CAPÍTULO XIII
LA GUERRA
DEL PELOPONESO
Situación en Grecia antes del comienzo de las
operaciones bélicas
Significado de la guerra del Peloponeso
La guerra
del Peloponeso es el acontecimiento más importante de la historia de la Grecia clásica.
En ella se enfrentaron, por una parte, Atenas, a la cabeza de varios cientos de
polis griegas que formaban parte de la liga marítima ateniense (Arqué), y por otra, Esparta, líder de
la confederación peloponesia, integrada por la mayoría de los Estados del
Peloponeso. Del nombre de esta unión dirigida por Esparta emana la denominación
de «guerra del Peloponeso». Esta se extendió
entre los años 431 y 404 y dio un gran viraje a la historia de la Hélade: si
durante el período anterior la Grecia esclavista pasó por una etapa de
desarrollo y otra de plenitud que es conocida como época de Pericles y que, según Marx, fue el tiempo «del
florecimiento interior más grande de Grecia», después de la guerra del
Peloponeso, en cambio, Atenas perdió su anterior poderío y el sistema esclavista
basado en las polis sufrió una profunda crisis de la que sólo pudo salir con la
conquista de toda Grecia por Macedonia.
Tras los
brillantes triunfos en las guerras médicas, la marcha de los acontecimientos.
planteaba
ante la Hélade la siguiente cuestión respecto al camino de desarrollo a seguir:
o se imponía Atenas, lo cual significaba el crecimiento del comercio y de los
oficios, la lucha por la hegemonía en el mar y el desarrollo democrático (desde
luego, dentro de los marcos del antiguo régimen esclavista), o bien se imponía
Esparta, lo cual significaba el triunfo de la aristocracia agraria
terrateniente y, en consecuencia, la renuncia a todo lo que había proporcionado
a la Hélade la histórica victoria sobre Persia durante la primera mitad del siglo
V.
Tanto por
la duración y las proporciones de las operaciones bélicas como por lo
encarnizado de la lucha y, finalmente, por su significado histórico, la guerra
del Peloponeso difirió marcadamente de las guerras, frecuentes y habituales en
la antigua Grecia, entre las polis, e incluso entre coaliciones de las mismas.
En primer
lugar llama la atención la misma duración de esa guerra. Sin contar los breves intervalos,
la guerra se prolongó durante
veintisiete años, lapso en el cual las operaciones activas directas entre
los adversarios principales Atenas y Esparta se extendieron a lo largo de
veinte años, sin manifiesta superioridad de ninguna de las dos partes
beligerantes.
Recordemos,
a título de comparación, que cada una de las expediciones, las más grandes para
aquel tiempo, que los persas lanzaron sobre Grecia se había resuelto en una o
dos batallas. El prolongado alejamiento de muchas decenas de miles de hombres,
arrancados de sus pacíficas tareas, ejerció una acción destructora sobre la
economía de toda Grecia. Las calamidades naturales terremotos, sequías, hambre
feroz y epidemias hicieron más serias aún las perniciosas consecuencias de la
guerra y agudizaron la crisis del sistema de las polis en su integridad. Tucídides contemporáneo y participante
de la guerra del Peloponeso caracteriza las consecuencias de esta manera: «...
esta guerra se dilató por mucho tiempo, durante el cual la Hélade experimentó
tantas calamidades como no ha sufrido antes en igual lapso. En efecto: jamás
fueron tomadas y destruidas tantas ciudades, en parte por los bárbaros y en
parte por los mismos beligerantes (que en algunos casos, después de conquistar
las ciudades, cambiaron hasta su población); jamás hubo tantas expulsiones,
tantos asesinatos provocados ya por la misma guerra, ya por las discordias».
La guerra
del Peloponeso no fue, de modo alguno, un acontecimiento local, sino que asumió
carácter internacional. Habiendo comenzado por un conflicto entre Atenas y la
Liga del Peloponeso, la guerra abarcó de golpe toda la Grecia continental e
insular, se extendió luego a los extremos occidentales del mundo helénico, a
Sicilia, y finalmente involucró en la vorágine bélica también a Persia. En uno
u otro grado, todos los países de la cuenca oriental del Mediterráneo tomaron parte
en las operaciones bélicas. Las consecuencias más catastróficas de esta guerra
las sufrieron los dos continentes principales, tanto la Atenas derrotada corno
la Esparta vencedora.
A
diferencia de las guerras anteriores, ésta fue extraordinariamente encarnizada,
puesto que en ella, además de los
factores políticos la lucha por la hegemonía en Grecia, el papel decisivo lo
desempeñó el factor social. En particular, una muy grande significación
tuvo el antagonismo entre la
aristocracia terrateniente, esclavista, y la democracia, igualmente esclavista,
que representaba, en primer lugar, los intereses de los círculos
comercial-artesanos.
Además del
antagonismo fundamental entre Atenas y Esparta, un papel nada pequeño por
cierto lo desempeñaron durante la guerra las discordias y cizañas vecinales
entre las polis, tan habituales en la antigua Hélade.
Durante el
desarrollo de la lucha entre las dos agrupaciones de Estados griegos, y si no
se cuentan las guerras de Mesenia,
tuvieron lugar, por vez primera, sublevaciones en masa de esclavos. Lo notable
es que dichas sublevaciones tenían lugar en ambos bandos.
Las muchas salidas
de los ilotas durante la operación de
Pilos[1],
al igual que la fuga de muchos miles de esclavos atenienses a Decelia[2],
ejercieron gran influencia no sólo sobre la marcha de las operaciones bélicas,
sino también sobre el resultado definitivo de la guerra. Precisamente tal entrelazamiento
de contradicciones políticas y sociales predeterminó tanto el carácter prolongado
y destructor de la guerra como sus consecuencias político-sociales.
Fuentes
No sólo las
generaciones posteriores, sino también las contemporáneas, especialmente las más
jóvenes de ellas, que llegaron con vida al año 404, reconocieron que la guerra
del Peloponeso difirió marcadamente de todas las guerras anteriores. En primer
lugar hay que anotar aquí nuestra principal y única fuente, la obra de
Tucídides, que se inicia declarando que ha «comenzado su obra en el momento mismo de
empezar la guerra, en la seguridad de que ésta sería una guerra muy importante
y más notable que todas las anteriores».
La obra de
Tucídides, según la acertada expresión del académico
S. A. Zhébeliev, representa «el
exponente superior de la historiografía antigua». En contraposición con sus
predecesores y, en particular, con su contemporáneo mayor, Herodoto, Tucídides
procuraba crear realmente una historia científica de los acontecimientos.
Aprovechó amplia y minuciosamente el material documental y ser afanó por
encarar críticamente los datos de que disponía. Tucídides mismo declara: «Yo
no creía concordante con mi problema anotar todo lo que llegaba a conocer del primero
que encontraba, o aquello que yo podía suponer; sino que anotaba los
acontecimientos de los que fui testigo ocular, y aquello que había oído de
otros tras investigaciones, lo más precisas posible, referente a cada hecho
tomado separadamente». En muchas ocasiones, Tucídides hace la salvedad
de que no ha podido establecer la verdad. Siempre subraya las causas a su
criterio fundamentales, de cada acontecimiento. Tras los pretextos inmediatos
de la guerra (los conflictos de Corcira y de Potídea, la defección de Megara),
Tucídides anota, como causa fundamental, «que los atenienses, al crecer su poderío,
comenzaron a infundir recelos a los lacedemonios».
El propio
Tucídides tomó parte activa en la vida social y en la lucha política de su
polis, Atenas. Se comprende perfectamente que sus convicciones políticas era
partidario de la oligarquía moderada no podían dejar de influenciar sobre su
apreciación de la lucha política interna de Atenas. Era hostil a la democracia.
Caracteriza
de manera harto negativa al más grande de los dirigentes del demos, Cleón[3],
y, salvo las ofensas infundadas, guarda absoluto silencio sobre la actividad
del notorio continuador de Cleón, Hipérbolo[4].
Tucídides sostiene francamente que la oligarquía moderada de Terámenes[5]
del año 411, fue «el mejor régimen estatal», y le atribuye, sin mérito alguno
para ello, los éxitos obtenidos por la flota ateniense bajo el mando de
Alcibíades. La esclavitud, según el criterio de Tucídides, es el estado más natural
para los «bárbaros».
La
encarnizada lucha política y social, entablada durante la guerra del Peloponeso
en toda la Hélade, fue para Tucídides índice del embrutecimiento y el descenso
del nivel moral de los helenos. Al no comprender las causas sociales de la
guerra civil de Mesenia, se limita a lamentar la naturaleza criminal de los
hombres. «La naturaleza humana, de la que es propio incurrir en crímenes a
despecho de las leyes, sometió éstas a su imperio y demuestra con gozo que no puede
dominar las pasiones, que viola la justicia y que hostiliza a las personas de
más méritos.»
Tampoco es
claro para Tucídides el estrecho vínculo entre el desarrollo político interno y
las actuaciones bélicas de ambas partes en guerra. Quizá sea por ello que pasa
en silencio los importantes acontecimientos de la historia interna de Atenas,
tanto en las mismas vísperas de la guerra y en el período que siguiera a la
muerte de Pericles como también en el tiempo de la paz de Nicias. Por ejemplo, no dice ni una sola palabra acerca
de los ataques contra Pericles y de las personas que lo rodeaban en los años
433 a 431; no recuerda, ni siquiera de paso, el ostracismo de Hipérbolo, etc. Felizmente, las biografías de
Pericles, Nicias y Alcibíades escritas por Plutarco reparan parcialmente esta
irritante omisión de la obra del historiador más grande de la Grecia clásica.
A pesar de
su postura crítica respecto a los mitos, Tucídides cree en la existencia de Caribdis[6]
y de los lestrigones[7]
y le da mucha importancia a los diversos oráculos, señales y profecías.
Así y todo,
Tucídides procura siempre describir objetivamente los acontecimientos, sustrayéndose,
dentro de lo posible, a las propias simpatías o antipatías personales.
Su objetividad
se manifiesta de forma especialmente clara al exponer los hechos vinculados con
sus propios fracasos en la expedición de Anfípolis[8].
Estos fracasos le acarrearon ser condenado por la asamblea popular ateniense y
expulsado del Ática.
La
historiografía antigua alcanzó en la obra de Tucídides el punto culminante de
su desarrollo. Su declaración de que su obra «ha sido calculada no tanto para servir
de instrumento en competencias verbales, como para convertirse en adquisición
eterna», encontró su confirmación en el hecho, entre otros, de que
ninguno de los historiadores de la antigüedad intentó siquiera volver a
describir los acontecimientos expuestos por Tucídides. Los tres autores que
escribieron especialmente acerca de la guerra del Peloponeso (Jenofonte[9],
Teopompo[10])
comienzan sus respectivas exposiciones desde el punto en que quedó interrumpida
la historia de Tucídides.
El postrer
período de la guerra (desde el año 411 hasta el 404) nos es considerablemente menos
conocido. Las fuentes básicas para su estudio son las Helénicas, de Jenofonte, principalmente, y además los
fragmentos de Diodoro de Sicilia y algunas biografías de Plutarco, en especial
las de Alcibíades y Lisandro.
Para el
análisis del régimen político-social de Atenas, para la caracterización de su
estado económico a comienzos de la guerra, para conocimiento de la situación y
los ánimos de los diferentes grupos de la población ateniense, incluidos los
esclavos, tienen gran importancia las comedias de Aristófanes, la seudo
jenofontiana Política ateniense, la obra de Aristóteles del mismo nombre
y los discursos de los oradores atenienses.
También las
inscripciones de aquel tiempo constituyen una fuente importante para el historiador.
Son, en lo esencial, textos de tratados, listas de inventarios, informes de los
templos atenienses, datos acerca de los foros abonados por los miembros de la
Liga marítima ateniense y algunos decretos de la iglesia.
Los
respectivos textos están publicados en la recopilación de las inscripciones
griegas Inscripciones Graecae
(en lo sucesivo, sencillamente IG),
y en los ejemplares corrientes de las revistas arqueológicas, en primer
lugar, en Hesperia.
Merced a
esos textos epigráficos, estamos en condiciones de determinar las dimensiones
del tributo que Atenas impuso a los miembros de la arqué, precisar los gastos efectuados en las diversas expediciones
y caracterizar el contenido de los pactos de los aliados entre Atenas y muchas
de las polis.
Relación de fuerzas de los adversarios
«El motivo más
verdadero, aun cuando el menos visible en lo que se dice, consiste, en mi opinión,
en que los atenienses, al crecer su poderío, comenzaron a infundir recelos a
los lacedemonios, con lo cual los obligaron a empezar la lucha.» Así es como define Tucídides la causa fundamental de la guerra
más grande en la historia de la Hélade. En efecto: el repentino y tumultuoso
crecimiento del poderío de Atenas en el transcurso de la pentecontecia, esto es, de los cincuenta años transcurridos entre
la destrucción del ejército de Jerjes y el comienzo de la guerra del
Peloponeso, amenazaba la hegemonía de Esparta, inclusive en el propio
Peloponeso.
Tal
crecimiento tenía lugar en el cuadro de la lucha social y de clases. La
consolidación y aumento del poder de Atenas determinaba en todas partes el
triunfo de la democracia, al tiempo que el principio básico de la política
espartana era la implantación de regímenes oligárquicos.
El entrelazamiento
de los problemas de política exterior con los de orden social conducía inevitablemente
a la guerra. De esta manera, la rivalidad entre Esparta y Atenas por la hegemonía
en la Hélade, es decir, por la implantación en las restantes polis de
regímenes, aristocráticos o democráticos, fue la causa fundamental de la
guerra.
Sin
embargo, apenas si puede considerarse a Atenas como parte agresora. La
iniciativa en el desencadenamiento de la tormenta bélica fue, sin duda alguna,
de Esparta, de la liga peloponesiaca.
Tucídides
escribe sobre esto en forma retrospectiva, valorando la situación creada antes
del comienzo de la guerra de Decelia: «En
la guerra anterior [en la de Arquídamo] —creían los lacedemonios—, la culpa de
haber violado el tratado recaía más bien sobre ellos, ya que en aquel entonces
los tebanos habían atacado a Platea en tiempos de paz, y siendo que, por el
tratado anterior, no ser permitía empuñar las armas si la otra parte ofrecía
solucionar el asunto mediante negociaciones, ellos, los lacedemonios,
reconocían haber rechazado la proposición de los atenienses de someterse a arbitraje.
En consecuencia, los lacedemonios reconocían como merecidos todos sus fracasos,
y así explicaban su derrota en Pilos y las demás calamidades que cayeron sobre
ellos.» Se comprende que todo esto no significa, ni mucho menos, que, en el
lapso de los años 433-431, los atenienses tendieran hacia la paz. La política
de Pericles era irreconciliable; la guerra tenía carácter agresivo, injusto, de
pillaje, tanto de un lado como del otro.
Un segundo
grupo de contradicciones, aun cuando de menor importancia, pero, en cambio, más
agudas, estaba vinculado con el choque
de intereses entre el comercio ateniense y el sector comercial de los
miembros influyentes de la Liga del
Peloponeso: Corinto y Megara. Las tres causas de la guerra las cuestiones
de Corcira, de Potídea y de Megara tenían como reverso el antagonismo
ateno-corintio.
La
divergencia entre la línea política de Corinto y la de Esparta es perceptible
en todo el transcurso de la guerra, y eran los representantes corintios, precisamente,
los que constantemente exigían las medidas más contundentes contra los atenienses.
Entre los
años 435 y 431 la arché[11]
ateniense fue la más grande unión política de la mitad oriental de la
cuenca del Mediterráneo. Además de la propia metrópoli, formaban parte de ella todas
las polis griegas, sin excepción, de la costa occidental del Asia Menor, desde
la costa del mar Negro hasta Rodas, casi todas las islas de la cuenca del mar
Egeo (salvo Melos, Tera y Creta), la aplastante mayoría de las polis del
litoral de la Propóntide, Tracia, la Calcídica y muchas otras polis situadas en
las costas del mar Negro. En el Norte y en el Oeste, Tesalia, Corcira, Epidamne
y Zacinto eran aliadas de Atenas. En la Grecia central, los atenienses tenían el
apoyo de los ciudadanos de Platea, de los mesenios de Naupacta y de la mayoría
de los acarnanios. También simpatizaban con ellos, en mayor o menor grado, las
poblaciones de muchas ciudades jonias de la Magna Grecia y de Sicilia. No sin
razón denomina Aristófanes al demos ateniense, «el señor de tantas ciudades, amo desde Sardes hasta el Ponto», y
prosigue: «De ciudades e islas, que nos pagan tributo, hay un millar y quizá
más aún.»
Un
fragmento satírico:
«Si se ordenara a cada una tomar a su costa dos
decenas de atenienses, Veinte mil ciudadanos podrían pasar la vida en
abundancia y con liebres asadas.
Sin levantarse de las mesas y sin quitarse las coronas,
y alimentándose con pan dulce con miel...» nos
proporciona una idea, si bien un tanto exagerada, pero bastante clara acerca de
las dimensiones de los dominios atenienses. En las listas de aliados de Atenas
que se han conservado hasta nuestros días, y que se refieren a los que pagaban
el foros, aparecen los nombres de más de
300 polis integrantes de la arché ateniense.
El foros
representaba, término medio, una suma de 600 talentos anuales. A comienzos de
la guerra, en la acrópolis había guardados 6.000 talentos de moneda acuñada y
otros diferentes valores por valor de 3.500 talentos.
Las fuerzas
armadas de Atenas se componían de la flota de guerra, que alcanzaba a 300 trieres, y de un ejército que
contaba con cerca de 27.000 hoplitas.
Si bien este ejército terrestre era inferior al espartano en número y, sobre
todo, en calidad bélica, la armada naval, en cambio, era inigualable. En un
discurso que Tucídides atribuye a Pericles, pronunciado al comienzo de la guerra,
el orador subraya la superioridad de los atenienses en el campo financiero y,
en especial, en el campo naval.
Hablando de
los costados vulnerables de los peloponesiacos, anotaba que «el obstáculo más grande será para ellos la
falta de dinero, pues siempre han de sufrir atrasos al procurar proveerse de
él; y los acontecimientos bélicos no esperan». En cambio, los atenienses al
disponer de enormes recursos pecuniarios, y siendo, como lo eran, amos en el
mar, se sentían absolutamente invulnerables al ejército de sus enemigos. En lo
que atañe al altivo reconocimiento de su poderío por parte de Atenas, da cabal
testimonio la declaración hiperbólica de Pericles a sus conciudadanos: «Y si yo tuviera la intención de
persuadiros, os aconsejaría que vosotros mismos asolarais vuestra tierra y la abandonarais,
haciendo ver así a los peloponesios que ni siquiera por ello os rendiríais.»
Los largos
muros que unían a Atenas con el Pireo constituían en aquel entonces un
obstáculo insuperable, incluso para el ejército espartano, que había pasado en
el Ática un tiempo bastante prolongado. Según una acertada observación de C.
Marx, «el ateniense, en su condición de
productor de mercancías, sentía su superioridad sobre los espartanos, debido a
que éstos disponían para la guerra solamente de hombres, y no de dinero».
Tucídides suministra una brillante caracterización de los atenienses, la que
proviene de sus enemigos más encarnizados,
los corintios.
En el
congreso de la Liga del Peloponeso, el representante de Corinto declaró: «Al parecer, vosotros no habéis tomado en
cuenta, en absoluto, qué son, qué representan aquellos atenienses contra
quienes habéis de luchar... A los atenienses les gustan las innovaciones y se distinguen
por la rapidez en hacer proyectos y en realizar lo que deciden, se atreven hasta
a lo que es su esperanza, por críticas que sean las circunstancias... Al vencer
a un enemigo, los atenienses los persiguen lo más lejos posible; y al perder
una batalla, se dejan desalojar lo menos posible... Y si en alguna empresa
fracasan, alientan en cambio nuevas esperanzas, y con ello suplen aquello que
han perdido. Son los únicos para los cuales la posesión de algo y la esperanza
de los proyectado, son una misma cosa, debido a la rapidez con que se ponen a realizar
sus decisiones».
El
adversario de Atenas fue la Liga del Peloponeso, de la cual formaban parte casi
todas las polis del Peloponeso, salvo
Argos y, en parte, Acaya. Era de importancia especial el hecho de que Megara, situada en el mismo istmo de
Corinto, se orientara en aquel tiempo hacia Esparta.
Esta última
circunstancia proporcionaba a los espartanos la posibilidad de invadir
libremente el Ática, y también de vincularse con sus muchos aliados en la
Grecia central. Entre los mismos se hallaban la unión de los beocios, la Lócrida oriental, la Fócida,
Ambracia, Léucada y Anactorión. Además, los lacedemonios podían contar con
el apoyo de las colonias dorias en Sicilia,
particularmente con Siracusa.
La fuerza
principal de la Liga del Peloponeso residía en el ejército de tierra. Según Plutarco, bajo el mando de Arquídamo[12],
hubo durante la primera invasión del Ática, 60.000 hoplitas peloponesios y
beocios.
La armada
peloponesia estaba compuesta, principalmente, de naves corintias y megarienses.
Si a éstas
se añaden las escuadras auxiliares de Sición[13],
Hielea (Elea, Hielé), Ambracia[14]
y Léucada[15],
el total de barcos peloponesios llegaba a la imponente cifra de 300 unidades,
lo cual casi equivalía a la flota de Atenas. Sin embargo, la capacidad
combativa de las naves peloponesias era insignificante. En las batallas navales
de aquel tiempo, el triunfo se decidía por la instrucción que tenían los
tripulantes y residía en la capacidad de manejar el ariete. En este aspecto,
las trieres atenienses no tenían iguales. Además, la flota ateniense que se
componía de sólo 300 trieres, fue reforzada, al comienzo de la guerra, por 120
trieres corcirias.
En vista de
ello, «los lacedemonios ordenaron construir y equipar doscientas naves en
Italia y Sicilia, a las ciudades que se habían colocado de su parte».
En cuanto a
las, finanzas espartanas, las mismas no podían, realmente, compararse de modo alguno con los medios pecuniarios de
la arqué ateniense; aun así, tenía también en su poder sumas nada
despreciables. Para la manutención de la flota de 300 trieres, aun cuando sólo
fuese durante las operaciones bélicas, se requería, como mínimo, tres talentos
diarios.
Tales eran
aproximadamente los recursos y el potencial económico-militar de ambas partes, listas
ya para entrar en guerra. Empero, la situación interna era bastante tensa. No
obstante el bienestar exterior, el gran número de contradicciones interiores
estaba socavando la solidez de la retaguardia ateniense.
En primer
lugar, se trataba del antagonismo de clases entre esclavos y esclavistas. El
régimen estatal de Atenas era más democrático que en todo el resto de Grecia, y
en Atenas todos los ciudadanos tomaban parte directa en los comicios. No debe
olvidarse, empero, que esa democracia era una democracia esclavista. La
cuestión referente al número de esclavos en el Ática no ha sido resuelta hasta
ahora por la ciencia. Pero, aun admitiendo como mínima una cantidad de 70.000
esclavos, también en este caso llegaríamos a la deducción de que el número de
los esclavos superaba considerablemente al de sus amos.
Ciertamente,
en la Atenas del siglo V, los esclavos «...
no podían crear una mayoría consciente, ni partidos que dirigieran la lucha; no
estaban en condiciones de darse cuenta hacia qué fin estaban marchando; e
inclusive en los momentos más revolucionarios de la historia ellos eran
solamente peones en el tablero, o ser juguetes en manos de las clases
dominantes». Así sucedió también durante la guerra del Peloponeso. No
obstante, la huida de más de 20.000 esclavos atenienses, en su mayor parte artesanos,
hacia los espartanos, a Decelia[16],
fue un golpe muy grave para el poderío económico de Atenas, aun cuando los
esclavos no constituyeran allí una amenaza tan permanente para el Estado como
lo eran las agitaciones crónicas y las sublevaciones de ilotas en Esparta.
Es muy
importante, también, la cuestión que atañe a las relaciones entre Atenas y sus aliados.
La cantidad de habitantes en las ciudades aliadas superaba en decenas de veces
a la del Ática. Y del grado de obediencia de aquéllos dependía la posibilidad,
para Atenas, de realizar operaciones bélicas. A la vez, los aliados estaban
indignados, en primer lugar, por estar obligados a pagar un tributo anual a
Atenas, en escala mayor aún que cuando se hallaban sometidos al poder del rey
persa. Además, los atenienses oprimían a sus aliados de distintas maneras,
económica y políticamente. No en vano hablaba Pericles del «odioso poder» que
los atenienses ejercían sobre sus aliados, y declaró abiertamente: «Pues vuestro poder tiene ya el aspecto de
una tiranía.» Más acremente aún se formula el mismo pensamiento en el
discurso de Cleón: «Vosotros (los
atenienses) no tomáis en cuenta que vuestro imperio es una tiranía, que vuestros
aliados alientan pensamientos hostiles y están bajo vuestro poder contra su
voluntad.»
El mismo
pensamiento expone Tucídides ya como su opinión personal: «La mayoría de los helenos estaba indignada contra los atenienses, unos
porque querían librarse de su dominio, y otros por temor a ser sometidos al
mismo.» Incluso durante las negociaciones con Esparta, los propios
atenienses hacen la observación de que «la
mayoría de los aliados sentían odio hacia nosotros». Claro está que tal
caracterización caiga quizá en alguna exageración, dadas las indudables
simpatías oligárquicas de Tucídides. Entre los elementos democráticos, los atenienses
gozaban en cierta medida de apoyo incondicional.
Finalmente,
un tercer grupo de contradicciones en la sociedad ateniense lo constituían las contradicciones
entre la oligarquía terrateniente,
descendiente de los eupátridas[17],
y las agrupaciones democráticas
artesano-mercantiles. La agrupación que respaldaba a Pericles se apoyaba en
la aplastante mayoría de los ciudadanos atenienses; entraban en ella los
mercaderes y los artesanos que trabajaban para la exportación, los aldeanos
afincados en la ciudad que tomaban parte en la grandiosa obra edificadora de
Atenas y, finalmente, la enorme masa compuesta de muchos miles de ciudadanos
que, en una u otra forma, recibían paga del Estado, por cuenta de los ingresos
de la arché. En la lucha política el campesinado del Ática desempeñaba gran
papel, pues, debido a sus vacilaciones, generalmente proporcionaba la superioridad
a una u otra de las dos partes.
Durante el
Gobierno de Pericles, a lo largo de casi quince años, la oposición de los
oligarcas se halló aplastada, pero no liquidada, y al aparecer complicaciones
en la política exterior, volvió a encenderse con fuerza más grande aún. Tenía mucho
valor, finalmente, y en especial durante los últimos años del Gobierno de
Pericles, la oposición de los círculos democráticos radicales encabezados por Cleón[18].
Este grupo representaba
las capas de la ciudadanía ateniense interesada en la máxima expansión, tanto económica
como política. Así y todo, durante el período inmediatamente anterior a la declaración
de la guerra, los adversarios de Pericles no se atrevieron a declararse
abiertamente en su contra, prefiriendo socavar y minar su autoridad en forma
indirecta, atacando y comprometiendo a sus allegados.
Como blanco
de sus dardos, eligieron a Fidias,
Aspasia y Anaxágoras. A Fidias se le acusó de haberse apropiado de
diferentes valores durante la erección de la estatua de la diosa Atenea. A
pesar de no haber sido probado el cargo, Fidias fue encarcelado y murió en la
prisión, según lo cuenta Plutarco. Fidias era amigo personal de Pericles, y,
para colmo, es precisamente a éste a quien había sido encomendada la tarea de controlar
los fondos entregados al artista. De esta manera, la condena de Fidias asestó
un golpe feroz la autoridad personal de Pericles. El proceso contra la esposa
de Pericles, Aspasia, acusada de blasfemia, no obstante haber sido absuelta
debido «a las humildes súplicas» de
su marido, socavó considerablemente el peso político del timonel del Estado
ateniense. Finalmente, el tercer amigo de Pericles, el filósofo Anaxágoras,
también fue acusado de blasfemia.
Al parecer,
en este caso la cuestión no llegó al tribunal. Sin embargo, los tres golpes
asestados, uno tras otro, a Pericles, probaban la activación de la oposición en
Atenas, aun antes de la declaración oficial de guerra.
Aun así, y
a pesar de la lucha interna, la democracia ateniense tenía confianza en sus
fuerzas. El tono de los discursos de Pericles, según Tucídides, la postura de
este historiador respecto al dirigente de la política ateniense, la apreciación
general de la actividad de Pericles que se formula en las obras de todos los
historiadores griegos, testimonian todos la estrecha unidad de la masa
fundamental del demos en torno de su conductor.
Quizá lo
pruebe mejor la apreciación que de la democracia ateniense diera su enemigo
jurado, el autor de la seudo-jenofontiana
Constitución de Atenas. Aunque en cada capítulo subraya su
hostilidad y desprecio hacia el régimen político de su propia polis, el autor
se ve forzado a reconocer, con igual frecuencia, que la Constitución ateniense
ofrecía todas las posibilidades para llevar al ejercicio del poder al demos
esclavista. Escribe: «Si algunos se
asombran de que los atenienses prefieran en todos los sentidos a las gentes
sencillas y pobres, a las gentes del demos, antes que a los nobles, tengan en cuenta
que con eso mismo, como se ha de aclarar inmediatamente, están resguardando la democracia.
Precisamente, cuando los pobres y, en general, la gente del pueblo, los hombres
de rango inferior, alcanzan un bienestar, y cuando aumentan en número,
consolidan y afianzan la democracia.» Y hay que hacer notar que esa misma Constitución
de Atenas fue escrita después del fallecimiento de Pericles, bajo la
reciente impresión del asolamiento del Ática por los peloponesios, la peste
bubónica y muchas otras calamidades que se descargaron sobre Atenas.
El propio
autor da término a su pasquín calumniador, con el reconocimiento del poderío
del demos: «Para atentar contra la
existencia de la democracia ateniense, se necesita muchísimo más que un puñado
de hombres.»
La
retaguardia espartana, en cuanto se refiere a los aliados de Esparta, era mucho
más sólida que la ateniense. Esos aliados estaban interesados en mayor grado
que la propia Esparta en el aplastamiento de Atenas. Tanto la oligarquía
corintia como la tebana empujaban permanentemente a los lacedemonios a acciones
decisivas. Los primeros asumieron la pesada tarea de financiar la Liga
peloponesiaca; y los segundos, al atacar a Platea, dieron comienzo directo a
las operaciones bélicas. Una circunstancia sumamente importante era el hecho de
que las polis que formaban la Liga peloponesiaca no pagan ningún foros. «Los
lacedemonios gozaban de la hegemonía sin cobrar tributo a sus aliados.»
La divisa autonomía, bajo la cual habían entrado en guerra los
espartanos, era, sin duda alguna, muy popular entre los helenos. No sin razón
se la menciona en todos los discursos de los dirigentes de la Liga peloponesiaca.
Por otra parte, tal divisa no hubiera podido tener eficacia política alguna,
sin el término autonomía no se observara, en mayor o menor grado, en las
relaciones entre Esparta y sus aliados. En cuanto a la mayor solidez de la Liga
del Peloponeso, de ella da testimonio claro el hecho de que, en toda la guerra,
casi treinta años, no se registró ningún caso de defección por parte de los aliados
de Esparta.
Empero, y
más aún que en Atenas, se hallaba muy agudizado en Esparta el segundo grupo de contradicciones:
el antagonismo entre los esclavos y los esclavistas. El problema decisivo en la
política interna de Esparta era el de mantener en la obediencia a los ilotas.
Tucídides subraya que «entre los
lacedemonios, la mayor parte de las medidas estuvieron siempre destinadas a protegerse
contra los ilotas. Había resultado especialmente peligroso para Esparta el levantamiento
de los ilotas durante la campaña de Pilos. Sin embargo, por medio de una serie
de procedimientos, en primer lugar, recurriendo al terror más cruel el
exterminio de dos mil ilotas de mayores méritos; el envío al extranjero con
Brasidas, en calidad de hoplitas, de unos 700 ilotas; el envío de 600 ilotas y
neodamodos a Sicilia y a veces mediante la manumisión de algunos de ellos, los
espartanos consiguieron su objetivo y, en general, conjugaron el peligro de una
total sublevación de los ilotas durante la guerra».
Pretextos inmediatos de la guerra
El primer
nudo de contradicciones que condujo directamente a la guerra surgió en el mar Adriático,
a propósito de Corcira. Corcira (la
actual Corfú), la más septentrional y más grande de las islas Jónicas, cuya
superficie es de unos 950 kilómetros cuadrados, era el punto más importante en
el camino hacia la Magna Grecia. La ciudad había sido fundada por Corinto, y
sus habitantes estaban vinculados por lazos de parentesco con los miembros de
la Liga del Peloponeso.
Sin
sostener un comercio más o menos considerable, los corcirios disponían, sin embargo,
de grandes recursos. Según Tucídides, los corcirios eran «los dueños de todo aquel mar», y, lo que es más importante, al
disponer de 120 trieres poseían la tercera flota, incluso la segunda por su
magnitud, de toda la Hélade. «Por su
situación material, los corcirios eran tan ricos como los helenos más ricos de
aquel tiempo, y por su preparación guerrera eran incluso más poderosos. Se
jactaban a veces de la considerable superioridad de su flota.»
En el año
436, en la colonia corciria de Epidamno (hoy Durazzo), los demócratas
expulsaron a los oligarcas; éstos se unieron con las tribus vecinas y
comenzaron a estrechar y a vejar a los habitantes de la ciudad, quienes
apelaron a Corcira sin resultado alguno, debido a que los aristócratas que allí
gobernaban no quisieron enfrentarse a los oligarcas de Epidamno.
Los epidamnios
enviaron entonces embajadores a Corinto, que mandó en su ayuda a una considerable
cantidad de colonos y, poco después, entre 75 y 80 naves con 2.000 hoplitas.
Este hecho sirvió como casus belli entre Corcira y Corinto. En la
batalla de Leucimnos (verano del año 435), los corcirios derrotaron a sus
adversarios. Durante todo el año siguiente, los corintios estuvieron equipando
una enorme flota de 150 trieres, de las cuales 60 le fueron proporcionadas por
sus aliados: ambraciotas, megarienses,
eleatas y otros. En tal emergencia los corcirios, que no podrían ponerse a
salvo frente a tamaño peligro, se dirigieron a la ecclesia de Atenas solicitándole
ser aceptados dentro de la arqué ateniense.
Con todo,
los espartanos aún no estaban dispuestos a iniciar la guerra. Los corcirios
gozaban de gran influencia en Esparta, y cuando, al comienzo del conflicto con
Corinto, propusieron resolver la cuestión mediante un arbitraje, Esparta se
manifestó a favor de esta propuesta. Era evidente que no quería hacer la guerra
contra Corcira, debido a lo cual los corintios se vieron forzados a esperar una
oportunidad para involucrar a toda la Liga peloponesiaca en una guerra contra
Atenas. Para esto le sirvió de ayuda el incidente de Potídea, que fue el
segundo pretexto del conflicto bélico.
Potídea[19] era una colonia corintia en la Calcídica, situada en un punto
excepcionalmente cómodo en el istmo que une a la península de Palena con el
continente. Se trataba de una pequeña polis estrechamente vinculada con su metrópoli,
Corinto, la que anualmente le enviaba a los más altos funcionarios, los
llamadas epidemiurgos.
En aquel
momento, la situación en el litoral de la Calcídica era sumamente compleja. Las
ciudades helenas del litoral formaban parte de la arqué ateniense y pagaban un
foros duplicado.
El de la
ciudad de Potídea fue elevado, de seis talentos que pagaban en el año 435, a
15, lo cual suscitó gran indignación entre sus habitantes. Por el lado del
continente, las polis calcídicas se hallaban sometidas a una fuerte presión,
tanto de parte de la Macedonia encabezada por el enérgico e inquieto rey
Pérdicas como de parte de las coaliciones de las tribus tracias, en particular,
la de los odrises. La situación de esas ciudades helenas se complicaba también
por la desconfianza que inspiraban a los atenienses, bajo cuyo permanente
control se encontraban.
Además, los
atenienses, que proyectaban apoderarse de los yacimientos auríferos de Tracia y
de los bosques de Macedonia, ricos en madera aptos para la industria naval,
perseguían con particular energía la consolidación de sus posiciones en aquella
región, y, tras prolongadas tentativas fracasadas, fundaron allí la colonia de
Anfípolis.
Todo ello
forzaba a Potídea a buscar una salida y a afianzar los vínculos con Corinto y
con la Liga del Peloponeso. Dado tal estado de cosas, los atenienses exigieron
a Potídea que «demoliera las murallas del
lado de Palena [es decir, del lado del mar», entregara rehenes y despidiera
a los inspectores. Para reforzar sus exigencias, los atenienses enviaron hacia
esa región 1.000 hoplitas en 30 naves, y luego otros 2.000 en 40 naves más. Por
su parte, Corinto prometió a los potideatas la mayor ayuda posible de parte de
la Liga peloponesiaca, y envió un destacamento de voluntarios compuesto de
1.600 hoplitas y 400 peltastas.
En la
primavera del año 432 Potídea se separó oficialmente de Atenas y firmó un
tratado defensivo con los calcídicos. Las huestes atenienses cercaron a Potídea
por todos lados, forzando a los peloponesiacos a encerrarse en el interior de
la ciudad. El asedio a Potídea constituyó el segundo pretexto del conflicto
entre los atenienses y los peloponesiacos que provocó la guerra.
