lunes, 6 de enero de 2025

Capítulo 38, Románico Aragones- Jaca, Santa Cruz de la Serós, San Juan de la Peña

 

Jaca

Iglesia de Santiago
la historia de la iglesia de santo domingo, o de Santiago, es intrincada y está llena de enigmas, por haber sido un templo que ha estado encomendado a la custodia de entidades del clero regular y secular. Actualmente, para acercarnos hasta él se propone como punto de partida el Ayuntamiento de Jaca, sito en un antiguo edificio de la calle Mayor, número 24. Una vez allí, tomaremos la calle de Ramón y Cajal, y ya rebasada la plaza del Marqués de Lacadena, donde está la Torre del Reloj levantada en los inicios del siglo XV sobre la vieja torre del Merino jacetano, aparecerá ante el visitante el perfil de la reformada iglesia de Santiago.
Después de nacer para atender las necesidades del Camino de Santiago y ser el punto de partida del asentamiento al sur de la ciudad de Jaca, en la mitad del siglo XI, jugó un importante papel en lo que sería la delimitación de la ciudad por el sur, camino de las Eras de Oroel. Tomás Cortes, obispo de Jaca en 1614, entregó la iglesia a los dominicos, orden que se había instalado a finales del siglo XVI en el Hospital de Santa Cristina de Somport, de ahí que el templo tome la advocación de la santa. Hay que esperar hasta 1953 para que la iglesia se erija en nueva parroquia de la ciudad bajo la titularidad de Santo Domingo, por orden de Ángel Hidalgo, obispo de Jaca. Sin embargo, es el mismo prelado quien en 1965 ordena su actual y definitiva advocación a Santiago Apóstol. De la exigua documentación sobre sus orígenes sólo un documento fechado hacia 1088 aporta cierta información: reinando Sancho Ramírez (1063-1094), el obispo Pedro (1087-1097) manda reconstruir la iglesia dedicada a San Jaime apóstol, que se encontraba en estado ruinoso tras una invasión sarracena. Aunque la zona pirenaica no estuvo bajo dominio árabe, sí hubo de sufrir repetidos ataques primaverales. Recordemos las devastadoras razias de Almanzor primero, en 999, una expedición que destruyó el condado aragonés, y después de su hijo Abd al-Malik en 1006, contra los condados de Sobrarbe y Ribagorza.
A partir de este dato, suponemos la existencia de un santuario primitivo, si bien no es posible estimar su antigüedad con precisión, más si cabe suponerla a sabiendas de la existencia entre sus bienes de una pila bautismal de origen califal que puede ser datada en el siglo X. Algunos especialistas han considerado una procedencia diferente de su ubicación actual. Otros no la rechazan, y estiman que se trata de una reutilización y de un “símbolo de poder y ocupación” (ya que esta fuente se hallaba superpuesta a un capitel románico pro cedente del desaparecido claustro de la Seo jaquesa); costumbre, por otra parte, habitual a lo largo de la Historia del Arte.
Sin embargo, y sin entrar en polémicas, lo más probable es que en el siglo XI existiese un templo románico dedicado a San Jaime Apóstol, es decir, Santiago peregrino, hijo de Zebedeo. Esta iglesia tendría seguramente planta basilical de tres naves con sus correspondientes ábsides. Pero su estructura actual, fruto de la actividad reformadora de los siglos XVII y XVIII, nada tiene que ver con el primitivo monumento. Por una parte se modificó su orientación canónica, de modo que la torre, único elemento original aunque transformado, ha quedado semioculto entre el caserío, junto a la cabecera actual del santuario.
Algunos estudiosos, como Fernando Galtier, consideran esta zona (el antiguo imafronte en el que se sitúa la torre) como el recuerdo de una estructura muy utilizada en el arte carolingio, el “bloque occidental” o Westwerk alemán, un cuerpo que suele estar enmarcado por dos torres, otorgándole así un aspecto de fortaleza. Lo más notable de la torre de la iglesia de Santiago se encuentra en su cara sur. Allí se abre una ventana geminada, con parteluz cilíndrico, capitel trapezoidal y arcos de falsa herradura, similar a otra gemela que abre al norte, y semejante a otros ejemplos de la zona, como aquéllas del círculo larredense.


En su interior guarda otro especial tesoro: uno de los capiteles que decoraban el desaparecido claustro de la catedral de Jaca, que en el siglo XVII se modernizó de manera que todas estas piezas se perdieron, encontrando algunas nueva ubicación, como por ejemplo servir de pie a una pila bautismal, co mo es el caso que nos ocupa. Esta pieza es magnífica, obra del gran maestro Esteban que dejó su impronta en monumentos cumbre del románico hispano, como San Isidoro de León o la catedral de Santiago de Compostela. No olvidemos que el Camino de Santiago fue una vía muy favorecida por los reyes aragoneses, motivo de un activo movimiento económico, pero también de una gran afluencia artística, con maestros itinerantes tan famosos como los conocidos maestros de Jaca, del sarcófago de doña Sancha, o el mismo maestro Esteban. Artesanos a los que les une su inspiración en la tradición clásica, con modelos como el conocido sarcófago paleocristiano de Husillos (Palencia), entre otros.


Hoy podemos observar dicha pieza con total comodidad, ya que se dispone en una vitrina que permite su visión en el lugar que ocupa desde su restauración en el año 2000. Las figuras que aparecen en los diferentes frentes del capitel alcanzan una gran unidad estilística y temática, ya que la pieza “representa los ciclos del año en continua renovación estacional y en analogía con los ciclos del nacimiento, vida, muerte, resurrección del Señor Jesús como proceso cíclico, celebrativo de la historia de la salvación”. Aunque existen otras interpretaciones, fruto de la calidad de la obra y su carácter plurívoco, como aquellas vertidas por Sonia C. Simon o Lourdes Diego Barrado, en sintonía con la propuesta.
Los cuatro leones que se disponen en los ángulos permiten enmarcar cada figura o escena, y servir de bella transición entre las mismas. Siguiendo un orden cíclico, comenzamos con el invierno, personificado en dos mujeres con el cabello corto y ondulado, con carita redonda y mofletuda, una característica compartida por la totalidad de las figuras representadas. Entre ellas, un dragón enroscado que en la icono grafía clásica se asocia con esta estación del año. Además, la abundancia de frutos representada se ha relacionado con las cosechas del otoño. Pero también se ha querido ver a Adán y Eva siendo expulsados del Paraíso; la serpiente enroscada en una de las figuras, la que posee el rostro más femenino, delata su significación, la caída de la Humanidad pecadora a través de la primera mujer creada.
La Primavera parece estar reflejada en ese personaje solitario que apenas asoma su rostro a través de un enorme acanto; símbolo en este caso de fecundidad por acomodarse en el vientre de esta mujer, una figura que se correspondería con Venus, pero también a Eva en su lectura cristiana, esa mujer fecunda, Madre que acoge a la humanidad en su seno, asociada a María y por tanto símbolo de la Iglesia. El verano se personifica en un joven escasamente vestido, en actitud se rena, sujetando un objeto rectangular entre sus manos que algunos han identificado como “globos de luz”. Por último, un hombre alado, muy asociado a las iconografías clásicas sobre las estaciones; Júpiter, rey de los planetas y símbolo de todas las estaciones del año, tanto en ilustraciones del Calendario Romano, como en sarcófagos decorados con esta temática.
Debe recordarse que estas dos figuras masculinas también han querido ser identificadas como Caín y Abel, hijos de Adán y Eva, encarnaciones del Mal y del Bien respectiva mente, y símbolos de destrucción y renovación, sobre todo en la persona de Caín, que después de matar a su hermano Abel, “conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc; y edificó una ciudad, y llamó el nombre de la ciudad del nombre de su hijo Enoc” (Génesis 4:17-24).
Este capitel, refinado y lleno de vivacidad, significa el despliegue de símbolos paganos cristianizados, un aspecto común en la época, donde los artistas se inspiran y nos remiten frecuentemente a la tradición clásica. De ahí que poda mos inscribir su ejecución a principios del siglo XII. 

Real Monasterio de Santa Cruz de Madres Benedictinas
Al final de la Calle mayor de Jaca, allí donde lo urbano se confunde con la naturaleza, donde nuestros ojos son testigos de la belleza de aquel risco que da sombra a la ciudad, la Peña Oroel, se encuentra el monasterio de benedictinas de Santa Cruz. Un edificio histórico cuyos lienzos, algunos de ellos pertenecientes a la antigua muralla de la ciudad, denotan un pasado lleno de grandes acontecimientos.
Los orígenes de este cenobio femenino nos trasladan al monasterio sito en Santa Cruz de la Serós. Su ininterrumpida historia, desde su fundación en el siglo XI, hasta el traslado de la comunidad a Jaca en el siglo xvi a instancias de Felipe II, es un ejemplo de religiosidad que trasciende el tiempo. Del mismo modo, no podemos olvidar la capital importancia que para la historia de Aragón tiene esta institución religiosa, ya que gran cantidad de damas de las familias más distinguidas de la corte aragonesa presidieron como abadesas este monasterio, legando sus posesiones y riquezas para engalanar y engrandecer un noble patrimonio. En este contexto, la hija de Ramiro I y Ermisenda de Bigorre, la famosa condesa doña Sancha, representó un decisivo papel religioso y político, interviniendo con inteligencia y audacia en ambos aspectos, en aras de contribuir en ese proceso de europeización que caracterizó la política y el gobierno de su hermano, el rey San cho I Ramírez de Aragón (1063-1094). De hecho, muchos investigadores han puesto en concordancia este relevante papel de la condesa, en un momento histórico crucial para la consolidación del reino aragonés como entidad política pro pia, con la lectura iconográfica del sarcófago a ella dedicado y custodiado en este monasterio.

Iglesia Baja o de san Salvador
La fábrica del moderno recinto benedictino de Jaca, fruto de un momento de gran mecenazgo y renovación religiosa, se asienta sobre la vetusta iglesia de San Salvador, antigua iglesia del Concejo de la ciudad, conocida desde antiguo como Sancta María baxo tierra. Sobre esta estructura subterránea o cripta se eleva una iglesia alta dedicada a san Ginés la cual hunde sus raíces en el estilo románico, si bien fue renovada íntegramente en 1730-45, conservando única mente la portada de los pies, en arco de medio punto definido por dos arquivoltas planas y sus correspondientes jambas, muy sencillas.
La denominada iglesia de San Salvador era una construcción de origen románico, en realidad una cripta, de estructura alargada cubierta con bóveda de cañón y presbiterio de tambor, cuyo acceso se ha guardado siempre celosamente, ya que pertenece al espacio de clausura de las religiosas benedictinas. En ella se desarrollaba un programa pictórico dedicado a la vida de Cristo. Estás pinturas han sido datadas en la segunda mitad del siglo XIII y fueron arrancadas y trasladadas a lienzo en 1965 por Ramón Gudiol, dentro de una práctica muy difundida en la época que hoy se restringe a casos muy específicos. Este ciclo pictórico se concentra en una serie de escenas y personajes muy concretos: Cristo, un grupo de apóstoles, otro grupo de apóstoles, Anunciación y Visitación, Nacimiento y Adoración de los pastores, Epifanía y Presentación en el Templo. La vivacidad y el colorismo que seguramente caracterizaron esencialmente al conjunto se han perdido debido a una acumulación diversa de factores, tales como la técnica utilizada (temple) o la humedad que hubo de sufrir con su ubicación en una iglesia subterránea. Es así como su estado actual habla de un colorismo terroso y de un aspecto lineal de las figuras.

Ángel de la Anunciación. S XII. Cripta de las Benedictinas.

Natividad. Ángel y pastor. S XII. Cripta de las Benedictinas.

Natividad. Pastor músico. S XII. Cripta de las Benedictinas.

Natividad. Reyes magos. S XII. Cripta de las Benedictinas.

Recreación ciudad medieval. S XII. Cripta de las Benedictinas

Maria e Isabel. S XII. Cripta de las Benedictinas. 

La disposición de las diferentes escenas y figuras en la pequeña cripta, según las investigaciones de Gonzalo Borrás Gualis y Manuel García Guatas, era la siguiente: “hacia la cabecera, en la clave de la bóveda y en dirección longitudinal estaba Cristo, al que flanqueaban a ambas partes, y en descenso desde la bóveda al pie de los muros, los dos grupos de apóstoles (Ascensión). El resto del programa abarca la infancia de Cristo y se disponía, en el muro sur, o de la derecha, desde los apóstoles hasta los pies, con la Anunciación y Visitación, Nacimiento y Adoración de los Pastores. Ya en el muro norte, a la izquierda, y desde los pies hasta los apóstoles, continuaba la Epifanía y la Presentación en el Templo”.
Su delicado estado de conservación, su impresión lineal y algunos rasgos más humanizados en los rostros de las figuras han querido que su enmarcación cronológica sea difícil, y haya causado gran quebradero de cabeza a los investigadores. La mayoría de los mismos coinciden en proponer una datación tardía, en un momento de transición estilística, como concretan en sus obras José Gudiol o Gonzalo Borrás Gualis y Manuel García Guatas. Aquello que acerca el conjunto hacia los modos románicos es su composición, la disposición del programa, de un bizantinismo ineludible que se traspasa a lo icónico de sus figuras, su monumentalidad y alargamiento. Mientras, la mayor humanidad de rostros y actitudes caminan hacia el nuevo estilo.
Escondida en una de las hornacinas de la iglesia de San Ginés se halla una pieza románica del siglo XII: una escultura policromada que representa al Salvador, quien sujeta el Evangelio en su mano izquierda, y parece ser que presidía el refectorio monástico hasta hace poco. Se trata de una pieza de gran delicadeza, que no se aleja de los presupuestos de la estatuaria románica: hieratismo, distanciamiento, rigidez, etc.

