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viernes, 9 de mayo de 2025

Capítulo 63, Románico en la comarca de Camín Real de la Mesa

 Románico en la comarca de Camín Real de la Mesa
La histórica Comarca del Camino Real de la Mesa (Camín Real) se ubica en el centro oeste del Principado de Asturias. Se trata de una zona muy montañosa surcada por algunos profundos valles donde se ubican poblaciones de gran pintoresquismo.
Tuvo importancia desde tiempos muy antiguos pues existió una calzada romana que comunicaba Asturica Augusta (Astorga) con Lucus Asturum (probablemente la actual Lugo de Llanera).
Alrededor de esta importante vía de comunicación y otros valles cercanos surgieron poblaciones que tuvieron vitalidad durante el esplendor del Reino Astur. De esta época tenemos, por ejemplo, la bien conservada iglesia de Santo Adriano de Tuñón.
En cuanto a románico, nos han llegado importantes templos como el de la Colegiata de San Pedro de Teverga del siglo XI, Santa María de Villanueva de Teverga (siglos XI y XII) y San Pedro de Arrojo (comienzos del siglo XIII). 


Teverga
El territorio de Teverga se sitúa en la parte suroccidental del Principado de Asturias, en los límites con la provincia de León, con la que se comunica a través de la carretera AS- 228, y a 38 km de Oviedo. Definido geográficamente por tres valles fluviales, es un territorio montañoso, con fuertes pendientes y aguas en abundancia, que propician pastos de calidad, determinando así que la actividad económica de la zona se centrara durante siglos en la ganadería, con un predominio importante del ganado vacuno, y en la agricultura, en la que destacarían los cultivos de cereales, principalmente la escanda, al lado de pequeñas plantaciones de frutales y huertos.
La ocupación humana del territorio se constata ya en época prehistórica, de la que han quedado manifestaciones en distintos puntos, como las pinturas rupestres de los abrigos de Fresnedo. Estas sociedades primitivas fueron evolucionando y concentrándose en los núcleos castreños de época prerromana, germen de las primeras aldeas de la zona, posteriormente ocupados por las legiones romanas, ya que una de sus primitivas vías de penetración en Asturias fue precisamente la conocida como calzada de la Mesa, que atraviesa el territorio tevergano. Fue ésta una importante ruta de comunicación con la Meseta desde la antigüedad hasta los primeros tiempos de la Edad Moderna, con especial incidencia en la Edad Media, cuando alcanzó gran relieve tanto por el comercio como por su situación estratégica y defensiva.
Durante el Medievo, entre los siglos X y XIII, queda prácticamente configurada la ordenación geográfica del territorio Tebricense (A. Fernández Suárez), citado por primera vez como tal en el controvertido testamento de rey Fruela, datado en el 912. En este tiempo sobre los tres valles que lo conforman se asienta un poblamiento denso diseminado en torno a villas, monasterios e iglesias, que, en ocasiones, estimulan la creación de un pequeño núcleo de población. A estos núcleos hay que añadir la presencia de varios castillos (Miranda, Monreal, San Pedro) que, asentados en puntos estratégicos, conformaban un complejo sistema defensivo para control de los diferentes valles y vías de comunicación procedentes de la Meseta, que era necesario proteger tanto ante la amenaza de razzias árabes como ante las revueltas interiores originadas por la sublevación de algunos sectores de la nobleza contra el poder real, entre las que destaca la protagonizada en tiempos de Alfonso VII por el caudillo Gonzalo Peláez, que algunos autores consideran más que una simple revuelta una verdadera guerra civil entre dos facciones contrarias de la nobleza asturiana, de la que se vivieron algunos episodios en estas tierras, donde tanto el conde como sus adversarios disponían de importantes bienes patrimoniales.Desde épocas tempranas se tiene conocimiento de la existencia de centros religiosos en Teverga, monasterios o iglesias de carácter propio dependientes de familias nobiliarias, entre las que debemos destacar el linaje de la infanta Cristina de León. Santa María de Corregia, Santa Felicis y el monasterio de San Juan son los primeros centros religiosos de los que se tienen noticias documentales, anteriores todos ellos al siglo XI. Es ése un período decisivo para el monacato asturiano y también para el territorio tevergano, ya que es cuando hacen su aparición los monasterios de San Salvador de Alesgas, San Pedro de Teverga y Santa María de Villanuena (Carzana en origen), centros que jugarán un importante papel en el desarrollo de la vida religiosa.
En los siglos XII y XIII, coincidiendo con la dispersión de los patrimonios nobiliarios y la importante transformación de la vida religiosa peninsular promovida por el concilio de Coyanza, se inició un proceso que llevó a los obispos a un mayor control sobre su diócesis y desencadenó una sucesión de donaciones particulares a favor de los obispos y de los grandes monasterios. Teverga, como el resto de territorios, no permaneció ajena a este hecho, de modo que entre finales del siglo XI y el siglo XII diversos territorios e instituciones eclesiásticas fueron donadas a favor, principalmente de tres centros: la catedral de Oviedo, la Colegiata de San Pedro, que poco a poco consolidó un rico patrimonio que le permitió mantenerse como canonía rural, y el monasterio de Santa María de Lapedo, en el vecino concejo de Belmonte de Miranda. Ya en pleno siglo XIII la tierra de Teverga se integra completamente en la órbita señorial-jurisdiccional de los obispos de Oviedo, un poder que ejercieron a través de la figura de los encomenderos, en buena parte pertenecientes a la familia de los Bernaldo de Quirós.

Colegiata de San Pedro
En el lugar conocido como la plaza, capital del actual concejo de Teverga, sito en la confluencia de los valles de Valdecarzana y Valdesampedro, se levanta la colegiata de San Pedro de Teverga, elemento generador del pequeño núcleo de población que se ubica a su alrededor. Es una construcción controvertida y difícil de interpretar, tanto desde el punto de vista artístico como histórico, dada la convergencia en la misma obra de elementos que lo acercan tanto al prerrománico como al románico, y la dificultad para establecer una cronología precisa.
La primera referencia documental al llamado monasterio de San Pedro de Tevega aparece en 1069, y ha llegado a nosotros de manera indirecta a través de la copia del Libro Codo de la colegiata realizada en el siglo XVIII por el ilustrado asturiano G. M. de Jovellanos. Se trata de una fecha temprana que, si bien en los primeros estudios del templo se consideró falsa, al ponerse en relación con otros cenobios para los que se creía una fundación más tardía, hoy parece aclarado que en dicha fecha el templo tevergano ya podía encontrarse perfectamente en pie o en fase de construcción. Plenamente establecido ya aparece pocos años después, en 1076, pues un epitafio, hoy perdido, citado por C. Miguel Vigil y del que se conserva copia en la Academia de la Historia, recogía, según trascripción y traducción de Diego Santos: Vía alm(a)e fero signum fuge demon / In (h)oc tumulo obiit famulo D(e)i Fre/denando defu(n)cto qui migratus de (h)oc s(a)eculo VIII I /d(u)s oc(to)br(i)s in civitate Toleto milite cum / pecanos in tempore Adefonso Rexe t[ra(n)/sivit] de LVIII annos / in era CXIIII post mla, Requies/cat in pace. Amen. (“Llevo la señal de la cruz, demonio, huye. En este túmulo yace el siervo de Dios, Fernando, difunto, que emigró de este mundo el octavo día antes del idus de octubre, en la ciudad de Toledo, luchando contra los infieles, en tiempo de Alfonso, rey de Toledo y León. Se fue a los 58 años. En la era de mil ciento catorce [8 de octubre de 1076]. Descanse en paz. Amén”).
Todo parece indicar, a la luz de documentos posteriores y siguiendo patrones muy difundidos en la época, que el primitivo cenobio de San Pedro fue fundado como monasterio propio en régimen de herederos, de forma que la presencia de vida reglada en la institución no tiene por qué entenderse desde sus orígenes, ya que estas fundaciones, vinculadas a un grupo familiar de cuyo patrimonio formaban parte y sobre el que tenían derechos de presentación, solían destinarse al retiro de las mujeres viudas de la familia y servían de lugar de sepultura de sus miembros. En el caso de la colegiata de Teverga, la mayor parte de los documentos conocidos se relacionan con miembros de un mismo linaje nobiliario, los descendientes de Pelayo Froilaz y Aldonza Ordóñez, hija de los infantes Cristina y Ordoño, nieta, por tanto, de Vermudo II y Ramiro III, entre los que se encuentran algunos de los personajes más destacados de la alta nobleza asturiana de la época.
Así, en el año 1092, su nieta, Aldonza Muñiz, en donación otorgada a favor de San Salvador de Oviedo, incluye in territorio de Tebrega in monasterio Sanctj Petri meam porjonem ab integro (...) una posesión que le pertenecía, tal como menciona en el documento, como herencia de su madre la condesa Elvira, quien parece ser, a la luz de otros documentos, una de las hijas de los mencionados condes. Cuatro años después serán sus tías, Jimena y María Pelaéz, hijas de la condesa Aldonza, quienes sigan el mismo camino entregando a la sede ovetense sus respectivas porciones del monasterio de San Pedro, mencionando además, en el testamento de María, que dichas propiedades las obtinuerunt eas genitoribus meis comes Pelagius Froilaz et uxor eius comitissa Eldonza Ordoniz. Al año siguiente, en 1097, Mayor Gonzanviz, llamada Mumadomna, que era nuera de Aldonza, como esposa de su hijo Pelayo Peláez, hace lo propio, entregando a San Salvador de Oviedo las raciones que le pertenecían, aclarando que si bien una de las raciones le pertenecía a ella misma (podemos suponer en vista de los documentos anteriores como herencia de su marido), la otra ración procedía de una permuta realizada con el rey Alfonso VI, el cual le habría entregado su ración en el monasterio tebricense a cambio del llamado castillo de Siario, en tierras leonesas. Esta permuta parece poner de relieve la existencia de una participación regia en el monasterio tevergano, lo cual, como veremos más adelante, puede ayudar a determinar algunas de las relaciones formales entre la colegiata de San Pedro y la de San Isidoro de León. La donante, que se refiere a la iglesia de Teverga como uoeitatus Saneti Petri eum bis titulis, Sancti Benedicti et Sancti Ihoannis, pone como cláusula del testamento que su hijo Gonzalo Peláez, protagonista de un importante episodio de la historia medieval asturiana por sus rebeliones contra Alfonso VII, debe conservar ciertos derechos en la institución, en la cual, según se desprende de una inscripción que había antaño en la colegiata y que fue recogida por el Padre Carballo, reposaban los restos de soterrado Floylan Pelaez, fillo de Payo Paez e de si el so fillo Payo Floylez, home del Emperador; a quien puede identificarse, como expone Calleja Puerta, como hijo de los mismos Pelayo Peláez y la mencionada Mumadonna González.
La lectura de este último documento parece dar a entender que se pone aquí fin a la historia de San Pedro como monasterio familiar, pasando ya a pertenecer por completo a la Iglesia ovetense. Sin embargo, no parece haber sido así, ya que, tiempo después, en 1201, el rey Alfonso IX todavía poseía una de las raciones de San Pedro, la cual, según aclara el documento de donación a favor de San Salvador de Oviedo me pertinebat ex parte comitisse domine Elvire quod me recipit in filium et heredem, una condesa Elvira a quien se identifica con Elvira Peláez, descendiente también de los mencionados condes Aldonza y Pelayo, como hija del conde Pedro Alfonso, biznieto de los anteriores. Este conde, casado con María Froilaz, que pertenecía a la más alta nobleza leonesa, lo que explica que sus restos reposen en el panteón real de San Isidoro, en 1147 hizo donación junto con su esposa a San Pedro de Teverga de ganados y otros presentes, lo que habla nuevamente de la vinculación de todo el linaje a la colegiata ahora comentada.
A la luz de estos documentos, parece clara la existencia de una vinculación de este grupo familiar, entre cuyos miembros se encontraban algunas de las más altas dignidades del reino, con el origen y el momento de construcción, a mediados del siglo XI, de la colegiata de San Pedro. Además, el Libro Codo copiado por Jovellanos menciona que Eclesia Tibrisensis habet societatem et confraternitatem cum Eclesiis seus Monasteriis que inferius ennotantur, videlicet cum monasterio S. Isidori Legión, cum Ecca S. Mariae Arvens, cum monastero Lapidem, cum Corneliana, cum Monasterio de Obona, cum Monasterio S. Andreae de Spinareda, et pro ibidem defuntis celebratur anniversarium annunatim y todas estas instituciones, de una u otra manera, guardan una estrecha relación con la estirpe nobiliaria mencionada en los documentos. Así, en San Isidoro de León reposan los restos, entre otros familiares, de Vermudo II, abuelo de la condesa Aldonza; San Salvador de Cornellana fue fundado por la infanta Cristina, madre de la misma condesa; el monasterio de Lapedo fue fundado por ella misma junto con su esposo, y en cuanto al monasterio berciano de Espinareda, sabemos que al menos su hija Jimena tenía una participación en él mismo, tal como aparece en el mismo documento por el que entrega San Pedro a la catedral de Oviedo.
La relación de este linaje nobiliario, tan próximo a la corte leonesa, con San Pedro de Teverga es fundamental para explicar muchas de las características de su estructura y ornamentación, así como la relación existente con el primitivo templo leonés de San Juan Bautista y San Pelayo, cuya construcción en piedra habían favorecido los monarcas Fernando I y Sancha. También explica la estrecha relación que ambas edificaciones parecen guardar con las primeras muestras del románico ovetense, que encontramos en el monasterio de San Pelayo y en la Torre Vieja de la catedral, debidas, la primera, a la iniciativa del mismo Fernando I, y la segunda, según la tradición, al empuje de su hijo Alfonso VI.
Considera A. M. Fernández que probablemente desde la segunda mitad del siglo XII San Pedro funcionaba como colegiata rural, siendo el centro religioso de una gran área geográfica por su situación, alejada por igual de la órbita directa de la mitra y de los grandes monasterios. En 1142 se data el primer documento en que aparece la colegiata como beneficiaria de una donación, siendo ya una constante a partir de 1169. A través de estas donaciones, la institución fue aumentando considerablemente su patrimonio y alcanzó su máximo esplendor en el primer cuarto del siglo XIV. De la documentación de este período parece desprenderse que la canónica de San Pedro, posiblemente sujeta a la regla de San Agustín, a pesar de su dependencia del cabildo ovetense, gozó de gran autonomía como institución, al tiempo que la relación entre los miembros de las dos comunidades fue muy estrecha, tanto desde el punto de vista espiritual como económico. A partir del siglo XVI, aunque su vinculación pueda ser anterior, la Casa de Miranda reclama sus derechos de presentación y patronato sobre la iglesia de la colegiata, concedidos, según se presenta en el pleito, por un privilegio otorgado en 1372 por Enrique II. Como patronos de San Pedro, los Miranda emprenden entonces una serie de obras en el templo para convertirlo en iglesia panteón de su linaje, uno de los más poderosos de la nobleza rural asturiana.
A lo largo de sus casi mil años de historia el conjunto de la colegiata ha pasado por diferentes etapas constructivas para ir dotando a la institución de las dependencias necesarias para sus actividades. A la iglesia, construida hacia mediados del siglo XI y alterada en los siglos XVII y XVIII, se añadieron otra serie de construcciones anejas; en el siglo XV se construyó un primer claustro, sustituido siglos después por el actual, un palacio abacial del que apenas quedan restos y una capilla funeraria adosada al muro norte de la cabecera, que todavía puede verse en la construcción. Tras un incendio que destruyó gran parte del edificio, hacia el siglo XVIII, se levantó un nuevo claustro y la actual casa rectoral, posiblemente en sustitución del mencionado palacio abacial, al mismo tiempo se llevaron a cabo en la iglesia una serie de obras, como la construcción de la torre en la fachada occidental, la tribuna alta del pórtico y la reconstrucción de la cabecera, que desfiguraron un tanto la apariencia primitiva del templo.
La iglesia de San Pedro viene ya desde antiguo, cuando se abordaron a principios del siglo pasado los primeros estudios serios sobre la obra, considerándose como uno de los principales ejemplos del primer románico español, llegado de la mano de la reforma eclesiástica y de las estrategias políticas que acercaron el reino de León a la órbita franco-navarra. Numerosas y controvertidas interrogantes han planteado tanto la estructura general de la obra como su cronología, dada la pervivencia en ella de elementos de dos estilos artísticos, prerrománico y románico, aparentemente pertenecientes a una misma campaña constructiva, que puede situarse en la segunda mitad del siglo XI. No obstante, también se ha pensado (R. Alonso Álvarez) en la existencia de dos fases constructivas y con escaso margen temporal entre ambas, de la que la primera se adscribiría al románico incipiente de mediados del siglo XI y la segunda, ya con elementos del románico pleno, en torno a los últimos años del mencionado siglo.
Para algunos autores, la convivencia de elementos de dos estilos distintos en una misma campaña constructiva es explicable por considerar este templo como una obra puente entre la tradición prerrománica y las nuevas corrientes del románico; para otros, como I. G. Bango Torviso, siguiendo una secuencia constructiva similar a la propuesta para el caso de la colegiata leonesa, la iglesia de Teverga vendría a ser, tanto por cronología como por algunas soluciones concretas, una obra del románico pleno, condicionada en su planimetría por una estructura anterior perteneciente al período prerrománico, de la que se habría reaprovechado parte de la cimentación. Ahora bien, aunque, como expone M. S. Álvarez Martínez, esta teoría no resulta descabellada puesto que la práctica de reaprovechamiento mural fue frecuente en la Asturias de la época, según demuestran las fábricas de San Salvador de Fuentes y la misma torre románica de la catedral de Oviedo, no podemos descartar que las soluciones constructivas de Teverga puedan deberse a una elección voluntaria de sus patrocinadores, quienes, a imagen y semejanza de las obras de patrocinio regio que por entonces se construían tanto en León, caso de la iglesia y el panteón de San Juan Bautista y San Pelayo, como en Oviedo, caso del monasterio de San Pelayo, optaron por un modelo constructivo que desde el punto de vista conceptual enlazaba y seguía los esquemas propios de las edificaciones vinculadas a la Monarquía Asturiana, tal y como parece que también ocurrió en los primeros tiempos de románico germano, en el que se buscó la evocación de la imagen imperial a través del empleo de esquemas similares a los utilizados en la capilla palatina de Aquisgrán, como demuestran la iglesia del monasterio de Ottomarsheim del primer cuarto de siglo XI o la antigua colegiata de San Cosme y San Damián de Esse, construido a mediados del mismo siglo.
La elección de un modelo tradicional y con connotaciones áulicas para la iglesia de Teverga no resulta extraña si tenemos en cuenta la ascendencia del grupo familiar con quien venimos relacionándola y su posición en la corte leonesa, así como que, según la donación de la condesa Mumadomna, una parte del monasterio le perteneció al rey Alfonso VI, si bien no sabemos a través de que vía le llegó al monarca dicha participación. Como ya citamos, la condesa Aldonza Ordóñez era nieta de Ramiro III y Vermudo II, como hija del infante Ordoño, heredero del primero, apartado del trono por su tío, y de la infanta Cristina, hija de la repudiada reina Velasquita. La unión en matrimonio de los hijos de las dos reinas apartadas del trono y “recluidas” en Oviedo, donde ambas vivieron muy ligadas al monasterio de San Pelayo, tal como ha puesto de relieve I. Torrente Fernández, quizás no esté exenta de miras políticas, pudiendo entenderse como una alianza entre las dos damas tratando de recuperar el trono para sus vástagos, lo que vendría a apoyar la serie de revueltas que en estos años finales del siglo X parece que tuvieron lugar en la zona centro occidental asturiana, precisamente el ámbito geográfico donde se concentrará posteriormente la mayor parte de dominios de la familia Peláez. Según expone M. Calleja Puerta, las relaciones de esta rama familiar con la línea reinante en León parece que en los reinados de Vermudo II y Alfonso V se limitaron a la protección económica, a través de varios donaciones, pero desde los tiempos de Vermudo III y sobre todo a partir de Fernando I –conviene tener en cuenta que para el ascenso de este monarca al trono se produjeron una serie de revueltas, en las que parece que la familia Peláez estuvo de su parte– se aprecia una progresiva integración de los miembros de esta rama en el poder político ocupando destacados cargos en la corte. No es este el lugar para enumerar los cargos y dignidades que ostentaron los miembros de este linaje, pero a manera de ejemplo ilustrativo, y muy válido para nuestro propósito, es de destacar que de los cuatro nobles que junto con la familia real y las dignidades eclesiásticas presidieron la consagración en 1063 de la iglesia de San Juan y San Pelayo de León con motivo del traslado de los restos de San Isidoro de Sevilla, tres de ellos, Pedro Peláez, quien en algunos documentos aparece con el título de dux entre los denominados magnates palatii, Ordoño Pelaéz y Munio Pelaéz, no eran otros que los hijos de Aldonza Ordóñez y Pelayo Froilaz. Un dato que, además de poner de relieve la posición social de los personajes, nos indica un conocimiento directo del templo leones.
Proponemos así, a modo de hipótesis, que siguiendo el ejemplo de lo que por aquel entonces se estaba construyendo tanto en León como en Oviedo, la familia Peláez emprendiese la construcción de un templo, destinado a panteón, a semejanza del que sus señores y familiares estaban construyendo en León, poniendo así de relieve, a través de unas estructuras de connotaciones regias, la procedencia de su estirpe, pues parece evidente, a la luz de algunos documentos, que la condesa Aldonza, sus hijos y aún sus nietos, entre los que se encontraba el laureado conde Suero Bermúdez, siempre quisieron dejar constancia de la procedencia de su estirpe, como puede demostrar el hecho de que en 1032 Vermudo III permutara con la condesa la villa de Lapeto que había pertenecido a su abuela, donde posteriormente se fundaría el monasterio de Santa María de Lapedo. Poco tiempo después, en 1051, sería la madre de la condesa, la infanta Cristina, quien en un pleito contra el obispo de Oviedo, reclamase la corte de la Santa Cruz, que había pertenecido a la difunta Velasquita y que tras la conclusión del pleito pasó a manos de Aldonza, ya que ista corte mea est ad me partinet quia fuit ex mea progenie.
Puede sorprender la elección del emplazamiento del templo en un lugar que hoy se nos presenta muy apartado de los principales centros de poder. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que la familia disfrutaba de importantes dominios en la zona y que en el período altomedieval del que estamos hablando Teverga estaba comunicada con la Meseta por una de las principales vías existentes desde época romana, la calzada Real de la Mesa. Por otra parte, el hecho de que estos territorios hayan sido los protagonistas de la revuelta de Gonzalo Peláez, también miembro de la familia, contra Alfonso VII, demuestra que la zona debió de gozar, al menos durante los siglos XI y XII, de cierta relevancia vinculada a las aspiraciones de esta estirpe. Y ello queda demostrado en la fundación de iglesias y monasterios, como el caso que nos ocupa, además de Santa María de Villanueva, San Salvador de Cornellana y Santa María de Lapedo, en los que, a excepción del último citado, en el que la ausencia restos materiales nos impide valorarlo, parece que trabajaron talleres de alta cualificación, conocedores de lo que, en cada momento, se estaba haciendo al otro lado de la cordillera, tal como puede verse en las entradas referidas a ellos en esta misma colección. 

