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jueves, 16 de enero de 2025

Capítulo 45-3, Románico en Navarra, Puente la Reina-Gares, Torres del río, Villamayor de Monjardín

 

Puente la Reina / Gares
La villa de Puente la Reina-Gares se encuentra enclavada en el centro del valle de Valdizarbe, merindad de Pamplona, a orillas del río Arga y donde éste acoge las aguas del pequeño río Robo, asentada sobre tierras muy fértiles. Dista 24 km de la capital navarra, que se recorren mediante la Autovía del Camino A-12, teniendo hasta tres salidas de la misma para acceder a la localidad.
Puente la Reina es la población más joven de todo el valle de Valdizarbe; su nacimiento está estrechamente ligado a la construcción del puente románico y sin él no puede entenderse la historia de la villa. El topónimo de la misma se refiere obviamente al propio puente románico y a una reina, aunque algunos autores han tratado de forzar al máximo la etimología para defender otras teorías. Teniendo en cuenta que el puente se construye mediado el siglo XI, y viendo las personalidades importantes en el reino de Pamplona en esos momentos y su capacidad económica, no cabe sino concluir que su promotora fue la realeza. Pocos años debieron de transcurrir desde la muerte de Sancho Garcés III el Mayor (1035) hasta la edificación del puente, proyecto que, a más abundamiento, entronca perfectamente con la labor de restauración de la ruta jacobea emprendida por el monarca pamplonés. En el entorno del rey Mayor vivieron dos grandes mujeres, la primera, su esposa doña Munia o Mayor, y la segunda su nuera, doña Estefanía, esposa de su hijo García III el de Nájera, ambas grandes impulsoras de las artes: en Frómista doña Munia y en Nájera doña Estefanía, refiriéndose el topónimo de la villa a una de ellas con toda probabilidad.
El topónimo vasco, Gares, parece hacer referencia a la palabra “gari” que, en lengua vasca alude al trigo, luego –según algunos autores–, se podría traducir por algo parecido a tierra de trigo o donde abunda el trigo.
Partiendo del puente como punto de arranque, pronto las gentes se trasladaron a su entorno guarnecidos por la vigilancia del mismo. Así, los primeros en llegar debieron de ser los habitantes del antiguo lugar de Murugarren, situado junto al río Robo, a menos de dos kilómetros del puente, en la actual entrada a la localidad por la N-111 a la altura de la zona hostelera. Eran gentes sencillas que vieron la oportunidad de ampliar sus campos a las fértiles tierras que bordean el río Arga a su paso por Puente la Reina. Ciertamente, el lugar debió de resultar del agrado de los monarcas pamploneses. Todo ello explica las pocas pertenencias que en el lugar tuvieron los grandes nobles y cenobios del reino, reduciéndose éstas, entre otras propiedades, a una casa al lado de la parroquia de Santiago, en la calle mayor de la villa, que poseía por heredad la colegiata de Roncesvalles, y algunos terrenos del monasterio de Leire.
El afecto de los monarcas comenzó a verse de manera institucional en el año 1121, cuando Alfonso I el Batallador, rey de Pamplona y Aragón, concedió a Puente la Reina el fuero de Estella. Antes de esta fecha, existen varias alusiones a la villa desde la cancillería real y desde otras fuentes que omitimos por razones de espacio. El fuero hubo de ser el acicate para que la población de la localidad aumentara con la llegada de gentes de otros lugares del reino y del otro lado del Pirineo. En esta época se debió de construir la desaparecida parroquia románica de Santiago, y la villa ganó con una mezcla de gentes e idiomas que hicieron de ella un lugar donde se desarrollaron la artesanía, el cultivo de cereales, vid y olivo y la acogida a peregrinos camino de Santiago. Todo esto contribuyó a que Puente la Reina se convirtiera en la localidad más poblada, rica e importante del valle, dejando atrás, en estos aspectos, a las ya existentes.
Tras el fallecimiento, sin herederos, de Alfonso I el Batallador en 1134, su testamento, que dejaba sus reinos a las órdenes militares de Tierra Santa, no se cumplió. Cada reino eligió a su nuevo monarca. Así, en el caso de Pamplona, subió al trono García Ramírez el Restaurador, descendiente indirecto de Sancho III el Mayor y nieto del Cid. El monarca pretendió cumplir, de alguna manera, con el testamento de su rey y señor Alfonso el Batallador y donó algunos lugares de su reino a las órdenes de Tierra Santa. Tal es el caso de la iglesia de Santa María de los Huertos de Puente la Reina, que fue donada al Temple en 1146 y que pasaría a los caballeros de San Juan de Jerusalén ante la desaparición del Temple a comienzos del siglo XIV.
En la primera mitad del siglo XIV tiene lugar la ampliación de la iglesia de Santa María de los Huertos, actual Crucifijo, merced a la devoción a la impresionante talla gótica, quizá encargada por los templarios antes de su disolución, y a generosas contribuciones, como la de doña Sancha Pérez de Bertolín (1328), que propiciaron la edificación de una nave gótica tan grande cómo la románica.
Puente la Reina tenía a mediados el siglo XIV (1366) ciento cuatro fuegos, divididos entre labradores e hidalgos. Siete clérigos atendían la parroquia de Santiago, ocho la iglesia del Crucifijo y Santa María de los Huertos y cuatro Santa María de Murugarren. La población actual se cifra en unos dos mil seiscientos habitantes.
A lo largo del siglo XV la villa vio culminadas sus más importantes aspiraciones. A comienzos del siglo los reyes de Navarra le concedieron el título de buena villa, con asiento en las cortes inmediatamente después de las ciudades. En 1428 la reina Blanca de Navarra concedió el privilegio de la elección de alcalde entre los propios jurados de la villa y sin consulta al monarca, su patronato eclesiástico pasó a tener más miembros laicos que eclesiásticos, con el privilegio añadido del nombramiento por parte de la corporación de todos los cargos eclesiásticos de todas las parroquias, iglesias y ermitas de la villa: párrocos, vicarios, maestros de coro, organistas, sacristanes, campaneros, ermitaños, beneficiados, etc. Por último, y sin mencionar todas, en 1497 la villa recibió el privilegio de la feria, que le permitía decidir los días que había de durar la misma en el mes de septiembre, las mercancías de la villa y de fuera con las que se había de comerciar y establecer precios e impuestos libremente. 

Puente románico
Uniendo las vertientes puentesinas del río Arga y aguantando sus ocasionales acometidas sobrevive en pie, desde hace algo menos de mil años, el magnífico puente románico de Puente la Reina.
El origen y razón del nombre han dado pie a leyendas y discusiones. Lo cierto es que también recibió el nombre de Puente de Arga (Ponte de Arga), denominación constatada desde 1085 que precisa pocas explicaciones, dado que hace mención al río que salva. También consta sólo como “Ponte”, es decir, el puente por antonomasia. Pero desde finales del siglo XI y comienzos del XII aparece citado en la documentación, con frecuencia, como Puente la Reina (Pons Regine ya en 1090, Ponte Regina, Ponto Regene, Puent de la Reina, Puent de la Reynna). Para analizar la denominación no debemos contentarnos, como algunos autores, con un mero estudio lingüístico (de pirueta lingüística han llega do a calificarlo); ni intentaremos estudiarlo sólo desde el punto de vista de la historia. En nuestra opinión hemos de conjuntar ambos puntos de vista, pensando desde la perspectiva del historiador del arte, a fin de dar respuesta a dos interrogantes básicos: para qué se construyó y quién lo promovió, preguntas que tratan de esclarecer el objetivo del nacimiento de una obra de arte y su posible promotor. Por desgracia, una tercera cuestión, relativa a quién edificó su materialidad, quedará para siempre sin contestación dada la precariedad de las fuentes documentales.
Parece claro que el puente se creó para servir al Camino de Santiago, para facilitar el paso del río, pero también con la intención de dar una nueva dimensión, en el pequeño reino de Pamplona, a la política “europeísta-jacobea” auspiciada por Sancho III el Mayor. Si lo anterior es cierto, y parece serlo, debemos contestar al quién. En la segunda mitad del siglo XI el reino de Pamplona no poseía grandes magnates laicos ni religiosos con los recursos o las motivaciones precisas para afrontar esta monumental obra. Los señoríos monásticos estaban creándose en ese momento, mediante donaciones y compras. Los nobles del reino de Pamplona no pasaban de ser súbditos con una casa más grande, más ganado y derecho a portar armas y, por último, la mitra de San Fermín todavía no había iniciado la decidida política constructiva que inauguraría con la catedral románica de Pamplona hacia el año 1100. Teniendo en cuenta lo anterior, únicamente nos queda la monarquía. En las fechas de construcción del puente –a mediados del siglo XI– sobresalen dos mujeres. Por un lado doña Munia o Mayor, viuda de Sancho III el Mayor, que sobrevivió a su marido más de treinta años y más de diez a su hijo y falleció hacia 1066. Y por otro, doña Estefanía, nuera de la anterior y esposa de su hijo García Sánchez III el de Nájera, quien también sobrevivió a la prematura muerte de su esposo en campaña, en 1054. En nuestra opinión posiblemente cualquiera de ellas podría ser la promotora del puente de Puente la Reina, aunque nos inclinamos, con otros estudiosos de la talla de Uranga e Iñiguez, por ejemplo, más por doña Munia, ya que sus afanes constructivos están acreditados, puesto que antes de morir había iniciado la edificación del monasterio de San Martín de Frómista en tierras palentinas. Para entender la actuación de cualquiera de ambas es preciso recordar que los monarcas hispanos de la segunda mitad de la undécima centuria tuvieron como uno de sus objetivos importantes (que llegan a recordar expresamente en sus testamentos) edificar puentes, como atestiguan los comportamientos de Ramiro I de Aragón y Alfonso VI de Castilla.
El puente domina el cierre de la calle mayor de la villa y encauza el Camino de Santiago hacia las localidades de Mañeru y Cirauqui, camino de Estella. La estructura original de la construcción ha variado desde sus orígenes muy levemente, sobre todo en la abortada reforma de 1843, como ha estudiado recientemente Armendáriz. En ese año el ayuntamiento de Puente la Reina encargó al arquitecto José de Nagusia, quien había realizado los planos del Palacio de la Diputación Foral de Navarra, un ensanchamiento de su calzada para que los carruajes pudieran cruzarse en su centro y evitar, de esta manera, las interminables discusiones sobre tal asunto.
Sabemos que Nagusia proyectó reforzar el puente en las partes que apoyaban en los extremos y, para ello, realizó un gran arco de ladrillo en la vertiente que da a la villa, en la zona del actual embarcadero. Además recreció el pretil colocando guardarruedas en la zona superior. Pero al intentar ensanchar el centro del puente se hundió la pequeña capillita de la Virgen del Txori –pájaro en euskara–, imagen de gran devoción de los lugareños puesto que, según la leyenda, hasta su destrucción una golondrina aparecía de cuando en cuando y, tras chapotear en el río, subía hasta la capilla de la Virgen y lavaba su cara eliminando telarañas y otras impurezas. La desaparición de Nuestra Señora del Txori y su traslado hasta la parroquia de San Pedro, donde hoy se conserva, hizo que el pajarillo no apareciera más y que, por tanto, en adelante dejara de celebrarse de manera religiosa y profana tal prodigio. Tanto molestó esta cuestión a los vecinos que José de Nagusia hubo de abandonar el proyecto total y rápidamente.
Además de la pequeña capilla de Nuestra Señora del Txori, el puente poseía dos torreones en sus extremos, torreones que, al parecer, fueron derruidos durante la primera guerra carlista y de los que hoy sólo podemos ver el que apoya en el lado de la villa, reconstruido por iniciativa popular en los años cincuenta del siglo XX. Dichas defensas formaban parte del poderoso recinto amurallado de la localidad, del que todavía quedan cubos en pie.
La impresionante obra de ingeniería, una de las pocas del románico civil en Navarra –excluyendo torres, palacios y planes urbanísticos–, está constituida por siete arcos sensiblemente de medio punto y, como dictan las normas de la simetría románica, decrecientes en tamaño desde el central hasta los extremos, lo que le confiere la tradicional forma de lomo de camello. Todos los arcos apoyan en grandes pilas que se prolongan en tajamares triangulares escalonados. Las pilas van caladas en su parte superior por aliviaderos en forma de grandes vanos de medio punto (4 ó 5 m en los pilares centrales y de 2 a 3 m en los laterales), siguiendo algunas características de la tradición romana, pero bien ceñido a la arquitectura medieval.
En 1999 el Ayuntamiento de Puente la Reina realizó una serie de excavaciones en la calle Mayor con el objetivo de mejorar las canalizaciones de aguas y el empedrado de la misma. En el transcurso de estas labores, al terminar la calle, y gracias a las excavaciones arqueológicas emprendidas por el técnico puentesino Javier Armendáriz Martija, quedó al descubierto el séptimo arco del puente que apoyaba sobre la calle Mayor al igual que en el otro lado.
El puente está construido en sillar y sillarejo de piedra arenisca, lo que ha propiciado su desgaste en varios lugares, subsanado de modo esporádico por reconstrucciones parciales. En su conjunto podemos decir que subsiste la mayor parte de la estructura alzada a comienzos del segundo milenio, lo que habla bien a las claras de la perfección con que fue diseñado y ejecutado. El pavimento actual del puente es fruto de la restauración de 1989, mientras que el original consistiría en losas más grandes e irregulares que los actuales adoquines, como demostraron las excavaciones de 1999.
Toda la construcción se apoya, como hemos expuesto, sobre las robustas pilas con tajamares triangulares escalonados. Presenta unos 110 m de longitud –más 12 del último arco enterrado– y 4, de término medio, de anchura actual en su calzada, si bien en origen era más estrecha, puesto que rondaba los 2,70-2,85 m. Su arco central tiene algo más de 20 m de longitud, los siguientes 17 y 12,5, mientras que los más pequeños llegan a unos 6 m, incluido el recuperado bajo la calle Mayor en 1999. Este último parece hacer sido retocado y parcialmente reconstruido durante el siglo XVIII para facilitar la curva que había de tomarse desde la actual calle de La Población y enfilar el trazado del puente.
Dichas medidas confieren a todo el conjunto una impresionante sensación de grandeza, haciendo del mismo un referente de la ingeniería arquitectónica románica, al ser uno de los más antiguos y más bellos puentes de Europa, según la opinión de conocidos autores.
La elección del lugar no dependió del azar. Se ha observado que probablemente el vado más frecuentado antes de su edificación se encontraba aguas abajo, junto al camino de Mendigorría. Muy probablemente la localización de un sustrato rocoso apropiado para asentar la cimentación de la estructura hizo que se escogiera el emplazamiento, que se ha demostrado perfecto a tenor de su perduración.
En cuanto a su cronología, los testimonios documentales acerca del nombre de la localidad atestiguan su existencia antes de 1085, pero probablemente la audacia y perfección de la obra han llevado a algunos autores a proponer, que no a justificar, una datación algo más tardía, en la primera mitad del siglo XII. Ya Uranga e Íñiguez analizaron las peculiaridades de su aparejo, delgado y largo, “acomodado a iglesias y edificios civiles en los siglos X-XI, antes de la invasión por el mismo Camino del románico”. Y concluían: “Seguimos dentro de la tradición prerrománica y de la grandeza constructiva de Sancho III el Mayor, sea de sus años o de sus continuadores directos”.
Para terminar, las impresionantes dimensiones de la construcción revelan mejor su atrevimiento e importancia para la historia de la edificación románica cuando las comparamos con los arcos y bóveda cronológicamente más cercanos ejecutados en el viejo reino de Pamplona. Para buscarlos debemos acudir, fundamentalmente, a las naves centrales de la abadía de San Salvador de Leire y de la iglesia de Santa María de Ujué, pues ambos fueron, con Aralar, los empeños de arquitectura religiosa más significativos del siglo XI (la primera de ellas edificada a mediados de siglo y la segunda antes de que concluyera la centuria). Como ha analizado Martínez de Aguirre, en los dos templos las naves centrales resultan mucho más pequeñas, en Leire 5 metros de anchura por 6,5 en Ujué. Estas dimensiones las acercan a los arcos más pequeños de nuestro puente. La luz del arco central puentesino alcanza algo más de veinte metros, lo que supone más que triplicar las citadas naves, por lo que podemos concluir que las dimensiones del arco central del puente románico de Puente la Reina son muy considerablemente mayores. Y no sólo hay que valorar la extensión, sino también la fecha de ejecución, con seguridad dentro del siglo XI, por lo que estamos ante el arco más atrevido de su tiempo, no sólo en el viejo reino, sino también en el resto de los reinos hispánicos.