Finalmente,
el tercer pretexto que determinó la decisión peloponesiaca de declarar la
guerra fue el llamado psefisma.
Megara, el vecino más cercano del Ática por el sudoeste, estaba situada en el
mismo istmo. Sus puertos de Pagas y Nisaia, en los golfos Corinto y Sarónico, respectivamente,
eran lugares especialmente aptos para el estacionamiento de la flota. Además, Megara
mantenía estrechos vínculos con una serie de colonias fundadas por ella en
Sicilia (Trótilo, Tapsos, Megara Hiblea, en parte Selinonte), y también con
Bizancio y Calcedonia, en el Bósforo.
La posición
de Megara en la lucha entre Atenas y Esparta no era estable. Pero, al mismo tiempo,
la posesión de su territorio tenía una importancia estratégica muy grande para
cada una de las dos partes. Poseyéndola y, en particular, poseyendo el paso de
la Gerania, Atenas habría cerrado la salida del Peloponeso a las falanges
espartanas aislándolas de sus aliados de la Grecia central. A su vez, Esparta
tenía necesidad de la Megárida para asegurarse el contacto con su aliada
Beocia. La lucha por Megara fue una de las causas de la primera guerra entre
Atenas y Esparta; los demócratas megarienses que gobernaban en la polis
titubearon constantemente entre la democracia ateniense y los oligarcas
peloponesiacos. Las relaciones entre ellos y Atenas adquirieron un carácter
especialmente agudo debido a la defección de Megara, que se separó de la arqué
ateniense en el año 446, y también con motivo de haber prestado Megara su apoyo
a Corinto en la lucha contra Corcira. En el invierno del 432, la ecclesia de
Atenas emitió un decreto especial sobre Megara (el psefisma megariense), de
acuerdo con el cual, «contrariamente al convenio... fueron cerrados a los
megarieneses los puertos en los dominios de Atenas y el mercado ático». Se daba
como argumento el hecho de que los megarienses «habían arado las tierras sagradas...
y acogían a esclavos fugitivos de Atenas». Al parecer, esta última
circunstancia desempeñó un papel esencial, ya que fue expuesto oficialmente por
Atenas durante las negociaciones con Esparta. De esta manera, las fugas masivas
de esclavos atenienses quedan atestiguadas por Tucídides como ocurridas no sólo
en el período de operaciones bélicas (a lo cual nos hemos referido ya), sino
también en períodos anteriores. Esta resolución de la ecclesia supuso una
auténtica catástrofe para Megara.
Preparación diplomática de la guerra
Las
negociaciones entre la Liga del Peloponeso y Atenas, que se llevaron a cabo el
año 432, ofrecen interés desde el punto de vista de la preparación diplomática
de la guerra. Aquí hay que señalar que, no obstante su habitual torpeza, los
diplomáticos espartanos se comportaron muy hábilmente y, con la divisa de la
libertad panhelénica, se aseguraron el apoyo del mayor número de aliados para
la guerra en ciernes, tanto entre las polis griegas libres como entre las
aliadas de los atenienses.
La cuestión
de la guerra fue de hecho resuelta en la reunión de Esparta, en julio del año
432, cuando las quejas de los aliados contra la arbitrariedad de los atenienses
(entre las cuales resonó la manera particularmente estridente la declaración de
los delegados corintios), inclinaron a los espartanos a reconocer a Atenas como
culpable de violar el tratado de los treinta años. Poco después, los espartanos
convocaron una reunión de los delegados de la Liga peloponesiaca con el fin de
tomar una resolución definitiva y oficial. Y dado que la mayoría votó en favor
de una guerra, ésta se hizo ya inevitable. En la misma reunión fueron
establecidos los contingentes de cada uno de los aliados, y se resolvió a este
respecto que no debía haber ninguna demora. Sin embargo, Esparta necesitaba aún
cierto tiempo para sus preparativos bélicos y diplomáticos, en los cuales
invirtió cerca de un año. Tucídides relata, con bastante acopio de detalles,
los preparativos bélicos de los lacedemonios. En la inteligencia de que sin
prevalecer en el mar nunca podrían vencer a los atenienses, «los lacedemonios
ordenaron a aquellas ciudades de Italia y Sicilia que habían tomado su partido
construir y equipar 200 naves de acuerdo con la magnitud de cada ciudad, de
manera que con las que ya tenían en Grecia, la cantidad total de sus barcos
alcanzaría la cifra de 500. Además, les ordenaron que les procuraran ciertas
sumas de dinero».
En lo que
respecta a la preparación diplomática de la guerra, la primera exigencia de los
peloponesios fue «expulsar a los
culpables de sacrilegio contra la diosa», lo que prácticamente significaba
la expulsión de Pericles, quien por línea materna descendía de la familia de
los Alcmeónidas, causantes del asesinato de Cilón. Es claro que tal exigencia fue
meramente demostrativa. «Al luchar como
si se tratara ante todo de vengar a los dioses..., los lacedemonios no
confiaban tanto en que Pericles fuese expulsado como en que su exigencia le
desacreditase ante los ciudadanos, irritándolos contra él.» En respuesta,
los atenienses formularon una contraexigencia: que se expulsara de Esparta a
los culpables de haber dado muerte a los ilotas en el Tenaro (año 464), y a los
culpables del asesinato del rey Pausanias en el templo de Atenea Calquiecos.
La segunda
etapa de la lucha diplomática comenzó con la exigencia espartana de levantar el
asedio a Potídea y otorgar la libertad a Egina. La exigencia fundamental fue la
de abolir el psefisma megariense, respecto a lo cual los embajadores declararon
que no habría guerra en caso de avenirse los atenienses a hacer esa concesión.
Pero también estas exigencias de Esparta fueron rechazadas. La última embajada
llegó a Atenas hacia finales del invierno del año 431, con un ultimátum: «Los lacedemonios desean la paz, y ésta llegará
si vosotros [los atenienses] dais autonomía a todos los helenos.» Tal
medida de la diplomacia espartana tenía un gran significado político. Al
valorar la situación en la Hélade después del ataque tebano contra Platea,
Tucídides anota: «La simpatía de los
helenos se inclinaba en mayor grado hacia los lacedemonios, tanto más viendo
que éstos declaraban que su propósito era el de liberar a la Hélade... Al mismo
tiempo, la mayoría de los helenos estaba indignada contra los atenienses, unos
porque querían librarse de su dominio, y otros por el temor a ser sometidos al
mismo.»
A propuesta
de Pericles, la ecclesia ateniense respondió al ultimátum espartano con una áspera
negativa. Lo cual significaba la ruptura de las relaciones diplomáticas y debía
conducir, en un futuro cercano, a una guerra declarada.
El comienzo
de las acciones bélicas fue dado por los tebanos. Durante los trabajos
agrícolas primaverales del año 431, un destacamento de 300 tebanos, comandado
por dos beotarcas, cayó inesperadamente sobre Platea, lindante con el Ática. Más
hacia la madrugada los plateos organizaron un contragolpe y tomaron prisioneros
a 180 tebanos, entre los cuales había muchos miembros de las familias beocias
de más abolengo. Debido al tumultuoso desbordamiento del río Asopos, las
principales tropas tebanas no pudieron acercarse a Platea, de manera que los prisioneros
fueron ejecutados por los plateos, indignadísimos por la conducta traicionera
de los tebanos esto es, por su ataque. Con este motivo, en Atenas fueron
apresados todos los beocios que se hallaban en el Ática.
Esta
manifiesta violación del tratado de los treinta años señaló el principio de la
guerra del Peloponeso.
2. La guerra de Arquídamo
Planes estratégicos de ambas partes
El primer
período de la guerra del Peloponeso lleva la denominación de guerra de Arquídamo,
por el nombre del rey espartano Arquídamo II, quien mandaba los ejércitos de la
Liga peloponesiaca en el comienzo de la guerra. Este período de la guerra se
prolongó desde principios de abril del año 431 hasta la paz celebrada entre
Atenas y Esparta el 421 a. C.
El plan
estratégico de Esparta fue formulado por Arquídamo en un discurso dirigido a
los peloponesiacos y a sus aliados. Arquídamo señaló que los ejércitos reunidos
bajo su mando representaban el ejército más grande, «un ejército enorme y
valeroso». Los atenienses no podían oponerle ni siquiera la mitad de su número
a los hoplitas, y hubiera sido una insensatez intentar combatir con el enemigo
en campo abierto. Sabiéndolo, Arquídamo quería provocar a los atenienses y
atraerlos a aceptar una batalla, contando con su furia «cuando vieran asolada
su tierra y destruidas sus propiedades». Por añadidura, Arquídamo alentaba la
esperanza de que los atenienses, «entre los cuales había una juventud de las
más brillantes familias, y se encontraban mejor preparados que nunca para la
guerra, quizá pasaran a la ofensiva, no pudiendo contenerse al ver sus campos
arrasados». En el plan de Arquídamo se percibe la tendencia a privar al grupo de
Pericles del apoyo del numeroso campesinado ático que, en el caso de una
invasión peloponesiaca se vería privado de sus bienes; el descontento de los
campesinos tendría que crear muchas dificultades a la posición de Pericles.
Así, pues,
el jefe peloponesiaco quería terminar la guerra de un solo golpe. Solamente en caso
de fracasar este plan, entraría en acción la flota paulatinamente preparada de
antemano; mas, aún en tal caso, el papel que se le concedía era secundario. Es
posible que los espartanos contaran también con la ayuda de los oligarcas
atenienses. No sin razón Pericles habíase negado a entrar en negociaciones con
el embajador espartano Melesipo, enviado a Atenas antes de la invasión de
Arquídamo al Ática; y los atenienses le despidieron «con una escolta para
evitar que entrara en comunicación con nadie».
La
estrategia ateniense fue expresada en el discurso de Pericles: «Él les aconsejó lo mismo que antes; que se
prepararan para la guerra y llevaran todas sus cosas a la ciudad; que no salieran
a librar batalla, sino que se encerraran dentro de la ciudad y la guardaran,
alistando la flota, que era su fuerza, y que no dejaran de tener bajo sus manos
a los aliados.» Era ésta la parte defensiva del plan, cuyo propósito,
tomando en consideración la enorme superioridad de los peloponesiacos en tierra
firme, consistía en enfrentarlos a una guerra de agotamiento, en la que el
papel decisivo sería desempeñado por la flota y por el poderío financiero de
Atenas. El prolongado bloqueo de las costas del Peloponeso y el embotellamiento
del comercio corintio, obligarían al enemigo de acuerdo con el plan de Pericles
a pedir la paz, tarde o temprano.
En este
plan, el papel principal debían desempeñarlo las fuerzas atenienses en el mar
Jónico.
Como ya
hemos señalado anteriormente, por allí pasaban los caminos fundamentales del comercio
corintio; desde Sicilia, también iban cereales al Peloponeso. Para que el
bloqueo tuviera éxito, se necesitaba llevarlo a cabo desde ambos flancos. Y por
ello los atenienses «enviaron embajadas,
sobre todo a las localidades vecinas al Peloponeso: Corcira, Cefalonia, Acarnania
y Zacinto, considerando que de serle éstas firmemente adictas, estarían en condiciones
de derrotar al Peloponeso cercándolo».
La mejor
confirmación de acierto de este plan la da el reconocimiento de su racionalidad
por el principal adversario de Pericles: «Los
dueños del mar pueden hacer lo que sólo a veces les es dable hacer a los dueños
de la tierra firme: asolar las tierras de los más fuertes; pueden, precisamente,
acercarse con los barcos hasta los lugares donde no hay enemigos, o donde los hay
pocos; ... Si ellos [los atenienses] hubiesen dominado en el mar viviendo en
una isla, tendrían la posibilidad de no sufrir nada malo, aun cuando desearan
inferir daños a los demás.»
Como todo
plan militar, el planteamiento táctico de Pericles tenía un carácter bélico y,
a la par, político-social. Su aspecto más vulnerable era que sacrificaba los
intereses de los campesinos atenienses, cuyas propiedades, en su totalidad,
eran despiadadamente destruidas y asoladas. Esta circunstancia determinó el
crecimiento de la oposición al curso tomado por Pericles en la Atenas asediada
y fue enormemente en detrimento de la capacidad combativa de Atenas en el
comienzo de la guerra. El segundo gran defecto del plan ateniense fue el de encomendar
a la armada un papel meramente pasivo: el bloqueo del Peloponeso, sin desembarco
y sin crear plaza de armas en territorio enemigo. Solamente la democracia esclavista,
que llegó al poder durante el curso de la guerra, teniendo a la cabeza a Cleón
y a Demóstenes, completó el plan de Pericles incluyendo en el mismo operaciones
activas de la flota, lo cual fue, precisamente, lo que determinó la paz de
Nicias, favorablemente a Atenas.
Comienzo de las operaciones bélicas
Durante los
primeros dos años, las operaciones bélicas se desarrollaron de acuerdo con los planes
estratégicos de las dos partes beligerantes. A mediados de junio del año 431,
los ejércitos peloponesiacos invadieron el Ática, los atenienses tuvieron tiempo
para poner a resguardo a la gente y a sus pertenencias tras los Largos Muros y
en las islas. «Los atenienses...
empezaron a hacer entrar, de los campos a la ciudad, a sus mujeres y a sus
hijos, y a acarrear los enseres restantes; la hacienda menor y las bestias de
carga las transportaron a Eubea y otras islas adyacentes, y desarmaron incluso
las partes de madera de sus casas.» Los peloponesiacos se dirigieron,
dejando de lado Enoé, a través de Eleusis, hacia la llanura Triásica,
orientándose hacia el mayor de los demos atenienses, Acames. El cálculo de
Arquídamo era sencillo; había querido provocar a los atenienses a dar batalla.
La amenaza de devastación del Ática debía a su entender obrar con más fuerza
sobre los atenienses que la misma devastación, pues, después de haber sido
destruidos sus bienes, los atenienses ya no tendrían qué perder, de manera que,
sin duda, se encerrarían tras los muros de la ciudad. Cuando la política de
expectativa adoptada por Arquídamo no surtió el efecto deseado, él mismo inició
la devastación del Ática, y, en especial, de la región de Acames. Este demos se
hallaba situado a unos nueve kilómetro de distancia de Atenas, de modo que los
de Acames, ubicándose en las murallas de la ciudad, veían claramente cómo iba
siendo destruida su propiedad. La cantidad de hoplitas que Acames enviaba al
ejército de Atenas llegaba a 3.000 hombres, y es fácil imaginarse la
indignación de los mismos antes la inactividad del dirigente ateniense,
Pericles.
Para tener
una noción cabal del significado económico-social de los perjuicios ocasionados
por la invasión del Ática por Arquídamo, es necesario prestar atención a dos
detalles. En primer lugar, no obstante el considerable desarrollo de los
oficios de artesanía y del comercio, aún en la época de Pericles, «al igual que en los tiempos antiguos y
también en los posteriores, hasta la guerra del Peloponeso, la mayoría de los
atenienses han nacido y vivido, con sus familias, en sus campos, obedeciendo a
la tradición; por ello no les resultó fácil evacuar sus casa, con todo lo que
tenían, sobre todo porque hacía poco tiempo que, después de las guerras
médicas, habían recobrado sus posesiones y se habían instalado en ellas».
El final de esta cita podría parecer algo exagerado por parte de Tucídides,
pues desde la última derrota de Jerjes había transcurrido ya medio siglo. Sin
embargo, no se han de olvidar las particularidades de la economía agropecuaria del
Ática. En lo fundamental, sus habitantes se ocupaban no en los cultivos
agrícolas propiamente dicho, sino en plantaciones en la viticultura y la
olivicultura, que requieren la labor de muchos años hasta poder recoger los
primeros frutos.
Basta
recordar el célebre cuadro que describe el ideólogo del campesinado ático,
Aristófanes.
El oráculo Anfiteo
trae, dentro de tres vasijas, tres variantes de tratados de paz de Lacedemonia.
Al
enterarse, los acarneses lo acosan:
«Gruesa, antigua, fuerte, intratable, Pétrea
es la gente, los guerreros de Maratón Y gritaron a voz en cuello: "¡Ah,
pillo, Tú trajiste la paz, pero nuestros viñedos Están todos pisoteados!".»
Al conocer
las tres variantes de tratados de paz por cinco, diez y treinta años, el héroe
de la comedia, Dikeópolos, declara que el primero huele a brea y a
reclutamiento militar (alusión al servicio en la armada y en el ejército), el
segundo tiene el resabio a embajadores, y el tercero tiene aroma y sabor de
ambrosía y néctar. La escena termina con las palabras de Dikeópolos: «Lo tomo, lo escancio y lo bebo; ¡Y los
acarnenses, que se hundan!
Libre de la guerra y de sus preocupaciones, Regresaré
a mi casa para festejar las Dionisiacas.»
De manera
que la destrucción de las tierras dedicadas a las plantaciones debía llenar de amargura
los corazones de los campesinos que se habían refugiado tras los inexpugnables
muros de Atenas. No obstante, postergando la convocatoria de la asamblea
popular, Pericles contuvo durante mucho tiempo el descontento de los hoplitas
reclutados en los demos rurales, salvando así de hecho al ejército ateniense de
un indudable desastre. Habiendo permanecido en el territorio del Ática cerca de
un mes, los peloponesiacos se vieron forzados a retirarse de Acames a través de
Oropos y de Beocia, después de lo cual licenciaron a los contingentes aliados y
regresaron a sus casas.
En el año
siguiente, 430, la invasión se repitió con la sola diferencia de que Arquídamo
entró en el Ática a comienzos de junio, y desde Acames dobló hacia el sudeste,
en dirección a las minas del Laurión. Durante esa campaña de verano, los
peloponesios permanecieron en el Ática, como máximo, cuarenta días. Pero esta
vez las depredaciones fueron considerablemente mayores que en el año anterior.
Así y todo, tampoco ahora salieron los hoplitas atenienses al encuentro de sus
enemigos.
Durante los
primeros dos años de la guerra, las operaciones activas de los atenienses, de acuerdo
con el plan de Pericles, tuvieron lugar principalmente en el mar. En el verano
del año 431 una poderosa escuadra compuesta de 100 trieres atenienses, 50
corcirias y algunas jónicas asoló el litoral del Peloponeso. También en las
aguas jónicas tuvo un éxito rotundo la escuadra ateniense: fue tomada la
colonia corintia de Solios, en la Acarnania, con lo cual se interrumpían las
comunicaciones por tierra firma entre Corintio y la región noroeste, y se
lograba la adhesión a Atenas de las cuatro polis de Cefalonia. La isla de
Zacinto, estratégicamente muy importante, hacía tiempo ya que se había plegado
a los atenienses. Esta adhesión de Cefalonia y Zacinto era tanto más
significativa cuanto que se trataba de colonias de Corinto, dorias por su
composición.
Posiblemente
influyera en ello el ejemplo de Corcira, la que, no obstante sus vínculos de parentesco
con los peloponesiacos, también había entrado a formar parte de la Liga
marítima ateniense. Una de las medidas importantes tomadas por los atenienses,
fue la de expulsar de su isla a los eginetas. Todo Egina fue literalmente
«limpiada» de sus anteriores habitantes, distribuyéndose las tierras entre
2.700 clerucos atenienses.
Al año siguiente,
una poderosa armada ateniense, que llevaba a 4.000 hoplitas e incluso tropas de
caballería, se hizo a la mar bajo el mando del propio Pericles. La flota estaba
compuesta de 100 trieres de Atenas y 50 de Quíos y Lesbos. Fueron asoladas las
tierras peloponesiacas alrededor de Epidauro, Trecene, Hermión y, además,
Prasias, en la Laconia. En el invierno del año 429 también fue tomada Potídea,
tras grandes dificultades.
En general,
los atenienses habían obtenido en el Norte considerables éxitos políticos
durante los primeros dos años de guerra. Lograron atraerse no pocas polis
tesaliotas. Además, acordaron una alianza con Sitalcés, rey de la más grande
tribu tracia, la de los odrises, y se aseguraron su ayuda militar contra
Calcidia. Mediante la cesión de la región de Terme al rey macedonio Pérdicas,
los atenienses lograron atraerlo a su Liga, de la cual fue miembro.
De esta
manera, desde el punto de vista militar, ninguna de las partes logró, durante
los primeros dos años de guerra, éxitos decisivos, y, en general, la guerra se
desarrollaba de acuerdo con las previsiones de Pericles.
Caída de Pericles
Aun así,
dos hechos vinculados entre sí empeoraron en grado considerable la situación de
Atenas y la de Pericles. El primero fue la afluencia a Atenas de los fugitivos
de toda el Ática. Un pintoresco relato de Tucídides muestra claramente las
calamidades que tuvieron que soportar los habitantes: «Una vez que llegaron a Atenas, se encontró alojamiento sólo para unos
pocos; alguno que otro fue acogido entre amigos o parientes, pero lo más se
establecieron en los solares deshabitados de la ciudad, en todos los santuarios
de dioses y de héroes. Por el apremio de tan aguda necesidad, fue poblado el
llamado Pelasgicón, situado al pie de la Acrópolis, y no habitado a causa de un
sortilegio... Muchos se instalaron en las torres de las murallas, y donde y como
pudieron; la ciudad no podía dar cabida a todos los que se habían reunido en su
interior, y, posteriormente, ocuparon incluso los Largos Muros, repartiéndose los
lugares, y también la mayor parte del Pireo.» Acerca del hacinamiento de la
población en Atenas habla también Aristófanes.
«¡Vaya un amor! Pues lo estás viendo, que hace
ya ocho inviernos [que se vive en la estrechez, En subterráneos, en toneles, en
torres húmedas, en sótanos y en [nidos de buitres y gavilanes.»
El segundo
hecho era que la situación interna de Atenas se complicó en el segundo año de
la guerra, por una terrible epidemia de peste bubónica que se desencadenó en la
capital, superpoblada hasta el extremo. La peste, proveniente de Persia,
apareció primeramente en el Pireo y luego en Atenas. El hacinamiento de la
población, las condiciones insalubres, la falta de preparación de las
autoridades atenienses para recibir y ubicar a los fugitivos del Ática intensificaron
la calamidad. El éxodo desde los campos a la ciudad acrecentaba el sufrimiento de
los atenienses, sobre todo el de los propios refugiados. Y como no alcanzaban
las casas, y en verano vivían en chozas estrechas y sofocantes, morían en medio
del mayor desorden: los moribundos, cual cadáveres, yacían unos sobre otros, o
se arrastraban, más muertos que vivos, por las calles y alrededor de las
fuentes, atormentados por la sed. Los santuarios en los cuales se habían
instalado los asilados, en tiendas, estaban llenos de cadáveres, porque la
gente moría allí mismo.
La epidemia
se prolongó durante dos años, y tras una breve interrupción, durante otro año más.
De la enorme mortandad de la población da testimonio el hecho de que de los
27.000 hoplitas habían perecido 4.400 debido a la peste, esto es, un 16 por
100. En el destacamento de hoplitas que fue a Potídea, en el lapso de 40 días
murieron unos 1.500 de los 4.000 enviados. La considerable disminución del
número de ciudadanos atenienses imposibilitaba a los hoplitas salir al campo de
batalla y, simultáneamente, debido a la merma de los remeros, reducía sensiblemente
las posibilidades de la armada de cumplir operaciones activas.
Estas
desgracias, que cayeron inesperadamente sobre Atenas, provocaron esenciales variaciones
en la relación de fuerzas que componían la ecclesia.
Aquella
estable mayoría del demos sobre la que se apoyaba Pericles se había reducido en
grado muy sensible. Empezaron a intensificar su actividad los oligarcas que aún
no habían perdido las esperanzas de llegar a un acuerdo con Esparta; además,
los campesinos del Ática, privados de la totalidad de sus bienes, rebosaron de
ánimos acerbos contra Pericles, al que acusaban de ser culpable de las
desgracias que se habían descargado sobre ellos. Como consecuencia de todo
ello, Pericles fue castigado con una gruesa multa en dinero, y al año siguiente
ya no se le reeligió con estratega. En agosto del año 430 fueron enviados
embajadores atenienses a Esparta, más las condiciones de paz ofrecidas por ésta
eran excesivamente ásperas, y las negociaciones fueron interrumpidas. Y aun cuando
al año siguiente los ánimos del demos habían cambiado y Pericles fue nuevamente
elegido como estratega, la lucha política en Atenas adquirió formas más agudas
y tensas.
Después del
fallecimiento de Pericles, atacado por la peste (septiembre del 429), el demos ateniense
quedó sin su dirigente reconocido. Este hecho agudizó más aún la lucha política
en Atenas. Ciertamente, la aristocracia esclavista se abstuvo de intervenir
activamente en política, disimulando sus ánimos laconófilos y limitándose a
atacar a la democracia esclavista con panfletos calumniosos (del tipo de la Política
ateniense seudojenofontiana). En cambio, fueron manifestándose con mayor agudeza
las contradicciones en el interior del demos, desarrollándose la lucha entre
dos corrientes fundamentales: la moderada, que se apoyaba sobre los grandes esclavistas,
encabezados por Nicias, y la radical, que representaba las aspiraciones de los círculos
interesados en el mantenimiento y ampliación de la arqué, encabezados por
Cleón.
El asedio a Platea
Los
primeros años de guerra demostraron la invulnerabilidad militar de Atenas en
tierra firma. Los fines directos e inmediatos de las dos primeras campañas
contra el Ática, en los años 431 y 430, que se caracterizaron por la
destrucción de las viejas plantaciones, habían sido satisfechas en lo
fundamental. Pero Atenas seguía siendo igualmente inaccesible para el adversario.
Además, la terrible epidemia que agotaba al Ática provocaba serios temores
entre los peloponesios. En vista de todas estas circunstancias, los planes
militares de Esparta y de sus aliados debieron sufrir algunas variantes.
Durante el año 429, sus ejércitos no invadieron al Ática. En los siguientes
años de la guerra de Arquídamo, lo hicieron sólo en dos oportunidades: en el
año 428, bajo el mando de Arquídamo, limitándose a asolar la rica llanura
Triásica; y en el año 427, cuando la expedición al Ática fue primordialmente
provocada por el deseo de prestar apoyo a Mitilene, que se había sublevado. A
partir de entonces, y a lo largo de 15 años hasta la misma guerra de Decelia,
el Ática no sufrió ninguna invasión directa del enemigo.
Habiendo
perdido las esperanzas de derrotar a los atenienses con un solo golpe decisivo,
los espartanos fijaron su atención en teatros secundarios de operaciones
bélicas, calculando tener éxito siquiera en esos puntos. Uno de ellos era
Platea. Esta pequeña polis, si bien estaba rodeada de altas murallas, contaba
tan sólo con 400 guerreros capaces de combatir. La importancia de Platea
residía en su condición de puesto avanzado ateniense en Beocia, donde
constituía una amenaza constante en las vías de comunicación entre Tebas y el
ejército peloponesiaco invasor.
Los
plateos, después de la victoria sobre Jerjes, «gozaban de la protección de
todos los helenos», mas siempre se inclinaron por una alianza con Atenas, pues
temían una agresión por parte de Tebas. Y precisamente contra esa diminuta
polis avanzó en el año 429 el ejército de
Arquídamo, compuesto de 60.000 hoplitas. El asedio de Platea, descrito
detalladamente por Tucídides, ofrece gran interés desde el punto de vista
técnico militar, por lo cual nos detendremos en él con más minuciosidad.
Toda la
ciudad fue cercada con una empalizada de madera y un terraplén, que fue elevado
ininterrumpidamente durante 70 días y noches para que superara en altura el
nivel de las murallas de la ciudad sitiada. Pero los plateos fueron elevando
simultáneamente su muralla, paralela a la valla enemiga. Además, los sitiados
socavaban constantemente esa valla y llevaban la tierra al interior de la
ciudad, de manera que el terraplén perdía altura. Como precaución complementaria,
en el interior de la ciudad erigieron otra muralla más. Las tentativas de
romper las murallas de Platea por medio de arietes fueron paralizadas con
enormes troncos de árboles que eran fijados con cadenas de hierro a la parte
superior de las murallas. Los troncos eran proyectados contra los arietes de
los sitiadores, rompían sus partes delanteras y eran izados con las cadenas.
Viendo la inutilidad de sus tentativas, los peloponesiacos resolvieron
desalojar a los plateos a fuerza de humo. Tal recurso tenía probabilidades de
éxito, puesto que el área de la ciudad era bastante pequeña. Habiendo llenado
de haces de ramaje seco todo el espacio comprendido entre el terraplén y las
murallas, los peloponesiacos les prendieron fuego. «Se levantó una llamarada
tal, como nadie había visto nunca hasta aquel momento, al menos producida por
las manos del hombre.» Pero la casualidad quiso que una lluvia torrencial
anulara también este peligro. Inmediatamente después decidieron los
peloponesiacos levantar baluartes de asedio en torno a Platea, dejando en ellos
una guarnición para continuar el sitio; todo el resto del ejército fue
licenciado y hecho regresar a sus casas. Fueron sitiados 400 plateos, 80 atenienses
y 110 mujeres, que se habían quedado en la ciudad voluntariamente. Todos los esclavos
fueron evacuados de Platea, al parecer para evitar una posible traición. Los
ancianos, los niños y la mayor parte de las mujeres habían sido anteriormente
trasladados a Atenas. Así y todo, debió pasar mucho tiempo aún antes de que los
peloponesiacos pudieran apoderarse de la ciudad, valientemente defendida. En el
invierno, la mitad de la guarnición sitiada, unos 220 hombres, aprovechando el
mal tiempo, hicieron una salida empleando escaleras preparadas de antemano.
Subieron las murallas y, dando muerte, protegidos por la oscuridad de la noche,
a un considerable número de sitiadores, se abrieron camino, primero a Tebas y
luego hacia Atenas, adonde llegaron sanos y salvos.
En pleno
verano del quinto año de la guerra, tras un asedio de dos años, los 200 plateos
y 25 atenienses que habían quedado en la ciudad se rindieron a los lacedemonios
y fueron ejecutados sin excepción, siendo las mujeres vendidas como esclavas.
La ciudad fue literalmente arrasada llevada a ras del suelo por los espartanos.
El asedio
de Platea pone en evidencia la imperfección de la técnica de asedio que se practicaba
en aquel tiempo, e ilustra mejor aún la total inaccesibilidad, para el ejército
peloponesiaco, de Atenas, que poseía al Pireo. La prolongada defensa de Platea
volvió a demostrar convincentemente que la estrategia de la Liga del Peloponeso
se encontraba en un callejón sin salida.
Guerra civil en Lesbos y Corcira
De esta
manera, el desarrollo de las operaciones bélicas de los peloponesiacos durante
los dos años y medio que siguieron a la muerte de Pericles, volvió a demostrar
la invulnerabilidad de Atenas. Esta incluso ensanchó su esfera de influencia en
el Occidente, en la Acarnania y en las islas Jónicas. Sin embargo, el plan de
Pericles, en su aspecto ofensivo, no había alcanzado ni mucho menos el efecto
esperado por los atenienses. El bloqueo del Peloponeso era realizado con
bastante intensidad, mas no hasta un punto que forzara al enemigo a capitular.
Cierto es
que entre los aliados y Esparta había comenzado a manifestarse alguna fatiga.
Así, por ejemplo, Tucídides dice que los peloponesiacos «ya no sentían deseos
de ir a la guerra», pero, aun así, sin operaciones bélicas más arriesgadas,
como un desembarco en el mismo Peloponeso, los atenienses no podían contar con
un triunfo. Además, la situación interna en la arqué había empeorado
bruscamente en aquel tiempo. Durante el cuarto, y sobre todo el quinto año de
la guerra, los oligarcas de las polis sometidas a Atenas, persuadidos ya de la
inexpugnabilidad militar de ésta, comenzaron a intervenir abiertamente, armas
en mano, en favor de la Liga del Peloponeso. Si a principios de la guerra los
choques habían asumido, en lo fundamental, un carácter político exterior,
siendo determinados, en primer lugar, por el antagonismo espartanoateniense, ahora
las operaciones militares adquirían otro cariz. Comenzó a desempeñar un papel primordial
la lucha política interna entre la oligarquía y la democracia, lo cual se
manifestaba habitualmente en forma de guerra civil en las polis aliadas a
Atenas.
Los
oligarcas escogieron como primer punto donde alzarse contra el poder soberano
de la ecclesia ateniense «al hermoso país del vino y de las canciones», Lesbos.
Esta isla, situada en el extremos nordeste del mar Egeo, y cuya superficie es
de unos 2.400 kilómetros cuadrados, con una población que llegaba a unos
150.000 hombres, es la más grande y opulenta de todo el archipiélago. A
diferencia de la mayoría de los miembros de la arqué, Lesbos, al igual que Quíos,
gozaba de cierta autonomía y disponía de su propia armada. No representaba a un
Estado unido. Existían en la isla varias polis independientes. En la parte
norte se encontraba Metimna, en la que imperaba el régimen político
democrático. En el sudeste estaba situada la polis más grande de Lesbos,
Mitilene, en la que gobernaban los oligarcas. Las restantes poblaciones de la isla
Antisa, Arisba, Pirra y Eresos gravitaban políticamente hacia Mitilene. La
población de Lesbos se hallaba muy vinculada por lazos de parentesco con los
beocios, y su aristocracia mantenía vínculos políticos con los oligarcas
tebanos.
Desde los
comienzos de la guerra, las tendencias separatistas de Mitilene se
intensificaron considerablemente, y la aristocracia local emprendió serios
preparativos para una rebelión.
Empezaron a
rodear los puertos con represas y a fortificar las murallas, equiparon naves, contrataron
arqueros en la organización de un sinoicismo coactivo con los demás pobladores de la isla. Además, se dieron
a la búsqueda, oficialmente, de un contacto con la Liga del Peloponeso.
A la vista
de estos hechos, los atenienses retuvieron en su puerto 10 trieres mitilenias y
enviaron a Mitilene 40 barcos equipados para efectuar operaciones alrededor del
Peloponeso, bajo el mando de Cleipides. Pero los mitilenios fueron puestos
sobre aviso y tomaron medidas de precaución. Cleipides no se animó a atacar
abiertamente a la ciudad. Las negociaciones no dieron ningún resultado, y los
mitilenios enviaron una triere a Lacedemonia pidiendo auxilio. Ni Cleipides ni
los rebeldes iniciaban operaciones activas, esperando ayuda: el primero de
Atenas, los segundos de Lacedemonia. Sin embargo, algo más tarde, los
atenienses, reforzados por algunos destacamentos aliados, cerraron por mar los
dos puertos de Mitilene.
En el
ínterin, los embajadores mitilenios llegaron a Lacedemonia, siendo invitados
por los espartanos a asistir a los festejos en Olimpia, donde tenía lugar la
consulta confederal del Peloponeso. Habiendo presentado la situación de los
atenienses con colores muy lóbregos, los embajadores subrayaron el agotamiento
de los recursos de Atenas e instaron a Esparta a enviar un ejército auxiliar a
Lesbos y a invadir simultáneamente al Ática por tierra y por mar. La propuesta
fue aceptada por los espartanos.
Pero la
movilización declarada por sus aliados avanzó con extrema lentitud, pues se dirigieron
al istmo solamente los espartanos, a cuyo encuentro partieron 100 trieres
atenienses.
Otras 100
naves de Atenas estaban asolando el litoral de la Laconia, lo cual forzó a los espartanos
a retirarse inmediatamente a sus lares. Solamente con un gran retraso, a
finales de mayo del año 427, 40 barcos peloponesiacos fueron enviados a Lesbos.
Para ese entonces, el estratega ateniense Paqués, habiendo arribado a la isla
con 1.000 hoplitas, ya había cercado a Mitilene con un muro y puesto sitio a la
ciudad, por tierra y por mar.
Sin esperar
a la escuadra peloponesiaca, que avanzaba con excesiva demora, los oligarcas mitilenios
se vieron obligados a armar al demos con el fin de defender a la ciudad. Pero
el demos, al conseguir las armas, se sublevó y exigió la distribución de los
cereales de manera equitativa entre todos los ciudadanos, amenazando, en caso
contrario, entregar la ciudad a los atenienses. Temiendo una sublevación de
todo el pueblo, los oligarcas prefirieron el poder de los atenienses, y
capitularon a comienzos de julio del año 427, entregándose a Paqués, quien envió
a 1.000 de ellos prisioneros a Atenas. La escuadra peloponesiaca, que llegó
después de la capitulación de Mitilene, no se atrevió a encontrarse con los
atenienses en el mar, y regresó al Peloponeso.
El castigo
que debería aplicarse a los mitilenios provocó grandes discrepancias en la Ecclesia ateniense. En la primera reunión
(agosto del 427), a propuesta de Cleón, hijo de Cleainetos, se resolvió
ejecutar no sólo a los oligarcas enviados por Paqués a Atenas, sino a todos los
pobladores de Mitilene; las mujeres y los niños debían ser vendidos como
esclavos. Sin embargo, en la segunda reunión la cuestión volvió a ser planteada
con el propósito de someterla a una consideración más detenida, y, no obstante
la oposición de Cleón, la ecclesia resolvió, por una insignificante mayoría de
votos, ejecutar solamente a 1.000 aristócratas, demoler las murallas de
Mitilene y privarla de la flota. Las tierras de Lesbos fueron repartidas (salvo
las de Metimna, fiel a Atenas) entre los 2.700 clerucos atenienses. Los lesbios
pagaban anualmente a los clerucos la cantidad de 54 talentos.