Arquitectura
Construida con cantería regular en la totalidad de su fábrica, lo que además de evidenciar un importante respaldo económico ya es indicativo de la aplicación del aparejo según los nuevos presupuestos románicos, la estructura del templo presenta dos espacios perfectamente diferenciados y, según parece, edificados independientemente uno de otro, aunque levantados en la misma campaña y relacionados entre sí. En ellos, a un planteamiento planimétrico de tradición prerrománica, muy próximo al de San Salvador de Valdediós, se superponen elementos constructivos, ornamentales, estéticos y espaciales propios del nuevo estilo románico.
En primer lugar se dispone un pórtico o nártex, con tres naves, la central ligeramente más ancha que las laterales, articuladas en cada lado por medio de dos arcos de medio punto dispuestos sobre tres potentes columnas de canon corto. De ellas, las de los extremos aparecen adosadas a los muros y las centrales exentas, compuestas por un grueso y corto fuste cilíndrico que se apoya sobre una basa también cilíndrica y se remata con un pesado capitel cúbico, carente de collarino, y en el que la cesta y el ábaco, decorados con toscas figuraciones, conforman un único bloque pétreo. El sistema de cubiertas actual, con bóvedas de cañón corrido, con la central escarzana y ligeramente más elevada que las laterales, parecen ser fruto de las reformas efectuadas en el templo cuando, en época moderna, según las últimas consideraciones, se construyó una tribuna encima del pórtico. Estas bóvedas, no obstante, debieron de reconstruirse siguiendo el sistema de cubiertas original, aunque es de suponer que la bóveda central sería de medio cañón como las laterales; al menos, eso parece deducirse de la presencia de los contrafuertes en los muros perimetrales en el exterior y de las líneas de imposta originales que marcan el arranque de las bóvedas en las naves laterales.
Detalle del muro sur
Canecillos del muro sur
Canecillos del muro sur
Plano
Interior 

La presencia y funcionalidad de este cuerpo, que antecede al templo propiamente dicho y que está separado físicamente de él, ya que aunque actualmente la nave central está abierta al templo, en origen debió de comunicarse con él únicamente a través de una puerta, ha sido objeto de variadas opiniones, si bien actualmente parece unánimemente aceptada su vinculación a prácticas funerarias. Estos panteones situados a los pies del templo y en eje con él parecen responder, tal como apunta I. G. Bango Torviso, a una extendida práctica arraigada en la tradición hispánica, que en Asturias cuenta con un precedente señero en la basílica de Santa María, donde Alfonso II estableció el panteón regio de su estirpe. La monarquía leonesa continuó dicha práctica en el panteón de la primitiva iglesia de San Juan y San Pelayo, y también, según se desprende de las últimas investigaciones, en el panteón que a fines del siglo XI Alfonso VI mandó construir para su eterno descanso en el monasterio de Sahagún, donde con planta cuadrangular y dos grandes pilares circulares en el centro se siguió una disposición muy similar a la de León, aunque con mayores proporciones. A esta lista de edificaciones funerarias de raigambre áulica, según propone M. S. Álvarez Martínez, debió de pertenecer también el panteón de San Pelayo de Oviedo, “restaurado”, al igual que el de León, por iniciativa de Fernando I y Sancha hacia 1053. Siguiendo estos presupuestos debió de levantarse entonces, a mediados del siglo XI, más o menos contemporáneamente a las obras de Oviedo y León, el panteón de San Pedro de Teverga, destinado también a una estirpe de ascendencia regia.
Similares paralelismos pueden establecerse desde el punto de vista ornamental, donde junto a repertorios de filiación prerrománica, como los sogueados de las basas, aparecen motivos característicos ya del románico pleno, como la línea de imposta ajedrezada que recorre el arranque de las bóvedas laterales, poniendo de manifiesto el conocimiento por parte de los autores de la obra de las últimas innovaciones artísticas. Técnica y formalmente, caracterizan a estas piezas, en bajo relieve a bisel, la tosquedad y rudeza de las formas y el esquematismo de las composiciones, en las que en un solo plano, carentes de referencias espaciales, se representan las distintas figuras mediante siluetas y sin prestar atención alguna a los detalles.
De los seis capiteles, las caras frontales de los entregos y dos de las caras de los exentos se decoran a base de estilizadas y esquemáticas hojas lanceoladas, de aspecto primitivo, muy próximas a las que se encuentran en las columnas del primer tramo de la vecina iglesia de Santa María de Villanueva, y relacionadas estrechamente con las que decoran los capiteles de cripta de Leire en Navarra, para los que se toma como referencia de su construcción la fecha de consagración del templo en 1057. A su lado, en las caras restantes, encontramos representaciones zoomorfas y antropomorfas, cuya lectura iconográfica parece estar relacionada con la confrontación entre el bien y el mal, tan frecuente en discursos morales de la época, encaminados, a través de las imágenes, en relación a la función didáctica de éstas, a mostrar al fiel el verdadero camino hacia la salvación. Prestan especialmente atención estas imágenes a la iconografía de la salvación, al triunfo sobre la muerte y a la resurrección, un discurso muy adecuado para la función funeraria de este recinto.
Interior. Tribuna de los pies 

De esta manera, en el capitel exento del lado del Evangelio se representa, en la cara norte, la figura de un orante, rodeado de palmas y flanqueado por dos peces, con los brazos extendidos hacia el cielo, siguiendo una iconografía muy antigua derivada de las primeras representaciones del arte paleocristiano. En aquéllas, este tipo de imágenes, de raigambre imperial, era frecuente en los frescos de las catacumbas y en los relieves de los sarcófagos para representar la piedad del difunto y su salvación, que en el caso de Teverga quedan reflejadas por medio de las palmas, alusivas al martirio, y de los peces, emblema de Resurrección. En el lado opuesto aparece la figura de un extraño cuadrúpedo, de aspecto monstruoso, con el que se puede identificar una imagen del pecado y del mal, en oposición al triunfo del orante. La misma lectura puede establecerse para el capitel opuesto, en el lado de la Epístola, donde en una de las caras parece representarse la dócil figura de un cordero, en clara alusión a la figura de Cristo, en contraste a la imagen de un felino, de gran fealdad y rasgos demoníacos, que en la cara opuesta pisotea otro de los emblemas cristológicos: la cruz. La presencia de estos tres elementos nos trae a la memoria uno de los capiteles del arco triunfal de San Salvador de Fuentes, que E. Fernández González interpreta con una visión anacrónica de dos versículos del Apocalipsis, al considerar en el caso de Fuentes al cordero, sobre el que parece la cruz, como símbolo del Salvador-víctima, y al león, símbolo del Salvador-victorioso. En el caso que nos ocupa, al encontrarse el felino pisoteando la cruz, creemos más acertado vincularlo a la lucha de contrarios, entendiendo al león, como ocurre en otras representaciones, dotado de un sentido negativo.
Repetida hasta en cuatro ocasiones, la imagen del caballo es otra de las iconografías más presentes en la construcción. Esta repetición se explica, según ha expuesto M. S. Álvarez Martínez, por la antigua vinculación de este animal con las representaciones funerarias, ya existentes en el primer arte cristiano, como símbolo de la victoria final frente a la muerte. En dos de los relieves, situados en las caras laterales del capitel del primer tramo del Evangelio, aparece una composición integrada por un caballo sobre el que se coloca una paloma y, por encima de los dos y adaptadas al ábaco, las figuras de dos sinuosas serpientes. La mencionada autora considera esta escena como una interpretación del triunfo sobre la muerte y alusión a la vida en el más allá, pues la figura del equino vendría a simbolizar la victoria ante la muerte, la paloma representaría el alma resucitada y la serpiente, en su acepción positiva, constituiría un emblema de la resurrección. También un caballo, y en este caso acompañado de un orante con las manos unidas sobre el pecho, aparece representado en el capitel de último tramo de la Epístola, justo antes de acceder a la iglesia. En esta ocasión acompañan a las imágenes grandes ruedas, con rosetas o estrellas inscritas en ellas, en clara alusión a las representaciones solares, que, heredadas de cultos antiguos, como las creencias mitraicas, pasan al arte cristiano como símbolo de luz y eternidad, en relación con el dogma de la resurrección. Se pone así una vez más de manifiesto la clara orientación escatológica de todo el conjunto.




Actualmente se accede a la iglesia a través de la nave central del panteón, aunque, según se indicó, es de suponer que originariamente este acceso estaría cerrado, estableciendo así la separación entre dos espacios perfectamente diferenciados en sus funciones. Como en el caso del panteón, al iniciar el comentario del templo propiamente dicho es preciso hacer mención del templo prerrománico de San Salvador de Valdediós, que constituye una referencia indiscutible para su estructura. Y similar relación con el templo de Valdediós tuvo el de San Juan y San Pelayo de León, que actualmente conocemos a través de excavaciones arqueologías, al haber sido sustituida su estructura a fines del siglo XI por la que conserva hoy.

Sigue el templo una disposición de tipo basilical, con tres naves, la central más elevada que las laterales, separadas por dos arcos formeros de medio punto en cada lado, dispuestos sobre pilares de sección cuadrada a los pies, columnas cilíndricas en el tramo central y pilares cruciformes en el más próximo a la cabecera. En su día, las tres naves, tal como se desprende de los datos vertidos por las campañas arqueológicas, ya que fue reconstruida en el siglo XVII, se comunicaban con una cabecera tripartita de testero recto con las tres capillas independientes, siguiendo los modelos de la tradición asturiana, tal como se puede ver en la ya mencionada iglesia de Valdediós, en San Julián de los Prados y en la más próxima a Terverga, de Santo Adriano de Tuñón. Al igual que en el pórtico panteón, el sistema de cubiertas recurre al abovedamiento total de las naves, utilizando el cañón corrido para la central, que alcanza casi los diez metros de altura, y el cañón reforzado por un arco fajón para las laterales. Los pesos de la central descansan sobre las columnas de la arquería y sobre las mismas bóvedas laterales, lo que hace necesarios los contrafuertes en el exterior del templo. El arco fajón de las bóvedas, que además de cumplir sus funciones estructurales actúa como articulador del espacio y da lugar a dos tramos, apea sobre la columna central de la arquería y sobre un pilar rectangular adosado al muro, correspondiéndose también en el exterior con un contrafuerte. La combinación de todos estos elementos da como resultado un concepto espacial muy distinto del que encontramos en el prerrománico, puesto que, a pesar de la angostura de las naves y la altura de las bóvedas, la gran luz de los arcos y el escaso número de apoyos utilizados da como resultado un espacio más abierto y diáfano.
Plásticamente nos encontramos con los mismos dilemas y controversias que en la arquitectura, ya que en el relieve integrado dentro de la estructura arquitectónica conviven elementos arcaicos con otros ya evolucionados. La decoración, de medio y bajorrelieve tallado a bisel con una técnica elemental y arcaizante, se concentra en capiteles, basas, impostas y canecillos. Desde el punto de vista formal y técnico, responde a las mismas características que mencionamos en los relieves del panteón, si bien en este caso encontramos en algunas piezas un mayor detallismo y complejidad. En los repertorios ornamentales e iconográficos encontramos, junto con una serie de imágenes que veremos a continuación, en las que la carga simbólica parece evidente aunque difícil de interpretar, otra serie de motivos utilizados con fines meramente estéticos, caso de las recreaciones vegetales y geométricas, que decoran los ábacos y algunos capiteles imposta de los pilares, como los que reciben el peso del arco fajón de las naves laterales o los del primer tramo de las naves.

Las piezas más destacadas, tanto desde el punto de vista formal como iconográfico, son los dos capiteles de las columnas exentas de las naves, en los que encontramos una serie de figuras que representan, con una adaptación secuencial y narrativa a la cesta, una escena de difícil interpretación. En ambos casos en composiciones claramente marcadas por la simetría, las figuras, totalmente antinaturalistas, rígidas y en posición frontal, se sitúan sobre un espacio abstracto carente de cualquier referencia temporal o espacial, acentuando así el sentido expresionista y primitivo de la escena. Extrañas figuras de rasgos antropomorfos y zoomorfos aparecen como protagonistas de estos relieves, lo que en opinión de M. S. Álvarez Martínez debe ponerse en relación con la pervivencia de prácticas mágicas, danzas y luchas rituales, cuyo significado debe de estar vinculado a la lucha contra el mal, la brutalidad y la ignorancia, en definitiva contra el pecado. De esta manera, en el capitel de lado del Evangelio nos encontramos con una secuencia en la que se suceden hombrecillos ataviados con túnica en actitud orante o como volando, con animales de rasgos felinos. Como elemento de unión entre las distintas figuras, las situadas en los vértices, siempre gemelas, funden su cabeza en una sola, dando así continuidad a lo que parece haberse concebido como distintos episodios de una misma escena. Lo mismo ocurre con el capitel opuesto, donde fueron representados personajes a pie o a caballo, entre los que se distinguen por sus atuendos miembros del campesinado y miembros de la nobleza, algunos de ellos armados con escudo y lanzas, junto a seres fantásticos, como un hombre con cabeza de oso, otros en actitud voladora, como los de la pieza anterior, y un águila. Unas representaciones cargadas de un simbolismo que actualmente se nos escapa, y que la ya mencionada M. S. Álvarez Martínez, en su estudio El imaginario plástico del románico en Asturias, relaciona con temas de magia y superstición propias de tradiciones paganas, todavía fuertemente arraigadas en la Asturias medieval, tal y como dejan ver algunos documentos de la época. Ritos satánicos, danzas y luchas rituales, máscaras y figuras monstruosas en los que se mezclan las tradiciones populares con las intenciones moralizantes de la iglesia cristiana.





El aspecto exterior del templo acusa las transformaciones sufridas a lo largo de la historia, sobre todo en su fachada occidental, donde la torre construida en el siglo XVII modifica por completo la visión de la construcción primitiva. No obstante, la impronta medieval se deja sentir todavía en el empleo de los aparejos, la articulación de los muros por medio de los contrafuertes, el escalonamiento de las naves y en los numerosos canecillos y la cornisa ajedrezada que rematan los aleros de toda la construcción. Estos canes, algunos de los cuales han sido recolocados libremente tras las intervenciones sufridas, constituyen uno de los aspectos más conocidos del templo tevergano y son muy similares a los que encontramos en San Isidoro de León y en la Torre Vieja de la catedral, donde, como aquí, el protagonismo es para las representaciones zoomorfas. Son las testas de los animales de la fauna local, cérvidos, osos, jabalíes, felinos, cánidos, etc., los que con alguna inclusión de cabezas humanas fueron tallados en estas piezas. Si bien el simbolismo dado a los animales desde la antigüedad es una constante en el arte románico, como pudo verse en los capiteles del interior del templo, parece acertado pensar que en el caso de estas piezas su función es fundamentalmente decorativa, pues no hay elemento alguno que permita establecer algún tipo de discurso o intención moralizante, como ocurre en otras ocasiones. Completa la presencia de restos románicos en el templo de San Pedro una puerta abierta en el muro sur, que es el único acceso original conservado, ya que la principal debió de ser eliminada con motivo de la construcción de la torre. Se compone este acceso de un arco de medio punto de descarga, en el cual inscribe un vano adintelado, todo ello envuelto por un guardapolvo decorado con el típico taqueado.