El sarcófago de Doña Sancha
Sin embargo, el gran tesoro que guarda el monasterio es el sarcófago de doña Sancha, “pieza clave de la escultura funeraria románica en España”. Hasta el traslado de la comunidad en el siglo XVI, se conservaba en la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós. Pero en el año 1662 la abadesa doña Jerónima Abarca decide instalarlos en el nuevo recinto religioso, donde se registra la presencia de la comunidad desde el año 1555. Por ello, la pieza se ubicó en la iglesia en diferentes lugares. Hasta hace muy poco, se encontraba a los pies del templo en una capilla lateral ya que es de un tamaño considerable, pues mide algo más de dos metros y presenta desigual forma: la zona de la cabecera es más ancha que la de los pies, disminución que se acusa igualmente en altura.
El frente que goza de mayor interés artístico es aquel donde aparece representada doña Sancha. Tres escenas separadas mediante pequeñas columnitas acogen este rectangular espacio. El orden cronológico de las mismas nos indica que el ambiente de la derecha es el que da comienzo a la lectura escénica. En el centro de este primer escenario, el personaje protagonista, doña Sancha, se encuentra sentada en una silla de tijera, con un libro en la mano. Dos distinguidas damas, que algunos autores identifican como sus hermanas Urraca y Teresa, la flanquean a ambos lados completando una composición que se enmarca bajo un arco de medio punto. Las figuras aparecen apiñadas, dada una incorrecta distribución del espacio que asimismo impide al maestro incluir la columnita que debería cerrar la escena. Otros detalles, como las manos desproporcionadas, sin naturalidad, o unos pies que no se ajustan al marco, son ejemplo de un artífice con ciertas carencias artísticas.
La condesa doña Sancha se identifica como tal gracias al asiento sobre el que se dispone, considerado de alta dignidad en la época, y del que poseemos otras referencias dentro del mundo del arte medieval: el capitel del rey David de la catedral jaquesa, las actas del conocido como Concilio de Jaca, la representación de la Virgen en el tímpano del claustro de San Pedro el Viejo de Huesca, o la malograda silla de San Ramón en la catedral de Roda de Isábena, “importantísima pieza del mobiliario litúrgico”. Además, los detalles de los ropajes, complementos y tocados de estas tres mujeres ayudan a con firmar su alta distinción, así como aproximarnos a conocer la moda femenina de la época.
La escena central de este frente representa la ascensión del alma de doña Sancha. El alma de la condesa se inscribe en el interior de una mandorla que sustentan dos ángeles, mientras son observados por dos águilas a ambos lados de la composición, situadas sobre las columnitas que enmarcan la escena. Una representación semejante puede contemplarse en el panteón de nobles del cercano monasterio de San Juan de la Peña (no debemos olvidar que, en origen, este sarcófago era custodiado por las monjas benedictinas en el cercano monasterio de Santa Cruz de la Serós). La inclusión de dos águilas observando la escena, con un libro entre sus patas, ha sido relacionada por algunos estudiosos, como Canellas y San Vicente, con la figura de san Juan Evangelista, autor del Apocalipsis y discípulo de Jesús asociado por ello al carácter póstumo de algunas escenas.
Por último, la escena situada en el lado extremo izquierdo, representa a tres personas entre las que está un obispo. Éste se sitúa en el centro, identificado por su báculo, acompañado por dos clérigos, uno portando una naveta y un incensario, y el otro, un libro abierto sobre sus manos. Todos ellos se representan tonsurados, dada su condición eclesiástica. Rompiendo con el esquema de las dos composiciones anteriores, la perspectiva no es frontal sino oblicua, efecto que da una mayor sensación de movimiento al conjunto. Se ha planteado la posibilidad de que este obispo podría identificarse con Pedro, obispo de Aragón, que ostentaba la sede catedralicia de Jaca a finales del siglo XI, “y que con toda probabilidad pudo oficiar los funerales por el alma de la infanta al ser una de las dignidades aragonesas más importantes del aún pequeño reino de Aragón”, como explica Ana Isabel Lapeña.
Por otro lado, la inclusión de una escena en la que se realiza una alusión tan clara a la Iglesia y a sus cabezas más visibles, podría relacionarse, como algunos autores sugieren, con el papel desempeñado por la condesa en este terreno. Las aspiraciones europeizadoras de Sancho Ramírez necesitaban de la colaboración de su hermana Sancha, que no dudó en ofrecerle todo su apoyo y lealtad, como indica Buesa Conde. Cabe recordar que la implantación del rito romano, en detrimento del hispánico, se inaugura con una solemne misa en el monasterio de San Juan de la Peña, año 1071. Ya en 1065 la condesa había enviudado tras la muerte del conde Ermengol III de Urgel en la batalla de Barbastro; momento en el que doña Sancha se traslada al monasterio de Santa Cruz de la Serós.
Desde allí, asegurada una cierta estabilidad para su condición de viuda, será capaz de obrar con sagacidad a fin de lograr los objetivos hegemónicos del rey Sancho Ramírez, convirtiéndose en una incómoda aliada contra el hermano de ambos, el infante García, obispo de Jaca, que se verá desacreditado ante la llegada de eclesiásticos desde Francia, y verá disminuir su poder definitivamente al ser nombrada Sancha administradora temporal de la diócesis de Pamplona, entre otras altas responsabilidades detentadas, como la administración del Monasterio de Siresa o la educación de sus sobrinos, los infantes Pedro y Alfonso.

Las diferencias estilísticas, apreciables en el tratamiento de las tres composiciones, han llevado a los investigadores a suponer la presencia de dos autores distintos trabajando en el mismo frente. El primero, con un mayor conocimiento y control de los recursos formales, detallista y cuidadoso en la definición de los plegados, los tocados femeninos, etc., se caracteriza a su vez por labrar cabellos recortados con una ordenación geométrica y rostros inexpresivos muy similares.
La repetición de estas soluciones estilísticas ha llevado a identificar otras obras suyas, como el capitel de la Anunciación en la cámara secreta de Santa Cruz de la Serós, o el tímpano de la Epifanía de San Pedro el Viejo de Huesca. El segundo maestro, menos diestro en el manejo de los recursos compositivos, trabajó en ambos frentes mostrando un estilo menos refinado y más tosco: manos desproporcionadas, escaso detallismo de los ropajes, una columna que se labró inclinada, etc.

En la cabecera del sarcófago se representan dos grifos enfrentados, animales característicos del bestiario románico cuya anatomía presenta cabeza y alas de águila, y el cuerpo del león. Ambos se insertan en un círculo ricamente orna mentado con detalles de inspiración geométrica y vegetal, motivos estos últimos que se repiten entrelazándose de forma orgánica alrededor del mismo. De un amplio sentido simbólico, se asocia a lo funerario, contemplándose un motivo semejante en el panteón de nobles del monasterio pinatense.

A los pies del sepulcro, el monograma de Cristo, tema románico por antonomasia que aparece cuidadosamente representado en este sarcófago, con detalles que recuerdan los trabajos de orfebrería de la época. Formado por las letras habituales, en la intersección de los brazos una roseta acoge al Agnus Dei o Cordero de Dios. Asimismo, algunos autores han tomado este tema como símbolo de la monarquía aragonesa, medio de propaganda de un reino que comenzaba una f irme andadura. De hecho, es en esta época cuando empieza a proliferar el tema del crismón trinitario en tierras navarras y aragonesas, no así en el reino de Castilla donde apenas se incluye esta versión evolucionada del monograma en sus monumentos. Es decir, se trataba de un motivo que identificaba un territorio, que lo ubicaba en la historia frente a sus enemigos, en este caso la conocida rivalidad con Castilla, bajo las órdenes de Alfonso VI (1072-1109).

En el frontal posterior, también compartimentado en tres espacios a través de tres arcos de medio punto sustenta dos por sendas columnitas, aparecen dos guerreros luchando entre sí, y finalmente, un personaje se enfrenta con un animal, probablemente un león. Es decir, no se trata ahora de varias escenas, sino de dos. Es interesante comprobar que cada espacio contiene la figura de un hombre y de un animal.

Ambos temas han obtenido diversas interpretaciones. El primero se ha relacionado con la eterna lucha entre el Bien y el Mal, dado que uno de los guerreros porta una lanza, y el segundo un escudo en el que se aprecia una cruz, símbolo del cristianismo. Se trataría de una representación del demonio o del pecado frente al Bien, la Iglesia, el cristianismo, digno salvador del mundo a través de una eterna cruzada. Otros, como Canellas y San Vicente, lo interpretan como la lucha protagonizada por san Mercurio de Capadocia, que se enfrentó al emperador romano Juliano, el Apóstata (360-363).

El segundo tema, la lucha del hombre y el animal, se ha asociado a Sansón en el momento de despedazar al león, pero también con Hércules luchando contra el mismo animal que aterrorizaba la ciudad de Nemea. Incluso, otro personaje bíblico como el rey David, se enfrentó a este feroz cuadrúpedo. Se trata, en suma, de una serie de luchas simbólicas que se convierten en parábolas del Bien y del Mal, de la liberación, de la expiación, una metáfora de esa insalvable lucha interior, tan humana como el error.
En cuanto a la cronología, cabe afirmar que se trata de una obra de finales del siglo XI. Algunos han pensado que el rey Pedro I de Aragón (1094-1104), sobrino de Sancha, quien la consideraba como una madre, encargaría la construcción de un gran sepulcro en la primavera de 1097, fechas del falle cimiento de la condesa. Sin embargo, según la mayoría de las opiniones, sería la propia doña Sancha quien encargaría esta pequeña obra antes de morir, justo en esos últimos años de su vida en que su sólido carácter comenzaría a resquebrajarse física y psicológicamente. Su privilegiada posición social, y su cercanía con respecto a los centros de poder en que se desarrollaba el arte románico en todo su esplendor, el arte románico de la corte jaquesa, le daban las claves para componer una obra bella, refinada y llena de mensajes propagandísticos sobre la joven monarquía aragonesa. Mensajes contenidos en unas escenas cuya configuración y difusión se convertirían en un medio publicitario para los maestros canteros, que rápida mente evolucionarían su estilo en posteriores encargos, tanto para la Seo jaquesa como para la recién conquistada Huesca en 1094: el capitel de San Sixto, el tímpano de la Epifanía de San Pedro el Viejo, etc., ejemplos de belleza y religiosidad, pero también de poder.
 
Santa Cruz de la Serós
La localidad de Santa Cruz de la Serós se encuentra a unos 90 km de Huesca y a 16 km de Jaca a través de la N-240. Al llegar al mesón Aragón, más conocido como “Venta de Esculabolsas”, un desvío a la derecha nos indica la próxima salida hacia Santa Cruz, por la A-1603.
La entrada en esta histórica villa, situada a 788 m sobre el nivel del mar, es progresiva; la localidad parece esconder bien sus tesoros, de manera que se descubre misteriosa, poco a poco, con elegancia, hasta que una vez en el centro del lugar seremos privilegiados al contemplar su grandeza, protegida por un paraje natural sin parangón, el monumento natural de San Juan de la Peña, un conjunto rocoso de inconmensurable belleza.
Su denominación actual, Santa Cruz de la Serós, es relativamente reciente, ya que no es hasta 1920 cuando se implanta este topónimo. Sin embargo, en la Edad Media fue conocida como Santa Cruz y más tarde como Santa Cruz “de las Sorores”, “Sorors” y “de las monjas”, en alusión a las hermanas benedictinas que habitaban en el cenobio femenino allí asentado, y no en referencia a las hermanas del rey Sancho Ramírez de Aragón, Teresa, Urraca y Sancha, internas de dicho monasterio, como fue sugerido por algunos estudiosos. El apelativo Sorores significa hermanas, equivalente femenino de la palabra latina fratres, aplicado a los monjes. De hecho, se trata de una directa alusión a la propiedad de la villa, concedida al monasterio por el rey Alfonso II de Aragón en agosto de 1172, como figura en el Cartulario de Santa Cruz de la Serós.
No podemos olvidar que la historia de la villa discurre pareja al desarrollo, auge y decadencia de este centro monástico femenino; de él dependía la economía y el progreso cultural y social de aquellos que se integraban en sus feudos. Sus propiedades se extendían incluso por tierras navarras, motivo por el que se derivaron algunas disputas con el vecino cenobio pinatense.
Digno de mención, su entramado urbano, de trazado anárquico, y su caserío, en desordenada alineación, expresan las características de la arquitectura popular aragonesa: los tejados de losa gris, las buhardillas y palomares, las galerías abiertas al sur para aprovechar el solano, y por supuesto, las típicas chimeneas troncocónicas con los conocidos “espantabrujas”. Su composición formal, su orientación y materiales están condicionados por la zona en la que se asientan las viviendas, así como por el clima montañoso, áspero y frío.
En los últimos treinta años el perfil de su caserío, apenas alterado por algunas casas de nueva planta, y otras restauradas, que se distribuyeron al otro lado del barranco, se ha visto quebrado ante la llegada de esa fiebre inmobiliaria que ha lastimado una estética que se mantenía austera y depurada, tan solemne como la arquitectura románica que engalana su histórico patrimonio.
Al igual que otras localidades de la comarca, Santa Cruz ha sufrido las consecuencias de esa famosa fuga de población a las ciudades, sobre todo en los años sesenta, a consecuencia del desarrollismo, fruto de una tardía revolución industrial. Sin embargo, con la bienvenida del siglo XXI parece que las cosas han mejorado, observándose un aumento considerable de la población, que en 1991 constituía de 130 personas, y que hoy, ya asciende a 189. Una cantidad nada despreciable para una pequeña pero encantadora población del Pirineo Aragonés. 

