Sol de la mañana, 1901, óleo sobre
lienzo 81x 128 cm. Colección privada
Sorolla pasó el verano de 1901, junto a su
familia en Valencia, pintando en la playa de la Malvarrosa varios cuadros,
la mayoría con figuras de gran tamaño, protagonizados por pescadores
atareados en las distintas faenas del mar. Entre ellos realiza
simultáneamente dos lienzos de igual formato y composición también
prácticamente idéntica y que titula respectivamente Sol de la mañana y Sol de
poniente. Este último adquirido en 1902 por al artista por Alejandro de
Anitua en 8.000 pesetas, desapareció en Bilbao durante la guerra civil,
conociéndose su composición gracias a una interesante fotografía, en la
que puede verse a Sorolla pintándolo en la playa protegido por un tenderete de toldos
y una sombrilla.
De la pareja Sol del poniente debió ser el
primero en pintarse, ya que se conserva de él un dibujo
preparatorio-apenas el croquis de una primera idea en la mente del artista -que
ya esboza sin embargo los elementos fundamentales de la composición,
situando las dos figuras principales-un pescador y una pescadora-en el
primer término medio cuerpo junto a la barca. El hombre cubierto con
sombrero de ala, lleva una blusa oscura y el brazo caído, igual que en el
lienzo que Sorolla está pintando en la fotografía.
Seguramente satisfecho por los resultados de
esta primera versión, el artista pintaría casi simultáneamente esta
espléndida variante, quizás el lienzo de mayor refinamiento pictórico de
esta campaña estival, con el que alcanza nuevas conquistas compositivas y
atrevidas formulaciones en los encuadres y perspectivas de este tipo de
escenas que desarrollará en los años siguientes.
Así, sitúa las dos figuras principales a la
izquierda del lienzo y en el plano más inmediato al espectador. El hombre
lleva una blusa blanca y acoda el brazo en jarras, variando así
su posición respecto de la primera versión, mientras la mujer se protege
la cabeza del sol bajo un ligero pañuelo henchido por el aire que oculta
su rostro y se arremanga la blusa para cargar el cesto con los pescados
sobre la cubierta. El escorzo de la barca enfilado hacía el mar, dirige
la mirada al fondo, donde puede verse a otro pescador faenando con
una gran nasa mientras que un tiro con varias yuntas de bueyes, remolcan
otra barca hacía la playa, entre los brillos tintineantes del reflejo del
Sol de la mañana sobre las olas de la costa, que dibuja en su
horizonte la silueta de otra barca y un claro cielo con nubes.
En efecto, Sorolla conjuga en este lienzo un
nuevo tipo de encuadre de gran audacia claramente deudor de la estética
fotográfica de ese momento en su entorno familiar, tan vinculado a su
propio lenguaje estético, desplazando a un lado del primer término este
extremo a los personajes que marcan el punto de perspectiva de su
profundidad espacial. Los representa de medio cuerpo con una fractura
briosa y enérgica, que capta los reflejos de la luz y la brisa marítima en
sus ropas, para desplegar tras la barca y la vela una panorámica del
paisaje costero de infinita lejanía, en el que se desenvuelven el resto
de las figuras, descritas con toques jugosos y breves de pincel,
extraordinariamente sutiles en los brillos plateados que destellan por
toda la superficie del agua hasta fundirse en un horizonte lejano. Este
vertiginoso efecto de fuga, en el que reside el mayor atractivo del cuadro
está utilizado por Sorolla en otros cuadros inmediatamente posteriores de
idéntico carácter aunque de resultados pictóricos algo más contenidos
como el conocido Persadoras valencianas de igual formato, medidas y estructura
compositiva, aunque en posición invertida.
Pasan la mayor parte del verano de 1902 en León
y San Juan de la Arena (Asturias). A finales de agosto regresa a Valencia donde
pinta de nuevo temas marineros, como Después
del baño.
Después del baño.
Como
es su costumbre en invierno, Sorolla comienza el año 1903 entregado a los
retratos. En la primavera viaja como el año anterior a León y Asturias. A
comienzos de verano viaja a París donde presenta dos cuadros Después del baño y La elaboración de la pasa. Desde allí hace un viaje breve a Bélgica
y Holanda, para después regresar a Valencia donde pinta en la playa del Cabañal
y en la huerta de lo localidad de Alcira. Ese verano pinta Sol de la tarde, playa de Valencia.
María Figueroa vestida de menina, 1901. Óleo sobre
lienzo, 151,5 x 121 cm. Museo del Prado.
La retratada, María de Figueroa y Bermejillo,
nació en San Sebastián el 18 de agosto de 1893. Contaba, pues, ocho años de
edad cuando Sorolla la pintó. Era hija de Rodrigo de Figueroa y
Torres, marqués de Gauna, y luego duque de Tovar, título creado el 30 de
agosto de 1906, que había nacido en Madrid el 24 de octubre de 1866 y
casó en Madrid el 19 de septiembre de 1891 con Emilia Bermejillo y Martínez
Negrete, dama de la reina y de la Maestranza de Granada, nacida
en México el 6 de marzo de 1872.
María era la segunda hija del matrimonio y tuvo
otros cuatro hermanos menores. Falleció, soltera, el 25 de abril de 1954 cerca
de Oujda (Marruecos). El cuadro fue encargado por el padre de la
niña, médico y escultor aficionado, que llegó a ser académico de número
de Bellas Artes de San Fernando, a su amigo Sorolla, que lo pintó en
1901. En ese año, tras el triunfo internacional conseguido en
1a Exposición Universal de París de 1900, el pintor profundizó en el
legado del retrato español por excelencia, el velazqueño. La niña aparece
ataviada como La infanta doña Margarita de Austria cuadro entonces
tenido por obra de Velázquez aunque fue realizado por su yerno, Juan
Bautista Martínez del Mazo. La capacidad de sugestión que ejercía esta obra la
hizo objeto de glosas poéticas, como el soneto La infanta
Margarita que le dedicó Manuel Machado en 1910 y que
comienza: Como una flor clorótica el semblante, / que hábil pincel tiñó de
leche y fresa, / emerge del pomposo guardainfante, / entre sus galas cortesanas
presa. Los retratos inspirados en personajes del Siglo de Oro español eran
entonces frecuentes. Durante todo el XIX y los principios del XX fueron
habituales los bailes de disfraces a los que concurría la alta sociedad con
vestimenta y caracterización muy cuidadas. En ellos podían
formarse cuadros vivos inspirados en una costumbre francesa también
frecuente en Inglaterra, para la que seguían composiciones de artistas
conocidos. Los Figueroa eran amigos de los Yturbe, cuyas fiestas gozaban de
prestigio por la brillantez de sus puestas en escena. En una de ellas, vestida
de niña mora en el séquito de Santa Casilda, estuvo María Figueroa, según
fotografía publicada por el marqués de Valdeiglesias en su
libro Tres fiestas artísticas (1904). La hija de Yturbe, Piedita,
había concurrido con gran éxito vestida como la infanta Margarita a otro baile
celebrado el 19 de marzo de 1900, cuya puesta en escena fue dirigida por José
Moreno Carbonero, autor de su retrato así ataviada, que presentó a la
Exposición Nacional del año siguiente. Pudo haber surgido en aquel baile la
idea de Figueroa de retratar a su hija vestida de igual modo, y el
propio Moreno Carbonero llegó a pintar también a María Figueroa,
vestida de menina (Madrid, colección particular). Aunque la pose y el
modelo de referencia son los mismos, la resolución de Sorolla resulta
opuesta a la prolija minuciosidad de Moreno Carbonero. El retrato,
encajado y resuelto en una sola sesión salvo la cabeza, más elaborada, muestra
el acierto del artista para plasmar, sin aparente esfuerzo, los rasgos
esenciales de la figura a través de un trazo directo y muy largo en su
contorno. Con una paleta restringida pero brillante, el certero uso de los rosas,
de los realces blancos de las lamas y los plateados brillos, presta una gran
vivacidad a la figura, que destaca sobre un fondo marrón y rojo oscuro resuelto
con pinceladas muy rápidas. De este modo, a pesar de su posición quieta,
frontal y en el eje mismo de la composición, no da sensación de estatismo. La
pintura que, muy líquida, no llega a cubrir el lienzo, llega a gotear en la
cenefa inferior. Se hace más compacta en la cabeza, que fija la imagen de la
niña cuyo cuerpo queda amplificado por el guardainfante, que ocupa la total
anchura del lienzo. El estado en esbozo de este elemento del vestido que
oculta, como en el cuadro de Mazo, los pies de la niña; las mangas
afolladas y la ausencia de acotación de manos, aunque la izquierda está
abocetada, como el pañuelo que sostiene, parecen hacer flotar la figura, pero
el ajustado corpiño la define con claridad. Pese a estar inacabado, resulta uno
de los más explícitos homenajes al Siglo de Oro español que pudo realizar.
María Teresa Moret, 1901. Óleo
sobre lienzo. Museo del Prado
Representante del período completamente maduro
de Sorolla, este trabajo es también uno de los mejores retratos femeninos que
jamás haya realizado. El artista conocía muy bien a la modelo, ya que ella
era la esposa de uno de sus amigos más cercanos, cuyo retrato, a su vez,
pintaría al año siguiente. La amable franqueza con la que se relacionaron
entre sí, expresada por el artista en su dedicación, y su reconocimiento de la
distinción y cultura de la dama llevaron a Sorolla a capturar su elegante
dignidad y amabilidad con gran naturalidad. María Teresa Moret y Remisa
(1850–1929) era hija de Segismundo Moret y Quintana y Concepción Remisa y Rafo,
ambos representados por Federico de Madrazo durante
su mejor período (Museo del Prado). En 1875, se casó
con su primo, Aureliano de Beruete y Moret (1845-1912).
Una mujer culta, con frecuencia acompañaba a su
esposo en sus largos viajes de verano por Europa en un momento en que él se
dedicaba más intensamente a la pintura. Eran los padres de Aureliano de
Beruete Moret y Moret, un especialista en bellas artes y un destacado
historiador que se convirtió en director del Museo del Prado y,
a su vez, fue retratado por Sorolla en 1902, completando así la mejor colección
de retratos familiares en España en ese
momento, ahora alojado integralmente en el Prado. El Museo se
benefició de la generosidad de María Teresa Moret cuando donó los retratos de
sus padres, ella misma y su esposo de acuerdo con su voluntad, así como una
excelente colección de paisajes del propio Beruete. Representada en una
pose que su esposo también adoptaría en su retrato posterior, ella se sienta en
un sillón, apoyada en uno de sus brazos, a la vista de tres cuartos. Lleva
un elegante traje bordado adornado con algunas joyas, un colgante de perlas en
forma de pera, un anillo de bodas de oro y aretes. El hecho de que no esté
envuelta en su estola de piel, que parece dispuesta a su alrededor, y que se
haya quitado las gafas, pone de manifiesto el carácter directo y franco de su
pose. Esto se acentúa por la posición de su cabeza, girada para mirar al
espectador casi directamente, y la serenidad de su mirada, que está en
consonancia con la madurez de medio siglo de vida. El pintor evitó
cualquier elemento que pudiera distraer de la figura y resolvió el fondo de una
manera muy sobria, con pintura diluida que permite que el tejido del lienzo se
vea en algunos lugares para que los reflejos se generen directamente por la
imprimación blanca del lienzo. La luz se concentra en la figura, cuya
ejecución, especialmente la calidad y los reflejos de la seda y la gasa
transparente del vestido, recuerda la resolución suelta en los retratos maduros
de Goya, particularmente el encaje, donde las rápidas pinceladas de negro y
gris arrastran el pintura seca, permitiendo que se vea el blanco subyacente de
la tela. Lo mismo sucede con el pelaje circundante y con la fina cadena de
oro, renderizada con pinceladas lineales muy determinadas y largas que resaltan
la calidad de la ejecución. Además, El elegante autocontrol de la
figura recuerda la dignidad de los modelos de Velázquez, y también está en
consonancia con un esquema de color sobrio característico de la tradición
española del retrato, aquí en tonos finos y mate. Este retrato es la mejor
imagen femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un
carácter diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida
para los críticos, ni para ciertos escritores notables interesados en la
pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más
destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una
aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones
generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella
señaló la habilidad de Sorolla en el ' y también está en consonancia con
un esquema de color sobrio característico de la tradición española del retrato,
aquí representado en finos tonos mate. Este retrato es la mejor imagen
femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter
diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los
críticos, ni para ciertos escritores notables interesados en la
pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más
destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una
aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones
generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella
señaló la habilidad de Sorolla en el ' y también está en consonancia con
un esquema de color sobrio característico de la tradición española del retrato,
aquí representado en finos tonos mate. Este retrato es la mejor imagen
femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter
diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los
críticos, ni para ciertos escritores notables interesados en la
pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más
destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una
aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones
generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella
señaló la habilidad de Sorolla en el ' Este retrato es la mejor imagen
femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter
diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los
críticos, ni para ciertos escritores notables interesados en la
pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más
destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una
aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones
generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella
señaló la habilidad de Sorolla en el. Este retrato es la mejor imagen
femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter
diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los
críticos, ni para ciertos escritores notables interesados en la
pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más
destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una
aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones
generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella
señaló la habilidad de Sorolla en el ' una amiga de la modelo y, como
María Teresa Moret, una aristócrata culta, era consciente de las dificultades
que las convenciones generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos
femeninos. Ella señaló la habilidad de Sorolla en el ' una amiga de
la modelo y, como María Teresa Moret, una aristócrata culta, era consciente de
las dificultades que las convenciones generalmente imponían a los artistas que
pintaban retratos femeninos. Ella señaló la habilidad de Sorolla en el 'imagen extraordinaria, capturando la expresión
plácida de bondad de la cara, el inodoro armonioso y el dominio absoluto con el
que se pintan el encaje negro de Chantilly y el forro de seda blanca. Y
Juan Ramón Jiménez, también un poeta que tenía un gusto exquisito, como Pardo
Bazán, luego se sentaría para Sorolla, alabó el lienzo como " noble descendencia de distinción y
melodías". También fue aclamado por los críticos en la
Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901 en Madrid, donde compitió
con otras quince pinturas, lo que le valió a Sorolla una medalla de
honor.
Retrato del fotógrafo danés afincado en
España, Christian
Franzen. 1901, Biblioteca
de Castilla-La Mancha, Toledo (España)
Se dijo de él: “fotógrafo de reyes y rey de los fotógrafos”,
porque sacó innumerables fotos de la corte de Alfonso
XIII y supo manejar el potencial de un arte estaba todavía en
pañales.
Amigo de Sorolla
(él también haría un retrato suyo), compartió con el pintor la pasión por este
nuevo y mágico mundo de la fotografía. Ambos
vivieron con intensidad ese período de desarrollo y auge del nuevo prodigio de
la ciencia y de hecho, Sorolla
llegó a trabajar como iluminador, coloreando fotos.
Sorolla empleó siempre la fotografía como herramienta, tanto para
sus obras como de testimonio documental del propio proceso artístico. Era algo
que tenía en común con ciertos impresionistas, que como
él, supieron sacar partido de la tecnología al servicio
del arte.
En el retrato vemos a Frazen fotografiándonos a nosotros
con una de esas cámaras de la época. Es como si el fotógrafo nos mirase desde
siglos atrás.
En ese sentido hay que destacar la influencia
de Velázquez en la obra del artista,
que también jugaba con el espacio real del espectador y el del retratado, en el
espacio fingido del lienzo.
En la Exposición
Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1901 recibe por fin la Medalla de Honor,
el galardón más alto de nuestro país y el único que se le resistía hasta
entonces. Al principio de verano acude con su esposa a París, donde es nombrado
miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes y visita los salones y museos
de la ciudad del Sena, pasa el resto del verano pintando en la playa de
Valencia.
En el invierno de 1902
pinta los retratos de Aureliano de Beruete y de su hijo, entre otros y en
Semana Santa viaja a Andalucía donde queda impresionado con el paisaje de
Sierra Nevada en Granada. En la primavera presenta Sol de mañana y Sol de
poniente en el Salón de París, y desde la capital francesa viaja a Londres
con su mujer.
Al agua, 1902
El pintor Aureliano de
Beruete, 1902. Museo del Prado
El pintor Aureliano de Beruete
es el más destacado de todos los retratos realizados por Sorolla. En este trabajo combinó con éxito la
inspiración de Velázquez que fue una característica de su obra durante ese
período con una pintura directa y rigurosa de la vida y una interpretación
profunda y sensible de la personalidad sobresaliente del modelo. Sorolla
fue especialmente talentoso en los retratos debido a la facilidad con la que
capturó las fisionomías, especialmente las masculinas, y aquí representó a una
figura pública que no solo era una autoridad artística que coleccionaba,
apreciaba y estudiaba pintura, sino también un amigo cercano de artista y
pintor destacado. Todos estos factores constituyeron un estímulo
extraordinario para crear una verdadera obra maestra. Aureliano de Beruete (Madrid1845–1912) fue el
más joven de los cuatro hijos de Aureliano de Beruete y Larrinaga
(Navarra 1800–1887) y María de los Ángeles Moret y Quintana (Cataluña 1818–1892). A pesar de obtener un
doctorado en Derecho de la Universidad de Madrid, Beruete decidió convertirse
en pintor, especialmente de paisajes, en el que sobresalió. Sus activos le
aseguraron la independencia total, especialmente después de su matrimonio en
1875 con su prima, María Teresa Moret y Remisa, la nieta de banqueros, cuyo
retrato Sorolla pintado un año
antes. Como demuestran su correspondencia y la dedicación del presente
retrato, los dos pintores tenían una amistad cercana y se veían con
frecuencia. Gracias a su formación humanística amplia y sólida y al hecho
de que era mayor que Sorolla, Beruete ejerció una influencia considerable sobre
su amigo, cuyo compromiso con los objetivos del regeneracionismo se debió en
gran medida a los ideales de Beruete como uno de los fundadores de la
Institución Libre de Enseñanza. Además, la alta posición social de este
último le permitió presentar a Sorolla a círculos nobles y ricos en Madrid como retratista. Beruete es retratado a la
edad de cincuenta y siete años, cuatro años después de que su excelente libro
sobre Velázquez fuera publicado en París. En ese
momento, estaba en la cima de su carrera artística, con un estilo definido por
grandes pinceladas de color puro. Se lo representa sentado en su abrigo en
un sillón cubierto, sosteniendo sus guantes y su sombrero de copa como si
acabara de entrar desde la calle. El carácter momentáneo de esta pose es
común en los retratos de Sorolla, al igual que el porte de la modelo: sentado
de perfil con la cabeza vuelta hacia el espectador. De este modo, Sorolla logró una
sensación muy característica de inmediatez al tiempo que repitió rigurosamente
el arreglo que había empleado el año anterior en su retrato de la esposa de
Beruete, María Teresa Moret, que es su colgante. Sin embargo, el rosetón
de la Legión de Honor en la solapa de Beruete y, sobre todo, la
presencia de un paisaje en un caballete de campo extiende intencionalmente los
atributos del cuidador más allá del mero reflejo físico de su
personalidad. El paisaje parece representar el puente de San Martín
en Toledo, de los cuales Beruete había realizado varias
pinturas al óleo, incluida una que presentó en la Exposición Nacional de Bellas
Artes de 1901. Era de conocimiento común que tenía una verdadera
predilección por Toledo y que pintó allí entre 1875 y 1911, con frecuencia en
el mes de octubre. Durante su visita de 1906 lo acompañó Sorolla, y sus
pinturas de Toledo, que Sorolla vio nuevamente en la gran exposición organizada
en su estudio después de la muerte de Beruete en 1912, pueden haber influido en
Sorolla para que regresara allí ese mismo año para pintarlo nuevamente. La
extraordinaria calidad colorista del estrecho rango de grises y negros en el
retrato se adapta muy bien a la elegancia refinada y sobria del modelo, que se
presenta con gran naturalidad. Como señaló el poeta Juan Ramón Jiménez
cuando el retrato se exhibió en 1904, "la
sombra de los viejos maestros no abandona a Sorolla", y en sus
retratos, comprende "la
malicia de los entornos engañosos" mostrados por El Greco y Goya. De su retrato de Beruete,
Jiménez agregó que "fácilmente
es igual a un Whistler". Habiendo viajado a varias
exposiciones europeas, este retrato fue admirado en Londres en 1908 por Archer Milton Huntington,
fundador de la Hispanic Society of America, quien
buscó adquirirlo para su galería de ilustres españoles de su
época. Sorolla consultó al dueño de la pintura, Beruete, quien le
respondió desde Madrid en una carta fechada el 16
de mayo de 1908: Como saben, tengo la intención
de donarlo y el de María Teresa al Museo Moderno. Sé que me harías otro, y
que sería aún mejor, lo cual es realmente algo, pero este lienzo es muy
especial para mí; pertenece a un tiempo pasado y tiene algo que no creo
que pueda lograrse nuevamente, incluso si el nuevo fuera mejor en términos de
arte. Por supuesto, es consciente de que ha tenido mucho éxito desde que
se mostró por primera vez y que muchos lo han envidiado. En consecuencia,
y a pesar del profundo respeto que siento por usted, lamento sinceramente no
poder cumplir con su solicitud en esta ocasión. 'Beruete sugirió
que Sorolla pintara una réplica del retrato mientras se exhibía en la
exposición, pero el artista, de acuerdo con su inclinación esencialmente
naturalista, eligió pintar un nuevo retrato de su amigo de la vida. Lo
hizo sin demora ese mismo año de 1908, y como Beruete había imaginado, resultó
ser muy diferente. Aun así, Beruete ofreció generosamente prestar la obra
de 1902 para la exposición monográfica de la obra de Sorolla organizada
en Valencia en 1909, donde de hecho se exhibió. Después
de la muerte de Beruete en 1912, se colocó en un caballete con un marco
adornado en la gran exposición de su obra organizada en las habitaciones del
estudio de Sorolla en su casa de Madrid. Sorolla había prestado este
espacio "como un homenaje a la
memoria de su viejo amigo", como decía el catálogo publicado para la
ocasión. El artista valenciano volvió a pensar en este retrato cuando tuvo
que representar a su amigo en una pintura de la Junta de Síndicos de la Casa
Museo de El Greco en Toledo, de la que tanto Beruete como Sorolla eran
miembros Es significativo que en esa ocasión, el artista representara a su
amigo en la misma pose que en su trabajo de 1902, que debe haber considerado
más refinado y representativo que el del retrato de 1908. Hay algo en la
orgullosa imagen del caballero entonces maduro que recuerda la elegancia de los
retratos realizados por El Greco, cuya figura fue la causa de esa reunión
sobresaliente. Y es significativo que Sorolla se representara a sí mismo
en una postura similar a la de Beruete, recordando sin duda la afectuosa
amistad que habían compartido.
Aureliano de Beruete y Moret, 1902. Museo del Prado
El mismo año en que pintó a su padre, el pintor
Aureliano de Beruete, y tras haber pintado también el anterior a su madre,
María Teresa Moret, Sorolla realizó el retrato de Aureliano de Beruete y Moret
(Madrid, 1876-1922), hijo de ambos, por el que cobró, entonces, dos mil
quinientas pesetas. Recurrió en este caso a un formato distinto, de mayor
modernidad, muy adecuado en su verticalidad y estrechez para resaltar la
elegancia juvenil del retratado. Este, a sus veintiséis años, emprendía entonces
su trayectoria como historiador del arte, que culminaría como director del
Museo del Prado en 1918. La figura, de tres cuartos, ocupa, como ocurre con
frecuencia en los retratos de Sorolla, el eje mismo del lienzo y casi todo su
desarrollo vertical, lo que da rotundidad a su presencia. Como su padre, pero
en pie, parece posar de modo casual tras haber llegado de la calle y aún
sostiene en su mano derecha el bastón, los guantes y el sombrero de copa. La
ligera inclinación hacia la izquierda y hacia adelante revela un efecto de
instantaneidad, como si se tratara del inicio de un movimiento, realzado por la
disposición oblicua del bastón. Una de las manos en el bolsillo acentúa la
espontaneidad de la actitud, según un recurso apreciado entonces por los retratistas.
