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viernes, 17 de enero de 2025

Capítulo 46-1, Románico en Navarra, Románico en la Sierra de Codés, Aguilar de Codés, Ubago, Olejua, Huarte, Araquil

Románico en la Sierra de Codés
Aguilar de Codés
La villa de Aguilar de Codés ocupa uno de los términos más occidentales de la merindad de Estella, y por lo tanto uno de los más lejanos de Pamplona (84 km). El municipio limita al Norte y al Sur con la provincia de Álava. Desde la autovía del Camino (A-12) se toma el desvío de Los Arcos hacia Torres del Río; de allí se sigue el curso del Linares por la NA-7205 dirección Aguilar. Poco antes de llegar a la villa estellesa, la iglesia de San Bartolomé aparece en la ladera, a la derecha de la carretera.
El caserío de la población, bajo el agreste perfil de la sierra de Codés, ocupa la plataforma de una pequeña meseta que domina el corredor del río Linares o Aguilar. De planta rectangular, se organiza a partir de la que fue rúa mayor y sigue el eje E-O, en un diseño urbano característico de las poblaciones vinculadas a una vía de comunicación importante y creadas mediante concesión de fueros y ordenación de solares por los monarcas navarros en los siglos XI, XII y XIII. Recorría la villa un ramal secundario del Camino de Santiago, por lo que en la Edad Media contó con hospital de peregrinos. Su fundación fue bastante posterior a la construcción de la iglesia de San Bartolomé, templo que ahora nos ocupa. Al parecer, la población nació en 1269 como un desdoblamiento de Marañón. Teobaldo II concedió entonces a sus nuevos pobladores el fuero de Viana, el derecho de mercado y la exención de peajes. 

Iglesia de San Bartolomé
El pequeño templo de San Bartolomé se encuentra al Sudeste de Aguilar, bajo el escarpe que acoge su caserío. Se accede a su entorno después de recorrer unos 200 m por un camino de uso agrícola. Restaurado en los años cincuenta por la Institución Príncipe de Viana, se conserva hoy en buen estado.
Sustancialmente anterior a la fundación de la villa de Aguilar, ¿cuál fue el contexto histórico de su construcción? En esta ocasión no conocemos ningún documento que nos sirva para aclarar en lo posible este proceso. Aunque se ha apuntado que la ermita dependió del monasterio benedictino de San Jorge de Azuelo, nada hay, más allá de la proximidad física, que lo confirme. La indudable calidad artística de su decoración escultórica, así como la propia originalidad del edificio conforman, aun en su reducido tamaño, una obra de indudable empeño e interés.
Analicemos primero algunos elementos y rasgos formales que nos permitan establecer pistas sobre su origen histórico. El Catálogo Monumental de Navarra cita que durante la restauración del monumento una inscripción medieval, hallada en el entorno, se embutió en la parte inferior del exterior del ábside. En ella se cita a un Arnaldo, presbítero y archidiácono de Angulema, cuyo cuerpo fue enterrado allí el año 1185:
ERA M CC XX III / [HI]c REQ(u)IESCIT ARNALD(us) Q(u)I FUIT / [PRES]BITER [ET] ARCHID(ia)C(o)N(us) EX P(ro)VI(n)CIE EN / [G]OLISM(en)CIS ADDUCTUS DIE K(a)TEDRA S(an)C(t)I / [PETRI] ET SEPULT(us) IUXTA EV(an)GIL(iu)M
(“Era de 1223. Aquí descansa Arnaldo, que fue presbítero y archidiácono de la provincia de Angulema, muerto el día de la Cátedra de San Pedro y enterrado junto al Evangelio”).
A pesar de que el nombre propio Arnaldo es común en la época, su cargo y procedencia actúan como signo de la dignidad y “distinción” del fallecido. Efectivamente, un Arnaldo Ponchat aparece en la documentación como sacrista, engolismensis ecclesie canonicis en 1173.
El enterramiento del canónigo franco en San Bartolomé documenta el paso de peregrinos jacobeos por el corredor del río Aguilar. Ya se ha citado la presencia de un albergue de peregrinos en la villa de Aguilar durante la Baja Edad Media.
No obstante, ya antes de la fundación y conformación de la villa, debía de pasar por la ermita un itinerario menor del camino de Santiago que salía de Navarra por Lapoblación, localidad que contaba también con hospital.
La colegiata de Roncesvalles documenta posesiones en el cercano lugar de Collantes, unificado posteriormente con Aguilar, desde 1197. Como veremos, las características de las bóvedas góticas de San Bartolomé nos remiten directamente a la colegial pirenaica y su peculiar definición estilística. Tal es así que se ha observado una relación directa entre ambas obras, apuntalando la hipotética vinculación, no documentada, entre San Bartolomé y Roncesvalles. ¿Formó parte la iglesia de San Bartolomé de un enclave jacobeo asociado a Roncesvalles, quizá con finalidad asistencial y funeraria? Todas las pistas citadas parecen responder de manera afirmativa. Analicemos minuciosamente el edificio; busquemos en sus elementos y características más respuestas, más preguntas.
Tradicionalmente se han distinguido dos momentos constructivos diferenciados. El más antiguo, representado por la planta de la ermita, su perímetro mural y la decoración esculpida de la portada se caracteriza como románico; por el contrario, las cubiertas se asocian ya al gótico.
No obstante, la homogeneidad constructiva que el templo desprende dificulta notablemente una división cronológica radical de las fases constructivas; de hecho, las cronologías de portada y bóvedas no parecen tan lejanas como su diferenciación estilística parece proponer.


Organiza su planta con un profundo presbiterio de cierre semicircular y anteábside rectangular, y nave algo más ancha, dividida a su vez en dos tramos cuadrados. Sus dimensiones son pequeñas, con 14 m de longitud por 5,3 de anchura en la nave y 3,8 de diámetro para el ábside. Lo más peculiar de la planta son los soportes, palpablemente sobredimensionados e integrados por potentes contrafuertes exteriores y anchas pilastras al interior; los muros superan ligeramente el metro de grosor. Ciertamente el sistema de soportes excede en mucho las necesidades arquitectónicas de la propia estructura construida.
Llama la atención la regularidad sistemática y simétrica de su ubicación perimetral, así como la presencia de pares de contrafuertes en ángulo recto sobre los vértices del hastial. La perfección compositiva se extiende a la concepción planimétrica del semicilindro absidal con sus correspondientes vanos y estribos. La puerta principal se abre en el muro del evangelio del tramo de los pies. En esa misma parte del muro, pero en el tramo siguiente, se encuentra, junto al contrafuerte, una pequeña portadita también de medio punto.
Da la impresión de que la configuración de muros y pilastras debía de prever una bóveda de cañón apuntado, con un poderoso fajón central y dos más finos que enlazarían la bóveda con el hastial occidental y el toral del presbiterio.
Ciertamente esta configuración no responde a un tipo conocido en el románico navarro; el encuentro de las bóvedas de cañón y el hastial nunca se subraya con un fajón.
Al exterior, de nuevo son los potentes estribos y los muros de sillar bien labrado los que caracterizan el conjunto. Las hiladas se suceden de manera homogénea, integrando sillares de buen tamaño y labra perfectamente prismática y pulida.
Todo el perímetro mural se traba y articula a partir de ligeros y escalonados rehundimientos del grosor de muros y estribos. La línea inferior une los basamentos de paramentos y contrafuertes; a media altura otra intermedia señala el arranque de los vanos de la cabecera; el perímetro mural se remata mediante una imposta de molduración cóncava. El tercio superior de la fachada sur y la mitad superior del ábside muestran cierta discontinuidad que se puede relacionar con el cambio de diseño de vanos y bóvedas.
Los vanos, beneficiados con la amplitud de los paramentos liberados por los plementos de las crucerías sexpartitas, adquieren un desarrollo y amplitud impensable para bóvedas de cañón y horno. Los tres del cilindro absidal llevan doble abocinamiento simétrico, y rasgan todo el espacio longitudinal posible entre la bóveda interior y el zócalo cilíndrico. En la parte superior del primer tramo del muro sur se horadan dos más, que junto al óculo de los pies componen el cuerpo de luces del templo. Todos ellos carecen de molduración, más allá de las aristas vivas y las dos coronas concéntricas del óculo.
Toda la escultura monumental conservada se localiza en la portada del muro sur, con dos capiteles, dos zapatas y un interesantísimo tímpano con crismón sostenido por ángeles. El conjunto resulta tan bello como sorprendente: bello por sus proporciones y la calidad de la labra, elegante y profunda; sorprendente por su magnífico estado de conservación y su ubicación geográfica tan apartada. También por las tres inscripciones de valor ritual y presencia especialmente exitosa en la ruta jacobea.


Todos los elementos vienen a enmarcar y subrayar el gran tímpano central con el crismón y el cordero. Al no asociarse a un paramento adelantado, la profundidad del muro se articula mediante una sola arquivolta de platabanda sobre columnas acodilladas de fustes monolíticos; corona un amplio tímpano sobre zapatas y montantes rectos y profundos. Se completa el conjunto mediante un guardalluvias de moldura cóncava, que apea sobre los cimacios lisos de las columnas.
Las columnas conservan dos interesantes capiteles: el izquierdo lleva una pareja de gallos con cola de dragón (¿arpías?) que afrontan sus pechos y unen sus colas; por el otro lado otras dos aves (¿águilas?) llevan un pájaro en sus garras, mientras unen sus dorsos y vuelven las cabezas. Destacan los fondos muy calados, labrados con labores de trépano y nervios perlados, así como las volutas y piñas de los ángulos superiores. Curiosamente, las copas de estos dos magníficos capiteles de motivos vegetales con rico claroscuro casi geométrico, tallos perlados y remates almenados relacionan su aspecto general con algunos capiteles del ala occidental del claustro y de la cabecera de la catedral de Tudela. También son interesantes y naturalistas las esculturas de las dos zapatas que soportan el tímpano: a la izquierda, las cabezas de dos leones llevan en sus fauces a una cabra; a la derecha se colocan sendos bustos de toro muy deteriorados.

Pero como núcleo y centro de todo el esfuerzo decorativo de la puerta, destaca el tímpano, con su monumental crismón central, presidido por el Agnus Dei e inscrito en una fina corona circular. A ambos lados es sostenido por sendos ángeles arrodillados, detrás de cada uno de los cuales hay una flor. Siguiendo la geometría semicircular del sillar, los ángeles ocupan las enjutas del semicírculo, con un ala sobre el borde exterior, y otra abrazando la corona del crismón. Los plegados están resueltos de un modo decididamente plástico y volumétrico, dejando amplias superficies redondeadas y lisas en un intento de traducir las formas anatómicas de muslos, rodillas y hombros, conforme a soluciones de tradición bizantinizante. Los cabellos se organizan mediante una sucesión de caracolillos seriados sobre la frente, en tanto que las bocas adquieren un rictus un tanto artificial e inexpresivo. Finalmente, las manos que sujetan el disco son proporcionadas y naturales en su posición. El cordero se labra con rasgos también incipientemente naturalistas, repitiendo los convencionalismos citados en el tratamiento de los mechones. Por su parte los radios del crismón se decoran con palmetas en los extremos y perlados besantes en sus centros.
En esta ocasión las interesantísimas inscripciones que se han conservado nos van a ayudar a entender el valor exacto de la portada y su mensaje. Nos permiten, por una vez, conocer el fundamento literario que las imágenes van a ilustrar. En la línea del dintel se labra el versículo 8 del Salmo V de la Biblia:
INTROITO: IN DOMUM: TUAM: DOMINE: ADORADO: AD TEMPLUM SANCTUM: TUUM: IN TIMORE TV[O]
(“Entraré en tu casa, Señor, y me postraré hacia tu santo templo, lleno de tu temor”).
En la corona del crismón la inscripción funde dos versículos del capítulo 5 del Apocalipsis de San Juan (9 y 12):
DIGNUS EST: AGNUS: Q(u)I OCCISUS EST: APERIRE [LIBRUM¿?]: [E]T ACCIPERE: VIRTUTEM: DIVINITATEM: SAPIENCIAM: FORTITUDINEM: HONOREM: B(endictio)NEM
(“Digno es el Cordero que ha sido sacrificado, de abrir el libro y de recibir la virtud, la divinidad, la sabiduría, la fortaleza, el honor y la bendición”).
La tercera, mucho más breve, graba AGNUS DEI, sobre las páginas del libro que sostiene el Cordero.
Para Dulce Ocón, las inscripciones, junto a la propia representación escultórica, establecen una analogía entre el acceso físico al templo y las primeras palabras del ritual litúrgico. La puerta nos permite el acceso a la Eucaristía, y con ella al espacio místico y celestial que el propio templo recrea. En este sentido, las figuras y su iconografía refuerzan la asociación entre la iglesia construida y la Jerusalén celestial. La misma autora ha apuntado la posibilidad de que el concepto iconográfico y programático de San Bartolomé suponga una reducción de la portada alavesa de Armentia, también en el Camino de Santiago, y sólo distante de Aguilar una treintena de kilómetros. Desde el punto de vista compositivo, da la impresión de que es el crismón de Jaca, con leones en lugar de ángeles, el que señala el inicio de la exitosa serie. Ya Uranga Galdiano constató la presencia de una propuesta iconográfica similar a la estellesa en la portada oeste de San Pedro el Viejo de Huesca. Ciertamente es Aragón la región de mayor densidad de tímpanos con crismón y ángeles: Dulce Ocón cita también las iglesias del Salvador en Ejea de los Caballeros, San Nicolás de El Frago, San Felices de Uncastillo y Santa María la Mayor de Tamarite de Litera.
Los rasgos estilísticos de las figuras y capiteles muestran las características del último románico navarro, con figuras de gran riqueza plástica, labra virtuosa e incipientes tendencias naturalistas, sobre todo en los animales. Composiciones paralelas se pueden observar también en Irache, y sobre todo en el claustro de la catedral de Tudela, cuyos vínculos formales ya fueron propuestos por Uranga Galdiano, y precisados detalladamente por Fernández-Ladreda.
Se han detectado ocho marcas de cantería diferentes que aparecen tanto en los muros laterales y jambas de la portada, como en el cilindro absidal. Todas ellas son de diseño muy común, por lo que, a pesar de que seis aparecen también en La Oliva, nada podemos deducir que no sea la simple constatación de su presencia. Las marcas parecen confirmar la realización del cierre absidal en dos momentos sucesivos. Ciertamente, si se observan sus abundantes señales gliptográficas, las más repetidas cambian del zócalo a la zona de los vanos. Así, en la parte baja predominan las “W”, mientras que en la superior son sustituidas por las “T”. Da por tanto la impresión de que en la construcción del zócalo y cuerpo de luces intervinieron grupos distintos de canteros, lo que justificaría el cambio de orientación de la obra. Sin embargo, no se observan bruscas transformaciones en las hiladas de sillería, ni en la ejecución de los propios estribos, que indiquen la existencia de una prolongada ruptura entre ambas fases constructivas. Es más, la proximidad cronológica de los dos momentos justifica la existencia también de marcas de cantero comunes en la parte superior e inferior del ábside, aunque de menor frecuencia que las anteriormente reseñadas.
En el interior, las sensaciones que recibe el visitante son sorprendentes. La luz, homogénea e intensa, llega desde tres de los cuatro lados. El interés porque la iluminación defina el espacio interno es especialmente acentuado en el ábside y en el muro sur, con dos puertas y dos ventanas. La segunda sorpresa viene de las bóvedas sexpartitas, de génesis puramente gótica. Como ya se ha apuntado en el análisis planimétrico, apean sobre robustos pilares, erigidos originalmente para soportar el empuje de potentes fajones y su correspondiente bóveda de cañón. Da la impresión de que se puede trazar una línea en los muros, que bajo los sencillos cimacios que rematan las pilastras señalaría el paso del proyecto cubierto con cañón al que adapta la crucería como solución. Allí es donde se localizan, por ejemplo, los dos vanos del muro sur.
En todo caso, la resolución del espacio absidal es muy satisfactoria, ya que combina su luminosidad con el escalonamiento de muros, propio de la planimetría románica. Cada uno de los tres plementos centrales de la bóveda encaja sobre las roscas de las ventanas dibujando un perfecto arco de medio punto. Estructuralmente están más cerca de los vanos góticos que de los profundos abocinamientos en aspillera. En consecuencia, la rosca del arco es plana, curvándose conforme sus jambas se acercan al zócalo semicilíndrico inferior. Es difícil casar los arcos de planimetría poligonal, con el zócalo semicircular. Sin embargo, esta adaptación está realizada con tal delicadeza y habilidad que pasa desapercibida. Por sus enjarjes perfectos, los vanos, tanto de la cabecera como del primer tramo del lado de la Epístola, se debieron de realizar en la misma campaña que las bóvedas. Siguiendo la misma lógica constructiva observada en la nave, el zócalo perimetral se debió de erigir para soportar una bóveda de horno con pequeños vanos muy abocinados.
La cronología de San Bartolomé de Aguilar de Codés, aun sin documento alguno sobre su origen y construcción, contiene dos vínculos formales que permiten fijarla de manera bastante precisa: por un lado, la relación de su escultura con Tudela la fecharía, como pronto, en los últimos años del siglo XII; por otro, las bóvedas de Roncesvalles debían de estar erigidas para fines del primer cuarto del siglo siguiente. Recientemente Fernández-Ladreda ha precisado más las relaciones con Tudela, llevando la cronología de la escultura de San Bartolomé a los primeros años del XIII. Asociando ambas, y aceptando la relativa homogeneidad entre las dos fases constructivas, se puede deducir que portada, muros perimetrales y ábsides se iniciaron en los últimos años del XII, finalizándose la obra probablemente ya a fines del primer cuarto del siglo siguiente. Aunque también se ha utilizado la data de la lápida como fecha ante quem en la construcción, da la impresión de que únicamente indica la existencia en 1185 de un oratorio u hospital en el lugar de la capilla.

