compostelana. Esteban prescindió de la girola, elemento infrecuente en el románico hispano (quizá por la inexistencia de reliquias valiosas), que sustituyó por una amplia capilla mayor flanqueada por ábsides laterales centrados en cada brazo del transepto. El peculiar trazado de la capilla mayor, de exterior poligonal e interior semicircular, ha sido puesto en relación con el diseño de las capillas occidentales de la girola compostelana, poligonales por dentro y por fuera. No es el único elemento común con la seo jacobea. Aunque la portada occidental fue sustituida en el siglo XVIII, un plano previo revela que su planta coincidía en composición y proporciones con la compostelana de Platerías, especialmente en la disposición de once columnas, que adornaban dos puertas con triple arquivolta. Además, los cinco capiteles conservados de la puerta pamplonesa cuentan con paralelos en Santiago, bien en Platerías, bien en capillas edificadas en los primeros años del siglo XII (justamente en la de Santa Fe, consagrada por el obispo de Pamplona en 1105). La antigua atribución al Maestro Esteban de la talla de estos elementos, aceptada por diversos historiadores a lo largo del siglo XX, ha dejado paso en las últimas décadas a una posición más prudente, según la cual los escultores vinieron de Santiago, pero no es posible afirmar que Esteban formase parte del equipo. Aún así, estimo conveniente mantener para ellos la denominación de “taller de Esteban”.
Lo que no había sucedido antes con Leire, Aralar o Ujué, es decir, que una obra constituyese el punto de arranque de la difusión generalizada del románico en el reino, sí aconteció con la catedral de Pamplona. Aunque estemos ante una obra singular, demasiado grande y compleja para ser imitada en lo particular, su importancia, el numeroso grupo humano formado a su alrededor y la prosperidad vivida a partir de 1120 (tras la reconquista definitiva de la Ribera y la consolidación de los núcleos urbanos) impulsaron el deseo de emulación y facilitaron que los promotores pudieran disponer de maestros experimentados.
El primer edificio que se benefició del taller pamplonés fue Leire. Faltaba por concluir la fábrica interrumpida hacia 1057. La nueva obra consistió en la edificación de muros perimetrales y de una monumental portada. Se aprecia la diferencia de aparejo con respecto a la obra del siglo XI: a partir de ahora triunfará la piedra labrada de tamaño mediano, con alturas de hilada de entre 20 y 40 cm. No sabemos cómo resolvieron las cubiertas. Lo más relevante de esta segunda fase románica fue la gran puerta ubicada en el hastial. Tímpano, arquivoltas, enjutas y frisos laterales se ven repletos de relieves en los que parecen conjugarse tres ideas: la exaltación de los titulares del templo (el Salvador y María Madre de Dios), el recuerdo de los santos cuyas reliquias se conservaban en el cenobio (especialmente las santas Nunilo y Alodia, además de Virila, Marcial, Emeterio y Celedonio, etc.) y la presentación de imágenes infernales, incluidas personificaciones de algunos pecados. El taller que realizó la puerta hacia 1120-1140 estaba formado por artistas secundarios que, dentro de la tradición languedociana, repitieron una y otra vez los mismos temas y los mismos recursos formales, imitaron los capiteles de la seo pamplonesa y se manifestaron conocedores de soluciones características de Compostela o Toulouse. La inscripción que en un contrafuerte septentrional identifica al Magister Fulcherius como autor parece referirse al arquitecto, cuya intervención en la labor escultórica no es posible precisar. Resulta especialmente interesante la decoración de las arquivoltas, que en las primeras grandes portadas del románico pleno habían quedado sin escultura. No es descartable que Pamplona ya hubiera dado un primer paso en esta dirección.
Leire queda casi a medio camino entre Sangüesa y Navascués, y en ambas localidades topamos con las mismas fórmulas escultóricas. En Sangüesa un taller relacionable con el legerense ejecutó la decoración de San Nicolás, iglesia destruida en el siglo XIX cuyos restos se guardan en diversas sedes. Predominan los motivos vegetales acordes con la difusión del repertorio languedociano. Alguno de los capiteles remite directamente a antecedentes tolosanos, como el de los dos personajes que flanquean y sujetan por los brazos a otro central, seguidor de una composición utilizada en la Porte des Comtes de San Saturnino de Tolosa (probablemente con la intermediación de Pamplona). En Santa María del Campo de Navascués aparecen rasgos muy cercanos a Leire, con un tratamiento de los rostros basado en la plasticidad de los volúmenes semejante al empleado en las figuras humanas de la Porta Speciosa legerense. Curiosamente, en Navascués prescindieron de decorar la portada y desplegaron su arte en los canecillos, donde contemplamos aves de plumaje volumétrico, leones patilargos de dorso arqueado, cabezas monstruosas con boca “en pajarita” y figuras humanas que se mesan los cabellos o se presentan de medio lado, casi todo con claros antecedentes en Leire, sin excluir alguna novedad, como una arpía. La inclusión de arcos ciegos en el interior, quizá con finalidad funeraria, parece seguir las pautas del panteón regio legerense trasladado junto a la cabecera de la nave de la epístola.

Portada occidental de San Salvador de Leire 

Existen en el románico navarro básicamente dos tipos de edificios: los de nave única y los de tres naves. Estos últimos sólo se emplearon para construcciones de carácter “urbano” (Pamplona, Sangüesa, Estella, Tudela, Puente la Reina, Aibar) y para los monasterios más destacados (Leire, Irache, La Oliva, Fitero, Iranzu), así como para santuarios favorecidos por la monarquía (Ujué, Aralar). La nave única fue la opción mayoritaria en las parroquias rurales. Casi todas las grandes novedades se introdujeron en Navarra a través de los edificios de tres naves, que por su propia naturaleza y circunstancias difícilmente proporcionaban fórmulas directamente imitables en las parroquias secundarias. Por eso determinadas obras se convirtieron en intermediarios muy imitados. En los valles orientales del reino este papel lo ejerció Santa María del Campo. Sus derivados se caracterizan por presentar nave única estrecha y alta, abovedada, pilastras sencillas soportando los fajones, ausencia de contrafuertes en la nave (sí puede haberlos en el encuentro con el ábside) y puerta con decoración consistente al menos en crismón y rosca con ajedrezado (en ocasiones también aparecen rosetas). En cambio, no suelen incorporar la torre sobre un tramo intermedio, sino que o bien la sitúan a los pies o bien la sustituyen por espadaña culminando el hastial.
Es interesante comentar que cierto porcentaje de iglesitas rurales optaron por disponer un cuerpo elevado ante la cabecera. Entre las ejecutadas en los primeros tiempos del pleno románico destaca la casi desconocida de Villanueva, cerca del Señorío de Sarría. Aquí vemos juntos el aparejo descuidado de tradición prerrománica, con el que edificaron la nave, y el bien labrado de hiladas uniformes empleado en el cuerpo alto. La distribución en tres volúmenes (cabecera, cuerpo elevado y nave) y el abovedamiento de los dos primeros, en tanto que la nave culminaba en techumbre de madera, nos sitúa ante una tipología de incierto origen (¿perduración de composiciones prerrománicas, seguimiento de algún modelo desconocido?). Se ha hablado de la influencia de Loarre, también invocada a la hora de explicar otro edificio de nave única y cúpula ejecutado con mayor perfección arquitectónica y rico complemento escultórico (uno de los capiteles está firmado con la inscripción Sancius me fecit, identificadora de un artista quizá autóctono) en el que se despliega toda la variedad del repertorio languedociano incluyendo personajes reconocibles. Nos referimos a San Jorge de Azuelo, priorato dependiente de Nájera. Destaca un capitel con la imagen de Cristo entre leones. Está acompañado de otros que muestran temas parecidos, lo que ha llevado a parangonarlos con obras castellano-leonesas de la primera mitad del siglo XII (son reconocibles derivaciones de Frómista).
Volvamos a 1127, fecha de la consagración de la catedral pamplonesa que podría tomarse como término a partir del cual irradió su taller hacia otras comarcas del reino. Dicha consagración no se efectuó nada más terminar la cabecera, como sucedió en otros casos, puesto que en tiempos del obispo Guillermo (1115-1122) se había procedido a la pavimentación de la iglesia y al cierre con rejas de siete altares, de lo que se deduce la conclusión de la parte oriental.
Por eso suponemos que fueron varios los artistas con experiencia que quedaron a disposición de los promotores hacia 1130. Por esas fechas y en las inmediaciones de Sangüesa se alzó una iglesita digna de mención, actualmente conocida como San Adrián de Vadoluengo. De nave única y cuidada portada, despliega el repertorio escultórico languedociano, con especial atención a la decoración de los canecillos. La documentación nos pone ante un nuevo hecho: la intervención de promotores pertenecientes a la más alta nobleza, dado que la promovió Fortún Garcés Cajal, personaje muy destacado del reinado de Alfonso I el Batallador. La consagración, celebrada por Sancho de Larrosa, hubo de ser anterior a 1142.
A siete kilómetros se encuentra San Pedro de Aibar, con sus tres naves justificadas por la relevancia que tenía la localidad dentro de su comarca. Constan obras en su templo en 1146. Dos aspectos merece la pena señalar: por una parte, el ser el único edificio de tres naves conservado cuyas colaterales utilizan las formas propias del segundo tercio del siglo XII, incluidos pilares de sección cruciforme con semicolumnas y numerosos capiteles de repertorio languedociano, venido probablemente de la catedral pamplonesa. La difusión rural de estos motivos incluye combinaciones llamativas, como la reiteración de distintos niveles de volutas en un mismo capitel. El segundo aspecto a destacar es el uso de bóvedas de cuarto de cañón en las laterales. Se trata de un tipo empleado en las tribunas de Santiago de Compostela. Quizá fuera utilizado en Pamplona, pero desde luego no ha llegado ninguna prueba. La destrucción de los alzados pamploneses nos ha hurtado explicación para numerosos detalles de esta fase del románico navarro. La nave central aibarresa se eleva muy por encima de las laterales, prueba de que se había abandonado el modelo Leire-Ujué.
Merece comentario el número y la calidad de las iglesias de Sangüesa y sus alrededores en la primera mitad del siglo XII, mientras que su importancia decaerá en la segunda mitad, cuando sólo el trabajo de Leodegario en la portada de Santa María exija mención obligada. Quizá esta importancia tenga que ver con cambios geoestratégicos: Sangüesa se ubica en la frontera entre Navarra y Aragón, de modo que con la separación de las coronas a partir de 1134 pasó de ser bisagra a terreno conflictivo. La perduración del taller se prolongó en los cercanos valles que constituyen la Valdorba. Allí durante el segundo tercio del siglo se llevaron a cabo varios templos notables, como Olleta, con su tramo elevado ante la cabecera; Orísoain, que precisó cripta; Echano, donde admiramos una de las más interesantes portadas del románico rural; y Cataláin.