Acontecimientos
análogos a los de Mitilene se desarrollaron en Corcira, donde los disturbios se
habían iniciado al regresar de Corinto los aristócratas hechos prisioneros en
las batallas de Epidamne y de las islas de Sibota. Al comienzo de la guerra,
los corcirios habían resuelto mantener su alianza defensiva con los atenienses,
pero sin declarar guerra alguna a la Liga peloponesiaca. Más los oligarcas
organizaron una conjuración, dieron muerte al cabecilla del partido
proateniense, Pitias, y a otros 60 demócratas, de los cuales sólo unos pocos dirigentes lograron huir a Atenas. Los
oligarcas, una vez en el poder, declararon primeramente que Corcira se atendría
a una neutralidad armada con respecto a ambos beligerantes. Pero después de la llegada
de una triere corintia y algunos embajadores espartanos, fue organizado un segundo
ataque a los demócratas. Los combates continuaron varios días. «Ambos bandos
enviaron heraldos a los campos circundantes para llamar en su ayuda a los
esclavos, con la promesa de la libertad.
La mayoría
de ellos se plegó a los demócratas, en tanto que a los aristócratas sólo les llegaron
unas 800 personas desde el continente.» La tenaz lucha terminó con el triunfo
de los demócratas.
Esto
provocó la intervención armada de las dos partes en guerra, puesto que Corcira
era la llave de todo el archipiélago jónico. Los peloponesiacos enviaron a
Corcira 53 trieres, y los atenienses 11 primero y otras 60 después, lo cual
hizo retroceder a aquéllos.
Tras el
arribo de la segunda escuadra ateniense, los demócratas corcirios comenzaron a vengarse
de los oligarcas y sus partidarios. «Pero también cayeron algunos víctimas de enemistades
privadas y otros murieron a maños de sus acreedores.» Parte de los oligarcas expulsados
se fortificaron en Istone (un cerro al sur de la ciudad de Corcira). La lucha
entre los ciudadanos y los expulsados se prolongó durante mucho tiempo, hasta
que arribó a la isla, en el año 425, una fuerte escuadra ateniense, que iba
camino a Sicilia. Con la ayuda de los atenienses, los demócratas atacaron la
fortificación de Istone y la tomaron por asalto. Todos los prisioneros fueron
muertos, y las mujeres, convertidas en esclavas. Como conclusión, Tucídides
constata melancólicamente: «Este fue el
final de las enconadas luchas intestinas, al menos por la duración de esta
guerra, pues lo que quedaba del otro bando [el de los oligarcas] no es digno de
mención.»
Los
acontecimientos de Corcira y de Mitilene guardan entre sí muchos rasgos de
semejanza, pero también otros tantos que los diferencian. Anotemos, en primer
lugar, que la lucha políticosocial más encarnizada se presenta, precisamente,
en las polis más desarrolladas y adelantadas.
En esto
reside el lado débil de toda la democracia esclavista. Y en esto se encierra
también una de las causas de la derrota final de Atenas. Lo común de los
acontecimientos de Lesbos y de Corcira es que la iniciativa, tanto en una como
en la otra, estuvo en manos de los oligarcas. En las dos polis los oligarcas
acudieron a Esparta en busca de ayuda, al tiempo que los demócratas se
orientaron hacia Atenas. «En cuanto a los aliados, entre ellos la muchedumbre,
también persigue, con malintencionadas calumnias y odios, a los nobles»,
escribe el autor de la seudojenofontiana Constitución de Atenas, de
inspiración aristocrática, al parecer, bajo la impresión de los acontecimientos
que hemos considerado.
Si durante
el primer período de guerra, los oligarcas, en la esperanza del pronto triunfo
de Esparta, a su criterio inevitable, estaban en una serie de polis animados de
paciente espera, ahora, en cambio, se colocaron abiertamente en el camino de la
rebelión y, en primer lugar, buscaron la ayuda del Peloponeso. El apoyo social
de la aristocracia mitilenia era sumamente reducido. De hecho, su poder se
mantenía no debido a la confianza de la mayoría de los ciudadanos, sino únicamente
a que el demos mitilenio carecía de hoplitas. La base social de la oligarquía
corciria era más reducida aún: la misma trataba de adueñarse del poder por vía
de conjuraciones, creyendo posible retenerlo sólo con el apoyo de las fuerzas
armadas de los peloponesiacos. Y es preciso tener en cuenta que los corcinos,
dorios por su origen, según el punto de vista de los conceptos de los antiguos
helenos, debían sentirse ajenos a Atenas y cercanos a Esparta.
La
descripción de los acontecimientos de Corcira, que nos suministra Tucídides,
proporciona algunos rasgos, pequeños pero interesantes, que caracterizan la
composición social de los oligarcas. En primer lugar, figuran la nobleza de
abolengo y los individuos adinerados: los usureros, los grandes propietarios de
barcos, los grandes terratenientes y los poseedores de gran número de esclavos.
Lo exacerbado de la lucha política en
Corcira, tan minuciosamente descrita por Tucídides, no puede explicarse sólo
por las rivalidades tribales o raciales; el papel decisivo lo desempeñaban las
clases sociales: el bajo pueblo explotado ajustaba cuentas con sus opresores.
Es de
excepcional importancia el testimonio que hemos citado sobre la participación
de los esclavos en la guerra civil de Corcira. En general, estamos informados
deficientemente acerca de los ánimos reinantes entre los esclavos griegos en el
siglo V, y menos aún acerca de su participación, directa o indirecta, en la
lucha político-social de aquellos tiempos. Se desprende con claridad de las
palabras de Tucídides que, en primer lugar, había en Corcira una cantidad bastante
considerable de esclavos; en segundo lugar, y como era de esperar, los mismos
estaban concentrados en los campos y, en consecuencia, se hallaban ocupados en
la cosecha (a mediados de agosto); en tercer lugar, la «mayoría de los esclavos
se plegó a los demócratas», puesto que sus explotadores principales, al
parecer, formaban parte de la agrupación oligárquica.
Finalmente,
en cuarto lugar, la mayoría de los esclavos fue atraída hacia el lado de los demócratas
mediante la promesa de la libertad. Sin embargo, aún en este caso los esclavos
no eran más que peones en el tablero ajedrecístico que tenían en sus manos las
clases dominantes.
Todo el
contexto de Tucídides da testimonio no del papel autónomo de los esclavos, sino
de la tensión de esa lucha civil, puesto que aquéllos estaban fuera de la
sociedad ciudadana; y el hecho mismo de haber recurrido los ciudadanos a su
ayuda, parecía a los contemporáneos algo fuera de común.
Recrudecimiento de la lucha político-social en
Atenas
Aún no
hemos tocado la importantísima cuestión de la lucha interna en Atenas, durante
los tensos acontecimientos del año 427. Pero es necesario echar previamente una
mirada sobre el estado de las finanzas atenienses. Tucídides señala, en uno de
los discursos de Pericles, la riqueza del tesoro del Estado, como factor
decisivo en los planes militares: «La fuerzas de los atenienses se fundamenta
en la afluencia de dinero de parte de los aliados, y en la mayoría de los casos,
en la guerra suelen vencer la sensatez y la abundancia de dinero.» En efecto,
al comenzar la guerra, había atesorados en Atenas una cantidad no menor de
9.000 talentos y otros valores. Además, los atenienses habían recibido, durante
el primer quinquenio de la guerra, como mínimo unos 3.000 talentos en concepto
de foros de sus aliados.
Sin
embargo, los gastos durante los primeros años de la guerra supusieron casi por
completo esa suma, enorme según la escala de los griegos. El asedio de Potídea
costó 2.000 talentos. La sola manutención de la flota llegaba a la suma de
1.000 talentos anuales. De esta manera, el fisco ateniense se encontraba en una
situación que distaba mucho de ser lo que se dice «brillante», al tiempo que
las operaciones bélicas, que estaban prolongándose, requerían recursos
complementarios.
Tanto en el
ámbito financiero como en el estrictamente militar, las medidas decisivas
estaban a la orden del día. Ya durante la expedición a la ciudad de Mitilene,
los atenienses se habían decidido a adoptar una medida totalmente
extraordinaria para aquellos tiempos, como lo era la implantación de un
impuesto directo, por una sola vez, sobre los bienes de los ciudadanos. «Los mismos atenienses oblaron entonces, por
vez primera, en calidad de impuesto directo (éisfora), doscientos talentos.»
La éisfora constituyo un impuesto directo para las necesidades de la guerra,
introducido por una resolución especial de la ecclesia. Era cobrado a los
ciudadanos de las tres primeras clases establecidas en su tiempo por Solón, en
función de sus ingresos. La cobranza de este impuesto era cedida en arriendo.
Al mismo tiempo, Atenas había equipado «para enviarlas a los aliados, doce
naves encargadas de recaudar el dinero, al mando del estratega Lisicles, con
catorce compañeros suyos».
Recorrió
las tierras de los «aliados de Atenas» en el Asia Menor, recaudando dinero.
Sucumbió
más tarde, junto con otros muchos guerreros atenienses, en la llanura del
Meandro, durante un ataque de los carios. La misma suerte corrió, antes, otro
recaudador de tributos entre los «aliados», Melesandro.
Sin
embargo, tanto la éisfora como la recaudación de dinero por Lisicles no eran
más que una gota de agua en el mar de los gastos militares.
La cuestión
financiera se complicaba aún más por el hecho de que, además de la necesidad de
llenar el exhausto tesoro del Estado para poder activar las operaciones de
guerra, frente a Atenas se erguía otro problema de importancia no menos que los
asuntos bélicos: el de alimentar a la plebe urbana y a los campesinos
empobrecidos que habían afluido a la ciudad desde todas parte del Ática. Las
decisiones sobre «los aliados sublevados» eran tomadas por los dirigentes del
demos, tomando en consideración todas las circunstancias anotadas. Así, por ejemplo,
como ya hemos señalado, de acuerdo con el decreto final de la ecclesia sobre la
cuestión de Mitilene, se preveía la distribución de todo el territorio de
Lesbos (excepto el de Metimna) entre 2.700 clerucos atenienses. En este caso,
no se trataba de clerucos del tipo habitual, de los que se trasladaban por sí
mismos al nuevo territorio, disponiendo a su propio entender de las parcelas
ocupadas. «Los propios lesbios cultivaban
su tierra y debían ir pagando, en dinero contante, dos minas anuales por cada
lote.» Resultaba así que la cleruquía no lo era más que nominalmente. Los
propietarios de los lotes lesbios los atenienses podían permanecer en Atenas,
pero unos 3.000 ciudadanos, más o menos, obtenían ingresos complementarios de
dos óbolos por día.
Pericles
había logrado dirigir tanto tiempo (durante 15 años enteros) la ecclesia,
siempre tumultuosa y vacilante, ante todo porque, por una parte, él gozaba de
la absoluta confianza de las amplias masas del demos en su condición de
luchador contra el sistema oligárquico, y por otra, él mismo se hallaba
socialmente vinculado con los círculos aristocráticos. Perteneciendo, por su
origen, a la estirpe de los Alcmeónidas, siendo él mismo bastante acaudalado,
Pericles imponía confianza a muchos de los aristócratas a los cuales eran caros
los intereses estatales de Atenas.
También
reconciliaba a los aristócratas con el dominio de Pericles el hecho de que él fuera
alejándose más y más del sistema democrático. Tucídides caracteriza muy
acertadamente su gobierno: «De nombre,
aquello era una democracia, pero, de hecho, el poder pertenecía al primer
ciudadano.» Plutarco dice: «Tampoco
lo confundía el hecho de que siempre se lo molestara con reproches a muchos de
sus propios amigos..., que los coros entonaran canciones sarcásticas avergonzándolo
y denigrándolo por su método de llevar la guerra.»
Sólo la
devastación del Ática por Arquídamo y la terrible peste bubónica socavaron temporalmente
la confianza depositada en Pericles. Los ataques que le eran dirigidos, partían
de dos lados. En primer lugar, los aristócratas de ánimos laconófilos actuaban
bajo la divisa de «paz con Esparta». En lo que toca a la popularidad de tal
divisa, a su fuerza atractiva, incluso en los círculos no aristocráticos, puede
hallarse testimonio en la pieza Los Arcanenses, de Aristófanes. ¡Qué
feliz se siente Dikeópolos, que ha hecho la paz, él solo, con los espartanos (1069-1234),
en comparación con el desdichado derrotado guerrero Lámaco!
Por otra
parte, los campesinos del Ática y la gente sencilla de Atenas, sobre cuyos
hombros había caído el peso principal de la guerra, también comenzaron a
manifestar enérgicamente su descontento respecto a Pericles. Este descontento
desde dos lados es brillantemente caracterizado por Tucídides: «Los atenienses,
en su política, seguían los sugerido por él [por Pericles] ...; más en su vida
privada, les afligían las desgracias: a la gente sencilla, por haber perdido lo
poco que poseía, y a los ricos, por haberse visto privados de sus espléndidas posesiones,
que consistían en hermosas casas situadas en los territorios del Ática, habían perdido
instalaciones de alto valor y, más que todo, porque en lugar de paz tenían
guerra.»
A pesar de
que no puede ponerse un signo de igualdad entre la oposición oligárquica y los ánimos
de las amplias masas campesinas, ambos grupos representaban las partes
componentes, por decirlo así, de «la oposición desde la derecha». Además de
esta que, como es claro, no podía prevalecer en la ecclesia ateniense, existía
otro grupo social más, no menos peligroso para el poder de Pericles. Era el de
los círculos del demos cuyos intereses económicos dependían del poderío de la
arqué: los artesanos y los mercaderes que se ocupaban de la exportación, «la
plebe náutica», los ciudadanos que trabajaban en la construcción de templos, la
masa de los clerucos, etc. Como dirigente reconocido de estos grupos se iba
imponiendo gradualmente Cleón, quien desempeñó un papel bastante considerable
en la decadencia de la autoridad de Pericles. Plutarco considera completamente
verosímil que incluso el último proceso judicial incoado contra Pericles fuera
tramado precisamente por Cleón. Acerca de los recelos de Pericles dan
testimonio también los versos de Hermipo:
«Apenas
llegas [Pericles] a ver cómo el puñal
Comienza a
ser aguzado en la piedra de esmeril,
Y cómo
brilla la aguda hoja, te pones a aullar, temiendo
La ira
relampagueante de Cleón.»
También
Tucídides alude a las acciones conjuntas de los ricos terratenientes y del bajo
pueblo contra Pericles, y caracteriza así los ánimos de los atenienses durante
los primeros años de la guerra: «... mas,
en su vida privada, les afligían las desgracias; a la gente sencilla (demos), por
haber perdido lo poco que poseía, y a los ricos (dunatoi), por haberse visto
privados de sus espléndidas posesiones...».
De esta
manera, la condena temporal de Pericles fue, al parecer, el resultado de una
coalición opositora «desde derecha e izquierda». Sin embargo, el bloque de
estos dos grupos, de los cuales uno exigía la paz y el otro pugnaba en favor de
una activación de las operaciones bélicas, no podía ser duradero. La caída, y
luego la muerte de Pericles, se convirtieron en el preludio de una encarnizada
lucha política en la ecclesia.
La mayoría
del demos, con cuyo apoyo gobernó Pericles, se había dividido definitivamente.
La cúspide
del demos, que pertenecía a los grandes terratenientes y a los potentados
usureros, se había unido provisionalmente con los antiguos adversarios de
Pericles, esto es, con los aristócratas animados de un espíritu laconófilo. La
finalidad de este grupo era hacer la paz con Esparta, para luego, contando con
su ayuda, aplastar a la democracia radical. Sin embargo, dentro de las
condiciones del tiempo de guerra, sus cabecillas debían proceder con suma
cautela, para no ser acusados de traición. El dirigente reconocido de tal
agrupación era Nicias.
La mayoría
del demos urbano, dirigida por los ricos artesanos, se inclinaba a favor de la activación
de las operaciones bélicas y del refuerzo militar de Atenas hasta lograr la
victoria final. Tales capas de la población urbana, después de la invasión de
Arquídamo, gozaban, al parecer, del apoyo de ciertos grupos del campesinado que
había perdido todos sus bienes y que esperaban hallar mejora para su situación
sólo en un completo triunfo sobre los peloponesiacos.
No sin
razón los de Acarnes, en la comedia de Aristófanes a la que dan nombre, se
presentan en calidad de jurados contrarios a la paz con Esparta. A la cabeza de
este grupo se hallaba Cleón.
Las
corrientes políticas en Atenas, después de la muerte de Pericles, son
brillantemente personificadas por Nicias y Cleón. El primero, hijo de Nicerato,
pertenecía a la flor de la nobleza ateniense. Había comenzado su carrera
política todavía en vida de Pericles y, junto con él, ocupó el cargo de
estratega. «Después del fallecimiento de Pericles, Nicias fue promovido inmediatamente
al cargo superior, principalmente por los ricos y por los de abolengo, los que
lo contraponían al osado Cleón; por otra parte, también el pueblo le era favorable
y secundaba sus ambiciones.»
Aristóteles,
partidario de la aristocracia moderada, lo considera, junto a Tucídides el hijo
de Melesías y a Terámenes, como «el mejor
de los políticos en Atenas». Tucídides, discreto en sus apreciaciones,
también caracteriza a Nicias como a un hombre que «en su conducta siguió siempre los principios de la virtud», y como al
«más experimentado estratega» ateniense.
Se
comprende que todas estas brillantes caracterizaciones se deben no a las
cualidades personales de Nicias, sino, en primer lugar, a que su línea
política, dentro de la tensión creada por la guerra del Peloponeso,
correspondía totalmente a los puntos de vista personales de Tucídides, de
Aristóteles y de Plutarco.
Nicias era
uno de los hombres más acaudalados de toda la Hélade. Su fortuna se calculaba
en una suma no menor a los 100 talentos, cuya mayor parte representada por
dinero en efectivo, razón por la cual había sufrido poco con la invasión de
Arquídamo. De acuerdo con lo que informa Jenofonte, Nicias poseía 1.000
esclavos, que trabajaban en los yacimientos del Laurión, aportando cada uno de
ellos a su amo un óbolo diario. Se hizo especialmente célebre por su munificencia
durante los festejos de las liturgias,
tan frecuentes en Atenas. «Conquistaba la
estima del pueblo mediante las coregías, las gimnasiarquias y otras
prodigalidades similares, superando, en suntuosidad y en saber complacer, a
todos sus antecesores y contemporáneos. Se hizo proverbial su pusilanimidad e
irresolución». En efecto, en el caldeado clima político de la Atenas de
aquel tiempo debía estar constantemente alerta. Quizá así se explique
precisamente su tendencia a tener todos sus bienes en dinero efectivo, para
poder llevarlos consigo con más facilidad. Son precisamente estos rasgos del
carácter de Nicias los que aprovecha Aristófanes en su comedia Los
Caballeros, para hacerlo objeto de sus mofas.
En medio de
las circunstancias de la guerra, Nicias no pudo proclamar abiertamente su
divisa de paz con Esparta, pero, en cambio, aprovechó al máximo todas las
posibilidades para entablar negociaciones de paz. A lo largo de toda su
actividad militar y administrativa, Nicias se afanaba en no asumir
responsabilidades con ninguna medida decisiva. Esto se advierte en su comportamiento,
tanto durante la campaña de Pilos como en la expedición a Sicilia, y por ello resultó
la figura más adecuada para los círculos que tendían no al desarrollo de las
operaciones bélicas, sino más bien a su reducción. Era claro que un dirigente
del tipo de Nicias, no podía llevar a Atenas al triunfo.
El
adversario de Nicias era Cleón, hijo de Cleainetos, figura dirigente de la
democracia radical. A diferencia de aquél, procedía de la masa del pueblo.
Según Aristófanes, el padre de Cleón «tenía un taller en que trabajaban
esclavos curtidores».
Las mofas
de que lo hace objeto Aristófanes testimonian inmejorablemente hasta qué punto era
odiado Cleón por la clase de la nobleza ateniense, debido precisamente a su
estirpe. Uno de los personajes de Los Caballeros, Demóstenes, pregunta
al Choricero: «¿No eres acaso de los nobles?»,
y enterado de que su interlocutor procede del pueblo, le declara:
«¡Dichoso
tu destino!
Veo que
eres feliz por tu nacimiento»,
y continúa
luego:
«Pues ser demagogo no es cosa de leídos,
No es cosa de ciudadanos honrados y decentes,
Sino de iletrados e inservibles.»
Más
adelante, el Choricero, en la misma comedia, reprocha al Demos:
«Pues tú pareces un niño mimado,
Y ahuyentas a los adoradores nobles.
A los faroleros, a los curtidores
Y a los desolladores te entregas gozoso.»
Cleón,
hombre de fuerte carácter, bien orientado, decidido y, además, excelente
orador, se presentó con un programa de osadas medidas, tanto militares como
políticas y financieras.
Nicias, no
obstante todas sus riquezas y vinculaciones, se veía constantemente forzado a
ceder terreno frente a su adversario, insistente y enérgico.
En primer
lugar, Cleón estaba estrechamente vinculado a las amplias masas del demos.
Inclusive
Tucídides, que era un enemigo personal, y que lo caracteriza como «el más inclinado a la violencia de los
ciudadanos», se ve, a pesar de todo, obligado a reconocer que «en aquel tiempo, Cleón gozaba en muchos
sentidos de la confianza del demos». Al apreciar las probabilidades de las
dos partes beligerantes, Cleón lo hacía con un optimismo que derivaba de sus
estrechos vínculos con el demos, y en ello residía su fuerza.
La idea
básica de Cleón consistía en que Atenas estaba en condiciones de vencer a
Esparta a condición de no limitarse a la defensa, sino desarrollar operaciones
agresivas en el propio territorio del Peloponeso. Como premisas para esas
operaciones era necesario:
·
la represión de los
«aliados»;
·
la seguridad material de los
ciudadanos atenienses;
·
la amplia sustentación financiera
de igualmente amplias operaciones de agresión.
Precisamente
en la estructura total de este programa hay que considerar las medidas y las
intervenciones de Cleón en la ecclesia. Sus puntos de vista en la cuestión de
los aliados aparecen expuestos con toda nitidez por Tucídides.
En la
ecclesia, Cleón exigía la ejecución de todos los mitilenios, y la venta como
esclavos de sus mujeres y niños. Tal medida parece muy cruel e injusta. Pero,
aun así, hay que reconocer que tal cruel propuesta era una consecuencia lógica
de su propia premisa, y viene al caso
decirlo, también de Pericles, según la cual, siendo el poder de los atenienses
sobre sus aliados una tiranía, sólo se la podía mantener mediante
procedimientos tiránicos.
Otros
ataques se los ganó Cleón por su propuesta de aumentar la paga a los heliastas (miembros
del tribunal), de dos a tres óbolos por cada sesión.
En la
comedia Los Caballeros, Aristófanes no lo llama con otro nombre que no
sea «Cleón, el de tres céntimos». Sin embargo, esta medida, según el proyecto
de Cleón, debía mitigar, aunque fuera parcialmente, el peso de la guerra que
gravitaba sobre la población.
La
participación en la heliea durante la guerra constituía a menudo el único
ingreso del ateniense pobre, carente de cualquier posibilidad para encontrar
otros medios de subsistencia. A la pregunta del Niño (en Las Avispas, de
Aristófanes):
«Ay padre mío, si los jueces
No sesionaran en la heliea.
¿Dónde encontrarías para nuestro desayuno?.
Para la cena, ¿qué harías?.
¿Qué idearías? ¿Dónde está la salvación?.
¿Quizá arrojarnos al agua de cabeza?».
el Anciano
contesta:
«Sabe Dios, que no sé.
dónde podríamos almorzar hoy.»
Este gasto
extraordinario lo compensó Cleón, en primer lugar, con un considerable aumento del
foros. Si durante la época de Arístides el foros era de 460, y durante la de
Pericles, de 600 talentos, en cambio con Cleón alcanzó la enorme cifra de 1.300
talentos. Este aumento del tributo, siendo imprescindible, desde el punto de
vista de las necesidades bélicas de Atenas, ofrecía peligro para la integridad
de la arqué, puesto que, indudablemente, haría recrudecer las tendencias
separatistas en los aliados. Al parecer, la cruel represión que se había
descargado sobre los mitilenios debió atemorizar a las demás polis sometidas a
Atenas. Una serie de inscripciones que ostentan listas de los pagadores del
foros proporciona la posibilidad de seguir, sobre ejemplos concretos, cómo
variaba la cantidad de los mismos y cómo crecían sus aportes.
En los años
433-432 eran, en total, 166, y entre los años 425-424, su número había crecido
hasta 304. Tal crecimiento se explica, como se comprende, no por la ampliación
de la arqué ateniense, sino porque del método de la imposición colectiva a los
aliados, los atenienses pasaron a la recaudación de los pagos de cada una de
las polis por separado, debido a lo cual el total general del foros casi se
duplicó.
El eslabón
más importante en el programa de Cleón, para el cual fueron tomadas las señaladas
medidas, debía serlo la amplia táctica ofensiva que, reemplazando la de espera
y bloqueo de Pericles, hubiera podido llevar a los atenienses a la victoria.
Sin embargo, para realizar tal política, era condición necesaria superar los
obstáculos y las traiciones en el propio campo. A diferencia de Pericles,
quien, de hecho, reunía en sus manos tanto la dirección política como el mando
militar, Cleón sólo podía obrar, en lo fundamental, a través de la ecclesia, puesto
que la mayoría de los estrategas seguían generalmente al cauteloso Nicias.
A partir de
entonces (año 427) fue notándose un manifiesto desacuerdo entre la ecclesia y
los órganos ejecutivos del poder. La ecclesia radical se veía a menudo forzada
a inmiscuirse hasta en las órdenes particulares de los estrategas, para
asegurar la ejecución de la línea política deseada. Esta disensión entre los
demagogos y los estrategas, entre los dirigentes políticos y militares,
dificultaba mucho la dirección operativa del gobierno. Así y todo, tal
disensión no fue resultado de la obstinación o terquedad personal de Cleón o
del nerviosismo de los miembros de la ecclesia, sino de la desconfianza
política que la democracia radical sentía respecto de los estrategas
aristócratas.
La operación de Pilos
Durante dos
años, hasta la misma campaña del verano del año 425, la dirección general de los
ejércitos siguió en manos de Nicias y sus adherentes. Fue un período de
relativa calma.
Algunas
operaciones bélicas activas se registraron tan sólo en la parte oeste de la
Grecia central y en el lejano Occidente, en Sicilia. En el verano del año 426 el
joven estratega ateniense y posteriormente célebre conductor de ejércitos,
Demóstenes, encabezando una escuadra de 30 barcos, devastó las costas del
Peloponeso y arribó a la Acarnania. Allí unificó bajo su mando a todos los
aliados atenienses de la Grecia occidental: a los acarnanios, zacintios,
cefalonios y, en parte, a los corcirios. Habiendo devastado los campos de la
isla de Léucade y convencido de la inexpugnabilidad de la propia ciudad de
Léucade, Demóstenes se dirigió a Naupacta, desde donde había resuelto emprender
un movimiento ofensivo sobre Etolia, una de las mayores regiones de la Grecia
central, para poder, en su caso de obtener éxito, invadir Beocia desde el Oeste.
Sin embargo, tras los primeros triunfos, sus hoplitas chocaron con la táctica,
para ellos insólita, de los peltastas etolios. Estos evitaban encuentros en
campo abierto, pero cubrían a los atenienses con una lluvia de dardos y
flechas. De esta manera, los hoplitas atenienses, cargados con armas pesadas,
fueron abatidos por sus «atrasados»
adversarios. Demóstenes se vio forzado a retirarse hacia Naupacta.
La derrota
de los atenienses en Etolia estimuló a los peloponesiacos a emprender un movimiento
ofensivo en esa región. Todavía el año anterior los lacedemonios habían fundado
la colonia Heráclea, en Traquinia. Apoyándose en la misma, los peloponesiacos
dirigieron, en ayuda de los etolios, a 3.000 hoplitas. Este poderoso ejército
asoló las tierras de los locrios ozolianos y los naupactianos, después de lo
cual se dirigieron hacia el Oeste, a la Acarnania, contra Demóstenes,
recientemente batido por los etolios. Pero éste supo sacar partida de su derrota
del año anterior, y eligió para librar el combate una región muy accidentada.
En la batalla de Olpas (noviembre del año 426) escondió una parte de sus
hoplitas, tendiendo una emboscada merced a la cual batió por completo a los
peloponesiacos, superiores en número, y firmó así la influencia de Atenas en el
Occidente.
La
aplastante derrota de los 3.000 hoplitas peloponesiacos fue, de hecho, el
primer gran triunfo de Atenas en tierra firme. La batalla de Olpas no sólo
privó a los peloponesiacos de su aureola de invencibilidad, sino que también
afianzó la influencia del partido radical en Atenas, partido que, junto a su
dirigente político Cleón, había adquirido un jefe militar, Demóstenes.
Al mismo
tiempo iba incrementándose la acción política ateniense en Sicilia. En el año
427 llegó a Atenas una embajada enviada por la colonia siciliana de Leontinos,
encabezada por el célebre sofista Gorgias. Tras sopesar todas las
circunstancias, Atenas resolvió enviar en ayuda de aquélla, al comienzo 20, y
luego otras 40 trieres. Pero, poco después de la llegada de la flota ateniense,
los delegados de todas las polis sicilianas en guerra se reunieron en el verano
del año 424 en un congreso en Gela y
concertaron la paz entre todas ellas.
Esto se
debió a que la ecclesia ateniense evidenciaba un interés excesivo por Sicilia,
de manera que hasta los aliados de Atenas creyeron que ésta representaba para
ellos una amenaza no menor que la de Siracusa.
La
expedición a Sicilia tuvo un resultado secundario sumamente importante, que
determinó la marcha ulterior de las operaciones bélicas, hasta la misma paz de
Nicias. Demóstenes, ayer vencedor de los peloponesiacos en Olpas, fue a bordo
de la escuadra ateniense y, no obstante que
a ésta le fueron planteados dos problemas la ayuda a los demócratas corcirios y
la guerra contra Siracusa, se autorizó a Demóstenes hacer uso de los barcos
también para las operaciones bélicas en el Peloponeso.
El momento
para las operaciones en la retaguardia del enemigo fue elegido con sumo acierto.
El ejército espartano bajo el mando del joven y poco experimentado hijo de
Arquídamo, Agis, se hallaba en aquel momento en el Ática, al tiempo que la
flota peloponesiaca había sido enviada a las aguas corcirias. De esta manera,
el litoral de la península quedaba, de hecho, indefenso. Como punto de
desembarco fue elegido Pilos. Este promontorio, casi inhabitado, se encuentra
en la parte sudoeste del Peloponeso, en la Mesenia, a una distancia algo mayor
de 70 kilómetros de Esparta. A Demóstenes lo atraían, en primer lugar, las
condiciones de defensa de Pilos, sumamente adecuadas. La abundancia de bosques
y de piedra hacía fácil la instalación de defensas artificiales; la presencia
de un buen puerto aseguraba la provisión de víveres y la falta de habitantes en
los lugares circundantes dificultaba al adversario el desarrollo de operaciones
bélicas. Más lo fundamental lo constituía el hecho de que Pilos podía, en el
futuro, convertirse en centro de unificación de los mesenios en la lucha por
emanciparse del yugo espartano. Los señala Tucídides: «Desde hace mucho tiempo, los mesenios, nativos de este lugar..., en
virtud de ello, teniendo a Pilos como base de apoyo, podrían causarles a ellos
[a los lacedemonios] enormes daños y, al mismo tiempo, custodiar sólidamente la
región.» Demóstenes, que mantenía contacto con los mesenios naupactianos y
que daba vida al programa de los demócratas atenienses, contaba sin duda, en
caso de tener éxito, con poder sublevar en masa a los ilotas en Mesenia. Es
probable que el lugar mismo para el desembarco le hubiera sido señalado con
anterioridad, por alguno de los mesenios naupactianos.
Aprovechando
una tregua de seis días, cuando los espartanos no podían aún valorar en todos sus
alcances el significado del desembarco de los atenienses, Demóstenes puso a
Pilos en estado de completa capacidad defensiva. Luego, quedando en el lugar
tan sólo con cinco trieres, envió a las restantes hacia Corcira. El paso
emprendido por Demóstenes era sumamente arriesgado.
Era
inminente tener que enfrentar en tierra peloponesiaca la ofensiva de todas las
fuerzas de la confederación del Peloponeso, perspectiva ante la cual ni
siquiera tenía la seguridad de contar con una posibilidad para la eventual
retirada, debido a que la flota ateniense había emprendido su ruta, y sus cinco
trieres no bastarían para repeler los ataques enemigos.
En efecto,
enterados del desembarco, los éforos llamaron de regreso a Agis, que se hallaba
en el Ática, y todos los destacamentos con que se contaba, compuestos tanto de espartanos como de los periecos más
cercanos, fueron enviados inmediatamente a Pilos. Además, fueron convocadas las
reservas de todo el Peloponeso y se hizo regresar 60 trieres desde Corcira.
Teniendo
tamaña superioridad de fuerzas, los lacedemonios abrigaban la esperanza de
acabar pronto con Demóstenes. Para cortarle el camino hacia el puerto fue
desembarcado en la deshabitada isla de Esfacteria, separada de Pilos por un
angosto estrecho de sólo 120 metros de ancho, un destacamento compuesto de 420
hoplitas seleccionados, elegidos por sorteo en todas las secciones, sin contar
a los ilotas, sus servidores. Al estrecho entre Pilos y el islote, los espartanos pensaban obstruirlo con los barcos
acumulados estrechamente, uno junto a otro.
Al ver
tantos preparativos, Demóstenes envió dos trieres a alcanzar a la flota
ateniense, llamándola en su ayuda; y él mismo desembarcó las tripulaciones de
las trieres restantes, armándola con escudos de mimbre trenzado, y se aprontó a
defender la costa contra varias decenas de naves peloponesiacas. Los ataques de
dos días consecutivos efectuados por los espartanos desde el mar terminaron con
la derrota de los atacantes, quienes resolvieron entonces pasar al asedio
prolongado de Pilos.
Pilos y Esfacteria campo de batalla
Mas ya al
tercer día regresó la flota ateniense y, en una encarnizada batalla naval, en
el interior del golfo destruyó casi por completo las naves peloponesiacas. La
situación cambió totalmente. Ahora era ya el destacamento espartano el que se
encontraba aislado en el islote de Esfacteria, separado del continente y
condenado a morir de hambre. Y dado que se trataba de los espartanos de más
abolengo, los funcionarios superiores de Esparta se dirigieron al lugar de la batalla
y ofrecieron a los estrategas atenienses firmar un armisticio bajo condiciones
sumamente duras para los lacedemonios. Esparta se comprometía a enviar
inmediatamente embajadores a Atenas, en una triere ateniense, portadores de una
proposición de paz. Se entregaba a los atenienses, en tanto durasen las
negociaciones, toda la armada peloponesiaca, no sólo la que se hallaba en
Pilos, sino también la de toda la Laconia. A cambio de ello se permitía a los espartanos,
siempre bajo el control de los atenienses, enviar diariamente, en tanto tenían
lugar las negociaciones, una determinada cantidad de víveres al destacamento
desembarcado en Esfacteria. Los atenienses se comprometían a devolver a los
espartanos sus naves de guerra después del regreso de los embajadores.
Pero los
embajadores de Esparta fueron recibidos en Atenas no muy amistosamente. En la esperanza
de que los atenienses, que ya en el año 428 habían pedido la paz, estarían inclinados
a poner término de la guerra, los espartanos les ofrecieron «paz, alianza, estrecha amistad y apoyo mutuo».
En respuesta a tales generalidades. Cleón, «que
en esa época era dirigente del demos, y que al mismo tiempo gozaba de la más
grande confianza de parte de la multitud», exigió que no sólo fueran
devueltos a los atenienses los puertos megarienses de Nisaia y Pagas, sino
además entregados los puertos peloponesiacos de Trecene y la Acaya. Tales
exigencias eran totalmente inaceptables para Esparta. No obstante, los
embajadores propusieron someterlas a consideración junto con los delegados
atenienses. Pero Cleón, temiendo que los espartanos se pusieran de acuerdo con
el grupo de Nicias, exigió categóricamente que las negociaciones sólo continuasen
en la ecclesia, tras lo cual los embajadores regresaron a Pilos.
Allí, en el
ínterin, la situación había ido complicándose. Los lacedemonios, valiéndose de estratagemas
y subterfugios, hacían llegar vituallas a Esfacteria. Habían prometido la
libertad a los ilotas a cambio de aprovisionar de productos a esa isla; así,
hombres osados llevaban a Esfacteria sacos con semillas de amapola, miel, y de
esta manera provenían a los sitiados. Se acercaba el otoño con sus tormentas,
lo cual obligaría a la flota ateniense a regresar al Pireo en busca de refugio.
Al mismo tiempo, también las tropas atenienses desembarcadas en Pilos sufrían
por la falta de agua y de víveres.
Durante
todo ese tiempo, Cleón reprochaba a Nicias su inactividad y exigía medidas decisivas.
Valiéndose de la declaración de Cleón de que se podía ocupar Esfacteria en unos
veinte días, y convencido de que tal cosa era imposible, Nicias le propuso, en
el seno de la ecclesia, que asumiera la realización de tal plan. Pero Cleón
aceptó. Renunció a los hoplitas atenienses que le fueron ofrecidos, y llevó
consigo sólo a los destacamentos de los aliados.