Santa María (Santa Cruz de la Serós)
La iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós es el único testimonio que ha llegado a nuestros días de un conjunto mayor: el monasterio de Santa María, o de las Sorores de Santa Cruz. Situado en el vértice central de la población, se considera el centro monástico femenino más antiguo de Aragón. Ricardo del Arco escribía en 1913 que “es el monasterio aragonés más antiguo de los dedicados a religiosas, y está situado no lejos de Jaca, en un desfiladero agreste y pintoresco, al pie de San Juan de la Peña, junto al lugar de Santa Cruz. Este, el de Sigena, y el de Casbas, fueron los tres cenobios más importantes de Aragón destinados a monjas; los tres situados en la provincia de Huesca, y todos de fundación real”.
Los monasterios son en esta época importantes centros económicos, dinamizadores de la cultura y la política, administradores y gestores de los territorios cristianos en su avance sobre las posesiones sarracenas. Son, en definitiva, puntos clave de ese proceso de reconquista y repoblación que trae consigo importantes avances sociales, económicos y culturales; una transformación a todos los niveles que tuvo su fiel reflejo en el arte, aglutinándose en un todo, en un estilo unitario, internacional, compacto y sobrio: el románico.
La sociedad, regida por un estricto sistema de clases, comienza a desarrollarse, y poco a poco va saliendo de un entorno de miseria y pobreza a través de la organización de las posesiones en una serie de tenencias, o feudos, una estructura que vendría a ser similar a aquella que regía Europa, es decir, ese tradicional sistema feudal basado en estamentos sociales firmemente establecidos, un engranaje que posibilitó la definición de una sociedad cada vez más instituida y segura. Un objetivo al que se encomendaron los reyes cristianos de la península, sobre todo teniendo en cuenta la inestabilidad a la que estaban sometidos. Baste recordar los ya mencionados sucesos del año mil, la destrucción y el caos provocados por las razzias del caudillo musulmán Almanzor (999) y de su hijo Abd al-Malik (1006), dos episodios con efectos verdaderamente desoladores: campos y poblados asolados, la gente y sus costumbres destruidas, y la vida monástica prácticamente extinguida.
De ahí que pueda rechazarse la hipótesis, durante largo tiempo mantenida por diversos historiadores como Briz Martínez, Del Arco, Canellas, etc., sobre una temprana fundación del cenobio femenino de Santa Cruz. La base de sus argumentaciones: un documento de 992 recogido en el Libro Gótico de San Juan de la Peña. En él se da noticia de una generosa donación de propiedades al centro, protagonizada por el rey Sancho Garcés II de Pamplona (970-994) y su mujer Urraca Fernández, los monarcas considerados fundadores del monasterio por los estudiosos mencionados, a pesar de que tal aseveración no se desprende en ningún momento del texto. Si el centro hubiese sido fundado en la fecha anotada, lo más probable es que su actividad resultase violentamente truncada tras la razzia musulmana del año 999. Fue Antonio Ubieto Arteta quien se encargó de refutar las opiniones que se inclinaban por una fundación tan antigua, haciéndolo con el estudio pormenorizado de los textos de varios centros monásticos aragoneses que le llevó a la conclusión de considerar al documento citado como una falsificación. Cuestión que no era imposible puesto que sabemos que falsificaban muchos pergaminos para justificar propiedades y actuaciones sobre el territorio.
Una vez traspasada la barrera del año 1000 la situación se caracteriza por una cierta calma. Los esfuerzos realizados por Sancho Garcés III (1004-1035), conocido como Sancho III el Mayor, se materializaron en la definición de una frontera estable frente a los musulmanes, es decir, una barrera defensiva constituida por diferentes fortalezas estratégicamente distribuidas de Oeste a Este: Sos, Lobera, Uncastillo, Cercastiel, Luesia, Agüero, Murillo, Cacabiello, Loarre, San Emeterio, Nocito, Secorún, Abizanda, Samitier, Santa Liestra, Perarrúa, Erdao, Fantova, Roda de Isábena, Güel y San Esteban de Mall. Pero no sólo Sancho el Mayor, sino también sus hijos Ramiro y Gonzalo continuaron esta actividad constructiva, renovando y creando de nueva planta fortalezas y castillos para una primera línea en el avistamiento de la batalla. Y también el conde de Ribagorza, Guillermo Isárnez.
Este entramado militar, que aseguraba una mayor impermeabilidad a los ataques musulmanes, permitió al monarca la reorganización interior del territorio. En primer lugar, el régimen de tenencias. No hay que olvidar que la institución de la tenencia se introdujo para que cada castillo, e incluso monasterio, contara con un comandante, un guardián de su administración y protección. Paralelamente, una actividad encaminada a la renovación espiritual de los monasterios del reino, tarea en la que cuenta con la colaboración de destacadas personas como el monje Oliba, primero abad de Cuixá y de Ripoll y después obispo de Vich desde 1018. Este influyente hombre aconsejó al monarca pamplonés en algunas cuestiones de gran importancia, por ejemplo en la “corrección” de sus monasterios que, como explicó José María Lacarra, bien puede entenderse como un proceso de restauración de cenobios que fueran destruidos por ataques musulmanes o por la perversión de las costumbres de los que los habitaron. De hecho Sancho III el Mayor ha sido considerado por muchos como “el gran restaurador de la vida cenobítica y propulsor de la reforma benedictina en la Península Ibérica”.

La apertura hacia un cierto europeísmo en los modos cristianos de la península se inicia con dicho monarca, quien introduce la regla benedictina a través de distinguidos clérigos provenientes de Cluny, como Paterno, personaje que interviene con diligencia en la vida del monasterio de San Juan de la Peña, refundado en 1025. La influencia franca en la iglesia aragonesa del siglo xi es palpable sin ninguna reserva, sobre todo desde el último tercio de la centuria y durante el siglo XII, con la consolidación de dichas relaciones internacionales. Todas estas circunstancias invitan a pensar que el cenobio femenino de Santa Cruz fuera creado seguramente como filial femenina del monasterio pinatense, en cuyo origen, la pequeña iglesia mozárabe que se halla bajo el esplendoroso edificio de carácter románico, poseía dos altares y dos advocaciones, es decir, dos espacios, cada uno pensado para cada comunidad, femenina y masculina. Sin embargo, al introducirse la citada regla de san Benito de Nursia en los primeros años del siglo XI, ambas comunidades deben separarse y establecerse en cenobios diferenciados, evitando así las malas conductas y los comportamientos perversos, fuera de la norma.
Todos estos argumentos llevan a retrasar la fundación del monasterio femenino de Santa Cruz hasta las primeras décadas del siglo XI, sobre todo teniendo en cuenta la contribución de los últimos trabajos arqueológicos, cuyos fiables datos revalidan dicha hipótesis. Según los mismos, y tras examinar la cimentación del ábside de la iglesia, aquélla “podría pertenecer, dada su singular ubicación, al basamento de la pared oriental del testero de una iglesia que hubo de preceder a la actual. Esta hipótesis parece tanto más verosímil, cuanto que sabemos que el monasterio de Santa Cruz de la Serós existió con anterioridad a la construcción de la iglesia actual, que no es sino el templo conventual una vez que la fundación del cenobio femenino estaba ya plenamente consolidada. Sobre la horquilla de esta cronología (1020-1030), es perfectamente plausible la construcción en ese momento de una modesta iglesia (…) cuyas características concuerdan con la cronología propuesta y con algún monumento, como Santa María de la Liena de Murillo de Gállego”.
La labor de consolidación ejercida por Sancho el Mayor fue continuada por sus hijos, herederos tras su muerte, acontecida el 18 de octubre de 1035, en las diferentes tierras del reino. En concreto, el condado de Aragón le fue adjudicado a Ramiro, primer monarca aragonés (durante el mandato de su padre utilizaba fórmulas como quasi pro rege o “hijo del rey Sancho”). Con él, dio comienzo una dinastía que se extendió hasta la figura de doña Petronila de Aragón, que casará con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona. Mientras, los demás territorios se repartieron entre García (reino de Pamplona), Fernando (el condado de Castilla con título de reino), y Gonzalo (condados de Sobrarbe y Ribagorza).
Pero las relaciones entre hermanos no fueron nada halagüeñas. Las ambiciones del ahora primer rey aragonés no tardaron en manifestarse. De hecho, Ramiro I de Aragón (1035-1063), combatió contra su hermano García Sánchez III, rey de Pamplona, en 1043, por los dominios navarros en la batalla de Tafalla. Y sólo un año después, tras la misteriosa muerte de Gonzalo, Ramiro incorporaba a su pequeño reino los condados de Sobrarbe y Ribagorza. A partir de este momento, cobra protagonismo la figura de Ramiro I, un rey que quizá no resalta por lograr grandes ampliaciones territoriales, pero sí por lograr que su pequeño reino se situara en una posición más cómoda, sin sentirse replegado y encerrado en la montaña. Para ello puso en marcha una serie de alianzas políticas y matrimoniales: casó a su hija Sancha con Ermengol III, conde de Urgel (1038-1065), con la intención de un apoyo militar en su objetivo por presionar a las taifas de Lérida y Zaragoza, y también por frenar las ansias expansionistas del conde de Barcelona Ramón Berenger I. Tranquilizados los ánimos de los gobernantes al oriente de su reino, pudo plantearse el asalto a la sólida fortaleza de Graus, empresa en la que pereció de una lanzada en mayo de 1063.
Es en este momento cuando se abre el protagonismo de sus hijos, tan importantes en la configuración del reino de Aragón. Especialmente de su sucesor el rey Sancho Ramírez I (1063-1094) que logrará ser uno de los monarcas más relevantes del reino aragonés, dado su interés por incorporar nuevas y sólidas infraestructuras religiosas, económicas y militares, tal como ha estudiado su biógrafo Domingo Buesa. El rey Sancho potencia el Camino de Santiago a través de las buenas relaciones con Francia, cuyas milicias apoyarían el procesual avance cristiano hacia el Ebro. Incluso se incentivaría el poblamiento del nuevo reino con sus gentes; así se desprende en el Fuero de Jaca de 1077. De hecho, podemos hablar de una definitiva europeización de Aragón ante la proclamación del reino como feudatario de la Santa Sede: tras un importante viaje a Roma en 1068, el rito romano (opuesto al hispánico o mozárabe) iba a introducirse en el reino a través del monasterio de San Juan de la Peña, y también San Victorián, en 1071, así como el espíritu de Cluny, y sus monjes negros (orden benedictina).
Cuando Ana Isabel Lapeña Paúl explica la política religiosa del monarca nos indica que “Sancho Ramírez siguió la política de potenciar a los grandes centros monásticos de sus reinos mediante la anexión a éstos de otros pequeños cenobios y la donación de iglesias en Aragón y Navarra, porque desde 1076 una buena parte de este territorio se había incorporado a sus dominios. Esta actitud se hacia, según alguno de los textos conservados, por indicación de sus principales consejeros como era el caso de Frotardo, abad del monaterio francés de Tomeras, otra de las personalidades clave en las reformas emprendidas en Aragón y Navarra desde los años 80 del siglo XI”.
Y es que en 1076, buena parte del reino de Pamplona quedó anexionada a Aragón con la muerte sin sucesión de Sancho el de Peñalén; monarca seguramente, y como trasladan algunas fuentes, asesinado por sus hermanos durante una cacería en Peñalén. Según David González Ruíz, “el ingreso del nuevo territorio aumentó la base económica y humana del reino aragonés que, unido al debilitamiento de la taifa de Zaragoza, tras el fallecimiento en 1081 de Al-Muqtadir, favoreció su salida del aislamiento y la expansión territorial hacia el sur”. Porque el objetivo final del rey aragonés era la conquista de Huesca, pero consciente de su debilidad ante la plaza, fue avanzando poco a poco, a eslabones, de manera que entre 1083 y 1089 ocupó las fortalezas de Graus y Ayerbe, e igualmente construyó los castillos de Montearagón, Loarre o Labata, cercando así poco a poco la plaza oscense, limitando sus rutas de abastecimiento y quemando sus cosechas. No fue Sancho Ramírez quien lograría conquistarla, pues murió de manera fortuita en 1094, a causa de una flecha lanzada desde sus murallas cuando estaba diseñando el asalto a la ciudad, sino su hijo Pedro I de Aragón (1094-1104), que lograría la plaza en 1096, sólo dos años después.
A pesar de la importancia del rey Sancho Ramírez, una de las personalidades más relevantes para el desarrollo y consolidación de algunas de las reformas aludidas, y sobre todo, dinamizadora y garante del buen funcionamiento del monasterio de Santa Cruz de la Serós, fue la condesa doña Sancha, hija de Ramiro I y hermana fiel de Sancho Ramírez. Como se ha mencionado más arriba, Ramiro I casa a su hija Sancha con Armengol III, conde de Urgel, con la intención de reforzar lazos políticos que le ayuden en su expansión territorial.
Pero en 1065, al morir el conde en el sitio de Barbastro, la condesa vuelve a tierras de Aragón y potencia el monasterio de Santa Cruz, ya que la condesa ingresa en él “para poder evitar que le aplicaran el estatuto de viuda y la relegaran a la nada” en palabras de Domingo Buesa. Es así como la mayor parte de las damas no deposadas o viudas de la corte aragonesa lograrán su independencia, primero en el cenobio de Santa Cruz y años más tarde en el de Santa María de Sigena. De hecho, además de Sancha, sus hermanas Teresa y Urraca compartirán vida cenobítica en Santa Cruz. Será la época de las grandes donaciones al monasterio, derivándose su gran crecimiento y esplendor.
Antes de sumergirnos de lleno en la etapa dominada por la condesa, hagamos unas breves consideraciones sobre los documentos de la época. Dos de ellos, que cronológicamente se enmarcan en el reinado de Ramiro I de Aragón, hablan de dos importantes donaciones al cenobio femenino de Santa Cruz, y han sido considerados falsos. El primero data de 1058, haciendo referencia a la supuesta donación por parte de Sancho Ramírez, de la villa de Aibar a su hermana Sancha. “El redactor califica a Sancho como “rey de Aragón y de Pamplona”, algo que no se produce hasta veinte años más tarde, concretamente en 1076. El segundo tiene fecha de 1061 y trata de la encomienda, por parte de Ramiro I, de su hija Urraca al monasterio de Santa Cruz. En relación a este último testamento del primer rey aragonés, después del que otorgó en 1059, hay que señalar que existen muchas dudas para la crítica historiográfica. El primero de ellos se ha dado por falso unánimemente, pero el segundo renueva su validez ante gran parte de los estudiosos, aunque quizá todo el contenido del documento no sea veraz, pero bien puede serlo la comendación de Urraca, hija cuya existencia ha sido ampliamente cuestionada por gran parte de la historiografía. La misma que acepta el primero de los testamentos, sugiriendo que el monasterio se encontraría ya fundado para esas fechas, como avala la arqueología. La consolidación del mismo por parte de Ramiro I fue fruto de su intención de crear un distinguido espacio de acogida para sus hijas y otras ilustres damas de la corte, aparte de mujeres de diversa condición social en las mismas circunstancias (solteras o viudas).
A pesar de toda esta controvertida documentación, de lo que sí estamos seguros es de que en 1095 se construía el monasterio de Santa Cruz dentro de la plenitud del estilo románico, ya que se realizó una donación, como consta en el Cartulario de Santa Cruz de la Serós, cuya frase, in fabrica ecclesiae Sancte Marie, nos da las claves para una aproximada datación de dicho cenobio femenino. Tras estas anotaciones documentales, analicemos la personalidad de la condesa doña Sancha.
La hermana de Sancho Ramírez demostró ser una mujer con un gran carácter, que se negó a vivir en la sombra, escondida bajo hábitos religiosos. De hecho utilizó el monasterio de Santa Cruz como plataforma para sus variadas ambiciones, teniendo en cuenta los objetivos del rey, y por supuesto, obrando con la intención de enriquecer al reino en general y al cenobio en particular. Y aunque no hay documentos que confirmen que fuera abadesa, lo cierto es que tuvo un papel destacado en su gestión; se convirtió en protectora y dinamizadora del mismo, incrementando sus bienes. Comenzaron entonces las grandes donaciones, que se prolongaron hasta mediados del siglo XII, cuando se introduce la orden cisterciense en el reino y se produce la llegada de las órdenes militares, nuevos benefactores de la generosidad real. Como anota Ana Isabel Lapeña, “sus propiedades no se dieron exclusivamente en el entorno más próximo (Laqué, Arresella, Banaguás, Binacua, Lorés...) y cercano (Aísa, Villanúa), sino que ampliaron su radio de acción a territorio navarro en puntos fronterizos de Aragón y Navarra (Santa Cecilia de Aibar, Arrienda, Miranda), en zonas próximas a Huesca (Montearagón, Tierz, Quicena, Ayerbe) y también en zonas al sur de la capital cuando fueron reconquistadas a fines del siglo xi (Molinos, Lascasas, Conillena), algunas propiedades en las Cinco Villas (Biel, Luna), y otras más”; muchas de ellas serían motivo de disputa con el monasterio pinatense, sobre todo las ubicadas en posición fronteriza. Además, Sancha ocupó el cargo de tenente en San Úrbez y Santa Cruz desde 1074. En 1083 en Atarés, Siresa y de nuevo en Santa Cruz... repitiéndose la ostentación de dichos cargos en documentos posteriores que llegan hasta la fecha de su muerte.
No es la única mujer que ostenta este cargo, como bien documenta y explica Antonio Ubieto Arteta, pero sí se trata de un régimen especial y no muy habitual en la época. Su tesón y sus estratégicas artimañas consiguen desplazar a su hermano García de la sede episcopal jaquesa, uno de los objetivos de su hermano. La confianza mutua se desprende del afecto que siempre profesó la condesa por su hermano, una verdadera figura paterna, y por ser ella la responsable de la educación de los herederos, los infantes. La importancia de su figura se plasmará en una de las joyas de la escultura medieval, su propio sarcófago, antes ubicado en el claustro de Santa Cruz y hoy conservado en las Benitas de Jaca, donde se la representa con elementos de la más alta dignidad, rodeada de escenas y motivos que no hacen sino reforzar su excelsa condición.
La protección real y la riqueza del monasterio se desprende en todo su esplendor en aquello que nos ha legado el tiempo: la iglesia de Santa María, único testimonio que resta del cenobio femenino, como se ha dicho más arriba.
La progresiva decadencia y vulneración del conjunto tuvo su momento álgido a mediados del siglo xvi, ya que es en 1555 cuando la comunidad se traslada al monasterio de las Benitas sito en Jaca, a instancias de Felipe II (1556-1598). Desde entonces el expolio de sus tesoros y la reutilización de sus materiales fueron constantes. De ahí que falten las habituales dependencias: el claustro, la sala capitular, el refectorio, el dormitorio común, etc. 

