Sorolla es el mejor
ejemplo del impresionismo español, con una interpretación basada en la
importancia total de la luz y el movimiento de las figuras. Los cambios en
la intensidad de la luz pueden modificar colores y formas borrosas. Los
colores de Sorolla son puros, sin difuminar, con pinceladas cortas y
yuxtapuestas que aumentan el brillo.
Según Sorolla, "el
arte no tiene nada que ver con la fealdad o la tristeza. La luz es la vida de
todo lo que toca, por lo que cuanto más luz hay en una pintura, más vida, más
verdad, más belleza". Siempre dio importancia a las técnicas de
iluminación y su dominio del dibujo y el color para reproducir los efectos de
la luz. Su extraordinaria memoria le permitió pintar obras en un gran
formato que retuvo la luz y el movimiento de toda una escena desde un breve
momento.
El término "luminismo" fue creado en 1945 por
John Baur, director del Museo Whitney de Nueva York, para describir un tipo de
pintura paisajística de Estados Unidos a mediados del siglo XX en el que el
estudio de la luz es especialmente importante. Algunos autores han
propuesto el término "Sorollismo"
para describir su trabajo.
Desde muy joven,
Sorolla también estaba interesado en pintar al aire libre, con lo que trató de
capturar la luz mediterránea en los jardines y playas valencianos de la misma
manera que los impresionistas franceses. Entre sus temas preferidos, su
dedicación a los paisajes levantinos y el entorno costero, siempre con
presencia humana, expresa la importancia total de la luz.
El trabajo de Sorolla
es sorprendente debido a su volumen: hay casi tres mil pinturas y más de veinte
mil dibujos y bocetos. Aunque observamos la estética impresionista en su
trabajo, no hay duda de que el estudio de Velázquez y Goya influye en su diseño
y temas. Sorolla demuestra una técnica de transferencia gruesa que captura
la vitalidad luminosa del cielo mediterráneo, las velas abiertas, la arena y,
especialmente, los niños con cuerpos húmedos en su playa valenciana y escenas
de pesca.
Joaquín Sorolla y Bastida nació en Valencia, hijo de Joaquín Sorolla Gascón y María Concepción Bastida Prat. Nació en un barrio de pescadores (hecho que probablemente influyó en la pintura de varias piezas que completó con este tema). Un año después, nace su única hermana, Concha Sorolla. Ambos niños quedan huérfanos en 1865 cuando sus padres mueren en una epidemia de cólera. Son adoptados por su tía Isabel hermana de su madre, y por su marido Pepe. La posición de sus tíos es más humilde de lo que era la de sus padres. Su tío Pepe es cerrajero u su tía Isabel se dedica a las labores del hogar.
Los datos sobre la
escolarización de Sorolla son poco fidedignos o contradictorios. Se supone que
acudió a la Escuela Normal Superior en su infancia, y que en 1875 estaba inscrito en el Instituto
de Segunda Enseñanza de Valencia. Al parecer
fue alumno poco aplicado, especialmente por su incesante afición al
dibujo. En vista de su escaso rendimiento allí, su tío decidió que entrase de
aprendiz en la cerrajería durante el día, y que acudiese de noche a las clases
de dibujo en la Escuela de Artesanos, no muy lejos de su casa. En palabras de
su amigo el pintor Aureliano de Beruete, uno de sus primero biógrafos, en dicha
escuela y “bajo la dirección del profesor
D. Cayetano la Capuz, se aplicó tanto que obtuvo el primer año todos los
premios”.
Es un lugar común en
las biografías de Sorolla aludir a la dureza de la forja como elemento que contribuyo
a fortalecer su cuerpo y espíritu. El propio pintor se refirió en más de una
ocasión al buen recuerdo que le dejó el aprendizaje del oficio de cerrajero. La
afición y la actitud entusiasta hacia las artes y oficios le acompañaron toda
su vida, como puede deducirse de las numerosas muestras de artesanía y
arqueología que coleccionó en sus viajes, y por su apoyo a iniciativas de
fomento de los oficios artísticos.
En 1878, con quince
años, Sorolla dejó el taller de cerrajería y la Escuela de Artesanos, y entró
en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos, donde obtuvo en su primer curso
los premios de colorido, dibujo del natural y perspectiva. Es especialmente
interesante el recuerdo que dedica a sus profesores en el discurso de ingreso
en la Academia de San Fernando en 1814, que refleja la oposición entre una
actitud favorable al realismo y la construcción mediante el color,
representadas por D. Gonzalo Salvá, y Farinós.
En este período de
formación, Sorolla ya se muestra como un realista muy influenciado por los
pintores valencianos del paisaje marino: Rafael Moleón, entre otros. Sin
embargo, aún no ha definido su estilo. En 1881, Sorolla termina sus
estudios y se encuentra con el pintor Ignacio Pinazo, quien, al regresar de
Italia, ofrece una nueva forma de tratar la luz basada en el uso de métodos de
transferencia, de acuerdo con el impresionismo en la búsqueda de efectos de
iluminación. Sorolla adopta su estilo.
En la Academia, Sorolla conoce a otro estudiante Juan Antonio García, Tono, que es hijo de Antonio García, un
conocido fotógrafo uno de los más importantes de la Valencia de entonces, que
había sido también pintor en su juventud. Sorolla y Tono hicieron amistad y en
poco tiempo, el incipiente pintor fue aceptado en casa del fotógrafo,
donde compartió un pequeño estudio con Tono, y donde probablemente ayudó en el
negocio de la fotografía retocando e iluminando fotografías.
La casa del fotógrafo
se convirtió en su segundo hogar para el joven pintor, y el propio Antonio
García ejerció desde entonces un papel de protector y consejero de Sorolla, que
continuaría el resto de su vida. El propio Joaquín terminó entrando en
relaciones con Clotilde hija del fotógrafo y casándose con ella.
En 1881, tras haber
obtenido algunos galardones en certámenes locales, el joven Sorolla se presenta
por primera vez a la Exposición Nacional de Bellas Artes, de Madrid, con tres
marinas que pasan desapercibidas. El joven pintor aprovecha la ocasión de su
participación en el certamen para hacer su primer viaje a Madrid, y su primera
visita al Museo del Prado y a las obras maestras de Ribera, Goya y
especialmente Velázquez, que fue siempre su referencia máxima en el arte de la
pintura. Vuelve a la capital al año siguiente y también en 1884 con la
intención de copiar algunos de sus cuadros.
Paisaje marino,
1880
Estudio de Cristo, 1883. Colección
privada
Es una pintura de contenido religioso, con
fondo oscuro al estilo barroco de Velázquez, que representa a Cristo
crucificado con la cabeza inclinada a la derecha y la mirada hacia el cielo.
Pintada al óleo sobre un lienzo de tafetán con un bastidor y un marco dorado,
ambos de madera. Sus dimensiones son de 97 × 62 cm.
La obra estaba documentada en el catálogo de
Bernardino de Pantorba La vida y la obra de Joaquín Sorolla (1953), en
el apartado para obras destinadas a particulares o en paradero desconocido.
Perteneció a un coleccionista privado de Madrid
que lo adquirió en una subasta en 2006. El cuadro estaba firmado de forma
ilegible e incisa sobre la pintura, datado en 1883 en un lateral y dedicado a
quien después fue su suegra, Clotilde Pons García, esposa de Antonio García
Peris, para quien por aquel tiempo Sorolla era asistente e iluminador de su
estudio de fotografía. Los diversos estudios del Centro de Arte de Época
Moderna de la Universidad de Lérida demostraron que la obra es original.
En 2015 el cuadro volvió a ser subastado por un
valor de 100 000 euros.
En 1884, Sorolla
presenta dos obras a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1884: El Retrato
del señor Vives y el Dos de mayo de 1808, con el que consigue una medalla de
segunda clase, la primera que consigue de ámbito nacional. Se trata de un
cuadro de historia cuyas características se acomodan a las aptitudes del joven
pintor.
Dos de Mayo 1884 Alto 387 cm.;
Ancho 580 cm. Museo Nacional del Prado, Madrid.
Pintado por Sorolla a los 21 años, esta
monumental evocación de la defensa del pueblo de Madrid contra la invasión
napoleónica fue la primera y única aportación del maestro valenciano a la
gran pintura de historia de las exposiciones nacionales de bellas artes,
figurando en la de 1884, donde fue galardonado con una segunda medalla.
Antes de afrontar la ejecución definitiva de
una composición de semejante empeño y envergadura, Sorolla realizó un
bellísimo boceto preparatorio, superior en muchos aspectos al cuadro final y
conservado en una colección de Buenos Aires (antigua colección Narciso Muñoz
Sauca). Por otra parte, la complejidad de la gran cantidad de figuras que
componen la escena, obligó a Sorolla al estudio aislado de la mayoría de
ellas, conociéndose un hermoso boceto para el muchacho muerto que aparece en el
extremo derecho, tendido en el suelo.
En otoño del mismo año
1884 Sorolla se presenta a la convocatoria para obtener plaza de Pensionado de
Pintura en Roma de la Diputación de Valencia, cuyo último ejercicio consistió
en representar el tema El Palleter
declarando la guerra a Napoleón. De nuevo el joven pintor se enfrentaba a
una escena histórica que le permitía aprovechar sus puntos fuertes, y sin duda
sacó partido de ello, pues obtuve la Pensión.
“El Grito
de Palleter” 1884, óleo sobre lienzo, 152 x 202 cm. Valencia Diputación
provincial.
La pintura de historia era la que
imponía los criterios académicos de entonces, y Sorolla, aunque pocos años más
tarde sería el principal abanderado contra este género, cuando en su juventud lo
practicó, rompió los criterios establecidos y empezó a demostrar sus dotes de
gran maestro. Respecto a cuadros históricos poco anteriores (como, por ejemplo,
el Dos de mayo,
actualmente en el museo Balanguer de Villanova i La Geltrú), es posible
observar aquí un carácter menos teatral de los personajes.
Por el color blanco se llena de matices
en las ropas de los campesinos valencianos y estalla una especie de óvalo que
señala el contorno de la mesa dispuesta en torno al Palleter, organizando sus luces y sus sombras.
La escena tuvo carácter obligatorio para
todos los concursantes y representa uno de los momentos del grito patriótico de
1808: la arenga lanza por Vicente Domènech, llamado “el Palleter” porque vendía palletes
–pajitas para encender fuego-, en los escalones de la Lonja de
Valencia a los campesinos que allí andaban comerciando sus productos. El grito
supuso el estallido de la rebelión anti francesa en Valencia.
El primer día de enero
de 1885, Sorolla comenzó a percibir su pensión, por un total de 3.000 pesetas
anuales y dos días después partía hacia Roma, dejando en Valencia a su novia,
Clotilde García del Castillo. En la Academia Española de Bellas Artes en Roma,
Sorolla estaba bajo la tutela de Emilio Sala, responsable de los estudios de
desnudo, que eran parte ineludible dl trabajo de un pensionado.
A los tres meses de
estar en Roma, Sorolla parte hacia París aceptando la invitación de Pedro Gil
Moreno de Mora, a quien había conocido en Roma, que había de ser su amigo íntimo
durante el resto de su vida, además de consejero e intermediario en diversos
asuntos artísticos. La familia de Pedro Gil estaba vinculada al ámbito
financiero de la capital francesa, y a diversas iniciativas empresariales en
nuestro país. Era aficionado al arte y pintor, y no dudó nunca en apoyar la carrera artística de Sorolla en cuento le
fue posible.
En París Sorolla visitó
el Salón de Artistas Franceses, la exposición de Jules Bastien-Lepage, en el
hotel Chimay; y la de Adolf Menzel, en las tullerias. En París según Beruete “abrió Sorolla sus ojos por primera vez al
movimiento iniciado entonces en la pintura moderna”. Sorolla estuvo en
París seis meses donde además de visitar museos y exposiciones realizó
numerosos apuntes y estudios, tanto por la calle como en el estudio de su amigo
Pedro Gil.
En octubre de 1885
regresa Sorolla a Roma, donde sólo había pasado en su primera estancia. En los
siguientes meses se entregó a sus estudios de pensionado y a comienzos de 1886
remitió a la Diputación de Valencia seis dibujos y dos óleos a través de su
futuro suegro, el fotógrafo Antonio García, que añade a la entrega un estudio, Tres cabezas de hombre que el pintor le
había regalado. La entrega no satisfizo a los académicos. El segundo envío
reglamentario de Sorolla enviado en diciembre de 1886, fue presentado por
Antonio Garcia, como el anterior, junto con un escrito en el que el pintor se
comprometía a entregar las academias que faltaban al primer envío.
Tres cabezas de hombre
En Roma, Sorolla se
interesa por los grandes maestros del Renacimiento italiano y también por la
obra de Mariano Fortuny, cuya influencia orientalista se refleja en la obra de
Sorolla Moro con naranjas.
Moro con naranjas, Óleo
sobre lienzo 73,5 x 39,9 cm. Museo Sorolla Madrid
Mariano Fortuny había creado una
potentísima corriente comercial, perfectamente orquestada por hábiles
marchantes en París y los imitadores surgieron como legión. La protección
de algún magnate, especialmente el príncipe Odescalchi, contribuyó a
este triunfo de la forma española que cristalizó en la fundación de la
Academia Española de Bellas Artes, inagurada en 1881.
Dado los escasos ingresos económicos que
Sorolla recibe como pensionado de la Academia, no tiene más remedio
que sumarse a esta tendencia y llevar a cabo pequeñas obras - de otra
parte muy vendibles -con destino al adorno de los gabinetes de la
alta burguesía.
La corriente orientalista es testimonio
del enorme atractivo que tuvo, tanto para Sorolla como para otros
tantos pintores de su tiempo -desde el propio Fortuny, pasando por Muñoz
Degrain, Enrique Simonet, Villegas y un larguísimo etcétera -
el norte de África.
Con el interés por el exotismo africano surgió
una verdadera moda por el retrato de tipos árabes, instrumento que
sirvió a los pintores para la caracterización de nuevas razas.
El exotismo de sus costumbres, la
exhuberancia del color ,la evocación orientalista de sus
paisajes y la descripción pintoresca de su
indumentaria, comprensiblemente curiosas y atractivas para el hombre occidental,
innundó el panorama de nuestra pintura, al menos durante varias décadas.
En el óleo Moro con naranja es posible vislumbrar todas esas influencias.
La seguridad del trazo, la agudeza visual en la captación de los
rasgos del modelo y los brillos de la piel, así como la soltura
plenamente pictórica con que están resueltos el turbante y el fondo a
grandes manchas de efectos plásticos muy sugerentes, muestran el
pleno dominio del artista y de sus recursos, especialmente del dibujo,
certero y firme.
En cuanto a la acuarela, procedimiento muy
plástico que el joven pintor domina en estos precisos momentos,
destacaremos el anecdotismo colorista de los azulejos del zócalo y la
pared, las calidades de los atuendos que visten los músicos , así
como detallista con la que está tratada y que sigue al píe de la
letra, las lecciones de Fortuny.
Un árabe examinando una pistola, 1881. Colección
privada
La fuente, 1882-1885, óleo sobre lienzo 46 x 73 cm. Museo Sorolla,
Madrid
Este fresquísimo lienzo sigue la temática de tipo
costumbrista que nuestro autor había iniciado en Italia. Este género
tradicional se ve renovado por el joven pintor que lo aborda de una manera más
espontánea, condicionado por su gusto por la pintura colorista, la
representación de los temas al aire libre y su indudable facilidad técnica.
Fue pintado entre los años 1892 y 1895 en la provincia
de Valencia, donde la familia de su mujer poseía una propiedad agrícola. Tanto
en el tema como en la composición, color y técnica, es apreciable el fuerte
influjo de Ignacio Pinazo Camerlech-su maestro en 1881 y 1884 -con el que se
asocia generalmente este tipo de pintura abocetada y con aire de
instantánea.
En realidad, este abocetamiento, que hoy se considera
como prueba de modernidad, suponía manifestación de pericia y dominio de la
técnica al óleo y fue un concepto pictórico muy extendido entre los artistas
valencianos -además de Ignacio Pinazo fue practicada por Francisco
Domingo, José Benlliure, etc.
En todo caso, a la influencia de éste, responde la
extraordinaria desenvoltura de la materia pictórica, sujeta, sin embargo, a la
disciplina de un dibujo preciso. También es apreciable el siluetado en negro
para marcar el perfil de algunas figuras. Se debe subrayar, que, este
pequeño cuadro, ha sido elaborado con una agudísima observación del natural y
de los infinitos matices de luz y color que el sol provoca sobre las figuras y
el paisaje.
Parece que el artista es capaz de retener aquí, como
por arte de magia, una realidad agitada y en constante transformación. El
lienzo está cubierto por un espeso entramado de colores claros, a veces
tenues y frágiles, a veces pastosos y grasos.
Retrato de un caballero, 1884. Colección
privada
Café en París, 1885. Colección
privada
Se supone que en 1886,
una vez realizado el envío a la academia, Sorolla viajó a Pisa, Nápoles,
Florencia y Venecia. Se conservan numerosos apuntes de estos viajes, pese a que
el pintor vendió buena parte de su producción italiana. Había en la Italia de
la segunda mitad del siglo XIX una demanda constante de pequeñas vistas, que
constituía una fuente de financiación habitual de los jóvenes pintores.
Cabeza de Italiana,
1886. Colección privada
Niña italiana con
flores, 1886. Colección Privada
Dicen que era un enamorado de las rosas
amarillas (o tal vez lo era su esposa). La pasión de Sorolla por las flores
queda reflejada en muchas de sus pinturas y muy especialmente en los cuadros
pintados en el jardín de su casa en Madrid.
Las nereidas, 1886. Colección particular
De vuelta en Roma el
pintor emprende su siguiente trabajo de importancia, El entierro de Cristo, destinado a la Exposición Nacional de 1887,
en la que obtuvo un certificado honorífico. Este galardón, el menor de los posibles, y las
duras críticas por prestar más atención a la luz del atardecer que al drama
sagrado. Lamentablemente, el trabajo no se conserva. Sorolla lo
destruyó con rabia debido a las críticas que recibió. Solo hay un pequeño
boceto preparatorio y cuatro fragmentos que se recuperarían del sótano del
Museo Sorolla en 1979.
Entierro de Cristo, 1887
Se trata de estudios de
composición para el cuadro "El entierro de Cristo", pintado por Sorolla
en 1886. El anverso es un estudio que no se reflejará en el lienzo definitivo,
mientras que de los
grupos del reverso, sí aparecerán las figuras de
la Virgen y San Juan. El cuadro de "El entierro de Cristo" fue pintado por
Sorolla en Asís, en el estudio de su amigo Pedro Gil Moreno de Mora, y
presentado a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887, en la que obtuvo
una crítica desfavorable y no consiguió ningún premio. Fue, sin embargo, un
cuadro muy trabajado tanto antes como después de su presentación a la
Exposición, ya que el artista, no contento con el resultado, siguió trabajando
en él hasta que finalmente lo arrinconó en el taller de su casa donde sufrió
múltiples daños, de forma que hoy sólo se conservan varios fragmentos de él en
el Museo Sorolla (Nº Inv. 00158, 00159, 00160, 00161) También en el Museo
Sorolla se conserva un estudio para la obra en óleo sobre lienzo (Nº inv.
01433) y varios dibujos (Nº Inv. 11433 por ejemplo).
Boceto del entierro de
Cristo, presentado en la Exposición Nacional de 1887
Tras una estancia breve
en Valencia con sus familiares, regresó a Italia, y se instaló en la pequeña ciudad
de Asís donde, salvo el paréntesis de algún viaje, permaneció hasta el final de
su periodo de pensionado.
La pensión de la
Diputación que Sorolla recibía tenía como condición la entrega final de una
pintura cuyo tema debía ser la protección de un enfermo mental por parte de
Fray Juan Gilabert Jofré. Sorolla envió
su cuadro, el Padre Jofré
protegiendo a un loco, en diciembre de 1887, junto con seis academias que
compensaran los defectos del primer envío, y solicitó una prórroga de un año en
su pensión, que le fue concedida. A finales de verano de 1888 viajó a Valencia
para contraer matrimonio con Clotilde García del Castillo, y tras una breve
estancia en Roma, se establecieron en Asís. Pese a que los ingresos de la
pensión se terminan con el cambio de año, el matrimonio permanece en Asís hasta
junio, sostenidos por las ventas de cuadros de Sorolla, principalmente a través
del pintor alicantino Francisco Jover Casanova.
Padre Jofré, defendiendo a un
loco.1887. Lienzo, 154 x 205 cm. Diputación de Valencia
El padre Jofré, era un
valenciano que hizo de su vida en el Siglo XIV, una dedicación a los
desfavorecidos, estudio derecho, y fue llamado al servicio de los demás
ingresando en la Orden Religiosa de la Merced. Esta orden dedicaba su actividad
a asistir y rescatar a los cristianos cautivos en la guerra de reconquista
frente a los musulmanes. En aquellas épocas los árabes tenían adelantos en la
asistencia a enfermos y así el Padre Jofré conoció los tratamientos que se
aplicaba a los enfermos mentales en el mundo islámico.
