1788-1789. SERIE DEL
DORMITORIO DE LAS INFANTAS
El
dormitorio de las Infantas en El Pardo centró la última actividad de Goya en el
palacio dentro de una etapa llena de vacíos desde el punto de vista documental.
Ahora, más que de cartones tendremos que hablar de bocetos.
Se
representa toda una serie de juegos madrileños. Una temática agradable y muy
apropiada, según la mentalidad de la época, para un dormitorio femenino.
Destaca
el boceto de la pradera de San Isidro, el mayor cartón de Goya
conservado. Representa la fiesta anual celebrada en la pradera de San Isidro,
patrón de Madrid.
La
pradera de San Isidro
(1788) Museo Nacional del Prado
Es
un boceto de Francisco de Goya, pintado para una serie de cartones para tapices
destinados a la decoración del dormitorio de las infantas del Palacio de El
Pardo. Con la muerte de Carlos III el conjunto del proyecto quedó inacabado, y
el cuadro, previsto para medir siete metros y medio de longitud, quedó en un
minucioso apunte. El boceto pasó a propiedad de los duques de Osuna hasta 1896,
año en que fue adquirido por el Museo del Prado. A pesar de su pequeño
tamaño, ha llegado a convertirse en el modelo iconográfico del Madrid goyesco.
En
él se muestra una vista de Madrid desde la ermita de San Isidro, patrón de la
ciudad, el día de la romería. El asunto de la obra, en palabras del propio
autor a su amigo de la infancia Martín Zapater, es:
la Pradera de San Isidro,
en el mismo día del Santo con todo el bullicio que en esta Corte acostumbra
haver.
Como es tradicional, tras la misa la multitud se emplaza en
las suaves laderas para gozar de un tiempo de esparcimiento. Goya aprovecha
para mostrar una vista de Madrid al otro lado del Manzanares,
en uno de los pocos motivos de paisaje salidos de la mano del artista. En él se
aprecian en la lejanía la gran cúpula de San Francisco el Grande y la mole del entonces nuevo Palacio Real. En primer término un grupo muy dinámico de figuras
de conversan animadamente y tras ellos, y a la orilla, en el plano intermedio,
se ve la algarabía de la muchedumbre más y más diminuta perdiéndose a la
izquierda en la orilla del río.
Este
boceto para un cartón pertenece a una serie para la decoración del Palacio de
El Pardo, cuyos temas iban a ser los ambientes campestres y las diversiones al
aire libre. En dicho conjunto se incluyen La ermita de San Isidro, La
merienda y La gallina ciega, que es el único del que se completó el
óleo sobre lienzo definitivo.
El
cuadro presenta en muy pequeñas dimensiones una gran sensación de espacio, pues
en él aparece una gran masa de gente, que corresponde a la algarabía del día
festivo. Este carácter se ve acentuado por la gama de tonos blancos, rosados,
verdes y azules, salpicado aquí y allá por alguna pincelada roja para dar
variedad, en los vestidos de algunas de las pequeñas figuras. En este cuadro
utiliza Goya una imprimación de gama fría, innovando con respecto a su primera
época de aprendizaje en el taller de José Luzán —y que mantendría por mucho
tiempo— en que la preparación era siempre a base de tierras rojas, la llamada
«tierra de Sevilla» que, con el efecto de veladura, daba lugar a transparencias
tostadas debido al exceso de óleo. Todo ello hacía que la obra de su primera
época adoptara tonos muy calientes, tostados. Aquí el resultado es que predominan
los oros venecianos, perlas, grises y rosados. Sin embargo la zona intermedia
está resuelta en tonos oscuros, lo que centra la mirada en profundidad, dejando
a los personajes del primer plano como un marco.
Es
la profundidad de esta vista lo más notable, y para ello tenemos la perspectiva
—posiblemente la del emplazamiento que Goya usó captando la imagen del natural—
desde los suaves oteros de los alrededores de la ermita del santo patrón. Desde
allí vislumbramos el río, a cuya orilla vienen y van los romeros,
presumiblemente a través del puente de barcas del centro de la imagen, el que
daba el paso directamente hacia la zona de la ermita. Al margen derecho se
aprecia la bajada de la calle de Toledo que da paso al sólido puente homónimo,
y a la izquierda, el de Segovia. Toda la topografía es realista, como nunca lo
fue en la pintura de Goya, que dejaba indefinidos los paisajes de fondo,
imprecisos o abocetados, y que cumplían la función de no distraer y resaltar el
asunto central. Es este un caso único, porque los recursos van dirigidos a
profundizar en el paisaje. Así, un poco a la derecha del centro y a la orilla
del río se destacan dos majos y dos majas bailando, que se recortan en negro
contrastando con la corriente clara del río. Son de un tamaño mayor que algunos
de los personajes situados en su mismo plano, con lo que Goya transgrede el
realismo naturalista para aplicar los efectos necesarios para que el arte
embellezca la naturaleza, como dictaban las poéticas del Neoclasicismo.
Asimismo, organiza a su gusto la iluminación, dejando estas cuatro figuras en
sombra, para que el contraste de tonos sea mayor.
En
cuanto a la composición, el cuadro carece de una clara unidad. Parece optar por
la dispersión de los puntos de atención, y en esto Goya sí que está obviando
las normas preceptivas de las unidades neoaristotélicas. Solo se acota la
posible huida de la atención a los márgenes del cuadro mediante la posición de
las figuras del primer plano (figuras estas de elevada posición social y con
gestos y relaciones muy dinámicas), puesto que las figuras de los extremos
encierran formando a modo de paréntesis a las más centrales. De ese modo, el
coche más destacado de la izquierda se dirige a la derecha y lo mismo ocurre
con otros del lado derecho, su dirección establece una línea de dirección que
conforman fuerzas centrípetas.
Como
cuadro costumbrista, tantas figuras reunidas muestran la idea querida por la
realeza ilustrada —destinataria, al fin, del cuadro— de mezcla armoniosa de las
diferentes clases y estamentos sociales. Allí aparecen majos, feriantes,
vendedores y todo tipo de paseantes y vehículos: desde cabriolés y calesas
hasta berlinas, carrozas y tartanas, para el desplazamiento de las gentes más
humildes. Las indumentarias van desde las casacas a la moda francesa de los
personajes del primer plano hasta las lanas y telas más burdas de las clases
bajas.
El
resultado de plantear la zona intermedia como una franja de tono oscuro
provocaría muchos problemas para la realización del tapiz, aumentados por la
cantidad de figuras humanas. De hecho, en una carta Goya le comenta a su amigo
Martín Zapater que su trabajo en este cuadro lo realiza «con mucho empeño y desazón». Estos cuadros, resueltos por Goya con
una técnica pictórica impresionista, eran de difícil reproducción en la Real
Fábrica de Tapices y ocasionaría al pintor no pocos problemas con su trabajo.
De hecho, es uno de los primeros cuadros de Goya en utilizar las grandes masas
pintadas de modo muy libre, favorecido por las características y rápida
ejecución del abocetado previo a la realización de los cartones.
Si
hubiese pintado Goya este cartón, estaríamos hablando de la obra más grande
realizada por el artista, superior a La Era. El gran protagonista de la escena
es Madrid, con la silueta de sus edificios emblemáticos al fondo: el Palacio
Real y San Francisco el Grande; el Manzanares; y los majos y las majas en plena
diversión, celebrando el día de su santo en armonía, uniéndose la alta
sociedad, con sus carruajes, y el pueblo, con sus trajes típicos. El paisaje
ideal de otros cartones es sustituido, por tanto, por una vista real de Madrid.
El hecho de representar tantos personajes suponía una enorme preocupación para
el pintor, llegando incluso a quitarle el sueño. Algunos especialistas se basan
en esta ingente cantidad de figuras para alegar que no se trata de un boceto
para un cartón. La luz ha sido espléndidamente utilizada por Goya al colocar el
primer plano iluminado, el segundo en semioscuridad y el fondo con una luz de
atardecer que diluye el contorno de los edificios.
“La gallina ciega” o
“el cucharón”, 1787. Museo Nacional del Prado
La gallinita ciega (1789) es uno de los cartones que servían como modelo para las manufacturas de la Real Fábrica
de Tapices de Santa Bárbara de Francisco
de Goya y estaba destinado a la decoración del
dormitorio de las infantas del Palacio de El Pardo y fue realizado poco después de que accediera al
trono de España el rey Carlos IV. Se
trata de la cuarta serie de cartones que Goya realizó entre 1788 y 1792,
dedicados al ocio y las diversiones campestres. De este cartón se conserva un
boceto previo en el Museo del Prado.
El cuadro muestra muchachos y muchachas jugando al popular
pasatiempo de «la gallina ciega», con un personaje vendado en el centro que
intenta tentar a los demás, que bailan en corro, con una gran cuchara.
Goya
describe la escena como figuras jugando al cucharón, pero ha pasado a la
historia con el título de la Gallina ciega. Lo más significativo de la
estampa es la perfección con la que ha sido captado el movimiento y el ritmo de
las figuras, algunas en unos preciosos escorzos. La alegría y la vitalidad
envuelven la escena, que se sugiere puede representar al amor ciego. De hecho,
las dos figuras de la izquierda están más pendientes de flirtear que del juego
en sí. Respecto al color, quizá sea ésta una de las imágenes más colorista del
maestro, al utilizar el blanco puro, amarillo y gris. Las pinceladas sueltas
vuelven a triunfar, aparentando una minuciosidad en los detalles inexistente.
Con
respecto al boceto y al tapiz, el cartón fue cortado por su parte superior. Se
eliminan algunos aspectos.
Los
jóvenes están vestidos de majos y majas, atuendo de las capas humildes de la
sociedad española con que los aristócratas (como los de este cuadro) gustaron
de vestir. Algunos otros, con casacas de terciopelo y tocados de plumas, siguen
en cambio los dictados de la moda de las clases altas venida de Francia. La
composición está resuelta alternando los personajes entre los huecos que dejan
los situados en primer y último término, y contrastando el joven que se agacha
a la derecha para esquivar el cucharón con el que le intenta tocar y la mujer
inclinada hacia atrás con otro joven que lo hace hacia adelante. El cuadro es
un exponente decantado del estilo galante o Rococó, y sus rasgos de estilo
característicos: vivacidad, inmediatez, curiosidad, cromatismo de suaves rosas,
texturas de gasa en las faldas de las mujeres, un paisaje de fondo luminoso y
el reflejo de un momento encantador de disfrute de la vida no exento de
posibilidades de flirteo. Su
comparación con el cartón para tapiz a tamaño natural ilustra el tipo de
simplificación a la que los bocetos anteriores hubieran sido sometidos si
hubieran sido ampliados como cartones.
Sus ocho personajes principales dominan la escena, y los accesorios y pequeños detalles, como las figuras lejanas que aparecen en el boceto, quedan suprimidos. En contraste con los temas inspirados por la fiesta de San Isidro, la gallina ciega se presta a una variedad de interpretaciones: en un juego similar, retratado por Lancret, un joven en medio de cuatro provocativas mujeres simboliza al amante sometido a las astucias femeninas.
Sus ocho personajes principales dominan la escena, y los accesorios y pequeños detalles, como las figuras lejanas que aparecen en el boceto, quedan suprimidos. En contraste con los temas inspirados por la fiesta de San Isidro, la gallina ciega se presta a una variedad de interpretaciones: en un juego similar, retratado por Lancret, un joven en medio de cuatro provocativas mujeres simboliza al amante sometido a las astucias femeninas.
La ermita de San Isidro,
1788.
Museo Nacional del Prado, Madrid, España
La ermita de San Isidro es un óleo de Francisco de Goya, pintado para la serie Cartones para tapices. Actualmente se conserva en el Museo del Prado, Madrid en la
segunda planta, en la sala 93. Representa la Ermita de San Isidro y la celebración de las fiestas de San Isidro
Labrador.
Se
trata de una escena dominada por grandes formas arquitectónicas y por la
disposición en diagonal de la multitud. La silueta neoclásica de la ermita del
patrón de Madrid preside la composición; a su alrededor se sitúa una gran fila
de hombres y mujeres que esperan beber el agua milagrosa de la fuente.
La
escena transcurre ante la ermita de San Isidro de Madrid el día 15 de mayo. En
primer término, un grupo de majas sentadas en el suelo espera a sus compañeros,
que llegan con los vasos del agua bendita. Al fondo, la muchedumbre hace cola
para acceder a la fuente, distinguiéndose las figuras de dos guardias de corps,
reconocibles por sus uniformes, lo que podría significar la presencia del rey o
de los príncipes de Asturias entre los asistentes.
La
composición se estructura de forma piramidal, como ya había hecho Goya en otros
cartones - la Cometa, por
ejemplo - al ser muy del gusto neoclásico. El abocetamiento de la imagen
vendría motivado por ser un trabajo preparatorio, en el que se aprecian aires
de Velázquez; la pincelada deshecha, el colorido claro y la luz
configuran un ambiente especial.
El
cuadro es un boceto preparatorio para uno de los cartones del conjunto que Goya
tenía que pintar para la manufactura de los tapices del dormitorio de las
Infantas, las hijas del futuro Carlos IV (1748-1819) y de su esposa, María
Luisa de Parma (1751-1818), en el Palacio de El Pardo. Por su formato, la
escena resultante habría ocupado el paño central de uno de los muros laterales,
enfrentado a La gallina ciega. Goya recibió el encargo en 1787, pero la muerte
de Carlos III, interrumpió este proyecto, ya que su sucesor, Carlos IV,
prefirió acudir a otros Sitios Reales, como el Palacio de La Granja, el Palacio
de Aranjuez y El Escorial. Se conocen cinco bocetos, tres en el Museo del Prado
y un cartón, asimismo en el Prado, para este conjunto.
Boceto
de la ermita de San Isidro y boceto de la Pradera de San Isidro,
en que se representa la verbena, nunca se llevaron a tapiz. Se decía que Goya
había realizado dos cartones imposibles de traspasar a tapiz y por su
dificultad los tapiceros se negarían. Pero esto no es cierto. Estos cartones
son encargados en 1788, año en el que muere Carlos III. Entonces Carlos IV y
María Luisa de Parma deciden parar la decoración.
La
última serie será realizada en 1791-1792, para el despacho del rey en El
Escorial. Realizó siete cartones.
En
1786 Goya pasa a ser pintor del rey. En 1788 cuando Carlos III muere, Carlos IV
lo eleva a pintor de cámara, la máxima distinción que puede tener un pintor
dentro de palacio. Goya realiza esta obra a regañadientes, quizá considerándolo
obras menores. Lo desprecia ya que es el género más bajo en el ámbito
artístico, realizar modelos para algo. El problema es que se había comprometido
a hacer esa serie de cartones.
Desde
1789 a 1791 irá aplazando la realización de los mismos. Pero la llamada al
orden del rey Carlos IV y la amenaza de suspensión de empleo y sueldo motivaron
que Goya se aviniera a trabajar de nuevo en los cartones que servían como
modelo para los tapices que decorarían el despacho del monarca en El Escorial.
Será
en estos cartones donde aparezca por primera vez la crítica social en los
cartones de Goya. Y es que en el del albañil borracho, más que crítica, se
trata de un tema jocoso como indicaba la orden de los cartones.
La cometa, 1777 – 1778. Museo Nacional del Prado
Es un lienzo del pintor Francisco
de Goya y Lucientes, conservado en el Museo
del Prado de la serie de cartones para tapices.
Pertenece
esta pintura a una serie de cartones que realizó Goya en 1778 para la
decoración del comedor de los Príncipes en el Palacio de El Pardo de Madrid. A
esta serie pertenecían también los cuadros titulados Jugadores de naipes
y Niños inflando una vejiga.
En
esta serie de cartones, como en la de las estaciones, Goya refleja el mundo y
las costumbres del pueblo de Madrid. En este caso se trata de un juego muy
popular que servía de distracción a los majos de su época, el echar a volar la
cometa, que realmente en el cuadro tiene poca importancia. Lo más importante
son los tipos que Goya representa con gran naturalismo y realidad. El colorido
es muy intenso y ayuda a destacar los detalles de los trajes de los personajes.
Estos trajes y estos personajes se conocen en la actualidad como goyescos.
Esta
segunda entrega de cartones la efectuó Goya el 26 de enero de 1778. Se sabe que
por este cartón titulado "La cometa"
pidió el pintor la cantidad de 7.000 reales de vellón, que era la misma
cantidad que había obtenido por otros encargos destinados a los tapices de la
Real Fábrica de Santa Bárbara.
La boda. 1791 – 1792. Museo del
Prado
La boda (1792) es un cuadro de Francisco de Goya conservado en el Museo del Prado y que pertenece a la cuarta serie de cartones para
tapices (realizada entre 1788 y 1792) que elaboraba la Real Fábrica de
Tapices de Santa Bárbara y estaba destinada a la
decoración del gabinete de Carlos IV del monasterio
de El Escorial.
Los
temas de esta última serie de cartones adoptan matices satíricos, probablemente
debido al contacto de Goya con los círculos ilustrados de la corte, aunque los
encargos de la realeza siguen prescribiendo representar fundamentalmente los
aspectos pintorescos de la sociedad española de su tiempo. En estos últimos
cartones aparecen diversiones, juegos y celebraciones al aire libre, a menudo
protagonizados por jóvenes, como en Los zancos, o muchachos (Las
gigantillas). Los matices satíricos de estas obras se muestran, por
ejemplo, en El pelele, donde las mujeres mantean a un muñeco grotesco.
Este
inicio de la deformación caricaturesca de los rostros que se impondrá en los
grabados de Los caprichos, además de en el pelele citado, se aprecia en
el rostro del novio de esta boda, rechoncho, muy moreno, de labios carnosos y
mucha mayor edad que la joven con la que se casa. El tema del cuadro es el
matrimonio desigual y por interés, que tanto interesó a la dramaturgia de
Leandro Fernández de Moratín.
Señala
Valeriano Bozal (2005) que el cuadro muestra la transición del Rococó a un
Neoclasicismo muy peculiar de Goya, no tanto interesado en seguir los dictados
del dominador del gusto en esta época, Antón Rafael Mengs, sino de otro más
realista y crítico con la sociedad de su tiempo. Sin embargo Goya pronto inició
el camino del Romanticismo a través de la estética de lo Sublime Terrible y la
inquietud que le produjo la enfermedad que le afectó poco después de realizar La
boda.
La
originalidad de esta vía que quedó muerta en la evolución pictórica de Goya, se
observa en la composición: un friso de personajes que procesionan alegres
(aunque mucha de esta risa podría ser burla o sátira) bajo un arco definido por
una estructura arquitectónica sólida que podría ser un puente, y sin embargo
tiene una presencia y función extrañas en este contexto. Atenúa el cromatismo
ocre del pavimento, las tierras y los sillares del puente el paisajismo rococó
que presentaban otros cartones, y el cielo alegre azul de nubes blancas, parece
aquí más bien un recurso destinado a contrastar con su fondo la viveza del rojo
de la casaca del protagonista.
Se
ha visto también en esta obra una alusión al camino de la vida, desde el niño
que alza los brazos subido en el cañón, y que por estas dos razones realza su
presencia, al anciano de báculo y tricornio negro, ambos estáticos de frente al
espectador, que enmarcan al resto de las figuras que caminan hacia la izquierda
y de perfil.