Navascués. Ermita de Santa María del Campo 

La revisión conjunta de estas construcciones pone ante nuestros ojos ciertos clichés reiterados en maestros secundarios, entre los que destacaríamos el seguimiento de los patrones de los grandes edificios con olvidos e incongruencias. Da la sensación de que los promotores rurales confiaron en maestros secundarios que no habían terminado su formación o que no se preocupaban por mantener la coherencia arquitectónica basada en normas de uso común. Al contrario, toman prestados elementos arquitectónicos y repertorios decorativos combinándolos un poco a su antojo, lo que conduce a innovaciones de resultados pintorescos y más o menos felices. Como ejemplo citaremos el cuerpo elevado de Olleta, que alcanza su elevación mediante tres parejas de arcos: los dos inferiores son apuntados y en los cuatro altos se combinan dos de medio punto con dos de cuarto de círculo; asimismo el alzado de muros de Olleta y Cataláin, donde prescinden de contrafuertes exteriores, de modo que los correspondientes cuerpos elevados descansan en machones interiores de gran desarrollo (en la línea de lo utilizado en Navascués); o el modo como fueron adornadas las estrechas ventanas del ábside de Cataláin, donde ni cimacios ni chambrana sobresalen con relación al plano de los paramentos (al contrario, quedan constreñidos) y los soportes absidales apiramidados no terminan en columnas (ni hay capiteles preparados para recibirlas bajo la cornisa), con lo que se aparta de la manera como había sido ensayado este procedimiento de articulación absidal en grandes edificios. Olleta y Cataláin ofrecen cuerpo elevado ante el ábside, el último restaurado; y el Santo Cristo de Cataláin incluye una arquería ciega en el ábside por debajo de las ventanas, disposición atípica en Navarra que ha sido relacionada con Loarre.
Pero otra vez las derivaciones nos han hecho avanzar demasiado. Todavía quedan por comentar producciones de gran calidad del segundo cuarto de siglo, antes de que lleguemos a los años sesenta o setenta en que todavía perduraban las fórmulas languedocianas en valles cercanos a Sangüesa. Desde 1122 un nuevo obispo, el aragonés Sancho de Larrosa, gobernaba la diócesis infundiendo vigor a varias iniciativas, entre las que se cuentan el hospital de Roncesvalles y el claustro catedralicio de Pamplona. Para éste último contrató a un nuevo maestro, un verdadero genio de la escultura románica que nos ha dejado joyas del relieve en una serie de capiteles historiados. El sustrato artístico sigue siendo la tradición languedociana, pero evolucionada a un nuevo nivel, y es que el foco tolosano siguió irradiando creatividad a lo largo de todo el siglo XII. Aunque se han propuesto diversas procedencias para el maestro del claustro, los estudios más recientes tienden a concretar su formación en uno de dos focos languedocianos: Tolosa o Moissac. A mi juicio los argumentos a favor de Tolosa resultan mucho más convincentes, puesto que todos los elementos empleados en Pamplona tienen su antecedente en capiteles hoy conservados en el Museo de los Agustinos. Especialmente significativas resultan la identidad de desbaste y dimensiones con los procedentes de San Esteban, la repetición de un tema atípico (el de Job) presente en la Daurade (aunque con plasmación muy distinta) y el paralelismo creativo en composición y tratamiento de figuras. En cambio, en Moissac no hay capiteles con perfil similar al pamplonés y las diferencias en canon, plegados y tipos humanos resultan numerosas. Las semejanzas, que también las hay en pormenores como la dislocación anatómica de varios personajes o el detallismo ornamental y la minuciosidad de talla, se explican porque ambos maestros se habrían formado en el mismo foco tolosano. Ahora bien, las divergencias acreditan que estamos ante talleres diferenciados.
Resulta admirable su capacidad narrativa. Para ello cuenta con numerosos recursos, desde dividir la superficie del capitel en dos registros para contar simultáneamente escenas interrelacionadas, hasta jugar con el tamaño de los personajes y su movilidad aprovechando a un tiempo ángulos y caras de modo completamente original. Si a ello unimos la minuciosidad en los detalles, el acierto en los ritmos compositivos, la audacia en las expresiones corporales y faciales, etc., concluiremos que indudablemente se trata de uno de los grandes creadores de la escultura románica a nivel europeo, un artista que va más allá de los presupuestos aprendidos, con una libertad en el tratamiento de escenas y personajes digna de elogio. El capitel dedicado a la vida de Job, uno de los más famosos y no sólo por ser tema poco frecuente, da buena cuenta de su quehacer. Miremos los dos primeros pasajes, con Dios y Satanás conversando en el cielo acerca de lo que acontece al patriarca en la Tierra, que está representado durante un banquete; o, al lado, la escena en la que Job reacciona cortando sus cabellos ante la noticia de la destrucción de los ganados que vemos ilustrada en la parte inferior. Con gran imaginación fue recreada la muerte de los hijos, al derrumbarse el lugar donde festejaban a causa de fuertes vientos del desierto –según el texto bíblico– aquí figurada por medio de diablos gesticulantes que vuelcan la edificación, por cuyas ventanas sale despedida la familia. Y por fin, la curación de Job se ejecuta de arriba hacia abajo, de modo que, nada más ser tocado por Dios, las llagas de la cabeza y el cuello se secan mientras todavía sobresalen las del resto de su cuerpo. Igualmente, en los dos capiteles del ciclo de Pasión y Gloria imaginación y perfección formal se dan la mano en escenas como la del Santo Entierro, cuando depositan en el Sepulcro el cuerpo de Jesucristo, envuelto en telas que dejan adivinar una esbelta anatomía, o el Juicio ante el sanedrín, con sus personajes vociferantes, o la Visitatio Sepulcri, donde nos deleita el revoltijo de soldados dormidos. Es un artista que emplea con nuevos bríos iconografías tradicionales (Prendimiento, Crucifixión, Descendimiento), capaz de inventar hermosas figuraciones para temas menos frecuentemente representados. La exquisitez se plasma incluso en capiteles no historiados, como el de las hojas en espiral, donde recrea un tema clásico recuperado en el románico de Provenza y Languedoc con novedades como la presencia de animales dispersos y de figuras humanas en las esquinas.

Capitel de Job procedente del claustro de la catedral de Pamplona. Museo de Navarra (Fotos: Fundación para la Conservación del Patrimonio Histórico de Navarra) 

Una creación tan grandiosa ha de obedecer a la colaboración de un artista indudablemente genial con un promotor que supo alentar su creatividad. Del nombre del artista nada sabemos, pero sí el del promotor, el prelado Sancho de Larrosa, quien tuvo acreditada afición a la figuración y las ocupaciones manuales, ya que había pasado largos años como escribano en Huesca, donde empleaba como signo de suscripción el dibujo de una cabecita. Era además un hombre abierto a la renovación, puesto que supo sustituir el diseño de cabeza que inicialmente empleaba, anclada en presupuestos formales de raigambre hispana, por otro con rasgos propios del románico pleno de tradición languedociana. Por eso, a la vez que nos alegra disfrutar de este grupo de capiteles, que sorprendentemente sobrevivieron a la realización del claustro gótico, lamentamos que sean poco más de una decena las piezas llegadas a nuestros días (y no perdemos la esperanza de que algún hallazgo fortuito aumente el elenco).
El maestro del claustro introdujo muchas novedades, entre ellas el repertorio propio de la “segunda flora languedociana”. No todos los capiteles alcanzaron la misma calidad, de lo que deducimos que junto al genial director trabajaron otros artistas que seguían sus pautas. Alguno de estos colaboradores quedó en Navarra. Concretamente se han localizado temas y rasgos estilísticos propios del claustro en los capiteles de la portada de Artaiz. Lo curioso es que en esta obra, inserta en una sencilla parroquia rural, se combinan fórmulas claustrales con otras derivadas de Leire. Artaiz queda en el valle de Unciti, un poco más cerca de Pamplona que de dicha abadía. No sabemos por qué razón se ejecutó aquí una puerta que rebasa por su contenido y calidad formal lo habitual en templos de aldeas. Un claro mensaje relacionado con el más allá fue representado en las metopas situadas entre los canecillos, donde desfilan San Miguel pesando las almas, la celebración de la misa, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro y otros temas relacionados con vicios y virtudes. En cambio, los capiteles con su rica iconografía (incluido un personaje trifronte que ha hecho correr mucha tinta) ofrecen un mensaje menos claro. Esta obra demuestra que las ideas acerca de la comunidad de intercesión, es decir, el convencimiento de que misas y sufragios celebrados por los vivos sobre la tierra podían aliviar los sufrimientos de los difuntos en el purgatorio, había sobrepasado el entorno de los grandes monasterios para hacerse presente en las parroquias dispersas. Y asimismo que el arte de los escultores románicos estaba al servicio de la difusión de esta doctrina a todos los niveles.
Y es que resulta imposible entender el florecimiento románico sin adentrarnos en la religiosidad de la época. La sociedad de los siglos XI y XII, sociológicamente cristiana, daba gran importancia a la búsqueda individual de la vida eterna. Entre las buenas acciones que serían valoradas en el Juicio Final, la edificación de iglesias se considera una de las de mayor mérito. Contamos con refrendos documentales navarros que lo prueban. Además de muchos documentos que exponen cómo determinadas donaciones de tierras y otros bienes a instituciones religiosas se hacían para salvación de las almas, un texto del obispo de Pamplona de 1174 declara que entre todas las obras de misericordia ninguna había más provechosa que las dedicadas a los edificios de las iglesias, ya que con ellas se preparaba una magnífica mansión en el Cielo: Inter ea que spontanee a fidelibus offeruntur siue in vsu pauperum siue in aliis operibus misericordie, non dubium oblationes illas locum precipuum obtinere, non prodesse plurimum que in edificiis ecclesiarum deuote et fideliter erogantur. Sibi enim thesaurizans, lucidissimam in celis preparat mansionem qui de transitoriis sumptibus, ymmo, eternorum respectu, momentaneis, filio hominis Christo Ihesu domino nostro vel sanctis eius in terra fabricat vbi caput reclinare dignetur.

