El Buen Retiro
Trabajo
aquí desde 1633-1635 haciendo pinturas. Según Valdovinos las obras del Retiro
se hicieron del tirón. El libro de Jonathan Brown “Palacio para el rey” y el
catalogo de la exposición del Prado “Felipe IV, rey planeta”. Este palacio fue
patrocinado por el conde duque como lugar de recreo para el rey. Se sitúa al
lado de los Jerónimos. Solo queda el Casón y Museo del Ejército (muy
transformados en el siglo XIX) y los jardines (Retiro).
Se
empezó entre 1630/31. Las trazas las dio Alonso Carbonel, maestro de obras y
preferido del conde duque. El palacio se hizo en ladrillo porque salía más
barato y más rápido. En 1633 estaba acabado y aunque más pobre por lo del ladrillo, tenía 800
pinturas. En 1700 muere Carlos II y se hace un inventario (no hay ninguno
anterior, aparecen 972 pinturas).
En
1633 se empiezan a colocar pinturas en el Retiro. Periodo fundacional hasta
1641. Inventario en 1701. No se sabe exactamente donde estaban. Aparecen 976,
aproximadamente 800 podían estar colocadas en este periodo inicial.
Algunos
existían en palacios reales como el Alcázar como el de Juan de Cárdenas. Había
un Felipe IV mozo que estaría en el Alcázar. Se compraron obras que ya
existían.
Velázquez
en 1634 vendió 18 cuadros entre ellos La túnica de José y la Fragua. Crescenzi
también vendió cuadros, paisajes.
La
marquesa de Charella vendió dos Riberas, Tizio y Ixión, pintados en 1632 y
vendidos en 1634.
Hay
otras obras que no se sabe si se compraron o no pero cabe sospechar que sí.
Había un Greco. La Magdalena delante del sepulcro no se sabe dónde está.
Había
cuadros de Carducho, Cajés y de Velázquez el aguador de Sevilla.
Algunos
cuadros se encargaron, por encima de
200. Hay personas que han querido investigar si había programas iconográficos. Valdovinos
cree que había dos programas iconográficos posiblemente para 200 cuadros.
Hay
algunos cuadros que estaban de relleno porque había muchas estancias. El conde duque había tenido la iniciativa de
realizar el palacio, el rey en 1632 le dio la alcaldía perpetua del Retiro.
En
los papeles el personaje más destacado que aparece es don Jerónimo de
Villanueva que se está encargando de todo. No se sabe quien realizo el programa
iconográfico.
Todo
el mundo está de acuerdo con que existe el tema de la exaltación de la
monarquía y la continuidad dinástica. El salón de los reinos es la esencia
donde estaban los triunfos de las batallas, los retratos ecuestres y los
trabajos de Hércules.
El
segundo programa iconográfico es el elogio de la vida eremítica. Había 7
ermitas en los jardines de palacio. Velázquez pinto un ermitaño.
Aproximadamente había 80 pinturas de ermitaños. Este tema está de moda en estos
momentos. En la literatura de la época hay muchos ermitaños.
El
resto de pinturas son para rellenar. Abundan las series del Antiguo y Nuevo
Testamento, alegorías de los meses, signos del zodíaco, flores, plazas y sitios
famosos, paisajes. Las pinturas se colocaban en los altos de las puertas,
ventanas pero no eran importantes, entendiendo por importantes retratos, temas
religiosos.
Se
encarga a los pintores que estaba en Madrid, se llama a Zurbarán, a Carducho, a
Cajés, a Velázquez que serían pintores de primera línea.
Hay
otra serie de pintores de segunda línea que también son llamados: Juan de
Solís, Juan de la Corte. Fuera de Madrid, está el caso especial de Zaragoza.
Fuera de España, en Italia, Nápoles que pertenecía al Virreinato y Roma. no hay
encargos a Flandes. Lo de Flandes hubiera sido obligado porque era territorio
español y tenían a Rubens. En el año 1639 el Cardenal Infante que estaba en
Flandes como embajador manda por iniciativa propia El juicio de París de
Rubens, Museo del Prado. Es la única excepción de pintura flamenca en el
Retiro. La Torre de la Parada se llena de pinturas en 1636,1637 y 1638, para
esta decoración trabajan los españoles de primera y segunda fila y pintores
flamencos. No hay italianos. A los flamencos se les encarga más de 100 cuadros.
1.- Exaltación de la monarquía y de la
continuidad dinástica como programa iconográfico.
El salón de reinos era el
núcleo del palacio y es aquí donde se pone de manifiesto la exaltación de la
monarquía y la continuidad dinástica. Al entender de Valdovinos este no es el
único sitio donde se hace esta exaltación:
-
Serie de cuadros sobre Hércules de Zurbarán. Esta serie nos ponen en la pista de que
no solo con los cuadros de los padres se sigue la continuidad dinástica sino
que con lo de Hércules es como remontar la dinastía de los reyes hasta el
propio Hércules (se trata más extensamente después).
Valdovinos opina que
también hay otras pinturas y ciclos en palacio con el mismo contexto:
- Ciclo de la Roma Antigua , casi veintiséis pinturas
de las que quedan veintidós que tienen que ver con la Roma Antigua. En la exposición
y catalogo se hizo como un apéndice aparte de la exaltación pero Valdovinos
opinan que simbolizan la exaltación monárquica (“el combate de mujeres” de
Ribera nunca estuvo en el Buen Retiro sino en el Alcázar y los bacos aunque
estuvieran en el Buen Retiro no pertenecen a este ciclo).
Pinturas que tienen que ver
con los emperadores romanos, como un precedente de la monarquía hispánica, no
para recordar la Roma Antigua.
No existe documentación.
Solo sabemos que vinieron de Nápoles y que proponemos como fechas 1634-1635
para todos por el cuadro de Domeniquino que sabemos seguro que marchó de
Nápoles a Roma donde acabó el cuadro.
División de
los cuadros:
1.-
escenarios: gimnasios, circo máximo…
2.- actores
de estos escenarios: soldados, trompetas, gladiadores…
3.- luchas:
banquete con lucha de gladiadores (Giovanni Lanfranco)…
4.- los que
tienen que ver con emperadores: entrada triunfal de Vespasiano y Constantino,
auspicios, alocuciones, exequias…
La mayoría gira en torno al
emperador el resto puede deberse al significado que tenía el Buen Retiro y las
actuaciones que allí se hacían (diversiones, corridas taurinas, naumaquias...)
-
Serie de duques de Milán, entre diez y doce. No se
sabe cuando se encargaron pero lo que es cierto es que aparecen aquí como
símbolo de la continuidad dinástica ya que no son reyes pero es uno de los
títulos del rey.
- Serie de reyes godos, de los que conocemos
cinco, realizados en torno al 1634-1635. “Ataulfo” realizado por Carducho,
“Gila” por Pereda, “Alarico” por J. Leonardo, “Teodorico” por Felix Castelo.
-
Serie de reyes de Aragón…
El
salón de reinos.
Planta rectangular
(34’6metros de largo x 10metros de ancho x 8’25metros de alto). Como vemos en
la reconstrucción del salón existían dos pisos, en el superior se encuentran
los escudos de la monarquía y tenía un pasillo transitable.
En el inferior se colocaron
las obras: las diez obras sobre Hércules encima de las ventanas (decimos
trabajos pero no solo son trabajos también aparece la muerte de Hércules) entre
las ventanas las batallas y en los lados cortos los retratos ecuestres. Abril
de 1635 todo está entregado y el salón acabado.
- La serie de Hércules. Pintada por Zurbarán, caso
raro porque hubo que llamarlo ya que no estaba en Madrid (es más cuando acabó
en el Buen Retiro se marchó, hizo los Hércules y una batalla).
Las razones de su llamada
pueden ser varias desde que le llamara el Conde Duque hasta que lo hiciera
Velázquez.
Lo que no se entiende es
porque le llamaron para hacer desnudos si no sabía hacer desnudos como muy bien
demostró después.
Aquí el único que sabía
hacer desnudos era Velázquez pero este seguramente no levantaría la mano para
presentarse voluntario, así que se busco a un pintor cualquiera porque no
importa la calidad de lo representado sino lo representado en sí. Si hubieran
querido que modelos expertos hubieran buscado un especialista en ellos.
Aún así son interesantes
los paisajes del fondo. Son importantes también porque son los primeros que
pinta y según Valdovinos aquí conoció y aprendió a hacerlos. No son naturalísimos
ni perfectos pero son paisajes.
La serie se tiene que
entender como un antecedente mítico de la monarquía, nadie cree que existiera
Hércules pero desde tiempo atrás y alegóricamente representaba a Cristo. Se le
eligió porque era hombre y no dios, además al morir es llevado al Olimpo y
acaba como dios. Representaría pues al personaje favorito para hacer alegorías
(Hércules Hispanicus=Felipe IV).
- Los retratos ecuestres. Estos como hemos dicho
antes ocupan los frentes del salón.
Felipe
III, retrato ecuestre (museo del Prado).
Añadidos
verticales, también sucede con Margarita. El original medía de ancho, 2’10, le
añaden 1m. (50 cm por cada lado). Número de inventario: 240. Inventariado en
1701 aunque algunos pensaron que era posterior. Los añadidos son posteriores a
1701. Se añadió en el siglo XVIII cuando se llevaron al palacio real porque al
estar junto a los otros estos parecían más pequeños a su lado.
Sin
añadidos. Todos estos retratos están pensados como un volumen, por protocolo el
rey no puede tener a nadie a la derecha, solo a la Reina a la izquierda, de ahí
su posición. Los caballos: una pareja tiene una postura y la otra distinta.
Aparte, los reyes levantan las patas delanteras del caballo (alegoría de la
capacidad de mandar del rey) y las reinas no. Así aparecen los tres hombres.
Felipe III y Margarita habían muerto. Sacan los rostros de otro retrato pero no
se sabe de cual. Comparado con Velázquez, Mazo hace una pintura más apretada.
Velázquez retoco las crines, la cola y la flor de la frente.
Este retrato,
junto con el de la reina Margarita, son los que más problemas de atribución han
planteado a los estudiosos y, en general, hay acuerdo en considerar que el
cuadro no es enteramente de mano del artista.
Felipe III ya
había fallecido cuando Velázquez trabaja en esta obra, por lo que toma el
rostro de una obra anterior, quizá el retrato de Felipe III de Pedro A. Vidal.
También Pantoja de la Cruz le había retratado en un cuadro que se conserva en
Madrid, Museo del Prado (Felipe III de Pantoja de la Cruz).
El rey cabalga de
izquierda a derecha, nuestro modo habitual de "leer" una imagen, en
un escorzo simétrico al de su pareja, la reina Margarita, que estaba situado al
otro lado de una de las puertas del Salón de Reinos.
La composición se
organiza en una ligera línea diagonal, definida por la postura del caballo, que
contribuye a dinamizar la imagen.
El rostro del rey
y la armadura, hechos con una técnica minuciosa y detallista, distinta de la
rápida y ligera de Velázquez, son de otro pintor, mientras que la mano del
sevillano sólo se aprecia en el caballo y el paisaje, además de algunos toques
sueltos que quieren disimular la pincelada apurada y preciosista del otro
pintor.
El cuadro está
pintado sobre una preparación de color blanco y en él predomina una paleta de
grises sobre la que destaca el rojo del fajín del rey y el lazo en la cabeza
del caballo.
Las bandas
laterales son añadidos posteriores a la ejecución del retrato y miden entre 50
y 55 cm. La diferencia de color, apreciable a simple vista, se debe a estos
cambios y a una preparación diferente.
Colocado junto a
los de su padre, el Rey anterior, y su hijo, el futuro Rey, transmite la idea
de continuidad dinástica. La posición del caballo y el dominio que ejerce el
monarca sobre él simbolizan su majestad y fortaleza en el gobierno de la
nación.
El Rey lleva los
atributos del máximo poder militar: armadura, fajín colorado y bengala de
general.
El origen de este
tipo de representación está en las esculturas ecuestres de los emperadores
romanos, que se retoman en el renacimiento italiano. Un claro antecedente, que
Velázquez conocía bien, es el retrato el Carlos V en Mühlberg de Tiziano.
El rey cabalga
hacia la izquierda en posición simétrica a la del retrato ecuestre de su esposa
Margarita de Austria. Ambos colgaban a los lados de una puerta.
La iconografía
está basada en el emblema treinta y cinco de Alciato, alegoría de la Fortaleza
espiritual referida al gobierno del príncipe o del rey.
En el cuadro se
pueden distinguir dos modos de hacer diferentes: uno apurado, minucioso y
detallista y otro más rápido, suelto y abocetado. Esto ha hecho pensar que sea
obra de dos pintores. El primero haría el retrato y la coraza y el segundo,
Velázquez, el caballo y algunas otras partes.
Detalle 1
La perla de gran
tamaño y con forma de lágrima que pende del sombrero del rey es la llamada
Peregrina. Fue adquirida por el Consejo de Indias para Felipe II, quien la
vinculó al tesoro real, evitando así una posible enajenación a su muerte.
Aparece en otros retratos regios como en los de Margarita de Austria a caballo
o el de Felipe IV del Museo de Sarasota.
Los rasgos del
rostro del rey se perfilan con mucho cuidado y una cantidad de pasta mayor que
la que suele aplicar Velázquez.
El fajín tiene
una pincelada minuciosa y prieta, que marca pliegues y adornos muy finos; una
pincelada distinta de la flor que lleva el caballo en la cabeza, de factura
suelta y rápida. La primera sería de otro pintor y la segunda de Velázquez.
El brazo derecho
se ha cambiado de lugar, llevándolo más hacia delante y más abajo, como se
puede ver en el detalle. Quizá sea una modificación de Velázquez porque la
factura es más suelta que la parte alta del brazo.
Detalle 3
La cabeza del
caballo es el mejor trozo de pintura de todo el lienzo.
Hecha a base de
pinceladas blancas más empastadas y amarillas sueltas para los adornos, el
caballo mira fijamente y abre los agujeros de la nariz y la boca en un esfuerzo
que casi se puede oir. La técnica valiente y segura del sevillano se aparta de
la más lenta y convencional del autor de la coraza y el rostro.
Detalle 4
Las patas
traseras del caballo se han corregido y bajo las actuales podemos distinguir
todavía las anteriores. Los adornos dorados que cuelgan sobre los cuartos
traseros del caballo y el adorno de la baticola, están hechos con pinceladas
sueltas, rápidas y precisas, más o menos empastadas según las necesidades,
revelan el modo de trabajar de Velázquez.
Lo mismo sucede
en los otros adornos (el bocado, la espuela y las riendas del caballo),
resueltos con la misma técnica que las crines y la cola.
“Retrato
de la
Reina Margarita de Austria, a caballo”
(museo del Prado).
Sin
añadidos. El rostro ha salido de un retrato de Bartolomé González. Hecho por
Mazo también. Lleva las joyas el estanque y la peregrina. Cuadro con mucha
precisión, sobretodo el vestido. Velázquez pudo retocar los flecos y el
paisaje. El caballo mira tres cuartos. Cuando se hizo el añadido (pudo ser
Andrés Callejo), se volvió a tocar el jardín para igualar.
Las figuras
aparecen en un primer plano recortado sobre un fondo de paisaje. La composición
guarda simetría con su pareja, Felipe III, a caballo, al estar situados a ambos
lados de una puerta del Salón de Reinos.
Este retrato,
junto a los de Felipe III e Isabel de Borbón, es uno de los que más problemas
presentan en cuanto a fechas y autoría.
Las diferencias
estilísticas que se aprecian en determinadas partes de la obra han hecho pensar
que el retrato de Margarita no es enteramente de la mano de Velázquez.
Este es el cuadro
de la serie en el que menos ha intervenido Velázquez: parece que solamente dio
algunos retoques en el caballo, el paisaje y otros, mínimos, en el traje y la
gualdrapa, como se ve en el contorno trasero del caballo, con pinceladas largas
y sueltas.
El resto de la
obra, por la pincelada apretada y minuciosa, puede atribuirse a otro artista,
mucho más tradicional y menos innovador que Velázquez, como Bartolomé González,
un pintor de la órbita todavía de Sánchez Coello y Pantoja.
El rostro de la
reina está muy trabajado, como en los retratos de corte anteriores, mientras el
caballo tiene muchos retoques superficiales, hechos con pinceladas sueltas, que
tapan los arreos anteriores.
Cuando se pintó
el cuadro, en los años treinta, hacía más de veinte años que la reina había
muerto, en 1611. El artista tuvo que basarse en cuadros anteriores, quizá en el
Retrato de la reina Margarita de Pantoja de la Cruz o en la reina Margarita de
Austria de Bartolomé González, Viena Kunsthistorisches Museum.
Está pintado
sobre una preparación de color blanco y la tonalidad dominante es oscura,
debido al color del traje y el caballo.
El cuadro
presenta dos añadidos posteriores en las bandas laterales (entre 50 y 55 cm),
como el de Felipe III, hechos seguramente para igualarlos con los de Felipe IV
e Isabel de Borbón. La diferencia de color que se puede apreciar se debe a la
distinta preparación.
Es un retrato
ecuestre de Margarita de Austria (1584-1611), esposa de Felipe III y madre de
Felipe IV, que formaba parte de la decoración del Salón de Reinos en el Palacio
del Buen Retiro, inaugurado en Abril de 1635.
La reina, vestida
con un lujo propio de su corte y a la moda de entonces, no del momento en que
se pinta el cuadro, monta un palafrén ricamente enjaezado, que camina al paso y
forma una composición simétrica con su pareja, el retrato de Felipe III. Ambos
cuadros estaban situados a los lados de una puerta.
La obra es muy
desigual desde el punto de vista técnico, lo que plantea problemas de datación
y autoría: el rostro y el traje de la reina están pintados con una técnica
apurada y minuciosa, nada velazqueña, que revela la intervención de otro pintor
más tradicional, cercano al retrato de corte de los reinados anteriores, como
Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz.
De toda la serie
de retratos ecuestres éste es el cuadro en el que menos interviene Velázquez,
quien parece que se limita a dar algunos toques más ligeros al caballo y al
paisaje.
