Jaca
Iglesia de Santiago
la historia de la iglesia de santo domingo, o
de Santiago, es intrincada y está llena de enigmas, por haber sido un templo
que ha estado encomendado a la custodia de entidades del clero regular y
secular. Actualmente, para acercarnos hasta él se propone como punto de partida
el Ayuntamiento de Jaca, sito en un antiguo edificio de la calle Mayor, número
24. Una vez allí, tomaremos la calle de Ramón y Cajal, y ya rebasada la plaza
del Marqués de Lacadena, donde está la Torre del Reloj levantada en los inicios
del siglo XV sobre la vieja torre del Merino jacetano, aparecerá ante el
visitante el perfil de la reformada iglesia de Santiago.
Después de nacer para atender las necesidades
del Camino de Santiago y ser el punto de partida del asentamiento al sur de la
ciudad de Jaca, en la mitad del siglo XI, jugó un importante papel en lo que
sería la delimitación de la ciudad por el sur, camino de las Eras de Oroel.
Tomás Cortes, obispo de Jaca en 1614, entregó la iglesia a los dominicos, orden
que se había instalado a finales del siglo XVI en el Hospital de Santa Cristina
de Somport, de ahí que el templo tome la advocación de la santa. Hay que esperar
hasta 1953 para que la iglesia se erija en nueva parroquia de la ciudad bajo la
titularidad de Santo Domingo, por orden de Ángel Hidalgo, obispo de Jaca. Sin
embargo, es el mismo prelado quien en 1965 ordena su actual y definitiva
advocación a Santiago Apóstol. De la exigua documentación sobre sus orígenes
sólo un documento fechado hacia 1088 aporta cierta información: reinando Sancho
Ramírez (1063-1094), el obispo Pedro (1087-1097) manda reconstruir la iglesia
dedicada a San Jaime apóstol, que se encontraba en estado ruinoso tras una
invasión sarracena. Aunque la zona pirenaica no estuvo bajo dominio árabe, sí
hubo de sufrir repetidos ataques primaverales. Recordemos las devastadoras
razias de Almanzor primero, en 999, una expedición que destruyó el condado
aragonés, y después de su hijo Abd al-Malik en 1006, contra los condados de
Sobrarbe y Ribagorza.
A partir de este dato, suponemos la existencia
de un santuario primitivo, si bien no es posible estimar su antigüedad con
precisión, más si cabe suponerla a sabiendas de la existencia entre sus bienes
de una pila bautismal de origen califal que puede ser datada en el siglo X.
Algunos especialistas han considerado una procedencia diferente de su ubicación
actual. Otros no la rechazan, y estiman que se trata de una reutilización y de
un “símbolo de poder y ocupación” (ya que esta fuente se hallaba
superpuesta a un capitel románico pro cedente del desaparecido claustro de la
Seo jaquesa); costumbre, por otra parte, habitual a lo largo de la Historia del
Arte.
Sin embargo, y sin entrar en polémicas, lo más
probable es que en el siglo XI existiese un templo románico dedicado a San
Jaime Apóstol, es decir, Santiago peregrino, hijo de Zebedeo. Esta iglesia
tendría seguramente planta basilical de tres naves con sus correspondientes
ábsides. Pero su estructura actual, fruto de la actividad reformadora de los
siglos XVII y XVIII, nada tiene que ver con el primitivo monumento. Por una
parte se modificó su orientación canónica, de modo que la torre, único elemento
original aunque transformado, ha quedado semioculto entre el caserío, junto a
la cabecera actual del santuario.
Algunos estudiosos, como Fernando Galtier,
consideran esta zona (el antiguo imafronte en el que se sitúa la torre) como el
recuerdo de una estructura muy utilizada en el arte carolingio, el “bloque
occidental” o Westwerk alemán, un cuerpo que suele estar enmarcado por dos
torres, otorgándole así un aspecto de fortaleza. Lo más notable de la torre de
la iglesia de Santiago se encuentra en su cara sur. Allí se abre una ventana
geminada, con parteluz cilíndrico, capitel trapezoidal y arcos de falsa
herradura, similar a otra gemela que abre al norte, y semejante a otros
ejemplos de la zona, como aquéllas del círculo larredense.
En su interior guarda otro especial tesoro: uno
de los capiteles que decoraban el desaparecido claustro de la catedral de Jaca,
que en el siglo XVII se modernizó de manera que todas estas piezas se
perdieron, encontrando algunas nueva ubicación, como por ejemplo servir de pie
a una pila bautismal, co mo es el caso que nos ocupa. Esta pieza es magnífica,
obra del gran maestro Esteban que dejó su impronta en monumentos cumbre del
románico hispano, como San Isidoro de León o la catedral de Santiago de
Compostela. No olvidemos que el Camino de Santiago fue una vía muy favorecida
por los reyes aragoneses, motivo de un activo movimiento económico, pero
también de una gran afluencia artística, con maestros itinerantes tan famosos
como los conocidos maestros de Jaca, del sarcófago de doña Sancha, o el mismo
maestro Esteban. Artesanos a los que les une su inspiración en la tradición
clásica, con modelos como el conocido sarcófago paleocristiano de Husillos
(Palencia), entre otros.
Hoy podemos observar dicha pieza con total
comodidad, ya que se dispone en una vitrina que permite su visión en el lugar
que ocupa desde su restauración en el año 2000. Las figuras que aparecen en los
diferentes frentes del capitel alcanzan una gran unidad estilística y temática,
ya que la pieza “representa los ciclos del año en continua renovación
estacional y en analogía con los ciclos del nacimiento, vida, muerte,
resurrección del Señor Jesús como proceso cíclico, celebrativo de la historia
de la salvación”. Aunque existen otras interpretaciones, fruto de la
calidad de la obra y su carácter plurívoco, como aquellas vertidas por Sonia C.
Simon o Lourdes Diego Barrado, en sintonía con la propuesta.
Los cuatro leones que se disponen en los
ángulos permiten enmarcar cada figura o escena, y servir de bella transición
entre las mismas. Siguiendo un orden cíclico, comenzamos con el invierno,
personificado en dos mujeres con el cabello corto y ondulado, con carita
redonda y mofletuda, una característica compartida por la totalidad de las
figuras representadas. Entre ellas, un dragón enroscado que en la icono grafía
clásica se asocia con esta estación del año. Además, la abundancia de frutos
representada se ha relacionado con las cosechas del otoño. Pero también se ha
querido ver a Adán y Eva siendo expulsados del Paraíso; la serpiente enroscada
en una de las figuras, la que posee el rostro más femenino, delata su
significación, la caída de la Humanidad pecadora a través de la primera mujer
creada.
La Primavera parece estar reflejada en ese
personaje solitario que apenas asoma su rostro a través de un enorme acanto;
símbolo en este caso de fecundidad por acomodarse en el vientre de esta mujer,
una figura que se correspondería con Venus, pero también a Eva en su lectura
cristiana, esa mujer fecunda, Madre que acoge a la humanidad en su seno,
asociada a María y por tanto símbolo de la Iglesia. El verano se personifica en
un joven escasamente vestido, en actitud se rena, sujetando un objeto
rectangular entre sus manos que algunos han identificado como “globos de luz”.
Por último, un hombre alado, muy asociado a las iconografías clásicas sobre las
estaciones; Júpiter, rey de los planetas y símbolo de todas las estaciones del
año, tanto en ilustraciones del Calendario Romano, como en sarcófagos decorados
con esta temática.
Debe recordarse que estas dos figuras
masculinas también han querido ser identificadas como Caín y Abel, hijos de
Adán y Eva, encarnaciones del Mal y del Bien respectiva mente, y símbolos de
destrucción y renovación, sobre todo en la persona de Caín, que después de
matar a su hermano Abel, “conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a
luz a Enoc; y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de
su hijo Enoc” (Génesis 4:17-24).
Este capitel, refinado y lleno de vivacidad,
significa el despliegue de símbolos paganos cristianizados, un aspecto común en
la época, donde los artistas se inspiran y nos remiten frecuentemente a la
tradición clásica. De ahí que poda mos inscribir su ejecución a principios del
siglo XII.
Real Monasterio de Santa Cruz de Madres
Benedictinas
Al final de la Calle mayor de Jaca, allí donde
lo urbano se confunde con la naturaleza, donde nuestros ojos son testigos de la
belleza de aquel risco que da sombra a la ciudad, la Peña Oroel, se encuentra
el monasterio de benedictinas de Santa Cruz. Un edificio histórico cuyos
lienzos, algunos de ellos pertenecientes a la antigua muralla de la ciudad,
denotan un pasado lleno de grandes acontecimientos.
Los orígenes de este cenobio femenino nos
trasladan al monasterio sito en Santa Cruz de la Serós. Su ininterrumpida
historia, desde su fundación en el siglo XI, hasta el traslado de la comunidad
a Jaca en el siglo xvi a instancias de Felipe II, es un ejemplo de religiosidad
que trasciende el tiempo. Del mismo modo, no podemos olvidar la capital
importancia que para la historia de Aragón tiene esta institución religiosa, ya
que gran cantidad de damas de las familias más distinguidas de la corte
aragonesa presidieron como abadesas este monasterio, legando sus posesiones y
riquezas para engalanar y engrandecer un noble patrimonio. En este contexto, la
hija de Ramiro I y Ermisenda de Bigorre, la famosa condesa doña Sancha,
representó un decisivo papel religioso y político, interviniendo con
inteligencia y audacia en ambos aspectos, en aras de contribuir en ese proceso
de europeización que caracterizó la política y el gobierno de su hermano, el
rey San cho I Ramírez de Aragón (1063-1094). De hecho, muchos investigadores
han puesto en concordancia este relevante papel de la condesa, en un momento
histórico crucial para la consolidación del reino aragonés como entidad
política pro pia, con la lectura iconográfica del sarcófago a ella dedicado y
custodiado en este monasterio.
Iglesia Baja o de san Salvador
La fábrica del moderno recinto benedictino de
Jaca, fruto de un momento de gran mecenazgo y renovación religiosa, se asienta
sobre la vetusta iglesia de San Salvador, antigua iglesia del Concejo de la
ciudad, conocida desde antiguo como Sancta María baxo tierra. Sobre esta
estructura subterránea o cripta se eleva una iglesia alta dedicada a san Ginés
la cual hunde sus raíces en el estilo románico, si bien fue renovada
íntegramente en 1730-45, conservando única mente la portada de los pies, en
arco de medio punto definido por dos arquivoltas planas y sus correspondientes
jambas, muy sencillas.
La denominada iglesia de San Salvador era una
construcción de origen románico, en realidad una cripta, de estructura alargada
cubierta con bóveda de cañón y presbiterio de tambor, cuyo acceso se ha
guardado siempre celosamente, ya que pertenece al espacio de clausura de las
religiosas benedictinas. En ella se desarrollaba un programa pictórico dedicado
a la vida de Cristo. Estás pinturas han sido datadas en la segunda mitad del
siglo XIII y fueron arrancadas y trasladadas a lienzo en 1965 por Ramón Gudiol,
dentro de una práctica muy difundida en la época que hoy se restringe a casos
muy específicos. Este ciclo pictórico se concentra en una serie de escenas y
personajes muy concretos: Cristo, un grupo de apóstoles, otro grupo de
apóstoles, Anunciación y Visitación, Nacimiento y Adoración de los pastores,
Epifanía y Presentación en el Templo. La vivacidad y el colorismo que
seguramente caracterizaron esencialmente al conjunto se han perdido debido a
una acumulación diversa de factores, tales como la técnica utilizada (temple) o
la humedad que hubo de sufrir con su ubicación en una iglesia subterránea. Es
así como su estado actual habla de un colorismo terroso y de un aspecto lineal
de las figuras.
Ángel
de la Anunciación. S XII. Cripta de las Benedictinas.
Natividad.
Ángel y pastor. S XII. Cripta de las Benedictinas.
Natividad.
Pastor músico. S XII. Cripta de las Benedictinas.
Natividad.
Reyes magos. S XII. Cripta de las Benedictinas.
Recreación
ciudad medieval. S XII. Cripta de las Benedictinas
Maria e
Isabel. S XII. Cripta de las Benedictinas.
La disposición de las diferentes escenas y
figuras en la pequeña cripta, según las investigaciones de Gonzalo Borrás
Gualis y Manuel García Guatas, era la siguiente: “hacia la cabecera, en la
clave de la bóveda y en dirección longitudinal estaba Cristo, al que
flanqueaban a ambas partes, y en descenso desde la bóveda al pie de los muros,
los dos grupos de apóstoles (Ascensión). El resto del programa abarca la
infancia de Cristo y se disponía, en el muro sur, o de la derecha, desde los
apóstoles hasta los pies, con la Anunciación y Visitación, Nacimiento y
Adoración de los Pastores. Ya en el muro norte, a la izquierda, y desde los
pies hasta los apóstoles, continuaba la Epifanía y la Presentación en el Templo”.
Su delicado estado de conservación, su
impresión lineal y algunos rasgos más humanizados en los rostros de las figuras
han querido que su enmarcación cronológica sea difícil, y haya causado gran
quebradero de cabeza a los investigadores. La mayoría de los mismos coinciden
en proponer una datación tardía, en un momento de transición estilística, como
concretan en sus obras José Gudiol o Gonzalo Borrás Gualis y Manuel García
Guatas. Aquello que acerca el conjunto hacia los modos románicos es su
composición, la disposición del programa, de un bizantinismo ineludible que se
traspasa a lo icónico de sus figuras, su monumentalidad y alargamiento.
Mientras, la mayor humanidad de rostros y actitudes caminan hacia el nuevo
estilo.
Escondida en una de las hornacinas de la
iglesia de San Ginés se halla una pieza románica del siglo XII: una escultura
policromada que representa al Salvador, quien sujeta el Evangelio en su mano
izquierda, y parece ser que presidía el refectorio monástico hasta hace poco.
Se trata de una pieza de gran delicadeza, que no se aleja de los presupuestos
de la estatuaria románica: hieratismo, distanciamiento, rigidez, etc.
El sarcófago de Doña Sancha
Sin embargo, el gran tesoro que guarda el
monasterio es el sarcófago de doña Sancha, “pieza clave de la escultura
funeraria románica en España”. Hasta el traslado de la comunidad en el
siglo XVI, se conservaba en la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós.
Pero en el año 1662 la abadesa doña Jerónima Abarca decide instalarlos en el
nuevo recinto religioso, donde se registra la presencia de la comunidad desde
el año 1555. Por ello, la pieza se ubicó en la iglesia en diferentes lugares.
Hasta hace muy poco, se encontraba a los pies del templo en una capilla lateral
ya que es de un tamaño considerable, pues mide algo más de dos metros y
presenta desigual forma: la zona de la cabecera es más ancha que la de los
pies, disminución que se acusa igualmente en altura.