 

Iglesia de Santiago
La parroquia de Santiago, la principal de la localidad, se sitúa en la calle mayor de la población puentesina, que es al mismo tiempo camino jacobeo. El edificio eclesial llegado a nuestros días es una construcción del siglo XVI, que sustituye a una anterior románica, de la que se conservan restos reconocibles en los muros perimetrales y en dos portadas, una muy sencilla abierta a los pies y la que vamos a estudiar, emplazada en la fachada meridional. Una descripción previa a las obras de sustitución ejecutadas en época renacentista nos informa someramente acerca de la organización arquitectónica del primitivo templo medieval.
Como ha estudiado Jimeno Jurío, se ordenaba mediante tres naves separadas por columnas. Lamentablemente estos datos no resultan suficientes como para adscribir la arquitectura destruida en dicho siglo XVI bien al románico pleno, bien al tardorrománico. Por otra parte, sí consta por documentación la existencia de un templo suficientemente digno como para acoger al rey con su corte ya en la primera mitad del siglo XII. En efecto, la concesión de fueros a Villavieja (illam meam villam uetulam) que el rey García Ramírez el Restaurador ordenó probablemente en 1142 (la cronología es dudosa por una inconsecuencia entre la datación de la copia existente en el cartulario y las fechas del reinado del monarca emisor) tuvo lugar en este templo: Facta carta et precepto in ecclesia Sancti Iacobi de Ponte Regine. Como las restantes iglesias de la localidad, quedó vinculada al arcedianato de la cámara cuando éste fue instituido a comienzos del siglo XIII (1205-1209). No es posible deducir de este dato una campaña de obras derivada de la nueva situación, por más que coincidan las fechas con la cronología habitualmente propuesta para la puerta que aquí estudiaremos.
La portada de Santiago ha sido datada, por sus características formales, en el primer tercio del siglo XIII. Fue ubicada en un amplio resalte adelantado sobre el muro meridional del templo, lo que le permitió desarrollar una gran monumentalidad, al facilitar el abocinamiento. Compositivamente se organiza mediante cinco arquivoltas, separadas por baquetones flanqueados por molduras sencillas. Dichas arquivoltas enmarcan un arco interior lobulado formado por dovelas en que se esculpieron una figura y un remate de lóbulo baquetonado. Cada arquivolta está constituida por una sucesión de dovelas individualizadas, en cada una de las cuales fueron talladas escenas, personajes o seres fabulosos, además del correspondiente fragmento del baquetón moldurado. El conjunto de las cinco arquivoltas apoya sobre un friso continuado de capiteles y elementos esculpidos intermedios, que se prolonga a ambos lados por la totalidad del frente del resalte mural.
Se cuentan, a cada lado, cinco capiteles y otras tantas superficies talladas intermedias, que descansan respectivamente en cinco columnas monolíticas y cinco baquetones despiezados, culminados por cabezas humanas y monstruosas. También las esquinas exteriores del resalte mural se decoran con baquetones verticales rematados en cabezas. El arco interior lobulado descansa, por su parte, en montantes hoy adornados con puntas de diamante, fruto de una reciente restauración (los antiguos se encontraban completamente estropeados). Columnas, baquetones y montantes apoyan en un zócalo continuo que preludia los bancos que serán frecuentes a partir de la segunda mitad del siglo XIII. En las enjutas del abocinamiento, sobre el friso que prolonga la línea de capiteles, aparecen dos grandes relieves, uno con escena de lucha entre guerrero y león rampante, y otro con restos de dos figuras humanas de vestidos talares.


La portada en su conjunto recuerda a un modelo anterior, de finales del románico, el de la portada de San Miguel de Estella, aunque difiere en la elección y distribución de los temas iconográficos. En el caso de la iglesia estellesa los asuntos se reparten de manera muy ordenada y plenamente acorde con las pautas de los comienzos del tardorrománico. En cambio, la puentesina destaca por el menor rigor en el reparto de motivos dentro de cada rosca y por incorporar mayores novedades en la elección de los temas. Además, entre los elementos que anticipan lo que será muy habitual en época gótica, advertimos el comienzo de la fusión de los elementos arquitectónicos sustentantes, que se concreta en un friso corrido de capiteles (en lugar de la individualización de los soportes, propia del románico), así como la adopción de la línea continuada del cimacio.



Por otra parte, las cabezas de hombres y mujeres que rematan (o devoran) los baquetones verticales entre columnas presentan un tratamiento de los rasgos faciales, así como cortes de pelo y tocados, que pertenecen a las primeras décadas del siglo XIII, superando por tanto las modas plenamente románicas. Una de las cabezas masculinas, sin tocado, presenta melena corta, de escaso flequillo, frente a los largos cabellos y barbas propios de los siglos XI y XII. El rostro avanza hacia la belleza gótica, buscándose ese objetivo en la geometrización de los ojos y la pureza de los contornos. Otra cabeza masculina usa la cofia que se va generalizando en los usos del vestir, como tocado independiente del atuendo militar, a partir de 1200.
Antes de detenernos en el análisis iconográfico de los temas más interesantes, haremos una breve descripción de su distribución. Como se ha dicho, el arco lobulado interior presenta una sucesión de ocho arquillos con siete figuras sedentes que abren los brazos para agarrar los tallos curvos que las enmarcan.
Vienen a continuación las arquivoltas. Dentro de una acumulación de escenas de lucha, figuras del bestiario, ángeles y algún ser humano, en general muy deterioradas, destaca la presencia de dos ciclos bien desarrollados. En la tercera arquivolta se extiende una narración de pasajes de la Infancia de Cristo, que comienza a partir de la cuarta dovela empezando a contar por la derecha del espectador. El ciclo continúa por la tercera dovela de la cuarta arquivolta, esta vez contando por la izquierda y hasta la clave. Por otra parte, a partir de la tercera dovela de la cuarta arquivolta contando por la derecha da inicio otro ciclo, esta vez del Génesis, que asimismo se extiende a partir de la tercera dovela de la quinta arquivolta, contando por la derecha, y hasta la clave.
La portada de Santiago presenta un contenido temático que innova con respecto a los temas más vistos en el románico y que en este caso se concreta en el desarrollo de un completo ciclo del Génesis, incluyendo escenas de la Creación, de la historia de Adán y Eva, y de Caín y Abel. Resultan reconocibles la creación de los ángeles, la de los astros, la de los animales, la de las plantas, la de Adán, la de Eva, el Pecado Original, la reprensión de Dios a los primeros padres, la expulsión del paraíso, los trabajos de Adán y Eva, los sacrificios de Abel y Caín, el asesinato de Abel por Caín y la maldición de éste último. La alternancia de estas escenas con un detallado ciclo de la Infancia trata de mostrar al amplio público el nexo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, a través del pecado de nuestros primeros padres, la promesa de la Redención y la llegada y manifestación del Mesías. Otros temas de carácter simbólico, visibles en el románico y gótico, son el enfrentamiento armado entre caballeros o la lucha del guerrero contra el monstruo. Además, la presencia de un amplio repertorio de bestias de difícil identificación, tanto por el estado de la piedra como por el abandono de los rasgos ortodoxos de los monstruos concedidos por los bestiarios de la época, para crear nuevas formas de carácter híbrido, nos acerca a los seres monstruosos y marginales del gótico.
Respecto al análisis iconográfico, diremos que las dovelas correspondientes al Antiguo Testamento, tomadas del libro del Génesis, se localizan en el lateral derecho de la portada. Los temas abarcan desde la creación del mundo a la muerte de Abel, siguiendo por tanto el relato bíblico y faltando la escena del homicidio de Caín por parte del ciego Lamec, episodio tomado de textos apócrifos judíos. Observando estas escenas destacaremos momentos significativos en cada ciclo, como es la bellísima dovela de Dios y los ángeles, que habla de la calidad del taller escultórico de esta iglesia, a pesar de lo dañado que nos ha llegado. Composiciones como la dedicada al cuarto día de la creación, en que se forman los animales, introducen novedades iconográficas, como el hecho de que Dios atraviese con su lanza al dragón recién alumbrado, anuncio del papel que el reptil va a jugar en la Historia Sagrada como imagen del diablo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Otras representaciones de este ciclo veterotestamentario siguen una iconografía más clásica, atendiendo a la interpretación más tradicional del texto bíblico; por ejemplo, la serpiente sigue tentando bajo un rostro de reptil y Caín mata a Abel con una azada, cuando por estas fechas los textos y algunas representaciones habían introducido las novedades de la serpiente con aspecto femenino o la quijada de asno como arma del primer homicida.

Respecto al Nuevo Testamento, se hace presente en la portada a través de un completo ciclo de la Infancia que abarca desde la Anunciación, incluyendo la Visitación, el Nacimiento y el baño del Niño, el Anuncio a los pastores, la Presentación en el templo, los Reyes Magos ante Herodes, la Epifanía, el Sueño de los Magos, Herodes y el diablo, la Matanza de los Inocentes, el segundo Sueño de José y la Huída a Egipto. Destacamos el gusto por repetir determinados momentos, lo que explica que haya dos representaciones de la Natividad o dos dovelas dedicadas a la Matanza de los Inocentes. No faltan escenas menos representativas del relato, como son el Sueño de José o el de los Magos, además del asesoramiento diabólico de Herodes, que supone una peculiaridad iconográfica escasamente conocida en el panorama románico peninsular. El tema del diablo aconsejando a Herodes el infanticidio aparece también en la iglesia tudelana de la Magdalena, así como en varias iglesias sorianas, como Santo Domingo, San Juan de Duero y la sala capitular catedralicia de Burgo de Osma. Estilísticamente este último ciclo presenta gran calidad en su elaboración, lo que se manifiesta en aquellas creaciones que han llegado en buen estado de conservación, como la Anunciación a María o momentos tan bellos como la Epifanía y el Anuncio a los Pastores.
Además de los temas bíblicos, el resto de la portada está ocupado con temas variados que se pueden agrupar temáticamente en torno a escenas de lucha, figuras del bestiario, ángeles y algún ser humano. Algunas de ellas corresponden a una reinterpretación de una cita bíblica en la que San Pablo anima a los cristianos a luchar como soldados con las armas de la virtud contra el vicio, concretamente en su Epístola a los Efesios (6, 10-20). Así hay guerreros que luchan contra un león o un dragón o inciertas representaciones de un santo –personaje aureolado– que se enfrenta a un diablo. Hay figuraciones aisladas del dragón, exhibido en toda su potencia, e híbridos como la arpía, cuya imagen está configurada desde la mezcla del rostro de mujer en el cuerpo de un ave y la cola de escorpión, rasgos que hablan de su carácter maléfico. Hay ángeles aislados y seres humanos con útiles agrícolas. Esta relación de escenas de distinta significación, componen un panorama de alternancia de imágenes positivas y negativas que ya se había conocido en portadas de otros templos románicos navarros, como San Miguel de Estella o Santa María de Sangüesa, o en canecillos de la cornisa del monasterio de Irache y en la cabecera de un templo cercano a éste, como es Santa María de Azcona.
El conjunto se remata con una escena de gran valor catequético que ocupa un lugar privilegiado en la jamba derecha de la portada: se trata de la boca infernal que se abre para recibir los condenados. Las torturas del infierno se vienen concretando desde las primeras representaciones románicas en una cabeza de animal que abre desmesuradamente sus mandíbulas para devorar las almas condenadas. La imagen recuerda al temible Leviatán del Libro de Job y se ha ido enriqueciendo con elementos provenientes de los Evangelios Apócrifos –como el Evangelio de Nicodemo– y las leyendas escatológicas. En este caso es una cabeza de león, por los vellones marcados y las grandes fauces en las que sufren dos pecadores; todavía un demonio introduce su pata en la boca para permitir la entrada de las almas pecadoras, entre ellas el avaro, identificado por la bolsa de monedas al cuello.
Para terminar la lectura de la fachada, el tratamiento de figuras marginales que componen un bello conjunto decorativo, al margen de una mayor significación, sigue presentando un gran cuidado en su elaboración, como lo demuestran las figuras entre roleos del arco angrelado interior, o las cabezas que rematan las columnas y soportan los capiteles. Cronológicamente determinados elementos resultan de gran utilidad para su datación, como son los temas esculpidos o las noticias que nos aportan la vestimenta civil y militar. Todo ello confirma la datación en el primer tercio del siglo XIII que ya habían apuntado las informaciones arquitectónicas y escultóricas.
Esta portada se ha relacionado en su esquema arquitectónico, ausencia de tímpano y uso del arco lobulado con otras fachadas semejantes y cercanas geográficamente, como son las de San Román de Cirauqui y San Pedro de Estella, con la salvedad de que estas últimas –idénticas también en escultura– avanzan cronológicamente por el uso del arco apuntado y de nuevos repertorios ornamentales. Algunas de estas coincidencias escultóricas permiten ver la participación de este taller de Santiago en unos restos tallados conservados en el claustro de San Pedro de la Rúa. Un análisis de los mismos, así como un rastreo de las fuentes documentales, nos hacen deducir que estos fragmentos de capiteles adornaban la misma capilla donde hoy se encuentran. Los soportes están ocupados por temas de Infancia entre los que señalamos, por su similitud con los vistos en la portada que acabamos de analizar, el Nacimiento de Cristo, la Matanza de los Inocentes y la Huida a Egipto. Estos relieves suponen una continuidad del taller escultórico de Santiago de Puente la Reina. 

