domingo, 5 de enero de 2025

Capítulo 37, Arte Románico en Aragón

 

Arte románico en Aragón
El arte románico en Aragón se caracteriza por la presencia de una arquitectura monumental, exótica y suntuosa, erigida desde la segunda mitad del siglo XI hasta principios del siglo XII que se superpone a los más modestos edificios de tradición y estilos mozárabe y lombardo de la región.
La Catedral de Jaca, la iglesia del castillo de Loarre o la de Santa María del monasterio de Santa Cruz de la Serós, constituyen un asombro para la época, y su magnificencia regia contrasta con la conservadora tradición de la liturgia mozárabe, eclipsándola.

Contexto histórico
Como consecuencia del fracaso de la expedición que Carlomagno realiza contra Zaragoza, invitado por los embajadores de la ciudad omeya en la primavera y verano del año 778, el monarca franco toma la decisión de ir ubicando observadores –a los que denominan las crónicas “guardianes de la frontera de Hispania”– que vigilen los movimientos de las tropas musulmanas por los caminos que van desde Huesca hasta Lérida, a la vez que intentan establecer núcleos militares que pudieran ir ampliando su dominio y lavando, con esa acción, la terrible afrenta que sufrió el rey franco en la fallida ocupación de Zaragoza y en la terrible matanza de Roncesvalles.
Tres serán los espacios elegidos por los carolingios –en Sobrarbe, Ribagorza y Aragón– para organizar este cordón militar que ponga en peligro la frontera musulmana, que sus responsables tendrán que reforzar edificando fortalezas como la de Barbastro. En la zona sur de Sobrarbe, tras el ataque franco a Huesca el año 812, se ha establecido el conde Aznar I Galíndez que vivirá un enfrentamiento muy grave con el conde indígena García el Malo (que controla la zona, se ha aliado con los musulmanes y además es su yerno), a consecuencia del cual será necesario trasladar al conde Aznar a las tierras de Cerdaña-Urgell. Cuando muera él, sus nuevos dominios serán controlados por su hijo el conde Galindo I Aznárez que ha incorporado a su dominio el espacio de Ribagorza, que el conde Guillermo de Tolosa había colocado en la órbita carolingia. El año 833, Luis el Piadoso decide trasladar a este funcionario militar a las tierras del valle del Aragón con el fin de controlar el paso romano del puerto del Palo y consolidar un nuevo núcleo militar en el valle de Echo. Ese es el momento en el que se funda el monasterio de San Pedro de Siresa, verdadero santuario de referencia para estas gentes que sientan las bases del condado de Aragón en torno a la dinastía de Galindo I Aznárez (Durán, 1988).
A partir de este momento, se inicia el tiempo del condado de Aragón (Buesa, 2000) que nace vinculado al mundo franco, influenciado por el renacimiento carolingio que posibilita una excepcional biblioteca en este monasterio cheso, visitado por san Eulogio el año 848, donde no faltan las obras de los clásicos que ha recuperado el clérigo zaragozano Teodulfo de Orleáns (†821) convertido en el inspirador de esa decoración naturalista que tanto gustó a la corte franca. En un mundo con un clima más cálido y una agricultura más rentable, la familia condal va fundando pequeños monasterios que reciben el encargo de ordenar el territorio y afianzar los lazos familiares con los poderes locales que les rodean en busca de mayor estabilidad. Fruto de esa política matrimonial con los reyes pamploneses y con los gobernantes del waliato de Huesca, podrán plantearse el acometer la expansión territorial de su pequeño estado saliendo a las llanuras pre-pirenaicas y marchando por ellas hacia el Este, hasta llegar a las orillas del río Gállego.

Los condados de Aragón y Ribagorza (922-1000). San Juan de la Peña y Roda de Isábena.
En el siglo X las tierras altoaragonesas presentan un panorama muy cambiante, en el que las fronteras varían con la misma frecuencia con la que las atraviesan grupos de colonos navarros que marchan hacia el Este, sin duda al servicio de una política de expansión gestada por la monarquía pamplonesa que quiere consolidar su prestigio y ampliar sus dominios. Jaca y Roda serán los dos centros de esa gestión militar de los valles pirenaicos, provocando el nacimiento de dos monumentos –la catedral rotense y el monasterio de San Julián y Santa Basilisa– que están en la base de toda la concepción artística que nos llevará al románico.
En tierras aragonesas el año 922, al poco de producirse la expansión territorial del conde Galindo II Aznárez, el rey Sancho Garcés I de Pamplona (†925) invade el condado y se hace con el poder. La conquista militar se suavizará con el matrimonio de su hijo García Sánchez I (925- 970) con Endregoto Galíndez, la hija del conde de Aragón que –aunque el matrimonio se anule hacia el año 943– trasmitirá a su hijo pamplonés el dominio del condado aragonés. A partir de este momento se toman una serie de decisiones vitales para el futuro del territorio, unido al destino del reino de Pamplona. Primero, se consolida el papel de la villa de Jaca como residencia real, sin duda porque aporta su valor de fortaleza amurallada y el prestigio de haber sido ciudad romana. Después se edifica junto a esa residencia real una pequeña iglesia (de nave rectangular y cabecera cuadrada) con una concepción espacial muy visigótica, en el mismo lugar en el que existía un pequeño templo de finales del siglo vi al servicio de la función funeraria que denuncia la necrópolis que los rodea (Justes - Royo, 2010). Esta nueva iglesia es puesta en marcha por los propios monjes de Siresa que la consagran a san Pedro, el titular de su monasterio, y la dotan con parte de las importantes reliquias que conservaban.
Al margen de esta acción puntual, la muerte del obispo Basilio de Pamplona en la expedición del año 922, lleva a su sucesor el monje Galindo a plantear al monarca la creación de una sede metropolitana pamplonesa que prestigiara su reino. Resultado de esta operación es el nacimiento de las sedes episcopales de Calahorra, Tierra Estella y Sasabe, silla para la que se nombra al monje Ferriolo que decide que el obispado resida en su propio monasterio del valle de Laurés, donde estarán sus obispos hasta que el rey Ramiro I en el año 1042 entienda que deben residir en San Pedro de Jaca (Buesa, 2001). Y por último, en este proceso de ampliación del condado de Aragón se decide levantar algunos monasterios que ayuden en la tarea de consolidar el dominio y rentabilizar económicamente el territorio, en una curiosa “monacocracia”.
La empresa artística más importante es la construcción de la iglesia de los Santos Julián y Basilisa que moderniza el eremitorio establecido en el espacio que hoy conocemos como San Juan de la Peña. Orientada hacia el sureste se concibió con dos naves de planta rectangular y una doble cabecera, también de planta cuadrada, que se encuentra en parte excavada en el abrigo rocoso que albergaba la cueva del eremita Juan de Atarés, cuyo cuerpo incorrupto se encontró en el siglo viii, momento en el que éste recóndito lugar debió de ser escenario de algún enfrentamiento entre los musulmanes y los hispanogodos huidos desde Zaragoza (Buesa, 2002). Las naves están separadas por un doble arco de herradura, soportados por una columna de fuste anillado, abriéndose la cabecera por dos arcos también ultra semicirculares que dejan ver al fondo los dos nichos que sirvieron de altar para un monasterio quizás dúplice. Aun sabiendo que las reformas nos han desvirtuado un espacio que pudo contar incluso con celosías ancladas al suelo, la iglesia nos permite entender lo que se está haciendo en el siglo x en el territorio aragonés con templos de cabecera plana, donde se usan arcos de medio punto muy peraltado con imposta y tosca decoración que le dan aspecto de herradura; cuestión que abrió el debate de si estábamos o no en una iglesia mozárabe (Galtier, 1991-1992).
Si nos quedan pocas muestras de la arquitectura religiosa de este condado aragonés en el siglo X, tampoco quedan muchas de lo que fue una de sus mayores necesidades: la construcción de fortificaciones. Los castillos, levantados con cierta escasez de recursos tanto económicos como arquitectónicos, se adaptaban a la roca que les daba solidez y se centraban en una torre –generalmente circular– que se rodeaba de una cerca de tapial, que sustituyó a las empalizadas del siglo anterior. Todo conjunto castral se acompañaba de una pequeña iglesia con sus tumbas antropomórficas orientadas al poniente, a las que hubo de proteger ante las razias musulmanas que se viven a finales del siglo X. Precisamente estas expediciones de castigo contribuyen (Cabañero - Galtier, 1985) a que los castillos se comiencen a construir con gruesos mampuestos ordenados en hiladas regulares, unidas con un género de mortero blanco de grano bastante grueso y resistente.
Si esto es lo que ocurre en el occidente aragonés, en el territorio situado al oriente se vive la consolidación del condado de Ribagorza –a principios del siglo X– coincidiendo con el gobierno del conde franco Bernardo Unifredo († c. 995), casado con la condesa Toda de Aragón, que decidió construir la ciudad de Roda de Isábena para ser el gran centro espiritual y político, a la vez que definía las tres unidades que componen su condado: Pallars, Ribagorza y Sobrarbe. Sería su hijo, el conde Ramón II, quien presidirá la consagración de la iglesia basilical de Roda (30 de noviembre del año 957) que se levantaba a mayor gloria del linaje condal dispuesta a aportar el escenario litúrgico de un obispado que sería ocupado por Odesindo, otro de sus hijos que también sería el responsable de la construcción de una veintena de pequeñas iglesias parroquiales desde las que se pretende dar cohesión y modernidad a una sociedad arcaica y agotada.
Junto a ese modelo parroquial, el conde y el clero ribagorzano contribuyeron a la construcción tanto de la iglesia catedral como de su equipamiento litúrgico, que conocemos bien. Destacaba la cruz de plata que debió de presidir el altar oculta por cortinas como nos sugiere el importante “Sacramentario de Roda” (Liber Pontificalis Rotae), redactado en torno al año 1000 y pieza fundamental para conocer la iconografía de Cristo en la cruz, triunfando sobre la muerte. Todas las ceremonias de las celebraciones religiosas que nos detalla (Galtier, 2008), se dieron en un templo del que apenas nos quedan algunos fragmentos como el arranque de dos arcos de herradura, formando parte de una ventana geminada que resultaría de la evolución de las ventanas visigóticas de dintel monolítico (Benedicto - Galtier, 2012) y de las que encontramos otros ejemplos en Sos del Rey Católico y en el castillo de Loarre.
Poco aguantaría todo este mundo en el que los poderes condales están promoviendo una serie de construcciones que contribuyan a consolidar el proceso de evangelización, que se ha puesto en marcha en la segunda mitad del siglo X. Los asaltos omeyas acabarían con él tanto en el año 999 (liderado por al-Mansur contra el condado aragonés) como en el año 1006 (con Abd al-Malik contra el condado de Ribagorza) que siembran el miedo y la destrucción. El conde Sunyer de Pallars explica que el lugar ribagorzano de Raluy “los paganos lo destruyeron y ningún hombre vive allí, porque huyeron a otros lugares por miedo a aquellos”.

Sancho III el Mayor (1000-1035). La llegada de los maestros lombardos
El año 1004 alcanza el trono pamplonés, lo cual suponía gobernar también el condado de Aragón, Sancho Garcés III el Mayor que pasará a la historia como el “rey de los reyes de España” (en palabras del obispo Bernardo de Pamplona), haciendo referencia a la importante cantidad de tierras y estados que reunió bajo su cetro, desde Castilla hasta Pallars, gobernados con un fuerte liderazgo sobre los clanes aristocráticos y favorecido por la evidente debilidad del califato cordobés. El gobierno que se abre es tiempo de trabajar en la consolidación de las fronteras, para evitar nuevos asaltos musulmanes, pero también es momento de modernizar los espacios públicos que se convierten en centros de ordenación social y de control espiritual. Para todo ello es necesario producir nuevos recursos económicos y modernizar la gestión del territorio, tareas que serán fácilmente asumibles desde la organización de un beneficioso sistema de parias, a través del cual los musulmanes le entregan monedas de oro –a partir de 1022– a cambio de que los ejércitos navarroaragoneses no ataquen a los debilitados reinos de taifas (Orcástegui - Sarasa, 1991). Lo que es una sangría para los musulmanes se convierte en el motor de progreso para los cristianos, puesto que pueden mejorar ejércitos y armamentos, reactivar el comercio e incluso plantearse la creación de nuevos asentamientos de población, con los que poner en cultivo las tierras de la frontera con la trilogía de la vid, el olivo y el cereal.
Santa Cruz de la Serós. Iglesia de San Caprasio 

Esta tarea lleva consigo la necesidad de ubicar torres y fortalezas que protejan estos asentamientos, desde las que se puedan controlar férreamente los grupos campesinos libres que están contribuyendo a solucionar la demanda de alimentos en un momento de expansión demográfica (Laliena, 1993). Sancho III el Mayor ha decidido además organizar la línea defensiva de Pamplona y Aragón, construyendo castillos en los que se supera el uso de la madera y se comienza a construir todo en piedra. En esta tarea nos encontramos con los maestros lombardos que entran en Aragón desde las tierras catalanas, apoyados sin duda por esa profunda relación entre el rey Sancho y el aristocrático abad Oliba de Ripoll, obispo de Vic entre 1018 y 1046, que le prestó gran ayuda en la tarea de modernizar el reino, los monasterios y las costumbres.
Cómodos en un territorio que les permitía olvidar las inestabilidades políticas de su tierra de origen, estas cuadrillas itinerantes de obreros, guiados por un maestro que conoce bien la teoría, aportan un modo de construir barato y sencillo que permite a las comunidades locales acometer la construcción de pequeñas iglesias con pocos recursos. Construyen con aparejo pequeño, cubren con madera salvo los ábsides y resuelven los paramentos con articulaciones y ritmos que marcan los resaltes, a modo de pilastras o “bandas lombardas” unidas por pequeños arcos ciegos de escaso relieve. Junto a esta nueva técnica constructiva se introduce una personal manera de diseñar los espacios arquitectónicos, cuyos muros en cuidado aparejo de sillarejo –en los paramentos interiores y exteriores– se estucan con cal para dar lisura al paramento y sostener pinceladas en rojo de almagre sugiriendo despieces, como se observa en la puerta de Obarra o en el ábside de Villanovilla (Galtier, 1983). Incluso, hay autores (Esteban, 2007) que proponen que este nuevo diseño está sometido a las formas geométricas del cuadrado (por su calidad estética) y las del triángulo por su significado simbólico.
Favorecidos por esa creciente piedad popular que atenaza a la sociedad superados los miedos del año mil, los maestros lombardos serán los autores de lo que se conoce como el “primer románico” (término acuñado por Puig i Cadafalch hacia 1908) que se extiende por la primera mitad del siglo xi hasta su desaparición, lo que no quita para que haya maestros que conserven sus modos de decorar el muro y los sigan usando más allá del siglo XI, como ocurre en algunas iglesias jaquesas del siglo XII. Cuestión importante es determinar la causa por la que estos maestros desaparecen de estos valles pirenaicos dejando sin concluir sus iglesias, salvo la de San Esteban de Conques que es la típica iglesia lombarda de una sola nave, con dos tramos que se iban a cubrir con bóveda de arista, con pilastras de articulación triple y con lesenas coronadas por arquillos. Es complicado aceptar que el problema fuera su incapacidad e impericia para abovedar completamente las iglesias, en cañón como gustaba a los naturales del país y como sabrán hacer bien los maestros locales que les sucedan. No es imposible que su ausencia se deba a la urgente necesidad de contar con maestros constructores en las tareas de levantar las fortificaciones que protejan la frontera, pues debió de incrementarse la demanda constructiva en la “extremadura” sur del reino, donde se están asentando poblaciones y fortalezas.
Esta última pudiera ser una buena razón si tenemos en cuenta que, dentro de lo que se llama recientemente “románico lombardista” (Benedicto, 2012) y que se extiende entre 1010 y 1050, podemos situar abundantes ejemplos y algunos muy notables. La primera sería la ribagorzana fortificación de Fantova, muy vinculada al modelo catalán de Valferrosa, cuya torre tiene cinco pisos unidos por una escalera intramuros y en su sala principal una de las bóvedas de arista más atrevidas de la castellología pirenaica, mediante la conversión de su planta circular a cuadrado por arcos torales. Abizanda, en tierras de Sobrarbe y hacia 1023, incorpora ya un recinto amurallado de gran solidez y, en Aragón, la torre albarrana de Loarre nos permite asistir a un gran cambio porque en la tipología de las estancias prima ya lo residencial y, en su exterior, la ostentación de su poderosa fábrica como signo de los espacios residenciales del poder. Cuestiones que seguirían teniendo gran importancia aunque se acepte la propuesta (Araguás, 1991) que ha retrasado esta construcción a la década de 1040.
La existencia de estos castillos configuraba un mapa del reino en manos de la aristocracia, con clientelas señoriales muy rentables, que controlan la riqueza y son objeto de muchas atenciones por parte del monarca. Por eso, era importante que el rey intentara controlar el mundo de los monasterios –a los que también había utilizado como instrumentos de ordenación del territorio– aunque nada más fuera para poder crear un contrapeso al creciente poder de los señores-tenentes que “tenían” las fortalezas. Para ello le fue muy útil la amistad con el obispo Oliba, cuyo consejo le facilita la destrucción de un mapa eclesiástico lleno de pequeños monasterios poco rentables para apostar por uno nuevo, poniendo en manos de los benedictinos de Cluny la reorganización y estructuración de una nueva gestión por unos monjes que son personas ajenas a cualquier poder local e incluso episcopal. El centro de todo el proceso, en realidad poner bajo el control de Roma todo este bloque de la iglesia aragonesa, es el antiguo monasterio de San Julián y Santa Basilisa que –hacia 1025– pasa a denominarse de San Juan de la Peña y desde el que su abad Paterno –muy vinculado a Cluny– comenzará a desarrollar un importante trabajo de cierre de viejos enclaves y de apertura de nuevos planes de gestión de recursos materiales y espirituales, incluidas las reliquias.
Se están creando los espacios en los que la comunidad va a vivir su cristianismo, en algunas ocasiones como capillas integradas en las fortificaciones, en otras reconstruyendo monasterios e iglesias arruinadas por los musulmanes y, por supuesto, levantando nuevos templos. De las primeras es la iglesia del jacetano monasterio de San Julián de Asprilla, de nave única con cabecera recta y puerta en arco de herradura, que pasa (Galtier, 1987) por ser el primer edificio que introduce soluciones arquitectónicas que se pueden denominar románicas y de las más importantes es la de San Caprasio de la Serós, anterior a 1030 y muy vinculada con modelos italianos como San Paragorio de Noli, en Liguria. Se ha señalado que es obra de una cuadrilla de no más de cinco operarios, trabajando durante dos meses, y que muestra la participación de un clérigo que aporta al proyecto la preeminencia del valor simbólico sobre el estético, además de inspirar esas razones armónicas que algunos especialistas (Esteban, 2007) han vinculado a ese proceso que llevaba a algunas iglesias a imitar la Jerusalén celeste.
Es muy importante señalar que este románico lombardo de tiempos de Sancho III el Mayor es deudor de un clero muy bien preparado, de origen monástico, que aportaron las claves para poder convertir las iglesias en auténticas casas de Dios e incluso de dotarlas de fenómenos que invitaran al asombro. Todo ello se detecta también en las tierras de Sobrarbe-Ribagorza, por ejemplo en la iglesia de Santa María de Obarra que acabará diseñada para que en el solsticio penetre un rayo de sol hasta su altar, lo mismo que uno de luna en el segundo plenilunio de otoño, cuando la comunidad se encontraba rezando el Oficio de Completas (Esteban, 1993). A la vista de estos hechos, podemos deducir que frecuentemente los clérigos colaboraron con los maestros lombardos, con esos artífices de este primer románico de los que incluso sabemos documentalmente algún nombre. Ejemplo es el maestro Bradila que pasa (Galtier, 2012) por ser el constructor de la catedral rotense que –entre 1006 y 1017– se levantó en Roda de Isábena, con una planta basilical de tres naves y siete tramos, sobre la primitiva del siglo X.
Cuando el 18 de octubre de 1035 muere el rey Sancho Garcés III, apodado “el Mayor”, se ha cerrado ya el mundo de los maestros lombardos y la arquitectura se encuentra en manos de unos maestros locales que están recuperando su protagonismo después de tres décadas custodiando los viejos modos de construir y de decorar. El proceso de implantación del románico es imparable y además está en marcha la construcción de la iglesia del monasterio de Leire, consagrada en 1057, que es una ambiciosa empresa con la que el rey quería crear (Martínez de Aguirre, 2009) la imagen propia de un gran y excepcional gobernante. 

Ramiro I de Aragón (1035-1064). El inicio de las grandes obras románicas
Cuando muere el monarca pamplonés sus estados se dividen entre todos sus hijos, formando –junto al principal de Pamplona– tres nuevos reinos: Castilla, Aragón y Sobrarbe-Ribagorza. Los valles que configuraron el antiguo condado de Aragón, elevado a la categoría de reino, son entregados al príncipe Ramiro que ya había sido vinculado por su padre al gobierno del territorio hacia 1030. Los territorios de Sobrarbe-Ribagorza son encomendados a Gonzalo, otro de sus hijos, que los gobernará hasta que sea asesinado en junio de 1044 y sucedido por su hermano el rey Ramiro I, que une bajo su corona los territorios de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza.
La nueva monarquía vivirá un agrio enfrentamiento con su hermano García III de Pamplona, de resultas del cual se verá obligado a intensificar la búsqueda del apoyo de las grandes familias del reino, que controlan la tierra y poseen estructuras militares que debe lograr que le sean fieles. Precisamente conocemos su vinculación con uno de estos poderosos clanes aristocráticos, al que pertenecía el abad Banzo del monasterio de San Andrés de Fanlo (cenobio del que sólo queda el topónimo y unos escasos restos) que ayudará a la monarquía incluso con la construcción de torres de madera para asaltar murallas como las de Alquézar. Como muestra de esa relación el rey regaló al monje un ejemplar de los comentarios de Beato de Liébana al “Apocalipsis de san Juan”, del que se conservan siete páginas en la Pierpont Morgan Library de Nueva York. Realizado este códice en el escritorio de San Millán de la Cogolla (Diego, 2005), testifica la presencia de manuscritos en el Aragón de mediados del siglo XI, entre los que no faltan los dedicados fundamentalmente a divulgar los mecanismos que contribuyan a reforzar la autoridad real mediante la liturgia, la captación de reliquias o la peregrinación.
Las tierras que gobierna espiritual y económicamente el abad Banzo, al que vemos plantando rentables cultivos de vid y negociando con la compra de casas, son las de la comarca de Serrablo en la que se habían asentado grupos de musulmanes, fundamentalmente sirios, desde los tiempos de la conquista de la península. Ramiro I tenía además especial interés por esta comarca regada por los ríos Gállego y Guarga, de la que procedía la mujer con la que tuvo al conde Sancho Ramírez en los duros años de infertilidad de la reina doña Ermisenda de Bigorra, cuando el reino estaba a la espera de poder tener un heredero legítimo.
En este espacio y en tiempos de este monarca se levanta un importante grupo de iglesias (conocidas como “iglesias del Serrablo”) que han provocado intensos debates sobre la arquitectura religiosa del entorno del año mil. Estas pequeñas iglesias de nave rectangular, descubiertas en 1922, se definen principalmente por su cabecera orientada y resuelta con una original solución que combina el friso de baquetones (medios cilindros dispuestos verticalmente) con unas arcuaciones murales ciegas, en número de cinco a nueve, convertidas en elementos decorativos. Sobre este friso se sitúan las hiladas de sillares estrechos y salientes que soportan un curioso tejaroz, y sobre todo el conjunto algunas aportan –como en el caso de San Pedro de Lárrede– una esbelta torre que para algunos recuerda minaretes sirios. Los partidarios (Durán, 1973) de esta adscripción mozárabe las fechan entre los años 950 y 1020, considerando que las más antiguas son aquellas que presentan ábside rectangular como la de San Bartolomé de Gavín.

San Pedro de Lárrede 

Recientemente se ha retrasado la cronología hasta considerarlas construidas en el reinado de Ramiro I, valorando que evidentemente su concepción espacial es claramente románica y pensando (Galtier, 1979) que son obra de una cuadrilla de canteros itinerantes que conocían bien el arte musulmán quizás de Huesca, ciudad con la que estas tierras tienen fácil comunicación pues por ellas pasa el histórico camino que une el Pirineo central con la capital de la llanura. Se habla de un grupo protorrománico y se las incluye en el “círculo larredense” en honor de su ejemplar más importante.
Este impulso constructivo en tierras de Serrablo es detectable también en todo el reino, con iglesias –de nave única y pequeño ábside– edificadas en lo que podemos denominar un “románico rural” que muchas veces es financiado por los propios fieles que las van a usar, caso de los templos de San Félix y San Juan Bautista de Aínsa hacia 1048. Estas sobrias construcciones comparten cronología con otras apuestas constructivas que levantan iglesias de planta basilical de tres ábsides que –aunque recuerdan los modos lombardos– parecen levantadas por maestros locales que siguen haciendo ábsides decorados con lesenas, arquillos ciegos y dientes de sierra sobre ellos. Buen ejemplo es la iglesia monástica de San Juan Bautista de Pano, de triple ábside y tres naves (abovedadas en cañón) separadas alternativamente por pilares rectangulares o cruciformes. La pobreza de estos templos se intentó paliar con la decoración pictórica que tuvieron, tal como nos permiten pensar los dos fragmentos de pintura mural que decoraron la cabecera de la iglesia de Santa Eulalia de Susín, hoy en el Museo Diocesano de Jaca, si aceptamos las últimas tesis (Galtier, 2005) que las consideran realizadas hacia 1060 por un pintor arcaizante y autóctono, aunque la historiografía tradicional se incline por mantenerlas como obra de principios del siglo XII.
A pesar de que los documentos nos confirman que se prodigó el establecimiento de pequeños asentamientos de población, son pocas las construcciones religiosas que nos quedan pues han ido sucumbiendo a los nuevos gustos estéticos, en aquellos momentos en los que sus usuarios han alcanzado mayor poder económico. Tampoco nos quedan muchos ejemplos de las abundantes torres militares de vigilancia que se levantaron en un reinado belicoso como el de Ramiro I, que vive graves amenazas en todas sus fronteras tanto en la del Sur con el mundo islámico como en las que tiene con pamploneses, al Oeste, y con los condados catalanes al Este. Aun con todo, en ninguna de esas obras de arquitectura militar –ni siquiera en la civil que provocó la construcción de puentes– se puede ver la ambición arquitectónica con la que se diseñó el castillo de Loarre, que podría ser la gran obra de un rey que ha sustituido el antiguo concepto estático de “extremadura” por el moderno de frontera (Laliena, 2002).
Aunque sabemos poco, es claro que Ramiro I, cuando sale de la precaria situación económica gracias al cobro de abundantes parias entre 1049 y 1057, debió de comenzar (Viruete, 2005) la construcción de lo que sería el símbolo del poder real sobre el territorio con las torres del Homenaje y de la Reina, dejando las obras en marcha para que las concluyera su hijo.
También tendrá que continuar su hijo el proyecto de construir una gran iglesia catedral en la villa real de Jaca, que ante la ausencia de otra ciudad asume interinamente el papel de capital del Estado. Para entender este hecho es conveniente recordar que el monarca se encuentra en torno a 1060 entregado a una campaña contra los musulmanes, con la que intenta frenar las apetencias expansivas de sus vecinos los condes de la Marca Hispánica. Pacificadas las relaciones con ellos, gracias al gran protagonismo del conde barcelonés y de su esposa Ermesinda (tía y educadora de la propia reina aragonesa que pasó los años de su juventud en Barcelona), se consolida este acercamiento con el pacto que firma el reino de Aragón con el condado de Urgell, resultado del cual será el matrimonio del príncipe heredero con Isabel de Urgell y el de su hermana la infanta doña Sancha con Ermengol III de Urgell (1038-1065).
Asegurada la no agresión por las fronteras orientales, el rey comienza a diseñar la expansión por las tierras del valle del Cinca y para ello tiene que implicar a todos los poderes del reino a través de la celebración de un consejo o asamblea que le aconseje primero y luego ratifique lo acordado, al mismo tiempo que manteniendo con la reunión el viejo espíritu conciliar visigótico se le asegure la protección divina antes de acometer la empresa. El lugar de la reunión será Jaca y se celebrará en torno a 1063, reuniendo en la villa real a los máximos representantes de la Iglesia presididos por el metropolitano de Aux y a los nobles presididos por el propio rey. Esta asamblea sinodal, a la que el cronista Jerónimo Zurita (†1580) bautizo curiosamente como “Concilio de Jaca” en el siglo XVI, pudo ser la que decidió el asalto a la villa de Graus como paso importante del avance por la Baja Ribagorza y, de manera especial, fue la que decidió la asignación de recursos para la construcción de la nueva catedral y la delimitación del territorio para fijar las fronteras diocesanas del llamado ya “obispo en Aragón”.
La reunión la conocemos por varios documentos que se conservan en las catedrales de Jaca y Huesca, en los cuales se nos aporta referencias a la delimitación territorial de la sede episcopal en Jaca y a la dotación a la obra de la catedral con rentas que la monarquía le cede. Junto a ellos, están las famosas Actas del Concilio en las cuales se van maquillando las decisiones tomadas en aquel sínodo jacetano al albur de los nuevos conflictos diocesanos. Rehechas a principios del siglo XII fueron enriquecidas con importantes miniaturas que nos hablan del quehacer artístico de aquellos momentos, además de aportarnos curiosa iconografía episcopal y real especialmente de Ramiro I y de su hijo Sancho Ramírez. Junto a estas noticias que tienen un fondo de verdad y que nos hablan de la “sagrada basílica jaquesa de Dios y del beato Pedro, pescador y jefe de los apóstoles comenzada por nosotros”, la restauración en el siglo XX de la cabecera catedralicia permitió recuperar siete hiladas del ábside norte que la gran mayoría de los investigadores consideran obra del reinado de Ramiro I, respondiendo al sistema constructivo de los canteros lombardos. Parece lógico admitir que la catedral se comienza en tiempos del rey Ramiro I, en sus últimos años de vida y por el trabajo de alguna cuadrilla de maestros que trazarían los cimientos y escasamente pudieron enunciar los problemas técnicos a resolver.
El debate provocado por estas cuestiones podría resumirse señalando que es bastante generalizada la opinión de que bajo el impulso de Ramiro I se debió de concretar el trazado de los ábsides, al menos en lo concerniente a la cimentación y primeras hiladas del septentrional, como sugieren Esteban Lorente (1999) y Galtier Martí (2004) que escribe que “el primer proyecto de la catedral, impulsado por Ramiro I, hubo de concebir una obra organizada en tramos lombardos (es decir, uno en la nave central por dos en los colaterales), uno de los modelos más bellos y novedosos de iglesia que entonces estaban en boga”, lo mismo que Cabañero Subiza (2007) o García Omedes. Lacarra Ducay había planteado (1993) la importante “diferencia de carácter que denotan las partes extremas de la basílica, cabecera y pórtico, respecto a la intermedia”, planteando que la solución dada al abovedamiento de la cabecera “denota su fidelidad a una tradición constructiva peninsular que enlaza con nuestro prerrománico”, al contrario de lo que ocurre en la ampliación de las naves que evidencia un nuevo proyecto –en el que se ha debido abandonar la idea de abovedar– que enlazaría con ejemplos normandos como Nuestra Señora de Jumièges consagrada en 1067. Discordante con el criterio de los profesores de la Universidad de Zaragoza, Martínez de Aguirre (2011) niega la existencia de esa primera etapa ramirense, apuntando que no se puede hablar de ningún interés por construir la catedral antes de que esté constituida la civitas real. 