Como conclusión, podemos decir que el templo de San Pedro de Teverga es una de las primeras construcciones del románico asturiano, pudiendo datar su fábrica en torno al tercer cuarto del siglo XI. Esta temprana datación condiciona el aspecto primitivo de la construcción, en la que conviven elementos propios de la tradición prerrománica y de las nuevas soluciones del románico. Se ha señalado en diversos estudios los paralelismos que presenta la obra tevergana, en todos sus aspectos, con algunos elementos del primitivo templo leonés de San Juan y San Pelayo, así como con los restos de San Pelayo de Oviedo y la Torre Vieja de la catedral. Como ejemplos foráneos suele ponerse en relación con la iglesia gallega de San Martín de Mondoñedo, y sobre todo con varios ejemplos del primer románico navarro y catalán, como Leire, Cardona y Cuixá, así como con algunos ejemplos del sur de Francia. Los paralelismos existentes entre San Pedro y los mencionados templos, todos ellos más o menos contemporáneos, pueden derivar de la cronológica paralela, en el momento en que comenzaban a propagarse las soluciones del nuevo estilo. Unas ideas que, según pone de manifiesto M. S. Álvarez Martínez, no debieron de llegar a Asturias con el retraso que tradicionalmente venía asegurándose, pues tanto los restos conservados en Oviedo como la propia colegiata de Teverga y los elementos de la primera fase de construcción de Santa María de Villanueva, entre los que destacan la pila bautismal, demuestran que ya a mediados del siglo XI se trabajaba de acuerdo con la nueva estética. Debemos tener en cuenta, además, que tanto San Juan y San Pelayo de León, como San Pelayo de Oviedo, y pudiera ser que también el templo objeto de nuestro estudio, se vinculan, de manera más o menos directa, a los círculos de la corte leonesa de Fernando I, hijo de Sancho el Mayor de Navarra, gran benefactor de monasterios, entre los que destaca el de Leyre, donde introdujo la reforma cluniaciense, y propulsor de las peregrinaciones a Compostela, y que durante mucho tiempo su principal consejero no fue otro que el abad-obispo Oliba introductor e impulsor de las nuevas corrientes culturales en el área catalano-aragonesa.

 

Villanueva (Teverga)
La localidad de Villanueva, en el concejo de Teverga, se sitúa en la parte suroccidental del Principado de Asturias, a 47 km de Oviedo, en el camino que sube hacia el puerto de San Loren zo, y cerca de los límites con la provincia leonesa, en una zona montañosa y de grandes pen dientes por cuyas inmediaciones transita la llamada vía de la Mesa, que desde tiempos de la dominación romana y durante toda la Edad Media constituyó una de las principales vías de comunicación ente Asturias y la Meseta.

Iglesia de Santa María
Las referencias documentales a la iglesia de Santa María de Villanueva, conocida originariamente como Santa María de Carzana, son escasas. Tradicionalmente se tomó como fecha de referencia para su fundación la data que varios autores creían leer en la inscripción de la pila bautismal que se conserva en el templo. Así, C. Miguel Vigil leyó la era de 1028, que correspondería al año 990, mientas que A. de Llano de Roza dice leer la era 1039, correspondiéndose con el año 1001. Sin embargo, en la última interpretación realizada por Diego Santos se descarta que exista grabada fecha alguna, al interpretar las grafías, XPCO, como abreviatura de Cristo. Esta última interpretación podemos considerarla como la más acertada, dado que las lecturas anteriores nos darían unas fechas demasiado tempranas para las características formales y estéticas de la pieza.
Obviando la mencionada inscripción, las referencias documentales a este templo se reducen a cuatro documentos, entre los cuales existen grandes lagunas tempo rales, ya que el primero se data en la segunda mitad del siglo XI, el segundo en el año 1116 y los dos últimos corresponden a 1201 y 1255. Sin embargo, a pesar de la distancia cronológica, podemos establecer entre ellos ciertas relaciones al estar vinculados a un mismo linaje nobiliario.
En la segunda mitad del siglo XI la condesa Aldonza Ordóñez, hija de infantes de León, hace una importante donación al monasterio de Santa María in territorio Tebricense locum nominatum Villanoua de Carzana. La presencia de este personaje, perteneciente a uno de los linajes nobiliarios más importantes de la época, la rica donación que hace a la institución tevergana y su deseo de ser sepultada en la misma, llevan a pensar en el monasterio de Villanueva como una auténtica comunidad monástica con un área de influencia socio-económica relativamente extensa.
En 1116 Sancho Sánchez entrega la mitad de unas villas en Somiedo a doña Elvira Velasquiz, con la condición de que si muere sin descendencia retornen a él, pero si él fallece antes que ella, deben de ser entregadas a Santa María de Teverga por el alma de ambos. Los dos individuos que aparecen citados en este documento pueden estar relacionados familiarmente con la mencionada condesa Aldonza, así, entre sus descendientes encontramos un personaje que responde al patronímico de Sancho Sánchez, mientras que en el caso de Elvira Velasquiz la vinculación a este grupo familiar parece más segura a la luz de varios documentos del Monasterio de Belmonte.
Finalmente, en 1201 el rey Alfonso IX otorga a San Salvador de Oviedo la iglesia de Santa María de Carzana que poseía en herencia de la condesa Elvira, quien, como hija del magnate asturiano Pedro Alfonso, es descendiente directa de la mencionada condesa Aldonza. Este es el momento en que el templo de Villanueva pasa a depender directamente de la mitra ovetense; hasta este instante no encontramos ninguna donación que lo vincule directa mente con ella o con cualquier otra institución eclesiástica, por lo que podemos suponer que permanecía íntegra en manos de dicha condesa Elvira. Ya que, como sostienen estudiosos del tema, de los bienes nobiliarios sólo conoce mos aquellos que fueron donados o comprados, no los que permanecieron dentro del patrimonio familiar. Podría ser éste el caso del templo de Villanueva, y de ahí el oscurantismo de las fuentes documentales.
Suponiendo que la propiedad, o los derechos sobre la misma, permanecieran a lo largo de este tiempo en manos de los herederos de Aldonza Ordóñez, el último eslabón de la cadena, antes de pasar a formar parte de las posesiones catedralicias, lo constituiría la condesa Elvira, quien al morir sin descendencia entrega parte de los bienes heredados de sus padres al monarca Alfonso IX. De esta mane ra la iglesia de Carzana habría pertenecido al conde Pedro Alfonso, del que no conocemos las propiedades que pasa ron a sus herederos ni las que él heredó de sus antepasados, sino sólo las que donó a instituciones religiosas, principalmente a Santa María de Lapedo, o las que obtuvo por compra directa o donación regia, un patrimonio que en la parte asturiana de sus dominios se extendía principalmente por los territorios de Teverga, Belmonte y Somiedo.
El último de los documentos en que aparece citada la iglesia, ya como parte de los bienes de San Salvador de Oviedo, es en la confirmación de la donación de la villa de Taja, que en 1255 Alfonso X hace a la sede ovetense recordando que la mencionada villa pertenece a San Salvador de Oviedo porque se encontraba formando parte del patrimonio de la iglesia de Santa María de Carzana cuando ésta fue donada por su abuelo, Alfonso IX, a la catedral.
Desde el siglo XIII, la iglesia de Villanueva queda incluida definitivamente en el patrimonio catedralicio y comienza un nuevo período de su historia, tan oscuro o más que el período anterior, en el que se produce un progresivo deterioro de la fábrica medieval y es objeto de diversas intervenciones que desfiguran por completo su apariencia primitiva. Así, en los siglos XVII y XVIII, entre otras reformas menores, se construiría el imafronte y se transformaría la cabecera. En la segunda mitad del siglo XIX el edificio se encontraba en un estado precario desde sus cimientos, tal y como Fermín Canella y Ciriaco Miguel Vigil nos lo describen “fuera de aplomo y amenazando ruina la pared del flanco del evangelio”, lo que llevó a que en las primeras décadas del siglo XX se realizaran importantes obras de restauración que, siguiendo las corrientes historicistas del momento, transformaron en gran medida el templo con la construcción de la parte superior de los pilares, el abovedamiento de la nave central y una nueva trasformación de la cabecera.
La visión que actualmente nos ofrece el templo es la de un conjunto de piezas heterogéneas conformado a lo largo de un dilatado período de tiempo, en el que podemos distinguir varias etapas constructivas, siendo las dos primeras, datadas en el siglo XI y segunda mitad del XII, las que se corresponderían con el templo románico de Santa María de Carzana. Una construcción que, a tenor de la calidad de las piezas conservadas y de su vinculación directa con talleres leoneses y zamoranos, debió de constituir uno de los ejemplos más destacados del románico asturiano, en perfecta sintonía con los presupuestos for males y técnicos del románico internacional.
La estructura arquitectónica, de controvertida proporcionalidad y profundamente trasformada, presenta en la actualidad planta de tipo basilical de tres naves, la central mucho más ancha que las laterales, divididas en cuatro tra mos y rematadas por una cabecera de ábside central con trazas poligonales al exterior y semicirculares al interior. Esta cabecera, de construcción moderna, vendría a sustituir la anterior, posiblemente de fábrica románica, que, a tenor de los datos ofrecidos por algunas descripciones decimonónicas, pudiera constituirse como cabecera triple.

Así, Ciriaco Miguel Vigil, menciona que en el lado de la epístola “existe parte de la nave lateral con columnitas y capiteles muy lindos, lo cual revela haber tenido tres ábsides”, por su parte Canella añade que “la primitiva iglesia pudo haber tenido pequeñas capillas laterales, a juzgar por parte de una del lado de la epístola con columnas de graciosos capiteles, y tosco y mal compuesto altar”.
También trasformaciones sufrió el tránsito de la cabecera hacia el cuerpo de naves, donde se situaba el arco de triunfo, al que Miguel Vigil hace referencia en sus escritos, y el primer tramo de naves más próximo al presbiterio, donde tanto los arcos formeros como los pilares son de nueva construcción con reaprovechamiento de elementos románicos.
Igualmente fruto de las reformas es el sistema de cubiertas, con bóveda de cañón reforzada con fajones para la nave central, bóveda de cañón transversal para las naves laterales y bóveda de horno para la cabecera. Sabemos que este sistema fue colocado tras la restauración de principios del siglo XX, concretamente en febrero de 1907 la bóveda ya había sido terminada. Antes de la realización de estas obras, las naves se cubrían en su totalidad, tal y como indica Miguel Vigil, con armadura de madera, no descartando sin embargo que la cubierta original románica pudiera haber sido abovedada.

Las tres naves, divididas en cuatro tramos, se articulan con arcos de medio punto de dos roscas que descansan sobre pilares cruciformes con columnas adosadas en los tres primeros tramos y gruesos pilares circulares en el tramo de los pies. Se trata de dos sistemas de apoyos diferentes, correspondientes cada uno de ellos a una fase distinta de la construcción, siendo la parte de los pies, data da en el siglo XI, el tramo más antiguo del templo. En este tramo encontramos cuatro gruesos pilares circulares, dos de ellos adosados al muro del imafronte, construidos con sillares bien escuadrados. Se elevan sobre un zócalo mol durado de variables dimensiones y se rematan con una estrecha moldura, a bocel para los pilares adosados al muro y con taqueado en el caso de los exentos. Sobre estos dos últimos pilares se coloca una pequeña semicolumna rematada con capitel troncopiramidal invertido, decorado con toscos motivos vegetales. Un tipo de apoyos poco comunes en la arquitectura del románico español y únicos en el románico regional, que tradicionalmente se han vinculado con los estribos utilizados en el templo borgoñón de Saint Philibert de Tournus en el tercer cuarto del siglo XI, donde se aprecia la misma solución que en Villanueva. Sin embargo, a nuestro parecer, la presencia del orden superior en Villanueva no es consecuencia de la construcción románica, sino fruto de la restauración del templo cuando se elevó la altura de las naves para sostener la bóveda.
El resto de los apoyos, cuatro exentos y dos recompuestos adosados a la cabecera, responden a los modelos utilizados por el románico pleno, por lo que se corresponderían con la campaña constructiva de mediados del siglo XII. Se trata de pilares cruciformes con semicolumnas adosadas en cada uno de sus frentes, el sistema de apoyos más utilizado en el románico internacional y caso excepcional entre los ejemplos conservados en Asturias. Este tipo de pilar parte de los modelos de Cluny III y se extiende por toda la geografía del románico, con especial incidencia en los templos del Camino de Santiago. Los pilares de Villanueva, a nuestro parecer, no son originales en su totalidad, siendo la parte superior fruto de la restauración de principios del siglo pasado; se elevan sobre un plinto del que parten las semicolumnas que llevan adosadas; tres de ellas, en cada uno de los pilares, llegan a la altura del arranque de los arcos formeros, mientras que la frontal se eleva por encima de ellos para alcanzar los arcos fajones de la bóveda. Las columnas se sitúan sobre un plinto en forma de paralelepípedo que sirve de apoyo a la basa propiamente dicha. Éstas, de diferente factura y calidad técnica, son, a grandes rasgos, de tipo ático con las interpretaciones más o menos canónicas que le da el románico. Sólo dos de ellas presentan tratamiento en su superficie, reduciéndose la decoración del resto a la presencia de garras en forma de bolas, piñas o rostros humanos. Los capiteles, los dos penúltimos de cada lado compuestos por canecillos reutilizados, presentan gran interés escultórico, con escenas historiadas y motivos zoomorfos representados en las tres caras visibles de sus cestas. Se componen de astrágalo inferior bien marcado, formado por una moldura a bocel total mente lisa sobre la que se sitúa la cesta en forma de pirámide truncada invertida, rematada por un ábaco de perfiles trapezoidales, decorado con motivos vegetales y geo métricos de gran preciosismo.

En el exterior, totalmente desfigurado, pocos son los elementos que pudieran pertenecer a la fábrica medieval. Sus muros perimetrales, así como la cabecera y el imafronte, son fruto de las reformas realizadas en los siglos XVII y XVIII y de la restauración de la segunda década del siglo pasado. Los únicos elementos originales que se conservan son la cornisa en damero que remata el ábside, una especie de mascarón inserto en el muro sur y algunos canecillos figurativos que, de manera irregular, se distribuyen por la cornisa que remata el muro norte.
Cornisa 

El elemento más destacado del templo de Villanueva lo constituye su relieve monumental que, tanto por su lenguaje iconográfico como por los aspectos formales y técnicos de sus imágenes, nos revela a simple vista que nos encontramos ante uno de los ejemplos más destacados de la plástica románica en Asturias. La decoración, localizada principalmente en basas, canecillos y capiteles, constituye sin duda una visión incompleta de lo que debió de ser el repertorio ornamental del templo. No han llegado hasta nosotros restos de espacios tan propios para el despliegue de imágenes como el arco de triunfo, las portadas o los vanos, elementos que, a juzgar por lo que se conserva, debieron de haber sido de gran interés artístico. Las piezas conservadas se corresponden con las dos fases románicas que encontramos en el templo; de la primera de ellas, como decimos fechada en el siglo XI, los restos son escasos, aunque es de destacar entre ellos la presencia de una pila bautismal de gran interés. La mayoría de las piezas pertenecen a la segunda etapa, segunda mitad del siglo XII, en la que podemos distinguir la presencia en Villanueva de dos maestros distintos que trabajarían en el templo coetáneamente.
Del siglo XI, primera etapa constructiva de Villanueva, conserva el templo una hermosa pila bautismal, hoy situada en el primer tramo de la nave norte. La pieza, considerada por Etelvina Fernández como un capitel reutilizado con fines bautismales, presenta forma cuadrangular en su parte superior y circular en la inferior, se apoya sobre un fuste cilíndrico totalmente liso. Sus cuatro caras aparecen decoradas con motivos zoomorfos, escenas de luchas entre animales, rematadas en la parte superior por una especie de ábaco donde se disponen vástagos ondulantes con hojas de varios tipos. Las escenas aquí representadas giran en torno a una misma temática, son luchas entre animales de la fauna local bien conocidos en el entorno. Pugnas entre un ciervo y dos cánidos, que nos recuerdan a las cacerías representadas en los frescos de San Baudelio de Casillas de Berlanga, de las que pueden ser contemporáneas. Peleas entre expresivos gallos de rico y cuidado plumaje, y pugnas entre caballos son las imágenes que podemos observar en esta pieza.

La talla se trabaja en bajorrelieve, apreciándose el primitivismo formal. Aunque bien definidas anatómicamente, las figuras carecen de detalles por lo que, salvo en los gallos, la forma parece reducirse a una silueta. Hay, sin embargo, algunos atisbos preciosistas, como los dientes de los lobos, la lengua sedienta del ciervo que señala el agotamiento por la lucha y sobre todo los plumajes y cabe zas de los gallos en los que se consigue un ingenuo realismo. Es ésta una pieza que tanto en cuestiones iconográficas como técnicas, formales y estéticas se relaciona con la cercana colegiata de San Pedro, construida también en el siglo XI. Paralelismos que también podemos establecer con los restos primitivos del monasterio de San Pelayo y la Torre Vieja de la catedral de Oviedo, así como la llamada pila visigótica de San Isidoro de León o, en ejemplos más alejados, con Leyre y el sur de Francia.
También a este mismo período parecen pertenecer los dos capiteles de temática vegetal que actualmente coronan el orden superior de las gruesas columnas del primer tramo, así como el canecillo de cabeza zoomorfa que, reutilizado como capitel, se localiza en la antepenúltima semicolumna de la nave norte. Se trata de piezas sencillas que siguen los modelos del cercano templo de San Pedro.
Correspondientes a la etapa del románico pleno, mediados del siglo XII, encontramos una serie de piezas en las que se podemos atisbar rasgos que demuestran la presencia en Villanueva de talleres bien cualificados. Los temas zoomórficos son los principales protagonistas de las escenas. Los animales, reales o fantásticos, mansos o salvajes, han sido, desde los inicios del arte, uno de los motivos más representados por el hombre; la religión cristiana les dio un sentido simbólico, los “utilizó” para representar las virtudes y los vicios, el pecado del hombre y su salvación. La fauna presente en Santa María es variada: encontramos animales reales, como leones, águilas, palomas y serpientes, al lado de seres fantásticos, tan característicos como las sirenas, los grifos y los centauros. Al lado de estas representaciones salidas de los bestiarios medievales encontramos algunas escenas donde el hombre es el protagonista, bien en su lucha con las fieras o en representaciones de escenas bíblicas.
Los capiteles son el elemento más significativo de todo el conjunto, constituyen, tanto iconográfica como formalmente, uno de los mejores ejemplos de la escultura románica en Asturias, y enlazan directamente con los mejores ejemplos del románico español que, sin duda alguna, sirvieron a los artífices de la obra tevergana como modelos de primera mano. San Isidoro de León, San Martín de Frómista, la catedral de Compostela y a través de ellas los modelos del románico francés, dejaron su huella en numerosas obras del románico peninsular, y el templo del antiguo monasterio de Carzana es un buen ejemplo de ello. Dos son las manos que trabajaron en Villanueva, dos maestros o talleres de características formales bien diferenciadas, que hemos denominado como primero y segundo maestros de Villanueva.

