Románico
en la Sierra de Codés
Aguilar de Codés
La villa de Aguilar de Codés ocupa uno de los
términos más occidentales de la merindad de Estella, y por lo tanto uno de los
más lejanos de Pamplona (84 km). El municipio limita al Norte y al Sur con la
provincia de Álava. Desde la autovía del Camino (A-12) se toma el desvío de Los
Arcos hacia Torres del Río; de allí se sigue el curso del Linares por la
NA-7205 dirección Aguilar. Poco antes de llegar a la villa estellesa, la
iglesia de San Bartolomé aparece en la ladera, a la derecha de la carretera.
El caserío de la población, bajo el agreste
perfil de la sierra de Codés, ocupa la plataforma de una pequeña meseta que
domina el corredor del río Linares o Aguilar. De planta rectangular, se
organiza a partir de la que fue rúa mayor y sigue el eje E-O, en un diseño
urbano característico de las poblaciones vinculadas a una vía de comunicación
importante y creadas mediante concesión de fueros y ordenación de solares por
los monarcas navarros en los siglos XI, XII y XIII. Recorría la villa un ramal
secundario del Camino de Santiago, por lo que en la Edad Media contó con
hospital de peregrinos. Su fundación fue bastante posterior a la construcción
de la iglesia de San Bartolomé, templo que ahora nos ocupa. Al parecer, la
población nació en 1269 como un desdoblamiento de Marañón. Teobaldo II concedió
entonces a sus nuevos pobladores el fuero de Viana, el derecho de mercado y la
exención de peajes.
Iglesia de San Bartolomé
El pequeño templo de San Bartolomé se encuentra
al Sudeste de Aguilar, bajo el escarpe que acoge su caserío. Se accede a su
entorno después de recorrer unos 200 m por un camino de uso agrícola.
Restaurado en los años cincuenta por la Institución Príncipe de Viana, se
conserva hoy en buen estado.
Sustancialmente anterior a la fundación de la
villa de Aguilar, ¿cuál fue el contexto histórico de su construcción? En esta
ocasión no conocemos ningún documento que nos sirva para aclarar en lo posible
este proceso. Aunque se ha apuntado que la ermita dependió del monasterio
benedictino de San Jorge de Azuelo, nada hay, más allá de la proximidad física,
que lo confirme. La indudable calidad artística de su decoración escultórica,
así como la propia originalidad del edificio conforman, aun en su reducido tamaño,
una obra de indudable empeño e interés.
Analicemos primero algunos elementos y rasgos
formales que nos permitan establecer pistas sobre su origen histórico. El
Catálogo Monumental de Navarra cita que durante la restauración del monumento
una inscripción medieval, hallada en el entorno, se embutió en la parte
inferior del exterior del ábside. En ella se cita a un Arnaldo, presbítero y
archidiácono de Angulema, cuyo cuerpo fue enterrado allí el año 1185:
ERA M CC XX III / [HI]c REQ(u)IESCIT
ARNALD(us) Q(u)I FUIT / [PRES]BITER [ET] ARCHID(ia)C(o)N(us) EX P(ro)VI(n)CIE
EN / [G]OLISM(en)CIS ADDUCTUS DIE K(a)TEDRA S(an)C(t)I / [PETRI] ET SEPULT(us)
IUXTA EV(an)GIL(iu)M
(“Era de 1223. Aquí descansa Arnaldo, que
fue presbítero y archidiácono de la provincia de Angulema, muerto el día de la
Cátedra de San Pedro y enterrado junto al Evangelio”).
A pesar de que el nombre propio Arnaldo es
común en la época, su cargo y procedencia actúan como signo de la dignidad y “distinción”
del fallecido. Efectivamente, un Arnaldo Ponchat aparece en la documentación
como sacrista, engolismensis ecclesie canonicis en 1173.
El enterramiento del canónigo franco en San
Bartolomé documenta el paso de peregrinos jacobeos por el corredor del río
Aguilar. Ya se ha citado la presencia de un albergue de peregrinos en la villa
de Aguilar durante la Baja Edad Media.
No obstante, ya antes de la fundación y
conformación de la villa, debía de pasar por la ermita un itinerario menor del
camino de Santiago que salía de Navarra por Lapoblación, localidad que
contaba también con hospital.
La colegiata de Roncesvalles documenta
posesiones en el cercano lugar de Collantes, unificado posteriormente con
Aguilar, desde 1197. Como veremos, las características de las bóvedas góticas
de San Bartolomé nos remiten directamente a la colegial pirenaica y su peculiar
definición estilística. Tal es así que se ha observado una relación directa
entre ambas obras, apuntalando la hipotética vinculación, no documentada, entre
San Bartolomé y Roncesvalles. ¿Formó parte la iglesia de San Bartolomé de un
enclave jacobeo asociado a Roncesvalles, quizá con finalidad asistencial y
funeraria? Todas las pistas citadas parecen responder de manera afirmativa.
Analicemos minuciosamente el edificio; busquemos en sus elementos y
características más respuestas, más preguntas.
Tradicionalmente se han distinguido dos
momentos constructivos diferenciados. El más antiguo, representado por la
planta de la ermita, su perímetro mural y la decoración esculpida de la portada
se caracteriza como románico; por el contrario, las cubiertas se asocian ya al
gótico.
No obstante, la homogeneidad constructiva que
el templo desprende dificulta notablemente una división cronológica radical de
las fases constructivas; de hecho, las cronologías de portada y bóvedas no
parecen tan lejanas como su diferenciación estilística parece proponer.
Organiza su planta con un profundo presbiterio
de cierre semicircular y anteábside rectangular, y nave algo más ancha,
dividida a su vez en dos tramos cuadrados. Sus dimensiones son pequeñas, con 14
m de longitud por 5,3 de anchura en la nave y 3,8 de diámetro para el ábside.
Lo más peculiar de la planta son los soportes, palpablemente sobredimensionados
e integrados por potentes contrafuertes exteriores y anchas pilastras al
interior; los muros superan ligeramente el metro de grosor. Ciertamente el sistema
de soportes excede en mucho las necesidades arquitectónicas de la propia
estructura construida.
Llama la atención la regularidad sistemática y
simétrica de su ubicación perimetral, así como la presencia de pares de
contrafuertes en ángulo recto sobre los vértices del hastial. La perfección
compositiva se extiende a la concepción planimétrica del semicilindro absidal
con sus correspondientes vanos y estribos. La puerta principal se abre en el
muro del evangelio del tramo de los pies. En esa misma parte del muro, pero en
el tramo siguiente, se encuentra, junto al contrafuerte, una pequeña portadita también
de medio punto.
Da la impresión de que la configuración de
muros y pilastras debía de prever una bóveda de cañón apuntado, con un poderoso
fajón central y dos más finos que enlazarían la bóveda con el hastial
occidental y el toral del presbiterio.
Ciertamente esta configuración no responde a un
tipo conocido en el románico navarro; el encuentro de las bóvedas de cañón y el
hastial nunca se subraya con un fajón.
Al exterior, de nuevo son los potentes estribos
y los muros de sillar bien labrado los que caracterizan el conjunto. Las
hiladas se suceden de manera homogénea, integrando sillares de buen tamaño y
labra perfectamente prismática y pulida.
Todo el perímetro mural se traba y articula a
partir de ligeros y escalonados rehundimientos del grosor de muros y estribos.
La línea inferior une los basamentos de paramentos y contrafuertes; a media
altura otra intermedia señala el arranque de los vanos de la cabecera; el
perímetro mural se remata mediante una imposta de molduración cóncava. El
tercio superior de la fachada sur y la mitad superior del ábside muestran
cierta discontinuidad que se puede relacionar con el cambio de diseño de vanos
y bóvedas.
Los vanos, beneficiados con la amplitud de los
paramentos liberados por los plementos de las crucerías sexpartitas, adquieren
un desarrollo y amplitud impensable para bóvedas de cañón y horno. Los tres del
cilindro absidal llevan doble abocinamiento simétrico, y rasgan todo el espacio
longitudinal posible entre la bóveda interior y el zócalo cilíndrico. En la
parte superior del primer tramo del muro sur se horadan dos más, que junto al
óculo de los pies componen el cuerpo de luces del templo. Todos ellos carecen
de molduración, más allá de las aristas vivas y las dos coronas concéntricas
del óculo.
Toda la escultura monumental conservada se
localiza en la portada del muro sur, con dos capiteles, dos zapatas y un
interesantísimo tímpano con crismón sostenido por ángeles. El conjunto resulta
tan bello como sorprendente: bello por sus proporciones y la calidad de la
labra, elegante y profunda; sorprendente por su magnífico estado de
conservación y su ubicación geográfica tan apartada. También por las tres
inscripciones de valor ritual y presencia especialmente exitosa en la ruta
jacobea.
Todos los elementos vienen a enmarcar y
subrayar el gran tímpano central con el crismón y el cordero. Al no asociarse a
un paramento adelantado, la profundidad del muro se articula mediante una sola
arquivolta de platabanda sobre columnas acodilladas de fustes monolíticos;
corona un amplio tímpano sobre zapatas y montantes rectos y profundos. Se
completa el conjunto mediante un guardalluvias de moldura cóncava, que apea
sobre los cimacios lisos de las columnas.
Las columnas conservan dos interesantes
capiteles: el izquierdo lleva una pareja de gallos con cola de dragón
(¿arpías?) que afrontan sus pechos y unen sus colas; por el otro lado otras dos
aves (¿águilas?) llevan un pájaro en sus garras, mientras unen sus dorsos y
vuelven las cabezas. Destacan los fondos muy calados, labrados con labores de
trépano y nervios perlados, así como las volutas y piñas de los ángulos
superiores. Curiosamente, las copas de estos dos magníficos capiteles de
motivos vegetales con rico claroscuro casi geométrico, tallos perlados y
remates almenados relacionan su aspecto general con algunos capiteles del ala
occidental del claustro y de la cabecera de la catedral de Tudela. También son
interesantes y naturalistas las esculturas de las dos zapatas que soportan el
tímpano: a la izquierda, las cabezas de dos leones llevan en sus fauces a una
cabra; a la derecha se colocan sendos bustos de toro muy deteriorados.
Pero como núcleo y centro de todo el esfuerzo
decorativo de la puerta, destaca el tímpano, con su monumental crismón central,
presidido por el Agnus Dei e inscrito en una fina corona circular. A ambos
lados es sostenido por sendos ángeles arrodillados, detrás de cada uno de los
cuales hay una flor. Siguiendo la geometría semicircular del sillar, los
ángeles ocupan las enjutas del semicírculo, con un ala sobre el borde exterior,
y otra abrazando la corona del crismón. Los plegados están resueltos de un modo
decididamente plástico y volumétrico, dejando amplias superficies redondeadas y
lisas en un intento de traducir las formas anatómicas de muslos, rodillas y
hombros, conforme a soluciones de tradición bizantinizante. Los cabellos se
organizan mediante una sucesión de caracolillos seriados sobre la frente, en
tanto que las bocas adquieren un rictus un tanto artificial e inexpresivo.
Finalmente, las manos que sujetan el disco son proporcionadas y naturales en su
posición. El cordero se labra con rasgos también incipientemente naturalistas,
repitiendo los convencionalismos citados en el tratamiento de los mechones. Por
su parte los radios del crismón se decoran con palmetas en los extremos y
perlados besantes en sus centros.
En esta ocasión las interesantísimas
inscripciones que se han conservado nos van a ayudar a entender el valor exacto
de la portada y su mensaje. Nos permiten, por una vez, conocer el fundamento
literario que las imágenes van a ilustrar. En la línea del dintel se labra el
versículo 8 del Salmo V de la Biblia:
INTROITO: IN DOMUM: TUAM: DOMINE:
ADORADO: AD TEMPLUM SANCTUM: TUUM: IN TIMORE TV[O]
(“Entraré en tu casa, Señor, y me postraré
hacia tu santo templo, lleno de tu temor”).
En la corona del crismón la inscripción funde
dos versículos del capítulo 5 del Apocalipsis de San Juan (9 y 12):
DIGNUS EST: AGNUS: Q(u)I OCCISUS EST:
APERIRE [LIBRUM¿?]: [E]T ACCIPERE: VIRTUTEM: DIVINITATEM: SAPIENCIAM:
FORTITUDINEM: HONOREM: B(endictio)NEM
(“Digno es el Cordero que ha sido
sacrificado, de abrir el libro y de recibir la virtud, la divinidad, la
sabiduría, la fortaleza, el honor y la bendición”).
La tercera, mucho más breve, graba AGNUS DEI,
sobre las páginas del libro que sostiene el Cordero.
Para Dulce Ocón, las inscripciones, junto a la
propia representación escultórica, establecen una analogía entre el acceso
físico al templo y las primeras palabras del ritual litúrgico. La puerta nos
permite el acceso a la Eucaristía, y con ella al espacio místico y celestial
que el propio templo recrea. En este sentido, las figuras y su iconografía
refuerzan la asociación entre la iglesia construida y la Jerusalén celestial.
La misma autora ha apuntado la posibilidad de que el concepto iconográfico y programático
de San Bartolomé suponga una reducción de la portada alavesa de Armentia,
también en el Camino de Santiago, y sólo distante de Aguilar una treintena de
kilómetros. Desde el punto de vista compositivo, da la impresión de que es el
crismón de Jaca, con leones en lugar de ángeles, el que señala el inicio de la
exitosa serie. Ya Uranga Galdiano constató la presencia de una propuesta
iconográfica similar a la estellesa en la portada oeste de San Pedro el Viejo
de Huesca. Ciertamente es Aragón la región de mayor densidad de tímpanos con
crismón y ángeles: Dulce Ocón cita también las iglesias del Salvador en Ejea de
los Caballeros, San Nicolás de El Frago, San Felices de Uncastillo y Santa
María la Mayor de Tamarite de Litera.
Los rasgos estilísticos de las figuras y
capiteles muestran las características del último románico navarro, con figuras
de gran riqueza plástica, labra virtuosa e incipientes tendencias naturalistas,
sobre todo en los animales. Composiciones paralelas se pueden observar también
en Irache, y sobre todo en el claustro de la catedral de Tudela, cuyos vínculos
formales ya fueron propuestos por Uranga Galdiano, y precisados detalladamente
por Fernández-Ladreda.
Se han detectado ocho marcas de cantería
diferentes que aparecen tanto en los muros laterales y jambas de la portada,
como en el cilindro absidal. Todas ellas son de diseño muy común, por lo que, a
pesar de que seis aparecen también en La Oliva, nada podemos deducir que no sea
la simple constatación de su presencia. Las marcas parecen confirmar la
realización del cierre absidal en dos momentos sucesivos. Ciertamente, si se
observan sus abundantes señales gliptográficas, las más repetidas cambian del
zócalo a la zona de los vanos. Así, en la parte baja predominan las “W”,
mientras que en la superior son sustituidas por las “T”. Da por tanto la
impresión de que en la construcción del zócalo y cuerpo de luces intervinieron
grupos distintos de canteros, lo que justificaría el cambio de orientación de
la obra. Sin embargo, no se observan bruscas transformaciones en las hiladas de
sillería, ni en la ejecución de los propios estribos, que indiquen la
existencia de una prolongada ruptura entre ambas fases constructivas. Es más,
la proximidad cronológica de los dos momentos justifica la existencia también
de marcas de cantero comunes en la parte superior e inferior del ábside, aunque
de menor frecuencia que las anteriormente reseñadas.
En el interior, las sensaciones que recibe el
visitante son sorprendentes. La luz, homogénea e intensa, llega desde tres de
los cuatro lados. El interés porque la iluminación defina el espacio interno es
especialmente acentuado en el ábside y en el muro sur, con dos puertas y dos
ventanas. La segunda sorpresa viene de las bóvedas sexpartitas, de génesis
puramente gótica. Como ya se ha apuntado en el análisis planimétrico, apean
sobre robustos pilares, erigidos originalmente para soportar el empuje de potentes
fajones y su correspondiente bóveda de cañón. Da la impresión de que se puede
trazar una línea en los muros, que bajo los sencillos cimacios que rematan las
pilastras señalaría el paso del proyecto cubierto con cañón al que adapta la
crucería como solución. Allí es donde se localizan, por ejemplo, los dos vanos
del muro sur.
