CAPÍTULO VI
LA COLONIZACIÓN
GRIEGA EN LOS SIGLOS VIII-VI A.C.
El siglo VIII y VII constituyó un período de grandes
transformaciones en la historia de Grecia. Como resultado del desarrollo de las
fuerzas productivas de la sociedad griega, tienen lugar precisamente en ese
tiempo considerables desplazamientos progresivos en las diferentes ramas de la
producción: adquieren importancia la minería, las actividades artesanales, la
navegación, la agricultura y la economía rural en general. En la época que
estamos considerando, las ciudades se convierten en verdaderos centros de
producción mercantil y de actividades comerciales. La creciente diferenciación
social agudiza la lucha entre la aristocracia terrateniente de abolengo y los
amplios círculos de la población libre y dependiente. Dentro de la situación
configurada por esta tensa lucha social tiene lugar la formación del régimen
clasista esclavista. En medio de estas circunstancias cobra peculiar
significado la colonización: una parte de los habitantes de las ciudades de
Grecia la dejan y se encamina a los litorales de otros países, donde van
surgiendo nuevas polis independientes.
El vocablo «colonia»
admitido en nuestra historiografía deriva del término latino colonia (colo:
labrar la tierra) y denomina un establecimiento de ciudadanos latinos o
romanos. A lo largo de mucho tiempo se trató de poblaciones agrícolas militares
que, de acuerdo con una resolución del gobierno romano, se establecían en las
regiones sometidas a su férula. En este sentido, al concepto romano de colonia
le corresponde más bien el concepto griego de cleruquía, pero los clerucos van
apareciendo principalmente en la época clásica, durante los siglos V y IV
a. C. Para designar la colonia de las épocas tempranas, entre los griegos
estaba en uso la palabra apoikía, vinculada al verbo apoikein (vivir lejos; en
sentido figurado, mudarse), y significa el establecimiento de griegos en un
país ajeno. La ciudad desde la cual habían emigrado los colonos seguía siendo
para éstos la metrópolis, esto es, la ciudad madre.
Si las nociones llegadas a nosotros sobre el período más temprano
de la colonización griega se caracterizan por ser extremadamente escasas, en
cambio, las relativas al movimiento colonizador de los griegos durante los
siglos VIII-VI, llamado de la gran colonización, son considerablemente más amplias.
Acerca de la colonización de Sicilia, por ejemplo, se tienen
valiosas noticias de Tucídides (en el comienzo del libro VI de su obra). Sobre
la base de las obras perdidas de los historiadores del siglo IV (Eforo, Timeo y
otros) aparecen citadas informaciones sobre las colonias en Diodoro de Sicilia,
en la Geografía, de Estrabón; en el llamado Periplo, de Escimnos de Quios (de
mediados del siglo II a. C.); en la Periegesis o Descripción de la Hélade,
de Pausanias; en la Historia Natural, de Plinio el Antiguo, etc. Más no hay que
sobrestimar el valor de los testimonios literarios referentes a la
colonización. No se contaba con anotaciones ni memorias que se refieran al
tiempo de la formación de las colonias, especialmente de las tempranas, y los
datos introducidos en la literatura posterior representan, en su mayoría, la
exposición de toda clase de tradiciones e invenciones. En lo que concierne a
los datos sobre la fundación dé las colonias, traídos por diferentes autores,
también están arbitrariamente establecidos en muchos casos. Los autores
antiguos utilizan a menudo como base para sus cálculos cronológicos, el lapso
de vida de una generación, determinado por ellos, muy condicionalmente, como de
treinta y cinco años. Así, la Megera Hiblea (en Sicilia), según los datos de
Tucídides, fue fundada unas siete generaciones antes de que Gelón la
destruyera, es decir, unos 245 años antes de Gelón.
En relación con esto adquiere gran valor el material arqueológico,
pero los datos proporcionados por la arqueología se refieren principalmente a
la época del florecimiento de las colonias, y no siempre ni mucho menos
proporcionan el material necesario para establecer el momento en que surgiera
esta o aquella colonia.
1. Causas
y carácter de la colonización. Siglos VIII-VI a. C.
El desarrollo de las colonizaciones corresponde al período
comprendido entre mediados del siglo VIII hasta finales del siglo VI a. C.
Tanto la orientación de ese movimiento como las causas que lo provocaron y sus
consecuencias históricas fueron distintas a las que corresponden al período de
la colonización temprana de las islas y del litoral del Asia Menor, que habían
tenido lugar unos tres siglos antes. El movimiento colonizador del período
temprano, tal como ya lo hemos señalado, estuvo estrechamente ligado a los
procesos migratorios que se habían apoderado de Grecia en aquel tiempo. La colonización
de los siglos VIII-VI se desarrolló en circunstancias distintas.
Escribe C. Marx: «En los
antiguos Estados, en Grecia y Roma la emigración coercitiva que tomaba la forma
del establecimiento periódico de colonias constituía un permanente eslabón en
la cadena social. Todo el sistema de esos Estados se hallaba edificado sobre la
determinada limitación numérica de la población, que no se podía superar sin
someter a un peligro la existencia misma de la civilización antigua. Mas ¿cuál
era la causa de ello? Pues que a esos Estados les era completamente desconocida
la aplicación de las ciencias naturales a la producción material. Sólo
manteniéndose en exigua cantidad podían conservar su civilización. En caso
contrario, se hubieran convertido en víctimas del pesado trabajo físico que en
aquel entonces transformaba en esclavo a un ciudadano libre. El deficiente
desarrollo de las fuerzas productivas colocaba a los ciudadanos en dependencia
de una determinada correlación cuantitativa que era imposible violar. Y debido
a ello, la única salida era la emigración coercitiva».
Originariamente, la emigración coercitiva está relacionada con la
falta de tierras aptas para el cultivo, cuya mejor y mayor parte había quedado
concentrada en las manos de la aristocracia terrateniente de abolengo.
Los pequeños productores, al arruinarse, a menudo no encontraban
en su patria aplicación alguna para sus fuerzas y se veían forzados a
trasladarse a otras partes. Debido a ello, las colonias de ese tiempo tenían
preferentemente carácter agrícola. Posteriormente, y en relación directa con el
desarrollo de la producción mercantil y del comercio marítimo, el tipo
primitivo de colonias se transformó, adquiriendo un carácter agrícola-comercial.
Una parte de su población seguía ocupándose de la agricultura, pero ya con
vista a la vena de la producción, mientras otra parte se dedicaba a las
actividades artesanales; finalmente se destacaban grupos dedicados
principalmente al comercio. Es sumamente significativo que durante los primeros
tiempos tomaran parte en la colonización no sólo las ciudades que
posteriormente se convirtieron en grandes centros comerciales, sino también la
población de las regiones agrícolas, pasando más adelante la iniciativa de la
formación de nuevas colonias a las ciudades comerciales.
A los factores económico-sociales que estimulaban el desarrollo de
la colonización se agregaron también los factores políticos. El proceso
formativo de polis se cumplía en Grecia en las condiciones de una aguda lucha
político-social.
Los que iban siendo derrotados en tal lucha se dirigían
generalmente en busca del refugio a países extraños. Con frecuencia, a los
emigrados que fundaban una colonia se les agregaban todos aquellos que deseaban
trasladarse a lugares nuevos, sin que se tratara obligatoriamente de ciudadanos
de la metrópoli, sino también de otras polis y ciudades. Empero, en los casos
en que la colonia no era fundada por iniciativa de unos ciudadanos aislados,
sino por la del Estado, se reclutaban sólo colonos pertenecientes a
determinadas clases de la población de la polis fundadora; a veces se echaba a
suertes entre toda la ciudadanía.
Al principio, las fundaciones de colonias eran esporádicas,
adquiriendo posteriormente un carácter sistemático, destacándose en la
fundación de gran cantidad de ellas, por ejemplo, las ciudades de Mileto, del Asia Menor, Calcis, de la isla de Eubea, y Corinto. Las colonias eran probablemente
autónomas, pues no dependían de sus metrópolis, ni en el sentido político ni en
el económico. Cada una de ellas, por regla general, tenía su propio régimen
estatal, con frecuencia similar, pero no siempre, ni mucho menos, al de su
metrópoli. Cada colonia tenía su legislación y su jurisdicción. Eran
considerados ciudadanos de la misma sus pobladores y no los de la metrópoli.
La colonia tenía sus propios funcionarios y acuñaba su propia
moneda. En caso de necesidad se dirigía, a veces, en busca de la ayuda de la
metrópoli y, recíprocamente, ésta requería en ocasiones el apoyo de la colonia,
sin que en todo ello estuviera implícito de manera alguna un carácter
coercitivo. Los malentendidos que a veces surgían entre la colonia y la
metrópoli solían solucionarse por vías pacíficas, aun cuando se producían
también conflictos armados.