Clásico
tema que aparece en la literatura del XVII: el matrimonio desigual y de
conveniencia que tanto criticaban los ilustrados. Estos matrimonios permitían
que el novio, feo y viejo pero muy rico, se casase con una muchacha por lo
general bella, aunque pobre, quedando así ambos satisfechos, cuando menos la
familia de la novia. Por eso el pintor presenta al novio con rasgos simiescos y
vestido de llamativo color rojo en el centro de la imagen; tras él vemos al
padre de la novia junto al cura, ambos artífices de la unión, con una actitud
alegre y desenfadada. A la izquierda queda la novia, triste por su destino
(dicen que tiene colocados los zapatos al revés para protestar por su nueva
situación); junto a ella se sitúan las primas y familiares que la miran con
envidia, pena y jocosidad por el matrimonio. En la esquina izquierda aparece el
flautista que ameniza la marcha, acompañado por niños tiñosos que esperan que
el padrino eche las monedas, según la tradición de la época. En la otra
esquina, un viejo contempla la escena, mientras un joven mira con pena a su
supuesta anterior novia. Goya ha situado la escena delante de un puente,
empleado para indicarnos que estamos en el ámbito rural y para separar la zona
iluminada del fondo del primer plano, más oscuro, creando así sensación de
espacio y profundidad. La luz que penetra incide en las joyas y los abalorios
de los asistentes a la fiesta, engalanados para la ocasión. La pincelada suelta
que emplea y el tema indican que estamos ante una nueva concepción de un
artista
Es
un tema que será llevado al teatro por Moratín en el XVIII.
El pelele.
1791-1792. Museo del
Prado
El pelele (1791 - 1792) es un
cartón para tapiz de Francisco de Goya
(267 x 160 cm), uno de los que ejecuta para tapices destinados al gabinete del
rey Carlos IV de España de El
Escorial. Se trata de una escena popular.
Pertenece al último periodo de Goya como pintor de cartones para tapices.
En
la pintura, cuatro muchachas, sujetando una sábana por los bordes, mantean un
pelele de trapo; un pasatiempo que se llevaba a cabo en las excursiones
campestres de la aristocracia y que estaba inspirado en un juego popular de
carnaval. El pelele refleja una diversión típica del carnaval en varios lugares
de España, aunque también se considera que puede reflejar el control de la
mujer sobre el hombre manejándolo como un fantoche.
El
vuelo sin vida del pelele no refleja la alegría de las jóvenes que le están manteando.
Las
figuras y la luz configuran excepcionalmente el espacio
Será
en el muñeco donde se observan las mayores diferencias entre el cartón y el
boceto.
Los zancos, 1791 – 1792. Museo del
Prado
Es
un óleo de Francisco de Goya, pintado para la séptima serie de cartones para
tapices que realizaba el pintor. Fue emprendido por encargo de la Real Fábrica
de Tapices de Santa Bárbara, con destino a ornar el despacho de Carlos IV en El
Escorial.
Guarda
gran similitud con Las gigantillas, pero aquí el juego de altura se
sustituye por unos zancos en lugar de montar sobre los hombros de un compañero.
Dos
jóvenes han subido a unos zancos que les proporcionan gran altura, al tiempo
que marchan, junto a dos majos de a pie tocando la dulzaina —eco del Pastor
tocando la dulzaina, de serie anterior—, hacia una ventana donde se asoma
una joven. Se aprecian grupos de embozados y con sombreros de ala ancha que
contemplan la escena festiva. En este punto posee parecido con La maja y los
embozados, de la segunda serie.
A
primera vista pudiese parecer una escena sencilla, pero el sentido oculto es la
lucha de los equilibristas por mantenerse en pie y el flirteo con la dama de la
ventana. Goya quiso reflejar aquí lo difícil que es enfrentarse al mundo real.
Las gigantillas, 1791 – 1792. Museo del Prado
Es un lienzo de Francisco
de Goya, diseñado para el despacho del rey Carlos
IV de España en El Escorial. Fue uno de los primeros óleos de su última serie de cartones
para tapices.
Cinco
niños juegan subiéndose unos sobre otros en el popular y conocido juego de «las gigantillas». En lontananza es
visible un paisaje con montes y arboledas.
Según
la página oficial del Museo del Prado pertenece a la serie del dormitorio de
las Infantas en el Palacio del Pardo, aunque la mayoría de la crítica se
inclina por datarla como parte de la séptima serie, destinada a El Escorial.
Puede
tratarse de una alegoría al inestable estado político de la España de la época,
especialmente al cambio de ministros, tema al que Goya recurriría años más
tarde en Subir y bajar.
Es
una composición destinada a sobreventana, por lo que la perspectiva baja y el
esquema en forma de triángulo se repite, evocando a La cita o Los
leñadores. Goya muestra de nuevo su capacidad para representar a la infancia
en todo su esplendor, como lo hizo en Niños inflando una vejiga. La luz
y las fuertes pinceladas anticipan en Goya el impresionismo.
En
el aspecto compositivo, al tratarse de una sobrepuerta el artista repite la
perspectiva baja y el esquema triangular de obras anteriores - La cita o los
Leñadores - mostrándonos una vez más su facilidad para representar el mundo
infantil a la perfección. El efecto atmosférico recuerda las obras de
Velázquez, aplicando el de Fuendetodos una pincelada rápida y vibrante cargada
de vivas tonalidades. La luz será otra de las preocupaciones del aragonés,
situándole como un antecesor del Impresionismo.
La cita, 1779 – 1780. Museo del Prado
Es el nombre que la crítica artística ha dado a un óleo de
los cartones para tapices, de
Francisco de Goya. Destinado al
dormitorio de los Príncipes de Asturias en el Pardo, formaba parte de la cuarta
serie que el artista había emprendido para la Real Fábrica de Tapices de
Santa Bárbara.
Como en toda la serie, se aprecia la impronta francesa. Posee
una técnica abreviada, sumaria, toque fuerte del pincel que actúa sobre la
preparación rojiza, pero no desea ocultarla.
La
mujer del primer plano aparece sentada, portando un pañuelo y apoyando su
cabeza sobre su mano. Otros majos, más al fondo, proponen una escena galante,
pero la joven parece desencantada a tenor del pañuelo en su mano. Su alargado
formato indica que era una sobrepuerta.
Goya
obtuvo 1.000 reales de vellón por cada óleo. El cuadro puede hacer referencia a
la melancolía, por la expresión de la joven y los colores sombríos. La técnica
aplica un fuerte colorido y un llamativo foco de luz, recordando a Velázquez.
La perspectiva era un buen recurso de Goya en la época, especialmente para los
cuadros destinados a sobrepuertas.
Los leñadores, 1779 – 1780.
Museo del Prado
Es
un cuadro de Francisco de Goya elaborado para la Real Fábrica de Santa Bárbara.
Como parte de la serie de cartones para tapices, la cuarta del aragonés, fue
destinada al dormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio del Pardo.
Desde 1870 aparece registrada en el catálogo del Museo del Prado.
Su
sino era el de fungir como sobreventana, de allí su alargada extensión. Unos
leñadores, con hachas en mano, deshacen un árbol que ha caído.
Se
trata de un cuadro compuesto en espiral a través de las tres figuras, cuyas
figuras animan una realista cotidiana escena de género.
Posiblemente
Goya estuvo influenciado por Zacarías González Velázquez al pintar este lienzo.
Es una escena oscura, cuya única fuente de luz la constituye el traje naranja
del protagonista. Goya se aleja del modelo velazqueño en la situación
atmosférica. La pincela es suelta, como en toda la serie. La perspectiva sigue
siendo baja, pues se convertirá pronto en sobreventana.
El tapiz resultante de este cartón estaba destinado a la
decoración del Antedormitorio de los príncipes
de Asturias
(el futuro Carlos IV y su mujer María Luisa de Parma) en el Palacio de El Pardo, cercano a Madrid. La serie de la que formaba parte, fechada entre 1777 y
1780, se componía de trece cartones de asuntos variados, de los cuales diez se
conservan en el Museo del Prado:
El majo de la guitarra, El
ciego de la guitarra, El columpio, La cita.
El
majo de la guitarra, 1779. Museo del Prado
Es un cartón para tapiz, que pintó Francisco de Goya para el antedormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio del Pardo.
Es un cartón para tapiz, que pintó Francisco de Goya para el antedormitorio de los Príncipes de Asturias en el Palacio del Pardo.
Su
formato indica su uso como sobreventana. Goya entregó la obra en enero de 1780,
recibiendo 1.000 reales por el trabajo. Entregó junto a este cuadro otras obras
de la serie siguiente, como Las lavanderas y Los leñadores. Este
cuadro, de completa invención de Goya, es referente de una de las series de
grabados más destacadas del artista, conocida como Los caprichos.
Guarda
grandes similitudes con Los leñadores y es posible que hayan sido
pareja, aunque pertenecen a distintas series. El majo es la parte central de la
pintura, que recurre al esquema triangular de Mengs. El foco de luz recae en el
tañedor de guitarra, que destaca entre todos los personajes. Goya usa aquí una
suelta pincelada detallista que refleja magníficamente una escena de la
sociedad española del siglo XVIII. Al ser comparado con la obra homónima de
Ramón Bayeu, cuñado de Goya, la obra del último pierde a pesar del efecto
atmosférico del lienzo.
El columpio, 1779. Museo del Prado
Es el título de un cartón
para tapiz diseñado por Francisco de Goya para el dormitorio de los Príncipes de Asturias en el
Palacio de El Pardo. Se custodia en el
Museo del Prado.
El tema que trata el óleo es recurrente en la historia del arte occidental, principalmente en la pintura francesa —con Boucher y Fragonard,
exponentes del rococó—. Con evidentes connotaciones eróticas entonces, es
posible que Goya haya desechado ese sentido del asunto, pues se muestra una
escena apacible y familiar. Es el primero de una serie de trece tapices
emprendidos en la tercera serie de Goya.
La
escena tiene lugar en el campo, donde tres criadas se columpian alegremente
mientras los niños a los que cuidan se divierten. Cabe destacar la presencia de
ropas ostentosas en los menores, símbolo inequívoco de que pertenecen a la
aristocracia. Mientras los niños se divierten, uno de ellos columpia a la
criada y otra sirvienta detiene a la niña más pequeña. Al fondo se divisa una
carroza hecha con manchas desdibujadas y tres pastores con sus ganados
completan la escena.
Los
niños reciben la mayor parte de la iluminación, al centrarse la luz crepuscular
sobre ellos y sus vestidos. Goya potencia el efecto, similar a una mancha,
aplicando una pincelada rápida que años después será la génesis de las Pinturas
negras. Las mayores influencias del cuadro provienen de Rembrandt y
Velázquez, —«sus maestros», como reconocía Goya—a quienes el pintor admiraba
sobremanera. El ambiente es, en todo caso, calmado y en total sosiego.
La
mujer que impide a la niña caminar no está vestida como criada, sino como
cortesana. Posiblemente se trate de una rica aristócrata que viste como maja,
concordando con el espíritu de la época.
Con
su peculiar ortografía, el aragonés describió el cuadro como «una familia que
han salido al campo a divertirse, cuatro niños y tres criadas la una se está
columpiando en una cuerda».
Algunos
autores han querido ver en El
columpio una alegoría de las tres edades de la vida, a través de los niños
(infancia), las mujeres (juventud) y los pastores en lontananza (vejez).
Puede
tratarse también de un mensaje ambiguo, representando una cita entre las
nodrizas y los pastores. Ello se deduce a través de las miradas de los hombres
y de la mujer de espaldas.
El
cambio en la imaginería de Goya no solo puede atribuirse a las relaciones con
los intelectuales y reformadores de su tiempo, puesto que sus ideas habían
recibido nuevos ímpetus de los acontecimientos ocurridos en Francia y la reacción
a ellos en España.
El resguardo de tabacos, 1779 – 1780.
Museo del Prado
Es
el título dado a un óleo de Francisco de Goya, realizado entre 1779 y 1780. Fue
emprendido como parte de la cuarta serie de cartones para tapices del aragonés,
que estaba destinada al dormitorio de los príncipes de Asturias en el Palacio
del Pardo.
Trata
un tema bastante conocido en la época, el contrabando de tabaco y la posterior
custodia de éste. Se conserva en el Museo del Prado.
Como
en Los leñadores, Goya obtuvo grandes problemas en su ejecución. Aun
así, los tejedores añadieron al tapiz final varios detalles que Goya no había
trazado, pero aparentemente estaba de acuerdo con ellos.
Un
personaje fuerte y viril en primer plano custodia el tabaco, como señalará la
expresión Renta Tobaco más adelante.
Este
cuadro tiene profundas raíces en la literatura española del Siglo de Oro. El
simbolismo de las espadas como baluarte de la masculinidad fue idealizado por
el marqués de Villamediana y por Francisco de Quevedo, publicando ambos famosos
sonetos al respecto.
A
pesar de que el pintor ha identificado a los personajes como «guardias»,
Tomlinson señala que pudieran
tratarse de rufianes y no de custodios. En fin, el evidente simbolismo sexual
de la pieza se completa junto a La novillada, de la misma serie.
Destaca
sobre todo la presencia de árboles, la actitud chulesca de uno de los guardias,
los personajes en lontananza y el río, cuya elaboración muestra ecos de
Velázquez.
El
mismo Goya, en sus notas a la Real Fábrica, daba cuenta de este cuadro como «cinco guardas de rentas de Tabaco dos
sentados descansando y uno en pie dándoles combersazion».
Las lavanderas, 1778 – 1780. Museo del Prado
es un cartón
para tapiz de Francisco de Goya. Fue diseñado entre 1779 y 1780 para el
antedormitorio de los príncipes de Asturias en el Palacio del Pardo, específicamente destinado a adornar la pared norte.
Formaba parte de cartones para tapices
del aragonés, conservada en su mayoría en el Museo del Prado.
Más
que nunca, la tercera serie sugiere la influencia francesa. El vocabulario de
las lavanderas y mujeres del columpio podía provenir de modelos galos. Aquí se
pone de manifiesto una vez más el talento de Goya para realzar paisajes y crear
un modelo de belleza pictórica. Presenta uno de los paisajes más bellos de todo
el conjunto.
El
bajo nivel social de las lavanderas españolas provocó que un real decreto de
1790 les prohibiese dirigirse a los transeúntes y ciudadanos pacíficos.
Este
cuadro posee un claro contenido sexual, estereotipado por los cuernos con
connotaciones fálicas. Una mujer acaricia al animal en los cuernos. Este gesto
se verá repetido en el cuadro que se le colocaría enfrente, La novillada.
Es
posible que el gesto de las mujeres esté inspirado en otra obra de Goya, de las
mismas series de cartones, en este caso titulada La merienda a orillas del
Manzanares.
Más
tarde Goya repetirá el tema de las lavanderas en algunos de sus álbumes de
dibujos, e incluso llegan a preconizar escenas de sus afamados Caprichos.
Unas
lavanderas descansan luego de trabajar en la ribera del Manzanares. Una de
ellas, recostada en el regazo de la mujer del centro es la víctima de una broma
que sus compañeras pretenden hacer al asustarla con un cordero. Detrás, en segundo
plano, se encuentran dos más en plena labor.
Sin
duda se trata de uno de los paisajes más naturalistas y bellos de todo el
conjunto. Se sitúa en una zona próxima a Madrid, con el Manzanares de testigo y
la sierra de Guadarrama al fondo. Goya recuerda en las tonalidades al joven
Diego Velázquez, cuya obra el aragonés había podido estudiar en los palacios
reales.
El
mismo Goya, en su informe a la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara,
describe la obra como «un descanso de
Lavanderas â la orilla del Rio una de ellas se quedó Dormida en el regazo de
otra à la q.e ban azer se dispierte con un Cordero q. la arriman à la cara dos
dellas».
El
cielo esbozado cambia de tono e intensidad, mostrando a la vez a un sol que
muere entre tonalidades espléndidas. Las mujeres son hermosas y vivaces, cuyos
enrojecidos rostros constituyen el arquetipo de la feminidad que tanto había
interesado en el rococó.
Se
realizó en menos de siete meses, debido al inesperado cierre de la Real
Fábrica. Ello no obsta para que el pintor se revele aquí como un colorista
consumado, usa tonos vivos y alegres y las tonalidades, así como la luz,
recuerdan a una escena de atardecer. La factura suelta y las manchas de color
permiten estudiar a este cuadro como una de las piezas más logradas de Goya.
El muchacho del pájaro, 1779 – 1780.
Museo del Prado
Es
el título de una sobreventana que ideó Francisco de Goya para el antedormitorio
de los Príncipes de Asturias en el Palacio del Pardo. Forma parte de la cuarta
serie de cartones para tapices.
Se
conserva en el Museo del Prado, y su pareja, con las mismas dimensiones es El
niño del árbol. Sin embargo, su reducido tamaño ha hecho que no se le
estudie con detenimiento, siendo considerada una obra de conjunto.
Un
niño juega en un árbol con un jilguero. La esbelta línea de éste ha permitido
dar al cuadro un sentido de verticalidad. En la escena Goya crea un sentido de
perspectiva, que además ha sabido interpretarse como un magnífico sentido de
verticalidad.
Funcionó
como sobreventana o rinconera del antedormitorio de los Príncipes de Asturias
en el Pardo. Ha pasado desapercibida para los críticos, quienes se han
interesado más en otras obras de Goya como La novillada o Los
leñadores.
La
contraparte femenina de estos cuadros la componen Las lavanderas y El
columpio. El inmenso juego del flirteo dibujado por Goya se completa con la
mayor pieza de la serie y la que más misterios de índole sexual encierra, El
juego de la pelota a pala. En este cuadro se encuentra un fuerte mensaje
sexual que solo se puede descifrar comparando la pieza con otras del mismo
antedormitorio. Resulta inaudito que un monarca tan puritano como Carlos III
—que intentó destruir la colección de desnudos de los Austrias— haya podido
permitir que una composición de tan fuerte contenido pudiese permanecer en su
palacio, pero la mayoría de los autores creen que ello se debió a que pocos se
percataban del auténtico significado de la pieza.
En
El resguardo de tabacos se adivina una alegoría de la virilidad, pues,
al igual que La novillada, se situaba enfrente de cuadros con temas
femeninos. En este caso específico, el guardia ataviado con pistolas, espadas y
otras armas es una metáfora de la hombría, que radica, en esta situación, en la
espada sostenida entre sus piernas.
Los
dos últimos cartones de la serie funcionaban como sobrepuertas, La fuente
y El perro, conservados en Patrimonio Nacional. Los cartones se
perdieron en el siglo XIX y la única forma de estudiarlos ha sido a través de
las descripciones brindadas por Goya. Tomlinson ha afirmado que los tapiceros
desviaron la composición original trazada por el pintor, por lo que los tapices
resultantes no serían un vehículo de confianza para estudiar dichas obras de
Goya.
La
colocación de los cartones y el sentido que tenían al observarse en conjunto
pudo ser una estrategia trazada por Goya para que sus clientes, Carlos y María
Luisa, quedasen atrapados en el flirteo que se demostraba de pared a pared. Los
colores de sus cuadros repiten la gama cromática de la serie anterior, pero
ahora evolucionan a un mayor manejo de los fondos y los rostros de sus
personajes.
Por
entonces, Goya comienza a descollar entre los pintores de la corte, quienes
siguen su ejemplo al tratar en sus cartones las costumbres del pueblo, mas no
tendrán la misma aceptación que los del aragonés.
En
1780 se frenó abruptamente el suministro de tapices. La guerra que la corona ha
mantenido con Inglaterra a fin de recuperar Gibraltar ha causado serios daños
en la economía del reino y es menester eliminar gastos innecesarios. Carlos III
suprime temporalmente la Real Fábrica de Tapices, y Goya debe trabajar en el
sector privado.
En
el verano de 1789 llegan noticias de la toma de la Bastilla y acontecimientos
posteriores. Un tiempo después Floridablanca decide reducir la entrada de
información potencialmente subversiva, y ordena la confiscación de todo aquello
que se refiera a lo ocurrido en Francia.
Floridablanca
será destituido en el 92 y sustituido por el conde de Aranda quien tomará un
camino más liberal.
Un
ambiente político revuelto por tanto, que pillará por sorpresa a los pensadores
progresistas, y que será fundamental para interpretar estos últimos cartones de
Goya.