Arquitectura.
Construcción exterior 
El templo muestra una gran rotundidad y presencia, desafiando desde su posición al paisaje que la rodea. Construida en piedra sillar muy bien escuadrada, destaca un excelente trabajo de labra y un buen ajuste de piezas, unidas por una fina capa de argamasa, sin necesidad de cuñas. Este cuidado acabado denota la gran maestría de los maestros, su conocimiento de las técnicas y el gran despliegue de medios en una financiación tras la que se encontraba la familia real aragonesa.
Sobre el brazo del transepto sur se eleva la torre de cuatro pisos, que fue construida a mediados del siglo XII. Está cubierto por una cúpula sobre una estructura octogonal de baja altura y está perforado en tres pisos por ventanas gemelas de arco de medio punto. Una ventana tiene una columna central sinuosa.
El ábside principal está dividido en tres cuadrados por dos columnas de tres cuartos, cada una de las cuales abre una ventana de arco de medio punto. En los capiteles de las dos columnas se pueden reconocer personas y animales, una escena podría representar a Daniel en la guarida del león. Los ábsides laterales son rectos en el exterior y apenas sobresalen más allá del crucero.
En la fachada oeste de la iglesia, se abre el portal principal. Otro portal, que probablemente sirvió como acceso al claustro, que ya no se conserva, se encuentra en el lado sur. Está cubierto por una arquivolta con friso de rollos y tiene un tímpano en el que se representa una rueda de seis radios con seis capullos de flores.
Bajo el dosel del portal principal, discurren la base del techo del ábside, los dos ábsides laterales y el transepto norte, en su mayoría cornisas decoradas con friso de tablero de ajedrez, que descansan sobre numerosos voladizos con representaciones de personas y animales. Se pueden ver serpientes, un conejo, cabezas y frutas.

Iglesia de Santa María, vista desde el este 

Hay que señalar la probable existencia de un claustro al sur con acceso por la portada decorada con rueda adornada de margaritas y dependencias monásticas acordes con la importancia y realengo que alcanzó el monasterio.
Antes de este templo hubo otro en el mismo lugar, prerrománico de cabecera plana, parte de cuyos paramentos se han evidenciado en excavaciones arqueológicas (J.A. Paz, F. Galtier y E. Ortiz. Arqueología Aragonesa 1991; pp.: 191-195). Según estos autores el templo debió de ser fundado a raíz de la implantación en 1024 de la regla de San Benito en el cercano monasterio San Juan de la Peña. Ello implicó la transformación de aquel monasterio dúplice en cenobio de varones de forma que la rama femenina existente en el mismo descendió a Santa Cruz de la Serós. En esa época se edificó un modesto templo de cabecera plana y nave única, cuyos vestigios han puesto de manifiesto las citadas excavaciones.
La condesa Doña Sancha, mujer de enorme influencia en la corte aragonesa, y hermana del rey Sancho Ramírez enviudó del conde Ermengol III de Urgell quien murió defendiendo Barbastro. En aquella época no era fácil la integración social de estas distinguidas viudas. Jaca no reunía en absoluto condiciones. Aún no era más que una modesta villa donde no había lugar para una dama de su condición. A mediados del S XI Ramiro I había fundado Santa Cruz de la Serós y no antes como aparece en algunos textos medievales falsificados. Existen documentos testamentarios del Rey datados en 1059 y 1061 que lo citan. En el primero encomienda a su hija Urraca al monasterio de "Santa María que según se dice estaba sobre el lugar de Santa Cruz". En el segundo menciona a la infanta como dedicada al servicio de Dios en ese lugar. El actual templo es datable a finales del S XI y primeras décadas del XII. (Ana Isabel Lapeña. Aragón Turístico y Monumental. Oct. 1977. Año 71, Nº 341 pp.: 14-19).

Planta 

En este muro norte existe una puerta actualmente tapiada. Pueden observarse los restos de un tímpano muy erosionado del que únicamente apreciamos la imposta izquierda ornamentada. A su lado, lo que parece ser un arco con función de descarga o entibo. Podría destacarse igualmente la ausencia de vanos en este paramento septentrional, hecho que le otorga un aspecto general de mayor dureza y pesantez.

Ya en la zona de la cabecera, centrada por un magnífico ábside flanqueado por ambas capillas laterales, hallamos un curioso canecillo, concretamente sobre el contrafuerte de la capilla izquierda, en el que se fusionan fantasía y realidad: se trata de una figura “mezcla de hombre (cabeza-cuerpo) y animal (pezuñas), en una perfecta simbiosis, contribuyendo a enriquecer el bestiario aragonés. El cuerpo sentado y relativamente deforme se debe sin duda a las limitaciones del propio espacio escultórico”. Presenta como instrumento un aerófono, un trabajo que nos recuerda la escultura jaquesa; ambos conjuntos, con sus ricos capiteles, han contribuido a desentrañar la formación y evolución del instrumento medieval español (siglos XI-XIII), constatándose un origen oriental y europeo de los instrumentos, fluctuando dichas influencias dependiendo de las circunstancias históricas. También encontramos otros motivos, como figuras humanas, rosetas, rostros humanos, peces, serpientes, etc., decorando los canecillos de ambos contrafuertes.
Llama la atención la estructura que se genera al adosarse las dos capillas: parece una iglesia de tres naves, sobre todo por la localización de los contrafuertes o absidiolos de cada capilla lateral. Una curiosa estructura, rectangular al exterior, que por el contrario, presenta un pequeño nicho semicircular al interior. Pero la pieza que centra nuestro interés es, sin lugar a dudas, el ábside propiamente dicho. Dos esbeltas columnas de estructura clásica compartimentan el elegante hemiciclo, formando tres paños con su correspondiente ventana. Todas ellas son de doble derrame, proporcionando una hermosa entrada de luz en el altar. Coronan el conjunto dieciocho canecillos esculpidos (con figuras humanas, temas vegetales, figuras animales, rollos, etc.) que soportan el tejadillo de lajas que cubre la bóveda de horno del espacio semicircular. Mientras las ventanas laterales no reciben decoración, la central adquiere todo el protagonismo: es más amplia, y posee un baquetón semicircular que apoya en sendas columnitas acodilladas, en concreto sobre sendos capiteles que reciben decoración de acanto el de la izquierda, y variada ornamentación vegetal el de la derecha. Todo ello queda enmarcado por una última moldura semicircular.

Es un templo de una sola nave con planta de cruz latina y ábside semicircular. En los brazos del crucero hay dos capillas semicirculares, una cámara con cúpula sobre la bóveda del crucero y una torre de cuatro cuerpos sobre el brazo meridional. 

El punto álgido de este recorrido exterior por la iglesia de Santa María es la majestuosa torre que se alza señorial, rotunda y potente frente al espacio que la rodea. Anclada sobre la capilla sur, su prismático exterior se divide en tres cuerpos, más alto el primero, y el último con una terminación octogonal y con un tejado a ocho vertientes. La rítmica serie de vanos que se abren en cada paño contribuyen a disminuir la pesantez de los muros, muy gruesos por otra parte. Estas ventanas siguen un mismo diseño: doble arco de medio punto que apoya en sendas columnas y parteluz central, aunque en el primer piso hay una que rompe el ritmo y que carece de las características anotadas. Se sitúa en el muro oeste, abre en arco de medio punto y posee tímpano colmatado. La riqueza decorativa reside en los capiteles de estos amplios ventanales, donde predomina la temática vegetal, aunque también encontramos figuras animales y humanas entrelazadas con bolas, como en la última planta. Llama la atención el parteluz de la ventana del segundo piso de la cara oeste, cuyo fuste retorcido recuerda las columnas salomónicas; además, en su capitel figurado se aprecian varios personajes con corona, quizá aludiendo a la condición real del cenobio. La cubrición del espacio se realiza a través de una cúpula que apoya sobre cuatro trompas, pieza que permite la transición a la forma semiesférica.

Capitel del ábside 

Campanario de mediados del siglo XII

Campanario de mediados del siglo XII 

Sobre el crucero, en el sitio donde habitualmente se eleva la linterna y la bóveda de las iglesias románicas se construyó una cámara cuadrangular cubierta con bóveda de media esfera a través del habitual paso del cuadrado al octógono por medio de trompas. Se desconoce la función de esa cámara que se adosa por su lado sur a la torre con la cual comunica. El acceso a la misma se efectúa por una angosta escalera intramuros situada en el lado norte del templo y también (en su momento) a través del acceso a la torre por medio de otra puerta que hoy aparenta ser ventana y que daría paso a otras dependencias hoy desaparecidas o quizá fuera discreta vía de escape. Es una estructura que no se repite en ninguna de las construcciones románicas de Aragón, si bien en la localidad de Majones hay una estructura semejante, aunque sin la delicadeza, decoración y acabado de ésta.

Portal oeste 

Portal Principal 

Su configuración, típicamente románica, se compone de varias arquivoltas en abocinamiento, donde las dos centrales reposan sobre esbeltas columnas cuyos capiteles reciben decoración de tipo vegetal o figurada. Aunque resalta del conjunto su tímpano, muy parecido al de Jaca, y que ha sido objeto de profundos estudios y discusiones sobre su cronología y filiación. Llama la atención la abrupta forma como se ha empotrado la placa decorativa en el semicircular espacio, de manera que hubo de rellenar el hueco entre la arquivolta y el conjunto figurado. Algunos piensan que pueda deberse a la torpeza del maestro o al hecho de no haber sido realizada in situ, sino en Jaca, de cuyo modelo es deudor; sin embargo también existen voces que se oponen a menospreciar la pieza, o calificarla de segundona, estableciendo la posibilidad de un trabajo artístico que todavía no ha alcanzado el refinamiento suficiente, tratándose de un estadio anterior en ese proceso de perfeccionamiento formal e iconográfico.
En el centro: el crismón, flanqueado por dos leones como en Jaca, y con las características letras x y p entrecruzadas, correspondientes a las letras mayúsculas ji y rho del nombre de Cristo en griego. También aparece la s, que podría aludir a su carácter trinitario, al hacer referencia al Espíritu Santo, sin embargo su extraña ubicación desorienta. Al igual que ocurre con las letras alfa y omega, primera y última letra del alfabeto griego, en alusión a Cristo como principio y fin de todas las cosas, Ser eterno y omnipotente, colocadas en el sentido de las manecillas del reloj. Como colofón, un travesaño forma con la rho una cruz de brazos iguales. También hallamos una inscripción del siglo XII realizada en letra carolina que completa la simbología del conjunto: IANUA SUM PERPES, PER ME TRANSITE, FIDELES FONS EGO SUM VITAE, PLUS ME QUAM VINA SITITE VIEGINIS HOC TEMPLUM QUISQUIS PENETRARE BEATUM CORRIGE TE PRIMUM, VALEAS QUO POSCERE CHRISTUM; y su traducción: “Soy la puerta eterna, pasad por mí, fieles. Yo soy la fuente de la vida, deseadme más que a los vinos. Quienquiera que entres en este feliz templo de la Virgen, corrígete primero para que puedas invocar a Cristo”.
Como en Jaca, los dos leones que flanquean el crismón simbolizan a Cristo. Son potentes figuras del bestiario románico que obligan al fiel o al penitente a postrarse ante la entrada de la Jerusalén Celeste, a lavar su alma antes de entrar en esa recreación celestial. Bajo el vientre del león de la derecha se he representado una flor de doce pétalos, una margarita o un margaritum según algunos estudiosos, en alusión al relicario que contenía un fragmento de la cruz de Jesucristo.
El conjunto del tímpano se halla protegido por dos arquivoltas en forma de bocel o toro, y una intermedia en forma de nacela decorada por bolas o perlas, aunque en la clave hallamos una bola algo más grande que las demás y que presenta grabado un rostro. La moldura más externa posee sección rectangular y se adorna con una moldura de ajedrezado jaqués, coronando el conjunto de manera refinada.
Bajo la línea de imposta, delicadamente decorada en su parte derecha con rosetas y decoración vegetal, asientan cuatro magníficos capiteles, dos a cada lado, flanqueando la entrada. Aquellos que se encuentran a la derecha reciben decoración vegetal, muy estilizada, dos ejemplos de un corintio reinterpretado al que se incluye algunas bolas. Mientras, a la izquierda, dos capiteles figurados que se encuentran peor conservados. El más interior muestra la figura de un hombre acompañado por dos leones, quizá Daniel en el foso, según algunos autores. En el otro se aprecian también las figuras de animales pero sin poder precisar más allá. Las notables diferencias apreciables en la calidad artística de ambos lados podrían dar la pista sobre dos maestros, uno más diestro en la ejecución y otro más tosco y rudo.
Protegiendo todo el conjunto, un pequeño tejadillo apoya en una serie de canecillos en los que se han plasmado diversos temas: varios de decoración vegetal, aparecen serpientes, una figura humana, una pareja de aves, la cabeza de lo que podría ser un toro, o un rostro humano bastante perdido, entre otros. Si giramos a nuestra izquierda, un canecillo bajo el tejaroz del muro septentrional llamará poderosamente nuestra atención: se trata de “un juglar-músico, a juzgar por su indumentaria, que realiza su función tañendo un instrumento de cuerda”. Los maestros medievales aprovechaban estos espacios para incluir escenas o motivos de la vida cotidiana alto medieval, y uno de estos aspectos era la música, o la danza, el mundo de los juglares y el entretenimiento popular. Existen algunos otros motivos figurados en canecillos o modillones de esta zona, como la roseta a modo de metopa, o algunas gárgolas, incluso algunos modillones de rollos que conservan su policromía. 