Con ello, la composición aparece muy articulada entre las paralelas del bastón
y el antebrazo izquierdo, que evitan la que hubiera resultado excesiva
verticalidad de la composición y contribuyen a dar una impresión de agilidad y
dinamismo a la figura. La distinción del retratado se advierte también en la
elegancia del traje gris, con chaleco en tono castaño oscuro con pintas claras,
corbata de seda gris azulado de visos más claros, sobre la que resalta el
amarillo resplandor del alfiler, que parece un topacio, única joya, con los
gemelos de oro, que luce el personaje. Aún animan a la figura los brillos de
las solapas de seda, las calidades de los finos guantes de piel y los reflejos
del sombrero de copa. En el rostro el pintor acertó a captar la personalidad
afable y enérgica a un tiempo, del retratado. En él destacan los bigotes de
guías levantadas, al uso del momento, que no llegan a ocultar por completo la
expresión sonriente y amable de la boca, perceptible bajo la fina capa de pelo,
que deja ver los labios. Este equilibrio entre la amabilidad gentil y la
gravedad del personaje era característico de su personalidad, cuya inteligencia
revela la despejada frente lo mismo que los ojos, vivos y lucientes, de mirada
franca y límpida, que traslucen además la nobleza de su carácter. El pintor
resolvió el fondo con una pintura muy diluida. Sobre él resalta con nitidez la
figura, iluminada desde la izquierda, particularmente en la mano y el rostro.
En una armonía de ocres, grises y blancos, con algún toque amarillo, se muestra
la sutil riqueza del colorismo de su autor, heredera de la tradición española,
muy apreciada en aquellos años por su naturalidad por los retratistas de mayor
cosmopolitismo y elegancia. La pincelada, bien visible en los brillos de las solapas
y de la corbata, se hace más larga y suelta en el bastón. Como en el retrato de
su padre, hay también una ambigüedad en los fondos, aunque no existe aquí el
deseo de mostrar la profundidad del espacio a través de ella. Sorolla se ajustó
en este retrato, en mayor medida que en los de sus padres, al dictado del
retrato mundano de inspiración velazqueña que triunfaba por entonces en el gran
mundo internacional a través de figuras como John Singer Sargent, con cuya obra
se ha comparado ésta , aunque también podría vincularse a otros artistas. Con
todo, el interés en la iluminación, muy visible en el rostro y en las manos,
animados por los brillos claros en tonos anaranjados, revela la especial
atención de Sorolla hacia este aspecto. Así, no escapan a su observación las
finas líneas de sombra que proyectan las delgadas guías del bigote sobre el
rostro, los reflejos naranja de la barbilla y los azules de la corbata sobre el
cuello blanco, y las tonalidades cambiantes del bastón. Además, el aspecto de
instantaneidad sorprendida en la actitud del personaje y el modo inmediato y
directo con que lo encara, son rasgos muy característicos de los retratos
masculinos del pintor valenciano. Entre ellos, es uno de los mejores ejemplos y
un testimonio del esfuerzo del artista por corresponder mediante la calidad de
la obra a la despierta inteligencia crítica del retratado.
La
elaboración de la pasa, 1902
Elaboración de la pasa
El último de los procesos, una
vez que la uva ya está transformada en pasa es la recogida de la misma y el
transporte, nuevamente en los capazos, a los almacenes o lugares en donde las
mujeres hacían el proceso de encajonar la pasa. Este proceso, es el que a
Sorolla le llamó la atención en Denia: “y
sobre todo un cuadro magnífico, que es la colocación de la pasa en las cajas,
hay grupos de 300 mujeres trabajando, con sus múltiples trajes, niños, hombres,
todo sobre fondo dado de cal, ellas, llevan algunas, flores en la cabeza, lo
que da un aire e alegría a la labor, cantan bien, y ponen unas bonitas de
velas”. Pero, aunque lo vió por primera vez en octubre de 1896,
las pinturas realizadas y que se conservan las hizo directamente en Xàbia. En
las tres pinturas conservadas, se aprecia el trabajo y la condición social de
las mujeres concentradas en su labor. A Sorolla no le interesa un retrato
personal de ellas sino el concepto femenino de mujeres con las cabezas
agachadas centradas en la selección de las pasas, todas ellas en el interior de
unos almacenes o bajo los arcos de una naya.
Desnudo de mujer, 1902, óleo sobre lienzo 106 x 86 cm. Colección particular
Sorolla cuando visitó
Londres y vio el cuadro de Velázquez " La Venus del espejo "comentó
que, dentro de la pintura era el culo de la Venus el más hermoso que había
contemplado dentro del mundo de la pintura. Influenciado por el cuadro de
Velázquez y por el amor y admiración que sentía por la belleza de su
mujer le sugirió que posará para él desnuda.
Se dice que
Sorolla era muy mujeriego pero estaba también muy enamorado de su
mujer y, tras una noche de amor muy intensa, Clotilde accedió a posar
desnuda para su esposo.
Clotilde
aparece en su lecho nupcial de espaldas al espectador porque no quería que
se le viese la cara. Sorolla ha logrado en esta pintura que las
sábanas satinadas de color rosáceo junto al sensual cuerpo de Clotilde
sean los auténticos protagonistas del cuadro. Está
perfectamente logrado la fusión del color blanco en los tonos rosados
brillantemente iluminados por una luz que viene de la parte derecha del
cuadro y pierde intensidad cuando sobrepasa el cuerpo de Clotilde,
espléndida en su desnudez.
De todos los pintores que hemos venido viendo,
Monet y Van Gogh incluídos, Sorolla queda como el más entusiasta pintor del
aire libre, como lo demuestra el hecho de realizar grandes obras de corte, que
remedio, enteramente historicista, en plena calle, eligiendo escenarios a
la luz natural como mejor manera de plasmar el ambiente del
acontecimiento. Casi siempre aborreció el trabajo de estudio y toda la vida le
veremos cambiarlo por las salidas al aire libre, ya fuera un rincón de la
ciudad, las doradas playas valencianas ó incluso el ruedo de una plaza de
toros, como hizo al llevar a cabo el dos de Mayo de 1808, obra con la que
obtuvo su primera medalla, ésta de segunda clase, en su debut en la Exposición
Nacional de Bellas Artes del año 1884. Incluso en ésta ocasión se ayudó de
cohetes y pólvora para mejor observar los efectos del humo. Pero el empleo de
materiales, aperos y efectos especiales, llevados todos al escenario al aire libre,
fué en él tónica general.
A partir de 1900 comienza a llevar a cabo
paisajes por toda la geografía española, y así, recorre durante la
primavera de los años 1902 a 1904 la costa norte peninsular. Cuando pinta el
cuadro que estamos viendo residía en el pueblecito de San Juan de la Arena, en
la misma desembocadura del Nalón. Frente a esta localidad, al otro lado del
río, en San Esteban de Pravía pinta esas rocas en un mar encrespado. De esos
años traemos algunos otros paisajes norteños de gran calidad y frescura, todos
hechos por supuesto in situ buscando directamente esa luz especial que envuelve
la accidentada costa septentrional de España, y todos del año 1903.
Paisaje de Asturias, 1903. Museo de Bellas
Artes, Oviedo
La
siesta, Asturias. 1903. Museo de Bellas Artes, Oviedo
Mar y rocas en San Esteban, Asturias. 1903. Museo de bellas Artes, Oviedo
Sol de
la tarde, óleo sobre lienzo 299x 441 cm. The
Hispanic Society, Asturias
Este
impresionante lienzo, pintado durante el verano de 1903 en la playa de
Valencia, constituye indudablemente la apoteosis suprema de Sorolla como
pintor de las faenas del mar, además de la culminación de su madurez
plena en la conquista del color y la materia pictórica como ingredientes
esenciales de su expresividad plástica y ejemplo máximo de la energía
desbordante de su temperamento artístico.
El cuadro que
regresa por primera vez a España desde que fuera adquirido por Huntington
como la obra más importante del pintor incorporada hasta entonces para las
colecciones de The Hispanic Society of America, es el resultado más valiente de
la expresión poderosa y vehemente de los pinceles de Sorolla, que
derrochan en cada centímetro cuadrado de su tela la esencia misma de la
pura pintura, como no refleja ningún otro de sus grandes cuadros de pesca,
pintados antes o después de éste.
En
efecto, Sorolla ya se había atrevido años antes a conceder un protagonismo
monumental a una escena de pesca en su espléndido lienzo La vuelta de la
pesca, del que, como ya se ha advertido reiteradamente, éste es
consecuencia. Sin embargo, el artista transforma por completo la interpretación
pictórica de aquél, de una serenidad contenida y armoniosa en un lenguaje
completamente nuevo , fogoso y apasionado , que encumbra Sol de la tarde a las
más altas cotas de modernidad y audacia plástica que diera hasta entonces la
pintura de este género.
La
extraordinaria fuerza de esta pintura en la que pescadores y los bueyes
adquieren unas dimensiones verdaderamente colosales, sobrecogiendo
inmediatamente al espectador , traduce bien a las claras las ambiciones
puestas en ella por Sorolla, suponiendo un gran éxito para el artista
durante el periplo internacional en la que expuso desde el año siguiente de
pintarse y, sobre todo, tras su exposición personal celebrada en 1909 en
la sede de la propia Hispanic Society, consagrándose en buena medida a
partir de entonces como el símbolo de su triunfo americano.
Aquí en esta escena del acarreo de una barca de
pesca que arriba a la playa tras acabar la faena, bañada por la luz crepuscular
del verano valenciano, Sorolla muestra de entrada una audacia
extraordinaria en su misma composición, al atreverse a hacer protagonistas
fundamentales del cuadro los cuartos traseros de los bueyes que entran en las
espumosas aguas de la orilla para remolcar la embarcación, que el artista
sitúa en el plano más próximo al espectador y que se aprestan a enganchar con
el gran garfio que sujeta el pescador del extremo derecho. La agitación
efervescente de la espuma de las olas caracoleando entre las vigorosas
patas de los animales de tiro es seguramente el trozo más atrevido de
pintura realizando nunca por Sorolla. Sus pinceladas anchas y continuas,
aplicadas con grandes brochas de una vez, sin dudas ni insistencias, traducen
espléndidamente la tensión extenuante puestas en él por el artista durante su
ejecución.
Junto a las poderosas figuras de los animales
que se adentran en el mar Sorolla polariza la tensión física de la maniobra de
varado de la embarcación en el marino que sujeta el pesado gancho de
hierro, sin duda la figura humana de mayor intensidad y audacia pictórica del
conjunto, dispuesta con elegancia rítmica de un tenante clásico en la posición
tensa y esforzada de las extremidades. La enjundia pictórica de este
personaje, modelado a base de colores puros y vivísimos, especialmente
atrevidos en la ejecución de su rostro, contrasta poderosamente con la fractura
extraordinariamente suelta y sintética con que Sorolla resuelve el resto de los
pescadores, que trata con un abocetamiento extremo, aumentado aún por las
proporciones de la tela.
En este sentido el cuadro constituye el punto
culminante hasta entonces en toda la obra de Sorolla en el uso del color puro,
aplicado directamente al lienzo desde los tubos de pintura, con una osadía
plástica verdaderamente inaudita en su propia trayectoria hasta entonces y
en el panorama artístico español de su entorno que, sin embargo, se vuelve
absolutamente armónica y natural cuando se contempla el lienzo desde la
distancia que exigen sus dimensiones.
Para Sol de la tarde, Sorolla pensaba incluir
figuras de niños desnudos jugueteando en torno a los bueyes, elemento
anecdótico que finalmente eliminaría para reforzar así la grandiosidad de
la composición, si bien su reflexión más interesante es la impresión que le
producen "las cosas que ve en la playa (...) como si fuera la primera
vez que lo he visto, comentario de Sorolla bien elocuente del modo de
mirar nuevo y moderno que por entonces sentían sus ojos frente a su obra
anterior.
Sorolla concretaría ya la composición de su
escena definitiva en una interesante aguada, en la que aparecen situados
todos los elementos de la composición, si bien la vela de la barca tiene
menos presencia y parece más dejada, permitiendo un empleo más diáfano de
la lejanía del horizonte. Por otra parte, su formato es marcadamente
horizontal, lo que concede a la escena un desarrollo más panorámico y
despejado en el movimiento de la yunta de los bueyes, adentrándose en el mar,
cuya presencia se intensifica al estrecharse luego el formato del lienzo final.
Sorolla prestó especial atención a los bueyes y
al pescador que sujeta el garfio, al ser estos los elementos argumentales en
los que recae el protagonismo fundamental en el cuadro y concentrar la
tensión de la fuerza física de la maniobra. Así, para la yunta de los
animales se conoce un grupo considerable de estudios al óleo, todos ellos
de gran brío y energía pictórica en algunos de los cuales incorpora la
figura del boyero que guía.
Por otra parte, Sorolla ensayó distintas
alternativas de la figura del pescador, tanto de su indumentaria y posición de
su cuerpo como del aspecto de su rostro que incluso luego resolvería con
considerables variantes en lienzo definitivo. Para este personaje, Sorolla
ensayó diferentes alternativas de la figura del pescador, tanto de su
indumentaria de la posición de su cuerpo como del aspecto de su rostro
que incluso luego resolvería con considerables variantes en el lienzo
definitivo. Para este personaje, Sorolla realizó además dos enérgicos dibujos
de gran tamaño, con la rotundidad de verdaderos cartones preparatorios para una
decoración mural, encajando en uno de ellos su figura con trazos rectos y
enérgicos de carbón, iluminando luego con clarión la camisa y las zonas de
brillo, mientras que el otro lo representa hasta medio cuerpo, mirando al
espectador con una colilla en la boca.
Las tres velas, 1903. Colección
particular
Pintado en los
inicios de la que es conocida como su etapa de culminación, "Las tres
velas" se sitúa en
la Playa de la Malvarrosa
de Valencia, en el verano
de 1903, uno de los más fructíferos del pintor. Así lo sentía él mismo y lo
explicaba en una carta a su amigo Pedro Gil Moreno de Mora:
Estoy muy
entusiasmado de las cosas que veo en la playa..., todo me impresiona como si
fuera la primera vez que lo he visto, de lo que estoy contento, pues me imagino
haré algo decente, que buena falta me hace... sigo trabajando mucho y te
anuncio una carta detallando lo que hago..."
Y no andaba desencaminado pues
fue en este verano que, además de "Las tres velas", Sorolla
pintó obras tan notables como "Pescadoras valencianas" o
"Sol de la tarde".
El cuadro se presentó en la
Exposición Universal de Berlín de 1904 y fue vendido al banquero alemán Max
Steinthal por 2.500 Marcos. En su despacho estuvo durante más de treinta años
hasta la llegada al poder del Tercer Reich que intentó confiscar todas sus
posesiones, incluido este cuadro, debido a su ascendencia judía. Para evitarlo,
Steinhal nombró albacea a su yerno Friedrich Vollmann, miembro no judío de la
familia, que lo llevó a Dresde. En posesión de Vollmann estuvo hasta 1950
cuando las autoridades de la Republica Democrática de Alemania requisaron todos
sus bienes y él tuvo que huir a la Alemania Occidental.
Nada se volvió a saber de la tela
hasta que en el 2002 cuando, debido a las inundaciones que sufrió la población
de Dresde, se tuvieron que desalojar de urgencia los sótanos de la antigua
galería de arte de la ciudad. Allí aparecieron varias cajas con el nombre de
Steinhal y en una de ellas el cuadro de "Las tres velas". Tras las
comprobaciones pertinentes la obra fue devuelta a los herederos del banquero
quienes lo sacaron a subasta en Sotheby's en noviembre de 2004 vendiéndose por
2,4 millones de Euros.
En 2008 la obra volvió a salir a
subasta en New York comprándola un coleccionista anónimo por 2,9 millones de
Euros.
El cuadro está firmado y datado
en la esquina inferior derecha: "J Sorolla y Bastida / 1903 /
Valencia".
La escena es sencilla, enmarcada
dentro del costumbrismo, tres mujeres caminan por la playa, pescadoras que con
sus cestas vacías acuden posiblemente al encuentro de las tres embarcaciones de
velas triangulares que casi llenan el horizonte y que vuelven de faenar. La
estampa es espontánea, como si se tratara de una fotografía, una instantánea
que parece sorprender a una de las mujeres mirando por casualidad hacia la
cámara. Sin embargo, en esta simple escena, Sorolla consigue homenajear y
ensalzar el duro trabajo de las mujeres de aquella época, una de las cuales
lleva una criatura en brazos, retratando en la misma escena a varias
generaciones de pescadoras.
La composición es armoniosa,
equilibrada con una luz espléndida que Sorolla maneja magistralmente en los
reflejos del agua, el blanco de las olas o los colores de los vestidos a base
de pinceladas ágiles y empastadas.
En el año 1904 Joaquín Sorolla realiza una extensa
producción que Blanca Pons Sorolla estima en unas 250 obras pictóricas. Como es
su costumbre, dedica los primeros y los últimos meses del año, al ejercicio del
género del retrato. Menos frecuente en la producción del pintor es la
realización de proyectos de pintura decorativa, como Apolo conduciendo el carro
del sol, realizado en aquél año para el techo de un salón del palacio de la
Marquesa de Torrelaguna, en Madrid. En el verano viaja a pintar a Asturias como
en años anteriores, y desde allí acude a Pasajes de San Juan y a San Sebastián.
El resto del verano y la primera parte del otoño lo pasa en Valencia, donde
pinta en la playa de la Malvarrosa, y en la cercana localidad de Alcira. A esta
estancia en Valencia corresponden los cuadros Verano, Mediodía en la playa
de Valencia, y La Hora del baño.
A finales de año Sorolla y su familia se mudan a la calle Miguel Ángel de
Madrid.
Pescadoras valencianas, 1903, 93 x
126 cm
Pescadoras valencianas, de
1903, es uno de esos cuadros tan habituales en la producción de Joaquín Sorolla
que los expertos encuadran dentro de su costumbrismo marinero. Desde su
adquisición, allá por el año 1979, ha ocupado el despacho del presidente de la
Generalitat Valenciana con una clara función protocolaria. Y precisamente desde
entonces este cuadro ha ocupado muchos titulares y noticias de prensa, tanto a
nivel local como nacional. Cuestiones derivadas de rencillas políticas, y la
pertinencia de determinadas decisiones relativas a las cuentas económicas y el
uso del erario público eclipsaron la llegada del lienzo a la ciudad de
Valencia. Por otro lado, Pescadoras valencianas puso de relieve a
mediados de los años ochenta la inmadurez de los gestores culturales públicos
sacando a la luz las deficiencias y carencias de todas las instituciones que
debían velar por el patrimonio cultural en un momento en el que, precisamente
éste, iba adquiriendo su relevancia como valor público.
Quizá hoy ya sea posible valorar la figura de
Sorolla desde una perspectiva adecuada y que tienda a buscar esa objetividad
tan ansiada, y muy pocas veces alcanzada, en el campo de la crítica artística.
Ya han quedado atrás los fastos que han intentado celebrar la recuperación de
un pintor que, sin embargo, tiempo atrás se ha tendido a desvalorizar de forma
injusta y, en muchas ocasiones, cruel.
Pescadoras valencianas fue pintada en 1903
cuando Sorolla ya alumbraba el genio que despuntaba en el panorama artístico de
finales del XIX y principios del XX. Había descubierto las cualidades de la
pintura al aire libre, la magia de la luz del Mediterráneo y, por fin, tras
larga búsqueda, había encontrado su asunto en algo que, precisamente, le era extremadamente
familiar: Valencia y su mar. Este lienzo en cuestión resume la potencia
creadora y lumínica de los cuadros de este momento, plenos de un color a veces
abrumador. Unas mujeres, entregadas a una lectura anónima, ocupan un primer
plano en el que destaca secundario un tipo marinero cerrando la escena por la
izquierda. De fondo, las aguas del mar surcadas por los veleros.
La Diputación valenciana no dudó en realizar
una poderosa inversión en el año 1979 llegando a comprometer veintitrés
millones de las antiguas pesetas en la adquisición de Pescadoras valencianas
en una subasta de la galería londinense Sotheby’s. Desde el mismo momento de la
compra arreciaron las críticas al exceso cometido e, incluso, las dudas sobre
su autoría. A mediados de 1980, la policía desarticula una red de traficantes
de arte en Valencia. Uno de los apresados, el brasileño José Silveiro declaró
que el cuadro en cuestión era una copia del original conservado en una
colección particular de Nueva York. Hoy nadie duda de la autoría, pero en su
momento tuvieron que implicarse en esta cuestión, cuyo fondo residía en
rencillas políticas de turno, tanto la propia galería londinense como el
mismísimo nieto del pintor, Francisco Pons – Sorolla, a la sazón director de la
Casa - Museo del pintor en Madrid. Finalmente, el cuadro fue presentado en
sociedad en el Museo Nacional de Cerámica “González Martí”.
Años más tarde, Pescadoras valencianas
participa como préstamo en una exposición celebrada en la ciudad belga de
Lieja, en Europealia – 85 (Levante, 17 de enero de 1986). A su vuelta a
Valencia, al desembalar el cuadro los especialistas documentan con estupor un
pequeño desconchón, apenas tres milímetros de diámetro, en el ángulo inferior
izquierdo. El pequeño desperfecto degeneró en una ola de indignación que puso
su acento sobre el estado de conservación del patrimonio autonómico valenciano
y desde los más diversos medios se denunciaba la imperiosa necesidad de
proteger los bienes culturales, amenazados por la dejadez institucional y profesional.
Los análisis posteriores descubrieron la verdad del desconchón de Pescadoras
valencianas: el diario Las Provincias, en su edición del 19 de enero
de 1986, en hábil composición fotográfica demostró que el desconchón ya se
encontraba presente en el momento de la adquisición de la obra. Su posterior
restauración desapareció, debido al constante vaivén climatológico del despacho
presidencial donde se ubicó, el humo del tabaco, las corrientes de aire… Los
técnicos sólo se percataron de la falta al regresar el lienzo de su periplo
belga.
Hoy, Pescadoras valencianas decora el
despacho presidencial de la Generalitat Valenciana, ajeno su polémico historial
desde que en una subasta londinense, el entonces presidente de la Diputación de
Valencia, Manuel Girona, desembolsó los más de veinte millones de pesetas que
costó. En una reciente entrevista (Las Provincias, 28 de noviembre de
2009) Girona no podía mostrarse más orgulloso: “Los 21 millones de pesetas
mejor invertidos de mi vida”.
Toros en el mar, óleo sobre lienzo 131x190. Colección particular
El grabado, la
ilustración gráfica y la fotografía se adelantaron a la pintura en la
representación de los tipos y paisajes valencianos y españoles. La imagen de
los bueyes que internan las barcas de pesca en el agua o que las remolcan a su
regreso para vararlas en la arena se localiza en la fotografía de I. Laurent (1870).
La casa de "bous " -casa de toros -era el nombre que se
designaba a las cuadras que dependían de sociedades de pescadores o
donde éstos apilaban las reses. Sin embargo, conviene distinguir entre esta
práctica que se reduce a la entrada y salida del mar, y, la llamada "pesca del bou", polémica captura de
arrastre, censurada por su carácter depredador, que en principio nada tiene que
ver con los animales de tiro-a excepción del citado acarreo-pero con cuya
denominación llegaría a confundirse por utilizar dos embarcaciones que navegan
en paralelo-como una yunta- y por dibujar la red extendida unas formas
apuntadas semejantes a la cornamenta. Sorolla siempre interesado en perpetuar
aquellas escenas que mejor condensan la labor de sus paisanos, convirtió
la iconografía de los bueyes en uno de los emblemas de la pintura valenciana
fin de siglo y la dio a conocer a todo el mundo.
El motivo se sanciona
con la creación de La vuelta de la pesca y sus estudios previos (1893-94) Desde
esas fechas se suceden a lo largo de los años variaciones de diferente punto de
vista, composición, tamaño y momento del día : por ejemplo en 1898, 1899, 1901,
1903, 1904, 1908 y 1916, lo cual es lógico si se repara en su carácter de
manifiesto y el deseo del artista de apurar las posibilidades plásticas que le
brindaba un asunto en el que había conseguido en 1895 otro resonante
éxito en París.
