Puente la Reina / Gares
La villa de Puente la Reina-Gares se encuentra
enclavada en el centro del valle de Valdizarbe, merindad de Pamplona, a orillas
del río Arga y donde éste acoge las aguas del pequeño río Robo, asentada sobre
tierras muy fértiles. Dista 24 km de la capital navarra, que se recorren
mediante la Autovía del Camino A-12, teniendo hasta tres salidas de la misma
para acceder a la localidad.
Puente la Reina es la población más joven de
todo el valle de Valdizarbe; su nacimiento está estrechamente ligado a la
construcción del puente románico y sin él no puede entenderse la historia de la
villa. El topónimo de la misma se refiere obviamente al propio puente románico
y a una reina, aunque algunos autores han tratado de forzar al máximo la
etimología para defender otras teorías. Teniendo en cuenta que el puente se
construye mediado el siglo XI, y viendo las personalidades importantes en el
reino de Pamplona en esos momentos y su capacidad económica, no cabe sino
concluir que su promotora fue la realeza. Pocos años debieron de transcurrir
desde la muerte de Sancho Garcés III el Mayor (1035) hasta la edificación del
puente, proyecto que, a más abundamiento, entronca perfectamente con la labor
de restauración de la ruta jacobea emprendida por el monarca pamplonés. En el
entorno del rey Mayor vivieron dos grandes mujeres, la primera, su esposa doña
Munia o Mayor, y la segunda su nuera, doña Estefanía, esposa de su hijo García
III el de Nájera, ambas grandes impulsoras de las artes: en Frómista doña Munia
y en Nájera doña Estefanía, refiriéndose el topónimo de la villa a una de ellas
con toda probabilidad.
El topónimo vasco, Gares, parece hacer
referencia a la palabra “gari” que, en lengua vasca alude al trigo,
luego –según algunos autores–, se podría traducir por algo parecido a tierra de
trigo o donde abunda el trigo.
Partiendo del puente como punto de arranque,
pronto las gentes se trasladaron a su entorno guarnecidos por la vigilancia del
mismo. Así, los primeros en llegar debieron de ser los habitantes del antiguo
lugar de Murugarren, situado junto al río Robo, a menos de dos kilómetros del
puente, en la actual entrada a la localidad por la N-111 a la altura de la zona
hostelera. Eran gentes sencillas que vieron la oportunidad de ampliar sus
campos a las fértiles tierras que bordean el río Arga a su paso por Puente la
Reina. Ciertamente, el lugar debió de resultar del agrado de los monarcas
pamploneses. Todo ello explica las pocas pertenencias que en el lugar tuvieron
los grandes nobles y cenobios del reino, reduciéndose éstas, entre otras
propiedades, a una casa al lado de la parroquia de Santiago, en la calle mayor
de la villa, que poseía por heredad la colegiata de Roncesvalles, y algunos
terrenos del monasterio de Leire.
El afecto de los monarcas comenzó a verse de
manera institucional en el año 1121, cuando Alfonso I el Batallador, rey de
Pamplona y Aragón, concedió a Puente la Reina el fuero de Estella. Antes de
esta fecha, existen varias alusiones a la villa desde la cancillería real y
desde otras fuentes que omitimos por razones de espacio. El fuero hubo de ser
el acicate para que la población de la localidad aumentara con la llegada de
gentes de otros lugares del reino y del otro lado del Pirineo. En esta época se
debió de construir la desaparecida parroquia románica de Santiago, y la villa
ganó con una mezcla de gentes e idiomas que hicieron de ella un lugar donde se
desarrollaron la artesanía, el cultivo de cereales, vid y olivo y la acogida a
peregrinos camino de Santiago. Todo esto contribuyó a que Puente la Reina se
convirtiera en la localidad más poblada, rica e importante del valle, dejando
atrás, en estos aspectos, a las ya existentes.
Tras el fallecimiento, sin herederos, de
Alfonso I el Batallador en 1134, su testamento, que dejaba sus reinos a las
órdenes militares de Tierra Santa, no se cumplió. Cada reino eligió a su nuevo
monarca. Así, en el caso de Pamplona, subió al trono García Ramírez el
Restaurador, descendiente indirecto de Sancho III el Mayor y nieto del Cid. El
monarca pretendió cumplir, de alguna manera, con el testamento de su rey y
señor Alfonso el Batallador y donó algunos lugares de su reino a las órdenes de
Tierra Santa. Tal es el caso de la iglesia de Santa María de los Huertos de
Puente la Reina, que fue donada al Temple en 1146 y que pasaría a los
caballeros de San Juan de Jerusalén ante la desaparición del Temple a comienzos
del siglo XIV.
En la primera mitad del siglo XIV tiene lugar
la ampliación de la iglesia de Santa María de los Huertos, actual Crucifijo,
merced a la devoción a la impresionante talla gótica, quizá encargada por los
templarios antes de su disolución, y a generosas contribuciones, como la de
doña Sancha Pérez de Bertolín (1328), que propiciaron la edificación de una
nave gótica tan grande cómo la románica.
Puente la Reina tenía a mediados el siglo XIV
(1366) ciento cuatro fuegos, divididos entre labradores e hidalgos. Siete
clérigos atendían la parroquia de Santiago, ocho la iglesia del Crucifijo y
Santa María de los Huertos y cuatro Santa María de Murugarren. La población
actual se cifra en unos dos mil seiscientos habitantes.
A lo largo del siglo XV la villa vio culminadas
sus más importantes aspiraciones. A comienzos del siglo los reyes de Navarra le
concedieron el título de buena villa, con asiento en las cortes inmediatamente
después de las ciudades. En 1428 la reina Blanca de Navarra concedió el
privilegio de la elección de alcalde entre los propios jurados de la villa y
sin consulta al monarca, su patronato eclesiástico pasó a tener más miembros
laicos que eclesiásticos, con el privilegio añadido del nombramiento por parte de
la corporación de todos los cargos eclesiásticos de todas las parroquias,
iglesias y ermitas de la villa: párrocos, vicarios, maestros de coro,
organistas, sacristanes, campaneros, ermitaños, beneficiados, etc. Por último,
y sin mencionar todas, en 1497 la villa recibió el privilegio de la feria, que
le permitía decidir los días que había de durar la misma en el mes de
septiembre, las mercancías de la villa y de fuera con las que se había de
comerciar y establecer precios e impuestos libremente.
Puente románico
Uniendo las vertientes puentesinas del río Arga
y aguantando sus ocasionales acometidas sobrevive en pie, desde hace algo menos
de mil años, el magnífico puente románico de Puente la Reina.
El origen y razón del nombre han dado pie a
leyendas y discusiones. Lo cierto es que también recibió el nombre de Puente de
Arga (Ponte de Arga), denominación constatada desde 1085 que precisa pocas
explicaciones, dado que hace mención al río que salva. También consta sólo como
“Ponte”, es decir, el puente por antonomasia. Pero desde finales del
siglo XI y comienzos del XII aparece citado en la documentación, con
frecuencia, como Puente la Reina (Pons Regine ya en 1090, Ponte Regina, Ponto
Regene, Puent de la Reina, Puent de la Reynna). Para analizar la denominación
no debemos contentarnos, como algunos autores, con un mero estudio lingüístico
(de pirueta lingüística han llega do a calificarlo); ni intentaremos estudiarlo
sólo desde el punto de vista de la historia. En nuestra opinión hemos de
conjuntar ambos puntos de vista, pensando desde la perspectiva del historiador
del arte, a fin de dar respuesta a dos interrogantes básicos: para qué se
construyó y quién lo promovió, preguntas que tratan de esclarecer el objetivo
del nacimiento de una obra de arte y su posible promotor. Por desgracia, una
tercera cuestión, relativa a quién edificó su materialidad, quedará para
siempre sin contestación dada la precariedad de las fuentes documentales.
Parece claro que el puente se creó para servir
al Camino de Santiago, para facilitar el paso del río, pero también con la
intención de dar una nueva dimensión, en el pequeño reino de Pamplona, a la
política “europeísta-jacobea” auspiciada por Sancho III el Mayor. Si lo
anterior es cierto, y parece serlo, debemos contestar al quién. En la segunda
mitad del siglo XI el reino de Pamplona no poseía grandes magnates laicos ni
religiosos con los recursos o las motivaciones precisas para afrontar esta
monumental obra. Los señoríos monásticos estaban creándose en ese momento,
mediante donaciones y compras. Los nobles del reino de Pamplona no pasaban de
ser súbditos con una casa más grande, más ganado y derecho a portar armas y,
por último, la mitra de San Fermín todavía no había iniciado la decidida
política constructiva que inauguraría con la catedral románica de Pamplona
hacia el año 1100. Teniendo en cuenta lo anterior, únicamente nos queda la
monarquía. En las fechas de construcción del puente –a mediados del siglo XI–
sobresalen dos mujeres. Por un lado doña Munia o Mayor, viuda de Sancho III el
Mayor, que sobrevivió a su marido más de treinta años y más de diez a su hijo y
falleció hacia 1066. Y por otro, doña Estefanía, nuera de la anterior y esposa
de su hijo García Sánchez III el de Nájera, quien también sobrevivió a la
prematura muerte de su esposo en campaña, en 1054. En nuestra opinión
posiblemente cualquiera de ellas podría ser la promotora del puente de Puente
la Reina, aunque nos inclinamos, con otros estudiosos de la talla de Uranga e
Iñiguez, por ejemplo, más por doña Munia, ya que sus afanes constructivos están
acreditados, puesto que antes de morir había iniciado la edificación del
monasterio de San Martín de Frómista en tierras palentinas. Para entender la
actuación de cualquiera de ambas es preciso recordar que los monarcas hispanos
de la segunda mitad de la undécima centuria tuvieron como uno de sus objetivos
importantes (que llegan a recordar expresamente en sus testamentos) edificar
puentes, como atestiguan los comportamientos de Ramiro I de Aragón y Alfonso VI
de Castilla.
El puente domina el cierre de la calle mayor de
la villa y encauza el Camino de Santiago hacia las localidades de Mañeru y
Cirauqui, camino de Estella. La estructura original de la construcción ha
variado desde sus orígenes muy levemente, sobre todo en la abortada reforma de
1843, como ha estudiado recientemente Armendáriz. En ese año el ayuntamiento de
Puente la Reina encargó al arquitecto José de Nagusia, quien había realizado
los planos del Palacio de la Diputación Foral de Navarra, un ensanchamiento de
su calzada para que los carruajes pudieran cruzarse en su centro y evitar, de
esta manera, las interminables discusiones sobre tal asunto.
Sabemos que Nagusia proyectó reforzar el puente
en las partes que apoyaban en los extremos y, para ello, realizó un gran arco
de ladrillo en la vertiente que da a la villa, en la zona del actual
embarcadero. Además recreció el pretil colocando guardarruedas en la zona
superior. Pero al intentar ensanchar el centro del puente se hundió la pequeña
capillita de la Virgen del Txori –pájaro en euskara–, imagen de gran devoción
de los lugareños puesto que, según la leyenda, hasta su destrucción una
golondrina aparecía de cuando en cuando y, tras chapotear en el río, subía
hasta la capilla de la Virgen y lavaba su cara eliminando telarañas y otras
impurezas. La desaparición de Nuestra Señora del Txori y su traslado hasta la
parroquia de San Pedro, donde hoy se conserva, hizo que el pajarillo no
apareciera más y que, por tanto, en adelante dejara de celebrarse de manera
religiosa y profana tal prodigio. Tanto molestó esta cuestión a los vecinos que
José de Nagusia hubo de abandonar el proyecto total y rápidamente.
Además de la pequeña capilla de Nuestra Señora
del Txori, el puente poseía dos torreones en sus extremos, torreones que, al
parecer, fueron derruidos durante la primera guerra carlista y de los que hoy
sólo podemos ver el que apoya en el lado de la villa, reconstruido por
iniciativa popular en los años cincuenta del siglo XX. Dichas defensas formaban
parte del poderoso recinto amurallado de la localidad, del que todavía quedan
cubos en pie.
La impresionante obra de ingeniería, una de las
pocas del románico civil en Navarra –excluyendo torres, palacios y planes
urbanísticos–, está constituida por siete arcos sensiblemente de medio punto y,
como dictan las normas de la simetría románica, decrecientes en tamaño desde el
central hasta los extremos, lo que le confiere la tradicional forma de lomo de
camello. Todos los arcos apoyan en grandes pilas que se prolongan en tajamares
triangulares escalonados. Las pilas van caladas en su parte superior por
aliviaderos en forma de grandes vanos de medio punto (4 ó 5 m en los pilares
centrales y de 2 a 3 m en los laterales), siguiendo algunas características de
la tradición romana, pero bien ceñido a la arquitectura medieval.
En 1999 el Ayuntamiento de Puente la Reina
realizó una serie de excavaciones en la calle Mayor con el objetivo de mejorar
las canalizaciones de aguas y el empedrado de la misma. En el transcurso de
estas labores, al terminar la calle, y gracias a las excavaciones arqueológicas
emprendidas por el técnico puentesino Javier Armendáriz Martija, quedó al
descubierto el séptimo arco del puente que apoyaba sobre la calle Mayor al
igual que en el otro lado.
El puente está construido en sillar y sillarejo
de piedra arenisca, lo que ha propiciado su desgaste en varios lugares,
subsanado de modo esporádico por reconstrucciones parciales. En su conjunto
podemos decir que subsiste la mayor parte de la estructura alzada a comienzos
del segundo milenio, lo que habla bien a las claras de la perfección con que
fue diseñado y ejecutado. El pavimento actual del puente es fruto de la
restauración de 1989, mientras que el original consistiría en losas más grandes
e irregulares que los actuales adoquines, como demostraron las excavaciones de
1999.
Toda la construcción se apoya, como hemos
expuesto, sobre las robustas pilas con tajamares triangulares escalonados.
Presenta unos 110 m de longitud –más 12 del último arco enterrado– y 4, de
término medio, de anchura actual en su calzada, si bien en origen era más
estrecha, puesto que rondaba los 2,70-2,85 m. Su arco central tiene algo más de
20 m de longitud, los siguientes 17 y 12,5, mientras que los más pequeños
llegan a unos 6 m, incluido el recuperado bajo la calle Mayor en 1999. Este
último parece hacer sido retocado y parcialmente reconstruido durante el siglo
XVIII para facilitar la curva que había de tomarse desde la actual calle de La
Población y enfilar el trazado del puente.
Dichas medidas confieren a todo el conjunto una
impresionante sensación de grandeza, haciendo del mismo un referente de la
ingeniería arquitectónica románica, al ser uno de los más antiguos y más bellos
puentes de Europa, según la opinión de conocidos autores.
La elección del lugar no dependió del azar. Se
ha observado que probablemente el vado más frecuentado antes de su edificación
se encontraba aguas abajo, junto al camino de Mendigorría. Muy probablemente la
localización de un sustrato rocoso apropiado para asentar la cimentación de la
estructura hizo que se escogiera el emplazamiento, que se ha demostrado
perfecto a tenor de su perduración.
En cuanto a su cronología, los testimonios
documentales acerca del nombre de la localidad atestiguan su existencia antes
de 1085, pero probablemente la audacia y perfección de la obra han llevado a
algunos autores a proponer, que no a justificar, una datación algo más tardía,
en la primera mitad del siglo XII. Ya Uranga e Íñiguez analizaron las
peculiaridades de su aparejo, delgado y largo, “acomodado a iglesias y
edificios civiles en los siglos X-XI, antes de la invasión por el mismo Camino
del románico”. Y concluían: “Seguimos dentro de la tradición
prerrománica y de la grandeza constructiva de Sancho III el Mayor, sea de sus
años o de sus continuadores directos”.
Para terminar, las impresionantes dimensiones
de la construcción revelan mejor su atrevimiento e importancia para la historia
de la edificación románica cuando las comparamos con los arcos y bóveda
cronológicamente más cercanos ejecutados en el viejo reino de Pamplona. Para
buscarlos debemos acudir, fundamentalmente, a las naves centrales de la abadía
de San Salvador de Leire y de la iglesia de Santa María de Ujué, pues ambos
fueron, con Aralar, los empeños de arquitectura religiosa más significativos del
siglo XI (la primera de ellas edificada a mediados de siglo y la segunda antes
de que concluyera la centuria). Como ha analizado Martínez de Aguirre, en los
dos templos las naves centrales resultan mucho más pequeñas, en Leire 5 metros
de anchura por 6,5 en Ujué. Estas dimensiones las acercan a los arcos más
pequeños de nuestro puente. La luz del arco central puentesino alcanza algo más
de veinte metros, lo que supone más que triplicar las citadas naves, por lo que
podemos concluir que las dimensiones del arco central del puente románico de
Puente la Reina son muy considerablemente mayores. Y no sólo hay que valorar la
extensión, sino también la fecha de ejecución, con seguridad dentro del siglo
XI, por lo que estamos ante el arco más atrevido de su tiempo, no sólo en el
viejo reino, sino también en el resto de los reinos hispánicos.