San Martín de Artaiz. Detalle de la portada 

Artaiz es una de las muestras más palmarias de la colaboración de dos artistas de distinta formación en una misma obra al mismo tiempo. Este comportamiento parece haber sido frecuente y veremos algún caso semejante. Otro eco del maestro del claustro se percibe en Santa María de Arce, emplazada en el corazón del valle homónimo. Fue parroquia de un actual despoblado. La huella claustral se aprecia en la presencia de hojas en espiral y en algunas figuritas de los capiteles de la portada. Pero aquí intervino un artista de segundo nivel, responsable de una decoración que en una iglesia tan rural resulta deliciosa. La ornamentación se extiende a las ventanas absidales, a las de los muros, a los canecillos y a arcos interiores. La capilla mayor dispone de tres ventanas unidas en el interior por una arquería que recuerda a las que comentaremos en Santa María de Sangüesa y San Martín de Unx. ¿Cómo explicar iglesias tan hermosas en valles alejados de los principales focos artísticos? Muy probablemente porque pertenecían a importantes linajes nobiliarios. Entre todos los señores de Arce de los siglos XI a XIII ninguno alcanza la relevancia de Lope Garceiz de Arce, noble muy cercano a García Ramírez el Restaurador y a Sancho el Sabio. De igual modo, es posible que Artaiz dependiera de los Almoravid, linaje de ricoshombres cuya presencia en el reino descuella en tiempos románicos. Quizá unos y otros aprovecharon las oportunidades de enriquecimiento que ofrecían las campañas contra los musulmanes para edificar estas iglesias con vistas a su eterno descanso.
Así pues, a partir de 1130-1140 la difusión de las formas de la catedral de Pamplona, que hemos visto iniciarse en la década anterior, incluyó los dos repertorios languedocianos, el inicial al que pertenecía la mayor parte del templo y el llegado con las obras del claustro. Lo comprobamos en la terminación del santuario de Aralar y en la construcción de la cercana iglesia de Zamarce, ambas propiedad de la seo. En Aralar se documenta una consagración 1141, que podría corresponder al altar de la capillita alzada en su interior. Se trata de una obra interesante por su tipología, ya que emplazaron en medio de la nave principal una iglesita de nave única con decoración escultórica en puerta y ventanas. El mismo taller bajó luego a trabajar a Zamarce, cuya iglesia dedicada a Santa María era una decanía de la catedral de Pamplona. Su reciente restauración ha puesto al descubierto la arquería oculta por el retablo, donde se combinan enmarques de ventanas y arcos ciegos. Dado que esta solución aparece también en Irache, cuya planta remite a la seo pamplonesa, suponemos que así había sido la capilla mayor catedralicia. La peculiaridad de Zamarce consiste en que combinaron arcos semicirculares y apuntados. La documentación permite atribuir las obras de Aralar y Zamarce al abad de San Miguel llamado García Aznárez de Zamarce, quien, entre otras cosas, llegó a un acuerdo para que canteros y carpinteros contratados en Aralar se aprovecharan de la producción de una vacada que pastaba en las inmediaciones. Zamarce cuenta con otra peculiaridad, consistente en el hecho de que tanto la ventana axial como la septentrional de la capilla mayor fueron cegadas casi desde el principio. Además, de la bóveda de horno sobre el presbiterio sólo existen las primeras hiladas. Parece que la estructura falló durante la construcción, por lo que sustituyeron la cubierta de piedra prevista por otra de madera, menos pesada. Y acertaron en su decisión, ya que el edificio ha llegado a nuestros días. Es una muestra de la capacidad de reacción ante problemas sobrevenidos característica del arte románico.
La imitación de la catedral de Pamplona tiene su ejemplo más monumental en la iglesia abacial de Irache. Nos encontramos ante el otro gran monasterio navarro de los siglos XI y XII, receptor de numerosos donativos de la monarquía y la nobleza, lo que le permitió emprender la edificación de un nuevo templo. El seguimiento del modelo pamplonés se advierte en el diseño de la capilla mayor, poligonal al exterior y semicircular al interior, y en el repertorio escultórico. Suponemos que otras opciones como la combinación de ventanas con arcos ciegos (dos entre cada ventana) y la presencia de óculos, también proceden de la seo. Pero el transepto no sobresale en planta, a diferencia de Pamplona, y en consecuencia los tres ábsides están yuxtapuestos. Se ve que los monjes prefirieron el tipo de cabecera más frecuente en las iglesias de su tiempo. Entre los capiteles de Irache, los más relacionados con el claustro aparecen en las partes altas, lo que indica que incorporaron los nuevos motivos conforme fueron avanzando las obras, quizá planteadas en la década de 1130. La fábrica se interrumpió al llegar al transepto.
Otro edificio donde encontramos la combinación arco-óculo es Santa María de Sangüesa. Se trata de una obra promovida por la orden de San Juan de Jerusalén, destinataria de la donación de Alfonso I consistente en el palacio que poseía junto al puente, con su capilla, en 1131. Poco después emprendieron las obras de un templo de tres naves (tipología típicamente urbana) con transepto que no sobresale en planta. También aquí se aprecia un cambio formal al llegar al transepto y antes de abovedar el tramo situado ante el ábside central. Este proceder nos da reconsiderar la cuestión de las campañas constructivas, porque fue muy habitual que una iglesia de dimensiones mayores de las normales se alzara en dos o más fases de características estilísticas diferentes. Más allá de la casuística particular, que aconseja examinar las circunstancias de cada edificio para intentar dirimir por qué se produjeron interrupciones y cuánto tiempo pasó antes de que reemprendieran las obras, lo cierto es que son varios los casos en que una vez terminados los ábsides y el espacio preciso para celebrar el culto daban por terminada una primera fase. En cuanto a los abovedamientos, se cerraron siempre en primer lugar los ábsides laterales para así poder cubrir con seguridad la capilla mayor, a mayor altura. En Santa María de Sangüesa la capilla mayor compone su alzado interior en cuatro niveles: el inferior liso, el segundo con tres ventanas adornadas y unidas por una arquería común, el tercero con óculos y el cuarto con bóveda de horno. Las capillas laterales son más sencillas: ventana única enmarcada por arquería ciega.
La escultura de la cabecera de Santa María una vez más pertenece a la tradición languedociana. Reconocemos en ella varios de los motivos habituales tanto vegetales como animales.
Pero en este caso el maestro principal se aparta de las fórmulas propias de lo hasta ahora examinado en derivaciones del “taller de Esteban” y ofrece maneras diferentes en el tratamiento de anatomías (volumetría redondeada, cabezas y manos más grandes) y atuendos (gusto por el preciosismo que veíamos en el maestro del claustro, pero sin la minuciosidad y elegancia de éste). Al contemplar su obra viene a la memoria el modo como se estaba expandiendo la corriente languedociana en Béarn, en obras como Santa María de Oloron. La labor de este artista se ha reconocido en otras obras aragonesas y navarras, siendo la más relevante Santa María de Uncastillo, por lo que ha recibido el apelativo de Maestro de Uncastillo. Más allá de sus peculiaridades formales, queremos llamar la atención hacia el hecho de que por primera vez encontramos temas evangélicos en los capiteles interiores del ábside, ya que hasta ahora en Navarra este tipo de temas habían quedado reservados a portadas y claustros. Los pasajes escogidos son alusivos a la dedicación de los correspondientes altares, puesto que en la capilla mayor se conserva el de la Huida a Egipto, apropiado para enmarcar el de Santa María, y en la capilla septentrional vemos el martirio del Bautista, dentro de una capilla consagrada a San Juan. La elección del titular de esta última muy probablemente obedece al hecho de que la iglesia perteneciera a los hospitalarios y es un elemento más a la hora de defender que el templo se realizó tras la donación de Alfonso I.
Sigamos la pista del Maestro de Uncastillo hasta la parroquia principal de San Martín de Unx. Los principios arquitectónicos en ella desplegados acusan la influencia de la catedral de Pamplona, evidenciada por la combinación en la cabecera de polígono exterior con semicírculo interior. A la hora de componer el nivel de ventanas del ábside remedaron la capilla mayor de Sangüesa mediante tres vanos cobijados por arquería continua. Reservaron los temas historiados para la portada, pero en vez de situarlos en el frente del resalte, como en Leire o Artaiz, los labraron en los capiteles, como era costumbre en Languedoc. A un lado de la puerta encontramos la más conocida escena del titular, San Martín partiendo la capa, y al otro el combate que mantuvo con dos diablos; el último capitel se consagra a Sansón y su lucha con el león. San Martín de Unx nos depara más sorpresas, porque su cabecera está edificada sobre una cripta que adopta la fórmula más habitual fuera de Navarra, consistente en repartir el espacio en tramos cubiertos con boveditas de arista. Los capiteles se decoran con repertorio languedociano tratado con cierta rudeza. El acta de consagración, hoy desaparecida, recogía la fecha de 1156, lo que nos sirve para escalonar el trabajo del Maestro de Uncastillo en Navarra: primero Sangüesa y luego San Martín.
La tradición languedociana aún tuvo más practicantes, de diversa filiación. Hemos comentado antes las iglesias de la Valdorba. Ahora toca mencionar brevemente el tímpano de Errondo y la iglesia de Villaveta. Ambas obras se encuentran próximas, no lejos de Artaiz y Arce. En Errondo, que fue durante largo tiempo propiedad regia, apareció empotrado en el muro de un molino un relieve con el crismón flanqueado por ángeles de pie. La pieza, en unión del tímpano hallado en las inmediaciones, acabó en el comercio de antigüedades y viajó hasta Estados Unidos (The Cloisters Collection del Museo Metropolitano de Nueva York). Las maneras de hacer acusan la intervención de un maestro muy particular, que dota a sus figuras de enormes manos, plegados acampanados, y rostros expresivos en que ojos y pómulos reciben especial atención. Si a ello unimos el empleo del trépano con voluntad de forma habremos descrito las características definitorias de una corriente románica bautizada con el nombre de “Maestro de Cabestany”. Sus orígenes languedocianos son indudables, así como la asimilación de recursos clásicos. Su producción se extiende desde Italia hasta Navarra, con fuerte presencia en Cataluña, Languedoc y Rosellón. Las obras que se le asignan en nuestro reino son secundarias: además del tímpano y dintel citados, parte de la decoración de Villaveta, iglesita rural encantadora en la que la edificación del pleno románico se asentó sobre otra previa, de aparejo más pequeño y descuidado. Allí, algunos canecillos con cabezas de largos bigotes conectan con este modo de trabajar, aunque también recuerdan a las arquivoltas legerenses.