Siendo Toros en el mar
un cuadro de holgadas dimensiones todavía resulta limitado frente al monumental
La vuelta de la pesca que hoy guarda el Musée d´Orsay y al que sólo sobrepasa
en esta temática Sol de la tarde: pero, aún así, se trata sin duda de una de
las versiones más seductoras y de mayor calidad que tiene, además en esta
muestra el aliciente de no haber frecuentado el contacto con el público y de no
haber ilustrado los textos más documentados de Sorolla. Creemos, por otra
parte, que esta pintura debió agradar al propio Sorolla a juzgar por la
utilización que hizo del mismo esquema compositivo, al menos en otras dos
ocasiones: Ráfaga de viento y La hora del baño. En la primera repite
aisladamente la barca por medio de una factura abocetada, lo cual sugiere
que podría ser un boceto para Toros en el mar, sin embargo; la fecha claramente
anotada junto a la firma, las medidas y las diferencias que se aprecian en la
línea del horizonte desmienten la sospecha. En la segunda- sin que esto indique
orden de prelación-es prácticamente toda la composición la que se incorpora en
el segundo término y comparte protagonismo con los niños situados en la orilla,
hasta tal punto que sin su empaque y sin el efecto de contraste que
proporciona, esta pintura sería completamente distinta.
En La vuelta de la
pesca había presentado Sorolla un momento del día, las primeras horas de la
mañana. En el mismo año en que pinta la obra que analizamos, 1903, concluye
también Sol de la tarde, donde, como expresa el título, es la luz vespertina la
que domina el ambiente. No obstante, son asimismo muy curiosas y aleccionadoras
de su proceso filoimpresionista las versiones de La vuelta de la pesca, y entre
ellas Buena pesca (1903) cuya comparación con el modelo descubre las
diferencias entre una luminosidad más fría y otra mucho más cálida. Con Toros
en el mar vuelve al punto de partida, el crepúsculo matutino y sus cercanías.
En efecto, la franja horaria elegida coincide con la alborada, lo atestiguan
además de las condiciones lumínicas, la mayor quietud del mar, la ausencia de
bañistas y la sombra que proyectan los animales, inclinándose hacía la
orilla. Pero aquí el tiempo no está tan despejado. Las nubes que se asientan
sobre el horizonte dan lugar a una claridad más tenue y matizada, y desde la
parte superior derecha se extiende un velo de tonalidades violáceas cuyos
reflejos salpican toda la tela.
El premioso avance de
los bueyes de piel de canela, que soportan sobre el testuz a los guías de
la maniobra vence la fuerza que oponen al viento y el peso de la barca obligando
a pecadores y ayudantes a resistir la tensión de los cabos. Sobre esta
experiencia dio una soberbia descripción su amigo Blasco Ibáñez en la novela
Flor de mayo. Pero si la vuelta de la pesca era en realidad un espectáculo
colorista en torno al cual se arremolinaba la gente, la traducción pictórica
que elabora Sorolla no se queda atrás, pues constituye un auténtico festín para
los sentidos que activa de inmediato nuestro recuerdo y conocimiento del medio:
el empuje del viento, el eterno movimiento de las olas y sus cambiantes
reflejos, el sabor y el olor salobre...Quizá nunca volvió a pintar un mar
argentado con semejante fortuna y delicadeza.
Autorretrato, 1904. Museo Sorolla
Sorolla pintó hasta quince
autorretratos de los que ocho se conservan en el Museo Sorolla de
Madrid. Este lo realizó cuando apenas había entrado en los cuarenta y en su
segura pose, confiada y firme parece querer dejar claro el excelente momento de
madurez y éxito profesional por el que atravesaba en aquellos momentos
El lugar donde Sorolla se autorretrata es en su
propio estudio y desde allí contempla al espectador con una mirada fija y
penetrante, casi desafiante.
En este autorretrato quiso Sorolla rendir un
homenaje a su digno oficio de pintor y para ello buscó la inspiración en el
maestro Velázquez y más concretamente en su autorretrato de Las Meninas. Las
referencias al genio malagueño se aprecian en múltiples detalles de la obra
como en la profundidad del espacio marcado prácticamente tan solo por los
lienzos de las paredes, también en el lienzo en blanco que se muestra a la
derecha o en los característicos colores del Siglo de oro, sobrios y
oscuros e iluminando solo las zonas a resaltar como el cuello de la camisa que
enmarca un rostro resplandeciente.
El niño de la barquita, 1904. Museo Sorolla.
En
1904 el tema de playa se impone en la producción de Sorolla y con él surgen los
temas infantiles, que ya había tanteado con anterioridad entremezclados en
escenas de pescadores. Continúa con la obsesión de las luces del ocaso, que
iluminan bruscamente la composición, y los niños, tripudos, son hijos de
pescadores que no estaban muy bien alimentados.
Pintado
en la playa de Valencia durante el verano de 1904, año en que empiezan a
aparecer en su obra las figuras de niños desnudos como consecuencia de la
introducción del tema de la playa. Con luces muy contrastadas, sigue utilizando
las del ocaso, ilumina al niño de forma irregular porque el fondo, el mar, es
otra fuente luminosa sobre la que recorta la figura.
También,
en 1914, había sido nombrado académico y, cuando terminó los trabajos para la
Hispanic Society, trabajó como profesor de composición y color en la Escuela de
Bellas Artes de Madrid. Su pintura representó la aplicación directa del
luminismo al paisaje y la figura, acercando por tanto esta tendencia a la
sociedad de la época. Su principal discípulo, seguidor del luminismo, fue
Teodoro Andreu.
El pescador,
1904. Colección privada
Se trata de una composición en la que destaca
la luminosidad del conjunto en el que predominan los tonos azul y rosa. La
figura principal se muestra en diagonal por encima de las rodillas, lleva el
torso desnudo y un sombrero le protege la cara del implacable sol. Sostiene con
el brazo izquierdo un cesto de mimbre cubierto por un lienzo de tela que mueve
el viento caprichosamente, dejando al descubierto la pesca. En el fondo está el
mar y unos niños que juegan con las olas.
Se ha querido ver en esta obra, como en otras
del artista, la influencia de la fotografía y de hecho Sorolla trabajó durante
unos años de su juventud en el estudio del fotógrafo Antonia García Peris,
entablando una relación con su hija Clotilde, que acabaría por convertirse en
su esposa.
El cuadro formó parte de la primera exposición
internacional del pintor que se celebró en la galería Georges Petit de París en
1906 y ha permanecido desde entonces en manos de coleccionistas privados.
En el año 2010 fue expuesto en Nueva York,
Moscú, Barcelona y Madrid, siendo subastado el 23 de noviembre por la casa
Sotheby's, alcanzado el precio de 3.6 millones de euros.
Bebiendo del botijo. Óleo sobre lienzo 150 x 98 cm.1904
Otro
apunte rápido de la vida cotidiana del verano de 1904. El cuadro siempre se ha
interpretado como una madre dando de beber a su hijo, ahora puede tener otras
lecturas.
Indagando algo más, supe que desde hace años
hay una mujer que reivindica su supuesta descendencia de Sorolla y
que justificaría la separación de la familia en estos meses de verano. Según
ella, su abuela, Carmen Fossati, tuvo un hijo del pintor el año 1905.
En 1904 Carmen era una jovencita muy bella, hija del alcalde del
pueblo de pescadores de El Cabañal (Pueblo Nuevo del Mar), en cuya casa se
venía alojando el pintor cuando pintaba en la costa. Sorolla no llegó
a legitimar al niño, pero sí que lo reconoció al pasar una pensión para su
educación durante años.
Verano, 1904, 149 x 252 cm. Museo de Bellas
Artes de Cuba
En 1904 Sorolla se lanzó a un
ritmo enfebrecido y creciente dándolo todo en su afán de expresar lo
esencial - la luz que es lo más variable, lo más fugitivo lo
más traidor -con fin de trasladarlo, instantáneamente, de la manera
más fiable posible, al lienzo. Esto supone realmente una
imposibilidad física, un esfuerzo de titanes, agotador, en el que la mano,
por rápida que sea, será incapaz finalmente de seguir las "impresiones" de la vista.
Pero el valenciano no cejará en su
empeño y si es verdad que un artista llegó a
conseguir en alguna ocasión este sueño, sin duda
debió de ser Sorolla .Es cierto que el levantino nace
de alguna manera superdotado para la visión del color y
la luz, pero también se debe reconocer que, este
don, lo acrecentó a fuerza de trabajo y lucha sin
fin. No hay que creerse que la mayoría de los cuadros de Sorolla,
fueron creados tan espontáneamente como se pudiera sospechar. Antes
de acometer cada una de sus obras, hubo un período de preparación
en el cual el pintor, por medio de estudios numerosos de
dibujo y de color, ya de conjunto, ya de detalle, trató
de familiarizarse con el asunto que debía representar.
Así, también de esta bellísima
composición conservamos multitud de apuntes, dibujos y bocetos. El
tema es sencillo y, a la vez, tierno y cotidiano: un grupo de
pequeños chavales avanzan, en diagonal y de izquierda a derecha,
hacía un niño pequeño, casi un bebe, que se resiste al baño,
protegiéndose entre las faldas de su madre. Como suele
ser habitual en estos momentos, la composición se vuelve a
estructurar a través de lineas diagonales, en tres términos o franjas que, en
ocasiones como ésta, viene marcada por los trazos oblicuos que
sugiere la espuma del oleaje.
Por supuesto aquí ya ha desaparecido todo
residuo de costumbrismo y en su lugar la tela se entiende como
grandes manchas de color y de luz. Una vez que Sorolla ha encontrado
su registro, ya no lo abandonará nunca: figuras infantiles en el
agua, paleta brillante, brillos acharolados sobre la piel mojada de
los niños luz envolvente y a veces cegadora, que nunca
disuelve del todo los volúmenes, el fluir del agua transparente que
se deposita en la orilla en suave espuma, en fin, todo un
amplio repertorio aplicado a estos cuadros.
Hora del mediodía en la playa de Valencia, 1904. Óleo sobre lienzo 64 x 97 cm. Colección
Arango
En agosto de 1904 Sorolla se encontraba en
Valencia con su familia. El día 3 ya había comenzado a pintar en el Cabañal, a
la orilla del mar, con un entusiasmo que el mismo reflejó en su epistolario
con la expresión: "tiene esto tal
encanto que se necesitarían muchas vidas para agotarlo". A pesar
del extremado calor que sintió, trabajó con asiduidad, tanto en el campo
como en el mar, y allí permaneció hasta el otoño. El artista debió de
quedar satisfecho con su campaña, y así debió transmitirlo a su amigo
Aureliano de Beruete en una carta al final del verano, pues éste le
contestó: "Ya deseo ver
esos estudios que serán maravillosos".
Tal vez una de las obras a la que se refería
Sorolla, fuera ésta, quizá la pintura de más concentrada intensidad de
cuantas realizó entonces. Deseoso de captar en toda su plenitud el motivo
de los reflejos de la luz solar de mediodía sobre el agua, el pintor se situó
en la misma orilla del mar, donde en efecto señalaba en sus cartas que
trabajaba, según reflejan también algunas fotografías. La presencia de la
sombrilla refleja la extrema naturalidad con que Sorolla representaba la
realidad, circunstancia en este caso a su campo de visión más inmediata.
En lugar de evitar aquel objeto, utilizado por todos los paisajistas pero
rara vez representado en pintura, Sorolla lo introdujo en varias ocasiones
en sus obras y, es en ésta donde adquiere una importancia mayor , pues
cierra casi por completo en la parte superior la composición de manera
moderna y atrevida.
Gracias a la sombrilla pudo Sorolla pintar el
intenso contraluz de un mediodía estival junto al mar. La inmediatez del
encuadre, determinado por la posición del parasol, confina la escena a una
pequeña extensión de agua en donde sólo la disposición relativa de las figuras
introduce una cierta profundidad en un mar de refulgente superficie. Pero,
por otro, en ausencia de horizonte, delimita la superficie de las aguas con la
armónica riqueza de los ritmos lineales suavemente curvilíneos de su
contorno.
La saturación de la luz de la escena deriva
sobre todo de los fulgurantes destellos en el agua, que también circundan
las siluetas más oscuras de los cuerpos. Estos, moteados por
manchas claras, llegan a vibrar también. Precisamente, la luz refuerza en
la apretada yuxtaposición de las pastosas pinceladas blancas, la dirección
hacía el fondo a la derecha que induce la disposición de las figuras y que
equilibra la inclinación hacia la izquierda del mástil.
El cabrileo de la luz sobre el mar y el
movimiento de las espumas se plasma mediante pinceladas cortas y rápidas
de gran vigor, con otras más larga, en tonos malvas y azulados, consigue una
impresión de fluidez en el movimiento de las aguas. La gama de color,
desde el azul cerúleo hasta el violeta oscuro con los ocres del primer término
a la derecha y los anaranjados de la tela, no es muy amplia, pero el
cuadro irradia un cromatismo exultante, al que contribuye la exaltación de los
complementarios azules y naranjas.
La ejecución muestra una gran variedad de
pinceladas que sirven en cada caso al propósito del artista que representa
de modo más fiel las calidades de la superficie. Por ello, al lado de los
toques cortos apretados y con mucho empaste, de los destellos de la luz blanca
en el agua, se advierte una resolución muy distinta fluida y suave, en la
tela de la sombrilla, cuyos finos pliegues están tratados de modo azul y otra más enérgica a base de pinceladas, en el mástil.
La hora del baño.1904. Óleo
sobre lienzo 84 x 119 cm. Colección particular
Tras su consagración europea en París - que culminó
precisamente en este fecundo año de 1904 - Sorolla desarrolló una
extraordinaria producción comercial para satisfacer a una extraordinaria
clientela amplia y cosmopolita que buscaban poseer su preciada firma. Entre
estos lienzos tiene cabida un tipo de escenas de playas, concebidas como
verdaderas pinturas de composición y realizadas ya dentro del estudio, de
entre las que destaca esta obra como uno de los ejemplos de mayor significado
que aprovechan otras pinturas previas realizadas al aire libre. Pensado para el
mercado internacional, el cuadro pasó poco después de ser pintado a manos del
famoso marchante de arte y coleccionista José Artal (1862- 1918) quien lo
expuso y vendió inmediatamente en su salón bonaerense , tal y como haría
con la obra de otros muchos maestros contemporáneos de prestigio.
Para llevar a cabo la composición del cuadro, en el
que es evidente que Sorolla hizo alarde de las mejores facultades de su
oficio así como de su perfecto conocimiento de los gustos del mercado
artístico, combino el empleo de un fondo que ya había pintado del natural como
espléndida composición autónoma un año antes incorporando a este escenario
la presencia de varios grupos de figuras. En el primer plano de esta
nueva versión, ideada ya en su taller, aparece una muchacha de perfil,
con una bata rosa que despliega un hermoso lienzo blanco para recibir a
unos niños que salen del agua. Se trata de un tipo de figuras que el maestro repetirá
en otras ocasiones y en las que se recrea en el efecto de la luz que se
transparenta a través del paño, imitando a las velas hinchadas de los barcos.
El resto de la composición está construida con planos superpuestos a diferentes
escalas. Tras esta primera escena, aparece un tiro de dos yuntas de bueyes que
ponen en seco una balandra de pesca y que repite la composición señalada
con un modelado más suave dado su posición en segundo plano.
Cada uno de estos elementos compositivos autónomos
entre sí, se conectan a través del suntuoso efecto de la luz resplandeciente
que Sorolla despliega en el lienzo y que es sin duda su mayor atractivo. Asi el
artista lo preparó con una capa de imprimación de color violeta que es
perceptible en toda la superficie de la obra, color que en la primera versión
del fondo de esta obra sólo empleó parcialmente para activar el centelleo
del mar. Esto le permitió ajustar ciertos desfases de escala entre las
figuras unificadas por la superposición de pinceladas blancas y azules
con las que Sorolla describe las crestas transparentes del agua del mar,
iluminado por el sol de poniente. El manejo de todos estos recursos garantizó
la complacencia del mercado en las virtudes decorativas de la obra, que
permitieron a Sorolla abundar en una técnica de extremo iluminismo que no
repetirá muy a menudo.
Puerto de Valencia.1904. Colección particular
Nos presenta a los tres hijos del pintor: de
Joaquín, y sentadas María, la mayor (a la izquierda), y Elena, la más joven (a
la derecha). La presencia del lienzo en varias exposiciones internacionales en
vida del pintor, denota la importancia que Sorolla le atribuía, más allá de la
familiaridad de la escena, como muestra de sus progresos y de su madurez
artística.
Sin duda Sorolla pensaba en Velázquez cuando
quiso convertir un retrato familiar en un cuadro ambicioso capaz de trascender
ese ambiente íntimo. Repetidas veces se ha señalado en este cuadro la
inspiración de Sorolla en Las meninas, principalmente por la situación del
grupo en un espacio que se desarrolla por detrás de él en gran profundidad, por
la presencia del lienzo preparado para el retrato en un margen del propio
cuadro, y por y la intensa sugestión atmosférica; así como su relación con otro
famoso retrato de grupo a su vez inspirado en Las meninas: Las hijas de Edward
D. Boit, pintado por John Singer Sargent, que se expuso en el Salón de París en
1883 y Sorolla pudo conocer.
La siesta, 1904. Museo Sorolla
El cuadro que nos ocupa es más
espontáneo, es un apunte del natural en el que sus hijas han sido captadas como
en una fotografía. De hecho, el encuadre escogido recorta las piernas de María
y valora mucho más el contexto del jardín, que a las propias niñas amodorradas
en ese espacio entre el sol y la sombra. Se trata de captar la atmósfera de una
calurosa tarde de verano en lo que lo único que apetece es dejarse llevar por
el sueño.
Pero también es un retrato en
el que podemos reconocer perfectamente los rasgos físicos y la actitud de ambas
niñas ¡Hasta repiten los lazos coleteros rojos en ambos retratos! María tiene
la mirada perdida y cuelga sus brazos por encima de la cabeza insinuándonos una
personalidad soñadora e inteligente, muy apasionada. María seguirá a su padre y
con el paso del tiempo se convertirá en pintora. Elena todavía es muy niña,
pero resulta graciosa, y de nuevo apoya su cabeza en el brazo mientras cierra
los ojos. También será artista, pero optará por la escultura.
La Siesta ofrece
una visión encantadora y elocuente de un estilo que no encaja exactamente
en el impresionismo y, a su vez, desde el punto de vista temático de
varios géneros de Sorolla: el paisaje, el tema de jardín, el retrato al
aire libre, el retrato de sus hijos y la captación de un momento de la vida
cotidiana e íntima, en esta ocasión, de la burguesía, de la infancia,... de su
propia familia. Desde que participó en la Exposición Universal de París de 1900
parece que su estilo se separa del realismo académico con un toque social y se
decanta por un impresionismo tardío. Mucha influencia tuvo la amistad que
entablará en este evento con pintores como el norteamericano John Singer Sargent y el sueco Anders Zorn, con quienes compartirá muchos elementos estilísticos
(luz, pincelada, temática) y la admiración que sienten por Velázquez.
En este cuadro Sorolla despliega
todas las posibilidades de la luz y el color mediterráneo. El cielo se intuye
vaporoso por la calima a través de una pincelada rápida en diagonal donde hay
mucho toque de blanco sobre el azul celeste. La vegetación se muestra vibrante
y muy clara donde le da el sol y de colores fuertes y contrastados en sus
sombras. Uvas, flores y hojas se muestran exuberantes contagiando alegría a
través de los armónicos tonos. La vista en detalle de las pinceladas es un goce
para los sentidos por lo que me permito poner estos detalles.
El cuadro es sorprendente por
la riqueza de matices de color y por recrear a la perfección la atmósfera
perezosa de una tarde de verano en las que se busca la sombra para pasar el
sopor en el que se entra tras la comida. El sol cae a plomo, ni siquiera
las hojas del emparrado le detienen. El pintor interpreta magistralmente este
momento como un impresionista dando toques luminosos de blanco sobre hamacas,
vestidos y suelo. Las sombras se disuelven en morados y verdes. La piel de las
niñas también se modela mediante el contraste violento de las luces y las
sombras. Al fondo, la valla se inflama con toques de amarillo claro sobre el
ocre tostado.
“Clotilde en la playa” 1904. Óleo sobre lienzo – Museo Sorolla, Madrid, España
Jacinto Felipe Picón y Pardiñas, 1904. Óleo sobre
lienzo, 65 x 98 cm. Museo del Prado.
Retratado casi hasta las rodillas, posa sentado
y un tanto reclinado en una silla, ocultando las manos que se sugieren por los
puños blancos de la camisa que asoman al borde inferior del lienzo. Vestido
impecablemente de oscuro, con camisa de cuello duro, luce sobre la solapa de la
chaqueta una rosa amarilla y en el bolsillo sobresale el pico de un pañuelo
blanco. Quizás por el aspecto serio, el atuendo elegante que viste y la barba
cerrada con grandes bigotes que enmarcan su rostro es difícil reconocer la
juventud del modelo, de tan sólo veintiséis años cuando fue retratado
por Sorolla, probablemente en su estudio nuevo de Madrid, en la
calle Miguel Ángel, a donde el pintor se había trasladado a finales de
1903. En él aparecen, como fondo del retrato, bastidores y lienzos esbozados
colgados o apoyados en la pared donde se adivinan las pinceladas, las manchas
luminosas y las tonalidades tan singulares del pintor, consagrado ya en estas
fechas por sus múltiples triunfos y en su haber el alto galardón del Grand Prix
en la Universal de París de 1900 y la medalla de honor de la Exposición
Nacional de Bellas Artes de 1901. El mismo fondo del estudio se intuye en
el sobrio y magnífico autorretrato del Museo Sorolla, pintado también en
1904. Este tipo de retratos de tres cuartos o medio cuerpo, marcados por una
línea diagonal, con un primer plano muy directo, de formatos muy apaisados
sobre fondos descuidados que sugieren el ambiente informal y natural
del lugar de trabajo, fueron muy utilizados por Sorolla en la primera
década del siglo XX, precisamente para retratar su mundo más cercano
vinculado a él por motivos familiares, profesionales o de amistad. Así, entre
otros, pueden señalarse el retrato de Gomar y el del doctor Decreft
del Museo del Prado, el de José Artal del Museo de Bellas Artes de
Valencia, el de Luis López Ballesteros del Museo de Álava, el de
su hermana Concha del Museo Sorolla o el espléndido retrato
de Raimundo de Madrazo pintado en 1906, sentado en una mecedora ante
un fondo luminoso de paisaje que se conserva en la Hispanic Society de
Nueva York. Jacinto Felipe Picón y Pardiñas nació en Madrid en 1878.
Era hijo del famoso escritor y crítico Jacinto Octavio Picón y
Bouchet, a quien está dedicado el cuadro, en correspondencia con la amistad y
admiración que unía a pintor y novelista y a quien se debe, en medio del
pesimismo finisecular, una de las sentencias más contundentes refiriéndose al
arte de Sorolla: Nos ha derrotado por las armas un pueblo de
mercaderes ricos, estamos pobres y a todas horas repetimos que nos devoran la
corrupción y la ignorancia, del naufragio de nuestra gloria sólo hemos salvado
el Arte. Educado dentro de un ambiente culto y elitista, se doctoró como
abogado y fue magistrado de la Audiencia de Madrid. También participó en la
política nacional siendo elegido diputado por el partido conservador en las
elecciones de 1907 y 1914 y colaboró asimismo en uno de los ejes de referencia
cultural de la vida madrileña como era el Ateneo Científico, Literario y
Artístico, al que se incorporó como miembro activo en 1897, bajo la dirección
del político y financiero Segismundo Moret, ocupándose de la Secretaría de
la Sección de Artes Plásticas. Desde 1894, hasta su muerte el 18 de enero de
1917, estuvo vinculado al Museo de Arte Moderno, formando parte de la comisión
encargada de su creación y participando activamente en su desarrollo como
miembro de su patronato desde 1915. El cuadro estuvo siempre en la colección
de Jacinto Octavio Picón, quien a su muerte, en 1922, lo dejó en usufructo
a María, hija y hermana menor del retratado, quien al año siguiente hizo
efectivo el legado de su padre, entregándolo, junto con una buena colección de
retratos familiares, al Museo de Arte Moderno.
María de los Ángeles Beruete y Moret, condesa
viuda de Muguiro.
1904. Óleo sobre lienzo, 180 x 132,5 cm. Museo del Prado.