Iglesia del Crucifijo
La actual iglesia del Crucifijo, antiguamente llamada de Nuestra Señora de los Huertos, se encuentra a la entrada de la villa desde Pamplona. Su origen resulta controvertido. Varios historiadores la han identificado con la parroquial o con una ermita de la antigua población de Murugarren o Murubarren, existente antes de que Puente la Reina naciera como tal. Referencias documentales acreditan la perduración de dicha población durante los siglos XII a XIV; entre ellas la más conocida es la de 1142, cuando García Ramírez el Restaurador concedió fueros a cuantos poblaran “aquella mi villa vieja que di a los frailes de la Milicia del Templo de Salomón”. Por desgracia el documento original no se conserva, de suerte que hemos de contentarnos con las citas que hacen Ohienart y Moret.
Identificada así con la villa vetula de que habla el rey (identificación en la que no todos los autores coinciden), Murugarren vendría a ser para Puente la Reina lo que Rocaforte para Sangüesa. También resulta verificable que Santa María de los Huertos acabó siendo propiedad de los hospitalarios mediado el siglo XV. La circunstancia de que los sanjuanistas hubieran sido los destinatarios de la mayor parte de las propiedades de los templarios, cuando la orden de la Milicia del Temple fue disuelta a comienzos del siglo XIV, parecía sustentar la primitiva pertenencia de Santa María de los Huertos a dicha orden de Tierra Santa. Sin embargo, investigaciones recientes, especialmente de Uranga Santesteban y López Andoño, vienen poniendo en duda con argumentos sólidos tal identificación. El hecho de que Murugarren estuviera en origen al otro lado del río Robo y el que su antigua parroquial pueda identificarse con una ermita de Santa María todavía existente en el siglo XVIII, hacen difícil identificar a Santa María de los Huertos con dicha parroquial primitiva. En todo caso, sería la iglesia de una nueva población localizada a los pies de la loma donde estuvo Murugarren.
De este modo, nos hallamos ante un templo románico edificado probablemente en la segunda mitad del siglo XII, que funcionó como parroquia (tuvo pila bautismal), que estuvo aneja a un hospital (consta el robo de un peregrino francés en el hospital de Santa María de los Huertos en 1350) y que en el siglo XIV recibió el añadido de una nave destinada a alojar la preciosa imagen del crucificado.
En efecto, pocos años después de la citada desaparición del Temple se encontraba en Puente la Reina una magnífica escultura de un crucificado, seguramente de origen italiano (la talla o su creador: Fernández-Ladreda ha propuesto su origen en el entorno de Giovanni Pisano). Por entonces los vecinos de Puente la Reina debieron comenzar a recaudar dinero para hacer una capilla en la iglesia que albergara la talla. Así lo demuestra el testamento de Sancha Pérez de Bertolín que, en 1328, deja una manda generosa para tal proyecto. De esta manera nació lo que terminó siendo una nave nueva para la iglesia y dando nombre a todo el conjunto.
A mediados del siglo XV (1441-1469) la orden de San Juan de Jerusalén se hizo cargo de la regencia de la iglesia y su hospital. Bajo su dirección se añadieron la sacristía del siglo XVII, adosada a la nave gótica, y la torre, proyectada por el arquitecto Santos Ángel de Ochandátegui (al igual que la fachada principal del colegio, en la segunda mitad del siglo XVIII). Los frailes sanjuanistas continuaron en la iglesia hasta que fueron desalojados a consecuencia del proceso desamortizador. Durante la primera guerra carlista el espacioso convento fue utilizado como cuartel, primero de los carlistas y luego de los isabelinos. A continuación pasó a poder del Ministerio de la Guerra, en litigio con el Ayuntamiento de Puente la Reina, que se hizo con el Cristo, la talla de la Virgen, las campanas y otros elementos. En 1919 el ministerio sacó a subasta la vieja iglesia convertida durante años en establo, siendo adquirida por los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús (Dehonianos) que comenzaron la restauración con la ayuda del Ayuntamiento de la villa y de la institución Príncipe de Viana. La restauración finalizada en 1951 culminó con la apertura de nuevo al culto. Desde entonces las mejoras han sido considerables, de tal manera que hoy día el conjunto presenta un aspecto muy digno.
La iglesia del Crucifijo de Puente la Reina muestra añadidos realizados a lo largo de los siglos. Así vemos claramente las dos naves alineadas y unidas, la sacristía pegada a la nave gótica, la torre encima del coro de la nave románica y el soportal de unión entre la entrada a la iglesia y la del colegio. La iglesia románica presenta un ábside semicircular al exterior y al interior, que contrasta con el poligonal gótico anejo. No nos detendremos en la cabecera, completamente rehecha al igual que el soportal, salvo para citar la inclusión de un canecillo antiguo que presenta una cabeza monstruosa. Este canecillo es muy semejante a una cabeza empleada como ménsula en el pórtico y que forma parte de un conjunto realizado en la primera mitad del siglo XIII, por lo que es dudoso que en origen perteneciera al ábside. También el muro meridional en su parte oriental fue casi completamente reconstruido. Incluye una moldura que se prolonga hasta el porche, donde se unen iglesia y colegio, cortada únicamente por dos ventanas de medio punto flanqueadas por columnas de fuste liso, con basas que presentan toro y escocia y capitel igualmente liso. El muro de la Epístola se refuerza mediante dos grandes contrafuertes y sus canecillos carecen de decoración.
En el penúltimo tramo del muro meridional, enfrente de la del actual colegio, se abre la preciosa portada, de más de 5 m de frente. Se organiza en cuatro arquivoltas apuntadas: la interior sobre pies derechos y las otras tres sobre columnas con fustes de decoración preciosista, a base de patrones extensibles constituidos por entrelazos vegetales y labores de cestería; las basas –algunas muy destrozadas– son las clásicas a base de escocia y toro. La tercera de las seis columnas presenta fuste y capitel nuevos, puesto que los originales habían desaparecido, como evidencian fotografías antiguas. Los capiteles se encontraban en muy mal estado. También de izquierda a derecha, el primero y el tercero fueron repuestos en la restauración; el segundo se ornamenta con roleos de cuadrifolios entrelazados; el cuarto está muy deteriorado, pero parecen reconocerse roleos con aves; el quinto incluye entrelazos circulares; y el sexto incorpora aves sobre leones que se muerden las patas.


Portada del siglo XIII, construida probablemente por la Orden del Temple.


Detalle del capitel de la portada 

Las arquivoltas también despliegan una profusa decoración. La interior es abocelada lisa, acompañada de una moldura donde pueden verse pequeñas piñas. La segunda arquivolta, igualmente abocelada lisa, viene seguida de una moldura de roleos de cuadrifolios asimétricos entrelazados. La tercera está decorada por hojas dobles digitadas superpuestas y también va seguida por una doble moldura, con retícula romboidal y motivos vegetales abigarrados. La cuarta vuelve a ser baquetonada, flanqueada por un eje vegetal acantiforme y, por encima, gran cantidad de figurillas desordenadas, entre las que vemos un ave, un personaje (¿apóstol?) que lleva en la mano un rollo, hojas, piñas, hojas, figura obscena que abre exageradamente la boca con sus manos y muestra sus genitales, ave, dragón, hojas, tres figuras en un mismo lecho que recuerdan a las representaciones del Sueño de los Reyes Magos (por ejemplo en Autun), cabeza con la boca abierta, dos aves de cuellos enlazados, otra ave, cabeza monstruosa, monstruo alargado, cuadrúpedo (¿león?), lazo, figura de pie, ave, piña, ángel, cabeza, hojas, grifo, hojas, arpía y cabeza monstruosa que devora medio cuerpo femenino del que sólo asoman el vientre y las piernas. El conjunto se completa con una chambrana decorada a base de acantos estilizados.






Todo este conjunto, completado con cimacios de diversos motivos vegetales prolongados en moldura lateral, no estructura un programa claro. Según Crozet, sería el trabajo de escultores decoradores incontestablemente hábiles, pero que no han sabido componer o bien no se les ha pedido seguir un programa iconográfico determinado. De modo general, varios asuntos representados podrían entenderse como reflejo de la lucha entre las buenas y las malas influencias y actitudes ante la vida.
Algunas figuras han sido interpretadas por Crozet y Aragonés como clara condena de la lujuria, la avaricia y otros pecados, lo que serviría para poner sobre aviso a los vecinos y peregrinos acerca de las fatales consecuencias de una vida pecadora. Aragonés destaca en la inclusión del monstruo antropófago el hecho de ser el único caso del románico navarro en que la devorada es mujer; de su desnudez deduce su condición de lujuriosa. Al mismo tiempo, otros relieves mostrarían una vertiente positiva, con las virtudes de un ángel, un santo apóstol y el sueño de los reyes magos. Todo unido, en nuestra opinión, conformaría un bello conjunto catequético y moralizante medieval.
Cada uno de los estudiosos que la han tratado con cierto detalle ha encontrado relaciones entre esta portada y otros ejemplos del románico navarro. Así, se ha visto bizantinismo y se ha puesto en contacto con la portada de Santa María la Real de Sangüesa y Uncastillo, por la decoración de los fustes y la abigarrada presencia figurativa en una de las arquivoltas; el último capitel ha sido comparado en su composición con el llamado “capitel del San Cernin” del Museo de Navarra, que puede relacionarse con el conjunto del claustro de la catedral pamplonesa; y también ha sido vinculada con San Pedro de la Rúa de Estella.
En este sentido, resulta muy acertado el comentario de Crozet sobre la extraordinaria diversidad de sus fuentes de inspiración y la evidencia de un cierto espíritu conservador. A la hora de proponer una datación para la portada, que es lo menos afectado por las restauraciones, las opiniones difieren. Uranga e Íñiguez la consideraban de la segunda mitad del XII; Lojendio, de finales de la centuria o principios del siglo XIII; y Lacarra la emplazaba directamente en la primera mitad del XIII. El arco apuntado y la abundancia decorativa llevaban a pensar en una datación tardía, así como la presunta cercanía con Estella y Sangüesa. En cambio, recientemente Martínez de Aguirre ha propuesto su ejecución en el tercer cuarto del XII, dado que el repertorio empleado pertenece mayoritariamente al románico pleno o a los inicios del tardorrománico, al tiempo que se echan en falta los motivos más habituales en el último cuarto del siglo. Curiosamente, capiteles de repertorio tardorrománico y gótico inicial fueron empleados para la construcción del pórtico, derribado a finales del siglo XIX, que comunica al templo con el hospital situado enfrente. Esos elementos sí pueden fecharse con más certeza a comienzos del siglo XIII.
Al interior predomina el muro macizo, perforado por las ventanas en el eje y el muro meridional. Los cuatro tramos y la cabecera están separados por pilastras con semicolumnas adosadas, terminadas en capiteles con decoración vegetal esquemática, en los que descansan los fajones doblados, ligeramente apuntados. Como ya hemos avanzado, buena parte del interior responde a las labores de restauración del siglo XX. Al construir la nave gótica, en el siglo XIV, el muro del evangelio fue sustituido por grandes pilares octogonales que forman cuatro arcos apuntados y que comunican ambos espacios, de tal manera que los fajones descansan en el lado del evangelio en grandes ménsulas bilobuladas y trilobuladas dispuestas en las enjutas de los arcos que separan las naves. Las bóvedas de los cuatro tramos son de cañón ligeramente apuntadas; la del ábside es de horno o de cuarto de esfera.



Las dos naves de la iglesia 

La imagen titular (Santa María de los Huertos) fue trasladada a la parroquia de Santiago durante la restauración de la iglesia y no volvió a su enclave privativo.
En su lugar se colocó una imagen mariana de la localidad de Urdánoz, que fue robada y recuperada en 1986 y que en la actualidad se custodia dentro del colegio (la que vemos hoy en el presbiterio es una copia de esta última, realizada por el artista valenciano José López Furió). Por tanto, para ver la talla primitiva de Santa María de los Huertos debemos acudir a la sala capitular o museo parroquial de la Iglesia de Santiago. Se trata de una imagen sedente de mediados del siglo XII que ha perdido el Niño y el brazo derecho, presenta rostro tranquilo con una levísima sonrisa, tocada por corona. Presuntamente, como las imágenes de Izco, Zolina, Ardanaz, Yárnoz, Abárzuza y Leyún, tiene como modelo a Nuestra Señora de Irache. No queremos terminar sin aludir a la nave gótica y a la soberbia talla del Cristo crucificado que alberga, así como a las pinturas que aún pueden adivinarse tras él. 

Cristo gótico de la Iglesia del Crucifijo

 

Torres del Río
La villa de Torres del Río está situada en la comarca geográfica del Somontano de Viana-Los Arcos y pertenece a la merindad de Estella. Dista 70 km de Pamplona, que se recorren mediante la Autovía del Camino de Santiago, A-12, hasta la desviación indicada a la altura de Lazagurría (NA-6330) que nos llevará directamente a nuestro destino.
La primera noticia escrita sobre la localidad remonta al año 1100, cuando el senior Jimeno Galíndez donó al monasterio de Irache un “monasteriolo” junto al camino de los peregrinos. Es el origen de la desaparecida iglesia de Santa María. En el fuero que en 1175 concedió Sancho VI el Sabio a Los Arcos, Torres aparecía entre las aldeas susceptibles de proporcionar pobladores. La inyección de vitalidad aportada por la repoblación y el Camino de Santiago dio paso a una nueva etapa en la vida de Torres y a la llegada de los canónigos sepulcristas constructores de la iglesia del Santo Sepulcro, en una fecha que nos es desconocida, pero que hay que situar en la segunda mitad del siglo XII. A finales de dicha centuria aparecen los cistercienses de Iranzu como propietarios de la Monjía, granja emplazada dentro del actual término municipal. De 1147 consta una donación efectuada por una dama de la más conspicua nobleza navarra, María de Lehet, quien entregó a Irache la mitad de su hacienda en Turre de Arcos, heredada de su difunto marido Eneco Lopeiz de Soria. Dos documentos, uno de 1219 y otro anterior a 1222, desgranan entre propietarios y vecinos casi cuarenta individuos.