Detalle del ábside de Villaveta 

Antes de concluir nuestra revisión del pleno románico merecería la pena comentar algunas construcciones como las torres nobiliarias, generalmente muy simples y de reducidas dimensiones (Arellano), los castillos, mayoritariamente adaptados a la topografía y constituidos por torres y lienzos (de los que apenas quedan huellas), los recintos amurallados de las localidades nacidas a finales del siglo XI y comienzos del XII, entre los que sobresale el Cerco de Artajona, con sus bestorres de planta cuadrangular, su donjón circular y sus altas cortinas intermedias, y el propio urbanismo de estas poblaciones, que podían seguir sencillos esquemas de calles paralelas (Puente la Reina) o bien otros más complicados con rúas en tridente que confluyen ante las puertas de las murallas (con un ejemplo tan llamativo como el burgo de San Cernin de Pamplona).
Sobrepasada la mitad del siglo seguían predominando en Navarra las soluciones languedocianas. Esto no duraría mucho. Las décadas de 1160 y 1170 presencian la irrupción de maestros de otros orígenes capaces de atender encargos de gran relevancia sin nada que ver con la catedral de Pamplona ni con los monasterios tradicionales. En el terreno monacal una nueva orden se estaba introduciendo con el beneplácito de la monarquía: los cistercienses. Ansiaban edificar grandes iglesias en lugares apartados y en todas ellas aplicaban unas pautas rígidas a la hora de medir y distribuir la planta, mientras que en los alzados, caracterizados por su austeridad y buena construcción, dejaban mayor libertad al arquitecto. Es La Oliva el cenobio que cuenta con referencias cronológicas más seguras. Tradicionalmente, y no hay razones para negarlo, se ha afirmado la celebración de una ceremonia de consagración en 1198 y se ha dicho que la iglesia había sido iniciada treinta y cuatro años antes, lo que nos da la fecha de 1164. El reto de ejecutar un templo de dimensiones parecidas a las de la catedral de Pamplona no estaba al alcance de cualquier maestro de obras habituado a la edificación de iglesias rurales de veinte metros de largo por seis de ancho. Así que solicitaron los servicios de un arquitecto capacitado cuyas soluciones más características (ventanas en quilla, diseño de nervaduras, molduración en las paredes) y cuyo escultor principal (si no era él mismo) habían dejado ya muestras de su habilidad en la catedral de Santo Domingo de la Calzada, la obra más ambiciosa entre las iniciadas mediado el siglo XII en el Valle del Ebro, excepcional por la presencia de la girola y por los tempranos abovedamientos de crucería. Muy posiblemente este arquitecto era el maestro Garsión documentado en la localidad riojana. Vino, trazó y edificó las capillas laterales del lado norte, pero parece haber abandonado la obra a continuación, ya que desaparece su maestría en el despiece de los elementos más comprometidos.
Los monjes cistercienses solían iniciar sus iglesias abaciales más o menos una década después de haber comprobado que el terreno donde se habían asentado resultaba óptimo. Aunque colaboraban en la construcción, solían contratar mano de obra especializada capaz de alzar grandes fábricas en plazos no demasiado largos (todo dependía de los recursos económicos y ellos eran hábiles cultivadores de tierra y receptores de numerosas donaciones). Por eso no nos extraña ver gran número de marcas de cantero repartidas por los muros de La Oliva, que permiten seguir fase a fase la construcción. Al ser una orden que quería recuperar el espíritu inicial de la regla benedictina, ponían en práctica cierta austeridad constructiva, que no se orientaba por el lado de limitar el tamaño de las plantas, sino su altura (La Oliva alcanza 17 m de altura de clave en la nave mayor) y emplear repertorios ornamentales de “perfil bajo”, quiero decir que entre los temas en boga en cada momento y lugar solían escoger los más sencillos.
La Oliva es importante en el devenir del tardorrománico navarro por numerosas razones. La primera, sus dimensiones. La segunda, la introducción de una nueva tipología de cabecera. La tercera, el uso de bóvedas de crucería. Las capillas se cubrieron con nervios cruzados de sección cuadrangular, con clave en aspa, lo que supone una cierta experiencia en el trabajo. En la capilla mayor elevaron pilastras entre las ventanas y lanzaron desde los correspondientes capiteles nervios que convergen hacia la clave del arco de embocadura. Como los nervios son muy gruesos el resultado es un tanto imperfecto, pero aún así fue bastante imitado. La cuarta, por la introducción de un tipo de soporte denominado por Lambert “pilar hispano-languedociano”, pensado para los arcos fajones y formeros en la época en que predominaba el llamado “muro espeso”; su rasgo definitorio consiste en la inclusión de parejas de semicolumnas en todas o la mayor parte de sus caras, más una columna en cada codillo pensada para apear bóvedas de crucería. Este tipo de pilar cuenta con variantes: en La Oliva, concretamente, presenta parejas de semicolumnas en tres de sus caras mientras la que da hacia las naves laterales es lisa. Las columnas en los codillos prueban que desde el principio pensaron en cubrir todas las naves con bóvedas de crucería. Y la quinta novedad consiste en un tipo de capiteles que aparecen ya en las capillas septentrionales (las más antiguas). Se adorna la cesta con una serie de grandes hojas lisas que ocupan las esquinas y se unen en el centro de las caras mediante líneas curvas combadas adornadas con incisiones paralelas. Este tipo de hojas han sido denominadas con frecuencia como “cistercienses” aunque su origen no está ligado a los cenobios bernardos. A La Oliva llegaron desde Santo Domingo de la Calzada, que no es un monasterio sino una catedral. El motivo ornamental, sencillo y bonito, tuvo enorme éxito en las iglesias rurales y perduró incluso iniciada la entrada de los repertorios característicamente góticos. Es el capitel por excelencia del tardorrománico navarro.
Existen indicios suficientes para delimitar las fases constructivas. Iniciada por las capillas laterales, luego alzaron la mayor, los muros del transepto, los primeros pilares de la nave y las bóvedas de crucero y transepto. Durante el desarrollo de estas obras llegó un segundo arquitecto con un grupo de canteros diferentes. Se reconocen sus prácticas novedosas a la hora de tallar la piedra, de abovedar y de decorar. A su trabajo corresponde el primer tramo de naves, donde emplearon arcos de medio punto en vez de los apuntados que vemos en el resto de la iglesia. También usaron nervios más moldurados y decoración a base de encintados de mortero claros recorridos por líneas rojas que refuerzan las juntas de los sillares. Se ha especulado con una procedencia provenzal. Entrado el siglo XIII faltaban por terminar las naves y durante dicha centuria prosiguieron las obras hacia los pies. Una fábrica tan enorme, en la que participaron gran número de canteros (cuadrillas integradas por veinte o treinta individuos, a tenor de las marcas empleadas) necesariamente había de influir en el entorno. Hay templos muy directamente vinculados con La Oliva, como la parroquial de Carcastillo, que pertenecía a la abadía. Fue consagrada ya en los años treinta pero en ella todavía se emplearon soluciones tardorrománicas, con grandes arcos fajones y piedra muy bien cortada. Otras obras en Murillo el Cuende, Mélida, etc. acusan su ascendiente.
La influencia de mayor trascendencia es la que ejerció La Oliva sobre la actual catedral de Tudela. Tras la conquista de 1119, los nuevos pobladores utilizaron la mezquita para el culto cristiano. Décadas después, resueltos los conflictos con la catedral de Pamplona, decidieron emprender una nueva obra más acorde con los tiempos y que manifestara la pujanza de ese gran centro urbano. Tenemos documentos que atestiguan la compra de solares en las inmediaciones de la mezquita a partir de 1156. Quien trazó el templo intentó conjugar un tipo de planta de gran difusión en el norte peninsular, usada en templos de dimensiones superiores a las normales, con concretas soluciones aprendidas de La Oliva. La planta-tipo constaba de tres naves con amplio transepto y batería de capillas abiertas al mismo, bien absidales escalonadas, bien alternando remates curvos con rectos. Es difícil verificar cuál fue el prototipo seguido en Tudela, porque algunas de las grandes fábricas por entonces emprendidas han sufrido a lo largo de los siglos modificaciones sustanciales (catedrales de Sigüenza y de Zaragoza) o carecen de referencias cronológicas suficientemente seguras. Por otra parte, la obtención de solares en núcleos urbanos tan densamente habitados como el tudelano (lo que limitaría la profundidad de su cabecera) suponía un inconveniente que no afectaba a los cenobios cistercienses. Contando con estos condicionantes, el arquitecto dispuso cinco capillas abiertas en batería al transepto, con la peculiaridad de que las de los extremos tienen remate recto y las tres interiores curvas (imitado en el monasterio cisterciense de Valbuena). En varios detalles de planta y alzados percibimos la huella de La Oliva: como en el templo bernardo, la escalera se sitúa junto al inicio de la capilla septentrional, las puertas del transepto están desplazadas hacia el oeste, existen dos nichos de medio punto en el muro oriental de las capillas de los extremos y los cimacios se prolongan mediante molduras que recorren los muros enmarcando los vanos. Los escultores emplearon diseños de acantos que por esas fechas se estaban utilizando en Ile-de-France (introducidos en la península para decorar la enorme fábrica catedralicia de Sigüenza). Por otra parte, el uso de ventanales y óculos, opción derivada de no poder dotar de profundidad a la capilla mayor, recuerda al expediente utilizado en la catedral de Pamplona. Una noticia documental verosímil sitúa la consagración de Santa María de Tudela en 1188 (no lo es, a mi entender, la de 1204).
Una vez más vemos que una primera campaña afectó a cabecera y parte del transepto, que quedó sin abovedar. Para esta fase no había sido necesario derribar la antigua mezquita, cuya planta influyó en la ubicación del claustro. A continuación se procedió a derruir la antigua sala de oración de origen islámico y todavía en época tardorrománica se elevaron los muros perimetrales (incompletos) y los pilares. Para este último elemento emplearon variantes de los denominados hispano-languedocianos: en el crucero son normales, en tanto que en las naves, la cara que da a la mayor cuenta con una columna frontal en vez de las habituales gemelas. Durante esta segunda fase cambiaron los repertorios ornamentales. Frente al aniconismo de la cabecera, labraron en el interior nuevos tipos de hojas y otros motivos, incluidas parejas de mulos, alusivas a los Baldovín promotores de las obras. Las dos puertas del transepto muestran capiteles historiados dedicados a vidas de santos. La norte narra hechos memorables de San Juan Bautista (bautismo de Cristo, banquete de Herodes y ejecución del santo) y San Martín (partición de la capa, aparición de Cristo y milagro), en tanto que la puerta sur fue dedicada a San Pedro (entrega de las llaves, banquete en casa de Simón, San Pedro caminando sobre las aguas, curación del paralítico, predicación y arresto). Su estilo ha sido relacionado con la galería occidental del claustro; ambas habrían sido realizadas hacia 1200. La puerta occidental, la famosa Puerta del Juicio, es obra de un taller posterior, que emplea hojarasca del primer gótico.
Una vez culminados los trabajos de la cabecera y mientras se iniciaba la segunda fase emprendieron la edificación del claustro, para el cual todavía compraban casas en 1186. Se trata de una obra singular no sólo en el panorama de la escultura tardorrománica navarra, sino en todo el valle del Ebro y territorios aledaños. Entre las novedades que aportó su director están la alternancia de soportes con dobles y triples fustes, y la introducción de grandes relieves que representan a Cristo sobre los capiteles del machón suroriental. La distribución de temas es bastante rigurosa. Empieza la narración por el ciclo de la Infancia de Cristo en el ángulo noroccidental. Sigue a lo largo de la galería septentrional con la Vida Pública hasta la Entrada en Jerusalén. La panda oriental ofrece un riquísimo ciclo de Pasión y Resurrección, de forma que en la esquina SE fue representada la Ascensión y Pentecostés. La tercera galería, es decir, la meridional, fue dedicada a vidas de la Virgen María (ciclo de la Dormición) y santos como San Pablo, San Lorenzo, San Andrés, Santiago y San Juan Bautista. La última crujía, la occidental, ofrece temas variados: vegetales, animales, parábolas, David, etc. Se ha elogiado en el conjunto la diversidad de asuntos, especialmente la presencia de pasajes poco representados en el románico, como el conciliábulo de sacerdotes y fariseos para matar a Cristo o la petición de los judíos a Pilatos de una guardia que custodiara el Santo Sepulcro. También la vivacidad y capacidad narrativa, con inclusión de detalles anecdóticos (los personajes que se tapan la nariz en la resurrección de Lázaro, los vestidos de peregrinos, los atuendos de los soldados con variedad de escudos, etc.). Y, cómo no, la calidad en la ejecución de anatomías y plegados, dentro de fórmulas propias del tardorrománico que revelan el conocimiento de repertorios bizantinizantes. Estamos ante un director de taller de grandes dotes, que ha sido relacionado con el autor del capitel de las Tentaciones del Pórtico de la Gloria y con las esculturas del ábside de la Seo de Zaragoza. Resulta probable que conociera alguna Biblia bizantina repleta de ilustraciones, pues en ellas son frecuentes temas poco representados en Occidente. Le acompañaban otros maestros que no alcanzaban su calidad, pero mantuvieron un nivel medio muy digno. Las obras avanzaron en el orden que hemos utilizado para la descripción y fueron ejecutadas durante los últimos años del siglo XII.

La resurrección de Lázaro. Capitel del claustro de Santa María de Tudela 

El tardorrománico de Tudela cuenta con otras dos obras destacables. Por una parte, el tímpano y los relieves con leones de la portada de San Nicolás, iglesia reconstruida en época barroca en cuya fachada embutieron fragmentos de la antigua (otras piezas de la misma procedencia, como las dovelas con personajes sedentes de notable calidad, aparecieron en excavaciones). El tímpano alcanza cotas de gran perfección. Presenta una escena de majestad en la que es de tanto interés la iconografía como los recursos estilísticos. En el centro aparece Dios Padre llevando en el regazo al Hijo, bajo la presencia de la paloma que representa al Espíritu Santo. El grupo está flanqueado por los símbolos de los evangelistas y, conforme a una disposición muy frecuente en el románico español, por dos figuras, en este caso sentadas, que han sido identificadas como San Nicolás o David e Isaías. La peculiar iconografía trinitaria se acomoda a una fórmula difundida en la escultura tardorrománica hispana, que parece tener su origen en el claustro de Silos, de donde habría pasado a Tudela, Soria, Santo Domingo de la Calzada y Compostela. A la hora de explicar su presencia se ha invocado la tradicional devoción que por la Trinidad sintieron los monarcas de la dinastía pirenaica (San Nicolás funcionó como capilla real), la agudización del debate acerca de los dogmas de la Encarnación y la Trinidad en la segunda mitad del siglo XII (que contaron con un ferviente defensor en el obispo de Pamplona Pedro de Artajona, autor de un tratado sobre el tema) y, por último, el posible interés por manifestar estas verdades del dogma cristiano en una población donde las minorías judía y musulmana contaban con fuerte arraigo. En cuanto al otro tema presente en los relieves, es decir, los leones sobre figuras humanas, se corresponden con un motivo del que ya hemos hablado, originado en Jaca y reproducido en templos como Leire o Artaiz. De este modo, una vez más verificamos la conjunción en una misma obra de asuntos novedosos con otros que pertenecen a la más arraigada tradición del románico local. En lo estilístico, el tímpano de San Nicolás se relaciona con el modo de trabajar del mejor de los escultores del claustro. Las fórmulas de tradición bizantinizante se acusan en el tratamiento de los plegados (con lagunas ovoides lisas en las articulaciones rodeadas por pliegues abundantes) y en las posturas de los personajes sedentes, que cruzan las piernas siguiendo patrones bizantinos bien conocidos.
La otra obra a comentar es la iglesia de la Magdalena. Mientras su arquitectura opta por el expediente más sencillo (nave única con cabecera recta, aunque con dimensiones superiores a las de las parroquias rurales de esta tipología), que ha sido explicado como pervivencia de un tipo empleado en la primitiva parroquia mozárabe a la que habría sustituido, en cambio la escultura es variada y de calidad. En el interior las pilastras que sostienen los arcos fajones se adornan con capiteles donde se despliega un ciclo bastante completo de la Infancia de Jesús y las bodas de Caná. Estilísticamente se ha puesto en conexión con el claustro de la seo tudelana. La puerta muestra una compleja composición de cuatro arquivoltas envolviendo el tímpano. En éste fue ilustrada otra imagen de la Majestad con el Tetramorfos, con la particularidad de que Cristo está enmarcado por una mandorla cuadrilobulada (veremos una parecida en San Miguel de Estella).
De conformidad con el esquema tardorrománico recién comentado, en los extremos figuran dos personajes femeninos: una aparece de rodillas, alzando los brazos y la otra de pie junto a un sarcófago. Se ha visto en ellas a las santas mujeres (una de ellas la Magdalena) que ven a Jesús inmediatamente después de contemplar el Santo Sepulcro vacío, o bien a Marta y María Magdalena, hermanas de Lázaro, a quien identificaría el sepulcro, o a la Magdalena en dos momentos sucesivos. En los capiteles se despliega un ciclo de las Tentaciones de Cristo, alusivo a la condición de pecadora arrepentida de la titular del templo, y también sendas representaciones de Daniel en el foso de los leones y del viaje de Alejandro Magno a los cielos. La arquivolta interior se centra en una Anunciación flanqueada por seis apóstoles y seis profetas, las roscas segunda y tercera ostentan respectivamente arpías y ciervos de larga cuerna, y la cuarta hojas de acanto. En los canecillos tallaron imágenes de oficios y un demonio. El estilo de los relieves se ha puesto en relación con diversos maestros que intervinieron en las obras de la cercana catedral. Las fechas de ejecución abarcarían los últimos años del siglo XII y principios del XIII.
Curiosamente, los rasgos estilísticos de la escultura tardorrománica tudelana han sido reconocidos en una pequeña iglesia geográficamente distante, San Bartolomé de Aguilar de Codés, cerca de La Rioja, donde se emplean para dar forma a una iconografía que, sin embargo, parece derivar de Armentia (Vitoria). Dentro del tímpano figura un gran crismón con un Agnus Dei delante, flanqueado por dos ángeles. Es igualmente interesante la arquitectura de este pequeño templo, hoy aislado en medio del campo, que terminó cubierto con bóvedas sexpartitas edificadas entrado el siglo XIII.
La secuencia del románico tudelano a partir de La Oliva nos ha llevado desde los años sesenta hasta sobrepasar 1200 sin solución de continuidad. Hemos de retroceder en el tiempo para examinar lo que estaba sucediendo en otros lugares de la geografía navarra, especialmente Sangüesa y el importantísimo foco tardorrománico estellés.
Habíamos dejado la iglesia de Santa María de Sangüesa con la capilla mayor sin cubrir. Desconocemos si la interrupción fue larga o si se trató de un cambio de taller sin apenas dilación. Lo cierto es que en el equipo que reemprende las obras encontramos un personaje singular, porque conocemos su nombre y podemos rastrear buena parte de su trayectoria profesional. Se llamaba Leodegario, como quiso que constara en la inscripción del libro que lleva la Virgen María en la portada (Leodegarius me fecit). El nombre nos pone ante un muy posible origen borgoñón, pues corresponde al de un obispo mártir de Autun. Su estilo es identificable en una obra razonablemente fechada entre 1156 y 1158, el sarcófago najerense de la reina Blanca de Navarra, casada con Sancho III de Castilla. Desde Nájera el maestro habría viajado a Sangüesa, donde realizó quizá nada más llegar los capiteles que faltaban para completar la capilla mayor. Los hospitalarios le encargaron una impresionante portada, sobre la que se han vertido todo tipo de comentarios. La puerta se abría en el brazo sur del transepto y en ella desplegó un conjunto de relieves muy variado, que tendrían como público todos aquellos que cruzasen el puente sobre el río Aragón, en pleno Camino de Santiago. Una vez más hay que asignar a la creatividad del artista director de obras el modo de conjugar soluciones novedosas con otras que corresponden al entonces ya amplio acervo del románico navarro. El tema escogido para el tímpano supone novedad en el reino, puesto que representa el Juicio Final, con el Cristo de las Llagas en el centro acompañado de los ángeles trompeteros, los resucitados, San Miguel pesando las almas y la boca de Leviatán con sus diablejos. En el propio tímpano pero a manera de dintel se representó una arquería con la Virgen y los apóstoles. Por delante de los fustes fueron talladas estatuas-columna, dedicadas a las tres Marías a la izquierda del espectador, con letreros identificadores, y a San Pedro y San Pablo a la derecha acompañados por Judas ahorcado. Estas figuras no están claramente relacionadas con el tímpano. Quizá el parteluz desaparecido (cuya presencia originaria parece probada por las huellas dejadas en el dintel) estuvo dedicado a una figuración del Santo Sepulcro con el ángel. Por lo que respecta a Judas, una inscripción lo califica como mercader, por lo que se ha traído a colación el sermón del Códice Calixtino que ponía en relación al apóstol traidor con quienes engañaban a los peregrinos. Recordemos que por la calle mayor sangüesina pasaba el Camino de Santiago. Recientemente se ha recordado que la situación del templo a la entrada de la localidad coincide con la de varias iglesias juraderas y con el hecho de que las cláusulas conminatorias de muchos documentos medievales amenazaban a quienes incumplieran lo pactado con un destino infernal, “como Judas traidor”. Apoyaría esta interpretación el hecho de que el único capitel historiado en ese lado de la puerta represente el Juicio de Salomón. Los capiteles del lado izquierdo, en cambio, se consagran al ciclo de la Infancia, temática apropiada en una iglesia que tiene como titular a Santa María.
En las arquivoltas y evolucionando a partir del precedente legerense se acumula un innumerable conjunto de personajes y temas, donde se mezclan patriarcas y profetas con representaciones de vicios (avaricia, lujuria, etc.), de oficios (soldados, zapateros, músicos, etc.) y figuras de toda índole, muchos de ellos adecuados al motivo del Juicio Final del tímpano. Las enjutas también se llenan con un cúmulo de relieves diversos, desde temas fácilmente reconocibles como el Pecado Original, ciertos vicios, la parábola de las vírgenes sabias y necias, incluso el Tetramorfos, quizá de nuevo conectados con el Juicio, hasta otros habituales en cualquier soporte románico (monstruos, entrelazos, figuras humanas en distintas actitudes, etc.).

