Sus
relaciones con su hijo cada vez irán a peor. Goya compra la Quinta del Sordo
en Madrid con la intención de marcharse a vivir allí. La escritura es de
principios de 1819. Goya caerá gravemente enfermo, hasta el punto de perder la
esperanza de sobrevivir. Conseguirá salir adelante y como agradecimiento
dedicará un cuadro a su médico, el doctor Arrieta. Se trata de un
autorretrato único en la historia de la pintura. Nunca un autor se había
retratado de esa forma, como víctima de una enfermedad en brazos de su médico.
A modo de una piedad. Agarra la sábana como queriendo mantenerse en pie.
Detrás
aparecen tres personajes: dos a un lado, tienen como un papel en la mano y otro
al otro lado. Para algunos quizá se trata de sacerdotes y religiosos.
En
definitiva, se trata de un Goya a las puertas de la muerte, sostenido por su
médico, a modo de un ángel de la Piedad, y a los lados, “los ángeles”. Consuelo de la religión a las puertas de la muerte.
El
doctor aparece con un vaso en la mano que contiene un líquido rojo, el cual
algunos le han asociado con la sangre de Cristo.
Es
un retrato que plantea muchos problemas por el hecho de saber como se
autorretratado en esas condiciones. Existe un cuadro idéntico atribuido a
Ascensión Juliá. Plantean que sea una visión de este último y que luego Goya lo
copiara para regalárselo a Arrieta.
Goya
a su médico Arrieta,
1820. Minneapolis Institute of Arts, Mineápolis, Estados Unidos.
Goya
sufrió una grave enfermedad (probablemente unas fiebres tifoideas) que estuvo a
punto de acabar con su vida en 1819. Gracias a los cuidados de su médico
Arrieta recuperó la salud y llegó a vivir hasta ocho años más. Como
agradecimiento al doctor le dedicó este retrato. Está realizado en la Quinta
del Sordo, donde Goya vivía entonces aislado de la Corte.
La
pintura perteneció primero al mismo Arrieta. Más tarde pasó a las colecciones
de J. J. Martínez Espinosa en Madrid, de M. A. Ajuna Temple en París, del Dr.
Edwards-Lucas-Moreno en París, de Seligman en Nueva York y de M. Knoedler &
Co. en Nueva York. Fue adquirido por el Institute of Arts de Minneapolis en
1952.
Eugenio
García Arrieta (Cuéllar, Segovia, 1770 - ¿África?), hermano del escritor
Agustín García Arrieta, es conocido gracias a este retrato con Goya. Poco más
se sabe acerca de su vida, excepto que, tras haber salvado la vida de Goya, fue
enviado por el Gobierno en 1820 a estudiar la peste de Levante en las costas
africanas, donde probablemente falleció.
En
el retrato encontramos a Goya en la cama, sufriendo de dolor y malestar, como
indica la expresión fatigada de su rostro. Tiene la mirada perdida y la boca
entreabierta como si le costara un tremendo esfuerzo respirar. Su piel es
blanquecina, retocada con toques de gris mortecino, y su pelo también gris está
revuelto. Lleva un batín grisáceo sobre el camisón blanco. Con sus manos
débiles y vacilantes trata de cubrirse con la manta de la cama, de un vivo
color rojo. El doctor Arrieta le ayuda a incorporarse mientras se coloca detrás
de él y le acerca un vaso que contiene una sustancia rojiza. El médico lleva
una chaqueta de intenso color verde, camisa blanca y pantalón negro. La
disposición de ambas figuras, Arrieta sujetando a Goya, recuerda a las
composiciones del tema religioso de la Piedad, pero también podemos
relacionarlo con obras laicas de Goya, como El abañil herido.
En
el fondo aparecen una serie de figuras que se confunden en la oscuridad. Se ha
sugerido que podría tratarse de amigos y familiares de Goya que le acompañan en
su enfermedad, pero otra interpretación las identifica como las Parcas, que
sujetan el hilo de la vida del moribundo pintor. La aparición de estas figuras
introduce una nueva dimensión en el cuadro. Mientras el autorretrato de Goya y
el retrato de Arrieta son realistas, los misteriosos personajes del fondo,
vagamente definidos, surgen del mundo de la fantasía y más en concreto, del de
la pesadilla. La iluminación actúa de barrera entre uno y otro mundo ya que
solo se alumbra el primer plano, dejando en penumbra el fondo. Estos aspectos
imaginarios acercan la obra a las Pinturas negras, en las que quizás Goya ya
había empezado a trabajar. Además, la proximidad de la muerte y de la agonía
sugieren a Goya la presencia de seres monstruosos, como hizo en la pintura de
San Francisco de Borja asistiendo a un moribundo, primera ocasión en la que
introduce un personaje fantástico de aspecto diabólico.
El
carácter de la inscripción, subrayando el agradecimiento al médico, convierte a
la obra casi en un exvoto. Aquí se ha superado con creces la tradición
dieciochesca de criticar a los médicos entendidos como matasanos y aliados de
las Parcas a la hora de la muerte, tradición que el mismo Goya había ironizado
en el Capricho De qué mal morirá. El médico Arrieta, no solo no es un ignorante
sino que destaca por su humanidad.
Existen
dos copias de esta obra tan original realizadas por el discípulo de Goya
Asensio Julià, de iguales dimensiones, ya que el pintor valenciano las realizó
directamente en el taller de Goya. Desparmet facilitó los datos del paradero de
estas copias: una se encontraba en la colección de la señora Galardi de
Quintano, en Irún, y la otra estaba en la colección Moret y Remisa, en Madrid.
La tauromaquia
es una serie de 33 grabados del pintor español Francisco de Goya, publicada en
1816. A la serie hay que añadir otras 11 estampas, llamadas inéditas por
no incluirse en aquella primera edición a causa de pequeños defectos, aunque
son igualmente conocidas.
La
idea de Goya de dedicar una serie a la tauromaquia se remonta a
principios del siglo, y fue elaborándola con lentitud, sin un plan demasiado
concreto, probablemente interrumpido por la guerra. La intención inicial de
Goya fue, según diversos autores, la de ilustrar algunos pasajes de la Carta
histórica sobre el origen y progreso de las corridas de toros en España
(1777), que Nicolás Fernández de Moratín dedicó a Ramón Pignatelli. Goya
sobrepasó su idea inicial y completó la serie con hechos y recuerdos personales
taurinos no aludidos en la obra de Moratín, como algunos lances famosos de
corridas profesionales.
Modo con que los antiguos españoles cazaban los
toros a caballo en el campo
Español: Otro modo de cazar a pie
Los moros establecidos en España, prescindiendo de
las supersticiones de su Corán, adoptaron esta caza y arte, y lancean un toro
en el campo
Capean otro encerrado
El animoso moro Gazul es el primero que lanceo toros
en regla
Los Moros hacen otro capeo en plaza con su albornoz
Origen de los arpones o banderillas
Cogida de un moro estando en la plaza
Un
caballero español mata un toro después de haber perdido el caballo
Carlos V. lanceando un toro en la plaza de
Valladolid
El Cid
Campeador lanceando otro toro
Desjarrete
de la canalla con lanzas, medias-lunas, banderillas y otras armas
Un
caballero español en plaza quebrando rejoncillos sin auxilio de los chulos
El diestrísimo
estudiante de Falces, embozado burla al toro con sus quiebros
El
famoso Martincho poniendo banderillas al quiebro
El mismo vuelca un toro en la plaza de Madrid
Palenque
de los moros hecho con burros para defenderse del toro embolado
Temeridad de martincho en la plaza de Zaragoza
Otra
locura suya en la misma plaza
Ligereza
y atrevimiento de Juanito Apinani en la de Madrid
Desgracias acaecidas
en el tendido de la plaza de Madrid, y muerte del alcalde de Torrejón
Valor
varonil de la célebre Pajuelera en la de Zaragoza
Mariano
Ceballos, alias el Indio, mata el toro desde su caballo
El
mismo Ceballos montado sobre otro toro quiebra rejones en la plaza de Madrid
Echan
perros al toro
Caida de un picador de su caballo debajo del toro
El célebre Fernando del Toro, barilarguero,
obligando a la fiera con su garrocha
El
esforzado Rendon picando un toro, de cuya suerte murió en plaza de Madrid
Pepe Illo haciendo el recorte al toro
Pedro
Romero matando a toro parado
Banderillas
de fuego
Dos
grupos de picadores arrollados de seguida por un solo toro
La
desgraciada muerte de Pepe Illo en la plaza de Madrid La desgraciada muerte de
Pepe Illo en la plaza de Madrid
El Trienio Liberal y las
Pinturas negras (1820-1824)
Con
el nombre de Pinturas negras se conoce la serie de catorce obras murales que
pintó Goya entre 1819 y 1823 con la técnica de óleo al seco sobre la superficie
de revoco de la pared de la Quinta del Sordo. Estos cuadros suponen,
posiblemente, la obra cumbre de Goya, tanto por su modernidad como por la
fuerza de su expresión. Una pintura como Perro semihundido se acerca incluso a
la abstracción; muchas otras son precursoras del expresionismo pictórico y
otras vanguardias del siglo XX.
Perro semihundido, 1820-1823. Museo Nacional del Prado, Madrid, España
Perro semihundido, o simplemente, El
perro, es una de las Pinturas negras que formaron parte de la
decoración de los muros de la casa —llamada la Quinta del Sordo— que Francisco
de Goya adquirió en 1819. La obra ocupaba un lugar a la izquierda de la puerta
de la planta alta de la casa.
La obra, junto con el resto de las Pinturas negras, fue
trasladada de revoco a lienzo, a partir de 1873, por Salvador Martínez Cubells
por encargo del barón Émile d’Erlanger, un banquero francés, que tenía
intención de venderlas en la Exposición Universal de París de 1878. Sin
embargo, las obras no atrajeron compradores y él mismo las donó, en 1881, al
Museo del Prado, donde actualmente se exponen.
En su estado actual, el cuadro, muy austero, solo presenta la
cabeza de un perro escondida o hundida sobre un plano inclinado de ocre oscuro
y un espacio vertical en ocre más claro, todo ello exento de cualquier otra
figura. La mirada de la cabeza del perro se dirige hacia arriba, y podría
representar la soledad.
Aunque hoy solo pueden apreciarse estos elementos, en
reproducciones fotográficas realizadas por J. Laurent, entre los años 1863 y
1874, antes de ser arrancadas las pinturas de los muros de la Quinta del Sordo,
podría apreciarse un paisaje de fondo formado por una gran roca y unos
supuestos pájaros a los que el perro mira. Todas las fotografías de Laurent de
las Pinturas negras fueron publicadas en 1992 en el Boletín del Museo
del Prado, en un artículo escrito por Carmen Torrecillas. Y en 1994, el
Ministerio de Cultura editó una espléndida lámina, de 31 x 41 centímetros, de
la fotografía de Laurent de la pintura El perro. El negativo original se
conserva —en perfecto estado— en el Archivo Ruiz Vernacci.
El
hispanista británico Nigel Glendinning señaló en 1986 algunas diferencias entre
el estado actual de las Pinturas negras y el que presentaban antes de su
traslado y restauración, documentadas en fotografías de Laurent. Afirmó que
algunos toques y pinceladas de Goya desaparecieron al mudar las obras y
realizar la primera restauración. Además se mostró fascinado por la decoración
de los muros de las salas con papeles pintados que probablemente eligió el
propio pintor. En cuanto a la pintura del Perro semihundido escribió:
«El perro parece el único ser cariñoso, preocupado, humilde: humano, por así
decirlo.
A
partir del examen de la fotografía de Laurent, José Manuel Arnaiz en su libro Las
pinturas negras de Goya, de 1996, indicó que el perro mira interesado el
vuelo de unos pájaros.
Valeriano
Bozal, en 1997 y posteriormente, recoge todas las opiniones, incluyendo que el
perro observa a dos pájaros que vuelan, o que el artista no terminó El perro.
Pero afirma rotundamente que ninguno es argumento concluyente. Ni siquiera
podemos estar seguros de que el animal se esté hundiendo.
A
fines de 2010, otro estudio de las imágenes de Laurent realizado por Carlos
Foradada, pintor y profesor de Historia del Arte, difundió en los medios de
comunicación que Goya había pintado parte del lomo del perro, una gran roca y
sobre ella dos aves, a las que mira el can.
Hace
más de 100 años, en un artículo publicado en La España Moderna, en
noviembre de 1909, Valeriano de Loga (Valerian von Loga), conservador del Museo
de Berlín, ya escribió: «Detrás de una
roca del primer término se ve una cabeza de perro, que quiere coger pájaros».
Se
han propuesto variadas interpretaciones, desde la insignificancia del ser vivo
ante el espacio que le rodea, hasta que estemos ante una obra inacabada,
pasando por una posible pérdida de elementos presentes en el cuadro antes de su
traslado a lienzo.
La
obra, tal y como se presenta en nuestros días, supondría una ruptura de las
convenciones de representación pictórica, donde habría desaparecido desde la
ilusión de perspectiva hasta el paisaje mismo. Así, el perro de Goya
sería una muestra de extrema libertad del tema en la pintura. Un simple espacio
de color, con el elemento mínimo de una cabeza de poco tamaño, definida con
vigorosos trazos en negros, blancos y grises en relación con los planos ocres,
de textura orgánica, de un cuadro que insiste en su verticalidad, mediante la
dirección de la mirada del can y el amplio plano vacío sobre el perro. El
cuadro, de este modo, prefiguraría la abstracción y el surrealismo en pintura,
como ya lo había hecho Goya con respecto a otras corrientes pictóricas de las
vanguardias, como el impresionismo, o el expresionismo.
Fue
admirado por su coterráneo Antonio Saura, que lo calificó como «el cuadro más
bello del mundo». Rafael Canogar mostró su devoción por el que llamó «poema
visual» y lo califica de primera obra pictórica simbolista de Occidente.
También el escultor Pablo Serrano le rindió homenaje en su serie Entretenimientos
en el Prado. Lo compara con la obra de Antoni Tàpies y las atmósferas de
Francis Bacon.
Las
pinturas murales fueron trasladadas a lienzo a partir de 1874 y actualmente se
exponen en el Museo del Prado. La serie, a cuyos óleos Goya no puso título, fue
catalogada por primera vez en 1828 por Antonio de Brugada, quien las tituló por
vez primera, con motivo del inventario que realizó a la muerte del pintor. Han
sido variadas las propuestas de título para estas pinturas.
La
Quinta del Sordo pasó a ser propiedad de su nieto Mariano Goya en 1823, año en
que Goya, al parecer para preservar su propiedad de posibles represalias tras
la restauración de la monarquía absoluta y la represión de liberales fernandina,
se la cedió. Desde entonces hasta fines del siglo XIX la existencia de las
Pinturas negras fue escasamente conocida y solo algunos críticos, como Charles
Yriarte, las describieron. Entre los años 1874 y 1878 fueron trasladadas de
revoco a lienzo por Salvador Martínez Cubells a instancias del barón Émile
d'Erlanger, proceso que causó un grave daño a las obras, que perdieron gran
cantidad de materia pictórica. Este banquero francés tenía intención de
mostrarlas para su venta en la Exposición Universal de París de 1878. Sin
embargo, al no hallar comprador, acabó donándolas, en 1881, al Estado español,
que las asignó al entonces Museo Nacional de Pintura y Escultura (Museo del
Prado).
Exposición Universal de
París (1878). A la izquierda se observa la pintura El aquelarre, que en 1875 se
arrancó de los muros de la casa de la Quinta del Sordo.
Goya
adquirió esta finca situada en la orilla derecha del río Manzanares, cerca del puente
de Segovia y camino hacia la pradera de San Isidro, en febrero de 1819. El
terreno era de diez hectáreas y le costó sesenta mil reales. Tenía un jardín de
álamos y tierras de cultivo. El motivo de la compra fue quizá para vivir allí
con Leocadia Zorrilla a salvo de rumores, pues esta estaba casada con Isidoro
Weiss. Era la mujer con la que convivía y quizá tuvo de ella una hija, Rosario
Weiss. En noviembre de ese año, Goya sufrió una grave enfermedad de la que el
cuadro Goya atendido por el doctor Arrieta (1820, Instituto de Artes de
Minneapolis) es un estremecedor testimonio. El artista dejó esta dedicatoria en
el lienzo: «Goya agradecido, á su amigo Arrieta; por el acierto y esmero con qe
le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad, padecida a fines de 1819,
a los setenta y tres de su edad».
