LAS BRUJAS DE OSUNA
(1797-1798)
Mientras
Goya estaba terminando Los Caprichos, recibió de sus influyentes mecenas
los duques de Osuna el pago por seis cuadros que en su cuenta de fecha 27 de
junio de 1798 titula "asuntos de Brujas" y especifica que ya están
en el Palacio de la Alameda. Los títulos exactos de estas obras no se conocen y
los investigadores de Goya no han entendido que los cuadros formaban parte
integrante del ambiente intelectual de la casa de campo de los Osuna. Goya,
siguiendo los deseos expresos de la duquesa, parece haberlos creado
especialmente para la biblioteca de la Alameda dando énfasis a sus temas
literarios. A través de la serie, el artista muestra como la imaginación
abandonada por la razón puede conferir a seres y creencias fantásticas la
ilusión de realidad.
Es
difícil plantear la idea de una duquesa dedicada a estos temas cuando, como se
sabe, era una mujer ilustrada. Se trata de cuadros terroríficos.
Los encargó María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel y
Tellez de Girón, XV condesa y XII duquesa de Benavente, para su Casa de campo
de la Alameda, en Madrid. A esta serie se la llama Composiciones de asuntos de brujas, porque con ese nombre
aparecen en el pago realizado a Goya por Pedro Alcántara Tellez Girón, IX duque
de Osuna, marido de María Josefa. Es curioso este encargo a Goya, por qué una
mujer culta como la duquesa de Osuna encarga una serie de pinturas sobre
brujería. Quizás curiosidad personal sobre el tema, o era una moda entre los
nobles, en el siglo XVIII gustaban de las llamadas ciencias ocultas, este es un
dato que sigue creando diferentes hipótesis.
En España no había ni una iconografía y ni una tradición en
la pintura sobre las brujas. En cambio sí se daba en la pintura flamenca,
alemana u holandesa, como Durero, van Aelst, Baldung, Bruegel el joven, o
Frencken. Los personajes que crea Goya salen de su imaginación, de lo
leído, de lo popular, de los miedos y de la ignorancia de un pueblo, como era
el español muy supersticioso.
La serie asuntos
de brujas fue pintada entre 1797 a 1798, los títulos que la componen son los
siguientes: Vuelo de brujas, se encuentra en el
Museo del Prado; El
conjuro o las brujas, en el Museo Lázaro Galdiano, al igual que El aquelarre; La cocina de las brujas, colección particular;
La lámpara del diablo, en la National
Gallery de Londres; por último El
convidado de piedra, se desconoce dónde se encuentra. Los cuadros reflejan terror y espanto, pero no
dejan de tener cierta ironía, parecen más una crítica a la superchería popular,
a todos los miedos irracionales.
Vuelo
de brujas, 1797-1798. Museo del Prado
Este lienzo fue un encargo de los duques de Osuna para
decorar su casa de campo. Posteriormente fue vendido y pasó por diferentes
colecciones: Ramón Ibarra de Madrid; Ibarra de Bilbao; don Luis Arana de
Bilbao; Sotheby's - Peel, Madrid. En 1985 fue adquirido por J. Ortiz Patiño.
Fue subastado en Sotheby's Madrid y adquirido por el Museo Nacional del Prado
en el año 2000 con fondos del legado de Villaescusa.
Goya
realizó entre los años 1797 y 1798 una serie de seis pequeños lienzos sobre el
mundo de la brujería y lo sobrenatural para los duques de Osuna. Éstos estaban
decorando en aquellos momentos su nueva casa de campo en La Alameda, conocida
como El Capricho. Se
conserva una minuta presentada por Goya al duque fechada el 27 de junio de 1798
en la que se lee: "Cuenta
de seis cuadros de composición de asuntos de Brujas, que están en la Alameda,
seis mil reales de vellón".
Los
temas de brujería tuvieron una gran aceptación entre las clases altas de la
sociedad española de la época, lo que explica la comisión de esta obra y su
carácter no tan insólito. Los duques de Osuna, además de ejercer una importante
labor de mecenazgo artístico, poseían una profunda cultura literaria. Incluso
tenemos conocimiento de que la madre de la duquesa, doña Faustina, sentía una
gran fascinación por los temas sobrenaturales y esotéricos. En alguna ocasión
invitó a su casa a William Thomas Beckford (Fonthill, Wiltshire, 1760-
Fonthill, Wiltshire, 1844), autor de la novela gótica Vathek (1786).
Frank
Irving Heckes cree que el cuadro que Goya pintó para encabezar la serie fue
precisamente éste. Según el especialista la obra debería titularse El dómine Lucas (1716) puesto que
la obra goyesca es una evocación imaginaria y muy personal de una escena del
Acto II de la comedia del mismo título de José de Cañizares (Madrid, 1676-
Madrid, 1750).
Sobre
un fondo completamente negro una figura se cubre la testa con una tela blanca
tratando de escapar al tiempo que hace el gesto protector de la higa. A la
izquierda un personaje asustado se tiende en el suelo con las manos en la
cabeza. En el ángulo inferior derecho se advierte la presencia de un asno,
figura habitual en la iconografía goyesca que simboliza la ignorancia. Sobre
ellos el pintor aragonés ha plasmado lo que estos dos personajes están
imaginando y suscita su temor: tres figuras con el torso desnudo que portan
corozas, los tocados del Santo Oficio. Dos de ellos se disponen a chupar la
sangre de un hombre desnudo que llevan en volandas.
La
imagen de un personaje que se encarama sobre el cuerpo de una víctima está
presente en el cuadro de Thomas Burke, La
pesadilla expuesta en la Royal Academy de Londres en 1782. Este
mismo tema inspiró a Johann Heinrich Füssli en la obra del mismo título (La pesadilla, 1781, Detroit
Institute of Art) y a Nicolai Abraham Abildgaard (La pesadilla, 1800, Vestsjællands Kunstmuseum,
Sorø). Esta imagen fue reutilizada por Goya en el grabado nº 72 de la serie de Los desastres de la guerra
titulado Las resultas.
Este
cuadro manifiesta determinantes analogías con algunas imágenes de la serie de Los Caprichos, concretamente con
el nº 50, Los Chichillas, que
también se habría inspirado en la obra de El
dómine Lucas.
El aquelarre, 1797-1798. Fundación Lázaro Galdiano (Madrid)
El aquelarre, dentro de
un círculo de varias mujeres o brujas vemos a un macho cabrío, es Satanás, las
mujeres le están ofreciendo niños. Tres de las mujeres en primer plano visten
ropajes claros, una de ellas parece que mire hacia el espectador, a su lado
yace el cuerpo de un niño completamente consumido, detrás de ella vemos un palo
con los cuerpos tres niños colgados del cuello, de debajo de otra de ellas
emergen las piernecitas de otro niño. A continuación en la parte derecha hay
dos brujas de negro, una de ellas sostiene a un niño esquelético con el brazo
extendido y el pelo muy oscuro. El macho toca a una mujer que lleva en los
brazos a un rollizo niño, que le entrega. El grupo de mujeres de atrás está un
poco más difuminado. Esta composición es mucho más dramática que las
anteriores, por el sacrificio de los niños. El macho cabrío con la corona en
sus cuernos y esa extraña mirada no induce al miedo, las caras de los
personajes, al igual que en los anteriores lienzos son llevadas a lo grotesco.
El tratamiento del color es el mismo, juega con la paleta para destacar lo que
precisa, buscando un ambiente tétrico. Introduce en estos cuadros elementos del
ideario colectivo sobre la brujería, como los murciélagos, el ofrecimiento de
niños al demonio, en este caso encarnado en una gran cabra que está erguida
como un humano. El aquelarre está a punto de terminar, vemos en los colores
como empieza a clarear el día. Hay algunas voces que afirman que estas pinturas son una condena o
una especie de burla a todas esas creencias irracionales de la sociedad
española de ese momento.
El conjuro o Escena de brujas, 1797-1798. Fundación Lázaro Galdiano (Madrid)
Escena
compuesta por un grupo de viejas brujas que conducen al aquelarre a un pávido
hombre en camisa, que ha sido arrancado de su lugar de descanso por el diablo y
transportado hasta allí. Sobrevolando sus cabezas, aparece el acompañamiento de
la reina del aquelarre, murciélagos, mochuelos y lechuzas, todos ellos según la
tradición animales chupadores de sangre. Mientras el buen hombre es atormentado
por la reina de las brujas -que a través de su manto amarillo, centra y da luz
a la tétrica composición- , sus compañeras realizan diferentes acciones: la más
vieja, sobre la que se posa una lechuza, lleva un cesto con niños que han sido
robados de sus casas. Junto a ella otra bruja, con manto blanco, lee el conjuro
alumbrada por una vela. A su lado otra bruja clava un alfiler o aguja en el
espinazo de un feto para chupar la sangre, mientras dos murciélagos se agarran
a su manto. Su compañera alumbra con una vela de aceite al pobre hombre
aterrorizado. Desde la oscuridad del cielo emerge una figura con largos huesos
en sus manos, que creemos poder identificar con el diablo. Así lo describe el
libro de Moratín.
El
efecto dramático de esta composición se potencia por la manera en la que Goya
ha empleado el color: a partir de una capa de pintura negra, que puede ocupar
la totalidad del lienzo, aplica los colores para ir consiguiendo las zonas de
luz reservando el negro del fondo.
Cocina de brujas, 1797 – 1798.
Obra en paradero desconocido
Según otros autores La
cocina de los brujos, puede ser que este lienzo estuviera basado en El casamiento engañoso y el coloquio de los
perros,
de Cervantes.
Esta hipótesis se basa en el interesante artículo de Frank
Irving sobre los asuntos
de brujas, él habla de que la serie de estos pequeños cuadros fue pintada por
Goya para estar en la biblioteca de los duques de Osuna, por eso ocuparían un
lugar determinado en relación a ciertos libros de sus estanterías. Lo que
sucede es que parece confirmado, que no fueron hechos para la biblioteca, sino
que se trasladaron a ella años después. Siguiendo con esta hipótesis, lo que veríamos
en el cuadro es a la bruja Cañizares aleccionando al perro Berganza, le quiere
explicar cómo llamar a los demonios y hacer pócimas mágicas con el fin de poder
volar. La bruja y el perro tienen en sus cuerpos partes humanas y otras de
animales. La bruja está inclinada sobre el caldero, el perro de pie escucha,
detrás de él hay dos figuras una de espaldas la otra de frente, son dos
demonios invocados. Por la chimenea sale un macho cabrío montado en una escoba.
En el suelo hay dos calaveras. Por encima de ellos hay huesos colgados y una
lámpara de aceite que es la que ilumina la composición. Goya hace que un lugar
cotidiano como la cocina se vuelva realmente inquietante. Goya era un
ilustrado, y como tal frecuentaba esos círculos, tenía relación por lo
tanto con las letras y con el teatro, es probable que la influencia de este
círculo Goya la plasmara en sus pinturas, poniendo en ellas todas las visiones
de la brujería que eran más populares entre el pueblo, para quizás hacer una
crítica a todas ellas.
El hechizado por fuerza o La lámpara del diablo, 1797-1798, The National Gallery
La lámpara del diablo, el tema de este lienzo lo tomó Goya de un drama de Antonio
Zamora, titulado El
hechizado por fuerza. Lo que vemos en la composición es un asustadísimo sacerdote
con la sotana y el sombrero negros, es Don Claudio un personaje muy
supersticioso, que cree ser víctima de un maleficio. Si quiere continuar con
vida tiene que alimentar constantemente la lámpara del diablo. Un diablo que se
la ofrece con una inclinación de cabeza, a la derecha en primer plano el lomo
de un libro, detrás del sacerdote unos asnos de gran tamaño, parece que bailen
completamente erguidos, ellos, más la paleta que Goya utiliza consiguen una
escena en movimiento, como si la luz fuera temblorosa, incidiendo en el miedo
que desprende el personaje central.
Don Juan y el
Comendador o El
burlador de Sevilla y convidado de piedra, 1797-1798. Paradero desconocido.
Este
cuadro también se basa en una comedia de Antonio Zamora, No hay plazo, que no se cumpla,
ni deuda que no se pague, y Convidado de piedra, tuvo un gran
éxito. Goya se centra en la escena del Acto III. Don Juan después de matar a
Gonzalo de Ulloa, el Comendador, reta a su estatua y la invita a cenar en su
casa. La estatua a su vez invita a Don Juan al lugar donde se desarrolla la
escena del lienzo, el panteón de los Ulloa. Don Juan está sentado en actitud
desafiante, con los brazos en jarras. La estatua del Comendador parece una
figura fantasmagórica. Las llamas serán el castigo de Don Juan por no
arrepentirse de sus actos. Este lienzo se aleja del tema de los anteriores, ya
que deja las supersticiones populares de lado, para castigar el pecado. Pero lo
hace de una forma sutil, a través de una obra teatral, no todo el mundo conocerá
a qué hace referencia.
En
el siglo XVIII la aristocracia ilustrada se divertía con las ciencias ocultas y
las supersticiones populares. Goya con su agudo ingenio las plasmo en estos
lienzos, siguió con el tema de la brujería en sus Pinturas negras para la Quinta del
Sordo. Como por ejemplo: El aquelarre (1821-1823) o La romería de San Isidro
(1820-1823), aquí el registro es totalmente distinto, las pinturas para los
duques de Osuna tienen algo cómico, en estas últimas solo se plasma el miedo,
las tinieblas, la tragedia, los personajes están apiñados, sus rostros son
deformes, provocan espanto. Volvió a la brujería en otro tipo de formatos. Su
genialidad en todo lo que hacía es indiscutible, los asuntos de brujas,
nos recuerdan todas las supersticiones populares, con un toque de comicidad,
sin olvidar que para muchos eran creencias muy arraigadas, la labor de los
ilustrados imponer la razón, a veces tan cuestionada.
LOS
FRESCOS DE SAN ANTONIO DE LA FLORIDA:
El
rey Carlos IV financió la construcción de una iglesia en la madrileña Cuesta de
los Areneros -hoy Paseo de la Florida- en los terrenos constituidos por un
viejo palacio denominado la Florida que habían sido propiedad del marqués de
Castel Rodrigo. Debido a la expansión de la nobleza madrileña por la zona de la
Moncloa, especialmente famoso el palacio de la Duquesa de Alba, la reina María
Luisa también quiso tener su palacete de recreo.
Las
obras se empezaron de inmediato y abarcaron los años 1792-1798,
diseñando el templo Felipe Fontana en un estilo totalmente neoclásico. La
ermita sería consagrada a San Antonio de Padua, pasando a denominarse San
Antonio de la Florida, considerándose uno de los lugares de romería más
importantes desde el siglo XIX, especialmente por parte de las modistillas.
Como
Pintor de Cámara que era, Goya fue el encargado de decorar el interior del
templo. Entre agosto y diciembre de 1798 acudirá a diario para trabajar
en las pinturas al fresco de la cúpula, el altar, la zona superior de paredes
laterales y las pechinas. Recibió la colaboración de su ayudante Asensio
Juliá. El 20 de diciembre concluyó los trabajos, inaugurándose la capilla
palatina el 12 de julio de 1799.
La
cúpula.
El
ábside está decorado con la Trinidad. Las figuras se sitúan alrededor de los
rayos, los cuales son de bronce.
Se
narra el milagro de San Antonio de Padua. Está tomado de una publicación
que se llamaba “El año cristiano“,
una especie de agenda con los días de la semana, que por detrás narraba la
historia del santo correspondiente.
Iconografía
narrada por un sacerdote francés, el Padre Croisset. Fue una publicación
traducida por un insigne literato español, el Padre Isla.
Estando
el santo en Padua, recibió la noticia de que su padre había sido acusado de
asesinato en Lisboa, de donde era originario. Convencido de su inocencia, pidió
permiso para ayudar a su padre y un ángel le trasladó milagrosamente a la
capital portuguesa. Intentó inútilmente convencer a los jueces de su error, por
lo que solicitó al gobernador que el fallecido fuese desenterrado para ser
interrogado. La noticia corrió como la pólvora por la ciudad, concentrándose en
el cementerio un buen número de paisanos para contemplar el evento. San
Antonio, en nombre de Jesucristo, pidió al asesinado que declarase en voz alta
y clara si su padre había participado en su muerte, incorporándose el cadáver y
proclamando la inocencia del acusado. Este es el momento que Goya ha elegido,
situando el milagro en Madrid, al que asisten majas, chisperos, embozados y
chulapas. San Antonio es la figura vestida con hábito pardo situado sobre una
roca y el resucitado aparece siendo sujetado por uno de los enterradores. Tras
él se contempla a un hombre y a una mujer que se interpretan como los padres
del santo, de origen lisboeta. Tras una barandilla, al estilo de las balconadas
madrileñas, se sitúan los diferentes personajes. Este procedimiento ya había
sido empleado anteriormente por Mantegna, Correggio o Tiepolo. En
la escena goyesca destaca la naturalidad de los personajes en diferentes
posturas -cuchicheando, observando atentamente, mirando a otro lado,...-. Dicha
barandilla sirve de eje para colocar las figuras, acodadas unas, apoyadas otras
e incluso subidas en ella como los niños o el mantón. El milagro está
concentrado a un lado; el resto eran acompañantes.
