Otras
pinturas
El conde de Fernán Núñez, 1803. Colección
Duques de Fernán Núñez (Madrid)
Es éste, sin duda, uno de los retratos más efectistas y
espectaculares de los pintados por Goya. El personaje representado es Carlos
Gutiérrez de los Ríos y Sotomayor, nacido en Lisboa el día 3 de enero de 1779,
hijo del VI conde de Fernán Núñez, Carlos, y de María de la Esclavitud
Sarmiento de Sotomayor. Murió a los 43 años de edad a causa de una caída de
caballo, dejando tras de sí una compleja y apasionada biografía, tanto privada
como pública.
Muy
joven se casó con María Vicenta Solis Vignancourt Lasso de la Vega, duquesa de
Montellano. Al parecer este matrimonio fue muy infortunado y sus relaciones
bastante difíciles, abandonando el conde a su esposa para irse a ocupar la
embajada de Londres. Hijo de embajador y embajador él mismo, desempeñó cargos
diplomáticos importantes, en el Congreso de Viena, en París y en Londres. Muy
amante del lujo, demostró siempre gran inclinación por la pompa y el boato
cortesanos. Su gran habilidad diplomática le granjeó la simpatía y el favor de
Fernando VII, que lo convirtió en duque del mismo título, siendo el último
conde y el primer duque de Fernán Núñez.
El
carácter alegre, simpático y jacarandoso del noble, lo capta Goya pintando uno
de sus retratos más logrados, haciendo destacar la elegancia, el estilo y el
porte garboso del conde, imprimiéndole también toda la gracia y picardía de un
personaje popular. Lo sitúa ante un paisaje abierto de vegetación baja y
luminosos celajes, que hacen destacar la rotunda y erguida figura del
personaje, que con una postura un tanto napoleónica y desafiante, apoya con
fuerza sobre el suelo sus pies casi en ángulo recto. Hay en la concepción de
esta pintura un cierto regusto velazqueño, pasado por el hábil tamiz de Goya.
La figura, que se recorta ante nosotros con arrogancia, va envuelta en una capa
que le confiere un aire garboso y español, lleno de altivez. El pintor deja ver
por la amplia abertura de la capa, una pierna fuerte, rotunda y bien modelada,
que enfunda en calzón blanco-cremoso y sirve de contrapunto a los tonos negros
de botas y capa. Muy hábil la disposición de las manos en gesto de sostener el
embozo, del cual surge la camisa y la elegante corbata blanca y sedosa que
envuelve su cuello hasta la misma barbilla. La cabeza es altiva y va cubierta
con un gran sombrero negro adornado con un leve airón en tono oscuro. Bajo el
tocado sobresalen los rizos de la cabellera y las largas patillas que enmarcan
el rostro racial y de corte aristocrático del conde, bien dibujado y resuelto
con un modelado firme a la par que delicado, en el que juegan papel importante
las transparencias y suaves sombreados. Son finas las líneas que dibujan la
boca, la nariz y los ojos que, bajo las pobladas cejas, confieren al rostro un
cierto encanto y atractivo viril. Toda la figura rezuma gracia, salero y
simpatía en la arrogante actitud del caballero, en su prestancia y noble porte.
Es un hermoso retrato en el cual Goya no ha escatimado esfuerzo alguno, para
representar tanto la prestancia y juventud del conde, que tiene 24 años, como
el soberbio paisaje ante el cual lo sitúa. Este retrato forma pareja con el
siguiente, que es el retrato de su esposa.
La condesa de Fernán Núñez, 1803. Colección
Duques de Fernán Núñez (Madrid)
Pareja
del cuadro anterior y no menos espectacular por su brillantez, color y
magnífica ejecución. La dama aquí representada es María Vicenta de Salís
Vignancourt Lasso de la Vega, duquesa de Montellano y del Arco, hija del V
duque de Montellano, teniente general del ejército y casado con la marquesa de
Anta. Nació el año 1780, y siendo muy joven se desposó con el conde de Fernán
Núñez el año 1798. De ese matrimonio nacieron dos hijas, Casilda, que murió
siendo niña, y Francisca, que se casaría con el conde de Cervellón.
Poco
feliz fue la duquesa en su matrimonio, ya que su amor fue poco correspondido
por su marido, el cual la abandonó por la que fue el gran amor de su vida,
Fernanda Fitz-James Stuart. Muy joven enviudó la desdichada duquesa en 1822, y
casóse en segundas nupcias con Filiberto José Mahy, con quien no tuvo hijos,
siendo su hija Francisca Fernán Núñez la única heredera de todos sus bienes.
Como su marido el conde, ella también ha sido retratada al
aire libre, en un paisaje de suave vegetación y cielo velazqueño. Se recorta su
figura teniendo como fondo un robusto árbol cuyo tronco inclinado dibuja una
diagonal y da profundidad a la pintura. Está la condesa directamente sentada
sobre un saliente rocoso del suelo, lo cual hace que su postura no sea muy
afortunada y resulte un tanto forzada su actitud, tanto por la colocación de
las piernas, como por la disposición casi en ángulo recto de sus pies.
Seguramente el pintor quiso imprimir a la figura de la Fernán Núñez una
aparente espontaneidad a juzgar por la expresión y la sonrisa de su rostro, un
poco irónica. A pesar de su postura, luce la dama un hermoso vestido negro
ribeteado de cintas doradas y tornasoladas en rojo. El cuerpo es amarillo ocre
con adornos de puntillas de tono más claro y transparente, al igual que las
mangas largas que cubren sus brazos. Sobre el pecho, sostenido por gruesa
cadena dorada, pende un gran medallón rectangular que nos muestra un retrato
masculino de perfil. La cabeza, erguida y altanera, porta un efectista y
espectacular tocado rojo y negro con adornos dorados que sostiene una flotante
y leve mantilla negra que cubre sus hombros y envuelve su torso, cayendo hasta
el mismo saliente sobre el que está sentada la condesa. Delicadas y finas son
las líneas que definen su hermoso y juvenil rostro, bien dibujados están los
labios, la nariz y los ojos, sus orejas portan sencillos y áureos pendientes.
El cabello castaño y lustroso enmarca con sus rizos este bello rostro, modelado
con delicados empastes y suaves veladuras rosadas que consiguen nacaradas
carnaciones y dan a la piel cálidas y sensuales transparencias. Su mano derecha
sostiene con decidida fuerza el abanico y se apoya en su regazo, mientras que
la izquierda se esconde tras su cadera en un gesto con cierto empaque
desafiante, muy en consonancia con el tono un tanto popular y romántico de sus
ropajes.
La gama cromática que Goya utiliza en este retrato y en el
anterior del conde su esposo, es brillante y abundan en ella las transparencias
y los contrastes; con ella inicia el pintor una nueva manera de manejar el
color con brío y soltura, soltura que a partir de ese momento se hace cada vez
más clara, demostrando una audacia y una valentía pictórica admirable. Los
acres negruzcos, malvas y amarillos, se expanden por el lienzo en agitada
movilidad y maestría, consiguiendo efectos más profundos y vibrantes, cada vez
mayores. Estamos con este par de magníficos retratos ante la obra de un pintor
que se adelanta a su tiempo y nos hace ver claramente unas soluciones plásticas
casi impresionistas.
