Románico en la comarca de Camín Real de
la Mesa
La
histórica Comarca del Camino Real de la Mesa (Camín Real) se ubica en el centro
oeste del Principado de Asturias. Se trata de una zona muy montañosa surcada
por algunos profundos valles donde se ubican poblaciones de gran
pintoresquismo.
Tuvo
importancia desde tiempos muy antiguos pues existió una calzada romana que
comunicaba Asturica Augusta (Astorga) con Lucus Asturum (probablemente la
actual Lugo de Llanera).
Alrededor
de esta importante vía de comunicación y otros valles cercanos surgieron
poblaciones que tuvieron vitalidad durante el esplendor del Reino Astur. De
esta época tenemos, por ejemplo, la bien conservada iglesia de Santo Adriano de
Tuñón.
En
cuanto a románico, nos han llegado importantes templos como el de la Colegiata
de San Pedro de Teverga del siglo XI, Santa María de Villanueva de Teverga
(siglos XI y XII) y San Pedro de Arrojo (comienzos del siglo XIII).
Teverga
El
territorio de Teverga se sitúa en la parte suroccidental del Principado de
Asturias, en los límites con la provincia de León, con la que se comunica a
través de la carretera AS- 228, y a 38 km de Oviedo. Definido geográficamente
por tres valles fluviales, es un territorio montañoso, con fuertes pendientes y
aguas en abundancia, que propician pastos de calidad, determinando así que la
actividad económica de la zona se centrara durante siglos en la ganadería, con
un predominio importante del ganado vacuno, y en la agricultura, en la que
destacarían los cultivos de cereales, principalmente la escanda, al lado de
pequeñas plantaciones de frutales y huertos.
La
ocupación humana del territorio se constata ya en época prehistórica, de la que
han quedado manifestaciones en distintos puntos, como las pinturas rupestres de
los abrigos de Fresnedo. Estas sociedades primitivas fueron evolucionando y
concentrándose en los núcleos castreños de época prerromana, germen de las
primeras aldeas de la zona, posteriormente ocupados por las legiones romanas,
ya que una de sus primitivas vías de penetración en Asturias fue precisamente
la conocida como calzada de la Mesa, que atraviesa el territorio tevergano. Fue
ésta una importante ruta de comunicación con la Meseta desde la antigüedad
hasta los primeros tiempos de la Edad Moderna, con especial incidencia en la
Edad Media, cuando alcanzó gran relieve tanto por el comercio como por su
situación estratégica y defensiva.
Durante
el Medievo, entre los siglos X y XIII, queda prácticamente configurada la
ordenación geográfica del territorio Tebricense (A. Fernández Suárez), citado
por primera vez como tal en el controvertido testamento de rey Fruela, datado
en el 912. En este tiempo sobre los tres valles que lo conforman se asienta un
poblamiento denso diseminado en torno a villas, monasterios e iglesias, que, en
ocasiones, estimulan la creación de un pequeño núcleo de población. A estos
núcleos hay que añadir la presencia de varios castillos (Miranda, Monreal, San
Pedro) que, asentados en puntos estratégicos, conformaban un complejo sistema
defensivo para control de los diferentes valles y vías de comunicación
procedentes de la Meseta, que era necesario proteger tanto ante la amenaza de
razzias árabes como ante las revueltas interiores originadas por la sublevación
de algunos sectores de la nobleza contra el poder real, entre las que destaca
la protagonizada en tiempos de Alfonso VII por el caudillo Gonzalo Peláez, que
algunos autores consideran más que una simple revuelta una verdadera guerra
civil entre dos facciones contrarias de la nobleza asturiana, de la que se
vivieron algunos episodios en estas tierras, donde tanto el conde como sus
adversarios disponían de importantes bienes patrimoniales.Desde
épocas tempranas se tiene conocimiento de la existencia de centros religiosos
en Teverga, monasterios o iglesias de carácter propio dependientes de familias
nobiliarias, entre las que debemos destacar el linaje de la infanta Cristina de
León. Santa María de Corregia, Santa Felicis y el monasterio de San Juan son
los primeros centros religiosos de los que se tienen noticias documentales,
anteriores todos ellos al siglo XI. Es ése un período decisivo para el monacato
asturiano y también para el territorio tevergano, ya que es cuando hacen su
aparición los monasterios de San Salvador de Alesgas, San Pedro de Teverga y
Santa María de Villanuena (Carzana en origen), centros que jugarán un
importante papel en el desarrollo de la vida religiosa.
En
los siglos XII y XIII, coincidiendo con la dispersión de los patrimonios
nobiliarios y la importante transformación de la vida religiosa peninsular
promovida por el concilio de Coyanza, se inició un proceso que llevó a los
obispos a un mayor control sobre su diócesis y desencadenó una sucesión de
donaciones particulares a favor de los obispos y de los grandes monasterios.
Teverga, como el resto de territorios, no permaneció ajena a este hecho, de
modo que entre finales del siglo XI y el siglo XII diversos territorios e
instituciones eclesiásticas fueron donadas a favor, principalmente de tres
centros: la catedral de Oviedo, la Colegiata de San Pedro, que poco a poco
consolidó un rico patrimonio que le permitió mantenerse como canonía rural, y
el monasterio de Santa María de Lapedo, en el vecino concejo de Belmonte de
Miranda. Ya en pleno siglo XIII la tierra de Teverga se integra completamente
en la órbita señorial-jurisdiccional de los obispos de Oviedo, un poder que
ejercieron a través de la figura de los encomenderos, en buena parte
pertenecientes a la familia de los Bernaldo de Quirós.
Colegiata de San Pedro
En
el lugar conocido como la plaza, capital del actual concejo de Teverga, sito en
la confluencia de los valles de Valdecarzana y Valdesampedro, se levanta la
colegiata de San Pedro de Teverga, elemento generador del pequeño núcleo de
población que se ubica a su alrededor. Es una construcción controvertida y
difícil de interpretar, tanto desde el punto de vista artístico como histórico,
dada la convergencia en la misma obra de elementos que lo acercan tanto al
prerrománico como al románico, y la dificultad para establecer una cronología
precisa.
La
primera referencia documental al llamado monasterio de San Pedro de Tevega
aparece en 1069, y ha llegado a nosotros de manera indirecta a través de la
copia del Libro Codo de la colegiata realizada en el siglo XVIII por el
ilustrado asturiano G. M. de Jovellanos. Se trata de una fecha temprana que, si
bien en los primeros estudios del templo se consideró falsa, al ponerse en
relación con otros cenobios para los que se creía una fundación más tardía, hoy
parece aclarado que en dicha fecha el templo tevergano ya podía encontrarse
perfectamente en pie o en fase de construcción. Plenamente establecido ya
aparece pocos años después, en 1076, pues un epitafio, hoy perdido, citado por
C. Miguel Vigil y del que se conserva copia en la Academia de la Historia, recogía,
según trascripción y traducción de Diego Santos: Vía alm(a)e fero signum
fuge demon / In (h)oc tumulo obiit famulo D(e)i Fre/denando defu(n)cto qui
migratus de (h)oc s(a)eculo VIII I /d(u)s oc(to)br(i)s in civitate Toleto
milite cum / pecanos in tempore Adefonso Rexe t[ra(n)/sivit] de LVIII annos /
in era CXIIII post mla, Requies/cat in pace. Amen. (“Llevo la señal de la cruz,
demonio, huye. En este túmulo yace el siervo de Dios, Fernando, difunto, que
emigró de este mundo el octavo día antes del idus de octubre, en la ciudad de
Toledo, luchando contra los infieles, en tiempo de Alfonso, rey de Toledo y
León. Se fue a los 58 años. En la era de mil ciento catorce [8 de octubre de
1076]. Descanse en paz. Amén”).
Todo
parece indicar, a la luz de documentos posteriores y siguiendo patrones muy
difundidos en la época, que el primitivo cenobio de San Pedro fue fundado como
monasterio propio en régimen de herederos, de forma que la presencia de vida
reglada en la institución no tiene por qué entenderse desde sus orígenes, ya
que estas fundaciones, vinculadas a un grupo familiar de cuyo patrimonio
formaban parte y sobre el que tenían derechos de presentación, solían
destinarse al retiro de las mujeres viudas de la familia y servían de lugar de
sepultura de sus miembros. En el caso de la colegiata de Teverga, la mayor
parte de los documentos conocidos se relacionan con miembros de un mismo linaje
nobiliario, los descendientes de Pelayo Froilaz y Aldonza Ordóñez, hija de los
infantes Cristina y Ordoño, nieta, por tanto, de Vermudo II y Ramiro III, entre
los que se encuentran algunos de los personajes más destacados de la alta
nobleza asturiana de la época.
Así,
en el año 1092, su nieta, Aldonza Muñiz, en donación otorgada a favor de San
Salvador de Oviedo, incluye in territorio de Tebrega in monasterio Sanctj
Petri meam porjonem ab integro (...) una posesión que le pertenecía, tal
como menciona en el documento, como herencia de su madre la condesa Elvira,
quien parece ser, a la luz de otros documentos, una de las hijas de los
mencionados condes. Cuatro años después serán sus tías, Jimena y María Pelaéz,
hijas de la condesa Aldonza, quienes sigan el mismo camino entregando a la sede
ovetense sus respectivas porciones del monasterio de San Pedro, mencionando
además, en el testamento de María, que dichas propiedades las obtinuerunt eas
genitoribus meis comes Pelagius Froilaz et uxor eius comitissa Eldonza Ordoniz.
Al año siguiente, en 1097, Mayor Gonzanviz, llamada Mumadomna, que era nuera de
Aldonza, como esposa de su hijo Pelayo Peláez, hace lo propio, entregando a San
Salvador de Oviedo las raciones que le pertenecían, aclarando que si bien una
de las raciones le pertenecía a ella misma (podemos suponer en vista de los
documentos anteriores como herencia de su marido), la otra ración procedía de
una permuta realizada con el rey Alfonso VI, el cual le habría entregado su
ración en el monasterio tebricense a cambio del llamado castillo de Siario, en
tierras leonesas. Esta permuta parece poner de relieve la existencia de una
participación regia en el monasterio tevergano, lo cual, como veremos más
adelante, puede ayudar a determinar algunas de las relaciones formales entre la
colegiata de San Pedro y la de San Isidoro de León. La donante, que se
refiere a la iglesia de Teverga como uoeitatus Saneti Petri eum bis titulis,
Sancti Benedicti et Sancti Ihoannis, pone como cláusula del testamento que su
hijo Gonzalo Peláez, protagonista de un importante episodio de la historia
medieval asturiana por sus rebeliones contra Alfonso VII, debe conservar
ciertos derechos en la institución, en la cual, según se desprende de una
inscripción que había antaño en la colegiata y que fue recogida por el Padre
Carballo, reposaban los restos de soterrado Floylan Pelaez, fillo de Payo Paez
e de si el so fillo Payo Floylez, home del Emperador; a quien puede
identificarse, como expone Calleja Puerta, como hijo de los mismos Pelayo
Peláez y la mencionada Mumadonna González.
La
lectura de este último documento parece dar a entender que se pone aquí fin a
la historia de San Pedro como monasterio familiar, pasando ya a pertenecer por
completo a la Iglesia ovetense. Sin embargo, no parece haber sido así, ya que,
tiempo después, en 1201, el rey Alfonso IX todavía poseía una de las raciones
de San Pedro, la cual, según aclara el documento de donación a favor de San
Salvador de Oviedo me pertinebat ex parte comitisse domine Elvire quod me
recipit in filium et heredem, una condesa Elvira a quien se identifica con
Elvira Peláez, descendiente también de los mencionados condes Aldonza y Pelayo,
como hija del conde Pedro Alfonso, biznieto de los anteriores. Este conde,
casado con María Froilaz, que pertenecía a la más alta nobleza leonesa, lo que
explica que sus restos reposen en el panteón real de San Isidoro, en 1147 hizo
donación junto con su esposa a San Pedro de Teverga de ganados y otros
presentes, lo que habla nuevamente de la vinculación de todo el linaje a la
colegiata ahora comentada.
A
la luz de estos documentos, parece clara la existencia de una vinculación de
este grupo familiar, entre cuyos miembros se encontraban algunas de las más
altas dignidades del reino, con el origen y el momento de construcción, a
mediados del siglo XI, de la colegiata de San Pedro. Además, el Libro Codo
copiado por Jovellanos menciona que Eclesia Tibrisensis habet societatem et
confraternitatem cum Eclesiis seus Monasteriis que inferius ennotantur,
videlicet cum monasterio S. Isidori Legión, cum Ecca S. Mariae Arvens, cum
monastero Lapidem, cum Corneliana, cum Monasterio de Obona, cum Monasterio S.
Andreae de Spinareda, et pro ibidem defuntis celebratur anniversarium annunatim
y todas estas instituciones, de una u otra manera, guardan una estrecha
relación con la estirpe nobiliaria mencionada en los documentos. Así, en San
Isidoro de León reposan los restos, entre otros familiares, de Vermudo II,
abuelo de la condesa Aldonza; San Salvador de Cornellana fue fundado por la
infanta Cristina, madre de la misma condesa; el monasterio de Lapedo fue
fundado por ella misma junto con su esposo, y en cuanto al monasterio berciano
de Espinareda, sabemos que al menos su hija Jimena tenía una participación en
él mismo, tal como aparece en el mismo documento por el que entrega San Pedro a
la catedral de Oviedo.
La
relación de este linaje nobiliario, tan próximo a la corte leonesa, con San
Pedro de Teverga es fundamental para explicar muchas de las características de
su estructura y ornamentación, así como la relación existente con el primitivo
templo leonés de San Juan Bautista y San Pelayo, cuya construcción en piedra
habían favorecido los monarcas Fernando I y Sancha. También explica la estrecha
relación que ambas edificaciones parecen guardar con las primeras muestras del
románico ovetense, que encontramos en el monasterio de San Pelayo y en la Torre
Vieja de la catedral, debidas, la primera, a la iniciativa del mismo Fernando
I, y la segunda, según la tradición, al empuje de su hijo Alfonso VI.
Considera
A. M. Fernández que probablemente desde la segunda mitad del siglo XII San
Pedro funcionaba como colegiata rural, siendo el centro religioso de una gran
área geográfica por su situación, alejada por igual de la órbita directa de la
mitra y de los grandes monasterios. En 1142 se data el primer documento en que
aparece la colegiata como beneficiaria de una donación, siendo ya una constante
a partir de 1169. A través de estas donaciones, la institución fue aumentando
considerablemente su patrimonio y alcanzó su máximo esplendor en el primer
cuarto del siglo XIV. De la documentación de este período parece desprenderse
que la canónica de San Pedro, posiblemente sujeta a la regla de San Agustín, a
pesar de su dependencia del cabildo ovetense, gozó de gran autonomía como
institución, al tiempo que la relación entre los miembros de las dos
comunidades fue muy estrecha, tanto desde el punto de vista espiritual como
económico. A partir del siglo XVI, aunque su vinculación pueda ser anterior, la
Casa de Miranda reclama sus derechos de presentación y patronato sobre la
iglesia de la colegiata, concedidos, según se presenta en el pleito, por un
privilegio otorgado en 1372 por Enrique II. Como patronos de San Pedro, los
Miranda emprenden entonces una serie de obras en el templo para convertirlo en
iglesia panteón de su linaje, uno de los más poderosos de la nobleza rural
asturiana.
A
lo largo de sus casi mil años de historia el conjunto de la colegiata ha pasado
por diferentes etapas constructivas para ir dotando a la institución de las
dependencias necesarias para sus actividades. A la iglesia, construida hacia
mediados del siglo XI y alterada en los siglos XVII y XVIII, se añadieron otra
serie de construcciones anejas; en el siglo XV se construyó un primer claustro,
sustituido siglos después por el actual, un palacio abacial del que apenas
quedan restos y una capilla funeraria adosada al muro norte de la cabecera, que
todavía puede verse en la construcción. Tras un incendio que destruyó gran
parte del edificio, hacia el siglo XVIII, se levantó un nuevo claustro y la
actual casa rectoral, posiblemente en sustitución del mencionado palacio
abacial, al mismo tiempo se llevaron a cabo en la iglesia una serie de obras,
como la construcción de la torre en la fachada occidental, la tribuna alta del
pórtico y la reconstrucción de la cabecera, que desfiguraron un tanto la
apariencia primitiva del templo.
La
iglesia de San Pedro viene ya desde antiguo, cuando se abordaron a principios
del siglo pasado los primeros estudios serios sobre la obra, considerándose
como uno de los principales ejemplos del primer románico español, llegado de la
mano de la reforma eclesiástica y de las estrategias políticas que acercaron el
reino de León a la órbita franco-navarra. Numerosas y controvertidas
interrogantes han planteado tanto la estructura general de la obra como su
cronología, dada la pervivencia en ella de elementos de dos estilos artísticos,
prerrománico y románico, aparentemente pertenecientes a una misma campaña
constructiva, que puede situarse en la segunda mitad del siglo XI. No obstante,
también se ha pensado (R. Alonso Álvarez) en la existencia de dos fases
constructivas y con escaso margen temporal entre ambas, de la que la primera se
adscribiría al románico incipiente de mediados del siglo XI y la segunda, ya
con elementos del románico pleno, en torno a los últimos años del mencionado
siglo.
Para
algunos autores, la convivencia de elementos de dos estilos distintos en una
misma campaña constructiva es explicable por considerar este templo como una
obra puente entre la tradición prerrománica y las nuevas corrientes del
románico; para otros, como I. G. Bango Torviso, siguiendo una secuencia
constructiva similar a la propuesta para el caso de la colegiata leonesa, la
iglesia de Teverga vendría a ser, tanto por cronología como por algunas
soluciones concretas, una obra del románico pleno, condicionada en su
planimetría por una estructura anterior perteneciente al período prerrománico,
de la que se habría reaprovechado parte de la cimentación. Ahora bien, aunque,
como expone M. S. Álvarez Martínez, esta teoría no resulta descabellada puesto
que la práctica de reaprovechamiento mural fue frecuente en la Asturias de la
época, según demuestran las fábricas de San Salvador de Fuentes y la misma
torre románica de la catedral de Oviedo, no podemos descartar que las
soluciones constructivas de Teverga puedan deberse a una elección voluntaria de
sus patrocinadores, quienes, a imagen y semejanza de las obras de patrocinio
regio que por entonces se construían tanto en León, caso de la iglesia y el
panteón de San Juan Bautista y San Pelayo, como en Oviedo, caso del monasterio
de San Pelayo, optaron por un modelo constructivo que desde el punto de vista
conceptual enlazaba y seguía los esquemas propios de las edificaciones
vinculadas a la Monarquía Asturiana, tal y como parece que también ocurrió en
los primeros tiempos de románico germano, en el que se buscó la evocación de la
imagen imperial a través del empleo de esquemas similares a los utilizados en
la capilla palatina de Aquisgrán, como demuestran la iglesia del monasterio de
Ottomarsheim del primer cuarto de siglo XI o la antigua colegiata de San Cosme
y San Damián de Esse, construido a mediados del mismo siglo.
La
elección de un modelo tradicional y con connotaciones áulicas para la iglesia
de Teverga no resulta extraña si tenemos en cuenta la ascendencia del grupo
familiar con quien venimos relacionándola y su posición en la corte leonesa,
así como que, según la donación de la condesa Mumadomna, una parte del
monasterio le perteneció al rey Alfonso VI, si bien no sabemos a través de que
vía le llegó al monarca dicha participación. Como ya citamos, la condesa
Aldonza Ordóñez era nieta de Ramiro III y Vermudo II, como hija del infante
Ordoño, heredero del primero, apartado del trono por su tío, y de la infanta
Cristina, hija de la repudiada reina Velasquita. La unión en matrimonio de los
hijos de las dos reinas apartadas del trono y “recluidas” en Oviedo,
donde ambas vivieron muy ligadas al monasterio de San Pelayo, tal como ha
puesto de relieve I. Torrente Fernández, quizás no esté exenta de miras
políticas, pudiendo entenderse como una alianza entre las dos damas tratando de
recuperar el trono para sus vástagos, lo que vendría a apoyar la serie de
revueltas que en estos años finales del siglo X parece que tuvieron lugar en la
zona centro occidental asturiana, precisamente el ámbito geográfico donde se
concentrará posteriormente la mayor parte de dominios de la familia Peláez.