Hija del bilbaíno
Aureliano de Beruete y Larrinaga, cónsul de España en Londres, y de la gaditana
María de los Ángeles Moret y Quintana. Siempre se distinguió por su gran
cultura y ameno trato, teniendo predilección por cuanto se relacionase con las
bellas artes, pues no en balde era hermana del célebre pintor impresionista e
historiador del arte Aureliano de Beruete y Moret (1845-1912), y cuñada del
infante duque de Marchena. Contrajo matrimonio en Madrid el 6 de mayo de 1865
con Fermín de Muguiro y Azcárate (Olite, Navarra, 7 de julio de 1831-15 de
julio de 1892), I conde de Muguiro por merced de Alfonso XII dada el 4 de
febrero de 1878, diputado a Cortes y senador del reino, quien al tiempo de este
matrimonio se hallaba viudo de Josefina Finat y Ortiz de Leguizamón, con siete
hijos e ilustre descendencia.
A pesar de su intensa
vida social, pues gustaba de reunir en su casa de la calle Zurbano de Madrid a
los más conocidos políticos y dar brillantes fiestas, fue al mismo tiempo
señora de gran caridad cristiana y sirvió mucho tiempo en la Junta de patronos
del Asilo de Inválidos del Trabajo, sito en Vista Alegre (Carabanchel, Madrid).
Esta y otras muchas obras sociales movieron al papa León XIII a otorgarle, el 1
de octubre de 1886, ya viuda, el título pontificio de condesa de Barcilés, cuyo
uso le fue autorizado en España. Falleció en el Real Sitio de San Ildefonso el
4 de agosto de 1904.
En el comienzo del año
1905, Joaquín Sorolla pinta en su estudio de Madrid, y como otros años realiza
también numerosos retratos, entre ellos el retrato de grupo La familia de Rafael Errázuriz. En
primavera viaja con su familia a París, donde presenta los cuadros Sol de la tarde y Verano al Salón. Durante esta estancia en la capital francesa
planifica la celebración de su exposición individual en la prestigiosa galería
Georges Petit, que tendrá lugar al año siguiente. Durante la primera parte del
verano, el pintor trabaja en la Malvarrosa y la segunda parte de dicho verano
pinta en Jávea, realizando sus cuadros más característicos del lugar, como analizaremos
más tarde. Desde Jávea regresa a la Malvarrosa donde pinta parte del otoño. En
noviembre adquiere parte del solar de la casa en Madrid, la cual será su casa
definitiva, donde se encuentra en la actualidad el Museo Sorolla.
En el año 1906 Sorolla
produce una gran cantidad de obra. Durante los primeros meses, como ha hecho en
años anteriores, se dedica al retrato en su estudio de Madrid. En primavera
viaja con su familia a París, donde tiene lugar la primera de sus grandes
exposiciones individuales. El pintor expone cuatrocientas noventa y siete obras
en la galería Georges Petit, de las que unas trescientas son apuntes. La
exposición supone un importante éxito de afluencia de público, que debe pagar
por entrar, de crítica y de ventas, que ascienden a la cantidad de sesenta y
cinco obras. Tras el cierre de la exposición, Sorolla viaja con su familia a
Biarritz que se había convertido en un centro de veraneo de la alta sociedad,
donde pinta Bajamar, Elena en Biarritz, e Instantánea Biarritz; y posteriormente
viaja a San Sebastián.
La familia de Don Rafael Errázuriz, 1905, Museo Sorolla
Realizada en un interior, otro de los géneros
en los que se desenvolvió con extraordinaria brillantez. Nos referimos a un
retrato conjunto realizado en su propio estudio, el de la familia del político
y diplomático chileno Rafael Errázuriz Urmeneta, que viajó a Madrid en 1905.
Sorolla pintó el cuadro ¡en doce días, una
auténtica hazaña, habida cuenta de que para muchos especialistas se trata de su
mejor retrato colectivo familiar. No extraña que el pintor obtuviera por el
encargo una cifra astronómica para la época, cuarenta mil pesetas. Errázuriz
había adquirido su primera obra del pintor diez años antes. Encargó varias más
y por fin, no dudó, al viajar a Europa, en pedir un cuadro de gran formato. No
es raro que quien había sido ministro de Asuntos Exteriores y luego de Interior
del gobierno de Chile hiciese una solicitud de este tipo, pues otros personajes
y familias adineradas de España y América se habían dirigido a Sorolla,
conocido por el aire elegante y cosmopolita que inspiraban sus composiciones.
En este caso, su madurez como retratista iba a alcanzar su cenit. Con una
escenografía horizontal de gran atractivo visual, que une de forma magistral la
sensación de sobriedad velazqueña y la opulencia propia de una nueva burguesía
política y social, cada uno de los personajes fue ubicado sin perder un ápice
de individualidad. El autor decidió, como puede observarse, un indudable
homenaje a los recursos compositivos de Las Meninas, cuyas principales pruebas
se hallan en la iluminación que procede de la invisible ventana de la derecha,
y la puerta de cuarterones de madera, esta vez situada en el fondo izquierdo.
Incluso una tercera huella parece hallarse en los peinados de las hijas,
también al modo de las meninas que acompañan a la Infanta Margarita.
A este homenaje clásico se suma otro goyesco,
el de situar como eje resolutivo a Elvira Valdés, la esposa del diplomático y
madre generatriz de la familia retratada, la dama chilena consigue centrar toda
la atención y transmitir con sutil elegancia una idea: su figura no constituye
sólo el eje del cuadro, sino el de la familia que le da vida. Todo el grupo, a
excepción de padre, mira al pintor. Junto a aquél, se sitúan otros elementos
diferenciadores, aunque sean meramente decorativos, como una estatua en bronce
de Victoria Niké, símbolo de su erudición. La pieza se conserva aún en el Museo
Sorolla, testigo mudo de una vida y un tiempo que hoy podemos recorrer en una
exposición que nadie debe perderse.
Clotilde y Elena en las rocas, Jávea, 1905. Museo Sorolla
“Clotilde y
Elena en las rocas. Jávea, 1905”. Este verano fue importante para el pintor. Es
el momento en que madura y desarrolla todo su potencial como pintor. Es el
sitio con el que sueña para pintar, le gusta el cabo de San Antonio por su
color rojizo y su paleta crece hasta límites insospechados. Es el verano en el
que está preparando su primera exposición individual en París, en 1906, y pinta
65 obras entre pequeño y gran formato. La blusa de Clotilde, que trepa con
elegancia por las rocas, y el vestido de Elena son blancos, el color preferido
por Sorolla para pintarlas frente al mar.
El baño, Jávea, 1905. Museo
Metropolitano de Arte
La pintura muestra a la familia de Sorolla, sus
dos hijas y su madre, jugando en el agua en la playa entre rocas en Jávea. En
primer plano, dominada por los colores arenosos, se encuentra su hija menor,
Elena, desnuda, con diez de edad. En el fondo, sobre un fondo azul oscuro,
están la esposa del pintor Clotilde y su hija mayor, María. El último plano está dominado por rocas oscuras que cubren completamente el
horizonte.
La pintura forma parte de una de las series más
famosas de pintura de niños desnudos, que le valió un encargo de la Hispanic
Society. Este último museo exhibió la pintura en 1909, el New York Times elogió
el «agua multicolor, azotando y formando espuma contra la superficie iridiscente
de las rocas húmedas».
Bajamar, Elena en
Biarritz, 1906, óleo sobre lienzo 175 x 147 cm. Colección particular
La hija pequeña
contaba once años cuando su padre la pintó en este lienzo de formato
grande, sabemos que se trata de ella por el título del cuadro,
porque ha sido tomada en un momento en que mira hacía el suelo, por
lo que el sombrero le oculta la mayor parte del rostro.
En la parte superior
del lienzo, apretado en una banda contra su borde, aparecen dos lineas de
olas junto a las cuales hay un grupo de mujeres y otros niños que se
divisan a lo lejos y han sido trazados a la manera de los apuntes rápidos,
tomados en pequeños cartones, es decir, sumamente, apenas bosquejados.
Desde esa pequeña banda superior , el agua marina que cubre superficialmente
la arena ocupa todo el resto del cuadro, ofreciendo una pintura
corrida de azules con algunas manchas ocres, si se eliminaran las breves
olas y figuras de la parte superior y la efigie de Elena, sería una
pintura abstracta .Precisamente las olas y las figuras
suministran el sentido representativo a la composición, Elena está
adherida a la superficie del agua como un recortable colocado encima,
sus formas se perfilan nítidas, con un dibujo de contorno separador
-cuyas líneas están especialmente señaladas en el sombrero- y un
sentido blanco que es la principal nota de color.
Usó aquí Sorolla un
procedimiento velazqueño, la elevación hacía el plano del lienzo de
la superficie del agua, de manera que la niña, más que pisarla parece
flotar en ella. La figura infantil está muy dibujada, lo
que contrasta, por ejemplo, con el pozal que lleva en la mano y desde
luego con su reflejo; hay una conexión escalonada del color de
las piernas con el de su movido destello marino, que liga con las
manchas de arena salpicadas por el medio de la masa de
agua. Elena es aquí una parte de esa vida de bajamar en Biarritz y su
personalidad queda absorbida por el panorama conjunto.
María en
la playa, Biarritz, 1906,
Este cuadro es un retrato al
aire libre con la particularidad que la iluminación de la figura principal es a
contraluz. Los blancos vibrantes de la espuma marina abren un haz de luz que
golpea a María (hija
del pintor) por la espalda. El efecto general es abrumador, mientras la fuerza
del color recae sobre el fondo, la figura principal aparece casi flotando en
primer plano.
El cuadro lo pinta Sorolla en la playa de
Biarritz, en el verano de 1906, lugar donde acudía a menudo con su familia.
Instantánea es una obra de Joaquín
Sorolla y Bastida pintada al óleo sobre lienzo con unas dimensiones de 62 x
93,50 cm. Está datado, según firma, en el año 1906 y actualmente se conserva en
el Museo Sorolla de Madrid.
En la obra se ve a una mujer (Según unos su
mujer Clotilde, según otros su hija María) sentada sobre la playa de la arena y
sujetando en sus manos una cámara Kodak “Folding Pocket Nº 0”, la cámara
de bolsillo más pequeña que existía en esos momentos, comercializada en 1902 y
todo un lujo para la época.
Con esa cámara la familia de Sorolla captó
innumerables instantes y ahora el artista parece querer rendirle un pequeño
tributo tratando de plasmar en la obra una especie de relación cómplice entre
la fotografía y la pintura.
El título “Instantánea” no es sólo el
más indicado por su temática y su “encuadre
fotográfico” sino también por su pincelada rápida y composición
esquemática. Esto, junto a una suave paleta de colores, da como resultado una
obra más cercana a la pintura impresionista francesa posiblemente debido a su
éxito en la exposición de París y de donde volvió impregnado con el aire de la
pintura francesa.
Tras dejar a su familia viaja unos días a
Segovia, y a mediados de octubre se marcha a Toledo donde está pintando su
amigo Aureliano de Beruete. En noviembre se instala con su familia en los
Montes del Pardo, en las afueras de Madrid, para que su hija María se recupere
de una tuberculosis. Durante el final de 1906 y los primeros meses de 1907,
Sorolla se dedicará a ir y venir del Pardo a Madrid, donde se dedica al género
del retrato según su costumbre, y donde realiza también en su estudio dos
cuadros de exterior, basados en notas tomadas con anterioridad: Aldeanos leoneses y el tríptico
decorativo Las regatas.
Algunos de los retratos de este invierno, de
personalidades argentinas, están realizados a partir de fotografías.
Paseo del faro, 1906
Paseo del Faro de Biarritz, es una auténtica
maravilla que une el paisaje y la luz del norte, sitio privilegiado dónde
veraneaba la sociedad burguesa, con la elegante indumentaria específica. Aquí
se deja ver la influencia del encuadre en la fotografía, que tanto llamó la
atención a Sorolla en sus obras. Como dato anecdótico, para pintar en los
acantilados y playas como precaución Sorolla ponía una sombrilla para evitar el
efecto directo de la luz y algunos hombres sostenían el cuadro por el viento.
El doctor Francisco Rodríguez de Sandoval, 1906. Óleo sobre
lienzo, 104,5 x 104,5 cm Museo del Prado
El médico posa sentado en una silla de brazos,
con las piernas cruzadas, girándose para mirar al frente con un gesto vivaz,
concentrado en su mirada inteligente. Retratado hasta las rodillas, parece
representar en torno a cuarenta años y viste traje gris con chaleco y guantes
del mismo color. Su figura, fuertemente iluminada, se destaca ante un fondo
neutro, también grisáceo, que se oscurece a las espaldas del personaje en una
intensa penumbra, en la que parecen adivinarse los brillos dorados de un marco.
El doctor Francisco Rodríguez de Sandoval
perteneció al círculo de amistades más íntimo de Sorolla, que tendría a lo
largo de su vida una especial relación con miembros de la profesión médica.
Durante su juventud, Sandoval había sido ayudante del eminente psicólogo
valenciano Luis Simarro (1851-1921) -también amigo de Sorolla- en el Sanatorio
del Rosario, a las afueras de Madrid. De pensamiento liberal, fue miembro de la
Institución Libre de Enseñanza junto con su condiscípulo, el célebre científico
Nicolás Achúcarro (1880-1918). Colaborador del doctor Medinaveitia -médico de la
familia Sorolla- y amigo del escritor Juan Ramón Jiménez (1881-1958),
consolidaría una sincera amistad con el maestro valenciano. Sandoval
acompañaría a Sorolla en algunos de sus viajes por España en esa época y
sustituiría a Medinaveitia como médico de la familia a partir de 1919,
atendiendo al artista durante la hemiplejia que minó su salud en sus últimos
años.
El retrato que guarda el Prado de este médico
pertenece a un momento especialmente fecundo de la actividad de Sorolla como
retratista, en que pinta algunos de sus lienzos más sobresalientes en este
género, asimismo en un formato marcadamente cuadrangular. Es también el tiempo
en que Sorolla interioriza con mayor sinceridad pictórica la esencia de la
tradición retratística de la pintura española a través de Velázquez, que aplica
en este caso con un alarde de maestría radicalmente moderno al resolver el
retrato desplegando distintas gamas y matices de un solo color, que compone en
una sinfonía de grises, de extraordinaria elegancia pictórica.
La seguridad de trazo con que está encajada la
figura, la economía abreviada de su técnica, que frota el pincel escurrido por
la superficie del lienzo para sugerir distintas texturas y planos de luz, y la
asombrosa maestría con que Sorolla sitúa al personaje en el espacio con un
recurso tan simple como el intenso oscurecimiento de la mitad izquierda del
muro que le sirve de fondo, sitúan indudablemente este retrato entre los
mejores pintados por Sorolla en estos años.
Señora de Sorolla (Clotilde García del Castillo)
en negro, 1906. Metropolitan
Museum of Art
La esposa de Sorolla, Clotilde, era su
confidente, compañera de viaje, contadora (o en sus palabras, "mi ministro del Tesoro") y
musa. En este retrato, ambientado en su casa de Madrid, se hace pasar por
una belleza española con un llamativo vestido de noche. Detrás de ella
está la pintura de Sorolla de una mujer santa, realizada durante los primeros
meses de su matrimonio en 1888. A la derecha, el artista representaba el borde
de otro lienzo, una vanidad que recuerda la obra del maestro y compatriota
Velázquez del siglo XVII. La imagen actual se destacó en la exitosa
exposición de Sorolla de 1909 en la Hispanic Society of America en Nueva York,
donde el Metropolitano la adquirió de inmediato.
El pintor Antonio Gomar y Gomar
1906. Óleo sobre lienzo, 59 x 100 cm. Museo del Prado.
Tiene don Antonio Gomar en este retrato cincuenta y tres años,
y Sorolla utiliza el formato apaisado, del que tanto
gusta para amigos y familiares. Es una forma menos académica y el representado
se mueve en la escena con una mayor naturalidad, en este caso medio riéndose,
en un medio cuerpo escorzado de tres cuartos a la izquierda, en primer plano,
lleva un cigarrillo encendido, cuyo humo asciende de forma voluptuosa hacia el
rostro.
Poco sabemos de este pintor, nacido en Beniganim, Valencia, el 26 de marzo
de 1853. Fue discípulo de Rafael Montesinos en
la Escuela de Bellas Artes de San Carlos que lo encamina
hacia la pintura de paisaje, en la que se movió toda su vida. Desde 1871
participó en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y
en las Regionales de Valencia a partir de 1872, en la
que obtuvo un premio. También expuso en Sevilla y Barcelona en 1872, en Valencia en 1873 y
en la Cantina Americana de Madrid en 1876.
Establecido en Madrid, recibe varios
encargos de pintura decorativa, el comedor del palacio de los duques de
Santoña, Café Fornos, etc. que decora exclusivamente con paisajes,
tanto en techos como en muros. En 1881 acude a la Nacional y se le otorga una
tercera medalla, que rechaza por considerarla insuficiente, no volviendo a
presentarse hasta 1904, obteniendo una medalla de plata.
Fue viajero impenitente, tanto por España como por el extranjero, donde ejecuta muchos
paisajes, algunas veces acompañados de
figuras. El Albaicín, Granada, del Museo del Prado es quizá su obra más conocida.
Mantuvo amistad con algunas personalidades
valencianas, como el doctor Simarro o el pintor Joaquín Sorolla, que
debió ponerle en contacto con don José Artal, ya que participó en algunos de
sus salones de Buenos Aires. Muere en Madrid el 21 de junio de 1911
Mercedes Mendeville, condesa de San Félix 1906. Óleo sobre
lienzo, 198 x 99 cm. Museo del Prado
Extraordinariamente dotado para el
retrato Sorolla se convirtió, especialmente a partir de su éxito
internacional en la Exposición Universal de París de 1900, en uno de los
pintores más solicitados por el gran mundo. Sus retratos femeninos tienen,
incluso en casos como éste, en el que la retratada es de mediana edad, una gran
sensualidad. En esta obra el pintor la acentúa, además, mediante la pose
elegida. La mujer sostiene con levedad en un solo hombro su rica capa de raso
guarnecida de finas pieles, dejando ver el amplio escote de su vestido de raso
blanco con encajes que, muy ajustado al talle, hace patente la armonía de su
figura. Sorolla realizó al menos ocho dibujos preparatorios, en los
que estudió la figura, y en los que se ve que entre las distintas opciones
dominaban ya las que representan la pose elegida. Pese a haber realizado los
dibujos, la imposición de la figura en el lienzo resultó un poco apretada, de
modo que el pintor hubo de añadir una franja de tela cuyas costuras son
visibles en la parte superior. A pesar de ello se produce un contraste entre la
gran desenvoltura y amplitud de movimiento del personaje y el escaso espacio
del que dispone, en un formato vertical muy utilizado en el retrato mundano por
servir a la estilización elegante de las figuras. Ya Raimundo de Madrazo,
pintor apreciado por el artista que le retrató en París en este mismo
año, había empleado a menudo este formato, como también el recurso de mostrar
los brillos y reflejos de las ricas telas femeninas. El virtuosismo de Sorolla en
esto último era superior al de los artistas de su tiempo y en este caso sacó
todo el partido del contraste entre los blancos y rosas realzados mediante
amplias pinceladas y los tonos oscuros y cálidos del cortinaje del fondo, sobre
el que campea el escudo con las armas de San Félix, timbrado por la corona
condal. Quizá estimulado por la sensualidad opulenta de la condesa, de la que
algún autor consideró que había sido modelo de uno de los personajes de La
quimera, la novela de Emilia Pardo Bazán publicada en 1905, la
representó con un amplio movimiento helicoidal que evoca en cierto modo la
forma de las rosas que sostiene, y hace emerger su figura de la capa que la
rodea. La marcada sensualidad de la modelo aparece también en la otra opción
que el artista planteó en sus dibujos preparatorios, en la que la presentaba recostada
en un canapé con uno de sus brazos extendidos. El artista llevó al extremo la
soltura de su pincelada en el vestido que descansa en parte en el sillón
tapizado de amarillo que está detrás de ella. La expresividad del rostro queda
realzada por el acusado sombreado en torno a los ojos, cuyo brillo destaca así
con mayor intensidad, en tanto que los labios entreabiertos y la cabeza ladeada
acentúan cierta coquetería de la dama. Ésta era, por otro lado, aficionada a la
pintura, y en la segunda década del siglo aparece registrada como copista en
el Museo del Prado. El artista, que cobró por el retrato siete mil
pesetas, lo incluyó en su importante exposición personal en la galería Georges
Petit de París en 1906 y dos años después se publicó en el
catálogo de su exposición en Londres.
Retrato de Santiago Ramón y Cajal, 1906. Museo de
Zaragoza
En una carta a su amigo y marchante Pedro Gil
Moreno de Mora (1860-1930), de finales de marzo de 1906, Sorolla escribe que ha
"terminado el retrato del Doctor Cajal" (y sigue enumerando una lista
de retratos acabados entre los que se incluyen también el de Bartolomé Cossío y
el de Blasco Ibáñez). La ficha completa del cuadro y un breve estudio del mismo
aparecen en el manual que sobre el pintor valenciano construyeron Felipe Garín
y Facundo Tomás; allí se informa de que el cuadro estuvo en la exposición
individual de Sorolla ese año en la galería Georges Petit de París, y
finalizada la muestra fue comprado por el propio Pedro Gil por cinco mil
pesetas. De la familia de banqueros catalanes pasó luego a la colección del
doctor Puigvert (Barcelona). En 2014 se encontraba en el Museo de Zaragoza,
propiedad de la Diputación General de Aragón.
Psicólogo natural e intuitivo, Sorolla pintó al
genio envuelto en su capa, elegante y relajado, mirando al espectador, en un
gesto casi provocador y desafiante, pero "con el brillo de una mirada tan luminosa como comprensiva". A
su alrededor unos libros y uno de los dibujos del cerebelo, obra del propio
Ramón y Cajal, indiscutido líder científico y alma de la JAE y su Laboratorio
de Investigaciones Biológicas (que luego llevó su nombre como Instituto Cajal).
Sorolla, muy vinculado a la Institución Libre
de Enseñanza, donde se educaron sus tres hijos, ya había retratado a varios de
sus miembros, incluso en el transcurso de una investigación científica, como es
el caso del lienzo titulado Una investigación (1897), con el doctor Luis
Simarro, colega de Cajal, concentrado ante el microscopio y rodeado de sus
discípulos.
La actriz doña María Guerrero como La dama boba, 1906. Óleo sobre lienzo,
131 x 120,5 cm. Museo del Prado
Este retrato, pintado por Sorolla a la que fuera su gran amiga y vecina María Guerrero, es seguramente el mejor y más expresivo
testimonio de la verdadera obsesión que la eximia actriz mostró durante toda su
vida por su propia imagen, haciéndose retratar desde su infancia por varios de
los más famosos pintores de su tiempo. Esta voluntad se vio favorecida ya en el
seno familiar por la amistad de su padre, el decorador Ramón Guerrero, con
muchos de estos artistas, educando a su hija en un ambiente culto y erudito,
que incluía clases de idiomas y declamación. Así, María Guerrero creció en
un ambiente intelectual y sensible hacia el mundo de la pintura, que
estimularía a la actriz su afición por querer inmortalizar su imagen en las
distintas etapas de su trayectoria y en los algunos de los papeles que le
dieran mayor renombre en la escena.
Así, el malagueño José Vallejo (1821-1882)
y el valenciano Emilio Sala (1850-1910) la pintarían siendo todavía niña, y
Raimundo de Madrazo la retrató en 1897 en su papel de Doña
Inés. Al final de su vida sería retratada además por otros afamados pintores
como Anselmo Miguel Nieto (1881-1964), Daniel Vázquez Díaz
(1882-1969) o Ricardo Baroja (1871-1953). Así, Guerrero posó para los
pinceles de Sorolla en la plenitud de su fama como la más grande actriz
española de su tiempo en este soberbio retrato, que la representa en este caso
en el rol de Finea, protagonista de la inmortal comedia La dama boba, escrita
por Lope de Vega en 1613, que sería también uno de los papeles
emblemáticos en la carrera de la actriz, con el que cosechara legendarios
éxitos tanto en España como en Argentina. El mismo año en que Madrazo pintara a la actriz en su papel de la Doña Inés del
Tenorio, Sorolla realizó una primera versión del presente retrato,
cuando María Guerrero contaba veintinueve años, con un tamaño más
reducido, presentándolo entonces a la Exposición Nacional de 1897. Nueve años
después el artista lo reharía por completo sobre este primer lienzo, que amplió
hasta el formato más cuadrangular que hoy presenta, muy utilizado por Sorolla en otros retratos de ese mismo momento. Así, añadió
a la tela original sendas bandas horizontales en sus bordes inferior y superior,
perfectamente visibles en la actualidad, superando con mucho en su deslumbrante
calidad pictórica los resultados de la primera versión, conocida a través de
fotografía. En ella, María Guerrero aparecía con rostro
serio y más joven, sentada en un sillón frailero, cuyo respaldo asomaba tras su
figura, ante el fondo impreciso de un salón, con paredes de alto zócalo de
cuarterones. Después, Sorolla rehízo totalmente tanto el
rostro de la actriz como su vistoso traje, ampliando sustancialmente su guardainfante
y transformando también el fondo, que ambientó en el interior de una sala en la
que aparece sentado su esposo, igualmente caracterizado para la obra en el
papel de Rufino, profesor de Finea, sosteniendo un libro en las manos.