Sancho Ramírez (1064-1094). La europeización de Aragón
La muerte de Ramiro I en el cerco de Graus, asesinado por un musulmán, abre el reinado de Sancho Ramírez que es el tiempo en el que asistimos al fortalecimiento de la monarquía y del prestigio del reino, todo ello favorecido por el apoyo papal conseguido en la visita del rey a Roma en la Semana Santa de 1068. La importancia de este viaje es incuestionable, especialmente por ser el punto de origen de un proceso de reformas que intentarán europeizar el reino y romper con el pasado visigótico que perdura en el conocido rito mozárabe. El inicio de las celebraciones litúrgicas en el rito romano promovido por la Santa Sede, que tiene lugar en el monasterio de San Juan de la Peña en la cuaresma de 1071, concretamente el martes 22 de marzo, genera un choque muy importante entre los que defienden la iglesia peninsular –liderados por el infante García, obispo de Jaca– y los que consideran beneficioso que la iglesia aragonesa sea puesta bajo el gobierno de nuevos responsables generalmente extranjeros, liderados por el obispo Ramón Dalmacio de Roda, y apoyados por el propio rey y por su hermana la influyente condesa doña Sancha, que logrará colocar a su hermano el obispo jacetano en la penosa situación de verse amenazado con perder los ojos si se atrevía a presentarse ante el rey.
Estamos ante un proceso unificador, donde se ha impuesto la rigidez frente a la autonomía y la ortodoxia frente a la flexibilidad, que se manifiesta también en la reforma de la vida monástica, en la aplicación de la vida en común en las catedrales, en el control de la red de iglesias seculares que tendrá que convertirse en un potente altavoz de la reforma, y en la organización de unos obispados fuertes, controlados por el rey y asegurados con un modo nuevo de financiación en torno a la implantación de diezmos que los enriquecería extraordinariamente. El rey (Buesa, 1996), un hombre de profunda religiosidad que se pasa todas las cuaresmas en el monasterio de San Juan de la Peña, aprovecha la ocasión para organizar las capillas reales, asentadas en los edificios más notables del reino, que albergan un clero nacional al servicio personal de la familia real y que acabarán convertidas en una alternativa de poder –dentro del aparato eclesiástico– y en un freno para algunas apetencias episcopales.
El centro de todo el proceso de la reforma vuelve a ser el monasterio de San Juan de la Peña, al que en 1074 el propio monarca llama “lugar de mi sepultura y la de mis padres” puesto que siguiendo la voluntad de su padre Ramiro I lo ha convertido en panteón real y está dispuesto a dotarlo de un importante patrimonio que permitirá la renovación de sus espacios en ese románico jaqués que la corte impone como arte oficial. Obra promovida por Sancho Ramírez es la construcción del panteón real bajo la roca (hoy oculto por la reforma de Carlos III que muestra 27 placas de bronce aunque sabemos que seguramente sólo descansan tres reyes –Ramiro I, Sancho Ramírez y Pedro I– con parte de sus familias) y del panteón de nobles compuesto por 24 nichos funerarios, ordenados en dos filas con arcos de medio punto que se decoran con bolas y molduras del omnipresente ajedrezado jaqués, apeando en pequeñas columnas o en figuras a modo de cariátides y mostrando una clara preferencia por los motivos cruciformes, alternando la representación del alma del difunto elevada al cielo en una mandorla con animales fantásticos, que refieren las virtudes de los nobles enterrados aquí desde 1080.
Convertido en panteón de los hombres que hacen posible la construcción de un estado abierto a Europa, el monasterio tiene que ser también el escenario de las más importantes celebraciones del reino por lo que el rey promueve –desde 1070– la construcción de la iglesia de San Juan. Conocida como “iglesia alta” por estar ubicada sobre la del siglo X, será concluida el año 1080 gracias al mecenazgo de importantes personajes como el conde Sancho Galíndez que acaba de renovar su iglesia familiar de Santa María de Iguácel. La nueva iglesia (García Lloret, 2009) tiene los tres ábsides semicirculares y el primer tramo de la nave bajo la roca, pertenece al modelo cluniacense y presenta una importante decoración escultórica de motivos vegetales que enriquece los capiteles de la arquería ciega que decora los ábsides, remitiéndonos a lo que se hace en Jaca y a lo que se hará en la iglesia del castillo de Loarre, la obra a la que marchará la cuadrilla de escultores que ha trabajado en esta iglesia monástica construida para ser el escenario de las grandes ceremonias de la Pascua de Resurrección.
La importancia del gran templo monástico, dedicado a San Juan, San Miguel y San Clemente, impulsará que el rey, en la misma década de 1080, promueva su decoración pictórica centrada en un gran Pantocrátor que todavía era visible en 1620 y también la de la iglesia antigua, en la que todavía se conservan cuatro escenas hagiográficas de gran belleza que se han relacionado (Lacarra, 2000) con las pinturas murales de San Isidoro de León, también panteón real, en asuntos que van desde el infrecuente color blanco del fondo hasta el repertorio de las formas vegetales o la representación de las arquitecturas. La ceremonia de consagración de la iglesia no la pudo vivir el rey Sancho Ramírez aunque si la protagonizó, puesto que en diciembre de 1094 se trajo su cuerpo para entregarlo a la custodia de los monjes benedictinos y dentro de ese conjunto de celebraciones se debió de realizar en el nuevo templo la coronación de su hijo Pedro I ante los obispos, abades y nobles más importantes del reino, que se encuentran en el monasterio junto a esos monjes que el nuevo rey espera “intervengan ante Dios por mí y por la estabilidad de mi poder y de mi reino”, como escribirá en 1097 hablando del monasterio de Thomiéres.
La decoración mural de las dos iglesias monásticas concentró a una cuadrilla de pintores que conviven y se inspiran en el destacado taller de miniaturistas que albergaba San Juan de la Peña, lo que provoca su importante apuesta por el color y la línea como instrumentos de hacer llegar a la población con mayor intensidad los momentos más ejemplarizantes del relato bíblico. Esta labor pictórica debió de realizarse en varios templos del dominio y patrimonio pinatense aunque conservemos muy pocos testigos de ello, excepción de las pinturas que ornamentaban la iglesia zaragozana de los Santos Julián y Basilisa de Bagüés que fue decorada en la última década del siglo xi. En ella se muestra la historia de la humanidad en cuatro registros que siguen la influencia de los códices en su disposición en secuencia continua, pero que ya superan la tradicional presentación del Nuevo y Viejo Testamento enfrentados en las naves puesto que el Antiguo se muestra en la banda superior y el Nuevo en las tres bandas inferiores. Es interesante (Lacarra, 2010) destacar la extraordinaria modernidad del maestro incorporando recursos expresivos y líneas dinamizadoras de la composición, así como sus conexiones con otras obras del Camino de Santiago (por ejemplo, la escena del Calvario que decora el ábside presenta fuertes conexiones con el Arca Santa de Oviedo fechable hacia 1075) y su relación con la pintura mural de Aquitania de donde proceden las dos mujeres del rey Pedro I.
Mientras se está trabajando en la ampliación y decoración del monasterio, el rey Sancho Ramírez pone en marcha la empresa constructiva más influyente de su reinado –la catedral del reino– que se levanta en la antigua villa real que él mismo, por medio de la concesión de un novedoso y moderno Fuero, ha convertido en ciudad en los primeros meses del año 1077 (Buesa, 2002). El rey tendrá un gran interés en potenciar la ciudad como uno de los centros más atractivos del Camino de Santiago, razón por la cual se preocupa de construir, apostando (Betrán, 1992) por el uso de la fórmula romana de la planta ortogonal como símbolo de la voluntad universalizadora, un ensanche cruciforme que une el barrio real con el barrio episcopal y con el barrio de Santiago, donde en 1088 el obispo está reconstruyendo una antigua iglesia arruinada que era punto de parada de los peregrinos.
Además de ser centro económico de todos esos burgueses que han venido a poblarla desde el otro lado del Pirineo, la nueva ciudad es la capital de un importante reino que ha visto ampliados sus territorios desde que al ser asesinado el rey Sancho de Pamplona, en junio de 1076 despeñado por sus hermanos, su primo el rey Sancho Ramírez se convierte en el nuevo rey pamplonés. Y Jaca será también la sede del obispado principal del territorio, una sede de tanta importancia que el rey –no sin oposición del papado– la pone en manos de su hermano el infante García, encargándole la tarea de contribuir a construir la nueva imagen de la monarquía como instrumento de Dios para extender el cristianismo, de una monarquía dotada de una autoridad indiscutible sobre una sociedad en profunda trasformación. Ciertamente, esa nueva teofanía tuvo el acierto de promover la aparición de importantes obras artísticas, de las que conviene destacar dos por ser piezas muy notables y unidas a las inquietudes de dos mujeres de la corte. La condesa doña Sancha, promotora del proceso de crear una estructura asistencial en el frecuentado Camino de Santiago que controla desde el Real monasterio de Santa Cristina de Somport, fundado en estos años, promueve la aparición en ese itinerario que baja por el río Aragón hacia Jaca de algunas referencias devocionales con reliquias o con la imagen de Nuestra Señora de Villanúa, talla realizada hacia 1090 (Buesa, 2000) representando a María como trono de sabiduría y no muy lejana estéticamente a la figura estante y resignada de María, que al pie de la Cruz se presenta en las tapas del Evangeliario de la reina Felicia, esposa de Sancho Ramírez. Esta muestra de la eboraria (Bango, 2006), actualmente en el Metropolitan Museum de Nueva York, también pertenecía a Santa Cruz de la Serós por haber sido objeto de una donación que hizo la reina doña Felicia, quizás a su muerte en 1086, a su cuñada la condesa Sancha. 

La Catedral De Jaca. La Definición de un arte cortesano
En torno a ese año 1077, en el que se pone en marcha institucionalmente la ciudad, se debieron de recuperar activamente las obras de la catedral, teniendo como base ese proyecto planteado por los maestros lombardos de los últimos años del reinado de Ramiro I, contando con la presencia en la sede de un obispo infante que será su impulsor y que generó una gran actividad hasta que su enfrentamiento con su hermano el rey ralentice la edificación en 1082. La importancia de este edificio en el románico peninsular ha provocado importantes estudios y, en consecuencia, diferentes criterios a la hora de explicar su construcción. Tras considerar falsas todas las informaciones y las propias “Actas del Concilio de Jaca” (Ubieto, 1964), el debate de la cronología se amplió al incorporar los estudios sobre la escultura y parecer bien la referencia de 1070 para la construcción de la catedral. En ese mismo año sitúa el acontecimiento Moralejo Álvarez (1973) partiendo del estudio de la escultura. Durán Gudiol (1973), Yarza (1979) o Durliat y Lacarra (1993) opinan que la catedral se comenzó en 1080 y que estaba dentro de toda esa secuencia de reformas y decisiones que el monarca aragonés tiene que poner en marcha, como derivaciones de su acercamiento al papa de Roma en la Pascua del año 1068.
Es interesante referir que Esteban Lorente (2000) opina que hay una evidente vinculación de la catedral jacetana con la basílica romana de San Pedro, destacando similitudes como su condición de iglesias de cuatro columnas (“cuatro columnas, en anchura, tenía la basílica de San Pedro”), el tener cinco tramos en longitud como cinco naves tuvo San Pedro, estar terminadas con techumbre de madera y usar como medida el pie romano. Además “el eje de la catedral está perfectamente orientado a la salida y puesta del sol del equinoccio”, puesto que está mirando hacia el Este, hacia la ciudad de Roma a la que se ha vinculado profundamente la monarquía aragonesa en este reinado.
En esta década de 1070, lógicamente a partir de 1077, Sancho Ramírez pone en marcha la definitiva construcción de un templo sobre un solar que su padre ya dejó preparado y en el que –respondiendo al plan constructivo de un maestro italiano– pudo haber algunas obras de cimentación y desarrollo de los muros en la zona de la cabecera. Este es el momento en el que se opta por un modelo que está de moda en tierras castellano-leonesas hacia el año 1080, concretado en una planta rectangular, sin crucero o transepto, con tres naves y otros tantos ábsides. Trabajando a la moda de San Martín de Frómista, Santo Domingo de Silos o San Pedro de Arlanza, la empresa debe estar dirigida por un nuevo maestro que apuesta por la piedra sillar abandonando el aparejo de sillarejo (razón por la que engrosa el espesor de los muros del presbiterio en casi diez centímetros) levantan do el muro norte para darle estabilidad al claustro, incrementando altura a las columnas pensadas anteriormente, provocando ese efecto plástico de la alternancia de pilares y columnas –tan fiel al modo vitruviano– y enfrentándose al problema de voltear unas bóvedas que nunca llegaron puesto que en 1440 se quemó la techumbre que “toda era de madera”.
Y en toda la catedral se hace presente una decoración geométrica conocida comúnmente como ajedrezado (Sgrigna, 2010) o taqueado jaqués, aunque haya que reconocer que este motivo ya está documentado anteriormente en iglesias europeas desde 1030 y en torno a la abadía de Sainte-Foy de Conques, en la región Midi-Pyrénées. Este ajedrezado jaqués acabará convertido en uno de los símbolos del románico de la corte aragonesa, que lo inserta como elemento referencial cuando produce grandes edificios –como Santa María de Iguácel y el castillo de Loarre– o cuando genera pequeñas iglesias como las del valle del Cinca y de la Ribagorza.
Junto a la catedral de Jaca, el rey Sancho Ramírez preocupado por crear un arte que pudiera ser emblema parlante de su poderosa monarquía, enriquecida con los peajes que cobra al controlar en el paso de Somport y el peaje de Canfranc (“Campo franco”) las grandes rutas comerciales entre Oriente y Occidente, pone especial interés en la construcción del castillo y la iglesia de Loarre, esta última sobre la cripta, la escalera y el cuerpo de guardia.

Catedral de Jaca. Ábside meridional 

Esta obra, que se ha visto como el intento de dotar al obispado mozárabe de Huesca de una sede provisional (Durán, 1971), comenzó impulsada por su hermano el obispo García contando con la bula papal de Alejandro III (1071) que coloca al monasterio de canónigos regulares bajo la protección papal, y al final sería resultado del propio interés real que entendió que podía ser el monumento que simbolizara ante los musulmanes oscenses el gran poder de la dinastía. En la década de 1080, cuando se está construyendo la catedral de Jaca también se trabaja en la iglesia de San Pedro de Loarre, donde destaca su perfecto y audaz cimborrio que es novedad en estas tierras, la singularidad de su programa ornamental y su construcción como elemento propagandístico del poder real que ha puesto ya su mira en la conquista de la ciudad de Huesca.

Detalle del ábside 

Precisamente, antes de salir al sitio de esta ciudad en el que encontraría la muerte el rey Sancho Ramírez como consecuencia de una flecha disparada desde su muralla, se celebró un consejo real con los más importantes clérigos y nobles del reino. Se ha sugerido (Poza, 2009) que esa reunión de la primavera de 1094, viejo sistema heredado de los visigodos para consolidar vínculos ante momentos delicados y frecuentemente utilizado por los reyes aragoneses, pudo ser el momento de celebrar la terminación y la consagración de este templo levantado en la órbita del románico jaqués y al que su riqueza constructiva y escultórica lo convierte “en el edificio de su género más sobre saliente del norte peninsular”. Fundamental para entender este simbolismo del castillo loarrense es considerar la importancia de su portada (en la que pervive la parte inferior de un friso presidido por la Maiestas flanqueada por los evangelistas, dos ángeles y dos grupos de personas que representan a los salvados y condenados parapetados tras una tela) a la que han relacionado (Español, 2006) con el programa desarrollado en la fachada de San Pedro del Vaticano, concretamente en ese conocido cuadripórtico conocido como “Paraíso”, en cuyo centro se encontraba una fuente para las abluciones de los catecúmenos. Es interesante anotar que la contemplación de los restos del friso nos permite observar cómo bajo el trono de Cristo en Majestad, fluye el agua a la que hace referencia la incorrecta inscripción FONS EGO SUM VITA. Recientemente (García Omedes, 2015) ha señalado que esta portada meridional, que le recuerda los modos tolosanos del maestro Bernardo Guilduino, se añadió sobre un muro más antiguo, cuando hubo necesidad de enriquecer la imagen exterior de los edificios y adecuarlos a una nueva religiosidad que se asentaba sobre el acercamiento al papado.

Santa María de Iguácel. Detalle de la portada occidental 

En esta misma posibilidad, en lo que se refiere a la portada añadida, considera que estaría la iglesia de Santa María de Iguácel, con una sola nave de considerable altura y cabecera más baja compuesta por un corto presbiterio con bóveda de cañón y ábside de tambor con bóveda de cuarto de esfera. Pero, en realidad este templo plantea otro problema mucho más importante, derivado de la inscripción que se ha conservado entre el tejaroz y el vano que hace de puerta principal. Unos sillares muestran dos líneas de un texto muy comprimido, presentando incluso algunas letras en el listel que separa las líneas, en las que se hace alusión a la realización del edificio en 1072, se recuerda al autor de unas pinturas inexistentes, situando el suceso en tiempos del rey Sancho Ramírez, haciendo homenaje a las personas que lo levantan: el poderoso conde Sancho Galíndez (maestro y tutor del monarca Sancho) y su mujer Urraca. El problema deriva para algunos de la evidencia de que esta iglesia no puede ser anterior a la catedral de Jaca, en todo caso será contemporánea (Caamaño, 1993) debido a las similitudes existentes en la estructura arquitectónica (ábsides, con trafuertes, ventanas de doble derrame y columnas entrega) y en la decoración en ajedrezado y la ornamentación vegetal de los capiteles. Estas circunstancias (Moralejo, 1976) les hacen pensar que la inscripción deberá ser el anuncio de un plan de recaudación de fondos para poder construir un templo: cuestión que llevaría a no considerar que habla de que los fieles entran (ingrediunt) sino de que entrarán (ingrediuntiur), en un templo no hecho sino por hacer. Ahora bien, el problema sería determinar si estamos ante un edificio contemporáneo de la catedral de Jaca o ante un edificio reformado en tiempos de la catedral de Jaca, donde se incorpora un aporte escultórico moderno gracias a un maestro que (Durán, 1971) acabará trabajando en la decoración de la iglesia alta de San Juan de la Peña y en la de San Pedro de Loarre.
Si esto ocurre en el poniente del reino, el gobierno de Sancho Ramírez también es rico en manifestaciones artísticas en el Este aragonés, dentro de ese habitual plan de modernización de los espacios más significativos que cuenta con la colaboración de la nobleza, como ha ocurrido en Iguácel. En la zona oriental hay que recordar que –en la década de 1070– se actúa en las iglesias de Santa María de Obarra (aportando al territorio la consideración del espacio interior de forma unitaria y unas bóvedas que nos hablan del románico pleno que abandona su origen lombardo) y en la iglesia basilical ribagorzana de Santa María de Alaón, donde los cluniacenses habían anulado ese papel de santuario ribagorzano que tuvo desde los tiempos condales del siglo IX, renovando el edificio con una cripta en memoria de los santos Pedro y Pablo sobre la que el obispo de Roda construyó la basilical iglesia de Santa María que dedicará el obispo san Ramón de Barbastro en 1123.
En el caso de Alaón se considera (Sgrigna, 2010) que “las remarcables diferencias arquitectónicas y plásticas que suscita su comparación con las iglesias del valle de Boí, cuya arquitectura respeta los cánones lombardos en boga durante el siglo xi, y la probable apertura a las corrientes artísticas ultrapirenaicas importadas por el obispo Ramón Guillem de Roda-Barbastro inducen a considerar que la construcción completa del templo se llevó a cabo durante el primer cuarto del siglo XII”. El peculiar estilo arquitectónico y ornamental presente en Santa María de Alaón se difundirá, después de 1123, tanto en el tramo alto de la Noguera Ribargorzana como en el valle de Boí. 

Pedro I (1094-1104). Los talleres de escultura
Muerto el rey Sancho ante los muros de la ciudad de Huesca, será su hijo Pedro quien asuma el gobierno del reino y quien se vea obligado a cumplir con el traslado del cadáver del monarca al panteón real, ceremonia que debió de estar vinculada a la de su propia coronación. Por otra parte, el prudente rey Pedro, hombre muy castigado con la muerte de sus dos hijos en plena juventud, soñaba con encaminar sus pasos hacia Tierra Santa aunque nunca lo pudo hacer incluso por prohibírselo el papa Pascual II, en 1001, preocupado por la repercusión de dejar el reino sin líder en un momento en el que se planteaba la definitiva batalla entre Cristiandad e Islam en la península. A partir de ese momento, su religiosidad la tuvo que volcar en ayudar al Cid Campeador contra los musulmanes o en liderar una fallida cruzada contra Zaragoza que le aportó gran prestigio personal, si hacemos caso de una noticia castellana procedente del monasterio de San Millán que explica cómo “el rey Pedro con infinita multitud de armados combatía con la bandera de Cristo la ciudad de Zaragoza”. En todo caso, su acción militar más notable fue la conquista de Huesca en noviembre de 1096, tras la batalla de Alcoraz en la que se origina la leyenda de san Jorge como patrón de Aragón. La operación militar pudo llevarse a cabo gracias a la existencia del castillo de Montearagón, iniciado por Sancho Ramírez en 1086 y puesto por Urbano II bajo la protección pontificia, en el que junto a un potente perímetro murado se levanta la iglesia románica que se consagra con asistencia de Pedro I el año 1099.
Ese mismo año sabemos que comienza la construcción (BaLaguer, 1958) en la zona de la mez quita principal de la ciudad oscense de la pequeña iglesia de Santa María y de un claustro del que nos quedan tres arcos de medio punto apeados en capiteles con motivos florales, uno de los cuales se ha relacionado (García LLoret, 2009) con el maestro que construye el primer claustro de San Juan de la Peña, en la década de 1120. En todas estas acciones el monarca cuenta con el apoyo del obispo Pedro que, a pesar de enfrentamientos notables con el obispo de Pamplona y con el abad de Montearagón, colabora en la difícil tarea de encajar el obispado de Huesca en el mapa aragonés de explotación de los recursos.
La corte, ocupada por graves problemas, se dedica a concluir las obras pendientes del ambicioso plan constructivo del rey Sancho Ramírez entre las que destacaba especialmente la catedral de Jaca. Su construcción debió de haber ido a buen ritmo desde la década de 1070 puesto que, en 1086, se había podido casar en ella el futuro rey Pedro I aunque los enfrentamientos de la casa real con el obispo de Jaca hubieran provocado que toda la obra se fuera ralentizando a partir de 1082. Como sabemos, el mismo rey Pedro I es la persona que la vuelva a impulsar con ocasión de la reunión de la asamblea real celebrada en sus naves en abril de 1096, para preparar la conquista de Huesca contando con la presencia de los obispos de Pamplona, Roda y Jaca, junto a los abades del reino y a once poderosos nobles. Esta asamblea celebrada en la Pascua es la que debió de acordar la finalización de su construcción, cerrando viejas heridas como el contencioso creado con las lorigas del difunto obispo García que la familia real todavía debía a los canónigos jaqueses. Era evidente que el nuevo líder se quería vincular con la catedral que todo el reino entendía como espacio real, ámbito en el que el monarca vivía unos festejos litúrgicos que confirmaban que el rey tenía casi un oficio sagrado, en escenografías muy cuidadas en las que no faltarían los himnos que recoge el Himnario oscense del siglo XI, como el del Viernes Santo que comienza anunciando que “avanzan los estandartes del rey” (Durán, Moragas, Villarreal, 1987).
La catedral del reino, papel que todavía no puede asumir la pequeña iglesia de Santa María de Huesca, está en estos momentos pendiente de enriquecerse con un programa escultórico (Moralejo, 1977) que quizás diseñaron o supervisaron los canónigos que la habitan, manteniendo como referencia la obligatoriedad de hacer manifestación pública de la vinculación del reino con Roma. En realidad se trata de continuar la pauta que está marcando un escultor, llegado en los últimos años del rey Sancho Ramírez, al que se ha bautizado como “Maestro de Jaca” y cuya historia nos lleva a tierras del occidente castellano puesto que se supone (Prado, 2010) pudiera formar parte del taller que trabaja en la iglesia de San Martín de Frómista, profundamente vinculado con un grupo de escultores que proponen la recuperación del arte romano en cuanto al tratamiento clásico de los desnudos y a la presencia de ese sentido trágico de la vida heroica que se plasma en la gesticulación de las figuras, como han aprendido viendo el sarcófago romano de la Orestiada, conservado en el monasterio palentino de Husillos. Tras pasar por Nájera, en torno a 1090, una segunda generación de esos artistas viene a tierras de Aragón atraídos por la construcción de la catedral y liderados ya por el enigmático “Maestro de Jaca” que gusta de las formas sinuosas, de las melenas desordenadas de mechones muy definidos, y apuesta por la búsqueda de esa intensidad trágica del vivir que muestra con personajes sosteniendo serpientes en la mano, verdadera marca de este autor, que no son más que la creación de una imagen para esa espiritualidad del perdón que impera en la sociedad del momento y que recuerda la capacidad de esos animales para renovarse mudando la piel en cuarenta días.
Este artista, verdadero escultor áulico de un rey que le encarga incluso su efigie para las monedas (Moralejo, 1984), trabajó en la portada occidental que se abre al pórtico penitencial y en los capiteles que sostienen la arquivolta de la puerta meridional, en uno de los cuales creó la escena del Sacrificio de Isaac que pasa por ser su mejor creación con “el desnudo más extraordinario que se conoce en la escultura románica” (Gaillard, 1935). Suyos debieron de ser algunos capiteles del primer claustro románico y algunos de la nave en los que se ha descubierto (en tres de los cuatro grandes capiteles que rematan los pilares cilíndricos de la nave central) la firma de un maestro llamado Bernard, quizás un Bernardus que según apuesta su descubridor (García Omedes, 2010) pudo formar parte del grupo de canteros que van con el “Maestro de Jaca”, si no es el nombre del propio jefe del taller. Completando el elenco, como referencia, hay obras suyas en el castillo de Loarre, incluso quizás de algún discípulo en Santa María de Iguácel, pero sobre todo lo que hay que des tacar es su interés por contribuir a crear un código visual propio para el reino.
La obra más importante de este maestro es la decoración de la portada que comunica el pórtico penitencial con la catedral, donde se sitúa el famoso crismón jaqués que se considera (Ocón, 2003) el signo de fidelidad de los reyes aragoneses hacia Roma, el documento que presagia la victoria sobre el Islám, el intento de Pedro de consolidar la imagen de esa dinastía que lo manda hacer en el bienio 1099-1100 (García García, 2010).
El pórtico se cubre con bóveda de cañón, sostenida por gruesas columnas con amplios arcos que lo abren a la plaza permitiendo contemplar los fastos reales y los ritos penitenciales (Miércoles de Ceniza o Reconciliación del Jueves Santo). 