Según expone M. Calleja Puerta, las relaciones de esta rama familiar con la
línea reinante en León parece que en los reinados de Vermudo II y Alfonso V se
limitaron a la protección económica, a través de varios donaciones, pero desde
los tiempos de Vermudo III y sobre todo a partir de Fernando I –conviene tener
en cuenta que para el ascenso de este monarca al trono se produjeron una serie
de revueltas, en las que parece que la familia Peláez estuvo de su parte– se
aprecia una progresiva integración de los miembros de esta rama en el poder
político ocupando destacados cargos en la corte. No es este el lugar para
enumerar los cargos y dignidades que ostentaron los miembros de este linaje,
pero a manera de ejemplo ilustrativo, y muy válido para nuestro propósito, es
de destacar que de los cuatro nobles que junto con la familia real y las
dignidades eclesiásticas presidieron la consagración en 1063 de la iglesia de
San Juan y San Pelayo de León con motivo del traslado de los restos de San
Isidoro de Sevilla, tres de ellos, Pedro Peláez, quien en algunos documentos
aparece con el título de dux entre los denominados magnates palatii, Ordoño
Pelaéz y Munio Pelaéz, no eran otros que los hijos de Aldonza Ordóñez y Pelayo
Froilaz. Un dato que, además de poner de relieve la posición social de los
personajes, nos indica un conocimiento directo del templo leones.
Proponemos
así, a modo de hipótesis, que siguiendo el ejemplo de lo que por aquel entonces
se estaba construyendo tanto en León como en Oviedo, la familia Peláez
emprendiese la construcción de un templo, destinado a panteón, a semejanza del
que sus señores y familiares estaban construyendo en León, poniendo así de
relieve, a través de unas estructuras de connotaciones regias, la procedencia
de su estirpe, pues parece evidente, a la luz de algunos documentos, que la
condesa Aldonza, sus hijos y aún sus nietos, entre los que se encontraba el
laureado conde Suero Bermúdez, siempre quisieron dejar constancia de la
procedencia de su estirpe, como puede demostrar el hecho de que en 1032 Vermudo
III permutara con la condesa la villa de Lapeto que había pertenecido a su
abuela, donde posteriormente se fundaría el monasterio de Santa María de
Lapedo. Poco tiempo después, en 1051, sería la madre de la condesa, la infanta
Cristina, quien en un pleito contra el obispo de Oviedo, reclamase la corte de
la Santa Cruz, que había pertenecido a la difunta Velasquita y que tras la
conclusión del pleito pasó a manos de Aldonza, ya que ista corte mea est ad
me partinet quia fuit ex mea progenie.
Puede
sorprender la elección del emplazamiento del templo en un lugar que hoy se nos
presenta muy apartado de los principales centros de poder. Sin embargo, es
preciso tener en cuenta que la familia disfrutaba de importantes dominios en la
zona y que en el período altomedieval del que estamos hablando Teverga estaba
comunicada con la Meseta por una de las principales vías existentes desde época
romana, la calzada Real de la Mesa. Por otra parte, el hecho de que estos
territorios hayan sido los protagonistas de la revuelta de Gonzalo Peláez,
también miembro de la familia, contra Alfonso VII, demuestra que la zona debió
de gozar, al menos durante los siglos XI y XII, de cierta relevancia vinculada
a las aspiraciones de esta estirpe. Y ello queda demostrado en la fundación de
iglesias y monasterios, como el caso que nos ocupa, además de Santa María de
Villanueva, San Salvador de Cornellana y Santa María de Lapedo, en los que, a
excepción del último citado, en el que la ausencia restos materiales nos impide
valorarlo, parece que trabajaron talleres de alta cualificación, conocedores de
lo que, en cada momento, se estaba haciendo al otro lado de la cordillera, tal
como puede verse en las entradas referidas a ellos en esta misma colección.
Arquitectura
Construida
con cantería regular en la totalidad de su fábrica, lo que además de evidenciar
un importante respaldo económico ya es indicativo de la aplicación del aparejo
según los nuevos presupuestos románicos, la estructura del templo presenta dos
espacios perfectamente diferenciados y, según parece, edificados
independientemente uno de otro, aunque levantados en la misma campaña y
relacionados entre sí. En ellos, a un planteamiento planimétrico de tradición
prerrománica, muy próximo al de San Salvador de Valdediós, se superponen
elementos constructivos, ornamentales, estéticos y espaciales propios del nuevo
estilo románico.
En
primer lugar se dispone un pórtico o nártex, con tres naves, la central
ligeramente más ancha que las laterales, articuladas en cada lado por medio de
dos arcos de medio punto dispuestos sobre tres potentes columnas de canon
corto. De ellas, las de los extremos aparecen adosadas a los muros y las
centrales exentas, compuestas por un grueso y corto fuste cilíndrico que se
apoya sobre una basa también cilíndrica y se remata con un pesado capitel
cúbico, carente de collarino, y en el que la cesta y el ábaco, decorados con
toscas figuraciones, conforman un único bloque pétreo. El sistema de cubiertas
actual, con bóvedas de cañón corrido, con la central escarzana y ligeramente
más elevada que las laterales, parecen ser fruto de las reformas efectuadas en
el templo cuando, en época moderna, según las últimas consideraciones, se
construyó una tribuna encima del pórtico. Estas bóvedas, no obstante, debieron
de reconstruirse siguiendo el sistema de cubiertas original, aunque es de
suponer que la bóveda central sería de medio cañón como las laterales; al
menos, eso parece deducirse de la presencia de los contrafuertes en los muros
perimetrales en el exterior y de las líneas de imposta originales que marcan el
arranque de las bóvedas en las naves laterales.
Detalle del muro sur
Canecillos del muro sur
Canecillos del muro sur
Plano
Interior
La
presencia y funcionalidad de este cuerpo, que antecede al templo propiamente
dicho y que está separado físicamente de él, ya que aunque actualmente la nave
central está abierta al templo, en origen debió de comunicarse con él
únicamente a través de una puerta, ha sido objeto de variadas opiniones, si
bien actualmente parece unánimemente aceptada su vinculación a prácticas
funerarias. Estos panteones situados a los pies del templo y en eje con él
parecen responder, tal como apunta I. G. Bango Torviso, a una extendida
práctica arraigada en la tradición hispánica, que en Asturias cuenta con un
precedente señero en la basílica de Santa María, donde Alfonso II estableció el
panteón regio de su estirpe. La monarquía leonesa continuó dicha práctica en el
panteón de la primitiva iglesia de San Juan y San Pelayo, y también, según se
desprende de las últimas investigaciones, en el panteón que a fines del siglo
XI Alfonso VI mandó construir para su eterno descanso en el monasterio de
Sahagún, donde con planta cuadrangular y dos grandes pilares circulares en el
centro se siguió una disposición muy similar a la de León, aunque con mayores
proporciones. A esta lista de edificaciones funerarias de raigambre áulica,
según propone M. S. Álvarez Martínez, debió de pertenecer también el panteón de
San Pelayo de Oviedo, “restaurado”, al igual que el de León, por
iniciativa de Fernando I y Sancha hacia 1053. Siguiendo estos presupuestos
debió de levantarse entonces, a mediados del siglo XI, más o menos
contemporáneamente a las obras de Oviedo y León, el panteón de San Pedro de
Teverga, destinado también a una estirpe de ascendencia regia.
Similares
paralelismos pueden establecerse desde el punto de vista ornamental, donde
junto a repertorios de filiación prerrománica, como los sogueados de las basas,
aparecen motivos característicos ya del románico pleno, como la línea de
imposta ajedrezada que recorre el arranque de las bóvedas laterales, poniendo
de manifiesto el conocimiento por parte de los autores de la obra de las últimas
innovaciones artísticas. Técnica y formalmente, caracterizan a estas piezas, en
bajo relieve a bisel, la tosquedad y rudeza de las formas y el esquematismo de
las composiciones, en las que en un solo plano, carentes de referencias
espaciales, se representan las distintas figuras mediante siluetas y sin
prestar atención alguna a los detalles.
De
los seis capiteles, las caras frontales de los entregos y dos de las caras de
los exentos se decoran a base de estilizadas y esquemáticas hojas lanceoladas,
de aspecto primitivo, muy próximas a las que se encuentran en las columnas del
primer tramo de la vecina iglesia de Santa María de Villanueva, y relacionadas
estrechamente con las que decoran los capiteles de cripta de Leire en Navarra,
para los que se toma como referencia de su construcción la fecha de
consagración del templo en 1057. A su lado, en las caras restantes, encontramos
representaciones zoomorfas y antropomorfas, cuya lectura iconográfica parece
estar relacionada con la confrontación entre el bien y el mal, tan frecuente en
discursos morales de la época, encaminados, a través de las imágenes, en
relación a la función didáctica de éstas, a mostrar al fiel el verdadero camino
hacia la salvación. Prestan especialmente atención estas imágenes a la
iconografía de la salvación, al triunfo sobre la muerte y a la resurrección, un
discurso muy adecuado para la función funeraria de este recinto.
Interior.
Tribuna de los pies
De
esta manera, en el capitel exento del lado del Evangelio se representa, en la
cara norte, la figura de un orante, rodeado de palmas y flanqueado por dos
peces, con los brazos extendidos hacia el cielo, siguiendo una iconografía muy
antigua derivada de las primeras representaciones del arte paleocristiano. En
aquéllas, este tipo de imágenes, de raigambre imperial, era frecuente en los
frescos de las catacumbas y en los relieves de los sarcófagos para representar
la piedad del difunto y su salvación, que en el caso de Teverga quedan
reflejadas por medio de las palmas, alusivas al martirio, y de los peces,
emblema de Resurrección. En el lado opuesto aparece la figura de un extraño
cuadrúpedo, de aspecto monstruoso, con el que se puede identificar una imagen
del pecado y del mal, en oposición al triunfo del orante. La misma lectura
puede establecerse para el capitel opuesto, en el lado de la Epístola, donde en
una de las caras parece representarse la dócil figura de un cordero, en clara
alusión a la figura de Cristo, en contraste a la imagen de un felino, de gran
fealdad y rasgos demoníacos, que en la cara opuesta pisotea otro de los
emblemas cristológicos: la cruz. La presencia de estos tres elementos nos trae
a la memoria uno de los capiteles del arco triunfal de San Salvador de Fuentes,
que E. Fernández González interpreta con una visión anacrónica de dos
versículos del Apocalipsis, al considerar en el caso de Fuentes al cordero,
sobre el que parece la cruz, como símbolo del Salvador-víctima, y al león, símbolo
del Salvador-victorioso. En el caso que nos ocupa, al encontrarse el felino
pisoteando la cruz, creemos más acertado vincularlo a la lucha de contrarios,
entendiendo al león, como ocurre en otras representaciones, dotado de un
sentido negativo.
Repetida
hasta en cuatro ocasiones, la imagen del caballo es otra de las iconografías
más presentes en la construcción. Esta repetición se explica, según ha expuesto
M. S. Álvarez Martínez, por la antigua vinculación de este animal con las
representaciones funerarias, ya existentes en el primer arte cristiano, como
símbolo de la victoria final frente a la muerte. En dos de los relieves,
situados en las caras laterales del capitel del primer tramo del Evangelio,
aparece una composición integrada por un caballo sobre el que se coloca una
paloma y, por encima de los dos y adaptadas al ábaco, las figuras de dos
sinuosas serpientes. La mencionada autora considera esta escena como una
interpretación del triunfo sobre la muerte y alusión a la vida en el más allá,
pues la figura del equino vendría a simbolizar la victoria ante la muerte, la
paloma representaría el alma resucitada y la serpiente, en su acepción
positiva, constituiría un emblema de la resurrección. También un caballo, y en
este caso acompañado de un orante con las manos unidas sobre el pecho, aparece
representado en el capitel de último tramo de la Epístola, justo antes de
acceder a la iglesia. En esta ocasión acompañan a las imágenes grandes ruedas,
con rosetas o estrellas inscritas en ellas, en clara alusión a las
representaciones solares, que, heredadas de cultos antiguos, como las creencias
mitraicas, pasan al arte cristiano como símbolo de luz y eternidad, en relación
con el dogma de la resurrección. Se pone así una vez más de manifiesto la clara
orientación escatológica de todo el conjunto.
Actualmente se accede a la iglesia a través de la nave central del panteón, aunque, según se indicó, es de suponer que originariamente este acceso estaría cerrado, estableciendo así la separación entre dos espacios perfectamente diferenciados en sus funciones. Como en el caso del panteón, al iniciar el comentario del templo propiamente dicho es preciso hacer mención del templo prerrománico de San Salvador de Valdediós, que constituye una referencia indiscutible para su estructura. Y similar relación con el templo de Valdediós tuvo el de San Juan y San Pelayo de León, que actualmente conocemos a través de excavaciones arqueologías, al haber sido sustituida su estructura a fines del siglo XI por la que conserva hoy.
Sigue
el templo una disposición de tipo basilical, con tres naves, la central más
elevada que las laterales, separadas por dos arcos formeros de medio punto en
cada lado, dispuestos sobre pilares de sección cuadrada a los pies, columnas
cilíndricas en el tramo central y pilares cruciformes en el más próximo a la
cabecera. En su día, las tres naves, tal como se desprende de los datos
vertidos por las campañas arqueológicas, ya que fue reconstruida en el siglo
XVII, se comunicaban con una cabecera tripartita de testero recto con las tres
capillas independientes, siguiendo los modelos de la tradición asturiana, tal
como se puede ver en la ya mencionada iglesia de Valdediós, en San Julián de
los Prados y en la más próxima a Terverga, de Santo Adriano de Tuñón. Al igual
que en el pórtico panteón, el sistema de cubiertas recurre al abovedamiento
total de las naves, utilizando el cañón corrido para la central, que alcanza
casi los diez metros de altura, y el cañón reforzado por un arco fajón para las
laterales. Los pesos de la central descansan sobre las columnas de la arquería
y sobre las mismas bóvedas laterales, lo que hace necesarios los contrafuertes
en el exterior del templo. El arco fajón de las bóvedas, que además de cumplir
sus funciones estructurales actúa como articulador del espacio y da lugar a dos
tramos, apea sobre la columna central de la arquería y sobre un pilar
rectangular adosado al muro, correspondiéndose también en el exterior con un
contrafuerte. La combinación de todos estos elementos da como resultado un
concepto espacial muy distinto del que encontramos en el prerrománico, puesto
que, a pesar de la angostura de las naves y la altura de las bóvedas, la gran
luz de los arcos y el escaso número de apoyos utilizados da como resultado un
espacio más abierto y diáfano.
Plásticamente
nos encontramos con los mismos dilemas y controversias que en la arquitectura,
ya que en el relieve integrado dentro de la estructura arquitectónica conviven
elementos arcaicos con otros ya evolucionados. La decoración, de medio y
bajorrelieve tallado a bisel con una técnica elemental y arcaizante, se
concentra en capiteles, basas, impostas y canecillos. Desde el punto de vista
formal y técnico, responde a las mismas características que mencionamos en los
relieves del panteón, si bien en este caso encontramos en algunas piezas un
mayor detallismo y complejidad. En los repertorios ornamentales e iconográficos
encontramos, junto con una serie de imágenes que veremos a continuación, en las
que la carga simbólica parece evidente aunque difícil de interpretar, otra
serie de motivos utilizados con fines meramente estéticos, caso de las
recreaciones vegetales y geométricas, que decoran los ábacos y algunos
capiteles imposta de los pilares, como los que reciben el peso del arco fajón
de las naves laterales o los del primer tramo de las naves.
Las
piezas más destacadas, tanto desde el punto de vista formal como iconográfico,
son los dos capiteles de las columnas exentas de las naves, en los que
encontramos una serie de figuras que representan, con una adaptación secuencial
y narrativa a la cesta, una escena de difícil interpretación. En ambos casos en
composiciones claramente marcadas por la simetría, las figuras, totalmente
antinaturalistas, rígidas y en posición frontal, se sitúan sobre un espacio
abstracto carente de cualquier referencia temporal o espacial, acentuando así
el sentido expresionista y primitivo de la escena. Extrañas figuras de rasgos
antropomorfos y zoomorfos aparecen como protagonistas de estos relieves, lo que
en opinión de M. S. Álvarez Martínez debe ponerse en relación con la
pervivencia de prácticas mágicas, danzas y luchas rituales, cuyo significado
debe de estar vinculado a la lucha contra el mal, la brutalidad y la
ignorancia, en definitiva contra el pecado. De esta manera, en el capitel de
lado del Evangelio nos encontramos con una secuencia en la que se suceden
hombrecillos ataviados con túnica en actitud orante o como volando, con
animales de rasgos felinos. Como elemento de unión entre las distintas figuras,
las situadas en los vértices, siempre gemelas, funden su cabeza en una sola,
dando así continuidad a lo que parece haberse concebido como distintos
episodios de una misma escena. Lo mismo ocurre con el capitel opuesto, donde
fueron representados personajes a pie o a caballo, entre los que se distinguen
por sus atuendos miembros del campesinado y miembros de la nobleza, algunos de
ellos armados con escudo y lanzas, junto a seres fantásticos, como un hombre
con cabeza de oso, otros en actitud voladora, como los de la pieza anterior, y
un águila. Unas representaciones cargadas de un simbolismo que actualmente se
nos escapa, y que la ya mencionada M. S. Álvarez Martínez, en su estudio El
imaginario plástico del románico en Asturias, relaciona con temas de magia y
superstición propias de tradiciones paganas, todavía fuertemente arraigadas en
la Asturias medieval, tal y como dejan ver algunos documentos de la época.
Ritos satánicos, danzas y luchas rituales, máscaras y figuras monstruosas en
los que se mezclan las tradiciones populares con las intenciones moralizantes
de la iglesia cristiana.
El
aspecto exterior del templo acusa las transformaciones sufridas a lo largo de
la historia, sobre todo en su fachada occidental, donde la torre construida en
el siglo XVII modifica por completo la visión de la construcción primitiva. No
obstante, la impronta medieval se deja sentir todavía en el empleo de los
aparejos, la articulación de los muros por medio de los contrafuertes, el
escalonamiento de las naves y en los numerosos canecillos y la cornisa
ajedrezada que rematan los aleros de toda la construcción. Estos canes, algunos
de los cuales han sido recolocados libremente tras las intervenciones sufridas,
constituyen uno de los aspectos más conocidos del templo tevergano y son muy
similares a los que encontramos en San Isidoro de León y en la Torre Vieja de
la catedral, donde, como aquí, el protagonismo es para las representaciones
zoomorfas. Son las testas de los animales de la fauna local, cérvidos, osos,
jabalíes, felinos, cánidos, etc., los que con alguna inclusión de cabezas
humanas fueron tallados en estas piezas. Si bien el simbolismo dado a los
animales desde la antigüedad es una constante en el arte románico, como pudo
verse en los capiteles del interior del templo, parece acertado pensar que en
el caso de estas piezas su función es fundamentalmente decorativa, pues no hay
elemento alguno que permita establecer algún tipo de discurso o intención
moralizante, como ocurre en otras ocasiones. Completa la presencia de restos
románicos en el templo de San Pedro una puerta abierta en el muro sur, que es
el único acceso original conservado, ya que la principal debió de ser eliminada
con motivo de la construcción de la torre. Se compone este acceso de un arco de
medio punto de descarga, en el cual inscribe un vano adintelado, todo ello
envuelto por un guardapolvo decorado con el típico taqueado.