Lo
cierto es que las Pinturas negras fueron pintadas sobre imágenes
campestres de pequeñas figuras, cuyos paisajes aprovechó en alguna ocasión,
como en el Duelo a garrotazos. Si estas pinturas de tono alegre fueron
también obra del aragonés, podría pensarse que la crisis de la enfermedad,
unida quizá a los turbulentos sucesos del Trienio Liberal, llevara a Goya a
repintar estas imágenes. Bozal se inclina a pensar que efectivamente los
cuadros preexistentes eran de Goya, debido a que solo así se entiende que
reutilizara alguno de sus materiales; sin embargo, Glendinning asume que las
pinturas «ya adornaban las paredes de la Quinta del Sordo cuando la compró». En
todo caso, las pinturas pudieron haberse comenzado en 1820. La fecha de
finalización de la obra no puede ir más allá de 1823, año en que Goya marchó a
Burdeos y cedió la finca a su nieto Mariano, probablemente temiendo represalias
contra su persona tras la caída de Riego. En 1830, Mariano de Goya transfirió
la finca a su padre, Javier de Goya.
Duelo
a garrotazos,
1820-1823. Museo Nacional del Prado, Madrid, España
Duelo
a garrotazos o La riña es una de las Pinturas negras que Francisco de Goya
realizó para la decoración de los muros de la casa —llamada la Quinta del
Sordo— que el pintor adquirió en 1819. La obra ocupaba un lugar en el muro de
la izquierda mirando desde la puerta de la planta alta de la casa, compartiendo
la pared con Las Parcas y dejando en medio una ventana.
El
cuadro, junto con el resto de las Pinturas negras, fue trasladado de revoco a
lienzo, a partir de 1874, por Salvador Martínez Cubells, por encargo del barón
de Erlanger, un banquero francés, que tenía intención de vender las pinturas
en la Exposición Universal de París de 1878. Sin embargo, las obras no atrajeron
compradores y él mismo las donó, en 1881, al Museo del Prado, donde actualmente
se exponen.
La
interpretación tradicional del cuadro ha sido la de dos villanos luchando a
bastonazos en un paraje desolado enterrados hasta las rodillas.
Independientemente de que estuvieran enterrados, este tipo de duelos se
producían en la época al igual que los de caballeros, solo que, a diferencia de
estos, las armas eran garrotes y carecían de reglas y protocolo: padrinos,
cuenta de pasos, elección de armas.
El
investigador británico Nigel Glendinning ya había señalado las diferencias
entre las pinturas actuales y el estado que presentaban las Pinturas negras
antes de su traslado y restauración, documentadas en una serie de fotografías
que sobre ellas hizo Juan Laurent. A fines de 2010, otro estudio de las
imágenes de Laurent realizado por Carlos Foradada, pintor y profesor de
Historia del Arte, reiteró que Goya pintó a los duelistas sobre un suelo de
hierba, y que fue la deficiente técnica de arranque de las pinturas de los
muros de la Quinta del Sordo la que originó grandes pérdidas de superficie
pictórica y el disimulo de las piernas por debajo de las rodillas, lo que
favoreció la interpretación de que Goya los enterró.
Todas
las fotografías de Laurent, de las Pinturas negras, en la Quinta del Sordo,
fueron publicadas en 1992, en el Boletín del Museo del Prado, en un artículo
escrito por Carmen Torrecillas.
Esta
pintura ha sido vista desde su creación (1819-1823) como la lucha fratricida
entre españoles; en época de Goya las posiciones enfrentadas eran las de
liberales y absolutistas. El cuadro fue pintado en la época del Trienio Liberal
y del ajusticiamiento de Riego por parte de Fernando VII, dando lugar al exilio
de los afrancesados, entre los que se contó el propio pintor. Por esta razón el
cuadro prefigura la lucha entre las Dos Españas que se prolonga en el siglo XIX
entre progresistas y moderados, y en general en las posturas antagónicas que
desembocaron en la Guerra Civil Española.
Los
críticos extranjeros del siglo XIX han visto tradicionalmente en esta obra una
representación de una costumbre rural española, y han intentado localizar en
alguna región geográfica (Charles Yriarte en Galicia) este bárbaro uso. Sin
embargo, los intelectuales españoles, desde antiguo, rechazaron interpretarla
como una pintura costumbrista. Su visión acerca del tema ha sido
preferentemente simbólica: la muerte implacable, la discordia entre los hombres
o las guerras civiles. Además, la observación de la fotografía de J. Laurent,
tomada antes de su arranque y posteriores restauraciones en el Museo del Prado,
plantea la duda sobre si los hombres estaban semienterrados entre hierba seca o
en barro. Más interesante es observar una gran grieta en la pintura, prueba
inequívoca de que fue fotografiada en la pared de la Quinta de Goya.
Los
personajes aparecen muy en primer plano, como era habitual en Los desastres
de la guerra, destacándose de un lejano paisaje yermo e iluminados a
contraluz, lo que era contrario a las convenciones del retrato de figuras
humanas. Es posible que con ello pretenda reflejar la débil luz del alba en que
se producían estos duelos de villanos. Solo aparece colorido en el paisaje y el
cielo. Como contrapunto del drama brutal, percibimos la belleza de los azules
del espacio aéreo y los matices rosáceos de las sombras de la tierra.
La
composición está descentrada, pues los duelistas aparecen a la izquierda del
cuadro, dejando un amplio paisaje de suaves lomas ocres y rojizas a la derecha.
Este desequilibrio en la composición contraviene los cánones academicistas y
neoclásicos y son habituales en otras Pinturas negras, como El
Aquelarre (a la que se privó de un trozo que la haría aún más equilibrada)
o La romería de San Isidro, en la que los hombres se amontonan en un
extremo del cuadro. Este tipo de composición orgánica (y no mecánica, que es la
propia de la mentalidad academicista), se basa en las líneas de fuerza y del
movimiento y no tanto en la posición de las figuras, y es típica del
Romanticismo. Goya ya la había usado en algunas series de grabados, como en la
estampa nº 21 de La Tauromaquia, Desgracias acaecidas en el tendido
de la plaza de Madrid, y muerte del alcalde de Torrejón (hacia 1816), donde
un toro ha saltado a la grada y cornea al público dejando toda la mitad
izquierda completamente vacía.
En
cuanto a la técnica pictórica, el cuadro está ejecutado con una rápida
pincelada suelta, con poca carga de pintura y con gran libertad en cuanto a
color y dibujo.
El
inventario de Antonio de Brugada menciona siete obras en la planta baja y ocho
en la alta. Sin embargo, al Museo del Prado solo llegaron un total de catorce.
Charles Yriarte (1867) describió asimismo una pintura más de las que se conocen
en la actualidad y señaló que esta ya había sido arrancada del muro cuando
visitó la finca y trasladada al palacio de Vista Alegre, que pertenecía al
marqués de Salamanca. Muchos críticos consideran que por sus medidas y su tema,
esta sería Cabezas en un paisaje (Nueva York, colección Stanley Moss).
Otro
problema de ubicación radica en la titulada Dos viejos comiendo sopa, de
la que se ha discutido si era sobrepuerta de la planta alta o baja; Glendinning
la localiza en la de la sala inferior.
Dos viejos comiendo
sopa, 1820-1823.
Museo del Prado
Hay
controversia acerca de cuál era el lugar que ocupaba esta pintura en la Quinta
del Sordo. Mientras unos autores, como Sánchez Cantón o Müller, la sitúan en la
planta primera, la mayoría cree que se encontraba en la planta baja, pero aún
así no hay unanimidad sobre su posición en dicha planta.
Su
tamaño y forma, menor que el del resto de la serie, indican que fue pintada
como sobrepuerta de la puerta de entrada, pero se desconoce si se dispondría
fuera o dentro de la habitación. Para Nordström serviría de pintura
introductoria al conjunto, y como Yriarte sólo comenta que solo había seis en
la planta baja, la sitúa fuera de la habitación. Por otro lado, Gassier y
Wilson, basándose en el inventario de Brugada, la ubican dentro.
La
escena que se representa es la de dos viejos comiendo sopas. Solo uno de ellos,
el que sujeta la cuchara, está en actitud de comer. El aspecto de este
personaje es extraño, no está claro si se trata de un hombre o de una mujer. La
figura que lo acompaña tiene un semblante cadavérico, como si fuera la muerte.
El viejo o vieja mira hacia un lado y señala con un dedo en esa misma dirección
pero se desconoce con qué intención, mientras que el otro personaje posee unos
papeles, tal vez una lista, y parece que le susurra algo al anciano.
Las
interpretaciones son diversas. Nordström cree que la figura de la derecha es la
muerte que lleva el listado de almas que se llevará al más allá. Asimismo, se
relacionaría con Saturno devorando a un hijo puesto que Saturno se vincula
con la vejez y la muerte. Comentarios de todo tipo se han hecho sobre esta
pintura, desde la relación con la picaresca española hasta la vinculación con
el pecado de la gula.
Otro
problema es el de la identificación del sexo de los personajes, puesto que
Brugada e Yriarte los creyeron mujeres. Esta confusión puede ir sujeta a la
restauración de Martínez Cubells, ya que los últimos análisis radiológicos
parecen indicar que hizo algún cambio en la expresión y que le puso una capucha
sobre la cabeza al personaje de la izquierda, aunque Müller afirma que en la
copia que Eduardo Gimeno hizo de este cuadro en 1869 ya aparecía.
Es
una composición muy simple y escueta, casi un esbozo. Sobre un fondo negro
simplemente se han dado unas pinceladas de ocre, dejando sin cubrir los ojos,
la boca y zonas oscuras. Es una pintura muy matérica, lo que intensifica el
componente expresionista.
Dos
nuevas investigaciones confirman su situación sobre una puerta en la planta
baja, aunque con diferente distribución del resto de las pinturas. Una de las
hipótesis de ubicación en la Quinta del Sordo es como sigue:
·
Planta
baja: se trataba de un
espacio rectangular. En los lados largos existían dos ventanas cercanas a los
muros cortos. Entre ellas aparecían dos cuadros de gran formato muy apaisado: La
romería de San Isidro a la derecha, según la perspectiva del espectador y El
aquelarre a la izquierda. Al fondo, en el lado corto enfrentado al de la
entrada, una ventana en el centro con Judith y Holofernes a su derecha y
el Saturno devorando a un hijo a la izquierda. A ambos lados de la
puerta se situaban La Leocadia (frente a Saturno) y Dos viejos
(o Un viejo y un fraile) frente a Judith.
·
Planta
alta: de las mismas
dimensiones que la planta baja, sin embargo solo tenía una ventana central en
los muros largos, a cuyos lados se situaban dos óleos. En la pared de la
derecha conforme se entraba se hallaban Visión fantástica o Asmodea
cerca del espectador y Procesión del Santo Oficio más alejada. En el de
la izquierda estaban Átropos o Las Parcas y Duelo a garrotazos
sucesivamente. En el muro corto del fondo se veía Dos mujeres y un hombre
a la derecha del vano y, a la izquierda, Hombres leyendo. A mano derecha
de la puerta de entrada se encontraba Perro semihundido y, a la
izquierda, pudo situarse Cabezas en un paisaje.
Una hipótesis de la
ubicación original de las Pinturas negras en la Quinta del Sordo
Esta
disposición y el estado original de las obras podemos conocerlos, además de los
testimonios escritos, por el catálogo fotográfico que in situ llevó a
cabo J. Laurent hacia el año 1874, por encargo, en previsión del derribo de la
casa de campo. Por él sabemos que las pinturas fueron enmarcadas con papeles
pintados clasicistas de cenefas, al igual que las puertas, ventanas y el friso
bajo el cielo raso. Las paredes fueron empapeladas, como era costumbre en las
residencias palaciegas y burguesas —con material tal vez procedente de la Real
Fábrica de Papel Pintado promovida por Fernando VII—, la planta inferior con
motivos de frutos y hojas y la superior con dibujos geométricos organizados en
líneas diagonales. También documentan las fotografías el estado anterior al
traslado.
La romería de San
Isidro, 1820-1823. Museo del Prado
Esta
pintura se situaba en el muro largo del lado de la derecha en la planta baja de
la Quinta del Sordo, frente a El Aquelarre o El Gran Cabrón.
La
escena está ligada a la romería que se celebraba con motivo de la fiesta de San
Isidro en Madrid, que Goya ya había pintado en un cartón para tapiz, La pradera de San Isidro. Aquella mostraba un alegre
paisaje de vivos colores, pero en este caso nos encontramos con una oscura
pintura y unos siniestros romeros que no parecen estar de celebración sino
embargados por la desesperación y el espanto.
La
procesión está encabezada por un grupo en primer término, compuesto por un
amasijo de cuerpos y cabezas cuyas expresiones y gestos son muecas macabras.
Están liderados por la figura de un cantor que toca la guitarra y otro
personaje que porta un báculo o bastón. Detrás de ellos, a la derecha de la
composición, la procesión continúa en un largo grupo de figuras esbozadas, como
simples manchas de pintura. No se identifican los personajes, tan solo se puede
averiguar alguna mantilla que se pierde entre la lóbrega multitud.
El
paisaje en el que se desarrolla la procesión poco tiene que ver con el del
cartón para el tapiz que hizo para La
pradera de San Isidro. Es un lugar dominado por las sombras y la
oscuridad. La luz se centra en el primer grupo y se pierde en la lejanía,
creándose, de este modo, un efecto de perspectiva. A pesar de la oscuridad
imperante, aún se consigue distinguir un castillo y unas murallas al fondo.
Según
Norström, este cuadro, como otros de la planta baja, también está relacionado
con Saturno ya que lo vincula con las saturnalias, fiesta romana en honor a
Saturno, patrono, al igual que San Isidro, de los labradores.
La
pincelada es enérgica y violenta, cargada mucho más de pintura en el grupo del
primer término que en el del fondo. La gama cromática es oscura, a base de
colores terrosos, grises y negros, a los que se le añade algún toque de carmín.
El aquelarre, 1823. Museo del Prado
El
cuadro El aquelarre o El gran Cabrón es una de las pinturas al
óleo sobre revoco que conforman las llamadas Pinturas negras con que
Francisco de Goya decoró los muros de su casa de la Quinta del Sordo. La
serie fue pintada entre 1819 y 1823.
Esta
obra, junto con el resto de las Pinturas negras, fue trasladada de revoco a
lienzo, a partir de 1874 por Salvador Martínez Cubells, por encargo del barón
Émile d'Erlanger, un banquero francés, de origen alemán, que tenía intención
de venderlas en la Exposición Universal de París de 1878. Sin embargo, las
obras no atrajeron compradores y él mismo las donó, en 1881, al Museo del
Prado, donde actualmente se exponen.
En
julio de 1875 el periódico madrileño El Globo reseñó que el Sr. Martínez
Cubells había conseguido trasladar con éxito El Aquelarre, que es nombrado como
"Asamblea de brujos y brujas",
"un hermoso lienzo de más de cinco metros de largo". Esta cita prueba
que el restaurador Martínez Cubells trasladó la pintura completa, y que fue
posteriormente cuando sufrió recortes en los lados, quizás para encajarla en un
espacio limitado en París.
Esta
pintura decoraba el lado sur del piso bajo de la casa de Goya (la Quinta del
Sordo). Después de su traslado el lienzo ha perdido parte de su longitud por el
lado derecho, a partir de la mujer sentada en la silla, por lo que el eje de
simetría que sería la mujer de la falda negra y pañuelo blanco, a cuyos lados
se mostrarían equidistantes las dos manchas negras del macho cabrío o satán y
la mujer de la silla, se ha desplazado respecto del original. De este modo el
grupo de brujas queda descompensado en un volumen uniforme sin el espacio que
quedaba vacío a la derecha.
Era
el Aquelarre el motivo central de la sala, llenando el lienzo entero del lado
sur entre dos pequeñas ventanas. Enfrente figuraba un óleo de similar formato:
La romería de San Isidro.
Los
personajes principales (la mujer sentada en la silla y el Cabrón) tienen el
rostro oculto. Según la interpretación de Nigel Glendinning, el macho cabrío,
que representa al demonio y tiene la boca abierta, estaría dirigiendo la
palabra a la joven, que al parecer está siendo postulada a bruja. El resto de
las figuras, además, miran al Cabrón, por lo que parecen prestar oídos a sus
palabras, excepto la que aparece de espaldas en primer término, con mantilla de
novicia, que mira a la joven.