Padre Jofré protegiendo a un loco, 1887
En el mundo cristiano de la
época, los enfermos mentales eran considerados por la gente ignorante como:
poseídos por el demonio, lo que daba lugar a infanticidios, tratamientos
exorcistas y abandonos. Cuando el padre Jofré, un 24 de Febrero de 1409, se
dirigía a la Catedral a pronunciar un sermón de primer día de Cuaresma,
presenció como una pandilla de mozalbetes, perseguía a un joven demente,
gritando “al loco… al loco” mientras
lo apedreaban, el religioso se enfrentó a la turba y los detuvo, pidiendo
compasión y el debido respeto a una criatura del Señor, lo llevó a su convento,
donde lo cobijo tras curar sus heridas.
El Padre Jofré, volvió a dar
su sermón a la Catedral y al subir al pulpito cambio el mensaje de su
predicación, pidiendo a los asistentes caridad para los enfermos abandonados
objeto de burla y malos tratos. El mensaje fue tan convincente que conmovió a
los asistentes, algunos de los presentes al sermón, gente bien acomodada y con
recursos, quedo tan impresionada que allí mismo prestaron ayuda económica a la
sugerencia del Padre Jofré a favor de estos menesterosos, necesitados de apoyo
ante lo que llamó una «persecución
irracional y tanto más cruel cuanto más inocentes, impotentes e irresponsables
son las víctimas», tal como explica textualmente su biógrafo Juan Devesa.
Su sermón dio lugar a que de la iniciativa surgiera el proyecto que permitió
inaugurar el Primer Psiquiátrico del Mundo.
El libro de las Memorias de la fundación del Hospital
dels Ignoscens ha conservado las palabras del fraile, con las
reiteraciones y la viveza de la lengua valenciana en la que se
pronunciaron. En la presente ciudad, —dijo el comendador de la Merced, hay
mucha obra pía y de gran caridad y sustentación; pero aún falta una, que es de
gran necesidad, cual es un “hospital”
o casa donde los pobres inocentes y furiosos sean acogidos. Porque muchos
pobres inocentes y furiosos van por esta ciudad, los cuales pasan grandes
desaires de hambre, frío e injurias. Por tal, como por su inocencia y furor no
saben ganar ni pedir lo que han de menester para sustentación de su vida, por
lo que duermen por las calles y perecen de hambre y de frío, muchas personas
malvadas, no teniendo a Dios ante los ojos de su conciencia, les hacen muchas
injurias y daño, y señaladamente allá donde les encuentran dormidos los vejan y
matan a algunos y a algunas mujeres avergüenzan. Asimismo, los pobres furiosos
hacen daño a muchas personas que van por la ciudad. Estas cosas son notorias a
toda la ciudad, por lo que sería santa cosa y obra muy santa que en la ciudad
de Valencia fuese hecha una habitación u “hospital”
en que semejantes locos e inocentes estuviesen de tal manera que no fuesen por
la ciudad ni pudiesen hacer daño ni les fuese hecho”.
El Hospital de Inocentes, de los locos y
orates, (Dels inocents, dels folls y de Orats), se inauguró en Junio de 1410
bajo la advocación de “Nuestra Señora de
los Inocentes“, y fue aprobada por el papa Benedicto XIII y el
rey Martín I de Aragón. Estaba situado en lo que hoy es Biblioteca
Valenciana, entre la calle Guillem de Castro y Hospital. En dicho sanatorio
colocó una imagen de la Virgen que, según la tradición o leyenda, realizaron
tres peregrinos que pidieron asilo por unos días en dicho hospital, y que
marcharon sin dejar otro recuerdo que la que se convertiría en la Mare de Deu
dels Folls, Inocents i Desamparats, y que con esta última denominación motivó
el fervor de los valencianos para convertirse en la Patrona de Valencia, de sus
tres provincias, y que tan enorme fervor recibe del pueblo valenciano.
En aquella época aquellos
enfermos permanecían atados o encadenados, el trato a los enfermos mejoran con
el Padre Jofré, evitando estuvieran ociosos les ofrecía trabajos manuales, o
dedicados a labores de la huerta, las mujeres hacían hilados, bordados y
bolillos, juegos y distracciones, ejercicios, dietas adecuadas higiene
tratamiento médico y terapia rehabilitadora. Estas instalaciones
fueron ejemplo al mundo de forma de atender y cuidar. Un gran mérito el
de atender con amor a los enfermos. Fray Juan Gilabert Jofré, fue amigo y
compañero y de otro muy famoso valenciano: San Vicente Ferrer, es quien
proclama desde el púlpito de la catedral la iniciativa feliz que ha de
determinar la nueva advocación de la Virgen María, símbolo protector de varias
y dispares empresas de caridad. Actualmente la psiquiatría y la farmacología
han avanzado, tanto que bajo tratamiento estos enfermos hacen vida normal.
Rafael Altamira y
Crevea, 1886. Óleo sobre lienzo, 55,5 x 41 cm. Museo
del Prado.
Este retrato de Rafael Altamira y Crevea (Alicante, 10 de febrero
de 1866-México, 1 de junio de 1951) se realizó el año en que se licenció en
Derecho por la Universidad de Valencia, ciudad en la
que había trabado amistad con Sorolla.
La cabeza aparece bien definida sobre la camisa y la corbata de lazo, apenas
esbozadas, como el fondo, quedando el resto del lienzo sin cubrir por la
pintura, a pesar de lo cual el artista firmó la obra. Ésta, de carácter íntimo,
tiene una sobriedad de color muy habitual en los retratos de la primera época
del artista, que años después, en 1901, le parecían a Emilia Pardo Bazán como pintados al temple,
pálidos y secos. Carece, en efecto, de la vibración luminosa que
puede verse en los posteriores a 1900. Sin embargo, acierta a captar con
inmediata veracidad el carácter de Altamira, tratado con
cierta idea de cabeza antigua y noble, aunque el detalle de las puntas
levantadas del bigote, que luego sustituiría por una barba larga, revela una
juvenil preocupación por su aspecto. Se trataba, además, de un regalo a un
amigo aficionado a la pintura que, a sus veinte años, iniciaba una fecunda
carrera como jurisconsulto e historiador. Altamira se
convirtió en uno de los más destacados profesores de la Institución Libre de Enseñanza desde su cátedra
de Oviedo. Promovió las relaciones con América a través de un
viaje en 1909-1910, que fortaleció las relaciones entre las universidades
iberoamericanas y la española y, a través de su cátedra americanista, que ocupó
en 1914, de la Universidad Central de Madrid. Fue director general de Primera
Enseñanza (1911-1913), miembro del Tribunal Internacional de La Haya y
pacifista convencido. Se exilió a México en 1945.
Además de haberse tratado él y Sorolla en
Valencia, lo hicieron también en Madrid e incluso en Asturias, donde Altamira vivió entre 1897 y 1908. Tenía casa en San Esteban de Pravia y allí coincidió con Sorolla durante la estancia del pintor valenciano en
La Arena en el verano de 1902, que se repetiría en los años siguientes. En la
tranquilidad de aquel primer estío ambos compartieron numerosas horas de
trabajo y observación del paisaje, al que dedicó algunos artículos Altamira. Índice de la relevancia de aquellas
conversaciones es una carta dirigida por Sorolla a Altamira poco después de su
vuelta a Valencia, en la que realizaba interesantes consideraciones estéticas
respecto a la legitimidad de representar sin aditamento expresivo alguno el
natural y acerca de la valoración autónoma de los apuntes y bosquejos
pictóricos. Para Sorolla se debería despojar a la
pintura de tanto inútil que hacemos, dejando sólo lo que deber ser: un
estado de ánimo que no tiene más filosofía que la impresión que el natural
ejerce fuertemente en su momento. Escritas en 1902, estas palabras
convienen también al retrato, realizado mucho antes. En una segunda ocasión
retrataría el pintor a Altamira pero entonces, ya en 1913, lo hizo de modo más
convencional, para la Galería iconográfica de Españoles Ilustres que Archer
M. Huntington formaba para la Hispanic Society de Nueva York. Precisamente Altamira era
uno de los invitados a la selecta cena que había dado Sorolla en su casa en honor de Huntington el 19 de junio del año anterior. El
escritor alicantino, polígrafo de amplísimos intereses que, desde su posición
naturalista, comprendió bien a Sorolla, se sintió atraído por la pintura y
reunió una pequeña colección de obras de sus amigos artistas. A la muerte en
1923 de Sorolla le dedicó un artículo, recogido en sus Estudios de crítica literaria y artística (1929).
Tres cabezas de estudio,
1886, Museo de Bellas Artes de Valencia
El niño de la bola, 1887, Museo de Bellas Artes de
Valencia
Virgen María, 1887. Museo de Bellas Artes de Valencia
Academia del natural, 1887. Museo de
Bellas Artes de Valencia
Bacante descansando, 1887, Colección particular
Esperando, 1888 117 x 70.8 cm.
Clotilde contemplando la
Venus de Milo, 1887-1888, óleo sobre lienzo 58.5 x 47,6
cm. Valencia, Museo de Bellas Artes
La vida íntima de
Sorolla se hizo pública -mucho antes de que las cartas que intercambiaban
con su esposa vieran la luz -a través de buena parte de sus lienzos. El
artista no sintió ningún reparo en presentar como uno de los argumentos
más recurrentes de toda su producción no sólo los retratos sino también
las escenas cotidianas que protagonizaran a su alrededor su esposa y sus
hijos. Esos reflejos de su vida privada -cuidadosamente elegidos por él-sumaban
las dos preocupaciones más sinceras del artista, su familia y la pintura,
y por ello seguramente Sorolla dejó en algunas de sus obras lo más
intenso de toda su producción.
En este cuadro Clotilde
contempla en el interior de una estancia un vaciado de la estatua de la Venus
de Millo. Se trata de una escena que parece adentrarse en la estricta
privacidad, en la cual el autor supo transmitir con aire fiel y realista
la imagen más próxima de su venerada compañera, que se interesa aquí por el
mundo artístico al que pertenecía su marido.
Aunque el cuadro se ha
venido fechando -siguiendo una tradición familiar-durante la estancia del
matrimonio en Italia, que se despega ya claramente del tono narrativo que
Sorolla dio a su producción a fines de los años ochenta pero sobre todo en
la década de los noventa . En estos años hizo posar a su mujer
protagonizando ficticias escenas costumbristas, la mayoría de ellas de
ambientación valenciana. Además el modelado de la figura de su esposa,
especialmente el de su cabeza, recuerda a otras obras de Sorolla de
finales de los noventa, en las que la ejecución es mucho más matérica que
a su inmediata llegada a Italia, o en los años que ambos posaron juntos en
el país vecino.
También la descripción
detallada del efecto de luz de una figura opuesta a una ventana -verdadero
interés principal de esta obra - y que llevó a su culminación Cecilio Pla
(1860-1934) entre los pintores valencianos con su conocido cuadro La
mosca de 1897, refuerza la posibilidad de que esta obra haya de
ser considerada posterior a la fecha de finales de los ochenta que
se le viene dado hasta ahora. Así lo corroboran incluso otros detalles,
como el vestido que luce Clotilde , incompatible con las modas femeninas
de los años ochenta e incluso de los primeros años noventa y más próximo a
las toilettes de finales de esa década y principios de la
siguiente, pues en efecto es muy parecido al que luce la protagonista
en La familia de 1901.
El lienzo posee un
innegable atractivo estético, en parte debido al estado abocetado en que
lo dejó voluntariamente su autor para regalarle así a su suegro, artista
como él y con el que le vinculaba una cariñosa relación personal. El
artista prefirió concentrarse en describir la ventana y las dos figuras femeninas,
dejando el entorno apenas insinuado, con lo que acentúa el efecto de la
luz. La blancura penetra a través de los visillos de la ventana e ilumina
la estatua, silueteando el perfil de Clotilde, que queda en el claroscuro.
Como sucedería a menudo
en la obra de Sorolla, las representaciones escultóricas clásicas que
aparecen en sus lienzos no son un mero elemento decorativo que pasa
inadvertido, sino que cumplen una función muy relevante, tanto en la
composición como en el significado de sus pinturas: el propio artista les
concedió un especial protagonismo en la decoración de su casa o de su
estudio, como dejan ver algunas de sus fotografías de los interiores en
los que vivía con su familia. Una pintura como El beso de
fechas muy próximas a esta imagen de Clotilde, presenta a la pequeña Elena
Sorolla besando un busto, gesto de familiaridad que desvela un claro
rastro de convivencia con estas obras de arte.
Sorolla parece plantear
un paralelismo en este cuadro entre los ideales de la feminidad,
encarnando uno de ellos por la propia réplica de la Venus de Millo,
considerada en los ambientes académicos del siglo XIX como una de las
representaciones supremas de la máxima perfección femenina, junto a la
imagen de su propia esposa.
Escena histórica, óleo sobre lienzo 1887, 38,5 x 54,5 cm. Colección particular
Estos cuadros
constituyen una muestra abundante del tipo de pinturas que solía practicar el
joven Sorolla en estos primeros momentos:
un anecdotismo detallista y castizo, a veces del género del casacón,
inserto en el más tópico fortunysmo.
El ejemplo de los grandes nombre del artista del seiscientos, dio origen a una tendencia pictórica que quería -tratando de recoger parte de su prestigio -reflejar la técnica e incluso la temática .Esta tendencia setecentista encontró en Mariano Fortuny a uno de los grandes representantes, teniendo en Francia notables cultivadores como Claudius Jacquand, Hégesippe -Jean Vetter o, por encima de todos Ernest Messonier.
El ejemplo de los grandes nombre del artista del seiscientos, dio origen a una tendencia pictórica que quería -tratando de recoger parte de su prestigio -reflejar la técnica e incluso la temática .Esta tendencia setecentista encontró en Mariano Fortuny a uno de los grandes representantes, teniendo en Francia notables cultivadores como Claudius Jacquand, Hégesippe -Jean Vetter o, por encima de todos Ernest Messonier.
La brillantez del
atuendo de los mosqueteros, sus blancas gorgueras, eran temas de moda entonces por las novelas de Alexander Dumas padre y
significaban además, en Francia - lugar donde proliferaron y desde donde
se expandieron -el rescoldo de una época - la de Luis XIII y Luis XIV - de
grandeza política y cultural de aquel país. Eran, además, temas adecuados para
exhibiciones sobre el virtuosismo de los pintores.
Pasando el rato 1888, óleo sobre lienzo 21,7 x 30 cm. Colección
particular
En el panorama español se destacó también en esta temática el catalán radicado en París, Roman Ribera quien, a través de Goupil, el más potente marchante de esa época, imponía sus óleos en Europa y en América. Lo mismo le ocurrió a Francisco Domingo, cuya gran facilidad y perfecta técnica le llevaron a mantenerse cómodamente en los circuitos comerciales que le daban bienestar económico, mientras los artistas más inquietos de esa época - como los impresionistas-luchaban aún penosamente por imponer una linea estética, que con el tiempo desplazaría por completo a la que Domingo siguió.
El monaguillo
1888. Óleo sobre lienzo 45,2x 88,2 cm. Colección particular
Este cuadrito, pintura característica
del género del "casacón" sigue claramente a Francisco de Domingo y muestra todos los elementos de su
particular lenguaje pictórico. Lo deshecho de su factura, fogosa y
chispeante, a favor de una mayor expresividad colorista y su captación de
la luz, con toques rápidos y menudos para modelar las figuras, explican el
éxito de estas pequeñas escenitas entre la clientela burguesa y adinerada
de su tiempo.
Estudio del pintor, 1888, óleo sobre lienzo 50 x 76 cm. Colección
particular
Esta pequeña obra se
puede considerar como un pequeño testimonio pictórico del Sorolla
joven. Efectivamente , al igual que ocurría con el retrato de Emile
Zola (Jeu de Paume) pintado por Eduard Manet en 1868, a través de
los objetos representados en el cuadro, ambos pintores nos muestran una verdadera profesión de fe. En el caso de
Sorolla sobre la cama aparece una lámina del papa Inocencio X, de
Velázquez, y en la pared un bajorrelieve griego de Fidias y una
estampa japonesa. A pesar de lo que pueda aparecer curiosamente en
estos momentos no existe una diferencia tan abismal entre
los intereses de ambos pintores: el francés introducía también una
referencia velazqueña incluyendo en sus cuadros una lámina de Los
borrachos -y japonesa. Todos los accesorios y objetos que
rodean a los dos seres vivos del cuadro -el niño desnudo y el perro-
están tratados como una verdadera naturaleza muerta, con profusión
de telas, alfombras, cojines, muy del gusto de la época.
En estos momentos se
muestra como buen artesano de la pintura, tanto del óleo
como de la acuarela, circunstancia ésta muy propia de la escuela
fortuyana, que le relaciona con artistas como Jiménez Aranda, Álvarez
Algeciras, Muñoz, Degraín, etc. Todos ellos se mostraban hábiles en
sus complejas composiciones, habitualmente sobrecargadas también de
elementos decorativos.
El cuadro demuestra
además la maestría en la representación de interiores con figuras de
pequeño tamaño, en la que sabe conjugar espléndidamente la atención
minuciosa y descriptiva de los diferentes elementos que adornan el
estudio del pintor, con un preciosismo casi miniaturista. Se
combina con una extraordinaria soltura técnica y una agudísima
observación en el manejo de la luz de la ventana, que baña la
penumbra de la estancia en una atmósfera íntima, de espléndidos
resultados.
Santa en oración, 1888 - 1889.
Óleo sobre lienzo. Museo del Prado.
Para Sorolla y su esposa, el tiempo que pasaron en Italia formó parte de los años al comienzo de su
relación cuando enfrentaron sus primeras dificultades juntos. Ya en 1915,
casi treinta años después de este viaje, Sorolla notó en una
carta a su esposa que había "ordenado un pequeño marco para la Virgen que
me diste cuando salí de España para
estudiar en Roma.. Creo que se ve bien y hará que sea menos
probable que pierda un objeto que guardo conmigo en todo momento. Conocida
como Praying Saint, esta imagen también lleva el título evocador de Figura de un
santo italiano por sus obvias conexiones con ese período, y debe haber sido uno
de los recuerdos que la pareja atesoraba de esa época. Esto explicaría por
qué siempre lo mantuvieron en un lugar especial en su casa, como lo revelan
muchas de las fotografías de los diversos estudios y viviendas del
artista. Así fue que en 1906, cuando Sorolla pintó a
Señora de Sorolla (Clotilde García de Castillo) en negro, no
solo aparece en la fotografía en la que el artista representa a su esposa en el
lienzo, sino que también ocupa un lugar destacado en el retrato en sí, del cual
proporciona Sorolla con un fondo para la cara de
Clotilde. Estéticamente hablando, el trabajo está inmerso en un
medievalismo que demostraría ser una poderosa fuerza impulsora para Sorolla y a la que dio rienda suelta durante los meses
posteriores al rotundo fracaso de El entierro de Cristo,
el trabajo principal que produjo durante su período de estudio
extranjero. Fue pintado mientras Sorolla vivía con
su esposa en la pequeña ciudad italiana de Asís, donde el artista
valenciano produjo muchas copias de pinturas antiguas que revelaban su interés
en la Edad Media. Esta pasión se hizo eco de los
sentimientos del escritor Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), quien también
dedicó algunas de sus primeras páginas a historias medievales, y con quién Sorolla entablaría una estrecha amistad en los años
posteriores: en esa etapa también debían compartir, conscientemente, intereses
estéticos más maduros. Así, a mediados de la década de 1880, ambos hombres
se suscribieron a una tendencia que floreció hasta cierto punto en toda Europa
y que no solo traía de vuelta elementos medievales al repertorio del
eclecticismo arquitectónico, sino que, en las pinturas de esa época, marcaría
un renacimiento en el sentimiento gótico antes del simbolismo de
Wagner. En su juventud, tanto los intelectuales como los artistas de su
generación debían incursionar en este enfoque estético, aunque en última
instancia ni Sorolla ni Blasco profundizaron en él. Artistas
influyentes como Domenico Morelli (1823–1901), él
mismo en contacto con Sorolla también participó en esto,
como lo atestigua el uso del oro en sus orígenes y la búsqueda de imágenes
místicas de una iconografía religiosa indefinida, que son más una descripción
del escenario que un intento de transmitir piedad. Sorolla mismo
debía moverse firmemente en la misma dirección en su atractiva obra Nun at Prayer, donde representa a una niña postrada en
un prie-dieu dentro de una iglesia, en un entorno de semejanza extraordinaria a
la que se muestra en este Santo rezando, y cuyo El perfil comparte ciertas
similitudes. Al respecto, en la obra del Prado Sorolla
presta una atención tan exquisita al fondo que adquiere una importancia
considerable en toda la superficie del lienzo. La figura pequeña y frágil
del joven santo se coloca ante un suntuoso telón de fondo dorado decorado
geométricamente. Sorolla debe haber usado
plantillas para producir parte de la decoración, particularmente los cuadrados
pequeños en la superficie de la pared y los círculos dorados en el vestido,
aunque en otros casos usa su pincel para lograr el mismo
efecto. Particularmente atractiva es la combinación de diferentes formas
circulares: el halo dorado, el círculo alrededor de un borde con motivos
vegetales y animales, los pequeños círculos en el vestido. Todos están
inspirados en patrones decorativos típicos de la Alta Edad Media.