El primer maestro presenta una factura más tosca y menos realista que su compañero; se caracteriza por las texturas blandas, de gran plasticidad y suaves perfiles, unido a volúmenes redondeados y rotundos que evitan las aristas afiladas y presentan superficies lisas y pulidas, que dotan a las figuras de voluminosidad y fuerza expresiva. Son figuras de posiciones forzadas y poco realistas, marcadas por la frontalidad y el hieratismo. Las composiciones se desarrollan bajo grandes hojas, en ocasiones rematadas en volutas, entre las que asoman, a modo de florón, rostros humanos o de animales. Se trata de un tipo de composición que nos remite a ejemplos cántabros, como las colegiatas de Santillana, Elines y Cervatos, y a diversas escuelas francesas donde también es habitual la presencia de rostros entre caulículos. El relieve no adopta un gran desarrollo; casi siempre se trata de medio relieve, en el que todas las partes posteriores de las figuras quedan embebidas en la piedra y visible el fondo del capitel. Muestra gran pericia en el tratamiento de los motivos zoomorfos, donde los felinos y las aves son los principales protagonistas. Feli nos de rasgos muy expresionistas y gran fuerza y empaque corporal, rotundidad volumétrica que, si bien hace fuertes a los leones, dota a las aves de gracilidad y elegancia, y se muestran como seres delicados y bellos.
A su mano se deben siete canecillos y ocho de los capiteles que hoy se conservan en las naves de Villanueva; no es éste el lugar para un estudio detallado de cada una de las piezas, por lo que, a modo de ejemplo, nos remitiremos a tres de las más destacadas en las que se pueden ver las características generales del conjunto. La primera de estas piezas, en el segundo pilar de la nave norte, tiene por protagonistas al hombre y la bestia, la lucha entre las fuerzas de la naturaleza. El centro de la cesta la ocupa la figura en cuclillas de un hombre barbado, vestido con ricos ropajes de amplios y jugosos pliegues, que sostiene fuertemente con una soga a dos bestias que lo flanquean.
Los animales presentan en sus cuerpos los rasgos propios del felino, con cuerpos robustos que cubren su pecho de mechones ensortijados, dando al animal el aspecto de fuerza y fiereza que lo caracteriza. Uno de los ejemplares presenta la cabeza con los rasgos propios de un felino, mostrando gran agresividad, mientras que su compañero sustituye los rasgos zoomorfos por una calavera de estructura ósea antropomorfa. Esta escena, con un esquema común el arte medieval, la identifica Etelvina Fernández con la Ascensión de Alejandro, mientras que nosotros preferimos identificarla como una representación del héroe mesopotámico Gilgamesh, el Señor de los Animales, quien, como el personaje de este capitel, trata de estrangular con todas sus fuerzas a las dos bestias que lo flanquean, tal y como lo hace en otros ejemplos románicos, entre los que destaca uno de los relieves de la tribuna de Serrabona en el Rosellón, donde, como en Villanueva, el héroe, también barbado y con gargantilla perlada en el pecho, está flanqueado por dos felinos, uno de ellos con cabeza humana.
El siguiente capitel, en el primer pilar del lado de la Epístola, presenta una hermosa composición de líneas elegantes y delicadas, protagonizada por dos gráciles aves zancudas de largos cuellos, entrelazadas por serpientes que muerden un pez y flanqueadas por dos parejas de palomas que beben de un cáliz.

Toda la composición, tratada en medio relieve, con formas volumétricas y redondeadas, está llena de gran armonía, belleza y lirismo. La lectura iconográfica que puede darse a la escena es variada, la profesora Soledad Álvarez, indica que lleva implícita un mensaje de salvación al hombre prudente y virtuoso. Las aves, identificadas con grullas, símbolo de la prudencia que vela por las demás virtudes del alma, se acompañan del socorrido tema de las palomas bebiendo de un cáliz, como almas alimentándose del fruto de la Redención, mientras que las serpientes, aquí alusivas a la Resurrección, aparecen comiendo el pez, símbolo de la regeneración y de Cristo. Otra posible lectura nos lleva a identificar el ave con la cigüeña, “enemigas de las serpientes, que son los pensamientos perversos”, o con el Ibis, la más sucia de todas las aves que se alimenta de carroña, peces muertos y serpientes que encuentra en las aguas más turbias y pestilentes. Simboliza al hombre hundido en los vicios, al miserable que goza pecando, y es incapaz de beber de las aguas puras, del saber de la Sagrada Escritura. Según esto, podemos pensar que el capitel de Villanueva representa el alma pecadora, que vive como el Ibis entre peces muertos y serpientes, y el alma justa, representada por las palomas, que tras conocer y entender las Sagradas Escrituras beben del fruto de la Redención.

En la cara norte de este mismo pilar las representaciones animalísticas dan paso a la figura humana, una escena bíblica bien conocida en la plástica medieval, la Huida a Egipto, una pieza que, a tenor de la descripción dada por C. Miguel Vigil, antes de la tan mencionada restauración de principios del XX, formaba parte del desaparecido arco de triunfo.
La escena, dispuesta en friso, la componen cinco personajes: ocupando toda la cara frontal, la figura femenina de la Virgen, con el Niño en brazos, cabalga a lomos de un caballo mientras atiende las indicaciones de un ángel, que, colocado en la esquina superior derecha, indica con el dedo la dirección que han de seguir los viajeros. En las caras laterales, dos figuras masculinas: San José, en posición de avance, agarra al caballo por las bridas para conducir a su familia a lugar seguro. A otro lado, con faldellín largo y el pecho descubierto, encontramos a San Pedro portando unos libros con la mano diestra y un juego de llaves dobles en la izquierda. La presencia del Príncipe de los Apóstoles no es común en esta escena, donde lo más habitual es que la Sagrada Familia, si viaja acompañada de algún otro miembro, lo haga de Santa Ana, caso que podemos ver en el relieve del Arca Santa de la catedral de Oviedo. Los rostros son de rasgos duros, con grandes ojos saltones, la nariz achatada y la boca ligeramente resaltada por medio de labios gruesos. En el tratamiento de los ropajes, aunque somero, se aprecia un cierto movimiento de las telas, con pliegues poco insinuados pero efectistas. En los volúmenes, muy redondeados, y las superficies lisas se aprecian las características de este maestro.
De igual forma, y con similar tratamiento a los ejemplos vistos, se presentan los cinco capiteles restantes. En dos de ellos el protagonismo es de nuevo para el león, que con toda su carga simbólica y su ambivalencia de significados fue uno de los animales más representados en el mundo medieval. A su lado, nuevamente las aves, en este caso dos aves de perfil, con las alas plegadas y un gran desarrollo de la cola, que llevan entre sus garras un cuadrúpedo que han tomado como presa. Completando el universo animal de los Bestiarios, no podían faltar los seres fantásticos, dos pequeñas sirenas-ave que reposan sobre la cola de una gran serpiente o dragón. Obra también de la mano de este artífice es el único capitel de temática vegetal que se conserva, una composición habitual con grandes y gruesas hojas lanceoladas de las que penden frutos esféricos entre las que se asoma el rostro amenazante de un felino.

La talla y factura de estas piezas remiten a obras de tierras leonesas con las que mantienen una vinculación estrecha. Salvando las cuestiones técnicas, se aprecian afinidades con San Isidoro de León y la catedral compostela na. Tallas como las que encontramos en los templos leoneses de San Esteban de Corullón, San Juan de Montealegre o San Andrés de Huerga de Garaballes se explican con características similares: gusto por los volúmenes redondeados, que siguen los flujos derivados de la colegiata leonesa de San Isidoro y que en la propia capital también encontramos en Santa María del Mercado. Cuerpos blandos y carnosos que, siguiendo la estela leonesa, se extienden a lo largo del Camino de Santiago, penetrando también en Asturias por diferentes vías.

El segundo maestro que trabaja en el monasterio de Carzana presenta una técnica mucho más cuidada, más elaborada y llena de matices naturalistas. Buen conocedor de su oficio, consigue resultados cargados de preciosismo y refinamiento. Las formas, los volúmenes y hasta la expresión de las figuras están dotadas de mayor realismo. Las proporciones armónicas crean un conjunto de figuras con vida y movimiento. Los volúmenes, también redondeados, son aquí más pesados y consistentes, sin llegar a la sensación de blandura de las figuras anteriores. La talla alcanza importantes dimensiones, llegando en la mayoría de los casos a un altísimo relieve muy próximo al bulto redondo, con juegos de claroscuro muy acusados, quedando el fondo del capitel totalmente perdido de la vista. El tratamiento de las superficies se hace con gran naturalidad y sin prácticamente dejar espacios libres, las plumas o pelajes de los animales parece que se traten una a una, poniendo cui dado en la posición que va a ocupar cada una de ellas para tratar de darles las formas más cercanas a la realidad. Los rostros, dotados de una especie de chispa graciosa, parecen tener siempre expresiones amables, no llegando a la sequedad, austeridad e intimidación que consigue el primer maestro. En la cara, más bien alargada, encontramos ojos saltones y redondeados en los que, con una profunda incisión central, se marcan las pupilas; la nariz es recta y la boca, apenas señalada por una incisión un tanto arqueada, que le hace parecer más realista. Se complementa el tratamiento del rostro con los pómulos y la barbilla cuya varie dad hace que se creen personajes un tanto individualiza dos. El cabello se parte en el centro y se señala con hondos surcos horizontales, mientras que en las barbas que llevan algunos de los personajes masculinos los surcos son verticales. En los ropajes apenas aparecen los pliegues señalados por pequeñas incisiones, lo que, sin embargo, no impide que las figuras tengan cierto movimiento, posiblemente creado por la pérdida de la frontalidad rigurosa que vimos en los ejemplos anteriores.
Todas estas peculiaridades fisonómicas pueden verse en uno de los capiteles del segundo pilar de la nave norte, una pieza destacada, tanto por su temática como por el detallismo de la composición. Se representa aquí la Adoración de los Pastores, un episodio de la infancia de Cristo no muy habitual en el románico, pero que cuenta con algunos ejemplos aislados en Saint Pierre de Chauvigny, el claustro de la catedral de Tarragona o la iglesia zamorana de Santo Tomé. En la escena de Villanueva, bajo una gran palmera, se suceden, dispuestos en un friso que recorre las tres caras visibles del capitel, siete personajes conformando lo que parece una escena única.
En la cara central aparece la escena principal, dos figuras sedentes y en posición frontal representan a San José y la Virgen con el niño en brazos, vestidos como los nobles medievales. El resto de la escena la componen cinco figuras, los Pastores, vestidos de forma diferente (túnicas cortas, capas con caperuza, brial, toca) y portando objetos a modo de ofrendas: una cesta repleta de frutos, un cubo de madera, una especie de garrafón, animales, etc. La variedad de los atuendos y las diferentes actitudes ayudan a crear un ambiente distendido y nada monótono. En conjunto se trata de una composición donde se combina la quietud y el movimiento para dar sentido a la escena. Mientras que la Sagrada Familia permanece en posición sedente, frontal e inmóvil, el resto de la escena denota movimiento; las figuras aparecen en posición de avance, dirigen sus pasos hacia la posición donde se encuentran los personajes principales y, una vez ante ellos, como se muestra en la escena, hacen una especie de reverencia y ofrecen el presente que portan.

El resto de las representaciones ejecutadas por este maestro, cinco capiteles y dos canecillos, derivan todas ellas del bestiario medieval, aves y animales fantásticos en los que se alcanzan cotas de gran realismo. Las aves, águilas, palomas, búhos..., presentan cuerpos de proporciones armónicas y perfiles ovalados, cubiertos de un plumaje de gran realismo en el que, jugando con los diferentes grados de relieve y variando el tamaño de las plumas según su localización en el cuerpo del ave, se consigue un aspecto bastante naturalista. Los ojos, almendrados, con la cuenca ocular perfilada y la pupila señalada por una pequeña incisión, dan vida al animal.
El águila, la reina de las aves, encarna para el cristiano la figura de Cristo, es signo de resurrección a través del bautismo y la redención de los pecados. En el arte románico su presencia es habitual en las diferentes manifestaciones artísticas. En este grupo de capiteles de Villanueva la encontramos representada en cuatro ocasiones, siendo de destacar el capitel superior de primer pilar de la nave norte, que presenta en su cara central un águila bicéfala en posición frontal con las alas extendidas, un ejemplar de gran plasticidad con un cuidado tratamiento del plumaje, un animal que se alza con majestuosidad y ligereza mostrando toda su fuerza.

Lo acompañan en las caras laterales otros dos ejemplares de la misma especie, con menor desarrollo corporal, presentando en esta ocasión una sola cabe za y las alas explayadas. Similar característica presenta el cuarto de los ejemplares de la especie que habita en el templo, situado en un capitel de la nave sur, compartiendo escena con dos grifos y un búho. Este grupo de águilas, como en general todas las piezas salidas de la mano de este maestro, encuentra su principal referente en los relieves de la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares, con los que, como veremos, las similitudes son constantes tanto desde el punto de vista iconográfico como formal.
También encontramos aves en el último capitel del lado del Evangelio, donde dos parejas de palomas afrontadas, en una disposición perfectamente regida por la simetría, que unen sus cabezas y sus picos, mientras apoyan una de sus patas en el collarino y elevan la otra para sujetar un racimo de frutas que parecen picotear. Fisonómicamente los cuatro ejemplares son iguales, un ave de tamaño medio y proporciones armónicas, “un pájaro sencillo, casto y hermoso”. El relieve de todo el conjunto es excelente, y la profundidad alcanzada por la talla, en ocasiones llegando al bulto redondo, crea unos magníficos juegos de claroscuro.
Se trata de un motivo que, derivado de modelos orientales y paleocristianos, cuenta en el románico con numerosos ejemplos representando las almas de los buenos cristianos que alcanzan la gloria comiendo del fruto de la redención.
Los seres fantásticos protagonizan las escenas de las tres últimas piezas, en la nave sur del templo, sirenas, ono centauros, grifos... seres pertenecientes al reino de los bestiarios medievales, híbridos cargados de un fuerte simbolismo cuya presencia en el arte es constante desde la antigüedad. El grifo, mitad león, mitad águila, es el protagonista de una de estas piezas, una composición en la que, como vimos, se acompaña de seres reales, el águila y el búho. Tiene este fantástico animal cuerpo de león, patas, alas y cabeza de águila, siguiendo así los modelos clásicos.
Toda su superficie se cubre de plumas pequeñas y minuciosas. En el rostro, finamente tratado con menudas incisiones en toda su superficie, destaca el ojo, un óvalo almendrado con profunda incisión central, que llena al monstruo de vida.
El lomo y las grupas, de león, sobre las que se enrosca la cola, tienen, al igual que el resto del cuerpo, toda su superficie grabada con finas incisiones que, aunque lejanamente, nos recuerdan la técnica utilizada por los tallistas de marfil y los modelos de la región francesa de Poitou-Saintonge. Son numerosos los ejemplos que podríamos citar como referentes para este modelo, sin embargo, son, una vez más, los grifos zamoranos de San Claudio de Olivares donde encontramos un referente más cercano. Las relaciones entre los dos modelos son claras, podríamos decir que en sus rasgos principales son idénticos, beben de la misma fuente. El significado de la escena, a propuesta de la profesora Soledad Álvarez, vendría a representar al grifo que, como símbolo de Salvación, con sigue a través de su fuerza salvar al hombre, representado por el búho, ave negativa amante de las tinieblas, como los pecadores que huyen de la justicia.
Seres fantásticos son también las dos sirenas y el centauro de la siguiente pieza, una de las más destacadas y hermosas del conjunto. Como en el caso de las anteriores composiciones, las figuras se sitúan bajo gruesas y jugosas hojas que enmarcan la composición. En la cara central una sirena-ave, de cuerpo de águila y cabeza humana, en posición frontal con las alas ligeramente explayadas, se toca con una especie de gorro frigio, símbolo de libertinaje. A su izquierda, otro híbrido surgido de la imaginación oriental: el centauro, mitad hombre, mitad caballo, o mejor podríamos decir onocentauro, ya que la parte inferior de su cuerpo, más que recordar a la del caballo, nos remite a un asno. En la parte opuesta, la sirena-pez, con cabeza y torso de mujer rematados por una larga cola de pez, un hermoso y atractivo ser que coquetamente acaricia la larga melena que le cae sobre el pecho.
En los tres seres los rasgos faciales son similares con grandes ojos saltones, nariz recta y la boca pequeña marcada por una profunda incisión, rasgos que nos recuerda a los rostros de los personajes vistos en el capitel de la Adoración de los Pastores. Los centauros y las sirenas, en su doble versión pez y ave, fueron los seres fantásticos que gozaron de mayor protagonismo en las representaciones románicas y compartiendo un mismo significa do como símbolo del engaño, de los placeres mundanos, de la vanidad, la lujuria y, en definitiva, como símbolo del pecado. Los modelos que aquí tenemos nos remiten nueva mente a la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares, siendo evidente a simple vista que se trata de modelos surgidos de un tronco común, tanto formal como iconográficamente, siendo las diferencias entre las imágenes de uno y otro templo mínimas y de carácter anecdótico.

Finalmente, hemos de hacer referencia a una escena de difícil interpretación protagonizada por dos parejas de un extraño ser con cuerpo humano vestido con calzón corto y “camisa”, cabeza de pájaro, con gran pico, y pies palmípedos. Se disponen, sedentes, a ambos lados de un árbol del que recogen y picotean grandes frutos. Una imagen controvertida, cuya aproximación iconográfica más cercana la podemos encontrar en una ilustración del MS. Cotton Tiberius de la Brithis Library de Londres, fechada en el siglo XI, donde aparece un hombre con cabeza de perro que come los frutos que coge de un árbol. Imágenes que pueden ponerse en relación con alguno de los hombres-monstruos, habitantes de distintas partes de la Tierra, que desde la Antigüedad aparecen en diferentes relatos o, como indica Álvarez Martínez, con el árbol de la “Berna cha” del que nacen aves y caen una vez maduras.
Al observar la técnica, formas y repertorios de este maestro tenemos que remitirnos a tierras castellanas, volviéndonos a situar en los entornos de San Isidoro de León y la catedral de Santiago, es decir, en el camino de peregrinación y, en este caso concreto, en Zamora, donde encontramos el referente más inmediato para este grupo de capiteles: la iglesia de San Claudio de Olivares. Las similitudes entre las piezas de ambos templos son innegables, sin que podamos asegurar quién es el modelo de quién o quizás se trate de obras contemporáneas salidas de un mismo tronco común. Ya la profesora Etelvina Fernán dez hablo del paralelismo existente entre las piezas de las sirenas y los centauros con otras semejantes que se encuentran en Zamora, y apuntó la posibilidad de que nos hallemos ante obras del mismo taller o incluso de la misma mano. La presencia del mismo taller parece más que evidente, sin embargo no podemos asegurar que sean obra de la misma mano, ya que existen ligeras diferencias entre los dos conjuntos. Si bien los modelos iconográficos son muy similares, por no decir idénticos, lo que se comprueba principalmente en las figuras de las águilas, los grifos, las sirenas, en su doble versión, y el centauro. En los aspectos formales, las figuras de San Claudio, en líneas generales, son más esbeltas, más altas y delgadas que las de Villanueva, donde, sin romper la armonía de las proporciones, presentan un canon más corto. El tratamiento del plumaje, los rostros, las superficies... sigue los mismos modelos y formas, alcanzando los de Villanueva un mayor grado de naturalidad.