Todas
las figuras tienen aspecto grotesco y sus rostros están fuertemente
caricaturizados, hasta el punto de haber animalizado sus rasgos. Por otro lado,
la paleta es, como en todas las Pinturas negras, muy oscura, con abundante uso
del negro. Algunas manchas de blanco muy veladas traslucen sombras también
oscuras, y el resto de la gama va desde los amarillos y ocres hasta las tierras
rojas con alguna pincelada a manchas azules.
La
aplicación de la pintura es muy suelta, gruesa y rápida, buscando una contemplación
lejana. Sin embargo aparecen líneas más finas que contornean las siluetas.
Todos estos rasgos dotan al conjunto de una atmósfera de pesadilla, de ritual o
ceremonia satánica, como corresponde al tema.
El
tema de esta pintura negra ya lo había tratado Goya en 1797–1798, en un cuadro
de pequeñas dimensiones que formaba parte de una serie destinada a decorar el
palacio de la finca de recreo del Duque de Osuna y cuyo título era también El
aquelarre.
J. Laurent: fotografía
de El Aquelarre (en el año 1874) en su estado original en una de las paredes de
la Quinta del Sordo de Goya. Fotomontaje a partir de los dos negativos
originales que se conservan en la Fototeca del IPCE.
Judith y Holofernes, 1820 – 1823. Museo del Prado
De
acuerdo con la convicción que se tenía de que Saturno se situaba justo
enfrente de La Leocadia, a Judith se la situaba enfrente de Dos viejos, en el mismo muro corto que Saturno, dentro de
la sala baja de la Quinta del Sordo. Sin embargo, una nueva hipótesis de
Glendinning basada en cómo incidía la luz en Saturno
y Judith, según
fotografías antiguas tomadas in situ, propuso intercambiar sus ubicaciones,
dentro del mismo muro.
Se
representa la escena bíblica en la que Judith corta la cabeza del caudillo
asirio Holofernes. Goya se aleja de la iconografía tradicional del suceso por
lo que prescinde de los atributos bíblicos. No aparecen las joyas y riquezas
del relato sino que se centra en la acción. De hecho la imagen de Judith podría
ser la de una mujer de la época de Goya. El artista nos presenta un lugar
impreciso, en lugar del habitual escenario de la tienda de Holofernes. Éste
apenas se intuye, tan solo se averigua ligeramente su cabeza en el ángulo
inferior derecho. Goya focaliza la atención en la figura de Judith, justo en el
momento después de haber acabado con su adversario, por eso aún sostiene sobre
su mano derecha el arma homicida. La iluminación se aglutina en ella, dejando a
la sirvienta o cómplice que la acompaña en penumbra. La luz contornea los
volúmenes, su rostro, el brazo, el busto y la mano con la que sostiene el
cuchillo.
Son
muchas las interpretaciones que se han hecho de esta pintura. Nordström indica
que parece estar íntimamente unida con la de Saturno devorando a un hijo,
puesto que la relación de temas bíblicos y mitológicos es algo que ya se venía
haciendo desde el Renacimiento. Podría estar relacionado con el miedo a la
pérdida del poder, tal como le ocurrió al general asirio. Señala como posible
fuente de inspiración un boceto para la cúpula de San Andrés Apóstol en Madrid,
obra de un pintor anónimo del siglo XVII.
Por
otro lado, Müller ha relacionado la obra con fuentes literarias y teatrales, al
recordar que en los tiempos de Goya Judith era considerada tanto una heroína
bíblica como una femme fatale.
La
figura emerge de un fondo oscuro gracias a un foco de luz que la ilumina
directamente. La paleta de color se reduce a una grisalla con unos ligeros toques
de bermellón en la cara y el codo. La pincelada, cargada de pintura, es fuerte
y precisa.
Saturno devorando a un hijo, 1820 – 1823. Museo del Prado
Tradicionalmente se había considerado que esta pintura se
situaba enfrente de La Leocadia, en el muro corto opuesto
de la planta baja de la Quinta del Sordo, pero Glendinning aporta una nueva
teoría sobre su ubicación. Según las fotografías que se tomaron antes de ser
arrancada la pintura de las paredes, revelan una luz, posiblemente procedente
de una ventana, que ilumina el marco con más intensidad a la derecha, lo que
apunta que debía de situarse a este lado de la habitación y, por lo tanto,
enfrente de Dos viejos.
Goya representó el tema mitológico de Saturno, dios del tiempo,
que devoraba a los hijos que iba teniendo con su esposa, según nacían; hasta
que ésta impidió que matara al último de ellos, Zeus, quien, ya adulto, acabó
con su padre logrando que vomitara a sus hermanos. La pintura nos muestra el
terrible momento en que desgarra y engulle a uno de sus hijos. Parece
traspasarlo con la fuerza de sus manos, como demuestra la sangre entre sus
dedos.
La imagen iconográfica recuerda al Saturno devorando a su hijo
de Rubens, aunque hay diferencias entre las dos pinturas. Rubens se muestra más
respetuoso con la tradición iconográfica del personaje mientras que Goya se
centra en lo cruel y truculento.
Para Nordström este cuadro es el punto de partida para entender
la intención iconográfica de la sala, en tanto que Saturno, dios de la
melancolía, simbolizaría el estado de ánimo de Goya a que le habría abocado su
ancianidad y la enfermedad sufrida en 1819. Otra afinidad con Saturno
sería la condición de estar Goya marcado por su signo en cuanto artista
creador.
Se trata de una pintura muy simple, que casi raya la
abstracción, en la que destaca el intenso expresionismo de la cabeza de
Saturno. Posee una gran calidad plástica con fuertes y vigorosas pinceladas,
bajo las que se esconde un dibujo perfecto, como indica Gudiol. Es una pintura
de contrastes ya que la figura del dios sobresale de un espacio oscuro y
neutro, casi irreal. Los rojos de la sangre destacan sobre los negros y grises,
logrando un efecto pavoroso.
El expresionismo que Goya formula en esta pintura servirá de
inspiración a artistas contemporáneos. El modo de deformar los cuerpos y los
gestos de las figuras, como si fueran bestias, influirá en pintores del siglo
XX como Solana o Francis Bacon.
El
tema de Saturno está relacionado, según Freud, con la melancolía y la
destrucción, y estos rasgos están presentes en las Pinturas negras. Con
expresión terrible, Goya nos sitúa ante el horror caníbal de las fauces
abiertas, los ojos en blanco, el gigante avejentado y la masa informe del
cuerpo sanguinolento del supuesto hijo.
El
cuadro no solo alude al dios Cronos, que inmutable gobierna el curso del
tiempo, sino que también era el rector del séptimo cielo y patrón de los
septuagenarios, como lo era ya Goya.
El
acto de comerse a su hijo se ha visto, desde el punto de vista del
psicoanálisis, como una figuración de la impotencia sexual, sobre todo si lo
ponemos en relación con otra pintura mural que decoraba la estancia, Judit
matando a Holofernes, tema bíblico en el que la bella viuda judía Judit
invita a un banquete libidinoso al viejo rey asirio Holofernes, entonces en
guerra contra Israel y, tras emborracharlo, lo decapita.
El
hijo devorado, con un cuerpo ya adulto, ocupa el centro de la composición. Al
igual que en la pintura de Judit y Holofernes, uno de los temas centrales es el
del cuerpo humano mutilado. No solo lo está el cuerpo atroz del niño, sino
también, mediante el encuadre escogido y la iluminación de claroscuro
extraordinariamente contrastada, las piernas del dios, sumidas a partir de la
rodilla en la negrura, en un vacío sentimental.
La Leocadia, 1820 –
1823. Museo del Prado
El
pintor legó la casa a su nieto Mariano en 1823 cuando ya estaban acabadas las
pinturas. Éste a su vez se la cedió a su padre en 1830, para terminar
heredándola en 1854.
Tras
pasar por varias manos, fue adquirida por Emil d'Erlanger en 1873 quien, al ver
el estado ruinoso de la finca, decidió trasladar las pinturas a lienzo. Esta
tarea se le encargó a Salvador Martínez Cubells, restaurador del Museo del
Prado por aquella época.
En
1878 se mandaron a París para que fueran expuestas en el Palacio del Trocadero
con motivo de la Exposición Universal de París.
Las
pinturas volvieron de nuevo a España por Real Orden el 20 de diciembre de 1881,
gracias a la donación de D'Elanger. Se enviaron diez pinturas al Museo del
Prado y cuatro a la Presidencia del Consejo de Ministros, para terminar todas
en el museo tras ser autorizada por Presidencia, un 3 de febrero de 1898, la entrega
de aquellas que poseía.
La
disposición de las pinturas a lo largo de las dos salas ha sido muy
controvertida puesto que su ubicación no se conoce con seguridad. Las fuentes
con las que contamos son el inventario que Antonio Brugada hizo en 1828 de las
mismas, a la muerte de Goya, así como un texto de Charles Yriarte de 1867. De
acuerdo con estos, a la izquierda de la puerta de entrada se situaba La Leocadia y a la derecha Dos viejos. Parece ser que encima de la puerta se emplazaba,
Dos viejos comiendo, aunque hay autores que lo sitúan en la
planta superior. En la pared enfrente a la puerta se encontraban Saturno devorando a un hijo y Judith y Holofermes. Los
dos muros largos quedaban decorados por dos grandes composiciones, El Aquelarre y La romería de San Isidro.
La planta superior era igual que la inferior, sólo que los dos muros largos, en
lugar de estar decorados con un solo panel cada uno, lo estaban con dos,
separados por una ventana. La puerta se abría en el mismo lugar que la de la
planta baja. A la izquierda se encontraba un hueco vacío, aunque para algunos
autores se situaba allí Dos
viejos comiendo, pintura que para otros se colocaba encima de la
puerta de la planta baja, como ya se ha comentado antes, mientras que para
otros autores, como Gudiol o José Manuel Arnáiz, se ocupaba por Cabezas en un paisaje. De este modo, las pinturas negras
pasarían de ser catorce, como se ha creído siempre, a quince. Al otro lado de
la puerta se hallaba Perro semihundido. Siguiendo por el
muro largo de la izquierda estaban Las Parcas y, a
continuación, Duelo a garrotazos.
En
el muro corto, frente al de la puerta, se hallaban La lectura y Dos mujeres y un hombre. A lo largo del otro muro largo, se
disponían Paseo del Santo Oficio y Asmodea.
Hay
autores como Sánchez Cantón y Xavier Salas que creen que la colocación de las
obras responde a un programa o idea de conjunto, puesto que las pinturas parece
que se relacionan con sus composiciones vecinas.
Otros
autores han intentado darle un sentido filosófico, simbólico o esotérico, pero
para Gassier y Wilson no sería más que una "Bajada a los infiernos". La Leocadia, pintura
correspondiente a esta ficha, se convierte en el punto de partida del resto de
las Pinturas negras. Representa una figura femenina, velada por una mantilla
negra, que se apoya sobre un túmulo funerario y que va vestida de manola, de
ahí una de sus denominaciones. Se identifica con Leocadia Zorrilla o Leocadia
Weiss, esposa de Isidoro Weiss y ama de llaves de Goya durante sus últimos años
de vida. Es la imagen de la juventud y la vida que se contrapone con el resto
de obras, impregnadas de un horror y una atmósfera de pesadilla, que se
relacionan con la propia muerte del artista, obsesión de sus últimos años de
vida. Al dejar esta pintura a la entrada de la casa, nos da a entender que el
resto son una especie de visiones de después de la muerte. Algunos autores como
Arnáiz, ven en ella una personificación de la melancolía, puesto que parece
meditar sobre la vida y la muerte.
En
este caso, Goya no solo utilizó una imprimación negra, sino que usó otros
colores como el blanco y el ocre. El negro se manifiesta en el vestido que no
es más que una mancha negra bajo la que asoman dos pinceladas blancas que son
los pies. Ella y la sepultura, sobre la que se apoya, contrastan con la
claridad del celaje.
Tras
las últimas radiografías, se averigua que sufrió múltiples alteraciones, puesto
que en origen las facciones eran distintas, aparecía sin velo y se apoyaba
sobre el quicio de lo que parecía una puerta.
Dos
viejos, 1820-1823.
Museo del Prado
La
obra, junto con el resto de las Pinturas negras, fue trasladada de revoco a
lienzo, a partir de 1874, por Salvador Martínez Cubells, por encargo del barón
Émile d’Erlanger, un banquero francés, que tenía intención de mostrarlas en
la Exposición Universal de París de 1878. Pero las obras no atrajeron
compradores y él mismo las donó, en 1881, al Museo del Prado, donde actualmente
se exponen.
Esta
pintura se situaba en el lado derecho de la puerta de la planta baja de la
Quinta del Sordo.
Se
representa a un hombre barbado de edad avanzada, que se apoya en un bastón, a
quien grita al oído un ser de apariencia animalesca. Este hombre anciano
recuerda al viejo del dibujo Aún
aprendo.
Hay
autores como Nordström o Salas que identifican a este personaje con el propio
Goya, no porque sea un retrato en sí mismo, sino por tratarse de un anciano
como lo era por entonces Goya, cuando contaba unos setenta años.
Hacía
pareja con el cuadro del otro lado de la puerta, La Leocadia, contraponiéndose
la juventud de ésta con la senectud de aquel. También Salas y otros autores lo
relacionan con el cuadro de enfrente, Saturno devorando a un hijo,
ya que a Saturno se le suele relacionar con la vejez y la melancolía.
El
mismo Nordström indica que la figura que le grita al oído haría referencia a la
sordera de Goya, mientras que para otros, como Fuster, se trata de una imagen
diabólica que no es más que un desdoblamiento de personalidad del propio Goya,
su lucha interna entre su anciano apacible exterior y su aún interior
indomable.
Se
pintó sobre una base negra, como la mayoría de las Pinturas Negras, y presenta un ritmo violento con una
pincelada muy empastada como se observa en los trazos realizados en las largas
barbas.
Visión fantástica o
Asmodea, 1820 – 1823. Museo del Prado
La
obra se encontraba en la primera planta de la finca, en la pared de la derecha,
junto a la obra Paseo del Santo Oficio.
Es
la pintura de la casa que más incertidumbre suscita. Las radiografías han
confirmado que las dos figuras principales se superponen al paisaje con figuras
al fondo y con una imponente montaña, que se relaciona con otra representada
por Goya con anterioridad. Es una de las escenas más luminosas, en la cual
podemos ver que la parte más oscura se encuentra en primer término, donde dos
figuras que parecen militares apuntan con sus fusiles en diagonal, hacia el
gran grupo de gente que se ve en el centro de la obra. Las figuras que llaman
más la atención son las dos que se encuentran volando. Una apunta con su dedo a
la montaña que se encuentra al fondo; la otra se cubre media cara con un manto
rojo, que resalta sobre el fondo. Moffit identifica a la pareja flotante con la
diosa Minerva transportando a Prometeo hacia el monte Cáucaso. El título de
Brugada, posiblemente tomado de Goya o de su entorno familiar, hace referencia,
en femenino, al demonio bíblico del Libro
de Tobías, diablo responsable de la muerte de todos los hombres que
casaban con Sara, hasta que Tobías, el último de ellos, consiguió burlarlo con
ayuda del arcángel Rafael. Asmodeo, como demonio que vuela, sirvió de
inspiración para la obra El
diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, en la que dicho diablo
vuela y fisgonea bajo los tejados. También a este respecto se han indicado
posibles relaciones con el significado de la pintura. En cualquier caso, el
vuelo, el viaje, es elemento común a todas las interpretaciones.
Es
este uno de los cuadros más enigmáticos del genial aragonés. El inventario de Antonio
de Brugada, que catalogó los bienes de Goya después de 1828, lo tituló Asmodea,
por lo que desde esa temprana fecha se ha buscado interpretarlo a partir de la
figura de Aschmedai o Asmodeo. Es este un demonio que procede de Aesma Daeva,
genio de la ira en la cultura persa. Aparece desarrollado en la Literatura
hebrea, en el Libro de Tobías del Antiguo Testamento y el Talmud. Según cuenta
la leyenda, Asmodeo está prendado de Sara, hija de Raquel, a la que impide
consumar su matrimonio, matando cada noche de bodas a uno de sus siete maridos.