El estilo geométrico se
equilibra armoniosamente con la figura; Sorolla no tuvo
reparos en convertir la retícula decorativa del lado derecho en un borde negro
que abarca dos tercios de la longitud del trabajo para aligerar el
efecto. Para contrarrestar la impresión bastante plana del oro, Sorolla introdujo otros elementos mucho más plásticos,
incluida la tela blanca del vestido del santo, donde el cuello y la capucha
recuerdan a Emilio Sala (1850–1910), o el franco realismo de los iris
que yacen en el regazo del santo. A pesar del uso de pequeñas
características distintivas para agregar individualidad a la figura, como la
pequeña cruz en el cofre de la santa, que descarta cualquier asociación con la
Virgen María, o el libro parcialmente abierto que sostiene en su mano derecha,
es imposible Identificar al santo a partir de los atributos simbólicos
representados en la obra. Sin embargo, aunque solo sea por obvias razones
sentimentales, es tentador pensar que podría ser Santa Clotilde, cuya
vida entre los siglos V y VI coincidiría con las alusiones a la suntuosa
decoración de la corte en el lienzo. Nacida en la corte del rey Chilperic,
su padre, Saint Clotilde se casó con Clovis, rey de Francia., a quien
ella convirtió al cristianismo. San Gregorio de Tours recuerda
sus largas y fervientes meditaciones, y agrega que su gente la consideraba más
por su piedad que por sus deberes reales.
Contadina de Asís, 1888. Museo Sorolla
Después de un sonoro fracaso en su intento más
ambicioso de hacer pintura académica, se retiró al pueblecito de Asís en Italia
y allí emprendió un nuevo rumbo, imponiéndose una pintura realista sin
pretensiones, fiel al natural: Contadina de Asís marcó para Sorolla el
principio de lo que sería su camino hacia la luz. Los colores tradicionales de
la pintura académica, los colores cálidos y tostados, dejarán paso a las gamas
frescas y luminosas introducidas por los impresionistas.
La muchacha, de busto y girando levemente hacia la derecha, se recorta sobre un paisaje pleno de vegetación y salpicado de amapolas. Se cubre la cabeza con un pañuelo rojo anudado en la nuca, y su blusa blanca está medio cubierta por un corpiño igualmente rojo.
La muchacha, de busto y girando levemente hacia la derecha, se recorta sobre un paisaje pleno de vegetación y salpicado de amapolas. Se cubre la cabeza con un pañuelo rojo anudado en la nuca, y su blusa blanca está medio cubierta por un corpiño igualmente rojo.
Clotilde en la ventana, 1888
Clotilde García del Castillo y
Joaquín Sorolla se conocieron siendo casi niños y vivieron una historia de amor
que discurrió en paralelo a los continuos viajes del pintor y al éxito rotundo
de su casi obsesiva dedicación pictórica, un amor temprano sólo interrumpido
por la muerte de Sorolla a los sesenta años, tras una traumática agonía de la
que Clotilde nunca se repuso.
De bonitos ojos castaños, menuda, proporcionada
y esbelta, Clotilde, «Clota» para el
pintor que fue su marido y padre de sus tres hijos, tenía una belleza muy
mediterránea que Sorolla inmortalizó en docenas de cuadros que la convierten en
una de las mujeres más retratadas de la Historia del Arte. En la playa, en el
jardín, sentada, paseando, recostada, vestida de noche, con sombrero... Sorolla
la pintó recurrentemente, incluso cuando le desbordaban compromisos tan
extenuantes como los monumentales paneles de la Hispanic Society de Nueva York
que ahora pueden verse en Valencia.
Junto a los elocuentes retratos, cientos de
cartas entre la pareja dan fe de una relación inquebrantable en la que Clota es
la mujer fuerte, equilibrada, con talento y «fibra», la «mascota y
ministro de Hacienda» que lleva las cuentas de su cotizadísimo marido en un
cuaderno mientras fuma un cigarrillo, la pragmática valenciana que atiende la
correspondencia y a las celebridades retratadas en la casa-estudio madrileña
-Unamuno, Ortega, Alfonso XIII...- o le envía pinturas, ropa y hasta un barreño
de baño allá donde Sorolla se desplaza movido por su «urgencia trágica» de pintar, como dijo López de Ayala.
De regreso a España en
1889 pasan por París, donde visitan a su amigo Pedro Gil y su esposa, y donde
visitan también la Exposición Universal, cuyo hito más importante fue la
célebre torre Eiffel. En el campo pictórico, la exposición fue una muestra del
auge del naturalismo, que desplazo a la pintura de historia y a la pintura
religiosa. El triunfo de los pintores naturalistas del norte de Europa como Peder Severin Krøyer o Anders Zorn y de los norteamericanos Alexander
Harrison y Gari Melchers, le confirmó una vez más su camino al naturalismo.
A su regreso de París,
el matrimonio se detiene en San Sebastian e Irún y se establece temporalmente
en la casa de los padres de Clotilde. Tras unos meses en Valencia, deciden
trasladarse a Madrid a fijar su residencia a finales de 1889. Para ello
alquilan casa y estudio en la Plaza del Progreso, actual Tirso de Molina. En
abril de 1890 nace María Clotilde, su primera hija, a la que llamarán
normalmente María. Sorolla presenta ese año obras a dos exposiciones de menor
importancia, y a la Exposición Nacional, en la que obtiene una segunda medalla
por Boulevard de París. Además, en la
exposición conoce al pintor sevillano José Jimenez Aranda, que ha ganado una
medalla de primera clase por Una
desgracia. Entre ambos se establece una relación de amistad en la que el
sevillano, casi treinta años mayor, ejerce a menudo como protector y consejero
de Sorolla.
Los guitarristas, Valencia, 1889, 205,1 x 153 cm. Museo del Prado
Valencia siempre estuvo
presente en la pintura de Joaquín Sorolla. A lo largo de su carrera le dedicó
pinturas costumbristas, paisajes, pequeñas notas de color y los grandes cuadros
de playa, que le trajeron sus mayores triunfos. Sorolla siempre se sintió
valenciano y, aunque se instaló en Madrid, nunca dejó de mantenerse unido a la
tierra que lo vio nacer.
La tablita titulada Guitarristas, costumbres valencianas (1889),
es característica de los primeros años de su carrera artística (1885-1990) en
que pinta una serie de cuadritos de género. Son escenas costumbristas en la
estela de Fortuny, pinturas muy detallistas, de una técnica depurada y pequeño
tamaño, que representan escenas amables, frecuentemente ambientadas en
Valencia.
Dos guitarristas, vestidos a la usanza valenciana, tañendo sendas guitarras ante la mirada de tres mujeres jóvenes ataviadas con el traje típico de huertana. Junto a los guitarristas duerme un perro. Se desarrolla la escena en un patio con vegetación. Al fondo, la reja de una ventana. Adornan la escena diversos objetos.
Dos guitarristas, vestidos a la usanza valenciana, tañendo sendas guitarras ante la mirada de tres mujeres jóvenes ataviadas con el traje típico de huertana. Junto a los guitarristas duerme un perro. Se desarrolla la escena en un patio con vegetación. Al fondo, la reja de una ventana. Adornan la escena diversos objetos.
Al regresar a España,
Sorolla comienza un nuevo período de consolidación como artista, buscando su
propio estilo. Este estilo, aunque reconoce similitudes con el
impresionismo, tiene algunas diferencias que incluyen pinceladas largas, no
cortas como las de los impresionistas. Sorolla también usa negro,
considerado un "no color"
por los impresionistas. Para Sorolla, el tema costumbrista y la luz son
fundamentales, mientras que el único tema importante para los impresionistas es
la luz. A finales del siglo XIX, Sorolla es un pintor que está más ligado
al naturalismo y que valora la luz y el color en la realidad actual.
Vendiendo
melones, 1890 Óleo sobre lienzo 52,2
x 78,6 cm. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza
Vendiendo melones está fechado en el año
crucial en que Sorolla abandona Italia y, tras una brevísima estancia en
Valencia, se instala en Madrid e inicia una carrera profesional que le llevaría
a alcanzar grandes éxitos internacionales. El tema de la obra se puede
relacionar con los trabajos realizados por Sorolla durante su estancia en Asís,
entre septiembre de 1888 y junio de 1889. En esta época, ya casado y terminada
la beca de la Diputación de Valencia, Sorolla se dedica a pintar escenas de
fácil venta1. Son, por lo general, pequeñas acuarelas de tema costumbrista y
anecdótico, que comercializaba Francisco Jover, un marchante valenciano
residente en Roma, y que Sorolla, a veces, amplió en óleos de mayor tamaño.
Obras como Costumbres valencianas (1890), El resbalón del monaguillo (1892) o El beso de la reliquia (1893), desarrollaron sobre
lienzo aquellas peculiaridades temáticas. Estas obras están muy influidas por
José Benlliure, que en esta época vivía también en Asís, y quien, a su vez,
adaptaba al gusto de finales de siglo el estilo popularizado por Fortuny quince
años antes.
Como es frecuente en este tipo de pinturas, Vendiendo melones se caracteriza por su calidad
técnica y por su complejidad compositiva. Cada figura, cada elemento
arquitectónico y cada objeto están descritos con tal minuciosidad que el
conjunto parece ser más susceptible de ser leído que de ser observado. De
hecho, la composición va más allá de lo enunciado por el título y presenta la
síntesis de lo que supuestamente era la vida cotidiana en una alquería
valenciana. La huerta y sus habitantes son explotados desde un punto de vista
idealizado y anecdótico.
Bajo un emparrado que cubre las encaladas
paredes del edificio se lleva a cabo la transacción que da nombre al lienzo.
Pero al mismo tiempo la composición introduce una escena de labor femenina, una
escena de solaz en la figura aislada tocando la guitarra, diferentes bodegones
y naturalezas muertas, estudios de cerámica y artesanía popular valenciana, un
estudio de animales, en la pequeña charca con patos del ángulo inferior
izquierdo, e incluso un esquemático paisaje sugerido en el fondo de la
composición, a través de las dobles puertas entreabiertas. Pero este variado
cúmulo de temas secundarios, dentro de un solo tema, alcanza verosimilitud
mediante al tratamiento extremadamente realista de las figuras. Cada una está
descrita con la máxima minuciosidad y el heterogéneo grupo queda unificado por
un suave y matizado tratamiento de las luces y las sombras.
En síntesis, el conjunto se desarrolla en una
serie de planos temáticos, espaciales y lumínicos, tan diversa que acentúa el
sentido narrativo de la pintura, al tiempo que permite poner de manifiesto la
habilidad técnica que tanto valoraba la clientela de este tipo de obras. En conjunto
el estilo difiere del que definió a Sorolla unos años más tarde en tres
aspectos básicos: en la mayor complejidad compositiva, en la mayor minuciosidad
técnica y en la utilización de una gama cromática más variada.
En diciembre de 1890 van a Valencia a pasar la Navidad, tras las cual vuelve a Madrid solo el pintor, quedando Clotilde y María en la ciudad del Turia por motivos de salud. Esta primera separación del matrimonio supone un momento importante para la historiografía del pintor, pues la correspondencia entre ambos comienza precisamente por esta separación forzosa. Aunque es de suponer que ambos se cartearon antes de casarse, estando Clotilde en Valencia y Sorolla en Italia, la correspondencia previa al matrimonio se ha perdido. Dado que las separaciones del matrimonio serán muchas desde entonces, sobre todo por las necesidades profesionales del pintor, la correspondencia del matrimonio es una fuente muy rica de información sobre Sorolla y su entorno, que abarca todo tipo de ámbitos, desde el social, al artístico, el económico o al más íntimo.
Boulevard de París 1890
A comienzos de 1891
Sorolla pinta en su estudio madrileño el pillo de la playa, una escena
costumbrista que desea enviar a la Exposición Internacional de Berlín. La
ejecuta a partir de apuntes y de la copia del natural de los modelos, dentro de
una estética naturalista.
El pillo de la playa, 1891 óleo sobre lienzo
80,5x 124 cm. Museo Sorolla, Madrid
Esta
tela datada en 1891, puede ser considerada como punto del costumbrismo marinero
que Sorolla desarrollará, fundamentalmente a partir de 1894 cuando pinta La
vuelta de la pesca. Enviado a la Exposición Internacional de Berlín de
ese año, de ella conservamos una de las pocas descripciones completas que
el artista hace de su obra.
"Esta tarde
espero a Jiménez Aranda para que vea qué tal llevó el cuadro para Berlín, el
asunto es sencillo, se titula El pillo
de la playa, con dos figuras de buen tamaño, ella está sentada en la arena,
arreglando las redes, pero vista de espaldas y él tumbado en la arena está
fascinándola y diciéndole cosas, ella se ríe; el fondo es un trozo de quilla de
un barco de pesca, la cual proyecta una sombra ( pues la luz es el sol )
sobre la arena, pasando el asunto a la sombra, en el fondo se ve la linea
azul del mar y la arena que se interponen entre la sombra del primer
término y el agua, le da de pleno el sol produciendo un efecto bastante
agradable, por lo fuerte del contraste.
Como queda bien claro
a través de las palabras de su autor, el lienzo se divide en dos mitades -una sombreada y otra luminosa-que siguen una
marcada linea diagonal. El segundo término, en luz adelanta algunas de
las características de su personalísimo estilo: ejecución suelta, paleta
con predominio de tonos claros, uso de sombras coloreadas, luminismo
solar etc. Sin embargo, también es verdad que todavía, en estos años,
Sorolla no ha abandonado el dibujo riguroso y la atenta observación
del natural, que se revelan en el conjunto de la composición, en la que llaman
la atención del espectador algunos detalles primorosamente descritos,
como los corchos de las redes. No obstante,
interpreta todo ello con una técnica personal de trazo algo familiar y suave,
que da protagonismo fundamental al problema del claroscuro y los
valores tonales.
El primer hijo, 1991, acuarela sobre papel 48 x 65 cm.
Colección particular
Es
una etapa más en el camino hacía una elaboración formal individual
y objetiva de la realidad, nuestro joven artista - que sigue
cultivando la técnica de la acuarela , que abandonará definitivamente en
el año 1899 - lleva a cabo estas intimistas escenas que tienen
relación con su recién encontrada dicha familiar.
En
esas mismas fechas retoma un cuadro para el senado madrileño, la Jura de la
Constitución por la Reina Doña María Cristina que fue comenzado por su amigo el
pintor y marchante Francisco Jover Casanova. Jover propuso poco antes de
fallecer que el joven pintor valenciano concluyese la obra. Sorolla trabajo con
intermitencias en el cuadro y lo concluyó en 1897.
Jura de la Constitución por la Reina María
Cristina
1890-1897
«Jura de
la Constitución por la reina María Cristina (Museo de Arte Moderno, Madrid). La
larga actividad política de la reina empezó con este solemne acto, celebrado el
28 de diciembre de 1885, un mes después de la muerte de Alfonso XII. Con la
mano derecha puesta sobre el libro de la Constitución, que sostiene Cánovas del
Castillo, María Cristina jura lealtad a las leyes y a los gobernantes, lealtad
que cumplió toda su vida. La familia real viste de riguroso luto y las infantas
rodean a su madre en el acto de la jura.»
Este es el pie de foto con el que figura este
cuadro en la Historia de España del Marqués de Lozoya. Como se puede comprobar
la reina se encuentra encinta y a su lado se sitúan las infantas María de las
Mercedes y María Teresa. Las otras mujeres enlutadas son las infantas Eulalia,
Isabel, Paz, hijas de Isabel II y una figura por identificar. Quién figura al
lado de Don Antonio Cánovas, es, a no dudar, Don Práxedes Mateo Sagasta.
Respecto a la descripción antes referida,
señalar que el lienzo se encuentra en la actualidad en el Palacio del Senado y
que la autoría de la obra hay que repartirla entre Jover y Sorolla, siendo a
éste último al que corresponde el grueso del trabajo, según se echa de ver en
este artículo de Don Bernardino de Pantorba (publicado en el ABC Madrileño del
30 de Abril de 1963), que por cierto diverge en fechas con Don Juan de
Contreras:
«Un mes después, el 30 de diciembre, procedíase
a la Jura de la Constitución española por la Reina viuda. Quiso el Senado que
tan solemne momento histórico se perpetuara en un cuadro de grandes dimensiones
y formuló el encargo a Casado del Alisal; pero muerto éste a poco (octubre del
86), cuando apenas había puesto mano en él, hubo de encargarse de la obra otro
pintor. Fue elegido Francisco Jover, valenciano, que, en lienzo de más de cinco
metros de largo por más de tres de alto, armó la composición de la Jura,
haciendo figurar en ella, junto a la enlutada protagonista y a los otros
miembros de la real familia presentes en el acto, al Gobierno en pleno, con
nutrida representación de las Cámaras, la Iglesia, la milicia, etc.
A principios de 1890, sintiéndose muy enfermo y
viendo que no le sería posible terminar su complicado cuadro, Jover pidió que
fuera a su paisano Joaquín Sorolla, que por entonces acababa de instalarse en
Madrid, quién se le encomendara su conclusión. Y así se hizo, más no sin que
transcurrieran, hasta la terminación de la pintura, varios años. El lienzo está
firmado en forma que no deja lugar a dudas: "F. Jover. Febrero 1890. Terminado por J. Sorolla. 1897" En 1898
Sorolla cobraba, por la parte que en la ejecución de este cuando le había
correspondido, quince mil pesetas (diez mil había cobrado Jover).»
La imagen es un escaneo de la Historia de España del Marqués de Lozoya (Juan de Contreras y López de Ayala), editada por la barcelonesa editorial Salvat en 1970 (Tomo 6).
La imagen es un escaneo de la Historia de España del Marqués de Lozoya (Juan de Contreras y López de Ayala), editada por la barcelonesa editorial Salvat en 1970 (Tomo 6).
Clotilde García del Castillo, 1890. Museo Sorolla
La pintura es parte de la colección
del Museo Sorolla, en Madrid, España. Es un retrato
femenino de una mujer, nada menos que la pintora, la esposa
de Joaquín Sorolla, Clotilde García del Castillo. En la pintura, se
encuentra sentada en una silla de madera, vestida con un vestido negro (una
especie de vestido de cuello alto) con guantes marrones posando para la pintura
con una postura inclinada a la derecha, su mano derecha firmemente apoyada
sobre una almohada mantenida en la silla y sus dedos tocando su mejilla y
mentón mientras su mano izquierda descansa sobre el reposabrazos. La
elegancia y la belleza se despliegan cuando se descubre que tiene el cabello
recogido en la parte superior de su cabeza coronado con una flor amarilla.
El naranjero 1891, Óleo sobre lienzo – Colección particular
Desde finales de 1888 a
principios de 1889 nuestro artista se dedicará fundamentalmente, a pintar
"cuadros de género". Son
temas compuestos de forma artificiosa con una ejecución minuciosa y fina que será la antítesis de lo que
caracterizará el temperamento del Sorolla maduro.
El
naranjero forma parte de una serie de óleos y acuarelas con
temas costumbristas valencianos, en los que
la mujer posa como modelo; son cuadros destinados para la venta pero con
calidad en su ejecución. Concretamente este lo pinta durante una corta
temporada que pasa en Valencia, a su vuelta como pensionado, cuando se
establece en la casa de los padres de Clotilde y en "el campet", el huerto de naranjos
que su familia política tenía a las afueras de la ciudad.
Sorolla supo
evolucionar -desde el historicismo de sus años juveniles- hasta un realismo
vitalista, de pincelada suelta y rasgos
enérgicos. En estos momentos todavía observamos un gusto por la precisión
en los detalles, una tendencia a la minuciosidad narrativa, centrada en el anecdotismo regionalista. Se trata de un
casticismo clásico valenciano -por ejemplo, José Garcia y Ramos (1852-1912), entre otros, lo practicaba de forma similar en
Andalucía- que supo encontrar en el ambiente cotidiano de su provincia,
el tema exclusivo de la producción de estos momentos, a veces basada en
anécdotas burlonas e incluso picantes, que realizó con exquisita minuciosidad
de trazo y tonalidades encendidas.
También Joaquín
Agrasot, Puig Roda, Vicente Borrás o Ignacio Pinazo habían frecuentado la pintura de ambiente costumbrista valenciano, con
preferencia por una temática, muy próxima a esta, centrada en las
tertulias o conversaciones ante una alquería.
En este caso destaca
sus precisiones y el gusto por la representación de la indumentaria popular, en la que el pintor se recrea, por lo que
tiene de colorista y definidora del mundo rural valenciano. Son escenas de
género, al servicio de una imagen folclórica que enlazaba con el
popularismo de raíz romántica que, en décadas anteriores, los viajeros ingleses
y franceses habían descubierto en la Península y pusieron de moda en el
exterior.
Mondando patatas, 1869, óleo sobre
lienzo 40,3x 48 cm. London, Gavin Graham
A lo largo de la última
década del siglo, Sorolla se sintió atraído por la representación de diversos
trabajos realizados al aire libre en su Valencia natal. Abordó, así, motivos
relacionados con las tareas del campo, pero, sobre todo, con el trabajo
del mar, cuyas condiciones atmosféricas le interesaron muy especialmente. Entre
estos últimos asuntos lo de los pescadores en barca tuvieron una
incidencia singular en su trabajo, y a esta orientación corresponden algunas de
las obras de mayor empeño e importancia que prodigó en esos años.