Igualmente, sobrepuso la fecha de 1906 a la anterior de 1897 que figuraba en la
inscripción de la esquina superior izquierda, junto al escudo de armas de la
actriz. La recreación de la moda del reinado de Felipe IV en esta
caracterización de María Guerrero da una vez más la oportunidad
a Sorolla para rendir su particular homenaje a la pintura de Velázquez, haciendo gala de su profunda asimilación de la
plástica velazqueña aplicada a su propia maestría pictórica en el despliegue
del vestido, de extraordinaria riqueza cromática a base de rosas, carmines y
blancos, que remiten de inmediato al retrato de La infanta doña Margarita. Así, Sorolla resuelve el traje con una libertad absoluta de
trazo, desenvuelto y vibrante, y una jugosidad de materia de asombrosa
modernidad, que corresponde por lo demás a la etapa más rotunda del maestro
valenciano como retratista, logrando captar en el lienzo con una vivacidad
palpitante toda la intensidad expresiva del característico rostro de la actriz,
que tanta fama diera por su fuerza dramática a esta gran dama del teatro
español. Por otra parte, este retrato viene a suponer el testimonio más
elocuente del papel crucial que desempeñó el Museo del Prado en el
descubrimiento y admiración por Sorolla de la pintura de
Velázquez. En este sentido, resultan especialmente
elocuentes las propias palabras del artista, que expresan con toda claridad su
especial intención puesta en esta obra: «Yo
le pedí a María que me dejara hacerle este retrato, que he pintado para que
después vaya al Museo del Prado. Porque es lo que yo le digo a María:
“Tú deberías estar en el Museo,
y conviene que estés pintada por mí y sea ésta una de las obras mías que queden
allí”. No es extraño pues que Sorolla quisiera
destilar en él lo mejor de su arte, intentando emular al «maestro entre
maestros» con quien, en sus anhelos, quería compartir vecindad con este retrato
en los muros del Prado; deseo que finalmente llegaría a cumplirse. María Guerrero había llegado a cuajar una gran amistad con Joaquín Sorolla, que se estrechó aún más al convertirse en
vecinos tras construirse éste su última casa, hoy convertida en Museo Sorolla. Así, la actriz su ministraría al artista
trajes de su vestuario para algunos de sus retratos, según comenta el propio Sorolla en carta a su esposa Clotilde, datada en el primer
semestre de 1907: «Llegué a casa antes que los
criados, cené cualquier cosa y me fui a ver a María Guerrero, para ver si tenía
un traje que necesito para uno de los retratos para América, ella quedó
encargada de arreglarlo y me dio muchos recuerdos para vosotros».
Instalado ya en su nueva residencia, pediría permiso de la actriz para dar luz
a su estudio a través de un ventanal abierto a su parcela: «Estoy contento pues María
permite haga la ventana sobre su jardín, me refiero a la Guerrero, estoy pues salvado por ahora». En una
fotografía publicada en la revista La Esfera en 1928 con
motivo de su necrológica, aparece María Guerrero ataviada
con este mismo traje, con mínimas variantes en su aderezo; modelo que
mantendría en sucesivas versiones del vestido empleado por la actriz para este
papel.
Rocas en el faro, Biarritz, 1906. (61.5 x 103.2 cm)
Grupa valenciana, 1906. 187 x 200,5 cm.
El 28 de mayo de 1906, el pintor valenciano
Joaquín Sorolla terminaba una de sus obras más hermosas y trabajadas, "Grupa valenciana", óleo sobre
lienzo que muestra una de las estampas más típicas de la huerta valenciana.
Esta tradición, que aún puede ser admirada en procesiones, cabalgatas y
pasacalles, representa el amor que sienten los labradores valencianos por sus
caballos, que más que un animal de trabajo, es reconocido como uno más de la
familia; por este motivo, los animales son engalanados y cubiertos con ricos
adornos, para que luzcan en todo su esplendor.
Una majestuosidad perfectamente ilustrada en el
detallado lienzo realizado por Sorolla, reflejando una estampa llena de luz,
color y riqueza, tanto en los adornos del caballo, como en los trajes típicos
que llevaran sus dos hijas, modelos del artista. El cuadro, que mide alrededor
de 2 metros de alto por 1'87 de ancho, fue expuesto inicialmente en París
con el epígrafe "Mis hijas, en traje valenciano del siglo XVIII";
posteriormente, pasaría por diversas colecciones privadas, hasta que en 1981
fuera comprado por el Ministerio de Cultura y donado al Museo de Bellas Artes
de Valencia.
Aldeanos leoneses, 1907. Hispanic Society of
America
Aldeanos leoneses es una de las obras más representativas de la etapa de madurez del
pintor.
Está pintada al óleo sobre
lienzo y sus dimensiones son de 198,6 x 253,6 cm. Según el investigador y
director del Museo Textil de Val de San Lorenzo de León Miguel Ángel Cordero,
su ejecución se enmarca en el contexto de las varias visitas que el artista
realiza a la provincia entre 1902 y 1913, «buscando [sobre todo] la riqueza de [su]
indumentaria campesina». En 1908, es decir, un año
después de su realización, la pieza forma parte del conjunto de obras
presentadas en las Grafton Galleries de Londres, donde llama poderosamente la
atención del magnate estadounidense Archer Milton Huntington, fundador de la
Hispanic Society of América en 1904, quien, al año siguiente (1909), organiza
la primera exposición de obras de Sorolla en Nueva York (el mismo día de la
inauguración, compra los cuadros Aldeanos leoneses («atractivo grupo […] con sus
asnos brillantemente enjaezados») y Sol de tarde).
Finalmente, le encarga la realización de los catorce paneles que constituyen su
Visión de España, que desde entonces decoran uno de los salones de la
institución.
En 1907 se celebra la
segunda gran exposición de Sorolla, que se desarrolla sucesivamente en la casa
Schulte de Berlín y en las sedes que la misma firma tenía en Düsseldorf y
Colonia. Ante la enfermedad de su hija María, el pintor decide no ir a Alemania
a hacerse cargo de la exposición, al contrario de lo que había hecho en París.
A diferencia de lo ocurrido en la capital francesa, los organizadores de la
exposición no hicieron catálogo para la ocasión, y le dieron poca publicidad.
Las doscientas ochenta obras de Sorolla se exponen en los dos salones
principales de la galería, pero otros salones muestran obras de otros artistas
alemanes. Ya antes de la inauguración Max Liebermann uno de los pintores
alemanes más importantes del momento, había enviado a la prensa un comunicado
en el que se mostraba crítico hacia la muestra y el pintor. Además, las
críticas dieron poca importancia a la muestra. Como consecuencia de todo ello,
la exposición supuso un fracaso comercial y económico: tan solo se vendió en
Berlín un cuadro pequeño.
Tras el
restablecimiento de su hija mayor, la familia se traslada a pasar el verano a
la Granja, donde el pintor realiza bastante trabajo al aire libre y retrata a
los Reyes de España. De este momento data su conocido Retrato del Rey Alfonso XIII con uniforme de húsares, pintado del
natural al aire libre. Regresan a Madrid a comienzos de octubre, donde Sorolla
realiza retratos, y a mediados de noviembre, tras dos años de ausencia, va a
Valencia a pintar acompañado de su discípulo Tomás Murillo.
“Alfonso XIII con uniforme de Húsares”, 1907, óleo sobre
lienzo, 208 x 108,5 cm. Patrimonio Nacional, Colección de la Casa Real.
Ante este retrato que hoy
adorna la residencia de los príncipes de Asturias, cabría preguntarse: ¿era
cierta la crítica que el pintor recibió de embellecimiento de los modelos? Hay
una fotografía que muestra el rey posando y Sorolla pintando este retrato;
basta observarla para comprobar que, en este caso, fue así. Alargó y estrechó
la figura del monarca, haciéndolo parecer más esbelto y joven. Pero toda
pintura es menos un documento histórico que un elemento de prestidigitación que
dejaba en un segundo lugar las relaciones con el referente para primar el
espíritu del cuadro. En este caso llama la atención el potente colorido, con
ese rojo de impacto y los azules, amarillos, violáceos y verdes, que organizan
una composición festiva, al aire libre, en la que, como es habitual en Sorolla,
figura y fondo se complementan para ofrecer una delicia compositiva a los ojos
del espectador.
La pintura creada en 1907 muestra al rey
Alfonso XIII en un retrato a tamaño natural. El monarca de 21 años se enfrenta
al espectador, con la pierna izquierda adelantada sobre la derecha. Su rostro
muestra una tez clara y sus ojos abiertos miran al frente. Lleva su cabello
castaño con un peinado muy corto, dejando las orejas libres. El rey tiene su
mano derecha en la cadera y su mano izquierda descansa en el mango de un sable
cuya funda equipada con dragona llega hasta el suelo. Alfonso XIII, viste el
uniforme de la caballería del Regimiento de Húsares de Pavía. Esto incluye la
chaqueta roja llamada dolman, bajo la cual se asoma una camisa blanca en el
cuello y la manga derecha. En el hombro izquierdo se encuentra la pelliza azul
con cuello y forro de piel negra. Esto combina con los pantalones del uniforme
igualmente azules, lleva botas de montar negras pulidas, que incluyen espuelas
de plata. El colorido del uniforme está adornado con numerosos botones dorados
y con intrincados adornos y trenzas, que eran bordados con hilos de oro en las
telas. Además, alrededor de la cadera hay una banda roja, atada a manera de
fajín, cuyos extremos son unas borlas de hilos de oro atadas en el lado
izquierdo. El rey no muestra signos visibles de su cargo. Lo que sí se puede
ver son numerosas medallas y condecoraciones en la chaqueta roja y en la
pelliza. La única joya que muestra es el anillo en el dedo anular, una
referencia a la boda celebrada el año anterior con la princesa británica
Victoria Eugenia de Battenberg.
Aunque el cielo en sí no es visible, la luz
solar juega un papel importante en la imagen. En las hojas de los árboles, en
el suelo del primer plano, en la ropa, en las botas, en la cara y en las manos
del rey, en todas partes hay reflejos de la luz filtrándose entre el follaje
que apuntan a la luz brillante del sol en la pintura. Además, especialmente la
luminosidad de los colores uniformes es posible únicamente a través de la
intensa luz del día. La pintura está firmada y fechada «J. Sorolla B. 1907 San
Ildefonso».
El baño en La Granja. 1907. Altura = 83 cm; Anchura = 106 cm .Museo Sorolla
Durante esta estancia en la Granja, Sorolla
trabaja el tema del jardín con figuras. Los jardines de La Granja, llenos de
fuentes y árboles, que generan zona de penumbra en las que se filtra la luz,
ofrecen un repertorio de recursos que le permiten experimentar con sus temas
principales en un ámbito diferente al de la playa. Esta obra, junto con Niño
desnudo, La Granja (Nº Inv. 799), en esta misma sala, supone una traslación del
tema de playa, con sus constantes de desnudo infantil, agua y luz, al paisaje
de interior.
María en los jardines de la Granja 1907 Óleo sobre lienzo
56 x 89 cm
Estando en la Granja de San Ildefonso en el
verano de 1907 con el encargo de pintar al joven rey Alfonso XIII, Sorolla
realiza una serie de retratos de su mujer y de sus hijos mientras juegan y
pasean, todas ellas ambientadas en los jardines. En esta obra, Sorolla retrata
a su hija mayor, María, de 17 años, junto al estanque de la fuente de los
Caracoles.
María siempre tuvo una salud delicada, y al
diagnosticarle en 1906 una tuberculosis, tendrá que pasar el invierno de
1906-1907 en El Pardo para respirar el aire puro de la sierra. En este retrato,
su hija había superado la enfermedad y en su figura no queda huella de la
enfermedad que acaba de pasar; es más bien una encantadora joven de la belle
époque. La acompaña una niña con aro: Susana, la hija del crítico Leonard
Williams, que en 1909 publicaría un catálogo de las pinturas de Sorolla.
Al igual que en otras obras de ese mismo
verano, Sorolla se deleita en uno de sus motivos preferidos: los reflejos de
los árboles y del cielo en el agua del estanque y la cálida luz que se filtra
entre el follaje.
El retrato de
su hija María Clotilde en la Granja, nos acerca a la frágil
y delicada salud de ésta, llevando un vestido blanco casi etéreo.
La mujer y los hijos
del pintor acuden a Valencia a pasar la
Navidad, lo que le permite seguir pintando obras de la playa y la huerta hasta
que regresan todos a Madrid a mediados de enero de 1908. En febrero viaja a Sevilla
y antes y después se dedica en Madrid al género del retrato. A mediados de
abril viaje Sorolla a Londres donde tiene lugar su tercera exposición
individual. De camino pasa por París y visita exposiciones, entre ellas las de
los impresionistas que mostraba Durand Ruel, Aunque no hay certeza sobre el
número de obras que el pintor valenciano expuso en Londres, Blanca Pons-Sorolla
lo estima en 500 pinturas aproximadamente, entre apuntes y cuadros. La
exposición en Londres tampoco tuvo mucho éxito comercial: se vendieron trece
cuadros y treinta y cinco apuntes. Por oreo lado, el pintor tampoco acabó de encontrarse a
gusto en la capital británica, en parte por desacuerdos económicos con los
organizadores y también por su completo desconocimiento de la lengua inglesa.
Además se esperaba que durante su presencia allí recibiese encargos de
retratos, cosa que no llegó a ocurrir. Sin embargo recibió allí un trato
amistoso por parte de los pintores Sargent, Zorn, Alma Tadema y Labery, entre
otros. De mayor trascendencia, la exposición londinense permite al pintor
valenciano contactar con el que sería su mayor cliente y mentor, el
norteamericano Archer M. Huntington, que le propone llevar su obra a la
Hispanic Society of América, en New York. De regreso a España, Sorolla pasa de
nuevo por París. Tras unos días en Madrid, viaja a la Malvarrosa, donde pinta
desde mediados de junio a finales de septiembre. Ya en Madrid retoma los
retratos en octubre, en diciembre envía las obras para su próxima exposición en
New York, y viaja a Valencia a celebrar la Navidad.
María pintando en el Pardo”.
1907. Colección particular.
Este es el último retrato que
Sorolla pintó sobre su hija María durante su estancia en el Pardo a causa de la
convalecencia de tuberculosis. Sin
embargo, en este cuadro, a diferencia del resto de la serie, María se muestra
casi completamente recuperada. Ha abandonado la tarima en la que aparecía
recostada, y el abrigo y la gorra, que le acompañaron en las otras
representaciones, han sido sustituidos por un ligero vestido blanco y un
sombrero sujetado por un pañuelo atado al cuello, indicándonos que los días
invernales son cada vez más calurosos. Bajo una sombrilla, María aparece
sentada sobre una silla de madera y en su regazo sostiene un estuche de
colores, en una actitud de dibujar el paisaje que está contemplando. Como su
propio padre escribiría en una carta “sólo se puede ser feliz siendo pintor”,
María seguía los consejos de su padre en la pintura, disciplina que en aquel
momento se convertiría en el complemento ideal en la terapia antituberculosa.
Saltando
a la comba, 1907 La
Granja de San Ildefonso. Museo Sorolla
El verano de 1907 transcurre para Sorolla en La
Granja de San Ildefonso. Allí descubre los jardines del Real Sitio y se
entusiasma con sus rincones, en los que suele introducir figuras, en este caso
su hija Elena jugando con una comba. La luz lo inunda todo, produciéndose
fuertes contrastes entre sombras y claridades.
Los jardines de La Granja servirán como fondo
de muchos cuadros pintados aquel verano, escenas familiares y retratos en que
representa a su mujer y a sus hijas así como a los reyes. Su interés por el
tema del jardín se manifiesta ya desde el año anterior, cuando pinta pequeños
rincones del jardín de su casa madrileña de la calle Miguel Ángel. Lo retoma
durante su estancia en La Granja, usando el jardín unas veces como fondo de las
composiciones y otras como auténtico protagonista de sus cuadros.
La obra entera destila instantaneidad, animada
por el movimiento de todas las figuras que ha quedado detenido en un momento,
como si de una toma fotográfica se tratara. A esa sensación contribuye la
propia composición, impulsada por una espiral de energía cinética creada por
las figuras que corren alrededor del estanque. El mayor alarde de
instantaneidad es la figura de Elena en primer plano, captada en pleno salto,
como indican la sombra proyectada en el suelo y la cuerda apenas visible con la
que juega. La propia iluminación, con la luz solar filtrándose entre la
vegetación, y la indefinición de rasgos acentúan nuestra impresión de visión
fugaz.
La llegada de los barcos, 1907
La princesa Beatriz de Battenberg, óleo
sobre lienzo, 1908, 50 3/4 pulg. x 38 3/8 pulg. (1289 mm x 975 mm)
Beatrice, la hija menor de la
reina Victoria, fue llamada 'Bebé'
por su madre en la vida adulta. Cuando era niña decidió no casarse nunca,
pero se enamoró del príncipe Harry de Battenberg cuando tenía veintisiete
años. Esto causó gran angustia a su madre, para quien actuó como compañera
y secretaria; solo después de la intervención de la hermana mayor de
Beatriz, la reina aceptó el matrimonio. Lo hizo con la condición de que la
pareja viviera en Inglaterra y que Beatriz siguiera actuando como su secretaria
privada.
Playas de Valencia por la tarde (1908)
El puerto de Valencia es un tema recurrente en
la producción de Sorolla: en la obra del mismo nombre aparecen fondeados barcos
pesqueros rodeados de niños, y al fondo algunos veleros y barcos de mayor
envergadura, una clara distinción de clases. Otra maravillosa escena es “Barcos
en el Puerto de Valencia”, una obra singular por la perspectiva que se ofrece,
ya que podemos apreciar el interior de los barcos de recreo atracados.
Después del baño, 1908. 176 x 111,5 cm
Colección privada
Bajo el título saliendo del baño o después del
baño encontramos en la obra de Sorolla numerosas versiones de un tema en
principio intrascendente pero con el que se siente a gusto y que culminará de
alguna manera con La bata rosa, también denominada en su momento Después del
baño.
Estas escenas reflejan motivos reales de la
Valencia de su tiempo. La costumbre en Valencia a finales del siglo XIX y
principios del XX era que los hijos de los obreros y pescadores se bañaran
desnudos. A los cuatro o cinco años, las niñas empezaban a bañarse en bata,
mientras que los niños seguían haciéndolo desnudos hasta la adolescencia. De
ahí la aparición en sus lienzos de niñas con batas rosas y blancas,
cambiándose, como en éste, o jugando en la orilla como en tantos otros.
Corriendo por la playa. Valencia, 1908, 90 x 166,5 cm.
Durante el verano de 1908, en que se instaló
junto con su familia en la playa de Valencia, Joaquín Sorolla (Valencia,
1863-Cercedilla, Madrid, 1923) realizó algunas de sus más hermosas escenas de
playa, protagonizadas por niños y jóvenes a la orilla del mar, todos ellos
dentro de un ambiente de sana y radiante felicidad que la crítica de la época
vinculó a una voluntad de exaltar el carácter mediterráneo de la costa
levantina en relación al esplendor cultural de su pasado grecolatino.
Reconocido pintor de instantáneas al aire
libre, el artista era consciente de que las cosas llegan a nuestros ojos no con
su forma propia perfectamente definida, sino alterada por el ambiente y la
luminosidad en la que se hallan sumergidas. Por eso su lucha artística
consistió, como refiere su biógrafo Rafael Doménech, en unir la forma con la
luz desdoblada en incesantes coloraciones.
Esto se aprecia por ejemplo en el lienzo
luminista Corriendo por la playa. Valencia, un cuadro de composición
equilibrada y armónica lleno de luz y movimiento. Está protagonizado por tres
figuras infantiles de tamaño monumental que corren en primer término, a la
orilla de la playa, en trepidante carrera, mientras otras cuatro se bañan y
juegan en el agua, en segundo término. El cuerpo desnudo del niño y las dos
niñas protagonistas, con sus amplias batas blancas y rosadas, se recortan y
contrastan cromáticamente sobre el mar, que se desarrolla eliminando toda
referencia al horizonte para colmar la parte superior del lienzo con el azul
profundo del agua, en contraste también con la franja inferior de arena, seca y
bañada por el agua, que da la nota de equilibrio y estatismo a la composición.
La supresión del horizonte permite al pintor
hacer más patente el protagonismo de estas tres figuras, al tiempo que facilita
el contraste de colores complementarios (entre las vivas carnaciones
anaranjadas y la yuxtaposición de la arena con los resplandecientes azules del
agua). El mar, de colorido intenso, está pintado con amplias y estrechas
pinceladas horizontales de distintas gamas de azul intenso, violetas e incluso
de ocres (ecos éstos últimos de la arena de la playa), que se distribuyen
nerviosamente sobre un fondo de preparación azul claro, en un recurso que le
permite plasmar el bullicioso movimiento del agua. En cuanto a los cuerpos y
ropas de los niños están trazados con mano rápida y gesto vivo, aunque
sintético, que expresa fielmente la fugacidad de los movimientos; con una
amplia gama de colores integrados en el blanco y rosa de las batas, emulando
multitud de reflejos; y con un toque de pincel empastado y preciso para
construir los brillos de la piel húmeda de los muchachos. Además, y para
reforzar el efecto de potente luz solar que transmite el cuadro, Sorolla
utiliza como recurso el gesto de la mano de uno de los niños que está en el
mar, con el que se protege del deslumbramiento de un sol cegador, gesto que ya
había utilizado en uno de los niños que protagonizan ¡Triste herencia! (1899).
Estudio de Herencia Triste (Beach Rascals) 1908
Idilio en el mar, óleo sobre lienzo 151x 199 cm. The Hispanic Society of America
Esta obra pintada durante el prolífico verano de 1908, está estrechamente relacionada con Al agua y Saliendo del baño al modelo de un tríptico en que Al agua sería la escena anterior y Saliendo del baño, la posterior. Como ellas muestra, en esta ocasión incluso en el título, la afectuosa relación entre ambos muchachos, pintados a partir de los mismos modelos.
Esta obra pintada durante el prolífico verano de 1908, está estrechamente relacionada con Al agua y Saliendo del baño al modelo de un tríptico en que Al agua sería la escena anterior y Saliendo del baño, la posterior. Como ellas muestra, en esta ocasión incluso en el título, la afectuosa relación entre ambos muchachos, pintados a partir de los mismos modelos.
El artista ensayó aquí
en gran tamaño el motivo del desnudo del niño en el agua, que luego estudiaría
en una de sus obras más conocida Chicos en la playa. Se planteó ya una
composición de primer término donde la visión desde arriba hacia abajo permite
al artista delimitar su escena por completo en el agua, de modo que la
atención se concentra en la presencia de los cuerpos al sol, junto a sus
reflejos y a la sombra que proyectan sobre el mar. A pesar de la postura
estática de ambas figuras, las dos diagonales paralelas que trazan y,
sobre todo, el recorrido en torno a ellas del agua, que sugiere un
placentero juego, dan movimiento a la composición. La pintura, muy diluida
en la representación del mar, en pinceladas largas y ondulantes que
indican su movimiento, deja ver la trama y la urdimbre del lienzo y
sugiere así la superficie de la arena apenas cubierta por el agua, en
tanto que los toques más empastados aparecen en los brillos de los cuerpos. El
contraste entre las carnaciones anaranjadas del muchacho y los azules que
le rodean, se hace más exaltado en el centro mismo de la composición donde
el color rojizo de la figura de la niña hace resaltar el intenso violeta de la
sombra de su cabeza iluminada a pleno sol del mediodía estival.