 

Ubago
La pequeña localidad de Ubago se encuentra situada en la comarca de la Berrueza y pertenece al municipio de Mendaza, dentro del partido judicial y de la merindad de Estella. Dista unos 72 km de Pamplona que podemos recorrer por la Autovía del Camino de Santiago A-12 desviándonos a la altura de Los Arcos para tomar, en este punto, la NA-129.
A comienzos del siglo XIII aparece como testigos en varios documentos de Irache Martín López de Ubago y García de Ubago. En 1236 el rey de Navarra Teobaldo I el Trovador (1234- 1253) lo instituyó como lugar de realengo con una pecha anual de ochocientos sueldos. A mediados del siglo XIV contaba con seis fuegos y un solo vicario que atendiera su parroquia. 

Iglesia de San Martín de Tours
La parroquial de Ubago es una construcción que se comienza a finales del románico, presentando una clara transición hacia el gótico y con las bóvedas realizadas en el siglo XVI. Ante tal panorama, nos limitaremos a estudiar sus elementos románicos –que principalmente se circunscriben a la cabecera– citando, tan solo, algo de los restantes.

Se trata de un edificio de una sola nave con sacristía muy moderna. Presenta una estructuración en dos tramos desiguales –más largo el último– y la cabecera.

La ordenación nos recuerda a varios edificios tardorrománicos en Tierra Estella donde se esmeraron en la edificación de la cabecera y dejaron la nave inicialmente con cubierta de madera. Dicha cabecera se divide, a su vez, en dos espacios mediante semicolumnas adosadas al muro que presentan la típica basa de doble toro y escocia con lengüetas y bolas en las esquinas, sobre un pequeño podium. Sus capiteles, como el resto de las superficies pétreas, se encuentran drásticamente repicados mediante bujarda. En el arco de embocadura del ábside, en contacto con el retablo, el capitel meridional presenta tallos rematados en volutas y el septentrional, hojas grandes lisas hendidas y con rebordes incisos que se vuelven en florones, casi todos rotos. El arco de inicio del anteábside se mejora el diseño del anterior mediante florones tanto en las esquinas (flordelisados) como en el centro de cada cara, donde en uno de ellos también añadieron un adorno de tallos con hojitas en espiga. Este tipo de capiteles deriva del modelo introducido en el Valle de Ebro a través de Santo Domingo de la Calzada que contó con fuerte presencia en las naves de Irache. La cubierta de la cabecera consta de un tramo de cañón apuntado y bóveda de horno igualmente apuntada. Algunos autores han ligado el apuntamiento y la potencia de la arquitectura en la citada cabecera con influencias cistercienses, aunque como acabamos de decir los antecedentes están más cercanos.



La nave en su presentación actual ha de adscribirse al siglo XVI, incluida la portada con sencillo vano apuntado de enormes dovelas sin abocinar, con un pequeño escudo con llaves cruzadas en la clave. La misma cronología corresponde a sus bóvedas de crucería sencilla sobre ménsulas.




Al exterior puede apreciarse algo más su primitivo origen románico. El ábside semicircular, al interior y al exterior, está dividido en cinco paños por cuatro columnas, como en otras iglesias de Tierra Estella. Presenta sillería de bastante buena calidad de intensa tonalidad rojiza. La ventana absidal fue ampliada para crear un efecto de transparente con el retablo barroco. Los muros terminan en simples canecillos lisos levemente cóncavos, de las mismas alturas que los capiteles de las columnas citadas. La cornisa sostiene una sobreelevación posterior realizada en sillarejo y argamasa.
Las cuatro columnas –una de las cuales está parcialmente tapada por la estructura de la sacristía– apoyan sus sencillas y erosionadas basas sobre podios. En los capiteles de las mismas encontramos uno cuya decoración es semejante a la de los mejores capiteles del interior, con hojillas intermedias dispuestas en los huecos de los combados; en otro, muy deteriorado, las hojas lisas más simples se combinan con volutas. De entre los cuatro sobresale por su temática el situado a la izquierda del único vano de la cabecera. Se trata de una pieza donde los florones de esquina han sido sustituidos por una cabeza monstruosa que enseña sus dientes apretados, a la izquierda, y la de un hombre, a la derecha. El peinado que porta éste último, con melena corta vuelta en rizos y breve flequillo en la frente, recuerda intensamente al que será más frecuente en el segundo tercio del siglo XIII, empleado en el claustro de San Pedro de Olite y en San Saturnino de Artajona. Este elemento podría justificar una datación avanzada. Si todo el conjunto de la cabecera hace pensar en las primeras décadas de la decimotercera centuria, en clara derivación de las soluciones empleadas en Irache, el capitel señalado hace pensar que pudo ejecutarse en el segundo cuarto de dicho siglo.
Por último, debemos mencionar la sencillísima pila bautismal, situada en el lado del evangelio, compuesta por fuste cilíndrico y taza semiesférica lisa.


Olejua
Olejua se sitúa el Valle de Ega o Valdega y pertenece al partido judicial y a la merindad de Estella. Dista 57 km de Pamplona, que se recorren por la Autovía del Camino de Santiago A-12 desviándose en la localidad de Los Arcos y tomando la NA-132.
Las primeras noticias documentales de la población corresponden a los últimos años del siglo XI, cuando sus vecinos invadieron los términos del castillo de San Esteban de Monjardín, en tiempos del rey Sancho Ramírez. En el año 1231 García de Arróniz y su esposa donan las pechas del lugar a la Orden de San Juan de Jerusalén, que lo integrarán dentro de la encomienda de Cogullo-Melgar. De esta manera, en 1325, dicha institución cobraba de la villa 177 robos de trigo y elegía para vicario uno de los cuatro candidatos que le presentaban los vecinos de Olejua.
Durante los siglos XIII y XIV la Colegiata de Roncesvalles fue adquiriendo varias propiedades en la localidad. Por estas fechas, el lugar contaba con ocho fuegos, cuatro de hidalgos y cuatro de campesinos, y –como hemos dicho– un vicario de presentación de San Juan de Jerusalén.

Iglesia de Santiago
La estructura general de la parroquia de Santiago de Olejua es muy parecida a la de su vecina de San Millán de Oco. La mayoría de autores apuestan por una cronología cercana al 1200 y por la misma influencia estilística, que no cronológica, del monasterio de Irache. Se trata, al igual que en Oco, de un edificio de una sola nave dividido en cuatro tramos más la cabecera. Entre los siglos XIII y XV se dotó a la iglesia de algunos añadidos de arquitectura militar o defensiva, en el siglo XVI se transformó el primer tramo abriendo a cada lado del mismo capillas y sacristía (ésta en el lado de la epístola), por fin, en el siglo XVIII se edificó la torre y se practicó una portada a los pies que hizo tapiar el antiguo ingreso románico.
El ábside, construido en buen sillar, se divide en cinco paños mediante cuatro enormes columnas –dos de ellas casi cubiertas por la fábrica de la sacristía–, apoyadas en podio y culminadas en capiteles decorados, uno, a base de pencas superpuestas nervadas, volutas apenas apuntadas y hojas curvas afrontadas, y de hojas en espiga de diseño normal o invertido, a modo de palma, con palmeta inscrita central. Su talla resulta bastante tosca, ordenando su superficie en tres áreas, la frontal y las laterales, sin apenas pretender dar plasticidad al cuerpo del capitel. En el paño central apreciamos una ventana de gran empaque, con arquivolta de baquetón angular y chambrana, que descansa en una pequeña imposta que se extiende a todo el paño.
Se adorna mediante columnas preciosamente decoradas en sus capiteles con dos niveles de bonitas hojas hendidas festoneadas, cuyos extremos se vuelven y cuelgan con hojillas incisas; por detrás se ven formas alancetadas, terminadas en volutillas de esquina, y en medio un adorno trifoliado. El cimacio se prolonga lateralmente hasta las columnas Paradójicamente nada tiene que ver el maestro que realiza estos capiteles de la ventana con el que trabaja en los de las columnas altas, el segundo parece ser un aprendiz del primero, pero de mucha peor calidad.

Por la parte inferior de la ventana citada corre una imposta que se alarga a todo el ábside y que presenta, en los tramos menos deteriorados, ornamentación de ajedrezado.

Ventana del ábside 

El edificio culmina en canecillos lisos oblicuos, en casi todos los casos, que sostienen la cornisa. Apreciamos restos de lo que fueron decoraciones antropomorfas en un par de canecillos del muro del Evangelio, y otro decorado con una gran bola en el muro de la epístola.
La primitiva portada románica de medio punto se encuentra –tapiada y pintada de blanco– en el lado del evangelio del tramo de los pies –lo que supone algo excepcional–. Presenta una anchura de casi cuatro metros y consta de tres arquivoltas baquetonadas, arco interior, también baquetonado, y chambrana.

Las tres arquivoltas descansan sobre sendas columnas a cada lado, y el arco interior sobre pies derechos; los arranques de las arquivoltas ofrecen superficies lisas que nos recuerdan a una típica solución tardorrománica, a menudo empleada en claustros cistercienses. Apean en cimacios decorados con hojarasca seriada sobre capiteles ornamentados a base de hojas de palma acanaladas, cuyo extremo superior se vuelve dibujando un adorno floronado; un motivo central de palmeta ocupa los espacios intermedios de cada cara. Se trata de relieves de buena calidad que nos llevan a pensar en el mismo maestro que el que vimos en los capiteles de la ventana del ábside. Las columnas terminan en basas irreconocibles por su erosión, habiendo desaparecido, incluso, el fuste de la exterior derecha. Por último, apreciamos un pequeño crismón trinitario en la clave del arco interior que, aún siendo de la misma época, se ha escapado de los estudios de la mayoría de los autores.
Muy cerca de la antigua portada románica, en el muro de los pies, encontramos unas marcas en forma de cruz griega que recuerdan a marcas de cantero empleadas en construcciones navarras tardorrománicas. Se encuentran cerca de la portada dieciochesca, grabadas en los sillares más bajos –del lado izquierdo– que no debieron de tocarse al practicar el vano mencionado. Hay que advertir que cruces sencillas de este tipo fueron dispuestas a menudo en las inmediaciones de los atrios empleados con función cementerial.

Al interior, los tramos se articulan mediante arcos fajones doblados, apoyados en pilastras y semicolumnas adosadas a las mismas. La cabecera, al igual que en la vecina Oco y por la influencia citada de Irache, no se abre mediante arco triunfal, sino con un simple fajón que descansa, en este caso, en la imposta que corre por todo el templo a la altura de los capiteles, habiéndose eliminado incluso la columna que veíamos en Oco. Los capiteles de las columnas interiores son totalmente lisos y, como en tantas iglesias tardorrománicas, apreciamos la bóveda de medio cañón apuntada para los tramos, y la de horno o cuarto de esfera para la cabecera.
En cuanto a la ventana del ábside, debemos decir que, a pesar de tener el retablo renacentista delante, se adivinan, tras la imagen del patrón Santiago, pinturas murales y, lo que es más importante, se aprecia que, al interior, la ventana tiene doble arquivolta y cuatro columnas con capiteles primorosamente labrados a base de hojas de palma acanaladas que se vuelven en adornos floronados en sus extremos, por delante de grandes hojas lisas con volutillas de esquina. Sin duda, nos encontramos de nuevo ante el maestro que realiza los capiteles exteriores de la misma ventana y los de la antigua portada románica.
Por último, en el lado del evangelio encontramos la pila bautismal de fuste cilíndrico decreciente y taza semiesférica, decorada con cintas verticales por delante de una horizontal cerca del borde superior, de forma que se delimitan superficies adornadas mediante bolas con cruces incisas que recuerdan a los habituales “botones” o capullos de tradición románica.

 

Románico en la Sierra de Aralar, Navarra
La Sierra de Aralar, con alturas que alcanzan los 1400 metros sobre el nivel del mar, se sitúa al noroeste de la Comunidad Foral de Navarra, compartiendo parte de su extensión con la vecina provincia de Guipúzcoa.
Pese a no contar con una densidad de monumentos románicos comparable a otras comarcas colindantes como Tierra Estella o la Navarra Media, el territorio que nos ocupa atesora un buen número de construcciones altomedievales de interés, destacando por encima del resto el Santuario de San Miguel in Excelsis, uno de los símbolos de la Sierra de Aralar y del románico navarro.
Además, nos ocuparemos de otros lugares como la iglesia de Santa María de Zamartze, Eguiarreta, el antiguo Monasterio de Santa María de Yarte o las iglesias parroquiales de Berrioplano y Añézcar.