En esta se advierte
cómo el artista se adelantó a la resolución de problemas que trató con mayor
amplitud y monumentalidad en cuadros posteriores tales como Comiendo en
la barca. El encuadre cortado, que se había abordado en la pintura francesa por
artistas como Edouard Manet, otorga un carácter inmediato a la composición. En
el caso de Sorolla, esa elección, que repitió en numerosas obras, obedece
a su deseo de penetrar físicamente en el espacio de la representación para
plasmar los objetos con mayor veracidad. Como se ve, sobre todo, en Barcas
en la playa de Valencia, el punto de vista elegido permite al artista la
perfecta representación de la cubierta de la barca como un espacio bien
definido y cerrado en el que adquiere todo su protagonismo los elementos
naúticos.
En Niño durmiendo en una barca se advierte
una construcción similar: en la que la cubierta acoge a un niño dormido.
En otra obra relacionada con esta como es El santo del patrón se hace
patente el modo en que ese lugar se convierte en un espacio social. En estos
cuadros el punto de vista bajo acentúa una condición espacial autónoma
cerrada, en la que puede desarrollarse una escena, como en efecto ocurre
en otras pinturas de esta época como Bendición de la barca e incluso con
ama en su cuadro social más conocido Aun dicen que el pescado es caro
ambientado este en el espacio cerrado del sollado.
Sin embargo, según sucede en Mondando patatas en
su cuadro de barcas fueron más frecuentes los encuadres desde un punto de
vista alto. Ello permitía al artista representar la refulgente superficie
del mar, cuya pincelada suelta de vibrantes empastes parece anticipar obras
posteriores como Sol de la mañana y aún un trozo de cielo. De
este modo el artista muestra la perfecta integración de barcas y figuras con la
naturaleza que le rodea, cuestión que se convirtió en esta década en uno
de los objetivos de su pintura.
La composición parece definida por el encuentro entre
dos grandes pinceladas tangentes y articuladas con dinamismo por el mástil,
ligeramente inclinado a la izquierda y las jarcias. Un dibujo relacionado
con esta obra muestra un punto de vista más bajo y omite la vela
para colocar a proa una segunda figura, de modo que las siluetas de ambas
se recortan contra el cielo. Los cambios de composición en la obra
definitiva acentúan la disposición de la figura del pescador dentro de la
forma oval de la barca, próximo a su vez a otras formas circulares, el
gran balde a sus espaldas que muestra una concavidad como acogiéndole y el
puchero y el cuenco junto a él.
La inscripción de la fecha en el lienzo es
inequívoca y sugiere una capacidad muy temprana del artista para plasmar
la luz al aire libre. Pero la luminosidad del ambiente especialmente del
mar, parece indicar una fecha posterior, como la que indica Pantorba en
1896, año en que la obra se publicó. Por otra parte, es llamativa la
similitud de algunos aspectos de la composición con algunas de las obras
citadas, como ocurre con el balde de El santo del patrón. El propio
artista se refirió a este cuadro con motivo de su probable venta, en carta
a su amigo Pedro Gil Moreno fechada el 12 de diciembre de 1898. Con una
composición de la barca casi simétrica el pintor trató también un motivo
similar en El viejo pescador en la barca.
Retrato de Clotilde, 1891, Museo Sorolla
La tenía presente en
muchos de sus cuadros, Clotilde García del Castillo era su esposa, su gran
amor. No he visto ningún solo retrato de ella en el que no se refleje el cariño
que el pintor le profesaba, es por ello quizás que son cuadros con movimiento,
que varían según van cambiando las etapas de su vida en común.
No era una mujer
físicamente guapa, sí tenía un bonito tipo y un porte elegante, quizás para la
época un poco delgada, se llevaban las mujeres más bien entraditas en carnes.
Joaquín Sorolla le llamaba cariñosamente, ”mi
fea”, “mi flaca”.
Las
floristas,
1891
Las floristas es un óleo sobre
tabla que representa una bella escena con unas figuras bajo un emparrado, donde
dos mujeres arreglan flores en una mesa. Toda la obra se ilumina de manera
magistral por el pintor valenciano mediante un exquisito juego de luces y
sombras que se crea a través de los claros del emparrado, por donde penetran
múltiples ápices de luz. Joaquín Sorolla es uno de los artistas españoles más
importantes del impresionismo tardío de finales del siglo XIX y principios del
XX en España. El ‘luminismo’, estilo que representa, trataba de reproducir
mediante la pintura los efectos de la luz en los objetos y en la atmósfera.
Figuras bajo un emparrado. Las
floristas, de 1891. En él, se nos presenta una escena de la vida diaria, en la
que, a la derecha, unas jóvenes están sentadas componiendo unos arreglos
florales mientras conversan con el muchacho que, a la izquierda, está
acompañando a su caballo a beber agua de un pozo cuya estructura vertical
divide el escenario. Al fondo, un emparra do filtra la luz cálida que baña toda la
escena.
El feliz dia, 1892.
“El día
feliz” está protagonizado por una niña vestida de primera comunión que
recibe la bendición de su abuelo en uno de los barracones de la playa del Cabañal.
El tema la primera comunión de la hija de unos
pobres pescadores, tiene mucho que ver con una visión romántica, teñida de un
cierto idealismo amable y melodramático. No son campesinos embrutecidos por el
trabajo agotador, ni picapedreros emigrantes o lavanderas, personajes todos
ellos tan característicos del realismo social (Coubert, Daumier). Se trata de
un realismo testimonial, a lo Millet, que pintaba rústicos campesinos captados
en sus faenas cotidianas, con lirismo e ingenuidad sin proyectar la verdadera
realidad de las clases trabajadoras.
Lo que para cualquier artista
especializado en el género hubiera servido para denunciar las condiciones
miserables de la clase trabajadora para Sorolla se
transforma en un canto a la condición noble de los más pobres presentando a
sus protagonistas con ropas humildes
pero aseadas, mostrando tan sólo en sus expresiones, un leve gesto de triste melancolía, que parece
ser callada sobre la desdichada condición de su
suerte.
En
mayo presenta Sorolla varios cuadros a la Exposición Bienal del Círculo de
Bellas Artes. En junio hace el pintor un viaje corto a París, y pasa el verano
en la finca que la familia de Clotilde tiene en el pueblo valenciano de Buñol.
También pasará allí el verano del 92. En noviembre de 1892 nace en Valencia el
segundo hijo del matrimonio, Joaquín, y poco tiempo después el pintor regresa a
Madrid, dejando a su mujer y sus hijos en Valencia con sus padres.
El
año 1892 marca también el comienzo de los éxitos de Sorolla en tierras extranjeras.
En efecto recibe una medalla de oro de segunda clase en la Exposición
Internacional de Munich por el cuadro Una
rogativa en Burgos en el siglo XVI. Además recibe, por primera vez una
primera medalla en la exposición de Madrid, que esta vez, en conmemoración del
centenario del descubrimiento de América, en lugar de nacional recibe el nombre
de internacional. El cuadro que le hace valedor del galardón es su primera obra
importante dedicada al realismo social,
o como se decia entonces, de tesis.
Llamado ¡Otra Margarita!, el cuadro
representa a una mujer joven custodiada en el interior de un vagón custodiada
por una pareja de la Guardia Civil. Pintado del natural en un vagón de
ferrocarril estacionado en el Grao, también cosechó el máximo galardón en la
exposición de Chicago de 1893.
Ex voto 1892, óleo sobre lienzo 85 x 118 cm. Colección particular.
Aunque desde sus
primeros pasos como pintor Sorolla mostró su inclinación hacía el costumbrismo
popular, que fundamentaría una parte esencial de su obra, por la que sería
después más reconocido, ésta es la primera escena de costumbres de gran
envergadura pintada por el artista para concurrir con ella a la Exposición
Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1892, donde la envió junto con Otra
Margarita, Después del baño y siete cuadros más.
El cuadro muestra el
interior del Pouet de Sant Vicent (el pocito de San Vicente) uno de los lugares
de devoción religiosa más populares de Valencia, situado en la casa natalicia
de san Vicente Ferrer, patrón de la ciudad, a donde era costumbre acudir
para ofrecer a los recién nacidos bajo la protección del santo y asegurar su
salud, en unos años en que la mortalidad infantil era particularmente alta,
sobre todo, en las familias de más humilde condición.
Además, en la creencia
popular, se daba de beber a los pequeños el agua que manaba del pozo de la casa
en una ancha pila con cuatro grifos, de cada uno de los cuales se les hacía
tomar un sorbo con una rogativa diferente para que comenzaran a hablar pronto.
Así Sorolla recrea en su
cuadro el interior de esta pequeña capilla, en la que puede verse todavía
esparcidos por el suelo pétalos de rosa de una anterior ofrenda. Alli, una
joven madre campesina, pulcramente vestida con sus humildes ropas, deja su
cesto a sus pies para elevar a su pequeño recién nacido a la ventana del altar,
situado sobre la gran pila en la que mana el agua del pozo, viéndose
colgado de su grifería el cacito que daba de beber a los niños. Le acompaña su
marido, situado detrás de ella, que contempla en silencio la emotiva ceremonia
con las manos unidas como gesto de recogida de devoción, sosteniendo con ellas
su modesto sombrero y unas alforjas. A su lado puede verse una anciana
enlutada, seguramente abuela del pequeño ,y el sacerdote que acaba de recibir
dos sencillos cirios ofrecidos al santo por la familia como humilde exvoto,
apresurándose a anotar el óbolo en la libreta que sostiene en las manos. En el
primer término puede verse un banco con dos arcas para las limosnas.
Sorolla se detiene a
describir con cuidadosa minuciosidad el recodo interior del santuario,
revestidas sus paredes de espléndidos azulejos del siglo XVIII, prácticamente
ocultos bajo los innumerables exvotos que recubren los muros, ofrecidos por los
fieles en agradecimiento a los favores otorgados por el santo, la mayoría de
ellos mechones de cabello, en uno de los cuales puede leerse la inscripción que
a su vez da título al cuadro, encima de la puerta.
El cuadro está
cuidadosamente estructurado, en una composición construida a base de diagonales
que se entrecruzan y acentúan la profundidad de este espacio rectangular en el
que la perspectiva se indica a través de las baldosas del suelo y mediante los
muebles y el altar que se sitúan a la derecha. La luz proviene también de esta
zona, desde un punto alto, deteniéndose especialmente en el pañuelo blanco de
la muchacha que se halla en el centro de la composición.
El lateral izquierdo
queda más en penumbra, ocasión propicia para llevar a cabo el aprendizaje de
una lección sobre el sombreado gradual, los intervalos luz-oscuridad y su
importancia en la realización y consecución de las formas.
Realmente es una escena de
género en la que también se advierte eco de Francisco de Ribera y la pintura
naturalista del siglo XVII, siempre interpretada desde un punto de vista más
realista, donde el espacio aéreo envolvente sirve para definir el lugar, el
carácter y el ambiente. Fue el primer cuadro de Sorolla que tuvo un
reconocimiento internacional.
Otra Margarita,
1892. Washington University Gallery of Art (WUSTL), St. Louis, MO, US
Este fue el primer cuadro de Sorolla donde
aborda la temática del realismo
social, orientada hacia el comentario de la realidad española
desde una perspectiva crítica y regeneracionista, con un claro intento de
denuncia de las desigualdades de la sociedad de su época. El realismo social de
Sorolla es mucho más que una escena costumbrista y la denuncia social suele
quedar enfatizada por el título. Aquí alude a la Margarita de Fausto
(Goethe) que ahoga a su hijo y es encarcelada.
Viajando en tren de Valencia a Madrid, fue
testigo Sorolla del traslado esposada de una mujer que, decían, había quitado
la vida a su bebé. Una pareja de la Benemérita custodiaba a la detenida.
Resultó muy afectado el pintor, y un día se dispuso a abocetar en el estudio la
tremenda escena. En un abigarrado conjunto, como solía viajarse entonces,
incluyó inicialmente hasta la figura de algún niño.
Pero, al final, tomó la decisión de expresar el
drama con la mayor simplicidad: y así retrató a la desgraciada madre en el
centro de un vagón sin pasajeros, la cabeza inclinada sobre un hombro, caída la
mirada, con frías esposas rodeando sus muñecas. Y a la diestra un atillo con
sus humildes pertenencias. Se la adivina joven, pero muy triste y abatida. Al
fondo, una pareja de la Guardia Civil, medio adormilada, vigila a la detenida.
No podía faltar la magia del sol, juguetón como una mariposa, aleteando
esperanza por los altos balcones de la luz, encendiendo braseros al borde de
las tablas.
El vagón se hace verdaderamente asfixiante debido a
la abrupta terminación de su perspectiva en una pared totalmente vacía, que
viene a remarcar, simbólicamente, la idea de caja, de prisión.
Un ambiente tenebroso y denso engulle a los
tres personajes que permanecen sentados en el vagón de madera del tren. Los
guardias civiles, adormilados por el traqueteo, custodian a una mujer esposada
y de mirada perdida a la que acusan de haber matado a su hijo asfixiándolo.
Es un cuadro donde la tristeza deviene
infinita…
Jaime García Banús, 1892. Óleo
sobre lienzo, 85,5 x 110 cm. Museo del Prado.
Sorolla mostró a lo largo de toda su producción
artística un claro interés por la representación de modelos infantiles -en los
que prefirió sobre todo los de su propia familia- que copiaba del natural sin
quedar sujeto al posado obligatorio del retrato convencional. Así, en sus
pinturas de niños pudo desplegar todo el talento de su obra más íntima y
madura, captando con extraordinaria viveza la espontaneidad propia de los
pequeños, convirtiéndose en uno de los artistas españoles de su tiempo que
mejor supo captar a modelos de tan corta edad. Esta pintura es, sin embargo, un
ejemplo insólito y valioso dentro de su obra, pues lejos de buscar la
naturalidad expresiva del niño, el pequeño Jaime parece posar como un adulto,
con un gesto ausente y una actitud ciertamente inmóvil, que incluso parece
recordar con la mano sobre una pelota azul cruzada de rojo, ciertas imágenes de
Cristo Niño como Salvador del Mundo. Esta singular obra, hoy conservada en el Prado, es bien característica del realismo naturalista, de
moda entonces, que adoptó el pintor valenciano en sus años juveniles. El mayor
atractivo del cuadro reside en la superposición de tonos blancos tanto en el
fondo como en la figura, empleando una delicada técnica de veladuras
superpuestas destinada a satisfacer el exquisito refinamiento exigido por el
gusto burgués del momento. Este énfasis en el uso del blanco, que infunde a la
pintura una iluminación deslumbrante, parece anunciar la sustancial importancia
que desempeñará la captación de la luz natural a lo largo de la producción
venidera del maestro valenciano. El retrato, realizado siete años antes de que
la familia García Banús abandonara Valencia para ir a
vivir a Madrid, posee un significado muy concreto en el universo
personal de Sorolla. Como revela la cariñosa dedicatoria autógrafa, se
trata de una pintura destinada a permanecer en el contexto para el que fue
realizada, dentro del conjunto de retratos familiares que incluían a la hermana
de Jaime, a los padres y a los abuelos de éste. Sobrino político de Joaquín
Sorolla, Jaime García Banús era hijo de María Banús y de Antonio García del
Castillo, hermano de Clotilde, esposa del pintor. Formó parte de una familia de
brillantes intelectuales españoles de ideología liberal. Destacaron en ella sus
dos hermanos, los científicos Antonio (1888-1955) y Mario. El primero fue
profesor de Química en la Universidad de Barcelona, de la que fue vicerrector,
y tras la guerra civil española se exilió en Colombia, donde fundó las
facultades de esa disciplina de Bogotá y Los Andes.
El segundo fue profesor de Biología en la Universidad de Yale. Su
hermana María Teresa (1895-1989) fue una comprometida feminista cuyo esposo, el
editor Juan de Andrade, fundó el Partido Comunista de España en
1920 y el Partido Obrero de Unificación Marxista en 1935. El
retratado heredó su nombre de su abuelo materno, el profesor valenciano Jaime
Banús y Castell, estudioso de Neurohistología y Psicología experimental y a
quien al parecer admiró el célebre doctor Luis Simarro, que
mantuvo una íntima amistad con Sorolla.
Retrato de Agustín Otermín, 1892. Fundación Banco Santander
Se trata de un retrato del pintor asturiano
Agustín Otermín y García Bustamente (Vidiago, 1870-1956), discípulo de Sorolla.
Fue un artista sobresaliente que, sin embargo, dejó la pintura antes de
alcanzar la madurez. La imagen es de forma horizontal, un formante frecuente en
muchos de los retratos de Sorolla. Parece que, de esta manera, el artista
quería mostrar a sus niñeras en su entorno, en lugar de simplemente retratar
sus figuras.
Estrictamente contemporáneo con la famosa obra
de Sorolla, Otra Margarita (Otra Margarita!), se exhibió junto con esta imagen
en la Exposición Nacional de Madrid de 1892 (que ese año fue internacional).
Esta fue la primera gran obra de Sorolla que se insertó en el naturalismo
domesticado que se puso de moda en los círculos artísticos oficiales españoles
a finales de los años ochenta. Como en la imagen anterior, la escena representada
en este retrato presenta una superficie de madera prominente, y el tratamiento
del sujeto toma la forma de realismo acentuado que renuncia al uso forzado de
la anécdota del tipo de pintura de género practicada en ese momento. La persona
que está pintando parece haber se sorprenda en su estudio, preparando su paleta
y no mirando al espectador como es el caso de los Retratos convencionales.
El pintor Juan Espina y Capo,
1892. Óleo sobre lienzo, 69,5 x 54,5 cm. Museo del prado.
El retratado cuenta cuarenta y cuatro años y lo
presenta Sorolla en busto prolongado, sin llegar al medio
cuerpo, de tres cuartos a la derecha. Medio despeinado y con barba y bigote no
recortados, dotándole de un aspecto bohemio, potenciado por la camisa blanca
con chalina oscura y encima una bata de pintor. Ejecución muy suelta en
chaqueta y fondo, muy realista y minuciosa en el rostro. Sorolla ahonda en la
psicología de sus retratos varoniles, en los que reduce su paleta a unos pocos
tonos.
Juan Espina y Capó nace el año 1848 en Torrejón de Velasco (Madrid). Acude al
Instituto de Bachillerato de San Isidro de Madrid, donde se despierta su
afición por el dibujo y la pintura, que abandona para marchar a París, donde es posible que entrara en contacto con
la escuela de Barbizon. A su regreso a Madrid se convierte en
uno de los principales seguidores del paisajista belga Carlos de Haes en la Escuela de Pintura, Escultura y
Grabado.
En
el año 1893 Sorolla expone varios cuadros en la Bienal del Círculo de Bellas
Artes de Madrid, envía a París El beso
de la reliquia, que mezcla el costumbrismo popular con lo religioso, por el que
obtiene una medalla de oro de tercera clase; y envía otros dos cuadros a
Munich, que no resultan premiados. Los cuadros de unas y otras exposiciones
forman un grupo heterogéneo y ecléctico en cuanto al estilo y el género, bien
por falta de definición estética del pintor, o más probablemente por la
estrategia de ganar adeptos entre los jurados y el público cubriendo un campo
amplio de gustos.
El beso de la reliquia, óleo sobre lienzo en
1893. Sus dimensiones son de 103,5 × 122,5 cm. Museo de Bellas Artes de Bilbao.
En la obra, vemos el interior de la Iglesia de
San Pablo, en Valencia, donde humildes fieles se congregan en torno a la figura
de un sacerdote para besar la reliquia que sostiene entre sus manos. En los
rostros de estas mujeres y niños podemos ver tristeza, congoja y sufrimiento.
En contraposición, la cara del sacerdote muestra un gesto adusto y
estricto. A la izquierda, vemos un monaguillo vendiendo estampitas
religiosas. En esta pintura, Sorolla se encuentra en perfecto dominio de su
pincelada. Ilumina el área izquierda de la composición poniendo el foco en el
pañuelo de la cabeza de la mujer que besa la reliquia, manteniendo el área
izquierda en penumbras. Sorolla ilustra la escena detalladamente pero, a la
vez, con una pincelada suelta. Sin la perfección de los neoclásicos pero,
todavía, sin la soltura de los impresionistas.
Escena valenciana, 1892. Colección
privada
Óleo sobre lienzo que ilustra una típica
merienda campestre; en él se puede admirar la gran variedad y belleza de la
indumentaria tradicional valenciana, dejando en un segundo plano el luminoso
paisaje de las huertas.
El óleo pertenece en la actualidad a una
colección privada. El fragmento derecho del cuadro, que incluye al guitarrista
y a la pareja de valencianos, fue utilizado como cubierta en la edición de 1998
de "Cuentos valencianos",
colección de relatos de Vicente Blasco Ibáñez ambientados en Valencia y su
Reino.
Retrato de Antonio Elegido, 1893. 40x64.