La
tradicional imaginería moral sirve ahora para censurar objetivos específicos,
puesto que alude a temas descritos por autores contemporáneos. Unos temas que
anticipan los de Los caprichos, aunque aquí el mensaje queda difuminado por el
aspecto rústico y cómico.
Goya
no volverá a realzar más cartones en su vida, aunque hasta 1800 se seguirán
haciendo tapices más o menos goyescos, pero realizados por otros pintores.
El
colorido muestra un aspecto festivo rococó (busca punto de vista
técnico-utilización de brea), poco a poco Goya irá eliminando temas superfluos
de la composición. Va a utilizar composiciones neoclásicas.
LA ACADEMIA DE BELLAS
ARTES DE SAN FERNANDO: GOYA ACADÉMICO
Labor
de Goya en la Academia de Bellas Artes.
Uno
de los afanes de Goya siempre fue presentarse a los concursos de la Academia.
No ganó nunca. Si Goya insiste en querer entrar es porque es importante.
Los
años de 1780 a 1786 fueron muy agitados apara Goya, ya que comenzó la década
como pintor en paro tras el cierre temporal de la Fábrica de Tapices y en 1786
era teniente director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, así como
pintor del rey con un sueldo fijo.
Por
tanto, durante la década de 1780 Goya empezó a tener una envidiable lista de
amistades y mecenas, incluyen al primer ministro Floridablanca, al infante don
Luis, a los duques de Osuna, al escritor Jovellanos y al historiador del arte
Ceán Bermúdez.
El
7 de mayo de 1780 Goya fue elegido académico del mérito de la Real academia de
Bellas Artes de San Fernando. Como tal, podía asistir a las juntas generales en
las que se juzgaban las obras de los estudiantes y asistir a profesores adjuntos
o sustituirlos cuando fuera necesario. Al ingresar en la Academia, debe
presentar una obra para que quede allí.
Realiza
un Cristo, presente hoy en el Prado. Se trata de una pintura religiosa, ya que
solo podía ser pintura religiosa o mitológica. Y hay muy pocos cuadros de Goya
de temática mitológica.
Este
Cristo crucificado, fue desde el principio, una de las obras más
conocidas y admiradas de Goya por su calidad, pero también una de las más
discutidas como imagen religiosa. El cuadro no tiene nada que ver ni desde el
punto de vista técnico ni el compositivo con Goya. Se trata de una pintura
neoclásica, lisa. Y es que la pintura
fue realizada para que su autor pudiese ingresar en la Academia. Por lo cual,
la obra debería gustar y contentar a todos los académicos, además de satisfacer
el gusto erigido en estilo oficial de la Academia, cuyas normas y criterios
imponían en aquel momento los pintores Mengs y Bayeu.
El Cristo
crucificado y también llamado "Cristo
expiratorio" (1780) es un óleo sobre lienzo de Francisco de Goya presentado con motivo de su ingreso como académico en la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando el 5 de julio
de 1780. Forma parte de la colección permanente del Museo del Prado.
Se
trata de un Cristo de estilo neoclásico,
si bien está arraigado en la tradicional iconografía española y relacionado con
el Cristo
de Velázquez y el de Anton Raphael Mengs, aunque sin el fondo
de paisaje de este último, sustituido por un negro neutro, como en el del
modelo del maestro sevillano. Con fondo negro y cuatro clavos, como mandaban
los cánones del barroco español —crucificado de cuatro clavos con los pies
sobre el supedáneo y un letrero sobre la cruz que contiene la inscripción IESUS
NAZARENUS REX IUDEORUM en tres lenguas, como pedía el modelo iconográfico en
España desde Francisco
Pacheco—, Goya quita énfasis a los factores devocionales
(dramatismo, presencia de la sangre, etc.) para subrayar el suave modelado,
pues su destino era agradar a los académicos regidos por el Neoclasicismo de Mengs.
La
cabeza, trabajada con pincelada suelta y vibrante, está inclinada a su
izquierda y levantada, como su mirada, hacia las alturas refleja dramatismo,
incluso parece representar un gesto de éxtasis al reflejar el instante en que Jesús alza la cabeza y, con la boca
abierta, parece pronunciar las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?», en el momento antes de su muerte (de expirar) pero la serenidad
de todo el conjunto evita la sensación patética.
Con
esta obra ofrece a la estimación de los académicos uno de los más difíciles y
clásicos motivos que era posible ejecutar: un desnudo donde mostrar el dominio
de la anatomía, justificado por su presencia en un cuadro religioso, un Cristo
en agonía, de conformidad con la tradición española. En él Goya resuelve con
hábil técnica la dificultad del suave modelado en sfumato, así como la
incidencia de la luz (que parece provenir artificialmente del pecho del
crucificado) y su transición hacia las zonas oscuras, que hacen disimular la
silueta del dibujo. Transparencias, veladuras, y gradaciones son tratadas con
delicadeza, en tonos grises perla y suaves verdes azulados, y toques de intenso
blanco para realzar los destellos de la luz.
Las
líneas de composición conforman la clásica suave S alejada de los
efectos violentos del barroco. La pierna derecha adelantada —que procede del Cristo
de Mengs—, la cadera ligeramente sesgada y la inclinación de la cabeza dotan a
la obra del ajustado dinamismo que demandaban los cánones clásicos para evitar
la rigidez. Quizá tanto respeto a los gustos académicos han hecho que esta
obra, muy valorada por sus contemporáneos, no fuera demasiado representativa de
los gustos de la crítica del siglo XX, que prefirió ver en Goya a un romántico
poco o nada piadoso y que no prestó demasiada atención a su pintura religiosa y
académica. Sin embargo, el postmodernismo valora un Goya total, en todas sus
facetas, y tiene en cuenta que es esta una obra en la que Goya aún pretende
alcanzar honores y prestigio profesional, y ese objetivo se cumple sobradamente
en el Cristo crucificado.
Goya
hábilmente presenta una obra recurriendo a dos tópicos muy precisos; por un
lado, el tema de Cristo y todo cuanto representa en España; por el otro,
recurrir a la figura desnuda y modelarla con precisión y justeza, según exigía
la Academia.
También
utilizará el pintor, como mera fuente de inspiración y referencia, el modelo
iconográfico del Cristo de Mengs, de Aranjuez, eliminando todo fondo de
paisaje, para aproximarse también de alguna manera al Cristo de
Velázquez, ya que incluye un fondo neutro. Goya buscó con esa aproximación a
Mengs su favor, pues no olvidemos que en esos momentos tenía este pintor gran
influencia en los círculos académicos y el aragonés pensó, sin duda, que esa
deferencia podía serle beneficiosa.
Utiliza
la habitual iconografía del crucificado con cuatro clavos, algo que permite al
pintor descansar la figura. Presenta una robusta cruz, sobre la cual se muestra
un cuerpo joven y hermoso, con la pierna derecha un poco adelantada y los pies
firmemente apoyados sobre una peana, por lo que los brazos apenas aguantan
peso. Ante nosotros tenemos una figura armoniosa y ondulada, que no presenta
signo alguno de violencia externa o restos de sangre. El único símbolo de
pasión es una gota de sangre en la cabeza, suavemente inclinada hacia la
izquierda, algo que también ocurre en la obra de Mengs.
No
están marcadas las costillas, ni la tensión de los músculos, lo que permite una
mayor perfección anatómica así como un mayor equilibrio
De
alguna manera esta hermosa imagen de Cristo, aún partiendo de presupuestos y
esquemas anteriores, se aleja totalmente de los tópicos y soluciones efectistas
del barroco español. Hay un nuevo concepto espacial en esta pintura. Por otro
lado, os matices se revalorizan y cobran un mayor protagonismo las
transparencias y veladuras, desapareciendo las líneas y los contornos del
dibujo.
La
disposición de la figura de Cristo sobre un fondo oscuro y neutro da como
resultado la aparición de una imagen serena, carente de dramatismo y forzadas
emociones. El desnudo del Crucificado se convierte en un desnudo académico, con
un perfecto modelado que el pintor consigue a través de hábil el juego de
sombras y transparencias.
Ante
esa perfección anatómica que no muestra la agonía del Crucificado, Goya centra
toda la fuerza expresiva de la figura en el rostro: sus ojos miran hacia arriba
y de su boca abierta parece salir un callado grito. Una dolorosas y sufriente
mueca que, para potenciarla más, el pintor recurre a una técnica más suelta y
expresiva, más cargada de pasta y con un modelado más fuerte.
Por
otro lado, destaca el tratamiento de la luz, que parece emanar del cuerpo del
crucificado y centra nuestra atención en Él.
Se
trata de una obra académica que fue realizada para conseguir un objetivo,
entrar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Retratista
y académico
Desde
su llegada a Madrid para trabajar en la corte, Goya tuvo acceso a las
colecciones de pintura de los reyes, por lo que, en la segunda mitad de la
década de 1770, tuvo un especial referente en Diego Velázquez. La pintura de
este último había sido elogiada en 1782 en un discurso pronunciado por
Jovellanos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en el que
alababa la formación italiana del maestro sevillano, merced a la cual se alzaba
como «el mejor ornamento de las artes españolas, y en 1789, a propósito de Las
meninas, elogiaba su naturalismo, ajeno a la belleza ideal de los antiguos
pero dotado de una singular técnica pictórica ilusionista (manchas de pintura
formando brillos que el ilustrado gijonés denominó «efectos mágicos») con la que era capaz de pintar «hasta lo que no se
ve». Goya pudo hacerse eco de esta corriente de pensamiento y, por encargo
de Carlos III, a partir de 1778, publicó una serie de grabados que reproducía
cuadros de Velázquez. Las estampas, dieciséis en total, fueron elogiadas por
Antonio Ponz, que posiblemente tuviese alguna responsabilidad en la empresa, en
el tomo octavo de su Viaje de España, pero denotan una técnica y un
conocimiento del oficio aún incipientes, siendo lo más interesante de la serie
la utilización, en cinco de las estampas, de técnica distintas del aguafuerte,
como la punta seca y la aguatinta.
También
en sus cuadros Goya aplicó los ingeniosos toques de luz velazqueños, la
perspectiva aérea y un dibujo naturalista, visibles en el retrato de Carlos
III cazador (hacia 1788), cuyo rostro arrugado recuerda el de los hombres
maduros del primer Velázquez. La falta de naturalidad de este retrato ha
llevado a los expertos a considerar que quizá no fue pintado en vivo o que
quizá incluso fuese pintado tras la muerte del rey, a partir de otros retratos
o grabados, como también ocurriría con Carlos III en traje de corte.
Carlos III, cazador
Hacia 1786. Óleo sobre
lienzo, 207 x 126 cm. Sala 032 Museo del Prado
Retrato
del rey Carlos III (1716-1788), hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, poco antes de su muerte, ocurrida en Madrid el 14 de diciembre de 1788. La composición sitúa al
monarca vestido de cazador, luciendo las bandas de la orden de Carlos III, de
San Jenaro y del Santo Espíritu, así como el Toisón de Oro, en las
tierras de caza de los reyes, bien en los alrededores de El Escorial o entre el Palacio de El Pardo y la
sierra madrileña. Acompañado de un perro, que duerme plácidamente a sus pies,
figurando en su collar la inscripción REY
N.o S.r sigue la tipología de los retratos de Velázquez del rey Felipe IV cazador, de su
hermano el infante don Fernando y de su hijo, el príncipe Baltasar Carlos, conservados ahora en el Prado, que Goya había copiado al aguafuerte en 1778. Junto
a ellos se pudo colgar el de Carlos III, tal vez en
el Palacio Nuevo o en alguno de los Sitios Reales, aunque no se tienen noticias
del encargo ni de su destino primero, antes de su llegada al Museo en 1847,
procedente de la Colección Real, figurando como copia de Goya en el catálogo de
1889. La composición se conoce asimismo por la versión de la colección de los
duques de Fernán Núñez, existiendo varias réplicas de inferior calidad (Madrid, Argentaria; Madrid, Ayuntamiento; Reino Unido, colección Lord Margadale).
Goya se granjeó en estos años la admiración de sus
superiores, en especial la de Mengs, «a
quien tenía asombrado la facilidad con que hacía [los cartones]». Su
ascenso social y profesional fue notable y así, en 1780, fue nombrado por fin
académico de mérito de la Academia de San Fernando. Con motivo de este
acontecimiento pintó un Cristo
crucificado de factura académica, donde mostró su dominio de la anatomía, la luz
dramática y los medios tonos, en un homenaje que recuerda tanto al Cristo crucificado de Mengs, como al Cristo de Velázquez.
A
lo largo de toda la década de 1780 entró en contacto con la alta sociedad
madrileña, que solicitaba ser inmortalizada por sus pinceles, y se convirtió en
su retratista de moda. Fue decisiva para la introducción de Goya en la élite de
la cultura española su amistad con Gaspar Melchor de Jovellanos y Juan Agustín
Ceán Bermúdez, historiador del arte. Gracias a ello recibió numerosos encargos,
como los del recién creado (en 1782) Banco de San Carlos y del Colegio de
Calatrava de Salamanca en 1783 (destruidas durante la ocupación francesa en
1810-1812).
De
suma importancia fue también su relación con la pequeña corte que el infante
don Luis de Borbón había creado en el palacio de la Mosquera en Arenas de San
Pedro (Ávila), junto al músico Luigi Boccherini y otras figuras de la cultura
española. El infante había renunciado a todos sus derechos sucesorios al casar
con una dama aragonesa, María Teresa Vallabriga, cuyo secretario y gentilhombre
de cámara tenía lazos familiares con los hermanos Bayeu. De su conocimiento dan
cuenta varios retratos de la infanta María Teresa —uno de ellos ecuestre— y,
sobre todo, La familia del infante don Luis (1784), uno de los cuadros
más complejos y logrados de esta época. En total Goya realizó dieciséis
retratos para la familia del infante.
José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, 1783. Museo del
Prado
Don
José Moñino y Redondo, hijo de un hombre de leyes, nació en Murcia en 1728 y estudió leyes en la
universidad de su ciudad natal y más tarde en Orihuela, doctorándose en derecho
por la Universidad
de Salamanca. En 1766 fue nombrado fiscal supremo de lo
Criminal del Consejo
de Castilla. Destinado como embajador español en Roma, en 1772, gestionó desde allí la disolución de la Compañía de Jesús,
colaborando con el conde de
Aranda y con Campomanes, lo que le valió el título de
conde de Floridablanca en 1773. En 1777, fue nombrado primer secretario de Estado y del Despacho.
El
retrato le presenta aquí en los inicios de su importante carrera como primer
secretario, cargo que ocupó durante dieciséis años. Sus muchas reformas
abarcaron todos los campos políticos y sociales. Sostiene aquí en su mano
derecha la Memoria para la creación del Banco de San Carlos, como consta en la
inscripción sobre el papel: "memoria para la formación del banco nacional
de San Carlos", y en la izquierda otro documento. La creación del Banco de
San Carlos fue una de las iniciativas más modernas de su mandato, impulsada por
el ministro de Hacienda, Francisco
de Cabarrús. La entrega a Carlos III de la Memoria tuvo lugar en
octubre de 1781, aunque el rey firmó la cédula de la creación del Banco en
junio de 1782. Floridablanca
ostenta aquí la banda y la gran cruz de la orden de Carlos III, que recibió en 1773.
Sin
embargo, quizá el más decidido apoyo de Goya fue el de los duques de Osuna (familia a la que retrató en
el afamado Los duques de Osuna y sus hijos),
en especial el de la duquesa María Josefa
Pimentel, una mujer culta y activa en los círculos ilustrados
madrileños. Por esta época estaban decorando su quinta de El Capricho y para tal fin solicitaron
a Goya una serie de cuadros de costumbres con características parecidas a las
de los modelos para tapices de los Sitios Reales, que fueron entregados en
1787.
La caída es un óleo de Francisco de Goya de
1787, donde una mujer acaba de desplomarse desde un caballo sin que sepamos de
la gravedad de las heridas sufridas. Se conserva en una colección particular de
Madrid, con medidas de 169 x 98 cm.12
De
nuevo los temas campestres son comunes en la temática goyesca. Junto a Asalto
al coche, es una pintura en la que los tonos se resaltan y la naturaleza se
engrandece ante los personajes empequeñecidos. Fue encargado por la duquesa de
Osuna, María Josefa Pimentel y Téllez-Girón, para decorar su comedor.
Asalto a una diligencia o Asalto al coche,
1786-1787. Es un cuadro de Francisco
de Goya. Se representa cómo un grupo de ladrones asaltan una caravana: a la izquierda un hombre apunta
con su escopeta a otro, que yace tendido y al parecer
muerto. En el centro, el resto de la bandería desvalija a los viajeros.
Fue
pintado para la quinta de recreo de El Capricho de los duques de Osuna. María Josefa Pimentel, la duquesa, era
una mujer culta y activa en los círculos ilustrados madrileños. Para la
ornamentación de la finca solicitaron a Goya una serie de cuadros de costumbres
con características parecidas a las de los modelos para tapices de los Sitios
Reales. Los cuadros fueron entregados a la familia de Osuna en 1787.
Las
diferencias entre estos modelos y los cartones para la Real Fábrica de Tapices de
Santa Bárbara son importantes. La proporción de las figuras es más
reducida, con lo que se destaca el carácter teatral y rococó del paisaje. Se
aprecia la introducción de escenas de violencia o desgracia.
Pero
la disposición de las figuras, la composición y el cromatismo, mitigan la
violencia del asunto. Dominan los tonos pasteles, azules y verdosos del paisaje
rococó, lo que contrasta paradójicamente con la gravedad del suceso cruento,
que de todos modos queda marginado al quedar el cadáver en el ángulo inferior
izquierdo, mientras la escena principal se dedica a mostrar al grupo de
ladrones inspeccionando el botín. Además, las figuras ocupan solo el tercio inferior
del cuadro, dedicándose los dos tercios restantes al mencionado paisaje de
límpido celaje y frondosa vegetación, casi de locus
amoenus.
Unos
años más tarde Goya volvería a tratar el mismo tema, en forma de variación
sobre el mismo, con Asalto de ladrones (1793/4;
colección Juan
Abelló).
LOS PRIMEROS PATRONOS: EL
CONCURSO DE SAN FCO EL GRANDE, FLORIDABLANCA, EL INFANTE DON LUIS Y LOS OSUNA
La
posición académica ayudó a Goya a conseguir una serie de ofertas profesionales:
en 1781 fue uno de los seis académicos invitados a pintar retablos para la
iglesia de patronato real del convento de San Francisco el Grande de Madrid; en
1783 pintó el primer retrato del conde de Floridablanca, que como primer
ministro, también actuaba de protector de la Academia y supervisor de San Fco.
Floridablanca fue quien pudo haber presentado a Goya al infante dos Luis de
Borbón, quien se convertiría en el primero de sus mecenas aristocráticos. Por otro lado durante esta etapa también
conoció al influyente escritor Gaspar Melchor de Jovellanos, quien iba a
conseguir para Goya el encargo de cuatro pinturas para el colegio de Calatrava
de Salamanca en 1784.
En
1785 es nombrado Teniente Director de la Academia y en 1786, pintor del rey.
No
hay nada sobre su valoración. Se piensa que, además de gustarle su pintura, era
buena persona y cumplidor de los plazos.
Aunque
se conservan muy pocos documentos relativos a los encargos independientes de la
fábrica de tapices, la correspondencia de Goya con su amigo Martín Zapater
ofrece un relato de primera mano del complicado ascenso del artista en las
filas de la jerarquía social y cortesana de Madrid.
OBRAS:
El
primer gran encargo que Goya recibe tras el cierre de la fábrica de tapices no
fue en la corte, sino en su Zaragoza natal. Se trata pintar frescos para una de
las bóvedas y las pechinas de la basílica de Santa María del Pilar.
En
un primer momento él no fue el artista elegido. En 1780 la basílica solo tenía
cubiertas cuatro de sus once cúpulas. Su pintor había sido Bayeu, a quien en
este año se le pide que reanude sus trabajos en las cúpulas.