Aparecen
muchas figuras femeninas acodadas en la barandilla de madera. Se relacionan
esta figura con las de Tiepolo y especialmente con una única iglesia que
hay en Madrid del XVII, San Antonio de los Alemanes, decorada por pintores de
la corte madrileña del XVII.
Existen similitudes compositivas pero no en la
forma de pintarla.
La
zona superior se corona con un efecto de cielo y árboles, para crear la
sensación de desaparición de la arquitectura. La expresividad de las figuras
supone el punto más álgido de la pintura religiosa de Goya, quien ha sabido
acercar el milagro al pueblo, haciendo que éste sea el verdadero protagonista,
intercalando entre los diferentes personajes retratos de amigos y conocidos.
Dicha expresividad indica su abandono del academicismo.
Uno
de los estudios fundamentales de un pintor era la iconografía, principalmente
en el XVIII, que ya se había perdido ese concepto de mito del XV-XVI.
Toda
la gente está situada en torno a la barandilla de madera. el milagro está
concentrado a un lado; el resto eran acompañantes.
Desde
el punto de vista compositivo la cúpula no tiene ni la mitad de importancia de
lo que Goya realizó en los muros, donde aparecen las famosas ángelas de
Goya. Se trata de varios ángeles vestidos con atuendo femeninos. Detrás de
ellas o sosteniéndolas entre sus manos, una especie de cortinas.
Si
todos los niños angelitos y las ángelas dejaran caer las cortinas que
sostienen, cubrirían completamente la cúpula, solo se vería el resto de la
iglesia. Se ocultaría el milagro, un aspecto iconográfico muy importante.
*un
ayudante fue el que hizo la barandilla, dibujada antes a carboncillo. En las
ropas hay dorados, muy al gusto de Goya. Prácticamente no se puede distinguir a
nadie. Se ven algunos arrepentimientos.
NUEVA
SERIE DE RETRATOS
LAS MAJAS
La
primera mención que se tiene de su existencia es la cita del diario del
grabador y académico Pedro González de Sepúlveda, de 1800, que la menciona en
la colección de Godoy. En 1808, a raíz del Motín de Aranjuez y la abdicación de
Carlos IV, el nuevo rey Fernando VII ordenó secuestrar los bienes del favorito.
La
sucesiva invasión francesa impidió llevar a cabo el inventario de los bienes y
todo permaneció depositado en el "almacén
de cristales" de la Real Academia de San Fernando de Madrid.
Restablecida la Inquisición por el monarca al recuperarse la libertad, aquella
confiscó el cuadro que seguramente estuvo en poder del Santo Oficio, hasta su
definitiva desaparición. De nuevo fue llevado a la Academia y se colocó en una
sala oscura, cerrada al público hasta fines del XIX. Ingresó en el Prado en
1901 y aparece citado en el catálogo de 1910 por primera vez.
Las
famosas "majas" de Goya son
obras míticas y polémicas, tanto por la fecha de su realización y la figura que
reflejan, como por su primer propietario conocido, el destino que tuvieron y
las críticas que han suscitado. Se han relacionado tradicionalmente con la
duquesa de Alba, aspecto muy discutido también. En efecto, ni el rostro del
personaje ni la actitud ni las fechas posibles parecen concordar, pero el
enigma se mantendrá en tanto no aparezca una prueba fehaciente a favor o en
contra de los orígenes de su creación y de los personajes que las suscitaron en
todos los sentidos.
En
ambas figuras sorprende la extraña cabeza, casi de maniquí, inexpresiva y
pegada de manera ilógica a un tronco, con el que no parece tenga mucho que ver
(las radiografías no indican que exista otra debajo del rostro). La fecha de
realización parece que está entre 1797 y 1800. La técnica de la presente
pintura recuerda obras goyescas anteriores a 1795 e incluso, precisando más,
hacia 1790; en cambio la de la "vestida" parece algo posterior a
1800, entre 1802 y 1805. En ambos casos la datación se basa en el análisis de
pinceladas, colores y modelado.
Tal
vez se trate de una representación de la célebre Pepita Tudó, amante del valido
con quien mantuvo peculiares relaciones, que llevaron a la dama incluso a ser
ennoblecida años después: en 1807 recibió el condado de Castillofiel y contrajo
matrimonio con Godoy en 1829, a la muerte de la condesa de Chinchón, esposa de
éste.
Una
cuestión que no se descarta es el hecho probado de que Goya buscase inspiración
en el cuerpo de la duquesa de Alba para hacer desnudos femeninos tal y como
cabe observar en el Álbum A ejecutado en Sanlúcar de Barrameda en la
finca de la famosa dama; de hecho el cuerpo de la desnuda no se encuentra lejos
del ideal de belleza femenina que la aristócrata encarnaba.
La
Inquisición mandó comparecer a Goya ante sus tribunales por haber pintado las
Majas y los Caprichos, pero curiosamente el asunto fue sobreseído gracias a la
intervención de un personaje poderoso, quizá el Cardenal don Luis de Borbón o,
en último término, el propio Fernando VII, con quien el pintor no mantenía muy
buenas relaciones, todo sea dicho.
La
importancia de Las majas estriba en su modernidad, ya que aparecen sin
atributos femeninos, cuando lo habitual era un tratamiento mitológico o
simbólico. También destaca la visión frontal.
Por
otro lado, el hecho de que la obra fuera duplicada es algo bastante extraño.
La maja desnuda, 1797-1800. Museo del Prado
La maja desnuda es una de las más célebres obras de
Francisco de Goya. El cuadro es una obra de encargo pintada antes de 1800, en
un periodo que estaría entre 1790 y 1800, fecha de la primera referencia
documentada de esta obra. Luego formó pareja con La
maja vestida, datada entre 1800 y 1808,2 probablemente a
requerimiento de Manuel Godoy, pues consta que formaron parte de un gabinete de
su casa.
En
ambas pinturas se retrata de cuerpo entero a una misma hermosa mujer recostada
plácidamente en un lecho y mirando directamente al observador. Aunque no se
trata de un desnudo mitológico, sino de una mujer real, contemporánea de Goya,
e incluso en su época se le llamó La gitana, las primeras
referencias al cuadro refieren a una Venus.
La
primacía temporal de La maja desnuda indica que en el momento de ser
pintado, el cuadro no estaba pensado para formar pareja.
Se
ha especulado con que la retratada sea la duquesa de Alba, pues a la muerte de
ésta en 1802, todos sus cuadros pasaron a propiedad de Godoy, a quien se sabe
que pertenecieron las dos majas, en forma similar a lo ocurrido con la Venus
del espejo de Velázquez. Sin embargo, no hay pruebas definitivas ni de que
este rostro pertenezca al de la duquesa de Alba ni de que no hubiera podido
llegar la Maja desnuda a Godoy por otros caminos, incluyendo el de un
encargo directo a Goya. Lo más probable es que la modelo directamente retratada
haya sido la entonces amante y luego esposa del propio Godoy, Pepita Tudó.
La
primera referencia que tenemos de La
maja desnuda se remonta al año 1800 en que se menciona en el
palacio de Godoy y sobre la que se indica que era una sobrepuerta. No existe
sin embargo ninguna alusión a La
maja vestida, que quizá aún no existía. En 1808 se vuelve a citar
en el inventario que Frédéric Quilliet, agente de José Bonaparte, hizo de los
bienes de Godoy.
La maja desnuda
está emparejada con La maja vestida ya que probablemente
ambas fueron un encargo de Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, al
pintor aragonés. Esta no sería la única obra de un desnudo femenino que Godoy
poseía. En su gabinete privado se encontraba también La Venus del Espejo de Velázquez
(1647-1651, National Gallery, Londres) o una copia de una Venus de Tiziano.
Desconocemos
la identidad de la mujer que posa para el pintor en este cuadro aunque se ha
planteado la posibilidad de que se tratase de la duquesa de Alba o bien de Pepita
Tudó, amante de Godoy desde el año 1797.
El
tema del desnudo femenino no cuenta con demasiados precedentes en la historia
del arte español, quizá porque se consideraba una temática obscena. Baste
pensar que, mientras en las academias de la época era relativamente habitual
copiar modelos masculinos desnudos, el cuerpo femenino en la misma condición
era estudiado gracias a la escultura clásica o a obras pictóricas preexistentes
y en ningún caso mediante desnudos al natural.
Esta
visión de la anatomía de la mujer que Goya capta con libertad en La maja desnuda motivó que el
pintor fuese investigado por el Tribunal de la Inquisición. El 16 de marzo de
1815 la Cámara Secreta de la Inquisición de Madrid ordenó, refiriéndose a las
dos majas, que "se
mande comparecer a este tribunal a dicho Goya para que las reconozca y declare
si son obra suya, con qué motivo las hizo, por encargo de quién y qué fines se
propuso". Desafortunadamente no sabemos cómo se desarrolló el
proceso ni se conservan las declaraciones de Goya, que nos sacarían de la duda
sobre este asunto.
La
mujer, completamente desnuda, aparece en la misma posición que La maja vestida,
sobre un sofá verde recubierto por una colcha y por almohadas de color blanco.
Según Xavier de Salas, las dos majas no fueron pintadas en el mismo momento
debido, en parte, a las diferencias técnicas existentes entre ambas; en su
opinión La maja vestida es
posterior a la desnuda. En realidad la explicación para estas diversidades
técnicas es que Goya pudiese haber sentido la necesidad de afrontar estos dos
trabajos con criterios diferentes. Con la voluntad de recrearse en la captación
de las vestiduras de La maja vestida, el pintor recurrió a pinceladas más
sueltas con las que capturar mejor las diferentes calidades de los materiales
que cubren el cuerpo de la mujer. Sin embargo la representación de la anatomía
de La maja desnuda le
suscitó una visión más académica de la obra en la que el dibujo cobra una mayor
relevancia.
Goya
podría haber tomado como ejemplos para la realización de este cuadro obras como
La Venus del espejo
de Velázquez, La Venus de Urbino
de Tiziano (1538, Musei degli Uffizi, Florencia) o Venus recreándose en la música de este mismo autor
(ca. 1550, Museo Nacional del Prado, Madrid). Incluso podría haber visto el Desnudo femenino de espaldas (ca.
1739, Galleria Nazionale d'Arte Antica Palazzo Barberini, Roma), de
Pierre-Hubert Subleyras (Saint-Gilles-du-Gard, 1699- Roma, 1749).
Retrato de Asensio Julià, 1798. Museo Thyssen-Bornemisza
«Goya a su amigo Asensi» es la
inscripción que figura en el borde inferior izquierdo del lienzo. Esta
dedicatoria del pintor y el entorno en el que se ha instalado al personaje han
llevado a sospechar que el retrato pueda ser el del pintor valenciano Asensio
Julià, colaborador de Goya en la ermita de San Antonio de la Florida.
Los
andamios de madera con sus vigas y listones, iluminados detrás de la figura, la
mesa de trabajo a la izquierda, los tablones a los pies del personaje, junto
con los cuencos de pintura y el puñado de pinceles esparcidos por el suelo,
hacen suponer que el interior elegido por Goya sea la misma ermita de San
Antonio de la Florida. Esta hipótesis fue apuntada por Yriarte, en 1867, cuando
hizo un comentario al cuadro que por aquel entonces pertenecía a la colección
de los duques de Montpensier en el palacio de San Telmo en Sevilla. Yriarte
sugirió que tal vez podría tratarse del retrato de un pintor por los utensilios
que le acompañan, y que el interior, con los andamios montados, podría ser el
de un espacio religioso en cuya decoración se estaba trabajando. Goya estuvo
ocupado en la decoración al fresco de la cúpula de esta ermita madrileña, en la
que representó El milagro de san Antonio de Padua, en 1798, fecha en la que se
ha situado este retrato.
El duque de Osuna, 1798-1807. Frick Collection
Don
Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Pacheco (Madrid, 1755 - 1807), noveno Duque
de Osuna, fue un hombre ilustrado de su tiempo, coronel del Regimiento de
América, presidente de la Sociedad Económica Madrileña y miembro numerario de
la Real Academia Española. Fue mecenas y amigo de pintores, músicos y
literatos.
El
personaje aparece de pie, de tres cuartos, de perfil, sobre fondo oscuro para
realzar el volumen. Como indumentaria lleva una chaqueta encima de una camisa
blanca y con la mano derecha sostiene un papel.
El
rostro, sonrosado, de expresión agradable, ancho y bondadoso, muestra una
sonrisa a la vez diplomática y de persona cordial, según Gudiol. Goya había ya
retratado al duque en 1785 de forma individual y en 1788 con
su familia.
Andrés
del Peral, 1798. The National Gallery
Andrés
del Peral trabajó en los Reales Sitios entre 1774 y 1778 como pintor dorador.
Fue un importante coleccionista de pintura y según algunos autores puede que
tuviera la mejor colección de pintura en el Madrid del siglo XVIII, vendida en
1808 a Carlos IV. Actualmente muchos de estos cuadros se encuentran en el Museo
Nacional del Prado.
Debió
de ser un buen amigo de Goya quien aquí lo representó sentado, de medio cuerpo,
escondiendo su mano derecha en la chaqueta, motivo por el que seguramente bajó
el precio del retrato al no tener que pintar las dos manos.
Va
vestido con casaca de color gris plata, chaleco blanco decorado con motivos
azules y pañuelo del mismo color anudado al cuello. La figura se recorta en un
fondo oscuro iluminada por un potente foco de luz que da volumetría e
importancia al personaje.
Los
ojos destacan con dureza según Juan J. Luna. El rostro es serio y la boca se
inclina ligeramente hacia el lado izquierdo debido o bien a un gesto del
retratado o a un problema facial.
Francisco de Saavedra, 1798. Courtauld
Gallery (Londres)
Encargado por Jovellanos a Goya según consta en una carta del
artista a su amigo Martín Zapater del 27 de marzo de 1798. Su importe fue
librado el 19 de julio de 1798. En 1800 el cuadro estaba en la casa de
Jovellanos de Gijón y a su muerte quedó en poder de la familia
Cienfuegos-Jovellanos. Luego pasó a la colección de Alejandro Pidal de Madrid,
Baussod y Valadon de París y Barón Cochin, siendo subastado en la capital
francesa en 1919 adquiriéndolo M. Knoedler de Londres. Más tarde la galería
Frederic Muller de Ámsterdam en 1928 lo vende al último poseedor, el vizconde
Lee de Fareham.
Francisco
de Saavedra (Sevilla, 1746 - 1819) fue nombrado en 1788 secretario de Estado
(ministro de Hacienda). En el periodo de la Guerra de la Independencia presidió
la Junta Suprema de Sevilla y formó parte del Consejo de Regencia en 1810.
Don
Francisco se encuentra sentado delante de una mesa con papeles y un tintero. Va
vestido con una levita y chaleco en tonos azules, camisa blanca, pantalones de
terciopelo y medias. Luce la Orden de Carlos III concedida en 1782.
El
fondo oscuro hace resaltar los colores de la indumentaria del retratado así
como el mobiliario en tonos dorados.
Se
trata de uno de los retratos más conseguidos de Goya en el que, según Gudiol,
la naturalidad del personaje es perfecta y el concepto del retrato casi
fotográfico.
San
Luis Gonzaga meditando, 1798-1800. Museo de Zaragoza
Este
cuadro proviene de uno de los altares de la iglesia del convento de las Salesas
Nuevas en Madrid. Elías Tormo lo atribuyó a Esteve pero Mª Elena Gómez Moreno,
en nota a la reedición de los artículos de Tormo en Las iglesias del Antiguo Madrid,
mantuvo la atribución tradicional a Goya y proporcionó información relevante
acerca de la procedencia de la pieza y de su historia. Después, en 1979, Gudiol
confirma la paternidad de Goya.
Las
monjas del convento vendieron la obra al anticuario madrileño Luis Morueco
después de la guerra civil. El Gobierno de Aragón la compró a Antigüedades Luis
Morueco en 1991, y la depositó en el Museo de Zaragoza.
La
pintura está ejecutada sobre una preparación hecha con tierra de Sevilla,
visible en algunas zonas, que resalta las veladuras aplicadas. Ha recurrido
también a la superposición de capas opacas de pintura para conseguir efectos
lumínicos con una paleta muy austera.
En
su estudio encontramos al santo jesuita, un noble italiano que renunció al
marquesado de Castiglione cuando entró en la Compañía de Jesús. Fue paje de
honor en la corte de Felipe II entre 1581 y 1584. Está de pie, junto a una mesa
donde se disponen sus atributos: las azucenas de castidad, la corona que
simboliza la renuncia al título de marqués, una calavera y un cilicio como
símbolos de ascetismo, y el crucifijo que sujeta en su mano con un paño blanco
de pureza, al que dedica toda su atención. Estos objetos están realizados con
pinceladas más gruesas, para acercarlos al primer plano. Está vestido con el
hábito oscuro de los jesuitas, cuyos volúmenes se consiguen gracias a las
veladuras aplicadas sobre el negro.