El frente que goza de mayor interés artístico
es aquel donde aparece representada doña Sancha. Tres escenas separadas
mediante pequeñas columnitas acogen este rectangular espacio. El orden
cronológico de las mismas nos indica que el ambiente de la derecha es el que da
comienzo a la lectura escénica. En el centro de este primer escenario, el
personaje protagonista, doña Sancha, se encuentra sentada en una silla de
tijera, con un libro en la mano. Dos distinguidas damas, que algunos autores
identifican como sus hermanas Urraca y Teresa, la flanquean a ambos lados
completando una composición que se enmarca bajo un arco de medio punto. Las
figuras aparecen apiñadas, dada una incorrecta distribución del espacio que
asimismo impide al maestro incluir la columnita que debería cerrar la escena.
Otros detalles, como las manos desproporcionadas, sin naturalidad, o unos pies
que no se ajustan al marco, son ejemplo de un artífice con ciertas carencias
artísticas.
La condesa doña Sancha se identifica como tal
gracias al asiento sobre el que se dispone, considerado de alta dignidad en la
época, y del que poseemos otras referencias dentro del mundo del arte medieval:
el capitel del rey David de la catedral jaquesa, las actas del conocido como
Concilio de Jaca, la representación de la Virgen en el tímpano del claustro de
San Pedro el Viejo de Huesca, o la malograda silla de San Ramón en la catedral
de Roda de Isábena, “importantísima pieza del mobiliario litúrgico”.
Además, los detalles de los ropajes, complementos y tocados de estas tres
mujeres ayudan a con firmar su alta distinción, así como aproximarnos a conocer
la moda femenina de la época.
La escena central de este frente representa la
ascensión del alma de doña Sancha. El alma de la condesa se inscribe en el
interior de una mandorla que sustentan dos ángeles, mientras son observados por
dos águilas a ambos lados de la composición, situadas sobre las columnitas que
enmarcan la escena. Una representación semejante puede contemplarse en el
panteón de nobles del cercano monasterio de San Juan de la Peña (no debemos
olvidar que, en origen, este sarcófago era custodiado por las monjas
benedictinas en el cercano monasterio de Santa Cruz de la Serós). La inclusión
de dos águilas observando la escena, con un libro entre sus patas, ha sido
relacionada por algunos estudiosos, como Canellas y San Vicente, con la figura
de san Juan Evangelista, autor del Apocalipsis y discípulo de Jesús asociado
por ello al carácter póstumo de algunas escenas.
Por último, la escena situada en el lado
extremo izquierdo, representa a tres personas entre las que está un obispo.
Éste se sitúa en el centro, identificado por su báculo, acompañado por dos
clérigos, uno portando una naveta y un incensario, y el otro, un libro abierto
sobre sus manos. Todos ellos se representan tonsurados, dada su condición
eclesiástica. Rompiendo con el esquema de las dos composiciones anteriores, la
perspectiva no es frontal sino oblicua, efecto que da una mayor sensación de
movimiento al conjunto. Se ha planteado la posibilidad de que este obispo
podría identificarse con Pedro, obispo de Aragón, que ostentaba la sede
catedralicia de Jaca a finales del siglo XI, “y que con toda probabilidad
pudo oficiar los funerales por el alma de la infanta al ser una de las
dignidades aragonesas más importantes del aún pequeño reino de Aragón”,
como explica Ana Isabel Lapeña.
Por otro lado, la inclusión de una escena en la
que se realiza una alusión tan clara a la Iglesia y a sus cabezas más visibles,
podría relacionarse, como algunos autores sugieren, con el papel desempeñado
por la condesa en este terreno. Las aspiraciones europeizadoras de Sancho
Ramírez necesitaban de la colaboración de su hermana Sancha, que no dudó en
ofrecerle todo su apoyo y lealtad, como indica Buesa Conde. Cabe recordar que
la implantación del rito romano, en detrimento del hispánico, se inaugura con una
solemne misa en el monasterio de San Juan de la Peña, año 1071. Ya en 1065 la
condesa había enviudado tras la muerte del conde Ermengol III de Urgel en la
batalla de Barbastro; momento en el que doña Sancha se traslada al monasterio
de Santa Cruz de la Serós.
Desde allí, asegurada una cierta estabilidad
para su condición de viuda, será capaz de obrar con sagacidad a fin de lograr
los objetivos hegemónicos del rey Sancho Ramírez, convirtiéndose en una
incómoda aliada contra el hermano de ambos, el infante García, obispo de Jaca,
que se verá desacreditado ante la llegada de eclesiásticos desde Francia, y
verá disminuir su poder definitivamente al ser nombrada Sancha administradora
temporal de la diócesis de Pamplona, entre otras altas responsabilidades
detentadas, como la administración del Monasterio de Siresa o la educación de
sus sobrinos, los infantes Pedro y Alfonso.
Las diferencias estilísticas, apreciables en el
tratamiento de las tres composiciones, han llevado a los investigadores a
suponer la presencia de dos autores distintos trabajando en el mismo frente. El
primero, con un mayor conocimiento y control de los recursos formales,
detallista y cuidadoso en la definición de los plegados, los tocados femeninos,
etc., se caracteriza a su vez por labrar cabellos recortados con una ordenación
geométrica y rostros inexpresivos muy similares.
La repetición de estas soluciones estilísticas
ha llevado a identificar otras obras suyas, como el capitel de la Anunciación
en la cámara secreta de Santa Cruz de la Serós, o el tímpano de la Epifanía de
San Pedro el Viejo de Huesca. El segundo maestro, menos diestro en el manejo de
los recursos compositivos, trabajó en ambos frentes mostrando un estilo menos
refinado y más tosco: manos desproporcionadas, escaso detallismo de los
ropajes, una columna que se labró inclinada, etc.
En la cabecera del sarcófago se representan dos
grifos enfrentados, animales característicos del bestiario románico cuya
anatomía presenta cabeza y alas de águila, y el cuerpo del león. Ambos se
insertan en un círculo ricamente orna mentado con detalles de inspiración
geométrica y vegetal, motivos estos últimos que se repiten entrelazándose de
forma orgánica alrededor del mismo. De un amplio sentido simbólico, se asocia a
lo funerario, contemplándose un motivo semejante en el panteón de nobles del
monasterio pinatense.
A los pies del sepulcro, el monograma de
Cristo, tema románico por antonomasia que aparece cuidadosamente representado
en este sarcófago, con detalles que recuerdan los trabajos de orfebrería de la
época. Formado por las letras habituales, en la intersección de los brazos una
roseta acoge al Agnus Dei o Cordero de Dios. Asimismo, algunos autores han
tomado este tema como símbolo de la monarquía aragonesa, medio de propaganda de
un reino que comenzaba una f irme andadura. De hecho, es en esta época cuando
empieza a proliferar el tema del crismón trinitario en tierras navarras y
aragonesas, no así en el reino de Castilla donde apenas se incluye esta versión
evolucionada del monograma en sus monumentos. Es decir, se trataba de un motivo
que identificaba un territorio, que lo ubicaba en la historia frente a sus
enemigos, en este caso la conocida rivalidad con Castilla, bajo las órdenes de
Alfonso VI (1072-1109).
En el frontal posterior, también
compartimentado en tres espacios a través de tres arcos de medio punto sustenta
dos por sendas columnitas, aparecen dos guerreros luchando entre sí, y
finalmente, un personaje se enfrenta con un animal, probablemente un león. Es
decir, no se trata ahora de varias escenas, sino de dos. Es interesante
comprobar que cada espacio contiene la figura de un hombre y de un animal.
Ambos temas han obtenido diversas
interpretaciones. El primero se ha relacionado con la eterna lucha entre el
Bien y el Mal, dado que uno de los guerreros porta una lanza, y el segundo un
escudo en el que se aprecia una cruz, símbolo del cristianismo. Se trataría de
una representación del demonio o del pecado frente al Bien, la Iglesia, el cristianismo,
digno salvador del mundo a través de una eterna cruzada. Otros, como Canellas y
San Vicente, lo interpretan como la lucha protagonizada por san Mercurio de Capadocia,
que se enfrentó al emperador romano Juliano, el Apóstata (360-363).
El segundo tema, la lucha del hombre y el
animal, se ha asociado a Sansón en el momento de despedazar al león, pero
también con Hércules luchando contra el mismo animal que aterrorizaba la ciudad
de Nemea. Incluso, otro personaje bíblico como el rey David, se enfrentó a este
feroz cuadrúpedo. Se trata, en suma, de una serie de luchas simbólicas que se
convierten en parábolas del Bien y del Mal, de la liberación, de la expiación,
una metáfora de esa insalvable lucha interior, tan humana como el error.
En cuanto a la cronología, cabe afirmar que se
trata de una obra de finales del siglo XI. Algunos han pensado que el rey Pedro
I de Aragón (1094-1104), sobrino de Sancha, quien la consideraba como una
madre, encargaría la construcción de un gran sepulcro en la primavera de 1097,
fechas del falle cimiento de la condesa. Sin embargo, según la mayoría de las
opiniones, sería la propia doña Sancha quien encargaría esta pequeña obra antes
de morir, justo en esos últimos años de su vida en que su sólido carácter comenzaría
a resquebrajarse física y psicológicamente. Su privilegiada posición social, y
su cercanía con respecto a los centros de poder en que se desarrollaba el arte
románico en todo su esplendor, el arte románico de la corte jaquesa, le daban
las claves para componer una obra bella, refinada y llena de mensajes
propagandísticos sobre la joven monarquía aragonesa. Mensajes contenidos en
unas escenas cuya configuración y difusión se convertirían en un medio
publicitario para los maestros canteros, que rápida mente evolucionarían su
estilo en posteriores encargos, tanto para la Seo jaquesa como para la recién
conquistada Huesca en 1094: el capitel de San Sixto, el tímpano de la Epifanía
de San Pedro el Viejo, etc., ejemplos de belleza y religiosidad, pero también
de poder.
Santa Cruz de la Serós
La localidad de Santa Cruz de la Serós se
encuentra a unos 90 km de Huesca y a 16 km de Jaca a través de la N-240. Al
llegar al mesón Aragón, más conocido como “Venta de Esculabolsas”, un
desvío a la derecha nos indica la próxima salida hacia Santa Cruz, por la
A-1603.
La entrada en esta histórica villa, situada a
788 m sobre el nivel del mar, es progresiva; la localidad parece esconder bien
sus tesoros, de manera que se descubre misteriosa, poco a poco, con elegancia,
hasta que una vez en el centro del lugar seremos privilegiados al contemplar su
grandeza, protegida por un paraje natural sin parangón, el monumento natural de
San Juan de la Peña, un conjunto rocoso de inconmensurable belleza.
Su denominación actual, Santa Cruz de la Serós,
es relativamente reciente, ya que no es hasta 1920 cuando se implanta este
topónimo. Sin embargo, en la Edad Media fue conocida como Santa Cruz y más
tarde como Santa Cruz “de las Sorores”, “Sorors” y “de las
monjas”, en alusión a las hermanas benedictinas que habitaban en el cenobio
femenino allí asentado, y no en referencia a las hermanas del rey Sancho
Ramírez de Aragón, Teresa, Urraca y Sancha, internas de dicho monasterio, como
fue sugerido por algunos estudiosos. El apelativo Sorores significa hermanas,
equivalente femenino de la palabra latina fratres, aplicado a los monjes. De
hecho, se trata de una directa alusión a la propiedad de la villa, concedida al
monasterio por el rey Alfonso II de Aragón en agosto de 1172, como figura en el
Cartulario de Santa Cruz de la Serós.
No podemos olvidar que la historia de la villa
discurre pareja al desarrollo, auge y decadencia de este centro monástico
femenino; de él dependía la economía y el progreso cultural y social de
aquellos que se integraban en sus feudos. Sus propiedades se extendían incluso
por tierras navarras, motivo por el que se derivaron algunas disputas con el
vecino cenobio pinatense.
Digno de mención, su entramado urbano, de
trazado anárquico, y su caserío, en desordenada alineación, expresan las
características de la arquitectura popular aragonesa: los tejados de losa gris,
las buhardillas y palomares, las galerías abiertas al sur para aprovechar el
solano, y por supuesto, las típicas chimeneas troncocónicas con los conocidos “espantabrujas”.
Su composición formal, su orientación y materiales están condicionados por la
zona en la que se asientan las viviendas, así como por el clima montañoso,
áspero y frío.
En los últimos treinta años el perfil de su
caserío, apenas alterado por algunas casas de nueva planta, y otras
restauradas, que se distribuyeron al otro lado del barranco, se ha visto
quebrado ante la llegada de esa fiebre inmobiliaria que ha lastimado una
estética que se mantenía austera y depurada, tan solemne como la arquitectura
románica que engalana su histórico patrimonio.
Al igual que otras localidades de la comarca,
Santa Cruz ha sufrido las consecuencias de esa famosa fuga de población a las
ciudades, sobre todo en los años sesenta, a consecuencia del desarrollismo,
fruto de una tardía revolución industrial. Sin embargo, con la bienvenida del
siglo XXI parece que las cosas han mejorado, observándose un aumento
considerable de la población, que en 1991 constituía de 130 personas, y que
hoy, ya asciende a 189. Una cantidad nada despreciable para una pequeña pero
encantadora población del Pirineo Aragonés.
Santa María
(Santa Cruz de la Serós)
La iglesia de Santa María de Santa Cruz de la
Serós es el único testimonio que ha llegado a nuestros días de un conjunto
mayor: el monasterio de Santa María, o de las Sorores de Santa Cruz. Situado en
el vértice central de la población, se considera el centro monástico femenino
más antiguo de Aragón. Ricardo del Arco escribía en 1913 que “es el
monasterio aragonés más antiguo de los dedicados a religiosas, y está situado
no lejos de Jaca, en un desfiladero agreste y pintoresco, al pie de San Juan de
la Peña, junto al lugar de Santa Cruz. Este, el de Sigena, y el de Casbas,
fueron los tres cenobios más importantes de Aragón destinados a monjas; los
tres situados en la provincia de Huesca, y todos de fundación real”.
Los monasterios son en esta época importantes
centros económicos, dinamizadores de la cultura y la política, administradores
y gestores de los territorios cristianos en su avance sobre las posesiones
sarracenas. Son, en definitiva, puntos clave de ese proceso de reconquista y
repoblación que trae consigo importantes avances sociales, económicos y
culturales; una transformación a todos los niveles que tuvo su fiel reflejo en
el arte, aglutinándose en un todo, en un estilo unitario, internacional,
compacto y sobrio: el románico.