Cuando Sara se promete al joven Tobías, el nuevo pretendiente recibe la ayuda
del arcángel Rafael, que le libra de Asmodeo quemando las vísceras de un
pescado. Asmodeo simboliza con ello la destrucción causada por la lujuria.
Existe
un boceto preparatorio de este cuadro, o una copia posterior, en tamaño
reducido (20 x 48,cm), en el que la figura femenina, de manto rojo, es más
claramente arrastrada por el aire por el que señala a la roca. De ese modo es
probable que el demonio Asmodeo fuera la figura oscura, y que el título Asmodea
sea consecuencia de una errónea identificación de las figuras. En todo caso, la
crítica española ha incidido en tomar a estos dos personajes suspendidos en el
aire como brujas simplemente.
Asmodeo
es la figura mítica que inspiraría El diablo Cojuelo (1641), de Luis
Vélez de Guevara, una obra satírica en la que el Cojuelo lleva por el aire a
don Cleofás y desde allí son capaces de introducirse en la intimidad de las
personas y contemplar sus vicios. Según esta clave, Goya hace aparecer la
versión femenina de Asmodeo o el Cojuelo, con manto rojo, color asociado al
diablo, y transportaría en su vuelo a don Cleofás. Sin embargo esta
interpretación no explica la escena de guerra que vemos en tierra.
Enrique
Lafuente Ferrari intenta conjugar los dos temas y señala que Asmodeo, símbolo
de la ira, representa la inminente destrucción asociada a la Guerra de la
Independencia Española o a la Invasión del Duque de Angulema, la restauración
de Fernando VII y las discordias civiles surgidas tras el Pronunciamiento de
Rafael Riego. El genio de la destrucción señala, sobre la erguida roca, un
pueblecito típico español con iglesia y plaza de toros, sobre el que se cierne
la catástrofe.
Valeriano
Bozal señala que en una versión del mismo tema de Rembrandt, que aparece en el
cuadro El ángel alejándose de la familia de Tobías, el tratamiento iconográfico
es muy distinto, lo que hace dudar del auténtico tema de la obra. Realmente no
hay ninguna indicación sobre quiénes sean las dos figuras, aunque, de ser uno
Asmodeo, sería el que señala hacia la gran roca. Podría incluso ser Asmodeo
llevándose a la propia Sara, pues la figura del manto encarnado está
desprovista de la caracterización de un ángel.
Una
posibilidad distinta aparece a partir del título que el Museo del Prado da a la
obra: Visión fantástica. Según ella el cuadro solo muestra dos brujas en vuelo,
como sucede en Vuelo de brujos (1798). La interpretación sería
enigmática como en muchos de los Caprichos o los Disparates del
autor. Una escena de guerra realista se conjuga con una onírica o fantástica,
con un paisaje lejano que recuerda el cuadro Ataque a una fortaleza sobre una
roca.
Otras
variadas interpretaciones han sido propuestas, entre las que cabe mencionar la
de Diego Angulo Iñiguez, que postula una relación con el mito de Ícaro. John
Moffit ha relacionado la obra con el mito de Prometeo, y describe “Aquí vemos a la diosa Minerva transportando
a Prometeo hacia un gran peñasco, el monte Cáucaso, mientras un par de soldados
modernos y vestidos a la francesa la apuntan con sus fusiles”.
En
cuanto a la técnica, la parte superior del cuadro está pintada con una
aplicación muy ligera de pintura en la zona de arriba y más pastosa y con
toques de luz en su parte baja. La paleta, como es habitual en las Pinturas
negras, se restringe a negros, tierras, ocres y rojos, con algunos matices
de gris azulado para subrayar el efecto de lejanía con la perspectiva aérea en
la mole rocosa del fondo del desolado paisaje.
Átropos o Las Parcas, 1820-1823. Museo del Prado
Se
encontraba en la primera planta de la Quinta, en la pared de la izquierda según
se entraba a la habitación. De gran tamaño, los personajes prácticamente
centran la escena, que parece desarrollarse de noche. Las figuras aparecen
superpuestas al paisaje primitivo y representarían a las Parcas, las hijas de
la Noche, que determinan el curso de la vida humana y aparecen flotando en una
nube y acompañadas de un hombre, que aparece con los brazos sujetos a la
espalda. Se reconoce a Átropos con las tijeras, a la derecha y que, según
Arnáiz, con sus dedos hace un corte de mangas, lo que podría ser una burla del
pintor a la muerte. Cloto, que generalmente hila el hilo de la vida, en este
caso tiene entre las manos un muñeco, quizás a modo de exvoto, unido por un hilo
a su otra mano a la derecha; y Láquesis al fondo, quien normalmente se
caracteriza por sostener ese hilo de la vida. Tiene un objeto entre las manos
que despierta diferentes interpretaciones; una lente con la que mirar el hilo
de la vida, un espejo que simboliza el tiempo y lo transitorio o una serpiente
mordiéndose la cola, símbolo de la eternidad.
La
iluminación de la escena parece bañada por la luz de la luna.
No
ha sido posible encontrar una explicación global del la escena, pero lo que sí
que fue muy clara fue la identificación, por parte de Brugada e Yriarte, de la
figura de Átropos, con lo que la titularon así. Según Bozal, el carácter
simbólico de las Parcas queda alterado por los cambios introducidos por Goya en
su representación y su relación con las otras Pinturas Negras.
Dos mujeres y un hombre, 1820-1823. Museo del Prado
Dos
mujeres riéndose de un hombre o Dos mujeres riéndose a mandíbula batiente es
una de las Pinturas negras que formaron parte de la decoración de los muros de
la casa. Esta obra ocupaba probablemente al lado derecho de la ventana de la
pared del fondo de la planta alta según se accedía, junto con Hombres leyendo,
que ocupaba el espacio a la izquierda de dicho muro.
Aunque
no está claro si los tres personajes que aparecen en el cuadro son hombres o
mujeres, la crítica suele interpretar que aparecen dos mujeres (figura central
y de la izquierda) mirando a un hombre de expresión bobalicona. Si bien se
suele titular el cuadro como Mujeres riendo o bien Dos mujeres (o dos jóvenes)
riéndose de un hombre, solo la del centro ríe; mientras que la de la izquierda,
a la que no vemos completa, pues desbordaría su volumen los márgenes del
cuadro, permanece seria y en un plano más discreto.
Habitualmente
se interpreta que el que parece un hombre está masturbándose y podría incluso
suponerse que es un loco o retrasado mental, al que contemplan curiosas y
burlescas las mujeres. No se define tampoco ni la condición social de los
personajes ni el marco que les rodea. Pudieran ser prostitutas (pues Goya las
suele pintar por parejas), pero lo único que se puede decir es que visten ropas
propias de las capas sociales más humildes.
El
cuadro formaba pareja en la pared del fondo de la planta alta de la Quinta del
Sordo con Hombres leyendo, y los dos guardan semejanzas en cuanto a
color, técnica e iluminación. Sumidos en un fondo oscuro, casi negro, destaca
la blusa blanca de los personajes más protagonistas, en el caso que nos ocupa
el del hombre con la boca abierta, expresión de bobo y ojos cerrados. Los dos
cuadros, de formato vertical, contrastan con el resto de las pinturas de la
planta alta, pues en general adoptan cielos azules y abiertos, fondos de nubes,
paisajes e incluso, en el caso de Asmodea, un paisaje boscoso. En este sentido
el estilo de esta obra guarda mayores semejanzas con el conjunto de la planta
calle.
Hombres leyendo, 1820-1823. Museo del Prado
Composición
vertical colocada en origen en la primera planta de la Quinta en la pared
frontera a la de la puerta de entrada a la habitación. Es una escena
costumbrista, diaria, en la que seis personajes masculinos aparecen en la
oscuridad y donde la camisa de la figura central ofrece un triángulo de luz. La
mirada se nos desvía desde este punto de luz hacia el papel que sostiene y al
que miran los tres personajes que aparecen en primer término. El resto de
personajes se acercan al personaje del centro para escuchar mejor. Se crea así
un efecto de multitud.
Los
personajes están realizados a base de grandes pinceladas, consiguiendo una gran
expresividad en los rostros, que es lo único que vemos de algunos de ellos. De
otros se intuyen las ropas, también realizadas a base de grandes pinceladas.
Se
representa un tema cotidiano dentro de un ambiente poco propicio para ello ya
que parece una habitación en la que no entra luz y no tiene ni ventana ni
puerta. Solo se representa el momento, sin dar importancia al ambiente donde se
lleva a cabo la escena.
La
época en la que se realizan estas obras coincide con el aumento de las
publicaciones periódicas, tanto políticas como satíricas, que el Trienio
Liberal trae consigo. Quizás de allí derive la elección del tema. Es difícil su
interpretación y normalmente suele hacerse poniéndola en relación con Dos mujeres y un hombre, situada
en la misma pared. Para Glendinning se muestran dos aspectos de la cultura, el
serio en La Lectura y el cómico en Dos mujeres y un hombre.
Para González de Zárate su significado está relacionado con la opresión
política en aquella época y la clandestinidad que debía tener la cultura.
Müller identifica al que lee con un fraile y al que escucha con gente del
pueblo, y da varias interpretaciones, entre ellas las consecuencias del
analfabetismo.
La
disposición de los personajes dentro de la escena es tal que se establece un
diálogo entre ellos. De la misma manera, se establece un diálogo con el
espectador, el cual adquiere un papel de mirón, de curioso.
Cabezas en un paisaje, 1820 –
1823. Stanley Moss & Company, Nueva York, Estados Unidos.
En
1846 Vicente López la recoge en el inventario que realizó de las obras
existentes en la finca de Vista Alegre (Carabanchel de Abajo, Madrid) cuando
era propiedad de Doña María Cristina de Borbón. La propiedad pasó a su hija la
Infanta María Luisa Fernanda, quien decidió venderla en 1859 a José de
Salamanca y Mayol y ordenó el traslado de numerosos objetos del palacete al
palacio sevillano de San Telmo, formando así parte de la colección de los
Duques de Montpensier. Posteriormente pasó a manos de su hijo, Antonio de
Orleáns y Borbón, Duque de Galliera, en 1892. Debió pasar a París como
propiedad del duque y luego fue vendida por la Condesa de París consorte al
marchante y coleccionista Contini Bonacossi, de quien lo adquirió su actual
propietario norteamericano, Stanley Moss & Company.
Se
ha especulado con la posibilidad, bastante incierta, de que estuviera colocada
con las Pinturas Negras en la Quinta del Sordo; más en concreto, en
la primera planta de la finca, a la izquierda de la puerta de entrada a la
sala, en la misma pared.
En
el extremo inferior derecho del cuadro aparece un conjunto de cabezas humanas
comprimidas, cuya mirada cargada de intensidad se dirige directamente al
espectador. Los rostros de los personajes no muestran deformaciones, son
más realistas que otros que aparecen en la serie. Su composición es asimétrica
y se ve claramente reforzada por la disposición de los personajes en una
esquina de la obra, mientras que en la parte superior de los personajes
encontramos el punto de luz que ilumina la escena. El fondo lo forma un
paisaje, con una montaña de gran tamaño y tímidamente se intuyen unos árboles
en su parte delantera, todo ello representado a base de manchas de color
difuminadas. Se desconoce su posible significado o interpretación.
Algunos
autores cuestionan la autoría de Goya.
Hay
consenso entre la crítica especializada en proponer causas psicológicas y
sociales para la realización de las Pinturas negras. Entre las primeras
estarían la conciencia de decadencia física del pintor, más acentuada si cabe a
partir de la convivencia con una mujer mucho más joven, Leocadia Zorrilla y,
sobre todo, las consecuencias de la grave enfermedad de 1819, que postró a Goya
en un estado de debilidad y cercanía a la muerte que refleja el cromatismo y el
asunto de estas obras.
Desde
el punto de vista sociológico, todo apunta a que Goya pintó sus cuadros a
partir de 1820 —aunque no hay prueba documental definitiva— tras reponerse de
su dolencia. La sátira de la religión —romerías, procesiones, la Inquisición— o
los enfrentamientos civiles —el Duelo a garrotazos, las tertulias y
conspiraciones que podría reflejar Hombres leyendo, una interpretación
en clave política que podría desprenderse del Saturno: el Estado
devorando a sus súbditos o ciudadanos—, concuerdan con la situación de
inestabilidad que se produjo en España durante el Trienio Liberal (1820-1823)
tras el levantamiento constitucional de Rafael Riego. Estos sucesos coinciden
cronológicamente con las fechas de realización de estas pinturas. Cabe pensar
que los temas y el tono se dieron en un ambiente de ausencia de censura
política férrea, circunstancia que no se dio durante las restauraciones
monárquicas absolutistas. Por otro lado, muchos de los personajes de las Pinturas
negras (duelistas, frailes, monjas, familiares de la Inquisición)
representan el mundo caduco anterior a los ideales de la Revolución francesa.
No
se ha podido hallar, pese a los variados intentos en este sentido, una
interpretación orgánica para toda la serie decorativa en su ubicación original.
En parte porque la disposición exacta está aún sometida a conjeturas, pero
sobre todo porque la ambigüedad y la dificultad de encontrar el sentido exacto
de muchos de los cuadros en particular hacen que el significado global de estas
obras sea aún un enigma. Pese a todo, hay varias líneas interpretativas que
convienen ser consideradas: Glendinning señala que Goya adornó su quinta
ateniéndose al decoro habitual en la pintura mural de los palacios de la
nobleza y la alta burguesía. Según estas normas, y considerando que la planta
baja servía como comedor, los cuadros deberían tener una temática acorde con el
entorno: debería haber escenas campestres —la villa se situaba a orillas del
Manzanares y frente a la pradera de San Isidro—, bodegones y representaciones
de banquetes alusivos a la función del salón. Aunque el aragonés no trata estos
géneros de modo explícito, Saturno devorando a un hijo y Dos viejos
comiendo sopa remiten, aunque de forma irónica y con humor negro, al acto
de comer. Además, Judith mata a Holofernes tras invitarle a un banquete. Otros
cuadros se relacionan con la habitual temática bucólica y la cercana ermita del
santo patrón de los madrileños, aunque con un tratamiento tétrico: La
romería de San Isidro, La peregrinación a San Isidro e incluso La
Leocadia, cuyo sepulcro puede vincularse con el cementerio anejo a la
ermita.
Desde
otro punto de vista, la planta baja, peor iluminada, contiene cuadros de fondo
mayoritariamente oscuro, con la única salvedad de La Leocadia, aunque
viste de luto y aparece en la obra una tumba, quizá la del propio Goya. En este
piso domina la presencia de la muerte y la vejez del hombre. Incluso la
decadencia sexual, según interpretación psicoanalítica, en la relación con
mujeres jóvenes que sobreviven al hombre e incluso lo castran, como hacen La
Leocadia y Judith respectivamente. Los viejos comiendo sopa, otros
dos «viejos» en el cuadro de formato
vertical homónimo, el avejentado Saturno, representan la figura masculina.
Saturno es, además, el dios del tiempo y la encarnación del carácter
melancólico, relacionado con la bilis negra, en lo que hoy llamaríamos
depresión. Por tanto, la primera planta reúne temáticamente la senilidad que
lleva a la muerte y la mujer fuerte, castradora de su compañero. Otra
interpretación para la primera planta sería el destino individual: el tiempo,
las edades de la vida, la brevedad de la existencia.
En
la segunda planta Glendinning aprecia varios contrastes: uno entre la risa y el
llanto o la sátira y la tragedia, y otro entre los elementos de la tierra y el
aire. Para la primera dicotomía Hombres leyendo, con su ambiente de seriedad,
se opondría a Dos mujeres y un hombre; estos son los dos únicos cuadros oscuros
de la sala y marcarían la pauta de las oposiciones de los demás. El espectador
los contemplaba al fondo de la estancia al ingresar a esta. De la misma manera,
en las escenas mitológicas de Asmodea y Átropos se percibiría la tragedia,
mientras que en otros, como la Peregrinación del Santo Oficio, vislumbramos una
escena satírica. Otro contraste estaría basado en cuadros con figuras
suspendidas en el aire en los mencionados cuadros de tema trágico, y otros en
los que aparecen hundidas o asentadas en la tierra, como en el Duelo a
garrotazos y el Santo Oficio. Otra interpretación sería que, así como la
primera planta aludiría al destino individual, la segunda lo haría al destino
colectivo: creencias humanas, religión, mitología, superstición. Pero ninguna
de estas hipótesis soluciona satisfactoriamente la búsqueda de una unidad en el
conjunto de los temas de la obra analizada.