Completado el capítulo escultórico de Villanueva, debemos hacer mención a los siete canecillos, dispuestos hoy a lo largo de la cornisa de la fachada norte, que responden a las características técnicas y estéticas del primer maestro. Se representa en ellos mascaras humanas y zoo morfas de rasgos expresionistas, junto a motivos geométricos y vegetales, en fórmulas muy repetidas en este tipo de piezas. También canecillos, en este caso atribuibles al segundo maestro, son las dos piezas que, unidas, se reutilizaron como capitel en la antepenúltima columna de la nave Sur. Uno de los canes da abrigo a la figura de un ave con la cabeza entre las piernas, mientras que a su lado, en la otra pieza, la figura de perfil de un cérvido se eleva para comer de unas hojas. A estas piezas hay que unir restos de cornisas ajedrezadas en la cabecera y parte superior de los pilares circulares de entrada al templo. La pequeña figurilla incrustada en el muro exterior de la sacristía, se trata de un rostro de rasgos zoomorfos amables, compuesto por volúmenes redondeados muy pronunciados. Y fuera del perímetro de la iglesia, incrustada en la pared del denominado Palacio, una pieza que parece representar la cabeza de un hombre barbado y de largos cabellos, que Zarracina Valcárcel ha identificado como un Pantocrátor.
En conclusión, podemos decir que el templo de Santa María de Villanueva conserva de su período románico restos pertenecientes de dos campañas constructivas, la primera en el siglo XI y la segunda datada a mediados del siglo XII. Un tiempo en que se debe destacar la vinculación de la institución religiosa de Villanueva con personajes pertenecientes a la misma estirpe familiar, entre los que destacan la infanta Cristina y el conde Pedro Alfonso, pertenecientes a la alta nobleza astur-leonesa y a los círculos cortesanos. La relación del templo de Carzana con este núcleo familiar y su proximidad con la vía de la Mesa, importante punto de comunicación entre Asturias y la Meseta, puede haber favorecido la presencia en Teverga de talleres de fuerte vinculación castellano-leonesa, ya que, como vimos, las soluciones formales, técnicas e iconográficas de los relieves monumentales de la iglesia se relacionan directa mente con obras del románico castellano. El gran realismo, la calidad técnica y plástica, así como las formas iconográficas y estéticas, de los dos maestros que trabajan en Villa nueva a mediados del siglo XII, son claramente dependientes de los talleres derivados de San Isidoro de León y del maestro que trabaja en la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares; constituyendo una de las muestras más destacadas de la plástica románica en Asturias. 


Arrojo
Atravesado por la carretera comarcal AS-229, a unos 3 km de Bárzana, capital del concejo de Quirós, y a 38 km de Oviedo, en una vega de fértiles pastos, al pie de la sierra del Aramo, se encuentra la pequeña aldea de Arrojo, solar de la Casa de los Bernaldo de Quirós. La ganade ría ha constituido desde la antigüedad la base económica de este territorio, rodeado de altas y escarpadas montañas de difícil acceso, lo que debió de propiciar el desarrollo de Arrojo, localizado en una llanura, como centro de la actividad municipal.
La presencia del hombre en el territorio quirosano se constata desde el neolítico, tal y como demuestran los yacimientos mineros de la Sierra del Aramo y la necrópolis megalítica de la Cobertoria. La cultura castreña también está presente, siendo destacable el recinto castreño localizado en Vallicastro, en las inmediaciones de Arrojo, en el que tal vez pueda encontrarse el origen de los núcleos de población del entorno, a los que las gentes descenderían en los períodos de mayor estabilidad política buscando mejores condiciones de vida.
Entre los siglos IX y X la estabilidad del reino asturiano propició la concentración de la población rural en las denominas villas, entendiendo el termino como núcleo de explotación agropecuaria, dando origen a gran parte de las actuales aldeas. Entre ellas se encontraría la de Arrojo, ya que con este calificativo de villa aparece mencionada en un documento de 1036 por el que el rey Fernando I entrega a San Salvador de Oviedo varias propiedades, entre las que se cita in villa de Arrogio nostram portionem ab integro similiter. Un núcleo al que, si bien se hace referencia explícita y directa por primera vez en este documento del siglo XI, es de suponer, como veremos en el posterior estudio del templo parroquial, que debe de remontarse su fundación al menos al siglo noveno, momento en el que se produce un resurgir de este tipo de asenta mientos seguidores de la tradición tardorromana.
Las centurias siguientes, siglos XI y XII, con Asturias como parte del ya denominado reino castellano-leonés, son testigos del progresivo proceso de “feudalización” con la creación de los grandes señoríos laicos y eclesiásticos, favorecidos por el apoyo de la corona y las numerosas donaciones de la nobleza. Entre todas las instituciones, la más favorecida será, sin duda, el cabildo ovetense, que ve como poco a poco, en un proceso de paulatino crecimiento, su poder se va acrecentando y sus dominios extendiéndose por buena parte del territorio asturiano, incluso por tierras leonesas y zamoranas. En este contexto, a través de varias donaciones regias, como las de Fernando I en 1036 o la de Alfonso VI hacia 1094, la mayor parte del actual concejo de Quirós, constituido ya como entidad territorial, y hasta entonces muy vinculado al patrimonio monástico del monasterio de San Adriano de Tuñón, pasó a integrarse en el vasto Señorío de la Mitra Ovetense. Un paso decisivo para esta integración lo constituyó la donación de 1174, por la que Fernando II entregó a la autoridad episcopal illud castellum Alua de Quilos, centro militar y político del territorio quirosano.
Fue este castillo de Alba, localizado frente a Arrojo, al otro lado del río Trubia, y del que apenas se conservan algunos restos desdibujados entre la maleza, una fortaleza de titularidad real, calificada en las Crónicas Imperiales de Alfonso VII como castella valde fortísima, el centro de la vida política y militar de Quirós durante varios siglos. Bastión inexpugnable, formaba parte de un sistema defensivo mucho más complejo que enlazaba con las torres fuertes de los territorios limítrofes. Símbolo del poder señorial, debía de responder a la triple función de defensa, control y reorganización del espacio circundante, por lo que fue uno de los castillos tomados por el rebelde Gonzalo Pelaéz en sus sublevaciones contra el poder imperial de Alfonso VII entre 1132 y 1137, en lo que, según parece, desencadenó en Asturias una verdadera guerra civil ente los partidarios del monarca y los del magnate asturiano, uno de los hombres más poderosos de su tiempo, perteneciente a uno de los principales linajes de la nobleza astur, que llegó a controlar gran parte de la Asturias central, incluidas las tierra de Quirós, con su castillo de Alba.
Ya plenamente integrado el Señorío Episcopal desde finales del siglo XII el arciprestazgo de Quirós, como otros territorios de la iglesia ovetense, fue puesto bajo la autoridad de los llamados encomenderos, quienes en nombre del obispo ejercían la autoridad jurisdiccional de los territorios a él encomendados. En el caso que nos ocupa, el territorio quirosano, junto con otras demarcaciones de la zona sur-occidental asturiana, fueron puestos bajo la autoridad de la poderosa familia de los Bernaldo de Quirós, al menos desde 1314 y hasta 1579, cuando por bula papal Gregorio XIII entregó a Felipe II varios bienes pertenecientes a la iglesia. Poco tiempo después los vecinos, entre los que vuelven a destacar los miembros de la Casa de Quirós, compraron al monarca la jurisdicción del municipio, convirtiéndose así en Ayuntamiento.
En todo este proceso histórico el lugar de Arrojo debió de tener un papel destacado, con solidándose como centro de la vida municipal del concejo. Con una posición geográfica privilegiada, al situarse en una de las pocas llanuras con que cuenta el montañoso territorio quirosano, y en el centro del mismo, se constata por varios documentos bajomedievales la reunión del poder concejil de la parroquia en el atrio de la iglesia de San Pedro; del mismo modo que su importancia queda constatada por ser el lugar elegido por los Bernaldo de Quirós como panteón familiar y que estos mismos, ya en el siglo XVI, trasladaran su residencia nobiliaria, hasta este momento en el mencionado castillo de Alba, a una nueva casona en el pueblo de Arrojo.

Iglesia de San Pedro
En la margen izquierda de la carretera, en dirección a Bárzana, se distribuye linealmente el caserío de este pequeño pueblo, destacando entre él la iglesia de San Pedro, justo al pie de la carretera y el palacio de los Quirós.
Anteriormente hemos citado la existencia de un documento fechado en 1036 en el que por primera vez apare ce una mención explícita al lugar de Arrojo. Ahora bien, debemos advertir que anterior a este documento en un controvertido diploma, fechado en el año 891, considera do por algunos autores como una falsificación o interpolación de principios del siglo XII, que posiblemente tome como base un documento verídico, por el que Alfonso III y su esposa Jimena fundaron y dotaron con una serie de bienes el monasterio de San Adriano y Santa Natalia de Tuñón. Una fundación que puede ponerse en relación con la política de reorganización administrativa y consolidación política del reino llevada a cabo en esos momentos. En la nómina de bienes patrimoniales con que fue dotado el monasterio de Tuñón se incluyen varios lugares del territorio quirosano, siendo uno de ellos la villa in Barrio cum ecclesia Sancti Petri, un templo que algunos autores identifican con el de San Pedro de Arrojo, al no conocerse en Quirós otro templo bajo la advocación del príncipe de los Apóstoles, y basándose en el hecho de que el lugar que se menciona tiene su misma situación geográfica, ya que a su lado se citan los núcleos de Casares, Fresnedo y Salcedo. Dato que, además, parece corroborar un documento posterior, fechado hacia 1094, por el que Alfonso VI confirma a la Mitra Ovetense sus propias donaciones y las de sus antecesores, entre las que se incluye el monasterio de San Adriano de Tuñón con sus propiedades, una de ellas la ecclesiam Sanctji Petri iusta Casares, que no puede ser otra que la iglesia de Arrojo, pues responde exactamente a su situación geográfica. De este modo, su presencia entre los bienes de Tuñón, y el hecho de que la lista de propiedades dispuestas en ambos documentos, el del 891 y el del 1094, presenten gran semejanza expresiva, por lo algunos paleó grafos consideran que proceden de una fuente común, puede llevarnos a considerar que la iglesia de San Pedro mencionada en la primera donación se identifica con la de Arrojo; y a ella pertenecería la planta de cabecera cuadra da y tradición prerrománica constatada en las últimas intervenciones arqueológicas llevadas a cabo en el templo bajo la dirección de Gema Adán.
Este primitivo templo sería sustituido a principios del siglo XIII, coincidiendo con su vinculación a San Salvador de Oviedo, por una nueva construcción acorde con las preferencias estéticas del momento y con las nuevas necesidades de la liturgia. Un templo que debe de haber llega do hasta nosotros en su mayor parte, no exento de reformas y modificaciones, pues sabemos que hacia el siglo XIV, cuando como encomenderos del poder episcopal y aliados de la Corona, los mencionados Bernaldo de Quirós inician su ascenso social y político, toman la iglesia de Arrojo bajo su patronazgo, de tal forma que, siguiendo las costumbres nobiliarias de la época, convierten el templo en panteón familiar y acometen para ello una serie de reformas, como la apertura de arcosolios en sus muros perimetrales y la elevación de la altura de la nave donde se abren dos vanos, siguiendo ya los presupuestos del gótico.
Como menciona P. García Cuetos, en las siguientes centurias, como iglesia parroquial a la vez que de patronazgo nobiliario, se llevaron a cabo diferentes obras con la anexión a la fábrica original de la espadaña, el pórtico, la portada meridional, la sacristía, el osario... y diversas campañas de conservación, ornato y remoce de los muros. El siglo XIX sería decisivo para la historia de Arrojo: en 1811, en plena guerra de Independencia, las tropas francesas saquearon la iglesia; poco tiempo después, hacia 1850, se llevaron a cabo nuevas obras de conservación, pero, como ya mencionaba C. Miguel Vigil, en 1887 sus “paredes de cantería labrada amenazan ruina”, posiblemente debido a la construcción de la carretera, para cuya ejecución fue rebajado el nivel del terreno que hizo necesario construir una escalinata para poder acceder al templo. El estado de ruina fue en aumento, hasta el punto de que en 1929 Aureliano de Llano de Roza informa de que el templo había sido cerrado al culto por su lamentable estado de conservación.
Tras la guerra civil, que contribuyó aún más a su deterioro, en los años 40 el arquitecto Luis Menéndez Pidal emprendió una importante restauración en la que, utilizando sus propias palabras, “para corregir la ruina acusada en toda la fachada a poniente y en sus contiguas, fue menester desmontar sillar a sillar todas estas partes, levantándolas otra vez sobre sólidas cimentaciones. Fueron restaurados muros y paramentos, limpiando de cales su interior, pero dejando el ábside inclinado tal cual estaba, por haber alcanzado ya su posición de equilibrio. Se cubrió el templo con armadura de madera a la vista y con un tramo de bóveda, sobre la obra gótica iniciada en el coro a los pies de la iglesia. También fueron rehechos los solados”.

El actual templo de Arrojo, difícil de interpretar en algunos aspectos, dada la profunda restauración a la que fue sometido en los años cuarenta, conserva, aunque reto cados, gran parte de los elementos de la fábrica románica. Con sillares bien escuadrados, como técnica de construcción en la totalidad de sus paramentos (hecho no muy habitual en los templos rurales de la región donde suelen reservarse los sillares para las partes más nobles de la construcción, dejando el sillarejo para el resto de los muros), debemos pensar que fue Arrojo una obra de cierta envergadura, con relación al espacio geográfico que ocupa, patrocinada por algún grupo familiar o institución de prestigio que no reparó en gastos. Planimétricamente responde a uno de los modelos más difundidos en el románico asturiano, donde se combinan la sencillez de la nave única con las innovaciones de la cabecera benedictina, también simplificada, y compuesta en esta ocasión por un ábside semicircular precedido de tramo recto, a la manera que podemos encontrar en muchos otros templos coetáneos.
Al interior, la nave aparece dividida en cuatro tramos por tres pilastras que lleva adosadas al muro, correspondiéndose en el exterior con el mismo número de potentes contrafuertes. Un esquema perfectamente preparado para recibir los empujes de los arcos fajones de una bóveda de cañón, sistema de cubiertas que no sabemos si llegó alguna vez a utilizarse en Arrojo, ya que, al menos en el siglo XVII, la iglesia se cubría con armadura de madera. Podría mos afirmar, o al menos pensar con cierta fiabilidad, que, a la vista de la estructura comentada, la bóveda debió de ser proyectada inicialmente para cubrir la nave, hecho que nuevamente vendría a indicarnos las pretensiones con que fue concebida la fábrica, pues lo más habitual es la armadura de madera, reservándose las bóvedas, como también ocurre en Arrojo, para la cabecera. Hay que tener en cuenta que hacia el siglo XIV se llevaron a cabo en el templo una serie de obras de acondicionamiento para adaptar el espacio a las funciones de panteón familiar de los Bernardo de Quirós. Para ello, junto con una serie de arcosolios que se abrieron en los muros de la nave, también se elevó la altura de ésta, con lo que podríamos pensar que fue entonces cuando se sustituyó la cubierta abovedada, si alguna vez llegó a construirse, por una armadura de madera semejante a la que hoy podemos observar.
Esta reforma goticista trajo consigo, además de la elevación de la cubierta, la apertura de dos nuevos huecos de iluminación para complementar las aspilleras románicas, abriéndose en este tiempo la ventanita geminada, con dos arcos apuntados y sencilla tracería, que encontramos en el piñón del imafronte, y el óculo, a manera de pequeño rosetón, también con tracerías, que se abre en el piñón opuesto. En los paramentos de la nave se abrieron una serie de arcosolios, dos en el flanco norte y tres en el sur (los restantes que vemos actualmente son fruto de la mencionada restauración de los años cuarenta) a la manera de los que podemos ver en el monasterio de Cornellana o en la capilla de los Alas en Avilés, en los que, alternando el arco de medio punto con el apuntado, se decoran con tetrapétalas, puntas de diamante... siguiendo los modelos de la nueva estética del espíritu gótico.
Como elemento de transición entre la nave, espacio destinado al pueblo, y la capilla, el lugar más sagrado del templo, reservado a la imagen de la divinidad, encontramos el arco triunfal, el acceso a la Jerusalén Celeste. Sigue el toral de Arrojo un sencillo esquema compuesto de arco de medio punto doblado, con las roscas totalmente lisas, y envuelto en un guardapolvo nacelado. Apean las roscas sobre complejos pilares de sección cruciforme, con tres columnas adosadas, una en cada uno de sus frentes libres.
Partiendo de un podium biselado, las columnas se componen de basas cilíndricas decoradas con sencillas garras, fustes de varios tambores y capiteles cúbicos, en la actualidad totalmente lisos, sin ningún tipo de tratamiento decorativo. Una frase de L. Menéndez Pidal, aludiendo a los “capiteles ornamentados” en su descripción del arco triunfal en el momento de la restauración, puede llevarnos a pensar que fue en este momento cuando se sustituyeron los primitivos capiteles por los actuales; sin embargo, el hecho de que C. Miguel Vigil, que visitó el templo a fina les del siglo XIX, no haga mención a ellos, y, sobre todo, la fotografía de la portada occidental publicada en la obra de A. Llano de Roza en 1926, donde se puede ver cómo parte de los capiteles de la portada también aparecen sin tallar y siguiendo el mismo esquema que los del arco triunfal, nos llevan a plantearnos algunas dudas acerca del momento de sustitución de unas piezas por otras, o incluso a pensar que en realidad nunca llegaron a tallarse, ya que, tanto por el material utilizado como por la forma, mantienen estrecha relación con los capiteles decorados de la portada y del exterior del ábside. Así pues, debe contemplarse la posibilidad de que la fábrica románica de Arrojo hubiera queda do de alguna manera inconclusa.

Como único elemento decorativo, por encima de los capiteles y extendiéndose al interior del ábside, articula el paramento una línea de imposta con rombos enfilados, a la manera de los que más tarde hallaremos en la portada. Dentro del ábside, compuesto de tramo recto y capilla semicircular, esta imposta sirve de arranque para las bóvedas, de cañón en el tramo recto y de horno en el hemiciclo, siendo, junto con el estrecho vano abocinado de derrame interno, los únicos elementos románicos que articulan los muros. En la actualidad están decorados con una serie de pinturas al fresco de principios del XVIII, que por la iconografía, relacionada con la simbología cósmica y la oposición entre contrarios, pueden superponerse a otras anteriores de los siglos XV y XVI, que ocuparían el espacio de los frescos románicos con que comúnmente se cubría este espacio del templo.