Iglesia del Santo Sepulcro
La cuidada construcción se encuentra en el centro de la población, rodeada de viviendas. Pese a que su “descubrimiento” por los historiadores del arte se produjo en la segunda década del siglo XX, sus peculiaridades en planta y alzado han motivado una abundantísima bibliografía. Fueron Zorrilla y Altadill, miembros de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra, quienes redactaron las primeras descripciones detalladas, con planimetría, fotografías y valoraciones tras visitarla en 1913. Ambos coincidieron en atribuirla a “los famosos caballeros del Temple”, a quienes consideraban custodios de los caminos internacionales de peregrinación.
Desde mediados del siglo XIX estaba en boga el supuesto de que la edificación de iglesias románicas de planta octogonal, imitadoras del Santo Sepulcro de Jerusalén, obedecía a la presencia de dichos caballeros. Afirmaba también Zorrilla, retomando datos de Moret, que esta iglesia de Torres había de identificarse con el monasterio de dicha localidad donado en 1100 a Irache. Poco más tarde la publicó como inédita G. G. King, quien tuvo el acierto de relacionar el templo con los canónigos sepulcristas. Explicaba los elementos de tradición islámica suponiendo que sus constructores podrían haber sido mudéjares venidos desde Calatayud, donde tenía su sede el gran prior del Santo Sepulcro en Aragón. La polémica quedaba abierta. Desde entonces el precioso templo ha sido objeto de todo tipo de controversias, no sólo entre quienes la atribuyeron a los templarios (Huici, Biurrun), a los sepulcristas (Lacarra, Ordóñez, Bresc-Bautier), a los caballeros de Santiago o a los benedictinos de Irache (Lojendio, Uranga e Íñiguez), sino igualmente entre los que pensaban que la cúpula había estado inicialmente abierta o lo contrario, o quienes entendieron que el ábside y la escalera fueron añadidos o bien estuvieron diseñados desde el origen; quienes han identificado el edículo superior con una linterna de muertos perteneciente a un hospital jacobeo (Lambert) o quienes han argüido su uso como faro de peregrinos (Uranga e Íñiguez). En cuanto a su cronología, las hipótesis oscilan entre quienes la sitúan hacia 1160-1170 (Íñiguez), en los años finales del siglo XII (Gudiol y Gaya) y los que piensan como King que hubo de ejecutarse en el segundo cuarto del XIII. Las mayores coincidencias se dan al señalar su relación con Almazán, Oloron y Hôpital-Saint-Blaise, con precedentes en Córdoba y Toledo.
En cuanto a sus constructores, muchos han atribuido su ejecución a artistas de origen musulmán (King, Gudiol y Gaya Nuño, Lojendio y Palol). La perspicacia de Durliat e Íñiguez les llevó a advertir la representación del edificio hierosolimitano dentro del capitel dedicado a las santas mujeres o la vinculación del repertorio ornamental con el del claustro románico de la catedral de Pamplona. En 1983 el Catálogo Monumental de Navarra dedicó un párrafo a las proporciones de la iglesia, trazada en su opinión a partir del módulo constituido por un lado del octógono. Una aportación decisiva fue el descubrimiento por Jaspert de la noticia más antigua sobre su pertenencia a la orden del Santo Sepulcro de Jerusalén en 1215 (específicamente habla de la “iglesia y casa del Santo Sepulcro de Torres con el hospital y todas las libertades y pertenencias suyas”), cabeza de otras propiedades en el reino de Navarra. Valeriano Ordóñez recopiló muchos otros nexos posteriores que vinculan la casa de Torres con la iglesia sepulcrista de Santa María de Palacio de Logroño y demostró que el templo que Irache poseía en Torres era distinto de la iglesia del Santo Sepulcro. En 1997, 2001 y 2004 Sutter, Martínez de Aguirre y Gil han recalcado las vinculaciones con el Santo Sepulcro de Jerusalén y han analizado con detalle la construcción. En 1931 había sido declarada Monumento Histórico-Artístico perteneciente al Tesoro Artístico Nacional.
La primera intervención en el monumento, promovida por la Institución Príncipe de Viana en 1960-1963, afectó a la consolidación del ábside, reposición de columnas en los ángulos del octógono y en la puerta, renovación de cubiertas, sustitución de sillares deteriorados, retirada del retablo, nuevo enlosado y colocación de alabastro en las ventanas. Años después el crucificado de madera fue restaurado en Madrid (1979) y Pamplona. Entre 1992 y 1994 la misma institución acometió una segunda renovación de cubiertas y elementos estropeados (cornisas, bateaguas) que protegieran al monumento de la acción dañina del agua. Se recuperó la cubierta original constituida por sillares de forma trapezoidal, se renovó el pavimento y se excavó el subsuelo con el descubrimiento de un crucificado de piedra que más adelante comentaremos y de varios silos.
El proyecto, bien meditado, fue ejecutado de una vez (salvo la escalera) por un equipo cohesionado en el que destaca la personalidad del director de obra, capaz de planear y resolver con maestría soluciones poco usuales en la arquitectura de su tiempo. Acompañaban al maestro, que habría estado presente durante toda la ejecución, un grupo de canteros de calidad contrastada, entre los que encontramos escultores de mediano nivel conocedores de diseños ornamentales de diferentes procedencias, concretamente se atestigua la presencia de un seguidor del claustro de la catedral de Pamplona y de otro que habría trabajado en Armentia.

La planta revela una planificación esmerada. Dibuja un octógono regular abierto en su cara oriental a un ábside semicircular. A occidente contiene la escalera un cilindro añadido al plan original; lo revelan tanto los desajustes en su diseño (proporciones, orientación, dificultades para la circulación de aguas pluviales) respecto del trazado total del edificio, como el modo en que la ventana superior del paño occidental resultó cegada. La única puerta exterior se abre hacia el sur, a un pequeño atrio antiguamente cercado por un murete. Una segunda puerta da paso desde el lado occidental a la escalera.
Proyecto y ejecución cuidaron especialmente las proporciones. Se siguió un riguroso trazado de base geométrica, proyectado a partir de figuras elementales: circunferencias, cuadrados y triángulos. Se tomó como base una circunferencia inicial, en la que se inscribieron dos cuadrados girados, que forman una estrella de ocho puntas y dan pie a dos octógonos concéntricos. Aplicando las dimensiones apropiadas, estos dos octógonos coinciden con las medidas exterior e interior del muro de Torres. El octógono interior a su vez queda inscrito en una segunda circunferencia mediana, base para trazar una segunda estrella de ocho puntas mediante la inscripción de otros dos cuadrados. Si además tomamos los ángulos y los lados de dichos cuadrados para trazar cuatro triángulos isósceles, nos aparece el diseño de la bóveda de nervios entrecruzados. La intersección de estos cuatro triángulos forma un tercer octógono más pequeño, que contiene una tercera circunferencia pequeña. Las dimensiones del ábside se generan a partir de dichas circunferencias: el exterior viene marcado por una circunferencia mediana; el interior absidal coincide con una segunda circunferencia pequeña que se dispone tangente al centro del lado oriental.
Para proyectar el alzado continuaron con idéntico procedimiento. La altura hasta la línea de imposta de la bóveda se obtuvo a partir de una circunferencia mediana (el pavimento original quedaba por debajo del dibujado en la sección). Una segunda circunferencia semejante, secante a la anterior por su centro, proporcionó la luz de los arcos descritos por los nervios. La misma imposta de la bóveda sirvió como centro para dibujar una circunferencia del tamaño de la inicial, que marcó tanto la altura total de la bóveda como el punto de arranque de la ventana absidal. Una tercera circunferencia mediana, tangente a la primera, dio la altura para la imposta de las ventanas del edículo superior. Y una cuarta señaló la altura total del edificio, que difiere ligeramente de la actual porque falta la antigua cruz de remate de piedra. En cuanto a la división del muro vertical en dos niveles, como acertadamente había visto el Catálogo Monumental de Navarra, la altura del nivel II equivale al lado del octógono interior (que es el diámetro de la circunferencia pequeña, también empleado para calcular la bóveda de la linterna). El nivel I tiene como altura la apotema del octógono mayor, que es equivalente a la altura total de la bóveda.

Trazado geométrico de la planta 

Trazado geométrico del alzado 

Trazado geométrico de la bóveda nervada 

En resumen, un compás y una escuadra de dibujo bastaron para proyectar todo el edificio. Un cordel, pivotes y una escuadra de medir fue todo lo necesario para plantear en el solar las medidas del edificio y para ejecutar su alzado realmente equilibrado.
El lado del octógono interior viene a tener de media entre esquina y esquina 2,95 m, lo que supone diez veces la medida del pie romano, utilizado según Conant en importantes edificios románicos como Cluny. La apotema de dicho octógono (aproximadamente 3,55 m), además de resultar al multiplicar por doce dicho pie romano (3,54 m), era la medida de la pértiga, que sabemos fue empleada como unidad en la Navarra medieval. El intradós de los arcos que definen la bóveda tiene como promedio un pie romano de anchura, unidad de medida muy difundida en la Europa culta. Por otra parte, el diámetro de la circunferencia inicial también ofrece una lectura simbólica, pues sus 9,93 cm se aproximan con un margen de error del 0,3% al resultado de multiplicar por treinta y tres el módulo utilizado en los nervios. Treinta y tres fueron los años que vivió Cristo en la Tierra, según los comentaristas bíblicos medievales. Para completar las dimensiones del edificio, diremos que la altura total del templo alcanza los 17,70 m, la de la cúpula 10,55, la del ábside 8,35 y que cada lado del octógono mide por el exterior 4 m.
Toda la fábrica fue edificada con un aparejo uniforme, mediante hiladas de tamaño mediano (entre 20 y 32 cm de altura), muy habitual en el románico pleno navarro. El alzado original quedaba organizado exteriormente en tres cuerpos: el ábside y el prisma octogonal que acabamos de mencionar y un segundo prisma octogonal de menores dimensiones, colocado como culminación del edificio, justo en su centro. Para acceder a este tercer cuerpo fue añadida a poniente la escalera de caracol. Tanto la organización interior como la exterior del prisma principal se distribuyen en tres niveles, diferenciados por las correspondientes molduras. El primero arranca de un zócalo de sección algo mayor que el muro que soporta, del que lo separa un doble rebaje. Por el interior coincide con un banco de piedra que recorre perimetralmente el octógono. Encima del zócalo ambos paramentos están constituidos por quince hiladas. En la cara sur se abre la puerta, adornada con una cruz patriarcal posmedieval en el tímpano. Una arquivolta en forma de bocel y una chambrana aspada enmarcan el tímpano. Los cimacios de los capiteles despliegan roleos bastante toscos. En el ábside, una estrecha ventana con abocinamiento interior y sin ornamentación señala el eje. Por el interior y en su zona meridional se abre una hornacina de medio punto, que debió de servir como primitivo sagrario o credencia. La embocadura del ábside presenta una columna a cada lado que sostiene un sencillo arco apuntado.

Proyección de la planta 

Planta del arranque de la bóveda 

Una moldura horizontal marca el comienzo del segundo nivel, configurado en el exterior mediante arcos apuntados ciegos en todas sus caras excepto la oriental. Los dos paños que flanquean el ábside muestran bajo los arcos ventanas adornadas con sus correspondientes arquillos sobre columnas, muy sencillos, sin otro adorno que una moldura esculpida que trasdosa el dovelaje. 
En el interior, este segundo nivel de muro se extiende a lo largo de once hiladas, sólo animadas por la presencia de las dos ventanas. La hilada más elevada se interrumpe de modo promediado en el centro de cada paño dando paso a dos ménsulas constituidas por tres medias cañas. Son el soporte necesario para los nervios.













La solución de continuidad con la bóveda viene marcada en el exterior por una segunda moldura horizontal, que se prolonga incluso por la cara oriental, por encima del ábside, pero no en el huso de la escalera. Presenta en sus ocho lados ventanas que disponen de dos arquivoltas en forma de grueso bocel, enmarcadas entre medias cañas adornadas con bolas. Su diseño acusa diferencias con el más habitual en ventanas románicas navarras y participa del enriquecimiento estructural y ornamental que advertimos en otras obras de la segunda mitad del siglo XII.
Los vanos son muy reducidos, no sólo en anchura (lo que es frecuente), sino también en altura, puesto que no comienzan en la línea de imposta, sino tres hiladas por encima, a causa del escaso espacio que por el interior permite el entrecruzamiento de nervios. Cada arquivolta exterior descansa en columnillas con capiteles decorados. Las arquivoltas internas lo hacen sobre montantes lisos con molduras en la línea de impostas, que prolongan el diseño de los cimacios de los capiteles. Una chambrana trasdosa las dovelas de cada arco. La composición recuerda a puertas del pleno románico navarro, donde existen arquivoltas aboceladas sobre montantes, como en Zamarce.
Por el interior, una gruesa moldura ajedrezada, cuyo trazado se va acomodando a los cimacios de los capiteles de esquina y de las ménsulas intermedias, marca la separación entre niveles. Este tercero despliega la estructura más compleja del edificio, una bóveda construida sobre ocho nervios de sección cuadrangular que se entrecruzan dejando libre el centro. Arrancan por parejas desde el centro de cada cara, a los lados de las ventanas, sobre ménsulas de tres medias cañas, para ir a morir tres paños más allá tras dibujar arcos apuntados. De esta forma, cada nervio tiene su paralelo en el divergente de la cara adyacente. El trazado les lleva a un cuádruple entrecruzamiento: cada uno se interseca a media altura con los convergentes y cerca de su clave con los divergentes de sus caras inmediatas. Este entrecruzamiento no está hecho de cualquier modo. El acertado análisis de Sutter nos enseña su jerarquización: dos recorren toda su extensión sin interrupciones; otros dos modifican la sección en el cruce que realizan con los dos primeros; el siguiente par se adapta a tres entrecruzamientos; por último, el par que conecta los lados este-nordeste con los situados al oeste-suroeste se modifica en cuatro encuentros. Desde los ángulos arrancan ocho nervios suplementarios que vienen a morir en el primero de los entrecruzamientos con que topan. Este análisis permite conocer cómo fue construida la bóveda: alzados los muros, se dispusieron las cimbras sobre los cimacios de las ménsulas y aparejaron los dos primeros nervios, los que muestran su sección cuadrangular sin alteraciones a lo largo de toda su extensión. A continuación, tallaron y asentaron los dos siguientes y así sucesivamente los de tres y cuatro intersecciones. Luego dispusieron los suplementarios. Terminado el entramado, edificaron el casquete exterior de la bóveda, por paños, apoyándolo en los nervios correspondientes. Culminó esta fase con la colocación de la bovedilla central, sobre una moldura ajedrezada de menor sección que la dispuesta sobre el segundo nivel. No hubo un diseño de corte de piedra preestablecido aplicado en todos los casos, sino una acomodación conforme asentaba cada arco. Este proceder nos recuerda a otras bóvedas nervadas navarras de la segunda mitad del siglo XII, como la sala semisubterránea del palacio real de Pamplona.