Portada de los pies de la iglesia.

Portal de la fachada oeste, tímpano, representación: dos leones y Crismon; Inscripciones latinas en el borde del círculo (traducción: "Yo soy la puerta simple, entra por mí, creyentes, soy la fuente de la vida, tengo más sed de mí que de vino, todos los que entran en este bendito templo de la Virgen.") y en el dintel (traducción: "Mejor antes de invocar a Cristo"). (ver texto explicativo en la iglesia) 

Capitel en el portal de la fachada oeste

Capitel en el portal de la fachada oeste 

Capitel en el portal de la fachada oeste 

Interior
La iglesia está construida sobre la planta de una cruz latina. Tiene un crucero y tres ábsides. La nave, que data del siglo XI, es de una sola nave y se divide en dos bahías. Está cubierto con una bóveda de cañón que descansa sobre pilastras con plantillas de columnas y capiteles con escenas figurativas. En la base de la bóveda corre un friso de tablero de ajedrez, que también continúa en el ábside. Un doble arco triunfal conduce al coro. Los brazos del crucero abovedado de crucería se abren a pequeños ábsides semicirculares en el este.

Interior con vistas al coro 

El ábside es de tambor y cubre con bóveda de cuarto de esfera. Una imposta taqueada delimita cilindro y bóveda y continua por el resto del templo. Por delante hay un corto presbiterio cubierto de medio cañón. En el cilindro absidal encontramos tres ventanales de derrame interior. El central, con guardapolvo ajedrezado y baquetón apeado en un par de columnitas con su respectivo capitel.  La imagen muestra el arco de acceso al brazo norte del crucero. En su lienzo este, en el espesor del muro, hay un absidiolo poco profundo con imposta separando paramento vertical y bóveda de concha, pictóricamente decorada en este lado. Enmarcan esta bóveda dos arquivoltas de arista muy poco rehundidas y por fuera, moldura de ajedrezado que acaba en la imposta decorada. Por encima corre moldura de ajedrezado de la que arrancan en las esquinas nervaduras tóricas que se cruzan en el centro de la bóveda de arista.
La nave consta de dos tramos marcados por pilastra y semicolumna adosada con los correspondientes fajones. Por detrás de la pilastra central del muro norte, y bajo el nivel de la imposta que recorre el templo abre una estrecha puerta que a través de escalera intramuro conduce a la sala oculta. En la actualidad una escalera metálica de caracol, similar a la existente en la torre, permite el acceso que antaño se hallaría disimulado, quizá con acceso por medio de escalera fácilmente escamoteable y oculta la entrada por tapiz.
Las imágenes siguientes muestran diversas vistas de los cuatro capiteles que coronan las semicolumnas adosadas de la nave. Uno de ellos, el anterior del muro norte, se halla situado a la altura de la puerta citada de acceso a la cámara secreta. 




Cámara sobre el cruce
Sobre la bóveda del crucero hay una cámara secreta, cuya función no ha sido aclarada. Una escalera de piedra conduce a esta cámara. Su acceso por el lado norte de la nave, debajo de la base abovedada, originalmente solo era accesible por una escalera. Hoy en día, una moderna escalera de caracol permite el acceso. La habitación tampoco es visible desde el exterior, ya que toma el lugar de la cúpula de cruce habitual. Tal vez sirvió como un retiro para las monjas en tiempos de peligro. La cámara está construida sobre una planta octogonal con nichos laterales y está atravesada por una cúpula, en cuya base corre una cornisa sin adornos. La cúpula está apuntalada por dos anchas nervaduras abovedadas, formadas por una doble fila de varillas redondas, que descansan sobre columnas con capiteles. Un capitel tiene diferentes escenas de la Anunciación en dos lados, otro capitel está decorado con piñas. Desde la cámara hay un acceso al segundo piso de la torre.



La imposta de los capiteles se continua a lo largo de toda la estancia delimitando sus ocho lados de la bóveda de media esfera. Las trompas adoptan estructura claramente absidal con sus correspondientes ventanitas centrándolas en las situadas al este. Otros dos ventanales en los lados este y oeste, descentrados a causa de la situación de las columnas, completan los vanos de este espacio.
De entre los capiteles hay dos excepcionales: de la mano del maestro de Doña Sancha que muestra la Anunciación. Los personajes mofletudos, el pelo a lo "frailón" y la maestría en la ejecución de los pliegues de las vestimentas lo delatan. Además, presenta la particularidad de incluir a un tercer personaje, al parecer San José, en la representación. Lo hallamos en el lateral izquierdo del capitel y porta vara florida o palma.
La capilla del crucero norte tiene un retablo de 1490 con escenas de la vida de María. La figura de alabastro de la Virgen con el Niño también se remonta al siglo XV.
 
San Juan de la Peña
El monasterio de San Juan de la Peña se asienta en un recóndito enclave del pre-Pirineo de Huesca, al que se accede por sinuosas carreteras de montaña, de las cuales, la más fácil y frecuentada es la que parte de la cercana población de Santa Cruz de la Serós, situada al pie de la sierra. Esta población dista 16 km de Jaca por la N-240 y unos 5 km del monasterio.
Rodeado por un frondoso bosque con una excepcional variedad de especies vegetales, al abrigo de una enorme mole de roca que pertenece a un sinclinal colgado, su enclave se considera desde antiguo como lugar sagrado, objeto de una veneración ininterrumpida a lo largo de los siglos, que continúa en la actualidad. Prueba de ello es el aprecio que las instituciones le han demostrado en los últimos tiempos, con las sucesivas declaraciones de Sitio Natural de Interés Nacional de San Juan de la Peña (1920), Monumento Natural de San Juan de la Peña (1998) y Paisaje Protegido de San Juan de la Peña y Monte Oroel (2007), en las que el bellísimo paraje natural se considera inseparable del monumento histórico.

Real Monasterio de San Juan Bautista
Con una clara superposición de cultos a lo largo del tiempo, San Juan de la Peña fue refugio de ermitaños, cenobio mozárabe y monasterio favorecido por el poder real en su período de esplendor, durante los siglos del arte románico. Aunque siguió manifestando gran dinamismo en épocas posteriores, testimoniado por excelentes muestras de arte gótico flamígero (capilla de San Victorián), barroco (capilla de los santos Voto y Félix, el propio monasterio nuevo, construido entre 1675 y 1715 en la cercana pradera de San Indalecio) y neoclásico (panteón real, comenzado en 1770).
La leyenda fundacional del monasterio, de origen medieval, sitúa su inicio en el siglo viii, cuando Voto, un cristiano mozárabe de Zaragoza, se hallaba de cacería en el monte Pano. Cuando perseguía a una cierva a lomos de su caballo, se despeñó por un barranco pero resultó ileso de la caída al encomendarse a san Juan Bautista. En el fondo del barranco encontró el cuerpo insepulto de un ermitaño, Juan de Atarés, decidiendo a partir de entonces hacer también vida eremítica, en compañía de su hermano Félix.
En un tono menos legendario, la Crónica de San Juan de la Peña, una historia general del reino de Aragón compuesta entre 1369 y 1372 por encargo del rey Pedro IV, alude a los primeros tiempos del monasterio nombrando tres generaciones de ermitaños (Juan, Voto y Félix, Benedicto y Marcelo) que habitaron en una cueva o espelunga, en tiempos de García Jiménez, príncipe de Pamplona (c. 835-c. 880), y del conde de Aragón Aznar II Galíndez (c. 850-c. 893).
Más tarde el eremitorio pinatense experimentaría una evolución característica de otras comunidades rupestres al tomedievales, que trajo un nuevo aporte repoblador a estos apartados lugares, permitiendo establecer los primeros monasterios con reglas organizadas. La Crónica alude a un grupo de unos seiscientos cristianos, hombres, mujeres y niños, recogidos en la cueva y en sus refugios particulares, que cabe imaginar dispersos por el bosque y el circo natural rocoso que rodea al monasterio. Según el texto, estos pobladores agrandaron y mejoraron el centro, estableciendo un monasterio con un primer abad, Transirico, con el beneplácito del obispo de Aragón Iñigo.
La Crónica sitúa estos hechos en un momento muy concreto, al advertir que los nuevos pobladores llegaron buscando refugio de una expedición de castigo enviada por Abderramen, rey de Córdoba; sin duda en referencia a la razzia enviada en 920 por el califa Abderramán III (891-961), que tras derrotar al rey de Navarra Sancho Garcés I en Valdejun quera, el día 26 de julio, remontó el curso del río Aragón, llegando a saquear Pamplona y a derribar su catedral.
Las expediciones contra el reino de Navarra y los con dados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza continuaron al filo del año 1000, enviadas por el caudillo Almanzor en 999 y por su hijo Abd-al-Malik en 1006. Más tarde Sancho Garcés III de Navarra, conocido como Sancho el Mayor (1004-1035), reconquistó el territorio, fortaleció la línea defensiva de las sierras prepirenaicas, e imprimió un nuevo carácter a sus antiguos cenobios. Estas comunidades monásticas constituyeron la base para la reorganización del territorio, por medio de la acumulación de riqueza en una serie de centros principales que, poco a poco, fueron asumiendo a otros monasterios menores.

San Juan de la Peña fue uno de los enclaves escogidos por Sancho el Mayor para encabezar esta reforma monástica, que incluía la introducción de la regla de san Benito de Nursia, apenas conocida en la Península, que estaba implantada en el monasterio ya en 1029. Esta reforma debió conllevar la extinción de la antigua comunidad, que bajo el patronazgo de san Julián y santa Basilisa habría estado formada por hombres y mujeres, motivando el traslado de las segundas a un enclave cercano: el monasterio femenino de Santa María en Santa Cruz de la Serós, fundado por Ramiro I de Aragón.
La labor aperturista iniciada por Sancho III el Mayor sería continuada y ampliada por sus descendientes: Ramiro I (1035-1063), Sancho Ramírez (1063-1094) y Pedro I (1094 1104), la primera dinastía del reino de Aragón. Sancho Ramírez fue el que más empeño puso en abrir el joven reino de Aragón a la influencia de Europa, convirtiendo San Juan de la Peña en un centro pionero dentro del monacato hispano. Con la ayuda de su abad, Aquilino, introdujo la reforma cluniacense procedente de Francia en Aragón. Alentado por el rey, el propio Aquilino viajó a Roma en 1071, obteniendo la protección papal para el monasterio pirenaico. El día 22 de marzo de ese mismo año, el antiguo rito mozárabe autóctono era sustituido en San Juan de la Peña por el rito romano.
Fueron los tiempos de mayor esplendor del monasterio, cuando fue mimado por reyes y nobles de Aragón, que lo escogieron como lugar de enterramiento, enriqueciendo su patrimonio con abundantes donaciones. Esplendor que se eclipsó con la posterior expansión del reino hacia el sur y la creación de nuevos centros de poder, especialmente tras la reconquista de Zaragoza en 1118 por Alfonso I el Batallador (1104-1134), cuando el monasterio entró en un periodo de recesión económica. No obstante, la segunda mitad del siglo XII contempló una vigorosa recuperación de la mano de Alfonso II de Aragón (1162-1196), que culminaría con la finalización de su claustro, la construcción más tardía de arte románico llevada a cabo en el monasterio.

Iglesia prerrománica
La Crónica de San Juan de la Peña atribuye al primer ermitaño Juan la construcción de una primera iglesia dedicada a San Juan Bautista, seguramente todavía en el siglo viii. Según el mismo texto, esta iglesia fue agrandada y mejorada alrededor de 920 por los nuevos pobladores del cenobio, que trasladaron el cuerpo del primer ermitaño Juan, enterrándolo “en una muyt bella tomba”, que “fue metida entre tres altares de invocación de Sant Johan Baptista et de Julián et de Sant Basilissa, ya en antes aquí hedificados”.
El monasterio de San Juan de la Peña conserva un testimonio de este período en la iglesia dedicada a los santos Julián y Basilisa localizada en su piso inferior. Se trata de una pequeña construcción de dos naves paralelas iguales, separadas por dos arcos de herradura sobre una columna, que terminan en sendas capillas de testero recto excavadas en la roca, con arcos de herradura rebajada en sus embocaduras. Un estilo característico del prerrománico hispano, que Gómez Moreno consideró de tradición visigoda, a juzgar por la forma y proporción de los arcos de separación entre naves, de una herradura menos cerrada que en la arquitectura mozárabe, y por el despiece del arco perteneciente a la puerta de ingreso al templo, situada en su muro izquierdo de cara a los altares.