Teniendo
presente la derrota de los hoplitas atenienses en Etolia, Cleón, junto con
Demóstenes, había elaborado un plan de ataque simultáneo a los espartanos
mediante destacamentos de peltastas y, efectivamente, a finales de agosto del
año 425, tomó la isla por asalto, llevándose prisioneros a 292 hoplitas, entre
ellos 120 espartanos.
«El complicadísimo embrollo anudado en Pilos»
tuvo enorme resonancia política en toda la Hélade, especialmente en Atenas y en
Esparta. En primer lugar, los atenienses habían obtenido el éxito militar más
grande en el propio territorio espartano, en lucha contra los espartanos, hasta
entonces invencibles. En segundo lugar, los espartanos, educados según la
leyenda de la hazaña de Leónidas en las Termópilas, se habían entregado con
vida como prisioneros, y para colmo precisamente a los atenienses, tan
despreciados por ellos. En tercer lugar, la operación de Pilos puso de manifiesto
la debilidad de la falange hoplita en comparación con los peltastas, que llevaban
armas livianas. En cuarto lugar, Pilos y Esfacteria habían quedado en manos de
los atenienses, convirtiéndose así en centro de gravitación para los ilotas,
los que empezaron a pasarse en masa a los mesenios de Naupacta, que habían
quedado allí en calidad de guarnición permanente de Atenas. Los mesenios
hablaban el mismo lenguaje que los ilotas y los espartanos, de modo que les era
fácil hacer salidas para recorrer toda la Mesenia sembrando la rebelión entre
los ilotas.
Subrayando
la difícil situación de Esparta, Tucídides se detiene minuciosamente sobre el
significado de la operación de Pilos. Escribe así: «En Pilos dejaron [los atenienses] una guarnición, y los mesenios de
Naupacta, considerando a Pilos como su tierra nativa -pues está situada en el territorio
de la antigua Mesenia-, enviaron allí a sus hombres más aptos, los que,
hablando la misma lengua que los habitantes de Laconia, comenzaron a saquearla
y a causarle muchísimos daños... y como al mismo tiempo, por añadidura, los
ilotas empezaron a pasarse a Pilos, temiendo [los lacedemonios] alguna otra revuelta
en su propia tierra, estaban alarmados.»
En medio de
circunstancias tan graves para Esparta, y en vista de la escasez de espartanos,
era de suma importancia librar del cautiverio a los prisioneros que, en el
ínterin, habían sido llevados a Atenas. Más después de la victoria en la isla
de Esfacteria, la autoridad de Cleón resultaba inapelable, y Nicias, junto con
todos sus partidarios, había perdido toda influencia entre la masa popular.
No en vano
Aristófanes, en su comedia Los Caballeros, puesta en escena en el año
424, pone en labios de Nicias la idea de huir de Atenas, en vista del poderío
de Cleón, a quien por la victoria le fueron rendidos honores jamás vistos. De
esta manera, la victoria de Pilos no sólo obligó a Esparta a pedir la paz, sino
que colocó en el poder, en Atenas, al partido que ansiaba la guerra.
La
situación en Atenas era tal, que la agrupación de Nicias se vio en la necesidad
de emprender algunas acciones enérgicas. La autoridad de Nicias como comandante
en jefe vaciló seriamente, pues él se había opuesto a las operaciones que
obligaban al enemigo a pedir la paz.
Además, las
fuerzas que prevalecieron en el campo de batalla resultaron ser las de los
peltastas y los aliados, al tiempo que los pesados hoplitas, que en las
milicias atenienses representaban a los círculos adinerados de la población sin
hablar ya de la caballería aristocrática, en el transcurso de los siete años de
guerra no habían conseguido ni un solo triunfo de valor.
Dadas todas
estas circunstancias, y no obstante iniciarse el otoño, Nicias, inmediatamente después
del regreso victorioso de Cleón y Demóstenes con los prisioneros espartanos, emprendió
una campaña contra Corinto, a la cabeza de una gran flota de 80 navíos que
llevaban 2.000 hoplitas atenienses, 200 jinetes y también tropas auxiliares de
milesios y otros aliados.
Esta
expedición perseguía no tanto fines militares como políticos. Los éxitos
militares de Nicias deberían contrarrestar las acciones de sus adversarios
políticos. Pero tales éxitos fueron muy relativos, por no decir dudosos. Cuando
los atenienses hubieron desembarcado al sudeste de Corinto, junto a Soligeios,
se vieron frente a la mitad de todo el ejército corintio. En la encarnizada
batalla que se entabló no alcanzaron triunfo alguno y al presentarse las
reservas corintias se retiraron a sus embarcaciones. Luego, una parte de los
atenienses desembarcaron en Metana, en la Argólida, y se apoderaron de este
lugar, levantando, a ejemplo de lo hecho en Pilos, un muro en el istmo que
llevaba a Trecene. Tales fueron los pobres resultados de la grandiosa campaña.
En cambio,
al año siguiente, en el verano del 424, se emprendió una exitosa operación, de resultas
de la cual se ocupó la ciudad doria de Citerea, «una isla situada cómodamente respecto a Laconia y poblada por
lacedemonios». Los espartanos estaban completamente desesperados después de
la catástrofe de Pilos. «La guerra les
amenazaba con ineludible rapidez... desde todas partes... Jamás, en ninguna
empresa de carácter militar, los lacedemonios habían puesto en evidencia tanta
indecisión... Los reveses del destino que se habían descargado sobre ellos en gran
cantidad y en poco tiempo les arrojaron en el mayor estupor; temían que
volviera a caer sobre ellos semejante infortunio.»
Como una de
las causas más importantes del «pacifismo» de Esparta, Tucídides considera los
recelos de los espartanos «... de que no
se produjera ningún golpe de orden
interno, después de haberle acaecido a Esparta una desgracia inesperada tan
grande». Como «golpe de orden interno»,
Tucídides entiende, evidentemente, una rebelión de ilotas, siempre temida por
los espartanos, y la cual sería particularmente peligrosa en momentos en que en
Pilos se habían afianzado los mesenios; a esta misma consideración vuelve
Tucídides posteriormente. En efecto, al relatar las dificultades por las que
pasaba Esparta en vísperas de la expedición de Brasidas, dice: «Además de ello, sería muy deseable para los
lacedemonios tener un pretexto para despachar una parte de los ilotas, a fin de
que no alentaran el pensamiento de alguna revuelta, dada la situación
resultante de la pérdida de Pilos.»
Se impone
hacer notar que los éxitos militares atenienses de los años 425-424 se debieron
en grado considerable a la política financiera de Cleón. A juzgar por los
fragmentos de una inscripción que representan unos decretos de la ecclesia
acerca de la paga de foros por los aliados, la suma general del mismo fue
duplicada, muchas ciudades debieron pagar una cantidad tres y hasta cuatro
veces mayor que hasta entonces. Especialmente considerable fue el aumento del
foros impuesto a Jonia, atemorizada por la devastación de Mitilene. Al parecer,
en el mismo año, y probablemente con motivo de la anterior reforma del foros
por Cleón, éste hizo pasar el decreto que elevó la paga a los heliastas. Fue
así cómo pudo declarar con orgullo con respecto a él mismo:
«¡Oh, pueblo! ¿Cómo podrá otro ciudadano
amarte más ardiente, fuertemente?
Pues desde que yo estoy en el Consejo he colmado
hasta el tope al fisco.»
Según otra
inscripción, se le había entregado a Nicias para la expedición de Citerea la cantidad
de 10 talentos. Sin los medios financieros recaudados por la energía de Cleón,
el fisco ateniense no hubiera estado en condiciones de financiar expediciones
tan grandes como la del año 425 y, especialmente, la del año 424.
La
ocupación de Citerea fue el punto culminante de los éxitos atenienses.
Parecía que
uno o dos esfuerzos más como éste y la brillante victoria final de Atenas
estaría asegurada. Los radicales atenienses habían concebido la idea de asestar
el golpe decisivo en Beocia, atacando al más fuerte aliado de Esparta simultáneamente
desde tres lados. Demóstenes, llevando 40 naves, se dirigió a Naupacta y
reclutó el ejército de acarnanios y mesenios, planeando apoderarse del puerto
beocio de Sifas en el litoral del golfo Corintio, mediante un ataque desde el
Occidente.
Los demócratas
beocios debían promover una sublevación en Queronea, situada en la frontera septentrional
de Beocia, y las fuerzas principales de los atenienses, bajo el mando de Hipócrates,
se preparaban para dar el golpe sobre Delión, desde el Este. Los tres golpes
tenían que efectuarse al mismo tiempo, para no dar a los beocios la posibilidad
de enfrentar a los enemigos uno a uno, por separado. Pero Hipócrates se demoró,
y la conjuración de los demócratas fue descubierta prematuramente. Debido a
esto, Demóstenes no pudo tener éxito, y la totalidad del ejército de los
beocios salió al encuentro de Hipócrates, el que, no obstante, tuvo tiempo para
apoderarse de Delión y fortificarla. En la batalla de Delión, los beocios
alinearon sus tropas dándoles una profundidad de 25 filas (mientras que los
atenienses la tenían solamente de ocho filas) y, anticipándose al célebre
«orden oblicuo» de Epaminondas, consiguieron una completa victoria (noviembre
del año 424). Los atenienses tuvieron mil bajas, entre ellas la del propio
estratega Hipócrates. Fue la más grande derrota de los atenienses durante toda
la guerra de Arquídamo.
Operaciones bélicas en Tracia
El
infortunio de Esparta y la disminución de su autoridad provocaron entre los
espartanos comunes una tendencia hacia la activación de las operaciones bélicas
y hacia una política más resuelta. Se les hacía más clara la necesidad de
medidas radicales de parte de los dirigentes de la política espartana. Pero
entre tanto, la tendencia fundamental de la oligarquía espartana residía entonces
en conseguir una paz con Atenas y liberar a los prisioneros. Como representante
de las nuevas tendencias se destacó el joven Brasidas, el más enérgico de todos
los jefes militares espartanos. Este había ideado una medida arriesgada,
insólita para los lacedemonios.
Comprendiendo
que la fuerza de los atenienses se basaba en su potencialidad naval, y viendo
la incapacidad de los peloponesiacos para las operaciones en el mar, Brasidas
resolvió intentar abrirse camino hacia la retaguardia ateniense por vía
terrestre y, tras cruzar toda la Grecia continental, salir a través de la
Macedonia hacia las ciudades del litoral tracio. Se trataba de un plan de
evidente gran riesgo, puesto que había que marchar a través del territorio de
Tesalia, que mantenía amistad con Atenas, y, en el caso de surgir
complicaciones, no quedaría camino alguno para la retirada.
Los
oligarcas de Esparta temían dar un paso tan arriesgado, y fracasar, por lo cual
le negaron a Brasidas apoyo militar y material. Sin embargo, calculando que, en
caso de éxito, se contaría con más ventajas en las negociaciones de paz, y que
en caso contrario se verían libres del ardoroso Brasidas, los dirigentes de la
política espartana le autorizaron a prepararse para la expedición.
La campaña
de Brasidas podía proporcionar a Esparta muchas ventajas. En primer lugar, se abriría
un nuevo frente, el que debilitaría la presión ateniense sobre el Peloponeso.
Además, la liga de las ciudades calcídicas, atemorizada por el castigo inferido a la ciudad de Potídea, había prometido
organizar una sublevación general contra la tiranía de Atenas y tomó a su cargo
financiar la expedición. Un éxito de la expedición tracia presagiaba para
Esparta brillantes perspectivas, puesto que acarrearía la descomposición de la arqué
ateniense. En caso de lograr liberar a las polis calcídicas del poder de
Atenas, se intensificaría considerablemente la dispersión de las fuerzas en
toda la Liga marítima ateniense.
Finalmente,
un punto de no poca importancia era el deseo de los lacedemonios de deshacerse,
aunque fuera de una parte, de los ilotas. Después de la derrota de Pilos,
Esparta temía constantemente una sublevación de los mismos. Aun antes, los
espartanos habían seleccionado alrededor de 2.000 de los más valientes y
meritorios ilotas, a los que mataron a escondidas para que la masa de los
esclavos perdiera a sus cabecillas. Tucídides subraya que los espartanos
procedieron de esta forma, «atemorizados
por el espíritu levantisco y por el crecido número de los ilotas», y
también porque «entre los lacedemonios la
mayoría de las iniciativas habían estado siempre orientadas a protegerse contra
los ilotas». Ahora dieron a Brasidas otros 700 ilotas más proveyéndolos con
armas de hoplitas. Aparte, Brasidas reclutó otros 1.000 voluntarios en todo el
Peloponeso. En agosto del año 424 cruzó rápidamente la Tesalia, de manera que
las polis tesaliotas ni siquiera tuvieron tiempo para reclutar un ejército que
le ofreciera resistencia y llegó a Macedonia, donde se encontró con una
amistosa recepción del rey Pérdicas.
La
aparición de Brasidas en la Calcídica provocó intervenciones masivas contra
Atenas.
Entre las
polis helenas del Norte era muy fuerte la tendencia a separarse de Atenas y
recuperar la libertad. Los beocios exteriorizaban abiertamente desde hacía
mucho su descontento por el dominio de Atenas. La fundación de ciudades bajo la
hegemonía de Olinto también debe ser valorada como una demostración hostil
hacia Atenas. Finalmente, el considerable aumento del foros había intensificado
más aún los ánimos antiatenienses. Un factor importante los constituyó igualmente
la circunstancia de que el rey macedonio, Pérdicas, otrora aliado ateniense, se
dirigiera a Esparta en busca de ayuda contra Arrabeo, rey de los lincestas.
Brasidas apostaba sobre todas estas cartas. Tucídides, actor él mismo en ese
frente, anota: «Procediendo con justicia
y moderación con las ciudades [de Tracia], Brasidas, al mismo tiempo, apartó
del bando ateniense a la mayor parte de las mismas.»
En cuanto a
los principios de la política de los peloponesiacos en Tracia, Tucídides los formula
en la arenga que hiciera Brasidas a los habitantes de Acantos. Subraya, en
primer lugar, que todas las polis que pasaran a su lado recuperarían por
completo la independencia. Luego prometió solemnemente no inmiscuirse en los
asuntos internos de las polis, esto es, que no apoyaría a los oligarcas contra
los demócratas. En caso de negarse a aceptar sus condiciones, Brasidas
amenazaba con asolar los campos de los acantianos, lo cual, dado que se acercaba
la época de la recolección, los privaría de víveres para el invierno. De esta
manera, Brasidas se atrajo el apoyo de Acantos, Estagira y Argilos, y se
acercó, sin menor impedimento, a la principal posesión de Atenas en Tracia:
Anfípolis. El historiador Tucídides, que en ese año era estratega, se
encontraba en aquel momento con siete trieres junto a Tasos, a una distancia de
medio día de camino de Anfípolis. Llamado en ayuda a ésta, se dirigió a la
ciudad, pero llegó tarde. Brasidas había ofrecido a los habitantes de Anfípolis
condiciones de capitulación muy ventajosas y la ciudad se le entregó sin
combatir. Tucídides alcanzó a apoderarse solamente de Eión, suburbio de
Anfípolis.
Por su
pasividad, fue expulsado de Atenas y desde entonces vivió en tierras extrañas.
El paso de
Anfípolis al bando de Esparta fue un síntoma sumamente alarmante para Atenas.
De esta
manera perdía la fuente básica de aprovisionamiento de maderas para la
construcción de buques, y grandes fuentes de ingresos pecuniarios. Las aliadas
de Atenas «comenzaron a negociar secretamente con Brasidas, invitándolo a
visitarlas, y queriendo cada una de ellas ser la primera en defeccionar». En el
transcurso de unos tres meses, Brasidas logró apoderarse de las dos terceras
partes de la Calcídica. Solamente la península de Palena permanecía aún en
manos de los atenienses, pero incluso allí había intranquilidad.
El armisticio
En la
primavera del año 423, entre Esparta y Atenas fue firmada una tregua por el
término de un año. Los dirigentes de la política espartana calculaban que la
tregua conduciría a la paz, y que les serían devueltos los espartanos
prisioneros, Pilos y Citerea, a cambio de las conquistas de Brasidas en el
litoral tracio. De la misma manera había en Atenas una inclinación por el armisticio,
debido a que los atenienses querían juntar reservas en la Calcídica, antes que
esa región defeccionara totalmente.
Las
condiciones del armisticio consistían en la conversación del statu quo; los
lacedemonios y sus aliados obtenían la libertad del comercio en el mar, pero se
les prohibía cambiar de lugar a sus barcos de guerra. En cambio, era de suma
importancia el punto referente a los desertores formulado por los espartanos en
la forma siguiente: «Durante este período, no acogeremos a los desertores, ni
vosotros ni nosotros.» La inclusión, entre las condiciones del armisticio, del
punto social que prohibía acoger a los desertores, haciendo mención especial de
los esclavos, se debió, indudablemente, a exigencias de Esparta, y atestigua
indirectamente la existencia de una gran cantidad de ilotas que habían huido a
Pilos.
Pero
todavía durante las negociaciones se sublevó contra Atenas Esción, ciudad
situada en la península de Palena, separada de Brasidas por Potídea, que en
aquel entonces se encontraba en poder de pobladores atenienses. A Esción se le
agregó la vecina ciudad de Mendé. Entonces, a propuesta de Cleón, la ecclesia
decidió poner sitio a Esción y pasar por las armas a todos sus habitantes.
Brasidas respondió dirigiendo sus tropas a estas dos ciudades. Sus relaciones
con Pérdicas ya habían empeorado y el rey macedonio entró en negociaciones con
los atenienses, quienes habían enviado contra Esción a Nicias con 50 barcos de
guerra, 1.000 hoplitas y 2.000 peltastas.
Aprovechando
el apoyo de los demócratas de Mendé, los atenienses ocuparon la ciudad y
propusieron a sus moradores condenar a los oligarcas y restablecer el régimen democrático.
En cambio, Esción fue rodeada con murallas de asedio. De acuerdo con una de las
Inscripciones Graecae, en ese mismo tiempo, tres ciudades: Calindón,
Trinoya y Cemacos firmaron un tratado de alianza con Atenas.
Una vez
expirado el término del armisticio, en el verano del año 422, Cleón se dirigió
a Esción con 30 navíos, 1.200 hoplitas y 300 jinetes atenienses, y gran
cantidad de aliados.
Mediante un
enérgico golpe asestado por tierra y mar se apoderó de Torona, «redujo a la esclavitud a las mujeres y a los
niños, y a los toronenses, a los peloponesiacos y a otros calcidios..., en
total cerca de 700 hombres, los envió prisioneros a Atenas».
Después,
Cleón se dirigió por mar hacia Anfípolis, conquistando a su paso a Halepsa, Meciberna,
Cleonas y Acrotas. Allí le salió al encuentro Brasidas, quien tenía
superioridad numérica y guerreros cualitativamente mejores. En la batalla de
Anfípolis (octubre del 422), que terminó con la derrota de los atenienses,
cayeron ambos jefes militares: Cleón y Brasidas, que representaban, cada uno en
su país, a los partidos de más belicosa inspiración.
Tucídides,
al describir esa batalla, no escatima acusaciones a Cleón, atribuyéndole
«ignorancia y pusilanimidad en comparación con la experiencia y la intrepidez
del adversario», es decir, de Brasidas, En efecto, en cuanto a capacidad
militar, Brasidas era, sin duda alguna, superior a Cleón. Además, tenía a su
disposición a guerreros expertos que tenían fe en su jefe. En cambio, Cleón
tenía solamente a 1.200 hoplitas y 300 caballeros atenienses, sin contar
ciertamente los grandes contingentes de aliados. Ni los hoplitas ni, menos aún,
los jinetes alentaban confianza en Cleón, al que consideraban un advenedizo.
Fue esta circunstancia precisamente la que obligó a Cleón a actuar contra todos
los principios del arte militar. Tal como escribe Tucídides, «Cleón advirtió las murmuraciones de sus
guerreros y, no queriendo irritarlos por permanecer inactivos en el mismo
lugar..., los llevó contra el enemigo». Por tanto, la derrota de Cleón se
explica no sólo por razones militares, sino también políticas. Sea como fuere,
la muerte simultánea de Cleón y de Brasidas hizo considerablemente más fácil el
camino hacia las negociaciones de paz.
La paz de Nicias
Con la
muerte de Cleón, la democracia radical perdió su influencia en Atenas. Sus
planes ofensivos naufragaron. Las derrotas en Delión y en la Calcídica
acrecentaron considerablemente los ánimos pacifistas. También los aliados de
Atenas, propensos a la defección, infundían serios recelos y temores.
Los
espartanos tendían hacia la paz, por las causas señaladas anteriormente. Sólo
hay que añadir aún a las mismas el que la guerra tomaba un carácter prolongado,
pudiendo siempre determinar una sublevación de los ilotas, bajo la dirección de
los mesenios pilosianos. Escribe Tucídides: «Los ilotas se pasaban al enemigo,
y los lacedemonios recelaban constantemente de que también los que se quedaban,
contando con los fugitivos y con la actual situación se rebelarían nuevamente
contra ellos.» Por añadidura, en el año 421 expiraba el plazo de la paz de treinta
años firmada con Argos. La alianza de Atenas con Argos era sumamente peligrosa,
porque en tal caso algunas ciudades del Peloponeso podrían plegarse a Argos.
Los jefes
de los dos Estados, Nicias y el rey espartano Plistoanax, llegaron a acordar,
con relativa rapidez, las condiciones de paz. Se resolvió retornar a la
situación de preguerra, con la sola diferencia de que los tebanos recibían
Platea y los atenienses obtenían Nisaia. Las ciudades de la Calcídica y de
Tracia: Argilos, Estagira, Acantos, Escolos, Olinto y Espártolos, que habían pasado
voluntariamente a Brasidas, conservaban su independencia, pero se les permitía
entrar en la Liga a condición de que Atenas las invitase. Los prisioneros de
guerra de ambos bandos debían ser repatriados. La paz civil debía ser asegurada
mediante el hecho de que en todas las ciudades que se devolvían a los
atenienses se permitía a quienes lo desearan emigrar y dirigirse con todos sus
bienes, a donde les plugiere. Además, los atenienses garantizaban la autonomía
a las polis aliadas que pagaban con regularidad el foros establecido por
Arístides. En caso de discrepancia a la hora de interpretar el tratado de paz,
cuya validez era de cincuenta años, el conflicto se resolvía mediante
arbitraje.
La paz de
Nicias respondía por completo a los intereses de la propia Esparta, pero dejó descontentos
a sus aliados, puesto que Beocia, Megara, Corinto y Elis no obtenían nada de
ese tratado, e inclusive Megara perdía a Nisaia.
Pero el
golpe más severo fue asestado por la paz de Nicias a Corinto. Como ya señaláramos, los intereses básicos de esa
polis estaban vinculados a los aliados de Atenas, a los acarnanios, todos los
puntos occidentales de apoyo de Corinto. Anactorión fue tomado por asalto y los
ambraciotas fueron forzados a entrar en alianza con los acarnanios. Corinto
perdió también su tercera colonia,
Soligeios. Las islas jónicas quedaban dentro de la esfera de influencia de la democrática
Corcira. De esta manera, la lucha por la Hélade occidental fue totalmente
ganada por los atenienses. He ahí por qué los aliados espartanos anteriormente
citados se negaron a firmar las condiciones de paz, y sus relaciones con
Esparta empeoraron notablemente. La cosa parecía encaminarse a una ruptura, lo
cual a primera vista convenía a Argos, que gozaba de grandes simpatías entre
los peloponesiacos.
El gobierno
espartano preveía la inminente amenaza, y trató de neutralizarla no sólo mediante
la paz, sino mediante una alianza con Atenas. Ya al mes de haber sido firmada
la paz se celebró una alianza defensiva entre Atenas y Esparta. En el correspondiente
tratado, compuesto formalmente sobre las bases de la igualdad de derechos,
llama la atención una importante obligación unilateral de los atenienses: «En caso de que se subleven los esclavos, los
atenienses se comprometen a ayudar a los lacedemonios con todas sus fuerzas
dentro de la posible.» Este punto del tratado recuerda claramente la
política ateniense de los tiempos de Cimón. Llama la atención el hecho de que
los atenienses no hubieran exigido a los espartanos recíprocos compromisos
análogos, puesto que, evidentemente, ellos temían en grado mucho menor una
sublevación de los esclavos.
De acuerdo
con algunos informes fragmentarios de Tucídides, diseminados en los libros IV y
V de su obra, estamos en condiciones de seguir el rápido crecimiento de la
amenaza de una sublevación de los ilotas después de la campaña de Pilos, de
felices resultados para los atenienses. El factor fundamental que inclinó a
Esparta por las negociaciones de paz pareciera haber sido no tanto el deseo de
liberar a sus prisioneros de guerra
(entre los cuales no había más que 120 de la clase de los espartanos), como la
amenaza de una sublevación de los esclavos. Fue precisamente esto lo que
paralizó la actividad de Esparta, durante la expedición de Nicias a Citerea, y
fue esto lo que obligó a los lacedemonios a crear, por primera vez en su
historia, una unidad militar para mantener «el orden» en la Laconia y para
prevenir la fuga en masa de los ilotas a Pilos. No obstante todas estas
medidas, el amago de una sublevación general de los ilotas fue creciendo más y
más, hasta el punto de que los espartanos se vieron forzados, a avenirse a la
paz, incluso bajo la amenaza de ruptura con sus aliados, pero de hecho sólo para
prevenir la sublevación de los esclavos.
En el
sentido político-social, la firma de la paz constituyó en Atenas una victoria «de los ricos, de la generación mayor y de la
mayor parte de los agricultores», como define la composición de los
partidarios de la paz el biógrafo Plutarco. Se comprende que a favor de la paz
estuvieron también los elementos laconófilos.
Sin
embargo, la fuerza básica que obraba en Atenas en favor de la paz era el
campesinado ático. Tiene razón Aristófanes al poner en labios de Trigeo estas
palabras: «Sólo los agricultores podrán
devolvernos la paz», y al ensalzar los beneficios de la misma, se ocupa
exclusivamente de la temática de los trabajos agropecuarios:
«Lo ve Zeus, brilla la azada con su filosa
reja,
Y al sol relumbran las horquillas tridentes.
¡Qué hermosa, qué maravillosa es su fila!
¡Qué deseos de regresar pronto a los campos,
Y levantar con la pala la negra tierra endurecida!»
Los
demócratas radicales aún no se habían repuesto del golpe que significó la
pérdida de Cleón, y su nuevo dirigente, Hipérbolo, sólo con mucho esfuerzo
podía oponer resistencia a Nicias, cuya influencia había alcanzado en ese
tiempo su apogeo. «De Nicias se decía
siempre que era una persona grata a los dioses, y por ello... le fue
proporcionada la posibilidad de llamar con su propio nombre a la más grande y
hermosa de las buenas obras.»
No obstante
las tendencias generales a poner fin a las operaciones bélicas, la paz de
Nicias podía ser, y de hecho lo fue, solamente un respiro, una tregua en la
guerra que había abarcado a todo el mundo heleno. La guerra de Arquídamo hizo
evidente la existencia de colosales recursos materiales en Atenas y su
inexpugnabilidad por tierra firme. La coalición espartana resultó ser demasiado
débil para destruir a la arqué. Más tampoco Atenas se hallaba en condiciones de
asestar el golpe decisivo a la Liga peloponesiaca. La paz de Nicias no eliminó
las contradicciones que originaron la guerra del Peloponeso. La cuestión de la
hegemonía quedó sin resolver. Quedó planteada también la lucha entre oligarcas
y demócratas.
Finalmente,
durante la guerra de Arquídamo se intensificaron considerablemente las fuerzas
centrífugas, tanto en el seno de la arqué ateniense como en la confederación
del Peloponeso. De todo lo cual puede extraerse la conclusión de que la paz de
Nicias, firmada por el término de cincuenta años, podía ser sólo un armisticio,
un respiro. Tarde o temprano, las contradicciones señaladas tendrían que hacerla
estallar. El mismo destino le estaba reservado también a la alianza defensiva
que se había establecido entre Atenas y Esparta.
3. Desde la paz de Nicias hasta la expedición a
Sicilia
Consecuencias políticas de la paz de Nicias
Al período
que siguió a la paz de Nicias, Tucídides lo llama justicieramente «tregua insegura» o «tregua sospechosa»: «Durante
seis años y nueve meses, ambas partes se abstuvieron de incursionar cada una en
las tierras de la otra; pero más allá de sus propias fronteras, y en medio de
aquella tregua insegura, inferíanse mutuamente grandes daños.» En efecto,
no obstante que la paz de Nicias respondía a los deseos de las masas populares
de Atenas y de Esparta, y aun cuando las condiciones del tratado de paz
reflejaban la real relación de fuerzas relación a la que se llegó a través de
una lucha armada a lo largo de diez años, no se logró una conciliación
definitiva. Más aún: incluso las mismas condiciones del tratado de paz no
fueron cumplidas por ninguno de los firmantes. De hecho, lo único que se llevó
a cabo fue el intercambio de prisioneros de guerra entre Atenas y Esparta. Los
espartanos recibieron finalmente cerca de 300 de sus hombres que habían sido
tomados prisioneros en Esfacteria y otras partes.
Los
artículos del tratado, relativos a la devolución de los territorios que habían
sido ocupados por las partes beligerantes, no fueron cumplidos. Prácticamente
se trataba de la devolución a los atenienses de Anfípolis, en la que se hallaba
una guarnición peloponesiaca bajo el mando del espartano Cleáridas, y de
Panactón, fortificación en la frontera con Beocia de la que Esparta se había
apoderado hacia el fin de la guerra de Arquídamo. A su vez, Atenas debía
devolver a Esparta, en primer lugar, Pilos, en la que por aquel entonces se
hallaba una guarnición de mesenios naupactianos, y también Citerea. En cuanto a
Platea y Niasia debían quedar, por sorteo, en manos de Tebas y Atenas.
De acuerdo
con el sorteo, Esparta estaba obligada, en primer lugar, y antes que nada, a devolver
Anfípolis. Sin embargo, Cleáridas, al principio, se había negado, y ante las
reiteradas exigencias, lo que hizo fue regresar a Esparta con los restos de los
ejércitos de Brasidas, dejando a la ciudad de Anfípolis en manos de sus
habitantes, dispuestos a defenderse de Atenas hasta la última gota de sangre.
Panactón fue devuelta a Atenas al comienzo de la primavera del 420 a. C., no
sin antes desmantelar, contraviniendo lo tratado, todas las fortificaciones y
pactar Esparta una alianza con Beocia, lo cual, en opinión de los atenienses,
también se hallaba en oposición a las condiciones de la paz de Nicias.
Los
atenienses aprovecharon esta circunstancia para retener en sus manos a Pilos y
Citerea.
En cuanto a
la primera, sólo hicieron una concesión parcial, reemplazando en el verano del
año 420 la guarnición de mesenios por una de atenienses y llevándose a los
ilotas que se habían pasado a sus filas desde Laconia. Al parecer, también
Citerea quedó en manos de los atenienses.
De esta
manera, de todas las condiciones de la paz de Nicias fue observada en forma
completa un solo punto, que debía prevenir la ulterior evasión de los esclavos
espartanos, los ilotas. Con motivo de no haber dado Esparta cumplimiento a las
condiciones del tratado de paz, los ilotas de Pilos fueron llevados «para que se dedicaran al bandolerismo»,
en el año 418.
Así y todo,
el obstáculo más grande a la estabilización de la paz fue la oposición de los principales
aliados de los espartanos: Beocia, Corinto, Megara y Elis. El más poderoso de
ellos, Beocia, tenía todas las razones para denunciar el tratado de paz.
Estando exenta de intereses comerciales fuera de la Grecia central. Beocia
abrigaba temores en cuanto a Atenas sólo en tierra firme. La campaña contra
Tebas había terminado en la más completa derrota, con el aplastamiento de la
totalidad de los hoplitas atenienses junto a Delión, y en esa batalla los beocios
obtuvieron el triunfo por sus propias fuerzas, sin ayuda alguna de Esparta.
Durante la guerra de Arquídamo, ellos se habían apoderado no sólo de la Platea
beocia, sino también del Panactón ateniense.
Además, y
bajo la protección de las huestes peloponesiacas, los beocios saquearon, año
tras año, el territorio del Ática, en tanto sus propias tierras casi no sufrían
ataque alguno. En relación con todas esas circunstancias, las condiciones de la
paz de Nicias aparecían como injustas a los beocios, ya que ellos se sentían
capaces de sostener una lucha frente a frente contra Atenas.
En tal
situación, Megara también prefería orientarse con Beocia antes que a una
alianza con Esparta, que había traicionado sus intereses en el tratado con
Nicias. Tal fue también, como ya se ha señalado, la posición de Corinto. En
vista de todo esto, Beocia no dio su conformidad a la firma del tratado de paz
de Nicias, sino que acordó con Atenas una tregua por separado, a corto plazo,
susceptible de ser prolongada cada diez días. Corinto, por su parte, no deseaba
entrar en negociación alguna con Atenas.
A pesar de
todo, los aliados de Esparta no hubieran podido oponerse a un acuerdo de Atenas
con ella, si en el Peloponeso no hubiera habido otro Estado fuerte, capaz de
reunir en torno suyo a todos los adversarios de Esparta. Tal polis era Argos, antiguo émulo de Esparta en lo que se refiere
a la hegemonía en el Peloponeso, además de ser importante la diferencia de
ambas polis en cuanto al régimen político. Al tiempo que en Esparta prevalecía
el orden oligárquico, Argos era un Estado democrático. La manzana de la
discordia entre ambos Estados era la feraz región de Cinuria, anexionada hacía
unos siglos por Laconia. Más la prolongada guerra de Arquídamo había puesto de
manifiesto la debilidad relativa de la Liga del Peloponeso, y en particular del
principal adversario de Argos: Esparta. Esta circunstancia debía intensificar,
sin duda alguna, los ánimos guerreros de los argivos.
A pesar de
eso, y no obstante su régimen democrático, los argivos no habían osado
adherirse abiertamente a Atenas durante la guerra de Arquídamo, debido a que
estaban rodeados por los miembros de la Liga del Peloponeso, sin poder contar
tampoco con una ayuda desde el exterior.
En vista de
ello, Argos observaba rigurosamente las condiciones del tratado de paz de
treinta años acordado con Esparta, que vencía en el 421. Durante aquel lapso, «los argivos estuvieron, en todos los
aspectos, en una posición sumamente favorable, porque no habían tomado parte en
la guerra contra el Ática, e incluso habían sacado provecho de ella por estar
en paz con ambos beligerantes».
La
propuesta de los corintios de celebrar un pacto encontró, pues, eco favorable
en Argos.
Dado que el
prestigio bélico de los lacedemonios había descendido notablemente después de Esfacteria,
también se adhirieron a Argos otras polis democráticas del Peloponeso: Elis y Mantinea,
que mantenían disputas territoriales con la propia Esparta. A la misma
coalición se adhirieron las polis de la Calcídica y, tras algunos titubeos,
Corinto. La aristocrática Beocia y Megara conservaron su independencia.
La
situación geográfica de la coalición Argos-Elis-Mantinea era tal, que aislaba completamente
a Esparta del Peloponeso septentrional y, en consecuencia, de sus aliados. La existencia
ulterior de esta coalición democrática hubiera significado la completa escisión
de la Liga del Peloponeso y, por lo mismo, el fin de la hegemonía espartana. La
marcha de los acontecimientos hizo ver así palpablemente que la alianza con
Atenas resultaba inútil e incluso perjudicial para los espartanos.
Debido a
esto, después de regresar de Atenas los prisioneros de guerra, en la política
exterior de Esparta se produjo un brusco viraje.
Los éforos
que habían firmado la paz de Nicias no fueron reelegidos, y los nuevos Cleóbulo
y Xenares se opusieron brusca y tenazmente a la alianza con Atenas, aliándose
por separado con Beocia, lo cual, indudablemente, debía conducir a la ruptura
con los atenienses.
La
consecuencia lógica de todos estos acontecimientos fue un pacto de alianza
entre las cuatro polis democráticas de la Hélade: Atenas, Argos, Mantinea y Elis. Tal alianza fue, efectivamente, acordada a mediados del
verano del año 420. Esta coalición democrática tenía como adversaria a la liga
oligárquica de Esparta, Beocia y Megara, apoyada por el principal enemigo de Atenas: Corinto.
Lucha política en Atenas y promoción de
Alcibíades
Este
desarrollo de los acontecimientos no dejaba piedra sobre piedra de toda la política
laconófila de Nicias. El comportamiento de Esparta, en especial después de
habérsele enviado los prisioneros de guerra, fue visto en Atenas como una
traición. En la ecclesia, la responsabilidad debía recaer sobre el grupo de
Nicias, lo cual creaba objetivamente perspectivas para el reforzamiento del
grupo democrático radical al que se habían adherido todos los círculos de la
población perjudicados por el cese de las operaciones bélicas. De que existían
dan excelente testimonio los diálogos de Trigeo, con el armero, con el artesano
de las lanzas, con el de las corazas, con el de los yelmos, con el trompetero y
otros. Detrás de esas figuras caricaturescas se encuentran, sin duda, los
influyentes círculos de artesanos que no querían verse menoscabados en sus
intereses económicos. Había también una adhesión del cuerpo dirigente del
ejército y, especialmente, de la flota, que en el transcurso de los diez años
de operaciones bélicas se había acostumbrado a tocar el primer violín en la
política ateniense.