Catedral de Jaca. Sacrificio de Isaac

Catedral de Jaca. Tímpano de la portada occidental 

Es un espacio que integra la triple dimensión sacramental –penitencial, bautismal y eucarística– que se completa con los capiteles (como el de Daniel en el que se sugiere un eucarístico pan circular en manos del profeta Hababuc) y con los letreros que explican lo importante que resulta estar preparados ante el momento de la muerte, con el alma preparada y libre de pecados. Este es el mensaje que trasmite la inscripción que corre en el dintel de la puerta y que aconseja: “Si quieres vivir, tú que estás sujeto a la ley de la muerte, ven aquí suplicante, renunciando a los alimentos envenenados. Limpia tu co razón de vicios para que no perezcas de una segunda muerte”, esa muerte eterna que atormentaba a las gentes y que no era otra cosa que el fuego del infierno.
La gran pieza que alberga el crismón y que será objeto de múltiples copias, algunas con muy poca habilidad artística, es el tímpano. Realizado en mármol y enmarcado por arquivoltas que descansan alternativamente sobre pilastras de escaso resalte y sobre cuatro columnas con basas y capiteles, dos a cada lado, su mayor fuerza la aportan las inscripciones que nos ofrece, comenzando por la que le rodea y en la que (Favreau, 1966) al identificar las tres personas de la Trinidad con tres letras se construye y propone la palabra Pax. El crismón que alberga, dividido en ocho partes que simbolizan la eternidad y que tienen ocho margaritas que hablan del paraíso, está escoltado por dos relieves con leones que son el símbolo de Cristo. El del lado derecho, que tiene bajo sus garras a un oso y un basilisco con cabeza de gallo (símbolos del mal) y cola de serpiente, representa al león vencedor de la muerte y tiene sobre él una inscripción que confirma que destruye el imperio de la muerte. A la izquierda se sitúa la figura del león protegiendo al pecador arrepentido (vestido como uno de esos penitentes cuaresmales que se congregaban en este pórtico hasta que el obispo los convocaba a entrar en el templo), ejerciendo su misericordia, pues dice la inscripción que “El león sabe perdonar al caído y Cristo a quien le implora”. El conjunto se completa con la presencia de unos capiteles que ofrecen imágenes veterotestamentarias que están protagonizadas por tres figuras clave: Daniel en el lado derecho, Moisés con su milagroso cayado y su hermano Aarón en el izquierdo. Intentando explicar la secuencia de este capitel (Simon, 2001) se ha querido entender que los personajes representados pudieran ser el rey Sancho Ramírez (al que el papa Gregorio VII denominaba quasi alter Moyses en su bula Apostolica sedes) y su hermano el obispo García que, obedientes al mandato del Señor, conducen a su pueblo hacia la reconquista de la tierra ocupada por el infiel, en suma hacia la tierra prometida.
El compromiso con las empresas artísticas de la monarquía lleva al “Maestro de Jaca” o a su taller a trabajar en edificios reales como el Castillo de Loarre, en cuya gran capilla sigue demostrando su amor por el desnudo y su apuesta por la iconografía romana, y a ejercer cierta influencia en tierras del Bearne (Lacoste, 1993). De su taller salieron otros escultores que los localizamos en muchas iglesias del reino, por ejemplo en Santa María de Iguácel (especialmente en la cabeza tallada en el ángulo de un ábaco), y que siguen utilizando esas escenas del sarcófago romano como fuente de un teórico repertorio de formas, dando respuesta a las nuevas necesidades de un Estado que quiere crear su propio código visual.
A este período protagonizado por este taller sucedió un tiempo de vacío producido por el retorno a tierras castellanas de algunos de sus escultores, a los que vemos trabajando en la portada del Cordero de San Isidoro de León hacia 1100, donde proyectan un remedo de la portada meridional de Jaca con mayor monumentalidad y quizás con el zodiaco que tuvo, si atendemos a la reconstrucción ideal de la misma con dos santos en las enjutas flanqueando el tímpano (Moralejo, 1979). Poco sabemos de lo que ocurre después, vacío para el que se habla de la presencia de escultores procedentes de Compostela a los que se adjudican capiteles conservados tanto en la catedral como en la iglesia de Santiago, aunque quizás sea el tiempo en el que se impone una nueva generación de artistas que está trabajando en el claustro de la catedral en la primera década del siglo xii. Testimonio de ese momento es el “Maestro del Sátiro” que nos ha dejado un capitel que lo convierte (Prado, 2010) en el autor de una propuesta de vanguardia que, repensando las influencias romanas, camina hacia una concepción plástica que encuentra su principio generador en la sinuosidad ondulante del sátiro. La cronología de esta nueva generación (el capitel del Sátiro se fecha entre 1105 y 1110) nos lleva al reinado de Alfonso I el Batallador y al episcopado de su gran amigo y compañero de armas el obispo Esteban de Huesca y Jaca, quien tiene que ser el impulsor de la última fase constructiva de la catedral que abarca desde 1099 a 1130, un momento de auge para otras fábricas románicas como la catedral de Pamplona iniciada el año 1100 y concluida en 1127 en el gobierno del obispo Sancho de Larrosa, un clérigo originario del valle jacetano del Aragón que llega al obispado de Iruña en 1122 y a cuya iniciativa se debe la fundación del Hospital de Roncesvalles.
A caballo entre los reinados de los dos hermanos, Pedro I y Alfonso I, trabaja otro escultor cortesano que participa de este afán por aportar nuevas imágenes al dogma cristiano, buscando nuevos repertorios de modelos que se nutren de la pintura mural, de los trabajos en marfil y de la miniatura, provocando además una fuerte estilización. Muy vinculado con el entorno hispano languedociano, este artista que ya no copia los modelos de la antigüedad es conocido en algunas ocasiones como “Maestro de San Sixto”, por haber esculpido el capitel de la lonja meridional que rememora momentos del mandato papal como la entrega del Santo Grial a san Lorenzo, aunque es más apropiado considerarlo como “Maestro de doña Sancha” por ser el autor de la decoración de la parte frontal del sarcófago de esta condesa aragonesa, viuda de Ermengoll III de Urgell, que se conserva en la Benedictinas de Jaca desde 1662, fecha en la que se trajo del monasterio de Santa Cruz de la Serós fundación real que ella protegió y convirtió en su residencia principal hasta el final de su vida.
El sepulcro, considerado como “pieza clave de la escultura funeraria románica española”, es sin duda un homenaje a la monarquía de Aragón y a la familia que la hizo posible (Buesa - Simon, 1995). En la parte frontal se nos muestran tres momentos de la vida de la condesa, en escenas separadas mediante pequeñas columnitas, que comienzan mostrando el grupo de las tres hijas de Ramiro I (Urraca, Sancha y Teresa) vestidas con mucha distinción de tocas y ropajes, presidido por la condesa que lleva un libro en la mano y está sentada sobre la típica silla de tijera. La escena central sugiere el momento en el que dos ángeles elevan al cielo el alma de doña Sancha, representada como una niña desnuda inscrita en la mandorla, con dos águilas que observan la escena posada sobre libros y columnas que nos remiten simbólicamente a la figura de san Juan Evangelista como autor del Apocalipsis. En la escena de la derecha nos encontramos a un obispo, con báculo, que está acompañado por dos clérigos tonsurados que portan respectivamente una naveta con su incensario y un libro abierto. Esta escena, en la que la perspectiva no es frontal sino oblicua para dotarla de mayor sensación de movimiento, ha sido interpretada como la propia ceremonia del entierro de la condesa por el obispo Pedro y también (Quetgles, 2011) como una clara referencia a la importancia de esta mujer en la europeización de la iglesia aragonesa, en especial a “su crucial intervención a la hora de instaurar el rito romano en Aragón” en marzo del año 1071.

Santa María de Iguácel

Catedral de Roda de Isábena. Interior

Santa María de Alaón. Ábsides

Monasterio de Benedictinas de Jaca. Sarcófago de doña Sancha 

Dimensión funeraria, como guardianes de los muertos, tienen los grifos enfrentados en la cabecera del sarcófago y dimensión pontificia, como protector del reino, aporta el crismón trinitario que –además de referir la lucha contra el Islam como el gran triunfo de estos monarcas– se elige con un claro interés apologético e identitario cara a la comunidad cristiana de los habitantes del reino aragonés (García García, 2012). En la parte posterior tres arcos compartimentan un espacio en el que luchan dos guerreros (alusión a la lucha entre el Bien y el Mal que personifica la propia reconquista) y un personaje enfrentándose a un animal que es deudor de la recurrente manera de mostrar la formación militar y la habilidad guerrera de los monarcas.
No cabe duda que la obra está realizada entre 1095 (fecha del testamento de doña Sancha) y 1100; que está labrada en el Real monasterio de Santa Cruz de la Serós y que es obra de dos escultores a los que la condesa, muy posiblemente, ve trabajar en sus largas estancias en el monasterio. El primer autor, conocido como “Maestro de doña Sancha”, conoce bien los recursos formales y cuida la definición de los plegados, trabajando en el capitel de la Anunciación, situado en la cámara secreta de la iglesia de Santa Cruz de la Serós, en el de san Sixto hoy en el pórtico sur de la catedral de Jaca, o en el tímpano de la Epifanía de San Pedro el Viejo de Huesca. El segundo escultor completa la obra asumiendo la autoría de la parte posterior, que es de labra menos refinada, de caras rectangulares frente a las redondas del primer maestro y en la que no se maneja bien la adaptación al marco de sus figuras. El “Maestro de doña Sancha” intervino también en el claustro de la catedral realizando algunas piezas como el repintado capitel de la Huida a Egipto durante el primer tercio del siglo xii, completando lo realizado por el “Maestro de Jaca” en los últimos años del siglo XI y dotando a la catedral de un claustro de “sesenta columnas” que sería desmontado entre 1615 y 1693 (Aznárez, 1961). 

Alfonso I el Batallador (1104-1134). La nueva estética De La Monarquía
A la muerte de Pedro I, sin descendencia, se convierte en rey su hermano Alfonso que es fundamentalmente un guerrero, al que no le interesan las empresas artísticas de sus antepasados pues su prioridad es la lucha por extender el cristianismo. Su vida personal la tuvo que dedicar a los complejos problemas que le acarreó su complicado y agitado matrimonio con Urraca de León y Castilla, que le convirtió en rey consorte (1106-1114) pero le produjo graves enfrentamientos con ella y con la nobleza de aquellos reinos, lo que no impidió que llegaran a esas tierras los modelos arquitectónicos aragoneses a través de la iglesia de San Millán de Segovia, que reproduce –entre 1111 y 1126– el esquema constructivo de la catedral de Jaca.
Aunque llevaba varios años en la corte, a la que fue llamado por su hermano Pedro I ante la evidencia de la débil salud del joven heredero, nunca albergó un gran interés por la gestión del reino puesto que su pasión era marchar a luchar a Tierra Santa, empresa en la que nunca pudo participar lo que le marcó hasta tal punto que en su testamento dejó el reino de Aragón a tres Órdenes militares: el Temple, el Hospital y el Santo Sepulcro. Su gran acción fue la conquista de la ciudad de Zaragoza, en 1118, y la más llamativa la expedición a tierras granadinas para liberar a los mozárabes que allí vivían, de los cuales se logró traer varios cientos y asentarlos en tierras aragonesas.
Esta situación influye en los edificios que se levantan gracias a su mecenazgo, entendidos como construcciones muy sobrias en las que no abunda la decoración escultórica, pues parecen transcribir ese espíritu militar que gusta por las formas geométricas. El testimonio más importante del peculiar sentido estético de este monarca lo tenemos en la iglesia de San Pedro de Siresa que se construye sobre un anterior templo, en un lugar ya habitado desde el mundo visigótico y en el que además se construyó el primer enclave espiritual que cohesionó el sentimiento del condado aragonés. A todo ello, hay que sumar que el rey cuando habla de Siresa, donde vivió de niño con su tía la condesa doña Sancha, lo hace destacando que sus gentes siempre han tenido con él una relación muy directa, una cercanía que aconsejó convertirlos en su guardia personal. Para compensarles a ellos y para recuperar un espacio de tanta carga histórica, el rey decide acometer la construcción de la iglesia románica de San Pedro y ordena que todas las gentes trabajen un día al año “para la obra de Siresa” en sus propiedades agrarias.
La iglesia se tuvo que levantar entre 1120 y 1140, ya que en 1121 les dio la iglesia románica de Santiago en Zaragoza y en 1145 Ramón Berenguer IV entregó la iglesia chesa a los de Agüero. Estamos ante un edificio que destaca por su monumentalidad y austeridad, sin ninguna concesión a la típica decoración jaquesa con escultura, en la que esa articulación mural lograda por molduras se convierte en otro rasgo del interior de este templo. Sus dimensiones, diseño de planta, soluciones de alzados y procedimientos de construcción lo separan evidentemente de lo que se estaba haciendo en el románico de la corte aragonesa (Martínez De Aguirre - Lozano - Gómez-chacón, 2012).
Contemporánea de esta obra en la entrada del valle del Aragón Subordán es la gran cripta de la catedral de Roda de Isábena, situada en la zona de su cabecera y compuesta por tres espacios que conviene detallar. La alargada y estrecha cripta norte funcionó como una sala del tesoro, con cajones que rodean el muro absidal para albergar dinero, documentos y orfebrería, siendo decorada en los inicios del siglo XIII con unas pinturas al temple que se vinculan con el “Maestro de Navasa”.
La cripta central corresponde al inferior del ábside central, con un muro en el que ya se indicó presencia de aparejo de sillarejo lombardo y con unos arcos de comunicación con el templo que son modernos. El interior es un espacio ordenado por seis pequeños tramos cubiertos con bóveda de arista que configuran un recoleto templo para las reliquias de san Valero y san Ramón del Monte, custodiadas en dos nichos que albergan las urnas barrocas con sus restos. En medio de esta cripta se situó, después de estar en el claustro, el sarcófago esculpido de san Ramón en el que estuvo físicamente el cuerpo del santo desde diciembre de 1170 hasta el año 1650.

Roda de Isábena. Cripta central de la catedral 

La razón de esta actividad constructiva es que Roda de Isábena fue el centro de acción del obispo san Ramón del Monte (†1126) que se convirtió en uno de los más importantes impulsores de las empresas artísticas en el reino de Alfonso I, desde que llega al obispado en 1104 y acomete la obra de la pequeña capilla “de la Enfermería” que consagra en 1107 a san Agustín y san Ambrosio y que estaba decorada a juzgar por los restos del Pantocrátor, por las cuatro figuras con nimbo que se presentan a ambos lados de la ventana, y las imágenes que podemos suponer hubo en el intradós del arco del presbiterio. Estas pinturas, de imágenes rotundas y definidas, de rostros apenas sugeridos pero muy humanos, son una muestra más del quehacer de los talleres pictóricos de la primera mitad del siglo xii que, en este caso, han sido vinculados al trabajo del “Maestro de Taüll” y más recientemente al del “Maestro de Pedret” (Borrás - García Guatas, 1977), un artista de formación italo-bizantina que sabemos fue la persona que recibió el encargo de decorar la catedral de San Licerio de Coserans, lugar de procedencia de san Ramón. Si esa capilla marca el inicio, el broche podría ser la cripta de su catedral plenamente románica, en la que el altar de Santa María se consagra en 1125 (iglesias, 1989). Poco antes, en 1123, el obispo consagra la iglesia del monasterio de Santa María de Alaón que se comenzó a cimentar en 1103.
A pesar del mecenazgo del santo obispo en las iglesias de Taüll, es evidente que la arquitectura de esta zona en el reinado de Alfonso I nos recuerda más a la catedral de Jaca, concretamente en un ajedrezado que está más cerca del modelo original que de la reinterpretación hecha por los cante ros ribagorzanos en el claustro de Roda de Isábena (Sgrigna, 2010). De este influjo del arte oficial jaqués nos habla también el uso de pilares cruciformes alternados con columnas monolíticas, forma constructiva poco frecuente en estas tierras ribagorzanas y que nos ratifica el influjo que ejerce en ellas la catedral de Jaca. Tampoco encontramos relaciones con el cercano valle de Boí pues aquí no predomina la decoración pictórica sino la escultura en arquivoltas y aleros. Con todo ello, se puede pensar que en este momento, gobernando Alfonso I, en tierras ribagorzanas se está encontrando un punto medio entre las nuevas formas constructivas y decorativas del románico aragonés con la tradición lombarda. Un asunto que tiene mucha importancia puesto que la influencia de la escuela alaonesa se extiende por numerosas iglesias del ámbito pirenaico y prepirenaico como Santa María de Coll, en Boí, o la aragonesa iglesia de la Madre de Dios en Castanesa.
Junto a los maestros canteros también viajan los pintores. En los últimos años del reinado del Batallador está activo un taller de pintura, autor de unos trabajos en estilo románico pero de carácter muy popular, que trabaja en la zona oriental de Aragón muy vinculado al obispado de Roda desde los tiempos de san Ramón (1104-1126) hasta el activo episcopado de Pedro Guillermo (1130-1134). No sabemos mucho de estos artistas pero se les considera autores de varias obras (La Carra, 2013) entre las que estarían los fragmentos de pintura mural de la iglesia serrablesa de Susín o el fragmento de pintura sobre tabla procedente de la iglesia sobrarbense de San Vicente de Vió, ambas conservadas hoy respectivamente en los museos diocesanos de Jaca y Barbastro-Monzón. En Vió lo que parece ser un conjunto de personas en un Calvario se presentan sobre un fondo de bandas horizontales de distintos colores que nos recuerdan a las de Almazorre y Susín, con lo cual tendríamos un primer rasgo que identifica al grupo y que se completaría con los convencionalismos en el dibujo y con la representación de los pliegues de una determinada forma.
La obra más importante de este taller es la decoración mural al temple de la iglesia de San Esteban de Almazorre (Lacarra, 2010), que podemos situar entre los años 1130 y 1131 en función del documento de consagración realizada por el obispo Arnaldo Dodón de Huesca-Jaca el 6 de enero de 1131. Por los restos que se conservan, la pintura original cubría la totalidad de la cabecera, la bóveda y el intradós del arco triunfal de ingreso al presbiterio, no pudiendo asegurar el nivel de decoración existente en los muros de la nave. Los temas tratados son el Pantocrátor entronizado sobre un escabel con almohadón y rodeado por el Tetramorfos que, nimbados y con alas, dirigen sus miradas hacia la Divinidad que preside la composición. En el cilindro absidial quedan restos de una pintura representando a un hombre montado a caballo y cubierto con un original tocado a modo de turbante terminado en punta (lado derecho) y de otro jinete a caballo (lado de la Epístola), que nos están sugiriendo la representación de un tema del gusto del momento: el enfrentamiento entre musulmanes y cristianos, entre las fuerzas del Mal y las del Bien. El conjunto, de notable pobreza cromática, se completa con la representación de dos crismones que nos hablan de la consagración del templo y con unos cortinajes que se extienden a manera de zócalo, de acuerdo con lo que es habitual en la pintura mural del románico. Este conjunto mural de Almazorre, en tierras del Sobrarbe, culmina con la representación del Calvario en el muro del evangelio y con una Epifanía en el de la epístola.

San Esteban de Almazorre. Pinturas del ábside 

Ramiro II de Aragón (1134-1157). La Difusión De la Devoción a María
A la muerte de Alfonso I a consecuencia de las heridas que recibió en la perdida batalla de Fraga el 17 de julio de 1134, se abrió un periodo de conflictos provocados por sus extrañas disposiciones testamentarias entregando la herencia de sus mayores a las tres órdenes militares activas en ese espacio de Tierra Santa al que nunca le dejaron ir. En ese momento se abrieron unos años muy difíciles puesto que era inviable respetar sus últimos mandatos, antes que nada porque lesionaban los derechos patrimoniales de su familia y los nobles no estaban dispuestos a servir con sus bienes a unos señores que no conocían. Mientras los navarros aprovechan la ocasión para independizarse, los aragoneses eligen rey al último hijo de Sancho Ramírez en una asamblea celebrada en la ciudad real de Jaca, aunque en ese momento es posible que fuera obispo de Roda. El nuevo monarca, que tiene cuarenta y nueve años de edad, acomete la que considera su mayor obligación –el dar al reino un heredero– y desposa a la viuda Agnes de Poitiers († c. 1159) en la recién terminada catedral de Jaca el 13 de noviembre de 1135. De ese matrimonio con la también conocida como Inés de Aquitania nacerá la futura reina Petronila en agosto de 1136. Conseguido este objetivo, el rey Ramiro necesita encomendar el gobierno del reino a una persona que le permita volver a retirarse al claustro y mandar a su esposa a las tierras de sus mayores. La persona elegida para gobernar en nombre de la princesa será el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona que casa con la heredera, de apenas un año de edad, en espera de poder contraer matrimonio en 1150.
Asegurada la sucesión en el trono (en sus propias palabras “la restauración de la sangre y de la estirpe”) el rey se retira al monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca desde donde vigilará muy atentamente la gestión política desarrollada por su yerno el conde de Barcelona, nombrado príncipe de Aragón, al que en alguna ocasión tuvo que frenar en sus intentos de traicionarle. El rey Ramiro muere el 16 de agosto de 1157 y le sucederá su hija Petronila hasta el año 1162, momento en el que recibirá la herencia su hijo Alfonso II que será rey de Aragón y conde de Barcelona. En estos años se está produciendo el paso de un estado pirenaico a un estado con presencia en las costas mediterráneas, a un estado configurado como un conjunto de territorios bajo la autoridad del rey de Aragón.
Del mecenazgo artístico ejercido por Ramiro II, conocido como “el rey Monje”, hay dos cuestiones que merecen ser anotadas: por un lado la difusión de la devoción a la Virgen María y por otra la puesta en marcha de la construcción de importantes espacios claustrales. Mientras tanto, se generaliza el románico por las llanuras del valle del Ebro con iglesias en piedra de cantería regular, grande y bien trabajada, reiterando a esa sociedad más segura y productiva la antigua visión de la iglesia como imagen de la Jerusalén celestial, desde la puerta que abre la ciudad de Dios hasta el ábside como lugar santo.
Ramiro II, educado en el monasterio francés de Saint-Pons-de-Thomières, es la persona que promueve la devoción a María en su reino y es el que hará posible (Torralba, 1975) la fundación de los tres grandes monasterios dedicados a la Virgen: Santa María de Veruela (iniciada en 1146 y concluida en 1171), Santa María de Rueda (iniciada en 1152 y concluida en 1182) y Nuestra Señora de Piedra (iniciada en 1164 y concluida en 1195). Todo ello dentro de un momento en el que los papas ponen bajo su protección a la iglesia venerable de Santa María la Mayor de Zaragoza, con Inocencio II en 1141 (Buesa, 2015). Todo este cambio en la concepción de la espiritualidad y la necesidad de sustituir las costosas reliquias, produce la proliferación de imágenes con la iconografía de la Virgen sentada en el trono al servicio de la Epifanía de Cristo, con su Hijo en el regazo, que además protagoniza los dramas litúrgicos que aportan emoción a la vida anodina de las gentes. Por ello, su abundancia también debe explicarse desde el convencimiento de que ellas mismas son objetos dignos de veneración, desde la circunstancia de su hallazgo prodigioso hasta las leyendas que explicaban los milagros que podían obrar y que las asimilaban a las reliquias, al quedar demostrado que eran un camino directo a la intercesión divina en el particular territorio en el que se había “aparecido” la imagen.
Esta es la razón de la abundancia de tallas de la Virgen, ejemplo importante de la escultura mueble románica que pueden ordenarse en diferentes tipologías según se la presente hierática como Trono de Dios o humanizada como Madre de Dios, incluyendo en este prototipo las Vírgenes de Majestad y las Vírgenes de Ternura. La concepción de María como trono de Dios, con los brazos extendidos al frente en señal de protección de su Hijo, va unida a la evolución de la tipología de la sede sobre la que se sienta, a la configuración de sucesivos modelos que nunca respondieron al concepto de escaño (banco con respaldo), ni sillas de tijera tan habituales en las miniaturas como asientos de la familia real. Nos encontramos con tronos con gradas (en casos como las Vírgenes de Villanúa e Iguácel esta grada semicircular aparece decorada con dientes de sierra en rojo, en todo su frente, sugiriendo un cojín en el que apoyar los pies), escabeles sin respaldo y sedes o sillas. En el momento que nos ocupa, en el siglo XII la sede tiene cuatro elementos de apoyo que se rematan en altura con piezas esféricas que sirven de adorno, vástagos que en la zona ribagorzana tienen forma cilíndrica, y se decoran con juegos de elementos geométricos ordenados en retículas y ajedrezado, incluso representaciones heráldicas de barras rojas y gualdas, símbolo evidente de la familia real que gobierna la Corona de Aragón, en ese momento personificada en Alfonso II, como ocurre con la Virgen de Agüero (Buesa, 2000).

Virgen de Villanúa

Virgen de Iguácel 

Como referencia para su ubicación cronológica sabemos que los vástagos posteriores irán creciendo en altura y a finales del xii se habrán convertido en un evidente respaldo, como ocurre en la zaragozana Virgen del Salz fechable hacia 1190. Ese será el momento también en el que aparece la corona en la cabeza de María, puesto que las primeras imágenes se presentaban con un tocado, de origen evidentemente bizantino, que les cubría la cabeza, el cuello, los hombros y a veces el pecho. Ese tocado, una de las cuestiones más características de la moda románica, lo tenemos en la Virgen de Villanúa, en la de Iguácel o en la de Agüero, todas ellas anteriores a 1180, conviviendo con la presencia de diademas en cuyo desarrollo se intenta simular y reproducir pedrería (Nuestra Señora de Carcavilla). De entre todas ellas hay que destacar la imagen policromada de Santa María de Iguácel que presenta notables influencias del mundo romano en la indumentaria, mientras va rompiendo –tímidamente– el hieratismo en algunos rasgos como la posición de las manos, poniendo a través del nuevo ademán en conexión a la Madre y el Hijo. Custodiada en el Museo Diocesano de Jaca, hay que considerar que es obra de los años del reinado de Ramiro II el Monje al igual que la talla de Nuestra Señora de los Ángeles de Torre ciudad, santuario al que sabemos realizó una visita el rey monje y a cuya imagen recientemente se le ha colocado una cubierta dorada. Lo más curioso es que presenta un fuerte bizantinismo y cierta similitud con el rostro de Nuestra Señora de Villanúa de finales del XI, que debe ser estudiada.
Si atendemos al traje románico, deudor tanto del mundo romano como de las modas bizantinas, hay que destacar la existencia de un grupo de imágenes que presentan un manto cerrado bajo el cuello –provocando una imagen cargada de espaldas– abierto por la parte frontal, acentuando intencionadamente ese sentido geométrico y volumétrico de la figura. Son obras fechables a finales del siglo xii y localizables estéticamente en los talleres ribagorzanos, en concreto en el círculo de influencia de Roda de Isábena y, por tanto, también en el ámbito territorial del valle de Boí. Son ejemplares de este grupo (conocidas en Cataluña como de “tipo pirenaico”) las imágenes marianas de Roda, Graus, Villanueva, la Virgen de Pedrui en Puebla de Roda, y algunas tallas que hoy se encuentran fuera de Aragón, como la de Santaliestra que nos muestra con rotundidad los otros rasgos de esta tipología de tallas: el canon de tres cabezas, la corrección de sus facciones o los pliegues acanalados verticales de la túnica, cayendo desde la cintura y generando un sentido cúbico en la parte inferior de la imagen. Del último momento de este grupo sería la Virgen de Piñata, actual mente en Lérida y fechable en el tránsito al siglo XIII, que tiene al Niño como pieza independiente y segregable para protagonizar las fiestas litúrgicas.
Estas evidencias nos reiteran la necesidad de entender que existió en este siglo XII una escuela ribagorzana en el modo de interpretar la talla románica, consecuencia directa de ese carácter in novador que sabemos alentaba la clerecía de Roda desde el entorno del año 1100 y que perduró en tierras aragonesas incluso después de ser privados de la sede episcopal, trasladada a la ciudad de Lérida en 1149. La pervivencia de esta escuela rotense de imaginería en el siglo XIII se redujo a la repetición de viejas fórmulas aprendidas por artesanos locales que mantienen la herencia asimilada, los modos de tallar la madera que no sólo produjeron imágenes devocionales de María sino también magnificas imágenes del Crucificado que se hacen en la segunda mitad del siglo XII y en el XIII. Ejemplo singular es el Crucificado de Castiliscar, diócesis de Jaca y provincia de Zaragoza, trasladado allí por los caballeros ribagorzanos que repueblan el lugar, pero no menos importantes son el Cristo de la catedral de Jaca, de finales del siglo XII, el Cristo de la colegiata de Alquézar, segunda mitad del siglo xii, y el de San Lorenzo de Ardisa fechable en la primera mitad del siglo XIII. Y por supuesto, hay que incluir en este grupo la talla de san Juan Evangelista –única pieza salvada de la quema de un Calvario románico en 1936– que se conserva en Roda.
La importancia de este taller de tallistas y carpinteros de los que conocemos a Pedro “carpintero”, por una inscripción del necrológico claustral de Roda, se puede apreciar en otras obras de mobiliario románico que se encuentran en esta diócesis ribagorzana, caso de la destrozada silla de san Ramón, realizada en boj y decorada con garras y cabezas de león en las extremidades inferiores y superiores de sus brazos plegables, presentando en el resto una ornamentación vegetal de entrelazo, hojas y flores, que se ha relacionado con la Biblia de San Juan de la Peña (ejemplo de la importante producción de miniaturas de ese monasterio en torno al año 1100) y con la arqueta pequeña de Loarre fechable a principios del siglo XII (Íñiguez, 1977).
Contemporáneo con estos talleres rotenses es el auge del trabajo de la madera en las tierras del otro gran obispado de Huesca a cargo de artistas –conocedores de lo que se está haciendo en la vecina Navarra– que mantienen fórmulas de trabajo a través de la trasmisión familiar y que están posiblemente muy vinculados a la familia real. El ejemplo de este trabajo es la imagen de la Virgen sentada en un elaborado trono, con balaustres torneados, que se conoce como “trono oscense” y se irá perfeccionando a lo largo de la segunda mitad del siglo xii (Virgen de la Liena, conservada en Murillo de Gállego, Virgen de la Magdalena en Huesca o la Virgen de Bahón, en Villarreal de la Canal) y producirá excepcionales tallas en el reinado de Jaime I, caso de la Virgen de la Consolación del palacio real de la Aljafería, decorada en la base del trono con las barras aragonesas. Coincidiendo con estas piezas vinculadas con la ciudad de Huesca, pervive la tipología de la Virgen Trono que va evolucionando hacia modelos más humanos que están de acuerdo con la idea de María como intercesora ante Dios para la salvación del ser humano.
Al pasar el año 1200 mientras el trono va perdiendo entidad adquiere protagonismo el manto (formando numerosos pliegues que lo dotan de mayor volumen) y el gesto de la mano con la palma hacia arriba, que se va generalizando desde el último tercio del siglo XII incorporando atributos de la naturaleza, como frutas y flores. Este modelo producirá un grupo de tallas en las que el Niño perderá el hieratismo apoyando los pies sobre la rodilla izquierda en una mal resuelta posición de erguido. El ejemplo de todas ellas es Nuestra Señora de Salas, de principios del siglo XIII, devoción que universalizó Alfonso X el Sabio dedicándole diecisiete cántigas y que sirvió de modelo a muchas más, incluido un grupo de imágenes realizadas en el campo de Jaca (Siresa, Baraguás, Villanovilla) que hoy mayoritariamente se conservan en su Museo Diocesano. 