Esta iglesia, que debió de cubrirse con techumbre de madera, se situaba en una plataforma elevada pegada a la roca, como indican las gradas que es necesario ascender para llegar a ella, aunque a un nivel inferior a la cueva, situada por encima de su cubierta. Su muro lateral izquierdo permite distinguir dos etapas, a juzgar por un cambio de aparejo: apenas unas hiladas de un sillarejo más pequeño, de distinto color, en su base (observables desde la contigua “sala del concilio”), que bien pueden pertenecer a la primera iglesia edificada por el ermitaño Juan, período al que igualmente pertenecerían los altares en forma de hornacina, excavados en la roca, de la cabecera, si seguimos al pie de la letra el texto de la Crónica.

Iglesia inferior o de los santos Julián y Basilisa. Interior

Sala del concilio

Arco de comunicación entre la sala del concilio y la iglesia inferior 

La práctica totalidad de la construcción prerrománica correspondería por tanto a la ampliación de principios del siglo X. Un templo que debió servir a una comunidad dúplice, formada por hombres y mujeres, a juzgar por la dedicación del templo y su tipología de dos naves. Según la hagiografía, los mártires Julián y Basilisa compartieron santidad como marido y mujer, formando una pareja en lo espiritual. La existencia de este tipo de comunidades fue común en durante la Alta Edad Media, por ejemplo en el eremitorio y posterior templo prerrománico de San Millán de la Cogolla (La Rioja), que guarda numerosos paralelismos con San Juan de la Peña, o el monasterio dúplice de Piasca (Cantabria), documentado en 941, que se regía por la regla de san Fructuoso, bajo la misma advocación de San Julián y Santa Basilisa.
El monasterio del siglo X debió contar con más construcciones de piedra. Así lo indica la puerta de arco de herradura que actualmente comunica la iglesia románica del piso superior con el claustro, testimonio del cenobio que debía extenderse por la cueva. 

El monasterio del siglo XI
La primitiva iglesia de los santos Julián y Basilisa no tardaría en ser transformada, con la construcción de unas sub estructuras que permitieran albergar un monasterio en el piso superior, con las dependencias necesarias para la práctica de la regla benedictina. Las naves de la iglesia prerrománica se cubrieron con bóvedas de medio cañón paralelas, que se prolongaron en dos tramos a sus pies, al tiempo que se construían unas estancias a ambos lados, de las que sólo se ha conservado una, llamada “sala del concilio” por los historiadores de los siglos XVI y XVII, que sirvió de sustento al panteón de nobles y a las habitaciones del abad (actual museo del monasterio). Las excavaciones llevadas a cabo en el exterior del monasterio desvelaron la existencia de otra subestructura de la misma época y estilo, que a su vez sirvió de sustento a un dormitorio comunal y a otras dependencias perdidas que comunicaban con la iglesia superior y el claustro.
Tanto la sala del concilio como la prolongación del templo prerrománico ofrecen varios puntos de contacto con una subestructura cercana en la geografía: la cripta de la iglesia abacial de San Salvador de Leire (Navarra), perteneciente a otro monasterio favorecido por Sancho III el Mayor. Ambas construcciones se organizan del mismo modo, con bóvedas de medio cañón paralelas, y coinciden en la tipología de sus arcos formeros, caracterizados por arrancar de una altura cercana al suelo. La cripta de Leire fue consagrada el día 27 de octubre de 1057 con la asistencia de numerosos prelados, entre los que figuraba Velasco, abad de San Juan de la Peña.

Iglesia inferior o de los santos Julián y Basilisa. Prolongación hacia los pies

Arcos de comunicación entre los ábsides de la iglesia superior

Arcos de comunicación entre los ábsides de la iglesia superior 

Planta inferior

Plano de las dos plantas del monasterio.
a) Planta superior
1 Horno de pan.
2 Panteón Real.
3 Panteón de nobles.
4 Museo.
5 Iglesia Superior (románica).
6 Portal mozárabe.
7 Capilla gótica de San Vitoriano.
8 Claustro románico.
9 Capilla de San Voto.
b) Planta baja
10 Iglesia inferior (prerrománica).
11 Salón de Concejos. 

Iglesia de san Juan Bautista
El más destacado testimonio del momento de esplendor del monasterio a finales del siglo XI es la iglesia románica dedicada a San Juan Bautista que se ubica en su planta superior. Una construcción acorde con los cánones de la arquitectura cluniacense en su cabecera de triple ábside, empotrada en la cueva, ante la que se abre una nave dividida en cuatro tramos, de los cuales el primero, más ancho, está cubierto por la propia peña y los tres restantes con una bóveda de medio cañón, fruto de diversas restauraciones.
La cabecera es la parte más lujosa del templo, con tres ábsides semicirculares, el central de mayores dimensiones, cubiertos con bóveda de horno, precedidos por sendos tramos cubiertos con bóveda de medio cañón, que están comunicados entre sí por pequeños arcos formeros. Se trata de una construcción característica del arte románico vinculado al círculo cortesano jaqués.
Así lo indica la arquería ciega que articula los medios cilindros de los ábsides, con paralelos en la iglesia de San Pedro del castillo de Loarre (Huesca) y la iglesia de Santa María de Iguácel (Huesca), mientras que sus capiteles, tallados con una austera decoración vegetal, tienen una réplica exacta en la cabecera de San Salvador en Javierrelatre (Huesca), obra también característica del románico jaqués.

Los capiteles pertenecientes al presbiterio presentaban una decoración vegetal exuberante, que ha llegado muy deteriorada a nuestros días. Tan sólo pueden apreciarse fragmentos de tallos entrelazados, restos de palmetas, caulículos de cuyos vértices cuelgan hojas, una cabecita de animal entre caulículos, roleos vegetales con flores en su interior, que pertenecen de manera general al repertorio del románico jaqués, encontrando mayor número de paralelos en la decoración de Santa María de Iguácel, y una ejecución casi idéntica a la que se advierte en varios capiteles de la iglesia de San Pedro en el castillo de Loarre.
La vinculación con Loarre se confirma en otro fragmento escultórico de la cabecera pinatense, que demuestra que los dos capiteles más destacados de esta construcción, ubicados en su parte frontal, sustentando los arcos de embocadura, mostraron en origen representaciones de carácter narrativo.
Se trata de un pequeño relieve conservado en el capitel derecho (entre los ábsides central y de la epístola), que muestra la figurilla de un hombre llevando una cazuela y un objeto circular en sus manos, cogido de los cabellos por un ángel (muy destruido), que David Simon identificó con un pasaje del Antiguo Testamento: el profeta Habacuc, en el momento de ser llevado por un ángel hasta Babilonia, con un caldero y un pan, para alimentar al profeta Daniel, prisionero en el foso de los leones (Daniel, 14, 32-39).

El profeta Habacuc es llevado por un Ángel a alimentar a Daniel, condenado en el foso de los leones 

La iconografía de Daniel en el foso de los leones hunde sus raíces en el arte prerrománico y tuvo una amplia difusión en la plástica románica internacional. Además, fue característica del arte jaqués. Se encuentra, muy deteriorada, en la portada oeste de Santa María de Iguácel, en la portada oeste de la catedral de Jaca, asociado al episodio de Habacuc, y dos veces en la iglesia de San Pedro del castillo de Loarre: en un capitel de la arquería de la cabecera y en otro capitel situado bajo la cúpula, que tiene la peculiaridad de mostrar también el episodio de Habacuc con el ángel.
El capitel de San Juan de la Peña tuvo sin duda una composición similar a la del segundo capitel de Loarre, que muestra en su parte frontal a Daniel entre dos leones, con sendas representaciones del ángel y Habacuc en los laterales. La manera de resolver el rostro y el vestido del personaje demuestra que la talla pinatense se debe a la misma mano que esculpió el capitel de la iglesia de Loarre, cuyo estilo se detecta en otras tallas de su cabecera.
El alto grado de parentesco que muestran tanto las formas vegetales como las figuras humanas esculpidas en San Juan de la Peña y en Loarre, prácticamente desconocido, sin embargo, por los investigadores del arte románico, permite afirmar que sus iglesias fueron decoradas por un mismo taller. La historia confirma este hecho, ya que ambas construcciones fueron realizadas bajo el patronazgo de Sancho Ramírez, que las distinguió como capillas regias.

La comunidad de canónigos regulares instalada bajo la regla de san Agustín en la antigua fortaleza de Loarre, situada en la línea fronteriza meridional del reino de Aragón, fue otro de los bastiones de la reforma gregoriana impulsada por este rey, que en paralelo con San Juan de la Peña se acogió a la protección del papa Alejandro II. De hecho, fue el propio pontífice romano quien encargó la construcción de un monasterio en Loarre al rey aragonés, por la bula Quamquam sedes, el día 18 de octubre de 1071.
La primacía cronológica debe corresponder a la iglesia de San Juan Bautista, punto de partida de toda esta renovación monacal y artística fomentada por Sancho Ramírez y el abad Aquilino de San Juan de la Peña. Una sólida prueba de que este templo se estaba construyendo en los años 70 del siglo XI es la inscripción relativa a la muerte y enterramiento del propio abad Aquilino, grabada en el muro correspondiente al primer tramo de la nave, en su cara externa, que lleva la fecha de 1075.

Planta superior 

Cabe suponer que al menos la cabecera del templo pinatense estuviera finalizada ya en 1080, cuando tiene lugar su dedicación. Una solemne ceremonia, atestiguada en un documento de donación, por el cual el conde aragonés San cho Galíndez y su mujer doña Urraca entregan la práctica totalidad de su patrimonio al monasterio pirenaico, incluyen do como principal bien la iglesia de Santa María de Iguácel, heredada de sus antecesores, que ambos habían reedificado. El documento fue firmado en el año 1080, el día de la dedicación de la iglesia de San Juan Bautista, un solemne acto al que concurrieron el rey Sancho Ramírez y toda la corte aragonesa, incluyendo a su mujer la reina Felicia, su hijo primogénito Pedro, su hermano García, obispo de Jaca, y su hermana la condesa Sancha, junto al abad Sancho de San Juan de la Peña, sus monjes, y el abad de San Ponce de Tomeras.
Este documento, poco conocido por los investigadores, destaca el importante papel que el conde Sancho Galíndez y su esposa jugaron como mecenas de arte jaqués. Uno de los personajes más influyentes de su tiempo, Sancho Galíndez fue noble de la corte de Ramiro I y ejerció como ayo o aitán de su sucesor Sancho Ramírez. Junto a su esposa promovió la reforma de la iglesia de Santa María de Iguácel, que incluyó en sus ventanas, portadas y cabecera una rica decoración escultórica, de acuerdo con la inscripción conservada en su fachada oeste, que lleva la fecha de 1072; reforma que así mismo es recordada en el documento de donación de 1080.

Nave

Los tres ábsides de la iglesia superior

Ábside

Parte trasera 

Tras la muerte de su mujer, Sancho Galíndez se retiró a pasar sus últimos días al monasterio de San Juan de la Peña, según demuestra su testamento redactado en 1082. Sorprendentemente, este documento presenta al conde como mece nas no sólo de la citada obra de Iguácel, sino también de la construcción de la iglesia alta de San Juan de la Peña, cuando se refiere a los bienes que tanto él como su mujer habían retenido ad nostrum opus et ad opus de Sancta María et de Sancti Joannis ubi sumus adcomendatos.
Todos estos indicios señalan a la escultura monumental de la iglesia de Santa María de Iguácel como una de las primeras obras del llamado arte jaqués, encargada por un noble, Sancho Galíndez, que pertenecía a una generación anterior a la del rey Sancho Ramírez y sus hermanos el obispo García y la condesa Sancha. Por su cronología (1072) y por el mecenazgo del citado conde, la escultura de Iguácel constituye el antecedente inmediato de la escultura que decoraba la iglesia alta de San Juan de la Peña y, por consiguiente, también de la escultura de la iglesia de San Pedro en el castillo de Loarre. 

Pinturas románicas
Junto a la rica decoración escultórica, la iglesia románica de San Juan Bautista también fue ornada a finales del siglo XI con una exuberante decoración pictórica, no conservada, que debió recubrir todo el interior de los ábsides, los muros laterales y hasta la cubierta. Tal profusión decorativa es lógica. Por entonces se llevan a cabo excepcionales conjuntos pictóricos murales, como el de la iglesia de los Santos Julián y Basilisa en Bagüés (Zaragoza), conservado en el Museo Diocesano de Jaca. Esta iglesia, que perteneció al monasterio de San Juan de la Peña desde 1076, tenía un carácter secundario con respecto a la iglesia alta pinatense, que era el templo principal, decorado bajo el patrocinio regio.
Otra prueba de que la iglesia románica de San Juan de la Peña estuvo cubierta de pinturas murales nos la proporciona la descripción que el abad Briz Martínez hizo de este templo en 1620: “Y porque la buelta de la peña, que le sirue de boueda, con sus muchas piedras, desiguales, malvnidas, y poco seguras, no ofendiese a la vista, esta muy bien encalada, y en ella, pintado vn cielo, con sus estrellas, Angeles, y Dios Padre en medio, y la historia de los santos Voto y Félix sobre los arcos, que la sustentan, con que se ofrece a los ojos harto graciosa, demas de ser tan admirable. Esta pintura se continua pór toda la boueda, y paredes del Templo, aunque el tiempo la tiene ar to gastada, donde la necessidad no obligo a que se renouasse”.