Detalle del arranque de la bóveda y ventanas

Ventaba interna

Bóveda

Vista general de la bóveda 

Por el exterior, cada esquina del octógono dispone una semicolumna que recorre las tres alturas. Arrancan de un basamento de sección poligonal y culminan, tras un adelgazamiento del fuste, en capiteles que soportan la moldura de cornisa, que además se ve sustentada mediante canecillos. Aunque no conocemos ejemplos idénticos, sí hay en el románico navarro otras semicolumnas sobre zócalos de sección poligonal (generalmente cuadrangulares con remate troncopiramidal), con adelgazamiento de soportes bajo la cornisa (generalmente de contrafuertes).
Otra cosa es saber por qué en Torres se emplearon columnas en las esquinas tanto en el interior como en el exterior, puesto que no todas las iglesias románicas octogonales las disponen. La proliferación de columnas en exteriores resulta característica de la merindad de Estella.
El diseño de los canecillos constituye novedad en Navarra, tanto por ser todos iguales (lo normal es que reciban motivos variados) como por formarlos tres medias cañas. Contamos seis por cara, excepto sobre el ábside, donde colocaron siete. La cornisa está formada por media caña recorrida por gruesas bolas. Los canes del ábside suponen una simplificación de este mismo motivo. Los cimacios de las columnas angulares, ajedrezados, continúan la moldura descrita. Seis de sus fustes, todos repuestos, son monolíticos. En el paño oriental fustes de menores dimensiones descansan sobre ménsulas decoradas con cabezotas.
El cuerpo octogonal superior, mucho más pequeño, también está ordenado en tres niveles mediante dos molduras horizontales. El vano de acceso, situado frente a la escalera, parece añadido por la mala adecuación entre los dos arquillos (el de la puerta y el de la ventana). Quizá resultó afectado por alguno de los rayos que impactaron en el edificio. Ventanitas semicirculares sin adorno perforan los otros tres puntos cardinales. También este cuerpo elevado adorna las esquinas mediante columnillas terminadas en capiteles, por encima del habitual adelgazamiento de los fustes. Los modillones que sustentan la cornisa, dos por cara menos en la oriental donde existen tres, son de nacela. La cornisa carece de adornos. Interiormente el templete no ofrece otra cosa que el trasdós de la bóveda. El cilindro de la escalera se eleva con muro liso interrumpido en pocas ocasiones por las saeteras que iluminan el caracol. Culmina en cornisa sin modillones.
La bóveda de entrecruzamiento periférico es conocida desde el califato cordobés. El precedente formalmente más cercano a Torres, dentro de la arquitectura andalusí, se encuentra en la llamada ermita del Cristo de la Luz o mezquita de Bab al Mardún de Toledo, edificada en el año 999. A su vez, la bóveda toledana resulta deudora de las concebidas por el arquitecto de Al Hakam II para los lucernarios emplazados ante el mihrab de la mezquita de Córdoba hacia el 964. Concretamente, un diseño parecido por presentar ocho nervios que arrancan del centro de los ocho paños de un octógono se localiza en uno de los ángulos de la cúpula de la Capilla de Villaviciosa. Dos son las diferencias fundamentales entre el diseño del Santo Sepulcro y el toledano.
Primero, el tipo de arcos empleados en los entrecruzamientos, puesto que la iglesia navarra utiliza los apuntados frente a los de herradura de la antigua mezquita. Y segundo, el añadido de los nervios que arrancan de los ángulos hacia el primer entrecruzamiento, inexistentes en el modelo islámico. También difieren los arranques y la bóveda dispuesta sobre los entrecruzamientos. Otro rasgo común es la existencia de ventanitas bajo trilóbulos, que de nada sirven hoy en Toledo por la actual disposición del tejado.
Se han recalcado las semejanzas de la bóveda del Santo Sepulcro con San Miguel de Almazán, Santa Cruz de Oloron y Hôpital Saint-Blaise en Bigorra. No se da identidad arquitectónica: sólo en Torres la bóveda se eleva sobre un edificio octogonal; en las restantes ocupa el tramo cuadrado del crucero, ochavado mediante trompas.
Con Oloron difiere el entrecruzamiento (los nervios se interrumpen), la molduración de los soportes (ménsulas lisas frente a las medias cañas navarras), la inexistencia de nervios suplementarios a partir de los ángulos y la presencia, en vez de ventanas con celosías en cada uno de los ocho lados, de vanos en forma de cruz sólo en cuatro de ellos, encima de las trompas. En Hôpital Saint-Blaise y en Almazán, a la inexistencia de los nervios suplementarios se añade la ausencia de bovedilla central: sus entrecruzamientos de nervios culminan en orificios que dan paso a un nivel superior. Hôpital Saint-Blaise muestra celosías en los cuatro ángulos. Almazán distribuye sus ocho vanos no entre cada pareja de arcos en el centro de cada lado, sino bajo cada entrecruzamiento; además, aparecen unas extrañas ménsulas a media altura y los arcos (imbricados como en Torres) descansan en capiteles con decoración vegetal.
El elemento que singulariza la cúpula de Torres frente a las francesas, es decir, los nervios secundarios, tiene su explicación en que el arquitecto mantuvo las pautas propias de la arquitectura románica del siglo XII, cuando los maestros solían perseguir la máxima coherencia estructural. Resulta acorde con la existencia de columnas en las esquinas del octógono. La coherencia románica aconsejaba que tales columnas tuviesen continuidad en un elemento vertical, en vez de morir en una moldura intermedia. En Almazán los nervios arrancan de capiteles que funcionan como ménsulas, sin fustes que los justifiquen. Este es un argumento de peso para considerar que la iglesia navarra fue edificada antes que la soriana, a la que habría servido de modelo.

Las ventanas apenas asoman entre las parejas de nervios. Si el vano exterior ya era pequeño, la entrada de luz todavía se atenúa más por la existencia de celosías pétreas cobijadas bajo trilóbulos que trasdosan en arquitecturas. Una bóveda muy plana, formada por nueve hiladas concéntricas a partir de una moldura ajedrezada, fue aparejada en el octógono interior. Tanto esta bóveda como los entrecruzamientos de nervios delatan la presencia de un experto en el corte de la piedra cuya procedencia está por dilucidar.
Como corresponde a un edificio de su tiempo, un amplio complemento escultórico aparece integrado en la arquitectura. Dos peculiaridades distinguen a Torres: no hay portada monumental y los canecillos repiten un único modelo de molduración. Los motivos historiados quedan reducidos a los dos capiteles que flanquean la embocadura del ábside. En total se cuentan cincuenta capiteles y dos ménsulas.

En la embocadura del ábside el capitel septentrional está dedicado al Descendimiento. La escena principal se sitúa en la cara mayor, en torno a una cruz nudosa de la que pende la figura de Jesucristo, coronado y de dimensiones superiores al resto de los personajes. Sobre el travesaño convergen dos ángeles turiferarios, que vuelan con las alas extendidas hacia el rótulo IHS. María sujeta el brazo derecho de su Hijo. José de Arimatea, a su lado, lo abraza por la cintura, presto a sostenerlo cuando sea soltada la otra mano. Nicodemo, de espaldas a la cruz, emplea ambos brazos en su esfuerzo por desclavar al Señor.

Capitel del Descendimiento 

En la cara que mira al ábside, San Juan inclina su cabeza sobre la palma de la mano, en un gesto repetidísimo de dolor. Un último personaje, detrás de María, llena el hueco y repite el gesto de Juan; también lleva libro, pero no parece identificable con ninguno de los habituales participantes en la escena. El vuelo horizontal de los ángeles de Torres es semejante, por ejemplo, al del Descendimiento de Antelami en Parma (1178), pero allí no llevan incensarios, sino que entran en contacto con otras figuras del conjunto. Personajes y actitudes tienen paralelos en producciones románicas cercanas, especialmente en las de tradición languedociana. El cuerpo de Cristo en zigzag existe ya en el claustro pamplonés, donde hunde más la cabeza hacia la figura de José de Arimatea.
En Pamplona y en Silos lleva nimbo crucífero, elemento del que carece Torres, compensado por la presencia de la corona, que tampoco es novedad. El ademán de José tiene en Torres menos fuerza que en Pamplona, pero no cabía esperar mucho más en un escultor tan limitado. La cruz nudosa es normal en crucifixiones y descendimientos románicos. El cartel con IHS corresponde al comienzo de la inscripción del INRI, y ya figura, por ejemplo, en la tapa del evangeliario de la reina Felicia, del siglo XI. El motivo perdura en la escultura románica hispana (Aguilar de Campoo). El gesto de María sujetando la mano de su Hijo es el más usual en los Descendimientos románicos, heredado de modelos bizantinos plenamente asimilados en Occidente, pero aquí el resto del cuerpo de la Virgen no acompaña su dolor, como sí lo hace en Pamplona al inclinar la cabeza sobre el hombro. Nicodemo desclava el brazo de Jesús sujetándolo con su mano izquierda mientras con la derecha manipula unas tenazas muy estropeadas. Tampoco aquí sigue directamente el modelo pamplonés, donde empuña las tenazas con la izquierda. La manera como los dos ángeles se acercan tiene su paralelo en un relieve del claustro de Silos, cuyos ángeles turiferarios están más lejos de la cruz, puesto que otros dos ángeles, portadores del sol y de la luna, ocupan lugar más cercano al Señor. En resumen, aunque ciertamente existen coincidencias iconográficas entre el Descendimiento de Torres y el del claustro románico pamplonés, no son especialmente más señaladas que las verificables con otras representaciones del mismo ámbito hispano-languedociano, como las de Silos, lo que lleva a pensar que nuestro escultor está manejando una fórmula figurativa muy difundida, de lejanos precedentes bizantinos. En cuanto al estilo, queda patente la incapacidad a la hora de conseguir armonía de proporciones, esmero en el tratamiento de las anatomías o verosimilitud en las telas. Todo lo contrario, los rostros resultan insulsos y los plegados recuerdan a maestros secundarios de formación languedociana, como el de Hagetmau.
El segundo capitel historiado está dedicado a la Visitatio Sepulcri, escena que todavía a finales del XII solía emplearse a la hora de figurar la Resurrección. En Torres dedican el frente al Sepulcro del Señor, representado como un sarcófago paralelepipédico de tapa entreabierta y bordes sogueados o dentados, de cuyo interior asoma el lienzo fúnebre. A la derecha ocupa la esquina una de las Santas Mujeres, con vestido talar y velo, que se acerca portando en su mano diestra un pomo redondo destinado a los perfumes. Tras ella, ya en el lateral del capitel y de menor tamaño, aparecen las otras dos mujeres, en idéntica actitud, cruzando sus brazos izquierdos por delante del regazo y sujetando sendos pomos esféricos en sus manos derechas. Todas llevan velo. Al otro lado se encuentran los ángeles. El de la esquina levanta su mano derecha con el habitual gesto de bendición, pero dirigiéndolo no a las Marías, lo que le hubiera llevado a una postura difícil para un maestro tan limitado, sino hacia el segundo ángel, situado a su lado, en la cara lateral, que acerca sus manos al regazo y lleva una única ala. Interesa el modo como está resuelta la parte alta del capitel.

Capitel de la Visitatio Sepulcri 

En las esquinas se juntan dos volutas, que vienen a culminar unas superficies lisas a manera de enormes cintas. En la cara principal esta superficie lisa se ahueca para dar forma a una especie de abrigo o cueva donde queda alojado el Sepulcro del Señor. Por encima de la curvatura aparece un edículo de tres alturas decrecientes con vanos, que como ya vio en su día Durliat ha de simbolizar el edificio del Santo Sepulcro de Jerusalén. Los recursos estilísticos son semejantes al capitel del Descendimiento. Las mismas anatomías torpes, de rostros ovalados poco detallados, las mismas ropas conseguidas mediante plegados desmañados, las mismas superficies de fondo lisas. Sin duda ambos fueron tallados por el mismo maestro. Las volutas recuerdan a soluciones de cintas de origen languedociano, como las de las grandes figuras del parteluz de Moissac. La composición se aleja de lo que es normal en esta escena en el siglo XII. La base habría de ser el diálogo que se establece entre las Marías y el ángel, de forma que éste les muestra la tela mientras les informa de la resurrección. En el capitel de Torres, por el contrario, tanto el ángel principal como la primera María giran sus cabezas desentendiéndose de lo que ocurre entre ambos, con lo que el sepulcro abierto en el centro establece un fuerte nexo con la representación arquitectónica que hay encima. La elección de los temas de estos capiteles manifiesta la intencionalidad de recalcar la titularidad del edificio, el Santo Sepulcro.
Los cimacios de ambos desarrollan una cinta doblada ondulada que se va entrecruzando a lo largo de las caras, de forma que en el interior de los lazos deja espacio para una esquematización vegetal, a modo de flor simétricamente flanqueada por tres hojas. Se trata de la torpe simplificación de un diseño conocido en cimacios románicos languedocianos, por ejemplo, en Saint-Sever, que se difundió en iglesias hispanas de la misma tradición artística (Nogal de las Huertas).

Iniciamos el recorrido por los capiteles que culminan las columnas por el emplazado a la izquierda del ábside. Incluye un centauro sagitario y un dragoncillo de cuerpo de ave, alas, cabeza leonina y cola retorcida; gira la cabeza como si quisiera morder la grupa del centauro acompañado de piñas y volutas.

Capitel del interior del octógono. Centauro-sagitario 

Le sigue otro con centauro disparando a una arpía, que en Navarra aparece en Orísoain, San Pedro de Olite y Gazólaz. Es muy probable que en la catedral pamplonesa hubiera un capitel dedicado a estos híbridos, ya que las arpías fueron empleadas en Artaiz, portada cuyos capiteles derivan directamente de él.
El tema existe en sus modelos tolosanos (La Daurade) y el centauro disparando a la arpía aparece en otras portadas relacionadas con Armentia, como la de Lasarte (Álava).
Al otro lado del ábside, el segundo capitel se decora con tallos cuyas hojas, recorridas por un eje perlado, se curvan en espiral y dejan sitio en el centro a otra hoja tipo roseta adornada con cuatro orificios de trépano. En las esquinas fueron labradas palmetas bajo los habituales dados. El diseño de las hojas en espiral está inspirado en motivos clásicos. Un capitel del claustro catedralicio pamplonés desarrolla este motivo, sustituyendo las rosetas por un ave u otro animal. El que este concreto motivo no exista entre los capiteles conservados de dicho claustro no significa que no lo hubiera en el conjunto original, que imaginamos mucho más numeroso. Es más, uno de los capiteles de Artaiz, el que suele denominarse de las arpías, presenta como adorno vegetal hojitas en espiral en torno a una roseta. Otros capiteles con tallos en espiral presumiblemente derivados de Pamplona (Zamarce) carecen de roseta central.