Portada de Santa María la Real de Sangüesa 

Ha llamado la atención de los estudiosos un grupo emplazado en la parte superior derecha. Allí se ve un personaje ante un extraño monstruo, otro que clava su espada en un dragón más convencional y un herrero trabajando en la forja. Durante gran parte del siglo XX gozó de amplio predicamento la teoría que explicaba el desarrollo del arte románico en las poblaciones del Camino de Santiago como respuesta directa al fenómeno de las peregrinaciones. Así, se llegó a hablar no sólo de una “escuela” arquitectónica románica de “iglesias de peregrinación”, sino también de un “románico de las peregrinaciones” caracterizado por el desarrollo de formas de tradición languedociana (compostelano-tolosana) y por la presencia de temas pensados para los peregrinos. En este contexto se forjó una interpretación de estos concretos relieves, en los que se reconocieron escenas de leyendas nórdicas que tienen como personaje central a Sigfrido, héroe educado por el herrero Regin y vencedor del dragón Fafner. En las últimas décadas esta hipótesis cuenta con menos seguidores, ya que, por una parte, tanto los combates con dragones como las representaciones de oficios son una constante en el arte románico que no requiere un origen literario lejano y, por otra, estos concretos relieves fueron tallados por escultores pertenecientes a dos tradiciones artísticas distintas y quizá en distinto momento.
La portada nos depara una última sorpresa. Cuando estaba casi terminada, decidieron ampliarla hasta la cornisa. Con este fin contrataron a otro artista que ejecutó otra imagen de Majestad, esta vez un Pantocrátor acompañado por el Tetramorfos y por un segundo apostolado cobijado bajo arquerías dispuestas en dos niveles. Su autor sigue las pautas del círculo escultórico conocido como Taller de San Juan de la Peña, cuya labor se extiende desde la Jacetania, por Cinco Villas, hasta Sangüesa en los años finales de la duodécima centuria.
La participación de Leodegario en las estatuas-columna del ábside de San Martín de Uncastillo, fechadas en 1179, proporciona un término ante quem para su trabajo en Sangüesa. Como lo hemos encontrado en Nájera hacia 1156-1158, se supone que dirigió las obras de la portada que nos ocupa en los años sesenta del siglo XII. Ello significa que trajo a Navarra con escaso retraso fórmulas empleadas en el Norte de Francia, como los dinteles con arquerías donde figura el apostolado o las estatuas-columna de canon muy estilizado y plegados finos. Uno de los colaboradores de Leodegario se habría quedado por la zona. Su estilo ha sido reconocido en algún canecillo de San Pedro de Echano (Olóriz, Valdorba). La portada meridional sólo es una parte de la obra sangüesina, que incluía la continuación de las naves con la solución más a la moda: los pilares con dos semicolumnas en cada cara. También intervino aquí el artista formado en el “taller de San Juan de la Peña”. El cierre del cimborrio quedó para época gótica.
Vayamos ya al tercer gran foco del tardorrománico navarro: Estella. Allí encontramos varias iglesias y un palacio, en los que se despliegan iconografías y modos de trabajo diferentes. El templo de mayor empeño fue la parroquial de San Miguel. Sus promotores, probablemente burgueses enriquecidos (se ha hablado incluso de la participación de la familia regia, aunque carecemos de respaldo documental), encargaron una iglesia realmente monumental, con cabecera de cinco capillas abiertas en batería al transepto, concebida para señorear la plaza del mercado de donde provenía la prosperidad del barrio. Ya se ha dicho que una de las constantes del arte románico es la variación sobre temas dados. Esta es la tercera iglesia con cinco capillas que tenemos ocasión de examinar y ninguna de las tres repite solución, ya que aquí las tres centrales son de interior y exterior semicircular (como Tudela) pero las extremas tienen interior semicircular y exterior recto, sin sobresalir respecto del muro del transepto. El empeño excedía las posibilidades económicas reales, como fue frecuente en Estella, por lo que las obras avanzaron con gran lentitud y se produjeron cambios de diseño en sucesivas campañas.
Lo que más nos interesa es la participación del taller escultórico que decoró los capiteles interiores y exteriores de la capilla mayor y la monumental portada septentrional. En los capiteles recurren a temas que veremos en Irache y también a otros de clara raigambre silense, ejecutados con pericia. Pero es la portada lo que realmente llama la atención, una vez más por la conjunción de lo iconográfico con lo estilístico.
Se concibió con el habitual resalte con respecto al muro lateral. Los relieves quedaron repartidos en tímpano, arquivoltas, capiteles, enjutas y frisos. Una vez más el diseño resulta innovador (casi todos los grandes encargos de la época lo eran). Las mejores obras a partir de 1160 tienden a recalcar una idea principal escoltada por otras secundarias que dan variedad y riqueza al conjunto. En el tímpano vemos la Majestad de Jesucristo en la Gloria, envuelto en mandorla cuadrilobulada y flanqueado por los cuatro símbolos de los evangelistas. Como sucedía en Tudela, los extremos del tímpano acogieron otros personajes, en este caso la Virgen María y San Juan, de pie. En la mandorla una inscripción orienta acerca de la intención de quien concibió el programa: Nec Deus est nec homo presens quam cernis imago, set Deus est et homo quem sacra figurat imago, que podría traducirse como “No es Dios ni hombre la imagen que aquí contemplas, pero es Dios y hombre el representado por la imagen”. El texto procede de un teólogo de época románica, el abad Baldrico de Bourgueuil, quien tradujo al latín una sentencia griega muy utilizada durante la querella iconoclasta. En Occidente se recurrió a esta frase en el contexto del combate teológico contra herejes, paganos e iconoclastas. Y es que el sentido de la oración es doble: por una parte explica la recta doctrina acerca del uso de las imágenes, porque expone que la plasmación material en sí no es relevante; por otra, afirma el dogma de la Encarnación, recalcando la idea de que Jesucristo es Dios y hombre a un tiempo. Ambos sentidos tenían su razón de ser en la segunda mitad del siglo XII, porque por entonces en el sur de Francia y norte de la Península se estaban infiltrando herejías que ponían en duda la verdadera naturaleza de Cristo y abominaban del uso de imágenes. La más conocida de estas herejías fue el catarismo, cuya difusión hacia Navarra está acreditada.

Portada de San Miguel de Estella 

La portada de San Miguel acompaña este mensaje con una riqueza figurativa inusual tanto en la multitud de escenas reconocibles como en el orden con que fueron representadas. En efecto, hay cinco arquivoltas y cada una está dedicada a un asunto. La interior incluye ángeles turiferarios que acompañan la Gloria del Hijo, con lo que el esquema evidencia el conocimiento de otras puertas del norte de Francia derivadas de Chartres. La segunda exhibe ancianos del Apocalipsis, que acompañarán la Segunda Parusía, cuando Cristo regrese al final de los tiempos según la visión apocalíptica. La tercera, profetas y Moisés, testigos directos de la divinidad y transmisores del mensaje divino al pueblo fiel. La cuarta, pasajes de la Vida Pública de Jesucristo, especialmente escogidos para mostrar su divinidad mediante milagros o reconocimientos públicos (tiene interés recalcar la coincidencia con textos del evangelista San Juan, quien a través de su narración quiso dejar constancia de testimonios acerca de la divinidad de Cristo). Y la quinta, escenas hagiográficas escogidas igualmente para mostrar el momento por el cual los santos alcanzaron la Gloria (preferentemente martirios e intervenciones de Jesús). Los capiteles narran el ciclo de la Infancia, que constituye el principio de la Encarnación. El arte románico tendió a presentar a un tiempo inicios y finales; en este caso la Infancia cuenta el origen de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre de acuerdo con el texto de la inscripción. Además, el ciclo de la Infancia es el principio de la intervención de Jesucristo en la historia, que se cerrará con su Segunda Venida. En las enjutas del resalte fueron dispuestas estatuas-columna y estatuas-pilar por debajo de dos arcos, con las representaciones de los apóstoles, que son en la Nueva Ley lo que los profetas habían sido en la Antigua, testigos y difusores de la presencia de Cristo-Dios en el mundo. En los relieves laterales de la izquierda vemos a San Miguel venciendo al dragón-demonio, en lo que fue el principio de su participación en la historia de la Salvación, y pesando las almas junto al Seno de Abraham, que es a la vez el final de la intervención arcangélica y el final de la vida de los hombres (ulterior a la Segunda Parusía). Al otro lado, cerrando el discurso dogmático, la escena de las Tres Marías en el Sepulcro, con la inscripción que muestra lo sucedido: Surrexit, non est hic. La Resurrección aúna el testimonio de la divinidad de Jesucristo y el fin de su presencia en la Tierra, y fue representada en época románica casi siempre con la escena de la Visitatio sepulcri, conforme al testimonio evangélico.
Si en lo iconográfico el conjunto estellés impresiona, no es menos llamativa su materialidad desde el punto de vista formal, especialmente los relieves laterales con las inolvidables figuraciones de San Miguel y las Marías. Destaca asimismo la calidad del tímpano y de algunas de las arquivoltas, como las de los ángeles. En otras llama la atención la capacidad discursiva conseguida mediante la introducción de pequeñas variantes sobre composiciones muy comunes en el románico. Además de los dulces rostros y la esbeltez de las figuras reseñadas, sobresale la maestría en el tratamiento de los plegados, donde otra vez encontramos la impronta bizantina que nos recuerda por su monumentalidad los ciclos de mosaicos sicilianos (quizá no sea ocioso incidir en que se incluyó la figuración del martirio de Santa Ágata, de origen siciliano, poco frecuente en la escultura románica hispana). En otros casos las soluciones entroncan con recursos típicamente románicos, como el modo de exagerar las cabezas de las figuras de los capiteles. Sin duda estamos ante un taller compuesto por varios artistas bajo las pautas que dictaba el maestro principal.
Algunos componentes del taller de San Miguel intervinieron en templos cercanos. Por una parte advertimos la participación de un cincel exquisito en la terminación de la cabecera de Irache.