Joaquina
Candado, 1802. Real Academia de Bellas
Artes San Carlos
Actualmente
se identifica a esta mujer con Joaquina Candado Ricarte, dama zaragozana, hija
del militar Joaquín Candado y Josefa Ricarte, de probable ascendencia
levantina. Sin embargo, algunos estudiosos de la obra de Goya la han venido
identificando con otras mujeres como es el caso de Beruete que la identifica
con las Majas;
el Conde de la Viñaza afirma que podía ser el ama de llaves de Goya a quien
retrató durante su corta estancia en Valencia; por su parte Valverde Madrid
afirma que Candado es el nombre de la persona que donó el lienzo a la Real
Academia de San Carlos y según él, se trata de Doña Leocadia Zorrilla;
Glendinning la identifica con Catalina Viola o con la esposa del escultor José
Folch, ambas retratadas por Goya y cuyos cuadros se encuentran hoy en paradero
desconocido.
Aparece
retratada de cuerpo entero, viste falda negra y corpiño del mismo color. Por
encima del corpiño apreciamos una camisa muy fina. Lleva mantilla y unos
guantes largos de gamuza amarillos. Su indumentaria, de corte imperio, denota
la posición social de esta mujer, noble dama aragonesa. En la mano izquierda
empuña un pequeño abanico y calza zapatos de punta en seda. Está sentada sobre
un tronco en medio de un paisaje natural, y a sus pies se sitúa un perro blanco
de lana, lo que aporta al lienzo un aire aristocrático.
En
cuanto a la composición se ha querido comparar este cuadro con el retrato de la
Marquesa de Lazán de la colección de la Duquesa de Alba,
donde Goya le daba mucha importancia a la cabeza y rostro de la retratada, que,
en este caso, nos mira fijamente.
Amalia Bonells de Costa, 1803. Detroit
Institute of Arts
Este lienzo perteneció a la colección de don José Costa y
doña Amalia Bonells de Costa. Por descendencia pasó al hijo de ambos, José de
Costa y Bonells y a doña Antonia Bayo de Costa. También por descendencia quedó
en manos de doña Matilde Quesada y Bayo, última condesa de Gondomar. Después
pasó por algunas colecciones: Fine Arts Company de Lucerna; colección Count
Bedel Jesleberg, Oslo; colección Tietjen de Nueva York. Finalmente fue comprado
en 1941 por el museo en el que hoy se encuentra esta obra.
Según
Xavier de Salas esta dama es Amalia Bonells de Costa, hija del médico de la
duquesa de Alba, Jaime Bonells y madre del niño Pepito Costa y Bonells,
también retratado por Goya.
Las
radiografías realizadas a este cuadro demuestran que bajo la figura de la dama
se esconde otro retrato de mujer con mantilla adornada con una flor. Se ha
propuesto que se trata de la misma dama, unos años antes, y que habría
encargado a Goya rehacerle su retrato con mantilla negra como señal de luto a
la muerte de su padre en 1813.
Se
encuentra sentada en una silla sobre fondo neutro. Va ataviada con un vestido
negro y mantilla de encaje que le cae sobre los hombros cubriéndole el escote.
Cubre sus brazos y manos con unos guantes amarillos casi a tono con el color
del fondo y sostiene con los dedos un abanico cerrado.
El
rostro blanquecino mira serio hacia el espectador.
Notamos
grandes diferencias entre las acabadas pinceladas del rostro que le confieren
un aspecto de porcelana y las rápidas dadas a la mantilla o a los guantes.
Hombre con casaca de color castaño, 1803. Detroit Institute of Arts
Se
desconoce la identidad del retratado, quien se encuentra sentado y erguido en
un sillón de época vestido con chaqueta de color marrón oscuro con camisa
blanca con detalles dorados en las mangas y en los bordes. Llama la atención
que las dos manos las esconde por debajo de la casaca ya que según algunos
estudiosos de la obra de Goya pintar las manos suponía un incremento
considerable en el precio del retrato.
El
personaje, retratado como es costumbre en Goya sobre fondo negro, aparece con
el semblante serio, llamando la atención su mirada, profunda y misteriosa.
La
camisa que sobresale por debajo de la chaqueta está realizada con pinceladas
rápidas y cortas, técnica habitualmente utilizada por Goya en sus lienzos.
Conde
de Teba, 1804. Frick Collection (Nueva York)
Eugenio
Guzmán de Palafox y Portocarrero era hijo de los condes de Montijo y hermano de
la marquesa de Lazán y de la marquesa de Villafranca,
también retratadas por Goya. Destacó en la guerra de la Independencia como un
gran patriota luchando contra Napoleón. Fue un hombre culto, nombrado académico
de honor y de mérito de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
El
retratado aparece de medio cuerpo sobre un fondo muy oscuro que sirve para
resaltar sobre todo el rostro blanquecino del personaje pues la chaqueta se
podría confundir con el fondo si no fuera por los detalles dorados que la
decoran. Como ocurre con otros retratos, Goya se afana por destacar las
cualidades del retratado, como es en este caso, donde Gudiol señala que aparece
reflejado con extrema precisión de matices, tanto en la calidad de la carnación
como en los reflejos lumínicos, poseyendo una especie de particular
transparencia.
Marquesa
de Lazán, 1804. Palacio de Liria (Madrid)
Doña
María Gabriela Palafox y Portocarrero (1779 - 1828) fue hija de don Felipe
Palafox y Croy y de doña María Francisca de Sales y Portocarrero, condesa de
Montijo. Era hermana de la marquesa de Villafranca
y del conde de Teba, a quienes también retrató Goya.
La
dama, que tenía unos veinticinco años cuando Goya la retrató, se encuentra de
pie apoyando su brazo derecho en el sillón que tiene delante en el que se
distingue una piel de armiño. El brazo izquierdo lo extiende sobre su cuerpo.
Da la sensación de que la figura surge del fondo oscuro de la estancia
destacando su elegante vestido de seda blanca, bordado en oro, de manga corta,
de corte imperio que acentúa su busto. Por debajo del vestido asoma un pie calzado
con chapín blanco a juego con el traje. El cabello negro y rizado cae sobre sus
hombros y lo decora con dos sencillas diademas.
De
la izquierda un potente foco de luz ilumina el rostro, el escote, los brazos y
parte del vestido.
El
rostro de la dama nos transmite un cierto aire distante pero a la vez parece
que la retratada posa con naturalidad delante del maestro.
Retrato de Juan de Villanueva, 1805. Real Academia
de San Fernando
Villanueva (1739-1811), formado en la Academia junto a su
hermano mayor, Diego, es luego pensionado en Roma (1758-1765). A su regreso
será académico de mérito (1767), teniente director de Arquitectura (1774),
director honorario (1785) y director general (1792-1795). En la Academia, que
conserva planos y dibujos suyos, Villanueva es fundamental para superar la
crisis de 1792. Como arquitecto de Carlos III construye el mejor edificio de su
época, hoy Museo del Prado, el Jardín Botánico y el Observatorio, además de
obras importantes en los Sitios Reales. Este magnífico retrato plasma una
profunda estima mutua entre Goya y Villanueva, tras 25 años de amistad y
trabajos académicos. La mirada vivaz y el rostro expresivo, con las arrugas
dibujadas sin un titubeo, parecen hablarnos. El empaque del retrato en uniforme
se compagina con el gesto naturalísimo de la mano sosteniendo un plano ante la
mesa de trabajo.