Capitel vegetal del interior del octógono 

Por otra parte, un capitel con hojas en espiral envolviendo una roseta, el que culmina el llamado “pilar de la lujuria” procedente de Zurbano (Álava), carece de perlado, pero el modo como está conectado el tallo de la roseta a la espiral es muy semejante al de Torres. La decoración escultórica de la iglesia de Zurbano se vincula directamente con un edificio del que ya hemos hablado: San Prudencio de Armentia, junto a Vitoria. Además, el cimacio de Zurbano con cuatro hiladas de ajedrezado es muy parecido al de Torres y deriva sin duda de Armentia.
También en un capitel de la portada de Estíbaliz (Álava) se emplea la espiral vegetal.
El capitel siguiente adopta un esquema corintizante con tres niveles: el inferior despliega en cada cara una hoja de acanto de eje perlado curvada sobre sí misma; el intermedio muestra, bajo las volutas, hojas de superficie lisa salvo en su eje, también perlado, y entre estas hojas, ocupando el centro de las caras frontal y lateral derecha, una arpía con rostro femenino, cuerpo de ave con alas desplegadas y cola serpentiforme (en la cara izquierda parece reconocerse un cuadrúpedo con otro animal encima); el tercer nivel corresponde a las caras de las arpías y a las volutas de esquina. Las hojas de acanto perladas abundan en el repertorio tolosano del segundo tercio del siglo XII, de donde pudieron llegar a Pamplona, si bien hay que hacer notar que ninguno de los dos capiteles corintizantes del claustro incorpora el eje perlado. En cambio, sí tenemos combinación de acantos de eje perlado y hojas lisas igualmente perladas, aunque mediante orificios, en el crucero de Armentia, donde aparecen en un esquema más complicado, ya que unas y otras se inclinan en direcciones opuestas. Lo curioso es que existe otro capitel corintizante en el exterior de Armentia, flanqueando los relieves hoy emplazados en el muro oriental del pórtico, que incorpora animales semejantes sobre los acantos. Es decir, el de Torres parece resultar de mezclar elementos existentes en dos capiteles diferentes de la iglesia alavesa.
El cuarto capitel despliega grandes hojas lisas hendidas que se curvan en volutillas de esquina, de las cuales parecen brotar piñas. El rasgo más particular es el collarino sogueado que recorre su parte inferior, característico del románico del centro de Francia y que fue empleado en uno del crucero de Armentia.
El quinto ocupa todas sus caras mediante un trenzado de tallos dobles. Este diseño, que entrecruza cordones formando senos amplios y estrechos al tresbolillo, cuenta con un precedente directo en la portada de la catedral románica de Pamplona.
El capitel siguiente incluye dos grandes hojas de eje perlado ramificadas con volutillas de las que penden piñas. Volvemos a encontrar paralelos tolosanos en capiteles procedentes de La Daurade, pero introduce la piña de un modo que es más propio del repertorio tardorrománico. La expansión de este tipo de acanto de tres alturas fue muy acusada durante la segunda mitad del siglo XII, a partir de modelos tan importantes como Saint Denis.
El séptimo ofrece motivos vegetales poco volumétricos que sirven de fondo a una arpía con rostro femenino, cuerpo emplumado, alas desplegadas y cola de serpiente anillada, y dos leones de largas garras que inclinan sus cabezotas en los ángulos, motivo muy frecuente en el repertorio languedociano. Las tres caras del octavo se consagran a distintas composiciones de fleurs d’arum, características de la segunda flora languedociana que se desarrolla en las primeras décadas del siglo XII. Los ocho capiteles presentan cimacios muy amplios decorados con cuatro bandas de ajedrezado que se prolongan marcando una línea de separación entre muros y bóveda.
La ménsula septentrional tiene una enorme cabeza de fiera que sujeta en sus fauces entreabiertas un perro sin cabeza. No se trata de una pieza de labra esmerada.
Los volúmenes se consiguen mediante superposición de bandas redondeadas.
Los enormes ojos presentan pupilas excavadas. Muestra restos de policromía colorada en orejas, ojos, labios y en el flanco del perro como si fuesen heridas. Fieras devoradoras o amenazadoras son frecuentes en el arte románico.
Resultan cercanas las de la catedral de Salamanca, en las ménsulas que soportan figuras erguidas en los arranques de las bóvedas, pero allí sólo amenazan, no devoran animales, lo que en cambio puede ponerse en relación con tantas ménsulas navarras del repertorio derivado de la catedral que están engullendo cuerpos humanos.
La ménsula meridional consiste en una gran cabeza de sileno, con rostro humano de largos cabellos y barbas, orejas puntiagudas situadas a los lados de la frente, ojos globulosos de pupilas excavadas y gran boca abierta. Parece de la misma mano. Ejemplos semejantes, de mayor calidad, se ven en el Oeste de Francia como una dovela de la portada de Saint-Ours de Loches, aunque no es exclusivo de esta área, porque cabezas de sileno de larga barba y boca abierta, sacando una larga lengua, ocupan las esquinas de un capitel de Anzy le Duc (Borgoña). Una cabezota monstruosa de Oloron-Sainte-Marie se asemeja en el modo de disponer ojos, cejas y orejas (no el cabello). También en el tardorrománico hispano (Moradillo de Sedano, entre otras) fueron empleadas cabezas de este tipo. La ubicación de ambas ménsulas, condicionada por la abertura absidal, recuerda a las que soportan tímpanos en muchas portadas románicas navarras. Sin embargo, en ninguna de ellas encontramos cabezas de sileno. Sí abundan los monstruos devoradores, pero su presa habitual son hombres que van a perecer entre sus fauces o pugnan por salir de ellas.
No nos detendremos tanto en los capiteles de las ventanas y en los que apean la cornisa. Vemos en ellos hojas a modo de lancetas con nervio axial, tallos normales o en espiral, trenzas, volutas, bolas unidas por arcos, piñas, hojas lisas hendidas unidas o no por combados, vueltas en diferentes remates vegetales y entrelazos; esporádicamente encontramos animales: parejas de dromedarios unidos por el morro, arpías de colas serpentiformes, aves de patas y cuellos alargados enlazados que se picotean, dragones simétricos y una cabeza juvenil de rasgos redondeados y cabello corto de cuya boca brotan, o engulle, dos colas retorcidas de sendos dragones que se contorsionan para morder las sienes de la cabeza masculina Casi todos los motivos tienen sus antecedentes en el repertorio languedociano del pleno románico o en las iglesias primerizas tardorrománicas (especialmente las hojas hendidas unidas por combados). Cimacios y chambranas despliegan roleos variados, aspas, palmetas entre haces de tallos o bien las habituales inscritas de origen languedociano, rosetas, semipalmetas lobuladas unidas por ejes verticales perlados, etc.
Las celosías de las ventanas altas filtran la escasa claridad que ilumina el octógono. Las ocho se abren bajo arcos trilobulados rematados en tres torrecillas (diseño típico de época tardorrománica, a veces interpretado como figuración de la Jerusalén celeste) formadas por cuerpos decrecientes, perforados por ventanas (la central cuadrilobulada). El tema principal que adorna estas celosías es el entrelazo de cintas perladas o recorridas por líneas paralelas incisas. Lejos de tratarse de entrelazos de tradición islámica, todos los diseños tienen sus antecedentes directos, y en muchos casos sus paralelos concretos, en la tradición románica languedociana (especialmente en capiteles y cimacios de La Daurade). En consecuencia, hay que descartar que los labraran artistas de origen musulmán.
Otra de las peculiaridades de la iglesia de Torres consiste en la presencia de inscripciones y otros motivos pintados en varios de los nervios. El primer grupo está formado por nombres de apóstoles: Petrus, Paulus, Andreas, Iacobus, Iohanes, Thomas y Iacobus. En fotos antiguas también se disciernen Philippus, Bartholomaeus y Simon. Además reconocemos la inscripción me fecit, un rostro humano y una cruz floronada. Suponemos que originariamente aparecía el listado de los doce completo. En cuanto a los dibujos, no sorprende la presencia de una cruz, localizada en uno de los nervios apeados por columnas. Podríamos esperar una cruz de doble travesaño, de tipo patriarcal, pero la verdad es que es tiene un único travesaño, aunque se ve bastante adornada en brazos y crucero (con recursos ornamentales semejantes a los empleados en los nombres de los apóstoles).
Más llamativo es el rostro, emplazado a occidente, en el lado de la muerte, de lo que quizá podría derivarse una voluntad de marcar la presencia de un contemporáneo de la edificación. El me fecit sigue a la cruz, después de un nervio en blanco. Aquí cabe especular: ¿acaso el me fecit ha de unirse al rostro, con lo que tendríamos el “retrato” del promotor o el del autor material del edificio?, o bien ¿hemos de entender que la cruz identifica a la orden del Santo Sepulcro, recalcando así su edificación de la iglesia?, ¿hubo quizá otra inscripción en el nervio intermedio en blanco que en tiempos daba a conocer el nombre del promotor o del autor? Tanto la cruz como el rostro ocupan nervios sustentados por columnas. Quizá hubo un reparto de emplazamientos, con lo que habría que suponer la pérdida de al menos dos motivos más.
Las fotografías más antiguas presentan en el centro del presbiterio la talla en madera de un crucificado románico. Hoy preside el altar sin ningún otro complemento, probablemente de modo semejante a como pudo hallarse en tiempos medievales. Se trata de una pieza de tamaño mediano (98 cm) e indudable calidad. Clara Fernández- Ladreda lo considera: “típico ejemplar románico: semidesnudo –cubierto tan solo con el paño de pureza–, barbado, conservando aún la corona –símbolo de su triunfo sobre la muerte–, pero ya muerto, con la cabeza doblada sobre el hombro derecho, los ojos cerrados, los brazos ligeramente flexionados y un cuerpo que ha perdido parte de su rigidez”.
El tratamiento del cabello, con mechones caídos sobre los hombros, y de la barba corta partida obedece a pautas en nada extrañas durante época románica. Otros rasgos que se consideran habituales de este período son los brazos abiertos en horizontal y los clavos independientes para cada pie, que se apoyan sobre el supedáneo. El esmero con que está trabajado el tórax y el paño de pureza (con nudo sobre el costado derecho y borde inferior diagonal) nos habla de un escultor cualificado. Los adornos florenzados de la cruz resultan normales en esas fechas. Recientemente la misma autora ha insistido en las semejanzas con los crucificados de Caparroso y de Pitillas, y lo hace derivar de un prototipo francés, el Cristo de La Bosse. Esta imagen, cabeza del denominado tipo Le Mans, habría sido elaborada hacia 1210, con lo que a la talla de Torres le convendría una datación en la tercera década del XIII. 
Los templos románicos cuya planta resulta más cercana a Torres no pertenecieron a los sepulcristas. Destaca Saint-Clair d’Aiguilhe en Le Puy (Francia). Su trazado todavía nos recuerda más al de Eunate, por su arquería interior absidal y por la distribución de vanos. Muy notables semejanzas son perceptibles entre Torres y la capilla de los templarios de Laon, donde el ábside sigue a un tramo recto inexistente en los octógonos navarros. La desaparecida capilla de la Magdalena en San Vicente de Laon era también similar, pero la representación gráfica que ha llegado a nuestros días no es suficientemente detallada. En Tierra Santa, la llamada Tumba de la Virgen de Jerusalén consta de un octógono con ábside que envuelve una columnata circular de dieciséis fustes. Los cruzados dotaron de planta octogonal a diferentes edificios. Destaca la denominada Qubbat al Miraj, baptisterio del Templum Domini, cuyos capiteles evidencian una realización durante el siglo XII (se supone construido en los años cuarenta y reedificado hacia 1200). Se trata de un octógono con ábside, alzado mediante ocho grandes arcos apuntados y gran cúpula superior que remata en una linterna donde se entrelazan arcos apuntados. Resulta indiscutible que el tracista de nuestra iglesia tuvo muy presentes modelos de Tierra Santa. Ahora bien, comprobamos que los referentes más cercanos en cuanto a su planimetría no aparecen vinculados con los canónigos del Santo Sepulcro. Es posible que los siglos hayan hecho desaparecer alguna edificación medieval elevada por los sepulcristas en imitación de la casa madre hierosolimitana, cuya cercanía podría ayudar a contextualizar nuestra iglesia.
Está claro que estamos ante un edificio cuya planta y alzados manifiestan clara voluntad de significar algo. En nuestro intento por averiguar cuáles fueron las motivaciones que llevaron a dotarlo de tan particulares soluciones hemos descartado algunas de las ideas propuestas durante el siglo XII: ni perteneció a los templarios, ni fue linterna de muertos (su tipología difiere de las normales en este tipo constructivo), ni sirvió de faro a los peregrinos (no podía ser visto en la distancia ya que se localiza en una hondonada, ni hay vestigios de que en su edículo superior hubieran hecho fuego). El análisis formal ha permitido igualmente invalidar la suposición que lo consideraba trazado o ejecutado por artistas mudéjares. Por el contrario, las soluciones constructivas y ornamentales lo sitúan en la trayectoria del románico europeo. A nuestro juicio es una quinta argumentación, propuesta por estudiosos como Durliat, Sutter y otros, la que brinda el mayor número de claves explicativas acordes con lo que sabemos del templo: estamos ante una iglesia que, perteneciendo al cabildo del Santo Sepulcro de Jerusalén y destinada a que su atrio sirviera de lugar de enterramiento privilegiado, empleó recursos variados para evocar la iglesia madre hierosolimitana, monumento funerario por excelencia del mundo cristiano.
Durante los siglos XIX y XX han predominado en las investigaciones acerca de la arquitectura medieval las explicaciones basadas en instancias funcionales o estéticas. Se han examinado los usos prácticos y cotidianos, se han analizado los procedimientos estructurales o se han comparado los elementos estilísticos de las construcciones. Se han buscado también las semejanzas formales por ellas mismas, conforme al presupuesto de que las secuelas perseguían primordialmente imitar a sus modelos por causa de su belleza, o incluso mejorarlos en el campo estético.
Entrado el siglo XX, publicaciones como el artículo dedicado por Krautheimer a las “imitaciones” medievales del Santo Sepulcro de Jerusalén modificaron muchas perspectivas. Los estudios de Bandmann y otros dedicados a las “formas portadoras de significado” enriquecieron estos enfoques renovadores. Recordemos, por ejemplo, la sistematización que llevó a cabo Bresc-Bautier acerca de las “circunstancias de fundación” o los objetivos que buscaban las imitaciones del templo hierosolimitano, entre las que señalaba: ser memoria del gran santuario, generalmente recuerdo de un peregrinaje a Tierra Santa; ser recreación o símbolo en Occidente del lugar del Entierro y Resurrección de Cristo, con connotaciones funerarias; funcionar como tabernáculo para depositar el Corpus Domini; proporcionar marco ideal para las representaciones de la Visitatio Sepulcri; servir de relicario de un fragmento del Santo Sepulcro; y ser símbolo de las órdenes de Tierra Santa.
Parte de este listado se corresponde con lo que sabemos de nuestro edificio. Aunque no es posible confirmar a partir de qué fecha perteneció al cabildo del Santo Sepulcro, todo hace pensar que lo fue desde sus orígenes, bien por haber sido edificado a cargo de los sepulcristas, bien porque lo promoviera un particular con idea de donarlo nada más terminada con la condición de reservar el atrio para su enterramiento. Sin embargo, la simple adscripción de una iglesia al Santo Sepulcro o a cualquier orden de Tierra Santa no basta para justificar una planta central, puesto que son una clara mayoría los templos de dichas órdenes que no siguieron esas pautas. Ahora bien, en el caso de Torres no es sólo la planta, sino que la inclusión de elementos significativos del alzado apunta en la misma dirección. Varios de estos elementos pueden tener su explicación en los objetivos señalados por Bresc-Bautier.
Planimetría, espacio y ornamentación parecen destinados a rememorar y evocar el más importante de los edificios sepulcrales de la cristiandad. Como vio Durliat, la imagen del Santo Sepulcro de Jerusalén en los ojos de quienes llevaron a cabo la iglesia de Torres quedó representada en el capitel de la Visitatio Sepulcri: un edificio de tres alturas, formado por cuerpos decrecientes caracterizados por una sucesión de arcos. A nuestro juicio, justamente esto es lo que pretendió quien diseñó el alzado exterior de nuestra iglesia. La dividió en tres cuerpos, dotó al superior de menores dimensiones y se las arregló para que estuvieran constituidos por una sucesión de arcos: los siete ciegos del primer nivel, las ocho ventanas del segundo y los cuatro vanos de la linterna.
El edificio está lleno no tanto de formas verdaderamente musulmanas como de evocaciones “orientalizantes”: los modillones de medias cañas, las celosías en las ventanas y, muy especialmente, la bóveda de nervios de entrecruzamiento periférico. No se trata de soluciones mudéjares sin más, puesto que todas ellas derivan de procedimientos propios del románico. Hemos podido comprobar que las celosías siguen trazados de tradición languedociana, no islámica. Las medias cañas son un tipo de moldura también muy empleado especialmente en portadas y más tarde en canecillos tardorrománicos de Estella, pero no con tres piezas seguidas. Y, aunque el diseño de entrecruzamiento periférico presenta indudablemente precedentes andalusíes, los nervios de la bóveda están aparejados con procedimientos similares a otras bóvedas occidentales del siglo XII (en lo que difiere de las todavía existentes en Toledo y Córdoba). En consecuencia, celosías, modillones y nervios no pueden ser explicados como producto de canteros mudéjares al servicio de clientes cristianos. Ahora bien, estos tres elementos así tratados tienen un indudable aire de familia con lo islámico. A nuestro entender, no se perseguía aquí rememorar las mezquitas, sede de la religión enemiga, sino evocar lo oriental en cuanto trasunto de Tierra Santa.
Algún autor ha propuesto que las soluciones de Torres derivaron de una “opción estética”, originada quizá por la admiración que un arquitecto románico pudo sentir ante alguna obra islámica hoy desaparecida, quizá zaragozana, quizá de otro lugar. El centro de la argumentación es la bóveda nervada de entrecruzamiento periférico. Hemos visto que diversos historiadores han constatado su utilización en cuatro iglesias cronológicamente cercanas: Oloron y Hôpital-Saint-Blaise en Francia, y Torres y San Miguel de Almazán en España.
Aparentemente esta bóveda es lo único que tienen en común las cuatro, lo que respaldaría que se edificaron por una opción “formal”, consistente en la elección de un motivo constructivo por razones estéticas. Sin embargo, existen otros elementos de significado o intencionalidad que las unen, especialmente su vinculación con el Santo Sepulcro de Jerusalén. Hôpital-Saint Blaise dependía de Santa Cristina de Somport, hospital que muy probablemente perteneció al Santo Sepulcro. Santa Cruz de Oloron también tiene nexos de unión con Tierra Santa. Por una parte está la dedicación de la iglesia bearnesa: en el Santo Sepulcro de Palestina existió una importantísima capilla consagrada a la Santa Cruz, sobre el lugar donde según la tradición había sido hallada tan venerada reliquia. Además, se supone que la bóveda de entrecruzamiento periférico habría sido construida en tiempos del vizconde Gastón IV el Cruzado (1090-1130).
En cuanto a Almazán, no hay por el momento evidencias de una posible relación directa con Tierra Santa, aunque consta la existencia de dependencias del Santo Sepulcro en la localidad, cuyo emplazamiento medieval todavía plantea dudas. Además, otras bóvedas nervadas de entrecruzamiento periférico fueron empleadas a lo largo de los siglos XII, XIII y posteriores en iglesias o capillas hispanas que también tienen relación con Tierra Santa, como la Vera Cruz segoviana y el Cristo de la Luz de Toledo, inicialmente dedicada a la Santa Cruz y perteneciente al menos desde 1182 a la orden de San Juan de Jerusalén.
Otra circunstancia arquitectónica une a Torres con Oloron, Soria y Saint-Blaise: el interés por facilitar la circulación en la parte alta de los cuatro edificios, mediante escaleras y corredores que permiten un acceso mucho más fluido que el constatable en edificios similares coetáneos. Además, Saint-Blaise y Almazán tienen ménsulas interiores que parecen haber servido para disponer un desaparecido cuerpo alto de madera. Entre los edificios realizados a imitación del Santo Sepulcro de Jerusalén, según Bresc-Bautier, algunos sirvieron como tabernáculo para depositar el Corpus Domini, y otros proporcionaron marco ideal para las representaciones de la Visitatio Sepulcri y los hubo que funcionaron como relicario de un fragmento del Santo Sepulcro. Quizá la edificación de las iglesias que estamos analizando previó la realización de cierta liturgia desarrollada en el triduo santo, consistente en la rememoración simbólica de la muerte y entierro de Jesucristo mediante el traslado bien del Corpus Christi, bien de una estatua, a un lugar apartado, normalmente en alto, donde permanecía desde el viernes hasta la vigilia de Resurrección. En Almazán fue hallada en unas recientes excavaciones una imagen articulada del Crucificado, aunque posterior a época románica. ¿Habría sustituido a una anterior? Bien sabemos que imágenes articuladas eran empleadas durante las ceremonias de Semana Santa para recrear la Pasión, Entierro y Resurrección del Señor (todavía se celebra así en la vecina localidad de Los Arcos). Bajo el pavimento de Torres fue hallada una imagen deteriorada de Cristo, tallada en piedra, en la parte central del octógono, ligeramente desviada del eje hacia el norte, quizá enterrada allí con plena conciencia de hacerlo en un edificio dedicado al Santo Sepulcro.
Todos estos razonamientos añaden nuevas perspectivas a un hecho evidente: la iglesia del Santo Sepulcro de Torres del Río guarda una relación modelo-copia con respecto al Santo Sepulcro de Jerusalén. Esta imitación sigue pautas propias de la arquitectura medieval, época en la que –como estudió Krautheimer– no se reproducían los modelos en todos sus detalles. Existe un término apropiado para definir tal relación, el de similitud o semejanza. Todo cristiano conoce el texto del Génesis que narra la creación del hombre “a imagen y semejanza” de Dios. Los padres de la Iglesia se habían interrogado por la inclusión de estas dos palabras: ¿qué significa “imagen” y qué “semejanza”? Los teólogos del siglo XII seguían reflexionando sobre el mismo asunto. Conforme a lo establecido por San Agustín, Hugo de San Víctor diferenciaba entre la “imagen” de algo, término que se aplicaba a aquella relación de parecido en que coinciden los contornos, y la “semejanza”, que se predicaba de los casos en que la copia participa de cualquiera de las propiedades del modelo, pero no de su forma completa. La formulación latina era muy exacta: imago est in lineamentis similibus; similitudo in cuiuslibet proprietatis participatione.
Este es la idea que define la manera en que, a nuestro juicio, obras como la que nos ocupa imitan a sus modelos, tomando alguno de sus elementos característicos, sin reproducir la forma completa ni todas sus partes integrantes. Leídas desde esta perspectiva, las claves explicativas de Torres nos resultan de más sencilla comprensión. La evocación de la Anástasis se realizaba por medio de los múltiples nexos parciales que venimos analizando, sin pretender copiar miméticamente el prototipo.
La documentación permite aproximar el período en que hubo de construirse la iglesia. Los listados de posesiones del Santo Sepulcro de 1128 y 1146 no mencionan Torres. Tampoco la de 1164, pero resulta menos fiable. El primer documento que confirma la existencia de una iglesia del Santo Sepulcro en Torres del Río data de 1215. En consecuencia, las fuentes proporcionan un término post quem muy probable en 1146 y un término ante quem indudable de 1215. El uso de bóvedas de nervios se constata en Navarra y su entorno en el tercer tercio del siglo XII. El arquitecto de Torres demuestra ser capaz de manejar esta solución, aunque no resuelve los entrecruzamientos a la perfección. Además, usa el perfil de nervios más antiguo, el cuadrangular. El examen de la escultura añade nuevos datos. En las partes altas advertimos el empleo reiterado de un diseño consistente en grandes hojas lisas, terminadas en pequeños adornos vegetales vueltos, que se unen por líneas combadas en su parte inferior. Este tipo de hojas entró con fuerza en el románico español desde mediados de la duodécima centuria. La presencia en Torres de capiteles directamente vinculados con Armentia permite concluir que uno de sus escultores conocía lo que se acababa de edificar en la iglesia alavesa, cuyos modelos combinó, de forma que Torres ha de ser posterior. La inscripción del tímpano del cordero de Armentia identifica como “autor” de la obra al obispo de Calahorra Rodrigo de Cascante (1146-1190), dato que aproxima la intervención del taller escultórico. Según las últimas investigaciones, parte de la escultura de este templo alavés deriva en lo escultórico de San Miguel de Estella, para cuya portada se viene proponiendo una datación hacia 1170. En consecuencia, las soluciones arquitectónicas y escultóricas nos llevan al último tercio del siglo XII. Pero no concebimos una realización muy retrasada, por la importantísima presencia de motivos languedocianos que hacen perdurar lo habitual en la escultura navarra durante el segundo tercio de dicha centuria. En esas fechas se documenta la construcción en Navarra de otros templos funerarios, como el que promovió María de Lehet (propietaria por cierto de una hacienda en Torres) en Cofín, junto a Milagro, así como la existencia de cofradías del Santo Sepulcro (la de Estella se menciona en 1123, la tudelana en 1170). Para terminar, algunos historiadores han estimado que la toma de Jerusalén por Saladino en 1187 supuso una desincentivación a la hora de edificar imitaciones del Santo Sepulcro en Occidente. Pero no es un dato determinante, porque sabemos que, por ejemplo, la Vera Cruz de Segovia fue consagrada en 1208. Como conclusión, consideramos que el último tercio del siglo XII (quizá la década de 1170 defendida por Uranga e Íñiguez o poco más tarde) es la época más probable de realización del Santo Sepulcro de Torres del Río.