La sociedad, regida por un estricto sistema de
clases, comienza a desarrollarse, y poco a poco va saliendo de un entorno de
miseria y pobreza a través de la organización de las posesiones en una serie de
tenencias, o feudos, una estructura que vendría a ser similar a aquella que
regía Europa, es decir, ese tradicional sistema feudal basado en estamentos
sociales firmemente establecidos, un engranaje que posibilitó la definición de
una sociedad cada vez más instituida y segura. Un objetivo al que se encomendaron
los reyes cristianos de la península, sobre todo teniendo en cuenta la
inestabilidad a la que estaban sometidos. Baste recordar los ya mencionados
sucesos del año mil, la destrucción y el caos provocados por las razzias del
caudillo musulmán Almanzor (999) y de su hijo Abd al-Malik (1006), dos
episodios con efectos verdaderamente desoladores: campos y poblados asolados,
la gente y sus costumbres destruidas, y la vida monástica prácticamente
extinguida.
De ahí que pueda rechazarse la hipótesis,
durante largo tiempo mantenida por diversos historiadores como Briz Martínez,
Del Arco, Canellas, etc., sobre una temprana fundación del cenobio femenino de
Santa Cruz. La base de sus argumentaciones: un documento de 992 recogido en el
Libro Gótico de San Juan de la Peña. En él se da noticia de una generosa
donación de propiedades al centro, protagonizada por el rey Sancho Garcés II de
Pamplona (970-994) y su mujer Urraca Fernández, los monarcas considerados fundadores
del monasterio por los estudiosos mencionados, a pesar de que tal aseveración
no se desprende en ningún momento del texto. Si el centro hubiese sido fundado
en la fecha anotada, lo más probable es que su actividad resultase
violentamente truncada tras la razzia musulmana del año 999. Fue Antonio Ubieto
Arteta quien se encargó de refutar las opiniones que se inclinaban por una
fundación tan antigua, haciéndolo con el estudio pormenorizado de los textos de
varios centros monásticos aragoneses que le llevó a la conclusión de considerar
al documento citado como una falsificación. Cuestión que no era imposible
puesto que sabemos que falsificaban muchos pergaminos para justificar
propiedades y actuaciones sobre el territorio.
Una vez traspasada la barrera del año 1000 la
situación se caracteriza por una cierta calma. Los esfuerzos realizados por
Sancho Garcés III (1004-1035), conocido como Sancho III el Mayor, se
materializaron en la definición de una frontera estable frente a los
musulmanes, es decir, una barrera defensiva constituida por diferentes
fortalezas estratégicamente distribuidas de Oeste a Este: Sos, Lobera,
Uncastillo, Cercastiel, Luesia, Agüero, Murillo, Cacabiello, Loarre, San
Emeterio, Nocito, Secorún, Abizanda, Samitier, Santa Liestra, Perarrúa, Erdao,
Fantova, Roda de Isábena, Güel y San Esteban de Mall. Pero no sólo Sancho el
Mayor, sino también sus hijos Ramiro y Gonzalo continuaron esta actividad
constructiva, renovando y creando de nueva planta fortalezas y castillos para
una primera línea en el avistamiento de la batalla. Y también el conde de
Ribagorza, Guillermo Isárnez.
Este entramado militar, que aseguraba una mayor
impermeabilidad a los ataques musulmanes, permitió al monarca la reorganización
interior del territorio. En primer lugar, el régimen de tenencias. No hay que
olvidar que la institución de la tenencia se introdujo para que cada castillo,
e incluso monasterio, contara con un comandante, un guardián de su
administración y protección. Paralelamente, una actividad encaminada a la
renovación espiritual de los monasterios del reino, tarea en la que cuenta con
la colaboración de destacadas personas como el monje Oliba, primero abad de
Cuixá y de Ripoll y después obispo de Vich desde 1018. Este influyente hombre
aconsejó al monarca pamplonés en algunas cuestiones de gran importancia, por
ejemplo en la “corrección” de sus monasterios que, como explicó José
María Lacarra, bien puede entenderse como un proceso de restauración de
cenobios que fueran destruidos por ataques musulmanes o por la perversión de
las costumbres de los que los habitaron. De hecho Sancho III el Mayor ha sido
considerado por muchos como “el gran restaurador de la vida cenobítica y
propulsor de la reforma benedictina en la Península Ibérica”.
La apertura hacia un cierto europeísmo en los
modos cristianos de la península se inicia con dicho monarca, quien introduce
la regla benedictina a través de distinguidos clérigos provenientes de Cluny,
como Paterno, personaje que interviene con diligencia en la vida del monasterio
de San Juan de la Peña, refundado en 1025. La influencia franca en la iglesia
aragonesa del siglo xi es palpable sin ninguna reserva, sobre todo desde el
último tercio de la centuria y durante el siglo XII, con la consolidación de
dichas relaciones internacionales. Todas estas circunstancias invitan a pensar
que el cenobio femenino de Santa Cruz fuera creado seguramente como filial
femenina del monasterio pinatense, en cuyo origen, la pequeña iglesia mozárabe
que se halla bajo el esplendoroso edificio de carácter románico, poseía dos
altares y dos advocaciones, es decir, dos espacios, cada uno pensado para cada
comunidad, femenina y masculina. Sin embargo, al introducirse la citada regla
de san Benito de Nursia en los primeros años del siglo XI, ambas comunidades
deben separarse y establecerse en cenobios diferenciados, evitando así las
malas conductas y los comportamientos perversos, fuera de la norma.
Todos estos argumentos llevan a retrasar la
fundación del monasterio femenino de Santa Cruz hasta las primeras décadas del
siglo XI, sobre todo teniendo en cuenta la contribución de los últimos trabajos
arqueológicos, cuyos fiables datos revalidan dicha hipótesis. Según los mismos,
y tras examinar la cimentación del ábside de la iglesia, aquélla “podría
pertenecer, dada su singular ubicación, al basamento de la pared oriental del
testero de una iglesia que hubo de preceder a la actual. Esta hipótesis parece
tanto más verosímil, cuanto que sabemos que el monasterio de Santa Cruz de la
Serós existió con anterioridad a la construcción de la iglesia actual, que no
es sino el templo conventual una vez que la fundación del cenobio femenino
estaba ya plenamente consolidada. Sobre la horquilla de esta cronología
(1020-1030), es perfectamente plausible la construcción en ese momento de una
modesta iglesia (…) cuyas características concuerdan con la cronología
propuesta y con algún monumento, como Santa María de la Liena de Murillo de
Gállego”.
La labor de consolidación ejercida por Sancho
el Mayor fue continuada por sus hijos, herederos tras su muerte, acontecida el
18 de octubre de 1035, en las diferentes tierras del reino. En concreto, el
condado de Aragón le fue adjudicado a Ramiro, primer monarca aragonés (durante
el mandato de su padre utilizaba fórmulas como quasi pro rege o “hijo del
rey Sancho”). Con él, dio comienzo una dinastía que se extendió hasta la
figura de doña Petronila de Aragón, que casará con Ramón Berenguer IV, conde de
Barcelona. Mientras, los demás territorios se repartieron entre García (reino
de Pamplona), Fernando (el condado de Castilla con título de reino), y Gonzalo
(condados de Sobrarbe y Ribagorza).
Pero las relaciones entre hermanos no fueron
nada halagüeñas. Las ambiciones del ahora primer rey aragonés no tardaron en
manifestarse. De hecho, Ramiro I de Aragón (1035-1063), combatió contra su
hermano García Sánchez III, rey de Pamplona, en 1043, por los dominios navarros
en la batalla de Tafalla. Y sólo un año después, tras la misteriosa muerte de
Gonzalo, Ramiro incorporaba a su pequeño reino los condados de Sobrarbe y
Ribagorza. A partir de este momento, cobra protagonismo la figura de Ramiro I, un
rey que quizá no resalta por lograr grandes ampliaciones territoriales, pero sí
por lograr que su pequeño reino se situara en una posición más cómoda, sin
sentirse replegado y encerrado en la montaña. Para ello puso en marcha una
serie de alianzas políticas y matrimoniales: casó a su hija Sancha con Ermengol
III, conde de Urgel (1038-1065), con la intención de un apoyo militar en su
objetivo por presionar a las taifas de Lérida y Zaragoza, y también por frenar
las ansias expansionistas del conde de Barcelona Ramón Berenger I.
Tranquilizados los ánimos de los gobernantes al oriente de su reino, pudo
plantearse el asalto a la sólida fortaleza de Graus, empresa en la que pereció
de una lanzada en mayo de 1063.
Es en este momento cuando se abre el
protagonismo de sus hijos, tan importantes en la configuración del reino de
Aragón. Especialmente de su sucesor el rey Sancho Ramírez I (1063-1094) que
logrará ser uno de los monarcas más relevantes del reino aragonés, dado su
interés por incorporar nuevas y sólidas infraestructuras religiosas, económicas
y militares, tal como ha estudiado su biógrafo Domingo Buesa. El rey Sancho
potencia el Camino de Santiago a través de las buenas relaciones con Francia,
cuyas milicias apoyarían el procesual avance cristiano hacia el Ebro. Incluso
se incentivaría el poblamiento del nuevo reino con sus gentes; así se desprende
en el Fuero de Jaca de 1077. De hecho, podemos hablar de una definitiva
europeización de Aragón ante la proclamación del reino como feudatario de la
Santa Sede: tras un importante viaje a Roma en 1068, el rito romano (opuesto al
hispánico o mozárabe) iba a introducirse en el reino a través del monasterio de
San Juan de la Peña, y también San Victorián, en 1071, así como el espíritu de
Cluny, y sus monjes negros (orden benedictina).
Cuando Ana Isabel Lapeña Paúl explica la
política religiosa del monarca nos indica que “Sancho Ramírez siguió la
política de potenciar a los grandes centros monásticos de sus reinos mediante
la anexión a éstos de otros pequeños cenobios y la donación de iglesias en
Aragón y Navarra, porque desde 1076 una buena parte de este territorio se había
incorporado a sus dominios. Esta actitud se hacia, según alguno de los textos
conservados, por indicación de sus principales consejeros como era el caso de
Frotardo, abad del monaterio francés de Tomeras, otra de las personalidades
clave en las reformas emprendidas en Aragón y Navarra desde los años 80 del
siglo XI”.
Y es que en 1076, buena parte del reino de
Pamplona quedó anexionada a Aragón con la muerte sin sucesión de Sancho el de
Peñalén; monarca seguramente, y como trasladan algunas fuentes, asesinado por
sus hermanos durante una cacería en Peñalén. Según David González Ruíz, “el
ingreso del nuevo territorio aumentó la base económica y humana del reino
aragonés que, unido al debilitamiento de la taifa de Zaragoza, tras el
fallecimiento en 1081 de Al-Muqtadir, favoreció su salida del aislamiento y la
expansión territorial hacia el sur”. Porque el objetivo final del rey
aragonés era la conquista de Huesca, pero consciente de su debilidad ante la
plaza, fue avanzando poco a poco, a eslabones, de manera que entre 1083 y 1089
ocupó las fortalezas de Graus y Ayerbe, e igualmente construyó los castillos de
Montearagón, Loarre o Labata, cercando así poco a poco la plaza oscense,
limitando sus rutas de abastecimiento y quemando sus cosechas. No fue Sancho
Ramírez quien lograría conquistarla, pues murió de manera fortuita en 1094, a
causa de una flecha lanzada desde sus murallas cuando estaba diseñando el
asalto a la ciudad, sino su hijo Pedro I de Aragón (1094-1104), que lograría la
plaza en 1096, sólo dos años después.
A pesar de la importancia del rey Sancho
Ramírez, una de las personalidades más relevantes para el desarrollo y
consolidación de algunas de las reformas aludidas, y sobre todo, dinamizadora y
garante del buen funcionamiento del monasterio de Santa Cruz de la Serós, fue
la condesa doña Sancha, hija de Ramiro I y hermana fiel de Sancho Ramírez. Como
se ha mencionado más arriba, Ramiro I casa a su hija Sancha con Armengol III,
conde de Urgel, con la intención de reforzar lazos políticos que le ayuden en
su expansión territorial.
Pero en 1065, al morir el conde en el sitio de
Barbastro, la condesa vuelve a tierras de Aragón y potencia el monasterio de
Santa Cruz, ya que la condesa ingresa en él “para poder evitar que le
aplicaran el estatuto de viuda y la relegaran a la nada” en palabras de
Domingo Buesa. Es así como la mayor parte de las damas no deposadas o viudas de
la corte aragonesa lograrán su independencia, primero en el cenobio de Santa
Cruz y años más tarde en el de Santa María de Sigena. De hecho, además de
Sancha, sus hermanas Teresa y Urraca compartirán vida cenobítica en Santa Cruz.
Será la época de las grandes donaciones al monasterio, derivándose su gran
crecimiento y esplendor.
Antes de sumergirnos de lleno en la etapa
dominada por la condesa, hagamos unas breves consideraciones sobre los
documentos de la época. Dos de ellos, que cronológicamente se enmarcan en el
reinado de Ramiro I de Aragón, hablan de dos importantes donaciones al cenobio
femenino de Santa Cruz, y han sido considerados falsos. El primero data de
1058, haciendo referencia a la supuesta donación por parte de Sancho Ramírez,
de la villa de Aibar a su hermana Sancha. “El redactor califica a Sancho como “rey
de Aragón y de Pamplona”, algo que no se produce hasta veinte años más
tarde, concretamente en 1076. El segundo tiene fecha de 1061 y trata de la
encomienda, por parte de Ramiro I, de su hija Urraca al monasterio de Santa
Cruz. En relación a este último testamento del primer rey aragonés, después del
que otorgó en 1059, hay que señalar que existen muchas dudas para la crítica
historiográfica. El primero de ellos se ha dado por falso unánimemente, pero el
segundo renueva su validez ante gran parte de los estudiosos, aunque quizá todo
el contenido del documento no sea veraz, pero bien puede serlo la comendación
de Urraca, hija cuya existencia ha sido ampliamente cuestionada por gran parte
de la historiografía. La misma que acepta el primero de los testamentos, sugiriendo
que el monasterio se encontraría ya fundado para esas fechas, como avala la
arqueología. La consolidación del mismo por parte de Ramiro I fue fruto de su
intención de crear un distinguido espacio de acogida para sus hijas y otras
ilustres damas de la corte, aparte de mujeres de diversa condición social en
las mismas circunstancias (solteras o viudas).
A pesar de toda esta controvertida
documentación, de lo que sí estamos seguros es de que en 1095 se construía el
monasterio de Santa Cruz dentro de la plenitud del estilo románico, ya que se
realizó una donación, como consta en el Cartulario de Santa Cruz de la Serós,
cuya frase, in fabrica ecclesiae Sancte Marie, nos da las claves para una
aproximada datación de dicho cenobio femenino. Tras estas anotaciones
documentales, analicemos la personalidad de la condesa doña Sancha.
