Historia de la antigua Grecia (II)
CAPÍTULO
IX
LAS GUERRAS GRECO-PERSAS
Las guerras greco-persas desempeñaron un importante papel en la
vida de todos los pueblos de la cuenca del Mediterráneo. No es posible
comprender y apreciar correctamente estas guerras sin cierto conocimiento de la
historia de Persia.
1.
Persia en la segunda mitad del siglo VI a. C.
Las conquistas de Ciro y Cambises
A mediados del siglo VI, bajo la dinastía de los Aqueménidas, la
potencia persa alcanzó un considerable poderío.
El reino de Ciro (559-529 a. C.) abarcaba a Persia, Elam, Partia, Hircania, Media y una parte considerable de
la Mesopotamia. Además, Ciro trataba
de unificar bajo su poder todas las tierras de las monarquías de Media y
Asiria. Los éxitos de Persia comenzaron a provocar inquietud en los países
vecinos y especialmente en Lidia, un
fuerte Estado situado en el noroeste del Asia Menor, el cual había alcanzado un
gran poderío durante el gobierno de Creso (90 a 45 años más o menos del siglo
VI a. C.).
Lidia bajo el reinado de Creso.
Creso logró lo que inútilmente habían tratado de realizar sus
predecesores: someter las ciudades de los griegos del Asia Menor. Las ciudades
jónicas que disponían de una numerosa flota y mantenían un amplio comercio con
las costas del mar Negro y la Grecia europea eran para Lidia un botín muy
tentador. Seguro de sus fuerzas, Creso decidió enfrentarse a Ciro, asegurándose
como aliados a los reyes de Babilonia y Egipto. La guerra terminó con la
completa derrota de Creso, quien cayó prisionero. En el año 546, completado el
sometimiento de Lidia, Ciro llevó sus ejércitos contra las ciudades jónicas,
deseando de este modo asegurar para Persia la salida al mar Egeo. La resistencia
de los griegos no tuvo éxito: actuando desunidas, las ciudades jónicas no
pudieron sostenerse y los jefes persas tomaron una ciudad tras otra. En vano
pidieron los jonios ayuda a Esparta; ésta se negó a intervenir en los
arriesgados asuntos del Asia Menor. Aterrorizados, los habitantes de Fócea, la
segunda ciudad griega por su importancia después de Mileto, cargaron sus navíos
y se trasladaron a Italia y Córcega. Los restantes se sometieron a Persia.
Toda la Grecia del Asia Menor pasó a integrar la monarquía persa.
Sólo las islas conservaron por un corto lapso su independencia. Con la misma
energía con que ensanchaba sus posesiones en el Oeste, Ciro actuaba en el Este.
Cayó el reino babilónico, fue conquistada el Asia Central y los límites de Persia
se extendieron hasta el río Indo. Fenicia aceptó sin resistencia someterse a la
soberanía del rey persa. Después de la muerte de Ciro, su hijo Cambises (529-523), continuando la obra
de su padre, conquistó Egipto. Entonces, cuando las posesiones persas como un
enorme arco abrazaban la parte oriental de la cuenta del Mediterráneo, la
creación de una fuerte flota marítima llegó a ser cosa de primera necesidad.
Cambises tomó enérgicas medidas para fortalecer la flota fenicia; los fenicios,
marinos expertos, formaron el núcleo de la flota persa, la cual, completada con
barcos chipriotas, pronto se convirtió en una gran fuerza. El sucesor de
Cambises, Darío I (522-486), hijo de
Histaspes, aplastó las insurrecciones en varios confines de su Estado y se
convirtió en el gobernante de un enorme territorio.
Estructura económica, política y social de Persia
Los dominios de Darío se extendían desde el Helesponto hasta el
Indo y desde los saltos del Nilo hasta las costas de los mares Negro y Caspio.
Surgida de las conquistas, la monarquía persa no tenía una base
económica uniforme y como unidad administrativa militar era poco coherente;
consistía en un conglomerado de muchas tribus y pueblos, cada uno de los
cuales, bajo el poder de los reyes persas, continuaba viviendo su vida propia,
distinta de la de sus vecinos.
Esta particularidad histórica de la potencia persa esclavista nos
explica también el carácter de su política con sus muchos súbditos y,
especialmente, con las ciudades griegas sometidas. Fundamentalmente, la
política persa fue determinada por dos objetivos: mantener en la obediencia a
los pueblos conquistados, consiguiéndolo manu militari, y asegurar el pago
regular de tributos e impuestos. Los medios empleados para el logro de estos
fines eran bastante primitivos y groseros.
Con fines administrativos, la monarquía de Darío se dividía en
veinte distritos mandados por sátrapas (a menudo miembros de la familia real).
A los sátrapas el rey les confiaba sus propias funciones: militar, civil y
jurídica. Pero, a pesar de los amplios poderes de cada sátrapa sobre la
población de su distrito, él mismo, su vida y sus bienes dependían íntegramente
del rey.
Herodoto, cuya obra es la fuente informativa principal de la
historia de las guerras greco-persas, da cuenta de toda una serie de casos en
que los sátrapas que llegaron a provocar la cólera del rey fueron ejecutados
sin piedad, incluso por faltas nimias, sin hablar ya de los casos de traición.
Además, junto a cada sátrapa se encontraba un espía del rey, el
cual se interiorizaba de todos los acontecimientos, sin excepción, de su
distrito e informaba al rey. De este modo, el gobierno de los distritos se
hallaba bajo continuo control del Gobierno central.
Igual atención prestaba el poder central a los asuntos financieros.
Cada satrapía representaba una unidad
tributaria. Herodoto enumera detalladamente los distritos impositivos. Por
ejemplo, el primer distrito, que
incluía a jonios, carios[1],
misios[2],
pánfilos y algunos otros pueblos del oeste del Asia Menor, pagaba a Darío
un tributo de 400 talentos de plata. Los habitantes de la costa derecha del Helesponto, los frigios[3],
tracios[4]
asiáticos, paflagonios[5]
y otros, pagaban 360 talentos; los cilicios,
500 talentos y 360 caballos blancos. De estos 500 talentos, 140 se gastaban en
la caballería que patrullaba la tierra cilicia y los 360 restantes quedaban
para Darío.
El distrito egipcio
pagaba 700 talentos, más el impuesto por la pesca en el lago Meris. Del mismo
distrito sacaban 120.000 medidas (egipcias) de cereales para alimentar a los
persas y a sus mercenarios que ocupaban una fortaleza en Menfis. El sátrapa de Babilonia disponía de 800 potros y
16.000 potrancas, reunidos por los persas en calidad de tributo de la población
de ese distrito.
La suma total de los tributos que ingresaban anualmente en el
tesoro de Darío, según el cálculo euboico, era de 14.560 talentos. Todas las
tribus y pueblos que integraban el Estado persa pagaban su tributo anual. La
excepción la constituían los propios persas, quienes no pagaban impuestos
regulares.
El Estado persa tenía una amplia red de caminos, desde Sardes
hasta el Indo, a lo largo de los cuales había posadas para el descanso de
viajeros. El mantenimiento de esos caminos y su vigilancia era una de las
funciones de los sátrapas, pero el control general de los caminos estaba a
cargo de funcionarios del poder central.
En las regiones sometidas al rey de Persia estaban distribuidas
sus guarniciones. Al emprender campañas de gran envergadura, los reyes
completaban sus ejércitos con gran número de destacamentos de los pueblos
sometidos. De este modo, estos ejércitos resultaban muy considerables para
aquella época. La calidad militar de esta abigarrada fuerza no era muy alta,
pero los súbditos de la potencia persa no podían tener ningún interés en sus
éxitos militares. El carácter general de este Estado conglomerado influyó en la
organización de sus fuerzas militares, compuestas por un gran número de
destacamentos sin ninguna coherencia entre sí.
La situación de las ciudades jónicas cambió bruscamente después de
la conquista de la costa del Asia Menor por los persas, la caída del reino de
Lidia, el avance persa hacia la costa del Helesponto que les abría la salida al
mar Negro y, especialmente, después de la conquista de Fenicia y Egipto. Desde
ese momento, el comercio intermediario en el mar Egeo pasó casi íntegramente a
los fenicios, que gozaban de la ayuda y protección de Darío; y el comercio con
Egipto, que representaba una cifra considerable en el balance de las ciudades
jónicas, se interrumpió casi por completo. Simultáneamente, se debilitaron los
vínculos con el mar Negro, lo que influyó funestamente en la economía de las
ciudades jónicas. Así, la pérdida de su independencia no sólo no fue compensada
por ninguna ventaja económica, sino, por el contrario, acompañada de la brusca
caída del nivel de su vida económica.
A todo esto hay que agregar que las ciudades jónicas fueron
incluidas en la satrapía del Asia Menor y, por consiguiente, junto con carios,
pánfilos y otros pueblos que integraban la misma satrapía en la parte
occidental de la península, fueron obligados a pagar al tesoro persa un tributo
anual de 400 talentos de plata, suma enorme para aquella época.
Para asegurar la sumisión de las ciudades jónicas, el Gobierno de
Darío intervenía en su vida interna, cumpliendo esta intervención en forma
extremadamente sensible.
En relación con esto, conviene recordar ciertas particularidades
históricas de la vida de los griegos de los siglos VII y VI a. C.,
condicionadas por la ley de obligatoria concordancia entre las relaciones de
producción y el carácter de las fuerzas productivas de la sociedad. En las
condiciones concretas de la realidad griega de los siglos VII y VI la lucha
entre las nuevas fuerzas productivas y las relaciones de producción caducas,
tomó la forma de encarnizados choques entre la aristocracia gentilicia y el
demos.
En las ciudades jónicas, las más desarrolladas y progresistas
económica y socialmente, la lucha del demos era particularmente tenaz. Bajo su
presión, la aristocracia perdía una posición tras otra. La victoria definitiva
del demos, vinculada con la completa liquidación de las supervivencias de la
estructura gentilicia que frenaba el desarrollo de las fuerzas productivas de
la nueva sociedad, ya no estaba lejos. Más los persas, en su política en las
ciudades griegas, como regla general se orientaban, precisamente, hacia la
aristocracia caduca, calculando con razón encontrar en ella el apoyo más seguro
para su dominación. En todas las ciudades griegas que caían bajo su dominio,
implantaban con violencia tiranías aristocráticas. Sus gobernadores por lo
habitual se apoyaban íntegramente en la aristocracia local y aplastaban con
crueldad los movimientos democráticos. La aristocracia se sometía el rey persa
no por miedo, sino con toda el alma, ya que comprendía que sin su apoyo no
podría detentar el poder.
Se entiende que con semejantes métodos no se podía asegurar por
mucho tiempo el poder de las fuerzas caducas de la sociedad. Puede afirmarse
que la política del Gobierno persa estaba de antemano condenada al fracaso, por
cuanto contradecía las leyes objetivas, independientes de la voluntad de los
hombres, leyes del desarrollo del proceso histórico. Detener el movimiento
democrático en las ciudades griegas fue superior a las fuerzas persas. Las
circunstancias históricas hicieron que este movimiento adquiriera
simultáneamente rasgos antipersas y patrióticos y provocara cálidas simpatías
de los elementos democráticos de toda Grecia. La simpatía era más intensa por
cuanto la amenaza de invasión pendía sobre todo el mundo griego.
Era indudable que la expansión de la monarquía persa debía
conducir al choque de Persia con los helenos.
La política exterior de Darío I. Campaña contra los escitas
La política exterior de Darío I, igual que la de sus predecesores,
consistía ante todo en tender a ampliar por medio de conquistas su territorio,
ya de por sí enorme. Los planes de conquista de Darío eran muy extensos, pero
en primer lugar sus miras estaban dirigidas al Occidente, a la costa europea
del mar Egeo, la península balcánica y Grecia. Por otro lado, Darío se impuso
la tarea de proteger los límites de su territorio en el noroeste de las
incursiones de las tribus cisdanubianas y de las que poblaban las costas del
mar Negro, con una barrera ancha y segura, conquistando sus tierras ricas en
cereales y materias primas.
Estas eran las causas que movieron a Darío, en la primavera del
año 514 a. C., a emprender la campaña contra los escitas[6],
a la cabeza de un ejército y una flota numerosos. El ejército persa,
atravesando el Bósforo Tracio a través del puente construido por el griego
Mandrocles[7],
y a pesar de la resistencia de las tribus tracias, cruzó su territorio y en las
costas del Danubio se puso en contacto con su flota, la cual entró en la
desembocadura del río. Se construyeron puentes flotantes a través del Danubio y
para su protección se dejó un destacamento especial de griegos jonios bajo el
mando de Histieo, tirano de Mileto. Atravesando el Danubio por estos puentes,
el ejército de Darío se internó en las estepas escitas, donde lo esperaba un
chasco. Sin entablar combates abiertos, los escitas hostigaban a los persas
constantemente con incursiones de su caballería, y, retrocediendo, los atraían
en profundidad en su amplio país estepario.
Al mismo tiempo, quemaban todo en su ruta, destruían los pozos, etc.
Pronto los ejércitos de Darío se encontraron en una situación tan difícil y
carente de perspectivas que no tuvieron más salida que retirarse.
Expedición de Dario I contra
los escitas en el año 514 a.C.
Así, pues, la campaña escita de Darío terminó en un fracaso, el
primero de los grandes fracasos militares de los persas. En sus contemporáneos
produjo una profunda impresión.
Herodoto, por ejemplo, cuenta que los griegos guardianes del
puente, enterados del comienzo del retroceso del ejército persa, tuvieron la
intención de destruir el puente para dificultar la retirada de Darío. Sin
embargo, Histieo[8],
que gozaba de la protección de Darío, los disuadió.
Histieo se daba cuenta de que sin el apoyo persa él no podrían
prolongar su tiránico poder sobre sus conciudadanos de Mileto.