La
composición y el tratamiento de la luz recuerdan a San Francisco de Borja
asistiendo a un moribundo, donde también ha empleado una cortina de fondo
que matiza la luz entrante a través de la ventana. El uso de estos cortinajes,
más o menos aparatosos, que alcanzó su momento álgido en el Barroco, sirve a
Goya para dotar a la escena de misterio, además de para controlar la
iluminación y conseguir una gran riqueza de matices. La composición es sencilla
pero noble. La resolución pictórica de la obra es muy cercana al estilo
neoclásico, y recuerda a las obras que Goya pintó para el convento de Santa Ana
de Valladolid.
La
cronología ha sufrido variaciones según distintos autores. Finalmente se ha
convenido en datar la obra entre 1798 y 1800, como proponen José Luis Morales y
Marín y Arturo Ansón, puesto que la construcción del convento tuvo lugar en
1798 y la decoración debió realizarse en los años inmediatamente posteriores.
José de Urrutia y de
las Casas, 1798. Museo
del Prado
José
de Urrutia y de las Casas, nacido en Zalla, Vizcaya, en 1739, fue el único militar en alcanzar el grado
de Capitán General, por sus méritos, a pesar de su origen plebeyo. A los
diecisiete años comenzó sus estudios militares en Barcelona, y aún como
cadete, marchó a México en 1764 con el Regimiento de América, financiado por
el duque de Osuna, lo que evidencia su temprana relación con
esa importante casa ducal, que costeó este retrato. Urrutia ejerció en
América como ingeniero militar, levantando mapas del norte de México y del
centro y oeste de los Estados Unidos, siendo más adelante, ya en España, uno de los fundadores del Cuerpo de Ingenieros
Militares como Ingeniero General de los Reales Ejércitos, Plazas y Fronteras. A
su regreso de América en 1768 fue destinado a la importante ciudad de Cádiz y de allí, en 1779, pasó a las Islas Canarias para realizar los mapas de sus costas. En
1779 participó en el sitio de Gibraltar y en 1782 fue
enviado a Menorca, formando parte de la flota hispano-francesa que
recuperó la isla, en poder de los ingleses. Volvió ese mismo año a Gibraltar, siendo herido gravemente. Fue nombrado
comandante general de Algeciras y de 1782 a 1792 tuvo el
mando del Regimiento de América, dirigiendo, además, la Academia de Cadetes de Ávila. Sirvió en la guerra de Crimea
(1789-1792) al mando de las tropas españolas enviadas en apoyo de Rusia y, tras
su regreso a España en 1791, fue ascendido a mariscal de Campo, y como
comandante de Ceuta dirigió la guerra contra Marruecos. De regreso en Madrid en 1793, ya como teniente general, partió de
inmediato para Cataluña, con motivo de la recién declarada guerra contra
la Francia revolucionaria o guerra del Rosellón. Se
le confió el mando del ejército en Navarra y finalmente, por su capacidad como
estratega, fue nombrado en 1794 Capitán General de Cataluña y Presidente de
la Audiencia, dirigiendo acciones de relevancia en la
resistencia contra el ejército francés. Ganó la batalla de Pontós, que
allanó el camino para la firma de la paz de Basilea entre España y Francia en agosto de 1795, y en 1797, ya como
Inspector General de Artillería e Ingenieros, fue nombrado Capitán General de Extremadura, zona conflictiva por las incursiones del
ejército inglés. En 1801, cuando preparaba su vuelta a América, fue invitado a
participar en la guerra de las Naranjas contra Portugal, lo que
declinó, aunque preparó el informe de actuación que siguió Godoy, siendo enviado entonces a Sevilla, seguramente por
cuestiones estratégicas. Ese mismo año ingresó como comendador en la orden militar de Calatrava, y en enero de 1803, poco antes
de su muerte, recibió del Rey la prestigiosa cruz de la orden de
Carlos III.
El
retrato, pintado en 1798, presenta a Urrutia en actitud de
mando, vistiendo el uniforme de campaña de Capitán General, de casaca azul
forrada de rojo y calzón de ante, regulado por R.O. de 22 de marzo de 1792, con
los tres galones de su alta graduación bordados en la faja y en las bocamangas.
Se apoya en su bastón de mando y sostiene un catalejo en la mano derecha. Sus
regimientos aparecen al fondo, y es posible que hagan referencia a la guerra de
Crimen, ya que ostenta la cruz de caballero comendador de la Imperial Orden
Militar de San Jorge de Rusia, concedida en 1789 por la emperatriz Catalina II la Grande por su decisiva acción en la toma de Ochakiv, en Ucrania, y la espada
puede ser la de Oro al Mérito del Imperio Ruso, que le entregó el príncipe
Potemkim en presencia del ejército. Le fue ofrecido también un título imperial
ruso, que rechazó para no renunciar a su nacionalidad española. Falleció en Madrid en 1803.
Retrato de Ferdinand
Guillemardet, 1798.
Museo del Louvre (París)
Ferdinand
Guillemardet (1765 - 1808) fue un médico borgoñón, diputado de la Convención,
que llegó a España en 1798 para ocupar el cargo de Embajador de Francia, que
ostentó hasta 1800. Fue conocido por promulgar
un edicto para transformar edificios de la Iglesia en centros de reunión civil.
El
retratado aparece sentado en una silla con las piernas cruzadas en una postura
un tanto forzada al girar su cuerpo para mirar al espectador y posar su mano
izquierda sobre la pierna. En el rostro, que nos mira con ojos inteligentes y
vivos, destaca la nariz aguileña. El
retrato nos habla de un hombre enérgico y de un representante de la poderosa
nación vecina. Aunque la pose parece natural, en realidad está muy pensada para
alejarse de las posturas algo más envaradas con que Goya representó a otros de
sus retratados. Fue uno de sus cuadros preferidos, según afirmación del propio
pintor.
Los
colores de Francia (azul, rojo y blanco) destacan por sus vivos colores en la
faja atada en su talle así como sobre la escarapela y las plumas de su sombrero
bicorne colocado sobre la mesa detrás de él, en contraste con los suaves
dorados de la mesa y la silla. El retratado personifica la pujanza de la
República Francesa. y segura de sí misma. Ferdinand Guillemardet, retratado por
Goya pleno de seguro, a imagen de la joven República que representaba. En
conclusión, usa el cromatismo con gran habilidad, a base de sutiles matices y
reflejos en los negros azulados dominantes en el cuadro.
En
segundo término, una mesa vestida en tonos dorados sobre la que reposan un
sombrero bicorne y un recado de escribir. Los colores de la bandera francesa
están muy presentes, tanto en el fajín como en la escarapela y las plumas del
sombrero.
En
esta ocasión Goya utiliza un fondo gris verdoso que con su distinta gradación
claroscural (muy clara en las zonas inferior y superior) aporta profundidad a
la composición.
Se
trata del primer cuadro de Goya que entró en el Museo del Louvre, y según
afirmación del artista una de sus obras preferidas.
El prendimiento de Cristo, 1798. Catedral de Toledo
En
los mismos años en que cultiva con asiduidad el retrato y participa activamente
en la vida social madrileña, antes de que la sordera primero, y los
acontecimientos de la guerra napoleónica luego, le ensombrezcan y aíslen, Goya
cultiva también la pintura religiosa al uso, rindiendo tributo en más de una
ocasión al neoclasicismo de Mengs, imperante aún. Por ello tiene más interés, y
calidad casi excepcional, este soberbio boceto.
En
1788 el Cabildo de Toledo le encarga un lienzo para la sacristía de la catedral:
el Prendimiento de Cristo (derecha). El cuadro, concebido
como escena nocturna iluminada por una linterna, fue realizado con gran
vivacidad y energía expresiva (la reciente limpieza ha evidenciado), cualidades
que se extreman en un boceto preparatorio (izquierda), el cual muestra una
vibración luminosa, un gusto por los contrastes violentos y una libertad de
pincel que casi hermanan con las obras de su madurez.
Goya
sabía que su obra iba a estar iluminada por las velas apoyadas en el altar bajo
el cuadro y por las que acompañaban el altar con El expolio de El Greco, que preside la sacristía de la
catedral de Toledo. Consciente de que la parte superior del lienzo quedaría
oculta en la penumbra de la sacristía, tan solo iluminada por un pequeño vano y
las velas, centró la composición en la parte inferior. La escena se construye a
partir del amontonamiento de los cuerpos y sobre todo, de las cabezas que
rodean a Cristo. Él, situado en el centro, recibe la iluminación directa del
farol que sujeta alguien detrás de Judas, dejando al traidor a contraluz. La
túnica talar rosácea del Mesías atrae la atención y contrasta con los atuendos
de los soldados.
El
agrupamiento recuerda a El
expolio, casi como si Goya hubiese querido rivalizar con él. El
juego de luces nos hace pensar en Rembrandt. Pero por encima de todo
encontramos elementos que Goya volverá a utilizar en años posteriores, como el
farol que inevitablemente, por su luz presagiando la muerte, recuerda al de los
fusilamientos del tres de mayo, o los rostros de muecas deformes y
desagradables que rodean el rostro doliente de Cristo, como si de una corona de
espinas se tratara, y que son un claro antecedente de las Pinturas Negras. El
contraste entre personajes malignos y benignos es síntoma del romanticismo de
Goya, al que volverá a recurrir.
El prendimiento
es una obra dramática y muy goyesca, con esos toques abocetados que mantienen
la tensión del asunto. Puede considerarse, sin duda, una de las más
representativas de la producción religiosa del artista, incluso de toda su
obra.
El
prendimiento de Cristo (boceto), 1798. Museo del Prado
Boceto
preparatorio, con la situación de las figuras principales y la definición de
las luces, para el cuadro de uno de los altares, el primero del lado del
Evangelio, en la Sacristía de la Catedral de Toledo, con
cuya composición presenta aún algunas variantes. Goya recibió el encargo del
Cabildo en 1791, pero no lo pintó hasta el otoño de 1798. Le escena del Prendimiento sigue aquí
literalmente la narración de los Evangelios (Mateo 26, 45-46; Marcos 14, 41-52; Lucas 22, 45-54),
interesándose especialmente por el de San Juan (18, 1-9).
A
fines de noviembre o principios de diciembre de 1798 concluía Goya el encargo
real de los frescos de la ermita madrileña de San Antonio de la Florida,
que le habían tenido ocupado todo el verano. A partir de entonces debió de
comenzar, o bien terminar, el gran cuadro de altar del Prendimiento
de Cristo, que presentó en la Academia de San Fernando
el 6 de enero de 1799, un mes antes de poner a la venta la edición de los
Caprichos. Recibió, según los documentos de la catedral, el pago de 15.000
reales de vellón el 10 de febrero de ese año, mes en que constan otros pagos
por su transporte hasta Toledo. Había recibido el encargo mucho
antes, pues se debía de referir a esta obra cuando le decía a Zapater en una
carta fechada el 2 de julio de 1788, que "el no haber cumplido con tu
encargo lo siento muchísimo [...] pero lo mismo le a sucedido a el arzobispo de
Toledo, que me tenía encargado un quadro para su Yglesia y
ni aun el borrón he podido hacer". El Cabildo de la catedral, de cuya sede
era entonces arzobispo el ilustrado cardenal Francisco Antonio de Lorenzana,
había decidido la renovación de la sacristía, pero la remodelación de la gran
sala rectangular se inició sólo a fines de 1797. Su bóveda había sido pintada
por Luca Giordano con el fresco de la Imposición de la casulla
a san Ildefonso y en la parte baja albergaba los muebles de cajoneras que
guardaban el magnífico conjunto de vestiduras sagradas. La idea fue enriquecer
la sacristía con tres altares, uno en su frente, con la instalación del gran
cuadro del Expolio del Greco, y dos laterales,
correspondientes al Evangelio y la Epístola, con los lienzos del también pintor
de cámara Francisco Ramos, que hizo La oración del huerto, de carácter
estrictamente neoclásico, y de Goya, con El prendimiento, para el altar de la
derecha o de la Epístola, formando un conjunto iconográfico sobre tres temas
esenciales de la Pasión de Cristo.
La
composición recuerda la estructura y los contrastes luminosos de algunas
escenas de los Caprichos, que Goya estaba terminando por entonces, como Trágala perro y No hubo remedio, lo que sitúa la concepción
de esta obra en los meses previos a su entrega. Como era habitual en el artista
para la preparación de sus cuadros de encargo, debió estudiar directamente el
lugar al que estaba destinado el Prendimiento para saber
la altura del altar, su iluminación, que en la penumbra de la sacristía vendría
de la izquierda, de las velas del altar mayor, y del altar sobre el que estaba
colocado. También tuvo en cuenta las pinturas con las que tenía que
confrontarse, especialmente el espectacular Expolio del Greco,
cuyos valores luminosos, magnífico colorido y expresividad del grupo de figuras
que rodea a Cristo tuvieron con certeza que ser valorados por Goya, a
pesar de que entonces el Greco era pintor poco apreciado. No
tanto la pobre y lánguida escena de La oración del huerto de Ramos, que queda
perdida en su altar por su mortecino colorido y languidez expresiva. Como buen
académico, Goya se documentó también con la lectura de los textos evangélicos
que hacían referencia a la escena del Prendimiento.
San
Mateo, san Marcos y san Lucas se referían
simplemente a la multitud armada "con espadas y con palos", mientras
que el Evangelio de san Juan puede resultar de mayor interés para el lienzo de
Goya, al describir el momento con precisión de detalles y ahondar en el
sentimiento de la traición de Judas y la inocencia de Jesús: "Judas [...] tomando una compañía de soldados, y alguaciles
de los principales sacerdotes y de los fariseos, fue allí con linternas y
antorchas, y con armas. [...] Entonces la compañía de soldados, el tribuno y
los alguaciles de los judíos prendieron a Jesús y le ataron"
(Juan, 18, 3 y 12). Es también san Juan el que deja claro en el prendimiento
que el destino de Jesús era la muerte, ya que la orden
era llevarle ante Anás, suegro de Caifás,
quien "había dado el consejo a los judíos, de que convenía que un solo
hombre muriese por el pueblo" (Juan, 18, 14).
Goya
debió de hacer varios borrones preparatorios, alguno como el que le mencionaba
a Zapater, que sería el necesario boceto de presentación de la obra para el cardenal Lorenzana y el Cabildo. El que guarda el Prado es, sin embargo, un rápido estudio, con la
composición y distribución de las figuras esbozadas en líneas generales y
terminadas ya en medio punto en la parte superior, en el que le interesaba
particularmente estudiar el juego de las luces, así como el encuentro decisivo
de los dos colores fundamentales de la escena, el rosa violáceo de la túnica de
Cristo y el amarillo del soldado a la derecha. Más adelante hizo Goya cambios
interesantes en la composición definitiva, pero la fuente de luz y el modo en
que ésta se propaga por la superficie, iluminando las figuras con sus destellos
de mayor y menor intensidad, estaba ya bien definido. Siguió la mención de san
Juan a las "linternas y antorchas",
aunque ocultó la fuente de luz, que sugiere llevada por el sombrío personaje
del primer término que domina la situación. De ese modo, la iluminación real de
los cirios del altar sobre la parte baja del cuadro se fundiría con realismo
con la imaginada, dentro del cuadro, calculando con precisión, por medio de
pinceladas gruesas y bien dirigidas, los puntos exactos pensados para detener
la luz y producir el efecto deseado. Incorpora también con pensado naturalismo
los rayos de luz que salen de la cabeza de Cristo, menos marcados en el lienzo
definitivo que en el boceto, pero sugiriendo asimismo sutilmente la forma de la
cruz.
La
escena imaginada por Goya en respuesta al Expolio del Greco toma del maestro
del siglo XVI algunos elementos como el Cristo
en el centro, la muchedumbre a sus espaldas, cuyas picas sobresalen sobre sus
cabezas describiendo su número y su violencia, y las dos figuras importantes
del oficial a la izquierda, que da las órdenes, y el sayón a la derecha, que
obedece. Sin embargo, Goya sustituyó la mesura y contención de las expresiones
y gestos del Expolio, de carácter aún renacentista, con una mayor diversidad en
los caracteres y emociones de los personajes envueltos en la acción. Derivaban
éstas ahora con naturalidad del avanzado estudio de la psicología del ser
humano, de la filosofía y del arte del siglo XVII, ahondando en
los caracteres de cada una de las figuras, estableciendo, además, una profunda
interrelación entre las acciones de unos y otros. A todo ello se une la
frialdad cruel o la exasperación expresiva de los sayones, la sensación de
griterío que producen sus bocas abiertas y gestos exasperados, de cuyo conjunto
se deriva el intenso naturalismo y la violencia de la escena. La sencillez de
la composición, con su voluntaria economía de figuras, según las directrices de
búsqueda de la veracidad en la pintura religiosa del período de la Ilustración, provoca además en el espectador el sentimiento
de estar inmerso en lo que allí sucede, forzado a participar en la agresión al
inocente, que se advierte de inmediato a través de la clara expresividad de las
dos figuras del primer término, el que tiene el mando a la izquierda, y el
soldado con su brutal expresión de obediencia ciega, que se apoya en la pica, a
la derecha. Frente al Cristo vestido de rojo del Greco, seguro de sí mismo y con la fe profunda que revelan
sus ojos alzados al cielo, el de Goya muestra con agudeza el momento de
debilidad del huerto de los Olivos, cuando angustiado decía: «mi alma está
triste hasta la muerte". Con los ojos cerrados y la respiración contenida
mientras le atan las manos a la espalda, está concentrado en su dolor y
abandono, sin mirar el rostro de Judas, a la izquierda,
de repulsiva expresión de triunfo después de su traición, ni el gesto frío del
oficial al mando, que da la orden, señalando con su mano, en el centro mismo de
la composición, el único camino posible, el que lleva al Cristo desde allí a la muerte decidida de antemano. La
escena transmite una vez más la idea de la inexorabilidad del destino, aquí del
inocente, que domina toda la obra de Goya, como el "y no hay remedio" con que tituló uno de sus más crueles
Desastres de la guerra.