En todo caso, la resolución del espacio absidal
es muy satisfactoria, ya que combina su luminosidad con el escalonamiento de
muros, propio de la planimetría románica. Cada uno de los tres plementos
centrales de la bóveda encaja sobre las roscas de las ventanas dibujando un
perfecto arco de medio punto. Estructuralmente están más cerca de los vanos
góticos que de los profundos abocinamientos en aspillera. En consecuencia, la
rosca del arco es plana, curvándose conforme sus jambas se acercan al zócalo
semicilíndrico inferior. Es difícil casar los arcos de planimetría poligonal,
con el zócalo semicircular. Sin embargo, esta adaptación está realizada con tal
delicadeza y habilidad que pasa desapercibida. Por sus enjarjes perfectos, los
vanos, tanto de la cabecera como del primer tramo del lado de la Epístola, se
debieron de realizar en la misma campaña que las bóvedas. Siguiendo la misma
lógica constructiva observada en la nave, el zócalo perimetral se debió de
erigir para soportar una bóveda de horno con pequeños vanos muy abocinados.
La cronología de San Bartolomé de Aguilar de
Codés, aun sin documento alguno sobre su origen y construcción, contiene dos
vínculos formales que permiten fijarla de manera bastante precisa: por un lado,
la relación de su escultura con Tudela la fecharía, como pronto, en los últimos
años del siglo XII; por otro, las bóvedas de Roncesvalles debían de estar
erigidas para fines del primer cuarto del siglo siguiente. Recientemente
Fernández-Ladreda ha precisado más las relaciones con Tudela, llevando la
cronología de la escultura de San Bartolomé a los primeros años del XIII.
Asociando ambas, y aceptando la relativa homogeneidad entre las dos fases
constructivas, se puede deducir que portada, muros perimetrales y ábsides se
iniciaron en los últimos años del XII, finalizándose la obra probablemente ya a
fines del primer cuarto del siglo siguiente. Aunque también se ha utilizado la
data de la lápida como fecha ante quem en la construcción, da la impresión de
que únicamente indica la existencia en 1185 de un oratorio u hospital en el
lugar de la capilla.
Ubago
La pequeña localidad de Ubago se encuentra
situada en la comarca de la Berrueza y pertenece al municipio de Mendaza,
dentro del partido judicial y de la merindad de Estella. Dista unos 72 km de
Pamplona que podemos recorrer por la Autovía del Camino de Santiago A-12
desviándonos a la altura de Los Arcos para tomar, en este punto, la NA-129.
A comienzos del siglo XIII aparece como
testigos en varios documentos de Irache Martín López de Ubago y García de
Ubago. En 1236 el rey de Navarra Teobaldo I el Trovador (1234- 1253) lo
instituyó como lugar de realengo con una pecha anual de ochocientos sueldos. A
mediados del siglo XIV contaba con seis fuegos y un solo vicario que atendiera
su parroquia.
Iglesia de San Martín de Tours
La parroquial de Ubago es una construcción que
se comienza a finales del románico, presentando una clara transición hacia el
gótico y con las bóvedas realizadas en el siglo XVI. Ante tal panorama, nos
limitaremos a estudiar sus elementos románicos –que principalmente se
circunscriben a la cabecera– citando, tan solo, algo de los restantes.
Se trata de un edificio de una sola nave con
sacristía muy moderna. Presenta una estructuración en dos tramos desiguales
–más largo el último– y la cabecera.
La ordenación nos recuerda a varios edificios
tardorrománicos en Tierra Estella donde se esmeraron en la edificación de la
cabecera y dejaron la nave inicialmente con cubierta de madera. Dicha cabecera
se divide, a su vez, en dos espacios mediante semicolumnas adosadas al muro que
presentan la típica basa de doble toro y escocia con lengüetas y bolas en las
esquinas, sobre un pequeño podium. Sus capiteles, como el resto de las
superficies pétreas, se encuentran drásticamente repicados mediante bujarda. En
el arco de embocadura del ábside, en contacto con el retablo, el capitel
meridional presenta tallos rematados en volutas y el septentrional, hojas
grandes lisas hendidas y con rebordes incisos que se vuelven en florones, casi
todos rotos. El arco de inicio del anteábside se mejora el diseño del anterior
mediante florones tanto en las esquinas (flordelisados) como en el centro de
cada cara, donde en uno de ellos también añadieron un adorno de tallos con
hojitas en espiga. Este tipo de capiteles deriva del modelo introducido en el
Valle de Ebro a través de Santo Domingo de la Calzada que contó con fuerte
presencia en las naves de Irache. La cubierta de la cabecera consta de un tramo
de cañón apuntado y bóveda de horno igualmente apuntada. Algunos autores han ligado
el apuntamiento y la potencia de la arquitectura en la citada cabecera con
influencias cistercienses, aunque como acabamos de decir los antecedentes están
más cercanos.
La nave en su presentación actual ha de
adscribirse al siglo XVI, incluida la portada con sencillo vano apuntado de
enormes dovelas sin abocinar, con un pequeño escudo con llaves cruzadas en la
clave. La misma cronología corresponde a sus bóvedas de crucería sencilla sobre
ménsulas.
Al exterior puede apreciarse algo más su
primitivo origen románico. El ábside semicircular, al interior y al exterior, está
dividido en cinco paños por cuatro columnas, como en otras iglesias de Tierra
Estella. Presenta sillería de bastante buena calidad de intensa tonalidad
rojiza. La ventana absidal fue ampliada para crear un efecto de transparente
con el retablo barroco. Los muros terminan en simples canecillos lisos
levemente cóncavos, de las mismas alturas que los capiteles de las columnas
citadas. La cornisa sostiene una sobreelevación posterior realizada en
sillarejo y argamasa.
Las cuatro columnas –una de las cuales está
parcialmente tapada por la estructura de la sacristía– apoyan sus sencillas y
erosionadas basas sobre podios. En los capiteles de las mismas encontramos uno
cuya decoración es semejante a la de los mejores capiteles del interior, con
hojillas intermedias dispuestas en los huecos de los combados; en otro, muy
deteriorado, las hojas lisas más simples se combinan con volutas. De entre los
cuatro sobresale por su temática el situado a la izquierda del único vano de la
cabecera. Se trata de una pieza donde los florones de esquina han sido
sustituidos por una cabeza monstruosa que enseña sus dientes apretados, a la
izquierda, y la de un hombre, a la derecha. El peinado que porta éste último,
con melena corta vuelta en rizos y breve flequillo en la frente, recuerda
intensamente al que será más frecuente en el segundo tercio del siglo XIII,
empleado en el claustro de San Pedro de Olite y en San Saturnino de Artajona.
Este elemento podría justificar una datación avanzada. Si todo el conjunto de
la cabecera hace pensar en las primeras décadas de la decimotercera centuria,
en clara derivación de las soluciones empleadas en Irache, el capitel señalado
hace pensar que pudo ejecutarse en el segundo cuarto de dicho siglo.
Por último, debemos mencionar la sencillísima
pila bautismal, situada en el lado del evangelio, compuesta por fuste
cilíndrico y taza semiesférica lisa.
Olejua
Olejua se sitúa el Valle de Ega o Valdega y
pertenece al partido judicial y a la merindad de Estella. Dista 57 km de
Pamplona, que se recorren por la Autovía del Camino de Santiago A-12
desviándose en la localidad de Los Arcos y tomando la NA-132.
Las primeras noticias documentales de la
población corresponden a los últimos años del siglo XI, cuando sus vecinos
invadieron los términos del castillo de San Esteban de Monjardín, en tiempos
del rey Sancho Ramírez. En el año 1231 García de Arróniz y su esposa donan las
pechas del lugar a la Orden de San Juan de Jerusalén, que lo integrarán dentro
de la encomienda de Cogullo-Melgar. De esta manera, en 1325, dicha institución
cobraba de la villa 177 robos de trigo y elegía para vicario uno de los cuatro
candidatos que le presentaban los vecinos de Olejua.
Durante los siglos XIII y XIV la Colegiata de
Roncesvalles fue adquiriendo varias propiedades en la localidad. Por estas
fechas, el lugar contaba con ocho fuegos, cuatro de hidalgos y cuatro de
campesinos, y –como hemos dicho– un vicario de presentación de San Juan de
Jerusalén.
Iglesia de Santiago
La estructura general de la parroquia de
Santiago de Olejua es muy parecida a la de su vecina de San Millán de Oco. La
mayoría de autores apuestan por una cronología cercana al 1200 y por la misma
influencia estilística, que no cronológica, del monasterio de Irache. Se trata,
al igual que en Oco, de un edificio de una sola nave dividido en cuatro tramos
más la cabecera. Entre los siglos XIII y XV se dotó a la iglesia de algunos
añadidos de arquitectura militar o defensiva, en el siglo XVI se transformó el
primer tramo abriendo a cada lado del mismo capillas y sacristía (ésta en el
lado de la epístola), por fin, en el siglo XVIII se edificó la torre y se
practicó una portada a los pies que hizo tapiar el antiguo ingreso románico.
El ábside, construido en buen sillar, se divide
en cinco paños mediante cuatro enormes columnas –dos de ellas casi cubiertas
por la fábrica de la sacristía–, apoyadas en podio y culminadas en capiteles
decorados, uno, a base de pencas superpuestas nervadas, volutas apenas
apuntadas y hojas curvas afrontadas, y de hojas en espiga de diseño normal o
invertido, a modo de palma, con palmeta inscrita central. Su talla resulta
bastante tosca, ordenando su superficie en tres áreas, la frontal y las
laterales, sin apenas pretender dar plasticidad al cuerpo del capitel. En el
paño central apreciamos una ventana de gran empaque, con arquivolta de baquetón
angular y chambrana, que descansa en una pequeña imposta que se extiende a todo
el paño.
Se adorna mediante columnas preciosamente
decoradas en sus capiteles con dos niveles de bonitas hojas hendidas
festoneadas, cuyos extremos se vuelven y cuelgan con hojillas incisas; por
detrás se ven formas alancetadas, terminadas en volutillas de esquina, y en
medio un adorno trifoliado. El cimacio se prolonga lateralmente hasta las
columnas Paradójicamente nada tiene que ver el maestro que realiza estos
capiteles de la ventana con el que trabaja en los de las columnas altas, el
segundo parece ser un aprendiz del primero, pero de mucha peor calidad.
Por la parte inferior de la ventana citada
corre una imposta que se alarga a todo el ábside y que presenta, en los tramos
menos deteriorados, ornamentación de ajedrezado.
Ventana del ábside
El edificio culmina en canecillos lisos
oblicuos, en casi todos los casos, que sostienen la cornisa. Apreciamos restos
de lo que fueron decoraciones antropomorfas en un par de canecillos del muro
del Evangelio, y otro decorado con una gran bola en el muro de la epístola.
La primitiva portada románica de medio punto se
encuentra –tapiada y pintada de blanco– en el lado del evangelio del tramo de
los pies –lo que supone algo excepcional–. Presenta una anchura de casi cuatro
metros y consta de tres arquivoltas baquetonadas, arco interior, también
baquetonado, y chambrana.
Las tres arquivoltas descansan sobre sendas
columnas a cada lado, y el arco interior sobre pies derechos; los arranques de
las arquivoltas ofrecen superficies lisas que nos recuerdan a una típica
solución tardorrománica, a menudo empleada en claustros cistercienses. Apean en
cimacios decorados con hojarasca seriada sobre capiteles ornamentados a base de
hojas de palma acanaladas, cuyo extremo superior se vuelve dibujando un adorno
floronado; un motivo central de palmeta ocupa los espacios intermedios de cada
cara. Se trata de relieves de buena calidad que nos llevan a pensar en el mismo
maestro que el que vimos en los capiteles de la ventana del ábside. Las
columnas terminan en basas irreconocibles por su erosión, habiendo
desaparecido, incluso, el fuste de la exterior derecha. Por último, apreciamos
un pequeño crismón trinitario en la clave del arco interior que, aún siendo de
la misma época, se ha escapado de los estudios de la mayoría de los autores.
Muy cerca de la antigua portada románica, en el
muro de los pies, encontramos unas marcas en forma de cruz griega que recuerdan
a marcas de cantero empleadas en construcciones navarras tardorrománicas. Se
encuentran cerca de la portada dieciochesca, grabadas en los sillares más bajos
–del lado izquierdo– que no debieron de tocarse al practicar el vano
mencionado. Hay que advertir que cruces sencillas de este tipo fueron
dispuestas a menudo en las inmediaciones de los atrios empleados con función
cementerial.
Al interior, los tramos se articulan mediante
arcos fajones doblados, apoyados en pilastras y semicolumnas adosadas a las
mismas. La cabecera, al igual que en la vecina Oco y por la influencia citada
de Irache, no se abre mediante arco triunfal, sino con un simple fajón que
descansa, en este caso, en la imposta que corre por todo el templo a la altura
de los capiteles, habiéndose eliminado incluso la columna que veíamos en Oco.
Los capiteles de las columnas interiores son totalmente lisos y, como en tantas
iglesias tardorrománicas, apreciamos la bóveda de medio cañón apuntada para los
tramos, y la de horno o cuarto de esfera para la cabecera.
En cuanto a la ventana del ábside, debemos
decir que, a pesar de tener el retablo renacentista delante, se adivinan, tras
la imagen del patrón Santiago, pinturas murales y, lo que es más importante, se
aprecia que, al interior, la ventana tiene doble arquivolta y cuatro columnas
con capiteles primorosamente labrados a base de hojas de palma acanaladas que
se vuelven en adornos floronados en sus extremos, por delante de grandes hojas
lisas con volutillas de esquina. Sin duda, nos encontramos de nuevo ante el
maestro que realiza los capiteles exteriores de la misma ventana y los de la
antigua portada románica.
Por último, en el lado del evangelio
encontramos la pila bautismal de fuste cilíndrico decreciente y taza
semiesférica, decorada con cintas verticales por delante de una horizontal
cerca del borde superior, de forma que se delimitan superficies adornadas
mediante bolas con cruces incisas que recuerdan a los habituales “botones”
o capullos de tradición románica.
Románico en la Sierra de Aralar, Navarra
La Sierra de Aralar, con alturas que alcanzan
los 1400 metros sobre el nivel del mar, se sitúa al noroeste de la Comunidad
Foral de Navarra, compartiendo parte de su extensión con la vecina provincia de
Guipúzcoa.
Pese a no contar con una densidad de monumentos
románicos comparable a otras comarcas colindantes como Tierra Estella o la
Navarra Media, el territorio que nos ocupa atesora un buen número de
construcciones altomedievales de interés, destacando por encima del resto el
Santuario de San Miguel in Excelsis, uno de los símbolos de la Sierra de Aralar
y del románico navarro.
Además, nos ocuparemos de otros lugares como la
iglesia de Santa María de Zamartze, Eguiarreta, el antiguo Monasterio de Santa
María de Yarte o las iglesias parroquiales de Berrioplano y Añézcar.
Huarte Araquil / Uharte-Arakil
Casi en el límite entre Navarra y Guipúzcoa, en
lo alto de la sierra de Aralar desde donde se divisa una espléndida panorámica,
se erige el santuario de San Miguel in Excelsis (o de Excelsis, pues de las dos
maneras ha sido tradicionalmente llamado). Pertenece al término municipal de
Huarte-Araquil y forma parte de la merindad de Pamplona. Para llegar a él desde
la capital (50 km) existen dos accesos. Ambos se inician en la autopista AP-15
dirección Irurzun. Al llegar allí cabe la posibilidad de seguir la autovía A-15
dirección San Sebastián y, tras salir en Lecumberri, la NA-7510, una carretera
bien acondicionada que conduce hasta el santuario; o bien por la autovía A-10
dirección Vitoria, abandonarla en Huarte-Araquil para recorrer una pista
forestal de cemento entre un paisaje pintoresco que igualmente nos lleva al
templo. Conviene decir que este segundo itinerario pasa por delante de la
hermosa iglesia románica de Zamarce. Hay que advertir que antiguamente era una
aventura arriesgada llegar hasta el santuario, como no se olvidan de recordar
quienes lo visitaron y estudiaron.
Los dólmenes que se han encontrado en distintos
puntos de la sierra de Aralar indican que en ella hubo asentamiento humano
desde la Prehistoria. También mantuvo cierta relevancia en época romana. Así,
el historiador romano Plinio menciona en la zona a los Aracelitani, incluso hay
quien opina que ya entonces la cumbre del monte Aralar era lugar de culto, y
tampoco hay que olvidar que por sus pies transcurría la vía romana
Burdeos-Astorga. La romanización del entorno ha quedado recientemente
confirmada con los restos encontrados en las excavaciones de la ermita de Santa
María de Zamarce con la que el santuario estuvo fuertemente vinculado.
