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lunes, 30 de noviembre de 2020

Capítulo 13 - Escultura barroca española - Segunda parte - Gregorio Fernández, Juan y Pedro de Ávila

San José y el niño Jesús, 1623
Madera policromada
Iglesia del convento de la Concepción del Carmen, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Una de las principales aportaciones del genial maestro Gregorio Fernández al arte escultórico de su tiempo fue la creación de toda una serie de arquetipos que establecieron un invariable modo de representar a ciertos santos o pasajes pasionales. Estos modelos tuvieron tanta aceptación y gozaron de tal estima que no sólo fueron repetidos por el propio artista, sino también por una buena pléyade de discípulos y seguidores a los que los comitentes exigían que las imágenes encargadas se ajustaran con la mayor fidelidad posible a los originales fernandinos.
El catálogo es extenso y en parte se debe al talento del maestro para interpretar o inventar, desde una sentida religiosidad, el aspecto de algunos santos beatificados o canonizados en los años en que su taller conocía una imparable actividad, siendo el caso más significativo el ocurrido el 12 de marzo de 1622, cuando el papa Gregorio XV canonizó a los santos españoles San Isidro Labrador, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, junto al italiano San Felipe Neri, lo que estimuló a solicitar sus imágenes a gremios y comunidades de carmelitas y jesuitas, que deseaban tanto celebrar tan importante acontecimiento como fomentar desde sus conventos la devoción a sus santos patronos a través de representaciones plásticas destinadas al culto, a lo que Gregorio Fernández respondió con magníficas y novedosas creaciones iconográficas, fruto de su capacidad inventiva, siempre impregnadas de una fuerte carga mística.
Hemos de considerar que estos hechos eran vividos en la sociedad sacralizada de su tiempo como verdaderos fenómenos de masas, con los fieles expectantes ante las novedades de las representaciones sacras y participando de forma masiva en las fiestas que se organizaban con motivo de tales eventos, como nos recuerda Lourdes Amigo que ocurriera en Valladolid en 1614 y 1622 a causa de la beatificación y posterior canonización de Santa Teresa, en uno y otro caso con geniales creaciones de "La Santa" salidas de la gubia del gallego.
También se asentaron los arquetipos fernandinos creados en torno a las representaciones pasionales, siendo los casos más representativos los modelos iconográficos relativos a Cristo yacente, convertidos en verdadera seña de identidad del taller, y de Cristo flagelado, donde el maestro implantó y consolidó el uso de columna baja tras ser reconocida como reliquia auténtica la columna conservada en la basílica de Santa Práxedes de Roma, allí trasladada en 1223 desde Jerusalén por el cardenal Giovanni Colonna2. Igualmente, puede considerarse arquetípica la interpretación, por parte de Gregorio Fernández, de las figuras de sayones y soldados, muchos de ellos de una calidad extraordinaria, que lejos de aparecer ataviados a la romana lucen anacrónicas indumentarias de uso generalizado en el siglo XVII, modelos repetidos después en buena parte de la geografía española.
Del mismo modo, en el proceso creativo experimentado por Gregorio Fernández, encontramos dos arquetipos en los que el artista hace geniales creaciones dando significado a una religiosidad de gran calado popular. Se trata de la representación de la Inmaculada Concepción, una devoción derivada de los postulados contrarreformistas que en el siglo XVII se convertiría en un fervoroso movimiento con reflejo en todas las artes y con epicentro en Sevilla. Gregorio Fernández se adhería al movimiento "inmaculista" estableciendo un modelo castellano caracterizado por la figura adolescente de María, de pie y en posición inmóvil sobre un trono de nubes y cabezas de querubines, en actitud de oración con las manos juntas ante el pecho, vestida con una túnica a la que se superpone un manto que se quiebra en la parte inferior en forma de pliegues duros y metálicos, así como largos cabellos que se desparraman simétricamente sobre el manto, generalmente coronada y rodeada de un resplandor de forma ovalada que reafirma su composición simétrica.
Este arquetipo tan repetido y copiado, el más hierático en la producción fernandina por concebir la imagen ante todo como una visión mística, solemne y cargada de valores simbólicos, encuentra su contrapunto en el arquetipo del patriarca San José, en el que prima el naturalismo y el movimiento cadencioso. Su devoción alcanzaría un especial desarrollo a partir de la reforma carmelitana llevada a cabo por Santa Teresa, que estimuló su devoción en sus fundaciones hasta el punto de recibir tal advocación muchos de sus conventos. De esta manera, el carácter de personaje secundario que San José había ostentado mayoritariamente en las representaciones pictóricas y escultóricas de tiempos precedentes, se torna en un desconocido protagonismo josefino para resaltar su condición de hombre ejemplar y padre modélico, unas veces integrando el grupo de la Sagrada Familia y otras como imagen independiente. 

San José y el niño Jesus en el ámbito teresiano
San José es un personaje que aparece en el repertorio fernandino desde sus obras más tempranas, siempre tratado con suma dignidad y prefigurando lo que con el tiempo llegaría a ser su modelo definitivo, diríase que inspirado en un labriego o artesano castellano. Gregorio Fernández ya incluía una imagen de San José con el Niño en el retablo mayor del monasterio de las Huelgas Reales de Valladolid, realizado en 1613, aunque siguiendo una iconografía convencional del santo patriarca. Sin embargo, cuando al año siguiente elabora el exquisito Retablo del Nacimiento para el mismo convento, ya incluye una figura con unas características perfiladas y abocadas a convertirse en arquetípicas, presentándole como un hombre maduro que aún conserva cierta juventud y cuya personalidad radica en el tratamiento de su cabeza, con largo cuello, cráneo de estructura ovoide, frente alta y muy despejada, cabello corto que permite ver las orejas y peinado hacia adelante para formar tres voluminosos mechones rizados sobre la frente, ojos rasgados de cristal, nariz recta, boca cerrada, generoso bigote y una barba larga con dos puntas simétricas.
Sería en el altorrelieve de la Sagrada Familia, realizado en 1615 para el monasterio de Santa María de Valbuena de Duero, donde ya aparece de cuerpo entero luciendo una indumentaria que permanecería invariable en obras posteriores, con una túnica corta de gran vuelo que le cubre por debajo de las rodillas, ceñida con un cinturón y con un gran cuello vuelto, así como un amplio manto que produce anchos pliegues que en ocasiones adquieren un aspecto duro o metálico. Únicamente los ornamentados borceguíes que cubren los pies se convertirían en austeras botas de cuero en los modelos posteriores.
Podría decirse que el arquetipo josefino queda consolidado en la exquisita talla de San José que, en formato inferior al natural, realiza Gregorio Fernández por esos mismos años para el Convento de San José de Medina del Campo, segunda fundación teresiana en activo desde 1567. Con la cabeza y la indumentaria característica, el cuerpo en posición de contrapposto, la cabeza girada hacia la izquierda, el brazo derecho flexionado y levantado para sujetar la vara florida —atributo tradicional— y el izquierdo levantado a la altura de la cintura produciendo el plegado del manto, la figura ya muestra un movimiento cadencioso que le permite moverse en el espacio con gran elegancia, aunque estuviera colocado dentro de una hornacina.
El modelo se repite en el grupo escultórico de la Sagrada Familia que realizara entre 1620 y 1621 como imagen titular de la Cofradía de San José, Nuestra Señora de Gracia y Niños Expósitos, con sede en la iglesia de San Lorenzo de Valladolid, donde el arquetipo josefino creado por Gregorio Fernández alcanza sus máximas cotas naturalistas y expresivas.
Muy próximo a este modelo, y con todas las características reseñadas, se presenta la figura de San José del convento de la Concepción del Carmen de Valladolid, que junto a las imágenes de la Inmaculada y Santa Teresa, igualmente realizadas por Gregorio Fernández en 1623, se integra en el retablo mayor de la iglesia de la que fuera la cuarta fundación teresiana. La imagen, con el manto replegado para adaptarse a la hornacina, presenta una impecable corrección técnica, signo de la madurez del artista, y un gran naturalismo en su leve y armónico movimiento que le proporciona el aspecto de un vigoroso labriego castellano.
Se remata con una bella policromía, con encarnaciones a pulimento, que también responden a una constante, con la túnica en tonos verdosos, en este caso ornamentada con grandes motivos vegetales —primaveras— que dejan aflorar el oro subyacente, y un manto rojizo con los bordes recorridos por una cenefa dorada. Se completa con una serie de elementos postizos realizados en plata, como una corona de tipo resplandor inserta en la mitad de la cabeza y la vara florida que recuerda el milagro producido durante el episodio evangélico de los pretendientes a esposarse con la Virgen.
Como ocurre en el grupo de la Sagrada Familia de San Lorenzo, en este caso San José se acompaña de la figura exenta del Niño Jesús, una de las más bellas imágenes de Gregorio Fernández, que, a diferencia de los modelos infantiles de Martínez Montañés, siempre presentados desnudos, aparece vestido con una túnica tallada similar a la paterna, ceñida a la cintura por un cíngulo, con un amplio cuello vuelto y ornamentada con grandes motivos florales, aunque en la figura del infante llega hasta los pies, repitiendo el modelo del grupo de la Sagrada Familia de la iglesia de San Lorenzo.
Autor de numerosas figuras infantiles que ocupan un papel secundario en forma de bellos querubines (recuérdese el altorrelieve del Bautismo de Cristo conservado en el Museo Nacional de Escultura), en la figura de este Niño Jesús el escultor alcanza su grado máximo de delicadeza y equilibrio, al tiempo que consolida un nuevo arquetipo caracterizado por el minucioso trabajo de la cabeza, con cabellos desordenados que casi cubren las orejas, mechones simétricos y abultados sobre la frente y un semblante melancólico, con la boca ligeramente entreabierta y la mirada dirigida a lo alto, el cuerpo completamente cubierto por una túnica tallada con bruscos pliegues en la parte inferior, los brazos levantados a diferentes alturas y aplicación de elementos postizos, como ojos de cristal. Postizos también son los diferentes atributos sujetos en las manos, según se deduce de la posición de los dedos, siendo frecuente una sierra de carpintero que en este caso no se ha conservado, aunque sí una pequeña cruz que alude a su trágico destino.
Este modelo infantil, tan personal y diferente a los que hicieron furor en aquel tiempo en el interior de las clausuras femeninas, sería copiado por otros muchos escultores, en unos casos como acompañante en las representaciones del Ángel de la Guarda, en otros repitiendo miméticamente el grupo de San José y el Niño creado por Gregorio Fernández. Más frecuente fue la repetición de la imagen aislada de San José, especialmente presentes, como ya se ha dicho, en las comunidades de carmelitas, así como en las cofradías y capillas bajo su advocación, como la del gremio de entalladores en la iglesia penitencial de las Angustias de Valladolid, por citar un ejemplo, en la que el entallador Antonio López copia el modelo fernandino en 1675 manteniendo incluso el colorido de la policromía. 

Paso procesional del descendimiento, 1623-1624
Madera policromada y postizos
Iglesia penitencial de la Santa Vera Cruz, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Ante todo es conveniente señalar que este paso procesional debe considerarse como una obra cumbre del afán barroco por revivir, a través de arriesgados valores escenográficos, un auténtico simulacrum sacrum, pues cuando a los recursos técnicos que exige toda puesta en escena, en este caso de gran espectacularidad por la declamación de los personajes y su estudiado atrezo, converge un universo formal de fácil comprensión y contenido dramático apasionado, la fusión resultante aporta los elementos necesarios para producir una enorme fascinación a través de los sentidos. Del mismo modo que en Las Meninas de Velázquez actúa un extraño sortilegio que cautiva al espectador, permitiéndole recomponer mentalmente una atmósfera espacial inexistente en el lienzo plano, en el Descendimiento de Gregorio Fernández una enigmática taumaturgia permite adivinar esfuerzos y sentimientos, gemidos y llantos, un cúmulo palpitante de sensaciones y emociones que trascienden la rigidez matérica de la madera.
El Descendimiento es el único paso vallisoletano en el que las siete figuras que lo componen, todas ellas obras maestras, mantienen la disposición original sobre el tablero, tal como las concibió y ensambló su autor, sin pérdidas considerables, alteraciones en su contenido o recientes recomposiciones especulativas. Asimismo, es el único paso procesional tallado enteramente en madera que ha mantenido su integridad a lo largo del tiempo ensamblado y expuesto al culto en una capilla para él adaptada en la iglesia penitencial de la Santa Vera Cruz, superando modas litúrgicas, dificultades técnicas y agresiones gubernativas que afectaron en tiempos pasados a la práctica totalidad de los pasos del resto de cofradías penitenciales, cuyos conjuntos de figuras fueron disgregados por diversos motivos.
Su elaboración se encuadra en el proceso emprendido en la segunda década del siglo XVII por la histórica Cofradía de la Santa Vera Cruz con dos intenciones. Por un lado, el deseo de cubrir algunas lagunas de la secuencia pasional en su patrimonio. Por otro, el afán por sustituir sus antiguas y modestas composiciones de imaginería ligera, aquellas de papelón que citara Tomé Pinheiro da Veiga en su Fastiginia, por escenas enteramente realizadas en madera perdurable, siguiendo la senda iniciada por Francisco Rincón en 1604 en el paso La Elevación de la Cruz para la Cofradía de la Sagrada Pasión, después continuada por Gregorio Fernández en la serie iniciada en 1612 con el paso la Crucifixión (Sed tengo), para la Cofradía de Jesús Nazareno, y continuada en 1614 con el paso del Camino del Calvario para la Cofradía de la Sagrada Pasión y en 1616 con el Descendimiento (hoy conocido como Sexta Angustia) para la Cofradía de las Angustias. Con el mismo criterio, la Cofradía de la Santa Vera Cruz encargó a Gregorio Fernández hacia 1619 el paso del Azotamiento del Señor y en 1620 la Coronación de Espinas, todos ellos con escenas totalmente innovadoras que asentarían una nueva concepción estética de la escultura procesional castellana, siendo en el Descendimiento de 1623-1624 donde «la gubia del Barroco» alcanzaría su máxima expresión plástica y técnica.
Fue Esteban García Chico quien hizo público el contrato del Descendimiento, suscrito por Gregorio Fernández el 16 de junio de 1623 con la Cofradía de la Santa Vera Cruz. El escultor se comprometía ante Juan Jimeno y Francisco Ruiz, alcaldes de la Cofradía, a entregar en un plazo inferior a un año el paso ajustado al boceto aprobado. Por su parte, la Cofradía no se comprometía a pagar un precio estipulado para cada figura, sino el valor que dictaminase el platero Francisco Díez, que actuaba como tasador, calculando su valor en demasía respecto a las esculturas entregadas por el mismo escultor casi tres años antes como integrantes del paso del Azotamiento.
Gregorio Fernández cumplió escrupulosamente el contrato, entregando las tallas ensambladas a la cruz y las escaleras el día de Carnestolendas de 1624, lo que permitió, una vez policromado, su primer desfile a hombros de cerca de 60 costaleros el 27 de marzo de 1625, durante la procesión conocida como el Jueves de la Cena. No puede decirse lo mismo de la Cofradía de la Santa Vera Cruz, que no cumplió con el pago del importe resultante de la tasación, lo que llevó al escultor a presentar un pleito ante el teniente de corregidor, uno de los dos únicos casos de reclamación judicial presentados ante la justicia ordinaria a lo largo de su vida laboral, cuando los pleitos por incumplimientos estaban a la orden del día.
A pesar de dicha demanda, el genio gallego no logró percibir el importe del paso en vida, pues, a pesar de haber fallecido en 1636, cuando su viuda María Pérez hace el testamento en 1661, hace constar que la Cofradía de la Santa Vera Cruz todavía es deudora de cerca de mil ducados. Incluso en 1667 la deuda seguía siendo reclamada en otro pleito promovido por el mercader de lencería Juan Rodríguez Gavilanes, cuarto marido de Damiana, hija y heredera del escultor.

Iconografía del descendimiento
Esta obra de Gregorio Fernández sintetiza tres circunstancias del arte y la liturgia cristiana. En primer lugar, la composición se muestra heredera de toda la tradición iconográfica desde que apareciera la primera representación de este pasaje, según señaló Émile Mâle, en el arte bizantino del siglo X, siendo la escena más antigua conocida una miniatura del Codex Egberti o Salterio de Tréveris que se conserva en la Biblioteca de Tréveris, Alemania, realizada entre 970 y 980 en el scriptorium del monasterio de Reichenau por un monje conocido como Maestro del Registrum Gregorii.
Después la escena sería interpretada por diferentes maestros medievales, siendo las obras más conocidas el relieve del claustro de Santo Domingo de Silos (segunda mitad del siglo XI), el relieve de Benedetto Antelami de la catedral de Parma (1178), la serie de descendimientos catalanes elaborados en talleres pirenaicos a finales del siglo XII, como el de la iglesia de Santa Eulalia de Erill la Vall (Lérida), el de Santa María de Taüll (Lérida) y el de San Juan de las Abadesas (Gerona), así como la importante serie de conjuntos italianos, de los que bajo la acepción de deposizione se han podido inventariar hasta 33 grupos datados en los siglos XII y XIII, diseminados por el Lazio, Toscana y Umbría. 
El tema sería reinterpretado en el arte flamenco y sobre todo en el Renacimiento italiano, con abundantes creaciones de grandes maestros pintores y escultores que asentaron los modelos que fueron distribuidos en estampas y grabados por toda Europa, facilitando su evolución hacia el Barroco.
Toda la evolución iconográfica del tema, incluyendo las creaciones hispanas, queda recogida y sintetizada en el paso vallisoletano del Descendimiento, en el que Gregorio Fernández, en un alarde de valores dramáticos y formales, presenta el tema depurado y adaptado tanto a la mentalidad castellana como a los postulados trentinos.
En segundo lugar, el tema del Descendimiento llegó a convertirse desde el siglo XI, como las representaciones navideñas, en una escenificación cíclica dentro de la liturgia de la Semana Santa, una dramatización convertida en rito que devino con el tiempo en la popular Función del Desenclavo, en la que miembros del clero, de las cofradías y el pueblo llano participaban de la narración que tenía por objeto certificar la muerte de Cristo en la cruz para resaltar después el verdadero valor de su resurrección. 
En la escenificación sacra, al ritmo narrativo del sermón, se utilizaban crucifijos articulados, algunos sorprendentes por su verismo, imágenes de la Virgen, a cuyos pies se depositaba la imagen de Cristo con los brazos replegados, y una urna sepulcral, debidamente acondicionada, en la que era introducida la imagen de Cristo para proceder a la procesión del Santo Entierro. Esta tradición, que todavía permanece viva en diferentes poblaciones castellano-leonesas, se materializa en forma de conmovedora instantánea tridimensional en la escena creada por Gregorio Fernández.
En tercer lugar, teniendo en cuenta la finalidad procesional de la escena, Gregorio Fernández es capaz de plantear con habilidad una composición en la que el peso —3,5 toneladas— queda hábilmente repartido sobre el tablero, con tres figuras a cada lado del eje central y la Cristo ejerciendo como contrapeso en el centro, circunstancia técnica que pasa desapercibida por la fuerza emocional de la composición, donde cada figura se convierte en un engranaje de precisión para desplegar un discurso narrativo esencial y cargado de emociones. 

El paso del descendimiento
La escena creada por Gregorio Fernández muestra el momento en que Cristo muerto es desclavado y descendido de la cruz por José de Arimatea y Nicodemo, encaramados en altas escaleras y con la ayuda de un mozo ayudante en la base, en presencia de la Virgen, San Juan y la Magdalena. La composición, para permitir la contemplación diáfana de todas las figuras, adopta desde el frente un sentido ascendente que en su visión lateral adquiere la forma de un triángulo rectángulo, estableciendo una diagonal que figuradamente enlaza las figuras de Cristo y la Virgen, verdaderos centros emocionales de la narración dramática en torno a los que se produce un expresivo juego de gestos declamatorios y diferentes tipos de reacción ante el dolor.