Petronila de Aragón (1157-1164). El románico en La ciudad de Huesca
La reina Petronila, nacida en agosto de 1136, trabajó toda su vida para transmitir la herencia de la dinastía a su hijo Alfonso (que abandonó el nombre paterno de Ramón con el que fue bautizado y tomó el de su tío) bajo la atenta mirada de su padre Ramiro II, que se recluyó en el monasterio de San Pedro el Viejo hasta su muerte en 1157. La propia reina residió la mayor parte de su vida en Huesca, capital del reino en la que nació en 1157 su hijo Alfonso, ocupando parte de las estancias de la antigua fortaleza musulmana que ella contribuyó a convertir en su palacio y que es considerado (Guitart, 1976) como “el único ejemplo de un castillo urbano levantado para residencia real que podamos atribuir con seguridad al siglo xii en las ciudades corte de la España cristiana de su tiempo”. La zona que ha llegado hasta nosotros se organiza con un edificio rectangular que pudo ser el Salón del Trono, que actualmente presenta dos arcadas ojivales de claro aire gótico y restos de la reforma que se hizo en el siglo XVII para usarse como Paraninfo de la Universidad oscense. Desde este espacio se accede a la Torre de la Zuda que tiene dos alturas y es de planta hexagonal, cuestión que algunos creen se debe a que fue construida sobre alguna edificación anterior.
Atravesando una interesante portada y descendiendo unos escalones, aunque estamos muy por encima del nivel de la calle, se llega a la conocida como “Sala de la Campana de Huesca” por ser el escenario que la tradición ha vinculado a un famoso suceso acaecido en el reinado de Ramiro II, motivado por la falta de lealtad de algunos nobles, que controlaban las fortalezas claves para la estabilidad del reino, a los que les cortó la cabeza para colocarlas en una estructura en forma de campana tal como relata un cantar de gesta. Esta alargada sala, iluminada por dos ventanales de derrame interior está cerrada en sus extremos oriental y occidental por sendos ábsides de tambor, cubiertos por bóveda de cuarto de esfera, y se cubre con bóveda de arista en el espacio rectangular que queda entre ambos ábsides.
Sobre este espacio se encuentra la conocida como “Sala de doña Petronila”, pues suponen los cronistas que en ella tuvieron lugar sus esponsales con el conde barcelonés. Para acceder a ella hay que volver a salir de la “Sala de la Campana” a la supuesta sala del Trono y, utilizando una moderna estructura, subir hasta la puerta que abre la escalera intramuros que llega a la estancia superior de la torre hexagonal. Esta iglesia del palacio real, donde estuvo la biblioteca de la Universidad Sertoriana, es un gran espacio rectangular cuyos muros se adornan con una arquería ciega de arcos semicirculares, sencilla en el ábside y doble en los tramos rectos, que apoyan en columnas que presentan un muestrario escultórico en sus capiteles donde saltan a la vista evidentes conexiones con el románico que se construye en las Cinco Villas, en concreto con la iglesia de San Gil de Luna (1157-1170), tanto en su concepción espacial y arquitectónica como en la decoración escultórica de los trece capiteles que quedan, obra de delicada talla y policromados en su momento a juzgar por los restos que podemos ir viendo desde el inicio del ciclo, en el lado norte del presbiterio, con las escenas de la Anunciación y de la Visitación (ESCÓ, 1979). En este conjunto, no muy alejado de los modos de trabajar del maestro borgoñón Leodegario, se detecta la aparición de los estilemas de un grupo de escultores liderados por el conocido como “Maestro de San Juan de la Peña”, persona que es muy posible que se ocupara durante su estancia en Huesca de las obras del claustro de San Pedro el Viejo, iniciadas a partir de 1170, que venían a completar el espacio monástico presidido por la iglesia basilical de tres naves con bóveda de cañón, que se había concluido pocos años antes, quizás en torno a 1160, en el reinado de Petronila de Aragón.

Huesca. Sala de doña Petronila 

Estamos a mediados del siglo XII en un momento en el que los obispos, ayudados por la monarquía aragonesa, están interesados en modernizar o construir claustros para los grandes monasterios del reino (Buesa, 2003). Se ha concluido el de Alaón hacia 1130 y por esas fechas se comienza a pensar en la construcción del de Roda de Isábena, que se concluirá sin problemas económicos –aunque la catedral pierda su condición de sede episcopal (1149)– gracias a los notables ingresos que generan las peregrinaciones al sepulcro de san Ramón. El claustro se sitúa en la parte norte de la catedral y conserva las cuatro galerías de arcos de medio punto, apoyados en sencillas columnas de corto fuste que presentan capiteles (mutilados para sostener una estructura de madera) esculpidos toscamente con motivos geométricos, vegetales y, en un par de casos situados en la crujía sur, con representaciones de animales domésticos fundamentales para la sociedad que levanta el claustro: perro, asno y gallo. Para sostener la cubierta de piedra presenta al interior una armadura de madera que se vincula a los esbeltos arcos de medio punto que, en los ángulos del claustro, sirven para reforzarla. Una interesante imposta esculpida con el clásico ajedrezado jaqués recorre todo el perímetro claustral.

Catedral de Roda de Isábena. Claustro 

La importancia del claustro reside en las 191 inscripciones epigráficas que recordaban los días en que fallecieron aquellos por los que los clérigos rotenses deciden rezar desde 1143, fecha del epígrafe más antiguo conservado (Durán, 1967). Su datación a mediados del siglo XII, ha sido cuestionada (rico, 2004) al proponer como autor a un posible “Maestro de Roda” que en 1240 esculpiría “de un tirón las memorias de más de quince miembros de la catedral, fallecidos anteriormente”. En la zona este, en el acceso a la sala capitular, se conservan cinco arcos que presentan intradoses y ábacos decorados con laudas funerarias que aún conservan restos de la policromía original.
Aunque hay dudas de que Ramiro II fuera obispo electo de Roda, de lo que no cabe duda es que su espacio vital más importante fue el monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca, al que se retiró el año 1137 y al que tras su muerte, en agosto de 1157, convirtió en su propio panteón. Este enclave que centró la vida espiritual de los cristianos mozárabes en la ciudad musulmana, fue puesto bajo el control del monasterio francés de Saint-Pons-de-Thomières, donde había ingresado para hacerse monje benedictino el futuro Ramiro II. La iglesia sigue el modelo de la planta de la catedral de Jaca, basilical de tres naves cubiertas con bóveda de cañón, aunque es más tardía pues se concluyó en torno a 1158-1160 durante el reinado de Petronila de Aragón. Poco después, entre los años 1170 y 1184 –según los datos del cartulario de este monasterio– se puede situar la construcción del claustro románico, siendo el clérigo Deodato quien aparece documentado a cargo de la obrería del monasterio y al que no habría problema en considerar administrador e impulsor de la obra claustral (BaLaguer, 1943). En lo que se refiere al quehacer constructivo, esta mención documental no es única puesto que en 1191 los monjes llegaron a un acuerdo con el cantero Berenguer, para recabar su ayuda (operetis nobiscum) en las obras que estaba previsto realizar en el monasterio en lo sucesivo. En 1213 el cantero sigue activo en Huesca y parece haber adquirido un gran prestigio que lo convierte en autoridad en esta materia (Aguado, 1916).
No obstante, de estas citas documentales y del conjunto de los tardíos letreros funerarios, tanto necrológicos como sepulcrales, que albergan el Necrologium leído diariamente en la conmemoración de difuntos del oficio de Prima, este espacio claustral ha sido interpretado desde dos líneas de trabajo. La primera supone (Crozet, 1986) que está realizado entre 1145 y 1175, fechas que incluso se concretan a la década de 1170 (García LLoret, 2005) cuando se produce una fuerte relación con el mundo silense a través de Soria, cuyo claustro de San Pedro tiene claros paralelismos escultóricos con el oscense lo mismo que le ocurre al de Santa María de Tudela iniciado en 1186. Por el contrario, la segunda línea de investigación apuesta por situar esta obra claustral en torno al año 1200 (Lacoste, 1979 y Melero, 1995), concretando a las dos décadas que van desde 1191 a 1210 (rico, 2004), momento en el que el claustro nace condicionado por su evidente finalidad funeraria, destinado para perpetuar la memoria de los difuntos en un programa escultórico que define el ritual del ordo defunctorum que se reza: Pascua, combate contra el pecado y Bautismo.
Mientras el monasterio ocupa la zona norte, seguramente por la actual plaza, al Sur de la iglesia se extendía el cementerio parroquial que necesitaba urgentemente la inversión de un atrio para favorecer las exequias o enterramientos que tan rentables eran a la parroquia. Esta es la razón del claustro que nace en función de esta puerta meridional en la que se ubicó un tímpano románico, de la mitad del siglo xii, dividido en dos registros. En la parte superior se muestra el clásico crismón trinitario (de tipo oscense, centrado por una estrella de siete puntos) sostenido por ángeles y, en la parte inferior, una curiosa escena de la Epifanía que da un importante protagonismo a otra estrella que, al situarla sobre la sugerencia de un elemento solar, testimonia la conjunción astrológica de Júpiter y Saturno con el Sol que tuvo lugar en el año del nacimiento de Cristo (Esteban, 2007). El conjunto nos sugiere el modo de trabajar del “Maestro de doña Sancha”, en este caso en unos ángeles que responden a sus modos de tratar los rostros, los cabellos y los pliegues, siempre integrados en un conjunto lleno de movimiento y de expresividad.
Volviendo al claustro, antes de hablar del programa iconográfico hay que recordar que los 38 capiteles que hoy vemos en las cuatro crujías del claustro (veinte de ellos son copias) fueron recolocados por el arquitecto Magdalena el año 1890, aunque es muy posible que no se respetara al máximo la disposición original (Figueras, 2011). Sobre un banco corrido y columnas pareadas que sostienen un capitel único para las dos columnas y en el que descansan los arcos de medio punto, se suceden varios ciclos temáticos que se reparten en distintas galerías:
1ª galería: Ciclo Antiguo Testamento, cristológico (Infancia de Cristo) y mariano; 2ª galería: Ciclo del Nuevo Testamento, cristológico (Vida Pública de Cristo);
3ª galería: Ciclo del Nuevo Testamento, cristológico (Resurrección y Ascensión) y mariano (Dormición) y
4ª galería: Ciclo del Bestiario y Vida del hombre (lucha del Bien y del Mal) y Ciclo de Constantino. Analizando este programa se ha propuesto una lectura litúrgica que nos permite reconocer en la primera galería el Adviento, en la segunda temas de Cuaresma como la Pasión, en la tercera la Pascua (Resurrección, Ascensión y Pentecostés) y en la cuarta el tiempo Ordinario con la lucha entre el Bien y el Mal.
Esta lectura tradicional ha sido superada por la idea (Rico, 2004) de que en realidad el claustro es el enfrentamiento de dos grandes ciclos temáticos: en la zona cercana al monasterio (galería Norte y parte de las Este y Oeste) la narración de la vida de Cristo (precedida de los Esponsales de María y epilogada con la Asunción de la Virgen) y en la frontera con la tapia del cementerio parroquial, las imágenes de pecado, combate y deformidad (galería Sur y pequeña parte de la Es te). La lectura correcta se iniciaría en la galería orientada al Sol naciente donde está la escena del bautismo ritual, que evoca la primera luz del día (hora de la resurrección de Cristo) y se vincula con la Fiesta de la luz o la bendición del fuego nuevo en la semana de Pasión, y se cerraría con la escena del entierro de Cristo, en la galería occidental que está abierta a la puesta y muerte del Sol. 

Debate amplio han provocado una serie de escenas que parecen hablarnos del acontecimiento de la conquista de Huesca, asunto que puede comprenderse que los monjes no querían dejar en el olvido por ser origen de muchos de sus privilegios. En el capitel que centra la galería meridional se representa la entrada, el 27 de noviembre de 1096, de Pedro I a caballo, observado por dos dolientes mujeres y por un hombre que se tira de los pelos. Otras escenas lo presentan sentado en el trono o en la puerta de la muralla con el obispo, restituyendo la sede episcopal tardorromana. Frente a este sugerente recorrido por la conversión de Huesca en capital del reino, restableciendo en la vieja ciudad romana el Regnum y el Sacerdotium, recientemente (Asano, 1996) plantea una nueva lectura vinculándolos al ciclo de Constantino, que aparece sentado en el trono enfermo de lepra y en el momento de recibir de dos sacerdotes paganos los recipientes que le permitirán bañarse con sangre de tres mil niños inocentes para su curación. Al mismo ciclo se adscribe el capitel que representa el bautismo por inmersión de un notable personaje, que para ella es el propio emperador bautizado por el papa san Silvestre y que para otros (rico, 2004) es el judío rabí Moseh Sefardí, médico y escritor en la corte aragonesa que fue bautizado con los nombres de Pedro Alfonso en honor de los monarcas a los que sirvió.
En uno y otro caso, estas escenas plantean una clara alusión a que las relaciones entre el poder espiritual y el poder temporal sean escenificadas –en un primer nivel– con el papa y el emperador o, en un segundo nivel, con el rey Alfonso II y el obispo Esteban II (1165-1182). No se debe olvidar que también se ha sugerido una lectura esotérica en función de contener un importante símbolo de la alquimia cristiana: la sangre de los Inocentes. Precisamente desde esta clave se piensa (García LLoret, 2005) que estas figuras –presentes tanto en este claustro oscense como en el que tuvo la antigua iglesia de San Nicolás de Soria, hoy en San Juan de Rabanera–, son representaciones simbólicas de los reyes Alfonso II de Aragón y Alfonso VIII de Castilla, que vivieron un importante encuentro pacificador en Zaragoza por obra del obispo Torroja de Zaragoza, seis años antes de convertirse en cuñados. Sus escenas aportan imagen a la historia del legendario caballero de la corte del rey Arturo, Jaufré, que da nombre al relato escrito por Alfonso II de Aragón a finales de la década de 1160.
Esta relación entre los monarcas aragonés y castellano tiene una gran repercusión que se detecta en muchos ámbitos de la cultura, incluso en conciliar la tradición escultórica aragonesa con los modelos de la llamada “escuela silense” que van a ser los causantes de la renovación de la escultura románica en Castilla y Navarra a finales del siglo XII, con la introducción de una estética humanista de raigambre bizantina. En este encuentro de modos de hacer, propiciado por esos pactos entre Alfonso II y Alfonso VIII de Castilla, surgió un elemento clave de su forma de esculpir: esos gran des ojos abultados en forma de almendra, que se adueña de las figuras del románico aragonés en la segunda mitad del XII.
Todo este conjunto de escenas que nos hablan del encuentro y convivencia de los poderes po líticos y religiosos, son obra de tres escultores entre los que también debe incluirse al decimonónico artista zaragozano Mariano García Ocaña, que bajo las directrices de Ricardo Magdalena (entre los años 1885 y 1891) hizo réplicas de los capiteles incomprensiblemente arrancados del monumento y llevados al Museo provincial de Huesca. Los otros dos autores son del siglo xii y entre ellos destaca el conocido como “Maestro de San Juan de la Peña” que se trata de un cantero, escultor y arquitecto, autóctono que dirige un grupo de colaboradores cuyo trabajo coincide fundamentalmente con el reinado de Alfonso II de Aragón. 

Alfonso II de Aragón (1164-1196). El “Maestro De San Juan De La Peña
Alfonso II es persona muy importante para entender la secuencia de la creación artística en el Aragón de finales del siglo XII, sobre todo porque es el monarca que ayudó a que el movimiento cisterciense alcanzara su plenitud en Aragón. Sin olvidar que es el protagonista indudable de la propia conformación de la Corona de Aragón puesto que él, como hijo de la reina Petronila y del príncipe Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, es el primer monarca que ostenta los títulos de rey de Aragón y conde de Barcelona desde 1164. Su condición de hombre activo y hábil permitió el engrandecimiento de la monarquía, siendo su faceta de rey poeta la que propició una cultura cortesana y refinada que puso en marcha la construcción de la cabecera de la catedral de Zaragoza, en la que casó en 1174 con la infanta castellana Sancha, y a la que mandaría trasladar la cabeza de san Valero para convertirla en la referencia espiritual y milagrosa de la nueva diócesis que se está organizando en torno a la capital del reino (Buesa, 1998). Precisamente este trasiego de reliquias provoca una de las obras más significativas de la escultura de la segunda mitad del siglo XII, el monumento funerario que se hace para albergar el cuerpo de san Ramón, canonizado por aclamación popular en la temprana fecha de 1135, al que Roda de Isábena le debía la continua llegada de peregrinos y los muchos recursos económicos que se dejaban en el lugar y en la catedral.
El rey Alfonso II de Aragón, el obispo Torroja de Zaragoza, su hermano el obispo de Barcelona y el obispo Pérez de Lérida, a finales de diciembre de 1170 se encuentran en la antaño catedral ribagorzana para organizar el traslado de la reliquia del santo obispo a Zaragoza, la que fuera su diócesis a finales del siglo III. Y pudiera ser que tratándose de un asunto tan complejo y contrario a la celosa custodia de los canónigos de Roda, estaba claro que era necesario acompañar la propuesta con un regalo que fuera muy difícil de rechazar, tal vez el regalo de una gran pieza escultórica para enaltecer aún más el culto a san Ramón. Este hecho induce a pensar que el nuevo sepulcro (García LLoret, 2008) es un regalo del obispo zaragozano, posiblemente traído desde los talleres que están trabajando en la ciudad de Zaragoza, empeñados en la construcción de la nueva catedral.
El artista que debió de ejecutar este hermoso continente funerario debió de ser uno de los es cultores vinculados con el románico provenzal que trabajan en la fachada Oeste (Cabañero, 2000) de la catedral del Salvador de Zaragoza (construida en el tercer cuarto del siglo xii). Lleva a esta idea la similitud entre el tratamiento de los vestidos de las figuras conservadas (ángeles del Apocalipsis que sostuvieron el sarcófago y ancianos del Apocalipsis que acompañaban al Pantocrátor en la portada zaragozana) y el tratamiento de algunas iconografías (la escena del Nacimiento en Roda con el capitel de la portada de Tarragona). Todo ello formando parte de un relieve bien ejecutado al que acaso desmerece un “viejo empastamiento de pintura”, que se ha señalado (Canellas - San Vicente, 1979) al valorar esos restos de policromía (en temple sobre estuco) que enriquecen el naturalismo de las figuras. A la mano de ese maestro se deben las escenas de la Infancia de Jesús (Anunciación, Visitación, Nacimiento, Adoración de los Reyes Magos), la Huida a Egipto del lateral derecho o cabecera del sepulcro y la representación de san Ramón –en el frente de los pies vestido de pontifical, entre dos diáconos que le asisten en la liturgia, todas ellas realizadas antes de diciembre de 1170 y, no hay que olvidar, muy cercanas a los talleres que trabajan en la catedral de Zaragoza.

Catedral de Roda de Isábena. Sepulcro de san Ramón

Claustro de San Juan de la Peña 

Vinculado con el palacio real de Huesca, donde nació y vivió el rey Alfonso II, está uno de los escultores más famosos del momento, cuyo anonimato ha hecho que le conozcamos como “Maestro de San Juan de la Peña” y al que comenzamos a detectar trabajando en las tierras de las Cinco Villas, a caballo entre Aragón y Navarra, donde litigaban las jurisdicciones y las propiedades de los obispados de Pamplona, Jaca y Zaragoza. No es necesario ahondar en esta primera etapa del maestro, que hay que situar entre 1165 y 1185, pero si conviene señalar que su actividad está muy vinculada al mecenazgo del obispo zaragozano Pedro Torroja (1153-1184) que además de ser hermano del arzobispo de Tarragona es miembro de una familia muy vinculada a la casa real. Esta primera etapa, la de sus trabajos en la ciudad de Huesca –concretamente en San Pedro el Viejo y en el palacio real–, se cierra con la presencia del maestro esculpiendo en el claustro de San Juan de la Peña en torno al quinquenio 1180-1185. Desde 1185 a 1200 se extiende la segunda etapa en su producción, muy marcada por la obra del claustro pinatense y en la que está dedicado plenamente al servicio de los monjes de la Peña, que le encargarán todas las obras que la comunidad benedictina ponga en marcha, trabajando posiblemente en iglesias como la de San Salvador de Luesia, Santa María la Real de Sangüesa o Santiago de Agüero.

Ábside meridional de Santiago de Agüero. Presentación en el Templo 

Como se ha indicado en el claustro pinatense está trabajando hacia 1180, obra de la que solamente quedan dos arquerías en pie –lados norte y este– tras el pavoroso incendio de 1494. Cuando este maestro llega se encuentra con el claustro construido en la década de 1130, reinando el Batallador y cuando la familia real todavía visita el monasterio frecuentemente. A ese momento pertenecería un conjunto de nueve capiteles conservados en el claustro, en los que se detecta cómo se ha perdido el naturalismo en la representación de los desnudos, cómo se presentan vestiduras de amplias superficies lisas, y sobre todo cómo se ha deteriorado su calidad con respecto a la escultura que formó el arte clásico jaqués, situándose en la línea de lo que hace el escultor que trabaja en la parte posterior del sarcófago de doña Sancha. A la vista de lo que perdura se sabe que el claustro tenía motivos de tipo zoomorfo (por ejemplo: aves inscritas en roleos vegetales o leones enfrenta dos) y vegetal (caulículos y pencas), junto a representaciones de tipo narrativo que ofrecen figuras humanas entrelazadas con los tallos vegetales habituales como restos de un Pantocrátor, la imagen de un monje castigado por distraerse en la lectura y Herodes en la puerta de su castillo.
Este primer claustro debió de concluir con la muerte de Alfonso el Batallador y la penosa gestión económica del abad Juan que dejó arruinadas las arcas del monasterio benedictino. Corren malos tiempos para San Juan de la Peña que ve cómo se convierte el monasterio de Montearagón en el nuevo Panteón real de Aragón, al enterrarse en él Alfonso el Batallador, e incluso sabe que ha perdido el apoyo del papado cuando Adriano IV, en 1157, ordenó al príncipe Ramón Berenguer IV y al metropolitano Torroja de Tarragona la destitución del propio abad pinatense. Dentro de todo este tiempo que gira antes y después de la destitución del abad sería posible entender la grandiosidad de la iglesia de Santiago de Agüero y su evidencia de templo inacabado, como materialización del intento de los monjes pinatenses de acercarse a Huesca, de llevar el monasterio a la cercanía del poder real, utilizando la propiedad rural más meridional que tenían, cercana a la capital y cercana a la calzada romana que todavía servía para comunicar la llanura con el Aragón condal. No falta la sugerencia de que este templo sea una obra iniciada por el conde Ramón Berenguer IV, príncipe de Aragón por su matrimonio con la reina Petronila, y que su propio rostro sea el que se talló en sitio preeminente del ábside (Zabala, 2016) como testimonio de su mecenazgo sobre esta inacabada construcción.
Es lógico que esta iglesia de Agüero sea un edificio de complicada historia, a resultas de la cual sólo se llegó a levantar la cabecera adscrita al románico pleno, con tres ábsides de planta semicircular en posición escalonada que son ejemplo evidente de lo que pudo ser una primera etapa concluida con sustanciales indecisiones. Para hablar de los autores del templo se ha acudido, ante la ausencia de importantes datos documentales, a lo que nos cuenta ese largo millar de marcas de cantero que presentan sus muros. En ellas destaca la famosa llave y la inscripción que nos habla, en muchos sillares del zócalo norte, de un ANOLL que bien podría ser no sólo uno de sus maestros constructores (García Omedes, 2014) sino un cantero que, cuando se suspende la obra y se destituye al abad, fuera trasladado por decisión del conde de Barcelona a la obra de la iglesia del monasterio de Poblet, cuya cabecera es posterior a 1150 y en cuyos muros volvemos a encontrarnos con su firma.
En este monumental templo lo más destacado es la escultura, especialmente el friso que decora el cilindro del ábside meridional y que lo divide en dos tramos con una sucesión de bajorrelieves que narran la infancia de Jesús de Nazaret. Es antigua (Iñiguez, 1968) la tesis que vincula estas es culturas con las de la cabecera de Santo Domingo de la Calzada, especialmente en lo tocante a sus afinidades estilísticas en la decoración vegetal, en los tratamientos de los mechones de las barbas, e incluso en la forma de tallar el rostro que ofrece un modo propio de esculpir los ojos: las incisiones de trépano en los extremos de los ojos, el tratamiento esférico del globo ocular, los párpados traza dos con líneas curvas paralelas y las cejas finas y prolongadas. En función de esta estrecha relación (Zabala, 2016) se ha propuesto considerar que no fueron los constructores de la catedral de Santo Domingo de la Calzada –cuya cabecera se suele datar entre 1158 y 1180– los que luego trabajaron en Santiago de Agüero sino que los autores de la catedral calceatense fueron los constructores que habían trabajado antes en la cabecera de Agüero, cuestión que nos daría como marco cronológico para esta construcción oscense la década de 1150, más en concreto entre 1155 y 1165.

Claustro de San Juan de la Peña. Última Cena 

El problema estaría en situar la intervención del “Maestro de San Juan de la Peña” en este templo, quizás recibiendo el cometido de proceder a cerrar la obra como más dignamente se pudiera, razón por la que es también conocido como “Maestro de Agüero” (Abbad, 1950). Su mano está en la portada de esta iglesia (pliegues curvos con muescas, cabellos de finos trazos paralelos, estructura cúbica de las cabezas, los ojos saltones en forma de almendra y el tratamiento plano de los cuerpos) remitiéndonos hacia el entorno de 1185, aunque algunos (Ocón, 2003) piensen que se realizó a principios del siglo XIII. Lo aceptado es que el tímpano agüerano está claramente vinculado a la difusión por el valle del Ebro del modelo silense de la Epifanía, que se adapta perfectamente al marco semicircular del tímpano aunque en este caso el escultor aragonés representó a uno de los reyes postrado ante el Niño apostando por hacer una versión libre de la Epifanía habitual en tierras castellanas. En el interior, la decoración del friso con la historia de Job nos confirma esta relación, recordando (Lozano, 2001) la representación del mismo tema en la girola de la catedral de Santo Domingo de la Calzada.
A pesar de la importancia de todas estas obras que acomete el “Maestro de San Juan de la Peña”, su obra más conocida es el claustro pinatense por haberse convertido en uno de los iconos del románico español. Sabemos que en este espacio está trabajando hacia 1180, concretamente en las arquerías norte y oeste, gracias a la recuperación económica que ha realizado Dodón, un hábil gestor que primero fue prior y desde 1173 abad del monasterio. La importancia de este monje se debe entender desde su condición de persona muy influyente en la corte alfonsina, donde no sólo cuenta con el apoyo de la familia real sino con la amistad del influyente obispo Torroja de Zaragoza del que se sabe (zaragoza, 1762) que “concurrió con mucha complacencia y limosnas” a la realización del claustro de San Juan de la Peña. El trabajo realizado por el maestro pinatense es notable y alcanza gran calidad en la ejecución de sus capiteles, en los cuales nos muestra escenas del Génesis, comenzando con la creación de Adán y Eva, los sucesos del ciclo del Nacimiento en sietes capiteles de la galería norte, y las escenas de la Vida Pública de Jesús que se inician con el Bautismo de Jesús y concluyen con la traición de Judas, en la arquería Oeste, que seguramente se continuaría con la narración de las escenas de la Pasión, que debieron estar en la arquería Sur.
En el conjunto no debieron de faltar representaciones del Bestiario, en las que se incluyeron las dos famosas iconografías que siempre repite en sus conjuntos: la bailarina contorsionada, en trance y acompañada de arpista, y el combate del guerrero contra el dragón. Cerraría el claustro en la zona Norte, la más próxima a la pared rocosa y a la fuente que mana en él, los capiteles de temática zoomórfica que corresponderían a la primera fase de la construcción del claustro en la década de 1130. 