De vuelta de la campaña escita, Darío encargó a sus capitanes
Megabazo y Otanes terminar de someter a los habitantes de las costas del
Helesponto y de Tracia. En unos años esta tarea fue cumplida. Luego, una tras
otra fueron tomadas por los persas las islas del mar Egeo: Lemnos, Imbros, Quíos, Lesbos, Samos. Las islas
y los estrechos vitales para los griegos cayeron así en poder de Darío. En las
costas del Helesponto y del Bósforo Tracio, ninguna ciudad griega pudo resistir
la presión persa. Aunque la campaña escita había terminado en un fracaso, su
consecuencia fue el establecimiento del poder persa en la costa sur de Tracia y
en las fecundas tierras del Estrimón[9],
ricas en yacimientos de oro y plata. Macedonia también fue forzada a reconocer
su dependencia del rey persa.
En la costa tracia, los persas fundaron varios fuertes y con las
tierras recién conquistadas formaron una nueva satrapía. La conquista de Lidia
había determinado ya anteriormente el establecimiento del poder persa sobre las
ciudades griegas del Asia Menor. De este modo, toda la costa oriental del
Mediterráneo terminó por hallarse en poder de Persia. Las flotas de todos los
pueblos costeros fueron puestas al servicio de su monarquía. En estas
condiciones, pronto comenzó una nueva expansión militar persa, a la que sirvió
de impulso la insurrección de las ciudades jónicas en la costa occidental del
Asia Menor.
2.
La insurrección jónica y sus consecuencias
Las causas y el comienzo de la insurrección
La insurrección jónica no fue provocada por causas eventuales. Las
ciudades jónicas eran, ante todo, ciudades comerciales. La toma del Bósforo y
el Helesponto por los persas asestó un golpe al comercio jónico en el mar Negro
y la competencia de los comerciantes fenicios se hacía día a día más peligrosa.
Además de los daños económicos, las ciudades jónicas, como ya señalamos,
sufrían la opresión política: en todas las ciudades dominadas por los persas,
éstos impusieron tiranos. El fracaso de la campaña de Escitia quebrantó el
prestigio del ejército de Darío. Finalmente, lo reducido del número de los
destacamentos persas ubicados en la parte occidental del Asia Menor daba a los
griegos esperanzas de obtener una rápida victoria.
Los acontecimientos se desarrollaron de la siguiente manera.
En el invierno del año 500-499, en la isla de Naxos se produjo una
revolución: la aristocracia que gobernaba a la isla fue derrocada por los
partidarios de la democracia. Los desterrados pidieron ayuda a Mileto, la cual,
después de la derrota de Samos por los persas, ocupaba el primer lugar entre
las ciudades jónicas. Aristágoras,
tirano de Mileto, acogió a los aristócratas fugitivos de Naxos y les
prometió su ayuda. En la campaña contra Naxos, Aristágoras veía, al parecer,
una posibilidad de aumentar la potencia de Mileto y acrecentar su propia
influencia. Con este fin propuso a Artafernes, sátrapa de Sardes y sobrino de
Darío, emprender una expedición a la isla de Naxos para restablecer en el
gobierno a los aristócratas derrocados y de paso someter a esa isla.
Artafernes aprobó el plan trazado, el rey dio su consentimiento y
en el verano de 499 una fuerte flota se dirigió hacia Naxos. Pero la población
de la isla opuso una decidida resistencia y luego de un sitio de cuatro meses,
sin lograr ningún éxito, la flota tuvo que regresar. El fracaso de la
expedición debería socavar la influencia de Aristágoras, quien podría prever
que los persas le harían responsable por el fracaso de la campaña y le
quitarían su poder en Mileto.
Aristágoras (que era sucesor de Histieo, llamado a Susa por el
rey) decidió organizar entonces un levantamiento contra los persas. No está
excluida la posibilidad de su alianza con Histieo; la misma campaña contra
Naxos fue un buen pretexto para unir las fuerzas de los griegos del Asia Menor
sin atraer la atención de los persas. Sea como fuere, sin dilaciones, después
de su regreso de Naxos.
Aristágoras reunió en Mileto a sus partidarios, los cuales se
pronunciaron unánimemente por el levantamiento. Sólo Hecateo, historiógrafo y
geógrafo, hizo objeciones contra esa decisión señalando el gran poder del rey
persa, pero sus argumentos no encontraron eco. Los conspiradores comenzaron a
actuar. Se apoderaron de la flota, lo que sirvió de señal dé insurrección para
todas las ciudades griegas situadas en las islas y en la costa occidental del
Asia Menor. En todas partes fueron derrocados los tiranos impuestos por los
persas, restablecida la democracia y comenzaron a prepararse destacamentos para
la lucha armada.
Aristágoras, probablemente para dar el ejemplo, dimitió y entregó
el poder a la asamblea popular. Los dirigentes de la insurrección comprendían
todas las dificultades de su empresa. En efecto, si en el mar se podía esperar
la victoria, en tierra, después de los primeros éxitos fáciles, debían advenir
difíciles combates con el numeroso ejército persa. Por eso Aristágoras hizo la
tentativa de obtener apoyo de los griegos de la Grecia europea y en otoño del
año 499 se dirigió a Esparta y Atenas.
Actitud de Esparta y Atenas frente a los acontecimientos del Asia
Menor
El ambiente político en Esparta no era favorable a los propósitos
de Aristágoras; los inconvenientes para una actitud favorable eran, en aquel
momento, las relaciones hostiles de Esparta con Corinto y Argos, como también
la lucha entre los reyes espartanos Cleómenes[10]
y Demarato[11].
Cleómenes escuchó al dirigente de la insurrección jónica. Aristágoras tenía en
una mano una tabla de bronce con «el disco terráqueo» y reforzaba sus
argumentos señalando el mapa; expuso elocuentemente ante el rey espartano todas
las ventajas de la empresa proyectada; la posibilidad de apoderarse de enormes
cantidades de oro, plata, cobre, animales de carga, pescado; no olvidó
mencionar la superioridad de las armas y tácticas griegas sobre los persas.
Cleómenes hizo a Aristágoras una sola pregunta: ¿Cuántos días
llevaría caminar desde la orilla del mar hasta la capital del rey persa? Y
cuando Aristágoras le contestó que el recorrido duraría tres meses, Cleómenes
consideró su empresa irrealizable. La tentativa de Aristágoras de sobornar al
rey no tuvo éxito: Cleómenes no cambió su decisión. Esparta se negó a
intervenir en los asuntos del Asia Menor.
Desde Esparta, Aristágoras se dirigió a Atenas. En Atenas el poder
estaba en manos de los partidarios de Clístenes[12];
la milicia civil, recientemente creada, de las diez nuevas filai[13],
había demostrado brillantemente sus altas cualidades militares en los combates
contra Tebas y Calcis.
El enérgico apoyo que el sátrapa Artafernes prestaba al desterrado
Hipías provocó la hostilidad de los círculos gubernamentales de Atenas hacia
Persia, de manera que el ambiente político ateniense fue en general mucho más
favorable a Aristágoras que el de Esparta. En su discurso ante la asamblea
popular, Aristágoras repitió los argumentos en favor de su empresa y subrayó
una vez más la superioridad de la infantería griega en armas pesadas. La
asamblea popular resolvió enviar veinte trieres en ayuda de los jonios; a éstas
pronto se unieron cinco trieres mandadas por Eretria (Eubea). «Estos
barcos dice Herodoto, que no aprobaba la insurrección de los griegos jonios
fueron el comienzo de las desgracias tanto para los helenos como para los
bárbaros.»
Campaña contra Sardes
Entre las ciudades de Jonia que se unieron al movimiento contra
los persas no hubo unidad de acción; además, el levantamiento después de sus
primeros éxitos se extendió muy lentamente. Lidia y Tracia no apoyaron a los
insurrectos. La flota jonia, numerosa pero mal organizada, entró en acción
después de muchas dilaciones. Más adelante, la insurrección abarcó las costas
del Helesponto en el Norte y Caria y Chipre en el Sur, pero la infantería de
los insurrectos no emprendió nada, en espera de los atenienses y eretrios, en
la primavera del año 498. La tardanza fue aprovechada por los persas, que
tuvieron tiempo de concentrar sus huestes en la parte occidental del Asia
Menor.
Llegados los atenienses y los eretrios[14],
los insurrectos emprendieron una maniobra audaz: sus fuerzas, unidas con los
hoplitas atenienses, se dirigieron precipitadamente hacia Sardes. La ciudadela,
construida sobre una roca inaccesible, era defendida por una fuerte guarnición
persa encabezada por el sátrapa Artafernes; los griegos no pudieron tomarla,
pero la ciudad sí fue tomada y quemada. No pudiendo mantenerse entre las ruinas
humeantes de Sardes, los griegos volvieron sobre sus pasos. Pero en las
cercanías de Efeso fueron alcanzados por el ejército persa, entablándose una
batalla en la cual los griegos sufrieron una derrota total (finales del verano
del año 498). Los restos del ejército ateniense se embarcaron con toda premura
y regresaron a la patria. Con esto terminó la participación de los atenienses
en la insurrección jonia. «Luego -dice Herodoto- los atenienses abandonaron del todo a los jonios
y a pesar de la insistencia de Aristágoras... se negaron a ayudarles.» Al
parecer, los eretrios también abandonaron a los jonios. Con la campaña de
Sardes y su triste desenlace terminaron las tentativas de los insurrectos de
pasar a la ofensiva; lo único que les quedaba era defenderse del ejército persa
que se aproximaba.
Al mismo tiempo que una parte del ejército persa marchaba hacia
las ciudades del Asia Menor, otra parte se dedicó a aplastar la insurrección en
las costas del Helesponto[15].
Los persas dirigieron considerables fuerzas a Chipre y luego de varias y
enconadas batallas se apoderaron de la isla. Es cierto que la flota jonia que
se dirigió en ayuda de Chipre obtuvo una victoria sobre la flota fenicia, más
este éxito no pudo cambiar esencialmente la situación creada: Chipre quedó en
manos de los persas y la flota jonia tuvo que regresar. Fueron mucho más
considerables las dificultades que tuvieron los persas en el aplastamiento de
la insurrección en Caria.
La actividad militar comenzó allí en la primavera del año 497; los
persas obtuvieron dos victorias, una tras otra, pero en el otoño del 496
sufrieron una seria derrota y comenzado el año 494, después de concretar
grandes fuerzas, lograron forzar a los insurrectos a deponer las armas.
Antes aún, en el año 496, los persas aislaron a Jonia, foco
principal de la insurrección, por el Sur y por el Norte. Bajo el mando personal
del sátrapa Artafernes, se apoderaron de Clazómene y Cumé; el cerco del
ejército persa se iba estrechando en torno de Mileto, centro principal de la
resistencia jonia.
Todos estos contratiempos, reveses y fracasos quebrantaron el
espíritu del cabecilla de la insurrección, Aristágoras, quien delegó el mando
en uno de los aristocráticos de Mileto y se fugó a Tracia, donde pronto perdió
la vida en un choque con los tracios. Al mismo tiempo, Histieo, el ex tirano de
Mileto, intentó por última vez tomar parte activa en la insurrección.
Como antes, se ocultaba detrás de la máscara de fidelidad al rey
persa, y por eso Darío le permitió salir de Susa, calculando, según parece,
aprovechar su influencia para convencer a los insurrectos de que depusieran las
armas. Pero al llegar Histieo a Sardes, el sátrapa Artafernes, que se daba
cuenta de su doble juego, según Herodoto, le dijo sin ambages: «Tú cosiste el calzado y Aristágoras se lo
puso.» Histieo se vio obligado a fugarse de Sardes con premura; hizo la
tentativa de afirmarse en Mileto, pero fue expulsado. En el año 493 Histieo fue
capturado por los persas y ejecutado.
Ni Aristágoras ni Histieo tenían condiciones para ser auténticos
jefes y organizadores de la insurrección; tanto el uno como el otro no eran en
esencia más que audaces aventureros que trataron de aprovechar para sus fines
personales el movimiento democrático de las ciudades jonias.
La caída de Mileto
Entre tanto, los persas concentraron sus fuerzas en los accesos a
Jonia. Más no estaban en condiciones de emprender inmediatamente operaciones
decisivas: sentían aún las grandes pérdidas sufridas en los combates
anteriores. A comienzos de la primavera del 494, al recibir considerables
refuerzos, los persas, dando de lado a las ciudades de segundo orden, marcharon
directamente sobre Mileto. Al mismo tiempo, la flota fenicia, viéndose libre
gracias al triunfo definitivo de los persas en Creta, y ampliada con navíos
cretenses, cilicios y egipcios, hizo su aparición en el mar Egeo. Mileto se vio
en la amenaza de ser rodeada por tierra firme y por mar.
Los jonios tomaron la decisión de asestar el golpe fundamental a
las fuerzas marítimas de los persas, limitándose, en tierra firme, sólo a la
defensa de las murallas de la ciudad. En la amplia bahía de Mileto, en las
proximidades de la isla Ladé, se había congregado con toda premura, en el
verano del año 494 a. C., la flota jónica, siendo su parte básica los navíos
proporcionados por Mileto, Samos, Quíos y Lesbos, a los que se sumaron las
flotillas de algunas pequeñas comunidades.
Según Herodoto, la flota griega contaba en total con 353 naves, y
la de los persas con 600. Probablemente, ambas cifras estén exageradas y la
flota persa apenas si superara la de los griegos. Durante unas cuantas semanas,
ambas flotas estuvieron enfrentadas sin emprender acción alguna. Los persas
esperaban, contando con la ayuda de los tiranos jonios derrocados al comienzo
de la sublevación y que se encontraban en su campamento, introducir la
disgregación en las filas griegas, induciendo a algunas ciudades a abandonar
las fuerzas jonias con la promesa de concederles el perdón.
Las fuerzas de los jonios se hallaban paralizadas debido a la
falta de un comando general y a la completa decadencia de la disciplina.
Ciertamente, el experto marino Dionisio, jefe de los navíos de Fócea, fue
nombrado jefe de la flota aliada, pero como Fócea había enviado tan sólo tres
naves, los demás aliados se negaron a reconocer al nuevo jefe. Fue inútil que Dionisio,
por medio de maniobras, tratara de preparar la flota griega para el difícil
combate que se aproximaba, pues a los pocos días estos fatigosos ejercicios
fueron abandonados y las tripulaciones de los buques desembarcaron en la isla
Ladé.