Este lienzo, pintado por Goya sobre tabla de madera de álamo,
se incluyó en 1885 en Cuadros selectos de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, una colección de estampas que pretendía divulgar el
conocimiento de las obras más singulares de la institución y, a la vez,
fomentar el arte del grabado. Fue grabada por Pascual Alegre según dibujo de
Francisco Aznar. La imagen está acompañada de un texto firmado por José Caveda.
El
retratado se encuentra sentado sobre fondo neutro delante de una mesa en la que
se apoyan planos de sus diferentes proyectos cogiendo uno de ellos con las
manos y dando la sensación de que se dirige directamente al espectador para
darle una explicación del mismo. Viste el uniforme de académico de la Real
Academia de San Fernando que consta de casaca azul oscura y chaleco rojo. Un
foco de luz lateral ilumina el rostro del personaje haciendo resaltar sus
arrugas y en el que apreciamos una mirada viva, despierta y una media sonrisa
en la boca.
Gudiol
advierte que en este lienzo Goya deja las calidades a medio hacer, permitiendo
que las pinceladas se reconozcan como tales y sin dar unas superficies fundidas
y de calidad táctil plenamente identificada.
Ignacio Garcini y Queralt, 1804. Metropolitan
Museum of Art (Nueva York)
Don
Ignacio Garcini y Queralt era brigadier del Cuerpo de Ingenieros cuando Goya le
hizo este retrato. Su mujer Josefa Castilla-Portugal
también posó para el maestro, formando ambos cuadros pareja.
El
personaje aparece retratado de tres cuartos sobre fondo oscuro para obtener una
mayor volumetría. Va vestido con uniforme militar en el que se distingue la
cruz de la Orden de Santiago en la que ingresó en 1806 por lo que parece ser
que fue un añadido posterior. Con la mano izquierda sujeta un sable del que
solo vemos la empuñadura mientras que la derecha la esconde tras la chaqueta.
Un foco de luz ilumina el rostro de don Ignacio dotado de una gran
personalidad.
Los
detalles del uniforme están tratados con una gran minuciosidad como son los
puños de la chaqueta, los botones, las condecoraciones y el cuello.
El
cabello está realizado a base de leves toques de pincel lo que confirma la
habilidad de Goya como pintor de retratos.
Marquesa de Santiago, 1804. Getty
Center
Doña
María de la Soledad Fernández de los Ríos ostentaba el título de IV Marquesa de
Santiago. Se casó con el marqués de San Adrián al que también
retrató Goya cinco años antes.
Aparece
la dama retratada al aire libre en medio de un paisaje natural en el que se
distinguen al fondo unas montañas y viviendas. Viste traje negro, de manga
larga, cubre su cabeza con una mantilla blanca dejando al descubierto parte de
su peinado adornado con unas flores, lleva medias de seda y chapines dorados.
La mano derecha la apoya en la cintura mientras que con la izquierda sujeta un
abanico. El foco de luz procedente de la izquierda impacta en el pecho de la
dama e ilumina su rostro, resbalando por la larga mantilla. Su rostro, poco
agraciado, parece un tanto ausente y cansado.
Como
señala Gudiol, este retrato pertenece a un grupo de género en el que nos parece
ver cierta deformación, no sobre la figura, sino sobre la técnica, dando un
valor muy marcado a determinados efectos y pormenores para dejar otros como
secundarios.
Josefa de Castilla Portugal, 1804. Metropolitan
Museum of Art (Nueva York)
Doña
Josefa Castilla-Portugal y van Asbroeck de Garcini (1775 - 1850) era la esposa
de Don Ignacio Garcini y Queralt retratado también por Goya el
mismo año en un cuadro con el que forma pareja.
La
retratada tenía veintinueve años y estaba embarazada cuando Goya la pintó.
Se
encuentra sobre fondo negro para destacar mucho más la figura de la modelo que
está sentada sobre un diván de color rojo. Luce vestido blanco de corte imperio
con pronunciado escote que resalta su pecho y apoya las manos sobre el vientre
a la vez que sujeta un abanico cerrado. Esta posición puede recordar al retrato
de la condesa de Chinchón conservado hoy en el Museo Nacional del
Prado. La melena suelta, dorada y larga hasta la cintura, es lo que más llama
la atención de este retrato. El rostro, sonrosado, parece cansado y ella da la
sensación de estar un poco ausente. La pose de los brazos no está muy bien
lograda, Goya no parece que se hubiese tomado excesivo interés en su
realización.
En
general el conjunto no se caracteriza por el detallismo ni la precisión como
ocurre en otros retratos a pesar de conseguir un resultado magnífico en las
calidades de la tela del vestido.
Marqués de San Adrián, 1804. Museo de Navarra
José
María de Magallón y Armendáriz, marqués de San Adrián y de Castelfuerte
(Tudela, 1763 - Madrid, 1845) era descendiente de una aristocrática familia
navarra.
Se
casó con María de la Soledad Fernández de los Ríos, IV marquesa de Santiago,
también retratada por Goya. José María fue nombrado miembro de la Real Academia
de San Fernando.
El brazo derecho en jarra y en la mano sujetando una fusta.
El codo izquierdo apoyado en la piedra, con un libro en cuyo interior un dedo
señala una lectura quizá interrumpida para posar ante el maestro. Hípica y
literatura como símbolos del noble ilustrado al que quedaban pocos años para
comprobar que todo un mundo se desmoronaba. José María de Magallón y Armendáriz
(1763-1845), marqués de San Adrián y de Castelfuerte, pudo contemplar durante
varias horas como Goya domaba sus pinceles para retratarle en 1804. No sabemos
si pidió que le pintaran con aspecto joven o con la madurez de quien ya había
traducido obras del francés y llevaba diez años como académico de la Real de
San Fernando. Acababa de pasar los cuarenta años y ya poseía la llave de
gentilhombre de cámara con ejercicio, un derecho más para acceder a palacio. Su
mirada es de conciencia de nobleza, de cierta nostalgia e indudable
despreocupación. ¿Recibió Goya en aquellos años previos a la Guerra de la
Independencia la petición de pintar rostros siempre serenos? Como muchos de sus
primos, tíos y sobrinos, San Adrián fichó al pintor de cámara para uno de esos
retratos donde fondo y personaje componen una imagen de excelencia artística en
la que no falta una sublime capacidad de definir psicológicamente a su mecenas.
Como en sus retratos del duque de San Carlos o de los Osuna, Goya no se privó
de rasgos que definieran al personaje. ¿Escogió el navarro la pose
praxitélica?, ¿se la propuso el aragonés? ¿Quién decidió el oscuro sombrero que
equilibra la composición en su parte derecha?