Pedro II (1196-1213). Las últimas obras del románico altoaragonés
Cuando se está trabajando en el claustro de San Juan de la Peña, hacia 1178 nace el infante Pedro que es hijo de Alfonso II y de la castellana doña Sancha, hija del emperador Alfonso VII de León (1126-1157). Será esta mujer quien lo eduque en un profundo sentimiento religioso que acrecentará en sus visitas al monasterio de Santa María de Sigena, que había fundado su madre, donde parece que fue armado caballero en abril de 1188 y al que convertirá en panteón real al ser enterrado en 1213. Su profunda vinculación con la Iglesia marcó su vida desde la coronación real en Roma, presidida por Inocencio III el 11 de noviembre de 1204, hasta su participación en em presas que garantizaron el triunfo de la Cristiandad sobre los invasores almohades (como la batalla de las Navas de Tolosa en 1212), pero su muerte la encontró defendiendo a unos herejes que eran sus vasallos en las tierras de Occitania, luchando frente a los caballeros que participaban en una cruzada contra los cátaros. Se ponía fin, cuando apenas contaba treinta y tres años, al gobierno de un hombre elegante y cortés que fue un desastre como gestor, pues dejó a su muerte tanto su economía como la del reino hipotecadas y en bancarrota.
El espacio modernizador que protagoniza grandes momentos en estos años finales del siglo XII, en el paso del reinado de Alfonso II a Pedro II, es el Real monasterio de Santa María de Sigena que ha fundado la reina en las llanuras del Alcanadre, en una zona de gran importancia estratégica para el control de los caminos que conectan Zaragoza y Huesca con Lérida y Barcelona. Fundado para ser casa de las monjas de la orden hospitalaria de San Juan de Jerusalén y espacio destinado a albergar a las hijas de la familia real y de la nobleza que querían retirarse del mundo, contó desde su fundación con el mecenazgo real que se plasma –ya en 1188– con la concesión de la villa de Candasnos que aportaba las rentas necesarias con que levantar sus estancias.
La cronología de la construcción nos permite saber que en 1191 la reina se interesa por saber cómo va la terminación de la torre que se edifica en su monasterio y que cinco años después (Ubieto, 1966) la mayor parte de la iglesia está concluida puesto que (octubre de 1196) la reina se dirigía de nuevo desde Daroca a la priora, doña Beatriz de Capraria, instándole a que prohíba que las personas laicas se sienten durante los oficios divinos en el coro, a excepción de las mujeres de la familia real, y en especial de su hija doña Constanza, la futura reina de Hungría que residía en el monasterio. De aquel momento inicial sólo quedan algunas zonas del claustro monástico y de la iglesia abacial (de nave única con crucero y cabecera triple), levantadas antes de 1208 que es la fecha de la muerte de la reina fundadora y de su posterior inhumación en la capilla de San Pedro, situada en la zona norte del crucero decorada con pinturas al igual que los sarcófagos (Varón, 1771).
En este primer momento, cuando estamos hablando de la fábrica románica del monasterio, hay que señalar la importancia de la figura de doña Constanza, hermana de Pedro II que, cuando se quedó viuda del rey Emerico I de Hungría, casó con el rey Federico II de Sicilia que accedió al título de emperador del Sacro Imperio Germánico en 1212. En las dos primeras décadas del siglo xiii (hasta su muerte en 1213) será esta mujer la auténtica promotora de la construcción del monasterio cumpliendo el mandato de su madre doña Sancha; concluir un cenobio que se diseña también para ser panteón real, depositario de parte del tesoro real y custodio de un importante fondo documental de la familia real aragonesa. En ese momento esta obra se convierte en foco de atracción para los artistas que acuden a enriquecer la gran fundación de la familia real, una fundación vinculada a la aparición milagrosa de una talla de la Virgen María a un pastor, en el espacio insalubre de una laguna que les creará muchos problemas.
Del amplio conjunto de edificaciones que forman el monasterio que actualmente ha recupera do la vida religiosa, siempre ha sido pieza muy notable la Sala Capitular, que estuvo cubierta con techumbre mudéjar hasta que fue incendiada en 1936. Su mayor importancia es que estuvo decorada con un magnífico conjunto de pintura mural del siglo xiii (hoy en el Museu Nacional d’Art de Catalunya en situación de depósito) muy vinculado a ese mecenazgo real que se intensifica durante los años en los que la propia reina Sancha vive en este monasterio (1196-1208). Se repartían las es cenas de su programa por las enjutas de los cinco arcos diafragma (ciclo del Antiguo Testamento), el intradós de los arcos con las genealogías de Cristo, y los muros que acogían un ciclo del Nuevo Testamento abierto con la escena de la Anunciación y concluido con la del Descenso a los infiernos. Se nos propone una historia de la humanidad en dos ciclos principales: la humanidad caída y la humanidad redimida que se desarrolla en los muros de la sala. Iconográficamente el conjunto en lo que se refiere a los motivos decorativos y animalísticos se adscribe a la tradición románica, aunque los artistas que trabajan en este monasterio monegrino puedan considerarse originarios de diferentes lugares. Tradicionalmente se considera que muestran estrecha relación con los modelos sicilianos, en concreto con mosaicos de Monreale y con la capilla palatina de Palermo, tierra de la que doña Sancha fue reina. Sin embargo, otros (Pacht, 1961) apuntan que a Sigena llegan estos artistas desde Inglaterra hacia 1190 y después de iluminar la Biblia de Winchester.
Aceptada esta relación de las pinturas sigenenses con los talleres de la miniatura inglesa, hay que concluir señalando que su obra comienza a detectar el alejamiento de los convencionalismos, ornamentales y abstractos del mundo románico, avanzando (Borrás, 1987) hacia “un sistema de representación que pertenece a los llamados protorrenacimientos y que solamente es explicable en el ambiente áulico y cortesano que otra vez el Reino de Aragón había sabido crear en Sigena, en torno al 1200, como ya hiciera un siglo antes en la Corte jaquesa”.
Pero la actividad pictórica no se queda reducida a este monasterio, es bastante general por las tierras del reino en este último tercio del siglo XII. Entre 1170 y 1200 debe situarse la decoración de dos iglesias románicas –en Ruesta y Navasa– que están en las tierras interiores del reino pero bien situadas en la ruta jacobea que ha adquirido una enorme presencia en la vida asistencial y cultural aragonesa. La primera es una pequeña ermita dedicada a san Juan, de nave única, en la que se ha centrado la suntuosidad creativa en la decoración mural del interior que realizó un maestro pirenaico hispano, profundo conocedor de los formularios románicos y que apostaba por una libertad compositiva, riqueza cromática, y una voluntad innovadora de saltarse los marcos arquitectónicos y la simetría que determinaba la composición (Lacarra, 1993). La Maiestas Domini preside la bóveda absidal de Ruesta acompañada por los evangelistas en medallones sostenidos por ángeles, incorporando siete vasijas de barro cocido como representación de las siete lámparas que representan al Espíritu Santo. En el cilindro absidal muestra la escena de la Crucifixión, al lado del evangelio, y coloca a seis apóstoles en el lado de la epístola rompiendo el criterio de simetría. La bóveda está en fondo azul y el cilindro absidial en fondo blanco. Completa el conjunto la representación de san Pedro, en el lado derecho del arco triunfal, que nos hace suponer que se completaría con la de san Pablo en el otro lado. Este artista de la línea y del color irrumpe en el panorama de la pintura románica aragonesa con mucha fuerza y libre de que lo podamos vincular a cualquier proceso contemporáneo.
Aunque no conocemos el nombre de este artista por lo que es conocido como “Maestro de Ruesta” (Alcolea, 1964), sabemos que también es suyo el interesante fragmento de la pintura de la cabeza de un Pantocrátor que fue recuperada de las mismas paredes del ábside. Es una imagen que trasmite gran severidad frente al incipiente naturalismo de las sonrisas de los personajes sagrados que fueron pintados encima de esta primera opción que se decidió tapar y que hoy conserva el Museo Diocesano de Jaca. Completando el historial de este maestro debe apuntarse la vinculación de sus modos de hacer con el frontal de Santa María de Iguácel, pintado al temple sobre madera de pino, que aunque presente ciertos convencionalismos del período románico (como la ingenuidad de los modelos o el afán narrativo) debe de ser considerado (Lacarra,1993) como una obra en la que se inicia el gótico lineal en estos valles, sin dejar de asumir una gran deuda con la miniatura y la pintura mural de los talleres que funcionan por estas tierras en el cambio del siglo.
Del “Maestro de Navasa” (Gudiol, 1971) procede una serie de pintura mural que se hizo para decorar la bóveda y el hemiciclo del ábside de la iglesia de la Asunción de Navasa, templo al que se accede por una portada que muestra un tímpano que repite toscamente el modelo jaqués. Conservadas igualmente en el Museo Diocesano de Jaca, aportan la representación de Cristo en Majestad y la historia del nacimiento de Cristo que se desarrolla en cuatro escenas (Nacimiento, Anuncio a los pastores, Adoración de los reyes, Huida a Egipto) en el hemiciclo absidal, completándose en un friso inferior con la representación de los meses del año al modo de un menologio agrícola. Realizadas en el último tercio del siglo XII, estas pinturas siguen manifestando ese predominio del lenguaje expresivo basado en la línea y la distribución de los volúmenes según una concepción miniaturista, con un color brillante y frío a base de azul celeste y verde. Es posible (Borrás - García Guatas, 1978) que todo el conjunto responda a la voluntad de aunar la tradición iconográfica con una apuesta de libertad artística, manifestando ese naturalismo narrativo, lleno de humanidad, que se hace presente en la pintura de la segunda mitad del siglo XII coincidiendo con el reinado de Alfonso II de Aragón y de su hijo Pedro II de Aragón.

Museo Diocesano de Jaca. Pinturas murales de Navasa 

Frente a las grandes empresas artísticas que aportan nuevos aires estéticos, auspiciadas por la monarquía o las órdenes religiosas, está claro que las parroquias de la montaña siguieron manteniendo los estilemas del románico en aquellos elementos que se construyen para enriquecer la vida litúrgica de algunas parroquias (Estet, Treserra, Betesa), de manera especial en el ámbito rotense y dependientes de monasterios como Obarra y Alaón. Son un conjunto de frontales de reducidas dimensiones, limitados a servir de instrumento para una básica y ordenada narración de la vida de los santos titulares de aquellas comunidades rurales que los encargan pintar, conforme avanza el siglo xiii, en colores vivos –rojo y azul– sobre los fondos de estuco en los que se ha dibujado con incisión las siluetas de los personajes.
Al mismo tiempo, en la zona del Serrablo –comarca que tuvo intensa vida mozárabe en torno al año mil– se sitúa en la segunda mitad del siglo XIII el frontal de Gésera, obra seguramente de un artista poco hábil y también vinculado al entorno monástico, que se inspira en modelos de estética mozárabe que hacen supeditar todo al lenguaje expresivo que apuesta por el color y el dibujo co mo elementos trasmisores del mensaje. Se ha recordado (Borrás - García Guatas, 1978) que esta representación de san Juan Bautista como anacoreta enardecido que clama por una conversión de los espíritus –junto al árbol que sustenta el hacha– refleja el texto de Mateo (3, 7-10) anunciando a los fariseos que “ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles y todo árbol que no dé frutos será cortado y arrojado al fuego”. Y, por último, en las cercanías de la capital, Huesca, se encuentra el frontal de Liesa en el que un artista, aunque conoce bien el ambiente artístico de la corte y sugiere habilidad personal en su posible profesión de iluminador de miniaturas, refleja la vida de san Vicente en doce escenas sin prestar gran atención a la combinación del color y la línea. Es chocante ver a mediados del siglo XIII como se plantea este conjunto de figuras resueltas con poca elegancia y un evidente cansancio figurativo, lo que nos hace pensar en los últimos momentos de la pintura románica altoaragonesa.
En realidad, quedando lejos la dimensión europeísta que inspiró el reino (Lacarra, 1972) y caracterizó a la pintura románica aragonesa de los siglos XI y XII, asistimos a unos momentos de repliegue cultural, de una pasividad en la que se apuesta por repetir formulas generando arcaísmos a excepción de las obras promovidas por centros como Sigena (caso del frontal de Berbegal) que siguen incorporando los avances estéticos que definen los nuevos tiempos. Son las primeras décadas del siglo XIII en los que sigue trabajando el “Maestro de San Juan de la Peña” que, además de aceptarse como un escultor hábil en la composición de escenas y en su adaptación al marco arquitectónico, podría ser el modelo de ese escultor aragonés que está a caballo entre la tradición del románico clásico y la renovación del gótico que empezó a detectarse en las últimas décadas del siglo XII. Una renovación a la que contribuyó decididamente por medio de un gran taller en el que sería el maestro principal y el depositario de los modelos, a la vez que guía de otros maestros menores e incluso la referencia para un amplio elenco de escultores al que algunos denominaron “fraternidad del Maestro de San Juan de la Peña”. 

Introducción a los orígenes de la primera arquitectura lombarda. Los primeros estudios
Entre los últimos años del siglo X y los primeros del XI, comienza a producirse en Europa la difusión de la arquitectura románico lombarda construida por los maestros lombardos. Estos maestros formaban cuadrillas que por sí solas eran capaces de construir una iglesia según las tipologías que aportaban. Procedían de la cuenca alta alpina del valle del río Pó (Lombardía). Lugar en que venía cuajándose esta arquitectura y que les da el nombre con el que aparecen en la documentación: lombardus, lambardus o magistri comacini. En la actual terminología maestros lombardos.
La presencia de gentes lombardas, con oficios distintos, algunos de ellos relacionados con la construcción, está documentalmente acreditada en los condados pirenaicos cristianos ya en el último tercio del siglo X, incrementándose y perdurando en el tiempo. La difusión de esta arquitectura, arraigó de forma importante y decisiva en los entonces condados cristianos del centro y este de Hispania y del Sudeste de Francia. Sin olvidar su difusión en el mismo periodo hacia la zona norte transalpina de la Lombardía. En el resto de Europa su difusión fue notablemente menor, dejando magníficos testimonios en Saint Philibert de Tournus, donde se conservan acertadísimas soluciones estructurales en su cuerpo occidental lombardo de inicios del siglo XI y posteriormente en su nave central; o en Saint Bénigne de Dijón, donde queda sólo el piso inferior, restaurado, de la rotonda construida por Guillermo de Volpiano (1001-1018) y parte de su extensa cripta, ambos señeros ejemplos. Fue una aportación rica en experiencias plenamente logradas, que será decisiva en el condado de Ribagorza, entonces en proceso de estructuración, y donde la llegada de estos maestros que traían una arquitectura abovedada y plena de prestigio, no podía ser sino muy bien acogida por condes, obispos y abades, deseosos de superar la pobre arquitectura que aquí se construía. De forma que supuso la integración de su arquitectura en la corriente del románico europeo. Y en los condados orientales y en el hoy sudeste de Francia, donde se venían construyendo un cierto número de iglesias de importancia, como San Miguel de Cuxá, San Andrés de Sureda, San Genis les Fonts, Santa María de Ripoll, la cripta de San Martín del Canigó o San Pere de Rodas, supuso la aportación de una nueva arquitectura que fue muy fructífera en estos territorios.
Comienza así un episodio fundamental en el inicial desarrollo de la arquitectura románica en Europa que denominamos primer románico lombardo; que cesará hacia el año 1040, momento en que ya no se identifican obras pertenecientes a esta fase arquitectónica. Una arquitectura que aún hoy, cuenta con plena vigencia e interés, como demuestran los recientes congresos internacionales celebrados y el amplio corpus de estudios existente; bien que en muy raros casos tratan de las importantes aportaciones estructurales que estas arquitecturas comportan.
Entre los iniciales investigadores sobre esta arquitectura y sobre el arte lombardo, citaré a F. Dartein, R. Cattaneo, G. Merzario, G. Rivoira, A. K. Porter, y Puig i Cadafalch. Bien que la obra de éste último investigador publicada entre los años 1909-1930, meritoria, amplia y pionera en algunos aspectos, se basó en una muy extensa relación de monumentos con una excesivamente amplia cronología (siglos XI-XIII); y sobre todo con la aplicación de un más que discutible criterio de selección. Estableciendo las razones de sus orígenes en tradiciones locales de cada lugar que asimilan un infundado “espíritu común que recorre Europa”; espíritu que se puede identificar con la cultura arquitectónica románica en general, pero para nada con la específicamente lombarda. La aplicación de estos criterios derivó, en función de la consideración de esos orígenes y de la inicial militancia de Puig i Cadafalch en los movimientos nacionalistas catalanes de la época –y con respecto a los territorios de la futura Cataluña– en asignar un imposible origen “nacionalista catalán” a estas arquitecturas, antes de que Cataluña existiera como tal. Otros autores han insistido en cuestiones similares, como Eduard Junyent, que plantea las aportaciones específicamente catalanas respecto a la introducción de la bóveda de medio cañón en las iglesias del siglo X y XI construidas en el ámbito de los condados que más tarde iban a configurar Cataluña; bien que reconociendo la aportación foránea de los maestros lombardos. Aún hoy, investigadores catalanes persisten en los planteamientos de Puig i Cadafalch. Son hoy las investigaciones y numerosas publicaciones del profesor Fernando Galtier la mejor referencia para el conocimiento riguroso de estos asuntos. Y así nos dice:
“El origen de la arquitectura lombarda –sin precedentes locales ni en Cataluña ni en Aragón– debe ser buscado fuera de esos ámbitos. Soy del parecer que su origen sea –in genere–, lombardo –es decir, italiano del norte– habida cuenta del patrimonio prerrománico de Italia septentrional”.
La investigación denominó anteriormente, y algún autor persiste en ello, a la arquitectura construida en este periodo y por estos maestros lombardos como primer románico internacional, o mediterráneo. Pero esta arquitectura no se implantó en tan amplios límites territoriales, por lo que estos nombres no se ajustan a la realidad. Y dado el corto periodo de su vigencia inicial (primeros años del siglo XI-hasta 1040), el nombre de primer románico lombardo es el indicado. Porque finalizado este periodo, en Lombardía y en los condados pirenaicos orientales, los maestros lombardos siguieron produciendo obras con menor intensidad, y en Aragón, en los primeros decenios del siglo XII, tras ese lapso de tiempo, se constatan nuevamente obras románico lombardas. Mientras que en la Lombardía las características fundamentales de esta primera arquitectura románica lombarda que describo más adelante, han sido superadas, evolucionando de manera notable de forma acorde a los progresos que los maestros románicos iban logrando, con una notable variedad de tipologías de plantas. 

Las características estructurales, constructivas y tipológicas de la primera arquitectura lombarda.
El muro y el arco lombardos
Desde que Roma generalizó el uso del muro de tres hojas, su utilización será continuada en todos los periodos; aún hoy lo vemos en las construcciones rurales. Los maestros lombardos siguen esa tradición para la construcción de sus muros, bien que con secciones mucho menores, ya que los empujes y pesos que han de estribar son notablemente menores en función del más reducido tamaño de las iglesias a construir. Pero es una característica específica del muro lombardo la utilización del sillarejo en sus paramentos, como Roma había utilizado ya. El sillarejo es una pieza de piedra manejable y sensiblemente rectangular, obtenida con golpes de martillo que se acusan en sus caras y que facilita obtener un aparejo de los paramentos del muro, cuidado y en hiladas continúas aparejadas a soga, en las que no existen sino algunos perpiaños y nunca una disposición de los mismos claramente establecida. Bien que, el tamaño de estos sillarejos en cada hilada y aún entre hiladas sucesivas presenta una variedad mayor de la que se afirma. Es en las zonas alpinas de la Lombardía, tempranamente, en donde se desarrolla la utilización del sillarejo. Claro que, en las zonas de las amplias llanuras del Pó, se utiliza el ladrillo como material para las construcciones lombardas, dado que es el material más accesible.
Ya August Choisy nos expuso que la grave crisis que siguió a la caída del Imperio Romano de Occidente y que sumió a Europa en un largo periodo de desestructuración, aislamiento, guerras y escasez, motivó la pérdida de la tradición constructiva romana y anterior de fábricas que utilizaron grandes sillares colocados a hueso o a juntas vivas. De forma que ahora se reinicia el camino de la construcción con edificios de poco fuste, en los que el gasto en la mano de obra debía ser necesariamente considerado, y en los que el aparejo a juntas vivas que exige un trabajo de precisión no es posible ya. Más allá de las iniciales utilizaciones del tapial y la mampostería, el sillarejo tomado con argamasa de cal, será utilizado en no pocas construcciones románicas del periodo y de manera específica y caracterizada en lo lombardo. Con esto, el sistema de construcción será radicalmente distinto y el mortero de las juntas será imprescindible para transmitir las presiones y regularizará la imperfección de la labra de las caras en contacto del sillarejo y el ladrillo, como más tarde, y en las circunstancias adecuadas lo será con el sillar románico.
Trataré del arco lombardo, tan frecuentemente utilizado en estas construcciones lombardas. Es un arco que no presenta sus dovelas con la misma altura, siendo ésta progresivamente mayor desde sus arranques hacia su clave. Se corresponde en su trazado a un arco con intradós y extradós semicirculares, de forma que su extradós está ligeramente peraltado sobre su plano de imposta, cuestión que es causa de esa geometría. Lo podemos ver en funciones estructurales en la abacial de los Santos Niños Justo y Pastor de Urmella, donde el arco lombardo de embocadura de su atrio está cegado y sus jambas están semiocultas por el recrecimiento del pavimento, es éste arco el más importante arco lombardo conservado en la provincia de Huesca; Lo veremos cubriendo vanos de puertas y ventanas, en las que suele presentar un arquito plano de piezas pequeñas sobre su extradós que lo subraya y completa a efectos de articulación formal y sin ninguna función resistente; o en situaciones de articulaciones murales. Un arco que seguirá siendo utilizado en épocas muy tardías.
Este arco presenta dovelas radiales hacia el centro de curvatura del semicírculo de su intradós, todas desiguales, de distinta altura y cuya talla debe efectuarse una por una, con la carga de trabajo que ello conlleva. Algo contradictorio con el permanente esfuerzo de simplificación de los trabajos que el constructor antiguo ha impulsado siempre. Pero ahí están y en importante número. La realidad es que esta es una cuestión más sobre la que la investigación no ha incidido y sobre la que no debemos conjeturar afirmaciones infundadas. Por otra parte existen arcos de esta tipología construidos por Roma, con lo que su utilización por los maestros lombardos sería una muestra más de las verdaderas raíces constructivas de su arquitectura. ¿Es simplemente consecuencia de una influencia de tipo exclusivamente formal?. 

La bóveda de arista lombarda, sus sistemas de cubiertas y sus articulaciones.
El pilar y la pilastra de articulación triple. Las ventanas lombardas
Esta primera arquitectura lombarda presenta sus espacios cubiertos por bóvedas de arista.
De forma que puede decirse que la introducción generalizada de estas bóvedas en la arquitectura románica se efectúa con esta primera fase lombarda. Cuestión que suponía un notable progreso y era causa de admiración y orgullo, expresado con la frase: de quadris nobilibus, et politis lapídibus, multo melius quam fuerat, reedificata, et renovata. Estas bóvedas venían utilizándose en las criptas ya desde hace tiempo, entre otros casos cito la cripta del siglo IX de San Clemente de Brescia; y la cripta de primeros años del siglo XI de San Miguel de Hildesheim, bien que en esta última siguiendo la tipología de la bóveda de arista romana, que será utilizada en los primeros años del periodo románico y aún en iglesias mucho más tardías, cito el ejemplo de la nave central de la Charité-sur-Loire de ya avanzado el siglo XII.
Esas bóvedas y en este primer románico lombardo no se construyeron con piezas de piedra bien talladas, sino con lajas embebidas en abundante argamasa. Con la particularidad de que las lajas de sus cuatro plementos se adosan o traban mínimamente en sus aristones. El maestro lombardo y románico dispone voluntariamente una geometría semicircular para los aristones de sus bóvedas, con lo que su clave se sitúa por encima de las de sus respectivos “arcos de embocadura”. Con esto, los cuatro plementos que componen la bóveda se inclinan desde la clave hacia los cuatro lados del tramo que cubren, siguiendo geometrías no regladas, y ejercen un peso sobre ellos que es necesario estribar. Para ello, se disponen arcos en cada uno de estos lados, fajones los transversales al tramo y formeros los laterales, que a veces no existen, entregándose el plemento directamente al muro. Estos arcos son ahora necesarios; no lo eran en las bóvedas de arista romana en la que los cuatro plementos no presentaban aquella inclinación y eran continuos entre tramos adyacentes.
Siendo los aristones los “arcos semicirculares” que recogen los empujes que ejercen los cuatro plementos y los entregan en los cuatro ángulos de cada tramo, la transformación del aristón elíptico de la bóveda de arista romana en semicircular entraña un notable progreso. Para un mismo tramo, la componente horizontal de los empujes entregados por cada aristón en cada uno de los ángulos –o verdadero empuje– es menor para un aristón (arco) semicircular, que elíptico. Con lo que la sección necesaria para los estribos puede ser menor. No sólo eso, la elaboración de la cimbra se simplifica con el aristón semicircular.
Trataré de las fundamentales articulaciones referentes a las bóvedas de arista lombardas. El aristón, los arcos fajones y formeros, se prolongan hasta el suelo en sus pilares y pilastras aparejadas a los muros exteriores. Configurando en cada uno de sus ángulos triples esquinas, por lo que los llamamos pilares y pilastras de articulación triple, una articulación por ángulo. En los pilares cuatro articulaciones por pilar. Bien que en este caso, la existencia de los arcos que separan la nave central de las laterales que presentan otro arco adosado a su intradós y su análoga prolongación hasta el suelo, motivaría la existencia de una esquina más en cada ángulo, un total de cuatro esquinas. El maestro lombardo, que no quiere complicar con la elaboración de tanta esquina su trabajo, ni con acertado criterio articulaciones tan densas en el pilar, deja el aristón o el arco formero sin prolongar hasta el suelo, interrumpiéndolos en el plano de imposta de la bóveda y reconduciendo todo a tres esquinas por ángulo. Cuestión ésta que presenta distintas variantes, aún en una misma iglesia, para lograr la misma finalidad.
El maestro lombardo persigue con estas articulaciones descritas de sus pilares y pilastras aportar un nuevo y singular sistema de articulación del espacio, verdaderamente arquitectónico, con potentes ritmos verticales prolongados en los arcos y aristones de sus bóvedas, que con los ritmos más pausados que introducen los sucesivos tramos, caracterizan el espacio románico lombardo, tamizado por la tenue luz de sus ventanas, la de sus lámparas de aceite y velas y enriquecido por las gloriosas pinturas, frentes de altar, cristos, imágenes y grupos escultóricos.
Pero sobre todo, con la utilización de estas bóvedas de arista cubriendo los respectivos tramos de las iglesias, el maestro lombardo sigue uno de los más fructíferos caminos para el progreso de la arquitectura románica, ya iniciado por la bóveda de arista romana de la que nuevamente hace su raíz. El de la concentración de los empujes y pesos en puntos concretos en cada tramo de la estructura global. Tramos o crujías lombardas, que son soporte directo de sus faldones de cubiertas, en nuestro campo de estudio, tendidos sobre sus bóvedas con capas de argamasa ciclópea sobre las que se tienden las piezas de cobertura y que generan pesos de importancia. Tramos en los que los empujes y cargas generados se concentran en sus cuatro ángulos; donde se combinan con los generados en los tramos contiguos, sumándose, restándose o equilibrándose, para producir empujes reconducidos en cada una de las secciones de los estribos construidos en esos cuatro ángulos de los respectivos tramos, que deben de presentar las secciones y geometrías necesarias para lograr la estabilidad con un adecuado margen de seguridad. Además de que con esta disposición estructural las partes colaboran a la estabilidad general, recuperando nuevamente una tradición constructiva romana que podemos ver en las reconstrucciones teóricas de los palacios palatinos o en las notables iglesias bizantinas, como Hagia Sophia como mejor ejemplo. Este proceso que ahora se reanuda, finalmente liberará al muro de su función estructural con la aparición de la estructura gótica. Aunque durante todo el periodo románico no se dio este paso construyendo un arco formero exento y capaz, el muro fue siempre considerado como parte sustancial de la estructura y los necesarios vanos se abrieron en él con prudencia para no debilitarlo.
Pero dicho esto, las iglesias lombardas de este periodo no siempre se cubrieron con bóvedas, la utilización de armaduras de madera para sostener los faldones de la cubierta de la nave principal y en su caso también de las naves laterales se puede constatar en no pocos ejemplos, aunque nunca en esta primera arquitectura lombarda ribagorzana. Cito ejemplos de la Lombardía en los que sus cubiertas sobre armaduras de madera están renovadas siguiendo sus tipologías anteriores. San Vicenzo in Prato, primer tercio del siglo XI; San Pietro de Civate, siglo XI; San Pietro in Agliate, siglos X-XI, etc.
Es notable, que en los puntos en que los empujes inciden en el muro exterior no se disponen contrafuertes exteriores. Son las pilastras de triple articulación que recaen al espacio interior las que cumplen esta función, conjuntamente con el muro; siguiendo nuevamente, la tradición romana anterior de disponer los contrafuertes de sus bóvedas de arista en el interior del muro. Los muros del románico lombardo no tienen contrafuertes exeriores, los tienen en su espacio interior.
Pero otras articulaciones se suman a las anteriormente descritas. Los paramentos de sus muros exteriores se escanden y ritman con la disposición de lesenas, que se entregan superiormente a series de arquillos que denominamos lombardo. Lesenas y arquillos no tienen ninguna función estructural, son articulaciones dispuestas en los paramentos de muros, ábsides y fachadas occidentales que los ritman y escanden en paños, y en los que se abren o no las caracterizadas ventanas lombardas. Sobre los arquillos, una estrecha hilada de esquinillas y una delgada losita de piedra o una moldura a bisel con filete recto, reciben las losas del alero de la cubierta. En el ábside central de Santa María de Obarra este artificio sobre los arquillos es más rico, con pequeñas galerías ciegas y un friso de losanges.

Cabecera de Santa María de Obarra 

Sólo se conserva en Aragón una fachada occidental lombarda de este periodo, la de San Caprasio en Santa Cruz de la Serós, en la que dos amplias lesenas marginales y otras dos centrales escanden el paramento en tres paños, y las cuatro se entregan superiormente a arquillos. En Obarra, el muro occidental que hoy nos llega no es lombardo, la interrupción de las obras de la fase lombarda lo dejó apenas iniciado, y fue poco después cuando por iniciativa de los monjes de San Victorian se completó la iglesia.
La actual articulación de su paramento obedece a una interpretación de Pons Sorolla con la restauración de los años setenta del siglo pasado y es una disposición a la moda, con lesenas marginales entregadas superiormente a un sólido capaz para los arquillos, que se hizo de forma bien discutible. Estas articulaciones del muro occidental alcanzan en otros lugares logros magníficos con la disposición de lesenas verticales y frisos horizontales de arquillos que articulan el paramento del muro en paños, como en el cuerpo occidental de Saint Philibert de Tournus y más tardíamente en San Miguel de Pavía.
Además en los paramentos interiores de los ábsides y en los escasos coros atrofiados construidos, lugares del mayor honor y prestigio de la iglesia, se disponen otro tipo de articulaciones como arquerías ciegas semiempotradas, Santa María de Obarra, o verticales nichos como en San Caprasio.
Las ventanas se abren con prudencia en el muro para no debilitarlo. Son de doble derrame, cubriéndose sus zonas derramadas por boveditas cónicas capialzadas con embocaduras definidas superiormente por arquitos, a veces subrayados por otro arquito plano, presentan vano central aspillerado. 

Fachada occidental de San Caprasio 

Un especial tipo de ventana, que denominamos cruciforme, es caracterizadamente utilizada por los maestros lombardos. Es un pequeño vano en forma de cruz griega o a veces latina que se abre sobre todo en la parte alta de los muros oriental u occidental; relacionada con las situaciones del sol al amanecer y al atardecer. Los lombardos fueron muy devotos del culto a la Santa Cruz, y utilizan este artificio en sus iglesias para representarla mediante el singular haz de luz que por ellas incide en algunas horas del día. Cristo es luz que ilumina a todos –Yo soy la luz del mundo– traigo el ejemplo de San Pedro de Agliate en la Lombardía, ya que el único caso representado en nuestro ámbito de estudio es el de la ventana cruciforme lombarda que existía en el muro occidental de San Caprasio, que se cegó imprudentemente en la última restauración. Más adelante haré referencia a las ventanas geminadas abiertas en las magníficas torres lombardas.