La hermana de Sancho Ramírez demostró ser una
mujer con un gran carácter, que se negó a vivir en la sombra, escondida bajo
hábitos religiosos. De hecho utilizó el monasterio de Santa Cruz como
plataforma para sus variadas ambiciones, teniendo en cuenta los objetivos del
rey, y por supuesto, obrando con la intención de enriquecer al reino en general
y al cenobio en particular. Y aunque no hay documentos que confirmen que fuera
abadesa, lo cierto es que tuvo un papel destacado en su gestión; se convirtió en
protectora y dinamizadora del mismo, incrementando sus bienes. Comenzaron
entonces las grandes donaciones, que se prolongaron hasta mediados del siglo XII,
cuando se introduce la orden cisterciense en el reino y se produce la llegada
de las órdenes militares, nuevos benefactores de la generosidad real. Como
anota Ana Isabel Lapeña, “sus propiedades no se dieron exclusivamente en el
entorno más próximo (Laqué, Arresella, Banaguás, Binacua, Lorés...) y cercano
(Aísa, Villanúa), sino que ampliaron su radio de acción a territorio navarro en
puntos fronterizos de Aragón y Navarra (Santa Cecilia de Aibar, Arrienda,
Miranda), en zonas próximas a Huesca (Montearagón, Tierz, Quicena, Ayerbe) y
también en zonas al sur de la capital cuando fueron reconquistadas a fines del
siglo xi (Molinos, Lascasas, Conillena), algunas propiedades en las Cinco
Villas (Biel, Luna), y otras más”; muchas de ellas serían motivo de disputa
con el monasterio pinatense, sobre todo las ubicadas en posición fronteriza.
Además, Sancha ocupó el cargo de tenente en San Úrbez y Santa Cruz desde 1074.
En 1083 en Atarés, Siresa y de nuevo en Santa Cruz... repitiéndose la
ostentación de dichos cargos en documentos posteriores que llegan hasta la
fecha de su muerte.
No es la única mujer que ostenta este cargo,
como bien documenta y explica Antonio Ubieto Arteta, pero sí se trata de un
régimen especial y no muy habitual en la época. Su tesón y sus estratégicas
artimañas consiguen desplazar a su hermano García de la sede episcopal jaquesa,
uno de los objetivos de su hermano. La confianza mutua se desprende del afecto
que siempre profesó la condesa por su hermano, una verdadera figura paterna, y
por ser ella la responsable de la educación de los herederos, los infantes. La
importancia de su figura se plasmará en una de las joyas de la escultura
medieval, su propio sarcófago, antes ubicado en el claustro de Santa Cruz y hoy
conservado en las Benitas de Jaca, donde se la representa con elementos de la
más alta dignidad, rodeada de escenas y motivos que no hacen sino reforzar su
excelsa condición.
La protección real y la riqueza del monasterio
se desprende en todo su esplendor en aquello que nos ha legado el tiempo: la
iglesia de Santa María, único testimonio que resta del cenobio femenino, como
se ha dicho más arriba.
La progresiva decadencia y vulneración del
conjunto tuvo su momento álgido a mediados del siglo xvi, ya que es en 1555
cuando la comunidad se traslada al monasterio de las Benitas sito en Jaca, a
instancias de Felipe II (1556-1598). Desde entonces el expolio de sus tesoros y
la reutilización de sus materiales fueron constantes. De ahí que falten las
habituales dependencias: el claustro, la sala capitular, el refectorio, el
dormitorio común, etc.
Arquitectura.
Construcción exterior
El templo muestra una gran rotundidad y
presencia, desafiando desde su posición al paisaje que la rodea. Construida en
piedra sillar muy bien escuadrada, destaca un excelente trabajo de labra y un
buen ajuste de piezas, unidas por una fina capa de argamasa, sin necesidad de
cuñas. Este cuidado acabado denota la gran maestría de los maestros, su
conocimiento de las técnicas y el gran despliegue de medios en una financiación
tras la que se encontraba la familia real aragonesa.
Sobre el brazo del transepto sur se eleva la
torre de cuatro pisos, que fue construida a mediados del siglo XII. Está
cubierto por una cúpula sobre una estructura octogonal de baja altura y está
perforado en tres pisos por ventanas gemelas de arco de medio punto. Una
ventana tiene una columna central sinuosa.
El ábside principal está dividido en
tres cuadrados por dos columnas de tres cuartos, cada una de las cuales
abre una ventana de arco de medio punto. En los capiteles de las dos columnas
se pueden reconocer personas y animales, una escena podría representar a Daniel
en la guarida del león. Los ábsides laterales son rectos en el exterior y
apenas sobresalen más allá del crucero.
En la fachada oeste de la iglesia, se abre el
portal principal. Otro portal, que probablemente sirvió como acceso al claustro,
que ya no se conserva, se encuentra en el lado sur. Está cubierto por una arquivolta con
friso de rollos y tiene un tímpano en el que se representa una
rueda de seis radios con seis capullos de flores.
Bajo el dosel del
portal principal, discurren la base del techo del ábside, los dos ábsides
laterales y el transepto norte, en su mayoría cornisas decoradas
con friso de tablero de ajedrez, que descansan sobre numerosos voladizos con
representaciones de personas y animales. Se pueden ver serpientes, un conejo,
cabezas y frutas.
Iglesia de Santa María, vista desde el
este
Hay que señalar la probable existencia de un
claustro al sur con acceso por la portada decorada con rueda adornada de
margaritas y dependencias monásticas acordes con la importancia y realengo que
alcanzó el monasterio.
Antes de este templo hubo otro en el mismo
lugar, prerrománico de cabecera plana, parte de cuyos paramentos se han
evidenciado en excavaciones arqueológicas (J.A. Paz, F. Galtier y E.
Ortiz. Arqueología Aragonesa 1991; pp.: 191-195). Según estos autores el
templo debió de ser fundado a raíz de la implantación en 1024 de la regla de
San Benito en el cercano monasterio San Juan de la Peña. Ello implicó la
transformación de aquel monasterio dúplice en cenobio de varones de forma que
la rama femenina existente en el mismo descendió a Santa Cruz de la Serós. En
esa época se edificó un modesto templo de cabecera plana y nave única, cuyos
vestigios han puesto de manifiesto las citadas excavaciones.
La condesa Doña Sancha, mujer de enorme
influencia en la corte aragonesa, y hermana del rey Sancho Ramírez enviudó del
conde Ermengol III de Urgell quien murió defendiendo Barbastro. En aquella
época no era fácil la integración social de estas distinguidas viudas. Jaca no
reunía en absoluto condiciones. Aún no era más que una modesta villa donde no
había lugar para una dama de su condición. A mediados del S XI Ramiro I
había fundado Santa Cruz de la Serós y no antes como aparece en algunos textos
medievales falsificados. Existen documentos testamentarios del Rey datados en
1059 y 1061 que lo citan. En el primero encomienda a su hija Urraca al
monasterio de "Santa María que según se dice estaba sobre el lugar de
Santa Cruz". En el segundo menciona a la infanta como dedicada al
servicio de Dios en ese lugar. El actual templo es datable a finales del S XI y
primeras décadas del XII. (Ana Isabel Lapeña. Aragón Turístico y Monumental.
Oct. 1977. Año 71, Nº 341 pp.: 14-19).
Planta
En este muro norte existe una puerta
actualmente tapiada. Pueden observarse los restos de un tímpano muy erosionado
del que únicamente apreciamos la imposta izquierda ornamentada. A su lado, lo
que parece ser un arco con función de descarga o entibo. Podría destacarse
igualmente la ausencia de vanos en este paramento septentrional, hecho que le
otorga un aspecto general de mayor dureza y pesantez.
Ya en la zona de la cabecera, centrada por un
magnífico ábside flanqueado por ambas capillas laterales, hallamos un curioso
canecillo, concretamente sobre el contrafuerte de la capilla izquierda, en el
que se fusionan fantasía y realidad: se trata de una figura “mezcla de
hombre (cabeza-cuerpo) y animal (pezuñas), en una perfecta simbiosis,
contribuyendo a enriquecer el bestiario aragonés. El cuerpo sentado y
relativamente deforme se debe sin duda a las limitaciones del propio espacio
escultórico”. Presenta como instrumento un aerófono, un trabajo que nos
recuerda la escultura jaquesa; ambos conjuntos, con sus ricos capiteles, han
contribuido a desentrañar la formación y evolución del instrumento medieval
español (siglos XI-XIII), constatándose un origen oriental y europeo de los
instrumentos, fluctuando dichas influencias dependiendo de las circunstancias
históricas. También encontramos otros motivos, como figuras humanas, rosetas,
rostros humanos, peces, serpientes, etc., decorando los canecillos de ambos
contrafuertes.
Llama la atención la estructura que se genera
al adosarse las dos capillas: parece una iglesia de tres naves, sobre todo por
la localización de los contrafuertes o absidiolos de cada capilla lateral. Una
curiosa estructura, rectangular al exterior, que por el contrario, presenta un
pequeño nicho semicircular al interior. Pero la pieza que centra nuestro
interés es, sin lugar a dudas, el ábside propiamente dicho. Dos esbeltas
columnas de estructura clásica compartimentan el elegante hemiciclo, formando tres
paños con su correspondiente ventana. Todas ellas son de doble derrame,
proporcionando una hermosa entrada de luz en el altar. Coronan el conjunto
dieciocho canecillos esculpidos (con figuras humanas, temas vegetales, figuras
animales, rollos, etc.) que soportan el tejadillo de lajas que cubre la bóveda
de horno del espacio semicircular. Mientras las ventanas laterales no reciben
decoración, la central adquiere todo el protagonismo: es más amplia, y posee un
baquetón semicircular que apoya en sendas columnitas acodilladas, en concreto
sobre sendos capiteles que reciben decoración de acanto el de la izquierda, y
variada ornamentación vegetal el de la derecha. Todo ello queda enmarcado por
una última moldura semicircular.
Es
un templo de una sola nave con planta de cruz latina y ábside semicircular. En
los brazos del crucero hay dos capillas semicirculares, una cámara con cúpula
sobre la bóveda del crucero y una torre de cuatro cuerpos sobre el brazo
meridional.
El punto álgido de este recorrido exterior por
la iglesia de Santa María es la majestuosa torre que se alza señorial, rotunda
y potente frente al espacio que la rodea. Anclada sobre la capilla sur, su
prismático exterior se divide en tres cuerpos, más alto el primero, y el último
con una terminación octogonal y con un tejado a ocho vertientes. La rítmica
serie de vanos que se abren en cada paño contribuyen a disminuir la pesantez de
los muros, muy gruesos por otra parte. Estas ventanas siguen un mismo diseño:
doble arco de medio punto que apoya en sendas columnas y parteluz central,
aunque en el primer piso hay una que rompe el ritmo y que carece de las
características anotadas. Se sitúa en el muro oeste, abre en arco de medio
punto y posee tímpano colmatado. La riqueza decorativa reside en los capiteles
de estos amplios ventanales, donde predomina la temática vegetal, aunque
también encontramos figuras animales y humanas entrelazadas con bolas, como en
la última planta. Llama la atención el parteluz de la ventana del segundo piso
de la cara oeste, cuyo fuste retorcido recuerda las columnas salomónicas;
además, en su capitel figurado se aprecian varios personajes con corona, quizá
aludiendo a la condición real del cenobio. La cubrición del espacio se realiza
a través de una cúpula que apoya sobre cuatro trompas, pieza que permite la
transición a la forma semiesférica.
Capitel del ábside
Campanario
de mediados del siglo XII
Campanario de mediados del siglo XII
Sobre el crucero, en el sitio donde
habitualmente se eleva la linterna y la bóveda de las iglesias románicas se
construyó una cámara cuadrangular cubierta con bóveda de media esfera a través
del habitual paso del cuadrado al octógono por medio de trompas. Se desconoce
la función de esa cámara que se adosa por su lado sur a la torre con la cual
comunica. El acceso a la misma se efectúa por una angosta escalera intramuros
situada en el lado norte del templo y también (en su momento) a través del
acceso a la torre por medio de otra puerta que hoy aparenta ser ventana y que
daría paso a otras dependencias hoy desaparecidas o quizá fuera discreta vía de
escape. Es una estructura que no se repite en ninguna de las construcciones
románicas de Aragón, si bien en la localidad de Majones hay una estructura
semejante, aunque sin la delicadeza, decoración y acabado de ésta.
Portal
oeste
Portal Principal
Su configuración, típicamente románica, se
compone de varias arquivoltas en abocinamiento, donde las dos centrales reposan
sobre esbeltas columnas cuyos capiteles reciben decoración de tipo vegetal o
figurada. Aunque resalta del conjunto su tímpano, muy parecido al de Jaca, y
que ha sido objeto de profundos estudios y discusiones sobre su cronología y filiación.
Llama la atención la abrupta forma como se ha empotrado la placa decorativa en
el semicircular espacio, de manera que hubo de rellenar el hueco entre la
arquivolta y el conjunto figurado. Algunos piensan que pueda deberse a la
torpeza del maestro o al hecho de no haber sido realizada in situ, sino en
Jaca, de cuyo modelo es deudor; sin embargo también existen voces que se oponen
a menospreciar la pieza, o calificarla de segundona, estableciendo la
posibilidad de un trabajo artístico que todavía no ha alcanzado el refinamiento
suficiente, tratándose de un estadio anterior en ese proceso de
perfeccionamiento formal e iconográfico.
En el centro: el crismón, flanqueado por dos
leones como en Jaca, y con las características letras x y p
entrecruzadas, correspondientes a las letras mayúsculas ji y rho del
nombre de Cristo en griego. También aparece la s, que podría aludir a su
carácter trinitario, al hacer referencia al Espíritu Santo, sin embargo su
extraña ubicación desorienta. Al igual que ocurre con las letras alfa y omega,
primera y última letra del alfabeto griego, en alusión a Cristo como principio
y fin de todas las cosas, Ser eterno y omnipotente, colocadas en el sentido de
las manecillas del reloj. Como colofón, un travesaño forma con la rho una cruz
de brazos iguales. También hallamos una inscripción del siglo XII realizada en
letra carolina que completa la simbología del conjunto: IANUA SUM PERPES,
PER ME TRANSITE, FIDELES FONS EGO SUM VITAE, PLUS ME QUAM VINA SITITE VIEGINIS
HOC TEMPLUM QUISQUIS PENETRARE BEATUM CORRIGE TE PRIMUM, VALEAS QUO POSCERE
CHRISTUM; y su traducción: “Soy la puerta eterna, pasad por mí, fieles.
Yo soy la fuente de la vida, deseadme más que a los vinos. Quienquiera que
entres en este feliz templo de la Virgen, corrígete primero para que puedas
invocar a Cristo”.