La flota persa atacó entonces por sorpresa a la griega, anclada
junto a la costa de la isla. En este primer asalto de los persas, las naves de
los samios, entre los cuales era muy fuerte el partido propersa, abandonaron el
combate, con excepción de once unidades, y se hicieron a la mar rumbo a su
patria. El ejemplo fue imitado inmediatamente por las naves de Lesbos y de
varias otras comunidades. Las de Quíos ofrecieron una enconada resistencia,
pero lo único que pudieron conseguir fue postergar el descalabro final. Los
restos de la flota griega, bajo la presión de la superioridad numérica persa,
fueron derrotados por completo.
La derrota de la flota griega junto a Ladé decidió la suerte de
Mileto. Asediada por tierra y mar, la ciudad fue tomada por asalto, muchos de
sus habitantes fueron muertos y los sobrevivientes, trasladados a las orillas
del río Tigris. La ciudad fue devastada; el santuario de Apolo, que se hallaba
en las cercanías de Mileto, fue saqueado y sus enormes riquezas cayeron en
manos de los persas.
Restablecida posteriormente, la nueva Mileto cedía
considerablemente, por sus dimensiones, a la ciudad anterior. La caída del
Mileto fue el final de la sublevación.
Muy poco después fueron sojuzgadas y cruelmente devastadas las
islas vecinas a Jonia: Lesbos, Quíos y Tenedos; en seguida, la flota persa convirtió en cenizas a Perinto, Selimbria y Bizancio, las
ciudades del litoral europeo de la Propóntide[16]
que habían prestado apoyo a la sublevación. Hacia el verano del año 493 a C.
los persas se apoderaron de las últimas ciudades rebeldes. Fue introducida la
administración persa y restablecido el tributo que las mismas estaban pagando
antes de la sublevación.
De esta manera llegó a su fin el florecimiento de Jonia: sus
ciudades, que constituían los centros más importantes del comercio y de la
cultura griegos, cayeron a partir de entonces en la decadencia, cediendo el
primer lugar a las de las Hélade propiamente dicha, especialmente a Atenas.
Pero no obstante haber tenido la sublevación jónica un final tan trágico,
desempeñó un enorme papel en la marcha general de la lucha de los griegos
contra la monarquía persa: las mejores fuerzas persas estuvieron como
aherrojadas por el lapso de seis años íntegros, al Asia Menor; dos flotas y un
ejército fueron destruidos por los sublevados. La tensa lucha de los jonios aun
cuando sin resultado positivo, había preparado las futuras victorias de las
armas griegas.
3. La lucha política en los Estados
griegos
La lucha política en
Atenas
Después de haber sido aplastada la rebelión jónica, apenas si
podía dudarse de que el rey persa no dejaría sin atender la participación en
ella de Atenas y de Eretria.
En aquel tiempo, en Atenas había vuelto a enardecerse la lucha
política. Los Alcmeónidas[17],
que habían insistido en prestar apoyo a los rebeldes, fueron desplazados por
los partidarios de los Pisistrátidas[18].
Hiparco, hijo de Carmos, que los encabezaba, fue electo primer arconte para el
período 496-95; evidentemente, la mayoría del pueblo, que no creía que la
rebelión fuera a tener éxito, estaba en favor de la no intervención en los
asuntos de los griegos jonios. Después de la destrucción de Mileto, que se
encontraba en relaciones amistosas con Atenas, también sobre ésta comenzó a
cernirse el peligro. Y acabó por surgir la cuestión de la defensa inmediata y
directa de Atenas.
A finales de la última década comenzó a predominar una agrupación
a la que podría denominarse «agrupación marítima». Su jefe era Temístocles[19],
hijo de Neocles, arconte en el 493-492. Temístocles y sus partidarios pensaban
que los atenienses debían de orientar sus principales esfuerzos a la creación
de una flota marítima, pues la lucha contra los persas sólo culminaría
triunfalmente si los atenienses se hacían fuertes en el mar. Contra este
programa se pronunció la aristocracia terrateniente de Atenas y una parte del
campesinado, encabezados por Milcíades, descendiente de Milcíades el Mayor, que
fuera expulsado de Atenas por Pisístrato.
Después de la rebelión, Milcíades el Menor, salvándose de los
persas, regresó a Atenas con las riquezas que había atesorado en Quersoneso.
Emprendió una campaña contra Temístocles, sosteniendo que los atenienses debían
preocuparse, en primer término, de crear una milicia que estuviese capacitada
para hacer frente al ejército persa. Finalmente, éste fue el plan que aceptó el
pueblo de Atenas.
Al lado de estas dos facciones que representaban, una, los
intereses de la población ateniense relacionada con la actividad artesanal y
con el comercio marítimo y, en consecuencia, desvinculada de la tierra, y otra,
los intereses de los terratenientes, existían en Atenas elementos partidarios
de los persas. A estos últimos pertenecían muchos de los que antes apoyaban a
los Pisistrátidas y que quizá ahora tenían vínculos secretos con Hipias. A ellos
estuvieron plegados durante un tiempo los Alcmeónidas, llevados por una
irreconciliable enemistad hacia Milcíades.
La lucha intestina en
Esparta y otros Estados griegos
Al comenzar el siglo V Esparta sostenía una tensa lucha contra
Argos. El enérgico rey espartano Cleómenes había logrado asestar a Argos un
golpe demoledor.
Alentado por este éxito, Cleómenes,
que en su momento había negado ayuda a los jonios, se convirtió en un ardiente partidario de la guerra contra
Persia, creyendo evidentemente que de resultas de esta guerra se convertiría en
jefe y conductor de toda Grecia. Aceptó de buen gusto la propuesta del gobierno
ateniense de emprender una expedición contra la isla de Egina, que había
exteriorizado su sumisión al rey persa: los intereses mercantiles de Egina, que
competía con Atenas, exigían mantener relaciones pacíficas con Persia.
Empero, la empresa fracasó debido a la oposición tenaz y
sistemática de Demarato, el otro rey
espartano, quien logró hacer llegar a Egina una comunicación según la cual
Cleómenes obraba por iniciativa propia y no por encargo de la confederación
peloponesiaca.
Cleómenes regresó de prisa a Esparta y supo conseguir que se
despojara del poder real a Demarato, quien huyó a Persia. Su lugar lo ocupó
Leotíquidas, partidario de Cleómenes. Este emprendió una nueva expedición
contra Egina, obligándola a someterse y a entregar a unos rehenes que tenía en
su poder.
No obstante, la lucha interior continuaba en Esparta; muy pronto
los éforos pudieron establecer que Cleómenes había recurrido al soborno para
lograr la eliminación de Demarato.
Cleómenes se vio forzado a alejarse a Tesalia, desde donde se
trasladó a Arcadia. Aquí se dedicó enérgicamente a instigar a los arcadios para
que libraran campañas hostiles contra Esparta, en donde, a la vez, trataba de
atraerse a los ilotas. La actividad de Cleómenes había adquirido un carácter
muy peligroso para Esparta, a tal punto que los éforos decidieron que lo mejor
sería invitarlo a regresar a su patria y volver a asumir el poder real. Según
relata Herodoto, poco después de su regreso a
Esparta, Cleómenes perdió la razón y se suicidó. Lo más probable es que
el relato de Herodoto sea tan sólo la versión oficial de la muerte de
Cleómenes; al parecer, se procuró eliminarlo por ser demasiado peligroso para
Esparta.
Atenas y Esparta estaban, pues, debilitadas por la ininterrumpida
lucha interior; otros Estados griegos estaban menos capacitados aún para
ofrecer resistencia a una invasión persa.
Argos, derrotada por Esparta, trataba de hacer renacer su perdido
poderío.
Egina, forzada a someterse, estaba debilitada por las luchas
sociales. Las comunidades del norte de Grecia se inclinaban, cada vez más,
hacia un acuerdo con Persia. Los griegos occidentales no podían tomar parte en
esa lucha, pues se hallaban enemistados con Etruria y Cartago. La mayor parte
de las pequeñas ciudades griegas, sumidas enteramente en sus estrechos
intereses locales, permanecía indiferente respecto a los sucesos que tenían
lugar fuera de sus fronteras. De esta manera, la situación en Grecia favorecía
a la campaña de Darío.
4. La primera y segunda campañas de Darío
La primera campaña
La campaña contra Grecia requería de los persas la realización
previa de algunas medidas.
Era necesario establecer firmemente el orden en Jonia, prevenir la
posibilidad de una nueva sublevación y convertir a ese país en una sólida y
segura base para el desenvolvimiento de las operaciones ofensivas.
A la orden de Darío, Artafernes reunió en Sardes a los
representantes de las ciudades insurrectas, y se les declaró que estaba
prohibida toda acción hostil entre las comunas griegas en Jonia, y que, en caso
de haber algún conflicto entre ellas, se les ordenaba acudir a la mediación del
sátrapa. El capitán persa Mardonio, cuñado de Darío, que había llegado a Jonia
en el año 492 a. C., de paso hacia Tracia, concluyó la reorganización política
de las ciudades jonias mediante una osada reforma: privó de poder en ellas a la
mayor parte de los tiranos y restableció la democracia. Es difícil emitir
juicio acerca del éxito de dichas reformas desde el punto de vista de los
intereses persas; pero, sea como fuere, Jonia, debilitada por la fracasada
sublevación, había quedado firmemente asegurada en poder de los persas.
Hacia la primavera del 492 a. C. concluyeron los preparativos, y
Mardonio, al que se había encomendado la dirección de las operaciones bélicas,
pudo emprender la marcha. Según dice Herodoto, la finalidad de esta campaña era
la de subyugar a la mayor cantidad posible de ciudades griegas.
El plan de la campaña tenía prevista una acción conjunta del
ejército y de la armada: el primero tenía que avanzar a lo largo de la costa de
Tracia, bajo la protección de la segunda. La campaña comenzó con todo éxito:
fueron conquistadas varias islas, entre ellas Tasos, y también fue sometida la
sublevada tribu tracia de los brigos. Los fracasos comenzaron para la flota
persa en el camino de regreso: junto a la península Calcídica, cerca del
promontorio de Atos, que gozaba de muy mala fama entre los marinos griegos, la
flota fue destruida por una tormenta; se hundieron hasta 300 naves y perecieron
más de 20.000 hombres.
El ejército de tierra firme, que había cruzado el Helesponto,
atravesó Tracia y Macedonia; más durante la prolongada marcha sufrió
considerables pérdidas en pequeños pero ininterrumpidos encuentros con las
tribus tracias. Los restos de la flota destruida por la tempestad no podían
prestar ayuda valedera alguna al debilitado ejército, en virtud de lo cual
Mardonio decidió desistir de la campaña y regresar.
La segunda campaña
El fracaso de la campaña del año 492 no hizo desistir a Darío de
su resolución de subyugar a Grecia; durante el año 491 efectuó grandes
preparativos para una nueva campaña. A la
par de los preparativos bélicos, fue realizándose también una serie de
preparativos diplomáticos; en nombre del rey fueron enviados embajadores a las
islas del mar Egeo y a los Estados de la Grecia europea, exigiendo «tierra y agua», símbolo de sumisión.
Las islas, entre ellas Egina, dieron inmediata satisfacción a dicha exigencia;
su ejemplo fue seguido por una considerable parte de las comunas de la Grecia
septentrional. Pero en Atenas y en Esparta los embajadores persas fueron
muertos; al parecer, los partidarios de ofrecer resistencia armada a los persas
habían querido cortar por lo sano cualquier posibilidad, en el futuro, de
efectuar negociaciones de ninguna naturaleza con ellos.
El ejército persa se reunió en Cilicia alistado para la campaña,
teniendo a la cabeza a los generales Datis[20]
y Artafernes. El comando persa
comprendió acertadamente cuáles habían sido las causas básicas de los fracasos
de Mardonio: se habían invertido varios meses en la marcha de rodeo, sumamente
dificultosa, a través de Tracia, al tiempo que la poderosa flota quedaba
expuesta a todos los azares de una prolongada navegación a lo largo de costas
sumamente peligrosas.
Esta vez se resolvió trasbordar al ejército persa por vía marítima
hasta el Ática, en el corazón mismo del país enemigo; por este medio, las
fuerzas enemigas serían desorganizadas y la aparición de las huestes persas en
el territorio de la Grecia balcánica tendría la virtud de movilizar más
activamente a todos los partidarios de Persia. De su parte se hallaba, en muchas
ciudades griegas, la aristocracia que alentaba la esperanza de conservar
mediante el respaldo persa su anterior predominio político en la lucha contra
el demos[21].
Esto se observaba, en primer lugar, en Tesalia y Beocia. Para
transportar los ejércitos persas se reunió junto a las costas del Asia Menor
una considerable armada, cuyos efectivos Herodoto apreció en 600 trieres,
aunque es posible que tal cifra haya sido un tanto exagerada. Al parecer, se
trataba casi exclusivamente de naves cargueras, y no de combate. En cuanto a la
potencia terrestre de los ejércitos persas, Herodoto nos informa que «eran enormes y muy bien armados». Las
cifras que mencionan los historiadores posteriores son: de 200 a 300 millares
de infantes y 10.000 caballeros; pero tales cifras son evidentemente
inverosímiles. Los persas apenas pudieron embarcar a más de 15.000 soldados de
infantería, en su mayor parte arqueros, y entre 500 y 800 jinetes, pues las
dificultades de transporte naval de considerables masas de ejército, especialmente
de caballería, eran extraordinariamente grande en la antigüedad. Al ejército
persa se le unió también Hipías, el tirano griego que había sido expulsado de
Atenas y cuya aparición en el Ática tenía que facilitar las operaciones de los
persas, puesto que en Atenas le quedaban aún no pocos partidarios.
A comienzos del verano del año 490 a.C. la armada persa zarpó de
Cilicia y, a través de Rodas, se dirigió primeramente contra Naxos, castigando
a esta isla por la resistencia que le ofrecía en el año 500; y luego, a través
de Delos, hacia el extremo meridional de Eubea.