San Pedro de Agliate. Ventanita cruciforme sobre la embocadura del coro atrofiado 

Los atrios con tribuna lombardos
Un tema singular en el desarrollo de esta arquitectura es el de sus atrios con tribuna dispuestos en los pies de la nave central; de forma que ambos se integraban bajo las cubiertas de la iglesia sin elevarse por encima de ellas. Estos cuerpos construidos siguen en forma simplificada la tradición de los westbert o cuerpos occidentales carolingios. Bien que, en el único caso en nuestro ámbito de estudio, que es el de la abacial de Urmella, su atrio y tribuna interrumpidos se corresponde fielmente al construido en San Abundio de Como, en la Lombardía, correspondiente a su primera fase lombarda del primer tercio del siglo XI, en los mismos años que se construye la fase lombarda de Urmella y su atrio con tribuna y con claro antecedente hispánico en San Miguel de Lillo a comienzos del siglo IX en Oviedo. En todos ellos sólo el atrio y la tribuna conforman este conjunto, de una manera escueta y sencilla, sin torres ni cimborrios. Su función parece corresponder, además de constituir su atrio un elemento de acceso a la iglesia, a que su tribuna se dispuso para que personas de la más alta significación pudieran seguir el culto en un lugar de honor y separados del pueblo o los monjes, aunque este es un asunto objeto de discusión científica.
Atrio y tribuna se cubrían con bóvedas de arista sobre pilares y pilastras de triple articulación, accediéndose a la tribuna mediante una escalera dispuesta en uno de sus tramos laterales. El atrio podía constituirse en vestíbulo abierto por arquerías y exterior a la iglesia, accediéndose a ella por una puerta abierta en su muro oriental, como en San Vicente de Cardona; algo más tardía hacia 1040; o como en Saint Philibert de Tournus, donde constituía un notable espacio de tres naves cerrado y accesible desde una puerta abierta en su muro occidental, separado de la nave por un muro dispuesto en su parte oriental con la puerta de acceso a la iglesia. En el caso de Urmella, se constituye en un espacio integrado con el interior de la nave central y abierto a ella por un amplio arco, y extrañamente no se aprecian restos de su puerta de acceso en su muro occidental. La tribuna se abría en todos los casos hacia el espacio de la nave central por un amplio vano cubierto por un arco. Vemos ya aquí, otra vez más, una constante en la primera arquitectura lombarda, como es la variedad de soluciones adoptadas, aún con tan reducido número de ejemplos conservados.
Con respecto a Urmella diré que está sumida por el abandono y la indiferencia más absoluta; que conserva íntegramente su atrio y sólo el arranque de la tribuna hoy cegada, por la marcha de los maestros lombardos de la obra. Recrecido el pavimento 1,40 m, sólo se ve el arco lombardo de embocadura al atrio desde la nave, el más notable ejemplo de arco lombardo en Aragón, cuya embocadura permanece tapiada y su atrio y tribunas indebidamente apropiados de forma inexplicable.

San Abundio de Como. Atrio y tribuna lombarda 

Las pinturas de juntas polícromas lombardas. Algunos capiteles
A todo esto, hay que sumar los escasos y ya desaparecidos testimonios en Ribagorza y para este primer románico lombardo, de pinturas de juntas polícromas lombardas que se han podido constatar. Dentro de la naciente investigación sobre estos asuntos, estas pinturas suponen antecedentes de la mayor antigüedad en lo románico, que no suelen citarse. Testimonian la existencia de pinturas sobre los paramentos interiores y exteriores de los muros, cuya extensión real no conoceremos nunca por su ya total desaparición. Sobre delgadas capas de estuco tendidas sobre esos paramentos se dibujaron despieces pintados con rojo de almagre, que siguen o no el despiece del sillarejo subyacente. En Santa María de Obarra el profesor Fernando Galtier, pudo ver y fotografiar los pocos fragmentos de estas pinturas que llegaron a los años 1960-1970. Estaban en lugares protegidos por los arcos exteriores de su puerta románica y en su paramento interior. Yo pude ver y fotografiar, restos mínimos de pinturas análogas, en los rincones del intradós de los arquillos lombardos del ábside de la iglesia de Santa María de Villanova, ya desaparecidos.
Igualmente nos llegan testimonios de incisiones practicadas sobre las dovelas del arco de la puerta norte de Santa María de Obarra que prolongan sobre ellas las juntas del aparejo del muro circundante. O las reconstruidas en la restauración del siglo XIX de Saint Aventín de Larboust, que se reconstruyeron en las juntas del despiece de zonas concretas de su muro sur; esta iglesia lombarda, del primer tercio del siglo XI, situada en el valle de L´Arboust y en la vertiente francesa, se relaciona directamente con las iglesias lombardas ribagorzanas. A ello hay que añadir algunas experiencias sobre el desarrollo de las portadas con sucintos capiteles lombardos en la de Santa María de Obarra, y en la falsa arquería que articula el muro interior de su ábside central. 

Las tipologías de las iglesias lombardas en Ribagorza.
Las soluciones estructurales y de articulación descritas, se desarrollan con dos tipologías en nuestra zona de estudio. La de mayor fuste y representación es la iglesia catedralicia y abacial. Presenta tres naves presididas por tres ábsides, sin coros atrofiados; con siete tramos en la interrumpida abacial de Santa María de Obarra; cuatro en la fase lombarda interrumpida del abacial de Urmella; seis tramos en la iglesia lombarda totalmente finalizada de Saint Aventín de Larboust; no sabemos con seguridad cuantos tramos se proyectaba construir en la fase inicial lombarda interrumpida de la catedral de Roda de Isábena, probablemente los mismos que en Obarra. Son todas ellas obras lombardas del primer tercio del siglo XI.
La segunda tipología corresponde a la iglesia de carácter rural, con una nave única y su ábside, pequeña y para pocos fieles, obras lombardas del primer tercio del siglo xi. San Esteban de Conques, interrumpida al nivel del plano de imposta de sus bóvedas de arista que nunca se construyeron, maltratada y abandonada inexplicablemente; Santa María de Villanova, interrumpida, con su ábside y su tramo adyacente. La Virgen de las Rocas de Güell y San Andrés de Calvera, ambas con sus iniciales fases lombardas interrumpidas que sólo alcanzan a la parte inicial del muro de sus ábsides; San Caprasio en Santa Cruz de la Serós, en la Jacetania, magnífica y totalmente terminada con su torreoncito, bien que restaurada y reconstruida sin fundamento en sus muros laterales, como las dos existentes en el valle de L´Arboust, Nôtre Dame de Trébons interrumpida en el mismo punto que la de Conques y la finalmente terminada de Saint Martín de Cazarilh. Un caso particular es el de San Juan de Toledo de la Nata, en el Sobrarbe, que iba a ser de una sola nave, otra vez interrumpida y que conserva de su fase lombarda una cabecera trebolada con sus tres ábsides, un crucero con bóveda de arista y parte de su tramo inmediato.
Vemos aquí una constante de las obras lombardas de este primer periodo, sus inexplicables interrupciones. Se ha dicho que obedecen a una indemostrada incapacidad de los maestros lombardos para construir bóvedas de arista de amplia luz; pero la realidad no lo avala, para estas fechas los 6,30 m de luz de las de Obarra son parangonables con las de otros lugares fuera de Ribagorza. Estos repetidos abandonos de las obras generalizados en Ribagorza se produjeron de la misma forma en otros lugares –San Vicente de Cardona, San Paragorio de Noli, Saint Philibert de Tournus, etc.– y en Ribagorza no sería imprudente relacionarlos con la anexión del condado en 1025 por Sancho III El Mayor de Navarra; anexión que pudo ser la causa de la pérdida de la esperanza depositada en lograr consolidar un condado independiente y en el abandono de las obras iniciadas ante un más que incierto futuro, que culminó con la definitiva incorporación de Ribagorza al inicial reino de Aragón con Ramiro I y en 1044, y a una nueva orientación política de reconquista de las tierras del sur. Aún se ha citado a este respecto un posible desplazamiento de estos maestros a consolidar y ampliar la red de castillos, tan necesaria para emprender la ampliación del reino. El hecho de que las iglesias de Santa Cruz de la Serós, Saint Aventin y Saint Martín de Cazarilh, fuera de Ribagorza fueran obras totalmente finalizadas y en lugares ajenos a estas perturbaciones, podría avalar las razones aducidas como causa de estas interrupciones. Aunque en otros lugares en que similares circunstancias no se dieron las interrupciones de las obras son repetidas. Es este un asunto para la investigación. 

Las torres lombardas.
No puedo dejar de citar las magníficas torres de iglesias construidas por los maestros lombardos en este primer periodo, todas ellas fuera de la Ribagorza, altas, espectaculares y admiradas en el tiempo. Como entre otras, la torre sur de San Miguel de Cuxá, la torre norte ya ha desaparecido; o las de San Martín del Canigó, Santa María de Ripoll, Elna, Vic y Gerona, todas ellas del primer tercio del siglo XI. Eran altas torres de planta rectangular que presentan ventanas geminadas, sobre las que trato a continuación y que les confieren ligereza y ritmo. En Ribagorza sólo conservamos las obras iniciales e interrumpidas de dos de estas torres, que de haberse realizado seguirían los modelos enunciados. En Santa María de Obarra queda un primer cuerpo con sus lesenas marginales y en Roda de Isábena el inicio de su basamento y parte de una lesena marginal. Apenas nada.

Catedral de Gerona. Torre lombarda 

La arquitectura románica lombardista
Serán algunas de las articulaciones descritas de los muros exteriores, las lesenas y los arquillos, las que tras la finalización de esta fase del primer románico lombardo perdurarán en el tiempo y a lo largo de todo el periodo románico, aún en fechas muy avanzadas en Europa. En Aragón y tras la marcha de los maestros lombardos hacia 1040, los maestros locales que construyeron las sucesivas iglesias, incapaces de construir bóvedas de arista articuladas en sus pilares y pilastras de triple articulación, las cubrieron con bóvedas de medio cañón, torpemente en algunas ocasiones como en las finalizaciones de Urmella y Obarra. Pero la seducción por las soluciones lombardas anteriores les hizo adoptar las lesenas y arquillos en sus ábsides y en algunos paramentos exteriores. Configurándose así una arquitectura que llamamos lombardista por esta cuestión, ampliamente difundida dentro y fuera de este territorio que cuenta con un importante número de ejemplos. 

Conclusión
De este modo, la disposición de estas bóvedas de arista en tramos consecutivos, formando crujías relacionadas estructuralmente entre sí y articuladas con sus pilares y pilastras de triple articulación, conforman un espacio románico específicamente lombardo. A la par que las articulaciones descritas en los paramentos interiores y exteriores de sus muros, sus ventanas, sus pinturas y los pocos capiteles conservados, confieren a sus muros unas características propias de esta arquitectura. Que forma parte consustancial y trascendental del románico inicial en Europa y que se completa con los castillos construidos y la variedad de tipologías de sus iglesias y baptisterios construidos en ese primer tercio del siglo XI en otros lugares. Este conjunto de arquitecturas mereció designarse como scemate longobardino y el aprecio generalizado en su tiempo. Una arquitectura verdaderamente arquitectónica, que sólo utiliza una esquemática elaboración de los elementos imprescindibles para construir su estructura, para definir un espacio y unas formas verdaderamente románicas. 


La sencilla arquitectura religiosa que llega de los siglos X y primeros años del XI en la parte occidental de Aragón
No conocemos en la provincia de Huesca, ninguna iglesia construida con tapial ni sus restos de loto et látere, como las estudiadas por Eduart Junyent en los condados orientales hispánicos en el siglo X. Bien que el profesor Galtier señala la clara posibilidad de que algunos castillos de la frontera occidental de los Arbas, Onsella y Gállego en los siglos X y primeros años del XI fueran construidos en parte con tapial, como lo fueron acreditadamente con construcciones de made ra. Y cita el caso navarro de la iglesia del castillo de Peralta, hacia 930, con muestras de muros construidos “con la técnica del encofrado, de piedra y mortero”. Nada sabemos al respecto para nuestra zona de estudio sobre este tipo de iglesias que sin duda existieron y han desaparecido por la debilidad de estos materiales o por su abandono.
Pero en la zona occidental de la provincia de Huesca conocemos, bien por las excavaciones arqueológicas realizadas o porque nos han llegado sus cabeceras de planta cuadrada, un pequeño grupo de iglesias pertenecientes al siglo X y comienzos del XI del mayor interés; que reflejan con claridad el humilde nivel de la arquitectura religiosa de esos años y en estos territorios. Eran pequeñas iglesias, para muy pocos fieles, de planta rectangular con cabecera recta; construidas con sencillos muros de tres hojas de rústicos sillarejos o de mampostería tomada con argamasa de cal y encintada en sus ángulos con piedra de mayor tamaño para estabilizarlos. Iglesias que debieron de estar cubiertas con rústicas armaduras de madera, a la luz del poco espesor de sus muros. Salvo en algún caso en que los restos de muros encontrados presentan grosores que los pudieran hacer corresponder con bóvedas de medio cañón, como en la cabecera de San Pedro el Viejo de Jaca. Se han conservado algunas ventanitas geminadas con arquitos de herradura o semicirculares, talla das en bloques monolíticos de piedra que se disponían en el muro oriental de su cabecera. Estas pequeñas iglesias son sencillas soluciones para albergar el culto, que no implican nada más allá de la inmediatez constructiva y que también vemos en los condados orientales así construidas, porque las cosas no estaban para más.
Con respecto a lo que las excavaciones arqueológicas nos aportan, contamos con los mínimos restos de un fragmento del muro oriental de la cabecera recta de una pequeña iglesia de esta tipología, asignada a fechas algo anteriores al año 1024, excavada en la zona interior del ábside de la iglesia abacial de Santa María en Santa Cruz de la Serós. En San Pedro de Siresa y ocupando la zona interior del ábside, transepto y parte de la nave de la iglesia actual, se encontraron los restos de otra pequeña iglesia, asignada a fechas anteriores al siglo XI, con cabecera cuadrada y el inicio de tres naves.
En Corral de Calvo, Luesia, Juan Ángel Paz Peralta y Fernando Galtier excavaron y estudiaron un pequeño conjunto monástico con necrópolis anexa, atribuido a comienzos del siglo XI, que comprende una pequeña iglesia con su nave rectangular y cabecera cuadrada, cuyos muros se han recuperado en buena parte de su altura; conservando completa su portada occidental cubierta por arco de medio punto y una imposta tallada a ambos lados, el “arco triunfal” de embocadura de la cabecera y una ventana aspillerada con derrame en el muro oriental de la misma. Los muros están construidos con fábrica de sillería de tres hojas; su espesor de alrededor de 0,70 m en la cabecera y de 0,80 m en la nave, parecen hacer pensar que la iglesia se cubrió con armaduras de madera. Un fragmento de ventanita geminada monolítica se encontró en el exterior de una estancia de este conjunto.
En Jaca se excavaron los restos de San Pedro el Viejo, una pequeña iglesia de nave rectangular y cabecera recta acompañada de una necrópolis; su fecha de construcción se asigna a mediados finales del siglo X; se construyó en un solar cercano a la actual catedral en el que han aflorado restos materiales de los siglos VI-VII; los muros inferiores son de fábrica de mampostería y sobre ellos se conservan hiladas de sillar bien escuadrado; a la vista del espesor de los muros de la cabecera podría inferirse que se cubrió con una bóveda de medio cañón, mientras que la nave con muros de menor espesor se cubriría con armaduras de madera. Esta pequeña iglesia se demolió en el año 1841. Las excavaciones en emplazamientos románicos han sido y son una grave carencia en Aragón, que sufrimos y que nos priva de información fundamental.
Además de estos restos arqueológicos, nos llegan partes de iglesias con las mismas características. La pequeña iglesia, en mi opinión impropiamente llamada mozárabe de San Juan de la Peña, hacia 950, presenta ya una cabecera recta excavada en la roca con doble y corta nave. En Luesia nos llega la cabecera recta de la hoy pequeña ermita de Santa Eugenia, construida con muros de fábrica de mampostería cuidada, que se cubrió con armaduras de madera y que incorpora en su muro oriental una ventanita geminada como las descritas anteriormente, se asigna a fechas cercanas al año mil. Se conservan mínimas partes de lo que fue la pequeña iglesia castrense de Santa María de la Liena, vinculada al recinto del castillo de Murillo de Gállego de finales del siglo X; esas partes conservadas se ciñen a la parte oriental del muro norte y a un paño del muro este de su cabecera que incorpora otra ventanita geminada.
De sólo unos años más tarde, entre 1030-1040, nos llega parte del cuerpo de la nave de San Jacobo de Ruesta; su cabecera se ha perdido, bien fuera de planta cuadrada o absidial se sustituyó por una cabecera cuadrada en la reforma y ampliación de esta iglesia realizada hacia 1087.
Si el atrio con tribuna de San Pedro de Siresa es, como parece razonable anterior al siglo XI, o de sus primeros años, tendríamos aquí un testimonio singular de lo que pudo ser la iglesia anterior a la actual que se asigna ya a partir de los años centrales del siglo XI. De hacia 1040 es San Julián de Asperella, en la Jacetania, con las mismas características y que nos llegó completamente arruinada. 

La sencilla arquitectura religiosa que llega de los siglos X y primeros años del XI en el condado altomedieval de Ribagorza
La casi total inexistencia de excavaciones arqueológicas realizadas sobre el amplio conjunto del románico ribagorzano, como en tantos lugares, nos priva del conocimiento necesario sobre estas materias. Recordaré la existencia de un fragmento de ventanita geminada de insegura procedencia que se encontró casualmente en 1983 reparando los cimientos de la panda oeste del claustro de la catedral de Roda de Isábena. Hoy se exhibe reconstruida en su incierta totalidad e incorporando ese fragmento en un nicho del muro norte de la cripta. El fragmento presenta dos pequeños arquitos sobrepasados o de herradura, tallados en una pieza monolítica de piedra adintelada superiormente, sobre un corto trozo de la columnita central que los apeaba. La pieza presenta en su frente dos arquitos tallados con sus falsas dovelas. Ambos se entregan inferiormente mediante un filete recto que oficia de ábaco y que forma parte integra de la pieza. Es evidente que formaba parte de una ventanita geminada perfectamente acorde con el siglo X, similar a las hasta aquí estudiadas y a las conservadas en el palacio de Sada de Sos del Rey Católico, de la misma época.
Bajo el ábside central de la abacial de Santa María de Alaón nos llega una pequeña y sencilla cripta. Conocemos dos consagraciones de iglesias anteriores a la actual, la última de ellas, de nuestro interés, fue realizada por el obispo Aimerico de Roda de Isábena (977-1017). La cripta está semienterrada y presenta un sencillo, oscuro y romo espacio cubierto por una bóveda rebajada de medio cañón y una única ventana abierta en su ábside. Es una ventana aspillerada al exterior, cubierta por una pieza de piedra a modo de dintel y con derrame único con bovedita cónica hacia el interior. Su tipología puede corresponderse muy bien con las fechas de la consagración de Aimerico. La cripta sería la única parte conservada de esa segunda iglesia. Es magnífico el pavimento de mármol taraceado, que se conserva en el presbiterio sobre esta cripta, razonablemente de la misma antigüedad que la cripta.
En la abacial de los Santos Niños Justo y Pastor de Urmella, iglesia lombarda interrumpida del primer tercio del siglo XI, y en su muro norte semienterrado, nos llega una ventana aspillerada de la misma tipología que en la cripta de Alaón. Es una hipótesis personal de trabajo, que este muro norte estaba ya construido –y la iglesia iniciada por maestros locales– en el momento de la llegada a Urmella de maestros lombardos que continuaron las obras conservándolo, reforzándolo y articulándolo interiormente con pilastras de articulación triple, para adaptarlo a la construcción de sus bóvedas de arista.
Aún conservamos testimonios de lo que los maestros locales construían en la Ribagorza y en su proximidad en los comienzos del siglo XI. Son la pequeña ermita de los Santos Juan y Pablo en Tella, en el Sobrarbe, una ermita venerable por lo que supone como testimonio construido y porque se con serva su acta de consagración en el año 1019 por el obispo ribagorzano Borrel de Roda de Isábena. Y la ermita de San Aventín en Bonansa de principios del siglo XI, sobre la ladera del cerro que corona la población38. Sencillas y pobres arquitecturas que también se realizaban en esos mismos años en el área de los condados orientales. Ambas son, iglesias muy pequeñas de una sola nave para muy pocos fieles; sencillos muros de tres hojas con paramentos de rústico sillarejo alternados con algunos mampuestos, y dispuestos en hiladas fundamentalmente irregulares. Aparejo que será característico en los muros construidos por los maestros locales durante algún tiempo más; escuetos ábsides cuya planta interior es sobrepasada o de herradura; bóvedas de medio cañón de poca luz, hoy radicalmente modificadas por los múltiples “arreglos” a que han sido sometidas, como las semicúpulas de sus ábsides; construidas todas ellas con lajas de piedra y abundante argamasa, que cubren los pequeños espacios de estas iglesias a los que se accedía por una estrecha puerta. Pese a la reducida luz de las bóvedas, el temor por debilitar el muro es patente, sólo una sencilla ventanita aspillerada con derrame interior se abre en sus ábsides. Si nos fijamos en las fotos antiguas de sus cabeceras, la imagen muestra una abrumadora sencillez y pobreza arquitectónica. Esta era, en lo que conocemos, la expresión de lo construido por los maestros locales en este territorio y en los primeros años de siglo XI.
En San Andrés de Sos, nos llega esta iglesia ya lombardista, que presenta su ábside del siglo XII apoyado sobre la roca emergente, tallada en forma de arco de herradura hacia el interior, y en cuyo paramento interior aún pude ver restos de un despiece pintado con almagre que ya ha desaparecido; esto era el resto del ábside de una iglesia ya desaparecida, que se corresponde bien con la tipología de los ábsides de Tella y Bonansa, por lo que aquí hubo una iglesia de esas fechas que ya hemos perdido.
Los vaciados llevados a cabo por José María Leminyana en la cabecera de la catedral de Roda de Isábena, aun sacando a la luz partes muy relevantes de la misma, que se estudian detalladamente en el apartado correspondiente de esta enciclopedia, no se realizaron con el rigor del arqueólogo, y lo que sacaron a la luz fueron los restos de la primera fase lombarda de esta catedral, del segundo decenio del siglo XI. En los últimos años se realizaron excavaciones arqueológicas en el emplaza miento del que fue monasterio de San Martín de Benasque, con primera cita documental hacia 1015. Se encontró una iglesia de única nave con su ábside y algunas capillas abiertas en la parte oriental de su muro sur; es una iglesia de pequeño tamaño en la que su arqueólogo excavador José Luis Ona sitúa los más antiguos restos encontrados en los siglos XI-XII.
Durante los últimos años se han llevado a cabo excavaciones arqueológicas en la iglesia abacial de San Martín del Sobrarbe (San Victorian), de la que no existe aún su correspondiente publicación. Salen a la luz los restos de una iglesia, probablemente de fecha Ramirense, que pare ce estuvo cubierta en su nave con bóveda de medio cañón sobre arcos fajones apilastrados. Estos restos pueden vincularse con una iglesia aquí construida, en función de la importancia que adquirió San Victorian con el papel de preponderancia y control religioso del territorio que se confió a sus monjes y abades en esos años. 

Conclusión
El conjunto de iglesias y sus restos relacionadas hasta aquí, pequeñas, sencillas y humildes, se constituyen en el testimonio precioso de las tipologías, modos constructivos y estructurales de las iglesias construidas en la zona occidental de la frontera Navarra y en el área del condado altomedieval de Ribagorza en esos años iniciales del periodo románico, anteriores y aún contemporáneos a la llegada de los maestros lombardos. Por otra parte, muy similares a las que se construyeron en esos mismos años en los condados orientales hispánicos. Todas ellas se construyeron antes del nacimiento del reino de Aragón tras la muerte de Sancho el Mayor y se vinculan en la zona occidental con el proceso de formación y avance de las fronteras con el mundo musulmán, y en la oriental con la consolidación religiosa que paralelamente se llevaba a efecto.
Una cuestión que me parece de la mayor relevancia, es que mientras en la frontera navarra estas iglesias tienen mayoritariamente cabeceras rectas y naves de planta rectangular cubiertas por armaduras de madera, en la zona oriental presentan ábsides y naves cubiertas por semicúpulas y bóvedas de medio cañón, respectivamente. Esta clara diferencia tipológica permanece aún sin los necesarios estudios que determinen sus verdaderas causas.

 
Evolución y lectura del crismón
Si hay un motivo iconográfico que caracteriza a la escultura románica en la provincia de Huesca, y en general en Aragón, ese es el crismón. Multitud de templos ornan sus portadas con este monograma, que no es otra cosa que un nomem sacrum (abreviatura del nombre sagrado) de Cristo, al que se añaden diferentes elementos que modifican o complementan su significado.
Con más de ciento cincuenta ejemplares, Huesca es el territorio donde se da, durante el románico, una mayor concentración de la representación pétrea de este emblema. Es por ello que los volúmenes de la Enciclopedia dedicados al románico de esta provincia son el mejor lugar para incluir un estudio de las características del que iniciamos. Al objeto de poder aprehender mejor las circunstancias históricas, religiosas y artísticas que están detrás de la gran concentración de crismones en Huesca, hemos considerado conveniente trascender los límites geográficos y cronológicos de esta obra para plantear un enfoque tal que nos permita remontarnos a los orígenes del crismón, así como hacer referencia a las características de ciertas piezas no ubicadas en territorio aragonés. En cualquier caso, serán los crismones más destacados del ámbito oscense en los que centraremos nuestra atención y analizaremos con mayor profundidad.
Un crismón, como decimos, es un monograma que resume el nombre en griego de Cristo, Χριστός, mostrando las dos primeras letras del mismo, la X (ji) y la P (rho). En su origen en el ambiente paleocristiano, así como en el mundo bizantino, también se dio una variante formada por las letras I (iota) y X (ji), correspondientes a las iniciales de Ιησούς Χριστός (Jesús Cristo). Aunque se le suelen incorporar otras letras o signos, es la combinación de letra X con la P o con la I la que caracteriza al crismón. Existen otras combinaciones de letras y de signos que a veces se confunden con el crismón y que comparten con él significados y funcionalidades similares, como el estaurograma o cruz monogramática –combinación de la P (rho) con una T (tau), que simboliza la cruz–. Habitualmente el crismón suele aparecer acompañado por un alfa mayúscula y una omega minúscula, primera y última letras del alfabeto griego, en clara alusión al texto del Apocalipsis, en el que en varias ocasiones se cita a Cristo como principio y fin. Finalmente, en el periodo románico y en el entorno pirenaico, suele incorporarse una S, cuyo origen y significado han sido una cuestión controvertida, y de los que hablaremos más adelante.
Una de las características de los crismones paleocristianos es que las letras alfa y omega se hallan separadas de los brazos de la RHO. Sin embargo, a partir de la época visigoda las mismas empiezan a aparecer suspendidas o pinjantes.

Posiblemente este cambio se deba al influjo de ciertas piezas de orfebrería (coronas votivas, cruces, etc.) de las cuales se solían colgar letras con cadenas.

También desde época paleocristiana se empieza a observar la permutación de estas letras alfa y omega, la cual se extenderá en el tiempo y que en el románico se dará en algo más de un 10% de las piezas catalogadas. Se ha comentado que esta aparente anomalía puede deberse a errores en la ejecución o a una lectura funeraria, que se basaría en la interpretación de textos de autores como Tertuliano, Paulino de Nola o Clemente de Alejandría7. Este último realiza un curioso juego de palabras que, efectivamente, podría estar detrás de esta permutación de las letras de los crismones: “el alfa y el omega por quien solo el fin se convierte en principio y el fin de nuevo en el principio original sin ninguna interrupción”. En aquellos casos en los que aparecen invertidas al mismo tiempo las otras letras, la P y/o la S, quizás la opción más probable es que se trate de un error.

Con antelación a que adquiriera un sentido religioso, la abreviatura XP ya fue utilizada en el mundo pagano, tal y como se puede observar en diferentes monedas griegas y romanas. Los cristianos asumen este signo en Roma durante el siglo III, lo asocian al nombre de Cristo y lo incorporan en las inscripciones en las catacumbas, en las que aparece acompañando a otros símbolos habituales del mundo paleocristiano, como palomas o peces. También se empieza a utilizar con carácter funerario en epitafios, de los que uno de los más antiguos es el de Rasinia Secunda en Tipasa (Argelia), datado en 238. Sin embargo, es la archiconocida visión de Constantino en los prolegómenos de la batalla de puente Milvio (312), la que cambió la fortuna del monograma de Cristo, pues pasó de signo identificativo y profiláctico de una secta prohibida a flamante emblema de la comunión de los poderes religioso, político y militar y de la legitimación de estos. Antes de enfrentarse a su oponente Magencio, Constantino vio, según Lactancio, un coeleste signum Dei (signo celeste de Dios) y marcó la letra X sobre los escudos de sus tropas. Eusebio de Cesarea también describe la visión y habla de una cruz con una inscripción, in hoc signo vinces (con este signo vencerás) y del lábaro que portaron sus tropas, el cual lucía un monograma con el nombre de Cristo formado por la letra P en el centro de la X. Constantino salió victorioso de la batalla y se convirtió en el máximo gobernante del imperio en occidente. Al año siguiente promulgó el Edicto de Milán, que estableció la libertad de religión, lo que supuso el fin de la persecución del cristianismo y el inicio de la gran expansión de la Iglesia. A partir de ese momento el crismón pasó a ser una imagen cargada de prestigio que ha sido utilizada intensamente por el poder político, por ejemplo, en la numismática y por una Iglesia cristiana cada vez más influyente. Con posterioridad a 324, cuando Constantino derrotó a Licinio, el lábaro con el crismón se convirtió en todo el imperio en el símbolo del “triunfo definitivo del cristianismo sobre el paganismo”. Es en este ambiente cuando se materializó la configuración definitiva de la imagen al fusionarse el círculo –símbolo pagano del triunfo, ya como representación de Helios, solis invictus, ya de la corona de laurel o guirnaldas– con el nomem sacrum de Cristo (XP)16. Siglos más tarde, esta misma visión del crismón como símbolo del triunfo respaldado por el favor divino provocará que se extienda su uso en un minúsculo e incipiente reino en expansión vasallo de Roma: Aragón.
A partir del segundo cuarto del siglo IV se utiliza con profusión en innumerables objetos de uso litúrgico, en mosaicos y, hacia 340, se incorpora a la decoración de los sarcófagos, donde aparece presidiendo su cara frontal o la tapa. Destaca su presencia en los denominados sepulcros “de la Pasión” o “de la Anástasis”, en los que figura superpuesto a la cruz. Posiblemente una motivación profiláctica es la que provoca su aparición en innumerables objetos de uso cotidiano (broches, lucernas, medallas, fíbulas, cucharas, anillos, etc.).
En el imperio bizantino el crismón continúa siendo un emblema utilizado con profusión. En su formato IX (iota-ji) se incorpora a la decoración monumental de los templos, ya sea esculpido en la parte inferior de los dinteles (San Sergio y San Baco en Constantinopla), ya como parte de los mosaicos (Santa Sofía y San Salvador de Cora, ambas en Constantinopla). También en el mismo formato aparece sostenido por ángeles, como en los sarcófagos de Saritgüzel-Fatih (segunda mitad siglo IV-siglo V) o el de Beyazit (siglo V), ambos en el Museo Arqueológico de Estambul. Pero es en la ciudad italiana de Rávena donde se observa una inusitada proliferación del crismón en múltiples variantes y soportes.