La
única unidad que se puede constatar es la de estilo. Por ejemplo, la
composición de estos cuadros es muy novedosa. Las figuras suelen aparecer
descentradas, siendo un caso extremo Cabezas en un paisaje, donde cinco
cabezas se arraciman en la esquina inferior derecha del cuadro, apareciendo
como cortadas o a punto de salirse del encuadre. Tal desequilibrio es una
muestra de la mayor modernidad compositiva. También están desplazadas las masas
de figuras de La romería de San Isidro —donde el grupo principal aparece
a la izquierda—, La peregrinación del Santo Oficio —a la derecha en este
caso—, e incluso en el Perro semihundido, donde el espacio vacío ocupa
la mayor parte del formato vertical del cuadro, dejando una pequeña parte abajo
para el talud y la cabeza semihundida. Desplazadas en un lado de la composición
están también Las Parcas, Asmodea, e incluso originalmente El
aquelarre, aunque tal desequilibrio se perdió tras la restauración de los
hermanos Martínez Cubells.
También
comparten un cromatismo muy oscuro. Muchas de las escenas de las Pinturas
negras son nocturnas, muestran la ausencia de la luz, el día que muere. Así
sucede en La romería de San Isidro, el Aquelarre o la Peregrinación
del Santo Oficio, donde una tarde ya vencida hacia el ocaso genera una
sensación de pesimismo, de visión tremenda, de enigma y espacio irreal. La
paleta de colores se reduce a ocres, dorados, tierras, grises y negros; con
solo algún blanco restallante en ropas para dar contraste y azul en los cielos
y en algunas pinceladas sueltas de paisaje, donde concurre también algún verde,
siempre con escasa presencia.
Si
se atiende a la anécdota narrativa, se observa que las facciones de los
personajes presentan actitudes reflexivas o extáticas. A este segundo estado
responden las figuras con los ojos muy abiertos, con la pupila rodeada de
blanco, y las fauces abiertas en rostros caricaturizados, animales, grotescos.
Se contempla el tracto digestivo, algo repudiado por las normas académicas. Se
muestra lo feo, lo terrible; ya no es la belleza el objeto del arte, sino el pathos
y una cierta consciencia de mostrar todos los aspectos de la vida humana sin
descartar los más desagradables. No en vano Bozal habla de una Capilla Sixtina
laica donde la salvación y la belleza han sido sustituidas por la lucidez y la
conciencia de la soledad, la vejez y la muerte.
Análisis
de conjunto
Desde 1820 Goya es cada vez más apreciado por sus contemporáneos
cuando aborda el estilo de lo Sublime Terrible en que se enmarcan estas obras.
El concepto fue desarrollado por Edmund Burke en A Philosophical Enquiry
into the Ideas of the Beautiful and Sublime (1757), y se extendió por toda
Europa en la segunda mitad del siglo XVIII. Con la mentalidad romántica se
estima la originalidad en el artista por encima de cualquier otro concepto y
autores como Felipe de Guevara señalan el gusto contemporáneo por las
producciones de los melancólicos saturninos, cuyo temperamento los lleva a producir
obras llenas de «terribilidades y desgarros nunca imaginados».
Hay consenso entre la crítica especializada en proponer causas
psicológicas y sociales para la realización de las Pinturas negras.
Entre las primeras estarían la conciencia de decadencia física del pintor, más
acentuada si cabe a partir de la convivencia con una mujer mucho más joven,
Leocadia Weiss, y sobre todo las consecuencias de la grave enfermedad de 1819,
que postró a Goya en un estado de debilidad y cercanía a la muerte que refleja
el cromatismo y el asunto de estas obras.
Desde el punto de vista sociológico, todo apunta a que Goya
pintó sus cuadros a partir de 1820 —aunque no hay prueba documental definitiva—
tras reponerse de su dolencia. La sátira de la religión (romerías, procesiones,
la Inquisición) o los enfrentamientos civiles (cómo sucede en Duelo a
garrotazos o las tertulias y conspiraciones visibles, al parecer, en Hombres
leyendo; e incluso teniendo en cuenta una interpretación en clave política
que podría desprenderse del Saturno: el Estado devorando a sus súbditos
o ciudadanos) concuerdan con la situación de inestabilidad que se produjo en
España a partir del levantamiento constitucional de Rafael de Riego. De hecho,
el periodo 1820-1823 coincide cronológicamente con las fechas de realización de
la obra. Cabe pensar que los temas y el tono de estos cuadros fueron posibles
en un ámbito de ausencia de censura política, que no se dio durante las
restauraciones monárquicas absolutistas. Por otro lado, muchos de los
personajes de las Pinturas negras (duelistas, supuestos frailes, monjas,
familiares de la Inquisición) representan el mundo caduco anterior a los
ideales de la Revolución francesa.
Temas
No
se ha podido hallar, pese a los variados intentos en este sentido, una
interpretación orgánica para toda la serie decorativa en su contexto original. En
parte porque la disposición exacta está aún sometida a conjeturas, pero sobre
todo porque la ambigüedad y la dificultad de encontrar el sentido exacto de
muchos de los cuadros en particular, hacen que el significado global de estas
obras sean aún un enigma. Así y todo, hay varias líneas interpretativas que
conviene tener en cuenta.
Glendinning
señala que Goya orna su quinta ateniéndose al decoro con que se realizaban los
palacios de la nobleza y la alta burguesía. Según estas normas, y considerando
que la planta baja servía como comedor, los cuadros deberían tener una temática
acorde con el entorno: debería haber escenas campestres —la villa se situaba a
orillas del Manzanares y frente a la pradera de San Isidro— y bodegones y
representaciones de banquetes alusivos a la función del salón. Aunque el
aragonés no trata estos géneros explícitamente, Saturno devorando a un hijo
y Dos viejos comiendo sopa remiten, aunque de forma irónica y con humor
negro, al acto de comer. Además Judith mata a Holofernes tras invitarle a un
banquete. Otros cuadros invierten la habitual escena bucólica y se relacionan
con la cercana ermita del santo patrón de los madrileños: La romería de San
Isidro, La peregrinación a San Isidro en incluso La Leocadia,
cuyo sepulcro puede relacionarse con el cementerio anejo a la ermita.
Desde
otro punto de vista, la planta baja, peor iluminada, contiene cuadros de fondo
mayoritariamente oscuro (excepto La Leocadia, si bien viste de luto y
aparece en la obra una posible tumba, quizá la del propio Goya). En ella es muy
abundante la presencia de la muerte y la vejez del hombre. Incluso la
decadencia sexual, según se interpreta freudianamente la relación con mujeres
jóvenes que sobreviven e incluso castran al hombre (Leocadia y Judith
respectivamente). Los viejos comiendo sopa, otros dos "viejos" en el
cuadro de formato vertical homónimo, el avejentado Saturno... representan la
figura masculina. Saturno es, además, el dios del tiempo y la encarnación del
carácter melancólico, relacionado con la bilis negra, en lo que hoy llamaríamos
depresión.
En
la segunda planta Glendinning aprecia un contraste entre la risa y el llanto
(la sátira y la tragedia) y entre los elementos de la tierra y el aire. Para la
primera dicotomía Hombres leyendo, con su ambiente de seriedad, se
opondría a Dos mujeres y un hombre; estos son los dos únicos cuadros
oscuros de la sala y marcarían la pauta —el espectador los contemplaba al fondo
de la estancia al acceder a ella— de las oposiciones de los demás. Así en las
escenas mitológicas de Asmodea y Átropos se percibiría la tragedia,
mientras que en otros, como la Peregrinación del Santo Oficio
vislumbramos una escena satírica. En cuanto al segundo de los contrastes, hay
figuras suspendidas en el aire en los dos cuadros antes mencionados y hundidas
o asentadas en la tierra en el Duelo a garrotazos y en el Santo
Oficio. Pero ninguna de estas hipótesis soluciona satisfactoriamente la
búsqueda de una unidad en el conjunto de los temas de la obra analizada.
Estilo
Estilo
En
todo caso la única unidad constatable entre estos óleos son las constantes de
estilo. La composición de estos cuadros es muy novedosa. Las figuras suelen
aparecer descentradas, siendo un caso extremo Cabezas en un paisaje,
donde cinco cabezas se arraciman en la esquina inferior derecha del cuadro,
apareciendo como cortadas o a punto de salirse del encuadre. Tal desequilibrio
es una muestra de la mayor modernidad compositiva. También están desplazadas
las masas de figuras de La romería de San Isidro —donde el grupo
principal aparece a la izquierda—, La peregrinación del Santo Oficio —a
la derecha en este caso—, e incluso en El Perro, donde el espacio vacío
ocupa la mayor parte del formato vertical del cuadro, dejando una pequeña parte
abajo para el talud y la cabeza semihundida. Desplazadas en un lado de la
composición están también Las Parcas, Asmodea, e incluso
originalmente, El Aquelarre, aunque tal desequilibrio se perdió tras su
recorte después del año 1875, pues esa pintura se arrancó completa.
Muchas
de las escenas de las Pinturas negras son nocturnas, muestran la
ausencia de la luz, el día que muere. Se aprecia en La romería de San Isidro,
en el Aquelarre, en la Peregrinación del Santo Oficio (una tarde
ya vencida hacia el ocaso), y se destaca el negro como fondo en relación con
esta muerte de la luz. Todo ello genera una sensación de pesimismo, de visión
tremenda, de enigma y espacio irreal.
Las
facciones de los personajes presentan actitudes reflexivas o extáticas. A este
segundo estado responden las figuras con los ojos muy abiertos, con la pupila
rodeada de blanco, y las fauces abiertas en rostros caricaturizados, animales,
grotescos. Contemplamos el tracto digestivo, algo repudiado por las normas
académicas. Se muestra lo feo, lo terrible; ya no es la belleza el objeto del
arte, sino el pathos y una cierta consciencia de mostrar todos los
aspectos de la vida humana sin descartar los más desagradables. No en vano
Bozal habla de una capilla sixtina laica donde la salvación y la belleza han
sido sustituidas por la lucidez y la conciencia de la soledad, la vejez y la
muerte.
Como
en todas las Pinturas negras, la gama cromática se reduce a ocres,
dorados, tierras, grises y negros; con solo algún blanco restallante en ropas
para dar contraste y azul en los cielos y en algunas pinceladas sueltas de
paisaje, donde concurre también algún verde, siempre con escasa presencia.
Todos
estos rasgos son un exponente de las características que el siglo XX ha
considerado como precursoras del expresionismo pictórico. Y ello porque la obra
de Goya tiene sentido sobre todo en la apreciación que han hecho sus críticos
hasta la actualidad y en la influencia que la misma ha tenido en la pintura
moderna. Puede decirse que en esta serie Goya llegó más lejos que nunca en su
concepción revolucionaria y novedosa del arte pictórico.
Retratos
Juan
Antonio Cuervo. 1819. The
Cleveland Museum of Art, Cleveland, Estados Unidos.
Juan
Antonio Cuervo (Oviedo, 1757 - Madrid, 1834) fue un importante arquitecto
neoclásico. Estudió en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la
que después fue director. Como tal fue retratado aquí por Goya, siendo éste el
último retrato de carácter oficial que hizo el pintor, ya que pronto se
alejaría de la vida cortesana para retirarse en su Quinta del Sordo. El artista
también retrató al sobrino del director de la Academia, Tiburcio Pérez Cuervo,
que además de ser arquitecto era un buen amigo de Goya, como confirma el aire
desenfadado de su retrato.
En
esta pintura oficial encontramos al arquitecto vestido con un elegante atuendo
de chaqueta negra, con bordados dorados en los puños y en el cuello. Está
sentado en un sillón y apoya las manos en la mesa, una de ellas sujetando un
compás. Sobre la mesa se despliega el plano de un edificio en planta,
identificado con la iglesia de San Sebastián de Madrid, o quizás la de Santiago
de la misma ciudad. Aunque estamos ante un retrato de aparato, el fondo es
neutro y oscuro, y se advierte un acentuado realismo en las facciones del
rostro, algo hinchado.
Tiburcio
Pérez y Cuervo, 1820. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, Estados
Unidos.
Tiburcio
Pérez Cuervo (Oviedo, 1785/1786 - Madrid, 1841), sobrino del arquitecto y
director de la Real Academia de San Fernando, Juan Antonio Cuervo,
estudió precisamente Arquitectura en la Academia. Fue buen amigo de Goya, como
confirma el hecho de que cuando el pintor marchó a Burdeos, le confió el
cuidado de Rosario Weiss a él, con quien la pequeña siguió poniendo en práctica
sus aptitudes artísticas.
El
retrato de Tiburcio Pérez es uno de los más interesantes de Goya. La
espontaneidad y el carácter informal con los que ha sido retratado son síntoma
de la amistad que les unía. El modelo aparece en una postura muy natural: en
pie, casi de perfil y con los brazos cruzados. Va vestido con chaleco oscuro y
camisa blanca con las mangas remangadas, sin chaqueta, pues no se trata de un
retrato oficial. No hay ningún elemento que lo vincule con su profesión,
excepto quizás el detalle de las mangas, como si se dispusiera a trabajar en
algún proyecto. En el rostro se adivina la personalidad de alguien carismático
y divertido, de mirada inteligente. La pincelada es vigorosa, destacando el
recorrido del blanco en la manga de la camisa. El fondo oscuro acerca el
retrato a los últimos que ejecutaría Goya en Burdeos, cada vez más sencillos en
la composición y más enérgicos en la factura.
La
naturalidad de este retrato recuerda al de Ramón Satué, otra de las
obras destacadas dentro de la retratística goyesca.
Don
Ramón Satué, 1823. Rijksmuseum,
Ámsterdam, Holanda
Perteneció a la colección del marqués de Heredia, en Madrid.
Pasó a la de Benito Garriga, en la misma ciudad, y éste la subastó en 1890 a
través del Hôtel Droûot de París, donde se vendió por 1.500 francos (lote núm.
3). De nuevo en la misma casa de subastas volvió a venderse en 1902 (lote núm.
21). La compró el Dr. Joachim Carvalho por 9.510 francos, y la guardó en su
propiedad del Château de Villandry, en la región de Indre y Loira, Francia. En
1922 fue adquirido por el Rijksmuseum de Ámsterdam. Ramón Satué era el sobrino de don José
Duaso y Latre, también retratado por Goya como agradecimiento por haberle
acogido secretamente durante la represión anti-liberal. Satué fue alcalde de
Casa y Corte, como indica la inscripción del lienzo, pero su cargo acabó en
1820. Este lapso de tiempo ha provocado diferencias de opinión en cuanto a la
fecha de ejecución de la obra. Algunos autores creen que la última cifra de la
fecha de la inscripción pudo haber sido manipulada, cambiando un supuesto 0 por
el visible 3. Además argumentan que el parecido de este retrato con el de Tiburcio Pérez Cuervo, realizado en 1820, es evidente. Sin
embargo, parece que el número es original, como el resto del texto.
Probablemente Goya quiso recordar el cargo que Satué ocupó en su día.
Aunque
el conde de la Viñaza sugería que Goya debió haber pintado este retrato cuando
estaba oculto en casa del tío de Satué, sabemos, gracias a Sánchez Cantón, que
el pintor permaneció en casa de Duaso entre enero y mayo de 1824, de modo que
no sería posible.
El
retratado aparece en pie, visto de tres cuartos. Lleva un traje de casa negro,
con chaleco rojo y camisa blanca abierta en el cuello, dejando ver ligeramente
el pecho. El pelo está alborotado. Tiene las manos en los bolsillos del
pantalón, en un gesto varonil y de seguridad en sí mismo. Goya ha concentrado toda
la expresividad en el rostro, de mirada intensa y casi desafiante hacia el
espectador. Contrasta la ágil factura del cuerpo con la del rostro, más pausada
y definida. El fondo grisáceo es totalmente plano. La paleta de colores, muy
limitada, solo se alegra por el rojo del chaleco que asoma bajo la chaqueta
abotonada.
Retrato
de una dama con mantilla negra, 1824. National Gallery of Ireland, Dublín, Irlanda.