La fundación de una colonia estaba sujeta a determinadas
costumbres y formalidades. Por lo general, antes de tal fundación, se
interrogaba al oráculo de Delfos o a otro. Después de haber recibido una
respuesta favorable, la metrópoli organizadora de la empresa designaba de entre
sus ciudadanos a un dirigente organizador de la colonia: oikistes; o bien eran los ciudadanos fundadores de la colonia los
que lo elegían. Las obligaciones del oikistes incluían, en primer lugar, la
distribución entre los colonos de las parcelas en el nuevo poblado. A menudo,
los oikistes tomaban parte en la tarea de elaborar la constitución de la
colonia: cuando ésta era fundada por iniciativa del Estado se preparaban y
establecían reglamentos especiales que quedaban fijados en documentos que
recibían el nombre de «leyes» de la colonia.
Solamente en casos excepcionales las relaciones entre la colonia y
la metrópoli asumían la forma de dependencia política. Así, Corinto enviaba
anualmente, antes de la guerra del Peloponeso, a su colonia Potídea (en la Calcídica) un
epidemiurgo, que era allí el funcionario principal. También Mesalia (la actual Marsella), colonia
de Fócea, pero a su vez fundadora de una serie de pequeñas colonias a lo largo
de las costas de Galia y de España, retenía en sus manos el poder sobre las
mismas. Pero, por lo general, los vínculos entre la metrópoli y la colonia se
limitaban al ámbito de los intereses económicos, aparte de lo cual las unía la
comunidad de culto y de calendario, la costumbre de enviar feorías, solemnes
embajadas en ocasión de los festejos que solía haber en la metrópoli, etc.
De las colonias propiamente dichas hay que distinguir las cleruquías. Eran éstas una especie de colonias
cuyos habitantes seguían siendo ciudadanos de la metrópoli fundadora. Conocemos
solamente las cleruquías atenienses, fundadas con la finalidad de afianzar la
influencia ateniense. La cleruquía ateniense más antigua fue fundada en el
siglo VI a. C. en la isla de Salamina.
Los clerucos salaminianos (cleruco era el poseedor de una parcela
de tierra) debían, al igual que los ciudadanos atenienses, pagar los tributos y
prestar el servicio militar en la milicia ateniense, pero tenían la obligación
de vivir en la isla, careciendo del derecho a ceder en arriendo las parcelas
que les habían sido otorgadas al fundarse la cleruquía. La cleruquía era
administrada y gobernada por un arconte enviado desde Atenas.
Existían también cleruquías atenienses en algunas islas del mar
Egeo y en el Queroneso de Tracia. Para vigilarlas, los atenienses enviaban
veedores investidos de los más amplios poderes; pero, por lo general, las
cleruquías gozaban de cierta autonomía y tenían sus propios órganos de gobierno
y administración. Las tierras para fundar cleruquías eran principalmente
obtenidas por conquistas; sus habitantes naturales eran expulsados de ellas, o
bien tenían que ceder cierta parte de las mismas y pagar impuestos. A veces,
las tierras se obtenían pacíficamente.
La tierra, dividida en parcelas, se distribuía entre los
ciudadanos pobres de la metrópoli que deseaban emigrar, pero sin pasar a ser
propiedad completa de ellos (los clerucos), sino que se les entregaba para su
usufructo, permaneciendo en calidad de propiedad de la metrópoli.
2. Las
orientaciones básicas de la colonización griega
El movimiento colonizador griego siguió durante los siglos VIII-VI
tres direcciones: hacia el Oeste, a las costas de Sicilia e Italia; hacia el
Norte y Noroeste, a lo largo de las costas del Helesponto y la Propóntide,
hasta el Ponto Euxino (mar Negro), y finalmente hacia el Sur, al África, donde,
ciertamente, no fueron fundadas más que dos colonias.
La
colonización de la cuenca occidental del mar Mediterráneo
La parte occidental del mar Mediterráneo atraía a los griegos
desde hacía mucho tiempo, debido a la fertilidad de su suelo y a la relativa
facilidad para adaptarse a él. Italia se halla separada del Epiro y de Corcira
por un estrecho cuyo ancho es en total de unos 75 kilómetros. Algunos trechos
de la Odisea dan testimonio de que los griegos conocían a Sicilia e Italia ya
en la época heroica. En toda una serie de regiones de Italia se han encontrado
restos de edificios y otras construcciones de la época micénica y los vínculos
entre Sicilia y Creta son confirmados por gran número de monumentos históricos.
El litoral meridional de la península apenina y de Sicilia estaba
poblado desde hacía mucho tiempo y muy densamente. En la Italia meridional
habitaban los mesapios en Mesapia y
los brutios en Brutia, ambos en la
actual Calabria. La Italia media, hacia donde también habían empezado a
penetrar los griegos, estaba poblada por muchas tribus de la rama italiota. En
Sicilia moraban tribus cercanas a las italiotas: las de los sículos, sicanos y elimios. Al
parecer, los sicanos habían vivido al principio en Hispania, de donde fueron
desalojados por los ligures. Ocuparon primeramente toda la península apenina,
pero fueron empujados hacia el Oeste y hacia el Sur por los sículos,
originarios de la propia Italia. La mayoría de los hombres de ciencia ven en
ellos a los itálicos, emparentados con los latinos, los oscos y los umbros. Las
tribus de elimios procedían probablemente del Asia Menor. Habitaban la pequeña
región montañosa en la parte occidental de Sicilia.
Los griegos se afirmaron en el sur y centro de Italia, y en la
isla de Sicilia. En esta última debieron de encontrarse con los fenicios, que
habían fundado allí una serie de factorías, de las cuales Motia, Panormos y
Selinus fueron las primeras; estas colonias se mantuvieron bajo la soberanía
fenicia aún en la época del florecimiento de las ciudades helénicas en la isla.
Así, pues, los fenicios se habían establecido firme y sólidamente en Sicilia,
al menos en su extremos occidental.
En Italia, simultáneamente con el afianzamiento de los griegos,
comenzaron a elevarse y destacarse las ciudades etruscas, cuya unión había
constituido la formidable potencia de Etruria, que, durante un tiempo, había
sometido a su influencia a Italia media y septentrional, y que se hallaba casi
siempre en hostilidad con los griegos. La lucha entre éstos y los fenicios, que
colaboraban con los etruscos, representa uno de los acontecimientos más
importantes en la historia de la cuenca occidental del mar Mediterráneo. El
resto de la población de Italia y Sicilia vivía aún en aquel tiempo dentro del
régimen gentilicio, sin haber alcanzado formaciones sociales más desarrolladas.
La colonización planificada de la cuenca occidental del
Mediterráneo ha de haber comenzado no antes de la segunda mitad del siglo VIII
a. C. La tradición nombra como colonia griega más antigua en Italia a Cumé o Cumas, en el litoral occidental
(en la Campania). Los datos arqueológicos, empero, testimonian que esta colonia
apareció simultáneamente con las demás colonias griegas en Italia y Sicilia. En
la fundación de Cumé habían tomado parte las ciudades de Calcis, Eretria y la
homónima Cumé, las tres de Eubea.
La costa oriental de Sicilia se hallaba poblada durante los decenios
cuarto y tercero del siglo VII por los colonos griegos oriundos de Calcis,
Naxos, Megara y Corinto. En el año 737, las dos primeras fundaron en Sicilia
una colonia con el nombre de Naxos,
y de ésta se desprendieron otras dos colonias más: Catania (al pie de Etna) y Leontini.
Al comienzo del siglo VIII, en la costa del angosto estrecho que separa a
Sicilia de Italia surgió una colonia bajo el nombre de Zancle o Mesina, fundada
por los piratas de Cumas, y posteriormente poblada por los calcidios. A su vez,
Zancle fundó en la orilla opuesta de Italia la colonia de Región, cuya población fue completada más tarde por mesenios que
habían abandonado el Peloponeso tras la conquista de Mesenia por Esparta.
A los largo de la costa septentrional y oriental de Sicilia, los
colonos de Zancle y los calcidios fundaron una serie de menudas colonias, de
las cuales las más considerables eran: Himera
y Tauromenia (Taormina). Los
megarienses que habían tomado parte en la expedición calcidia fundaron la
colonia de Megara Hiblea. Ochenta años más tarde, Megara
fundó una nueva colonia en estos lugares, Selinunte,
que desempeñó posteriormente un importante papel como puesto avanzado en la
lucha de los griegos con los cartagineses.
En el año 734, la expedición corintia llegada a Sicilia se apoderó
de la isla Ortigia, situada junto a la entrada al mejor puerto natural de
Sicilia, cruzaron a la orilla siciliana y allí fundaron Siracusa, que ulteriormente se convertiría en una de las más
grandes y opulentas ciudades-colonias de la isla. Los fundadores de Siracusa se
preocuparon en primer lugar de la ocupación del fértil territorio adyacente a
la ciudad. Al igual que otras colonias griegas de Sicilia fundadas
simultáneamente, Siracusa representó al comienzo una población agrícola. El
comercio y los oficios de artesanía se desarrollaron en ella sólo más tarde.
