GOYA CRONISTA DE LA GUERRA
DE INDEPENDENCIA
Los desastres de la guerra (1808-1814)
El
periodo que media entre 1808 y 1814 está presidido por acontecimientos
turbulentos para la historia de España, pues a partir del motín de Aranjuez
Carlos IV se vio obligado a abdicar y Godoy a abandonar el poder. Tras el levantamiento
del Dos de Mayo dio comienzo la llamada guerra de la Independencia contra las
tropas invasoras del emperador francés Napoleón Bonaparte. El estallido de la
guerra pilló a Goya trabajando en un Retrato ecuestre de Fernando VII que le
había encargado la Academia de San Fernando. En octubre viajó a Zaragoza
llamado por José de Palafox, viaje en el que presenció varios hechos de armas
que le inspiraron los Desastres de la guerra.
Goya,
pintor de la corte, no perdió nunca su cargo, pero no por ello dejó de tener
preocupaciones a causa de sus relaciones con los ilustrados afrancesados. Sin
embargo, su adscripción política no puede ser aclarada con los datos de que se
disponen hasta el momento. Al parecer no se significó por sus ideas, al menos
públicamente, y si bien muchos de sus amigos tomaron decidido partido por José
I Bonaparte, instalado en el trono español por su hermano Napoleón, no es menos
cierto que tras la vuelta de Fernando VII continuó pintando numerosos retratos
reales. Sin embargo, el 11 de marzo de 1811 recibió de José Bonaparte la Real
Orden de España.
Su
aportación más decisiva en el terreno de las ideas es la denuncia que realiza,
en Los desastres de la guerra, de las terribles consecuencias sociales de todo
enfrentamiento armado y de los horrores sufridos en toda guerra de cualquier
época y lugar por los ciudadanos, independientemente del resultado y del bando
en el que se produzcan. Para esta serie, es probable que Goya se inspirara en
la serie de 18 aguafuertes Les Misères et les Malheurs de la guerre (1633) del
francés Jacques Callot.
Es
también el tiempo de la aparición de la primera Constitución española y, por
tanto, del primer gobierno liberal, que acabó por traer consigo el fin de la Inquisición
y de las estructuras del Antiguo Régimen.
Poco
se sabe de la vida personal de Goya durante estos años: el 20 de junio de 1812
murió su esposa, Josefa Bayeu. En aquella ocasión se hizo un inventario de sus
bienes para efectuar el reparto con su hijo Javier: aparte de muebles, enseres
domésticos y algunas joyas, y además de cuadros, dibujos y grabados del propio
artista, hay constancia de que poseía dos cuadros de Tiepolo y varios grabados
de Wouwerman, Rembrandt, Perelle y Piranesi, además de otros autores. También
pasó a Javier una casa en la calle de Valverde de Madrid. La valoración total
de sus bienes fue de 357 728 reales.
Tras
enviudar, Goya entabló relación con Leocadia Zorrilla, separada de su marido —Isidoro
Weiss— en 1811, con la que convivió hasta su muerte, y de la que pudo tener
descendencia en Rosario Weiss, aunque la paternidad de Goya no ha sido
dilucidada.
El
otro dato seguro que se ha transmitido de Goya es su viaje a Zaragoza en
octubre de 1808, tras el primer sitio de Zaragoza, a requerimiento de José
Palafox y Melci, general del contingente armado que resistió el asedio francés.
La derrota en la batalla de Tudela de las tropas españolas a fines de noviembre
de 1808 llevó a Goya a marchar a Fuendetodos y más tarde a Renales (Guadalajara),
para pasar el fin de ese año y los primeros meses de 1809 en Piedrahíta (Ávila).
Es allí —o en sus cercanías— donde con probabilidad pintó el retrato de Juan
Martín, el Empecinado, que se hallaba en Alcántara (Cáceres). En mayo de ese
año Goya regresó a Madrid, tras el decreto de José Bonaparte por el que se
instaba a los funcionarios de la corte a volver a sus puestos so pena de
perderlos. José Camón Aznar señala que la arquitectura y paisajes de algunas de
las estampas de Los desastres de la guerra remiten a sucesos que contempló en
Zaragoza y otras zonas de Aragón en dicho viaje.
La
situación de Goya tras la Restauración absolutista era delicada. Había pintado
retratos de generales y políticos franceses revolucionarios, y también del rey
José I. Pese a que podía aducir que el Bonaparte había ordenado que todos los
funcionarios reales se pusieran a su disposición, a partir de 1814, para
congraciarse con el régimen fernandino, pintó cuadros que deben considerarse
patrióticos, como el citado Retrato
ecuestre del general Palafox (1814, Museo del Prado), cuyos apuntes pudo
tomar en el mencionado viaje que le llevó a la capital aragonesa, o los
retratos del propio Fernando VII. Aunque este periodo no fue tan prolífico como
el de la última década del siglo XVIII su producción no dejó de ser
abundante tanto en pinturas como en dibujos y estampas, cuya serie central en
estos años fue la de Los desastres de la guerra, aunque se publicaría mucho más
tarde. De 1814 datan también sus obras más ambiciosas acerca de los sucesos que
desencadenaron la guerra: El dos y El tres de mayo de 1808 (o La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del tres de mayo,
nombres con los que respectivamente son también conocidas dichas obras).
Retrato ecuestre del General Palafox, 1814. Museo del Prado
José
Rebolledo de Palafox y Melci, tercer hijo del marqués de Lazán, de la gran
familia aragonesa de Rebolledo y Palafox, había nacido en Zaragoza en 1775 (y
no 1776). Su hermano mayor, Luis, se había casado con una hija de la célebre
condesa de Montijo, y era, pues, cuñado del enemigo declarado de Napoleón, el
conde de Teba, instigador del motín de Aranjuez contra Godoy. Los tres hijos
del marqués de Lazán abrazaron la carrera militar. José, futuro héroe de
Zaragoza, entró en la compañía flamenca de la guardia de corps en julio de
1792; tiene entonces dieciséis años y se encuentra bajo el mando de Godoy,
sargento mayor de los guardias de corps desde 1791. En tanto que cadete, la
fortuna de José Palafox es modesta, no puede armar un regimiento, y prosigue su
carrera en la guardia de corps, donde es ascendido a segundo teniente en 1807.
En 1808, con 32 años, tiene poca experiencia en táctica militar, pero los
acontecimientos de mayo de 1808 van a sacarle de la sombra, pues toma partido
sin vacilar por la monarquía legítima española; marcha a lrún para tener al
corriente al rey Carlos IV de la situación en la capital y se traslada a
continuación a Zaragoza para obligar al Capitán General de Aragón a que resista
a Napoleón. Guillelmi es destituido y Palafox designado para reemplazarle.
Organiza la defensa de Zaragoza, atacada en julio por el ejército imperial. Los
franceses son victoriosamente rechazados, pero en el segundo sitio, en
diciembre de 1808, toman la ciudad, diezmada por las epidemias y los
bombardeos. Palafox, gravemente enfermo, es capturado por los vencedores y será
internado en el castillo de Vincennes hasta 1813. A fines de 1813, en efecto,
Napoleón firmaba con Fernando VII el Tratado de Valençay, que ponía fin a la
guerra de España.
Liberado
y de vuelta a Madrid, Palafox debió desear ser representado como general
victorioso por Goya, quien, en diciembre de 1813, le escribe para anunciarle
que su retrato está terminado. El cuatro de enero de 1814 el pintor agradece a
su noble modelo los elogios que ha tenido a bien prodigarle y pide un «socorro»
de 80 doblones. Las relaciones entre Palafox y Fernando VII no eran muy buenas,
y la fortuna del primero, mediocre. No debía estar en condiciones de arreglar
cuentas con el maestro entonces, ya que en 1831 Javier Goya escribe que el
cuadro pintado por su padre se encuentra todavía en su poder.
Aunque
se dispone de numerosas fuentes documentales de las relaciones del héroe de
Zaragoza con Goya, ya que este último escribirá a la Academia de San Fernando
en octubre de 1808 que el general Palafox le ha llamado «par ver y examinar las
ruinas de aquella ciudad con el fin de pintar las glorias de aquellos
naturales», se tiene la impresión que, aquí, el artista se ha apartado de su
vigorosa forma de tratar el retrato; el rostro de Palafox, curiosamente juvenil
y soñador no cuadra con el porte triunfante del caballero y el caballo,
admirablemente pintados. ¿Ha sido el maestro demasiado verídico? (¿No se ha reprochado
a Palafox ser frívolo e imprudente?). O bien, por el contrario ¿ha preferido no
llevar demasiados lejos la introspección psicológica por simpatía hacia su
ilustre modelo? En cualquier caso, se trata del último retrato ecuestre hecho
por Goya, y uno de los más bellos.
Pinturas
de costumbres
Dos cuadros de raigambre costumbrista, que se conservan en el Museo
de Bellas Artes de Budapest, representan al pueblo trabajador. Son La
aguadora y El afilador, y se pueden datar entre 1808 y 1812. Si bien
se consideraron en un principio tipos de los que aparecían en estampas o en
tapices, y se fecharon hacia 1790, más tarde se resaltó la vinculación con las
actividades de la retaguardia durante la guerra, unos anónimos patriotas que
afilan cuchillos y ofrecen apoyo logístico. Sin llevar al extremo esta última
interpretación —no hay en estas obras ninguna referencia bélica y estuvieron
catalogados aparte de la serie que se calificó de Horrores de la guerra
en el inventario realizado tras el fallecimiento de su mujer Josefa Bayeu—,
destacan por el ennoblecimiento con que aparece representada la clase
trabajadora. La aguadora se contempla desde un punto de vista bajo que
contribuye a enaltecer su figura, con una monumentalidad que remite a la
iconografía clásica, ahora aplicada a los oficios humildes.
La aguadora, 1808-1812. Szépmuvészeti Múzeum (Budapest)
Una aguadora y su compañero con el número trece en... 300 [reales] reza la entrada del inventario
de 1812, realizado a la muerte de Josefa Bayeu, que hace referencia a esta
pieza y su compañera, que siempre se ha considerado el cuadro de El afilador. Dadas las dimensiones más o menos reducidas de
esta pareja de obras, a Gassier y a Wilson les llama la atención que el precio
que se les adjudicó en el inventario de 1812 fuese tan elevado, igual que el de
Las viejas o El tiempo, de mayores dimensiones, y el
siguiente inmediatamente inferior a las grandes composiciones de Maja y celestina y Majas en el balcón. Esto
les lleva a pensar que quizás las obras conservadas en Budapest no fuesen las
originales sino reducciones, pero no hay ningún indicio más que avale esta
hipótesis. Lo más probable es que Goya sintiese mucho aprecio por este par de
pinturas, que con toda seguridad hizo para sí mismo, como se deduce por su
presencia en el inventario y porque fueron repintadas sobre lienzos ya
utilizados, tal y como revelaron las radiografías.
Debido
al punto de vista bajo empleado en ambas, Juliet Wilson sugiere que estas
pinturas fuesen realizadas para colocarse en las sobrepuertas de la casa que
Goya tenía en la madrileña calle Valverde.
El
príncipe Alois Wenzel von Kaunitz-Rietberg, que fue embajador en España y
estaba interesado en las artes, adquirió esas dos obras para su colección
personal. Las puso a la venta y fueron adquiridas por el príncipe Nicolas
Esterházy, que fue su anterior propietario antes de ingresar en el Museo de
Bellas Artes de Budapest.
La aguadora
y su pareja son piezas destacadas dentro de la pintura de género de Goya. Son
dos obras especiales por su aspecto moderno y por su originalidad, ya que no es
habitual que se representen este tipo de escenas sobre fondos casi abstractos,
como ocurre aquí.
La
muchacha se representa de cuerpo entero, con un punto de vista bajo. La pose de
la aguadora, cargando dignamente con un cántaro sobre la cadera derecha y un
cesto en la mano izquierda, tiene reminiscencias clásicas y convierte a la
trabajadora en una heroína, engrandeciendo su figura sobre un paisaje
totalmente subordinado a ella. Este tratamiento encaja con la interpretación
que se les ha dado a las dos obras, entendidas como homenajes a los héroes
anónimos de la guerrilla contra Napoleón. No es la única vez en que Goya se
acordó de sus paisanos que tan dignamente lucharon en los Sitios de Zaragoza,
también lo hizo en La fabricación de pólvora y La fabricación de balas. En este caso, el pintor podría
haber querido recordar a la muchacha que llevaba agua a los soldados y les
alentaba dándoles ánimos.
Esta
pintura destaca además por su colorido. La aguadora lleva una falda marrón de
tonos rojizos, un chal blanco que le cruza el pecho y una gran tela amarilla
colocada a modo de faja para apoyar el peso del cántaro. Los colores contrastan
entre sí y se completa este atractivo juego con el naranja de la vasija y el
azulado grisáceo del fondo.
Existe
un dibujo perteneciente al Álbum C, nº 78 que habitualmente se relaciona con
nuestra aguadora. La figura que aparece allí es similar, aunque no tiene un
aspecto tan heroico como aquí, sino algo más ingenuo y seductor, por lo que
mejor podría vincularse con las muchachas del cartón para tapiz Las mozas del cántaro.
Además,
varias son las copias que se conservan de esta obra, pues debió ser muy
admirada, pero su autenticidad goyesca no ha sido demostrada. Una está en The
Norton Simon Foundation, en Fullerton, California. Hay otra en el Museo
Nacional de Bellas Artes de San Carlos, en México, que es considerada copia por
esa institución. Por último, se conserva otra en la colección del marqués de la
Montesa, en Madrid
El afilador, 1808-1812 Szépmuvészeti Múzeum (Budapest)
El
afilador se representa en plena faena. Está algo encorvado, inclinándose hacia
la rueda para colocar el cuchillo encima mientras apoya su pierna derecha sobre
la carretilla. El movimiento de la rueda y el calor producido en los rápidos
giros quedan reflejados por medio de las pinceladas rojas próximas al eje. Un
fino chorro de agua cae sobre ella para contrarrestar este calor. La pose del
personaje recuerda al Torso
del Belvedere, que Goya dibujó en las páginas del Cuaderno italiano. Es consciente de
la presencia del espectador, ya que levanta la cabeza y nos mira directamente,
como si le hubiésemos interrumpido y no diese abasto con la demanda. Su rostro
refleja la fatiga del trabajo. Lleva una camisa blanca abierta por delante que
deja mostrar el pecho y las mangas remangadas hasta los codos. No es
reconocible el lugar donde se encuentra, ya que el fondo es neutro y plano, sin
profundidad alguna.
Esta
obra y su compañera, La aguadora, han sido interpretadas
como sendos homenajes a los héroes anónimos en la guerrilla contra Napoleón. En
este caso, el afilador sería el que se encargaba de tener a punto los cuchillos
de los combatientes, que a menudo eran las únicas armas de que disponían. Goya
supo reflejar en su obra la desigualdad de ambos bandos, y en sus escenas de
guerra abundan las imágenes de españoles defendiéndose con piedras, palos y
sobre todo, cuchillos.
La
fabricación de pólvora,
1810 – 1814. Palacio de la Zarzuela, Madrid,
Goya
fue llamado a Zaragoza en 1808 por José Palafox para examinar las ruinas de la
ciudad que había sido asolada por las tropas francesas, y poder pintar las
"glorias" de los zaragozanos en ese sitio. Una carta del pintor
dirigida a José Munárriz confirma este viaje a su tierra. De esa visita a
Zaragoza o quizás de alguna posterior antes de que terminara la Guerra de la
Independencia, surgieron dos pinturas sobre tabla que forman pendant. Se trata
de La fabricación de pólvora y La fabricación de balas.
Ambas
entraron a formar parte de las colecciones reales al ser adquiridas por
Fernando VII en algún momento tras su regreso en 1814. Se encuentran
registradas en la Casita del Príncipe de San Lorenzo de El Escorial en el Inventario de pinturas, muebles y alhajas de
los Palacios Reales de Madrid, Sitios y Casas de Campo, redactados
en 1834. Pasaron después al Palacio Real de Madrid, y finalmente al palacio de
la Zarzuela.
Gracias
a las inscripciones del reverso, aunque no son autógrafas, sabemos que estas
obras muestran las actividades clandestinas llevadas a cabo en la sierra de
Tardienta (Huesca), situada a unos 50 kilómetros al norte de Zaragoza. José
Mallén, zapatero de Almudévar, organizó en 1810 una partida de guerrilleros y
en su fábrica secreta ordenó la fabricación de pólvora -famosa en Aragón por su
calidad- y balas, para abastecer de munición a las regiones de Aragón, Valencia
y Cataluña. No sabemos si Goya pudo ver estas escenas en directo -aunque lo más
probable es que no lo hiciera, dado el difícil acceso al lugar-, o se inspiró
en descripciones y noticias, pero es evidente que lo narrado a través de estas
pinturas es una realidad histórica.
La
tabla sobre la que pintó esta escena es muy irregular. Parece ser el panel de
una puerta o una contraventana de cedro, lo que sugiere la penuria de
materiales sufrida durante la guerra.
A
pesar del soporte tan rudimentario, la pintura está realizada con precisión
documental pues a Goya le interesó siempre "la gloria de su patria".
Las enérgicas acciones de los hombres se entienden con total claridad,
obteniendo como resultado dos escenas muy vívidas. Al acometer estas obras, el
pintor no hace sino rendir homenaje a sus paisanos y a su tierra natal.
El
escenario de la pintura está retratado con detalle, dominando los árboles sobre
el terreno arenoso. Se ha comentado que en estas obras el paisaje juega un
papel fundamental. No se reduce exclusivamente a una pantalla de fondo sobre la
que se recortan las figuras, sino que tiene vida propia, expresada a través de las
distintas calidades pictóricas creadas por Goya. Las figuras de los hombres,
afanados en sus tareas, se disponen de manera ordenada de modo que el
espectador de la obra puede seguir a cada paso el proceso de fabricación de la
pólvora. A la izquierda machacan la mezcla, en el centro criban la pólvora
antes de meterla en cajas que cargan algunas figuras a la derecha. Un hombre
vestido de negro que bien pudiera ser el propietario de la fábrica, José
Mallén, da instrucciones a los demás.
La
fabricación de balas,
1810 – 1814. Palacio de la Zarzuela, Madrid, España
El
proceso de fabricación de las balas comienza con la fundición del plomo en la
gran hoguera de la derecha de la composición. Luego se introduce el metal en un
molde doble. El hombre de la izquierda se encarga de separar las balas gemelas
y apilarlas a la espera de que los encargados del torno giratorio les den la
forma redondeada.
En
el gran peñasco del fondo se ha querido ver la representación simbólica de
Napoleón, una presencia amenazante ante la cual, los guerrilleros trabajan
imperturbables en su acción furtiva.
Esta
obra se pintó sobre una madera de pino reaprovechada, sobre la que había ya una
capa verde.
Relacionada con estas obras está La fragua (colección
Frick, Nueva York, 1812-1816), pintado en gran medida con espátula. La técnica
abunda asimismo en rápidas pinceladas, la iluminación acusa un contrastado
claroscuro y el movimiento se hace efectivo con un gran dinamismo. Los tres
hombres podrían representar a las tres edades —jóvenes, maduros y ancianos—
trabajando al unísono en defensa de la nación durante la guerra de la
Independencia.
La
fragua, 1815 –
1820. The Frick Collection, Nueva York, Estados Unidos
La
obra perteneció a Javier Goya y fue adquirida por el barón Taylor para la
Galerie Espagnol de Louise Philippe I de Orléans. Se vendió en Christie's de
Londres en 1853 por 10 libras. Fue propiedad de Henry Clay Frick, germen de la
colección de la que hoy forma parte.
En
esta escena de género vemos a tres hombres trabajando en la fragua. Están
agrupados en torno al fuego. Uno de ellos queda de espaldas al espectador, con
los brazos en alto blandiendo un martillo y dispuesto golpear la chapa candente
sobre el yunque. Un segundo está de frente, y el tercero, mayor que los otros
dos, parece realizar una labor que requiere menor esfuerzo físico. La pose de
sus cuerpos en tensión y los movimientos violentos otorgan a la escena un gran
realismo. Es probable que Goya tuviera la ocasión de observarla para poder captarla
con ese verismo. De hecho, existe un dibujo del Álbum F que repite la
misma composición y que podría haber sido realizado como un apunte del natural.
Los atuendos de los trabajadores contribuyen a aumentar el dramatismo dejando
ver sus brazos musculosos y el pecho al descubierto, señal del calor asfixiante
que conlleva este tipo de trabajo.
La
paleta que Goya empleó en esta obra es bastante oscura. El uso del color negro
adelanta ya el período artístico de los últimos años de Goya.
En Las
jóvenes,
que se vendió como pareja de este, el énfasis radica en las desigualdades
sociales. No solo de la protagonista, atenta solo a sus amores, con respecto a
su criada, cuya tarea es protegerla del sol con una sombrilla, sino que el
fondo se puebla de lavanderas que trabajan a la intemperie arrodilladas.
Ciertas láminas del Álbum
E —Útiles trabajos, donde aparecen las
lavanderas, o Esta pobre
aprovecha el tiempo, en el que una mujer de humilde condición social encierra el
ganado al tiempo que hila— se relacionan con la observación de costumbres y la
atención a las ideas de reforma social propias de estos años.
Las jóvenes, 1814-1819. Palais des Beaux-Arts de Lille, Lille, Francia
La obra fue adquirida a Javier Goya en 1825 para la Galerie
Espagnole de Louise Philippe de Orleáns. Se vendió, junto con otras piezas de
esa colección, en la subasta de Christie's en Londres en 1853, por el precio de
21 libras (lote núm. 353). La adquirió Durlacher. En 1873 fue comprada por
suscripción al marchante Warneck, y cedida al museo de Lille. Allí ingresó
junto con Las viejas o El tiempo, pero no se trata de
una pareja de cuadros, ya que fueron realizadas en momentos distintos y las
dimensiones no eran iguales, a pesar del recrecimiento que sufrió el de Las viejas.
Bajo
un luminoso sol, una dama con vestido negro, corpiño blanco y con la cabeza
cubierta por un elegante pañuelo se detiene para leer una carta mientras que, a
sus pies, un pequeño perro reclama su atención. A su lado, su compañera, toda
vestida de negro, está abriendo una sombrilla que le cubre de sombra. Tras
ellas, una serie de mujeres se afanan en las tareas de lavado. La composición
queda dividida en dos por la línea que establece el tendido de la ropa blanca.
Debajo se encuentran las lavanderas, cuyas figuras se perfilan con marcados
contornos negros y los rasgos de su cara son tan solo esbozados. Por encima de
la línea del tendedor, se recortan sobre el cielo azul las cabezas de las
mujeres del primer plano, así como la sombrilla amarilla, que contrasta
especialmente con el añil del celaje.
Aparentemente
estamos ante una escena de género, muy en sintonía con las que Goya hizo
recuperando la iconografía de las majas, por ejemplo en Majas al
balcón o Maja y celestina. Pero
algunos autores han querido ver que la dama protagonista fuese en realidad un
retrato de alguien, y Gassier propone que sea el de una joven Leocadia Weiss.
Dada la relación íntima que unía a esta mujer y al pintor, se ha hablado
incluso de una alegoría de la seducción, subrayada por la iluminación que recae
sobre el pecho cubierto de blanco de la protagonista.
En
El coloso, cuadro atribuido a Goya hasta junio de 2008, en que el Museo
del Prado emitió un informe en el que afirmaba que el cuadro era obra de su
discípulo Asensio Juliá—si bien concluyó determinando, en enero de 2009, que su
autoría pertenece a un discípulo de Goya indeterminado, sin poder dilucidar que
se tratase de Juliá—, un gigante se yergue tras unos montes, en una alegoría ya
decididamente romántica. En el valle una multitud huye en desorden. La obra ha
dado lugar a diversas interpretaciones. Nigel Glendinning afirma que el cuadro
está basado en un poema patriótico de Juan Bautista Arriaza llamado «Profecía del Pirineo».
En
él se presenta al pueblo español como un gigante surgido de los Pirineos para
oponerse a la invasión napoleónica. El motivo fue habitual en la poesía
patriótica de la guerra de la Independencia, por ejemplo en la poesía
patriótica de Quintana A España, después de la revolución de marzo, en
la que sombras enormes de héroes españoles —entre las que se encuentran Fernando
III, el Gran Capitán y el Cid— animan a la resistencia.
Su
voluntad de luchar sin armas, con los brazos, como expresa el propio Arriaza en
su poema Recuerdos del Dos de Mayo («De
tanto joven que sin armas, fiero / entre las filas se le arroja audaz»), incide
en el carácter popular de la resistencia, en contraste con el terror del resto
de la población, que huyen despavoridos en múltiples direcciones, originando
una composición orgánica típica del romanticismo, en función de los movimientos
y direcciones procedentes de las figuras del interior del cuadro, en lugar de
la mecánica, propia del neoclasicismo, impuesta por ejes de rectas formadas por
los volúmenes y debidas a la voluntad racional del pintor. Las líneas de fuerza
se disparan para desintegrar la unidad en múltiples recorridos hacia los
márgenes.
El
tratamiento de la luz, que podría ser de ocaso, rodea y resalta las nubes que
circundan la cintura del coloso, como describe el poema de Arriaza («Cercaban
su cintura / celajes de occidente enrojecidos»). Esa iluminación sesgada,
interrumpida por las moles montañosas, aumenta la sensación de falta de
equilibrio y desorden.