Los
ligeros cambios en la posición de las figuras entre el boceto y el cuadro final
indican los ajustes de Goya para expresar sus ideas con claridad. Cristo tenía en el primero la cabeza inclinada, en una
actitud más convencional de su inocencia y de la aceptación de su destino. En
el lienzo final está alzada, de frente y con la boca entreabierta,
abandonándose al caos que le rodea, como pronunciando las palabras que recogía
san Juan: "esta es vuestra hora y la
potestad de las tinieblas", en que Goya ha sumergido aquí a los
soldados. Otro cambio fundamental reside en la acción del oficial en primer
término, que en el boceto se acerca con las cuerdas para atar a Jesucristo, lo que ha dejado a sus secuaces en el lienzo,
reservándose, con la astucia y crueldad de su posición, dar la orden definitiva
de marchar hacia la muerte
Aparición de San Isidoro al Rey Fernando el Santo ante los
muros de Sevilla, 1798-1800. Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina)
En
la segunda mitad de la década de 1790, ya repuesto de la enfermedad sufrida en
1792 que le dejó como secuela la sordera, Francisco de Goya ejecutó obras en
las que se observa un profundo cambio estilístico y una nueva libertad en el
planteo, en el tratamiento y en la plasmación de los temas. De estos años
finales del siglo XVIII datan algunos de sus retratos más destacados, los
aguafuertes de los Caprichos y una serie de pinturas religiosas: los lunetos
para el oratorio de la Santa Cueva en Cádiz, los frescos para San Antonio de la
Florida en Madrid, y tres grandes cuadros de altar para la iglesia de San
Fernando de Monte Torrero en Zaragoza. Este último conjunto le había sido
encargado por la Junta del Canal Imperial de Aragón, comitente de ese templo construido
para atender a los empleados del Canal y consagrado el 30 de abril de 1802.
Manuel García Guatas y Juliet Wilson-Bareau vinculan hipotéticamente con el
encargo a Martín Zapater, confidente y corresponsal de Goya en Zaragoza, pero
Arturo Ansón Navarro señala la probable intervención de otros amigos del pintor
que ocupaban cargos importantes en el Canal Imperial: el administrador general
José de Yoldi y el tesorero Pedro Miguel de Goicochea.
Los
cuadros pintados por Goya estaban dedicados a San Isidoro, San Hermenegildo y
Santa Isabel de Portugal, según un programa iconográfico que Enrique Pardo
Canalís consideró teologal, alusivo a la esperanza, la fe y la caridad, y que
García Guatas interpretó en un sentido de afirmación monárquica, pues los tres santos
se vinculan con reinados de la península ibérica y fueron objeto de devoción
por parte de la monarquía española.
La pintura del Museo es un boceto preparatorio para el cuadro del altar mayor de esa iglesia aragonesa, perdido o destruido durante la guerra de la Independencia, al igual que los dos cuadros destinados a los altares laterales.
Se conservaron los tres bocetos, que en 1887 el conde de la Viñaza registró, de forma un tanto imprecisa, en poder de Francisco Zapater. José Luis Morales y Marín, García Guatas y Juliet Wilson-Bareau señalan como el propietario inicial a Martín Zapater. Ansón Navarro confirma esta noticia y precisa que fueron regalados a este por Goya y pasaron después a su sobrino-nieto.
Para
1900, las pinturas habían tenido diferentes propietarios, según los datos
consignados en el catálogo de la muestra homenaje al pintor aragonés realizada
en Madrid en ese año con motivo del traslado de sus restos a España. En 1910,
Pedro Artal compró en París la Aparición de San Isidoro y por su intermedio
pasó a José Artal y llegó a Buenos Aires en 1911, donde fue adquirido por la
Comisión Nacional de Bellas Artes. Los dos bocetos para los cuadros laterales
fueron comprados por José Lázaro Galdiano en 1930 e integran los fondos del
Museo Lázaro Galdiano en Madrid: Santa Isabel atendiendo a una enferma (óleo
sobre tela, 33 x 23 cm, inv. 2021) y San Hermenegildo en prisión (óleo sobre
tela, 33 x 23 cm, inv. 2017). En 1991, las tres obras fueron reunidas en la
exposición realizada en Zaragoza y fueron nuevamente exhibidas como un conjunto
en la muestra Goya. El capricho y la invención, en 1993 y 1994.
Dentro
de este grupo, el boceto del Museo es el de mayor tamaño. Se diferencia además
por el formato rematado con arco de medio punto, definido dentro del rectángulo
de la tela mediante líneas oscuras en el borde inferior y en el lateral
derecho, trazadas a pincel sobre el tono ocre de base, mientras que en la parte
superior del arco y en el lateral izquierdo el contorno queda establecido por
la superposición de la capa pictórica.
Los
tres cuadros estaban colocados para agosto de 1800 y fueron descriptos por
Gaspar Melchor de Jovellanos en su diario de viaje cuando visitó la iglesia
zaragozana en 1801. El boceto del Museo coincide con la descripción del cuadro
ubicado en el altar mayor, aunque Jovellanos erró en la identificación del
episodio histórico y de los personajes: “[…] representa a San [blanco] péndulo en el aire, como protegiendo al Rey
Don Jaime de Aragón para la conquista de Valencia”.
La
escena representa un hecho milagroso que habría tenido lugar durante el sitio
de Sevilla en 1247, que culminó con la reconquista de la ciudad. El santo
obispo hispalense, Isidoro, revestido con el pontifical y tocado con la mitra
propios de su investidura, se le aparece al rey Fernando III al salir este de
su tienda de campaña, cubierto con la armadura y el manto, y lo insta a
recuperar la ciudad, su antigua sede, en poder de los moros. Como posible
fuente literaria, Pardo Canalís señala la Vida de San Fernando el III Rey de
Castilla y León, Protector de la Real Brigada de Caravineros y ley viva de
Príncipes perfectos de Álvar Nuñez de Castro, cronista de Carlos II, reimpresa
en Madrid en 1787, que Goya y sus comitentes pudieron haber conocido.
Goya
definió el escenario y los personajes con toques rápidos y ágiles del pincel
apenas cargado de pigmento. Estableció claramente el contenido narrativo y
expresivo de la escena y la jerarquía de los personajes representados,
indicando sus vestimentas y atributos. Contrastó el cielo luminoso y el ropaje
claro del obispo, que bascula en el aire y señala la ciudad sitiada, con la
mancha oscura sobre la cual ubicó la figura del rey con firmes pinceladas
ocres, rojas y blancas, y sucintos trazos negros. Ante el monarca, esbozó un
grupo de figuras definidas por sintéticos trazos oscuros y dos personajes
arrodillados que le presentan una corona y una espada. Sugirió también, con
manchas muy sutiles, la visión lejana del perfil borroso de una ciudad, cuya
alta torre permite reconocer a Sevilla con la Giralda
El
boceto pone en evidencia el rol fundamental que desempeñaban la pincelada y el
color en el desarrollo del proceso creativo goyesco, y la libertad y el vigor
con que el pintor trabajaba en las instancias previas a la concreción final del
cuadro.
Mariano Luis de Urquijo, 1797–1798.
Real Academia de la Historia
Mariano
Luis de Urquijo y Musa (Bilbao, 1768 - París, 1817) fue nombrado oficial Mayor
de la Secretaría del Estado y entre 1798 y 1800 desempeñó el cargo de Primer
Secretario de Estado (Primer Ministro) de Carlos IV. Desde el punto de vista
formal, la mayoría de los autores han reconocido la autoría de Goya, a pesar de
que en el archivo de la Real Academia de la Historia consta un recibí de 1800
por la realización de un retrato de Urquijo firmado por el pintor Francisco
Agustín, sin que se haya podido clarificar la causa de esta supuesta
contradicción. El personaje figura de medio cuerpo, sobre fondo oscuro.
Viste
casaca verde ribeteada de piel; apoya la mano izquierda en el sable y extiende
la derecha portando un papel. Lleva prendidas las cruces de la Orden de Malta y
de la Orden de Carlos III (esta última obtenida en 1798). La expresión
sonriente está realzada por la intensa luminosidad del rostro. La pincelada
rápida apenas para en detalles, a excepción de las condecoraciones y la
empuñadura del sable.
Alegoría
del Amor o Cupido y Psique, 1798c1805.
MNAC (Barcelona) Legado
Cambó
Desconocemos quién encargó esta obra. Perteneció a la antigua
colección Laffite, quien la puso a la venta mediante subasta. Se celebró en
París el 7 de marzo de 1861, y la obra, lote número 33, se vendió por 620
francos. Estuvo después en la colección García de Quesada, Jaén, hasta que en
1900 ingresó en la colección Hernández García y Quevedo. Hasta 1928 estuvo en
la colección de la marquesa de Bermejillo del Rey para pasar a la de Francesc
Cambó. Él la legó en 1949 al Museu d'Art de Catalunya, donde ingresó en 1954.
Obra
de grandes dimensiones y pronunciada carga erótica donde las dos figuras
representadas han sido tradicionalmente interpretadas como Cupido y Psique,
aunque no responden exactamente a las características de estos personajes
mitológicos. Buendía propuso, en su ensayo del catálogo de la colección Cambó,
que el encuentro entre estos personajes era la representación de la alegoría
del Amor.
Es
un tema insólito dentro de la producción goyesca, poco dedicado a los asuntos
mitológicos. Por el parecido con los retratos de Ferdinand Guillemardet, Jovellanos o la marquesa de Lazán, se
fecha alrededor de 1800. Es en la manera de tratar el tejido, sobre todo las
transparencias del vestido de la mujer, donde se reconoce al artista.
Se
han encontrado similitudes con el estilo de Fragonard y Pierino del Vaga,
aunque es Tiziano el que mejor encaja con esta composición a través de su obra Tarquino y Lucrecia,
presente en las colecciones reales madrileñas entre 1571 y 1813.
San
Hermenegildo en la prisión, 1799. Museo
Lázaro Galdiano
El presente boceto perteneció a Martín Zapater de quién lo
heredó su sobrino-nieto Francisco Zapater y Gómez. Clemente Velasco se lo
compró y en 1930 lo vendió a José Lázaro Galdiano, pasando en 1951 a formar
parte del museo que lleva su nombre.
El
cuadro correspondiente a este boceto era el del lado de la Epístola. La
historia representada es la del rey visigodo, hijo de Leovigildo, que fue proclamado
gobernador de Sevilla por su padre y condenado por el mismo cuando supo que su
hijo se había convertido al cristianismo. Lo encerró en la cárcel y al no
conseguir que su propio hijo abjurara de su fe, ordenó decapitarle. Allí donde
esto sucedió se levantó la iglesia sevillana que lleva su nombre.
Se
trata del boceto más acabado de los tres. El rey visigodo converso se encuentra
en la penumbra, todavía vestido con elegante atuendo. Está rodeado por tres
carceleros que tratan de humillarle y provocarle para que abjure, pero él se
mantiene digno y erguido, mirando al cielo. Recibe una fuerte iluminación que
penetra a través de los barrotes, creando un marcado contraste claroscurista
entre los dos lados de la composición. Destacan los destellos del traje del
santo y el rostro de sufrimiento que percibimos aun tratándose de un estudio
preliminar.
Leandro Fernández de
Moratín, 1799. Real
Academia de San Fernando (Madrid)
Procede de la colección de doña Francisca Muñoz Ortez, a
quien el retratado se lo regaló en 1817. Tras disposición testamentaria pasó a
la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1827.
Leandro
Fernández de Moratín (Madrid, 1760 - París, 1828) fue el más relevante
dramaturgo español del siglo XIX. Su padre, Nicolás Fernandez de Moratín,
también fue poeta y dramaturgo. Elegido secretario de Cabarrús, viajó por
diferentes países europeos, sobre todo por Francia, país que conocía bien
volviéndose afrancesado como muchos de sus amigos ilustrados pues veían en ella
un modelo a imitar para solucionar los problemas de pobreza y retraso cultural
que tenía España en aquella época. Fue por ello desterrado a Francia donde
murió. Escribió poesía, odas, sonetos y romances, pero destacó como dramaturgo
escribiendo obras tan conocidas como la comedia el Sí de las niñas. Numerosos
testimonios certifican la amistad que le unió a Goya.
El
rostro del personaje aparece sobre fondo oscuro, característica común en los
retratos de Goya. Es iluminado por un potente foco de luz que impacta
directamente en su frente y pómulos dejándonos ver un hombre despierto,
inteligente y algo reservado. Va vestido con una chaqueta marrón oscura que
todavía aporta más contraste claroscurista a la composición.
Goya
pintó otro retrato de Moratín cuando ambos estaban exiliados en
Burdeos.
Manuel
Lapeña, marqués de Bondad Real, 1799. Hispanic
Society of America (Nueva York)
Fue
encargado por la duquesa de Osuna para su palacio de La Alameda.
Hasta
llegar a la Hispanic Society of America, este lienzo pasó por sucesivas
colecciones: antigua Colección de Don Joaquín Argamasilla de Madrid, Colección
Desparmet-Fitz Gerald de Paris, Colección del príncipe A. de Wagram de París,
Colección de M. Montaignac de Paris y Colección de MM.Trotti de Paris.
Manuel
Lapeña Rodríguez y Ruiz de Sotillo fue Teniente General de los Reales
Ejércitos, Teniente Coronel del Regimiento de Reales Guardias de Infantería
Española, Caballero de la Orden de Calatrava y Caballero y gran Cruz de Carlos
III en 1812.
Este
lienzo estaba colgado en uno de los salones de la Alameda, la finca de recreo
de los Osuna.
El
retratado se encuentra de pie con un fondo de edificios, a su izquierda, se
aprecian además unas hileras de soldados.
En 1799 los reyes le encargaron una nueva serie
de retratos, los ecuestres, en traje de gala, de cazador y de familia.
Tres
parejas de cuerpo entero. Imagina una nueva iconografía, los de cuerpo entero
llevan corona y piel de armiño. Goya hace bocetos en Aranjuez. No se conservan
todos.
Retrato de María Luisa con mantilla (1799). Museo del Prado
Como
Pintor de Cámara que era, Goya debía realizar numerosos retratos de los reyes
de España. En 1799 trabaja en uno de los más atractivos, protagonizado por la
reina María Luisa de Parma. En una carta a Godoy la soberana decía: " Me retrata Goya de mantilla de cuerpo
entero, y dicen que sale muy bien". Doña María Luisa viste elegante
traje de encaje negro, con mantilla del mismo color y corpiño dorado con blanca
puntilla para no mostrar en exceso el escote. Chapines, anillos, sujeta un abanico cerrado con la mano derecha por
delante del pecho y adorna sus dos manos con varios anillos y
gran lazo rosa completan el conjunto. La reina presumía de sus bien torneados
brazos, imponiendo la moda de la manga corta en los vestidos. La figura se
sitúa al aire libre, mostrándose la influencia de la retratística neoclásica
inglesa. La expresión de la reina estaba determinada por carecer de dientes,
debido a sus numerosos embarazos. Su genio y fuerte carácter serán
perfectamente captados en todos los retratos que salen de los pinceles de Goya,
especialmente en el ecuestre. Esteve realizó una copia de esta imagen que se
conserva en el Museo del Prado.
Es copia de Agustín
Esteve del
retrato de Goya conservado en el Palacio Real (Madrid) y pintado en
septiembre de 1799. Esta copia de Esteve forma pareja con el
Retrato del rey con uniforme de coronel de los Guardias de Corps, del mismo
año. La reina María Luisa, un mes después de aprobar el retrato con mantilla
que Goya le había pintado en septiembre de 1799, escribió a Manuel Godoy: “Quiero
que tengas una copia hecha por Esteve”. Esteve efectivamente pintó
varias réplicas de retratos oficiales de los monarcas con destino a
instituciones oficiales. Esa labor le valió el nombramiento como pintor de
cámara en junio de 1800. Esta copia procede de la colección de Godoy, requisada en 1808 tras su caída durante el motín de Aranjuez.