La
dama con mantilla ha sido habitualmente identificada con Leocadia Zorrilla de
Weiss (Madrid, 1788 - 1856), ama de llaves y compañera de Goya en los últimos
años de su vida. Xavier de Salas fue quien, en el apéndice de la obra dedicada
a las Pinturas Negras de
Sánchez Cantón, relacionó la mujer de esta obra con La Leocadia, que es el nombre que Brugada dio a Una manola en el inventario que
hizo de las pinturas en la Quinta del Sordo. Algunos estudiosos, como Gudiol o
Camón Aznar, mantienen la identificación de esta mujer con la supuesta amante
de Goya. Sin embargo, otros autores observan que la edad de Leocadia a la
muerte de Goya era de treinta y nueve años, y esta mujer parece algo mayor.
No
obstante, sin datos documentales que diluciden esta cuestión, no es posible por
ahora saber quién es la mujer aquí retratada. Vemos a una mujer madura, vestida
de negro y tocada con mantilla negra. Lleva collar y pendientes de oro. Se
retrata de medio cuerpo, mirando de frente al espectador pero con el cuerpo
ladeado. En el rostro se subrayan los grandes ojos negros, portadores de
innumerables experiencias, y se adivina cierto deje de altanería, procurado por
la media sonrisa que dibuja la boca. Siendo Leocadia una mujer de fuerte
temperamento, y si éste fuera su retrato, podría ser la mueca de la boca un
gesto sutilmente alusivo a su carácter.
Como
en todos los retratos que Goya hizo en los últimos años de su vida, la paleta
de color se reduce a los tonos oscuros y al blanco, especialmente contrastados
en este retrato, donde la palidez de la piel de esta dama resalta sobre el
negro. Destacan los detalles de la mantilla transparente sobre el brazo, y la
oscuridad del fondo negro que atrapa a la figura y se confunde con su contorno.
Retrato de una dama con mantilla negra, 1824. National Gallery
of Ireland, Dublín, Irlanda
Retrato
realizado en Burdeos.
Formó
parte de la colección del historiador Aureliano de Beruete, en Madrid. Estuvo
después en la colección Dannant en París, y volvió a Madrid siendo su propietario
el marqués de la Vega Inclán. En 1905 fue adquirido por la Galería Nacional de
Irlanda.
La retratada, que no ha sido identificada, parece que formaba
parte del círculo de amistades de Goya en Burdeos, como indica la actitud
divertida en la que la ha representado. Aparece de medio cuerpo, girado hacia
la izquierda pero dirigiendo la cabeza hacia el espectador. Lleva un vestido
negro y se cubre con mantilla negra y peineta. El carácter abocetado y la
técnica empleada a través de veladuras se dejan ver en el escote que trasluce
la piel. El encaje enmarca el rostro feliz y sonriente de la modelo, sonrosado
en sus mejillas. El fondo neutro se compone de un color plano grisáceo, el
mismo que usó Goya para los toques en la mantilla.
El padre José de La
Canal, 1824. Museo
Lázaro Galdiano (Madrid)
El retratado no era otro que don José de la Canal (Ucieda, Santander,
1768 – Madrid, 1845), eminente historiador agustino de tendencias liberales,
redactor de los periódicos madrileños El
Ciudadano Constitucional y El
Universal en los difíciles años de 1813-1814 y a causa de ello temporalmente
represaliado, prior del convento de San Felipe el Real, miembro de la Société des Antiquaires de Normandía que
fundara Arcisse de Caumont en 1823, y al final de sus días director de la Real Academia de la
Historia. El 18 de abril de 1845 sus restos mortales fueron conducidos al
cementerio de la Patriarcal en un humilde carro, acompañado de cinco coches
ocupados por miembros de la Academia de la Historia y la Academia de la Lengua.
Rosa Ruiz de la Prada, que había acogido en su casa a fray José durante su
exclaustración, escribió en unas sentidas cartas: “Yo sabía su gran mérito, sus virtudes y sabiduría, pero después que ha
faltado, lo he conocido aún más… Acostumbrada a su trato y compañía… Sola, sola
y sola. Así me hallo en el día…”, “Yo
no puedo consolarme de su pérdida, es irreparable”.
A pesar del deficiente estado de conservación del lienzo,
creemos que esa cabeza, magistralmente modelada con suaves modulaciones de
color, denota a las claras la mano del último Goya, que consiguió atrapar el alma del personaje en algo tan
intangible como la vibración de una sonrisa: apacible, inteligente, un tanto
retraída pero en la que no deja de percibirse cierta retranca. “Contemplado en
fotografía –comenta Glendinning– resulta poco
convincente, pero a la luz del día tiene un carácter muy distinto. La cara del
retratado entonces cobra vida y sus rasgos adquieren una expresividad y
animación insospechadas”. Por su parte, Pardo Canalís destaca acertadamente “la
expresión jocunda de los labios, muy afín a esas bocas rasgadas en media luna,
característica de algunos tipos goyescos en los que la sonrisa parece perderse
en una incipiente carcajada sobre la pobretería humana”. De acuerdo con
este último y con Mercedes
Águeda, el retrato debió pintarse hacia 1824, o quizá mejor en 1826, antes de
su definitivo regreso a Burdeos, cuando el historiador, próximo a la sesentena,
acometía en solitario la redacción de los volúmenes XLV y XLVI de la monumental
España Sagrada.
Ninguna gala cromática distrae la atención de este rostro que
emerge luminoso, lleno de humanidad, de un abultado ropón negro. El intenso
craquelado, muy patente en la vestimenta y en el fondo, tan sensiblemente
matizado, se debe a haber aprovechado un lienzo en el que se superponen varias
composiciones, como demuestra la radiografía, y probablemente también al empleo
de un componente que acelerase el secado de la pintura, lo que abona la idea de
que el retrato fuera realizado por Goya durante su breve visita a Madrid en 1826.
La “firma” apócrifa del ángulo inferior derecho parece añadida con la mera
intención de consignar la autoría de la obra pues en nada imita la grafía
goyesca.
Don
José Duaso y Larte, 1824. Museo
de Sevilla, Sevilla, España
José
Duaso, figura tan interesante como poco conocida, fue un eclesiástico aragonés
nacido en Campal del Valle de Solana (Huesca) el 8 de enero de 1775. Avecindado
en Madrid la mayor parte de su vida, fue canonista insigne, capellán de honor
de S.M., administrador del Real Hospital e Iglesia del Buen Suceso, teniente
vicario auditor general del Ejército y de la Armada, juez de la Real Capilla y
académico de la Española. Hombre de estudio, amigo de Antillón y de Goya, cuyo
mérito conoció y reconoció el propio Fernando VII, se vio envuelto en los
avatares políticos de su tiempo, siendo diputado de las Cortes de Cádiz, y más
tarde proscrito por el Gobierno constitucional. Redactor y director de la
Gaceta de Madrid al comienzo de la década ominosa, fue separado de su plaza de
capellán de honor por la Reina Gobernadora, para ser de nuevo nombrado al fin
de sus días por Isabel II. Muere el 24 de mayo de 1849.
En
ese mismo año Vicente de la Fuente publica su biografía, en la que recoge el
hecho de que al finalizar la revolución liberal a finales de 1823 y
restablecido el absolutismo, Duaso tuvo refugiados en su casa del Real Hospital
e Iglesia del Buen Suceso, ya que por esas fechas ostentaba el cargo de
administrador de dicho establecimiento, a «varios de sus amigos y paisanos
comprometidos por liberales, a quienes ocultó o prestó protección según necesitaban»,
contando entre ellos a Goya, a quien tuvo alojado tres meses en la propia
vivienda y por quien fue retratado, durante esos días, en agradecimiento a su
hospitalidad, en el espléndido lienzo que reproducimos.
Este
retrato de José Duaso pertenece a la última etapa de Goya, concretamente a
1824, cuatro años antes de morir en Burdeos. Si lo comparamos con los de etapas
anteriores, donde destacaba la faceta oficial del modelo y la riqueza de fondos
y detalles, este retrato, al igual que sucede en el de Tiburcio Pérez Cuervo
(1820), tiene un carácter íntimo, el mismo que el de Sebastián Martínez, su
buen amigo y coleccionista de obras de arte, pintado en 1792.
En
su intento de simplificar, aunque preocupado por la expresión del personaje,
crea una sencilla composición al igual que ocurre con el de Moratín (1827), el del Matrimonio Ferrer (1824) y el de Mariano Goya (1827). En todos esos
retratos la síntesis incluso ha llegado a la gama cromática, la ausencia de
color es casi total, destacando el volumen y la densidad de la pincelada; hemos
de tener cuenta que está aún muy cercana su serie de pinturas negras, cuya influencia
en esos lienzos es clara.
En
el retrato de este ilustre aragonés, Goya utiliza una gama reducida de negros
profundos para el fondo y la sotana, sobre los que destaca la cabeza luminosa,
donde se mezclan con el blanco, el carmín y el negro que le confieren al rostro
una desbordante vitalidad, energía y franqueza. La fuerza es la característica
dominante del personaje, por lo que Goya aplicó al retrato una técnica que está
en consonancia con el modelo. La sensación de seguridad y firmeza que nos
produce Duaso es extraordinaria.
La
obra del canónigo Duaso podemos considerarla como un retrato psicológico,
modalidad que surge en Europa como uno de los frutos del Renacimiento, y por
tanto un tipo de retrato distinto del oficial que basaba su fórmula en recoger
cuanto determinaba la posición social del retratado. Sin embargo, en el retrato
psicológico, Goya trata de representar al personaje como ser humano, que aunque
en ciertos casos vaya revestido de la indumentaria que le pertenece, ésta no es
lo que trasciende del retrato.
Este
cuadro de José Duaso y el de su sobrino Francisco Otín, realizado a lápiz por
Goya en las mismas fechas que el de su tío, tienen por encima de su mérito
artístico el valor testimonial de evocar unos meses de la vida del gran pintor
cargados de emociones.
La
obra procede de la colección Rodríguez Bave (Madrid), parientes de Duaso, donde
Sánchez Cantón la identificó en 1954. Hasta esa fecha no se había presentado a
ninguna exposición ni se había publicado nada sobre ella. En 1969 fue adquirida
por el Estado para que formase parte de los fondos del Museo de Bellas Artes de
Sevilla.
Joaquín María Ferrer, 1824. Colección
Particular.
Cuando
Goya obtuvo el permiso del rey para abandonar Madrid con la excusa de
"tomar de las aguas de Plombières para mitigar las enfermedades y
achaques" propios de su edad, se dirigió a París, donde estuvo dos meses.
Allí se encontró con Joaquín María Ferrer y su mujer, a quienes retrató en esa
ocasión.
La
pareja de retratos perteneció a la antigua colección del conde de Caudilla, en
Madrid, que era su propietario cuando se exhibieron en 1900. En la muestra de
Burdeos de 1951 estaban en la colección del marqués de Baroja, en Madrid.
Pasaron después a la colección de la marquesa de Gándara, en Roma, hasta
ingresar en la colección privada donde se conservan.
Joaquín
María Ferrer y Cafranga (Pasajes de San Pedro, Guipúzcoa, 1777 - Santa Águeda,
1861) se dedicó a la política. Fue elegido diputado en 1822, ministro de
finanzas en 1836, ministro de Estado en 1840 y presidente del Consejo de
Ministros en 1841. Durante el reinado de Fernando VII hubo de salir del país
con su mujer, ya que era considerado un temible revolucionario. Se instaló en
París. Goya fue también vigilado por la policía debido a su relación con
Ferrer, constatada a través del retrato y de las cartas que le envió.
El
retrato es de medio cuerpo, con chaqueta negra y corbata blanca. Ferrer sujeta
un pequeño libro en las manos, alusivo a su faceta como editor. Fue el
responsable de una edición en miniatura de El
Quijote. El pelo está encrespado, sus facciones son angulosas y el
gesto de la cara denota preocupación. La rápida factura del retrato y las
evidentes marcas de pincel le acercan al expresionismo, lo que es favorecido
por la fisonomía del retratado, de rasgos duros.
Manuela
Álvarez Coinas y Ferrer, 1824. Colección particular
Manuela
Álvarez Coiñas de Ferrer era la mujer de Joaquín María Ferrer, con quienes Goya
mantuvo contacto en París.
La
retratada aparece de tres cuartos, con el cuerpo ligeramente girado hacia su
derecha de modo que su retrato y el de su marido quedaran enfrentados. La
postura es rígida. Lleva vestido negro ceñido con cinturón y sujeta un abanico
cerrado con la mano derecha. El pelo recogido deja el cuello al descubierto y
acentúa el hieratismo del retrato.
María Martínez de Puga, 1824. The Frick
Collection, Nueva York, Estados Unidos
María
Martínez de Puga estuvo probablemente emparentada con Dionisio Antonio de Puga,
cuya firma aparece como testigo en el documento en el que un abogado concede a
Goya el mantenimiento de su salario como pintor real durante su ausencia en la
Corte.
Retrato
de tres cuartos, sobre fondo bicolor negro y verdoso, con vestido negro de raso
con puntillas en los puños y en el escote, de tratamiento impresionista. Cuelga
un reloj de la cintura unido a una cinta roja que rodea el cuello. Roja y con
detalles dorados es la diadema que ciñe el cabello rizado de color castaño y
rojizo. Los pendientes son también dorados. Los labios rosados destacan sobre
la piel blanca. Lleva guantes blancos y sujeta un abanico cerrado y un pañuelo
entre las manos.
El
retrato es de una acentuada modernidad gracias al contraste de colores, a los
contornos marcados en negro y a la pincelada, cuyo recorrido es muy evidente en
el vestido y en el fondo. Parece anticipar el estilo preimpresionista de Manet.
Leandro
Fernández de Moratín, 1824. Museo de Bellas Artes de Bilbao, Bilbao, España
En
las cartas de Moratín se alude frecuentemente a Goya y sus amigos y se repite
el comentario que el escritor hace de este retrato, en carta de 20 de
septiembre de 1824 dirigida a Melón (Correspondencia
con Juan Antonio Melón en Obras
póstumas, Madrid, 1868) en la que escribe que «Goya quiere
retratarme y de ahí inferirá lo bonito que soy, cuando tan diestros pinceles
aspiran a multiplicar mis copias». El Moratín retratado por Goya en dos
ocasiones (1799 y 1824) era hijo de Nicolás Fernández de Moratín, nacido en
Madrid en 1737, muerto en 1780, poeta y autor teatral, que publicó el poema Fiesta de Toros en Madrid en
alegres quintillas y otro poema, épico, sobre Las naves de Cortés destruidas, en relación con la
llamada «noche triste» del conquistador. Fue también autor teatral, aunque en
ello su fama no es comparable con la de su hijo, Leandro Fernández de Moratín,
nacido en Madrid en 1760, amigo de Goya y uno de los mejores escritores del
XVIII español y parte del XIX, ya que murió en 1828, el mismo año que el
pintor. Moratín es uno de los mejores autores teatrales de la literatura
española, en comedias deliciosas en que procura destruir prejuicios y corregir
costumbres, tales como El
sí de las niñas (derivada de Molière, pero con gracejo particular),
El barón, El viejo y la niña y, en especial,
La comedia nueva o El café, deliciosa sátira teatral
española a la antigua. No menos únicas son La
derrota de los pedantes, parodia de una epopeya a la antigua, con
intenciones modernas, su estudio literario sobre Los orígenes del teatro español y un folleto irónico
sobre el Auto de Fe
celebrado en Navarra (Zugarramurdi) que sirvió de inspiración a su amigo Goya
para sus temas de brujería. La correspondencia de Moratín es abundante y llena
de noticias y gracias, y sus diarios, en especial de sus viajes por Francia e
Inglaterra, están llenos de observación y de humor. Poseedor, pese a ser laico,
de dos capellanías que le producían algunas rentas, Moratín quedó un tanto
comprometido durante el gobierno en España de José Bonaparte. Ello le condujo,
al regreso de Fernando VII, a Burdeos donde Goya se reuniría con él,
falleciendo ambos en Francia en el mismo año de 1828. Aficionadísimo al teatro,
al que acudía casi a diario en sus estancias en Barcelona, Londres y Burdeos,
Moratín es el prototipo del escritor «ilustrado».