De las ciudades del Asia Menor, en la colonización de Sicilia sólo
tomó parte la de Lindos (de la isla
de Rodas), cuyos ciudadanos fundaron junto con los cretenses la ciudad de Gela,
en el siglo VII, en la costa meridional siciliana.
Posteriormente, al oeste de aquélla, fue fundada la de Acragas (la actual Agrigento).
La Italia meridional ya había sido poblada por los griegos a
finales del siglo viii a. C. En su colonización tomaron parte una serie de
ciudades, así como también los aqueos, fugitivos del Peloponeso. Más o menos al
mismo tiempo, los espartanos fundaron Tarento.
Las colonias del sur de Italia, al igual que las de Sicilia,
aparecieron casi a un mismo tiempo. La población de las costas del golfo de
Tarento había tomado no más de unos diez a quince años. El estímulo esencial
para esta colonización fue la conquista de Mesenia por los espartanos, que
provocó una ola emigratoria similar a la que unos cuatro siglos antes provocara
la conquista de los dorios.
Las colonias aqueas más antiguas en Italia meridional fueron las Síbaris y Crotona. Para protegerse contra la hostil Tarento y detener su
ulterior expansión, los habitantes de Síbaris fundaron Metaponte, cuya población fue completada por aqueos nuevos, es
decir, recién llegados del Peloponeso. Un poco más tarde sometieron también a
su poder a la ciudad de Siris, al
sur de Metaponte. Esto proporcionó a Síbaris el predominio sobre todo el
litoral del golfo de Tarento.
A su vez, Crotona
propagó su influencia hacia el sur. Síbaris y Crotona, situadas en una región
muy fértil, fueron primeramente colonias agrícolas, carácter que conservan
incluso tras haber adquirido cierto valor en el comercio.
Ambas lograron ampliar sus posesiones no sólo a lo largo de la
costa, sino también hacia el interior del país, hasta las mismas costas del mar
Tirreno. En ellas, Síbaris, entre otras cosas, fundó la colonia Posidonia (Paestum entre los romanos).
Las posesiones de Síbaris comprendían, según algunas fuentes, cien mil, y según
otras, trescientos mil habitantes. También Crotona disponía de un territorio en
el interior del país. Estas dos ciudades aqueas Síbaris y Crotona, junto con
las colonias, también aqueas, que de ellas dependían, formaron la confederación
aquea, con un santuario de la diosa Hera en el monte Lacinio, cerca de Crotona,
santuario éste que se erigió en centro de su culto. Dicha confederación
desempeñó cierto papel político al no admitir en su territorio ninguna otra
fundación de colonias griegas e impedir con éxito el avance de Tarento hacia el
sur.
Según la tradición, la colonia espartana de Tarento fue fundada por un grupo de pobladores de Laconia, carente
de derechos y de parcelas. Los habitantes de Tarento conservaron en su régimen estatal,
hasta el mismo siglo V a. C., muchas características espartanas. A poco de
su fundación, Tarento se convirtió en un gran centro económico. Poseía el mejor
puerto de la Italia meridional, y la región adyacente brillaba por su
fertilidad. Mas, encontrando al norte residencia por parte de los mesapios y de
los yapigas, y en el ocaso por parte de los aqueos, Tarento pudo propagar y
ampliar sus posesiones sólo hacia el este y hacia el sur, en donde fundó unas
cuantas colonias.
En la novena década del siglo VII a. C., en el extremo
meridional de la península apenina, los locrios de la región de Lócrida Ozola
fundaron la localidad de Locres
Epicefiria. A semejanza de Síbaris y Crotona, Locres extendió sus
posesiones a todo el territorio circundante hasta el mar Tirreno.
Es característico del movimiento colonizador del siglo viii el
hecho de que los colonos griegos, al dirigirse, en cierto modo
precipitadamente, hacia las fértiles tierras de Italia y Sicilia, dejaron sin
atención el más cercano litoral montañoso de Acarnania y Epiro. En el período
subsiguiente, cuando el desarrollo de la colonización comenzó a ser
crecientemente estimulado por los intereses del comercio marítimo, que iba en
rápido aumento, también esos territorios quedaron cubiertos por una serie de
colonias, principalmente corintias.
La
colonización de las costas del Helesponto y del Ponto
Al mismo tiempo, o quizá algo más tarde que la colonización del
oeste, comenzó a poblarse el litoral de Tracia y del Helesponto. También allí
hay que mencionar a los calcidios como pioneros. Ellos ocuparon las islas
próximas a la Calcídica y una de sus tres penínsulas: la de Sitonia, con la
mayor de sus colonias: Torona. La
península calcídica, situada más al oeste, la de Palena, fue poblada por eretrios. Aparte de las ciudades de Eubea
(como Calcis y Eretria), en la colonización de la Calcídica a finales del siglo
VII y comienzos del VI tomó parte Corinto, que fundó la colonia de Potídea. El litoral oriental de la
Calcídica fue ocupado a mediados del siglo vii por los habitantes de la isla
Andros. Las colonias que iban surgiendo en la Calcídica asumían un carácter
puramente agrícola. La mayoría de las mismas se encontraba lejos del mar, y de
las que se hallaban cerca sólo muy pocas tenían puertos cómodos. A finales del
siglo v a. C. fue destacándose entre las ciudades calcídicas la de Olinto
como un gran centro comercial y artesanal.
A finales del siglo VIII o comienzos del VII a. C. los
habitantes de la isla de Paros ocuparon la de Tasos. El poeta Arquíloco se
queja de la aridez de sus tierras, mas no hace mención alguna a sus ricas minas
de oro. Esto indica que, en un principio, la isla fue colonizada por
agricultores. Posteriormente, los de Paros comenzaron a ir de Tasos hacia el
litoral adyacente de Tracia, donde fundaron algunas insignificantes
poblaciones. Más tarde, en ese mismo litoral, fue fundada, a mediados del siglo
VII, por los habitantes de Clazómenes, la colonia de Abdera, posteriormente destruida por los tracios y vuelta a ser
poblada por los habitantes de Teos, ciudad griega del Asia Menor, que en busca
de salvación huían de los persas. Más o menos en ese mismo tiempo la isla de
Quios trasladó a ese lugar su colonia Maronea.
Probablemente, esta había sido fundada ya antes de la ocupación de Tasos por
los de Paros, puesto que éstos tuvieron que sostener una lucha tenaz con los de
Maronea. Más hacia el norte seguía la franja de poblaciones agrícolas fundadas
por los lesbios y los eolios, de las cuales hay que mencionar a Sestos y Perinto, colonia instalada por los samios.
Las costas de la Propóntide y del Bósforo tracio fueron pobladas
por oriundos de Megara, quienes sobre la costa asiática fundaron, posiblemente
todavía a finales del siglo VII, Astacos
y Calcedonia, y en la costa europea Selimbria
y Bizancio (año 659).
La actividad colonizadora de los megarenses en la Propóntide fue
reanudada sólo cien años más tarde, al parecer en combinación directa con la
encarnizada lucha de clases que tenía lugar en Megara.
El litoral asiático del Helesponto y de la Propóntide era poblado
preferentemente por colonos de Mileto. Salvo Lámpsacos (colonia de los focenses), las demás colonias fueron
fundadas allí directamente por Mileto o bien con su participación y bajo su
dirección.
Las colonias más antiguas de los milesios eran Sínope, en la costa meridional del
Ponto, y Cícica, en la costa de la
Propóntide, fundadas aún en el siglo VIII.
Ambas fueron destruidas a comienzos del siglo VII, durante la
invasión de los cimerios, pero restablecidas posteriormente. La actividad
colonizadora más enérgica de Mileto corresponde a la segunda mitad del siglo
vii. En particular en la costa de la Propóntide los milesios fundaron entonces
Abidos y una serie de colonias menos importantes. Junto a la entrada al mar de
la Propóntide se hallaba la ya mencionada Cícica, poblada por segunda vez por
colonos milesios entre los años 675 y 674, y había otra población milesia en la
isla Proconesos, célebre por sus mármoles labrados.
La
colonización del litoral meridional y occidental del mar Negro
Los primeros entre los pueblos de la cuenca del Mediterráneo que
penetraron en la del mar Negro fueron los carios, quienes sólo dejaron débiles
vestigios de su permanencia en las costas del Ponto.
Las tempranas campañas emprendidas por los griegos hacia el
misterioso Ponto que en aquel entonces les infundía temor se conservaron en la
memoria de los helenos y en la leyenda de los Argonautas. Los peligros corridos
por Jasón y sus compañeros de viaje reflejan las reales dificultades que se
presentaban a los marinos griegos durante sus travesías por las aguas del
Ponto: los torbellinos y las fuertes correntadas en los estrechos, la
navegación en la vasta llanura marina carente de islas. En el siglo VIII
a. C., la navegación marítima de los griegos por el Peloponeso fueron
mucho más regulares.