Era
un momento en que el Bayeu había sido ascendido a pintor de cámara tras la
muerte de Mengs, por lo que tenía mucho trabajo. Propone entonces la
contratación, bajo su supervisión, de su hermano Ramón Bayeu y de su cuñado Francisco
de Goya.
La
Junta de la Fábrica del templo ya conocía el talento de Goya, ya que había
pintado al fresco una bóveda del coreto diez años antes sobre la Adoración del
nombre de Dios. Este encargo proporcionó otro más para un ciclo de la Vida de
la Virgen en la cartuja de Aula Dei cerca de Zaragoza, terminado poco antes de
su marcha a Madrid en 1774.
Tras
estos primeros éxitos, sus trabajos en la corte y su elección como miembro de
la Real Academia, llevarían a Goya a pensar que al volver a Zaragoza podría
trabajar con la suficiente autonomía que requiere un artista de su categoría,
pero el cabildo tampoco estaba al tanto de sus progresiones. En octubre de 1780
presentó dos bocetos a la Junta de Fábrica. Se trataba de las dos medias
cúpulas que formarían la cúpula entera. El programa iconográfico que elige es
el Regina Maritirium. No presenta mucha novedad en los bocetos respecto a lo
que ya se había hecho en las cúpulas. Existe un mayor contraste de luces y
sombras e introduce algunos santos y mártires de la región aragonesa.
Lo
único que Goya contempla es un punto de vista clásico o neoclásico. Se trata de
un cúpula con una dirección muy marcada por la figura de la Virgen. Las figuras
en un principio tradicionalmente se habían hecho en círculos concéntricos.
A
pesar de los prometedores comienzos pronto surgieron problemas.
Goya
pinta de una forma muy rápida al fresco y es el primero en acabar su trabajo.
Bayeu le había dicho al cabildo que los pintores irían más o menos a la vez,
cumpliendo las mismas jornadas. Por tanto, Bayeu no se tomó bien la rapidez de
Goya y el cabildo le dijo a éste que no había trabajado bajo la dirección de su
cuñado y que no le gustaba la cúpula.
Goya
por su parte se negaba a que su trabajo fuera supervisado por Bayeu y la Junta
decidió que el administrador del proyecto, Matías Allué, controlase el trabajo
de Goya y recordara al joven pintor la gratitud debida a su cuñado. Aunque no
existen documentos de su reacción esto no gustó a Goya.
En
marzo de 1781 su diseño de las figuras de las pechinas, las cuatro virtudes,
fueron rechazados por la Junta que le recomendó hacerlo de nuevo bajo la
supervisión de Bayeu. Goya marchó a Zaragoza con la intención de trabajar de
forma independiente y no estaba dispuesto a ponerse bajo las órdenes de nadie.
Pensaba, además, que Bayeu le había invitado a participar únicamente para
humillarle.
A
partir de aquí la relación entre ambos se deterioró bastante a nivel
profesional, ya que se planteaban dos formas muy distintas de entender el arte:
la libertad del artista frente a las pautas marcadas por la Academia.
En
junio de 1781 Goya estaba de nuevo en Madrid. A su regresó se vio desplazado
por el clan artístico del que anteriormente había dependido para los encargos y
para los contactos, y se vio obligado a abrirse camino por sí mismo entre los
círculos de la corte. El éxito en estas empresas hizo que Bayeu reconociera
finalmente sus méritos.
En
1783 se concedió permiso a la fábrica de tapices para reanudar el trabajo sobre
los diseños para el palacio de El Pardo: no se solicitó la presencia de Goya.
Es posible también que éste no tuviera interés estas tareas menores, por estar
ocupado en encargos más prestigiosos.
En
1786 fue nombrado pintor del rey, concluyendo de esta manera los cinco años de
feudo familiar, y recomenzando Goya su carrera como pintor de tapices.
SAN FRANCISCO EL GRANDE
Al
poco de regresar a Madrid, Goya envió a Zapater noticias su primer encargo
importante de la corte: un retablo para la iglesia del convento de patronato
real de San Fco el Grande. Por primera vez desde su llegada a Madrid Goya tenía
la oportunidad de trabajar con otros académicos, entre ellos Maella y Bayeu,
sus antiguos supervisores en la fábrica de tapices. Además, el proyecto le
permitió entrar en contacto directo con prestigiosos mecenas de la corte, como
el conde de Floridablanca, protector de la Real Academia y responsable de
proyectos de los edificios importantes patrocinados por el rey.
Goya
elige como tema la predicación de San Bernardino de Siena ante el rey Renato.
El único precedente de este tema se encuentra en un retablo del XVII de un
maestro toscano anónimo, en la actualidad en la Iglesia de San Bernardino de
Orvieto.
La
misión final de Bernardino para el reino de Nápoles habría coincido con el
reinado de Alfonso V de Aragón, quien había expulsado a Renato de Anjou en
1442. Aunque el milagro representado por Goya sucedió en 1438, por lo que
habría implicado a Renato en lugar de Alfonso. Sin embargo, apartándose de los
datos históricos, Goya incluyó al rey aragonés Alfonso V.
En
su sentido más general la pintura proporciona un paradigma de humildad real
ante un poder divino. La preocupación de Goya por su propia posición social
dentro de esa jerarquía, que se vuelve a poner en evidencia en los casi
contemporáneos retratos de Floridablanca y la familia del infante don Luis, en
los que incluye su autorretrato a la izquierda, entre los cortesanos del
servicio real.
El
artista trabajó en la predicación de San Bernardino de Siena ante Alfonso V
de Aragón durante el verano y el otoño de 1781. Fue terminada en 1782. Se
trataba de un cuadro de altar. Tiene una composición triangular, el santo se
sitúa en una roca; a su alrededor gente escuchando. Tiene una estrella en la
cabeza (iluminación). Introduce un autorretrato. Hay tres bocetos. Los vestidos
son del siglo XVII, algo raro ya que lo normal sería de la época del
suceso o del tiempo de Goya. Puede ser
que tuviera acceso a grabados de otra época.
No
se ha dilucidado si Goya quiso representar al monarca aragonés Alfonso V el Magnánimo o a Renato I de Nápoles. El artista
emprendió esta obra con el fin de ganarse el favor del rey Carlos III, amoldando su forma de
pintar al gusto neoclásico que tanto agradaba al Rey. Esto es patente en la
ordenación geométrica de la composición, en forma piramidal. Se considera que
es una de las obras religiosas más logradas de Goya, junto al Cristo en la cruz, efectuada en
esa misma época.
El
aragonés crea una magnífica visión de sí mismo en este cuadro, al
autorretratarse en el joven del extremo derecho. El violento escorzo, con una
vista de abajo hacia arriba, donde se sitúa el santo, lo utilizará
posteriormente en las pinturas al fresco de la Ermita de San Antonio de la Florida.
El variado y luminoso colorido recuerda las pinturas de cartones para tapices;
sin embargo, la individualización de los rostros y el verismo del grupo de
cortesanos de la parte inferior, aleja esta pintura del matizado idealismo que
había practicado Goya hasta entonces.
Retrato de
Floridablanca, 1783. Banco de España, Madrid
En
1783 Goya realiza el primer retrato de Floridablanca, nunca hará otro con esta
complejidad iconográfica, es muy barroco. El conde aparece con anteojos en la
mano; a la izquierda el propio Goya enseñándole un cuadro sin marco a su
mecenas. El compás que sostiene el tercer individuo justifica su identificación
como un arquitecto o ingeniero: es probable que sea Sabatini, primer arquitecto
de la corte, inspector general de Ingenieros, supervisor de las obras de San
Fco el Grande y antiguo responsable de la Real Fábrica de Tapices. En la pared
del fondo cuelga un retrato ovalado de Carlos III que parece contemplar la
escena. Como la posesión de semejantes retratos era un honor reservado a
quienes tenían título real, éste corrobora el estatus del conde, así como la
banda, que es idéntica a la que lleva el rey, para establecer entre ambos una relación
visual, insinuando el papel de Floridablanca como ejecutor de los deseos
reales. Un plano abierto sobre el suelo del Canal de Aragón explica la
presencia de Sabatini, mientras que un libro de teoría del arte de
Palomino, sugiere el interés del conde tanto en asuntos estéticos como
prácticos.
El
cuadro que le enseña podría ser el boceto de San Bernardino, pero el formato es
diferente, no se sabe cuál es. Le presenta como patrón de las artes.
Floridablanca no era muy alto, pero en el cuadro lo es más que Goya, algo que
hace para ensalzarlo.
La
correspondencia entre Goya y Zapater, documenta la importancia que para el
primero tenía este retrato, que fue su pieza de presentación en la corte.
Nordström
ofreció el primer y mejor análisis del retrato hasta la fecha. Como fuentes
formales que Goya utilizo para su obra propuso: la personificación de Ripa de
la Mathematica y el retrato de Andrés de la Calleja que muestra al predecesor
de Floridablanca, José Carvajal y Lancaster como protector de la Real Academia
de San Fernando, concediendo una medalla al joven artista Mariano Sánchez.
También relacionó el retrato con la reciente participación de Floridablanca en
el encargo de San Fco el Grande, sugiriendo que el papel que hay en el suelo
delante de Goya, encabezado con “Señor”
y firmado “Francisco de Goya” era la
carta que el artista había escrito al conde en septiembre de 1781, y que el
cuadro que le enseña podría ser el boceto de San Bernardino, algo que se ha
rechazado ya que el formato es diferente. Nordström también identifica al
personaje del compás como Sabatini.
Se
trata de uno de los primeros lienzos importantes que le fue encargado a Goya
poco después de haber sido elegido académico de la Real Academia de San
Fernando (1780), elección que le supuso la introducción en el círculo de
aristócratas y personajes importantes de la sociedad madrileña de aquella
época.
Otra
fuente importante para el retrato oficial de Floridablanca es el cartón de 1778, La feria de Madrid.
Las pinturas comparten el tema del experto, ya que se muestran y examinan obras
de arte. Un elegante e iluminado individuo central preside ambas escenas. El
retrato reitera la jerarquía social implícita en el cartón, puesto que Goya
aparece inclinado sobre su mecenas, sustituyendo al vendedor. El conde extiende
su brazo derecho en un gesto que denota poder. También asume la inexpresiva
mirada observada anteriormente en las figuras maniquíes de los cartones en
contraste con el arquitecto que tiene detrás, con las cejas levantadas y los labios
separados. Que el conde se haya quitado el monóculo sugiere que no tiene
intención de ver, sino más bien de ser visto,. Es un retrato de exhibición.
Aunque
a la iconografía de Goya pueden haber contribuido diferentes fuentes, como se
ha mencionado, el retrato de Floridablanca carece de precedentes convincentes
en el arte español, recordando más a los retratos ingleses y franceses de
mediados del XVIII.
Como
primer retrato oficial de Goya, y primera escena de interior conocida, la
ambiciosa naturaleza de la obra podría haber sorprendido a Floridablanca,
incluso se plantea que éste ayudara a Goya recomendándole al infante don Luis.
Cuadro de la futura
condesa de Chinchón, Mª Teresa de Borbón y Vallabriga. 1800. Museo del Prado
Este
cuadro se encuentra en el Washington National Gallery of Art. Un exceso de
limpieza en la restauración hizo desaparecer las veladuras de la mantilla.
El
artista retrocede a su experiencia como pintor de tapices, retratando a la niña
de dos años con la indumentaria de petimetra. Las dimensiones de la pintura,
así como las diagonales del muro y la composición recuerdan a la sobrepuerta
Niños jugando a soldados, aunque el paisaje está inspirado en los retratos de
caza de Velázquez.
Destaca
la gran habilidad de Goya para pintar niños. Aparece junto a un pequeño perrito
para señalar su carácter infantil, algo que no se puede deducir por su pose en
el cuadro. Maria Teresa afirma su autoridad
con una indicación de la mano señalando la inscripción inferior de la
izquierda, mientras apoya la mano derecha en la cadera. Y es que Goya se
enfrenta aquí al reto de pintar un retrato oficial de un niño aristócrata. Su
solemnidad recuerda a los retratos de niños reales de Velázquez, admirados por
don Luis, a juzgar por la copia de Baltasar Carlos que tiene en su colección.
El
azul dominante del corpiño y el azul de fondo compiten con el azul del traje
que lleva su hermano en su pareja, ahora en una colección privada.
Se
trata de Luis María de Borbón, quien aparece rodeado de mapas en referencia a
su amor por la geografía. Será precisamente una inscripción del mapa apoyado en
la silla la que informa de su edad de seis años y tres meses. Como el retrato
de María Teresa, el verdadero tema del cuadro no es el niño, sino la
premonición de grandeza, los cuadros son pintados para la posteridad. La
autoridad que Goya otorga a la descendencia de sus aristocráticos mecenas, como
se puede ver también en el cuadro de Manuel Osorio, distingue sus retratos
infantiles. Su atractivo se basa en la garantía que ofrece de perpetuidad del
linaje.
Cuadro del Cardenal
Infante, 1800. Museo
del Prado
Destaca
por su riqueza de dorados en el traje y por su detallismo. No fue pintado por
Goya, sino por Mengs. Goya fue el autor de su esposa, como pareja de este
cuadro ya que coincide en medidas.
Hijo del infante don Luis Antonio de Borbón y de doña Teresa
de Vallabriga y Rozas, don Luís María de Borbón nació en el palacio familiar de
Cadalso de los Vidrios (Madrid) el 22 de mayo de
1777. Sólo se le concedió utilizar el apellido y las armas de su padre tras el
matrimonio de su hermana, la condesa de Chinchón, con don Manuel Godoy, en 1797. Recibió del rey el condado de
Chinchón, que pasó a su hermana en 1814. Viste aquí hábito cardenalicio, pues
había sido cardenal en la sede de Sevilla y, en el año del
retrato, después de 1800, arzobispo de Toledo. Recibió de Carlos IV las condecoraciones tradicionales de la realeza española y
por ello ostenta, junto al pectoral, las bandas y placas de la gran cruz de la
orden Carlos III, la banda roja de la
orden napolitana de San
Jenaro y
la azul de la orden francesa del Saint Esprit. Don Luís María fue en la guerra
de la Independencia Presidente de la Junta Central de la Regencia. Murió en
Madrid en 1823.Existen varias réplicas y versiones de este retrato oficial, que
coincide en su técnica con las obras de Agustín Estece, y cuyo original
indiscutible de Goya, mostrando al infante en una posición distinta, conserva
el Museo de Arte de São Paulo, Brasil.
Mª Teresa de Vallabriga, 1783. Neue
Pinakothek, Múnich, Alemania
Se
trata de un nuevo tipo de retrato de Goya. Ella aparece de pie apoyada sobre un
sillón. El paisaje del fondo está muy deteriorado; lo contrasta con la arquería
del nuevo palacio.
Boceto del retrato
ecuestre de Mª Teresa de Vallabriga. Galería Uffuzi, Florencia.
Se
pintó hacia 1784, pero no se llegó a acabar. No se había visto a Goya realizar
retratos ecuestres.
Liani
era el encargado de realizar el del infante don Luis. Se cree que quizá se le
encargara de nuevo al artista aragonés realizar la pareja de su esposa para el
cuadro del infante. Se trata de un “boceto”
pero que no tiene tamaño ni aspecto de boceto.
Todos
los retratos ecuestres de Goya proceden del mundo velazqueño. La profunda
originalidad de su pintura no llega aquí, sin embargo a crear un modelo
personal.
En
relación con este cuadro se encuentra uno de los primeros retratos realizado a
un compañero suyo, Ventura Rodríguez, autor del palacio de Arenas de San Pedro,
donde Goya, como se ha dicho, pasará dos veranos.
Destaca
la gran profundidad psicológica de los retratos.
Ventura
Rodríguez, 1784. Nationalmuseum,
Estocolmo, Suecia
El
lienzo procede del Palacio de Boadilla del Monte (Madrid), pasando
sucesivamente por las colecciones del conde de Altamira de Madrid, marqués de
Castro Monte de Madrid, Prince Wagram de París, Trotti Co. de París, Boussod et
Valadon, Montaignac, Heilbuth de Copenhague, Dr. Wendland de París, Gava y
Amundsen Duve de Nueva York, de donde pasó finalmente al Museo de Estocolmo en
1949.
Ventura
Rodríguez, (Madrid, 1717 - 1785) fue el arquitecto favorito de don Luis de
Borbón, hermano de Carlos III. Este retrato fue realizado un año antes de la
muerte del arquitecto, al que Goya ya conocía. De hecho, se le atribuye un
boceto en el que aparece este personaje junto a Don Luis de Borbón.
Ventura
Rodríguez aparece de medio cuerpo, lleva en su mano izquierda unos planos
arquitectónicos sobre los que señala con el dedo su gran proyecto de la Santa
Capilla de la Basílica del Pilar de Zaragoza del que se sintió siempre muy
orgulloso. Tras él solo percibimos una columna, recortándose la figura sobre un
fondo oscuro para resaltar su volumetría.
Lleva
peluca, viste elegante casaca, chaleco verde y camisa blanca con chorreras y
puños de encaje, siguiendo la moda madrileña.
Goya
supo captar con una gran maestría en el rostro del personaje el orgullo y
satisfacción que sentía por su proyecto del Pilar y los ojos indican la emoción
del arquitecto.
El arquitecto Ventura
Rodríguez 1784. Nationalmuseum
(Estocolmo)
Fue
probablemente también durante el verano de 1784 cuando Goya realizó el encargo
para el Colegio de Calatrava de la Universidad de Salamanca, por lo que
Jovellanos compartiría mecenazgo con el Infante don Luis.
Se
compone de cuatro pinturas de tamaño natural: San Benito, San Bernardo, San
Ramón y una Inmaculada Concepción. Todos fueron destruidos durante
la guerra napoleónica, a excepción de un boceto de la Inmaculada Concepción
descubierto en el Museo del Prado. Similar en paleta al boceto del retrato
ecuestre de Mª Teresa de Vallabriga. Goya retrata a la Virgen con un manto azul
y una túnica blanca sobre un fondo dorado; un querubín sostiene unas azucenas
como símbolo de su pureza, mientras la serpiente con la manzana aparece por
debajo de sus vestimentas. Dios Padre aparece ligeramente esbozado en lo alto,
saliendo del cielo resplandeciente. El pesado ropaje de la Virgen y el papel
secundario de lo sobrenatural muestran la desviación de Goya de las
interpretaciones barrocas, lo que indudablemente atrajo a Jovellanos, de
tendencia neoclásica en las artes.
Inmaculada
Concepción 1783 - 1784. Óleo sobre lienzo, 80 x 41 cm. Sala 034
A
partir de 1783-1784 el mundo de Goya se amplía; gran cantidad de artistas
quieren ser pintados por él.
El Retrato
de Juan Agustín Ceán Bermúdez es una pintura al óleo sobre lienzo de Francisco
de Goya, pintada alrededor del año 1785. El retrato muestra a
don Juan Agustín Ceán Bermúdez un pintor, historiador, coleccionista y crítico de arte ilustrado español y amigo de Goya. En
actualidad se halla en una colección privada.
Juan Agustín Ceán Bermúdez fue un historiador, coleccionista de
arte y secretario de Gaspar Melchor de Jovellanos.
También fue miembro de la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando y amigo de Francisco
de Goya. La amistad entre el artista y Ceán Bermúdez dio lugar a un
importante pedido de retratos de algunos de los mandatarios del Banco Nacional San Carlos
creado en 1782 que más tarde se convirtió en el Banco de España. Gracias a las influencias
del secretario la junta del Banco con seis de un total de ocho votos eligió a
Goya como el retratista oficial.
Juan Agustín Ceán Bermúdez ha sido retratado a plano medio
sobre un fondo negro. Vestido de una chaqueta oscura y un chaleco rojo. En su
mano tiene un libro y un estuche de lápices, lo que simboliza su gran interés
por el arte.