 
Huarte Araquil / Uharte-Arakil
Casi en el límite entre Navarra y Guipúzcoa, en lo alto de la sierra de Aralar desde donde se divisa una espléndida panorámica, se erige el santuario de San Miguel in Excelsis (o de Excelsis, pues de las dos maneras ha sido tradicionalmente llamado). Pertenece al término municipal de Huarte-Araquil y forma parte de la merindad de Pamplona. Para llegar a él desde la capital (50 km) existen dos accesos. Ambos se inician en la autopista AP-15 dirección Irurzun. Al llegar allí cabe la posibilidad de seguir la autovía A-15 dirección San Sebastián y, tras salir en Lecumberri, la NA-7510, una carretera bien acondicionada que conduce hasta el santuario; o bien por la autovía A-10 dirección Vitoria, abandonarla en Huarte-Araquil para recorrer una pista forestal de cemento entre un paisaje pintoresco que igualmente nos lleva al templo. Conviene decir que este segundo itinerario pasa por delante de la hermosa iglesia románica de Zamarce. Hay que advertir que antiguamente era una aventura arriesgada llegar hasta el santuario, como no se olvidan de recordar quienes lo visitaron y estudiaron.
Los dólmenes que se han encontrado en distintos puntos de la sierra de Aralar indican que en ella hubo asentamiento humano desde la Prehistoria. También mantuvo cierta relevancia en época romana. Así, el historiador romano Plinio menciona en la zona a los Aracelitani, incluso hay quien opina que ya entonces la cumbre del monte Aralar era lugar de culto, y tampoco hay que olvidar que por sus pies transcurría la vía romana Burdeos-Astorga. La romanización del entorno ha quedado recientemente confirmada con los restos encontrados en las excavaciones de la ermita de Santa María de Zamarce con la que el santuario estuvo fuertemente vinculado.
Los dólmenes que se han encontrado en distintos puntos de la sierra de Aralar indican que en ella hubo asentamiento humano desde la Prehistoria. También mantuvo cierta relevancia en época romana. Así, el historiador romano Plinio menciona en la zona a los Aracelitani, incluso hay quien opina que ya entonces la cumbre del monte Aralar era lugar de culto, y tampoco hay que olvidar que por sus pies transcurría la vía romana Burdeos-Astorga. La romanización del entorno ha quedado recientemente confirmada con los restos encontrados en las excavaciones de la ermita de Santa María de Zamarce con la que el santuario estuvo fuertemente vinculado.
Pero volvamos a la historia. La primera noticia documental que se conserva del santuario data de 1032 y aparece en un documento dudoso de Sancho el Mayor, referido a los límites de la diócesis de Pamplona. Su nieto, Sancho el de Peñalén, confirma en 1074, año de una consagración, todos sus privilegios y propiedades, además de hacerle nuevas concesiones. A partir de entonces aumentan las donaciones de los sucesivos monarcas, como por ejemplo el monasterio de San Miguel de Izaga. También parece que fue muy favorecido por el rey Pedro I, que atribuyó su curación milagrosa a la intercesión del Arcángel. Aunque al principio el santuario dependía de Santa María de Zamarce, dado que ésta desde tiempo inmemorial era decanía de la catedral pamplonesa, también San Miguel in Excelsis quedó vinculado a la seo de Pamplona. La comunidad que se ocupaba del culto se regía por la regla de San Agustín, al igual que el cabildo catedralicio, y su abad era canónigo de la seo pamplonesa. Otra fecha reseñable en la historia del santuario es 1206. Entonces el obispo de Pamplona, Juan de Tarazona, quien había sido abad del santuario, creó la dignidad de chantre de la catedral y la dotó con todas las rentas y beneficios del santuario de San Miguel in Excelsis, con lo que los vínculos entre la seo y el santuario se fortalecieron. En definitiva, el santuario fue creciendo en riquezas gracias a regalos y donaciones, en importancia, patente en sus lazos con la catedral del reino, y en devoción, como evidencia la popular cofradía fundada a finales del siglo XII en honor del arcángel y todavía viva. En esta urdimbre de leyenda e historia se explicará el edificio.

Santuario de San Miguel in Excelsis
Con todo lo dicho no es extraño que el monumento haya provocado el interés de los historiadores. El primero en darlo a conocer fue el padre Burgui, en una extensa monografía publicada en el siglo XVIII, quien consideró que la capillita interior era la construcción coetánea de los acontecimientos legendarios. El resto del templo sería producto de una ampliación propiciada a finales del siglo XI por el rey Pedro I y el obispo Pedro de Roda, a cuya consagración en 1094 habrían asistido el propio monarca y varios obispos. Burgui afirma también que alrededor del santuario se generó un poblado y que aquél actuaba como su parroquia, función que atestiguarían la pila bautismal y crismeras que él vio en el interior de la basílica.
En el siglo XIX Madrazo, al igual que Burgui, lo juzgó contemporáneo de la leyenda y por lo tanto relacionado con la arquitectura visigoda. Ya en el siglo XX Biurrun se ocupó también de él y afirmó que junto con el monasterio de Leire era la única construcción que quedaba en Navarra del siglo XI. La ligó al año 1098, fecha en la que habría tenido lugar su consagración, presidida por el obispo de Pamplona, Pedro de Roda, con la asistencia de otros siete prelados, noticia que parece toma del padre capuchino. Sin embargo, hoy se cree que esta consagración no ocurrió, sino que es una extrapolación de la del monasterio de Leire. Respecto a la capilla interior, Biurrun la sitúa dentro del románico ya maduro, de finales del siglo XII. Este historiador ha interpretado esta originalidad del templo como la substitución de la primera iglesia levantada por Teodosio de Goñi y que ya en esas fechas estaría en muy mal estado. Lojendio, por su parte, le otorga una cronología similar, de forma que la iglesia principal la vincula también con la fecha de 1098, mientras que la interior lo estaría con el románico más evolucionado de finales del siglo XII. Pero sin duda el estudio más serio y profundo del monumento se debe al arquitecto Francisco Íñiguez Almech, responsable de su restauración en los primeros años de la década de 1970 (1969-1973), ya que además tuvo la oportunidad de realizar una cuidadosa excavación bajo su solera. Por la importancia de su análisis, pues va a servir de referencia a todos los historiadores posteriores, nos detendremos en sus deducciones.
Contempló varias etapas en su construcción. De una observación minuciosa y pormenorizada dedujo que la primera construcción tuvo lugar en el siglo IX en conexión con la arquitectura carolingia. A esta conclusión le llevó el estudio del aparejo, pues en su opinión la disposición y formato de la parte inferior de la cabecera es propio de esta fase incipiente del románico. A este momento corresponderían, asimismo, las ventanas del ábside central, de formato de herradura, cuyas huellas vio en el proceso de restauración, pero que fueron transformadas en una reforma posterior. También advirtió vestigios de una bóveda gallonada. Las excavaciones de la planta evidenciaron una pequeña iglesia de nave única, con ábside semicircular al interior y poligonal al exterior. A ambos lados se situaban pequeños edículos, a manera de capillas, cerrados en recto.

A los pies de la nave existió un porche y sobre él se localizaba una capilla.
Conjetura esta segunda planta a partir del pilar cilíndrico adosado hoy a la capilla interior y que en su opinión estaba en función de una escalera de caracol y en los restos de una ventana elevada, que indica una segunda altura. Íñiguez justifica este doble espacio de culto en un mismo edificio porque en la capilla alta se veneraría al arcángel y en la baja a Santa María, ya que la iglesia tenía esta doble advocación. Todos estos elementos: aparejo, cabecera, pórtico y altura superior conectarían esta primera fábrica del santuario navarro con la arquitectura carolingia. Sin embargo, en el siglo X habría sufrido un incendió que él detectó en algunos sillares ahumados de la cabecera, lo que obligó a su reconstrucción en algún momento de esa centuria.
La segunda fase de la construcción del santuario, siempre en opinión de Íñiguez, tiene lugar en el siglo XI, en el marco del reinado de Sancho III el Mayor y sus herederos. La fecha de referencia es 1074, cuando se documenta una consagración del templo. Entonces se realizó una profunda reforma que buscaba básicamente su ampliación. Para ello se le añadieron dos naves laterales, terminadas en ábside curvo tanto en el interior como al exterior. El edificio se cubrió con bóveda de cañón sin fajones, pero no se modificó ni la cúpula ante el ábside central ni el pórtico con la capilla elevada.
Pero, sin duda, la gran transformación del templo tuvo lugar durante el románico pleno, en época de García Ramírez, quien asistió a una nueva consagración en 1143. Este definitivo impulso constructivo lo relaciona Íñiguez con el auge del culto al arcángel que se suscitó a raíz de la curación milagrosa del monarca Pedro I al finalizar el siglo XI, pues incluso, según la tradición, él mismo acarreó material para la renovación del templo. Las obras de esta última fase consistieron en la construcción de los tramos últimos de los pies, pues sólo éstos tienen imposta corrida; a la vez desaparecieron el pórtico original y su capilla superior, que fueron sustituidos por un nártex transversal a las naves y por el edículo interior ubicado en la nave central, pieza que confiere al santuario cierto misterio. Entonces también se recrecieron los ábsides y se reconstruyeron las bóvedas de medio cañón con fajones, pero los refuerzos de pilastras en los muros dejaron las ventanas descentradas. Sólo en esta etapa se dotó al edificio de elementos escultóricos, localizados fundamentalmente en las puertas del nártex y en el templete interior; escultura que relaciona con Zamarce y vincula, con perspicacia, con los trabajos de la catedral de Pamplona, en concreto con el taller del maestro Esteban.
Sin duda Íñiguez elaboró una sugestiva y bien trabada historia constructiva del monumento. Pero como se ha escrito últimamente carece de aval documental y no despeja los interrogantes que plantea el edificio, particularmente en esos orígenes altomedievales en los que prevalece la leyenda. Sin embargo, la publicación más reciente (2002) no duda de la historicidad de las dos fases románicas, la primera en el siglo XI y la última en el XII.
El Catálogo Monumental de Navarra, sin embargo, había introducido algún matiz en esta cronología. Así, ligaba las obras de la primera fase románica a la fecha de 1032, y por tanto a la figura de Sancho III el Mayor; aceptaba la segunda fase del siglo XII vinculada al año 1141, pero opinaba que la capilla interior pertenecía a un románico más avanzado, debido al apuntamiento de la bóveda, que concretaba en la década de 1170-1180. Para sus autores la capilla se construyó como joyero del magnífico retablo de esmaltes que custodiaba, ya que ambos serían contemporáneos. El problema de estas referencias cronológicas reside, por una parte, en la problemática que afecta a toda la documentación de Sancho III el Mayor, lo que hace inviable tomar la fecha de 1032 como hito cronológico firme; y por otra, en que el apuntamiento de arcos y bóvedas en modo alguno debe considerarse inexistente antes de 1170, sino que se evidencia con fuerza en el románico navarro de los años 1140-1150. En lo que respecta a la fase prerrománica, y siendo conscientes del escaso crédito que hemos de conceder a la leyenda de Teodosio como fuente histórica, lo más prudente es aguardar a que un estudio detallado ponga en consonancia lo que sabemos en la actualidad con respecto a la arquitectura de los siglos VIII a X y lo excavado por Íñiguez.
El santuario se asienta sobre la misma roca de la sierra de Aralar y en su construcción hubo que salvar el fuerte desnivel que presenta el terreno, lo que supone alturas exteriores e interiores desiguales, que aquí se resuelven mediante distintos tramos de escaleras. Su fábrica es de piedra muy diversa, tanto en el corte como en el color, pero, como se ha visto, ha sido la clave para proponer las distintas fases de su historia constructiva. Sin duda, en este caso “si las piedras hablaran” tendrían mucho que contarnos e interrogantes que despejar. En los alzados domina el sillar de diferente tamaño, y en las bóvedas encontramos piedra pequeña y desigual, probablemente buscando mayor ligereza.
Es un edificio compacto y alargado en el que no sobresale ningún elemento vertical, pues carece de torre, excepto el volumen del cimborrio sobre el crucero, levantado en la restauración de los comienzos de los años setenta del siglo XX. 
Este añadido repercutió de forma sustancial en la imagen del monumento, como revelan las fotos antiguas. Otra particularidad del edificio es que no tiene acceso desde los pies, pues en ese muro se sustenta una casa en la que se reunía la cofradía. Por su parte, el muro norte, debido al nivel del suelo, destaca por su escasa altura. Se articula con potentes contrafuertes que alcanzan la cornisa, y en cada tramo se abre una pequeña ventana de medio punto abocinada, excepto en el tercero. En el muro correspondiente al nártex se aprecia una puerta de medio punto cegada.

La cabecera presenta triple ábside. El central, muy desarrollado, es poligonal, mientras que los laterales, algo más bajos, son circulares y asimétricos respecto al conjunto. Da que pensar que otra versión de esta fórmula de cabecera se repita en la catedral románica de Pamplona en los inicios del siglo XII, pero con contrafuertes.
La cabecera de Aralar no tiene ningún elemento de articulación, ni en sentido vertical, contrafuertes o semicolumnas, ni horizontal, por medio de molduras; la misma solución se da también en el monasterio de Leire. Recordaremos que son las características del aparejo de la zona baja del ábside central y del primer tramo de los muros laterales (piedra pequeña ordenada en hiladas continuas que alternan con otras más estrechas) lo que indujo a Íñiguez a señalar el origen carolingio del santuario. En tres de los paramentos del ábside central se abren sencillas ventanas de medio punto, al igual que en las laterales, pero en éstas no están centradas y tampoco se colocaron a la misma altura. El aparejo, de tamaño mediano y mejor elaborado de esta zona media de la construcción, que se prolonga por los muros laterales a partir del segundo tramo, lo identifica Íñiguez con la etapa constructiva del siglo XI. A nivel de la cornisa toda la cabecera está recorrida por canecillos, la mayoría lisos y muchos nuevos.
Únicamente se conserva alguno original en las laterales.
Así, en la sur distinguimos un rostro, una voluta, un objeto difícil de identificar y dos formas cilíndricas, mientras que en la norte aparecen dos rostros humanos. Todos son de factura bastante modesta, pero pertenecientes a repertorios de tradición languedociana.

Canecillos del ábside meridional

Canecillos del ábside meridional 

Un espacioso pórtico, de piedra y con cubierta de vigas de madera, se apoya en el muro meridional del edificio, con una altura parecida a la de la nave lateral.
Por su amplio portalón de medio punto y a través de un corredor se accede al interior del templo. En la parte alta del muro exterior longitudinal se abren estrechas ventanas y otra de igual formato sobre la puerta. Íñiguez insinúa que pudo existir otro medieval, al igual que en otros templos navarros. En algún tramo de este muro sin contrafuertes aparecen unos nichos de arco rebajado que corresponden a antiguos enterramientos; los mencionó Burgui en su monografía, ya que en su época se exhumaron los restos. Un banco corrido recorre la parte baja del muro. La puerta de ingreso al templo está colocada en el último tramo del tránsito. Sin ningún rasgo ornamental, dibuja un medio punto con cuatro arquivoltas de platabanda apoyadas sobre pies derechos con imposta lisa.
En tiempos el santuario se cubría con teja árabe, pero en la última intervención se sustituyó por laja de piedra, en un intento de recuperar el sistema medieval. En la vista de conjunto del monumento destaca, sin duda, el volumen del cimborrio poligonal sobre el crucero, con óculos en paramentos alternos, que Íñiguez levantó en la reconstrucción basándose en los restos que observó. Su incorporación reciente al edificio queda testimoniada en la distinta piedra utilizada respecto al resto, tanto en color como en textura. 
El primer plano de la planta del santuario de San Miguel de Aralar lo publicó el padre Burgui en su monografía de 1774. Es cierto que entonces el templo contaba con altares dedicados a distintos santos que hoy han desaparecido y que tampoco se dibuja la cúpula ante el presbiterio, pero en lo esencial el edificio era el mismo que en la actualidad podemos contemplar. Se organiza en tres naves, las laterales resultan bastante estrechas, de cuatro tramos sin crucero y cabecera de triple ábside. La central es semicircular al interior y bastante profunda, y al exterior poligonal, como ya se ha dicho, mientras que las laterales son también semicirculares, pero menos profundas. A los pies del templo se sitúa el nártex, a modo de nave transversal, y en el tercer tramo de la nave central se levanta la pequeña capilla interior.
A media altura del ábside central se abren tres ventanas de medio punto abocinadas, y una imposta lisa la recorre por la parte superior que a la vez sirve de límite a la bóveda de cuarto de esfera. Los ábsides laterales se iluminan también con ventanas de medio punto y profundo abocinamiento y se cubren con bóveda de horno. La imposta correspondiente a la del lado del evangelio es de tacos, mientras que la del lado sur es nueva y lisa. Las tres naves se cubren con bóveda de medio cañón articulada por fajones, excepto en el tramo anterior al presbiterio.
Aquí Íñiguez organizó un cimborrio de ladrillo con óculos en los cuatro lados que apoya en trompas, con la idea de restituirle la imagen original, que según sus deducciones tuvo. Los soportes de la nave central son pilares de triple esquina, que se doblan en el crucero, con lo que adquiere más solidez este espacio y mejor apoyo el cimborrio.
Como elemento irregular hay que señalar el pilar cilíndrico del tercer tramo, junto a la capilla interior, que se cuenta entre los misterios del edificio. Comenta Burgui que señala el lugar de enterramiento de Teodosio de Goñi y que la devoción popular le otorgaba poderes curativos.
Los fajones de las naves laterales se prolongan en pilastras adosadas al muro con imposta lisa en el lugar del capitel que se prolonga por el muro, aunque únicamente en los tramos finales. En el último del muro norte hay rastro de una puerta tapiada. Los arcos formeros destacan por su amplia luz. Todos son dobles, menos los del tramo anterior al ábside que son simples pero están reforzados por arcos de descarga. La escasa iluminación del interior se consigue, aparte de por las ventanas de la cabecera, por las abiertas en lo alto de las naves laterales, también de medio punto y abocinadas. Sin embargo, sin aparente razón, es ciego el paramento del tercer tramo de lado del evangelio. En resumen, del interior del templo principal hay que señalar su potente fábrica y austeridad, en la que no se hace ninguna concesión a lo ornamental. Concepción que, como veremos enseguida, contrasta con el nártex y con la capilla interior, por otra parte los elementos, quizá, más singulares del edificio.