Al principio, la expansión griega se orientaba a lo largo de las
costas del Asia Menor. La más antigua de las colonias allí fundadas fue, como
ya se ha anotado más arriba, Sínope, la cual, según una antigua tradición,
había aparecido en el año 812 a. C. en el sitio de una población indígena
anterior, a orillas de la mejor bahía de la costa meridional. Desde allí
arrancaba una antigua vía hacia el interior del país, hacia Sardes y Babilonia.
La población local una tribu de calibes era célebre desde tiempos muy
anteriores por su metalurgia, que confería al hierro cualidades parecidas a las
del acero.
Alrededor del año 750 a. C., los de Sínope fundaron su propia
colonia, Trapezonte. Es dable pensar que en la fundación de la misma contaron
con la ayuda de su metrópoli, Mileto.
A finales del siglo VIII llegaron en una ola devastadora,
procedentes del litoral septentrional del mar Negro, tras haber atravesado el
Cáucaso y el Asia Menor, tribus invasoras cimerias. Ocuparon Trapezonte y
Sínope y, probablemente, las asolaron. Las leyendas acerca de las guerreras amazonas
que fundaron su propia ciudad, Temiscira,
cerca de la desembocadura del río Termodonte, reflejan, al parecer, el hecho
históricamente verídico de la invasión de los cimerios. Sólo después de haber
aplastado a éstos, Mileto restableció sus colonias. La tradición antigua ubica
el establecimiento de Sínope en el año 630 a. C.
En la centuria siguiente, los milesios fundaron allí nuevas
colonias, por cierto menos importantes que Sínope: se trata de las de Sésamo y Cromnas, surgidas en los sitios de poblaciones que se remontan a la
época que precediera a la colonización griega. Luego fundaron Teos, que desempeñaba un pequeño papel,
y Citoris. La propia Sínope también
fundó una serie de poblados: Ceras, Cotiora y otros más, menores por su
valor y dimensiones.
Es interesante la historia de la fundación de Amisos, situada en el camino que unía Trapezonte con Sínope, en el
punto del litoral desde el cual arrancaban caminos hacia el interior del país,
hacia la Capadocia. Al parecer, en aquel punto existía una población aun desde
los tiempos de los quetas. A finales del siglo VII se habían establecido allí
los focenses, que realizaban muy distantes viajes en sus navíos
semicomerciales, semipiratas. Más no pudieron retener Amisos por mucho tiempo:
la ciudad se había llenado de emigrados milesios, cuyo papel fue tan grande que
algunos autores, como, por ejemplo, Estrabón, consideraban a Amisos como una
colonia de Mileto.
De esta manera, hacia la séptima década del siglo VI a. C., a
lo largo de toda la costa meridional del Ponto se había extendido una densa red
de colonias griegas. Sus pobladores pertenecían todos a la rama jonia. Sólo
alrededor del año 560 a. C. surgió allí la única colonia dórica: Heráclea.
Estaba situada ésta en una región fértil, cerca de la
desembocadura del río Lico, en las orillas de un puerto natural relativamente
cómodo, defendido desde el lado del mar por un promontorio. La región estaba
poblada, mucho antes de la llegada de los griegos, por mariandinos, que se
ocupaban activamente de la agricultura. Habían recibido con hostilidad las
tentativas griegas de echar pie en su territorio, de modo que los jonios no
pudieron fundar allí población alguna. Posteriormente lograron hacerlo los
oriundos de la doria Megara, sometiendo a los mariandinos por las armas,
privándolos de su independencia y colocándolos en una situación similar a la de
los ilotas en Esparta: pagaban tributo a los herácleos y estaban fijados a las
tierras que cultivaban.
El núcleo principal de la población de Heráclea lo componían los
emigrados de Megara.
El asentamiento de los griegos en la cuenca occidental del mar
Negro empezó considerablemente más tarde que la de la meridional, a partir de
mediados del siglo VII a. C. Los pobladores locales, los tracios, eran
conocidos desde hacía mucho por los griegos, en cuya mitología figuraban ya.
Con la cuenca occidental del Ponto estaba vinculada una serie de mitos helenos,
como, por ejemplo, el de la isla Leuce, situada frente a la desembocadura del
Danubio, sitio en que se encontraba la morada del deificado Aquiles, el héroe
de la guerra troyana, después de su muerte. Ulteriormente, entre los colonos de
la cuenca occidental cobró difusión el culto de Aquiles, a quien se adoraba
como amo y señor del mar, nombrándolo Aquiles-Pontarca.
Cuando los griegos penetran en el litoral tracio del mar Negro,
las tribus locales se hallaban en la etapa de descomposición del régimen
gentilicio primitivo. Se ocupaban fundamentalmente de la agricultura y de la
ganadería y habían obtenido cierto desarrollo de las actividades artesanales,
en especial de las metalúgicas.
Como primeros colonos en el litoral occidental son conocidos
también los originarios de Mileto, los que primeramente fundaron Istros en una pequeña isla del sur del
delta del Danubio. Había allí un buen puerto natural y el Danubio ofrecía una
excelente vía hacia el interior del país. La tradición ubica la fundación en la
década del año 650 a. C., lo cual es confirmado por las investigaciones
arqueológicas.
A este respecto hay que anotar que, a diferencia de lo ocurrido
con las colonias griegas de la cuenca meridional del mar Negro, que casi no han
experimentado excavaciones, las ciudades de la cuenca occidental del mismo mar
han sido investigadas por los arqueólogos bastante meticulosamente.
Alrededor del año 609 a. C., los milesios fundaron en el
litoral occidental del Ponto la segunda ciudad, Apolonia, en un islote situado
en la parte meridional del golfo hoy llamado Burgas, a orillas de un muy buen
puerto natural.
Apolonia, a su vez, fundó el villorrio de nombre Anquialos. Luego, en el período
comprendido entre los años 590 y 560 a. C., fue también Mileto la que
fundó Odesos en la orilla del mejor
puerto de todo el litoral, en el lugar del actual puerto Stalin. Además de buen
puerto, Odesos tenía el privilegio de hallarse en la desembocadura del río
Paniza, que lo vinculaba con el interior del país.
Al parecer, aproximadamente al mismo tiempo, en las orillas de una
bahía bastante cómoda surgió la ciudad de Tomis. Con ésta llegó a su final la
actividad colonizadora de Mileto en la cuenca occidental del mar Negro, de modo
que puede concluirse que la misma se desarrolló hasta mediados del siglo VI
a. C.
Existían en ese litoral occidental otras pocas pequeñas
poblaciones fundadas por los jonios. Entre ellas podemos mencionar a Cruni, cuyo nombre fue cambiado por el
de Dionisópolis, debido al desarrollo excepcional en la misma de la
vitivinicultura.
Al igual que en el litoral meridional, la aparición de los colonos
dorios en la cuenca occidental del mar Negro tuvo lugar unas décadas más tarde,
después de terminada la actividad colonizadora de Mileto. También aquí los
dorios cedían considerablemente a los jonios. Alrededor del año 530 a. C.,
los emigrados de Heráclea fundaron Calatia,
condicionando la elección del lugar a la fertilidad de la llanura circundante y
a la vecindad de un lago de agua dulce rico en peces. Calatis carecía de puerto
natural.
Casi al mismo tiempo, cerca del año 520 a. C., Megara ayudó a
su colonia Calcedonia a fundar la ciudad de Mesembria, en una península sobre
la orilla septentrional del golfo Burgas, con un buen fondeadero. En la
población de Mesembria tomó parte también Bizancio. A su vez, Mesembria fundó
unos cuantos poblados pequeños.
En la economía de algunas ciudades del Ponto occidental (por
ejemplo, Calatis), predominaba la agricultura; en otras (Istros, Apolonia,
Odesos y Mesembria) habían cobrado considerable desarrollo los oficios
artesanales y el comercio.
Resulta así que la colonización de los litorales meridional y
occidental de la cuenca del mar Negro se extendió, en apenas trescientos años,
desde finales del siglo ix hasta la primera mitad del VI a. C. La tenacidad
con la que los jonios de Mileto y los dorios de Megara trataron de apoderarse
del Ponto hace ver cuán alto apreciaban los griegos al litoral del mar Negro.
La historia posterior justificó sus anhelos.
En el transcurso del siglo VI a. C., las colonias del mar
Negro fueron creciendo rápidamente. En el litoral meridional se destacó
especialmente, como gran centro mercantil, Sínope. Exportaba hierro que
elaboraban los calibes, madera para construcciones, nueces, almendras.
Aprovechando la benignidad del clima, los sinopianos comenzaron a cultivar en
gran cantidad el olivo, lo cual les aportaría luego, en el siglo VI, tal nivel,
que la ciudad comenzó a acuñar moneda propia. Heráclea, explotando el trabajo
de los mariandinos, exportaba cereales y maderas.