Los dólmenes que se han encontrado en distintos
puntos de la sierra de Aralar indican que en ella hubo asentamiento humano
desde la Prehistoria. También mantuvo cierta relevancia en época romana. Así,
el historiador romano Plinio menciona en la zona a los Aracelitani, incluso hay
quien opina que ya entonces la cumbre del monte Aralar era lugar de culto, y
tampoco hay que olvidar que por sus pies transcurría la vía romana
Burdeos-Astorga. La romanización del entorno ha quedado recientemente
confirmada con los restos encontrados en las excavaciones de la ermita de Santa
María de Zamarce con la que el santuario estuvo fuertemente vinculado.
Pero volvamos a la historia. La primera noticia
documental que se conserva del santuario data de 1032 y aparece en un documento
dudoso de Sancho el Mayor, referido a los límites de la diócesis de Pamplona.
Su nieto, Sancho el de Peñalén, confirma en 1074, año de una consagración,
todos sus privilegios y propiedades, además de hacerle nuevas concesiones. A
partir de entonces aumentan las donaciones de los sucesivos monarcas, como por
ejemplo el monasterio de San Miguel de Izaga. También parece que fue muy favorecido
por el rey Pedro I, que atribuyó su curación milagrosa a la intercesión del
Arcángel. Aunque al principio el santuario dependía de Santa María de Zamarce,
dado que ésta desde tiempo inmemorial era decanía de la catedral pamplonesa,
también San Miguel in Excelsis quedó vinculado a la seo de Pamplona. La
comunidad que se ocupaba del culto se regía por la regla de San Agustín, al
igual que el cabildo catedralicio, y su abad era canónigo de la seo pamplonesa.
Otra fecha reseñable en la historia del santuario es 1206. Entonces el obispo
de Pamplona, Juan de Tarazona, quien había sido abad del santuario, creó la
dignidad de chantre de la catedral y la dotó con todas las rentas y beneficios
del santuario de San Miguel in Excelsis, con lo que los vínculos entre la seo y
el santuario se fortalecieron. En definitiva, el santuario fue creciendo en
riquezas gracias a regalos y donaciones, en importancia, patente en sus lazos
con la catedral del reino, y en devoción, como evidencia la popular cofradía
fundada a finales del siglo XII en honor del arcángel y todavía viva. En esta
urdimbre de leyenda e historia se explicará el edificio.
Santuario de San Miguel in Excelsis
Con todo lo dicho no es extraño que el
monumento haya provocado el interés de los historiadores. El primero en darlo a
conocer fue el padre Burgui, en una extensa monografía publicada en el siglo
XVIII, quien consideró que la capillita interior era la construcción coetánea
de los acontecimientos legendarios. El resto del templo sería producto de una
ampliación propiciada a finales del siglo XI por el rey Pedro I y el obispo
Pedro de Roda, a cuya consagración en 1094 habrían asistido el propio monarca y
varios obispos. Burgui afirma también que alrededor del santuario se generó un
poblado y que aquél actuaba como su parroquia, función que atestiguarían la
pila bautismal y crismeras que él vio en el interior de la basílica.
En el siglo XIX Madrazo, al igual que Burgui,
lo juzgó contemporáneo de la leyenda y por lo tanto relacionado con la
arquitectura visigoda. Ya en el siglo XX Biurrun se ocupó también de él y
afirmó que junto con el monasterio de Leire era la única construcción que
quedaba en Navarra del siglo XI. La ligó al año 1098, fecha en la que habría
tenido lugar su consagración, presidida por el obispo de Pamplona, Pedro de
Roda, con la asistencia de otros siete prelados, noticia que parece toma del
padre capuchino. Sin embargo, hoy se cree que esta consagración no ocurrió,
sino que es una extrapolación de la del monasterio de Leire. Respecto a la
capilla interior, Biurrun la sitúa dentro del románico ya maduro, de finales
del siglo XII. Este historiador ha interpretado esta originalidad del templo
como la substitución de la primera iglesia levantada por Teodosio de Goñi y que
ya en esas fechas estaría en muy mal estado. Lojendio, por su parte, le otorga
una cronología similar, de forma que la iglesia principal la vincula también con
la fecha de 1098, mientras que la interior lo estaría con el románico más
evolucionado de finales del siglo XII. Pero sin duda el estudio más serio y
profundo del monumento se debe al arquitecto Francisco Íñiguez Almech,
responsable de su restauración en los primeros años de la década de 1970
(1969-1973), ya que además tuvo la oportunidad de realizar una cuidadosa
excavación bajo su solera. Por la importancia de su análisis, pues va a servir
de referencia a todos los historiadores posteriores, nos detendremos en sus
deducciones.
Contempló varias etapas en su construcción. De
una observación minuciosa y pormenorizada dedujo que la primera construcción
tuvo lugar en el siglo IX en conexión con la arquitectura carolingia. A esta
conclusión le llevó el estudio del aparejo, pues en su opinión la disposición y
formato de la parte inferior de la cabecera es propio de esta fase incipiente
del románico. A este momento corresponderían, asimismo, las ventanas del ábside
central, de formato de herradura, cuyas huellas vio en el proceso de restauración,
pero que fueron transformadas en una reforma posterior. También advirtió
vestigios de una bóveda gallonada. Las excavaciones de la planta evidenciaron
una pequeña iglesia de nave única, con ábside semicircular al interior y
poligonal al exterior. A ambos lados se situaban pequeños edículos, a manera de
capillas, cerrados en recto.
A los pies de la nave existió un porche y sobre
él se localizaba una capilla.
Conjetura esta segunda planta a partir del
pilar cilíndrico adosado hoy a la capilla interior y que en su opinión estaba
en función de una escalera de caracol y en los restos de una ventana elevada,
que indica una segunda altura. Íñiguez justifica este doble espacio de culto en
un mismo edificio porque en la capilla alta se veneraría al arcángel y en la
baja a Santa María, ya que la iglesia tenía esta doble advocación. Todos estos
elementos: aparejo, cabecera, pórtico y altura superior conectarían esta primera
fábrica del santuario navarro con la arquitectura carolingia. Sin embargo, en
el siglo X habría sufrido un incendió que él detectó en algunos sillares
ahumados de la cabecera, lo que obligó a su reconstrucción en algún momento de
esa centuria.
La segunda fase de la construcción del
santuario, siempre en opinión de Íñiguez, tiene lugar en el siglo XI, en el
marco del reinado de Sancho III el Mayor y sus herederos. La fecha de
referencia es 1074, cuando se documenta una consagración del templo. Entonces
se realizó una profunda reforma que buscaba básicamente su ampliación. Para
ello se le añadieron dos naves laterales, terminadas en ábside curvo tanto en
el interior como al exterior. El edificio se cubrió con bóveda de cañón sin
fajones, pero no se modificó ni la cúpula ante el ábside central ni el pórtico
con la capilla elevada.
Pero, sin duda, la gran transformación del
templo tuvo lugar durante el románico pleno, en época de García Ramírez, quien
asistió a una nueva consagración en 1143. Este definitivo impulso constructivo
lo relaciona Íñiguez con el auge del culto al arcángel que se suscitó a raíz de
la curación milagrosa del monarca Pedro I al finalizar el siglo XI, pues
incluso, según la tradición, él mismo acarreó material para la renovación del
templo. Las obras de esta última fase consistieron en la construcción de los
tramos últimos de los pies, pues sólo éstos tienen imposta corrida; a la vez
desaparecieron el pórtico original y su capilla superior, que fueron
sustituidos por un nártex transversal a las naves y por el edículo interior
ubicado en la nave central, pieza que confiere al santuario cierto misterio.
Entonces también se recrecieron los ábsides y se reconstruyeron las bóvedas de
medio cañón con fajones, pero los refuerzos de pilastras en los muros dejaron
las ventanas descentradas. Sólo en esta etapa se dotó al edificio de elementos
escultóricos, localizados fundamentalmente en las puertas del nártex y en el
templete interior; escultura que relaciona con Zamarce y vincula, con
perspicacia, con los trabajos de la catedral de Pamplona, en concreto con el
taller del maestro Esteban.
Sin duda Íñiguez elaboró una sugestiva y bien
trabada historia constructiva del monumento. Pero como se ha escrito
últimamente carece de aval documental y no despeja los interrogantes que
plantea el edificio, particularmente en esos orígenes altomedievales en los que
prevalece la leyenda. Sin embargo, la publicación más reciente (2002) no duda
de la historicidad de las dos fases románicas, la primera en el siglo XI y la
última en el XII.
El Catálogo Monumental de Navarra, sin embargo,
había introducido algún matiz en esta cronología. Así, ligaba las obras de la
primera fase románica a la fecha de 1032, y por tanto a la figura de Sancho III
el Mayor; aceptaba la segunda fase del siglo XII vinculada al año 1141, pero
opinaba que la capilla interior pertenecía a un románico más avanzado, debido
al apuntamiento de la bóveda, que concretaba en la década de 1170-1180. Para
sus autores la capilla se construyó como joyero del magnífico retablo de esmaltes
que custodiaba, ya que ambos serían contemporáneos. El problema de estas
referencias cronológicas reside, por una parte, en la problemática que afecta a
toda la documentación de Sancho III el Mayor, lo que hace inviable tomar la
fecha de 1032 como hito cronológico firme; y por otra, en que el apuntamiento
de arcos y bóvedas en modo alguno debe considerarse inexistente antes de 1170,
sino que se evidencia con fuerza en el románico navarro de los años 1140-1150.
En lo que respecta a la fase prerrománica, y siendo conscientes del escaso
crédito que hemos de conceder a la leyenda de Teodosio como fuente histórica,
lo más prudente es aguardar a que un estudio detallado ponga en consonancia lo
que sabemos en la actualidad con respecto a la arquitectura de los siglos VIII
a X y lo excavado por Íñiguez.
El santuario se asienta sobre la misma roca de
la sierra de Aralar y en su construcción hubo que salvar el fuerte desnivel que
presenta el terreno, lo que supone alturas exteriores e interiores desiguales,
que aquí se resuelven mediante distintos tramos de escaleras. Su fábrica es de
piedra muy diversa, tanto en el corte como en el color, pero, como se ha visto,
ha sido la clave para proponer las distintas fases de su historia constructiva.
Sin duda, en este caso “si las piedras hablaran” tendrían mucho que
contarnos e interrogantes que despejar. En los alzados domina el sillar de
diferente tamaño, y en las bóvedas encontramos piedra pequeña y desigual,
probablemente buscando mayor ligereza.
Es un edificio compacto y alargado en el que no
sobresale ningún elemento vertical, pues carece de torre, excepto el volumen
del cimborrio sobre el crucero, levantado en la restauración de los comienzos
de los años setenta del siglo XX.
Este añadido repercutió de forma sustancial en
la imagen del monumento, como revelan las fotos antiguas. Otra particularidad
del edificio es que no tiene acceso desde los pies, pues en ese muro se
sustenta una casa en la que se reunía la cofradía. Por su parte, el muro norte,
debido al nivel del suelo, destaca por su escasa altura. Se articula con
potentes contrafuertes que alcanzan la cornisa, y en cada tramo se abre una
pequeña ventana de medio punto abocinada, excepto en el tercero. En el muro
correspondiente al nártex se aprecia una puerta de medio punto cegada.
La cabecera presenta triple ábside. El central,
muy desarrollado, es poligonal, mientras que los laterales, algo más bajos, son
circulares y asimétricos respecto al conjunto. Da que pensar que otra versión
de esta fórmula de cabecera se repita en la catedral románica de Pamplona en
los inicios del siglo XII, pero con contrafuertes.
La cabecera de Aralar no tiene ningún elemento
de articulación, ni en sentido vertical, contrafuertes o semicolumnas, ni
horizontal, por medio de molduras; la misma solución se da también en el
monasterio de Leire. Recordaremos que son las características del aparejo de la
zona baja del ábside central y del primer tramo de los muros laterales (piedra
pequeña ordenada en hiladas continuas que alternan con otras más estrechas) lo
que indujo a Íñiguez a señalar el origen carolingio del santuario. En tres de
los paramentos del ábside central se abren sencillas ventanas de medio punto,
al igual que en las laterales, pero en éstas no están centradas y tampoco se colocaron
a la misma altura. El aparejo, de tamaño mediano y mejor elaborado de esta zona
media de la construcción, que se prolonga por los muros laterales a partir del
segundo tramo, lo identifica Íñiguez con la etapa constructiva del siglo XI. A
nivel de la cornisa toda la cabecera está recorrida por canecillos, la mayoría
lisos y muchos nuevos.
Únicamente se conserva alguno original en las
laterales.
Así, en la sur distinguimos un rostro, una
voluta, un objeto difícil de identificar y dos formas cilíndricas, mientras que
en la norte aparecen dos rostros humanos. Todos son de factura bastante
modesta, pero pertenecientes a repertorios de tradición languedociana.
Canecillos del ábside meridional
Canecillos del ábside meridional
Un espacioso pórtico, de piedra y con cubierta
de vigas de madera, se apoya en el muro meridional del edificio, con una altura
parecida a la de la nave lateral.
Por su amplio portalón de medio punto y a
través de un corredor se accede al interior del templo. En la parte alta del
muro exterior longitudinal se abren estrechas ventanas y otra de igual formato
sobre la puerta. Íñiguez insinúa que pudo existir otro medieval, al igual que
en otros templos navarros. En algún tramo de este muro sin contrafuertes
aparecen unos nichos de arco rebajado que corresponden a antiguos
enterramientos; los mencionó Burgui en su monografía, ya que en su época se
exhumaron los restos. Un banco corrido recorre la parte baja del muro. La
puerta de ingreso al templo está colocada en el último tramo del tránsito. Sin
ningún rasgo ornamental, dibuja un medio punto con cuatro arquivoltas de
platabanda apoyadas sobre pies derechos con imposta lisa.
En tiempos el santuario se cubría con teja
árabe, pero en la última intervención se sustituyó por laja de piedra, en un
intento de recuperar el sistema medieval. En la vista de conjunto del monumento
destaca, sin duda, el volumen del cimborrio poligonal sobre el crucero, con
óculos en paramentos alternos, que Íñiguez levantó en la reconstrucción
basándose en los restos que observó. Su incorporación reciente al edificio
queda testimoniada en la distinta piedra utilizada respecto al resto, tanto en
color como en textura.
El primer plano de la planta del santuario de
San Miguel de Aralar lo publicó el padre Burgui en su monografía de 1774. Es
cierto que entonces el templo contaba con altares dedicados a distintos santos
que hoy han desaparecido y que tampoco se dibuja la cúpula ante el presbiterio,
pero en lo esencial el edificio era el mismo que en la actualidad podemos
contemplar. Se organiza en tres naves, las laterales resultan bastante
estrechas, de cuatro tramos sin crucero y cabecera de triple ábside. La central
es semicircular al interior y bastante profunda, y al exterior poligonal, como
ya se ha dicho, mientras que las laterales son también semicirculares, pero
menos profundas. A los pies del templo se sitúa el nártex, a modo de nave
transversal, y en el tercer tramo de la nave central se levanta la pequeña
capilla interior.
A media altura del ábside central se abren tres
ventanas de medio punto abocinadas, y una imposta lisa la recorre por la parte
superior que a la vez sirve de límite a la bóveda de cuarto de esfera. Los
ábsides laterales se iluminan también con ventanas de medio punto y profundo
abocinamiento y se cubren con bóveda de horno. La imposta correspondiente a la
del lado del evangelio es de tacos, mientras que la del lado sur es nueva y
lisa. Las tres naves se cubren con bóveda de medio cañón articulada por fajones,
excepto en el tramo anterior al presbiterio.
Aquí Íñiguez organizó un cimborrio de ladrillo
con óculos en los cuatro lados que apoya en trompas, con la idea de restituirle
la imagen original, que según sus deducciones tuvo. Los soportes de la nave
central son pilares de triple esquina, que se doblan en el crucero, con lo que
adquiere más solidez este espacio y mejor apoyo el cimborrio.