Finalmente,
no hay que subestimar tampoco el apoyo que encontraba ese grupo entre las amplias
masas del demos ateniense. El servicio militar aportaba un sueldo relativamente
satisfactorio (un dracma por día para los hoplitas y tres óbolos para los
marineros). Los hoplitas atenienses no eran llevados con frecuencia al campo de
batalla, sino que, por lo general, cumplían el servicio en las guarniciones
acuarteladas en las ciudades. Las acciones de la flota, dentro de las
condiciones del dominio indiviso de los atenienses en el mar, tampoco ofrecían grandes
riesgos. En consecuencia, la determinada estratificación del demos estaba mejor
asegurada durante la guerra que en la paz. Sin embargo, a la cabeza de la
oposición a Nicias se había puesto no el jefe de los democráticos radicales,
Hipérbolo, de poca influencia, sino el joven Alcibíades. Tal circunstancia
influyó considerablemente sobre el ulterior desarrollo de los acontecimientos.
Alcibíades,
hijo de Clinias, pertenecía, por su origen, a las familias de mejor abolengo
del Ática. Por la madre, estaba emparentado con los Alcmeónidas. Al caer su
padre en la batalla del Coronea, el joven, aún menor de edad, había sido puesto
bajo la tutela de Pericles. Uno de los hombres más ricos de Grecia era
Alcibíades, representante prototípico de la generación de aristócratas
atenienses habituados a suministrar líderes políticos al demos. En este
sentido, Alcibíades podría haberse convertido en un segundo Cimón o en un
segundo Pericles. Educado en un ambiente en que el Gobierno popular era formal,
mientras en los hechos existía el poder casi autocrático de Pericles.
Alcibíades se había imbuido, desde la edad más temprana, de desprecio hacia la
democracia, considerando que las masas del pueblo sólo servían de pedestal para
llegar al poder. Sócrates había ejercido gran influencia sobre él; la faz
antidemocrática de su doctrina agradaba sumamente al joven discípulo. La
anécdota que recuerdan Plutarco y Diodoro da el mejor testimonio en cuanto a la
manera de pensar del joven Alcibíades. «En
el deseo de conversar con Pericles, Alcibíades acudió en una oportunidad a sus
puertas. Le dijeron que Pericles se hallaba ocupado, pensando en la manera de
justificarse, de rendir cuentas a los atenienses. Al retirarse, Alcibíades
dijo: ¿No sería mejor pensar en no rendir ninguna?» En esta anécdota ya se
percibe la diferencia entre la generación mayor, la de Pericles y la generación
joven de los aristócratas atenienses, a la que pertenecía Alcibíades.
De acuerdo
con las leyes atenienses, Alcibíades, nacido en el año 452 antes de nuestra
era, podía proponer su candidatura para el puesto de estratega sólo después de haber cumplido los treinta años,
esto es, en el año 421. Más antes de esto, él había procurado, de mil modos, conquistar
notoriedad y popularidad, como peldaño importantísimo para ascender al poder.
Envío para
competir en los juegos olímpicos siete carros, con los que recibió
simultáneamente el primero, el segundo y el cuarto premios; encargó una oda
laudatoria al mejor escritor de la Hélade, Eurípides; gastó enormes sumas de
dinero en coregías; cometió toda clase de extravagancias como, por ejemplo,
mutilar a su hermoso perro de raza con el solo objeto de que los atenienses
hablasen de él. Plutarco caracteriza muy acertadamente la posición y las tendencias
del personaje: «El origen de Alcibíades,
su riqueza, su bravura en los combates, la multitud de amigos y parientes, le
abrían grandes posibilidades para alcanzar puestos gubernamentales, pero él
trataba, por encima de todo, de conquistar para sí la valía mediante el encanto
de sus discursos ante la muchedumbre.»
La postura
negativa respecto al orden democrático en Atenas ha sido muy bien descrita por Tucídides,
quien pone en labios de aquél la sentencia acerca del «desenfreno propio del
régimen democrático»; su condena del «dominio
del demos» y, finalmente, la conocida definición de la democracia como «la
insensatez generalmente reconocida».
El hecho
mismo de la gran influencia de Alcibíades se explica por la desmoralización del
demos ateniense, considerablemente desclasado, habituado a vivir de los
ingresos proporcionados por la explotación de los esclavos y de los aliados.
Alcibíades
se tuvo que adherir al partido aristocrático laconófilo. Lo llevaban a ello
tanto su origen como sus vínculos con Sócrates y, finalmente, los lazos
personales de su familia con Esparta. Estaba en relaciones amistosas con los
prisioneros de guerra espartanos, y trataba de obtener la proxenia para los
lacedemonios. No obstante su amor propio vulnerado por el hecho de haber
preferido los embajadores espartanos, durante la celebración de la paz, a
Nicias y no a él, impulsaron a Alcibíades hacia el campo antiespartano. Se vio
así obligado a adherirse al partido democrático en la asamblea popular
ateniense.
En ella, y
actuando contra Nicias, Alcibíades hizo fracasar, ya valiéndose de intrigas, ya
por el fraude directo, las negociaciones entre Esparta y Atenas, consiguiendo
en cambio formar una alianza entre la democracia ateniense y la peloponesiaca
(Atenas-Argos, Mantinea, Elis).
Las
perspectivas de una coalición democrática eran brillantes. Hacía poco que la
arqué ateniense, tras una contienda de diez años contra la Liga peloponesiaca,
había obligado a su adversario a pedir la paz. Pero ahora contaba con la adhesión
de Argos, neutral hasta aquel momento. Al mismo tiempo, el campo de sus
adversarios se había disgregado al pasarse una parte de sus componentes
Mantinea y Elis al campo de la democracia. Además, la propia Esparta había
perdido por completo su aureola de invicta. Pilos seguía aún en manos de los atenienses.
La cuestión había llegado al punto de que los eleatas no admitieron que los lacedemonios
tomaran parte en los juegos olímpicos, lo cual se consideraba en aquel tiempo
una ofensa inaudita. Parecía que un solo golpe bastaría para aplastar
definitivamente a Esparta. Su autoridad frente a toda la Hélade había
descendido hasta tal punto que inclusive sus aliados, los tebanos, se
apoderaron al año siguiente (419) de la colonia lacónica de Heráclea de Tracia,
sin reparar en la gran indignación que ello provocó en Esparta.
En el
verano del mismo año, Alcibíades, elegido estratega, llegó al Peloponeso con un
pequeño destacamento de hoplitas y, moviéndose a lo largo de la costa
septentrional de la península, persuadió a los habitantes de la ciudad de
Patras a que unieran su ciudad con el mar mediante un largo muro, lo cual
proporcionó a los atenienses un nuevo punto de apoyo en el Peloponeso.
Estimulados
por la presencia del destacamento ateniense, los argivos emprendieron acciones
bélicas contra Epidauro (de Argólida), con la esperanza de poder obtener, en
caso de éxito, una comunicación directa con Atenas por vía más breve, a través
de Egina.
El ataque
contra Epidauro obligó a Esparta a proceder activamente. En el verano del 418
se reunió en Flionte «el mejor ejército
heleno que hasta entonces se hubiera formado; estaban allí los lacedemonios con
todo su ejército, como también los arcadios, beocios, corintios, sicionios, pelenenses,
fliontios, megarios; todas ellas tropas escogidas que estaban en condiciones de
combatir ya no sólo contra los ejércitos con que contaba la liga argiva, sino
también contra otros tantos, que se unieran a ella». Los beocios por sí
solos suministraron 5.000 hoplitas, 5.500 guerreros de infantería ligera y 500
de caballería.
Los
argivos, contra los cuales se había congregado toda esa masa armada, reunieron
su propia milicia con la de Mantinea y con 3.000 hoplitas eleatas. Los
ejércitos atenienses (1.000 hoplitas y 300 caballeros) llegaron algo más tarde.
Sin
embargo, cuando los ejércitos estaban ya en línea de batalla, los aristócratas
de Argos se entendieron con el rey espartano Agis, hijo de Arquídamo, y los
enemigos se separaron sin haber luchado. Esto provocó indignación en los lacedemonios,
la que se agudizó más aún al recibir la noticia de que sus adversarios habían ocupado
Orcómenos (de Arcadia). Entonces, los ejércitos espartanos, al regresar a su
patria, fueron nuevamente enviados a la región de Mantinea, esta vez sin aliados,
que no se les pudieron unir, porque para ello tenían que cruzar por territorio
enemigo.
En la
batalla de Mantinea (agosto del 418) los espartanos obtuvieron una victoria
completa sobre el aliado ejército argivo-mantineo-ateniense. En esa batalla
cayeron 300 lacedemonios y 1.100 de sus enemigos, entre ellos los dos
estrategas atenienses. La batalla puso en evidencia la superioridad de los
hoplitas laconios. Como resultado, Argos rompió el tratado celebrado con Atenas
e inmediatamente hizo la paz y una alianza con Esparta. Los ejércitos de Argos,
en unión con el destacamento espartano, promovieron un levantamiento
oligárquico en Argos y en Sición. Los mantineos, viéndose aislados, debieron
someterse. El triunfo de los lacedemonios repercutió en el distante Norte. El
rey macedonio, Pérdicas, volvió a traicionar a los atenienses y, recordando
para el caso el origen argivo de los reyes macedonios, estableció una alianza con
Esparta y Argos. Esta circunstancia reforzó más aún la tendencia de las polis
de la Calcídica a una independencia total.
La derrota
bélica de Atenas más la diplomática que le siguió fue provocada, más que nada, por
su indecisión. Al tiempo que Alcibíades insistía en la necesidad de acciones
resueltas.
Nicias,
seguido por la mayoría de los estrategas, trataba infructuosamente de renovar
la amistad con Esparta. Era natural que el insignificante destacamento que
había tomado parte en la batalla de Mantinea no pudiera salvar a sus aliados, y
la armada que hubiera podido distraer a una parte de las fuerzas espartanas y,
por lo mismo, hacer más sostenible la situación de los aliados, no se movió del
Pireo.
Se hacía
evidente que la rivalidad entre Alcibíades y Nicias llevaba a Atenas a la
ruina. En tales circunstancias era completamente lógica la propuesta del
conductor de la democracia radical, Hipérbolo, de recurrir al ostracismo. La
propuesta en cuestión fue aprobada por la ecclesia. No obstante a ello,
Alcibíades, por temor a ser expulsado, se entendió con el conductor del grupo
laconófilo Faiax y, posiblemente, también con Nicias, para actuar conjuntamente
contra Hipérbolo, al que le fue aplicada aquella medida, de manera
completamente inesperada (en el año 417). Simultáneamente, Alcibíades y Nicias
fueron elegidos nuevamente estrategas.
Entre tanto,
la situación en el Peloponeso volvió a tomarse candente. El triunfo de los aristócratas
en Argos fue de corta duración. Medio año después, en el mismo año 417, los demócratas
argivos, aprovechando un momento propicio, atacaron a los oligarcas, los derrotaron
y expulsaron de la ciudad, y restablecieron la democracia. El partido demócrata
pidió ayuda a Atenas y emprendió la construcción de los Largos Muros, «para asegurarse el suministro de víveres por
vía marítima». La experiencia de la guerra de Arquídamo había demostrado
que construcciones tales como los Largos Muros de Atenas era absolutamente
inexpugnables.
Incluso una
aplastante superioridad numérica de los sitiadores no representa garantía
alguna de éxito. El único medio de obligar a los sitiados a capitular era el
cerco de las fortificaciones más la amenaza de hambre. Y los Largos Muros que
unían con el mar, que se hallaba bajo el control de los aliados, constituían en
aquellos tiempos la completa garantía para la independencia frente a Esparta, y
prenda de larga alianza con Atenas. Los Muros se construyeron en medio de una gran
animación de la población de Argos; los atenienses habían enviado carpinteros
de obra y albañiles. Y cuando en el invierno hicieron su aparición los
ejércitos espartanos, no hallaron traidores en la ciudad y se vieron forzados a
retirarse, destruyendo, sin embargo, una parte del Muro. En el verano del 416
Alcibíades llegó a Argos a la cabeza de una escuadra de 20 navíos y se llevó a
300 oligarcas vinculados con Esparta.
En el año
416 las relaciones entre Atenas y Esparta empeoraron más aún debido a que los atenienses
habían puesto sitio a la colonia laconia de Melos, en la isla del mismo nombre.
Esta colonia había observado la más rigurosa neutralidad, y el ataque de los
atenienses carecía de fundamentos. Tras un sitio de siete meses de duración,
Melos se rindió. Los hombres fueron pasados por las armas y las mujeres y los
niños llevados como esclavos. Al mismo tiempo, también la guarnición de Pilos
había efectuado una salida inflingiendo grandes daños a los lacedemonios. Todo
esto determinó que «los lacedemonios, sin violar el tratado, abrieran acciones
bélicas contra los atenienses». Y aunque se les unieron los corintios, las
operaciones bélicas no se hicieron en gran escala hasta la expedición a
Sicilia.
4. La expedición a Sicilia
Después del
congreso de las polis siciliotas en Gela y del ignominioso retorno de la
primera escuadra ateniense, los acontecimientos en Sicilia se desarrollaron
casi sin vinculación alguna con la marcha de la guerra en la Grecia
continental. El antagonismo entre las polis encabezadas por Siracusa y el grupo
calcídico compuesto por Naxos, Leontinos, Catana, Mesana e Hímera, era
mantenido dentro de los marcos de conflictos locales, pues Siracusa prefería no
llevar las cosas al extremo, a fin de no dar pretexto a Atenas para una nueva
intromisión en los asuntos sicilianos.
Las
tendencias dominantes de Siracusa se entrelazaban con la lucha social y
política. Y a pesar de que en la propia Siracusa el poder también estaba en
manos de los demócratas, esta ciudad, por lo general, apoyaba a los oligarcas
jonios. Lo cual le daba siempre la posibilidad de inmiscuirse en los asuntos
internos de sus adversarios, sin llegar con ello a una intervención abierta.
Son muy
significativos los considerables desplazamientos sociales que tuvieron lugar en
Leontinos hacia finales de la guerra de Arquídamo. Según informa Tucídides, «los leontinos aceptaron en su comunidad a
muchos nuevos ciudadanos y el demos proyectaba ya redistribuir las tierras».
Este testimonio, excepcionalmente importante, indica cuan aguda era la lucha
social durante el período de la guerra del Peloponeso. El solo hecho de la
inclusión voluntaria de ciudadanos nuevos, admitidos en la comunidad,
constituye un acontecimiento exclusivo en la historia de las polis de aquel
tiempo, las que siempre procuraban limitar el número de sus ciudadanos. La
exigencia revolucionaria de la redistribución de las tierras también suena de manera
inusitada en la Hélade del siglo V a. C. Tal consigna sólo se popularizará
posteriormente durante el período de la descomposición de la sociedad
esclavista en Grecia, en el siglo IV y especialmente en el III a. C. Empero, lo
más característico lo constituye el estrecho vínculo que se observa entre esos
dos pasos: la redistribución de las tierras y la admisión de ciudadanos nuevos.
Al parecer, este último hecho fue condicionado por el deseo de hacer más fuerte
al demos en la lucha en ciernes por la tierra.
De esta
manera, se nos pinta con suficiente claridad el programa del partido
democrático en Leontinos, partido que, en lo fundamental, se componía de
campesinos sin tierra y esclavizados, en tanto que los oligarcas eran los
grandes terratenientes y poseedores de gran cantidad de esclavos. Los sectores
democráticos de la ciudad, teniendo conciencia de que no estaban en condiciones
de dominar y reducir a los oligarcas, que contaban con el apoyo de la poderosa Siracusa,
tomaron medidas radicales, y, oficialmente, otorgaron la ciudadanía a amplios
sectores de la población que, al parecer, eran habitantes locales, posiblemente
bárbaros. Los ricos replicaron pidiendo ayuda a Siracusa, expulsaron al pueblo
simple y destruyeron la ciudad, trasladándose a Siracusa. A su vez, los demócratas
se fortificaron en dos reducidos puntos del territorio leontino y «dieron comienzo a una guerra contra los
siracusanos».
Faiax, hijo
de Erasístrato, enviado por los atenienses en el año 422 en calidad de
embajador con la orden de organizar la ayuda a los leontinos, no había
conseguido nada y dejó a los mismos librados a su propia suerte.
Es dable
suponer que la encarnizada lucha entre los ricos y los pobres en Leontinos, registrada
por la escasa información que proporciona Tucídides, no constituye ninguna excepción
marcada dentro de las condiciones de Sicilia. Las agrupaciones democráticas,
tanto en la misma Leontinos como en las otras colonias griegas en Sicilia,
siempre contaban con la ayuda de la poderosa democracia ateniense. A mediados
del invierno del año 415 llegó a Atenas una embajada de Segesta, colonia jonia
en el extremo occidental de Sicilia, para pedir ayuda en la lucha contra
Selinonte, la cual era apoyada por Siracusa. Tal pedido se fundaba en la
amenaza de injerencia de Siracusa en la guerra del Peloponeso, de parte de
Esparta. Los enviados subrayaron que Segesta disponía de suficientes recursos
pecuniarios para financiar toda la expedición.
En tales
circunstancias, Atenas debía inmiscuirse en los asuntos sicilianos, si quería conservar
alguna influencia en el Occidente, donde su autoridad ya se hallaba minada por
el hecho de no haber acudido en auxilio de Leontinos. En caso de negar ayuda a
Segesta, Atenas podía perder todos sus partidarios en el Occidente. La ecclesia
resolvió enviar embajadores para investigar cuál era el estado de cosas y,
especialmente, para determinar con mayor o menos exactitud la cantidad de
dinero en efectivo de que disponían los segestiotas.
La embajada
regresó en el verano del mismo año, trayendo consigo 60 talentos de plata para cubrir
el sueldo mensual de las tripulaciones de las 60 trieres, cuyo envío los
segestiotas se preparaban a solicitar a Atenas. Fue entonces cuando surgió ante
Atenas la cuestión del envío de una gran expedición bélica a Sicilia.
Esta
cuestión cobró para Atenas excepcional agudeza, con motivo también del
agravamiento de la situación política interior. Se había intensificado en ese
tiempo la lucha entre la aristocracia y la democracia, la cual se expresa en la
rivalidad entre Alcibíades y Nicias por el predominio en la ecclesia. El
anterior plan de Alcibíades, consistente en oponer a Esparta una coalición
democrática en el mismo Peloponeso, fue derrotado en la batalla de Mantinea.
Por este motivo, Alcibíades promovió un nuevo plan, completamente irreal, en el
sentido de crear en Sicilia una potencia ateniense. El plan obtuvo el pleno
apoyo de la mayoría en la ecclesia: «Se apoderó
de todos por igual un deseo apasionado de tomar parte en la campaña: los
mayores, ya porque abrigaban la esperanza de conquistar los países contra los
cuales se emprendía la expedición, ya porque estaban seguros de que con fuerzas
tan considerables sería imposible sufrir una derrota; los jóvenes, por el afán
de ver un país lejano y conocerlo, y porque confiaban quedar con vida; la masa
de los soldados, porque calculaban recibir el sueldo durante la campaña, y que
ensancharían tanto los dominios atenienses que ello les daría la posibilidad de
seguir percibiendo esos sueldos ininterrumpidamente, también en lo sucesivo.
Hasta tal punto fue así que, por el excesivo ardor bélico de la mayoría, si
alguno no estaba de acuerdo, guardaba silencio por temor a que, de votar en
contra de la guerra, se lo tomara como hostil al Estado.»
Es
necesario anotar que la mayoría de los ciudadanos comunes no tenía siquiera
idea del significado de la expedición, ni de las fuerzas del enemigo. El
testimonio de Plutarco acerca de que «muchos
hombres estaban sentados en las palestras y en los pórticos dibujando el mapa
de Sicilia y la ubicación de Libia y de Cartago», sólo demuestra cuán
nebulosa era la idea que tenía el ateniense común acerca de la parte occidental
del Mediterráneo.
No obstante
las ásperas réplicas de Nicias, que acusaba a Alcibíades de perseguir la satisfacción
de sus intereses personales al precio del bienestar de la polis, la ecclesia
resolvió enviar 60 navíos a los segestiotas. Encabezaban la expedición
Alcibíades, Nicias y Lámaco. La reiterada intervención de Nicias en la ecclesia
señalando lo imprudente y lo arriesgado de la empresa, obligó a la asamblea a
otorgar a los estrategas plenos poderes en cuanto a la composición de la fuerza
expedicionaria, resolviéndose así que partirían no menos de 100 trieres y 5.000
hoplitas.
La
propuesta de enviar una expedición a Sicilia fue aceptada por una aplastante
mayoría de la ecclesia. Es evidente que en su favor votaron no sólo los
partidarios de la democracia radical, cuyos representantes, Hipérbolo, por
ejemplo, hacía mucho que maduraban planes de gran expansión en Sicilia.
Esta vez,
gran cantidad de partidarios de Nicias dieron su apoyo a Alcibíades, y ellos
eran representantes de los estratos adinerados de la ciudad. Probablemente, fueron
algunos grupos de artesanos y mercaderes.
En las
inscripciones se hallan publicadas ambas resoluciones de la ecclesia: la
primera, acerca del equipamiento de 60 navíos, y la segunda, acerca del aumento
de la cantidad de trieres a un centenar, del reclutamiento del ejército y de la
asignación de 3.000 talentos para los gastos de la campaña. Dicha suma
representaba todo el efectivo del fisco oficial, constituido por los saldos de
los presupuestos correspondientes al lapso transcurrido desde la paz de Nicias.
Al parecer, alrededor del año 417, a iniciativa de Alcibíades, el foros volvió
a ser elevado hasta la suma de 1.300 talentos, A finales de mayo del 415
zarparon de Atenas 136 naves (entre ellas, 100 trieres atenienses), con 5.100
hoplitas (de los cuales 1.500 eran ciudadanos de Atenas), 1.200 infantes
ligeros y cerca de 26.000 remeros. A esta enorme flota bélica seguían más de
130 naves de carga. Con este motivo, Tucídides anota con orgullo: «Esta fue la más costosa y bella de las
expediciones equipadas hasta entonces.»
Durante
julio y agosto, tras costear a Corcira, la armada llegó a Italia y comenzó a
avanzar lentamente a lo largo de la costa, en dirección al Sur. Los atenienses
tropezaban en todas partes con una muy alerta desconfianza de la población
local, que, aún en las polis calcídicas, sentía más temor a Atenas que a
Siracusa. Finalmente, los atenienses se detuvieron en Región, y, en vista de
que sus habitantes nos les permitieron entrar en la ciudad, todo el ejército
acampó en sus afueras. Las naves enviadas a Segesta, regresaron con la nada
grata noticia de que no había dinero en la misma, surgiendo entonces entre los
estrategas una discrepancia. Nicias propuso limitarse a una expedición contra
Selinonte, obligándola a hacer la paz con Segesta, tras lo cual, pasando
demostrativamente frente a las costas sicilianas, se regresaría a Atenas.
Alcibíades prefería
dirigirse a diversas polis sicilianas, tratando de atraerlas a la causa de
Atenas, para después atacar a Selinonte y a Siracusa. Lámaco era de la opinión
de apoderarse de Siracusa mediante un ataque imprevisto. Triunfó la opinión de
Alcibíades. Pero no tuvo éxito ni en Mesana ni en Catana, y sólo Naxos abrió
sus puertas a los atenienses.
En el
ínterin, la ausencia de Alcibíades fue aprovechada en Atenas para incoar un
proceso contra él. Unos pocos días antes de la partida de la expedición fueron
mutilados una noche una cantidad de hermes, estatuas pétreas del dios Hermes,
protector de los viajes y del comercio. Tal suceso despertó muchas habladurías
en Atenas. Se lo interpretaba como
funesto presagio sobre los resultados de la expedición. Los oradores, en la
ecclesia, consideraban la mutilación simultánea de los hermes como una señal de
la existencia de «una conjuración para
hacer una revuelta y derribar la democracia». Los culpables no fueron
descubiertos. Por la ciudad corrían rumores que hacían recaer la culpa sobre
participantes de algunos Misterios, reuniones secretas del culto a los dioses.
Como a uno de los culpables, se nombraba a Alcibíades, a quien se acusaba
también de descreído y sacrílego. Aun antes de emprender la expedición,
Alcibíades propuso organizar el correspondiente juicio, en la seguridad de ser
absuelto; pero sus enemigos preferían esperar y juzgarlo en ausencia del
ejército, que le era devotamente fiel.
Inmediatamente
después de la partida de la expedición, fueron detenidas en Atenas muchas personas
con motivo del asunto de los hermes y los Misterios.
Toda la
ciudad estaba plagada de rumores acerca de la existencia de una conjuración
dirigida a establecer una tiranía, de la cual como tirano se nombraba
unánimemente a Alcibíades. Todos los detenidos fueron ejecutados y los poderes
enviaron una nave del Estado la Salaminia en busca del mismo Alcibíades, a quien
se ordenaba comparecer en el juicio entablado en su contra en Atenas.
La cuestión
de la mutilación de los hermes no está aclarada de forma definitiva.
Antes que nada,
es de importancia determinar quién fue el que la cometió. Se trata de un
problema sumamente enrevesado. No obstante varias alusiones contenidas en las
obras de algunos autores y, en primer lugar, en el discurso de Andócidas De
los misterios, es necesario estar de acuerdo con Tucídides: «... nadie pudo decir, ni en su momento ni
después, nada definitivo ni seguro acerca de los culpables de este crimen».
Sin embargo, es poco probable que lo fuera Alcibíades.
La
destrucción de los hermes no podía aportarle utilidad ninguna. Mucho más
importante es determinar cuáles fueron los círculos políticos que encabezaron
la campaña contra Alcibíades. Parecía que Tucídides se inclinaba a creer que lo
fueron los cabecillas de la democracia radical.
Dice así: «Esos rumores fueron cogidos al vuelo por
personas que se sentían hartas e incomodas por Alcibíades, debido a que éste
les impedía afirmarse como caudillos del demos.» Plutarco nombra al «demagogo Androcles»,
pero en el mismo lugar informa que el acusador de Alcibíades fue el cabecilla
del partido laconófilo Tésalo, hijo de Cimón. De esta manera, según parece, en
la acusación contra Alcibíades tomaron parte todos sus adversarios, tanto los oligarcas
como los radicales.
La
agrupación demócrata radical, decapitada por resultas del ostracismo de
Hipérbolo, trataba indudablemente de valerse de todas las posibilidades para
dar cuenta de Alcibíades y hacer así más sólida su propia influencia. Los
oligarcas irreconciliables, como el mencionado Tésalo, no podían perdonarle a
Alcibíades su acción anterior, como tampoco toda la aventura siciliana. Los
esfuerzos aunados de los adversarios de Alcibíades lograron imponerse. Bajo la directa
influencia de los rumores, insistentemente propagados acerca de la conjura
contra la democracia, la ecclesia resolvió que «todo está realizado por los
conjurados con miras a establecer una oligarquía o una tiranía».
Fueron
arrojados a la prisión muchos «ciudadanos
notorios»; entre ellos Eucrates, hermano de Nicias. Las sospechas recayeron
también sobre Alcibíades. Los bienes de los condenados fueron confiscados y
vendidos en subasta pública. Las inscripciones comunican datos interesantes
acerca de esos bienes confiscados a los mutiladores de los hermes, los llamados
hermocópidas. Uno de éstos era un meteco del Pireo, Cefisodoros, que poseía 16
esclavos, entre ellos cinco tracios, un escita y un cólquida. Llama la atención
la cantidad relativamente pequeña de esclavos que pertenecían incluso a hombres
ricos. El inventario que figura en una de las inscripciones, probablemente
pertenecía a Alcibíades.
Al
enterarse de que era llamado a juicio, Alcibíades huyó al Peloponeso y luego a
Esparta, donde se convirtió en el alma de todos los planes antiatenienses.
Cuando se
le comunicó que estaba condenado a muerte, habría dicho: «Les he de probar que estoy vivo.» Y, en efecto, ocasionó grandes
daños a los atenienses en Sicilia, Jonia y hasta en la propia Ática.
Al quedar
sin Alcibíades, Nicias y Lámaco repartieron entre sí todas las fuerzas armadas
y se dirigieron por mar a Segesta, de donde obtuvieron otros 30 talentos,
sacando 120 talentos más al vender como esclavos a todos los habitantes de la
pequeña ciudad de Hícara, una parte de los cuales posteriormente prestó
servicios como remeros en la flota
ateniense. Luego se dirigieron, por
tierra firme, a través de toda la isla, hacia el litoral oriental, hacia
Catana. En el invierno del 414, los atenienses aparecieron a orillas del mar en
Siracusa, tras adelantarse al ejército siracusano apostado junto a Catana, e
infirieron algunas pérdidas a los siracusanos. Sin embargo, y debido a la
indecisión de Nicias, los ejércitos atenienses regresaron a Catana, dando así
tiempo al adversario para terminar la construcción de fortificaciones
defensivas en torno de Siracusa.
Durante el
invierno, ambas partes trataron de atraerse la máxima cantidad de aliados. Los atenienses
lograron obtener el apoyo de Segesta, Catana y Naxos y una parte de los
sículos.
Siracusa se
aseguró la ayuda de Corinto y Esparta. Megara, jonia en lo fundamental,
permaneció neutral, debido a que Alcibíades había informado al grupo siracusano
de Mesana quiénes eran partidarios de Atenas en la ciudad.
Camarina,
doria, que recelaba del reforzamiento de Siracusa, también observó rigurosa
neutralidad. Polieno, sin citar las fuentes, informa que en el año 414 tuvo
lugar una gran sublevación de esclavos. Fue tan considerable que los
esclavistas siracusanos sólo pudieron aplastarla recurriendo a un engaño.
Incluso así, cerca de 300 esclavos se pasaron a los atenienses.
En toda
esta situación desempeñó gran papel Alcibíades, quien en el ínterin, había
llegado a Esparta, donde declaró que la expedición a Sicilia estaba dirigida,
en primer lugar, contra los lacedemonios. Aconsejó insistentemente enviar a un
autorizado jefe militar en ayuda de los siracusanos y, al mismo tiempo,
reanudar las acciones bélicas en el Ática con la ocupación de Decelia.
Sólo en el
verano del año 414, después de haber pasado un año en Sicilia, los atenienses emprendieron
el sitio de Siracusa. Lámaco pereció en el comienzo mismo de ese asedio, y todo
el ejército expedicionario pasó a ser mandado por Nicias, quien dedicó todas
las fuerzas a la construcción de una muralla sitiadora alrededor de Sicilia. La
mayor parte de dicha muralla fue terminada en junio del mismo año, pero los
atenienses, a pesar de todo, no tuvieron suficiente tiempo para impedir entrar
en Siracusa al jefe militar espartano Gílipo, enviado a raíz del consejo de
Alcibíades. Gílipo llevó consigo hasta 3.000 hoplitas y, lo que es principal, convenció
a los sitiados de que en su ayuda estaban marchando desde el Peloponeso considerables
tropas.
La
situación de los atenienses empeoró bruscamente. Por iniciativa de Gílipo, los
sitiados comenzaron con energía a erigir un muro perpendicular al de los
atenienses, los cuales habían sufrido ya varias derrotas en algunas escaramuzas
en tierra firme y, por descuido, habían dejado pasar a Siracusa otros 12 buques
más llegados del Peloponeso.
De esta
manera, el fundamental objetivo táctico de los atenienses durante el sitio:
aislar por completo a Siracusa por tierra firme, sufrió un rotundo fracaso. Los
sitiados extendieron su muro mucho más allá de la línea de las construcciones
atenienses y, de esta manera, se aseguraron el aprovisionamiento de víveres y
la llegada de ayuda proveniente de sus aliados por vía terrestre.
Más
peligrosa aún era para los atenienses la situación en el mar. Las trieres
atenienses, que habían estado en acción durante un tiempo prolongado,
necesitaban reparaciones capitales y habían perdido su cualidad bélica más
importante, la velocidad de movimiento. También había disminuido
considerablemente la cantidad de remeros, debido a las pérdidas sufridas. Una
parte de los mismos, a causa del desfavorable desarrollo de los
acontecimientos, comenzó a pasarse a los enemigos. La falta de caballería que
afectaba a los atenienses, proporcionaba a los siracusanos asediados la
posibilidad de mantener, de hecho, a los propios sitiadores en condición de
sitiados, al tiempo que sufrían escasez de vituallas. La pérdida de la
superioridad en el mar constituía en el futuro una amenaza de total perdición
para los atenienses, porque les cortaba los caminos de regreso a la patria.
En tal
emergencia, Nicias se dirigió a Atenas, exigiendo que sus tropas fueran
llamadas inmediatamente de vuelta, o que se enviaran nuevas y fuertes tropas
auxiliares de refuerzo. En esta misiva que Tucídides considera auténtica, la
situación de los atenienses es pintada como desesperante. En socorro de Nicias
salió del Pireo el mejor jefe militar, vencedor en Pilos, Demóstenes, con 65
navíos, 1.200 hoplitas atenienses y
cierto número de aliados. Después de haber movilizado las reservas en las islas
Jónicas, Demóstenes arribó a Siracusa a finales de julio del 413. Plutarco
describe, con riqueza de imágenes, el arribo de Demóstenes: «En aquel momento se hizo ver en el puerto
Demóstenes, infundiendo temor a los enemigos con la brillante pompa de su
armada. Avanzaba llevando tras suyo, en 73 navíos, a 5.000 hoplitas, y no menos
de 3.000 lanceros, arqueros y honderos; el ornato de las armas, las insignias
de las trieres y la multitud de jefes de los remeros, con cantores y
flautistas, eran propios para impresionar a los enemigos y provocar su
admiración.»
Para evitar
los errores del tardo Nicias, que había dejado la iniciativa al enemigo, Demóstenes,
ya en la primera noche de su llegada, emprendió el asalto de las
fortificaciones siracusanas en Epípolas, alturas en las que la muralla de los
siracusanos rodeaba las construcciones atenienses. Pero, tras cierto éxito
inicial, los atenienses sufrieron grandes pérdidas, viéndose obligados a
retirarse. Entonces Demóstenes y el segundo estratega Eurimedonte, que había
llegado con él, propusieron zarpar sin pérdida de tiempo de Siracusa, donde el
ejército estaba apostado inútilmente, en pésimas condiciones climatológicas,
perdiendo mucha gente por las enfermedades, y donde la flota no podía
desenvolverse en el interior de la rada sumamente angosta. Nicias objetó esto,
diciendo que también los siracusanos sufrían grandes pérdidas, y que, además,
debía contarse con algunos partidarios en el interior de la ciudad. También
desempeñó aquí cierto papel un eclipse de luna, pues Nicias lo consideró como desfavorable
para la retirada, y propuso, en vista de ello, postergar la partida de Sicilia
por veintisiete días.
Los
combates navales de 3 y del 7 de septiembre del 413 terminaron con la completa
derrota de la flota ateniense, la que ya hacía mucho había perdido su capacidad
combativa. El ejército ateniense estaba aislado en Sicilia. Nicias y Demóstenes
intentaron retirarse al interior de la isla, pero sin éxito, y, rodeados por
todas partes por el enemigo, los atenienses debieron capitular.
Los dos
estrategas fueron ejecutados; en cuanto a los prisioneros de guerra, les cupo
la misma suerte que a todos los que caían en manos de sus vencedores: tras
permanecer siete meses en las canteras, fueron vendidos como esclavos.
Así fueron
aniquilados el enorme ejército ateniense y su poderosa armada. Tucídides define
la catástrofe siciliana como «el episodio
militar más importante... Los atenienses fueron totalmente vencidos en todos
los terrenos... Fue, como se dice, la ruina total de su ejército de tierra y de
la flota. Nada quedó».
La
expedición a Sicilia constituyó un punto de viraje en toda la guerra del
Peloponeso. Hasta entonces, Atenas no sólo había resistido con éxito a la
poderosa coalición que comprendía a la mitad de la Hélade, sino que había
cumplido enérgicas acciones agresivas que le aportaron no pocos éxitos en la
guerra de Arquídamo. Inclusive la derrota en la batalla de Mantinea fue una prueba
de la fuerte expansión de Atenas hacia la región del Peloponeso. Desde este
punto de vista hay que mirar también a la expedición a Sicilia.
Ciertamente,
la misma terminó con una catástrofe que acarreó más tarde el hundimiento de la
potencia naval de Atenas.
Empero, el mismo
hecho de enviar una potente expedición con fines de conquista hacia países lejanos, sólo cinco años después de haber
terminado la ruinosa guerra de Arquídamo, da testimonio de la presencia en
Atenas de considerables fuerzas y medios económicos. Como causa fundamental del
envío de tal expedición, hay que considerar no sólo los intereses comerciales
de los atenienses en el Occidente, sino, en primer lugar, la tendencia general
a la expansión que radicaba en la economía de este fuerte Estado esclavista. «... una guerra constituye aquel importante problema
general, aquel gran trabajo común, que se requiere ora para apropiarse de las
condiciones objetivas de las existencia, ora para preservar y para consolidar
aquello de lo que se había apoderado». Dentro de las condiciones de una
antigua polis, las reproducción del viejo modo de existencia. «... constituye
al mismo tiempo, por necesidad, una producción renovada de la forma vieja, y su
destrucción». Por ejemplo, allí donde a cada uno de los individuos
corresponde poseer tal o cual cantidad de acres de tierra, ello ya se ve
impedido por el crecimiento de la población. Si se toman medidas para
suprimirlo, se recurre a la colonización y ésta, a su vez, y siempre, provoca
una necesidad de organizar y emprender guerras de conquista. Una guerra de tal
especie, con fines de conquista, fue precisamente la expedición a Sicilia. La
dirección de la misma fue dictada por el deseo de privar a la Liga del apoyo de
las polis siciliotas, y por la esperanza de fácil éxito en Sicilia, con motivo
de las discordias entre las polis locales.