Iglesia de Santiago
La parroquia de Santiago, la principal de la
localidad, se sitúa en la calle mayor de la población puentesina, que es al
mismo tiempo camino jacobeo. El edificio eclesial llegado a nuestros días es
una construcción del siglo XVI, que sustituye a una anterior románica, de la
que se conservan restos reconocibles en los muros perimetrales y en dos
portadas, una muy sencilla abierta a los pies y la que vamos a estudiar,
emplazada en la fachada meridional. Una descripción previa a las obras de
sustitución ejecutadas en época renacentista nos informa someramente acerca de
la organización arquitectónica del primitivo templo medieval.
Como ha estudiado
Jimeno Jurío, se ordenaba mediante tres naves separadas por columnas.
Lamentablemente estos datos no resultan suficientes como para adscribir la
arquitectura destruida en dicho siglo XVI bien al románico pleno, bien al
tardorrománico. Por otra parte, sí consta por documentación la existencia de un
templo suficientemente digno como para acoger al rey con su corte ya en la
primera mitad del siglo XII. En efecto, la concesión de fueros a Villavieja (illam
meam villam uetulam) que el rey García Ramírez el Restaurador ordenó
probablemente en 1142 (la cronología es dudosa por una inconsecuencia entre la datación
de la copia existente en el cartulario y las fechas del reinado del monarca
emisor) tuvo lugar en este templo: Facta carta et precepto in ecclesia Sancti
Iacobi de Ponte Regine. Como las restantes iglesias de la localidad, quedó
vinculada al arcedianato de la cámara cuando éste fue instituido a comienzos
del siglo XIII (1205-1209). No es posible deducir de este dato una campaña de
obras derivada de la nueva situación, por más que coincidan las fechas con la
cronología habitualmente propuesta para la puerta que aquí estudiaremos.
La portada de Santiago ha sido datada, por sus
características formales, en el primer tercio del siglo XIII. Fue ubicada en un
amplio resalte adelantado sobre el muro meridional del templo, lo que le
permitió desarrollar una gran monumentalidad, al facilitar el abocinamiento.
Compositivamente se organiza mediante cinco arquivoltas, separadas por
baquetones flanqueados por molduras sencillas. Dichas arquivoltas enmarcan un
arco interior lobulado formado por dovelas en que se esculpieron una figura y
un remate de lóbulo baquetonado. Cada arquivolta está constituida por una
sucesión de dovelas individualizadas, en cada una de las cuales fueron talladas
escenas, personajes o seres fabulosos, además del correspondiente fragmento del
baquetón moldurado. El conjunto de las cinco arquivoltas apoya sobre un friso
continuado de capiteles y elementos esculpidos intermedios, que se prolonga a
ambos lados por la totalidad del frente del resalte mural.
Se cuentan, a cada lado, cinco capiteles y
otras tantas superficies talladas intermedias, que descansan respectivamente en
cinco columnas monolíticas y cinco baquetones despiezados, culminados por
cabezas humanas y monstruosas. También las esquinas exteriores del resalte
mural se decoran con baquetones verticales rematados en cabezas. El arco
interior lobulado descansa, por su parte, en montantes hoy adornados con puntas
de diamante, fruto de una reciente restauración (los antiguos se encontraban
completamente estropeados). Columnas, baquetones y montantes apoyan en un
zócalo continuo que preludia los bancos que serán frecuentes a partir de la
segunda mitad del siglo XIII. En las enjutas del abocinamiento, sobre el friso
que prolonga la línea de capiteles, aparecen dos grandes relieves, uno con
escena de lucha entre guerrero y león rampante, y otro con restos de dos
figuras humanas de vestidos talares.
La portada en su conjunto recuerda a un modelo
anterior, de finales del románico, el de la portada de San Miguel de Estella,
aunque difiere en la elección y distribución de los temas iconográficos. En el
caso de la iglesia estellesa los asuntos se reparten de manera muy ordenada y
plenamente acorde con las pautas de los comienzos del tardorrománico. En
cambio, la puentesina destaca por el menor rigor en el reparto de motivos
dentro de cada rosca y por incorporar mayores novedades en la elección de los temas.
Además, entre los elementos que anticipan lo que será muy habitual en época
gótica, advertimos el comienzo de la fusión de los elementos arquitectónicos
sustentantes, que se concreta en un friso corrido de capiteles (en lugar de la
individualización de los soportes, propia del románico), así como la adopción
de la línea continuada del cimacio.
Por otra parte, las cabezas de hombres y
mujeres que rematan (o devoran) los baquetones verticales entre columnas
presentan un tratamiento de los rasgos faciales, así como cortes de pelo y
tocados, que pertenecen a las primeras décadas del siglo XIII, superando por
tanto las modas plenamente románicas. Una de las cabezas masculinas, sin
tocado, presenta melena corta, de escaso flequillo, frente a los largos
cabellos y barbas propios de los siglos XI y XII. El rostro avanza hacia la
belleza gótica, buscándose ese objetivo en la geometrización de los ojos y la
pureza de los contornos. Otra cabeza masculina usa la cofia que se va
generalizando en los usos del vestir, como tocado independiente del atuendo
militar, a partir de 1200.
Antes de detenernos en el análisis iconográfico
de los temas más interesantes, haremos una breve descripción de su
distribución. Como se ha dicho, el arco lobulado interior presenta una sucesión
de ocho arquillos con siete figuras sedentes que abren los brazos para agarrar
los tallos curvos que las enmarcan.
Vienen a continuación las arquivoltas. Dentro
de una acumulación de escenas de lucha, figuras del bestiario, ángeles y algún
ser humano, en general muy deterioradas, destaca la presencia de dos ciclos
bien desarrollados. En la tercera arquivolta se extiende una narración de
pasajes de la Infancia de Cristo, que comienza a partir de la cuarta dovela
empezando a contar por la derecha del espectador. El ciclo continúa por la
tercera dovela de la cuarta arquivolta, esta vez contando por la izquierda y
hasta la clave. Por otra parte, a partir de la tercera dovela de la cuarta
arquivolta contando por la derecha da inicio otro ciclo, esta vez del Génesis,
que asimismo se extiende a partir de la tercera dovela de la quinta arquivolta,
contando por la derecha, y hasta la clave.
La portada de Santiago presenta un contenido
temático que innova con respecto a los temas más vistos en el románico y que en
este caso se concreta en el desarrollo de un completo ciclo del Génesis,
incluyendo escenas de la Creación, de la historia de Adán y Eva, y de Caín y
Abel. Resultan reconocibles la creación de los ángeles, la de los astros, la de
los animales, la de las plantas, la de Adán, la de Eva, el Pecado Original, la
reprensión de Dios a los primeros padres, la expulsión del paraíso, los trabajos
de Adán y Eva, los sacrificios de Abel y Caín, el asesinato de Abel por Caín y
la maldición de éste último. La alternancia de estas escenas con un detallado
ciclo de la Infancia trata de mostrar al amplio público el nexo entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento, a través del pecado de nuestros primeros padres,
la promesa de la Redención y la llegada y manifestación del Mesías. Otros temas
de carácter simbólico, visibles en el románico y gótico, son el enfrentamiento
armado entre caballeros o la lucha del guerrero contra el monstruo. Además, la
presencia de un amplio repertorio de bestias de difícil identificación, tanto
por el estado de la piedra como por el abandono de los rasgos ortodoxos de los
monstruos concedidos por los bestiarios de la época, para crear nuevas formas
de carácter híbrido, nos acerca a los seres monstruosos y marginales del
gótico.
Respecto al análisis iconográfico, diremos que
las dovelas correspondientes al Antiguo Testamento, tomadas del libro del
Génesis, se localizan en el lateral derecho de la portada. Los temas abarcan
desde la creación del mundo a la muerte de Abel, siguiendo por tanto el relato
bíblico y faltando la escena del homicidio de Caín por parte del ciego Lamec,
episodio tomado de textos apócrifos judíos. Observando estas escenas
destacaremos momentos significativos en cada ciclo, como es la bellísima dovela
de Dios y los ángeles, que habla de la calidad del taller escultórico de esta
iglesia, a pesar de lo dañado que nos ha llegado. Composiciones como la dedicada
al cuarto día de la creación, en que se forman los animales, introducen
novedades iconográficas, como el hecho de que Dios atraviese con su lanza al
dragón recién alumbrado, anuncio del papel que el reptil va a jugar en la
Historia Sagrada como imagen del diablo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo
Testamento. Otras representaciones de este ciclo veterotestamentario siguen una
iconografía más clásica, atendiendo a la interpretación más tradicional del
texto bíblico; por ejemplo, la serpiente sigue tentando bajo un rostro de
reptil y Caín mata a Abel con una azada, cuando por estas fechas los textos y
algunas representaciones habían introducido las novedades de la serpiente con
aspecto femenino o la quijada de asno como arma del primer homicida.
Respecto al Nuevo Testamento, se hace presente
en la portada a través de un completo ciclo de la Infancia que abarca desde la
Anunciación, incluyendo la Visitación, el Nacimiento y el baño del Niño, el
Anuncio a los pastores, la Presentación en el templo, los Reyes Magos ante
Herodes, la Epifanía, el Sueño de los Magos, Herodes y el diablo, la Matanza de
los Inocentes, el segundo Sueño de José y la Huída a Egipto. Destacamos el
gusto por repetir determinados momentos, lo que explica que haya dos representaciones
de la Natividad o dos dovelas dedicadas a la Matanza de los Inocentes. No
faltan escenas menos representativas del relato, como son el Sueño de José o el
de los Magos, además del asesoramiento diabólico de Herodes, que supone una
peculiaridad iconográfica escasamente conocida en el panorama románico
peninsular. El tema del diablo aconsejando a Herodes el infanticidio aparece
también en la iglesia tudelana de la Magdalena, así como en varias iglesias
sorianas, como Santo Domingo, San Juan de Duero y la sala capitular
catedralicia de Burgo de Osma. Estilísticamente este último ciclo presenta gran
calidad en su elaboración, lo que se manifiesta en aquellas creaciones que han
llegado en buen estado de conservación, como la Anunciación a María o momentos tan
bellos como la Epifanía y el Anuncio a los Pastores.
Además de los temas bíblicos, el resto de la
portada está ocupado con temas variados que se pueden agrupar temáticamente en
torno a escenas de lucha, figuras del bestiario, ángeles y algún ser humano.
Algunas de ellas corresponden a una reinterpretación de una cita bíblica en la
que San Pablo anima a los cristianos a luchar como soldados con las armas de la
virtud contra el vicio, concretamente en su Epístola a los Efesios (6, 10-20).
Así hay guerreros que luchan contra un león o un dragón o inciertas representaciones
de un santo –personaje aureolado– que se enfrenta a un diablo. Hay figuraciones
aisladas del dragón, exhibido en toda su potencia, e híbridos como la arpía,
cuya imagen está configurada desde la mezcla del rostro de mujer en el cuerpo
de un ave y la cola de escorpión, rasgos que hablan de su carácter maléfico.
Hay ángeles aislados y seres humanos con útiles agrícolas. Esta relación de
escenas de distinta significación, componen un panorama de alternancia de
imágenes positivas y negativas que ya se había conocido en portadas de otros
templos románicos navarros, como San Miguel de Estella o Santa María de
Sangüesa, o en canecillos de la cornisa del monasterio de Irache y en la
cabecera de un templo cercano a éste, como es Santa María de Azcona.
El conjunto se remata con una escena de gran
valor catequético que ocupa un lugar privilegiado en la jamba derecha de la
portada: se trata de la boca infernal que se abre para recibir los condenados.
Las torturas del infierno se vienen concretando desde las primeras
representaciones románicas en una cabeza de animal que abre desmesuradamente
sus mandíbulas para devorar las almas condenadas. La imagen recuerda al temible
Leviatán del Libro de Job y se ha ido enriqueciendo con elementos provenientes
de los Evangelios Apócrifos –como el Evangelio de Nicodemo– y las leyendas
escatológicas. En este caso es una cabeza de león, por los vellones marcados y
las grandes fauces en las que sufren dos pecadores; todavía un demonio
introduce su pata en la boca para permitir la entrada de las almas pecadoras,
entre ellas el avaro, identificado por la bolsa de monedas al cuello.
Para terminar la lectura de la fachada, el
tratamiento de figuras marginales que componen un bello conjunto decorativo, al
margen de una mayor significación, sigue presentando un gran cuidado en su
elaboración, como lo demuestran las figuras entre roleos del arco angrelado
interior, o las cabezas que rematan las columnas y soportan los capiteles.
Cronológicamente determinados elementos resultan de gran utilidad para su
datación, como son los temas esculpidos o las noticias que nos aportan la
vestimenta civil y militar. Todo ello confirma la datación en el primer tercio
del siglo XIII que ya habían apuntado las informaciones arquitectónicas y
escultóricas.
Esta portada se ha relacionado en su esquema
arquitectónico, ausencia de tímpano y uso del arco lobulado con otras fachadas
semejantes y cercanas geográficamente, como son las de San Román de Cirauqui y
San Pedro de Estella, con la salvedad de que estas últimas –idénticas también
en escultura– avanzan cronológicamente por el uso del arco apuntado y de nuevos
repertorios ornamentales. Algunas de estas coincidencias escultóricas permiten
ver la participación de este taller de Santiago en unos restos tallados conservados
en el claustro de San Pedro de la Rúa. Un análisis de los mismos, así como un
rastreo de las fuentes documentales, nos hacen deducir que estos fragmentos de
capiteles adornaban la misma capilla donde hoy se encuentran. Los soportes
están ocupados por temas de Infancia entre los que señalamos, por su similitud
con los vistos en la portada que acabamos de analizar, el Nacimiento de Cristo,
la Matanza de los Inocentes y la Huida a Egipto. Estos relieves suponen una
continuidad del taller escultórico de Santiago de Puente la Reina.
Iglesia del Crucifijo
La actual iglesia del Crucifijo, antiguamente
llamada de Nuestra Señora de los Huertos, se encuentra a la entrada de la villa
desde Pamplona. Su origen resulta controvertido. Varios historiadores la han
identificado con la parroquial o con una ermita de la antigua población de
Murugarren o Murubarren, existente antes de que Puente la Reina naciera como
tal. Referencias documentales acreditan la perduración de dicha población
durante los siglos XII a XIV; entre ellas la más conocida es la de 1142, cuando
García Ramírez el Restaurador concedió fueros a cuantos poblaran “aquella mi
villa vieja que di a los frailes de la Milicia del Templo de Salomón”. Por
desgracia el documento original no se conserva, de suerte que hemos de
contentarnos con las citas que hacen Ohienart y Moret.
Identificada así con la villa vetula de
que habla el rey (identificación en la que no todos los autores coinciden),
Murugarren vendría a ser para Puente la Reina lo que Rocaforte para Sangüesa.
También resulta verificable que Santa María de los Huertos acabó siendo
propiedad de los hospitalarios mediado el siglo XV. La circunstancia de que los
sanjuanistas hubieran sido los destinatarios de la mayor parte de las
propiedades de los templarios, cuando la orden de la Milicia del Temple fue
disuelta a comienzos del siglo XIV, parecía sustentar la primitiva pertenencia
de Santa María de los Huertos a dicha orden de Tierra Santa. Sin embargo,
investigaciones recientes, especialmente de Uranga Santesteban y López Andoño,
vienen poniendo en duda con argumentos sólidos tal identificación. El hecho de
que Murugarren estuviera en origen al otro lado del río Robo y el que su
antigua parroquial pueda identificarse con una ermita de Santa María todavía
existente en el siglo XVIII, hacen difícil identificar a Santa María de los
Huertos con dicha parroquial primitiva. En todo caso, sería la iglesia de una
nueva población localizada a los pies de la loma donde estuvo Murugarren.
De este modo, nos hallamos ante un templo
románico edificado probablemente en la segunda mitad del siglo XII, que
funcionó como parroquia (tuvo pila bautismal), que estuvo aneja a un hospital
(consta el robo de un peregrino francés en el hospital de Santa María de los
Huertos en 1350) y que en el siglo XIV recibió el añadido de una nave destinada
a alojar la preciosa imagen del crucificado.
En efecto, pocos años después de la citada
desaparición del Temple se encontraba en Puente la Reina una magnífica
escultura de un crucificado, seguramente de origen italiano (la talla o su
creador: Fernández-Ladreda ha propuesto su origen en el entorno de Giovanni
Pisano). Por entonces los vecinos de Puente la Reina debieron comenzar a
recaudar dinero para hacer una capilla en la iglesia que albergara la talla.
Así lo demuestra el testamento de Sancha Pérez de Bertolín que, en 1328, deja
una manda generosa para tal proyecto. De esta manera nació lo que terminó
siendo una nave nueva para la iglesia y dando nombre a todo el conjunto.
A mediados del siglo XV (1441-1469) la orden de
San Juan de Jerusalén se hizo cargo de la regencia de la iglesia y su hospital.