Del
delicado rostro pocos podrían deducir la peripecia vital del aristócrata. Hijo
de un ilustrado que había reflexionado sobre el liberalismo económico y el
comercio lanar del norte de España con Francia, a la llegada de José I se
integró en la corte. El Rey Intruso le nombró maestro de ceremonias. Poco
trabajo hubo en aquellos salones del Palacio Real de Madrid abandonados con
prisa en dos ocasiones por el monarca. Al regreso de Fernando VII, dos tazones
de exilio (por cierto, en Burdeos). Una breve visita a la capital en 1822, para
casar a la hija (por supuesto, con el conde de Sástago). Y en 1827, la
recuperación de su cargo de gentilhombre palatino, que ocupó hasta su muerte en
1845. En sus últimos días ya no vivían ni Goya ni Fernando VII. Y aquél retrato
permaneció en la familia hasta que, en 1950, la Diputación Foral adquirió el
cuadro a sus descendientes y hoy luce en el Museo de Navarra, en Pamplona.
Manuela Mena se lo ha traído al Prado para su exposición “Goya en tiempos de
Guerra” y luce como pocos para demostrar aquella calma chicha, también en el
Arte, que precedió a la tragedia de 1808.
Bartolomé
Sureda y Miserol, 1804. National Gallery of Art (Washington DC)
Al igual que su pareja, el retrato de su esposa Teresa de Sureda, procede posiblemente de la colección
Pedro Escat de Palma de Mallorca de donde pasó a la familia Sureda de Madrid
hasta 1907. En 1941 fue donado al museo por los señores P.H.B. Frelinghuysen,
últimos propietarios.
Bartolomé
Sureda y Miserol (Palma de Mallorca, 1767 - 1850) viajó a Londres, cuna de los
avances industriales, para iniciarse en diversas técnicas como el grabado,
fundición, construcción de máquinas, loza...
En
1804, ya en España, Carlos IV lo nombró director general de la Real Fábrica de
Porcelanas del Buen Retiro donde pudo aplicar las técnicas aprendidas en
Inglaterra. Después de obtener diferentes puestos en empresas regias se jubiló
trasladándose a Mallorca, donde falleció.
El
retratado se encuentra en primer plano de pie, medio inclinado y apoyando el
brazo derecho en una mesa y colocando la mano izquierda sobre la cadera. Nos
enseña el sombrero de copa en el que destaca el forro de brillante tonalidad
rojiza.
Un
foco de luz que entra por el ángulo superior izquierdo del lienzo ilumina el
rostro, la camisa y medio cuerpo del retratado dejando el resto en penumbra.
Destaca la camisa blanca que aporta luminosidad y alegría al conjunto.
El
fondo neutro hace destacar la voluminosidad de la figura.
El
traje de Sureda está hecho a base de manchas verdes y grisáceas, toques rojizos
y blancos.
Su
rostro parece ausente inmerso en sus preocupaciones.
Thérèse
Louise de Sureda, 1804. National Gallery of Art (Washington DC)
Thérèse
Louise Chapronde Saint Armand era el nombre de soltera de la esposa francesa
del técnico mallorquín Bartolomé
Sureda también retratado por Goya.
Esta
dama de la sociedad burguesa ilustrada, amiga del maestro, se encuentra sentada
en un sillón estilo imperio en una postura un tanto forzada, de perfil y
mirando directamente al espectador. Viste un traje también de corte imperio,
propio de las damas de la alta burguesía de aquella época, de color azul, que
contrasta con el vivo amarillo del sillón. De la indumentaria resalta el cuello
blanco. El rostro juvenil está tratado con una gran delicadeza donde destacan
los grandes ojos y la pequeña boca así como los rizos que le caen por la frente
realizados de manera muy simétrica. Como peinado lleva un moño alto en el que
sobresale una horquilla que decora su espeso cabello oscuro. La figura de la
retratada parece salir del fondo neutro de la estancia en la que predomina la
sobriedad.
Gudiol
apunta que, desde el punto de vista técnico, Goya se anticipó aquí a los gustos
impresionistas y japonizantes, dando relieve al color del mismo modo que se
advierte en las obras de Manet y en la producción pictórica de algunos autores
franceses del último tercio del siglo XIX.
El marqués de Castrofuerte
(Castellfort),
1804–1806. Musée des beaux-arts de Montréal
El
retratado, sobre fondo oscuro, se encuentra sentado, elegantemente vestido con
una levita abierta que deja al descubierto la camisa blanca hasta el cuello que
aporta luminosidad al lienzo. Introduce la mano izquierda en un bolsillo de la
camisa mientras que la derecha la esconde por detrás. Según Gudiol, las
brillantes pinceladas definen la forma, su calidad sedosa y los reflejos
lumínicos que ésta proyecta.
El
fondo se confunde con los contornos de la figura envolviéndola en un halo de
misterio. La parte de delante es la más iluminada mientras que las sombras van
invadiendo al retratado. El rostro destaca por su gran expresividad, por su
mirada penetrante y aspecto alegre.
Forma
pareja con el retrato de su esposa, la marquesa de Castrofuerte.
La
marquesa de Castrofuerte
(Castellfort), 1804–1806. Musée des beaux-arts de Montréal
Sobre
fondo neutro aparece la figura de esta mujer de tres cuartos vestida con un
elegante abrigo decorado a base de originales lunares y una piel de color
oscuro que cubre el cuello. Solo vemos un brazo realizado con un pronunciado
escorzo. Con la mano sujeta un abanico cerrado. De rostro pálido y mirada
melancólica lleva un peinado recogido en un moño alto decorado con un tocado.
Forma
pareja con el retrato de su marido, el marqués de Castrofuerte.
Según
Camón este retrato produce una sensación de gran modernidad, casi más cercano
al Impresionismo que al Romanticismo.
Desparmet
Fitz-Gerald considera a la retratada como una dama desconocida.
Retrato de Isabel
Porcel, 1804-1805.
National Gallery (Londres)
Doña Isabel Lobo de Porcel era esposa de Antonio Porcel, oficial
de la Secretaría de Estado, por lo tanto una dama de la alta burguesía. Aparece
sobre fondo verdoso, de medio cuerpo y girando la cabeza hacia la derecha,
apoyando una mano sobre el muslo y escondiendo la otra bajo el vestido. En este
caso el pintor retrata a la dama como la típica mujer goyesca o maja, ataviada
con mantilla de encaje que le cae sobre los hombros y recogida en la cabeza en
un bonito tocado. La actitud de doña Isabel es desenfadada y su rostro se
caracteriza por unos grandes ojos, labios carnosos y tez sonrosada. El foco de
luz acentúa los colores sobre todo el de la mantilla en la que Goya, esta vez,
no ha detallado con gran precisión la delicadeza del encaje donde apreciamos
unas rápidas pinceladas.
La radiografía del retrato deja constancia de que bajo esta dama
está pintada la figura de un hombre. La superposición de ambos rostros es casi
exacta por lo que una de las cejas negras del hombre interfiere en el rostro de
la sucesora, a la que deja una sombra oscura a la altura de la barbilla.
Antonio de Porcel, 1806. Destruido en
1953
Antonio Porcel era el marido de Isabel Lobo de Porcel
también retratada por Goya.