Moratín
legó a la Academia de San Fernando, de Madrid, su primer retrato por Goya,
pintado en 1799, de busto, con fuerte claroscuro debido al fondo sombrío y a la
casaca de cuello cerrado, que apenas deja asomar la corbata y las puntas del
cuello de la camisa. Moratín alude a este cuadro en una breve mención de su
diario, el 16 de julio de 1799: «A casa de Goya, retrato». El modelo lo legó a
la Academia, en cuya colección ingresó el 2 de enero de 1829. Su aspecto
juvenil, gallardo y elegante, desaparece en el retrato de 1824, aunque éste
venza al juvenil en hondura y sentimiento. Es un retrato de un amigo, a quien
se conoce desde hace ya muchos años y en el que se destaca lo humano y lo
advertido del modelo, ya no bello ni elegante, pero en plena madurez
intelectual, con un levísimo brillo de ironía en su mirada y una vestimenta
doméstica. Notable es la mano, que se posa en el escritorio, precisamente por
su absoluta naturalidad.
Fraile
hablando con una vieja, 1824 – 1825. Princeton University Art Museum, Nueva Jersey,
Estados Unidos
La miniatura perteneció a la colección de Edward Habich, en
Cassel. La puso a la venta en Sttutgart el 27 y 28 de abril de 1899. Pasó por
sucesivas colecciones: William Rothenstein, John Quinn, P. Lorillard, E. John
Heidsieck, Robert Maisel y Richard L. Feigen & Company. Los últimos la
pusieron a la venta y fue adquirida después por el fondo Fowler McCormik para
el museo donde hoy se conserva.
Un fraile y una vieja aparecen hablando. La mujer se cubre la
cabeza con un velo o mantilla azul y está mirando al espectador con un gesto
horrorizado mientras se aleja hacia atrás. A su lado, el fraile hace una mueca
con la boca como si estuviera emitiendo un grito. Este gesto es similar al que
hace el monje de la derecha en Dos
monjes,
perteneciente a las Pinturas negras. Igual que las pinturas de la Quinta del
Sordo, estos personajes son también feos, desagradables e inquietantes.
Mujer
con los vestidos inflados por el viento, 1824 – 1825. Museum of
Fine Arts, Boston, Estados Unidos
En
esta romántica miniatura encontramos la figura de una mujer vista de espaldas,
envuelta en un vestido azul y una capa negra. Se encuentra en lo que parece un
lugar elevado, tal y como indica la presencia del cielo, que ocupa casi todo el
fondo, dejando menos de un tercio al terreno visto en la lejanía. El viento
agita su atuendo y sus cabellos y al levantarse ligeramente la falda podemos
ver su pie descalzo.
A
la altura de la cabeza de la mujer se puede intuir un rostro. Probablemente se
trate de alguna composición subyacente que Goya cubriría con la visible, ya que
sabemos que reutilizó algunas de las placas de marfil para ahorrar este
preciado material.
Muchacho
espantado por un hombre, 1824 – 1825. Museum of Fine Arts, Boston, Estados Unidos
A
la derecha de la composición vemos de perfil la cabeza de un chico de pelo
rubio y rizado, boquiabierto por el susto que le provoca la visión que tiene
delante. Podría ser un hombre pero más bien parece una aparición espectral, ya
que en el rostro de esa figura no se pueden apenas distinguir rasgos, como si
fuese completamente deforme o se cubriese con una máscara horrible.
En
esta miniatura se hace especialmente evidente la herencia de las Pinturas
negras apreciable en toda la serie de piezas eborarias.
Rita
de Angelis da cuenta de otra pieza de las mismas características titulada Dos
cabezas (p. 136, cat. 686) que repite el tema y el esquema compositivo. Como
dice de Angelis es evidente que no se trata de la misma obra, por eso la
reproduce de manera independiente, aunque no aporta más datos sobre su paradero
o autenticidad.
Joven semidesnuda recostada en una roca, 1824 – 1825. Museum of Fine Arts, Boston, Estados Unidos
Para
el análisis artístico y técnico de la serie completa, véase Maja y celestina.
En
la imagen vemos a una joven prácticamente desnuda que está recostándose sobre
una roca. Se cubre con una tela de toques amarillentos, que desde el hombro cae
y le tapa el regazo. La muchacha aparece débil, como si estuviera a punto de
desfallecer sobre la grisácea roca. Por esto y por la línea de dibujo, más
definida que en algunas de sus miniaturas compañeras, la pieza resulta de una
gran delicadeza.
Hombre buscando pulgas en su camisa, 1824 – 1825. Museum of Fine Arts, Boston, Estados Unidos.
En esta miniatura vemos a un hombre con el torso desnudo
sujetando una camisa entre las manos y mirándola muy de cerca para poder examinar
si hay pulgas. La piel del hombre está tintada con un tono rosáceo, pero a
pesar de ello sigue siendo una imagen de tonos fríos, dominada por el negro del
fondo, de la camisa y de los contornos. Goya ha recurrido en este caso a una
técnica similar al "grattage",
eliminando con algún objeto punzante ciertas zonas de pigmento de la camisa,
dejando asomar el fondo blanco del marfil en forma de surcos irregulares.
Susana y los viejos, 1824 – 1825. Colección particular
La
historia del Antiguo Testamento de Susana y los viejos tiene lugar en
Babilonia, donde el pueblo de los judíos había sido deportado. Susana era la
mujer del rico Joaquín, que solía acoger a los hebreos en su casa. En una
ocasión, cuando la bella Susana se disponía a tomar un baño en el jardín de su
lujosa casa y Joaquín estaba fuera, dos de los jueces de Israel que se sentían
atraídos por ella aparecieron y la amenazaron con acusarla de adulterio con un
joven si no se entregaba a ellos. Ella les dio una tajante negativa, pero aún
así fue juzgada y condenada a la lapidación. La aparición de Daniel y la
revisión del juicio aclararon las cosas invirtiendo los papeles, ya que fueron
los viejos los que acabaron siendo lapidados, y no Susana.
La
mujer de Joaquín aparece en la miniatura de Goya casi desnuda, cubriéndose
ligeramente con una tela azulada. Está sentada, vista de perfil, y baja la
cabeza en un gesto ensimismado, pensativa. Parece que no es consciente de la
presencia de los dos viejos que asoman tras su espalda y le miran deseosos. La
piel del cuerpo modelado de Susana es blanca como el marfil, contrastando con
el fondo negro. Está encajada dentro de la composición, y casi parece que la
cabeza baja es una exigencia de las reducidas dimensiones del soporte, para dar
cabida a su cuerpo. Los viejos, de caras hinchadas, se detallan con tonos
azules en sus túnicas y rosáceos en sus rostros.
La lechera de Burdeos, 1825 –
1827. Museo Nacional del Prado, Madrid, España.
Obra
realizada en Burdeos. Cuando Goya falleció la heredó Leocadia Zorrilla quien la
vendió a Juan Bautista de Muguiro, buen amigo de Goya en Burdeos. Se
conserva la carta que Leocadia escribió a Muguiro el 9 de diciembre de 1829,
publicada íntegramente por Sánchez Cantón en 1947, en la que pone a su
disposición este cuadro por un precio no inferior a una onza, tal como Goya le
había indicado.
Estuvo
en la familia Muguiro hasta que el sobrino nieto del comprador, Fermín de
Muguiro y Beruete, III conde de Muguiro y de Alto Bacilés, la legó al Museo del
Prado. Allí ingresó el 5 de diciembre de 1945.
La
lechera de Burdeos es una de las obras más aclamadas de Goya. Realizada ya en
los últimos años de su vida, llama la atención por su colorido alegre y su
brillante iluminación que contrastan con el resto de las obras que hacía en
esos años, dominadas por tonos oscuros y monocromos. Algunos expertos han visto
en este lienzo la expresión más lograda del impresionismo goyesco, sobre todo
en la parte del chal que cubre los hombros de la lechera.
La
mujer representada en esta escena de género que bien podría tratarse de un
retrato, no ha sido identificada. Aparece sentada, probablemente sobre una
montura que emplearía para ir repartiendo la leche, como sugiere el punto de
vista bajo con que está pintada. Lleva un pañuelo blanco en la cabeza
cubriéndole parte del cabello castaño, un chal de tonos azulados y pinceladas
amarillas y blancas cruzado en el pecho y una falda negra. Su figura se recorta
sobre un cielo de color azul verdoso con toques blancos. A su lado encontramos
un cántaro rebosante de blanca leche. Sobre la panza de la vasija la
inscripción incisa de la firma de Goya defiende su autoría, aunque Juliet
Wilson la ha puesto en duda. La especialista cree que la autora de la obra
podría haber sido Rosario Weiss, hija de Leocadia Zorrilla. Sabemos que Rosario
también pintaba y conocemos el aprecio que Goya le tenía a ella y a sus
aptitudes artísticas, pero Rosario contaba trece años en 1827 y parece poco
factible que una muchacha tan joven fuese capaz de acometer una magnífica obra
como ésta. A falta de pruebas que avalen esta hipótesis, la mayoría de los
estudiosos siguen apoyando la autoría de Goya.
Don
Santiago Galos, 1826. The Barnes Foundation, Merion, United States.
Jacques
Galos (Arance, Aquitania, 1774 - Burdeos, 1830) frecuentaba el círculo de Goya
en Burdeos. Ayudó al pintor a favorecer su situación económica, de la que a
menudo daba cuenta éste en las cartas dirigidas a su hijo Javier. Adquirió las
litografías de los Toros de Burdeos y
se encargó de custodiar la herencia que dejó Goya. Es evidente que el pintor
depositó mucha confianza en su amigo, tal y como demuestran las varias
menciones a él en sus cartas.
El
francés llegó a Burdeos en 1804, tras haber vivido algunos años en Pamplona.
Fue uno de los fundadores de la Caja de Ahorros de Burdeos en 1819, y más
tarde, se convirtió en director del Banco de Burdeos. En 1827 fue elegido
miembro de la Cámara de Comercio. Era un reconocido liberal y, tras la
revolución de 1830, se convirtió en diputado, pero murió ese mismo año a la
edad de 54 años.
Galos
viste un abrigo azul con botones dorados, camisa blanca y corbata. Sobre el
pelo oscuro aparecen toques grisáceos, ejecutados de forma enérgica. Destaca la
mirada inteligente y el modelado de los rasgos de la cara, cuya expresión
refleja confianza en sí mismo. El fondo neutro sobre el que ha sido retratado
muestra una pincelada ligera y vibrante.
Juan
Bautista de Muguiro, 1827. Museo Nacional del Prado, Madrid, España
Juan
Bautista de Muguiro e Irivaren (1786 - 1856) era el hermano de José Francisco
de Muguiro, casado con Manuela Goicoechea, la hermana mayor de la nuera de
Goya. Aunque es posible que el pintor y Juan de Muguiro ya se hubiesen conocido
en Madrid, fue en Burdeos donde mantuvieron una estrecha relación, pues ambos
formaban parte del mismo círculo de intelectuales y exiliados en Burdeos.
Gracias a las relaciones mantenidas con estas personas, los últimos retratos
realizados por Goya, protagonizados por muchas de ellas, se especializaron en
la burguesía.
Los
hermanos Muguiro poseían una firma bancaria y comercial creada años antes por
su tío, Irivaren. Parece que estuvieron implicados con los asuntos económicos
de Napoleón, y por eso se marcharon de España. Juan Bautista lo hizo antes de
que llegaran a Burdeos Goya, su consuegro y el matrimonio de José Francisco y
Manuela. A la muerte de Goya, Muguiro insistió en adquirir La lechera de
Burdeos, que compró a Leocadia Zorrilla.
En
esta pintura Goya practica una nueva tipología de retrato, de composición más
sencilla, fondo neutro y una paleta de color mucho más reducida y oscura que en
retratos anteriores. Encontramos a Juan de Muguiro sentado junto a su mesa de
trabajo. Sobre ella se disponen un tintero y varios papeles representados de
manera muy sintetizada, alcanzado un alto grado de abstracción. Está sujetando
una carta que se dispone a leer como hombre de negocios que es. La postura de
reposo y la actitud tranquila inspiran confianza, tan necesaria en su oficio.
Va vestido con traje oscuro, camisa blanca y corbata también oscura, un atuendo
austero y serio, como corresponde a su profesión.
Mariano
de Goya, nieto del pintor, 1827. Meadows Museum, Southern Methodist University, Dallas,
Estados Unidos.
Retrato pintado en el último viaje que hizo Goya a Madrid
desde Burdeos, en el verano de 1827. La última Se conservó en la colección de
George A. Embricos, en Lausana (Suiza). En enero de 2013 se subastó sin que
hubiera finalmente un comprador y en la actualidad se encuentra en el Meadows
Museum gracias a la Meadows Foundation y a la donación de Mrs. Eugene
McDermott, en honor del 50 aniversario del Meadows Museum.
El
nieto de Goya, Mariano (véanse datos biográficos en Mariano de Goya), fue
retratado aparentemente por su abuelo en tres ocasiones, siendo ésta la última,
en la que el muchacho contaba veintiún años.
En
este retrato vemos el busto de un apuesto joven vestido con chaqueta, camisa
blanca y corbata oscura que envuelve el cuello y lo eleva hasta la barbilla.
Clava la viva mirada, casi de manera insolente, en el espectador. Llama la
atención la marca de su mejilla izquierda, probablemente una de las cicatrices
a las que Lafuente Ferrari hace referencia tras su entrevista con los vecinos
de la localidad donde falleció Mariano, quienes aseguraban que tenía el cuerpo
lleno de marcas como resultado de los enfrentamientos a los que le llevó su
fuerte carácter y mal genio. La ejecución del retrato es muy ágil, sobre todo
en la camisa, donde se ven a la perfección las cerdas del pincel. Los colores
se limitan al negro, el blanco y el empleado en la carnación, como era habitual
en los últimos retratos realizados por Goya.
También
era común que el artista firmase y dedicase estas últimas obras, y además
añadiese su edad, no sin cierto orgullo. La inscripción en esta pieza está en
el reverso. Hoy ha quedado debajo del reentelado.
EL EXILIO
Fernando
VII da una amnistía para aquellos que se querían marchar fuera de España. Goya,
el 2 de mayo de 1824, pide permiso para ir a tomar las aguas curativas de la
ciudad francesa de Plombieres, algo que necesitaba por su edad y enfermedades.
Necesita ese permiso porque cobra sueldo de primer pintor de cámara. Se le va a
conceder pero tendrá que dar cuenta de que sigue vivo en la comisaría de
Plombieres. 15 días después Goya se va solo. Llegará a Burdeos. Moratín escribe
a un amigo de Madrid y le cuenta su llegada. Poco después se unirán a él
Rosario Weiss y su madre, con la que Goya no tiene muy buena sintonía, según
Moratín.
Fernando
VII concederá esa amnistía varios meses después de comenzar su reinado, un
tiempo que Goya se pasó escondido en casa de un canónigo amigo suyo, del cual
el rey no sospecharía. En teoría esto significa que tiene algo que ocultar,
pero sin embargo luego se le dejará salir del país manteniendo su sueldo. Se
cree que de lo que realmente huyó el pintor fue de Leocadia Weiss, ya que el
hijo de ésta se había metido en las milicias contrarias al rey.
Goya
nunca irá a Plombieres, sino que quedará en Burdeos. “Goya y Burdeos” es un libro de un autor francés a través del cual
se puede saber todo lo que hizo el artista aragonés en dicha ciudad francesa.
Amigos suyos, como Moratín o Meléndez Valdés, también estaban allí. Por otro
lado, otro de los motivos de que todo se conozca es que hubo una orden de
seguimiento de la policía francesa a todos los exiliados españoles.
Goya en Burdeos (1824-1828)
Francisco de Goya se desplazó a Burdeos en 1824 y, aunque volvió a España en un par de
ocasiones, falleció en esta ciudad francesa el 16 de abril de 1828.
En
mayo de 1823, las tropas francesas de los Cien Mil Hijos de San Luis, lideradas
por el duque de Angulema, tomaron Madrid con objeto de restaurar la monarquía
absoluta de Fernando VII. Esto produjo una inmediata represión de los liberales
que habían apoyado la constitución de 1812, vigente de nuevo durante el Trienio
Liberal. Goya temió los efectos de esta persecución —consta que Leocadia Zorrilla,
su compañera, también— y marchó a refugiarse a casa de un amigo canónigo, José
Duaso y Latre, al que hizo un retrato (Museo de Sevilla). Al año siguiente
solicitó al rey un permiso para convalecer en el balneario de Plombières, que
le fue concedido.