La escena se articula en dos niveles muy diferenciados que representan diferentes momentos de tensión. Física en la parte superior y emocional en la inferior, todo un logro calculado por el escultor. Arriba, José de Arimatea encaramado sobre una escalera apoyada por delante del brazo izquierdo de la cruz, y Nicodemo, elevado sobre una escalera colocada por detrás del brazo derecho, se afanan por sujetar con un sudario, con gran dificultad, el cuerpo inerte de Cristo al que han liberado de los clavos de las manos y de la corona de espinas, mientras un joven ayudante, al pie de la cruz, se presta a desclavar los pies. Para reforzar la idea de la muerte, Cristo aparece con su cuerpo flexionado por el peso y la cabeza caída sobre su hombro derecho, mientras su brazo izquierdo pende sin vida y el derecho se flexiona a la altura del codo sujeto por el sudario, quebrando con su figura el rígido eje marcado por la cruz.
Si la disposición de las figuras en la parte superior se ajusta con más o menos fidelidad a composiciones pictóricas o escultóricas precedentes, el planteamiento de la parte inferior es completamente original, tanto por las actitudes, con modos expresivos abiertos, propios del Barroco, como por la disposición espacial y la condensación emocional. De forma muy hábil, una diagonal establece un doble foco emocional: el que emana de la figura inerte de Cristo en lo alto y el creado por la Madre desfallecida a ras de tierra, convirtiendo la escena, con ambos cuerpos desplomados, en una Compassio Mariae, con la Virgen compartiendo la agonía y muerte de su Hijo, con los mismos valores que plasmara en su Descendimiento el genial pintor flamenco Roger van der Weyden (Museo del Prado).
En la escenografía, como es habitual en Gregorio Fernández, se establecen toda una serie de estudiados contrapuntos. A la tensión física del plano superior y la tensión emocional del inferior se añade la referencia a la vida y la muerte a través de los brazos caídos de Cristo y levantados y con los dedos en tensión en la Virgen; a la exteriorizada desesperación y dolor de San Juan, joven vigoroso en impulsiva agitación y con un largo cuello que sugiere un nudo en la garganta, se contrapone el sobrecogimiento y la vivencia inmóvil del drama de la Magdalena, con gemidos ahogados por las lágrimas; a la verticalidad y firmeza de José de Arimatea, de rostro adusto y afeitado, se contrapone la horizontalidad y el forzado equilibrio de Nicodemo, de aspecto bonachón y largas barbas; a la desnudez de Cristo, tallado como un desnudo integral, se oponen los abultados ropajes y los angulosos pliegues del resto de las figuras; una escalera se coloca por delante y otra por detrás de la cruz; se establece un juego de miradas de arriba abajo y viceversa, etc. 


Para acentuar el obsesivo realismo que caracteriza la obra de Fernández en esta época, el escultor recurre al uso de postizos, tanto para expresar en las llagas distintos grados de coagulación —resina, corcho y láminas de cuero— como para humanizar la expresión de los rostros —ojos de cristal y dientes de hueso—, así como asta en las uñas y diferentes elementos de atrezo, como el sudario y el paño de pureza, en textiles reales, y la corona de espinas que debía sujetar Nicodemo, el único elemento desaparecido.
Según recoge Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, en 1741, al intentar introducir el paso de regreso a la iglesia de la Vera Cruz, uno de los costaleros quedó aprisionado y "casi reventado", teniendo que ser trasladado al Hospital General. Por este motivo fue conocido durante mucho tiempo como El Reventón. Pero este suceso no se quedó en una simple anécdota, pues en años sucesivos fue imposible encontrar el número suficiente de costaleros, por lo que no pudo desfilar durante los años centrales del siglo XVIII.
Este hecho, unido al fervor popular que despertaba la impresionante imagen de la Virgen, motivó que en 1757 el Cabildo de la Cofradía de la Santa Vera Cruz decidiera separarla del conjunto y rendirla culto por separado como Nuestra Señora de los Dolores, que como imagen titular pasaría a ocupar durante todo el año la hornacina central del retablo mayor de la iglesia. De este modo la imagen, en su nuevo contexto, adquiría nuevos valores y distinta significación, equiparándose al modelo de la Virgen de las Angustias de Juan de Juni. Para llenar esta ausencia, aquel mismo año se encargó una copia al escultor Pedro Sedano, obra que, aunque a falta del pálpito de la imagen original, cumple discretamente su cometido de suplantación.
Para alumbrar tan genial paso procesional, por expreso deseo del arzobispo don Remigio Gandásegui, el 26 de marzo de 1939 fue fundada la Cofradía del Descendimiento en el seno de la Real iglesia parroquial de San Miguel y San Julián, bajo los auspicios de don Agustín Rodríguez Mostaza, párroco de esta iglesia. Desde entonces el paso desfila con esta cofradía, que en 2014 celebra su 75 aniversario, en la Procesión General de la Sagrada Pasión del Redentor del Viernes Santo, aunque también lo continúa haciendo con la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz, su propietaria, en la Procesión de Regla del Jueves Santo.      
 
Relieve del bautismo de Cristo, 1624
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
El relieve del Bautismo de Cristo es una gran obra maestra realizada por Gregorio Fernández en plena madurez, en una etapa en que se hace obsesiva para el escultor la búsqueda del naturalismo, ofreciendo una esmerada corrección anatómica en aquellos trabajos propensos a la presentación de recatados desnudos, como ocurre en este caso, siempre envueltos en voluminosos ropajes de bruscos plegados y con un magistral tratamiento de las cabezas, que incorporan como postizos ojos de cristal y dientes de hueso, así como una acentuada teatralidad barroca en la que adquiere una importancia fundamental el lenguaje de las manos. 
Esta imaginería realista, cargada de un fuerte componente místico adecuado a los postulados contrarreformistas, pues en definitiva se trata de una exaltación del sacramento del Bautismo, uno de los siete sacramentos aprobados por el Concilio de Trento, se completa con una policromía que igualmente persigue ser naturalista, para lo que se aplican colores planos en la indumentaria, sin las labores de estofados sobre fondo de oro que caracterizaban la etapa anterior, y con los matices propios de la pintura de caballete aplicada a la superficie de la madera para resaltar brillos, sombras y otros efectos en las carnaciones.
Todos estos factores son apreciables en este relieve, que aunque concebido para su visión frontal presidiendo un retablo de discretas dimensiones, ofrece las peculiaridades de los modos de trabajar los volúmenes por el gran maestro. El relieve sigue una tipología muy extendida en la escultura barroca castellana y característica en todos los relieves de gran formato realizados por Gregorio Fernández, con los principales personajes colocados en primer plano, casi despegados del tablero y simulando estar trabajados como un bulto redondo, una ausencia de volúmenes en los planos intermedios, que prácticamente quedan eliminados, con lo que también desaparecen posibles elementos superfluos, y un fondo que aglutina pequeñas figuras en discreto relieve con escenas pintadas de ambientación sobre un fondo de oro de carácter simbólico.
El relieve, con un formato de 2,83 por 1,55 metros, presenta el pasaje evangélico del bautismo de Cristo en el río Jordán a manos de Juan el Bautista, con las figuras principales en tamaño natural. La composición establece dos espacios, uno inferior con la figura de Jesús arrodillado sobre unos peñascos de la ribera del río, que se complementa con la de san Juan Bautista en plena acción de derramar con una concha el agua sobre su cabeza, evocando el rito de purificación en el Jordán, cuya imagen pintada discurre sinuosamente al fondo, y otro superior ocupado por un celaje poblado de nubes entre las que aparecen cabezas de querubines y figuras de ángeles pintados, presidiendo el espacio superior un medallón con la figura de Dios Padre bendiciendo y portando el globo terráqueo en compañía de ángeles, debajo del cual se halla el Espíritu Santo en forma de paloma emitiendo rayos, en definitiva, un fondo convertido en pura teofanía. 


Gregorio Fernández abandona la tradicional iconografía en esta escena, en que Cristo suele ocupar el centro de la composición sumergido en las aguas para adquirir las dos figuras del primer plano un idéntico protagonismo y un carácter complementario, pues mientras Jesús se arrodilla con humildad ante su primo el Bautista, con los brazos cruzados al pecho en gesto de sumisión, su figura queda amparada por la del Precursor, que erguido se abalanza derramando el agua para dar lugar a una composición figuradamente ovalada y marcada por una diagonal ascendente, una imagen posiblemente inspirada en alguna estampa, aunque interpretada con total libertad.
La imagen de Cristo cubre su desnudez con un paño gris verdoso, rodeado de una orla que simula pasamanería, que produce los característicos plegados angulosos y de aspecto metálico que caracterizan al taller fernandino. Su cabeza se ajusta al arquetipo creado por el escultor para las escenas de la Pasión, con una larga melena de cabellos filamentosos minuciosamente descritos, mechones sobre la frente y una barba afilada de dos puntas, en esta ocasión con ojos de cristal y la boca cerrada. Su anatomía, en gran parte velada por el manto, se muestra con un absoluto naturalismo a través de estudios de las proporciones y el resalte de músculos, tendones y venas, consiguiendo el escultor que la madera aparezca transmutada en morbidez palpitante.
Muy comedida y realista es la figura del Bautista, de esbelta anatomía y dotada de un movimiento contenido y cadencioso, ajustada al ritual. Viste una túnica corta confeccionada con piel de camello, que al igual que la tonalidad tostada de su anatomía aluden a su retiro en el desierto, que deja visibles gruesos mechones en los ribetes, y un manto rojo, igualmente orlado, que discurre desde el hombro y es retenido con la mano izquierda para impedir su caída.
Especialmente expresiva es su cabeza, con larga cabellera de mechones apelmazados, descuidados y perforados, unas profundas órbitas oculares y la boca entreabierta a modo de susurro. Su disposición corporal aparece más nerviosa que la de Cristo, con la pierna izquierda adelantada y el brazo derecho levantado, dando lugar a un elegante movimiento, de gran expresividad, que llega a describir un arco.
La figura del Padre aparece en escorzo y está caracterizado como un venerable anciano, con parte del manto agitado al viento, con grandes entradas en el cabello, un gran mechón sobre la frente y largas barbas, una imagen de claras reminiscencias miguelangelescas. El conjunto del relieve ofrece una magnífica policromía aplicada por el pintor Jerónimo de Calabria, con carnaciones mates y una bella vista en perspectiva de los meandros del Jordán. Este contó con la ayuda del dorador Miguel Guijelmo, que se ocupó del sustrato del oro del fondo y también del marco decorado con gallones y piedras.
Este relieve es una buena muestra de la sinceridad del escultor al abordar los temas religiosos que le encargaban, de su habilidad para establecer unas composiciones diáfanas y de la impregnación a la talla de un componente místico fruto de una meditación previa, mezclando en la escena el intimismo sacramental con la representación trascendental propia de un gran dramaturgo, donde las emociones aparecen a flor de piel a través de los estudiados gestos. Todo ello aún es perceptible en su presentación museística, colocado a una altura y en un ambiente muy alejado al espacio para el que el relieve fue concebido.
Según información publicada por Esteban García Chico, el relieve fue encargado a Gregorio Fernández por Antonio de Camporredondo y Río, caballero de Santiago, miembro del Consejo de Su Majestad y alcalde del Crimen en la Real Chancillería de Granada, para presidir un retablo elaborado por el ensamblador Juan de Maseras y colocado en la capilla de San Juan Bautista, situada junto a la capilla mayor, en el lado del evangelio, de la iglesia del Carmen Descalzo de Valladolid, actualmente conocida como el Carmen Extramuros, donde tenía su capilla funeraria. Allí permaneció hasta la Desamortización de Mendizábal, momento en que pasó a engrosar el recién creado Museo de Bellas Artes, actualmente Museo Nacional de Escultura.
Jesús Urrea ha identificado el marco arquitectónico original del relieve en un retablo actualmente dedicado a San Juan de la Cruz en la iglesia del Carmen de Extramuros de Valladolid, un retablo que está coronado por una pintura con la escena de la degollación de San Juan Bautista, obra de Jerónimo de Calabria, el mismo pintor que, como ya se ha dicho, también se ocuparía de la policromía general de este altorrelieve leñoso del Bautismo, hoy considerado como pieza fundamental en la obra del insigne escultor gallego y expuesto en la colección permanente del Museo Nacional de Escultura de Valladolid.

Santa Teresa de Jesús, Hacia 1624
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Una de las principales aportaciones de Gregorio Fernández a la escultura española fueron los nuevos tipos iconográficos de su invención, tanto los referidos a episodios pasionales como a representaciones de nuevos santos, recién canonizados en su tiempo, de los que no existía una imagen de referencia. En este sentido hay que constatar que al gran maestro, de espíritu tan creativo, le tocó vivir unos años muy pródigos en beatificaciones y canonizaciones que propiciaron la demanda de nuevas imágenes destinadas a la exaltación y propaganda de algunos santos por parte de las órdenes religiosas, que vivían con emoción el poder exhibir plásticamente el aspecto y el prestigio de sus fundadores. Entre todos ellos la que tuvo mayor trascendencia en España fue la canonización de Santa Teresa de Jesús en 1622, acontecimiento que en la orden carmelitana desencadenó una petición masiva de obras pictóricas y escultóricas.
Ya desde 1614, año de su beatificación, se había expandido un especial entusiasmo que se tradujo en múltiples sermones y justas poéticas de exaltación teresiana, especialmente en la Corte, donde actuó como mantenedor Lope de Vega y donde participó Cervantes cantando los éxtasis de la nueva beata, según queda recogido en la publicación de hiciera en 1615 en Madrid la viuda de Alonso Martín, con el título "Compendio de las solemnes fiestas que en toda España se hicieron en la Beatificación de N. B. M Teresa de Jesús fundadora de la Reformación de Descalzos y Descalzas de N. S. del Carmen: en prosa y verso por fray Diego de San Joseph, religioso de la misma Reforma".

La popularidad de la beata de Ávila fue tal que el 30 de noviembre de 1617 se solicitó a las Cortes de Castilla que fuera declarada patrona de todos los reinos de España en su calidad de santa, fundadora y escritora, como protectora contra la herejía y como intercesora, propuesta que no llegó a buen término debido a la reclamación del Cabildo de Santiago de Compostela de un título ya consolidado.
Para celebrar aquel acontecimiento le fue encargada al escultor gallego, asentado en Valladolid desde los primeros años del siglo XVII, una representación de Santa Teresa que actualmente recibe culto en la iglesia del Carmen Extramuros de esta ciudad. En ella Gregorio Fernández ya define la iconografía del modelo que nos ocupa, aunque los pliegues del manto están más atenuados, los estofados de la policromía recubren la totalidad del hábito y el rostro representa a una mujer en plena madurez.
Sería poco tiempo después, en 1622, tras la canonización de Santa Teresa junto a los santos españoles San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Isidro y el italiano San Felipe Neri, cuando se volvieron a multiplicar las celebraciones litúrgicas, procesiones y sermones, comenzando la demanda masiva de imágenes de estos santos, siendo Gregorio Fernández el creador de unos modelos iconográficos de todos ellos que serían repetidamente copiados por toda la geografía española. Es entonces cuando el escultor se manifiesta como un excelente intérprete de la santa carmelita, de la que crea una imagen idealizada en su faceta de escritora, con un libro y una pluma en sus manos, pero sobre todo en un rapto de inspiración divina expresado por el movimiento del hábito y su mirada dirigida a lo alto. A partir de los presupuestos de la talla de 1614 en su taller se realizaron versiones evolutivas sobre el mismo modelo, todas ellas encomiables, diferenciadas entre sí por la edad reflejada en el rostro y por las labores de policromía, unas suntuosas, otras más austeras.
La soberbia imagen de Santa Teresa que actualmente se expone en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid, al que llegó como consecuencia de la Desamortización para convertirse en una de sus joyas más preciadas, fue elaborada por Gregorio Fernández poco después de los festejos de la canonización de la monja abulense, alrededor de 1624 o tal vez al año siguiente, cuando ya es citada en algunos documentos, y estaba destinada al desaparecido convento masculino del Carmen Calzado, vecino al taller del escultor, concretamente para presidir un retablo colocado en una capilla situada en el lado de la epístola de la iglesia, que había sido fundada por el prior fray Juan de Orbea, admirador y amigo personal del artista, con el que ejerció como mecenas recomendando sus obras para otros muchos conventos carmelitanos.
La santa, de tamaño natural y vistiendo el hábito carmelitano, aparece de pie y en posición de contrapposto, recurso que describe una línea sinuosa que recorre el cuerpo y le dota de movimiento. Sujeta en su mano izquierda un libro abierto minuciosamente tallado y con inscripciones legibles entre las que se aprecia el nombre de Pedro de Alcántara, su confesor, mientras que el brazo derecho aparece levantado y sujetando delicadamente una pluma, con ademán de interrumpir la escritura al tiempo que recibe la inspiración. En definitiva, se representa un momento en que el trance del éxtasis le hace soltar el manto y el libro, lo que es utilizado por el escultor para romper la simetría a través de una original colocación en el frente del manto plegado y recogido a la altura de la cintura.
El centro emocional de la escultura se concentra en el rostro, en el que Fernández ha representado a la santa con aspecto intemporal, joven e idealizada, con el habitual diseño oval enmarcado por la toca, con piel tersa, nariz recta, boca entreabierta y la mirada al cielo, siguiendo un estereotipo creado por el escultor que se reconoce en otras de sus representaciones femeninas, tales como la Santa Clara del convento de la Concepción de Medina de Rioseco, la Santa Isabel de Hungría del convento de Santa Isabel de Valladolid, la Santa Escolástica del mismo Museo de San Gregorio, la Virgen de la Quinta Angustia (iglesia de las Descalzas Reales), la Dolorosa de la Vera Cruz de Valladolid y la Magdalena del paso del Descendimiento, serie de rostros que siguen el mismo patrón, con una belleza que no se fundamenta solamente en la finura de las facciones, sino en su componente místico. Además, con el fin de reforzar la expresividad, tiene aplicados ojos de cristal que contribuyen a realzar su naturalismo.
La figura está tallada íntegramente, lo que hace presuponer su uso procesional. Tanto el manto como la toca caen por detrás en forma vertical, aunque esta última se pliega dejando sueltos dos cabos que permiten al maestro describir unos bordes naturalistas en los que la madera se transmuta liviana y desmaterializada, un portento que muestra a Gregorio Fernández en su mayor plenitud artística.
También son destacables las finas labores de policromía, con bellos estofados florales concentrados en las orlas del manto y del peto, lo que no enmascara los colores del Carmelo, en tanto que el rostro y las manos ofrecen carnaciones a pulimento. Los detalles polícromos se extienden al libro que porta en su mano, donde son apreciables inscripciones relativas a la obra de la gran escritora. Esta obra maestra marca la pauta en el abandono del gusto por el oro en la policromía a partir del segundo cuarto del siglo XVII, orientándose a un acabado en colores planos y mates con el afán de reforzar el naturalismo de las figuras.
No hay aquí referencia alguna a las huellas y fatigas físicas de la santa andariega, sino al dinamismo que inspiraba sus escritos y fundaciones, mostrando la maestría de Gregorio Fernández tanto en la representación de las diferentes texturas como en las estudiadas composiciones, que como en este caso, teniendo en cuenta el punto de vista bajo del espectador (sotto in su), hace que la madera emprenda un movimiento ingrávido y ascensional, acorde con la elevación de espíritu de la venerada religiosa abulense, que con el tiempo sería declarada Doctora de la Iglesia.

Santo Domingo de Guzmán, Hacia 1625
Madera policromada
Iglesia de San Pablo, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Al entrar en la iglesia de San Pablo, produce cierta decepción que en un templo con una fachada tan grandilocuente en su interior no aparezca un retablo acorde con su arquitectura —de hecho no dispone de retablo mayor— singularidad que la diferencia del resto de las iglesias vallisoletanas, prácticamente todas ellas presididas por enormes maquinarias, en su mayor parte barrocas, que aglutinan notables obras de pintura y escultura, como es el caso de la Catedral, San Martín, las Angustias, la Vera Cruz, las Huelgas Reales, las Descalzas Reales, la Magdalena, El Salvador, Santiago, San Andrés, Santa Isabel, etcétera.
Sin embargo, conocemos hasta tres proyectos para asentar un retablo acorde con la dignidad del templo, un hecho que tiene su origen en las ambiciosas pretensiones de don Francisco de Rojas y Sandoval, Duque de Lerma, que en 1600 adquirió el patronato de la capilla mayor de la iglesia con la intención de emular el modelo real de la capilla mayor del monasterio de El Escorial y preservar en ella su enterramiento como expresión de inmortalidad, procurando con ello su exaltación personal.