Retrato de Don Silverio de la Torre y
Eguia, 1893. Colección privada
Las redes,
1893. Óleo sobre lienzo 50 x 70 cm. Colección particular
Podría decirse que Las redes tienen en la
evolución de las obras dedicadas al mar un alcance semejante al que Baile
valenciano en la huerta desempeña en la temática regionalista de vertiente
rural. Se trata de obras que constituyen el punto de partida de una orientación
que no tardará en consolidarse y cuyo argumento
conocerá múltiples variantes, especialmente en el caso de los asuntos
relacionados con el faenar de pescadores y pescadoras en la playa de
la Malvarrosa que es donde va a concentrarse la atención del pintor.
En efecto, con anterioridad a La vuelta de la pesca considerado el lienzo fundacional del luminismo, piezas como El pillo de la playa, El día feliz o la que ahora comentamos-sin
duda la más completa y vitalista a pesar de su tamaño -poseen ese carácter
seminal que deja ver aquí y allá los hallazgos e innovaciones que irán
desarrollándose. Por lo que se refiere al título, las redes no son aquí o en El pillo de la
playa el leimotiv de la pintura; en
esta última actúan como excusa para mostrar el acercamiento de un muchacho a
una joven, y en la otra, aunque la malla ocupe proporcionalmente un mayor
espacio y Sorolla exhiba su virtuosismo en los contrastes entre luz y sombra,
no desaparece el galanteo. Pues la muchacha vuelve la mirada hacía la puerta en
cuanto asoma el joven pescador .El pretexto pueden ser las redes pero el deseo
de fondo consiste en captar escenas cotidianas que descubran la idiosincrasia
del pueblo y, sobre todo, poner en valor la actura luminista, modernista, con
que el artista las resuelve y es que en la acepción amplia del término. Sorolla
es un modernista, porque con su técnica pictórica, su refinamiento esteticista
y su manera de aproximar el motivo al espectador se
desmarca ostensiblemente de las corrientes decimonónicas.
Piénsese que el modernismo, regionalismo y luminismo
coinciden en el tramo más fecundo en su andadura, lo cual produce una
continua interacción entre tendencia general contenida y el tratamiento
del color. Hay en Sorolla aproximaciones más precisas al simbolismo y al
esteticismo inglés, pero no es necesario contar con un marco o decorado floral
para calificarlo de modernista si se entiende ese movimiento en España como
aglutinante de muchas novedades foráneas. De ahí, que a veces, sus
caracterizaciones de tipos y ambientes, a pesar de su naturalismo resulten algo
maquilladas por claras derivaciones esteticistas que se hallan paradójicamente
en la base de su poderoso atractivo.
En las postrimerías del siglo XVIII se inicia la
costumbre de los bancos de mar, pero antes de que empiecen a proliferar los
asentamientos fijos de nuevo cuño los pescadores arriendan sus odestas chozas y
barracas solicitadas por los habitantes de la ciudad para evitar el viaje de
ida y vuelta. Cien años después estas poblaciones de trabajadores del mar como
El Cabañal y barriadas aledañas, constituían un reducto de tipismo entre el
embate del eclecticismo modernista finisecular. No es fortuita, por tanto, la
elección de Sorolla al optar por un tiponde construcción tan emblemática que el
mismo Blasco Ibañez describiría poco después en sus textos. Las paredes
encaladas le brindaban la posibilidad recrearse en el complicado juego de
blancos que origina la luz solar sobre ellas y sobre el resto de elementos,
desde el brillo cegador del dintel o de la parte anterior del patío las
tonalidades blanquecinas y azuladas que dibujan en el suelo las sombras de un
emparrado.
En este oasis de tranquilidad, perfumado por la aroma
de un pequeño vergel -apropiado contrapunto cromático donde se exaltan los
complementarios - una joven que usa la pañoleta y el delantal tradicionales y
luce una flor en el moño ayuda a un viejo pescadora preparar las redes.
El portal de acceso permite observar las barcas varadas en la arena y una
minúscula porción de mar; sin embargo, otros detalles igualmente
reveladores como la jaula para el pajarillo, el arbolito que pegado a la
pared se eleva tras la mujer- probablemente un jazminero- o la cuerda sobre la
que se dobla la ropa tendida, evidencian la familiaridad y el conocimiento de
quien está acostumbrado a deambular por la zona e incluso veranear en ella.
Acerca de Las redes se ha dicho también y no sin razón
que establece un muy digno antecedente de Cosiendo la vela En cuanto al título
, vale la pena tener en cuenta que Sorolla realizará en años posteriores una
serie de lienzos que giran en torno a la importancia de dicho aparejo ,
imprescindibles en las artes de la pesca. Las redes, pues, ya no serán
simplemente una coartada o motivo secundario sino que adquieren un notable
protagonismo. Es lo que sucede por ejemplo en Pescadores recogiendo las redes, La red, Remendando las redes
etc.
Los cordeleros.1893.
Vemos cómo el interés por representar los fragmentos
de luz que se cuelan a través del entramado de cañas es mucho más acusado que
en Las floristas. Ahora, son grandes
fragmentos los que quedan iluminados, combinando con zonas todavía mucho más
amplias de sombra, bajo la que se cobijan las figuras. Así, la mayor
iluminación de la zona de la derecha del cuadro contrasta enormemente con la
sombreada de la izquierda, mientras que la población que vemos al fondo, sobre
la que incide plenamente el sol, resplandece en distintos tonos de blanco. En
la figura del niño del primer plano vemos otro recurso que Sorolla va a
utilizar en estos cuadros: una zona blanca, sobre la que incide la luz y en la que
podrá recrearse en la representación de distintos tonos de blanco, unos
iluminados y otros sombreados.
El año siguiente, 1894,
acude a finales de la primavera a París para ver las exposiciones, parando
previamente en Barcelona, desde donde escribe “Estoy muy contento de haberme detenido aquí pues ver lo de Fortuny
alegra el alma”. Durante el verano en la playa de Valencia Sorolla realiza La
vuelta de la pesca y ¡Aún dicen que el pescado es caro!
Entre otras obras. Este conjunto supone un hito importante en la obra y la
carrera artística del pintor valenciano. Son sus primeras obras importantes de
asunto marinero, confirman la ventaja de pintar in situ que el pintor ya conocía por otras obras realizadas por él.
La vuelta de la pesca obtuvo la medalla de oro de segunda clase en el Salón de
París de 1895, y fue adquirido por el Museo de Luxemburgo. Hoy se expone en el
Museo d´Orsay de la capital francesa. ¡Aún dicen que el pescado es caro! y La
bendición de la barca fueron presentados en la Exposición General de Bellas
Artes de Madrid en 1895 junto con otros cuadros; el primero de ellos obtuvo una
medalla de primera clase, y fue adquirido por el estado para el Museo de Arte
Moderno. Hoy se expone en el Museo del Prado de Madrid. Sorolla pinta este año
el retrato de Benito Pérez Galdós, que si bien no es el primero realizado a una
personalidad, puede entenderse como un punto de partida del pintor como
retratista de sociedad. A finales de 1894, José Jiménez Aranda se muda a
Sevilla y Sorolla se traslada al estudio de su amigo y protector.
La vuelta de la pesca (1894)
La pintura de Sorolla, como su contenido,
carece de artificios. Es un soplo de vitalidad mediterránea que parece dejarnos
olor a salitre. Los cuerpos desnudos, las velas al viento, el sol en su cénit…
Sorolla dibuja líneas suaves y vigorosas que despiertan un optimismo
sereno, una alegría de vivir en su justa medida, sin derroche ni reserva.
Su pincelada es sencilla, precisa y expresiva. Bebe del impresionismo, pero no
se enreda en su técnica, se limita a tomar de sus maestros el juego de luz y
cambia el punteo por una pincelada más generosa.
En esta apacible composición donde unos
pescadores regresan del trabajo la presencia de una potente luz junto a una
majestuosa quietud son los dos elementos principales de una composición donde
el viento hincha la vela que se desparrama por toda la escena. El
extraordinario torrente de colores irradia con una luz insultantemente dorada
que se deposita hasta en la superficie del agua y en las crestas de las olas y
que ofrece sus mejores contrastes en el ocre de los bueyes y en el amarillo de
algunos fragmentos de la indumentaria de los hombres.
Hay un contraste entre el plano inferior, donde
los animales aparecen ligeramente ladeados y las figuras humanas adoptan un
estatismo que evoca cierto aire a estatuas clásicas y el plano superior, donde
la vela –de un blanco amarillo reluciente- despliega toda su energía. Es
probable que de todas las escenas de pescadores faenando sea ésta donde mejor
transmite el pintor una sensualidad que exterioriza una visión gozosa y
vitalista de la realidad que se contrapone al pesimismo de la generación del
98.
¡Aún dicen que el pescado es caro!,
1894. Museo del Prado
Este emblemático cuadro, sin
duda el más famoso entre todos los pintados por Sorolla durante su juventud con
argumento social, es también ejemplo fundamental de la inmersión del artista en
este género, entonces de plena vigencia en los ambientes artísticos oficiales
madrileños, en los que Sorolla se
propuso lograr sus primeros reconocimientos públicos. Además, es seguramente el
más sentido de todos ellos en la hondura de su significado, por representar un
asunto tan sensible a las vivencias de las gentes de su tierra natal, logrando
con él una de las escenas más emocionantes de la pintura española del realismo
social de fin de siglo. Tras el éxito obtenido en 1892 con ¡¡Otra Margarita!!, Sorolla
revalidó de nuevo con esta pintura otra primera medalla en la Exposición
Nacional de 1895, donde fue presentada por el artista junto con otros trece
cuadros, en su mayoría retratos. Muestra el interior de la bodega de una barca
de pesca, en la que un joven marinero, apenas un muchacho, yace tendido en el
suelo tras sufrir un accidente durante la faena. Con el torso desnudo, del que
pende una medalla, amuleto devoto de protección de los pescadores contra las
desgracias, el joven es atendido cuidadosamente de sus heridas por dos viejos
compañeros de labor, con el semblante serio y concentrado. Uno de ellos le
sujeta por los hombros, mientras el otro, cubierto por una barretina, le aplica
una compresa en la herida, que acaba de mojar en el perol de agua que se ve en
el primer término. Alrededor de los tres marineros pueden verse diversos aperos
y, al fondo, un montón de pescados, apresados durante la accidentada jornada.
Sujeta aún a los rigores formales del naturalismo más estricto presente en las
obras juveniles del artista de semejante naturaleza e intención, atentas
todavía a un dibujo firme y descriptivo, especialmente definido en las figuras
y tan sólo algo más libre en el entorno escénico que les rodea, Sorolla logra
no obstante en esta pintura una especial armonía de conjunto en la
interpretación de su asunto, en una composición de gran equilibrio y un audaz
planteamiento espacial, integrándose ya en ella con perfecta normalidad algunas
de las conquistas del innovador lenguaje plástico de su obra posterior. En
efecto, lo primero que despierta la emoción del espectador es la entereza
callada y contenida de los viejos hombres de mar cuidando el frágil y desvalido
cuerpo del muchacho herido, interpretado casi con la solemnidad dramática de
una piedad profana, envuelta en una gravedad noble y viril que sólo Sorolla supo
calar en el alma de los pescadores de su tierra. Por otra parte, la captación
de la luz que penetra por la escotilla de la barca y baña en una clara penumbra
su bodega y los enseres que en ella se guardan muestra las conquistas de Sorolla ya en
estos años respecto a sus obras anteriores de este género en el manejo de los
recursos lumínicos. Además, la audacia de su encuadre moderno, que desplaza
acusadamente la perspectiva de la bodega hacia un lado para subrayar la
sensación espacial del entorno en que se desarrolla la escena, deja ver la
escalera por la que han descendido el cuerpo del joven pescador herido, dando
así mayor profundidad a la composición, que se cierra con los reflejos
plateados de los pescados amontonados al fondo. El dramatismo sereno y
hondamente sentido con que Sorolla interpreta este argumento de pescadores contrasta con otras
pinturas importantes del artista con semejantes protagonistas y escenario, como
la titulada Comiendo
en la barca, pintada cuatro años después, de proporciones muy semejantes
aunque, sin embargo, de planteamiento radicalmente opuesto, volcado ya el
artista en el costumbrismo naturalista que será tan característico de sus
escenas marineras.
¡Aún dicen que el pescado es caro!, 1894
La bendición de la
barca, 1895, Museo de Bellas Artes de Asturias
"La bendición de la
barca", 1894, del Museo de Bellas Artes de Asturias, puede considerarse
una de las pocas obras de "realismo
social" que Sorolla pinta en la década de 1890´s. Sorolla utiliza el
tema como pretexto para introducir elementos de carácter técnico, lumínico y
compositivo. Por otro lado, el pintor es consciente del atractivo que supone
este tipo de pintura en los grandes certámenes internacionales del momento.
La bendición de
la barca, 1895, Museo de Bellas Artes de Asturias
Retrato de Benito Pérez Galdós (1894) Casa-Museo Pérez
Galdós, Las Palmas de Gran Canaria, España
La primera exposición pública del retrato de
Galdós que ha quedado documentada ocurrió en el verano de 1906 en la "Galerie Georges Petit" de París.
Medio siglo después, en 1963, estuvo en el Casón del Buen Retiro de Madrid. En
1973 fue adquirido a los nietos del novelista por el Cabildo de Gran Canaria; y
cinco años después se hizo muy popular cuando la Fábrica de Moneda de España lo
eligió para ilustrar los billetes de mil pesetas de la serie emitida entre 1979
y 1985.
En 1985, viajó a Lieja, dentro de muestra
titulada "Sorolla-Solana".
También se exhibió en 1998 en Bilbao y Madrid. Ya en el siglo XXI, en el año
2000 participó en la muestra denominada "Mariano Benlliure y Joaquín Sorolla", en el Museo del siglo
XIX de Valencia, y un año después la Sala BBVA de Madrid lo incluyó en la
muestra “Sagasta y el liberalismo español”.
En 2014 estuvo presente el Museo del Prado dentro de la gran muestra
monográfica dedicada a Sorolla.
De formato horizontal y con
puesta en escena y pose poco ortodoxas, tímidamente innovadoras, habituales en
la galería de retratos de Sorolla, el de Galdós fue uno de los primeros
homenajes pictóricos al grupo de regeneracionistas
españoles, "la aristocrácia del
espíritu" (según definición de Ramón Pérez de Ayala). El retrato —en especial cabeza y manos— está
construido con cierto tono tenebrista,
siguiendo los modelos españoles del siglo XVII (e incluso de la lectura que de Velázquez hizo Edouard Manet); aunque con
menos evidencia que en los retratos de Cajal o el pintor Aureliano de Beruete.
Esta obra es uno de los primeros homenajes
pictóricos al grupo de regeneracionistas españoles de la época considerados “la aristocracia del espíritu”. Se trata
de un retrato impresionista poco ortodoxo en el que el escritor aparece sentado
en un bancal en actitud relajada. Se apoya en un bastón con la mano izquierda
mientras que en su mano derecha lleva un cigarrillo con boquilla. Esta obra es
la primera manifestación artística en la que Sorolla rompe con el retrato
tradicional, pero sigue utilizando un estilo tenebrista en la concepción de
rostro y manos influido por los modelos españoles del siglo XVII.
Este es uno de los dos retratos que pintó
Sorolla de su amigo Pérez Galdós. El segundo se conserva en la Sociedad
Hispánica de Nueva York y muestra al escritor cuando era más mayor. Galdós
apreciaba enormemente este retrato y lo guardaba en su casa de Santander.
Retrato de la condesa de Santiago, 1894 Óleo sobre
lienzo, 200 x 100 cm Colección privada
El vestido de satén de la Condesa está debajo
de un sobre todo transparente, excepto debajo de una banda a media falda donde
se ensancha el sobre todo. Ella usa mangas largas de pierna o cordero
debajo de sus bertha-charreteras.
Ruinas
de Buñol o la despedida, 1894
En 1895 será el año en
que Joaquín Sorolla recogerá los frutos de su intenso trabajo del verano
anterior, a través de la presentación de sus obras en el Salón de París y a la
Exposición Nacional de Bellas artes de Madrid. El pintor valenciano acompaña en
estos certámenes las obras pintadas en la playa en el verano del 1894 con
cuadros pintados en el estudio. En concreto, La vuelta de la pesca, ya
mencionado anteriormente, con Trata de
blancas, otra de sus obras con temática social. Por su parte ¡Aun dicen que el pescado es caro! y La bendición de la barca son acompañados
al certamen de Madrid por un grupo de once retratos y por Familia segoviana. El mamón.
Además de las mencionadas participaciones en los salones de París y Madrid,
Sorolla participa en la primera edición de la Bienal de Venecia con el cuadro Constructores de barcos, realizado
también en el año 1894. Con motivo de la entrega del premio en París, el pintor
valenciano viaja a la capital francesa. Allí ve a los pintores Raimundo
Madrazo, a Sala a Francisco Domingo, a Beruete, y a Bonnat y por supuesto
visita repetidas veces el Salón y también los museos del Louvre y el
Luxemburgo. Tras su viaje regresa a Valencia, donde días después nace Elena, su
tercera y última hija. Pasa el verano de 1895 pintando en la playa de Valencia.
Hacia finales de año pinta en Madrid su
cuadro Madre.
Trata de blancas (1895), óleo sobre
lienzo, 166,5 X 195 cm Museo Sorolla.
En él se aborda el tema
de la prostitución desde una perspectiva conmiseradora. Se encuadra dentro de
aquellas pinturas que Sorolla realizó por las exigencias de los certámenes de
la época, en los cuales se popularizó el tema del realismo social. Pertenece al
Museo Sorolla, aunque ha sido expuesta en otras galerías de arte, como el Museo
del Prado. Asimismo, fue exhibida en Buenos Aires en 1898.
En el cuadro aparecen
representadas un grupo de mujeres vestidas a modo de campesinas con mantillas y
pañuelos en sus cabezas que semejan estar dormitando, a excepción de la anciana
de negro que las acompaña, la cual permanece despierta y vigilante. Con el
angosto espacio que se refleja en el cuadro, el pintor trata de simbolizar la
imposibilidad de huir del destino. Sin embargo, la alusión a la prostitución se
hace de una manera velada, revelándose una gran piedad por parte del autor de
cara al tema.
La pintura fue objeto
de críticas positivas y negativas, aunque destacaron especialmente estas
últimas entre los ultramoralistas católicos del momento. Algunos de estos se
quejaron de que un pintor tan sobresaliente como era Sorolla hubiese «manchado
su hermoso y brillante pincel con el hollín de los lupanares», tachando a la
obra de indecorosa junto con otras de temática parecida.
El mamón, 1885, óleo sobre lienzo 55, 9 x 78,1
cm. Colección Masaveu
En esta composición, como todas las
realizadas entonces, es muy clara y perceptible la influencia del pintor
andaluz José Jiménez Aranda (1837-1903), con el que
Sorolla estrecharía amistosos lazos a su llegada a Madrid. Su
ascendencia no sólo está presente en la concepción de una escena cuyo
argumento es puramente anecdótico, sino en los propios recursos
ambientales realistas que la caracterizan. Cuando el consagrado
artista sevillano regresó a su ciudad natal, no sólo traspasó al joven
Sorolla el uso de su emblemático estudio en el llamado Paisaje de la
Alhambra -con todas las connotaciones que ello acarreaba en el ambiente
profesional al que pertenecían - sino que en realidad e transmitió también
su modo de entender las escenas de género, lo que le sirvió al valenciano
para afianzar su posición en el mercado artístico de la capital.
El detenido realismo descriptivo, concebido como ejercicio virtuoso característico del estilo de Jiménez Aranda y que fue un recurso que hizo propio Sorolla en otros momentos de su producción, es sustituido aquí, por un desarrollo intenso del efecto de la luz, que revela claramente la preocupación más característica de su producción venidera y en el que Sorolla se muestra como un verdadero maestro. En efecto, la descripción de la deslumbrante claridad que penetra desde la ventana y recorta los perfiles de los personajes , así como los efectos escalonados desde la cegadora intensidad de la luz hasta los tonos de amortiguada penumbra que se describen con formato deshechas en el suelo, como el cardador entre la lana estilada, son el principal atractivo plástico de la obra, sin duda, el mejor ejemplo de la producción de más clara intención comercial de Sorolla en estos años, convirtiendo voluntariamente este pequeño lienzo es un testimonio antropológico de los usos y costumbres rurales del interior en una provincia española. En este sentido, en esta pequeña obra se adelanta a la vocación realista de documentar las costumbres provincianas españolas que marcaría su Visión de España, realizada dos décadas después, ya en otro contexto histórico y estético, con un planteamiento más complejo.
El detenido realismo descriptivo, concebido como ejercicio virtuoso característico del estilo de Jiménez Aranda y que fue un recurso que hizo propio Sorolla en otros momentos de su producción, es sustituido aquí, por un desarrollo intenso del efecto de la luz, que revela claramente la preocupación más característica de su producción venidera y en el que Sorolla se muestra como un verdadero maestro. En efecto, la descripción de la deslumbrante claridad que penetra desde la ventana y recorta los perfiles de los personajes , así como los efectos escalonados desde la cegadora intensidad de la luz hasta los tonos de amortiguada penumbra que se describen con formato deshechas en el suelo, como el cardador entre la lana estilada, son el principal atractivo plástico de la obra, sin duda, el mejor ejemplo de la producción de más clara intención comercial de Sorolla en estos años, convirtiendo voluntariamente este pequeño lienzo es un testimonio antropológico de los usos y costumbres rurales del interior en una provincia española. En este sentido, en esta pequeña obra se adelanta a la vocación realista de documentar las costumbres provincianas españolas que marcaría su Visión de España, realizada dos décadas después, ya en otro contexto histórico y estético, con un planteamiento más complejo.