Como elemento irregular hay que señalar el
pilar cilíndrico del tercer tramo, junto a la capilla interior, que se cuenta
entre los misterios del edificio. Comenta Burgui que señala el lugar de
enterramiento de Teodosio de Goñi y que la devoción popular le otorgaba poderes
curativos.
Los fajones de las naves laterales se prolongan
en pilastras adosadas al muro con imposta lisa en el lugar del capitel que se
prolonga por el muro, aunque únicamente en los tramos finales. En el último del
muro norte hay rastro de una puerta tapiada. Los arcos formeros destacan por su
amplia luz. Todos son dobles, menos los del tramo anterior al ábside que son
simples pero están reforzados por arcos de descarga. La escasa iluminación del
interior se consigue, aparte de por las ventanas de la cabecera, por las
abiertas en lo alto de las naves laterales, también de medio punto y
abocinadas. Sin embargo, sin aparente razón, es ciego el paramento del tercer
tramo de lado del evangelio. En resumen, del interior del templo principal hay
que señalar su potente fábrica y austeridad, en la que no se hace ninguna
concesión a lo ornamental. Concepción que, como veremos enseguida, contrasta
con el nártex y con la capilla interior, por otra parte los elementos, quizá,
más singulares del edificio.
Cuando accedemos al interior desde la puerta
del corredor, no penetramos directamente al ámbito de culto, sino que lo
hacemos a un amplio espacio, que cumple la función del clásico nártex cuyo
suelo, al igual que en los zaguanes domésticos, es de ruejos. Está concebido
como una amplia nave dispuesta en sentido transversal al resto del templo.
Sigue el ritmo de la planta del edificio, de forma que se organiza en tres
tramos coincidentes con las naves de la iglesia, por lo que el central es más
largo que los extremos, pues se ajustan a la anchura de las naves. Se cubre con
bóveda de medio cañón articulada por arcos fajones dobles que soportan
pilastras de esquina adosadas al muro. Una imposta sencilla rodea todo el
perímetro, y en las pilastras ocupa el lugar del cimacio. La iluminación
proviene de una ventana de medio punto abierta en lo alto del muro norte, bajo
la cual aparece una puerta tapiada y que era la opuesta a la de la entrada.
También encima de ésta existía una ventana, hoy oculta.
Nártex
Desde el nártex se ingresa en la iglesia a
través de tres portadas, protegidas por rejas, abiertas a la embocadura de cada
una de las naves, pero para salvar el desnivel del terreno hay que subir unas
gradas. Las tres puertas son de medio punto, pero las extremas que comunican
con las naves laterales son de simple diseño, sin ningún tipo de ornamentación.
El contrapunto a esta sencillez lo encontramos en la central, por la que
penetramos a la nave principal. El medio punto está remarcado por una arquivolta
con baquetón y distintas molduras, la más externa se adorna con tacos. El par
de columnas de las jambas se asientan sobre basa lisa y culminan en sendos
capiteles decorados. Por encima, una imposta con bastante resalte y lisa, a
modo de cimacio, se prolonga por el muro hasta morir en el pilar del arco
fajón. El capitel de la izquierda está tallado según un diseño de entrelazos
cuyos vacíos se llenan con pequeñas flores rosáceas. Por su parte, en el de la
derecha distinguimos el motivo del rostro monstruoso en el ángulo superior,
cuya boca desprende cintas que dibujan entrelazos que terminan en trifolios.
Al traspasar esta puerta penetramos propiamente
en el templo, en el último tramo de la nave central, que nos permite ver en
toda su originalidad la pequeña iglesia que ocupa el tramo siguiente. Se trata
de una construcción pétrea y fundamentalmente muraria cuya puerta principal se
abre a los pies. Existe otra lateral que comunica con la nave norte, y en el
testero, por encima del altar, aparece una ventana por la que recibe la luz del
ámbito iluminado por la cabecera y el cimborrio.
La puerta principal describe un arco de medio
punto con dos arquivoltas, la interna baquetonada y la externa de platabanda
que descansa en el muro, con chambrana moldurada. El baquetón apoya en esbeltas
columnas cilíndricas que se elevan sobre podium y basa circular moldurada. Los
capiteles presentan un fino trabajo vegetal que se prolonga por el cimacio y la
imposta. Ambos capiteles siguen un diseño lineal de formato vertical. El de la
izquierda lo componen finas hojas hendidas, que alternan con otras lanceoladas
que en el extremo se curvan en forma de airosos abanicos. El cimacio se adorna
con palmetas entrelazadas que invaden parte de la imposta, mientras que en el
resto resaltan bonitos girasoles. En el capitel de la jamba derecha, de traza
similar, vemos hojas hendidas festoneadas con perlado con final avolutado y
otras dentadas que terminan en palmeta. En el cimacio y la imposta se repiten
los motivos del otro lado.
Capilla interior. Nave
Interior del templo. Cimborrio
Interior del templo. Ábside central
La puerta por la que se accede desde la nave
norte al interior de la capillita es similar en traza a la principal, aunque
varían los temas ornamentales de los capiteles. El derecho está concebido en
doble plano. El primero parece un cesto de finas hojas lanceoladas, con
pequeñas puntas marcadas en el interior, que termina en bolas con garras,
mientras que en el segundo plano se suceden perfectamente alineadas pequeñas
palmetas. Los adornos se completan con un elemento en forma de yugo que abraza
un ramillete con lazos y perlado, en la esquina del cimacio, y un girasol, en
la imposta. Hojas lanceoladas con pequeñas palmetas repartidas a lo largo del
eje forman el motivo ornamental del otro capitel. Un elemento a modo de copa,
con una palmeta en el centro y saliendo de la boca cintas curvas, todo
festoneado con perlado, es el adorno de la esquina del cimacio, mientras que en
la imposta se repite la flor de girasol. La cara interior de ambas puertas
contrasta por su gran sencillez. La cubierta de doble vertiente está recorrida
a nivel del alero por taqueado que rodea toda la construcción, al que se añade
en los muros laterales canecillos lisos.
El interior de la capilla está organizado en
dos tramos que se cubren con bóveda de medio cañón apuntado, sin fajones. Su
arranque está perfilado por una imposta de grueso taqueado en la que todavía
hay vestigios de una antigua policromía con tonos rojos y dorado, que, sin
duda, contribuía al esplendor del culto. Burgui ya apreció restos pictóricos en
esta estancia. En la parte alta del muro recto de la cabecera se abre una
ventana abocinada, cuya arquivolta y bocel descansa en dos finas columnas con
capiteles decorados. El izquierdo repite el motivo del capitel de la puerta del
nártex de cabeza monstruosa lanzando cintas entrelazadas por la boca. Tres
girasoles destacan en el cimacio.
El capitel derecho está formado por hojas
lanceoladas terminadas en volutas. En esta ocasión son rosetas las flores
talladas en el cimacio. Como elemento extraño hay que señalar la ventanita en
la parte alta del muro que da a la nave sur, hoy sin aparente finalidad. Este
dato y su proximidad al soporte cilíndrico, ya comentado, fueron los argumentos
en los que Íñiguez asentó su teoría de la existencia de una capilla alta sobre
el porche. En cualquier caso, estamos ante una bella y proporcionada construcción
del románico navarro, cuyas limitadas dimensiones, en vez de restarle, aumentan
su encanto.
Asunto debatido entre los historiadores, pero
que continua sin solución convincente, es la razón de su anómala localización,
aunque todos reconocen su originalidad. Burgui, como mencionamos, la tuvo como
la construcción erigida por el legendario Teodosio de Goñi para cumplir su
promesa en el siglo VIII, en tanto que Biurrun pensó que sustituía precisamente
a aquélla. Iñiguez, por su parte, la interpretó como reconstrucción de una
primitiva capilla elevada sobre el pórtico en la que se daba culto a San Miguel;
los autores del Catálogo Monumental de Navarra la ponen en relación con el
espléndido retablo de esmaltes del que sería su estuche, y finalmente Martínez
de Aguirre insinúa una posible finalidad litúrgica o procesional.
A juzgar por los capiteles que enriquecen esta
parte del santuario de San Miguel de Aralar, cuyo decorativismo se convierte en
el contrapunto de la austeridad del espacio mayor, el escultor no sólo se
muestra hábil y competente, sino también conocedor de la actualidad artística
del reino. En efecto, estos trabajos escultóricos se han relacionado con los de
la cercana ermita de Santa María de Zamarce, con la que Aralar estuvo muy
vinculado, pero a la vez ambos asumen la herencia de la obra de los grandes escultores
de los talleres de la catedral románica de Pamplona. Aunque, en realidad, tanto
unos como otros se mueven en la órbita del románico francés en su versión
tolosana.
En cuanto a la cronología de este monumento
singular navarro, se acepta su construcción en dos fases diferentes dentro del
románico. Así, la fábrica más primitiva correspondería a la etapa inicial, con
1074 como fecha de referencia, mientras que el nártex y la capilla interior
responden al románico pleno, y su fecha clave sería 1141 (en relación con una
consagración que Íñiguez por error dató en 1143). Año, por otra parte, que
encaja perfectamente con el momento en que mayor repercusión tuvo en el reino
de Navarra la ambiciosa empresa de la catedral de Pamplona. Como se advierte,
queda en duda la fase prerrománica propuesta por Íñiguez, por falta de
elementos definitivos que la avalen en la obra y apoyo documental.
Anexo al santuario por el flanco sur existe una
hospedería. En 1931 el santuario fue declarado monumento histórico-artístico.
Retablo de San Miguel in Excelsis
Hoy lo podemos admirar sobre el altar mayor del
santuario de San Miguel de Aralar, en el marco del ábside central.
Indudablemente ascender a la sierra de Aralar, penetrar en su peculiar templo y
enfrentarse al final con tal maravilla es una enorme y grata sorpresa. La obra
está considerada entre las más bellas y espléndidas del arte del esmalte
europeo durante la Edad Media, pues a su extraordinaria calidad y atractivo se
añade un notable tamaño: en la actualidad mide 121 cm de alto, 194 de largo y
4,4 de fondo. Su estudio y comprensión sólo se puede hacer desde la propia
obra, pues paradójicamente un trabajo de tanto interés carece de apoyo
documental, ni directo ni indirecto, y las escasas noticias que a él se
refieren son ya muy tardías, como comprobaremos.
La belleza y singularidad de la pieza, por una
parte, y la ausencia total de noticias –al menos hasta ahora– por otra, ha
contribuido a que los estudiosos que lo han analizado, que no son pocos, hayan
especulado sobre muchos aspectos, algunos de los cuales siguen abiertos. En
efecto, son bastantes los interrogantes que la obra plantea. Enunciaremos ahora
los principales y en el transcurso de la exposición comentaremos las distintas
respuestas. Así, cabe preguntarse: ¿qué mueble de culto era en origen?, ¿para
qué templo se encargó?, ¿cuál es su programa iconográfico y a quién representan
sus imágenes?, ¿cuál es la lectura correcta de la inscripción que sostiene el
ángel de San Mateo?, ¿dónde y cuándo se ejecutó?, ¿con qué corrientes se le
debe vincular?, ¿quién fue su promotor?, ¿qué intervenciones ha sufrido y en
qué circunstancias? No es el objeto de este trabajo ofrecer una solución
definitiva a tantos interrogantes, pero sí trataremos de ordenar las teorías y
argumentos que se han ido dando a lo largo del tiempo, de manera que se
expongan con claridad cuáles prevalecen hoy. Pero para entender mejor la
complejidad del tema creo que en primer lugar conviene describir el retablo tal
y como llegó a nosotros antes del robo del otoño de 1979.
La pieza, un trabajo de metalistería y placas
esmaltadas que se superponen a un alma de madera, se puede describir como un
retablo compuesto por una calle central que ocupa la totalidad de la altura,
flanqueada por sendas calles laterales ordenadas en dos cuerpos y ático. En el
retablo podemos diferenciar entre la estructura arquitectónica, que es de cobre
dorado, y la imaginería y algunos elementos de la decoración, que están
esmaltados según la técnica “champlevé”. El cuerpo central, ocupado por una gran
mandorla polilobulada, divide en dos el retablo; a sus lados y en doble
registro se dispone una arquería triple, cuyos arcos de medio punto apoyan en
columnas en las que se trabajaron con minuciosidad basas, fustes y capiteles.
El ático está centrado por una cruz de piedras de cristal de roca flanqueada
por un par de figuras esmaltadas a cada lado, seguidas por grupos de cuatro
medallones superpuestos, también de esmaltes. A continuación disminuye la
altura del ático, de tal suerte que queda espacio para una hilera de cinco
medallones, igualmente esmaltados, en cada lado. Todo el conjunto está
enmarcado por un grueso bocel muy tosco. En la parte inferior del retablo, y
fuera del cerco que lo encuadra, sobre una madera pintada de azul oscuro y con
letras doradas, se puede leer la siguiente inscripción: Este precioso
Retablo de Laminas de metal dorado y Esmaltado con su Ymagen de la Virgen del
Sagrario de la Cathedral de Pamplona, a que es anexo este Santuario de San
Miguel, estuvo antiguamente en la obscuridad de su Capilla de donde se sacó, se
limpió en Pamplona, y para que su Vista nueba a devoción fue colocado assi en
esta Capilla maior en el año 1765.
Vista frontal del retablo
Capítulo importante de la pieza lo constituye
la ornamentación que se distribuye por todo el conjunto creando un auténtico
horror vacui. Así, una labor calada de motivos de roleos vegetales conforma el
fuste de la columna, y deja a la vista el tono rojizo de la columna de madera,
con lo que se enriquece la sutileza cromática del retablo. Variados motivos
también vegetales, de piñas, palmas, palmetas, hojas hendidas, etc., cincelados
sobre la plancha de cobre dorado, recubren las basas y los capiteles. En las
placas planas que configuran las arquerías alternan roleos vegetales grabados
con cabujones de piedras de distintos colores y tamaños, con predominio de las
oscuras y las traslúcidas. La misma ornamentación, pero en línea, la vemos en
la imposta que separa ambos cuerpos y en la banda que dibuja la mandorla
central. Elemento importante de esta exuberante decoración son las
arquitecturas de cúpulas repujadas que se distribuyen sobre los arcos,
especialmente variadas sobre el registro superior y con menos protagonismo en
el inferior. Sus formas evocan el mundo bizantino y oriental.
Pero sin duda el máximo valor y mérito de este
retablo lo constituyen las placas esmaltadas de la imaginería, que al adaptarse
a sus marcos adoptan las formas de éstos. Así, dibujan un medio punto las que
aparecen bajo los arcos, es romboidal la de la mandorla, rectas las cuatro del
ático y circulares los medallones. Todas resaltan sobre una plancha con fondo
dorado, cubierto totalmente con un vermiculado de roleos vegetales, que han
perdido algunos de los medallones debido al recorte de la placa. Pero el marco
de las figuras principales queda reforzado por una orla esmaltada con distintos
tonos de azules.
Pasaremos ahora a describir la imaginería. La
figura que centra el retablo es la Virgen, tocada con corona real y nimbo, con
el Niño, también coronado, sentado sobre sus rodillas. La Madre apoya las manos
sobre el hombro y la pierna del Hijo, que bendice con la mano derecha y sujeta
un libro con la izquierda. María está sentada sobre un arco con un cojín
cilíndrico parecido al dibujado bajo la mujer del patriarca en el Libro de Job
de la catedral de Pamplona. Sus pies, elegantemente cubiertos, reposan sobre un
escabel triangular (recordemos que el triángulo es la forma geométrica más
empleada en la simbología trinitaria). De los lados de la cabeza de la Virgen
penden el alfa y la omega, y debajo de la primera hay una estrella. En los
ángulos del cuadro central se coloca el tetramorfos alado con el ángel de San
Mateo mostrando una filacteria con unas letras que, como se verá, han tenido
muy diversas lecturas.