Bajo su dirección se añadieron la sacristía del siglo XVII, adosada a la nave
gótica, y la torre, proyectada por el arquitecto Santos Ángel de Ochandátegui
(al igual que la fachada principal del colegio, en la segunda mitad del siglo
XVIII). Los frailes sanjuanistas continuaron en la iglesia hasta que fueron
desalojados a consecuencia del proceso desamortizador. Durante la primera guerra
carlista el espacioso convento fue utilizado como cuartel, primero de los
carlistas y luego de los isabelinos. A continuación pasó a poder del Ministerio
de la Guerra, en litigio con el Ayuntamiento de Puente la Reina, que se hizo
con el Cristo, la talla de la Virgen, las campanas y otros elementos. En 1919
el ministerio sacó a subasta la vieja iglesia convertida durante años en
establo, siendo adquirida por los Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús
(Dehonianos) que comenzaron la restauración con la ayuda del Ayuntamiento de la
villa y de la institución Príncipe de Viana. La restauración finalizada en 1951
culminó con la apertura de nuevo al culto. Desde entonces las mejoras han sido
considerables, de tal manera que hoy día el conjunto presenta un aspecto muy
digno.
La iglesia del Crucifijo de Puente la Reina
muestra añadidos realizados a lo largo de los siglos. Así vemos claramente las
dos naves alineadas y unidas, la sacristía pegada a la nave gótica, la torre
encima del coro de la nave románica y el soportal de unión entre la entrada a
la iglesia y la del colegio. La iglesia románica presenta un ábside
semicircular al exterior y al interior, que contrasta con el poligonal gótico
anejo. No nos detendremos en la cabecera, completamente rehecha al igual que el
soportal, salvo para citar la inclusión de un canecillo antiguo que presenta
una cabeza monstruosa. Este canecillo es muy semejante a una cabeza empleada
como ménsula en el pórtico y que forma parte de un conjunto realizado en la
primera mitad del siglo XIII, por lo que es dudoso que en origen perteneciera
al ábside. También el muro meridional en su parte oriental fue casi
completamente reconstruido. Incluye una moldura que se prolonga hasta el
porche, donde se unen iglesia y colegio, cortada únicamente por dos ventanas de
medio punto flanqueadas por columnas de fuste liso, con basas que presentan
toro y escocia y capitel igualmente liso. El muro de la Epístola se refuerza
mediante dos grandes contrafuertes y sus canecillos carecen de decoración.
En el penúltimo tramo del muro meridional,
enfrente de la del actual colegio, se abre la preciosa portada, de más de 5 m
de frente. Se organiza en cuatro arquivoltas apuntadas: la interior sobre pies
derechos y las otras tres sobre columnas con fustes de decoración preciosista,
a base de patrones extensibles constituidos por entrelazos vegetales y labores
de cestería; las basas –algunas muy destrozadas– son las clásicas a base de
escocia y toro. La tercera de las seis columnas presenta fuste y capitel nuevos,
puesto que los originales habían desaparecido, como evidencian fotografías
antiguas. Los capiteles se encontraban en muy mal estado. También de izquierda
a derecha, el primero y el tercero fueron repuestos en la restauración; el
segundo se ornamenta con roleos de cuadrifolios entrelazados; el cuarto está
muy deteriorado, pero parecen reconocerse roleos con aves; el quinto incluye
entrelazos circulares; y el sexto incorpora aves sobre leones que se muerden
las patas.
Portada del siglo XIII, construida probablemente por la Orden del Temple.
Detalle del capitel de la portada
Las arquivoltas también despliegan una profusa
decoración. La interior es abocelada lisa, acompañada de una moldura donde
pueden verse pequeñas piñas. La segunda arquivolta, igualmente abocelada lisa,
viene seguida de una moldura de roleos de cuadrifolios asimétricos
entrelazados. La tercera está decorada por hojas dobles digitadas superpuestas
y también va seguida por una doble moldura, con retícula romboidal y motivos
vegetales abigarrados. La cuarta vuelve a ser baquetonada, flanqueada por un
eje vegetal acantiforme y, por encima, gran cantidad de figurillas
desordenadas, entre las que vemos un ave, un personaje (¿apóstol?) que lleva en
la mano un rollo, hojas, piñas, hojas, figura obscena que abre exageradamente
la boca con sus manos y muestra sus genitales, ave, dragón, hojas, tres figuras
en un mismo lecho que recuerdan a las representaciones del Sueño de los Reyes
Magos (por ejemplo en Autun), cabeza con la boca abierta, dos aves de cuellos
enlazados, otra ave, cabeza monstruosa, monstruo alargado, cuadrúpedo (¿león?),
lazo, figura de pie, ave, piña, ángel, cabeza, hojas, grifo, hojas, arpía y
cabeza monstruosa que devora medio cuerpo femenino del que sólo asoman el
vientre y las piernas. El conjunto se completa con una chambrana decorada a
base de acantos estilizados.
Todo este conjunto, completado con cimacios de
diversos motivos vegetales prolongados en moldura lateral, no estructura un
programa claro. Según Crozet, sería el trabajo de escultores decoradores
incontestablemente hábiles, pero que no han sabido componer o bien no se les ha
pedido seguir un programa iconográfico determinado. De modo general, varios
asuntos representados podrían entenderse como reflejo de la lucha entre las
buenas y las malas influencias y actitudes ante la vida.
Algunas figuras han sido interpretadas por
Crozet y Aragonés como clara condena de la lujuria, la avaricia y otros
pecados, lo que serviría para poner sobre aviso a los vecinos y peregrinos
acerca de las fatales consecuencias de una vida pecadora. Aragonés destaca en
la inclusión del monstruo antropófago el hecho de ser el único caso del
románico navarro en que la devorada es mujer; de su desnudez deduce su
condición de lujuriosa. Al mismo tiempo, otros relieves mostrarían una
vertiente positiva, con las virtudes de un ángel, un santo apóstol y el sueño
de los reyes magos. Todo unido, en nuestra opinión, conformaría un bello
conjunto catequético y moralizante medieval.
Cada uno de los estudiosos que la han tratado
con cierto detalle ha encontrado relaciones entre esta portada y otros ejemplos
del románico navarro. Así, se ha visto bizantinismo y se ha puesto en contacto
con la portada de Santa María la Real de Sangüesa y Uncastillo, por la
decoración de los fustes y la abigarrada presencia figurativa en una de las
arquivoltas; el último capitel ha sido comparado en su composición con el
llamado “capitel del San Cernin” del Museo de Navarra, que puede
relacionarse con el conjunto del claustro de la catedral pamplonesa; y también
ha sido vinculada con San Pedro de la Rúa de Estella.
En este sentido, resulta muy acertado el
comentario de Crozet sobre la extraordinaria diversidad de sus fuentes de
inspiración y la evidencia de un cierto espíritu conservador. A la hora de
proponer una datación para la portada, que es lo menos afectado por las
restauraciones, las opiniones difieren. Uranga e Íñiguez la consideraban de la
segunda mitad del XII; Lojendio, de finales de la centuria o principios del
siglo XIII; y Lacarra la emplazaba directamente en la primera mitad del XIII.
El arco apuntado y la abundancia decorativa llevaban a pensar en una datación
tardía, así como la presunta cercanía con Estella y Sangüesa. En cambio,
recientemente Martínez de Aguirre ha propuesto su ejecución en el tercer cuarto
del XII, dado que el repertorio empleado pertenece mayoritariamente al románico
pleno o a los inicios del tardorrománico, al tiempo que se echan en falta los
motivos más habituales en el último cuarto del siglo. Curiosamente, capiteles
de repertorio tardorrománico y gótico inicial fueron empleados para la
construcción del pórtico, derribado a finales del siglo XIX, que comunica al
templo con el hospital situado enfrente. Esos elementos sí pueden fecharse con
más certeza a comienzos del siglo XIII.
Al interior predomina el muro macizo, perforado
por las ventanas en el eje y el muro meridional. Los cuatro tramos y la
cabecera están separados por pilastras con semicolumnas adosadas, terminadas en
capiteles con decoración vegetal esquemática, en los que descansan los fajones
doblados, ligeramente apuntados. Como ya hemos avanzado, buena parte del
interior responde a las labores de restauración del siglo XX. Al construir la
nave gótica, en el siglo XIV, el muro del evangelio fue sustituido por grandes
pilares octogonales que forman cuatro arcos apuntados y que comunican ambos
espacios, de tal manera que los fajones descansan en el lado del evangelio en
grandes ménsulas bilobuladas y trilobuladas dispuestas en las enjutas de los
arcos que separan las naves. Las bóvedas de los cuatro tramos son de cañón
ligeramente apuntadas; la del ábside es de horno o de cuarto de esfera.
Las dos naves de la iglesia
La imagen titular (Santa María de los Huertos)
fue trasladada a la parroquia de Santiago durante la restauración de la iglesia
y no volvió a su enclave privativo.
En su lugar se colocó una imagen mariana de la
localidad de Urdánoz, que fue robada y recuperada en 1986 y que en la
actualidad se custodia dentro del colegio (la que vemos hoy en el presbiterio
es una copia de esta última, realizada por el artista valenciano José López
Furió). Por tanto, para ver la talla primitiva de Santa María de los Huertos
debemos acudir a la sala capitular o museo parroquial de la Iglesia de
Santiago. Se trata de una imagen sedente de mediados del siglo XII que ha
perdido el Niño y el brazo derecho, presenta rostro tranquilo con una levísima
sonrisa, tocada por corona. Presuntamente, como las imágenes de Izco, Zolina,
Ardanaz, Yárnoz, Abárzuza y Leyún, tiene como modelo a Nuestra Señora de
Irache. No queremos terminar sin aludir a la nave gótica y a la soberbia talla
del Cristo crucificado que alberga, así como a las pinturas que aún pueden
adivinarse tras él.
Cristo gótico de la Iglesia del Crucifijo
Torres del Río
La villa de Torres del Río está situada en la
comarca geográfica del Somontano de Viana-Los Arcos y pertenece a la merindad
de Estella. Dista 70 km de Pamplona, que se recorren mediante la Autovía del
Camino de Santiago, A-12, hasta la desviación indicada a la altura de
Lazagurría (NA-6330) que nos llevará directamente a nuestro destino.
La primera noticia escrita sobre la localidad
remonta al año 1100, cuando el senior Jimeno Galíndez donó al monasterio de
Irache un “monasteriolo” junto al camino de los peregrinos. Es el origen
de la desaparecida iglesia de Santa María. En el fuero que en 1175 concedió
Sancho VI el Sabio a Los Arcos, Torres aparecía entre las aldeas susceptibles
de proporcionar pobladores. La inyección de vitalidad aportada por la
repoblación y el Camino de Santiago dio paso a una nueva etapa en la vida de
Torres y a la llegada de los canónigos sepulcristas constructores de la iglesia
del Santo Sepulcro, en una fecha que nos es desconocida, pero que hay que
situar en la segunda mitad del siglo XII. A finales de dicha centuria aparecen
los cistercienses de Iranzu como propietarios de la Monjía, granja emplazada
dentro del actual término municipal. De 1147 consta una donación efectuada por
una dama de la más conspicua nobleza navarra, María de Lehet, quien entregó a
Irache la mitad de su hacienda en Turre de Arcos, heredada de su difunto marido
Eneco Lopeiz de Soria. Dos documentos, uno de 1219 y otro anterior a 1222,
desgranan entre propietarios y vecinos casi cuarenta individuos.
Iglesia del Santo Sepulcro
La cuidada construcción se encuentra en el
centro de la población, rodeada de viviendas. Pese a que su “descubrimiento”
por los historiadores del arte se produjo en la segunda década del siglo XX,
sus peculiaridades en planta y alzado han motivado una abundantísima
bibliografía. Fueron Zorrilla y Altadill, miembros de la Comisión de Monumentos
Históricos y Artísticos de Navarra, quienes redactaron las primeras
descripciones detalladas, con planimetría, fotografías y valoraciones tras
visitarla en 1913. Ambos coincidieron en atribuirla a “los famosos
caballeros del Temple”, a quienes consideraban custodios de los caminos
internacionales de peregrinación.
Desde mediados del siglo XIX estaba en boga el
supuesto de que la edificación de iglesias románicas de planta octogonal,
imitadoras del Santo Sepulcro de Jerusalén, obedecía a la presencia de dichos
caballeros. Afirmaba también Zorrilla, retomando datos de Moret, que esta
iglesia de Torres había de identificarse con el monasterio de dicha localidad
donado en 1100 a Irache. Poco más tarde la publicó como inédita G. G. King,
quien tuvo el acierto de relacionar el templo con los canónigos sepulcristas.
Explicaba los elementos de tradición islámica suponiendo que sus constructores
podrían haber sido mudéjares venidos desde Calatayud, donde tenía su sede el
gran prior del Santo Sepulcro en Aragón. La polémica quedaba abierta. Desde
entonces el precioso templo ha sido objeto de todo tipo de controversias, no
sólo entre quienes la atribuyeron a los templarios (Huici, Biurrun), a los
sepulcristas (Lacarra, Ordóñez, Bresc-Bautier), a los caballeros de Santiago o
a los benedictinos de Irache (Lojendio, Uranga e Íñiguez), sino igualmente
entre los que pensaban que la cúpula había estado inicialmente abierta o lo
contrario, o quienes entendieron que el ábside y la escalera fueron añadidos o
bien estuvieron diseñados desde el origen; quienes han identificado el edículo
superior con una linterna de muertos perteneciente a un hospital jacobeo
(Lambert) o quienes han argüido su uso como faro de peregrinos (Uranga e
Íñiguez). En cuanto a su cronología, las hipótesis oscilan entre quienes la
sitúan hacia 1160-1170 (Íñiguez), en los años finales del siglo XII (Gudiol y
Gaya) y los que piensan como King que hubo de ejecutarse en el segundo cuarto
del XIII. Las mayores coincidencias se dan al señalar su relación con Almazán,
Oloron y Hôpital-Saint-Blaise, con precedentes en Córdoba y Toledo.
En cuanto a sus constructores, muchos han
atribuido su ejecución a artistas de origen musulmán (King, Gudiol y Gaya Nuño,
Lojendio y Palol). La perspicacia de Durliat e Íñiguez les llevó a advertir la
representación del edificio hierosolimitano dentro del capitel dedicado a las
santas mujeres o la vinculación del repertorio ornamental con el del claustro
románico de la catedral de Pamplona. En 1983 el Catálogo Monumental de Navarra
dedicó un párrafo a las proporciones de la iglesia, trazada en su opinión a partir
del módulo constituido por un lado del octógono. Una aportación decisiva fue el
descubrimiento por Jaspert de la noticia más antigua sobre su pertenencia a la
orden del Santo Sepulcro de Jerusalén en 1215 (específicamente habla de la “iglesia
y casa del Santo Sepulcro de Torres con el hospital y todas las libertades y
pertenencias suyas”), cabeza de otras propiedades en el reino de Navarra.
Valeriano Ordóñez recopiló muchos otros nexos posteriores que vinculan la casa
de Torres con la iglesia sepulcrista de Santa María de Palacio de Logroño y
demostró que el templo que Irache poseía en Torres era distinto de la iglesia
del Santo Sepulcro. En 1997, 2001 y 2004 Sutter, Martínez de Aguirre y Gil han
recalcado las vinculaciones con el Santo Sepulcro de Jerusalén y han analizado
con detalle la construcción. En 1931 había sido declarada Monumento
Histórico-Artístico perteneciente al Tesoro Artístico Nacional.
La primera intervención en el monumento,
promovida por la Institución Príncipe de Viana en 1960-1963, afectó a la
consolidación del ábside, reposición de columnas en los ángulos del octógono y
en la puerta, renovación de cubiertas, sustitución de sillares deteriorados,
retirada del retablo, nuevo enlosado y colocación de alabastro en las ventanas.
Años después el crucificado de madera fue restaurado en Madrid (1979) y
Pamplona. Entre 1992 y 1994 la misma institución acometió una segunda
renovación de cubiertas y elementos estropeados (cornisas, bateaguas) que
protegieran al monumento de la acción dañina del agua. Se recuperó la cubierta
original constituida por sillares de forma trapezoidal, se renovó el pavimento
y se excavó el subsuelo con el descubrimiento de un crucificado de piedra que
más adelante comentaremos y de varios silos.
El proyecto, bien meditado, fue ejecutado de
una vez (salvo la escalera) por un equipo cohesionado en el que destaca la
personalidad del director de obra, capaz de planear y resolver con maestría
soluciones poco usuales en la arquitectura de su tiempo. Acompañaban al
maestro, que habría estado presente durante toda la ejecución, un grupo de
canteros de calidad contrastada, entre los que encontramos escultores de
mediano nivel conocedores de diseños ornamentales de diferentes procedencias,
concretamente se atestigua la presencia de un seguidor del claustro de la
catedral de Pamplona y de otro que habría trabajado en Armentia.
La planta revela una planificación esmerada.
Dibuja un octógono regular abierto en su cara oriental a un ábside
semicircular. A occidente contiene la escalera un cilindro añadido al plan
original; lo revelan tanto los desajustes en su diseño (proporciones,
orientación, dificultades para la circulación de aguas pluviales) respecto del
trazado total del edificio, como el modo en que la ventana superior del paño
occidental resultó cegada. La única puerta exterior se abre hacia el sur, a un
pequeño atrio antiguamente cercado por un murete. Una segunda puerta da paso
desde el lado occidental a la escalera.