El caballo es lo
más moderno de todo el cuadro y Velázquez ha pintado los arreos actuales sobre
los anteriores, que se transparentan debajo de la pintura.
El jardín, que
aparece a la izquierda, como marco de la reina, es una alusión a las virtudes
domésticas propias de las mujeres, frente a las guerreras de los hombres.
Detalle 1
La técnica
apretada y detallista con que se pinta el rostro de la reina, lo mismo que el
traje y las joyas, responden más a un modo de hacer ya pasado de moda en estos
años y más propio de las cortes de Felipe II y Felipe III. Un modo con el que
rompió Velázquez por medio de su factura rápida y ligera.
El traje también
resulta anticuado para los años treinta: la gola es de gran tamaño, como se
llevaban en el reinado de Felipe III, cuando vivía la reina. Lo mismo pasa con
el sombrero, semejante a los que llevaba Isabel Clara Eugenia en algunos
retratos.
La reina no puede
negar su ascendencia austriaca, patente en la forma de la mandíbula, de marcado
prognatismo, común a casi todos los miembros de la familia.
Margarita luce en
el pecho una perla de gran tamaño, la Peregrina, que también aparece en el
retrato de Felipe III, a caballo, quien la lleva como adorno en el sombrero, y
un diamante de forma cuadrada llamado "El estanque". Ambos fueron
adquiridos por Felipe II.
La técnica
minuciosa y detallista de este pintor, más conservador que Velázquez, es
evidente en la forma de hacer las joyas, las puntillas de la gola y los
bordados del traje. En las manos se puede apreciar la misma precisión y acabado
primoroso que en el rostro.
Detalle 2
La cabeza del
caballo está resuelta con una técnica muy distinta del resto, suelta y hecha a
base de capas ligeras de pintura, que sólo aparecen más empastadas en los
adornos. Toques mínimos, pero de gran efecto, tapan otros anteriores más
apurados y los disimulan, dándole un aire de modernidad que no tiene el resto
del cuadro.
Esta es la zona
más suelta de todo el cuadro y también la más velazqueña. En ella se pueden ver
los antiguos arreos, que Velázquez ha cambiado de sitio, llevándolos más
arriba, igual que las riendas.
Detalle 3
A la izquierda de
las figuras aparece un jardín bien trazado, con arriates de boj en torno a una
fuente. Este fondo tiene que ver con la idea del retrato femenino en oposición
al masculino.
A través de la
imagen del rey se quieren transmitir ideas de fuerza, poder, valor, dominio,
etc; por eso ellos se sitúan en fondos amplios y, a veces, peligrosos, con
mares o incluso batallas. Las reinas, por el contrario, deben hacer patentes
ideas tradicionalmente asociadas al mundo femenino: calma, dulzura, recato,
etc. De ahí el paso lento del caballo y la vista amena de un jardín como lugar
doméstico.
La línea de la
gualdrapa, y las crines del caballo que llegan hasta ella, también proceden de
la modificación hecha por Velázquez.
Estado del
cuadro antes de la restauración de 2011.
“Retrato
ecuestre de
la reina Isabel” (museo del Prado).
Según
Valdovinos lo pinta Mazo. También hay añadidos en vertical, pero aquí el número
de inventario estaba en el añadido, y por tanto estaba en 1701. En la
radiografía el añadido es muy parecido, como sucede en el Felipe III: los hizo
Mazo al poco tiempo, de ahí la poca diferencia. En origen eran más grandes.
Añaden 20 cm por cada lado, en total miden 3 m. aproximadamente. Velázquez le
pudo decir a Mazo que lo añadiera. Casada con Felipe IV. Cuadro grisáceo,
Velázquez uso otro azul que en el Felipe IV. Rostro velazqueño pero más
apurado, Mazo. Velázquez aquí toco la cabeza y la pata del caballo.
Las figuras
aparecen en primer plano, recortándose sobre un fondo de paisaje. La
composición guarda simetría con su pareja, Felipe IV a caballo, por estar
situados en el Salón de Reinos a ambos lados de una puerta sobre la que colgaba
el retrato de su hijo el príncipe Baltasar Carlos.
El overo que
monta la reina se presenta en visión lateral, mientras ella aparece de tres
cuartos, contrastando con Felipe IV, de perfil más marcado.
Este retrato,
junto a los de Felipe III y Margarita de Austria, son los que más problemas
presentan en cuanto a fechas y autoría.
Las diferencias
estilísticas que se aprecian en determinadas partes de la obra han hecho pensar
que no es enteramente de mano de Velázquez: la cabeza del caballo y el paisaje,
por su calidad y lo suelto de la pincelada, serían del pintor, mientras que el
rostro, las manos y el traje de la reina o la gualdrapa del caballo, por la
minuciosidad y el detalle apurado de la pincelada prieta, serían de otro
pintor.
La cabeza del
caballo, resuelta a base de pinceladas libres y vigorosas, más empastada en las
crines que caen por delante y más ligera en las de atrás, se ha considerado
siempre uno de los trozos de pintura más notables de toda la obra velazqueña.
Está pintado
sobre una preparación de color blanco aplicada con distinta homogeneidad en el
centro que en las bandas laterales añadidas (entre 28 y 30 cm), de ahí la
diferencia de color apreciable. Se piensa que los añadidos son del mismo
momento en que Velázquez interviene en el cuadro.
Predominan los
tonos apagados de las tierras tostadas del traje y la gualdrapa, en contraste
con el blanco radiante del caballo.
El paisaje
responde al modo habitual de Velázquez: pintura poco empastada y bien cargada
de aglutinante, en su mayor parte, aplicada en capas delgadas que dejan ver la
preparación y con pinceladas sueltas.
Recuerda a los
fondos de los retratos de caza, sobre todo a Felipe IV, cazador.
El caballo se ha
modificado: antes era más oscuro, quizá negro como decía Beruete, y tenía la
cabeza y la mano izquierda en posición más baja. En los dos casos se aprecian
los cambios y la técnica de Velázquez: suelta y con distintas cantidades de
pasta según las zonas o los detalles.
Isabel de Borbón
fue la primera esposa de Felipe IV y madre del príncipe Baltasar Carlos. Era
hija de Enrique IV y María de Médicis, reyes de Francia. Su retrato ecuestre
formaba parte de la decoración del Salón de Reinos en el Palacio del Buen
Retiro y tenía un doble carácter dinástico y emblemático.
Forma pareja con
el retrato de Felipe IV y los dos tienen composiciones simétricas. Estaban
situados a los lados de una puerta y sobre ellos colgaba el retrato de Baltasar
Carlos, el príncipe heredero.
El cuadro
presenta diferencias técnicas que revelan la mano de dos pintores distintos: la
pincelada minuciosa y descriptiva del rostro, el traje de la reina y la
gualdrapa del caballo recuerda a los retratistas de corte del XVI, en la línea
de Sánchez Coello y Pantoja de la Cruz.
La cabeza del
caballo y el paisaje tienen la factura suelta de Velázquez, la pincelada rápida
y segura, las capas ligeras y los toques más empastados para hacer los adornos.
Características todas de su pintura ya en los años treinta, tras la vuelta del
primer viaje a Italia.
El paisaje
recuerda los otros retratos ecuestres y de cazadores, con pintura muy ligera
para los fondos, grises y azules, que deja transparentarse la capa de
preparación.
La cabeza del
caballo, de un blanco radiante, es uno de los trozos de pintura más vivos de
Velázquez.
Detalle 1
Aureliano de
Beruete calificó la cabeza del caballo de "extraordinario trozo de
pintura", admirado por el vigor pictórico de la misma. Está llena de vida
y, sin embargo, la verosimilitud no se consigue mediante la descripción precisa
de los detalles, sino por una ejecución suelta.
Debajo de la cabeza
actual se distingue otra de color más oscuro y más pegada al cuerpo del
caballo. Debajo del hocico y junto al freno, se puede ver todavía el ojo del
primitivo caballo.
Los adornos
dorados y rojos del animal se hacen a base de toques de pintura breves, ligeros
y más empastados, que se aplican en superficie y que de cerca no tienen una
forma precisa.
La diferencia de
mano es bien visible en las riendas, sueltas y con las pinceladas
imprescindibles en el trozo de Velázquez, y llenas de detalle en la parte del
otro pintor, poco más allá de la gualdrapa.
Detalle 2
La falda de la
reina está tratada con un detalle minucioso y una pincelada apurada, impropios
de Velázquez. Esta técnica recuerda a los retratistas de corte de Felipe II,
que continúa en el siglo XVII con Felipe III y Felipe IV. Es muy distinta de la
manera de hacer del sevillano, de pincelada libre y rápida y con el color muy
disuelto.
El manto lleva
bordadas las iniciales de la reina (la I y la S de Isabel entrelazadas y la B
de Borbón), bajo una corona.
Detalle 3
El rostro de
Isabel, más detallado y trabajado de lo que suele ser habitual en Velázquez, y
más que el de su marido Felipe IV en el retrato que forma pareja con éste,
recuerda a pintores tradicionales y también ha sido modificado, llevando el
pelo hacia abajo, de modo que le tapa más la frente.
Del collar que
luce la reina, difícil de distinguir por ser de un color similar al del traje,
pende la famosa perla Peregrina, una de las joyas más importantes de la corona,
adquirida por Felipe II. También la podemos ver en los retratos ecuestres de
Felipe III y Margarita de Austria.
Detalle 4
En la mano
levantada del caballo se puede apreciar uno de los arrepentimientos de
Velázquez, tan habituales en su obra, lo cual ayuda a identificar la mano del
pintor en un cuadro de dudosa autoría.
El paisaje
presenta las características habituales de Velázquez: capas de pintura muy
ligera, poco empastada y con mucho aglutinante, que deja transparentarse al
fondo en el cielo y los castillos, casi insinuados, junto a toques más
empastados en superficie para las luces y las hojas de los arbustos.
“Retrato de Felipe IV a caballo” ”
(Museo del Prado).
Este
no tiene problemas de autoría, es Velázquez. Se añaden 21 y 40 cm. Entonces le
dijo a Mazo que añadiese al suyo para que quedasen iguales. Museo del Prado.
La figura aparece
en primer plano recortado sobre un fondo de paisaje.
La visión es
completamente lateral, el caballo corre de izquierda a derecha, que es nuestro
modo natural de "leer". Este movimiento compositivo realza el gesto
del Rey, impasible mientras frena el caballo. Felipe IV maneja con habilidad
las riendas a la española, sujetas con una sola mano, lo cual acrecienta la
idea de
control y
majestad.
La suave
diagonal, marcada por la línea ascendente del cuerpo del caballo, le da el
dinamismo imprescindible a una composición que se propone, como primer
objetivo, ser majestuosa.
Velázquez
resuelve con éxito la composición, teniendo en cuenta el reto que suponían
anteriores retratos ecuestres: nada menos que Carlos V en la batalla de
Mülhberg de Tiziano y el Retrato ecuestre de Felipe IV de Rubens.
La imagen se
sitúa en forma simétrica con su pareja, el retrato de la reina Isabel de
Borbón, porque los dos iban colocados a los lados de una puerta en el Salón de
Reinos, sobre la que pendía el retrato de su hijo Baltasar Carlos.
Está pintado
sobre una preparación de color blanco, aplicada con distinta homogeneidad en el
centro que en las bandas añadidas en los bordes; de ahí la diferencia de color
que se puede apreciar.
Las bandas
laterales se añadieron para agrandar el lienzo longitudinalmente, quizá durante
la realización del cuadro.
La paleta se
mueve entre los azules y grises plateados del fondo y las tierras tostadas y
negros del caballo y la armadura, alcanzando su punto más cálido con los
adornos dorados y el fajín rojo.
El paisaje de
encinares del Pardo está pintado con los colores muy disueltos en aglutinante y
con capas de color son muy delgadas, lo que permite ver la preparación en algunas
zonas y los arrepentimientos en otras, como las patas traseras del caballo.
Sólo en los adornos emplea Velázquez mayor cantidad de pasta, que aplica a base
de toques muy breves.
El retrato
ecuestre de Felipe IV (1605-1665) forma parte de la decoración del Salón de
Reinos, en el Palacio del Buen Retiro, que se inauguró en Abril de 1635.
Es un retrato de
aparato con un doble carácter dinástico y emblemático. Al estar colocado junto
a los de su padre, el Rey anterior, y su hijo, el futuro Rey, transmite la idea
tranquilizadora de continuidad de la dinastía. La posición del caballo y el
dominio que ejerce el monarca sobre él simbolizan su majestad y firmeza en el
gobierno de los estados.
El Rey lleva los
atributos del máximo poder militar: armadura, fajín colorado y bengala de
general.
El origen de este
tipo de representación está en las esculturas ecuestres de los emperadores
romanos, como Marco Aurelio, que se retoman en el renacimiento italiano. Un
claro antecedente, que Velázquez conocía bien, es el retrato el Carlos V en
Mühlberg, pintado por Tiziano.
El rey cabalga
hacia la izquierda, en posición simétrica y opuesta al retrato ecuestre de su
esposa, Isabel de Borbón. Ambos estaban colgados a los lados de una puerta,
sobre la que se encontraba el retrato del heredero, el príncipe Baltasar
Carlos.
El Rey aparece
recortado sobre un paisaje de la sierra de Madrid pintado con tonos fríos,
verdes, grises y azulados, muy característicos de Velázquez, tanto de estos
retratos ecuestres como los de caza.
Detalle 1
En las plumas del
sombrero y los adornos de la armadura Velázquez hace un alarde de libertad
técnica: con unos toques de blanco puro consigue los brillos radiantes del
metal en la manga y con otros ligerísimos de blanco y marrón, los adornos del
sombrero.
El bigote y el
pelo, peinados a la moda ambos, se hacen sobre el tono de la cara, con
pinceladas sólo un poco más oscuras y muy ligeras de pasta.
La armadura
sobresalía más al principio por el fondo y Velázquez la redujo, tapando la
pintura inicial con unas pinceladas más claras, entre blanco y gris, que siguen
el contorno actual.
Detalle 2
El caballo es un
corcel español de la época, con cabeza de carnero, caído de grupa y panzón.
Velázquez ha captado en su cabeza la fuerza y a la vez la docilidad del animal,
que retiene el movimiento, mostrando el esfuerzo con la boca abierta y la
saliva que cae de ella, pintadas con unas ligeras pinceladas de blanco sobre el
paisaje.
Detalle 3
El monarca monta
a la española, sujetando las riendas con una sola mano, la izquierda, lo cual
muestra su habilidad de jinete y le deja la derecha libre para llevar la
bengala.
Los adornos
dorados sobre la armadura de parada, el calzón del rey y la gualdrapa del
caballo se hacen a base de toques amarillos de pincel, más empastados que el
resto, y que de cerca no tienen forma, pero en la distancia adquieren pleno
sentido.
Detalle 4
Las patas
traseras del caballo, como el tacón de la bota y el fajín, tienen correcciones
que se pueden apreciar a simple vista, gracias a la ligereza de las capas de
pintura que aplica Velázquez, cargadas de aglutinante y poco empastadas.
Detalle 5
En la parte
inferior izquierda encontramos un papel, una especie de firma del pintor,
aunque no haya escrito nada sobre él. Estos papeles para firmar son habituales
en la pintura italiana, pero también aparecen en la obra de otros artistas como
El Greco. Velázquez lo coloca también en Las Lanzas.
“Retrato del príncipe Baltasar Carlos”
(museo del Prado).
2,09
cm. Situado en lo alto de una puerta. Tiene una banda añadida abajo, horizontal
y arriba. Caballo tres cuartos, mirando hacia el otro lado, hacia su padre.
Posturas diferentes para crear una unidad. Cuadro más dinámico que los demás:
movimiento del caballo. Las líneas oblicuas acentúan esto. El paisaje está
compuesto por una banda oscura, clara, explanada y montañas con nieve.
Naturalidad. Flecos al aire, mucho mejor puestos que los de Mazo. Tonos rosados
y dorados. Rostro desenfocado, con mucha soltura. Nada que ver con Mazo. Crea
una oblicuidad entre el sombrero y el bando.
Este retrato
ecuestre del príncipe formaba parte de la decoración del Salón de Reinos en el
Palacio del Buen Retiro, junto con los de sus padres, Felipe IV e Isabel de
Borbón, y sus abuelos paternos, Felipe III y Margarita de Austria.
Baltasar Carlos,
que contaría cinco años en el cuadro, era el heredero del trono y su presencia
junto a su padre y su abuelo (el rey presente y el anterior) simboliza la
continuidad de la dinastía.
A pesar de su
temprana edad está representado como un adulto y con los mismos símbolos que el
rey: lleva el fajín de general en el pecho, monta un caballo en corveta
(símbolo de majestad y gobierno) y lo conduce con una sola mano -a la
española-, mientras en la otra sostiene el bastón de mando, o bengala, que
muestra ostensiblemente.
Velázquez nos
presenta al futuro monarca educado de manera acorde con su elevado destino,
porque tanto la equitación como la caza formaban parte importante de la
formación militar del príncipe y constituían una preparación para la guerra.
El cuadro estaba
situado dentro del Salón de Reinos en alto, en una sobrepuerta, entre su padre
y su madre, colocados a un nivel inferior.
Velázquez debió
calcular la deformación de perspectiva que supondría verlo de abajo arriba; por
eso en su ubicación actual, al mismo nivel de nuestros ojos, da la sensación de
que el caballo es algo deforme. Además, parece que se trataba de animales
panzudos.
El caballo se
presenta en una línea diagonal y dinámica, marcada por las patas traseras, la pierna
del jinete y la bengala, y en un escorzo que debía dar idea de que saltaba
sobre la cabeza del espectador. Así parece que el príncipe monta un caballo al
galope y Velázquez logra dar una sensación de movimiento poco habitual en este
tipo de obras.
El cuadro tiene
una factura muy suelta, como un esbozo de gran tamaño y quizá esto se vea
favorecido por su colocación en alto, aunque tampoco es raro en otras pinturas
suyas. El rostro del príncipe es la zona más desdibujada y borrosa, un carácter
que tienen muchos de sus retratos.
El color está
aplicado de forma muy diluida con poco pigmento y mucho disolvente, en capas
delgadas, que dejan traslucir en algunas zonas la preparación blanca del lienzo
y hacen evidente en otras las gotas de pintura que ha escurrido.