Virgen con el Niño y Tetramorfos
En la arquería superior se distribuyen tres
figuras masculinas a cada lado de María. Van ataviadas con manto y larga túnica
que deja ver los pies descalzos. Todas llevan nimbo esmaltado y cogen un libro
con la mano, excepto el más próximo a la Virgen, que agarra una llave. El grupo
de tres figuras del registro inferior izquierdo de la almendra está formado por
tres personajes lujosamente engalanados y calzados, con corona real sobre sus
cabezas y ricas copas en la mano. En el trío de la derecha distinguimos a un
ángel nimbado, descalzo, posado sobre un arco iris y libro en su mano, una
mujer con velo y nimbo, vestida con manto y túnica, con una flor en su mano, y
otro personaje masculino. Éste viste también de forma majestuosa, va calzado,
sujeta con su mano una rama florida y cubre su cabeza un casquete hebraico. Los
cuatro personajes del ático son una réplica de los del cuerpo superior, pero en
menor tamaño. El contrapunto a tan diversa figuración lo encontramos en los
medallones superiores en los que domina una variada fantasía de entrelazos
vegetales, animales fantásticos, seres monstruosos, algunos de ellos ordenados
de acuerdo a la fórmula del enfrentamiento; motivos y diseño en perfecta
sintonía con el gusto ornamental románico. Huici y Juaristi relacionaron el
repertorio fantástico de estos medallones con los de la arqueta de Santa
Valeria del Museo Británico.
Otro de los valores del retablo es su alto
nivel técnico. Es el resultado de la aplicación de distintas labores, como el
calado, el grabado, el repujado, el cincelado, la pedrería en cabujón o el
dorado. Pero sobre todas destaca el esmalte, centrada principalmente en las
figuras, que se localiza en la indumentaria, nimbos, orlas y medallones. Las
partes visibles de la anatomía aparecen doradas, como manos, pies del
apostolado, pero sobresalen, particularmente, los rostros que están trabajados
en bulto. Esto hace que resalten sobre la plancha de cobre, y en ellos los ojos
adquieren especial fuerza, gracias a una gota de esmalte azul oscuro como el
zafiro. Se caracterizan por la representación en singular de cada personaje
pues, aunque predomina la frontalidad del cuerpo, su individualización se
consigue mediante la diferenciación de los rostros, o las distintas posturas de
cabezas, manos y pies, con lo que introduce en la obra la movilidad. En efecto,
algunos parece que caminan, y otros incluso que danzan. El tratamiento
expresivo y humanizado de los rostros, con una labor minuciosa y esmerada en
cabellos y barbas, que alcanza la máxima gracia y elegancia en la Virgen
central, son una prueba de que el responsable de esta parte del trabajo era un
artista insigne y brillante, quizá con conocimientos de escultura.
La labor de esmalte se considera excepcional,
por la riqueza del colorido, en el que predomina el azul, con distintas
gradaciones, y el verde, con los que se construye el vestuario, mientras que el
amarillo ayuda a perfilar el movimiento de los tejidos. Puntualmente se emplea
el rojo en los libros, y escasea también el blanco, con el que se refuerza
algunos plegados. Pero no se puede dejar de mencionar el dinamismo, y variedad
que el artista ha impreso a las telas, en las que juega con habilidad con la línea
recta, pero sobre todo reina un grafismo curvilíneo que sugiere una idea de
laberinto visual.
Sin duda, por la tipología de la obra, hay que
pensar que es el resultado del trabajo de distintos artífices, todos de
innegable categoría; pero el responsable de que a esta pieza del arte suntuario
medieval la tengan por excepcional todos los investigadores es quien elaboró la
imaginería, pues con su inspiración artística nos dejó un trabajo lleno de
humanidad y misterio, de elegancia y belleza.
Es de sobra conocido que los esmaltes del
retablo, todas las columnas de su traza y algunos arcos del cuerpo inferior
fueron robados en 1979. Se recuperó casi todo en 1981, y en 1983 y 1986 algunas
piezas sueltas. Hoy vuelve a estar casi completo, a falta de un par de
medallones del ático y de las planchas de cuatro arcos del cuerpo inferior.
Pero, ¿se concibió desde el principio como
retablo? Es opinión generalizada que su función original fue ser frontal de
altar, mueble, por otra parte frecuente en el culto medieval, como lo
demuestran los numerosos de madera conservados en Cataluña o los más suntuosos
de Basilea o Venecia. La manipulación de la pieza se ha visto confirmada a raíz
del robo de 1979, pues se han comprobado gracias a las sombras del alma de
madera que las placas de esmaltes se habían desplazado; por la diferencia de
madera que aloja las piezas del que llamamos ático, también se deduce que es un
añadido, así como por la coincidencia del dibujo vermiculado de algún medallón
con algún fragmento de la línea de imposta. También lleva a la misma conclusión
la colocación algo torpe de la banda que separa los dos registros, ya que
parece recortar parte de las arquitecturas correspondientes al cuerpo inferior.
Sin embargo, los últimos estudios, especialmente a partir del exhaustivo que
realizó M. M. Gauthier en 1982, hacen pensar que la transformación no resultó
traumática para la pieza. Afectó fundamentalmente a la orla que la debía de
rodear, seguramente de carácter ornamental, y cuyos principales elementos se
concentraron en el coronamiento.
Aunque algunos estudiosos como Huici y Juaristi
insinuaron que pudo reducirse el número de esmaltes, hoy se cree que esto no
afectó a la iconografía principal. Sí que es cierto que no todos los elementos
de la traza original se incluyeron en el retablo, pues con restos de plancha
vermiculada y pedrería se organizó una hornacina que se introdujo en un hueco
del ábside central, y que todavía hoy puede contemplarse en el santuario.
También Uranga e Íñiguez fueron partidarios de la mutilación drástica del frontal
y sugirieron un hipotético estado I como retablo frontal que se completaría con
una iconografía mucho más amplia que incluiría, por ejemplo, a las vírgenes
necias y prudentes, cuyos esmaltes se conservan en museos de Viena y Florencia.
Desde que a raíz de la recuperación del retablo
en 1982 se analizaran con tesón muchos aspectos de esta pieza, se suele afirmar
que su conversión de frontal a retablo tuvo lugar en la fecha que aparece en la
inscripción del faldón, el año 1765, forzando, quizá, su lectura. Pero, en
rigor, en ella sólo se habla de limpieza, y tal y como lo nombra parece que
funcionaba como retablo desde hacía tiempo. El primer historiador del santuario
de Aralar, el padre Burgui, debió de ser testigo de los hechos que recoge la
inscripción, pues los repite en su libro de 1774 e insiste: “fueron
limpiadas todas sus piezas por un Platero de Pamplona, y quedaron tan
brillantes y hermosas, como si recientemente huviessen sido fabricadas.
Nuevamente coordinadas, y clavadas con mejor disposición quedan en el mismo
Templo de San Miguel”. Pero el mismo autor explica que el retablo, pues así
lo denomina, antes de esta renovación se encontraba en el interior de la
pequeña capilla, ocupando la parte alta de otro retablo de talla y dorado. Este
retablo de madera policromada que contenía el de esmaltes debe, probablemente,
identificarse con el contratado en 1666 por el chantre de la catedral de
Pamplona con el arquitecto de Arbizu José de Huici e Ituren.
Es conocido que esta dignidad del cabildo
recibía las rentas del santuario. En el documento, dado a conocer por
Echeverría Goñi y Fernández Gracia, se puntualiza que en él se acomode “el
retablo que oy se alla en la dicha capilla que es el apostolado con una ymagen
de la Madre de Dios”. Subrayamos en este punto que no se le da la
advocación del Sagrario como en la inscripción.
Detalle de la Virgen con el Niño
De esta secuencia de datos se pueden sacar
distintas conclusiones. En primer lugar diremos que estas fechas, 1666, 1765 y
1774, son las únicas encontradas relacionadas con el retablo. Como ya
anunciamos antes, resultan demasiado tardías para una obra románica. También se
puede inferir que en 1666 ya se le trataba como retablo y que se encontraba en
la capilla interior del santuario de San Miguel, pero posiblemente resultaba
pequeño para el gusto de una época acostumbrada a los grandes retablos
barrocos. También nos cuenta Burgui que cuando en 1765 se trasladó a la capilla
mayor se alojó en otro retablo nuevo. Por todo esto, quizás hay que pensar con
los autores antes mencionados y los del Catálogo Monumental que el cambio de
frontal a retablo no se realizó en 1765, sino más bien en algún momento
anterior a 1666. Por eso opinamos que en el siglo XVIII básicamente se adecentó
y cambió de localización, tal y como afirma la inscripción y el relato del
padre Burgui, lo que no excluye algún cambio de tono menor.
Ni la inscripción del retablo ni Burgui nombran
al platero a quien se encargó su limpieza en 1765. Se ha venido repitiendo que
el responsable fue el maestro de Pamplona Manuel Beramendi, autor del dibujo
para el grabado que ejecutó Juan Antonio Salvador Carmona. Goñi Gaztambide, por
otra parte, comenta el interés que tuvo por el santuario de San Miguel el
obispo Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari (1768-1778), quien en su etapa de
prior de Velate se ocupó de trasladar el retablo a Pamplona. Y en base a datos de
Arigita cuenta que se llevó al taller del platero José Jirau, quien lo limpió y
“lo armó de nuevo como antes con su cerquillo nuevo”. El maestro cobró
por el trabajo 960 reales. En definitiva, parece que la intervención del siglo
XVIII en el retablo se redujo a una limpieza en profundidad, quizá pudo
trastocarse algún elemento, y como novedad aportó el bocel que lo enmarca. Con
todo, también es cierto que la posición de alguno de los esmaltes principales
en algún momento se varió, ocasionando dificultades en la lectura iconográfica.
Otro tema debatido entre los investigadores y
estudiosos es la identificación de los personajes representados. La posición
central y majestuosa de la Virgen con el Niño indica que el antiguo frontal
estaba dedicado a ella. María sentada, con el Hijo sobre sus rodillas, recuerda
al tipo, popularizado en el románico, conocido como Sedes Sapientiae. Por esto
no extraña que se haya relacionado con la titular de la catedral de Pamplona,
como lo hace la inscripción de 1765 bajo la advocación del Sagrario. Efectivamente,
Santa María la Real se ajusta a dicha fórmula y se fecha hacia la mitad del
siglo XII. Pero si observamos con detenimiento la imagen del retablo, parece
más preciso incluirla dentro del grupo de imágenes que Fernández-Ladreda
distingue por su “concepción humanizada”. Sus rasgos serían una
interpretación de María más entrañable, visible en su actitud maternal hacia el
Hijo. En efecto, la sutil sonrisa que dibujan los labios de la Virgen la
humanizan y armonizan con esa protección maternal hacia el Niño, al que sujeta
con sus manos. Volveremos más adelante a tratar de la vinculación de esta
imagen con la de la seo pamplonesa.
Nadie ha dudado en reconocer en los personajes
masculinos del registro superior a los apóstoles, pues su vestimenta de túnica
y manto, y sus pies desnudos, está codificada en la iconografía cristiana desde
antiguo. Además, portan el libro que los distingue como grupo, y están
nimbados. Pero para que no queden dudas, a San Pedro, cabeza del colegio
apostólico, se le representa con su símbolo, las llaves, que lo individualiza.
Van descalzos en alusión al mandato de Cristo cuando los envía a evangelizar y les
dice “no llevéis ni sandalias ni alforjas” (Mt., 10). El grupo de los
doce se completa con los cuatro del ático más los dos evangelistas-apóstoles,
San Mateo y San Juan, representados en el tetramorfos. Ya hemos indicado que en
1666 se habla del apostolado.
Tampoco hay divergencias en distinguir en los
tres personajes de la galería inferior izquierda a los Reyes Magos, pues, como
la tradición cristiana acostumbra, visten lujosamente, están tocados con corona
real y portan en ricos recipientes las ofrendas para el Niño-Dios. La escena de
la Epifanía queda certificada con la estrella que aparece junto a la Virgen,
haciéndose así eco de la narración evangélica.
Las diferencias se han suscitado a la hora de
dar nombre al trío de personajes del lado opuesto. De esta manera, Burgui, a
quien sigue Madrazo, ve en el ángel a San Miguel y en la pareja al rey de
Navarra Sancho III el Mayor y su esposa doña Mayor. Aunque hoy nadie participa
de esta hipótesis, hay que reconocer que sus argumentos eran lógicos desde su
posición. Su deducción se basaba en que en un retablo localizado en un
santuario dedicado a dicho arcángel no podía faltar su representación. Por otra
parte, opinaban que esta pieza fue un regalo del nombrado monarca al santuario,
avalado además, como comentaremos en su momento, por una inscripción. Por lo
que era fácil reconocer en un hombre brillantemente ataviado al monarca
donante, y en la elegante mujer junto a él a su mujer, la reina. Sin embargo,
enseguida historiadores posteriores vieron la debilidad de estas razones. En
primer lugar, si el frontal estuviera dedicado a San Miguel, éste aparecería
como protagonista en el centro; tampoco la figura del ángel de retablo puede
asimilarse con el arcángel, normalmente representado pesando las almas, como se
encuentra en el pórtico románico de San Miguel de Estella, con espada venciendo
a Lucifer, o en la iconografía rara, pero muy vinculada a Navarra, con la cruz
sobre la cabeza. Así lo vemos en un capitel de la parroquia de Berrioplano y
nos ha transmitido la propia imagen del Ángel, titular de este santuario.
La poca solidez de la identificación de la
pareja real se basa en lo excepcional que era en la época mostrar a los
donantes, y máxime con el mismo tamaño que los personajes sacros, y además es
impensable que doña Mayor tenga el halo de santidad. Más insólita es la
identificación de Arigita con el emperador Constantino y su madre Santa Elena,
aunque ésta si tiene derecho al nimbo. A pesar de que, como comentaremos
enseguida, se dio otra lectura más convincente a este registro, todavía en 1973
Uranga e Íñiguez distinguieron en este hombre al rey García Ramírez, promotor
de importantes obras en el templo. Al resultar el personaje del extremo el más
equívoco por su peculiar indumentaria, por la vara y la ausencia de nimbo, no
es insólito que haya recibido más nombres, pues, además de los citados, algunos
lo han identificado con algún personaje del Antiguo Testamento como Jesé o
Isaías, profetas de la Encarnación.
Fue a partir del extenso estudio de Huici y
Juaristi en 1929 cuando se generalizó la opinión de que en esta arquería se
representaba la Anunciación –por lo que el ángel es Gabriel– y a San José,
identificado por la vara florida. A pesar de ello, todavía en 1987 M. M.
Gauthier retorna a ver a San Miguel en el ángel, apoyándose en reflexiones
apocalípticas, mientras que las otras dos figuras aludirían a los Desposorios
de María y José. Tan diversas opiniones no impiden afirmar que es un retablo
netamente mariano. Su protagonista es la Virgen con el Niño, que están
acompañados por el apostolado, y además se introducen dos escenas del ciclo
mariano: la Anunciación y la Epifanía. También, como veremos, esta iconografía
transmite el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.
Sin embargo, para obtener una lectura más clara
de esta parte del retablo, Rico Camps observó recientemente que se trastocó la
situación de algunas placas en la reconversión de la pieza de frontal a
retablo. Así, indica, aunque no concreta, que en las placas del apostolado se
introdujo algún cambio. Tienen especial interés las modificaciones que
afectaron al cuerpo inferior. En el episodio de la Epifanía llama la atención
el Mago del extremo, que camina hacia delante pero mira hacia atrás, donde no
encuentra a nadie. Pero si intercambiamos su posición con la del centro, la
escena gana en coherencia y se acomoda a una composición habitual en las
epifanías del siglo XII. Así, el Mago primero ya ha llegado a su destino,
mientras que el central sigue caminando, pero con su giro de cabeza dialoga con
el tercero, que parece asentir. También en la disposición del otro trío hay
algo que no convence, pues tal y como hoy los vemos San José parece formar
parte de la Anunciación. En esta disposición se genera una escena ajena no sólo
a la tradición figurativa cristiana sino a la propia narración evangélica. Pero
si conmutamos las posiciones de Gabriel y José, la cosa cambia, pues éste entra
a formar parte del grupo de la Epifanía, en una composición, por otra parte,
similar a la de la arqueta de la National Gallery de Washington, y por su parte
María y Gabriel quedan en la intimidad de la Anunciación.
Arcángel San Gabriel
A pesar de todo hay que reconocer que la
juventud, elegancia principesca, la actitud activa de José, sin nimbo, no
armonizan con la representación más habitual de este patriarca en el medievo,
normalmente asombrado y en segundo término. Por eso, quizá, su identificación
es la que más debate ha ocasionado. Rico Camps ha llegado a una solución de
compromiso pero sugestiva, pues sin negar la personalidad real e histórica de
José presente en la Epifanía, reconoce en él a distintos modelos del Antiguo
Testamento, todos muy vinculados con el acontecimiento histórico de la
Encarnación. Así, en este nivel alegórico puede aludir al profeta Isaías,
anunciador del misterio de la entrada en la historia del Mesías, o al propio
rey David con cuya estirpe entroncaba Cristo, precisamente a través de José. En
esta interpretación cabe recordar que en Cristo se cumple el Antiguo
Testamento. Según su explicación se trata de un compendio en imágenes de los
primeros capítulos del evangelio de San Mateo.