Al exterior, la figura del templo aparece un tanto distorsionada, de modo que la horizontalidad característica del románico es sustituida aquí por una tendencia a la verticalidad más propia del lenguaje gótico. Esta circunstancia viene servida principalmente por dos razones: en primer lugar, hay que recordar la reforma llevada a cabo hacia el siglo XIV elevando la altura de la cubierta y la apertura de dos vanos de inspiración gótica, y, por otro lado, a finales del siglo XIX, al construirse la carretera que pasa por delante de la puerta de Arrojo fue necesario rebajar el terreno, con lo que parte del basamento que debería permanecer oculto quedó al descubierto, aumentando así la altura de la fachada occidental, donde, además, se construyó una escalinata de esquema semicircular con seis escalones que según van ascendiendo disminuyen su tamaño gradualmente, contribuyendo todo ello a aumentar la sensación de verticalidad, tan ajena al lenguaje románico.
Elevados sobre un basamento, los muros laterales, aparecen articulados verticalmente por tres potentes con trafuertes a cada lado, correspondiéndose, como ya se ha dicho, con las pilastras del interior. Se rematan con una sencilla cornisa a bocel de la que penden una serie de canecillos, algunos fruto de la restauración, en la que fue ron precisamente los muros laterales uno de los elementos más retocados. Adosada al flanco norte se encuentra la sacristía, construida en el siglo XVIII, mientras que en el flanco sur, donde se abren dos aspilleras, parece que en su día estuvo adosado el pórtico, construido hacia el siglo XVII y eliminado durante la restauración.

La cabecera es la parte más destacada de toda la fábrica y el lugar, junto con la portada, donde se concentra la mayor parte de la decoración. Totalmente rehundida sobre sus cimientos, parece que a causa de la construcción de la carretera y a la naturaleza arcillosa del terreno sobre el que está construida, advierte Menéndez Pidal que “por haber alcanzado ya su posición de equilibrio”, se decidió no intervenir en ella durante la restauración, de forma que nos encontramos ante el elemento menos alterado de todo el conjunto. Sigue la disposición de las cabeceras bene dictinas, según uno de sus esquemas más simples y repetidos en la región, similar al que podemos encontrar en el ábside de San Juan Priorio en Oviedo, por citar un ejemplo cercano.
Detalle del ábside con su acusado desplome 

Se articula verticalmente por medio de dos columnas adosadas que recorren el muro desde la base hasta el alero, compartimentando el volumen en tres paños; mientras que horizontalmente lo recorre una moldura lisa, situada a media altura, y sólo interrumpida en la calle central por una estrecha saetera. Remata con la pertinente cornisa, moldurada a bocel y decorada en la parte interna por grandes tetrapétalas, de la que pende una interesante serie de canecillos, entre los que se intercalan metopas, también decoradas con motivos florales, trebolados en este caso, siguiendo así un elaborado esquema, que, salvando las distancias de calidad técnica y formal, nos recuerda inmediatamente el empleado en templos del románico pleno, como Santa María de Villamayor o Santa María de Narzana.

Entre los canecillos, que al igual que el resto de pie zas son de talla bastante plana y carente de detallismo, encontramos un variado e interesante repertorio compuesto por piezas con temas geométricos que siguen modelos conocidos y muy repetidos, como los de forma de quilla, los modillones de lóbulos o los decorados con triángulos y rombos en distintas composiciones. A su lado, conjugando las funciones estéticas con las morales o dogmáticas, destacan las representaciones figurativas. Un repertorio con el que, como menciona P. García Cuetos, trata de plasmarse e inculcarse, a través de un lenguaje simple y comprensible para el campesino rural, la lucha entre el bien, representado por los animales domésticos y los amables rostros humanos, y el mal, el pecado y el miedo a caer en él, a través de las fieras de la fauna local, como los osos o los felinos autóctonos, las máscaras grotescas y las serpientes, al modo en que también lo encontramos en la cercana Colegiata de Teverga. Entre este repertorio zoológico, podemos destacar en Arrojo la presencia de la serpiente, representada en tres de los canecillos, un ser cargado de significados ambivalentes que hunden sus raíces en ritos y creencias precristianas, unas veces relacionada con el pecado y el mismísimo diablo y otras con connotaciones benéficas, como símbolo de Resurrección. En uno de los canes de Arrojo, aparecen dos serpientes mordiendo vorazmente a un pez, una iconografía que, según expone M. S. Álvarez, puede hacer referencia a un mensaje de carácter salvífico en el que la serpiente, animal capaz de renacer y cambiar de piel, representa al pecador arrepentido, resucitado, que, a través de la eucaristía, representada con el pez, consigue su salvación; una escena que guarda algunos paralelos con la representada en un capitel de la iglesia tevergana de Santa María de Villanueva, donde también aparecen serpientes mordiendo peces; y con una escena de una de las portadas de Santa María de Arbás, donde dos serpientes muerden vorazmente un anfibio. Las otras dos representaciones de reptiles que encontramos en Arrojo muestran, una de ellas, a la mujer-serpiente de signo maligno, mientras que la otra, en el primer canecillo de la nave sur, muestra una serpiente enroscada alrededor de un tallo floreado, como la serpiente que “vigila el árbol del que gotea el bálsamo”, de la que nos hablan los Bestiarios medievales.
Junto a los canecillos, las metopas y los sofitos, a los que ya hemos hecho referencia, completan la decoración de la cornisa del ábside dos interesantes capiteles, compuestos por un bloque monolítico del que forman parte un volumen cúbico flanqueado por dos secciones del canecillo, de tal forma que parece que el capitel fuera una prolongación de las metopas, quedando perfectamente integrado en el conjunto de la cornisa. Al igual que las meto pas, la cara central de la cesta se decora con una tetrapétala de relieve plano, mientras que en los laterales, en un pequeño espacio en cuña que deja libre la sección del canecillo, se colocaron dos palmetas en el de la derecha, una a cada lado, mientras que en el de la izquierda ocupan este campo un rostro humano y dos peces. Son estos capiteles de Arrojo modelos únicos dentro del panorama del románico asturiano, de los que no encontramos paralelo alguno en los templos conservados.


En el imafronte, elevada sobre una escalinata, se abre la portada occidental, único acceso románico que se con serva en el templo, ya que la portada meridional, un pequeño vano adintelado, fue abierta durante las obras del siglo XVII. Destacada en arimez sobre el muro de la nave, se compone de arco de medio punto de tres roscas, talladas tanto en su frente como en el intradós, y envueltas por un guardapolvo, todo ello profusamente decorado a base de motivos geométricos de procedencia atlántica, como los zigzag, las puntas de diamante y los triángulos enfila dos, tan comunes en las portadas del románico asturiano, y las no menos recurrentes tetrapétalas, tréboles de cuatro hojas y rosetas. Reciben el peso de las roscas tres columnas acodilladas en cada una de las jambas, compuestas de sencillas basas apenas molduradas, fustes cilíndricos con varios tambores y capiteles más o menos paralelepípedos, rematados con imposta de triángulos enfilados, de los que sólo aparecen decorados los de la jamba derecha, permaneciendo los de la izquierda, tal y como ya mencionamos al hablar del arco triunfal, sin ningún tipo de tratamiento,
lo que puede deberse a que nunca llegaran a tallarse o a que fueron colocados sustituyendo a los originales durante alguna restauración anterior a 1887, ya que C. Miguel Vigil en esta fecha ya los describe “lisos y reformados”. En los tres que se conservan, con una talla casi plana, lacónica, y sumaria, carente de expresividad, en la que no tiene cabida ni un ápice de detallismo, se representan: un esquemático y sucinto ángel con las alas explayadas y vestido con túnica talar, en el capitel exterior; dando paso en la siguiente pieza a la figura de un mono, ser con sentido demoníaco que encarna los vicios humanos, flanqueado por un lado de un somero árbol junto al que se sitúa un animal que no hemos podido identificar y por el otro lado con una cabeza de perro y otra de liebre enfrentadas; en el último de los capiteles, de mayor tamaño que los anteriores, se representa un inexpresivo rostro humano debajo del cual se dispone una rama cargada de hojas y frutos de la que picotea un ave, mientras que por el lado opuesto se acerca un animal de aspecto terrorífico. Toda esta composición vendría a representar, según opinión de P. García Cuetos, una lucha entre el bien y el mal, de forma que el ángel representaría la virtud del buen cristiano, en oposición al mono, encarnación del mal y del pecado; las dos opciones sobre las que duda el hombre, representado en el último de los capiteles, que se debate entre el bien, escenificado por el ave que picotea el fruto, símbolo de la redención del alma al tomar la eucaristía, y el mal, el peca do que representa el monstruoso animal que aparece al otro lado. Por su parte Mª Soledad Álvarez Martínez, con sidera que estas piezas, más que adscribirse al período románico, pueden ser producto de la intervención gótica llevada a cabo en Arrojo en el siglo XIV.


Se completa la decoración de la fachada con los nueve canecillos y algunas metopas floreadas del tejaroz que cobija a la portada, una serie de piezas sumarias, tos cas e ingenuas, igual que el resto de tallas que hemos visto hasta ahora, en las que se representan motivos geométricos, como los tres ejemplares en forma de quilla, al lado de terroríficas cabezas de felino de rasgos amenazadores y expresionistas, similares a los que podemos encontrar en otros templos de la zona, como Santa María de Villanueva, en el vecino concejo de Teverga; así como figuras antropomorfas en diferentes aptitudes, entre las que tenemos: un personaje con cuerpo humano y cabeza de perro, a la manera de los que podemos ver representados en MS.Cotton Tiberius de la Brithis Library de Londres, fechado en el siglo XI, donde en una de sus ilustraciones aparece un hombre con cabeza de perro comiendo los frutos que coge de un árbol; un hombre sentado sosteniendo entre sus piernas lo que pudiera ser un instrumento musical; un tercer hombre, barbado y de rasgos expresionistas, de cuya boca salen serpientes, y por último la imagen obscena de una mujer que sin pudor muestra sus genitales, en una representación del pecado y la lujuria.

Técnica y plásticamente estos relieves, de talla muy plana, sin apenas contrastes de claroscuro, se caracterizan por el esquematismo, la tosquedad y el tratamiento suma rio de las figuras, constituidas a través de sucintas incisiones que dan lugar a rostros sumarios e inexpresivos, de rasgos expresionistas en algunos casos. Un templo que por las características a las que nos hemos referido y por la presencia de una serie de motivos decorativos (como las cabezas de pico o los zigzag, que parece no entraron en la órbita del románico asturiano hasta finales del siglo XII) podemos datar en la primera mitad del siglo XIII dentro de las corrientes del románico internacional.
No debemos perder de vista que la iglesia de San Pedro de Arrojo se encuentra emplazada en un espacio geográfico en el que en un área de apenas 25 km encon tramos tres destacadas construcciones: San Adriano de Tuñón, San Pedro de Teverga y Santa María de Villanueva, ejemplos de la evolución arquitectónica en Asturias. La primera, ejemplo vivo del arte prerrománico; la segunda, inscrita en el período de transición entre el arte asturiano y el románico; la tercera, donde se consolida el lenguaje del románico internacional, del que también será deudor, ya en la primera en el siglo XIII, la iglesia de Arrojo, que debió de ser el principal exponente de este arte en la tierra quirosana, donde sabemos, por la descripción de C. Miguel Vigil de 1887, que también existieron otros ejemplos, como la iglesia de San Vicente de Nimbra, que “cuando se reedificó (a finales del siglo XIX) desapareció el arco toral con sus lindos capiteles, últimos restos que con servaba de su primitiva construcción románica”.
Distintos canecillos 

 

San Antolín de Bedón
San Antolín de Bedón se localiza en la costa del concejo de Llanes, a 13 kilómetros de la capital municipal y muy próximo a la localidad de Naves, de la que lo separa el río Bedón. En el recodo que forma el río al tributar sus aguas al mar se levanta la antigua iglesia monástica y las dependencias anejas, de época moderna, en un lugar de extraordinaria belleza, cerrado al Sureste por un bosque de centenarios castaños muy degradado ya por el paso del tiempo.
El cenobio de San Antolín fue el más modesto de los tres grandes centros monásticos del espacio oriental de Asturias, y sus orígenes históricos aureolados por la leyenda de su fundación por el conde Munazán, que habría llegado al lugar persiguiendo un jabalí y encontró una luz milagrosa, adolecen, como ocurre con Celorio y Villanueva, de una documentación que permita fijar con precisión los hitos de su etapa fundacional. La vinculación del monasterio de San Antolín, en el siglo XVI, al cercano monasterio de San Salvador de Celorio, con el lógico traspaso de su archivo y la pérdida casi total de la documentación celoriense, hace que el conocimiento de la etapa medieval de ambos centros no pueda llegar a alcanzar en ningún caso los niveles informativos deseables que es posible lograr en la reconstrucción del capítulo inicial de la vida de otros importantes cenobios asturianos.
Nada sabemos, pues, sobre la personalidad de los fundadores, dotación fundacional ni régimen del establecimiento de San Antolín en la etapa que precede a la regularización de la vida monástica. La primera noticia documental directa y fehaciente relativa a la existencia de la abadía nos la proporciona una carta de donación, de 28 de enero de 1182, en la que cierto Gonzalo Pérez y su hijo Martín González ceden al monasterio de San Vicente de Oviedo una serie de propiedades en Gijón y en Aguilar, nombre este último que las fuentes de la época aplican al territorio que posteriormente se denominará Llanes. Entre los confirmantes de este documento figura Domno Iohanne abbate Sancti Antonini, al lado de Domno Lazaro abbate seloriense.
En ese año de 1182 existía pues una comunidad monástica con un abad, de nombre Juan, puesta bajo a advocación de San Antolín. Ésta, sin ser frecuente, se repite en varias iglesias asturianas medievales (San Antolín de Llera, en Colunga, San Antolín de Ibias, San Antolín de Sotiello, en Lena, etc...), y a menudo se ha vinculado al siglo XI la extensión de su devoción, pero este indicio tiene únicamente un valor referencial. Por otra parte, debe acogerse con reservas la referencia que en uno de los regestos tardíos de la desaparecida documentación de San Salvador de Celorio, fechado en 1127, se hace del deslinde de una heredad por termino de San Antolin. En cualquier caso no parece aventurado suponer que a lo largo del siglo XII se iría perfilando la organización de la comunidad monástica y su adscripción a la regla benedictina, al tiempo que se observa también en los otros dos monasterios del espacio oriental de Asturias: San Pedro de Villanueva (Cangas de Onís) y San Salvador de Celorio (Llanes).
Más interesante para su historia constructiva resulta una inscripción, procedente de la propia iglesia de San Antolín, que indica que En la era MCCXLIII (la) comenzó Juan, abbad de esta iglesia (1205 d. de C.), idea que se retoma en un segundo epígrafe también situado en la cabecera del templo. Dichas inscripciones no proporcionan ningún dato adicional, pero puede aceptarse su testimonio a la hora de fechar las obras de construcción del templo, que se abrían iniciado en 1205; esta posibilidad se aviene a la perfección con sus características arquitectónicas, y las obras acaso deban atribuirse a la iniciativa de aquel abad Juan que figuraba ya en el documento de 1182 antes citado.
Con posterioridad a esos interesantes hitos cronológicos, que se sitúan en torno al 1200, es muy poco lo que sabemos sobre la evolución del monasterio de San Antolín: proceso de formación de su dominio, régimen monástico, abadalogio, etc. Tuvo entre sus benefactores, en los siglos XIII y XIV, a algunos de los más significados representantes de la nobleza regional, como don Pedro Díaz de Nava y don Rodrigo Álvarez de Noreña, que lo beneficiaron con donaciones de tierras y dinero a cambio de las consabidas misas de aniversario. Dichas donaciones contribuyeron a formar un dominio que, por lo que sabemos, se extendía fundamentalmente por los concejos del oriente de Asturias, principalmente Llanes, Ribadesella y Colunga. Del mismo modo su dominio incluía también derechos de presentación en numerosas parroquias de la zona, a saber, las de San Pedro de Pría, San Pedro de Vibaño y San Juan de Caldueño, del arciprestazgo de Llanes; y las de Santa María Magdalena del Puerto y San Miguel de Hontoria, del de Leces o Ribadesella. En fin, a finales del siglo XIV, en la relación de las abadías regulares del obispado de Oviedo que se inserta en el Libro Becerro de esta Catedral (1385-1389), se da cumplida referencia de la de San Antolín en los términos siguientes:
La abadía de Santo Antolino es de la orden de San Beneyto de monges negros. Pleno jure subgeto al obispo. E el obispo ha de vesitar e correger al abbad e convento. E desque vaca la abadía eligen los monges e el obispo confirma. E viene a los signados e paga en todos los pechos e pedidos quel obispo echa su clerizía. E obedesçen e cunplen todos los mandamientos e ordenaçiones quel obispo fase.
Entre los testimonios documentales del monasterio de Bedón, adscritos cronológicamente a la segunda mitad del siglo XIV, debe citarse el reciente hallazgo de una teja de barro cocido, que apareció reutilizada en uno de los edificios de época moderna que conforman el actual conjunto monasterial y se custodia en el Museo Etnográfico del Oriente de Asturias, en Porrúa (Llanes). Dicha teja presenta en su superficie la inscripción abas sancio fecit y parece indicar la realización de algunas obras no determinadas.
En fin, la etapa medieval del monasterio de San Antolín se cierra en 1531, cuando una bula de Clemente VII decreta su unión a la Congregación de San Benito de Valladolid; en 1544 su historia como monasterio autónomo termina, al promulgarse la bula que disponía su anexión al cercano y poderoso establecimiento benedictino de San Salvador de Celorio, y así Bedón se convirtió en lo sucesivo en simple priorato. Sirvió también como parroquia a las cercanas localidades de Naves, Rales y San Martín, hasta el año 1804 en que se erigió la iglesia de Santa Ana de Naves.