Sólo en los
adornos de oro aplica Velázquez mayor cantidad de pasta en toques muy pequeños.
La paleta es muy
rica, tanto en azules como en ocres, amarillos y sus mezclas para conseguir los
distintos tonos de verde, un color que no emplea nunca. Se anima en el centro
con los dorados y el rojo de la banda.
El paisaje, como
en todos los de esta serie y como en otros cuadros de Velázquez, se hace a base
de pinceladas sueltas y precisas sobre la preparación que juega como un
elemento de color más y con toques de blanco para la nieve. En la parte baja
contornea la figura.
Velázquez pinta
unos elementos encima de otros: la valona del cuello sobre el traje, la banda
al viento y la manga boba sobre el cielo y los adornos de la coraza sobre el
tono oscuro de ésta.
La composición se
organiza en una línea diagonal, la línea dinámica por excelencia, marcada por
las patas traseras del caballo, la pierna del jinete y el bastón de mando. Con
ello Velázquez consigue dar una sensación de movimiento al cuadro.
La pintura es muy
ligera y diluida y se aplica con pinceladas sueltas y rápidas en capas casi
transparentes; sólo se aprecia una mayor cantidad de pasta en los adornos
dorados, resueltos a base de toques ligeros, menudos y superficiales.
También el
paisaje del fondo, en el que pinta la Sierra de Guadarrama, está hecho con una
factura tan suelta que en algunas partes se trasluce el blanco de la
preparación.
Detalle 1
La pintura está
aplicada con tanto aglutinante y con una factura tan suelta que se ve la
preparación de color blanco del cuadro debajo del óleo. Por la misma razón la
cabeza del príncipe, vista de cerca, resulta borrosa, sin líneas definidas con
claridad, algo habitual en Velázquez ya por estos años.
El cuello blanco,
la valona, se pinta sobre la coraza y el encaje se crea mediante breves toques
de pintura oscura en medio del blanco.
En el sombrero se
puede ver la ligereza del pigmento casi transparente con que Velázquez ha
pintado.
En esta zona se
aprecian dos añadidos longitudinales: uno del momento en que se realizaba el
cuadro, de 11 cm, en la parte alta del sombrero, y otro posterior de 12,5 a
13,5 cm, hasta el borde de la tela.
Detalle 2
Todo el atuendo
del príncipe es menos severo que los retratos de corte, en los que predomina el
color negro y no se suele encontrar este lujo de oros, rosas y blancos.
Las manchas
amarillas que forman el puño de la espada, los adornos de la coraza y el arnés
del caballo, o la gualdrapa, carecen de forma precisa vistas de cerca y sólo de
lejos adquieren sentido, como si estuvieran pintados con aquellos pinceles de
"asta" muy larga de los que hablaban los contemporáneos
de Velázquez.
Detalle 3
Es un paisaje
real de la Sierra de Guadarrama en el que se distingue el Pico de la Maliciosa.
Las montañas se realizan sobre la preparación blanca a base de pequeñas y
rápidas pinceladas de azul, a las que el artista añade toques aún más ligeros y
superficiales de blanco para pintar la nieve.
El verde de la
vegetación y el suelo, ligero, diluida y rico de matices, se logra a partir de
distintas mezclas de azul.
Detalle 4
Las patas
traseras del caballo, y la cola, están corregidas y son visibles las dos e
incluso tres anteriores, más verticales, -los arrepentimientos característicos
de Velázquez-, debajo del suelo en el que se apoyan. En esta zona el paisaje se
ha pintado después que las patas del animal y se pueden ver pinceladas que las
contornean.
También aquí,
bajo las patas del caballo, es visible un añadido longitudinal de 12,5 a 14 cm,
posterior al momento de realización de la obra y que, como el superior,
modificó las dimensiones originales del cuadro.
Hombres de placer - Serie de Bufones
El
término bufón se utilizaba en la época. Hechas 1633 y 1634 según Valdovinos. Es
normal que las fechas que aparecen en los libros no coincidan. Se piensa que
estas figuras fueron colocadas en el cuarto de la reina (que era medio
palacio).
Debemos
considerarlos dentro del relleno porque no corresponden a ningún programa.
Están
realizados por encargo, posiblemente el rey haya mandado hacerlos. En el
inventario aparecen seis, dentro de estas aparece Juan de Cárdenas que venía
seguramente del Alcázar. Los otros cinco miden todos lo mismo dos varas y
media.
Estos
hombres de placer porque al rey le caen bien porque entretienen, dan placer,
hacen representaciones que al rey le divierten (al rey y a la Corte). La mayor
parte de lo que sabemos proviene de José Moreno Villa, pintor surrealista pero
durante la republica fue archivero de palacio real. Cuando se exilio en Méjico
escribió un libro en 1940. Recoge por orden alfabético todo tipo de bufón que
estuvo en la corte en el siglo XVI y XVII. Recogió documentos que cuentan
cuando y cuanto se les pagaban a estos hombres. Bouza en el catalogo de las
Fábulas escribe el artículo Tres risas, dos remedos y un gesto. Los bufones re
meraban (imitaban). Hay algunos que tienen casa de aposento, tienen ración
diaria…son esclavos del rey de Velázquez.
“Pablo de Valladolid”
(museo del Prado).
Valladolid
era el apellido. Era de Vallecas. Queda huérfano en 1599. Al final de 1632 en
noviembre entra al servicio del rey que da orden que le den casa de aposento
cerca de palacio. Murió en 1648, nombra testamentario a Juan Carreño que
todavía no era criado del rey. En 1865 Manet estuvo copiándolo en el Museo del
Prado. El fondo desaparece. El suelo y la pared es lo mismo, realismo perfecto.
Manet influenciado por esto pinto El pífano. Quiere representar las actitudes
de cada uno.
El retrato de
Pablo de Valladolid es uno de los más extraordinarios de la historia de la
pintura: una figura sola ante un espacio que no existe.
El espacio se
construye únicamente a través de las gradaciones lumínicas y la sombras,
capaces de provocar una sensación de aire interpuesto, de ambiente, a través de
la perspectiva aérea que crea una ilusión espacial allí donde no existen
referencias espaciales explícitas.
Esto le hizo
escribir a Manet frases de admiración cuando le contaba a su amigo
Fantin-Latour la visita al Prado: qué alegría hubiera sido para ti ver a
Velázquez, que él solo merece el viaje... es el pintor de pintores... Lo más
maravilloso de esta obra espléndida, y quizá lo más asombroso de cuanto se haya
pintado jamás, es el cuadro indicado en el catálogo como Retrato de un autor
célebre de tiempos de Felipe IV (Pablillos de Valladolid). El fondo desaparece:
es el aire que rodea al hombrecillo, completamente vestido de negro y vivo.
El impacto que le
produjo esta obra le inspiró, entre otras, una de sus pinturas más célebres, El
Pífano.
El movimiento de
la figura ayuda a definir el espacio: un brazo recogido, el otro abierto y las
piernas separadas.
La austeridad
cromática es aquí una de las mayores de Velázquez. La paleta no puede ser más
reducida: negro, ocres, blanco y alguna nota cálida en la cara y las manos.
Pero austeridad no quiere decir pobreza y el pintor logra una enorme variedad
de matices combinando los pigmentos básicos.
La pintura está
muy diluída y se aplica en capas delgadas sobre la preparación blanca del
fondo, que se transparenta a través de los brochazos rápidos y ligeros,
haciendo vibrar al fondo, de un modo parecido al Cristo crucificado (1167).
La luz entra de
izquierda a derecha y la sombra del actor se consigue con una pintura muy
diluída y cargada de aglutinante, aplicada con una brocha de mayor tamaño y más
negro que ocre en la mezcla, lo que le da el tono gris.
Esta sombra, por
sí sola es capaz de crear la sensación de espacio, de aire interpuesto entre la
figura y el fondo.
El traje negro se
matiza con toques más precisos o de color más intenso, sobre la mancha inicial
para definir los detalles, las formas y, en especial, los bordados.
Si admitimos la
hipótesis de que Barbarroja y El bufón Don Juan de Austria son pareja, es
posible que Pablillos tuviera su pareja en el desaparecido retrato del bufón
Cárdenas, también de Velázquez, que formaba parte de la serie realizada para el
Palacio del Buen Retiro.
El cuadro se
describe del siguiente modo en el inventario: "Cárdenas, el bufón torero,
con el sombrero en la mano, de Velázquez de su primera manera".
Puede que aquél
bufón tuviera el brazo extendido, remedando un pase de capote y diera una idea
de movimiento complementaria del Pablillos.
A este don Juan
de Cárdenas, bufón "de excelente humor", que servía al duque de
Medina Sidonia, le vio seguramente Felipe IV torear a caballo en el Bosque de
Doñana el año 1624 y de allí se lo llevó a la corte.
El cuadro de
Pablo de Valladolid fue ampliado con bandas estrechas en los laterales y en la
parte inferior. El borde superior se desdobló, aumentando también las
dimensiones por arriba.
HISTORIA DEL CUADRO
Se han propuesto
diversas fechas de ejecución atendiendo a consideraciones estilísticas. El
catálogo del Prado lo sitúa en 1633. Pablillos está documentado en el Alcázar
entre 1632 y 1648, fechas entre las que pudo pintarlo. Un pago efectuado a
Velázquez en 1634 por obras realizadas para el Palacio del Buen Retiro puede
ayudar a concretar su ejecución en la primera mitad de los años treinta, junto
con los de Juan de Austria y Barbarroja.
Aparece en el
inventario del Palacio del Buen Retiro de 1701 junto con El bufón Don Juan de
Austria, Barbarroja, Calabazas, Cárdenas, y El portero Ochoa. Los dos primeros
están también en el Museo del Prado, el tercero se identifica con el de
Cleveland, el cuarto ha desaparecido y del último se conoce una copia en la
colección de la reina Fabiola en Bruselas.
La descripción lo
identifica claramente: "Otra de dos varas y media de alto y vara y tercia
de ancho, con un Retrato de un Bufón con golilla que se llamó Pablillos el de
Valladolid de mano de Velázquez con marco negro tasada en veinte y cinco
doblones".
Consta en los
inventarios del Palacio Real de 1772, 1794 y 1814. En 1816 pasó a la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde se le tenía por un alcalde. En
1827 entró en el Museo del Prado, donde figura aún como Retrato desconocido en
el catálogo de 1828.
ESTUDIO
Pablo de
Valladolid fue un "hombre de placer" o bufón de la corte de Felipe IV
y Velázquez le retrata en una actitud declamatoria que ha hecho pensar que
fuera actor o cómico.
El retrato era
parte de una serie de seis cuadros de bufones pintados por Velázquez para
decorar una galería del Buen Retiro, junto a Don Juan de Austria y Barbarroja.
Los bufones
formaban parte de las cortes europeas desde la Edad Media, disfrutaban el
aprecio de los reyes y sus retratos, en ocasiones acompañando a los monarcas,
eran parte de la decoración de los palacios.
La figura del
bufón queda sola en un espacio que no está definido por objetos ni referencias
concretas sino por la perspectiva aérea. Las gradaciones lumínicas y las
sombras crean una idea de aire interpuesto que define el espacio.
La pintura se
aplica muy diluída y cargada de aglutinante, en capas muy ligeras, sobre la
preparación blanca, que se transparenta debajo de ella y hace vibrar el fondo.
La paleta es muy
sobria, como es habitual en Velázquez: ocres para el fondo, negro para el traje
y blanco para la golilla, la manga y las luces; pero a partir de esos colores
básicos logra una inmensa variedad de gradaciones y matices.
La libertad de
ejecución de Velázquez y la audacia espacial eran tan enormes para su época que
hasta el siglo XIX no hubo un pintor capaz de aprender la lección: Manet, quien
en 1867 pintó El pífano bajo la inspiración directa de este cuadro.
Detalle 1
La cabeza de
Pablo está pintada con más detalle que la de El Bufón llamado don Juan de
Austria y la de Pernia, es menos borrosa y el modelado a base de luces y
sombras es más acabado. Sobre las orejas cae el pelo hueco, el tufo, de moda en
aquella época.
La cara y el
peinado tienen gran similitud con el llamado Geógrafo del Museo de Rouen,
también de Velázquez, y se ha apuntado que pudiera tratarse del mismo
personaje.
La golilla era
inicialmente más pequeña y todavía se puede distinguir el contorno debajo de la
actual en unas pinceladas grises.
Detalle 2
Las manos, al
igual que la cabeza, están trabajadas con más detalle que las de El Bufón
llamado don Juan de Austria y Barbarroja, más modeladas y con contornos más
precisos. Las dos han sufrido modificaciones, visibles sobre el negro de la
capa (el antiguo índice) y corregidas con pinceladas grises sobre el fondo.
La posición de
los dedos es exactamente la misma en cada mano. Se crea así un juego de
simetría, habitual en la pintura desde el renacimiento, y que contribuye a la
profundidad y el equilibrio compositivo.
El bordado del
traje se consigue a base de pequeñas pinceladas más oscuras y más empastadas
sobre el negro de base que es más ligero.
Detalle 3
El contorno
derecho de la figura y la pierna, están delimitados por pinceladas largas, que
la encajan en el fondo y la hacen resaltar con más luz.
Velázquez hace
aquí un alarde técnico prodigioso, y de mucho futuro, al crear un espacio sin
medio alguno, simplemente con la sombra que proyecta Pablillos sobre el suelo,
que hasta entonces no lo era. Hasta Manet, bien entrado el siglo XIX ningún
artista está preparado para aprender esta lección.
“Cristóbal
Castañeda y Pérnia” (museo del Prado).
Cristóbal
de Castañeda y Pernía. Hacía de turco. Entra al servicio en 1633, en junio le
dan dos raciones, en noviembre de 1633 le conceden casa de aposento. Murió en
1649. Le dieron el aposento en la calle del Príncipe. Lo ha dejado inacabado.
Museo del Prado. Con lo mismo que ha hecho el vestido, ha hecho las botas. Las
mangas, el cuello y el adorno de la cabeza son sueltos. Cuando tenía todo el
cuerpo colorado decidió poner encima el manto. Más empastado. Quevedo hace un
soneto A la mujer afeitada (que quiere decir maquillada). Se mete con el afeite
que es el gran turco porque era llamado Solimán, se mete como el afeite que son
los potingues como si fuera Pernía. Entonces no se sabe si hacía de turco o
contra turco. No se sabe exactamente de cuando es el soneto pero es antes de
1640.
Don Cristobal de
Castañeda y Pernia fue un hombre de placer documentado en al Alcázar entre 1633
y 1649. Un asiento de contabilidad habla de él: El mismo día (3 de junio de
1633), despaché billete para el tesorero por merced hecha a D. Cristóbal de
Pernia, hombre de placer, de dos raciones ordinarias que se valúan en 200
ducados, de que tocaron a la media anata cien ducados, que los hubo de entregar
en dos pagas iguales.
El apodo
"Barbarroja" quizá venía de creerse o actuar como el famoso almirante
turco derrotado en la batalla de Lepanto. Por esta razón se le ha relacionado
con El bufón Don Juan de Austria, el otro bufón con quien quizá representara
una especie de pantomima sobre la célebre batalla.
El embajador de
Toscana describe a Pernia como el mejor de los bufones y parece que actuó como
emisario del Conde Duque y el Cardenal Infante.
De carácter
iracundo y agresivo, según las crónicas, era también torero y sus bromas le
costaron caras. A pesar de las libertades que los bufones podían permitirse con
los grandes de este mundo a la hora de hacer chanzas y críticas, estas debían
tener un límite. En cierta ocasión, haciendo jornada en Valsaín, el rey
preguntó si allí había olivas y Pernia respondió: Señor, ni olivas, ni
olivares, en alusión al Conde Duque, que le costó el destierro a Sevilla, sin
que se sepa si regresó o no a la corte.
La figura de
"Barbarroja", en primer plano, llena el cuadro. La gran mancha roja
de su traje destaca sobre un fondo oscuro y apenas indicado, algo frecuente en
sus retratos de bufones.
Está situado de
tres cuartos, mirando hacia la izquierda, y sostiene en las manos la espada y
la vaina, que forman dos diagonales, en posición simétrica y justamente opuesta
a El bufón Don Juan de Austria, de forma que la espada de uno responde a la
vara del otro. Esta sería una razón más para asociar a los dos.
Es esta una de
las obras más coloristas de Velázquez, donde la mancha roja llena por completo
el cuadro, aclarado aún más por las mangas, el cuello y el borde del gorro,
además de la capa. Con una paleta de pocos pigmentos básicos (rojo, blanco,
negro y marrón) Velázquez es capaz de obtener una riqueza enorme de matices
sutiles, gracias a combinaciones llenas de sabiduría y a su técnica peculiar.
La pintura es muy
ligera, tiene muy poca pasta y está muy diluída, casi como si se tratara de una
acuarela; en el fondo se aplica en capas delgadas, con brochazos amplios y
libres que dejan transparentarse la preparación, a la que hacen jugar como un
elemento más que contribuye a animar el fondo vibrátil y nada uniforme ante el
que se sitúa Barbarroja.
En el traje,
sobre el rojo ligerísimo inicial, se dan toques más oscuros para definir los
pliegues o el cinturón y otros más claros para las luces. Las mangas y el
cuello se definen con muy pocos trazos blancos y la poca cantidad de materia
favorece la transparencia del cuello sobre la mancha roja.
La factura del
cuadro es tan suelta y la libertad técnica tan grande que en los inventarios se
describe como no acabada. Sólo la capa que lleva al hombro tiene una ejecución
más precisa, pero esto es algo habitual en su pintura, en Las lanzas, por
ejemplo, pintado por la misma época.
La técnica es muy
libre: la pintura se aplica diluída, casi como acuarela, sobre una preparación
blanca que se transparenta a través de ella y mediante pinceladas sueltas y
ligeras.
Sólo la capa está
más acabada, mientras el resto, de cerca, da la impresión de ser un boceto
grande, especialmente en la parte inferior, y la cabeza presenta el aspecto
borroso característico. Velázquez se siente libre para experimentar en estos
retratos de "sabandijas de palacio", menos sujetos a la etiqueta que
los cuadros oficiales.