Y descifrar las seis letras de la filacteria
del ángel de San Mateo en el tetramorfos ha sido otro de los asuntos en que se
han afanado los historiadores. Burgui, el primero que lo intentó, leyó: ANNO
CHRISTI 1028, versión que encajaba con su idea de que el retablo era una
donación de Sancho III el Mayor. Huici y Juaristi la interpretaron como el
nombre del autor: A(lpais): +: F(ecit): O(pus) S(emovicensis) B. Biurrun
por su parte traduce: A(ngelus) + (christi) IO(annes)S B(aptista).
Roulin interpretó las letras como (m)ATIOS E(vangelista). Por su poca
consistencia ninguna de estas lecturas cerró el tema. Así, Ursúa Irigoyen
aportó otra interpretación. Ve el alfa y la omega al principio y al final de la
filacteria como representación de Cristo, que se reafirma con el signo de la
cruz, que además puede identificarse con la inicial griega de su nombre. Por su
parte la IO corresponderían a la abreviatura latina de IOANNES,
en alusión, según su hipótesis, a San Juan Evangelista, quien en el Apocalipsis
describe a Cristo como el principio y el fin, el alfa y la omega. Fue Gómez-Moreno
el primero que dedujo que las iniciales estaban en griego y apuntó la
posibilidad de leerlas como ATICO M, pero no profundizó en su
significado. En los últimos años Rico Camps ha aportado una interpretación con
más sentido y coherencia. Coincide con Gómez-Moreno en los caracteres griegos,
que él lee como AGIOS Q y que corresponden al inicio de un himno cantado
en honor de Cristo, tanto en el rito griego como en el romano, conocido como el
Trisagion. Este canto comienza repitiendo tres veces la palabra Agyos, y que
nosotros conocemos como “El tres veces Santo”. Esta lectura armoniza
perfectamente con el contenido del retablo.
No son muchos los autores que hayan planteado
el significado del programa iconográfico del retablo. El primero fue Burgui,
que lo interpretó en clave política, pues vio en él la reafirmación y poderío
de la monarquía navarra en tiempos de Sancho III el Mayor. La imagen del propio
monarca se incluiría en un retablo, en el que además están presentes los Reyes
Magos, testigos de la Majestad Divina de Cristo. El hecho que todos acudan ante
la Virgen y Cristo en su calidad regia, parece querer decir que la monarquía
navarra tiene el beneplácito de la divinidad. Pero este poder, podríamos decir
moral, estaría acompañado del material, pues contaba con medios para efectuar
una donación tan espléndida.
M. M. Gauthier, por su parte, en una exposición
larga y compleja, recalca la riqueza del contenido del retablo con distintas
claves de lectura. También ve en su magnificencia una evidencia del poder de la
mitra de Pamplona y de su monarca. Pero donde realmente se explaya es en el
nivel teológico y escatológico, que ilustra la primera venida de Cristo a la
tierra, señalada con alusiones a su genealogía, con la Anunciación y la
Epifanía. Simultáneamente recuerda la segunda venida relatada en el Apocalipsis
de San Juan, que alude a su vuelta como Rey y Señor, y de la que toma los
elementos del tetramorfos, el alfa y la omega, y las arquitecturas de la
Jerusalén Celeste.
Rico Camps también lo contempla en distintos
niveles, pero sus explicaciones, aunque no contradicen las de la investigadora
francesa, enriquecen el significado. Lo interpreta como la culminación de los
tiempos que anunciaron los profetas —San José-profeta— que tiene lugar con la
Encarnación histórica de Cristo: Anunciación, imagen central. Pero esta entrada
de Cristo en la historia no es exclusiva para los judíos, sino que viene como
Salvador y Rey de toda la humanidad: Epifanía, y apóstoles: testigos y enviados
del propio Cristo. Pero además subyace una alusión a la Iglesia universal a
través de María como Reina y Madre de la Iglesia, e Iglesia que es un anticipo
de la Ciudad de Dios, de la nueva Jerusalén.
Detalle de la parte superior
En definitiva, el hecho real de la Encarnación,
anunciada largamente por los profetas, aconteció en un momento histórico y a
partir de él se extiende el mensaje de Cristo, del que es custodio la Iglesia,
a todas las gentes. Pero también recuerda que al final de los tiempos volverá
con toda su majestad y restaurará toda la creación, como relata el Apocalipsis.
Podríamos condensar el mensaje del retablo de Aralar como una ilustración y
explicación de la historia de la humanidad a la luz de Cristo.
Tema importante en la historia del retablo es
poder determinar para dónde se ejecutó, pues la falta de noticias documentales
provoca dudas. Las posibilidades son dos: que se encargara directamente para el
santuario de San Miguel “in Excelsis” o bien que se hiciera para la
catedral románica de Pamplona y que, en un momento incierto, se trasladara al
mencionado santuario, fuertemente ligado a la catedral. Los primeros que los
estudiaron, como Burgui, Madrazo, incluso más tarde Biurrun y aún M. M.
Gauthier en 1982, fueron partidarios de que su ubicación original era el
santuario de Aralar. Versión que también comparten los autores del Catálogo
monumental, puesto que ligan la construcción de la capilla interior al retablo
para alojarlo; capilla que se identifica con la “oscura capilla” a la
que alude la inscripción de 1765. Su argumento principal es que allí ha estado
desde que se tienen noticias documentales, y en eso, como estamos viendo, nos
les falta razón. Asimismo es incuestionable la vinculación entre la catedral y
el santuario, como razonan para explicar la titularidad de la Virgen del
Sagrario en el frontal.
Detalle de la parte superior
Huici y Jauristi, y más tarde Lojendio, fueron
los primeros que pensaron que se realizó para la catedral de Pamplona y que de
allí en algún momento se trasladó a Aralar. La cuestión volvió a suscitarse
desde que a raíz de su recuperación se ha ido profundizando en su estudio. La
propia M. M. Gauthier, en 1987, era ya partidaria de esta hipótesis. Asimismo,
autores como Rico Camps, Férnández-Ladreda y nosotros mismos opinamos que se
ideó para la sede pamplonesa.
También hay que advertir que esta hipótesis no
está avalada por ninguna documentación. Son distintas y de diferente índole las
razones que se arguyen.
Por ejemplo, que no se represente a San Miguel
como titular, y como se ha visto ni siquiera aparece. Por el contrario, es
evidente que está dedicado a María, y la catedral siempre ha estado bajo el
patrocinio de Santa María. Asimismo, se defiende que una obra de tal calidad
difícilmente se habría ideado para “ocultarse” en un santuario lejano,
de difícil acceso y de relativo interés; en cambio sí sería muy adecuada para
una sede catedralicia. Además hay que tener presente que en esa época en la
catedral se sucedieron distintos obispos, muy interesados en convertir su sede
episcopal en un templo singular, de amplio espacio, con un espléndido claustro
y una bella imagen de la Virgen titular, por lo cual resulta natural que
pensaran completar tan extraordinario conjunto románico con este magnífico
frontal.
Otro de los motivos se encuentra en el mismo
retablo, pues la inscripción del siglo XVIII denomina a la Virgen central con
la advocación del Sagrario. Sin embargo, en este punto se puede matizar. En
primer lugar hay que aclarar que en la catedral medieval de Pamplona no existía
una imagen de la Virgen, distinta a la titular, con la advocación del Sagrario,
como parece indicar M. M. Gauthier en su estudio de 1987. A la imagen románica
titular de la catedral en la Edad Media se la conocía simplemente como Santa
María. Su designación del Sagrario no tiene lugar por lo menos hasta 1642, y
surge por su ubicación en el retablo mayor en un sagrario o tabernáculo.
Recordemos que en 1666 a la imagen del retablo de Aralar se le llama “Madre
de Dios”. Pero no resulta incongruente que en 1765 se le otorgue el título
del Sagrario por distintos motivos: la entonces ya inmemorial relación entre
ambos templos, la devoción que, sin duda tenía entonces la imagen catedralicia
en el reino, la aparente similitud formal de ambas, y seguramente un deseo de
prestigiar al santuario. Por ello quizá es más conveniente pensar, no que
cuando el retablo se trasladó de la catedral a Aralar se llevó la advocación de
la Virgen catedralicia, sino que se la otorgaron cuando volvió a la capital
para adecentarlo. Hoy la conocemos como Santa María la Real, pero este título
se popularizó a raíz de su coronación canónica en 1946, aunque también es
cierto que los monarcas navarros se coronaban ante su imagen.
Analizando con minuciosidad el retablo se
pueden considerar otros factores a favor de su estado I en la catedral.
Primero, la representación de los apóstoles, de quienes son sucesores los
obispos, es un tema muy repetido en el arte medieval y especialmente oportuno
para una catedral, máxime si la mitra se esfuerza en afirmar su autoridad.
Además se da la circunstancia de que el único de los apóstoles que aparece
individualizado es San Pedro; veremos que al obispo Pedro de París se le
atribuye el patrocinio del frontal. Y curiosamente en el retablo renacentista
de la catedral de Pamplona, el príncipe de los apóstoles ocupará un lugar
eminente en la calle central.
También la Epifanía, escena fundamental del
retablo, es una festividad de gran solemnidad en la catedral de Pamplona. Se
conoce que fue el obispo Rena quien consiguió que de Colonia llegara a la seo
pamplonesa la reliquia de los Reyes en el siglo XVI. Pero también resulta
evidente que el origen de esta devoción en la catedral fue anterior, como
atestigua el grupo gótico de la Adoración de los Magos, esculpido en el
claustro, de tal forma que la llegada de la reliquia contribuyó a consolidar
dicho culto hasta llegar a nuestros días. Recordemos que algunas imágenes
medievales cumplían una función en ciertos dramas litúrgicos. Aquí en Navarra,
por ejemplo, la Virgen de Irache se relaciona con el Officium Pastorum.
¿Es posible que en la catedral el frontal pueda vincularse con el Officium
Stellae que pudo escenificarse en ella? Martín Ansón menciona que en los
dominios aquitanos de los Plantagenet era costumbre en la misa de Epifanía que
tres clérigos lujosamente ataviados en el momento del ofertorio remedaran la
ofrenda de los Magos presentando ante el altar los vasos sagrados. Incluso en
1169 fueron tres hijos de Enrique II Plantagenet quienes representaron el papel
de los Magos, pues simultáneamente rendían homenaje al monarca de Francia del
que eran feudatarios.
Con todo, queda por conocer cuándo la catedral
de Pamplona decidió desprenderse de su frontal y desplazarlo a Aralar. La
lógica apunta que pudo ser en el contexto de la adecuación del presbiterio a
finales del siglo XVI a las nuevas modas y necesidades del culto, por lo que se
encargó al finalizar la centuria un monumental retablo; o también en el momento
en que la cabecera gótica sustituyó a la románica. En este punto no hay que
olvidar que ya en la segunda mitad del siglo XIV se había elaborado un nuevo retablo
de plata para la sede episcopal iruñesa.
A pesar de las discrepancias en algunos
aspectos, todos los investigadores están de acuerdo en que una pieza de tal
calidad sólo es posible por la voluntad y patrocinio de un personaje
encumbrado. Y en la Navarra de la época las máximas jerarquías eran el rey y el
obispo de Pamplona. Otros temas que quedan por plantear son su cronología, el
centro donde se confeccionó y sus vínculos estéticos. Ya hemos dicho que
Burgui, que no se detiene en su análisis estético ni técnico, lo considera una
donación de Sancho III el Mayor en 1028, opinión que comparten Madrazo y
Biurrun. También con un monarca, García Ramírez, lo vinculan Uranga e Íñiguez,
con 1136 como fecha de referencia. Por su parte Lojendio lo liga al matrimonio
de la infanta Berenguela, hija de Sancho el Sabio, con Ricardo Corazón de León
en 1191, por lo que el retablo quedaría fechado a comienzos del siglo XIII,
cronología que coincide con la que antes le dieron Huici y Juaristi.
Finalmente M. M. Gauthier, después de un
completo y exhaustivo análisis de la pieza, concluyó que el contexto político y
cultural en el que fue posible su ejecución se limita al reinado de Sancho el
Sabio (1150-1194) y al episcopado de Pedro de París (1167-1193). Considera al
obispo como el mentor de la obra, tanto por su rango eclesiástico como por su
categoría intelectual. Él era el único preparado para diseñar un programa
iconográfico del nivel teológico que presenta el del retablo de Aralar, pues había
estudiado y enseñado en la Sorbona, e incluso escribió el Tractatus de
Trinitate et Encarnatione. Dicho título, como hemos comprobado, parece el
enunciado del programa que se desarrolla en el frontal. Además conviene
recordar que tuvo un especial empeño en reafirmar la autoridad de la mitra de
Pamplona sobre aquellos que la cuestionaban, como el abad de Leire. Pero este
ambiente intelectual coincide con un momento en el que económicamente es
posible encargar a grandes artistas este precioso mueble litúrgico. Hoy nadie
discute que se elaboró entre 1175 y 1185. Es posible que esta distancia
temporal entre la Virgen titular de la catedral, que se fecha a mitad del siglo
XII, y la del retablo de Aralar explique las diferencias formales entre ambas,
pero las dos representaban a Santa María de Pamplona. Asimismo su cronología
puede servir como argumento a favor de la hipótesis de que se realizara para la
catedral, pues recordemos que no será hasta 1206 cuando el obispo Juan de
Tarazona cree la dignidad de chantre, que será el canónigo económicamente más
ligado al santuario. Aunque también es cierto que algunos de sus abades fueron
canónigos de Pamplona.
Otras de las cuestiones importantes que plantea
el retablo son dónde se confeccionó y con qué otras obras se relaciona. Como es
fácil de suponer también en esto ha habido discrepancias entre los entendidos.
El primero en plantear el lugar de manufactura del retablo fue Madrazo, quien
opinó que era una obra salida de algún obrador alemán, bien de Colonia o de
Verdún, realizada por artífices griegos. En cambio Huici y Juaristi estaban
convencidos de que era un trabajo de Limoges, el centro de esmaltes más prestigioso
de la Europa meridional. Pero paralelamente hubo autores como Leguina, Porter o
Biurrun que la consideraron española. Pero para justificar su filiación hispana
lo primero que había que averiguar es la existencia de talleres de esmaltes en
la España cristiana. Hoy los investigadores no dudan de que en torno al
monasterio de Silos se trabajó el arte del esmalte, pero apenas quedan obras
que lo avalen y menos todavía la documentación justificativa. Estos talleres
quedaron eclipsados por el auge y popularidad que desde mediados del siglo XII
adquirieron por toda Europa las obras de Limoges. Fue Gómez-Moreno quien en su
estudio sobre la urna de Santo Domingo de Silos empezó a distinguir estos
trabajos hispánicos.