Iglesia de San Antolín
El único edificio que sobrevive de todo el complejo es la iglesia monacal, que se adscribe al románico tardío y sigue las normas estilísticas de la reforma del Cister, que aconsejaba el mínimo de ornamentación en sus construcciones. Han desaparecido, sin embargo, el resto de las dependencias monásticas, que sólo una completa y cuidadosa excavación arqueológica podría replantear. Pero en todo caso puede creerse, con P. García Cuetos, que Bedón no llegase a contar con los recintos comunitarios característicos de los cenobios benedictinos. A tenor de su modestia y de la falta de restos localizados podría creerse más bien que contó únicamente con una especie de patio comunitario muy simple, rodeado de edificios y cerrado mediante muros, en forma parecida a como hoy se presenta. En efecto, la naturaleza cenagosa del terreno al Norte y al Este y las características arquitectónicas de su flanco meridional, que cuenta con una portada monumental y varias ventanas, permiten descartar la posibilidad de que hubiese algún tipo de dependencia en estos flancos. Por eso esta autora considera que, aunque infrecuente, la disposición más adecuada sería la organización del conjunto en torno a un patio abierto ante el imafronte de la iglesia, al modo que se encuentra en el monasterio de Santa María de Mave (Palencia). De todos modos nada podremos saber hasta que una excavación detallada aclare la cuestión, y a nuestro entender puede considerarse también la posibilidad de que la total desaparición de sus dependencias monasteriales puede atribuirse al posible empleo de materiales perecederos, que dejan un rastro mucho menos perceptible que las construcciones en piedra, y que sin embargo pudieron haber cumplido a la perfección las funciones propias de este tipo de estancias.
Plano 

La planta, orientada canónicamente al Este, mantiene la tipología frecuente de las iglesias monasteriales románicas, tanto benedictinas como reformadas bajo la orden cisterciense; en el área del oriente asturiano aparece también en las iglesias monasteriales de San Pedro de Villanueva (Cangas de Onís) y Santa María de Tina (Ribadedeva), pero la mejor conservación de la de Bedón permite también definirla como la más compleja de todas ellas.
Consta de tres naves, (la central ligeramente más ancha) de dos tramos cada una (más desarrollado el segundo). Estas naves se corresponden con tres ábsides semicirculares que, al contrario que en los ejemplos citados, no se comunican mediante arcos interabsidales; el central está precedido de un tramo recto y destacado en planta, anchura y profundidad. Entre las naves y el ábside se dispone el crucero, no sobresaliente en planta, dividido en tres tramos; de ellos, el central tiene forma cuadrada, y los laterales adoptan una disposición rectangular. Por lo que se refiere a los accesos, se conservan actualmente tres. Dos de ellos son románicos monumentales, abiertos al Sur y Oeste, mientras que el tercero, secundario, es de traza algo posterior y cala el lienzo norte en la zona cercana a los pies, donde se adosaron en época moderna varias estancias de función desconocida.
Respecto a la jerarquía de volúmenes que el edificio muestra al exterior, destacan la nave central (cubierta con tejado a dos aguas como los tramos laterales del crucero) sobre las naves laterales (cubiertas a un agua); por encima del resto del edificio, si bien no alcanza demasiada altura, sobresale la torre-cimborrio del tramo central del crucero. Por último, el ábside central destaca en alzado sobre los laterales, cubriendo los tres con tejado de medio cono.
Por lo que respecta a los materiales empleados en la construcción del templo, debemos señalar la existencia de una cierta variedad que comprende la arenisca blanquecina de la mayor parte de la fábrica, la arenisca de tono rosáceo de la zona Suroeste de la iglesia, en la que se advierten los retoques del paramento de Menéndez Pidal, el esquisto gris presente en la portada Norte, y los cantos rodados del muro del ábside lateral Sur, que son los que mejor revelan el lógico aprovechamiento de los materiales propios de su ubicación natural. En cuanto al tipo de paramento, la mampostería y el sillarejo dominan en los muros de cerramiento, y contrastan con los sillares que se emplean en las partes más nobles: el recercado de vanos, esquinas, aleros y contrafuertes, así como de los dos cuerpos salientes en los que se integran las portadas occidental y meridional. Líneas de imposta en nacela articulan los muros exteriores de las naves, crucero y cabecera, disponiéndose sobre ellas las ventanas. Esa línea de imposta sólo se interrumpe en la esquina norte del ábside lateral sur; a continuación se inserta en línea con ella una pieza reaprovechada, de estructura alargada y decorada con nido de abeja, cuya ubicación primitiva desconocemos, ya que ninguna parte del exterior o interior de la iglesia muestra este motivo ornamental, muy frecuente, por otra parte, en los templos tardorrománicos de la zona, como San Pedro de Villanueva y Santa María de Villaverde. Los aleros de las naves, crucero y cabecera se recorren por una cornisa en nacela que cobija canecillos en caveto lisos, la mayor parte de ellos con la hipotenusa resaltada. La única variante la presentan los tejaroces de las portadas occidental y meridional, que ofrecen un mayor cuidado de ejecución, plasmado en las cornisas molduradas por varios bocelillos estrechos y en los canecillos esculpidos con variados motivos antropomórficos, zoomórficos y vegetales.
La articulación vertical y refuerzo exterior de los muros se soluciona mediante contrafuertes de sillares dispuestos a modo de bandas de perfil escalonado, de grosor decreciente de abajo a arriba. Se distribuyen en las zonas de la fábrica que se corresponden al interior con cubiertas abovedadas, excepto los dos que recorren el imafronte, flanqueando la portada, donde se alzan hasta el punto más alto del tejado de las naves laterales; otros dos pares delimitan los muros Norte y Sur de los brazos del crucero, llegando hasta el arranque de las bóvedas, y, por último, se distribuyen en los ábsides, flanqueando las ventanas, hasta los aleros.

Portadas
La portada occidental fue reconstruida en los años cincuenta del siglo XX a partir de los vestigios que recogen algunas fotografías inmediatamente anteriores a su restauración. Se integra en un cuerpo destacado respecto al imafronte, rematado por un tejaroz que cobija una hilera de canecillos esculpidos con diversos motivos de carácter cinegético, circense, zoomórfico, etc., semejantes a los presentes en la portada meridional.
Su estructura abocinada se compone de cinco arquivoltas apuntadas de borde abocelado (excepto la interior), protegidas por un guardapolvo sencillo, que apoyan en cuatro columnas acodilladas a cada lado, excepto la rosca interior, que apea en jambas con las que se despiezan dos semicolumnas de fuste más grueso. Presentan basas áticas con garras en forma de bolas y plintos prismáticos, elevadas sobre altos basamentos de perfil biselado. Los capiteles que coronan las columnas, totalmente desornamentados, presentan una estructura de troncopirámide invertida, con astrágalo anular, y se rematan por cimacios de perfil biselado que se prolongan en horizontal en el cuerpo que integra la portada. La escasa decoración de este acceso consiste en las incisiones concéntricas que recorren dos de las arquivoltas centrales y los medios círculos entrelazados que cubren el borde de la arquivolta exterior.

Por su parte, la portada meridional constituye el otro acceso monumental del templo, y la diferencia fundamental respecto a la portada occidental reside en el tipo de apoyos. Se integra en un cuerpo de sillares con tejaroz que exhibe una hilera de canecillos esculpidos; su estructura abocinada presenta seis arquivoltas apuntadas de borde abocelado (a excepción de la interior), protegidas por un guardapolvo semejante al de la portada occidental; apoyan en pilastras acodilladas, rematadas por impostas biseladas. No presentan basas. La sobria ornamentación de esta portada se reduce a los mismos motivos que señalamos en la occidental.
En fin, en la zona norte del edificio monasterial puede verse la existencia de un primitivo acceso, hoy cegado, que parece responder a una época algo posterior y quizá comunicase las dependencias monásticas con la iglesia, siendo, por lo tanto, de uso exclusivo para los monjes de la comunidad. Se estructura en un sencillo arco bien despiezado, cuya rosca ligeramente apuntada se protege por un guardapolvo sencillo y apea en pilastras coronadas por impostas en nacela prolongadas en el muro.
Portada sur


Portada occidental 

La escasa luz natural del interior del templo penetra a través de una serie de ventanas aspilleras distribuidas por toda la fábrica de forma simétrica. Éstas presentan una doble tipología: por un lado, la variante más sencilla, frecuente en numerosos edificios románicos, consiste en la aspillera que rasga el muro, recercada de pequeños sillares, rematada bien en un diminuto dintel, bien en arquillos monolíticos; las primeras calan el imafronte (sobre la portada y la nave lateral sur) y las segundas los muros norte y sur de los brazos del crucero. Estas ventanas se realzan por el derrame externo e interno y por una rosca lisa ligeramente apuntada; ésta a su vez queda protegida por un guardapolvo nacelado, que en la zona de la cabecera se prolonga en horizontal disponiéndose en paralelo a la línea de imposta que recorre el muro bajo las ventanas. En cuanto a su distribución, se reparten del siguiente modo: una en cada extremo de los brazos del crucero, otra en la nave lateral norte, que seguramente estaba acompañada de otra que fue cegada al adosarse las dependencias de este lado del templo; dos son los vanos que en la nave lateral sur flanquean la portada, tres en el ábside central, y uno en cada ábside lateral, estos últimos entre los contrafuertes.

En San Antolín de Bedón la decoración escultórica es sencilla, y sus motivos más significativos se concentran en los canecillos de las portadas exteriores. De la occidental ya se ha comentado su reconstrucción. Presenta, de izquierda a derecha, escenas de la caza del jabalí, un ave, un músico sentado que toca un instrumento de cuerda, un cuadrúpedo que se vuelve amenazante abriendo sus fauces, una mujer tocando un pandero, un cazador con dos perros que empuña su lanza y toca un cuerno de caza, un acróbata acompañado de otro personaje, un ave y un animal fantástico.






Muy similares son los que se encuentran en la portada meridional, si bien aquí existe la seguridad de que se trata de las piezas originales. De izquierda a derecha se observa un ave que picotea algo entre sus patas, un músico y un acróbata, otro músico que toca un instrumento de cuerda que apoya en sus rodillas, una mujer tocando un pandero, un canecillo aquillado con entrelazos, un cazador atacando a un jabalí, otro cazador que toca el olifante rodeado de sus perros, un motivo geométrico y, en los dos últimos, dos animales feroces.
Canecillos de la portada sur









Interior
El espacio interior del templo mantiene inalterada la distribución tardorrománica, visible en la planta: las tres naves divididas en dos tramos y separadas mediante una doble arquería se continúan en el crucero, cuyos tres tramos se comunican entre sí con los ábsides a través de arcos más o menos complejos que veremos más abajo. Por último, ya hemos mencionado que la diferencia fundamental que existe entre la cabecera de Bedón y la de los otros dos importantes templos monásticos que se conservan en el espacio oriental de Asturias es la ausencia de comunicación interabsidal en el templo llanisco.

Las tres naves de la iglesia se cubren en la actualidad, y muy posiblemente así lo hacían en origen, con armadura de madera (a dos aguas la central y a una las laterales). Los muros de las naves laterales se recorren por una línea de imposta en caveto, sobre la que se asientan las ventanas, cuyo doble derrame ya señalamos, realzadas también por un guardapolvo al interior. La separación entre ellas y la delimitación de sus dos tramos se resuelve mediante dos arquerías paralelas, cuyos arcos de doble rosca lisa apuntada apoyan en cuatro pilares de distinta complejidad; los dos del centro de las naves muestran una sección cruciforme, elevándose sobre robustas basas molduradas y rematando en sencillas impostas en caveto.
Mayor complejidad ofrece la zona del crucero, en la que es la única iglesia románica del oriente de Asturias que presenta este elemento arquitectónico. Dicha complejidad se observa en los dos apoyos más orientales que separan las naves del crucero, a causa del total abovedamiento de esta parte del templo; se trata de pilares cruciformes a los que se adosan medias columnas en las dos caras orientadas al tramo central del crucero, que realzan la importancia simbólica de ese tramo central; presentan basas áticas con garras vegetales, dispuestas sobre plinto, que se elevan sobre el basamento poligonal que sirve de base a todo el pilar y muestran gran similitud estilística con algunas del monasterio de Santa María de Valdediós. Las semicolumnas se rematan por capiteles de estructura troncopiramidal, con astrágalo, cuya ornamentación trataremos más abajo.
La comunicación de las naves con los tres tramos del crucero se resuelve mediante arcos de doble rosca apuntada, protegida por guardapolvo, que apoyan en los pilares compuestos arriba descritos y en pilastras acodilladas en los muros norte y sur de la nave; por su parte, el tránsito entre los tres tramos del crucero se produce a través de dos arcos semejantes que apean en el lado oriental en otros dos pilares compuestos de la misma estructura (los que soportan el arco de ingreso a la capilla central), cuya única diferencia es la presencia de semicolumnas adosadas en sus tres caras. En relación al sistema de cubiertas empleado, el tramo central, coronado al exterior por la torre cimborrio antes citada, cubre a una altura considerable con una bóveda de ojivas, cuyos nervios, estructurados a base de tres molduras aboceladas, se rematan por una bella clave en forma de flor.
Las colas en las que terminan los boceles centrales se montan sobre el capitel-imposta del pilar, decorándose con una venera; el extremo de una de ellas se ornamenta con motivos de ochos que generan una cruz con una hoja debajo, y en otra, medios círculos enfilados; el empuje de esta bóveda se contrarresta con las dos de cañón apuntado que cubren los tramos laterales del crucero.

Por lo que respecta a la cabecera tripartita del templo hay que señalar, en primer lugar, la elevación de su pavimento con respecto al nivel del solado del crucero y naves. Los arcos triunfales de los tres ábsides mantienen la misma estructura que los de acceso al crucero, alcanzando una menor elevación. Apoyan en los pilares compuestos arriba mencionados, semejantes a los que soportaban al arco de ingreso del tramo central del crucero, cuyas basas y capiteles muestran la misma morfología que presentaban en aquéllos.
En lo que se refiere a las cubiertas de las tres capillas, éstas se adaptan a la estructura en planta de las mismas; así, el tramo recto del ábside central se cubre con bóveda de cañón apuntada, que precede a la de horno del tramo semicircular, presente también en los ábsides laterales, que carecen de tramo recto; la separación entre ambas cubiertas se soluciona con un ligero arquillo fajón apuntado. Por último, los muros de los tres ábsides se animan al interior de la misma forma que vimos en el exterior: mediante las dos líneas de imposta que acotan los vanos que los iluminan, resaltados por guardapolvos que se prolongan en horizontal.

En el interior, la única zona del templo que presenta decoración esculpida es la del crucero, concentrada en los capiteles de las semicolumnas de los pilares; sus cestas se decoran con motivos acordes a la estética cisterciense: varios pisos de hojas nervadas que se enroscan sobre bolas; collarino sogueado en alguno de ellos y entrelazos vegetales que envuelven hojas enroscadas. M. P. García Cuetos ha llamado la atención sobre la presencia recurrente de este tipo de capiteles en los monasterios de Valdediós y Gradefes, que E. Fernández González ha atribuido a un mismo maestro apoyándose en la presencia de un domnus Gualterius, que lo mismo actúa como arquitecto del puente de Gradefes en 1202 que aparece vinculado a Valdediós en 1218. Sobre esta hipótesis, y a la vista de las concomitancias formales entre las iglesias monasteriales de Valdediós y Bedón, M. P. García Cuetos ha apuntado, con acierto a nuestro juicio, la posibilidad de la intervención de algún taller vinculado a este maestro en el templo llanisco.
Capiteles del crucero 

El interior del templo albergaba en el siglo XIX tres sepulcros, uno del abad D. Pedro Posada, y dos de la familia Aguilar. M. de Foronda mencionó estos enterramientos, diciendo respecto al primero, que en la época en que lo examinó Quadrado “tenía saltada la mitad de la tapa y no quedaban más que las siguientes palabras escritas en el grueso borde: DIEGO ALBS [ÁLVAREZ] CAVALLERO DE POSADA”. Este autor resaltó la rareza de la tipología del sepulcro, que en lugar de ser una caja prismática con la base plana, presenta el fondo excavado con un lecho antropomorfo en el que iría encajado el cadáver, cubierto luego por la lauda. Tras intervenir en el pavimento L. Menéndez Pidal en los años cincuenta del siglo XX, repuso únicamente las dos laudas y el sepulcro de la nave norte, todos ellos bajomedievales, que hoy alberga el templo; en éste, la flor de lis grabada en uno de los escudos de su frente ha servido de apoyo para afianzar la hipótesis de su pertenencia al linaje de los Posada.
En la actualidad, el interior de la iglesia de Bedón alberga los siguientes sepulcros o fragmentos de laudas: en la nave norte el ya mencionado de los Posada, localizado a los pies, sobreelevado por una base de losas; la mitad de una tapa de sepulcro de perfil curvo, sobre la que se distingue un relieve de una espada flanqueada por dos escudos que ostentan una flor de lis y un castillo; en la zona de los pies de la nave central, una lauda de piedra grisácea, embebida en el pavimento, cuya superficie se decora con un bajorrelieve en que representa un báculo, y en la nave Sur, una lauda rectangular sin decorar, otra empotrada en el pavimento con un escudo en el que se labra un águila, y una caja de sepulcro muy deteriorada elevada del pavimento por apoyos de piedra. En esta misma nave se abre en el muro un arcosolio de medio punto que cobija otro sepulcro bastante deteriorado, sin que se pueda distinguir en él decoración alguna.

En torno a San Antolín de Bedón se ha conservado también la memoria de una de las escasas pilas bautismales de tradición románica del área oriental de Asturias. Aunque la pieza se ha perdido, en el archivo fotográfico MAS existe un valioso testimonio fotográfico de la misma, que se puede fechar hacia 1918. Su relación con la iglesia de Bedón es ambigua, ya que normalmente las iglesias monásticas no ejercían el ministerio parroquial y por tanto no administraban el sacramento del bautismo. Sin embargo, cabe la posibilidad de que Bedón haya contado con alguna capilla que desarrollase tal función, ya que históricamente el territorio circundante parece haber dependido parroquialmente de la abadía, y las noticias históricas de la pila la relacionan con dicha parroquia. En efecto, en 1893 se la reconoce en la nueva iglesia de Naves, que había sido surtida con los despojos arquitectónicos de San Antolín. Luego, dicha iglesia fue incendiada y constan las gestiones de D. Rafael Borbolla para su traslado al Museo Arqueológico Provincial, pero en él no hay constancia de que haya llegado a recibirse esta pieza.
Se trataba de una cuba monolítica, de sección poligonal –quizá hexagonal–, sin pie, con el borde superior abocelado y un orificio de desagüe que revela su profundidad. Las caras visibles en la fotografía están decoradas con relieves algo esquemáticos que muestran haces de hojas alargadas cruzadas en forma de aspa y una gran hoja ovalada de marcados nervios entre dos formas avolutadas. Esas estrías en la decoración vegetal aparecen en otros templos románicos de la región, por ejemplo en uno de los capiteles de la iglesia monástica de Santa María de Carzana.
En cuanto a su datación, no carece de los problemas que apunta G. Bilbao López: por un lado, la naturaleza mueble de las pilas supone su fácil traslado de unos templos a otros y la frecuente ausencia de documentación al respecto no nos permite en muchas ocasiones datar una determinada pila en relación con el templo en el que fue encontrada. Por otro lado, esta autora apunta la cautela con que se deben datar las pilas románicas cuando se apliquen criterios estilísticos, por la modestia de los talleres ejecutores dedicados normalmente a su elaboración; esto supone la pervivencia de motivos muy esquemáticos y toscos –aparentemente arcaicos– durante todo el Románico. Las características de la pila bedoniana, si bien contienen estos problemas, podrían adscribirla a fines del siglo XII o principios del XIII.