La ciudad de Caristos, allí situada, que intentó ofrecer cierta
resistencia, fue obligada a capitular tras un breve asedio. La flota persa se
dirigió a Eretria, entre cuyos pobladores, igual que entre los atenienses,
había una considerable cantidad de partidarios de Persia. Eretria no podía
esperar una ayuda efectiva de parte de otras localidades de Grecia; inclusive,
un destacamento auxiliar despachado por los atenienses, al enterarse de las
vacilaciones de los eretrios, emprendió el regreso al Ática. No obstante, se
hizo una tentativa de resistir a los persas, pero tras librar algunos combates
durante seis días junto a las murallas de la ciudad, los aristócratas
locales partidarios de Persia abrieron
las puertas y dieron paso al enemigo. Eretria fue tomada y destruida, y sus
moradores trasladados a Persia, donde se les vendió como esclavos. De esta
manera, Eubea se había transformado en excelente base para las ulteriores
operaciones bélicas de los persas. En estas condiciones, ya era factible
intentar un desembarco en la misma Ática.
Por consejo de Hipías, el desembarco fue realizado en una llanura
cercana a Maratón, a unos 40 kilómetros de Atenas. Debido a la carencia de una
flota más o menos considerable, los atenienses no pudieron impedir dicho
desembarco, con lo cual los cálculos de los persas resultaron momentáneamente
justificados: el enemigo fue alcanzado por sorpresa, y no podía hablarse
siquiera de resistencia planeada alguna de parte de los griegos. Ciertamente,
cuando la noticia acerca del desembarco persa llegó a Atenas, se envió
inmediatamente un mensajero corredor a Esparta, con el pedido de auxilio; pero
los espartanos se negaron a proporcionarlo inmediatamente, pretextando que,
según el hábito existente entre ellos, no se podía emprender campaña alguna
antes del plenurio. De modo que Atenas podía contar tan sólo con sus
propias fuerzas; únicamente Platea envió
un destacamento auxiliar que, sin embargo, se unió a los atenienses sólo en el
campo de batalla.
A la asamblea popular ateniense se le presentó la tarea de dar
solución a una cuestión fundamental: ¿esperar al enemigo dentro de las murallas
de la ciudad, o marchar a su encuentro? Después de muchas controversias, se resolvió
presentar batalla a los persas en campo abierto.
Milcíades[22] insistía en una salida inmediata, señalando que toda demora podía
dar ánimos a la actividad de los elementos persófilas en Atenas, y llevar a una
catástrofe.
En las obras de Herodoto no hay datos acerca de los efectivos
numéricos del ejército ateniense; sin embargo, los escritores posteriores
informan que la cantidad de los guerreros atenienses llegaba a unos 9.000 ó
10.000 hombres. Dado que, probablemente, se trate sólo de la fuerza fundamental
de combate, los hoplitas[23],
hay que añadir a los mismos cierta cantidad de peltastas[24]
(infantería ligera) y de esclavos.
Pausanias, escritor del siglo II de nuestra era, nos dice que en
la batalla de Maratón fue la primera vez que los esclavos combatieron al lado
de los helenos libres.
Los informes de los historiadores de la antigüedad, según los
cuales la cantidad de guerreros que formaban el destacamento auxiliar de Platea
llegaba a unos mil, son sin duda exagerados, pues Platea no podía poner en pie
de guerra semejante cantidad de combatientes.
El lugar de la batalla en ciernes, la llanura de Maratón, bordeada
por el sur, el oeste y el norte por los contrafuertes del Pentelicón y del
Parneto, y por el este por el mar, tiene nueve kilómetros de longitud y tres de
ancho. La parte norte de la llanura está ocupada, en sus tres cuartas partes,
por marismas y la del sur forma una terraza que desciende gradualmente hacia el
mar. Los persas desembarcaron en la parte norte, sobre una lengua de tierra muy
angosta, situada entre las marismas y el mar, una posición excelentemente
fortificada por la misma naturaleza. La posición que tomaron los griegos no
aparece aclarada hasta ahora con precisión en la literatura científica.
Herodoto se limita a indicar que los atenienses se situaron en las cercanías
del Heracleón (templo de Heracles); pero esta versión carece de valor, puesto
que se ignora dónde se hallaba dicho templo. La suposición más verosímil es la
de que ocuparon el cerro situado en la parte sur de la llanura de Maratón,
cerro que se eleva unos 850 metros sobre la llanura, dominando la gran vía que
llevaba hacia Atenas, y que, en virtud de ello, constituía la posición más
natural para los atenienses, ya que debían cortar al enemigo el camino hacia el
corazón de su país. El campamento de los persas se hallaba hacia el norte de
los atenienses, detrás de los pantanos; entre ambos ejércitos se extendía la
llanura, llamada a ser el campo de batalla.
La batalla de Maratón tuvo
lugar el 13 de septiembre del año 490 a. C. El relato de Herodoto, en sus
rasgos fundamentales, se reduce a lo siguiente: después de la llegada del
ejército griego a Maratón, surgieron entre los estrategas, encabezados por el
polemarca Calímaco, prolongadas discusiones acerca de si se debía o no ofrecer
batalla.
Finalmente, se impuso la opinión de Milcíades de ofrecer batalla
de inmediato. Muy pocos días después, Milcíades llevó a la llanura el ejército
alineado en orden de combate y, con una marcha rápida, acelerada, atacó precipitadamente
a los persas que se hallaban a una distancia de uno a uno y medio kilómetros.
Se entabló un combate encarnizado, durante el cual el centro de los griegos fue
roto por los persas. En cambio, en ambos flancos, el triunfo correspondía a los
griegos, quienes se dirigieron entonces contra el centro enemigo, completando
la destrucción del ejército persa. Los persas, batidos y acosados por los
vencedores, se dirigieron a toda carrera hacia sus naves, y las restantes
lograron escapar. En el campo de batalla cayeron 6.400 persas y solamente 192
atenienses, entre ellos el polemarca Calímaco.
El relato de Herodoto transmite, en rasgos generales,
correctamente la marcha de los acontecimientos. Queda aclarada la causa que
había obligado a los atenienses a atacar a los persas, sin esperar a ser
atacados por los mismos. Al reproducir el discurso pronunciado por Milcíades en
el consejo que celebraron los estrategas, Herodoto pone en sus labios las
siguientes palabras: «Si no ofrecemos batalla, estoy seguro de
que las mentes de los atenienses serán presa de grandes perturbaciones,
inclinándolas hacia los persas; en cambio, sin entramos en batalla antes de que
se manifieste la escisión entre ciertos atenienses, con la ayuda de los dioses
justicieros podremos salir victoriosos de este combate.» Resulta así
que no fueron consideraciones militares propiamente dichas sino puramente
políticas, las que impulsaron a los griegos a abandonar sus posiciones bien
defendidas y atacar a los persas en la llanura: aquellas consideraciones
fueron, antes que ninguna otra, las de la inestabilidad de la retaguardia. Al
parecer, aún antes, varias veces, posiblemente a diario, los persas hacían
salir a la llanura sus ejércitos alineados en orden de combate, provocando a
los griegos.
Según Herodoto, Milcíades extendió las filas de sus hoplitas,
inferiores en número a los persas, en línea de combate igual a la del enemigo;
con esto, el centro griego resultó considerablemente debilitado; en cambio, los
flancos fueron reforzados por Milcíades, quien dio a sus filas la máxima
densidad. Una vez alineada, la falange griega avanzó al encuentro de los
persas. La masa básica de la infantería persa, como ya se ha dicho, estaba
compuesta de arqueros, cuyas flechas eran eficaces sólo a una distancia de unos
cien metros. Esta distancia falta había obligado, al parecer, a Milcíades, a
hacer cruzar a sus hoplitas a toda carrera, para evitar grandes pérdidas y para
hacer el ataque más impetuoso.
¿Cuál es la causa de que los persas, cuando el ejército ateniense
se les venía encima, no intentaron arrojar su caballería contra los flancos
enemigos? Algunos investigadores consideraban que los caballeros debían ser
ubicados en los flancos de la línea de fuego; pero tal alineamiento en la
antigüedad comenzó a aplicarse, como regla general, en tiempos muy posteriores:
a partir de los de Alejandro de Macedonia.
En los siglos VI y V, en el ejército persa formado por
destacamentos de diferentes nacionalidades, la caballería ocupaba generalmente
lugares en la línea de combate, alternando con la infantería de su misma
procedencia; y las partes seleccionadas de la misma, encabezadas por el capitán
general, o por el propio rey, se hallaban en el centro. Aparentemente, tal fue
el alineamiento de los persas, también en la batalla de Maratón. Herodoto
señalaba que en el centro estaban apostados los persas propiamente dichos, y
precisamente allí fue donde los atenienses sufrieron al comienzo un descalabro.
Después de que en lucha encarnizada los hoplitas griegos hubieron
batido a los flancos persas, y de que inmediatamente la misma suerte cupiera
también al centro persa, los vencidos, según dice Herodoto, emprendieron
precipitada huida hacia las naves. Entre el lugar del combate y el campamento
persa había un obstáculo natural: un pequeño riachuelo; es posible que los
persas lo hubieran utilizado colocando allí una especie de protección
defensiva. Sea como fuere, transcurrió un tiempo antes de que los griegos, algo
desconcertados por el combate, pudieran superar dicho obstáculo. Y fue
precisamente ese lapso el que aprovecharon los persas para embarcarse, de
manera que cuando los griegos se abrieron finalmente camino y se llegó a
reiniciar la lid junto a las naves, el botín caído en sus manos ya no fue muy
considerable. Es factible suponer que la cifra de las pérdidas atenienses, 192
caídos en el campo de batalla, más unos centenares de heridos, también se
encuentra objetivamente señalada por Herodoto; los dardos persas sólo raras
veces herían mortalmente a los hoplitas griegos, bien protegidos por sus
armaduras. En conclusión, el relato de Herodoto, a pesar de algunas
exageraciones y omisiones, engendradas por los sentimientos patrióticos del
autor, nos da realmente una imagen verosímil de la batalla de Maratón. La
derrota experimentada no obligó, sin embargo, a los persas a deponer
inmediatamente las armas y a renunciar a nuevas operaciones bélicas.
Persia contaba con partidarios en Atenas, aquellos que se adherían
a la causa de los Pisistrátidas y de los Alcmeónidas; y tales cálculos no eran
infundados, ni mucho menos. Herodoto señala inclusive que alguno de los
traidores había colocado en una de las alturas un escudo, señal convencional
por medio de la cual informaba a los persas que en la ciudad estaba todo
preparado para una revuelta; el rumor popular acusaba insistentemente de tal
traición a los Alcmeónidas.
Sea como fuere, la flota persa, habiendo zarpado de Maratón,
bordeó el promontorio de Sunio y se dirigió directamente a Atenas. Los
estrategas atenienses habían comprendido los planes de los persas; su ejército,
sin la menor demora, emprendió el regreso y, avanzando a marcha forzadas, llegó
a Atenas antes que los partidarios de los persas hubieran podido consumar su
conato de traición. Por ello, cuando la armada persa penetró en la bahía de
Falero, la ciudad ya se hallaba debidamente protegida, con una defensa segura y
sólida. Los persas no se arriesgaron a hacer un desembarco y, tras haber
permanecido unos días a la vista de Atenas, zarparon hacia el Asia Menor.
Causas de la derrota
de los persas. El papel de Milcíades y su destino
Así terminó la campaña del año 490 a. C. La derrota de Maratón
había asestado un golpe irreparable a las operaciones bélicas de los persas,
que con tanto éxito se habían
desarrollado hasta entonces.
En Maratón se puso en evidencia la superioridad de la milicia
democrática de los ciudadanos atenienses, sobre los persas, pues aquélla
defendía con tesón el suelo patrio contra las invasiones de un enemigo.
En la batalla de Maratón igualmente se puso en evidencia la
superioridad de las armas y de la táctica griegas: el violento ataque y presión
de orden cerrado de los hoplitas deshizo a la informe masa de los arqueros
persas y sus jinetes.
Grandes fueron también los méritos de Milcíades, quien supo
apreciar acertadamente el peligro de los enemigos internos y, en el campo de
batalla, supo insistir en la osada decisión de atacar al enemigo, sin esperar
que éste atacara primero. Con valentía no menor, Milcíades adoptó la decisión
de debilitar algo el centro de la línea de combate para reforzar los flancos y,
finalmente, llevando a último momento la marcha de los hoplitas a un acelerado
ritmo de carrera, convirtió su embestida en algo semejante al golpe de un
ariete.
Poco después de Maratón abandonó la arena histórica. Recibió de
Atenas en calidad de préstamo una cantidad de dinero, y a su propio riesgo
emprendió una campaña contra la isla de Paros, a pretexto de castigar a sus
habitantes por la ayuda prestada a los persas.
La expedición terminó en un fracaso. Milcíades fue gravemente
herido y, a su regreso a Atenas, fue acusado por los Alcmeónidas y sometido a
juicio. Sus acusadores exigieron la pena capital por haber engañado al pueblo
ateniense.
Los destacados méritos de Milcíades lo salvaron de la muerte, pena
que fue sustituida por una enorme multa, la que no tuvo que pagar porque poco
después del proceso falleció (en el año 489) a consecuencia de la herida que
recibiera durante la expedición a Paros. La batalla de Maratón tuvo un gran
valor y significación, porque disipó ante los ojos de los griegos, la aureola
de invencibilidad que rodeaba al ejército persa y probó la posibilidad de
luchar con éxito contra la poderosa monarquía.
5. La campaña de los persas en los años
480-499 a. C.
Preparativos de
Persia para una nueva campaña contra Grecia
El fracaso de Atis y Artafernes no bastó para que Darío renunciara
a conquistar a Grecia; por el contrario, ese fracaso tuvo más bien la virtud de
excitarlo a realizar nuevos esfuerzos con el fin de conseguir ese objetivo.
La derrota había hecho vacilar con excesiva intensidad el
prestigio bélico de Persia; y demasiado importante eran los motivos que
forzaban al «rey de los reyes» a
extender su dominio sobre todo el litoral occidental del mar Egeo.
Debido a ello, ya en los años 489-488, Darío inició grandes
preparativos para una nueva campaña contra Grecia. Más se dieron tales
circunstancias, que esa nueva poderosa campaña sólo pudo ser llevada a cabo en
el año 480 a. C.