Como en Jaca, los dos leones que flanquean el
crismón simbolizan a Cristo. Son potentes figuras del bestiario románico que
obligan al fiel o al penitente a postrarse ante la entrada de la Jerusalén
Celeste, a lavar su alma antes de entrar en esa recreación celestial. Bajo el
vientre del león de la derecha se he representado una flor de doce pétalos, una
margarita o un margaritum según algunos estudiosos, en alusión al relicario que
contenía un fragmento de la cruz de Jesucristo.
El conjunto del tímpano se halla protegido por
dos arquivoltas en forma de bocel o toro, y una intermedia en forma de nacela
decorada por bolas o perlas, aunque en la clave hallamos una bola algo más
grande que las demás y que presenta grabado un rostro. La moldura más externa
posee sección rectangular y se adorna con una moldura de ajedrezado jaqués,
coronando el conjunto de manera refinada.
Bajo la línea de imposta, delicadamente
decorada en su parte derecha con rosetas y decoración vegetal, asientan cuatro
magníficos capiteles, dos a cada lado, flanqueando la entrada. Aquellos que se
encuentran a la derecha reciben decoración vegetal, muy estilizada, dos
ejemplos de un corintio reinterpretado al que se incluye algunas bolas.
Mientras, a la izquierda, dos capiteles figurados que se encuentran peor
conservados. El más interior muestra la figura de un hombre acompañado por dos
leones, quizá Daniel en el foso, según algunos autores. En el otro se aprecian
también las figuras de animales pero sin poder precisar más allá. Las notables
diferencias apreciables en la calidad artística de ambos lados podrían dar la
pista sobre dos maestros, uno más diestro en la ejecución y otro más tosco y
rudo.
Protegiendo todo el conjunto, un pequeño
tejadillo apoya en una serie de canecillos en los que se han plasmado diversos
temas: varios de decoración vegetal, aparecen serpientes, una figura humana,
una pareja de aves, la cabeza de lo que podría ser un toro, o un rostro humano
bastante perdido, entre otros. Si giramos a nuestra izquierda, un canecillo
bajo el tejaroz del muro septentrional llamará poderosamente nuestra atención:
se trata de “un juglar-músico, a juzgar por su indumentaria, que realiza su
función tañendo un instrumento de cuerda”. Los maestros medievales
aprovechaban estos espacios para incluir escenas o motivos de la vida cotidiana
alto medieval, y uno de estos aspectos era la música, o la danza, el mundo de
los juglares y el entretenimiento popular. Existen algunos otros motivos
figurados en canecillos o modillones de esta zona, como la roseta a modo de
metopa, o algunas gárgolas, incluso algunos modillones de rollos que conservan
su policromía.
Portada de los pies de la iglesia.
Portal de la
fachada oeste, tímpano, representación: dos leones y Crismon; Inscripciones
latinas en el borde del círculo (traducción: "
Yo soy la puerta simple,
entra por mí, creyentes, soy la fuente de la vida, tengo más sed de mí que de
vino, todos los que entran en este bendito templo de la Virgen.") y en el
dintel (traducción: "
Mejor antes de invocar a Cristo"). (ver texto
explicativo en la iglesia)
Capitel en el portal de la fachada oeste
Capitel
en el portal de la fachada oeste
Capitel en el portal de la fachada oeste
Interior
La iglesia está construida sobre la planta de
una cruz latina. Tiene un crucero y tres ábsides. La nave, que
data del siglo XI, es de una sola nave y se divide en dos bahías. Está
cubierto con una bóveda de cañón que descansa sobre pilastras
con plantillas de columnas y capiteles con escenas figurativas. En la base
de la bóveda corre un friso de tablero de ajedrez, que también continúa en el
ábside. Un doble arco triunfal conduce al coro. Los brazos del
crucero abovedado de crucería se abren a pequeños ábsides semicirculares
en el este.
Interior con vistas al coro
El ábside es de tambor y cubre con bóveda de
cuarto de esfera. Una imposta taqueada delimita cilindro y bóveda y continua
por el resto del templo. Por delante hay un corto presbiterio cubierto de medio
cañón. En el cilindro absidal encontramos tres ventanales de derrame
interior. El central, con guardapolvo ajedrezado y baquetón apeado en un par de
columnitas con su respectivo capitel. La imagen muestra el arco de
acceso al brazo norte del crucero. En su lienzo este, en el espesor del muro,
hay un absidiolo poco profundo con imposta separando paramento vertical y
bóveda de concha, pictóricamente decorada en este lado. Enmarcan esta bóveda
dos arquivoltas de arista muy poco rehundidas y por fuera, moldura de
ajedrezado que acaba en la imposta decorada. Por encima corre moldura de
ajedrezado de la que arrancan en las esquinas nervaduras tóricas que se cruzan
en el centro de la bóveda de arista.
La nave consta de dos tramos marcados por
pilastra y semicolumna adosada con los correspondientes fajones. Por detrás de
la pilastra central del muro norte, y bajo el nivel de la imposta que recorre
el templo abre una estrecha puerta que a través de escalera intramuro conduce a
la sala oculta. En la actualidad una escalera metálica de caracol, similar a la
existente en la torre, permite el acceso que antaño se hallaría disimulado,
quizá con acceso por medio de escalera fácilmente escamoteable y oculta la entrada
por tapiz.
Las imágenes siguientes muestran diversas
vistas de los cuatro capiteles que coronan las semicolumnas adosadas de la
nave. Uno de ellos, el anterior del muro norte, se halla situado a la altura de
la puerta citada de acceso a la cámara secreta.
Cámara sobre el cruce
Sobre la bóveda del crucero hay una
cámara secreta, cuya función no ha sido aclarada. Una escalera de piedra
conduce a esta cámara. Su acceso por el lado norte de la nave, debajo de la
base abovedada, originalmente solo era accesible por una escalera. Hoy en día,
una moderna escalera de caracol permite el acceso. La habitación tampoco es
visible desde el exterior, ya que toma el lugar de la cúpula de cruce habitual.
Tal vez sirvió como un retiro para las monjas en tiempos de peligro. La cámara
está construida sobre una planta octogonal con nichos laterales y está
atravesada por una cúpula, en cuya base corre una cornisa sin adornos. La
cúpula está apuntalada por dos anchas nervaduras abovedadas, formadas por una
doble fila de varillas redondas, que descansan sobre columnas con
capiteles. Un capitel tiene diferentes escenas de la Anunciación en
dos lados, otro capitel está decorado con piñas. Desde la cámara hay un
acceso al segundo piso de la torre.
La imposta de los capiteles se continua a lo
largo de toda la estancia delimitando sus ocho lados de la bóveda de media
esfera. Las trompas adoptan estructura claramente absidal con sus
correspondientes ventanitas centrándolas en las situadas al este. Otros dos
ventanales en los lados este y oeste, descentrados a causa de la situación de
las columnas, completan los vanos de este espacio.
De entre los capiteles hay dos
excepcionales: de la mano del maestro de Doña Sancha que muestra la
Anunciación. Los personajes mofletudos, el pelo a lo "frailón"
y la maestría en la ejecución de los pliegues de las vestimentas lo delatan.
Además, presenta la particularidad de incluir a un tercer personaje, al parecer
San José, en la representación. Lo hallamos en el lateral izquierdo del capitel
y porta vara florida o palma.
La capilla del crucero
norte tiene un retablo de 1490 con escenas de la vida de María.
La figura de alabastro de la Virgen con el Niño también se remonta al
siglo XV.
San Juan de la Peña
El monasterio de San Juan de la Peña se asienta
en un recóndito enclave del pre-Pirineo de Huesca, al que se accede por
sinuosas carreteras de montaña, de las cuales, la más fácil y frecuentada es la
que parte de la cercana población de Santa Cruz de la Serós, situada al pie de
la sierra. Esta población dista 16 km de Jaca por la N-240 y unos 5 km del
monasterio.
Rodeado por un frondoso bosque con una
excepcional variedad de especies vegetales, al abrigo de una enorme mole de
roca que pertenece a un sinclinal colgado, su enclave se considera desde
antiguo como lugar sagrado, objeto de una veneración ininterrumpida a lo largo
de los siglos, que continúa en la actualidad. Prueba de ello es el aprecio que
las instituciones le han demostrado en los últimos tiempos, con las sucesivas
declaraciones de Sitio Natural de Interés Nacional de San Juan de la Peña
(1920), Monumento Natural de San Juan de la Peña (1998) y Paisaje Protegido de
San Juan de la Peña y Monte Oroel (2007), en las que el bellísimo paraje
natural se considera inseparable del monumento histórico.
Real Monasterio de San Juan Bautista
Con una clara superposición de cultos a lo
largo del tiempo, San Juan de la Peña fue refugio de ermitaños, cenobio
mozárabe y monasterio favorecido por el poder real en su período de esplendor,
durante los siglos del arte románico. Aunque siguió manifestando gran dinamismo
en épocas posteriores, testimoniado por excelentes muestras de arte gótico
flamígero (capilla de San Victorián), barroco (capilla de los santos Voto y
Félix, el propio monasterio nuevo, construido entre 1675 y 1715 en la cercana
pradera de San Indalecio) y neoclásico (panteón real, comenzado en 1770).
La leyenda fundacional del monasterio, de
origen medieval, sitúa su inicio en el siglo viii, cuando Voto, un cristiano
mozárabe de Zaragoza, se hallaba de cacería en el monte Pano. Cuando perseguía
a una cierva a lomos de su caballo, se despeñó por un barranco pero resultó
ileso de la caída al encomendarse a san Juan Bautista. En el fondo del barranco
encontró el cuerpo insepulto de un ermitaño, Juan de Atarés, decidiendo a
partir de entonces hacer también vida eremítica, en compañía de su hermano
Félix.
En un tono menos legendario, la Crónica de San
Juan de la Peña, una historia general del reino de Aragón compuesta entre 1369
y 1372 por encargo del rey Pedro IV, alude a los primeros tiempos del
monasterio nombrando tres generaciones de ermitaños (Juan, Voto y Félix,
Benedicto y Marcelo) que habitaron en una cueva o espelunga, en tiempos de
García Jiménez, príncipe de Pamplona (c. 835-c. 880), y del conde de Aragón
Aznar II Galíndez (c. 850-c. 893).
Más tarde el eremitorio pinatense
experimentaría una evolución característica de otras comunidades rupestres al
tomedievales, que trajo un nuevo aporte repoblador a estos apartados lugares,
permitiendo establecer los primeros monasterios con reglas organizadas. La
Crónica alude a un grupo de unos seiscientos cristianos, hombres, mujeres y
niños, recogidos en la cueva y en sus refugios particulares, que cabe imaginar
dispersos por el bosque y el circo natural rocoso que rodea al monasterio.
Según el texto, estos pobladores agrandaron y mejoraron el centro,
estableciendo un monasterio con un primer abad, Transirico, con el beneplácito
del obispo de Aragón Iñigo.
La Crónica sitúa estos hechos en un momento muy
concreto, al advertir que los nuevos pobladores llegaron buscando refugio de
una expedición de castigo enviada por Abderramen, rey de Córdoba; sin duda en
referencia a la razzia enviada en 920 por el califa Abderramán III (891-961),
que tras derrotar al rey de Navarra Sancho Garcés I en Valdejun quera, el día
26 de julio, remontó el curso del río Aragón, llegando a saquear Pamplona y a
derribar su catedral.
Las expediciones contra el reino de Navarra y
los con dados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza continuaron al filo del año 1000,
enviadas por el caudillo Almanzor en 999 y por su hijo Abd-al-Malik en 1006.
Más tarde Sancho Garcés III de Navarra, conocido como Sancho el Mayor
(1004-1035), reconquistó el territorio, fortaleció la línea defensiva de las
sierras prepirenaicas, e imprimió un nuevo carácter a sus antiguos cenobios.
Estas comunidades monásticas constituyeron la base para la reorganización del
territorio, por medio de la acumulación de riqueza en una serie de centros
principales que, poco a poco, fueron asumiendo a otros monasterios menores.
San Juan de la Peña fue uno de los enclaves
escogidos por Sancho el Mayor para encabezar esta reforma monástica, que
incluía la introducción de la regla de san Benito de Nursia, apenas conocida en
la Península, que estaba implantada en el monasterio ya en 1029. Esta reforma
debió conllevar la extinción de la antigua comunidad, que bajo el patronazgo de
san Julián y santa Basilisa habría estado formada por hombres y mujeres,
motivando el traslado de las segundas a un enclave cercano: el monasterio
femenino de Santa María en Santa Cruz de la Serós, fundado por Ramiro I de
Aragón.
La labor aperturista iniciada por Sancho III el
Mayor sería continuada y ampliada por sus descendientes: Ramiro I (1035-1063),
Sancho Ramírez (1063-1094) y Pedro I (1094 1104), la primera dinastía del reino
de Aragón. Sancho Ramírez fue el que más empeño puso en abrir el joven reino de
Aragón a la influencia de Europa, convirtiendo San Juan de la Peña en un centro
pionero dentro del monacato hispano. Con la ayuda de su abad, Aquilino,
introdujo la reforma cluniacense procedente de Francia en Aragón. Alentado por
el rey, el propio Aquilino viajó a Roma en 1071, obteniendo la protección papal
para el monasterio pirenaico. El día 22 de marzo de ese mismo año, el antiguo
rito mozárabe autóctono era sustituido en San Juan de la Peña por el rito
romano.
Fueron los tiempos de mayor esplendor del
monasterio, cuando fue mimado por reyes y nobles de Aragón, que lo escogieron
como lugar de enterramiento, enriqueciendo su patrimonio con abundantes
donaciones. Esplendor que se eclipsó con la posterior expansión del reino hacia
el sur y la creación de nuevos centros de poder, especialmente tras la
reconquista de Zaragoza en 1118 por Alfonso I el Batallador (1104-1134), cuando
el monasterio entró en un periodo de recesión económica. No obstante, la
segunda mitad del siglo XII contempló una vigorosa recuperación de la mano de
Alfonso II de Aragón (1162-1196), que culminaría con la finalización de su
claustro, la construcción más tardía de arte románico llevada a cabo en el
monasterio.
Iglesia prerrománica
La Crónica de San Juan de la Peña atribuye al
primer ermitaño Juan la construcción de una primera iglesia dedicada a San Juan
Bautista, seguramente todavía en el siglo viii. Según el mismo texto, esta
iglesia fue agrandada y mejorada alrededor de 920 por los nuevos pobladores del
cenobio, que trasladaron el cuerpo del primer ermitaño Juan, enterrándolo “en
una muyt bella tomba”, que “fue metida entre tres altares de invocación de Sant
Johan Baptista et de Julián et de Sant Basilissa, ya en antes aquí hedificados”.