Conocemos más detalladamente el comercio de las ciudades del Ponto
occidental. Los hallazgos de la cerámica griega muy arriba en el curso del
Danubio y de sus afluentes, indican que en aquel tiempo Istros sostenía un
activo intercambio comercial con las más distantes tribus tracias. Muy intensos
eran también los vínculos de las ciudades del Ponto occidental, no sólo con sus
respectivas metrópolis, sino también con los más grandes centros mercantiles de
aquel tiempo. A finales del siglo vii y comienzos del VI a. C., Istros y
Apolonia comerciaban con Rodas y Paros, y posteriormente también con Samos. La
ciudad de Odesos había entablado relaciones comerciales con Corinto
inmediatamente después de haber sido fundada.
A mediados del siglo VI a. C., la actividad comercial de
Atenas con las ciudades occidentales y meridionales del Ponto ocupaba un lugar
bastante considerable. Entre los años 580 y 560 a. C., en todas partes de
Grecia fue en aumento la exportación ática y disminuyó el volumen del comercio con
Corinto.
Al mismo tiempo cobraron gran significación las relaciones de las
ciudades de las costas meridional y occidental del Ponto, con la ciudad de
Cícica, en la Propóntide, cuya moneda, el electrón, fue convirtiéndose
gradualmente en unidad pecuniaria básica en todo el litoral del mar Negro. La
historia posterior de las ciudades de esas dos castas del Ponto nos es
relativamente poco conocida.
A mediados del siglo VII a. C., las regiones septentrionales
del Asia Menor fueron conquistadas por Creso, rey de Lidia. Este mantenía
relaciones amistosas con el mundo heleno, aun cuando las ciudades del Asia
Menor estaban bajo su égida. Posiblemente, Sínope y otras ciudades del Ponto
meridional hayan debido reconocer el poder de Creso sobre ellas. Pero su
gobierno fue breve. Muy pronto su reino fue engullido por la potencia persa.
El testimonio de Herodoto en el sentido de que los mariandinos
pagaban tributo a Darío, permite suponer la dependencia de Heráclea del reino
persa. Es posible que también Amisos se hallara en igual situación. Según
Estrabón, esta ciudad estuvo durante algún tiempo sometida al poder de cierta
persona que gobernaba a los capadocios. Evidentemente, esa tal persona
identifica a uno de los sátrapas.
Al parecer, también las ciudades del Ponto occidental tuvieron que
reconocer el poder del rey persa. Herodoto, por lo menos, comunica que a
finales del siglo VI a. C., durante la campaña de Darío contra los
escitas, su flota había visitado los puertos del mar Negro occidental. Esa
sumisión, por otra parte, no se prolongó por mucho tiempo. Ya en los años 499-493
a. C., Mesembria sirvió de refugio a los bizantinos y los calcedonios, que
se habían sublevado contra los persas y que huían de la flota enviada para
reprimirlos. Por lo pronto, se ignora si las ciudades del Ponto meridional
tomaron parte en la mencionada sublevación.
La historia interna de las ciudades de la orilla occidental del
Ponto en el siglo VI a. C., es desconocida. Merced a una breve nota de
Aristóteles tenemos algunas ideas acerca de la marcha general de los
acontecimientos en Heráclea. AI principio, en la misma se había apoderado del
gobierno el partido democrático. Luego éste fue derrocado, estableciéndose en
la ciudad un gobierno oligárquico. Es posible que la fundación de Calatis fuera
emprendida por los aristócratas, con el fin de alejar de la ciudad a los
demócratas más activos, y poder así afianzarse ellos en Heráclea. Sugiere tal
suposición el hecho de que Calatis, polis democrática al comienzo, retuvo este
régimen ulteriormente.
Tales son los datos de que disponemos acerca de la historia del
Ponto meridional y occidental durante la época de la colonización.
La
colonización de la cuenca septentrional del mar Negro
La colonización del litoral septentrional del mar Negro comenzó
después de que los pobladores griegos se habían establecido sólidamente en sus
costas meridional y occidental. A juzgar por las excavaciones efectuadas, las
colonias griegas más antiguas en la cuenca septentrional del Ponto Euxino
habrían aparecido no antes del siglo V a. C. La única excepción en este
sentido la ofrece una pequeña población en la isla de Berezán, que, por lo
demás, muy pronto dejó de existir. La colonización relativamente más tardía por
los griegos del litoral septentrional se explica por la mayor distancia que
separaba esos lugares de su patria. Se sobrentiende que aislados navegantes
griegos ya visitaban antes esas playas episódicamente. Aparte de los mitos y
sagas, dan testimonio del conocimiento que tenían los griegos de esta región,
incluso en tiempos anteriores, los hallazgos efectuados en el litoral
septentrional del mar Negro de varios objetos de confección griega.
El principal papel colonizador en esta región correspondió a los
jonios originarios de las ciudades costeras del Asia Menor y, en primer lugar,
Mileto.
En el siglo VI fueron fundadas por ellos, en la boca del estuario
de los ríos Hipanis y Borístenes (Bug y Dniéper), Olbia, y una serie de
colonias en la cosa oriental de Crimea, a ambos lados del estrecho de Kertch,
que en la antigüedad tenía la denominación de Bósforo Cimeriano. Las mayores de
dichas colonias fueron Panticápea
(en el sitio de la actual Kertch), Ninfeón,
Teodosia (en el sitio de la actual
Teodosia), Fanagoria, Hermonasa y Cepi, en la región litoral de la península de Taman, que en aquel
tiempo era un grupo aluvional de los islotes depositados por el delta del río
Kuban. La más septentrional de las poblaciones del Bósforo era Tanais, situada
en las cercanías de la desembocadura del Don, pero que ciertamente apareció más
tarde. A través de ella, las colonias del Bósforo mantenían activas relaciones
con las tribus que moraban sobre el Don. La única colonia doria en el litoral
septentrional del mar Negro fue Quersoneso, fundada en el siglo V a. C.
por los emigrados de la Heráclea Pontina, a tres kilómetros de la actual
Sebastopol. No está descartada la posibilidad de que antes de ubicarse allí los
colonos de Heráclea hubiera existido en ese lugar una pequeña jonia.
En el desarrollo ulterior de todas esas colonias griegas, junto a
la agricultura comenzó a desempeñar un papel bastante visible el comercio.
En el siglo VI a. C., muchas ciudades griegas sentían la
necesidad de materias primas, especialmente cereales, de las que podían
proveerse en la cuenca del mar Negro. Los oficios de la artesanía griega
también necesitaban un mercado para colocar sus productos. En primer lugar
sintieron interés en ello las ciudades griegas costeras del Asia Menor, las más
adelantadas y económicamente más desarrolladas en aquel tiempo.
Las colonias griegas de las regiones costeras del mar Negro y, en
particular, las septentrionales, fueron adquiriendo en el siglo VI a. C.
un significado exclusivo en la vida económica de Grecia, al tornarse en
proveedoras de materias primas, cereales y fuerza de trabajo esclavo. De esta
manera, de su actividad comenzó a depender el bienestar de muchas ciudades de
Grecia.
Entre los colonos griegos y las tribus locales se habían
establecido relaciones comerciales muy activas. Los artículos de Grecia, como
los productos artesanales y los objetos de arte, así como los vinos y el aceite
de oliva, eran intercambiados por los mercaderes griegos por productos
agropecuarios. La nobleza de las tribus locales era la más interesada en ese
intercambio, pues poseía grandes rebaños y vastas extensiones de tierras
fértiles. A las relaciones comerciales con los griegos fueron igualmente
atraídas las masas más amplias de la población local, que, según el testimonio
de Herodoto, cultivaban los cereales con vistas a su venta. La gran cantidad de
objetos de origen griegos descubiertos en las excavaciones practicadas en las
poblaciones locales y en los túmulos ilustran palpablemente sobre la intensidad
de tales vinculaciones.
Las condiciones favorables para el desarrollo de las colonias
griegas en la cuenca septentrional del mar Negro residían en el hecho de que la
sociedad local sentía la necesidad, al comienzo de la colonización, del
intercambio recíproco con los griegos. A su vez, el comercio con los griegos
facilitó en el seno de la sociedad local la formación de clases, dando lugar de
este modo a la transición del primitivo régimen comunal a un escalón superior
del desarrollo histórico. La estrecha comunión de los griegos con las tribus
locales propiciaba también el desarrollo de los procesos asimilatorios, que se
realizaban con intensidad especial en las costas del Bósforo Cimeriano. La
anchura que allí se había formado adquirió, en función de ello, rasgos griego-locales.
Los habitantes más antiguos que los griegos llegaron a conocer en
la cuenca septentrional del mar Negro fueron los cimerios. Bajo el nombre de
himirayas aparecen mencionados en las escrituras cuneiformes de los textos
sirios de finales del siglo VIII a. C., que informan acerca de las
invasiones cimerias en el Asia Menor y Anterior y hasta en Egipto.