Proyecto y ejecución cuidaron especialmente las
proporciones. Se siguió un riguroso trazado de base geométrica, proyectado a
partir de figuras elementales: circunferencias, cuadrados y triángulos. Se tomó
como base una circunferencia inicial, en la que se inscribieron dos cuadrados
girados, que forman una estrella de ocho puntas y dan pie a dos octógonos
concéntricos. Aplicando las dimensiones apropiadas, estos dos octógonos
coinciden con las medidas exterior e interior del muro de Torres. El octógono interior
a su vez queda inscrito en una segunda circunferencia mediana, base para trazar
una segunda estrella de ocho puntas mediante la inscripción de otros dos
cuadrados. Si además tomamos los ángulos y los lados de dichos cuadrados para
trazar cuatro triángulos isósceles, nos aparece el diseño de la bóveda de
nervios entrecruzados. La intersección de estos cuatro triángulos forma un
tercer octógono más pequeño, que contiene una tercera circunferencia pequeña.
Las dimensiones del ábside se generan a partir de dichas circunferencias: el
exterior viene marcado por una circunferencia mediana; el interior absidal
coincide con una segunda circunferencia pequeña que se dispone tangente al
centro del lado oriental.
Para proyectar el alzado continuaron con
idéntico procedimiento. La altura hasta la línea de imposta de la bóveda se
obtuvo a partir de una circunferencia mediana (el pavimento original quedaba
por debajo del dibujado en la sección). Una segunda circunferencia semejante,
secante a la anterior por su centro, proporcionó la luz de los arcos descritos
por los nervios. La misma imposta de la bóveda sirvió como centro para dibujar
una circunferencia del tamaño de la inicial, que marcó tanto la altura total de
la bóveda como el punto de arranque de la ventana absidal. Una tercera
circunferencia mediana, tangente a la primera, dio la altura para la imposta de
las ventanas del edículo superior. Y una cuarta señaló la altura total del
edificio, que difiere ligeramente de la actual porque falta la antigua cruz de
remate de piedra. En cuanto a la división del muro vertical en dos niveles,
como acertadamente había visto el Catálogo Monumental de Navarra, la altura del
nivel II equivale al lado del octógono interior (que es el diámetro de la
circunferencia pequeña, también empleado para calcular la bóveda de la
linterna). El nivel I tiene como altura la apotema del octógono mayor, que es
equivalente a la altura total de la bóveda.
Trazado geométrico de la planta
Trazado geométrico del alzado
Trazado geométrico de la bóveda nervada
En resumen, un compás y una escuadra de dibujo
bastaron para proyectar todo el edificio. Un cordel, pivotes y una escuadra de
medir fue todo lo necesario para plantear en el solar las medidas del edificio
y para ejecutar su alzado realmente equilibrado.
El lado del octógono interior viene a tener de
media entre esquina y esquina 2,95 m, lo que supone diez veces la medida del
pie romano, utilizado según Conant en importantes edificios románicos como
Cluny. La apotema de dicho octógono (aproximadamente 3,55 m), además de
resultar al multiplicar por doce dicho pie romano (3,54 m), era la medida de la
pértiga, que sabemos fue empleada como unidad en la Navarra medieval. El
intradós de los arcos que definen la bóveda tiene como promedio un pie romano
de anchura, unidad de medida muy difundida en la Europa culta. Por otra parte,
el diámetro de la circunferencia inicial también ofrece una lectura simbólica,
pues sus 9,93 cm se aproximan con un margen de error del 0,3% al resultado de
multiplicar por treinta y tres el módulo utilizado en los nervios. Treinta y
tres fueron los años que vivió Cristo en la Tierra, según los comentaristas
bíblicos medievales. Para completar las dimensiones del edificio, diremos que
la altura total del templo alcanza los 17,70 m, la de la cúpula 10,55, la del
ábside 8,35 y que cada lado del octógono mide por el exterior 4 m.
Toda la fábrica fue edificada con un aparejo
uniforme, mediante hiladas de tamaño mediano (entre 20 y 32 cm de altura), muy
habitual en el románico pleno navarro. El alzado original quedaba organizado
exteriormente en tres cuerpos: el ábside y el prisma octogonal que acabamos de
mencionar y un segundo prisma octogonal de menores dimensiones, colocado como
culminación del edificio, justo en su centro. Para acceder a este tercer cuerpo
fue añadida a poniente la escalera de caracol. Tanto la organización interior
como la exterior del prisma principal se distribuyen en tres niveles,
diferenciados por las correspondientes molduras. El primero arranca de un
zócalo de sección algo mayor que el muro que soporta, del que lo separa un
doble rebaje. Por el interior coincide con un banco de piedra que recorre
perimetralmente el octógono. Encima del zócalo ambos paramentos están
constituidos por quince hiladas. En la cara sur se abre la puerta, adornada con
una cruz patriarcal posmedieval en el tímpano. Una arquivolta en forma de bocel
y una chambrana aspada enmarcan el tímpano. Los cimacios de los capiteles
despliegan roleos bastante toscos. En el ábside, una estrecha ventana con
abocinamiento interior y sin ornamentación señala el eje. Por el interior y en
su zona meridional se abre una hornacina de medio punto, que debió de servir
como primitivo sagrario o credencia. La embocadura del ábside presenta una
columna a cada lado que sostiene un sencillo arco apuntado.
Proyección de la planta
Planta del arranque de la bóveda
Una moldura horizontal marca el comienzo del
segundo nivel, configurado en el exterior mediante arcos apuntados ciegos en
todas sus caras excepto la oriental. Los dos paños que flanquean el ábside
muestran bajo los arcos ventanas adornadas con sus correspondientes arquillos
sobre columnas, muy sencillos, sin otro adorno que una moldura esculpida que
trasdosa el dovelaje.
En el interior, este segundo nivel de muro se extiende a
lo largo de once hiladas, sólo animadas por la presencia de las dos ventanas.
La hilada más elevada se interrumpe de modo promediado en el centro de cada
paño dando paso a dos ménsulas constituidas por tres medias cañas. Son el
soporte necesario para los nervios.
La solución de continuidad con la bóveda viene
marcada en el exterior por una segunda moldura horizontal, que se prolonga
incluso por la cara oriental, por encima del ábside, pero no en el huso de la
escalera. Presenta en sus ocho lados ventanas que disponen de dos arquivoltas
en forma de grueso bocel, enmarcadas entre medias cañas adornadas con bolas. Su
diseño acusa diferencias con el más habitual en ventanas románicas navarras y
participa del enriquecimiento estructural y ornamental que advertimos en otras
obras de la segunda mitad del siglo XII.
Los vanos son muy reducidos, no sólo en anchura
(lo que es frecuente), sino también en altura, puesto que no comienzan en la
línea de imposta, sino tres hiladas por encima, a causa del escaso espacio que
por el interior permite el entrecruzamiento de nervios. Cada arquivolta
exterior descansa en columnillas con capiteles decorados. Las arquivoltas
internas lo hacen sobre montantes lisos con molduras en la línea de impostas,
que prolongan el diseño de los cimacios de los capiteles. Una chambrana
trasdosa las dovelas de cada arco. La composición recuerda a puertas del pleno
románico navarro, donde existen arquivoltas aboceladas sobre montantes, como en
Zamarce.
Por el interior, una gruesa moldura ajedrezada,
cuyo trazado se va acomodando a los cimacios de los capiteles de esquina y de
las ménsulas intermedias, marca la separación entre niveles. Este tercero
despliega la estructura más compleja del edificio, una bóveda construida sobre
ocho nervios de sección cuadrangular que se entrecruzan dejando libre el
centro. Arrancan por parejas desde el centro de cada cara, a los lados de las
ventanas, sobre ménsulas de tres medias cañas, para ir a morir tres paños más allá
tras dibujar arcos apuntados. De esta forma, cada nervio tiene su paralelo en
el divergente de la cara adyacente. El trazado les lleva a un cuádruple
entrecruzamiento: cada uno se interseca a media altura con los convergentes y
cerca de su clave con los divergentes de sus caras inmediatas. Este
entrecruzamiento no está hecho de cualquier modo. El acertado análisis de
Sutter nos enseña su jerarquización: dos recorren toda su extensión sin
interrupciones; otros dos modifican la sección en el cruce que realizan con los
dos primeros; el siguiente par se adapta a tres entrecruzamientos; por último,
el par que conecta los lados este-nordeste con los situados al oeste-suroeste
se modifica en cuatro encuentros. Desde los ángulos arrancan ocho nervios
suplementarios que vienen a morir en el primero de los entrecruzamientos con
que topan. Este análisis permite conocer cómo fue construida la bóveda: alzados
los muros, se dispusieron las cimbras sobre los cimacios de las ménsulas y
aparejaron los dos primeros nervios, los que muestran su sección cuadrangular
sin alteraciones a lo largo de toda su extensión. A continuación, tallaron y
asentaron los dos siguientes y así sucesivamente los de tres y cuatro
intersecciones. Luego dispusieron los suplementarios. Terminado el entramado,
edificaron el casquete exterior de la bóveda, por paños, apoyándolo en los
nervios correspondientes. Culminó esta fase con la colocación de la bovedilla
central, sobre una moldura ajedrezada de menor sección que la dispuesta sobre
el segundo nivel. No hubo un diseño de corte de piedra preestablecido aplicado
en todos los casos, sino una acomodación conforme asentaba cada arco. Este
proceder nos recuerda a otras bóvedas nervadas navarras de la segunda mitad del
siglo XII, como la sala semisubterránea del palacio real de Pamplona.
Detalle del arranque de la bóveda y ventanas
Ventaba interna
Bóveda
Vista general de la bóveda
Por el exterior, cada esquina del octógono
dispone una semicolumna que recorre las tres alturas. Arrancan de un basamento
de sección poligonal y culminan, tras un adelgazamiento del fuste, en capiteles
que soportan la moldura de cornisa, que además se ve sustentada mediante
canecillos. Aunque no conocemos ejemplos idénticos, sí hay en el románico
navarro otras semicolumnas sobre zócalos de sección poligonal (generalmente
cuadrangulares con remate troncopiramidal), con adelgazamiento de soportes bajo
la cornisa (generalmente de contrafuertes).
Otra cosa es saber por qué en Torres se
emplearon columnas en las esquinas tanto en el interior como en el exterior,
puesto que no todas las iglesias románicas octogonales las disponen. La
proliferación de columnas en exteriores resulta característica de la merindad
de Estella.
El diseño de los canecillos constituye novedad
en Navarra, tanto por ser todos iguales (lo normal es que reciban motivos
variados) como por formarlos tres medias cañas. Contamos seis por cara, excepto
sobre el ábside, donde colocaron siete. La cornisa está formada por media caña
recorrida por gruesas bolas. Los canes del ábside suponen una simplificación de
este mismo motivo. Los cimacios de las columnas angulares, ajedrezados,
continúan la moldura descrita. Seis de sus fustes, todos repuestos, son monolíticos.
En el paño oriental fustes de menores dimensiones descansan sobre ménsulas
decoradas con cabezotas.
El cuerpo octogonal superior, mucho más
pequeño, también está ordenado en tres niveles mediante dos molduras
horizontales. El vano de acceso, situado frente a la escalera, parece añadido
por la mala adecuación entre los dos arquillos (el de la puerta y el de la
ventana). Quizá resultó afectado por alguno de los rayos que impactaron en el
edificio. Ventanitas semicirculares sin adorno perforan los otros tres puntos
cardinales. También este cuerpo elevado adorna las esquinas mediante
columnillas terminadas en capiteles, por encima del habitual adelgazamiento de
los fustes. Los modillones que sustentan la cornisa, dos por cara menos en la
oriental donde existen tres, son de nacela. La cornisa carece de adornos.
Interiormente el templete no ofrece otra cosa que el trasdós de la bóveda. El
cilindro de la escalera se eleva con muro liso interrumpido en pocas ocasiones
por las saeteras que iluminan el caracol. Culmina en cornisa sin modillones.
La bóveda de entrecruzamiento periférico es
conocida desde el califato cordobés. El precedente formalmente más cercano a
Torres, dentro de la arquitectura andalusí, se encuentra en la llamada ermita
del Cristo de la Luz o mezquita de Bab al Mardún de Toledo, edificada en el año
999. A su vez, la bóveda toledana resulta deudora de las concebidas por el
arquitecto de Al Hakam II para los lucernarios emplazados ante el mihrab de la
mezquita de Córdoba hacia el 964. Concretamente, un diseño parecido por presentar
ocho nervios que arrancan del centro de los ocho paños de un octógono se
localiza en uno de los ángulos de la cúpula de la Capilla de Villaviciosa. Dos
son las diferencias fundamentales entre el diseño del Santo Sepulcro y el
toledano.
Primero, el tipo de arcos empleados en los
entrecruzamientos, puesto que la iglesia navarra utiliza los apuntados frente a
los de herradura de la antigua mezquita. Y segundo, el añadido de los nervios
que arrancan de los ángulos hacia el primer entrecruzamiento, inexistentes en
el modelo islámico. También difieren los arranques y la bóveda dispuesta sobre
los entrecruzamientos. Otro rasgo común es la existencia de ventanitas bajo
trilóbulos, que de nada sirven hoy en Toledo por la actual disposición del tejado.
Se han recalcado las semejanzas de la bóveda
del Santo Sepulcro con San Miguel de Almazán, Santa Cruz de Oloron y Hôpital
Saint-Blaise en Bigorra. No se da identidad arquitectónica: sólo en Torres la
bóveda se eleva sobre un edificio octogonal; en las restantes ocupa el tramo
cuadrado del crucero, ochavado mediante trompas.
Con Oloron difiere el entrecruzamiento (los
nervios se interrumpen), la molduración de los soportes (ménsulas lisas frente
a las medias cañas navarras), la inexistencia de nervios suplementarios a
partir de los ángulos y la presencia, en vez de ventanas con celosías en cada
uno de los ocho lados, de vanos en forma de cruz sólo en cuatro de ellos,
encima de las trompas. En Hôpital Saint-Blaise y en Almazán, a la inexistencia
de los nervios suplementarios se añade la ausencia de bovedilla central: sus
entrecruzamientos de nervios culminan en orificios que dan paso a un nivel
superior. Hôpital Saint-Blaise muestra celosías en los cuatro ángulos. Almazán
distribuye sus ocho vanos no entre cada pareja de arcos en el centro de cada
lado, sino bajo cada entrecruzamiento; además, aparecen unas extrañas ménsulas
a media altura y los arcos (imbricados como en Torres) descansan en capiteles
con decoración vegetal.
El elemento que singulariza la cúpula de Torres
frente a las francesas, es decir, los nervios secundarios, tiene su explicación
en que el arquitecto mantuvo las pautas propias de la arquitectura románica del
siglo XII, cuando los maestros solían perseguir la máxima coherencia
estructural. Resulta acorde con la existencia de columnas en las esquinas del
octógono. La coherencia románica aconsejaba que tales columnas tuviesen
continuidad en un elemento vertical, en vez de morir en una moldura intermedia.
En Almazán los nervios arrancan de capiteles que funcionan como ménsulas, sin
fustes que los justifiquen. Este es un argumento de peso para considerar que la
iglesia navarra fue edificada antes que la soriana, a la que habría servido de
modelo.
Las ventanas apenas asoman entre las parejas de
nervios. Si el vano exterior ya era pequeño, la entrada de luz todavía se
atenúa más por la existencia de celosías pétreas cobijadas bajo trilóbulos que
trasdosan en arquitecturas. Una bóveda muy plana, formada por nueve hiladas
concéntricas a partir de una moldura ajedrezada, fue aparejada en el octógono
interior. Tanto esta bóveda como los entrecruzamientos de nervios delatan la
presencia de un experto en el corte de la piedra cuya procedencia está por dilucidar.
Como corresponde a un edificio de su tiempo, un
amplio complemento escultórico aparece integrado en la arquitectura. Dos
peculiaridades distinguen a Torres: no hay portada monumental y los canecillos
repiten un único modelo de molduración. Los motivos historiados quedan
reducidos a los dos capiteles que flanquean la embocadura del ábside. En total
se cuentan cincuenta capiteles y dos ménsulas.
En la embocadura del ábside el capitel
septentrional está dedicado al Descendimiento. La escena principal se sitúa en
la cara mayor, en torno a una cruz nudosa de la que pende la figura de
Jesucristo, coronado y de dimensiones superiores al resto de los personajes.
Sobre el travesaño convergen dos ángeles turiferarios, que vuelan con las alas
extendidas hacia el rótulo IHS. María sujeta el brazo derecho de su Hijo. José
de Arimatea, a su lado, lo abraza por la cintura, presto a sostenerlo cuando
sea soltada la otra mano. Nicodemo, de espaldas a la cruz, emplea ambos brazos
en su esfuerzo por desclavar al Señor.