El monasterio de San Juan de la Peña conserva
un testimonio de este período en la iglesia dedicada a los santos Julián y
Basilisa localizada en su piso inferior. Se trata de una pequeña construcción
de dos naves paralelas iguales, separadas por dos arcos de herradura sobre una
columna, que terminan en sendas capillas de testero recto excavadas en la roca,
con arcos de herradura rebajada en sus embocaduras. Un estilo característico
del prerrománico hispano, que Gómez Moreno consideró de tradición visigoda, a
juzgar por la forma y proporción de los arcos de separación entre naves, de una
herradura menos cerrada que en la arquitectura mozárabe, y por el despiece del
arco perteneciente a la puerta de ingreso al templo, situada en su muro
izquierdo de cara a los altares.
Esta iglesia, que debió de cubrirse con
techumbre de madera, se situaba en una plataforma elevada pegada a la roca,
como indican las gradas que es necesario ascender para llegar a ella, aunque a
un nivel inferior a la cueva, situada por encima de su cubierta. Su muro
lateral izquierdo permite distinguir dos etapas, a juzgar por un cambio de
aparejo: apenas unas hiladas de un sillarejo más pequeño, de distinto color, en
su base (observables desde la contigua “sala del concilio”), que bien
pueden pertenecer a la primera iglesia edificada por el ermitaño Juan, período
al que igualmente pertenecerían los altares en forma de hornacina, excavados en
la roca, de la cabecera, si seguimos al pie de la letra el texto de la Crónica.
Iglesia inferior o de los santos Julián
y Basilisa. Interior
Sala del concilio
Arco de comunicación entre la sala del
concilio y la iglesia inferior
La práctica totalidad de la construcción
prerrománica correspondería por tanto a la ampliación de principios del siglo X.
Un templo que debió servir a una comunidad dúplice, formada por hombres y
mujeres, a juzgar por la dedicación del templo y su tipología de dos naves.
Según la hagiografía, los mártires Julián y Basilisa compartieron santidad como
marido y mujer, formando una pareja en lo espiritual. La existencia de este
tipo de comunidades fue común en durante la Alta Edad Media, por ejemplo en el
eremitorio y posterior templo prerrománico de San Millán de la Cogolla (La
Rioja), que guarda numerosos paralelismos con San Juan de la Peña, o el
monasterio dúplice de Piasca (Cantabria), documentado en 941, que se regía por
la regla de san Fructuoso, bajo la misma advocación de San Julián y Santa
Basilisa.
El monasterio del siglo X debió contar con más
construcciones de piedra. Así lo indica la puerta de arco de herradura que
actualmente comunica la iglesia románica del piso superior con el claustro,
testimonio del cenobio que debía extenderse por la cueva.
El monasterio del siglo XI
La primitiva iglesia de los santos Julián y
Basilisa no tardaría en ser transformada, con la construcción de unas sub
estructuras que permitieran albergar un monasterio en el piso superior, con las
dependencias necesarias para la práctica de la regla benedictina. Las naves de
la iglesia prerrománica se cubrieron con bóvedas de medio cañón paralelas, que
se prolongaron en dos tramos a sus pies, al tiempo que se construían unas
estancias a ambos lados, de las que sólo se ha conservado una, llamada “sala del
concilio” por los historiadores de los siglos XVI y XVII, que sirvió de
sustento al panteón de nobles y a las habitaciones del abad (actual museo del
monasterio). Las excavaciones llevadas a cabo en el exterior del monasterio
desvelaron la existencia de otra subestructura de la misma época y estilo, que
a su vez sirvió de sustento a un dormitorio comunal y a otras dependencias
perdidas que comunicaban con la iglesia superior y el claustro.
Tanto la sala del concilio como la prolongación
del templo prerrománico ofrecen varios puntos de contacto con una subestructura
cercana en la geografía: la cripta de la iglesia abacial de San Salvador de
Leire (Navarra), perteneciente a otro monasterio favorecido por Sancho III el
Mayor. Ambas construcciones se organizan del mismo modo, con bóvedas de medio
cañón paralelas, y coinciden en la tipología de sus arcos formeros,
caracterizados por arrancar de una altura cercana al suelo. La cripta de Leire
fue consagrada el día 27 de octubre de 1057 con la asistencia de numerosos
prelados, entre los que figuraba Velasco, abad de San Juan de la Peña.
Iglesia inferior o de los santos Julián
y Basilisa. Prolongación hacia los pies
Arcos de comunicación entre los ábsides
de la iglesia superior
Arcos de comunicación entre los ábsides
de la iglesia superior
Planta inferior
Plano de las
dos plantas del monasterio.
a) Planta superior
1 Horno de pan.
2 Panteón Real.
3 Panteón de nobles.
4 Museo.
5 Iglesia Superior (románica).
6 Portal mozárabe.
7 Capilla gótica de San Vitoriano.
8 Claustro románico.
9 Capilla de San Voto.
b) Planta baja
10 Iglesia
inferior (prerrománica).
11 Salón de Concejos.
Iglesia de san Juan Bautista
El más destacado testimonio del momento de
esplendor del monasterio a finales del siglo XI es la iglesia románica dedicada
a San Juan Bautista que se ubica en su planta superior. Una construcción acorde
con los cánones de la arquitectura cluniacense en su cabecera de triple ábside,
empotrada en la cueva, ante la que se abre una nave dividida en cuatro tramos,
de los cuales el primero, más ancho, está cubierto por la propia peña y los
tres restantes con una bóveda de medio cañón, fruto de diversas restauraciones.
La cabecera es la parte más lujosa del templo,
con tres ábsides semicirculares, el central de mayores dimensiones, cubiertos
con bóveda de horno, precedidos por sendos tramos cubiertos con bóveda de medio
cañón, que están comunicados entre sí por pequeños arcos formeros. Se trata de
una construcción característica del arte románico vinculado al círculo
cortesano jaqués.
Así lo indica la arquería ciega que articula
los medios cilindros de los ábsides, con paralelos en la iglesia de San Pedro
del castillo de Loarre (Huesca) y la iglesia de Santa María de Iguácel
(Huesca), mientras que sus capiteles, tallados con una austera decoración
vegetal, tienen una réplica exacta en la cabecera de San Salvador en
Javierrelatre (Huesca), obra también característica del románico jaqués.
Los capiteles pertenecientes al presbiterio
presentaban una decoración vegetal exuberante, que ha llegado muy deteriorada a
nuestros días. Tan sólo pueden apreciarse fragmentos de tallos entrelazados,
restos de palmetas, caulículos de cuyos vértices cuelgan hojas, una cabecita de
animal entre caulículos, roleos vegetales con flores en su interior, que
pertenecen de manera general al repertorio del románico jaqués, encontrando
mayor número de paralelos en la decoración de Santa María de Iguácel, y una
ejecución casi idéntica a la que se advierte en varios capiteles de la iglesia
de San Pedro en el castillo de Loarre.
La vinculación con Loarre se confirma en otro
fragmento escultórico de la cabecera pinatense, que demuestra que los dos
capiteles más destacados de esta construcción, ubicados en su parte frontal,
sustentando los arcos de embocadura, mostraron en origen representaciones de
carácter narrativo.
Se trata de un pequeño relieve conservado en el
capitel derecho (entre los ábsides central y de la epístola), que muestra la
figurilla de un hombre llevando una cazuela y un objeto circular en sus manos,
cogido de los cabellos por un ángel (muy destruido), que David Simon identificó
con un pasaje del Antiguo Testamento: el profeta Habacuc, en el momento de ser
llevado por un ángel hasta Babilonia, con un caldero y un pan, para alimentar
al profeta Daniel, prisionero en el foso de los leones (Daniel, 14, 32-39).
El profeta Habacuc es llevado por un
Ángel a alimentar a Daniel, condenado en el foso de los leones
La iconografía de Daniel en el foso de los
leones hunde sus raíces en el arte prerrománico y tuvo una amplia difusión en
la plástica románica internacional. Además, fue característica del arte jaqués.
Se encuentra, muy deteriorada, en la portada oeste de Santa María de Iguácel,
en la portada oeste de la catedral de Jaca, asociado al episodio de Habacuc, y
dos veces en la iglesia de San Pedro del castillo de Loarre: en un capitel de
la arquería de la cabecera y en otro capitel situado bajo la cúpula, que tiene
la peculiaridad de mostrar también el episodio de Habacuc con el ángel.
El capitel de San Juan de la Peña tuvo sin duda
una composición similar a la del segundo capitel de Loarre, que muestra en su
parte frontal a Daniel entre dos leones, con sendas representaciones del ángel
y Habacuc en los laterales. La manera de resolver el rostro y el vestido del
personaje demuestra que la talla pinatense se debe a la misma mano que esculpió
el capitel de la iglesia de Loarre, cuyo estilo se detecta en otras tallas de
su cabecera.
El alto grado de parentesco que muestran tanto
las formas vegetales como las figuras humanas esculpidas en San Juan de la Peña
y en Loarre, prácticamente desconocido, sin embargo, por los investigadores del
arte románico, permite afirmar que sus iglesias fueron decoradas por un mismo
taller. La historia confirma este hecho, ya que ambas construcciones fueron
realizadas bajo el patronazgo de Sancho Ramírez, que las distinguió como
capillas regias.
La comunidad de canónigos regulares instalada
bajo la regla de san Agustín en la antigua fortaleza de Loarre, situada en la
línea fronteriza meridional del reino de Aragón, fue otro de los bastiones de
la reforma gregoriana impulsada por este rey, que en paralelo con San Juan de
la Peña se acogió a la protección del papa Alejandro II. De hecho, fue el
propio pontífice romano quien encargó la construcción de un monasterio en
Loarre al rey aragonés, por la bula Quamquam sedes, el día 18 de octubre de
1071.
La primacía cronológica debe corresponder a la
iglesia de San Juan Bautista, punto de partida de toda esta renovación monacal
y artística fomentada por Sancho Ramírez y el abad Aquilino de San Juan de la
Peña. Una sólida prueba de que este templo se estaba construyendo en los años
70 del siglo XI es la inscripción relativa a la muerte y enterramiento del
propio abad Aquilino, grabada en el muro correspondiente al primer tramo de la
nave, en su cara externa, que lleva la fecha de 1075.
Planta
superior
Cabe suponer que al menos la cabecera del
templo pinatense estuviera finalizada ya en 1080, cuando tiene lugar su
dedicación. Una solemne ceremonia, atestiguada en un documento de donación, por
el cual el conde aragonés San cho Galíndez y su mujer doña Urraca entregan la
práctica totalidad de su patrimonio al monasterio pirenaico, incluyen do como
principal bien la iglesia de Santa María de Iguácel, heredada de sus
antecesores, que ambos habían reedificado. El documento fue firmado en el año
1080, el día de la dedicación de la iglesia de San Juan Bautista, un solemne
acto al que concurrieron el rey Sancho Ramírez y toda la corte aragonesa,
incluyendo a su mujer la reina Felicia, su hijo primogénito Pedro, su hermano
García, obispo de Jaca, y su hermana la condesa Sancha, junto al abad Sancho de
San Juan de la Peña, sus monjes, y el abad de San Ponce de Tomeras.
Este documento, poco conocido por los
investigadores, destaca el importante papel que el conde Sancho Galíndez y su
esposa jugaron como mecenas de arte jaqués. Uno de los personajes más
influyentes de su tiempo, Sancho Galíndez fue noble de la corte de Ramiro I y
ejerció como ayo o aitán de su sucesor Sancho Ramírez. Junto a su esposa
promovió la reforma de la iglesia de Santa María de Iguácel, que incluyó en sus
ventanas, portadas y cabecera una rica decoración escultórica, de acuerdo con
la inscripción conservada en su fachada oeste, que lleva la fecha de 1072;
reforma que así mismo es recordada en el documento de donación de 1080.
Nave
Los
tres ábsides de la iglesia superior
Ábside
Parte trasera
Tras la muerte de su mujer, Sancho Galíndez se
retiró a pasar sus últimos días al monasterio de San Juan de la Peña, según
demuestra su testamento redactado en 1082. Sorprendentemente, este documento
presenta al conde como mece nas no sólo de la citada obra de Iguácel, sino
también de la construcción de la iglesia alta de San Juan de la Peña, cuando se
refiere a los bienes que tanto él como su mujer habían retenido ad nostrum
opus et ad opus de Sancta María et de Sancti Joannis ubi sumus adcomendatos.
Todos estos indicios señalan a la escultura
monumental de la iglesia de Santa María de Iguácel como una de las primeras
obras del llamado arte jaqués, encargada por un noble, Sancho Galíndez, que
pertenecía a una generación anterior a la del rey Sancho Ramírez y sus hermanos
el obispo García y la condesa Sancha. Por su cronología (1072) y por el
mecenazgo del citado conde, la escultura de Iguácel constituye el antecedente
inmediato de la escultura que decoraba la iglesia alta de San Juan de la Peña
y, por consiguiente, también de la escultura de la iglesia de San Pedro en el
castillo de Loarre.
Pinturas románicas
Junto a la rica decoración escultórica, la
iglesia románica de San Juan Bautista también fue ornada a finales del siglo XI
con una exuberante decoración pictórica, no conservada, que debió recubrir todo
el interior de los ábsides, los muros laterales y hasta la cubierta. Tal
profusión decorativa es lógica. Por entonces se llevan a cabo excepcionales
conjuntos pictóricos murales, como el de la iglesia de los Santos Julián y
Basilisa en Bagüés (Zaragoza), conservado en el Museo Diocesano de Jaca. Esta
iglesia, que perteneció al monasterio de San Juan de la Peña desde 1076, tenía
un carácter secundario con respecto a la iglesia alta pinatense, que era el
templo principal, decorado bajo el patrocinio regio.
Otra prueba de que la iglesia románica de San
Juan de la Peña estuvo cubierta de pinturas murales nos la proporciona la
descripción que el abad Briz Martínez hizo de este templo en 1620: “Y porque
la buelta de la peña, que le sirue de boueda, con sus muchas piedras,
desiguales, malvnidas, y poco seguras, no ofendiese a la vista, esta muy bien
encalada, y en ella, pintado vn cielo, con sus estrellas, Angeles, y Dios Padre
en medio, y la historia de los santos Voto y Félix sobre los arcos, que la
sustentan, con que se ofrece a los ojos harto graciosa, demas de ser tan
admirable. Esta pintura se continua pór toda la boueda, y paredes del Templo,
aunque el tiempo la tiene ar to gastada, donde la necessidad no obligo a que se
renouasse”.
Iglesia interior. Pinturas murales de la
capilla izquierda
Iglesia inferior. Martirio de los santos
Cosme y Damián
Iglesia inferior. Restos de pintura
mural en la capilla derecha
Pinturas admirables que se hallaban arruinadas
ya en el siglo XVII, presididas, al parecer, por un Pantocrátor que, pintado
sobre la propia roca que cubre el primer tramo de la iglesia, debió tener un
efecto sobrecogedor. Podemos hacernos una idea de cómo fue el estilo de esta
decoración perdida por los pequeños fragmentos de pintura mural románica que sí
han llegado a nuestros días en las dos capillas rectangulares de la iglesia
prerrománica del piso inferior.