Como
conclusión, podemos decir que el templo de San Pedro de Teverga es una de las
primeras construcciones del románico asturiano, pudiendo datar su fábrica en
torno al tercer cuarto del siglo XI. Esta temprana datación condiciona el
aspecto primitivo de la construcción, en la que conviven elementos propios de
la tradición prerrománica y de las nuevas soluciones del románico. Se ha
señalado en diversos estudios los paralelismos que presenta la obra tevergana,
en todos sus aspectos, con algunos elementos del primitivo templo leonés de San
Juan y San Pelayo, así como con los restos de San Pelayo de Oviedo y la Torre
Vieja de la catedral. Como ejemplos foráneos suele ponerse en relación con la
iglesia gallega de San Martín de Mondoñedo, y sobre todo con varios ejemplos
del primer románico navarro y catalán, como Leire, Cardona y Cuixá, así como
con algunos ejemplos del sur de Francia. Los paralelismos existentes entre San
Pedro y los mencionados templos, todos ellos más o menos contemporáneos, pueden
derivar de la cronológica paralela, en el momento en que comenzaban a
propagarse las soluciones del nuevo estilo. Unas ideas que, según pone de
manifiesto M. S. Álvarez Martínez, no debieron de llegar a Asturias con el
retraso que tradicionalmente venía asegurándose, pues tanto los restos
conservados en Oviedo como la propia colegiata de Teverga y los elementos de la
primera fase de construcción de Santa María de Villanueva, entre los que
destacan la pila bautismal, demuestran que ya a mediados del siglo XI se
trabajaba de acuerdo con la nueva estética. Debemos tener en cuenta, además,
que tanto San Juan y San Pelayo de León, como San Pelayo de Oviedo, y pudiera
ser que también el templo objeto de nuestro estudio, se vinculan, de manera más
o menos directa, a los círculos de la corte leonesa de Fernando I, hijo de
Sancho el Mayor de Navarra, gran benefactor de monasterios, entre los que
destaca el de Leyre, donde introdujo la reforma cluniaciense, y propulsor de las
peregrinaciones a Compostela, y que durante mucho tiempo su principal consejero
no fue otro que el abad-obispo Oliba introductor e impulsor de las nuevas
corrientes culturales en el área catalano-aragonesa.
Villanueva (Teverga)
La
localidad de Villanueva, en el concejo de Teverga, se sitúa en la parte
suroccidental del Principado de Asturias, a 47 km de Oviedo, en el camino que
sube hacia el puerto de San Loren zo, y cerca de los límites con la provincia
leonesa, en una zona montañosa y de grandes pen dientes por cuyas inmediaciones
transita la llamada vía de la Mesa, que desde tiempos de la dominación romana y
durante toda la Edad Media constituyó una de las principales vías de
comunicación ente Asturias y la Meseta.
Iglesia de Santa María
Las
referencias documentales a la iglesia de Santa María de Villanueva, conocida
originariamente como Santa María de Carzana, son escasas. Tradicionalmente se
tomó como fecha de referencia para su fundación la data que varios autores
creían leer en la inscripción de la pila bautismal que se conserva en el
templo. Así, C. Miguel Vigil leyó la era de 1028, que correspondería al año
990, mientas que A. de Llano de Roza dice leer la era 1039, correspondiéndose
con el año 1001. Sin embargo, en la última interpretación realizada por Diego
Santos se descarta que exista grabada fecha alguna, al interpretar las grafías,
XPCO, como abreviatura de Cristo. Esta última interpretación podemos
considerarla como la más acertada, dado que las lecturas anteriores nos darían
unas fechas demasiado tempranas para las características formales y estéticas
de la pieza.
Obviando
la mencionada inscripción, las referencias documentales a este templo se
reducen a cuatro documentos, entre los cuales existen grandes lagunas tempo
rales, ya que el primero se data en la segunda mitad del siglo XI, el segundo
en el año 1116 y los dos últimos corresponden a 1201 y 1255. Sin embargo, a
pesar de la distancia cronológica, podemos establecer entre ellos ciertas
relaciones al estar vinculados a un mismo linaje nobiliario.
En
la segunda mitad del siglo XI la condesa Aldonza Ordóñez, hija de infantes de
León, hace una importante donación al monasterio de Santa María in territorio
Tebricense locum nominatum Villanoua de Carzana. La presencia de este
personaje, perteneciente a uno de los linajes nobiliarios más importantes de la
época, la rica donación que hace a la institución tevergana y su deseo de ser
sepultada en la misma, llevan a pensar en el monasterio de Villanueva como una
auténtica comunidad monástica con un área de influencia socio-económica
relativamente extensa.
En
1116 Sancho Sánchez entrega la mitad de unas villas en Somiedo a doña Elvira
Velasquiz, con la condición de que si muere sin descendencia retornen a él,
pero si él fallece antes que ella, deben de ser entregadas a Santa María de
Teverga por el alma de ambos. Los dos individuos que aparecen citados en este
documento pueden estar relacionados familiarmente con la mencionada condesa
Aldonza, así, entre sus descendientes encontramos un personaje que responde al
patronímico de Sancho Sánchez, mientras que en el caso de Elvira Velasquiz la
vinculación a este grupo familiar parece más segura a la luz de varios
documentos del Monasterio de Belmonte.
Finalmente,
en 1201 el rey Alfonso IX otorga a San Salvador de Oviedo la iglesia de Santa
María de Carzana que poseía en herencia de la condesa Elvira, quien, como hija
del magnate asturiano Pedro Alfonso, es descendiente directa de la mencionada
condesa Aldonza. Este es el momento en que el templo de Villanueva pasa a
depender directamente de la mitra ovetense; hasta este instante no encontramos
ninguna donación que lo vincule directa mente con ella o con cualquier otra
institución eclesiástica, por lo que podemos suponer que permanecía íntegra en
manos de dicha condesa Elvira. Ya que, como sostienen estudiosos del tema, de
los bienes nobiliarios sólo conoce mos aquellos que fueron donados o comprados,
no los que permanecieron dentro del patrimonio familiar. Podría ser éste el
caso del templo de Villanueva, y de ahí el oscurantismo de las fuentes
documentales.
Suponiendo
que la propiedad, o los derechos sobre la misma, permanecieran a lo largo de
este tiempo en manos de los herederos de Aldonza Ordóñez, el último eslabón de
la cadena, antes de pasar a formar parte de las posesiones catedralicias, lo
constituiría la condesa Elvira, quien al morir sin descendencia entrega parte
de los bienes heredados de sus padres al monarca Alfonso IX. De esta mane ra la
iglesia de Carzana habría pertenecido al conde Pedro Alfonso, del que no
conocemos las propiedades que pasa ron a sus herederos ni las que él heredó de
sus antepasados, sino sólo las que donó a instituciones religiosas,
principalmente a Santa María de Lapedo, o las que obtuvo por compra directa o
donación regia, un patrimonio que en la parte asturiana de sus dominios se
extendía principalmente por los territorios de Teverga, Belmonte y Somiedo.
El
último de los documentos en que aparece citada la iglesia, ya como parte de los
bienes de San Salvador de Oviedo, es en la confirmación de la donación de la
villa de Taja, que en 1255 Alfonso X hace a la sede ovetense recordando que la
mencionada villa pertenece a San Salvador de Oviedo porque se encontraba
formando parte del patrimonio de la iglesia de Santa María de Carzana cuando
ésta fue donada por su abuelo, Alfonso IX, a la catedral.
Desde
el siglo XIII, la iglesia de Villanueva queda incluida definitivamente en el
patrimonio catedralicio y comienza un nuevo período de su historia, tan oscuro
o más que el período anterior, en el que se produce un progresivo deterioro de
la fábrica medieval y es objeto de diversas intervenciones que desfiguran por
completo su apariencia primitiva. Así, en los siglos XVII y XVIII, entre otras
reformas menores, se construiría el imafronte y se transformaría la cabecera.
En la segunda mitad del siglo XIX el edificio se encontraba en un estado
precario desde sus cimientos, tal y como Fermín Canella y Ciriaco Miguel Vigil
nos lo describen “fuera de aplomo y amenazando ruina la pared del flanco del
evangelio”, lo que llevó a que en las primeras décadas del siglo XX se
realizaran importantes obras de restauración que, siguiendo las corrientes
historicistas del momento, transformaron en gran medida el templo con la
construcción de la parte superior de los pilares, el abovedamiento de la nave
central y una nueva trasformación de la cabecera.
La
visión que actualmente nos ofrece el templo es la de un conjunto de piezas
heterogéneas conformado a lo largo de un dilatado período de tiempo, en el que
podemos distinguir varias etapas constructivas, siendo las dos primeras,
datadas en el siglo XI y segunda mitad del XII, las que se corresponderían con
el templo románico de Santa María de Carzana. Una construcción que, a tenor de
la calidad de las piezas conservadas y de su vinculación directa con talleres
leoneses y zamoranos, debió de constituir uno de los ejemplos más destacados
del románico asturiano, en perfecta sintonía con los presupuestos for males y
técnicos del románico internacional.
La
estructura arquitectónica, de controvertida proporcionalidad y profundamente
trasformada, presenta en la actualidad planta de tipo basilical de tres naves,
la central mucho más ancha que las laterales, divididas en cuatro tra mos y
rematadas por una cabecera de ábside central con trazas poligonales al exterior
y semicirculares al interior. Esta cabecera, de construcción moderna, vendría a
sustituir la anterior, posiblemente de fábrica románica, que, a tenor de los
datos ofrecidos por algunas descripciones decimonónicas, pudiera constituirse
como cabecera triple.
Así,
Ciriaco Miguel Vigil, menciona que en el lado de la epístola “existe parte
de la nave lateral con columnitas y capiteles muy lindos, lo cual revela haber
tenido tres ábsides”, por su parte Canella añade que “la primitiva
iglesia pudo haber tenido pequeñas capillas laterales, a juzgar por parte de
una del lado de la epístola con columnas de graciosos capiteles, y tosco y mal
compuesto altar”.
También
trasformaciones sufrió el tránsito de la cabecera hacia el cuerpo de naves,
donde se situaba el arco de triunfo, al que Miguel Vigil hace referencia en sus
escritos, y el primer tramo de naves más próximo al presbiterio, donde tanto
los arcos formeros como los pilares son de nueva construcción con
reaprovechamiento de elementos románicos.
Igualmente
fruto de las reformas es el sistema de cubiertas, con bóveda de cañón reforzada
con fajones para la nave central, bóveda de cañón transversal para las naves
laterales y bóveda de horno para la cabecera. Sabemos que este sistema fue
colocado tras la restauración de principios del siglo XX, concretamente en
febrero de 1907 la bóveda ya había sido terminada. Antes de la realización de
estas obras, las naves se cubrían en su totalidad, tal y como indica Miguel
Vigil, con armadura de madera, no descartando sin embargo que la cubierta
original románica pudiera haber sido abovedada.
Las
tres naves, divididas en cuatro tramos, se articulan con arcos de medio punto
de dos roscas que descansan sobre pilares cruciformes con columnas adosadas en
los tres primeros tramos y gruesos pilares circulares en el tramo de los pies.
Se trata de dos sistemas de apoyos diferentes, correspondientes cada uno de
ellos a una fase distinta de la construcción, siendo la parte de los pies, data
da en el siglo XI, el tramo más antiguo del templo. En este tramo encontramos
cuatro gruesos pilares circulares, dos de ellos adosados al muro del imafronte,
construidos con sillares bien escuadrados. Se elevan sobre un zócalo mol durado
de variables dimensiones y se rematan con una estrecha moldura, a bocel para
los pilares adosados al muro y con taqueado en el caso de los exentos. Sobre
estos dos últimos pilares se coloca una pequeña semicolumna rematada con
capitel troncopiramidal invertido, decorado con toscos motivos vegetales. Un
tipo de apoyos poco comunes en la arquitectura del románico español y únicos en
el románico regional, que tradicionalmente se han vinculado con los estribos
utilizados en el templo borgoñón de Saint Philibert de Tournus en el tercer
cuarto del siglo XI, donde se aprecia la misma solución que en Villanueva. Sin
embargo, a nuestro parecer, la presencia del orden superior en Villanueva no es
consecuencia de la construcción románica, sino fruto de la restauración del
templo cuando se elevó la altura de las naves para sostener la bóveda.
El
resto de los apoyos, cuatro exentos y dos recompuestos adosados a la cabecera,
responden a los modelos utilizados por el románico pleno, por lo que se
corresponderían con la campaña constructiva de mediados del siglo XII. Se trata
de pilares cruciformes con semicolumnas adosadas en cada uno de sus frentes, el
sistema de apoyos más utilizado en el románico internacional y caso excepcional
entre los ejemplos conservados en Asturias. Este tipo de pilar parte de los
modelos de Cluny III y se extiende por toda la geografía del románico, con
especial incidencia en los templos del Camino de Santiago. Los pilares de
Villanueva, a nuestro parecer, no son originales en su totalidad, siendo la
parte superior fruto de la restauración de principios del siglo pasado; se
elevan sobre un plinto del que parten las semicolumnas que llevan adosadas;
tres de ellas, en cada uno de los pilares, llegan a la altura del arranque de
los arcos formeros, mientras que la frontal se eleva por encima de ellos para
alcanzar los arcos fajones de la bóveda. Las columnas se sitúan sobre un plinto
en forma de paralelepípedo que sirve de apoyo a la basa propiamente dicha.
Éstas, de diferente factura y calidad técnica, son, a grandes rasgos, de tipo
ático con las interpretaciones más o menos canónicas que le da el románico.
Sólo dos de ellas presentan tratamiento en su superficie, reduciéndose la
decoración del resto a la presencia de garras en forma de bolas, piñas o
rostros humanos. Los capiteles, los dos penúltimos de cada lado compuestos por
canecillos reutilizados, presentan gran interés escultórico, con escenas
historiadas y motivos zoomorfos representados en las tres caras visibles de sus
cestas. Se componen de astrágalo inferior bien marcado, formado por una moldura
a bocel total mente lisa sobre la que se sitúa la cesta en forma de pirámide
truncada invertida, rematada por un ábaco de perfiles trapezoidales, decorado
con motivos vegetales y geo métricos de gran preciosismo.
En
el exterior, totalmente desfigurado, pocos son los elementos que pudieran
pertenecer a la fábrica medieval. Sus muros perimetrales, así como la cabecera
y el imafronte, son fruto de las reformas realizadas en los siglos XVII y XVIII
y de la restauración de la segunda década del siglo pasado. Los únicos
elementos originales que se conservan son la cornisa en damero que remata el
ábside, una especie de mascarón inserto en el muro sur y algunos canecillos
figurativos que, de manera irregular, se distribuyen por la cornisa que remata
el muro norte.
Cornisa
El
elemento más destacado del templo de Villanueva lo constituye su relieve
monumental que, tanto por su lenguaje iconográfico como por los aspectos
formales y técnicos de sus imágenes, nos revela a simple vista que nos
encontramos ante uno de los ejemplos más destacados de la plástica románica en
Asturias. La decoración, localizada principalmente en basas, canecillos y
capiteles, constituye sin duda una visión incompleta de lo que debió de ser el
repertorio ornamental del templo. No han llegado hasta nosotros restos de
espacios tan propios para el despliegue de imágenes como el arco de triunfo,
las portadas o los vanos, elementos que, a juzgar por lo que se conserva,
debieron de haber sido de gran interés artístico. Las piezas conservadas se
corresponden con las dos fases románicas que encontramos en el templo; de la
primera de ellas, como decimos fechada en el siglo XI, los restos son escasos,
aunque es de destacar entre ellos la presencia de una pila bautismal de gran
interés. La mayoría de las piezas pertenecen a la segunda etapa, segunda mitad
del siglo XII, en la que podemos distinguir la presencia en Villanueva de dos
maestros distintos que trabajarían en el templo coetáneamente.
Del
siglo XI, primera etapa constructiva de Villanueva, conserva el templo una
hermosa pila bautismal, hoy situada en el primer tramo de la nave norte. La
pieza, considerada por Etelvina Fernández como un capitel reutilizado con fines
bautismales, presenta forma cuadrangular en su parte superior y circular en la
inferior, se apoya sobre un fuste cilíndrico totalmente liso. Sus cuatro caras
aparecen decoradas con motivos zoomorfos, escenas de luchas entre animales,
rematadas en la parte superior por una especie de ábaco donde se disponen
vástagos ondulantes con hojas de varios tipos. Las escenas aquí representadas
giran en torno a una misma temática, son luchas entre animales de la fauna
local bien conocidos en el entorno. Pugnas entre un ciervo y dos cánidos, que
nos recuerdan a las cacerías representadas en los frescos de San Baudelio de
Casillas de Berlanga, de las que pueden ser contemporáneas. Peleas entre
expresivos gallos de rico y cuidado plumaje, y pugnas entre caballos son las
imágenes que podemos observar en esta pieza.
La talla se trabaja en bajorrelieve, apreciándose el primitivismo formal. Aunque bien definidas anatómicamente, las figuras carecen de detalles por lo que, salvo en los gallos, la forma parece reducirse a una silueta. Hay, sin embargo, algunos atisbos preciosistas, como los dientes de los lobos, la lengua sedienta del ciervo que señala el agotamiento por la lucha y sobre todo los plumajes y cabe zas de los gallos en los que se consigue un ingenuo realismo. Es ésta una pieza que tanto en cuestiones iconográficas como técnicas, formales y estéticas se relaciona con la cercana colegiata de San Pedro, construida también en el siglo XI. Paralelismos que también podemos establecer con los restos primitivos del monasterio de San Pelayo y la Torre Vieja de la catedral de Oviedo, así como la llamada pila visigótica de San Isidoro de León o, en ejemplos más alejados, con Leyre y el sur de Francia.
También
a este mismo período parecen pertenecer los dos capiteles de temática vegetal
que actualmente coronan el orden superior de las gruesas columnas del primer
tramo, así como el canecillo de cabeza zoomorfa que, reutilizado como capitel,
se localiza en la antepenúltima semicolumna de la nave norte. Se trata de
piezas sencillas que siguen los modelos del cercano templo de San Pedro.
Correspondientes
a la etapa del románico pleno, mediados del siglo XII, encontramos una serie de
piezas en las que se podemos atisbar rasgos que demuestran la presencia en
Villanueva de talleres bien cualificados. Los temas zoomórficos son los
principales protagonistas de las escenas. Los animales, reales o fantásticos,
mansos o salvajes, han sido, desde los inicios del arte, uno de los motivos más
representados por el hombre; la religión cristiana les dio un sentido
simbólico, los “utilizó” para representar las virtudes y los vicios, el
pecado del hombre y su salvación. La fauna presente en Santa María es variada:
encontramos animales reales, como leones, águilas, palomas y serpientes, al
lado de seres fantásticos, tan característicos como las sirenas, los grifos y
los centauros. Al lado de estas representaciones salidas de los bestiarios
medievales encontramos algunas escenas donde el hombre es el protagonista, bien
en su lucha con las fieras o en representaciones de escenas bíblicas.
Los
capiteles son el elemento más significativo de todo el conjunto, constituyen,
tanto iconográfica como formalmente, uno de los mejores ejemplos de la
escultura románica en Asturias, y enlazan directamente con los mejores ejemplos
del románico español que, sin duda alguna, sirvieron a los artífices de la obra
tevergana como modelos de primera mano. San Isidoro de León, San Martín de
Frómista, la catedral de Compostela y a través de ellas los modelos del
románico francés, dejaron su huella en numerosas obras del románico peninsular,
y el templo del antiguo monasterio de Carzana es un buen ejemplo de ello. Dos
son las manos que trabajaron en Villanueva, dos maestros o talleres de
características formales bien diferenciadas, que hemos denominado como primero
y segundo maestros de Villanueva.