El personaje se encuentra sentado con una pierna sobre la otra y
girado levemente hacia la derecha. Con la mano derecha acaricia el cuello de su
perro que levanta la cabeza hacia su amo. Con la mano izquierda sostiene la
escopeta. Lleva casaca abierta por donde sobresale la camisa. La figura
corpulenta del modelo destaca sobre el fondo oscuro. Se trata de la típica iconografía
del retrato de un cazador.
Pertenecía al Jockey Club de Buenos Aires, donde se destruyó
en el incendio que sufrió su sede en 1953.
José
de Vargas Ponce, 1805. Real Academia de la Historia (Madrid)
Rótulo
en la parte inferior: «EL SoR Dn JOSEF DE
BARGAS Y PONCE TENIENTE DE / NAVIO DE LA RL ARMADA DIRECTOR DE LA RL ACADEMIA /
DE LA HISTORIA ELECTO EN XXX DE NOVIEMBRE DE MDCCCIV».
Óleo
sobre lienzo ejecutado por Francisco de Goya y Lucientes y que representa a Don
José de Vargas Ponce (1760-1821), marino de profesión, fue Capitán de Fragata
de la Real Armada, e ingresó en la Academia de la Historia en 1786. En
1804 fue elegido Director por tres años. Fue luego Censor (1808-1811) y
nuevamente Director (1814-1816). Al ausentarse el Director, Marqués de Santa
Cruz, en Febrero de 1820, Vargas Ponce presidió la Academia como Decano, hasta
su muerte un año después. Su iniciativa y su tesón fueron definitivos en
la reorganización interna de la Academia y en la redacción de los nuevos
estatutos, aprobados por Carlos IV en 1792. Fue hombre de amplia
curiosidad intelectual, escritor brillante, que perteneció también a las Reales
Academias de Bellas Artes y a la Real Academia Española.
El
retrato fue encargado directamente por la Academia para la serie de sus
directores. El propio Vargas pidió que fuese Goya quien lo retratase y en carta
a Ceán Bermúdez –que conserva la Academía-, ruega que interceda ante el pintor
para que el retrato no sea
como una carantoña de munición, sino para que lo haga como él lo hace cuando
quiere.
Se
le pagaron a Goya dos mil reales de vellón, según recibo que también se
conserva, fechado en Enero de 1806. El retrato, sin embargo, estaba concluido
ya en la primavera de 1805 cuando Vargas se ausentó de Madrid, para
incorporarse a una comisión oficial y escribe desde Pamplona indicando que el
cuadro se hallaba en casa de Goya, ya terminado. Consta que se hicieron en
varias ocasiones copias del mismo, en 1853 y 1855, para diversos
establecimientos de la Marina.
El
personaje, retratado sobre fondo neutro, se encuentra sentado, vestido con
uniforme de gala de la Armada, ocultando la mano derecha dentro del chaleco y
la izquierda tras la espalda. Se trata de un retrato sencillo en el que, a
pesar del importante cargo que ostentaba el retratado, Goya lo pinta, según
Manuela Mena, con un tono informal y cercano, aunque refleja seguridad en sí
mismo.
La
chaqueta, con los ribetes y los botones dorados, hace resaltar la luminosidad
del retrato y la elegancia del personaje.
Antonio
Raimundo Ibáñez, 1805–1808. Museo
de Arte de Baltimore
Antonio
Raimundo Ibáñez Gastón de Isaba y Llano Valdés, marqués de Sargadelos (Santa
Eulalia de Oscos, 1749 - Lugo, 1809), fue un noble e industrial español,
conocido por crear la fábrica de cerámica de Sargadelos y otra de hierro.
Además introdujo desde Europa innovaciones tecnológicas para sus fábricas.
El
título nobiliario de marqués le fue concedido a su muerte y todavía hoy lo
conservan sus descendientes.
Sobre
fondo neutro se encuentra la figura de este personaje sentado, de medio perfil
apoyando el brazo derecho en una mesa en la que vemos unos papeles y
escondiendo la mano izquierda. Va vestido con casaca oscura, chaleco y camisa
de cuello alto que le llega hasta la barbilla. Una condecoración le pende de la
casaca. Mira de manera desafiante al espectador.
Alegoría de la
Industria, 1804-1806. Museo del
Prado
Alegoría de la Industria es un tondo pintado por Francisco de
Goya hacia 1805 que constituyó uno de los cuatro cuadros de una serie de
alegorías relativas al progreso científico y económico. Se idearon para decorar
una sala de espera del llamado Palacio de Godoy en Madrid, entonces residencia
de Manuel Godoy, el máximo mandatario de España bajo el reinado de Carlos IV.
El cuadro, al igual que los otros dos de su serie conservados, se halla desde
1932 en el Museo del Prado, procedente del Ministerio de Marina.
La
imagen muestra cómo dos mujeres jóvenes hilan en sus respectivas ruecas en una
estancia en semipenumbra iluminada por la luz de un amplio ventanal que se abre
a la izquierda desde el punto de vista del espectador. Al fondo, en la
oscuridad, se aprecian confusamente algunas cabezas de ancianas, que se han
relacionado con las Parcas. La indefinición de estas mujeres no permite saber
si son trabajadoras de la estancia fabril o bien representaciones figuradas en
un tapiz o lienzo.
La
serie de cuatro tondos fue producto de un encargo de Godoy (1767-1851) hecho
con objeto de decorar una sala cuadrada del Palacio del Marqués de Grimaldi,
que ocupó durante unos años y que ahora es más conocido como Palacio de Godoy.
A esta sala se accedía por una escalinata monumental. Los otros cuadros que
completan el conjunto decorativo son las alegorías de la Agricultura, el
Comercio y la Ciencia, este último desaparecido.
Los
temas suponen el deseo de Godoy de aparecer como un gobernante reformista e
ilustrado, máximo garante del progreso económico y científico de España, en
relación con las actividades de las Sociedades Económicas de Amigos del País
que proliferaron en esa época.
Sin
embargo este cuadro es un indicador del anquilosado concepto que la España de
la época podía tener del desarrollo de la industria, pues la imagen está muy
alejada de representar la Revolución industrial que se está produciendo en las
regiones más desarrolladas de Europa en esta época, y frente a las cuales,
España adolece de un similar progreso económico y científico. La imagen goyesca
parte de un modelo del Antiguo Régimen, el del cuadro de Las Hilanderas,
de Velázquez, y lejos de aumentar el número de hiladoras para reflejar la
producción masiva propia de una industria fabril, la manufactura se hace sin
máquinas evolucionadas (dos ruecas que remiten a la producción artesanal) y con
pocos trabajadores. El dibujo aparece distorsionado debido a que las obras
estaban dispuestas en alto. La técnica de ejecución es de pincelada rápida y
firme.
Además
sus ropajes no son propios de la clase obrera. Los grandes escotes, las blusas
blancas y sus actitudes melancólicas y distraídas, parecen más propios de las
damas de buena posición de la época que de verdaderas empleadas de un taller.
La robustez de sus fisonomías no es tampoco la mejor manera de imaginar las
condiciones habituales de alimentación y extracción social de los proletarios
de la fabricación industrial. Se trata de una representación tradicional y
bastante acartonada en la iconografía usual de los oficios gremiales más que de
la inminente necesidad de progreso tecnológico que tenía la economía del país y
da cuenta de las carencias conceptuales existentes con respecto a lo que debía
ser una avanzada industria moderna.