Cuando accedemos al interior desde la puerta del corredor, no penetramos directamente al ámbito de culto, sino que lo hacemos a un amplio espacio, que cumple la función del clásico nártex cuyo suelo, al igual que en los zaguanes domésticos, es de ruejos. Está concebido como una amplia nave dispuesta en sentido transversal al resto del templo. Sigue el ritmo de la planta del edificio, de forma que se organiza en tres tramos coincidentes con las naves de la iglesia, por lo que el central es más largo que los extremos, pues se ajustan a la anchura de las naves. Se cubre con bóveda de medio cañón articulada por arcos fajones dobles que soportan pilastras de esquina adosadas al muro. Una imposta sencilla rodea todo el perímetro, y en las pilastras ocupa el lugar del cimacio. La iluminación proviene de una ventana de medio punto abierta en lo alto del muro norte, bajo la cual aparece una puerta tapiada y que era la opuesta a la de la entrada. También encima de ésta existía una ventana, hoy oculta.

Nártex 

Desde el nártex se ingresa en la iglesia a través de tres portadas, protegidas por rejas, abiertas a la embocadura de cada una de las naves, pero para salvar el desnivel del terreno hay que subir unas gradas. Las tres puertas son de medio punto, pero las extremas que comunican con las naves laterales son de simple diseño, sin ningún tipo de ornamentación. El contrapunto a esta sencillez lo encontramos en la central, por la que penetramos a la nave principal. El medio punto está remarcado por una arquivolta con baquetón y distintas molduras, la más externa se adorna con tacos. El par de columnas de las jambas se asientan sobre basa lisa y culminan en sendos capiteles decorados. Por encima, una imposta con bastante resalte y lisa, a modo de cimacio, se prolonga por el muro hasta morir en el pilar del arco fajón. El capitel de la izquierda está tallado según un diseño de entrelazos cuyos vacíos se llenan con pequeñas flores rosáceas. Por su parte, en el de la derecha distinguimos el motivo del rostro monstruoso en el ángulo superior, cuya boca desprende cintas que dibujan entrelazos que terminan en trifolios. 


Al traspasar esta puerta penetramos propiamente en el templo, en el último tramo de la nave central, que nos permite ver en toda su originalidad la pequeña iglesia que ocupa el tramo siguiente. Se trata de una construcción pétrea y fundamentalmente muraria cuya puerta principal se abre a los pies. Existe otra lateral que comunica con la nave norte, y en el testero, por encima del altar, aparece una ventana por la que recibe la luz del ámbito iluminado por la cabecera y el cimborrio.
La puerta principal describe un arco de medio punto con dos arquivoltas, la interna baquetonada y la externa de platabanda que descansa en el muro, con chambrana moldurada. El baquetón apoya en esbeltas columnas cilíndricas que se elevan sobre podium y basa circular moldurada. Los capiteles presentan un fino trabajo vegetal que se prolonga por el cimacio y la imposta. Ambos capiteles siguen un diseño lineal de formato vertical. El de la izquierda lo componen finas hojas hendidas, que alternan con otras lanceoladas que en el extremo se curvan en forma de airosos abanicos. El cimacio se adorna con palmetas entrelazadas que invaden parte de la imposta, mientras que en el resto resaltan bonitos girasoles. En el capitel de la jamba derecha, de traza similar, vemos hojas hendidas festoneadas con perlado con final avolutado y otras dentadas que terminan en palmeta. En el cimacio y la imposta se repiten los motivos del otro lado.

Capilla interior. Nave

Interior del templo. Cimborrio

Interior del templo. Ábside central 

La puerta por la que se accede desde la nave norte al interior de la capillita es similar en traza a la principal, aunque varían los temas ornamentales de los capiteles. El derecho está concebido en doble plano. El primero parece un cesto de finas hojas lanceoladas, con pequeñas puntas marcadas en el interior, que termina en bolas con garras, mientras que en el segundo plano se suceden perfectamente alineadas pequeñas palmetas. Los adornos se completan con un elemento en forma de yugo que abraza un ramillete con lazos y perlado, en la esquina del cimacio, y un girasol, en la imposta. Hojas lanceoladas con pequeñas palmetas repartidas a lo largo del eje forman el motivo ornamental del otro capitel. Un elemento a modo de copa, con una palmeta en el centro y saliendo de la boca cintas curvas, todo festoneado con perlado, es el adorno de la esquina del cimacio, mientras que en la imposta se repite la flor de girasol. La cara interior de ambas puertas contrasta por su gran sencillez. La cubierta de doble vertiente está recorrida a nivel del alero por taqueado que rodea toda la construcción, al que se añade en los muros laterales canecillos lisos.
El interior de la capilla está organizado en dos tramos que se cubren con bóveda de medio cañón apuntado, sin fajones. Su arranque está perfilado por una imposta de grueso taqueado en la que todavía hay vestigios de una antigua policromía con tonos rojos y dorado, que, sin duda, contribuía al esplendor del culto. Burgui ya apreció restos pictóricos en esta estancia. En la parte alta del muro recto de la cabecera se abre una ventana abocinada, cuya arquivolta y bocel descansa en dos finas columnas con capiteles decorados. El izquierdo repite el motivo del capitel de la puerta del nártex de cabeza monstruosa lanzando cintas entrelazadas por la boca. Tres girasoles destacan en el cimacio.
El capitel derecho está formado por hojas lanceoladas terminadas en volutas. En esta ocasión son rosetas las flores talladas en el cimacio. Como elemento extraño hay que señalar la ventanita en la parte alta del muro que da a la nave sur, hoy sin aparente finalidad. Este dato y su proximidad al soporte cilíndrico, ya comentado, fueron los argumentos en los que Íñiguez asentó su teoría de la existencia de una capilla alta sobre el porche. En cualquier caso, estamos ante una bella y proporcionada construcción del románico navarro, cuyas limitadas dimensiones, en vez de restarle, aumentan su encanto.
Asunto debatido entre los historiadores, pero que continua sin solución convincente, es la razón de su anómala localización, aunque todos reconocen su originalidad. Burgui, como mencionamos, la tuvo como la construcción erigida por el legendario Teodosio de Goñi para cumplir su promesa en el siglo VIII, en tanto que Biurrun pensó que sustituía precisamente a aquélla. Iñiguez, por su parte, la interpretó como reconstrucción de una primitiva capilla elevada sobre el pórtico en la que se daba culto a San Miguel; los autores del Catálogo Monumental de Navarra la ponen en relación con el espléndido retablo de esmaltes del que sería su estuche, y finalmente Martínez de Aguirre insinúa una posible finalidad litúrgica o procesional.
A juzgar por los capiteles que enriquecen esta parte del santuario de San Miguel de Aralar, cuyo decorativismo se convierte en el contrapunto de la austeridad del espacio mayor, el escultor no sólo se muestra hábil y competente, sino también conocedor de la actualidad artística del reino. En efecto, estos trabajos escultóricos se han relacionado con los de la cercana ermita de Santa María de Zamarce, con la que Aralar estuvo muy vinculado, pero a la vez ambos asumen la herencia de la obra de los grandes escultores de los talleres de la catedral románica de Pamplona. Aunque, en realidad, tanto unos como otros se mueven en la órbita del románico francés en su versión tolosana.
En cuanto a la cronología de este monumento singular navarro, se acepta su construcción en dos fases diferentes dentro del románico. Así, la fábrica más primitiva correspondería a la etapa inicial, con 1074 como fecha de referencia, mientras que el nártex y la capilla interior responden al románico pleno, y su fecha clave sería 1141 (en relación con una consagración que Íñiguez por error dató en 1143). Año, por otra parte, que encaja perfectamente con el momento en que mayor repercusión tuvo en el reino de Navarra la ambiciosa empresa de la catedral de Pamplona. Como se advierte, queda en duda la fase prerrománica propuesta por Íñiguez, por falta de elementos definitivos que la avalen en la obra y apoyo documental.
Anexo al santuario por el flanco sur existe una hospedería. En 1931 el santuario fue declarado monumento histórico-artístico.
 
Retablo de San Miguel in Excelsis
Hoy lo podemos admirar sobre el altar mayor del santuario de San Miguel de Aralar, en el marco del ábside central. Indudablemente ascender a la sierra de Aralar, penetrar en su peculiar templo y enfrentarse al final con tal maravilla es una enorme y grata sorpresa. La obra está considerada entre las más bellas y espléndidas del arte del esmalte europeo durante la Edad Media, pues a su extraordinaria calidad y atractivo se añade un notable tamaño: en la actualidad mide 121 cm de alto, 194 de largo y 4,4 de fondo. Su estudio y comprensión sólo se puede hacer desde la propia obra, pues paradójicamente un trabajo de tanto interés carece de apoyo documental, ni directo ni indirecto, y las escasas noticias que a él se refieren son ya muy tardías, como comprobaremos.
La belleza y singularidad de la pieza, por una parte, y la ausencia total de noticias –al menos hasta ahora– por otra, ha contribuido a que los estudiosos que lo han analizado, que no son pocos, hayan especulado sobre muchos aspectos, algunos de los cuales siguen abiertos. En efecto, son bastantes los interrogantes que la obra plantea. Enunciaremos ahora los principales y en el transcurso de la exposición comentaremos las distintas respuestas. Así, cabe preguntarse: ¿qué mueble de culto era en origen?, ¿para qué templo se encargó?, ¿cuál es su programa iconográfico y a quién representan sus imágenes?, ¿cuál es la lectura correcta de la inscripción que sostiene el ángel de San Mateo?, ¿dónde y cuándo se ejecutó?, ¿con qué corrientes se le debe vincular?, ¿quién fue su promotor?, ¿qué intervenciones ha sufrido y en qué circunstancias? No es el objeto de este trabajo ofrecer una solución definitiva a tantos interrogantes, pero sí trataremos de ordenar las teorías y argumentos que se han ido dando a lo largo del tiempo, de manera que se expongan con claridad cuáles prevalecen hoy. Pero para entender mejor la complejidad del tema creo que en primer lugar conviene describir el retablo tal y como llegó a nosotros antes del robo del otoño de 1979.
La pieza, un trabajo de metalistería y placas esmaltadas que se superponen a un alma de madera, se puede describir como un retablo compuesto por una calle central que ocupa la totalidad de la altura, flanqueada por sendas calles laterales ordenadas en dos cuerpos y ático. En el retablo podemos diferenciar entre la estructura arquitectónica, que es de cobre dorado, y la imaginería y algunos elementos de la decoración, que están esmaltados según la técnica “champlevé”. El cuerpo central, ocupado por una gran mandorla polilobulada, divide en dos el retablo; a sus lados y en doble registro se dispone una arquería triple, cuyos arcos de medio punto apoyan en columnas en las que se trabajaron con minuciosidad basas, fustes y capiteles. El ático está centrado por una cruz de piedras de cristal de roca flanqueada por un par de figuras esmaltadas a cada lado, seguidas por grupos de cuatro medallones superpuestos, también de esmaltes. A continuación disminuye la altura del ático, de tal suerte que queda espacio para una hilera de cinco medallones, igualmente esmaltados, en cada lado. Todo el conjunto está enmarcado por un grueso bocel muy tosco. En la parte inferior del retablo, y fuera del cerco que lo encuadra, sobre una madera pintada de azul oscuro y con letras doradas, se puede leer la siguiente inscripción: Este precioso Retablo de Laminas de metal dorado y Esmaltado con su Ymagen de la Virgen del Sagrario de la Cathedral de Pamplona, a que es anexo este Santuario de San Miguel, estuvo antiguamente en la obscuridad de su Capilla de donde se sacó, se limpió en Pamplona, y para que su Vista nueba a devoción fue colocado assi en esta Capilla maior en el año 1765.

Vista frontal del retablo 

Capítulo importante de la pieza lo constituye la ornamentación que se distribuye por todo el conjunto creando un auténtico horror vacui. Así, una labor calada de motivos de roleos vegetales conforma el fuste de la columna, y deja a la vista el tono rojizo de la columna de madera, con lo que se enriquece la sutileza cromática del retablo. Variados motivos también vegetales, de piñas, palmas, palmetas, hojas hendidas, etc., cincelados sobre la plancha de cobre dorado, recubren las basas y los capiteles. En las placas planas que configuran las arquerías alternan roleos vegetales grabados con cabujones de piedras de distintos colores y tamaños, con predominio de las oscuras y las traslúcidas. La misma ornamentación, pero en línea, la vemos en la imposta que separa ambos cuerpos y en la banda que dibuja la mandorla central. Elemento importante de esta exuberante decoración son las arquitecturas de cúpulas repujadas que se distribuyen sobre los arcos, especialmente variadas sobre el registro superior y con menos protagonismo en el inferior. Sus formas evocan el mundo bizantino y oriental.
Pero sin duda el máximo valor y mérito de este retablo lo constituyen las placas esmaltadas de la imaginería, que al adaptarse a sus marcos adoptan las formas de éstos. Así, dibujan un medio punto las que aparecen bajo los arcos, es romboidal la de la mandorla, rectas las cuatro del ático y circulares los medallones. Todas resaltan sobre una plancha con fondo dorado, cubierto totalmente con un vermiculado de roleos vegetales, que han perdido algunos de los medallones debido al recorte de la placa. Pero el marco de las figuras principales queda reforzado por una orla esmaltada con distintos tonos de azules.
Pasaremos ahora a describir la imaginería. La figura que centra el retablo es la Virgen, tocada con corona real y nimbo, con el Niño, también coronado, sentado sobre sus rodillas. La Madre apoya las manos sobre el hombro y la pierna del Hijo, que bendice con la mano derecha y sujeta un libro con la izquierda. María está sentada sobre un arco con un cojín cilíndrico parecido al dibujado bajo la mujer del patriarca en el Libro de Job de la catedral de Pamplona. Sus pies, elegantemente cubiertos, reposan sobre un escabel triangular (recordemos que el triángulo es la forma geométrica más empleada en la simbología trinitaria). De los lados de la cabeza de la Virgen penden el alfa y la omega, y debajo de la primera hay una estrella. En los ángulos del cuadro central se coloca el tetramorfos alado con el ángel de San Mateo mostrando una filacteria con unas letras que, como se verá, han tenido muy diversas lecturas.