En el año 486, antes de que los preparativos de Darío, realizados
en amplia escala, hubieran podido ser llevados a término, estalló en Egipto una
seria sublevación; ese mismo año murió el propio Darío. Le sucedió Jerjes, el mayor de sus hijos, tenido
con Atosa, hija de Ciro. El nuevo rey empleó dos años en aplastar la
sublevación egipcia y en subyugar a la Babilonia amotinada.
A comienzos del 483 logró Jerjes restablecer la tranquilidad
interior de su reino y reanudar los interrumpidos preparativos para la campaña
griega.
Los fracasos de las campañas anteriores habían demostrado de
manera harto convincente, que la conquista de Grecia sólo podía realizarse
mediante la movilización de todas las fuerzas de la enorme monarquía.
En efecto, ninguna de las campañas emprendidas por los reyes de
Persia fue preparada tan minuciosa y sistemáticamente como la de Jerjes. Tres
años (483-480) fueron invertidos en los preparativos bélicos y diplomáticos.
En primer lugar, Jerjes tomó medidas para que los griegos se
encontraran completamente aislados, privados de la posibilidad de tener
aliados. En este sentido, un peligro indudable lo representaban para los persas
los griegos occidentales, especialmente el Estado
de Siracusa, en Sicilia, que disponía de considerables fuerzas bélicas
terrestres y marítimas.
Las informaciones acerca de la existencia de un tratado especial,
una especie de alianza, entre Jerjes y Cartago, que hacía a los griegos
occidentales enemigos irreconciliables de los griegos, son muy verosímiles. Tal
tratado aseguraba para los persas la ayuda de cartagineses, los que operarían
con vistas a quitar a Siracusa la posibilidad de acudir en ayuda de Grecia.
A ejemplo de Darío, Jerjes procuró hacerse aliados en el interior
de Grecia. La diplomacia persa supo conseguir que Tesalia y Beocia reconociesen el poder supremo del «rey de los
reyes». Argos, permaneciendo
formalmente neutral, se hallaba de hecho de parte de los persas, los cuales
además podían seguir contando, como antes, con la ayuda de los elementos
persófilos en otros Estados griegos: los muchos desterrados griegos que se
hallaban en la corte de Jerjes (entre ellos el ex rey espartano Demarato),
suministraron a los jefes persas valiosos informes acerca de la situación en
Grecia. De esta manera, los persas efectuaron una preparación diplomática para
asegurarse el éxito completo de la campaña.
No menos fundamental era la preparación bélica. Mardonio[25],
el más cercano consejero militar de Jerjes, había ofrecido al rey su antiguo
plan estratégico, eliminando del mismo aquellos errores que habían conducido al
fracaso en el año 492.
Dado que, durante aquella campaña, la flota persa había sufrido
una catástrofe junto al promontorio de Atos[26],
Jerjes, por consejo de Mardonio, ordenó trazar un canal a través del angosto
istmo que unía el rocoso promontorio con el continente. Para resolver este
problema, fue reunida allí una enorme masa de hombres que trabajando
empeñosamente durante tres años, bajo la dirección de expertos ingenieros,
abrieron un canal por el cual podían pasar, con plena seguridad y en dos filas
las naves persas. Más aún.
Para trasbordar el ejército terrestre a Europa a través del
Helesponto, se erigieron dos pontones junto a Abidos[27].
Relata Herodoto que una tormenta, que se había desencadenado inesperadamente,
hizo añicos esos pontones, y el enfurecido Jerjes ordenó castigar al Helesponto
flagelándolo, para lo cual se arrojaron al agua unas cadenas. Los pontones
fueron nuevamente construidos y el ejército pudo ser trasbordado a Europa. A lo
largo de toda la costa de Tracia y Macedonia fueron instalados depósitos cuya
misión era asegurar a las tropas la provisión de todo lo que les fuera
necesario durante la prolongada marcha.
A los griegos les parecían grandiosas las fuerzas que Jerjes tenía
la intención de arrojar sobre ellos. Herodoto dedica varias páginas de su obra
a la descripción de los muchos pueblos supeditados al rey persa que habían
enviado sus tropas de infantería y caballería, de las cuales describe también
indumentaria y armas. En total, según Herodoto, en la invasión a Grecia tomaron
parte 5.203.220 hombres.
Hace mucho ya que estas cifras, realmente monstruosas para
aquellos tiempos, provocan una justificada desconfianza entre los
investigadores. El historiador del arte militar Delbrück, ha hecho cálculos que le permitieron llegar a la
conclusión de que, con esa cantidad, el
ejército de Jerjes tendría que haberse extendido, durante la marcha, en
una longitud no menor de 3.000 kilómetros; dicho con otras palabras: cuando la
vanguardia se acercaba a la Grecia media, los últimos destacamentos comenzarían
la marcha en las orillas del Tigris. Las cifras suministradas por Herodoto
deben ser rechazadas como manifestaciones fabulosas. La más probable es la
suposición de que el ejército de Jerjes contaba con cerca de 100.000 hombres; y
si la correlación por Herodoto es acertada, otro tanto en el número que
correspondía a las tropas auxiliares.
Desde luego, aún esta cantidad de hombres armados debió parecer
monstruosa a los griegos, y no es de extrañar que exageraran tanto su cantidad.
No menos imponentes eran las fuerzas marítimas acumuladas por Jerjes: según
Esquilo, la flota persa se componía de mil navíos; y, según Herodoto, eran 1.208.
Si se toma en consideración que la flota comprendía gran número de barcos de
carga y transportes y naves pequeñas impropias para un combate (Esquilo señala
claramente que los persas poseían tan sólo 207 trieres veloces), es factible
admitir que Jerjes logró realmente reunir unos mil barcos.
Hacia el invierno de los años 481-480, todos los preparativos para
la campaña estaban terminados; el ejército terrestre se encontraba concentrado
en la Capadocia y la armada cerca de Fócea, en el litoral occidental del Asia
Menor. La terrible amenaza de la invasión para cerníase sobre Grecia.
Grecia, en vísperas
de la invasión persa. La actividad de Temístocles
El favorable resultado de la batalla de Maratón no significaba
aún, ni mucho menos, el cese de la lucha contra Persia, sin una muy breve
tregua. En el ínterin, continuaba en Grecia la ininterrumpida lucha entre las
polis autónomas, cada una de las cuales trataba de poner a salvo, en primer
lugar, sus intereses estrechamente locales. El peligro persa se dejaba sentir,
de manera más aguda, en Atenas. Esparta se hallaba en condiciones de defender
su libertad, fortificando el istmo de Corinto; pero el Ática estaba abierta a
un golpe persa.
Era necesario prepararse para la defensa, poniendo en tensión
todas las fuerzas.
A pesar de la victoria obtenida en Maratón, estaba claro que
ningún triunfo en tierra podía asegurar la libertad e independencia de Grecia,
mientras los persas tuvieran el predominio del mar, puesto que, poseyendo el
Helesponto, los persas habrían dificultado las relaciones comerciales de Atenas
con el mar Negro, principal fuente en el suministro de cereales para el Ática.
De esta manera, el dominio del mar se convertía para el demos en cuestión de
vida o muerte.
Pero la creación de una armada marítima y, en consecuencia, el
traslado del centro de gravedad del poderío militar ateniense hacia el mar,
significaba el crecimiento del poder político de la plebe urbana, ya que en el
seno de la misma se reclutaban a los marineros, a los que no había necesidad de
proveer de costosas armas. Los representantes de los círculos agrarios
conservadores, que no querían elevar el papel político de los artesanos, de los
changadores, de los marineros, etc., se resistían tenazmente a la realización
del «programa marítimo».
Los opositores a la creación de una fuerte armada ateniense los
Pisistrátidas y los Alcmeónidas fueron eliminados por la asamblea popular
mediante el ostracismo[28].
En el año 486 fue expulsado el alcmeónida Megacles[29],
y en el 485 otro alcmeónida, Jantipo[30].
Al mismo tiempo se democratizó el régimen estatal de Atenas.
Los arcontes aún seguían desempeñando un papel importante en el
gobierno; y aun cuando Calístenes había abolido todos los privilegios
inherentes al abolengo, los arcontes seguían siendo elegidos, casi sin
excepción alguna, entre las filas de la aristocracia. A ese baluarte de la
aristocracia le fue asestado un golpe demoledor: en los años 488-487 fue
introducido el sorteo como medio de proveer el cargo de arconte. Gracias a esta
reforma, el cargo dejó de tener, en esencia, ningún valor y el papel conductor
comenzaron a desempeñarlo los diez estrategas, que eran elegidos no por sorteo,
sino mediante la quirotonía (al
levantar la mano); el jefe del colegio de estrategas era elegido por la asamblea
popular, también con este método de votación.
El obstáculo más importante para la realización del programa de
Temístocles y sus partidarios fue la oposición manifestada por Arístides. Este
representaba no sólo a las capas más pudientes de la población urbana y a los
terratenientes de origen aristocrático, sino que también le seguían una parte
considerable del campesinado ático, que temía una invasión enemiga desde tierra
firme, y que evidentemente exigía la fortificación de la frontera terrestre. No
obstante, se impusieron Temístocles y sus partidarios. Les favorecía el hecho
de que Atenas, como Estado carente de tierras fértiles, ya pisaba firmemente el
camino del desarrollo de las artes, los oficios y el comercio marítimo. Y esta situación determinó a su vez el
aumento del peso específico en la vida política de las correspondientes capas
de la población ateniense. Entre los años 483-482 Arístides fue desterrado. Al
fin, después de una tenaz lucha de diez años, «el partido marítimo», con Temístocles a la cabeza, se dio a la
tarea de construir una gran flota.
Los medios para lograrlo fueron extraídos de los ingresos
producidos por las minas de plata del Laurión[31],
en posesión de Atenas desde hacía muchísimos años. De acuerdo con una costumbre
inveterada, la plata extraída de aquellos yacimientos se distribuía
equitativamente entre todos los ciudadanos. Y precisamente en el año 483 fueron
descubiertos unos yacimientos excepcionalmente ricos, que aumentaron
considerablemente la extracción del noble metal.
Temístocles propuso, en la asamblea popular, que la plata que se
extraía fuera invertida en la construcción de la flota. Llamando la atención
con los preparativos bélicos iniciados por Jerjes, apeló a los ciudadanos para
que se empleara la plata de Laurión en la construcción de una flota de guerra.
El proyecto de Temístocles fue aprobado por la asamblea popular, y
la construcción de las trieres de combate se desenvolvió a un ritmo acelerado.Hacia el año 480 Atenas disponía ya de una flota que contaba con
no menos de 180 trieres[32].
Ningún Estado griego jamás había tenido flota tan poderosa. Al mismo tiempo
comenzaron a erigirse fortificaciones en el Pireo y a transformar a éste en un
puerto militar.
Triere
El triunfo del «partido
marítimo» y la construcción de una gran flota determinó cambios esenciales
en el régimen económico y social de Atenas. Hasta entonces, el papel decisivo
en la vida de esa capital lo desempañaban los círculos del ejército, los
hoplitas. Con la construcción de la flota, el centro de gravedad de una guerra
quedaba trasladado hacia el mar y la fuerza básica militar la tenían ya los
marineros reclutados entre la cuarta clase económica, la de los tetes. Todo
esto determinó la democratización del régimen esclavista de Atenas.
Alianza de Atenas con
Esparta. El congreso de las ciudades griegas
Las noticias que anunciaban el trazado por los persas de un canal
junto a Atos y el tendido de puentes sobre el Helesponto, como también otros
preparativos bélicos de Jerjes, provocaron profunda conmoción en todas las
polis griegas. Los espartanos comprendían que venciendo los persas a las demás
polis griegas perderían su independencia.
Ciertamente, contra las fuerzas persas terrestres existía la
posibilidad de defenderse creando una línea fortificada en el istmo de Corinto;
pero a la armada persa Esparta no tenía nada que oponerle. Además, la aparición
de los persas en Laconia[33]
provocaría inmediatamente una sublevación de los ilotas[34],
lo cual acarrearía el completo naufragio del régimen social espartano.
En virtud de ello, con el vehemente deseo de la clase dominante en
Esparta de eludir un choque con Persia, y a pesar de la hostilidad que se
sentía respecto a la democracia esclavista ateniense, lo único posible para
salir del atolladero era cerrar alianza defensiva con Atenas. Sólo la poderosa
armada ateniense, creada en los últimos años, estaba en condiciones de defender
las fronteras de Esparta contra los persas.
Frente a lo terrible del peligro, la alianza de Atenas y Esparta
no ofrecía una garantía para la independencia griega; era necesario crear una
organización más poderosa, atraer hacia esa alianza, dentro de lo posible, a
todos los Estados griegos.
Sin embargo, un centro tan grande como Delfos, hacia donde
convergían los griegos de los Estados más heterogéneos, no se ponía a la cabeza
del movimiento de unidad contra los persas, porque compartía la orientación
política de los círculos griegos septentrionales, filopersas. Debido a esto, la
pitonisa que profetizaba en el templo de Apolo en Delfos, disuadía a las
distintas comunidades de participar en la lucha, y auguraba a Atenas el total
hundimiento y la ruina absoluta.
La alianza del Peloponeso era una unión demasiado estrecha,
vinculadas exclusivamente por pequeños intereses locales. Una imperiosa e
impostergable necesidad exigía la creación de una nueva alianza panhelénica.
En el otoño del año 481 a.C. casi todas las comunas griegas habían
recibido de Esparta una invitación a enviar sus representantes al templo de
Poseidón en el istmo de Corinto, cerca de la ciudad de Corinto.
No todos los invitados, ni mucho menos, respondieron a esta
convocatoria; algunos ni siquiera contestaron. Así y todo, el congreso tuvo
lugar. En virtud de las resoluciones tomadas en el mismo, quedaban interdictas
todas las guerras entre los Estados griegos y las partes en querella debían
hacer las paces entre sí.
Atenas se reconcilió con Egina (es una de las islas de Grecia situada
en medio del golfo Sarónico). Más aún: los delegados
acordaron la formación de una alianza defensiva, las cantidades de guerreros
que tendrían que poner en pie de guerra y el sometimiento a un severo castigo
de aquellas comunas que voluntariamente se adhirieran a los persas.