El
primer maestro presenta una factura más tosca y menos realista que su
compañero; se caracteriza por las texturas blandas, de gran plasticidad y
suaves perfiles, unido a volúmenes redondeados y rotundos que evitan las
aristas afiladas y presentan superficies lisas y pulidas, que dotan a las
figuras de voluminosidad y fuerza expresiva. Son figuras de posiciones forzadas
y poco realistas, marcadas por la frontalidad y el hieratismo. Las
composiciones se desarrollan bajo grandes hojas, en ocasiones rematadas en
volutas, entre las que asoman, a modo de florón, rostros humanos o de animales.
Se trata de un tipo de composición que nos remite a ejemplos cántabros, como
las colegiatas de Santillana, Elines y Cervatos, y a diversas escuelas
francesas donde también es habitual la presencia de rostros entre caulículos.
El relieve no adopta un gran desarrollo; casi siempre se trata de medio
relieve, en el que todas las partes posteriores de las figuras quedan embebidas
en la piedra y visible el fondo del capitel. Muestra gran pericia en el
tratamiento de los motivos zoomorfos, donde los felinos y las aves son los
principales protagonistas. Feli nos de rasgos muy expresionistas y gran fuerza
y empaque corporal, rotundidad volumétrica que, si bien hace fuertes a los leones,
dota a las aves de gracilidad y elegancia, y se muestran como seres delicados y
bellos.
A
su mano se deben siete canecillos y ocho de los capiteles que hoy se conservan
en las naves de Villanueva; no es éste el lugar para un estudio detallado de
cada una de las piezas, por lo que, a modo de ejemplo, nos remitiremos a tres
de las más destacadas en las que se pueden ver las características generales
del conjunto. La primera de estas piezas, en el segundo pilar de la nave norte,
tiene por protagonistas al hombre y la bestia, la lucha entre las fuerzas de la
naturaleza. El centro de la cesta la ocupa la figura en cuclillas de un hombre
barbado, vestido con ricos ropajes de amplios y jugosos pliegues, que sostiene
fuertemente con una soga a dos bestias que lo flanquean.
Los
animales presentan en sus cuerpos los rasgos propios del felino, con cuerpos
robustos que cubren su pecho de mechones ensortijados, dando al animal el
aspecto de fuerza y fiereza que lo caracteriza. Uno de los ejemplares presenta
la cabeza con los rasgos propios de un felino, mostrando gran agresividad,
mientras que su compañero sustituye los rasgos zoomorfos por una calavera de
estructura ósea antropomorfa. Esta escena, con un esquema común el arte
medieval, la identifica Etelvina Fernández con la Ascensión de Alejandro,
mientras que nosotros preferimos identificarla como una representación del
héroe mesopotámico Gilgamesh, el Señor de los Animales, quien, como el
personaje de este capitel, trata de estrangular con todas sus fuerzas a las dos
bestias que lo flanquean, tal y como lo hace en otros ejemplos románicos, entre
los que destaca uno de los relieves de la tribuna de Serrabona en el Rosellón,
donde, como en Villanueva, el héroe, también barbado y con gargantilla perlada
en el pecho, está flanqueado por dos felinos, uno de ellos con cabeza humana.
El
siguiente capitel, en el primer pilar del lado de la Epístola, presenta una
hermosa composición de líneas elegantes y delicadas, protagonizada por dos
gráciles aves zancudas de largos cuellos, entrelazadas por serpientes que
muerden un pez y flanqueadas por dos parejas de palomas que beben de un cáliz.
Toda
la composición, tratada en medio relieve, con formas volumétricas y
redondeadas, está llena de gran armonía, belleza y lirismo. La lectura
iconográfica que puede darse a la escena es variada, la profesora Soledad
Álvarez, indica que lleva implícita un mensaje de salvación al hombre prudente
y virtuoso. Las aves, identificadas con grullas, símbolo de la prudencia que
vela por las demás virtudes del alma, se acompañan del socorrido tema de las
palomas bebiendo de un cáliz, como almas alimentándose del fruto de la
Redención, mientras que las serpientes, aquí alusivas a la Resurrección,
aparecen comiendo el pez, símbolo de la regeneración y de Cristo. Otra posible
lectura nos lleva a identificar el ave con la cigüeña, “enemigas de las
serpientes, que son los pensamientos perversos”, o con el Ibis, la más
sucia de todas las aves que se alimenta de carroña, peces muertos y serpientes
que encuentra en las aguas más turbias y pestilentes. Simboliza al hombre
hundido en los vicios, al miserable que goza pecando, y es incapaz de beber de
las aguas puras, del saber de la Sagrada Escritura. Según esto, podemos pensar
que el capitel de Villanueva representa el alma pecadora, que vive como el Ibis
entre peces muertos y serpientes, y el alma justa, representada por las
palomas, que tras conocer y entender las Sagradas Escrituras beben del fruto de
la Redención.
En la cara norte de este mismo pilar las representaciones animalísticas dan paso a la figura humana, una escena bíblica bien conocida en la plástica medieval, la Huida a Egipto, una pieza que, a tenor de la descripción dada por C. Miguel Vigil, antes de la tan mencionada restauración de principios del XX, formaba parte del desaparecido arco de triunfo.
La
escena, dispuesta en friso, la componen cinco personajes: ocupando toda la cara
frontal, la figura femenina de la Virgen, con el Niño en brazos, cabalga a
lomos de un caballo mientras atiende las indicaciones de un ángel, que,
colocado en la esquina superior derecha, indica con el dedo la dirección que
han de seguir los viajeros. En las caras laterales, dos figuras masculinas: San
José, en posición de avance, agarra al caballo por las bridas para conducir a
su familia a lugar seguro. A otro lado, con faldellín largo y el pecho
descubierto, encontramos a San Pedro portando unos libros con la mano diestra y
un juego de llaves dobles en la izquierda. La presencia del Príncipe de los
Apóstoles no es común en esta escena, donde lo más habitual es que la Sagrada
Familia, si viaja acompañada de algún otro miembro, lo haga de Santa Ana, caso
que podemos ver en el relieve del Arca Santa de la catedral de Oviedo. Los
rostros son de rasgos duros, con grandes ojos saltones, la nariz achatada y la
boca ligeramente resaltada por medio de labios gruesos. En el tratamiento de
los ropajes, aunque somero, se aprecia un cierto movimiento de las telas, con
pliegues poco insinuados pero efectistas. En los volúmenes, muy redondeados, y
las superficies lisas se aprecian las características de este maestro.
De
igual forma, y con similar tratamiento a los ejemplos vistos, se presentan los
cinco capiteles restantes. En dos de ellos el protagonismo es de nuevo para el
león, que con toda su carga simbólica y su ambivalencia de significados fue uno
de los animales más representados en el mundo medieval. A su lado, nuevamente
las aves, en este caso dos aves de perfil, con las alas plegadas y un gran
desarrollo de la cola, que llevan entre sus garras un cuadrúpedo que han tomado
como presa. Completando el universo animal de los Bestiarios, no podían faltar
los seres fantásticos, dos pequeñas sirenas-ave que reposan sobre la cola de
una gran serpiente o dragón. Obra también de la mano de este artífice es el
único capitel de temática vegetal que se conserva, una composición habitual con
grandes y gruesas hojas lanceoladas de las que penden frutos esféricos entre
las que se asoma el rostro amenazante de un felino.
La
talla y factura de estas piezas remiten a obras de tierras leonesas con las que
mantienen una vinculación estrecha. Salvando las cuestiones técnicas, se
aprecian afinidades con San Isidoro de León y la catedral compostela na. Tallas
como las que encontramos en los templos leoneses de San Esteban de Corullón,
San Juan de Montealegre o San Andrés de Huerga de Garaballes se explican con
características similares: gusto por los volúmenes redondeados, que siguen los
flujos derivados de la colegiata leonesa de San Isidoro y que en la propia
capital también encontramos en Santa María del Mercado. Cuerpos blandos y
carnosos que, siguiendo la estela leonesa, se extienden a lo largo del Camino
de Santiago, penetrando también en Asturias por diferentes vías.
El
segundo maestro que trabaja en el monasterio de Carzana presenta una técnica
mucho más cuidada, más elaborada y llena de matices naturalistas. Buen
conocedor de su oficio, consigue resultados cargados de preciosismo y
refinamiento. Las formas, los volúmenes y hasta la expresión de las figuras
están dotadas de mayor realismo. Las proporciones armónicas crean un conjunto
de figuras con vida y movimiento. Los volúmenes, también redondeados, son aquí
más pesados y consistentes, sin llegar a la sensación de blandura de las
figuras anteriores. La talla alcanza importantes dimensiones, llegando en la
mayoría de los casos a un altísimo relieve muy próximo al bulto redondo, con
juegos de claroscuro muy acusados, quedando el fondo del capitel totalmente
perdido de la vista. El tratamiento de las superficies se hace con gran
naturalidad y sin prácticamente dejar espacios libres, las plumas o pelajes de
los animales parece que se traten una a una, poniendo cui dado en la posición
que va a ocupar cada una de ellas para tratar de darles las formas más cercanas
a la realidad. Los rostros, dotados de una especie de chispa graciosa, parecen
tener siempre expresiones amables, no llegando a la sequedad, austeridad e
intimidación que consigue el primer maestro. En la cara, más bien alargada,
encontramos ojos saltones y redondeados en los que, con una profunda incisión
central, se marcan las pupilas; la nariz es recta y la boca, apenas señalada
por una incisión un tanto arqueada, que le hace parecer más realista. Se
complementa el tratamiento del rostro con los pómulos y la barbilla cuya varie
dad hace que se creen personajes un tanto individualiza dos. El cabello se
parte en el centro y se señala con hondos surcos horizontales, mientras que en
las barbas que llevan algunos de los personajes masculinos los surcos son
verticales. En los ropajes apenas aparecen los pliegues señalados por pequeñas
incisiones, lo que, sin embargo, no impide que las figuras tengan cierto
movimiento, posiblemente creado por la pérdida de la frontalidad rigurosa que
vimos en los ejemplos anteriores.
Todas
estas peculiaridades fisonómicas pueden verse en uno de los capiteles del
segundo pilar de la nave norte, una pieza destacada, tanto por su temática como
por el detallismo de la composición. Se representa aquí la Adoración de los
Pastores, un episodio de la infancia de Cristo no muy habitual en el románico,
pero que cuenta con algunos ejemplos aislados en Saint Pierre de Chauvigny, el
claustro de la catedral de Tarragona o la iglesia zamorana de Santo Tomé. En la
escena de Villanueva, bajo una gran palmera, se suceden, dispuestos en un friso
que recorre las tres caras visibles del capitel, siete personajes conformando
lo que parece una escena única.
En
la cara central aparece la escena principal, dos figuras sedentes y en posición
frontal representan a San José y la Virgen con el niño en brazos, vestidos como
los nobles medievales. El resto de la escena la componen cinco figuras, los
Pastores, vestidos de forma diferente (túnicas cortas, capas con caperuza,
brial, toca) y portando objetos a modo de ofrendas: una cesta repleta de
frutos, un cubo de madera, una especie de garrafón, animales, etc. La variedad
de los atuendos y las diferentes actitudes ayudan a crear un ambiente
distendido y nada monótono. En conjunto se trata de una composición donde se
combina la quietud y el movimiento para dar sentido a la escena. Mientras que
la Sagrada Familia permanece en posición sedente, frontal e inmóvil, el resto
de la escena denota movimiento; las figuras aparecen en posición de avance,
dirigen sus pasos hacia la posición donde se encuentran los personajes
principales y, una vez ante ellos, como se muestra en la escena, hacen una
especie de reverencia y ofrecen el presente que portan.
El
resto de las representaciones ejecutadas por este maestro, cinco capiteles y
dos canecillos, derivan todas ellas del bestiario medieval, aves y animales
fantásticos en los que se alcanzan cotas de gran realismo. Las aves, águilas,
palomas, búhos..., presentan cuerpos de proporciones armónicas y perfiles
ovalados, cubiertos de un plumaje de gran realismo en el que, jugando con los
diferentes grados de relieve y variando el tamaño de las plumas según su
localización en el cuerpo del ave, se consigue un aspecto bastante naturalista.
Los ojos, almendrados, con la cuenca ocular perfilada y la pupila señalada por una
pequeña incisión, dan vida al animal.
El
águila, la reina de las aves, encarna para el cristiano la figura de Cristo, es
signo de resurrección a través del bautismo y la redención de los pecados. En
el arte románico su presencia es habitual en las diferentes manifestaciones
artísticas. En este grupo de capiteles de Villanueva la encontramos
representada en cuatro ocasiones, siendo de destacar el capitel superior de
primer pilar de la nave norte, que presenta en su cara central un águila
bicéfala en posición frontal con las alas extendidas, un ejemplar de gran
plasticidad con un cuidado tratamiento del plumaje, un animal que se alza con
majestuosidad y ligereza mostrando toda su fuerza.
Lo
acompañan en las caras laterales otros dos ejemplares de la misma especie, con
menor desarrollo corporal, presentando en esta ocasión una sola cabe za y las
alas explayadas. Similar característica presenta el cuarto de los ejemplares de
la especie que habita en el templo, situado en un capitel de la nave sur,
compartiendo escena con dos grifos y un búho. Este grupo de águilas, como en
general todas las piezas salidas de la mano de este maestro, encuentra su
principal referente en los relieves de la iglesia zamorana de San Claudio de
Olivares, con los que, como veremos, las similitudes son constantes tanto desde
el punto de vista iconográfico como formal.
También
encontramos aves en el último capitel del lado del Evangelio, donde dos parejas
de palomas afrontadas, en una disposición perfectamente regida por la simetría,
que unen sus cabezas y sus picos, mientras apoyan una de sus patas en el
collarino y elevan la otra para sujetar un racimo de frutas que parecen
picotear. Fisonómicamente los cuatro ejemplares son iguales, un ave de tamaño
medio y proporciones armónicas, “un pájaro sencillo, casto y hermoso”.
El relieve de todo el conjunto es excelente, y la profundidad alcanzada por la
talla, en ocasiones llegando al bulto redondo, crea unos magníficos juegos de
claroscuro.
Se
trata de un motivo que, derivado de modelos orientales y paleocristianos,
cuenta en el románico con numerosos ejemplos representando las almas de los
buenos cristianos que alcanzan la gloria comiendo del fruto de la redención.
Los
seres fantásticos protagonizan las escenas de las tres últimas piezas, en la
nave sur del templo, sirenas, ono centauros, grifos... seres pertenecientes al
reino de los bestiarios medievales, híbridos cargados de un fuerte simbolismo
cuya presencia en el arte es constante desde la antigüedad. El grifo, mitad
león, mitad águila, es el protagonista de una de estas piezas, una composición
en la que, como vimos, se acompaña de seres reales, el águila y el búho. Tiene
este fantástico animal cuerpo de león, patas, alas y cabeza de águila,
siguiendo así los modelos clásicos.
Toda
su superficie se cubre de plumas pequeñas y minuciosas. En el rostro, finamente
tratado con menudas incisiones en toda su superficie, destaca el ojo, un óvalo
almendrado con profunda incisión central, que llena al monstruo de vida.
El
lomo y las grupas, de león, sobre las que se enrosca la cola, tienen, al igual
que el resto del cuerpo, toda su superficie grabada con finas incisiones que,
aunque lejanamente, nos recuerdan la técnica utilizada por los tallistas de
marfil y los modelos de la región francesa de Poitou-Saintonge. Son numerosos
los ejemplos que podríamos citar como referentes para este modelo, sin embargo,
son, una vez más, los grifos zamoranos de San Claudio de Olivares donde
encontramos un referente más cercano. Las relaciones entre los dos modelos son
claras, podríamos decir que en sus rasgos principales son idénticos, beben de
la misma fuente. El significado de la escena, a propuesta de la profesora
Soledad Álvarez, vendría a representar al grifo que, como símbolo de Salvación,
con sigue a través de su fuerza salvar al hombre, representado por el búho, ave
negativa amante de las tinieblas, como los pecadores que huyen de la justicia.
Seres
fantásticos son también las dos sirenas y el centauro de la siguiente pieza,
una de las más destacadas y hermosas del conjunto. Como en el caso de las
anteriores composiciones, las figuras se sitúan bajo gruesas y jugosas hojas
que enmarcan la composición. En la cara central una sirena-ave, de cuerpo de
águila y cabeza humana, en posición frontal con las alas ligeramente
explayadas, se toca con una especie de gorro frigio, símbolo de libertinaje. A
su izquierda, otro híbrido surgido de la imaginación oriental: el centauro,
mitad hombre, mitad caballo, o mejor podríamos decir onocentauro, ya que la
parte inferior de su cuerpo, más que recordar a la del caballo, nos remite a un
asno. En la parte opuesta, la sirena-pez, con cabeza y torso de mujer rematados
por una larga cola de pez, un hermoso y atractivo ser que coquetamente acaricia
la larga melena que le cae sobre el pecho.
En
los tres seres los rasgos faciales son similares con grandes ojos saltones,
nariz recta y la boca pequeña marcada por una profunda incisión, rasgos que nos
recuerda a los rostros de los personajes vistos en el capitel de la Adoración
de los Pastores. Los centauros y las sirenas, en su doble versión pez y ave,
fueron los seres fantásticos que gozaron de mayor protagonismo en las
representaciones románicas y compartiendo un mismo significa do como símbolo
del engaño, de los placeres mundanos, de la vanidad, la lujuria y, en
definitiva, como símbolo del pecado. Los modelos que aquí tenemos nos remiten
nueva mente a la iglesia zamorana de San Claudio de Olivares, siendo evidente a
simple vista que se trata de modelos surgidos de un tronco común, tanto formal
como iconográficamente, siendo las diferencias entre las imágenes de uno y otro
templo mínimas y de carácter anecdótico.
Finalmente,
hemos de hacer referencia a una escena de difícil interpretación protagonizada
por dos parejas de un extraño ser con cuerpo humano vestido con calzón corto y
“camisa”, cabeza de pájaro, con gran pico, y pies palmípedos. Se
disponen, sedentes, a ambos lados de un árbol del que recogen y picotean
grandes frutos. Una imagen controvertida, cuya aproximación iconográfica más
cercana la podemos encontrar en una ilustración del MS. Cotton Tiberius de la
Brithis Library de Londres, fechada en el siglo XI, donde aparece un hombre con
cabeza de perro que come los frutos que coge de un árbol. Imágenes que pueden
ponerse en relación con alguno de los hombres-monstruos, habitantes de
distintas partes de la Tierra, que desde la Antigüedad aparecen en diferentes
relatos o, como indica Álvarez Martínez, con el árbol de la “Berna cha”
del que nacen aves y caen una vez maduras.