Antiguamente
el retrato pertenecía a la colección privada de Jovellanos. Fue pintado
probablemente en Madrid, más
tarde cambió su ubicación a la ciudad natal de Jovellanos, Gijón. En 1826 el cuadro se encontraba en la colección
de Baltasar González de Cuenfuegos Jovellanos, el cual heredó las pertenencias
de Gaspar Melchor de Jovellanos.
En los años 20
del siglo XX lo heredó Luis Cienfuegos-Jovellanos
Bernardo Quirós, el 1er conde de Cienfuegos.
Actualmente
la pintura se encuentra en España
en una colección privada. Debido a su estatus de Bien de Interés Cultural
el retrato no puede ser vendido al extranjero, aunque puede ser prestado para
exposiciones temporales.
Gaspar Melchor de
Jovellanos es un óleo realizado hacia 1798 por el pintor
español Francisco
de Goya. Sus dimensiones son de 205 × 133 cm. Se
expone en el Museo
del Prado, Madrid.
Gaspar Melchor de Jovellanos, el Ministro de Gracia y Justicia,
fue retratado por Goya en Aranjuez
en abril de 1798, poco después del regreso de Jovellanos a Madrid desde Gijón, su ciudad natal, a donde había sido desterrado
por defender las reformas agrarias y la libertad económica. El retrato de Goya
se realiza pocos meses antes de la caída de Jovellanos en agosto de ese mismo
año por sus reformas jansenistas.
En
1783, el propio Jovellanos había mediado en el encargo a Goya de tres cuadro
para el altar mayor de la iglesia del Colegio de la
Inmaculada de la Orden de Calatrava, en la Universidad de Salamanca, que fue
destruido durante la guerra de la Independencia.
A raíz de su mediación, es posible que Goya le regalara el boceto en óleo,
actualmente en el Museo del Prado, de La Inmaculada Concepción (1783-1784).
Hércules
y Onfala 1784,
81x64 Colección Privada
Encontramos
al héroe Hércules, que fue convertido en esclavo por decisión del oráculo de
Delfos y comprado por la reina de Lidia, Ónfala. La historia cuenta que ella le
acogió en palacio donde Hércules adquirió los hábitos de una dama, de ahí que
se le represente cosiendo mientras es observado por la joven que está sentada,
que le mira divertida. Detrás se sienta Ónfala, con la espada. Lo cómico,
además de la actitud de femenina delicadeza que adopta el héroe, es que está
vestido de los pies a la cabeza con una varonil armadura del siglo XVI al
tiempo que trata de enhebrar el hilo en la aguja. El trío, dispuesto en forma
de corro, está iluminado de forma irreal, ya que la fuente de luz no es visible
en la composición y sin embargo parece nacer del centro de la reunión.
La
obra se asienta sobre una preparación rojiza que se deja ver en varias zonas
del lienzo, y que contribuye al brillo de la paleta de colores, de gran
intensidad. El rostro de las mujeres recuerda al de la Inmaculada
Concepción en un boceto conservado en el Museo del Prado, así como a los
retratos hechos por Goya de Doña María Teresa de Vallabriga, esposa del infante
Luis de Borbón.
Es
precisamente en ese mismo año 1784 cuando Goya realizó el magnífico retrato
colectivo de La familia del infante don Luis. A Juliet Wilson no le parece
improbable que el significado oculto de esta obra supuestamente mitológica
hiciese referencia al matrimonio morganático entre el infante y la zaragozana,
y a los amoríos extramatrimoniales que a la mujer le atribuían. Sin duda la
sensualidad está presente en esta escena, en la que Ónfala admira a su amante
esclavo mientras que la otra muchacha aparece con vestimenta ligera.
El
almirante José de Mazarredo, 1784–1785. Lowe Art Museum
(Coral Gables)
El retrato fue regalado por el efigiado a Manuel Godoy y
perteneció a la colección de la duquesa de Sueca, condesa de Chinchón,
permaneciendo en el palacio de Boadilla del Monte (Madrid), de donde pasó en
fecha desconocida a manos de Mariano Hernando (Madrid), y de éste sucesivamente
a Luis de Navas (Madrid), a la galería M. Knoedler&Co. de Londres, a la
John Levy Galleries (Nueva York) y a Oscar B. Cintas (Nueva York y La Habana),
a cuya muerte en 1957 pasó a integrarse en los fondos de la Cintas Foundation
de Miami, que lo depósito primero en la Cummer Art Gallery de Jacksonville
(Florida) y luego en el Lowe Museum, University of Miami.
José
de Mazarredo y Gortázar (Bilbao, 1745 - Madrid 1812) ingresó en la Compañía de
Guardiamarinas en 1759. Sirvió en Filipinas, en el Caribe y en el Atlántico Sur
y estuvo al mando de diferentes escuadras durante los enfrentamientos con
Inglaterra y Francia. Destacó por sus conocimientos de navegación astronómica,
construcción naval y organización de la Armada y, según los expertos, fue el
mejor marino español de la época. Escribió tratados de táctica y de navegación
y fue autor de las ordenanzas de la Armada de 1793.
En
el cuadro aparece retratado de medio cuerpo, sentado junto a una mesa con
libros (alusivos a sus escritos de temática militar) sobre la que apoya el
brazo izquierdo cuya mano sujeta un reloj, con la Cruz de la orden de Santiago
y la graduación de teniente general de la Armada, rango al que fue ascendido en
1789, año a partir del cual ha de ser fechado el cuadro. El fondo está formado
por una cortina recogida que deja a la vista un paisaje marino con un barco que
corta la línea del horizonte.
A
finales de 1784 otras dos grandes familias españolas intentan contactar con
Goya: los Osuna y los Alba. Ambos serán los terratenientes más importantes de
España en ese momento.
Hacia
1783 el Infante don Luis presenta a Goya a los duques de Osuna. Inmediatamente
recibe el encargo de los retratos.
Este
es el principio de privilegiadas relaciones que mantendrá con la ilustre Casa y
sobre todo con la duquesa, cuya personalidad domina la vida de la corte durante
la segunda mitad del XVIII.
La
duquesa Mª Josefa es una mujer ilustrada que pertenece a varias sociedades. Le
gusta mucho la música, incluso tiene un teatro. A la muerte del infante don
Luis ella recoge a Bocherini. Era una mujer intelectual. Su marido era marino,
por lo que pocas veces se encontraba en Madrid.
Contacta
con Goya hacia 1784-1785 para que le pinte un cuadro de altar con el tema de la
Anunciación, para la iglesia de los Capuchinos de San Antonio del Prado,
hoy desaparecida. Esta iglesia se encontraba dentro de una manzana
perteneciente a la familia Medinaceli, una rama de la familia Osuna.
Se
trataba de un cuadro que debía estar a ras de la mesa de altar.
En
el boceto se aprecia la imprimación.
Preparó
un espléndido boceto, dinámico y colorista que mostraba en el remate la figura
de Dios Padre, rodeado por ángeles y bajo él la imagen del Espíritu Santo, que
por medio de un rayo de luz transmitía el divino mensaje a la Virgen
arrodillada ante un ángel. Posteriormente cambió la idea y en el gran cuadro
definitivo eliminó toda el área superior, manteniendo la paloma del Espíritu
Santo, en medio de los rayos de la divina luz que descienden desde las alturas.
Además consolidó los volúmenes, algo frágiles
en el primitivo proyecto, dotándolos de una importante corporeidad.
Y
es que en el Neoclasicismo surge una tendencia a dejar parte del lienzo vacío
de contenido. Goya lo usa muchas veces. En el caso de la Anunciación, es una de
las alas del ángel lo que divide la composición. De esta forma se consigue
enfatizar los personajes, situados en la parte inferior.
Se ignoran los motivos que indujeron a Goya a transformar el boceto en el monumental grupo que protagoniza el lienzo (la virgen aparece invertida respecto al boceto). Los elementos que acompañan a María son los empleados tradicionalmente en el Barroco Español: el lirio simbolizando la virginidad de María y la cesta de labor. Sin embargo, sustituye el tradicional libro por un rollo para aludir a la cultura hebrea en el Antiguo Testamento, acentuando las grafías judaicas que aparecen en él. El ángel se sitúa como principal protagonista al ser enviado por Dios para transmitir su mensaje. La Virgen pierde en parte protagonismo, al aparecer en una sumisa actitud, con las manos unidas y la cabeza agachada, asumiendo el mandato divino.
La
composición resulta abierta, en oposición al boceto, cerrado en el remate por
la figura de Dios; aquí por el contrario existe una mayor espiritualidad, que
no necesita de representación humana para sugerir el mundo celeste de donde
desciende el Prodigio envuelto en luz.
En
primer plano sitúa dos escalones que nos llevan a María, cuya cabeza termina a
la altura de la mano del ángel. San Gabriel señala con su dedo hacia Dios,
obligándonos a elevar nuestra mirada, acentuándose la perspectiva baja
empleada. De esta manera, Goya nos obliga a recorrer con nuestra mirada todas
las zonas del lienzo. La luz divina es la gran protagonista de la escena al
bañar toda la imagen, diluyendo los contornos de las alas. La pincelada suelta
caracteriza esta delicada obra en la que destacan los tonos claros a excepción
del manto azul de la Virgen, símbolo de eternidad, acompañado de la túnica roja
que preludia los dolores de su personal sufrimiento ante la pasión y muerte del
Hijo.
RELACIÓN ENTRE
FLORIDABLANCA Y GOYA.
Como
se ha dicho, en 1786 Goya es nombrado pintor del rey, junto a Ramón Bayeu.
Por
orden de Floridablanca, ambos iban a pintar seis pinturas para el convento de
Santa Ana en Valladolid, una iglesia neoclásica construida recientemente por
Sabatini.
El
plano de la pequeña capilla es oval con una hornacina cuadrada en el altar
mayor. La nave central divide el óvalo longitudinalmente y cada muro está
adornado por tres pinturas, en la pared norte se encuentran tres pinturas de
Bayeu. Las pinturas de Goya se sitúan una vez pasado el altar mayor y se
componen de un limitado número de personajes casi a tamaño natural: San
Bernardo bautizando a San Roberto, La muerte de San José y Visión
de Santa Lutgarda. Estas obras quedarían acabadas para la consagración de
la iglesia en octubre de 1787.
Los santos Bernardo y
Roberto 1787 Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana (Valladolid)
Muerte de San José 1787
Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana
(Valladolid)
Santa Ludgarda1787 Real
Monasterio de San Joaquín y Santa Ana (Valladolid)
Las
pinturas de Goya para Santa Ana complementan la austeridad de la arquitectura
de Sabatini, aunque no tendrán mucha importancia en cuanto a la evolución de su estilo. Cada una de
ellas está enmarcada por columnas empotradas y rematadas con un frontón de
mármol triangular en el caso de las pinturas laterales y semicirculares sobre
la escena central de San José. Se asemeja en cierto modo al concepto
arquitectónico que había primado en el Aula Dei. Sin embargo, los colores son
mucho más fríos, dando lugar a un estilo de pintura más sobrio, neoclásico Los
tonos monocromáticos de las pinturas laterales recuerdan los primeros bodegones
de Velázquez, ya que los santos aislados con túnicas de blanco modelado con
marrón aparecen sobre un fondo oscuro. Goya tuvo muy en cuenta su posible
ubicación, ya que la pintura más próxima al altar retrata a un hombre
arrodillado ante los santos y mirando a la izquierda, quedando equilibrado por
el retrato orante de Santa Lutgarda en la pintura más próxima a la puerta;
ambas figuras dirigen nuestra mirada a la escena central, La muerte de San
José. El tema y la posición central revelan su importancia, así como la sutil
utilización de Goya de los colores primarios mezclados con blanco para crear el
azul pálido del manto de María, el rosado de la túnica de San José, y el
amarillo pálido del ropaje de la cama.
Dominada
por precisas líneas verticales, con todas las figuras paralelas al plano de la
pintura, La muerte de San José refleja la adhesión de Goya al “estilo arquitectónico” desarrollado
además en los cartones para tapices de esos años.
“La muerte de San José”. Gran diferencia
entre el boceto y la obra definitiva, ya que el boceto es mucho más efectista.
No se sabe a qué se debe el cambio, ya que es el más grande entre boceto y
pintura que encontramos en Goya. Probablemente Sabatini, arquitecto y autor de
toda la iconografía de la iglesia, le aconsejaría hacia una pintura más sobria.
LOS OSUNA
Los
Osuna contactan con él hacia 1783, a lo
largo de toda su vida le pedirán todo tipo de obras. También, a partir de 1787
hará obras de decoración puramente dela finca de la Alameda de Osuna,
denominada “El Capricho”.
La
duquesa, antes de que se pongan a la venta los caprichos, tendrá varias series
de los mismos.
Como
ya se ha dicho, hacia 1785 va a realizar La Anunciación para la Iglesia de San
Antonio del Prado.
La duquesa de Osuna, 1785. Colección March (Palma de Mallorca)
Realiza
dos retratos para los Osuna. Tono del fondo muy gris.
La
duquesa de Osuna y la de Alba pedían información al embajador de París de las
fiestas a las que acudía la reina, para copiar sus trajes.
Son
cuadros hasta la rodilla. No hay decoración y el fondo es neutro. Por tanto, es
como si figura emergiera. Está realizado en 1785 junto con el del duque.
La
duquesa de Osuna 1785. Colección March (Palma
de Mallorca)
Doña
María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel y Téllez Girón había nacido en
Madrid el 26 de noviembre de 1752. Era por derecho propio Condesa-Duquesa de
Benavente, Duquesa de Béjar, de Mandas, Plasencia, Arcos y Gandía, Princesa de
Anglona y de Esquilace, Marquesa de Lombay y de Jabalquinto y Condesa de
Mayorga. Como se puede observar era una de las damas más importantes de la
nobleza española. Casada con el IX Duque de Osuna, don Pedro Téllez Girón, el
29 de diciembre de 1774 se convirtió en protectora de músicos, literatos,
pintores y artistas, siendo "la
mujer más distinguida de Madrid por sus talentos, mérito y gusto"
según Lady Holland. Doña María Josefa inició su estrecha relación con Goya en
1785, convirtiéndose en la primera gran protectora del pintor. Fruto de esa
relación surgió este magnífico retrato de la Duquesa vestida a la moda
francesa, con un traje azul con lazo rosa en el pecho y gran sombrero, como
había impuesto la reina María Antonieta. Sus dos brazos enguantados portan un
abanico y una sombrilla, haciendo aún más elegante su esbelta figura. La peluca
grisácea sirve de aureola para destacar el simpático e inteligente rostro de la
dama, destacando el brillo de sus despiertos ojos. De esta manera, Goya conjuga
la minuciosidad en los detalles de los vestidos y adornos con la expresión y el
carácter de su modelo, resultando obras de enorme belleza. El artista recibió
por este lienzo 4.800 reales, siendo éste el inicio de una serie de encargos
entre los que destacan el retrato familiar realizado en 1788 y las obras de
gabinete - el Aquelarre y Escena de brujas -para el Capricho, su palacete a las
afueras de Madrid. Falleció doña María Josefa a los 82 años en 1834.
Pedro Téllez Girón, IX
duque de Osuna, 1785.
Colección privada
La
orden de pago a Goya por este retrato y su pareja de los duques de Osuna está
fechada en 16 de julio de 1785: 4.800 reales de vellón por los dos retratos que
ha hecho de sus Excelencias. Desde la venta de la colección de los Osuna en
1896 ha pasado por las colecciones Harris de Londres y Marck Oliver de Jedburgh
(Inglaterra).
Según
Gassier, este retrato del duque, lleno de franqueza y naturalidad, está
ejecutado "a la inglesa".
Sobre
un fondo neutro se sitúa la figura de este personaje que va vestido con casaca
y chaleco en el que introduce su mano derecha apoyando la izquierda en un
bastón. Su blanquecino rostro mira directamente al espectador con gesto serio y
mirada inteligente.
Este
retrato hace pareja con el de su mujer, María Josefa de la Soledad Alonso
Pimentel, condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Osuna, ambos destacados
protectores de Goya.
En
1788 Goya pintó dos retablos para los duques de Osuna, mostrando escenas de San
Fco. De Borja, antepasado de la duquesa, destinadas a decorar las paredes
laterales de su capilla en la catedral de Valencia.
Francisco
de Borja fue uno de los hombres más importantes de su tiempo; Hombre de
confianza de Carlos V, fue nombrado virrey de Cataluña. El emperador le encargó
el traslado de los restos mortales de la emperatriz Isabel de Portugal desde
Toledo, donde falleció, hasta Granada. Cuando llegó a la ciudad andaluza debía
abrir el féretro para mostrar el cadáver a los monjes que lo custodiarían,
atestiguando que la finada era doña Isabel. Ante el estado de descomposición
del cuerpo, en el que apenas se distinguía un rasgo de la tan afamada belleza,
don Francisco pronunció la famosa frase "Nunca más serviré a un señor que se me pueda morir",
ingresando tras enviudar en 1546 en la Compañía de Jesús, siendo nombrado
Comisario para España y Portugal tras la renuncia de sus títulos y su
ordenación sacerdotal.
Allí
se mantendría hasta su muerte en 1572.
San Fco de Borja asistiendo a un moribundo, 1788. Catedral de Valencia (Valencia)
El
milagro del santo al conseguir asistir y expulsar los demonios de su cuerpo a
un moribundo impenitente. San Francisco viste sencillo hábito y porta un
crucifijo en su mano derecha, implorando a Jesús por el alma del moribundo. De
las llagas de Cristo sale un chorro de sangre que purifica al pecador y
consigue expulsar a los demonios de su cuerpo. Por cierto que los demonios se
presentan como monstruos tras la cama, anticipándose a las imágenes de las
Pinturas Negras. Los verdes cortinajes dividen en dos parte la composición; la
zona de la derecha presidida por el santo, destacando su gesto de extrañeza
ante el milagro. La izquierda con el moribundo postrado en el lecho,
agonizando, con la pierna saliendo entre las sábanas para expresar el
dramatismo y la tensión del momento. Las tonalidades han sido aplicadas con
empastados toques de pincel, de forma rápida y contundente, demostrando el
artista su valía. Los pequeños cambios introducidos en el lienzo definitivo le
sitúan en una posición inferior respecto a este magistral boceto.
El lienzo describe la intervención del santo dando la
extremaunción a un pecador moribundo cuyos vicios se materializan y surgen ante
el religioso, haciendo la escena similar a un exorcismo. La tela goza de cierta
celebridad en el ámbito de la producción goyesca, no tanto por sus cualidades
intrínsecas (lo cierto es que el convulso episodio cae un poco en lo cómico por
la rigidez del enfermo y la débil silueta del santo, defectos, por otra parte,
totalmente ausentes del boceto, atravesado por una enérgica vibración
luminosa), sino más bien por el hecho de que, por primera vez en la obra del
maestro aragonés, aparecen seres sobrenaturales, encarnaciones de espíritus
malignos que estarán destinadas a tener un extraordinario desarrollo en la
producción tardía de aquél. Faltan todavía diez años para la primera edición de
los Caprichos, pero aquí está ya prefigurada la tendencia a dar cuerpo tangible
a las perversiones humanas y a hacerlas dialogar con los vivientes en un
contexto en equilibrio entre lo horripilante y lo bufonesco, categorías
amadísimas por Goya y procedimiento predilecto para el ejercicio de la sátira
contra los vicios de su tiempo.
San Fco de Borja despidiéndose, 1788. Catedral de Valencia (Valencia)
Goya
elige para esta escena el momento de despedida de don Francisco de su familia
para ingresar en la Compañía. El Duque abraza a su heredero en las escaleras del
palacio, observando la escena su hijo segundo, don Juan. Un pequeño pajecillo
llora desconsoladamente por la marcha de su señor, al igual que una dueña en la
zona izquierda del lienzo. Al tratarse de un boceto preparatorio la factura es
rápida, interesándose más bien por los efectos de la luz y la disposición de
los personajes que por los detalles de los trajes. Al fondo sitúa la
arquitectura de un palacio renacentista, con sus arcos de medio punto y
pilastras jónicas adornándolos. El color negro que domina la escena se ve
contrastado y animado por las tonalidades blancas de capas, golillas y puños,
resultando una escena digna de elogio que apenas sufrió cambios en el lienzo
definitivo.