Su
pareja es el retrato de Carlos IV, cazador
El
rey Carlos IV está representado en pie sobre un fondo de paisaje apoyando su
escopeta en el suelo, que sostiene por el cañón. Lleva sombrero tricornio y
viste casaca moteada de color castaño, calzones oscuros con rodilleras y botas
de cuero. La chupa es amarilla, adornada con bordados, y tiene a sus pies un
perro de caza. El hecho de representar al monarca en una jornada de caza
no supone un obstáculo para retratarle con los símbolos propios de su condición
de rey, que seguramente no lucía en dichas jornadas. Sobre el pecho lleva
el Toisón, la banda azul y blanca de la orden de Carlos III y debajo la banda
roja de la orden napolitana de San Jenaro; sobre el lado derecho de la casaca
se adivinan las insignias correspondientes a estas dos últimas órdenes reales.
Los
retratos velazqueños fueron un referente para Goya desde su llegada a Palacio,
influjo que se hace evidente en esta obra, cercana en su planteamiento a los
retratos de reyes e infantes representados por Velázquez con atuendo de caza;
un tipo de imagen regia que en adelante sirvió de inspiración en la iconografía
de los monarcas españoles. Tradicionalmente, el arte de la caza, junto
con el de la equitación, debía ser practicada con asiduidad por los príncipes
como preparación y entrenamiento para la guerra; si bien Carlos IV no tuvo
ocasión de participar en acción bélica alguna, fue la caza uno de sus
entretenimientos favoritos. Cabe destacar cómo la figura del “rey guerrero” resultaba totalmente
pasada de moda cuando Goya pintó el Carlos IV cazador, siendo el primero un
tipo de retrato cuyas últimas manifestaciones se dieron al inicio del reinado
de Carlos III, para dar paso a la imagen del “rey pacífico”, más humanizado y cercano a sus súbditos.
Consta
documentalmente que Goya inició el Retrato de Carlos IV como
cazador en el mes de septiembre de 1799, al igual que el de La reina María Luisa
con Mantilla, ambos expuestos en la Antecámara de Gasparini del Palacio Real de
Madrid. Del retrato que Goya hizo a la reina con mantilla debió quedar
ésta tan satisfecha que le propuso para el nombramiento de Primer Pintor de
Cámara, nombramiento que se firmó en El Escorial el 31 de octubre de
1799, con una asignación anual de 50.000 reales de vellón.
Agustín
Esteve, estrecho colaborador de Goya, realizó varias copias del Carlos IV
cazador; dos de ellas se encuentran en Italia, en el Museo Nacional de
Capodimonte en Nápoles y en el Palacio del Gobernador de Parma, y la tercera en
la National Gallery de Washington.
Retrato de la reina Maria Luisa a caballo (1799), Museo
del Prado (Madrid)
Retrato
ecuestre de la reina María Luisa de Parma (1751-1818), esposa del rey Carlos IV
(1748-1819). Hija de don Felipe, duque de Parma, y de Luisa Isabel de Francia,
nació en Parma el 9 de diciembre de 1751. Casó con su primo, Carlos de
Borbón, el 4 de septiembre de 1765. Murió en Roma el 2 de enero de 1819.
Viste
aquí, como el rey en el retrato que forma pareja con este, el uniforme de
coronel de la Guardia de Corps y luce sobre el pecho, para ajustarse al
uniforme, la banda de la orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa, así la
placa de la orden de las Damas de la Cruz Estrellada, concedida por la
emperatriz María Teresa de Austria a las damas de la realeza española. Monta el
caballo "Marcial", regalado a los reyes por Manuel Godoy
(1767-1851) en el período en que, juntamente con el rey y miembros de la aristocracia,
se promovía la renovación de los caballos españoles, para conseguir una raza
más fuerte, que fue decisiva, efectivamente, unos años después en el
enfrentamiento con las tropas de Napoleón. La reina, que había tenido al último
de sus hijos, el infante don Francisco de Paula, en 1795, comenzó a montar
a caballo de nuevo en 1799, en las tierras que rodeaban el palacio de La
Granja, según relata en su correspondencia con Godoy, en la que se indican,
además, los pormenores del retrato. Se pintó entre septiembre y primeros de
octubre de 1799, entre el palacio de La Granja y concluyéndose en El Escorial,
posando la reina para Goya, en una sala: "he trotado oy bien, y he llebado (en el qto del Rey en la pra. pieza
del trono pr. estar más proporcionado todo y solo q. no abajo) dos horas y
media de estar encaramada en una tarima de cinco o seis escalones p.a subir a
ella, con sombrero puesto, corbata y vestido de paño. p.a q. Goya adelante, lo
q. hace y dicen va bien". Las tierras y montañas del fondo corresponden
a las que rodean el palacio de verano de los reyes, construido por Felipe V,
desde el punto más alto, el cruce del Camino Viejo que lleva desde San
Ildefonso a Segovia, con el que se dirigía desde el Palacio a la granja de
Santa Cecilia, desde donde se divisa en la distancia el palacio, con su silueta
característica y su tonalidad rosada original. A la derecha, apenas esbozado,
aparece otro edificio de mole grandiosa, que topográficamente corresponde al
palacio de Valsaín.
El
retrato ecuestre de la reina María Luisa de Parma fue realizado años antes que
su compañero, el de Carlos IV a caballo. La reina quería ser retratada sobre el
caballo Marcial, regalo personal de Manuel Godoy, mostrándose satisfecha por
haber conseguido domar al animal. Contemplamos a doña María Luisa vistiendo
uniforme de coronel de Guardia de Corps, adaptado a su condición femenina,
portando las riendas de Marcial con elegancia y naturalidad.
Al
fondo observamos un paisaje con un palacio, posiblemente El Escorial donde Goya
tomó los bocetos preparatorios. El maestro continúa la estela del retrato
ecuestre español que Velázquez puso de moda para el Palacio del Buen Retiro.
Concretamente se inspiraría en el retrato de Isabel de Borbón, aunque el
caballo goyesco quizá sea más verosímil al adquirir mayor volumen. La figura de
la reina se sitúa sobre un fondo claro, contrastando con los tonos oscuros del
uniforme. Su gesto altanero está perfectamente captado, igual que la fuerza con
la que sujeta las riendas, mostrando de esta manera quien es la persona que
domina el país. La factura empleada por Goya se caracteriza por su soltura,
creando los volúmenes a través de manchas de color y de luz, especialmente en
el paisaje. Los detalles del traje de la reina y de la gualdrapa del caballo
están exclusivamente esbozados, sin recurrir a la minuciosidad de los primeros
retratos - véase el del General Ricardos -. Este estilo rápido y alegre va a
caracterizar la obra goyesca en el siglo XIX.
Carlos IV a caballo (1800 aprox). Museo del Prado
Retrato
ecuestre del rey Carlos IV, viste aquí el uniforme azul marino de coronel de
los Guardias de Corps. Ostenta la banda y Gran Cruz de la orden de Carlos III,
así como la banda roja de la orden napolitana de San Jenaro y la azul de la
francesa del Saint Esprit; sobre el pecho y bajo las bandas se distinguen las
placas de las cuatro órdenes militares de Montesa, Santiago, Alcántara y
Calatrava, y del cuello pende el Toisón de Oro. Es pareja del retrato ecuestre
de su esposa, la reina María Luisa de Parma (1751-1818), también en el Prado,
destinado seguramente a una de las salas más nobles y representativas del
Palacio Real, como era el "comedor
del rey", en la que se colgaron asimismo los retratos ecuestres de los
reyes de la casa de Austria, entre ellos los de Velázquez, contribuyendo de ese
modo a consolidar la idea de la continuidad de la casa de Borbón en un momento
delicado de la misma, tras la Revolución Francesa, con la antigua dinastía
española. Se pintó entre junio de 1800 y julio de 1801.
Goya
encontró numerosas dificultades para realizar este retrato ecuestre que formaba
pareja con el de la reina María Luisa a caballo. Tomó como modelo el de Margarita
de Austria pintado por Velázquez, apartándose así de la tradición de pintar a
los reyes con el caballo en corveta, símbolo de poder y de autoridad;
posiblemente como Carlos IV no tenía mucho poder ni autoridad, Goya pensó que
sería mejor cambiar la iconografía para escapar de las malas lenguas. El
caballo no está bien conseguido, ya que no existe proporción entre las patas
delanteras y las traseras, vistas en diferentes perspectivas; incluso la zona
baja tiene los mismos tonos que las patas y el paisaje, por lo que añadió una
tira blanca que podría representar un río. El cielo tormentoso sirve para
recortar la figura del monarca. Pero todos esos errores se solapan al
contemplar el excelente retrato del rostro, en el que transmite su carácter
apocado y bobalicón. El monarca viste uniforme azul marino de coronel de
Guardia de Corps, portando las bandas de Carlos III y San Jenaro y el Toisón de
Oro.
Carlos IV en uniforme de coronel de la Guardia de Corps, 1799-1800. Palacio Real de Madrid
Carlos
IV aparece de pie y de cuerpo entero, levemente girado hacia su derecha, sobre
un fondo neutro y oscuro. Viste uniforme de coronel de Guardia de Corps: casaca
azul forrada de rojo y chaleco y calzón de este mismo color. Ostenta, entre
otras condecoraciones, la banda de la orden de Carlos III, el collar del Toisón
de Oro y la banda roja de la orden de San Genaro. Apoya su mano derecha en un
bastón y en la izquierda porta el sombrero.
Tanto
Sambricio (1957) como Gassier-Wilson (1970) identificaron este retrato y su
pareja con los citados en una carta fechada el 9 de junio de 1800 dirigida por
la reina a Manuel Godoy en la que dice: "Goya
ha hecho mi retrato que dicen es el mejor de todos. Está haciendo el del Rey en
la Casa del Labrador". Según Morales y Marín (1997) pudieron
ser encargados para enviar a Napoleón, intención que quedó frustrada debido al
enfriamiento de las relaciones con Francia a raíz de la guerra de las Naranjas.
El
Museo del Prado conserva una copia de este retrato realizada por Agustín Esteve
para Manuel Godoy.
María Luisa en traje de corte, 1799-1800. Palacio Real de Madrid
La
retratada aparece de pie y de cuerpo entero, levemente girada hacia su derecha,
sobre un fondo neutro y oscuro. Viste un elegante vestido largo de manga corta
en tonos blancos y grises sobre el que ostenta la banda e insignia de su orden.
Sobre un recogido luce un tocado en forma de turbante con pluma y en el cuello
dos collares de gruesas perlas, y porta un abanico en la mano derecha. Calza
chapines blancos.
Tanto
Sambricio (1957) como Gassier-Wilson (1970) identificaron este retrato y su
pareja con los citados en una carta fechada el 9 de junio de 1800 dirigida por
la reina a Manuel Godoy en la que dice: "Goya ha hecho mi retrato que
dicen es el mejor de todos. Está haciendo el del Rey en la Casa del
Labrador". Según Morales y Marín (1997) pudieron ser encargados para
enviar a Napoleón, intención que quedó frustrada debido al enfriamiento de las
relaciones con Francia a raíz de la guerra de las Naranjas.
Existe
una réplica realizada a partir de este lienzo en una Colección particular de
Cádiz.
Otras obras:
La
amplia producción de retratos que llevó a cabo Goya debe situarse dentro de un
contexto general europeo en el que se impuso este tipo de género pictórico, en
detrimento de las grandes composiciones (si bien la pintura de temática
histórica se recuperaría, en parte, a raíz de la Revolución Francesa).
Efectivamente, a mediados del siglo XVIII el retrato dominaba el arte en
Europa. El auge de este género fue tal que incluso se utilizaba el término "retratista" para referirse a
cualquier pintor que no fuera de brocha gorda.
El
espectador esperaba principalmente del retrato que representase una justa
semejanza con el modelo, pero el verdadero retrato va más allá de la
representación física de una persona. El pintor diestro y con buenas dotes
interpretativas sabe plasmar también en el lienzo el estado de ánimo, la moral,
los rasgos personales o la categoría social del modelo, por lo que el resultado
final es un retrato mucho más veraz y real.
Los
retratos de Goya deben precisamente analizarse en esta línea. En efecto, Goya
fue un retratista revolucionario y un agudo observador. Capaz de realizar un
extraordinario y minucioso estudio psicológico del modelo, lograba gracias a su
maestría técnica sacar a la luz los rasgos más característicos y relevantes del
personaje representado. Ello le convierte, sin duda, en uno de los principales
retratistas de la historia de la pintura.
Sin
embargo, también se le considera uno de lo retratistas más despiadados, ya que sus
implacables dotes de observación le permitían realizar verdaderos retratos
morales, auténticas radiografías del pensamiento. No sólo representaba en sus
lienzos y pinturas la apariencia exterior del modelo, sino también el contenido
del alma y el juicio, muchas veces amargo, que el personaje le merecía. Un
ejemplo elocuente de ello lo constituye La familia de Carlos IV. En dicha obra,
que reúne todos los miembros de la familia real, el maestro no intentó, en
absoluto, disimular su falta de simpatía por la mayor parte de los
representados.
Para
el gran lienzo de La familia de Carlos IV, Goya preparó cuidadosamente en
apuntes del natural, rebosantes de vida, cada uno de los personajes. El Museo
del Prado guarda cinco de estos maravillosos estudios, en los cuales, sobre la
imprimación rojiza de la tela, se cuajan con una sorprendente simplicidad y
seguridad de toque los rasgos de los retratados, que en el lienzo definitivo,
sin apenas modificación, parecen sin embargo un tanto atenuados en su
inmediatez.
Doña
María Josefa, hija de Carlos III y hermana de Carlos IV, que había de morir
soltera al año siguiente, no debía ser en modo alguno figura grata. Goya ha
extremado su crueldad en este rostro feo y brujesco que en el lienzo definitivo
nos examina, desde el segundo término en sombra en que siempre vivió, con
desagradable avidez de harpía.
Se
trata de uno de los diez bocetos de personajes que Goya elaboró previamente
para la composición del gran retrato de grupo La familia de Carlos IV. Siempre ha pertenecido a las
Colecciones Reales de España y en 1814 aparece en el inventario del Palacio
Real de Madrid. Más tarde, en fecha imprecisa, pasó al Prado figurando por
primera vez en la edición de 1872 del catálogo del museo.
Forma
parte del grupo de cinco estudios que la pinacoteca conserva de la serie
aludida en el párrafo precedente. Su elaboración se sitúa en 1800 en razón de
los datos conocidos; en mayo y junio de ese año Goya se traslada a Aranjuez para
realizar los trabajos preparatorios para el lienzo definitivo, lo que le obligó
a realizar las efigies, en lienzos separados de los distintos personajes que
componían por entonces la familia real, entre ellos el del joven infante don
Carlos María Isidro, que contaba doce años.
El efigiado era hijo de Carlos IV y María Luisa. Nació en
Madrid en 1788 y murió en Trieste, en el exilio, en 1855. Después de la
entrevista de Bayona en 1808, fue confinado junto con parte de la familia en el
castillo de Valençay por orden de Napoleón. En 1814 regresó a la península y
fue nombrado general de la brigada de carabineros. En 1815 las Universidades de
Sevilla, Alcalá y Valladolid le otorgaron el rango de protector por su apoyo a
los hombres de letras. Después de varias vicisitudes y creyéndose con derecho
al trono, se negó a reconocer a su sobrina, doña Isabel, primogénita de
Fernando VII, como princesa de Asturias, por lo que fue desterrado a Portugal.
El 1 de octubre de 1833, después de la muerte de su hermano hizo público un
manifiesto, fechado en Abrantes, en el que se proclamaba rey de las Españas con
el nombre de Carlos V, iniciando el largo y destructor proceso de las Guerras
Carlistas. Se casó en primeras nupcias con María Francisca de Asís de Barbón y
cuando ésta falleció, contrajo matrimonio con María Teresa de Braganza,
princesa de Beira. En 1854 renunció a sus derechos en su hijo Carlos Luis de
Barbón («Carlos VI») y falleció al año siguiente.
Goya
creó aquí un lienzo en el que se advierten las facciones del personaje plenas
de gracia e inmediatez, sobresaliendo sus ojos oscuros, la nariz menuda y los
labios, fino el superior y carnoso el inferior, apretados en un peculiar rictus
que parece estar a punto de transformar el gesto. Dicho conjunto está rodeado
por un área de la tela que, al no haber sido concluida en razón del concepto
técnico de la pieza, permite observar la imprimación rojiza de base. Aparece
tratado de menos de medio cuerpo ostentando el Toisón de Oro al cuello,
pendiente de una banda roja, la banda bicolor azul y blanca de la Orden de
Carlos III y bajo ésta aparecen los trazos de la Orden del Saint-Esprit. A la
derecha, muy abocetada, la placa de Carlos III ocupa un espacio significativo.