La
catástrofe en Sicilia condujo a un brusco cambio en la correlación de las
fuerzas de las partes beligerantes. Uno de los factores más importantes que
actúan en una guerra, es la cantidad y calidad de las fuerzas armadas del
adversario. Atenas había perdido 50.000 hombres, entre ellos, 10.000 hoplitas,
y más de 200 barcos, sin hablar ya del dinero gastado. Para comparar, señalemos
que en la batalla más grande de la guerra de Arquídamo, en el combate de Delión,
los atenienses habían perdido solamente 10.000 hombres.
Un factor
no menos importante que las enormes pérdidas materiales, fue el factor moral-político.
Junto a Siracusa, los atenienses fueron aplastados no sólo en tierra firme,
sino también en el mar. De esta manera, el período sexagenario del predominio
naval ateniense había llegado a su fin. Y pensar que fue precisamente la flota
la que constituyó el eslabón cimentador de la potencia naval de Atenas... Una
de las primeras consecuencias de la derrota en el Occidente fue la sublevación
de los aliados en el Oriente.
Por fin, la
consecuencia quizá más importante de la catástrofe de Sicilia, fue el
considerable debilitamiento de la solidez de la retaguardia ateniense. El
descenso de la autoridad del demos en Atenas fue inmediatamente aprovechado por
la oligarquía, la que pasó a más abiertas agresiones contra la odiada
democracia.
5. El último período de la guerra
La guerra de Decelia
Ya hemos
señalado que Alcibíades había dado a los espartanos dos consejos: en primer lugar,
enviar un jefe militar a Siracusa, con el fin de prevenir la capitulación de la
ciudad sitiada, lo cual había predeterminado en medida considerable la marcha
ulterior de los acontecimientos en Sicilia; y en segundo lugar, reanudar, en
gran escala, las operaciones bélicas contra Atenas y, en particular, ocupar
Decelia. Se llamaba así uno de los demos áticos situados al noroeste de Atenas,
a una distancia de 120 estadios (cerca de 22 kilómetros).
La
ubicación geográfica de esa localidad era sumamente ventajosa, porque dominaba
el camino hacia Oropos. A través de Decelia conducía también el camino más
cercano hacia la sumamente importante posesión de Atenas que era la silla de
Eubea.
Los
consejos de Alcibíades tenían como objetivo la creación, para los peloponesios,
de un constante punto de apoyo en el Ática, mediante la ocupación de Decelia.
De este modo, se podría tener bajo permanente control militar a Atenas y al
Ática. Así decía Alcibíades los espartanos se apoderarían «de todas las riquezas del territorio enemigo, y los atenienses instantáneamente
perderán los ingresos que proceden de las minas argentíferas del Laurión, y de los
beneficios que ahora obtienen del cultivo de las tierras y de los tribunales.
Pero, lo que es lo principal, perderán los tributos que les pagan sus aliados».
El consejo
de Alcibíades fue aceptado, y durante el invierno del 414 al 413, Esparta se preparó
enérgicamente para futuras operaciones bélicas, en la suposición de que los
atenienses se encontraran hundidos en Sicilia. Los espartanos exigieron a sus
aliados suministros especiales de hierro y de instrumentos. Al comenzar la
primavera del año 413, Agis invadió el Ática y, habiendo fortificado a Decelia,
quedó en la misma con una fuerte guarnición, lo cual hizo empeorar bruscamente
la posición de Atenas.
Más de
20.000 esclavos adultos, que constituían la cuarta parte de todos los esclavos
de Atenas (de los cuales, la mayoría eran artesanos), se pasaron al enemigo.
Este hecho desorganizó bruscamente toda la producción artesanal.
Según dice
Tucídides, los atenienses perdieron todo su territorio, sucumbió toda la
hacienda pequeña y mediana y los caballos morían de inanición.
Al fin, en
vista de la amenaza de un ataque directo a la misma ciudad de Atenas, fueron dispuestas
guardias constantes de todos los ciudadanos y metecos, en los muros de la
ciudad, que se mantenían durante todo el año, día y noche. «Todos los atenienses, debido a que el enemigo
se hallaba en Decelia, estaban permanentemente bajo las armas y en los puestos
que tenían asignados: unos en las murallas y otros en las filas.»
Tomando en
cuenta las enormes pérdidas experimentadas por los atenienses en Sicilia, el golpe
inferido en Decelia debía haber demolido definitivamente toda la economía del
país. Si las primeras invasiones de los peloponesiacos causaban grandes
perjuicios, en primer lugar, a los intensivos cultivos agropecuarios, la
ocupación de Decelia privada a los atenienses de la posibilidad de ocuparse, en
general, de la agricultura. Era preciso importar todos los víveres por el
camino del Pireo.
Y
precisamente en aquel momento llegó a Atenas la noticia de la muerte de Nicias
y Demóstenes, lo cual significaba no sólo enormes pérdidas, esta vez
irreparables, de hombres y de naves, sino la amenaza inmediata de una aparición
de la flota enemiga en el puerto del Pireo. Y, en el ínterin, en los diques
faltaban naves, en el fisco no había dinero, y no había dónde conseguir remeros
para la flota. Por añadidura, existía una amenaza de defección de los aliados.
Atenas se
hallaba al borde del abismo.
Principio de la descomposición de la arqué
ateniense
De acuerdo
con la opinión general, el destino de Atenas estaba predeterminado. A finales
del año 413 parecía indudable que no podría sostenerse ni siquiera hasta el fin
del verano. Debido a ello, las polis neutrales trataban de adherirse lo más
rápidamente posible a los vencedores en ciernes, «aun cuando nadie las invitaba». Esparta y sus aliados habían
decidido a hacer el último esfuerzo para terminar lo antes posible las
prolongadas operaciones bélicas y resarcirse, mediante una paz triunfal, por
los veinte años de privaciones de guerra. Finalmente, las cúspides oligárquicas
de las polis que formaban parte de la arqué ateniense consideraron adecuado el momento
para sublevarse contra el odioso dominio de Atenas.
La garantía
del éxito en esta lucha la constituía la creación de una flota militar.
Las
ciudades jonias no tenían fortificaciones, porque los atenienses querían
privarlas de toda posibilidad de resistencia. Los lacedemonios no podían ni
pensar en una sublevación en Jonia antes de crear una armada propia. Para esto
se requerían, en primer lugar, medios materiales. A la espera de una próxima
victoria, los espartanos ordenaron a los Estados aliados construir cien naves;
se obligaron a sí mismos y obligaron a los beocios, a suministrar veinticinco
barcos cada uno.
Teniendo
presente su falta de experiencia en la navegación, aquello era realmente lo más
que podía hacer Esparta.
Para
hacerse de los medios necesarios para financiar la flota, el rey Agis, que se
hallaba permanentemente en Decelia, comenzó a acumular dinero, recurriendo a
sus aliados.
En ese
tiempo se había puesto en evidencia la rivalidad entre el rey Agis, que tendía
a la autocracia, y Alcibíades, que gozaba del apoyo del influyente éforo[20]
Endios. Llegaron hasta Agis, en Decelia, los representantes de los súbditos de
Atenas en Eubea y Lesbos, con la petición de que les enviara una armada. Se les
prometió veinte barcos, diez de ellos beocios.
Simultáneamente,
estaban preparándose para sublevarse los oligarcas de Quíos y Eritras, que también
habían recurrido a los espartanos en busca de ayuda, pero no lo hicieron
dirigiéndose a Agis, sino directamente a la Laconia.
También
enviaron sus representantes los sátrapas persas Tisafernes, que regía en la
satrapía de Sardes, y Farnabazo, de la satrapía de Dascilión. Los dos persas se
dirigieron a Esparta proponiendo llevar la guerra contra los atenienses a las
regiones colindantes con los territorios de sus respectivas satrapías:
Tisafernes en Jonia y Farnabazo en el Helesponto, prometiendo una considerable
ayuda material a la flota espartana. A propuesta de Alcibíades, los espartanos
decidieron empezar las operaciones bélicas, en primer lugar, en Jonia.
La isla de
Quíos, situada en la parte central de Jonia, era el más grande de los aliados
de Atenas. Después del aplastamiento de la sublevación de Mitilene en el año
427, sólo Quíos disponía de una fuerte armada propia, compuesta de 60 trieres.
Regían allí los oligarcas. Según Tucídides, Alcibíades los calificaba «los más ricos entre los helenos». En Quíos, era
sumamente acentuado el desarrollo de la esclavitud. Los habitantes de la isla
tenían muchísimos esclavos, más de los que había en cualquiera de los demás
Estados, excepto en Lacedemonia. Debido a su cantidad, los esclavos eran
víctimas de los más crueles castigos, por cualquier culpa. Por esta causa
explica Tucídides el paso en masa de los esclavos de Quíos, después del
comienzo de la sublevación, al lado de los atenienses.
Una vez
asegurada la ayuda de la flota espartana, en junio del 412, tras la llegada de Alcibíades
que trajo consigo 22 barcos peloponesiacos, los habitantes de Quíos iniciaron
la sublevación, cuya noticia comenzó a difundirse con gran rapidez por toda Jonia.
A los sublevados se adhirieron Eritras, Clazómene, Teos y, ulteriormente,
debido a los vínculos personales de Alcibíades con los oligarcas locales,
también la principal ciudad de Jonia, Mileto.
Después se
sublevó contra Atenas casi la totalidad de Jonia, tanto más que, en los
primeros tiempos, los espartanos se hacían ver en todas partes bajo la consigna
popular de «libertad de la Hélade».
En vista de
los éxitos de sublevación, y reconociendo todo lo que importaba para el definitivo
aplastamiento de Atenas, los peloponesiacos enviaron al Oriente toda la flota
de que disponían. Durante la campaña del invierno del año 411, el navarca
espartano Astíoco tenía ya bajo su mando 94 trieres, sin contar los barcos de
Quíos. Finalmente, también Rodas se unió a los peloponesiacos.
La
defección de Jonia se desarrolló con una gran rapidez, debido a que los aliados
se sentían ya desde hacía mucho molestos por el dominio ateniense.
La
explotación de las polis aliadas, que iba en constante aumento, la altanería de
los poderes atenienses, las crueles represiones de que eran víctimas los
sublevados, fueron todas circunstancias que habían intensificado el descontento
entre los aliados de Atenas; y bastó una sola chispa para que se encendiera la sublevación
general. El papel decisivo lo desempeñó la llegada de la flota peloponesiaca y
de Alcibíades, que, además, gozaba del apoyo de Tisafernes, y, en consecuencia,
del rey persa, en tanto que los atenienses carecían ahora de una fuerza naval
capaz de superar a sus enemigos.
Parecía que
los atenienses no les restaba ya ninguna esperanza. La flor y nata de su
ejército y de su flota había cumplido en Sicilia. El enemigo se había afirmado
en el centro de Ática, lo cual desorganizaba por completo la economía del país.
Y ahora se desplomaba el último sostén, su potencia marítima.
En aquel
momento, la democracia ateniense, a pesar de los golpes que se habían
descargado sobre ella desde todos los lados, pudo desarrollar una colosal
fuerza de resistencia. Sin desearlo, se impone una comparación entre la Atenas
del año 412, y la Esparta del año 425. Había bastado una sola gran derrota en
Esfacteria para que Esparta pidiera la paz y cesara todas las acciones
agresivas. El demos ateniense, hallándose casi en un callejón sin salida,
combatió durante ocho años enteros no sólo contra toda la Hélade, sino también
contra Persia; inclusive, durante el último período de la guerra, descargó en
más de una oportunidad sensibles golpes a adversarios más fuertes que él. En el
año 412 el demos movilizó todos los medios para la lucha.
El programa
de acción consistía en «equipar y armar
una flota, procurándose madera y dinero por cualquier medio; asegurarse la
fidelidad de los aliados, especialmente de Eubea; reducir prudentemente los
gastos del Estado y crear una magistratura integrada por los ciudadanos de más
edad, destinada a la consideración previa de los asuntos corrientes».
Tal
programa era llevado a la ejecución, de manera firme y estricta. Los atenienses
supieron acumular la cantidad necesaria de madera, fortificaron el promontorio
Sunio para asegurar el paso de los barcos que traían víveres desde Eubea;
liquidaron su plaza de armas en el litoral de Laconia, del que se habían
apoderado durante la expedición a Sicilia, y al enterarse de la defección de
Quíos enviaron inmediatamente 20 barcos para aplastar la rebelión.
Además,
fueron enviados otros 30 navíos para realizar un crucero alrededor del
Peloponeso; y estaban preparando nuevas decenas de barcos para ser enviados a
Jonia.
Sumamente
considerables eran entonces (finales del año 413) las dificultades financieras.
La tesorería del Estado estaba vacía. Tampoco se contaba con una flota. Para
armar y equipar una nueva y, principalmente, para mantenerla, se requerían
sumas muy considerables que sólo se podían sacar de las arcas de los aliados, los que manifestaban muy abiertamente
su descontento por el alcance de las imposiciones vigentes. Ciertamente, el
demos tocó por primera vez la reserva de mil talentos, depositada aún por
Pericles, para casos de extrema necesidad. Así y todo, estos fondos eran
insuficientes y con mucho.
Con el
objeto de mejorar el presupuesto del Estado, fue llevada a cabo una reforma financiera
de suma importancia. Se suprimió el foros la contribución recabada de los
aliados, en forma de imposición directa, y se estableció un aforo del 5 por 100
sobre el valor de todos los productos importados y exportados por vía marítima.
Al parecer, el objeto fundamental de tal reforma era acrecentar los ingresos
del fisco. Mas, de por sí, las supresión del foros haría menguar el descontento
de los aliados. Además, ese aforo se cobraba, principalmente en el Helesponto,
lo cual era, técnicamente, una medida fácilmente ejecutable, y exigía fuerzas armadas
relativamente escasas.
Apuntábanse,
ya entonces, los contornos de una nueva política del demos respecto a los aliados,
lo cual se manifestó con la decisión de equiparar siete trieres de Quíos que
habían caído en poder de los atenienses. «A
los esclavos que se hallaban en las mismas les fue concebida la libertad,
mientras a los hombres libres se los encadenó.» Bajo este aspecto, son
significativos también los acontecimientos registrados en la isla de Samos.
Aprovechando la presencia de tres trieres atenienses, los demócratas de Samos
organizaron una sublevación y dieron muerte a cerca de 200 ciudadanos nobles;
400 oligarcas fueron condenados a la expulsión; las tierras y casas de la
nobleza fueron confiscadas por el demos. Habiendo constatado la fidelidad de
esos demócratas, los atenienses les otorgaron la autonomía, de hecho, una
independencia. Es sumamente elocuente el hecho de que, de acuerdo con la
constitución democrática de Samos, los geomores, es decir, los propietarios de
grandes extensiones de tierra, fueron completamente privados de los derechos
políticos, inclusive del derecho a la epigamía (contraer matrimonio) con el
demos. Fue uno de los pocos casos en la historia del mundo antiguo en que el
demos victorioso recurrió a la privación de los derechos políticos de sus
adversarios.
En combinación
con el triunfo de la democracia de Samos, hay que anotar otros dos momentos
interesantes. En Samos se encontraba Hipérbolo, que fuera líder de la
democracia radical en Atenas, de donde se le expulsó en el año 417. Es de
suponer que, también en el exilio, estaban los conductores de los demócratas de
Samos, puesto que allí lo mataron los oligarcas durante su sublevación armada
en el año 411. Durante la revuelta oligárquica en Atenas, en el mismo año 411,
sólo en Samos se conservó el orden democrático.
Basándose
en ello, los marinos atenienses, aliados de hecho con los demócratas locales,
restablecieron la democracia en Atenas.
Recrudecimiento de los elementos oligárquicos en
Atenas
Todo el
conjunto de las medidas emprendidas por el demos ateniense, testimonia las alteraciones
que allí apuntaban en las relaciones con los aliados. En nombre de la
conservación de la arqué, Atenas intentaba, por primera vez durante la guerra,
apoyarse más firmemente en los grupos democráticos de las polis aliadas. Y fue precisamente
esta línea política la que dio a Atenas una salvación temporal, provisional, en
el año 412. Samos quedó en calidad de base estable para las escuadras. En Quíos
los atenienses se apoderaron de un importante punto, Delfinion, y lo
fortificaron. En Lesbos los combates se desarrollaron con éxitos alternados. La
desorganización quedó frenada. No obstante, simultáneamente con la movilización
de las fuerzas del demos, se intensificó también en Atenas la actitud de
diversos grupos de oligarcas que se mostraban bajo la consigna general de «regreso el régimen de los padres». Tal
consigna resultaba muy adecuada para la unificación de los diferentes grupos,
que ostentaban a veces programas diametralmente opuestos, en primer lugar,
absolutamente indefinidos. En la consigna «las
leyes de los padres» quedaban comprendidas tanto la constitución
democrática de Clístenes como la legislación timocrática de Solón, e inclusive
las leyes de Dracón.
Se amplió
la base social de los oligarcas. Anteriormente, sólo pertenecían a los mismos
los representantes de las antiguas generaciones laconófilas, cuyo único apoyo
lo constituía «la juventud dorada»,
agrupada en sociedades secretas, las heterías. A partir del año 412 comenzaron
a prestarles apoyo las familias más ricas de los ciudadanos atenienses.
Tucídides menciona siempre a los trierarcas que, «independientemente de
Alcibíades, y en grado aún mucho mayor que éste, trataban de derrocar a la
democracia».
Así surgió
la unión de los oligarcas con los ciudadanos ricos, «los que según Tucídides llevaban sobre sí cargas insignificantes».
La consigna fundamental de esa unión fue la limitación de los gastos del
Estado. Con ello se quería decir, en primer lugar, la absoluta supresión de los
sueldos a los buleutas y a los jueces, y de la paga por asistir a las asambleas
populares. De llevarse a cabo este programa, los atenienses pobres se verían
privados automáticamente de participar en el manejo de los asuntos
gubernamentales y el poder pasaría de hecho a manos de los oligarcas y de los
grupos que les prestaban apoyo.
Pero la
realización de esta clase de programa, en toda su extensión, era casi
imposible, no sólo por razones políticas, puesto que el demos no hubiera
entregado el poder voluntariamente, sino por razones de orden económico, puesto
que esas prebendas estatales representaban de hecho la única fuente de
existencia de las amplias masas del demos traídas por el éxodo campesino hasta
el interior de los Largos Muros, y privadas de todos los recursos. La
aplastante mayoría de los marineros de la flota anclada en Samos formaban
también una especie de tetes profundamente interesados en la conservación de la
democracia. De modo que, dentro de condiciones normales, no se podía contar con
la derogación de la constitución, ni por vía pacífica ni por las armas.
Así y todo,
había otra importante circunstancia que obraba en favor de las agrupaciones antidemocráticas.
Y es que los defensores más activos del orden democrático, los tetes, estaban ausentes
en número considerable, debido a que prestaban servicios en la flota que, en
esos meses, se encontraba permanentemente en Jonia. De esta manera, uno de los
grupos políticos más activos de los ciudadanos atenienses no pudo tomar parte
directa en las sesiones de la ecclesia. Al mismo tiempo, una parte de los
anteriores conductores de los elementos radicales, como Pisandro y Caricles, se
sumaron a los oligarcas e incluso se pusieron a la cabeza de las medidas
antidemocráticas.
Es por esto
que, en el año 412, los oligarcas habían conseguido con relativa facilidad dos triunfos
importantes. En primer lugar, inmediatamente después de la catástrofe de
Sicilia, fue violada parcialmente la constitución ateniense. En el programa, citado anteriormente llama la atención
el último punto: el que se refiere a la creación de una magistratura integrada
por los ciudadanos de más edad, destinada a la consideración previa de los
asuntos corrientes. Dicha magistratura llevaba el nombre de probulé. Hasta entonces, tal
magistratura era la bulé, a través de su pritanía. Se puede decir más: de hecho
la consideración previa de los asuntos corrientes constituía la función
fundamental de la bulé, porque la ecclesia, que se reunía con frecuencia, sólo
tomaba resoluciones respecto a los asuntos no corrientes.
De esta
manera, puede decirse que la creación de la nueva magistratura anulaba el papel
de la bulé. Sus miembros eran elegidos por sorteo, y ella representaba
efectivamente a la masa ciudadana, aun cuando sin suficiente experiencia en la
administración, pero, en cambio, completamente democrática. A su vez, la nueva
magistratura, la probulé, era formada, por elecciones, con los ciudadanos de
más edad. Habiendo sido electos después del fracaso de Sicilia, ellos
representaban, en grado considerable, las opiniones de los oligarcas y de las
capas conservadoras de la población, pero no del demos radical. Finalmente, la
composición constante de la probulé ofrecía para los oligarcas y los ricos la
posibilidad de ejercer influencia sobre sus miembros.
El segundo
triunfo de los oligarcas fue la elección de estrategas en el año 412.
Esta vez,
la mayoría de ellos, encabezada por Frínico, era de los oligarcas.
Una parte
de los mismos fue en el 411 jefe de los oligarcas. La otra parte, aun cuando no
actuó en el año 411 en la revuelta oligárquica, pertenecía, sin embargo, al
número de los ciudadanos más opulentos; en consecuencia, también tenía que ser
adversaria de la democracia radical. Por cuanto a las manos de los estrategas
fue entregado el mando de toda la flota, la única fuerza armada de Atenas en aquel
tiempo, tal situación estaba preñada de complicaciones políticas. Y, en efecto,
el éxito temporal de la conjura oligárquica del 411 fue posible sólo a
condición de contar con la abstención, o quizás con la connivencia, de los
anteriores órganos del poder.
Un índice
original de los ánimos de la masa de simples ciudadanos atenienses de aquel tiempo
lo fue la comedia de Aristófanes Lisístrata, puesta en escena en el año
412. La mujer ateniense Lisístrata, cuyo nombre en griego significa «la que
pone fin a la guerra», reúne un destacamento de mujeres de toda la Hélade y
ocupa la Acrópolis, donde era guardado el tesoro del Estado. En su polémica con
el anciano próbulo, Lisístrata desarrolla todo un programa de reformas: «... Al igual que en tinas y cubas lavamos
la lana y la limpiamos de yuyos, así tendríamos que sacar de la ciudad a los
malvados y cobardes, y separar la mala hierba; sacar a todos los que se
apelotonan en la carrera tras un cómodo puestito y se nos han adherido chupando
nuestra sangre; tenemos que ponerlos bajo la uña, y, habiéndolos limpiado,
reunir a los ciudadanos decentes y exaltarlos nuevamente en el huso.»
La
exigencia de expulsar de la ciudad a todos los «infames», a todos los que
procuran obtener un «puesto cómodo», corresponden en boca de Aristófanes, con absoluta exactitud, a las consignas de los
oligarcas. El leit motiv de toda la comedia es la burla de la guerra; la
consigna «que continúe la guerra»,
también está copiada del arsenal de los lacófilos. En comparación con el
reforzamiento de sus enemigos, la democracia había experimentado un gran
debilitamiento.
Ya hemos
hablado de que su apoyo combativo, los tetes, en parte no regresaron de
Siracusa, y en parte prestaban servicio en la flota en Samos. Además, en las
filas del demos se percibía una gran confusión en vista de las derrotas, cada
vez más sensibles y fuertes. Finalmente, el constante servicio de guardia no
dejaba tiempo libre para ocuparse de los asuntos sociales. Iba en aumento la
apatía política, lo que también fue uno de los importantes factores del triunfo
de los oligarcas.
Intervención de Persia
En estas
circunstancias, en ayuda de Esparta acudieron, por vez primera y de forma
abierta, los sátrapas persas: Tisafernes y Farnabazo. El «rey de reyes», Darío
II, aun en el comienzo de la guerra del Peloponeso había exigido de sus
sátrapas que pagaran el tributo no sólo por las ciudades que, de hecho, se
hallaban bajo su dominio y poder, sino por todo el territorio de sus respectivas
satrapías. Prácticamente, se trataba de las ciudades helenas del Asia Menor y
de las islas del archipiélago del Egeo que formaban parte de la arqué ateniense
y, en consecuencia, no pagaban tributo a los persas. Se comprende que
Tisafernes y Farnabazo no podían contar con la renuncia voluntaria de los
atenienses. Por ello, era lógica la formación de una alianza perso-espartana.
En nombre de la misma, cuya esencia consistía en pagar la flota peloponesiaca con
los dineros persas, Esparta entregaba a los sátrapas toda Jonia, lo cual era
una traición lisa y llana a la causa común de la Hélade.
Durante
medio año (verano del 412-invierno del 411) fueron celebrados, uno tras otro,
tres tratados entre los lacedemonios y los persas. La confrontación de sus textos
revela la naturaleza de las relaciones entre sus firmantes. En el primer
tratado, los espartanos reconocían, a favor de Persia, «todo el país y todas las ciudades que posee el rey, y que poseían los
antecesores del rey». De esta manera, no sólo el litoral del Asia Menor,
sino también las islas, e inclusive una parte de la península balcánica, debían
quedar formalmente sometidas a Persia.
En el
segundo tratado, debido a una revisión exigida por Esparta, se conservaba la fórmula enunciada, pero se agregaba un punto
especial: «Cuantas tropas haya en las
tierras del rey por exigencias de éste, el rey debe pagar su sostenimiento.»
Ello significaba que los espartanos asumían las funciones de mercenarios
persas. Sólo en el tercer tratado, las posesiones del rey persa se limitaron a
las «tierras del rey que se encuentran en
Asia». Los lacedemonios quedaban obligados a no saquear las tierras del
rey, y por ello comenzaron a recibir de Tisafernes los dineros necesarios para
la manutención de la flota, pero sólo en concepto de préstamo temporal.
De esta
manera, en caso de triunfar Esparta, Persia contaba con la devolución de las
ciudades helenas del litoral del Asia Menor, a cambio de lo cual se comprometía
a mantener la flota peloponesiaca. En julio del 412, y bajo la impresión de la
reciente sublevación de Quíos, esto parecía del todo suficiente.
Sin
embargo, después de haber concluido el segundo tratado, los atenienses
conservaron las posiciones entre sus aliados.
Alcibíades
había llegado a Jonia en compañía del jefe militar espartano Calcídeo. Después
de la muerte de éste, Alcibíades conducía, de hecho, toda la política espartana
en el Oriente, entrando en estrechas relaciones con Tisafernes[21].
Esto despertó sospechas en Esparta, de donde llegó una orden de darle muerte.
Alcibíades huyó a unirse con Tisafernes, tratando entonces de aprovechar su
influencia para hacer disminuir la ayuda persa a Esparta. A juzgar por lo que decía,
los intereses de Persia exigían no el triunfo de Esparta, sino el agotamiento
máximo, hasta el límite, de ambas partes; en consecuencia, era necesario pasar
de la política de ayuda incondicionada a Esparta a la de dar una ayuda
insignificante a la parte más débil de ambas beligerantes. Prácticamente esto
significaba la limitación de la ayuda financiera a Esparta y la posibilidad de
un contacto definido entre Alcibíades y Atenas. En efecto, por aquel mismo tiempo
Alcibíades entabló relaciones con los partidarios de la oligarquía entre los
estrategas que mandaban la flota ateniense en Samos. Prometió atraer a
Tisafernes al lado de los atenienses y regresar a Atenas, a condición de que
allí quedara abolida «la estupidez
generalmente reconocida»: la democracia que lo había expulsado.
Las
proposiciones de Alcibíades fueron aceptadas gozosamente por la mayoría de los estrategas
oligarcas de la flota. El único adversario sagaz de Alcibíades resultó ser
Frínico, quien advertía claramente que Alcibíades no se proponía llegar a un
poder oligárquico, sino a una tiranía. Ofrecen interés las consideraciones de
Frínico sobre la postura de los aliados de Atenas respecto a la democracia y a
la oligarquía: el triunfo de esta última en Atenas determinaría según su
criterio el establecimiento del orden oligárquico también entre los aliados.
Sin embargo, dice, los que ya defeccionaron preferirán indudablemente la
completa libertad, y los que aún siguen con Atenas no se volverán más fieles. «Pues no han de preferir la esclavitud, ni
con la democracia ni con la oligarquía, en vez de ser libres, sea cual fuere el
régimen político que reciban.» «Además
dice Frínico más adelante, los aliados están seguros de que los llamados
hermosos y buenos no les ocasionarán menos disgustos que los demócratas, puesto
que son los que aconsejan al pueblo y llevan a la ejecución aquellas medidas severas
de las que ellos principalmente sacan provecho para ellos mismos. Estar bajo el
dominio de esta clase de personas significaría para los aliados ser sujetos a
la pena capital sin juicio previo y por métodos aún más violentos.»
De modo que
el conductor de los oligarcas atenienses reconocía que los aliados preferían el
demos a la aristocracia. Y de ahí la deducción de Frínico: todo intento de
revuelta oligárquica en Atenas era prematuro, e inclusive perjudicial. No
obstante, la mayoría de los estrategas oligarcas resolvió hacer una tentativa
de cambiar el régimen estatal en Atenas, y enviaron hacia allá una embajada
encabezada por Pisandro, con el fin de exigir el derrocamiento de la
democracia, el regreso de Alcibíades y el establecimiento de relaciones
amistosas con Tisafernes.
La revuelta oligárquica del año 411
En enero
del 411 Pisandro, acompañado de otros embajadores de Samos, se dirigió a Atenas
con las citadas proposiciones. No obstante el debilitamiento de la democracia
radical, la asamblea popular fue muy tumultuosa, debido a que el demos no se
conformaba con renunciar voluntariamente a sus derechos políticos. Los
partidarios de la revuelta declaraban que no había otra salida, «desde que los peloponesiacos poseían en el
mar una cantidad de buques listos para entrar en combate, no menor que los
atenienses, contaban con un mayor número de aliados y el rey y Tisafernes les
proporcionan dinero, en tanto que los atenienses ya carecían del mismo».
En vista de
que, sin considerar la difícil situación en que se hallaba Atenas, el demos
insistía en mantener la democracia, Pisandro se vio obligado a hacer
concesiones parciales, y exigió solamente el regreso de Alcibíades; en cuanto
al cambio de régimen estatal, expresó su conformidad con revisarlo
ulteriormente. La proposición fue aceptada por la ecclesia, que eligió a
Pisandro y a otros diez ciudadanos para que fueran a entrevistarse con
Tisafenes y Alcibíades.
«Los atenienses han resuelto que Pisandro, y
con él diez hombres más, se dirigiera a Tisafernes y Alcibíades para establecer
con ellos las relaciones que encontraran como las mejores.»
Simultáneamente,
se desposeyó de su cargo a Frínico. Esta resolución de la ecclesia se debió a ser
Frínico adversario de Alcibíades y, en su calidad de estratega, obrar en
oposición a las negociaciones con el mismo, en Samos.
Después de
la asamblea, Pisandro entabló relaciones con todas las organizaciones secretas «que existían ya de antes en la ciudad con el
objeto de ejercer presión sobre los procesos judiciales y sobre las elecciones
de funcionarios, y las exhortó a aunar sus fuerzas, obrar y derrocar la
democracia».
Empero, las
negociaciones con Alcibíades se dilataron, hasta que, finalmente, se vieron frustradas,
debido a que el mismo no gozaba de tanta influencia sobre Tisafernes como presumiera
durante las negociaciones, y debido también a que ambas partes se guardaban recíproca
desconfianza. Y fue entonces que Tisafernes acordó el tercer trato con Esparta,
más ventajoso para ésta que los dos anteriores.
De regreso
en Samos, Pisandro y los otros conjurados llegaron a la conclusión de que igualmente
sin la ayuda de Alcibíades podrían lograr el establecimiento del régimen oligárquico.
En compañía de un grupo de los conspiradores, Pisandro se dirigió a Atenas con
el propósito de realizar sus planes. En el camino fueron estableciendo en todas
las polis aliadas el orden oligárquico.
A finales
de mayo Pisandro llegó con considerables fuerzas armadas a Atenas, donde ya imperaba
el verdadero terror de las heterias. Había sido asesinado el jefe de los
demócratas radicales, Androcles. Conservando formalmente la antigua
constitución, todo el poder había pasado de hecho a mano de los oligarcas. Los
establecimientos funcionaban formalmente como antes, pero durante las sesiones
hablaban solamente los partidarios de los oligarcas y, de hecho, se aceptaban
sin crítica alguna sólo sus proposiciones. El pueblo, aterrorizado y oprimido,
o temiendo a los traidores, guardaba silencio. Si alguien osaba contradecir a
los conjurados era muerto inmediatamente sin que se instruyera ningún proceso a
los culpables o sospechosos del asesinato. Al igual que Androcles, fueron
muertos otros varios partidarios de la democracia.
La cantidad
de los partícipes de la conspiración se exageraba considerablemente. Entre
ellos se contaban personas que anteriormente habían sido tenidas por
partidarias de la constitución de Pericles. «Estos hombres eran los que más desconfianza suscitaban en el pueblo y
los que más contribuían a la seguridad de los oligarcas, pues fortalecían la
sospecha y la desconfianza entre los propios demócratas.»
A comienzos
de junio fue convocada una asamblea popular, pero no en el habitual lugar de las
sesiones, el Pinx, sino en Colona (a unos dos kilómetros en las afueras de la
ciudad). En esta asamblea fue abolida, en primer lugar, «la resolución referente a la ilegalidad», y luego aceptada la
proposición de Pisandro, apoyada por Antifón, Frínico y Terámenes, acerca de la
elección de cinco proedros, lo que, mediante una cooptación consecutiva, debían
llevar el número de miembros de la bulé al comienzo hasta 100, y luego hasta
400. Tal Consejo debía regir autocráticamente el Estado, convocado, de acuerdo
con su criterio, una asamblea de 5.000 ciudadanos que gozaban de todos los
derechos civiles. Simultáneamente, quedaron abolidos los sueldos de todos los
magistrados del Estado.
Tomaron
parte en la revuelta dos grupos de oligarcas: uno, extremista, y otro,
moderado. El primero lo encabezaron Pisandro, Antifón y Frínico, quien,
habiéndose convencido de la inevitabilidad de la revuelta, tomó parte activa en
la misma, es decir, en los acontecimientos del año 411. Tucídides cree que el
cabecilla fue Antilón, quien era ya conocido anteriormente por sus opiniones
antidemocráticas. Jamás intervenía en las asambleas populares «por ser sospechoso» al demos.
Precisamente gracias a él la conspiración fue organizada de tal manera, «que el asunto pudiera obtener éxito
semejante».
Pisandro y
Frínico habían pertenecido antes a la agrupación radical, siendo constantemente
objeto de burlas en las comedias; pero en el año 411 viraron bruscamente y se
sumaron a los oligarcas. El programa de los oligarcas extremistas se reducía a
la renuncia a todo lo conseguido por la democracia ateniense y al retorno al
orden «presoloniano». Al mismo
tiempo, ello significaba, evidentemente, una renuncia a ser una potencia naval.
En el sentido social, los dos eran, sobre todo, representantes de la vieja aristocracia.
El grupo de
los oligarcas moderados estaba representado por Terámenes, hijo del próbulo Hagnón.
Procuraba limitar la cantidad de ciudadanos atenienses de tal manera, que sólo
5.000 de los mismos gozaron del derecho a votar y estuvieron en condiciones de
adquirir por su propia cuenta las armas de hoplita. Su apoyo lo constituían los
ciudadanos pudientes, los artesanos y los mercaderes, los trierarcas, «los mejores hombres», como los denomina
Tucídides. Sin el apoyo de esos elementos, los oligarcas extremistas no podían,
evidentemente, esperar ningún éxito. Aristóteles y Tucídides consideraban el
programa de Terámenes la mejor de todas las posibles constituciones. A nuestro
criterio, una opinión más justa acerca de Terámenes es la sostenida por Lisias,
quien declaró que Terámenes «... llegó en
su villanía a tal punto, que, al mismo tiempo, por ser fiel a ellos [a los
oligarcas] nos convirtió a nosotros en esclavos y, por ser fiel a vosotros,
entregó traicioneramente, para perderlos, a sus amigos». Las resoluciones
de la asamblea en Colona constituían una especie de compromiso entre ambos
puntos de vista. A juzgar por la cantidad de ciudadanos que gozaban de todos
los derechos, parecería haberse impuesto la línea de Terámenes. En el número de
los Cinco Mil se hallaban todos los hoplitas, lo cual constituía la exigencia
fundamental de los oligarcas moderados: entregar el poder a los hombres «que poseyeran armas pesadas». De hecho,
sin embargo, habían triunfado los oligarcas extremistas. La asamblea de los
Cinco Mil debía ser convocada sólo de acuerdo con el criterio de la bulé. Y en
ésta había una mayoría de oligarcas extremistas que trataba de desechar «todas las supervivencias» de la
democracia. Debido a ello, resultó que «los
Cinco Mil fueron electos sólo por las apariencias, y de hecho gobernaban al
Estado... los Cuatrocientos». En realidad, las resoluciones de la asamblea
en Colona y las elecciones de los proedros sólo reflejaban la nueva relación de
fuerzas en Atenas. La constitución de Pericles, aún antes de haber sido abolida
por Pisandro, había sido prácticamente destruida por el terror de las heterías
oligárquicas. En el poder se habían encaramado las heterías que representaban a
los oligarcas extremistas: Antifón, Frínico, Pisandro y otros. Las consignas
del grupo de Terámenes, tan calurosamente ensalzadas por Aristóteles y
Tucídides, sólo eran una especie de pantalla detrás de la cual operaban los oligarcas
extremistas. No hablemos ya de que las amplias masas del demos, tanto en un
caso como en el otro, quedaban privadas no sólo de los medios de existencia,
sino de los más elementales derechos políticos.