Interior de Santa María la Real de Irache 

Como sucedía en Sangüesa, habíamos dejado esta obra sin terminar. Un nuevo maestro con el bagaje propio del tardorrománico dirigió la labor de cierre de la capilla mayor, bajo cuyas cornisas desplegó un conjunto riquísimo de canecillos. No es la primera vez que nos sorprenden canes magníficos ejecutados para iglesias que carecen de grandes portadas historiadas (recordemos el caso de Navascués o, a menor escala, Villaveta). No siempre comprendemos los criterios que guiaban el esfuerzo de los artistas. ¿Por qué tanto esmero para obras marginales? Pero es una evidencia que dedicaron tiempo y lo mejor de sus capacidades a obras destinadas a ser vistas en la distancia. Las que aquí nos admiran son cabezas o torsos humanos (algunos portando los útiles del cantero, lo que ha llevado a especulaciones acerca de si se autorretrataron los propios creadores), la diestra del Señor, cabezas y cuerpos de diversos animales, alguno con vestiduras como si ilustraran narraciones fabulísticas, híbridos, etc., que pueblan esas hermosas arquerías lobuladas bajo la cornisa en los siete paños del ábside.
La terminación de Irache avanzó pausadamente. Para las naves optaron por los pilares hispano-languedocianos, esta vez con sus semicolumnas gemelas en las cuatro caras principales y columnas en los codillos preparadas para descargar los nervios. A partir del transepto todas las bóvedas fueron de crucería, con claves historiadas, lo que constituye un elemento reseñable por dos factores. Primero, por el propio hecho de incluir escultura figurativa en fechas tempranas, puesto que las claves siguen teniendo la forma aspada que veíamos en La Oliva (carecen del enmarque circular que triunfará en época gótica). Y en segundo lugar, porque desarrollaron un programa completo, más digno de mención en la medida en que prescindieron de la portada monumental. Encontramos al Pantocrátor rodeado de ángeles y acompañado del martirio de San Esteban y de la Diestra del Señor. No hemos terminado de comentar las bóvedas. En los inicios del uso de la crucería, frecuentemente los maestros trazaron arcos diagonales de medio punto, lo que ligaba altura de clave con altura de capiteles, no siempre coincidentes con los de fajones o formeros. La disposición de capiteles a diferentes alturas la encontramos también en Santo Domingo de la Calzada. Además, en el muro septentrional de Irache fue ubicada una ventana de doble vano e interior en quilla, siguiendo el diseño que hemos visto en La Oliva procedente de la Calzada. Así que la impronta calceatense es evidente en este edificio (lo que resulta más fácil de explicar que en La Oliva, debido a que Irache y la Calzada son dos grandes templos unidos por el Camino de Santiago). No podemos detenernos aquí en pormenores de las portadas septentrional y occidental. Bastará con manifestar la inclusión de temas historiados y fantásticos, así como su relación con templos estelleses.
Retomamos las secuelas de San Miguel en el Valle de Yerri. El tallista de los capiteles de la parroquia estellesa fue contratado para dos portaditas: la de la iglesia parroquial de Lezáun, típico templo rural de reducidas dimensiones, y la de Eguiarte, algo más ambiciosa, en donde realizó un entrelazo muy cercano a la puerta occidental irachense. Es curioso ver cómo repite con pequeñas variaciones los mismos esquemas, aplicando una vez más el criterio de la variatio que constituye una de las constantes del románico. El tercer edificio a señalar es Santa Catalina de Azcona, actual ermita que pudo ser parroquia de un despoblado. Como en Irache, también aquí la riqueza escultórica se centra en excelentes canecillos que nos plantean un doble interrogante: ¿por qué esta obra en una iglesia tan poco importante?, ¿por qué en los canecillos en vez de en una portada? Carecemos de respuesta, pero no está de más apuntar una hipótesis. Sabemos que Irache se surtió de piedra en las inmediaciones de la ermita. ¿Acaso la ejecución de piezas esculpidas para la iglesita del pueblo formó parte de las condiciones de explotación de la cantera?

En Estella nos aguarda otro edificio singular: San Pedro de la Rúa. La planta resulta atípica, puesto que el ábside central incluye tres absidiolos de escasa profundidad. Este diseño tiene sus antecedentes en el Sur de Francia (Cahors, Agen), en tierras de donde vinieron francos a poblar los burgos navarros nacidos a lo largo del Camino de Santiago. Se ha supuesto que las capillas laterales fueron añadidas con posterioridad y que las obras siguieron con lentitud por los muros perimetrales y por los pilares, para terminar su construcción en época gótica. Como pasó en Tudela, no esperaron a la conclusión del templo para abordar lo que era una gran preocupación en la Estella del siglo XII, el ámbito de enterramiento de los parroquianos, que aquí generó un gran claustro (no hay que olvidar que San Pedro de la Rúa pertenecía a los benedictinos de San Juan de la Peña). La destrucción del cercano castillo en 1572 provocó el hundimiento de dos de las galerías claustrales Los historiadores discuten acerca de si este hecho tuvo consecuencias sobre el orden de los capiteles que hoy se reparten de modo riguroso en dos galerías. La septentrional está dedicada a la vida de Cristo (Infancia, Pasión y Resurrección) y a temas hagiográficos (San Pedro, San Andrés y San Lorenzo) y la occidental a vegetales y animales fantásticos. La elección de motivos pudo haber sido guiada por el uso funerario que iba a tener el recinto. Las composiciones son mucho más toscas que las del claustro pamplonés, pero no faltan detalles curiosos (el martirio de San Andrés, su predicación desde la cruz, el castigo de Egeas), ni inscripciones que identifican los temas. Los especialistas no se ponen de acuerdo en la cronología de estas galerías, dentro del último tercio de la centuria.
El maestro que intervino en la galería occidental fue contratado para decorar el palacio situado ante la Plaza de San Martín. Estamos ante una de las construcciones civiles más importantes del románico español, de la que hemos conservado sólo los muros exteriores. Su planta dibuja una U, con fachada especialmente cuidada hacia la rúa de los peregrinos. Distribuida en dos niveles, en la parte baja cuatro grandes arcos de medio punto daban acceso a una logia quizá empleada como tribunal (también se ha dicho que pudo tener uso comercial). En el piso noble dispusieron cuatro ventanales, en su estado actual cada uno consta de cuatro arquillos, muy restaurados en el siglo XX. Es ahí donde reconocemos el trabajo del mismo taller que intervino en el ala occidental del claustro de San Pedro. Idénticos motivos de híbridos combinados con vegetales se alternan en algún caso con personajes (combate a pie). También hay ventanales en la fachada que da a la plaza, mientras que la situada frente al río incluía una torre y una galería de madera. El palacio es famoso por dos grandes capiteles que adornan la fachada de la rúa. Uno representa combates a pie y a caballo; una inscripción aclara que se trata del enfrentamiento entre Roldán y Ferragut, que introduce pequeñas diferencias con relación a la narración contenida en el Códice Calixtino. El otro presenta una escena infernal donde los condenados son conducidos y arrojados a una caldera; a los lados se reconocen alegorías de los pecados de avaricia, lujuria y pereza. La mezcla de temas religiosos y profanos es una constante en el arte románico y todavía resulta menos extraña en un edificio civil. El alero también incluye una amplia serie de canecillos. De ser encargo regio, encontraríamos en Sancho VI el Sabio a su promotor más verosímil, durante el último tercio del siglo XII.
El palacio nos da pie para comentar otras obras. Por una parte, las que desarrollan su mismo repertorio decorativo en Estella. Así tenemos Santa María Jus del Castillo, un templo edificado en dos fases en el solar donde había existido una sinagoga. Inicialmente alzaron un ábside con canecillos decorados (vegetales y geométricos) de elaboración bastante cuidada. Tras una interrupción de los trabajos, en una segunda campaña abordaron la terminación de la nave única. El edificio es algo mayor que las habituales parroquias rurales, pero inferior a las restantes parroquias estellesas. Su fábrica ofrece elementos de gran interés, como el eco de las naves de Irache que se distingue en las bóvedas nervadas y en los motivos que decoran las claves (una con el Pantocrátor rodeado por el Tetramorfos y otra con una imagen de la Virgen).
El óculo lobulado emplazado sobre el arco de embocadura del ábside, hasta ahora no empleado en el románico navarro, probablemente llegó a través de obras como la catedral de Tarragona (en Irache ocupa distinta ubicación). En la misma línea ornamental hay que situar el ábside de la iglesia de Rocamador, con relieves relacionados también con el foco Irache-San Miguel.