Bodegones
y paisajes
Pavo pelado y sartén (Múnich, Alte Pinakothek). Todos ellos se suelen datar a
partir de 1808 por razones de estilo y porque durante la guerra la producción
de encargo de Goya se vio reducida, lo que pudo dejar tiempo al pintor para
explorar géneros que aún no había trabajado.
Estas
naturalezas muertas se desvinculan de la tradición española emprendida por Juan
Sánchez Cotán y Juan van der Hamen, cuyo máximo representante en el siglo XVIII fue Luis Meléndez. Todos ellos
habían presentado un bodegón trascendente, que mostraba la esencia de los
objetos no tocados por el tiempo, tal como serían en un estado ideal. Goya
dedica su atención, en cambio, a dar cuenta del paso del tiempo, de la
degradación y de la muerte. Sus pavos se muestran inertes, los ojos de la
cabeza de cordero están vidriados, la carne no está ya en su máximo grado de
frescura. Lo que interesa a Goya es dibujar la huella del tiempo en la
naturaleza y, en lugar de aislar los objetos y representarlos en su inmanencia,
lo que se aprecia es el accidente, el paso de las circunstancias por los
objetos, alejados tanto del misticismo como de la simbología de las vanitas
de Antonio de Pereda o Juan de Valdés Leal.
Otro
género que trató entre 1810 y 1812 fue el paisaje. En el inventario de 1812
aparecen ocho cuadros de este género, agrupados generalmente en cuatro
«paisajes animados» (Aldea en llamas, Huracán [destruido en
1956], Asalto de bandidos y Baile popular) y cuatro «paisajes con
fiestas populares» (La cucaña [dos versiones], Procesión en Valencia
y Corridas en Plaza Partida). Estos cuadros fueron vendidos en subasta
en 1866 por Mariano Goya, el cual comentó sobre su realización que el maestro
aragonés los había confeccionado con unos cañutos recortados por un extremo,
para trabajar mejor los densos empastes de color.
Entre
1813 y 1816 realizó otras tres obras de «paisajes animados»: Mascarada, Ataque
a una fortaleza sobre una roca (a veces atribuida a Eugenio Lucas) y Globo
aerostático.
El Lazarillo de Tormes, 1808-1812. Colección Marañón (Madrid)
La obra le correspondió a Javier Goya en herencia al morir su
madre, según indican el inventario de 1812 (El lazarillo de Tormes con el n.º veinte y cinco en 100 [reales]) y la
inscripción con la "X" de Xavier, seguida del número, que aparece en
el lienzo. El barón Taylor se la compró en 1836 para el rey de Francia, Louise
Philippe I de Orleáns. Estuvo en la Galerie Espagnole y salió de Francia cuando
el rey fue destronado. Se vendió en Christie's de Londres en 1853, por 11,10
libras (lote nº 171). Lo compró después el duque de Montpensier, hijo de Louise
Philippe I y casado con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II, que lo
legó al abogado de la familia, Caumartin, y en su poder está registrado en
1867. En 1902 estaba en la colección Maugeau. Se vendió en Burdeos en 1923,
siendo adquirido por el marqués de Amurrio, quien lo legó al doctor Gregorio
Marañón. Pasó por descendencia a sus propietarios actuales.
Tradicionalmente
se había identificado esta obra como la Curación
del garrotillo, nombre con el que se conocía la difteria, y que se
creía podía curarse cauterizando la garganta. Pero la mención a la novela
picaresca de anónimo autor del siglo XVI en el inventario de bienes de Goya
corrigió la interpretación de la escena.
En
un interior oscuro, alumbrado por las llamas de un fuego, encontramos a un
hombre de aspecto descuidado y a un muchacho vestido con harapos y medio
desnudo. El hombre, con los ojos cerrados, ha atrapado al muchacho entre sus
piernas y mientras le sujeta fuertemente la cabeza con la mano introduce sus
dedos en la garganta. El chico refleja en el gesto de ojos entornados la
incomodidad de la situación y el dolor que siente. La imagen se corresponde con
el episodio de la novela en que el pícaro lazarillo ha sustituido la longaniza
que el ciego le ha dado para cocinarla por un nabo, y está siendo olfateado por
su cruel amo para comprobar si se la ha comido él.
Los
personajes están representados con realismo, detallando sus atuendos pobres.
Pero el tema también es propicio para incluir ciertas dosis de comicidad e
ironía, y así, los rasgos de los protagonistas están algo caricaturizados. El
escenario en el que se encuentran no precisa ambientación alguna para que la
acción resulte inteligible, por eso Goya tan solo ha incluido el fuego y alguna
línea que sugieren profundidad.
Confesión en la cárcel/Locos
en el manicomio, 1808-1812. Museo del Monasterio de Guadalupe (Guadalupe).
Retratos oficiales, políticos y burgueses
Con
motivo de la boda de su único hijo vivo, Javier Goya, con Gumersinda Goicoechea
y Galarza en 1805, Goya pintó seis retratos en miniatura de los miembros de la
familia de su nuera. Fruto de esta unión nacería un año más tarde el nieto del
artista, Mariano Goya. La imagen burguesa que ofrecen estos retratos familiares
muestra los cambios que la sociedad española había experimentado desde los
cuadros de sus primeros años a estos de mediados de la primera década del
siglo XIX. Se conserva
también un retrato a lápiz de doña Josefa Bayeu dibujada de perfil del mismo
año, muy preciso en los rasgos que definen su personalidad. En él se resaltan
el verismo y reciedumbre de su fisonomía y se adelantan las características de
los álbumes posteriores de Burdeos.
Mariano
Goya, 1810. Colección privada
Mariano
Goya (Madrid, 1806 - La Cabrera, Madrid, 1874) era hijo de Javier Goya y
Gumersinda Goicoechea.
Fue
el nieto preferido de Goya y aquí lo retrató con todo el cuidado y atención que
requería.
Mariano
se dedicó a negocios de minas, compra de varios terrenos y venta de obras de
arte de su abuelo reportándole altos beneficios y consiguiendo un patrimonio
considerable.
En
este retrato, pintado durante la guerra de la Independencia, Mariano Goya se
encuentra de pie y contaba con unos cuatro años de edad. Va vestido con un
elegante atuendo de tono oscuro en el que destacan los botones dorados de su
pequeña chaqueta así como la camisa blanca de gran cuello que deja al
descubierto su piel sonrosada. De pelo rubio muy rizado su mirada nos transmite
mucha ternura. Con la mano izquierda sujeta un cordel atado a un cochecito de
juguete mientras que la mano derecha la esconde detrás del cuerpo. De nuevo el
retratado se encuentra sobre fondo oscuro tan habitual en los retratos del
maestro de Fuendetodos.
Victor
Guye, 1810. Colección Privada
Beruete
dio a conocer por primera vez este retrato y el de su pareja, Nicolas-Philippe Guye
en 1913. Se sabe muy poco de la biografía de este personaje,
aunque se cree que pudo ser paje de José Bonaparte y tendría unos seis años
cuando Goya le retrató.
Aparece
este niño sobre un fondo oscuro para realzar la volumetría, de pie y vestido
con un uniforme azul verdoso, camisa blanca con cuello alto y bordados de oro,
traje propio del cuerpo de Pajes. El rostro iluminado por un foco de luz se
caracteriza por una mirada profunda e inteligente. Destaca el cabello rubio que
sintoniza con los bordados dorados del traje. Lleva un libro entre sus manos
proporcionando al retrato un aspecto serio y muy poco infantil.
Según
Manuela Mena, con una sola sombra alargada a sus pies define el espacio a la
manera de Velázquez.
Durante
la guerra la actividad de Goya disminuyó, pero siguió pintando retratos de la
nobleza, amigos, militares e intelectuales significados. El viaje a Zaragoza de
1808 pudo originar el retrato de Juan Martín, el Empecinado (1809) y el
ecuestre de José de Rebolledo Palafox y Melci, que concluiría en 1814. También
estaría en el origen de las estampas de Los desastres de la guerra.
Su
pincel retrató militares tanto franceses (Retrato del general Nicolas
Philippe Guye, 1810, Richmond, Museo de Bellas Artes de Virginia) como
ingleses (Busto de Arthur Wellesley, I duque
de Wellington, National Gallery de Londres)
y españoles, como el del Empecinado, muy dignificado y vestido con uniforme de
capitán de caballería, o los dos retratos del general Ricardos.
Se
ocupó también de amigos intelectuales, como Juan
Antonio Llorente (hacia 1810-1812, Museo de
Arte de São Paulo), que publicó una Historia crítica de la
Inquisición española en París en 1818 por encargo de José I Bonaparte, quien le condecoró con la Real Orden de España —recién creada por este monarca—
con la que aparece retratado en el óleo de Goya; o Manuel
Silvela, autor de una Biblioteca selecta de Literatura española y
un Compendio de Historia Antigua hasta los tiempos de Augusto,
afrancesado, amigo de Goya y de Moratín y exiliado en Francia a partir de 1813.
En su retrato, tradicionalmente fechado entre 1809 y 1812, aparece pintado
con gran austeridad en el vestir sobre un fondo negro. La luz incide sobre su
indumentaria y la sola actitud del personaje basta para mostrar su confianza,
seguridad y dotes personales, sin necesidad de recurrir a ornato simbólico
alguno. El retrato moderno ya se ha afianzado.
Manuel
Silvela, 1809-1812.
Museo del Prado (Madrid)
Retrato
probablemente realizado en Burdeos, tras la llegada de Goya a la ciudad, en la
que Silvela vivía desde hacía más de diez años.
Perteneció
a los descendientes del retratado: a su nieto, Francisco Silvela, a la viuda de
éste, Amalia Lorig, y después a su bisnieto Jorge Silvela, marqués de Silvela,
quién lo vendió al Ministerio de Instrucción Pública en junio de 1931. Fue
destinado al Museo Nacional del Prado.
Manuel
Silvela y García de Aragón (Valladolid, 1781 - París, 1832) nació en el seno de
una familia numerosa. Estudió derecho y se trasladó a Madrid donde ejerció el
puesto de alcalde de la corte durante la ocupación francesa. Marchó a Burdeos
con su familia al regreso de Fernando VII, en 1813. A ellos se uniría su buen
amigo Moratín en 1823 y un año más tarde, Goya. En Burdeos, Silvela fundó un
colegio para españoles y se convirtió en uno de los exiliados más influyentes.
Se fue a París con Moratín en 1827.
Acerca
de la fecha de realización de esta obra se han vertido distintas opiniones. Por
la gama de colores más bien oscura, el fondo neutro y la sencillez de la
composición, el retrato encaja perfectamente entre los de la última etapa del
pintor y no tanto alrededor de 1810, fecha que solía atribuírsele, cuando
desempeñaba el puesto de alcalde antes de su partida a Francia, en plena Guerra
de la Independencia. La edad del modelo en el retrato parece responder mejor a
los cuarenta y tres años que contaría en Burdeos en 1824, con el pelo ya gris,
y no a los veintinueve que tenía en 1810. Además, la relación entre Goya y
Silvela se estrecharía con la llegada de aquel a Burdeos, y gracias al nexo que
Moratín constituía entre ambos.
El
retratado aparece sentado en una silla, cuyo respaldo asoma detrás de su
hombro. Está girado hacia la derecha y allí dirige su mirada, inmóvil. Lleva
abrigo gris, chaleco amarillo y corbata blanca y azul. Esta indumentaria
romántica también nos sirve para favorecer la hipótesis de que la pintura se
realizó más tarde.
General
Manuel Romero, 1810. Art Institute of Chicago (Illinois)
Este lienzo procede de diversas colecciones: Isidoro Urzaiz
de Madrid (1887); Durand Ruel de París; Knoedler and Co. de Londres y Nueva
York; y Charles Deering de Chicago. Fue depositado en el Art Institute en 1922.
Por herencia pasó por varios herederos hasta que Mr. and Mrs. Charles Deering
McCormick lo donaron al Art Institute de Chicago en 1970.
Manuel
Romero fue nombrado ministro de Justicia y más tarde ministro del Interior de
José Bonaparte. Aparte de esto, pocos son los datos biográficos que se conocen
de este personaje. El destino final de Romero seguramente fue el exilio.
Según
Manuela Mena este retrato se podría fechar entre 1810 y 1812, cuando Romero fue
ministro titular de Justicia.
Sobre
un fondo totalmente negro aparece la figura de Manuel Romero vistiendo uniforme
del gobierno josefino. Entre las condecoraciones que lleva destacan la banda y
cruz de la Orden Real de España. Cada detalle del traje está pintado con gran
minuciosidad y con pinceladas que, según Manuela Mena, se entrecruzan y llevan
una carga excepcional de pigmento.
La
cabeza, quizá un poco pequeña en relación con el resto del cuerpo, parece
encajada en el cuello del traje.
El
rostro, de acentuado realismo, describe las arrugas del personaje que contaría
aquí entre cincuenta y cinco y sesenta años. Los ojos nos miran con un cierto
escepticismo, frialdad y timidez.
Retrato
de la marquesa de Montehermoso, 1808-1810. Colección privada
María
Amalia de Aguirre y Acedo era duquesa de Castro Terreño, condesa de Echauz y
del Vado, señora de Villafañe y marquesa de Montehermoso. Nació en Vitoria en
1801.
La
obra se presentó por primera vez en la revista Les Arts (1900, nº 96, p.7): "Nos encontramos ante uno de los más bellos retratos de Goya y
admiramos especialmente los blancos del vestido de la niña, que son de una
increíble calidad".
La
niña, retratada cuando tenía unos diez u once años de edad, se encuentra de pie
en el centro de la composición. Como indumentaria lleva un vestido blanco largo
hasta los tobillos, semitransparente. Sostiene en su mano derecha un ramo de
azucenas, símbolo de pureza y virginidad. Lleva el pelo recogido dejando ver su
sonrosado rostro tocado con cierto aire melancólico. El fondo aquí no es
neutro, como en la mayoría de los retratos de Goya, sino que se distingue un
conjunto de arbustos en tonos verdosos que van desde el más oscuro al más claro
dando un toque de luminosidad al conjunto acentuado por el blanco del vestido
que aporta además serenidad y tranquilidad al conjunto.
Según
Manuela Mena, el retrato de María Amalia es la primera obra en la que se advierte
un cambio de estilo hacia un prerromanticismo evidente, motivado aquí, tal vez,
por la modelo y su expresión de prematura madurez.
General
Nicolas Philippe Guye, 1810. Virginia Museum of Fine Arts
Según
la inscripción que se encuentra al dorso del lienzo hoy no visible por la
forración y dada a conocer por Beruete en 1913, este retrato y el de su sobrino
Victor Guye fueron un regalo realizado al hermano de Nicolas-Philippe, Vincent
Guye, en 1810.
Pasó
por diferentes colecciones antes de su actual ubicación: Vincent Guye de Madrid
y Francia; familia Guye; Trotti & Cie de París; M. Knoedler & Co. de
París, Londres y Nueva York; adquirido en 1916 por Mr. y Mrs. J. Horace Harding
de Nueva York; vendido de nuevo y adquirido por John Lee Pratt de Nueva York.
Legado al Museum of Fine Arts de Richmond en 1971 por John Lee Pratt.
Beruete
dio a conocer por primera vez este retrato y el de su pareja, Victor Guye, afirmando que nunca
antes estos dos retratos fueron expuestos ni reproducidos.
Nicolas-Philippe
Guye fue un destacado general francés durante las guerras napoleónicas nacido
en 1773 en Lons-le-Saunier dentro de una familia de la alta burguesía.
Participó, junto a Napoleón, en la famosa batalla de Austerlitz y en otras
campañas militares importantes. Ayudante en España del rey José I recibió en
1809 el título de caballero de la Orden Real de España. Cuando salió de España,
tras haber participado activamente en la guerra de la Independencia, fue
nombrado oficial de la Legión de Honor. En 1815 tomó parte en la campaña de
Waterloo.
El
retratado se encuentra sentado de manera erguida sin apoyar la espalda en la
silla, cruzando las piernas y apoyando las dos manos en el bicornio que lo
sujeta con delicadeza. Va vestido elegantemente con uniforme militar en el que destacan,
además de las charreteras doradas, las múltiples condecoraciones siendo la más
llamativa la banda roja y la cruz de Comendador de la Orden Real de España.
El
modelo, que mira directamente al espectador, nos muestra un rostro con un
cierto carácter melancólico y serio apuntando Manuela Mena una posible polémica
relación entre el personaje retratado y Goya.
Martín
Miguel de Goicoechea, 1810. Colección privada
No se sabe con seguridad si perteneció a Javier y Mariano
Goya. Estuvo en la colección del marqués de Casa Torrres; luego de la marquesa
de Casa Riera, Madrid, ca. 1968. Fue adquirido a
sus herederos por su actual propietario.
Este
retrato, que forma pareja con el de su mujer Juan Galarza de Goicoechea
también retratada por Goya el mismo año, representa a Martín Miguel de Goicoechea
(Alsasua, Navarra, 1775 - Burdeos, 1825) ilustrado comerciante y consuegro del
pintor. Además de ocupar en 1805 un puesto importante en el Banco de San
Carlos, tanto él como su familia llegaron a ser unos de los accionistas más
importantes de la Compañía de Filipinas.
A
su muerte, acontecida en Burdeos, fue enterrado junto a Goya y más tarde los
restos fueron trasladados a la ermita de San Antonio de la Florida en Madrid
donde hoy reposan junto con los de su mujer.
Don
Martín Miguel aparece de medio cuerpo sobre fondo neutro, girado levemente
hacia la derecha y vistiendo casaca negra, chaleco, camisa blanca con chorreras
y corbartín también blanco. Sostiene entre los dedos de la mano izquierda un
papel haciendo referencia a su actividad como comerciante y banquero.
El
rostro es delicado, de mirada serena y penetrante, captando Goya de nuevo la
psicología del modelo.
En
el fondo neutro todavía se puede contemplar la imprimación rojiza de la
preparación del óleo que el maestro aplicaba a los lienzos antes de comenzar a
pintar.
Juana Galarza de Goicochea, 1810. Colección
Privada
Goya
ya había retratado anteriormente a Juana Galarza, su consuegra, en dos ocasiones, en un
dibujo de perfil y en la miniatura que formaba parte de la serie de medallones
que el maestro pintó con motivo del enlace matrimonial entre su hijo Javier con
Gumersinda Goicoechea.
Este
retrato forma pareja con el de su marido, Martín Miguel de Goicoechea.
Sobre
fondo neutro, Juana Galarza, de figura corpulenta, aparece sentada, relajada,
mirando hacia el espectador luciendo un traje gris del que llaman la atención
los encajes del cuello dando un aspecto cuidado pero sobrio a esta dama de la
burguesía vestida a la última moda.
Bajo
la fina capa de pintura utilizada en el vestido se aprecia la imprimación
rojiza empleada por Goya en todas sus obras.
Goya,
una vez más, insinúa los detalles del traje interesándose más por la expresión
del rostro y la captación de la psicología del personaje dotada de cierta
melancolía en este caso.
Antonia
Zárate,
1810-1811. Galería Nacional de Irlanda, Dublín
Este lienzo procede de las colecciones de don Antonio Gil y
doña Adelaida Gil de Madrid pasando después a la colección de M. Knoedler y sir
Otto Beit de Londres.
Doña
Antonia Zárate nació en Barcelona en 1775. Fue una famosa actriz de teatro que
actuaba en Madrid. Su marido, Bernardo Gil, también era cantante y actor
cómico.
La
retratada se encuentra sentada sobre un amplio sofá estilo Luis XVI tapizado
con una tela amarilla que aporta gran luminosidad al lienzo.
Va
vestida a la moda de la primera década del siglo XIX con un traje negro de
corte imperio. Para disimular el generoso escote coloca una tela de encaje
pintada con gran delicadeza y maestría al igual que la fina mantilla que le cae
sobre los hombros y que no cubre la totalidad del cabello dejando ver los rizos
de la dama. Los brazos los cubre con mitones blancos.
Se
trataba de una elegante mujer cuyo rostro, que mira directamente hacia el
espectador, rebosa cierta melancolía y ensimismamiento.
Según
Francisco Calvo el atavío y la disposición de la dama ante un fondo neutro
hacen que se la pueda comparar con otros retratos de Goya como Mujer con mantilla y basquiña y Joven con abanico.
Goya
retrató a esta dama en dos ocasiones. El otro retrato (Antonia Zárate) se encuentra
en Museo del Hermitage de San Petersburgo. Los dos lienzos se pudieron ver
juntos por última vez en la exposición realizada en Madrid en el año 2002.
Retrato
de la actriz Antonia Zárate, 1811. Museo
del Hermitage, San
Petersburgo
Según
Calvo Serraller pudo ser encargado por Antonio Gil de Zárate, hijo de la
retratada, a la muerte de ésta en 1811, tomando como modelo el otro retrato que
Goya le había hecho supuestamente con anterioridad (Antonia Zárate).
Pasó
después a la colección Gimpel et Wildenstein de París y a la de Mr. Howard B.
George de Nueva York. Armand Hammer lo donó al museo ruso en el año 1972.
Doña
Antonia Zárate nació en Barcelona en 1775.
Fue
una famosa actriz de teatro que actuaba en Madrid. Su marido, Bernardo Gil,
también era cantante y actor cómico.
En
este caso la modelo aparece de medio cuerpo sobre fondo oscuro, vestida con un
abrigo cerrado por un botón dorado y que deja al descubierto el busto generoso
de la dama. La cabeza la cubre con una pañoleta blanca de la que sale una banda
semi transparente que se anuda a la altura del cuello.
El
rostro, de ojos grandes, mira hacia el espectador con una cierta melancolía.
Los rizos oscuros del cabello, igual que ocurre en el retrato de 1805-06, le
vuelven a caer sobre la frente en forma de dos mechones.
Las
transparencias de las telas del vestido que lleva bajo el abrigo están
realizadas con gran delicadeza y maestría.
Según
Gudiol, el fondo de tinta plana no muestra degradados ni efectos lumínicos o
espaciales y sirve, por su matiz, de factor de contraste para dar intensidad a
la forma y así sugerir el espacio real.
Retrato
del canónigo don Juan Antonio Llorente, 1811. Museo de Arte (São Paulo)
Este lienzo procede de la colección de don Francisco Llorente
y García de Vinuesa de Madrid. De aquí pasó a las colecciones de Juan Lafora de
Madrid y Durand Ruel de París. En 1903 lo compró M. Durand-Ruel.
Don
Juan Antonio Llorente (Rincón del Soto, La Rioja, 1756 - Madrid, 1823) fue
comisario del Santo Oficio en Logroño, Secretario de la Inquisición en Madrid,
Director General de Bienes Nacionales, Comisario de la Santa Cruzada, doctor en
Derecho canónico y fue ordenado sacerdote en 1779. Este hombre culto e
inteligente quiso llevar a cabo una reforma del Santo Tribunal. Hombre de ideas
liberales fue perseguido teniendo que exiliarse a Francia donde continuó
escribiendo libros entre los que destacó Historia
crítica de la Inquisición española, que publicó por primera vez en
el país galo en 1818, gracias a la información recogida en Madrid cuando fue
secretario de la Inquisición. Bonaparte le distinguió con la Orden Real de
España, conocida popularmente como "la berenjena" y que lleva en
forma de cinta el retratado en el cuello. Pudo beneficiarse de la amnistía del
gobierno liberal y regresó a España muriendo en Madrid en 1823.
El
personaje se encuentra de pie, sobre fondo neutro, a tamaño natural. Va vestido
de eclesiástico totalmente de negro donde la única nota de color es la
condecoración de la Orden Real de España, concedida por José I durante la
ocupación francesa. La cabeza la cubre con solideo, cayendo sus cabellos grises
sobre los hombros. Apoya la mano izquierda, en cuyo dedo meñique lleva el
anillo de Comisario de la Santa Cruzada, y con la derecha sujeta parte de la
indumentaria.
Lo
que más llama la atención de este retrato es el luminoso rostro del modelo, que
se caracteriza por la mirada viva e inteligente. Es un buen ejemplo de la
capacidad de Goya para la captación psicológica.
Testimonio
de la relación que Llorente mantuvo con Goya es un manuscrito que escribió con
comentarios a Los Caprichos,
conservado en el Museo de Bellas Artes de Boston.
El
duque de Wellington, 1812-1814.
National Gallery
(Londres)
Este lienzo, que se realizó como retrato privado para el
efigiado y pudo servir de modelo para el gran retrato ecuestre, perteneció al
propio duque de Wellington. Pasó luego a Louisa Catherine Caton, esposa del VII
duque de Leeds, perteneciendo a la colección de este último hasta 1878. Fue
vendido en Sotheby's, y adquirido por la National Gallery en junio de 1961. En
agosto, de ese año, fue robado del museo y recuperado en mayo de 1965.
Se
trata de un retrato de medio cuerpo en el que lo que más llama la atención son
las condecoraciones que le penden del cuello y lleva prendidas en la casaca de
militar. La banda rosa y la estrella superior que lleva sobre la pechera
pertenecen a la Orden del Baño; la banda azul y la estrella inferior izquierda
pertenecen a la Orden de la Torre y Espada de Portugal; la estrella inferior
derecha pertenece a la Orden de San Fernando y el Toisón de Oro. Cuelga de su
cuello el distintivo de la Orden del Toisón de Oro, que le fue concedida en
España en agosto de 1812.
El
rostro, que está pintado con gran precisión, mira al espectador con
inteligencia a la vez que transmite serenidad.