Capitel del Descendimiento
En la cara que mira al ábside, San Juan inclina
su cabeza sobre la palma de la mano, en un gesto repetidísimo de dolor. Un
último personaje, detrás de María, llena el hueco y repite el gesto de Juan;
también lleva libro, pero no parece identificable con ninguno de los habituales
participantes en la escena. El vuelo horizontal de los ángeles de Torres es
semejante, por ejemplo, al del Descendimiento de Antelami en Parma (1178), pero
allí no llevan incensarios, sino que entran en contacto con otras figuras del
conjunto. Personajes y actitudes tienen paralelos en producciones románicas
cercanas, especialmente en las de tradición languedociana. El cuerpo de Cristo
en zigzag existe ya en el claustro pamplonés, donde hunde más la cabeza hacia
la figura de José de Arimatea.
En Pamplona y en Silos lleva nimbo crucífero,
elemento del que carece Torres, compensado por la presencia de la corona, que
tampoco es novedad. El ademán de José tiene en Torres menos fuerza que en
Pamplona, pero no cabía esperar mucho más en un escultor tan limitado. La cruz
nudosa es normal en crucifixiones y descendimientos románicos. El cartel con
IHS corresponde al comienzo de la inscripción del INRI, y ya figura, por
ejemplo, en la tapa del evangeliario de la reina Felicia, del siglo XI. El
motivo perdura en la escultura románica hispana (Aguilar de Campoo). El gesto
de María sujetando la mano de su Hijo es el más usual en los Descendimientos
románicos, heredado de modelos bizantinos plenamente asimilados en Occidente,
pero aquí el resto del cuerpo de la Virgen no acompaña su dolor, como sí lo
hace en Pamplona al inclinar la cabeza sobre el hombro. Nicodemo desclava el
brazo de Jesús sujetándolo con su mano izquierda mientras con la derecha
manipula unas tenazas muy estropeadas. Tampoco aquí sigue directamente el
modelo pamplonés, donde empuña las tenazas con la izquierda. La manera como los
dos ángeles se acercan tiene su paralelo en un relieve del claustro de Silos,
cuyos ángeles turiferarios están más lejos de la cruz, puesto que otros dos
ángeles, portadores del sol y de la luna, ocupan lugar más cercano al Señor. En
resumen, aunque ciertamente existen coincidencias iconográficas entre el
Descendimiento de Torres y el del claustro románico pamplonés, no son
especialmente más señaladas que las verificables con otras representaciones del
mismo ámbito hispano-languedociano, como las de Silos, lo que lleva a pensar
que nuestro escultor está manejando una fórmula figurativa muy difundida, de
lejanos precedentes bizantinos. En cuanto al estilo, queda patente la
incapacidad a la hora de conseguir armonía de proporciones, esmero en el
tratamiento de las anatomías o verosimilitud en las telas. Todo lo contrario,
los rostros resultan insulsos y los plegados recuerdan a maestros secundarios
de formación languedociana, como el de Hagetmau.
El segundo capitel historiado está dedicado a
la Visitatio Sepulcri, escena que todavía a finales del XII solía
emplearse a la hora de figurar la Resurrección. En Torres dedican el frente al
Sepulcro del Señor, representado como un sarcófago paralelepipédico de tapa
entreabierta y bordes sogueados o dentados, de cuyo interior asoma el lienzo
fúnebre. A la derecha ocupa la esquina una de las Santas Mujeres, con vestido
talar y velo, que se acerca portando en su mano diestra un pomo redondo
destinado a los perfumes. Tras ella, ya en el lateral del capitel y de menor
tamaño, aparecen las otras dos mujeres, en idéntica actitud, cruzando sus
brazos izquierdos por delante del regazo y sujetando sendos pomos esféricos en
sus manos derechas. Todas llevan velo. Al otro lado se encuentran los ángeles.
El de la esquina levanta su mano derecha con el habitual gesto de bendición,
pero dirigiéndolo no a las Marías, lo que le hubiera llevado a una postura
difícil para un maestro tan limitado, sino hacia el segundo ángel, situado a su
lado, en la cara lateral, que acerca sus manos al regazo y lleva una única ala.
Interesa el modo como está resuelta la parte alta del capitel.
Capitel de la Visitatio Sepulcri
En las esquinas se juntan dos volutas, que
vienen a culminar unas superficies lisas a manera de enormes cintas. En la cara
principal esta superficie lisa se ahueca para dar forma a una especie de abrigo
o cueva donde queda alojado el Sepulcro del Señor. Por encima de la curvatura
aparece un edículo de tres alturas decrecientes con vanos, que como ya vio en
su día Durliat ha de simbolizar el edificio del Santo Sepulcro de Jerusalén.
Los recursos estilísticos son semejantes al capitel del Descendimiento. Las mismas
anatomías torpes, de rostros ovalados poco detallados, las mismas ropas
conseguidas mediante plegados desmañados, las mismas superficies de fondo
lisas. Sin duda ambos fueron tallados por el mismo maestro. Las volutas
recuerdan a soluciones de cintas de origen languedociano, como las de las
grandes figuras del parteluz de Moissac. La composición se aleja de lo que es
normal en esta escena en el siglo XII. La base habría de ser el diálogo que se
establece entre las Marías y el ángel, de forma que éste les muestra la tela
mientras les informa de la resurrección. En el capitel de Torres, por el
contrario, tanto el ángel principal como la primera María giran sus cabezas
desentendiéndose de lo que ocurre entre ambos, con lo que el sepulcro abierto
en el centro establece un fuerte nexo con la representación arquitectónica que
hay encima. La elección de los temas de estos capiteles manifiesta la
intencionalidad de recalcar la titularidad del edificio, el Santo Sepulcro.
Los cimacios de ambos desarrollan una cinta
doblada ondulada que se va entrecruzando a lo largo de las caras, de forma que
en el interior de los lazos deja espacio para una esquematización vegetal, a
modo de flor simétricamente flanqueada por tres hojas. Se trata de la torpe
simplificación de un diseño conocido en cimacios románicos languedocianos, por ejemplo,
en Saint-Sever, que se difundió en iglesias hispanas de la misma tradición
artística (Nogal de las Huertas).
Iniciamos el recorrido por los capiteles que
culminan las columnas por el emplazado a la izquierda del ábside. Incluye un
centauro sagitario y un dragoncillo de cuerpo de ave, alas, cabeza leonina y
cola retorcida; gira la cabeza como si quisiera morder la grupa del centauro
acompañado de piñas y volutas.
Capitel del interior del octógono. Centauro-sagitario
Le sigue otro con centauro disparando a una
arpía, que en Navarra aparece en Orísoain, San Pedro de Olite y Gazólaz. Es muy
probable que en la catedral pamplonesa hubiera un capitel dedicado a estos
híbridos, ya que las arpías fueron empleadas en Artaiz, portada cuyos capiteles
derivan directamente de él.
El tema existe en sus modelos tolosanos (La
Daurade) y el centauro disparando a la arpía aparece en otras portadas
relacionadas con Armentia, como la de Lasarte (Álava).
Al otro lado del ábside, el segundo capitel se
decora con tallos cuyas hojas, recorridas por un eje perlado, se curvan en
espiral y dejan sitio en el centro a otra hoja tipo roseta adornada con cuatro
orificios de trépano. En las esquinas fueron labradas palmetas bajo los
habituales dados. El diseño de las hojas en espiral está inspirado en motivos
clásicos. Un capitel del claustro catedralicio pamplonés desarrolla este
motivo, sustituyendo las rosetas por un ave u otro animal. El que este concreto
motivo no exista entre los capiteles conservados de dicho claustro no significa
que no lo hubiera en el conjunto original, que imaginamos mucho más numeroso.
Es más, uno de los capiteles de Artaiz, el que suele denominarse de las arpías,
presenta como adorno vegetal hojitas en espiral en torno a una roseta. Otros
capiteles con tallos en espiral presumiblemente derivados de Pamplona (Zamarce)
carecen de roseta central.
Capitel vegetal del interior del octógono
Por otra parte, un capitel con hojas en espiral
envolviendo una roseta, el que culmina el llamado “pilar de la lujuria”
procedente de Zurbano (Álava), carece de perlado, pero el modo como está
conectado el tallo de la roseta a la espiral es muy semejante al de Torres. La
decoración escultórica de la iglesia de Zurbano se vincula directamente con un
edificio del que ya hemos hablado: San Prudencio de Armentia, junto a Vitoria.
Además, el cimacio de Zurbano con cuatro hiladas de ajedrezado es muy parecido
al de Torres y deriva sin duda de Armentia.
También en un capitel de la portada de
Estíbaliz (Álava) se emplea la espiral vegetal.
El capitel siguiente adopta un esquema
corintizante con tres niveles: el inferior despliega en cada cara una hoja de
acanto de eje perlado curvada sobre sí misma; el intermedio muestra, bajo las
volutas, hojas de superficie lisa salvo en su eje, también perlado, y entre
estas hojas, ocupando el centro de las caras frontal y lateral derecha, una
arpía con rostro femenino, cuerpo de ave con alas desplegadas y cola
serpentiforme (en la cara izquierda parece reconocerse un cuadrúpedo con otro
animal encima); el tercer nivel corresponde a las caras de las arpías y a las
volutas de esquina. Las hojas de acanto perladas abundan en el repertorio
tolosano del segundo tercio del siglo XII, de donde pudieron llegar a Pamplona,
si bien hay que hacer notar que ninguno de los dos capiteles corintizantes del
claustro incorpora el eje perlado. En cambio, sí tenemos combinación de acantos
de eje perlado y hojas lisas igualmente perladas, aunque mediante orificios, en
el crucero de Armentia, donde aparecen en un esquema más complicado, ya que
unas y otras se inclinan en direcciones opuestas. Lo curioso es que existe otro
capitel corintizante en el exterior de Armentia, flanqueando los relieves hoy
emplazados en el muro oriental del pórtico, que incorpora animales semejantes sobre
los acantos. Es decir, el de Torres parece resultar de mezclar elementos
existentes en dos capiteles diferentes de la iglesia alavesa.
El cuarto capitel despliega grandes hojas lisas
hendidas que se curvan en volutillas de esquina, de las cuales parecen brotar
piñas. El rasgo más particular es el collarino sogueado que recorre su parte
inferior, característico del románico del centro de Francia y que fue empleado
en uno del crucero de Armentia.
El quinto ocupa todas sus caras mediante un
trenzado de tallos dobles. Este diseño, que entrecruza cordones formando senos
amplios y estrechos al tresbolillo, cuenta con un precedente directo en la
portada de la catedral románica de Pamplona.
El capitel siguiente incluye dos grandes hojas
de eje perlado ramificadas con volutillas de las que penden piñas. Volvemos a
encontrar paralelos tolosanos en capiteles procedentes de La Daurade, pero
introduce la piña de un modo que es más propio del repertorio tardorrománico.
La expansión de este tipo de acanto de tres alturas fue muy acusada durante la
segunda mitad del siglo XII, a partir de modelos tan importantes como Saint
Denis.
El séptimo ofrece motivos vegetales poco
volumétricos que sirven de fondo a una arpía con rostro femenino, cuerpo
emplumado, alas desplegadas y cola de serpiente anillada, y dos leones de
largas garras que inclinan sus cabezotas en los ángulos, motivo muy frecuente
en el repertorio languedociano. Las tres caras del octavo se consagran a
distintas composiciones de fleurs d’arum, características de la segunda
flora languedociana que se desarrolla en las primeras décadas del siglo XII.
Los ocho capiteles presentan cimacios muy amplios decorados con cuatro bandas
de ajedrezado que se prolongan marcando una línea de separación entre muros y
bóveda.
La ménsula septentrional tiene una enorme
cabeza de fiera que sujeta en sus fauces entreabiertas un perro sin cabeza. No
se trata de una pieza de labra esmerada.
Los volúmenes se consiguen mediante
superposición de bandas redondeadas.
Los enormes ojos presentan pupilas excavadas.
Muestra restos de policromía colorada en orejas, ojos, labios y en el flanco
del perro como si fuesen heridas. Fieras devoradoras o amenazadoras son
frecuentes en el arte románico.
Resultan cercanas las de la catedral de
Salamanca, en las ménsulas que soportan figuras erguidas en los arranques de
las bóvedas, pero allí sólo amenazan, no devoran animales, lo que en cambio
puede ponerse en relación con tantas ménsulas navarras del repertorio derivado
de la catedral que están engullendo cuerpos humanos.
La ménsula meridional consiste en una gran
cabeza de sileno, con rostro humano de largos cabellos y barbas, orejas
puntiagudas situadas a los lados de la frente, ojos globulosos de pupilas
excavadas y gran boca abierta. Parece de la misma mano. Ejemplos semejantes, de
mayor calidad, se ven en el Oeste de Francia como una dovela de la portada de
Saint-Ours de Loches, aunque no es exclusivo de esta área, porque cabezas de
sileno de larga barba y boca abierta, sacando una larga lengua, ocupan las
esquinas de un capitel de Anzy le Duc (Borgoña). Una cabezota monstruosa de
Oloron-Sainte-Marie se asemeja en el modo de disponer ojos, cejas y orejas (no
el cabello). También en el tardorrománico hispano (Moradillo de Sedano, entre
otras) fueron empleadas cabezas de este tipo. La ubicación de ambas ménsulas,
condicionada por la abertura absidal, recuerda a las que soportan tímpanos en
muchas portadas románicas navarras. Sin embargo, en ninguna de ellas
encontramos cabezas de sileno. Sí abundan los monstruos devoradores, pero su
presa habitual son hombres que van a perecer entre sus fauces o pugnan por
salir de ellas.
No nos detendremos tanto en los capiteles de
las ventanas y en los que apean la cornisa. Vemos en ellos hojas a modo de
lancetas con nervio axial, tallos normales o en espiral, trenzas, volutas,
bolas unidas por arcos, piñas, hojas lisas hendidas unidas o no por combados,
vueltas en diferentes remates vegetales y entrelazos; esporádicamente
encontramos animales: parejas de dromedarios unidos por el morro, arpías de
colas serpentiformes, aves de patas y cuellos alargados enlazados que se
picotean, dragones simétricos y una cabeza juvenil de rasgos redondeados y
cabello corto de cuya boca brotan, o engulle, dos colas retorcidas de sendos
dragones que se contorsionan para morder las sienes de la cabeza masculina Casi
todos los motivos tienen sus antecedentes en el repertorio languedociano del
pleno románico o en las iglesias primerizas tardorrománicas (especialmente las
hojas hendidas unidas por combados). Cimacios y chambranas despliegan roleos
variados, aspas, palmetas entre haces de tallos o bien las habituales inscritas
de origen languedociano, rosetas, semipalmetas lobuladas unidas por ejes
verticales perlados, etc.
Las celosías de las ventanas altas filtran la
escasa claridad que ilumina el octógono. Las ocho se abren bajo arcos
trilobulados rematados en tres torrecillas (diseño típico de época
tardorrománica, a veces interpretado como figuración de la Jerusalén celeste)
formadas por cuerpos decrecientes, perforados por ventanas (la central
cuadrilobulada). El tema principal que adorna estas celosías es el entrelazo de
cintas perladas o recorridas por líneas paralelas incisas. Lejos de tratarse de
entrelazos de tradición islámica, todos los diseños tienen sus antecedentes
directos, y en muchos casos sus paralelos concretos, en la tradición románica
languedociana (especialmente en capiteles y cimacios de La Daurade). En
consecuencia, hay que descartar que los labraran artistas de origen musulmán.
Otra de las peculiaridades de la iglesia de
Torres consiste en la presencia de inscripciones y otros motivos pintados en
varios de los nervios. El primer grupo está formado por nombres de apóstoles: Petrus,
Paulus, Andreas, Iacobus, Iohanes, Thomas y Iacobus.
En fotos antiguas también se disciernen Philippus, Bartholomaeus y Simon.
Además reconocemos la inscripción me fecit, un rostro humano y una cruz
floronada. Suponemos que originariamente aparecía el listado de los doce
completo. En cuanto a los dibujos, no sorprende la presencia de una cruz,
localizada en uno de los nervios apeados por columnas. Podríamos esperar una cruz
de doble travesaño, de tipo patriarcal, pero la verdad es que es tiene un único
travesaño, aunque se ve bastante adornada en brazos y crucero (con recursos
ornamentales semejantes a los empleados en los nombres de los apóstoles).
Más llamativo es el rostro, emplazado a
occidente, en el lado de la muerte, de lo que quizá podría derivarse una
voluntad de marcar la presencia de un contemporáneo de la edificación. El me
fecit sigue a la cruz, después de un nervio en blanco. Aquí cabe especular:
¿acaso el me fecit ha de unirse al rostro, con lo que tendríamos el
“retrato” del promotor o el del autor material del edificio?, o bien ¿hemos de
entender que la cruz identifica a la orden del Santo Sepulcro, recalcando así
su edificación de la iglesia?, ¿hubo quizá otra inscripción en el nervio
intermedio en blanco que en tiempos daba a conocer el nombre del promotor o del
autor? Tanto la cruz como el rostro ocupan nervios sustentados por columnas.
Quizá hubo un reparto de emplazamientos, con lo que habría que suponer la
pérdida de al menos dos motivos más.