Goya
llegó a mediados de 1824 a Burdeos, tras legar la Quinta del Sordo a su nieto
Mariano,3 y aún tuvo energía para
marchar a París en verano (junio-julio de 1824);1 volvió a Burdeos en
septiembre, donde residiría hasta su muerte. Su estancia francesa se vio
interrumpida en 1826, año en que viajó a Madrid para cumplimentar los trámites
de su jubilación, que consiguió con una renta de cincuenta mil reales sin que
Fernando VII pusiera impedimentos a ninguna de las peticiones del pintor y, en
1827, para realizar unos trámites. En este viaje retrató a su nieto Mariano en
la Quinta del Sordo, donde se alojó. Por otro lado, fue retratado por el pintor
neoclásico Vicente López Portaña, su sucesor en el cargo de pintor de cámara
del rey.
Los
dibujos de estos años, recogidos en el Álbum G y el H o bien
recuerdan a Los Disparates y a las Pinturas negras, o bien poseen
un carácter costumbrista y recogen estampas de la vida cotidiana de la ciudad
de Burdeos recogidas en sus habituales paseos, como ocurre con el óleo La
lechera de Burdeos (hacia 1826). Varios de ellos están dibujados con lápiz
litográfico, en consonancia con la técnica de grabado que estuvo practicando
por estos años y utilizó en la serie de cuatro estampas de Los toros de
Burdeos. En los dibujos de estos años tienen presencia dominante las clases
humildes y los marginados, ancianos que se muestran en actitudes juguetonas o
circenses, como el Viejo columpiándose —custodiado en la Hispanic
Society— o dramáticas, como el que se supone contrafigura de Goya —aunque no
autorretrato—, un barbudo anciano que camina con la ayuda de bastones titulado Aún
aprendo.
También
siguió pintando al óleo: Leandro Fernández de Moratín, en su epistolario,
principal fuente de noticias sobre la vida de Goya en estos años, escribió a
Juan Antonio Melón que «pinta que se las pela, sin querer corregir jamás nada
de lo que pinta». Destacan los retratos a sus amigos, como el que hizo al
propio Moratín a su llegada a Burdeos que se encuentra en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao, el de Juan Bautista de Muguiro en mayo de 1827 (Prado) o el de
José Pío de Molina (colección Reinhart, Winterthur), su última obra, que dejó
inconclusa. También efectuó, entre 1824 y 1825, cuatro lienzos sobre toros,
en paralelo a su serie de estampas: Suerte de varas (Roma, Gándara), Cogida
de un picador (Toledo Museum of Art), Suerte de varas con dos
garrochistas (Prado) y Plaza partida (Ashmolean Museum, Oxford).
Pero
sin duda destaca La lechera de Burdeos, lienzo que ha sido visto como un
directo precursor del impresionismo. El cromatismo se aleja de la oscura
paleta característica de sus Pinturas negras. Presenta matices de azules
y toques rosados. El motivo, una joven, parece revelar la añoranza de Goya por
la vida juvenil y plena. Hace pensar este canto del cisne en un compatriota posterior,
Antonio Machado que, también exiliándose de otra represión, guardaba en su
bolsillo los últimos versos que escribió: «Estos días azules y este sol de la
infancia». Del mismo modo, acabada su vida, Goya rememora el color de sus
cuadros para tapices y acusa la nostalgia de su juventud perdida.
También
efectuó una Monja (Inglaterra, colección privada) que contrasta con la
lechera por su mayor simplificación y un vigor algo abrupto, que anuncia el
expresionismo.
Por
último, hay que señalar la serie de miniaturas sobre marfil que pintó en estos
años (1824-1825) usando la técnica del esgrafiado sobre negro. Inventó en
dichos diminutos marfiles figuras caprichosas y grotescas. La capacidad de
innovar las texturas y las técnicas del ya anciano Goya no se había agotado.
Según Laurent Matheron, «ennegrecía la plaquita de marfil y dejaba caer encima
una gota de agua que, extendiéndose, eliminaba parte de la preparación,
delineando claros al azar. Goya aprovechaba aquellos trazos y hacía surgir
siempre de ellos algo original e inesperado». Aunque Goya afirmó haber
realizado unas cuarenta de estas miniaturas —en una carta a su amigo Joaquín
María Ferrer de 20 de diciembre de 1825—, en la actualidad hay catalogadas
unas veinticinco de estas miniaturas.
Los toros de Burdeos
Los
toros de Burdeos es una serie de cuatro litografías que el pintor español
Francisco de Goya realizó entre 1824 y 1825 en la ciudad francesa de Burdeos. A
diferencia de la serie en aguafuerte de La tauromaquia, que se ocupó de reflejar
corridas de toros profesionales y lances de toreros muy conocidos, en esta el
artista prefiere representar novilladas y festejos populares donde, junto a los
lidiadores, se refleja también la brutalización colectiva de la masa, con
estilo expresionista, coral y trágico.
Tras
el regreso del rey, la abolición de la obra de las Cortes de Cádiz y el fin de
las esperanzas liberales, un Goya ya anciano abandonó España en 1824 y, tras
una visita a París, se instaló en Burdeos. Allí entró en contacto con Cyprien
Gaulon, que poseía un taller litográfico y Goya decidió trabajar esta técnica,
aparecida pocos años antes, de la litografía. Volvió a tratar el tema taurino,
ensayado en su larga serie La tauromaquia, pero esta vez desde una perspectiva
más pintoresca y popular, donde el público asistente tiene tanta importancia
como la lidia misma, en un momento en que el exotismo de las costumbres
comienza a ser muy apreciado en Europa gracias al Romanticismo.
En
una carta fechada el 6 de diciembre de 1825 y dirigida a Joaquín María Ferrer,
un su amigo exiliado en París, Goya menciona el envío de una estampa sobre tema
taurino y le pregunta sobre la posibilidad de comercializarlas. En la misma
carta, comenta que tiene otras tres estampas más del mismo tamaño y temática torista,
lo que permite conocer que la serie completa de las cuatro litografías estaba
finalizada para esa fecha.
Se
hizo una tirada de 100 ejemplares y fueron registradas en el Depósito Legal
francés el 17 y 29 de noviembre de 1825 y el 23 de diciembre de ese mismo año.
La
serie está formada por cuatro litografías, consideradas todas ellas máxima
expresión de la técnica litográfica y del expresionismo goyesco, adelantado a
su época:
El famoso americano Mariano Ceballos, 1825.
Goya
vuelve a representar al personaje de las estampas 23 y 24 de La Tauromaquia,
el indio americano Mariano Ceballos. Al igual que en la estampa 24, aparece
montado sobre un novillo, que lo sacude y zarandea de forma brutal, mientras el
indio intenta rejonear a un toro. Aquí, sin embargo, se muestra una masa de
público de forma coral y prominente. Es la imagen clásica de un rodeo
americano.
Junto con Bravo
toro, Dibersión de España, Plaza partida y Corrida, integra la serie
"Los toros de Burdeos",
estampada por el impresor Gaulon de Gaulon en su establecimiento de la calle
Saint Rémy en Burdeos, y cuya tirada (salvo la última, de la que existe una
única prueba en el Museo de Bellas Artes de Burdeos) fue de cien ejemplares,
destinados -según sabemos por una carta dirigida a su amigo Joaquín Ferrer- a
la venta entre los exiliados españoles de Burdeos y en España, razón por la que
los títulos aparecen en castellano.
En
todas las estampas de esta serie el dramatismo expresivo es pleno, con
deformaciones y un ritmo impetuoso en la composición. Los contrastes de luz y
sombra acentúan la furia y la violencia de las escenas. El clamor, la
agitación, el bullicio y la barbarie de los toros también tienen un punto de
censura hacia todo salvajismo. Goya ve en la fiesta de los toros un recuerdo
engrandecido y lejano de España. A pesar de ser una obra de un artista ya
octogenario, está llena de brío, vigor y entusiasmo juvenil.
En
la primera estampa de la serie el protagonista es un torero mestizo de
procedencia desconocida (podría ser argentino o peruano), famoso por sus
espectáculos en los que ensogaba o montaba toros para rejonearlos, a quien Goya
representó en estampas de La Tauromaquia como
la número 23, Mariano Ceballos, alias el Indio, mata el toro desde su caballo,
la 24, El mismo Ceballos montado sobre otro toro quiebra rejones en la
plaza de Madrid y la letra J, Mariano Ceballos monté sur un
taureau brise des demi-lances. En este caso aparece montado en un
toro negro, previamente ensogado y ensillado, dispuesto a clavar un rejón en
otro animal de pelaje algo más claro. Crea un círculo de toreros y espectadores
que, emocionados por el espectáculo, se aprietan en torno al lance. Un círculo
de luz central da luminosidad y contraste a la escena, quedando el público entre
luces y sombras. Con el rascador saca líneas con las que contornea la figura
del toro para darle movimiento.
Bravo toro, 1825
Segunda
de las estampas de la serie, que narra la cogida mortal del matador Pepe Hillo
en la plaza de Madrid en 1801, tema ya abordado en tres aguafuertes de La Tauromaquia: en el número 33, La desgraciada muerte de Pepe Illo en la plaza de Madrid,
y en las letras E, Mort de Pepe Illo (2º composition)
y F, Mort de Pepe Illo (3ª composition) de los inéditos.
A
la derecha, un picador de pie se protege tras su caballo derribado para atacar
al toro con su pica e intentar que suelte al diestro corneado que yace inerte
sobre la cabeza del animal. Otro picador, a la izquierda y sobre su montura,
acude para herir con su pica al astado. Una parte del albero está desierto,
mientras al fondo, a la izquierda, tras un picador herido, se acumula una masa
informe de espectadores.
Diversión de España. 1825
Tercera
de las estampas de la serie, que representa una escena popular de capea de
novillos, con un numeroso público formando un círculo en el ruedo en torno a un
grupo central compuesto por un cabestro y varios toros, uno de los cuales
pisotea a un espontáneo, que queda tendido en el suelo liado en su capote. Un
quinto toro aparece a la izquierda en primer término, también pisoteando a
varias personas y embistiendo a otra que más parece un pelele tendido sobre un
capote que arrastra otro participante. A continuación, una fila de osados
novilleros que esperan su turno para lidiar al toro entre risas y gestos
grotescos, aparentemente ignorantes e inconscientes del peligro que supone.
Plaza
partida, 1825
Cuarta
de las estampas de la serie, que muestra una curiosa disposición del ruedo muy
en boga a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en la que la arena se
dividía en dos partes por una barrera para permitir que se lidiaran dos
corridas diferentes. En la de la derecha, un torero se dispone a matar a un
toro con un estoque corto, utilizando como señuelo su sombrero depositado en el
suelo para llamar su atención. En la de la izquierda, un banderillero se
dispone a entrar al toro con los rehiletes en alto. A ambos lados de la
barrera, dispuesta en diagonal, y a ambos lados de la barrera, se sitúa un
numeroso público.
Corrida, 1825
Quinta
estampa que se considera integrante de "Los Toros de Burdeos", aunque
fue desechada por el artista debido a su falta de calidad y podría tratarse de
un primer ensayo. La firma, el lugar y la fecha escrita sobre la piedra
recuerdan la costumbre de Goya de firmar y fechar los primeros cobres cada vez
que comenzaba una nueva serie.
A
pesar de ser una litografía casi desconocida hasta 1946, el primer biógrafo de
Goya, Matheron, ya habló en 1858 de los "Cinq courses de taureaux: Aut. 31
cent. Larg. 41 cent."
Al
igual que en Bravo
toro, la escena recuerda la cogida del diestro
sevillano Pepe Hillo. El torero aparece enganchado por el cuerno derecho del
toro. Un picador, a la izquierda, acude con su pica que hinca en el cuerpo del
animal. Otro hace lo mismo en los cuartos traseros, un torero de pie pincha con
la suya al toro, por detrás, en una pata, mientras otros dos toreros se cuelgan
de su cola en un intento de detener su furia animal. En primer término, un
caballo caído agoniza en un charco de sangre.
En
la parte de atrás del ruedo aparece una caótica masa de caballos, cadáveres y
lidiadores. Al fondo, tras la curva de la barrera se sitúa un público apenas
bosquejado.
Análisis del conjunto
La
litografía permite a Goya trabajar de forma más rápida y directa que con el
aguafuerte que emplea en la Tauromaquia. Además, a
diferencia de esta, la serie de Burdeos tiene un tono coral y expresionista,
donde la acción individual del lidiador se funde con un fondo formado por una
masa de gente, brutalizada e informe.
Esta
serie de litografías de Goya es una de las más representativas del
expresionismo de la última etapa del pintor, la de la Quinta del Sordo, y las
alienta el mismo impulso deformador y sarcástico que a las Pinturas negras: la
complacencia en la representación de una brutalización colectiva pone una tan
gran y extraña novedad en algunos aspectos de la obra del maestro, que alumbra
en este sentido futuros y extraños caminos del arte de nuestro tiempo».
(Cossío, op. cit.))
Muerte de Goya y destino de sus restos
El 28 de marzo de 1828 llegaron a verle a Burdeos su nuera y su
nieto Mariano, pero no llegó a tiempo su hijo Javier. Su estado de salud era muy
delicado, no solo por el proceso tumoral que se le había diagnosticado tiempo
atrás, sino a causa de una reciente caída por las escaleras que le obligó a
guardar cama, postración de la que ya no se recuperaría. Tras un empeoramiento
a comienzos del mes, Goya murió a las dos de la madrugada del 16 de abril de
1828, acompañado en ese momento por sus deudos y por sus amigos Antonio de
Brugada y José Pío de Molina.
Al día siguiente se le enterró en el cementerio bordelés de La
Chartreuse, en el mausoleo propiedad de la familia Muguiro de Iribarren,
junto a su buen amigo y consuegro Martín Miguel de Goicoechea, fallecido tres
años atrás. Tras un prolongado olvido, en 1869 se efectuaron desde España
distintas gestiones para trasladarle a Zaragoza o a Madrid, lo que no era
posible legalmente hasta pasados cincuenta años. En 1888 (a los sesenta años,
pues) se hizo una primera exhumación —encontrándose los despojos de ambos
esparcidos por el suelo y la cabeza de Goya desaparecida—, que por desidia
española no confluyó en traslado. En 1899 se exhumaron de nuevo y llegaron
finalmente a Madrid los restos de los dos, Goya y Goicoechea. Depositados
provisionalmente en la cripta de la colegiata de San Isidro, pasaron en 1900 a
una tumba colectiva de «hombres ilustres» en la Sacramental de San Isidro y
finalmente, en 1919, a la ermita de San Antonio de la Florida, al pie de la
cúpula que el aragonés pintara un siglo atrás, donde desde entonces permanecen.
Goya tuvo varios discípulos, ninguno de los cuales alcanzó su
categoría: el más conocido es Asensio Juliá, además de Mariano Ponzano, Felipe
Abás, León Ortega, Dionisio Gómez Coma, Felipe Arrojo, Agustín Esteve, Ignacio
de Uranga y Luis Gil Ranz. A veces se incluye a su ahijada, Rosario Weiss
Zorrilla. También dejó su impronta en numerosos artistas de su tiempo; los más
inmediatos fueron Eugenio Lucas Velázquez y su hijo Eugenio Lucas Villaamil,
Vicente López Portaña y el portugués Domingos António de Sequeira.
Posteriormente su influencia se denota en artistas como Isidro Nonell, José
Gutiérrez Solana, Celso Lagar, Pedro Flores García y Antoni Clavé; mientras
que, a nivel internacional, se nota su influjo en Eugène Delacroix, Édouard
Manet, Honoré Daumier, Gustave Courbet, Gustave Doré, Odilon Redon, Alfred
Kubin, Marc Chagall y James Ensor.
El catálogo de las obras de Goya fue iniciado por Charles
Yriarte en 1867 y ampliado o modificado sucesivamente por Viñaza (1887), Araujo
(1896), Beruete (1916-1917), Mayer (1923), Desparmet Fitz-Gerald (1928-1950),
Gudiol (1970) y Gassier-Wilson (1970).
Bibliografía
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Goya en Aragón: catálogo online de obra de Goya
Info
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Reconstrucción virtual de la ubicación de las Pinturas negras en la
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Juan
Carrete Parrondo, Ricardo Centellas Salamero y Guillermo Fatás Cabeza, Goya
¡Qué valor! [Estampas: Caprichos. Desastres. Tauromaquia. Disparates.],
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Los
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Series
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Biblioteca
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Ángel
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biblioteca digital, exhaustiva cronología, correspondencia del artista e
información e imágenes a alta resolución de sus pinturas, grabados y dibujos en
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Obras
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Gonzalo
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Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores y Fundación Amigos del Museo del Prado
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