Se
aprecian las diferencias entre las pinceladas empastadas y llenas de pintura
dadas al cuerpo y condecoraciones del modelo y las realizadas en el rostro que
son mucho más precisas, delicadas y compactas.
Retrato
de Mariano Goya, 1812-1814.
Colección Duque de Alburquerque (Madrid)
La obra estuvo en la colección de Mariano Goya. Pasó después
a diversas colecciones: la de Eduardo Cano, en Madrid; la de Ussel, en Madrid y
la de Manuel Urzaiz, en Sevilla. En 1900 estaba en la del marqués de Alcañices
y pasó a sus propietarios actuales, los duques de Albuquerque, por
descendencia.
Mariano
de Goya (véanse datos biográficos en Mariano de Goya) aparece aquí retratado por segunda
vez, en un magnífico retrato más propio de un pequeño aristócrata que del nieto
de Goya. Aparenta la edad de unos siete o nueve años, por lo que se fecha el
retrato entre 1813 y 1815. Está sentado en una silla, con una partitura musical
de contornos desdibujados frente a él. Marianito, visto casi de medio cuerpo,
lleva una chaqueta negra que podría ser de terciopelo, sobre la que destaca el
amplio cuello de encaje blanco, ejecutado a punta de pincel. Luce un llamativo
sombrero de copa negro que enmarca las dulces y vivas facciones de su rostro,
donde los despiertos ojos oscuros destacan sobre la delicada piel. Se lleva la
mano izquierda a la cintura en un gracioso gesto de diligencia, mientras que la
derecha sujeta un papel enrollado que parece balancear a modo de batuta.
La
habilidad de Goya para los retratos infantiles ha sido subrayada en varias
ocasiones. Esta obra es uno de los más exquisitos que hizo, reflejando con gran
naturalidad la viveza y la ternura de su querido nieto.
El
entierro de la sardina, 1812-1819. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)
Esta pintura ha sido a menudo incluida dentro de la serie de
cuatro Cuadros de fiestas y costumbres
(Casa de locos, Corrida de toros, Procesión de disciplinantes y Auto de fe de la Inquisición). A pesar de su
formato mayor, está realizada sobre una tabla de madera de caoba, igual que
ellas, y han compartido historial. Las cinco obras además representan escenas
de locura, pero la que nos ocupa no se menciona en el inventario de 1812 junto
a esos Quatro cuadritos fiestas y
costumbres. Evidentemente relacionadas, si no incluso perteneciente a una misma
serie, también se data esta obra en los años de la posguerra por la carestía de
materiales, por la técnica y por su cercanía con las escenas de Los disparates.
Pese
a estar inscrito en un conjunto de cuadros de costumbres de la vida española,
el cuadro, en su origen, tuvo un carácter muy subversivo con la religión
católica. En un primer momento, en el estandarte que ocupa el centro del cuadro
aparecía la palabra «Mortus» sobre
una forma indefinida, que podía ser la sardina. Esta palabra se hace eco de la
que aparece en frases típicas de los estandartes de las procesiones del Viernes Santo (como Christus mortus est hodie)
aunque, funcionando como parodia (como toda la tradición del entierro de la
sardina), referiría a la muerte del ayuno cuaresmal, simbolizado por el
pescado.
Sin
embargo, toda esta serie de alusiones, desaparecen en parte al haber sustituido
la palabra por una grotesca máscara sonriente, lo que la relaciona con las
actitudes del grupo de personajes, bailando, y con máscaras. Aun así, el hombre
que baila a la derecha viste, al parecer, hábito de fraile, con lo que se
mantiene cierta parodia o sátira del estamento clerical. Además, las dos
mujeres centrales que bailan eran, en el dibujo, unas monjas; en el cuadro
definitivo esta identificación ha desaparecido. Solo son mujeres jóvenes con un
maquillaje de fantasía que hace función de máscara. En todo caso de la parodia
religiosa se ha pasado a la presencia sin más del baile, la fiesta, la risa y
la diversión popular, como protagonista absoluto del cuadro. Otros personajes,
como el situado a la izquierda más o menos disfrazado de jaque o soldado del
siglo XVII y que blande una pica en dirección a una de las mujeres, remitiría
al instinto indirectamente sexual desatado en esta fiesta. Están así presentes
en forma grotesca las dos instituciones decisivas en la configuración de la
sátira por parte del imaginario popular: el ejército, la fuerza; la moral, la
iglesia.
Hay
que recordar además que, si bien el carnaval fue permitido durante la
dominación francesa, el retorno al absolutismo
fernandino (que es la fecha más probable de realización de esta obra)
prohibía estas expansiones por los desmanes y burlas que a las instituciones
que lo apoyaban se hacían, aunque tales represiones no tuvieron demasiado
efecto. De todos modos, Goya, si pintó efectivamente el cuadro entre 1815 y
1819, como defiende Bozal (2005), llevaría a cabo un acto de talante
ciertamente crítico y transgresor, mostraría con él su rechazo de la política
reaccionaria de Fernando VII.
En
cuanto a la composición, está muy cercana a las de la serie con la que forma
conjunto, en particular Corrida de toros en un pueblo, pues se trata de
un óvalo iluminado, alrededor del cual (como en un ruedo) se sitúa el público
espectador, aunque en este caso participe de la fiesta y esté también disfrazado
con máscaras. Aunque, en comparación con aquel, en El entierro de la sardina
predomina la luz sobre la sombra y la alegría frente al drama; lo mismo que lo
distingue de la Casa de locos, la Procesión de disciplinantes y Auto de fe de la Inquisición, obras todas
ellas que muestran una gama cromática limitada y cuyos asuntos no permiten la
expansión festiva.
Esta
obra manifiesta la alegría de vivir del pueblo, y contrasta con las recientes
escenas macabras de Los desastres de la guerra
o la tragedia inminente de la serie de la
Tauromaquia, así como se aleja de los autos de fe, las muestras
sangrientas de las disciplinas de los flagelantes o el mundo absurdo y
marginado de la casa de locos, los cuadros con los que se ha visto que se
relaciona en el tiempo y asuntos. Se trata de destacar más allá de las
circunstancias políticas y sociales la «vitalidad popular», según señala Bozal.
Aquí las clases humildes gozan de libertad, se expresan sin trabas y no se ven
abocados a restricciones, padecimientos e incluso guerras impuestas por
circunstancias ajenas al deseo del pueblo. Este es el mensaje complementario de
la denuncia que lanzaba la serie de estampas de Los
desastres de la guerra, donde todo el énfasis se hacía en la lucha
de la gente por su vida, por sus casas y donde las víctimas estaban despojadas
de heroísmo y de representación de causa alguna. Es este del entierro de la
sardina el mundo feliz, aunque en su último día, o el que, por un tiempo, da
rienda suelta a sus deseos vitales, sin hacer consideración moral alguna y
mostrando la simple fiesta, abolidas las leyes, instituciones y ataduras de la
autoridad.
Auto
de fe de la Inquisición,
1812-1819. Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando (Madrid)
Otro
de los momentos de locura protagonizados por la sociedad goyesca, sin duda el
más macabro, es el juicio de la Inquisición y sus autos de fe, considerados
como un espectáculo más al que asistir. El Santo Oficio venía condenando a los
infieles desde la Edad Media. Aunque fue abolido por las Cortes de Cádiz, quedó
restituido con la llegada de Fernando VII y emprendió su particular persecución
contra los liberales y los afrancesados, mezclando motivos políticos y
religiosos. Al mismo Goya le pidieron cuentas para justificar sus pinturas de La maja desnuda y La maja vestida. La crítica hacia
la Inquisición y sus desmesuradas e injustas condenas se convirtió en parte en
un asunto personal, aunque Goya siempre se mostró preocupado por la
irracionalidad de su sociedad.
En
una sala de arquitectura medieval, con enormes arcos conopiales típicos de los
edificios civiles, se reúnen alrededor del estrado los numerosos asistentes,
cuyas cabezas se pierden en la oscuridad del fondo de la sala. Elevado sobre
una tribuna un clérigo lee la sentencia, y a la misma altura, en la parte
izquierda, se distinguen las mujeres cubiertas con mantilla. Presidiendo la
escena encontramos al corregidor, perfectamente identificado por su atuendo.
Está cómodamente sentado a la izquierda como si asistiera a un recital de
poesía, y dirige su atenta mirada a uno de los cuatro condenados. Sus cuerpos
se retuercen de pánico al escuchar las palabras condenatorias. Llevan el
sambenito y el capirote decorados con llamas como anticipo de la muerte que
recibirán en la hoguera. Tras ellos se sientan los religiosos de diversas
órdenes distinguidos gracias a sus hábitos: dominicos, franciscanos,
cartujos... En el centro mismo de la composición, el gran inquisidor realiza un
gesto de implacable, como si fuese un emperador romano en cuyas manos tiene la
vida de un esclavo.
La
crítica de Goya consiste aquí, como en el resto de la serie, en mostrar tal y
como sucedían en realidad estos autos de fe, que continuaron hasta el fin de la
sanguinaria institución inquisitorial en 1834.
Casa
de locos, 1812-1819. Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando (Madrid)
En
el inventario de 1828 redactado por Brugada a la muerte de Goya, se registraron
Quatro cuadritos fiestas y
costumbres, que han sido generalmente identificados con la serie de
cuatro pinturas sobre tabla: Casa
de locos, Corrida de toros,
Procesión de disciplinantes y Auto de fe de la Inquisición. No
se sabe con precisión cuándo fue realizada la serie, pero por el atuendo de las
figuras representadas y el estilo pictórico se puede acotar la fecha entre los
años 1814-1816.
Fue
propietario de la serie Manuel García de la Prada, amigo de Moratín y de Goya,
que fue alcalde de Madrid durante el periodo napoleónico hasta su exilio a
Francia en 1812. Pudo haber adquirido las obras directamente al pintor antes de
que éste marchara a Burdeos. Otra posibilidad es que las comprara a Javier Goya
una vez fallecido el pintor, y en ese caso sí podrían identificarse con la
referencia del inventario. De cualquier manera, la serie pasó a formar parte de
la colección de Manuel García de la Prada, en Madrid, con anterioridad a 1836,
que es cuando aparecen relacionados en su testamento a favor de la Real
Academia de San Fernando. Ingresaron en esa institución en 1839, cuando
falleció el propietario.
Las
cuatro pinturas de la serie están realizadas sobre madera de caoba,
concretamente una variedad proveniente de Cuba que se empleaba para las cajas
de embalaje y transporte de mercancías. Dado que se había restablecido el
comercio con América y que el consuegro de Goya estaba en el negocio, es
posible que fuese precisamente él, Martín Miguel de Goicoechea, quien le
proveyese de estas maderas.
Aunque
algunas de las imágenes representan escenas festivas, se ha deducido que Goya
quiso expresar con este conjunto de pinturas cuatro facetas distintas de la
locura, un tema que ya había tratado en otras ocasiones, por ejemplo en la
hojalata del Corral de locos.
Los temas tratados resultan además muy cercanos a la imagen de la España negra.
Casa de locos
podría ser la primera escena de la serie, por representar explícitamente la
locura, y porque Goya ha mantenido los márgenes en los cuatro lados para evitar
perder esa parte de la composición a la hora de enmarcar las tablas, detalle
que irá descuidando en las siguientes piezas. En una prisión abovedada con
ventanas rejadas en lo alto, se disponen en la composición horizontal una serie
de personas desnudas o semidesnudas. Sus actitudes y acciones incoherentes
evidencian la demencia que les ha llevado a ser encerrados allí. Algunos
elementos y detalles ayudan a distinguir los diversos estamentos sociales que
Goya ha querido representar, todos ellos igualados a través del desnudo.
Así,
el pueblo inculto y holgazán está representado como asistente a los toros,
protagonizado por el loco que está de espaldas y sujeta unos pitones y por el
que hace de picador, a su izquierda, y está a punto de apuntillar a un
compañero. La Iglesia aparece retratada a través del personaje de la derecha
caracterizado como Papa, tocado con una especie de tiara improvisada y adornado
con un escapulario formado por un naipe, que adopta el gesto de bendecir con la
mano derecha mientras en su cara se advierten unos ojos desorbitados. Tras él,
encontramos la figura del emperador, con corona de naipes, un cetro en la mano
y hasta una túnica. En pie, tocado con una corona de plumas y armado con lo que
parece semejarse a un arco, se dispone el jefe salvaje rodeado de su séquito de
acompañantes y admiradores, entre los que se encuentra su fiel servidor, una
monja fanática, un monje encapuchado y otras figuras tan solo esbozadas.
Seguramente es una parodia del rey de España. En el centro de la composición y
también en pie, una hombre de espaldas y completamente desnudo se cubre la
cabeza con un tricornio y señala al fondo como si se dispusiera a lanzar un
ataque al enemigo. Además otras figuras acaban de completar el elenco de clases
sociales: un campesino con su azada y algunas personas entretenidas en los
placeres de la carne.
La crítica feroz a la sociedad parece ser síntoma del enfado
y la tristeza que Goya sin duda sintió cuando se restableció el poder
absolutista de Fernando VII.
Procesión
de disciplinantes, 1812-1819. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)
Igual
que ocurría con la fiesta taurina, como hemos visto en Corrida de toros, las
procesiones con disciplinantes fueron prohibidas en España tras el regreso de
Fernando VII en 1815. A pesar de eso, el fervor y el fanatismo religioso del
pueblo continuaron con la tradición de los penitentes. Goya veía estas
procesiones como una más de las manifestaciones de la irracionalidad popular y
por eso la representa con toda la crudeza y el realismo que él sabía captar.
La
procesión que Goya pintó aquí parece estar llevándose a cabo en una gran
ciudad, como indica la presencia del alguacil, tocado con peluca blanca, que
trata de mantener el orden. Como espectadores de la obra asistimos en calidad
de público y obtenemos una perfecta visión de los flagelantes que, con el torso
desnudo, descalzos y cubiertos por capirotes blancos, se flagelan a sí mismos
hasta hacer brotar la sangre que mancha sus vestiduras también blancas. Con
ellos se entremezclan unas figuras vestidas de negro de los pies a la cabeza,
tocados por corozas, que hacen sonar la trompeta mientras otros se disciplinan
cargando con maderos sobre sus hombros. Las figuras de los pasos aparecen en la
parte izquierda, lideradas por la Virgen de la Soledad; tras ella un Cristo
camino del Calvario y un Crucificado. La devoción se transmite por las
actitudes de las mujeres que se arrodillan ante la Virgen, cubiertas por velos.
Toda la gente se rinde ante las imágenes y el dolor de los disciplinantes excepto
una persona que, igual que la mujer que dirigía su mirada hacia el espectador
en Corrida de toros, nos mira desde la muchedumbre, asomando la cabeza por
encima de los capirotes blancos con una expresión de espanto muy elocuente.
Corrida
de toros en un pueblo, 1812-1814 Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
(Madrid)
Esta
escena de fiesta popular, aparentemente un simple cuadrito de género con fines
recreativos, sería una nueva representación de la locura, lo que parece ser el
leitmotiv de este conjunto pictórico. Aunque Goya fue un gran aficionado a los
toros, como demuestran las numerosas composiciones taurinas de variada técnica
que encontramos a lo largo de su trayectoria artística, eran sonados los
excesos que se cometían en este tipo de fiestas a las que acudía toda clase de
público. De hecho, ya desde la época de Felipe V en adelante fueron varios los
decretos reales que, motivados por el pensamiento ilustrado, prohibieron la
matanza del toro o incluso el espectáculo en sí. Pero los vetos oficiales
fueron ignorados y todo tipo de gente, clérigos, jóvenes, mayores, majos, etc.
siguieron asistiendo en masa al espectáculo que se celebraba en todos los
puntos de España y de la Nueva España. Con maderas improvisaban el cercado en
una plaza y se amontonaban alrededor.
Y
eso es precisamente lo que Goya pintó aquí. Al fondo de la imagen, realizadas
en tonalidades grisáceas como confundiéndose con el aire, y con pinceladas
ligeras de materia, se dispone una hilera de casas que sugieren la ubicación de
esta corrida de toros en una población. El cercado de madera que separa a los
asistentes del ruedo es perfectamente visible, aunque en la parte más lejana al
espectador se convierte en una vaga mancha indefinida, como las casas y como el
público de esa parte de la composición. Recorriendo la valla con la mirada
podemos ir distinguiendo a la gente que disfruta de la lidia, figuras ordenadas
a un lado y al otro de un hombre que está sentado de espaldas, estableciendo el
eje central. En el medio del cercado el picador se dispone a picar al toro
bravo, evidentemente tenso y en alerta. Además se disponen algunos toreros y al
fondo, totalmente abocetado, otro picador.
Detrás de un muchacho sentado en el ángulo inferior derecho,
cuyo cuerpo deja ver perfectamente la preparación rojiza de la tabla, una mujer
está mirando al espectador con los ojos muy abiertos. Su rostro refleja el
horror del espectáculo al que asiste, siendo la única consciente de la
brutalidad de la fiesta taurina y de la enajenación popular.
Los desastres de la guerra es una serie de 82 grabados del pintor español
Francisco
de Goya, realizada entre los años 1810
y 1815. El horror de la guerra se muestra
especialmente crudo y penetrante en esta serie. Las estampas detallan las
crueldades cometidas en la Guerra de la Independencia
Española.
En
vida de Goya solo se imprimieron dos juegos completos de los grabados, uno de
ellos regalado a su amigo y crítico de arte Ceán Bermúdez, pero
permanecieron inéditos. La primera edición apareció en 1863, publicada por iniciativa de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Siguieron otras en 1892, 1903, 1906, 1923 y 1937
Goya,
que vivía en Madrid, emprende un viaje a Zaragoza entre el día 2 y el 8 de octubre de 1808 a petición del general Palafox para conocer y
representar los sucesos de los Sitios de Zaragoza.
En el transcurso de este trayecto pudo contemplar escenas de guerra que se
reflejan también en otros cuadros como Fabricación
de pólvora en la Sierra de Tardienta y Fabricación
de balas en la Sierra de Tardienta (Patrimonio
Nacional), cuya ejecución es contemporánea a la serie de los Desastres
de la Guerra.
Desde
octubre de 1808 Goya dibujó bocetos preparatorios (conservados en el Museo del
Prado) y, a partir de estos y sin introducir modificaciones de importancia
—aunque estas leves variaciones hicieron desaparecer elementos anecdóticos en
favor de una mayor universalización y mejoraron la composición a la par que
incidieron en el rechazo de los aspectos convencionales de la muerte heroica—,
comenzó a grabar las planchas en 1810, año que aparece en varias de ellas.
En
cuanto a la fecha de su conclusión, Jesusa Vega
ha analizado la calidad del papel y de las planchas utilizados y concluye que
son de ínfima calidad, lo que no sucede en la Tauromaquia
y los Disparates y, por tanto, la fecha
de terminación de las estampas tiene que ser la de 1815, pues es en este marco
temporal en el que Goya tuvo dificultades para encontrar mejores calidades
técnicas.
Así
pues, el marco temporal de Los desastres abarca los sucesos ocurridos en
España entre 1808 y 1815, fecha en la que se da por concluido su trabajo. El
hecho de que no fueran publicados en estos años puede responder, según
Glendinning, a la feroz crítica que las últimas estampas hacen del régimen absolutista.
La técnica utilizada es el aguafuerte, con alguna aportación
de punta seca, bruñidor y aguada. Apenas usa Goya la aguatinta, que era la técnica
mayoritariamente empleada en los Caprichos, debido probablemente
también a la precariedad de medios materiales con que toda la serie de los Desastres, que fue ejecutada en
tiempos de guerra.
Temas y estructura
Las estampas tuvieron inicialmente el propósito de constituir un
álbum patriótico, en consonancia con la petición de Palafox, pero, conforme
adelantaba su trabajo Goya amplía los temas para abordar todo tipo de
desgracias y sucesos de la guerra provenientes de cualquiera de los dos bandos,
pues en muchas de las estampas no es posible identificar quiénes son los
autores de los horrores. Incluso se acerca a la situación política de la
posguerra en las últimas estampas, como las de los denominados «Caprichos enfáticos».
Los desastres de la guerra, nº 5: «Y son fieras».
Una de las primeras estampas de la serie muestra la participación valerosa de
la mujer durante la guerra, incluso una de ellas sosteniendo en el otro brazo a
su hijo.
La cohesión temática de los Desastres, en la que no se
aprecian discontinuidades temporales entre los asuntos de sus tres partes,
vendría a confirmarlo. Estas son:
·
Primera
parte (estampas 1 a
47), con estampas centradas en la guerra.
·
Segunda
parte (estampas 48 a
64), centrada en el hambre, bien sea consecuencia de los Sitios de Zaragoza de
1808 o de la carestía de Madrid entre 1811 y 1812.
·
Tercera
parte o «Caprichos enfáticos»
(estampas 65 a 82), que se refieren al periodo absolutista tras el regreso de Fernando VII. En esta sección abunda la crítica
sociopolítica y el uso de la alegoría mediante animales.
Por
otro lado, Glendinning (1993) señala que toda
la serie guarda una coherencia estructural basada en conexiones temporales,
causales, analogías y contrastes.
De
ese modo, al igual que sucedía en Los Caprichos,
Goya establece relaciones temáticas entre las distintas estampas, y de ello son
muestra los epígrafes, puesto que algunos carecen de completitud si no se
tienen en cuenta los que aparecen en la o las estampas anteriores. Así, la
estampa número 10, titulada «Tampoco» no se entiende sin la número 9 «No
quieren», en la que vemos a un soldado francés forzando a una mujer. También en
la estampa «Tampoco» las mujeres que están siendo violadas «no quieren» serlo.
La continuidad del asunto está presente en la secuencia de los textos escritos
al pie. Y no acaba aquí, pues la undécima, «Ni por esas», completa la trilogía
de mujeres violentadas.
En
otros casos se dan relaciones de causa-efecto o de continuidad narrativa en el
tiempo. Un grupo de estampas (de la 2 a la 11) muestran la violencia, y a
partir de la 12 («Para eso habéis nacido») abundan las escenas de muertos o
ajusticiados o de desplazados que huyen de la guerra en las estampas 44 («Yo lo
vi») y 45 («Y esto también»), donde, por cierto, además de ratificar lo dicho
antes acerca de la continuidad de los epígrafes, Goya afirma, con ellos, que es
testigo presencial de los hechos, que actúa como un «reportero» sobre el
terreno.
Los desastres de la
guerra, nº 33: «¿Qué hay que hacer más?». Goya refleja en su obra gráfica la
brutalidad y barbarie a que se llegó en la Guerra de la Independencia Española.
Además
de la unidad, el grabador aragonés destaca también lo vario de los temas. Así
los muertos pueden ser caídos en acción de combate (donde destaca el valor de
la mujer, como en los números 4 «Las mujeres dan valor» y 5 «Y son fieras»; o
la conocida número 7, «¡Qué valor!», que representa a Agustina
de Aragón o a Manuela Sancho disparando
el cañón.
La
mayoría de las estampas de la primera parte representan ajusticiados, unos sin
procedimiento legal alguno («Con razón o sin ella», nº 2; «Lo mismo», nº 3;
«¿Por qué?», nº 32); otros tras una justicia sumaria («Por una navaja», nº 34 y
«No se puede saber por qué», n.º 35, al que sigue el ahorcado de «Tampoco», nº
36); e incluso cruelmente linchados, como en «Populacho» (nº 28),
descuartizados en la 33 «¿Qué hay que hacer más?», o empalados en la nº 37
(«Esto es peor»).
A
partir de la estampa 48 las muertes se deben a las consecuencias que la guerra
tiene en la sociedad. Hay fallecidos a causa de la enfermedad, el frío y la
inanición: «Al cementerio» (nº 56), «Carretadas al cementerio» (nº 64);
congelados en «Las camas de la muerte» (nº 62) y, quizá por todas estas causas
juntas, «Muertos recogidos» (nº 63).
La
muerte es el tema más constante en todas sus formas y circunstancias. Todos
comparten la condición de víctimas, desde los franceses ante las mujeres o el
populacho, hasta los frailes («Esto es malo», nº 46 y «Así sucedió», 47), si
bien no aparecen entre estas dignidades eclesiásticas, clases dirigentes, ni
alta burguesía; más bien al contrario, gozan de tratos de favor, como se puede
observar en la número 61, donde «Si son de otro linage», se ven favorecidos de
las autoridades francesas.
Esta
línea de denuncia política será la predominante en la tercera parte a partir de
la estampa 65, en el segmento denominado «caprichos enfáticos», donde el asunto
se traslada a la crítica de las clases sociales adictas al nuevo régimen
absolutista imperante. Así, se critica la devoción por reliquias e imágenes en
las estampas número 66 y 67 respectivamente: «¡Extraña devoción!» y «Esta no lo
es menos» o a los nuevos secuaces de la restauración absolutista
en España en «Contra el bien general» (nº 71).
Los desastres de la
guerra, nº 74: «¡Esto es lo peor!». Un lobo escribe «Mísera humanidad la culpa
es tuya. Casti» que remite al escritor italiano Giambattista Casti, autor del
poema Gli animali parlanti (Los animales parlantes), traducido al español en
1813, en que aparece el verso «Schiava humanitá, la colpa é tua» (XXI, 57).