Alegoría
del Comercio, 1804–1806. Museo del Prado
El tondo de esta alegoría, considerada como del Comercio, formó parte de la decoración de la gran
escalera monumental del palacio de Manuel
Godoy
(1767-1851), Príncipe de la Paz y Primer Ministro de Carlos IV (1748-1819).
Encargada a Goya en los primeros años del siglo XIX, cuando Godoy acometió la
restauración del edificio, entre 1801 y 1805, no se conservan los documentos
que hayan permitido conocer el año exacto de su creación. Junto a las otras
tres grandes composiciones del mismo formato circular, la de la Ciencia,
perdida, y las otras dos, de la Agricultura y la Industria, conservadas también en el Museo del Prado, expresaba los ideales de la Ilustración, así como las ideas de progreso de las Sociedades Económicas de Amigos del País, que Godoy favoreció. Goya representó al Comercio bajo la figura de
mercaderes orientales, repasando sus cuentas en el interior de su tienda, con
sacos y fardos que aluden a su profesión. Al fondo, dos mujeres, una vieja y
otra joven leen un libro. En primer plano, la representación de la cigüeña, que
se ha considerado aquí como el ibis simbólico del comercio, representa la
confianza y lealtad en las relaciones comerciales.
Alegoría de la Agricultura, 1804-1806. Museo del
Prado
El
tondo de esta alegoría de la Agricultura formó parte de la decoración de la
gran escalera monumental del palacio de D. Manuel Godoy (1767-1851), Príncipe
de la Paz y Primer Ministro de Carlos IV (1748-1819). Encargada a Goya en los
primeros años del siglo XIX, cuando Godoy acometió la restauración del
edificio, entre 1801 y 1805, no se conservan documentos que hayan
permitido conocer el año exacto de su creación.
Junto a las otras tres grandes
composiciones del mismo formato circular, la de la Ciencia, perdida, y las
otras dos, del Comercio (P02546) y de la Industria (P02548), conservadas
también en el Museo del Prado, expresaba los ideales de la Ilustración, así
como el progreso que favorecían las Sociedades Económicas de Amigos del País,
que Godoy apoyó. Goya utilizó aquí la iconografía tradicional de la
Agricultura, representada por la diosa clásica Ceres coronada de espigas, como
símbolo de fecundidad. Un repinte posterior cubrió, por decoro, el desnudo y
abundante pecho que Goya le había dado a la diosa, que sentada en un paisaje
tiene a sus pies dos azadones y posiblemente una guadaña, como útiles
específicos de los campesinos. Sostiene en la mano izquierda un racimo de uvas
y unas espigas, y en la derecha una granada, mientras un campesino
arrodillado le ofrece una cesta de flores y frutas, bajo los signos zodiacales
de Leo, Libra y Escorpio, que aparecen en el cielo, correspondientes a los
meses más ricos de las cosechas, el verano y el otoño.
Clara
de Soria, 1804–1806. Colección Privada (París)
A
diferencia de otros retratos infantiles de Goya, tanto éste como su pareja, Niño de la familia Soria, se
caracterizan porque el maestro los representó como si fueran adultos, posando
como personas mayores, sin ningún elemento ambiental o juguetes que les
distraigan.
En
este retrato la niña Clara posa atenta ante el pintor. Mira al espectador
esbozando una leve sonrisa. Vestida de adulta con un vestido largo sobre fondo
neutro sujeta con la mano derecha un libro.
Alberto Foraster, 1804. Hispanic Society of
America (Nueva York)
Alberto
Foraster y Montaner (1737 - ca.1820) fue nombrado en 1800 oficial-comandante de
la Real Escuela de Veterinaria.
El
retratado se encuentra de pie sobre fondo neutro, vistiendo uniforme de militar
en el que llama la atención la gran solapa de color rojo con ribete dorado. Por
debajo de la casaca sobresale la camisa blanca que aporta luminosidad a la
composición. En la mano izquierda sostiene un sable y en la derecha sujeta un
sombrero que lo apoya en lo que parece una mesa, la cual no se distingue bien
debido al mal estado de conservación del lienzo.
En
la cabeza, algo desproporcionada con respecto al cuerpo, el pelo está pintado
de forma irregular y el rostro, que mira directamente al espectador, nos
transmite sensación de cansancio y en el que Goya pintó de manera muy detallada
las arrugas de la frente.
Según
Gudiol, una radiografía del lienzo reveló que está pintado sobre un retrato de
Godoy, como secretario de Estado, ejecutado entre 1792 y 1794 por el pintor
portugués José Caetano de Pinho e Silva. Todavía se observa en el ángulo
superior derecho una parte del cortinaje del anterior retrato.
Se
conoce un estudio de la cabeza para este retrato (colección particular) de
dudosa atribución a Goya.
Retrato
de Félix de Azara, 1805. Museo Goya - Colección Ibercaja
- Museo Camón Aznar (Zaragoza)
Don
Félix de Azara (Barbuñales, Huesca, 1746 - 1821) fue naturalista, geógrafo,
marino e ingresó muy joven en el cuerpo de ingenieros militares. Participó en
la batalla de Argel donde resultó herido y viajó hasta Río de la Plata donde
hizo una exhaustiva catalogación de la flora y fauna del lugar publicando los
resultados en sendos volúmenes. Era hermano del diplomático José Nicolás de
Azara.
Delante
de un fondo en el que se distinguen animales disecados referidos a su actividad
como naturalista, un cortinaje y una mesa en la que se apoya el bicornio y tres
libros que el mismo escribió, se encuentra la figura de don Félix de pie,
vestido como militar, con casaca oscura en la que destaca el cuello, las mangas
y el forro interior de color rojo. En los pantalones amarillos apoya el sable
decorado con detalles dorados. En la mano derecha sujeta un papel con el nombre
del personaje, la firma y la fecha de realización de la obra, mientras que la
izquierda la apoya en un bastón de mando de acuerdo a su cargo de comandante en
jefe.
El
rostro, de una gran expresividad, nos muestra un personaje seguro de si mismo y
orgulloso de su profesión.
Resulta
interesante observar las diferencias entre las pinceladas un tanto abocetadas
de los animales y las minuciosas y detallistas del traje, el rostro y la
cabeza.
Leonora Antonia Valdés de Barruso, 1805. Colección
Privada
Hasta
hace muy poco apenas se conocían noticias biográficas de Leonora Valdés de
Barruso, nacida en San Andrés de Linares (Asturias) en 1760. Se casó hacia 1789
con Salvador Anselmo Barruso de Ybarreta, posible comerciante de telas y con
quien tuvo a María Vicenta, la pareja de este retrato que ahora
contemplamos. Tenía cuarenta y cinco años cuando Goya la retrató. Aparece
sentada de una manera rígida y mirando de perfil fijamente al espectador. Va
vestida con un traje en tonos rosados de corte imperio con amplio escote que
realza todavía más su busto prominente. Las manos sujetan un abanico cerrado
como símbolo de que la dama estaba comprometida. Decora su cuello con un collar
prácticamente idéntico al que lleva su hija en el retrato pareja de éste como ocurre
también con los pendientes. El cabello, recogido en un moño, lo decora con un
tocado de flores.