San Miguel de Estella. Capitel de la portada 

Santa María de Eguiarte. Capitel de la portada 

El palacio estellés ha de ser comparado con dos localizados recientemente en Pamplona. Uno es el palacio real, en la Navarrería, hoy semioculto en el nuevo edificio del Archivo General de Navarra. Tenía planta en L con torreón de esquina. Disponía de una gran sala de unos 300 metros cuadrados, cubierta mediante arcos transversales con tejado de madera, y otra de estructura semejante, algo menor, en la que probablemente se ubicaban las dependencias privadas. La estancia semisubterránea abovedada con seis tramos de crucería de nervios cuadrangulares fue ideada probablemente para servir de almacén de impuestos en especie. Tuvo complementos de madera en forma de un pórtico en L abierto al patio interior y una galería sobre pilares en la fachada que da al río. Sorprendentemente carece de cualquier ornamentación esculpida, ni siquiera en las dos puertas principales relativamente bien conservadas. El único recurso ornamental que ha llegado a nuestros días es el rejuntado de sillares con cintas de mortero sobre las cuales se pincelaron líneas rojas, como en La Oliva. El palacio fue construido por Sancho VI el Sabio durante los últimos años de su reinado (†1194), en el marco de una reorganización completa de la monarquía.
Recientemente se ha descubierto que conservamos una parte muy significativa de la estructura del palacio episcopal de Pamplona, que igualmente contaba con planta en L pero sin torre de esquina. La gran sala, todavía mayor que la del palacio regio, disponía del mismo sistema de cubierta sobre potentes arcos transversales (quedó partida cuando construyeron un dormitorio alto en época gótica). El ala menor, dividida en dos niveles, contaba con una estancia alta dotada de miradores. Desconocemos cuándo se edificó, pero el diseño de las ménsulas apunta a que pudo ser en tiempos del obispo Pedro de París (1167-1193), al que también cabe atribuir la ejecución de la capilla de Jesucristo, una capilla privada de los prelados situada al sur del palacio y organizada en cabecera de remate recto y dos tramos de nave única, todo cubierto con bóvedas de crucería con nervios de sección circular.
Este género de nervios fue menos frecuente que el de sección cuadrada. Aparecen en la sala capitular de La Oliva, donde se recurre a un sistema particular que combina bóvedas completas con medias bóvedas, siguiendo un precedente de l’Escale Dieu, abadía “madre” de La Oliva. Nervios redondeados encontramos en el pórtico de Gazólaz, que vino a completar una iglesia rural de nave única en la que todavía hay ecos inerciales del repertorio de tradición languedociana. Es aleccionador ver cómo inventan o retoman temas estos artistas secundarios, por ejemplo en el capitel de los evangelistas, cuyos símbolos ocupan las caras principales con notable desproporción y rudeza, o en el del Prendimiento. Gazólaz es uno de los ejemplos más interesantes del románico de la Cuenca de Pamplona, donde se habían edificado algunas iglesias en el pleno románico (Esparza de Galar, de la que sólo ha llegado a nuestros días la nave). El tardorrománico alcanzará gran difusión en la comarca, con distintos tipos de templos entre los cuales resultan conocidos los que incluyen un pórtico (Sagüés, Larraya). Me gustaría llamar la atención sobre otros menos estudiados, como Ballariáin, que cuenta con un cuerpo elevado junto a la cabecera. El expediente nos recuerda a otros edificios de la misma tipología: no sólo Navascués, sino también Eusa (con pórtico, cerca de Pamplona, pero al otro lado del monte Ezcaba). Construcciones de cierto empeño como la Virgen del Camino de Badostáin y San Miguel de Cizur Menor, decoradas con capiteles de repertorio tardorrománico muy repetitivo, se construyeron al mismo tiempo que otras algo más pequeñas, de las que a veces sólo conservamos la portada (Zariquiegui), o que prescindieron totalmente del complemento escultórico (Imárcoain).
Revisar la variedad del tardorrománico navarro conlleva la amenaza de perdernos en subdivisiones tipológicas poco ilustrativas. Entre todas merece la pena tratar una muy particular, la de las iglesias funerarias. Hemos visto de qué manera la visión trascendente del mundo, característica de la sociedad cristiana de época románica, llevaba a los fieles a preocuparse por obtener la salvación en el más allá. Aunque los méritos habían de acumularse a lo largo de toda una vida de seguimiento de las enseñanzas de Jesucristo, los cristianos confiaban en que otros procedimientos ayudaran a garantizar la vida eterna. A lo largo de los siglos XI y XII fue ganando importancia la construcción de espacios privilegiados para enterramiento. Ya hemos visto cómo la familia regia navarra desde el siglo X había procurado encontrar sepultura en monasterios donde contaran con las oraciones de los monjes, que representaban en aquellos siglos el ideal de santidad. Igualmente los obispos escogieron espacios apropiados, bien en la sala capitular catedralicia, bien en monasterios que ellos mismos habían promovido, como Pedro de París sepultado en el cenobio cisterciense de Iranzu. También se constituyeron cofradías cuyos integrantes rezaban por los difuntos y les proporcionaban ámbitos sepulcrales muy deseados. En la segunda mitad del siglo XII, miembros de los principales linajes nobiliarios y de familias económicamente acomodadas empezaron a construir capillas específicamente destinadas a uso funerario, como hizo María de Lehet en Cofín, junto a Milagro. La proliferación de este género de espacios ponía en peligro la economía de las grandes instituciones religiosas del reino (catedral y principales abadías), por lo que el rey Sancho el Sabio las prohibió. Dentro de este movimiento se inserta la edificación de dos obras singulares: Torres del Río y Eunate.
Torres del Río es un edificio ejemplar por lo cuidado de su diseño y la perfección de la construcción (aunque los escultores no exhibieran gran maestría). Muy probablemente fue edificado para la orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, a la que desde luego pertenecía a comienzos del siglo XIII. Su uso funerario está acreditado por las ricas sepulturas que existieron en su atrio y de las que dio cuenta Moret en el siglo XVII. ¿Qué mejor lugar de enterramiento que aquél que imitara el más santo de los sepulcros, donde Jesucristo resucitó para ascender a los cielos? La iglesia de Torres del Río, con su nave octogonal y su capilla absidal, con sus dos cuerpos decrecientes adornados con arcos y con sus continuas citas a Tierra Santa se concibió a semejanza de la más importante de las iglesias de Jerusalén. Allí trabajó un arquitecto de primera fila que cuidó su edificación hasta el mínimo detalle. Planta y alzados se trazaron a partir de figuras geométricas simples (círculos, cuadrados, triángulos) combinadas para obtener un diseño perfecto cargado de significado. Sobre todo llama la atención el empleo de una bóveda peculiar, constituida por cuatro parejas de nervios que se entrecruzan dejando libre el centro.
Se trata de un procedimiento con antecedentes andalusíes, creado en Córdoba y reutilizado en Toledo, que probablemente fue empleada aquí por su aire oriental y por evocar el Santo Sepulcro de Jerusalén con su óculo central. También las celosías de las ventanas tienen un aire oriental, aunque sus motivos correspondan a patrones empleados en el románico languedociano. Las inscripciones con los nombres de los apóstoles asimismo remiten a la gran construcción hierosolimitana. Una vez más advertimos la colaboración de más de un escultor en el exorno. Uno de ellos empleaba fórmulas de tradición languedociana, muy arraigadas en el románico navarro; otra evidencia un conocimiento directo de los capiteles recién realizados para el templo de San Andrés de Armentia (Vitoria), iglesia promovida por el obispo de Calahorra Rodrigo de Cascante. Su emplazamiento en el Camino de Santiago llevó a pensar que el octógono de Torres constituía una iglesia-faro, o bien de una especie de linterna de muertos vinculada a la peregrinación jacobea. Su ubicación en una hondonada desmiente el uso como faro o señal de peregrinos (tampoco hay pruebas de que en el edículo superior encendieran fuego) y su tipología difiere claramente de las linternas de muertos tan habituales en el Oeste de Francia. En cambio, la comparación de su forma exterior con la representación esquemática del Santo Sepulcro de Jerusalén tal y como fue esculpida en el capitel interior de la Visita de las Tres Marías al Sepulcro avala la hipótesis de que, mediante su forma general y sus detalles constructivos y ornamentales, se persiguió una semejanza con la iglesia madre de los sepulcristas. No se han reconocido otros trabajos de este arquitecto singular en el románico hispano, aunque sí existen bóvedas semejantes en Almazán, Oloron y Hôpital-Saint-Blaise, edificios todos ellos relacionables de un modo u otro con el Santo Sepulcro de Jerusalén.

Bóveda del Santo Sepulcro de Torres del Río 

Otra obra singular del último tercio del siglo XII es el templo octogonal de Eunate. No alcanza las cotas de perfección en el diseño y la ejecución vistas en Torres, y sin embargo posee un atractivo irresistible para los amantes del mundo medieval, derivado de su emplazamiento, de sus formas arquitectónicas atípicas, de la peculiar arquería que envuelve la iglesia (en parte rehecha en el siglo XVII) y de cierto “primitivismo” en los motivos escultóricos (provocado por la torpeza de los maestros) que la dotan de un aura de misterio. Volvemos a encontrar un octógono acompañado de un ábside, pero hay claras diferencias con respecto a Torres del Río en las bóvedas que cubren el octógono (de nervios convergentes en la clave) y el ábside (con nervios confluyentes en el arco de embocadura, siguiendo la solución introducida en Navarra a través del monasterio de La Oliva), en el alzado absidal (con arquería ciega), en el programa escultórico (que alude al Juicio Final) y en la calidad de ejecución, puesto que al frente de Eunate trabajó un arquitecto dubitativo y poco refinado, al que secundaron escultores de carácter rural. Situada en pleno Camino de Santiago, ninguna prueba acredita su pretendida pertenencia a los templarios, tantas veces supuesta sin argumentos. Pero la combinación de octógono con gran arquería sí recuerda a antecedentes de Tierra Santa, en concreto a edificios dedicados al culto de la Virgen María (también lo es Eunate). Sabemos por documentación que perteneció a una cofradía de carácter funerario y que en el siglo XVI todavía se recordaba a la “reina o noble dama” que supuestamente la habría edificado. Su puerta más cuidada se abre al norte, hacia la ruta jacobea, y adorna su chambrana con representaciones de vicios. Merece la pena señalar que esta puerta fue copiada casi hasta el mínimo detalle (lo que es muy raro en el románico, que prefiere las variaciones) en un templo cercano, el de Olcoz. Se ha especulado no sólo con que sean obra de la misma mano, lo que resulta evidente, sino incluso con un posible traslado desde Eunate.

Santa María de Eunate 

Un tercer edificio de carácter funerario suele ponerse en relación con Torres y Eunate: la capilla del Espíritu Santo de Roncesvalles. Tienen las tres en común su vinculación con enterramientos y su ubicación en la Calzada, además del uso de plantas centrales. No obstante, su naturaleza difiere, ya que Roncesvalles es un carnario, conformado por un profundo pozo destinado a recibir cadáveres cuya sepultura era dificultosa en un lugar con alto índice de fallecimientos y rigurosas condiciones climáticas. Encima tenía una capilla cuadrada cubierta con bóveda de crucería sencilla.
El panorama de los edificios más significativos del tardorrománico navarro quedaría incompleto si no mencionáramos otros dos monasterios cistercienses cuyas soluciones originales causaron menor impacto en la arquitectura navarra que La Oliva. El de mayor monumentalidad es Fitero, que opta por una impresionante cabecera, con girola y capillas absidales, además de las abiertas al transepto. Es bien conocido que estas cabeceras complejas vinieron motivadas por el deseo de multiplicar el número de altares a fin de poder celebrar un elevado número de eucaristías cada día. Fitero ha sido objeto de polémica con relación a la antigüedad de la abadía y el mérito de constituir o no el primer establecimiento cisterciense de la península. Desde el punto de vista del arte, esta cuestión es menos importante que el análisis de su monumental arquitectura, con una cuidada gradación en lo ornamental dentro de la general austeridad. Así se emplean capiteles con decoración vegetal en la girola, que luego se abandonan en la capilla mayor y en las naves. También se da una inteligente diferenciación en el tratamiento de los vanos discernible cuando contemplamos la cabecera desde el exterior. Las soluciones adoptadas en los abovedamientos (arranques de arcos a distintas alturas, empleo de ménsulas) hacen de este edificio otro punto de interés a la hora de analizar la introducción de las bóvedas de crucería en el Valle del Ebro.

Cabecera de Santa María la Real de Fitero 

Iranzu es el más sencillo de los tres grandes cenobios cistercienses masculinos del reino. Presenta capilla mayor de cabecera recta flanqueada por otras dos laterales (alteradas a lo largo de los siglos). Su transepto no sobresale en planta y las naves, muy restauradas, resultan más pequeñas y menos monumentales. Quizá sintieran mayor interés por el tratamiento de la luz que por la riqueza de los elementos constructivos. Al menos el testero recibió un particular reparto de vanos, con tres lancetas y un óculo, que inundan el presbiterio con la luminosidad matutina. Un rasgo a destacar consiste en el uso de pilares de sección en T y ménsulas de rollos que nos recuerdan a las empleadas en el palacio episcopal pamplonés y capilla de Jesucristo. El hecho de que su promotor, el obispo Pedro de Artajona (que en 1176 había donado San Adrián de Iranzu a su hermano Nicolás, monje cisterciense en Curia Dei) pudiera ser enterrado en la cabecera tras su fallecimiento en 1193 prueba que las obras habían avanzado a buen ritmo.
Las realizaciones más significativas de la arquitectura tardorrománica ya han sido comentadas. La importancia de este período en el arte navarro quedaría insuficientemente reflejada si no hiciéramos mención del gran incremento de parroquias. Se mantiene la distinción ya establecida desde el románico pleno, de forma que las plantas de tres naves se reservan para los grandes monasterios (cistercienses, terminación de Irache) así como para las parroquias urbanas (conclusión de Santa María de Sangüesa y San Pedro de Olite, en las que triunfan los pilares hispano-languedocianos; Santiago de Sangüesa, a la que se dará fin bajo la influencia de Roncesvalles; y San Nicolás de Pamplona, de considerables dimensiones pero inferior calidad constructiva y decorativa). Entre las de nave única existen varios tipos, según las plantas (las típicas absidadas, con dos, tres o cuatro tramos de nave, las elementales de cabecera recta, algunas más complejas como Yarte con exterior semicircular e interior poligonal, derivado de Irache de la que dependía como priorato, etc.), los modos de cubrición (abovedamiento completo o reservado sólo a la cabecera, acompañado por techumbre de madera en la nave), los soportes (pilastras, a veces con semicolumnas adosadas, o bien las difundidísimas ménsulas lobuladas que pueden prolongarse), la distribución de volúmenes (con torre a los pies o en el tramo ante la cabecera, o bien solo espadañas), etc. Algunas de estas variantes se distribuyeron preferentemente en determinados valles, creando invariantes cuya persistencia se prolonga en época gótica y aún renacentista. No es posible detallar aquí todas las soluciones, que constituyen un riquísimo elenco distribuido especialmente en la Cuenca de Pamplona y valles inmediatos, en Tierra Estella y en las estribaciones pirenaicas de la merindad sangüesina, como hemos reflejado en el mapa correspondiente.