Muchos
de estos últimos grabados tienen carácter alegórico, aunque su interpretación
era un enigma hasta el año 1978. En ese año Nigel Glendinning, pública «A
Solution to the Enigma of Goya's 'Enphatic Caprices', ns 65-80 of The
Disasters of War» (Una solución al enigma de los «caprichos enfáticos» nos
65 a 80 de Los desastres de la guerra de Goya) y allí mostró la relación
entre las estampas 65-80 (los llamados «Caprichos
enfáticos») y la obra Gli animali parlanti del poeta italiano Giambattista Casti, a quien Goya retrató en un cuadro
conservado en el Museo Lázaro Galdiano. Este
libro fue traducido al español en 1813 por Francisco
Rodríguez de Ledesma. Como prueba aduce que en la estampa nº 74,
titulada «¡Esto es lo peor!», un lobo escribe la frase «Mísera humanidad la
culpa es tuya. Casti», que remite al último verso de la estrofa 57 del canto
XXI del poema italiano, que reza «Schiava umanità, la colpa è tua». En su obra
Casti arremete contra la corrupción del poder, la hipocresía, el amiguismo o la
ausencia de libertades y sus protagonistas son animales. En la obra del poeta
italiano el lobo es el secuaz de la monarquía, el caballo representa el
constitucionalismo y los perros caracterizan las facciones revolucionarias. El
búho es alegoría del estamento eclesiástico y el vampiro de los malos
consejeros. Todos estos animales aparecen en los grabados de la tercera parte
de Los desastres de la guerra. En la serie goyesca, los lobos
representarían a los partidarios del absolutismo, el caballo que «Se defiende
bien» de la estampa 78 a los liberales, y en general los monstruosos pájaros
cercanos a buitres (visible en «El buitre carnívoro», estampa nº 76), o enormes
bestias informes (el «¡Fiero monstruo!» de la estampa 81, ahíto de cadáveres
humanos que desbordan sus fauces) figuran a quienes se han de aprovechar del
resultado de la guerra.
En
todo caso, y como traslucen los grabados finales en su extensión original de
ochenta estampas («Murió la Verdad», nº 79 y «¿Si resucitará?», nº 80) la gran
víctima de la guerra es la Verdad. De todos
modos, en la estampa 82 —«Esto es lo verdadero»— y a modo de epílogo, alumbra
la esperanza en la unión del pueblo campesino, símbolo del trabajo productivo, y la figura de La Verdad.
Los desastres de la guerra suponen una visión de la guerra en la
que la dignidad heroica ha desaparecido y este es una de las características de
la visión contemporánea de los conflictos. Lo único que aparece en Goya es una
serie de víctimas, hombres y mujeres sin atributos de representación, que
sufren, padecen y mueren en una gradación de horrores. Se trata de una visión
de denuncia de las consecuencias sufridas por el hombre en tanto que ser civil,
despojado de simbología y parafernalia bélica. En este sentido se puede ver
como una obra precursora de los reportajes de guerra de la prensa actual
comprometida con las catástrofes humanitarias.
·
Desastres
de la guerra nº 1: Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer.
176
x 220 mm. (huella) / 248 x 341 mm. (papel). Aguafuerte, punta seca, buril y
bruñidor. Estampación con entrapado. Papel avitelado ahuesado grueso. En la
oscuridad del fondo se distinguen una porción de monstruos y quimeras que le
amenazan: estos son la invasión francesa y todas sus consecuencias. El
miserable es el pueblo que previó y adivinó lo que sucedería, mientras que a
los gobernantes les vendaba los ojos el egoísmo.
- Desastres de la guerra nº 2: Con razón o sin ella
- 153 x 206 mm. (huella) / 248 x 341 mm. (papel). Aguafuerte, aguada, punta seca, buril y bruñidor. Estampación con entrapado.
·
Desastres
de la guerra nº 3: Lo mismo
159
x 219 mm. (huella) / 248 x 341 mm. (papel). Aguafuerte, aguada, punta seca,
buril y bruñidor. Estampación con entrapado. Papel avitelado ahuesado grueso.
Un campesino español, con un hacha, ataca a un grupo de militares con tremendo
ademán de labriego. Los soldados enemigos, con gorros de piel, y agudos
alfanjes, no aciertan a defenderse del terrible leñador. Un compañero suyo a la
izquierda, apuñala briosamente al militar sobre el que está montado Esta
represalia de la estampa precedente, en la que los soldados extranjeros actúan
de dueños, pierde su sentido heroico, para subrayar que, en cualquier caso, da
lo mismo tener razón o no.
·
Desastres
de la guerra nº 4: Las mujeres dan valor
155
x 206 mm. (huella) / 248 x 341 mm. (papel). Aguafuerte, aguatinta, aguada,
punta seca, buril y bruñidor. Estampación con entrapado. Soporte Papel
avitelado ahuesado grueso.
·
Desastres
de la guerra nº 5: Y son fieras
155
x 209 mm. (huella) / 248 x 341 mm. (papel). Aguafuerte, aguatinta bruñida y
punta seca. Estampación con entrapado. Papel avitelado ahuesado grueso.
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Desastres
de la guerra nº 6: Bien te se está
143
x 208 mm. (huella) / 248 x 341 mm. (papel). Aguafuerte, aguada y buril.
Estampación con entrapado. Papel avitelado ahuesado grueso. Un general
francés, caído a tierra, expira entre un grupo de soldados. Al fondo la
batalla.
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Desastres
de la guerra nº 7: ¡Qué valor!
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Desastres
de la guerra nº 8: Siempre sucede
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Desastres
de la guerra nº 9: No quieren
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Desastres
de la guerra nº 10: Tampoco
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Desastres
de la guerra nº 11: Ni por esas
·
Desastres
de la guerra nº 12: Para eso habéis nacido
·
Desastres
de la guerra nº 13: Amarga presencia
La escena puede ser dividida en tres planos de
la figura más cercana a la más lejana: en el primero aparece en el lado
izquierdo un hombre de espaldas con las manos atadas y recargado en un pilar
dentro del segundo plano se encuentra la imagen principal, se trata de una
mujer en el piso siendo sometida por dos hombres, ellos, se encuentran
agachados sujetándole un brazo cada; en el tercer plano aparecen dos personas
tiradas en el piso.
·
Desastres
de la guerra nº 14: ¡Duro es el paso!
·
Desastres
de la guerra nº 15: Y no hay remedio
·
Desastres
de la guerra nº 16: Se aprovechan
En la imagen aparece un montículo de cadáveres,
sobre ellos, dos personajes vivos, despojando a los cuerpos sin vida de sus vestiduras
·
Desastres
de la guerra nº 17: No se convienen
·
Desastres
de la guerra nº 18: Enterrar y callar
·
Desastres
de la guerra nº 19: Ya no hay tiempo
·
Desastres
de la guerra nº 20: Curarlos, y a otra
·
Desastres
de la guerra nº 21: Será lo mismo
·
Desastres
de la guerra nº 22: Tanto y más
162
x 253 mm. Aguafuerte, aguada y escoplo. Otro montón de cadáveres, vestidos a lo
español, yace en un monte a las afueras de un pueblo, cuyos muros se esbozan al
fondo. Terrible abandono de estos muertos, que están tan olvidados que ni aun
los ladrones se ocupan de ellos. En el ángulo inferior izquierdo leemos Goya
1810, inhabitual datación, que acaso muestre el realismo de este monte, quizá
el del Príncipe Pío, donde yacían las víctimas del tremendo furor del 3 de mayo
de dos años antes.
·
Desastres
de la guerra nº 23: Lo mismo en otras partes
162
x240 mm. Aguafuerte, aguada, punta seca y escoplo. Quizá por la desacostumbrada
firma de la estampa anterior (Goya 1810 el granador, que acaso pensaba que
había visto esos montones de muertos en el lugar de su residencia, Madrid,
quiso en la presente subrayar que podía verse lo mismo en otras partes, y nos
muestra dos montones de muertos, uno en primer término y el otro en el
horizonte, al socaire de la arcada de un puente o cueva que impone su negrura
de comentario a esta doble hecatombe. ¿Se refiere a otras regiones de España o
a todo el mundo? Su pesimismo es atroz en la época de las guerras napoleónicas.
Estos muertos vestidos y abandonados en este agreste paraje conservan en su
rigidez mortal las posturas falsamente vitales en que les sorprendió su fin.
·
Desastres
de la guerra nº 24: Aun podrán servir
·
163
X 260 mm. Aguafuerte y bruñidor. Título que empareja esta lámina con la nº 20;
curarlos y a otra que aún podrán servir. Aquí recogen a los heridos, en camilla
o en brazos, en un descampado en las afueras de un pueblo, cuya tierra está
sembrada de sables y fusiles. Pero en la estampa 20ª los heridos son militares
franceses; en esta 24ª, los personajes; heridos y camilleros; parecen gente de
la aldea que asoma al horizonte con el desmochado campanario de su parroquia.
Más emotiva, que la número 20, esta estampa muestra el dolor y la buena
voluntad de los improvisados camilleros y doctores. También esos heridos
servirán para continuar la resistencia.
·
Desastres
de la guerra nº 25: También estos.
165 x 236 mm. Aguafuerte, punta seca y escoplo. Que ya son
llamados a servir. Los enfermos de un hospital improvisado, cuando no están
muertos o desfallecidos, se incorporan de nuevo a la lucha. Hay uno que, en
primer término, se está terminando de vestir; otro a quien levantan, entre
varios, de su yacija. Algunos yacen inmóviles, en sus lechos o en el suelo,
como ese despatarrado cadáver a la derecha de un saco abandonado, que también
servirá. Hay como un remedo de los pliegues de las camas de batalla, de sábanas
usadas, en esta composición, horizontal en la negrura de la sala, acaso cueva,
de este refugio de campaña.
·
Desastres de la guerra nº 26: No se puede mirar
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Desastres de la guerra nº 27: Caridad
163 x 236 mm. Aguafuerte, aguada, punta seca, escoplo y
bruñidor. Entre las obras de Caridad, que Goya estudió de niño en el catecismo
de su escuela, figura la de enterrar los muertos. Los improvisados sepultureros
de esta estampa, tras desnudar a los enemigos de sus pertenencias (uno de ellos
aún lleva un sable bajo el brazo) los arrojan violentamente, sin el más leve
ceremonial, como si fueran basura, a la negra sima del primer término. Esos dos
cuerpos desnudos inician así un paradójico y miserable vuelo hacia la hoya de
su improvisada sepultura. Otros cuerpos desvestidos esperan inertes el mismo
destino despectivo. Probablemente son muertos enemigos, cuya muerte es preciso
ocultar. La caridad, en este caso, empieza por uno mismo.
·
Desastres de la guerra nº 28: Populacho
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Desastres de la guerra nº 29: Lo merecía
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Desastres de la guerra nº 30: Estragos de la guerra
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Desastres de la guerra nº 31: ¡Fuerte cosa es!
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Desastres de la guerra nº 32: ¿Por qué?
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Desastres de la guerra nº 33: ¿Qué hay que hacer más?
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Desastres de la guerra nº 34: Por una navaja
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Desastres de la guerra nº 35: No se puede saber por qué
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Desastres de la guerra nº 36: Tampoco
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Desastres de la guerra nº 37: Esto es peor
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Desastres de la guerra nº 38: ¡Bárbaros!
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Desastres de la guerra nº 39: Grande hazaña, con muertos
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Desastres de la guerra nº 40: Algún partido saca
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Desastres de la guerra nº 41: Escapan entre las llamas
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Desastres de la guerra nº 42: Todo va revuelto
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Desastres de la guerra nº 43: También esto
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Desastres de la guerra nº 44: Yo lo vi
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Desastres de la guerra nº 45: Y esto también
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Desastres de la guerra nº 46: Esto es malo
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Desastres de la guerra nº 47: Así sucedió
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Desastres de la guerra nº 48: ¡Cruel lástima!
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Desastres de la guerra nº 49: Caridad de una mujer
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Desastres de la guerra nº 50: ¡Madre infeliz!
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Desastres de la guerra nº 51: Gracias a la almorta
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Desastres de la guerra nº 52: No llegan a tiempo
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Desastres de la guerra nº 53: Espiró sin remedio
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Desastres de la guerra nº 54: Clamores en vano
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Desastres de la guerra nº 55: Lo peor es pedir
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Desastres de la guerra nº 56: Al cementerio
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Desastres de la guerra nº 57: Sanos y enfermos
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Desastres de la guerra nº 58: No hay que dar voces
·
Desastres de la guerra nº 59: ¿De qué sirve una taza?
·
Desastres de la guerra nº 60: No hay quien los socorra
·
Desastres de la guerra nº 61: Si son de otro linage
·
Desastres de la guerra nº 62: Las camas de la muerte
·
Desastres de la guerra nº 63: Muertos recogidos
·
Desastres de la guerra nº 64: Carretadas al cementerio
·
Desastres de la guerra nº 65: ¿Qué alboroto es este?
·
Desastres de la guerra nº 66: ¡Extraña devoción!
·
177 x 222 mm.
·
Desastres de la guerra nº 67: Esta no lo es menos
179 x 220 mm. Aguafuerte, aguatinta bruñida y/o aguada, punta
seca, escoplo y bruñidor. De esta manera, los viejos gentilhombres, que carga
con las imágenes religiosas sobre sus achacosas espaldas y sus bordadas
casacas, haciendo procesiones al son de la campanilla, pueden ser, para Goya,
quienes, en vez de trabajar en el remedio de los desastres de la guerra, buscan
su salvación tan solo en la bondad del cielo, sin recordar el refrán castellano
a Dios rogando y con el mazo dando ni preocuparse de poner las acciones
y las cosas a compás de la época, sin empecinarse en repetir las viejas
devociones.
·
Desastres de la guerra nº 68: ¡Qué locura!
160 x 222 mm. Aguafuerte, aguada y escoplo. Una de las láminas
más oscuras de la serie, hasta el punto de que algunos comentaristas renuncian
a explicarla (es el caso de André Laszló en su traducción al francés por
Marcial Retuerto, para la exposición de la sala Caveu de París, en 1960-1961).
La lámina representa a un hombre, al parecer fraile, vestido de blanco que se ha
remangado el hábito para ponerse en posición fecal, con las piernas apartadas
(por lo demás con calzoncillos), sin percatarse de que el orinal no está
debajo, sino apartado hacia la izquierda del dibujo, rodado de máscaras
grotescas, a modo de deyecciones, mientras que en el lado opuesto se amontonan
diversos objetos acaso conventuales. Lafuente Ferrari piensa que se trata de
exvotos ofrecidos a imágenes devotas; pero la intención general se nos escapa,
aunque aparentemente sea satírica. El título, "que locura" parece
confirmar la insania de este aguafuerte, de somera ejecución.
·
Desastres de la guerra nº 69: Nada. Ello dirá
155 x 201 mm. Aguafuerte, aguatinta bruñida, aguada y punta
seca. La intención de esta terrible lámina es, en cambio, muy clara, aunque se
preste a diversas interpretaciones. Del fondo muy oscuro y fantasmagórico,
donde burbujean rostros o formas algo humanas, destaca en diagonal un cadáver
esquelético, que se esfuerza por apartar la losa de su tumba con la mano
izquierda, mientras con la derecha blande un papel con la palabra Nada. Tan
misteriosa imagen ha sido objeto de numerosas explicaciones. Lafuente Ferrari
se inclina a creer que se trata de una intención moral o política más que
religiosa: la guerra y la muerte no han servido de nada, ya que no terminaron
con la injusticia y la violencia humana. En medio de una multitud de
interpretaciones y hasta de anécdotas apócrifas, según Laszló, Pérez Sánchez
comenta que la palabra Nada indica la inexistencia de una vida de ultratumba.
En ella Goya hubiera podido creer, según sus cuadros, indudablemente
religiosos, pintados en sus últimos años de Burdeos, San Pedro y San Pablo, e
incluso las cabezas, nada satíricas, de Una monja y Un fraile, sobre cuyo
reverso aparece la fecha (no autógrafa) de 1827.
·
Desastres de la guerra nº 70: No saben el camino
177 x 220 mm. Aguafuerte, punta seca, escoplo y bruñidor. Se
refiere a una hilera de hombres de diversos trajes, civiles o religiosos,
atraillados con una soga que va de cuello a cuello, sin dejarles variar de
colocación, que avanzan por complicados y curvos vericuetos, pero que no saben
el camino. Se ha recordado la parábola del ciego que guía a otro ciego del
cuadro de Brueghel en Nápoles. En todo caso, el primero de esta fila
interminable hace un ademán de explicación, aunque no sea de fácil
interpretación. Acaso trate de mostrar la escasa libertad de los poderosos que
creen dirigir la marcha de la humanidad.
·
Desastres de la guerra nº 71: Contra el bien general.
177 X 221 mm. Aguafuerte y bruñidor. En lo alto de un montículo,
rodeado de una muchedumbre de pequeños personajes que le expresan su
veneración, un extraño anciano contrahecho, con cabeza de grandes orejas de ala
de murciélago y los pies de largas uñas, apoyados en una esfera terrestre, escribe
atentamente en un grueso infolio mientras levanta e1 dedo índice de su mano
izquierda a modo de advertencia de un sillón o trono cuyas patas se apoyan en
sombra. El título de esta extraña imagen. Contra e1 bien general, alude a las
leyes que está escribiendo, sin duda anacrónicas, y con que se opone a la
marcha de los tiempos nuevos en la anticuada restauración fernandina.
Probablemente se trate de un legislador de la nueva época.
Desastres de la guerra nº 72: Las resultas
179 x 220 mm. Aguafuerte. Un enjambre de extraños murciélagos o
vampiros se abaten sobre una figura yacente, acaso muerta, bella y noble en sus
harapos, que, como consecuencia de la estampa anterior, se ve picoteada y
destrozada por esos avechuchos, el mayor de los cuales, posado sobre el
personaje tendido (España acaso) le sorbe la sustancia de su pecho. Esta
terrible imagen, de espantosa belleza, parece referirse a los hombres de presa
que van a aprovecharse de la restauración fernandina para devorar el cadáver de
España. La técnica es de una elegancia que puede recordar a los Caprichos y que
aumenta lo espantoso de la imagen, de tan rara perfección.
·
Desastres de la guerra nº 73: Gatesca pantomima
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Desastres de la guerra nº 74: ¡Esto es lo peor!
·
Desastres de la guerra nº 75: Farándula de charlatanes
·
Desastres de la guerra nº 76: El buitre carnívoro
175 x 220 mm (huella) / 250 x 342 mm (papel). Aguafuerte,
buril/punta seca y bruñidor. Estampación con entrapado. Interpretación: Un
águila mutilada rodeada de gente del pueblo es agredida por un hombre con una
horca, al fondo se observa un grupo de soldados en retirada. Alusión evidente a
la retirada del ejército francés y al final de la guerra, hacia finales de 1813
·
Desastres de la guerra nº 77: Que se rompe la cuerda
·
Desastres de la guerra nº 78: Se defiende bien
·
Desastres de la guerra nº 79: Murió la Verdad
·
Desastres de la guerra nº 80: ¿Si resucitará?
·
Desastres de la guerra nº 81: ¡Fiero monstruo!
Medidas: 175 x 216 mm. (huella) / 252 x 328 mm. (papel).
Técnica: Aguafuerte, punta seca y buril. Soporte: Papel continúo crema (falso
verjurado). Filigrana: Letra “Arches”, 17 x 53 mm; papel fabricado por la
empresa papelera francesa Arjomari, resultante de la fusión en 1954 de las
marcas Arches, Johannot, Marais y Rives.
·
Desastres de la guerra n.º 82: Esto es lo verdadero
Medidas: 177 x 217 mm (huella) / 252 x 329 mm (papel). Técnica:
Aguafuerte, aguatinta, punta seca, buril y bruñidor. Soporte: Papel continúo
crema (falso verjurado). Filigrana: Letra “Arches”, 17 x 52 mm.; papel
fabricado por la empresa papelera francesa Arjomari, resultante de la fusión en
1954 de las marcas Arches, Johannot, Marais y Rives.
El dos y El tres de mayo de 1808 en Madrid
Finalizada
la guerra, Goya abordó en 1814 la ejecución de dos grandes cuadros de historia
que suponen su interpretación de los sucesos ocurridos los días 2 y 3 de mayo
de 1808 en Madrid. De su intención da cuenta el escrito dirigido al gobierno
—presidido por el cardenal Luis de Borbón como regente—en el que señala su
intención de
... perpetuar por medio
del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa
insurrección contra el tirano de Europa.
Las obras
de gran formato El dos de mayo de 1808 en Madrid (o La lucha con los
mamelucos) y El tres de mayo de 1808 en Madrid (o Los
fusilamientos) establecen, sin embargo, apreciables diferencias con
respecto a lo que era habitual en los grandes cuadros de este género. Renuncia
en ellos a que el protagonista sea un héroe: podía elegir, por ejemplo, para la
insurrección madrileña, presentar como líderes a los militares Daoíz y Velarde,
en paralelo con los cuadros de estilo neoclásico del francés David que
ensalzaban a Napoleón, y cuyo prototipo fue Napoleón cruzando los Alpes
(1801). En Goya el protagonista es el colectivo anónimo de gentes que han
llegado al extremo de la violencia más brutal. En este sentido también se
distingue de las estampas contemporáneas que ilustraban el levantamiento del
Dos de Mayo, las más conocidas de las cuales fueron las de Tomás López
Enguídanos, publicadas en 1813, reproducidas en nuevas ediciones por José
Ribelles y Alejandro Blanco un año después. Pero hubo otras de Zacarías
González Velázquez o Juan Carrafa entre otros. Estas reproducciones,
popularizadas a modo de aleluyas, habían pasado al acervo del imaginario
colectivo cuando Goya se enfrenta a estas escenas, y lo hace de un modo
original.
El dos de
mayo de 1808 en Madrid, 1814 (Museo del Prado)
Este cuadrito es un boceto preparatorio del gran cuadro Dos de Mayo de 1808 en Madrid, conocido también como
La carga de los mamelucos en la
Puerta del Sol, que se guarda en el Museo del Prado. Es uno de los
acontecimientos del levantamiento del pueblo madrileño contra los franceses.
Los
dos grandes cuadros del dos y tres de mayo fueron realizados por Goya en 1814.
El pintor se había dirigido por escrito el 24 de febrero de ese a año a la
Regencia, presidida por el cardenal de Toledo Luis de Barbón y Vallabriga,
manifestando «sus ardientes deseos de
perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas
de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa», y para poder
pintar tales obras pedía una ayuda económica. El 9 de marzo se accedía a su
petición, concediéndole el pago de «lienzos, aparejos y colores», además de
1.500 reales de vellón mensuales mientras durase la realización de esos
cuadros.
Este
boceto se haría por entonces, sobre un soporte poco frecuente, papel sobre madera.
Hoy sabemos, por estudios radiográficos realizados a algunas pinturas hechas
durante los años de la Guerra de la Independencia por Goya, que reaprovechó
lienzos para pintar sobre las pinturas existentes. Goya utilizaría el papel
sobre madera ante la falta de lienzo, debido a las carencias de materiales que
padeció el pintor como consecuencia de la guerra. Para hacer los cuadros
grandes, como acabo de señalar, la regencia le abonaría el importe de los
materiales, lo que evidencia esas carencias señaladas.
El
boceto es conocido desde mediados del pasado siglo. Ya Yriarte (1867) y Ossorio
y Bernard (1868) hacen referencia en sus biografías de Goya a que el pintor y
erudito aragonés Valentín Carderera, primer gran reivindicador del genio de
Fuendetodos, poseía este bello boceto del cuadro grande. El biógrafo francés lo
titula Le Deux Mai – Attaque de la
cavalerie de Murat. En el inventario de la colección de pintura de
Carderera, en la relación B de pinturas sobre tabla, se menciona un boceto
original de Goya para el cuadro de El
2 de Mayo del Museo del Prado, con marco dorado y un valor de 1.200
reales de vellón. A su muerte pasó a sus protectores, los duques de
Villahermosa. Viñaza (1887) vuelve a hacer referencia a este «precioso boceto»
que tenía Carderera. En propiedad de la familia Villahermosa ha permanecido
hasta el año de 1996, en que ha sido adquirido por IberCaja.
El dos de mayo de 1808 o
La lucha con los mamelucos
Se
representa, al igual que en el gran cuadro definitivo, la reacción violenta del
pueblo madrileño contra los miembros de la guardia mameluca, mercenarios
egipcios al servicio de Napoleón desde su campaña de Egipto, y contra los
soldados franceses del mariscal Murat. Aunque se ha venido identificando el
escenario del acontecimiento con la Puerta del Sol, hay estudiosos como R.
Andioc que lo sitúan en las proximidades del Palacio Real. De todos modos, como
destaca Tomlinson, no hay nada seguro que indique que se trate en concreto de
la Puerta del Sol, pero, si así fuese, la perspectiva sería distinta, mirando
hacia el Palacio Real.
También
se han resaltado los puntos de contacto que tiene el cuadro del Dos de Mayo con
estampas populares que narraban el levantamiento madrileño contra los franceses
(Bozal, Tomlinson), como las de López Enguidanos, publicadas en 1813. A su vez,
estas series populares debieron estar motivadas por la tragedia en tres actos
El día dos de Mayo, representada en 1813 por Antera y Baus e Isidro Maiquez.
Sobre
un fondo de perspectiva sesgado, hay una acumulación de figuras en primer
plano, en trepidante movimiento, con escorzos violentos. Más que exaltar el
heroísmo, como bien ha apuntado Valeriano Bozal, Goya se interesa por plasmar
el dramatismo y el patetismo humano. Hay varias diferencias entre este boceto y
el cuadro definitivo. Empezando por la izquierda, el soldado francés que yace
muerto en el suelo, tiene en el boceto la cabeza hacia abajo, y no hacia
arriba.