El problema de la filiación de nuestro frontal
es su carácter excepcional, por lo que no tiene parangón con ninguna otra obra
en su totalidad, aunque tiene puntos en común con alguna. Con la que la
relación resulta más patente es con el frente de la urna de Santo Domingo de
Silos. Su traza es muy parecida; ambas están compuestas por una sucesión de
arquerías a partir de un motivo central, que es la Maiestas protagonista. Se
trata de una composición cuyo origen remoto se puede rastrear en sarcófagos
clásicos o paleocristianos, con lo que estaríamos ante una continuidad de
lenguaje y función, más evidente en el caso de Silos, pues se trata de una urna
funeraria, y más sutil en el de Aralar. Una explicación puede estar en que
sobre el altar, a cuyo frente se adhería nuestro frontal, tenía lugar la
actualización del Sacrificio de Cristo. También en el capítulo arquitectónico
tienen mucho en común, pues en los dos se emplea la labor de calado en los
fustes de las columnas, técnica que en el caso silense se prolonga a las basas
y capiteles e incluso al propio arco. Comparten así mismo las arquitecturas de
cúpulas evocadoras de lo bizantino, como se comprueba al contemplar el
relicario de la Santa Sangre del tesoro de San Marcos de Venecia. En los dos
encontramos la combinación ornamental del grabado en el bronce dorado y el
cabujón con piedras en resalte. Otros aspectos que visiblemente comparten son
los motivos ornamentales utilizados, como los roleos vegetales de las columnas
y el vermiculado de fondo de las placas de esmalte. Sin embargo, hay que
reseñar que en el caso de Silos el grabado de roleos del fondo del apostolado
se distribuye en bandas, dejando amplias zonas lisas, recurso que trae a la
memoria la pintura de los Beatos. Es indudable que en la decoración de los dos
se impuso el horror vacui, y que algunos de los motivos ornamentales, como los
roleos vegetales o el enfrentamiento de elementos, ya sean animales o
vegetales, son rasgos que conectan con el arte musulmán. Sin embargo también
está claro que aunque la urdimbre remita a dicha cultura, los motivos empleados
son propios del arte románico cristiano. En este caso de evidentes relaciones
de “ida y vuelta” entre ambos mundos es una lástima no haber conservado
un muestrario suficiente de tejidos y miniaturas que probablemente actuaron
como medio de transmisión. Tampoco hay que olvidar que el arte árabe fue una
vía de penetración en occidente del arte oriental, romano tardío y bizantino,
que en su contacto asimiló e incluso reinterpretó.
Con todo, también se aprecian diferencias
sustanciales, referidas fundamentalmente a las figuras esmaltadas. Aunque en
ambos las cabezas de los personajes son de bulto y existe un deseo claro de
individualizarlos, los rostros de la urna de Silos no alcanzan el genio y el
carácter que supo imprimirles el artista de Aralar. También son apreciables las
diferencias en el colorido del esmalte, pues mientras en Silos se emplean los
colores puros, lo que provoca cierta estridencia, en Aralar se logra la matización
de los tonos, originando un cromatismo más rico y armónico. Pero en ambos reina
el diseño curvilíneo y ondulado de los tejidos, que origina un aire envolvente,
aunque el resultado en Silos son unos cuerpos más planos, mientras que en
Aralar se logra cierto volumen.
A pesar de las relaciones manifiestas con
Silos, ningún autor se ha decantado por considerar el de Aralar como obra de
estos talleres castellanos, pues también son evidentes, especialmente en el
tratamiento del esmalte, sus conexiones con Limoges. Hoy se sigue manteniendo
la tesis expuesta por M. M. Gauthier en 1982, que podíamos resumir como obra de
confluencias. En efecto, según esta investigadora francesa, su factura se
realizó en Pamplona, donde el mecenas de la obra, que poseía los medios
económicos para hacerse con una materia prima valiosa, consiguió congregar a
distintos artífices, todos sumamente hábiles en los distintos oficios. Artistas
de distinta procedencia, desde hispanos hasta franceses, e incluso ingleses,
pues ve en la versión dada a los arabescos no sólo la mano de lo silense sino
la de algún estampador inglés. Y con modelos ingleses se ha relacionado
últimamente la flora de los medallones del ático. En este sentido, recuerda que
por esas fechas estaba en Pamplona el sabio inglés Robert de Ketton, quien
ocupaba el cargo de arcediano de la catedral y fue traductor del Corán y de
otras obras árabes. Conviene, asimismo, tener presente el íntimo vínculo que
existía entonces entre Inglaterra y Aquitania, regidos ambos por la dinastía de
los Plantagenet. En su opinión, el director de este amplio equipo era un
artista esmaltador de Limoges, cuyos talleres en esa época estaban trabajando,
precisamente, para el monarca inglés Enrique II Plantagenet, cuyo hijo Ricardo
se convirtió en yerno del rey navarro, Sancho el Sabio, a raíz de su matrimonio
con la infanta Berenguela. Pero también reconoce esta investigadora que ninguno
de los trabajos realizados para el también duque de Aquitania transmite la
fuerza y vigor, la elegancia y dignidad, que en otro momento califica de “estilo
heroico”, presentes en el de Pamplona.
Esta teoría de la reunión de grandes artistas
en un lugar determinado para hacerse cargo de una obra, no cabe duda que tiene
su atractivo, y cuenta a su favor con la itinerancia probada del artista
medieval. Pero además cabe añadir que, en el caso de Pamplona, los obispos
consiguieron encargar tanto el templo catedralicio como la escultura del
claustro a un elenco de artistas elegidos entre los mejores, como lo
demuestran, por ejemplo, los capiteles que conservamos de ese conjunto
románico. Sin embargo, mientras que la gran obra de la catedral románica de
Pamplona, incluso su imagen titular, dejó abundantes huellas en el resto del
románico navarro, el frontal no parece haber tenido repercusión, y sorprende en
un trabajo tan singular. Por otra parte, parece más sencillo el traslado de un
arquitecto o de un escultor, con cuyos instrumentos estaban acostumbrados a
viajar, que organizar desde la nada un taller de esmalte; hay que tener en
cuenta la complejidad de su funcionamiento, pues precisa abundante y diversa
materia prima, y además hay que desplazar por lo menos a los principales
oficiales.
Los últimos estudios de Rico Camps, sin negar
la tesis francesa, curiosamente retornan al principio, al enfatizar las
conexiones de los esmaltes navarros con lo bizantino y recoger así el testigo
de Madrazo y de Porter. Además aporta como dirección para avanzar en su estudio
las relaciones que él observa con la escultura monumental de la época,
particularmente con ciertas piezas de la catedral de Santo Domingo de la
Calzada. Aunque la similitud de rostros que él establece puede ser discutible,
en nuestra opinión, como ya lo apuntamos en otro lugar, parece indudable, por
la caracterización, individualización, fuerza y modelado de las cabezas del
frontal de Aralar, que su autor debía de tener conocimientos o formación de
escultor.
Al final de todo este extenso comentario
podemos concluir que el retablo custodiado hoy en Aralar es un trabajo de
calidad excepcional, en el que convergen los más prestigiosos talleres de
esmaltes europeos: Silos, Limoges e incluso Bizancio. Es obra románica del
último tercio del siglo XII, realizada por un brillante artista desconocido
para nosotros y de cuya trayectoria no hay rastro claro ni antes del retablo,
ni después de él. Pero somos afortunados de poder admirar este trabajo
especialmente bello, por su ornamentación, por el cromatismo de los esmaltes y
por la elegancia y humanidad de los personajes.
Ermita de Santa María de Zamarce /
Zamartze
Santa María de Zamarce se encuentra en el
término municipal de Huarte Araquil, al otro lado del río que le da nombre.
Para llegar desde Pamplona, de la que dista 33 km, hay que tomar la autopista
AP-15, o bien la N-240, hasta Irurzun, donde nos desviaremos hacia la Autovía
de la Barranca A-10, que abandonaremos en la salida de Huarte-Araquil. Tras
atravesar la población y el puente de piedra, a la vera de la pista que conduce
a San Miguel de Aralar, en un hermoso entorno natural, veremos el templo que hoy
constituye el oratorio de la “Casa de Espiritualidad Santa María de Zamartze”,
inaugurado en 2005 tras una completa restauración iniciada en 2002 y dirigida
por Leopoldo Gil, en la que sobresale la puesta en valor del bello interior
románico y la sustitución de la cubierta de madera por otra de hormigón pintado
de color oro. Núcleo habitado desde época antigua, en el subsuelo de Zamarce
existe un yacimiento arqueológico con interesantes restos romanos recientemente
excavados, aunque todavía no publicados en su conjunto. Mantuvo su ocupación
durante la Edad Media, mucho antes de la fundación de Huarte-Araquil (siglo
XIV).
Las referencias documentales son muy antiguas.
Se cita por primera vez como monasterio en 1007, pero el diploma es dudoso.
Menos reparos ofrece el de 1031, conforme al cual Sancho el Mayor habría
intervenido en una confirmación de que la decanía de Zamarce siempre había sido
episcopal. De su tenor cabe deducir que el templo existía desde tiempo atrás,
al menos desde el siglo X, aunque en la actual edificación ningún elemento
corresponde a datación tan antigua (los únicos restos previos a la obra románica
consisten en sillares anormalmente grandes ubicados en el muro norte de la
edificación aneja). Las siguientes referencias documentales, de la segunda
mitad del siglo XI y a lo largo del siglo XII, presentan a Zamarce como
monasterio perteneciente a Santa María de Pamplona. También por estas fechas
queda de manifiesto su permanente vinculación con San Miguel de Excelsis, que
inicialmente dependía de Zamarce (monasterio quod dicitur Sancte Marie de
Zamarce et cum sua ecclesia Sancti Michaelis de Excelsi indica el documento
de 1007). Este nexo hace que los encargos de obras en ambos edificios dependan
de los mismos clérigos y ayuda a entender por qué el mismo equipo de escultores
trabajó en la terminación románica de San Miguel y luego bajó a esculpir los
elementos ornamentales de Zamarce. En la segunda mitad del siglo XII consta la
existencia de un clavero de nombre Miguel y de un capellán llamado Semén de
Urra. Y se contempla la posibilidad de que allí fuera admitido algún otro
clérigo.
La documentación del XII permite proponer una
hipotética identificación del promotor de las construcciones en Aralar y
Zamarce: el abad de San Miguel de Excelsis de nombre García Aznárez de Zamarce,
quien aparece en una concordia establecida con el conde Ladrón y Ortí
Lehoarriz, en la que convenían el derecho de los maestros canteros y
carpinteros de San Miguel a recibir queso y manteca. Y él mismo en 1125 había
conseguido liberar a los collazos de San Miguel de Excelsis de trabajar en los
puentes reales del valle del Araquil, para que sirvieran a San Miguel. Estas
noticias avalan la iniciación de trabajos en Aralar, que culminarían con la
consagración de 1141. Muy probablemente, una vez terminados, parte del mismo
equipo edificaría Zamarce. La institución de la chantría en la seo pamplonesa
en 1206 introdujo un cambio en la situación de Zamarce y Aralar, ya que ambos
templos permanecieron en ella hasta el siglo XIX. Como dice Arigita, “con la
institución de la Chantría perdió el Monasterio de Zamarce su importancia”.
Las noticias disminuyen de manera muy considerable. En 1296 califican a Zamarce
como iglesia mayor y madre de cuatro villas o parroquias cercanas, afirmando
que en ella se recibían los sacramentos, se enterraban y llevaban los diezmos.
Una concordia del siglo XIV habla de la iglesia con sus casas (palacio y casa
de la cofradía), molino y tierras. Las referencias documentales entre los
siglos XVI y XX no aportan novedades relevantes con respecto a la edificación
románica, pero sí informan acerca de incendios e intervenciones en las casas
anejas. La ermita y hacienda de Zamarce quedaron exceptuadas de la
desamortización. Allí solía residir el ministro de San Miguel de Aralar.
La escasa bibliografía sobre la iglesia
románica se inició en el siglo XVIII. En su estudio sobre San Miguel de Aralar
(1774), Burgui suponía su fundación anterior a la invasión islámica a partir
del crismón y resaltaba la semejanza con San Miguel de Excelsis (“ambas fábricas
de una misma edad, y especie de arquitectura”). A lo largo del siglo XIX
varias publicaciones la mencionaron, siempre desde el punto de vista histórico.
Ya en el XX Lampérez le dedica un par de líneas, caracterizándola como
románica. Las cuestiones históricas hallaron detallado estudio en la monografía
sobre Aralar de Arigita (1904), quien dejó claro que en Zamarce nunca hubo
monjes benedictinos. Altadill incluyó la primera fotografía publicada del
templo. Otras descripciones fueron redactadas por S. Huici y V. Juaristi. En
1932 es mencionada su similitud con edificios sanjuanistas, por lo que proponen
que quizá su custodia hubiera sido confiada a los hospitalarios. Comentada con
cierto detalle, concluyen su datación en “la época de Sancho el Fuerte,
hacia el 1200”. En 1936 Biurrun destaca la semejanza de su ornamentación
escultórica con la capillita interior dedicada a San Miguel en Aralar, lo que
llevaba a proponer para ambas obras una misma autoría.
Gudiol y Gaya Nuño apreciaron una derivación
jaquesa.
Ya en 1973, Uranga e Íñiguez abandonaron la
teoría del origen monástico del templo y propusieron que habría sido la iglesia
de un hospital fundado en la ruta de peregrinación a Compostela, ahora bien, en
ninguno de los documentos conocidos se menciona un hospital. Ambos autores se
ocuparon también del extraño macizado de las ventanas absidales, que
consideraron “cerradas en una reforma, que parece muy primitiva, sin dejar
huellas externas”. Coincidieron con Biurrun en relacionar el templo con San
Miguel de Aralar y lo fecharon hacia 1143, supuesta fecha de la consagración de
San Miguel. Otra gran aportación fue la vinculación con el taller de Maestro
Esteban, arquitecto de la catedral románica de Pamplona, y la apreciación de
diferencias de mano entre la mayor parte de la escultura y los canes en que
reposaba la cubierta lignaria. Igualmente advirtieron la existencia en Zamarce
de tallos en espiral. En 1986 M.C. Lacarra aventuró una supuesta protección por
parte de los reyes de Navarra desde su fundación, que carece de apoyatura
documental y aceptó una realización hacia 1140. En 1987 P. Echeverría y R.
Fernández consideraron el año 1167 como término ante quem de terminación del
edificio románico, a partir de lo que ellos llaman “las costumbres de Zamarce”,
documento que relata el convenio de explotación de una heredad de la
institución. El estudio del crismón les llevó a proponer una “avanzada
cronología dentro del siglo XII. Al mismo tiempo apuntaron cierta deuda con el
arte islámico. Resulta muy acertada la comparación que establecieron entre su
interior absidal y el de Irache, ya que fueron los primeros en afirmar la
existencia de arcos ciegos apuntados entre las ventanas macizadas, entonces
ocultas por el retablo. En 2002 Martínez de Aguirre la relaciona con el eco de
la catedral pamplonesa, que aquí expondremos con más detalle. Su declaración
como Bien de Interés Cultural data de 1983.
Santa María de Zamarce constituye un magnífico
ejemplo de románico en ámbito rural, pero no es el modesto templo de una aldea
de la montaña, sino que se presenta como la iglesia de nave única que con mayor
fidelidad siguió el modelo de la desaparecida catedral románica de Pamplona. El
diseño de la planta, con ábside semicircular, anteábside y tres tramos de nave,
es el más habitual en tierras navarras. Sus dimensiones resultan algo
superiores a las más usuales entre los templos parroquiales rurales, ya que alcanzan
los 21,80 m de longitud interior por una anchura de 6,60 en el presbiterio y
7,30 en la nave. El alzado se realiza mediante aparejo típico del románico
pleno, formado por sillares bien escuadrados de tamaño mediano.
El ábside se articula en tres niveles. El
inferior consta de una banqueta sobre la que se alzan ocho hiladas. Una
estrecha moldura, de media caña con bocel y banda grabada, marca el comienzo
del segundo nivel, el de las ventanas, constituido por siete hiladas. Es de
destacar la existencia, justo en el centro del ábside, de un estrecho añadido.
En las ventanas absidales aparece una de las peculiaridades constructivas de
Zamarce, dado que de las tres programadas sólo la meridional se encuentra
efectivamente abierta.
Por el haz externo se aprecian interrupciones
de la imposta ajedrezada justo en los lugares donde habría de iniciarse el
rebaje para la colocación del adorno de la ventana. Por encima de la imposta se
nota perfectamente la curvatura que marca el comienzo del vano axial. Todavía
se acusa más el emplazamiento inicialmente previsto para la ventana
septentrional: incluso se conservan los fragmentos inferiores de la moldura
dentada destina a decorar la rosca. El examen de la moldura ajedrezada, que
continúa por donde había de abrirse el vano, manifiesta muy leves diferencias
en su factura: la original presenta tres niveles de ajedrezado y una línea
incisa horizontal en el frente superior; en el tramo colocado en el espacio
macizado, la talla es ligeramente más tosca y además no existe la línea
horizontal incisa del frente superior. Tales diferencias son apreciables en las
dos ventanas cegadas.
Por encima de la línea de impostas de las
ventanas, el paramento continúa otras catorce hiladas hasta alcanzar el nivel
de colocación de los canecillos. En la zona absidal falla la continuidad de
hiladas, lo que atestigua una edificación irregular. Un último elemento
interesa señalar en el exterior del ábside: la presencia de dos contrafuertes
de reducido frente y resalte, que no se corresponden con ningún elemento
sustentante ni por el interior ni por el exterior. Como más adelante veremos,
fueron colocados con la finalidad de evocar los contrafuertes que tuvo el
modelo inspirador de este templo.