Francisco de Borja (15101572), noble español, sobrino segundo
del Papa Alejandro VI Borgia, abandonó su carrera a la muerte de su esposa en
1546, se trasladó a Roma y se hizo jesuita. Predicó en España y Portugal y
después se convirtió en general de la orden, señal de que no había perdido del
todo un cierto amor españolesco por el mando y la jerarquía. Se le representa
habitualmente cuando es recibido por san Ignacio de Loyola en el umbral del
colegio de los jesuitas de Roma o bien arrodillado junto a san Francisco
Saverio, que bautiza a los conversos de Extremo Oriente. A Goya se le encomendó
desarrollar dos temas más ligados al entorno familiar y a lo anecdótico, quizá
considerados más aptos para ilustrar los vínculos de parentesco de los Osuna
con su santo antepasado y que habrían de ser más gratos sobre todo el de san Francisco
de Borja asistiendo a un moribundo impenitente al gusto un tanto esotérico de
sus nobles comitentes, por deseo de los cuales ejecutará una década después la
serie de cuadros de brujas para la Alameda. Esta primera escena, en la cual
Francisco abandona su rango aristocrático para entregarse a la vida religiosa,
se ambienta evidentemente con un vestuario pseudocincocentesco que le confiere
un carácter único dentro de la obra de Goya, anticipando de forma un poco
desconcertante e inesperada el gusto troubadour que será típico del estilo
neogótico a la francesa.
Las
pinturas, estudiadas por Nordström, constituyen el segundo encargo
diferente de los cuadros realizados por Goya para la familia Osuna.
El
primero es una serie de escenas de género para la Alameda, su casa de
campo en las afueras de Madrid, que ilustra una fase de transición en la
imaginería de género de Goya. Será pintado entre 1786-1787. Es una serie
de cuadros extraños respecto a tamaño y composición. Tienen un formato raro,
1,10m de alto, por lo que no es un cuadro de gabinete pero tampoco a tamaño
natural, se cree que ese tamaño se debe a que estuvieron incrustados en la
madera que forraba la pared.
Las
figuras son muy pequeñas y los temas recuerdan o adelantan temas retratados en
los cartones para tapices: niños de pueblo intentando escalar una cucaña;
gitanas jugando en un columpio; ladrones asaltando una diligencia; una
excursión de nobles al campo en mulas; una escena de construcción que muestra a
un trabajador borracho y el traslado de una gran piedra; y una procesión de
aldea.
Como
las pinturas para el convento de Santa Ana, la serie de Goya para la Alameda
sugiere el conocimiento de las tendencias francesas contemporáneas. Y es que en
las pinturas decorativas para la Alameda Goya probablemente esté influido por Vernet,
reconsidera el papel del paisaje como escenario, más que como fondo de las
actividades de sus personajes.
El
tema de la conducción de una piedra aumenta nuestras sospechas
sobre la influencia francesa, ya que el tema de la construcción de
carreteras, estaba protegido oficialmente en Francia como testimonio de la
modernidad y del progreso de la nación. Pero Goya añade a un hombre
transportado encima de una escalera; se cree que está borracho en lugar de
herido.
La
referencia de Goya a la embriaguez entre las clases bajas marca el abandono del
modo cómico de los cartones para tapices pintados con anterioridad a 1780.
La descripción dice:
"7º ...una obra grande, á la que conducen una piedra con dos pares de
bueyes, y un pobre que se ha desgraciado, que conducen en una escalera, y tres
carreteros que lo miran lastimados; con su país correspondiente". La aparentemente
tranquila acción de esta pintura, en la que unos obreros trabajan en la
construcción de una gran obra, se ve interrumpida por un hecho tan cotidiano
como todas las escenas que conforman la serie, aunque no tan amable. Uno de los
trabajadores se ha desgraciado, como dice el mismo Goya. Esta expresión suele
ser un eufemismo de embriaguez, tal y como nos recuerda Tomlinson, y
posiblemente una crítica hacia las costumbres insanas del pueblo, que eran
vistas con malos ojos por los ilustrados. El mismo Goya volverá sobre este
asunto en el contemporáneo cartón para tapiz El albañil herido, obra definitiva del boceto El albañil borracho.
Procesión de aldea, 1786–1787. Colección privada
(Madrid)
Se
trata de una procesión religiosa saliendo del sencillo pórtico de una iglesia. Una
imagen de la Virgen suntuosamente vestida es seguida por personajes
identificados como un clérigo, el alcalde, los funcionarios del pueblo y un
gaitero; tras ellos otro grupo de personas que llevan un estandarte con un
medallón de la Virgen y de su hijo, y un grupo de mujeres con mantilla.
Procesiones como estas eran despreciadas por los reformadores ilustrados, que
la veían como otra muestra de la superstición popular. En 1777 fueron
prohibidas por Carlos III, aunque su decreto tuviera poco efecto en pueblos
como aquí se observa.
Presentados
anteriormente alegres y despreocupados, estos personajes populares aparecen
físicamente deformados por sus
ignorantes modales. Esto no podrá ser así en los cartones contemporáneos
para sus mecenas reales, donde, condicionado por el decoro, Goya idealiza la
polifacética población del reino de España. En definitiva, un fondo de
dramatismo y valentía, que Goya no podía permitirse en un cartón para tapiz.
Sin
embargo, a pesar de ese elitismo que se observa en las pinturas para la Alameda
de Osuna, adelanta una actitud que aparecerá cuatro años más tarde en la serie
final de Goya de cartones para tapices del despacho de Carlos IV en El
Escorial.
En
el de asalto a la diligencia,
hace referencia a la inseguridad de los caminos. Aparecen bandoleros con
armas,...dos muertos en dos posiciones que van a aparecer más veces en su obra:
o los pies o las manos mirando hacia el espectador. Su forma de representar la
muerte es violenta.
Un
paseo en burro de unas señoras. Una de ellas se ha caído. Es un abate, una
clásica figura masculina del XVIII. Se trata de un personaje muy sabiondo que,
a veces, incluso instruye a los hijos de los dueños. También acompaña a las
señoras por lo que se puede confiar en él.
Se
trata de una escena absolutamente real. Incluso se dice que este cuadro podía
tener un componente de algo visto.
Destaca
la forma de colocar los brazos de la mujer, que pide auxilio, con los brazos en
alto, clamando al cielo.
La cucaña,
1786–1787, Colección privada (Madrid)
Esta
serie de pinturas recuerda por su aspecto a algunos de los cartones para
tapices que pintó Goya de temática similar, como la serie destinada a decorar
el comedor de los príncipes de Asturias en el palacio de El Pardo. Las escenas
que la componen son, en su mayoría, amables y divertidas; situaciones que los
propietarios de los cuadros podían vivir en su palacete de recreo. Sin embargo,
dos de las pinturas, Asalto a una diligencia y La caída, aunque mantienen el escenario rural, representan
temas bastante menos agradables, incluso dramáticos, en los que Goya aprovechó
para hablar de los problemas de su tiempo, como en otras ocasiones haría.
La
descripción de La cucaña en la factura de Goya decía: "6.º Otro cuadro que representa un Mayo,
como en la plaza de un lugar con unos muchachos que van subiendo por él, a
ganar un premio de pollos y roscas, que está pendiente en la pinta de él, y
varias gentes que están mirando, con su campo correspondiente".
Este es el cuadro de formato más estrecho y la composición, dominada por la
acentuada verticalidad de la cucaña, se adapta a la perfección. El palo nace en
la parte inferior izquierda de la pintura y se eleva hasta alcanzar el ángulo
superior derecho, estrechándose y combándose por el peso de los niños que
trepan por él para alcanzar el premio decorado con un lazo rojo. En suelo firme
un grupo de personas asiste al juego. Unos hombres ayudan a subir a los
valientes mientras que una mujer caracterizada como campesina, a la derecha,
expresa su intranquilidad con un gesto de preocupación. Se adivina también la
presencia de una dama de clase alta, vestida con corpiño añil y falda dorada,
semioculta tras los hombres. El fondo de la escena lo componen la casa de
labranza a la derecha y el propio palacete neoclásico de los Osuna, a la
izquierda, rodeado por la frondosa arboleda.
Goya
ha reflejado las diversas actitudes individualizándolas en cada figura, dotando
a la escena de un aire naturalista. A pesar de la diversión que se representa
en esta imagen, se ha señalado la posibilidad de que Goya quisiese hacer notar
las penurias que los campesinos atravesaban, tal y como refleja el carro de
heno vacío, junto a la casa de labranza, y la necesidad que tenían de llevar a
cabo este tipo de juegos tan peligrosos para alcanzar el pan y los pollos.
El cuadro de la familia de Osuna, 1788. Museo del Prado (Madrid)
Goya
muestra aquí un agradable grupo familiar, realizado en 1788, en el que estudia
los caracteres personales de los padres, dándole también su protagonismo a los
niños, cuyas expresiones infantiles capta con el acierto y gracia adecuados a
su edad. Aparecen vestidos a la holandesa con algún tipo de juguete. Con esta
obra Goya se revela como uno de los mejores intérpretes del género, tal y como
se ve a lo largo de toda su trayectoria.
Se
trata de una composición piramidal que integra a las figuras en un agrupamiento
coherente y centra la atención sobre ellas, al prescindir de los objetos
propios de una estancia, y recortar a los personajes sobre un fondo neutro. Los
ojos se destacan fuertemente sobre rostros de rasgos ligeramente abocetados.
Goya, que fue protegido por las familias Osuna y Alba, trata aquí a sus
protectores con simpatía y familiaridad, sin excluir la penetración que se
advierte en el rostro de la duquesa, culta y atractiva, inteligente y refinada,
aunque no hermosa. La gama del color que se despliega en todo el lienzo es de
sutil delicadeza, resaltando la paleta fría con dominante de grises plateados.
Los
protagonistas son Pedro Téllez de Girón, noveno duque de Osuna, nacido en 1755,
y Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente, tres años mayor que él.
Contrajeron matrimonio en 1774, del que nacieron varios hijos, de los cuales
sólo sobrevivieron los cuatro que aparecen aquí retratados: a la derecha,
Francisco de Borja que sucedería a su padre en el título; sentado, Pedro de Alcántara,
príncipe de Anglona, que sería el segundo director del Museo del Prado; junto a
su madre, Joaquina, futura marquesa de Santa Cruz, y la primogénita, Josefa
Manuela, que da la mano a su padre y llegaría a ser duquesa del Infantado.
Cuando
en 1788 le encargaron este retrato familiar, el pintor hacía tres años que
mantenía un estrecho contacto con los Osuna, para los que ya había trabajado
llevando a cabo diversas obras. Los primeros encargos documentados de los
duques a Goya datan de 1785, y son dos espléndidos retratos de la
condesa-duquesa y de su esposo.
Además,
los duques de Osuna también encargaron a Goya retratos de diferentes
personajes para formar parte de su amplia colección, como los de los reyes
Carlos IV y María Luisa, pintados con motivo de su acceso al trono y el del
general Urrutia. Amantes de las novedades, supieron apreciar obras tan poco
convencionales como las seis pequeñas escenas de brujas de 1797-1798
que la duquesa colgó en su gabinete, y no fueron insensibles al ingenio que encerraban
Los caprichos, de los que compraron varios ejemplares.
La
marquesa de Pontejos, 1786.
Galería Nacional de Arte (Washington DC)
La
influencia del retrato inglés - especialmente de Gainsborough - va a marcar
buena parte de la obra de Goya, siempre abierto a recibir nuevos aires
creativos. La situación de las figuras al aire libre fue lo que más llamó la
atención al aragonés de los retratos británicos. Mariana de Pontejos nació en
1762 y se casó en 1786 con el hermano del Conde de Floridablanca. Se considera
la fecha de su boda como aceptable para situar la de este retrato. Aparece en
un jardín, vestida con un elegante traje en tonos grises adornado en la
sobrefalda con cintas blancas, flores rosas y una cinta en la cintura del mismo
color. Se toca con un sombrero de color crema y calza chapines de tacón. Así
vestida parece una modelo de alta pasarela del siglo XVIII. Goya muestra
especial atención por los detalles que adornan el precioso traje y por la
sensación de gasa de la sobrefalda. El paisaje otorga frescura y perspectiva al
conjunto, mientras el perro en escorzo del primer plano simboliza la fidelidad.
Los tonos grises, rosas, verdes y blancos empleados crean una gama cromática
perfecta, otorgando mayor elegancia a la aristócrata. Con este tipo de retratos
Goya triunfará en los círculos cortesanos madrileños.
Retrato
de Francisco Bayeu, 1786.
Museo de Bellas Artes de Valencia
Procede de la colección del grabador Benito Monfort quien lo
donó, en 1851, a la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia.
En
este retrato aparece vestido con traje de manolo, de color negro con camisa
blanca con chorreras, de pie y delante de un lienzo preparado para pintar
sujetando con la mano derecha, de excelente dibujo, un pincel.
La
figura se presenta sobre fondo neutro con el que consigue destacar los
volúmenes y se pretende centrar la atención sobre el personaje en lugar de
sobre otros aspectos superfluos. El rostro, de una gran fuerza y expresión,
llama la atención por la mirada penetrante y viva. En este lienzo predominan
los tonos grises y negros, lo que confiere un elegante tono al conjunto.
Entre 1785 y 1788 el Banco de San Carlos (actual Banco de
España), que había sido creado por Francisco Cabarrús en 1782 bajo el gobierno
del conde de Floridablanca, encargó a Goya la
realización de seis retratos oficiales. Probablemente en la elección de Goya
influyó Juan Agustín Ceán Bermúdez, por entonces primer oficial de la
secretaría de la entidad, quien además le había aconsejado la compra de
acciones de la misma. Están documentados los distintos pagos hechos por el
banco. Del primero de los retratos consta: Pagado a D.n Juan Agustín Ceán Bermúdez p.r el coste y gastos del
Retrato de D.n Josef del Toro... R.on [reales de vellón] 2.328.
José
de Toro y Zambrano, (1756 - 1796), era un rico indiano diputado de la nobleza
del reino de Chile que llegó a ser director del Banco de San Carlos.
La
figura aparece recortada sobre fondo neutro siendo la cabeza la zona más
iluminada. De medio cuerpo y casi de frente, lleva peluca blanca empolvada, va
vestido con casaca roja, chaleco del mismo color con botones dorados, camisa
blanca con chorreras en el cuello y las mangas sobresalen por debajo de la
casaca. La mano derecha descansa en el chaleco y la izquierda se apoya sobre lo
que puede ser el alféizar de una ventana, ambas tratadas con dibujo preciso.
Miguel
Fernández Durán, marqués de Tolosa, 1787 Banco
de España
Este retrato se pagó conjuntamente con otros dos, según
recibo del Banco de España de 30 de enero de 1787: Al Pintor Goya p.r los retratos del Rey, del
Conde de Altamira y del marqués de Tolosa...R.n [reales de vellón] 10.000.
Don
Miguel Fernández Durán fue caballero de la Orden de Calatrava, mayordomo de semana
del Rey Carlos III y director del Banco de San Carlos.
El
retratado aparece de medio cuerpo, vestido con chaleco rojo y casaca negra con
bordados dorados pintados con leves toques, camisa con chorreras y peluca
blanca. Porta la insignia de la Orden de Calatrava y una condecoración con
brillantes. Con la mano izquierda sostiene un sombrero y con la derecha un
bastón. Los ojos del personaje miran con cierto escepticismo hacia el
espectador. Su rostro sonrosado le confiere un aspecto saludable que destaca
del fondo neutro sobre el que Goya pintó al marqués.
Francisco
Javier de Larrumbe, 1787 Banco
de España
Consta en el archivo del Banco de San Carlos el pago
realizado el día 15 de octubre de 1787: R.on [reales de vellón]
2.200 pagados al Pintor Fran.co Goya como sigue: R.on [reales de vellón] 2.000
por el retrato que ha sacado de D. Fran.co Xabier de Larumbe Director honorario
que fue de la Dirección de Giro del Banco Nacional, 200 que ha pagado el dorado
del Marco para el mismo retrato según recibo de este día.
Francisco
Javier de Larrumbe (o Larumbe) fue comisario de guerra y director honorario de
la Dirección de Giro del Banco de San Carlos además de Caballero de la Orden de
Santiago.
Aparece
retratado de tres cuartos, con un ligero giro del rostro hacia su derecha.
Lleva peluca blanca y va vestido con casaca negra bordada, chaleco rojo y
camisa blanca con chorreras en el cuello y las mangas. Porta en el pecho la
cruz de Carlos III, bajo el brazo izquierdo lleva un tricornio y con la mano
derecha, dibujada con gran precisión, sujeta un bastón con puño de oro. El
fondo es de tinta casi plana, con muy leves efectos lumínicos para dar
sensación de profundidad.
El
rostro, ligeramente sonrosado, nos contempla con enigmática mirada, fría y
calculadora.
El
Conde de Altamira - de nombre Vicente Isabel Ossorio de Moscoso - era una de
las personas más ricas de su época, siendo uno de los primeros directores de la
institución. Poseedor de una colección pictórica sólo comparable a la de la
Casa Real tenía la desgracia de ser uno de los hombres más bajitos de su tiempo
- Lord Holland dijo de él que era el "hombre
más pequeño que he visto nunca en sociedad y más chico que alguno de los enanos
que se exhiben pagando" -, tara que ha sido remarcada por el artista
al emplear una elevada mesa sobre la que el conde se apoya. La menuda figura se
sienta en un amplio butacón, recortando los tres elementos sobre un fondo
neutro para ampliar el volumen de la escena. Sobre la mesa encontramos una
escribanía ejecutada con todo lujo de detalles al igual que los bordados de la
ropa del noble. Su rostro nos llama la atención al ser iluminado por un potente
foco de luz procedente de la izquierda y resaltarse sobre el fondo. La luz
resbala sobre las sedas de las faldas de la mesa, creando un atractivo efecto
de plegados. Los vivos colores empleados resaltan aún más la figura de este
noble personaje que encargaría varios retratos de sus hijos a Goya, demostrando
su satisfacción con el retrato que contemplamos.
María Ignacia Álvarez de
Toledo, condesa de Altamira, y su hija María Agustina
Perteneció
a Vicente Joaquín Osorio Moscoso y Guzmán (1756 - 1816), conde de Altamira y
marqués de Astorga. Por descendencia pasó a Vicente Pío Osorio de Moscoso Ponce
de León (1801 - 1864), conde de Altamira. También por descendencia pasó a su
hija, María Rosalía Luisa, duquesa de Baena, hasta 1870.
Después
pasó a la colección del marqués de Corvera en Madrid. Estuvo en posesión de Mr.
Leopold Goldschmitdt de París, a F. Kelinberger de París y en octubre de 1911
fue adquirido por Philip Lehman.
Fue
donado al Metropolitan Museum en 1975 por Robert Lehman.
La
Condesa de Altamira era esposa de don Vicente de Córdoba, conde de Altamira y marqués de Astorga a quien Goya también
retrató.
Se
encuentra sentada en un sofá de época de color azul con decoración dorada y
sostiene a su hija, María Agustina, de un año de edad, entre sus brazos.
Lo
más sorprendente de este retrato es el maravilloso vestido de suaves tonos
rosados de la condesa destacando los pliegues que crean un efecto de luces y
sombras. La parte inferior del vestido está decorado con una filigrana de
flores en colores azules, naranjas y verdes. La manga que le cubre hasta la
altura del codo queda rematada por una fina chorrera de color blanco.