Al año siguiente, el poderoso valido de Felipe III acometía importantes reformas en el templo dominico, entre ellas la elevación de la fachada y las bóvedas de la nave, los sólidos contrafuertes laterales, la construcción de un coro alto sobre la entrada y el acondicionamiento a los lados de la capilla mayor de unos lucillos funerarios con tribunas para colocar su efigie en bronce y la de su esposa, a imitación del modelo escurialense. Las obras respondían al deseo de convertir la iglesia en el principal centro religioso de un conjunto palaciego que acogería la Corte en Valladolid, como así ocurrió, por las influencias del Duque de Lerma sobre el rey Felipe III, entre 1601 y 1606.
De aquel proyecto de convertir la capilla mayor de San Pablo en panteón familiar, quedaron en la iglesia de San Pablo las suntuosas efigies en bronce sobredorado de don Francisco Gómez de Sandoval y su esposa doña Catalina de la Cerda Manuel —obras hoy conservadas en la capilla del Museo Nacional de Escultura—, iniciadas por Pompeo Leoni en Valladolid en 1601, tras ser reclamada por el Duque de Lerma su presencia y la de todo su equipo en la ciudad para realizar tanto esta obra como la decoración de los salones del nuevo Palacio Real y los retablos del convento de San Diego por él fundado.
Pocos años después de haberse realizado todas estas obras, el Duque de Lerma encargaba las trazas de un elegante retablo mayor al arquitecto real Juan Gómez de Mora, concertando en 1613 con Gregorio Fernández el conjunto de esculturas, en su mayor parte un santoral de venerados dominicos. Aunque desconocemos los motivos por los que el proyecto no se llevó a cabo, Jesús Urrea plantea la posibilidad de que cuatro esculturas conservadas en la iglesia, que atribuye sin reservas a Gregorio Fernández, pertenecieran a ese proyecto inicial. Son las que representan a San Pedro de Verona, San Vicente Ferrer, Santa Catalina de Siena y Santa Inés de Montepulciano.
En 1617 hubo un intento para proseguir con el proyecto, estando documentado que en 1625 de la policromía de las cuatro esculturas de los santos dominicos citados se ocuparon los pintores Juan Mateo y Gregorio Guijelmo, que contaron con la colaboración de Bartolomé Cárdenas, suegro del primero, siéndoles exigida la misma perfección en la policromía que la que presentaba la imagen de Santa Teresa que había realizado Gregorio Fernández un año antes, con los mismos tonos del hábito en blanco y negro e idénticas fajas doradas. En ese momento, y para el mismo retablo, fue cuando Gregorio Fernández debió elaborar la imagen de Santo Domingo de Guzmán, que como santo fundador de la Orden de Predicadores habría de ocupar la hornacina principal del retablo.
A pesar de todo, en 1626 se planteó otro retablo de traza diferente, en esta ocasión encargado a los ensambladores Melchor de Beya y Francisco Velázquez, que concertaron la escultura con Andrés Solanes, discípulo de Gregorio Fernández, al que en el contrato se le exigía que sus obras fueran de igual calidad a las cuatro realizadas por el maestro gallego anteriormente. Pero de nuevo el proyecto fue abandonado y la iglesia permaneció sin un retablo mayor de calidad similar a los suntuosos cenotafios del Duque de Lerma y su esposa colocados a los lados de la capilla mayor, pasando la imagen de Santo Domingo de Guzmán a ocupar la hornacina central de un retablo colocado en una de las capillas laterales del lado del evangelio que fue costeado por el Padre Baltasar Navarrete, según informa el historiador local Manuel Canesi.
Después de la francesada en Valladolid, acabada la Guerra de la Independencia, en la que todo el monasterio dominico fue objeto de una despiadada destrucción por haber sido convertido en cuartel principal por su proximidad al Palacio Real, se hizo un discreto retablo mayor de estilo neoclásico al que se acoplaron las imágenes de Gregorio Fernández, que fueron repintadas de blanco para simular mármoles que armonizaran con la arquitectura del retablo. Así permanecieron hasta el hundimiento de las bóvedas de la capilla mayor en 1967, un desgraciado siniestro en el que las cuatro imágenes fernandinas quedaron mutiladas3, salvándose de los destrozos únicamente la imagen de Santo Domingo de Guzmán, que, a pesar de circunstancias tan desfavorables, presenta un aceptable estado de conservación puesto en valor durante una reciente restauración.   

La imagen de Santo Domingo de Guzmán
La imagen de Santo Domingo de Guzmán recibe culto en la actualidad junto al presbiterio, en la capilla absidial del lado de la epístola de la iglesia de San Pablo, en un recinto gótico de gran altura donde la escultura, colocada sobre un ménsula moderna de piedra, contrasta con la desnudez pétrea de los muros, acompañada a sus pies por una urna sepulcral que encierra el Cristo yacente que fuera encargado hacia 1609 a Gregorio Fernández por el todopoderoso Duque de Lerma, que donó la imagen al convento dominico en el que ejercía el patronato y cuyas armas, resto del ático del primitivo retablo, cuelgan en la pared a escasos metros de la imagen de Santo Domingo de Guzmán.
La imagen es, aparte de una obra maestra, una de las obras más personales y originales de Gregorio Fernández, realizada en plena etapa de madurez, en unos años en que la búsqueda de naturalismo se hace obsesiva en el escultor, que impregna a sus tallas de un componente místico acorde con los postulados trentinos, se esmera en el exquisito trabajo de las cabezas, combina virtuosos estudios anatómicos en los desnudos, especialmente en las figuras de Cristo, con el recubrimiento de las figuras de vírgenes y santos con ampulosos ropajes de gran complejidad técnica, iniciando la incorporación de sutiles postizos en las imágenes y delicados trabajos en la policromía, consiguiendo impactar al espectador cuando contempla las obras a corta distancia.
Todos estos factores concurren en la figura de Santo Domingo de Guzmán, cuyo misticismo, dinamismo formal y minucioso estudio de luces y sombras la convierten en un paradigma de la esencia barroca, aquella que definiera de forma tan certera el poeta Rafael Alberti como "la profundidad hacia afuera", porque si hay algo que en ella cautiva y sorprende es el profundo ejercicio de imaginería mental del escultor en el momento que antecede a la acción de la gubia sobre la madera. Un ejercicio de talento que le permite legar una nueva visión de Santo Domingo a pesar de utilizar todos los atributos convencionales, reinventado y aportando nuevos valores a una iconografía que había tenido una fuerte tradición desde la Edad Media, compartiendo, desde un polo completamente opuesto, la misma creatividad de Fra Angélico al recrear en Florencia la imagen del santo fundador con un sereno misticismo. 
Porque en el Santo Domingo de Gregorio Fernández, realizado a escala natural —1,87 m. de altura—, todo es arrobamiento místico a partir de una simple mirada a un pequeño crucifijo, mostrando más un estado mental que un estado físico, en el que el cuerpo levita, en este caso sobre un cúmulo de nubes, y asciende a planos trascendentales e ingrávidos que el escultor nos transmite mediante una composición aparentemente inestable, ascensional y en diagonal que conduce inevitablemente la mirada del espectador hacia el crucifijo, haciéndole partícipe de la tensión espiritual y consiguiendo con sutileza que la figura aparezca ingrávida ante sus ojos mediante la desmaterialización de la madera, en algunas partes trabajada en finísimas láminas para sugerir paños reales.
La mayoría de los estudiosos citan de continuo el modo de trabajar Gregorio Fernández los plegados de los paños como algo arcaico, como un convencionalismo o reminiscencia de la escultura hispanoflamenca. Se señalan los quebrados duros y con aspecto metálico como un defecto formal respecto a la búsqueda de naturalismo. Sin embargo, no siempre aparecen trabajados de igual manera, lo que induce a pensar que el escultor lo aplicaba intencionadamente con carácter selectivo, unas veces con formas redondeadas y suave modelado, y otras, como en este caso en que la anatomía desaparece bajo la indumentaria, como un recurso "expresionista" para producir intencionadamente efectistas y animados contrastes de claroscuro en las superficies de las telas, tan apreciados por los artistas barrocos, un recurso que se convertiría en una de las señas de identidad de su taller y que es perfectamente identificable en esta imagen, donde el tratamiento de los paños del hábito adquiere valores constructivistas y los pliegues aparecen recogidos a modo de instantánea, acompañándose de una exagerada amplitud de la túnica, el escapulario y el manto en la parte inferior para producir de rodillas hacia abajo un movimiento que simula el de las propias nubes, insinuando que toda la figura está inmersa en un torbellino que de pies a cabeza sigue un movimiento helicoidal arrebatador, pues no debe olvidarse que el escultor tenía muy claro que la imagen iba a ser iluminada por los parpadeantes pábilos de las velas.
Como es habitual en Gregorio Fernández, los valores emocionales se concentran en el trabajo realista de la cabeza y el lenguaje de las manos. La cabeza está insertada en la capucha del hábito y presenta un largo cuello, para facilitar su visión desde un punto de vista bajo, y el rostro elevado y girado ligeramente hacia la izquierda. Los cabellos, que se ajustan a la tonsura clerical dejando visibles las orejas, están minuciosamente tallados, lo mismo que el pronunciado bigote y la barba de dos puntas, utilizando postizos tanto en la boca entreabierta, que permite contemplar los dientes y la lengua,  y en los ojos, muy abiertos y con aplicaciones de cristal. Se completa con una incipiente barba minuciosamente aplicada a punta de pincel sobre la carnación y una estrella dorada colocada en la frente, atributo tradicional de Santo Domingo que recuerda la leyenda piadosa que afirma que durante el bautismo del santo apareció una estrella en su frente como vaticinio de su posterior vida de predicación, simbolizando que Santo Domingo se convertiría en una estrella o faro brillante para conducir las almas hacia Cristo. 
A la ensimismada expresión del rostro acompaña la estudiada postura de las manos, con el brazo derecho flexionado a la altura de la cintura para sujetar un rosario, del que el santo fue impulsor y que es ofrecido a los fieles como vía de oración, y el izquierdo levantado enarbolando el pequeño crucifijo, símbolo de máxima gloria y victoria sobre la muerte.
En una reciente restauración la imagen ha recuperado su policromía original, muy desvirtuada hasta entonces tras haber sido completamente recubierta de blanco en tiempos pasados. Aunque los colores empleados son muy elementales por estar condicionados a las características del hábito, las carnaciones presentan un delicado trabajo de pintura en la escasa anatomía visible, con matices sonrosados en las mejillas y labios y barba incipiente pintada. Las nubes de la base están recubiertas de pan de plata y en el borde del escapulario han sido recuperadas las vistosas orlas doradas con motivos vegetales a punta de pincel que subyacían bajo la capa blanca y que fueron exigidas en el contrato, con un pequeño tramo conservado como testigo de su situación anterior. La imagen descansa sobre una sencilla peana que sigue los modelos característicos del XVII, con decoración de gemas engarzadas fingidas.
Con esta magnífica escultura Gregorio Fernández lograba plasmar una nueva visión de Santo Domingo de Guzmán, nacido en Caleruega (Burgos) el 24 de junio de 1170 y muerto en Bolonia el 6 de agosto de 1221, estudiante en Palencia, fundador de la Orden de Predicadores aprobada por el papa Honorio III el 22 de diciembre de 1216 y fundador del Santo Rosario, un santo que junto a San Francisco de Asís sería un personaje capital en la religiosidad europea a lo largo de toda la Edad Media y Moderna en Europa, pero sobre todo legaba a los padres dominicos de Valladolid una sorprendente e inigualable imagen del santo fundador que se coloca en la cumbre de la escultura barroca española.   

Cristo yacente, Hacia 1626
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
(En depósito del Museo del Prado)
Escultura barroca española. Escuela castellana

La representación de Cristo muerto y extendido sobre el sudario, como escena previa al Santo Entierro, constituye la producción escultórica más genuina y reconocible del taller de Gregorio Fernández en Valladolid, así como la serie más numerosa de la iconografía pasionaria recreada por el escultor, que encontró en este tema, con el tiempo convertido en un verdadero subgénero de escultura piadosa, una fórmula apropiada para conseguir conmover a los fieles siguiendo las directrices de la Contrarreforma, que potenció la soledad del sepulcro como una de las manifestaciones plásticas más emotivas y eficaces para tocar la fibra sensible de aquella sociedad sacralizada, donde todas las facetas de la vida aparecían vinculadas al trance de la muerte.
La figura aislada de Cristo muerto planteada por Gregorio Fernández, que hemos de hemos de imaginar presentada al culto y en procesiones a la luz de las velas, impresionaba y sigue impresionando a todos los que la contemplan de cerca por la sinceridad y crudeza con que se muestra el despojo de un torturado, ya sea con el cuerpo, sudario y almohadones tallados en un mismo bloque, a modo de altorrelieve, o con la anatomía exenta, pues el escultor llegó a trabajar en madera ambas modalidades.
Si como iconografía cristológica el tema no es original de Gregorio Fernández, sí que puede afirmarse que desde su taller impulsó y definió el arquetipo de resonancia más popular, estando catalogada hasta una veintena de obras que evolucionan desde la delicadeza manierista de su primera etapa, iniciada al poco tiempo de su llegada a Valladolid, hasta el naturalismo y descarnado realismo de sus últimos años, siempre con una perfección técnica impecable para conseguir un simulacro convincente de la realidad y permitir, a través de la contemplación de la obra a corta distancia, la meditación intimista, no sólo sobre el sacrificio de Cristo sino también sobre la misma fugacidad de la vida. De modo que, convertidas estas obras en símbolo de piedad por excelencia, tuvo entre sus comitentes a importantes hombres de estado, entre ellos el Duque de Lerma y el rey Felipe III.
Las raíces iconográficas de Cristo yacente derivan de las ceremonias medievales del Desenclavo y del Santo Entierro, donde se utilizaban crucifijos articulados que cumplían la doble finalidad de presentar a Cristo en la cruz y después colocado en el sepulcro con los brazos replegados, aunque a partir del siglo XV ya comienzan a aparecer imágenes yacentes específicas para tal cometido, perdurando hasta el siglo XVII la costumbre de incorporar en la imagen un viril o relicario, generalmente colocado en la llaga del costado, para contener una hostia que era "enterrada" junto a la imagen en los ritos de Semana Santa.
Los precedentes más inmediatos que pudo conocer Gregorio Fernández en su entorno les encontramos en las hercúleas figuras de Cristo muerto incorporadas por Juan de Juni a los grupos del Santo Entierro, primero en el realizado entre 1541 y 1544 para presidir la capilla funeraria de fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo y cronista de Carlos V, en la iglesia del convento de San Francisco de Valladolid (conjunto hoy conservado parcialmente en el Museo Nacional de Escultura), de resabios laocoontescos, y después en el retablo elaborado entre 1565 y 1571 para la capilla de la Piedad de la catedral de Segovia, patrocinada por el canónigo Juan Rodríguez.
Aquel modelo de Cristo muerto, ya como imagen completamente aislada, fue después reinterpretado por Gaspar Becerra en la década de los 60 del siglo XVI en el Cristo yacente que sería colocado en una capilla del claustro alto del convento de las Descalzas Reales de Madrid, utilizado por la comunidad en las procesiones claustrales del Viernes Santo. No obstante, el precursor más cercano de los modelos fernandinos es el Cristo yacente que realizara Francisco de Rincón poco antes de 1600 para el desaparecido convento de San Nicolás de Valladolid, después trasladado al convento del Sancti Spiritus, donde la figura aparece expuesta dentro de una urna sepulcral.
Sobre todos estos precedentes la iconografía aportada por Gregorio Fernández ofrece muy pocas variantes, básicamente con la figura trabajada como un desnudo cuya disposición, con la cabeza ladeada hacia la derecha, vientre hundido, una pierna ligeramente montada sobre la otra y amortiguada su desnudez por un cabo del paño de pureza, recuerda su posición en la cruz, con la excepción de los brazos, extendidos inertes justo a los costados. En líneas generales está concebido para su visión de perfil desde la derecha, lo que permite contemplar la herida del costado, las huellas de los clavos y la corona de espinas y el rostro, al que Gregorio Fernández incorpora la boca y los ojos entreabiertos insinuando el último suspiro. Para conseguir un mayor realismo anatómico el escultor recurre a la aplicación de postizos efectistas, como ojos de cristal, dientes de pasta o marfil, fragmentos de asta en las uñas, corcho y pellejos en las llagas y regueros de sangre y sudor resueltos con resina.
Para remarcar la cadencia corporal, el cuerpo aparece extendido sobre un sudario blanco en el que se simulan pequeños pliegues y la cabeza reposando sobre cojines, sobre ellos se extienden ordenadamente los cabellos, ornamentados con cenefas de pequeños bordados. En el afán de simular paños reales también se incorporan encajes reales postizos en los ribetes del sudario.
A partir de estos elementos básicos, centrados en las proporciones del trabajo anatómico, el escultor incorporaría distintas variantes ajustadas al estilo de cada etapa de trabajo, de modo que es apreciable en sus primeros yacentes una anatomía vigorosa, los cabellos gruesos y apelmazados, la cabeza reposando sobre dos cojines, el paño de pureza sujeto por una cinta, el sudario ornamentado con franjas y sin aplicaciones de postizos, mientras que en los modelos tardíos la anatomía se estiliza, utiliza un sólo cojín, los cabellos se desparraman con minuciosos mechones rizados y filamentosos, la policromía del sudario aparece exclusivamente en blanco y, lo más importante, incorpora toda una serie de postizos. El resultado es la estremecedora imagen del cadáver de un hombre joven, completamente extenuado y dispuesto para su preceptiva preparación con mirra y aloe, una imagen dotada de un patetismo llevado a sus últimas consecuencias, una descarnada narración que roza el tremendismo, algo poco frecuente en las escenas pasionales barrocas de otros países.
Una buena muestra de lo impactante de este tipo de imágenes es este Cristo yacente que encargara hacia 1626 la Casa Profesa de la Compañía de Jesús de Madrid, después sede de los oratorianos de San Felipe Neri, donde permaneció hasta que en el proceso desamortizador primero fue trasladado al Museo de la Trinidad de Madrid y después, por expreso deseo de la reina Isabel II, a la iglesia de Atocha. Cuando ésta fue derribada en 1903, la imagen fue recogida en la iglesia del Buen Suceso, permaneciendo al culto hasta que en 1922 fue reclamada por el Museo del Prado como institución heredera del desaparecido Museo de la Trinidad.
En 1933, cuando el antiguo Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid fue elevado a la categoría de Museo Nacional de Escultura, el museo madrileño, al no integrarse con facilidad en sus colecciones, mayoritariamente pictóricas, la entregó en depósito al museo vallisoletano, donde se convirtió en una de sus obras más emblemáticas. Después de ser expuesto en la segunda mitad del siglo XX como pieza única en el centro de una lóbrega sala ambientada artificiosamente como una capilla ardiente, la talla ha sido limpiada y restaurada previamente a la reapertura del renovado museo en el año 2009, recuperando todos sus valores plásticos y evidenciando que se trata de una genial obra maestra de la escultura barroca castellana. 
Cristo aparece sin vida y extendido sobre un sudario blanco al que se adapta su anatomía formando una airosa curvatura, con la cabeza reposando sobre un amplio cojín y trabajado con una desnudez apenas velada por el cabo de un paño de pureza de tonos grises azulados. El cuerpo, que presenta armoniosas proporciones clásicas y una delgadez característica en la última etapa del escultor, aunque permite su contemplación desde todos los ángulos está concebido para ser visto desde su perfil derecho, con un modelado más suave que en obras anteriores que llega a conseguir una morbidez que permite adivinar los huesos y tendones debajo de la piel.
La omisión de cualquier referencia narrativa en su entorno obliga al espectador a recorrer cada uno de los detalles del cuerpo inerte, todos ellos calculados con magistral precisión para impactar y conmover. Para ello Gregorio Fernández recurre a la aplicación de postizos que se complementa con un elaborado trabajo de encarnación aplicado por un experto pintor, posiblemente Diego Valentín Díaz, que trata las superficies como una pintura de caballete, con tonos pálidos dominantes que insinúan la falta de vida y matices cárdenos como huellas del martirio.
Como es habitual en Gregorio Fernández, el centro emocional se localiza en la cabeza, aquí tratada de forma descarnada sobre el arquetipo por él creado, con un rostro de facciones afiladas, cuencas hundidas y ojos de cristal entreabiertos con la mirada perdida, boca igualmente entreabierta con labios amoratados y dejando visible dientes de hueso, característicos mechones sobre la frente y un minucioso tallado de la barba de dos puntas y una larga melena que se desparrama por la almohada con mechones filamentosos y ondulados que asemejan estar húmedos.
 A pesar de mostrar el estado de un cuerpo torturado hasta la extenuación, los signos sanguinolentos se reducen a una serie de heridas que resumen todo el proceso pasional, como las huellas de los latigazos en los brazos, los pequeños regueros de sangre sobre la frente producidos por los espinos, las llagas en el hombro y las rodillas producidas por el peso de la cruz camino del Calvario, las perforaciones de los clavos en manos y pies y la llaga del costado abierta con una lanza. En este efectista simulacro, el escultor evita en lo posible lo macabro dotando a la imagen de gran languidez, serenidad y dignidad que mueve a la compasión.
Pero si el trabajo anatómico es sorprendente, otro tanto puede decirse del trabajo realista en el sudario y del paño de pureza, cuyos característicos pliegues quebrados, el tallado en finas láminas y el claroscuro del drapeado sugieren telas reales que contrastan con la tersura del cuerpo y del cojín, respondiendo al juego de contrapuntos habitual en el escultor, que logra en esta imagen la paradoja de que la representación de un cadáver aparezca ante los ojos del espectador como madera transmutada en un verdadero ser viviente. 