Una vez
logrado el poder, los oligarcas extremistas comenzaron a intensificar el
terror. «Los Cuatrocientos dieron muerte
a algunos hombres, a otros los arrojaron a las prisiones y a otros más los
expulsaron.» Según las palabras de un marino, Quereas, que huyó a Samos, «ellos usan contra todos los castigos
corporales, y no permiten objeciones de ninguna especie; violan a las esposas e
hijas de los ciudadanos, y abrigan el propósito de arrojar a las prisiones a
los parientes de todos los guerreros de Samos». En cuanto a los asuntos de
la política exterior, los oligarcas extremistas resolvieron no invitar a venir
a Atenas a Alcibíades, que continuaba al lado de Tisafernes. Los oligarcas
contaban principalmente con que, para ellos, como laconófilos, sería fácil
hacer la paz con Esparta. Y, en efecto, repentinamente enviaron un embajador a
Decelia, para ver al rey Agis. Pero éste consideró más racional responder a la
propuesta de paz con un inesperado ataque a Atenas, en la presunción de que, en
el período de las discordias intestinas, los Largos Muros habrían quedado sin
guardia. Otra embajada, enviada directamente a la Laconia, tampoco aportó éxito
alguno a los oligarcas atenienses, ya que Esparta exigió la renuncia completa,
por parte de Atenas, a la arqué, exigencia a la que no podían dar su conformidad
ni los más fervorosos laconófilos, por temor a una sublevación del demos.
La
situación de los Cuatrocientos empeoró considerablemente a raíz de la defección
de una serie de aliados. Si anteriormente una sublevación quedaba circunscripta
sólo a Jonia, en cambio ahora, salvo Tasos, se pasaron a los lacedemonios una
serie de ciudades de los estrechos: Abidos, Lámpsaco, Bizancio, Calcedonia y
otras.
Un golpe
más serio aún fue la sublevación en Eubea. «Los
atenienses se sintieron abatidos por esta desgracia, más que por todas las
precedentes: hay que tener presente que, en aquel tiempo, ellos recibían de
Eubea más ingresos que del Ática.» Aún antes que eso, los beocios se habían
apoderado de Oropos, situada frente a Eubea. En el combate tratado cerca de
Eretria, la flota guiada por los oligarcas sufrió una oprobiosa derrota. Contra
las 42 naves peloponesiacas se batieron 36 atenienses. Los atenienses perdieron
22 trieres con sus tripulaciones.
Inmediatamente
después de la derrota de la flota ateniense tuvo lugar la sublevación en
Eretria.
Los
rebeldes establecieron un régimen oligárquico. En las Inscriptiones Graecas,
la bulé de Eretria otorga la proxenia a cierto tarentino «que había tomado parte en la liberación de
la ciudad del yugo ateniense».
Sin
embargo, el golpe decisivo a los oligarcas extremistas lo asestó la flota de
Samos que, bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo, se había pronunciado en
favor del restablecimiento de la democracia y consumó el regreso de Alcibíades,
mediante una invitación directa. La embajada enviada a Samos en nombre de los
Cuatrocientos retornó como era de esperar sin resultado alguno.
La masa de
los tetes que prestaba servicios en la flota no quería ni oír de compromisos.
Dada esta
situación, los oligarcas que gobernaban en Atenas decidieron hacer todo lo
posible para conseguir la paz con Esparta, sin detenerse ni siquiera ante una
directa traición al Estado.
Enviaron a
Esparta una segunda embajada, encabezada por Frínico y Antifón, para entablar formalmente
negociaciones, pero, de hecho, para entregar el Pireo a los peloponesiacos y
para «hacer la paz bajo condiciones
tolerables, cualesquiera que fueran las mismas». Los oligarcas extremistas
preferían manifiestamente la ocupación espartana a la democracia, y comenzaron
a erigir fortificaciones junto a la salida del puerto del Pireo, como si fuera
para defenderlo contra la flota de Samos, pero en realidad para entregarlo a
los espartanos.
Los
descalabros militares y políticos de la agrupación gobernante de los oligarcas extremistas
debían, evidentemente, acentuar las contradicciones entre los partidarios de la
revuelta. Esto se puso de manifiesto, en primer lugar, en la conducta de
Terámenes. Su grupo, que gozaba de considerable influencia entre los hoplitas,
especialmente en el Pireo, sospechaba que los oligarcas extremistas harían
aprobar sus planes, lo que significaría la liquidación de Atenas como polis
independiente. Por otra parte, los fracasos de los extremistas y, antes que nada,
el comportamiento de la flota ateniense en Samos, forzaba a los moderados a
maniobrar y dar rodeos, con el fin de eludir la responsabilidad por el crimen
de los Cuatrocientos. Todas estas circunstancias volvieron a agudizar la
situación política en Atenas. El impulso para las acciones enérgicas lo
constituyó el asesinato del jefe de los extremistas, Frínico, después de su regreso
de Esparta. En aquel momento los hoplitas del Pireo, al enterarse de que se
acercaba la flota peloponesiaca, demolieron la fortificación que estaba
construyéndose, y luego, con las armas en las manos, emprendieron la marcha
hacia Atenas. Los oligarcas extremistas se vieron forzados a ceder, y a
comienzos de septiembre fue realizada la única asamblea popular de los últimos
meses, la que destituyó a los Cuatrocientos, entregando el poder a los Cinco
Mil. En lo restante, fueron confirmadas las resoluciones de la asamblea de
Colona. El régimen establecido en Atenas respondía formalmente a la
constitución de Pericles. La bulé volvió a ser elegida por sorteo, y de nuevo,
igual que antes, funcionó la asamblea popular. Sin embargo, del número de los
que gozaban de todos los derechos civiles fueron excluidos más o menos las cinco
sextas partes de los atenienses. Todos los derechos civiles fueron reservados
para sólo 5.000 ricos.
Además,
fueron suprimidos todos los pagos de la tesorería del Estado a los pobres. De
esta manera, el poder pasó a las manos del grupo de Terámenes, oligarcas
moderados que representaban los intereses de los ciudadanos ricos.
Y en la
misma reunión se decidió hacer regresar a Alcibíades. Después de esta asamblea,
los jefes de los oligarcas extremistas, con Pisandro a la cabeza, huyeron a
Decelia, junto a los lacedemonios. Antifón, que se quedó en Atenas, fue
ejecutado, de acuerdo con un veredicto judicial. Los partidarios de los
oligarcas extremistas fueron víctimas de la atimia (privación de los derechos
políticos). Después de tomar el poder, el problema más importante para el grupo
de Terámenes fue el ponerse de acuerdo con la flota ateniense anclada en Samos,
adonde, en el ínterin, ya había llegado Alcibíades tras dejar a Tisafernes.
Durante la
dictadura de los oligarcas extremistas, Samos se convirtió en centro del movimiento
democrático. Aun posteriormente, se había establecido allí la más amplia democracia
(desde luego, en el sentido antiguo de la palabra), y, como hemos señalado ya,
los aristócratas locales, los geomores, habían sido privados de los derechos
políticos. Merced a estas medidas, Samos obtuvo del demos ateniense la
autonomía. El apoyo principal del movimiento democrático en Samos lo constituía
la flota ateniense. «La plebe náutica»
compuesta, en lo fundamental, de tetes, estaba imbuida de la decisión de
sostener y defender sus derechos. El número de ciudadanos atenienses que se
hallaba en la flota en Samos llegaba, por parte baja, a los 10.000, y era
ligeramente más pequeña que la cantidad de los que permanecían en Atenas.
Gracias a
la ayuda de los marinos atenienses, los demócratas samosianos aplastaron fácilmente
la sublevación armada de los oligarcas locales, durante cuyo transcurso fue
muerto Hipérbolo. Casi simultáneamente llegaron noticias acerca del
derrocamiento de la democracia en Atenas. En la flota surgió una gran
efervescencia, bajo la dirección de Trasíbulo y Trasilo.
En la
asamblea general de los marineros se resolvió destituir a los estrategas y a
los trierarcas, sospechosos de simpatizar con los oligarcas, y se eligió a
otros, nuevos, entre ellos los dos que se acaba de mencionar.
El nuevo
comando invitó a venir a Samos a Alcibíades, quien llegó en agosto del año 411,
siendo recibido en la flota. En la asamblea general prometió conseguir la ayuda
de Tisafernes y destruir el poder de los oligarcas en Atenas. Inmediatamente
fue electo, por unanimidad, estratega, «poniendo
en sus manos la atención de todos los asuntos», lo cual significaba la entrega,
de hecho, del mando general. A la embajada que había llegado a Samos enviada
por los Cuatrocientos, Alcibíades le declaró que estaba dispuesto a hacer la
paz a condición de que el poder se entregara a los Cinco Mil, es decir, a
condición de que se derrocara a la oligarquía extremista.
La masa de
marineros ardía en deseos de dirigirse a Atenas y restablecer por la fuerza la constitución
anterior. Sin embargo, Alcibíades hizo abstenerse a la flota de dar ese paso,
en primer lugar, porque deseaba evitar el completo restablecimiento de la
democracia, y también porque quería regresar a Atenas como vencedor. Además, le
era necesario mantener vínculos permanentes con Tisafernes. El alejamiento de
la flota samosiana hubiera mejorado la situación de los peloponesiacos, los
que, con sus 112 barcos, estaban anclados en el puerto de Mileto. En virtud de
todas estas consideraciones, Alcibíades, haciéndose acompañar por sólo 13
trieres, se dirigió a Tisafernes.
En aquel
tiempo, las relaciones entre éste y los peloponesiacos empeoraron brusca y marcadamente.
El mismo, siguiendo los consejos de Alcibíades, intentaba conservar el equilibrio
entre aquéllos y los atenienses: pagaba solamente una parte del dinero
prometido para el mantenimiento de los remeros, con lo cual condenaba a la
flota encerrada en Mileto a la pasividad. Y en vista de eso, el nuevo navarca
Míndaron aprovechó la propuesta de Farnabazo y se dirigió desde Mileto al
Helesponto, contando con la ayuda material de este sátrapa y esperanzado en
poder preparar una sublevación entre los aliados locales de los atenienses.
Esta marcha de los acontecimientos obligó a Tisafernes a entrar en contacto y
relaciones más estrechas con Alcibíades, pues éste había quedado como dueño
omnipotente de la única flota efectiva y disponible en Jonia.
La lucha por los estrechos
En el
ínterin, la situación de Atenas en los estrechos empeoró marcadamente.
El
Helesponto y el Bósforo tenían un valor excepcional, tanto económico como
estratégico. Al ejercer el control de los pasos al Ponto, los mismos
proporcionaban la posibilidad de proveer ininterrumpidamente a la sitiada
Atenas de cereales y pescado, que constituían los productos más importantes de
la alimentación. El paso de las ciudades de los estrechos a manos de los peloponesiacos
equivalía, sin exageración, a la muerte por hambre. Con una catástrofe no menor
amenazaba también la pérdida de los estrechos, en el ámbito financiero. Después
de la supresión del foros, casi todos los ingresos, ya de por sí
insignificantes, de Atenas, se debían al aforo del cinco por ciento por el
tránsito de mercancías. Además, esa región era el único rincón de la arqué
ateniense no tocado por la guerra.
La mayoría
de las polis locales eran colonias de Mileto. Después que ésta se hubo
sublevado, correspondía esperar tentativas de defección también por parte de
las polis helespontinas. Y, en efecto, en mayo del 411, respondiendo a una
llamada de sus habitantes, llegó a Abidos, por vía terrestre, desde la
metrópoli (Mileto), el espartano Dercílidas con un pequeño destacamento.
Dos días
más tarde se separó también Lámpsaco y luego Cícica. En agosto llegó hasta Farnabazo
la primera escuadra peloponesiaca compuesta de 10 barcos, la que persuadió a
los habitantes de Bizancio a que se sublevaran.
Finalmente,
en septiembre, toda la flota peloponesiaca, compuesta de 86 barcos, bajo el
mando del mencionado navarca Míndaro, se dirigió al Helesponto, donde en aquel
momento se hallaban tan sólo 18 trieres atenienses.
La
situación era crítica; sin embargo, Trasíbulo y Trasilo supieron arribar
rápidamente con sus escuadras al estrecho, uniéndose allí con los restos de la
flota helespontiana. En total, bajo su mando había 76 trieres, diez barcos
menos de aquellos con que contaba la flota peloponesiaca.
En el
combate naval de Cinosema (en el Helesponto), la flota ateniense, no obstante
su inferioridad numérica, infirió una derrota a la peloponesiaca.
Fueron
destruidos 21 barcos del enemigo y se perdieron 15 propios. No hay que
subestimar el valor moral de este combate. Por vez primera después de la
expedición a Sicilia, la flota ateniense demostró su capacidad de vencer. La
victoria de Cinosema coincidió con la llegada al poder de la agrupación de Terámenes,
lo cual también aumentó la autoridad de los oligarcas moderados.
La lucha
por los estrechos iba enardeciéndose más y más. Míndaro, que se había retirado hacia
Abidos, solicitaba ayuda, y mandó a buscar la escuadra peloponesiaca,
triunfante en la batalla por Eubea. Además, ya navegaban en su auxilio 14
barcos desde Rodas, bajo el mando de Dorieo. En cambio, los atenienses
esperaban la llegada de Alcibíades, que, tras dejar a Tisafernes, obtenía
dinero enérgicamente y armaba la flota en Samos. Acudía también, en ayuda de
los mismos, Terámenes, que había equipado otras 30 trieres más en Atenas.
Los
combates decisivos tuvieron lugar a finales del año 411 y comienzos del 410, en
Abidos y en Cícica. Junto a Abidos, los atenienses trataban de interceptar el
camino a la escuadra de Dorieo, que se dirigía al Norte. Los atenienses
(Trasíbulo y Trasilo) disponían de 85 barcos. La misma cantidad poseía Míndaro,
sin contar la escuadra de Dorieo (14 trieres). El combate se prolongó todo el
día con un resultado indeciso, hasta que, en el último momento, la llegada del destacamento
de Alcibíades definió el éxito. Los atenienses obtuvieron una brillante victoria
y se apoderaron de 30 naves enemigas, sin haber perdido ninguna de las suyas.
Esta victoria tuvo tanto más valor cuanto que en la batalla había tomado parte
también la infantería de Farnabazo, ante cuyos ojos se produjo el aplastamiento
de sus aliados. En la batalla de Abidos, por vez primera en la segunda mitad
del siglo V a. C., un ejército persa combatió abiertamente contra los atenienses.
Más
completa fue la victoria ateniense junto a Cícica. Batido en la batalla
precedente, el navarca Míndaro mostraba mucha cautela y eludía entablar
combate. La flota peloponesiaca, que realizaba su crucero junto a la misma
costa, estaba siempre acompañada por un considerable ejército terrestre de
Farnabazo. A pesar de todo, Alcibíades, acercándose al enemigo sólo con su
escuadra, obligó a Míndaro a entrar en combate. Al mismo tiempo, el resto de la
flota ateniense (las escuadras de Terámenes y de Trasíbulo) había aislado a los
peloponesiacos de su fondeadero. Los peloponesiacos abandonaron sus barcos y
huyeron a la costa, donde se entabló la segunda batalla con la participación de
los persas. Los atenienses triunfaron también esta vez.
Según
informa Diodoro, «... los estrategas
atenienses se apoderaron en esta batalla de todos los barcos, de una gran
cantidad de prisioneros y de un incontable botín de guerra, puesto que habían
triunfado simultáneamente sobre dos enormes ejércitos».
No
obstante, los atenienses no pudieron aprovechar del todo sus victorias. Se lo impedía, en primer lugar, la insuficiencia de
dinero para pagar a los remeros.
Inmediatamente
después del triunfo de Abidos, los vencedores se dividieron en escuadras y que
se dedicaron a reunir tributos: Trasíbulo en la región de Tasos, y Terámenes,
en la Macedonia. Lo mismo sucedió poco más tarde, después de la batalla de
Cícica. Los capitanes atenienses se preocupaban en lo fundamental por el dinero
para la manutención de la flota. En Cícica, «Alcibíades demoró veinte días y pudo cobrar de los habitantes una
enorme contribución... los selimbriotas... pagaron esta contribución... De ahí,
ellos [los atenienses] se dirigieron a Crisópolis, situada en la región calcedónica,
y habiéndola rodeado con un muro, instalaron allí una aduana en la que se
cobraba el diez por ciento a las naves que venían navegando desde el Ponto».
La cuestión
financiera era muy aguda en Atenas, puesto que las reservas pecuniarias habían sido
agotadas. La guerra naval requería grandes sumas de dinero, constantemente
crecientes.
Los
estrategas se vieron forzados a ocuparse, ellos mismos, de la colecta de los
medios necesarios, lo cual los tornaba en grado considerable, independientes de
las polis.
Ya durante
el régimen de los Cuatrocientos se hacían declaraciones en la flota de Samos, según
las cuales «los guerreros, como tienen en
sus manos toda la flota, están en condiciones de obligar a los Estados
dependientes a pagarles los tributos, igual que si se los reclamaran desde Atenas...
el Estado ya no tiene dinero para enviarle al ejército; todo lo contrario: son
los mismos soldados los que han de procurárselo para sí». En situación
análoga se hallaba la flota peloponesiaca.
Debido a
esta situación, puede explicarse en buena medida el crecimiento de la independencia
de los jefes militares. Los ejércitos de los beligerantes se convierten en ejércitos
particulares, en primer lugar, de jefes tan halagados por el éxito como lo era
Alcibíades o, más tarde, Lisandro. Es muy significativo en este sentido el
desprecio de los guerreros de Alcibíades hacia sus propios conciudadanos, que
se hallaban bajo el mando de Trasilo. El ejército, que anteriormente se
componía sólo de ciudadanos que gozaban de todos los derechos políticos, se transforma
rápidamente en un ejército de mercenarios capaces de volver las armas incluso contra
sus conciudadanos. Tal proceso se desarrolló no sólo en Atenas, sino que puede
ser observado con mayor claridad entre sus enemigos. Los peloponesiacos prestan
servicio, al comienzo, a Tisafernes, luego a su rival Farnabazo y, finalmente,
se convierte en simples mercenarios del rey persa. Basta señalar con qué
orgullo Jenofonte anota las sumas que los espartanos recibían de Farnabazo. La
guerra iniciada por los espartanos bajo la consigna de la libertad de los
helenos había conducido, en su desarrollo lógico, a que esos mismos espartanos sometieran
por las armas las ciudades helenas a los persas.
En
consecuencia, la disciplina decayó en las filas de la flota ateniense y, sobre
todo, en las de los espartanos. La decisión de pasar de Jonia a Farnabazo
también fue provocada en gran parte por el estado de ánimo de los remeros
peloponesios.
A pesar de
que las dificultades habían crecido con el desarrollo de la guerra, Alcibíades obtuvo
una serie de brillantes triunfos. La flota enemiga fue completamente destruida
por él.
Tomó
Perinto, Selimbria, Calcedonia y Bizancio. Solamente Abidos quedó en manos del enemigo.
El camino a través de los estrechos fue nuevamente ocupado por los atenienses.
El aforo aduanero del 10 por 100 que se instituyó sobre todas las mercancías
aseguraba no pocos ingresos destinados a la manutención de la flota. Todos
estos éxitos tenían un valor tanto mayor por cuanto fueron alcanzados en la
lucha no sólo contra los peloponesiacos, sino contra Farnabazo.
Restablecimiento de la democracia en Atenas
Los éxitos militares
de la flota ateniense volvieron a poner a la orden del día las cuestiones de
orden constitucional. La desproporción entre el enorme peso específico de los
tetes en el ejército y la carencia de derechos políticos de los mismos eran
tanto más pronunciada por cuanto los hoplitas atenienses, que gozaban de todos
los derechos mencionados, no se atrevían ni a salir fuera de los Largos Muros.
Y a pesar de que Agis, en Decelia, se esforzaba en aniquilar por hambre a Atenas, mientras las rutas marítimas
fueran controladas por los atenienses, los peloponesios debían conformarse con
el dominio territorial del Ática.
De todos modos,
esto subraya claramente la debilidad de los hoplitas atenienses.
La relación
de fuerzas dentro de la misma ciudad de Atenas también había variado a favor de
los demócratas radicales. Durante la revuelta oligárquica, los ciudadanos
pudientes se dividieron, por sus opiniones políticas, en tres grupos.
Uno de
ellos seguía a los oligarcas extremistas. El segundo sólo apoyaba a Terámenes,
en quien veían a su caudillo. Finalmente, el tercer grupo, bastante numeroso,
de «pasivos», estaba integrado por partidarios de la constitución
de Pericles; estaba desorientado por el desastre sufrido por la expedición a
Sicilia y por la defección de Jonia, en virtud de lo cual no hacía oposición a
los conjurados. La derrota de los oligarcas extremistas los eliminó como fuerza
política. El grupo de los «pasivos»
pasó gradualmente a las filas de la oposición, a Terámenes, oposición que se
apoyaba en las acciones de la flota ateniense, que, bajo el mando de
Alcibíades, obtenía sonoros triunfos. Ello debilitó el suelo bajo los pies de
Terámenes y de sus partidarios. Merced a todo esto fue muy consecuente la
exigencia de retornar a la vieja constitución de Pericles. Ya en el año 410,
después del triunfo en Cícica, «el pueblo
había quitado el poder» al gobierno de los Cinco Mil. A la cabeza del demos
radical se hallaba Cleofón, dueño de un taller de instrumentos musicales, quien
«fue el primero en introducir el reparto
de dos óbolos» a los ciudadanos más pobres.
Para
proporcionar trabajo a la masa de la población, en el año 409 se renovó en gran
escala la edificación del célebre Erectón, terminado, al parecer, en el año
406.
Simultáneamente
con las obras del Erectón, en esos años fueron emprendidas otras grandes obras
de construcción en la acrópolis. La cantidad total de los ocupados en los
trabajos públicos llegaba a varios centenares de ciudadanos.
El jornal
era de un dracma (seis óbolos). En ese mismo tiempo, el número de los
favorecidos con la diobolia (que percibían dos óbolos diarios) era en los años
410-409 de tan sólo 240 ó 250 personas por día.
Para evitar
el peligro de una nueva revuelta oligárquica, en la primera asamblea celebrada inmediatamente
después de haberse restablecido la democracia se aprobó esta resolución: «Y a quien derroque la democracia en Atenas o
desempeñe cualquier función después de haber sido derrocada la misma se le
considerará enemigo del Estado, y será muerto impunemente; sus haberes serán
confiscados y la décima parte de los mismos será entregada a la diosa... Y
todos los atenienses deberán prestar juramento, allí en donde se hallaren, de
que darán muerte a tales hombres. El texto del juramento será el siguiente: «Yo
mataré, de palabra y de hecho, por votación y por mis propias manos, si bien
pueda ejecutarlo, a todo aquel que derroque la democracia en Atenas, a todo
aquel que desempeñe cualquier función después de haber sido derrocada la
democracia, y a todo aquel que intentare ser tirano o que ayudare al tirano.»
Tales
medidas resultaron suficientes como para que, no obstante todas las
dificultades, se conservara en Atenas el orden democrático hasta el
establecimiento de la tiranía de los Treinta por Lisandro.
Después de
la batalla de Cícica, Esparta había ofrecido hacer la paz sobre la base de
cambiar Decelia por Pilos y conservar la arqué ateniense dentro de sus
fronteras del año 410; más ni el victorioso Alcibíades, que hacía lo quería en
los estrechos, ni el demos ateniense, embriagado por las victorias, se
conformaban con otra cosa que no fuera las condiciones de statu quo. El papel
decisivo lo desempeño la posición del conductor de los radicales, Cleofón,
quien en aquellos años gozaba de gran popularidad, por su honradez. En efecto,
hasta el mismo fin de la guerra del Peloponeso, Cleofón administró las finanzas
de Atenas. Este puesto era de gran responsabilidad incluso en tiempos de paz.
La misión de Cleofón era tanto más complicada cuando que la tesorería del
Estado estaba vacía, y él debía conseguir fondos para pagar los subsidios a los
pobres de la ciudad. Hacia finales de la guerra, dichos subsidios fueron
elevados a dos o tres óbolos. Es necesario anotar aquí su honradez, inusitada
para la Atenas de aquellos tiempos, y que Lisias subraya: «No obstante que Cleofón, como todos lo saben, tenía en sus manos el
gobierno y la administración de todos los asuntos del Estado, y que todos
suponían que con dicha administración él había atesorado una gran fortuna, no
se encontró después de su muerte, ningún dinero en ninguna parte que le hubiese
pertenecido, y sus parientes consanguíneos y por afinidad a los que él hubiera
podido dejar dinero son gente pobre, como es del dominio público.»
Finalmente,
en el verano del 407, Alcibíades creyó adecuado el momento para regresar a Atenas.
En aquel tiempo, mientras en otros frentes los atenienses sufrían descalabros en
el año 409 habían perdido Pilos, Alcibíades destruyó totalmente la flota peloponesiaca y restableció el poder
de Atenas en los estrechos. Su llegada estuvo rodeada de solemnes ceremonias: «Las trieres atenienses estaban ornamentadas
todas con muchos escudos y otros trofeos, cargadas con el botín de guerra; llevaban a remolque los barcos tomados
al enemigo, con las insignias destruidas». Entre las propias y las
capturadas había no menos de doscientas embarcaciones. Se restituyó a
Alcibíades todos sus bienes confiscados, se suprimió solemnemente la condena y
se le dio una corona de oro. Finalmente fue electo estratega con poderes
ilimitados en calidad de única persona capaz de salvar el poder del Estado.
Fueron puestas bajo su mando todas las fuerzas armadas de Atenas, dado que los
otros estrategas Trasíbulo y Adimato
fueron designados también a indicación de Alcibíades.
Jenofonte y
Plutarco plantean la cuestión acerca de si Alcibíades deseaba ser tirano, y
ambos subrayan el poder de su influencia entre las masas populares: «A los pobres y a la plebe, Alcibíades los había
encantado hasta el punto de que querían apasionadamente tenerlo por tirano...,
pero los más poderosos y los más influyentes ciudadanos, habiéndole cobrado
miedo a su popularidad, lo urgían a que partiera, tratando de que zarpara lo
más pronto posible.» ¿Hasta qué punto es racional y procedente ocuparse de
los deseos o aspiraciones de Alcibíades? Lo importante es que la marcha toda de
los acontecimientos históricos planteaba en una u otra forma la cuestión de la
tiranía. La guerra prolongada que había agotado las finanzas, que había arrancado
al ejército del contacto con la ciudadanía y que había atado a los guerreros a
su jefe se combinaba con la fuerte crisis económico-social en todos los países
que se hallaban en guerra, para intensificar ineludiblemente las tendencias a
la abolición o destrucción del orden democrático y a la implantación de una
tiranía.
De mayor
importancia aún fue la evolución del propio demos ateniense.
Durante el transcurso
de la guerra del Peloponeso, el demos se había desclasado considerablemente. El
campesinado se vio privado de su tierra y pasó a vivir en la ciudad por cuenta
del subsidio que percibía del Estado. La artesanía y el comercio también
sufrían dificultades debidas a la guerra.
Finalmente,
decenas de miles de los más fíeles partidarios del orden democrático los tetes perecieron
en Sicilia y en el curso de otras operaciones bélicas fracasadas. Así fue deshaciéndose
la base social del régimen democrático. La actividad de Alcibíades, y poco después,
la de Lisandro, constituye un exponente de la descomposición de las polis clásica,
así como de la maduración de otras formas políticas que presagiaban la llegada
del helenismo.
Acciones bélicas en Jonia
Podía
parecer, durante la permanencia de Alcibíades en Atenas, que al fin y al cabo
los atenienses resultarían vencedores. La flota ateniense volvió a ser la dueña
del mar Egeo, y en tales condiciones, el regreso de los aliados que habían
defeccionado debería ser cuestión de meses. La tentativa de crear una flota
peloponesiaca propia era sumamente costosa, y terminó para Esparta con un
completo descalabro. Sus mejores fuerzas los marinos siracusanos fueron
llamados a Sicilia para luchar contra el ejército de 100.000 cartagineses que,
en sólo tres meses, se habían apoderado de Selinonte e Hímera, avanzando con
todo éxito hacia el interior de la isla. Esparta no tenía poder para mantener
una flota, y los marinos peloponesiacos se convirtieron en simples mercenarios
de los sátrapas, primero de Tisafernes y luego de Farnabazo. La única esperanza
que les quedaba era la ayuda de Persia.
Desde el
año 411 hasta el 408 inclusive, la política persa, en cuanto a los asuntos
helénicos, no se distinguió por su constancia. Si Farnabazo seguía un curso
firme de apoyo a Esparta contra Atenas, suministrando a los peloponesiacos todo
lo que era necesario para la guerra, Tisafernes, en cambio, seguía, en lo
fundamental, los antiguos consejos de Alcibíades acerca de un agotamiento
máximo de los dos adversarios. Al final, tanto los atenienses como los lacedemonios
enviaron embajadas a Susa, al propio «rey
de los reyes», Darío II.
Se
comprende que, en la situación existente, siendo los atenienses los amos de
toda la cuenca del mar Egeo, Persia se pronunció por completo en favor de
Esparta. Los espartanos recibieron seguridades de omnímodo apoyo financiero a
sus planes. La embajada ateniense no fue recibida por el rey y desde la ciudad
de Gordión se la envió de vuelta a Farnabazo, quien la mantuvo durante tres
años en honrosa prisión de guerra. Tisafernes había caído temporalmente en el desfavor
real. Para coordinar la política persa en el Occidente, fue enviado hacia allá
el hijo menor de Darío, Ciro, al que se nombró koirán (dueño y señor) del Asia
Menor, quien llevaba consigo la cantidad de 500 talentos en calidad de subsidio
para los lacedemonios.
Contando
con poder aprovechar ulteriormente a los hoplitas peloponesiacos para
apoderarse del trono persa, Ciro trató a los espartanos con muchísima
consideración y prodigalidad, les proveyó regularmente de subsidios para las
necesidades de la flota, pagó las deudas de los meses anteriores y elevó la
soldada de los remeros de tres a cuatro óbolos por día. La puesta de los
incontables recursos a disposición de Esparta resultó ser el golpe final
determinante del triunfo de los peloponesiacos.
Simultáneamente
con Ciro, llegó al Asia Menor el nuevo navarca espartano Lisandro, digno adversario
de Alcibíades. Con él surgió un jefe militar espartano de tipo nuevo, similar
en muchos sentidos a Brásidas y Gílipo.
Lisandro se
opuso enérgicamente a la política de la vieja oligarquía espartana, tendiendo,
evidentemente, a la unidad del poder, es decir, a su concentración un una sola
persona. La aparición de un grupo de espartanos que obraba independientemente y
oponía su línea política a la dirección oficial, constituyó una verdadera revuelta
dentro de las condiciones de Esparta. Si en el período precedente el ideal de
un espartano era un guerrero valiente, disciplinado e ilimitadamente obediente
a las órdenes de los éforos, en éste, en cambio, en el curso de una guerra
prolongada, todos los destacados jefes militares espartanos comienzan
gradualmente a obrar con independencia como por cuenta propia, y se pronuncian,
en una u otra medida, contra la oligarquía gobernante de sus polis.
A
diferencia de la mayoría de los jefes militares espartanos, Lisandro era un
hábil diplomático, y supo entablar relaciones amistosas con Ciro, sin reparar
incluso en su propia dignidad. «Mediante
un tono obsequioso, Lisandro se había captado definitivamente [a Ciro], incitándolo
a una guerra.» Una vez logrado el aumento de los jornales de los remeros,
Lisandro eligió como fondeadero de su flota a Efeso y, temiendo entrar en
batalla directa con Alcibíades, se puso a esperar, con toda sangre fría, un
error cualquiera por parte de los estrategas atenienses.
Completamente
asegurado en lo que concierne a la cuestión financiera, gracias al dinero
persa, Lisandro podía aguardar tranquilamente el momento en que la economía
ateniense se desplomara bajo la agobiadora carga que implicaba la manutención
de la flota.
En el
ínterin, Alcibíades, investido de una plenitud de poder que ni siquiera poseía
Pericles, se mantuvo inactivo, puesto que todo el verano del año 407 lo pasó en
Atenas, y los meses de otoño e invierno no eran propicios para las operaciones
bélicas en el mar. Se acercaba a su fin el lapso durante el cual gozaba de los
plenos poderes, y hacia comienzos del año 406 comenzaron a prevalecer
gradualmente en Atenas los ánimos democráticos. Al mismo tiempo, aprovechando la
ausencia temporal de Alcibíades, que se había trasladado al Norte con el fin de
reunir dinero para la flota, Lisandro derrotó, en la batalla naval de Notión
(marzo del año 406), a la flota ateniense, que en esta oportunidad perdió
quince trieres. Lisandro triunfó porque supo apreciar sensatamente la situación
general y porque, a pesar de la educación espartana, comprendió cabalmente que
el centro de gravedad de la guerra se encontraba no en tierra firme, sino sobre
el mar, y no en el Peloponeso, sino en el Asia Menor.
Los puntos
de vista políticos y los métodos de Lisandro son muy claramente descritos por Diodoro.
«Una vez de regreso a Efeso mandó llamar
a su presencia a los hombres más poderosos de las ciudades; les propuso
organizar unas heterias y les declaró que, si los asuntos marchaban bien, los
convertiría en dueños y señores de sus respectivas ciudades.» Plutarco agrega
a esto: «Elevaba a sus amigos y a sus
huéspedes a puestos muy altos y honrosos, les encomendaba el mando de las
tropas; cediendo a la concupiscencia de los mismos, se transformaba en
partícipe de sus injusticias y errores.»
En efecto:
la experiencia de los acontecimientos del año 411 en Atenas demostró que uno de
los instrumentos más poderosos de la lucha contra el régimen democrático lo
constituían las heterias. Lisandro apoyaba en todas partes a las organizaciones
oligárquicas. Astuto y generoso con los fuertes, tirano para con las masas
populares, Lisandro comprendió a la perfección que el poder de los oligarcas
sólo podía conservarse por la fuerza, de manera que imponía por doquier el
régimen de las heterias.
La batalla
de Notión, que careció de un gran valor propiamente militar, tuvo en cambio serias
consecuencias políticas. En la ecclesia, toda la culpa recayó sobre Alcibíades.
En
realidad, según parece, esta derrota naval ateniense fue aprovechada para
prevenir la posibilidad de que se instaurara una tiranía de Alcibíades. De
acuerdo con lo que relata Diodoro, Alcibíades era acusado de mantener
relaciones amistosas con Tisafernes y de desear asumir un poder tiránico
después de terminada la guerra. Acusador de Alcibíades habría sido el dirigente
de los radicales, Cleofón. Este hecho da base para suponer que la eliminación
de Alcibíades era obra de los grupos democráticos radicales, los que, aún desde
los tiempos del ostracismo de Hipérbolo, estaban muy alertas con respecto a
Alcibíades, y consideraron llegado el momento propicio para desprenderse de él.
Los atenienses eligieron a diez nuevos estrategas, encabezados por Conón. No
sólo Alcibíades no se contó entre los elegidos, sino tampoco ninguno de sus partidarios.
Al enterarse, Alcibíades volvió a abandonar a Atenas y se radicó en sus
posesiones de Tracia. Constituyó esto una ruptura definitiva con su ciudad
natal. Solamente en vísperas de la batalla de Egospótamos habría prevenido a
los estrategas atenienses acerca del peligro que se cernía sobre su flota.
Haciendo
abstracción de las cualidades personales de Alcibíades, opulento aristócrata ateniense,
dueño de grandes vinculaciones, capaz, pero completamente falto de principios,
es de importancia determinar por qué y en virtud de cuáles causas logró
desempeñar un papel tan descollante en la historia de Atenas. La causa
indudable, fundamental, de sus éxitos fue la honda crisis por la que estaba
pasando la democracia esclavista ateniense.
Cabe
preguntarse si hubiera podido desempeñar semejante papel, por ejemplo, durante
las guerras médicas o en la época del florecimiento de la democracia en Atenas.
La
situación mejoró un tanto en el año 406, cuando Lisandro, que despertara el
descontento de los éforos con sus procedimientos individualistas, fue llamado
de vuela a Laconia, reemplazándolo como navarca Calicrátidas. Educado de
acuerdo con las antiguas costumbres espartanas, éste consideró humillante para
su dignidad pedirle dinero a Ciro, y prefirió recurrir a la ayuda de los
milesios. Como complemento de las 90 trieres obtenidas de Lisandro armó otras 50
más con el dinero recibido de los milesios, y con esta poderosa flota emprendió
el movimiento contra la de los atenienses, que se hallaba bajo el mando de
Conón. Este último, al llegar a Samos, y en vista de las dificultades
financieras, limitó la cantidad de sus barcos a 70 trieres, pero en cambio
completó totalmente el número de remeros.