Al
observar la técnica, formas y repertorios de este maestro tenemos que
remitirnos a tierras castellanas, volviéndonos a situar en los entornos de San
Isidoro de León y la catedral de Santiago, es decir, en el camino de
peregrinación y, en este caso concreto, en Zamora, donde encontramos el
referente más inmediato para este grupo de capiteles: la iglesia de San Claudio
de Olivares. Las similitudes entre las piezas de ambos templos son innegables,
sin que podamos asegurar quién es el modelo de quién o quizás se trate de obras
contemporáneas salidas de un mismo tronco común. Ya la profesora Etelvina
Fernán dez hablo del paralelismo existente entre las piezas de las sirenas y
los centauros con otras semejantes que se encuentran en Zamora, y apuntó la
posibilidad de que nos hallemos ante obras del mismo taller o incluso de la
misma mano. La presencia del mismo taller parece más que evidente, sin embargo
no podemos asegurar que sean obra de la misma mano, ya que existen ligeras
diferencias entre los dos conjuntos. Si bien los modelos iconográficos son muy
similares, por no decir idénticos, lo que se comprueba principalmente en las
figuras de las águilas, los grifos, las sirenas, en su doble versión, y el
centauro. En los aspectos formales, las figuras de San Claudio, en líneas
generales, son más esbeltas, más altas y delgadas que las de Villanueva, donde,
sin romper la armonía de las proporciones, presentan un canon más corto. El
tratamiento del plumaje, los rostros, las superficies... sigue los mismos
modelos y formas, alcanzando los de Villanueva un mayor grado de naturalidad.
Completado
el capítulo escultórico de Villanueva, debemos hacer mención a los siete
canecillos, dispuestos hoy a lo largo de la cornisa de la fachada norte, que
responden a las características técnicas y estéticas del primer maestro. Se
representa en ellos mascaras humanas y zoo morfas de rasgos expresionistas,
junto a motivos geométricos y vegetales, en fórmulas muy repetidas en este tipo
de piezas. También canecillos, en este caso atribuibles al segundo maestro, son
las dos piezas que, unidas, se reutilizaron como capitel en la antepenúltima
columna de la nave Sur. Uno de los canes da abrigo a la figura de un ave con la
cabeza entre las piernas, mientras que a su lado, en la otra pieza, la figura
de perfil de un cérvido se eleva para comer de unas hojas. A estas piezas hay
que unir restos de cornisas ajedrezadas en la cabecera y parte superior de los
pilares circulares de entrada al templo. La pequeña figurilla incrustada en el
muro exterior de la sacristía, se trata de un rostro de rasgos zoomorfos amables,
compuesto por volúmenes redondeados muy pronunciados. Y fuera del perímetro de
la iglesia, incrustada en la pared del denominado Palacio, una pieza que parece
representar la cabeza de un hombre barbado y de largos cabellos, que Zarracina
Valcárcel ha identificado como un Pantocrátor.
En
conclusión, podemos decir que el templo de Santa María de Villanueva conserva
de su período románico restos pertenecientes de dos campañas constructivas, la
primera en el siglo XI y la segunda datada a mediados del siglo XII. Un tiempo
en que se debe destacar la vinculación de la institución religiosa de
Villanueva con personajes pertenecientes a la misma estirpe familiar, entre los
que destacan la infanta Cristina y el conde Pedro Alfonso, pertenecientes a la
alta nobleza astur-leonesa y a los círculos cortesanos. La relación del templo
de Carzana con este núcleo familiar y su proximidad con la vía de la Mesa,
importante punto de comunicación entre Asturias y la Meseta, puede haber
favorecido la presencia en Teverga de talleres de fuerte vinculación castellano-leonesa,
ya que, como vimos, las soluciones formales, técnicas e iconográficas de los
relieves monumentales de la iglesia se relacionan directa mente con obras del
románico castellano. El gran realismo, la calidad técnica y plástica, así como
las formas iconográficas y estéticas, de los dos maestros que trabajan en Villa
nueva a mediados del siglo XII, son claramente dependientes de los talleres
derivados de San Isidoro de León y del maestro que trabaja en la iglesia
zamorana de San Claudio de Olivares; constituyendo una de las muestras más
destacadas de la plástica románica en Asturias.
Arrojo
Atravesado
por la carretera comarcal AS-229, a unos 3 km de Bárzana, capital del concejo
de Quirós, y a 38 km de Oviedo, en una vega de fértiles pastos, al pie de la
sierra del Aramo, se encuentra la pequeña aldea de Arrojo, solar de la Casa de
los Bernaldo de Quirós. La ganade ría ha constituido desde la antigüedad la
base económica de este territorio, rodeado de altas y escarpadas montañas de
difícil acceso, lo que debió de propiciar el desarrollo de Arrojo, localizado
en una llanura, como centro de la actividad municipal.
La
presencia del hombre en el territorio quirosano se constata desde el neolítico,
tal y como demuestran los yacimientos mineros de la Sierra del Aramo y la
necrópolis megalítica de la Cobertoria. La cultura castreña también está
presente, siendo destacable el recinto castreño localizado en Vallicastro, en
las inmediaciones de Arrojo, en el que tal vez pueda encontrarse el origen de
los núcleos de población del entorno, a los que las gentes descenderían en los
períodos de mayor estabilidad política buscando mejores condiciones de vida.
Entre
los siglos IX y X la estabilidad del reino asturiano propició la concentración
de la población rural en las denominas villas, entendiendo el termino como
núcleo de explotación agropecuaria, dando origen a gran parte de las actuales
aldeas. Entre ellas se encontraría la de Arrojo, ya que con este calificativo
de villa aparece mencionada en un documento de 1036 por el que el rey Fernando
I entrega a San Salvador de Oviedo varias propiedades, entre las que se cita in
villa de Arrogio nostram portionem ab integro similiter. Un núcleo al que, si
bien se hace referencia explícita y directa por primera vez en este documento
del siglo XI, es de suponer, como veremos en el posterior estudio del templo
parroquial, que debe de remontarse su fundación al menos al siglo noveno,
momento en el que se produce un resurgir de este tipo de asenta mientos
seguidores de la tradición tardorromana.
Las
centurias siguientes, siglos XI y XII, con Asturias como parte del ya
denominado reino castellano-leonés, son testigos del progresivo proceso de “feudalización”
con la creación de los grandes señoríos laicos y eclesiásticos, favorecidos por
el apoyo de la corona y las numerosas donaciones de la nobleza. Entre todas las
instituciones, la más favorecida será, sin duda, el cabildo ovetense, que ve
como poco a poco, en un proceso de paulatino crecimiento, su poder se va
acrecentando y sus dominios extendiéndose por buena parte del territorio
asturiano, incluso por tierras leonesas y zamoranas. En este contexto, a través
de varias donaciones regias, como las de Fernando I en 1036 o la de Alfonso VI
hacia 1094, la mayor parte del actual concejo de Quirós, constituido ya como
entidad territorial, y hasta entonces muy vinculado al patrimonio monástico del
monasterio de San Adriano de Tuñón, pasó a integrarse en el vasto Señorío de la
Mitra Ovetense. Un paso decisivo para esta integración lo constituyó la donación
de 1174, por la que Fernando II entregó a la autoridad episcopal illud
castellum Alua de Quilos, centro militar y político del territorio
quirosano.
Fue
este castillo de Alba, localizado frente a Arrojo, al otro lado del río Trubia,
y del que apenas se conservan algunos restos desdibujados entre la maleza, una
fortaleza de titularidad real, calificada en las Crónicas Imperiales de Alfonso
VII como castella valde fortísima, el centro de la vida política y
militar de Quirós durante varios siglos. Bastión inexpugnable, formaba parte de
un sistema defensivo mucho más complejo que enlazaba con las torres fuertes de
los territorios limítrofes. Símbolo del poder señorial, debía de responder a la
triple función de defensa, control y reorganización del espacio circundante,
por lo que fue uno de los castillos tomados por el rebelde Gonzalo Pelaéz en
sus sublevaciones contra el poder imperial de Alfonso VII entre 1132 y 1137, en
lo que, según parece, desencadenó en Asturias una verdadera guerra civil ente
los partidarios del monarca y los del magnate asturiano, uno de los hombres más
poderosos de su tiempo, perteneciente a uno de los principales linajes de la nobleza
astur, que llegó a controlar gran parte de la Asturias central, incluidas las
tierra de Quirós, con su castillo de Alba.
Ya
plenamente integrado el Señorío Episcopal desde finales del siglo XII el
arciprestazgo de Quirós, como otros territorios de la iglesia ovetense, fue
puesto bajo la autoridad de los llamados encomenderos, quienes en nombre del
obispo ejercían la autoridad jurisdiccional de los territorios a él
encomendados. En el caso que nos ocupa, el territorio quirosano, junto con
otras demarcaciones de la zona sur-occidental asturiana, fueron puestos bajo la
autoridad de la poderosa familia de los Bernaldo de Quirós, al menos desde 1314
y hasta 1579, cuando por bula papal Gregorio XIII entregó a Felipe II varios
bienes pertenecientes a la iglesia. Poco tiempo después los vecinos, entre los
que vuelven a destacar los miembros de la Casa de Quirós, compraron al monarca
la jurisdicción del municipio, convirtiéndose así en Ayuntamiento.
En
todo este proceso histórico el lugar de Arrojo debió de tener un papel
destacado, con solidándose como centro de la vida municipal del concejo. Con
una posición geográfica privilegiada, al situarse en una de las pocas llanuras
con que cuenta el montañoso territorio quirosano, y en el centro del mismo, se
constata por varios documentos bajomedievales la reunión del poder concejil de
la parroquia en el atrio de la iglesia de San Pedro; del mismo modo que su
importancia queda constatada por ser el lugar elegido por los Bernaldo de
Quirós como panteón familiar y que estos mismos, ya en el siglo XVI,
trasladaran su residencia nobiliaria, hasta este momento en el mencionado
castillo de Alba, a una nueva casona en el pueblo de Arrojo.
Iglesia de San Pedro
En
la margen izquierda de la carretera, en dirección a Bárzana, se distribuye
linealmente el caserío de este pequeño pueblo, destacando entre él la iglesia
de San Pedro, justo al pie de la carretera y el palacio de los Quirós.
Anteriormente
hemos citado la existencia de un documento fechado en 1036 en el que por
primera vez apare ce una mención explícita al lugar de Arrojo. Ahora bien,
debemos advertir que anterior a este documento en un controvertido diploma,
fechado en el año 891, considera do por algunos autores como una falsificación
o interpolación de principios del siglo XII, que posiblemente tome como base un
documento verídico, por el que Alfonso III y su esposa Jimena fundaron y
dotaron con una serie de bienes el monasterio de San Adriano y Santa Natalia de
Tuñón. Una fundación que puede ponerse en relación con la política de
reorganización administrativa y consolidación política del reino llevada a cabo
en esos momentos. En la nómina de bienes patrimoniales con que fue dotado el
monasterio de Tuñón se incluyen varios lugares del territorio quirosano, siendo
uno de ellos la villa in Barrio cum ecclesia Sancti Petri, un templo que
algunos autores identifican con el de San Pedro de Arrojo, al no conocerse en
Quirós otro templo bajo la advocación del príncipe de los Apóstoles, y
basándose en el hecho de que el lugar que se menciona tiene su misma situación
geográfica, ya que a su lado se citan los núcleos de Casares, Fresnedo y
Salcedo. Dato que, además, parece corroborar un documento posterior, fechado
hacia 1094, por el que Alfonso VI confirma a la Mitra Ovetense sus propias
donaciones y las de sus antecesores, entre las que se incluye el monasterio de
San Adriano de Tuñón con sus propiedades, una de ellas la ecclesiam Sanctji
Petri iusta Casares, que no puede ser otra que la iglesia de Arrojo, pues
responde exactamente a su situación geográfica. De este modo, su presencia
entre los bienes de Tuñón, y el hecho de que la lista de propiedades dispuestas
en ambos documentos, el del 891 y el del 1094, presenten gran semejanza
expresiva, por lo algunos paleó grafos consideran que proceden de una fuente
común, puede llevarnos a considerar que la iglesia de San Pedro mencionada en
la primera donación se identifica con la de Arrojo; y a ella pertenecería la
planta de cabecera cuadra da y tradición prerrománica constatada en las últimas
intervenciones arqueológicas llevadas a cabo en el templo bajo la dirección de
Gema Adán.
Este
primitivo templo sería sustituido a principios del siglo XIII, coincidiendo con
su vinculación a San Salvador de Oviedo, por una nueva construcción acorde con
las preferencias estéticas del momento y con las nuevas necesidades de la
liturgia. Un templo que debe de haber llega do hasta nosotros en su mayor
parte, no exento de reformas y modificaciones, pues sabemos que hacia el siglo
XIV, cuando como encomenderos del poder episcopal y aliados de la Corona, los
mencionados Bernaldo de Quirós inician su ascenso social y político, toman la
iglesia de Arrojo bajo su patronazgo, de tal forma que, siguiendo las
costumbres nobiliarias de la época, convierten el templo en panteón familiar y
acometen para ello una serie de reformas, como la apertura de arcosolios en sus
muros perimetrales y la elevación de la altura de la nave donde se abren dos
vanos, siguiendo ya los presupuestos del gótico.
Como
menciona P. García Cuetos, en las siguientes centurias, como iglesia parroquial
a la vez que de patronazgo nobiliario, se llevaron a cabo diferentes obras con
la anexión a la fábrica original de la espadaña, el pórtico, la portada
meridional, la sacristía, el osario... y diversas campañas de conservación,
ornato y remoce de los muros. El siglo XIX sería decisivo para la historia de
Arrojo: en 1811, en plena guerra de Independencia, las tropas francesas
saquearon la iglesia; poco tiempo después, hacia 1850, se llevaron a cabo
nuevas obras de conservación, pero, como ya mencionaba C. Miguel Vigil, en 1887
sus “paredes de cantería labrada amenazan ruina”, posiblemente debido a
la construcción de la carretera, para cuya ejecución fue rebajado el nivel del
terreno que hizo necesario construir una escalinata para poder acceder al
templo. El estado de ruina fue en aumento, hasta el punto de que en 1929 Aureliano
de Llano de Roza informa de que el templo había sido cerrado al culto por su
lamentable estado de conservación.
Tras
la guerra civil, que contribuyó aún más a su deterioro, en los años 40 el
arquitecto Luis Menéndez Pidal emprendió una importante restauración en la que,
utilizando sus propias palabras, “para corregir la ruina acusada en toda la
fachada a poniente y en sus contiguas, fue menester desmontar sillar a sillar
todas estas partes, levantándolas otra vez sobre sólidas cimentaciones. Fueron
restaurados muros y paramentos, limpiando de cales su interior, pero dejando el
ábside inclinado tal cual estaba, por haber alcanzado ya su posición de
equilibrio. Se cubrió el templo con armadura de madera a la vista y con un
tramo de bóveda, sobre la obra gótica iniciada en el coro a los pies de la
iglesia. También fueron rehechos los solados”.
El
actual templo de Arrojo, difícil de interpretar en algunos aspectos, dada la
profunda restauración a la que fue sometido en los años cuarenta, conserva,
aunque reto cados, gran parte de los elementos de la fábrica románica. Con
sillares bien escuadrados, como técnica de construcción en la totalidad de sus
paramentos (hecho no muy habitual en los templos rurales de la región donde
suelen reservarse los sillares para las partes más nobles de la construcción,
dejando el sillarejo para el resto de los muros), debemos pensar que fue Arrojo
una obra de cierta envergadura, con relación al espacio geográfico que ocupa,
patrocinada por algún grupo familiar o institución de prestigio que no reparó
en gastos. Planimétricamente responde a uno de los modelos más difundidos en el
románico asturiano, donde se combinan la sencillez de la nave única con las
innovaciones de la cabecera benedictina, también simplificada, y compuesta en
esta ocasión por un ábside semicircular precedido de tramo recto, a la manera
que podemos encontrar en muchos otros templos coetáneos.
Al
interior, la nave aparece dividida en cuatro tramos por tres pilastras que
lleva adosadas al muro, correspondiéndose en el exterior con el mismo número de
potentes contrafuertes. Un esquema perfectamente preparado para recibir los
empujes de los arcos fajones de una bóveda de cañón, sistema de cubiertas que
no sabemos si llegó alguna vez a utilizarse en Arrojo, ya que, al menos en el
siglo XVII, la iglesia se cubría con armadura de madera. Podría mos afirmar, o
al menos pensar con cierta fiabilidad, que, a la vista de la estructura
comentada, la bóveda debió de ser proyectada inicialmente para cubrir la nave,
hecho que nuevamente vendría a indicarnos las pretensiones con que fue
concebida la fábrica, pues lo más habitual es la armadura de madera, reservándose
las bóvedas, como también ocurre en Arrojo, para la cabecera. Hay que tener en
cuenta que hacia el siglo XIV se llevaron a cabo en el templo una serie de
obras de acondicionamiento para adaptar el espacio a las funciones de panteón
familiar de los Bernardo de Quirós. Para ello, junto con una serie de
arcosolios que se abrieron en los muros de la nave, también se elevó la altura
de ésta, con lo que podríamos pensar que fue entonces cuando se sustituyó la
cubierta abovedada, si alguna vez llegó a construirse, por una armadura de
madera semejante a la que hoy podemos observar.
Esta
reforma goticista trajo consigo, además de la elevación de la cubierta, la
apertura de dos nuevos huecos de iluminación para complementar las aspilleras
románicas, abriéndose en este tiempo la ventanita geminada, con dos arcos
apuntados y sencilla tracería, que encontramos en el piñón del imafronte, y el
óculo, a manera de pequeño rosetón, también con tracerías, que se abre en el
piñón opuesto. En los paramentos de la nave se abrieron una serie de
arcosolios, dos en el flanco norte y tres en el sur (los restantes que vemos
actualmente son fruto de la mencionada restauración de los años cuarenta) a la
manera de los que podemos ver en el monasterio de Cornellana o en la capilla de
los Alas en Avilés, en los que, alternando el arco de medio punto con el apuntado,
se decoran con tetrapétalas, puntas de diamante... siguiendo los modelos de la
nueva estética del espíritu gótico.
Como
elemento de transición entre la nave, espacio destinado al pueblo, y la
capilla, el lugar más sagrado del templo, reservado a la imagen de la
divinidad, encontramos el arco triunfal, el acceso a la Jerusalén Celeste.
Sigue el toral de Arrojo un sencillo esquema compuesto de arco de medio punto
doblado, con las roscas totalmente lisas, y envuelto en un guardapolvo
nacelado. Apean las roscas sobre complejos pilares de sección cruciforme, con
tres columnas adosadas, una en cada uno de sus frentes libres.
Partiendo
de un podium biselado, las columnas se componen de basas cilíndricas decoradas
con sencillas garras, fustes de varios tambores y capiteles cúbicos, en la
actualidad totalmente lisos, sin ningún tipo de tratamiento decorativo. Una
frase de L. Menéndez Pidal, aludiendo a los “capiteles ornamentados” en
su descripción del arco triunfal en el momento de la restauración, puede
llevarnos a pensar que fue en este momento cuando se sustituyeron los
primitivos capiteles por los actuales; sin embargo, el hecho de que C. Miguel
Vigil, que visitó el templo a fina les del siglo XIX, no haga mención a ellos,
y, sobre todo, la fotografía de la portada occidental publicada en la obra de
A. Llano de Roza en 1926, donde se puede ver cómo parte de los capiteles de la
portada también aparecen sin tallar y siguiendo el mismo esquema que los del
arco triunfal, nos llevan a plantearnos algunas dudas acerca del momento de
sustitución de unas piezas por otras, o incluso a pensar que en realidad nunca
llegaron a tallarse, ya que, tanto por el material utilizado como por la forma,
mantienen estrecha relación con los capiteles decorados de la portada y del
exterior del ábside. Así pues, debe contemplarse la posibilidad de que la
fábrica románica de Arrojo hubiera queda do de alguna manera inconclusa.
Como
único elemento decorativo, por encima de los capiteles y extendiéndose al
interior del ábside, articula el paramento una línea de imposta con rombos
enfilados, a la manera de los que más tarde hallaremos en la portada. Dentro
del ábside, compuesto de tramo recto y capilla semicircular, esta imposta sirve
de arranque para las bóvedas, de cañón en el tramo recto y de horno en el
hemiciclo, siendo, junto con el estrecho vano abocinado de derrame interno, los
únicos elementos románicos que articulan los muros. En la actualidad están
decorados con una serie de pinturas al fresco de principios del XVIII, que por
la iconografía, relacionada con la simbología cósmica y la oposición entre
contrarios, pueden superponerse a otras anteriores de los siglos XV y XVI, que
ocuparían el espacio de los frescos románicos con que comúnmente se cubría este
espacio del templo.