Cristo yacente, Hacia 1627
Madera policromada
Real Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Esta escultura de un "desnudo a lo divino", según denominación de María Luisa Caturla, puede considerarse muy atrevida en el más firme ejemplo de escultor contrarreformista, aunque esta desnudez la repitiera en el Cristo yacente (1629-1630) del convento de clarisas de Monforte de Lemos (Lugo), aunque mantiene el perizoma, en el Ecce Homo (h. 1621) del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, en el crucifijo del convento carmelita de San José de Palencia y en el Cristo del paso del Descendimiento de la cofradía de la Vera Cruz de Valladolid.  
El  Cristo Yacente de la iglesia de San Miguel presenta un cuerpo de trazado sinuoso que en cierto modo recuerda su disposición en la cruz, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha, la rodilla izquierda remontando la derecha, el vientre hundido y los brazos extendidos en los costados. La composición está concienzudamente estudiada para dejar bien visibles las llagas de pies y manos, la herida sangrante del costado y los regueros de sangre producidos por la corona de espinas. Para lograr mayor impacto y veracidad en una imagen concebida para ser contemplada de cerca en su camarín, el escultor recurre al uso de postizos realistas, como ojos de cristal, dientes de pasta, uñas de asta y heridas con pústulas de corcho y ligeros levantamientos de la piel fingidos con láminas de cuero.
Su anatomía, de escala superior al natural, refleja un hombre vigoroso, de complexión atlética y proporciones clásicas, ofreciendo toda una serie de matices característicos en los modelos de Gregorio Fernández, como una larga melena con raya al medio virtuosamente descrita, mechones rizados sobre la frente, guedejas recogidas sobre la oreja izquierda dejando visible el rostro, barba afilada de dos puntas, ojos y boca entreabiertos que permiten contemplar unas pupilas de mirada perdida y parte de la lengua, pómulos resaltados, la característica herida producida por una espina en la ceja izquierda, dedos largos, arqueados, con uñas de asta aplicadas y llagas con los coágulos resaltados en resina.
Realza su impactante verismo una policromía que Jesús Urrea atribuye a los doradores vallisoletanos Diego de la Peña y Jerónimo de Calabria, en virtud a un contrato que éstos firman el 6 de marzo de 1627 para policromar dos "Cristos" de bulto de Gregorio Fernández, uno de ellos destinado a la Casa Profesa de la Compañía de Jesús que bien pudiera tratarse de este conservado en la capilla de la Buena Muerte. 

Esta magnífica talla desde 2008 desfila durante las celebraciones de Semana Santa por las calles vallisoletanas alumbrada por la Cofradía del Descendimiento y Santo Cristo de la Buena Muerte, después de haber sido culminada la restauración integral de la capilla de la Buena Muerte en 1995 y de haber encargado esta cofradía unas nuevas andas en madera de cedro, acordes a la calidad de la talla, al imaginero riosecano Ángel Martín García, siendo elegida esta tipo de madera por ser tradicionalmente considerada como la especie con la que fue elaborada la cruz de Cristo. En ellas Cristo aparece reposando sobre un sudario real ajustado a las características anatómicas de la talla.
No obstante, a lo largo del año recibe culto en el camarín situado bajo el altar del original retablo de la Buena Muerte, en la capilla de la misma advocación, de la Real Iglesia de San Miguel y San Julián. Dicho camarín, que adquiere la función de Santo Sepulcro, está decorado en su interior con arquerías sobre estípites y pinturas de ángeles en las paredes, cerrándose con dos puertas batientes que cumplen la función de frontal de altar, con el interior decorado con relieves alegóricos del Sagrado Corazón de Jesús y de María entre rocallas y espejos. Estas puertas solamente se abrían en determinados ritos litúrgicos, permitiendo contemplar al Cristo yacente fernandino acompañado de una bella Dolorosa dieciochesca debida a las gubias del asturiano Juan Alonso Villabrille y Ron.   

Nuestra Señora de la Piedad, Hacia 1627
Madera policromada y postizos
Capilla de San Ildefonso de la iglesia de San Martín, Valladolid
Procedente del convento de San Francisco de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana 

La imagen de Nuestra Señora de la Piedad es un icono vallisoletano por excelencia, una imagen sacra que sigue impactando a cuantos la contemplan en su discurrir callejero durante las celebraciones de Semana Santa. Sin embargo, no fue concebida con fines procesionales, sino para permanecer asentada en la hornacina principal de un retablo que presidía la capilla de Nuestra Señora de la Soledad en la iglesia del desaparecido convento de San Francisco, tal como fue descrito en 1660 por fray Matías de Sobremonte en su manuscrito Historia del Convento de San Francisco, en el que proporciona datos fundamentales para su identificación, entre ellos la más antigua atribución de la autoría de esta obra maestra al genial escultor Gregorio Fernández, hoy aceptada sin reservas.
En la iglesia de aquel céntrico y descomunal convento franciscano don Juan de Sevilla y su esposa doña Ana de la Vega habían fundado en 1590 una capilla familiar de la que ostentaban su patronato. Transcurridos unos años, a causa del enlace matrimonial con una descendiente de la familia Sevilla y Vega, dicho patronato pasó a manos de don Francisco de Cárdenas, señor de Valparaíso y Fresno de Carballeda, que hacia 1627 fue el comitente de la imagen de la Piedad y su correspondiente retablo para presidir la capilla, una iniciativa que sin duda los franciscanos, tan proclives a las representaciones de la Pasión, debieron aceptar con complacencia.
Es posible que en la elección del tema y del escultor influyera sobre los Cárdenas una obra precedente que había causado verdadero asombro en el panorama artístico vallisoletano: el paso procesional conocido por entonces como el Descendimiento —hoy denominado Sexta Angustia— que Gregorio Fernández había realizado en 1616 para la Cofradía de las Angustias, en cuya composición se incluía una novedosa y magistral imagen de la Piedad, con la Virgen y Cristo muerto tallados en un mismo bloque.
No obstante, la imagen no sigue estrictamente aquella experiencia procesional de carácter tridimensional, sino que el gallego retoma el modelo del altorrelieve que ya había realizado entre 1610 y 1612, en su primera etapa, para la iglesia de los Carmelitas Descalzos de Burgos, después evolucionado en el ejemplar naturalista que hiciera en 1625, en plena madurez, para la ermita de la Piedad2 del complejo conventual de Santa Clara de Carrión de los Condes (Palencia). Todas ellas siguen una iconografía heredera de aquella creada por Francisco de Rincón entre 1602 y 1604 para presidir el ático del retablo mayor de la iglesia penitencial de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid, contratado en 1602 por su suegro el ensamblador Cristóbal Velázquez, donde establece un prototipo a partir de la escena creada por Gaspar Becerra entre 1558 y 1562 para el retablo de la catedral de Astorga, a su vez inspirada en el célebre dibujo que Miguel Ángel realizara en 1538 para Vittoria Colonna (Isabella Stewart Gardner Museum, Boston).
Esta imagen, que se engloba en la serie de "Piedades" realizadas por Gregorio Fernández en Valladolid, supone la reinterpretación en la sociedad barroca, condicionada por los postulados trentinos, de una antigua iconografía medieval aparecida como tema independiente a finales del siglo XIII, evolucionada a principios del XIV en algunos conventos del entorno del Rin y muy difundida a lo largo del siglo XV en el centro y norte europeo, especialmente en Francia y Alemania.
El modelo sería depurado por influencia de místicos franciscanos como San Bernardino de Siena, en cuyos escritos imaginaba a la Virgen en este episodio extraviada de dolor y rememorando al tiempo los felices momentos en que acunaba a Jesús siendo niño. También fueron decisivos los aportes de iconografía mental divulgados en las Revelaciones de Santa Brígida y en las Meditaciones sobre la vida de Cristo de San Buenaventura, siempre con la intención de ensalzar el papel de la Virgen como corredentora a través del drama vivido durante el sacrificio de su Hijo.
Estas representaciones de la Piedad fueron muy difundidas en Castilla merced a las rutas comerciales abiertas con Centroeuropa, después reinterpretadas por los artistas locales hasta que en el siglo XVI la preocupación por las proporciones y la lógica del Renacimiento generó la humanización del tema hasta convertirle en una alegoría del dolor: la Compassio Mariae o la Pasión compartida por Madre e Hijo. Buenos ejemplos dejaría Juan de Juni en las múltiples versiones que, tanto en relieves de barro como en esculturas en piedra y madera, realizó a lo largo de su vida laboral.
La escena descriptiva de la Piedad se condensa en dos figuras que expresan un dolor sublime: la de María sufriente al sujetar junto a ella el cuerpo de Cristo muerto, recién descendido de la cruz y como episodio previo al Santo Entierro. Así lo representa en esta imagen Gregorio Fernández, en este caso con la Virgen rodilla en tierra, con gesticulación declamatoria con la cabeza y los brazos levantados en gesto de súplica y desconsuelo, y el cuerpo inerte de Cristo, colocado sobre un sudario que reposa en su regazo y que mantiene un forzado equilibrio a través del brazo derecho de Jesús remontando la rodilla de la Virgen.
Esta composición, aparentemente sencilla, se acompaña de un magistral juego de matices y contrapuntos que ejercen sobre el espectador una fuerte influencia psicológica. A pesar de su concepción frontal, por estar destinada a ser encajada dentro de una hornacina como obra devocional, los volúmenes de la imagen se despegan del fondo creando un fuerte contraste de luces y sombras y, mediante el giro de las cabezas, consigue distintos y variados valores expresivos de igual fuerza tanto en su vista frontal como desde los costados.
Piedad. Gregorio Fernández, 1625
Monasterio de Santa Clara, Carrión de los Condes (Palencia)
 

Con sabiduría combina elementos cerrados, como el cuerpo inánime de Cristo, con una correcta anatomía replegada que describe un pronunciado arco sobre la blanca curvatura del sudario, con otros abiertos propios de la gesticulación barroca, como los brazos levantados y la cabeza en diagonal de la Virgen, lo que produce la caída vertical del manto por la parte trasera arropando la composición en forma de finas láminas y permitiendo que las figuras, presentadas como una instantánea, se muevan con magistral naturalidad y veracidad en el espacio, contrastando la desnudez de Cristo con los voluminosos ropajes que recubren a la Virgen.
En la figura de Cristo, es destacable la serenidad y el realismo anatómico, verdadera obsesión del piadoso escultor en su etapa de madurez, con un blando modelado de gran clasicismo que se aparta de la imagen truculenta de la tortura. Aquí todo es reposo, resignación y solemnidad, con el cuerpo ajustado a los paños y las piernas colocadas recordando su posición en la cruz. La figura evidencia el sentido de la muerte corporal, con el vientre hinchado y la llaga del costado bien visible.
Piedad. Gregorio Fernández, hacia 1627
Iglesia de San Martín, Valladolid
 

En su caracterización, la cabeza sigue el prototipo creado por el escultor en las figuras de Cristo, con un tallado virtuoso en la barba de dos puntas; minuciosos cabellos que caen por el lado derecho en forma de larga melena sobre el hombro y por la izquierda remontan la oreja dejándola visible; melena con raya al medio y con los característicos mechones sobre la frente; órbitas oculares muy pronunciadas y con ojos postizos de cristal en forma de media luna que establecen una mirada perdida; la boca entreabierta dejando apreciar la lengua y dientes de hueso sugiriendo el último suspiro; una encarnación en tonos pálidos y con hematomas violáceos y pequeños regueros sanguinolentos resaltados con resina, así como un paño de pureza gris-azulado que atenúa la desnudez.
El estatismo mortal de la figura de Cristo contrasta con el movimiento atemperado de la Virgen, que presenta los brazos levantados en gesto de incomprensión y desamparo, efecto reforzado con la colocación de las manos en tensión, con la palma abierta y los dedos rectos y separados a modo de súplica. La Virgen aparece derrumbada en el momento más dramático, manteniendo el equilibrio con la rodilla izquierda apoyada en el suelo y la derecha flexionada al frente para sustentar a Jesús, una disposición muy estudiada que permite establecer un espacio para colocar el cuerpo en su regazo y el expresivo brazo sin vida por encima de su rodilla.
La Virgen luce una indumentaria que responde al modelo mariano creado por el escultor, con una saya de lino interior sólo visible en los puños, una túnica roja anudada a la cintura y con los puños vueltos, un manto azul y recorrido por una escueta orla ornamental que le cubre la cabeza y los hombros, así como gruesos zapatos negros, uno de ellos asomando bajo la túnica, y un elaborado juego de tocas blancas envolviendo el rostro, elementos que se convertirían en la marca del taller fernandino, en este caso compuesto por una toca ajustada al rostro que llega hasta el pecho, del tipo usado por las religiosas, y otra a modo de velo cubriendo la cabeza y con el característico pliegue simétrico sobre la frente, ambas simulando una muselina adornada con un sencillo motivo lineal en los ribetes y trabajadas, al igual que los bordes del manto, en finas láminas que sugieren un tejido real. En esta obra se aprecia el peculiar modo de trabajar los pliegues, cuyos duros dobleces se suavizan en esta etapa de madurez como síntoma de una búsqueda obsesiva por conseguir el mayor naturalismo.
Como es habitual en Gregorio Fernández, el componente emocional se concentra en la cabeza, en este caso elevada y ligeramente girada hacia la derecha. El trabajo del rostro sigue las pautas utilizadas por el escultor en otras figuras femeninas, como Santa Catalina de Siena (iglesia de San Pablo de Valladolid), Santa Escolástica (Museo Nacional de Escultura), Santa Clara (Monasterio de la Concepción de Medina de Rioseco), Santa Isabel de Hungría (Convento de Santa Isabel de Valladolid) y Santa Teresa (Museo Nacional de Escultura), con rasgos de gran clasicismo en las cejas arqueadas, la nariz recta, los párpados ligeramente hundidos, la mirada hacia arriba y la boca entreabierta, incorporando como postizos realistas ojos de cristal y dientes de hueso. El resultado es un rostro de una gran belleza y expresividad dramática, capaz de conmover a los fieles a través de los sentidos.
La policromía, que durante mucho tiempo permaneció oculta bajo toscos repintes, fue recuperada durante la restauración definitiva realizada en 2004. Su estética se ajusta a la moda del momento, con las encarnaciones tratadas como pintura de caballete y los paños con aplicaciones de colores lisos acompañados de discretas orlas en los ribetes. Este trabajo, según lo hizo público Jesús Urrea, fue llevado a cabo por el pintor Diego de la Peña bajo la supervisión de Gregorio Fernández. 

Peripecias de la escultura
La magnífica imagen de la Piedad permaneció en el convento de San Francisco hasta la Desamortización de 1836, momento en que fueron confiscados sus bienes. Sin embargo, la imagen no fue recogida en el recién creado Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, como tantas obras procedentes de conventos e iglesias vallisoletanas, sino que fue reclamada por la familia Salcedo y Rivas, heredera de la antigua familia que ostentaba el patronato de la capilla y que en esos años también poseían el patronato de una capilla dedicada a San Ildefonso en la iglesia de San Martín. Se trataba de una fundación realizada en 1622 por don Alfonso Fresno de Galdo, que llegó a ser obispo de Honduras y cuyo palacio se encontraba en la vecina calle del Prado.
Colocada inicialmente en la capilla de los Galdo, debido a la multitudinaria devoción que despertaba en el barrio de San Martín, en 1912 fue trasladada a un altar situado en el brazo derecho del crucero, aunque finalmente, con el deseo de rodearla de la mayor dignidad, el retablo con la imagen fue colocado en una espaciosa capilla barroca, levantada entre 1694 y 1698 bajo el patronato de don Gaspar Vallejo y cerrada con una reja de 1701, que ocupa el segundo lugar del lado del Evangelio. Dicho retablo fue ensamblado por Xaques del Castillo y aparece coronado por una pintura que representa La imposición de la casulla a San Ildefonso, obra de Diego Valentín Díaz.
Tras la regeneración de los desfiles de Semana Santa emprendida desde 1920 por don Remigio Gandásegui, arzobispo de Valladolid, en colaboración con Francisco de Cossío y Juan Agapito y Revilla, que también incluía la recuperación de las cofradías históricas y la creación de otras nuevas, se decidió revitalizar la Cofradía de la Piedad, fundada en 1578 y con la historia más compleja de las cinco cofradías históricas de Valladolid.
En un principio tuvo como primera sede canónica la iglesia del Rosarillo, aunque pronto se le adjudicó como sede canónica la parroquia de San Martín, por hallarse en ella la imagen de la Piedad de Gregorio Fernández que Agapito y Revilla había identificado como procedente del convento de San Francisco y que salió por primera vez en procesión en la Semana Santa de 1927. Tres años después la Cofradía de la Piedad se comprometió a rendirla culto convertida en su imagen titular, siendo aprobados por el arzobispo Gandásegui los estatutos de la recuperada hermandad en 1934.
Determinado su uso procesional, fue necesario recomponer y cubrir la parte trasera del manto de la imagen, originariamente ahuecada, elaborándose también una bella carroza cuyos adornos florales son admirados desde entonces. Asimismo, se completó el conjunto con una cruz con cantoneras y ráfagas de plata, colocada a espaldas de la Virgen (actualmente incorporando un sudario de tela real), y con la colocación de una corona de tipo resplandor en la Virgen y tres potencias en Cristo, ricas piezas de orfebrería realizadas en plata que ya forman parte de la fisionomía tradicional.
En nuestro tiempo, Nuestra Señora de la Piedad ha sido protagonista de un hecho insólito producido a partir del hundimiento de las bóvedas de la iglesia de San Martín el 15 de marzo de 1965, motivo por el que la imagen, afortunadamente sin daños, fue puesta a salvo en la cercana iglesia de las Descalzas Reales, donde desde 2001 permaneció al culto atendida por la comunidad de clarisas. Una vez realizadas las obras de restauración de San Martín, entre 2004 y 2007, la Junta de Gobierno de la Cofradía de la Piedad, que encontró tan buena acogida en el vecino templo, se negó a regresar a su sede canónica oficial, dando lugar a un estrambótico pleito en el que tuvo que intervenir el Consejo Pontificio. 
La Piedad como paso procesional de la Semana Santa de Valladolid
 

San Pedro eb cátedra, Hacia 1630
Madera policromada y postizos
Policromía de Diego Valentín Díaz
Museo Nacional de Escultura, Valladolid (Procedente del Convento del Abrojo, Laguna de Duero, Valladolid)
Escultura barroca española. Escuela castellana
Fue en los años centrales del siglo XVI cuando el escultor Arnao de Bruselas dejó asentada, en numerosos trabajos del entorno de La Rioja, una depurada iconografía de vírgenes y santos titulares que con una posición sedente presidían los cultos desde la hornacina principal de los retablos, siempre imágenes dotadas de una gran vivacidad. Buenos ejemplos los encontramos en la Virgen con el Niño y ángeles del retablo de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja), en el San Esteban de Genevilla (Navarra), en la Santa Coloma de Angostina (Álava), en el San Esteban de Bernedo (Álava), en el San Martín de Alberite (La Rioja), en la Virgen con el Niño de Baños de Rioja, etc. Esta modalidad sedente, tan poco frecuente, sería retomada hacia 1630 por Gregorio Fernández y elegida para representar a un San Pedro en su condición de Sumo Pontífice, con todos los atributos pontificales en alusión a la dignidad de su rango como cabeza de la Iglesia Católica.
Con esta disposición, único caso conocido en la obra del escultor gallego, logra dos objetivos fácilmente apreciables a través de un trabajo de fuerte naturalismo. Por un lado, la presentación del elegido por Cristo para ocupar la primera cátedra papal de forma solemne, entronizado, revestido de pontifical y rodeado de todos los atributos papales en los que se mezclan unos asociados a la iconografía tradicional, como las grandes llaves, con otros anacrónicos que aluden a su alta dignidad eclesiástica, como la capa pluvial, los guantes, la mitra, el báculo en forma de cruz patriarcal, un gran misal que no se ha conservado y la cátedra reproduciendo un sillón frailero de uso común en el siglo XVII español, elementos que ofrecen, de forma simbólica, la estereotipada imagen papal del momento en que se realiza la escultura, totalmente distinta a otras representaciones del apóstol realizadas por Gregorio Fernández para distintos retablos, donde aparece ataviado con túnica y manto y con aire más clasicista.
Por otro lado, esta iconografía reinventada pone de manifiesto el papel asumido por el escultor como fiel intérprete y portavoz de los ideales trentinos. En efecto, tras la condena en el Concilio de Trento de las tesis luteranas de 1517, que atacaban la autoridad e infalibilidad del papado, fueron ratificados los decretos dogmáticos que establecían la supremacía del Sumo Pontífice como cabeza de la Iglesia Católica, propugnando las representaciones plásticas que así lo proclamaran, algo que en esta escultura resulta más que evidente.
Este San Pedro en Cátedra, expuesto en la colección permanente del Museo Nacional de Escultura, debió ser realizado para el Convento de Scala Coeli del Abrojo, ubicado en el término de Laguna de Duero (Valladolid), según indagaciones de García Chico, que publicó un fragmento de la Crónica del padre Calderón de 1679 en la que especificaba su ubicación en una capilla del lado del Evangelio de la iglesia del citado monasterio que había sido levantada por don Sebastián Antonio de Contreras, Caballero de Santiago, Señor de Villanueva de Duero y consejero de Su Majestad. Después del proceso desamortizador fue recogido en el Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, germen del actual Museo Nacional de Escultura, donde la escultura ha sido limpiada y restaurada poco antes de la inauguración de las nuevas instalaciones el año 2009, figurando en la colección permanente.
La obra, como casi siempre ocurre con las grandes creaciones de Gregorio Fernández, ofrece un cúmulo de sutiles matices, propios de la etapa de madurez del escultor, y un juego de contrapuntos muy calculados. La figura de San Pedro aparece rodeada de toda la parafernalia que rodeaba la figura del Pontífice, con una puesta en escena que configura un verdadero grupo escultórico.
La figura aparece caracterizada con la tradicional indumentaria papal, compuesta por un amplio alba blanco, ajustado a la cintura, una larga estola discurriendo a los lados, guantes blancos y una capa pluvial en cuya espalda cuelga un capillo con la escena pintada de la Transfiguración, lo que ha hecho presuponer, dada la imposibilidad de su contemplación frontal, que se tratara de una imagen concebida con fines procesionales. A su lado, tallada en bulto redondo, se coloca una mesa auxiliar recubierta con un paño que la oculta y que está ribeteado por pasamanería de flecos. Sobre ella descansa la tiara papal de tres coronas, utilizada en las ceremonias solemnes, y dos grandes llaves cruzadas, simbolizando el poder otorgado por Cristo a Pedro para poder abrir el Paraíso a los hombres. Originariamente estos elementos se acompañaban con un libro de las Sagradas Escrituras que ha desaparecido. Otros dos elementos que forman parte de la puesta en escena son el sillón frailero, simulando madera y cuero repujado sujeto con grandes clavos, todo ello tallado con gran fidelidad, y un báculo con forma de cruz patriarcal que el apóstol debía sujetar en su regazo.
Llama la atención la profusión decorativa de la indumentaria y los accesorios, especialmente la aplicada a punta de pincel sobre la tiara, el paño que recubre la mesa, la estola y, sobre todo, la capa pluvial, donde junto a grandes motivos florales se incluyen escenas pintadas, que simulan bordados, con episodios de la vida de San Pedro, a lo que se suma el ya citado capillo de la espalda con una copia de la escena de la célebre Transfiguración de Rafael. Todo este alarde decorativo de la policromía es atribuido a Diego Valentín Díaz, el pintor más destacado de cuantos tenían taller activo en Valladolid, erudito y mecenas que mantuvo una estrecha relación de amistad con Gregorio Fernández, para el que realizó, cuando el trabajo se lo permitía, la policromía de algunas de sus obras.
Ante esta exuberancia ornamental de la Cátedra papal, no pasa desapercibido el contrapunto establecido por Gregorio Fernández en la propia imagen del apóstol, cuyos rasgos anatómicos recrean una tipología de inspiración popular que contrasta con el oropel de la indumentaria. Incluso se podría afirmar que por la morbidez del rostro, la pronunciada calvicie y las barbas y cabellos ensortijados, el escultor se ha inspirado en un rudo labriego castellano para crear la identidad de un apóstol de origen humilde, una experiencia que el escultor ya había repetido en un pastor del Retablo del Nacimiento del monasterio de las Huelgas Reales y en la figura del Cirineo del paso Camino del Calvario.
La envoltura de la anatomía en pesados y abultados ropajes desvirtúa en parte las proporciones corporales, por otra parte concebidas para su visión frontal en la hornacina de un retablo. En consonancia con la última etapa del escultor los plegados son duros y quebrados, con partes de la indumentaria trabajadas en finas láminas y pequeños detalles en el rostro que retratan a un hombre maduro, como las arrugas en la frente, en el ceño y en los párpados, con efectistas postizos en las cuencas hundidas mediante la aplicación de ojos de cristal, así como una boca entreabierta que permite distinguir en la cavidad bucal la lengua y dientes de marfil, demostrando como el Barroco intenta persuadir a través de los sentidos.
Todos estos elementos contribuyen a definir una imagen papal de gran dignidad y realismo, amortiguando el distanciamiento que tan solemne figura pueda producir a través de sus rasgos populares y su actitud de bendecir a los fieles con aspecto bonachón. 