Según
Manuela Mena este retrato junto con el de su hija forman una pareja
perfectamente equilibrada, aunque el mayor volumen y altura de la madre parece
imponerse sobre la joven.
María Vicenta Barruso Valdés, 1805. Colección
Privada
Según
los estudios de Manuela Mena, tanto este retrato como el de su madre, Leonora Antonia Valdés de Barruso, con el que forma pareja,
no expuestos nunca hasta el año 2008 en España, se pueden considerar como los
primeros retratos de mujeres de la burguesía.
Hasta
hace muy poco apenas se conocían noticias biográficas de María Vicenta Barruso
Valdés (1790 - 1809). Hoy sabemos que era hija de Leonora Antonia Valdés de
Barruso y de un comerciante de telas relacionado con las Reales Fábricas de
Seda, Oro y Plata de Talavera de la Reina (Toledo) y que fue pintada por Goya
cuando tenía quince años.
La
figura, que se encuentra retratada sobre fondo neutro, aparece sentada en un
amplio butacón de época tapizado con una tela floreada en tonos rojizos que
contrasta con el color amarillo del vestido de gasa de corte imperio y decorado
con margaritas que hacen juego con las que decoran su cabeza cuyo cabello se
encuentra recogido en un moño alto. Decora sus orejas con pendientes de perlas
negras y en el cuello lleva un original collar de azabache de dos vueltas al
igual que el de su madre. En el brazo derecho vemos un brazalete y un anillo en
el dedo meñique quizá haciendo alusión a su próxima boda con su primo Francisco
Javier Valdés Andayo. Sostiene con sus manos un perro blanco pintado con
rápidas pinceladas.
El
rostro joven de esta dama que mira hacia el espectador con grandes ojos tiene
semblante serio a la vez que parece que estuviera cómoda a la hora de ser
retratada por el gran maestro.
Este
retrato y el de su pareja se caracterizan por la viveza de los colores y de la
luz utilizada para dotar de luminosidad a la composición.
Francisco Javier Goya y Bayeu, 1805. Colección
Privada
Javier
Goya era hijo del pintor de Fuendetodos y su mujer Josefa Bayeu. Goya lo
retrató también en uno de los medallones que forman parte del conjunto que el
maestro realizó con motivo de la boda de su hijo y Gumersinda en los que
aparece toda la familia Goicoechea.
Sobre
fondo neutro se sitúa la esbelta figura del modelo vestido a la moda inglesa
con pantalones oscuros, levita abierta que deja ver la camisa blanca de encaje
y cuello alto que otorga luminosidad al conjunto caracterizado por una sinfonía
de grises y blancos.
Con
la mano izquierda sostiene un bastón y un sombrero negro mientras que la
derecha la introduce por debajo de la camisa. Se trata de un personaje con
cabello abundante y rostro serio. El perro blanco que se encuentra a sus pies
seguramente es el mismo que aparece en el retrato de su mujer, Gumersinda Goicoechea, con el que
forma pareja.
Seguramente
ambos retratos fueron realizados con motivo de su enlace matrimonial.
Gumersinda
Goicoechea, 1805. Colección Privada
Gumersinda
Goicoechea era la mujer de Javier Goya, hijo del maestro de Fuendetodos.
En
este caso, Gumersinda aparece de cuerpo entero, de pie sobre fondo oscuro para
destacar la figura.
Viste
un traje largo y cubre su cabeza con una mantilla de encaje transparente que le
llega casi hasta los pies. Con la mano izquierda sujeta un guante que le pende
a lo largo del cuerpo mientras que en la derecha lleva puesto el guante y
recoge el brazo a la altura del pecho en cuya mano sostiene un abanico cerrado.
A
sus pies un pequeño perro blanco se apoya sobre las dos patas delanteras en la
falda de la modelo. Calza chapines de color gris perla.
MINIATURAS SOBRE MARFIL
1805.
Goya casa a su hijo Javier con Gumersinda Goicoechea.
Realiza
una serie de miniaturas, de unos 7-8 cm, reflejando la efigie de su hijo, la de
su futura nuera, así como la de los padres de ésta y sus hermanas, bastante
jóvenes, algo que aprovecha para ponerlas de perfil.
Se
trata de miniaturas al uso del XIX. Llevan trajes de talle imperio. A veces se
ha hablado del atrevimiento de Goya al representar a las mujeres de la familia,
que son aristócratas, con el pecho descubierto, pero la verdad es que sigue la
moda de la época, no tiene otro sentido; los vestidos de talle imperio dejan
bastante pecho al descubierto. Él y su mujer no están.
Francisco Javier Goya y Bayeu, 1805. Museo de Zaragoza
Goya realizó siete retratos en miniatura sobre planchas de
cobre en formato circular con motivo de la boda, el cinco de julio de 1805, de
su hijo Francisco Javier con Gumersinda Goicoechea. Además de este retrato de
su hijo realizó los de los padres de la novia, la novia y las tres hermanas de
ésta.
Es
la primera vez, que se sepa, en la que Goya utilizó la técnica empleada,
partiendo de una fina lámina de cobre cubierta de una gruesa capa de
imprimación rojiza sobre la que daba unas precisas y finas pinceladas para la
realización del retrato aplicando las mismas técnicas que utilizaba en sus
pinturas sobre lienzo.
Javier
Goya, nacido en 1784, fue el único que sobrevivió de los siete hijos que
tuvieron el pintor y su mujer Josefa Bayeu. No se le conoce actividad
profesional alguna y, aunque parece ser que quiso dedicarse a la pintura, no
hay testimonio de ninguna obra realizada por él, lo que a la larga provocaría
el desencanto de su padre.
Todos
los medallones se caracterizan por la profunda captación psicológica del
personaje. En este caso, Javier Goya aparece retratado de busto, con la cabeza
levemente girada hacia la izquierda, vestido con levita abotonada y el cuello
levantado por donde asoma la camisa blanca que le cubre hasta la barbilla. El
cabello peinado hacia delante se confunde con el tono oscuro del fondo. De
rostro juvenil, Javier tenía diecisiete años cuando Goya le retrató, y
manifiesta un gesto melancólico y de enfado a la vez.
Según
Manuela Mena, este retrato de su hijo es el único del conjunto en que la figura
se empequeñece con relación al espacio, y en cuya mirada y gesto se advierte la
debilidad de su carácter.
Gumersinda Goicoechea, 1805. Museo de Zaragoza
Gumersinda
Goicoechea era la esposa de Javier Goya, hijo del pintor. El matrimonio, sin
ocupación profesional conocida, generó grandes preocupaciones a Goya quien,
gracias a sus contactos, les procuró diversas rentas anuales para su
manutención. Unos años después de su boda nació el primer y único nieto de
Goya, Mariano. En este pequeño retrato Gumersinda, ataviada con un sombrero de
mimbre decorado con un lazo rosa y con un vestido con ligero escote, mira
directamente al espectador sin demasiada alegría, con mirada distante. De nuevo
Goya supo captar magistralmente la psicología de los personajes que retrataba.
Técnicamente
Goya utilizó la propia imprimación rojiza para crear sombras que aumentan el
volumen de la figura a la altura del cuello.