Viste camisa de alto cuello y apunte de chorrera de encaje bajo éste, casaca
color castaño; se recorta sobre un fondo negro, superpuesto a la preparación
antes mencionada. Despliega una impresionante vitalidad expresiva y evidencia
tanto los rasgos como un cúmulo de sentimientos de manera tan precisa como
atinada, demostrando que sabe cómo convencer sin idealizar, función esta última
reservada en cierto modo al lienzo definitivo.
Respecto
del cuadro definitivo hay varios cambios sensibles que se aprecian a simple
vista, hasta el punto de que en él la imagen aparece más difusa y la expresión
algo congelada, distinta del carácter directo y sincero, rico en hondura
psicológica de la presente obra, no en vano el infante parece protegerse detrás
del futuro monarca a quien incluso coloca las manos sobre la cintura.
El
infante Francisco de Paula, 1800. Museo del Prado
Estudio
del natural, pintado en Aranjuez en mayo de 1800, para la figura del infante
don Francisco de Paula Antonio de Borbón, en la Familia de Carlos IV (P00726).
Era el hijo menor de Carlos IV y María Luisa de Parma, nacido en Madrid en
1795. El rumor popular lo hacía hijo de Manuel Godoy, entonces Primer Ministro,
como parte de la campaña de difamación contra el favorito y la reina. Casó
en 1819 con su sobrina, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, de cuyo
matrimonio nació el infante don Francisco de Asís, rey consorte por su
matrimonio con Isabel II. Es el más concluido de estos estudios y, sin duda, el
más atractivo por la personalidad del niño. Ostenta la banda y la cruz de la
orden de Carlos III.
El
infante Antonio Pascual,
1800. Museo del Prado
Estudio
del natural, pintado en Aranjuez en mayo de 1800, para la figura del infante
don Antonio Pascual de Borbón y Sajonia en la Familia de Carlos IV (P00726). El
infante era hijo de Carlos III y María Amalia de Sajonia, y por tanto hermano
de Carlos IV. Nació en Nápoles el 31 de diciembre de 1755, llegando a España en
1759. Casó con su sobrina, la infanta María Amalia de Borbón, hija de Carlos IV
y María Luisa, el 25 de agosto de 1795, enviudando en 1798. El infante murió en
Madrid el 20 de abril de 1817. Ostenta aquí la banda de la orden de Carlos III
y la de San Jenaro, con unos trazos de rojo, Goya ha sugerido asimismo la
situación de la cinta roja, al cuello, de la que pendería el toisón de Oro, y
sobre el pecho, la venera de la orden de Santiago y la placa de la orden de
Carlos III.
Luis
de Etruria, 1800.
Museo del Prado
Estudio
del natural, pintado en Aranjuez en mayo de 1800, para la figura de don Luis de
Borbón, duque de Parma, en la Familia de Carlos IV de Goya (P00726). Nació en
Piacenza el 5 de julio de 1773, siendo hijo de Don Fernando, duque de Parma, y
de la archiduquesa María Amelia de Lorena. Casó el 25 de agosto de 1795
con la infanta María Luisa Josefina de Borbón, hija de Carlos IV y María Luisa.
En 1801, fue nombrado rey de Etruria por decisión de Napoleón, pero murió a los
dos años en Florencia, el 27 de mayo de 1803. Ostenta aquí, la cinta roja del
Toisón de Oro, así como la banda de la orden de Carlos III y la de San
Jenaro.
La
familia de Carlos IV, 1800. Museo del Prado
La
familia de Carlos IV es un retrato colectivo pintado en 1800 por Francisco de
Goya. Se conserva en el Museo del Prado de Madrid.
Goya
comenzó a trabajar en los bocetos —de los que el Prado conserva cinco— en la
primavera de 1800. La versión definitiva la pintó entre julio de 1800 y junio
de 1801, enviando la cuenta en diciembre de 1801. Perteneció a las colecciones
privadas del Palacio Real de Madrid, donde aparece en el inventario de 1814.
Pasó a formar parte del recién fundado Museo del Prado en 1824, por orden del
rey Fernando VII, quien aparece retratado en el cuadro.
Desde
1942 mantiene el número de catálogo P00726. Ese mismo año apareció en el
listado de obras del museo —publicado con cierto retraso—, realizado por Francisco
Javier Sánchez Cantón, entonces subdirector del Prado. Se exhibe en la sala 32
de la pinacoteca, ubicada en la planta baja del edificio planeado por Juan de
Villanueva.
La
obra es un compendio de la amplia labor como retratista desempeñada por Goya a
la vez que una de sus composiciones más complejas, cuyos antecedentes se
encuentran en otros dos retratos colectivos: La familia de Felipe V, de Louis-Michel
van Loo (1743) y Las Meninas o la familia de Felipe IV, de Diego Velázquez (1656).
Goya
revela su maestría en cada detalle del cuadro tanto por el dominio formal de la
luz como por la sutil definición de las personalidades, acentuada por la
reducción de las referencias espaciales, subrayándose de este modo la capacidad
del artista de Fuendetodos para analizar a sus retratados.
En
la primavera de 1800, pocos meses después de haber sido nombrado primer pintor
de cámara, recibió el encargo de ejecutar un gran retrato de toda la familia
real. Gracias a las cartas de la reina María Luisa de Parma a Manuel Godoy
puede conocerse paso a paso el proceso de creación y composición del cuadro.
Goya comenzó a trabajar en él en mayo de 1800, cuando la familia real pasaba
una temporada en el Palacio de Aranjuez. Entre mayo y julio realizó los bocetos
con los retratos del natural de cada uno de los miembros de la familia real.
Por deseo de la reina el pintor los retrató por separado, lo que evitó que
todos juntos debieran posar durante largas y tediosas sesiones.
Todos
los bocetos tienen como característica principal una imprimación rojiza y
rasgos faciales construidos en un solo tono, al igual que las masas
principales. Al final, una vez definidos los planos y las proporciones, se
añadían los matices de color. El 23 de julio Goya presentó la minuta de los
diez retratos, de los que sólo se conservan cinco autógrafos, todos ellos en el
Museo del Prado: La infanta María Josefa, El infante Carlos María Isidro, El
infante Francisco de Paula, El infante Antonio Pascual y Luis, rey de Etruria—De
los bocetos perdidos se conocen copias hechas por Agustín Esteve o por el
taller repartidas por diversos museos y colecciones, entre ellos el retrato del
futuro Fernando VII que está en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
Finalmente, Goya trabajó en el cuadro definitivo entre junio de 1800 y
diciembre de 1801, cuando fue presentado al rey.
Bocetos
Se
ha dicho que el cuadro no suscitó el entusiasmo de la familia real, que
esperaba una pintura más grandiosa, semejante a La familia de Felipe V, de Van
Loo. Sin embargo, no fue mal acogido. Carlos IV aludía a él castizamente como
el retrato «de todos juntos», y parece que sus protagonistas se vieron
fielmente representados y pudieron quedar complacidos, como muchos de los
personajes retratados por Goya con igual sinceridad y verismo, pues el pintor
les dotaba de una apariencia vívida y un aire de dignidad y decoro como pocos
pintores de la época podían alcanzar. De hecho, si se comparan sus retratos con
otros contemporáneos, se puede observar que Goya los pintó notablemente
favorecidos, tratando de «servir a sus señores del mejor modo posible». Pese a
ello, en el pasado se vio en el cuadro una crítica de Goya a la monarquía, con
alusiones al aspecto aburguesado de los protagonistas, que Goya no habría
tenido inconveniente en trasladar al lienzo. Se cuenta en ese sentido que
Pierre-Auguste Renoir, al visitar el Museo del Prado y ver este cuadro,
exclamó: «el rey parece un tabernero, y
la reina parece una mesonera...o algo peor, ¡pero qué diamantes le pintó Goya!».
En él aparecen ordenadamente todos los
miembros de la familia real con intención de realzar la figura de la reina
María Luisa, que ocupa el centro de la escena pasando un brazo maternalmente
sobre los hombros de la infanta María Isabel a la vez que lleva cogido de la
mano al infante don Francisco de Paula, quien a su vez se la da al rey. A la
izquierda se sitúan el futuro Fernando VII sujetado por la espalda por el
infante Carlos María Isidro y una joven elegantemente vestida pero sin rostro,
recurso empleado por Goya para representar a la futura esposa del príncipe de
Asturias cuando esta aún no había sido ni siquiera elegida. A la derecha, la
infanta María Luisa, con su marido el duque de Parma, lleva en brazos al
pequeño infante Carlos Luis. Ocupando el fondo están los hermanos del rey, a la
izquierda María Josefa de Borbón y a la derecha Antonio Pascual, este último
junto a otra figura femenina de la que sólo se ve la cabeza de perfil, que se
ha identificado diversamente como su esposa, la infanta María Amalia, fallecida
dos años atrás, o como la hija mayor de los reyes, la infanta Carlota Joaquina,
reina de Portugal, a la que Goya no tuvo ocasión de retratar por hallarse
ausente de España desde hacía algunos años.
El
modo como se disponen sus protagonistas, se ha concebido con una intención
claramente dinástica. Con un mensaje tranquilizador, la reina se presenta como
madre prolífica a la vez que, mediante la inclusión prematura de la futura
princesa de Asturias, cobraba mayor fuerza la seguridad en la descendencia,
garantizada en cualquier caso por la presencia del pequeño en brazos de la
infanta María Luisa.
Goya
muestra a los miembros de la familia real de pie, dispuestos en forma de friso
como aparecen también los personajes de Las Meninas, vestidos con lujosos
ropajes de seda y con abundantes joyas y condecoraciones, los varones con la
Orden de Carlos III, el Toisón de Oro y la Orden de San Jenaro y las mujeres
con la banda de la Orden de las Damas Nobles de la Reina María Luisa. El pintor
pone en estos detalles todos los recursos de su maestría a fin de representar a
la familia real en toda su dignidad, destacando a la vez el carácter bondadoso
y sereno del monarca reinante. Lo que podía ser un homenaje a Velázquez servía
al mismo tiempo para enlazar las dinastías austriaca y borbónica, abundando en
aquella concepción dinástica.
Sin
embargo, como ya observó Camón Aznar, Goya no concibió un juego de perspectivas
y luces tan complejo como el que se percibe en Las Meninas. Con la reducción
del espacio Goya elimina también los elementos barrocos que tenía el cuadro
velazqueño, con el juego de alusiones y adivinanzas creado por el reflejo de
los reyes en el espejo y el motivo del cuadro en el que el pintor trabaja.
Glendinning (2005) conjetura que el pintor, autorretratado tras un gran lienzo
del que se muestra el bastidor en un homenaje más a Las Meninas, contempla un
espejo, pero situado ahora en el lugar ocupado por el espectador y no al fondo
de la sala, en el que se refleja la familia real. Fred Licht recurre a ese
espejo, colocado ante los retratados, para explicar que Goya pueda pintar a la
familia real estando situado detrás de ella. Por otra parte, al colocarlos
frente el espejo Goya estaría permitiendo a sus modelos juzgar acerca de sí
mismos y del acierto de la composición antes de proceder a retratarlos. Los
modelos pueden verse tal como van a ser retratados e introducir las
modificaciones que estimen pertinentes. De este modo, la «implacable» visión goyesca sería, en realidad, la visión que los
retratados tenían de sí mismos.
Destaca
en la ejecución la pincelada goyesca, casi presagiando el impresionismo, que le
permite aplicar destellos para crear una ilusión bien delineada de la calidad
de las vestiduras, condecoraciones y joyas. Sin embargo, es una obra alejada de
las representaciones más oficiales, pues el rey y su familia no portan símbolos
de poder. Tampoco utiliza el recurso de Van Loo: situar a la familia entre
cortinajes a modo de palio. Los gestos revelan unos rasgos muy humanos en el
comportamiento íntimo y familiar de los retratados: la infanta Isabel sostiene
a su niño muy cerca del pecho, evocación de la lactancia, y el infante don
Carlos se abraza tiernamente a su hermano Fernando, denotando cierta timidez y
miedo. Con respecto al boceto, la imagen de Carlos María Isidro presenta
algunas diferencias. La imagen es más difusa y el rostro congelado, distinto
del carácter alegre y sincero del infante. Tampoco ahonda en la complicada
psicología del infante, quien parece arroparse bajo la figura de su hermano
Fernando, futuro rey de España.
Pocos
años antes, Luis XVI de Francia había sido guillotinado en París y con él
parecía extinguirse la rama francesa de los Borbones. Mas Goya brinda aquí un
enfoque diferente, que bien le pudieron imponer los reyes: la Casa de Borbón
española es fuerte, amplia y con numerosos descendientes, destinados a perpetuar
el poder de la familia.
Para
Manuela Mena, Goya tenía el encargo de representar a toda la familia real,
incluso a quienes ya habían muerto, como la infanta María Amalia, o a quienes
estaban por llegar, como la futura princesa de Asturias. Goya se incluyó en la
composición, como lo había hecho en La familia del infante don Luis, aunque en
esta ocasión a la familia real no acompañasen damas ni sirvientes, disponiendo
los grupos con una «simetría encubierta» como lo había hecho Velázquez en Las
Meninas. El eje central del retrato es la reina, como en el cuadro de Velázquez
lo había sido la infanta Margarita, y hacia ella convergen las restantes
figuras, dispuestas a sus lados en dos grupos compensados dentro de un espacio
reducido que semeja un friso riguroso. Esa desnudez austera del viejo Alcázar
de Madrid, escenario de Las Meninas, establece un vínculo visual con el Palacio
borbónico, a pesar de la diferencia de ambos lugares. Todo ello es muestra de
la subordinación del lienzo goyesco a Las Meninas.
Al
fondo se encuentran dos cuadros de autor y tema desconocidos, sobre los que se
han formulado numerosas hipótesis. Entre ellas los Hagen consideran que uno de
esos cuadros podría aludir a Lot y sus hijas, en referencia al libertinaje que
se vivía en la corte. Pero estas hipótesis, que tienden a ver una crítica
caricaturesca en el retrato grupal, chocan con la posición de Goya en la corte
y los «sobrados motivos de agradecimiento» que podía tener en particular hacia
el rey.
El
aspecto poco lisonjero de la imagen pudiera además explicarse por la tradición
del retrato español, caracterizado por el rigor inflexible en la representación
de la fisonomía del retratado. El mejor ejemplo de esa regla de oro de la
retratística española, que perseguiría no representar nada más que la verdad,
volvería a ser, en opinión de Licht, Velázquez y su retrato de Inocencio X.
Personajes:
Aparecen
Goya, los infantes Carlos María Isidro, Francisco de Paula, Carlota Joaquina,
María Josefa, María Luisa, Gabriel Antonio, Carlos Luis. También se observa a
Luis de Etruria, esposo de María Luisa. Ésta carga en brazos a su hijo Carlos
Luis. Otras figuras son los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, el príncipe
Fernando y su esposa María Antonieta.
Influencias
A
diferencia de los países nórdicos en España el retrato colectivo fue
escasamente practicado. Existían precedentes en asuntos de género religioso,
con grupos de donantes. Podrían considerarse dentro de este género algunas
composiciones más complejas, como El entierro del Conde de Orgaz del Greco o la
Adoración de la Sagrada Forma por Carlos II de Claudio Coello. Pero en un
sentido más estricto, el único que podría considerarse como retrato de la
familia real hasta el momento eran Las Meninas, de Velázquez, único antecedente
directo español de La familia de Carlos IV.
La
familia de Felipe V de Van Loo, es el paradigma de los retratos grupales en la
Corte española de los Borbones. Destaca en el cuadro una soberbia escultura, un
pomposo mobiliario y las actitudes idealizadas de los miembros de la Familia
Real, a fin de legitimarlos y aproximarlos a un ideal de raza y belleza. Todas
estas características son desechadas por Goya, quien muestra a los reyes de un
modo más humano.
Ya
en una ocasión anterior Goya había incorporado su autorretrato en un retrato
colectivo encargado por un miembro de la familia real: La familia del infante
don Luis (1783, Parma, Fondazione Magnani-Rocca). Conociendo su admiración por
la obra de Velázquez, es razonable suponer que al hacerlo así tuviese en mente
el ejemplo de Las Meninas, pero cabe que fuese el propio infante quien le
sugiriese hacerlo de ese modo a fin de dar mayor realce al encargo. Por otro
lado, Goya concibió la escena en esta ocasión de un modo más moderno, al
representar al infante de perfil, sentado ante una mesa cubierta con un tapete
verde y las cartas de una baraja sobre ella, rodeado por los miembros de su
familia junto con algunos amigos y sirvientes en amigable tertulia. Pero al
mismo tiempo supo mantener las distancias, retratándose a sí mismo con
modestia, de espaldas, agachado y envuelto en penumbra. Fuese idea suya o
sugerida por los monarcas, al incluir su retrato en el de La familia de Carlos
IV, Goya buscó una mayor aproximación a Las Meninas, sintiéndose más cercano
ahora a Velázquez desde su nuevo cargo de primer pintor de cámara, el mismo que
Velázquez había ostentado al servicio de Felipe IV. Pero Goya volvía en esta
ocasión a saber guardar las distancias, «colocándose con su lienzo en el fondo
y a la sombra».