Virgen con el Niño y Tetramorfos 

En la arquería superior se distribuyen tres figuras masculinas a cada lado de María. Van ataviadas con manto y larga túnica que deja ver los pies descalzos. Todas llevan nimbo esmaltado y cogen un libro con la mano, excepto el más próximo a la Virgen, que agarra una llave. El grupo de tres figuras del registro inferior izquierdo de la almendra está formado por tres personajes lujosamente engalanados y calzados, con corona real sobre sus cabezas y ricas copas en la mano. En el trío de la derecha distinguimos a un ángel nimbado, descalzo, posado sobre un arco iris y libro en su mano, una mujer con velo y nimbo, vestida con manto y túnica, con una flor en su mano, y otro personaje masculino. Éste viste también de forma majestuosa, va calzado, sujeta con su mano una rama florida y cubre su cabeza un casquete hebraico. Los cuatro personajes del ático son una réplica de los del cuerpo superior, pero en menor tamaño. El contrapunto a tan diversa figuración lo encontramos en los medallones superiores en los que domina una variada fantasía de entrelazos vegetales, animales fantásticos, seres monstruosos, algunos de ellos ordenados de acuerdo a la fórmula del enfrentamiento; motivos y diseño en perfecta sintonía con el gusto ornamental románico. Huici y Juaristi relacionaron el repertorio fantástico de estos medallones con los de la arqueta de Santa Valeria del Museo Británico.
Otro de los valores del retablo es su alto nivel técnico. Es el resultado de la aplicación de distintas labores, como el calado, el grabado, el repujado, el cincelado, la pedrería en cabujón o el dorado. Pero sobre todas destaca el esmalte, centrada principalmente en las figuras, que se localiza en la indumentaria, nimbos, orlas y medallones. Las partes visibles de la anatomía aparecen doradas, como manos, pies del apostolado, pero sobresalen, particularmente, los rostros que están trabajados en bulto. Esto hace que resalten sobre la plancha de cobre, y en ellos los ojos adquieren especial fuerza, gracias a una gota de esmalte azul oscuro como el zafiro. Se caracterizan por la representación en singular de cada personaje pues, aunque predomina la frontalidad del cuerpo, su individualización se consigue mediante la diferenciación de los rostros, o las distintas posturas de cabezas, manos y pies, con lo que introduce en la obra la movilidad. En efecto, algunos parece que caminan, y otros incluso que danzan. El tratamiento expresivo y humanizado de los rostros, con una labor minuciosa y esmerada en cabellos y barbas, que alcanza la máxima gracia y elegancia en la Virgen central, son una prueba de que el responsable de esta parte del trabajo era un artista insigne y brillante, quizá con conocimientos de escultura.
La labor de esmalte se considera excepcional, por la riqueza del colorido, en el que predomina el azul, con distintas gradaciones, y el verde, con los que se construye el vestuario, mientras que el amarillo ayuda a perfilar el movimiento de los tejidos. Puntualmente se emplea el rojo en los libros, y escasea también el blanco, con el que se refuerza algunos plegados. Pero no se puede dejar de mencionar el dinamismo, y variedad que el artista ha impreso a las telas, en las que juega con habilidad con la línea recta, pero sobre todo reina un grafismo curvilíneo que sugiere una idea de laberinto visual.
Sin duda, por la tipología de la obra, hay que pensar que es el resultado del trabajo de distintos artífices, todos de innegable categoría; pero el responsable de que a esta pieza del arte suntuario medieval la tengan por excepcional todos los investigadores es quien elaboró la imaginería, pues con su inspiración artística nos dejó un trabajo lleno de humanidad y misterio, de elegancia y belleza.
Es de sobra conocido que los esmaltes del retablo, todas las columnas de su traza y algunos arcos del cuerpo inferior fueron robados en 1979. Se recuperó casi todo en 1981, y en 1983 y 1986 algunas piezas sueltas. Hoy vuelve a estar casi completo, a falta de un par de medallones del ático y de las planchas de cuatro arcos del cuerpo inferior.
Pero, ¿se concibió desde el principio como retablo? Es opinión generalizada que su función original fue ser frontal de altar, mueble, por otra parte frecuente en el culto medieval, como lo demuestran los numerosos de madera conservados en Cataluña o los más suntuosos de Basilea o Venecia. La manipulación de la pieza se ha visto confirmada a raíz del robo de 1979, pues se han comprobado gracias a las sombras del alma de madera que las placas de esmaltes se habían desplazado; por la diferencia de madera que aloja las piezas del que llamamos ático, también se deduce que es un añadido, así como por la coincidencia del dibujo vermiculado de algún medallón con algún fragmento de la línea de imposta. También lleva a la misma conclusión la colocación algo torpe de la banda que separa los dos registros, ya que parece recortar parte de las arquitecturas correspondientes al cuerpo inferior. Sin embargo, los últimos estudios, especialmente a partir del exhaustivo que realizó M. M. Gauthier en 1982, hacen pensar que la transformación no resultó traumática para la pieza. Afectó fundamentalmente a la orla que la debía de rodear, seguramente de carácter ornamental, y cuyos principales elementos se concentraron en el coronamiento.
Aunque algunos estudiosos como Huici y Juaristi insinuaron que pudo reducirse el número de esmaltes, hoy se cree que esto no afectó a la iconografía principal. Sí que es cierto que no todos los elementos de la traza original se incluyeron en el retablo, pues con restos de plancha vermiculada y pedrería se organizó una hornacina que se introdujo en un hueco del ábside central, y que todavía hoy puede contemplarse en el santuario. También Uranga e Íñiguez fueron partidarios de la mutilación drástica del frontal y sugirieron un hipotético estado I como retablo frontal que se completaría con una iconografía mucho más amplia que incluiría, por ejemplo, a las vírgenes necias y prudentes, cuyos esmaltes se conservan en museos de Viena y Florencia.
Desde que a raíz de la recuperación del retablo en 1982 se analizaran con tesón muchos aspectos de esta pieza, se suele afirmar que su conversión de frontal a retablo tuvo lugar en la fecha que aparece en la inscripción del faldón, el año 1765, forzando, quizá, su lectura. Pero, en rigor, en ella sólo se habla de limpieza, y tal y como lo nombra parece que funcionaba como retablo desde hacía tiempo. El primer historiador del santuario de Aralar, el padre Burgui, debió de ser testigo de los hechos que recoge la inscripción, pues los repite en su libro de 1774 e insiste: “fueron limpiadas todas sus piezas por un Platero de Pamplona, y quedaron tan brillantes y hermosas, como si recientemente huviessen sido fabricadas. Nuevamente coordinadas, y clavadas con mejor disposición quedan en el mismo Templo de San Miguel”. Pero el mismo autor explica que el retablo, pues así lo denomina, antes de esta renovación se encontraba en el interior de la pequeña capilla, ocupando la parte alta de otro retablo de talla y dorado. Este retablo de madera policromada que contenía el de esmaltes debe, probablemente, identificarse con el contratado en 1666 por el chantre de la catedral de Pamplona con el arquitecto de Arbizu José de Huici e Ituren.
Es conocido que esta dignidad del cabildo recibía las rentas del santuario. En el documento, dado a conocer por Echeverría Goñi y Fernández Gracia, se puntualiza que en él se acomode “el retablo que oy se alla en la dicha capilla que es el apostolado con una ymagen de la Madre de Dios”. Subrayamos en este punto que no se le da la advocación del Sagrario como en la inscripción.

Detalle de la Virgen con el Niño 

De esta secuencia de datos se pueden sacar distintas conclusiones. En primer lugar diremos que estas fechas, 1666, 1765 y 1774, son las únicas encontradas relacionadas con el retablo. Como ya anunciamos antes, resultan demasiado tardías para una obra románica. También se puede inferir que en 1666 ya se le trataba como retablo y que se encontraba en la capilla interior del santuario de San Miguel, pero posiblemente resultaba pequeño para el gusto de una época acostumbrada a los grandes retablos barrocos. También nos cuenta Burgui que cuando en 1765 se trasladó a la capilla mayor se alojó en otro retablo nuevo. Por todo esto, quizás hay que pensar con los autores antes mencionados y los del Catálogo Monumental que el cambio de frontal a retablo no se realizó en 1765, sino más bien en algún momento anterior a 1666. Por eso opinamos que en el siglo XVIII básicamente se adecentó y cambió de localización, tal y como afirma la inscripción y el relato del padre Burgui, lo que no excluye algún cambio de tono menor.
Ni la inscripción del retablo ni Burgui nombran al platero a quien se encargó su limpieza en 1765. Se ha venido repitiendo que el responsable fue el maestro de Pamplona Manuel Beramendi, autor del dibujo para el grabado que ejecutó Juan Antonio Salvador Carmona. Goñi Gaztambide, por otra parte, comenta el interés que tuvo por el santuario de San Miguel el obispo Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari (1768-1778), quien en su etapa de prior de Velate se ocupó de trasladar el retablo a Pamplona. Y en base a datos de Arigita cuenta que se llevó al taller del platero José Jirau, quien lo limpió y “lo armó de nuevo como antes con su cerquillo nuevo”. El maestro cobró por el trabajo 960 reales. En definitiva, parece que la intervención del siglo XVIII en el retablo se redujo a una limpieza en profundidad, quizá pudo trastocarse algún elemento, y como novedad aportó el bocel que lo enmarca. Con todo, también es cierto que la posición de alguno de los esmaltes principales en algún momento se varió, ocasionando dificultades en la lectura iconográfica.
Otro tema debatido entre los investigadores y estudiosos es la identificación de los personajes representados. La posición central y majestuosa de la Virgen con el Niño indica que el antiguo frontal estaba dedicado a ella. María sentada, con el Hijo sobre sus rodillas, recuerda al tipo, popularizado en el románico, conocido como Sedes Sapientiae. Por esto no extraña que se haya relacionado con la titular de la catedral de Pamplona, como lo hace la inscripción de 1765 bajo la advocación del Sagrario. Efectivamente, Santa María la Real se ajusta a dicha fórmula y se fecha hacia la mitad del siglo XII. Pero si observamos con detenimiento la imagen del retablo, parece más preciso incluirla dentro del grupo de imágenes que Fernández-Ladreda distingue por su “concepción humanizada”. Sus rasgos serían una interpretación de María más entrañable, visible en su actitud maternal hacia el Hijo. En efecto, la sutil sonrisa que dibujan los labios de la Virgen la humanizan y armonizan con esa protección maternal hacia el Niño, al que sujeta con sus manos. Volveremos más adelante a tratar de la vinculación de esta imagen con la de la seo pamplonesa.
Nadie ha dudado en reconocer en los personajes masculinos del registro superior a los apóstoles, pues su vestimenta de túnica y manto, y sus pies desnudos, está codificada en la iconografía cristiana desde antiguo. Además, portan el libro que los distingue como grupo, y están nimbados. Pero para que no queden dudas, a San Pedro, cabeza del colegio apostólico, se le representa con su símbolo, las llaves, que lo individualiza. Van descalzos en alusión al mandato de Cristo cuando los envía a evangelizar y les dice “no llevéis ni sandalias ni alforjas” (Mt., 10). El grupo de los doce se completa con los cuatro del ático más los dos evangelistas-apóstoles, San Mateo y San Juan, representados en el tetramorfos. Ya hemos indicado que en 1666 se habla del apostolado.

Tampoco hay divergencias en distinguir en los tres personajes de la galería inferior izquierda a los Reyes Magos, pues, como la tradición cristiana acostumbra, visten lujosamente, están tocados con corona real y portan en ricos recipientes las ofrendas para el Niño-Dios. La escena de la Epifanía queda certificada con la estrella que aparece junto a la Virgen, haciéndose así eco de la narración evangélica.



Las diferencias se han suscitado a la hora de dar nombre al trío de personajes del lado opuesto. De esta manera, Burgui, a quien sigue Madrazo, ve en el ángel a San Miguel y en la pareja al rey de Navarra Sancho III el Mayor y su esposa doña Mayor. Aunque hoy nadie participa de esta hipótesis, hay que reconocer que sus argumentos eran lógicos desde su posición. Su deducción se basaba en que en un retablo localizado en un santuario dedicado a dicho arcángel no podía faltar su representación. Por otra parte, opinaban que esta pieza fue un regalo del nombrado monarca al santuario, avalado además, como comentaremos en su momento, por una inscripción. Por lo que era fácil reconocer en un hombre brillantemente ataviado al monarca donante, y en la elegante mujer junto a él a su mujer, la reina. Sin embargo, enseguida historiadores posteriores vieron la debilidad de estas razones. En primer lugar, si el frontal estuviera dedicado a San Miguel, éste aparecería como protagonista en el centro; tampoco la figura del ángel de retablo puede asimilarse con el arcángel, normalmente representado pesando las almas, como se encuentra en el pórtico románico de San Miguel de Estella, con espada venciendo a Lucifer, o en la iconografía rara, pero muy vinculada a Navarra, con la cruz sobre la cabeza. Así lo vemos en un capitel de la parroquia de Berrioplano y nos ha transmitido la propia imagen del Ángel, titular de este santuario.
La poca solidez de la identificación de la pareja real se basa en lo excepcional que era en la época mostrar a los donantes, y máxime con el mismo tamaño que los personajes sacros, y además es impensable que doña Mayor tenga el halo de santidad. Más insólita es la identificación de Arigita con el emperador Constantino y su madre Santa Elena, aunque ésta si tiene derecho al nimbo. A pesar de que, como comentaremos enseguida, se dio otra lectura más convincente a este registro, todavía en 1973 Uranga e Íñiguez distinguieron en este hombre al rey García Ramírez, promotor de importantes obras en el templo. Al resultar el personaje del extremo el más equívoco por su peculiar indumentaria, por la vara y la ausencia de nimbo, no es insólito que haya recibido más nombres, pues, además de los citados, algunos lo han identificado con algún personaje del Antiguo Testamento como Jesé o Isaías, profetas de la Encarnación.
Fue a partir del extenso estudio de Huici y Juaristi en 1929 cuando se generalizó la opinión de que en esta arquería se representaba la Anunciación –por lo que el ángel es Gabriel– y a San José, identificado por la vara florida. A pesar de ello, todavía en 1987 M. M. Gauthier retorna a ver a San Miguel en el ángel, apoyándose en reflexiones apocalípticas, mientras que las otras dos figuras aludirían a los Desposorios de María y José. Tan diversas opiniones no impiden afirmar que es un retablo netamente mariano. Su protagonista es la Virgen con el Niño, que están acompañados por el apostolado, y además se introducen dos escenas del ciclo mariano: la Anunciación y la Epifanía. También, como veremos, esta iconografía transmite el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.
Sin embargo, para obtener una lectura más clara de esta parte del retablo, Rico Camps observó recientemente que se trastocó la situación de algunas placas en la reconversión de la pieza de frontal a retablo. Así, indica, aunque no concreta, que en las placas del apostolado se introdujo algún cambio. Tienen especial interés las modificaciones que afectaron al cuerpo inferior. En el episodio de la Epifanía llama la atención el Mago del extremo, que camina hacia delante pero mira hacia atrás, donde no encuentra a nadie. Pero si intercambiamos su posición con la del centro, la escena gana en coherencia y se acomoda a una composición habitual en las epifanías del siglo XII. Así, el Mago primero ya ha llegado a su destino, mientras que el central sigue caminando, pero con su giro de cabeza dialoga con el tercero, que parece asentir. También en la disposición del otro trío hay algo que no convence, pues tal y como hoy los vemos San José parece formar parte de la Anunciación. En esta disposición se genera una escena ajena no sólo a la tradición figurativa cristiana sino a la propia narración evangélica. Pero si conmutamos las posiciones de Gabriel y José, la cosa cambia, pues éste entra a formar parte del grupo de la Epifanía, en una composición, por otra parte, similar a la de la arqueta de la National Gallery de Washington, y por su parte María y Gabriel quedan en la intimidad de la Anunciación.