Resulta significativo encontrarlo ornando el escudo de uno de los soldados que acompaña al emperador Justiniano en los mosaicos de San Vital (546-547), pues permite confirmar que en ese momento continuaba vigente la vinculación del monograma con un poder militar que buscaba su legitimación en el apoyo divino.
Tampoco perdió su asociación a lo funerario, tal y como puede verse en los mosaicos y sepulcros del mausoleo de Gala Placidia, o su función de identificación de la imagen de Cristo –al igual de lo que ocurría en el imperio romano (mosaico de Hinton St Mary, Dorset, en el Museo Británico de Londres) a veces la figura de Jesús aparece identificada por un crismón en el nimbo (sarcófagos del Museo Nacional, del mausoleo de Gala Placidia o de la iglesia de San Francisco, todo ello en Rávena)–. En otras ocasiones las razones para incorporar el crismón son más sutiles.
En un sarcófago de San Vital, la imagen de Daniel en el foso de los leones sujeta su capa con un broche decorado con dicho monograma, en clara referencia a la interpretación alegórica del profeta como prefiguración de Cristo. También pueden encontrarse antecedentes en el mundo romano al uso de crismones en personajes diferentes de Cristo, como en las pinturas de las catacumbas de San Genaro en Nápoles. En Bizancio el crismón se incorpora a la decoración de algunas patenas, como la del obispo Paternus (491-518) que se conserva en el Museo del Hermitage de San Petersburgo, lo que parece indicar que en este momento adquiere también un carácter eucarístico. En estas patenas, al igual que suceden en bastantes sarcófagos de Rávena, la letra p se caracteriza por tener el lóbulo abierto.

Sarcófago Saritgüzel-Fatih (segunda mitad ss. IV-V). Museo Arqueológico de Estambul.

Detalle de uno de los laterales de un sarcófago bizantino (Museo Nacional, Ravena). 

El crismón, en su modalidad XP, aparece tardíamente en la Península –a partir del segundo tercio del siglo IV, mientras que en el resto del Imperio era corriente en la segunda mitad del siglo III–, quizás como consecuencia, principalmente, de influencias africanas y bizantinas. Sin embargo, a partir del siglo V prolifera su utilización, sobre todo en ladrillos, posiblemente de origen africano, y canceles.
En algunas piezas visigodas, bastantes de ellas procedentes de Mérida, los brazos del monograma adquieren una especial potencia al ensancharse por los extremos, las letras alfa y omega aparecen pinjantes y la decoración de su superficie parece que se inspira en piezas de orfebrería, como es el caso de los conservados en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y en el Museo San Clemente de Córdoba. Además, la sustitución del lóbulo de la P por la letra R supone una primera muestra de latinización del monograma, la cual, como veremos, no será un caso aislado.

En el siglo VI el crismón pasa a ocupar un espacio privilegiado en los mosaicos de las basílicas de Roma. El monograma, ya sea representado tan solo por las letras X y P (San Lorenzo Extramuros, finales del siglo VI), ya con estas flanqueadas por el alfa y el omega (Santa María la Mayor, 432 440), aparece inscrito en un círculo de fondo azul en lo alto del intradós de los arcos triunfales.
Siglos más tarde los crismones de los mosaicos de otras basílicas romanas copiarán esta misma ubicación y color de fondo –San Clemente (c. 1118), San Lorenzo en Lucina (perdido, 1130 1138), Santa María en Trastevere (c. 1143) y Santa María Nueva (1164-1167)–. Si consideramos que todas estas obras contaron con la promoción de algún pontífice, la presencia del crismón en tan destacado lugar pone de manifiesto la importancia que el Papado le concedió a esta imagen.
​Algunos documentos de los notarios merovingios se iniciaban con un crismón. Esta práctica también fue habitual en la corte asturleonesa en los siglos VIII y IX, y de forma ya mucho más frecuente, en la cancillería de Sancho III el Mayor y en las de sus descendientes, sobre todo en Aragón. Se ha propuesto que esta costumbre se podría basar en el comentario realizado a finales del siglo IV por san Juan Crisóstomo a la Epístola de san Pablo a los Colosenses (III, 17), en el que dice Omne quodeum que facitis, inquit, in verbo aut in opere, omnia facite in nomine Domini Jesu Christi, gratias agentes Deo et Patri per ipsum (Cualquier cosa que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de nuestro señor Jesucristo, dando gracias por él a Dios y Padre). Las letras alfa y omega se incorporan a estos monogramas de los documentos en el escritorio del monasterio de San Juan de la Peña en algún momento del último tercio del siglo XI.
En ciertos documentos asturleoneses, el alargado crismón inicial incluye una especie de garabato en el que se ha querido ver una letra S, grafía que no parece muy evidente, sin embargo, donde es obvia la incorporación de esta nueva letra es en la documentación de las cortes castellano-leonesa y navarra de comienzos del siglo XI. Como ejemplo de documento de esta época que incorpora la S podemos citar la donación que realiza el rey Sancho Garcés III a Sancho Galíndez de las villas de Centenero y Salamañas en abril de 1035 (Archivo de la catedral de Huesca). Esta modalidad del monograma XPS se extiende más allá del área pirenaica y llega a la Península Itálica, donde, sin el alfa y el omega, aparece en ciertos documentos firmados por la condesa Matilde de Canosa en la primera década del siglo XI. Parece que es, por tanto, en la diplomática donde hay que buscar el origen de la incorporación de esta nueva letra al monograma, la cual los crismones románicos pétreos románicos del ámbito pirenaico presentan de forma masiva, en un 96% de los casos, y que es una característica que los diferencia de los paleocristianos, bizantinos, merovingios y visigodos. De su significado e implicaciones hablaremos en breve.
En las producciones miniadas de los scriptoria merovingios y carolingios también se incorpora el crismón en su modalidad XP. De los primeros podemos citar como ejemplo el Sacramentario de Gellone (siglo VIII, París, Biblioteca Nacional de Francia, Lat. 12048, f. 1v), que incluye intercalados entre las líneas de texto del Incipit dos monogramas del tipo XP con las letras alfa y omega y en el que la letra rho ha sido sustituida por la R. De los segundos, por la variedad de los crismones que aparecen en varios de sus folios, destaca el Evangeliario de Lotario (849-851, París, Biblioteca Nacional de Francia, Lat. 266, f. 53v), al cual nos referiremos de nuevo más adelante. También dentro del mundo carolingio cabe citar el uso del crismón a modo de caligrama, como sucede en una copia del siglo X o XI del Panegyricus de Optianus Porphyrius (París, Biblioteca Nacional de Francia, Lat. 2421, f. 53v), o en el más complicado y curioso poema de Rabano Mauro De monogrammate, in quo Christo nomen comprehensus est en su obra De Laudibus Sanctae Crucis, en el que las propias letras X y P del crismón están formadas a su vez por otras letras griegas. En el ámbito hispano, también se utiliza el crismón en los beatos, pero incorporado en el texto cuando se habla del propio monograma al tratar sobre el número del Anticristo (c. 960, Beato de San Miguel de Escalada, Biblioteca Pierpont Morgan, Nueva York. Ms 644, ff. 170r, 172 r y 172v). Toda una página ocupa la imagen del crismón con las letras alfa y omega pinjantes en el Moralia in Job realizado por Florencio en 945 (Biblioteca Nacional de España, Madrid, Ms. 80).

A partir de finales del siglo XI, y durante todo el siglo XII y el inicio del XIII, se produce en el área pirenaica central una sorprendente difusión del crismón en la decoración escultórica de los templos. Su distribución presenta dos áreas de máxima densidad en ambas vertientes de la zona central de la cordillera y su concentración se reduce sustancialmente conforme nos alejamos de dichas zonas. Tenemos catalogadas unas setecientas sesenta piezas en territorio francés y español, de las que algo más de la mitad, aproximadamente un 55%, se encuentran en territorio hispano. Un 24% del total se localizan en Aragón y algo más de un 20% en Navarra.
El primer crismón románico pétreo del que conocemos su cronología es el del castillo de Herrebouc, en Saint-Jean-Poutge (Gers), en el que figura la fecha 99034. Medio siglo más tarde se data el de la iglesia de San Salvador de Saint-Macaire (Gironda), el cual incorpora una inscripción que conmemora la consagración del templo y que informa de la fecha de la misma, 104035. Ambos ejemplares no incorporan todavía la letra s. Sin embargo, a pesar de que estos tempranos ejemplares se encuentran en territorio franco, el crismón románico pétreo conoció su mayor difusión en el reino de Aragón, de donde se extendió posteriormente por el reino de Pamplona a raíz de la incorporación de este a los dominios del monarca aragonés Sancho Ramírez en 1076. La abundante presencia de crismones en el Mediodía francés puede encontrar una explicación en las estrechas relaciones que los nobles ultrapirenaicos mantenían con los reyes aragoneses, si bien el hecho de que el crismón ya era un elemento conocido y utilizado en la zona, contribuiría de forma decisiva a facilitar dicha expansión. No hemos de olvidar que, a excepción de Alfonso I el Batallador, los monarcas de la dinastía Ramírez contrajeron matrimonio con damas nobles del otro lado del Piri neo, principalmente de origen aquitano, y que los señores y caballeros de los territorios del Midi intervenían con frecuencia en las campañas militares que los reyes aragoneses emprendían contra los musulmanes y participaban activamente en la política aragonesa. También fueron intensas las relaciones entre ambos lados del Pirineo en el seno de la Iglesia, de hecho no fueron pocos los clérigos francos que desempeñaron importantes cargos en la jerarquía eclesiástica navarro-aragonesa. Finalmente, la repoblación de territorio aragonés por parte de gentes venidas del otro lado de los Pirineos fue muy intensa, tal y como lo demuestra, por ejemplo, que se haya estimado que casi un 80% de la población de Jaca en 1137 tenía dicha procedencia.
Son numerosas las causas que pueden explicar el auge del crismón en el recientemente creado reino de Aragón. Durante la segunda mitad del siglo XI la monarquía aragonesa se encontraba en pleno proceso de asentamiento y legitimación, contexto en el que el viaje a Roma realizado por el rey Sancho Ramírez en 1068 resulta un hecho de fundamental relevancia. En su visita a Alejandro II el monarca se declaró “soldado del beato Pedro”, se comprometió a vincular material y espiritual mente su reino al Papado mediante el vasallaje y pactó su matrimonio con Felicia, hermana de Eblo II de Roucy, uno de los personajes más influyentes en el entorno pontificio. Las consecuencias inmediatas del viaje fueron, en el terreno religioso, la introducción del rito romano en Aragón y la aplicación en su clero de la reforma gregoriana. Desde un punto de vista político pudo suponer un respaldo fundamental a la legitimación de la dinastía y una garantía externa ante las presiones navarras, catalanas y castellanas.
Por otra parte, la expansión del reino a costa de sus vecinos musulmanes del sur adquirió, sobre todo a partir de la denominada “Cruzada de Barbastro” en 1064, la cual contó con la participación de tropas internacionales y con el apoyo de la Santa Sede, un carácter de guerra santa, que se vio consolidado con la alianza sellada con el Papado. Estamos, en consecuencia, como en la época de Constantino, en un momento en el que confluyen los intereses de la Iglesia romana, que ambiciona en esta ocasión imponer y extender su supremacía sobre los poderes terrenales, con los de un gobernante que necesita la legitimación frente a las aspiraciones territoriales de Castilla y Navarra y la consideración de sus empresas bélicas contra sus vecinos musulmanes del sur como guerras justas amparadas por Dios. Tal y como ocurrió en el siglo IV, el crismón resultó ser una inmejorable imagen propagandística de legitimación religiosa, militar y política. Constantino se convirtió de esta manera para los reyes aragoneses en el modelo a imitar y, así, el crismón volvió a ser utilizado como emblema, como signo propiciatorio de la victoria y, por tanto, susceptible de ser incorporado en los estandartes. El uso en la Península del lábaro cruciforme en las campañas bélicas y la tradición de la cancillería aragonesa de encabezar con un crismón, como hemos comentado, su documentación diplomática sin duda facilitó este proceso. Además, la experiencia visual de los dignatarios aragoneses en su desplazamiento a Roma, en donde pudieron contemplar numerosos crismones, algunos de ellos, como hemos señalado, situados en lugares privilegiados en las basílicas romanas, también pudo tener algo que ver en ello. Aunque es un asunto discutido por los especialistas, es posible que en la Edad Media hispana se practicaran ceremonias, como las descritas en el Liber Ordinum, en las que se entregaba solemnemente al rey el lábaro antes de partir a la batalla.
En cualquier caso, tanto si tenían lugar como si no, este tipo de ceremonias previas a la batalla, son numerosos los indicios que llevan a pensar que el monograma de Cristo se utilizaba en los estandartes en los actos bélicos, como parece confirmarlo un documento en el que se indica que Pedro I se encontraba combatiendo ante la ciudad de Zaragoza cum Christi vexillo, o el derecho que parece ser que otorgó el papa Alejandro II a los caballeros que lucharan en España a portar el estandarte de san Pedro. Y ello dejó reflejo en las imágenes de la época.
La presencia de un crismón en una especie de bandera que ondea en el mástil de una barca en las pinturas de San Pedro de Sorpe (Lérida) hace suponer que quizás pudo ser este cristograma el signo distintivo de dicho vexillum, al igual que ya ondeó en los lábaros de las legiones romanas, tal y como se ve en numerosas monedas. La existencia de varios crismones en el sur de Aquitania en los que aparece un personaje –Léme (Pirineos-Atlánticos)–, o simplemente un brazo –Bostens y Saint-Avit (Landas)–, sujetándolos por la parte inferior de su radio vertical, la cual se ha prolongado hasta hacer del monograma algo similar a un lábaro, parece reforzar esta suposición. Una nueva prueba de ello la encontramos otra vez en la pintura mural en tierras de los condados catalanes.
En el ábside de la iglesia leridana de Santa María de Àneu, conservado en el Museo Nacional de Arte de Cataluña, una gran imagen de san Miguel acompaña a la escena de la Epifanía y porta un estandarte con un círculo azul. Aunque hasta la fecha ha pasado desapercibido para los especialistas, en el lábaro se observan restos de un crismón del que se distinguen trazos de la P y el alfa, así como indicios de haber tenido ocho brazos. Esta imagen angélica sigue un modelo iconográfico importado precisamente de Italia, donde se pueden ver ángeles portadores del lábaro con crismón en las pinturas de San Vicente de Galliano, en las de la capilla de san Eldrado de Novalesa (finales del siglo XI) o en los frescos del nártex de San Lorenzo Extramuros en Roma, en los que el monograma de Cristo, en lugar de figurar en el estandarte, era soportado con la mano por los arcángeles. Finalmente, y aunque corresponde a una época algo posterior, concretamente a la cuarta década del siglo XIII, por fortuna se conserva en Daroca un pendón que incorpora el crismón, y que la tradición asocia a dos banderas que fueron regaladas por Jaime I a dicha localidad en agradecimiento por su intervención en la toma de Valencia en 1238.

A pesar de que alguna vez se ha considerado que el primer crismón románico pétreo es el del tímpano de la portada occidental de la catedral de Jaca hay quien cree, entendemos que acertada mente, que la primera pieza en la Península fue la del castillo de Loarre. Ubicado en la clave de la puerta por la que se accede a la cripta desde la escalera de entrada al castillo, frente al cuerpo de guardia, se trata de un crismón que presenta diferencias relevantes con la inmensa mayoría de las piezas románicas, como la presencia de diferentes letras distribuidas por su superficie (S, E y R en los extremos de los brazos de la cruz, y D, N, I y H en los cuadrantes determinados por estos), o que se trata de una pieza sin S en el brazo vertical inferior y, por tanto de tradición anterior a la románica.
Se ha querido ver una posible inspiración en monedas bizantinas a la hora de proponer la lectura D(ominus) N(oster) IHE(su) XP(situ)S A (et) ω R(ex) R(egnantium) (Nuestro Señor Jesucristo alfa y omega Rey de los Reinantes).
A pesar de que esta lectura fue asumida por bastantes especialistas, la misma adolece de dos problemas: no tiene en cuenta el tamaño relativo de las letras y utiliza dos veces la letra R. Se han propuesto otras lecturas alternativas en las que se alude a Sancho Ramírez, a Eblo de Roucy, a Cristo como Redentor o se hace un llamamiento a luchar contra el enemigo.
De todas ellas, solo una interpreta, creemos que correctamente, las letras S, E y R como Sanctae Ecclesia Romana, lectura que podría estar justificada por la bula Quamquam sedes (1071), mediante la cual el papa Alejandro II tomó bajo su protección el monasterio del castillo de Loarres y encargó su construcción al monarca aragonés. En el folio 15 del ya mencionado Evangeliario de Lotario aparecen dos crismones que presentan fuertes similitudes con el de la fortaleza oscense, como la fusión de los nomina sacra XP e IHS, la ubicación de las letras alfa y omega colgando de los brazos horizontales de la cruz o la utilización de los sectores circulares determinados por los brazos del monograma para situar caracteres. A la vista de este ejemplo, entendemos que el crismón de Loarre debe interpretarse descartando que la S forme parte del nombre de Cristo, valorando las letras IH como el nomem sacrum de Jesús –abreviado a su vez, de ahí el signo de abreviatura que presenta en el puente de la H– y asumiendo el sentido ya indicado para las letras S, E y R. De esta forma quedaría la siguiente lectura: D(ominus) N(ostris) IH(esus) X(ristus) alfa y omega. S(ancta) R(omana) E(cclesia).
Así las primeras letras que se leen son las que cuelgan de los brazos de la X y las que figuran en los cuadrantes, luego el crismón y, finalmente, las de los extremos de los brazos de la cruz. Considerando su ubicación, en plena escalera de entrada del castillo, no deja de seducirnos la idea de que este podría ser el lugar donde se realizara la ceremonia de entrega del lábaro antes de salir a la batalla, el cual, podría ser mostrado a las tropas desde la plataforma que antecede a la puerta, que desempeñaría la función de privilegiada platea, presidida por la Maiestas Domini del friso superior de la puerta principal. Y continuando en el peligroso terreno de las suposiciones, de ser cierto, como se pregunta algún autor, que el monarca aragonés hubiera sido obsequiado con un vexillum con motivo de su vasallaje al Papado59, ¿no podría ser el crismón de Loarre una copia del mismo? Ello explicaría la ausencia de la s en el brazo inferior y haría totalmente coherente la propuesta realizada para la lectura de las letras S, E y R.

Iglesia San Román Cirauqui Crismón

Crismón del castillo de Loarre 

La presencia de ocho brazos en el monograma de Loarre nos permite analizar el papel que desempeña la cruz en la configuración del crismón. Como ya hemos comentado, esta, junto con el estaurograma y el crismón, han sido cristogramas que han convivido en el mismo espacio, como en algunos sepulcros de Rávena o en ciertos mosaicos de Roma (Santa María en Trastevere), y que se han combinado para formar el crismón de ocho brazos o el que presenta una tilde horizontal en el brazo vertical de la rho. En los ya citados sarcófagos “de la Pasión” o “de la Anástasis” del siglo IV, ya aparecía el crismón, rodeado por una corona de laurel, sobre la cruz, en clara alusión al triunfo de Cristo sobre la muerte. Esta es precisamente la lectura que san Orencio, obispo de Auch, realiza hacia el 439 al describir la imagen de un crismón. Fundamental para interpretar el crismón de ocho radios como una imagen de Cristo crucificado resulta la lastra incisa, datada entre los siglos VI y VII, que actualmente se conserva en el baptisterio de San Vicente de Galliano, en la Lombardía, en la cual se destaca de forma manifiesta la cruz mediante decoración gemada que imita una pieza de orfebrería. También se utilizaban crismones de ocho brazos en Bizancio, en el siglo IX (mosaicos de Santa Sofía y San Salvador de Cora en Estambul, de San Vital de Rávena, sarcófago de San Apolinar en Classe en Rávena), y en Roma en el siglo X (frescos del ábside de San Sebastián al Palatino).
En la Península Ibérica el brazo horizontal se incorpora en la documentación de la cancillería de Sancho III el Mayor, como se puede ver en el ya citado documento de la donación a Sancho Galíndez de las villas de Centenero y Salamañas que realiza el monarca en 103564, y en Francia ya hemos comentado el temprano ejemplo pétreo de Saint-Macaire (1040). Ha habido quien ha considerado el trazo horizontal que en algunos crismones atraviesa el brazo vertical superior de la RHO como un signo de abreviatura, pero consideramos que tanto los crismones de ocho brazos, como los que presentan esta característica o un trazo horizontal corto atravesando la X por su centro deben ser considerados como la representación de Cristo crucificado. Dos casos en los que se pone de manifiesto de forma más explícita que el crismón puede sustituir a la imagen de Cristo crucificado los encontramos en uno de los capiteles del claustro de Moissac (1100), donde dos ángeles sostienen una cruz, en cuyo centro figura el monograma, y en el crismón de Saint Gaudens (Alto Garona), donde cuatro ángeles elevan un hermoso crismón de cuyo marco circular arrancan los brazos de la cruz.

Al sur de Jaca, en el Sodoruel se encuentran una serie de piezas que, por sus características, podrían ser consideradas de los primeros crismones pétreos en el reino. Dos de ellos tienen sus letras desubicadas, concretamente los tímpanos descontextualizados que se encuentran en la pardina de Lorés, cerca de Bernués, y el que actualmente está empotrado en una credencia del interior del ábside de Santa María de Centenero. No tenemos argumentos para determinar si los errados diseños de estas piezas son fruto de las dudas características de las fases iniciales de un incipiente proceso de asimilación de una imagen o, por el contrario, son copias erróneas de un modelo ya asentado. Sin embargo, creemos que las ruedas pueden tener cierta relevancia en lo que se refiere a la determinación de la cronología del proceso de implantación del crismón. Estas, que se encuentran en la portada sur Santa María de Centenero, en el campanario de la iglesia de Paternoy y en el Panteón de Nobles del monasterio de San Juan de la Peña, tienen la característica de que sus ejes están colocados a diferentes niveles, de tal forma que el exterior es el vertical y los inferiores los que forman la X. Se ha planteado en alguna ocasión su posible sentido trinitario, para lo que se ha aludido a la Historia de Turpin (Liber Sancti Iacobi. Codex Calixtinus), en la que Roldán trata de explicar al gigante Ferragut el misterio de la Trinidad mediante el símil de la rueda, formada por llanta, radios y buje, pero una sola rueda. Efectivamente, puede tratarse de ruedas, pero también, de la superposición de la cruz con un crismón formado, como hemos comentado que ocurría en Bizancio, por las letras I (iota) y X (ji), o incluso, de crismones de ocho brazos en los que las letras estuvieran trazadas con pintura, la cual se ha perdido. En relación a esta última posibilidad, es muy significativo que la rueda de Paternoy presente las letras X, P, S, a y ω incisas, las cuales bien podrían haber sido añadidas con posterioridad para transformar la pieza en crismón, bien ser el vestigio de un crismón pintado.

Una propuesta reciente sobre la génesis del tímpano de la portada occidental de Santa María de Santa Cruz de la Serós ofrece una nueva perspectiva sobre el papel desempeñado por los crismones y ruedas primigenios del Sodoruel. Ciertos aspectos hacen pensar que se podría tratar de un tímpano reaprovechado y modificado. El hecho de estar trabajado en una pieza enjarjada, el que el marco y los radios del monograma presenten una estructura idéntica a la que hemos visto en las cercanas ruedas del Sodoruel –incluida la diferencia de niveles de sus ejes– y que los cuartos traseros de los leones estén trabajados en las aletas laterales del tímpano han llevado a pensar en que su ejecución pasó por tres fases. En un primer momento debía de ser un tímpano decorado con una rueda y localizado en otra puerta de menor tamaño, en la que las aletas laterales quedaban ocultas bajo los salmeres del arco, como ocurre en otros ejemplos que utilizan este mismo sistema de anclaje. En una segunda fase se transformaría en un crismón al tallarse, con menor profundidad, las letras P, S, A (formada esta con un trazo añadido en forma de V y dos de los brazos de la rueda) y ω. Al mismo tiempo se añaden las inscripciones del marco circular y la de la base del tímpano. El hecho de que esta última no se extienda más allá de la superficie que quedaría visible en la puerta original, es un indicio que ha llevado a proponer que son coetáneas con esta primera transformación.
Finalmente, el tímpano habría sido reutilizado para ocupar su ubicación actual, y se habría aprovechado el espacio de las aletas laterales, que quedaría al descubierto, para incorporar los leones. Puede confirmar este planteamiento el que las letras del crismón están trabajadas con menor profundidad en relación a los brazos, como si se hubieran labrado sobre una superficie ya rebajada de antemano. Aunque algunos autores, percatándose de su irregular colocación, ya habían propuesto que podría ser una pieza reutilizada o añadida con posterioridad a la finalización de la portada, este nuevo planteamiento nos parece el más verosímil. Aunque ya hemos comentado que posiblemente en Paternoy también se reconvirtió una rueda en un crismón, tenemos mucho más cerca un ejemplo que muestra que este tipo de transformaciones no era algo excepcional. En la portada sur de la propia iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós hay un tímpano con una rueda de seis brazos, entre los que se distribuyen seis margaritas, que podría ser un crismón del siglo IX. En el marco circular se observa, una P con el travesaño horizontal de la cruz, un alfa y parte de la omega. La posición de estas letras incisas parece delatar que fueron añadidas con posterioridad a la elaboración de la pieza. Asimismo, este tímpano también debió ser reutilizado, pues originalmente sus aletas laterales debieron estar destinadas a una función estructural y a quedar ocultas tras los salmeres.

Tímpano del antiguo monasterio de Santo Tomás, pardina de Lorés (Huesca). 

Mientras algunos autores han visto el tímpano de la Serós como una copia que siguió el modelo de Jaca, otros han cuestionado esta idea, apoyándose en aspectos estilísticos, en la similitud de los leones de la Serós con modelos orientales o en el desorden de las letras de este crismón, el cual consideran que, en caso de ser una copia del de Jaca, sería un error impropio de un edificio de su categoría. Sin embargo, la hipótesis de la génesis en tres fases del tímpano de la Serós abre la posibilidad a una tercera alternativa. Las dos primeras fases del desarrollo de esta pieza –la de rueda y la de crismón sin leones– muy probablemente serían anteriores al tímpano de Jaca, entre otras cosas por los argumentos relacionados con el desorden ya esgrimidos por los autores contrarios a considerarla una copia, y por la hipótesis de las ruedas y crismones primigenios del Sodoruel. Una vez se decide reutilizar el tímpano en la nueva puerta, sí que es muy posible que se haga ya copian do el modelo jaqués.

Esquema de las fases de desarrollo del tímpano de la portada oeste de Santa María de Santa Cruz de la Serós (Huesca). Antonio García Omedes 

Respaldarían este planteamiento básicamente dos aspectos que comparte con Jaca: la dual gestualidad de los leones –uno muestra la lengua mientras que el otro enseña las fauces– y la inclusión en la portada de un capitel con un individuo entre dos leones, que posiblemente pueda asociarse con el episodio de Daniel en la fosa de los leones, tema también presente en la seo jacetana. Dejando a un lado el tema de la superior calidad de la talla de Jaca –no siempre la pieza de más calidad tiene que ser el modelo–, es razonable pensar que el ejemplar que tiene una composición y un programa más complejo y evolucionado puede ser el modelo.

Tímpano de la portada oeste de la catedral de Jaca. 