Cristo de la luz, Hacia 1632
Madera policromada y postizos
Capilla del Colegio Santa Cruz, Universidad de Valladolid (en depósito del Museo Nacional de Escultura)
Procedente de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
La imagen de Cristo crucificado, como símbolo máximo de la Redención a través de la muerte corporal, es la iconografía más común en el arte cristiano. En el primer tercio del siglo XVII fue repetidamente abordada por Gregorio Fernández a lo largo de su vida laboral. En unas ocasiones en formato que no llega al natural y en otras sobrepasándole, unas veces como imagen aislada y otras formando parte de grupos escultóricos, en la mayor parte de los casos representando a Cristo muerto, aunque no faltan ejemplos del reo aún vivo sobre el madero.
Precisamente esta escultura tan conmovedora supone la culminación del proceso evolutivo del prototipo por él creado, que oscila, como en su serie de Cristos yacentes, desde los primeros crucifijos de anatomía hercúlea y vigorosa a este modelo tan sutil en matices, con un ejercicio sublime de realismo en su enflaquecida anatomía y un acentuado dramatismo naturalista que queda reforzado con una apropiada policromía, en consonancia con la tendencia compartida por los grandes pintores españoles de lo que conocemos como el "Siglo de Oro", en este caso con una encarnación mate y profusión de regueros sanguinolentos que aumentan su patetismo. Igualmente, la variante sobre modelos anteriores queda definida por la forma que adopta el paño de pureza, lienzo blanco que envuelve la cintura formando pliegues quebrados que ya no aparece sujeto por ninguna cinta, sino anudado al frente y con uno de los cabos ondeante por su parte izquierda.
Desconocemos las circunstancias y la identidad del comitente que encargó esta obra maestra, siendo la primera noticia documental la que en 1761 proporciona el historiador cántabro Rafael Floranes, que afirma que fray Benito Vaca, prior entre 1693 y 1697, ordenó fuese colocada en la capilla adquirida por la familia Daza en la iglesia de San Benito, donde ya era conocido como Cristo de la Luz, posiblemente por la permanente colocación de velas que suscitaba su devoción.
Este crucificado de morfología evolucionada había sido ensayado previamente por Gregorio Fernández en el crucifijo que, seguramente encargado por doña Mariana Vélez Ladrón de Guevara, condesa de Triviana y cliente asidua del escultor, había realizado entre 1631 y 1635, a escala sensiblemente inferior, para ser donado al convento de Santa Clara de Carrión de los Condes, en cuya iglesia se conserva.
El Cristo de la Luz presenta una excelente corrección anatómica, con un cuerpo consumido de gran esbeltez, que aparece desplomado poniendo en tensión los brazos, el tórax delgado con las costillas marcadas, el vientre hundido, las piernas largas y juntas y, como es habitual, la emoción concentrada en la cabeza, donde a los elementos que definen sus modelos de Cristo, como la larga melena de raya al medio y minuciosos filamentos que dejan visible la oreja izquierda, los característicos mechones sobre la frente y la barba larga y de dos puntas, se suma un rostro muy afilado de pómulos marcados, con las órbitas oculares hundidas y la boca entreabierta en alusión al último suspiro.
Para acentuar el realismo el escultor recurre, como en otras ocasiones, al uso de postizos efectistas, como los ojos entreabiertos de cristal con forma de media luna y mirada perdida para constatar la muerte, el último aliento expresado con la boca abierta que permite contemplar la cavidad bucal y los dientes de marfil, a lo que se suman sutiles detalles como la espina que perfora la ceja izquierda, el uso de asta en la uñas, la corona de espinas real, superpuesta a la talla, y la recreación de las heridas con aplicaciones de corcho y finos pellejos de cuero para recopilar todas las llagas producidas durante el proceso de la Pasión, como la espalda con las huellas de los latigazos, la oreja dañada por la corona de espinas, la carne viva del hombro izquierdo producida por el peso de la cruz, las rodillas destrozadas en las caídas, los efectos de los clavos en manos y pies y la lanzada del costado cuyos regueros tiñen de sangre el paño de pureza, que agitado por una brisa mística referida al pasaje de la tormenta producida al expirar Cristo, aparece ondulante con los duros, característicos y artificiosos pliegues del escultor y su trabajo en finas láminas leñosas.
Como ocurre con los Cristos yacentes, a todos estos elementos descritos con crudo realismo se suma una depurada policromía, aplicada por un pintor desconocido, que acentúa cada uno de los detalles de su aspecto sufriente, incluyendo la parte de la espalda que prácticamente está pegada a la cruz. La encarnación es mate y los tonos pálidos, sin vida, con los labios y los pómulos amoratados y pequeñas tumoraciones distribuidas por todo el cuerpo.
En pocas ocasiones como en esta se puede comprender la capacidad de sobrecoger y conmover una imagen presentada de forma tan descarnada ante los fieles a través de un supremo realismo efectista y un patetismo sensacionalista. Una imagen viva del martirio que convierte a Gregorio Fernández en un fiel intérprete de los ideales propugnados por la Iglesia Católica en el Concilio de Trento, en cuya sesión XXV, celebrada los días 3 y 4 de diciembre de 1563, aprobaba las resoluciones referidas al culto a las imágenes sagradas como complemento de la labor doctrinal, debiendo contribuir como representaciones icónicas a abrir una vía de acercamiento a lo que ellas muestran y significan.
Teniendo en cuenta que para la creación de algunos temas Gregorio Fernández recurrió a distintos grabados como fuente de inspiración, se ha propuesto como posible modelo para la creación de este crucificado el grabado del Calvario realizado por Hieronymus Wierix sobre un dibujo de Maarten de Vos, especialmente por sus similitudes en la disposición del paño de pureza.
Sin embargo, es mi opinión que si en su primera etapa Gregorio Fernández muestra una clara influencia de los modelos del milanés Pompeo Leoni, al que debió de conocer trabajando en El Escorial y al que siguió hasta Valladolid para trabajar en la Corte, en su etapa de madurez sus figuras pasionales de Cristo acusan ciertos rasgos formales relacionados con el fantástico Crucifijo marmóreo realizado entre 1556 y 1557 por Benvenuto Cellini, que se conserva, como obsequio de Francisco I de Médici a Felipe II, en una capilla de la iglesia de El Escorial, una escultura que el escultor pudo conocer durante su estancia madrileña. Gregorio Fernández repite cada uno de los rasgos de la cabeza adaptándolos al trabajo en madera e incorporando matices naturalistas propios del Barroco, aplicando en el Cristo de la Luz el mismo tipo de anatomía depurada y esbelta.
La sobrecogedora imagen de este crucificado hace comprensible la afirmación de Isidoro Bosarte (1747-1807) de que tan sólo la imagen del Cristo de la Luz, aunque el escultor no hubiera realizada ninguna otra obra, sería suficiente para situarle en la cumbre de la escultura barroca española. 

Retablos
La aportación de Gregorio Fernández al desarrollo de la retablística barroca en España fue esencial. Contó para la realización de estas grandes y complejas obras con la colaboración de otros artistas, como Juan y Cristóbal Velázquez, entalladores vallisoletanos, y una numerosa pléyade de pintores y doradores de gran valía que trabajaban estrechamente con el maestro. ​
Sus retablos siguen una ordenación clara, de reminiscencias escurialenses, pero ganando protagonismo los relieves y figuras exentas en detrimento del diseño arquitectónico. Las figuras destacan poderosamente del marco, por medio de sus gestos, sus dimensiones o por romper ese mismo marco en ocasiones. Las ricas policromías y los dorados aumentan la sensación de verdad idealizada que transmiten las esculturas de Fernández. Algunos de los ejemplares más destacados en este campo son: 

Retablo del nacimiento o de la adoración de los pastores, 1614
Madera policromada
Monasterio de las Huelgas Reales, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Según figura en el libro Tumbo del monasterio de las Huelgas Reales, ocupado por religiosas de la Orden del Císter, doña Isabel de Mendoza fundó una pequeña capilla en el coro bajo de la clausura disponiendo ser enterrada en ella. En 1614 procuró su ornamentación con cuadros de valor y devoción, no dudando en encargar el retablo al maestro Gregorio, al que paradójicamente solicitó el tema del Nacimiento para presidir una capilla de sentido funerario.  



Lo primero que llama la atención del retablo es su aspecto preciosista, enmarcado por cuatro pilastras y coronado por un arco de medio punto, con decoración de bolas en los remates laterales. A los lados se colocan dos pinturas de temática inusual, una con la "Virgen recibiendo la comunión del apóstol San Juan" revestido de sacerdote, y otra con la "Lactancia mística de San Bernardo".
El altorrelieve es una esmerada obra personal de Gregorio Fernández y ofrece el aliciente de adelantar modelos iconográficos que el escultor utilizará en otras obras. La composición sigue las leyes de la simetría, con las figuras ordenadas en torno a la imagen central del Niño Jesús arropado por un ángel. La Virgen y San José se colocan a la derecha y los pastores a la izquierda, dejando un hueco entre ellos para colocar las cabezas de la mula y el buey. En segundo plano se recrea el establo a través de un edificio clásico en ruinas y un cobertizo rústico, reservando el fondo para una escena pintada en la que aparece el Anuncio a los Pastores. En la parte superior se abre una gloria en la que parejas de querubines muestran el regocijo del momento. Dos de ellos son figuras exentas, respondiendo a una articulación de los volúmenes característica en Fernández, que en los relieves pasa de un primer plano prácticamente en bulto redondo a un fondo plano pintado, con escasa incidencia volumétrica en los planos intermedios.
La escena, a pesar de adaptarse al popular pasaje evangélico, presenta las sutilezas propias del gran escultor. Un pastor colocado en primer plano, acompañado de un zagal, hace el ofrecimiento de un cordero como prefiguración del futuro sacrificio del recién nacido. Aparece arrodillado de perfil portando un barril, calzando polainas y vestido con un sobrepelliz elaborado con piel de oveja que deja asomar minuciosos mechones en los ribetes. Su cuerpo establece una curvatura que protege la figura del infante y que encuentra su contrapunto en la figura de la Virgen, aquí representada como una joven doncella de cabellos rubios y vestida con el juego tradicional de túnica, manto y toca, donde se aprecia el peculiar trabajo de pliegues del escultor, con quebrados de aspecto metálico. Un bello ángel en actitud de adoración se coloca junto a la cuna de mimbre, ratificando con su presencia el reconocimiento del Niño Dios, representado como un recién nacido inquieto y juguetón.
Pero hay dos figuras de especial interés y que son una genial creación del escultor. Se trata de la figura de San José, en el que crea una iconografía que a partir de este momento repetirá invariable, muy diferente al que tallara un año antes para el retablo de la iglesia de este mismo convento. Su aspecto sugiere un campesino castellano, vestido con una túnica que llega algo más abajo de las rodillas y una capa con un gran cuello, con el cabello muy recortado y mechones sobre una frente con grandes entradas. La figura de San José, rehabilitada para el arte por influjo de Santa Teresa, encuentra en este modelo uno de los grandes prototipos ideados por Gregorio Fernández, que realizaría una larga serie demandada sobre todo desde los conventos carmelitanos.
Otra genial creación es el pastor que toca una gaita gallega, una posible evocación nostálgica de su tierra. En un gesto lleno de naturalismo aprieta la gaita mientras pulsa sobre los agujeros y gira la cabeza para contemplar la reacción del Niño al escuchar la música. Su cabeza se cubre con una capucha de la que surgen ensortijados mechones y su rostro luce una poblada barba. Esta recia figura anticipa la imagen del Cirineo que realizaría ese mismo año integrando el paso procesional del "Camino del Calvario", una imagen dotada de terribilitá miguelangelesca.
Todo el conjunto adquiere un aspecto suntuoso por los efectos de una policromía preciosista que recubre la totalidad del relieve y cuyos esgrafiados liberan el brillo del oro. Se pone con esta obra un colofón al componente manierista que caracteriza su primera época, pues a partir de este retablo su producción se va a orientar a la búsqueda obsesiva de un naturalismo clasicista, hecho que afectará tanto a la talla como a los colores de su acabado.

Retablo mayor de la Catedral de Plasencia
El retablo mayor de la Catedral de Plasencia (Cáceres) es, tal vez, el más importante retablo español de la primera mitad del siglo XVII. Una obra sobrada de calificativos tales como imponente, monumental y complejo, una pieza exquisita en la que se combinan las esculturas con los relieves y altorrelieves y todo ello con las obras pictóricas, como son los cuadros de Francisco Ricco entre otros.
Es por ese motivo muy compleja de estudiar y seguir documentalmente ya que intervienen en ella diversos tipos de artistas, lo cual complica aún más si cabe su estudio.
Aunque es un retablo en sí mismo, es en el fondo y dado su tamaño y compleja composición, una obra también arquitectónica. No es de extrañar pues que muchos arquitectos del momento se dedicasen a la traza de retablos. Alonso de Balbás es uno de esos artistas que encarna en sí mismo esta doble dualidad: arquitecto y arquitecto de retablos.
Del mismo modo, los ensambladores y entalladores tendrían mucha importancia dentro de la fabricación de estas obras, pero también los carpinteros, quienes deberían diseñar una gran arquitectura ingenieril y que son ni más ni menos los que hacen que el retablo no se venga abajo y esté perfectamente cuadrado y colocado.
Pero la escultura en este caso es primordial. El responsable de tal hazaña es Gregorio Fernández. Hablaremos de su obra en las siguientes líneas. Pero intervienen muchos más especialistas de la materia como son los doradores y policromadores, y que a veces son a su vez grandes pintores. Como vemos, la obra de un retablo de madera es muy compleja por la cantidad de artífices que intervienen en ella y por ello no es sencillo seguir minuciosamente todos los pasos que se dan durante su elaboración, pues las labores de unos especialistas y otros en muchos casos se entremezclan dada la polivalencia de algunos de estos empleados.
Uno de los puntos más vitales de partida para la elaboración del retablo de la Catedral de Plasencia es su traza, y en este caso la responsabilidad cayó en Alonso de Balbás durante los años 1623-1624, pero por caprichos del destino esta ha quedado en un segundo plano por Gregorio Fernández y su escultura. 
Retablo de la Catedral de Plasencia
 

La obra propiamente dicha se le encarga la obra a él en colaboración con Andrés Crespo pero mientras estaban acumulando materiales para su ejecución, el cabildo dijo que no lo harían ellos: la tarea iba a pasar a manos de los hermanos y maestros ensambladores Juan y Cristóval Velázquez, aunque curiosamente se siguieron las trazas ya trazadas por Alonso de Balbás. Probablemente de haber continuado el proyecto de Alonso y Andrés, se hubiese superado con creces la obra que hoy vemos.
En la intrahistoria de la escultura pasó algo parecido: primero se habló con Martínez Montañés, pero este estaba en Sevilla… y fue finalmente cuando se decantaron por Gregorio Fernández, quien estaba muy ligado a su vez con los hermanos Velázquez.
En cuanto a su duración, hay que decir que su realización se dilató mucho en el tiempo: casi 10 años de ejecución (1624-1634), pero dando como resultado obras de gran calidad, con es el caso de la Anunciación.
Curiosamente se suele decir que obras como esta eran una especie de "laboratorio de ensayo" donde los mecenas, en este caso los cabildos, no ponían demasiados "peros" a los artistas y estos gozaban de una cierta libertad al tratarse de obras que no daban directamente con el exterior del inmueble. Sin embargo no por ello el coste era relativamente menor, de hecho la escultura resultó ser bastante cara, concretamente su realización rondó los 7000 ducados.
Los hermanos Velázquez empezarían a trabajar sobre el año 1625, año en el que se encarga la escultura a Gregorio Fernández y momento en el cual este hace una serie de puntualizaciones sobre la primitiva traza de Alonso de Balbás:
-Las hornacinas eran demasiado estrechas y propias del manierismo anterior, lo que obliga alga a las imágenes a salirse al exterior, con lo cual la sensación de relieve era extrema.
-Las columnas eran demasiado altas y había que acortarlas un poco.
-Los cuadros deben llegar hasta los entablamentos, en la traza de Alonso llegaban más abajo.
Las pinturas por su parte saldrían de la mano de Francisco Ricci, Mateo Gallardo y Luis Fernández y los temas más repetidos son los relativos a la vida de la Virgen y a Cristo. En la pared inferior podemos ver la Anunciación, de mediados del siglo XVII, La adoración de los pastores de Ricci y en la parte superior, la Adoración de los reyes de Mateo Gallarco y La Circuncisión, de Luis Fernández.
Retablo de la Catedral de Plasencia
 