Las fotografías más antiguas presentan en el
centro del presbiterio la talla en madera de un crucificado románico. Hoy
preside el altar sin ningún otro complemento, probablemente de modo semejante a
como pudo hallarse en tiempos medievales. Se trata de una pieza de tamaño
mediano (98 cm) e indudable calidad. Clara Fernández- Ladreda lo considera: “típico
ejemplar románico: semidesnudo –cubierto tan solo con el paño de pureza–,
barbado, conservando aún la corona –símbolo de su triunfo sobre la muerte–,
pero ya muerto, con la cabeza doblada sobre el hombro derecho, los ojos
cerrados, los brazos ligeramente flexionados y un cuerpo que ha perdido parte
de su rigidez”.
El tratamiento del cabello, con mechones caídos
sobre los hombros, y de la barba corta partida obedece a pautas en nada
extrañas durante época románica. Otros rasgos que se consideran habituales de
este período son los brazos abiertos en horizontal y los clavos independientes
para cada pie, que se apoyan sobre el supedáneo. El esmero con que está
trabajado el tórax y el paño de pureza (con nudo sobre el costado derecho y
borde inferior diagonal) nos habla de un escultor cualificado. Los adornos
florenzados de la cruz resultan normales en esas fechas. Recientemente la misma
autora ha insistido en las semejanzas con los crucificados de Caparroso y de
Pitillas, y lo hace derivar de un prototipo francés, el Cristo de La Bosse.
Esta imagen, cabeza del denominado tipo Le Mans, habría sido elaborada hacia
1210, con lo que a la talla de Torres le convendría una datación en la tercera
década del XIII.
Los templos románicos cuya planta resulta más
cercana a Torres no pertenecieron a los sepulcristas. Destaca Saint-Clair
d’Aiguilhe en Le Puy (Francia). Su trazado todavía nos recuerda más al de
Eunate, por su arquería interior absidal y por la distribución de vanos. Muy
notables semejanzas son perceptibles entre Torres y la capilla de los
templarios de Laon, donde el ábside sigue a un tramo recto inexistente en los
octógonos navarros. La desaparecida capilla de la Magdalena en San Vicente de
Laon era también similar, pero la representación gráfica que ha llegado a
nuestros días no es suficientemente detallada. En Tierra Santa, la llamada
Tumba de la Virgen de Jerusalén consta de un octógono con ábside que envuelve
una columnata circular de dieciséis fustes. Los cruzados dotaron de planta
octogonal a diferentes edificios. Destaca la denominada Qubbat al Miraj,
baptisterio del Templum Domini, cuyos capiteles evidencian una realización
durante el siglo XII (se supone construido en los años cuarenta y reedificado
hacia 1200). Se trata de un octógono con ábside, alzado mediante ocho grandes
arcos apuntados y gran cúpula superior que remata en una linterna donde se
entrelazan arcos apuntados. Resulta indiscutible que el tracista de nuestra
iglesia tuvo muy presentes modelos de Tierra Santa. Ahora bien, comprobamos que
los referentes más cercanos en cuanto a su planimetría no aparecen vinculados
con los canónigos del Santo Sepulcro. Es posible que los siglos hayan hecho
desaparecer alguna edificación medieval elevada por los sepulcristas en
imitación de la casa madre hierosolimitana, cuya cercanía podría ayudar a
contextualizar nuestra iglesia.
Está claro que estamos ante un edificio cuya
planta y alzados manifiestan clara voluntad de significar algo. En nuestro
intento por averiguar cuáles fueron las motivaciones que llevaron a dotarlo de
tan particulares soluciones hemos descartado algunas de las ideas propuestas
durante el siglo XII: ni perteneció a los templarios, ni fue linterna de
muertos (su tipología difiere de las normales en este tipo constructivo), ni
sirvió de faro a los peregrinos (no podía ser visto en la distancia ya que se
localiza en una hondonada, ni hay vestigios de que en su edículo superior
hubieran hecho fuego). El análisis formal ha permitido igualmente invalidar la
suposición que lo consideraba trazado o ejecutado por artistas mudéjares. Por
el contrario, las soluciones constructivas y ornamentales lo sitúan en la
trayectoria del románico europeo. A nuestro juicio es una quinta argumentación,
propuesta por estudiosos como Durliat, Sutter y otros, la que brinda el mayor
número de claves explicativas acordes con lo que sabemos del templo: estamos
ante una iglesia que, perteneciendo al cabildo del Santo Sepulcro de Jerusalén
y destinada a que su atrio sirviera de lugar de enterramiento privilegiado,
empleó recursos variados para evocar la iglesia madre hierosolimitana, monumento
funerario por excelencia del mundo cristiano.
Durante los siglos XIX y XX han predominado en
las investigaciones acerca de la arquitectura medieval las explicaciones
basadas en instancias funcionales o estéticas. Se han examinado los usos
prácticos y cotidianos, se han analizado los procedimientos estructurales o se
han comparado los elementos estilísticos de las construcciones. Se han buscado
también las semejanzas formales por ellas mismas, conforme al presupuesto de
que las secuelas perseguían primordialmente imitar a sus modelos por causa de
su belleza, o incluso mejorarlos en el campo estético.
Entrado el siglo XX, publicaciones como el
artículo dedicado por Krautheimer a las “imitaciones” medievales del Santo
Sepulcro de Jerusalén modificaron muchas perspectivas. Los estudios de Bandmann
y otros dedicados a las “formas portadoras de significado” enriquecieron
estos enfoques renovadores. Recordemos, por ejemplo, la sistematización que
llevó a cabo Bresc-Bautier acerca de las “circunstancias de fundación” o
los objetivos que buscaban las imitaciones del templo hierosolimitano, entre
las que señalaba: ser memoria del gran santuario, generalmente recuerdo de un
peregrinaje a Tierra Santa; ser recreación o símbolo en Occidente del lugar del
Entierro y Resurrección de Cristo, con connotaciones funerarias; funcionar como
tabernáculo para depositar el Corpus Domini; proporcionar marco ideal para las
representaciones de la Visitatio Sepulcri; servir de relicario de un fragmento
del Santo Sepulcro; y ser símbolo de las órdenes de Tierra Santa.
Parte de este listado se corresponde con lo que
sabemos de nuestro edificio. Aunque no es posible confirmar a partir de qué
fecha perteneció al cabildo del Santo Sepulcro, todo hace pensar que lo fue
desde sus orígenes, bien por haber sido edificado a cargo de los sepulcristas,
bien porque lo promoviera un particular con idea de donarlo nada más terminada
con la condición de reservar el atrio para su enterramiento. Sin embargo, la
simple adscripción de una iglesia al Santo Sepulcro o a cualquier orden de Tierra
Santa no basta para justificar una planta central, puesto que son una clara
mayoría los templos de dichas órdenes que no siguieron esas pautas. Ahora bien,
en el caso de Torres no es sólo la planta, sino que la inclusión de elementos
significativos del alzado apunta en la misma dirección. Varios de estos
elementos pueden tener su explicación en los objetivos señalados por
Bresc-Bautier.
Planimetría, espacio y ornamentación parecen
destinados a rememorar y evocar el más importante de los edificios sepulcrales
de la cristiandad. Como vio Durliat, la imagen del Santo Sepulcro de Jerusalén
en los ojos de quienes llevaron a cabo la iglesia de Torres quedó representada
en el capitel de la Visitatio Sepulcri: un edificio de tres alturas, formado
por cuerpos decrecientes caracterizados por una sucesión de arcos. A nuestro
juicio, justamente esto es lo que pretendió quien diseñó el alzado exterior de
nuestra iglesia. La dividió en tres cuerpos, dotó al superior de menores
dimensiones y se las arregló para que estuvieran constituidos por una sucesión
de arcos: los siete ciegos del primer nivel, las ocho ventanas del segundo y
los cuatro vanos de la linterna.
El edificio está lleno no tanto de formas
verdaderamente musulmanas como de evocaciones “orientalizantes”: los
modillones de medias cañas, las celosías en las ventanas y, muy especialmente,
la bóveda de nervios de entrecruzamiento periférico. No se trata de soluciones
mudéjares sin más, puesto que todas ellas derivan de procedimientos propios del
románico. Hemos podido comprobar que las celosías siguen trazados de tradición
languedociana, no islámica. Las medias cañas son un tipo de moldura también muy
empleado especialmente en portadas y más tarde en canecillos tardorrománicos de
Estella, pero no con tres piezas seguidas. Y, aunque el diseño de
entrecruzamiento periférico presenta indudablemente precedentes andalusíes, los
nervios de la bóveda están aparejados con procedimientos similares a otras
bóvedas occidentales del siglo XII (en lo que difiere de las todavía existentes
en Toledo y Córdoba). En consecuencia, celosías, modillones y nervios no pueden
ser explicados como producto de canteros mudéjares al servicio de clientes
cristianos. Ahora bien, estos tres elementos así tratados tienen un indudable
aire de familia con lo islámico. A nuestro entender, no se perseguía aquí
rememorar las mezquitas, sede de la religión enemiga, sino evocar lo oriental
en cuanto trasunto de Tierra Santa.
Algún autor ha propuesto que las soluciones de
Torres derivaron de una “opción estética”, originada quizá por la
admiración que un arquitecto románico pudo sentir ante alguna obra islámica hoy
desaparecida, quizá zaragozana, quizá de otro lugar. El centro de la
argumentación es la bóveda nervada de entrecruzamiento periférico. Hemos visto que
diversos historiadores han constatado su utilización en cuatro iglesias
cronológicamente cercanas: Oloron y Hôpital-Saint-Blaise en Francia, y Torres y
San Miguel de Almazán en España.
Aparentemente esta bóveda es lo único que
tienen en común las cuatro, lo que respaldaría que se edificaron por una opción
“formal”, consistente en la elección de un motivo constructivo por
razones estéticas. Sin embargo, existen otros elementos de significado o
intencionalidad que las unen, especialmente su vinculación con el Santo
Sepulcro de Jerusalén. Hôpital-Saint Blaise dependía de Santa Cristina de
Somport, hospital que muy probablemente perteneció al Santo Sepulcro. Santa
Cruz de Oloron también tiene nexos de unión con Tierra Santa. Por una parte
está la dedicación de la iglesia bearnesa: en el Santo Sepulcro de Palestina
existió una importantísima capilla consagrada a la Santa Cruz, sobre el lugar
donde según la tradición había sido hallada tan venerada reliquia. Además, se
supone que la bóveda de entrecruzamiento periférico habría sido construida en
tiempos del vizconde Gastón IV el Cruzado (1090-1130).
En cuanto a Almazán, no hay por el momento
evidencias de una posible relación directa con Tierra Santa, aunque consta la
existencia de dependencias del Santo Sepulcro en la localidad, cuyo
emplazamiento medieval todavía plantea dudas. Además, otras bóvedas nervadas de
entrecruzamiento periférico fueron empleadas a lo largo de los siglos XII, XIII
y posteriores en iglesias o capillas hispanas que también tienen relación con
Tierra Santa, como la Vera Cruz segoviana y el Cristo de la Luz de Toledo,
inicialmente dedicada a la Santa Cruz y perteneciente al menos desde 1182 a la
orden de San Juan de Jerusalén.
Otra circunstancia arquitectónica une a Torres
con Oloron, Soria y Saint-Blaise: el interés por facilitar la circulación en la
parte alta de los cuatro edificios, mediante escaleras y corredores que
permiten un acceso mucho más fluido que el constatable en edificios similares
coetáneos. Además, Saint-Blaise y Almazán tienen ménsulas interiores que
parecen haber servido para disponer un desaparecido cuerpo alto de madera.
Entre los edificios realizados a imitación del Santo Sepulcro de Jerusalén,
según Bresc-Bautier, algunos sirvieron como tabernáculo para depositar el
Corpus Domini, y otros proporcionaron marco ideal para las representaciones de
la Visitatio Sepulcri y los hubo que funcionaron como relicario de un fragmento
del Santo Sepulcro. Quizá la edificación de las iglesias que estamos analizando
previó la realización de cierta liturgia desarrollada en el triduo santo,
consistente en la rememoración simbólica de la muerte y entierro de Jesucristo
mediante el traslado bien del Corpus Christi, bien de una estatua, a un lugar
apartado, normalmente en alto, donde permanecía desde el viernes hasta la
vigilia de Resurrección. En Almazán fue hallada en unas recientes excavaciones
una imagen articulada del Crucificado, aunque posterior a época románica.
¿Habría sustituido a una anterior? Bien sabemos que imágenes articuladas eran
empleadas durante las ceremonias de Semana Santa para recrear la Pasión,
Entierro y Resurrección del Señor (todavía se celebra así en la vecina
localidad de Los Arcos). Bajo el pavimento de Torres fue hallada una imagen
deteriorada de Cristo, tallada en piedra, en la parte central del octógono,
ligeramente desviada del eje hacia el norte, quizá enterrada allí con plena
conciencia de hacerlo en un edificio dedicado al Santo Sepulcro.
Todos estos razonamientos añaden nuevas
perspectivas a un hecho evidente: la iglesia del Santo Sepulcro de Torres del
Río guarda una relación modelo-copia con respecto al Santo Sepulcro de
Jerusalén. Esta imitación sigue pautas propias de la arquitectura medieval,
época en la que –como estudió Krautheimer– no se reproducían los modelos en
todos sus detalles. Existe un término apropiado para definir tal relación, el
de similitud o semejanza. Todo cristiano conoce el texto del Génesis que narra
la creación del hombre “a imagen y semejanza” de Dios. Los padres de la
Iglesia se habían interrogado por la inclusión de estas dos palabras: ¿qué
significa “imagen” y qué “semejanza”? Los teólogos del siglo XII
seguían reflexionando sobre el mismo asunto. Conforme a lo establecido por San
Agustín, Hugo de San Víctor diferenciaba entre la “imagen” de algo,
término que se aplicaba a aquella relación de parecido en que coinciden los
contornos, y la “semejanza”, que se predicaba de los casos en que la copia
participa de cualquiera de las propiedades del modelo, pero no de su forma
completa. La formulación latina era muy exacta: imago est in lineamentis
similibus; similitudo in cuiuslibet proprietatis participatione.
Este es la idea que define la manera en que, a
nuestro juicio, obras como la que nos ocupa imitan a sus modelos, tomando
alguno de sus elementos característicos, sin reproducir la forma completa ni
todas sus partes integrantes. Leídas desde esta perspectiva, las claves
explicativas de Torres nos resultan de más sencilla comprensión. La evocación
de la Anástasis se realizaba por medio de los múltiples nexos parciales que
venimos analizando, sin pretender copiar miméticamente el prototipo.
La documentación permite aproximar el período
en que hubo de construirse la iglesia. Los listados de posesiones del Santo
Sepulcro de 1128 y 1146 no mencionan Torres. Tampoco la de 1164, pero resulta
menos fiable. El primer documento que confirma la existencia de una iglesia del
Santo Sepulcro en Torres del Río data de 1215. En consecuencia, las fuentes
proporcionan un término post quem muy probable en 1146 y un término ante quem
indudable de 1215. El uso de bóvedas de nervios se constata en Navarra y su entorno
en el tercer tercio del siglo XII. El arquitecto de Torres demuestra ser capaz
de manejar esta solución, aunque no resuelve los entrecruzamientos a la
perfección. Además, usa el perfil de nervios más antiguo, el cuadrangular. El
examen de la escultura añade nuevos datos. En las partes altas advertimos el
empleo reiterado de un diseño consistente en grandes hojas lisas, terminadas en
pequeños adornos vegetales vueltos, que se unen por líneas combadas en su parte
inferior. Este tipo de hojas entró con fuerza en el románico español desde
mediados de la duodécima centuria. La presencia en Torres de capiteles
directamente vinculados con Armentia permite concluir que uno de sus escultores
conocía lo que se acababa de edificar en la iglesia alavesa, cuyos modelos
combinó, de forma que Torres ha de ser posterior. La inscripción del tímpano
del cordero de Armentia identifica como “autor” de la obra al obispo de
Calahorra Rodrigo de Cascante (1146-1190), dato que aproxima la intervención
del taller escultórico. Según las últimas investigaciones, parte de la
escultura de este templo alavés deriva en lo escultórico de San Miguel de
Estella, para cuya portada se viene proponiendo una datación hacia 1170. En
consecuencia, las soluciones arquitectónicas y escultóricas nos llevan al
último tercio del siglo XII. Pero no concebimos una realización muy retrasada,
por la importantísima presencia de motivos languedocianos que hacen perdurar lo
habitual en la escultura navarra durante el segundo tercio de dicha centuria. En
esas fechas se documenta la construcción en Navarra de otros templos
funerarios, como el que promovió María de Lehet (propietaria por cierto de una
hacienda en Torres) en Cofín, junto a Milagro, así como la existencia de
cofradías del Santo Sepulcro (la de Estella se menciona en 1123, la tudelana en
1170). Para terminar, algunos historiadores han estimado que la toma de
Jerusalén por Saladino en 1187 supuso una desincentivación a la hora de
edificar imitaciones del Santo Sepulcro en Occidente. Pero no es un dato
determinante, porque sabemos que, por ejemplo, la Vera Cruz de Segovia fue
consagrada en 1208. Como conclusión, consideramos que el último tercio del
siglo XII (quizá la década de 1170 defendida por Uranga e Íñiguez o poco más
tarde) es la época más probable de realización del Santo Sepulcro de Torres del
Río.