Cerca de Jaca, en la iglesia de San Fructuoso de Barós, se exhibe empotrado en el muro un crismón que resulta curioso por varios aspectos. Lo primero que llama la atención es su forma rectangular, pues si bien es esta una característica habitual en territorio franco, en suelo hispano resulta algo realmente singular.
Tampoco es habitual que tenga el vano de la RHO abierto, o que carezca de la letra S. Todo ello puede hacer pensar que o bien se trata de un crismón de época anterior al románico, o bien corresponde a un momento en el que el modelo XPS todavía no estaba asentado ni extendido.
En pocas ocasiones una obra de arte desvela explícitamente su misterio. Aunque el crismón de la portada occidental de la catedral de Jaca es una de esas excepciones, pues la inscripción que figura en su marco circular explica la lectura trinitaria del cristograma, su interpretación ha sido uno de los aspectos sobre los que más se ha escrito y debatido en la historiografía del románico hispano. Y no es para menos, porque dicha inscripción aporta una de las claves para comprender los crismones medievales. Los tres hexámetros leoninos de dicha inscripción rezan: HAC IN SCVLPTVRA LECTOR SIC NOSCERE CVRA: P · PATER · A GENITVS · DVPLEX EST SPS ALMVS: HI TRES IVRE QVUIDEM DOMINVS SVNT VNVS ET IDEM. El gran problema para su interpretación residía de la palabra duplex, la cual algunos autores creían que se trataba de la omega, y otros de la S. Este aspecto era fundamental para conocer cual de las letras era la que aludía al Espíritu Santo. Una serie de trabajos publicados entre 1993 y 2004 permitieron resolver el enigma. El primer paso fue aclarar la cuestión de los signos de puntuación y recordar que, según San Isidoro, desde los tiempos del emperador Augusto la letra X era la única considerada duplex, con lo que sería esta la que designaría al Espíritu Santo. Con ello la S sería simplemente la terminación del nominativo singular del nombre de Cristo, que, añadida a las letras X y P, daría lugar a la abreviatura XPS, la cual, por cierto, aparece como tal en otra de las inscripciones del propio tímpano. Como ya hemos visto, no es esta la primera latinización que se realizaba en este monograma griego. El segundo paso fue considerar que el autor de la inscripción había tomado tres de los caracteres griegos como letras latinas para formar la palabra PAX (paz), la cual simbolizaba la Trinidad. Esta interpretación se vio confirmada por la existencia de varios textos que despejaban cualquier posible duda al respecto. En el primero de ellos, Attón, obispo de Vercelli (924-c. 960), habla de la X como una letra doble y explica como la paz se escribe con tres letras, que la P es el Padre, que el hijo se denomina alfa –porque al igual que la α es la primera letra del alfabeto, Cristo es el principio–, que la tercera letra, la X, significa el Espíritu Santo y que al igual que “paz” se escribe con tres letras, así Dios es la Trinidad. El segundo texto, datado en 1181 1182, es obra del obispo Rufino de Asís, y en él se dice que “la palabra PAX expresa admirablemente el misterio de la Trinidad, la P […] designa al Padre, la A […] al Hijo y la A […] al Espíritu Santo”. Finalmente, en 2004, se encontró un tercer texto que citaba exactamente las mismas palabras que la inscripción de Jaca:
Milon, monje de Saint-Amand (†872) en su De sobrietate, dedicado a Carlos el Calvo, cuando comenta el pasaje “Yo soy la paz” de la Carta a los Efesios dice lo siguiente: P patrem [...], A genitum signat quod graecus nominat alfa [...] Xque duplex, ab utroque venit quia spiritu almus....
Con tan demoledores argumentos documentales, la cuestión de la lectura del crismón de Jaca es hoy en día un asunto ya resuelto. En consecuencia, una vez demostrado que la letra S no es la que le aporta el sentido trinitario al monograma, quizás deberíamos plantearnos la posibilidad de denominar a las piezas que la incorporan, atendiendo a su distribución geográfica y cronología, como “crismones pirenaicos románicos”.
Desvelado el misterio cabe preguntarse si esta lectura es extensible al resto de crismones. Un primer testimonio datado de esta relación entre la palabra PAX y el monograma de Cristo se encuentra en el cementerio de Calixto en Roma, donde en una inscripción del siglo III un crismón aparece junto al texto PAX DN.
Algo más tarde, en los mosaicos del absidiolo sur de Santa Constanza de Roma la imagen de san Pedro porta una filacteria en la que un crismón acompaña a la inscripción dominus pacemdal. Pero más interesante resulta el crismón del intradós del arco presbiteral de Santa María la Mayor de Roma (realizado en mosaico en la época del papa Sixto III, 432-440), en el que un trazo angular, situado exactamente en el mismo lugar que en Santa Cruz de la Serós, forma la letra a con dos de los brazos del monograma, con la evidente intención de destacar la palabra PAX. Esta sorprendente coincidencia con la Serós confirma la opinión de quienes han leído en este crismón oscense la palabra pax o, incluso la frase pax vobis, y plantea el interrogante de si tal similitud es una mera casualidad o se debe a que la imagen de la basílica romana fue asimilada en el viaje de Sancho Ramírez a la Santa Sede. Esto último reforzaría la idea de que el tímpano de la Serós, en su segunda fase, la de crismón con inscripción, podría ser anterior al de Jaca, y datado hacia 1070.
De lo extendido de la lectura del crismón como PAX, tanto en época románica como algo después, es un elocuente testimonio el del rey Alfonso X el Sabio, cuando en la Primera Partida se refiriere a que en la puerta de la iglesia se ponía la cruz, el cordero y algunas letras que dijeran paz. Efectivamente, además de los ya mencionados de Jaca y Santa Cruz de la Serós, son unos cuantos los crismones románicos en los que claramente se pone de manifiesto una intención por mostrar la palabra pax. En algunos aparece expresamente, como en Sainte-Engrace (Pirineos Atlántico) –con la inscripción PAX TECUM en el marco–, Eusa (Navarra) –donde dentro del crismón aparece la palabra VOBIS–, Azuelo (Navarra), o la rueda de Cazaux (Laplume, Lot y Garona), en la que entre los radios aparece la frase PAX VOBIS. En otros casos, a pesar de contar con el alfa, se añade una a para formar, junto a la P y la X, la palabra PAX. Esto sucede en Lagorce, Les Peintures, Saint Martin-de-Sescas (Gironda), Castro, Obarra (Huesca) y en el temprano del castillo de Herrebouc (Gers). En Oeyreluy (Landas) y Mas d’Agenais (Lot y Garona) se omiten la omega y la S, para que solo queden las letras P, A y X (en el primer caso junto a una cruz). La lectura como pax vobis podría justificar la presencia de las letras I y V en ciertos crismones del valle de Arán y del Pallars Sobirà103. Ello aportaría una explicación a la curiosa forma cerrada que presenta la letra omega en todas estas piezas (salvo Casarill y Alós d’Isil, en las que la extraña omega es resultado, más bien, de una incorrecta reproducción del modelo), la cual adoptaría un aspecto similar al de una b. Un caso realmente curioso es el de la iglesia de Bon-Encontre (Lot y Garona), en el que las letras del monograma se desplazan a los laterales para mostrar más claramente las palabras PAX o XPI, según se lea en horizontal o en vertical, y componer PAX XPISTI.

Crismón de San Juan de la Peña 

En el sur de Francia se encuentran una serie de crismones que presentan la peculiaridad de incorporar, junto a PAX, todas o algunas de las palabras REX (rey), LEX (ley) y LUX (luz) y que se han dado en denominar “crismones parlantes”. Este juego de cuatro palabras monosílabas de tres letras terminadas en X y aplicadas a Cristo tuvo su origen en la época carolingia, pero se encuentra también, por ejemplo, acompañando a la cruz en dos beatos, el de Silos (Londres, The British Library, Add. Ms 11695, f. 5v) y el de Fernando I y doña Sancha (Madrid, Biblioteca Nacional de España, Vitr. 14-2, f. 6v).
En Montaner (Pirineos Atlánticos), Castillon-Debats y Peyrusse-Grande (Gers), se omite la palabra PAX porque la misma ya está representada por el propio crismón. Aunque se ha incluido el crismón de Lahitte (Gers) en el grupo de aquellos que tan solo incorporan la palabra REX, en esta pieza la base del brazo vertical inferior se prolonga horizontalmente para formar una L, que junto con el pequeño ángulo que tiene encima, que bien podría ser una V, completa el conjunto de letras que permite formar las cuatro palabras. Este ejemplar es digno de ser reseñado, además de por este aspecto, por el hecho de que, como ya demostramos en su día, está fuertemente relacionado con los tres crismones de la iglesia de San Cipriano de Zamora, vinculación que explicamos gracias a la repoblación de la ciudad leonesa con gentes procedentes de Gascuña, lo que daría sentido a la presencia de este monograma en un lugar tan alejado de su área habitual de distribución.

Crismón de la ermita de San Pedro de Usún (Navarra). 

Dos piezas que no se suelen incluir entre los “crismones parlantes” son Cheraute y Laas (Pirineos Atlánticos). La primera incorpora en los radios inferiores de la X una V y una E, pero le falta el trazo de la L que le permitiría formar las palabras LVX y LEX. En la fachada oeste de la capilla del cementerio de Laas hay un crismón, que tiene las mismas letras en la misma ubicación que en Cheraute, con la diferencia que la letra E tiene cuatro trazos horizontales, en lugar de tres.
Cabe preguntarnos si el inferior, en lugar de formar parte de una E mal entendida, no podría ser el trazo de una L. Ello convertiría a esta pieza, y posiblemente también a la de Cheraute, en un “crismón parlante” que incluiría las palabras LEX y LVX, además de PAX, que es el propio crismón, al igual que los de Lamayou (Pirineos Atlánticos) y Violles (Gers).
Este caso de Laas es especialmente relevante, pues nos facilita la adecuada lectura de ciertos crismones característicos de la Ribagorza que incorporan en el eje vertical una V, una E y una L. Se ha propuesto como posibles lecturas para estas letras P(ropietas) S(an) V(ictorian) E(cclesiae) (ocus) o V(allis) E(sera) L(ocus), para las que incorporan la L, o S(an) V(ictorian) E(cclesiae) para los que carecen de ella, argumentando la dependencia, directa o indirecta, de estas iglesias de tan importante cenobio aragonés o la ubicación de las mismas a la vera del río Ésera. Otra lectura, que se ha planteado en alguna ocasión, ignorando la L, es la de PETRVS, que se veía favorecida por el hecho de que la disposición de las letras parecía componer la imagen de una llave. Sin embargo, la comparación con los ejemplos franceses que hemos comentado nos lleva a descartar dichas hipótesis y ver en estas piezas unos “crismones parlantes”, en los que se incluyen las palabras LVX y LEX. Lo mismo sucedería en otros tres crismones ribagorzanos, ligeramente diferentes, los dos de Betesa (iglesias de Santa Eulalia y de Santa María de Rigatell) y el desaparecido de la ermita de Santa María del Torm, en Santorens, los cuales tienen la E y la V en los radios inferiores de la X. En este caso se estaría formando las palabras LEX y LVX con la L que forman el radio vertical superior y el horizontal derecho. A este grupo podría añadirse el crismón navarro de Urrizola.
Siguiendo este mismo argumento, en el crismón de Errondo (Navarra) las letras V (bajo el brazo vertical superior) y L (en el extremo del brazo vertical inferior) formarían con la X la palabra LVX, que, junto a la palabra PAX, propia del monograma, permitirían incluir esta pieza entre los crismones parlantes.
Sobre las razones que llevaron a esculpir el crismón de Jaca, se ha planteado la posibilidad de que el pleno restablecimiento de la alianza con el Papa, que tuvo lugar tras la infeudación efectiva de Aragón al poco de llegar al pontificado Urbano II, podría haber merecido una conmemoración que se plasmara en el tímpano jaqués. De ser así, quizás nos encontraríamos con que mientras que el crismón de Loarre podría relacionarse con el viaje de Sancho Ramírez a Roma, el de Jaca estaría vinculado con la materialización del compromiso de vasallaje asumido en el mismo.

La inscripción del crismón de Jaca no deja ninguna duda sobre el sentido trinitario que se le quería dar al signo en este edificio concreto, pero ¿ello se puede extrapolar al resto de crismones?. La relación del crismón con la representación física del dogma de la Trinidad se remonta a época tardoantigua.
Este dogma, definido en los dos primeros concilios ecuménicos, Nicea I (325) y Constantinopla I (381), es uno de los aspectos que ha dado lugar a más herejías.
La complejidad de su definición y entendimiento ha hecho de él caldo de cultivo de variadas interpretaciones que la jerarquía eclesiástica no ha aceptado y contra las que ha luchado denodadamente. En este escenario de casi constante conflicto dogmático, el crismón ha jugado un papel relevante en la lucha contra la herejía. Así, se ha visto un símbolo de la lucha de la fe católica contra la herejía arriana en ciertas representaciones visigodas y ostrogodas de crismones repetidos. En este sentido habría que interpretar la triple presencia del crismón en el cancel procedente de Mérida del Museo Arqueológico Nacional y en el mosaico del baptisterio de Albenga (Liguria, Italia), este último de la segunda mitad del siglo V. La utilización de tres crismones para representar a las tres personas de la Trinidad es una práctica habitual en el mundo bizantino que se prolonga hasta la época románica –Lescure-d’Albigeois (Tarn) y monasterio de Santa María de Juarros (Burgos)–. Sintomático es que en la iglesia de la Trinidad de Segovia sus dos portadas estén decoradas por sendos crismones pintados. También los textos que acompañan al monograma pueden indicar su sentido trinitario.
De esta forma, buena parte de los crismones que encabezan la documentación de las cancillerías navarra y aragonesa desde Sancho III el Mayor van acompañados de fórmulas trinitarias, y el ya citado crismón de Saint-Macaire incorpora una inscripción conmemorativa en la que se afirma que la iglesia fue dedicada en honor del Dios trino y uno. Como hemos visto, el crismón de Jaca también manifiesta su lectura trinitaria gracias a la inscripción que le acompaña, la cual, además, nos permite hacerla extensiva a aquellos casos que hemos citado en los que se incluye la palabra PAX. A este respecto, podría verse en el juego de palabras que incluyen los ya citados crismones parlantes una alusión a la Trinidad, puesto que las cuatro palabras monosílabas que se utilizan tienen tres letras, están terminadas en la letra X, inicial del nombre de Cristo, símbolo de la cruz, e interpretada en Jaca y en algunos de los textos a los que hemos aludido como el Espíritu Santo. Aquellos que han planteado reticencias a ver en la totalidad de los crismones un sentido trinitario parecen dar por supuesto que este monograma solo puede tener una lectura. Era habitual en la Edad Media que una misma imagen incorporara diferentes niveles de lectura adaptados a las diversas características y capacidades de sus destinatarios. Así, el crismón, en su sentido literal es el nombre de Cristo, pero, de foma simultánea y no excluyente, en su sentido anagógico representa a la Trinidad.
Dado que tan solo unos pocos iniciados podían acceder y comprender esta última lectura, no nos parece un argumento válido el negar su existencia en algunos sitios sobre la base de que no podía ser entendido por la mayoría de los fieles.
Un interesante ejemplo que pone de manifiesto el papel del crismón en la lucha contra la herejía es el tímpano de la portada norte de San Miguel de Estella, en el que la Maiestas Domini sostiene un crismón en lugar del habitual libro. En la presencia del cristograma y de la inscripción que figura en la mandorla se ha visto una voluntad de refutación de la herejía albigense, tan en boga a finales del siglo xii en el sur de Francia.
Se ha propuesto que la asociación del crismón con la palabra PAX evoca una tradición funeraria que ya se inició en las catacumbas, en las que numerosos ejemplos de inscripciones incorporan crismones junto a exhortaciones a la paz. En el Panteón de Nobles del monasterio de San Juan de la Peña, espacio dedicado al enterramiento, se pone de manifiesto este significado funerario del crismón y sus propiedades profilácticas. Entre las lápidas de sus nichos en forma de tímpano aparecen, además de una de las ruedas características del Sodoruel que ya hemos comentado, tres crismones de ocho radios, de los cuales uno presenta fuertes similitudes formales con el crismón de Jaca. En alguna ocasión se ha planteado la posibilidad de que el crismón de Jaca pudiera haber estado inspirado en un documento de finales del siglo XI realizado en el escritorio del cenobio pinatense, dado que los monogramas de dicho scriptorium tienen ocho brazos, introducen el uso del alfa y la omega en la documentación peninsular y alguno incorpora en la declaración trinitaria de su protocolo los mismos elementos que el tímpano jaqués. Teniendo en cuenta esta posibilidad, la presencia en una de las lápidas de una de las ruedas del Sodoruel y que una pieza sea tan similar en su ejecución al crismón de Jaca, ¿no cabría plantearse la posibilidad de que los crismones del Panteón de Nobles precedan cronológicamente a este último? No es este el único interrogante en relación a los crismones del Panteón de Nobles, pues la existencia por la zona de tímpanos de pequeñas dimensiones descontextualizados, como el del interior de las iglesias de Santa María de Centenero y Navasa o el de Abellada (Museo Ángel Orensanz y Artes de Serrablo de Sabiñánigo) han llevado a plantear la posibilidad de que los mismos hubieran formado parte de las lápidas del panteón y que hubieran quedado descontextualizados al remodelarse este en tiempos del conde Aranda.
La calidad artística y la complejidad simbólica del crismón de Jaca, así como el misterio que entrañaba la interpretación de su inscripción han llevado a exagerar la relevancia de dicho ejemplar en el desarrollo y difusión de este motivo iconográfico. Si ya hemos puesto de manifiesto que es más que dudoso que se trate del primer crismón pétreo románico, tampoco puede considerarse como un modelo seguido y replicado por el resto de crismones. Tan solo un 13% de las piezas tiene ocho brazos y son todavía menos los que presentan el alfa y la omega colgando de los radios horizontales. La presencia de leones flanqueando al monograma es casi anecdótica, pues tan solo se da en San Martín de Uncastillo –que posiblemente es el único tímpano que se puede calificar de copia del de Jaca–, Plaisance (Aveyron) y la portada de Platerías en Santiago de Compostela. Difícilmente puede calificarse como patrón a una obra cuyas características son más una excepción que una pauta en el conjunto de los crismones.
Aunque también se ha llegado a decir que el crismón está relacionado con el Camino de Santiago, tal afirmación no es correcta, ya que, como hemos comentado su difusión está más vinculada con el eje pirenaico y las zonas de influencia del reino de Aragón. Sin embargo, hay unos crismones que sí que están asociados a la ruta jacobea, y que, precisamente, presentan fuertes similitudes en el trazo de sus letras y diseño de sus brazos con el crismón de Jaca. Se trata de los de Frómista, San Isidoro de León, Santa María de la Peña, y los ya citados de la catedral de Santiago de Compostela y uno de los del Panteón de Nobles de San Juan de la Peña.

Un ejemplo interesante de la presencia de crismones en zonas alejadas de los Pirineos, pero bajo influencia aragonesa lo tenemos en la localidad segoviana de Ayllón, en cuya iglesia de Santa María la Mayor aparece empotrado en lo alto de uno de los muros un crismón sostenido por dos ángeles de los que solo uno se ha conservado. Esta pieza, localizada en una zona de escasa presencia de este tipo de monograma, tiene unas características compositivas y estilísticas asombrosamente similares a los crismones bearneses de Navailles, Mifaget, Ousse y Riupeyrous, lo que permite situar la realización del crismón de Ayllón en el marco del conflicto que el monarca aragonés Alfonso I el Batallador sostuvo con su esposa la reina Urraca I en la segunda década del siglo XII en tierras castellanas.

Crismón de la iglesia de Santa María la Mayor, Ayllón 

En este conflicto posiblemente intervinieron tropas de origen ultrapirenáico, entre ellas algunas procedentes del Bearn, cuyo vizconde, Gastón IV fue, precisamente, quien fundó y dotó la iglesia y el hospital de Mifaget en 1114, fecha que se corresponde con las del enfrentamiento bélico en Castilla. Es este contexto histórico de intervención aragonesa en territorio castellano el que podría explicar la existencia de los crismones de Santa María de la Peña de Sepúlveda (Segovia) o el pintado de San Baudelio de Berlanga (Soria).
En la lejana Galicia, la relación entre el obispo de Mondoñedo, Gonzalo (1071-1108), y el antiguo prelado de la sede compostelana refugiado en Aragón, Diego Peláez, o los vínculos entre el sucesor de aquel, Pedro (1108-1112), con Alfonso I el Batallador podrían estar detrás de la presencia de un crismón en la portada oeste de la catedral de San Martín de Mondoñedo, el cual presenta algunos elementos característicos de los cristogramas navarros, como el trazo horizontal en el vano de la P, o la presencia de un Agnus Dei de buen tamaño en el propio tímpano.
En Sepúlveda, concretamente en el zócalo del ábside de la iglesia de San Salvador hay un crismón inciso que tiene la excepcional particularidad de informar de su fecha en la inscripción que le acompaña: era MCXXI (año 1093). Dicha fecha resulta muy temprana para plantear una posible relación directa con Aragón. Este crismón se caracteriza por presentar en los extremos de su eje horizontal una L y una C, letras que, en la misma posición, también están presentes en los crismones de Lahitte (Gers) y los tres de Zamora, y que pueden ser interpretadas como el nomem sacrum de IH(esu)s, en donde la S ha sido sustituida por la C (sigma), como suele ocurrir en las inscripciones en griego. Quizás en este caso la influencia aragonesa llega de forma indirecta, como en los crismones de Zamora, por medio de la población inmigrante de origen gascón.
Tres crismones muy relacionados entre sí –la traza de sus letras y brazos es muy similar– y de especial relevancia en las fases iniciales de la implantación y difusión de este motivo en Aragón, son dos de los cuatro del monasterio de San Pedro el Viejo de Huesca (portadas norte y de acceso al claustro) y el del sarcófago de doña Sancha de Jaca. El de la puerta del claustro está labrado en un tímpano, sobre la escena de la Epifanía, que se ha incluido, en la nómina del denominado maestro de doña Sancha, a quien se ha atribuido también la realización de la parte frontal del sarcófago de esta infanta. Por otra parte, en el tímpano de la portada norte se ha visto la mano, se cree que con razón, del maestro que trabajó la parte trasera de dicho sepulcro. En el crismón del sarcófago se observan algunos estilemas comunes –como la decoración a base de rombos y perlas de sus brazos y marco– con las imágenes de la cara trasera del cenotafio. A su vez, este crismón presenta más afinidades con el de la portada norte de San Pedro el Viejo que con el de la portada de acceso al claustro. Es por ello que nos parece razonable pensar que el crismón del sarcófago fue realizado por el maestro que trabajó la cara trasera del mismo.

Tímpano de la portada norte de San Pedro el Viejo, Huesca 

Los dos de San Pedro el Viejo están soportados por sendas parejas de ángeles. El sarcófago de Meleagro (finales del siglo IV o inicio del V), conservado en el Museo San Ramón de Tolosa, resulta un magnífico testimonio de una fase intermedia del proceso de transformación de un modelo iconográfico clásico. En él, los genios alados de los sarcófagos romanos sustituyen el hasta entonces habitual clípeo con el retrato del difunto por el monograma de Cristo, con lo que adquieren un carácter cristiano. Estas figuras aladas son todavía genios y no ángeles, pues aparecen representados desnudos. La presencia de los genios y de la corona de laurel le aporta al crismón un sentido triunfal, que ya hemos visto que es característico del monograma desde sus inicios.

Crismón del lateral del sarcófago de Doña Sancha (convento de las Benedictinas de Jaca). 

Por estas mismas fechas, en Bizancio la transición del modelo iconográfico da un paso más y pasa a incorporar ángeles vestidos.
Son varias las posibles fuentes que pudieron inspirar a los artífices de los tímpanos del monasterio de San Pedro el Viejo, entre ellas el sepulcro romano reutilizado como tumba de Ramiro II el Monje que se encuentra en el mismo cenobio oscense, y que incorpora la escena de genios sosteniendo un clípeo. En cualquier caso, cabe plantearse que, ya sea gracias a la existencia próxima de sepulcros paleocristianos como el de Meleagro y romanos como el del rey monje, ya sea por la presencia de esquemas similares en obras anteriores en el ámbito peninsular o contemporáneas al otro lado de los Pirineos, la imagen de dos ángeles que portan un medallón bien puede haber sido un motivo ya instalado en la cultura visual y artística del momento para el cual no sea posible encontrar un único modelo. En cualquier caso, y sea cual sea su fuente de inspiración, parece razonable pensar que los crismones de San Pedro el Viejo son los primeros ejemplares románicos en incorporar ángeles para sostener un crismón.

Dos de los crismones de San Pedro el Viejo y el del sarcófago de doña Sancha incorporan en el centro del monograma un Agnus Dei, motivo que se encuentra junto al monograma de Cristo en menos del 4% de los crismones románicos. Esta asociación entre el crismón y el cordero ya se da en la escultura paleocristiana –sarcófago de la Pasión o de san Vicente (Museo de Bellas Artes de Valencia, siglo IV)– y en la bizantina –sepulcros de Rávena–, donde el crismón aparece como atributo del cordero –como nimbo– o flanqueado por imágenes de este. Sin embargo, los crismones aragoneses siguen más bien el modelo marcado por algunas piezas de orfebrería bizantina –como la cruz de Justino II (565-578) y Sofia, conservada en el Vaticano–, que a su vez inspiraron a obras visigodas, en las que el cordero pasa a ser más bien un atributo de la cruz o del monograma de Cristo al situarse en un círculo de reducido tamaño en el centro de los mismos. Resulta muy interesante observar los paralelismos existentes entre el crismón del sarcófago de Doña Sancha y dos piezas visigodas procedentes de Mérida, una conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y otra en el Depósito de la Alcazaba de la ciudad extremeña. En ellos las letras alfa y omega están pinjantes de los brazos de la X, tienen los radios cubiertos con decoración que imita la pedrería de las piezas de orfebrería, e incorporan el Agnus Dei en un círculo en el centro. Si real mente el crismón del sarcófago se inspiró en una pieza visigoda, estaríamos ante un indicio de que podría haberse realizado antes que los crismones de San Pedro el Viejo, de los que pudo servir de modelo. A diferencia de los aragoneses, en los crismones navarros, el Agnus Dei adquiere un mayor protagonismo y bien se superpone al monograma casi ocultándolo, como en Aguilar de Codés o el monasterio de la Oliva, se sitúa debajo, como en Errondo, o bien es ubicado cercano a él, como en Eguiarte o en la portada oeste del monasterio de Irache. La presencia del cordero en todos estos casos aporta un sentido eucarístico al símbolo.
Independientemente del sentido apocalíptico aportado por las letras alfa y omega, en las representaciones del crismón sostenido o elevado por ángeles, acompañado o no del Agnus Dei, es posible que prevalezca su condición de imagen teofánica asociada a escenas de carácter apocalíptico, relacionado con la plasmación de la Parusía, o incluso con la Ascensión de Cristo. Sería en estos casos una imagen que, de forma simplificada, sustituiría a la habitual Maiestas Domini o complementaría al cordero apocalíptico. El caso de la portada de acceso al claustro de San Pedro el Viejo resulta muy ilustrativo. En el registro inferior del tímpano la Epifanía –la primera venida de Cristo– anuncia la Parusía, representada mediante el crismón sostenido por dos ángeles en la parte superior. Este mismo tipo de lecturas son las que cabe aplicar en aquellas ocasiones en las que el crismón está flanqueado por el Tetramorfos.
El Sol y la Luna son otros elementos que cuando acompañan a los crismones pueden aportar un sentido apocalíptico, posiblemente inspirado en pasajes como el del Evangelio de san Mateo “...el Sol se oscurecerá y la Luna perderá su resplandor, las estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre” (Mt. 24: 29). Por otra parte, la relación ya comentada existente entre el crismón y la Crucifixión, escena en la que frecuentemente aparecen estos astros, podría justificar también su presencia.

En Navarra, los crismones pirenaicos románicos, además del mayor tamaño del Agnus Dei, adquieren otras características especiales, como la frecuente ubicación del trazo horizontal en el interior del vano de la rho, o la adición de una L en el pie del radio vertical inferior. Ya hemos comentado como en algunos casos esta letra puede formar parte de las palabras LUX o LEX, pero en los casos navarros, al no incorporar ni una V, ni una E, no parece probable que dicha explicación sea válida. A diferencia de Aragón, donde el uso del crismón pétreo se interrumpe a finales del siglo XII, en Navarra se prolonga hasta finales del siglo XIII, por lo que es posible verlo incorporado a portadas claramente góticas como las de Aldaz de Larráun, Arazuri, Eraul, Munárriz, Ororbia, Ugar o Ujué.

La mayor parte de los crismones románicos que se encuentran en su emplazamiento original están localizados en portadas. Varios de ellos van acompañados de inscripciones que ponen de manifiesto la interpretación alegórica de la puerta del templo como la puerta de la Jerusalén celeste. Esta asociación del crismón con el concepto de puerta sagrada posiblemente se inspira en el texto del Evangelio de san Juan que dice “en verdad os digo que yo soy la puerta de las ovejas. […] Yo soy la puerta. El que por mi entrare será salvo” (Jn, 10: 7 y 9). Este pasaje bíblico es el que posiblemente ha inspirado la presencia en numerosos sarcófagos de Rávena de crismones y otros cristogramas (cruces y estaurogramas) flanqueados por corderos. En el proceso de integración del crismón con el símbolo de la puerta sagrada se han visto paralelismos con el mundo hebraico y se ha destacado el carácter funerario que asumió cuando se plasmó en los ladrillos visigóticos y en los sarcófagos aquitanos y ravenáticos. Esta presencia masiva del crismón en las portadas también está vinculada a que las mismas eran escenario de ciertas ceremonias litúrgicas, como la consagración de la iglesia o ritos penitenciales. Si tenemos en cuenta la lectura como PAX del crismón, resulta sintomático que el obispo, al entrar en el templo durante la ceremonia de consagración, pronunciaba la cita del Evangelio de san Lucas (Lc.10: 5), PAX HUIX DOMI (paz a esta casa), o que, prácticamente acto seguido y una vez dentro, realizara la ceremonia del abecedarium, consistente en trazar con su báculo sobre un lecho de cenizas una X y, a lo largo de sus aspas, escribir los alfabetos griego y latino mientras repetía el pasaje del Génesis “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gn. 28:17). Cuatro crismones son representados junto a inscripciones que conmemoran la consagración del edificio: a los ya citados de Saint-Macaire y de la abadía de Bonnefont hay que añadir el de San Juan Bautista de Treviño (Burgos) y el pintado de la cripta de Santa María de Alaón (Huesca).

Crismón sobre la portada oeste de la iglesia de San Cristóbal de Montsaunes (Alto Garona, Francia). 

También era la portada lugar de realización de ritos de pública penitencia, con los cuales la presencia del crismón podría tener alguna relación. Es de nuevo la portada occidental de la catedral de Jaca ejemplo de ello. Las imágenes que acompañan al crismón del tímpano se han relacionado con los rituales de penitencia pública que se realizaban en Pascua a partir de la implantación de la reforma romana y en los cuales el crismón, en su lectura PAX, jugaba un papel clave. Estas conclusiones pueden hacerse extensibles a San Martín de Uncastillo, en su calidad de copia del tímpano de Jaca en la que figura también un personaje bajo el león. Otro caso de portada con crismón en el que las inscripciones y los temas representados en su escultura parecen confirmar su papel de escenario de ritos penitenciales es el de Luz-Saint-Saveur (Altos Pirineos). Algo similar se puede plantear para la portada oeste de Santa Cruz de la Serós, considerando la inscripción de la parte inferior del tímpano –CORRIGE TE PRIMVM VALEAS QVO POSCERE XRISTUM (Corrígete primero para que puedas invocar a Cristo)–, la ubicación de las letras para resaltar la palabra PAX y la probable presencia del profeta Daniel en uno de los capiteles.

Aunque bastante más se podría hablar del crismón, es mucho lo queda por estudiar sobre el mismo. Hemos comentado solo algunos de los posibles significados de esta imagen. El crismón encierra, como hemos visto, diversos mensajes dogmáticos, litúrgicos, profilácticos y de legitimación, insertos en ambientes penitenciales, funerarios, de promoción de la cruzada, de lucha por la ortodoxia religiosa, de reforma, etc. Todo ello lo convierte, a pesar de su simplicidad formal, en una imagen de gran riqueza simbólica, en la que caben diversas lecturas simultáneas o alternativas. La política de expansión territorial y de acercamiento a Roma con la que el reino de Aragón afrontó un complejo contexto histórico resultó fundamental para su gran difusión en la zona central de ambas vertientes de la cordillera. El que hemos denominado crismón pirenaico románico pasó a convertirse así en el signo del reino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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