El artista captó la
simpatía y el afecto entre los muchachos que charlan sin acercar sus
cuerpos al revés de lo que ocurre en Al agua y en Saliendo
del baño donde hay contacto físico entre ambos, lo mismo que
en La herida del pie y en Sobre la arena. Esta última obra, de
tema similar, muestra una composición casi inversa, en la que los cuerpos se
ven de espaladas hacía el mar, con una mayor intensidad de color.
En todas ellas, pero
singularmente en Idilio en el mar, que es la más importante, se pone de
manifiesto la voluntad del artista de captar a plena luz la espontaneidad
de los cuerpos infantiles. En el de la muchacha hay una resonancia clásica
tanto en el juego de los pasos mojados sobre su cuerpo como en la
disposición serpentina de éste, Su perfil perdido indica también que el
artista le interesaba la búsqueda de la expresividad no tanto a través del
rostro como del cuerpo.
Tarde de sol en el Alcázar de Sevilla, óleo sobre lienzo 91
x 64 cm. Colección particular
Sorolla es uno de los grandes pintores del
jardín español y probablemente de los que mejor entienden el jardín
hispano musulmán. Como dice Litvak es uno de los que captan con
mayor delicadeza el mensaje de esta exquisita civilización en cuya esencia
permanece la obsesión de interioridad en convivencia con la vegetación y
el agua.
Sorolla, aunque tímidamente había pintado
jardines casi desde el comienzo de su carrera, se había recreado anotando
en sus apuntes y cuadros la vegetación y las flores de su tierra. En
Valencia, sus cuidados huertos de naranjos tienen mucho de jardín, y los había
pintado. Pero es a partir de 1907 cuando realmente se estrena y con gran
éxito, como pintor de jardines con unos muy diferentes, los del palacio de
la Granja de San Idelfonso.
En 1908 Sorolla pinta por primera vez, los
jardines del Alcázar de Sevilla, al tiempo que realiza un retrato de la
Reina Victoria Eugenia que deseaba presentar en su exposición individual
de Londres de ese año. De la impresión que le hicieron estos jardines, le
explicaba a Clotilde en una carta:
Esto te
gustaría pues no pisas tierra nunca, todos están embaldosados y con
azulejos intercalados, sus fuentes de azulejos, todos cercados de mirto, le dan
una nota poética muy simpática / Es una pena que no lo veas todo pues
gozarías enormemente
Sorolla regresaría a Sevilla en 1910, sabiendo
ya muy bien lo que deseaba pintar. De este momento es el presente lienzo
realizado el 25 de julio de enero y del 15 de marzo en el que se aprecia
muy bien esa ágil concepción fotográfica, unida a su rápida ejecución, que da
como resultado una obra de gran frescura que refleja maravillosamente el
momento de luz que el artista estaba contemplando. Ese comentario de
Sorolla respecto de lo molesto que es la pintura con arquitectura, no lo
refleja este cuadro, que parece realizado sin ningún esfuerzo. A pesar del
deslumbrante tratamiento del color, el cuadro transmite un virtuosismo
que procede de ese modo de sentir Sorolla esos jardines como lugar de
meditación e incluso de melancolía.
En estos cuadros de los jardines del Alcázar de
Sevilla, Sorolla no incluyó figuras como había hecho en los jardines de
la Granja, a pesar de tener en esta ocasión con él su mujer y a sus
hijas, Sorolla entendió muy bien el alma de estos jardines, la soledad y
el recogimiento en los que se debía contemplar.
Estanque de Carlos V (Alcázar de Sevilla). Óleo sobre lienzo
72x 53 cm. Colección particular
Los jardines en general, y los de Sorolla en
particular , tuvieron mucho éxito en las exposiciones individuales de
Sorolla en los Estados Unidos de 1909 a1911, donde se vendieron muchos de ellos
Jardín en el Alcázar de Sevilla ofrece en primer término el jardin de las
Danzas y en segundo término el jardín del estanque de Carlos V con la
fuente del rey Moro , o de Mercurio y la "fachada gótica " del
palacio, que en realidad es la única que se contempla al quedar tapado el
resto por el muro que los separa, Estos dos jardines del Alcázar de Sevilla son
sin duda los que pinta más veces Sorolla, pero en la única ocasión en que
ambos se funden en esta vista.
Del primer jardín hay cuatro obras con el
título Patío de las Danzas, Alcázar de Sevilla y una titulada
Jardín del Alcázar de Sevilla, Destacan entre ellas una de 1910 Patío de
las Danzas, Alcázar de Sevilla que se vendió en una exposición en 1911 en los
Estados Unidos.
Jardín de Carlos V en el Alcázar de Sevilla, 1908. 82,5 x 105 cm
El agua,
Valencia,
1908
Playa de Valencia a la luz de la mañana, 1908
En esta otra marina, “Playa de
Valencia a la luz de la mañana”, los barcos, pescadores y sus familias se
entremezclan en la orilla de la playa. Los cascos de los barcos son masas
estáticas que se contraponen a las grandes velas blancas que iluminan la escena
hinchadas por el viento, mientras el mar levanta pequeñas olas que se rizan al
llegar a la orilla, y lo mismo ocurre en la obra “Playas de Valencia por la
tarde”. “La hora del baño” es otra
pintura con similares características, sin embargo en ella destacan la
incorporación de los bueyes, el barco fondeado en la orilla luchando por
avanzar entre las olas, pero sin lugar a dudas lo más asombroso es el brillo de
la luz reflejada en el agua.
Barcos
valencianos, 1908
Barca en la Albufera, 1908
El matrimonio Sorolla y sus
dos hijos mayores pasan unos días en París antes de embarcar hacia New York,
donde llegan el 24 de enero de 1909. La exposición de Sorolla en la Hispanic
Society de Nueva York fue sin duda el mayor éxito de su carrera. Se inaguró el
4 de febrero y constaba de 356 obras entre cuadros y apuntes. Estuvo abierta
hasta el 8 de marzo y fue visitada por casi 170.000 personas, que guardaron
largas colas en pleno invierno para entrar a contemplarla. El éxito de crítica
fue también amplio, y el comercial no le fue a la zaga: se vendieron 150 obras,
y el pintor valenciano realizó además más de veinte retratos durante su
estancia en los Estados Unidos, incluido el del Presidente Wiliam H. Taft. Tras
cerrar la exposición en su sede neoyorquina 201 de las obras se expusieron en
la Albright Art Gallery de Buffalo; y tras el cierre de la exposición en
Buffalo se expusieron en la Copley Society de Boston. En junio regresan a
España, tras pasar unos días en París. A finales de junio la familia se
desplaza a Valencia, donde el pintor retoma la pintura de temas de playa en el
Cabañal. Entre las obras de esa campaña se encuentran el célebre Paseo a la orilla del mar, La hora del baño, Valencia y el retrato de Don
Antonio García en la playa. En octubre viaja a París a pintar en retrato de Thomas Fortune Ryan, que
además le hace el encargo del cuadro de Cristóbal
Colón saliendo del Puerto de Palos, probablemente el último cuadro de
asunto histórico que pinta Sorolla. En noviembre viaja a Andalucía en busca de
distintos elementos relacionados con este encargo, y acaba pintando en Granada
por el gusto de hacerlo. Al regresar a Madrid encarga a un arquitecto el
proyecto de su futura casa, la que hoy alberga su museo.
El balandrito, 1909
La composición de la obra es
bastante original, ya que el artista no nos permite ver la línea del horizonte,
haciendo que perdamos la referencia espacial. Además, coloca al niño muy
descentrado, en una de las esquinas superiores del lienzo, para darle el mismo
grado de protagonismo al agua. Sin embargo, la obra sigue siendo equilibrada y
armónica, puesto que la inclinación del cuerpo del niño y la orientación del
barco crean una línea diagonal invisible, que dibujamos mentalmente, pero que
no vemos, que cruza el lienzo de esquina a esquina. La luz de las escenas de
playa de Sorolla es tan intensa que hace daño a los ojos, los blancos
deslumbran tanto que sin querer echamos la mano al bolso para sacar las gafas
de sol.
Sorolla pintaba a niños jugando y el agua del mar
cubriendo la mayor parte del lienzo, llenando la composición. Pero sobre todo pintaba la luz.
Esa sí que lo cubre todo con una intensidad extraordinaria, ya sea directa
sobre la piel mojada del niño desnudo o sobre esos hermosos y fugitivos
reflejos en el agua creados con dinámicas pinceladas. Y así consigue este
artista pintar algo tan difícil como es el movimiento del mar.
El cuadro transmite además la inocencia y felicidad de un niño jugando despreocupado
con su barquito de vela, la reproducción en miniatura de un balandro, quizás un
autorretrato del artista jugando con sus tubos de pintura y sus lienzos.
El baño del caballo, 1909. 246 x 200 cm. Museo Sorolla
El baño del caballo, óleo concebido
en 1909, es sin duda una gran obra del pintor Joaquín Sorolla que caracteriza a
la perfección su estilo pictórico.
Sorolla concibió esta pintura en
una época en la que empezaban a emerger nuevas inquietudes artísticas, sobre
todo en París, donde aprendió entusiasmado las ideas de la pintura al plein air, así como el
renovado colorido y el detallado tratamiento de la luz. Si bien es cierto que
no se le puede considerar un autor plenamente impresionista, el pintor se dejó
seducir por los ideales de éstos.
Pero Sorolla fue más allá y
acogió también los preceptos de la escuela naturalista, “donde el efecto de la presencia real e inmediata era lo más apreciado”
(Torres González, 2015, p. 19). Este elemento es claramente perceptible en El baño del caballo, donde
Sorolla retrata una escena cotidiana al aire libre con una gran sensibilidad y
pureza que permiten al espectador sentir la escena como si fuera real o como si
la hubiera presenciado en algún momento de su vida.
Es una obra que en sus orígenes
probablemente no hubiera causado tanta admiración como lo hace hoy en día, ya
que incluso en Nueva York la exposición de la pintura causó un gran escándalo
por el modo en el que se había tratado el tema (Llorens, 2006, p. 82). Sin
embargo, a día de hoy resulta difícil no emocionarse al contemplar esta obra,
que refleja el espíritu y la búsqueda de su verdad más profunda y absoluta: la
luz del sol, los reflejos y las sombras. Esa es la verdadera esencia de
Sorolla, “Mago de la luz”.
Joaquín Sorolla es también conocido
por la gran cantidad de retratos que pintó. Sin embargo, estos nuevos
conocimientos y experimentaciones con la luz, los aplicaba únicamente en las
pinturas que realizaba de manera más libre (Torres González, 2015, p. 12), como
en la obra aquí expuesta.
Un muchacho desnudo saliendo del
agua con un caballo, cuyo pelaje humedecido resplandece por el reflejo de los
rayos de sol, en pleno mar Mediterráneo, es el tema central de la obra. No
obstante, el tema para Sorolla era algo secundario, ya que lo que él buscaba
era una pintura que, independientemente de lo que representara fuera bella por
sí sola.
La obra, que fue concebida en la
playa del Cabañal, “se convierte a través
de los ojos del pintor en un eco clásico de la visión panteísta del hombre
frente a la Naturaleza” (Pons-Sorolla, 2009, p. 397). Y es que Sorolla
sentía especial apego por el mar Mediterráneo, su tierra, y las personas que
habitan allí. Y dado que la obra se sitúa en dichas tierras y la manera con la
que trata el tema y al animal, puede apreciarse en ella una inspiración en la
Grecia clásica (Pons-Sorolla, 2009, p. 394). Además, el hecho de que el
muchacho esté desnudo no es por capricho sino porque de esta manera, Sorolla
refleja ese vínculo del ser humano con la Naturaleza.
Arena, oleaje y personajes forman
una unidad. Cada uno de estos elementos atrapa la fugacidad de la luz abrasante
del mediodía de la costa levantina. A Sorolla no se le escapa detalle en los
puntos de luz que aporta a las figuras, ya que los toques blancos que sitúa sobre
las amplias pinceladas anaranjadas del cuerpo del chico reproducen unos
destellos que casi pueden cegar a quien contempla la obra. Lo mismo ocurre en
los pliegues del pelaje del caballo, o en las agitadas olas que se acumulan en
la orilla. Es un espectáculo de luces, de sombras y reflejos que se
entremezclan en la arena mojada con una perfección sublime. Lo que sin duda
alguna es extraordinario es la maestría lograda en efecto de las pieles
humedecidas, dibujadas con una gran sutileza, al igual que las aguas revueltas
del mar. Sin embargo, las figuras en sí están construidas con un “dibujo firme
y definido, que describe los cuerpos con una enérgica justeza de trazo” (Pons-
Sorolla, 2009, p. 397).
El caballo aparece de forma
grandiosa. Destacamos en primer lugar la sensación de movimiento que transmiten
sus patas.
Otro de los aspectos interesantes
de la obra es su composición. No hay que olvidar que el suegro del pintor,
Antonio García, era un fanático de la fotografía, lo cual permitió a Sorolla
entrar en contacto con las aportaciones fotográficas, como las posibilidades de
nuevas perspectivas y encuadres. Parece que justo ese elemento es el que
Sorolla incorporó especialmente en esta obra, ya que como se puede ver, la
oreja del caballo aparece cortada por la parte superior, al igual que los
veleros que navegan en el fondo. Sorolla sabe “cortar “las orejas del animal a
la perfección, llenando así a la obra de expresividad (Torres González, 2015,
p. 156). Esto pone de manifiesto que el pintor se abría a la modernidad, como
bien lo estaban haciendo sus compañeros de oficio en París, especialmente
Degas, quien también puso mucho interés en introducir las técnicas de la
fotografía en sus pinturas de bailarinas.
Detalle de rostro del caballo, y del
niño
La composición de la obra está
llena de equilibrio y ritmo, y si bien es cierto que no es un cuadro realmente
movido, sigue presentando cierto dinamismo, como bien se aprecia en las
extremidades en movimiento de las figuras (Torres González, 2015, p. 156). La
espuma de las olas y los veleros del fondo, además de aportar también
movimiento a la obra, son elementos esenciales para que el ojo del espectador
pueda comprender y unificar toda la composición de la obra, ya que casi
muestran el camino que la mirada ha de seguir para que no se escape detalle
alguno.
A pesar de que el pintor realizó
varios bocetos preparatorios en su taller para estudiar la idea compositiva
(Pons-Sorolla, 2009, p. 396), la obra fue concebida al aire libre, prueba una
vez más de que se animaba a acoger los ideales impresionistas de la época.
Poder apreciar esta obra ilumina
el interior de la persona. Es tan claro el sentimiento que Sorolla quiere
plasmar en la pintura que emociona. Parece que se puede sentir el calor de la
playa mediterránea, oler el pelaje mojado del rocín, la espuma de las olas, la
arena mojada. Es sin duda un viaje fugaz del que uno puede traerse incluso una
chispa de sol.
Paseo a orillas del mar, 1909. 200 x 205 cm. Museo Sorolla
La obra Paseo a Orillas del
Mar, se le conoce también como Paseo por la Playa, esta
pintura data del año 1909, es una obra muy famosa, con reconocimiento a nivel
mundial. Corresponde al artista valenciano Joaquín Sorolla. Tiene un
significado emotivo y personal, ya que las protagonistas de la obra, son su
esposa y su primogénita, dando un paseo por una playa Valenciana bajo el viento
veraniego que ondea sus vestidos.
Adentrándonos en la obra Paseo a orillas del mar, vemos
a madre e hija vestidas con la ropa utilizada en los baños burgueses de los
primeros años del siglo XX. Solían vestir de un blanco impoluto, vestidos
ligeros y elegantes con sobrero y sombrilla. El blanco es un color que luce en
lugares de tanta luz como la playa, ese blanco impoluto produce un reflejo y
una lumínica única. Sorolla pinta
las distintas texturas a través de como incide la luz en los distintos
elementos de la escena. En
las distintas partes del cuadro y sus colores principales se van dividiendo en
múltiples blancos, azules y marrones. Es una obra uniforme en la que los
elementos del cuadro a veces se unen a través de esos reflejos.
Detalle vestido, Clotilde,
Los vestidos portan reflejos azules en la
parte izquierda del cuadro. Debido a esa incidencia del reflejo del mar parece
unirse ellas y el fondo. Precisamente Sorolla realiza las sombras de los
vestidos con reflejos azules. Esto queda patente en la sombra que retrata bajo
el brazo de Clotilde madre. Así mismo, en la sombra que provoca la sombrilla.
Este sombreado en azules crea una uniformidad en el cuadro que lo hace una obra
suave y en su pincelada y agradable su disfrute.
En esta obra las texturas y la
sutileza de los blancos son retratadas maravillosamente. En el caso de María
Clotilde, su vestido porta una especie de velo y así mismo en sus brazos porta
una prenda transparente que crea una textura que técnicamente se asemeja a los
velos de algunas esculturas barrocas. Sorolla en estos velos que retrata, tiene que captar como actúa el fondo en los velos y
como la luz traspasa por ellos. Realiza la misma operación en
el velo saliente del sombrero de Clotilde. Otro aspecto de este elemento es
como capta en él el viento y el ondear de las prendas. Este ondear provoca
también texturas las cuales Sorolla resuelve magistralmente.
El mar y la arena también portan distintas texturas en los azules y marrones
debido a la incidencia de la luz en el agua. El mar provoca azules claros y
azules marinos contrastados con los blancos del romper de la ola. Se atisba en
el mar el marrón de la arena, que forma parte de la paleta de colores provocada
por la transparencia del agua y como la luz incide en el fondo. En el caso de
la orilla se retratan una serie de marrones en los que incide la humedad de la
arena y como el agua llega hasta la orilla, cambiando el color de la arena seca
en arena mojada. Por esta cuestión, Sorolla retrata esos marrones oscuros y
esos marrones azulados con restos de agua.
También influye en los
marrones la sombra de madre e hija. Las sombras de Clotilde y Clotilde María
provocan un juego de sombras en el que parece atisbarse un rostro el
cual mira hacia ellas. Se aprecia la verdina de las algas la cual cambia el
azul del mar en azul verdoso para convertirse en algo parecido al cabello de
este rostro.
Por último hablar del rostro
de madre e hija. Maria Clotilde mira fijamente al espectador y en los rostros
destaca como el color blanco de la piel se une al conjunto de blancos de los
demás elementos de la vestimenta. Concluimos nuestro artículo con el rostro de
Maria Clotilde, hija de Joaquín Sorolla, pintor que demuestra tener una gran
sensibilidad y una gran pincelada que le permite
crear atmósferas únicas a través de un don para pintar
la luz.
Las
dos hermanas, 1909. Colección privada
Retrato
del Sr. Taft, Presidente de los Estados Unidos, 1909, Óleo sobre lienzo, 150 x
80 cm, Cincinnati, Taft Museum
En Febrero de 1909 llegó Sorolla a la ciudad de
Nueva York para la inauguración de su exposición en la Hispanic Society of
America. Era su primera visita a los Estados Unidos. No pintó ningún óleo, excepto
los retratos que le habían encargado a través de la Hispanic Society. De estos,
el más famoso es el del presidente Taft, pintado en la Casa Blanca.
Según todas las noticias, Sorolla se llevó muy
bien con el presidente, que sabía español, de forma que la comunicación entre
ellos fue fácil. Con esta obra y los retratos de la Familia Real española el
reconocimiento de Sorolla como gran retratista llegó a su punto máximo, tanto
en España como en América.
Antes del baño, 1909
Representa a una joven recogiéndose
el pelo antes de lanzarse al mar. Aclamada por los críticos desde que se
exhibió en Estados Unidos en 1911, la obra perteneció hasta 1946 a la colección
del City Art Museum, de St. Louis, Missouri (EEUU). Posteriormente pasó a una
colección privada, donde ha permanecido durante treinta años antes de salir a
la venta en Londres, donde se espera que alcance un precio de entre 4,5 y 6
millones de euros.
Según Adrian Biddell, director de
la sección de pintura europea del siglo XIX en Sotheby's, se trata de uno de
los mejores Sorolla tanto por el virtuosismo de su ejecución como por la
espontaneidad e inocencia del gesto de la muchacha.
"Antes del baño" formó parte de la segunda exposición
individual del pintor valenciano en Estados Unidos, que se celebró en el Art
Institute, de Chicago, y en el citado City Art Museum, de St. Louis.
D. Antonio García en la playa, 1909.
Colección particular
Este espléndido cuadro
es el mejor tributo pictórico que Sorolla pudo rendir a su suegro, el fotógrafo
Antonio García Peris, figura que tendría una trascendencia fundamental en la
vida personal y profesional del artista, que sintió siempre por él un verdadero
afecto filial basado en el respeto y la consideración mutuos que permanecieron
intactos durante toda su vida.
Así, aunque Sorolla
realizó en distintos momentos de su carrera varios retratos de su suegro, con
intenciones y planteamientos bien diferentes en cada ocasión; en este caso
rendir homenaje a quien fuera fiel acompañante de sus sesiones de trabajo a la orilla
del mar en las playas de Valencia, y al reconocido fotógrafo que, aunque
disfrutaba de una bien merecida reputación en su profesión, siempre había
albergado inquietudes de pintor, que de algún modo satisfechos con orgullosa
admiración en la figura de su yerno.
En efecto, Sorolla
quiso plasmar en este lienzo, no un retrato, sino su imagen de caballero
burgués, tal y como paseaba con el cuándo le hacía compañía en sus jornadas de
trabajo en la playa. Así, lo pintaba pulcramente vestido con su ligero traje
blanco de verano descansando a la orilla del mar en una mecedora, con las
piernas cruzadas y sujetando su bastón en las manos. Sentado a la sombra, para
resguardarse de los rigores del húmedo calor estival, posa de perfil, con su
cabeza despejada dirigida al frente, hacía donde reposa su mirada serena y
contemplativa, colocado su sombrero canotier en la banqueta situada
junto a su asiento.
Sorolla observa a su
modelo desde un acusado escorzo, al pintarlo de pie desde un punto de vista más
alto, según puede verse en las fotografías que muestran al artista en distintos
momentos de la ejecución de este retrato. En ellas aparece Antonio García
posando para Sorolla a la sombra de un toldo, con la misma actitud e
indumentaria que representa la pintura, pero en un entorno de playa
completamente despejado, sobre una plataforma de madera para evitar el
hundimiento de la mecedora en la arena por el peso y el balanceo.
Sin embargo, Sorolla
vuelve de nuevo a modificar la apariencia natural de lo que ven sus ojos a través
de su instinto de pintor, teniendo además muy en cuenta en este caso al
destinatario del cuadro, su profesión y sus inquietudes artísticas.
En efecto, el espacio
en el que se desenvuelve Antonio García, tal y como posó para los pinceles de
su yerno, se transforma por completo al quedar encuadrada su figura por unos
perfiles del suelo y el muro de una caseta de playa, inexistente en el
escenario natural en que se sitúa el modelo, pero que Sorolla introduce en su
campo de visión para estructura su espacio, marcando así los planos con un
recurso claramente fotográfico, aprendido de su suegro y muy del gusto del
pintor, que lo ensayaría en su obra con cierta frecuencia, aunque casi siempre
en el ámbito reservado de pequeños apuntes de trabajo, a la búsqueda de
novedosos efectos espaciales en paisajes al aire libre delimitados por un marco
de arquitectura, sugiriendo un espacio interior desde que el espectador
contempla en contraluz el paisaje abierto que asoma tras él.
Sorolla convierte el
fondo de la playa de este sugerente retrato en un gran tapiz de bandas de luz y
color que enmarcan la figura de su suegro, eliminando la linea del horizonte
para concentrar toda la intensidad pictórica del cuadro en el juego cromático
con el que el pintor analiza las superficies del agua y la arena bañadas por el
sol, en contrate con los reflejos azulados del traje del fotógrafo sugeridos
por la sombra del toldo invisible, resolviendo todo el lienzo con una factura
rápida de una gran fuerza y energía pictóricas, y a la vez, con un trazo seguro
y ligero que, lejos de insistir en concentraciones densas de pintura,
extiende el óleo por la superficie del lienzo con una enorme fluidez, con la
que consigue efectos de texturas y transparencias sutiles, que incluso recuerdan
en algunas zonas la técnica de la acuarela, logrando con todo ello el que sin
duda puede considerarse el mejor retrato de playa pintado por Sorolla y una de
las obras más genuinas y originales del artista en este género.