El
paisano que acosa con un chuzo al caballo tiene otra posición en el cuadro
definitivo y sólo se ve media figura, lo que hace pensar que el cuadro del
Prado pudo ser recortado en su extremo izquierdo. Esa figura guarda evidentes
similitudes con el paisano que saca el chuzo del cadáver de un soldado francés
en el dibujo preparatorio (Prado) del Desastre 27 titulado Caridad, y en dicho grabado, y con
el hombre que en sendos dibujos preparatorios (Prado) y Desastre 28, Populacho, intenta ensartar el
cadáver de un francés introduciéndole un cuzo por el recto.
El
madrileño que salta sobre el mameluco con calzón azul en el cuadro definitivo
lo lleva ocre claro. El mameluco que está a caballo en el centro empuña un
alfanje hacia arriba y no en posición de asestar una puñalada como aparece en
el cuadro grande del Prado. Junto a él, el otro mameluco queda más destacado y
esgrime un alfanje en el definitivo. Sólo aparece uno de los dos caballos de
éstos en el boceto. En el extremo de la derecha, uno de los mamelucos del
boceto que van a caballo se ha transformado en el cuadro grande en un coracero
francés, en actitud de combate más violenta.
En
primer plano, el paisano de espaldas que está hiriendo con un puñal al caballo
blanco es semejante, salvo uno de los brazos, al hombre que en el dibujo
preparatorio (Prado) del Desastre 14 ¡Duro
es el paso!, sujeta la escalera para que no se caiga. Esta
coincidencia pone de manifiesto la coetaneidad del boceto con la preparación de
dibujos y planchas de la serie final de grabados de los Desastres de la guerra,
coincidencia no sólo temática, sino también formal, con reutilización de
figuras de aquellos en este boceto. Otros pequeños detalles del fondo están más
definidos en el cuadro del Prado.
Así,
en El dos de mayo de 1808 en Madrid, Goya atenúa la referencia noticiosa
de tiempo y lugar —en las estampas el diseño de los edificios de la Puerta del
Sol, lugar del enfrentamiento, es plenamente reconocible— y reduce la
localización a unas vagas referencias arquitectónicas urbanas. Con ello gana en
universalidad y se centra la atención en la violencia del motivo: una
muchedumbre sangrienta e informe, sin hacer distinción de bandos ni dar
relevancia al resultado final.
Por
otro lado, la escala de las figuras aumenta con respecto a las estampas, con el
mismo objeto de centrar el tema de la sinrazón de la violencia y disminuir la
distancia del espectador, que se ve involucrado en el suceso casi como un
viandante sorprendido por el estallido de la refriega.
La
composición es un ejemplo definitivo de lo que se llamó composición orgánica,
propia del romanticismo, en la que las líneas de fuerza vienen dadas por el
movimiento de las figuras y por las necesidades del motivo, y no por una figura
geométrica impuesta a priori por la preceptiva. En este caso el
movimiento lleva de la izquierda a la derecha, hay personas y caballos cortados
por los límites del cuadro, como si fuera una instantánea fotográfica.
Tanto
el cromatismo como el dinamismo y la composición son un precedente de obras
características de la pintura romántica francesa, uno de cuyos mejores
ejemplos, de estética paralela al Dos de mayo de Goya, es La muerte
de Sardanápalo de Delacroix.
Habitualmente,
en El tres de mayo de 1808 en Madrid se ha señalado el contraste entre
el grupo de detenidos prontos a ser ejecutados, personalizados e iluminados por
el gran farol, con un protagonista destacado que alza en cruz los brazos y
viste de radiante blanco y amarillo, e iconográficamente remite a Cristo —se
aprecian estigmas en sus manos—; y el pelotón de fusilamiento anónimo,
convertido en una deshumanizada máquina de guerra ejecutora donde los
individuos no existen.
La
noche, el dramatismo sin ambages, la realidad de la masacre, están situados
también en una escala grandiosa. Además el muerto en escorzo en primer término,
que repite los brazos en cruz del protagonista, dibuja una línea compositiva
que comunica hacia el exterior del cuadro con el espectador, que de nuevo se siente
implicado en la escena. La noche cerrada, herencia de la estética de «lo
sublime terrible», da el tono lúgubre al suceso, en el que no hay héroes, solo
víctimas: unos de la represión y otros de la formación soldadesca. La elección
de la noche es un factor claramente simbólico, ya que se relaciona con la
muerte, hecho acentuado con la apariencia cristológica del personaje con los
brazos en alto.
En
Los fusilamientos no se produce el distanciamiento, el énfasis en el
valor del honor, ni se enmarca en una interpretación histórica que aleje al
espectador de lo que ve: la brutal injusticia de la muerte de unos hombres a
manos de otros. Se trata de uno de los cuadros más valorados e influyentes de
toda la obra de Goya y refleja como ninguno el punto de vista moderno hacia el
entendimiento de lo que supone todo enfrentamiento armado.
Los fusilamientos del 3
de mayo en la montaña del Príncipe Pío, 1814. Museo
del Prado (Madrid)
La intención de Goya al elaborarlo era plasmar
la lucha del pueblo español contra la dominación francesa en el marco del levantamiento del dos de mayo, al inicio de la guerra de la
Independencia española. Su pareja
es El dos de mayo de 1808 en Madrid —también llamada La carga de los mamelucos—. Ambos cuadros son de la misma época y
corriente artística. Su técnica y cromatismos propios del Goya maduro. Goya
sugirió el encargo de estos cuadros de gran formato a la regencia liberal de Luis
María de Borbón y Vallabriga,
antes de la llegada del rey Fernando VII. Habitualmente se decía que adornaron un arco del triunfo
dedicado al rey en la Puerta de Alcalá. Sobre ello se tienen relatos que narran la entrada de
Fernando VII a Madrid, que, concretamente, afirman:
La mañana del 13 de mayo
llega Fernando a Madrid. Entra por la puerta de Atocha y se detiene en la de
Alcalá, de los arcos cubiertos de rosas penden dos grandes cuadros de Goya,
encargados por el regente Luis María: El dos de mayo en Madrid y Los fusilamientos
en la montaña del Príncipe Pío, el tres de mayo de 1808. Se detiene el monarca
a admirar las pinturas por un momento, luego continúa el paseo triunfante, en
su tétrica carroza negra.
Biografía de Luis María
de Borbón, regente de España
pero últimas investigaciones lo desmienten. En
cualquier caso, la intención de Goya para hacer estos cuadros queda plasmada en
una carta autógrafa del aragonés, donde escribe:
Siento ardientes deseos de
perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas
de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa.—Ápud Glendinning
(2005), pág. 120.67
La
pintura es oscura, muestra imágenes fuertes y crea el arquetipo del horror en
la pintura española, que Goya aprovechó en esa época para sus aguafuertes
titulados Los desastres de la guerra.
El tres de mayo de 1808 ha inspirado numerosos cuadros, como El fusilamiento de
Maximiliano, de Édouard Manet, así como otras obras de este relativas a la
acción bélica. Guernica y Masacre en Corea son las dos obras de
Pablo Picasso en que se aprecia la influencia de Los fusilamientos.
En
la década de 1850 el pintor José de Madrazo —entonces director del Prado— puso
en duda que Goya hubiese pintado este lienzo. Afirmó que «el cuadro es de
calidad muy inferior a otros retratos del maestro Goya». Décadas después,
durante el apogeo del impresionismo y del Romanticismo, adquirió fama mundial
al ser considerada antecedente directo de tales estilos. La obra fue trasladada
a Valencia en 1937 junto con todo el fondo del Museo para evitar posibles daños
durante la Guerra Civil, pero durante el trayecto la obra sufrió un accidente.
Los desperfectos se fueron reparando gracias a las restauraciones emprendidas
en 1938, 1939, 1941 y 2008. En esta última restauración, realizada por Clara
Quintanilla, se ha procedido a la limpieza completa del cuadro, a base de
rebajar los barnices amarillentos que cubrían gran parte de la obra y se han reintegrado
algunas partes que resultaron dañadas en el accidente.
Contexto histórico
Napoleón
Bonaparte se autoproclamó cónsul de la Primera República Francesa el 18 de febrero
de 1799, y en 1804 Pío VII le
coronó emperador. España controlaba el
acceso al mar Mediterráneo y poseía
varias colonias, por lo que era un punto crucial en el mapa europeo que los
franceses debían dominar cuanto antes. Carlos IV, un hombre abúlico y desinteresado por el gobierno, era el rey
de España desde 1788. La reina María Luisa de Parma y su supuesto amante, el primer ministro Manuel Godoy,
eran quienes manejaban el reino. Napoleón tomó ventaja de la situación y
propuso al gobierno español conquistar Portugal y repartirlo entre ambas naciones. El Príncipe de la Paz —como se conocía a Godoy— negoció el trato y poco
después acepta gustoso la oferta, y permite a los franceses penetrar en
territorio español. Sin embargo, las verdaderas intenciones del emperador eran
otras, conquistar España y Portugal simultáneamente y situar a su hermano José
Bonaparte —desde 1806, soberano de Nápoles— a la cabeza de ambos reinos. Pero el acuerdo casi subrepticio de Godoy
con el Primer Imperio Francés desató
descontento en varias esferas de la sociedad española, lo cual fue capitalizado
por el príncipe Fernando de Borbón, acérrimo adversario de Godoy. Junto a otras
personalidades del gobierno, como el infante Antonio Pascual, Fernando entendió claramente que era un plan de los
franceses para hacerse con el reino y pensó en asesinar al ministro e incluso a
sus padres, para tomar él el poder y sacar a las tropas de Napoleón.
Más
de 20 000 soldados franceses entraron a España en noviembre de 1807, con
la misión de reforzar al ejército hispano para atacar Portugal. Los españoles
no opusieron resistencia y permitieron su libre tránsito. Hacia febrero de
1809, los auténticos planes de Napoleón comenzaron a saberse y hubo pequeños
brotes de rebeldía en varias partes de España, como Zaragoza. Joaquín Murat,
comandante de las fuerzas francesas, creía que España reaccionaría mejor bajo
el mando de José I de Nápoles, hermano de Napoleón, que gobernada por Carlos IV
o por su hijo Fernando. Así lo expresó al emperador en una carta del 1 de marzo
de 1808. En marzo se produce el motín de Aranjuez. Carlos IV debe destituir a
Godoy y este tiene que salir del país por temor a morir linchado a manos del
pueblo. Obligado por la penosa situación, el rey abdica y Fernando se convierte
en el nuevo monarca español. Al conocer los sucesos en España, Napoleón se
precipita y aprehende a Fernando VII, que debe devolver la corona a su padre y
este la pone en manos del francés. Napoleón no duda en traspasar la corona a su
hermano y desde el 6 de junio de 1808, José Bonaparte es rey de España.
El
pueblo español había aceptado gobernantes extranjeros en el pasado —la Casa de
Borbón en 1700, con Felipe de Anjou (posteriormente Felipe V) como rey—, pero
esta vez no estaba dispuesto a permitir una ocupación francesa. El lunes dos de
mayo, el gobierno invasor decretó la salida de los últimos miembros de la
familia real, entre ellos los infantes María Luisa y Francisco de Paula. Al
percatarse de ello, el cerrajero Blas Molina gritó al pueblo: «¡Traición! ¡Nos han quitado a nuestro rey y
quieren llevarse a todos los miembros de la familia real! ¡Muerte a los
franceses!». Comenzó así el levantamiento. Murat escribió sobre ello a José
Bonaparte que «el pueblo de Madrid se ha
levantado en armas, dándose al saqueo y a la barbarie. Corrieron ríos de sangre
francesa. El ejército demanda venganza. Todos los saqueadores han sido
arrestados y serán fusilados».Tal como escribió el general, esa noche
comenzó en la capital una implacable persecución de presuntos sublevados.
Cualquiera que llevase una navaja —común entre los artesanos madrileños— era arrestado
y condenado a muerte sin previo juicio. Las ejecuciones se realizaron a las
cuatro de la mañana en Recoletos, Príncipe Pío, la puerta del Sol, La Moncloa,
el paseo del Prado y la puerta de Alcalá. Cerca de allí se encontraba la
montaña del Príncipe Pío, donde se dieron los sucesos que inspiraron a
Francisco de Goya para la obra que emprendería un lustro más tarde. Pocos días
después, la población de Madrid tenía ya en un altísimo concepto de heroicidad
a los caídos la noche del tres de mayo y algún tiempo después circularon
estampas en las que conmemoraba su lucha contra Napoleón —visto ya como la
personificación del Anticristo católico—.
La
vasta mayoría de los ejecutados en Príncipe Pío —actualmente conocida como
plaza de España— eran condenados por una Comisión Militar que no les concedía
derecho a defensa, aunque casi todos los rehenes habían participado activamente
en la insurrección y se les aprehendió con las armas en la mano.
Goya
debió de documentarse abundantemente para sus obras —como era habitual en él— y
para ello utilizó algunos testimonios de presos que lograron fugarse, como uno
que huyó hacia la ribera del Manzanares.
El
pintor conmemorará los hechos acaecidos en la reyerta del dos de mayo en La
carga de los mamelucos, donde un grupo de milicianos franceses a caballo
pelean contra el pueblo sublevado en la puerta del Sol, escenario de varias
horas de fiero combate. Muchos de los rebeldes fueron sofocados, arrestados y
fusilados en las localidades cercanas a Madrid durante los días siguientes,
hecho que representa El tres de mayo de 1808. La oposición española
persistió durante los siguientes cinco años, en forma de una dura guerra de
guerrillas. Tiempo más tarde unieron sus ejércitos con portugueses y
británicos, bajo la dirección de Arthur Wellesley, duque de Wellington —militar
que tuvo su «bautizo de fuego» en la Península hacia agosto de 1808—. Como ya
se ha dicho, en la época en la que Goya concibe este cuadro los españoles
habían mitificado a tal extremo a los rebeldes de mayo de 1808 que eran ya
sinónimo de patriotismo y heroísmo.
Como
otros españoles de ideas liberales y próximas a las de la revolución francesa
—llamados, casi peyorativamente, «afrancesados», en referencia a su supuesta
simpatía por Bonaparte—, Goya mantenía una difícil postura ante la invasión
francesa, puesto que mantenía esperanzas de que España sufriese cambios
similares a los que vivió el vecino país años atrás, al tiempo que se sentía
herido en lo más profundo de su orgullo español. Compartía esta visión con
otros amigos intelectuales como Juan Meléndez Valdés y Leandro Fernández de
Moratín. Un autorretrato de Goya de 1798 fue regalado al embajador francés
Ferdinand Guillemardet, quien profesaba al aragonés una gran admiración. Para
mantener su puesto de pintor de cámara, Goya debe servir a José I Bonaparte
—véase la Alegoría de la villa de Madrid—, a pesar de que siempre ha
sentido un desprecio por la autoridad y llega a degradarla en sus retratos.
Mientras tanto, es testigo de la forma en que sus compatriotas pelean ante los
franceses, lo que motivará algunas obras en que refleja la crueldad de los
actos bélicos. Celebérrimo es El coloso —basado en los horrores físicos
de la invasión y en La profecía del Pirineo, poesía de Juan Bautista
Arriaza—. Las acciones de la lucha hispanofrancesa le inspiran a grabar la
serie conocida como Los desastres de la guerra (1810-1815).
En
febrero de 1814 los franceses son expulsados de España y Goya aprovecha para
escribir una carta —fechada el 24 de febrero— al gobierno provisional,
presidido por Luis María de Borbón y Vallabriga, donde propone la realización
de una pintura que pudiese «perpetuar por medio del pincel las más notables y
heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano
de Europa». Ello no obsta para que Mena considere que «no existe documentación
relevante, para aclarar si la idea de estos grandes lienzos partió de Goya. Su
carta, que no se conserva, pudo haber sido su contestación y sus condiciones
económicas a un encargo de la regencia de preparar una serie de lienzos
conmemorativos de la defensa contra Napoleón, ante el inminente regreso de
Fernando VII, que entraba en Madrid el 19 de mayo de ese año». Así, el 9 de
marzo la Tesorería le informaba de la siguiente manera, a fin de que comenzara
a trabajar cuanto antes en sus cuadros:
En consideración a la
grande importancia de tan loable empresa y la notoria capacidad del dicho
profesor para desempeñarla, ha tenido á bien admitir su propuesta y mandar en
consecuencia que mientras el mencionado Dn. Francisco Goya este empleado en
este trabaxo, se le satisfaga por Tesorería mayor, además de lo que por sus
cuentas resulte invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y
quinientos reales de vellon mensuales por via de compensación.
Carta de un oficial de
la Tesorería a Francisco de Goya, 9 de marzo de 1814.
A pesar de no conocerse a ciencia cierta si presenció o no
las revueltas y los ajusticiamientos, han existido muchos intentos de probar
que así fue. Por aquel tiempo el aragonés habitaba una casa sita en la esquina
de la Puerta del Sol, marco de la más brutal matanza del pronunciamiento.
Supone Antonio de Trueba que el pintor presenció los eventos de mayo de 1808.
Esto se lo contó, supuestamente, Isidoro Trucha, el jardinero de Goya, que
afirma haber acompañado al pintor durante la noche de la masacre a observar los
cuerpos de los ejecutados. El testimonio de Trucha es reconstruido por Trueba:
«en medio de charcos de sangre vimos una porción de cadáveres, unos boca abajo,
otros boca arriba, en la postura del que estando arrodillado, besa la tierra,
otro con las manos levantadas al suelo, que pide venganza o tal vez
misericordia».34 Es probable que sea verídico, pues la narración
incluye la descripción de «un personaje temeroso y mordiéndose los puños» y «un
charco de sangre», que en el cuadro Goya pintará con gran realismo.
Puede
decirse que es pionera de una nueva generación pictórica, que rompe con las
costumbres artísticas impuestas por el cristianismo y el Antiguo Régimen, ya en
decadencia. No tiene ningún precedente en las pinturas de guerra y es
reconocida como una de las primeras obras de lo que se conoce como arte
contemporáneo. Kenneth Clark es tajante al afirmar «es la primera pintura que
puede llamarse grande y revolucionaria en toda la extensión de la palabra, en
su temática, en su género y en su intención.
Goya
prescinde de los elementos del neoclasicismo imperante para representar la
gesta. Coloca únicamente en el cuadro a los ejecutados y a sus poco visibles
captores.
Se
trata, en fin, como considera Bozal, de uno de los cuadros más apreciados y que
más repercutieron en la obra de Goya y en la forma en que ha sido examinada.
También, enuncia el historiador, refleja como pocas obras el punto de vista
contemporáneo hacia la comprensión de la esencia de toda conflagración.
Habitualmente
podría esperarse un cuadro que ensalzara al héroe como protagonista del cuadro.
Bozal aprecia que Goya pudo colocar en el centro de su composición a los
militares que más descollaron durante la guerra, Daoíz y Velarde, para
establecer un opuesto paralelismo con aquellas obras que manifestaban el poder
del emperador galo —cuyo prototipo era Napoleón cruzando los Alpes—.
El
aragonés crea una composición en que el protagonismo cae en manos del colectivo
anónimo que llega al más bajo estrato de violencia, diferenciándose de las
estampas sobre el tema que habían publicado Tomás López Enguídanos, Zacarías
González Velázquez y Juan Carrafa. Estas imágenes fueron reproducidas por José
Ribelles y Alejandro Blanco (h. 1813), y para cuando Goya aborda la ejecución
de sus cuadros de historia, las láminas —constituidas a modo de Aleluya— ya
eran parte de la imaginación popular.
Se
categoriza dentro de la pintura histórica, que tenía algunos antecedentes en el
arte español e italiano, pero ninguno tan realista como el de Goya. En lontananza
se admira la silueta de algunos edificios, pero se aprecian tan desdibujados
que no logran identificarse con exactitud. Sin embargo, no es inverosímil la
hipótesis de que uno de ellos pueda tratarse del Cuartel del Conde-Duque,
visible desde el monte del Príncipe Pío.
Contrasta
demasiado con su pareja, La carga de los mamelucos. Aquí la fuerza
escénica recae en el momento previo a la ejecución y no en los instantes de
ésta. Los franceses no tienen rostro, a manera de enemigo anónimo y mortífero.
Señala Glendinning que el único intento de Goya por suavizar el tremebundo
impacto psicológico que produce un fusilamiento son los poco claros
frontispicios de construcciones.
Entre
los personajes que van a ser asesinados existe una enorme diversidad: un
religioso en actitud de oración; un hombre con gorra que espera con resignación
su inminente destino; el hombre en primer plano, que alza las manos al cielo.
Incluso es posible la categorización de los prisioneros en tres grupos: los ya
muertos, los que están siendo fusilados y los que aguardan su turno. La
irrupción de la mujer en el cuadro es notoria, aunque es una sola fémina.
Como
es habitual en Goya, hay múltiples variedades de interpretaciones. Tiene una
composición equilibrada y una tonalidad oscura y pavorosa, herencia de lo
Sublime. Se ha dicho que quizá se pintó a modo de complemento para La carga,
a pesar de que éste tiene una composición y tonos totalmente distintos.
Schlegel le definió como «romántico», un término aún en ciernes. También afirmó
que «Goya marca en ello un deseo de romper con las costumbres del siglo XVIII».
El
momento capturado por Goya en el lienzo acaece durante la madrugada del 3 de
mayo de 1808. Clark indica que las víctimas y los verdugos se enfrentan en un
estrecho espacio, al afirmar que «una pincelada del genio ha contrastado las
actitudes de los soldados y el objetivo irregular de sus rifles». La lámpara
que yace en el suelo se transforma en la fuente de luz, perceptible en la
tonalidad amarillenta que muestra el cuadro en su parte central, para toda la
obra, y la mayor parte de la iluminación recae en los muertos localizados en la
izquierda y en el fraile que reza arrodillado. Así podrían cumplirse las
órdenes de un implacable Murat, deseoso de venganza que decide ejecutar a religiosos
y miembros de las clases bajas en un intento por acallar la resistencia de los
españoles. En el desorden que refleja el conjunto de las figuras subyace el
deseo de Goya por únicamente conmemorar a las víctimas, pero no crea un
fortísimo sentimiento patriótico que ensombrezca al rey Fernando.
El
grupo de militares erecto en el lado derecho está sumido por completo en la
sombra y aparentan formar un conjunto monolítico. Al observarse desde la
distancia podría parecer que las bayonetas, los uniformes y el resto de las
armas se han metamorfoseado en artefactos implacables e inmutables. Tampoco se
pueden contemplar las caras de los soldados, pero una de las víctimas reacciona
horrorizada al mirar a los soldados, convirtiéndose ambos gestos en una fuente
inagotable de dramatismo para la obra —en especial si se admira el cuadro desde
lejos—. El papel de la multitud de personas que se mantienen alejados de la
ejecución y que cargan antorchas no se ha dilucidado, pero las dos hipótesis
más difundidas establecen que se trata de soldados o de simples curiosos.
Mena
sugiere, a diferencia de lo planteado por Glendinning y Tomlinson, que Goya ha
recreado con maestría el enclave del sacrificio patriótico con una exactitud
casi topográfica. La historiadora sostiene que es posible identificar edificios
destruidos en el siglo XIX —el cuartel del Prado Nuevo, el colegio de doña
María de Aragón, el cuartel del Conde Duque e incluso el palacio de Godoy—.
También, señala Mena, se puede reconocer, a tenor de los uniformes, a los
soldados como parte del Batallón de Marineros de la Guardia Imperial. Junto a
su sable de tiros largos, los soldados llevan también el capote de reglamento.
Respecto a esta cuestión Mena conjetura que la noche se había tornado fría
debido a la lluvia.
La
misma estudiosa afirma que el cuadro obtiene cierto rigor histórico al pintar
Goya a un sacerdote, pues en la montaña del Príncipe Pío fue el único lugar en
todo Madrid donde esa noche se ajustició a un eclesiástico, Francisco Gallego y
Dávila. El conjunto de los historiadores concuerda en destacar el aspecto
físico de los condenados, algunos sin camisa y mal vestido. Su captura, el día
anterior, se produjo durante una jornada calurosa y soleada.
Es
muy factible que La carga de los mamelucos y El tres de mayo de 1808
hayan sido planeados como parte de una serie mayor. Tomlinson y Buendía defienden
la idea de que Goya pintó cuatro óleos para representar los hechos de mayo de
1808 en la capital española: los dos ya conocidos, Levantamiento de los patriotas
ante el Palacio Real y La defensa del Parque de Artillería. Fuente
vital para dicha teoría constituyen los testimonios de José Caveda, académico
de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando que escribió en 1867 un
informe en el que mencionaba otras dos pinturas alusivas al dos de mayo por
parte del aragonés, y Cristóbal Férriz —coleccionista y estudioso del arte
goyesco que indaga sobre los ya mencionados temas de las obras que hoy
permanecen en paradero desconocido—.Algunos estudios, como el de Janis
Tomlinson, hablan acerca de la desaparición como una medida que reprobaba
tajantemente la representación de la revuelta popular ofrecida por dichos
cuadros de Goya.