Finalmente, se tomaron medidas para establecer con más precisión
las escalas y el carácter de los preparativos bélicos de los persas. Embajadas
especiales fueron enviadas a Argos,
Corcira, Siracusa y las ciudades costeras de Creta, para intentar la
alianza de las mismas.
Los resultados de este procedimiento fueron bastante tristes:
Argos, que ya había formalizado anteriormente un acuerdo con los persas,
declaró su neutralidad; Siracusa no podía proporcionar ayuda alguna a los
griegos, debido a que sus fuerzas estaban trabadas en hostilidades con los
cartagineses; Corcira, aun cuando había prometido ayuda, llegó tarde con su
flota para la batalla; las ciudades de Creta contestaron con una franca
negativa. Y, no obstante, el congreso se efectuó y tuvo un enorme valor: la
finalidad en cuyo nombre se habían reunido los delegados de los diferentes
Estados griegos, y que Herodoto expresa con las palabras «la de aunar a todos los helenos y actuar, entre todos, en
pleno acuerdo», fue conseguida, aun cuando no en forma completa. La
conciencia, frente al peligro común, de la unión de los intereses panhelénicos,
había encontrado su expresión en la alianza o liga panhelénica. Y dado que tal
alianza era considerada como una especie de ampliación de la anterior
confederación peloponesiaca, Esparta tomó a su cargo la dirección.
Los espartanos Leónidas y Euribíades recibieron los cargos de
comandantes supremos de las fuerzas de tierra y de mar, respectivamente, de la
alianza.
Las fuerzas armadas
griegas. Comienzo de las operaciones bélicas
Herodoto no da noción alguna acerca del alcance numérico del
ejército griego; así y todo, en base a sus datos sobre la cantidad de los
guerreros griegos que tomaron parte en la batalla de Platea, puede suponerse
que el ejército terrestre de los griegos se componía de más o menos unos 35.000
hoplitas y un número igual de guerreros de infantería ligera. En cuanto a la
flota, los griegos durante toda la guerra no pudieron exponer más de 366
navíos, de los cuales las dos terceras partes eran atenienses. El congreso de
la liga, que volvió a reunirse algo más tarde en la primavera del año 480,
elaboró el plan de las operaciones bélicas. A propuesta de Temístocles, con la
cual, al parecer, los espartanos se conformaron sólo tras largas vacilaciones,
se resolvió trasladar el centro de gravedad de las operaciones hacia el mar; el
ejército de tierra firme sólo tenía que servir de protección a la flota y hacer
más livianas las operaciones de la misma.
En la temprana primavera del año 480, el ejército persa, bajo el
mando del propio Jerjes, se puso en marcha; en mayo los persas cruzaron el
Helesponto a través de los pontones y, moviéndose por los caminos costeros de
Tracia, alcanzaron, a finales de julio, a Terme. A este punto también arribó la
flota que acompañaba al ejército, avanzando al comienzo a lo largo de la costa,
y luego por el canal de Atos.
De acuerdo con el plan aceptado anteriormente, los griegos
resolvieron cerrar, ante el ejército enemigo que avanzaba, aquellos pocos pasos
que, desde el Norte, llevaban a la Hélade. En consecuencia, en la misma
primavera del año 480 el ejército de la alianza helénica marchó al encuentro de
los persas a Tesalia.
Los tesaliotas estaban desarrollando un doble juego: por una
parte, hacía mucho que estaban en relaciones con el rey persa, y por otra,
cuando surgió la alianza panhelénica, se dirigieron a ella en busca de ayuda,
prometiendo la suya en el caso de que los griegos lograran impedir a los persas
que invadieran Tesalia. El ejército aliado ocupó el desfiladero de Tempe, un
paso que comunicaba a Macedonia con Tesalia.
Sin embargo, muy pronto se puso en evidencia que era imposible
retener esa posición. Los generales griegos se enteraron de que existían otros
pasos hacia el interior del país, completamente accesibles para un movimiento
envolvente por parte de los persas; además, la conducta de algunas tribus
tesaliotas era manifiestamente sospechosa. Y, con la retaguardia carente de
seguridad, la defensa del paso de Tempe se volvía arriesgada. El ejército tuvo
que retroceder hacia el Sur, dejando en poder de los persas la rica Tesalia,
con sus fecundas tierras de labranza y hermosos campos de pastoreo.
La defensa de las
Termópilas y el combate del Artemisión
Las fuerzas aliadas griegas se concentraron junto al desfiladero
de las Termópilas, en la frontera entre Tesalia y la Grecia central. Los altos
cerros, bajando vertical mente casi hasta la misma costa del mar, dejan allí
sólo una angosta vereda. Se tomó la decisión de defenderse de los persas
precisamente en las Termópilas. Pero
los espartanos, que habían prometido enviar fuerzas terrestres, sólo
proporcionaron 300 guerreros mandados por el rey Leónidas.
Este, a quien se había encomendado el mando de todo el
destacamento griego en dicho punto, tenía a su disposición cerca de 5.000
hombres. La flota griega, compuesta de 271 trieres, cuando se recibió la
noticia de que Jerjes había llegado a Terme, se hizo a la mar y ancló junto al
extremo norte de la isla de Eubea, cerca del promontorio de Artemisión.
El comandante de esta flota era el espartano Euribíades; más, en
vista de que los atenienses eran los que habían enviado la mayor cantidad de
naves (127), fue Temístocles el que, en esencia, desempeñó el principal papel
dirigente en las operaciones. Junto al litoral del Ática se habían dejado unas
53 trieres atenienses para cubrir la retirada de la flota en caso de un mal
resultado. La flota persa salió al encuentro de los griegos y en el camino
sufrió fuertes pérdidas debido a una tempestad. Los persas ocuparon una
posición al norte de la de los griegos, en el golfo de Pegaso, al mismo tiempo
que sus ejércitos terrestres se acercaron casi al mismo desfiladero en las
Termópilas.
En tales circunstancias, las fuerzas de ambas partes enemigas se
encontraron enfrentadas en tierra y en mar, y era inevitable una batalla. Sin
embargo, Jerjes tardó cuatro días en dar comienzo al asalto de las Termópilas:
al parecer, esperaba la salida de la flota, impedida por el mal tiempo. Al
quinto día, el ejército terrestre de los persas marchó al asalto;
simultáneamente, sus navíos comenzaron la batalla naval con los griegos. En el
mar, el combate se prolongó durante tres días enteros y terminó sin un
resultado definido. Los griegos no lograron hacer retroceder a los persas ni
acudir en auxilio de los defensores de las Termópilas; más tampoco los persas
pudieron derrotar a la flota griega. Al cuarto día, la armada persa ni siquiera
se hizo al mar y no efectuó la menor tentativa de perseguir a las naves griegas
que iban retirándose. En el ínterin, las tropas de Jerjes asaltaron
furiosamente el desfiladero de las Termópilas, pero los ataques se estrellaron
uno tras otro contra la inquebrantable firmeza de los guerreros griegos.
Sólo debido a una traición, los persas encontraron un camino que
llevaba, a través de las montañas, hacia la retaguardia de la posición de las
Termópilas, aparecieron a las espaldas de los defensores del desfiladero. En
estas condiciones, la resistencia griega se hizo inútil.
Leónidas ordenó a los aliados que se retiraran, y él mismo, a la
cabeza de sus 300 espartanos, a los cuales se adhirió voluntariamente un
destacamento de ciudadanos de Tespias, se quedaron para cubrir la retirada. De
acuerdo con la antigua ley espartana, ningún guerrero tenía el derecho a ceder,
en ninguna circunstancia: el desprecio general, el vergonzoso apodo de
«tembloroso», inclusive la privación de los derechos políticos, era el destino
del que violaba esta ley.
En el encarnizado y sangriento combate cayó el propio Leónidas, y
los sobrevivientes continuaron combatiendo en torno al cuerpo del jefe caído.
Cuando se rompieron las lanzas, siguieron peleando con espadas,
incluso con los brazos desarmados, hasta que todos cayeron. Los persas
obtuvieron esta victoria a costa de enormes pérdidas; allí encontraron la
muerte multitud de nobles persas, entre ellos dos hermanos del rey. La heroica
hazaña de Leónidas y sus guerreros produjo una impresión extraordinariamente
emotiva tanto sobre los griegos como sobre sus enemigos. En el sitio en que se
libró la batalla, los griegos erigieron posteriormente un monumento con la
figura de un león en la cúspide, y con un texto compuesto por el poeta
Simónides:
«¡Oh extranjero: relata
a los espartanos nuestra muerte;
Cumplida con honra la
ley, aquí yacemos en la tumba!»
Una vez caído el desfiladero de las Termópilas, la permanencia
junto al Artemisión de la flota griega, bastante perjudicada en la batalla
naval, había perdido valor, e incluso se hizo peligrosa, razón por la cual
zarpó apresuradamente a través del golfo de Eubea, de regreso al Ática. El
ejército griego no podía ni siquiera pensar aún en librar batalla en campo
abierto a un enemigo tan numeroso; tal empresa sólo podía terminar en una rotunda
derrota. No había ninguna posición fuerte hasta el mismo istmo de Corinto, que
sirviera para una prolongada defensa; en el istmo, la liga del Peloponeso
estaba erigiendo en aquel momento, a toda prisa, una línea de fortificaciones.
Beocia dio paso libre a los persas. Una de las causas que movieron
a los aristócratas beocios a ponerse del lado de los persas era la esperanza de
que mediante la ayuda de éstos lograrían arreglar cuentas fácilmente con el
movimiento popular. Por lo demás había una serie de otras causas. Beocia estaba
situada en la Grecia central, en la región que sería la primera en sufrir la
invasión de los persas, y esa invasión enemiga era especialmente temida por los
beocios, agricultores en su aplastante mayoría. Y algo más: el sólo hecho de
que sus enemigos jurados, los atenienses, encabezaban aquella lucha contra los
persas, inclinaba a los beocios a ponerse de parte de Jerjes.
Toda la Grecia central quedó abierta al enemigo, y el ejército
persa se movió por el país destruyendo e incendiando todo en su camino. Sólo
salió indemne el riquísimo templo de Delfos: Jerjes comprendía demasiado bien
su valor y apreciaba sus simpatías hacia los persas. Y a todos los que no
deseaban someterse a los persas, no les quedaba otra salida que huir del país llevando
consigo todo lo que fuera posible sin riesgos.
En aquel tiempo, Atenas aún no estaba unida por murallas con el
Pireo. En caso de ser sitiada la ciudad, la población estaría condenada
ineludiblemente a la muerte por inanición. En tan crítica situación, el pueblo
y el gobierno atenienses se vieron forzados a adoptar como solución la de
abandonar la ciudad y el país al enemigo.
Previamente, en Atenas fue declarada la amnistía general, y se
otorgó a todos los que habían sufrido el ostracismo el derecho a regresar a la
patria. Bajo la dirección del areópago, en completo orden, sin pánico ni
confusión, la población fue siendo evacuada. Cada uno de los evacuados recibía
del areópago un subsidio. Los varones fueron dirigidos hacia la flota; los ancianos,
las mujeres y los niños, junto con los esclavos y los bienes transportables,
fueron llevados a Salamina, Egina y Trecene. Cuando la caballería persa hizo su
aparición a la vista de Atenas, la ciudad estaba vacía. Sólo un grupito de
fanáticos que había resuelto morir estaba parapetado detrás de los muros de
madera de la acrópolis; sin mayor dificultad, los persas le exterminó; la
ciudad fue destruida y quemada, toda el Ática fue asolada. La flota persa echó
anclas junto al puerto ateniense de Falero[35].
Los preparativos para
la batalla naval
La flota aliada griega se había congregado junto a Salamina. Las
pérdidas experimentadas en Artemisión fueron parcialmente subsanadas mediante
la reparación de las naves dañadas y con los refuerzos llegados desde Egina y
el Peloponeso.
Las tentativas de Temístocles de incitar a los jonios que se
hallaban en la flota persa, a que se pasaran a la alianza helénica, no tuvieron
éxito; sólo cuatro naves enviadas por Naxos, por orden del rey, para ayudar a
la flota persa, se adhirieron a los griegos. Según dice Esquilo, la flota
griega que tomó parte en la batalla estaba formada por un total de 310 navíos,
de los cuales 110 eran atenienses. La posición ocupada por los griegos junto a
Salamina era excelente: no sólo permitía defender la isla, en la que había una
multitud de refugiados atenienses, sino que estaba en condiciones de impedir a
los ejércitos terrestres de los persas el avance hacia las fortificaciones
erigidas en el istmo de Corinto.
Empero, según Herodoto, muchos estrategas proponían la retirada y
que se eludiera la batalla. A pesar de todo, triunfó la opinión de
Termístocles, de que era necesario atraer inmediatamente a los persas a una
batalla naval.
Herodoto reproduce un relato sobre la manera de que se valió Temístocles,
con una hábil estratagema, para decidir el resultado del asunto. Temístocles
envió a uno de sus esclavos al rey persa, con el mandato de comunicar a Jerjes,
en su nombre, que él simpatizaba con los persas, que entre los griegos reinaban
el desánimo y la tristeza y la propensión a dispersarse, presas del más grande
terror; y que, por ello, no había más que atacarlos inmediatamente, para que la
victoria estuviera asegurada. Al parecer, Jerjes se dejó seducir por la
posibilidad de terminar la guerra de un solo golpe: junto al Artemisión, la
flota griega había escapado, pero ahora podía rodearla por todos los costados.
La armada helénica estaba anclada en una bahía que penetraba profundamente en
la costa oriental de la isla, junto a la ciudad
de Salamina. Una angosta franja de agua, entre la isla y el continente por
el sur, casi encierra el islote de Psitalia, y allí, a lo largo de las costas
del Ática, se alinearon en tres filas las naves persas, y en la isla fue
desembarcado un fuerte destacamento. Hacia la salida occidental del estrecho,
hacia la ciudad de Megara, Jerjes envió un destacamento naval auxiliar para
cortar a los griegos la posibilidad de retirada.