El gran
mecenazgo de Huntington
Archer Milton Huntington (1870-1955) era un
millonario hispanista norteamericano, enamorado de la cultura española, que
había fundado en 1904 su propio museo y centro de estudios en Nueva York, la
Hispanic Society of America. En 1908, tras visitar en Londres la muestra que
Sorolla celebró en las Grafton Galleries, le propone al artista organizar una
exposición retrospectiva de su obra en su institución neoyorquina. Inaugurada
el 4 de febrero de 1909, la muestra gozó de una impresionante acogida por parte
de la crítica, fue visitada por 160.000 personas en un mes y se vendieron
20.000 ejemplares del catálogo. En una versión algo más reducida, se presentó
después en la Buffalo Fine Arts Academy y en la Copley Society de Boston. Dos
años después, en 1911, Huntington volvió a patrocinar, también con enorme
éxito, dos grandes exposiciones de Sorolla en el Art Institute de Chicago y en
el City Art Museum de San Luis.
Huntington
y Sorolla
La unión entre Huntington y Sorolla resultó tan
indisoluble como crucial para la trayectoria del pintor. Esta sección se centra
específicamente en dicha relación a través de una serie de obras que evocan los
hitos fundamentales de la introducción del artista en Estados Unidos de la mano
de su mecenas: Aldeanos leoneses o Estudio para Sol de la tarde testimonian las
primeras compras de obras de Sorolla por parte de Huntington; una serie de
gouaches esbozan de manera sucinta el proyecto del gran encargo de decoración
para la biblioteca de la Hispanic Society en el que el pintor desarrollaría su
Visión de España y que ocuparía una parte esencial de su vida a lo largo de los
siguientes diez años. Por su parte, la pareja de retratos del rey Alfonso XIII
y la reina Victoria Eugenia aluden al patrocinio de los reyes de España en
estas exposiciones internacionales, convertidas en una manera de sellar los
problemas políticos que, pocos años antes, habían derivado en la guerra con
Estados Unidos y la pérdida de Cuba y Filipinas. Al respecto, Huntington
recordaba el comentario vertido por cierto marchante: “España se hundió tras la
derrota que le infligimos, pero ha respondido con el rayo del arte”.
Retratos
pintados en Estados Unidos
Sorolla realizó por encargo 54 retratos de
distinguidos personajes de la sociedad norteamericana. La mayoría de ellos
fueron pintados a lo largo de sus dos viajes de 1909 y 1911 a Estados Unidos,
pero algunos sólo fueron encargados entonces y el artista los pintó en
posteriores viajes a París y Biarritz. Huntington facilitó de manera decisiva
la relación del artista con su exclusiva clientela estadounidense, que, por su
parte, se rindió ante el pincel de Sorolla. Cabe destacar que el pintor retrató
incluso al entonces presidente de Estados Unidos, William Howard Taft.
Los retratos de encargo de Sorolla alcanzaron
unas cotas de refinamiento excepcionales, especialmente a la hora de captar la
psicología del personaje, como se puede observar en la categoría intelectual y
firmeza que muestra la imagen de Juliana Armour Ferguson o en la candorosa
indecisión que expresa la figura de Mrs. William H. Gratwick.
Los retratos realizados en 1911 muestran una
mayor libertad compositiva respecto a los de 1909. De este momento destacan
especialmente los que Sorolla pinta al aire libre como el de Mary Lillian Duke
y especialmente el retrato de Louis Comfort Tiffany
Retratos
vendidos en Estados Unidos
Sorolla no se consideró a sí mismo un pintor de
retratos, a pesar de la exquisita calidad de los mismos y de la importancia que
éstos fueron adquiriendo en el conjunto de su obra. No obstante, el artista era
consciente de los grandes beneficios económicos que los retratos de encargo le
reportaban. Desde los inicios de su carrera, y especialmente en sus
exposiciones estadounidenses, Sorolla presentó numerosos retratos de su familia
con el principal afán de publicitar su habilidad en este género y ganarse la
confianza de posibles clientes. No obstante, estas obras tuvieron un enorme
éxito de ventas: Clotilde con traje negro, adquirido por el Metropolitan Museum
of Art de Nueva York, y Clotilde con traje blanco o María en La Granja, ambos
comprados por la familia Huntington, constituyen magníficos ejemplos.
Igualmente, en Estados Unidos fueron muy
apreciados los retratos que Sorolla consagró a grandes personalidades españolas
del mundo de la cultura, como Raimundo de Madrazo, Aureliano de Beruete o
Vicente Blasco Ibáñez, retratos que constituyen el germen de la soberbia
galería iconográfica de españoles ilustres que conserva la Hispanic Society of
America.
Paisajes y jardines
En la producción de Sorolla, la pintura de
paisaje es un género fundamental que va desarrollándose de forma paralela a su
consolidación en cuanto a artista. Como pintor al aire libre, Sorolla se
identifica con el mar que cambia de forma continua, con la cumbre de la montaña
que permanece. La influencia del paisaje regeneracionista, de la mano de su
amigo Aureliano de Beruete, confluye en la obra del pintor con la importancia y
la significación que cobra el paisaje en la pintura internacional. Así, desde
1906, las vistas de Segovia y Toledo combinan los modernísimos enfoques con la
solemnidad de la arquitectura y las calles castellanas.
A partir de 1908, coincidiendo con sus primeros
viajes a Andalucía y con la preparación de sus exposiciones en Estados Unidos,
en Sorolla madura, a través de sus pinturas de jardines, una poética del
silencio y la intimidad de sorprendentes concomitancias con la sensibilidad
simbolista de su tiempo. Estas obras descubren sobrios rincones llenos de
silencio y frescura en los jardines del Alcázar de Sevilla y de la Alhambra de
Granada.
En estas obras, que resultaron fundamentales en
las exposiciones de Sorolla en Estados Unidos y gozaron de un notable éxito de
crítica y venta, el pintor plasmaba una nueva y sincera imagen de España, bien
alejada de los tópicos folcloristas.
Escenas
de mar y playa
Sorolla enamoró a los norteamericanos con sus
obras sobre el mar y la playa. El pintor presentó en Estados Unidos pinturas
sobre estos temas realizadas desde 1900, aunque de forma esencial se centró en
las investigaciones lumínicas y cromáticas derivadas de su estancia en Jávea en
1905. El bote blanco y Niñas tomando el baño muestran su maestría a la hora de
retratar la luz que se refleja en los cuerpos dentro del agua. Pero, además de
esas escenas de niños desnudos que disfrutan del mar ajenos a cualquier
presencia, Sorolla capta también el cosmopolitismo y la sofisticación de las
playas del norte de España a través de los elegantes retratos de su familia en
la playa, como se aprecia en Paseo del faro. Biarritz o Bajo el toldo. Zarauz.
La exposición cuenta en este apartado con una
de las obras maestras de la producción del artista presentada en la exposición
de 1909: Corriendo por la playa.
Retrato de Mrs. William H. Gratwick, 1909 Colección particular
El retrato de Mrs. William H. Gratwick (1875-1950)
El cuadro es sorprendente por la sensualidad que irradia, una cualidad que resulta
inusual en la obra de este pintor; sorprendente asimismo por el contraste entre
el negro intenso del vestido y del canapé, en contraposición con la palidez de
rostro, del escote y de los brazos de la retratada;
sorprendente por la escasa información sobre quién fue Mrs. William H.
Gratwick; y sorprendente, en fin, porque este cuadro ha participado en varias
exposiciones sobre la obra de Joaquín Sorolla (1863-1923) y podría suponerse que existirían montañas de
datos sobre él. Pero no es así.
La atractiva Emilie Victorine Piolet Mitchell Gratwick era
esposa de William H. Gratwick II, hijo del magnate estadounidense William Henry
Gratwick (1839-1899), quien creó un imperio en Búfalo con el
comercio de maderas y su flota de barcos en el lago de Erie. A su muerte,
poseía una fortuna valorada en 1,1 millones de dólares; el equivalente a 32
millones de dólares de la actualidad.
La esposa de este patriarca (y suegra de
Emilie) se llamaba Martha Weare Gratwick (1839-1916) y se dedicaba a la
filantropía; fundó el Laboratorio de Investigación Gratwick en la Universidad
de Búfalo. Así pues, los primeros Gratwick eran personas muy pudientes en la
sociedad estadounidense de finales del siglo XIX, y sus descendientes
continuaron siéndolo en los círculos neoyorquinos de inicios del siglo XX.
Retrato de Thomas Fortune Ryan, 1909. Colección
particular
Gracias a Archer Milton Huntington, el magnate
norteamericano Thomas Fortune Ryan (1851-1928) conoció a Sorolla durante la
exposición del artista en Nueva York en 1909; inmediatamente le encargó su
retrato. A lo largo de los años siguientes, Ryan adquirió más de veinte obras
del pintor, muchas de ellas durante la muestra celebrada en Chicago en 1911.
Sintió predilección por las pinturas representativas de la imagen de España y
en particular por los jardines andaluces.
Junto con los retratos y otras obras
adquiridas, Ryan realizó destacados encargos a Sorolla. El primero de ellos fue
la pintura de gran formato Cristóbal Colón saliendo del puerto de Palos;
resultó un importante envite para el pintor, que se desplazó a Andalucía en
busca de los escenarios recorridos por el descubridor antes de su aventura
americana. Asimismo, hizo una serie de nueve estudios al óleo, con gradaciones
lumínicas de gran exquisitez, en los que ensayó diferentes posibilidades
compositivas. Ryan adquirió este conjunto de estudios como parte de su encargo
y posteriormente, en 1910, los donó a la Hispanic Society of America.
Elena con túnica
amarilla, 1909, Óleo sobre lienzo, 112 x 92 cm. Colección
privada..
La herida en el pie, (1909) Óleo
sobre lienzo 100 x 109 cm. The Paul Getty Museum
Joaquín Sorolla es llamado el pintor del sol.
Nadie como él ha sabido plasmar en un cuadro los efectos del sol sobre la piel.
Sus cuadros, que documentan perfectamente las costumbres de la sociedad
valenciana de su tiempo, desarrollan muchas escenas en la playa o a la
vera de la mar con una deslumbrante atmósfera mediterránea.
En esta obra, "La herida en el pie", Sorolla nos muestra en primer plano a un
niño y una niña que han ido a jugar a la playa. La niña se ha hecho una herida
en el pie, y se ha sentado en la ribera, sin importarle que se empape su
vestido. Su amigo, en cuclillas y cubierto con un sombrero de paja, examina
atentamente la lesión de su compañera de juegos. En un segundo plano ya
sumergidos completamente en el agua se ven otros niños, sin duda también amigos
de los anteriores, que interrumpen su natación al oir las previsibles quejas de
la lesionada.
Autorretrato, 1909, óleo sobre
lienzo 70 x 50,5 cm Museo Sorolla, Madrid
En este lienzo vuelve a utilizar el formato apaisado, del que tanto gustó para retratar a amigos y familiares, en una fórmula nada académica en la que el representado se mueve por la escena con gran naturalidad.
En este lienzo vuelve a utilizar el formato apaisado, del que tanto gustó para retratar a amigos y familiares, en una fórmula nada académica en la que el representado se mueve por la escena con gran naturalidad.
El retratado se encuentra mucho más cercano al
espectador que en otras ocasiones, mirándole fijamente a los ojos, con el
rostro volteado y en giro de tres cuartos a la izquierda. El busto, siguiendo
la tradición de los retratistas renacentistas, parece apoyado en un marco
-ilusión de arquitectura -en el que el artista aprovecha para escribir unas
palabras: "A mi Clotilde (....) su Joaquín" Esta pequeña frase define
-tanto o más que los rasgos físicos o psicológicos representados -su propia
personalidad y lo que el pintor considera como el meollo de su vida: el amor
por su querida esposa y familia.
Esta vez aparece tocado con sombrero- que le otorga
verdadero carácter -y empujando directamente la paleta de pintor, que parece
mostrar al espectador en señal de identificación. Concentra toda la intensidad
expresiva en el rostro y en los penetrantes ojos que parecen interrogarnos con
una mirada desafiante.
El busto se encuentra desplazado hacia el lado derecho con lo que consigue que,
tras él, emerja un fondo de habitación apenas esbozado. Esta colocación
deliberada del personaje, al tiempo que la fragmentación del dibujo, el uso de
grandes áreas de sombra oscuras, la vigorosa y fácil pincelada, el poder
incomparable para retratar el carácter y la expresión , aunque le lleven a
crear un cuadro totalmente moderno, tienen también el poder de evocarnos la
pintura clásica de su "maestro"
Velázquez.
El punto de vista es bajo, lo que contribuye a
monumentalizar la figura y a su vez nos permite atisbar- en una perspectiva
extraña y exagerada que tiene la capacidad de producir un efecto de espacio
mayor y más profundo, siguiendo las fórmulas de Velázquez- el suelo de la
estancia. Este-cortado por una pared de frágiles reflejos-parece avanzar hacia
una esquina muerta en el fondo - espacio ambiguo para el que utiliza un color
oscuro- que contribuye a enmarcar, aún más, el temperamental rostro.
De una libertad técnica sorprendente, el
artista es capaz de sacar el máximo provecho de las calidades matéricas de la
pintura, en un alarde de gran modernidad. La pincelada velazqueña, presente en
sus primeras obras, evoluciona hacía un trazo más suelto y seguro, creando, a
medida que madura, retratos de carácter más libre y personal, cuya cualidad
dominante es lo "vital" al
eliminar toda banalidad y accesorios.
Utiliza una imprimación oscura; aprovecha la
tela intencionadamente manchada en una tonalidad neutra para que, unas veces
apenas cubierta de pintura casi líquida y otras a base de empastes -nerviosos y
abiertos- complete, en nuestra mente, lo que el pintor insinúa- casi con la
misma fluidez y soltura que la acuarela.
A finales de enero de 1910, Sorolla vuelve a
Sevilla y Granada, y después a Málaga, Córdoba y Ronda. A finales de marzo
regresa a Madrid, pero parte casi inmediatamente Hacia Ávila, Y poco después a
Burgos, donde pinta la catedral nevada. Dedica la primavera al retrato en su
casa de Madrid y en verano vuelve a Zarauz por última vez. Al final del verano
pinta en la playa de Valencia y a finales de octubre va a París donde entrega a
Mr. Ryan el cuadro de Colón y habla con Archer M. Huntington de la futura
decoración para la Hispanic Society of América. Al parecer Huntington le
propone una decoración de temática historicista, pero acaban decantándose por
na representación de las provincias y sus gentes. Al volver a España hace
Sorolla un viaje breve a Galicia y Salamanca. A finales de año se publica la
primera monografía sobre el pintor valenciano, a cargo de Rafael Doménech.
Clotilde en un vestido de noche, 1910, 150 cm × 105
cm. Museo Sorolla
El cuadro es un retrato de su esposa Clotilde
García, con el tronco erguido y el brazo izquierdo en su cintura, y se
encuentra sentada en un butacón de orejas, sobre el que descansa un chal de
color blanco, con un tapizado en damasco rosa. También rosa es el fondo del
cuadro. Clotilde adorna su cabello con una flor blanca y el cuello un hilo de
perlas. La modelo lleva un vestido negro de noche, descotado y con adornos que
demuestran la buena posición que la familia disfrutaba en aquel entonces. Es
habitual que Sorolla comprara vestidos y complementos a la última moda en sus
viajes al extranjero, y que estos fueran usados en los posteriores retratos.
Clotilde, con quien contrajo matrimonio en
1888, fue su principal modelo para muchas de sus obras, que van desde los
primeros años como matrimonio hasta la madurez de la pareja, en diferentes
poses y ambientes. Clotilde también aparece en muchas otras obras del pintor
junto a la totalidad o alguno de sus hijos. Estos retratos sirvieron de
muestrario al pintor para encargos de clientas, y también le sirvieron para
experimentar en su arte. Otros retratos de Clotilde realizados por Sorolla son
por ejemplo Clotilde con traje negro (1906) , Clotilde García del Castillo,
Clotilde con mantilla negra, Clotilde con gato y perro, Clotilde vestida de
blanco, Clotilde en la playa, Clotilde sentada en un sofá, Perfil de Clotilde,
Clotilde con traje gris, Retrato de Clotilde, y así hasta más de 70 obras.
Chicos en la playa, 1910. Óleo sobre
lienzo, 118 x 185 cm. Museo del Prado
La serie de cuadros con motivos de niños en el
agua culmina con esta obra, en la que los desnudos de los muchachos se imponen
en la composición en mayor medida que en otra pintura del artista. Aunque está
firmada en 1910 y, por ello, esa cronología se ha seguido de modo casi unánime,
el artista debió de pintar la obra durante el verano de 1909, pues la imagen aparece
ya reproducida en un libro de Rafael Doménech cuyo colofón explicita que se
terminó de imprimir el 19 de diciembre de ese año. La obra correspondería,
pues, a la larga y fecunda estancia
de Sorolla en Valencia de unos tres meses desde finales de
junio hasta finales de setiembre, durante la que realizó varias obras maestras,
entre ellas El baño del caballo. Ambas revelan una esencial fascinación
mediterránea que el pintor quiso poner de manifiesto, en ambas obras, mediante
la elección de un marco de pilastras toscanas con su entablamento liso. El
motivo del desnudo infantil tendido al sol a su albedrío ya había interesado
a Mariano Fortuny y a Ignacio Pinazo, además de a Sargent,
artistas todos apreciados por Sorolla. Como el primero, abordó el asunto a
la orilla del mar en un riguroso primer término que evita la representación del
horizonte pero, a diferencia de él, le interesó el movimiento de las aguas,
convertido en puro motivo pictórico y, junto a ello, los destellos de la luz en
el mar y en el cuerpo de los niños, los reflejos de las figuras de éstos en el
agua y las sombras coloreadas proyectadas sobre la superficie líquida. El
pintor había planteado este tema en algunas otras obras, con las que ésta
del Prado tiene relación por aparecer en ellas cuerpos de muchachos
desnudos tendidos en primer término. Ya en 1903 aparecen en Niños a la
orilla del mar, pero allí se trataba de niños más pequeños, por lo que tiene
mayor similitud con los desnudos de muchachos de varias obras de 1908, entre
ellas Idilio en el mar, Sobre la arena ¿Idilio en la
arena?, Niños en la playa y los desnudos tendidos en dos obras de
composición más amplia, una de la Hispanic Society y otra en
colección particular. Hay también varios dibujos de niños en posición
horizontal que conserva el Museo Sorolla. Aún en 1916, el artista pintó
otro cuadro titulado niños en la playa, con un desnudo tendido en la orilla del
mar. A pesar del tamaño del lienzo, el artista pintó la obra del natural. Con
todo, consiguió plasmar sin estudio previo, no sólo la sensación de inmediata
veracidad del asunto, sino también una composición de extremado equilibrio
entre la actitud estática propia de los cuerpos tendidos y el dinamismo de su
colocación relativa. En efecto, la escena muestra en primer término el muchacho
con la cabeza más levantada, en disposición casi diagonal que introduce al
espectador en el lienzo, lleva al segundo a través del rostro vuelto de éste y
se aquieta en la actitud abandonada del tercer muchacho, tendido paralelamente
al borde superior del lienzo. A esa gradación de las actitudes corporales, más
relajadas cuanto más lejanas están las figuras, corresponde una intensidad
también creciente del colorido de los cuerpos, desde el blanco con reflejos
malvas del muchacho del primer término, de cabello rubio y piel más clara, al
tono más tostado del segundo, de cabello castaño, hasta el rojizo broncíneo que
presenta el del fondo. Los destellos de la luz traducen la intensidad también
creciente hacia el último término con la que el sol incide sobre los cuerpos,
gradualmente sumergidos en el agua. Así, en el primer muchacho, menos mojado,
los brillos sobre la piel aparecen como empastes de color blanco mate; son más
intensos y claros en el segundo, parcialmente sumergido, y muy luminosos en el del
fondo, ya empapado de agua y completamente reluciente. El artista representó
además el movimiento de las aguas en torno a los cuerpos, en amplísimas
pinceladas de tonos turquesas, azules, violetas y malvas que ya había utilizado
en obras con tema de nadadores, especialmente en las realizadas en Jávea en
1905. Reflejó también la pequeña depresión excavada por la resaca en la arena
junto a los pies del muchacho del centro. Especial interés tiene la captación
de la doble silueta que arrojan las figuras de los dos primeros chicos (en el
tercero es menos visible) que corresponde, en la parte inferior, al reflejo
sobre las aguas e, inmediatamente debajo de los cuerpos, a la sombra coloreada
de éstos, en un tono violeta intenso directamente observado por el artista a la
luz, de máxima intensidad, del mediodía valenciano.
Clotilde sentada en el sofá, 1910,
110 x 180 cm. Colección privada
De los numerosísimos retratos que Sorolla hizo
de su mujer, este es seguramente el más logrado y constituye una obra fundamental
en el contexto de su producción pictórica.
Ante el espectador se presenta una mujer
refinada, fiel reflejo del status social alcanzado y, por extensión, espejo del
éxito artístico de su marido. Clotilde viste un exquisito traje blanco y
delicados zapatos de raso.
Aunque en esta época la pintura española cuenta
con abundante ejemplos de retrato elegante, incluso sofisticado, Sorolla en
esta obra, el más elegante de sus retratos, sin duda tiene presentes los
retratos de alta sociedad de John Singer Sargent, que conocía bien ya en esta
fecha: retratos en que los modelos, vestidos de gran gala, a menudo aparentan
no posar, sino simplemente estar. El retrato de Clotilde, participando de ese
doble juego, sin embargo carece por completo de afectación y resulta de una
absoluta naturalidad, incluso parece irradiar un sereno bienestar.
Colón saliendo del puesto de Palos, 1910, Mariners´Museum Newport Virginia
Fue encargado por Thomas
Fortune Ryan en 1909. Hoy en día se encuentra en The Mariner’s Museum de Newport
News en Virginia gracias a la donación que realizó Archer M. Huntington en
1933. Los apuntes que os incluimos están en The Hispanic Society of America,
Nueva York
Los
jardines de Sorolla
La esencialidad y la
sobriedad de los patios de la Alhambra transmiten el fuerte
carácter introspectivo de la obra madura de Sorolla. Los jardines del
Alcázar de Sevilla y del Generalife de Granada insisten en esa tendencia
a la melancolía. Sorolla pinta como refugio frente al cansancio que le
produce la vida social a la que le obligan los encargos oficiales. Por
eso, la figura humana está siempre ausente. Cargado de múltiples resonancias
afectivas, el jardín andaluz es para él una creación homóloga a la pintura
misma, un espacio construido donde las arquitecturas vegetales se conjugan
con el agua, la cerámica o el mármol para atraer y regular, no solo la
luz y el color sino también el sonido y la brisa. El jardín se
convierte así en el escenario de una polifonía sensorial que nos seduce
para llevarnos a lo más esencial de nosotros mismos.
Tarde
de sol en el Alcázar de Sevilla 1910, óleo sobre lienzo 94x64 cm
Colección particular
Colección particular
Después de su breve
estancia en Andalucía en 1902, Sorolla vuelve a Sevilla en 1908 para
pintar el retrato de la reina Victoria Eugenia en el jardín de los Reales
Alcázares. Se trata, sin duda, de un encargo importante. No se encuentra
bien, no se encuentra a gusto, pero, desde el primer momento casi lo único
que le gustan son los jardines: " Ahora cuando almuerce salgo
enseguida para Palacio, pues quiero pintar en los jardines otro
cuadro. Esto te gustaría pues no pisas tierra nunca le dice a Clotilde
"todos están embaldosados con
azulejos, todo cercado de mitro, le dan una nota poética muy simpática"
Jardines de Carlos V, Alcázar de Sevilla 1910 óleo sobre lienzo 63,5
x95 cm
Madrid, Museo Sorolla
Madrid, Museo Sorolla
Los jardines de los
Reales Alcázares son únicos desde todos los puntos de vista. Se levantan sobre
una extensa posesión árabe que, a lo largo de los siglos, ha sufrido muchas
transformaciones. La parte más antigua es contemporánea de los jardines de la
Alhambra, pero se distingue de estos por las intervenciones posteriores de
Carlos V y Felipe II, que mezclaron el lenguaje islámico con dialécticas
manieristas. La última transformación es relativamente reciente en tiempos
de Sorolla, de 1857. La síntesis de los diferentes estilos ha sido siempre
uno de sus principales valores; a todos los pequeños jardines les unía
una forma de hacer de tradición hispanoárabe, como el uso de la cal, el
azulejo o también la compartimentación en pequeños espacios en torno a
fuentes centrales.