Detalle 1
El rostro de
"Barbarroja" tiene una factura suelta y sumaria con el desdibujado
característico de muchas cabezas suyas, sin embargo transmite perfectamente la
expresión belicosa e iracunda del bufón.
Velázquez mezcla
pinceladas claras y oscuras para modelar los rasgos faciales y aplica otras aún
más oscuras para construir, sobre la carnación de base, el bigote, la mosca, las
patillas y las cejas.
El cuello de
encaje está pintado sobre el rojo y se hace transparente por toques desiguales,
breves y poco cargado de pintura. También en el gorro y el adorno blanco la
pintura es muy ligera, casi como aguada.
Se ha dicho que
"Barbarroja" va vestido a la turca; sin embargo otros autores lo
dudan señalando, entre otras cosas, que el gorro se parece más al que solían
llevar los bufones y con el que se les suele representar.
Detalle 2
En el traje rojo
se puede ver la ligereza de la materia con que pinta Velázquez, lo mismo que en
las mangas blancas y las manos, simplemente abocetadas y de factura tan suelta
que en los inventarios se describe el cuadro como no acabado.
La capa tiene más
precisión en la pincelada que el resto, lo que ha hecho pensar a algunos en que
fuera de otra mano. Sin embargo no hay constancia de ello y en la obra de
Velázquez se encuentran contrastes
parecidos, en Las Lanzas por ejemplo.
Detalle 3
En la parte baja
el suelo se pinta un poco más claro y amarillento que el fondo y se señala la
sombra de Barbarroja, por una mancha más oscura. Las botas, magníficos bocetos
hechos con una pintura tan clara como el gorro, sólo se contornean en algunos
puntos por pinceladas delgadas de tono ocre, mientras en otros quedan
desdibujadas.
“Don
Juan de Austria” (museo del Prado).
Siempre
hacia don Juan de Austria. No sabemos cómo se llamaba. Juan de Austria era el
vencedor de Lepanto. Entro al servicio en 1624 pero Moreno Villa encontró que
el vestido y zapatos que lleva puestos se le entregan en 1632. Es muy
detallado. No tenía aposento. Museo del Prado. Vestido como en la actuación. A
pintado la vestimenta y después la armadura. En la parte baja hay mucho
arrepentimiento. Parece que lo ha hecho a la manera de limpiar pinceles.
El bufón aparece
retratado en un primer plano como si estuviera muy cerca del espectador y su
cara queda a la altura de nuestros ojos.
La pose de tres
cuartos guarda una simetría casi total con el bufón Barbarroja, incluso la vara
responde a la espada de aquél, lo que parece indicar que ambos retratos
formaban pareja.
La posición del
cuerpo ligeramente vuelto, y el ángulo que forman la vara que lleva en la mano
y la escopeta del suelo, conducen la mirada hacia la batalla naval,
contrarrestando el peso de la figura.
En el suelo,
hecho con pintura muy líquida que deja ver la preparación, se marcan las líneas
del enlosado, creando un inicio de perspectiva lineal, como en La túnica de
José que había pintado en Italia. Sin embargo hacia el fondo las sombras hacen
que esas líneas se desvanezcan, produciendo una indefinición y una sensación
ambiental quizá precedente del Pablo de Valladolid.
Es el cuadro de
paleta más rica en matices de toda la serie de bufones y las armonías de negro
y rojo hacen pensar en obras posteriores como el retrato de la reina Mariana de
Austria.
La técnica es muy
rápida y suelta, como es habitual en sus cuadros de bufones, donde el carácter
no oficial de los retratados le permite libertades que no podría tomarse en
otro tipo de pinturas.
Sobre la
preparación de base, que se deja ver en muchos lugares, aplica capas de pintura
muy diluída y cargada de aglutinante, casi acuarelada. El carmesí del traje se
da muy disuelto y sobre él añade toques más oscuros, para marcar sombras, y
blancos para las zonas que reflejan la luz.
En las mangas se
mezclan pinceladas ligeras de rojo intenso con otras más empastadas y claras,
que logran una magnifica impresión de relieve en el bordado.
El rostro
presenta una factura borrosa al estar pintadas las capas sin dejar secar las
anteriores. Esto las mezclas, unificando la impresión visual, y dándole un
aspecto inacabado de cerca, que desaparece al alejarse.
La factura es
especialmente suelta y las pinceladas informes en la batalla naval y en todo el
lienzo se pueden apreciar rectificaciones.
La pintura se
aplica muy diluída, hasta dejar la preparación a la vista, y con más empastes
sólo en las zonas más iluminadas.
Esta libertad
puede permitírsela en los cuadros de bufones al ser retratos informales menos
sometidos a las convenciones que los retratos reales.
La paleta es la
más amplia de todos los cuadros de bufones y destaca el tono rojo del traje
cuyas telas conocemos con exactitud por un documento contemporáneo.
Detalle 1
La naumaquia está
pintada con pinceladas aparentemente informes, de un modo que recuerda las
limpiezas de pincel en otros cuadros de Velázquez (y el expresionismo abstracto
del siglo XX). Quizá mientras ejecutaba el cuadro fue limpiando los pinceles en
el lienzo y luego, en vez de taparlo, aprovecho algo para representar el humo y
el caos de la batalla.
Velázquez vuelve
al cuadro dentro del cuadro, que aprendió de Pacheco, practicó durante su etapa
sevillana y nunca llega a abandonar, aunque cambie de técnica.
Detalle 2
Sobre el sombrero
se puede distinguir el añadido longitudinal del lienzo, una banda de 19 cm,
sobre la que se han pintado las plumas del sombrero, jugando con el negro y el
carmesí.
El rostro de don
Juan está desdibujado, como la mayor parte de los bufones, y da la sensación de
algo borroso. Esto se consigue restregando el pincel sobre la pintura todavía
seca; así modela los rasgos y da luces y sombras. Encima, con negro poco
empastado se pinta el bigote, que tenía otra forma inicial, y el pelo.
Detalle 3
El traje que
lleva el bufón se ha utilizado como base para fechar el cuadro. En un asiento
de los legajos de Guardarropa de 1632 aparecen las telas con que está
confeccionado.
Velázquez
consigue las calidades y los brillos del raso carmesí a base de una pintura muy
ligera y diluída sobre la que matiza en oscuro para dar forma, hacer pliegues y
arrugas, y en claro para iluminar y dar brillos.
El terciopelo
negro marca un contraste fuerte con las distintas calidades del carmesí, en una
armonía de colores que recuerda otras pinturas como el retrato de la reina
Mariana de Austria de los años cincuenta.
Detalle 4
En la parte baja
Velázquez pinta las armas del bufón guerrero: coraza, casco, escopeta,
balas..., haciendo una naturaleza muerta de las que había aprendido a pintar en
Sevilla y que nunca olvida, creando la textura propia de cada uno de los
objetos.
Unas pinceladas
blancas son suficientes para hacer brillar la luz en la coraza y el casco y
otras ligeramente rosadas sirven para el reflejo de carmesí de las medias en la
coraza.
En las piernas,
contorneadas, se pueden apreciar las modificaciones de Velázquez, especialmente
en la derecha, colocada hacia atrás, con menos luz y más delgada para disimular
su deformidad.
El suelo,
definido en el primer plano, con las rayas de las baldosas que sirven de líneas
de fuga, se pierde a medida que se aleja hacia el fondo y desaparecen ya junto
a la pared.
Juan de
Cárdenas, el loco torero (perdido).
Según el inventario:
Cárdenas el bufón toreador, no se conserva, “...Juan de Cárdenas el loco
torero, de Velázquez de su primera manera...”
Medía vara y media en
cuadro (125cm. más pequeño y cuadrado). Juan Cárdenas existió y su ración pasó
a Pérnia en el año 1433 (esto no quiere decir que estuviera muerto, tal vez
murió o salió de palacio).
Si en el año 1433
desaparece de escena es posible que su actuación fuera anterior, que Velázquez
lo hubiera pintado antes de irse a Italia (“de su primera manera”) y que fuera
uno de esos cuadros que estaba pintado y se compró para adornar el Buen Retiro.
Lo de loco torero le
vendría porque es cierto que actuaría como un torero o que hiciera gracias en
el ruedo y por eso lo de loco.
Ochoa
portero de Corte (solo conservamos copia).
Copia
de Velázquez. Última propietaria reina Fabiola de Bélgica. No se expone desde
1960. El inventario dice que el Portero
Ochoa con unos memoriales. Valdovinos piensa que tiene que ser Francisco de
Ocáriz y Ochoa.
El
original de Velázquez lo grabo Goya en 1779 por lo que estaba en palacio.
Aparece en documentos como el loco.
En
un documento de 1636 le califican de vejete y murió en 1638. Esto cuadraría si
se representa en 1632.
Entra
en 1632 y en 1634 ordena que le den casa de aposento en la misma que Pernía.
Por todo esto Valdovinos piensa que es Ocáriz y Ochoa. Va vestido como un
portero, lleva gorguera, lleva en las manos unos memoriales, en la otra mano
lleva un sombrero. Esta en Bélgica. Sombras leves. Perfil izquierdo. Ha querido
captar a sus personajes en su actuación. Vestido a la antigua que sería su modo
de actuación.
Entra
en palacio en 1632, muere en 1639. Le dan ración diaria, no tiene aposento y
más tarde le dieron carruaje porque tenía un problema degenerativo.
Llamado
tonto por su gran estrabismo.
Museo
de Cleveland.
El cuadro, posiblemente
procedente del Palacio del Buen Retiro, de donde pudo salir con ocasión de la
invasión francesa después de 1808, se expuso en 1866 en la Exposición
retrospectiva de París, cuando era propiedad del duque de Persigny. Tras
sucesivos cambios de propiedad salió a subasta en 1965 en Christie's de Londres
por 170.000 guineas. En el Museo de Cleveland desde 1965.
Atribuido a Velázquez
por razones estilísticas, José López-Rey apuntó semejanzas en el tratamiento
del rostro, a la vez nervioso y conciso, con el del dios Baco, datando la obra
hacia 1628-1629 y, en todo caso, antes del primer viaje del pintor a Italia
(agosto de 1629). Al mismo tiempo López-Rey defendió la identificación de
este retrato con el que se mencionaba en el inventario del Palacio del Buen
Retiro de 1701, junto a otros cinco retratos de bufones y hombres de placer,
como «Ottro [retrato] del mismo tamaño y calidades de Calabaçillas, con Vn
retratto en la mano y Vn Villete en la ottra». El problema que plantea el hecho
de que el bufón de Cleveland no lleve en la mano un «billete» o carta sino un
molinete podría explicarse por un error de transcripción del copista, según
López-Rey, a la vista de una enmienda hecha en el inventario de 1789 del mismo
palacio, sobre el número 178, que decía: «Retrato de Velasquillo el bufón y el
inventario antiguo dice ser de Calavacillas, con un retrato en la mano y un
reguilete».Un reguilete, de todos modos, como apunta Julián Gállego, tampoco
sería un molinillo de papel, sino una flechilla o banderilla, pero Antonio Ponz
en su visita al Buen Retiro aludió precisamente al molinillo en el único de los
cuadros de bufones conservados allí del que ofrecía una descripción, aunque con
alguna duda en la atribución a Velázquez, al anotar que en una pequeña pieza
que servía de antecámara y en la inmediata donde se encontraban algunos
cuadros, «el de un bufón divertido con un molinillo de papel y algunos más, son
del gusto de Velázquez».
La autoría velazqueña y
la identificación con el mencionado lienzo del Palacio del Buen Retiro ha sido
discutida por Elizabeth du Gué Trapier, Leo Steinberg —que atribuyó el lienzo a
Alonso Cano— y Jonathan Brown, entre otros, señalando la diferencia de medidas
con las que se indicaban en los antiguos inventarios —dos varas y media de
alto, algo más de dos metros—, el escote de la dama pintada en el retrato de
bolsillo que lleva el bufón, que se ha dicho correspondería al reinado de
Carlos II, lo que se ha querido explicar como una adición posterior, desmentida
por los estudios hechos en el propio museo, o el hecho de que el bufón llamado Calabacillas
no entrara al servicio de Felipe IV hasta 1632, lo que unido a las fechas de
construcción del Palacio del Buen Retiro impediría que el cuadro se hubiese
pintado en las fechas propuestas y antes del viaje de Velázquez a Italia, como
sugiere la técnica de pinceladas homogéneas empleada en su ejecución. Pero en
relación con esto último, se ha de tener presente que la superficie del lienzo
resultó barrida a consecuencia de una antigua operación de reentelado; y no
cabría descartar, por otro lado, que el personaje retratado fuese, como indica
el inventario de 1789, el bufón Velasquillo, documentándose en 1637 a un bufón
de nombre Cristóbal Velázquez en una relación de personas al servicio de la
corte. Últimamente, reafirmándose en su rechazo a la autoría velazqueña,
Jonathan Brown apunta, como razones estilísticas, lo inusual del marco
arquitectónico, «algo amorfo», la pincelada uniforme y la torpe ejecución de
algunas partes del lienzo como la mano derecha con la que sujeta el retrato.
El
personaje retratado, de cuerpo entero y vestido con terciopelo de raso negro,
con acusado estrabismo y piernas inestables, lleva en la mano izquierda un
molinillo de papel, símbolo de la locura en Cesare Ripa, y con sonrisa
bobalicona muestra al espectador en la mano derecha un pequeño retrato femenino
en marco oval. Aparece retratado en un interior palaciego, delante de un zócalo
sobre el que se levanta una pilastra a la izquierda, con una silla de tijera y
asiento de cuero como único mobiliario.
De
tratarse de Juan Calabazas, llamado Calabacillas y El bizco,
sería una de las tres ocasiones en las que Velázquez habría retratado a este
bufón o truhan, del que existe otro retrato en el Museo del Prado —y la
diferencia de edad entre ellos se ha invocado en contra de ese reconocimiento—
e información documental relativa a un retrato perdido en el que aparecía
«calabaças con un turbante», inventariado en 1642 y 1655 en la colección de
Diego Messía, marqués de Leganés. Juan Calabazas aparece documentado por
primera vez en 1630, al servicio del cardenal-infante Fernando de Austria;
desde 1632 y hasta su muerte, en octubre de 1639, estuvo al servicio de Felipe
IV, gozando de excelente reputación a juzgar por el elevado sueldo y ración que
percibía además de disfrutar de carruaje, mula y acémila.
Velázquez
en estos cuadros ha trabajado con mucha libertad. Bastantes arrepentimientos.
No sabemos el orden pero el primero puede ser Pablo de Valladolid. Escenarios
diferentes. Albayalde. Como son próximos a él son muy sueltos. Son desiguales
porque va probando.
Reconstrucción del salón
Los
retratos ecuestres aparecen enteros, Lopera afirmó que estaban en los lados
cortos, pero que había dos puertas y que recortaban los cuadros: en las
esquinas se que ve fueron cortados, se dobló por detrás. ¿Cuándo se hizo esto?
En 1711 hay un plano donde aparecen estas puertas. Valdovinos piensa que las
puertas no estaban en el siglo XVII, no tiene mucho sentido que el encarguen
los cuadros y no le digan que hay dos puertas. Los recortes entonces se
hicieron en el siglo XVIII, cuando se abrieron las puertas. Una vez construido
el palacio nuevo, se llevaron allí, se desclavaron (estaban los trozos sujetos
por detrás).
Reconstrucción del salón
Había
cinco cuadros ecuestres: la mayoría creen que tres de los cuadros estaban
pintados hace tiempo: el de Baltasar Carlos (encima de la puerta), Felipe III,
Margarita e Isabel. Se ha pensado en Carducho, más tarde, según Valdovinos no
hizo nada. Miden tres metros aproximadamente, igual que los cuadros del
triunfo. No hay un documento anterior de estos cuadros. Valdovinos cree que son
de 1634, nunca anteriores. Parece que el último es Breda, que llega en el 35. Técnicamente
están preparados con la misma preparación (albayalde), los pigmentos son los de
Velázquez (no verde), pero salvo, Felipe IV, no se ve a Velázquez. Según Valdovinos:
le encargaron los cinco retratos ecuestres y Breda, mucho trabajo en poco
tiempo. Repartió los cuadros (Felipe III y Margarita e Isabel). A Felipe III y
Margarita nunca les había visto. Isabel no se dejaba retrata, había que
copiarlo de otro retrato. Pudo hacerlos
Mazo, quien lo podría haber hecho parecido. No sabemos de su estilo personal
hasta que se muere Velázquez, ya que siempre estuvo a su sombra. Como no se veían claramente de Velázquez se
dijo que los había retocado él.
Nerón, estampa de Tempesta
Se
ha dicho que lo ha sacado de aquí.
Brown
dice que Velázquez no es alegórico. Rubens cuando pinta a Felipe IV, por
ejemplo, coloca alegorías, más figuras. Velázquez trata a los personajes
reales. Sólo lo hará en la Expulsión de los moriscos y el alma cristiana.
Situación de los cuadros
En
las batallas trabajaron Maino y Velázquez. Carducho trabaja en tres batallas,
Cajes en dos y Castelo en una. Carducho, Cajés y Castelo aparecen juntos. Según
el inventario de 1701: Velázquez, Maino, Zurbarán, Pereda y Leonardo.
Se
llama a Zurbarán para los Hércules y una batalla. Pereda tenía 23 años. Le llamo Crescenzi, quien fue su protector.
Los triunfos no sabemos quién los decidió, puede que el Conde Duque. Van de
1622 al 1633. Tratan de ensalzar al rey. Un triunfo de 1634 no está, la batalla
de Nördlinger porque seguramente ya estaba el encargo cerrado. Trataban de
glorificar al vencedor. Ni el Conde Duque ni el rey estuvieron en las batallas.
Solo aparecen en el de Maino. Todos los generales que aparecen estaban
enemistados con el conde duque. Carducho hace tres batallas, aparece el duque
de Feria, típico cuadro de batalla, no innovo nada. Jusepe Leonardo realizó dos
batallas, Rendición de Juliel, aparecen Spinola y el marqués de Leganés, cuadro
muy bueno, sobre todo por los colores. Entre cada batalla, que eran seis, había
ventanas y encima estaban los Trabajos de Hércules de Zurbarán, delante de cada
ventana había leones de plata.