Estas pinturas, de una calidad extraordinaria,
constaban de cuatro escenas, inscritas en rectángulos, que se distribuían dos a
dos en las bóvedas de cada capilla, si bien todo el espacio interior de la
cabecera estaba pintado.
La escena mejor conservada, en la capilla
izquierda, muestra un episodio del martirio de los santos médicos Cosme y
Damián, quienes ocupan el centro de la composición, con sus nombres pintados
sobre las cabezas, erguidos espalda contra espalda sobre la pira en la que van
a ser quemados, alzando sus brazos hacia dos ángeles que respectivamente les
otorgan su bendición en las esquinas del recuadro. A la izquierda se reconocen
fragmentos del procónsul que ordenó su martirio, identificado por el nombre
lisias, y de un verdugo arrodillado que alimenta la pira, mientras que a la
derecha se observan otros tres verdugos, señalados como ministri, que avivan el
fuego, uno de ellos agachado con un fuelle en las manos.
Las tres escenas restantes se conservan muy
fragmentariamente, aunque se sospecha que mostraban episodios de la misma
leyenda. En la capilla izquierda se aprecian dos ángeles y el fragmento de un
hombre crucificado, cuyo brazo muestra el mismo atuendo que lleva Damián en la
escena anterior; una posible alusión al episodio en que Cosme y Damián son
atados a cruces, para recibir un martirio que milagrosamente se vuelve contra
sus verdugos. De las dos es cenas correspondientes a la capilla del lado
derecho, sólo se conservan fragmentos de un ángel erguido y restos de varios
hombres junto a un paisaje de arquitecturas.
A pesar de la brevedad de lo conservado, se
pueden re conocer numerosas conexiones entre las pinturas de San Juan de la
Peña y las pinturas murales que decoran el panteón real de la colegiata de San
Isidoro de León, que a nuestro parecer son obras muy cercanas en estilo y
cronología. Se descubren conexiones básicas en el color blanco que sirve de
fondo a ambos conjuntos pictóricos, en la forma y disposición de las letras que
identifican a los protagonistas, en la manera casi idéntica de representar
algunas arquitecturas, y en algunos detalles singulares: las bandas coloreadas
que enmarcan las escenas, surcadas por líneas de puntos blancos; y las formas
vegetales que decoran el intradós de los arcos.
Estas similitudes se confirman por la
familiaridad de estilo y colorido que manifiestan algunas figuras humanas y por
la reiteración de unas fórmulas semejantes en los gestos y atuendos de algunos
personajes, como demuestra la figura de Damián orientado hacia el ángel, que
tiene un paralelo en la figura del profeta Enoc pintado en el panteón leonés.
Según la teoría más aceptada, las pinturas del
panteón real de San Isidoro de León fueron realizadas hacia 1100, durante el
reinado de Alfonso VI (1065-1109). Ello lleva a situar la realización de las
pinturas de San Juan de la Peña bajo el mecenazgo del rey de Aragón Sancho
Ramírez (que era primo de Alfonso VI), con anterioridad a 1094, cuando tiene
lugar la segunda consagración del templo románico. El paralelismo de ambas
realizaciones se refuerza por el hecho de que San Juan de la Peña fuera también
entonces panteón real, escogido por la primera dinastía de los reyes de Aragón.
La consagración de la iglesia de San Juan
Bautista (posterior a la dedicación de 1080) se llevó a cabo el día 4 de
diciembre de 1094, quizá bajo la mirada de un monumental Pantocrátor, pintado
sobre la roca que cobija la iglesia, de rasgos semejantes al que se conserva en
una bóveda del panteón de San Isidoro de León. Una solemne ceremonia, celebrada
poco después de la muerte de Sancho Ramírez en el sitio de Huesca (el día 4 de
junio), que fue oficiada por el obispo Pedro de Jaca, con la concurrencia de
Pedro I rey de Aragón, Amato arzobispo de Burdeos y legado apostólico,
Godofredo obispo de Magallona, Aymerico abad de San Juan de la Peña, Frotardo
abad de San Ponce de Tomeras, Ramón abad de San Salvador de Leyre, la condesa
doña Sancha y otros nobles del reino.
Panteón real y panteón nobiliario
La Crónica de San Juan de la Peña señala cómo
los altares de la primitiva iglesia dedicada a los santos Julián y Basilisa
acogieron la tumba del primer ermitaño Juan, fundador del monasterio. Alrededor
de este primer templo debió ir formándose una necrópolis, testimoniada por el
osario que hasta no hace mucho tiempo existía en la sala del concilio, en una oquedad
de la roca.
Panteón de los reyes
La Crónica advierte además que, por su fama de
santidad, el primitivo cenobio fue escogido como lugar de enterramiento, ya en
los siglos IX y X, por los reyes de Navarra García Íñiguez, Sancho Garcés II
Abarca, gran benefactor del centro, y García Sánchez ii el Temblón. Y más tarde
por los reyes de Aragón.
La necrópolis real se localizaba bajo la peña,
a la izquierda de la cabecera de la iglesia románica. Se sabe que estaba
formada por veintisiete tumbas excavadas en la roca, junto a las que se alzaba
una capilla funeraria. Todo este espacio fue remodelado a finales del siglo XVIII,
con la construcción de un nuevo panteón real de estilo neoclásico por encargo
del rey Carlos III, que conservó sólo algunas de las tumbas originales en la
zona más profunda de la cueva.
Dentro del panteón neoclásico se pueden
observar veintisiete placas de bronce con los nombres de numerosas personas
ilustres supuestamente allí enterradas, pertenecientes a las casas reales y
condales de Navarra y Aragón. No obstante, la documentación medieval tan sólo
permite afirmar con seguridad que aquí se enterraron los miembros de la primera
dinastía del reino de Aragón, es decir, los reyes Ramiro I, Sancho Ramírez y
Pedro I, junto con sus esposas y familiares más cercanos.
Junto al panteón real hubo también un panteón
de nobles, del que se conservan veinticuatro nichos de estilo románico y
numerosas inscripciones funerarias, en la cara externa del panteón
dieciochesco, que sorprenden al visitante cuando sube desde el piso inferior,
antes de entrar en la iglesia románica. Son nichos de arco de medio punto,
decorados con bolas y molduras de taqueado jaqués, que se disponen en dos filas
superpuestas señaladas por impostas.
La inscripción funeraria más antigua
corresponde al enterramiento de Fortuño Blasco y su mujer, grabada en la
imposta que culmina la primera fila de nichos, que lleva la fecha de 1082;
prueba de que al menos esta primera hilera ya estaba construida entonces. Le
siguen cronológicamente la inscripción funeraria de Fortuño Enecones, que no
lleva fecha, aunque se sabe que este noble murió en 1089; la de Lope Garcés,
que lleva la fecha de 1091, y dos laudas fechadas en 1123.
La decoración escultórica de este espacio se
corresponde muy bien con la cronología de finales del siglo XI y principios del
siglo XII que indican las inscripciones sepulcrales. Los arcos que rodean los
nichos de la fila superior apoyan en graciosas figurillas humanas, de animales,
y columnillas; los propios nichos albergan figuras de cruces, florones,
animales mitológicos e incluso una escena de contenido funerario, que parecen
obra de artistas locales.
Panteón de nobles. Vista general
Panteón de nobles. Detalle
Panteón de los nobles
Lápida sepulcral de Fortún Iñiguez
(†1/1/1089), alférez de Sancho Ramírez
Panteón
de nobles, Real Monasterio de San Juan de la Peña. Destaca el grifo
asirio, magníficamente esculpido.
Panteón
de nobles (Monasterio de San Juan de la Peña)
Lápida
del nicho de Fortunio Blasqvionis, o Fortuño Blázquez, y de Eiximena, o Jimena,
su esposa (†1082)
Efectivamente, el nicho que representa el
sepelio de un difunto manifiesta una composición muy similar a la empleada en
el frente principal del sarcófago de doña Sancha, hermana del rey Sancho
Ramírez fallecida en 1097, enterrada originalmente en la cercana iglesia de
Santa María de Santa Cruz de la Serós. No en vano, las tres escenas que
componen el frente de este sarcófago aparecen adaptadas al espacio del semicírculo
en el nicho pinatense, sin olvidar las figuras de animales mitológicos
enfrentados (al parecer grifos), que también se encuentran en el citado
sarcófago, en uno de sus laterales. Por otra parte, en los nichos de la fila
inferior destacan dos figuras de animales, respectivamente un grifo y un
felino, inscritos en círculos, y un crismón cuya circunferencia exterior
aparece ornada por cuentas. Las tres tallas se deben sin duda al mismo escultor
o taller que rea liza la portada románica de la iglesia parroquial de Binacua
(Huesca), población cercana a Santa Cruz de la Serós, que reúne unos motivos
extraordinariamente parecidos en su tímpano.
Continuación
de trabajos en el siglo XII: El claustro
Al claustro se accede por una magnífica puerta
hispanovisigoda de arco de herradura dovelado que apea sobre impostas
sogueadas y que evidentemente corresponde cronológicamente a la época de
edificación de la iglesia inferior de los Santos Julián y Basilisa. Se
apunta en la mayoría de lo leído que esta puerta debió de ser "trasplantada"
en la época de la reforma impulsada por Sancho Ramírez pero hay opiniones
dispares apuntando a que bien pudiera haber estado siempre en este
emplazamiento. Lo cierto es que al interior de la misma junto a su jamba más
alejada de la peña hay un vano de cuarto de punto que pudo haber sido la
comunicación con la iglesia inferior y quizá el acceso a esta parte alta del
monasterio a través de esta bella puerta.
La inscripción que la adorna, para Carmen
Lacarra y García Lloret (Suma de Estudios 2000) fue realizada una vez
recolocada en su actual posición, ya en el siglo XII.
Puerta de acceso primitivo al templo
mozárabe. A través de una exquisita puerta mozárabe de arco de herradura, se
adivina el claustro del monasterio.
Posee dieciocho dovelas muy bien trabajadas que
forman un arco de herradura. Sobre las mismas en cuidada letra se puede leer:
PORTA PER HA(N)C CAELI FIT P(ER) VIA
CVQVE FIDELI + SI STVDEAD FIDEI IVNGERE IVSSA DEI
(Por esta puerta se abre el camino de
los cielos a los fieles + que unan la fe con el cumplimiento de los
mandamientos de Dios)
El claustro situado al costado derecho de la
iglesia románica, el claustro de San Juan de la Peña contó en origen con cuatro
galerías de arcos de medio punto, dispuestas alrededor de un patio rectangular
en cuyo centro manaba una fuente. Un espacio de cautivadora belleza, verdadero
remanso de paz propiciado por el ritmo de las arquerías, que nunca recibieron
techumbre al estar guarecidas por la inmensa roca, o el fluir de la fuente, que
actualmente mana en el lado norte bajo la roca.
Conserva sólo dos arquerías, situadas en los
lados norte y este del rectángulo, ya que las otras dos fueron destruidas en
alguno de los devastadores incendios que aquí tuvieron lugar a finales de la
Edad Media. Así lo indica un texto sobre reparaciones pendientes en el
monasterio de 1576 que señala cómo la mitad de su claustro estaba caído, “sin
memoria de columnas ni arcos porque dicen fue quemado”.
La zona demolida fue reconstruida en época
moderna por unas funcionales arquerías de ladrillo, que pueden apreciarse en
fotografías antiguas del claustro. Su estado actual, sin embargo, deriva de la
restauración llevada a cabo en los años 30 del siglo XX por Francisco Íñiguez
Almech, que con solidó las arquerías originales y desmontó la obra moderna,
instalando una serie de fustes y capiteles procedentes de la zona destruida
sobre el podio del lado sur.
Los capiteles del claustro de San Juan de la
Peña pertenecen a dos grupos estilísticos, correspondientes a dos etapas
constructivas que cada vez conocemos con mayor precisión. La más antigua
pertenece a la primera mitad del siglo XII y fue realizada por un taller
heredero del arte cortesano jaqués. La segunda, mejor conservada, es la que se
atribuye al trabajo de un artista románico anónimo, vinculado a la repoblación
de la tierra nueva aragonesa, conocido con los apelativos de “maestro de San
Juan de la Peña” y “maestro de Agüero”, que vino a finalizar la
etapa anterior, integrando sus materiales, en la segunda mitad de la misma
centuria.
Vista general del claustro
Otra vista del claustro
Capiteles de tradición jaquesa
La primera etapa del claustro se encuentra
testimoniada por nueve capiteles procedentes de la zona demolida, cuya
ubicación se distribuye entre el museo del monasterio y el podio sur del
claustro, más un capitel conservado en medio de la arquería norte, perteneciente
a un soporte exento de cuatro fustes. Son capiteles tallados con decoraciones
vegetales, zoo morfas y algunos temas narrativos que manifiestan sus conexiones
más inmediatas con la última etapa del arte cortesano jaqués, dominada, en lo
que a escultura se refiere, por los dos artistas que tallan el sarcófago de
doña Sancha, hermana del rey Sancho Ramírez, que fue enterrada en la cercana
iglesia de Santa Cruz de la Serós tras su fallecimiento en 1097.
Los capiteles decorados con motivos zoomorfos
se vinculan con las primeras tendencias de la escultura románica a lo largo del
Camino de Santiago: muestran leones enfrenta dos, enredados entre tallos
vegetales; grifos enfrentados llevando presas en sus garras; y aves picoteando
frutos, inscritas en roleos vegetales, que tienen evidentes paralelos, por
poner un ejemplo, en la primera etapa del claustro de Santo Do mingo de Silos
(hacia 1100). Si bien su acabado se relaciona más directamente con la decoración
de varias construcciones románicas cercanas.
El capitel que muestra parejas de grifos
enfrentados en sus cuatro caras, con caulículos en las esquinas, instalado en
el podio sur del claustro, es el que mejor permite observar el ámbito
artístico, cronológico y geográfico en que se inscribe esta etapa del claustro.
Existen representaciones muy semejantes de parejas de grifos en un lateral del
sarcófago de doña Sancha, conservado actualmente en el convento de madres
benedictinas de Jaca; en un capitel conservado en la iglesia de Santa María en
Santa Cruz de la Serós, procedente, al parecer, de su arruinado claustro; en un
capitel de la sala capitular románica de la catedral de Jaca; en un capitel del
ábside sur de la cabecera de Santa María la Real de Sangüesa (Navarra), obra
así mismo de estilo jaqués; y en dos capiteles de la cabecera de San Salvador
de Murillo de Gállego (Zaragoza), uno localizado en la cripta y el otro en el
ábside central de la iglesia superior.
Capitel con grifos
Capitel
de aves y entrelazos.