El
estudio de la pieza ha provocado reacciones divergentes. Se le considera una de
las mejores obras de la pintura de historia, pero el poco heroico carácter que
muestran los personajes del lienzo hace que muchos críticos pongan en duda su
idoneidad para representar una escena bélica. El escritor Richard Schickel
analiza las deficiencias técnicas e historiográficas de El tres de mayo,
como la colocación en ángulos estrechos de los soldados. Según él, ello se
aleja de ser realista, ya que Goya solo deseaba alcanzar el reconocimiento
académico por este cuadro y su pareja, sino reforzar el impacto de la guerra y
perdurar la memoria del levantamiento en el pueblo español. Esta teoría, de
acuerdo a Schickel, se apoya en la carta del pintor a la regencia.
El
atractivo principal de El tres de mayo consiste en el manejo de la
técnica, apartándose de las convenciones pintoresquistas vigentes. El
Romanticismo idealizó las obras de Goya y las tomó de ejemplo, pues estaban
imbuidas de la injusticia, la guerra y la muerte; las temáticas predilectas —y
que en su trabajo enfatizara Goya— de los artistas de dicha corriente. La
balsa de la medusa, de Théodore Géricault, y La libertad guiando al
pueblo, de Eugène Delacroix, son ejemplos de la pintura romántica que
inspiró el aragonés.
El
asunto que trata este cuadro, así como su estructura, tienen bases en la
iconografía tradicional del martirio en el arte cristiano. Esta cuestión se
halla ejemplarizada por el dramático empleo del claroscuro, yuxtapuesto a la
inevitable ejecución. Se puede admirar la impronta de algunos trabajos
religiosos de José de Ribera, con la tortura y la muerte final como
característica común, un elemento habitual en la pintura española hasta el
siglo XIX.
En
el centro, el hombre de camisa blanca con los brazos abiertos en el punto
central recuerda la crucifixión de Cristo, pues su postura evoca a Jesús de
Nazaret en el monte de los Olivos —véase el cuadro homónimo de Caravaggio y El
prendimiento de Cristo o Cristo en el huerto de los olivos, del
propio Goya—.La figura central de nuevo porta un estigma en la mano, muy
parecida a las marcas de Cristo. La linterna sita en el centro ha sido,
tradicionalmente, un instrumento atribuido a la soldadesca que prendió a
Jesucristo. Sobre todo a partir del siglo XII abundan las representaciones de
los romanos —que portan una linterna— arrestando a Jesús, y Pedro intentado
frustrar sus planes con una espada, acción que evita Cristo.
Además,
existen en El tres de mayo algunas otras referencias al arte del
cristianismo, como la gama cromática —los principales colores que se muestran
son el amarillo y el blanco, a la sazón, los símbolos heráldicos del papa—. A
diferencia de la iconografía cristiana, aquí no persiste el ideal de salvación
que pregona el catolicismo, sino que se mira a la muerte como algo inevitable.
El
ya mencionado recurso de la linterna surge durante los albores del barroco y es
perfeccionado por Caravaggio, usándose tradicionalmente como una metáfora de la
presencia de Dios. De igual forma, la luz emitida por las antorchas o por un
candelabro tiene connotaciones religiosas, pero en El tres de mayo
demuestra una intención totalmente diferente a lo hasta entonces conocido. El
pelotón de fusilamiento se mueve en penumbras, y trata, quizás, de infligir más
dolor a sus víctimas.
El
conjunto de los fusilados permanece tan anónimo como sus verdugos. Los
prisioneros ruegan a Dios, aunque no de la manera más ortodoxa. Al sentir que
sus plegarias son desoídas, los patriotas españoles que han caído presos se
dejan morir a manos de los franceses. Es aquí donde radica el punto crucial de
la falta de heroísmo: la negativa de la salvación.
Como
contrapeso a este punto Goya ha pensado en crear una apología del martirio vivido.
Nuevamente vemos a los tres grupos de cautivos: un cadáver desfigurado y
sangriento, los que en ese preciso momento son ajusticiados y los que pronto lo
serán. Para Licht en Goya el martirio individual carece de sentido, lo que en
el pintor será la génesis de toda una ejecución masiva.
El
italiano Giovanni Battista Tiépolo es autor de una de las obras más violentas y
que supuran más dramatismo en todo el barroco: El martirio de San Bartolomé.
Es muy probable que la hipótesis mencionada por Glendinning —relativa a que
Goya debió de haber visto el cuadro en cuestión durante su viaje a Italia en
1771— sea verídica. Así lo sostienen otros autores como Chantal Eschenfelder.
En todo caso, ambos lienzos irradian terror y merced a ello se convirtieron en
piezas aclamadas por sus contemporáneos.
La
manera de pintar retratos colectivos que Goya utiliza tiene un precedente en la
historia del arte occidental, mas siempre se presentaba como una víctima que es
asesinada en solitario. Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío
ofrece una visión menos catártica al crear una procesión de condenados que
mueren uno tras otro.
La
estética de lo Sublime ha quedado atrás, de forma que no hay posibilidad alguna
de resurrección. El efecto que Goya desea producir en el espectador es que el
patriotismo está antes de todo, incluso que la muerte.
Al
creer que sujeto y sufrimiento están íntima e indisolublemente ligadas, Goya no
hace ni el más mínimo intento por amortiguar su composición. La pincelada
carente de atractivo y a los colores sangrientos, circunscritos solo a la
oscuridad, originan una de las composiciones goyescas más fuertes y llenas de
dramatismo, superada únicamente por las Pinturas negras.
Referencias
en otras obras de Goya
Con
las mismas técnicas que las empleadas en Los caprichos, Goya utiliza el
aguafuerte para generar los grabados de Los desastres de la guerra,
inspirándose en las vivencias de la nación española durante los años de la
lucha por la independencia. Antes de comenzar a realizar los grabados hizo
algunos bocetos en uno de sus álbumes, conservado en el Museo Británico. En el
álbum había dibujos preliminares de los grabados y detalles sobre la numeración
de cada uno de ellos. Por ejemplo, Yo lo vi está numerado como 49, pero
en la entrega final tuvo el número 15. También ofrece datos sobre el tipo de
papel utilizado. En principio, el maestro de Fuendetodos usó papel importado de
los Países Bajos, pero al agotarse debió emplear papel español. Posiblemente
hayan sido bocetos para otro cuadro relativo a la guerra, especialmente
dedicado a los Sitios de Zaragoza, pero que la restauración del absolutismo
frustró por completo. Es una sucesión más completa y ordenada cronológicamente
que Los caprichos, y la muerte es un tema muy socorrido en toda la serie.
No solo mueren en la lucha los españoles, sino también ajusticiados por el
invasor, situación que alude nuevamente a El tres de mayo.
Subraya
Hagen la íntima relación que mantienen Los desastres de la guerra y El
tres de mayo de 1808 en Madrid con una gama de grabados planeada por el
francés Jacques Callot, intitulada Las miserias de la guerra. Las
estampas fueron tomadas de momentos acaecidos durante la Guerra de los Treinta
Años. Su publicación en 1633 coincidió con la ocupación de la Lorena por las tropas
francesas; se decía que estos hechos las inspiraron, aunque Callot había
empezado a grabar las planchas tiempo antes. Dos siglos después de Callot, Goya
procrea composiciones que, de igual forma, muestran el genocidio en masa. Pero
a diferencia de Callot Goya no se aleja de la violencia sino que mantiene al
ajusticiado en primera línea, muestra la muerte sin formalidades y
prácticamente exenta de todo orden.
Sin
embargo, no todo es un panorama desolador y destructivo en la mente del Goya
que planeó Los desastres de la guerra, también hay escenas que
representan el valor, sobre todo femenino, de los combatientes. Otras obras de
la época que de igual forma presentan los desastres causados por la lucha son Fabricación
de pólvora en la Sierra de Tardienta y Fabricación de balas en la Sierra
de Tardienta. Goya viajó a Zaragoza a petición de José de Palafox y Melci,
a quien retrataría durante aquel tiempo, y —quizás— fruto de ese viaje fueron
las estampas de la guerrilla ya mencionadas.
No se puede mirar
es una composición que insinúa claramente la participación de la mujer en la
guerra, —semejante al número 4, Las mujeres dan valor—. Se presenta a
una mujer con sus manos en actitud de oración, mientras unos soldados —que,
como en El tres de mayo, no son visibles— acechan.
Y no hay remedio
es uno de los primeros grabados, producido en el punto álgido de la contienda y
en que el panorama se tornó negro y desesperanzador. Se aprecia a un
combatiente que será ejecutado por garrote vil, acusado de rebeldía ante los
franceses. Su similitud con Los fusilamientos radica en la aparente
derrota de los sublevados y en el ambiente oscuro y devastado que se plantea en
la composición.
Influencias
Durante
la guerra circularon estampillas —producto de la imaginación del colectivo
popular— que brindaban una representación de las escenas de la guerra. Los
fusilamientos eran parte integral del corpus de imágenes que mostraban escenas
ocurridas durante la Guerra de Independencia, Miguel Gamborino grabó en 1813 Los
cinco religiosos fusilados en Murviedro, un grabado al aguafuerte y buril
del que se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional y otro en el Gabinete
de Dibujos y Estampas del Museo del Prado, y donde Napoleón I y sus ejércitos
toman la forma de un incontenible Anticristo. Es factible que todos estos
grabados, y en especial el de Gamborino, hayan podido inspirar a Goya. El
aguafuerte de marras tiene numerosas similitudes con El tres de mayo,
especialmente en la posición física que adoptan los monjes al ser fusilados
—eco de la de Cristo en el Calvario—. Pero el grabador no incluye el sentido de
la iluminación pictórica como lo hace Goya.
La
postura de víctimas y victimarios en Goya recuerda a El juramento de los
Horacios (1784), del artista francés Jacques-Louis David. En él, los
jóvenes Horacios juran la bandera de Roma y preconizan a los militares de El
tres de mayo, con la salvedad de que en el lienzo del francés no se
desconocen sus rostros. Igualmente, el hombre que toma el juramento prefigura a
los milicianos franceses que aplican la muerte a sus adversarios. David es uno
de los primeros maestros del neoclasicismo, estilo pictórico a la que Goya se
sumaría años más tarde. Es habitual considerar que Goya aprovecha cualquier
recurso que tenga a mano para matizar y dotar de crueldad a sus figuras en El
dos y el tres de mayo de 1808 en Madrid, puesto que La carga de los
mamelucos también está influenciada por el arte neoclásico de David.
También puede encontrarse un posible precedente para este lienzo en La
capitulación de Madrid, de Antoine-Jean Gros. Sobre ello se manifiesta en
estos términos Valeriano Bozal:
Podrían entenderse El dos
de mayo de 1808 y El tres de mayo de 1808 (hacia 1814, Madrid, Prado), de
Francisco de Goya, como una respuesta del pintor aragonés a la conocida pintura
de Gros La rendición de Madrid (1810, Versalles, M. N. del Castillo), que se
expuso en el salón de 1810, en el que se representa la absoluta entrega de los
españoles, verdadera humillación en algunas figuras que se echan al suelo, y la
nobleza —y contento en uno de los guardias (verdadero guiño popular o populista
de Gros a sus conciudadanos)— de los mandos franceses, uno de los cuales sujeta
en la mano derecha el decreto de amnistía para los ciudadanos de Madrid. No
sabemos si Goya conocía esta obra de Gros, aunque fuera a través de estampas o
por información indirecta, es posible que no y que pintara las suyas a tenor de
los acontecimientos que se desatan en la contienda y en la órbita de las
estampas que por entonces se publicaron en Madrid, que recuerdan, como ya señalé
antes, algunas estampas francesas revolucionarias, pero la historia se ha
encargado de hacer «justicia poética» y es ya habitual emparejar la pintura de
Gros con la de Goya. El cuadro del francés presenta la rendición de Madrid en
la óptica victoriosa y compasiva de los héroes franceses, los de Goya plasman
la resistencia y la represión. Nada puede ser más opuesto que aquella y estas
obras, la de Gros es una pintura sublime, las de Goya empiezan a ser patéticas.
Valeriano Bozal, Goya
y el gusto moderno, Madrid, Alianza Editorial, 1994. ISBN 84-206-7127-4.
Peter
Paul Rubens (1577-1640) fue un pintor holandés que
desarrolló gran parte de su obra en España. Aquí bien podría encontrarse a otro
de los maestros de la pintura que Goya tomó como fuente de inspiración para
algunas de sus más sórdidas obras. La masacre de los inocentes y Los horrores de la guerra —realizadas entre 1638 y 1640— presentan rasgos
parecidos a las obras de Goya realizadas a partir de su grave convalecencia en 1793. Esta teoría es reforzada por el parecido de Saturno
devorando a un hijo —parte de las Pinturas
negras goyescas— con el Saturno de Rubens. Este último fue pergeñado por el holandés
durante las obras de la Torre de la Parada
(1634-1636). Clark insiste que la dilogía de cuadros emprendida por Goya —basadas
en los hechos en el Madrid de 1808— fue claramente influenciada por dichas
obras del pintor flamenco. La hipótesis del historiador se asienta en que,
hacia 1796, el aragonés realizó un dibujo
preparatorio para un Saturno, muy
similar al de Rubens y que finalmente no llegó a realizarse.
Ambos
cuadros tuvieron buena acogida entre la sociedad española, aunque todos los
autores señalan que no se tienen más datos acerca de su primera exposición.
Pero la pintura no fue del agrado del rey Fernando VII, en virtud de que se
mostraba una exaltación del levantamiento como forma de patriotismo e ideal de
amor a España —estandarte de los republicanos y liberales opositores al
monarca—. La dinastía trató de impedir la proliferación de movimientos que
pudiesen poner en peligro su continuidad al frente del reino. Goya no tiene el
aprecio de Fernando como sí lo tuvo de sus padres, pero el rey opta por
mantenerle la pensión, a pesar de que sus obras terminan en un almacén. Algún
tiempo después, Vicente López Portaña es nombrado primer pintor de la corte, en
sustitución de Goya —tachado de simpatizante de las ideas liberales francesas y
acusado de servir al usurpador Bonaparte—. Comenzará entonces su retiro,
alejado de encargos oficiales. En ese contexto, el de Fuendetodos logrará la
génesis de sus más libres piezas.
Goya
murió exiliado en Burdeos, en 1828. En cuanto al cuadro, permaneció junto a su
pareja almacenado en los sótanos de la colección real. Cuarenta años después
de su creación pasó a los fondos del Museo del Prado —del texto de Hughes y de
la carta de Madrazo se infiere que llegó a la pinacoteca madrileña en los años
cuarenta o cincuenta del siglo XIX—. Ello no obsta para que Théophile Gautier
manifieste la hipótesis de que Fernando VII rechazó la obra por contrariar sus
preferencias estilísticas, y que El tres de mayo pasó a poder del nieto
del pintor, Marian Goya. También indica el autor que en 1834 se traslada el
lienzo al museo, por orden de la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias.
Gautier relata su visita al Prado en 1845, y menciona la obra en cuestión.
En
1858 se publica el primer catálogo oficial de la institución, y ya aparecen en
sus anales Los fusilamientos. A partir de 1872 se le nombra con su
título actual, Los fusilamientos del tres de mayo de 1808 en Madrid. Uno
de los primeros biógrafos de Goya, Charles Yriarte, concluyó en 1867 que «la
grandeza de la obra debía ser mostrada en una exposición junto a La carga de
los mamelucos».
Los
estragos de la Guerra Civil Española llevaron a retirar algunas piezas del
Museo del Prado en 1937, cuando fueron trasladas a Valencia y después a
Ginebra. Entre éstas se encontraban El dos y el tres de mayo de 1808 en
Madrid. Durante el trayecto sufrieron un percance y los daños surgidos a
consecuencia de ello eran visibles hasta hace relativamente poco tiempo en la
parte lateral izquierda de ambos cuadros. Entre 2007 y 2008 se ha abordado una
paliación de los desperfectos. En 2008 se le brindó a El tres de mayo la
catalogación número 749.
Restauraciones
En
marzo
de 1938, el
camión que transportaba El dos y el tres de mayo sufrió un percance
cuando un balcón se derrumbó sobre él a su paso por el pueblo de Benicarló,
de camino a Gerona.
Los escombros cayeron sobre el camión y las obras, que iban emparejadas,
sufrieron severos daños al romperse su tela en varios cortes horizontales.
Ambas piezas fueron reenteladas poco después en el castillo de Peralada, en Gerona.
Los responsables de esta primera restauración fueron Tomás Pérez, y Manuel Arpe
y Retamino —forrador y restaurador del Museo del Prado, respectivamente—. El
proceso consistió, esencialmente, en añadir por la parte posterior del lienzo
una tela nueva, a fin de que la vieja adquiriese mayor consistencia.
Arpe
y Retamino concluyó la restauración en septiembre de 1939, cuando ya estaba en el Museo del Prado y una
vez finalizada la guerra. En esta fase se disimularon los daños y se aplicó
color nuevo en las zonas donde se había perdido. Para ello, Arpe decidió
utilizar la llamada «tinta neutra»,
empleada en la restauración de pintura mural. El resultado final obtenido por
el restaurador prevalecería en el cuadro hasta su siguiente restauración, en
2007.
El
Museo del Prado planteó, en 2000, la
necesidad de restaurar La carga de los mamelucos y Los fusilamientos
en la montaña del Príncipe Pío. Para ello convocó a un simposio
internacional en la pinacoteca, que contó con la participación de reconocidos
historiadores y restauradores.
El
barniz, aplicado en la última restauración hasta entonces (1941), había perdido
su transparencia y se transformó en un velo amarillo que dificultaba la visión
de los colores originales. Los tonos de la gama cromática original, además,
estaban cubiertos por suciedad acumulada con el paso del tiempo. Los barnices
amarillentos fueron rebajados, y la profundidad del color ha sido recuperada.
Nuevos detalles técnicos se han podido apreciar de mejor manera, lo que permite
que la luz se aprecie en todos sus matices.
La
restauración fue realizada por Clara Quintanilla y Enrique Quintana, a base de
una limpieza de barnices oxidados similar a la de La carga. Sin embargo,
era un trabajo más sencillo y necesitó menos tiempo de ejecución.
La
Restauración (1814-1819)
El
periodo de la Restauración absolutista del «rey
Felón» supuso la persecución de liberales y afrancesados, entre los que
Goya tenía sus principales amistades. Juan Meléndez Valdés o Leandro Fernández
de Moratín se vieron obligados a exiliarse en Francia ante la represión. El
propio Goya se encontró en una difícil situación, por haber servido a José I,
por el círculo de ilustrados entre los que se movía y por el proceso que la
Inquisición inició contra él en marzo de 1815 a cuenta de La maja desnuda,
que consideraba «obscena», del que el pintor se vio finalmente absuelto. En la
depuración de funcionarios que siguió Goya fue exonerado al ser considerado «un
viejo sordo que vivía encerrado en su casa». En el informe se señala que Goya
no cobró sus honorarios durante el reinado de José Bonaparte y que debió vender
algunas joyas para subsistir. También se indica que intentó refugiarse en
Portugal, pero fue desistido de ello por su familia cuando ya se encontraba en
Piedrahíta, a medio camino entre la capital y la frontera.
Este
panorama político llevó a Goya a reducir los encargos oficiales a las pinturas
patrióticas acerca del Levantamiento del 2 de mayo y a realizar retratos
de Fernando VII —Goya seguía siendo primer pintor de cámara—, como el Retrato
ecuestre de Fernando VII que se encuentra en la Academia de San Fernando y
varios otros de cuerpo entero, como el que pintó para el Ayuntamiento de
Santander, vestido con traje de corte. En este, el rey se sitúa bajo la figura
que simboliza a España, jerárquicamente colocada por encima del rey. Al fondo,
un león quiebra las cadenas, con lo que Goya parece dar a entender que la
soberanía pertenece a la nación. Otros fueron: un retrato del rey en busto
(perdido), otro con las insignias reales [medio cuerpo, vuelto hacia la
izquierda] (Diputación de Navarra), con uniforme de generalísimo (Prado), con
insignias reales [cuerpo entero, vuelto hacia la derecha] (Prado), con
insignias reales [medio cuerpo, vuelto hacia la derecha] (Museo de Arte de São
Paulo) y con insignias reales [cuerpo entero, vuelto hacia la derecha] (Museo
de Bellas Artes de Zaragoza).
Es
muy probable que a la vuelta del régimen absolutista Goya hubiera consumido
gran parte de sus haberes, tras haber sufrido la carestía y penurias de la
guerra. Así lo expresa en intercambios epistolares de esta época. Sin embargo,
tras estos retratos reales y otras obras pagadas por la Iglesia realizados en
estos años —destacando el gran lienzo de las Las santas Justa y Rufina
(1817) para la catedral de Sevilla—, en 1819 estaba en disposición de comprar
la finca de la Quinta del Sordo, en las afueras de Madrid, e incluso reformarla
añadiendo una noria, viñedos y una empalizada. La obra para la catedral
sevillana fue la primera analizada por el crítico Ceán Bermúdez sobre el
artista aragonés, el cual señaló la modernidad de la obra como algo intrínseco
a la originalidad. En la imagen aparecen la Giralda y la catedral de Sevilla;
durante su estancia en la capital andaluza para tomar apuntes de estas
ubicaciones, el aragonés contempló un lienzo del mismo tema de Murillo, con el que
esta obra guarda ciertas afinidades.
El
otro gran cuadro oficial —más de cuatro metros de anchura— es el de Asamblea
general de la Compañía de Filipinas (Museo Goya, en Castres, Francia),
encargado hacia 1815 por José Luis Munárriz, director de dicha institución y a
quien Goya retrató en estas mismas fechas. Según José Gudiol, el planteamiento
perspéctico y lumínico de esta obra recuerda a Rembrandt, mientras que la
expresión de rostros y actitudes prefigura la obra de Toulouse-Lautrec.
Asamblea general
de la Compañía de Filipinas, h. 1815 (Museo Goya
en Castres)
La
Compañía de Filipinas fue una sociedad de accionistas fundada en 1785 por
iniciativa de Francisco Cabarrús bajo el mandato de Carlos III. Cesó en sus
funciones en 1829, tras la caída del imperio colonial español, y en 1834 fue
objeto de un decreto de extinción. El 30 de marzo de 1815 se celebró una
importante asamblea de la Compañía en Madrid, a la que asistiría el mismo
Fernando VII en persona. A mediados de abril, la Junta solicitó el permiso para
inmortalizar el evento a través de una obra conmemorativa. Le encargaron el
trabajo a Goya, que ya había retratado a tres de los accionistas ese mismo año,
entre ellos al Ministro de Indias, Miguel de Lardizábal y a su amigo Munárriz, que precisamente ese año había renunciado a su
puesto como director de la Academia de San Fernando para ser el secretario de
la Compañía. Además, el consuegro de Goya, Miguel Martín de Goicoechea era un
importante accionista, y pudo intervenir a su favor.
Sabemos,
gracias a la visita que el embajador sueco La Gardie hizo al taller de Goya,
que la obra estaba en ejecución el 2 de julio de 1815. Se concluyó en
septiembre de ese año.
La
obra desapareció entre 1829 y 1881. Se cree que fue cedida a la corporación de
los Cinco Gremios Mayores, apareciendo más tarde en la colección de D. Ángel
María Teradillos, de Madrid. El pintor Marcel Briguiboul, que había estudiado
en España, la compró en Madrid el 7 de mayo de 1881 a José Antonio Teradillos.
Pagó por ella la cantidad de 35.000 reales. Briguiboul compró en la ciudad
otras dos obras de Goya: el retrato de Francisco del Mazo y el Autorretrato con gafas. El hijo del artista francés, Pierre
Briguiboul, legó estos cuadros, junto con otras piezas de su colección, al
Museo Goya de Castres en 1893-1894.
Esta pintura conmemorativa es en realidad un gran retrato
colectivo. La asamblea tuvo lugar en un salón de aparato, presidido por
Fernando VII. Al fondo se dispone la mesa presidencial con los directores de la
Junta, cuya disposición debió verse afectada por la presencia del rey. Fernando
VII ocupó el asiento central. Goya lo ha retratado en una posición muy rígida,
parece altivo y autoritario. Se le reconoce bien por el atuendo real y por la
banda de la Orden de Carlos III. Según las actas de la reunión, a la derecha
del rey debía sentarse el presidente de la Junta, Miguel de Lardizábal, pero el retratado
allí no se asemeja al mexicano. De hecho, debido al incómodo conflicto que se
produjo con Lardizábal antes de finalizar la pintura, Goya tuvo que reubicarle
dentro del cuadro. El ministro, reconocido absolutista y gran partidario de
Fernando VII, fue exiliado por el rey acusado de favorecer los intereses de su
México natal, y se cerró su ministerio. Goya colocó entonces a Lardizábal en
una discreta posición dentro de la asamblea, oculto tras el marco de la puerta
a la izquierda. Encontramos un guiño a esta injusta condena en el retrato
individual que hizo el pintor de Miguel
de Lardizábal, donde en la carta que sujeta el retratado parece leerse que
fue exiliado. También se ha indicado que la silla vacía del extremo izquierdo
de la mesa podría simbolizar la ausencia de Lardizábal, o quizás los puestos
vacantes que se pretendía cubrir en la sesión. No podemos precisar quién es el
que se sienta a la derecha del monarca, quizá Munárriz, que estuvo presente y
fue el responsable de leer los discursos e informes como secretario de la
Compañía. Sí sabemos con seguridad que a la izquierda del rey estaba el
vicepresidente, Ignacio Omulryan, que también fue retratado por Goya de manera
individual.
A
los lados del cuadro, enfrentados, encontramos a los asistentes en sus
asientos. La composición, de considerables dimensiones pero que no llega a ser
la mayor de las obras de Goya, como en alguna ocasión se ha comentado, puesto
que es superada por el cartón para tapiz La era, es muy sencilla.