Todo el retablo está ricamente dorado y policromado y posee una enorme calidad y virtuosismo en todos sus elementos arquitectónicos, algo que sin duda alguna aumentaría el coste de fabricación de semejante pieza.
Al parecer los hermanos Velázquez ejecutaron la arquitectura "en blanco" por unos 6000 ducados, mientras que, como hemos señalado anteriormente, la escultura de Gregorio Fernández (y su taller) era de 7000. La Anunciación, una de las piezas destacada, sí salió de su mano. El dorado y la policromía sobrepasaría estas cifras: 14000 ducados. Esto lo harían Mateo Gallardo y Luis Fernández y Simón López como colaborador. Diego Valentín Díaz también tendría importancia en esta policromía.
Coste total de la obra: 30000 ducados, una cifra disparatada para la época, algo que solo podría alcanzar un cabildo con tanto poder y dinero en la Diócesis y una hazaña que no hubiese sido posible sin la ayuda de dos mecenas muy generosos (de ahí que tengan una serie de escudos en la parte superior dedicados a estos). Por su parte también hay escudos de los obispos de Plasencia.
En el primer plano vemos la maravillosa custodia, que es un derivado del retablo del Escorial y en definitiva de Trento. Es barroco, pero se inspira en las formas escurialenses. Se trata de una custodia con planta centrada, dos cuerpos, una cúpula y un baldaquino, que albergó a la virgen del Sagrari o (un regalo regio).
Lo complementan las imágenes insertas en sus hornacinas, algunas perdidas  y en alusión a determinados personajes bíblicos, como Moisés o Aarón.
En la parte inferior podemos ver un sotobanco de mármol que sirve como apoyo y encima de él, el banco, con el plinto que sirve de elementos a la columna y con varias caras llamadas netos y decorado todo ello con elementos iconográficos: Evangelistas, Los Padres de la Iglesia Occidental... pero siempre siguiendo un cierto carácter didáctico en la obra.
En los tableros centrales hay unos motivos iconográficos en referencia a la Pasión de Cristo, algo que viene de Trento y necesariamente próximo al fiel para mover a la oración y el arrepentimiento. Uno de esos cuadros es un modelo en pequeño de pasos procesionales de Gregorio Fernández hechos para la Semana Santa. En el primer cuerpo está Santiago, San Juan Bautista… A los lados de la custodia los míticos: San Pedro y San Pablo.
El cuerpo superior está dedicado a la Virgen; es de tipo barroco y adelantado para su tiempo. La Asunción tiene dos planos diferenciados está enmarcada entre San Joaquín y Santa Ana, los padres  de ella. A los lados dos figuras “extremos”: San Fulgencio (obispo de Cartagena) y Santa Florentina (monja abadesa), quienes son a su vez los patronos de la diócesis. En la parte alta: el Calvario completo; con Cristo, María, San Juan y María Magdalena, tod ello de una gran calidad técnica. A los lados: San José y Santa Teresa de Jesús. Se complementa lo superior del ático con imágenes de ángeles, muy típico de Gregorio Fernández (San Miguel, San Gabriel, San Uriel y un cuarto por razones de simetría). 
Complementa todo ello la representación de las virtudes: la fe, la esperanza… En los tableros del banco central de los intercolumnios podemos ver escenas de la vida de la Virgen: los desposorios, la presentación en el templo, la huida a Egipto, la Inmaculada… Y en los lunetos, figuras de santos que tienen que ver con instituciones placentinas, pues aquí se trata de representar las devociones del pueblo. Además, se sabe que en Plasencia había un importante monasterio franciscano, de ahí que esté también San Francisco, pero también está San Buenaventura. Y como también hay un convento Dominico, del mismo modo está Santo Domingo y Santo Tomás de Aquino.
En determinados relieves podemos observar la tipología de los Cristos amarrados que se difundirán por toda Castilla, con una columna baja y una peculiar postura. Hay también unos sayones que tienen que ver con modelos manieristas.
El grupo de la Anunciación de la Virgen es una pieza excepcional de la escultura barroca que se adelanta a su tiempo porque Gregorio actúa como escultor y como pintor a la vez gracias a que le da perspectiva a la composición, algo propio de la pintura. Tiene una parte terrenal con San Pedro (izquierda) y Santiago, (derecha), exentas sobre la cornisa, casi voladas y casi fuera del marco que los encuadra. Es algo totalmente anormal, pues antes, durante el Renacimiento, todo, absolutamente todo debía estar correctamente enmarcado y encuadrado.
La Anunciación. Detalle
 

Las figuras paulatinamente se van alejando de bulto redondo: son casi un juego de alto y bajorrelieve, algo que también lo hace Roldán en el Retablo de la Caridad de Sevilla a finales del XVII. La Virgen placentina está en medio de unas nubes, una composición magistral y una iconografía que influirá de forma notable en el ámbito castellano. Se representa a una Virgen "niña", con un pelo y un manto que destacan por sus elementos naturales, realismo y verosimilitud. El objetivo es acentuar ese realismo, algo que sin duda consigue con el juego de pliegues y su policromía, en la cual se emplean colores novedosos tales como el azul celeste y la blanca túnica (cabe recordar que antes los colores más usados eran el azul oscuro y el jacinto para la túnica).
Al parecer este motivo se da porque al padre Marín Alberro se le apareció la Virgen con estos mismos colores y rodeada de símbolos del rosario. Esto, a priori algo insignificante, no lo era tanto en aquellos tiempos; hasta el punto de que el mismo Juan de Juanes pintaría una obra siguiendo estas descripciones.
En la policromía de la pieza intervino el maestro Diego Valentín. Además, debemos tener en cuenta que esta composición mariana influirá notablemente en la pintura. Prueba de ello son los lienzos de Zurbarán, quien en algunas de sus obras sigue el modelo impuesto por Gregorio Fernández en Plasencia.
Complementa todo ello un Calvario donde no se tuvieron en cuenta algunos principios del contrato en cuanto a su magnitud. En él podemos ver a Cristo muerto, con su barbilla hundida, los paños acartonados al aire y con una ornamentación pictórica que hunde sus raíces en modelos aún manieristas. Lo acompañan una serie de ángeles sobre la cornisa del frontón que repite Gregorio y que luego se difundirán. Estos modelos los toma de los anteriores renacentistas y vienen difundidos por los libros de Serlio y las obras de Palladio.
Detalle del Calvario
 

Las pinturas de la parte inferior son de Francisco Ricci, y en ellas podemos ver la Anunciación y la Adoración de los pastores, todo ello de mediados del siglo XVOO y siguiendo la tipología de la Virgen de Italia. En el cuerpo alto, "La adoración de los Reyes Magos" de Mateo Gallardo y La Circuncisión de Luis Fernández, este último muy retardatario para la época. Parece del XVI, de 100 años antes por esa arquitectura clasicista y esos personajes que nada tiene que ver con esa pincelada suelta de mediados del XVII.
La "culpable" de que se hiciese este retablo fue la “Virgen del Sagrario”, un hito en la escultura medieval española y que siempre recibió culto en la catedral, posiblemente en la cabecera. Toda ella está recubierta de plata y se destinó a un museo. Es el germen de esa gigantesca y costosa obra. Singular, porque en España hay pocas obras recubiertas en plata, lo cual invita a pensar que es un legado de Oriente (Bizancio) que llega a Europa.
Hay un mayor naturalismo que en el románico: el niño juega y tiene una ligera sonrisa un tanto forzada. Probablemente fue hecha en León. La recubre una fina capa de plata. En el cinturón y la orifrés hay unas representaciones en tetralóbulos de leones, castillos (en referencia a Castilla y León) y un escudo posiblemente de Plasencia. Sería una imagen regalada por la monarquía  a la ciudad de Plasencia, vinculada a la corona por antonomasia. Ella misma hace de “trono de Dios”, hecha para ser vista de frente. El material empleado fue la madera. Es una imagen ligera. Restaurada en varias ocasiones desde el mismo XVII. 

JUAN DE ÁVILA (Valladolid, 7 de enero de 1652 - 27 de octubre de 1702)
Escultor español que perteneció a la Escuela vallisoletana de finales del siglo XVII.
Fueron sus padres Hernando de Ávila y Juana Martínez. A pesar del indicio de su procedencia abulense por su apellido, Martín Gónzalez apunta la posibilidad de su origen gallego, ya que en Galicia también existen poblaciones con el topónimo "Ávila" y en el siglo XVII fue común la afluencia de gallegos a Valladolid.
El 8 de marzo de 1667, cuando Juan de Ávila tenía 15 años, el procurador de número Marco Antonio Anaya colocó al joven como aprendiz del taller de Francisco Díez de Tudanca por un periodo de cinco años, recibiendo de aquel maestro comida, vivienda y vestido, mientras su tutor le proporcionaba calzado, un jergón, manta y sábana y pagaba 200 reales por su formación.
Era Francisco Díez de Tudanca un mediocre escultor, especializado en copiar las creaciones de Gregorio Fernández, que sin embargo gozó de un gran prestigio en Valladolid y su entorno en el tercer cuarto del siglo XVI. En su obrador, Juan de Ávila llegaría a ser el discípulo más relevante, colaborando muy pronto en los numerosos encargos que en el taller se recibían de Valladolid y poblaciones cercanas.
El 7 de febrero de 1672 Juan de Ávila contrajo matrimonio con Francisca Ezquerra, sobrina de su maestro Francisco Díez de Tudanca, pasando en 1673 a vivir en la calle de Santiago, donde, ya independizado, abrió su propio taller, aunque siempre mantuvo excelentes relaciones con su maestro. Ambos colaborarían en la escultura de San Juan Bautista del retablo mayor de la iglesia de Pesquera de Duero, atribuyendo E. Valdivieso la escultura del santo a Juan de Ávila, que también realizaría en 1678 el gran peñasco que le sirve de peana, primera obra documentada de este escultor.
Tras la muerte prematura de su primer hijo tres años antes, el 30 de junio de 1678 nacía Pedro de Ávila, su segundo hijo, que fue apadrinado en la iglesia de Santiago por la familia Tudanca. Pedro de Ávila continuaría el oficio de su padre y llegaría a ser uno de los escultores más destacados en Castilla durante el siglo XVIII.
En febrero de ese mismo año de 1678 la Cofradía de Jesús Nazareno, dentro del plan de renovación de sus pasos, tras su desvinculación en 1676 del convento de San Agustín, su antigua sede, a consecuencia de construir su propia iglesia penitencial, decidió encargar un nuevo paso procesional del Expolio o del Despojo con la intención de que desfilase en la Semana Santa de aquel año. Para ello el escultor Juan Antonio de la Peña aportó un modelo, pero el cabildo optó por la oferta presentada por Juan de Ávila, en ese momento cofrade de Jesús Nazareno.
El nuevo paso, con variantes sobre el anterior y compuesto por tres sayones y la figura de Cristo, se estrenó en los desfiles de 1680, aunque desgraciadamente nos ha llegado incompleto3, pues hoy se guarda en el Museo Nacional de Escultura con el título de Preparativos para la Crucifixión compuesto por los tres sayones —uno que sujeta a Cristo con una cuerda, otro que cava con un azadón para enclavar la cruz y un tercero que rodilla en tierra perfora con una barrena la cruz extendida en el suelo— y una figura de Cristo, en realidad un Ecce Homo, que procede del desaparecido convento de Agustinos Recoletos de Valladolid y que viene siendo atribuido a Francisco Alonso de los Ríos. En los sayones Juan de Ávila se ajusta al modo casi caricaturesco que implantara en este tipo de figuras Gregorio Fernández.
En 1681 Juan de Ávila era nombrado Diputado de aquella cofradía y un año después nacía en marzo José, su tercer hijo, que fue apadrinado por el pintor Amaro Alonso. El 17 de noviembre de 1686 fallecía su esposa Francisca Ezquerra a los 36 años.
En 1687 se comprometía a realizar parte de la escultura del retablo mayor de San Juan de Dios, cuyo ensamblador fue Alonso de Manzano, continuando su obra en 1692 con una serie de esculturas realizadas para el retablo mayor de la Colegiata de San Pedro de Lerma, obra diseñada en 1690 por el pintor Manuel Martínez Estrada y el ensamblador Diego de Suano en el más estricto estilo barroco, donde el retablo aparece presidido por la escultura de San Pedro en cátedra, que sigue con fidelidad el modelo creado por Gregorio Fernández para el convento del Abrojo de Laguna de Duero (Valladolid).
Hacia 1698 la Cofradía de San Isidro le encargaba para su ermita las imágenes de San Isidro Labrador y su esposa Santa María de la Cabeza, en las que nuevamente se inspira en modelos fernandinos, a las que siguieron en 1699 las esculturas realizadas para dos retablos colaterales del Oratorio de San Felipe Neri de Valladolid, en los que figuraban un San Juan Bautista (hoy en el Museo Diocesano y Catedralicio), y un San Francisco de Sales (actualmente al culto en la iglesia de las Salesas), acompañados en el ático con relieves de sus correspondientes predicaciones.
En ese mismo momento comenzaba las esculturas destinadas al retablo mayor de la iglesia de Santiago de Valladolid, en cuya hornacina central se coloca la escena de la Aparición de Santiago en la batalla de Clavijo, espectacular composición que sigue los esquemas de Gregorio Fernández, con las figuras simulando bulto redondo y colocadas sobre un fondo pintado. Se acompaña en el ático del grupo de la Virgen del Pilar con Santiago y peregrinos, seis ángeles y apóstoles colocados en hornacinas, conjunto que representa el momento álgido del barroco en la escultura castellana.
Martín González atribuye a Juan de Ávila una importante colección de esculturas de la iglesia de San Felipe Neri de Valladolid4, de donde procede la escultura que tratamos. Entre ellas las del retablo mayor, donde aparece un Calvario, la imagen titular de San Felipe Neri, las figuras de San Pedro y San Pablo y cuatro relieves que representan a la Verónica, la Oración del huerto, Jesús entregando las llaves a San Pedro y San Pablo predicando a Félix y Drusila, obras a las que se sumaron las imágenes ya citadas de los retablos colaterales, elaborados, como el retablo mayor, por el ensamblador Francisco de Villota. 
Otras obras de Juan de Ávila en Valladolid se hallan repartidas por la iglesia del Rosarillo, la iglesia del convento de las Brígidas y la iglesia de San Quirce y Santa Julita, en cuyo retablo mayor se hallan las imágenes de bulto de San Bernardo, San Benito, Santa Escolástica, San Quirce y Santa Julita, junto al altorrelieve de la Asunción. Asimismo, la huella de Juan de Ávila es perceptible en otras poblaciones vallisoletanas, como en el convento de las Claras de Peñafiel, hoy convertido en instalación hotelera, y la iglesia de San Juan Bautista de Ataquines, donde aparecen las esculturas de San Miguel, San Rafael y la Inmaculada en las que el escultor continúa recreando tardíamente los modelos de Gregorio Fernández5. 

Juan de Ávila moría en Valladolid en 1702, siendo su obra continuada por su hijo Pedro de Ávila, casado con una hija del escultor Juan Antonio de la Peña y colaborador con su padre en distintas ocasiones, y por Manuel de Ávila, hermano o hijo de este último, que continuaron difundiendo los modelos de Juan de Ávila y el sustrato de Gregorio Fernández durante las primeras décadas del siglo XVIII.  

Paso procesional preparativos para la crucifixión
Cristo: Francisco Alonso de los Ríos  (Valladolid, hacia 1600-1660)
Sayones: Juan de Ávila (Valladolid, 1652-1702)
Cristo: 1641 / Sayones: 1678
Madera policromada y postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Siguiendo la primitiva composición e imitando las composiciones fernandinas, Juan de Ávila entregaba en 1680 un nuevo paso compuesto por tres sayones —uno menos que el original— y la figura de Cristo despojado, que desfiló por primera vez en la Semana Santa de aquel año. Uno de los sayones, rodilla en tierra, perfora con una barrena la cruz depositada en el suelo, otro se afana con un azadón en cavar un hoyo para encajar la cruz y el tercero, que en la primitiva composición sujetaba una lanza, retiene a Cristo con una soga al cuello, no incluyendo el sayón que le arrebataba las vestiduras dando lugar al popular nombre del paso, aunque se mantenía la túnica de tejido real a los pies de Cristo.
Los tres sayones presentan un cierto encorsetamiento gestual y rostros algo rudos, algo poco frecuente en la obra de Juan de Ávila, hecho que podría justificarse por el trabajar condicionado por la obra preexistente que debía copiar y por ser su primera incursión en la escultura grupal con fines procesionales. En este sentido, conviene remarcar la dificultad que suponía el diseño de un paso cuya plataforma debía ser trasladada a hombros por los costaleros, lo que obligaba no sólo a realizar una composición que adquiría distintos matices según los diferentes puntos de vista en su contemplación callejera, sino también la colocación de las figuras atendiendo al reparto del peso sobre la plataforma, en este caso con dos figuras a cada lado del eje central y la cruz colocada en diagonal.
De forma anacrónica, aunque con un toque de fantasía, los tres visten una indumentaria común en el vestuario masculino español del momento en que se hacen las esculturas, con jubones con botonaduras y cintas, calzas, medias, botas y zapatos, dos de ellos con gorros de fantasía que contrastan con la acentuada calvicie del "barrena". Para resaltar su exotismo se emplean en la policromía vivos colores, no estando ausente en las facciones de los verdugos el componente caricaturesco que despertaba pasiones populares, como el que porta el azadón, de raza africana; el que barrena, narigudo y desdentado; y el que sujeta la cuerda, bizco y con el ceño fruncido, estableciendo entre ellos, como un lenguaje codificado, una evidente diferencia racial de judíos, tal vez con la intención de representar los pecados de toda la humanidad.
Juan de Ávila también realizó la figura de Cristo recién despojado que seguía las pautas del paso anterior, con la anatomía en plena desnudez y amarrado al cuello por la soga que sujeta el sayón, cordón en la garganta que en un cabildo celebrado en 1603 se acordó que, como gesto de humildad, fuese el distintivo de todos los cofrades nazarenos.  

Este Cristo, que como ya se ha dicho desfiló por primera vez en el paso del Expolio en 1680, pasaría a recibir culto por separado a lo largo del año en un retablo colateral que para la nueva iglesia de Jesús Nazareno realizaría el ensamblador Blas Martínez de Obregón en 1706. Pero las incidencias del paso no habían acabado, pues en un incendio producido el año 1799 tanto la imagen del Cristo de Juan de Ávila como el retablo que lo albergaba sucumbieron pasto de las llamas.
No obstante, de nuevo la Cofradía de Jesús Nazareno encargaba en 1801 una nueva copia mimética al escultor Claudio Cortijo, cuyo boceto previo fue realizado ese mismo año por el escultor Pedro León Sedano, que sería colocada en el mismo lugar de la iglesia penitencial de Jesús Nazareno, en un retablo neoclásico realizado en 1811 por José Bahamonde. Aunque esta escultura del conocido como Cristo del Despojo no alcanza por su rigidez anatómica el nivel de calidad y la expresividad de las obras de Juan de Ávila, al menos permite recomponer el aspecto de la talla original ajustada al relato del episodio inmediatamente anterior a la Crucifixión, con la figura de Cristo solamente cubierto por el paño de pureza, el cuerpo ligeramente inclinado hacia la cruz, la pierna derecha adelantada y los brazos elevados a la altura de la cintura sugiriendo su despojo y un gesto de perdón habitual en esta iconografía. El estar dotado de ojos de cristal hace presuponer que también los tuviera el modelo de Juan de Ávila, que se habría esmerado en el acabado, como era costumbre, de la figura principal del paso.
Por una copia del Expolio vallisoletano realizada en 1674 por el escultor Francisco Díez de Tudanca para la Cofradía de Jesús Nazareno de León, podemos aproximarnos el aspecto del original de Juan de Ávila, con un movimiento anatómico mucho más naturalista y dinámico que en la talla de Claudio Cortijo, más próximo al boceto de Pedro León Sedano que desde tiempo reciente conserva en su sede la Cofradía de Jesús Nazareno. 