Otros
rasgos que recuerdan a Las Meninas son la presencia de dos cuadros en la pared
del fondo y el hecho ya citado de que Goya se autorretratase detrás del lienzo
que pinta, en su papel de creador al servicio de los reyes. Él siempre
reconoció a Velázquez, junto a Rembrandt y la Naturaleza, como sus tres únicos
maestros. Pero Goya se distanció de la obra maestra de Velázquez, a la que sólo
en estos detalles circunstanciales se asemeja, por la escasa profundidad de la
habitación y la ya señalada ausencia de alusiones conceptuales barrocas.
El
aragonés sitúa a sus personajes en un espacio hermético y con poca iluminación
que no les favorece, además de que presenta poca comodidad para el artista. El
taller del pintor, a diferencia de Velázquez, ha sido convertido por Goya, en
opinión de Licht, en una «cárcel inhóspita y sórdida», concluyendo su
explicación, parafraseando a Janis Tomlinson:
Lo que en Velázquez era
epopeya ha pasado a ser novela en Goya. La reverencia suspensa que sacralizaba
la visión de Velázquez se ha esfumado. El sevillano, a su manera oblicua,
retiene todas las notas del retrato «epifanía» al otorgarnos un sitio desde el
que podemos ver a la familia elegida por Dios para gobernar en la tierra. Goya
nos excluye, y con ello excluye la epifanía. Velázquez nos dice de dónde han venido
los reales progenitores, dónde están y a dónde van. La familia de Carlos IV no
viene de ninguna parte y no tiene ningún sitio adonde ir.
Retrato del cardenal
don Luis María de Borbón y Vallabriga (el Prado conserva una réplica
autógrafa), 1800. Museo de Arte (São Paulo)
Nació
en el palacio del Marqués de Villena en Cadalso de los Vidrios sin rango
especial alguno debido al matrimonio morganático de su padre con María Teresa
de Vallabriga, lo que le privó en sus primeros años del apellido Borbón y de
lugar en la línea sucesoria. En 1779 su familia se trasladó a Velada y Arenas
de San Pedro, donde su padre se convirtió en mecenas de importantes artistas,
como Goya, quien retrató a su familia.
Su
madre le dispensó poco afecto. A la muerte de su padre en 1785, el niño pasó a
ser educado por unos monjes de Toledo. Su tío el rey Carlos III había dispuesto
destinarle a la carrera eclesiástica, y que sus hermanas entrarían religiosas,
pues deseaba evitar a toda costa que estos sobrinos tuviesen descendencia que
pudiese disputar el trono a sus hijos, nacidos fuera de España. Esta
imposición, empero, no contrariaba los deseos del joven, que a diferencia de su
padre se sentía llamado al sacerdocio.
En
1793 se convirtió en arcediano de Talavera, y al año siguiente en conde de
Chinchón, título que cedió en 1803 a su hermana, María Teresa de Borbón y
Vallabriga, que en 1797 había casado con Manuel Godoy, secretario del Despacho
de Estado. La protección de su cuñado le permitió alcanzar en 1800 la mitra de
Toledo y el capelo de Cardenal presbítero de Santa María della Scala, siguiendo
los pasos de su padre. En 1799 se le otorgó la dignidad de grande de España, y
en 1820 el collar del Toisón de Oro. En la cumbre de su carrera volvió a ser
retratado por Goya.
Cuando
en 1808 las tropas de Napoleón invaden España, Luis es el único miembro de la
familia real que permaneció en la nación. Huyó a Andalucía y participó en las
Cortes de Cádiz, también firmó el decreto que suprimía el tribunal de la
Inquisición española.
Goya
ya había retratado a este personaje cuando era niño en Arenas de San Pedro
(Ávila) y de nuevo le representó, en dos ocasiones, tras su nombramiento como
cardenal.
Se
trata por tanto de un retrato conmemorativo, de tono solemne, en el que
presenta al protagonista de pie y cuerpo entero, con solideo y los hábitos
cardenalicios de color rojo púrpura, portando un misal abierto en la mano
izquierda. De su cuello cuelga la banda de la Orden de Carlos III y la cruz del
Saint Esprit, condecoraciones que le fueron concedidas por el rey Carlos IV. La
figura se recorta, iluminada desde un lateral, sobre el fondo negro.
Existe
una réplica con algunas variantes en el Museo del Prado y una copia
atribuida a Agustín Esteve en la colección del marqués de Casa-Torres.
La condesa de Chinchón, 1800, Museo del Prado
María
Teresa de Borbón y Vallabriga (1780-1820) era hija del infante don Luis de
Borbón, hermano de Carlos III, y de doña María Teresa de Vallabriga y Rozas. Pasó
sus primeros cinco años de vida en Arenas de San Pedro (Ávila), donde Goya la
retrató en un escenario de jardín. A la muerte de su padre (1785) fue enviada
con su hermana María Luisa de Borbón y Vallabriga al convento de San Clemente
de Toledo, del cual saldrá en 1797 para casarse con Manuel Godoy, ministro
durante el reinado de Carlos IV, enlace del que nació una hija, la Infanta
Carlota, educada por la reina María Luisa. Después del motín de Aranjuez, en el
que Godoy fue encarcelado, María Teresa huyó a Toledo con su hermano y en 1824,
al morir éste, se exilió a París donde murió tras una larga enfermedad cuatro
años después.
La
condesa fue retratada a los veintiún años de edad, embarazada de su hija, la
infanta Carlota. Se sitúa ante un fondo oscuro, sentada en un sillón de época
dorado y lleva un vestido de gasa blanco decorada con pequeñas flores, con
toques grises, pliegues muy vivos, ligero escote, el pelo con abundantes rizos
rubios recogidos en un tocado realizado con espigas de trigo (símbolo de
fecundidad) y plumas de color verde cuyas cintas están atadas debajo de la
barbilla. Las manos, enlazadas a la altura del vientre, se adornan con sendas
sortijas, en una de las cuales se puede apreciar la imagen de su marido. El
pintor concentra toda su atención en el carácter tímido y ausente de la
condesa. La gama de colores cálidos con la que trabaja otorgan mayor delicadeza
y elegancia a la figura. Sin duda, es una pieza clave en la producción del
aragonés.
Alegoría de la Verdad,
el Tiempo y la Historia, 1800. Nationalmuseum (Estocolmo)
Esta
obra ha sido objeto de diversas interpretaciones a lo largo de los años. Hemos
optado por darle el título más extendido en la bibliografía, el que se
corresponde con el del Museo Nacional de Estocolmo.
Tres
figuras componen la pintura: un hombre anciano con grandes alas que lleva un
reloj de arena en la mano, una hermosa joven ataviada con un sencillo vestido
blanco y portadora de un pequeño libro en la mano derecha y un cetro en la
izquierda, y una segunda mujer, semidesnuda, cubierta impúdicamente por un paño
verde, que está sentada sobre una roca mientras escribe en un gran libro al
tiempo que se gira hacia atrás.
Cuando
la obra se expuso en la muestra de 1900 se llamó El tiempo mostrando a España ante la Historia. Algunos
años antes, en 1867, Yriarte reconoció en la joven vestida de blanco la
representación de la nación, y así la consideraron muchos otros autores que
resumieron el título en España,
el Tiempo y la Historia. Según ellos, España es llevada de la
muñeca por Saturno o Cronos, bien identificado por el reloj de arena que sujeta
con la mano. La otra mujer que está sentada y escribiendo sería la Historia,
vestida de verde y mirando hacia atrás con expresión ensimismada, recordando
todos los acontecimientos presenciados y siendo testigo del encuentro entre los
otros dos personajes. Los detalles iconográficos de esta interpretación fueron
tratados por Martín Soria en 1948, poniéndolos en relación con la Iconologia de Cesare Ripa. Además
añadía que tanto esta obra como La
Poesía, a las que consideraba una indudable pareja, escondían una
sátira política de Goya contra Manuel Godoy. Sayre dice prudentemente que esta
teoría debe ser descartada a falta de pruebas que aseguren que estas obras
fueron concebidas como "pendant".
Esta
primera teoría de considerar a la mujer de blanco como la encarnación de España
no resulta convincente si se tienen en cuenta las representaciones
tradicionales de esta nación. Habitualmente se veía como una mujer entronizada,
coronada y acompañada por leones o castillos o por las legendarias columnas de
Hércules. No hay ninguna coincidencia con la mujer de esta pintura. Los
detalles del cetro y el libro que le sirven de atributos han llevado a
Nordsrtöm a relacionarla con la representación de la Filosofía según Ripa,
mientras que Soria la había considerado España a partir del modelo que el
italiano propone para la alegoría de la Toscana, también portadora de los mismo
elementos. La alegoría de la Filosofía por la que apuesta Nordström solía
aparecer como una mujer llevando tres libros cerrados, símbolo de las tres
disciplinas filosóficas, y un cetro que simboliza el dominio sobre todas las
ciencias humanas. Viste un atuendo suntuoso que alude a la riqueza del
conocimiento científico, y su actitud denota modestia y serenidad. Ciertamente,
y a excepción del atuendo suntuoso, esta interpretación se aproxima más a lo
que muestra la pintura, pero Sayre considera que la alegría que se desprende
del cuadro y que, por lo tanto, Goya habría querido transmitir, deben encerrar
un significado más cercano al artista, y añade que quienquiera que hubiese
encargado esta obra (ya que Goya no la habría hecho para sí mismo), hubiese
querido que quedara bien clara la personalidad de la mujer en cuestión.
La
tercera interpretación hace referencia a la Constitución liberal de 1812. La
hermosa mujer vestida de blanco sería la personificación de esa ley, presente a
través del librito que sostiene. La iluminación del cuadro que llega desde el
ángulo superior izquierdo cae directamente sobre ella que, con brazos abiertos,
recibe la luz siendo escoltada desde la oscuridad por Cronos y sus protectoras
alas. El reloj que lleva en la mano tiene toda la arena en la parte superior,
como si acabara de darle vuelta, indicando así que comienza una nueva era. En
España se editaron pequeños volúmenes con el texto constitucional, no solo el
de 1812 sino también los de las otras dos constituciones que vivió Goya: 1808 y
1820, como bien observa Sánchez Cantón. Sayre analiza el contexto histórico de
cada una de ellas y llega a la conclusión de que esta pintura se refiere a la
de 1812 dadas algunas de sus disposiciones, como la abolición de la Inquisición
y la suspensión de determinadas leyes monásticas. El apoyo que las clases medias
liberales españolas le brindaron y el hecho de que no es ésta la única vez en
la que Goya trata el asunto de la Constitución de 1812 en sus obras (véase Lux ex Tenebris)
refuerzan sus conclusiones.
Retrato de María Luisa Fernanda de Borbón y Vallabriga,
condesa de Chinchón y duquesa de San Fernando, 1800. Galería
de los Uffizi (Florencia)
Goya
retrató a María Teresa de Borbón y Vallabriga en varias ocasiones durante sus
estancias en Arenas de San Pedro (Ávila). Primero a los cuatro años de edad, en
el retrato colectivo de la familia, en el que aparece con la
Sierra de Gredos al fondo (María Teresa de Borbón)
y en lienzo en el que Goya la retrató sentada y que
hoy se encuentra en el Museo del Prado, obra que guarda especial similitud
formal con la que aquí se analiza.
La
XV condesa de Chinchón aparece representada aquí de pie y de cuerpo entero,
sobre un fondo neutro y oscuro, con el cuerpo girado hacia su derecha y las
manos entrelazadas sujetando un abanico. Viste un vaporoso traje largo blanco
con transparencias rosáceas, escotado y de manga corta. El pelo rizado está
recogido con un tocado de plumas del que cuelga sobre la nuca una cinta azul.
Como único signo de ostentación luce discretamente la faja y cruz estrellada de
la orden de María Luisa, que le fue concedida en 1800, y algunas joyas
(brazalete, collar y pendientes).
La
retratada, con mirada seductora, sonríe tímidamente, imbuida por la oficialidad
del retrato. Destaca la ternura y sutileza del retrato, tanto en la captación
psicológica de la efigiada como en el tratamiento de las texturas del vestido.
Joven dama con mantilla
y basquiña, conocido
anteriormente como La mujer del librero, 1800-1805. Galería Nacional de Arte (Washington DC)
Todavía
hoy no se conoce con seguridad la identidad de esta mujer. Diferentes
estudiosos de la obra de Goya han dado diferentes títulos al lienzo, como es el
caso de Yriarte que en 1867 la identificó como La mujer del librero o Viñaza, que
en 1887 la llamó La
librera de la calle de las Fuentes. Beruete la relacionó con la
mujer de un librero de la calle Carretas de Madrid llamado Antonio Bailo que
tenía comercio de libros en el número 4 de dicha calle. Sin embargo, la
denominación más reciente para este lienzo es Señora con mantilla y basquiña,
por parecer más bien fruto de una leyenda romántica las anteriores
denominaciones.
En
todo caso se trata del retrato de una mujer representada de tres cuartos sobre
fondo neutro.
Va
vestida con basquiña, falda usada por las damas de esta época, mantilla de
encaje blanco que le cubre la cabeza dejando al descubierto parte del cabello
rizado que le cae por la frente. Lleva los brazos enfundados en unos guantes
largos de color claro que le aportan elegancia. Con la mano izquierda sujeta un
abanico cerrado mientras que con la derecha se recoge la mantilla a la altura
del pecho. Decora el cuello con un collar.
La
mantilla está magníficamente resuelta a base de una pincelada rápida dando la
sensación de un extremo realismo común en la mayoría de los retratos del
maestro de Fuendetodos.
Caníbales
contemplando restos humanos, 1800-1808. Museo de Bellas Artes (Besançon)
Tanto esta obra como Caníbales
preparando a sus víctimas pertenecieron al pintor Jean François Gigoux (Besaçon,
1806-1894), quien a su muerte los legó al Musée des Beaux- Arts et d'
Archéologie de Besançon.
Un
caníbal, sentado a horcajadas sobre una roca enseña, como si de un trofeo se
tratase, una mano y una cabeza humanas. En el suelo yacen otros restos humanos
que el pintor aragonés ha subrayado mediante enérgicas pinceladas rojas. A su
vez un grupo de caníbales, delante y detrás de la figura central, observa la
escena que se desarrolla en un paisaje natural rocoso en el que se esboza una
rama de árbol.
Goya
ha pintado con indefinición a los personajes que se encuentran a la derecha de
la figura central, como un amasijo humano en el que no sobresale individualidad
alguna. Cuando se detiene en las caras de los personajes lo hace pintando
rasgos primitivos, casi simiescos. Es probable que la intención del pintor sea
la de subrayar la barbarie de determinadas actitudes humanas, en concreto de la
antropofagia.
Esta
obra se puede relacionar con alguna de las estampas de la serie de los
Desastres de la Guerra, como la nº 39, Grande
hazaña! Con muertos!, en la que cadáveres y cuerpos desmembrados
cuelgan de la rama de un árbol.
Caníbales preparando a sus víctimas,
1800-1805. Museo de
Bellas Artes (Besançon)
En
este cuadro un grupo integrado por tres caníbales está preparando los cuerpos
de sus víctimas para comérselas. Uno de ellos introduce su mano en las entrañas
de un cadáver mientras que otro se dispone a desollar el cuerpo de un hombre
que está colgado. Ambos cadáveres han sido despojados de sus vestiduras, que
están en el suelo.
Llama
poderosamente la atención el tratamiento de la anatomía humana en esta escena;
la desnudez de los cuerpos que serán devorados, privados de su dignidad, y la
de las anatomías de los caníbales, alusiva a su primitivismo.
Es
bastante probable que Goya hubiese conocido la historia de los dos los
misioneros jesuitas, Jean de Brebeuf y Gabriel Lallemant, asesinados a manos de
los indios iroqueses en Canadá en 1649 y víctimas de un posterior episodio de
canibalismo. Ésto podría haber inspirado esta obra en que Goya recreó una
escena de antropofagia apelando a su propia imaginación. De esta manera
continúa la reflexión que inició en las obras pintadas en Cádiz en torno al año
1793 en las que comenzaba a explorar los lugares más recónditos, y en ocasiones
vergonzosos, de la mente humana.
El
pintor aragonés se aproxima en sus cuadros sobre el canibalismo a la parte más
irracional del ser humano y preconiza con ello la reflexión que Théodore Géricault
(Ruan, 1791- París, 1824) realizará a propósito de este mismo tema en su obra
La balsa de la Medusa (1818, Musée du Louvre, París).
Manuel Godoy, Príncipe de la Paz, 1801. Real
Academia de San Fernando
Manuel
Godoy Álvarez de Faria (Castuera, Badajoz, 1767 - París, 1851) pasó de ser un
hidalgo de provincias a primer secretario de Despacho durante el reinado de
Carlos IV, y se convirtió en uno de los hombres más influyentes de su tiempo.