 

Villamayor de Monjardín
Villa de la Merindad de Estella que perteneció al histórico valle de Santesteban de la Solana y que hoy día se encuadra dentro de la circunscripción geográfica del Piedemonte Sur de Montejurra. Dista 52 km de Pamplona y a ella se puede llegar a través de la Autovía del Camino de Santiago, A-12, desde la cual, mediante un desvío a mano derecha (NA-7402) se accede al pueblo.
Fue una de las villas del castillo o “tenencia” de San Esteban de Deyo, también conocido como Monjardín, que jugó un importante papel para el reino de Pamplona durante la ocupación musulmana y la posterior época altomedieval. La primera noticia al respecto data del año 986, cuando Sancho Garcés II donó a la catedral pamplonesa y a su obispo el castillo de San Esteban con todos sus derechos, pertenencias e iglesias. En 1007, Sancho el Mayor efectuó una confirmación de esta donación. Sin embargo, en 1033 este mismo monarca cedía el castillo al monasterio de Irache. En 1045 el rey García el de Nájera establecía una nueva permuta por la fortaleza entregando a Irache el monasterio de Santa María de Yarte y otras posesiones. En torno a 1082 la condesa doña Sancha, hermana del rey Sancho Ramírez, se había hecho cargo del gobierno de la diócesis y del castillo de San Esteban. De este período data la instalación de monjes francos en Monjardín, que permaneció en manos de la diócesis hasta 1223, cuando el obispo permutó con Sancho el Fuerte dicho enclave por la villa de Huarte, actuación que fue el germen de una controversia posterior. En 1238, Teobaldo I cedió la heredad y honor de Monjardín al obispo Pedro Jiménez de Gazólaz, pero conservó la retenencia del castillo, a condición de que, cuando la Corona lo solicitase, le fuese devuelta. Sin embargo, a la muerte del obispo, Teobaldo I se incautó de las villas adscritas al castillo, entre las cuales se encontraba Villamayor, junto con su iglesia parroquial. A partir de entonces comenzó un contencioso que se resolvería definitivamente en 1319, cuando Arnaldo de Barbazán cedió a la Corona la jurisdicción de las poblaciones de Pamplona, los castillos de Salinas de Oro y Monjardín y las localidades de Villamayor, Ázqueta, Urbiola, Luquin, Adarreta y Yunquiri en contraprestación de una renta anual de 500 libras y el patronato sobre las iglesias de Lerín, Miranda, Cáseda, Cirauqui, Baigorri, Sesma, Villatuerta y Villamayor. Teobaldo I declaró Villamayor villa de realengo en 1237 y en 1263 Teobaldo II mejoró sus fueros. Los monjes de Irache poseyeron propiedades en la población gracias a diversas donaciones particulares. Finalmente, un documento que resulta muy interesante para la historia de la iglesia de Villamayor es la carta de donación de doña Sancha, mujer de Pedro Jiménez de la Cambra (1211), en la cual aparecía firmando como testigo Sancius Caluus, abbas de Uillamaior.
Su evolución demográfica queda registrada a partir del año 1350 cuando contaba con treinta y un fuegos (veintinueve “podientes” y dos “no podientes”). Para 1366 la cifra había ascendido a 49 hogares, todos de labradores, población que se vio reducida a veinticuatro familias en 1427. En 1363 el Libro del Rediezmo registraba la presencia de un clérigo al servicio de la parroquia. A mediados del siglo XIX se mantenía en las mismas funciones un vicario. En 1845 esta localidad se segregó del valle de San Esteban de Deyo y en 1908 cambió su denominación oficial de Villamayor por la de Villamayor de Monjardín.

Iglesia de San Andrés Apóstol
Entre los años 1973 Y 1984 fue llevada a cabo, en dos fases, una profunda labor de restauración efectuada por los propios vecinos de la población y con la colaboración y subvención de la Institución Príncipe de Viana. El exterior del edificio está compuesto por cabecera y nave, donde se combinan elementos ornamentales tardorrománicos con otros ya góticos.
Le fueron añadidas dependencias de época barroca, como la sacristía al Sur, una torre en el ángulo sudoccidental y un pórtico al Oeste.
La fábrica tardorrománica fue construida a base de sillar escuadrado de tamaño regular (aproximadamente 20 cm de altura de hiladas). Al Este, se dispone el ábside, semicircular, levantado sobre un zócalo de dos hiladas.
Como muchos edificios de Tierra Estella, lleva adosadas cuatro medias columnas finalizadas en capiteles, muy desfigurados, con decoración vegetal de hojas lisas vueltas de las que penden bolas o frutos. Un motivo muy similar a éste se puede encontrar en un capitel del ábside de Aberin. Y rematan su parte baja con basas de sección cuadrangular que apoyan sobre pedestales de iguales características.
Una ventana, emplazada a nueve hiladas de altura, horada el ábside en su eje. Al igual que las restantes ventanas tardorrománicas, se compone de arco de medio punto con baquetón interior y chambrana al exterior. El conjunto apea sobre dos columnillas monolíticas con capiteles formados por grandes hojas lisas con incisión vertical en la esquina y senos combados en el centro de las caras, detrás de las cuales asoman lancetas. Sus remates se vuelven en formas vegetales de las que penden piñas. Recuerdan claramente a ejemplares de la nave de Irache. En la parte superior del capitel se sucede una cenefa dentada que recuerda a otras obras tardorrománicas. Tanto el muro norte como el sur están reforzados por dos contrafuertes prismáticos (57 cm de resalte por 1,30 m de frente) en cada lado, perfectamente trabados con el resto de sillares.