Se concentra en la figura de Fernando VII hacia quien se dirigen las líneas de
fuga. Dado que la estructura del cuadro dejaba mucho espacio vacío en el
centro, Goya ha otorgado protagonismo a la pesada atmósfera a través de las
calidades lumínicas y su reflejo en diversas zonas del lienzo, especialmente en
el suelo. El realismo con que Goya trató el salón hace que el espectador
perciba el aire viciado de una estancia que acogió a muchas personas durante
largo rato.
La
luz tiene además otra función en la pintura: destacar a los personajes
importantes de la reunión. Penetra por el ventanal de la derecha, dejando en
penumbra gran parte del salón (igual que la iluminación de Las meninas de Velázquez) y
resaltando la figura del monarca, el rostro de Lardizábal en la puerta y el de
unos asistentes, cuyas actitudes han querido ser subrayadas.
Ciertamente
a muchos estudiosos les ha llamado la atención la actitud de los personajes y
el cansancio generalizado que en ellos se advierte, como si la sesión se
hubiese alargado en exceso. Se ha querido ver en esa predisposición de los
accionistas una crítica velada al poder de la monarquía absolutista y a la
represión que supuso el regreso de Fernando VII al trono. Así, Goya retrató a
los asistentes a la asamblea en actitudes nada decorosas hacia el monarca,
dándole la espalda, charlando entre ellos o mirando hacia otro sitio, como
hacen los ya referidos de la izquierda.
Tal vez por ese murmullo visual tan perceptible y por el
detalle de la inscripción en el retrato de Lardizábal, la obra que nos ocupa
"desapareció" de las colecciones oficiales y fue a parar a manos de
un particular. Aparte de los caricaturistas británicos de la época, nadie había
osado atacar al poder real, y menos en un cuadro de historia.
En
1816 realizó su último encargo oficial a través de Vicente López Portaña, el
nuevo pintor de cámara del rey: un cuadro para los aposentos de María Isabel de
Braganza, segunda esposa de Fernando VII, un tema religioso titulado Santa
Isabel asistiendo a una enferma, realizado en grisalla.
Sin
embargo, no se redujo la actividad privada del pintor y grabador. Continuó en
esta época realizando cuadros de pequeño formato de capricho que abordaban sus
obsesiones habituales. Los cuadros dan una vuelta de tuerca más en el
alejamiento de las convenciones pictóricas anteriores: Corrida de toros,
Procesión de disciplinantes, Auto de fe de la Inquisición, Casa
de locos. Destaca entre ellos El entierro de la sardina, que trata
el tema del carnaval. Son óleos sobre tabla de parecidas dimensiones (de 45 a
46 cm x 62 a 73 cm), excepto El entierro de la sardina (82,5 x 62 cm) y
se conservan en el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
La
serie procede de la colección adquirida en fecha desconocida por el corregidor
de la Villa de Madrid en la época del gobierno de José Bonaparte, el
comerciante de ideas liberales Manuel García de la Prada, cuyo retrato pintó el
aragonés entre 1805 y 1810. En su testamento de 1836 legó estos cuadros a la
Academia de Bellas Artes. Muchos de ellos componen la leyenda negra que la
imaginación romántica creó a partir de la pintura de Goya, pues fueron imitadas
y difundidas en Francia, y también en España por artistas como Eugenio Lucas o
Francisco Lameyer.
En
todo caso, su actividad siguió siendo frenética, pues en estos años finalizó la
estampación de Los desastres de la guerra y emprendió y concluyó otra,
la de La Tauromaquia —en venta desde octubre de 1816—, con la que el
grabador pretendió obtener más beneficios y acogida popular que con las
anteriores. Esta última, compuesta por treinta y tres grabados, está concebida
como una historia del toreo que recrea sus hitos fundamentales y predomina el
sentido pintoresco a pesar de que no deja de haber soluciones compositivas atrevidas
y originales, como en la estampa número 21 de la serie, titulada Desgracias
acaecidas en el tendido de la plaza de Madrid y muerte del alcalde de Torrejón,
donde la zona izquierda de la estampa aparece vacía de figuras, en un
desequilibrio impensable no muchos años antes. En su juventud Goya había
participado en corridas de toros, por lo que supo plasmar con objetividad los
entresijos de la «fiesta nacional».
Desde
1815 —aunque no se publicaron hasta 1864— trabajó en los grabados de Los
disparates (o Los Proverbios), una serie de veintidós estampas,
probablemente incompleta, que constituyen las de más difícil interpretación de
las que realizó. Destacan en sus imágenes las visiones oníricas, la presencia
de la violencia y el sexo, la puesta en solfa de las instituciones relacionadas
con el Antiguo Régimen y, en general, la crítica del poder establecido. Pero,
más allá de estas connotaciones, los grabados ofrecen un mundo imaginativo rico
relacionado con la noche, el carnaval y lo grotesco.
Finalmente,
dos cuadros religiosos rematan este periodo: La última comunión de San José
de Calasanz —un estudio goyesco de la fragilidad de la vejez—,y Cristo
en el Huerto de los Olivos (o La oración en el huerto), ambos de
1819, que se encuentran en el Museo Calasancio de las Escuelas Pías de San
Antón de Madrid. El primero, inspirado probablemente en la Comunión de
Giuseppe Maria Crespi, está considerado como la mejor obra religiosa de Goya.
Sobre el segundo, Goya señaló que sería su último cuadro realizado en Madrid.
Juan
Martín Díaz, el Empecinado, 1814-1815. Colección
privada
La obra perteneció al coleccionista Luis Navas. Después salió
de España y pasó por diversas colecciones extranjeras: la de Wasserman en
Munich, la de Bossard en Lucerna, la de Robert Neugebauer en Colonia y por
último estuvo en otra colección particular de Zurich. Después fue adquirido por
el Instituto Aino Gakuin de Osaka y depositado en el Museo Nacional de Bellas
Artes Occidentales de Tokio.
Juan
Martín Díaz, llamado el Empecinado (Castrillo de Duero, Valladolid, 1775 - Roa,
Burgos, 1825) fue un guerrillero español que actuó contra los franceses durante
la Guerra de la Independencia.
La
localización de este retrato en diversas colecciones particulares extranjeras
ha dificultado el estudio de la obra y por eso ha pasado inadvertida en algunos
de los catálogos más importantes, pero con el tiempo se ha rescatado del olvido
y es considerada por la mayoría de los especialistas como obra original de
Goya. Casi todos la datan en los años del conflicto armado contra los
franceses, como sugiere el carácter militar y la propia biografía del
retratado, pero Arturo Ansón ha dado las claves para datarlo en 1809.
El
Empecinado fue nombrado capitán de caballería por la Junta Suprema de Castilla
la Vieja en abril de 1809, y fue ascendido a brigadier en septiembre de 1810.
Aquí lo vemos con el uniforme de capitán, por lo que la obra debió de ser
realizada entre esas dos fechas. Además sabemos que Goya y el Empecinado
coincidieron en la misma zona libre de franceses a principios de 1809 y antes
de la primavera, que fue cuando Goya regresó a Madrid; estuvieron
respectivamente en Piedrahita (Ávila) y en Béjar (Salamanca), que distan unos
40 kilómetros; allí es probable que Goya pintase el retrato del guerrillero en
el mes de abril.
El
Empecinado aparece visto de medio cuerpo, de tres cuartos y mirando hacia el
espectador. Viste el uniforme de capitán de caballería de intenso color rojo en
la chaqueta y luce las charreteras doradas sobre los hombros; también son
dorados los detalles del uniforme, como botones, cordones y bordados. Una banda
decorada con el escudo de Castilla en relieve le cruza el pecho. Los pantalones
son de color verde oscuro y el cinturón donde colgaría su espada es rojo. Su
brazo derecho apoya sobre la cintura y el izquierdo cae al lado del cuerpo,
dejando las manos ocultas. El rostro es la parte más destacada del retrato.
Goya ha querido captar la psicología del Empecinado a través de la expresión de
valentía y poderío que transmite su rostro, dominado por la barba y el bigote
oscuros.
GOYA AFRANCESADO
El
alcalde de Madrid Fco. Silvela, español afrancesado colocado por el gobierno de
Madrid, le encargaría una alegoría de la Villa de Madrid. El
cuadro es testimonio de los avatares de la Guerra Civil en Madrid.
La
matrona simboliza a España; luego está el perro, la fidelidad a la corona, y el
escudo de Madrid; los ángeles y las trompetas simbolizan la fama o la gloria al
nuevo estado de cosas.
La
parte donde aparece “dos de Mayo”
está repintada. En el original Goya retrató a José I. Cuando Fernando VII sea
reestablecido en el trono en 1814, el retrato será tapado por otros pintores.
Primero el retrato de Bonaparte será sustituido por “constitución de 1812”, ya que Fernando VII la había jurado; cuando
abandone esos avatares, se hará un retrato del nuevo rey; finalmente en el XIX
se decide colocar “dos de Mayo”.
Goya
también pintará a una serie de españoles que estuvieron al mando de José I.
El
duque de San Carlos, 1815.
Museo de Zaragoza (Zaragoza)
José
Miguel de Carvajal, Vargas y Manrique (Lima, 1771 - París, 1828), duque de San
Carlos, conde de Castillejo y del Puerto, estuvo vinculado a Fernando VII
cuando éste era aún Príncipe de Asturias. Fue entonces su ayudante y estuvo a
su lado en el motín de Aranjuez contra Godoy y en la conspiración del Escorial.
Se convirtió en mayordomo de palacio cuando Fernando VI tomó el poder, y en
secretario de Estado cuando regresaron a España en 1814. Los favores del
monarca lo convertirían además en director perpetuo del Banco de España y
director de la Real Academia Española.
En
el retrato de Goya aparece visto de cuerpo entero, con traje militar de color
negro entorchado, medias blancas, un vistoso fajín rojo a la cintura y
numerosas condecoraciones pendiendo de la casaca: el Toisón de Oro, la banda y
la insignia de la orden de Carlos III y otras medallas. Con su brazo derecho
sostiene el sombrero y una carta en la mano, mientras que la izquierda, más
separada del cuerpo, se apoya sobre un bastón de mando, que otorga a la pose
del duque un aire distinguido.
Es
el rostro la parte mejor conseguida de la obra, realizado a partir de un
estudio del natural que se conserva en una colección privada de Madrid. De
hecho, son visibles en el lienzo, bajo la cabeza, las marcas de lápiz que Goya
realizó para dibujar la cuadrícula que empleó en el traslado del busto del
estudio a la obra definitiva. El gesto de los ojos algo contraídos, forzando la
mirada como si estuviera enfocando para ver bien, hace referencia a la cortedad
de vista del duque. Su miopía incluso le provocó la pérdida de su puesto como
secretario de Estado, o eso alegó su querido Fernando VII para incorporarlo
después a cargos diplomáticos en el extranjero. El rostro, visto de perfil,
disimulaba este defecto y otros propios de su no muy agraciado físico, como la
saliente mandíbula inferior o la nariz aguileña, que Goya plasmó de forma
atenuada dentro del dominante realismo. El punto de vista bajo que
monumentaliza la figura, la noble pose y el elegante acabado de los detalles
del atuendo, hacen de este retrato un claro agradecimiento por parte de Goya al
modelo, que intercedió en su favor para exonerarle de las sospechas
inquisitoriales.
Juan Bautista de Goicoechea y Urrutia, 1815. Galería Nacional de Arte de Karlsruhe
El
personaje retratado se ha identificado con Juan Bautista de Goicochea y
Urrutia, acaso emparentado con Martín Miguel de Goicoechea,
consuegro de Goya a quien también retrató el artista. Nacido en Elorrio
(Vizcaya) en 1772, fue nombrado caballero pensionista de la Orden de Carlos III
en 1815, cuando era oficial de la Secretaría de Estado y del Despacho de
Guerra. Las condecoraciones que lleva corresponden, efectivamente, a esta
dignidad y no a la Orden Real de España, como algunos autores han mantenido,
añadiendo que el cuadro habría sido realizado hacia 1810, durante la época de
ocupación de José I. Más plausible es suponer que Goya realizó el retrato hacia
1815, con motivo de haber recibido el alto funcionario los honores de la Orden
de Carlos III, ya en el reinado de Fernando VII.
El
personaje aparece retratado de tres cuartos, vestido con uniforme en tonos
oscuros confundiéndose con el fondo neutro tan común en los retratos de Goya.
Las únicas partes iluminadas son el rostro, expresivo y animado, y la camisa
blanca que le llega hasta la barbilla. Introduce su mano derecha en la chaqueta
decorada con las condecoraciones. Va peinado a la moda de la época, con largas
patillas.
Según
Gudiol este retrato pertenece al grupo de los más suntuosos retratos de Goya,
entendiendo por tales aquellos que presentan una síntesis de formas plenas y
ricas dentro de una gama cálida.
Manuel Quijano. 1815. Museu Nacional d'Art de Catalunya
Manuel
Quijano fue un compositor de música. Desde 1814 se convirtió en director del
Teatro de la Cruz de Madrid.
El
retrato de medio cuerpo del compositor se inserta dentro de un óvalo que imita
un marco de madera. Quijano va vestido con chupa marrón de cuello negro,
abotonada, bajo la que asoma una camisa blanca. Su cuerpo se gira ligeramente
hacia la izquierda, y su cabeza, vista de tres cuartos, se yergue para alcanzar
con la mirada algún punto elevado, en un gesto de altivez. Llama la atención la
expresión seria del rostro, casi de enfado, dominada por sus facciones
afiladas. Por su actitud podemos suponer que se trataba de un hombre ambicioso
y de fuerte carácter, cualidades ambas que le llevarían a lograr el puesto de
director que ostentaba cuando fue retratado. A su derecha y detrás de él,
encontramos la única alusión a su profesión, una partitura musical. El fondo es
neutro, de un color grisáceo.
José
Luis Munárriz, 1815. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)
El
retrato sería seguramente encargado a Goya con motivo del nombramiento como
director de Munárriz de la Real Compañía de Filipinas.
La
obra perteneció al retratado, quien la legó por medio de su testamento a la
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la que fue miembro honorario.
Don
José Luis Munárriz (Estella, Navarra,? - Madrid, 1930) estudió en Salamanca y
se trasladó después a Madrid, donde en 1796 fue designado miembro honorífico de
la Academia de San Fernando y secretario de la Real Compañía de Filipinas.
Probablemente fue él, junto con Ignacio Omulryan, quien propuso a Goya para
pintar la junta de dicha compañía celebrada el 30 de marzo de 1815,
en la que le nombrarían director.
Munárriz
aparece sentado, visto de medio cuerpo y ladeado de tres cuartos. Frente a él,
apoyado sobre la mesa, se encuentra un libro en el que inserta un dedo como
marcador de página, como si lo hubiésemos sorprendido en medio de la lectura.
Se trata del Compendio de las lecciones
sobre la retórica y las bellas letras, de Hugh Blair, que había
sido traducida por Munárriz y reeditada en España precisamente ese mismo año
1815. Detrás del retratado se apilan una serie de libros en cuyos lomos se
reconocen los nombres de importantes poetas, aquellos a los que hace referencia
Blair en su obra de estética: Horacio, Virgilio, Quintiliano, Camões, Petrarca,
Boileau, Cervantes y Addison.
El
retratado lleva una chaqueta negra, que sin detalle alguno, adquiere una forma
triangular casi plana y abstracta, rematada por el cuello blanco de la camisa y
las chorreras, muy cargadas de materia pictórica. Las facciones de la cara
están captadas con realismo, y la expresión refleja un cierto recelo hacia el
espectador intruso. Igual que en el caso del retrato de Omulryan, el
canon de la figura es excesivamente alargado, y Goya debió darse cuenta de ello
como demuestran los arrepentimientos evidentes alrededor de la cabeza de
Munárriz. La oscura paleta adelanta ya la tipología del retrato burgués que
Goya practicará sobre todo en Burdeos.
Francisco del Mazo, 1815. Museo Goya
Francisco
del Mazo (Peñilla de Cayón, Santander, 1772 - ?) era el primo de Manuel García
de la Prada, coleccionista de la obra de Goya, aficionado al teatro, amigo de
Moratín y perteneciente al círculo de Goya, que también lo retrató. Parece que
Francisco residió con sus tíos y su primo varios años en Madrid, de ahí su
vínculo con Goya. Además era "agente de casa" de la duquesa de Alba,
otra vía de contacto con el artista. También él, como su primo, era aficionado
a las artes, aunque se dedicaba a los negocios financieros, siendo miembro de
la Junta de Gobierno del Banco de San Carlos. Francisco del Mazo ostentaba
además el puesto de "Alguacil Mayor de la Inquisición de Logroño", lo
que hace difícil que la relación con Goya, opuesto a las actividades del Santo
Oficio, fuese más allá del contacto necesario para la realización de este
retrato. Incluso su primo, vinculado al gobierno de Bonaparte, hubo de exiliarse
mientras Del Mazo mantuvo su puesto tras el regreso de Fernando VII. Según
Nigel Glendinning, esta obra habría sido producto de la necesidad de dinero por
parte de Goya, y no tanto de amistad entre pintor y cliente, a pesar de los
nexos que podían haberles unido.
Esta
pintura se incluye dentro de una serie de retratos de comerciantes y burgueses
aficionados a las artes. Francisco del Mazo aparece sentado en una silla,
frente a una mesa de trabajo sobre la que se dispone un cuaderno de dibujos o
grabados, dando a entender que el retratado está dedicando su tiempo de ocio al
estudio de las artes. La inscripción de la carta que sujeta en la mano derecha
no se lee con claridad. Aunque la mayoría de estudiosos interpretan la palabra
en rojo como "Santander", Glendinning apunta que no había en Madrid
tal calle y que lo más probable es que Del Mazo estuviese cambiando de
residencia en el momento de realización del retrato. Efectivamente, compró una
casa en 1815, y si éste fuera el verdadero motivo de la vacilante inscripción,
podríamos fechar el retrato exactamente en ese año.
Del Mazo lleva una casaca negra con vistosos botones
realizados a base de toques blancos de pincel. La camisa blanca le cubre el
cuello. Sus manos no son apenas visibles, ya que una es tapada por la carta
vista en escorzo y la otra se introduce en la chaqueta, como solía ser
habitual. Los retratos "sin manos" tenían menos valor que los que sí
las mostraban, reduciendo así el precio de la pintura. El rostro de Francisco
del Mazo muestra unas facciones toscas, de nariz ancha y aplastada, labios
gruesos, cejas pobladas y espesa cabellera negra, que se alarga con las anchas
patillas sobre las mejillas. Sin duda, la fisonomía del retratado era muy
particular y Goya no quiso ocultarla bajo idealizaciones.
Retrato
de Miguel de Lardizábal, 1815. Galería Nacional (Praga)
Miguel
de Lardizábal (San Felipe de Tlaxcala, 1744 - ¿Vergara?, Vizcaya, ¿1825?),
mexicano de nacimiento, se instaló en Madrid en 1760, regresando al país que su
padre, de origen vasco, había abandonado para dirigirse a la Nueva España.
Recibió una excelente educación y se convirtió en un hombre cultivado. Ya en
España desempeñó cargos oficiales relacionados con asuntos exteriores, formó
parte del gobierno de Bonaparte pero siempre fue fiel a Fernando VII, a quien
admiraba dadas sus convicciones absolutistas. Al regreso del
"Deseado" fue nombrado ministro de Indias y presidente de la Compañía
de Filipinas hasta que fue destituido y encarcelado por haber sido acusado de
favorecer en exceso los intereses de su tierra.
El
retratado había sido durante un tiempo identificado como el general Espoz y
Mina, hasta que Soria corrigió el error. Lardizábal aparece retratado de medio
cuerpo, vestido con traje oficial y cargado de condecoraciones: una banda
honorífica y una cruz. La chaqueta negra está profusamente decorada con
bordados dorados en puños, cuello y botonadura que Goya ha recreado fielmente,
a base de pinceladas empastadas que vibran sobre el negro. Con su brazo
izquierdo sujeta un sombrero y con la mano derecha una carta donde se ha
insertado la inscripción, cuya traducción puede hacerse en los términos
"Derribado por las vicisitudes del Estado", aludiendo a su destierro.
El rostro, enmarcado por el pelo negro algo despeinado, también da cuenta de la
situación que vivía el retratado y lo refleja en la mirada de amargura.
Técnicamente,
la paleta de colores más bien oscura, y el empleo de pinceladas cortas y
cargadas adelanta la manera de hacer de las Pinturas Negras.
Tras
la realización de este cuadro le dieron La Real Orden de España, la cual fue
inventada por José I.
Cuando
Fernando VII regrese se hará una expurgación a aquellos que habían colaborado
con los franceses, y Goya, a causa de esta condecoración, fue llamado a
declarar, pero no llegó a hacerlo y es que contaba con buenos amigos dentro del
nuevo gobierno español.
Seguirá
pintando retratos hasta no se sabe cuando: el duque de San Carlos; en 1818 el
duque de Osuna de mayor; 1814-1815, pintó a Wellington en varias ocasiones.
Entre
1814-1819 Goya se realiza dos autorretratos. Se muestra con el cuello de la
camisa muy abierto, como poco colocado. Hasta entonces siempre había sido muy
presumido en la forma del pintor.
Habrá
muchos otros pintores que hagan esto. Se retratarán con la camisa abierta,
centrándose en el rostro.
Autorretrato, 1815. Museo del Prado
(Madrid)
Desconocemos
si fue éste un retrato realizado por Goya para él mismo o para alguien de su
entorno íntimo y familiar, o si por el contrario respondía a algún trabajo de
encargo. Solía pensarse que se trataba de una copia del autorretrato
de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, firmado y fechado en 1815.
Tras una limpieza reciente de la obra se descubrió que éste también tenía una
inscripción, que dota a la misma de un cierto carácter oficial. El hecho de que
existan dos obras tan similares, ambas firmadas y fechadas, y sabiendo con
certeza que la de la Academia fue entregada por Javier Goya tras la muerte de
su padre, hace pensar que quizás ésta estaba también destinada a alguna de las
academias de bellas artes de las que Goya era miembro, como Valencia o
Zaragoza, aunque nunca se llegó a hacer la entrega.
En
el inventario de bienes de Goya que hizo Brugada a la muerte del artista aparecían
dos autorretratos de busto del pintor. Parece ser que uno de ellos se
corresponde con el de la Academia, de modo que quizás el otro sea el que nos
ocupa. Perteneció a Javier Goya, que lo vendió a Román Garreta o Román de la
Huerta. La correcta identificación del comprador es asunto complicado pues en
varios documentos aparece de una forma y otra. Sabemos que en 1866, por real
orden del 5 de abril, el Museo de la Trinidad de Pintura y Escultura pagó al
propietario la cantidad de cuatrocientos escudos por el retrato. En 1872, con
la fusión del Museo de la Trinidad y el Museo Real, pasó a ser propiedad del
Museo Nacional de Pintura y Escultura, actual Museo Nacional del Prado.
De todos los autorretratos que se conocen de Goya, éste es,
junto con la versión que hay en la Academia, uno de los más sinceros y
directos. El busto del pintor a la edad de sesenta y nueve años se coloca sobre
un fondo oscuro, de tonos marrones, donde las marcas de remolinos que dibujó el
pincel son perfectamente visibles. Goya se ha retratado enfundado en un batín,
semejante al que llevaba en su retrato el discípulo Asensio Julià, bajo el que asoma la camisola blanca
cuyo cuello ha sido evidentemente repintado. Toda la intensidad del retrato se
concentra en las facciones, sin darle más importancia al atuendo o al fondo. La
cabeza se gira ligeramente hacia la izquierda. El rostro, enmarcado por el pelo
alborotado y ya grisáceo que deja a la vista una frente despejada, se dirige
casi de frente hacia el espectador. Parece fatigado, enfermizo y algo
nostálgico. A pesar de ello, su mirada transmite la resignación y la fortaleza
del que ha atravesado diversas vicisitudes en su larga vida, y se muestra
sereno e incluso orgulloso y digno. La actitud será la principal diferencia
entre este autorretrato y su compañero de la Academia de San Fernando.
Fray
Juan Fernández de Rojas, 1815–1816. Real Academia de la Historia (Madrid)
No
se conocen los detalles del encargo de este retrato, ni tampoco la cronología
exacta, por eso se fecha respondiendo a la técnica pictórica. Sí se conserva,
no obstante, el testimonio de la sobrina del retratado, Carmen Arteaga
Fernández de Reboto, recogido en la publicación de María Rosario Barabino. La
sobrina hablaba sobre la estrecha relación que unía a su tío y al pintor,
forjada a raíz de las numerosas consultas artísticas que Goya le planteaba,
siendo éste consciente de sus grandes conocimientos sobre Arte. La buena estima
en que el artista tenía a fray Juan le llevó a realizar este retrato, a pesar
de las constantes negativas del religioso; un retrato donde, en palabras de
Carmen Arteaga, Goya echó "el resto de sus artísticos conocimientos, particularmente
en el parecido y en el colorido".
Sugiere
Margarita Moreno de las Heras que la obra perteneció al retratado y pasó por
herencia a su sobrina, Carmen Arteaga Fernández de Reboto, en Madrid. Después
pasó, de nuevo por herencia, a la propiedad del hermano de ésta, Santiago de
Arteaga. En su testamento, y por disposición del mismo fray Juan, pasó a la
Real Academia de la Historia en 1857.