La escena, que representa la contemplación de
toda la familia del nuevo miembro mientras se amamanta, refleja la
apasionada vocación familiar que había caracterizar toda la producción de
Sorolla y que se convirtió en una de sus constantes preocupaciones
argumentales. El padre abandona el cuidado de su devanadera y mira con
complacido deleite al niño. Mientras la hija mayor se fija, tomando la
misma perspectiva que el espectador en la atención de su padre al
recién nacido .Todos menos ella han interrumpido por completo su labor
cotidiana escaneando y torciendo la lana merina de la provincia,
actividad que fundamentaba la economía segoviana todavía a finales
del siglo XIX. Sin apartar sus manos del torno de hilar, la niña
escenifica a unos párvulos celos que confieren a la obra el tono
entre tierno y ligeramente melodramático que entonaba su argumento con el
gusto del mercado de esos años.
Constructores de barcos, 1895. Museo de Bellas
Artes de Asturias, Oviedo
En primer lugar encontramos a los constructores
de barcos, que fabricaban embarcaciones de pequeño calado, las cuales solían
lanzarse a la pesca por parejas para tender las redes entre ellas y así poder
sacar un mejor botín del mar, en lo que se llamaba la pesca del bou (referido a
la forma de las redes al subir lo pescado, no a los bueyes). Estas
embarcaciones se construían en los astilleros muy cercanos al Cabañal.
Madre, 1895. Museo Sorolla, Madrid, España
Madre es un cuadro realizado en óleo sobre
lienzo en 1895. De dimensiones 125 × 169 cm esta pintura es una de las más
bellas y misteriosas del artista, y conmemora el nacimiento de Elena, la hija
menor del pintor, el 12 de julio de 1895. Se expone en el Museo Sorolla de
Madrid. Se conocen además varios óleos considerados trabajos previos para este
lienzo, entre ellos un apunte del natural que representa a su mujer con la pequeña en la cama, pintado en 1895, y una cabeza de bebé fechada en torno a
1900.
Muestra en una escena íntima a la esposa de
Sorolla, Clotilde García del Castillo, que reposa tras el parto de su hija
menor, acostadas y casi totalmente tapadas con una colcha blanca de gran
tamaño. Las cabezas de ambas emergen “suavemente”
entre las sábanas y almohadas. Entre el sueño y el agotamiento, madre e hija
descansan, la una vuelta hacia la otra, envueltas en un mar de blancos del que
solo sobresalen la pequeña cabeza sonrosada de la recién nacida y la de la
madre de una sutil lividez. El lienzo, además de ser un alarde técnico, es uno
de los mejores ejemplos de la capacidad de Sorolla para transmitir, mediante su
manejo de la luz y el color, intensas sensaciones físicas y climas anímicos
igualmente intensos; la emoción del padre-marido y la mirada del pintor se han
fundido en esa luz tamizada que acaricia esa blancura de donde emergen las dos
cabezas, como si el mundo entero desapareciera ante la intimidad absorbente de
ese momento de recogimiento.
La composición es mínima, minimalista diríamos
hoy, estrictamente limitada a los escasos elementos figurativos que son las dos
cabezas más la mano de Clotilde que busca a su recién nacida, y casi un solo
color: el blanco, en todos sus matices. La precisión de Sorolla en describir la
cualidad específica de la luz es, en este caso, extrema: la luz es una penumbra
fresca que envuelve la escena como una bendición; tras los trabajos del parto,
reina ahora el alivio, el descanso, la felicidad.
Tanto la composición como el encuadre y el
tratamiento pictórico son de una rotunda modernidad, cercana en este caso al
modernismo catalán. La aparente economía de medios da lugar en realidad a un
verdadero recital, un pezzo
di bravura en el tratamiento del color. Sorprende su madurez
técnica en una fecha tan temprana (1895), lo que ha llevado a suponer que el
cuadro está pintado en una fecha posterior, sobre los apuntes realizados en el
momento del nacimiento.
En el Salón de París recibe la medalla de oro
por La bendición de la barca, pintado
en 1894 y en la Exposición Internacional de Berlín, recibe también la medalla
de oro por Pescadores valencianos.
Una reseña periodística a raíz de su participación en Noruega y Suecia publica
que “Alguna vez cuando habla, demuestra
simpatía por el impresionismo” aunque en opinión del crítico, esas
simpatías no tiene reflejo en su pintura.
Pasa el verano de 1896 pintando en el Cabañal,
donde realiza Cosiendo la vela. En un
desplazamiento conoce la localidad alicantina de Jávea y Denia, donde pinta
entre otras obras, El cabo de San Antonio.
Pescadores valencianos 1895.
Óleo sobre lienzo, 65 x 85 cm. Colección particular
En ella aparecen retratados unos pescadores que
llevan a cabo sus faenas diarias. El interés primordial de Sorolla por los
efectos lumínicos se aprecia en el propio escenario donde tiene lugar la
acción, así como en la superficie de todos los elementos representados. La gama
cromática todavía acusa la herencia de las pautas marcadas por el mundo
académico, aunque el valenciano ya comenzaba a introducir ese brillo que
posteriormente caracterizó su producción. De la misma manera, la pincelada aún
dista en gran medida de aquella que imprimirá durante su etapa de madurez.
Pescadores valencianos fue presentada en la
Exposición de Bellas Artes celebrada en Berlín en 1896 y supuso que el pintor
fuera galardonado con una medalla de oro.
Este cuadro está muy relacionado con uno de los
muchos periodos estivales que el pintor pasó a orillas del mar. Durante esa
temporada, en la playa valenciana, ejecutó esta composición directamente al
aire libre, tomando las imágenes del natural.
El Cabo de San Antonio,
Jávea. 1897
Esta pintura titulada El Cabo de San Antonio,
Jávea, es la primera pintura que realizó Sorolla en esta primera
estancia y toma de contacto con el paisaje de Jávea.
Personalmente esta pintura me
invita a la tranquilidad, a la relajación, es como estar en un lugar escondido
en donde solamente te encuentras tú con la naturaleza, las rocas, el mar, la
montaña y el cielo. Invita a meterte en el cuadro, a bañarte en esas aguas de
azul turquesa, invita a nadar, a tomar una barca y llegar hasta el extremo del
cabo. También la pintura expresa soledad o un lugar virgen, recóndito en donde
apenas se ven arquitecturas, parece incluso un paraíso terrenal. La luz es
brillante, nítida y clara de una día soleado y despejado. Ofrece una sensación
de calor y al mismo tiempo se puede sentir una ligera brisa. Para mí es un
cuadro sonoro porque ver esta pintura parece que estoy oyendo el rumor del agua
al chocar ligeramente con las rocas, un rumor tranquilo y apacible.
Reconozco que antes de conocer
este cuadro visité Jávea y me admiró la luz y claridad que tenía, ofrecía algo
mágico y distinto a lo conocido en la costa de levante. Después al compararlo
con este cuadro de Sorolla, me encantó y me sorprendió porque lo que veía con
mis ojos en ese momento fue lo que Sorolla pudo ver cuando vino por primera
vez. A pesar de haber pasado unos 120 años, y que Jávea ha crecido y se ha
desarrollado urbanísticamente, ahí estaba, el mismo perfil del cabo de San
Antonio, la misma luz, la misma claridad y el mismo mar transparente.
Este cuadro fue realizado en 1897, por lo que
no fue una pintura hecha directamente en el lugar sino como producto de algunos
apuntes que tuvo que realizar y que hoy desconocemos. Está firmada y participó
en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid (1897), después en la
exposición personal de París en 1906, la exposición personal de Londres en 1908
y en la Exposición Homenaje a Joaquín Sorolla que se celebró en Valencia en
1944.
Es una pintura de paisaje, realizada con
pinceladas rápidas y enérgicas con colores muy vivos en donde destaca el
contraste del agua azul turquesa y transparente que tanto le impresionó a
Sorolla con los tonos ocres rojizos y verdosos del cabo.
El punto de vista desde donde
se ha tomado la pintura es la ensenada de Jávea. Lógicamente hoy está muy
cambiada pero cuando Sorolla llegó en 1896, el puerto era simplemente un
muelle que encerraba a la Caleta (hoy totalmente urbanizada). En su momento la
costa de la Caleta y su continuación hasta el extremo del cabo era agreste y
virgen, con las rocas dando directamente al mar. Aunque hoy está muy urbanizado
y ampliado, el perfil del cabo es perfectamente reconocible ya que su fisonomía
apenas se ha desvirtuado.
Cosiendo
la vela 1896.
Óleo sobre lienzo, 93 x 130 cm. Colección particular.
En primer plano aparece una
gran tela blanca, gran parte de ella está tendida en el suelo y por otra parte
está agarrada de lo que parece ser una cuerda. Lo que realmente llama la
atención del espectador son los dobleces y la enorme cantidad de luz que recibe
desde un lateral, el derecho, haciendo deslumbrar más la tela blanquecina
ganándose así todas las miradas del público.
Siete personas se encuentran tejiendo la vela. Todas las personas
habitantes en el cuadro indican movimiento y todos están vestidos con ropas de
colores llamativos. Los rayos del sol chocan contra sus cuerpos repletos de
luz.
Dos mujeres, de las cinco que
hay en la obra, parecen estar hablando observando a la más próxima a nosotros,
vestida con una falda blanca y una camisa rosa, que trabaja entretenida al
igual que la mujer del fondo vestida con tonos más oscuros que los otros pero
igualmente agradables. Dos personas al fondo, junto a la mujer de tonos más
oscuros, hay una mujer y un hombre, que parece haberse levantado de la silla
que hay detrás de él para ayudar a la mujer y, por último, un hombre vestido de
naranja, unos pantalones marrones, un fajín rojo en la cintura y un sombrero de
paja, se encuentra agarrando un trozo de la tela y es él quien recibe más luz,
especialmente en su cuello. El
escenario en el que se ha representado el cuadro es, lo que parece ser, un
jardín cubierto de plantas de un vivo color verde, estas están echando flor,
pero lo capullos rosados parecen resistirse a abrirse ante la primavera. Al
fondo de este magnífico cuadro podemos ver una amplia playa de arena
blanca. Mientras que en la derecha
del cuadro hay varias columnas de color azul cielo, A la izquierda hay unas
vallas con picos de distinto tamaño acorde con el color de las plantas y a la
derecha, de las azuladas columnas, se encuentran unas macetas, ambas de colores
cálidos, que contienen plantas del mismo color vivo que las otras. Y, por
último, si nos fijamos en el la pared podemos apreciar la sombra de las plantas
debido a los rayos del sol de la mañana.
Sabemos que Joaquín Sorolla
estuvo en Jávea por primera vez en octubre de 1896 nos preguntamos ¿por qué razón decidió
visitar esta pequeña población y puerto pesquero? No
estamos en la mente de Sorolla para saberlo pero lo que es probable es que fueran
dos razones principales, por una parte el encargo que recibió de Rafael
Errázuriz Urmeneta para crear unos paneles con temas vinícolas y por otro lado
buscar la inspiración directa o del natural con el propósito de tomar apuntes
para componer dichos paneles. Pero vamos por partes:
El encargo de Rafael
Errázuriz Urmeneta
Rafael Errázuriz Urmeneta era un político y
diplomático de Chile a la vez que empresario y agricultor. Apasionado por el
arte, viajó por Europa estudiándolo y en España fue miembro corresponsal de la
Real Academia Española o Real Academia de la Historia. Como agricultor cultivó
la actividad vitivinícola a través de 700 Ha. de la Hacienda de Panquehue, en
la provincia del Aconcagua.
Rafael se encuentra en Madrid y posiblemente a
través de José Artal, representante y mercader de Joaquín Sorolla en Buenos
Aires, conoce al pintor que vive en Madrid con su familia e incluso tiene su
estudio en el Pasaje de la Alhambra. En la capital debieron tener diversos
encuentros según recuerda Errázuriz en su carta de vuelta a Chile: “Desde que salimos de Madrid, muchas
veces hemos recordado con gusto los buenos y largos ratos que pasamos en su
compañía” (Carta de Rafael Errázuriz a J. Sorolla, 22 de enero de
1896. Museo Sorolla, CS1712). Producto de este contacto que se mantuvo hasta
1905 fueron los encargos de diversas obras que el político mandó a Sorolla
entre 1896 y 1905.
En primer lugar le encargó la
realización de un retrato de su esposa y otro retrato de sus hijas. Pero al
mismo tiempo, también le pidió otros encargos para su hacienda que fue la
creación de 4 paneles que estuvieran relacionados con la actividad del vino que
fueron La
Parra, La Vendimia, La Prensa de la Uva y La Bacanal. Un
quinto encargo fue un panel de temática religiosa con la escena de Jesús predicando desde
la barca (o también llamado Yo soy el pan de la Vida).
Además de estos encargos y el posterior del retrato familiar de Rafael
Errázuriz, también encargó a Sorolla un total de una veintena de obras.
La búsqueda de la
inspiración en Jávea
Joaquín Sorolla al recibir el encargo de estos
paneles con temáticas sobre la uva y los oficios derivados de ella necesita una
fuente de inspiración directa para llevarlos a cabo. Recordemos que Sorolla es
un pintor que dentro de su formación escoge trabajar directamente del natural
teniendo predilección por los temas costumbristas y los oficios así como las
temáticas marinas deteniéndose en el estudio de la incidencia de la luz en el
paisaje y los contrastes y efectos de luces y sombras.
Paneles
de Joaquín Sorolla para Rafael Errázuriz (1897): La Parra (desaparecido), La Vendimia, La Prensa de la Vid (ambos
en el Museo de Bellas Artes Viña del Mar, Chile) y La Bacanal (desaparecida).
Este hecho es el que hace
programar y organizar a Sorolla un viaje por la costa del Mediterráneo desde su
residencia de verano en la playa del Cañaberal (Valencia). Elige las
poblaciones de Dénia y Jávea porque en estos momentos el trabajo de la recogida
de la uva, su secado y el comercio de la pasa desde el puerto de Dénia a
Inglaterra estaba en pleno auge. La zona alicantina estaba llena de viñedos y
en la temporada de octubre se intensifica toda esta actividad. Joaquín Sorolla
podría ver de primera mano cómo era el trabajo en el que participaban hombres,
mujeres y niños, cómo era el proceso de secado en los riuraus y
cómo festejaba la población esta actividad.
En la carta de Sorolla a su
esposa Clotilde con fecha 6 de octubre de
le comenta, hablando de Dénia, que “nada se de lo que será esto, pero
presumo por la impresión Total que aquí no está lo que busco” y en
una segunda carta con la misma fecha especifica la inspiración de hacer “un cuadro magnífico,
que es la colocación de la pasa en las cajas, hay grupos de 300 mujeres
trabajando, con sus múltiples trajes, niños, hombres, todo sobre fondo dado de
cal, ellas, llevan algunas, flores en la cabeza, lo que da un aire e alegría a
la labor, cantan bien, y ponen unas bonitas de veras, esto es lo que me
entusiasma de Dénia”. Una vez que ya ha llegado a
Jávea y queda admirado por la luz y el mar, empieza a tomar apuntes que serán
fuente de inspiración para algunas composiciones futuras y pocos días
después le escribe a Clotilde confirmando “el regreso a Valencia
pues debo trabajar en los panneaus de Errázuriz”.
De esta manera, Joaquín
Sorolla regresó a Valencia y a los pocos días se encuentra en Madrid en donde
el 22 de octubre escribe una carta a su amigo Rafael Errázuriz comentándole: “Recibí su última carta
con retraso pues estaba fuera de Madrid y haciendo estudios por la costa del
Mediterráneo” (Carta de J. Sorolla a R. Errázuriz. 22 de octubre de 1896.
Museo Sorolla).
A partir de este primer viaje,
Sorolla descubrió un paisaje, un mar y una luz que será fuente de inspiración
ya no solo para los paneles de Rafael Errazúriz, sino para la realización de
numerosos apuntes, dibujos, acuarelas y pinturas además de ser un lugar de
descanso familiar en vacaciones.
Yo soy el pan de la vida, (1897). Colección
privada Lladró
En el gran cuadro se puede ver a «Cristo sobre una barca amplia y con una
poderosa vela», reza la descripción que se hace de la pintura en el
catálogo que presenta las creaciones que atesora la colección Lladró. La
embarcación está tripulada por tres ancianos y desde ella el hijo de Dios se
dirige a una multitud que le escucha desde la orilla. Un niño se apoya sobre un
costado de la barca y otro está situado en una nasa de pescador. Desde esa
ubicación contempla la escena en una especie de pórtico fingido en el que se
pueden leer las palabras del Evangelio «Yo
soy el pan de la vida» -en letras capitales romanas-, afirmación que da
nombre a la obra. En la parte inferior, donde se apoya el niño, también está
escrito «D. Rafael Errazuriz encargó esta
pintura el año de 1896».
Cabe destacar que, como indica la
transcripción, el gran lienzo fue encomendado por este hacendado chileno, dueño
de unos extensos viñedos, que quiso decorar su mansión con temas alusivos a sus
posesiones y a su fe religiosa. En este sentido, aseguran los expertos, es una
pintura que coincide con los años en los que se va consolidando el estilo
personal del pintor valenciano. También se encuadra en «el momento de mayor preocupación social del artista y está de algún
modo implicado en las preocupaciones de esos años en los que abunda la temática
del trabajo y el esfuerzo de los humildes».
La vendimia, 1897
La prensa de la vid, 1897
El panel de La Prensa de la Vid se
conserva en el Museo de Bellas Artes Viña del Mar (Chile). Es un panel vertical
en el que Sorolla tuvo que adaptarse a estas dimensiones. Recurre a realizar la
composición bajo un estilo neoclásico o greco-romano. No es un capricho de
Sorolla sino que está siguiendo una moda que viene siendo frecuente en la
segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX en la decoración de
palacios, mansiones o casas de alta burguesía en donde el mundo greco-romano
está muy presente.
En la composición aparece un
plano cortado de una prensa de vid romana en donde un hombre vestido a la
manera clásica ejerce presión en la viga de prensa para extraer el vino.
Recoge el líquido una niña desnuda con el pelo recogido con una cinta blanca,
que más representa una alegoría del trabajo del vino que no una
personificación. Los protagonistas se encuentran en un primer plano y en sombra
la cual es provocada por un árbol que apenas se aprecia el tronco y una rama,
todo parece indicar que se trata de un olivo o bien de un algarrobo.
En segundo plano, y de una manera muy
iluminada, la escena tiene como escenario un campo de vides plantadas en donde
el amarillo y tonos terrosos iluminan el cuadro. No es un paisaje detallado,
nosotros no vemos de manera realista los viñedos pero sí los intuimos o los
deducimos por el color y el escenario en que se produce la escena. Y finalmente
en la profundidad del cuadro aparece el mar y un fragmento de costa con un día
despejado y azul. Esta es la parte reconocible del cuadro ya que si toda la
composición es inventada el paisaje resulta un escenario real al tratarse del
cabo San Martín en Jávea (Alicante).
El cuadro posee unos colores vivos y con una
luz mediterránea que casi nos ciega con la intensidad y limpieza de la obra.
Una luz que Joaquín Sorolla descubrió en esta población y en donde encontró
parte de la inspiración para realizar estos paneles y en concreto el que
presentamos aquí.
En 1897 presenta a la
Exposición General de Bellas Artes once cuadros, con Trata de blancas, Una
investigación, El cabo de San Antonio
y el Retrato de Amalia Romera, Señora de Laiglesia entre ellos. Al
Salón de París concurre con el mencionado Cosiendo
la vela, sin obtener éxito alguno. Por el contrario recibe la mitad del
Premio Venecia en la II Bienal de la ciudad italiana con el cuadro La bendición de la barca, que retoca más
adelante. En 1898 recibe en la Exposición Internacional de Viena la Gran
Medalla del estado Austriaco por Cosiendo
la vela, que como hemos dicho, no tuvo éxito en París. Al final de la
primavera se desplaza a Jávea, donde pinta entre otros estudios Algarrobo y La caleta, Jávea. Después de Jávea, pasa el resto del verano en
Valencia, donde pinta numerosos cuadros en la playa del Cabañal, entre ellos Llegada de una barca de pesca a la playa de
Valencia, y Comiendo en la barca.
Una investigación o el Dr Simarro en el
Laboratorio,
1897, Óleo sobre lienzo
122 x 151 cm. Museo Sorolla, Madrid,
En este lienzo Sorolla representa al doctor
Luis Simarro Lacabra (1851-1921), prestigioso neurólogo y miembro de la
Institución Libre de Enseñanza, trabajando en su laboratorio con algunos
discípulos y colaboradores.
La escena recoge un momento vivido por Sorolla
en el transcurso de una de sus visitas a la casa de Simarro, gran aficionado al
arte y con el que tuvo una estrecha relación a lo largo de su vida. Durante un
experimento que se estaba llevando a cabo bajo la luz de una lámpara, Sorolla
quedó impresionado por el momento de observación y expectación de los
discípulos y camaradas del doctor, sugiriéndole la idea del cuadro, que empezó
a pintar enseguida desplazándose cada noche al laboratorio.