En cuanto a la escultura monumental, su presencia en iglesias rurales a lo largo de la segunda mitad del siglo XII nos sitúa ante la perduración del repertorio languedociano en áreas concretas y la introducción de novedades de diversas procedencias. La inercia del pleno románico llega a convivir con modos más tardíos. Ya se ha mencionado la omnipresencia de las grandes hojas lisas unidas por líneas combadas. El proceso de degradación en manos de maestros que olvidan los diseños iniciales es perfectamente reconocible en determinadas obras. Así, las volutas se convierten en “báculos” incisos y los bordes en curva llegan a transformarse en cintas onduladas que recorren los capiteles a media altura. Para un aficionado a seguir la historia de las formas supone un atractivo reto ir viendo cómo evolucionan motivos sencillos en los cinceles de artistas secundarios, que en muchos casos debieron de ser aprendices autóctonos, luego contratados para encargos de escasa relevancia. Si resulta venturosa la conservación de algún nombre o referencia cronológica fiable para las obras de mayor empeño, todavía lo es más cuando hablamos de estos templos rurales que constituyen el telón de fondo de nuestro románico. Por eso, la noticia de la consagración de Igúzquiza en 1185 o la inscripción Petrus me fecit en el bonito y abandonado templo de Guerguitiáin suponen islas en un océano de anonimato. Esa es la razón de que con tanta frecuencia acudamos a la expresión “hacia 1200” o “finales del XII, comienzos del XIII” a la hora de asignar dataciones. También se habrá advertido la escasez de portadas historiadas con temas reconocibles. Además de las grandes portadas antes glosadas, cabría recordar la de Santiago de Puente la Reina, sin tímpano y con pasajes bíblicos repartidos por las dovelas, que sigue la estela de arquivoltas muy decoradas inaugurada en la localidad pocas décadas antes en la puerta más modesta del Crucifijo. A veces encontramos capiteles cuya identificación y filiación son factibles, como el del soldado cristiano venciendo al dragón en un capitel de la entrada de San Pedro de Olite, derivado de Irache y cuyos antecedentes pueden rastrearse; pero lo normal es el predominio de las esquematizaciones vegetales, su combinación aleatoria y la aparición esporádica de animales reales o fantásticos. No existe un corte nítido entre el tardorrománico y la irrupción del gótico, salvo en las grandes construcciones. A nivel rural las mixturas fueron abundantes. Las plantas de nave única con cabecera absidada perduran a lo largo del siglo XIII y aún después. En algunos casos la aparición de motivos típicamente góticos, tanto en hojarasca como en el tratamiento de cabezas humanas o animales, nos ponen sobre aviso de que estamos ante realizaciones tardías, que mantienen composición y otros elementos románicos. La puerta occidental de Villamayor de Monjardín, las portadas de Cabanillas y Cirauqui, las iglesias de Úcar y Learza, y tantas otras ofrecen indudables muestras de ejecución en el segundo tercio de la decimotercera centuria dentro de tipologías arquitectónicas de inercia tardorrománica.

Aunque sea brevemente es preciso comentar obras de otros géneros que acompañan el esplendor de la arquitectura y escultura monumental románicas en Navarra. Llama la atención el gran número y la notable ejecución de imágenes marianas, que ocuparían el fondo de los presbiterios. Algunas se usaron como relicarios o en funciones litúrgicas teatralizadas (nos lo induce a pensar la inscripción que porta el Niño de Irache: Puer natus est nobis venite adoremus. Ego sum alpha et omega, primus et novuissimus Dominus), La existencia de dos modelos de altísima calidad, como son la titular de la catedral de Pamplona y la del monasterio de Irache (hoy en Dicastillo), ambas enriquecidas con recubrimiento de plata, generó un amplio seguimiento. Para la de Irache existe una noticia documental indirecta que permite argumentar su ejecución por un orfebre extranjero, de nombre Rainalt, hacia 1145. La catedralicia ofrece el inconveniente de una intervención posmedieval cuyo alcance en cuanto al tratamiento de los plegados resulta difícil de calibrar. Y no es asunto menor, dado que las fórmulas empleadas en Santa María la Real de Pamplona son de tradición languedociana y formalmente anteriores a Irache, lo que llevaría a plantear como hipótesis de trabajo la posibilidad de que fuera realizada en fechas no muy alejadas de la consagración de 1127. El plegado de Irache, que parece menos modificado, estaba completamente al día con lo que a mediados de siglo se practicaba en la gran escultura del norte de Francia. Como pieza arquetípica del tardorrománico hay que citar la Virgen Blanca de la catedral de Tudela, impresionante obra pétrea de grandes dimensiones (190 cm) realizada para la capilla mayor cuya consagración en 1188 ya ha sido comentada. Se atribuye a uno de los maestros que intervinieron en el claustro en los años finales del siglo XII. Otra obra de gran calidad es la Virgen de Ujué, con plegados en la tradición languedociana, cuyo mérito no nos sorprende en un santuario que contó con amplia devoción. Junto a estas obras excepcionales, hay que mencionar el nivel medio de las tallas de iglesias rurales, con producciones preciosas en las que el eco de los prototipos citados se combina con pequeñas variantes o con la introducción de novedades en vestiduras y actitudes. Se aprecia cierta evolución desde las imágenes en que la Madre no era sino el trono del Niño, al que flanqueaba con sus brazos, hacia aquellas en las que un leve gesto de contacto, protección o apoyo, expresado mediante la mano izquierda de María, evidencia la relación materno-filial.
Frente a la abundancia de imágenes marianas, las dedicadas al crucificado se ejecutaron en número muy inferior (o al menos apenas han llegado a nuestros días). También las hubo de calidad, como la del Santo Sepulcro de Estella (de tamaño medio, hoy en San Pedro de la Rúa), recientemente atribuida al autor de la virgen de Irache. De notable interés es también el Cristo del Santo Sepulcro de Torres del Río.

Igualmente singular es la calidad del denominado retablo de Aralar, producción excepcional de los talleres de esmaltadores meridionales. Aunque consta documentalmente la existencia de otros frontales de altar en edificios señalados (la señora de Orcoyen puso ante el altar de Leire una tabula de plata que existía en 1141), tales referencias no acreditan la labor de talleres permanentes de esmaltadores en el reino. Se considera ejecutado por un maestro itinerante, pero se duda acerca de su destino inicial. Quizá fue encargado para el propio santuario de San Miguel, donde hoy se encuentra y en el que no faltaron ni las obras a lo largo del románico ni la devoción de la familia regia. No obstante, se viene defendiendo que hubiera sido creado para la catedral pamplonesa en tiempos de Sancho el Sabio (su traslado a Aralar, templo que pertenecía a la dignidad de la chantría de la seo, se habría efectuado siglos después). Por el momento no se han aportado pruebas irrefutables ni en un sentido ni en otro. La rica iconografía centrada en una Maiestas Mariae se complementa con la presencia del Tetramorfos, de parte del apostolado, de los Reyes Magos y de una más que probable Anunciación con San José. Las modificaciones sufridas en época posmedieval no han aminorado su atractivo, en el que sobresalen la calidad de las cabecitas, la minuciosidad del tratamiento lineal de las figuras, la esbeltez de los personajes, la diversidad y luminosidad de los colores, la riqueza de los fondos vermiculados y la equilibrada composición. La píxide de Esparza y la arqueta de Fitero son ejemplares de obras esmaltadas que no debieron de ser raras, destinadas a la reserva eucarística o a contener reliquias.
Y terminaremos con la miniatura. Apenas han llegado testimonios del pleno románico, salvo una curiosa representación de Job en el muladar acompañado de su mujer y el trío de amigos (catedral de Pamplona), de sencillo y hábil dibujo, y el limitado complemento figurativo del Becerro de Leire, con una escena no muy conseguida que acompaña a un privilegio papal, en la que vemos la entrega de un diploma por parte del pontífice Pascual II al abad Raimundo.

Detalle del retablo esmaltado de San Miguel de Aralar (Foto: Fundación para la Conservación del Patrimonio Histórico de Navarra) 

Son tardorrománicas las obras de mayor empeño. Nos interesan especialmente por haber sido realizadas con total seguridad dentro del reino las llamadas Biblias de Pamplona (actualmente una en la Biblioteca Municipal de Amiens y otra en la Universitaria de Augsburg), que siguen una curiosa fórmula basada en ilustraciones a página entera. El colofón indica que la más antigua fue ejecutada por Fernando Pérez de Funes bajo mandato del rey Sancho el Fuerte y que quedó terminada en 1197.
El autor había sido canciller regio y el encargo tuvo lugar poco después de que el monarca accediera al trono (1194). Su destinatario no era persona de letras, ya que los textos quedaron reducidos al mínimo (entre dos y cinco líneas), pero sí aficionado a las imágenes, que conforman una iconografía variada en cuanto a asuntos representados y pobre en lo referente a variantes compositivas, ya que un mismo patrón se aprovechó, por ejemplo, para diferentes vidas de santos. El colorido se concentra en vestidos y objetos, quedando las anatomías y los fondos sin tintar. Los tipos físicos, los esquemas de rostros, expresiones, gestos, plegados y anatomías se repitieron una y otra vez. Además de los pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento, se incluyeron escenas apocalípticas y más de ciento setenta vidas de santos, especialmente composiciones de martirio. Poco después de ejecutada la primera, el mismo taller recibió el encargo de una segunda obra, menos rica, probablemente para uso también personal de una hermana del monarca. En ella se copiaron muchas escenas de la primera, aunque aumenta el porcentaje de pasajes bíblicos. Se ha apreciado un cierto incremento de la calidad, que se ha explicado por la experiencia adquirida por el taller.

Otras dos obras a comentar son el llamado Beato Navarro (Biblioteca Nacional de París) y el Sacramentario de Fitero. El beato es de procedencia dudosa; recientemente se han aportado nuevos argumentos para defender su ejecución en Navarra. Su programa iconográfico se inserta en la derivación de la primera tradición pictórica del Comentario de Beato, por lo que se ha supuesto que el miniaturista copió un ejemplar conservado en el área navarro-riojana, aunque también pudo haber conocido algún Apocalipsis europeo. Pese a seguir en la mayor parte de las escenas los citados modelos, no renunció a introducir innovaciones de menor alcance. Llaman la atención las constantes referencias visuales al Juicio Final y al Infierno, lo que ha llevado a plantear si a través de esta obra también se perseguía afirmar el dogma y refutar ciertas herejías de la época, intencionalidad que hemos constatado en las portadas. Fue realizado a finales del siglo XII, por lo que no sorprende la aparición de recursos estilísticos que aúnan la inercia de esquemas de plegados y rostros propios del pleno románico con otros más frecuentes en el tardorrománico. Llama la atención la gama de colores, con predominio de tonos saturados rojos, morados y pardos en objetos y fondos, mientras dejan que se vea el color natural del pergamino en las carnaciones. Por último, el Sacramentario de Fitero (Archivo General de Navarra) se caracteriza por el número de las miniaturas que adornan algunas de sus iniciales, más abundantes de lo habitual en este tipo de libros. En concreto son quince las dedicadas a la vida de Cristo, a la Virgen (con un inusitado protagonismo en seis escenas), a algunos santos (San Agustín, San Esteban) y a temas litúrgicos (misa). Fue ejecutado hacia 1200, quizá para el propio monasterio fiterano. Presenta dibujos sumarios que reiteran patrones de rostros inexpresivos con grandes ojos y atuendos elementales. Destacan, eso sí, la viveza de los gestos conseguida mediante la elocuencia de las manos y la luminosidad del colorido, gracias a los azules intensos de los fondos combinados con rojos, rosas, marfiles, verdes y también azules en los atuendos. Toques de dorado en nimbos, coronas y objetos sacros enriquecen la obra, que carece de gradación en las tonalidades y denota torpezas de ejecución.
La síntesis aquí propuesta no puede dar idea completa de la riqueza del románico navarro. Es su intención invitar al lector a que recorra las páginas que siguen y, sobre todo, animarlo a que se acerque en persona a conocer un patrimonio que nos deleita con sus formas y nos cuestiona por lo que de él ignoramos.

 



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