La
dama sostiene delicadamente a su hija que lleva un vestido de encaje blanco con
tonos grises en el que destaca la falda semitransparente por debajo de la cual
asoman sus pequeños pies calzados con zapatos de la época.
Vicente Ferrer Isabel Osorio de Moscoso y Álvarez de Toledo 1787–1788 Museo de Bellas Artes de Houston
Era
hijo de Vicente Joaquín Osorio de
Moscoso y Guzmán, que le había precedido en todos sus títulos, y de
María Ignacia Álvarez de Toledo y Gonzaga, hija de los marqueses de Villafranca del
Bierzo.
Ligado,
tanto por parte de padre como de madre, a la Corte su familia materna había
ocupado importantes puestos en ella; sus dos abuelos habían sido mayordomos
mayores de la Reina.
Huérfano
de madre a los 18 años, se casa a los 21 con María del Carmen Ponce de León
Carvajal, V duquesa de Montemar. Durante la Guerra de la Independencia Española
ocupa, entre mayo y noviembre de 1809, la Presidencia de la Junta Suprema Central, a la que
pertenecía su padre.
Hereda
los títulos y propiedades a la muerte de su padre en 1816 y, cuatro años más
tarde, simpatiza con el movimiento del Trienio
Liberal. Noble avanzado, el Gobierno le elegirá para que, tras los
sucesos de julio de 1822, sustituya al marqués de Bélgida
como caballerizo
mayor de Fernando
VII pese a que trata de excusarse para no ocupar el puesto.
Al
fracasar el movimiento liberal en 1823, el Rey le cesa y le retira la llave de Gentilhombre
Grande de España con ejercicio y servidumbre por el llamado Decreto
de Andújar. A pesar de los reiterados esfuerzos de su
hijo el rey nunca le rehabilitará.
En
1813 fallecerá su esposa y sólo con la muerte del monarca logrará en 1833 la
ansiada rehabilitación. Falleció cuatro años después, en 1837.
Fue XII conde de Altamira, XVI duque
de Maqueda, IX duque de Medina de las Torres, XVII marqués de Astorga y, también, duque de
Sessa, de Sanlúcar la Mayor, de Soma y de Baena, marqués de Leganés, de
Ayamonte, de Villamanrique, de San Román, de Almazán, de Poza, de Morata, de
Mairena, de Elche, de Monasterio, de Montemayor y del Águila, conde de Palamós,
de Lodosa, de Arzarcóllar, de Villalobos, de Nieva, de Saltés, de Garcíez, de
Vallehermoso, de Cantillana, de Monteagudo, de Cabra, de Trastámara y de Santa
Marta, vizconde de Iznájar y barón de Bellpuig, trece veces Grande de España,
El modelo contaba con diez años de edad, aunque aparece
vestido como si fuera un adulto, con peluca, casaca, camisa blanca con
chorreras, calzón corto, zapatos con hebilla dorada y espadín. Introduce la
mano derecha en la casaca mientras la izquierda apoya sobre la pierna derecha.
Mira directamente al espectador con unos ojos grandes, penetrantes y muy
expresivos, con semblante serio y gesto tímido. Un perro intenta llamar la
atención del niño saltando sobre su pierna. El fondo neutro en tonos claros se
oscurece hacia la parte superior en suave degradado.
Don
Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, niño, 1787 Museo Metropolitano de
Arte (Nueva York)
Se trata de un retrato al óleo de 1788 que mide 110 centímetros de
alto por 80 cm de ancho.
El
retratado es el hijo menor de Vicente Joaquín Osorio de
Moscoso y Guzmán, conde de Altamira y consejero del Banco de San Carlos, institución
antecesora del actual Banco de España. Contrató a Goya, entonces
retratista en la corte de Carlos III, para que hiciera retratos de toda la familia, siendo éste de su hijo
Manuel (1784-1792)
el más conocido.
Goya
lo representa como un muñeco, más que como un niño. Está rígido, sin moverse.
El gesto es serio, de expresión impenetrable. Viste con ricos ropajes, a la
moda del momento: un traje de color rojo intenso con una faja de raso blanco, a
juego con sus zapatitos. La luz queda en la parte superior del cuadro.
En
la parte inferior, diferenciándose del niño, hay una serie de animales, cada
uno con un contenido simbólico
propio. Así, hay una urraca,
que el niño agarra con una cuerda, y que en el pico lleva un papel, una tarjeta de visita del artista; este animal
sería el símbolo de la curiosidad.
No obstante, en el cristianismo
los pájaros simbolizan el alma, reafirmándose así la
inocencia de ambos, pájaro y niño. También se ve a tres gatos,
que acechan a la urraca, y sería el mundo de los instintos.
Goya consideraba a los gatos como animales diabólicos,
como puede verse en Los
Caprichos. Contrasta su malicia con la inocencia del
niño. Otros pájaros están guardados en una jaula, al
lado derecho de la pintura, simbolizando el confinamiento. En la parte inferior
puede leerse el nombre y la fecha de nacimiento del modelo.
Conocido como «El niño rojo»,
el retrato es uno de los cuadros de la colección del Metropolitan más queridos por el público.
Su última propietaria privada, Kitty Bacher Miller, lo donó al museo,
con la condición de poder albergarlo en su apartamento neoyorquino
por un cierto tiempo cada año, hasta su muerte, en 1979. Cada vez que el cuadro
regresaba a su casa, mandaba invitaciones a sus amistades para presentar en
sociedad «a Don Manuel Osorio de Zúñiga». Hubo quien preguntó a Margaret Case, directora de
«Vogue» durante muchos años, de quién se trataba ese señor
español, si trabajaba en Naciones Unidas. «Lo reconocerás en cuanto lo veas
–respondió Case-. Siempre va de rojo y acompañado de sus dos gatos, una urraca
y una jaula con gorriones».
María
Ramona de Barbachano 1787–1788. Colección Privada
María Ramona de Barbachano Arbaiza (1760-1834)
provenía de una familia acomodada con numerosas conexiones e intereses
comerciales que vivían en Bilbao. En 1783 se casó con un primo
que sirvió en el Cuerpo de Marines. Solo dos años después, su esposo murió mientras estaba de servicio
en Columbia, sin dejar descendencia. Maria Ramona fue salvada de la viudez
prematura por otro matrimonio con Antoni Adán de Yarza. Después de su matrimonio, se establecieron en
Madrid con Bernarda Tavira, madre de Antonio. Se suponía que los retratos de Antonio y
Ramona eran una imagen de una relación feliz, razón por la cual los retratos se
giran el uno hacia el otro en poses similares, y sus manos casi se encuentran. El nombre de Ramona aparece en la tarjeta de
presentación que sostiene. También muestra el contorno de un gran edificio, quizás una de sus
propiedades favoritas, que es parte de la propiedad que trajo al matrimonio.
La imagen se caracteriza por el estilo
informal inglés, de moda entre los jóvenes aristócratas. El vestido de Ramona es una interpretación elegante del modelo
popularizado por María Antonieta en Francia. Estaba hecha de muselina blanca
ligeramente arrugada, con una manga adornada con volantes de seda. En lugar de un amplio cuello de encaje, el
escote cubre un chal con volantes de fichu, de moda en 1787. Se agregan accesorios elegantes: un cinturón
de seda negro con dos relojes de cadena de oro, guantes largos de seda
o gamuza y un abanico plegado de plumas
de marfil y cisne. El cabello está cuidadosamente peinado y en polvo, un largo rizo
cae a cada lado de la cara expresiva. En su cabeza hay un sombrero negro al estilo
inglés: con un borde ancho, decorado con plumas de avestruz y gasa terminada
con encaje. En su
rostro tiene maquillaje según la moda española: rubor en las mejillas
y carmín en los labios. Hay similitudes entre esta imagen y el retrato familiar del príncipe
y la duquesa Osuny con niños de 1788: la princesa tiene un
peinado similar y sus hijas tienen los mismos admiradores.
Antonio
Adán de Yarza, 1787- 1788, Colección Privada
Antonio Adán de Yarza Tavira (1761-1835) fue
el hijo mayor de los aristócratas vascos Fernando Adán de Yarza y Bernarda
Tavira. Nació y creció en Valladolid, estudió con
el Real hermano en el Real Seminario de Nobles de
Madrid. Su padre
murió en 1766, por lo que Antonio se hizo responsable de la administración de
grandes propiedades familiares a una edad temprana. Quizás es por eso que parece serio en la
imagen, a pesar de su corta edad. Fue representado en un torso, en una pose similar a su esposa. Se suponía que los retratos de Antonio y
Ramona eran una imagen de una relación feliz, razón por la cual los retratos se
giran el uno hacia el otro y sus manos casi se encuentran. La imagen se caracteriza por el estilo
informal inglés, de moda entre los jóvenes aristócratas. Se manifiesta, entre otros en el estilo de peinado: Antonio abandona la
peluca francesa en polvo, su cabello fino se peina hacia adelante y cubre la
frente. Por otro lado, el peinado con
rizos gruesos se parece a las pelucas de moda en España. El atuendo también es principalmente informal:
Antonio lleva un abrigo sencillo y oscuro forrado con seda gris con un cuello
beige y botones de acero. Un chaleco cruzado de seda blanca cuidadosamente pintado se abre
para revelar el volante de una exquisita camisa de muselina cuyo cuello está
atado con una corbata. Los pantalones, que son un conjunto con una levita, probablemente
se pongan en botas de montar, lo que sugiere un látigo en la mano derecha. Un adorno en forma de diamante cuelga del
cinturón, quizás sea un recuerdo familiar o una joya.
La radiografía de la imagen mostró
varios pentimenti: la persona retratada originalmente sostenía un
bastón mucho más grueso en su mano, cuyo mango llenaba el espacio entre el dedo
índice y el pulgar. Goya lo cambió por un látigo más alto y
delgado que sobresale de una palma doblada. Esta modificación probablemente fue sugerida
por Antonio, al igual que los cambios alrededor de su mano izquierda, donde se
agregaron un tricornio y un rollo de papel con su nombre. El sombrero es un acento tradicional en el
traje de un joven aristócrata, que se refiere a su posición y deberes
oficiales.
Existen numerosas similitudes entre la imagen
de Antonio y los retratos de dignatarios del Banco de España, que Goya
pintó en 1785-1778: Conde Cabarrus, Retrato de Francis
Javier de Larrumbe y Retrato de José de Toro y Zambrano.
Bernarda
Tavira, 1787-1788. Colección Privada
Bernarda Tavira Cerón (1727-1797) fue un
aristócrata español. Se casó con Fernando Adán de Yarza, tuvieron
tres hijos, uno de los cuales murió cuando era niño. En 1766 enviudó y se convirtió en la cabeza de
la familia Adán de Yarza. Cuando Goya la retrató, ella tenía unos 60 años. Fue representada en un fondo neutro, en un
torso, sentada en una modesta silla cuyo respaldo de madera se puede ver a
ambos lados. La
atmósfera del retrato no es oficial, familiar y extremadamente digna de lo
retratado. Ella tiene un maquillaje
discreto en su rostro, apropiado para la edad. Se llama la atención a la decoración de la
cabeza de muselina almidonada, blanca cubierta con bordados, adicionalmente
terminada con cintas azules arrugadas. La peluca de moda de cabello rizado está en
polvo con un color gris azulado. El cuello ancho y drapeado de gasa de seda blanca está decorado
con encaje. El
vestido de satén es de color púrpura oscuro y las mangas están acabadas con
seda azul y encaje. El rico atuendo de la dama se complementa con gemas: aretes de
diamantes, un collar, pulseras con cintas de raso negras y un anillo en el dedo
meñique. Un clavel rosado grande
contrasta con joyas caras, un símbolo del amor y el luto de la madre por su
esposo y su hijo menor.
En el reverso de la imagen, el pintor ha
pegado un trozo de papel con el nombre escrito a mano y el apellido del
modelo
En las manos y los antebrazos
de la dama, la pintura está bastante borrosa y los trazos de pincel no son muy
pronunciados. La flor de clavel estaba
pintada con pinceladas simples y firmes, al igual que los brillos de las joyas. Las joyas están pintadas con una técnica
similar a la del retrato de la reina María Ludwika con un vestido para
pan rallado de 1789. La radiografía de la imagen mostró varios pentimenti:
en la versión final se movieron las pulseras, el anillo cambió la posición del
dedo anular a pequeño, y se pintaron algunas de las cintas azules sobre la
cabeza. Un adorno de cabeza similar
aparece en el cartón de tapicería de Ciuciubabek,
creado en un período similar (1788-1789)
Sagrada Familia, 1787. Museo del Prado
Hacia 1787. Óleo sobre
lienzo, 63,5 x 51,5 cm. Sala 034
La Sagrada
Familia es
pareja de Tobías y el ángel, conservado también en el Museo del Prado. Ambos cuadros, desconocidos e inéditos
hasta su hallazgo en el 2003, fueron identificados como de Goya y adquiridos
por el Estado con destino al Prado. La composición se
unió tradicionalmente y desde fecha muy temprana a la historia de Tobías y el
ángel, por ser el joven Tobías precedente de Jesucristo salvador y, además, por su carácter de prefiguración de San
José, ya que como haría éste con la Virgen María, él también había respetado la
virginidad de su esposa Sara. Las figuras y la técnica coinciden con las obras
de asunto religioso de Goya pintadas a fines del decenio de 1780.
Estamos
ante una obra complicada de datar debido a sus peculiares características, y
ello ha arrojado diversas opiniones. Carderera cree que podría tratarse de una
pieza del mismo tema pintada por Goya para el duque de Noblejas en los últimos
años de su vida, cosa que no parece posible ya que el estilo más bien
clasicista de esta obra no casa con lo que Goya hacía en ese momento. Camón lo
adelanta y se suma a la propuesta de Buendía de datarlo entre 1774 y 1775.
Morales observa ecos del período zaragozano y encuentra similitudes con La triple generación. Mejor parece
encajar en la década de los años ochenta del siglo XVIII, donde encontramos
otras composiciones clasicistas que beben de la influencia de Mengs. De hecho,
la figura de Jesús se acerca bastante a las de los niños que pintaba el artista
neoclásico, y además ha empleado el azul y el rojo en el atuendo de la virgen,
colores que acercaban las figuras al espectador, según decía Mengs.
Tobias y el ángel, 1787. Museo del Prado
Hasta
el momento de su descubrimiento los dos cuadros estaban considerados pinturas
de devoción del siglo XIX. El motivo de este error fue que los especialistas en
nuestro pintor no creyeron que Goya hubiera estado interesado por este género
pictórico. Sin embargo, son ya varias las obras conocidas que pintó para
particulares que demandaban cuadritos de devoción. Su elevada calidad, los
modelos utilizados para las figuras, muy cercanos a los empleados en las
pinturas del convento de Santa Ana en Valladolid, así como las características
técnicas, no dejan lugar a dudas de que se trata de dos obras de Goya.
El
nivel de terminación de las piezas denota el interés que el artista puso en la
realización de las pinturas, seguramente destinadas a la propiedad de algún
mecenas con quien mantuviese una relación cercana.
No
es inusual el emparejamiento del tema de la pintura aquí catalogada y el de la
Sagrada Familia, vinculando el Antiguo Testamento con el Nuevo. Tobías, por su
matrimonio con Sara, en el que permaneció virgen, se suele relacionar con San
José. También su figura es precursora de Cristo, y representa la salvación. Al
arcángel Rafael se le relaciona con la medicina y la curación de los niños en
especial, y por ello este es un tema que solían demandar los comerciantes que
enviaban a sus hijos a formarse lejos del hogar familiar. Quizás fuera ésta la
profesión de quien encargara el cuadro.
Según
el pasaje bíblico, la escena en la que Tobías y Rafael se detienen en el lago
Tiberíades donde Tobías pesca el pez que curará la ceguera de su padre, se
desarrolla al atardecer. Goya, como buen académico, se ha documentado bien y ha
elegido ese mismo momento. El cielo está oscurecido y la luz casi solar que
irradia el arcángel desde su cabeza es la única fuente de iluminación. Los
rayos se alargan dibujando líneas en el firmamento. Es probable que Goya se basase
en un escrito del jesuita Rafael de Bonafé, quien había publicado en el siglo
XVII una obra piadosa sobre el arcángel, y hablaba de su belleza solar. Rafael
responde al modelo apolíneo, idealizado. Los colores que le visten son el
blanco y el rosa de la faja, delicados como el gesto de sus brazos y la mirada
que dirige a su compañero de viaje. La pequeña figura de Tobías, agachado y con
el pez en la mano, destaca por el vivo color rojo de su manto.
Resulta
llamativo lo diferente que pueden ser dos obras de Goya realizadas en un mismo
período. Ésta, tan angelical y armónica respondiendo a cánones clásicos, choca
irremediablemente con San Francisco de Borja asistiendo a un
moribundo de un expresionismo incontenido remarcable.
La
Sagrada Familia, 1788-1790, Museo del Prado
La Sagrada Familia, es una pintura de estilo rococó realizada por el pintor aragonés Francisco de Goya
para la decoración de la Basílica del Pilar,
que entonces estaba a punto de ser concluida.
La
Sagrada Familia es una de las obras juveniles de Goya en la que más se aprecia
el estilo neoclásico, imperante en la época, dictado por Mengs y Francisco
Bayeu. Realizada en Madrid entre 1775 y 1780, denota el deseo del autor por
agradar al público de la corte. La Virgen María con el Niño en brazos, San
Juanito y San José son los protagonistas de ésta escena, en la que destaca la
iluminación, al emplear un potente foco de luz que deja el fondo en penumbra y
resalta las figuras, siendo éste lenguaje típico del Tenebrismo. Los rostros
están bastante idealizados, siendo especialmente bello el de María. San José
sería una figura algo más naturalista, quedando en semipenumbra como ocurre en
algunas obras desde el Renacimiento. El dibujo empleado por Goya es perfecto,
destacando los pliegues del manto de la Virgen. El colorido, algo monótono y
oscuro, estaría en consonancia con los dictados académicos del momento. El
Museo del Prado adquirió la obra en 1877 por 8.000 pesetas, respetable cantidad
si pensamos que los salarios no eran superiores a 3 pesetas.
José
de Cistué y Coll, barón de la Menglana, 1788. Museo Goya - Colección Ibercaja - Museo
Camón Aznar (Zaragoza)
José de Cistué y Coll (Estadilla, Huesca, 1723-Zaragoza,
1808), segundo barón de la Menglana a partir de 1803, estudió Leyes en la
Universidad Sertoriana de Huesca, de la que ocupó en 1749 la cátedra de
Cánones. Destacado jurista, desarrolló su carrera de magistrado en América como
fiscal de la Audiencia de Quito, oidor de la de Guatemala, alcalde del Crimen y
oidor de la de México. En 1787 fue nombrado fiscal del Consejo y Cámara de
Indias en Madrid, cargo que ocupó hasta su jubilación en 1802. En el mismo año
1787 el rey Carlos III le concedió una cruz pensionada de la orden que lleva su
nombre, además de nombrarle ministro de la Junta de Comercio y Moneda, y de la
Junta para el Arreglo de las Ordenanzas Militares, alcanzando así la cima de su
carrera, lo que motivó el encargo del retrato por parte de una junta de
catedráticos de la Universidad oscense. En el lienzo el personaje aparece de cuerpo
entero, con peluca blanca, vestido con toga negra y golilla blanca de
magistrado.
En la mano izquierda lleva un documento enrollado. De su
pecho cuelga la Cruz de la Real Orden de Carlos III. Esta obra presenta
similares proporciones y abundantes similitudes formales con el retrato de Antonio Veyán y Monteagudo, encargo también de la
Universidad Sertoriana y hoy conservado en el Museo de Huesca, y ambas piezas
formaban parte de una galería de retratos en el Paraninfo universitario. Goya
realizó para la familia del retratado una versión de medio cuerpo y en 1791
pintó también al hijo de José de Cistué y de María Josefa Martínez de Ximén, Luis María de Cistué y Martínez.