El ejército terrestre de los persas fue llevado hacia la costa, a
la retaguardia de las principales fuerzas de la armada, y el propio Jerjes se
ubicó en un alto cerro para poder seguir desde allí el desarrollo de la
batalla.
La batalla de
Salamina
El 28 de septiembre del año 480, por la mañana temprano, la flota
griega en formación de batalla, teniendo en el flanco izquierdo los navíos
atenienses y en el derecho los de Esparta y de Egina, fue la primera en avanzar
contra los persas, entablándose una encarnizada batalla. Los marineros persas
combatieron con extraordinaria tenacidad y valentía. Pero muy pronto se produjo
entre ellos gran confusión: en el angosto estrecho, de poquísima profundidad,
las filas posteriores de las naves estorbaban los movimientos de las
anteriores. Fueron inútiles los esfuerzos de los expertos marinos fenicios,
pues, cediendo al ataque de los navíos griegos, la enorme flota persa se
amontonó en una masa desordenada. Las naves penetraban ruidosamente en los
cuerpos de las otras, encallaban en los bancos de arena y zozobraban en gran
cantidad, hundiéndose. Simultáneamente, Arístides, que había aprovechado la
amnistía para regresar a su patria en vísperas de la batalla, desembarcó con un
destacamento de hoplitas atenienses en Psitalia y aniquiló allí al destacamento
persa. Al llegar la noche todo había acabado: la enorme flota persa estaba deshecha, destruida casi por completo. Las
naves restantes no se hallaban en condiciones de emprender ninguna operación
seria. La flota creada por los atenienses había salvado la independencia de
Grecia.
Período que siguió a
la batalla de Salamina
La guerra aún no estaba terminada, ni mucho menos. El ejército
persa de tierra firme, fuerte y numeroso, continuaba en el Ática, pero las
consecuencias de la batalla de Salamina se pusieron de manifiesto
inmediatamente. Alarmado por el destino de su monarquía, que podía verse
amenazada por la victoriosa flota griega, Jerjes decidió regresar al Asia y,
tras entregar el mando sobre el ejército a Mardonio, abandonó Grecia.
Al día siguiente de la batalla de Salamina, Temístocles pronunció
ante el consejo de guerra un discurso proponiendo enviar la flota griega a
apoderarse del Helesponto: con esta operación quedarían cortadas las
comunicaciones del ejército persa y paralizadas sus actividades. Pero la Liga
del Peloponeso, que aún seguía temiendo una invasión persa por el istmo de
Corinto, rechazó el plan por considerarlo demasiado arriesgado. Lo único que
pudo lograr Temístocles fue emprender una expedición contra las polis insulares
que, como Andros, Paros y Naxos,
apoyaban a los persas o guardaban neutralidad respecto a los mismos.
Temístocles impuso a tales islas una fuerte contribución,
reuniendo así una suma de dinero para la prosecución de la guerra, y estableció
en los mismos gobiernos adictos a Atenas.
Los persas, aún después de su desastre en Salamina, no creían
completamente perdida su causa: pensaban que podrían quebrantar la resistencia
de los griegos mediante una guerra prolongada. Mardonio, habiéndose hecho cargo
del mando después de la partida del rey, llevó al ejército desde la devastada
Ática hacia la fértil Tesalia, donde pasó el invierno de los años 480-479. Las
dificultades que se presentaban al ejército persa eran muy considerables. Desde
luego, Mardonio podía volver a ocupar el Ática en cualquier momento, más sin la
colaboración de la flota no podía pensar siquiera en abrirse paso a través del
istmo de Corinto, sólidamente fortificado. Y debían de transcurrir unos años
antes de que se pudieran restablecer las pérdidas causadas en Salamina;
momentáneamente, la flota persa sólo podía proteger el litoral del Asia, y
antes que nada, a Jonia, en donde una victoria de los griegos podía provocar
una sublevación.
Después de haberse disipado el peligro inmediato que se cernía
sobre el istmo, los espartanos se inclinaron a aceptar el plan de Temístocles,
rechazado por ellos anteriormente, y propusieron el envío de toda la flota
griega hacia las costas asiáticas.
Pero esta vez fueron los atenienses, que habían comenzado a
regresar a su país, asolado después del retiro de los persas, los que se
pronunciaron contra ese plan, que les parecía demasiado arriesgado, puesto que
los persas podían aparecer nuevamente en el Ática en cualquier momento.
Temístocles fue separado del comando, ocupando su lugar Arístides[36].
Al fin, los griegos se limitaron a una medida a medias: parte de la flota quedó
anclada junto a las costas de Grecia, y la otra parte, más o menos unas 110
trieres, bajo el mando del rey espartano Leotíquidas[37],
se dirigió hacia la isla de Delos. Al ocupar esta posición, la flota mencionada
podía, en caso necesario, regresar inmediatamente a Grecia, y, al mismo tiempo,
ofrecía una amenaza directa al litoral del Asia Menor. De una u otra manera,
Mardonio debía tener presente esta amenaza.
El jefe persa, antes de emprender operación bélica alguna,
resolvió hacer lo posible para separar a Atenas de la alianza panhelénica. Por
encargo de Mardonio, el rey macedonio Alejandro, aliado de Persia, que
anteriormente había mantenido relaciones amistosas con los atenienses, se
dirigió a Atenas e hizo la siguiente proposición al gobierno: Atenas obtendría
la absoluta independencia, todas las ciudades asoladas serían restablecidas por
cuenta de los persas; aún más, Jerjes se comprometía a anexar a Atenas
cualquier territorio que ésta apeteciera, todo ello a condición de establecer
inmediatamente una alianza militar con Persia.
Pese a tales propuestas, el Gobierno ateniense no aceptó
traicionar la causa de la defensa panhelénica; para los políticos atenienses
era claro que, existiendo el dominio persa en el resto de Grecia y en el
Helesponto, la prometida «independencia» no sería más que una sarta de palabras
huecas. La misión de Alejandro terminó en un rotundo fracaso. Los aliados
griegos de Mardonio aconsejaron a éste que enviara embajadores a otras ciudades
griegas, a la nobleza local de cada una de ellas, para asegurarse el apoyo de
las mismas, pero, según relata Herodoto, Mardonio no hizo caso de ese consejo.
La guerra, pues, continuó. Los atenienses hicieron una tentativa
de aprovechar las negociaciones entabladas con Persia, con el fin de poder
ejercer presión sobre Esparta; se necesitaba que la Liga del Peloponeso
encaminara sus ejércitos hacia la Grecia Central. Más tales tentativas no
tuvieron éxito; con los más diversos pretextos, la Liga del Peloponeso eludía
una campaña, pues no deseaban abandonar el fortificado istmo de Corinto.
A finales de junio del año 479 Mardonio dio comienzo al avance y
ocupó, sin obstáculo alguno, toda el Ática; los atenienses volvieron a verse en
la necesidad de huir a Salamina. Mardonio ofreció, por última vez, la paz
reiterando sus condiciones anteriores, pero los atenienses se mantuvieron
inquebrantables en su negativa. A propuesta de Arístides, se envió a Esparta
una embajada extraordinaria formada por Cimón,
hijo de Milcíades, Jantipo y Mirónidas, con la exigencia de que se hiciera
avanzar inmediatamente las tropas, en son de ataque; en caso contrario, los
atenienses amenazaban pasarse a los persas. La amenaza tuvo efecto, puesto que
en caso de defeccionar Atenas y la flota ateniense, Esparta quedaría indefensa.
Comprendieron allí que no era posible tardar más. Fue declarada en
el Peloponeso la movilización general, y las fuerzas aunadas de la Liga del
Peloponeso, mandadas por Pausanias[38],
regente espartano (el rey era menor de edad), cruzaron el istmo y comenzaron el
avance. Mardonio no pudo sostenerse por más tiempo en el Ática asolada y ocupó
una posición apta para las operaciones de su caballería: la llanura junto a los
contrafuertes de la cordillera de Citerón, cerca de la ciudad de Platea. El
ejército del Peloponeso, uniéndose a los atenienses en la llanura de Eleusis,
siguió a los persas.
La batalla de Platea
Por lo general, Herodoto exagera la cantidad de hombres de los
ejércitos persas que se hallaban junto a Platea; según sus cálculos, Mardonio
tenía 300.000 guerreros asiáticos y cerca de 50.000 hombres enviados por
Tesalia, Tebas y otras polis griegas que apoyaba a Persia.
Pero Mardonio apenas podría disponer en aquel momento de 40.000 a
50.000 guerreros, a los que se habían unido unos pocos miles más de griegos,
pues han de haber repercutido sobre su número las pérdidas inevitables durante
las marchas prolongadas, la necesidad, no menos ineludible, de dejar fuertes
guarniciones en las ciudades y tierras conquistadas a lo largo de las vías de
comunicación infinitamente extensas y, finalmente, el hecho de que hubo que
separar una parte de los ejércitos para acompañar a Jerjes.
Las cifras traídas por Herodoto respecto al ejército griego son
más fehacientes, calcula exactamente 38.700 hoplitas, 35.000 ilotas y 34.500
guerreros más de infantería ligera; en consecuencia, cerca de 110.000
guerreros. Aún haciendo caso omiso de la cantidad de ilotas, tomada
arbitrariamente por Herodoto, y calculado siete de ellos por cada espartano,
siempre puede admitirse que el ejército griego contaba con cerca de 30.000
hoplitas y, probablemente, igual número de infantería ligera. Como en los casos
anteriores, los griegos carecían de caballería. De esta manera, las fuerzas de
ambos enemigos apostados junto a Platea eran más o menos iguales.
La superioridad de los persas residía en las fuerzas de caballería
y en la gran movilidad de sus destacamentos, pertenecientes a diferentes tribus y pueblos; era precisamente esta superioridad
la que Mardonio quiso aprovechar en todo su alcance. Permaneció en la llanura
dejando a los griegos la iniciativa de atacar para colocarles en una situación
desventajosa.
El jefe griego Pausanias comprendió, sin embargo, no menos que su
adversario, el valor de estas circunstancias. Habiendo dispuesto sus ejércitos
permanecieron, uno frente al otro, durante varios días. Por otra parte,
Mardonio, haciendo uso de su caballería, intentó provocar al enemigo para que
aceptara la batalla.
Los jinetes persas, en un ataque imprevisto, desbarataron un
destacamento de megarienses que se hallaba en los puestos de avanzada, más los
atenienses, que supieron llegar a tiempo, pudieron rechazar y poner en fuga a
aquéllos. Después de eso, Pausanias se adelantó un poco ocupando posiciones en
la cresta de las colinas, en el mismo extremo de la llanura; este traslado
podía finalmente incitar al enemigo a entrar en batalla, sin privar al mismo
tiempo a los griegos de las ventajas que ofrecía la defensa.
Se renovó la ansiosa espera. Entre los griegos se dejó oír un
creciente murmullo de descontento.
Por cierto que Pausanias estaba en condiciones de mantener a los
guerreros bajo su control, no obstante la conducta provocadora y las burlas de
los enemigos; pero los griegos sufrían mucho debido a la escasez de víveres y,
principalmente, porque la milicia civil trataba de regresar lo más pronto
posible a sus casas. Según cuenta
Plutarco, en el campamento, cerca de Platea, los aristócratas habían
formado una conjuración para derrocar la democracia y para «entregar a los
suyos en manos de los bárbaros». Pero aunque la conjuración fue descubierta a
tiempo, estaba claro que la situación era amenazadora.
Los generales griegos se decidieron a efectuar una osada maniobra:
la flota anclada junto a la isla de Delos recibió la orden de zarpar y
dirigirse hacia las costas del Asia. Al parecer, fueron los mismos griegos los
que se encargaron de notificar de ello a Mardonio. El jefe persa tenía que
actuar; era necesario destruir el ejército griego, para poder lanzar luego una
parte de sus fuerzas en defensa de Asia.
Precisamente en aquellos días los jinetes persas habían logrado
cegar el arroyo del que sacaban agua los espartanos.
Pausanias fue forzado a abandonar su posición y retroceder hacia
Platea. Por razones de cautela, los griegos empezaron el traslado de noche, más
hacia el alba la retirada no había terminado aún. Mardonio resolvió que había
llegado el momento favorable, pues los griegos, habiendo roto la línea de
combate, se movían en destacamentos aislados. Los persas cruzaron el río Asopos
y se arrojaron al ataque.
Sus unidades seleccionadas fueron dirigidas sobre el núcleo básico
del ejército griego, sobre los espartanos. Más allí se puso de manifiesto, con
todo brillo, la férrea disciplina de los hoplitas espartanos, que bajo una
verdadera granizada de flechas permanecieron inmóviles en sus lugares. Sólo
cuando los persas se acercaron a una distancia relativamente corta y sus
flechas se habían vuelto especialmente mortíferas, Pausanias dio la señal de
ataque. Tomó en cuenta la experiencia de Milcíades y supo aprovecharla. Igual
que en la batalla de Maratón, los persas, aun cuando combatían valientemente,
no pudieron sostener el terrible golpe asestado por las cerradas filas de los
hoplitas, cubiertos de hierro. Mardonio, encabezando un destacamento
seleccionado, combatía heroicamente, pero cayó en el campo junto con sus
compañeros de armas, y las fuerzas persas huyeron. Ciertamente, su caballería
supo cubrir la retirada. El capitán Artabaces, que había reemplazado a
Mardonio, reunió a los guerreros que habían salido ilesos del combate y los
llevó a marchas forzadas, a Tesalia, y de allí a Tracia. El campamento
fortificado de los persas, junto con un incalculable botín, cayó en manos de
los vencedores.
Para celebrar el triunfo de Platea, los griegos erigieron en el
mismo campo de batalla altares en honor de Zeuz-Eleuterios (libertador). Los
ciudadanos de Platea, que habían combatido valientemente sobre su suelo patrio,
fueron puestos bajo la protección especial de toda la alianza helénica. El
botín tomado a los persas en esa batalla fue utilizado para la erección de una
columna de bronce, en forma de tres serpientes entrelazadas. Sobre la misma fue
colocado un trípode de oro y se le grabó una inscripción que enumeraba a las 31
ciudades que habían participado en la batalla. En primer lugar fueron nombradas
Esparta, Atenas y Corinto.