Iglesia interior. Pinturas murales de la capilla izquierda 

Iglesia inferior. Martirio de los santos Cosme y Damián




Iglesia inferior. Restos de pintura mural en la capilla derecha 

Pinturas admirables que se hallaban arruinadas ya en el siglo XVII, presididas, al parecer, por un Pantocrátor que, pintado sobre la propia roca que cubre el primer tramo de la iglesia, debió tener un efecto sobrecogedor. Podemos hacernos una idea de cómo fue el estilo de esta decoración perdida por los pequeños fragmentos de pintura mural románica que sí han llegado a nuestros días en las dos capillas rectangulares de la iglesia prerrománica del piso inferior.
Estas pinturas, de una calidad extraordinaria, constaban de cuatro escenas, inscritas en rectángulos, que se distribuían dos a dos en las bóvedas de cada capilla, si bien todo el espacio interior de la cabecera estaba pintado.
La escena mejor conservada, en la capilla izquierda, muestra un episodio del martirio de los santos médicos Cosme y Damián, quienes ocupan el centro de la composición, con sus nombres pintados sobre las cabezas, erguidos espalda contra espalda sobre la pira en la que van a ser quemados, alzando sus brazos hacia dos ángeles que respectivamente les otorgan su bendición en las esquinas del recuadro. A la izquierda se reconocen fragmentos del procónsul que ordenó su martirio, identificado por el nombre lisias, y de un verdugo arrodillado que alimenta la pira, mientras que a la derecha se observan otros tres verdugos, señalados como ministri, que avivan el fuego, uno de ellos agachado con un fuelle en las manos.
Las tres escenas restantes se conservan muy fragmentariamente, aunque se sospecha que mostraban episodios de la misma leyenda. En la capilla izquierda se aprecian dos ángeles y el fragmento de un hombre crucificado, cuyo brazo muestra el mismo atuendo que lleva Damián en la escena anterior; una posible alusión al episodio en que Cosme y Damián son atados a cruces, para recibir un martirio que milagrosamente se vuelve contra sus verdugos. De las dos es cenas correspondientes a la capilla del lado derecho, sólo se conservan fragmentos de un ángel erguido y restos de varios hombres junto a un paisaje de arquitecturas.
A pesar de la brevedad de lo conservado, se pueden re conocer numerosas conexiones entre las pinturas de San Juan de la Peña y las pinturas murales que decoran el panteón real de la colegiata de San Isidoro de León, que a nuestro parecer son obras muy cercanas en estilo y cronología. Se descubren conexiones básicas en el color blanco que sirve de fondo a ambos conjuntos pictóricos, en la forma y disposición de las letras que identifican a los protagonistas, en la manera casi idéntica de representar algunas arquitecturas, y en algunos detalles singulares: las bandas coloreadas que enmarcan las escenas, surcadas por líneas de puntos blancos; y las formas vegetales que decoran el intradós de los arcos.
Estas similitudes se confirman por la familiaridad de estilo y colorido que manifiestan algunas figuras humanas y por la reiteración de unas fórmulas semejantes en los gestos y atuendos de algunos personajes, como demuestra la figura de Damián orientado hacia el ángel, que tiene un paralelo en la figura del profeta Enoc pintado en el panteón leonés.
Según la teoría más aceptada, las pinturas del panteón real de San Isidoro de León fueron realizadas hacia 1100, durante el reinado de Alfonso VI (1065-1109). Ello lleva a situar la realización de las pinturas de San Juan de la Peña bajo el mecenazgo del rey de Aragón Sancho Ramírez (que era primo de Alfonso VI), con anterioridad a 1094, cuando tiene lugar la segunda consagración del templo románico. El paralelismo de ambas realizaciones se refuerza por el hecho de que San Juan de la Peña fuera también entonces panteón real, escogido por la primera dinastía de los reyes de Aragón.
La consagración de la iglesia de San Juan Bautista (posterior a la dedicación de 1080) se llevó a cabo el día 4 de diciembre de 1094, quizá bajo la mirada de un monumental Pantocrátor, pintado sobre la roca que cobija la iglesia, de rasgos semejantes al que se conserva en una bóveda del panteón de San Isidoro de León. Una solemne ceremonia, celebrada poco después de la muerte de Sancho Ramírez en el sitio de Huesca (el día 4 de junio), que fue oficiada por el obispo Pedro de Jaca, con la concurrencia de Pedro I rey de Aragón, Amato arzobispo de Burdeos y legado apostólico, Godofredo obispo de Magallona, Aymerico abad de San Juan de la Peña, Frotardo abad de San Ponce de Tomeras, Ramón abad de San Salvador de Leyre, la condesa doña Sancha y otros nobles del reino. 

Panteón real y panteón nobiliario
La Crónica de San Juan de la Peña señala cómo los altares de la primitiva iglesia dedicada a los santos Julián y Basilisa acogieron la tumba del primer ermitaño Juan, fundador del monasterio. Alrededor de este primer templo debió ir formándose una necrópolis, testimoniada por el osario que hasta no hace mucho tiempo existía en la sala del concilio, en una oquedad de la roca.

Panteón de los reyes 

La Crónica advierte además que, por su fama de santidad, el primitivo cenobio fue escogido como lugar de enterramiento, ya en los siglos IX y X, por los reyes de Navarra García Íñiguez, Sancho Garcés II Abarca, gran benefactor del centro, y García Sánchez ii el Temblón. Y más tarde por los reyes de Aragón.
La necrópolis real se localizaba bajo la peña, a la izquierda de la cabecera de la iglesia románica. Se sabe que estaba formada por veintisiete tumbas excavadas en la roca, junto a las que se alzaba una capilla funeraria. Todo este espacio fue remodelado a finales del siglo XVIII, con la construcción de un nuevo panteón real de estilo neoclásico por encargo del rey Carlos III, que conservó sólo algunas de las tumbas originales en la zona más profunda de la cueva.
Dentro del panteón neoclásico se pueden observar veintisiete placas de bronce con los nombres de numerosas personas ilustres supuestamente allí enterradas, pertenecientes a las casas reales y condales de Navarra y Aragón. No obstante, la documentación medieval tan sólo permite afirmar con seguridad que aquí se enterraron los miembros de la primera dinastía del reino de Aragón, es decir, los reyes Ramiro I, Sancho Ramírez y Pedro I, junto con sus esposas y familiares más cercanos.
Junto al panteón real hubo también un panteón de nobles, del que se conservan veinticuatro nichos de estilo románico y numerosas inscripciones funerarias, en la cara externa del panteón dieciochesco, que sorprenden al visitante cuando sube desde el piso inferior, antes de entrar en la iglesia románica. Son nichos de arco de medio punto, decorados con bolas y molduras de taqueado jaqués, que se disponen en dos filas superpuestas señaladas por impostas.
La inscripción funeraria más antigua corresponde al enterramiento de Fortuño Blasco y su mujer, grabada en la imposta que culmina la primera fila de nichos, que lleva la fecha de 1082; prueba de que al menos esta primera hilera ya estaba construida entonces. Le siguen cronológicamente la inscripción funeraria de Fortuño Enecones, que no lleva fecha, aunque se sabe que este noble murió en 1089; la de Lope Garcés, que lleva la fecha de 1091, y dos laudas fechadas en 1123.
La decoración escultórica de este espacio se corresponde muy bien con la cronología de finales del siglo XI y principios del siglo XII que indican las inscripciones sepulcrales. Los arcos que rodean los nichos de la fila superior apoyan en graciosas figurillas humanas, de animales, y columnillas; los propios nichos albergan figuras de cruces, florones, animales mitológicos e incluso una escena de contenido funerario, que parecen obra de artistas locales.

Panteón de nobles. Vista general

Panteón de nobles. Detalle 

Panteón de los nobles

Lápida sepulcral de Fortún Iñiguez (†1/1/1089), alférez de Sancho Ramírez

Panteón de nobles, Real Monasterio de San Juan de la Peña. Destaca el grifo asirio, magníficamente esculpido.

Panteón de nobles (Monasterio de San Juan de la Peña)

Lápida del nicho de Fortunio Blasqvionis, o Fortuño Blázquez, y de Eiximena, o Jimena, su esposa (†1082) 

Efectivamente, el nicho que representa el sepelio de un difunto manifiesta una composición muy similar a la empleada en el frente principal del sarcófago de doña Sancha, hermana del rey Sancho Ramírez fallecida en 1097, enterrada originalmente en la cercana iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós. No en vano, las tres escenas que componen el frente de este sarcófago aparecen adaptadas al espacio del semicírculo en el nicho pinatense, sin olvidar las figuras de animales mitológicos enfrentados (al parecer grifos), que también se encuentran en el citado sarcófago, en uno de sus laterales. Por otra parte, en los nichos de la fila inferior destacan dos figuras de animales, respectivamente un grifo y un felino, inscritos en círculos, y un crismón cuya circunferencia exterior aparece ornada por cuentas. Las tres tallas se deben sin duda al mismo escultor o taller que rea liza la portada románica de la iglesia parroquial de Binacua (Huesca), población cercana a Santa Cruz de la Serós, que reúne unos motivos extraordinariamente parecidos en su tímpano. 

Continuación de trabajos en el siglo XII: El claustro
Al claustro se accede por una magnífica puerta hispanovisigoda de arco de herradura dovelado que apea sobre impostas sogueadas y que evidentemente corresponde cronológicamente a la época de edificación de la iglesia inferior de los Santos Julián y Basilisa. Se apunta en la mayoría de lo leído que esta puerta debió de ser "trasplantada" en la época de la reforma impulsada por Sancho Ramírez pero hay opiniones dispares apuntando a que bien pudiera haber estado siempre en este emplazamiento. Lo cierto es que al interior de la misma junto a su jamba más alejada de la peña hay un vano de cuarto de punto que pudo haber sido la comunicación con la iglesia inferior y quizá el acceso a esta parte alta del monasterio a través de esta bella puerta.
La inscripción que la adorna, para Carmen Lacarra y García Lloret (Suma de Estudios 2000) fue realizada una vez recolocada en su actual posición, ya en el siglo XII.

Puerta de acceso primitivo al templo mozárabe. A través de una exquisita puerta mozárabe de arco de herradura, se adivina el claustro del monasterio. 

Posee dieciocho dovelas muy bien trabajadas que forman un arco de herradura. Sobre las mismas en cuidada letra se puede leer:
PORTA PER HA(N)C CAELI FIT P(ER) VIA CVQVE FIDELI + SI STVDEAD FIDEI IVNGERE IVSSA DEI
(Por esta puerta se abre el camino de los cielos a los fieles + que unan la fe con el cumplimiento de los mandamientos de Dios)

El claustro situado al costado derecho de la iglesia románica, el claustro de San Juan de la Peña contó en origen con cuatro galerías de arcos de medio punto, dispuestas alrededor de un patio rectangular en cuyo centro manaba una fuente. Un espacio de cautivadora belleza, verdadero remanso de paz propiciado por el ritmo de las arquerías, que nunca recibieron techumbre al estar guarecidas por la inmensa roca, o el fluir de la fuente, que actualmente mana en el lado norte bajo la roca.
Conserva sólo dos arquerías, situadas en los lados norte y este del rectángulo, ya que las otras dos fueron destruidas en alguno de los devastadores incendios que aquí tuvieron lugar a finales de la Edad Media. Así lo indica un texto sobre reparaciones pendientes en el monasterio de 1576 que señala cómo la mitad de su claustro estaba caído, “sin memoria de columnas ni arcos porque dicen fue quemado”.
La zona demolida fue reconstruida en época moderna por unas funcionales arquerías de ladrillo, que pueden apreciarse en fotografías antiguas del claustro. Su estado actual, sin embargo, deriva de la restauración llevada a cabo en los años 30 del siglo XX por Francisco Íñiguez Almech, que con solidó las arquerías originales y desmontó la obra moderna, instalando una serie de fustes y capiteles procedentes de la zona destruida sobre el podio del lado sur.
Los capiteles del claustro de San Juan de la Peña pertenecen a dos grupos estilísticos, correspondientes a dos etapas constructivas que cada vez conocemos con mayor precisión. La más antigua pertenece a la primera mitad del siglo XII y fue realizada por un taller heredero del arte cortesano jaqués. La segunda, mejor conservada, es la que se atribuye al trabajo de un artista románico anónimo, vinculado a la repoblación de la tierra nueva aragonesa, conocido con los apelativos de “maestro de San Juan de la Peña” y “maestro de Agüero”, que vino a finalizar la etapa anterior, integrando sus materiales, en la segunda mitad de la misma centuria.

Vista general del claustro

Otra vista del claustro 

Capiteles de tradición jaquesa
La primera etapa del claustro se encuentra testimoniada por nueve capiteles procedentes de la zona demolida, cuya ubicación se distribuye entre el museo del monasterio y el podio sur del claustro, más un capitel conservado en medio de la arquería norte, perteneciente a un soporte exento de cuatro fustes. Son capiteles tallados con decoraciones vegetales, zoo morfas y algunos temas narrativos que manifiestan sus conexiones más inmediatas con la última etapa del arte cortesano jaqués, dominada, en lo que a escultura se refiere, por los dos artistas que tallan el sarcófago de doña Sancha, hermana del rey Sancho Ramírez, que fue enterrada en la cercana iglesia de Santa Cruz de la Serós tras su fallecimiento en 1097.
Los capiteles decorados con motivos zoomorfos se vinculan con las primeras tendencias de la escultura románica a lo largo del Camino de Santiago: muestran leones enfrenta dos, enredados entre tallos vegetales; grifos enfrentados llevando presas en sus garras; y aves picoteando frutos, inscritas en roleos vegetales, que tienen evidentes paralelos, por poner un ejemplo, en la primera etapa del claustro de Santo Do mingo de Silos (hacia 1100). Si bien su acabado se relaciona más directamente con la decoración de varias construcciones románicas cercanas.
El capitel que muestra parejas de grifos enfrentados en sus cuatro caras, con caulículos en las esquinas, instalado en el podio sur del claustro, es el que mejor permite observar el ámbito artístico, cronológico y geográfico en que se inscribe esta etapa del claustro. Existen representaciones muy semejantes de parejas de grifos en un lateral del sarcófago de doña Sancha, conservado actualmente en el convento de madres benedictinas de Jaca; en un capitel conservado en la iglesia de Santa María en Santa Cruz de la Serós, procedente, al parecer, de su arruinado claustro; en un capitel de la sala capitular románica de la catedral de Jaca; en un capitel del ábside sur de la cabecera de Santa María la Real de Sangüesa (Navarra), obra así mismo de estilo jaqués; y en dos capiteles de la cabecera de San Salvador de Murillo de Gállego (Zaragoza), uno localizado en la cripta y el otro en el ábside central de la iglesia superior.

Capitel con grifos

Capitel de aves y entrelazos. 