La forma de abordar el tema recuerda en muchos
aspectos a la pintura de Rembrandt, el gran pintor holandés, que tanto admiraba
Sorolla. En este retrato de interior también está presente la referencia a
Velázquez, a quien siempre consideró su mayor maestro. De él, Sorolla trataba
de recrear en sus obras la construcción del espacio en profundidad, la gama de
color y la forma de combinar la solidez de los volúmenes con la sugestión de
atmósfera.
Todo el cuadro está iluminado con un solo foco
de luz que modela con fuerza las figuras y crea una atmósfera de contraluces,
en las que Sorolla se recrea, en su pasión habitual por la luz en todas sus
variedades.
La obra puede relacionarse con otras obras del
París de fin de siglo en las que se retrataban a grandes científicos en la
intimidad de su laboratorio. Por el tratamiento de las luces, esta obra guarda
una estrecha relación con el retrato que realiza años más tarde de su suegro Antonio García en el laboratorio
(1908. Hispanic Society of New York), reconocido fotógrafo valenciano, en el
momento en el que revisa el resultado del revelado de una placa fotográfica.
Amalia Romea, Señora de La Iglesia 1897. Colección
Privada
La Señora Amalia descansa con un vestido de
verano hecho de materiales blancos en un momento en que las mangas de pierna o
cordero habían alcanzado su punto máximo. Sus mangas se abren como conchas
de almejas que revelan engaños transparentes adornados con encaje. Los
detalles de la línea de la cintura están ocultos por sus brazos.
Mi mujer y mis hijos, 1897. Museo Sorolla
Un ejemplo típico del uso
que Sorolla hacía de su familia para sus experimentos artísticos. Sin duda la
gracia de la escena, con sus tres hijos marchando en fila bajo el cuidado de su
madre, movió a Sorolla a registrarla en un cuadro; pero una vez recogido lo
esencial de ella, Sorolla deja el cuadro inacabado.
María y Joaquín, con sus
babis rosa, inician la marcha; la pequeña Elena, de niña muy reacia a llevar
ropa, corretea medio desnuda, agarrada al babi de Joaquín y sujeta por su
madre. Clotilde está apenas esbozada, sin rostro, pero llama la atención su
vestido a la moda, con las voluminosas mangas de "gigot".
Puerto de Valencia, 1897. (59,4
x 88,9 cm). Legado de Eleanor R. Meacham
Baile valenciano en la huerta, óleo sobre lienzo
60.5x 102,5 cm. Madrid: Colección Villa Mir
En 1889, concluida la pensión de la Diputación y tras
dos breves estancias, una en París con motivo de la Exposición Universal y
otra en San Sebastián, Sorolla y Clotilde regresan a Valencia y se
instalan en casa de los padres políticos del pintor y en "El Campet",
el huerto de naranjos que éstos poseían en las cercanías de la ciudad.
A excepción de un par de lienzos pintados antes de su
viaje a Roma (Valencianas en la huerta 1880-1884 ) es
precisamente en este bienio 1889-1890, cuando comienzan a surgir en
su producción obras de acentuado carácter regionalista en las que el
artista busca al aire libre y cuya entidad y prestancia va creciendo poco
a poco.
Los Guitarristas, costumbres valencianas data de
1889, El naranjero, Escenas valencianas está firmado en 1893, mientras que
Fiesta valenciana en la huerta más rezagada y reducida, aunque
admirable, procede de 1899.
En todos estos lienzos encontramos, como ocurre en el
que nos ocupa, grupos de jóvenes que han dejado atrás la vestimenta más
ajada de trabajo y lucen ahora hermosos trajes regionales: corrillos a
los que el pintor sorprende en movimiento de ajetreo laboral, pero sobre
todo en momentos de asueto, mientras bailan, tocan su guitarras,
se divierten y relacionan en un ambiente festivo y placentero. No
faltan tampoco los escarceos amorosos preludio de la sensualidad a flor
de piel que estalla luego en cuadros como Entre naranjos (1903).
El propósito evidente, pues cada uno de los elementos
que el artista pone en juego-indumentaria, costumbres, medio ambiente,
goce sensitivo, luz y color-va dirigido a reforzar la identificación con
la tierra mediterránea y con Valencia en particular. Se trata, en
definitiva de una exaltación de la localidad natal que se complementa o
corre paralela a la que llevará a cabo en la orilla del mar.
En este conjunto Baile valenciano en la huerta cobra
una importancia singular por diferentes razones. En primer lugar por ser
menos conocido y carecer de reproducciones en la ya amplia bibliografía de
Sorolla. Otros factores que convergen en esta pintura y contribuyen a
incrementar su valor son sus dimensiones, inusuales para una pieza
primeriza en dichos asuntos, ya que no vuelve a rebasarse un metro de
ancho hasta 1893: su dinamismo llama asimismo la atención al participar
las composiciones coetáneas de una mayor inmovilidad, al menos por lo que
respecta a primeros planos. Por último, su cuajado luminismo, la soltura
del pincel o la manera de esfumar los contornos se aproximan a las fechas
clásicas (1893-94) y reafirma la idea de que este procedimiento
pictórico si bien va depurándose es consustancial a Sorolla prácticamente
desde sus inicios.
La escena muestra a seis personajes en un mirador
rural que se cierra mediante un pretil coronado con bolas. Dos de ellos,
sentados tañen una bandurria y una guitarra respectivamente acompañando la
danza valenciana-acaso una jota o una seguidilla-que interpretan una
joven pareja.
Más allá, junto al antepecho, otra pareja flirtea
amparada por un mayor aislamiento, sin embargo, las facciones de las
muchachas delatan que muy probablemente fue Clotilde la que posó en ambos
casos. La exhuberancia del pequeño jardín. poblado por rosas, malvas y otras
especies, junto a la robusta copa de la vieja carrasca y el cielo azul
como un espacio idílico potenciado por el espectacular panorama que
parece alcanzar en lontananza una franja de mar, que estudió aparte. La
riqueza cromática que proporciona el medio vegetal y el completo
repertorio de vestimentas y accesorios tienen una dicción pictórica
madura, incluso más madura que en algunas creaciones inmediatamente
posteriores.
La caleta, Jávea 1898.
Colección Particular
En esta obra Sorolla refleja
la cala que se situaba junto al antiguo puerto y que estaba formada por un
corte de rocas apreciando algunas pequeñas construcciones sobre ella, así como
algunos algarrobos naturales. Destaca la masa rocosa de la Caleta, así como el
mar verdoso y algunas barcas atracadas entre las rocas.
Llegada de una barca de
pesca a la playa de Valencia, 1898.
Esta pintura se caracteriza por la peculiaridad
de su técnica y por la claridad compositiva. La técnica se basa en la pincelada
muy grande y suelta que construye el volumen de las figuras, prácticamente sin
un dibujo previo. Las figuras se funden en el ambiente de forma que el conjunto
puede ser captado por el ojo del observador de un solo golpe de vista. Por este
procedimiento la composición se convierte más en el resultado de un minucioso
estudio del color y de la luz que en un tema puramente costumbrista. El mundo
de los pescadores valencianos, tomado de Sorolla, se convierte en vehículo de
una investigación cromática que altera de manera evidente las aportaciones del
propio Sorolla.
Desde el punto de vista temático, esta pintura
continúa una de las peculiares variedades del cuadro de género costumbrista que
popularizó Sorolla. Dos bueyes arrastran una barca de pesca hacia la playa
mientras al fondo de la composición el horizonte está cerrado por gran cantidad
de velas de otras barcas que se acercan igualmente después de faenar. La
composición introduce elementos adicionales de valor costumbrista: el pescador
que sentado a lomos de uno de los bueyes dirige la maniobra y cierra la
composición por la izquierda; o el otro pescador que, dentro de la barca,
aparece acompañado de un niño de corta edad, en un conjunto que limita la
composición por la derecha. Toda la mitad superior del lienzo está cubierta por
el abigarrado colorido de las velas y embarcaciones que se funden con las nubes
y el cielo abierto de manera confusa y casi abstracta.
Comiendo en la barca, 1898, Óleo sobre lienzo 180 x 250 cm
La ejecución de este cuadro,
uno de los más importantes de su producción, se sitúa entre 1890 y 1905, un
período en el que el pintor dividía su tiempo entre Madrid y Valencia.
Pintado al aire libre en Valencia, responde al tipo que Florencio Santa- Ana
definió como "costumbrismo marinero".
En concreto, firma la obra en 1898, el mismo año que obtiene la medalla de oro
en Múnich y la gran medalla en Viena con Vuelta de la pesca.
La vela, situada de forma
atrevida en un primer plano de la composición, contribuye a que el espectador
se sienta resguardado del sol mediterráneo y de la claridad cegadora que asoma
en último término. Bajo la sombra, varios pescadores de distintas edades
se disponen a comer en torno a una tartera común. Sorolla conjuga aquí el
realismo social en la interpretación de los personajes con el carácter
impresionista en la captación de la luz y el color mediterráneos.
Con obras de este tipo el pintor contribuirá a crear una visión de la España blanca contrapuesta a la España negra reflejada por su contemporáneo Ignacio Zuloaga.
Con obras de este tipo el pintor contribuirá a crear una visión de la España blanca contrapuesta a la España negra reflejada por su contemporáneo Ignacio Zuloaga.
En 1899 presenta su obra a las más importantes exposiciones de Europa,
reservando Cosiendo la vela y Comiendo en la barca para la Exposición
General de Bellas Artes. Recibe la Gran Cruz de Isabel la Católica por el
conjunto, pero no se le concede la medalla de honor, el máximo galardón y el
único que le faltaba entonces, lo que provoca cierta controversia en el medio
artístico. El verano de 1899 lo pasa en la playa del Cabañal de Valencia, donde
pinta, entre otros, dos cuadros ambiciosos con la intención de presentarlos a
la Exposición Universal de París de 1900. Uno de ellos es Triste herencia y el otro es El
baño, también llamado Viento del mar.
El algarrobo, Jávea
(1899) (Colección particular)
El Algarrobo es
uno de los cuadros que Joaquín Sorolla realizó tras su segunda estancia a Jávea
en junio de 1898. Es un cuadro que bien se podría titular algo así como
“Mediterráneo” o “Tranquilidad
mediterránea” ya que es la sensación que me despierta. Un paisaje apaisado
en donde el protagonista de la composición es el árbol algarrobo en el centro
de ella, marcando el carácter autóctono de un árbol que representa algo típico
del Mediterráneo y de Jávea. Como si un padre protector fuera, su sombra sirve
de refugio y descanso del sol a un rebaño de ovejas que se amontona pastando
bajo él.
En un segundo plano aparecen
unas chumberas, otra de las plantaciones más típicas del Mediterráneo y que al
día de hoy nos podemos encontrar de manera salvaje o en jardines. Todo sirve de
marco para mostrar el tercer plano de la pintura que no es más que la gran masa
azul del Mediterráneo con el perfil del cabo San Martín a nuestra derecha. Un
mar que deja ver una ciertas líneas más claras que indican el curso de las
corrientes y la brisa para formar las olas que se dirigen hacia la playa.
Sorolla sabe reflejar a la perfección la luz
del Mediterráneo en este cuadro. La claridad de los pastos al sol junto con la
intensidad del blanco en la pared de la casa de la derecha nos da una sensación
de un día justiciero de calor intenso y frente a esa sensación, el contraste de
la sombra que ofrece el algarrobo nos invita a reposar mientras que nos ofrece
una vista a modo de mirador hacia el mar Mediterráneo y su costa. Este mar, con
un azul intenso de un día tranquilo, con una luz cegadora y clara y que al
mismo tiempo podemos notar la sensación de brisa y el movimiento del agua con
los reflejos que consigue mostrar con sus pinceles.
La verdad es que a Sorolla, además de llamarle
la atención la vista, el paisaje y la luz de Jávea, creo que muestra la paz que
le suscitó Jávea a través de este paisaje al mismo tiempo que quiere mostrar
algo tan representativo del paisaje Mediterráneo como es el algarrobo, la
costa, el mar y la montaña.
No le fue fácil realizar este
cuadro, o por lo menos eso interpretamos a través de sus palabras, ya que en
estas fechas apenas podía pintar por las prohibiciones que habían ordenado las
autoridades frente a la amenaza de la guerra hispano-americano. Estas
dificultades las deja reflejadas en su carta a su esposa Clotilde con fecha del
9 de junio de 1898 y donde bromea diciendo: “No pinto nada, me prohíben pintar hasta
los algarrobos, figúrate si estaré divertido” (Carta
CFS / 270). Por lo tanto, no sabría decir si el cuadro en sí lo pintó
directamente en Jávea o a posteriori. No he encontrado bocetos de Sorolla que
hiciera alguna composición para después llevarla a lienzo, que no significa que
no las hiciera, aunque sabiendo su pasión por pintar directamente del natural
seguramente que pudo realizarlo directamente en Jávea.
Triste herencia,
1899. 212 cm × 288 cm. Colección Privada
Triste Herencia, es el último lienzo, realizado en 1899, cerrando así la aportación de
Sorolla a ese «realismo social»
iniciado pocos años antes. El cuadro fue presentado en la Exposición Universal
de París, un año después, obteniendo el «Gran
Prix». En 1901, consiguió la medalla de honor en el certamen nacional de
las Bellas Artes, en Madrid. Fue adquirido posteriormente por el americano John
E. Berwind que, más tarde, lo legó al Colegio de los Dominicos de Nueva York,
en cuya iglesia de la Ascensión se encontraba antes de su actual ubicación, la
Caja de Ahorros de Valencia.
En épocas pasadas, la
expresión «triste herencia» se utilizaba para referirse a aquellos males
padecidos por los hijos como consecuencia de las enfermedades de sus
progenitores, las cuales eran tenidas como «vergonzosas», por ser fruto de una
vida tachada de «disipada» o «pecaminosa», o
poco acorde con los comportamientos considerados «decentes» por la sociedad. La
sífilis, la tuberculosis, el alcoholismo, ...se llevaban la palma en este
catálogo de lacras que habrían de manifestarse en la procreación de seres
enclenques, tullidos y debilitados que estaban condenados, en su mayoría, a
vivir de la caridad, ejercida por instituciones públicas y algunas privadas, y
sobre todo, por las de la Iglesia.
Sorolla tituló,
inicialmente, este cuadro Los hijos del placer, pero, más tarde,
influenciado por su amigo Blasco Ibáñez, lo denominó Triste herencia.
Analizando la pintura,
desde un punto de vista médico, ninguno de los dos títulos tienen una
justificación médica según lo expuesto anteriormente. No podemos hablar de
sífilis congénita. Primero, porque los niños afectados de esta enfermedad
presentan otra sintomatología muy distinta (retraso en el desarrollo del
crecimiento, nariz en silla de montar, entre otros) y, segundo, hasta el año
1911, el médico Paul Erlich no descubrió el 606 (por ser fruto de 606 experimentos), el que él mismo llamó bala mágica
o salvarsán (arsfenamina), una preparación de arsénico orgánico empleada en el
tratamiento de la sífilis. Hasta el desarrollo de esta nueva droga los niños
morían a los pocos meses de nacer.
La escena se localiza, como
otras tantas suyas, al aire libre y en un marco marítimo, dotándola de una
intensa luminosidad, cuyo foco está en la misma posición que el ojo del
espectador, es decir se proyecta desde el frente sobre los protagonistas.
Incluso, uno de ellos, el único que parece sonreír, se cubre los ojos porque
está deslumbrado. Sin embargo, muy en consonancia con lo que el pintor nos está
transmitiendo, la luz que se refleja en el mar y en
las olas, es negra, una luz inquietante, intranquilizadora, muy distinta del verdi
azul diáfano de sus obras posteriores.
Están en la valenciana
playa del Cañaveral, es decir, en su origen, un sitio de cañas o cañaveras y,
aunque ya no aparecen en la composición, aluden a un lugar recogido, apartado
por esas cañas, enlazando simbólicamente con el título del lienzo. El baño de
los niños debería hacerse al margen de otros bañistas, ocultos para que nadie
los viera. El baño en la playa como tratamiento curativo, benéfico, en este
caso «regenerador», estaría también muy en consonancia con los estudios sobre
la higiene lleva- dos a cabo en el siglo XIX y alejados del concepto de «sol y
playa» auspiciado por el turismo de nuestros días.
Sorolla pinta la línea
del horizonte muy alta, parece fijarla en la cabeza del hermano de San Juan de
Dios, abriendo un amplísimo espacio en el que se distinguen varios planos: el
más lejano al espectador, reflejando ese mar oscuro e inquietante con olas
rompientes; otro intermedio, también de agua pero más clara y sin olas y en
donde los niños se relacionan en distintos grupos distribuidos equilibradamente
en relación con la del primer plano, en el que se centra la escena, propiamente
dicha. El hermano sujeta y ayuda a uno de los niños que se asiste, igual que
otros compañeros, con un palo que hace las veces de muleta en su desplaza-
miento por la arena. Otros tres niños, de diferentes edades y en distintas
posiciones (espalda, perfil y frente), les siguen.
Llama la atención el
juego de contrastes que el artista nos invita a establecer. Los cuerpos
desnudos frente al religioso vestido con su largo hábito que sólo deja al
descubierto la cara y las manos; el negro frente a las carnaciones; la madurez
del adulto frente a la corta edad de los niños; la quietud del religioso frente
al movimiento de los chiquillos; las serenas aguas del fondo frente al chapoteo
del plano intermedio; el rostro perfilado del hermano frente al abocetamiento
de las caras y cuerpos de los niños; uno frente a muchos. Todos estos
contrastes nos ayudan a entender la composición como una denuncia: el pecado y
la injusticia de que seres inocentes carguen con esa cruz.
Quizá por eso son niños
sin rostro, para que no sean identificados, porque «cualquiera» puede ser uno
de ellos. Están desvalidos, impedidos, indefensos,... y son asistidos por un único
hermano de una orden religiosa de carácter benéfico, aludiendo al papel
asistencial de la Iglesia. Es también un hombre anónimo, pero representa a la
institución eclesiástica que, a modo de Virgen de la Misericordia, trasladada a
finales del siglo XIX, protege bajo su tutela a una multitud de niños «señalados». Es poco comprensible, por
los menos desde los parámetros actuales, que un solo adulto se hiciese cargo de
un número tan elevado de chavales, muchos de ellos impedidos, y en un marco
como una playa con los peligros que podía entrañar.
Sorolla se hace eco de
las pautas de comportamiento de la época y del sentido del «pudor». De manera
que, a pesar de la corta edad de los protagonistas, evita la representación
frontal. Los niños que aparecen de frente, o están en el agua y ésta les cubre
hasta la cintura; o los cuerpos de los compañeros sólo permiten que sobresalga
la cabeza. No obstante el abocetamiento que se desprende de la composición nos
hace pensar que hubiera impedido distinguir el sexo.
¡Qué alejados estos
niños de 1895 de sus posteriores obras en las que destacan unos adolescentes
plenos de salud y vitalidad, de cuerpos bien formados y brillantes!, La escena sobrecoge, mueve a la reflexión y a la
búsqueda de porqués. Nada que ver con las composiciones amables y elegantes con
las que todos identificamos al pintor valenciano.
En 1880 una sociedad de
recreo valenciana, «El Iris», convocó
un concurso de pintura y Sorolla ganó la medalla de plata por su obra Moro acechando la ocasión de su venganza
(1880). Un año después, al acabar su formación académica, Sorolla comenzó a
enviar sus obras a concursos provinciales y a exposiciones nacionales, única
manera que tenían los artistas en aquella época de mostrar sus creaciones. Así,
en mayo ya presentó tres marinas a la Exposición Nacional de Bellas Artes
(Madrid) que, aunque de ejecución formidable, pasaron inadvertidas al jurado,
pues su temática no se ajustaba a la pintura.
“El Baño” o “Viento de mar”, 1899.
Obra destruida
Representa “El baño” una de las pintorescas escenas
de aquella playa, tan felizmente interpretadas por el autor. Una mujer de pie,
de espaldas al espectador, despliega una sábana, en la cual se prepara a
envolver a un pequeñuelo que otra mujer trae en brazos. Éste enseña su desnudo
cuerpecillo, encogido aún por el frío del baño. En el fondo de esta escena el
mar, en el cual hay varias barcas pescadoras con sus velas henchidas por el
viento. Todo el cuadro a la luz de un claro sol matinal de verano. El azul del
cielo, el del mar, los colores brillantes de los trajes y las tintas calientes
y rosadas del cuerpo del niño se armonizan con el blanco dominante de la
sábana, y presentan un conjunto claro y transparente como el de una acuarela,
Esta descripción de
Aureliano de Beruete complementa las imágenes que de la obra se conservan, la
mayoría en blanco y negro, y que, aunque permiten conocer la composición del
cuadro, lo ilustran pobremente, en cuanto que su artífice es considerado el
maestro del color y la luz. Sin embargo, nos sirven para nuestro propósito, que
es acercarnos a su preparación desde el punto de vista del dibujo. La escena
que se desarrolla en estos dibujos parece una escena que el pintor tuvo ocasión
de observar estando en la playa, y que inmediatamente captó su atención. El
movimiento de las figuras, el efecto del viento sobre la sábana, de un blanco
deslumbrador por el efecto del sol matinal, la piel mojada e iridiscente del
niño desnudo que acaba de salir del agua… son elementos que sin duda atraen el
ojo de Sorolla, quien no se resiste a hacer frente al reto que supone plasmar
este instante con sus lápices y pinceles. El pintor, que ya a partir de la
década de 1890 había descubierto el mar y la playa de Valencia como su fuente
de inspiración18, se centraba entonces sobre todo en las escenas de
costumbrismo marinero, protagonizadas por pescadores trabajando. En cambio, en
el cuadro El baño, está anunciando ya por vez primera esas escenas de playa que
parecen no tener argumento ninguno y que ofrecen la visión más alegre, vital y
despreocupada del mar, repletas de niños bañándose y jugando en el agua. Son
las escenas de playa que empezarán a ser frecuentes a partir de la década de
1900, y que serán las más conocidas del pintor, consideradas como su sello de
identidad.