Lados
cortos: puerta en medio a cada lado. Al entrar, a la derecha los reyes
anteriores (Felipe III y Margarita). Al otro lado Felipe IV, Isabel de Borbón y
sobre la puerta Baltasar Carlos. Los dos últimos son de Velázquez. Los cuadros
de batallas miden 3,05 cm. Había seis a cada lado, sólo quedan 11. Los temas
son victorias del tiempo de Felipe IV y hechos gloriosos (1622-1623). Orden de
las obras de Velázquez: ermitaños, criados, ecuestres y Breda. Carducho, Cajés
y Maino eran mayores, Castelo, Zurbarán, Velázquez y Leonardo eran más jóvenes.
En la pared sur están las obras de los pintores viejos: Carducho, Cajés y
Castelo (Maino por estilo está con los jóvenes). Pintan de forma habitual:
vencedor a caballo y vencidos pequeños.
Nota. Antonio Tempesta tiene
una serie de estampas de emperadores romanos a caballo. Algunos autores han
relacionado la postura de la de Nerón con la que aquí vemos y proponen una
influencia de estas estampas para las posturas de los caballos. Valdovinos dice
que a Velázquez no le hizo falta fijarse en esas estampas.
- La serie de batallas. Doce cuadros de los que
hoy uno no existe. De estos algunos cuadros los hicieron pintores que estaban
en Madrid y uno solo de un pintor sevillano, Zurbarán.
Pintores y batallas
elegidas. Por un lado tenemos a Vicente Carducho, nacido en 1574 y pintor del
rey más antiguo, es normal por lo tanto que le dieran tres batallas.
Eugenio Cajés, nacido en
1576 y muerto en 1634, siguiente pintor del rey en antigüedad, le mandaron
hacer dos cuadros.
Felix Castelo, hijo de
italiano nació en 1595, hizo una serie de Juan Bautista ermitaño. Pintor más
cercano a Cajés pero apegado también a Carducho. Le dieron una batalla. Es posible que los cuadros de estos fueran en
un lado.
Por otro lado tenemos a
Maino, que era el mayor de todos por edad ya que había nacido entre el 1578 y
el 1580, hombre querido por el rey, le dieron un batalla.
Zurbarán, que era de la
generación de Velázquez (1598) también realizó una batalla.
Giusepe Leonardo, también
de la generación de Velázquez (1601) pero que se había educado con Carducho
(aún así sus gustos estilísticos fueron diferentes, desde los colores hasta las
composiciones). Realizó dos cuadros. Velázquez, un cuadro. Pereda, también un
cuadro. Caso singular ya que nació en el año 1611, en Valladolid, y cuando se
comienza el cuadro (1634) los más jóvenes le sacan mínimo diez años (con todo
se permite firmar su batalla y fecharla, abajo a la izquierda). Esto se explica
porque era el protegido de Crescenzi. Al morir este en el año 1635 sus
detractores cargan su ira contra Pereda, este realizó su batalla y un rey godo
y no volverá a pintar para palacio nunca más.
Batallas victoriosas desde
un determinado momento, 1622 (el rey comienza a gobernar en el año 1621), y
hasta un determinado momento, 1633. Pinturas encargadas en el año 1634 ya que
en ese mismo año se vence en la batalla de Nördlingen, batalla muy importante,
pero que no se incluye en esta serie porque los cuadros estarían encargados
cuando se produce.
También se plantean dando
importancia al general vencedor, con esto se juega porque hay protagonistas que
repiten. Hay que saber también que los pagos dependen del número de figuras que
haya en el cuadro (de 500 a
350 ducados se pagaron según los cuadros, María Luisa Caturra sacó a la luz
estos pagos):
“Batalla de Fleurus”, pintada por Vicente
Carducho.
1634. Óleo
sobre lienzo, 297 x 365 cm.
Esta pintura representa
la batalla librada en Fleurus, cerca de Bruselas, el 29 de agosto de 1622,
entre las tropas de la Liga Católica, comandadas por el general don Gonzalo
Fernández de Córdoba, y las de la Unión Protestante, bajo el mando del conde
Ernesto de Mansfeld y del príncipe Christian de Brunswick.
La importancia de la
victoria estribó en haber librado Bruselas, gobernada por Isabel Clara Eugenia,
de la amenaza de las tropas protestantes, que habían entrado en los Países
Bajos por el Hainaut. La batalla, en la que entraron en liza 6.000 jinetes y
7.000 infantes por parte de los protestantes, y 2.000 jinetes y 8.000 infantes
por parte de la Liga Católica, se saldó con la derrota de aquéllos, que dejaron
sobre el campo, además de sus banderas y la escasa artillería con que contaban,
1.200 muertos. Las bajas de la Liga Católica apenas llegaron a 200 muertos y
400 heridos. La noticia de la victoria, cuyo alcance se vería reducido por el
hecho de que las tropas protestantes vencidas y puestas en fuga lograron unirse
poco después a las holandesas, llegó a Madrid el 19 de septiembre, dando lugar
a una comedia de Lope de Vega titulada La
mayor victoria de Alemania o La
nueva victoria de don Gonzalo de Córdoba. Por su parte, Quevedo
hizo una extensa descripción de la batalla en su Mundo caduco y desvarios de la edad.
El cuadro tiene tres metros de alto y 3’60 de
ancho (el de Maino tiene 3’81 y 3’09, esto se notaba en la exposición del Prado
pero en el salón no se notaría demasiado). Tiene una cartela con la descripción
del pintor, el año y la batalla.
Don Gonzalo de Córdoba,
hijo del cuarto duque de Sessa y hermano del quinto, había nacido en Cabra
(Córdoba) en 1585 y moriría en 1635 en Montalbán
(Teruel). Luchó con sólo dieciocho años en las galeras del segundo marqués de
Santa Cruz y después prestó, como general, importantes servicios de armas en
Flandes, el Palatinado e Italia. La victoria de Fleurus le valió el título de
príncipe de Maratea, concedido por Felipe IV en 1624. Cuando se pintó el cuadro
del Salón de Reinos su reputación se había visto, sin embargo, arruinada al
fracasar en 1626 en su intento de tomar Casale. En el Gabinete de Dibujos y
Estampas de los Uffizi se conserva un dibujo con dos jinetes, procedente de la
colección Santarelli, y atribuido por éste y los historiadores posteriores a Antonio
Tempesta, pero que, como mostró Pérez Sánchez, es un estudio preparatorio para
el grupo del primer plano de este cuadro. El propio Pérez Sánchez ha recordado
que, en el momento de su muerte, Carducho poseía varios volúmenes de grabados
de Tempesta. Parece lógico deducir que las escenas de batallas pintadas por
Carducho, Cajés, Castelo y Leonardo, que muestran planteamientos similares,
tuvieran como principal fuente de inspiración los grabados de Tempesta, aunque
también se han aducido otras posibles fuentes como los grabados de Maarten van
Heemskerck con victorias de Carlos V y los de Giovanni Stradano con victorias
de los Medici. Leticia Ruiz ha señalado, entre los grabados de Tempesta que
pudieron servir de inspiración para los cuadros del Salón de Reinos, dos series
de 1612 -Guerras de los romanos contra
los bátavos e Historia
de los siete infantes de Lara- y otras dos de 1613 -Vida de Alejandro Magno y Batallas bíblicas.
“Rendición de Jülich
(Juliers)”,
pintada por Jusepe Leonardo.
La rendición de la
ciudad renana de Juliers (o Jülich), ocupada desde 1610 por las tropas
francesas de Mauricio de Nassau, ante el ejército mandado por el general don
Ambrosio de Spínola, marqués de los Balbases y futuro triunfador unos años más
tarde en Breda, fue uno de los hechos más sobresalientes de los comienzos de la
Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Tuvo lugar tras la reanudación de las
hostilidades con los rebeldes holandeses después de una tregua que había durado
desde 1609 a 1621. La ciudad, cabeza del ducado renano de su nombre, tenía, al
margen de su significación política, una gran importancia estratégica debida a
su situación, que la convertía en llave de las comunicaciones entre los
holandeses y sus aliados alemanes. El sitio, que duró siete meses, terminó el
tres de febrero de 1622 con la rendición de la plaza. Aunque se estipuló, según
relató Gonzalo de Céspedes, que el
governador Frederico Pithan, sus oficiales y soldados saliessen libres con
vanderas, caxas y cuerdas encendidas, balas en boca, hijos, mujeres, armas [y]
bagajes, la salida de las tropas holandesas (2.500 soldados de a
pie y una compañía de caballería) se produjo sin los honores de banderas
desplegadas, mechas encendidas y balas en boca. Leonardo representó el acto de
la rendición siguiendo el esquema tradicional, muy alejado del utilizado por
Velázquez en La rendición de Breda,
mostrando un claro acto de sumisión. En el primer plano, el general Spínola, a
caballo, recibe las llaves de la ciudad de manos del gobernador holandés, que se
arrodilla ante él. El triunfador aparece acompañado, también a caballo, por don
Diego Felipe Mexía de Guzmán, que se convertiría en 1627 en marqués de Leganés
y yerno del propio Spinola. Don Diego había desempeñado un papel secundario en
las operaciones, pero fue figurado en el lienzo debido a su proximidad familiar
con el conde-duque de Olivares y a que el otro protagonista del sitio, el conde
valón Enrique de Bergh, se había pasado en 1627 a las filas protestantes, por
lo que no podía ya ser representado ni en esta escena ni en la de Breda, en
cuyo asedio participó también. Ante Spínola y Leganés asiste a la escena un
general español, a pie, acompañado por un escudero que mira hacia el espectador
señalando hacia el acto de la rendición, en el que Pytham está asimismo
acompañado por varios oficios holandeses. Al fondo se representa la ciudad, con
la salida de las tropas protestantes.
La composición, basada
en una diagonal, está firmemente trabada, y, aunque sigue el esquema de la
mayor parte de los cuadros de batallas del Salón de Reinos, muestra una
integración mucho más lograda entre el fondo y el primer plano que los cuadros
de Carducho, Cajés o Castelo. Por otra parte, está claro que Jusepe Leonardo
tuvo que valerse para los retratos de otras representaciones anteriores
realizadas por otros artistas. Para el de Spínola que había muerto años antes,
el 25 de septiembre de 1630, contaba con abundantes modelos, especialmente de
Rubens y Van Dyck; para el del marqués de Leganés, que partió de Madrid el 2 de
abril de 1634, cuando el cuadro estaba ya encargado, pero al que es difícil que
pudiera haber retratado del natural, parece haber utilizado la efigie plasmada
por Van Dyck en un cuadro hoy conservado en la Colección Fundación BSCH, que
fue grabado por Paulus Pontius y del que existen varias réplicas. En el Museo
del Prado se conserva, procedente del legado Fernández Durán, un dibujo
preparatorio para este lienzo, que muestra algunas diferencias (la posición del
caballo, más rígida en el dibujo, una mayor simplicidad en el grupo de
acompañantes del gobernador holandés y el tratamiento del grupo de la
izquierda, en el que aparece sólo un soldado español en vez del general y su
servidor). Este dibujo lleva la inscripción Joseph
Leonardo en el Retiro, que ha sido interpretado alguna vez como
firma y, a la vez, como un indicio de que el cuadro habría sido pintado en el
Buen Retiro.
“La defensa de Cádiz”, pintada por Zurbarán.
El hecho representado
es la defensa de Cádiz frente al ataque, iniciado el primero de noviembre de
1625, de una escuadra inglesa compuesta por cien naves y diez mil hombres al
mando de sir Henry Cecil, vizconde de Wimbledon. La defensa de la plaza estuvo
al mando de don Fernando Girón y Ponce de León, veterano militar de las campañas
de Flandes y consejero de guerra, que había sido nombrado gobernador por el
rey, tras ofrecerse él mismo en un discurso que pronunció el 8 de febrero de
1625 ante el Consejo de Estado. Enfermo de gota y prácticamente impedido, tuvo
que dirigir las operaciones, como muestra el cuadro, sentado en un sillón. Le
auxiliaron en las operaciones el duque de Fernandina, don García de Toledo y
Osorio, al mando de doce galeras, el marqués de Coprani, don Pedro Rodríguez de
Santisteban (quien, acompañado por el marqués de Torrecuso y el almirante don
Roque Centeno, mandaba otros catorce navíos recién llegados de Indias) y el
octavo duque de Medina Sidonia, don Manuel Pérez de Guzmán, quien movilizó las
milicias de los pueblos cercanos llegando a reunir 6.000 hombres. Los ingleses
entraron en el puerto de Cádiz el primero de noviembre y, tras cañonear y
lograr la rendición del fuerte del Puntal, desembarcaron 10.000 hombres que se
apoderaron de la Almadraba de Hércules, pero vieron su avance detenido ante el
puente de Zuazo, defendido por el marqués de Coprani y el corregidor de Jerez,
Luis Portocarrero.
Desmoralizados y
hostigados por las fuerzas españolas, abandonaron el campo de batalla el día 8
dejando sobre él 2.000 hombres entre muertos y ahogados, al reembarcarse con la prisa de tomar sus
esquifes, según expresión del cronista Matías de Novoa. Como otras
acciones de guerra conmemoradas en el Salón de Reinos, está dio lugar a una
pieza teatral: La fe no ha menester armas y
venida del inglés a Cádiz, de Rodrigo de Herrera.
Como ha hecho notar
Patricio Prieto Llovera, en el lienzo se identifican perfectamente las diversas
partes del campo exterior de Cádiz y se aprecian las escaramuzas navales y las
luchas alrededor del fuerte del Puntal y de la Almadraba de Hércules.
En el primer plano,
sobre las murallas, en la zona hoy conocida como Puerta de Tierra, aparece a la
izquierda, don Fernando Girón, sentado, con una muleta en la mano izquierda y
la bengala, o bastón de mando, en la derecha. El personaje al que Girón transmite
sus órdenes, y que está de pie en el centro, es, sin duda, como ya señaló Ceán,
don Diego Ruiz, su teniente de maestre de campo. El resto de los personajes han
sido identificados, tentativamente, de forma diversa. Es muy probable que el
caballero santiaguista que está junto a Ruiz y vuelve la cabeza hacia los tres
de la derecha sea don Lorenzo Cabrera y Orbera de la Maestra, corregidor de
Cádiz y castellano de su fortaleza, que estaba mutilado del brazo izquierdo por
acción de guerra.
No existen indicios
fiables para fijar la identidad del resto de los personajes. El que aparece a
la izquierda, tras Girón, ha sido identificado a veces (por Ceán y otros) como
el duque de Medina Sidonia, pero dada su posición subalterna y teniendo en
cuenta que lleva un papel en la mano, es posible que, como apuntara Serrera sea
simplemente un ayudante o el secretario de Girón. La carta de pago y finiquito
publicada por Caturla muestra que Zurbarán cobró 1.100 ducados por los diez quadros de pintura de las fuerzas de
Hércules y dos lienzos grandes que ha hecho del Socorro de Cádiz [...] para el
Salón grande del Buen Retiro.
“Auxilio de Génova”, realizado por Pereda.
El dux de la república
de Génova sale a las puertas de la ciudad para recibir a don Álvaro de Bazán,
que ha llegado al mando de una flota para proteger el lugar del asedio al que
estaba siendo sometido por las tropas francesas al mando del condestable
Lesdiguières (o Aldiguera, como se le conocía en España) y de Carlos Manuel de
Saboya. En segundo término, la población alborozada saluda la llegada de las
naves. El suceso fue un episodio central de la pugna que mantuvieron España y
Francia por el control de Liguria (Italia), y permitió contrarrestar los
avances que habían hecho franceses y saboyanos en la zona. Fue también una de
las varias victorias españolas importantes que se produjeron en distintos
frentes durante 1625, que contribuyeron a asegurar por unos años la hegemonía
territorial y que se conmemoraron en varios cuadros del Salón de Reinos del
palacio del Buen Retiro de Madrid, el lugar para donde fue pintado éste. A
través de esta obra no sólo se celebra una victoria destacada, sino que se
honraba al segundo marqués de Santa Cruz (1571-1644), que desempeñó un papel
notable durante los reinado de Felipe III y Felipe IV, y una de cuyas hazañas,
la toma de la isla de Longo, en 1604, fue objeto de una comedia de Lope de
Vega.
En la época en la que
Pereda realizó su cuadro, Bazán formaba parte del Consejo de Estado, y el 14 de
mayo de 1634 (dos meses antes del primer pago que recibió el pintor) partió de
Madrid "a poner orden en las galeras como teniente general de la
mar", según el diario de Gascón de Torquemada. Era un figura pública y
bien conocida de la corte, y probablemente Pereda pudo hacer un retrato del
natural o recurrir a una efigie contemporánea, pues sus rasgos parecen más
adecuados a los sesenta y tres años que tenía en 1634 que a los cincuenta y
cuatro de 1625. Como señaló verbalmente Florit, el pintor lo visitó con una
armadura de la Real Armería con la que se había retratado Felipe II y en la que
ocupa un lugar señalado la cruz de San Andrés. Aunque Lázaro Díaz del Valle
sugirió que los rostros de algunos de sus acompañantes eran retratos, lo cierto
es que sus actitudes extraordinariamente enfáticas los acercan al mundo de la
codificación teatral y los alejan de las convenciones del género del retrato,
especialmente los tres que aparecen en segundo término. La riqueza y variedad
de colorido y texturas, la gran unidad narrativa y compositiva y la búsqueda de
unos códigos gestuales de gran expresividad, lo convierten en uno de los
cuadros de batallas del Salón de Reinos con un concepto pictórico más avanzado.
Obra firmada y fechada. El
niño que sostiene el gorro, ha sido bastante famoso ya que en la exposición del
año 78 fue la foto del cartel.
Para Valdovinos el cuadro
se apaga por la derecha y la ciudad no es Génova.
Nota. Todas las batallas
tienen un con tenido sobre la defensa de la fe, contra la herejía (ingleses y
holandeses). Menos en esta donde se prefiere y pretende poner de manifiesto la
alianza entre España y Portugal frente a los franceses y saboyanos.