Después de la victoria de Platea, el ejército griego emprendió la
marcha hacia Tebas, baluarte de la influencia persa en Grecia. Tras prolongado
asedio, los tebanos se vieron obligados a capitular y a entregar a los
cabecillas del partido persófila. Los traidores fueron ejecutados y la ciudad
de Tebas quedó excluida de la alianza beocia, a cuya cabeza se hallaba antes.
Grecia fue liberada y los ejércitos aliados regresaron a sus respectivas
ciudades.
La batalla de Micala[39]
Aun cuando los ejércitos de Pausanias y de Mardonio se hallaban
uno frente al otro en Platea, la flota griega, bajo el mando del rey espartano
Leotíquidas y del estratega ateniense Jantipo, se había dirigido hacia las
costas de Jonia. La flota persa se hallaba en aquel momento junto a las costas
de Samos, mas no se decidió a entrar en combate con la armada griega que estaba
acercándose, lo cual se explica por el hecho de que una considerable parte de
esa flota (precisamente, los barcos fenicios) ya había sido enviada a su
patria, y las naves que quedaban habían sido sacadas a tierra firme, cerca del
promontorio de Micala. Para cubrirla fue concentrado allí un pequeño ejército
persa terrestre, que se ubicó en un campamento fortificado.
Los griegos, que habían entrado antes en relaciones con los
jonios, partidarios de que se hiciera inmediatamente una sublevación contra los
persas, efectuaron sin ser estorbados un desembarco.
Sin la menor demora, dio comienzo un asalto a las fortificaciones
persas. Los jonios que se hallaban en el campamento de los persas se alzaron en
armas contra ellos, atacándolos desde la retaguardia. El ejército persa fue
masacrado hasta el último hombre. Simultáneamente, la flota persa fue capturada
y entregada al fuego. En directa combinación con la derrota de los persas en
Micala, en las ciudades de Jonia estallaron sublevaciones contra el dominio
persa: las guarniciones fueron masacradas, los lugartenientes fueron expulsados
y las islas de Quíos, Lesbos y Samos se adhirieron a la alianza griega.
También hay que tomar en cuenta que, después de la batalla de
Hímera, también los griegos de Sicilia habían puesto a buen recaudo su tierra
contra las amenazas de una invasión enemiga.
Hay que subrayar que la derrota de los persas fue al mismo tiempo
una derrota en el interior de las ciudades griegas, de los ánimos persófilas de
la aristocracia, lo cual eliminaba uno de los obstáculos en el camino del
desarrollo ulterior del movimiento democrático.
Las victorias de los griegos de los años 480-479 fueron, en
esencia, las que decidieron el resultado de las guerras greco-persas. Muy poco
después, en el territorio de la Grecia europea no quedaba ni un solo guerrero
enemigo. La ofensiva había pasado íntegramente a los griegos y, debido a ello,
las operaciones bélicas se concentraron perfectamente en el mar, en forma de
campañas navales a intervalos, bastante considerables a veces. Las victorias
griegas en las guerras greco-persas encuentran su explicación en una serie de
causas históricas. Todo el régimen de la vida económica y social de Grecia
había alcanzado, hacia comienzos del siglo V a. C., un nivel muy superior al de
la monarquía persa que incluía, por la fuerza, a muchas tribus y naciones que
no estaban ligadas entre sí mediante una unidad de base económica. Los
ejércitos reclutados entre esas tribus y naciones no sólo no se hallaban
interesados en la victoria de la monarquía persa, sino que soportaban el
dominio de la misma como una pesada carga. En cambio, los guerreros griegos
combatían por la libertad e independencia de su patria, animados de un elevado
sentimiento patriótico. La victoria final de los griegos en estas guerras abrió
ante ellos amplias perspectivas para el libre desarrollo de las fuerzas
productivas, y constituyó una de las más importantes premisas para el ulterior
florecimiento de la economía y la cultura griegas.
Próximo Capítulo: LA ALIANZA NAVAL ATENIENSE
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[1] Caria) es el nombre de una antigua región histórica situada
al sudoeste de la actual Turquía. Fue incorporada en el 545 a. C. al
antiguo imperio aqueménida como la satrapía de Karkâ. Su capital fue Halicarnaso
[2] Misia es una antigua región situada en la parte
noroccidental de la península de Anatolia
[3] Frigia fue una antigua región de Asia Menor que ocupaba la
mayor parte de la península de Anatolia
[4] Tracia es una región del sureste de Europa, en la península
de los Balcanes, al norte del mar Egeo, enclavada en Bulgaria, Grecia y la Turquía
europea.
[5] Paflagonia era una antigua área del centro-norte de Anatolia, en
la costa del Mar Negro, situada entre Bitinia y el Ponto.
[6] Escitia era un área de Eurasia habitada
en la antigüedad por un pueblo iranio conocido como los escitas. Su situación y
extensión varió a lo largo del tiempo, desde la región del Altai, donde se unen
Mongolia, China, Rusia, y Kazajistán hasta la del bajo Danubio y Bulgaria.
[7] Mandrocles era un ingeniero griego de Samos, que construyó un puente de barcas sobre el Bósforo para el rey Darío I
para conquistar Tracia. Heródoto narra cómo construyó este puente sobre el
Bósforo utilizado por el rey persa Dario para perpetrar la invasión de Grecia.
Al llegar al Helesponto (actuales Dardanelos) Mandrocles construyó su plataforma
apoyada en barcas, por la que desfilaron los 100.000 guerreros persas
(Heródoto, con evidente exageración, fija el número en cinco millones). El
puente, en Abydos (actual Canakkale), se extendía a lo largo de 1.600 metros.
[8] Histieo fue un general ateniense,
convertido en tirano de Mileto por Darío I de Persia. Tras prestar servicios militares y
en la corte, se dedicó a la piratería. Fue crucificado por los persas.
[9] El río Estrimón es un río de la Tracia
antigua, el más largo después del Axios. Es un río cuyo curso transcurre entre Grecia
y Bulgaria, por lo que en la actualidad se lo conoce más por su nombre en
alguno de los idiomas de la región: Estruma o Struma.
[10] Fue uno de los reyes de Esparta en las
postrimerías del siglo VI y comienzos del V a. C. Cleómenes era aún
rey cuando Aristágoras, el tirano de Mileto, llegó a Esparta para pedir ayuda
para la Revuelta jónica de 499 a. C.
[11] Demarato fue uno de los reyes de Esparta desde el 515 hasta el
491 a. C. Pertenecía a la dinastía de los Euripóntidas y sucedió a su
padre Aristón. Como rey es conocido principalmente por su oposición a su
colega, el otro rey de Esparta, el Agíadas Cleómenes I.
[12] Clístenes
de Atenas, nieto de
Clístenes de Sición, gobernante de Atenas de finales del siglo VI a. C.,
uno de los creadores de la democracia.
[13] Tribu
[14] La primera mención de Eretria fue en (Ilíada
2.537) de Homero, que la incluye entre las ciudades que
enviaron barcos a la guerra de Troya. En el siglo VIII a. C., Eretria y su vecina y rival, Calcis,
fueron ambas poderosas y prósperas ciudades comerciales y los eretrios
controlaban las islas del Egeo
de Andros, Tinos y Ceos. También poseían tierras en Beocia en
el continente griego.
[15] El nombre de Helesponto con el que era conocido en la Grecia clásica significaba
"Mar de Hele", por
ser este el lugar en el que, según la mitología griega, Hele cayó mientras huía
junto a su hermano Frixo a lomos del carnero del vellocino de oro. El nombre de Dardanelos deriva de Dardanus, una antigua ciudad frigia
enclavada en la orilla asiática del estrecho.
[16] Mar de Mármara. El mar griego antiguo nombre Propóntide deriva de pro
(antes) y Pont (mar), que se derivan del hecho de que los griegos
navegaron a través de ella para llegar al Mar Negro
[17] Los Alcmeónidas o Alcmeónidas
eran una poderosa familia noble de la antigua Atenas , una rama de la Neleides que afirmaba descender de
la mitológica Alcmeón, el bisnieto de Néstor.
[18] Pisístrato murió 527 o 528 antes de Cristo. Fue
sucedido por su hijo mayor, Hipias.
[19] Temístocles
fue un general ateniense y político de la habilidad superlativa y previsión.
Luchó contra los persas en la Batalla de Maratón, mientras era joven, se distinguió como el salvador de toda Grecia
por persuadir a Atenas para construir una marina de guerra que iba a derrotar a
Persia en Salamina en el 480 a.C.
[21] El era una circunscripción administrativa
de base instaurada tras la revolución isonómica de Clístenes (la cual tuvo
lugar del 508 a. C. o 507 a. C. al 501 a. C. en Atenas). El demo está directamente ligado a la
marcha de Atenas hacia la democracia.
[22] Milcíades II el Joven, también llamado el Maratonómaco
(hacia 550-488 a. C.), fue un político y general ateniense de la
familia de los Filaidas, arconte epónimo de Atenas en 524 a. C.,
gobernador del Quersoneso tracio, y estratego en el año 490 a. C.
[23] Estos soldados aparecieron a finales del
siglo VII a. C. Formaban parte de una milicia ciudadana, armada como lanceros y
con una formación de falange.
[24] El peltasta (escudo ligero) es,
desde el siglo IV a. C., la infantería ligera mercenaria
característica de los ejércitos griegos y helenísticos.
[25] Mardonio (¿-479 a. C.), noble persa, importante comandante del ejército en
dos expediciones a Grecia durante la primera mitad del siglo V a. C. (en 492 a. C. y en 480 a. C.-479 a. C.).
[27] Abidos fue una ciudad de Misia en el Helesponto, en el lugar
de la punta Negara, en la parte asiática, al otro lado de la antigua ciudad de Sestos.
[28] Clístenes lleva a cabo una serie de
reformas encaminadas a evitar la reaparición tanto de la tiranía como del
régimen aristocrático. Reestructura las demarcaciones territoriales, las demos,
divide el poder legislativo entre las diez tribus y establece la igualdad
jurídica de todos los ciudadanos atenienses, independientemente de su condición
económica o su origen. Otorga mayor importancia a aquellas instituciones de
gobierno en las que participa un mayor número de ciudadanos: la Ekklesia (o Ecclesía) y la Bulé,
formada por quinientos ciudadanos elegidos por sorteo que participan en las
decisiones de gobierno.
Para garantizar la estabilidad de estas
reformas y controlar cualquier exceso o práctica peligrosa para el bien común,
crea la figura legal del ostracismo, que establece la pena de destierro para
aquellos políticos que fueran encontrados culpables de abuso de poder.
Una vez al año se reunía la Asamblea (Ekklesia) y planteaba la cuestión del ostracismo para algún dignatario al que se quisiese desterrar. Se votaba a mano alzada. Si el resultado era positivo, se convocaba una nueva votación pública dos meses más tarde. Esta votación tenía lugar en la colina del Cerámico, el barrio de los alfareros, situado al pie de la Acrópolis. Para ello se empleaban trozos de vasijas de barro desechadas por los alfareros por defectuosas llamados óstraca (plural) u ostracón (singular), por la similitud con la concha de las ostras.
Una vez al año se reunía la Asamblea (Ekklesia) y planteaba la cuestión del ostracismo para algún dignatario al que se quisiese desterrar. Se votaba a mano alzada. Si el resultado era positivo, se convocaba una nueva votación pública dos meses más tarde. Esta votación tenía lugar en la colina del Cerámico, el barrio de los alfareros, situado al pie de la Acrópolis. Para ello se empleaban trozos de vasijas de barro desechadas por los alfareros por defectuosas llamados óstraca (plural) u ostracón (singular), por la similitud con la concha de las ostras.
Los ciudadanos grababan en los óstraca, con un objeto
punzante, el nombre del que consideraban merecedor del castigo de destierro y
expulsión de la vida pública. La ley se puso en práctica por primera vez en el
año 487 a.C. El primero en ser condenado fue Hiparco, más tarde Megacles V, luego Jantipo (padre de
Pericles), y hacia 486 a.C., Arístides,
por sus enfrentamientos sociales a favor de los campesinos. Se sabe que el
último condenado fue el demagogo Hipérbolo,
en el año 417 a.C.
[29] Megacles de Alopece, hijo de Hipócrates
(alcmeónida), nieto de Megacles II y tío de Pericles.
Condenado al ostracismo en 487/486 a.C.
[30] Jantipo fue un estadista ateniense del fin del siglo VI a. C. y de principios del siglo V a. C., descendiente de la antigua familia de los Bouzigas,
hijo de Arifrón. Marido de la alcmeónida Agarista,
fue el padre de Pericles.
En 484 - 483 a. C., fue ostraquizado.
[31] Laurión) es una montaña situada al sur del Ática,
ligeramente al norte del cabo Sunión.
[32] Galera helena con tres filas dispuestas
en cada lado de cada sección.
[33] Laconia (también conocida como Lacedemonia, fue en la
antigua Grecia una porción del Peloponeso
cuya ciudad más importante fue Esparta
[34] El Hilota o Ilota era el siervo de Esparta.
[35] En la Antigüedad,
Falero era el principal puerto de Atenas hasta comienzos del siglo V a. C., o sea, antes de las Guerras Médicas y del desarrollo y fortificación del Pireo,
antes de que Temístocles
convirtiera los tres puertos de roca natural en el promontorio de El Pireo,
construido a partir del 491 a. C.
[36] Fue un estadista ateniense del siglo V a. C. que vivió entre el año 530 a. C. y
468 a. C., arconte y estratego
durante las guerras médicas. Obtuvo el sobrenombre de "el Justo".
[37] Leotíquidas II fue un rey de Esparta
que gobernó desde el año 491 a. C. hasta el 469 a. C. Pertenecía a la dinastía de los Euripóntidas
[38] Pausanias fue un regente y general lacedemonio
del siglo V a. C. Pertenecía a la familia real espartana
de los Agíadas.
Hijo de Cleómbroto y sobrino del diarca Leónidas.
[39] Mícala es un monte de 1265 m de altura que se alza en la costa
occidental de la Anatolia
central, en Turquía, al norte de la desembocadura del río Meandro, entre este río y el Caístro, y
enfrente de la isla de Samos
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