Para
obligar a los atenienses a aceptar batalla, Calicátridas atacó a la Metimna
democrática tomándola por asalto. Entonces la flota de Conón se hizo a la mar y
se acercó a Lesbos hasta tal distancia, que los peloponesiacos pudieron
aislarla de su base de Samos. Los atenienses perdieron 30 embarcaciones; las
restantes entraron en la rada de Mitilene, donde quedaron encerradas por
Calicátridas. La situación de los sitiados fue desesperante. La ciudad se
hallaba casi totalmente privada de víveres y un combate de 40 barcos contra 140
hubiera sido una locura manifiesta.
Cuando
llegó a Atenas la noticia de que la flota de Conón estaba bloqueada, se
adoptaron medidas extraordinarias. Por tercera vez en menos de diez años, el
demos ateniense creaba una enorme flota. Fue un inusitado esfuerzo no sólo de
orden económico-financiero, sino en todos los demás órdenes de la vida de la
polis. En primer lugar se requería un gran número de remeros. Según informa
Diodoro, los atenienses habían otorgado los derechos de ciudadanía a los
metecos y, en general, a todos los extranjeros que quisieran alistarse en las
filas del ejército.
Jenofonte
agrega que la tripulación era integrada «por
todos los habitantes adultos de Atenas, tanto libres como esclavos». Esta
información cobra tanto más valor cuanto que los esclavos que prestaban
servicios en la flota obtenían automáticamente la libertad, y junto con ella,
los derechos de ciudadanía. En un mes fueron equipadas 110 trieres, a las que
se unieron más de 40 embarcaciones de los aliados, entre ellas 10 de Samos. Al
mando de esta flota, la última durante la guerra del Peloponeso, se hallaban
ocho estrategas.
En las
islas Arginusas (junto a Lesbos), los atenienses hicieron frente a los 120
barcos de Calicátridas, obteniendo el más brillante triunfo, pues destruyeron
70 barcos enemigos. La batalla naval de las Arginusas volvió a restablecer la
hegemonía de Atenas en el mar. Fue un triunfo no sólo sobre los peloponesiacos,
sino sobre el grupo de partidarios de Alcibíades. Los estrategas demócratas
obtuvieron una victoria más destacada que los más brillantes éxitos de Alcibíades.
Nuevamente, Esparta se dirigió a Atenas con proposiciones de paz.
Con todo su
enorme valor militar, la batalla de las Arginusas tuvo consecuencias muy graves
para la democracia ateniense. Durante la tempestad que se desencadenó después
del combate, se fueron a pique 25 trieres atenienses, junto con sus
tripulaciones. Además, la tempestad impidió a los estrategas dar sepultura a
los caídos en la batalla, tanto marinos como soldados. Tales circunstancias
sirvieron de prólogo a tumultuosos acontecimientos en Atenas. Los parientes de los
que no habían recibido sepultura exigieron que los estrategas fueran sometidos
a proceso por negligencia y por no haber dado cumplimiento al ritual funerario,
tan importante para los griegos de aquella época. De esta manera, los
estrategas vencedores fueron enjuiciados por sus propios conciudadanos. La
cuestión de los estrategas cobró una agudeza aun mayor al vincularse
estrechamente con la lucha política en Atenas. La mayoría de los procesados pertenecían
a las filas de la democracia, y ellos, después de la batalla, habrían ordenado
apresar a los atenienses que participaron en la revuelta del año 411, orden que
fue expedida para Terámenes y otros. Temiendo por su vida, Terámenes y sus
compañeros de armas se presentaron en la asamblea popular con acusaciones
contra los estrategas, exigiendo que fueran condenados a la pena capital. El
grupo de Terámenes encontró apoyo entre los partidarios de Alcibíades. Y dado que
muchísimas familias atenienses habían perdido a sus parientes en la batalla de
las Arginusas, los adversarios de los demócratas lograron atraerse a la masa de
los ciudadanos. Por una resolución de la ecclesia, fue abolido el orden común
de los procedimientos judiciales, y la asamblea, por una ínfima mayoría de
votos, condenó a la pena capital a los ocho estrategas. Dos de ellos habían
conseguido huir, empeorando notablemente la situación de los que quedaron.
Entre los ejecutados se hallaba Pericles, hijo de Pericles y Aspasia.
La responsabilidad
por la condena de los estrategas vencedores, evidentemente, debía recaer sobre el
grupo de Terámenes, que había logrado arrastrar momentáneamente a la mayoría de
la ecclesia. Poco después de la ejecución de los condenados, la ecclesia adoptó
una resolución de acuerdo con la cual los acusadores inmediatos de los
estrategas fueron considerados como conjurados contra la seguridad del Estado,
por lo cual se los detuvo. Hasta un furibundo enemigo del orden democrático
como Jenofonte se vio obligado a escribir: «Al
poco tiempo, los atenienses se arrepintieron. Fue aceptada la propuesta de que
los que habían engañado al pueblo fueran responsabilizados y comparecieran ante
la asamblea popular... Habían logrado antes del juicio huir de Atenas...
Calíxeno [uno de los principales culpables de la condena de los estrategas]
recibió ulteriormente la posibilidad de regresar a Atenas..., pero murió de
hambre, odiado por todos.»
La batalla de Egospótamos
Después de
la batalla de las Arginusas, el dominio sobre el mar volvió a manos de Atenas.
Ciertamente,
la flota peloponesiaca seguía contando hasta con un centenar de barcos, pero estaba
privada de alguien que la guiara. Según Aristóteles, también esta vez los
espartanos propusieron a los atenienses «una
paz sobre la base de la conservación, por ambas partes, de los dominios que se
hallaban en las manos de cada una»; sin embargo, debido a la insistencia de
Cleofón, esa propuesta fue rechazada. Entonces, «los habitantes de Quíos y los demás aliados... resolvieron enviar
embajadores a Lacedemonia, a que ... solicitaran que Lisandro fuera designado
para mandar la flota». Instrucciones análogas impartió también Ciro a sus
enviados.
Para la
conservación formal de las costumbres, los éforos nombraron a Lisandro no
navarca, sino ayudante de navarca (epistoleus), y lo enviaron al Asia Menor. Al
arribar a Efeso, Lisandro recibió de Ciro, que se ausentaba a Susa, todo su
tesoro y los ingresos corrientes de la satrapía.
Después de
distribuir la paga a los remeros, Lisandro se dirigió a los estrechos, hacia
Lámpsaco, que tomó por asalto, saqueándola.
La poderosa
flota ateniense de 180 trieres que lo perseguía ancló en la costa opuesta del Bósforo Tracio, junto a la
localidad de Egospótamos. Tras una espera de cinco días, Lisandro aprovechó el
relajamiento de la disciplina en la flota ateniense; escogió el momento en que
los atenienses habían descendió de sus barcos,
y marchó contra el enemigo. Salvóse sólo la reducida escuadra de Conón (nueve
trieres). Las restantes 170 embarcaciones y toda la tripulación fueron tomadas
por Lisandro.
Así quedó
destruida la flota ateniense. Lisandro hizo ejecutar a 3.000 prisioneros
atenienses, y se hizo a la mar para recorrer las costas de los estrechos,
apoderarse de las ciudades y liquidar en todas partes las cleruquías de Atenas,
dando libertad a las guarniciones atenienses
a condición de que partieran a su ciudad, condenada a muerte por inanición. Lo
hizo con el acertado cálculo de que, cuanto más gente hubiera en Atenas y en el
Pireo, con tanta mayor rapidez se agotarían las reservas de víveres y tanto más
rápidamente comenzaría a reinar el hambre. Y él mismo, partiendo del
Helesponto, a través de Lesbos, se dirigió también a Atenas, estableciendo por
doquier el orden oligárquico. Sólo en Samos fue hecha «una matanza de la nobleza, y de la ciudad se apoderó el partido popular».
Agradeciendo tal fidelidad, los atenienses, aun cuando con gran retraso,
otorgaron a todos los samios la ciudadanía ateniense sin pérdida de su
ciudadanía de Samos, y conservando también su autonomía. Al mismo tiempo, «Lisandro destruyó en todas las ciudades, sin
excepción, el régimen político legal, estableció gobiernos de diez hombres y en
cada ciudad ejecutó a muchos ciudadanos, obligando a otros a huir de las mismas».
En el
ínterin, la triere del Estado, la Paralos, llegó de noche al Pireo notificando
a los atenienses la desgracia producida. «La
terrible nueva pasaba de boca en boca, y un fuerte clamor de desesperación se
difundió, a través de los Largos Muros, desde el Pireo hasta la ciudad».
Nadie durmió aquella noche; deploraban y lloraban no sólo por los muertos, sino
por ellos mismos. En la asamblea popular a que se convocó se resolvió
defenderse hasta el fin.
Atenas fue
sitiada por mar por Lisandro, y por tierra, simultáneamente, por ambos reyes espartanos:
Agis y Pausanias.
A pesar de
haber perdido toda esperanza de salvarse, y no obstante el hambre extrema, los demócratas
atenienses resistían heroicamente. Incluso, en una de las asambleas populares
se decidió prohibir, bajo la amenaza de pena capital, proponer una
capitulación, fuera cual fuere.
Otra
resolución, el psefisma de Patróclidas, citado por Andócidas, preveía una
amnistía para todos los ciudadanos privados de los derechos políticos, y el
cese de los procesos contra los deudores del Estado. Tales medidas tenían que
asegurar la movilización de todas las fuerzas de la ciudad, en defensa de la
independencia. Pero a pesar de todos los esfuerzos, ya era tarde. La situación
de los sitiados era tan desesperante, que los aristócratas y los ciudadanos
ricos, guiados por Terámenes, se inclinaban más y más por una capitulación
incondicional.
Finalmente,
tras unos meses de sitio, los recursos alimenticios de Atenas se agotaron por completo.
Los embajadores atenienses enviados a Agis, y luego a Esparta, recibieron como condición
previa a ulteriores negociaciones la exigencia de demoler los Largos Muros en
una extensión de 10 estadios (cerca de dos kilómetros). Tal exigencia era
equivalente a una capitulación incondicional de Atenas, y la ecclesia se negó a
aceptarla. Entonces, dado que a pesar de la falta de víveres del demos
ateniense, en su mayoría, aún no quería capitular, Terámenes decidió,
aprovechando la famélica situación, forzar a los pobres a capitular, prometiendo
que conseguiría de Lisandro condiciones más ventajosas para la paz.
«Gozando de respeto y habiendo merecido en su
tiempo las más altas distinciones, se ofreció a salvar la patria, pero era él
mismo quien la había arrojado a la ruina; afirmaba haber hecho un inapreciable
descubrimiento, mediante el cual prometía conseguir la paz, sin entregar
rehenes, ni demoler los Largos Muros, ni entregar la flota». Enviado, en
calidad de embajador, a los espartanos, Terámenes fue remitido de vuelta con la
respuesta de que la paz con los atenienses sólo estaban autorizados a hacerla
los éforos. En el ínterin, Cleofón, el dirigente de los radicales, fue
enjuiciado por los partidarios de los
oligarcas y condenado a la pena capital. «De
pretexto habría servido el hecho de que no se había presentado a las filas de
los hoplitas, por el deseo de descansar; pero la causa verdadera residía en que
él, para vuestro beneficio, se pronunció contra la demolición de los Muros.»
Así fue cómo murió el último gran dirigente de la democracia radical ateniense.
Sólo entonces, la embajada ateniense, con Terámenes a la cabeza, llegó a Selasia,
siendo invitada a la asamblea de los aliados de la Liga del Peloponeso. Los
corintios y los tebanos exigían la completa destrucción de Atenas.
Pero
Esparta no estaba de acuerdo con ello, por temor a un excesivo reforzamiento de
Corinto en el mar y de Beocia en tierra firme. Por fin fueron dictadas las
siguientes condiciones de paz:
1) quedaría liquidada la arqué;
2) debían ser demolidos los Largos Muros y las fortificaciones del
Pireo;
3) se entregaría toda la flota, menos 12 embarcaciones de
patrullaje;
4) Atenas ingresaría a la liga de los aliados de los lacedemonios,
con absoluta sumisión a la hegemonía de los mismos y obligada a tener por aliados
y por enemigos a los que lo fueran de aquéllos;
5) se haría regresar a todos los expulsados.
Las
condiciones fueron aceptadas, y en abril Lisandro hizo su entrada en el Pireo.
Los aristócratas expulsados regresaron y los Largos Muros, el baluarte de la
independencia ateniense, fueron demolidos.
De esta
manera, tras veintisiete años de intensa lucha, fue aplastada la democracia esclavista
ateniense y destruida la arqué. En toda la Hélade había triunfado la oligarquía
reaccionaria.
La reacción en Grecia
Aun antes
de poner sitio a Atenas, Lisandro, al recorrer con la flota peloponesiaca las
islas de la cuenca egea, había dejado en cada polis a sus harmostes[22],
bajo cuyo mando directo se hallaban las decarquías. Estas eran gobiernos
reaccionarios compuestos de diez representantes de las heretias, nombrados por
el propio Lisandro, de entre el número de los conjurados que, desde hacía mucho
ya, mantenían contacto con él.
Todo el
territorio fue recorrido por una ola de ejecuciones masivas. Lisandro,
asistiendo personalmente a muchas ejecuciones, expulsando a los enemigos de sus
amigos, dio a los helenos una pequeña muestra de lo que era el gobierno
lacedemonio, a juzgar por la cual no había que esperar muchas bondades de parte
de Esparta...
Hacer un
recuento de los demócratas ejecutados en las ciudades es, en general,
imposible.
Lisandro «ejecutaba no sólo debido a culpas
personales, sino, y en todas partes, por complacer a sus amigos y a dar
satisfacción a sus insaciables ambiciones... El carácter cruel de Lisandro hacía
su poder horrendo e insoportable».
Muy
significativa fue la conducta de Lisandro en Mileto, donde los cabecillas del
partido popular se habían asegurado con la palabra de honor de Lisandro de que
no habría, en absoluto, ninguna arbitrariedad contraria a las leyes. Pero
inmediatamente después de haber salido los demócratas de sus refugios, 800
personas en una sola polis fueron entregados a los oligarcas para su ejecución.
Las
sangrientas represiones emprendidas contra los elementos democráticos asumieron
un carácter masivo después de la capitulación de Atenas. La cuestión llegó a
tal punto, que Esparta se vio obligada después a derogar algunas disposiciones
excesivamente feroces de Lisandro, como, por ejemplo, las que afectaba a
Sestos, entregada, junto con sus tierras y demás bienes, en propiedad a los
timoneles y jefes de remeros de la flota peloponesiaca. Es significativo el
hecho de que, para provocar en Esparta algunas dudas respecto a la racionalidad
de la conducta de Lisandro, fue necesaria una nota especial dirigida por
escrito a los éforos por el sátrapa persa Farnabazo, quien se alarmó ante los
asesinatos y saqueos que Lisandro cometía en su satrapía.
Sólo
después de esa nota, Lisandro fue llamado de vuelta a Esparta. Aun así, los
regímenes por él implantados permanecieron incólumes.
De esta
manera, la «libertad» helena
proclamada por Esparta se vio reducida, en primer lugar, a la implantación de
reaccionarios gobiernos oligárquicos, que mediante el terror masivo intentaban
borrar la memoria del orden democrático.
El cómico
Teopompo, comparaba con este motivo a los lacedemonios con los «taberneros»: «Mientras los helenos saboreaban la dulcísima bebida de la libertad,
ellos agregaron a la misma una dosis de vinagre; la bebida se tornó de golpe
amarga y repugnante.» Especialmente triste fue la suerte que cupo a los
helenos del Asia Menor: cayeron directa
e inmediatamente bajo el dominio de los sátrapas de manera que el yugo ateniense
quedó sustituido por el yugo persa.
Gobierno de los Treinta tiranos y
restablecimiento de la democracia
Después de
la derrota se agudizó en grado sumo la lucha por el poder entre las aisladas agrupaciones
esclavistas. Tomando en cuenta la práctica de Lisandro en las polis aliadas,
cabía tener la seguridad de que Esparta no toleraría la conservación de la
constitución democrática en Atenas.
Inmediatamente
después de su victoria, Lisandro, junto con su flota, se dirigió a aplastar el último
foco de la democracia de la Hélade: Samos. Sin embargo, consideró necesario
regresar a Atenas el día para el cual se había convocado la asamblea popular, y
en la misma, de acuerdo con lo que dice Lisias, apoyó la propuesta de Terámenes
de «confiar la administración de la ciudad
a treinta gobernantes»; el rechazo de esta proposición amenazaba «plantearía una cuestión no de la
organización estatal, sino de la vida y de la libertad de los atenienses».
El nuevo
gobierno fue apoyado por las mismas agrupaciones de oligarcas que habían realizado
la revuelta del año 411. Eran los oligarcas extremistas apoyados en las
heterias y en los expulsados que habían vuelto, gracias a los espartanos, a
Atenas, y también los oligarcas moderados, encabezados por Terámenes. La
mayoría de los Treinta correspondía a los oligarcas extremistas encabezados por
Critias. En Jenofonte aparece la lista completa Polícares, Critias, Melobio, Hipóloco,
Euclides, Hierón, Mnesíloco, Cremón, Terámenes, Aresias, Diocles, Fedrias, Queréleo,
Anecio, Pisón, Sófocles, Eratóstenes, Caricles, Onomacles, Teognis, Esquines, Teógenes,
Cleómedes, Erasístrato, Fidón, Dracóntides, Eumates, Aristóteles, Hipómaco y Mnesitides.
Su ideología abarcaba desde el extremismo oligárquico de Critias o Caricles
hasta elementos más moderados como Terámenes. No obstante, la actuación general
estuvo guiada por los intereses y ambiciones personales. Las amplias capas del
demos, percibiendo la imposibilidad de resistir, se apartaron de la política, y
los partidarios más notorios de la democracia emigraron a las polis vecinas, en
parte a Tebas (el grupo de Trasíbulo). Aristóteles caracteriza la relación de
fuerzas de las agrupaciones políticas de la siguiente manera: «La paz con los atenienses fue firmada bajo
la condición de que se gobernarían de acuerdo con los preceptos y legados de
los padres. Y he aquí que los demócratas trataron de conservar la democracia, y
en cuanto a los nobles, una parte de los mismos hombres que pertenecían a las
heterias y algunos de los expulsados que habían regresado a su patria después
de haberse celebrado la paz, deseaban la oligarquía. La otra parte —personas
que no figuraban en ninguna de las heterias..., pensaban en el restablecimiento
del régimen de sus antecesores». El jefe de este grupo oligárquico moderado,
como ya lo mencionáramos, era Terámenes, La comisión de los Treinta estaba
integrada por diez ciudadanos designados por Terámenes, otros diez designados
por las heterías oligárquicas extremistas y, finalmente, otros diez más elegidos
bajo la presión del mismo Lisandro, que presenciaba la asamblea. La mayoría aplastante
de la comisión se componía de los partidarios de la oligarquía extremista. La
misión de los Treinta era «componer un código
acorde con el espíritu de los padres», pero, en realidad, se transformaron en gobierno ateniense.
Critias
«A la cabeza de la revuelta dice Platón se
hallaban 51 hombres en calidad de gobernantes: once en la ciudad, diez en el
Pireo cada uno de estos colegios administraba el ágora y todo lo que era
susceptible de ser administrado en ambas ciudades y treinta comenzaron a
gobernar todo autocráticamente.» Los Diez del Pireo eran, indudablemente,
una habitual decarquía oligárquica, de acuerdo con la muestra que establecía
Lisandro de los gobiernos oligárquicos.
Los Once de
Atenas representaban una comisión que, de acuerdo con la constitución de
Pericles, administraba la manutención de los presos, la ejecución de los condenados
a muerte y la transferencia de los bienes confiscados. Durante la tiranía de
los Treinta entró también en el círculo, considerablemente ampliado debido al
terror masivo, de las obligaciones de esa comisión, la inspección de mercado,
centro de la vida social de la polis.
Aristóteles
habla, además, de los 300 flageladores, aparato ejecutor de los tiranos.
Habiendo
tomado en cuenta el triste resultado del breve dominio de los oligarcas en el
año 411, los Treinta intentaron crearse cierto apoyo en las masas populares.
Nombraron a 500 personas miembros del Consejo y a otras tantas para otros
puestos del Estado y 2.000 ciudadanos más tomaban parte en los procesos
judiciales. La totalidad de estos 3.000 ciudadanos,
según el plan de Critias, debían gozar de todos los derechos políticos. Así y
todo, la nómina de los 3.000 no fue publicada, y la asamblea popular, pese a su
limitada numerosidad, no fue convocada durante todo el tiempo del Gobierno de
los Treinta. Sin embargo, algunas simplificaciones en la legislación,
especialmente en lo relativo a las propiedades, y el destierro, ampliamente
proclamado, de los delatores sicofantes debían atraer a los ciudadanos
pudientes.
Pero como
método básico del Gobierno, siguió practicándose el terror en masa sobre los demócratas.
Durante los ocho meses de su Gobierno, los Treinta ejecutaron a no menos de
1.500 personas. Gradualmente, el terror comenzó a propagarse también contra los
ciudadanos pudientes, debido a que los tiranos contaban con apoderarse de sus
bienes. Fue así como se promulgó una ley según la cual, cualquiera de los
Treinta podía detener, a su criterio, a un meteco y apropiarse de sus bienes
confiscándolos. Un célebre orador ateniense, el meteco Lisias, en su discurso Contra
Erastótenes, uno de los Treinta, describe detalladamente la implacabilidad
con que los tiranos expoliaban y saqueaban a los metecos, apropiándose de sus pertenencias.
También los ciudadanos atenienses comenzaron a caer víctimas de los tiranos.
Fueron
detenidos el rico Nicerato, hijo del estratega Nicias, y Antifón, que dos veces
había desempeñado el puesto de tierarca. Finalmente, a iniciativa de Cristias,
fue promulgada una ley que privaba a todos los ciudadanos, menos a los que
integraban los Tres Mil, de las garantías jurídicas. De acuerdo con una
resolución de los Treinta, cualquiera de los ciudadanos podría ser ejecutado
sin juicio previo. Con motivo de la indignación que empezaba a cundir entre las
masas, al demos se le quitaron las armas (excepto a los Tres Mil), invitándose
además a estar en Atenas a una guarnición de 700 espartanos, pagada por los
Treinta.
Pero a
pesar de todo, tales medidas no pudieron detener el proceso de descomposición
de la tiranía. A partir del otoño del año 404, el oligarca moderado Terámenes,
por temor a una sublevación de los ciudadanos, se integró en la oposición a
Critias. Insistía en la necesidad de elaborar una nueva constitución, que
tuviera por modelo la del gobierno de los Cinco Mil en el año 411, en la
esperanza de que en caso de convocatoria regular de la asamblea popular, compuesta
de hoplitas, el poder pasaría de las manos de los oligarcas extremistas a las
de sus partidarios. La oposición de Terámenes terminó con la ejecución de que
fue víctima por sentencia de los Treinta, quienes, con el pretexto de «conservar la legalidad», tacharon previamente
su nombre del registro de los Tres Mil. Después, el terror de los tiranos se
volvió no sólo contra los demócratas,
sino también contra los oligarcas moderados.
Ulteriormente,
Cristias clausuró el acceso a Atenas a todos los que no figuraban en la nómina
de los Tres Mil.
Las
propiedades de los opositores eran confiscadas y repartidas entre los
oligarcas.
Por aquel
entonces, el anterior estratega Trasíbulo, que había emigrado a Tebas, alistó
un destacamento de 70 exiliados y se apoderó de Filé, punto fortificado en las
cercanías de Decelia. Esta salida suscitó alarma entre los tiranos, los que
movilizaron y dirigieron contra aquél la totalidad de sus tres mil hoplitas.
Rechazados éstos de Filé, los tiranos los hicieron regresar a Atenas y enviaron
contra los sublevados a toda la guarnición espartana. En el ínterin, el destacamento
de Trasíbulo ya había crecido hasta la cantidad de 700. En un ataque por
sorpresa a los espartanos, Trasíbulo les infirió una gran pérdida (fueron
muertos 120 hoplitas), y se dirigió al Pireo. En el camino su tropa siguió
creciendo hasta llegar a tener 1.000 hombres. El rápido avance de los
sublevados y la incorporación masiva a los mismos de los ciudadanos comunes,
señalaban manifiestamente la inestabilidad y la corta duración (que se podía ya
descontar) de la tiranía. En vista de ello, los tiranos resolvieron prepararse
a tiempo un refugio; para ello, hicieron un censo de todos los habitantes de
Eleusis y los hicieron detener y ejecutar a todos, uno por uno, sin excepción,
con el fin de, en caso de complicaciones ulteriores, poderse fortificar en esa
localidad.
Mientras
tanto, Trasíbulo había llegado con sus tropas al Pireo, donde se le unieron una
gran cantidad de habitantes locales, entre ellos metecos e inclusive esclavos.
Cuando los tiranos alistaron todas sus tropas armadas para comenzar la batalla 3.000
hoplitas, la guardia de Laconia y la caballería, resultó que tenían cinco veces
más hoplitas que Trasíbulo. Pero, en cambio, detrás de los hoplitas de los
sublevados «habían formado filas los
lanceros, los arqueros, la infantería ligera, detrás de ellos un destacamento
armado con piedras y hondas para arrojarlas. Había gran cantidad de éstos,
porque llegaban hacia allí muchísimos de los habitantes locales». Así,
pues, los ánimos de los ciudadanos comunes estaban manifiestamente con los sublevados.
En la
batalla decisiva junto a Muniquia, los Tres Mil fueron batidos nuevamente,
pereciendo en esta oportunidad el jefe de los tiranos, Critias, tras lo cual los
oligarcas extremistas huyeron a Eleusis, los moderados eligieron diez nuevos
jefes y los demócratas se fortificaron en el Pireo.
La más
fuerte resultó ser la agrupación del Pireo, que luchaba en favor del completo restablecimiento
de la democracia. Se le había agregado gran número de metecos, atraídos por la
promesa de que se los igualaría en derechos con los ciudadanos atenienses.
Tanto los
oligarcas de Atenas como los de Eleusis apelaron a la ayuda de Esparta.
Lisandro volvió a dirigirse al Pireo, cercándolo por tierra y por mar.
Pero los
éforos y el rey Pausanias recelaban del
excesivo fortalecimiento de Lisandro, de modo que el propio Pausanias se
dirigió al Ática.
Para
entonces, «al lado de los ciudadanos que
habían ocupado el Pireo y Muniquia, se pasó la totalidad del pueblo, y ese
partido comenzó a vencer en la guerra»; en la propia ciudad de Atenas tuvo
lugar una nueva revuelta, y ascendieron los moderados que abogaban en favor de un
acuerdo con los demócratas del Pireo.
Dado que
ninguna de las dos partes manifestaba enemistad hacia los lacedemonios, Pausanias
propuso una tregua bajo las siguientes condiciones:
1) ambos partidos cesarían sus acciones bélicas;
2) todos recibirían los bienes que les habían sido confiscados
(con la sola exclusión de los Treinta tiranos, de los decarcas del Pireo y de
los Once);
3) los oligarcas conservarían el poder en Eleusis, y todos los que
desearan, podrían trasladarse hasta allá;
4) se declararía la amnistía por todos los crímenes políticos
anteriores.
Inmediatamente
después de este tratado, el Pireo y Atenas se unieron formando una sola comuna.
No
obstante, los oligarcas estaban preparándose para una lucha por el poder, y
habían invitado a unos mercenarios. Pero en el año 401 los estrategas de Eleusis
fueron muertos, y los otros oligarcas regresaron a Atenas donde ya desde antes
había sido restablecida por completo la constitución democrática.
Para
concluir, es necesario detenerse en esta pregunta: ¿por qué la atrasada Esparta
había vencido a la progresista Atenas? La causa fundamental reside en la
debilidad interior de la democracia esclavista. La potencia naval ateniense
representaba la dictadura de una cantidad relativamente pequeña de ciudadanos
atenienses con plenos derechos políticos; y esta dictadura era ejercida no sólo
sobre miles de esclavos, sino también sobre una enorme cantidad de aliados que
esperaban tan sólo la primera oportunidad para liberarse. Con cualquier
complicación que surgiera en la situación interior, intensificábase la tensión
centrífuga en la potencia naval ateniense. Y la democracia esclavista de Atenas
no podía emprender el camino de otorgar los derechos de ciudadanía a sus
aliados, en virtud de las limitaciones de su propia naturaleza de polis
antigua.
En segundo
lugar, hay que tener también en cuenta que a Atenas se le oponían no sólo la Liga
del Peloponeso, sino también muchísimas polis helenas de Sicilia y, finalmente,
Persia, que disponía de innumerables recursos financieros y bélicos en toda el
Asia Anterior. Esparta no había logrado conseguir una victoria en el combate
cuerpo a cuerpo contra Atenas, y sólo la gran ayuda del rey persa había
inclinado el fiel de la balanza en su favor.
La victoria
espartana, comprada a precio muy elevado, como también el aplastamiento y la destrucción
de Atenas, atrasaron a Grecia en más de cien años, desde el punto de vista de
su peso internacional. La oprobiosa paz de Antálcidas, que fue la consecuencia
lógica de la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, anuló todo lo que
se había conseguido en las guerras médicas.
Más
catastróficas fueron las consecuencias de la guerra del Peloponeso en la vida
política de Grecia. La arqué ateniense, basada en la despiadada explotación no
sólo de los esclavos, sino también de los aliados, resultó demasiado débil como
para unificar a toda la Hélade. Esparta, en virtud de su atraso económico, era
incapaz de lograr una duradera unificación política de Grecia. De esta manera,
la guerra del Peloponeso determinó el triunfo eventual de una especie de particularismo
de las polis, y el desarrollo ulterior de los acontecimientos acarreó
lógicamente las guerras intestinas del siglo IV y, al fin y al cabo, condujo al
dominio macedónico y a la pérdida de la independencia de la Hélade.
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Grecia antigua
[20] Era el nombre dado a ciertos magistrados
de los antiguos estados dorios de Grecia. Entre ellos, los más importantes eran
los éforos de la antigua Esparta. En Esparta existían cinco éforos, elegidos
anualmente, que juraban cada mes respaldar a los reyes, mientras que éstos, a
su vez, juraban respetar las leyes.
[21] Sátrapa persa de Lidia y Caria desde
aprox. el 415 a. C.
[22] Magistrado espartano.
[1] La batalla de Pilos se desarrolló
en 425 a. C. durante la Guerra arquidámica, la primera fase de la Guerra
del Peloponeso, entre Atenas y Esparta.
Cuando Esparta supo que Atenas había
tomado Pilos, retiró su ejército del Ática. Los espartanos marcharon sobre
Pilos y llamaron a su flota de sesenta barcos para que se dirigiera hacia
Pilos. Demóstenes anticipó las acciones espartanas y envió dos de sus barcos a
llamar a la flota ateniense
[2] Fué una antigua ciudad griega, fuente
decisiva de suministros para Atenas.
Debido a ello, la última parte de la
Guerra del Peloponeso es conocida como Guerra de Decelia o Guerra decélica
(413 a. C.- 404 a. C.). En esta ciudad fue enterrado Sófocles.
[3] Cleón de Atenas (m. 422 a. C.), fue un político ateniense durante la guerra del
Peloponeso, que
era hijo de Cleéneto, del cual heredó una lucrativa curtiduría. Fue el primer
representante prominente de la clase comercial en la política ateniense.
Tucídides, un hombre con fuertes
prejuicios oligárquicos, había sido también procesado por incapacidad militar
y exiliado por decreto propuesto por Cleón. Es por esto que probablemente Cleón
fue tratado injustamente en los retratos hechos de él por estos dos escritores.
[4] Hipérbolo fue un antiguo político ateniense activo
durante la primera mitad de la guerra del Peloponeso teniendo una particular
importancia tras la muerte de Cleón en 421 a. C.
De la misma manera que Cleón, es
considerado un demagogo, que ejerció el poder únicamente a través de discursos
en la asamblea. Es injuriado en las fuentes, incluso más que su predecesor:
Ambos son asociados con un supuesto declive de la cultura política ateniense
con la pérdida de la guerra con Esparta. Tucídides, es particularmente severo.
En los ataques a él en la comedia es representado como servil y de familia extranjera
lo cual es improbable. Pero a diferencia de Pericles, Hípérbolo no tenía un
fondo noble.
[5] Terámenes fue un político ateniense, importante en la década final de la Guerra
del Peloponeso, la llamada Guerra de Decelia.
El orador ático Lisias habla
detenidamente de Terámenes en varios de sus discursos, aunque de una manera muy
hostil. Terámenes también aparece en varias antiguas historias narrativas; el
relato de Tucídides incluye los
comienzos de la carrera política de Terámenes, y Jenofonte continúa donde
Tucídides lo dejó, y narra con detalle algunos episodios de su carrera
[6] Caribdis es un horrible monstruo marino, hija de Poseidón y Gea, que tragaba enormes cantidades de agua
tres veces al día y las devolvía otras tantas veces, adoptando así la forma de
un remolino que devoraba todo lo que se ponía a su alcance.
[7] Los lestrigones, eran una tribu
mitológica de gigantes antropófagos.
[8] Anfípolis fue una ciudad griega de
la Antigüedad,
en Macedonia oriental. Anfípolis fue el principal
punto de apoyo ateniense en Tracia y, como tal, el punto de mira de sus
adversarios lacedemonios: el elemento ateniense era muy minoritario en la
ciudad (Tucídides, iv,105,1) y el general espartano Brásidas consiguió ponerla en contra de su metrópolis
en 424 a. C., sobre todo, gracias a la ayuda de los habitantes de la
localidad vecina de Argilos.
[9] Jenofonte,
ue un historiador, militar y filósofo griego, conocido por sus
escritos sobre la cultura e historia de Grecia.
[10] Teopompo (Quíos, 380 a. C. - 323 a. C.)
fue un historiador griego, posiblemente el más importante del siglo
IV a. C.
Nació en la isla de Quíos, en el Egeo. su
padre, Damisístrato, le dio una educación esmerada. En las discordias entre
Tebas, Atenas y Esparta, su familia se pronunció por Esparta, lo que motivó la
salida de su tierra.
[11] El sufijo -arquía (arche) significa ‘gobierno’ o ‘liderazgo’
[12] Arquídamo fue uno de los dos reyes de Esparta en los años
precedentes a la guerra del Peloponeso. Su frialdad y presencia de ánimo se
dijo que habían salvado al estado espartano de la destrucción con motivo del
gran terremoto de 464 a. C., pero esta historia debe ser considerada
por lo menos dudosa. Invadió
el Ática a la cabeza de las fuerzas peloponesias
en el verano de 431, 430 y 428, y en 429 condujo las operaciones contra Platea
[13] Sición, Sicione o Sikios
fue una antigua ciudad de Grecia situada al norte del Peloponeso, entre Corinto
y Acaya. Estaba construida sobre una pequeña llanura triangular, a unos cuatro
kilómetros del golfo de Corinto.
[14] Es una ciudad del noroeste de Grecia, en
la región de Epiro,
[15] La isla de Léucade o Leucas o Lefkada) es una isla
griega situada en la mar Jónico, localizada al norte de las islas de Itaca y Cefalonia.
[16] Decelia estaba en territorio ático junto a la
frontera entre Ática y Beocia, en el camino de Atenas a Oropo, cerca de las
fuentes del Cefiso entre los montes Pentélico y Parnés, en la ruta que iba de
Beocia a Eubea; por lo tanto, en una excelente situación para controlar la
región, pues distaba de la frontera beocia unos 9 o 10 km. Estaba a unos 18 km
de Atenas por el camino más corto y a unos 9 o 10 km de la frontera de Beocia.
Estaba emplazada a unos 22 km al noreste de Atenas, —120 estadios según Tucídides—desde donde era visible.
Desde Decelia se podían ver las naves que atracaban en el puerto del Pireo.
[17] Los Eupátridas «los bien nacidos»)
es el término que designa a la antigua nobleza de la región griega del
Ática. La
tradición adjudica su creación a Teseo,
como resultado de la reorganización que en la región supuso el proceso de
sinecismo (unión) impulsado por él mismo alrededor de la ciudad de Atenas como
centro político de la región. Los 'Eupátridas' gozaban de derechos políticos y
religiosos exclusivos que conservaron tras la caída de la monarquía ateniense,
en el ejercicio de una supremacía social ligada a la posesión de la tierra.
Representan así la primera fase del proceso de desarrollo político y
administrativo de la 'polis' ateniense, que en lo social comenzó con la
división de la población en tres clases: Eupátridas, Geomoroi y Demiurgoi.
[18] Cleón de Atenas fue un político ateniense durante la guerra del Peloponeso, que era hijo de Cleéneto, del cual
heredó una lucrativa curtiduría. Fue el primer representante prominente de la
clase comercial en la política ateniense.
Fue adversario de Pericles, para quien sus avanzadas ideas eran naturalmente
inaceptables, y su oposición un tanto curiosa para Pericles, dado que actuaba
en concierto con los aristócratas, que igualmente odiaban y temían a Pericles.
Durante los días negros del 430 a. C., después de la expedición fracasada de
Pericles al Peloponeso, y cuando la ciudad era devastada por la
plaga, Cleón encabezó la oposición al régimen
de Pericles. Pericles fue acusado por Cleón de la mala administración del
dinero público, con el resultado de que fue hallado culpable.
[19] Potidea : se hallaba en el istmo que unía
la península de Palene al resto de la Calcídica, en un sitio estratégico para
el control de la zona. Poseía también un puerto en el golfo Termaico. Sus
habitantes eran los potideatas
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