Villamayor de Monjardín
Villa de la Merindad de Estella que perteneció
al histórico valle de Santesteban de la Solana y que hoy día se encuadra dentro
de la circunscripción geográfica del Piedemonte Sur de Montejurra. Dista 52 km
de Pamplona y a ella se puede llegar a través de la Autovía del Camino de
Santiago, A-12, desde la cual, mediante un desvío a mano derecha (NA-7402) se
accede al pueblo.
Fue una de las villas del castillo o “tenencia”
de San Esteban de Deyo, también conocido como Monjardín, que jugó un importante
papel para el reino de Pamplona durante la ocupación musulmana y la posterior
época altomedieval. La primera noticia al respecto data del año 986, cuando
Sancho Garcés II donó a la catedral pamplonesa y a su obispo el castillo de San
Esteban con todos sus derechos, pertenencias e iglesias. En 1007, Sancho el
Mayor efectuó una confirmación de esta donación. Sin embargo, en 1033 este
mismo monarca cedía el castillo al monasterio de Irache. En 1045 el rey García
el de Nájera establecía una nueva permuta por la fortaleza entregando a Irache
el monasterio de Santa María de Yarte y otras posesiones. En torno a 1082 la
condesa doña Sancha, hermana del rey Sancho Ramírez, se había hecho cargo del
gobierno de la diócesis y del castillo de San Esteban. De este período data la
instalación de monjes francos en Monjardín, que permaneció en manos de la
diócesis hasta 1223, cuando el obispo permutó con Sancho el Fuerte dicho
enclave por la villa de Huarte, actuación que fue el germen de una controversia
posterior. En 1238, Teobaldo I cedió la heredad y honor de Monjardín al obispo
Pedro Jiménez de Gazólaz, pero conservó la retenencia del castillo, a condición
de que, cuando la Corona lo solicitase, le fuese devuelta. Sin embargo, a la
muerte del obispo, Teobaldo I se incautó de las villas adscritas al castillo,
entre las cuales se encontraba Villamayor, junto con su iglesia parroquial. A
partir de entonces comenzó un contencioso que se resolvería definitivamente en
1319, cuando Arnaldo de Barbazán cedió a la Corona la jurisdicción de las
poblaciones de Pamplona, los castillos de Salinas de Oro y Monjardín y las
localidades de Villamayor, Ázqueta, Urbiola, Luquin, Adarreta y Yunquiri en
contraprestación de una renta anual de 500 libras y el patronato sobre las
iglesias de Lerín, Miranda, Cáseda, Cirauqui, Baigorri, Sesma, Villatuerta y
Villamayor. Teobaldo I declaró Villamayor villa de realengo en 1237 y en 1263
Teobaldo II mejoró sus fueros. Los monjes de Irache poseyeron propiedades en la
población gracias a diversas donaciones particulares. Finalmente, un documento
que resulta muy interesante para la historia de la iglesia de Villamayor es la
carta de donación de doña Sancha, mujer de Pedro Jiménez de la Cambra (1211),
en la cual aparecía firmando como testigo Sancius Caluus, abbas de
Uillamaior.
Su evolución demográfica queda registrada a
partir del año 1350 cuando contaba con treinta y un fuegos (veintinueve “podientes”
y dos “no podientes”). Para 1366 la cifra había ascendido a 49 hogares,
todos de labradores, población que se vio reducida a veinticuatro familias en
1427. En 1363 el Libro del Rediezmo registraba la presencia de un
clérigo al servicio de la parroquia. A mediados del siglo XIX se mantenía en
las mismas funciones un vicario. En 1845 esta localidad se segregó del valle de
San Esteban de Deyo y en 1908 cambió su denominación oficial de Villamayor por
la de Villamayor de Monjardín.
Iglesia de San Andrés Apóstol
Entre los años 1973 Y 1984 fue llevada a cabo,
en dos fases, una profunda labor de restauración efectuada por los propios
vecinos de la población y con la colaboración y subvención de la Institución
Príncipe de Viana. El exterior del edificio está compuesto por cabecera y nave,
donde se combinan elementos ornamentales tardorrománicos con otros ya góticos.
Le fueron añadidas dependencias de época
barroca, como la sacristía al Sur, una torre en el ángulo sudoccidental y un
pórtico al Oeste.
La fábrica tardorrománica fue construida a base
de sillar escuadrado de tamaño regular (aproximadamente 20 cm de altura de
hiladas). Al Este, se dispone el ábside, semicircular, levantado sobre un
zócalo de dos hiladas.
Como muchos edificios de Tierra Estella, lleva
adosadas cuatro medias columnas finalizadas en capiteles, muy desfigurados, con
decoración vegetal de hojas lisas vueltas de las que penden bolas o frutos. Un
motivo muy similar a éste se puede encontrar en un capitel del ábside de
Aberin. Y rematan su parte baja con basas de sección cuadrangular que apoyan
sobre pedestales de iguales características.
Una ventana, emplazada a nueve hiladas de
altura, horada el ábside en su eje. Al igual que las restantes ventanas
tardorrománicas, se compone de arco de medio punto con baquetón interior y
chambrana al exterior. El conjunto apea sobre dos columnillas monolíticas con
capiteles formados por grandes hojas lisas con incisión vertical en la esquina
y senos combados en el centro de las caras, detrás de las cuales asoman
lancetas. Sus remates se vuelven en formas vegetales de las que penden piñas.
Recuerdan claramente a ejemplares de la nave de Irache. En la parte superior
del capitel se sucede una cenefa dentada que recuerda a otras obras
tardorrománicas. Tanto el muro norte como el sur están reforzados por dos
contrafuertes prismáticos (57 cm de resalte por 1,30 m de frente) en cada lado,
perfectamente trabados con el resto de sillares.
En el lado norte pueden encontrarse, además,
dos vanos. En el anteábside, otra ventana con capiteles muy deteriorados en los
que parecen haber sido cinceladas grandes pencas lisas con hojas vueltas de
cuyas finalizaciones colgarían piñas o racimos.
Y en el segundo tramo, en el centro del lienzo
intermedio y entre los dos contrafuertes citados, se abre una pequeña puerta de
arco apuntado que ha sido cegada. Podría tener una función de paso al
cementerio o al baptisterio (en el Archivo Diocesano de Pamplona se documentan
pagos por una puerta al cementerio en el primer tercio del siglo XVII). Puertas
secundarias de similares dimensiones pueden observarse (si bien orientadas al
Oeste por disponerse en ellas la portada al Sur) en otras iglesias coetáneas como
Azoz o Ballariáin. En su zona superior, el lienzo fue retocado posiblemente a
mitades del siglo XVII, paralelamente a la construcción de la torre. En este
momento, habrían sido suprimidos los canecillos o modillones que habrían
rematado el muro bajo el tejaroz, de los cuales quedan algunas señales.
En la fachada meridional, dos serían las
ventanas que se habrían ideado en el plan original. Una primera, en el
anteábside, se hallaría paralela a la del Norte. Sin embargo, fue suprimida en
favor de la sacristía posterior.
En su lugar, se horadó más alto otro vano
rectangular más amplio. En el segundo tramo, y paralela a la puerta mencionada
para el lado septentrional, se encuentra otra ventana similar a la del ábside.
La decoración de sus capiteles, también bastante desgastada, es igualmente de
motivos vegetales, si bien en esta ocasión se emplea un repertorio de hojarasca
más naturalista, que incluye crochets, lo que evidencia una ejecución ya en
época gótica; el baquetón aristado que conforma el arco igualmente prueba que estamos
ante una pieza del segundo cuarto del siglo XIII. Una última ventana se emplaza
en el frente occidental, sobre la portada de acceso y a la altura del coro,
plenamente gótica (doble arco apuntado con boceles apuntados y cuatro capiteles
de hoja naturalista).
La portada abocinada (4,17 m mide el frente del
resalte, 1,70 m de anchura el vano) se sitúa en el frente occidental. Esta
ubicación no resulta muy habitual, si bien se conocen otros casos como Igal o
la Magdalena de Tudela. Está formada por cuatro arquivoltas semicirculares que
apean en capiteles historiados (con arpías, escenas de combate entre seres
humanos y leones, lucha pugilística entre dos hombres, combates ecuestres de
caballeros, una dama). Aunque su composición responde a tradiciones tardorrománicas
(las arpías también se pueden observar en la portadas de Aberin o de la ermita
de Aizaga en Iturmendi; una lucha similar entre hombres y leones se registra en
el claustro gótico de la seo pamplonesa; las luchas de púgiles se encuentran en
Berrioplano, Santa María de Sangüesa, claustro de San Pedro de la Rúa de
Estella, o ermita de Aizaga; y las luchas ecuestres entre jinetes armados se
pueden ver en Artáiz o en el Palacio de los Reyes de Navarra en Estella), los
repertorios estilísticos empleados obedecen a fórmulas góticas, por lo que no
nos detendremos más en ella.
Una moldura muy deteriorada, decorada con
ajedrezado en las partes mejor conservadas, recorre todo el perímetro exterior,
incluyendo los muros laterales con sus respectivos contrafuertes y el ábside en
su totalidad, envolviendo igualmente sus columnas adosadas y limitando la parte
inferior de las ventanas. Se prolonga hasta la zona externa de la portada.
Capitel de la portada
Capitel de la portada
Ventana de la portada
El interior sufrió modificaciones a lo largo
del tiempo, que trataron de anular en la restauración del siglo XX para
devolverle su fisonomía original. Para ello, se recuperó el antiguo nivel del
suelo, se eliminaron altares laterales así como enlucidos añadidos, se reabrió
la ventana absidal (cegada), se reconstruyó la norte que se hallaba destruida,
así como distintas partes del muro (anteábsides norte y sur) y se limpiaron
capiteles. Consta de ábside semicircular, anteábside y dos tramos de nave única
de dimensiones semejantes.
Esta fisonomía arquitectónica ha sido
frecuentemente comparada con la de otras iglesias rurales de Tierra Estella
como Olejua, Aguilar de Codés, Learza o Aberin, aunque supera a todas ellas en
sus medidas y proporciones, más amplias (8,52 m de anchura por 19,80 de
longitud).
Se cubre mediante cuarto de esfera sobre el
ábside y bóveda de cañón apuntada para anteábside y tramos, separados por dos
arcos doblados apuntados que apean en pilastras con semicolumnas decoradas con
capiteles vegetales. Los que se encuentran emplazados junto al coro presentan
idéntica ornamentación a base de tres pencas lisas en cada uno de sus frentes,
unidas mediante combados y vueltas sobre sí mismas; de sus puntas cuelgan
frutos con hojas trilobuladas. Recuerdan a algunos de los capiteles de la nave
de Aberin y más lejanamente a esquemas desarrollados en Irache, cincelados en
ambos casos con una mayor complejidad que en Villamayor. El del noreste, mal
conservado y cubierto con una capa de cal, parece presentar dos niveles de
hojas. Las del frente más largo son de menor altura y estriadas verticalmente. Sus
puntas envuelven frutos, de forma muy semejante a como se observa en ciertos
capiteles del pórtico de Larraya. En sus esquinas, se disponen dos niveles de
hojas: unas lanceoladas más bajas finalizadas en volutas que enrollan bolas.
Sobre ellas, otras terminan en volutas y envuelven al mismo tiempo frutos,
siendo una simplificación de los que se pueden apreciar en la nave norte de
Irache. De ellas también podrían colgar piñas, como en el caso de algunos
capiteles de la nave de Aberin, de las que apenas quedan restos.
En el frente corto, lucen vestigios de
policromía, posiblemente de los siglos XVIII ó XIX, que dibujan hojas
polilobuladas formando volutas. Y, finalmente, el sudoriental exhibe dos
niveles de hojas vueltas polilobuladas que recuerdan a uno de la ventana axial
de Aberin. Como cimacio de todos ellos actúa la línea de imposta superior de
los muros del templo. Sus basas están rechechas, con doble toro y escocia, más
plinto cuadrangular que apoya sobre un pedestal de características similares.
Los muros de la nave y del ábside están sujetos a una articulación horizontal
que se efectúa a través de tres molduras: las dos superiores enmarcan las
ventanas que perforan los lienzos de pared, siguiendo un patrón más
simplificado que el ábside de Irache. La más alta está compuesta por doble
filete en el que se cincelan motivos de ondas o semicírculos. La media, situada
por debajo de los vanos, queda formada por un doble listel y un baquetoncillo
inferior. Otra moldura baquetonada recorre la parte baja de los lienzos a la
altura de las basas.
En el edificio son cinco las ventanas, cuatro
de ellas primitivas; las románicas disponen dos arcos de medio punto con
baquetón en sus respectivas roscas y chambrana con doble moldura en el remate
exterior. También reposan sobre dos parejas de columnas monolíticas con
capiteles de decoración vegetal y basas con doble toro y escocia sobre plinto,
en cuyas esquinas sobresalen garras o lengüetas. La mejor conservada es la
axial, cuyos capiteles se decoran por parejas. De este modo, los dos exteriores
siguen un modelo de pencas lisas y estrechas con bordes muy marcados por
molduras redondeadas en resalte y acogen en su interior otra hoja alancetada.
Se vuelven sobre sí mismas formando volutas que también rodean bolas. En cada
cara se cincelan hojas alancetadas con terminación triangular, al igual que se
veía en esta misma ventana al exterior. Los interiores lucen grandes pencas
lisas unidas por combados y rematadas en puntas de las cuales cuelgan bolas. En
la intersección de los combados también aparecen, como en los capiteles
anteriores, hojas con remate triangular. Estos capiteles remiten a algunos
ubicados en iglesias rurales de la Cuenca de Pamplona y, en general, a diversos
edificios tardorrománicos, como La Oliva.
En la zona noreste, en el anteábside, se abrió
posteriormente un vano coronado por un arco escarzano donde se alojó un altar.
Para ello se destruyó la mayor parte de la ventana románica. Por esta razón,
durante la segunda fase de la restauración fue necesario recomponerla casi en
su totalidad y restituir sus capiteles. En los cuatro se observa un único
motivo decorativo: grandes pencas lisas unidas por combados triangulares muy
apuntados y finalizadas en bolas en todos los ángulos. En la intersección de
las pencas se disponen hojitas simples lanceoladas con nervio central
rehundido. Enfrente de ella, en el muro sudeste del anteábside, en época
barroca se derruyó la totalidad del lienzo para acomodar la sacristía. De este
modo, se suprimió la ventana románica en favor de otro arco escarzano donde se
cobijó un altar y una puerta de acceso a la sacristía (en la restauración se
eliminó este añadido y se reconstruyó el muro). En la parte alta, por encima de
la imposta superior, se perforó en la misma bóveda una nueva ventana
rectangular para dar luz al presbiterio y al retablo. Algo similar sucedió con
la puerta del cementerio o del baptisterio, al Noroeste, que fue cegada y su
hueco se reaprovechó para emplazar allí otro altar. Hoy lo ocupa la Cruz de
Monjardín, pieza destacada de la primera orfebrería gótica navarra. Otra
ventana que se mantuvo íntegra fue la que se hallaba en el área sudoeste del
templo, con capiteles de hojarasca del primer gótico. Una última ventana
gótica, de doble arco apuntado, se emplaza en la parte superior del hastial. El
coro alto de piedra que apea en ménsulas poligonales lisas fue construido en
época gótica sobre el primer tramo.
La cronología de este edificio ha sido
tradicionalmente encuadrada en los años finales del siglo XII, en un estilo
románico rural tardío muy próximo al gótico. Así lo indica García Gainza.
Martínez Álava, por su parte, cree que se puede encuadrar en su mayor parte,
entre el último cuarto del siglo XII y la primera mitad del XIII. Lacarra,
siguiendo esta misma opinión, circunscribe su construcción en el entorno de
1200. Hemos advertido la presencia de dos talleres escultóricos diferentes, uno
tardorrománico y otro que aplica soluciones habituales en el segundo cuarto del
siglo XIII. En cambio, no se aprecia un corte de obra que distinga ambas fases,
aunque ciertamente no es posible seguir en su totalidad el desarrollo de los
muros originales, debido a añadidos y restauraciones. Podemos pensar bien en el
trabajo simultáneo de dos talleres que se repartieron la ornamentación del
templo. O, más probablemente, en un inicio ya a comienzos del XIII, en el que
se ejecutó el ábside y el muro norte (era normal empezar por esas zonas las
iglesias románicas), de forma que, cuando la edificación llegó al muro
meridional y al hastial, el primer escultor había sido sustituido por otro
formado en repertorios góticos propios del segundo cuarto de siglo.
Circunstancialmente conocemos el nombre del abad de Villamayor en esas fechas:
Sancius Caluus (1211).
En el sotocoro, en la esquina sudoccidental se
puede observar la taza de una pila bautismal lisa, de gran tamaño (93 cm de
diámetro y 56 cm de altura) y sin ornamentación alguna. Estaba apoyada sobre un
fuste, hoy desaparecido, y cubierta por una tapa de madera de dos hojas que
tampoco se ha conservado. Posiblemente sea obra medieval, dentro del grupo de
pilas sin decoración que se pueden encontrar en Tierra Estella y comarcas
cercanas.