Santo ángel de la guarda, hacia 1698.
Iglesia de San Martín, Valladolid.
Características similares a la escultura de la iglesia de Santiago presenta la imagen del Santo Ángel de la Guarda que recibe culto en una capilla del lado de la Epístola de la iglesia de San Martín. Esta habría sido elaborada por Juan de Ávila en torno a 1698, año en que fue redactada por los maestros toqueros —tejedores de velos de seda— de Valladolid la Regla y Ordenanzas de la Cofradía del glorioso Ángel de la Guarda (documento conservado en la Biblioteca del Colegio de Santa Cruz), de la que se convertiría en su santo titular.  Esta escultura pone de manifiesto como hasta finales del siglo XVII pervivieron las influencias de los modelos angélicos creados por Gregorio Fernández casi ochenta años antes.
Podemos considerar que este grupo escultórico fue concebido como imagen titular de la Hermandad del Santo Ángel de la Guarda, institución benéfica dedicada a socorrer a los enfermos que vivían en la miseria, fuesen o no vecinos de Valladolid, la cual, a pesar de que su fundación se remontaba a 1625 en el convento de la Trinidad Calzada, llegó a adquirir verdadera entidad con la aprobación de su Regla en 1698.
La Venerable Hermandad del Santo Ángel de la Guarda, también conocida como Cofradía de la Limpieza, fue la que levantó el desaparecido Hospital de la Resurrección16, del que ostentaba el vicepatronato, mientras que el cargo de patrono recaía en el arzobispo de Valladolid, don Diego de la Cueva y Aldana cuando se redactó la Regla en 1698. El Hospital de la Resurrección era administrado por los monjes hospitalarios de San Juan de Dios, conocidos popularmente como los "Hermanos de la Capacha" por el recipiente de esparto con que pedían limosna. Ellos fueron la mayoría de cofrades integrantes de la Cofradía de la Limpieza, que junto a la Cofradía del Santo Sepulcro estaba instalada en dicho hospital, donde originariamente se rindió culto al Santo Ángel de la Guarda. En 1715, en nombre de don José Talavera, arzobispo de Valladolid, en aquel hospital se realizaría una revisión de los capítulos de la Regla.
En 1889, ante la demolición del Hospital de la Resurrección, la Venerable Hermandad de la Limpieza se trasladó a una capilla del Hospital de Santa María de Esgueva17, mientras que la Cofradía del Santo Sepulcro encontraba sede en la iglesia de la Magdalena. Asentada en aquel hospital municipal, la cofradía continuó celebrando su festividad cada 1 de marzo y desfilando con el grupo escultórico del Ángel de la Guarda en la procesión del Corpus Christi hasta 1925, año en que fue permitido por última vez el desfile de imágenes titulares junto a la custodia procesional.
En 1932, sin motivos razonables conocidos, la Hermandad de la Limpieza se trasladó al convento de las Descalzas Reales, donde permaneció hasta su definitivo traslado a la iglesia de San Martín en 1945, encontrando acomodo su imagen titular en uno de los altares, donde comenzó a ser honrada tanto por el Cuerpo Nacional de Policía como por los médicos puericultores, que también eligieron al Santo Ángel de la Guarda como patrón. Tras el desalojo por el hundimiento de la bóveda de la iglesia en 1965 y la posterior restauración del templo, la imagen se reintegró al altar que ocupa actualmente. En nuestros días también se intenta recuperar su festividad y procesión.
El grupo escultórico se adapta a una iconografía ya convertida en tradicional, con el ángel en actitud de caminar mientras protege y guía a un infante que con las manos a la altura del pecho, en actitud de oración, venera al ángel andariego que sujeta un bordón en forma de cruz. En cierto sentido, la iconografía deriva de las representaciones del arcángel San Rafael ayudando a Tobías.
De nuevo la indumentaria del Ángel Custodio sigue el modelo consolidado en Valladolid, con dos túnicas superpuestas de distinta longitud y colorido, ceñidas en la cintura y con amplias aberturas que facilitan el movimiento, en este caso dejando visibles las dos piernas, incorporando también una abertura en la túnica del niño que deja una de sus piernas al aire. Esto constituye una diferencia con el modelo de Santiago, como también lo es el no tener abierta la túnica corta, la ausencia de un broche en el cuello, la sustitución de los borceguíes por simples sandalias, el menor tamaño de la diadema, el tener el cabello más compacto y la eliminación de los pliegues quebrados, aunque lo sustancial es que en conjunto la composición es mucho más dinámica y naturalista, a pesar de carecer de elementos originales.

Santo ángel de la guarda, hacia 1680.
Iglesia de Santiago, Valladolid.
Se viene considerando que el culto al Santo Ángel de la Guardia apareció en la villa francesa de Rodez a principios del siglo XVI, sumándose, a mediados de ese siglo, a las devociones dedicadas a otras jerarquías celestiales en las que la Iglesia Católica encontró un medio de defensa frente a los ataques del protestantismo, siendo la Compañía de Jesús la que más contribuyó a su difusión. En el proceso de su implantación devocional fue fundamental la publicación en 1612 en Roma del Trattato dell'Angelo Custode, escrito por el jesuita Francesco Albertini da Catanzaro, a lo que se sumaron la difusión de grabados, especialmente los pertenecientes a Hieronymus Wierix, y las predicaciones en las iglesias, culminando el proceso cuando el papa Paulo V consagró oficialmente su devoción.
Para su representación plástica se recurrió al pasaje bíblico en que San Rafael Arcángel auxilia al joven Tobías, sustituyendo a éste por la figura de un niño que, simbolizando el alma cristiana, es protegido con ternura por el Ángel Custodio a lo largo del caminar por la vida.  
Siguiendo esta iconografía, dos versiones escultóricas del Santo Ángel Custodio fueron realizadas por Juan de Ávila en Valladolid en el último cuarto del siglo XVII en relación con la actividad de la Hermandad del Santo Ángel de la Guarda. La más temprana es esta que se conserva en la iglesia de Santiago, mientras que otra más evolucionada, a pesar de compartir los mismos planteamientos estéticos, hoy se encuentra en la iglesia de San Martín, después de recorrer hasta tres iglesias anteriores como imagen titular de dicha cofradía.
Junto a Alonso de Rozas y su hijo José, Juan de Ávila, cuyo taller tuvo continuidad con su hijo Pedro, dirigió uno de los talleres más destacados de la escuela vallisoletana de finales del siglo XVII, realizando creaciones de calidad muy aceptable e incorporando a su obra el agitado movimiento que reclamaban los nuevos tiempos, aunque sin lograr desprenderse de la influencia de los modelos fernandinos a los que nunca pudieron igualar en inspiración y creatividad, contribuyendo con sus obras a que el repertorio de escultura sacra de Gregorio Fernández estuviera vigente hasta las postrimerías del siglo, en gran parte motivado por la continua y expresa petición de los comitentes de que las obras encargadas fueran lo más fieles posible a las geniales creaciones del maestro de origen gallego.
Juan de Ávila, que nació en Valladolid el 7 de enero de 1652, se había formado en el taller de Francisco Díez de Tudanca, un escultor que, a pesar de su gran popularidad en Valladolid, apenas llegó a sobrepasar la mediocridad. En sus obras, muy convencionales y sin excesivo pálpito, se limitó reiteradamente a copiar las obras de Gregorio Fernández, ejerciendo una labor de transmisión de los métodos tradicionales a las últimas generaciones del siglo XVII.
En este sentido, Juan de Ávila llegaría a sobrepasar la categoría de su maestro, con una correcta y prolífica producción entre la que se encuentran, por citar algunas obras representativas, las esculturas del retablo de la Colegiata de Lerma, el paso procesional vallisoletano del Expolio (hoy conocido como Preparativos para la Crucifixión, 1678-1680), realizado para la Cofradía de Jesús Nazareno con original composición, el retablo de San Francisco Javier de la iglesia del Colegio de San Albano, el retablo de San Quirce, las esculturas del retablo mayor de la iglesia de Santiago de Valladolid o las imágenes del retablo mayor y otros altares de la iglesia de San Felipe Neri, todas ellas en Valladolid15. Entre las obras de esta última iglesia se encuentra una imagen de San José con el Niño, cuya composición, con el santo acompañado de una figura infantil, guarda similitudes con el Ángel de la Guarda de San Martín y muestra el grado de madurez alcanzado por Juan de Ávila, que siempre mostró reminiscencias de la estética de Gregorio Fernández.
Esto se aprecia en los modelos angélicos de los que se conocen distintas versiones. El Santo Ángel de la Guarda que actualmente aparece colocado sobre una peana en la capilla de San Jerónimo de la iglesia de Santiago ofrece todos los convencionalismos consolidados en la estética fernandina, aunque desprovisto del pálpito de los modelos del gran maestro.
El ángel aparece con su mano izquierda dirigiendo la cabeza del niño y con la derecha señalando a lo alto, ataviado con las habituales túnicas superpuestas de anchas mangas y ceñidas a la cintura, en este caso con aberturas acompañadas de grandes pliegues al frente dejando asomar la pierna derecha insinuando un movimiento de marcha. Como motivos ornamentales el escultor incluye hombreras en forma de almenas, borceguíes en los pies, un lujoso broche al cuello y una diadema sobre la frente, con una cabeza orientada al frente, un gesto un tanto inexpresivo y una larga melena ondulante en la línea de los trabajos de imaginería ligera salidos del taller de Gregorio Fernández. Otro tanto ocurre en la figura del infante protegido, ajustado milimétricamente a los prototipos fernandinos del Niño Jesús, con una melena corta de mechones ondulados, las manos colocadas a la altura del pecho en actitud de oración y una túnica que le cubre del cuello a los pies en la que se copian hasta la dureza de los pliegues y los quebrados propios del maestro, aunque sin la gracia de aquél.
Su presencia en la iglesia de Santiago está relacionada con la vinculación a la misma de los cofrades de la antigua Hermandad del Santo Ángel de la Guarda, conocida popularmente como Cofradía de la Limpieza, con sede en el desaparecido Hospital de la Resurrección. Esta, que había sido fundada en 1625 en el convento de la Trinidad Calzada, estuvo integrada por el gremio de toqueros o tejedores de velos de seda, que el año 1743 sufragaron un retablo barroco destinado a albergar a su Santo Ángel titular, cuya festividad era celebrada cada 1 de marzo. La ubicación de la imagen, tras la desaparición de la cofradía en 1785, fue modificada a principios del siglo XX para dedicar el altar al culto a San Antonio de Padua, siendo relegada la imagen del Santo Ángel de la Guarda a la capilla de San Jerónimo, donde permanece cuando se escriben estas líneas. 

San Juan Bautista, 1699
Madera policromada
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Procedente del Oratorio de San Felipe Neri de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
El impacto de las creaciones fernandinas se hace patente en el San Juan Bautista que Juan de Ávila tallara 86 años después de que Gregorio Fernández creara el modelo, lo que induce a pensar en un exigencia de los comitentes de que así fuera. En ella el escultor se ajusta con fidelidad, en todos los detalles, al modelo fernandino, del que apenas difiere en pequeños matices de la cabeza, como la melena algo más recortada, los bucles resaltados sobre la frente, la perilla en lugar de una barba poblada y, sobre todo, la juventud del personaje representado, elementos en los que Juan de Ávila aporta sus dotes creativas apartándose del envaramiento y las deficiencias técnicas que presentan las copias de obras de Fernández realizadas años antes por su maestro, Francisco Díez de Tudanca, al que demuestra superar con creces.
En esta escultura destaca la calidad de ejecución, la preocupación por dotar a la figura de movimiento dentro de la hornacina a la que estuviera destinada a través de movimientos abiertos en el espacio, propios del más recalcitrante barroco, la fidelidad a Gregorio Fernández, a modo de homenaje, en los pequeños detalles, como en la simulación de la saya de piel, con pequeñas madejas talladas en los ribetes y simuladas por la policromía en las superficies del anverso, contrastando con la piel sin curtir del reverso, así como las costuras unidas con cintas visibles en un costado, la minuciosa piel naturalista del cordero recostado o la aplicación de ojos de cristal. A ello se suma una esmerada policromía que realza los matices de las carnaciones y contrasta la austeridad de la saya con la brillante orla que recorre el simbólico manto rojo haciendo aflorar el oro.
Esta fiel interpretación de Juan de Ávila de un modelo tan exitoso de Gregorio Fernández debió ser bien acogida en su época, pues el escultor repetiría un San Juan Bautista idéntico para un altar de la iglesia de Santiago de Valladolid, una obra que durante mucho tiempo presidió el pequeño retablo plateresco del baptisterio, realizado en el siglo XVI por Gaspar de Tordesillas, aunque actualmente se halla colocada en una hornacina de una calle lateral del retablo mayor de la iglesia, al lado del grupo de Santiago en la batalla de Clavijo, que preside el retablo en la calle central y que también es obra de Juan de Ávila.   
La airosa figura de San Juan Bautista puede ser contemplada en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid alejada de aquel contexto de hornacinas barrocas dispuestas a gran distancia y atiborradas de elementos decorativos que en las postrimerías del siglo XVII relegaban la escultura de los retablos a una función secundaria. Ello permite al espectador establecer una mayor empatía con la escultura y conocer la obra de forma muy aproximada a como fue acabada por el escultor en su taller. Por todos los valores reseñados, la escultura evidencia la supremacía artística lograda por Juan de Ávila sobre otros importantes talleres vallisoletanos coetáneos, como los dirigidos por el gallego Alonso de Rozas y el berciano Tomás de Sierra.
La escultura fue realizada originariamente para un retablo colateral del Oratorio de San Felipe Neri de Valladolid, en cuyo ático todavía figura un altorrelieve con la Predicación del Bautista. Tras adquirir el templo el rango de iglesia castrense, se modificaron las advocaciones de algunos altares, entre ellos el de San Juan Bautista, cuya escultura titular fue trasladada en 1970 a la iglesia de San Juan. Desde allí pasaría a ser depositada en el Museo Diocesano y Catedralicio.   

Retablo mayor de la iglesia de Santiago Apóstol de Valladolid
La iglesia de Santiago, una de las más antiguas de Valladolid, tuvo su origen en la llamada Ermita del Cristo de Escobar. Dicha ermita estaba servida por una Cofradía que en torno a 1360 se colocó bajo la protección del Apóstol Santiago, convirtiéndose en iglesia parroquial dedicada a dicha advocación. Ni la ermita ni la parroquia debieron tener excesiva importancia arquitectónica. Fue uno de sus ricos parroquianos, el mercader D. Luis de la Serna, quien decidió reedificar el cuerpo de la iglesia, el cual se concluyó en 1490. Posteriormente, en 1497, debido a que se cayó la torre y la capilla mayor, y viendo además la posibilidad de adquirir el patronato de la misma y de conseguir asimismo un lugar para su enterramiento y el de sus familiares, D. Luis se comprometió a su reconstrucción. La obra la realizó el arquitecto Juan de Arandia, el cual la realizó con piedra de Fuensaldaña, acabándola en la navidad del año 1500.
Con anterioridad al retablo actual, la capilla mayor, tenía otro, el cual había sido regalado por el sobre citado D. Luis de la Serna. Este primitivo retablo lo mandó traer desde los talleres florentinos, era de barro vidriado, quizás similar a los que realizaban los hermanos Della Robbia. En los inventarios antiguos se le describía como “de talabera fina, y en el primer cuerpo sobre la custodia del Ssmo. esta una ymaxen de Santiago de bulto y en el segundo cuerpo un Sto. Xpto con la Virgen y San Juan a los lados también de bulto”. Éste retablo, debido a lo débil del material fue reparado en multitud de ocasiones, una de ellas llevada a cabo por el escultor vallisoletano Francisco Alonso de los Ríos en 1650. Esta fragilidad sumada al cambio de gusto llevó a que la iglesia se decidiera a encargar uno nuevo para sustituirle. Canesi indica que “en 1698 quitaron el antiguo retablo que tenía de azulejos… y en su elebado espacio construieron otro muy primoroso… según la práctica y estilo de oy". Se encargó de quitar este delicado retablo el ensamblador Pedro de Ribas. Quizás fue en ese mismo año que habla Canesi cuando se comenzó a realizar el nuevo retablo, ya más acorde con los gustos de la época. La obra fue costeada por la parroquia, por varias cofradías sitas en la iglesia, por el patrono de la capilla mayor y hasta por la ciudad, lo cual nos indica la magnitud y la importancia de dicha obra. No se sabe exactamente cuándo se comienza a construir, pero sí que estaba acabado y asentado 1702.
El cambio de retablo lo vemos perfectamente reflejado a través de dos visitas, una realizada en 1693, y la otra en 1704. En la primera se habla sobre que el altar mayor “es patronazgo de Luis de la Serna de que al presente es patrón D. Alonso Aguayo caballero del orden de Calatrava vecino y regidor perpetuo de esta ciudad y está dotada (…) en cada un año y el retablo de dicha capilla es de Talavera fina y en el primer cuerpo sobre la custodia nueva del Santísimo está una imagen de Santiago de bulto y en el segundo cuerpo un Santo Cristo con la Virgen y San Juan a los lados”; mientras que en la segunda se habla ya de “el retablo de dicha capilla es nueva, y está por dorar y del coste que tuvo y en qué caudal se fabricó está firmada cuenta en éste libro por el dicho Juan Fernández de Salazar cura de esta iglesia en la cual parece que alcanza a dicha fábrica en diez y seis mil y noventa reales”.
Para éste nuevo retablo se pidieron trazas a varios ensambladores, la primera traza la dió Blas Martínez de Obregón, que aunque quedaría desestimada, cobró por ella 600 reales. Finalmente la obra fue a parar a manos del ensamblador Alonso de Manzano, que cobró por la obra la cantidad de 25.000 reales. De la escultura se encargó Juan de Ávila, el cual percibió por las diferentes hechuras la nada despreciable cantidad de 11.000 reales de vellón. Manuel de Estrada se encargaría de dorar las imágenes, cobrando por ello 500 reales; finalmente, del dorado del retablo se encargaría su hermano Cristóbal de Estrada. El retablo se inauguraría el 8 de septiembre del año 1729, fecha en que se colocó el Santísimo Sacramento nuevamente, con motivo de esto se celebró una gran procesión y hubo función religiosa por espacio de tres días: “salieron los gigantones; hubo danza de volantes y cinco altares, uno en el Ochavo, que le hizo la cofradía de Jesús, otro a la puerta de San Francisco, que le hizo la cofradía de San Antonio de mancebos sastres: estuvieron las calle y plaza muy colgadas y adornadas, en especial la plaza que la colgaron uniforme el primer alto de balcones de tapices, el segundo de varias colgaduras y el tercero de tafetanes. En la calle de Santiago pusieron su toldo; la pusieron también uniforme de abanicos y casa de Austria, igualando con maderos las casas que eran bajas para que estuviesen con simetría”.
Otra versión de la inauguración del retablo, ya dorado, lo da el cronista vallisoletano Ventura Pérez: “Año de 1729, día 8 del mes de septiembre, se trasladó y colocó el Santísimo Sacramento en el retablo dorado nuevamente en la parroquia de Santiago, como asimismo colocaron de nuevo a S.M. en la iglesia de Jesús Nazareno. Celébrese una procesión a dos intentos, y fue  que de camino pusieron el Sacramento en Jesús Nazareno. Hubo soldadesca de los de la manzana; salieron los gigantones; hubo danza de volantes y cinco altares, uno en el Ochavo, que le hizo la Cofradía de Jesús, otro a la puerta de San Francisco, que le hizo la cofradía de San Antonio, de mancebos sastres. Al llegar S.M. a éste altar vino una recia tempestad de agua, y se metió la procesión debajo de los portales de la Acera y allí se cantó el villancico, y después que se sosegó prosiguió la procesión por la Lencería al Ochavo, Especería y a Jesús, y pusieron allí a S.M., y prosiguieron por el peso a la Pasión, donde a la puerta había otro altar de la cofradía, y de allí a Santa Ana, donde había otro altar, de allí a Santa Cruz, en donde había a la puerta de la iglesia otro altar y bajaron por la calle del Campo a su casa”.
Hablando ya en un plano puramente artístico, el retablo es de planta semicircular, adaptándose perfectamente al ábside. La arquitectura del mismo se organiza mediante cuatro columnas salomónica de orden gigante repletas de pámpanos y racimos de uvas, las columnas van apoyadas sobre cuatro grandes ménsulas decoradas con una ornamentación muy carnosa. En el banco aparecen además de las ménsulas, dos puertas, sobre cuyos dinteles hay tallados dos espejos, cada uno sostenido por dos ángeles. El cuerpo principal posee entre las columnas tres hornacinas, las dos laterales resguardan las tallas de San Juan Bautista y de San José, y la hornacina central, mucho más grande, el motivo principal del retablo, el cual sobresale de dicha hornacina. El remate del retablo es avenerado, y también con una decoración muy profusa, casi da la impresión de un horror vacui, con motivos vegetales y angélicos. Éste ático posee una sola hornacina, que representa la aparición de la Virgen del Pilar a Santiago y sus discípulos, a los lados de la hornacina aparecen cuatro ángeles que debido a la posición que se encuentran crean cierta inestabilidad, parece que se van a lanzar en cualquier momento a volar, los dos más cercanos a la hornacina se encuentran sentados sobre volutas, y los dos más lejanos se sientan sobre unos trozos de entablamento que se sitúan sobre las columnas más extremas. El retablo poseía un tabernáculo barroco, aunque fue sustituido en 1883 por un altar y expositor blanco de mármol de Macael.
El retablo tuvo una modificación unos pocos años después. En las cuentas de los años 1728-1729 se anota un pago al ensamblador y escultor vallisoletano Pedro Correas por “la obra que hizo en el cascarón del retablo mayor”. No se especifica que obra puede ser, y tampoco hay que nada en el conjunto del cascarón que destaque como obra posterior.
La escultura, obra de Juan de Ávila, comprende las tallas de San Juan Bautista con el cordero, San José, cuatro ángeles, la escena de la Aparición de la Virgen del Pilar al Santo y a sus discípulos, y el grupo central de Santiago Matamoros. 

Aparición de la Virgen del Pilar
La escena la compone Santiago, dos discípulos de éste, y la Virgen del Pilar con el Niño en brazos. Santiago viste de peregrino y con un bastón en la mano izquierda, seguramente lleve algún atributo más de peregrino, como puede ser un zurrón. Aparece semiarrodillado, con la mano derecha extendida en actitud de sorpresa ante dicha aparición. 