“La recuperación de Bahía”, cuadro pintado por Maino, acontecimiento del año 1625.
La pintura fue
encargada a Juan Bautista Maíno hacia finales de 1634, y estaba todavía
pintándola el 24 de marzo de 1635, fecha en que se le pagaron a cuenta los
primeros 18.600 maravedíes en virtud de la libranza ordenada por el
protonotario del Consejo de Aragón, don Jerónimo de Villanueva. Maíno la
terminó y entregó el 16 de junio, cuando recibió los doscientos ducados en que
fue estimada, procedentes del dinero de gastos secretos del rey Felipe IV. El
lienzo fue destinado a decorar el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro,
sumándose a otros once que se encomendaron a diversos pintores para conmemorar
la serie de victorias terrestres y navales que sonrieron a los ejércitos de la
Monarquía Hispana durante el primer periodo de la Guerra de los Treinta Años
(1621-30).
Parece que la decisión
de adornar el Salón de Reinos con pinturas de batallas que manifestaran el
poderío de la monarquía española recayó en el conde-duque de Olivares, quien
precisamente en 1634 había manifestado en una reunión del Consejo de Estado la
preocupación que lo embargaba por lo descuidada que estaba la historia de
España. Posiblemente las doce victorias que debían pintarse fueron determinadas
por los asesores del valido en temas históricos, como su bibliotecario
Francisco de Rioja (1583-1659), quien consta que intervino en el programa
decorativo de una de las ermitas de los Jardines del Buen Retiro.
La recuperación de la
ciudad de San Salvador, en la bahía de Todos los Santos, de manos de los
holandeses, fue uno de los hechos de armas más gloriosos acaecidos en el
venturoso año de 1625, en el que también fue rendida la ciudad de Breda,
socorrida la de Génova del asedio francés y la de Cádiz del inglés.
Maíno no quiso atenerse
por entero a los esquemas tradicionales que regían la composición de las
pinturas de asunto bélico, y por consiguiente, no desarrolló, como era habitual
en los grabados existentes sobre la reconquista de la ciudad, un panorama de
las batallas naval y terrestre habidas contra los neerlandeses. En ello se
apartó de lo que hicieron la mayor parte de los colegas que efectuaron pinturas
para el Salón de Reinos, como Vicente Carducho (ca. 1575-1638), Eugenio Cajés
(1574-1634) o Jusepe Leonardo (1601-1652) quienes en buena medida se inspiraron
para el conjunto o para algunos detalles de sus cuadros en estampas bélicas de
Antonio Tempesta (1555-1630). En lo único en que se equiparó con ellos fue en
la exaltación épica del héroe vencedor en la conquista de San Salvador de
Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo, pero con el que quiso que compartieran gloria
el rey Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que sólo aparecen retratados en el
cuadro de Maíno.
En razón de lo dicho,
el pintor dominico no parece que tuviera como fuente de información estampas
para fijar la topografía exacta de la ciudad de Bahía, como tampoco crónicas
históricas que relataran el curso de la batalla. En cambio, es absolutamente
seguro que tuvo presente el texto de la comedia de Lope de Vega El Brasil restituido, que fue
firmado por el insigne comediógrafo el 29 de octubre de 1625, tres días después
de concedida la licencia para su representación y puesta en escena, que
finalmente tuvo lugar en el Alcázar de los Austrias.
La pintura del artista
dominico no ofrece un escenario exacto de los hechos, sino en gran parte
inventado. El punto de vista seleccionado parece ser de sur a norte, teniendo
como fondo la isla de Itaparique y como lugar de la acción las colinas de
Brotas. De esta suerte se ve como amplio fondo la bahía de Todos los Santos,
por la que se acercan al puerto los buques de la flota hispano-portuguesa
combinada.
La ciudad de San
Salvador está oculta por una roca vertical delante de la cual se halla colocado
el dosel que cobija el tapiz con los retratos de Felipe IV y el conde-duque de
Olivares. El conjunto produce la sensación de que nos encontramos ante un
decorado de teatro. A la derecha se ubican los soldados de la guarnición
holandesa que solicitan el perdón de Felipe IV, cuyo retrato les es mostrado
por don Fadrique de Toledo, subido sobre una tarima alfombrada. Cerrando la composición
está, acentuando el parecido con un decorado teatral, la marina que actúa en el
cuadro como telón de fondo del escenario. Maíno ha utilizado una luz más
amortiguada y difusa que en otras obras, que dulcifica los contrastes de las
luces y sombras, un tipo de iluminación más uniforme que Tormo atribuyó a la
influencia de Velázquez.
En el primer plano, a
la izquierda se percibe un grupo de doce personas cuyo centro de atención es el
soldado herido en el pecho, un arcabucero por más señas, como se deduce por
algún detalle del macuto depositado junto a él en el suelo. Es atendido
solícitamente por una mujer que le restaña la sangre con un paño, mientras un
paisano le sostiene la cabeza con sus manos. Otra mujer muy joven, sentada de
perfil sobre un saliente rocoso, contempla compasiva al herido, teniendo a un
niño pequeño en su regazo, al tiempo que otros tres niños detrás de ella, los
hermanos del menor, lloran y se abrazan apenados formando un delicioso grupo,
lleno de delicadeza. Desde luego la mujer con el niño en los brazos, cuya nuca
es una línea de pura belleza, refleja el influjo de pinturas de Orazio
Gentileschi (1563-1639) que Maíno pudo ver en su viaje a Italia, por ejemplo la
figura de La Virgen entregando al Niño
Jesús a santa Francesca Romana.
En la mitad derecha del
lienzo el almirante en jefe de la conquista de la ciudad de Bahía, don Fadrique
Álvarez de Toledo, aparece otorgando el perdón a la guarnición de los
holandeses vencidos, que lo solicitan arrodillados delante de él levantando sus
manos. Don Fadrique, de pie, vistiendo calzas verdes con bordados de hilo de
oro y jubón del mismo color que atraviesa, terciada en bandolera, la banda
carmesí de general, empuña con la mano izquierda el bastón de mando y el
sombrero del que se ha destocado ante el retrato del rey Felipe IV, mientras
que con la otra muestra a los rendidos holandeses. En las relaciones históricas
de la recuperación de Bahía no aparece semejante episodio por lo que Maíno se
inventó la escena, calcada de la comedia de Lope de Vega, cual si se tratara
una ecfrasis reconstructiva
de ella.
Para Maíno, los
genuinos protagonistas de esta zona del cuadro son Felipe IV y don Gaspar de
Guzmán, que aparecen retratados en el tapiz a espaldas de don Fadrique. El rey
porque es el que, por boca de éste, otorga el perdón a los vencidos; el
conde-duque porque fue quien, conforme a su política de la Unión de Armas,
dispuso, diseñó y preparó con enorme celeridad y eficacia las fuerzas navales y
terrestres combinadas de España y Portugal que hicieron posible la reconquista
de Bahía. El pintor expresó esta idea en el tapiz mediante la coronación de
Felipe IV como rey victorioso por Minerva, diosa pagana de la guerra, y también
por el conde-duque de Olivares, quien empuña con la mano derecha juntamente la
espada de la justicia y el olivo de la paz.
Tanto Felipe IV como
Olivares están hollando con sus pies una serie de alegorías que son clave para
entender el mensaje político que subyace en el cuadro. El monarca se halla
pisoteando con el pie derecho a un hombre semidesnudo que muerde rabiosamente
el trozo de una cruz, mientras que con sus manos crispadas agarra los
fragmentos que ha despedazado. Evidentemente ese hombre simboliza la Herejía y,
por consiguiente, Felipe IV es representado como vencedor de la herejía por
haber arrancado la ciudad de Bahía de manos de los calvinistas holandeses.
Debajo de la figura de
don Gaspar de Guzmán hay un personaje, de tez pálida y cabellos en remolino y
cubierto de cintura para abajo con un manto amarillo, que echa espumarajos por
la boca y tiene las manos atadas a la espalda. Se trata de la alegoría del
Furor, tal como la describe específicamente Cesare Ripa (1560-1645) en su
conocido y difundido trabajo. Pero si el Furor tiene las manos atadas, como en
este caso, quiere expresar que puede ser dominado por la razón. Maíno utilizó
este símbolo para significar que el Furor, que incita a la venganza con los
vencidos en la guerra, puede ser superado por la clemencia dictada no sólo por
la razón sino por la conveniencia política.
Finalmente, la tercera
alegoría es la del Fraude o Hipocresía que Olivares aparta de sí con el pie
izquierdo. Ripa la describe como una mujer de doble faz, tal como figura en el
cuadro, la cual tiene las manos cambiadas y, mientras con una enarbola un ramo,
con la otra empuña una daga.
El tapiz con los
retratos de Felipe IV y Olivares se encuentra protegido por un dosel encima del
cual el pintor situó, de manera difícilmente visible, un óvalo, sostenido por
angelitos, donde campea una inscripción, que es otra de esas claves que el
pintor sembró por el lienzo para que el espectador descifrara su mensaje. Reza
la inscripción SED DEXTERA TUA, un
fragmento tomado del Salmo
43, 4 de la Vulgata
que dice completo: Neque enim gladio suo
occupaverunt terram, nec brachium eorum salvavit eos, sed dextera tua et
brachium tuum, Domine, quoniam salvavit eos. Aquí aparece el
providencialismo, una de las constantes de la monarquía española, es decir, la
especial protección divina que Dios la dispensaba en la lucha empeñada por
mantener la fe católica en sus dominios.
Otras
pinturas de la sala
Toma de Brisach. Autor: José
o Jusepe Leonardo. 1635. Óleo sobre lienzo. 304 x 360 cm
El lienzo representa la
liberación de la ciudad de Brisach, el 16 de octubre de 1633, del sitio a que
estaba sometida por el rhingrave protestante Otto Luis. Con esta acción culminó
la campaña del duque de Feria de 1633, destinada básicamente, a mantener libres
las comunicaciones entre el Milanesado, Alemania y los Países Bajos, en las que
Brisach tenía un papel estratégico fundamental. Con todo, fue, como otros
éxitos conmemorados en el Salón de Reinos, una victoria efímera: Brisach se
perdería cinco años más tarde, el 17 de diciembre de 1638.
En el lienzo aparece en
primer plano el duque de Feria, don Gómez Suárez de Figueroa, quien, como en
los cuadros en los que representó Carducho, está armado con loriga, luce la
banda roja de general y lleva el bastón de mano en la derecha. Visto de
espaldas, está montando a caballo en posición de corveta (con el anillo
levantado sobre sus cuartos traseros) y vuelve la cabeza para atender a lo que
le dicen un joven oficial que aparece de pie, a la izquierda, señalando hacia
el campo de batalla, y un alabardero que se acerca al caballo. Junto a él, un
grupo de caballeros con armadura. En segundo término caminan a pie los
arcabuceros, precedidos, más allá, por los alabarderos, que custodian las
banderas y los carros de municiones. Entre ellos y la ciudad, un fortín
incendiado, y, al fondo, Brisach, en la que penetran las tropas españolas.
Aunque el esquema compositivo es el mismo que el de los cuadros de Carducho, en
este se hacen patentes las enseñanzas de Velázquez. Las lanzas del primer
término traen a la mente las de La
rendición de Breda y se considera generalmente que la pose del
duque de Feria está tomada directamente del retrato del Conde duque de Olivares, a caballo,
del sevillano, aunque la fecha de éste no está claramente establecida y se
pueden aducir precedentes que podrían hacer pensar en una fuente común.
Recuperación de la isla de San Cristóbal, Castello, Félix.
1634. Óleo
sobre lienzo, 297 x 311 cm.
Las islas de San
Cristóbal, Nieves y San Eustaquio, del archipiélago de las Caribes de
Sotavento, se habían convertido en bases de filibusteros tras ser ocupadas por
franceses e ingleses en 1627. La expedición española estuvo mandada por don
Fadrique de Toledo y Osorio, primer marqués de Villanueva de Valdueza y capitán
general de la armada en el Océano, al que acompañaban don Martín de Vallecilla,
como general de la flota, y don Antonio de Oquendo como almirante. Tras apresar
varios buques corsarios en la Isla de Nieves, desembarcó en la de San
Cristóbal, donde tomó, en pocos días y sin apenas pérdidas, dos fuertes
franceses y uno inglés, se apoderó de 200 cañones e hizo 2.300 prisioneros.
Como en el caso de otras batallas representadas en el Salón de Reinos, se trató
de un éxito efímero, ya que, tras quemar las plantaciones de tabaco de los
ocupantes, don Fadrique abandonó la isla, sin dejar guarnición en ella, para
seguir viaje a Portobelo y La Habana y recoger el habitual tesoro de Indias, y
franceses e ingleses volvieron a ocuparla en agosto de 1630. Don Fadrique de
Toledo, hijo del quinto marqués de Villafranca, había sido nombrado capitán
general del Mar Océano en 1618 y contaba ya con importantes éxitos en el
Mediterráneo y Brasil. Otra de sus hazañas, la Recuperación de Bahía de Todos los Santos, fue
representada por Maíno en el cuadro de mayor valor simbólico del Salón de Reinos.
En el momento en que se encargaron ambos cuadros había caído, sin embargo, en
desgracia tras enfrentarse en 1633 al conde duque de Olivares a propósito de
otro proyecto de expedición a Brasil para el que don Fadrique pretendía unos
medios que el conde duque no estaba dispuesto a proporcionarle. Fue enviado a
prisión y condenado en noviembre de 1633 por el Consejo de Castilla, que le
desterró a perpetuidad y le privó de todos sus cargos y de los ingresos de sus
posesiones. Murió el 10 de diciembre siguiente. Castelo le representó en el
primer plano dando órdenes a uno de sus oficiales (quizá don Pedro de Osorio,
su maestre de campo), que se lleva la mano al pecho, y tras el que aparecen un
soldado y otro oficial cubierto que Ceán y Madrazo supusieron que sería don
Juan de Orellana.
Al fondo, como en el
resto de los cuadros del Salón de Reinos, el campo de batalla, minuciosamente
descrito, con los navíos de guerra, falúas y esquifes en el momento del
desembarco, y a la derecha, ya sobre tierra, las tropas españolas
desembarcando, un reducto incendiado y fortines enemigos desde los que se hace
fuego. La elección de Castelo (un pintor relativamente menor y con muy poca
obra original anterior a 1633) para participar en el programa decorativo del
Salón de Reinos (para el que, sin embargo, no se llamó a Angelo Nardi, pintor
del rey) puede explicarse por el hecho de que por entonces era el discípulo
preferido de Vicente Carducho, del que parece haber sido un importante
colaborador en los años anteriores.
La recuperación de San Juan de Puerto Rico, Eugenio Cajés
1634 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 290 x 344 cm.
El hecho representado
es la defensa y recuperación de la bahía de Puerto Rico ante el ataque, en
septiembre de 1625, de una escuadra holandesa mandada por el almirante Balduino
Enrique (Boudewijn Hendrickszoon). Contando con diecisiete naves y un nutrido
cuerpo de desembarco, los holandeses entraron en la bahía el 25 de septiembre,
y en los dos días siguientes ocuparon el espacio comprendido entre la ciudad y
el castillo de San Felipe, defendido por el gobernador don Juan de Haro. El
sitio del castillo, batido por la artillería holandesa desde la torre del
Cañuelo y el alto llamado del Calvario, duró 28 días, y finalizó, tras negarse
Haro por dos veces a la rendición y ser incendiada la ciudad por los
holandeses, el 22 de octubre, día en que una salida de la guarnición española,
al mando del capitán don Juan de Amézqueta, con
grande riesgo, el agua a la cinta, obligó a los holandeses a
reembarcar, según relató Gonzalo de Céspedes y Meneses en su Primera parte de la historia de don Felipe
III, rey de Españas, publicada en 1631. El episodio terminó al
abandonar los holandeses el puerto el 3 de noviembre, dejando tras sí 400
muertos y una nave de 500 toneladas con 30 piezas de artillería que quedó
encallada.
Según muestran las
cartas de pago y el propio testamento de Cajés, el pintor quedó encargado de
realizar dos cuadros de batallas para el Salón de Reinos, por los que recibiría
700 ducados: esta obra y otra con La
expulsión de los holandeses de la isla de San Martín por el marqués de
Caldereita (desaparecido desde la Guerra de la Independencia tras
ser seguramente sustraído por Sebastiani o algún otro general francés). Pese a
que este último estaba, según Cruz y Bahamonde, firmado y fechado en 1634,
parece seguro que Cajés, que murió el 15 de diciembre de ese año, no llegó a
hacer, por sí solo, ninguno de ellos y que dejó al menos uno sin terminar. El 1
de Marzo de 1635, el pintor Antonio Puga declaró en su testamento que había
trabajado en casa de Cajés, por orden de éste, en los cuadros del Salón de
Reinos, y, el 14 de abril del mismo año, Luis Fernández recibió 800 reales por haber acabado el cuadro de pintura que
dejó comenzado Eugenio Caxés. Como han hecho notar Angulo y Pérez
Sánchez, lo más probable es que Puga trabajara en ambos lienzos realizando los
paisajes y que Fernández se encargará de terminas los primeros términos de uno
de ellos, quizá de éste, si es verdad que el otro estaba firmado en 1634.
Los
personajes del primer término son, con seguridad, el gobernador Juan de Haro, y
probablemente, Juan de Amézqueta, quien comandó la salida del fuerte. Tras
ellos aparecen las tropas españolas empujando a los holandeses hacia el mar y
varias naves enemigas. Una de ellas, con la bandera tricolor de los Países
Bajos en su arboladura, debe ser la que quedó encallada. En tierra se muestra
el caserío incendiado por los holandeses. Se ha señalado que el fondo presenta
un sorprendente parecido con el paisaje real. Este lienzo es uno de los
cincuenta cuadros elegidos durante la Guerra de la Independencia para el Museo
Napoleón.
Devuelto
de Francia el 10 de junio de 1816, entró en el Museo en 1827.
Expugnación de Rheinfelden, Vicente Carducho
1634. Óleo
sobre lienzo, 297 x 357 cm.