Sorolla se había
sentido atraído por la jardinería italiana como muestran los dibujos de
la Villa Farnese de Roma-conservados en el Museo Sorolla- y había
disfrutado enormemente en los jardines de la Granja en los años
inmediatamente anteriores. La configuración de los Reales Alcázares tuvo
que atraerle obligatoriamente. Además, el jardín andaluz estaba realmente
de moda en estos años. Sorolla era consciente de esta popularidad y no
debemos olvidar que durante su estancia sevillana en 1908, tenía la
necesidad de producir obras para su gran exposición en Londres.
Fuente y jardín del Alcázar de Granada 1917
óleo sobre lienzo 64.5 x 96 cm
óleo sobre lienzo 64.5 x 96 cm
Pero, aunque no le
escapara el aprecio que por estos asuntos tenía el público extranjero, Sorolla,
como buen regeneracionista, no estaba dispuesto a pintar españoladas: tenía una
buena prevención frente a los tópicos castizos que habían explotado los
pintores románticos y que él rechazaba de forma categórica. Y así, salvo los jardines de los Reales
Alcázares no encontró más motivos para pintar en Sevilla. Sorolla odiaba
las corridas de toros pero era consciente de la riqueza cultural de todos
los pueblos y de la necesidad de interpretar fielmente la identidad de
cada región. Con su pintura, Sorolla conciliaba el afán europeizador con su
defensa del patrimonio cultural y con la reivindicación de lo español y
lo regional, identidades presentes en su pintura.
Los jardines históricos
expresaban, por supuesto, esa identidad y no podían "prostituirse" Sorolla se había propuesto como objetivo
estudiar el origen y carácter original de los jardines españoles, que,
cada vez más, se encontraban en estado de semi-abandono. Pero a pesar de
todo Sorolla en los jardines encontraba la paz. Por la correspondencia
que mantenía con Clotilde se desprende que, en sus primeros viajes a
Andalucía, Sorolla se sintió más a gusto en Granada. Allí buscó las
grandes perspectivas pero también se refugió en los pequeños espacios Generalife,
Granada muestran precisamente esa doble perspectiva. Sorolla nos
descubre "su punto de vista":
el jardín del Generalife, con su verde, su agua, su ciprés tallado. Y
desde este jardín hace partícipe al espectador de la magnificencia expansiva
y gloriosa del paisaje.
Generalife, Granada 1910, óleo sobre lienzo
81x109 cm. Colección particular
Utiliza dos puntos de
vista diferentes para el jardin y para el paisaje, y combina ambos en dos
planos sucesivos que parten el lienzo en dos mitades: abajo (que en realidad es
la parte elevada para el pintor) en el jardin, el espectador se sitúa
prácticamente encima de la fuente; a la vez, en la parte superior, la
mirada se pierde frontalmente, en un paisaje que avanza hacía el infinito.
En la búsqueda de
lugares "expansivos" en
Granada, Sorolla encontró, en el sector de la Alcazaba, en el Jardin de
los Adarves, el emplazamiento ideal. Pero, a pesar de su pasión por el
paisaje, Sorolla no dudó en volverse para retratar el jardin, tanto en 1909 como
en 1917- Jardin de los Ardaves, Alhambra, Granada, Fuente y jardin de
la Alcazaba, Granada. En la primera versión, Sorolla despeja el camino
hasta la frondosa y protectora sombra que junto a la
tapia, da paso al recinto de la Alcazaba. Parece como si entráramos en otro
jardin, como si, poco a poco, fuéramos penetrando profundamente en un
refugio ensoñador y trascendente.
El ciprés de la Sultana (Generalife) 1909.
Óleo sobre lienzo 106x 82 cm
Colección particular
Otro de sus "refugios" fue sin duda, El Jardin de la Sultana, en el Generalife. En El Jardín de la Sultana la pincelada se curva, voluptuosa y envolvente. El espectador se siente dentro del jardin, en el borde de la fuente, en medio de una sinfonía sensorial en la que participan los verdores matizados, un rumoroso frescor de agua, el olor de las plantas, el calor del sol... Parece improbable para el espectador y probablemente para el pintor querer estar en otro lugar.
María con sombrero, óleo sobre lienzo 40 x 80 cm. Colección
particular
Después del éxito de
sus exposiciones de 1909 en Estados Unidos, y especialmente en Nueva York,
donde vendió un número muy importante de cuadros, Sorolla
necesitaba crear obras nuevas para llevar a las siguientes
exposiciones que, tendrían lugar en 1911 en San Luis y Chicago.
En Nueva York, Búfalo y Boston sus retratos habían tenido mucho éxito.
Había dedicado gran parte de su tiempo a retratar a personajes de la vida
pública y de la alta sociedad americana y había ganado mucho dinero. También
había vendido un buen número de retratos de los expuestos, sobre todo
de su mujer y de su hija María al aire libre, esa faceta tan personal del
retrato que Sorolla domina como pocos. Es en gran parte por ello por lo
que en el año 1910 pinta de nuevo retratos individuales y de grupo de
su mujer y de sus hijas, todos ellos magníficos y especialmente elegantes.
Los dos retratos del
grupo Bajo el toldo, Zarauz y Mi mujer y mis hijas en el
jardín los realizó al aire libre, y ambos suscitaron comentarios
especiales en la prensa americana, siendo adquiridos de sus
exposiciones de 1911. Sin embargo, los retratos individuales de su mujer y
de sus hijas de ese momento los realizó en su estudio, probablemente para
mostrar también lo mucho que había avanzado a la hora de abordar el
retrato de interior, algo que le serviría como ejemplo de cara a sus
futuros clientes.
Entre los retratos de
su primogénita destacan María con blusa roja, que
merecidamente ha llegado a ilustrar una de las monografías de Sorolla de
estos últimos años. Estos dos cuadros igual que los de Clotilde y
Elena figuraron en las exposiciones del año 1911 en Chicago y San
Luis, donde tuvieron muy buena acogida.
Hay que decir que los
retratos de los miembros de la familia, gracias al profundo conocimiento
de sus modelos y a la libertad que tenía a la hora de afrontarlos, son sin
duda los mejores, los de mayor calidad y los más novedosos, siempre dentro
de una delicada línea clásica que los hace imperecederos.
Este retrato de María
a los veinte años, tocada por un elegante sombrero - que el propio Sorolla
se encargaba de escoger y comprar en los viajes que realizaba a
París o a Barcelona, tienen un formato horizontal muy marcado como
consecuencia del marco antiguo que le destinó, marco que colocó en la obra
mientras la pintaba para ajustar el tono con el lienzo, en los que aparece
algunas pinceladas de óleo de las tonalidades del retrato.
Esta obra de clara
raigambre velazqueña, muy sobria de tonos, a base de grises, negros y ocres
entre los que destaca el ribete blanco de la blusa que enmarca la piel,
delicadamente morena de la cara de María, animada por sus labios rojos,
está muy poco insistida, pues aplica las pinceladas justas y nos
muestra como Sorolla había interiorizado las enseñanzas del gran maestro sevillano.
La genialidad de la composición, prolongando el hombro de la joven con el
antebrazo elevado para compensar el volumen del sombrero y la naturalidad
de la pose de la joven, aportan a la obra una elegancia especial.
Al contemplar la
mirada de María no se duda de la estrecha relación del cariño y admiración que
unía a padre e hija.
Sol de la
tarde, playa de Valencia. 1910. Colección
particular
Playa de Zarauz, 1910. Colección
particular
Sobre la arena. Playa de Zarauz. 1910. Óleo sobre
lienzo, 99 x 125 cm
En el verano de 1910, Sorolla viaja con su
familia a Zarauz, convertida en destino veraniego de la alta burguesía desde
finales del s XIX. Allí pinta a su familia pasando el día en la playa, vestida
con trajes ligeros y sombreros de paja, sentada directamente sobre la arena o
sobre sillas, bajo la sombra de un toldo que no se ve.
Sorolla siempre fue un buen aficionado a la
fotografía desde los años en los que trabajó en el estudio de su suegro Antonio
García Peris, reconocido fotógrafo valenciano. Este interés es particularmente
visible en este cuadro, en el que utiliza un tipo de composición que resulta
inimaginable sin la costumbre de ver instantáneas fotográficas: las figuras
aparecen cortadas arbitrariamente, ignorantes de que están siendo fotografiadas-retratadas,
lo que da al cuadro una impresión de total naturalidad. Aunque este es un
efecto que Sorolla valoraba especialmente, pocas de sus obras lo llevan a este
extremo.
El resultado es una imagen que resulta
sorprendentemente moderna, pues al no percibirse un fondo, un horizonte, las
figuras parecen agolparse junto al plano mismo del cuadro dándole a este un
gran protagonismo; la indefinición de los rostros desdibuja a los personajes y
los convierte en meros elementos de una composición arbitraria de forma y
color.
Bajo el toldo, Zarauz, 1910, 99.1 × 114.3 cm Museo de Arte
de la Ciudad de Saint Louis
Esta luminosa pintura muestra
a la esposa y las hijas del artista bajo la sombra de un dosel en la playa de
Zarauz, en el norte de España. Los velos de las mujeres ondean en la brisa
de verano. Sorolla disfrutó de una gran reputación internacional,
particularmente en Estados Unidos. Esta obra fue adquirida en 1911 en el
momento de una importante exposición de la obra del artista en nuestro Museo,
entonces conocido como el Museo de Arte de la Ciudad de Saint Louis.
Bajo el toldo, playa de Zarauz, 1910.
Sorolla pinta este cuadro en la playa de Zarauz
durante el verano de 1910. Muestra a toda la familia del pintor bajo un toldo
que el espectador no ve. Los personajes van vestidos elegantemente, y la playa
se convierte en un ámbito de representación social, burgués y cosmopolita, más
que en un lugar de disfrute espontáneo.
En el centro, Clotilde, la mujer de Sorolla,
sentada sobre la arena casi de perfil y vestida de blanco. Más retrasada, a la
derecha y sentada sobre una silla de enea, María, la hija mayor, vista de
frente y con un traje igualmente blanco y tocada con amplio sombrero. A la
izquierda Elena se recuesta en la arena, vistiendo igualmente de blanco.
Joaquín, el hijo, sentado sobre la arena y más alejado con chaqueta oscura y
canotier sobre la cabeza.
El Puente Viejo de Ávila. Joaquín Sorolla.
1910. Oleo S/ lienzo. 82 x 105. Museo Sorolla. Madrid.
Desde Ávila Sorolla escribe en una carta a su mujer
Clotilde: "Yo no sé que me ocurre
con la luz de Ávila y el frío mezclados, que sin sentirme mal, hay algo que te
quita el deseo de pintar a gusto, será la triste pobreza de esta naturaleza. No
lo sé, pero al mismo tiempo atrae su severidad......Me fastidia lo castellano,
es demasiado bárbaro." Ávila, 26 marzo 1910.
Pepilla la gitana y su hija, 1910. Óleo sobre
lienzo 1910. Paul Getty Museum
Madre e hija miran directamente al espectador.
Hermosa y orgullosa Pepilla con un gesto protector abraza y presenta a su hija;
una niña adolescente en ciernes, lejos han quedado los días en que la acunaba
en sus brazos cantándole Nanas; tiñendo todos sus sueños día tras día. Joaquín
Sorolla recrea de nuevo la dulce semblanza de las mujeres y los niños de
Andalucía. Se deleita con los efectos de la luz y los colores cálidos, una
atmósfera de ternura sella un lienzo sincero. De técnica perfecta y
sentimiento: Colorido, luminosidad, gracia y arte.
Concluido el lienzo Sorolla seguro sonrió:
No
importa cuánto trabajo puede haber gastado en el lienzo, el resultado debe
parecer como si todo hubiera sido hecho con facilidad y en una sesión.
(Sorolla 1909)
Patio de las Danzas, Alcázar, Sevilla.1910. Óleo sobre
lienzo, 95,3 × 63,5 cm. Museo J. Paul Getty
Esta es una de una serie de
cuatro pinturas de paisajes urbanos y escenas de jardines en Sevilla que
Joaquín Sorolla y Bastida pintó en 1910. Dos años antes, había hecho una serie
similar de vistas en la misma ciudad. Si bien conservó el brillo y la
atmósfera de sus pinturas de Sevilla de 1908, parece haberse acercado a esta
segunda serie de una manera más tradicional.
El patio del Palacio de
Alcázar de Sevilla, el ejemplo más espléndido de la arquitectura árabe de la
ciudad, resplandece a la luz del sol de verano. Como siempre, Joaquín
Sorolla y Bastida se preocupaba por el color y la luz, el brillo y la
atmósfera. Los reflejos de color de la luz animan la escena y ayudan a
definir las formas, creando una sensación de que la naturaleza está en
constante cambio.
Sorolla eligió originalmente este marco, hecho por la firma de José Cano, que todavía existe en Madrid, para la imagen. Las fotografías muestran el mismo tipo de dorado marco colgado en el estudio y la casa de Sorolla durante su vida.
Sorolla eligió originalmente este marco, hecho por la firma de José Cano, que todavía existe en Madrid, para la imagen. Las fotografías muestran el mismo tipo de dorado marco colgado en el estudio y la casa de Sorolla durante su vida.
Mi mujer y mis hijas en el jardín, 1910. 166 x 206 cm.
Colección Masaveu
'Mi mujer
y mis hijas en el jardín'. En la Colección Masaveu se aprecia cómo se fue gestando
el gran pintor de retratos al aire libre que sería Sorolla en su madurez. Esta
obra maestra, pintada en 1910 en el jardín de su casa con una pincelada suelta
y brillante, confirma la calidad de su técnica. Este es uno de los cuadros
preferidos por su bisnieta.
«Está pintado en el jardín de su casa después de cosechar un gran éxito
en Estados Unidos en 1909. Allí vendió muchísimo y los retratos de su familia
gustaron tanto que, en 1910, crea esta obra maestra» que, para la bisnieta
del genio, es además «el sumun de la
felicidad», reflejado con una innegable maestría en «su mujer y sus niñas, sentadas, felices, charlando tranquilamente
mientras su padre y marido las está pintando».
En el año 1911 supone un
paréntesis en el ritmo de producción de Joaquín Sorolla, que se puede entender
en parte como consecuencia de la necesidad de planificación de la pintura para
la decoración de las regiones de España para la Hispanic Society of América.
Una planificación que no se ajusta al sistema de trabajo del pintor valenciano,
y que además implica muchos titubeos y esbozos que no tienen una presencia
directa en el trabajo final. En definitiva, frente a su trabajo habitual, muy
resolutivo y que arroja una producción a un ritmo de gran eficiencia, este
trabajo de planificación es relativamente mucho menos eficiente. A mediados de
enero parte para Estados Unidos a través de París y Londres, y en febrero
inagura una exposición individual en el
Art Institute de Chicago. Durante su estancia en la ciudad aprovecha para
pintar algunos retratos y dar clases magistrales y una conferencia. La
exposición supone un éxito de público y crítica, se clausura en marzo y a
continuación se muestra en el City Art Museum de San Luis, donde Sorolla no
llega a acudir, prefiriendo quedarse en Chicago y viajar directamente a Nueva
York. Las ventas fueron considerablemente menores que en la exposición de 1909.
Se vendieron quince obras en Chicago y siete en San Luis, a lo que hay que
añadir los retratos y las adquisiciones que hicieron la Hispanic Society y Mr.
Ryan. A mediados de mayo retornan a Europa, quedándose un mes en París para
atender encargos de retratos. Entretanto contribuye con una muestra de 85 obras
al Pabellón Español de la Exposición Internacional de Bellas artes de Roma.
Pasa el verano en San Sebastián donde pinta el cuadro La siesta. En otoño firma el contrato para la decoración de la
Hispanic Society, y antes de navidad se instala en su casa definitiva.
La siesta, 1911,
300 x 300 cm. Museo Sorolla, Madrid
La tela muestra cuatro jóvenes
doncellas tendidas sobre la hierba, una de ellas incorporándose. Los personajes
están elaborados a base de manchas, los efectos de luz y sombra con pinceladas
gruesas, tal como venían haciendo los maestros impresionistas de Holanda y
Francia.
Los momentos de ocio familiares aparecen
frecuentemente reflejados en la pintura de Sorolla. Algunos cuadros relacionados con esta línea
temática constituyen verdaderos hitos en el conjunto de su producción
artística. En gran medida, dicho alcance responde a la libertad expresiva que
se permite Sorolla en
este tipo de pinturas concebidas casi expresamente como obras propias, lienzos
no destinados al mercado sino pensados para formar parte de la decoración de su
hogar, integrados por tanto en el ámbito de su intimidad familiar.
La siesta es uno de estos casos y manifiesta una franqueza
expresiva que da muestras de la calidad del pintor en un momento de plena
madurez. Frente al estilo más realista y comedido que desplegará en años
sucesivos (mientras trabaja en los grandes paneles de tema regionalista
destinados a la Hispanic Society), Sorolla da muestras de avanzada modernidad en este lienzo.
Pintado durante la estancia veraniega de la
familia en San Sebastián, cuatro figuras femeninas descansan tumbadas sobre un
verde prado. Son la mujer del pintor, sus dos hijas y una prima de éstas. Tres
de ellas duermen, mientras la cuarta lee boca abajo. Con un punto de vista en
pronunciado picado, la línea del horizonte ha desaparecido. La distribución de
las figuras y el ritmo ondulante de las pinceladas que sugieren el césped
mullido componen una escena de marcado dinamismo y de acentuado desequilibrio.
A pesar del estatismo y la tranquilidad que en principio debía sugerir el tema
y la reposada actitud de las figuras, la mirada del espectador se ve impelida
de un lado a otro, moviéndose en zig-zag a un ritmo vertiginoso por toda la
composición. El tratamiento pictórico es diverso en toda la superficie,
adaptándose a los objetivos que busca en cada zona. La escena se compone a base
de largos brochazos en la zona del césped, mientras que en las figuras recurre
a una pintura casi matérica, de pincelada cargada, con zonas de empaste acusado
que acentúan el volumen de los rostros y los pliegues de sus ligeros vestidos.
Louis Comfort Tiffany, 1911, Hispanic
Society of America, Nueva
York
Louis Comfort Tiffany, (1848 -1933), fue un pintor y
diseñador estadounidense famoso por sus trabajos realizados en vidrio de color
con el que realizó vidrieras, mosaicos y lámparas diseñadas en lo que se
conoció como estilo "Art Nouveau".
En 1893, Tyfany montó en Nueva York una
gran fábrica llamada Tiffany Glass Furnaces en la que realizó una gran
producción a nivel comercial de sus lámparas así como de grandes vidrieras, las
cuales, decoran hoy día gran número de iglesias en los Estados Unidos
y con las que llegó a ganar una medalla de oro en la Exposición Universal de
París en 1911.
Louis se convirtió también, en 1902, en el primer
director de diseño de Tiffany & Co, una compañía de joyería fundada
por su padre.
Tiffany conoció a Joaquín Sorolla en la exposición de
1909 de Nueva York y en la cual adquirió varios cuadros del
pintor. Cuando Sorolla volvió a Estados Unidos en 1911, el de Louis fue
uno de los retratos que realizó entre los de una serie de personajes ilustres
de la sociedad estadounidense.
Tiffany poseía una lujosa mansión en Laurel Hollow, Long
Island, Nueva York, una mansión de 65 habitaciones lujosamente
decoradas y conocida como "Laurenton Hall". Ubicada en una
finca de 25.000 metros cuadrados, tenía unos bellos jardines interiores con
fuentes de cristal y acequias de mármol así como unos extensos jardines
exteriores con vistas a la bahía de Cold Spring Harbor.
En uno de estos jardines, con la bahía al fondo,
rodeado de hortensias y con uno de sus perrillos al lado, retrató Sorolla
a Louis Comfort Tiffany.
Retrato de la Reina Victoria
Eugenia, 1911.
Sorolla transmite la
personalidad del protagonista de la pintura, que en este caso es el de la Reina
de España Victoria Eugenia Juliana Enade Battenberg. Son dos retratos para la Exposición de Londres de
1909, pero el más majestuoso, es en el que la Reina lleva por los hombros la
capa de armiño, pendientes y collar de perlas, destacando el escote de
pedrería. Su rostro nos muestra frialdad expresiva, como ícono de dignidad
real. El otro retrato de la Reina es de perfil. En este aparece con una diadema
sobre la cabeza y un vestido de satén blanco con hombros descubiertos y chal
con bordes de piel negra. Mientras que la relación del Rey Alfonso XIII y el artista es cercana, incluso llegando el monarca a
poner su firma junto a la del pintor en su retrato, la de la reina es
totalmente diferente.
El porte aristocrático de la
Reina Victoria Eugenia fascinó a las damas de la alta sociedad norteamericana,
que pidieron a Sorolla que pintase sus retratos. Del mismo modo impresionaron
a los adinerados empresarios americanos los retratos de intelectuales españoles
de la época como Vicente Blasco Ibáñez, Aureliano
de Beruete o Raimundo de Madrazo, todos ellos adquiridos por la Hispanic Society of America.
Pero no solo pintó Sorolla retratos de burgueses.
Retrato de Jacques Seligmann, 1911, Museo Goya
Este retrato representa a Jacob, conocido como
Jacques Seligmann (1858-1923), uno de los anticuarios más prominentes de París
y donante del Louvre. Sorolla fue capaz de traducir con una gran economía de
medios, tanto la energía del personaje como la nostalgia de su mirada. La cara
y la mano derecha del anticuario concentran toda la luz, mientras que el resto
de la obra es sólo una variación de grises de colores.
Nacido en
Frankfurt, Alemania, Seligmann se trasladó a París en 1874, donde trabajó para
Charles Mannheim padre, un experto en arte y para M. Pillet antes de
convertirse en asistente de Paul Chevallier, uno de los más importantes
subastadores de la época. Posteriormente abrió su propio negocio en la Rue des Mathurins en 1880 con Edmond de Rothschild. como uno de sus primeros clientes. En
1900, junto a sus hermanos Arnold y Simon, estableció la firma Jacques
Seligmann & Cie. Que se
trasladó ese mismo año a la Plaza Vendôme. Seligman abrió una oficina en Nueva York en 1904,
visitándola una vez al año. Sus clientes incluían a miembros de la familia rusa
Stroganoff, el político de
altos vuelos británico Sir Philip Sassoon y coleccionistas estadounidenses, como Benjamin
Altman, William Randolph
Hearst, JP Morgan, Henry Walters y Joseph Widener.
Inicialmente Seligmann se ocupó
principalmente de antigüedades, incluyendo esmaltes, marfiles, esculturas,
tapices y muebles del siglo XVIII, especialmente francés, pero las pinturas se
convirtieron cada vez más importantes a principios del siglo XX. Tras el final
de la Primera Guerra Mundial, el interés en el arte europeo creció en los
Estados Unidos, en miembros de la alta sociedad como Walter Arensberg, Albert
C. Barnes, Louisine Havemeyer, Bertha Palmer, Duncan Phillips y John Quinn.
En 1909, Seligmann compró el
prestigioso Hotel de Mónaco, donde estableció su cuartel general y recibió a
sus clientes más importantes. Después de una disputa con su hermano Arnold, se
produjo una escisión en la empresa: Arnold siguió gestionando el local de la
Place Vendôme como Arnold Seligmann & Cie, mientras Seligmann consolidó sus
actividades en el Hotel de Mónaco y, en 1912, abrió una nueva oficina en París,
en el número 9 de la rue de la Paix. En 1914, Seligmann abrió una nueva
oficina y la galería de la Quinta Avenida de Nueva York y la incorporó a su
empresa en el Estado de Nueva York. El mismo año, en París, tuvo éxito en la
compra de una gran parte de la famosa colección de Sir Richard Wallace, que
contenía una gran variedad de valiosas antigüedades y obras de arte. En 1920,
su hijo Germain Seligman (1893-1978) se convirtió en socio y presidente de la
oficina de Nueva York, oficialmente integrados Jacques Seligmann & Fils.
Seligmann murió en París en octubre de 1923.
Algunos de sus colecciones
personales se vendieron en una subasta en 1925.
Próximo Capítulo: Sorolla - Capítulo Tercero
Próximo Capítulo: Sorolla - Capítulo Tercero
No hay comentarios:
Publicar un comentario