Juan
Fernández de Rojas (Colmenar de Oreja, Madrid, 1750 - Madrid, 1819) fue un
intelectual especialista en filosofía, literatura, poesía y teología. Se formó
en la Escuela Poética de Salamanca, profesó en los agustinos de San Felipe el
Real, en cuyo convento madrileño falleció, y fue profesor de Teología y
Filosofía en Toledo. Defensor de la teología moderna, fue atacado por el sector
más conservador de la Iglesia. Adquirió renombre por sus discursos cristianos y
sus escritos: críticas literarias y obras satíricas. Con Goya mantuvo una buena
relación. El clérigo aconsejaba al pintor con sus conocimientos de pintura y estética,
y la sátira que ambos practicaban en literatura y en pintura respectivamente,
les unía en su forma de pensar.
En
este retrato Goya ha centrado toda la atención en los rasgos fisonómicos del
clérigo, sin dar importancia al atuendo o al fondo. Así, la sotana negra se
configura como una masa informe, oscura y plana, como un montículo de marcada
composición triangular donde se apoya la cabeza de soberbia factura, y el fondo
es de un color verdoso-grisáceo indeterminado, también plano. El rostro de fray
Juan Fernández refleja sabiduría a través de una intensa mirada. Está ejecutado
a base de pinceladas cortas que van construyendo las facciones con rigor y
esmero, resultando uno de los retratos goyescos más atractivos de esa época.
Fray Miguel Fernández y Flores, 1815-16. Worcester Art Museum
Seguramente
con motivo del nombramiento del retratado como administrador apostólico de
Quito, tal y como reza la inscripción, se le encargó esta obra a Goya. Dada la
vinculación con las Indias, pudo mediar a favor del artista Ignacio Omulryan, ministro del Consejo de Indias y que
también había sido retratado por el pintor.
La
obra perteneció al retratado en Sevilla. Pasó después a la colección del pintor
Vivaldi, en Sevilla, a continuación a la de Enrique Salazar, en Sevilla, y a la
del marqués de la Vega Inclán, en Madrid. En 1911 ingresó en el Worcester Art
Museum.
Fray
Miguel Fernández Flores (Bujalance, Córdoba, 1764 - Sevilla, 1822) fue nombrado
en 1814 obispo auxiliar del prelado de Quito, en 1815 obispo in partibus de Marcópolis e
inmediatamente después administrador apostólico de Quito. Llegó a ser en 1816
obispo de Quito, pero a pesar de sus cargos vinculados con la Nueva España no
se tiene constancia de ninguna visita del franciscano a Ecuador. Tras su carrera
como clérigo, se convirtió en prelado doméstico del Consejo del rey.
El
retratado aparece representado con toda la pompa que su posición requería.
Siguiendo la tradición de los retratos papales, lo vemos de medio cuerpo,
sentado en un imponente sitial y ataviado con su traje de obispo, de color azul
celeste con vueltas en rojo, igual que los botones, y encaje blanco en el alba.
Destaca en su mano derecha, que reposa sobre el regazo, un gran anillo de oro,
y la cruz dorada que cuelga sobre el pecho. Está colocado de frente, dibujando
con su cuerpo un evidente esquema triangular en cuyo vértice superior se
asienta la cabeza, recortada sobre el fondo neutro. En el rostro, de un
acentuado verismo, llama la atención la atenta mirada que el franciscano dirige
al espectador, como haciéndolo partícipe del proceso de creación del retrato.
Retrato
del príncipe Alois Wenzel Von Kaunitz-Rietberg, 1816-1817. Colección
privada
Este posible retrato de Goya fue redescubierto en 1989,
siendo propiedad de un coleccionista particular. Tras examinarlo, Manuela Mena
apostó por la atribución goyesca y decidió incluirlo en la exposición Goya en tiempos de guerra. Una antigua
atribución de una galería lo relacionaba también con Goya. Otros especialistas,
como Nigel Glendinnig o Jesusa Vega, se han mostrado reticentes a respaldar la
atribución, pero Juliet Wilson comparte la opinión de Mena, aunque añade que el
estado de conservación no es bueno.
El
27 de mayo de 1815, el embajador de España en Viena, Camilo Gutiérrez de los
Ríos, escribe al secretario de Estado español, Pedro de Cevallos, el deseo del
príncipe Metternich, casado con la prima de Kaunitz-Rietberg, de nombrar a
Alois Wenzel embajador de España, recordando que su abuelo y su tío habían
desempeñado el trabajo en tiempos de Carlos III. El puesto había quedado
desierto tras la Guerra de la Independencia y el nuevo embajador de Austria,
Kaunitz, llegó a Madrid en agosto de 1815. Su trabajo como embajador no duró
mucho, ya que el duque de San Carlos, embajador de España en Viena, dio noticia
de la conducta reprobable del austriaco, y en diciembre de 1816 cesó en sus
funciones, saliendo del país en enero de 1817. Entre su llegada y su marcha,
Goya pintor de Cámara, realizaría este retrato.
La
obra estuvo en las colecciones de Metternich y Károly, familia de Kaunitz por
los enlaces de sus hijas. Parece que Kaunitz regaló la obra a alguna de ellas,
en vez de ponerla a la venta como hizo con el resto de sus pinturas, en 1820.
El retrato ingresó en la galería Jürg Stuker de Berna, que celebró una
exposición de venta, Privatsammlung
Jürg Stuker, Altes Schloss Gerzensee, entre el 26 y el 31 de
octubre de 1989. Estaba atribuido a Goya "con atribución antigua" y
llevaba el número 119. Pasó a la colección de Eric Turquin, en París. Fue
adquirido después, en 1990, por su anterior propietario. El 29 de enero de
2009, se puso a la venta a través de la casa de subastas Sotheby's de Nueva
York, donde se vendió por 2.210.500 dólares (1,7 millones de euros
aproximadamente).
El
príncipe Alois Wenzel von Kaunitz-Rietberg (Viena, 1774 - París, 1848) fue un
canciller perteneciente a una poderosa familia austriaca. Desempeñó puestos de
embajador de Austria en distintas Cortes europeas: en Dresde, quizás en
Nápoles, aunque no se ha podido confirmar, en Madrid y en la Santa Sede. Las
graves acusaciones del duque de San Carlos debían referirse a los delitos de
abusos de menores que salieron a la luz en 1822. El canciller fue entonces
interrogado, vigilado y desterrado de Austria. Marchó a París, donde falleció.
La
radiografía revela marcas del bastidor que parecen indicar que el retrato fue
algo mayor del tamaño que vemos ahora. Kaunitz aparece con traje oficial,
luciendo la banda y la estrella de la orden de Dannebrog que recibió durante su
embajada en Dresde. La banda no está muy definida por lo que se ha sugerido que
el retrato no estuviera acabado, sin embargo el lema de la orden es
perfectamente legible: GUD/OG/KON/GEN
(Dios y el rey). El cuello de la chaqueta se decora con bordados ejecutados a base
de abundante materia pictórica, contrastando con la ligereza de la factura del
pelo rizado y el rostro. La atención se centra en el personaje, ya que el fondo
neutro no ofrece distracción de ningún tipo. La captación psicológica revela
que el retratado era una persona inteligente, algo altiva, con sentido del
humor y cultivado, como su colección de arte y sus contactos y amistades con
intelectuales confirma.
El
personaje estuvo mucho tiempo sin identificar, hasta que el Museo del Prado
descubrió su identidad en el año 2008 después de una importante labor de
investigación.
El
décimo duque de Osuna encargó este retrato a Goya en 1816. Se pintó en agosto
de ese año y el 17 de noviembre Goya facturó la cantidad de 10.000 reales, que
no recibió hasta el 26 de abril de 1817 por medio de los interventores de la
hacienda del duque, debido a la mala situación económica que éste atravesaba.
El
retrato permaneció en poder de los Osuna hasta el duodécimo duque. Se puso
entonces a la venta cuando la quiebra de la casa ducal, y fue adquirido por
León Bonnat para su colección personal, que dio paso al Musée Bonnat de
Bayonne.
Francisco
de Borja Téllez y Girón (Madrid, 1785 - Pozuelo de Alarcón, Madrid, 1820) fue X
duque de Osuna y Grande de España de primera clase. Era hijo del IX duque de
Osuna y la condesa-duquesa de Benavente, fieles mecenas de Goya desde que en
1788 realizó el retrato familiar Los duques de Osuna y sus hijos.
En 1807, habiendo ya heredado el título de duque de Osuna, acompañó a Fernando
VII y a Godoy a la entrevista con Napoleón en Bayona. La situación económica de
la familia se había visto perjudicada debido a las pérdidas de la Sociedad de
Giro y Comercio que había fundado su padre. Durante la guerra se fue con su
familia a Cádiz donde apoyó la Constitución. Al regreso de Fernando VII fue
retirado de sus servicios y negado en los permisos que solicitaba para
retirarse fuera de Madrid, ya que su salud se había resentido desde el fin de
la guerra. Por fin pudo ir a Pozuelo de Alarcón, donde falleció.
Es
éste el último retrato aristocrático que realizó Francisco de Goya, junto con
el de la hermana del modelo, La duquesa de Abrantes.
Como es habitual, el pintor ha reflejado la personalidad y el estado anímico
del retratado. Encontramos al duque visto de cuerpo entero y desde un punto de
vista bajo, lo que contribuye a engrandecer su figura. Detrás de él, situado en
un plano jerárquicamente inferior, su fiel lacayo le trae el caballo. El duque
está apoyado sobre una roca donde ha dejado su sombrero. En un guiño al retrato
familiar de 1788, donde Goya lo pintó jugando como si montara a caballo, lleva
aquí la ropa de montar, y con su mano izquierda juguetea inconscientemente con
la fusta. Con la derecha sostiene una carta a la que dedica toda su atención.
Sin conocer su contenido, se puede deducir que no son buenas noticias debido al
rostro triste y resignado del duque, enmarcado bajo el peinado a la moda de su
pelo rubio.
Los
colores son grisáceos, incluso el amarillo de los pantalones y los guantes
aparece apagado. Al fondo, enmarcando al retratado, encontramos un paisaje
cubierto de un cielo plomizo y tormentoso, dotando al retrato de un fuerte
carácter romántico muy en sintonía con los ánimos del X duque de Osuna, a quien
Goya dedicó toda su maestría de pincel, como exigía su condición.
Existe
un dibujo preparatorio en el Museo Nacional del Prado y un supuesto boceto, hoy
destruido, que estaba en la Kunsthalle de Bremen.
Corrida de toros en una plaza partida, 1816. Metropolitan Museum of Art (Filadelfia)
Se
trata de un cuadro de 98 x 126 cm., que se encuentra en el Metropolitan Museum
of Art, de Nueva York (Estados Unidos) desde 1922. Inicialmente perteneció a
Javier Goya.
El
cuadro presenta dos corridas de toros que tienen lugar en una plaza pública
dividida a la mitad por un muro. Indica que en aquella época se celebraban, no
sabemos con qué frecuencia, dos corridas de toros en un mismo espacio de forma
simultánea lo que daba idea del interés que este tipo de espectáculos tenía
para el pueblo.
Veamos
dos detalles, en los que se puede apreciar el trazo suelto y moderno del pincel
de Goya:
Santa Isabel de
Portugal curando a una enferma (boceto), 1816. Museo
Lázaro Galdiano (Madrid)
El presente boceto perteneció a Martín Zapater de quién lo
heredó su sobrino-nieto Francisco Zapater y Gómez. Ingresó en 1900 en la
colección de don Clemente Velasco, a quien se lo compró don José Lázaro después
de 1928 y antes de 1936, pasando a formar parte en 1951 del museo que lleva su
nombre. El cuadro
correspondiente a este boceto era el del lado del Evangelio. El tema de esta
pintura ha sido a menudo confundido con Santa Isabel curando a los leprosos,
pero es otro capítulo parecido el que Goya describe, seguramente inspirado en
la biografía narrada por el padre Juan Carrillo. La santa aragonesa, hija de
Pedro III el Grande, curó a una mujer cuyo pie estaba lleno de llagas y resultaba
incurable para los médicos. La reina la atendió y el pie sanó milagrosamente,
quedando la enferma confortada en el Señor.
El
boceto no está muy acabado, las pinceladas son enérgicas, los rostros no están
apenas definidos y la paleta cromática se limita a los ocres con algún detalle
amarillo y rojo. La iluminación entra a través de la ventana de la izquierda,
resaltando las figuras de las protagonistas. La santa y la enferma van tocadas
con corona y pañuelo respectivamente. No se olvida así señalar la condición
regia de Santa Isabel pero se subraya, ante todo, su vocación caritativa.
Parece que Goya ha querido dar más importancia a la acción que a la ordenación
de las figuras.
La
enferma aparece con el pecho al descubierto, como si no tuviese fuerza ni para
vestirse. Sin duda Goya modificó este detalle en la obra definitiva dado que
estaba destinada a un templo sagrado. El artista tuvo que retocar la pintura en
1801, antes de la consagración de la iglesia, por obligación de la autoridad
eclesiástica, tal y como figura en la minuta del 24 de noviembre de 1801, en un
escrito dirigido por Larripa al Secretario de Estado, Pedro Cevallos.
Santa
Isabel de Portugal curando a una enferma, 1816. Palacio Real de Madrid
La
obra forma parte de un conjunto de seis grisallas realizadas en 1816 por
distintos artistas como sobrepuertas para decorar el dormitorio de la reina en
el Palacio Real de Madrid, tras el segundo casamiento de Fernando VII con la
princesa María Isabel de Braganza y Borbón (29 de septiembre de 1816). Los
artífices que recibieron el encargo fueron junto con Goya, Vicente López (que
pintó dos), Zacarías González Velázquez, José Camarón Meliá y José Aparicio. La
temática de todas ellas estaba en relación con "sucesos históricos de la
monarquía", como es el caso de Santa Isabel de Portugal, tocaya de la
reina. Se trata del último encargo que recibió Goya como pintor real.
A
la muerte de Fernando VII, Vicente López reflejó en el inventario de 1834 las
seis grisallas, valoradas en 7.500 reales cada una. En 1879 se descolgaron de
la habitación al ser desmantelada y transformada en comedor de gala y quedaron
almacenadas en un depósito del Palacio Real.
En
1959 la investigadora Paulina Junquera publicó el hallazgo de la obra de Goya,
que se conserva en el mismo Palacio Real o de Oriente.
La composición de la imagen se dispone en forma de friso,
subrayando la horizontalidad por la posición yacente de la enferma alrededor de
cuyo cuerpo se agolpan las restantes figuras. En el centro está Santa Isabel,
con su atuendo de reina, posando su mano sobre la cabeza de la enferma e
inclinándose hacia ella. El esquema compositivo lineal, el neto perfil de
algunas figuras y el aspecto escultórico que ofrece la técnica de la grisalla
sitúan a la pintura cerca del gusto neoclásico, si bien el patetismo de los
rostros y el abocetamiento de las formas nos remiten al Goya más anticlásico.
Presenta similitudes con el boceto del mismo tema que realizó para los cuadros
de la iglesia de San Fernando de Torrero de Zaragoza, donde encontramos menos
personajes pero la figura de Santa Isabel es bastante similar.
La duquesa de Abrantes, 1816. Museo del Prado
Este
retrato fue encargado por la madre de la modelo como regalo para su hija. Goya
recibió 4.000 reales por este trabajo.
Estuvo
en la colección de los duques de Abrantes, pasó a la del conde de la Quinta de
la Enjarada, después a la del conde del Valle de Orizaba y más tarde a sus
descendientes. Fue adquirido en 1996 con fondos del Legado Villaescusa, con
destino el Museo del Prado.
Manuela
Isidra Téllez Girón y Alonso Pimentel (Madrid, 1794 - 1838) era hija de los
duques de Osuna, con quien Goya mantenía buenas relaciones y a quienes había
retratado en familia en 1788, Los duques de Osuna y sus hijos
y a algunos de sus miembros por separado, como La marquesa de Santa Cruz
o el Décimo duque de Osuna, ambos hermanos de la retratada. Se
casó en 1813 con Ángel María de Carvajal, VIII duque de Abrantes.
La
duquesa de Abrantes aparece de medio cuerpo sobre un sencillo fondo oscuro,
vistiendo a la moda francesa que se había implantado tras el regreso de
Fernando VII a España. El vestido es de color azul y se cubre con un chal
amarillo. Lleva un conjunto de collar, pulsera y pendientes de cuentas de
cristal, y se toca con una corona floral que ciñe el cabello rizado, dejando
los hombros al descubierto. En el rostro sonrosado destacan los labios color
carmín y la tímida mirada que se dirige al espectador. Con su mano derecha
sujeta una partitura musical, donde Goya ha aprovechado para introducir su
firma, haciendo alusión a la afición por el canto que tenía la retratada. Por
otra parte, era bastante habitual entonces retratar a las mujeres con atributos
musicales.
El
aspecto del retrato es neoclásico, ordenado y sereno. Es en los detalles del mismo
donde destaca la maestría de Goya, deteniéndose en la factura de las joyas, de
las flores del tocado e incluso de los signos de la partitura. La ejecución es
más libre en el traje y en el encaje que rodea su escote. Destaca el cromatismo
recuperado para la ocasión, con el dorado del chal, el azul del traje y los
blancos y verdes de las flores. Éste es uno de los últimos retratos
aristocráticos que realizó Goya antes de dedicarse a retratar a sus amigos y
allegados burgueses, en una serie de pinturas de tonalidades más oscuras y
composiciones sencillas.
Tío
Paquete, 1819–1820. Museo
Thyssen-Bornemisza (Madrid)
El
tío Paquete era un ciego muy popular en Madrid. Solía sentarse en las escaleras
de la iglesia de San Felipe el Real a mendigar cantando con su guitarra. Goya
le retrató en esta obra, inmortalizando sus facciones deformes. Tiene los ojos
huecos y es desdentado. Aún así, se ríe descaradamente. En esta imagen se
entremezclan el drama y a la vez lo cómico de la condición del ciego. El tío
Paquete debía ser un personaje dicharachero que sin duda inspiró al artista,
siempre tan atraído hacia los aspectos más grotescos de la vida. Es una obra de
gran fuerza expresionista.
Técnicamente
este retrato es muy cercano a las Pinturas
negras de la Quinta del Sordo. El colorido es también oscuro y la
obra ha sido ejecutada a base de pinceladas muy empastadas.
Santa
Justa y Santa Rufina, 1819. Catedral de Santa María de la Sede de
Sevilla
El cabildo metropolitano de Sevilla encargó esta obra a Goya
gracias a la mediación del erudito y amigo del artista Ceán Bermúdez. El cuadro
ya estaba bosquejado el 27 de septiembre de 1817. El 14 de enero de 1818 el
cuadro era entregado. Goya recibió la cantidad de 28.000 reales por este lienzo
que todavía se conserva en la catedral sevillana, ubicado en la sacristía de
los Cálices.
El
momento de la realización de este cuadro no era el más feliz de la carrera
artística de Goya. El pintor ya contaba setenta y un años, además Vicente López
acaparaba muchos encargos debido a la reacción conservadora, y sus cuadros de
las majas aparecidos entre los bienes de Godoy había sido declarados como
obscenos por la Inquisición. Seguramente por estas circunstancias su amigo Ceán
intervino para conseguirle este encargo, y lo supervisó hasta el último
detalle, decidiendo lo que se iba a representar, y hasta exigiendo tres o
cuatro bocetos previos, de los que conservamos uno (Museo del Prado, Madrid).
Como
el propio Ceán escribía en carta al coleccionista mallorquín Tomás de Veri, el
cabildo quería la representación del martirio de las santas, pero dadas las
medidas del lienzo Ceán pensó que sería más conveniente la representación de
las santas de tamaño natural, para no distraer al sacerdote y a los fieles y
moverles a la devoción a través de sus decorosas actitudes.
Efectivamente,
las dos hermanas aparecen en pie portando sus atributos: las palmas del
martirio, vasos de cerámica alusivos a su profesión de alfareras y el león al
lado de Santa Rufina, que recuerda el momento en que el precepto romano
Diogeniano la colocó en el anfiteatro a expensas de la bestia que actuó como si
fuera una dócil mascota, lamiendo los pies de la joven. Ambas miran hacia el
cielo oscuro, tan solo iluminado por dos haces de luz que recaen sobre sus
cabezas. Al fondo se divisa la torre de la Giralda que solía acompañarlas en
sus representaciones, recordando su procedencia. A sus pies el pintor incluyó
una escultura pagana hecha pedazos en referencia al episodio en el que las
santas destruyeron la imagen de la diosa siria Salambó cuando se negaron a
vender una de sus vasijas como ofrenda a la deidad.
A
pesar de los elogios de Ceán, el cuadro no fue bien acogido por los sevillanos,
sobre todo por los artistas, quienes sentían que Goya les había arrebatado un
buen encargo. Así comenzó una batalla entre los defensores del cuadro de Goya y
los que lo querían desprestigiar, ambas partes expresándose a través de poemas
y coplas que se extendieron por la ciudad del Guadalquivir. Decían incluso que
Goya había tomado como modelos a dos prostitutas, una creencia popular que
llegó incluso a la tinta de estudiosos como Yriarte, quién estaba convencido
del escepticismo de Goya.
Otros
estudiosos goyescos no valoraron este lienzo del artista por no responder a su
estilo propio y carecer de fuerza, al parecer con el fin de contentar al
cabildo. Sin embargo, la crítica moderna ha sabido apreciar la dificultad de un
lienzo donde hubo que incluir variados atributos y para cuya ejecución Goya se
documentó profundamente y visitó tres veces la ciudad. El resultado fue un
lienzo donde se fusionan los tonos negros con vivos colores, al estilo de El
Greco. Para la composición, el pintor sin duda se basó en la obra del mismo
tema de Murillo (Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Cristo
en el huerto de los olivos,
1819. Museo Calasancio (Madrid)
Según la tradición esta obra fue un obsequio de Goya a los
Padres Escolapios del colegio de San Antón, Madrid, cuando les pintó el cuadro
de La última comunión de San José
de Calasanz.
Es un boceto del que no se conoce obra definitiva.
Sobre
fondo negro, como solía hacer el pintor en sus últimas obras religiosas, ha
colocado a Cristo arrodillado, con larga túnica blanca, brazos abiertos en cruz
y mirada elevada dirigida al ángel que, sosteniendo el cáliz y la patena, vuela
amparado por un potente rayo de luz. Jesús, atemorizado, pone su destino en
manos del Padre, cuya única respuesta es la visión de esos objetos litúrgicos,
preludio de la Pasión.
Existe
una segunda versión publicada por Mayer (1925, p. 169, cat. 20a) que ha sido
contemplada por algunos autores como autógrafa de Goya, pero parece ser más
bien una copia. Esa obra perteneció a la colección del marqués de Zugasti en
Madrid, se exhibió incluso en la muestra Goya
de Burdeos, celebrada en 1951, y tras venderse en la casa Sotheby's de Londres
en 1969, se insertó en el mercado del arte estadounidense.
El
9 de mayo los Padres Escolapios del colegio de San Antón encargaron a Goya un
cuadro de San José de Calasanz. El 27 de agosto de 1819 el cuadro se inauguraba
sobre uno de los altares laterales de la iglesia. Más tarde fue trasladado al
Museo Calasancio, en Madrid.
Sobre
un precio estipulado inicial de 16.000 reales, Goya recibió la cantidad de
8.000 reales por adelantado. Pero al recibir el segundo pago, una vez concluida
la obra, decidió quedarse sólo con 1.200 reales, devolviendo 6.800 como
obsequio a su paisano santo. Conviene recordar al respecto la hipótesis de que
Goya hubiera estudiado primeras letras en los escolapios de Zaragoza, y así se
entendería la relación sentimental que le habría unido con este encargo. Poco
después les envió además otra obra como obsequio, La oración del huerto.
Desconocemos
los motivos por los que los Padres Escolapios encomendaron la realización de
este cuadro a Goya, aunque se pueden establecer nexos indirectos a través de
sus allegados, como Moratín o Ceán Bermúdez.
La
escena representada se desarrolla en el 1648, año en el que fallece el fundador
de las Escuelas Pías, San José de Calasanz, aquí arrodillado recibiendo la
comunión, con las manos unidas en gesto de oración y expresión fervorosa en su
rostro envejecido. Detrás del santo y el sacerdote se disponen horizontalmente
una serie de figuras, adultos y jóvenes estudiantes que aguardan su turno para
comulgar. El templo en el que se encuentran se intuye gracias a la arcada de la
derecha, pero el fondo del lienzo es negro y neutro, tan solo atravesado por el
haz de luz que apunta al santo.
Camón
observa que esta obra se encuentra dentro de la tendencia que inició Goya a
partir de la Guerra de la Independencia de pintar en tonalidades oscuras
combinadas con toques de blancos calizos, amarillos oro y rosáceos, igual que
hizo con las Santas Justa y Rufina de la catedral de Sevilla.
El
artista ha sabido captar a la perfección la gran paz del alma en el umbral de
la muerte, como dicen Gassier y Wilson. Es una obra de gran intensidad espiritual
y la tonalidad pictórica contribuye a inmortalizar el solemne instante de la
comunión. Destaca la técnica empastada del atuendo del sacerdote y el fuerte
contraste entre la oscuridad que domina el lienzo y las partes iluminadas,
sobre todo el rostro de San José. El resultado es un lienzo potente y original,
propio de un genial artista que tenía entonces setenta y tres años y una enorme
experiencia.
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