Duque de Alcudia y Sueca, y Príncipe de la Paz. Contrajo matrimonio con María
Teresa de Borbón, prima-hermana del rey y futura condesa de Chinchón, aunque
tuvo como amante a Pepita Tudó, con quien se casó a la muerte de su primera
esposa en 1828.
Este
retrato fue un encargo de Carlos IV a Goya para conmemorar la guerra de las
Naranjas, episodio militar ocurrido entre mayo y julio de 1801 en la frontera
hispano-portuguesa, denominado así por el envío de Godoy a su mujer de un ramo
de naranjas al tomar la ciudad de Olivenza.
Manuel
Godoy aparece vestido con uniforme de capitán general, en el campo de batalla,
recostado en un sillón de forma relajada pero con aire arrogante, con el bastón
de mando entre las piernas cruzadas y portando en su mano derecha un papel.
Tras él se sitúa otro militar que ha sido identificado con el capitán de
artillería Joaquín Navarro Sangrán. En el lado izquierdo de la composición
vemos dos banderas capturadas al enemigo que el rey regaló a Godoy y al fondo
una serie de húsares y oficiales de caballería con sus respectivas monturas,
ante un fondo de paisaje abierto borrascoso con luz crepuscular muy efectista
que contrasta con la iluminación brillante y uniforme utilizada para la figura
protagonista, que en ese momento se encontraba en la cumbre de su poder.
Visión fantasmal, 1801. Museo
Goya - Colección Ibercaja - Museo Camón Aznar (Zaragoza)
La escena acontece en un ambiente de nocturnidad y en un
exterior.
En el centro de ella, un fantasma se aparece a una serie de
figuras humanas que están apenas sugeridas en la parte inferior de la
composición, en un primer plano.
Es un ser demoníaco, del que el pintor sugirió ojos, nariz y
boca, y dos cuernos que salen de su cabeza; va vestido con capa negruzca, y una
larga cabellera le cae por los hombros. El borrón está ejecutado alla prima,
sin dibujo previo, sin correcciones, queriendo plasmar el autor de inmediato
imágenes soñadas o sugeridas por algún relato literario. Sobre la imprimación
blanca, hay una ligera base ocre, sobre la que aplicó pinceladas más oscuras.
Unas ligeras pinceladas amarillas iluminan ese fondo espectral. Es el único
toque de color claro que rompe el predominio cromático oscuro del cuadro.
Arturo Ansón considera esta 'Visión fantasmal' obra autógrafa
de Francisco de Goya, porque tiene los modos de pintar del pintor aragonés, y
también responde a la temática fantástica o caprichosa que él plasmó en
grabados y cuadros del periodo posterior a su grave enfermedad y su sordera, en
los últimos años del siglo XVIII, entre 1797 y 1800, aproximadamente. Responde
ya a una temática y una sensibilidad en la que el espíritu de la Ilustración ya
presenta rasgos prerrománticos, reflejando lo "sublime fantástico",
presente en algunas obras de Goya de esos años. Ansón piensa que sería pintada
en Zaragoza, en la primavera de 1801, que es cuando Goya estuvo en la capital
aragonesa, para ver a su familia y amigos, y también para retocar uno de los
cuadros que había pintado el año anterior para la iglesia de san Fernando de
Torrero. Goya pintaría esos cuadros en la primera mitad del año 1800.Los pechos
desnudos de una de las figuras provocaron escándalo y Goya fue llamado par que
viniera de Madrid para corregir ese punto censurado, lo que hizo en la
primavera de 1801, y fue entonces cuando pudo pintar la 'Visión fantasmal'.
Antonio
Noriega de Bada, 1801. National Gallery of Art (Washington DC)
Este lienzo fue propiedad del propio Antonio Noriega.
Adquirido de colección particular por Freiherr Ferdinand Eduard von Stumm,
embajador alemán, pasando más tarde a Wildenstein & Co. de París y Nueva York.
En posesión más tarde de la Fundación Samuel H. Kress, Nueva York, 1955.
Finalmente fue donado a la National Gallery of Art de Washington en 1961.
Antonio
Noriega de Bada (Castañera, Asturias, 1769 - Badajoz, 1808) llegó a ser
tesorero general y diputado del principado de Asturias, cargo otorgado en 1797.
El 23 de julio de 1801 fue condecorado con la Orden de Carlos III, razón por la
que se le encargaría a Goya la realización de este lienzo quien pintó también a
su mujer, Francisca Vicente Chollet y Caballero en 1806.
El
retratado se encuentra sentado en un butacón delante de una mesa ajustada a su
cuerpo. Va vestido con un elegante uniforme con bordados en oro que destaca
sobre la chupa roja en la que esconde la mano izquierda. Sostiene con la derecha
un papel con su nombre y la firma de Goya. Sobre el pecho luce la medalla de la
Orden de Carlos III. De aspecto corpulento, el retratado mira fijamente al
espectador con cierto aire altivo y da la sensación de no encontrarse muy
cómodo posando ante el maestro. Según Gudrun Maurer los rasgos duros y el gesto
obstinado de la boca revelan un carácter doctrinario, mezclado, sin embargo,
con una extraña tristeza e inquietud, que se trasluce desde lo más íntimo del
audaz personaje.
Arquitecto
Isidro González Velázquez,
1801-1807. Art Institute of
Chicago
La
obra perteneció a las colecciones de Durand-Ruel (París).
Pasó
a la colección Danielson, en Boston, quien en 1917 lo depositó en el Museum of
Fine Arts de Boston. En 1925 pertenecía a Charles Deering, Chicago, quien lo
depositó permanentemente, desde el 30 de septiembre de 1989, en el Art
Institute of Chicago.
Los
estudios tradicionales identifican al retratado con Isidro González Velázquez
(Madrid, 1765 - 1829), arquitecto e hijo del pintor Antonio González Velázquez.
El
joven retratado aparece sentado y visto de tres cuartos. Va vestido con
chaqueta y lleva un pañuelo al cuello, que ayuda a centrar la atención en su
tímida mirada dirigida al espectador. Sujeta en la mano un papel enrollado
donde se lee la inscripción original de Goya.
La
fecha de la inscripción no se ve con claridad. Aunque parece que pone 1801,
Daniel Catton Rich sugiere que pudiera ser 1807. A Sánchez Cantón le parece más
adecuada la segunda opción debido a la moda que viste el retratado y a la
técnica empleada. Gassier y Wilson opinan que una restauración pudo haber
modificado el último número de la fecha y hacer que pareciera un 1 cuando podía
ser un 7, pero apuntan que en la segunda versión existente de la obra (réplica
o copia) también se lee 1801, lo que no afectaría a la hipótesis de Gassier y
Wilson si esa obra fue realizada después de la restauración.
Esa
otra versión pertenecía a la colección de D. Generoso González, en Madrid,
cuando fue exhibida en la exposición Antecedentes, coincidencias e influencias
del arte de Goya (Madrid, Sociedad Española de Amigos del Arte, 1932, cat. 1).
En
un estudio posterior, Pedro Moleón expone los siguientes argumentos que rebaten
la identificación del retratado con el hijo de Antonio González Velázquez:
-
En el minucioso inventario de los bienes que Isidro González Velázquez aportó a
su matrimonio en 1808 no figura ningún retrato del arquitecto.
-
El inventario y tasación de 1831 de los bienes que poseyó de Isidro González
Velázquez incluye su retrato pintado por Vicente López, sin mención a otros
retratos.
-
Entre los papales de borrador de dicho inventario se hace mención a un retrato
en miniatura de Isidro González Velázquez hecho por su hermano Cástor.
Evidentemente, ni éste retrato ni el anterior son de Goya.
-
Se conocen tres retratos documentados de Isidro González Velázquez, el ya
mencionado de Vicente López (1821), uno dibujado por Ludwig Gruner (1829) y una
litografía de Madrazo (1836). Su físico nada tiene que ver con el retrato de
Goya.
-
La edad del joven retratado por Goya no aparenta en absoluto la edad de 36 años
que Isidro González Velázquez cumplió en 1801 (y menos aún los 42 años que
cumplió en 1807).
-
Isidro González Velázquez firmó siempre como Isidro Velázquez y quiso siempre
figurar con este nombre, omitiendo el apellido González. Sería extraño que Goya
no hubiera asumido esta circunstancia en la inscripción si lo hubiera
retratado.
En
consecuencia, el Isidro González pintado por Goya es un personaje de cuya
identidad no sabemos más.
D.n Ysidro / Gonzalez / P.r Goya / 1801 [ó
1807] (en el rollo de papel que sujeta el retratado en su mano
derecha)
Maria
Ana de Silva y Wadstein era hija de Ana Wasdtein y José Joaquín IX marqués de
Santa Cruz. Se casó en 1802 con quince años con Bernardino Fernández de
Velasco, conde de Hairo, y falleció en 1805.
Lafuente
Ferrari adelanta la fecha de este retrato de 1805, año propuesto por Beruete y
Ezquerra de Bayo, a 1803, porque la faz "aniñada " de la retratada apunta a una ejecución anterior,
realizada probablemente con motivo de su boda.
Sobre
un traje camisa María Ana luce un vestido con tirantes de una tela ligera, tal
vez muselina, en color turquesa y un chal rosado. Su peinado está adornado con
una diadema decorada con una rosa, siguiendo una moda que se mantuvo hasta
1816. La flor es como de una tela aterciopelada en cuya superficie blanda queda
absorbida por la luz que, en cambio, cae sobre la condesa desde la parte de
arriba y destella sobre la peineta dorada. A pesar de la técnica minuciosa que
se advierte en las facciones y los cabellos de la joven- descritos con un gusto
exquisito como si de una miniatura se tratase- apreciamos también pinceladas de
gran dinamismo: así, por ejemplo, Goya sugiere la forma y textura de la oreja a
través de rápidos brochazos fuertes y seguros; y con pinceladas más anchas y
enérgicas sugiere el volumen y la redondez del hombro. Para afinar el relieve
de las facciones, Goya realza con toques muy precisos la curva y la punta de la
nariz. Con el propósito de aumentar la viveza de la retratada, el artista pinta
el negro de sus pupilas de diferente tamaño y configuración, al igual que los
toques blancos que sugieren el brillo de los ojos que avivan, junto con el
lagrimal -insinuado con un punto de laca roja- la mirada de la modelo.
Alrededor
del pecho se advierte una técnica muy diferente, descrita por Gudiol como
anárquica en la zona del traje. No obstante, las pinceladas modelan con
precisión las características de las lineas que representan las arrugas o
pliegues de la tela del chal, de textura más tersa, y en pliegues pequeños en
la zona del propio vestido, de calidad más fina. El chal queda orlado, al igual
que el escote, con un hilo de oro que el artista realza adecuadamente, por su
mayor volumen, con una pincelada de mayor empaste.
El
grado de abstracción de la técnica, sin embargo, es comparable al que
encontramos en obras posteriores a las fechas discutidas para este retrato. A
pesar de estar de perfil, se divisa el hombro derecho de la condesa,
confiriendo al retrato una indicación espacial y al busto un aspecto más
natural. El pintor deja constancia de la existencia del hombro a través de unas
pinceladas con las que describe el contorno redondeado del mismo, del estirado
tirante oscuro, así como también del reborde levantado del encaje.
La
silla parece una invención artística, ya que sirve menos de asiento que de
sostén visual para el delicado busto visto de frente, actúa como si de un plano
vibrante se tratara que anima a la condesa, ya que los brillos del dorado, el
tapizado de suaves tonos malvas y los reflejos que originan los botones,
pintados todos de forma diferente, forman un acertado juego con los brillantes
reflejos de los ojos, animando de esta manera la mirada un tanto distante y
ensimismada de la joven
Este lienzo estuvo en posesión de la familia Queraltó,
Madrid, hasta el año 1900, pasando después por diversos propietarios: J.
Böhlerm de Munich; James Simon de Berlín; K. Haberstock de Berlín. Fue
adquirido por la Alte Pinakothek en 1925. Actualmente se ubica en la Neue Pinakothek.
Esta
pintura fue realizada tres años antes de la muerte del retratado. José Queraltó
fue un médico militar de gran prestigio. En España obtuvo la cátedra en el Real
Colegio de Medicina de San Carlos de Madrid.
El
personaje se encuentra sentado vistiendo el uniforme de oficial médico de la
marina sobre fondo neutro para una mejor consecución del volumen. Apenas se
distingue la casaca del fondo destacando el color rojo del cuello y los puños
de las mangas. La mano derecha, como ya es habitual en muchos retratos de Goya,
la esconde tras la chaqueta mientras que con la izquierda sostiene un billete
con el nombre del personaje y la firma del pintor.
Las
pinceladas de la indumentaria son rápidas y deshechas, a diferencia de las del
rostro más cargadas de pasta.
El
rostro muestra serenidad, elegancia y seguridad.
La maja vestida, 1802-1805. Museo del Prado (Madrid)
Se menciona por primera vez a fines de enero de 1808, junto a
La maja desnuda, en el inventario de
los bienes de Manuel Godoy realizado por Frédéric
Quilliet, que registra estas obras como "Gitanas", seguramente por el atuendo de la vestida. En el
inventario de los bienes incautados a Godoy efectuado en 1813 se
describe una Venus vestida en el
inventario de 1813, con las pinturas aún en el palacio contiguo al convento de
Doña María de Aragón, se describe como una "Venus" vestida. En el posterior inventario de 1814, cuando
los bienes incautados ya se hallaban en el Depósito General de Secuestros,
ubicado en el "almacén de cristales de la calle Alcalá se menciona como "una mujer vestida de maja",
siendo la primera vez que recibe este nombre. En noviembre de 1814 son
reclamadas por el Tribunal
de la Inquisición al considerarse ambas como "pinturas obscenas". La vestida se
describe también entonces como "la
mujer vestida de maja sobre una cama es también del sitado Goya". El
rostro de la Maja vestida, no dio pie, sin
embargo, a pensar que fuera un retrato, como sucedió con la desnuda, ya que sus
rasgos genéricos son aquí aún más evidentes que en su compañera.
El
lienzo, que mantiene estrecha relación de dependencia con el anterior, posee
una historia similar; sin embargo, a diferencia de la «desnuda», ésta se expuso
al público en los salones de la Academia de San Fernando, pasando análogamente
al Prado en 1901.
Respecto
de la desnuda, es de técnica más abocetada, libre y avanzada, indudablemente
goyesca en el sentido estricto de la expresión. La vibración de color, la
delicadeza de los ropajes y la manera de acusar el cuerpo bajo las telas la
hace más atractiva e incluso incitante, respondiendo a la feliz definición de
la condesa de Pardo Bazán, quien la llamó «más que desnuda». Los transparentes
volantes de los almohadones, el breve bolero amarillo o la faja rosada, son
dignos de mención entre la riqueza cromática que Goya desplegó a lo largo de su
vida.
Hacia
1800, cuando González de Sepúlveda visitó la casa de Godoy, no debía haber sido
pintada aún y lo sería antes de 1806, año en que la privilegiada relación
profesional entre el artista y el favorito concluyó. Curiosamente, al referirse
a la «desnuda» el crítico antes mencionado, y a ambas obras el agente francés
Quilliet en 1808, las opiniones acerca de la falta de interés y baja calidad de
los dos lienzos fueron coincidentes.
No
se trata de un tipo de «maja» popular
en términos típicos, si se comparan atuendo y figura con las de las
protagonistas de tantos cartones de tapicería; no obstante, tampoco hay una
visión distinguida acorde con los cánones de la época, ya que el ropaje está a
mitad de camino entre la indumentaria de las «damas principales» y el atuendo
de las clases menos atendidas por la fortuna, aunque con una dignidad de porte
sumamente especial.
En
cuanto a las inspiraciones para ambas son muchas las opiniones emitidas; éstas
van desde la Venus del espejo de
Velázquez hasta las figuras femeninas desnudas de Tiziano, tanto las que se
denominan Venus y el Amor o Venus y la Música, como el desnudo
del primer término de La
bacanal. Conviene señalar a modo de explicación complementaria que
los dos cuadros, a pesar de sus singularidades y limitaciones, suponen el punto
de partida de una nueva manera de concebir la imagen femenina: retadora, sin
recato, en una especie de exhibición, con los brazos por detrás de la cabeza y
en un modo de postura, reflejo de un cuerpo relajado pero atento que rebasa el
aparente candor del mundo de Giorgione y del joven Tiziano para adentrarse en
la expresividad más madura y consciente del segundo, que puede pasar de la
gracia y el reposo de su fase inicial a la sensualidad y la inquietud de la
plena madurez visible en la Danae.
A parte de ello cabe destacar que no existe la anécdota, no
hay narración apreciable, evidenciándose la pareja de majas como la mujer en
esencia, que busca ser admirada y deseada valorándose el atractivo de su
cuerpo, «desnuda» o «vestida», en
detrimento del interés del rostro reducido a una pura máscara, esquemática y
vulgar, lo que resulta todavía más peculiar en un artista que como Goya llevó a
cabo algunos de los más distintivos retratos de la historia.
Próximo Capítulo: Del 1802- 1812
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