Al
exterior, la figura del templo aparece un tanto distorsionada, de modo que la
horizontalidad característica del románico es sustituida aquí por una tendencia
a la verticalidad más propia del lenguaje gótico. Esta circunstancia viene
servida principalmente por dos razones: en primer lugar, hay que recordar la
reforma llevada a cabo hacia el siglo XIV elevando la altura de la cubierta y
la apertura de dos vanos de inspiración gótica, y, por otro lado, a finales del
siglo XIX, al construirse la carretera que pasa por delante de la puerta de
Arrojo fue necesario rebajar el terreno, con lo que parte del basamento que
debería permanecer oculto quedó al descubierto, aumentando así la altura de la
fachada occidental, donde, además, se construyó una escalinata de esquema
semicircular con seis escalones que según van ascendiendo disminuyen su tamaño
gradualmente, contribuyendo todo ello a aumentar la sensación de verticalidad,
tan ajena al lenguaje románico.
Elevados
sobre un basamento, los muros laterales, aparecen articulados verticalmente por
tres potentes con trafuertes a cada lado, correspondiéndose, como ya se ha
dicho, con las pilastras del interior. Se rematan con una sencilla cornisa a
bocel de la que penden una serie de canecillos, algunos fruto de la
restauración, en la que fue ron precisamente los muros laterales uno de los
elementos más retocados. Adosada al flanco norte se encuentra la sacristía,
construida en el siglo XVIII, mientras que en el flanco sur, donde se abren dos
aspilleras, parece que en su día estuvo adosado el pórtico, construido hacia el
siglo XVII y eliminado durante la restauración.
La
cabecera es la parte más destacada de toda la fábrica y el lugar, junto con la
portada, donde se concentra la mayor parte de la decoración. Totalmente
rehundida sobre sus cimientos, parece que a causa de la construcción de la
carretera y a la naturaleza arcillosa del terreno sobre el que está construida,
advierte Menéndez Pidal que “por haber alcanzado ya su posición de
equilibrio”, se decidió no intervenir en ella durante la restauración, de
forma que nos encontramos ante el elemento menos alterado de todo el conjunto.
Sigue la disposición de las cabeceras bene dictinas, según uno de sus esquemas
más simples y repetidos en la región, similar al que podemos encontrar en el
ábside de San Juan Priorio en Oviedo, por citar un ejemplo cercano.
Detalle del ábside con
su acusado desplome
Se
articula verticalmente por medio de dos columnas adosadas que recorren el muro
desde la base hasta el alero, compartimentando el volumen en tres paños;
mientras que horizontalmente lo recorre una moldura lisa, situada a media
altura, y sólo interrumpida en la calle central por una estrecha saetera.
Remata con la pertinente cornisa, moldurada a bocel y decorada en la parte
interna por grandes tetrapétalas, de la que pende una interesante serie de
canecillos, entre los que se intercalan metopas, también decoradas con motivos
florales, trebolados en este caso, siguiendo así un elaborado esquema, que,
salvando las distancias de calidad técnica y formal, nos recuerda
inmediatamente el empleado en templos del románico pleno, como Santa María de
Villamayor o Santa María de Narzana.
Entre
los canecillos, que al igual que el resto de pie zas son de talla bastante
plana y carente de detallismo, encontramos un variado e interesante repertorio
compuesto por piezas con temas geométricos que siguen modelos conocidos y muy
repetidos, como los de forma de quilla, los modillones de lóbulos o los
decorados con triángulos y rombos en distintas composiciones. A su lado,
conjugando las funciones estéticas con las morales o dogmáticas, destacan las
representaciones figurativas. Un repertorio con el que, como menciona P. García
Cuetos, trata de plasmarse e inculcarse, a través de un lenguaje simple y
comprensible para el campesino rural, la lucha entre el bien, representado por
los animales domésticos y los amables rostros humanos, y el mal, el pecado y el
miedo a caer en él, a través de las fieras de la fauna local, como los osos o
los felinos autóctonos, las máscaras grotescas y las serpientes, al modo en que
también lo encontramos en la cercana Colegiata de Teverga. Entre este
repertorio zoológico, podemos destacar en Arrojo la presencia de la serpiente,
representada en tres de los canecillos, un ser cargado de significados
ambivalentes que hunden sus raíces en ritos y creencias precristianas, unas
veces relacionada con el pecado y el mismísimo diablo y otras con connotaciones
benéficas, como símbolo de Resurrección. En uno de los canes de Arrojo,
aparecen dos serpientes mordiendo vorazmente a un pez, una iconografía que,
según expone M. S. Álvarez, puede hacer referencia a un mensaje de carácter salvífico
en el que la serpiente, animal capaz de renacer y cambiar de piel, representa
al pecador arrepentido, resucitado, que, a través de la eucaristía,
representada con el pez, consigue su salvación; una escena que guarda algunos
paralelos con la representada en un capitel de la iglesia tevergana de Santa
María de Villanueva, donde también aparecen serpientes mordiendo peces; y con
una escena de una de las portadas de Santa María de Arbás, donde dos serpientes
muerden vorazmente un anfibio. Las otras dos representaciones de reptiles que
encontramos en Arrojo muestran, una de ellas, a la mujer-serpiente de signo
maligno, mientras que la otra, en el primer canecillo de la nave sur, muestra
una serpiente enroscada alrededor de un tallo floreado, como la serpiente que “vigila
el árbol del que gotea el bálsamo”, de la que nos hablan los Bestiarios
medievales.
Junto
a los canecillos, las metopas y los sofitos, a los que ya hemos hecho
referencia, completan la decoración de la cornisa del ábside dos interesantes
capiteles, compuestos por un bloque monolítico del que forman parte un volumen
cúbico flanqueado por dos secciones del canecillo, de tal forma que parece que
el capitel fuera una prolongación de las metopas, quedando perfectamente
integrado en el conjunto de la cornisa. Al igual que las meto pas, la cara
central de la cesta se decora con una tetrapétala de relieve plano, mientras
que en los laterales, en un pequeño espacio en cuña que deja libre la sección
del canecillo, se colocaron dos palmetas en el de la derecha, una a cada lado,
mientras que en el de la izquierda ocupan este campo un rostro humano y dos
peces. Son estos capiteles de Arrojo modelos únicos dentro del panorama del
románico asturiano, de los que no encontramos paralelo alguno en los templos
conservados.
En
el imafronte, elevada sobre una escalinata, se abre la portada occidental,
único acceso románico que se con serva en el templo, ya que la portada
meridional, un pequeño vano adintelado, fue abierta durante las obras del siglo
XVII. Destacada en arimez sobre el muro de la nave, se compone de arco de medio
punto de tres roscas, talladas tanto en su frente como en el intradós, y
envueltas por un guardapolvo, todo ello profusamente decorado a base de motivos
geométricos de procedencia atlántica, como los zigzag, las puntas de diamante y
los triángulos enfila dos, tan comunes en las portadas del románico asturiano,
y las no menos recurrentes tetrapétalas, tréboles de cuatro hojas y rosetas.
Reciben el peso de las roscas tres columnas acodilladas en cada una de las
jambas, compuestas de sencillas basas apenas molduradas, fustes cilíndricos con
varios tambores y capiteles más o menos paralelepípedos, rematados con imposta
de triángulos enfilados, de los que sólo aparecen decorados los de la jamba
derecha, permaneciendo los de la izquierda, tal y como ya mencionamos al hablar
del arco triunfal, sin ningún tipo de tratamiento,
lo
que puede deberse a que nunca llegaran a tallarse o a que fueron colocados
sustituyendo a los originales durante alguna restauración anterior a 1887, ya
que C. Miguel Vigil en esta fecha ya los describe “lisos y reformados”.
En los tres que se conservan, con una talla casi plana, lacónica, y sumaria,
carente de expresividad, en la que no tiene cabida ni un ápice de detallismo,
se representan: un esquemático y sucinto ángel con las alas explayadas y
vestido con túnica talar, en el capitel exterior; dando paso en la siguiente
pieza a la figura de un mono, ser con sentido demoníaco que encarna los vicios
humanos, flanqueado por un lado de un somero árbol junto al que se sitúa un
animal que no hemos podido identificar y por el otro lado con una cabeza de perro
y otra de liebre enfrentadas; en el último de los capiteles, de mayor tamaño
que los anteriores, se representa un inexpresivo rostro humano debajo del cual
se dispone una rama cargada de hojas y frutos de la que picotea un ave,
mientras que por el lado opuesto se acerca un animal de aspecto terrorífico.
Toda esta composición vendría a representar, según opinión de P. García Cuetos,
una lucha entre el bien y el mal, de forma que el ángel representaría la virtud
del buen cristiano, en oposición al mono, encarnación del mal y del pecado; las
dos opciones sobre las que duda el hombre, representado en el último de los
capiteles, que se debate entre el bien, escenificado por el ave que picotea el
fruto, símbolo de la redención del alma al tomar la eucaristía, y el mal, el
peca do que representa el monstruoso animal que aparece al otro lado. Por su
parte Mª Soledad Álvarez Martínez, con sidera que estas piezas, más que
adscribirse al período románico, pueden ser producto de la intervención gótica
llevada a cabo en Arrojo en el siglo XIV.
Se
completa la decoración de la fachada con los nueve canecillos y algunas metopas
floreadas del tejaroz que cobija a la portada, una serie de piezas sumarias,
tos cas e ingenuas, igual que el resto de tallas que hemos visto hasta ahora,
en las que se representan motivos geométricos, como los tres ejemplares en
forma de quilla, al lado de terroríficas cabezas de felino de rasgos
amenazadores y expresionistas, similares a los que podemos encontrar en otros
templos de la zona, como Santa María de Villanueva, en el vecino concejo de
Teverga; así como figuras antropomorfas en diferentes aptitudes, entre las que
tenemos: un personaje con cuerpo humano y cabeza de perro, a la manera de los
que podemos ver representados en MS.Cotton Tiberius de la Brithis Library de
Londres, fechado en el siglo XI, donde en una de sus ilustraciones aparece un
hombre con cabeza de perro comiendo los frutos que coge de un árbol; un hombre
sentado sosteniendo entre sus piernas lo que pudiera ser un instrumento
musical; un tercer hombre, barbado y de rasgos expresionistas, de cuya boca
salen serpientes, y por último la imagen obscena de una mujer que sin pudor
muestra sus genitales, en una representación del pecado y la lujuria.
Técnica
y plásticamente estos relieves, de talla muy plana, sin apenas contrastes de
claroscuro, se caracterizan por el esquematismo, la tosquedad y el tratamiento
suma rio de las figuras, constituidas a través de sucintas incisiones que dan
lugar a rostros sumarios e inexpresivos, de rasgos expresionistas en algunos
casos. Un templo que por las características a las que nos hemos referido y por
la presencia de una serie de motivos decorativos (como las cabezas de pico o
los zigzag, que parece no entraron en la órbita del románico asturiano hasta
finales del siglo XII) podemos datar en la primera mitad del siglo XIII dentro
de las corrientes del románico internacional.
No
debemos perder de vista que la iglesia de San Pedro de Arrojo se encuentra
emplazada en un espacio geográfico en el que en un área de apenas 25 km encon
tramos tres destacadas construcciones: San Adriano de Tuñón, San Pedro de
Teverga y Santa María de Villanueva, ejemplos de la evolución arquitectónica en
Asturias. La primera, ejemplo vivo del arte prerrománico; la segunda, inscrita
en el período de transición entre el arte asturiano y el románico; la tercera,
donde se consolida el lenguaje del románico internacional, del que también será
deudor, ya en la primera en el siglo XIII, la iglesia de Arrojo, que debió de
ser el principal exponente de este arte en la tierra quirosana, donde sabemos,
por la descripción de C. Miguel Vigil de 1887, que también existieron otros
ejemplos, como la iglesia de San Vicente de Nimbra, que “cuando se reedificó
(a finales del siglo XIX) desapareció el arco toral con sus lindos capiteles,
últimos restos que con servaba de su primitiva construcción románica”.
Distintos canecillos
San Antolín de Bedón
San
Antolín de Bedón se localiza en la costa del concejo de Llanes, a 13 kilómetros
de la capital municipal y muy próximo a la localidad de Naves, de la que lo
separa el río Bedón. En el recodo que forma el río al tributar sus aguas al mar
se levanta la antigua iglesia monástica y las dependencias anejas, de época
moderna, en un lugar de extraordinaria belleza, cerrado al Sureste por un
bosque de centenarios castaños muy degradado ya por el paso del tiempo.
El
cenobio de San Antolín fue el más modesto de los tres grandes centros
monásticos del espacio oriental de Asturias, y sus orígenes históricos
aureolados por la leyenda de su fundación por el conde Munazán, que habría
llegado al lugar persiguiendo un jabalí y encontró una luz milagrosa, adolecen,
como ocurre con Celorio y Villanueva, de una documentación que permita fijar
con precisión los hitos de su etapa fundacional. La vinculación del monasterio
de San Antolín, en el siglo XVI, al cercano monasterio de San Salvador de
Celorio, con el lógico traspaso de su archivo y la pérdida casi total de la
documentación celoriense, hace que el conocimiento de la etapa medieval de
ambos centros no pueda llegar a alcanzar en ningún caso los niveles
informativos deseables que es posible lograr en la reconstrucción del capítulo
inicial de la vida de otros importantes cenobios asturianos.
Nada
sabemos, pues, sobre la personalidad de los fundadores, dotación fundacional ni
régimen del establecimiento de San Antolín en la etapa que precede a la
regularización de la vida monástica. La primera noticia documental directa y
fehaciente relativa a la existencia de la abadía nos la proporciona una carta
de donación, de 28 de enero de 1182, en la que cierto Gonzalo Pérez y su hijo
Martín González ceden al monasterio de San Vicente de Oviedo una serie de
propiedades en Gijón y en Aguilar, nombre este último que las fuentes de la
época aplican al territorio que posteriormente se denominará Llanes. Entre los
confirmantes de este documento figura Domno Iohanne abbate Sancti Antonini,
al lado de Domno Lazaro abbate seloriense.
En
ese año de 1182 existía pues una comunidad monástica con un abad, de nombre
Juan, puesta bajo a advocación de San Antolín. Ésta, sin ser frecuente, se
repite en varias iglesias asturianas medievales (San Antolín de Llera, en
Colunga, San Antolín de Ibias, San Antolín de Sotiello, en Lena, etc...), y a
menudo se ha vinculado al siglo XI la extensión de su devoción, pero este
indicio tiene únicamente un valor referencial. Por otra parte, debe acogerse
con reservas la referencia que en uno de los regestos tardíos de la
desaparecida documentación de San Salvador de Celorio, fechado en 1127, se hace
del deslinde de una heredad por termino de San Antolin. En cualquier
caso no parece aventurado suponer que a lo largo del siglo XII se iría
perfilando la organización de la comunidad monástica y su adscripción a la
regla benedictina, al tiempo que se observa también en los otros dos
monasterios del espacio oriental de Asturias: San Pedro de Villanueva (Cangas
de Onís) y San Salvador de Celorio (Llanes).
Más
interesante para su historia constructiva resulta una inscripción, procedente
de la propia iglesia de San Antolín, que indica que En la era MCCXLIII (la)
comenzó Juan, abbad de esta iglesia (1205 d. de C.), idea que se retoma en un
segundo epígrafe también situado en la cabecera del templo. Dichas
inscripciones no proporcionan ningún dato adicional, pero puede aceptarse su
testimonio a la hora de fechar las obras de construcción del templo, que se
abrían iniciado en 1205; esta posibilidad se aviene a la perfección con sus
características arquitectónicas, y las obras acaso deban atribuirse a la
iniciativa de aquel abad Juan que figuraba ya en el documento de 1182 antes
citado.
Con
posterioridad a esos interesantes hitos cronológicos, que se sitúan en torno al
1200, es muy poco lo que sabemos sobre la evolución del monasterio de San
Antolín: proceso de formación de su dominio, régimen monástico, abadalogio,
etc. Tuvo entre sus benefactores, en los siglos XIII y XIV, a algunos de los
más significados representantes de la nobleza regional, como don Pedro Díaz de
Nava y don Rodrigo Álvarez de Noreña, que lo beneficiaron con donaciones de
tierras y dinero a cambio de las consabidas misas de aniversario. Dichas
donaciones contribuyeron a formar un dominio que, por lo que sabemos, se
extendía fundamentalmente por los concejos del oriente de Asturias,
principalmente Llanes, Ribadesella y Colunga. Del mismo modo su dominio incluía
también derechos de presentación en numerosas parroquias de la zona, a saber,
las de San Pedro de Pría, San Pedro de Vibaño y San Juan de Caldueño, del
arciprestazgo de Llanes; y las de Santa María Magdalena del Puerto y San Miguel
de Hontoria, del de Leces o Ribadesella. En fin, a finales del siglo XIV, en la
relación de las abadías regulares del obispado de Oviedo que se inserta en el
Libro Becerro de esta Catedral (1385-1389), se da cumplida referencia de la de
San Antolín en los términos siguientes:
La abadía de Santo Antolino es de la orden de San Beneyto
de monges negros. Pleno jure subgeto al obispo. E el obispo ha de vesitar e
correger al abbad e convento. E desque vaca la abadía eligen los monges e el
obispo confirma. E viene a los signados e paga en todos los pechos e pedidos
quel obispo echa su clerizía. E obedesçen e cunplen todos los mandamientos e
ordenaçiones quel obispo fase.
Entre
los testimonios documentales del monasterio de Bedón, adscritos
cronológicamente a la segunda mitad del siglo XIV, debe citarse el reciente
hallazgo de una teja de barro cocido, que apareció reutilizada en uno de los
edificios de época moderna que conforman el actual conjunto monasterial y se
custodia en el Museo Etnográfico del Oriente de Asturias, en Porrúa (Llanes).
Dicha teja presenta en su superficie la inscripción abas sancio fecit y
parece indicar la realización de algunas obras no determinadas.
En
fin, la etapa medieval del monasterio de San Antolín se cierra en 1531, cuando
una bula de Clemente VII decreta su unión a la Congregación de San Benito de
Valladolid; en 1544 su historia como monasterio autónomo termina, al
promulgarse la bula que disponía su anexión al cercano y poderoso
establecimiento benedictino de San Salvador de Celorio, y así Bedón se
convirtió en lo sucesivo en simple priorato. Sirvió también como parroquia a
las cercanas localidades de Naves, Rales y San Martín, hasta el año 1804 en que
se erigió la iglesia de Santa Ana de Naves.
El
único edificio que sobrevive de todo el complejo es la iglesia monacal, que se
adscribe al románico tardío y sigue las normas estilísticas de la reforma del
Cister, que aconsejaba el mínimo de ornamentación en sus construcciones. Han
desaparecido, sin embargo, el resto de las dependencias monásticas, que sólo
una completa y cuidadosa excavación arqueológica podría replantear. Pero en
todo caso puede creerse, con P. García Cuetos, que Bedón no llegase a contar
con los recintos comunitarios característicos de los cenobios benedictinos. A
tenor de su modestia y de la falta de restos localizados podría creerse más
bien que contó únicamente con una especie de patio comunitario muy simple,
rodeado de edificios y cerrado mediante muros, en forma parecida a como hoy se
presenta. En efecto, la naturaleza cenagosa del terreno al Norte y al Este y
las características arquitectónicas de su flanco meridional, que cuenta con una
portada monumental y varias ventanas, permiten descartar la posibilidad de que
hubiese algún tipo de dependencia en estos flancos. Por eso esta autora
considera que, aunque infrecuente, la disposición más adecuada sería la
organización del conjunto en torno a un patio abierto ante el imafronte de la
iglesia, al modo que se encuentra en el monasterio de Santa María de Mave
(Palencia). De todos modos nada podremos saber hasta que una excavación
detallada aclare la cuestión, y a nuestro entender puede considerarse también
la posibilidad de que la total desaparición de sus dependencias monasteriales puede
atribuirse al posible empleo de materiales perecederos, que dejan un rastro
mucho menos perceptible que las construcciones en piedra, y que sin embargo
pudieron haber cumplido a la perfección las funciones propias de este tipo de
estancias.