Grupo de Santiago matamoros
A pesar de que en los libros de cuentas de la iglesia aparece como obra de Juan de Ávila, Casimiro Gonzalez García-Valladolid y otros eruditos creían que la imagen ecuestre de Santiago no ofrecía la menor duda de que era debida a la gubia de Gregorio Fernández. Esto nos demuestra las altas cotas a las que llegó Juan de Ávila.
El tipo de Santiago que se representa es el de Santiago Matamoros, modelo difundido durante la Reconquista y por la Orden de Santiago. Santiago aparece representado atacando en el aire sobre un caballo blanco, y derrotando a los moros en la batalla de Clavijo. La leyenda de Santiago en la batalla del Clavijo cuenta que el Rey Ramiro I ve a Santiago en sueños en vísperas de una batalla contra los moros. Monta en un caballo blanco, arremete contra los moros con una espada en la mano, los derrota y los pone en fuga. Existen dos versiones de este tema, según el santo cabalgue sobre la tierra o en el cielo, en éste caso lo hace sobre el cielo.
En el centro aparece el monumental conjunto de Santiago Matamoros, es una imagen de lo más teatral, como por otra parte corresponde al barroco, seguramente en la escuela vallisoletana sea el culmen de este período en cuanto a movimiento y teatralidad. La composición ha sido hábilmente trazada, posee un gran dinamismo. Juan de Ávila ha tenido la osadía de colocar a Santiago con el busto en un violento escorzo. Santiago aparece con la espada en todo lo alto dispuesto a dar el golpe de gracia a sus enemigos, que aparecen en el suelo descabalgados e intentando defenderse como pueden. La capa aparece volando, lo que da a la escena un plus de espectacularidad. Con la mano izquierda sujeta un estandarte.
Los moros ocupan la parte baja de la escena, visten ropa militar, coraza, calzas y turbante en la cabeza, los dos aparecen descabalgados, uno de ellos todavía con una pierna cayendo de la silla de montar, lo que le da mayor teatralidad a la escena. El otro intenta rechazar la acometida del santo intentándole dar un estoque desde el suelo. Los moros no hacen sino completar uno de los mejores ejemplos españoles de escena teatral de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Completa el conjunto el fondo, que aparece pintado, en el se representan más moros y caballos, completando con ello la batalla de Clavijo que representa. El modelo usado para realizar estas esculturas de Santiago Matamoros en la Batalla de Clavijo lo tenemos en una hornacina de la sacristía, el cual seguramente fuera el que se utilizó para realizar el grupo de Santiago Matamoros del retablo mayor de la iglesia del Convento de las Comendadoras de Santiago, atribuido a Pedro de Ávila. 


Ángeles
Los ángeles se sitúan dos a la izquierda del relieve de la Aparición y los otros a la derecha. Los dos más cercanos al dicho grupo se sitúan sobre una especie de gigantescas volutas, y los dos más lejanos sobre unos trozos de entablamento, que se encuentran en la vertical de las columnas más extremas del retablo. Aparecen sentados, se les representa con las alas desplegadas a los dos más cercanos al grupo de la Aparición, mientras que los otros dos las llevan recogidas. Todos visten de la misma manera, con una túnica de color rojizo que se abre en las dos rodillas, dejando las piernas al descubierto. La tipología general de los ángeles así como las cabezas y sus ensortijadas cabelleras recuerdan en gran medida al Ángel de la Guarda que se conserva en esta misma iglesia. 



San José y San Juan Bautista
San Juan Bautista se sitúa en la hornacina del lado izquierdo del retablo, mientras que San José aparece en la de la derecha. Ambas son hornacinas flanqueadas por estípites y con remate en forma de venera.
La escultura de San Juan Bautista tiene una gran similitud a la talla del mismo nombre que realizó Ávila para la iglesia de San Felipe Neri. Durante un tiempo la escultura no estuvo en el retablo sino que se la ubicó en la capilla del bautisterio, encontrándose entonces en la hornacina central de un retablo renacentista, obra de Gaspar de Tordesillas.
San José se nos presenta de pie, con una pierna adelantada, agarrando con una mano la vara florida, típico de su iconografía y que alude a su matrimonio virginal con María. La elegante forma en que su mano sujeta la vara florida recuerda a Gregorio Fernández, concretamente a en su escultura de San Rafael ubicada en uno de los lados del altar mayor de la iglesia de San Miguel. Al igual que ocurriera con la escultura de San Juan Bautista, durante algún tiempo San José estuvo ubicado en la hornacina principal del retablo colateral del evangelio. La presente talla de San José debió de ser la titular de la Cofradía de San José, fundada en esta iglesia por los Maestros de Obras en 1614.


PEDRO de ÁVILA (Valladolid, 30 de junio de 1678 - 1742)
Escultor español perteneciente a la llamada escuela vallisoletana en las primeras décadas del siglo XVIII.
Es heredero en cierto modo de los modelos de Gregorio Fernández, que ya usara su padre, el también escultor vallisoletano Juan de Ávila. Tras la muerte de este último, entrará en el taller de Juan Antonio de la Peña, con cuya hija contrajo matrimonio en 1700. Sus primeros trabajos como escultor los realizará a las órdenes de su suegro.
El catálogo de este escultor todavía es un trabajo por completar, pues no son muchas las obras documentadas conocidas, recurriéndose en la mayoría de los casos a meras atribuciones. Tampoco son muchos los datos biográficos que disponemos de Pedro de Ávila, nacido en Valladolid en 1678 e hijo del también escultor Juan de Ávila y de Francisca Ezquerra, que también tuvieron otro hijo llamado Manuel igualmente dedicado a la escultura. Después de iniciar su formación en el taller paterno, y completarla posiblemente en el círculo de los Rozas, comenzaba a trabajar realizando imaginería religiosa en su ciudad natal, donde en 1700 contrajo matrimonio con María Lorenza de la Peña, hija del escultor Juan Antonio de la Peña. Este vínculo familiar dio lugar a que trabajara como colaborador con su suegro haciendo esculturas para el Colegio de San Albano. 
A la muerte de su padre en 1702, heredaba una casa en la calle de Santiago, siendo cofrade de la Cofradía de la Pasión, de la que llegó a ser diputado. Se le atribuyen las esculturas del Cristo flagelado y del Ecce Homo de los retablos laterales de la iglesia de las Angustias, que habría realizado en 1710, así como las esculturas del retablo de Fuentes de Valdepero (Palencia) y el Cristo resucitado de la colegiata de Ampudia (Palencia), obras de 1714.
Ya en 1720 realiza las esculturas  de San Pedro, San Pablo para el retablo mayor de la iglesia de San Felipe Neri y María Magdalena, la Inmaculada y un Cristo crucificado (Cristo del Olvido) para otros retablos de misma iglesia, para la que ya había trabajado su padre, poniendo de manifiesto la corrección de su oficio y su personal estilo en el trabajo de los plegados, en el dinamismo de las figuras y en la esbeltez y elegancia de las imágenes femeninas, siendo buena muestra de ese momento de madurez la escultura de Las lágrimas de San Pedro de la iglesia del Salvador. A su gubia pertenecen también las imágenes que presiden los retablos de las capillas de San Pedro y de San José de la catedral de Valladolid.
Pedro de Ávila murió sin sucesión en 1742, año en que redactó su testamento, en el que manifestaba su deseo de ser enterrado en la iglesia de San Miguel o en la Catedral.
Su primer estilo está muy ligado al de su padre, pero más adelante se hará más barroco, con los pliegues de los paños tratados de forma muy dinámica, con el característico borde agudo («pliegues a cuchillo»). Las cabezas de las figuras tienen una forma casi rectangular, con una gran elegancia en el modelado de los cabellos. El arte de Pedro de Ávila tomará un aire mucho más naturalista, como se puede observar en las esculturas que realizó para la iglesia vallisoletana de San Felipe Neri. 

La Magdalena penitente, 1719
Madera policromada
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Procedente del Oratorio de San Felipe Neri de Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
En 1719 el Oratorio de la Venerable Congregación de Nuestro Padre San Felipe Neri de Valladolid emprendía una remodelación de las seis capillas del céntrico templo, hasta entonces ornamentadas por una serie de pinturas y pequeñas esculturas. Para ello encargaba la elaboración de los correspondientes retablos al ensamblador Francisco Villota, que ya había trabajado en el Oratorio realizando el retablo mayor4, contratado con su padre Antonio Villota en 1685 —con esculturas encomendadas a José de Rozas y Andrés de Pereda—, así como los retablos colaterales, que estuvieron presididos por las imágenes de San Juan Bautista y San Francisco de Sales elaboradas por Juan de Ávila.
Destinadas a los retablos de las citadas capillas, igualmente en 1719 le eran encomendadas al escultor Pedro de Ávila las tallas de la Magdalena, la Inmaculada y el Cristo del Olvido, a las que se sumarían las de San Pedro y San Pablo, que acabarían sustituyendo en el retablo mayor a las de San Joaquín con la Virgen niña y San José con el Niño, originales de José de Rozas, cobrando el escultor por las cinco imágenes 3.000 reales.
Según aparece en la documentación, la imagen de la Magdalena penitente, junto a otra de San Antonio de Padua, ambas colocadas presidiendo sendos retablos en las capillas del Oratorio de San Felipe de Neri, fueron bendecidas el 18 de mayo de 1720 por el canónigo catedralicio Tomás López de Castro, que contaba con el permiso de fray José de Talavera, obispo de Valladolid, lo que induce a pensar que su elaboración se habría culminado meses antes, a finales de 1719.
La elección de las advocaciones respondía a un programa catequético trazado por dicho Oratorio, por el cual el santoral vendría a representar distintos sacramentos y virtudes predicados por la Congregación, de modo que Santa María Magdalena aludiría al sacramento de la confesión y San Antonio de Padua al voto sacerdotal, a los que seguirían la Inmaculada Concepción como símbolo de la pureza, el Cristo del Olvido y Cristo yacente como representantes del sacramento de la eucaristía y San Joaquín con la Virgen Niña y San José con el Niño como modelos de padres y de la educación de los hijos.
Así permanecieron durante más de dos siglos y medio, pero a consecuencia de la conversión del Oratorio de San Felipe Neri en iglesia castrense, en los años 60 del siglo XX se produjo un cambio generalizado de las advocaciones de los retablos del templo, siendo algunas de las tallas, como el San Francisco de Sales de Juan de Ávila y el San Joaquín de José de Rozas, trasladadas al convento de las Salesas y al convento de San Joaquín y Santa Ana respectivamente.
Como bien apunta Gratiniano Nieto, la Magdalena penitente se trata de una bella escultura de Pedro de Ávila, de notable calidad, que "demuestra el rango que llegó a alcanzar la escultura de Valladolid en esta centuria". En ella Pedro de Ávila repite el esquema declamatorio que ya utilizara en el modelo precedente de la catedral, aunque prescinde de los atributos de tarro de perfumes y la calavera para concentrar la atención de la santa, siguiendo la estela de Pedro de Mena, en el crucifijo que sostiene.
Idéntico es el gesto declamatorio y la disposición corporal, en posición de contraposto, dominada por una airosa línea serpentinata y con el mismo tipo de indumentaria marcando un juego de diagonales, aunque en este caso los pliegues presentan aristas mucho más biseladas —paños cortados a cuchillo— y los bordes del manto acentúan su estrechez en forma de láminas finísimas, lo que dota a la figura de una movilidad mucho más barroquizante, acentuando el naturalismo en pequeños detalles, como la forma en que el cíngulo pliega la túnica en la cintura o las botonaduras del cuello.
Lo mismo se puede observar en el trabajo de la cabeza, sensiblemente más estilizada, aunque mantiene los largos cabellos con raya al medio y afilados mechones rizados que se deslizan por el frente y la espalda. Dotada de una belleza ideal que constituye un arquetipo del escultor, el rostro repite los mismos rasgos faciales que aparecen en otras de sus obras, como en la Inmaculada del Oratorio de San Felipe Neri, con la frente alta y despejada, las cejas arqueadas, la boca entreabierta permitiendo contemplar los dientes y la lengua, el surco nasolabial muy marcado y un pequeño hoyo en la barbilla, recurriendo a los ojos postizos de cristal de uso generalizado en la época.
Sin embargo, respecto al modelo precedente, en esta Magdalena penitente es la policromía la que marca una decidida evolución dieciochesca acusando la influencia del aire rococó en los ambientes cortesanos, pues, aunque mantiene los colores planos de los paños, éstos presentan una nueva gama y orlas mucho más discretas, destacando los tonos rosáceos de la túnica y el verde pálido de las mangas, lo que contribuye a realzar la belleza formal de la figura, que abandona el aspecto sufriente para mostrar un elegante ensimismamiento de gran teatralidad y de gran belleza formal.
Pedro de Ávila llegaría a realizar una tercera versión de la Magdalena hacia 1724 para la sacristía de la iglesia de Santa María Magdalena de Matapozuelos (Valladolid), una imagen procesional donde de nuevo aparece como atributo el tarro de perfumes.
Esta escultura de la Magdalena penitente contribuye a realzar el corpus del excelente escultor que fue Pedro de Ávila, cuya actividad, lo mismo que la de su padre Juan de Ávila, ha permanecido oscurecida en la historiografía de la escultura barroca bajo la alargada sombra de las producciones de Gregorio Fernández. Sin embargo, hoy se erige en uno de los mejores representantes del barroco más recalcitrante de las primeras décadas del siglo XVIII, capaz de continuar la tradición castellana de escultura religiosa, pero poniéndola al día mediante la incorporación de influencias francesas e italianas llegadas desde los ambientes cortesanos, que él a su vez contribuyó a irradiar desde su taller de Valladolid, donde gozaba de un gran prestigio.
En la obra de Pedro de Ávila se pueden apreciar dos etapas bien diferenciadas. Una primera en que trabaja bajo el influjo de la obra de su padre Juan de Ávila y de su suegro Juan Antonio de la Peña, evolucionando a una segunda en que consolida un estilo personal e inconfundible caracterizado por el refinamiento y la elegancia, siendo el introductor del tipo de pliegue a cuchillo en tierras castellanas y el primero que abandona definitivamente los prototipos de Gregorio Fernández, aún vigentes durante buena parte del siglo XVIII, siendo una constante en su obra la renovación de los recursos compositivos para abordar iconografías tradicionales y la exquisita finura del tallado. 

Las lágrimas de San Pedro, 1719-1720
Madera policromada
Iglesia del Salvador, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Hemos de remontarnos al año 1719, cuando don Pedro de Rábago, párroco de la iglesia del Salvador de Valladolid, decide costear una imagen devocional de su santo onomástico para ser colocada al culto en aquella iglesia. Para su elaboración, elige al escultor Pedro de Ávila, que la habría culminado en 1720. La escultura fue colocada, junto a una pintura que representaba el Descendimiento, presidiendo la hornacina de un sencillo retablo en una capilla dedicada a San Pedro ad Víncula —San Pedro encadenado—, situada en el lado del Evangelio.
Se trata de una escultura, de tamaño ligeramente superior al natural, que representa a San Pedro sedente sobre unos peñascos y en actitud suplicante como muestra de arrepentimiento. El escultor, en un trabajo de acentuado naturalismo, se preocupa por dotar a la figura de un gran dinamismo, recurriendo para ello a colocar las piernas cruzadas frontalmente, el torso girado hacia la derecha, las manos unidas y levantadas a la altura del pecho con gesto implorante y la cabeza elevada y girada hacia la izquierda. El apóstol aparece revestido con una túnica de cuello abierto, ceñida a la cintura por un cíngulo y puños vueltos con botonaduras, así como un manto que apoyado sobre el hombro derecho se desliza por la espalda y se cruza al frente por encima de las rodillas, dejando asomar los pies descalzos en la parte inferior.
Sin duda el modelo se inspira en una composición pictórica divulgada a través de grabados, mostrando la composición del busto un extraordinario parecido con la pintura de Guido Reni que, realizada en 1628, hoy se conserva en el Hermitage Museum, que sigue un esquema que igualmente sería repetido por otros pintores. Acorde con los gustos de las primeras décadas del siglo XVIII, Pedro de Ávila se esmera en dotar de movimiento a los paños, que en algunas partes aparecen trabajados en finas láminas y formando pliegues muy agudos, un virtuoso recurso característico en el escultor vallisoletano.
Asimismo, la composición barroca de la talla y especialmente el trabajo de la cabeza manifiesta la pervivencia de los modelos de Gregorio Fernández casi cien años después del fallecimiento de este gran maestro, algo común a todos los escultores que tuvieron taller abierto en Valladolid a lo largo del siglo XVII y primeras décadas del XVIII. Esta figura de San Pedro recurre al arquetipo que utilizara Gregorio Fernández para representar al primer papa de la iglesia en esculturas destinadas a retablos, con arrugas en la frente, una pronunciada calvicie interrumpida por una profusión de rizos por encima de las orejas, una barba redondeada con minuciosos mechones dispuestos simétricamente, las cejas arqueadas, los globos oculares resaltados y la boca entreabierta, utilizando igualmente ojos de cristal para aumentar su realismo. El resultado es un San Pedro con aspecto de labriego castellano que bien puede equipararse con su oficio de pescador en el mar de Galilea.
A la figura del apóstol arrepentido le fue aplicada una delicada policromía que realza su dignidad, combinando el fondo azul salpicado por grandes medallones dorados de la túnica con los colores lisos del manto, en ambos casos con anchas orlas doradas recubiertas por sofisticados motivos vegetales, realizados a punta de pincel, que recorren los ribetes de los paños proporcionando luminosidad a la figura. También presenta una encarnación a pulimento, con pequeños matices resaltados, como las mejillas sonrosadas sobre las que discurren minúsculas lágrimas en relieve.
Por todos estos logros estéticos en una escultura de calidad tan excepcional, Las lágrimas de San Pedro puede considerarse como una de las obras más destacadas en la producción de Pedro de Ávila y como una de las mejores realizadas en la escuela de Valladolid en época tardobarroca.
La escultura de Las lágrimas de San Pedro, que no fue concebida con fines procesionales, comenzó a desfilar en la Semana Santa vallisoletana en 1964 con la Cofradía de Jesús Resucitado y Virgen de la Alegría, refundada en 1959 y con sede canónica en la iglesia del convento de Porta Coeli. A modo de anécdota, recordaremos que en sus primeros años desfiló acompañada de un Ecce Homo de Francisco Alonso de los Ríos que procedente del convento de las Lauras hoy se halla recogido en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, aunque en la actualidad desfila de forma aislada. 

Niño Jesús, Hacia 1720
Madera policromada y postizos
Iglesia oratorio de San Felipe Neri, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
En el ámbito de las representaciones infantiles barrocas, esta pequeña talla puede considerarse, por sus valores plásticos y técnicos, como la representación del Niño Jesús más delicada y primorosa de cuantas se conservan en el patrimonio vallisoletano, equiparable en originalidad y atractivo a la que realizara Gregorio Fernández en 1623 —en este caso vestida— acompañando a la figura de San José del retablo mayor de la iglesia del convento de la Concepción del Carmen, aunque los cien años que las separan se traduce en este caso en un concepto estilístico más amable, incluso almibarado, que aparece tamizado por el gusto cortesano dieciochesco.
La bella escultura se encuadra dentro de la modalidad de Niño Jesús del Pesebre o Niño de Belén, con el infante representado en sus primeros meses de vida, recostado sobre una cuna y en plena desnudez para remarcar la fragilidad de su naturaleza humana. El Niño, completamente indefenso, presenta una imagen basada en la imitación de los valores propios de la infancia, como el sometimiento, la humildad absoluta, la dependencia o la privación, materializando la kénosis o renuncia voluntaria de Cristo a sus privilegios divinos para someterse a las leyes humanas.
No se dispone de documentación que certifique la autoría de tan exquisita escultura, siendo posible su procedencia tanto de algún taller napolitano como madrileño. Sin embargo, Alejandro Rebollo Matías apunta su atribución al vallisoletano Pedro de Ávila2, un escultor que en 1720 realizó cinco esculturas —de las que se conoce el contrato— para la Congregación de San Felipe Neri. Rebollo encuentra su justificación en el hecho de que dos de ellas fueran un Cristo crucificado y una Inmaculada Concepción que pasaron a presidir dos retablos barrocos, elaborados por Francisco Billota, colocados en capillas fronteras de la nave de la iglesia.
En ambos retablos se dispusieron bajo la hornacina central dos espacios concebidos para albergar urnas que fueron ocupados por dos imágenes recibidas como donación: un Cristo yacente que fue colocado en un sarcófago acristalado a los pies del crucifijo conocido como Cristo del Olvido, en opinión de Jesús Urrea3 en una capilla alusiva al sacramento de la Eucaristía en el contexto del oratorio, y un Niño Jesús que ocupó el espacio bajo la imagen de la Inmaculada, que vino a ocupar una capilla dedicada a la pureza y la virginidad.
Dado que el Cristo yacente ha sido atribuido por Juan José Martín González y Jesús Urrea a Pedro de Ávila, Alejandro Rebollo cree encontrar el mismo artífice para la imagen del Niño Jesús, siendo ambas esculturas esmeradas en su ejecución por su colocación para ser visibles a corta distancia sobre la mesa de altar de dichas capillas. Además Rebollo considera la disposición de la Inmaculada, con la mirada hacia abajo, como un efecto dinámico de la Madre hacia el Hijo para formar una unidad temática, lo que induce a pensar que tanto la Virgen como el Niño pueden ser obras del mismo autor. No obstante, la consideración de Pedro de Ávila como artífice de la talla, plantea dudas pendientes de esclarecer.    

 

 

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Bibliografía
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