Ventanal románico del ábside
Por el
interior el ábside tiene tratamiento distinto. Las ventanas septentrional y
axial fueron cegadas prolongando por encima las molduras ajedrezadas, que aquí
no cuadran con la decoración de los cimacios. Se conservan perfectamente los
dos arcos ciegos, convenientemente adornados con sus columnas en todo
semejantes a las que flanquean las ventanas. Es muy significativo señalar que
ambos tienen trazado apuntado, frente al semicircular de los correspondientes a
las tres ventanas. El alzado absidal interior es muy parecido al exterior: ocho
hiladas hasta la primera moldura, en este caso adornada mediante rosetas
dispuestas a distancias constantes (algo más recargadas las de las esquinas);
otras ocho entre dicha moldura y la línea de impostas de las ventanas; y por
encima de los arcos, una hilada que da paso a una moldura decorada con volutas.
Ventanas y arcos ciegos disponen de enmarques moldurados y una chambrana
decorada con hilera de puntas semejante a la del exterior.
El anteábside está formado por un tramo
rectangular poco profundo. Por el exterior lo marca un leve ensanchamiento del
muro, carece de molduras y dispone una estrecha saetera. Por el interior el
tratamiento es muy distinto. En planta viene señalado por un ligero
ensanchamiento. La saetera se abre mediante amplio abocinamiento en una
ventana, adornada con los habituales columna y arco abocelado. En el muro
septentrional no hay saetera, por lo que el espacio interior fue ornamentado
con un arco ciego abocelado sobre columnas. El área absidal, constituida por
ábside y anteábside, queda separada de la nave por dos pilastras que llevan
adosadas sendas semicolumnas rematadas en hermosos capiteles.
La nave resulta algo más ancha que el anteábside.
Sus tres tramos se marcan exteriormente por potentes contrafuertes de sección
rectangular, no todos ellos perfectamente trabados con el muro perimetral, como
si hubieran sufrido reconstrucciones. El muro septentrional carece de vanos. El
meridional posee la hermosa puerta abocinada y pequeños huecos abiertos con
posterioridad a la construcción románica. El paño inmediato a la cabecera
muestra evidentes signos de haber sido recompuesto. La pareja de contrafuertes
orientales se corresponde por el interior con las pilastras y semicolumnas que
separan el área absidal de la nave. La segunda pareja coincide con las ménsulas
que soportaban una enorme viga en la que apoyaba la cubierta lignaria antes de
la restauración. Aunque de factura algo más tosca, ambas ménsulas presentan el
repertorio formal habitual en el taller. Su colocación a nivel con la imposta
absidal lleva a pensar que estaban pensadas en origen para apear los arcos
transversales que sustentaran la techumbre.
A la altura de la tercera pareja de
contrafuertes se ven por el interior pilastras distintas a las de separación de
la zona absidal; sustentan un coro alto en el que no quedan restos medievales.
En el hastial se conservan la puerta original y
una ventana muy alterada. La puerta da paso a la casa aneja. Aunque el vano ha
sufrido modificaciones y añadidos, se reconoce su diseño original de medio
punto. Carece de exorno. La imposta se adentra ligeramente en el vano. Una
bovedilla salva la anchura del muro, cuyos montantes disponen los
correspondientes huecos para atrancar la puerta. La ventana igualmente remata
en semicírculo y por su tamaño, forma y ubicación nos recuerda a soluciones
típicas del románico pleno en el área navarra.
Como ha quedado expuesto, la cornisa románica
iba a ir apoyada en canecillos decorados que se han conservado en cierto
número. Los sillares emplazados entre los canecillos están perforados por cajas
de sección cuadrangular y además parecen haber sido tallados en otro momento
que el resto del muro, por presentar en su superficie la sucesión de incisiones
inclinadas que suele dejar la trincheta. En la tercera hilada por debajo de
dichos canecillos, a lo largo de todo el perímetro fueron tallados de manera
bastante tosca rebajes oblicuos claramente destinados a alojar jabalcones. Es
decir, que en una época indeterminada, el sistema habitual de canes más cornisa
de piedra fue sustituido por un alero de gran vuelo soportado por soleras que
corrían apoyadas en jabalcones y canes de madera.
Aunque la nave única y varias más entre las
soluciones propiamente arquitectónicas de Zamarce pertenecen a una tipología de
amplia difusión, ciertos detalles permiten afirmar su adscripción a la escuela
de la catedral románica de Pamplona. Probablemente el más particular sea la
articulación interior del ábside, mediante arquería en la que alternan arcos
semicirculares (para ventanas) y apuntados (ciegos, puramente decorativos),
unida a la del anteábside, constituido igualmente por ventana al sur y arco ciego
al norte. El alzado interior de Irache alterna ventanas y arcos ciegos, como en
Zamarce, con la diferencia de que en el cenobio benedictino entre las ventanas
hay dos arcos ciegos; asimismo, Irache dispone de anteábside, cuyo interior
despliega dos niveles de doble arquería ciega. Una de las secuelas más cercanas
de este tipo es Zamarce, propiedad de la seo pamplonesa, donde el modelo se
simplifica, se adapta a menor altura y anchura, de modo que se mantiene la
combinación ventana-arco ciego pero se reduce a un único nivel y a un único
arco intermedio.
La iglesia de Zamarce fue alzada durante el
románico pleno, como lo demuestra la abundancia de elementos ornamentales
integrados en la construcción. La escultura refuerza visualmente los puntos
fuertes del edificio, enmarca los vanos y recalca las transiciones
arquitectónicas.
La puerta constituye el elemento más
monumental, su resalte total alcanza 6,30 m. Carente de tímpano, consta de
cuatro arquivoltas. La interior descansa en los montantes (que aparecen con un
delgado chaflán adornado con volutillas), directamente sobre la imposta que
prolonga los cimacios de los capiteles. La rosca interior está abocelada,
seguida hacia fuera por una media caña decorada por rosetas constituidas por un
botón central y seis o siete pétalos con nervadura axial.
Una banda adornada por palmetas de siete
lóbulos nervudos, enmarcadas por dos tallos curvos, la separa de la segunda
arquivolta, igualmente constituida por bocel liso entre medias cañas. La banda
de separación con la tercera arquivolta se ve recorrida por una red de rombos.
La tercera arquivolta es idéntica a la segunda y va seguida de banda decorada
con roleos. La cuarta y última arquivolta, idéntica a las anteriores, está
enmarcada por una moldura exterior de tres hileras de billetes.
Las arquivoltas segunda, tercera y cuarta
apoyan en capiteles, que numeraremos de izquierda a derecha. El primero
presenta dos cabezotas monstruosas, como de oso, una en el vértice central
superior y otra en el que mira al interior del templo. De sus bocas brotan
tallos que se entrelazan en el centro de las caras para rematar en florones
digitados o en hojas lobuladas. El segundo dedica ambas caras a un tallo que
describe tres vueltas de espiral, terminado en hojas digitadas. De la vuelta
interior brotan otros tallos que pasan por encima y por debajo de las espirales
para culminar en las esquinas en hojas digitadas o en trifolios asimétricos. El
tercero está formado por grandes hojas hendidas situadas en los ángulos, que
rematan en volutas acaracoladas y presentan bordes perlados; entre las tres
hojas se alza un tallo también perlado que remata en trifolios asimétricos. El
cuarto despliega en los ángulos unas particulares hojas de bordura interior
perlada, que terminan en múltiples tallos rematados por botones cruzados con
los de la hoja que le hace pareja. En el espacio que queda entre ambas figuran
volutitas. Las hojas de los extremos son algo distintas, también rematan en
tallos abotonados, pero una de ellas se ve festoneada a todo lo largo por
hojitas nervudas. En el eje de cada cara hubo hojas lisas picudas sobre bolas.
El quinto muestra un diseño vegetal cordiforme invertido, perlado, de cuyo
centro brotan cuatro tallos entrelazados y rematados en botones. Los vértices
vienen ocupados por hojas lisas picudas que acogen bolas. Y el sexto desarrolla
un entrelazo de tallos triples que alterna senos amplios con estrechos y remata
en la parte superior en hojas digitadas nervadas. Los cimacios siguen dos
diseños. Sobre los tres primeros capiteles se despliegan roleos de tallos
triples de los que brotan trifolios asimétricos entrelazados. Sobre los del
otro lado también corren roleos de tallos triples, de los que en este caso
nacen las tan conocidas hojas digitadas. La ventana meridional del ábside
dispone de dos capiteles, el de la izquierda muestra hojas hendidas festoneadas
y de reborde interno perlado, rematadas en botones con pétalos nervudos. En el
de la derecha las perlas quedan entre las hojas hendidas y las hojitas
festoneadas.
Detalle de capitel
Empezaré la descripción de los motivos del
interior por los capiteles del arco de embocadura de la zona absidal. El
septentrional desarrolla un entrelazo de lazos triples que rematan en volutas
en las esquinas y dejan espacio para alojar bolas en el seno de cada
entrecruzamiento.
Su cimacio se adorna con volutas espaciadas. El
meridional está dedicado a hojas hendidas rematadas en volutas acaracoladas,
con rebordes perlados. En el interior de cada hoja aparecen a su vez hojitas de
seis lóbulos. El cimacio es idéntico al de su pareja. El arco ciego
septentrional del anteábside muestra en su capitel izquierdo entrelazo de
tallos triples en cuyos senos asoman hojitas. El derecho está ocupado por
grandes hojas lisas de remate picudo triple. Un abanico abotonado adorna las
esquinas de ambos cimacios. La ventana septentrional está macizada. El capitel
izquierdo del arco ciego que ocupa el espacio entre ella y la ventana axial
tiene un sencillo entrelazo de tallos triples que alojan hojas picudas sobre bolas;
el capitel derecho, esbeltos tallos de hojas paralelas rematados en bocas.
La ventana axial también carece de capiteles.
El siguiente arco ciego apea en capiteles con hojas grandes de reborde perlado
rematadas en volutas y hojas lisas hendidas superadas por lo que parecen ser
hojitas nervadas. Y la ventana absidal meridional consta de un capitel con
grandes hojas de rebordes perlados rematadas en abanicos abotonados y otro con
lancetas muy sencillas con nervio axial. Todos los cimacios muestran abanicos
abotonados en las esquinas.
En la ventana meridional del anteábside, el de
la izquierda dispone hojas lisas picudas rebordeadas y el de la derecha tallos
con hojitas paralelas rematadas en hojas picudas sobre bolas. Uno de los
cimacios tiene el típico abanico abotonado de esquina y el otro un diseño
estrellado poco definido. Por último, las ménsulas en el centro de la nave
reparten su superficie en tres registros. La septentrional muestra abajo una
hilera de bolas, en medio una sucesión de lancetas abiseladas y arriba tres
niveles de billetes. La meridional resulta menos plástica, aunque también
decore la parte inferior con hilera de bolas, el centro con lancetas nervadas y
la superior con red de rombos.
La cornisa de la portada tuvo seis canecillos,
muy deteriorados. Se reconocen una cabeza humana, aves y restos de animales.
Entre los centrales figura un sencillo crismón muy estropeado, pues ya antes de
la restauración carecía del tercio superior y en la actualidad apenas conserva
elementos. A lo largo de la cornisa se despliega un número irregular de canes
decorados con cabezas y figuras humanas, aves, barril, voluta, “alcachofa”,
roseta globulosa de pétalos nervudos, cabeza leonina y muchos otros lisos en
nacela. El repertorio coincide con el de otras iglesitas románicas derivadas de
la catedral.
Ciertamente no existen dos capiteles iguales;
juegan con un repertorio de formas procedente de la catedral pamplonesa, de
origen languedociano, que combinan a su gusto evitando reiteraciones. Los
tallos en espiral tienen idéntica procedencia pero su presencia en Navarra
tiene fecha más tardía, la del taller que labró los capiteles del claustro de
la catedral hacia 1130-1140. La conjunción de ambos nos confirma una cronología
en la década de 1140- 1150. Pero tanto unos como otros fueron ejecutados por artistas
de segunda fila que había aprendido las formas y las trataban con cierta
sequedad y aplanamiento (se trata de una degradación habitual en el románico,
que no hemos de confundir con influencias islámicas). Aun dentro del mismo
repertorio se distinguen dos maneras de trabajar, una más plástica, que gusta
de recalcar los volúmenes, y otra más aplanada, a menudo correspondiente a
motivos más sencillos. No es difícil concluir asignando estas diferencias a dos
manos distintas. El modo menos plástico coincide con la menor capacidad
advertida en quien completó las molduras y las ménsulas tras la reconstrucción
a raíz del desplome y fractura de lo construido. Se aprecia una significativa
cercanía formal entre algunos capiteles de Zamarce y otros de San Miguel de
Aralar. Concretamente vemos en el santuario idénticas hojas hendidas perladas,
idénticos abanicos rematados en botones, tallos triples entrelazados con
motivos vegetales en su interior, tallos festoneados de hojitas nervadas
paralelas, picos sobre bolas, volutas acaracoladas, cimacios solamente
adornados en las esquinas con motivos vegetales, etc. Pero apenas hay capiteles
iguales en el conjunto Aralar-Zamarce, lo que confirma el sistema de trabajo
del taller.
Los paramentos se ven salpicados de marcas de
cantero, más de ocho señales diferentes, varias de ellas con ligeras variantes
que no permiten asegurar que correspondan a dos maestros distintos. Para
identificarlas las denominaremos mediante la letra de nuestro alfabeto que se
les asemeja. En el ábside aparecen una J de trazo doble, una cruz
sencilla de brazos iguales (también en el anteábside y en los contrafuertes
meridionales), A, X (también en los contrafuertes meridionales
segundo y tercero, y en la jamba oriental de la puerta; en otros casos aparece
redondeado, como un 8), T (asimismo en el muro meridional del anteábside
y en los dos contrafuertes meridionales extremos) y una especie de M cursiva.
La P aparece en el relleno del primer tramo meridional de nave, en el
contrafuerte meridional central y en ambas jambas de la puerta; el círculo con
variantes se despliega por el primer tramo meridional de nave y en los dos
contrafuertes que flanquean la puerta; y la I en las jambas de la puerta. La
abundancia de cruces sencillas emplazadas en las hiladas inferiores quizá se
deba a enterramientos (en algún caso incluso figuran dos de estas cruces en el
mismo sillar). Comparadas con otras del románico navarro, sólo una es semejante
a las identificadas cuando se realizaron las excavaciones de la catedral de
Pamplona y se encuentran claras semejanzas con algunas de San Miguel de
Excelsis. Podemos suponer que sólo una parte del equipo que había colaborado en
la terminación románica de Aralar bajó luego a Zamarce, por lo que vinieron
otros canteros a completar el taller.
Tratemos ahora de reconstruir el proceso
constructivo, teniendo en cuenta el extraño macizado de las ventanas absidales.
La iglesia fue proyectada hacia 1140 por un maestro conocedor de la catedral de
Pamplona, que contó con la colaboración de al menos ocho canteros. En una
primera fase, alzaron buena parte de los muros perimetrales. Se había pensado
en el abovedamiento del área absidal, pero no es seguro que hubiesen
determinado el de la nave, ya que no existen vestigios de soportes intermedios
destinados a apear el correspondiente fajón. La bóveda sobre el ábside empezó a
montarse, quizá incluso fue concluida, pero muy pronto la estructura se abrió y
los muros se vieron afectados por un leve desplome que todavía perdura y que
provocó una grieta en el eje. Resulta verosímil que incluso cayeran al suelo y
se fracturaran algunas piezas (ello explicaría que no se reemplearan las
molduras del arco de la ventana oriental y sí las de la septentrional) Sin
embargo, no fue a más y los constructores decidieron proceder a una reparación
de urgencia. Desmontaron la bóveda y el paño central del ábside, macizaron las
ventanas oriental y septentrional, y rellenaron los huecos con pequeñas piezas
labradas al efecto. Ante el dilema de cómo cubrir el edificio, parece que la
opción adoptada fue deshacer el abovedamiento hasta la altura donde deja de
ejercer empuje lateral y colocar una cubierta de madera, sustituida al menos
dos veces a lo largo de la historia.
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