Arcángel San Gabriel 

A pesar de todo hay que reconocer que la juventud, elegancia principesca, la actitud activa de José, sin nimbo, no armonizan con la representación más habitual de este patriarca en el medievo, normalmente asombrado y en segundo término. Por eso, quizá, su identificación es la que más debate ha ocasionado. Rico Camps ha llegado a una solución de compromiso pero sugestiva, pues sin negar la personalidad real e histórica de José presente en la Epifanía, reconoce en él a distintos modelos del Antiguo Testamento, todos muy vinculados con el acontecimiento histórico de la Encarnación. Así, en este nivel alegórico puede aludir al profeta Isaías, anunciador del misterio de la entrada en la historia del Mesías, o al propio rey David con cuya estirpe entroncaba Cristo, precisamente a través de José. En esta interpretación cabe recordar que en Cristo se cumple el Antiguo Testamento. Según su explicación se trata de un compendio en imágenes de los primeros capítulos del evangelio de San Mateo.
Y descifrar las seis letras de la filacteria del ángel de San Mateo en el tetramorfos ha sido otro de los asuntos en que se han afanado los historiadores. Burgui, el primero que lo intentó, leyó: ANNO CHRISTI 1028, versión que encajaba con su idea de que el retablo era una donación de Sancho III el Mayor. Huici y Juaristi la interpretaron como el nombre del autor: A(lpais): +: F(ecit): O(pus) S(emovicensis) B. Biurrun por su parte traduce: A(ngelus) + (christi) IO(annes)S B(aptista). Roulin interpretó las letras como (m)ATIOS E(vangelista). Por su poca consistencia ninguna de estas lecturas cerró el tema. Así, Ursúa Irigoyen aportó otra interpretación. Ve el alfa y la omega al principio y al final de la filacteria como representación de Cristo, que se reafirma con el signo de la cruz, que además puede identificarse con la inicial griega de su nombre. Por su parte la IO corresponderían a la abreviatura latina de IOANNES, en alusión, según su hipótesis, a San Juan Evangelista, quien en el Apocalipsis describe a Cristo como el principio y el fin, el alfa y la omega. Fue Gómez-Moreno el primero que dedujo que las iniciales estaban en griego y apuntó la posibilidad de leerlas como ATICO M, pero no profundizó en su significado. En los últimos años Rico Camps ha aportado una interpretación con más sentido y coherencia. Coincide con Gómez-Moreno en los caracteres griegos, que él lee como AGIOS Q y que corresponden al inicio de un himno cantado en honor de Cristo, tanto en el rito griego como en el romano, conocido como el Trisagion. Este canto comienza repitiendo tres veces la palabra Agyos, y que nosotros conocemos como “El tres veces Santo”. Esta lectura armoniza perfectamente con el contenido del retablo.
No son muchos los autores que hayan planteado el significado del programa iconográfico del retablo. El primero fue Burgui, que lo interpretó en clave política, pues vio en él la reafirmación y poderío de la monarquía navarra en tiempos de Sancho III el Mayor. La imagen del propio monarca se incluiría en un retablo, en el que además están presentes los Reyes Magos, testigos de la Majestad Divina de Cristo. El hecho que todos acudan ante la Virgen y Cristo en su calidad regia, parece querer decir que la monarquía navarra tiene el beneplácito de la divinidad. Pero este poder, podríamos decir moral, estaría acompañado del material, pues contaba con medios para efectuar una donación tan espléndida.
M. M. Gauthier, por su parte, en una exposición larga y compleja, recalca la riqueza del contenido del retablo con distintas claves de lectura. También ve en su magnificencia una evidencia del poder de la mitra de Pamplona y de su monarca. Pero donde realmente se explaya es en el nivel teológico y escatológico, que ilustra la primera venida de Cristo a la tierra, señalada con alusiones a su genealogía, con la Anunciación y la Epifanía. Simultáneamente recuerda la segunda venida relatada en el Apocalipsis de San Juan, que alude a su vuelta como Rey y Señor, y de la que toma los elementos del tetramorfos, el alfa y la omega, y las arquitecturas de la Jerusalén Celeste.
Rico Camps también lo contempla en distintos niveles, pero sus explicaciones, aunque no contradicen las de la investigadora francesa, enriquecen el significado. Lo interpreta como la culminación de los tiempos que anunciaron los profetas —San José-profeta— que tiene lugar con la Encarnación histórica de Cristo: Anunciación, imagen central. Pero esta entrada de Cristo en la historia no es exclusiva para los judíos, sino que viene como Salvador y Rey de toda la humanidad: Epifanía, y apóstoles: testigos y enviados del propio Cristo. Pero además subyace una alusión a la Iglesia universal a través de María como Reina y Madre de la Iglesia, e Iglesia que es un anticipo de la Ciudad de Dios, de la nueva Jerusalén.

Detalle de la parte superior 

En definitiva, el hecho real de la Encarnación, anunciada largamente por los profetas, aconteció en un momento histórico y a partir de él se extiende el mensaje de Cristo, del que es custodio la Iglesia, a todas las gentes. Pero también recuerda que al final de los tiempos volverá con toda su majestad y restaurará toda la creación, como relata el Apocalipsis. Podríamos condensar el mensaje del retablo de Aralar como una ilustración y explicación de la historia de la humanidad a la luz de Cristo.
Tema importante en la historia del retablo es poder determinar para dónde se ejecutó, pues la falta de noticias documentales provoca dudas. Las posibilidades son dos: que se encargara directamente para el santuario de San Miguel “in Excelsis” o bien que se hiciera para la catedral románica de Pamplona y que, en un momento incierto, se trasladara al mencionado santuario, fuertemente ligado a la catedral. Los primeros que los estudiaron, como Burgui, Madrazo, incluso más tarde Biurrun y aún M. M. Gauthier en 1982, fueron partidarios de que su ubicación original era el santuario de Aralar. Versión que también comparten los autores del Catálogo monumental, puesto que ligan la construcción de la capilla interior al retablo para alojarlo; capilla que se identifica con la “oscura capilla” a la que alude la inscripción de 1765. Su argumento principal es que allí ha estado desde que se tienen noticias documentales, y en eso, como estamos viendo, nos les falta razón. Asimismo es incuestionable la vinculación entre la catedral y el santuario, como razonan para explicar la titularidad de la Virgen del Sagrario en el frontal.

Detalle de la parte superior 

Huici y Jauristi, y más tarde Lojendio, fueron los primeros que pensaron que se realizó para la catedral de Pamplona y que de allí en algún momento se trasladó a Aralar. La cuestión volvió a suscitarse desde que a raíz de su recuperación se ha ido profundizando en su estudio. La propia M. M. Gauthier, en 1987, era ya partidaria de esta hipótesis. Asimismo, autores como Rico Camps, Férnández-Ladreda y nosotros mismos opinamos que se ideó para la sede pamplonesa.
También hay que advertir que esta hipótesis no está avalada por ninguna documentación. Son distintas y de diferente índole las razones que se arguyen.
Por ejemplo, que no se represente a San Miguel como titular, y como se ha visto ni siquiera aparece. Por el contrario, es evidente que está dedicado a María, y la catedral siempre ha estado bajo el patrocinio de Santa María. Asimismo, se defiende que una obra de tal calidad difícilmente se habría ideado para “ocultarse” en un santuario lejano, de difícil acceso y de relativo interés; en cambio sí sería muy adecuada para una sede catedralicia. Además hay que tener presente que en esa época en la catedral se sucedieron distintos obispos, muy interesados en convertir su sede episcopal en un templo singular, de amplio espacio, con un espléndido claustro y una bella imagen de la Virgen titular, por lo cual resulta natural que pensaran completar tan extraordinario conjunto románico con este magnífico frontal.
Otro de los motivos se encuentra en el mismo retablo, pues la inscripción del siglo XVIII denomina a la Virgen central con la advocación del Sagrario. Sin embargo, en este punto se puede matizar. En primer lugar hay que aclarar que en la catedral medieval de Pamplona no existía una imagen de la Virgen, distinta a la titular, con la advocación del Sagrario, como parece indicar M. M. Gauthier en su estudio de 1987. A la imagen románica titular de la catedral en la Edad Media se la conocía simplemente como Santa María. Su designación del Sagrario no tiene lugar por lo menos hasta 1642, y surge por su ubicación en el retablo mayor en un sagrario o tabernáculo. Recordemos que en 1666 a la imagen del retablo de Aralar se le llama “Madre de Dios”. Pero no resulta incongruente que en 1765 se le otorgue el título del Sagrario por distintos motivos: la entonces ya inmemorial relación entre ambos templos, la devoción que, sin duda tenía entonces la imagen catedralicia en el reino, la aparente similitud formal de ambas, y seguramente un deseo de prestigiar al santuario. Por ello quizá es más conveniente pensar, no que cuando el retablo se trasladó de la catedral a Aralar se llevó la advocación de la Virgen catedralicia, sino que se la otorgaron cuando volvió a la capital para adecentarlo. Hoy la conocemos como Santa María la Real, pero este título se popularizó a raíz de su coronación canónica en 1946, aunque también es cierto que los monarcas navarros se coronaban ante su imagen.
Analizando con minuciosidad el retablo se pueden considerar otros factores a favor de su estado I en la catedral. Primero, la representación de los apóstoles, de quienes son sucesores los obispos, es un tema muy repetido en el arte medieval y especialmente oportuno para una catedral, máxime si la mitra se esfuerza en afirmar su autoridad. Además se da la circunstancia de que el único de los apóstoles que aparece individualizado es San Pedro; veremos que al obispo Pedro de París se le atribuye el patrocinio del frontal. Y curiosamente en el retablo renacentista de la catedral de Pamplona, el príncipe de los apóstoles ocupará un lugar eminente en la calle central.
También la Epifanía, escena fundamental del retablo, es una festividad de gran solemnidad en la catedral de Pamplona. Se conoce que fue el obispo Rena quien consiguió que de Colonia llegara a la seo pamplonesa la reliquia de los Reyes en el siglo XVI. Pero también resulta evidente que el origen de esta devoción en la catedral fue anterior, como atestigua el grupo gótico de la Adoración de los Magos, esculpido en el claustro, de tal forma que la llegada de la reliquia contribuyó a consolidar dicho culto hasta llegar a nuestros días. Recordemos que algunas imágenes medievales cumplían una función en ciertos dramas litúrgicos. Aquí en Navarra, por ejemplo, la Virgen de Irache se relaciona con el Officium Pastorum. ¿Es posible que en la catedral el frontal pueda vincularse con el Officium Stellae que pudo escenificarse en ella? Martín Ansón menciona que en los dominios aquitanos de los Plantagenet era costumbre en la misa de Epifanía que tres clérigos lujosamente ataviados en el momento del ofertorio remedaran la ofrenda de los Magos presentando ante el altar los vasos sagrados. Incluso en 1169 fueron tres hijos de Enrique II Plantagenet quienes representaron el papel de los Magos, pues simultáneamente rendían homenaje al monarca de Francia del que eran feudatarios.
Con todo, queda por conocer cuándo la catedral de Pamplona decidió desprenderse de su frontal y desplazarlo a Aralar. La lógica apunta que pudo ser en el contexto de la adecuación del presbiterio a finales del siglo XVI a las nuevas modas y necesidades del culto, por lo que se encargó al finalizar la centuria un monumental retablo; o también en el momento en que la cabecera gótica sustituyó a la románica. En este punto no hay que olvidar que ya en la segunda mitad del siglo XIV se había elaborado un nuevo retablo de plata para la sede episcopal iruñesa.
A pesar de las discrepancias en algunos aspectos, todos los investigadores están de acuerdo en que una pieza de tal calidad sólo es posible por la voluntad y patrocinio de un personaje encumbrado. Y en la Navarra de la época las máximas jerarquías eran el rey y el obispo de Pamplona. Otros temas que quedan por plantear son su cronología, el centro donde se confeccionó y sus vínculos estéticos. Ya hemos dicho que Burgui, que no se detiene en su análisis estético ni técnico, lo considera una donación de Sancho III el Mayor en 1028, opinión que comparten Madrazo y Biurrun. También con un monarca, García Ramírez, lo vinculan Uranga e Íñiguez, con 1136 como fecha de referencia. Por su parte Lojendio lo liga al matrimonio de la infanta Berenguela, hija de Sancho el Sabio, con Ricardo Corazón de León en 1191, por lo que el retablo quedaría fechado a comienzos del siglo XIII, cronología que coincide con la que antes le dieron Huici y Juaristi.
Finalmente M. M. Gauthier, después de un completo y exhaustivo análisis de la pieza, concluyó que el contexto político y cultural en el que fue posible su ejecución se limita al reinado de Sancho el Sabio (1150-1194) y al episcopado de Pedro de París (1167-1193). Considera al obispo como el mentor de la obra, tanto por su rango eclesiástico como por su categoría intelectual. Él era el único preparado para diseñar un programa iconográfico del nivel teológico que presenta el del retablo de Aralar, pues había estudiado y enseñado en la Sorbona, e incluso escribió el Tractatus de Trinitate et Encarnatione. Dicho título, como hemos comprobado, parece el enunciado del programa que se desarrolla en el frontal. Además conviene recordar que tuvo un especial empeño en reafirmar la autoridad de la mitra de Pamplona sobre aquellos que la cuestionaban, como el abad de Leire. Pero este ambiente intelectual coincide con un momento en el que económicamente es posible encargar a grandes artistas este precioso mueble litúrgico. Hoy nadie discute que se elaboró entre 1175 y 1185. Es posible que esta distancia temporal entre la Virgen titular de la catedral, que se fecha a mitad del siglo XII, y la del retablo de Aralar explique las diferencias formales entre ambas, pero las dos representaban a Santa María de Pamplona. Asimismo su cronología puede servir como argumento a favor de la hipótesis de que se realizara para la catedral, pues recordemos que no será hasta 1206 cuando el obispo Juan de Tarazona cree la dignidad de chantre, que será el canónigo económicamente más ligado al santuario. Aunque también es cierto que algunos de sus abades fueron canónigos de Pamplona.
Otras de las cuestiones importantes que plantea el retablo son dónde se confeccionó y con qué otras obras se relaciona. Como es fácil de suponer también en esto ha habido discrepancias entre los entendidos. El primero en plantear el lugar de manufactura del retablo fue Madrazo, quien opinó que era una obra salida de algún obrador alemán, bien de Colonia o de Verdún, realizada por artífices griegos. En cambio Huici y Juaristi estaban convencidos de que era un trabajo de Limoges, el centro de esmaltes más prestigioso de la Europa meridional. Pero paralelamente hubo autores como Leguina, Porter o Biurrun que la consideraron española. Pero para justificar su filiación hispana lo primero que había que averiguar es la existencia de talleres de esmaltes en la España cristiana. Hoy los investigadores no dudan de que en torno al monasterio de Silos se trabajó el arte del esmalte, pero apenas quedan obras que lo avalen y menos todavía la documentación justificativa. Estos talleres quedaron eclipsados por el auge y popularidad que desde mediados del siglo XII adquirieron por toda Europa las obras de Limoges. Fue Gómez-Moreno quien en su estudio sobre la urna de Santo Domingo de Silos empezó a distinguir estos trabajos hispánicos.
El problema de la filiación de nuestro frontal es su carácter excepcional, por lo que no tiene parangón con ninguna otra obra en su totalidad, aunque tiene puntos en común con alguna. Con la que la relación resulta más patente es con el frente de la urna de Santo Domingo de Silos. Su traza es muy parecida; ambas están compuestas por una sucesión de arquerías a partir de un motivo central, que es la Maiestas protagonista. Se trata de una composición cuyo origen remoto se puede rastrear en sarcófagos clásicos o paleocristianos, con lo que estaríamos ante una continuidad de lenguaje y función, más evidente en el caso de Silos, pues se trata de una urna funeraria, y más sutil en el de Aralar. Una explicación puede estar en que sobre el altar, a cuyo frente se adhería nuestro frontal, tenía lugar la actualización del Sacrificio de Cristo. También en el capítulo arquitectónico tienen mucho en común, pues en los dos se emplea la labor de calado en los fustes de las columnas, técnica que en el caso silense se prolonga a las basas y capiteles e incluso al propio arco. Comparten así mismo las arquitecturas de cúpulas evocadoras de lo bizantino, como se comprueba al contemplar el relicario de la Santa Sangre del tesoro de San Marcos de Venecia. En los dos encontramos la combinación ornamental del grabado en el bronce dorado y el cabujón con piedras en resalte. Otros aspectos que visiblemente comparten son los motivos ornamentales utilizados, como los roleos vegetales de las columnas y el vermiculado de fondo de las placas de esmalte. Sin embargo, hay que reseñar que en el caso de Silos el grabado de roleos del fondo del apostolado se distribuye en bandas, dejando amplias zonas lisas, recurso que trae a la memoria la pintura de los Beatos. Es indudable que en la decoración de los dos se impuso el horror vacui, y que algunos de los motivos ornamentales, como los roleos vegetales o el enfrentamiento de elementos, ya sean animales o vegetales, son rasgos que conectan con el arte musulmán. Sin embargo también está claro que aunque la urdimbre remita a dicha cultura, los motivos empleados son propios del arte románico cristiano. En este caso de evidentes relaciones de “ida y vuelta” entre ambos mundos es una lástima no haber conservado un muestrario suficiente de tejidos y miniaturas que probablemente actuaron como medio de transmisión. Tampoco hay que olvidar que el arte árabe fue una vía de penetración en occidente del arte oriental, romano tardío y bizantino, que en su contacto asimiló e incluso reinterpretó.
Con todo, también se aprecian diferencias sustanciales, referidas fundamentalmente a las figuras esmaltadas. Aunque en ambos las cabezas de los personajes son de bulto y existe un deseo claro de individualizarlos, los rostros de la urna de Silos no alcanzan el genio y el carácter que supo imprimirles el artista de Aralar. También son apreciables las diferencias en el colorido del esmalte, pues mientras en Silos se emplean los colores puros, lo que provoca cierta estridencia, en Aralar se logra la matización de los tonos, originando un cromatismo más rico y armónico. Pero en ambos reina el diseño curvilíneo y ondulado de los tejidos, que origina un aire envolvente, aunque el resultado en Silos son unos cuerpos más planos, mientras que en Aralar se logra cierto volumen.
A pesar de las relaciones manifiestas con Silos, ningún autor se ha decantado por considerar el de Aralar como obra de estos talleres castellanos, pues también son evidentes, especialmente en el tratamiento del esmalte, sus conexiones con Limoges. Hoy se sigue manteniendo la tesis expuesta por M. M. Gauthier en 1982, que podíamos resumir como obra de confluencias. En efecto, según esta investigadora francesa, su factura se realizó en Pamplona, donde el mecenas de la obra, que poseía los medios económicos para hacerse con una materia prima valiosa, consiguió congregar a distintos artífices, todos sumamente hábiles en los distintos oficios. Artistas de distinta procedencia, desde hispanos hasta franceses, e incluso ingleses, pues ve en la versión dada a los arabescos no sólo la mano de lo silense sino la de algún estampador inglés. Y con modelos ingleses se ha relacionado últimamente la flora de los medallones del ático. En este sentido, recuerda que por esas fechas estaba en Pamplona el sabio inglés Robert de Ketton, quien ocupaba el cargo de arcediano de la catedral y fue traductor del Corán y de otras obras árabes. Conviene, asimismo, tener presente el íntimo vínculo que existía entonces entre Inglaterra y Aquitania, regidos ambos por la dinastía de los Plantagenet. En su opinión, el director de este amplio equipo era un artista esmaltador de Limoges, cuyos talleres en esa época estaban trabajando, precisamente, para el monarca inglés Enrique II Plantagenet, cuyo hijo Ricardo se convirtió en yerno del rey navarro, Sancho el Sabio, a raíz de su matrimonio con la infanta Berenguela. Pero también reconoce esta investigadora que ninguno de los trabajos realizados para el también duque de Aquitania transmite la fuerza y vigor, la elegancia y dignidad, que en otro momento califica de “estilo heroico”, presentes en el de Pamplona.
Esta teoría de la reunión de grandes artistas en un lugar determinado para hacerse cargo de una obra, no cabe duda que tiene su atractivo, y cuenta a su favor con la itinerancia probada del artista medieval. Pero además cabe añadir que, en el caso de Pamplona, los obispos consiguieron encargar tanto el templo catedralicio como la escultura del claustro a un elenco de artistas elegidos entre los mejores, como lo demuestran, por ejemplo, los capiteles que conservamos de ese conjunto románico. Sin embargo, mientras que la gran obra de la catedral románica de Pamplona, incluso su imagen titular, dejó abundantes huellas en el resto del románico navarro, el frontal no parece haber tenido repercusión, y sorprende en un trabajo tan singular. Por otra parte, parece más sencillo el traslado de un arquitecto o de un escultor, con cuyos instrumentos estaban acostumbrados a viajar, que organizar desde la nada un taller de esmalte; hay que tener en cuenta la complejidad de su funcionamiento, pues precisa abundante y diversa materia prima, y además hay que desplazar por lo menos a los principales oficiales.
Los últimos estudios de Rico Camps, sin negar la tesis francesa, curiosamente retornan al principio, al enfatizar las conexiones de los esmaltes navarros con lo bizantino y recoger así el testigo de Madrazo y de Porter. Además aporta como dirección para avanzar en su estudio las relaciones que él observa con la escultura monumental de la época, particularmente con ciertas piezas de la catedral de Santo Domingo de la Calzada. Aunque la similitud de rostros que él establece puede ser discutible, en nuestra opinión, como ya lo apuntamos en otro lugar, parece indudable, por la caracterización, individualización, fuerza y modelado de las cabezas del frontal de Aralar, que su autor debía de tener conocimientos o formación de escultor.
Al final de todo este extenso comentario podemos concluir que el retablo custodiado hoy en Aralar es un trabajo de calidad excepcional, en el que convergen los más prestigiosos talleres de esmaltes europeos: Silos, Limoges e incluso Bizancio. Es obra románica del último tercio del siglo XII, realizada por un brillante artista desconocido para nosotros y de cuya trayectoria no hay rastro claro ni antes del retablo, ni después de él. Pero somos afortunados de poder admirar este trabajo especialmente bello, por su ornamentación, por el cromatismo de los esmaltes y por la elegancia y humanidad de los personajes. 