Hacia los tiempos de Herodoto, que visitó la cuenca septentrional
del mar Negro a mediados del siglo V a. C. y dejó las nociones más
valiosas que se tienen sobre los habitantes de ese país, el período ligado al
nombre de los cimerios era ya un pasado remoto, grabado en la toponimia local.
Así, el actual estrecho de Kertch, como se ha dicho, era llamado Bósforo
Cimeriano; en la región del nombrado estrecho había un fortín cimeriano, una
travesía (por mar) cimeriana, una Región Cimeriana.
Va creándose la impresión de que la morada principal de los
cimerios era la península de Kertch. Sin embargo, Herodoto informa que le
habían hecho ver la tumba de «un rey cimerio» en la región del río hoy
denominado Dniéster.
Los otros escritores de la antigüedad están menos informados aún.
No está descartada la posibilidad de que para los griegos el término «cimerios»
tuviese un valor colectivo en el cual quedaban comprendidas varias tribus que
en la antigüedad poblaban la amplia superficie esteparia que va desde el río
Bug meridional hasta el mar de Azov, incluyendo a Crimea. Hasta la actualidad,
la cultura de los cimerios es muy poco conocida. Con la expresión «cultura
cimeria» se suele designar en la literatura arqueológica a los monumentos de la
época de transición entre la del bronce y la del hierro, hallados en el
territorio de la cuenca septentrional del mar Negro como resultado de
excavaciones aisladas, en los tesoros ocultos y como hallazgos fortuitos.
Momentáneamente resulta difícil destacar, de entre ese material, los monumentos
propiamente cimerios. Según Herodoto, los cimerios fueron expulsados fuera de
la cuenca septentrional del mar Negro por los escitas, dirigiéndose a la costa
meridional, a las proximidades de Sínope. Algunos hombres de ciencia suponen
que, aun cuando tal migración haya tenido lugar en la realidad histórica, la
misma no fue general, y una buena parte de los cimerios debe haber quedado en
la zona montañosa de Crimea; las tribus que habitaban esta región aparecen
mencionadas posteriormente por los antiguos escritores bajo la denominación de
tauros.
Según el testimonio de Herodoto, en sus tiempos eran los escitas
los que representaban la población básica de la cuenca septentrional del mar
Negro; de ellos, Herodoto suministra nociones bastante circunstanciadas. Según
todos los indicios, Herodoto realizaba sus observaciones sobre el mundo de las
tribus de la mencionada comarca encontrándose él en Olbia, situada en la costa
del estuario en que desembocan los ríos Bug y Dniéper. Siendo así, resulta
lógico que nombrara en primer lugar a las tribus escitas que vivían en las
cercanías de esa ciudad. En las descripciones de este autor, dichas tribus son
enumeradas y nombradas una por una. Cita primeramente a los calípides, los que
figuran en su obra bajo otro nombre característico: el de heleno—escitas.
Eran los vecinos más cercanos de Olbia y, antes que los demás, se
habían asimilado con los colonos griegos, experimentando un fuerte influjo de
la cultura griega. Acerca de los alasonienses, que vivían al lado de los
calípides, dice Herodoto que sembraban y se alimentaban de cereales, cebolla,
ajo, habas y mijo. Más allá de los alasonienses, sobre el territorio adyacente
de ambas orillas del río Bug, vivían los llamados escitas-labriegos que, según
Herodoto, cultivaban cereales no sólo para satisfacer las propias necesidades,
sino también para la venta. Evidentemente, el territorio por ellos poblado
entraba en la esfera de la actividad comercial de los mercaderes de Olbia.
En cuanto a la población de las regiones más distantes de Olbia,
Herodoto las determina sobre la base de indicios más generales. Así, toda la
población del gran territorio que se extiende hacia el este del Dniéper la
denomina escitas-agricultores, contraponiéndolas al grupo mucho más numeroso de
los escitas-nómadas que, según dice, «ni siembran ni aran». Más lejos todavía,
hacia el este, vivían los escitas reales, llamados así por Herodoto por el
predominio que ejercían sobre el resto de la población.
Así, pues, los escitas representaban, evidentemente, una cantidad
de tribus emparentadas entre sí, parcialmente nómadas, parcialmente
sedentarias. Fluye del material de las investigaciones arqueológicas que la
cultura propiamente escita había cobrado difusión, en primer lugar, en la
región del Bug inferior y del Dniéper inferior, como también en el área
comprendida entre éste y el mar de Azov, incluyendo el territorio de la Crimea
esteparia.
Aun habiendo algunas particularidades locales en cada una de las
regiones, se observan rasgos de comunidad tipológica en la cultura material:
las mismas formas de la cerámica, armas y arneses del mismo estilo, tipos
similares de las sepulturas, etc. La cultura material de la zona silvestre-esteparia,
que difería esencial y naturalmente de la cultura escita, experimenta a partir
de mediados del siglo V a. C. una fuerte influencia de esta última,
influencia que atenuó en parte los rasgos diferenciales entre ambas. La
proximidad étnica de las tribus escitas encontraba su expresión, en primer
lugar, en su lenguaje. Lamentablemente disponemos, en cuanto al mismo, sólo de
datos muy limitados extraídos principalmente de los escritos griegos. Las
tentativas de resolver el problema referente al idioma de los escitas, hechas
por la ciencia burguesa, han dado pie a una serie de hipótesis contradictorias,
que se excluyen mutua y recíprocamente. Las estructuras no-marxistas de N. Ia.
Marr y de sus discípulos y continuadores estorbaban a la correcta ilustración
del problema etnogenésico escita en nuestra literatura. En la actualidad, entre
los lingüistas y escitólogos soviéticos predomina el punto de vista que ubica
la lengua de los escitas en el llamado grupo lingüístico nordiranio.
Más allá del Don, según los datos de Herodoto, ya no vivían
escitas, sino tribus de sármatas, afines a aquellos tanto por la lengua como
por el modo de vida. Lo mismo puede decirse de las tribus de los maitas que
habitaban en las regiones costeras del mar de Azov, y en la del río Kubán. El
territorio poblado por los citados grupos tribales estaba totalmente rodeado
por tribus no consanguíneas con los escitas, de los cuales diferían por su
manera de vivir como por el nivel del desarrollo social. Los griegos estaban
muy mal informados acerca de las mismas, a cuyo respecto circulaban los más
fantásticos rumores. Herodoto, por ejemplo, al hablar de los neuros, que
poblaban el territorio situado al oeste del Dniéper medio y que, quizá, representaban
la población protoeslava de Europa, dice que todos ellos eran unos brujos que
poseían la facultad de convertirse en lobos. Aproximadamente las mismas
confusas ideas tenía Herodoto sobre los melanclios, pobladores de la región del
Don superior y las estepas adyacentes.
Se sobrentiende que el desarrollo histórico de las tribus
diseminadas sobre un espacio tan vasto se cumplía en condiciones bien
disímiles, con ritmos igualmente distintos. Esenciales diferencias en el
desarrollo se observan inclusive en los casos en que tales o cuales grupos
tribales se hallaban cerca unos de otros. Así, todos los escritores de la
antigüedad subrayan unánimemente, por ejemplo, la tosquedad y el atraso de los
tauros que poblaban la parte montañosa de Crimea.
Las investigaciones arqueológicas de esa parte de Crimea han hecho
ver que, efectivamente, en la antigüedad no había allí condiciones favorables
para el desarrollo de la agricultura ni de la ganadería, y que la ocupación
principal de sus habitantes eran la caza y la pesca. No obstante, la vida
económica de la mayor parte de las tribus de la cuenca septentrional del mar
Negro, precisamente de aquellas con las cuales entraron en contacto los
griegos, hacia el tiempo de la colonización ya habían alcanzado un nivel relativamente
elevado. Se refiere esto especialmente a la manera de vivir de la población
agrícola sedentaria, que conocemos merced a las excavaciones de muchos
vestigios de ciudades, en particular las efectuadas en las ruinas Cámenni,
sobre el Dniéper, en las cercanías de la actual Nicópol. La labranza en aquel
tiempo se realizaba, por regla general, con bueyes uncidos al arado; en el
levantamiento de la cosecha se empleaban hoces; el grano era molido en
molinillos especiales. La gran cantidad de restos óseos atestiguan la cría de
ganado grande y pequeño, de aves y de caballos. Los restos de viviendas y de la
cerámica encontrada en las mismas, de las más variadas formas y usos, hablan
del relativo bienestar material de sus moradores.
En cuanto al grado de desarrollo de la ganadería entre los
nómadas, hallamos testimonios en monumentos de la antigüedad tales como los
túmulos de Ulski, Vorónezh, Costromá y otros. Sólo en uno de los túmulos de
Ulski, cuyo origen se remonta al siglo VI a. C., fueron hallados más de
cuatrocientos esqueletos equinos dispuestos en filas regulares junto a los
palenques. La costumbre de la ritual matanza en masa de los caballos da una
idea acerca de las dimensiones de las caballadas que pertenecían a los nómadas.