Imagen de Santa María de Lecáun
Esta talla mariana que se venera en San Andrés
de Villamayor de Monjardín fue la titular de la iglesia de San Bartolomé de
Lecáun, lugar actualmente despoblado, y antiguo señorío nobiliario, ubicado en
el valle de Ibargoiti y propiedad de la familia Rada. Cuando se efectuó la
restauración de la parroquia de Villamayor esta efigie, que había sido
depositada en el Museo Diocesano de Pamplona, fue donada por la diócesis en
contraprestación a la cesión del retablo mayor, que fue trasladado a la iglesia
del Salvador de la Rochapea, en Pamplona, según indica San Martín Gil.
Según Fernández-Ladreda, la figura guarda
relación, en la mayor parte de aspectos de su talla, con el tipo derivado de
las vírgenes de Pamplona e Irache, al igual que la de Urroz-Villa, con la cual
comparte ciertas características (parece ser que, en ambos casos, su influencia
más directa fue Santa María la Real de Pamplona). Las dimensiones (altura de 79
cm, por 28 de profundidad y 28 de frente) son normales dentro del grupo. Su
porte sigue la estética románica habitual y los cánones de Pamplona-Irache. Esto
es, se presenta sedente, con los brazos y piernas flexionados en ángulo recto
con respecto al Niño, sin mostrar ninguna relación física ni gestual con Él y
cumpliendo su función como Sedes Sapientiae. Su rostro, en cambio, a pesar de
hieratismo, refleja una profunda remodelación pictórica que le ha dado una
expresión de mayor dulzura y estilización, más propia de estilos posteriores
que de vírgenes románicas. Sus manos son una reposición moderna aunque resulta
bastante probable que mantengan la postura original. La figura de Jesús ha sido
totalmente modificada, pudiendo asegurarse únicamente que se hallaba colocado
en el centro del regazo materno.
Es en la vestimenta de la Virgen donde se
aprecia más claramente la influencia del tipo Pamplona-Irache, que destaca por
la combinación de toca ajustada a la cabeza y velo superpuesto que cae en
pliegues laterales angulosos a los dos lados del rostro. Es muy posible que, de
igual manera, las dobleces del manto sobre los brazos y de la parte inferior de
la túnica siguiesen las mismas pautas que en el prototipo, pero los repintes de
los ropajes no permiten ver con claridad su disposición, formando meras acanaladuras
en sus zonas centrales superior e inferior y ligeros pliegues paralelos sobre
las piernas. Como en sus modelos, la túnica cuenta con un cierre a nivel de
cuello formado por una orla que se aplica igualmente a las terminaciones de las
mangas, a la parte baja del vestido y también al borde inferior del manto. La
Virgen llevaba corona, a tenor de los restos del círculo dorado que remata su
cabeza, y sostiene una poma en la mano derecha, al igual que el Niño, que la
sujeta con la izquierda. Fernández-Ladreda piensa que la duplicación de esferas
en ambas figuras, si bien no resulta imposible, no es habitual, por lo que el
objeto de la Madre sería resultado de la restauración que se efectuó a ambas
figuras y que la esfera original sería la del Niño.
Ha sido datada en el entorno de 1200, siendo
más probable que hubiera sido ejecutada ya entrado el siglo XIII. No es posible
fecharla con más exactitud debido a las limitaciones que impone la
restauración.
Bibliografía
ACELDEGUI APESTEGUÍA, Alberto J., 75 Historias
de Puente la Reina-Gares, Estella, 1999.
ACELDEGUI APESTEGUÍA, Alberto J., Alcaldes y
Regidores de Puente la Reina-Gares (1677-2002), Pamplona, 2002.
ALEGRÍA SUESCUN, David, LOPETEGUI SEMPERENA,
Guadalupe y PESCADOR MEDRANO, Aitor, Archivo General de Navarra (1134-1154),
Donostia-San Sebastián, 1997.
ALTADILL, Julio, Geografía General del País
Vasco-Navarro. Provincia de Navarra, Barcelona, s.a. (Bilbao, 1980), 2 vols.
ARAGONÉS ESTELLA, Esperanza, La imagen del mal
en el románico navarro, Pamplona, 1996.
ARAGONÉS ESTELLA, Esperanza, “La portada de
Santiago de Puente la Reina. Estudio iconográfico”, Príncipe de Viana, LIX
(1998), pp. 103-143.
ARMENDÁRIZ MARTIJA, Javier y JIMENO JURÍO, José
María, “Puente la Reina/Gares: Estudio históricoarqueológico de su urbanismo y
sistema defensivo medieval”, Trabajos de Arqueología Navarra, 18 (2005), pp.
113-174.
ARMENDÁRIZ MARTIJA, Javier, “Memoria de la
intervención arqueológica en el puente románico de Puente la Reina”, Trabajos
de Arqueología Navarra, 16 (2002-2003), pp. 175-202.
BANGO TORVISO, Isidro G., El románico en
España, Madrid, 1992.
BARQUERO GOÑI, Carlos, La Orden de San Juan de
Jerusalén en Navarra. Siglos XIV y XV, Pamplona, 2004.
BIURRUN Y SOTIL, Tomás, El arte románico en
Navarra o las órdenes monacales, sistemas constructivos y monumentos
cluniacenses, sanjuanistas, agustinianos, cistercienses y templarios, Pamplona,
1936.
BRESC-BAUTIER, Geneviève, “Les imitations du
Saint-Sépulcre de Jerusalén (IXe -XVe siècles). Archéologie d’une dévotion”,
Revue d’Histoire de la Spiritualité, 50 (1974), pp. 319-342.
BRESC-BAUTIER, Geneviève, Le cartulaire du
Chapitre du Saint-Sépulcre de Jerusalén, París, 1984.
CAMPS CAZORLA, Emilio, El arte románico en
España, Barcelona, 1935 (1945).
CARRASCO PÉREZ, Juan, La población de Navarra
en el siglo XIV, Pamplona, 1973.
CARRERO SANTAMARÍA, Eduardo, “El Santo
Sepulcro: imagen y funcionalidad espacial en la capilla de la iglesia de San
Justo (Segovia)”, Anuario de Estudios Medievales, 27 (1997), pp. 457-477.
CHUECA GOITIA, Fernando, Historia de la
arquitectura española: edad antigua y edad media, Madrid, 1965.
CONANT, Keneth John, “Medieval Academy
Excavations at Cluny, IX: systematic dimensions in the buildings”, Speculum,
XXXVIII (1963), pp. 1-45.
CROZET, René, “Recherches sur la sculpture
romane en Navarre et en Aragon. V. Estella. Puente la Reina”, Cahiers de
Civilisation Médiévale, VII (1964), pp. 313-332.
CROZET, René, “Le thème du cavalier victorieux
dans l’art roman de France et d’Espagne”, Príncipe de Viana, XXXII (1971), pp.
125-143.
DAVY, Marie-Madeleine, Iniciación a la
simbología románica. El siglo XII, Madrid, 1996.
DÍEZ Y DÍAZ, A., Puente la Reina: Arte e
Historia, Pamplona, 1975 (TCP 247).
DÍEZ Y DÍAZ, Alejandro, Puente la Reina y
Sarría en la historia, Sarría, 1977.
DOMEÑO MARTÍNEZ DE MORENTIN, Asunción, Pilas
bautismales en Navarra: tipos, formas y símbolos, Pamplona, 1992.
DUBOURG-NOVES, Pierre, “L’Hôpital Saint-Blaise
à la croisée des chemins”, Pèlerinages et croisades, París, 1995, pp. 301-313.
DURÁN GUDIOL, Antonio, El hospital de Somport
entre Aragón y Bearn (siglos XII y XIII), Zaragoza, 1986.
DURLIAT, Marcel, El arte románico en España,
Barcelona, 1964.
DURLIAT, Marcel, El arte románico, Madrid,
1982.
DURLIAT, Marcel, España románica, Madrid, 1993.
FERNÁNDEZ-LADREDA AGUADÉ, Clara, Imaginería
medieval mariana, Pamplona, 1989.
FERNÁNDEZ-LADREDA AGUADÉ, Clara, “Arquitectura
medieval”, Ibaiak eta Haranak. Guía del Patrimonio histórico-artístico y
paisajístico. Navarra, 8, San Sebastián, 1991, pp. 101-174.
FERNÁNDEZ-LADREDA AGUADÉ, Clara (dir.),
MARTÍNEZ DE AGUIRRE, Javier y MARTÍNEZ ÁLAVA, Carlos J., El arte románico en
Navarra, Pamplona, 2002.
FORTÚN PÉREZ DE CIRIZA, Luis Javier, “Fueros
medievales”, MARTÍN DUQUE, Ángel J. (dir.), Gran Atlas de Navarra. II.
Historia, Pamplona, 1986, pp. 72-80.
GARCÍA LARRAGUETA, Santos, El Gran Priorado de
Navarra de la Orden de San Juan de Jerusalén (Siglos XII-XIII), Pamplona, 1957,
2 vols.
GOÑI GAZTAMBIDE, José, Colección Diplomática de
la Catedral de Pamplona. Tomo I (829-1243), Pamplona, 1997.
GUDIOL RICART, José y GAYA NUÑO, Juan Antonio,
Arquitectura y escultura románicas, col. “Ars Hispaniae”, vol. V, Madrid, 1948.
GUTIÉRREZ DEL ARROYO, Consuelo, Catálogo de la
Documentación Navarra de la Orden de San Juan de Jerusalén en el Archivo
Histórico Nacional, Pamplona, 1992, 2 vols.
HUICI, Serapio, “Iglesia de templarios de
Torres del Río”, Arquitectura, V (1923), pp. 253-259.
ÍÑIGUEZ ALMECH, Francisco, “Sobre tallas
románicas del siglo XII”, Príncipe de Viana, XXIX (1968), pp. 181-235.
JASPERT, Nikolas, “La estructuración de las
primeras posesiones del Capítulo del Santo Sepulcro en la Península Ibérica: la
génesis del Priorado de Santa Ana en Barcelona y sus dependencias”, I Jornadas
de Estudio La Orden del Santo Sepulcro, Calatayud-Zaragoza, 1991, pp. 93-108.
JIMENO JURÍO, José Mª, Puente la Reina,
confluencia de rutas jacobeas, Pamplona, 1999.
JOVER HERNANDO, Mercedes, “Los ciclos de Pasión
y Pascua en la escultura monumental románica en Navarra”, Príncipe de Viana,
XLVIII (1987), pp.7-40.
JOVER HERNANDO, Mercedes, “El románico de
Estella”, GARCÍA GAINZA, Mª Concepción (dir.), El Arte en Navarra, Pamplona,
1994, I, pp. 81-96.
KING, Georgiana Goddard, “Three unknown
churches in Spain”, American Journal of Archaeology, XXII (1918), pp. 154-165.
LACARRA, José Mª, Colección diplomática de
Irache I (958-1222), Zaragoza, 1965.
LAMBERT, Élie, “L’église des templiers de Laon
et les chapelles de plan octogonal”, Revue Archéologique, XXIV (1926), pp.
224-233.
LAMBERT, Élie, “Les chapelles octogonales
d’Eunate et de Torres del Río”, Memorial Henri Basset, París, 1928, II, pp.
1-8.
LAMBERT, Élie, L’architecture des Templiers,
París, 1955.
LOJENDIO, Luis Mª de, Navarre romane, La
Pierre-qui-vire, 1967.
LOJENDIO, Luis Mª de, Itinerario del Románico,
Pamplona, 1975 (TCP 85).
LÓPEZ ANDOÑO, Javier, El Crucifijo de Puente la
Reina, Imagen, Iglesia y Convento. Aproximación histórica, Madrid, 1998.
MADOZ, Pascual, Diccionario geográfico-estadístico-histórico
de España y sus posesiones de Ultramar, Madrid, 1845- 1850 (Valladolid, 1986).
MADRAZO, Pedro de, España. Sus monumentos y
artes, su naturaleza e historia. Navarra y Logroño, Barcelona, 1886, 3 vols.
MARTÍN DUQUE, Ángel J., “Ciudades medievales en
Navarra”, AA. VV., Ibaiak eta Haranak. Guía del patrimonio histórico-artístico
y paisajístico. Navarra, San Sebastián, 1991, pp. 39-53.
MARTÍNEZ DE AGUIRRE ALDAZ, Javier y ORBE
SIVATTE, Asunción, “Consideraciones acerca de las portadas lobuladas medievales
en Navarra: Santiago de Puente la Reina, San Pedro de la Rúa de Estella y San
Román de Cirauqui”, Príncipe de Viana, XLIV (1987), pp. 41-59.
MARTÍNEZ DE AGUIRRE, Javier, “Manifestaciones
artísticas en Navarra durante el siglo XI”, García Sánchez III el de Nájera, un
rey y un reino en la Europa del siglo XI. XV Semana de Estudios Medievales
Nájera 2004, Logroño, 2005, pp. 367-398.
MARTÍNEZ DE AGUIRRE, Javier, “Románico en
Navarra”, BANGO TORVISO, Isidro G. (dir.), Sancho el Mayor y sus herederos. El
linaje que europeizó los reinos hispanos, Pamplona, 2006, II, pp. 672-685.
MORET, José de, Anales del Reino de Navarra,
Pamplona, 1684 (1890-1892), XII vols.
MORET, José de, Anales del Reino de Navarra,
HERRERO LOPETEGUI, Susana (dir.), Edición anotada e índices, Pamplona,
1987-1989.
NAVALLAS REBOLÉ, Arturo y LACARRA DUCAY, Mª
Carmen, Navarra. Guía y mapa, Pamplona, 1986.
OLAGUER-FELIÚ Y ALONSO, Fernando de, El arte
románico español, Madrid, 2003.
ORDÓÑEZ, Valeriano, Torres del Río, Pamplona,
1969 (TCP 47).
ORDÓÑEZ, Valeriano, “Camino de Santiago: Torres
del Río y los caballeros sepulcristas”, I Jornadas de Estudio La Orden del
Santo Sepulcro, Calatayud-Zaragoza, 1991, pp. 139-169.
PLAULT, Michel, Les lanternes des morts.
Inventaire, histoire & liturgie, Poitiers, 1988.
QUINTANA DE UÑA, María José, “Los ciclos de
Infancia en la escultura monumental románica en Navarra”, Príncipe de Viana,
XLVIII (1987), pp. 269-297.
QUINTANILLA MARTÍNEZ, Emilio, “La arquitectura
de la orden del Santo Sepulcro en Navarra. Estado de la cuestión”, en I
Jornadas de Estudio La Orden del Santo Sepulcro, Calatayud-Zaragoza, 1991, pp.
273- 279.
QUINTANILLA MARTÍNEZ, Emilio, La Comisión de
monumentos históricos y artísticos de Navarra, Pamplona, 1995.
QUINTANILLA MARTÍNEZ, Emilio, “La arquitectura
de la resurrección: la planta central”, III Jornadas de Estudio La Orden del
Santo Sepulcro, Zaragoza, 2000, pp. 221-239.
SUREDA PONS, Joan, “Arquitectura románica”,
Historia de la Arquitectura Española, Barcelona, 1985, pp. 193- 407.
SUTTER, Heribert, Form und Ikonologie
spanischer Zantralbauten. Torres del Río, Segovia, Eunate, Weimar, 1997.
TORRES BALBÁS, Leopoldo, “El arte en la Alta
Edad Media y del periodo románico en España”, HAUTTMANN, Max, Arte de la Alta
Edad Media, Barcelona, 1934.
UNZU URMENETA, Mercedes, CAÑADA PALACIO,
Fernando y LABÉ VALENZUELA, Francisco, “Iglesia del Santo Sepulcro de Torres
del Río: estela funeraria”, VI Congreso Internacional de Estelas Funerarias.
Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, Pamplona, 1995, pp. 623-627.
URANGA GALDIANO, José Esteban e ÍÑIGUEZ ALMECH,
Francisco, Arte medieval navarro, Pamplona, 1973, 5 vols.
URANGA SANTESTEBAN, José Javier, Ujué medieval,
Pamplona, 1984.
VÁZQUEZ DE PARGA, Luis, LACARRA, José Mª, URÍA
RÍU, Juan, Las peregrinaciones a Santiago de Compostela, Madrid, 1948, 3 vols.
YANGUAS Y MIRANDA, José, Diccionario de
Antigüedades del Reino de Navarra, Pamplona, 1840 (1964 y 2000), 3 vols.
YÁRNOZ LARROSA, José María, “Las iglesias
octogonales en Navarra”, Príncipe de Viana, VI (1945), pp. 515- 521.
YARZA, Joaquín, Arte y arquitectura en España
500-1250, Madrid, 1979 (ed. sucesivas: 1984, 1994, etc.).
ZORRILLA, Pedro Emiliano, “Otra iglesia de
templarios en Navarra. El Santo Sepulcro de la villa de Torres”, Boletín de la
Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra, V (1914), pp.
129-139.
No hay comentarios:
Publicar un comentario