Bernardo Monanni,
secretario de la embajada florentina en Madrid, haciéndose eco, sin duda, de la
inscripción del ángulo inferior derecho, en la que se alude, además de a
Rheinfelden, a Waldzut, Sechim (Säckingen) y Laufenburg, todas ellas plazas
cercanas a la primera, se refirió al cuadro como el socorro de las tres ciudades del Rhin por el duque de Feria. El
duque aparece en el primer término, de pie, sobre un promontorio al abrigo de
unas rocas, dando órdenes a sus oficiales. Luce la misma armadura y tocado que
en la escena con El socorro de la plaza de
Constanza, y señala con la mano derecha el campo de batalla,
sosteniendo con la izquierda la bengala o bastón de mando. Al pie del ribazo, a
un nivel más bajo, un escudero trae el caballo del general.
En los planos
intermedios aparecen un pelotón de jinetes con armadura, del escuadrón del
duque, y la caballería, mandada por el teniente general Geraldo Gambacurta;
algunos jinetes descienden al galope, por un camino junto al acantilado, para
acudir al auxilio de las tropas que luchan en la vega ante la plaza fuerte. Al
fondo se muestra, con profusión de detalles, el asalto a la ciudad, con
soldados escalando los muros y parte de las tropas penetrando por las puertas y
por una brecha abierta en las murallas.
Denotando la victoria,
sobre uno de los torreones cilíndricos, un soldado de las tropas españolas
tremola la bandera blanca con el aspa roja de Borgoña. Como en La victoria de Fleurus, Carducho
ha representado con precisión en el plano intermedio, ante las murallas, el
orden de batalla de los tercios, con los piqueros formando grupos compactos de
hasta treinta filas y los mosqueteros en los flancos de estos grupos. La
victoria de Rheinfelden, celebrada por Felipe IV con una función religiosa en
la iglesia del monasterio de San Jerónimo el Real de Madrid, dejó a los
españoles dueños de la línea de comunicación entre Constanza y Basilea.
El socorro de la plaza de Constanza, Vicente Carducho
1634. Óleo
sobre lienzo, 297 x 374 cm.
Este cuadro celebra la
liberación de la plaza suiza de Constanza del sitio a que estaba siendo
sometida por las tropas suecas del general Horn, que pretendían cortar la
comunicación de las tropas imperiales con las españolas de la Valtelina y del
Milanesado.
Es uno de los tres
cuadros que conmemoraron en el Salón de Reinos las victorias del ejército de
Alsacia, mandado por don Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, en 1633. La
elección de estos hechos de armas, que tuvieron lugar pocos meses antes de que
se decidiera el programa del Salón, respondió, sin duda, como han señalado
Brown y Elliott, al deseo del conde-duque de presentar 1633 como un nuevo annus mirabilis, buscando reforzar
su posición. Los mismos autores han subrayado que el conde-duque podía
atribuirse, en cierto modo, las victorias del duque de Feria, ya que la
iniciativa de formar el ejército de Alsacia con el fin de expulsar a los suecos
y sus aliados de las márgenes del Rin superior había sido suya, y también había
sido él quien había conseguido los medios económicos para la empresa. En el
lienzo, el duque de Feria aparece en el primer plano, a caballo, sobre una
elevación del terreno, ocupando prácticamente la mitad izquierda del lienzo.
Viste media armadura, valona tiesa transparente y sombrero empenachado, y luce
la banda roja de general. Mira hacia el espectador ostentando en la mano
izquierda la bengala o bastón de mando. A su lado corre un paje de lanza, y
tras él aparece un grupo de caballeros con armadura entre los que es posible
que esté representado el teniente general Geraldo Gambacurta, que mandaba la
caballería. Al fondo aparece la ciudad de Constanza, en el lago del mismo
nombre, y en los planos intermedios se desarrolla la batalla, con diversos
reductos militares y las tropas de infantería y caballería recorriendo el
campo.
La apariencia del duque
de Feria es, lógicamente, la misma que presenta en La expugnación de Rheinfelden. No parece, sin embargo,
que Carducho pudiera retratarlo del natural para la ocasión, ya que el duque
murió, inesperadamente, en enero de 1634, en una fecha en la que la serie de
lienzos de batallas estaría ya planificada, pero en la que probablemente aún no
se habían efectuado los encargos a los pintores que participaron en ella, que
debieron formalizarse en la primavera de 1634. En el caso de Carducho, el único
documento publicado hasta ahora sobre su participación en el programa es una
carta de pago, de 29 de julio de 1634, por la que sabemos que recibió 400
ducados a quenta de lo que huviere de haver
por los quadros que pinta para adorno del quarto Real del buen Retiro.
Como signo de su alta posición en la corte, solo oscurecida por la de
Velázquez, Carducho fue el único pintor al que se encargaron tres lienzos de
batallas para el Salón de Reinos. Es probable, por otro lado, que la
participación de su discípulo Félix Castelo se debiera a su influencia. Quizá
como muestra de orgullo, fue el único artista que firmó y fechó todos sus
cuadros, identificando además, en las cartelas, la batalla representada y el
general protagonista de ella.
“
Cuadro
de triunfos realizado para el salón de
Reinos. Es el más grande de Velázquez: 3, 07 x 3, 70 cm (sabemos que la
Expulsión de los Moriscos era más grande). Lo entrega en 1635. Tiene un añadido
horizontal arriba, pero se realizo antes de empezar a pintar.
Preparación:
albayalde. Trabajo relacionado con los ermitaños y los ecuestres: pigmentos con
mucho aglutinante, poco pastoso. El tema es Ambrosio Spinola y Justino de
Nasau; grupo de la derecha y de la izquierda respectivamente.
Conservamos
dos dibujos preparatorios para la figura de Spinola y de otro personaje, algo
excepcional. Estudió mucho la obra (competencia con otros artistas). No son
lanzas, son picas, las alargo y movió algunas. Hubo bastantes cambios.
Velázquez no se autorretrata aquí en la figura de la derecha. En la parte de
los españoles hubo bastantes cambios. Hay cierta confusión entre patas y
piernas. No fueron cambios muy importantes.
Historia: Rendición de
Breda, 1625. Ciudad estratégicamente bien colocada y emblemática para España.
Justino de Nasau (1559) estaba al mando del ejército y era hijo de Guillermo el
Taciturno, que mandaba en Holanda. Fue un asedió, duró nueve meses. Spinola era
militar, con mucha fama. Genovés. Se pensaba que Breda no se rendiría, los ríos
Aa y Mark lo ponían difícil. Hubo que desviar canales y hacer trincheras, era
mucho trabajo. El confesor de Spinola escribe “Obsidio Bredana” (se llamaba H.
Hugo), donde aparece, entre muchos elementos, una pala en la portada. Narra
esto, al igual que Calderón de la Barca, “Sitio de Breda” (en 1636), aunque se
le ha dado poca importancia. Calderón habla de F. Bergh, que no aparece en el
cuadro, pero que tuvo un papel importante en las negociaciones. No aparece
porque luego traicionó a España. Aparecen en la parte española, personajes no
del todo identificados. Hugo señala que
hubo negociaciones a partir de mayo. En junio se rinden por hambre. Capturaron
a quien pasaba los mensajes cifrados, se enteraban de todo y Nasau se rindió.
Realmente no pasaron hambre, lo dice Hugo. El cuadro se pinto diez años después.
Hugo
cuenta que en la rendición no hubo “problemas” pero no habla de la entrega de
llaves. En cambio, Calderón sí, pero no pudo leerlo porque se publico más tarde
(difícil que leyese el manuscrito). Calderón lo daría por supuesto porque no
era raro. Velázquez también sabía que el tópico era la entrega de llaves
entonces pudo leer o no a Hugo, no hacía falta. Sigue un convencionalismo.
Sin
embargo, lo normal es ver lo que vemos en G. Leonardo; que el vencido se
arrodille y el vencedor no se baje del caballo. Aquí Spinola le toca el hombro
como para evitar que se arrodille y además le sonríe. Esto sí que aparece en
Hugo. Esto fue muy criticado, el hecho de que Spinola firmase las condiciones y
no humillase a los holandeses. Spinola en 1630 en Italia. En 1634 todavía se
hablaba en Madrid de esto y esto es lo que capta Velázquez; la actitud generosa
de Spinola. No hay cuadros de guerra en estos momentos así.
El centro de la
composición está ocupado por el encuentro de los dos generales y la entrega de
las llaves. Este es el motivo fundamental del cuadro y todos los otros
elementos contribuyen a resaltarlo.
El caballo, las lanzas
y los grupos de soldados que ocupan el primer plano sirven como barrera óptica
para impedir que la mirada del espectador se pierda en el fondo de paisaje. La
composición se cierra a la izquierda por el caballo, que nos da la grupa y nos
mete en el cuadro con su escorzo, y, a la derecha, por el soldado de espaldas
vestido de marrón claro.
Todo esto hace
que la mirada se dirija al tema principal, la entrega de las llaves, que ocupa
el centro geométrico del lienzo, en el lugar exacto donde se cruzan las diagonales.
Además, los
brazos de los generales trazan a su alrededor un círculo oscuro que hace
destacar las llaves sobre la zona luminosa, que se encuentra inmediatamente
detrás de ella, y sobre los uniformes de tonos claros que visten los soldados
del segundo plano en contraste con las gamas de ocres y pardos que dominan el
primero.
Velázquez pinta
al óleo con la libertad que le caracteriza, dando mayor o menor cantidad de
pasta sobre la tela, en función de sus necesidades y del efecto que quiere conseguir.
La técnica es muy ligera en algunas zonas, como en el joven que sujeta el
caballo del centro, dejando ver por debajo la preparación de la tela. En otras
zonas, más luminosas, como el grupo de soldados vestidos de claro detrás de la
llave, es más empastada.
Las pinceladas
son cortas y producen un efecto brillante en la armadura de Spínola y el traje
de Nassau, los protagonistas; mientras en la grupa del caballo y el hombre de
la izquierda son más largas y uniformes. El paisaje del fondo está hecho a base
de colores muy diluídos y aplicados en toques breves y rápidos.
En este cuadro
Velázquez, a diferencia de lo que es habitual en su pintura, utiliza una línea
de horizonte muy elevada -aproximadamente a las tres cuartas partes de la
altura de la tela-, necesaria, en este caso, para hacer visibles las
fortificaciones de la ciudad y los movimientos de las tropas.
Se conservan en
la Biblioteca Nacional de Madrid un par de dibujos preparatorios para este
cuadro, lo cual no es frecuente en este pintor, que solía modificar en el
lienzo, sobre la marcha, a medida que iba pintando.
Pintado para el
Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid junto a los retratos de
los monarcas a caballo (los reinantes: Felipe IV e Isabel de Borbón; sus
antecesores: Felipe III y Margarita de Austria y el heredero, Baltasar Carlos).
Formaba parte de un programa decorativo destinado a exaltar el poder de la
monarquía española, a través de batallas ganadas por sus ejércitos.
Inspirado en
obras anteriores, alguna incluso de tema religioso, como Abraham y Melquisedec,
un grabado del siglo XVI, hecho por Bernard Salomon, para ilustrar escenas
bíblicas (Quadrins Historiques de la Bible, Lyon, 1553), Velázquez adapta la
composición a esta escena de guerra, que no se desarrolló tal como la vemos en
el cuadro.
El acontecimiento
tuvo también repercusiones literarias. Calderón escribió una obra de teatro con
el mismo título, en la que se recoge esta escena con las llaves como
protagonistas, que pudo servir de fuente de inspiración a Velázquez, para
resaltar la clemencia de los españoles.
El pintor emplea
la pintura al óleo con plena libertad, empastando más unas zonas que otras, y
utilizando pinceladas breves, independientes y brillantes (en los dos
protagonistas) o largas y uniformes (en el caballo y los hombres de la
izquierda).
Detalle 1
La llave es el
centro del cuadro; aparece enmarcada por los cuerpos de Spinola y Nassau, la
línea del suelo, el sombrero y el bastón de mando. En medio de ese marco casi
hexagonal se destaca la mancha oscura de la llave, sobre el fondo claro que
forman los uniformes rosas de los soldados.
La llave es el
símbolo de la ciudad que cambia de manos, como el gesto de Spínola es el
símbolo de la magnanimidad de la monarquía española con los vencidos.
El ademán del
general genovés, con la mano en el hombro de Nassau, impidiendo que se
arrodille, pero con su cabeza unos centímetros más alta, no refleja la realidad
de la rendición, ni se corresponde con otras, como la Rendición de Jülich, de
Jusepe Leonardo, pintado también para el Salón de Reinos, y con Spínola como
protagonista. En este cuadro el general recibe la llave desde lo alto de su
caballo, mientras el vencedor se la ofrece arrodillado en el suelo.
Detalle 2
En el ángulo
inferior izquierdo vemos duplicadas las botas y las espuelas del hombre vestido
de marrón. Son los llamados arrepentimientos, correcciones y cambios que hace
el artista según va pintando, muy frecuentes en sus cuadros. Velázquez no solía
respetar un esquema previo, sino que modificaba a medida que se desarrollaba la
obra.
Detalle 3
En el paisaje del
fondo los árboles se pintan con pequeños golpes de pincel de color verde,
mientras los fuegos se hacen con rojo y blanco, en su mayor parte. Junto a
ellos vemos toda la gama de blancos, grises, verdes y azules que se consigue a
base de mezclar diferentes azules.
Detalle 4
En el hombre con
bigote y sombrero que aparece a la derecha, debajo de la bandera, entre el
caballo y el extremo del cuadro, y que mira fijamente al espectador, se ha
querido ver un autorretrato de Velázquez; pero no hay razones de peso que
avalen esta teoría.
Simplemente el
deseo romántico de encontrar al artista en cada una de sus obras, y en especial
en una tan importante como ésta.
Detalle 5
También las lanzas,
que dan nombre al cuadro, variaron de tamaño a lo largo de la realización de la
obra, como se puede ver gracias a los estudios realizados con infrarrojos. Al
principio eran más cortas y más estrechas, pero Velázquez les dio mayores
dimensiones y mayor protagonismo, hasta provocar el nombre más popular de esta
obra.
Detalle 6
La soltura de la
pincelada velazqueña, ya en mitad de la década de los treinta, y el aspecto
borroso y abocetado que da a sus pinturas, es patente en la figura del soldado
vestido de blanco, a la derecha de Nassau, y en los hombres que le rodean.
Pinceladas más empastadas para el traje blanco y muy diluídas para el rostro,
el pelo y las manos; pero todas igual de libres y vivas.
Elogio de la vida eremítica como programa iconográfico.
En el Buen Retiro había un
gran número de obras que tenían que ver con ermitaños (ochenta tal vez) y
además en los jardines del Buen Retiro se construyeron hasta siete ermitas.
Bastaría con estas cuantificaciones para darle importancia pero además sabemos
que los ermitaños tenían mucha vigencia en la época. Son personas muy
constantes en la literatura de la época y además había varias clases de
ermitaños, estaban los que cuidaban de las ermitas de los pueblos, los
ermitaños como tal...es decir los ermitaños en el siglo XVII existen.
Hay además otra razón, el
Buen Retiro era un lugar de retirada y esto tiene mucho que ver con ese sentido
eremítico.
Datos concretos. Los
primeros encargos son del año 1633,
a Nápoles, cuadros hechos por Scipione Compagni, 28
ermitaños, sacados de estampas y con nombres peregrinos (no es buen pintor, por
eso sabemos que importan los ermitaños y no la calidad).
- En el año 1637-1638
encargo a Roma, importante desde punto de vista de la calidad ya que son
cuadros realizados por Claudio de Lorena, Nicolás Poussin y sus gentes
(flamencos, holandeses...). 24 pinturas, cuadros de ermitaños, contemplados
desde el punto de vista del paisaje por algunos, pero es que los ermitaños
viven en parajes y en la naturaleza.
- Encargo a Nápoles, no
sabemos fecha, a Massimo Stanzione (comparándolo con Ribera es la otra cara de
la moneda, representante del clasicismo), se le encarga una serie de seis
cuadros sobre san Juan Bautista, de estos seis el pinta cinco y uno lo hizo
Artemisa Gentileschi (el nacimiento de san Juan).
- Juan de la Corte realiza una pareja,
una santa María Magdalena y una santa María Egipcíaca.
- Las siete ermitas (no se
conservan), poco estudiadas desde el punto de vista arquitectónico,
escultórico, pictórico...1.- Ermita de san Pablo, retablo mayor realizado por
Velázquez. 2.- Ermita de san Juan Bautista, había pinturas de Pedro Núñez del
Valle. 3.- Ermita para la
Magdalena , pinturas de países de Juan de Solís. 4.- Ermita de
san Antonio de Padua, costeada por banqueros portugueses, fue un regalo y por
eso tragaron ya que san Antonio de Padua no fue ermitaño. 5.- Ermita de san
Jerónimo, pinturas de Jusepe Leonardo, aquí también habría esculturas. 6.-
Ermita de san Isidro, fue canonizado en 1622 y tal vez estuviera representado
aquí por la tradición que de él existía en Madrid. 7.- Ermita de san Bruno,
donde había tallas de la
Magdalena y María Egipcíaca.
Seguramente lo primero que
hizo para este conjunto Velázquez fue:
1.- “Visita de san Antonio Abad a san
Pablo”, 1633 (museo del Prado).
En principio se haría para
la ermita de san Pablo como retablo de altar. En el inventario del año 1700
aparece en la ermita de san Antonio: “...una pintura sobre la mesa de altar del
oratorio...en forma de arco escarzano con la visita de san Antonio Abad a san
Pablo y otros casos de su vida original de Diego Velázquez...”
Obra muy valorada. A veces
se ha dicho que aparece en el inventario en San Antonio porque es la visita de
san Antonio pero es que es la ermita de san Antonio de Padua...aquí propone
Valdovinos, aunque no es demostrable, que el que hizo el inventario se
equivocara.