La plenitud de los inventarios sepulcrales en los grandes túmulos, en cuanto a
objetos de origen griego, es prueba palpable de los estrechos vínculos de la nobleza
tribal con las ciudades-colonias griegas.
Los grandes túmulos en los que se puede hacer ricos inventarios y
hallar vestigios de holocaustos rituales están en contraposición con la gran
cantidad de tumbas de gente pobre, casi carentes de inventario sepulcral, lo
cual pone en evidencia un intenso desarrollo local de los procesos de
estratificación económico-social. Los constantes choques armados entre las
tribus, que proporcionaban a los vencedores botín de guerra y prisioneros, y el
comercio con los griegos, a los que, evidentemente, se vendía una parte de
aquéllos, forzaban un mayor crecimiento de la desigualdad social. Sin embargo,
la sociedad de la cuenca septentrional del mar Negro en aquellos tiempos, y a
juzgar por muchos indicios, aún no se había desprendido del régimen primitivo
del clan comunal; en ese ambiente no había comenzado todavía el proceso de la
formación de clases ni el de la formación de un Estado.
Herodoto menciona más de una vez a reyes escitas. Los mismos, aun
en los casos en que encabezaban la unión de varias tribus, seguían siendo, en
esencia, sólo jefes de su tribu. Aun sin dudar de la existencia, generalmente
breve, de uniones de tribus locales que sumaban sus fuerzas para emprender
acciones bélicas conjuntas en gran escala, como, por ejemplo, durante las
invasiones escitas en el Asia Anterior y en el Asia Menor, hay que rechazar
decididamente los puntos de vista de algunos científicos burgueses que
sostienen que entre los escitas de los siglos VII-V a. C. ya existían
Estados organizados. Los primeros síntomas de un régimen estatal entre los
escitas aparecen no antes de la segunda mitad del siglo IV a. C., cuando
en el territorio de la cuenca occidental del mar Negro surge una grande y
fuerte unificación encabezada por el rey escita Ateas, que, por otra parte,
tuvo muy corta existencia. Entre los sármatas tampoco puede hallarse el menor
síntoma de Estado. Según el testimonio de toda una serie de antiguos
escritores, en el ámbito sármata la mujer desempeñaba un papel muy especial.
Ello da pie para pensar que entre los mismos se habían conservado más tiempo
que entre los escitas las supervivencias del matriarcado. Cabe suponer, con
certidumbre, que en el ámbito de la cuenca que estamos considerando no existía
una esclavitud más o menos desarrollada. Todo lo que sabemos acerca de los
esclavos escitas, por la obra de Herodoto y por las breves menciones de otros
autores, crea la impresión de una esclavitud de formas patriarcales, en la cual
la labor de los hombres no-libres apenas habrá podido encontrar una aplicación
extensa en la economía de la población sedentaria, que era extraña aún, según
todas las apariencias, al concepto de propiedad privada sobre la tierra. Hay
que pensar que, en los casos en que la pérdida de la libertad se debiera a la
condición de prisioneros de guerra, éstos no eran retenidos por mucho tiempo
por la tribu vencedora, sino que eran vendidos, evidentemente, con la mediación
de los mercaderes griegos, fuera de las fronteras del país.
Nuestras ideas acerca de la vida habitual de las poblaciones
nómada y sedentaria de la cuenca septentrional del mar Negro están fundadas
tanto en los testimonios de Herodoto y otros autores de la antigüedad, como en
el material proporcionado por las investigaciones arqueológicas. Escribe
Herodoto acerca de los nómadas: «Los
escitas se procuran los medios de subsistencia no mediante la agricultura, sino
recurriendo a la ganadería, y sus viviendas se hallan instaladas en carros».
Una idea palpable de tales carros la proporciona un modelo de barro encontrado
entre juguetes de niños durante las excavaciones practicadas en la región de
Kertch. Esta especie de vivienda móvil habrá surgido, evidentemente, ya en la
edad del bronce, anterior a la de los escitas, porque en las sepulturas de
aquel tiempo, en el norte del Caucaso, fueron hallados modelos similares, y en
uno de los túmulos se han encontrado grandes ruedas macizas de maderas, esto
es, sin radios. Durante las paradas, los nómadas vivían en carpas de fieltro,
con el fogón en su centro. Una yurta de esta especie, de forma cónica, provista
de un orificio para la salida del humo, está representada en uno de los frescos
de Panticápea.
Nos es desconocida la estructura detallada de las viviendas de los
escitas sedentarios. Ciertas ideas las suministran los restos de algunas chozas
semisubterráneas y de unas construcciones de barro que se van descubriendo en
las excavaciones que se efectúan en los villorrios escitas, así como las
observaciones que se hacen sobre las particularidad de la construcción de las
grandes sepulturas en los túmulos de las regiones de Kiev, Drivoirog, Poltava, Járkov,
Vorónezh y la parte esteparia de Crimea.
Como lo atestiguan los muchos hallazgos de vajilla local, muy
variada por sus formas y usos, la cerámica ocupaba un lugar muy visible en la
vida cotidiana de la población. Cuenta Herodoto que los escitas preparaban la
comida en calderos de bronce (los cuales son conocidos también por las
excavaciones arqueológicas) y usaban vajilla de madera. A juzgar por los restos
óseos, para su alimentación se valían principalmente de productos de la
ganadería.
Conocemos la vestimenta de los escitas sobre todo por los dibujos
en las vajillas de oro y plata y otras joyas, principalmente de fabricación
griega, de los túmulos de Chertomlitzki, Culiobski, Soloja y otros. Se componía
la misma de un corto caftán, un pantalón de cuero, ya angosto, y ancho y con
pliegues, y botas, también de cuero. En las cabezas, a juzgar por los dibujos
de las ánforas, llevaban unos capuchones, aunque, por lo general, no se las
cubrían. Las mujeres llevaban largos vestidos, con mangas angostas y cinturón,
o largos batones, con mangas igualmente angostas.
Las armas de los escitas han llegado hasta nosotros en los dibujos
de las ánforas y corno hallazgos arqueológicos (gran número de flechas escitas,
lanzas y cortas espadas llamadas aquinacos). Como arma defensiva, los guerreros
escitas se servían de escudos livianos. Combatían preferentemente montados en
sus caballos, aun cuando, con el desarrollo de la vida sedentaria, debido a la
agricultura que había sido introducida entre ellos, en el ejército escita hubo
también combatientes de infantería. La descripción de sus hábitos ocupa notable
lugar en la obra de Herodoto, aun cuando éste exagera algo sobre su
belicosidad.
Es característico de la religión de los escitas la ausencia de
templos y de una casta especial de sacerdotes. Uno de los dioses más venerados,
según Herodoto, era el de la guerra, personificado en un sable de hierro
clavado en el suelo ante el que se hacían holocaustos. Herodoto nombra deidades
escitas, tratando de designarlas según el idioma del panteón helénico, pero lo
logra de manera deficiente; al parecer, las ideas religiosas de los escitas
estaban muy lejos de las de los griegos.
Como expresión palpable de la cultura local pueden servir los
objetos con representación de animales, confeccionados en el estilo escita. Es
característico de este estilo el dinamismo en el tratamiento de las efigies de
las bestias: sus figuras se dan con mayor frecuencia no en forma estática, sino
expresando una extrema tensión. Estos objetos salían no sólo de las manos de
los artesanos locales, los que, en estos casos, trabajaban con el cálculo bien
manifiesto de dar satisfacción a los gustos de los consumidores de la parte
nórdica de la cuenca del mar Negro. Sin duda alguna, también la influencia de
los griegos se había manifestado en la cultura local, pero no debe exagerarse a
este respecto: dicha influencia había tocado preferentemente sólo a una capa
bien reducida de la sociedad local, la nobleza de abolengo de la tribu,
involucrada en el comercio con las ciudades griegas. La influencia griega, desde
luego, se había extendido también sobre algunas de las tribus locales que
moraban en las inmediaciones de las ciudades—colonias. Pero a su vez, como ya
hemos anotado, el ambiente local influyó sobre los propios colonos griegos.
Esto se manifiesta de manera especial en las artes plásticas. Sobre muchos
monumentos conocidos por nosotros, fruto de los oficios pictóricos de las
ciudades—colonias de la cuenca septentrional del mar Negro, se advierte el
sello de la singularidad local, que difiere esencialmente de los monumentos
análogos de la Grecia central. Tal singularidad aparece tanto en la elección,
por los artistas de aquella cuenca, de temas de la vida local para sus obras,
como en las particularidades estilísticas de las mismas. En tal sentido son
significativas las ánforas de los túmulos Culiobski y Cjertomlitzki, realizados
por maestros griegos, pero dentro del género escita, imágenes de las deidades
locales en las monedas de las ciudades y muchos otros productos del arte
pictórico local.