La fábrica románica de San Antolín de Bedón, si bien ha sufrido abundantes restauraciones, no ha sido modificada sustancialmente en lo que respecta a la estructura de su planta. Contrariamente a lo acostumbrado en la mayor parte de los templos medievales de la zona estudiada, no se añadieron a la iglesia capillas u otros cuerpos que modificaran su volumetría. Únicamente se adosaron a los pies del flanco norte de la nave, posiblemente en época moderna y contemporánea, dos dependencias, a las que se accedía por una puerta de medio punto en el primer caso –cegada en la intervención que se llevó a cabo en el templo en 1999–, y por un acceso adintelado en el segundo. La estancia situada en la zona más oriental ocultó la puerta gótica que mencionamos más arriba.
El monasterio de San Antolín de Bedón fué declarado Bien de Interés Cultural en 1931, a pesar de lo cual ha sido objeto de la barbarie, consentida o no por la Administración, sobre todo en los últimos tiempos. El trabajo de M. P. García Cuetos recoge en su parte final, y basándose en la documentación disponible, las principales intervenciones llevadas a cabo en el mismo, desde las remodelaciones del siglo XVIII, pasando por la eliminación de los sepulcros de la nave y del retablo con la imagen del santo titular del siglo XVI. A mediados del siglo XIX, J. M. Quadrado denunciaba ya el mal estado del conjunto, y su restauración comenzó con sucesivas campañas dirigidas por L. Menéndez Pidal entre los años 1951 y 1968; entre las intervenciones de este arquitecto destacan la reconstrucción de la portada occidental (1953) y la apertura del drenaje meridional al exterior (1956), así como la factura de la armadura de madera de la nave (1951) y el rebaje del pavimento del edificio, sustituyendo las losas que lo cubrían por el actual de hormigón (1955-57).
Sin embargo, el abandono ha seguido deteriorando el estado de este edificio, a pesar de tratarse de uno de los templos benedictinos más importantes de Asturias. En agosto de 1999 se ejecutó un desafortunado proyecto de restauración, en el que se picaron las cargas medievales del interior del templo para posteriormente recubrir los muros con un nuevo revestimiento; éste también se aplicó en el exterior en toda la superficie muraria sobre el paramento preexistente, se cegó la puerta de medio punto que daba acceso a las estancias adosadas al Norte de la nave y se reconstruyó la zanja de drenaje. Tras esta intervención, su deterioro ha continuado imparable hasta la actualidad.

 

Manzaneda
Localidad y parroquia del concejo de Gozón, distante 10 km de Luanco, capital del municipio, y 40,7 km de Oviedo.
Manzaneda se encuentra enclavada en el área centro occidental del concejo, área en la que se han encontrado diversos hallazgos arqueológicos que permiten hablar de asentamientos humanos en esta zona desde época prehistórica. Entre estos hallazgos se encuentran los restos descubiertos en la playa de Verdicio, o los yacimientos castreños de Verdicio y Podes, localidades muy próximas a Manzaneda.

Iglesia de San Jorge
Las referencias documentales que podemos encontrar de época medieval son escasas y confusas. Fernández Conde identifica la villa denominada Macaneta con la actual Manzaneda. Esta mención, la primera a la localidad, figura en el inventario de posesiones de la iglesia de Oviedo en diversas zonas de Asturias, aunque tampoco podemos estar seguros de la validez de este documento. La siguiente mención se encuentra en los documentos del último cuarto del siglo XII: en el año 1177, Pedro Pelagii permutó la villa de Manzaneda por otra de Corias en Senra. Martínez Vega aportó un nuevo documento, de carácter judicial, fechado ya en diciembre de 1379, según el cual se fallaba a favor del monasterio de San Pelayo de Oviedo acerca de una serie de propiedades y heredamientos de la dicha feligresía de Santi Jorge de Manzaneda. Curiosamente, Fermín Canella, en 1871, hace referencia a las obras llevadas a cabo en la iglesia de Manzaneda, pero dándole la advocación de Santa María y no la de San Jorge. En este mismo artículo, se menciona “una cruz muy antigua construida de piezas de latón sobre madera y pintada figurando mosaico”.
La iglesia de San Jorge de Manzaneda sufrió diversos avatares a lo largo de su historia, incluyendo un incendio y destrucción parcial durante la guerra civil. A raíz de ello, fue reconstruida entre los años 1942 y 1950 gracias al patrocinio de Antonio de la Riva Estrada y Catalina Cuervo Arango, propietarios del cercano palacio de la Manzaneda, cuya torre medieval también fue reconstruida en ese momento. La familia de la Riva Coalla ya mantenía vínculos documentados con San Jorge de Manzaneda desde, al menos, el último tercio del siglo XVIII. En la restauración de la iglesia se añadieron diversas dependencias, como la sacristía, adosada al lado meridional del ábside, y el pórtico, que rodea el edificio por sus lados sur y oeste. También se abrieron algunos vanos en el cuerpo de la nave y se añadió, en el lado derecho del tramo recto del ábside, como testimonio del patrocinio privado, un escudo de armas semejante al que aparece en el palacio. También, como resultado de ese mecenazgo privado, se conserva en las proximidades la pequeña ermita de Nuestra Señora de las Nieves, cuya localización original era en La Felguera. En 1964 Antonio de la Riva Estrada vende algunos terrenos de su propiedad a la empresa de Duro Felguera, con la condición de poder trasladar la mencionada ermita que, al estar edificada en el centro de esos terrenos, hubiese sido derruida en ese momento. La capilla fue desmontada por dos maestros canteros de San Martín de Podes, y reconstruida en un altozano desde el que puede verse la iglesia de San Jorge de Manzaneda. La consagración de la nueva localización de Nuestra Señora de las Nieves tuvo lugar en agosto de 1964, con una procesión previa que partía precisamente desde Manzaneda.

Arquitectura
En cuanto a su arquitectura, la iglesia consta de una única nave y cabecera semicircular precedida de un profundo tramo recto. Este tramo recto se cubre con bóveda de cañón sencilla, sin fajones, y el ábside semicircular con bóveda de horno. Separando ambos tramos de la cabecera se sitúan sendas pilastras, pero, en cualquier caso, la presencia de una línea de imposta, que recorre todo el espacio interior de la cabecera, la dota de homogeneidad y continuidad. Adosado al espacio semicircular del ábside, hay un banco corrido bastante elevado.

En el centro del ábside se abre una ventana abocinada que actualmente incluye una vidriera con la imagen del santo titular. Dicha ventana se articula interiormente con un arco de medio punto sobre dos pequeñas columnas entregas, rematadas en capiteles decorados con motivos vegetales: varias hojas lanceoladas y de profundas nervaduras que ocupan toda la superficie del capitel. En el exterior, la ventana presenta un aspecto similar, acompañándose de un guardapolvo liso y de perfiles muy geométricos, al igual que la propia rosca del arco, también desornamentada. Las basas de las columnillas exteriores se encuentran bastante deterioradas por la erosión. Los capiteles reinciden en los repertorios vegetales, aunque con algunas variantes con respecto a los del interior: si bien también se trata de largas hojas que cubren todo el capitel, las del capitel del lado izquierdo tienen un aspecto carnoso y rizado, mientras que el capitel derecho muestra hojas lisas y apenas molduradas por lo que sería la línea del nervio central. Esta ventana es, de todos los vanos abiertos en el paramento del edificio, la única original de época románica, siendo los demás debidos a reformas posteriores, incluso algunos, los del lado sur, posteriores a la guerra civil.
Ventana del ábside 

Continuando en el exterior, el paramento del ábside se articula con varias columnas entregas y un zócalo. El zócalo de sillería, de 0,70 m de alto, recorre toda la cabecera y sirve de soporte a las cuatro columnas adosadas. Las dos columnas situadas en la zona de unión entre el tramo recto y el ábside semicircular, son de proporciones muy esbeltas (las basas miden 0,20 x 0,20 m), mientras que las otras dos, flanqueando la ventana, son de proporciones más anchas (en este caso, las basas miden 0,40 x 0,50 m). Todas ellas se coronan con capiteles de similares características a los de la ventana. Toda la iglesia estaría, en origen, animada por canecillos bajo la cornisa, aunque actualmente sólo se conservan originales los del ábside y dos, erosionados hasta el punto de no poder identificar su figuración, en el comienzo del muro sur de la nave. Los canecillos del ábside, bastante bien conservados en general, presentan un repertorio iconográfico muy variado, que incluye diversos motivos vegetales (entre ellos, espigas), representaciones humanas (el rostro de un hombre barbado, un músico tocando lo que parece ser una viola, un hombre mostrando sus genitales, otro hombre colocado en sentido inverso), animales (un felino de aspecto grotesco, dos cabras representadas unidas en un mismo canecillo) y algunos elementos geométricos y apomados. La línea de la cornisa se decora con una banda de tetrapétalas, sin botón central, talladas con un corte bastante profundo.
Ábside
Canecillos del Ábside
Canecillo que representa a una figura humana invertida.
Canecillo que representa a un músico probablemente tocando la viola.
Canecillo que muestra una figura humana con las piernas abiertas. 

Portada
La portada se articula mediante tres arquivoltas de medio punto protegidas por un guardapolvo muy deteriorado, y descansando todo el conjunto sobre impostas. Las tres arquivoltas se emparejan con sus respectivas columnas. Toda la estructura de la portada se levanta, tal como ocurría en el arco del triunfo, sobre un alto zócalo, que en el caso de la portada aparece decorado con una línea de dientes de sierra en posición invertida. A pesar de su estado fragmentario, puede apreciarse que el guardapolvo estuvo decorado a base de grandes flores con botón central, similares a las que ya hemos comentado del arco del triunfo, acompañadas por pares de pequeñas bolas entre cada una de ellas. Las dos primeras arquivoltas, es decir, las exteriores, reinciden en la temática floral, en este caso con tetrapétalas de botón central en la primera rosca y sin ese botón central en la segunda, acompañadas, en ambos casos, por un bocel decorado con dientes de sierra dispuestos en sentido longitudinal. Por el contrario, la arquivolta interior presenta el frente moldurado con una nueva línea de dientes de sierra y sendos boceles, uno cóncavo y otro, decorado con dos bandas de semicírculos afrontados, convexo. El intradós es liso en los tres casos.
Las arquivoltas apean sobre tres pares de columnas, siendo las dos interiores, como ya comentamos al referirnos al arco del triunfo, de proporciones más anchas. Y, como también ocurría en el arco del triunfo, las basas presentan en sus frentes restos, en diferente estado de conservación, de garras y volutas. Además de ello, todas las basas se decoran con dos bandas de semicírculos afrontados, similares a los de la arquivolta interior, motivo que se repite a lo largo de los codillos existentes entre las columnas. Como dato destacable, hay que señalar la presencia, a media altura del fuste de la primera columna derecha, del relieve de una figura femenina; aunque las líneas del rostro han sido completamente borradas, por la forma anatómica, de talle estrecho, y el vestido largo con que se representa podría tratarse de la imagen de una mujer en actitud oferente.
En cuanto a los capiteles, ninguno presenta decoración figurada. En la jamba izquierda, los capiteles se decoran con apomados, originales lazos de soga y grandes hojas nervadas, todos ellos sobre fondo liso. En la jamba derecha, el primer capitel presenta grandes hojas nervadas, de bordes ondulados, que, a diferencia del capitel vegetal de la derecha, parten desde el collarino. El capitel central presenta una línea de zigzag tridimensional que sirve de base a un original ornato vegetal. El tercer capitel, correspondiéndose con la columna interior, se cubre con tres grandes hojas que arrancan también desde el collarino, pero que presentan su superficie lisa, concentrándose el relieve en las grandes volutas florales de la parte superior. Todos los capiteles se coronan por la línea de imposta ajedrezada.


Interior
El arco triunfal del interior es uno de los ejemplos más complejos del románico costero en lo que se refiere a su decoración, por la multitud de motivos que presenta y la forma en que dispone de ellos. El arco se articula por medio de dos arquivoltas de medio punto, protegidas por guardapolvo y apoyadas sobre impostas. Toda esta estructura se eleva sobre un alto zócalo. El guardapolvo se decora con una banda de tetrapétalas de similar aspecto a las de la cornisa exterior. La arquivolta exterior se decora con doble línea de zigzag, presentando la segunda hilera un relieve mucho más pronunciado. Entre ambas líneas de zigzag, y situada en los picos, aparece una sucesión de bolas; una idea parecida se encuentra también en la portada occidental de San Juan de Cenero, cuya rosca interior aparece perlada con un recurso semejante, si bien las bolas de Manzaneda son de mayores proporciones.

Como complemento a todo ello, en el extremo exterior de la arquivolta se dispone una sucesión de pequeñas rosetas florales de destacado botón central y que son idénticas a las que decoran el guardapolvo de la portada oeste. En cuanto al intradós de esta primera arquivolta del arco del triunfo, se decora también con un doble motivo: una banda de triángulos o dientes de sierra, sobre la que se dispone una sucesión de medias rosetas. En el inicio de estas series decorativas se sitúa un círculo sogueado con motivos vegetales muy estilizados y una gran roseta de ocho hojas con botón central. Por su parte, la arquivolta interior del arco del triunfo presenta una moldura cóncava decorada a base de ajedrezado, y un potente bocel en la arista. Su intradós es liso. La línea de imposta está recorrida por una serie de motivos vegetales imbricados: palmetas y lazos en el lado izquierdo; lazos, volutas y pequeñas hojas lanceoladas en el lado derecho. Esta imposta continúa, ya sin decoración, a lo largo de todo el interior del ábside, interrumpiéndose únicamente en el lugar donde se abre la ventana.
Arco
Capiteles del arco
Las columnas del arco del triunfo presentan una particularidad ya observada en las columnas adosadas al exterior del ábside de esta misma iglesia, que repetirá en su portada occidental, y que también podremos ver en la portada principal de Santa María de Piedeloro, iglesia del vecino concejo de Carreño. Y es que el par de columnas del interior son de proporciones diferentes a las columnas más exteriores, ya que los fustes son algo más cortos y, sobre todo, más anchos. Todas las basas presentan restos de haber incluido pequeñas máscaras o volutas vegetales decorando sus ángulos. En cuanto a los capiteles, combinan las representaciones figurativas con los motivos vegetales. Comenzando por el lado izquierdo, el primer capitel, cuya decoración se ha perdido parcialmente, presenta una serie de grandes hojas coronadas por una línea de sogueado en la parte superior; el segundo capitel, de mayor tamaño, en consonancia con la mayor proporción de la columna, aparece cuidadosamente decorado por una complicada red de motivos vegetales que combina grandes hojas palmiformes, alguna de ellas colocadas en sentido invertido, helechos y tetrafolias de aspecto compacto. En el lado derecho, el primer capitel repite la decoración del capitel izquierdo, con el que se corresponde, aunque su estado de conservación es aún peor y, de hecho, la identificación de su ornato pudo realizarse gracias a una fotografía datada años antes de la guerra civil; el segundo capitel es el único figurado y el que presenta mayor interés de todo el conjunto. Se trata en realidad de dos escenas idénticas, separadas a través de dos grandes volutas de aspecto geométrico que se sitúan en el centro exacto de la cara frontal del capitel. La escena presenta un pájaro que ataca a un hombre, picándole en uno de sus hombros. En el lateral que mira hacia la nave, el pájaro es de pequeño tamaño, aunque con patas y cuello muy largos; el hombre gira levemente la cabeza, enmarcada en una especie de concha o venera, en actitud de mirar al animal. El lateral que mira hacia el interior del ábside presenta una factura más delicada.
El pájaro es de grandes proporciones, con unas patas muy largas, aunque sólo apoya una, rematada en una gran garra, en el collarino del capitel; la otra pata, flexionada, la dirige de forma amenazadora hacia la figura humana. El cuerpo del ave está tratado con gran detalle, habiéndose tallado cuidadosamente su plumaje. Apoya la cabeza, rematada en un largo pico, sobre el pecho del hombre, quién le sujeta con el brazo derecho. La figura humana es desproporcionada y tosca, las piernas quedan reducidas a la mínima expresión y presenta algunos desajustes anatómicos en la forma de unir los brazos al torso. Podría pensarse que el responsable de su ejecución no fue el mismo artista que talló el pájaro. La cabeza, que vuelve a aparecer enmarcada con una venera, mira de forma inexpresiva al frente y no al ave. Los detalles del rostro y de las ropas aparecen, más que tallados, sugeridos toscamente a partir de incisiones. Las figuras se sitúan sobre un fondo liso, de tal manera que no hay ninguna referencia espacial o temporal que nos permita situar la escena en un contexto.
Una interpretación válida de esta imagen podría ser considerarla como una metáfora del pecado (en la forma de un pájaro de atractivo plumaje) tentando al hombre. Vidal de la Madrid nos llama la atención sobre lo que estamos viendo, el momento de la lucha: el hombre sujeta con un brazo la cabeza del pájaro, lo que podría entenderse como la fuerza de voluntad necesaria para resistir la tentación, pero en realidad aún no hay una solución clara, no hay aún un vencedor y un vencido. Este tipo de escenas, que también podemos encontrar en otras iglesias asturianas, como por ejemplo Santa Eulalia de Selorio, son una muestra del carácter didáctico y moralizante de la escultura románica.

Respecto a esa cruz procesional a la que hacíamos referencia al comienzo, poco más se puede decir, puesto que actualmente se encuentra desaparecida. La de Canella fue la primera mención escrita que se tiene de ella; Vigil se limitó a repetir esa información, y hasta 1927, gracias a Aurelio de Llano, no se volvió a tener noticias de ella, cuando fue localizada en la parroquia de Luanco. Este autor logró recrear las circunstancias que la llevaron hasta allí: parece ser que, en algún momento, la cruz desapareció de Manzaneda, descubriéndose poco después que “en una casa particular se vendía una cruz de mérito extraordinario”; una vez recuperada, se depositó “en una casa de confianza”, y años más tarde se dejó bajo la custodia del párroco de Luanco, última referencia conocida. Menéndez Pidal, en 1952, expuso sus sospechas de que la cruz procesional de Manzaneda, junto con el ara de Obona hubieran sido “embarcadas en Gijón, al parecer con destino a Francia” durante la guerra civil. Según las fotografías que se conservan, podemos hacer una somera descripción de esta pieza orfebrística: se trataría de una cruz con alma de madera recubierta por dos capas metálicas, de latón o de cobre, sobredoradas, decoradas con esmaltes y algunas piedras preciosas. En el centro del anverso se situaba la imagen del crucificado. Presentaba la figura de un hombre barbado y coronado, cubierto por un faldellín hasta las rodillas. Sobre él, se leía la leyenda habitual: I.H.S. Se trataría de un crucificado adscrito a la iconografía románica, es decir, vivo, en una postura aún rígida y con cuatro clavos. En el tondo del reverso, el dibujo de un Cristo en majestad, nimbado y bendiciendo. Si bien en Asturias existieron ejemplos de cruces procesionales, como la de San Salvador de Fuentes, las características que podemos observar en la de Manzaneda la pondrían en relación con una pieza cántabra, la Cruz de Piasca, fechada a principios del siglo XIII y que al parecer habría sido importada de Francia. La de Manzaneda también se relacionaría, si nos basamos en la descripción, con una cruz, hoy también desaparecida, que existía en la parroquia de Lodón (Concejo de Belmonte de Miranda).


 


 

 

 

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