Ermita de Santa María de Zamarce / Zamartze
Santa María de Zamarce se encuentra en el término municipal de Huarte Araquil, al otro lado del río que le da nombre. Para llegar desde Pamplona, de la que dista 33 km, hay que tomar la autopista AP-15, o bien la N-240, hasta Irurzun, donde nos desviaremos hacia la Autovía de la Barranca A-10, que abandonaremos en la salida de Huarte-Araquil. Tras atravesar la población y el puente de piedra, a la vera de la pista que conduce a San Miguel de Aralar, en un hermoso entorno natural, veremos el templo que hoy constituye el oratorio de la “Casa de Espiritualidad Santa María de Zamartze”, inaugurado en 2005 tras una completa restauración iniciada en 2002 y dirigida por Leopoldo Gil, en la que sobresale la puesta en valor del bello interior románico y la sustitución de la cubierta de madera por otra de hormigón pintado de color oro. Núcleo habitado desde época antigua, en el subsuelo de Zamarce existe un yacimiento arqueológico con interesantes restos romanos recientemente excavados, aunque todavía no publicados en su conjunto. Mantuvo su ocupación durante la Edad Media, mucho antes de la fundación de Huarte-Araquil (siglo XIV).
Las referencias documentales son muy antiguas. Se cita por primera vez como monasterio en 1007, pero el diploma es dudoso. Menos reparos ofrece el de 1031, conforme al cual Sancho el Mayor habría intervenido en una confirmación de que la decanía de Zamarce siempre había sido episcopal. De su tenor cabe deducir que el templo existía desde tiempo atrás, al menos desde el siglo X, aunque en la actual edificación ningún elemento corresponde a datación tan antigua (los únicos restos previos a la obra románica consisten en sillares anormalmente grandes ubicados en el muro norte de la edificación aneja). Las siguientes referencias documentales, de la segunda mitad del siglo XI y a lo largo del siglo XII, presentan a Zamarce como monasterio perteneciente a Santa María de Pamplona. También por estas fechas queda de manifiesto su permanente vinculación con San Miguel de Excelsis, que inicialmente dependía de Zamarce (monasterio quod dicitur Sancte Marie de Zamarce et cum sua ecclesia Sancti Michaelis de Excelsi indica el documento de 1007). Este nexo hace que los encargos de obras en ambos edificios dependan de los mismos clérigos y ayuda a entender por qué el mismo equipo de escultores trabajó en la terminación románica de San Miguel y luego bajó a esculpir los elementos ornamentales de Zamarce. En la segunda mitad del siglo XII consta la existencia de un clavero de nombre Miguel y de un capellán llamado Semén de Urra. Y se contempla la posibilidad de que allí fuera admitido algún otro clérigo.
La documentación del XII permite proponer una hipotética identificación del promotor de las construcciones en Aralar y Zamarce: el abad de San Miguel de Excelsis de nombre García Aznárez de Zamarce, quien aparece en una concordia establecida con el conde Ladrón y Ortí Lehoarriz, en la que convenían el derecho de los maestros canteros y carpinteros de San Miguel a recibir queso y manteca. Y él mismo en 1125 había conseguido liberar a los collazos de San Miguel de Excelsis de trabajar en los puentes reales del valle del Araquil, para que sirvieran a San Miguel. Estas noticias avalan la iniciación de trabajos en Aralar, que culminarían con la consagración de 1141. Muy probablemente, una vez terminados, parte del mismo equipo edificaría Zamarce. La institución de la chantría en la seo pamplonesa en 1206 introdujo un cambio en la situación de Zamarce y Aralar, ya que ambos templos permanecieron en ella hasta el siglo XIX. Como dice Arigita, “con la institución de la Chantría perdió el Monasterio de Zamarce su importancia”. Las noticias disminuyen de manera muy considerable. En 1296 califican a Zamarce como iglesia mayor y madre de cuatro villas o parroquias cercanas, afirmando que en ella se recibían los sacramentos, se enterraban y llevaban los diezmos. Una concordia del siglo XIV habla de la iglesia con sus casas (palacio y casa de la cofradía), molino y tierras. Las referencias documentales entre los siglos XVI y XX no aportan novedades relevantes con respecto a la edificación románica, pero sí informan acerca de incendios e intervenciones en las casas anejas. La ermita y hacienda de Zamarce quedaron exceptuadas de la desamortización. Allí solía residir el ministro de San Miguel de Aralar.
La escasa bibliografía sobre la iglesia románica se inició en el siglo XVIII. En su estudio sobre San Miguel de Aralar (1774), Burgui suponía su fundación anterior a la invasión islámica a partir del crismón y resaltaba la semejanza con San Miguel de Excelsis (“ambas fábricas de una misma edad, y especie de arquitectura”). A lo largo del siglo XIX varias publicaciones la mencionaron, siempre desde el punto de vista histórico. Ya en el XX Lampérez le dedica un par de líneas, caracterizándola como románica. Las cuestiones históricas hallaron detallado estudio en la monografía sobre Aralar de Arigita (1904), quien dejó claro que en Zamarce nunca hubo monjes benedictinos. Altadill incluyó la primera fotografía publicada del templo. Otras descripciones fueron redactadas por S. Huici y V. Juaristi. En 1932 es mencionada su similitud con edificios sanjuanistas, por lo que proponen que quizá su custodia hubiera sido confiada a los hospitalarios. Comentada con cierto detalle, concluyen su datación en “la época de Sancho el Fuerte, hacia el 1200”. En 1936 Biurrun destaca la semejanza de su ornamentación escultórica con la capillita interior dedicada a San Miguel en Aralar, lo que llevaba a proponer para ambas obras una misma autoría.
Gudiol y Gaya Nuño apreciaron una derivación jaquesa.
Ya en 1973, Uranga e Íñiguez abandonaron la teoría del origen monástico del templo y propusieron que habría sido la iglesia de un hospital fundado en la ruta de peregrinación a Compostela, ahora bien, en ninguno de los documentos conocidos se menciona un hospital. Ambos autores se ocuparon también del extraño macizado de las ventanas absidales, que consideraron “cerradas en una reforma, que parece muy primitiva, sin dejar huellas externas”. Coincidieron con Biurrun en relacionar el templo con San Miguel de Aralar y lo fecharon hacia 1143, supuesta fecha de la consagración de San Miguel. Otra gran aportación fue la vinculación con el taller de Maestro Esteban, arquitecto de la catedral románica de Pamplona, y la apreciación de diferencias de mano entre la mayor parte de la escultura y los canes en que reposaba la cubierta lignaria. Igualmente advirtieron la existencia en Zamarce de tallos en espiral. En 1986 M.C. Lacarra aventuró una supuesta protección por parte de los reyes de Navarra desde su fundación, que carece de apoyatura documental y aceptó una realización hacia 1140. En 1987 P. Echeverría y R. Fernández consideraron el año 1167 como término ante quem de terminación del edificio románico, a partir de lo que ellos llaman “las costumbres de Zamarce”, documento que relata el convenio de explotación de una heredad de la institución. El estudio del crismón les llevó a proponer una “avanzada cronología dentro del siglo XII. Al mismo tiempo apuntaron cierta deuda con el arte islámico. Resulta muy acertada la comparación que establecieron entre su interior absidal y el de Irache, ya que fueron los primeros en afirmar la existencia de arcos ciegos apuntados entre las ventanas macizadas, entonces ocultas por el retablo. En 2002 Martínez de Aguirre la relaciona con el eco de la catedral pamplonesa, que aquí expondremos con más detalle. Su declaración como Bien de Interés Cultural data de 1983.
Santa María de Zamarce constituye un magnífico ejemplo de románico en ámbito rural, pero no es el modesto templo de una aldea de la montaña, sino que se presenta como la iglesia de nave única que con mayor fidelidad siguió el modelo de la desaparecida catedral románica de Pamplona. El diseño de la planta, con ábside semicircular, anteábside y tres tramos de nave, es el más habitual en tierras navarras. Sus dimensiones resultan algo superiores a las más usuales entre los templos parroquiales rurales, ya que alcanzan los 21,80 m de longitud interior por una anchura de 6,60 en el presbiterio y 7,30 en la nave. El alzado se realiza mediante aparejo típico del románico pleno, formado por sillares bien escuadrados de tamaño mediano.
El ábside se articula en tres niveles. El inferior consta de una banqueta sobre la que se alzan ocho hiladas. Una estrecha moldura, de media caña con bocel y banda grabada, marca el comienzo del segundo nivel, el de las ventanas, constituido por siete hiladas. Es de destacar la existencia, justo en el centro del ábside, de un estrecho añadido. En las ventanas absidales aparece una de las peculiaridades constructivas de Zamarce, dado que de las tres programadas sólo la meridional se encuentra efectivamente abierta.

Por el haz externo se aprecian interrupciones de la imposta ajedrezada justo en los lugares donde habría de iniciarse el rebaje para la colocación del adorno de la ventana. Por encima de la imposta se nota perfectamente la curvatura que marca el comienzo del vano axial. Todavía se acusa más el emplazamiento inicialmente previsto para la ventana septentrional: incluso se conservan los fragmentos inferiores de la moldura dentada destina a decorar la rosca. El examen de la moldura ajedrezada, que continúa por donde había de abrirse el vano, manifiesta muy leves diferencias en su factura: la original presenta tres niveles de ajedrezado y una línea incisa horizontal en el frente superior; en el tramo colocado en el espacio macizado, la talla es ligeramente más tosca y además no existe la línea horizontal incisa del frente superior. Tales diferencias son apreciables en las dos ventanas cegadas.
Por encima de la línea de impostas de las ventanas, el paramento continúa otras catorce hiladas hasta alcanzar el nivel de colocación de los canecillos. En la zona absidal falla la continuidad de hiladas, lo que atestigua una edificación irregular. Un último elemento interesa señalar en el exterior del ábside: la presencia de dos contrafuertes de reducido frente y resalte, que no se corresponden con ningún elemento sustentante ni por el interior ni por el exterior. Como más adelante veremos, fueron colocados con la finalidad de evocar los contrafuertes que tuvo el modelo inspirador de este templo.