Pintura fechada en el año
1633, ya que consta que el retablo estaba en mayo del año 1633 porque en ese
momento se paga el sobredorado del marco. Consta también que dentro de ese
mismo año 1633 estaba hecha la estatua de piedra de san Pablo para la puerta,
realizada por G. M. Ceroni (“...imagen de san Pablo ermitaño fue ejecutada para
esta capilla a principios de 1633 por el escultor G. M. Ceroni”)
En 1634 Calderón de la Barca escribe un auto
sacramental, Nuevo Palacio del Buen Retiro, donde se refiere a las
ermitas y donde se equivoca, o porque le da la gana o por ignorancia, al hablar
de las ermitas y al llegar a la de san Pablo, donde hace versos referidos a san
Pablo apóstol y no sobre el ermitaño, Valdovinos cree que es porque le
convenía.
Comparación entre la vida
activa (Alcázar) y vida contemplativa (palacio del Buen Retiro), refuerza la
idea de que lo eremítico es muy importante. Pintura muy avanzada, a principios
del siglo XX se opinaba que era un cuadro tardío pero hoy sabemos que es del
año 1633.
Para la representación
recurre a la Leyenda
Áurea, libro del siglo XIII que después
del Concilio de Trento quedó muy empolvado pero que Velázquez lo usa aquí:
“...San Antonio creía que era él el primero que había adoptado el sistema de
vida eremítica; mas un noche, mientras dormía, supo por divina revelación que
en aquel mismo desierto moraba otro religioso que le aventajaba en antigüedad, en soledad y en
anacoretismo. En cuanto despertó, quiso conocerlo y se lanzó en su busca. Un
día, al atravesar una selva, topóse con un ser extraño cuyo cuerpo en la mitad
superior tenía aspecto de hombre y en la mitad inferior forma de caballo. Esta
especie de hipocentauro habló con Antonio y le indicó que si quería hallar al
que buscaba, debería dirigir sus pasos hacia la derecha. Más adelante
encontróse Antonio con otro animal raro: de la cintura para abajo parecía
cabra, más de la cintura para arriba semejaba ser viviente humano; de hombre
eran sus manos y ene ellas llevaba un puñado de dátiles. Antonio, al verlo, le
preguntó:
- ¿Quién eres? ¿Cómo tienes
esa conformación tan extraña? Dímelo, en nombre de Dios.
El extraño sujeto le
contestó:
- Soy un sátiro. Los paganos,
erróneamente, me consideran rey de la selva.
San Antonio prosiguió su
camino. Poco después salióle al encuentro un lobo, que le habló y se le ofreció
como guía para conducirle hasta la celda del que andaba buscando.
Pablo, que ya sabía que
Antonio le buscaba, pero que no quería mantener trato con ningún ser humano, y
sí defender a toda costa la soledad en que vivía, al ver que un hombre se acercaba cerró por dentro la puerta
de su celda y la atrancó con un cerrojo.
El visitante suplicó al
ermitaño que abriera y le hizo saber que, aunque tuviera que aguardar toda la
vida, no se marcharía de allí hasta que no le concediera una entrevista.
Ante la reiterada
insistencia de Antonio, Pablo abrió la puerta. Ambos anacoretas se fundieron en
un abrazo.
A la hora de la comida
presentóse en la celda un cuervo llevando en su pico doble ración de la
acostumbrada. Pablo explicó a su sorprendido compañero que todos los días,
Dios, por medio de aquel cuervo, traíale un pan, pero que en aquella ocasión
habíale enviado dos, porque dos eran los comensales. Cuando iban a iniciar la
comida, surgió entre ellos una piadosa discusión acerca de cuál de los dos,
atendida su correspondiente dignidad, habría de bendecir el alimento. Decía
Antonio que el honor de bendecir y partir el pan correspondía a Pablo, por ser
de mayor edad. Replicaba Pablo:
- Tú eres mi huésped;
procede que seas tú quien bendigas y repartas lo que vamos a comer.
Por fin pusiéronse de
acuerdo, optando por asir ambos a la vez uno de los panes y tirar de él simultáneamente;
y, al hacer esto, el pan se dividió en dos partes exactamente iguales.
Tras de esta visita regresó
San Antonio al lugar donde tenía su celda. Cuando estaba a punto de llegar vio
como unos ángeles llevaban sobre sus alas el alma de san Pablo. Inmediatamente
desanduvo lo andado y regresó a toda prisa a la ermita de san Pablo. En ella
encontró el cuerpo muerto del santo ermitaño, pero no caído en el suelo, sino
arrodillado, en actitud de oración, de modo que parecía estar vivo y rezando.
Al comprobar su fallecimiento, exclamó:
- ¡Oh santo varón! ¡Cuán
fielmente refleja tu muerte lo que fue tu vida!
Por más que Antonio buscó
un lugar adecuado para cavar la sepultura, no lo halló; el terreno adyacente a
la cueva era rocoso; más de pronto acudieron leones, hicieron con sus garras
unas fosas y, en cuanto el cuerpo del venerable ermitaño fue inhumado en ella,
regresaron a la selva. En recuerdo del santo, san Antonio se llevó consigo la
túnica de Pablo, que estaba tejida con cortezas y ramos de palmera; a partir de
entonces se la puso todos los días de fiesta”.
Una posible inspiración es
una estampa de 1504 realizada por Durero (“san Antonio Abad y san Pablo
ermitaño” en el Metropolitan de Nueva York), según Valdovinos no hace falta que
lo viera para hacer su cuadro. Es cierto que se aparecen los mismos elementos
pero es lo que tiene que sea una visita de san Antonio Abad a san Pablo
Ermitaño.
Naturaleza grande y
extensa. Cada pincelada diferente a la de al lado, cada hoja del árbol distinta
de las demás, pinceladas ligeras, luminosidad y transparencia, cuadro de
paisaje pero porque tiene que haber paisaje, nadie se acuerda de los elementos
fantásticos.
Preparación de albayalde,
aglutinante de aceite que da transparencia y hace que sus pinceladas no queden
pesadas y gruesas (eso le conviene porque es lo que quiere, un paisaje
transparente).
Las villas Medicis están
superadas, son menos luminosas y transparentes. Paralelo pictórico con “la Rendición de Breda”.
El gesto de los santos:
expresividad dominada por el sentido de la naturaleza, uno sorprendido y el
otro agradecido por recibir el alimento.
Con esta obra acaba todo lo
relacionado con Velázquez y los ermitaños. No le han dado ni series ni nada
pero porque no puede pintar todo y porque no interesa la calidad sino los ermitaños.
Cuña. Señalar nuevo encargo
a Roma para los mismos pintores en enero del año 1641. Llegó el nuevo envío y
se cierra este ciclo. Son una serie de países sin ermitaños. Por el lado de
Claudio llegó una serie maravillosa de cuatro cuadros verticales en el Prado:
“Moisés”, “Tobías y el ángel”, “Embarco de santa Paula romana” y “Embarco de
santa Serapia”.
Se ocupó de encargarlas y
enviarlas el embajador don Manuel de Moura, marqués de Castel-Rodrigo,
embajador desde 1632 hasta 1641, utilizó un agente flamenco de Brujas (especie
de marchante que es el que trataba con los pintores).
Representa la
visita de San Antonio a San Pablo, el primer ermitaño. Los dos santos aparecen
en el primer plano ante un paisaje sobre el que se recorta la inmensa peña en
la que San Pablo tenía su cueva.
El cuadro tiene
una escena principal y otras secundarias en las que podemos leer el desarrollo
de este encuentro según la narración de la Leyenda Dorada, texto que Velázquez
sigue fielmente.
Seguramente se
pintó para la ermita de San Pablo, situada en los jardines del Palacio del Buen
Retiro, un lugar ameno y elogiado por los viajeros, como el inglés Robert
Bargrave, en 1654: El principal motivo de la fama del Retiro es un jardín
amplio y dilatado, lleno de variedad de verduras, estanques, artificios
acuáticos y caminos sombreados por los que el Rey gusta de pasear en carroza, a
caballo y llega a hacer sus buenas excursiones por los distintos lugares.
El paisaje
religioso fue un género muy frecuente en el siglo XVII y en el palacio del Buen
Retiro existió una Galería de Paisajes con escenas de santos dedicados a la
vida eremítica o contemplativa.
Personajes
San Antonio Abad
(251-356) fue un santo nacido en el actual Egipto.
Joven todavía
abandonó la vida secular y se retiró al desierto durante quince años para orar
y hacer penitencia.
Tras su retiro
organizó la vida monástica y creó la primera regla dentro del monacato
cristiano, que todavía siguen algunas comunidades de la iglesia copta y
armenia.
San Antonio fue
un santo muy popular durante la Edad Media y las tentaciones que padeció en el
desierto constituyen un tema importante desde el punto de vista teológico e
iconográfico.
San Pablo de
Tebas, también llamado el eremita (230-341), porque fue el primero, según San
Jerónimo, vivió en el desierto de Tebas, en oración y penitencia, hasta su
muerte con 113 años. Justo antes de morir recibió la visita de San Antonio.
Fuentes de inspiración
La fuente de
inspiración literaria inmediata es la Leyenda Dorada, de Jacobo de Vorágine, en
la que se cuenta la visita de San Antonio a San Pablo: También San Antonio,
unos años más tarde, se refugió en la soledad. Creía este santo que era él el
primero que había adoptado el sistema de vida eremítica; más una noche, mientras
dormía, supo por divina revelación que en el mismo desierto moraba otro
religioso que le aventajaba en antigüedad, en soledad y en anacoretismo. En
cuanto despertó, quiso conocerlo y se lanzó en su busca.
El paisaje con
santos era un tema frecuente en el siglo XVII, y en los palacios reales
españoles colgaban numerosas pinturas de este tipo. Sólo en el Buen Retiro se
sabe por los inventarios que había más de cincuenta.
La fortuna de
este tema coincide en el teatro con el desarrollo de la comedia hagiográfica,
que tiene como protagonistas a los santos y cuyo éxito se prolonga hasta el
siglo XVIII.
Se trata de
paisajes con figuras que componen una pequeña escena religiosa o mitológica que
da nombre al cuadro. Sin embargo la importancia que toma el paisaje de fondo lo
convierte en el verdadero protagonista.
Como era habitual
por entonces, y lo siguió siendo hasta finales del siglo XIX, se trataba de
paisajes pintados en el estudio después de haber tomado apuntes del natural.
Aquí las figuras
de los dos santos adquieren más importancia por su tamaño y así se establece
una relación con las pinturas que representan parejas de santos. Estas eran
frecuentes a finales del siglo XVI y muchas de ellas decoran las capillas de la
basílica del Escorial.
Las fuentes de
inspiración concretas para la composición se han visto en ejemplos nórdicos. La
escena del primer plano y el fondo montañoso parecen inspirados en un grabado
con el mismo tema, San Antonio Abad y San Pablo de Durero.
Sánchez Coello,
con quien Velázquez presenta múltiples coincidencias temáticas y vitales, pintó
también un cuadro con el mismo tema, San Pablo Ermitaño y San Antonio Abad, que
se encuentra en las colecciones del Escorial.
También Maíno
pintó un San Antonio Abad, que se encuentra en el Museo del Prado.
También se ha
visto la posible influencia de los paisajes de Joachim Patinir, como el Paisaje
con San Jerónimo que Velázquez vio en las colecciones reales.
El cuadro
presenta varias escenas sucesivas, un sistema narrativo poco habitual en la pintura
del siglo XVII pero frecuente en los siglos anteriores, sobre todo en el norte
de Europa, como el panel izquierdo del Carro del Heno del Bosco.
Técnica y composición
Los santos están
dispuestos a ambos lados de la vertical que divide el cuadro en dos mitades.
Cada uno queda así en su ámbito narrativo, San Pablo en la gruta y San Antonio
ante un paisaje que relata las peripecias de su viaje hasta el lugar donde vive
el ermitaño.
Las figuras de
los dos forman una pirámide invertida, abierta al regalo que viene del cielo.
El cuervo marca una diagonal paralela a la rama del árbol, que dirige la vista
hacia San Pablo y equilibra la atracción que ejerce el paisaje.
El color claro de
la túnica del ermitaño destaca sobre los tonos oscuros de la roca, mientras la
capa de San Antonio se recorta contra el paisaje más claro. Así se establece
también un equilibrio cromático.
El cuadro es muy
luminoso. El paisaje está pintado con distintas combinaciones de azul que dan
una prodigiosa riqueza de matices tanto azules como verdes y grises. La
preparación blanca se transparenta debajo de las capas de color muy delgadas y
diluidas, con poco pigmento y mucho aglutinante; transparencia habitual en la
etapa madura de Velázquez.
Con todo ello
consigue una gran luminosidad, similar a la que alcanza por el mismo
procedimiento en los paisajes del príncipe Baltasar Carlos a caballo, los
retratos de caza y Las Lanzas.
Por el contrario
en las hojas del árbol se nota un pincel más empastado, como en la vegetación
de la parte baja, con toques breves de color más claro para las luces. La
pintura se va haciendo más delgada a medida que se aleja hacia el fondo.
Sólo hay más
empaste en las zonas más iluminadas, como los rostros, las manos y el traje
claro de San Pablo, en pinceladas breves y rápidas.
La tela presenta
un añadido, hecho por Velázquez, para pasar de la forma semicircular que tenía
originalmente en la parte superior, como cuadro de altar, a la rectangular.
El cuadro
representa la visita de San Antonio Abad a San Pablo, un ermitaño que pasaba
por ser el primero que se retiró al desierto. Los dos observan el cuervo que
todos los días trae una hogaza de pan para alimentar al eremita.
Velázquez sigue
fielmente el relato de la "Leyenda Dorada" de Jacobo de Vorágine, un
texto que sirvió de fuente iconográfica para muchas pinturas de tema religioso.
El cuadro
presenta, además de la escena principal, otras secundarias que se desarrollan
en el paisaje, en una forma de narración que no era frecuente en la pintura del
siglo XVII, pero sí en los anteriores.
Fue pintado para
una ermita situada en los jardines del Buen Retiro. El palacio contaba con una
galería de pinturas de paisaje en la que se encontraban este tipo con santos,
muy habitual en el siglo XVII.
El paisaje es
precisamente lo más interesante y lo más nuevo del cuadro. Velázquez consigue
esa luminosidad prodigiosa gracias al tipo de pintura que usa: muy ligera y
diluida, con poco pigmento y mucho aglutinante, aplicada en capas delgadísimas,
que dejan transparentarse la preparación blanca del fondo.
La riqueza enorme
de matices de azul, gris y verde, se consigue a base de distintas combinaciones
del azul, ya que Velázquez nunca utiliza el color verde en su pintura.
Recuerda los
fondos del príncipe Baltasar Carlos a caballo, los retratos de caza y Las
Lanzas.
Detalle 1
San Antonio vivía
retirado en el desierto y pensaba que era el primer ermitaño. Una revelación
divina le hizo saber que no era él sino San Pablo y se puso en camino para
conocerle.
En el viaje hacia
la cueva se encontró un centauro, un ser extraño, mitad hombre mitad caballo
que le indicó el camino a seguir.
Más adelante topa
con un sátiro, otro ser raro, mitad cabra, mitad hombre, que llevaba un puñado
de dátiles en las manos. Los sátiros se pueden relacionar con San Antonio por
las tentaciones.
El detalle
permite apreciar en las dos escenas cómo se aplica el color muy diluido y
dejando traslucir la imprimación blanca. Las figuras están hechas con los
mínimos trazos precisos, como en la batalla que se ve al fondo del Retrato
ecuestre del Conde Duque (Nueva York).
Se puede ver la
diferencia entre las dos escenas y cómo la más cercana a nosotros está más
definida que la del fondo, dentro de la enorme indefinición que tienen las dos.
A través del centauro y el santo seguimos viendo el paisaje.
Detalle 2
Esta es la escena
principal: los santos reciben respetuosos y serios el alimento que Dios les
envía; es el momento de la comunión, el sacramento más importante de su
religión.
Ellos constituyen
la parte más trabajada del cuadro: las figuras están más definidas y hay mayor
cantidad de pasta, aunque no es mucha. Las luces se dan a base de pequeños
toques claros en las manos, en los rostros y las barbas.
Existen numerosos
arrepentimientos en las cabezas de ambos, en el contorno y en la pierna
izquierda de San Pablo, cuyo manto llegaba antes más arriba.
Detrás de ellos
se ve la escena previa a ésta: el momento en que San Antonio llama a la puerta
de la cueva, cerrada porque el ermitaño no quería ver a nadie que rompiera su
soledad.
Los verdes de la
vegetación en esta zona se hacen más jugosos, pero siempre se obtiene a partir
del azul.
Detalle 3
A la hora de la
comida aparece el cuervo, que todos los días enviaba Dios, con una hogaza de
pan para alimentar a San Pablo.
El cuervo es una
mancha negra pintada sobre la roca, con una pincelada blanca en el pico, en
dirección descendente, que le basta al pintor para hacerlo brillar, lo mismo
que el pan, que junto a las caras de los santos, pone una nota cálida en este
cuadro de entonaciones frías.
La roca, pintada
con poca pasta, presenta distintos tonos de verde que Velázquez logra a base de
combinaciones de azul.
Las hojas de los
árboles, pintadas sobre ella, están más empastadas. El cielo pasa del gris al
azul en gradaciones sutilísimas.
Detalle 4
Esta es la última
escena de la historia: después de la comida San Antonio emprende el regreso,
pero en el camino ve unos ángeles que transportan el alma de San Pablo al
cielo. Vuelve atrás y encuentra al santo muerto, pero arrodillado y con los
ojos abiertos, como si estuviera vivo.
Intenta
enterrarlo, pero no puede por la dureza del suelo. Entonces aparecen dos leones
que cavan la fosa.
Apenas unas
líneas marrones sobre el marrón del suelo definen a los leones, otras claras al
santo muerto y oscuras al caminante, con pinceladas finísimas para las luces.
Velázquez pinta
casi sin pintura y aquí se puede ver la diferencia entre el manto de San
Antonio en la escena principal, más empastada, por estar en primer plano, y
estos diminutos bocetos cargados de expresividad a pesar de su tamaño.
Detalle 5
En la parte alta
se puede distinguir la primitiva forma semicircular del cuadro, propia de un
cuadro de altar y el añadido de Velázquez para hacerlo rectangular, seguramente
con destino a una nueva colocación.
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del Museo del Prado: Anales de historia del arte,
ISSN
0214-6452, Nº 6, 1996.
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