La
relación de los Osuna con el artista se prolongó hasta el siglo XIX, puesto que
dos de los niños que aquí se contemplan fueron retratados en su etapa adulta:
de 1805 data el retrato de Joaquina, marquesa de Santa Cruz, y de
1816 los de sus hermanos, el décimo duque de Osuna y la duquesa de
Abrantes, esta última nacida poco después de realizar el presente lienzo.
Este es uno de los retratos de grupo donde Goya emplea una composición más
sencilla. Anteriormente se había enfrentado a este mismo tema en La familia
del infante don Luis, una composición historiada donde los personajes aparecen,
incluido el mismo Goya, ocupados en alguna tarea. Sin embargo, aquí ha
prescindido de cualquier representación del espacio, que ha sustituido por un
fondo neutro en el que la luz va creando las distintas tonalidades. Los
personajes, excepto el duque, se enmarcan en una línea de sombra, y detrás de
ellos cae la luz formando una diagonal y dejando un espacio más iluminado donde
se recorta la figura del duque.
Algunos
autores hablan de la influencia del arte inglés, por primera vez en Goya.
Retrato de la Marquesa de Santa Cruz, 1899. Musée du Louvre
Los
retratistas ingleses del siglo XVIII -Gainsborough y Reynolds- fueron una
importante fuente de inspiración para Goya. La idea de sacar a los modelos al
aire libre atraería al maestro de Fuendetodos. Este retrato que contemplamos o
los de la Marquesa de Pontejos o la reina María Luisa con mantilla serán buenas
muestras de este estilo. La Marquesa de Santa Cruz viste un elegante traje de
color negro que se intentaba poner de moda en Europa. En su mano izquierda
porta un abanico y su cabeza se adorna con un gran lazo en tonos rosas; la
figura se sitúa en un paisaje nuboso, perfectamente integrado con los tonos
oscuros del vestido. La mirada alegre y atractiva sugiere una relación amistosa
entre el pintor y la aristócrata, miembro de la Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando y hábil copista y miniaturista. La factura empleada por Goya
resulta muy viva al aplicar largas pinceladas de color que no definen los
contornos, otorgando una sensación de abocetado al conjunto. Esta técnica,
junto a la elegancia de la noble y el aire intimista que se respira, hacen de
este retrato uno de los mejores entre los salidos de los pinceles del maestro
en los últimos años del siglo XVIII. Mariana Waldstein, natural de Viena, se
casó con el Marqués de Santa Cruz -bastante mayor que ella- en 1781. Será la
suegra de Joaquina Tellez Girón, hija de los Duques de Osuna y también Marquesa
de Santa Cruz, retratada por Goya en 1805, guardándose esta delicada obra en el
Museo del Prado.
Retrato
de la Marquesa de Santa Cruz, 1805. Museo del Prado (Madrid)
El Retrato
de la Marquesa de Santa Cruz (1805) es un óleo sobre
lienzo de Francisco
de Goya que se encuentra en el Museo
del Prado tras ser adquirido por dicha institución en 1986.
El
cuadro retrata a Joaquina Téllez-Girón,
marquesa de Santa Cruz, que recibió dicho título tras su boda en
1801 con José Gabriel de Silva-Bazán, Marqués de Santa Cruz y
primer director del Museo del Prado. Fue hija de los novenos duques de Osuna y una mujer culta que
participaba en las tertulias ilustradas
de la época. Goya la conocía desde niña y la incluyó en un retrato familiar, Los duques de Osuna y sus hijos,
también en el Prado
Aquí
está representada tumbada en un canapé rojo y sosteniendo un instrumento
musical, que parece una lira pero que según el Museo del
Prado es realmente una guitarra imitando su forma; su mástil es de tonalidad
oscura por lo que pasa desapercibido. La dama luce un vestido blanco y va
tocada con una corona de hojas de roble y bellotas (no de pámpanos y racimos de
uvas, como usualmente se afirma), con lo que sigue la iconografía de la nereida Erato, musa
de la lírica amatoria; alusión a sus inquietudes poéticas. La sorprendente esvástica pintada en el instrumento no es un añadido
posterior; este símbolo de origen celta o anterior fue incluido por Goya
seguramente como alusión mitológica. El diseño coincide con el del lauburu presente en el arte tradicional vasco.
El
vestido es típico de la moda imperio de la época de Napoleón,
con un escote muy bajo y una cintura alta, ceñida bajo el pecho, el cual
realza. Esta vestimenta, décadas después, fue considerada demasiado atrevida y
se cuenta que el cuadro era llamado por la familia propietaria «el de la
abuela en camisón», si bien hay que insistir que el vestido es de fiesta o
uso formal, y no un camisón para dormir.
Este
cuadro es un ejemplo de la asimilación por parte de Goya del segundo estilo
neoclásico o Estilo
Imperio, surgido en los años iniciales del siglo XIX. En él el
artista aragonés supera los moldes del neoclasicismo
hispánico e italiano representado por Antón Raphael Mengs y los Tiépolo para entrar de lleno en los nuevos modelos
franceses surgidos tras la Revolución francesa, en la línea de la
escultura Paulina
Borghese como Venus de Antonio
Canova, realizada por estas mismas fechas.
La
técnica pictórica combina pinceladas pastosas en la zona del muslo derecho, que
avivan la intensidad lumínica del blanco y otras más diluidas con las que se da
forma a las telas granates, púrpuras y violáceas del canapé y a las cortinas.
En estas zonas hay un sutil tratamiento de la veladura que produce en todo el
cuadro una sensación de textura de gasas, delicadas y relacionadas con la
sensualidad y erotismo que transmite la belleza de la joven.
El
cuadro alcanzó singular resonancia en la década de 1980, al descubrirse que
había sido exportado ilegalmente de España.
No fue la primera peripecia que vivió.
Durante
el siglo XIX y principios del siguiente perteneció a una colección
aristocrática de Madrid y figuró en la primera exposición antológica de Goya,
celebrada en el Prado en 1928. Durante la guerra civil española (1936-1939) fue
evacuado por razones de seguridad a Suiza, junto con el núcleo más valioso de
obras del Museo
del Prado y de otros museos y colecciones españolas. Devuelto todo
este contingente artístico a España tras la guerra, en 1940 el retrato de Goya
fue comprado por el dictador Francisco
Franco a sus propietarios legítimos (un millón de pesetas)
para ser regalado a Hitler en
la famosa Entrevista de Hendaya, en octubre de
1940. La razón de esta elección podría ser la presencia de una esvástica en la guitarra que sujeta la marquesa.
Este símbolo, ahora tristemente asociado al nazismo,
tiene en realidad un origen celta o
anterior y Goya hubo de pintarlo como una alusión mitológica. Esta esvástica no
es, como puede pensarse, un añadido moderno.
Por
causas no muy claras, la pintura finalmente no fue entregada a Hitler y se
comenta que quedó en la aduana de Hendaya. Posteriormente pasó a la colección
de Félix Fernández Valdés, una importante colección privada de Bilbao
que reunió obras de artistas como Francisco de Zurbarán y Eduardo Rosales. En 1983,
al fallecer el coleccionista, sus bienes se repartieron entre diversos
herederos, y el cuadro de Goya fue vendido.
Se
contó que la pintura fue llevada desde Mallorca
al extranjero por mar, y pudo pasar a Suiza. El
experto William B. Jordan la
vio en los talleres del Museo J. Paul Getty de California, donde barajaban comprarla, y creyendo
anómalo que tal obra hubiese salido de España, alertó a los responsables del Museo del Prado. Se desveló que la
documentación que respaldaba la exportación del cuadro era falsa, y el museo
californiano no llegó a comprarlo. Fue devuelto a sus propietarios, cuya
identidad no se reveló.
El
cuadro reapareció un par de años después: lo poseía un noble inglés, Lord Wimborne, quien decidió subastarlo en Londres en 1986. Al anunciarse la venta, el gobierno
español interpuso una demanda, alegando que la obra había sido exportada
ilegalmente. De haber seguido los trámites legales, seguramente la pintura no
hubiese salido al extranjero al ser declarada Bien de interés cultural.
Rodrigo Uría Meruéndano participó gratuitamente como abogado en
representación del Estado español en la recuperación del lienzo.
El
litigio concluyó con la suspensión de la subasta y la recuperación del cuadro,
que se adscribió al Museo
del Prado, aunque se tuvo que indemnizar a Lord Wimborne con el
precio estimado, 6 millones de dólares, casi 900 millones de pesetas
de la época, ya que se entendió que él desconocía el origen dudoso de la obra
pues la compró a un intermediario. Para cubrir dicha cifra, el gobierno español
hubo de reunir dinero aportado por diversas empresas. Se cuenta que pidió ayuda
al barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza,
pero no se llegó a un acuerdo pues el barón proponía adquirir la pintura a
medias con el Estado español para exhibirla periódicamente en su museo de
Lugano; condición que el gobierno consideró inasumible.
El
barón hubo de ver un especial aliciente en esta pintura porque su presumible
comprador, en caso de subasta, habría sido el Museo J. Paul Getty de Los Ángeles, con
el cual rivalizaba. De hecho, años después hizo una generosa contribución para
evitar la salida de Gran Bretaña de Las tres Gracias de Canova, escultura que el citado museo
deseaba. El barón aportó el dinero a cambio simplemente de que esta escultura
fuera luego prestada para ser expuesta temporalmente en su museo de Madrid.
A
pesar de que La marquesa de Santa Cruz no puso de acuerdo al gobierno
español y el barón Thyssen, este primer contacto fue fructífero a la larga,
pues dio paso a las negociaciones para la fundación del Museo Thyssen-Bornemisza
en Madrid.
Duquesa
de Abrantes, 1816.
Museo del Prado
Los
Duques de Osuna fueron los primeros nobles que protegieron a Goya. Gracias a
ellos el pintor consiguió hacerse con el puesto de retratista "oficial" de la corte madrileña,
estableciendo una excelente relación con sus mecenas. El retrato familiar que
Goya pintó en 1788 supone uno de sus hitos, igual que el retrato de la Marquesa
de Santa Cruz, una de las hijas. La retratada aquí era la hija menor de los
Duques, doña Manuela Isidra Téllez Girón que había nacido en 1794, seis años
después del retrato colectivo por lo que evidentemente no aparece en él.
Contrajo matrimonio con el Duque de Abrantes en 1813 -de ahí el título que aquí
ostenta- siendo retratada por Goya en 1816, por expreso deseo de la Duquesa de
Osuna que regaló el lienzo a su hija. Fueron 4.000 los reales que el pintor
recibió por el encargo, uno de los más espectaculares entre los ejecutados en
la década de 1810 y curiosamente el último de una dama de la alta nobleza que pintara
el aragonés, tras la llegada a la corte de Vicente López como nuevo retratista
"oficial" del siglo XIX.
Doña Manuela aparece de medio cuerpo, recortada su elegante figura sobre un
fondo neutro, vistiendo un escotado traje azul estilo Imperio con un chal
amarillento. Se corona con una guirnalda de flores y adorna su cuello con
collar de perlas y su muñeca izquierda con pulsera a juego; en su mano derecha
sujeta una partitura mientras con la izquierda se recoge el chal. La delicadeza
de la figura la hace aún más atractiva, interesándose el pintor por captar su
fija mirada y su rictus alegre. Resulta sorprendente el contraste entre las
calidades de las telas espléndidamente resaltadas por el pincel detallista de
Goya y la rapidez de la factura en otras zonas como los pliegues del chal o las
rosas de la guirnalda, elemento éste donde el genio aragonés parece anticiparse
al Impresionismo.
La familia del infante don Luis de Borbón, 1784. Fundación Magnani-Rocca
Es un cuadro pintado por Francisco de Goya en 1784, que se conserva en la Fundación Magnani-Rocca de Mamiano di Traversetolo, provincia de Parma (Italia).
Este
retrato de La familia del
infante don Luis de Borbón a cargo de Goya, fechado en 1784, no lo
tenemos cerca: forma parte de los fondos de la Fundación Magnani-Rocca de
Mamiano di Traversetolo. Don Luis, hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, fue
cardenal hasta que a mediados del s XVIII dejó los hábitos y posteriormente
contrajo matrimonio con la noble zaragozana María Teresa Vallabriga. En aquellas
circunstancias sus hijos por llegar antecederían a los de Carlos III en la
línea sucesoria, así que Don Luis firmó un codicilo para evitarlo.
En
Arenas de San Pedro, Don Luis formó una pequeña corte donde tuvo como músico a
Boccherini, que formó allí una orquestina con grandes violinistas españoles.
También se interesó el infante en Arenas por la botánica y encargó ser
retratado, junto con su familia, a un buen número de pintores.
Goya
lo conoció por mediación del hermano del secretario de Vallabriga, que a su vez
le había sido presentado por Floridablanca. Él aconsejo al infante que
invitaran al pintor a ir a Arenas, dado su buen nombre como retratista, y Goya
vio en ellos una nueva oportunidad de ascenso y enriquecimiento. Así ocurrió, y
el aragonés pintó allí varias pinturas y diversos bocetos preparatorios para Don Luis y su familia, que
se fecha hacia 1784. Antes de esta obra, algunos pintores menores no habían
logrado retratar con acierto a Don Luis, y el único pintor de categoría que
había trabajado con anterioridad para él, Luis Paret, no realizaba retratos a
gran escala.
La
del infante Don Luis fue la primera familia retratada por Goya en su carrera,
más tarde llegarían la de los Duques de Osuna y la de Carlos IV. Realizó la
pieza dotándola de un aire
de intimidad. El infante aparece de perfil, jugando a las
cartas; a Vallabriga, más joven, la peinan. Los personajes pueden ser
identificados, salvo un aya con cofia, un hombre que parece aristócrata, otro
con una venda que ríe y mira hacia el espectador y otro que estaría saliendo o
entrando de la estancia. Uno de ellos podría ser el citado Boccherini en los
últimos años de su vida; fue maestro de capilla par los infantes y después pasó
al servicio de los duques de Osuna, muriendo en Madrid. Pero es solo una
especulación.
La
iluminación parece surgir (es falso que pueda ser así) de una pequeña vela, y Goya se autorretrata en
una esquina. La perspectiva en que se sitúa el pintor es engañosa, en su
situación no podría realizar la obra tal cual la conocemos y su mirada en
diagonal es difícil de interpretar. Está sentado en un pequeño escabel y solo
se proyecta su sombra.
En
ningún aspecto podemos hablar aquí de perspectiva barroca; aunque alguna vez se
hayan establecido paralelismos entre La
familia del infante Don Luis y Las
Meninas, aquí no hay pervivencia del artificio velazqueño, aunque
ambas obras maestras sí tienen en común el autorretrato del autor, la tendencia
tenebrista y el ambiente doméstico y familiar, favorecido por la presencia de
niños y criados, sobre todo aquí. La obra presenta cierta frontalidad, no hay
fisuras que nos hagan pensar en una línea movida o en la citada perspectiva
barroca. El eje simétrico
absoluto lo constituye la figura de la infanta María Teresa Vallabriga,
con paño blanco y peinador, que resalta sobre los colores oscuros del resto de
los personajes. El hermano del rey, a su lado de perfil, casi se confunde con
los perfiles de sus hijos, Luis y María Teresa. La pequeña María Luisa aparece
en brazos.
No
hay espacio entre los personajes. Se trata de una composición anómala en el
conjunto de la pintura española.
En
cuanto al cromatismo, empleó Goya varias tonalidades de rojo que se confunden
con la imprimación del cuadro.
Como
posible influencia en esta pintura se han mencionado las conversation pieces de
William Hogarth, que se fechan en la primera mitad del s XVIII, sobre todo
hasta la década de 1730. Se trata de pinturas de estancias en las que una serie
de personas están hablando. No sabemos cuándo pudo verlas Goya, si fue así:
quizá en 1792, en Cádiz, en casa de Sebastián Martínez, aunque no hay
constancia documental de ello.
Retrato de María Teresa de Vallabriga 1783. Museo del Prado
Retrato del infante don Luis, 1783. Colección duques de Sueca
Se
conservan además dos retratos de perfil goyescos del infante y su mujer. Hasta
2002 se dijo que se trataba de bocetos preparatorios y que, en el caso del de
María Teresa, en la obra definitiva sustituyó el perfil por la posición
frontal. Ese año apareció un retrato frontal inédito de ella, y se cree que
Goya lo emplearía como estudio para su rostro en el retrato familiar. Se cree
que llevó a cabo posteriormente el perfil de la infanta, independiente respecto
al retrato de grupo a diferencia del de Don Luis, según esta teoría.
Goya
pintó, además, a María Teresa Vallabriga de Chinchón de niña, con la sierra de
Gredos de fondo. Empleó aquí lo que se conoce como “paleta atmosférica”,
fiel a la naturaleza. En este caso los fondos son muy reales, aunque es
habitual en el pintor emplear fondos-telón: inventados en su estudio, no
tomados del paisaje. En la montaña se aprecia el color grisáceo de la piedra.
Es posible que Goya imitase alguna composición inglesa que insertarse el
personaje en el paisaje.
Goya. María Teresa
Vallabriga de Chinchón
La
niña se encuentra en un pretil dentro del palacio y Goya carboniza el azul del
corpiño respecto al tono de su piel. La raza del perro que la acompaña es muy
común en los cuadros de Goya y este es uno de los primeros retratos españoles
donde a los niños se los
trata como tales, dentro de un entorno de juego habitual en la
infancia.
También
pintó Goya, de niño, a Luis María, hermano de María Teresa, en un interior y
rodeado de mapas, porque era aficionado a la geografía.
Supuestamente
también realizó un retrato ecuestre de María Teresa Vallabriga que se conserva
en los Uffizi. Mide unos 60 centímetros, por eso se cree que se trata de un
boceto, aunque está muy acabado. También presenta al fondo la sierra de Gredos.
De ser así, no pudo realizarse el retrato definitivo porque la infanta murió
dos años después de la estancia de Goya en Arenas. Puede que su idea fuera
crear una galería de retratos en parejas.
El
retrato de María Teresa Vallabriga de Múnich es un tipo de retrato nuevo,
aunque comparable al de la niña. La arquitectura la componen arcadas clásicas,
y el monte aparece de nuevo al fondo. La mujer descansa sobre el respaldo de un
sillón.
Este
contacto de Goya con el infante Don Luis era el primero que mantenía con la
aristocracia de alto nivel y estas obras recogen lo más novedoso del momento en
cuanto a la pintura de retratos en España (aire libre, paisajes, juego de los
niños), y concede también al cliente aspectos clásicos que remiten a Velázquez
y Rembrandt.
Su
autorretrato en el retrato familiar le sirvió para su posterior autopromoción.
Poco después, pintó Goya el de Ventura Rodríguez, arquitecto del Palacio de
Boadilla, que iba a ocupar el infante de no haber muerto antes. Lo representó
con un plano, quizá de alguna iglesia madrileña, y una columna detrás. Su
rostro es expresivo y viste traje gris verdoso.
Más
tarde emprendería Goya retratos de otros arquitectos, y el éxito del retrato
familiar del infante debió llegar a oídos de otros aristócratas, como los
duques de Osuna, que lo contrataron en 1785.
Goya. Don Luis María de
Borbón y Villabriga
Fissli
o Fusseli, pintor o grabador neoclásico contemporáneo a Goya, autor de las
famosas “pesadillas”, en las que aparecen monstruos con
ojos inyectados en sangre. Se pasó media vida en Italia y la otra media en
Inglaterra. Su influencia sobre Goya es documentalmente imposible.
(El
concepto de poner una forma monstruosa en un cuadro; no hay diferencia entre
brujo o demonio). Solo durante la estancia en casa de su amigo Sebastián
Martínez en 1792, Goya podría haber conocido los grabados de Fusseli, gracias a
la gran colección que su amigo poesía.
Aquí
acaba el mecenazgo de los Osuna.
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