Plano
La
planta, orientada canónicamente al Este, mantiene la tipología frecuente de las
iglesias monasteriales románicas, tanto benedictinas como reformadas bajo la
orden cisterciense; en el área del oriente asturiano aparece también en las
iglesias monasteriales de San Pedro de Villanueva (Cangas de Onís) y Santa
María de Tina (Ribadedeva), pero la mejor conservación de la de Bedón permite
también definirla como la más compleja de todas ellas.
Consta
de tres naves, (la central ligeramente más ancha) de dos tramos cada una (más
desarrollado el segundo). Estas naves se corresponden con tres ábsides
semicirculares que, al contrario que en los ejemplos citados, no se comunican
mediante arcos interabsidales; el central está precedido de un tramo recto y
destacado en planta, anchura y profundidad. Entre las naves y el ábside se
dispone el crucero, no sobresaliente en planta, dividido en tres tramos; de
ellos, el central tiene forma cuadrada, y los laterales adoptan una disposición
rectangular. Por lo que se refiere a los accesos, se conservan actualmente
tres. Dos de ellos son románicos monumentales, abiertos al Sur y Oeste,
mientras que el tercero, secundario, es de traza algo posterior y cala el lienzo
norte en la zona cercana a los pies, donde se adosaron en época moderna varias
estancias de función desconocida.
Respecto
a la jerarquía de volúmenes que el edificio muestra al exterior, destacan la
nave central (cubierta con tejado a dos aguas como los tramos laterales del
crucero) sobre las naves laterales (cubiertas a un agua); por encima del resto
del edificio, si bien no alcanza demasiada altura, sobresale la torre-cimborrio
del tramo central del crucero. Por último, el ábside central destaca en alzado
sobre los laterales, cubriendo los tres con tejado de medio cono.
Por
lo que respecta a los materiales empleados en la construcción del templo,
debemos señalar la existencia de una cierta variedad que comprende la arenisca
blanquecina de la mayor parte de la fábrica, la arenisca de tono rosáceo de la
zona Suroeste de la iglesia, en la que se advierten los retoques del paramento
de Menéndez Pidal, el esquisto gris presente en la portada Norte, y los cantos
rodados del muro del ábside lateral Sur, que son los que mejor revelan el
lógico aprovechamiento de los materiales propios de su ubicación natural. En
cuanto al tipo de paramento, la mampostería y el sillarejo dominan en los muros
de cerramiento, y contrastan con los sillares que se emplean en las partes más
nobles: el recercado de vanos, esquinas, aleros y contrafuertes, así como de
los dos cuerpos salientes en los que se integran las portadas occidental y
meridional. Líneas de imposta en nacela articulan los muros exteriores de las
naves, crucero y cabecera, disponiéndose sobre ellas las ventanas. Esa línea de
imposta sólo se interrumpe en la esquina norte del ábside lateral sur; a
continuación se inserta en línea con ella una pieza reaprovechada, de
estructura alargada y decorada con nido de abeja, cuya ubicación primitiva
desconocemos, ya que ninguna parte del exterior o interior de la iglesia
muestra este motivo ornamental, muy frecuente, por otra parte, en los templos
tardorrománicos de la zona, como San Pedro de Villanueva y Santa María de
Villaverde. Los aleros de las naves, crucero y cabecera se recorren por una cornisa
en nacela que cobija canecillos en caveto lisos, la mayor parte de ellos con la
hipotenusa resaltada. La única variante la presentan los tejaroces de las
portadas occidental y meridional, que ofrecen un mayor cuidado de ejecución,
plasmado en las cornisas molduradas por varios bocelillos estrechos y en los
canecillos esculpidos con variados motivos antropomórficos, zoomórficos y
vegetales.
La
articulación vertical y refuerzo exterior de los muros se soluciona mediante
contrafuertes de sillares dispuestos a modo de bandas de perfil escalonado, de
grosor decreciente de abajo a arriba. Se distribuyen en las zonas de la fábrica
que se corresponden al interior con cubiertas abovedadas, excepto los dos que
recorren el imafronte, flanqueando la portada, donde se alzan hasta el punto
más alto del tejado de las naves laterales; otros dos pares delimitan los muros
Norte y Sur de los brazos del crucero, llegando hasta el arranque de las
bóvedas, y, por último, se distribuyen en los ábsides, flanqueando las
ventanas, hasta los aleros.
Portadas
La
portada occidental fue reconstruida en los años cincuenta del siglo XX a partir
de los vestigios que recogen algunas fotografías inmediatamente anteriores a su
restauración. Se integra en un cuerpo destacado respecto al imafronte, rematado
por un tejaroz que cobija una hilera de canecillos esculpidos con diversos
motivos de carácter cinegético, circense, zoomórfico, etc., semejantes a los
presentes en la portada meridional.
Su
estructura abocinada se compone de cinco arquivoltas apuntadas de borde
abocelado (excepto la interior), protegidas por un guardapolvo sencillo, que
apoyan en cuatro columnas acodilladas a cada lado, excepto la rosca interior,
que apea en jambas con las que se despiezan dos semicolumnas de fuste más
grueso. Presentan basas áticas con garras en forma de bolas y plintos
prismáticos, elevadas sobre altos basamentos de perfil biselado. Los capiteles
que coronan las columnas, totalmente desornamentados, presentan una estructura
de troncopirámide invertida, con astrágalo anular, y se rematan por cimacios de
perfil biselado que se prolongan en horizontal en el cuerpo que integra la
portada. La escasa decoración de este acceso consiste en las incisiones concéntricas
que recorren dos de las arquivoltas centrales y los medios círculos
entrelazados que cubren el borde de la arquivolta exterior.
Por
su parte, la portada meridional constituye el otro acceso monumental del
templo, y la diferencia fundamental respecto a la portada occidental reside en
el tipo de apoyos. Se integra en un cuerpo de sillares con tejaroz que exhibe
una hilera de canecillos esculpidos; su estructura abocinada presenta seis
arquivoltas apuntadas de borde abocelado (a excepción de la interior),
protegidas por un guardapolvo semejante al de la portada occidental; apoyan en
pilastras acodilladas, rematadas por impostas biseladas. No presentan basas. La
sobria ornamentación de esta portada se reduce a los mismos motivos que
señalamos en la occidental.
En
fin, en la zona norte del edificio monasterial puede verse la existencia de un
primitivo acceso, hoy cegado, que parece responder a una época algo posterior y
quizá comunicase las dependencias monásticas con la iglesia, siendo, por lo
tanto, de uso exclusivo para los monjes de la comunidad. Se estructura en un
sencillo arco bien despiezado, cuya rosca ligeramente apuntada se protege por
un guardapolvo sencillo y apea en pilastras coronadas por impostas en nacela
prolongadas en el muro.
Portada sur
Portada occidental
La
escasa luz natural del interior del templo penetra a través de una serie de
ventanas aspilleras distribuidas por toda la fábrica de forma simétrica. Éstas
presentan una doble tipología: por un lado, la variante más sencilla, frecuente
en numerosos edificios románicos, consiste en la aspillera que rasga el muro,
recercada de pequeños sillares, rematada bien en un diminuto dintel, bien en
arquillos monolíticos; las primeras calan el imafronte (sobre la portada y la
nave lateral sur) y las segundas los muros norte y sur de los brazos del
crucero. Estas ventanas se realzan por el derrame externo e interno y por una
rosca lisa ligeramente apuntada; ésta a su vez queda protegida por un
guardapolvo nacelado, que en la zona de la cabecera se prolonga en horizontal
disponiéndose en paralelo a la línea de imposta que recorre el muro bajo las
ventanas. En cuanto a su distribución, se reparten del siguiente modo: una en
cada extremo de los brazos del crucero, otra en la nave lateral norte, que
seguramente estaba acompañada de otra que fue cegada al adosarse las
dependencias de este lado del templo; dos son los vanos que en la nave lateral
sur flanquean la portada, tres en el ábside central, y uno en cada ábside
lateral, estos últimos entre los contrafuertes.
En
San Antolín de Bedón la decoración escultórica es sencilla, y sus motivos más significativos
se concentran en los canecillos de las portadas exteriores. De la occidental ya
se ha comentado su reconstrucción. Presenta, de izquierda a derecha, escenas de
la caza del jabalí, un ave, un músico sentado que toca un instrumento de cuerda,
un cuadrúpedo que se vuelve amenazante abriendo sus fauces, una mujer tocando
un pandero, un cazador con dos perros que empuña su lanza y toca un cuerno de
caza, un acróbata acompañado de otro personaje, un ave y un animal fantástico.
Muy similares son los que se encuentran en la portada meridional, si bien aquí existe la seguridad de que se trata de las piezas originales. De izquierda a derecha se observa un ave que picotea algo entre sus patas, un músico y un acróbata, otro músico que toca un instrumento de cuerda que apoya en sus rodillas, una mujer tocando un pandero, un canecillo aquillado con entrelazos, un cazador atacando a un jabalí, otro cazador que toca el olifante rodeado de sus perros, un motivo geométrico y, en los dos últimos, dos animales feroces.
Canecillos de la portada sur
Interior
El
espacio interior del templo mantiene inalterada la distribución tardorrománica,
visible en la planta: las tres naves divididas en dos tramos y separadas
mediante una doble arquería se continúan en el crucero, cuyos tres tramos se
comunican entre sí con los ábsides a través de arcos más o menos complejos que
veremos más abajo. Por último, ya hemos mencionado que la diferencia
fundamental que existe entre la cabecera de Bedón y la de los otros dos
importantes templos monásticos que se conservan en el espacio oriental de
Asturias es la ausencia de comunicación interabsidal en el templo llanisco.
Las
tres naves de la iglesia se cubren en la actualidad, y muy posiblemente así lo
hacían en origen, con armadura de madera (a dos aguas la central y a una las
laterales). Los muros de las naves laterales se recorren por una línea de
imposta en caveto, sobre la que se asientan las ventanas, cuyo doble derrame ya
señalamos, realzadas también por un guardapolvo al interior. La separación
entre ellas y la delimitación de sus dos tramos se resuelve mediante dos
arquerías paralelas, cuyos arcos de doble rosca lisa apuntada apoyan en cuatro
pilares de distinta complejidad; los dos del centro de las naves muestran una
sección cruciforme, elevándose sobre robustas basas molduradas y rematando en
sencillas impostas en caveto.
Mayor
complejidad ofrece la zona del crucero, en la que es la única iglesia románica
del oriente de Asturias que presenta este elemento arquitectónico. Dicha
complejidad se observa en los dos apoyos más orientales que separan las naves
del crucero, a causa del total abovedamiento de esta parte del templo; se trata
de pilares cruciformes a los que se adosan medias columnas en las dos caras
orientadas al tramo central del crucero, que realzan la importancia simbólica
de ese tramo central; presentan basas áticas con garras vegetales, dispuestas
sobre plinto, que se elevan sobre el basamento poligonal que sirve de base a
todo el pilar y muestran gran similitud estilística con algunas del monasterio
de Santa María de Valdediós. Las semicolumnas se rematan por capiteles de
estructura troncopiramidal, con astrágalo, cuya ornamentación trataremos más
abajo.
La
comunicación de las naves con los tres tramos del crucero se resuelve mediante
arcos de doble rosca apuntada, protegida por guardapolvo, que apoyan en los
pilares compuestos arriba descritos y en pilastras acodilladas en los muros
norte y sur de la nave; por su parte, el tránsito entre los tres tramos del
crucero se produce a través de dos arcos semejantes que apean en el lado
oriental en otros dos pilares compuestos de la misma estructura (los que
soportan el arco de ingreso a la capilla central), cuya única diferencia es la
presencia de semicolumnas adosadas en sus tres caras. En relación al sistema de
cubiertas empleado, el tramo central, coronado al exterior por la torre
cimborrio antes citada, cubre a una altura considerable con una bóveda de ojivas,
cuyos nervios, estructurados a base de tres molduras aboceladas, se rematan por
una bella clave en forma de flor.
Las
colas en las que terminan los boceles centrales se montan sobre el
capitel-imposta del pilar, decorándose con una venera; el extremo de una de
ellas se ornamenta con motivos de ochos que generan una cruz con una hoja
debajo, y en otra, medios círculos enfilados; el empuje de esta bóveda se
contrarresta con las dos de cañón apuntado que cubren los tramos laterales del
crucero.
Por
lo que respecta a la cabecera tripartita del templo hay que señalar, en primer
lugar, la elevación de su pavimento con respecto al nivel del solado del
crucero y naves. Los arcos triunfales de los tres ábsides mantienen la misma
estructura que los de acceso al crucero, alcanzando una menor elevación. Apoyan
en los pilares compuestos arriba mencionados, semejantes a los que soportaban
al arco de ingreso del tramo central del crucero, cuyas basas y capiteles
muestran la misma morfología que presentaban en aquéllos.
En
lo que se refiere a las cubiertas de las tres capillas, éstas se adaptan a la
estructura en planta de las mismas; así, el tramo recto del ábside central se
cubre con bóveda de cañón apuntada, que precede a la de horno del tramo
semicircular, presente también en los ábsides laterales, que carecen de tramo
recto; la separación entre ambas cubiertas se soluciona con un ligero arquillo
fajón apuntado. Por último, los muros de los tres ábsides se animan al interior
de la misma forma que vimos en el exterior: mediante las dos líneas de imposta
que acotan los vanos que los iluminan, resaltados por guardapolvos que se
prolongan en horizontal.
En
el interior, la única zona del templo que presenta decoración esculpida es la
del crucero, concentrada en los capiteles de las semicolumnas de los pilares;
sus cestas se decoran con motivos acordes a la estética cisterciense: varios
pisos de hojas nervadas que se enroscan sobre bolas; collarino sogueado en
alguno de ellos y entrelazos vegetales que envuelven hojas enroscadas. M. P.
García Cuetos ha llamado la atención sobre la presencia recurrente de este tipo
de capiteles en los monasterios de Valdediós y Gradefes, que E. Fernández
González ha atribuido a un mismo maestro apoyándose en la presencia de un
domnus Gualterius, que lo mismo actúa como arquitecto del puente de Gradefes en
1202 que aparece vinculado a Valdediós en 1218. Sobre esta hipótesis, y a la
vista de las concomitancias formales entre las iglesias monasteriales de
Valdediós y Bedón, M. P. García Cuetos ha apuntado, con acierto a nuestro
juicio, la posibilidad de la intervención de algún taller vinculado a este
maestro en el templo llanisco.
Capiteles del crucero
El
interior del templo albergaba en el siglo XIX tres sepulcros, uno del abad D.
Pedro Posada, y dos de la familia Aguilar. M. de Foronda mencionó estos
enterramientos, diciendo respecto al primero, que en la época en que lo examinó
Quadrado “tenía saltada la mitad de la tapa y no quedaban más que las
siguientes palabras escritas en el grueso borde: DIEGO ALBS [ÁLVAREZ] CAVALLERO
DE POSADA”. Este autor resaltó la rareza de la tipología del sepulcro, que
en lugar de ser una caja prismática con la base plana, presenta el fondo
excavado con un lecho antropomorfo en el que iría encajado el cadáver, cubierto
luego por la lauda. Tras intervenir en el pavimento L. Menéndez Pidal en los
años cincuenta del siglo XX, repuso únicamente las dos laudas y el sepulcro de
la nave norte, todos ellos bajomedievales, que hoy alberga el templo; en éste,
la flor de lis grabada en uno de los escudos de su frente ha servido de apoyo
para afianzar la hipótesis de su pertenencia al linaje de los Posada.
En
la actualidad, el interior de la iglesia de Bedón alberga los siguientes
sepulcros o fragmentos de laudas: en la nave norte el ya mencionado de los
Posada, localizado a los pies, sobreelevado por una base de losas; la mitad de
una tapa de sepulcro de perfil curvo, sobre la que se distingue un relieve de
una espada flanqueada por dos escudos que ostentan una flor de lis y un
castillo; en la zona de los pies de la nave central, una lauda de piedra
grisácea, embebida en el pavimento, cuya superficie se decora con un
bajorrelieve en que representa un báculo, y en la nave Sur, una lauda
rectangular sin decorar, otra empotrada en el pavimento con un escudo en el que
se labra un águila, y una caja de sepulcro muy deteriorada elevada del
pavimento por apoyos de piedra. En esta misma nave se abre en el muro un
arcosolio de medio punto que cobija otro sepulcro bastante deteriorado, sin que
se pueda distinguir en él decoración alguna.
En
torno a San Antolín de Bedón se ha conservado también la memoria de una de las
escasas pilas bautismales de tradición románica del área oriental de Asturias.
Aunque la pieza se ha perdido, en el archivo fotográfico MAS existe un valioso
testimonio fotográfico de la misma, que se puede fechar hacia 1918. Su relación
con la iglesia de Bedón es ambigua, ya que normalmente las iglesias monásticas
no ejercían el ministerio parroquial y por tanto no administraban el sacramento
del bautismo. Sin embargo, cabe la posibilidad de que Bedón haya contado con
alguna capilla que desarrollase tal función, ya que históricamente el
territorio circundante parece haber dependido parroquialmente de la abadía, y
las noticias históricas de la pila la relacionan con dicha parroquia. En
efecto, en 1893 se la reconoce en la nueva iglesia de Naves, que había sido
surtida con los despojos arquitectónicos de San Antolín. Luego, dicha iglesia
fue incendiada y constan las gestiones de D. Rafael Borbolla para su traslado
al Museo Arqueológico Provincial, pero en él no hay constancia de que haya
llegado a recibirse esta pieza.
Se
trataba de una cuba monolítica, de sección poligonal –quizá hexagonal–, sin
pie, con el borde superior abocelado y un orificio de desagüe que revela su
profundidad. Las caras visibles en la fotografía están decoradas con relieves
algo esquemáticos que muestran haces de hojas alargadas cruzadas en forma de
aspa y una gran hoja ovalada de marcados nervios entre dos formas avolutadas.
Esas estrías en la decoración vegetal aparecen en otros templos románicos de la
región, por ejemplo en uno de los capiteles de la iglesia monástica de Santa
María de Carzana.
En
cuanto a su datación, no carece de los problemas que apunta G. Bilbao López:
por un lado, la naturaleza mueble de las pilas supone su fácil traslado de unos
templos a otros y la frecuente ausencia de documentación al respecto no nos
permite en muchas ocasiones datar una determinada pila en relación con el
templo en el que fue encontrada. Por otro lado, esta autora apunta la cautela
con que se deben datar las pilas románicas cuando se apliquen criterios
estilísticos, por la modestia de los talleres ejecutores dedicados normalmente
a su elaboración; esto supone la pervivencia de motivos muy esquemáticos y
toscos –aparentemente arcaicos– durante todo el Románico. Las características
de la pila bedoniana, si bien contienen estos problemas, podrían adscribirla a
fines del siglo XII o principios del XIII.