La
colonización del litoral sudeste del mar Mediterráneo
Si el movimiento colonizador de las ciudades jonias, encabezado
por Mileto, se desarrolló hacia el norte, hacia la región de la Propóntide y
del Ponto Euxino, Rodas, en cambio, que había desempeñado idéntico papel a la
cabeza de las polis dorias, dirigió a sus emigrantes a lo largo de la antigua
vía del litoral meridional del Asia Menor. A comienzos del siglo VII
a. C., en Licia, en las mismas fronteras con Panfilia, fue restablecida o
vuelta a fundar la colonia Fasélida. A pesar de que la tentativa de
establecerse firmemente en las costas de Cilicia en el siglo vii fuera
rechazada decididamente por el rey asirio Senaquerib, los griegos habían
logrado fundar allí varias poblaciones, ciertamente insignificantes, que se
encontraban al final de la vía que atravesaba el Asia Menor, de norte a sur,
comenzando junto a las costas del Ponto, cerca de Sínope.
A partir de mediados del siglo VII a. C., los griegos
penetraron en Egipto; al principio como mercenarios, cuyo poblado en una de las
bocas del Nilo fue abandonado posteriormente. Más tarde, los griegos se
establecieron más sólidamente en Egipto, fundando allí la colonia Náucratis.
Esto se hizo con el consentimiento del faraón Psamético, quien intentó un
renacimiento del poder y el valor de su país, y que aprovechaba gustoso los
servicios de los mercenarios y mercaderes griegos. Más los fundadores de
Náucratis no fueron dorios de Rodas, sino, una vez más, los enérgicos milesios.
Se habían establecido primeramente en una de las bocas occidentales del delta
del Nilo, y más tarde en otra vecina (la de Cápone), donde fundaron una nueva
ciudad.
Más adelante, cuando Egipto comenzó a recibir a los mercaderes de
otras ciudades griegas, Náucratis pasó a convertirse en un centro común griego,
lo cual era propiciado por la política del rey egipcio Amasis, al limitar la
permanencia de los extranjeros, particularmente de los griegos, a este solo
punto. Al hacerlo, Amasis destinó la superficie necesaria, tanto para el
santuario panhelénico (Helinión), como también para los templos erigidos por
las ciudades griegas.
Durante las excavaciones realizadas en la parte meridional de
Náucratis se descubrió una población egipcia que colindaba por el norte con una
griega, que iba en aumento gradual. Los vestigios de la última se remontan
hacia mediados del siglo VII a. C. Finalmente, en la parte septentrional
de Náucratis fueron descubiertos restos del mencionado Helenión y de los
templos erigidos por Mileto, Samos y Egina; las capas culturales más antiguas
en esas poblaciones se remontan hacia tiempos no anteriores a los mediados del
siglo VI a. C. Las dimensiones, relativamente pequeñas, de esa población
dan una base para ubicarla como una factoría.
A comienzos de la cuarta década del siglo vii a. C., durante
el período en que se agudizó la lucha social en la isla Tera, y tal como es
dable deducir de las distintas versiones recogidas por la tradición, sus
colonos, encabezados por el oikiste que asumió la dignidad de rey con el nombre
de Batos, ocuparon una isla ribereña, Plateia, y luego se trasladaron al
continente, donde en el año 631 a. C. fundaron la colonia Cirene. Esta
tenía carácter agrario. A mediados del siglo vi llegó a Cirene un nuevo grupo
de colonos para los cuales se necesitaban nuevas tierras. Esta circunstancia
acarreó el hecho de que los litios, con los cuales los griegos al parecer
habían mantenido hasta ese momento relaciones pacíficas, fueran desalojados de
una parte de su territorio.
La posterior colonización del Occidente.
Durante los primeros tiempos de la colonización de Italia y
Sicilia, la costa occidental de la península balcánica no estaba poblada. A
comienzos de la segunda mitad del siglo VII a. C., dado el desarrollo del
comercio corintio, surgió allí una serie de colonias, fundadas por esta última
ciudad: Léucade, en el golfo de Ambracia, Anactorión y Ambracia: y más al norte
en las costas de Iliria y Epidamne (Dirraquion entre los romanos), fundadas
conjuntamente con los corcirios.
A la misma época corresponde la penetración en un más alejado
occidente, de los oriundos de Fócea, del Asia Menor, quienes fundaron en las
cercanías de la desembocadura del río Ródano la colonia Masalia. Había precedido a esta fundación un logrado viaje del
samio Colos, arrojado por los vientos del este hacia Tartesos (una ciudad
ubicada junto a la desembocadura del río Tartesos, actualmente Guadalquivir).
Llegado por vez primera a este país rico en minas de plata, habiendo entrado en
relaciones comerciales con la población local, Colos obtuvo una fabulosa
ganancia, según la tradición, de hasta sesenta talentos. Los rumores sobre el
feliz viaje de Colos incitaron también a los navegantes focidios a tentar
suerte. Al llegar a Tartesos, de acuerdo con la tradición, fueron cordialmente acogidos
por el rey Argantonio, cuyo país fuera visitado, aun antes que por los griegos,
por los fenicios (cartagineses). El éxito del primer viaje animó a los focidios
a equipar una expedición de más amplias dimensiones, de resultas de la cual
apareció precisamente, en los primeros años del siglo VI a. C., la
fundación de Masalia. Es característico el hecho de que, entre los colonos y la
población local se establecieran, de buenas a primeras, relaciones amistosas,
si bien éstas fueron ulteriormente echadas a perder. Una vez establecidos en la
nueva colonia, los focidios extendieron muy pronto su influencia por medio de
la fundación de una serie de poblaciones dependientes, a lo largo de todo el
litoral oriental de Iberia (España) y el país de los ligures (Francia
meridional), desde Mainaca (Málaga)
hasta (Monaco).
Apoyados en sus colonias, fundadas en el transcurso de los siglos
VI y V a. C., los masaliotas tuvieron en sus manos la totalidad del
comercio con el Norte, a lo largo del río Ródano. Con menor felicidad terminó
la tentativa de los focidios de hacer pie en la isla de Córcega, en la que,
durante la séptima década del siglo VI a. C., habían fundado la colonia
Alalia. Después de la caída de Fócea, conquistada por Hárpago, llegaron a
Atalia muchos fugitivos. Los cartagineses y los etruscos, viendo en los focidios
a peligrosos competidores, se unieron contra los mismos. En una batalla naval
junto a la mencionada Alalia (año 535 a. C.), la flota militar de los
focidios fue completamente batida. Después de esta derrota, se vieron forzados
a abandonar Córcega. En la costa occidental de Italia fundaron una nueva
colonia, Hielé, más conocida bajo
los nombres de Elea o Hielea.
3.
Significación y consecuencias de la colonización de los siglos VIII al VI
a. C.
La colonización de los siglos VIII al VI a. C. tuvo
significación excepcional para el ulterior desarrollo histórico de Grecia. A
diferencia de la colonización de tiempos anteriores, condicionada por una serie
de migraciones de varias tribus, el movimiento colonizador de los siglos viii
al vi está orgánicamente vinculado con la aparición de la sociedad clasista en
Grecia, con la formación del Estado griego. El carácter irregular del reparto
de la tierra que engendraba la lucha de clases, como también el desarrollo de
los oficios artesanales y del comercio, habían estimulado la colonización. Esta
última, a su vez, propició el desarrollo del comercio griego. Los griegos,
según la expresión metafórica de Platón, habían rodeado el mar Mediterráneo
como las ranas sentadas en torno a un pantano. Y los fenicios debieron cederles
la primacía. Para la Grecia central, árida y pobre en materias primas y
cereales, tal ampliación de los vínculos comerciales tuvo un gran valor. No
fueron los intereses políticos, sino precisamente los económicos, los
comerciales, los que ligaron a las colonias, mediante estrechos lazos, con sus
respectivas metrópolis. Como resultado, fueron creándose condiciones
excepcionalmente favorables para el desarrollo de la producción de mercancías y
para el comercio de importación y exportación, que, a su vez, forzó el
crecimiento de las fuerzas productivas de la sociedad griega, es decir, el
desarrollo de la economía esclavista en una forma integral. Tal desarrollo,
empero, se cumplía en las diversas regiones de Grecia de manera heterogénea:
las poblaciones de las comunidades que se liberaron antes que otras de las
supervivencias del régimen de gens familiar iban desarrollando con mayor
rapidez los oficios artesanales, el comercio marítimo y la actividad
colonizadora; en otras comunidades, las supervivencias gentilicias perduraron
más tiempo e impusieron un sello sobre la estructura económico-social. De esta
manera, el estudio de las líneas comunes de desarrollo en la antigua Grecia ha
de combinarse también con el estudio de las particularidades locales de este
proceso. Desde este punto de vista, la historia de las distintas comunidades
griegas asume un considerable interés.
Próximo Capítulo: El Ática en los siglos VII - VI a. C
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