Ventanal románico del ábside 

 Por el interior el ábside tiene tratamiento distinto. Las ventanas septentrional y axial fueron cegadas prolongando por encima las molduras ajedrezadas, que aquí no cuadran con la decoración de los cimacios. Se conservan perfectamente los dos arcos ciegos, convenientemente adornados con sus columnas en todo semejantes a las que flanquean las ventanas. Es muy significativo señalar que ambos tienen trazado apuntado, frente al semicircular de los correspondientes a las tres ventanas. El alzado absidal interior es muy parecido al exterior: ocho hiladas hasta la primera moldura, en este caso adornada mediante rosetas dispuestas a distancias constantes (algo más recargadas las de las esquinas); otras ocho entre dicha moldura y la línea de impostas de las ventanas; y por encima de los arcos, una hilada que da paso a una moldura decorada con volutas. Ventanas y arcos ciegos disponen de enmarques moldurados y una chambrana decorada con hilera de puntas semejante a la del exterior.
El anteábside está formado por un tramo rectangular poco profundo. Por el exterior lo marca un leve ensanchamiento del muro, carece de molduras y dispone una estrecha saetera. Por el interior el tratamiento es muy distinto. En planta viene señalado por un ligero ensanchamiento. La saetera se abre mediante amplio abocinamiento en una ventana, adornada con los habituales columna y arco abocelado. En el muro septentrional no hay saetera, por lo que el espacio interior fue ornamentado con un arco ciego abocelado sobre columnas. El área absidal, constituida por ábside y anteábside, queda separada de la nave por dos pilastras que llevan adosadas sendas semicolumnas rematadas en hermosos capiteles.
La nave resulta algo más ancha que el anteábside. Sus tres tramos se marcan exteriormente por potentes contrafuertes de sección rectangular, no todos ellos perfectamente trabados con el muro perimetral, como si hubieran sufrido reconstrucciones. El muro septentrional carece de vanos. El meridional posee la hermosa puerta abocinada y pequeños huecos abiertos con posterioridad a la construcción románica. El paño inmediato a la cabecera muestra evidentes signos de haber sido recompuesto. La pareja de contrafuertes orientales se corresponde por el interior con las pilastras y semicolumnas que separan el área absidal de la nave. La segunda pareja coincide con las ménsulas que soportaban una enorme viga en la que apoyaba la cubierta lignaria antes de la restauración. Aunque de factura algo más tosca, ambas ménsulas presentan el repertorio formal habitual en el taller. Su colocación a nivel con la imposta absidal lleva a pensar que estaban pensadas en origen para apear los arcos transversales que sustentaran la techumbre.
A la altura de la tercera pareja de contrafuertes se ven por el interior pilastras distintas a las de separación de la zona absidal; sustentan un coro alto en el que no quedan restos medievales.
En el hastial se conservan la puerta original y una ventana muy alterada. La puerta da paso a la casa aneja. Aunque el vano ha sufrido modificaciones y añadidos, se reconoce su diseño original de medio punto. Carece de exorno. La imposta se adentra ligeramente en el vano. Una bovedilla salva la anchura del muro, cuyos montantes disponen los correspondientes huecos para atrancar la puerta. La ventana igualmente remata en semicírculo y por su tamaño, forma y ubicación nos recuerda a soluciones típicas del románico pleno en el área navarra.
Como ha quedado expuesto, la cornisa románica iba a ir apoyada en canecillos decorados que se han conservado en cierto número. Los sillares emplazados entre los canecillos están perforados por cajas de sección cuadrangular y además parecen haber sido tallados en otro momento que el resto del muro, por presentar en su superficie la sucesión de incisiones inclinadas que suele dejar la trincheta. En la tercera hilada por debajo de dichos canecillos, a lo largo de todo el perímetro fueron tallados de manera bastante tosca rebajes oblicuos claramente destinados a alojar jabalcones. Es decir, que en una época indeterminada, el sistema habitual de canes más cornisa de piedra fue sustituido por un alero de gran vuelo soportado por soleras que corrían apoyadas en jabalcones y canes de madera.
Aunque la nave única y varias más entre las soluciones propiamente arquitectónicas de Zamarce pertenecen a una tipología de amplia difusión, ciertos detalles permiten afirmar su adscripción a la escuela de la catedral románica de Pamplona. Probablemente el más particular sea la articulación interior del ábside, mediante arquería en la que alternan arcos semicirculares (para ventanas) y apuntados (ciegos, puramente decorativos), unida a la del anteábside, constituido igualmente por ventana al sur y arco ciego al norte. El alzado interior de Irache alterna ventanas y arcos ciegos, como en Zamarce, con la diferencia de que en el cenobio benedictino entre las ventanas hay dos arcos ciegos; asimismo, Irache dispone de anteábside, cuyo interior despliega dos niveles de doble arquería ciega. Una de las secuelas más cercanas de este tipo es Zamarce, propiedad de la seo pamplonesa, donde el modelo se simplifica, se adapta a menor altura y anchura, de modo que se mantiene la combinación ventana-arco ciego pero se reduce a un único nivel y a un único arco intermedio.
La iglesia de Zamarce fue alzada durante el románico pleno, como lo demuestra la abundancia de elementos ornamentales integrados en la construcción. La escultura refuerza visualmente los puntos fuertes del edificio, enmarca los vanos y recalca las transiciones arquitectónicas.
La puerta constituye el elemento más monumental, su resalte total alcanza 6,30 m. Carente de tímpano, consta de cuatro arquivoltas. La interior descansa en los montantes (que aparecen con un delgado chaflán adornado con volutillas), directamente sobre la imposta que prolonga los cimacios de los capiteles. La rosca interior está abocelada, seguida hacia fuera por una media caña decorada por rosetas constituidas por un botón central y seis o siete pétalos con nervadura axial.
Una banda adornada por palmetas de siete lóbulos nervudos, enmarcadas por dos tallos curvos, la separa de la segunda arquivolta, igualmente constituida por bocel liso entre medias cañas. La banda de separación con la tercera arquivolta se ve recorrida por una red de rombos. La tercera arquivolta es idéntica a la segunda y va seguida de banda decorada con roleos. La cuarta y última arquivolta, idéntica a las anteriores, está enmarcada por una moldura exterior de tres hileras de billetes.
Las arquivoltas segunda, tercera y cuarta apoyan en capiteles, que numeraremos de izquierda a derecha. El primero presenta dos cabezotas monstruosas, como de oso, una en el vértice central superior y otra en el que mira al interior del templo. De sus bocas brotan tallos que se entrelazan en el centro de las caras para rematar en florones digitados o en hojas lobuladas. El segundo dedica ambas caras a un tallo que describe tres vueltas de espiral, terminado en hojas digitadas. De la vuelta interior brotan otros tallos que pasan por encima y por debajo de las espirales para culminar en las esquinas en hojas digitadas o en trifolios asimétricos. El tercero está formado por grandes hojas hendidas situadas en los ángulos, que rematan en volutas acaracoladas y presentan bordes perlados; entre las tres hojas se alza un tallo también perlado que remata en trifolios asimétricos. El cuarto despliega en los ángulos unas particulares hojas de bordura interior perlada, que terminan en múltiples tallos rematados por botones cruzados con los de la hoja que le hace pareja. En el espacio que queda entre ambas figuran volutitas. Las hojas de los extremos son algo distintas, también rematan en tallos abotonados, pero una de ellas se ve festoneada a todo lo largo por hojitas nervudas. En el eje de cada cara hubo hojas lisas picudas sobre bolas. El quinto muestra un diseño vegetal cordiforme invertido, perlado, de cuyo centro brotan cuatro tallos entrelazados y rematados en botones. Los vértices vienen ocupados por hojas lisas picudas que acogen bolas. Y el sexto desarrolla un entrelazo de tallos triples que alterna senos amplios con estrechos y remata en la parte superior en hojas digitadas nervadas. Los cimacios siguen dos diseños. Sobre los tres primeros capiteles se despliegan roleos de tallos triples de los que brotan trifolios asimétricos entrelazados. Sobre los del otro lado también corren roleos de tallos triples, de los que en este caso nacen las tan conocidas hojas digitadas. La ventana meridional del ábside dispone de dos capiteles, el de la izquierda muestra hojas hendidas festoneadas y de reborde interno perlado, rematadas en botones con pétalos nervudos. En el de la derecha las perlas quedan entre las hojas hendidas y las hojitas festoneadas.



Detalle de capitel 

Empezaré la descripción de los motivos del interior por los capiteles del arco de embocadura de la zona absidal. El septentrional desarrolla un entrelazo de lazos triples que rematan en volutas en las esquinas y dejan espacio para alojar bolas en el seno de cada entrecruzamiento.

Su cimacio se adorna con volutas espaciadas. El meridional está dedicado a hojas hendidas rematadas en volutas acaracoladas, con rebordes perlados. En el interior de cada hoja aparecen a su vez hojitas de seis lóbulos. El cimacio es idéntico al de su pareja. El arco ciego septentrional del anteábside muestra en su capitel izquierdo entrelazo de tallos triples en cuyos senos asoman hojitas. El derecho está ocupado por grandes hojas lisas de remate picudo triple. Un abanico abotonado adorna las esquinas de ambos cimacios. La ventana septentrional está macizada. El capitel izquierdo del arco ciego que ocupa el espacio entre ella y la ventana axial tiene un sencillo entrelazo de tallos triples que alojan hojas picudas sobre bolas; el capitel derecho, esbeltos tallos de hojas paralelas rematados en bocas.



La ventana axial también carece de capiteles. El siguiente arco ciego apea en capiteles con hojas grandes de reborde perlado rematadas en volutas y hojas lisas hendidas superadas por lo que parecen ser hojitas nervadas. Y la ventana absidal meridional consta de un capitel con grandes hojas de rebordes perlados rematadas en abanicos abotonados y otro con lancetas muy sencillas con nervio axial. Todos los cimacios muestran abanicos abotonados en las esquinas.
En la ventana meridional del anteábside, el de la izquierda dispone hojas lisas picudas rebordeadas y el de la derecha tallos con hojitas paralelas rematadas en hojas picudas sobre bolas. Uno de los cimacios tiene el típico abanico abotonado de esquina y el otro un diseño estrellado poco definido. Por último, las ménsulas en el centro de la nave reparten su superficie en tres registros. La septentrional muestra abajo una hilera de bolas, en medio una sucesión de lancetas abiseladas y arriba tres niveles de billetes. La meridional resulta menos plástica, aunque también decore la parte inferior con hilera de bolas, el centro con lancetas nervadas y la superior con red de rombos.
La cornisa de la portada tuvo seis canecillos, muy deteriorados. Se reconocen una cabeza humana, aves y restos de animales. Entre los centrales figura un sencillo crismón muy estropeado, pues ya antes de la restauración carecía del tercio superior y en la actualidad apenas conserva elementos. A lo largo de la cornisa se despliega un número irregular de canes decorados con cabezas y figuras humanas, aves, barril, voluta, “alcachofa”, roseta globulosa de pétalos nervudos, cabeza leonina y muchos otros lisos en nacela. El repertorio coincide con el de otras iglesitas románicas derivadas de la catedral.
Ciertamente no existen dos capiteles iguales; juegan con un repertorio de formas procedente de la catedral pamplonesa, de origen languedociano, que combinan a su gusto evitando reiteraciones. Los tallos en espiral tienen idéntica procedencia pero su presencia en Navarra tiene fecha más tardía, la del taller que labró los capiteles del claustro de la catedral hacia 1130-1140. La conjunción de ambos nos confirma una cronología en la década de 1140- 1150. Pero tanto unos como otros fueron ejecutados por artistas de segunda fila que había aprendido las formas y las trataban con cierta sequedad y aplanamiento (se trata de una degradación habitual en el románico, que no hemos de confundir con influencias islámicas). Aun dentro del mismo repertorio se distinguen dos maneras de trabajar, una más plástica, que gusta de recalcar los volúmenes, y otra más aplanada, a menudo correspondiente a motivos más sencillos. No es difícil concluir asignando estas diferencias a dos manos distintas. El modo menos plástico coincide con la menor capacidad advertida en quien completó las molduras y las ménsulas tras la reconstrucción a raíz del desplome y fractura de lo construido. Se aprecia una significativa cercanía formal entre algunos capiteles de Zamarce y otros de San Miguel de Aralar. Concretamente vemos en el santuario idénticas hojas hendidas perladas, idénticos abanicos rematados en botones, tallos triples entrelazados con motivos vegetales en su interior, tallos festoneados de hojitas nervadas paralelas, picos sobre bolas, volutas acaracoladas, cimacios solamente adornados en las esquinas con motivos vegetales, etc. Pero apenas hay capiteles iguales en el conjunto Aralar-Zamarce, lo que confirma el sistema de trabajo del taller.
Los paramentos se ven salpicados de marcas de cantero, más de ocho señales diferentes, varias de ellas con ligeras variantes que no permiten asegurar que correspondan a dos maestros distintos. Para identificarlas las denominaremos mediante la letra de nuestro alfabeto que se les asemeja. En el ábside aparecen una J de trazo doble, una cruz sencilla de brazos iguales (también en el anteábside y en los contrafuertes meridionales), A, X (también en los contrafuertes meridionales segundo y tercero, y en la jamba oriental de la puerta; en otros casos aparece redondeado, como un 8), T (asimismo en el muro meridional del anteábside y en los dos contrafuertes meridionales extremos) y una especie de M cursiva. La P aparece en el relleno del primer tramo meridional de nave, en el contrafuerte meridional central y en ambas jambas de la puerta; el círculo con variantes se despliega por el primer tramo meridional de nave y en los dos contrafuertes que flanquean la puerta; y la I en las jambas de la puerta. La abundancia de cruces sencillas emplazadas en las hiladas inferiores quizá se deba a enterramientos (en algún caso incluso figuran dos de estas cruces en el mismo sillar). Comparadas con otras del románico navarro, sólo una es semejante a las identificadas cuando se realizaron las excavaciones de la catedral de Pamplona y se encuentran claras semejanzas con algunas de San Miguel de Excelsis. Podemos suponer que sólo una parte del equipo que había colaborado en la terminación románica de Aralar bajó luego a Zamarce, por lo que vinieron otros canteros a completar el taller.
Tratemos ahora de reconstruir el proceso constructivo, teniendo en cuenta el extraño macizado de las ventanas absidales. La iglesia fue proyectada hacia 1140 por un maestro conocedor de la catedral de Pamplona, que contó con la colaboración de al menos ocho canteros. En una primera fase, alzaron buena parte de los muros perimetrales. Se había pensado en el abovedamiento del área absidal, pero no es seguro que hubiesen determinado el de la nave, ya que no existen vestigios de soportes intermedios destinados a apear el correspondiente fajón. La bóveda sobre el ábside empezó a montarse, quizá incluso fue concluida, pero muy pronto la estructura se abrió y los muros se vieron afectados por un leve desplome que todavía perdura y que provocó una grieta en el eje. Resulta verosímil que incluso cayeran al suelo y se fracturaran algunas piezas (ello explicaría que no se reemplearan las molduras del arco de la ventana oriental y sí las de la septentrional) Sin embargo, no fue a más y los constructores decidieron proceder a una reparación de urgencia. Desmontaron la bóveda y el paño central del ábside, macizaron las ventanas oriental y septentrional, y rellenaron los huecos con pequeñas piezas labradas al efecto. Ante el dilema de cómo cubrir el edificio, parece que la opción adoptada fue deshacer el abovedamiento hasta la altura donde deja de ejercer empuje lateral y colocar una cubierta de madera, sustituida al menos dos veces a lo largo de la historia.

 

 

 

 

 

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