En cuanto a los capiteles tallados con formas
vegetales, uno conservado en el museo del monasterio muestra una decoración de
caulículos y “pencas”, característica del arte jaqués, que emparenta
directamente con los capiteles de la torre de la cercana iglesia monástica de
Santa María en Santa Cruz de la Serós, con los que comparte la peculiaridad de
tener sus pencas partidas, con una incisión en medio.
La conexión con el monasterio femenino de Santa
Cruz de la Serós, lugar de emplazamiento original del sarcófago de doña Sancha,
se refuerza en uno de los capiteles tallados con escenas narrativas, ubicado en
mitad de la arquería norte, muy deteriorado, que tradicionalmente se identifica
con una representación de la matanza de los Santos Inocentes. Se trata de otra
pieza heredera del arte jaqués, como indica la palmeta que conserva en una
esquina, clara reminiscencia de los “pitones”, o formas vegetales puntiagudas,
que alternan con figuras humanas en varios capiteles de la catedral de Jaca.
No obstante, la principal fuente para esta obra
parece ser un capitel conservado en Santa María en Santa Cruz de la Serós, que
representa el tema evangélico de la huida a Egipto. Aunque no hay una similitud
de ejecución inmediata, es la obra más parecida que conocemos: ambas piezas
están decoradas con figuras femeninas vestidas con amplias túnicas, alternadas
con formas de entrelazo vegetal, y una puerta amurallada con dos torres, entre
las que asoma una figura humana de gran tamaño, posible representación de
Herodes en su castillo.
Cabe sospechar, por tanto, que el taller que
lleva a cabo la primera etapa del claustro de San Juan de la Peña derive de los
artistas que trabajan en el monasterio de Santa María en Santa Cruz de la
Serós, tallando el sarcófago de doña Sancha, los capiteles de su torre y los
capiteles de su arruinado claustro. Obras que debieron llevarse a cabo durante
la primera década del siglo XII, que manifiestan a su vez una amplia red de
conexiones con otras esculturas aragonesas de su época.
Dentro de esta red de relaciones, la monumental
cabecera de la iglesia de San Salvador en Murillo de Gállego (Zaragoza), de
triple ábside, con dos pisos (cripta y altares superiores), arroja nueva luz
sobre la sucesión cronológica y artística que se produce entre los talleres
escultóricos de San ta Cruz de la Serós y San Juan de la Peña. En efecto, su
cripta, obviamente su parte más antigua, conserva varios capiteles románicos de
temática zoomorfa de excelente ejecución, que se relacionan con el prestigioso
estilo del sarcófago de doña Sancha: particularmente el capitel con figuras de
grifos enfrentados, antes comentado, y un capitel que muestra arpías
enfrentadas, cuyos rostros humanos manifiestan el toque de uno de los dos
artistas que labran el sepulcro.
Por el contrario el ábside central de la
iglesia superior, necesariamente más tardío, conserva una serie de capiteles
tallados en un estilo mucho más rudo, que se relaciona con la primera etapa del
claustro de San Juan de la Peña, tanto que parecen obra del mismo taller. La
decoración vegetal de capiteles y cimacios, las representaciones de leones y
grifos, y algunos capiteles con figuras humanas del claustro pinatense, tienen
réplicas extraordinariamente similares en Murillo de Gállego. Por ejemplo, la
representación de Jesucristo dentro de una singular mandorla vegetal,
flanqueado por flores y ángeles, en un capitel adosado al machón suroeste del
claustro, se repite en el ábside central de Murillo de Gállego, bajo un arco
fajón, con el mismo estilo rudo y los mismos detalles singulares.
Murillo de Gállego fue una de las poblaciones
pertenecientes a la dote que el rey Pedro I entregó a su esposa doña Berta en
1097. Uno de los altares de su iglesia de San Salvador, posiblemente en la
cripta, fue consagrado en el año 1102. La cabecera de este templo confirma una
vez más que la primera etapa del claustro de San Juan de la Peña fue obra de un
taller discípulo de los escultores del sarcófago de doña Sancha, a los que
debió suceder en el tiempo, en la segunda o tercera década del siglo xii,
durante el reinado de Alfonso I el Batallador (1104-1134).
La expansión del reino de Aragón hacia el Sur
que tuvo lugar tras la reconquista de Zaragoza en 1118, trajo consigo un
periodo de decadencia para el monasterio pinatense, que bien puede ejemplificar
la rudeza del taller escultórico que inicia su claustro, cuyo trabajo, además,
se vio interrumpido en algún momento de la primera mitad del siglo XII. Este
momento bien pudo coincidir con el célebre mandato del abad Juan, iniciado
hacia 1136, que dilapidó el patrimonio del monasterio dejándolo al borde de la
ruina económica, motivo por el cual fue depuesto de su cargo y expulsado del
reino por el príncipe Ramón Berenguer IV y el arzobispo de Tarragona Bernardo,
en diciembre de 1157.
Capiteles del “maestro de San Juan de
la Peña”
Las dos únicas arquerías del claustro de San
Juan de la Peña que se mantienen en pie, situadas en los lados norte y oeste
del rectángulo, pertenecen a un estilo bien distinto de la escultura observada
hasta el momento. De manera general se enmarcan dentro de la renovación
artística que tiene lugar en los reinos peninsulares durante el último tercio
del siglo XII, lo que se conoce como románico tardío o protogótico.
Arquería del lado oeste
Sus capiteles están centrados en la figura
humana, desarrollando un programa inspirado en la Biblia que sigue de cerca el
nuevo prototipo iconográfico que triunfa a finales del siglo XII en la
escultura monumental de Castilla, Navarra y Aragón, alrededor de los focos de
Soria, Silos, El Burgo de Osma, Tudela, Estella o Zaragoza. Por poner un
ejemplo, el ciclo de la vida de Jesús aquí representado tiene un fiel para lelo
en el claustro de Santo Domingo de Silos (Burgos), como demuestra que ambas
construcciones conserven capiteles de gran tamaño (correspondientes a cuatro
fustes) en mitad de sus arquerías occidentales, que representan el episodio
evangélico de la entrada de Cristo en Jerusalén, con un estilo distinto, pero
basado en los mismos patrones iconográficos. El paralelismo de ambas
construcciones se refuerza porque ambos claustros fueron iniciados a principios
del siglo xii pero no vieron finalizar sus arquerías hasta finales de esa
centuria.
Descendiendo más al detalle, los capiteles de
la segunda etapa del claustro de San Juan de la Peña encuentran su grado de
parentesco más inmediato, en estilo e iconografía, con el grupo de tallas
atribuidas al llamado maestro de San Juan de la Peña o maestro de Agüero, que
se encuentran dispersas a escala comarcal al Sur y al Oeste del cenobio
pinatense, en construcciones tardorrománicas localizadas en las Cinco Villas de
la provincia de Zaragoza, en las poblaciones de Uncastillo, Luna, El Frago,
Ejea de los Caballeros, Tauste y Biota, así como en Sangüesa en la provincia de
Navarra y en Almudévar, Huesca y Agüero en la provincia de Huesca.
Es conjunto de obras que manifiesta una fuerte
personalidad, capaz de integrar distintas tradiciones artísticas en un estilo
único, así como una extraordinaria cohesión, observable en sus constantes
formales, lingüísticas y temáticas, que apuntan hacia un sistema de trabajo
semejante al empleado por los grandes pintores y escultores del arte
bajomedieval, que comenzaron a despuntar en Europa durante el románico tardío.
Son maestros que trabajaban al frente de grandes talleres, cuya producción
artística mantenía siempre el estilo inconfundible de su director, aun cuando
las piezas pudieran ser realizadas por sus discípulos.
En San Juan de la Peña el maestro demuestra
haber reutilizado los materiales de la construcción precedente para su propia
obra, integrando uno de los capiteles pertenecientes a la primera etapa del
claustro en mitad de la arquería norte, aprovechando algunos cimacios, e
incluso enriqueciendo la talla de estas piezas con pequeños añadidos: unos
peculiares “pliegues de muescas”, que constituyen el rasgo más
característico de su estilo. En efecto, en ninguna de las muchas esculturas
románicas aragonesas vinculadas con la primera etapa del claustro pinatense,
que hemos observado antes, se encuentra algo parecido a estos pliegues, que
bien pueden ser un añadido posterior. Así lo parece sobre todo en el capitel de
los grifos enfrentados, cuyas nalgas también muestras estas incisiones. No es
la única vez que el maestro actúa de este modo: en la iglesia Santa María la
Real en Sangüesa restaura la portada meridional del templo, reutilizando
fragmentos escultóricos de campañas anteriores, que intercala con sus propias tallas.
Los capiteles del claustro desarrollan un ciclo
narrativo bíblico, inspirado en pasajes del Génesis y de la vida de Jesús.
Aunque la ubicación original de algunas piezas ha sido alterada, conocemos con
bastante precisión el orden original de sus escenas, que comenzaba en el machón
de la esquina noreste, con la Creación de Adán y Eva, el Pecado Original y la
reprensión divina. Y continuaba en la arquería norte con los trabajos de Adán y
Eva, las ofrendas de Caín y Abel, y todo el ciclo de la vida de Jesús: Anunciación,
Visitación, Nacimiento y Anuncio a los pastores, Reyes Magos camino de Belén,
comparecencia de los Magos ante Herodes, astrólogos consultando las escrituras
y asesinato de Abel, Matanza de los Inocentes (capitel reaprovechado), Epifanía
y sueño de los Reyes Magos, san José avisado por el ángel y Huida a Egipto,
Bautismo de Jesús y Presentación en el templo (capitel hallado en excavación,
instalado en el podio sur), Tentaciones en el desierto, llamamiento de los
cuatro primeros discípulos y Boda en Caná de Galilea, ya en el machón del
ángulo noroeste. Continúa en la arquería oeste con las escenas del encuentro de
Jesús con María Magdalena, Resurrección de Lázaro, consejo de los sacerdotes
judíos y Unción de Betania, Entrada de Cristo en Jerusalén, Lavatorio de los
pies y Última Cena, interrumpiéndose el ciclo en la escena de la traición de
Judas. Síntoma de que la narración continuó a lo largo de la destruida arquería
sur, donde finalizaría el ciclo de la Pasión de Jesús. A buen seguro, el resto
del claustro estuvo dedicado a representaciones del bestiario, donde los
capiteles zoomorfos de la primera etapa debieron alternar con las
representaciones de juglaría (bailarina contorsionada), más características en
las obras del maestro.
Reprensión divina a Adán
Trabajos de Adan y Eva.
Capitel de la galería septentrional
del claustro del monasterio benedictino. Adán utiliza el arado romano.
Trabajos de Adan y Eva. Capitel de la
galería septentrional del claustro del monasterio
benedictino. Adán utiliza el arado romano.
Asesinato de Abel
Anunciación y anuncio a los pastores
Anunciación
Los magos consultando las profecías
Los magos a caballo
Los magos ante Herodes
El sueño de José
Bautismo de Jesús
Entrada triunfal en Jerusalén
Jesús en el lago Tiberiades, y Boda de
Caná
Jesús predicando sobre las aguas
Encuentro de Jesús con María Magdalena
Muerte de Lázaro y encuentro con
Magdalena
Bodas de Caná
Resurrección de Lázaro
Entrada triunfal en Jerusalén
Última Cena
Última cena
Dentro del grupo de obras que se atribuyen al
anónimo artista, las realizaciones más próximas a los capiteles del claustro
pinatense se encuentran en la portada norte de San Salvador de Ejea (Zaragoza),
en la portada oeste de San Salvador de Luesia (Zaragoza) y en la portada sur de
San Miguel de Almudévar (Huesca), donde se repitieron muchos de sus modelos
iconográficos, adaptados a distintos soportes; aunque resultan igualmente
cercanos por su estilo (y sin duda por su cronología) sus diversos trabajos
escultóricos en las iglesias de Santiago de Agüero, San Nicolás de El Frago y
Santa María la Real de Sangüesa.
La indagación sobre la identidad del maestro de
San Juan de la Peña, verdadera labor detectivesca aún no resuelta, nos ha
llevado a descubrir, al menos, quienes fueron sus principales mecenas.
Numerosos indicios históricos y documentales sitúan el inicio de su actividad
hacia 1165 al servicio del obispo de Zaragoza, Pedro Torroja (1152-1184), en la
decoración de iglesia de San Felices de Uncastillo. Un prelado que fue
preceptor del rey Alfonso II de Aragón (1162-1196), que se vincula también con
las actuaciones del maestro en las iglesias de San Gil de Luna, el claustro de
San Pedro el Viejo de Huesca (hacia 1170), San Antón de Tauste y San Salvador
de Ejea de los Caballeros (hacia 1174).
En cuanto a la actuación del maestro en el
claustro pinatense, es obvio que se produce tras la recuperación de la crisis
financiera que el monasterio experimenta a mediados del siglo xii; recuperación
favorecida por Alfonso II, que visitó el cenobio pirenaico en diversas
ocasiones y le concedió abundantes donaciones, documentadas en los años 1162,
1169, 1174, 1177, 1182, 1194 y 1195. Dentro de este amplio período destaca por
su relevancia el abadiado de Dodón (c.1173-c.1187), que mantuvo estrechos lazos
con el rey, acompañándole en su expedición a Lorca y Valencia en 1177, que
incluso viajó a Roma en 1179 para participar en III Con cilio de Letrán,
obteniendo del papa Alejando III una bula que confirmaba las posesiones
adquiridas por el monasterio pinatense hasta aquel momento.
Todo apunta a que es durante este importante
abadiado cuando se finaliza el claustro de San Juan de la Peña, alrededor de
las sustanciosas donaciones que Alfonso II regala al monasterio en 1177 y 1182.
Esta obra habría contado así mismo con el apoyo del gran benefactor del
maestro, el obispo Pedro Torroja, si hemos de creer al religioso del siglo
xviii padre Ramón de Huesca, cuando advierte que este prelado “concurrió con
mucha complacencia y limosnas” a la “fábrica” de San Juan de la
Peña. Tenemos al menos la certeza de que Pedro Torroja y el abad Dodón se
conocían, ya que ambos concurrieron en diciembre de 1179 a la consagración de
la iglesia de Santiago en Luna (Zaragoza), sede de un priorato dependiente de
San Juan de la Peña.
Cabe pensar que la obra estuviera finalizada o
próxima a su conclusión en el año 1184, cuando fallece el obispo Pedro Torroja.
Este hecho debió suponer un cambio para el autor de sus capiteles, ya que si
hasta entonces había trabajado al servicio de la poderosa familia Torroja y el
rey de Aragón, a partir de ese momento realiza encargos en iglesias
pertenecientes al monasterio de San Juan de la Peña, como eran las de San
Nicolás de El Frago y Santiago de Agüero, y en otros templos situados en su
área de influencia, dependientes de la diócesis de Pamplona, como eran San
Salvador de Luesia y Santa María la Real de Sangüesa.
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