En el lado norte pueden encontrarse, además, dos vanos. En el anteábside, otra ventana con capiteles muy deteriorados en los que parecen haber sido cinceladas grandes pencas lisas con hojas vueltas de cuyas finalizaciones colgarían piñas o racimos.
Y en el segundo tramo, en el centro del lienzo intermedio y entre los dos contrafuertes citados, se abre una pequeña puerta de arco apuntado que ha sido cegada. Podría tener una función de paso al cementerio o al baptisterio (en el Archivo Diocesano de Pamplona se documentan pagos por una puerta al cementerio en el primer tercio del siglo XVII). Puertas secundarias de similares dimensiones pueden observarse (si bien orientadas al Oeste por disponerse en ellas la portada al Sur) en otras iglesias coetáneas como Azoz o Ballariáin. En su zona superior, el lienzo fue retocado posiblemente a mitades del siglo XVII, paralelamente a la construcción de la torre. En este momento, habrían sido suprimidos los canecillos o modillones que habrían rematado el muro bajo el tejaroz, de los cuales quedan algunas señales.
En la fachada meridional, dos serían las ventanas que se habrían ideado en el plan original. Una primera, en el anteábside, se hallaría paralela a la del Norte. Sin embargo, fue suprimida en favor de la sacristía posterior.
En su lugar, se horadó más alto otro vano rectangular más amplio. En el segundo tramo, y paralela a la puerta mencionada para el lado septentrional, se encuentra otra ventana similar a la del ábside. La decoración de sus capiteles, también bastante desgastada, es igualmente de motivos vegetales, si bien en esta ocasión se emplea un repertorio de hojarasca más naturalista, que incluye crochets, lo que evidencia una ejecución ya en época gótica; el baquetón aristado que conforma el arco igualmente prueba que estamos ante una pieza del segundo cuarto del siglo XIII. Una última ventana se emplaza en el frente occidental, sobre la portada de acceso y a la altura del coro, plenamente gótica (doble arco apuntado con boceles apuntados y cuatro capiteles de hoja naturalista).

La portada abocinada (4,17 m mide el frente del resalte, 1,70 m de anchura el vano) se sitúa en el frente occidental. Esta ubicación no resulta muy habitual, si bien se conocen otros casos como Igal o la Magdalena de Tudela. Está formada por cuatro arquivoltas semicirculares que apean en capiteles historiados (con arpías, escenas de combate entre seres humanos y leones, lucha pugilística entre dos hombres, combates ecuestres de caballeros, una dama). Aunque su composición responde a tradiciones tardorrománicas (las arpías también se pueden observar en la portadas de Aberin o de la ermita de Aizaga en Iturmendi; una lucha similar entre hombres y leones se registra en el claustro gótico de la seo pamplonesa; las luchas de púgiles se encuentran en Berrioplano, Santa María de Sangüesa, claustro de San Pedro de la Rúa de Estella, o ermita de Aizaga; y las luchas ecuestres entre jinetes armados se pueden ver en Artáiz o en el Palacio de los Reyes de Navarra en Estella), los repertorios estilísticos empleados obedecen a fórmulas góticas, por lo que no nos detendremos más en ella.


Una moldura muy deteriorada, decorada con ajedrezado en las partes mejor conservadas, recorre todo el perímetro exterior, incluyendo los muros laterales con sus respectivos contrafuertes y el ábside en su totalidad, envolviendo igualmente sus columnas adosadas y limitando la parte inferior de las ventanas. Se prolonga hasta la zona externa de la portada.

Capitel de la portada

Capitel de la portada 

Ventana de la portada 

El interior sufrió modificaciones a lo largo del tiempo, que trataron de anular en la restauración del siglo XX para devolverle su fisonomía original. Para ello, se recuperó el antiguo nivel del suelo, se eliminaron altares laterales así como enlucidos añadidos, se reabrió la ventana absidal (cegada), se reconstruyó la norte que se hallaba destruida, así como distintas partes del muro (anteábsides norte y sur) y se limpiaron capiteles. Consta de ábside semicircular, anteábside y dos tramos de nave única de dimensiones semejantes.
Esta fisonomía arquitectónica ha sido frecuentemente comparada con la de otras iglesias rurales de Tierra Estella como Olejua, Aguilar de Codés, Learza o Aberin, aunque supera a todas ellas en sus medidas y proporciones, más amplias (8,52 m de anchura por 19,80 de longitud).
Se cubre mediante cuarto de esfera sobre el ábside y bóveda de cañón apuntada para anteábside y tramos, separados por dos arcos doblados apuntados que apean en pilastras con semicolumnas decoradas con capiteles vegetales. Los que se encuentran emplazados junto al coro presentan idéntica ornamentación a base de tres pencas lisas en cada uno de sus frentes, unidas mediante combados y vueltas sobre sí mismas; de sus puntas cuelgan frutos con hojas trilobuladas. Recuerdan a algunos de los capiteles de la nave de Aberin y más lejanamente a esquemas desarrollados en Irache, cincelados en ambos casos con una mayor complejidad que en Villamayor. El del noreste, mal conservado y cubierto con una capa de cal, parece presentar dos niveles de hojas. Las del frente más largo son de menor altura y estriadas verticalmente. Sus puntas envuelven frutos, de forma muy semejante a como se observa en ciertos capiteles del pórtico de Larraya. En sus esquinas, se disponen dos niveles de hojas: unas lanceoladas más bajas finalizadas en volutas que enrollan bolas. Sobre ellas, otras terminan en volutas y envuelven al mismo tiempo frutos, siendo una simplificación de los que se pueden apreciar en la nave norte de Irache. De ellas también podrían colgar piñas, como en el caso de algunos capiteles de la nave de Aberin, de las que apenas quedan restos.
En el frente corto, lucen vestigios de policromía, posiblemente de los siglos XVIII ó XIX, que dibujan hojas polilobuladas formando volutas. Y, finalmente, el sudoriental exhibe dos niveles de hojas vueltas polilobuladas que recuerdan a uno de la ventana axial de Aberin. Como cimacio de todos ellos actúa la línea de imposta superior de los muros del templo. Sus basas están rechechas, con doble toro y escocia, más plinto cuadrangular que apoya sobre un pedestal de características similares. Los muros de la nave y del ábside están sujetos a una articulación horizontal que se efectúa a través de tres molduras: las dos superiores enmarcan las ventanas que perforan los lienzos de pared, siguiendo un patrón más simplificado que el ábside de Irache. La más alta está compuesta por doble filete en el que se cincelan motivos de ondas o semicírculos. La media, situada por debajo de los vanos, queda formada por un doble listel y un baquetoncillo inferior. Otra moldura baquetonada recorre la parte baja de los lienzos a la altura de las basas.
En el edificio son cinco las ventanas, cuatro de ellas primitivas; las románicas disponen dos arcos de medio punto con baquetón en sus respectivas roscas y chambrana con doble moldura en el remate exterior. También reposan sobre dos parejas de columnas monolíticas con capiteles de decoración vegetal y basas con doble toro y escocia sobre plinto, en cuyas esquinas sobresalen garras o lengüetas. La mejor conservada es la axial, cuyos capiteles se decoran por parejas. De este modo, los dos exteriores siguen un modelo de pencas lisas y estrechas con bordes muy marcados por molduras redondeadas en resalte y acogen en su interior otra hoja alancetada. Se vuelven sobre sí mismas formando volutas que también rodean bolas. En cada cara se cincelan hojas alancetadas con terminación triangular, al igual que se veía en esta misma ventana al exterior. Los interiores lucen grandes pencas lisas unidas por combados y rematadas en puntas de las cuales cuelgan bolas. En la intersección de los combados también aparecen, como en los capiteles anteriores, hojas con remate triangular. Estos capiteles remiten a algunos ubicados en iglesias rurales de la Cuenca de Pamplona y, en general, a diversos edificios tardorrománicos, como La Oliva.
En la zona noreste, en el anteábside, se abrió posteriormente un vano coronado por un arco escarzano donde se alojó un altar. Para ello se destruyó la mayor parte de la ventana románica. Por esta razón, durante la segunda fase de la restauración fue necesario recomponerla casi en su totalidad y restituir sus capiteles. En los cuatro se observa un único motivo decorativo: grandes pencas lisas unidas por combados triangulares muy apuntados y finalizadas en bolas en todos los ángulos. En la intersección de las pencas se disponen hojitas simples lanceoladas con nervio central rehundido. Enfrente de ella, en el muro sudeste del anteábside, en época barroca se derruyó la totalidad del lienzo para acomodar la sacristía. De este modo, se suprimió la ventana románica en favor de otro arco escarzano donde se cobijó un altar y una puerta de acceso a la sacristía (en la restauración se eliminó este añadido y se reconstruyó el muro). En la parte alta, por encima de la imposta superior, se perforó en la misma bóveda una nueva ventana rectangular para dar luz al presbiterio y al retablo. Algo similar sucedió con la puerta del cementerio o del baptisterio, al Noroeste, que fue cegada y su hueco se reaprovechó para emplazar allí otro altar. Hoy lo ocupa la Cruz de Monjardín, pieza destacada de la primera orfebrería gótica navarra. Otra ventana que se mantuvo íntegra fue la que se hallaba en el área sudoeste del templo, con capiteles de hojarasca del primer gótico. Una última ventana gótica, de doble arco apuntado, se emplaza en la parte superior del hastial. El coro alto de piedra que apea en ménsulas poligonales lisas fue construido en época gótica sobre el primer tramo.
La cronología de este edificio ha sido tradicionalmente encuadrada en los años finales del siglo XII, en un estilo románico rural tardío muy próximo al gótico. Así lo indica García Gainza. Martínez Álava, por su parte, cree que se puede encuadrar en su mayor parte, entre el último cuarto del siglo XII y la primera mitad del XIII. Lacarra, siguiendo esta misma opinión, circunscribe su construcción en el entorno de 1200. Hemos advertido la presencia de dos talleres escultóricos diferentes, uno tardorrománico y otro que aplica soluciones habituales en el segundo cuarto del siglo XIII. En cambio, no se aprecia un corte de obra que distinga ambas fases, aunque ciertamente no es posible seguir en su totalidad el desarrollo de los muros originales, debido a añadidos y restauraciones. Podemos pensar bien en el trabajo simultáneo de dos talleres que se repartieron la ornamentación del templo. O, más probablemente, en un inicio ya a comienzos del XIII, en el que se ejecutó el ábside y el muro norte (era normal empezar por esas zonas las iglesias románicas), de forma que, cuando la edificación llegó al muro meridional y al hastial, el primer escultor había sido sustituido por otro formado en repertorios góticos propios del segundo cuarto de siglo. Circunstancialmente conocemos el nombre del abad de Villamayor en esas fechas: Sancius Caluus (1211).
En el sotocoro, en la esquina sudoccidental se puede observar la taza de una pila bautismal lisa, de gran tamaño (93 cm de diámetro y 56 cm de altura) y sin ornamentación alguna. Estaba apoyada sobre un fuste, hoy desaparecido, y cubierta por una tapa de madera de dos hojas que tampoco se ha conservado. Posiblemente sea obra medieval, dentro del grupo de pilas sin decoración que se pueden encontrar en Tierra Estella y comarcas cercanas. 


Imagen de Santa María de Lecáun
Esta talla mariana que se venera en San Andrés de Villamayor de Monjardín fue la titular de la iglesia de San Bartolomé de Lecáun, lugar actualmente despoblado, y antiguo señorío nobiliario, ubicado en el valle de Ibargoiti y propiedad de la familia Rada. Cuando se efectuó la restauración de la parroquia de Villamayor esta efigie, que había sido depositada en el Museo Diocesano de Pamplona, fue donada por la diócesis en contraprestación a la cesión del retablo mayor, que fue trasladado a la iglesia del Salvador de la Rochapea, en Pamplona, según indica San Martín Gil.
Según Fernández-Ladreda, la figura guarda relación, en la mayor parte de aspectos de su talla, con el tipo derivado de las vírgenes de Pamplona e Irache, al igual que la de Urroz-Villa, con la cual comparte ciertas características (parece ser que, en ambos casos, su influencia más directa fue Santa María la Real de Pamplona). Las dimensiones (altura de 79 cm, por 28 de profundidad y 28 de frente) son normales dentro del grupo. Su porte sigue la estética románica habitual y los cánones de Pamplona-Irache. Esto es, se presenta sedente, con los brazos y piernas flexionados en ángulo recto con respecto al Niño, sin mostrar ninguna relación física ni gestual con Él y cumpliendo su función como Sedes Sapientiae. Su rostro, en cambio, a pesar de hieratismo, refleja una profunda remodelación pictórica que le ha dado una expresión de mayor dulzura y estilización, más propia de estilos posteriores que de vírgenes románicas. Sus manos son una reposición moderna aunque resulta bastante probable que mantengan la postura original. La figura de Jesús ha sido totalmente modificada, pudiendo asegurarse únicamente que se hallaba colocado en el centro del regazo materno.
Es en la vestimenta de la Virgen donde se aprecia más claramente la influencia del tipo Pamplona-Irache, que destaca por la combinación de toca ajustada a la cabeza y velo superpuesto que cae en pliegues laterales angulosos a los dos lados del rostro. Es muy posible que, de igual manera, las dobleces del manto sobre los brazos y de la parte inferior de la túnica siguiesen las mismas pautas que en el prototipo, pero los repintes de los ropajes no permiten ver con claridad su disposición, formando meras acanaladuras en sus zonas centrales superior e inferior y ligeros pliegues paralelos sobre las piernas. Como en sus modelos, la túnica cuenta con un cierre a nivel de cuello formado por una orla que se aplica igualmente a las terminaciones de las mangas, a la parte baja del vestido y también al borde inferior del manto. La Virgen llevaba corona, a tenor de los restos del círculo dorado que remata su cabeza, y sostiene una poma en la mano derecha, al igual que el Niño, que la sujeta con la izquierda. Fernández-Ladreda piensa que la duplicación de esferas en ambas figuras, si bien no resulta imposible, no es habitual, por lo que el objeto de la Madre sería resultado de la restauración que se efectuó a ambas figuras y que la esfera original sería la del Niño.
Ha sido datada en el entorno de 1200, siendo más probable que hubiera sido ejecutada ya entrado el siglo XIII. No es posible fecharla con más exactitud debido a las limitaciones que impone la restauración.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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