En cuanto a los capiteles tallados con formas vegetales, uno conservado en el museo del monasterio muestra una decoración de caulículos y “pencas”, característica del arte jaqués, que emparenta directamente con los capiteles de la torre de la cercana iglesia monástica de Santa María en Santa Cruz de la Serós, con los que comparte la peculiaridad de tener sus pencas partidas, con una incisión en medio.

La conexión con el monasterio femenino de Santa Cruz de la Serós, lugar de emplazamiento original del sarcófago de doña Sancha, se refuerza en uno de los capiteles tallados con escenas narrativas, ubicado en mitad de la arquería norte, muy deteriorado, que tradicionalmente se identifica con una representación de la matanza de los Santos Inocentes. Se trata de otra pieza heredera del arte jaqués, como indica la palmeta que conserva en una esquina, clara reminiscencia de los “pitones”, o formas vegetales puntiagudas, que alternan con figuras humanas en varios capiteles de la catedral de Jaca.
No obstante, la principal fuente para esta obra parece ser un capitel conservado en Santa María en Santa Cruz de la Serós, que representa el tema evangélico de la huida a Egipto. Aunque no hay una similitud de ejecución inmediata, es la obra más parecida que conocemos: ambas piezas están decoradas con figuras femeninas vestidas con amplias túnicas, alternadas con formas de entrelazo vegetal, y una puerta amurallada con dos torres, entre las que asoma una figura humana de gran tamaño, posible representación de Herodes en su castillo.
Cabe sospechar, por tanto, que el taller que lleva a cabo la primera etapa del claustro de San Juan de la Peña derive de los artistas que trabajan en el monasterio de Santa María en Santa Cruz de la Serós, tallando el sarcófago de doña Sancha, los capiteles de su torre y los capiteles de su arruinado claustro. Obras que debieron llevarse a cabo durante la primera década del siglo XII, que manifiestan a su vez una amplia red de conexiones con otras esculturas aragonesas de su época.
Dentro de esta red de relaciones, la monumental cabecera de la iglesia de San Salvador en Murillo de Gállego (Zaragoza), de triple ábside, con dos pisos (cripta y altares superiores), arroja nueva luz sobre la sucesión cronológica y artística que se produce entre los talleres escultóricos de San ta Cruz de la Serós y San Juan de la Peña. En efecto, su cripta, obviamente su parte más antigua, conserva varios capiteles románicos de temática zoomorfa de excelente ejecución, que se relacionan con el prestigioso estilo del sarcófago de doña Sancha: particularmente el capitel con figuras de grifos enfrentados, antes comentado, y un capitel que muestra arpías enfrentadas, cuyos rostros humanos manifiestan el toque de uno de los dos artistas que labran el sepulcro.

Por el contrario el ábside central de la iglesia superior, necesariamente más tardío, conserva una serie de capiteles tallados en un estilo mucho más rudo, que se relaciona con la primera etapa del claustro de San Juan de la Peña, tanto que parecen obra del mismo taller. La decoración vegetal de capiteles y cimacios, las representaciones de leones y grifos, y algunos capiteles con figuras humanas del claustro pinatense, tienen réplicas extraordinariamente similares en Murillo de Gállego. Por ejemplo, la representación de Jesucristo dentro de una singular mandorla vegetal, flanqueado por flores y ángeles, en un capitel adosado al machón suroeste del claustro, se repite en el ábside central de Murillo de Gállego, bajo un arco fajón, con el mismo estilo rudo y los mismos detalles singulares.
Murillo de Gállego fue una de las poblaciones pertenecientes a la dote que el rey Pedro I entregó a su esposa doña Berta en 1097. Uno de los altares de su iglesia de San Salvador, posiblemente en la cripta, fue consagrado en el año 1102. La cabecera de este templo confirma una vez más que la primera etapa del claustro de San Juan de la Peña fue obra de un taller discípulo de los escultores del sarcófago de doña Sancha, a los que debió suceder en el tiempo, en la segunda o tercera década del siglo xii, durante el reinado de Alfonso I el Batallador (1104-1134).
La expansión del reino de Aragón hacia el Sur que tuvo lugar tras la reconquista de Zaragoza en 1118, trajo consigo un periodo de decadencia para el monasterio pinatense, que bien puede ejemplificar la rudeza del taller escultórico que inicia su claustro, cuyo trabajo, además, se vio interrumpido en algún momento de la primera mitad del siglo XII. Este momento bien pudo coincidir con el célebre mandato del abad Juan, iniciado hacia 1136, que dilapidó el patrimonio del monasterio dejándolo al borde de la ruina económica, motivo por el cual fue depuesto de su cargo y expulsado del reino por el príncipe Ramón Berenguer IV y el arzobispo de Tarragona Bernardo, en diciembre de 1157. 

Capiteles del “maestro de San Juan de la Peña
Las dos únicas arquerías del claustro de San Juan de la Peña que se mantienen en pie, situadas en los lados norte y oeste del rectángulo, pertenecen a un estilo bien distinto de la escultura observada hasta el momento. De manera general se enmarcan dentro de la renovación artística que tiene lugar en los reinos peninsulares durante el último tercio del siglo XII, lo que se conoce como románico tardío o protogótico.

Arquería del lado oeste 

Sus capiteles están centrados en la figura humana, desarrollando un programa inspirado en la Biblia que sigue de cerca el nuevo prototipo iconográfico que triunfa a finales del siglo XII en la escultura monumental de Castilla, Navarra y Aragón, alrededor de los focos de Soria, Silos, El Burgo de Osma, Tudela, Estella o Zaragoza. Por poner un ejemplo, el ciclo de la vida de Jesús aquí representado tiene un fiel para lelo en el claustro de Santo Domingo de Silos (Burgos), como demuestra que ambas construcciones conserven capiteles de gran tamaño (correspondientes a cuatro fustes) en mitad de sus arquerías occidentales, que representan el episodio evangélico de la entrada de Cristo en Jerusalén, con un estilo distinto, pero basado en los mismos patrones iconográficos. El paralelismo de ambas construcciones se refuerza porque ambos claustros fueron iniciados a principios del siglo xii pero no vieron finalizar sus arquerías hasta finales de esa centuria.
Descendiendo más al detalle, los capiteles de la segunda etapa del claustro de San Juan de la Peña encuentran su grado de parentesco más inmediato, en estilo e iconografía, con el grupo de tallas atribuidas al llamado maestro de San Juan de la Peña o maestro de Agüero, que se encuentran dispersas a escala comarcal al Sur y al Oeste del cenobio pinatense, en construcciones tardorrománicas localizadas en las Cinco Villas de la provincia de Zaragoza, en las poblaciones de Uncastillo, Luna, El Frago, Ejea de los Caballeros, Tauste y Biota, así como en Sangüesa en la provincia de Navarra y en Almudévar, Huesca y Agüero en la provincia de Huesca.
Es conjunto de obras que manifiesta una fuerte personalidad, capaz de integrar distintas tradiciones artísticas en un estilo único, así como una extraordinaria cohesión, observable en sus constantes formales, lingüísticas y temáticas, que apuntan hacia un sistema de trabajo semejante al empleado por los grandes pintores y escultores del arte bajomedieval, que comenzaron a despuntar en Europa durante el románico tardío. Son maestros que trabajaban al frente de grandes talleres, cuya producción artística mantenía siempre el estilo inconfundible de su director, aun cuando las piezas pudieran ser realizadas por sus discípulos.
En San Juan de la Peña el maestro demuestra haber reutilizado los materiales de la construcción precedente para su propia obra, integrando uno de los capiteles pertenecientes a la primera etapa del claustro en mitad de la arquería norte, aprovechando algunos cimacios, e incluso enriqueciendo la talla de estas piezas con pequeños añadidos: unos peculiares “pliegues de muescas”, que constituyen el rasgo más característico de su estilo. En efecto, en ninguna de las muchas esculturas románicas aragonesas vinculadas con la primera etapa del claustro pinatense, que hemos observado antes, se encuentra algo parecido a estos pliegues, que bien pueden ser un añadido posterior. Así lo parece sobre todo en el capitel de los grifos enfrentados, cuyas nalgas también muestras estas incisiones. No es la única vez que el maestro actúa de este modo: en la iglesia Santa María la Real en Sangüesa restaura la portada meridional del templo, reutilizando fragmentos escultóricos de campañas anteriores, que intercala con sus propias tallas.

Los capiteles del claustro desarrollan un ciclo narrativo bíblico, inspirado en pasajes del Génesis y de la vida de Jesús. Aunque la ubicación original de algunas piezas ha sido alterada, conocemos con bastante precisión el orden original de sus escenas, que comenzaba en el machón de la esquina noreste, con la Creación de Adán y Eva, el Pecado Original y la reprensión divina. Y continuaba en la arquería norte con los trabajos de Adán y Eva, las ofrendas de Caín y Abel, y todo el ciclo de la vida de Jesús: Anunciación, Visitación, Nacimiento y Anuncio a los pastores, Reyes Magos camino de Belén, comparecencia de los Magos ante Herodes, astrólogos consultando las escrituras y asesinato de Abel, Matanza de los Inocentes (capitel reaprovechado), Epifanía y sueño de los Reyes Magos, san José avisado por el ángel y Huida a Egipto, Bautismo de Jesús y Presentación en el templo (capitel hallado en excavación, instalado en el podio sur), Tentaciones en el desierto, llamamiento de los cuatro primeros discípulos y Boda en Caná de Galilea, ya en el machón del ángulo noroeste. Continúa en la arquería oeste con las escenas del encuentro de Jesús con María Magdalena, Resurrección de Lázaro, consejo de los sacerdotes judíos y Unción de Betania, Entrada de Cristo en Jerusalén, Lavatorio de los pies y Última Cena, interrumpiéndose el ciclo en la escena de la traición de Judas. Síntoma de que la narración continuó a lo largo de la destruida arquería sur, donde finalizaría el ciclo de la Pasión de Jesús. A buen seguro, el resto del claustro estuvo dedicado a representaciones del bestiario, donde los capiteles zoomorfos de la primera etapa debieron alternar con las representaciones de juglaría (bailarina contorsionada), más características en las obras del maestro.

Reprensión divina a Adán

Trabajos de Adan y Eva. Capitel de la galería septentrional del claustro del monasterio benedictino. Adán utiliza el arado romano. 

Trabajos de Adan y Eva. Capitel de la galería septentrional del claustro del monasterio benedictino. Adán utiliza el arado romano.

Asesinato de Abel

Anunciación y anuncio a los pastores

Anunciación 

Los magos consultando las profecías

Los magos a caballo

Los magos ante Herodes

El sueño de José

Bautismo de Jesús

Entrada triunfal en Jerusalén

Jesús en el lago Tiberiades, y Boda de Caná

Jesús predicando sobre las aguas

Encuentro de Jesús con María Magdalena

Muerte de Lázaro y encuentro con Magdalena

Bodas de Caná

Resurrección de Lázaro 

Entrada triunfal en Jerusalén

Última Cena

Última cena 

Dentro del grupo de obras que se atribuyen al anónimo artista, las realizaciones más próximas a los capiteles del claustro pinatense se encuentran en la portada norte de San Salvador de Ejea (Zaragoza), en la portada oeste de San Salvador de Luesia (Zaragoza) y en la portada sur de San Miguel de Almudévar (Huesca), donde se repitieron muchos de sus modelos iconográficos, adaptados a distintos soportes; aunque resultan igualmente cercanos por su estilo (y sin duda por su cronología) sus diversos trabajos escultóricos en las iglesias de Santiago de Agüero, San Nicolás de El Frago y Santa María la Real de Sangüesa.
La indagación sobre la identidad del maestro de San Juan de la Peña, verdadera labor detectivesca aún no resuelta, nos ha llevado a descubrir, al menos, quienes fueron sus principales mecenas. Numerosos indicios históricos y documentales sitúan el inicio de su actividad hacia 1165 al servicio del obispo de Zaragoza, Pedro Torroja (1152-1184), en la decoración de iglesia de San Felices de Uncastillo. Un prelado que fue preceptor del rey Alfonso II de Aragón (1162-1196), que se vincula también con las actuaciones del maestro en las iglesias de San Gil de Luna, el claustro de San Pedro el Viejo de Huesca (hacia 1170), San Antón de Tauste y San Salvador de Ejea de los Caballeros (hacia 1174).
En cuanto a la actuación del maestro en el claustro pinatense, es obvio que se produce tras la recuperación de la crisis financiera que el monasterio experimenta a mediados del siglo xii; recuperación favorecida por Alfonso II, que visitó el cenobio pirenaico en diversas ocasiones y le concedió abundantes donaciones, documentadas en los años 1162, 1169, 1174, 1177, 1182, 1194 y 1195. Dentro de este amplio período destaca por su relevancia el abadiado de Dodón (c.1173-c.1187), que mantuvo estrechos lazos con el rey, acompañándole en su expedición a Lorca y Valencia en 1177, que incluso viajó a Roma en 1179 para participar en III Con cilio de Letrán, obteniendo del papa Alejando III una bula que confirmaba las posesiones adquiridas por el monasterio pinatense hasta aquel momento.
Todo apunta a que es durante este importante abadiado cuando se finaliza el claustro de San Juan de la Peña, alrededor de las sustanciosas donaciones que Alfonso II regala al monasterio en 1177 y 1182. Esta obra habría contado así mismo con el apoyo del gran benefactor del maestro, el obispo Pedro Torroja, si hemos de creer al religioso del siglo xviii padre Ramón de Huesca, cuando advierte que este prelado “concurrió con mucha complacencia y limosnas” a la “fábrica” de San Juan de la Peña. Tenemos al menos la certeza de que Pedro Torroja y el abad Dodón se conocían, ya que ambos concurrieron en diciembre de 1179 a la consagración de la iglesia de Santiago en Luna (Zaragoza), sede de un priorato dependiente de San Juan de la Peña.
Cabe pensar que la obra estuviera finalizada o próxima a su conclusión en el año 1184, cuando fallece el obispo Pedro Torroja. Este hecho debió suponer un cambio para el autor de sus capiteles, ya que si hasta entonces había trabajado al servicio de la poderosa familia Torroja y el rey de Aragón, a partir de ese momento realiza encargos en iglesias pertenecientes al monasterio de San Juan de la Peña, como eran las de San Nicolás de El Frago y Santiago de Agüero, y en otros templos situados en su área de influencia, dependientes de la diócesis de Pamplona, como eran San Salvador de Luesia y Santa María la Real de Sangüesa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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