La cantidad de apuntes
y estudios preparatorios que se conservan de
El baño no son sólo indicativos del complicado trabajo que supuso para
Sorolla la composición de esta obra, sino que también son un ejemplo de la importancia
que el artista daba al dibujo.
Apuntes y bocetos
Se han podido
identificar hasta siete apuntes preparatorios de El baño, cuatro pertenecientes
a la Colección de Dibujo del Museo Sorolla (Inv. 10250 y 10246, anverso y
reverso), y tres a colecciones particulares19. Son dibujos realizados a lápiz
sobre papel continuo blanco de pequeñas dimensiones.
En seis de estos siete
apuntes Sorolla se centra en el estudio de las tres figuras de primer término:
la mujer que sostiene al niño y la que se acerca a secarle con la sábana. Sólo
introducirá una muy breve referencia al fondo en uno de ellos, en el que unas
rápidas líneas insinúan el mar y una barca de vela. Es el dibujo que más
parecido guarda con la obra definitiva, lo que le sitúa probablemente al final
de la cadena de producción.
Este centrarse en lo
esencial es algo habitual en los dibujos de Sorolla. En ellos suele dedicarse
al estudio de las figuras, dejando el fondo apenas sin trabajar. En el caso de
las escenas de playa, hay que tener en cuenta que el lápiz o el carboncillo no
le sirven para dibujar el agua, que está en continuo movimiento y es una fuente
de luz y de reflejos. Solo puede abordarlo a base de manchas de color,
sirviéndose no sólo de los contrastes tonales, con los que alcanzó una gran
maestría, sino también de la brillantez característica del óleo. Por lo tanto
el fondo suele realizarlo directamente cuando trabaja ya sobre el lienzo, y en
los dibujos apenas quedará apuntado con unas breves líneas.
En estos dibujos
utiliza un trazo rápido y movido, enmarañado en algunas zonas para indicar el
movimiento. Es un dibujo esquemático, lo que no impide distinguir perfectamente
formas y volúmenes, pues los contornos se perfilan firmes. En las zonas de
sombra insiste con el lápiz vehementemente, mientras que en otras, como en el “leve paño” que sostiene la mujer, usa el
propio color claro del papel para conseguir así el efecto de luz.
Va jugando con la
colocación y el movimiento de las figuras, estudiando que la composición no
pierda su equilibrio. Pareciera una secuencia de la misma escena vista desde
diferentes ángulos, como si fueran tomas fotográficas.
Introduce también
variaciones en lo que respecta a la edad de los protagonistas. Las dos mujeres
parecieran tan sólo muchachas en varios apuntes, mientras que el pequeño al que
sacan del agua es en la mayoría de los dibujos un bebé, y mientras que en la
obra final parece que el pintor decidió retratar a un niño de más edad.
En el año 1900 pinta en
Madrid durante el invierno, y tras pasar por Valencia donde muere su tío José
Piqueres, acude el 16 de junio a la Exposición Universal de París, donde
recibe, como otros diecinueve artistas, el Grand Prix. En París conoce a los
pintores Sargent, Boldini, Zorn, Kröyer y Gerôme, además de tratar con otros
que ya conocía como Carolus Durán, Francisco Domingo, León Bonnat y Benjamín
Costand. A su regreso de París va a pintar a Vigo, pero acude pocos días
después a Valencia, donde recibe un homenaje junto a Benlluire, que también
había recibido el Gran Prix en París. Con ocasión de este acto, la calle de Las
Barcas, es renombrada calle del pintor Sorolla. En el discurso de
agradecimiento, el pintor afirma que el premio es también el de la escuela
tradicional valenciana. Tras los actos de homenaje en Valencia, se queda
pintando en la playa de la ciudad, y a finales de agosto se traslada a Denia y
Jávea, donde realiza varias obras basadas en la elaboración de la pasa, como Transportando la uva y escenas marineras
como Fin de jornada. En el otoño, en Madrid se dedica sobre todo a realizar
retratos entre ellos algunos de su propia familia.
Niños en la playa, 1899
Transportando la uva, 1900
Joaquín Sorolla, fue un embajador del trabajo
manual que realizaban hombres y mujeres de la población de Jávea y lo supo
reflejar a través de sus obras y apuntes que realizó en la misma población. El
reflejo del costumbrismo y de los trabajos artesanales eran temáticas que
estaban de moda a finales del siglo XIX, prueba de ello es el encargo que
Rafael Errázuriz le hizo para crear una serie de paneles relacionados con el
trabajo de la uva y que fue el motivo por el que Sorolla llegó a la población
de Jávea.
Por los cuadros y apuntes que hizo Sorolla, el
pintor es testigo directo de las diversas fases del trabajo de la pasa,
entre otros oficios, y realiza numerosos apuntes y bocetos. Producto de ellos
será la materialización de pinturas que muestran ese costumbrismo valenciano y
alicantino. El trabajo al sol, la labor de los hombres y de las mujeres o el
contraste de luz en el interior de un riurau son motivos de admiración
para el pintor. Con esta excusa vamos a hacer una explicación breve del proceso
de esta labor a través de las imágenes que creó Sorolla.
El cuadro representa el
momento en que se escalda la uva; hombres, mujeres y
chicos, entre el humo de la lejía hirviendo, cuecen la uva y la extienden sobre
cañizos (la operación es puro arte), amontonan grandes cantidades de racimos de
moscatel colocados en capazos, esto llena todo el piso del cuadro (¡imagínate
el color!); pues bien, entre esa abundancia de fruto vi, y pongo, al dueño, un
Sr: muy gordo y brutal, con su gran abdomen, tumbado en una mecedora, fumando
tranquilamente; los que trabajan, todos encorvados y sudorosos, contraste
que me hizo mucho daño, y que me inspiró estas
líneas y unos estudios. Tú que tienes muy buen talento y que todo eres un buen
consejero, dime tu opinión, pero pronto, pues me quema el deseo de empezar.
La recogida de la uva y toda la elaboración de
la pasa se realizaba desde el 15 de agosto hasta primeros del mes de octubre,
es por ello que Sorolla coincide con esta labor en su máximo apogeo cuando
llegó a Jávea.
Para el trabajo manual se ocupaban los “panseros o paseros” que
bien eran gentes de la misma población o familias o bien se contrataban a
jornaleros de fuera.
Lo primero que se hacía era la
recogida de la uva en las viñas y se trasladaban al lugar del proceso de secado
en los capazos, una
especie de cesta de mimbre.
Las uvas se llevaban al lugar
del “escaldador”, un
horno en donde se calentaban calderos de bronce en preparando una
mezcla de agua con lejía o sosa cáustica y especias como tomillo o
camamila. Con esta acción se producía el “corte de la uva” para
abreviar el proceso de secado. Esta labor la realizan los hombres y para ello
se ayudaban de la “cassa”, una
especie de colador realizado por un mango de madera y terminado en un
recipiente realizado con alambres para introducir la uva e introducirla en el
caldero unos 8 o 10 segundos.
Según se iban sacando las uvas
ya procesadas se depositaban en los cañizos en donde las mujeres esperan
para distribuirlo por todo el cañizo y dejarlas secar al sol. Este proceso se
realizaba en “el
sequero”, un área plana en donde poder extender los cañizos en donde
se depositaba la uva y secarla al sol.
En caso de amenazar mal
tiempo, este tiempo de secado se hacía en los riuraus, construcciones cubiertas
y realizadas por medio de arcadas en donde los cañizos se apilaban en grupos de
ocho o diez, separados para que no cogieran humedad con el rocío de la mañana o
bien no se mojaran en caso de lluvia. Una vez pasados dos días se daba la
vuelta a los cañizos para que las uvas se secaran por el lado contrario siendo
un total de cuatro días lo que implicaba todo el proceso.
Las labores se realizaban en
jornadas de 14 horas (desde las 6h hasta las 22h) y los panseros o paseros, que
era como se les llamaba, tenían dos descansos, uno para almorzar y otro a las
seis de la tarde para comer la tradicional paella. Aprovechaban el fuego de la
olla de escaldar la uva para cocinar, se resguardaban del sol en los riuriaus o
en el lagar y aprovechaban para charlar, descansar o fumar un cigarro.
La recogida de las pasas se
hacía sobre lonas extendidas en el suelo en donde se volcaban las pasas, y se
pasaban a los capazos en donde se trasladaban a los almacenes en donde se
iniciaba el proceso de selección y encajamiento de las mismas en los “triadores”. Esta
labor era realizada por las mujeres o “triadoras” al ser un trabajo más
delicado.
La misión de las mujeres en
este proceso era quitar la raspo de los racimos (raspar) y los pezones de las
pasas (despezonar) al tiempo que se desechaban las pasas defectuosas. Las
triadoras trabajaban todo el día a la sombra, bien en los riuriaus o bien en
almacenes.
La última fase ya sería el
embarque de los cajones en las diversas empresas marítimas que exportaban el
producto al extranjero y que principalmente se hacía desde Dénia.
La familia, óleo
sobre lienzo 185 x 159 cm. Valencia, Museo de la Ciudad, Ayuntamiento.
Este retrato de grupo
de la familia Sorolla, fechado por el artista en 1901, sabemos que ya lo
había iniciado a finales de diciembre de 1900 por una carta que escribe
a su amigo Pedro Gil Moreno de Mora, en la que dice :
Dos meses después escribe de nuevo a su mujer
comentándole que sigue trabajando y, a continuación, anota un expresivo:
"¡Cuánto gozarías si vieras esto¡",
que sin duda se refiere al cuadro, al que menciona de nuevo unos días
después : "Estoy concluyendo el
cuadro de la familia y queda bastante bien".
Como comentaba a su amigo en la primera de
estas cartas, la obra la realizó pensando en la Exposición Nacional de Madrid
de ese año de 1901, donde la presentó y no pasó desapercibida. La crítica
en general alabó su calidad, coincidiendo todos en su impronta velazqueña
y en el recuerdo a Las meninas de nuestro sevillano .Francisco Acebal escribía:
En La familia un
conjunto de retratos: la esposa, los hijos del pintor; el
pintor
mismo, todos agrupados y dispuesta la escena con un dejo lejano,
muy
lejano de Meninas, pero con el naturalismo, con la franqueza, con el
vigor
pictórico de aquel cuadro. Bajo una capa de aparente sencillez se
vencen en
este lienzo dificultades de técnica tan grandes como el valor
relativo
de los blancos en relación con los términos: tal ocurre con los
mandiles
de las niñas colocadas en un primer término, otra en el fondo.
La
graduación de la luz es otro esfuerzo artístico de esta obra; la diversidad
de las
carnosidades según la diversa edad de las figuras , es acaso uno
de los
factores técnicos que más evocan el recuerdo de Velázquez.
Y Balsa de Vega citaba como el mejor cuadro de
los presentados, que además era reflejo de la " apacible calma que
se adivina en el hogar del autor". Esta paz era algo que ya había anotado
unos años antes otro escritor amigo de Sorolla, Vicente Blasco Ibañez,
haciendo una descripción del artista: "hombre
de tranquilas costumbres, dedicado por completo al arte y la familia,
apenas sale de casa y frecuenta el mundo. Su estudio parece el interior
patriarcal y tranquilo de una antigua casa holandesa.”
La familia del pintor posa en un austero
interior en penumbra en la que resaltan las figuras gracias a la luz
cenital que las ilumina. La presencia de Sorolla en la escena a través del
reflejo difuminado en el espejo, termina de dar todo el sentido al retrato
familiar. Así se autorretrata, sin faltar a la verdad pictórica, de forma
natural, como pintor que es, en un momento del ejercicio de su profesión,
con la paleta en la mano, como hiciera Diego Velázquez (1599-1660) en Las
meninas y utilizando los mismos recursos que él. El juego de las miradas
de todos los retratados es realmente genial, creándose una imagen muy
elocuente de lo que en ese preciso momento estaba ocurriendo. Clotilde
apoya su mano protectora en el respaldo de la silla de su hija menos,
Elena y mira satisfecha, complacida a su marido mientras los retrata.
Elena, muy niña aún, observa a su padre con gesto serio y mantiene
la quietud que su hermano Joaquín, novel en el oficio, necesita para
dibujarla. Éste le observa atentamente mientras la dibuja, siendo ayudado
por su hermana mayor, María, que le sujeta la tablilla en la que apoya el
papel y comprueba el parecido del dibujo con su hermana pequeña, a la que
dirige su mirada en ese momento desde la penumbra. Sorolla, esposo, padre
y pintor, aparece reflejado en el espejo, ligeramente inclinada, en uno de
los momentos de pausa que necesita para observar a sus queridos modelos,
antes de seguir pintando.
El espejo en el que se refleja, de ancho marco
holandés y cristal biselado, aparece en otras obras, así como en numerosas
fotografías de su estudio. Hoy día se conserva en la sala -antecomedor de
la Casa Museo Sorolla.
Existen dos fotografías en ese momento por
Antonio Garcia, el suegro de Sorolla, de unas escenas familiares que sin
duda le sirvieron como referencia a la hora de afrontar esta obra,
especialmente la que se conserva en el Museo Sorolla, en la que el grupo
familiar aparece en una posición casi idéntica. Esta fotografía sin
duda la utilizó como herramienta preparatoria para estructurar su lienzo,
que luego fue transformado hasta lograr su interpretación plástica de lo que
para él era un retrato de familia.
Sorolla tituló esta obra acertadamente La
familia pues, como comenta José Luis Diez, este título integra a todos los
miembros de la misma, mientras que Mi familia como posteriormente se ha
venido titulando, se refiere, en estricto sentido gramatical al grupo
familiar, excepto el sujeto que lo menciona.
El pintor donó La familia al Ayuntamiento de
Valencia, su ciudad natal, muy probablemente en agradecimiento a su
nombramiento como hijo predilecto de la ciudad en 1901, aunque mantuvo la
obra durante años en su estudio, tal y como podemos comprobar en las
fotografías que realizó Franzen en 1906.
Sabemos con seguridad que en 1910 se
expuso ya como propiedad municipal.
Maria, 1900- Colección Privada
Uno de los temas
favoritos de Sorolla era su hija mayor, María, y con los años la capturaría en
muchos de sus retratos. En 1900 la captura sentada en una silla vestida
con una túnica blanca con las manos entrelazadas en su regazo. La pintura
se titula María. La
blancura de su vestido se ve reforzada por toques de azul. Al fondo hay
una pared con azulejos decorativos y coloridos.
Encajonando pasas 1900, Óleo sobre lienzo 89 x 126 cm. Colección particular
Desde principios del
siglo XX, Sorolla es considerado internacionalmente como un artista
moderno, relacionado con la escuela naturalista europea. Como se ha dicho
en este año de 1900, viaja por segunda vez a París, donde tiene
ocasión de conocer a un grupo de pintores escandinavos y finlandeses
que serán vitales para el desarrollo ulterior del arte moderno, que
no se cimentó únicamente con las experiencias del impresionismo francés.
El realismo socialmente
comprometido -tal y como lo había anticipado Millet, Coubert o
Bastien-Lepage- se abrió camino hasta los lienzos de estos
artistas nórdicos. Al contrario de los realistas clásicos
que desarrollaban sus temas sobre el mundo del campesinado
rústico-estos modernos naturalistas de las nuevas generaciones
elegían el trabajo industrial como protagonista de su obra. El tema
también interesó especialmente a la escuela impresionista que, en
su obsesión por captar el ritmo acelerado de la vida moderna, solía
recurrir al tópico del trabajo industrial como excusa para retener
el ambiente vibrante y laborioso de las fábricas.
Transportando la uva
En estos momentos
Sorolla se había alejado definitivamente de la "pintura de
tesis", es decir, de las escenas melodramáticas que encierran una
lección moral, y se dirigía hacía un tipo de cuadro con verdadera
intención social colectiva, cuyo asunto se basaba en el tema
laboral de la fábrica o el taller. Estéticamente este interior
refleja el conocimiento de la pintura barroca del siglo XVII, por lo
que su esquema se ajusta al gran escenario cuajado de muchos
personajes .Es en rigor, un retrato colectivo o de corporación .Sus
recursos técnicos son igualmente seiscientas, recogido de la
pintura interior holandesa.
Esta influencia también
había sido aprovechada por Sorolla en su Retrato del doctor Simarro,
en el que utilizaba un solo foco de luz artificial, a diferencia
de éste, donde la luz solar penetra por los ventanucos y baña toda la
escena. Esta influencia holandesa se tamiza a través de lo velazqueño
y el empleo de la perspectiva aérea, que propicia la profundidad a
través de los sucesivos planos de luces y sombras y el uso de líneas
diagonales.
Fin de la jornada, 1900,
óleo sobre lienzo 88x 128 cm. Colección particular
En este
cuadro pintado en el 1900, viene a subrayar un profundo cambio en la
trayectoria artística de Sorolla. Esta transformación se centró en
el estudio de audaces perspectivas y en el análisis de la figura
humana que, a partir de ahora, comienza a ganar volumetría,
corporeidad y rotundidad, a la vez que, sin embargo el paisaje se
hace cada vez más evanescente, mucho más cambiante y lírico, pierde
materialidad, casi deshecho en un puro juego de reflejos.
El asunto sigue inmerso en ese costumbrismo centrado en la vida de los pescadores valencianos pero, en este caso, la temática anecdótica tiende a perder importancia, a favor de la representación, cada vez más audaz, de los efectos de la luz sobre las figuras y las cosas.
El asunto sigue inmerso en ese costumbrismo centrado en la vida de los pescadores valencianos pero, en este caso, la temática anecdótica tiende a perder importancia, a favor de la representación, cada vez más audaz, de los efectos de la luz sobre las figuras y las cosas.
El
tema, tres pescadores tirando de una barca para sacarla del mar y
vararla en la orilla, recuerda muchísimo el dibujo de
Sargent. Tiene en común con éste, no solamente la perspectiva,
sino la idea de tensión, del esfuerzo que tienen que llevar a
cabo los hombres para arrastrar la barca, que se manifiesta
igualmente en las posturas tambaleantes que éstos adoptan.
Esta pugna,
evidentemente, repercute en la tensión muscular y en el movimiento
de las figuras que, en este caso, se presentan en un marcado escorzo
y en primer plano, tirando de un cabo desde
la orilla. Sus rostros no interesan- por eso los presenta de espaldas únicamente es importante su batalla particular con el mar. Otra vez vuelve a utilizar el maestro valenciano aquí, su característico juego de diagonales para definir la composición: una, la más importante -definida por los hombres tirando y la propia barca- se desarrolla de izquierda a derecha y de fuera hacía dentro, dividiendo ilusoriamente el cuadro en dos triángulos exactos, uno más iluminado que otro. Pero, por si no fuera suficiente esta forma de adentrar que nuestra mirada discurra en zig-zag a través de la accidentada costa y nos lleva de un extremo a otro de la tela- en diagonales que forman claramente otro triángulo.
la orilla. Sus rostros no interesan- por eso los presenta de espaldas únicamente es importante su batalla particular con el mar. Otra vez vuelve a utilizar el maestro valenciano aquí, su característico juego de diagonales para definir la composición: una, la más importante -definida por los hombres tirando y la propia barca- se desarrolla de izquierda a derecha y de fuera hacía dentro, dividiendo ilusoriamente el cuadro en dos triángulos exactos, uno más iluminado que otro. Pero, por si no fuera suficiente esta forma de adentrar que nuestra mirada discurra en zig-zag a través de la accidentada costa y nos lleva de un extremo a otro de la tela- en diagonales que forman claramente otro triángulo.
Utilizando otro
artificio- que a partir de ahora va a ser muy habitual- parece
que el pintor ha conseguido realmente incluirnos dentro del cuadro; a
esta sensación contribuye la cercanía de los primeros pescadores, su
corporeidad y sus cualidades táctiles, así como la tensión que apreciamos
en sus cuerpos y en la propia cuerda de la que jalan, de la que no vemos
ni su inicio, ni donde está anclada, lo que acrecienta la sensación de que
nosotros mismos, el espectador somos la tercera persona que ayudaría
con el titánico esfuerzo, pero ya desde fuera de la propia pintura.
Esta sensación casi corporalmente en el cuadro se acrecienta por la
propia perspectiva, con un punto de vista muy elevado que nos
precipita directamente a la escena.
Las
sardineras