La
fábrica románica de San Antolín de Bedón, si bien ha sufrido abundantes
restauraciones, no ha sido modificada sustancialmente en lo que respecta a la
estructura de su planta. Contrariamente a lo acostumbrado en la mayor parte de
los templos medievales de la zona estudiada, no se añadieron a la iglesia
capillas u otros cuerpos que modificaran su volumetría. Únicamente se adosaron
a los pies del flanco norte de la nave, posiblemente en época moderna y
contemporánea, dos dependencias, a las que se accedía por una puerta de medio
punto en el primer caso –cegada en la intervención que se llevó a cabo en el
templo en 1999–, y por un acceso adintelado en el segundo. La estancia situada
en la zona más oriental ocultó la puerta gótica que mencionamos más arriba.
El
monasterio de San Antolín de Bedón fué declarado Bien de Interés Cultural en
1931, a pesar de lo cual ha sido objeto de la barbarie, consentida o no por la
Administración, sobre todo en los últimos tiempos. El trabajo de M. P. García
Cuetos recoge en su parte final, y basándose en la documentación disponible,
las principales intervenciones llevadas a cabo en el mismo, desde las
remodelaciones del siglo XVIII, pasando por la eliminación de los sepulcros de
la nave y del retablo con la imagen del santo titular del siglo XVI. A mediados
del siglo XIX, J. M. Quadrado denunciaba ya el mal estado del conjunto, y su
restauración comenzó con sucesivas campañas dirigidas por L. Menéndez Pidal
entre los años 1951 y 1968; entre las intervenciones de este arquitecto
destacan la reconstrucción de la portada occidental (1953) y la apertura del
drenaje meridional al exterior (1956), así como la factura de la armadura de
madera de la nave (1951) y el rebaje del pavimento del edificio, sustituyendo
las losas que lo cubrían por el actual de hormigón (1955-57).
Sin
embargo, el abandono ha seguido deteriorando el estado de este edificio, a
pesar de tratarse de uno de los templos benedictinos más importantes de
Asturias. En agosto de 1999 se ejecutó un desafortunado proyecto de
restauración, en el que se picaron las cargas medievales del interior del
templo para posteriormente recubrir los muros con un nuevo revestimiento; éste
también se aplicó en el exterior en toda la superficie muraria sobre el
paramento preexistente, se cegó la puerta de medio punto que daba acceso a las
estancias adosadas al Norte de la nave y se reconstruyó la zanja de drenaje.
Tras esta intervención, su deterioro ha continuado imparable hasta la
actualidad.
Manzaneda
Localidad
y parroquia del concejo de Gozón, distante 10 km de Luanco, capital del
municipio, y 40,7 km de Oviedo.
Manzaneda
se encuentra enclavada en el área centro occidental del concejo, área en la que
se han encontrado diversos hallazgos arqueológicos que permiten hablar de
asentamientos humanos en esta zona desde época prehistórica. Entre estos
hallazgos se encuentran los restos descubiertos en la playa de Verdicio, o los
yacimientos castreños de Verdicio y Podes, localidades muy próximas a Manzaneda.
Iglesia de San Jorge
Las
referencias documentales que podemos encontrar de época medieval son escasas y
confusas. Fernández Conde identifica la villa denominada Macaneta con la actual
Manzaneda. Esta mención, la primera a la localidad, figura en el inventario de
posesiones de la iglesia de Oviedo en diversas zonas de Asturias, aunque
tampoco podemos estar seguros de la validez de este documento. La siguiente
mención se encuentra en los documentos del último cuarto del siglo XII: en el
año 1177, Pedro Pelagii permutó la villa de Manzaneda por otra de Corias en
Senra. Martínez Vega aportó un nuevo documento, de carácter judicial, fechado
ya en diciembre de 1379, según el cual se fallaba a favor del monasterio de San
Pelayo de Oviedo acerca de una serie de propiedades y heredamientos de la dicha
feligresía de Santi Jorge de Manzaneda. Curiosamente, Fermín Canella, en 1871,
hace referencia a las obras llevadas a cabo en la iglesia de Manzaneda, pero
dándole la advocación de Santa María y no la de San Jorge. En este mismo
artículo, se menciona “una cruz muy antigua construida de piezas de latón
sobre madera y pintada figurando mosaico”.
La
iglesia de San Jorge de Manzaneda sufrió diversos avatares a lo largo de su
historia, incluyendo un incendio y destrucción parcial durante la guerra civil.
A raíz de ello, fue reconstruida entre los años 1942 y 1950 gracias al
patrocinio de Antonio de la Riva Estrada y Catalina Cuervo Arango, propietarios
del cercano palacio de la Manzaneda, cuya torre medieval también fue
reconstruida en ese momento. La familia de la Riva Coalla ya mantenía vínculos
documentados con San Jorge de Manzaneda desde, al menos, el último tercio del
siglo XVIII. En la restauración de la iglesia se añadieron diversas
dependencias, como la sacristía, adosada al lado meridional del ábside, y el
pórtico, que rodea el edificio por sus lados sur y oeste. También se abrieron
algunos vanos en el cuerpo de la nave y se añadió, en el lado derecho del tramo
recto del ábside, como testimonio del patrocinio privado, un escudo de armas
semejante al que aparece en el palacio. También, como resultado de ese
mecenazgo privado, se conserva en las proximidades la pequeña ermita de Nuestra
Señora de las Nieves, cuya localización original era en La Felguera. En 1964
Antonio de la Riva Estrada vende algunos terrenos de su propiedad a la empresa
de Duro Felguera, con la condición de poder trasladar la mencionada ermita que,
al estar edificada en el centro de esos terrenos, hubiese sido derruida en ese
momento. La capilla fue desmontada por dos maestros canteros de San Martín de
Podes, y reconstruida en un altozano desde el que puede verse la iglesia de San
Jorge de Manzaneda. La consagración de la nueva localización de Nuestra Señora
de las Nieves tuvo lugar en agosto de 1964, con una procesión previa que partía
precisamente desde Manzaneda.
Arquitectura
En
cuanto a su arquitectura, la iglesia consta de una única nave y cabecera
semicircular precedida de un profundo tramo recto. Este tramo recto se cubre
con bóveda de cañón sencilla, sin fajones, y el ábside semicircular con bóveda
de horno. Separando ambos tramos de la cabecera se sitúan sendas pilastras,
pero, en cualquier caso, la presencia de una línea de imposta, que recorre todo
el espacio interior de la cabecera, la dota de homogeneidad y continuidad.
Adosado al espacio semicircular del ábside, hay un banco corrido bastante
elevado.
En
el centro del ábside se abre una ventana abocinada que actualmente incluye una
vidriera con la imagen del santo titular. Dicha ventana se articula
interiormente con un arco de medio punto sobre dos pequeñas columnas entregas,
rematadas en capiteles decorados con motivos vegetales: varias hojas
lanceoladas y de profundas nervaduras que ocupan toda la superficie del
capitel. En el exterior, la ventana presenta un aspecto similar, acompañándose
de un guardapolvo liso y de perfiles muy geométricos, al igual que la propia
rosca del arco, también desornamentada. Las basas de las columnillas exteriores
se encuentran bastante deterioradas por la erosión. Los capiteles reinciden en
los repertorios vegetales, aunque con algunas variantes con respecto a los del
interior: si bien también se trata de largas hojas que cubren todo el capitel,
las del capitel del lado izquierdo tienen un aspecto carnoso y rizado, mientras
que el capitel derecho muestra hojas lisas y apenas molduradas por lo que sería
la línea del nervio central. Esta ventana es, de todos los vanos abiertos en el
paramento del edificio, la única original de época románica, siendo los demás
debidos a reformas posteriores, incluso algunos, los del lado sur, posteriores
a la guerra civil.
Ventana del ábside
Continuando
en el exterior, el paramento del ábside se articula con varias columnas
entregas y un zócalo. El zócalo de sillería, de 0,70 m de alto, recorre toda la
cabecera y sirve de soporte a las cuatro columnas adosadas. Las dos columnas
situadas en la zona de unión entre el tramo recto y el ábside semicircular, son
de proporciones muy esbeltas (las basas miden 0,20 x 0,20 m), mientras que las
otras dos, flanqueando la ventana, son de proporciones más anchas (en este
caso, las basas miden 0,40 x 0,50 m). Todas ellas se coronan con capiteles de
similares características a los de la ventana. Toda la iglesia estaría, en
origen, animada por canecillos bajo la cornisa, aunque actualmente sólo se
conservan originales los del ábside y dos, erosionados hasta el punto de no
poder identificar su figuración, en el comienzo del muro sur de la nave. Los
canecillos del ábside, bastante bien conservados en general, presentan un
repertorio iconográfico muy variado, que incluye diversos motivos vegetales
(entre ellos, espigas), representaciones humanas (el rostro de un hombre
barbado, un músico tocando lo que parece ser una viola, un hombre mostrando sus
genitales, otro hombre colocado en sentido inverso), animales (un felino de
aspecto grotesco, dos cabras representadas unidas en un mismo canecillo) y
algunos elementos geométricos y apomados. La línea de la cornisa se decora con
una banda de tetrapétalas, sin botón central, talladas con un corte bastante
profundo.
Ábside
Canecillos del Ábside
Canecillo que
representa a una figura humana invertida.
Canecillo que
representa a un músico probablemente tocando la viola.
Canecillo que muestra
una figura humana con las piernas abiertas.
Portada
La
portada se articula mediante tres arquivoltas de medio punto protegidas por un
guardapolvo muy deteriorado, y descansando todo el conjunto sobre impostas. Las
tres arquivoltas se emparejan con sus respectivas columnas. Toda la estructura
de la portada se levanta, tal como ocurría en el arco del triunfo, sobre un
alto zócalo, que en el caso de la portada aparece decorado con una línea de
dientes de sierra en posición invertida. A pesar de su estado fragmentario,
puede apreciarse que el guardapolvo estuvo decorado a base de grandes flores
con botón central, similares a las que ya hemos comentado del arco del triunfo,
acompañadas por pares de pequeñas bolas entre cada una de ellas. Las dos
primeras arquivoltas, es decir, las exteriores, reinciden en la temática
floral, en este caso con tetrapétalas de botón central en la primera rosca y
sin ese botón central en la segunda, acompañadas, en ambos casos, por un bocel
decorado con dientes de sierra dispuestos en sentido longitudinal. Por el
contrario, la arquivolta interior presenta el frente moldurado con una nueva
línea de dientes de sierra y sendos boceles, uno cóncavo y otro, decorado con
dos bandas de semicírculos afrontados, convexo. El intradós es liso en los tres
casos.
Las
arquivoltas apean sobre tres pares de columnas, siendo las dos interiores, como
ya comentamos al referirnos al arco del triunfo, de proporciones más anchas. Y,
como también ocurría en el arco del triunfo, las basas presentan en sus frentes
restos, en diferente estado de conservación, de garras y volutas. Además de
ello, todas las basas se decoran con dos bandas de semicírculos afrontados,
similares a los de la arquivolta interior, motivo que se repite a lo largo de
los codillos existentes entre las columnas. Como dato destacable, hay que
señalar la presencia, a media altura del fuste de la primera columna derecha,
del relieve de una figura femenina; aunque las líneas del rostro han sido
completamente borradas, por la forma anatómica, de talle estrecho, y el vestido
largo con que se representa podría tratarse de la imagen de una mujer en
actitud oferente.
En
cuanto a los capiteles, ninguno presenta decoración figurada. En la jamba
izquierda, los capiteles se decoran con apomados, originales lazos de soga y
grandes hojas nervadas, todos ellos sobre fondo liso. En la jamba derecha, el
primer capitel presenta grandes hojas nervadas, de bordes ondulados, que, a
diferencia del capitel vegetal de la derecha, parten desde el collarino. El
capitel central presenta una línea de zigzag tridimensional que sirve de base a
un original ornato vegetal. El tercer capitel, correspondiéndose con la columna
interior, se cubre con tres grandes hojas que arrancan también desde el
collarino, pero que presentan su superficie lisa, concentrándose el relieve en
las grandes volutas florales de la parte superior. Todos los capiteles se
coronan por la línea de imposta ajedrezada.
Interior
El arco triunfal del interior es uno de los ejemplos más complejos del románico costero en lo que se refiere a su decoración, por la multitud de motivos que presenta y la forma en que dispone de ellos. El arco se articula por medio de dos arquivoltas de medio punto, protegidas por guardapolvo y apoyadas sobre impostas. Toda esta estructura se eleva sobre un alto zócalo. El guardapolvo se decora con una banda de tetrapétalas de similar aspecto a las de la cornisa exterior. La arquivolta exterior se decora con doble línea de zigzag, presentando la segunda hilera un relieve mucho más pronunciado. Entre ambas líneas de zigzag, y situada en los picos, aparece una sucesión de bolas; una idea parecida se encuentra también en la portada occidental de San Juan de Cenero, cuya rosca interior aparece perlada con un recurso semejante, si bien las bolas de Manzaneda son de mayores proporciones.
Como complemento a todo ello, en el
extremo exterior de la arquivolta se dispone una sucesión de pequeñas rosetas
florales de destacado botón central y que son idénticas a las que decoran el
guardapolvo de la portada oeste. En cuanto al intradós de esta primera
arquivolta del arco del triunfo, se decora también con un doble motivo: una
banda de triángulos o dientes de sierra, sobre la que se dispone una sucesión
de medias rosetas. En el inicio de estas series decorativas se sitúa un círculo
sogueado con motivos vegetales muy estilizados y una gran roseta de ocho hojas
con botón central. Por su parte, la arquivolta interior del arco del triunfo
presenta una moldura cóncava decorada a base de ajedrezado, y un potente bocel
en la arista. Su intradós es liso. La línea de imposta está recorrida por una
serie de motivos vegetales imbricados: palmetas y lazos en el lado izquierdo;
lazos, volutas y pequeñas hojas lanceoladas en el lado derecho. Esta imposta
continúa, ya sin decoración, a lo largo de todo el interior del ábside,
interrumpiéndose únicamente en el lugar donde se abre la ventana.
Arco
Capiteles del arco
Las
columnas del arco del triunfo presentan una particularidad ya observada en las
columnas adosadas al exterior del ábside de esta misma iglesia, que repetirá en
su portada occidental, y que también podremos ver en la portada principal de
Santa María de Piedeloro, iglesia del vecino concejo de Carreño. Y es que el
par de columnas del interior son de proporciones diferentes a las columnas más
exteriores, ya que los fustes son algo más cortos y, sobre todo, más anchos.
Todas las basas presentan restos de haber incluido pequeñas máscaras o volutas
vegetales decorando sus ángulos. En cuanto a los capiteles, combinan las
representaciones figurativas con los motivos vegetales. Comenzando por el lado
izquierdo, el primer capitel, cuya decoración se ha perdido parcialmente,
presenta una serie de grandes hojas coronadas por una línea de sogueado en la
parte superior; el segundo capitel, de mayor tamaño, en consonancia con la
mayor proporción de la columna, aparece cuidadosamente decorado por una
complicada red de motivos vegetales que combina grandes hojas palmiformes,
alguna de ellas colocadas en sentido invertido, helechos y tetrafolias de
aspecto compacto. En el lado derecho, el primer capitel repite la decoración
del capitel izquierdo, con el que se corresponde, aunque su estado de
conservación es aún peor y, de hecho, la identificación de su ornato pudo
realizarse gracias a una fotografía datada años antes de la guerra civil; el
segundo capitel es el único figurado y el que presenta mayor interés de todo el
conjunto. Se trata en realidad de dos escenas idénticas, separadas a través de
dos grandes volutas de aspecto geométrico que se sitúan en el centro exacto de
la cara frontal del capitel. La escena presenta un pájaro que ataca a un
hombre, picándole en uno de sus hombros. En el lateral que mira hacia la nave,
el pájaro es de pequeño tamaño, aunque con patas y cuello muy largos; el hombre
gira levemente la cabeza, enmarcada en una especie de concha o venera, en
actitud de mirar al animal. El lateral que mira hacia el interior del ábside
presenta una factura más delicada.
El
pájaro es de grandes proporciones, con unas patas muy largas, aunque sólo apoya
una, rematada en una gran garra, en el collarino del capitel; la otra pata,
flexionada, la dirige de forma amenazadora hacia la figura humana. El cuerpo
del ave está tratado con gran detalle, habiéndose tallado cuidadosamente su
plumaje. Apoya la cabeza, rematada en un largo pico, sobre el pecho del hombre,
quién le sujeta con el brazo derecho. La figura humana es desproporcionada y
tosca, las piernas quedan reducidas a la mínima expresión y presenta algunos
desajustes anatómicos en la forma de unir los brazos al torso. Podría pensarse
que el responsable de su ejecución no fue el mismo artista que talló el pájaro.
La cabeza, que vuelve a aparecer enmarcada con una venera, mira de forma
inexpresiva al frente y no al ave. Los detalles del rostro y de las ropas
aparecen, más que tallados, sugeridos toscamente a partir de incisiones. Las
figuras se sitúan sobre un fondo liso, de tal manera que no hay ninguna
referencia espacial o temporal que nos permita situar la escena en un contexto.
Una
interpretación válida de esta imagen podría ser considerarla como una metáfora
del pecado (en la forma de un pájaro de atractivo plumaje) tentando al hombre.
Vidal de la Madrid nos llama la atención sobre lo que estamos viendo, el
momento de la lucha: el hombre sujeta con un brazo la cabeza del pájaro, lo que
podría entenderse como la fuerza de voluntad necesaria para resistir la
tentación, pero en realidad aún no hay una solución clara, no hay aún un
vencedor y un vencido. Este tipo de escenas, que también podemos encontrar en
otras iglesias asturianas, como por ejemplo Santa Eulalia de Selorio, son una
muestra del carácter didáctico y moralizante de la escultura románica.
Respecto
a esa cruz procesional a la que hacíamos referencia al comienzo, poco más se
puede decir, puesto que actualmente se encuentra desaparecida. La de Canella
fue la primera mención escrita que se tiene de ella; Vigil se limitó a repetir
esa información, y hasta 1927, gracias a Aurelio de Llano, no se volvió a tener
noticias de ella, cuando fue localizada en la parroquia de Luanco. Este autor
logró recrear las circunstancias que la llevaron hasta allí: parece ser que, en
algún momento, la cruz desapareció de Manzaneda, descubriéndose poco después
que “en una casa particular se vendía una cruz de mérito extraordinario”;
una vez recuperada, se depositó “en una casa de confianza”, y años más tarde se
dejó bajo la custodia del párroco de Luanco, última referencia conocida.
Menéndez Pidal, en 1952, expuso sus sospechas de que la cruz procesional de
Manzaneda, junto con el ara de Obona hubieran sido “embarcadas en Gijón, al
parecer con destino a Francia” durante la guerra civil. Según las
fotografías que se conservan, podemos hacer una somera descripción de esta
pieza orfebrística: se trataría de una cruz con alma de madera recubierta por
dos capas metálicas, de latón o de cobre, sobredoradas, decoradas con esmaltes
y algunas piedras preciosas. En el centro del anverso se situaba la imagen del
crucificado. Presentaba la figura de un hombre barbado y coronado, cubierto por
un faldellín hasta las rodillas. Sobre él, se leía la leyenda habitual: I.H.S.
Se trataría de un crucificado adscrito a la iconografía románica, es decir,
vivo, en una postura aún rígida y con cuatro clavos. En el tondo del reverso,
el dibujo de un Cristo en majestad, nimbado y bendiciendo. Si bien en Asturias
existieron ejemplos de cruces procesionales, como la de San Salvador de
Fuentes, las características que podemos observar en la de Manzaneda la
pondrían en relación con una pieza cántabra, la Cruz de Piasca, fechada a
principios del siglo XIII y que al parecer habría sido importada de Francia. La
de Manzaneda también se relacionaría, si nos basamos en la descripción, con una
cruz, hoy también desaparecida, que existía en la parroquia de Lodón (Concejo
de Belmonte de Miranda).
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