Juana Galarza de Goicoechea, 1805. Museo del Prado
Juana
Galarza, casada con Martín Miguel de Goicoechea, comerciante de telas, fue
madre de cuatro hijas, entre ellas Gumersinda, que se casó con Javier Goya.
Todas fueron también retratadas por Goya al igual que su marido y su yerno.
Aparece vestida con un elegante vestido de encaje blanco a juego con la cofia y
adorna el cuello con un collar de oro de varias vueltas reflejando su elevado
estatus económico pues pertenecían a una acomodada familia burguesa.
El
rostro, que se recorta sobre un fondo neutro para conseguir mayor volumen, mira
hacia el espectador con semblante serio.
Las
rápidas pinceladas se dejan notar sobre todo en la cofia, de excelente factura.
Los toques de pincel, según Manuela Mena, son ligeros y sueltos, aunque
precisos, y sin detenerse mucho en lo anecdótico.
Manuela Goicoechea y Galarza, 1805. Museo del Prado
Manuela
Goicoechea (1785 - 1858) contaba con veinte años de edad cuando Goya realizó
este retrato. Llama la atención el sombrero blanco a juego con el vestido de
gasa blanco con un original cuello realizado a base de rápidas pinceladas
hechas con una gran precisión. Destaca el color blanco de la indumentaria sobre
el fondo oscuro tan característico en los retratos de Goya. Se encuentra de
perfil y su rostro destaca por su dulzura y candidez.
Según
Francisco Calvo Serraller la belleza de su rostro queda de manifiesto sobre todo
en la delicada nariz, en cuya punta aplica Goya un toque blanco para sugerir
los reflejos de luz en su cara.
Martín Mariano Goicoechea, 1805. Norton
Simon Museum (Pasadena)
Martín Mariano de Goicoechea era el padre de la novia. Aparece
retratado vistiendo levita de color marrón por debajo de la cual sobresale la
camisa blanca que le cubre hasta el cuello disimulando así su grosor.
Sobre un fondo neutro, pero no tan oscuro como el del resto de
los medallones, destaca la cabeza grande y rostro ancho de este personaje que
enfoca su mirada hacia la derecha.
Las empastadas pinceladas de la corbata contrastan con las
delicadas y planas del rostro.
La sensibilidad que muestra el personaje deja constancia de la
familiaridad de Goya con el modelo.
Gerónima
Goicoechea, 1805.
Museum of Art - Rhode Island of Design, Providence, Estados Unidos
Gerónima
Goicoechea era la hija mediana de Martín Miguel Goicoechea y Juana Galarza.
Aparece retratada de tres cuartos girándose levemente hacia la derecha. Va
tocada con un sombrero de tela brillante en tonos dorados y atado al cuello con
un lazo blanco realizado con rápidas pinceladas. Viste un traje blanco con gran
escote que realza su busto.
Francisco
Calvo Serraller apunta que Goya muchas veces no rellena con pintura los
intersticios de las ondulaciones dejadas por la pincelada más gruesa de la
preparación, efecto que sirve para sugerir la tersura de los encajes del escote
de la modelo o para aumentar la sensación de corporeidad del cuello de la
mujer.
Cesárea
Goicoechea, 1805.
Museum of Art - Rhode Island of Design, Providence, Estados Unidos
Cesárea
Goicoechea era la hija pequeña de Martín Miguel Goicoechea y Juana Galarza,
también retratados por Goya, y contaba con doce años cuando Goya le retrató. Va
tocada, al igual que sus hermanas, con sombrero de encaje a la moda francesa
con lazos amarillos y vestido azul de gasa con ligero escote.
El
rostro, de perfil, nos muestra cierta alegría a diferencia de los rostros de
sus hermanas mucho más tristes y melancólicas.
Pedro
Mocarte, 1805–1806. Hispanic
Society of America (Nueva York)
Pedro
Mocarte, (1740 -1807) fue cantante de la catedral de Toledo.
Se
encuentra retratado de medio cuerpo sobre fondo neutro, vestido con chaqueta de
cuello alto, chaleco que no llega a cerrarse y camisa blanca. El rostro con
mirada cansada tiene un aire melancólico.
Es
curioso apreciar las grandes diferencias entre las pinceladas aplicadas al
atuendo, mucho más rápidas, y las realizadas en el rostro y la cabeza, donde
parece que Goya se tomó más tiempo.
Según
Gudiol, la captación psicológica del personaje no puede ser más intensa y
profunda.
Manuel
García de la Prada, 1805–1808. Des
Moines Art Center (Des Moines)
Manuel
García de la Prada (1776 - 1839), fue caballero de la Orden de Carlos III,
Alcalde Corregidor de Madrid y comisario ordenador de los Reales Ejércitos. Era
un gran amigo de Goya y poseía cinco pinturas del maestro, Escena de Inquisición, Procesión de disciplinante, Casa de locos, Corrida de toros y Entierro de la sardina, que a su
muerte pasaron a integrar la colección de la Academia de San Fernando que le
había nombrado académico en 1812.
Manuel
García aparece retratado por Goya de cuerpo entero, de pie y de frente con un
cierto aspecto dandy. Cruza las piernas apoyando la mano izquierda sobre una
silla mientras que con la derecha acaricia un perro que se encuentra encima de
una mesa. Viste a la moda del imperio francés con camisa blanca de encaje y
cuello alto, levita azul atada con botones dorados, pantalones amarillos y
medias blancas. La cabellera oscura es abundante destacando las patillas a la
moda de la época. El fondo oscuro sirve para resaltar la figura del personaje y
los colores vivos de la indumentaria llaman la atención del espectador.
Gudiol
señala que este retrato pertenece a esa serie de retratos pintados a comienzos
del siglo XIX, mucho más académicos que los pintados en la década de 1780.
Tadeo
Bravo de Rivero, 1806. Brooklyn
Museum (Nueva York)
Don
Tadeo Bravo de Rivero (1754 - 1820) fue un prestigioso abogado peruano que se
trasladó a Madrid entrando en contacto con personas próximas a Goya y con el
propio maestro con el que mantuvo siempre una profunda amistad. Del lado de
José Bonaparte llegó a ser regidor de Madrid en 1809. En ese mismo año encargó
a Goya el lienzo conocido con el nombre de Alegoría
de la villa de Madrid.
El
personaje aparece en esta imagen vestido de uniforme con casaca roja y ribetes
plateados en el cuello y las mangas, pantalones grises y botas de montar a
caballo con espuelas. Con la mano izquierda sujeta el tricornio y con la
derecha la fusta. A sus pies un perro parece mirar a su dueño. El modelo se
sitúa al aire libre, en un escenario que puede recordar a lienzos de Velázquez,
pintor al que Goya admiraba. Destaca el rostro del modelo que mira hacia el
espectador con gesto serio. Llama la atención la diferencia entre las
pinceladas rápidas y sueltas del perro y el paisaje y las del modelo, sobre
todo las de la casaca, mucho más compactas y definidas.
LA SERIE DEL MARQUÉS DE LA
ROMANA
Relacionado
con las brujas. La única serie de Goya vendida en vida a un personaje fuera de
sus mecenas habituales.
Es
de 1798. Cuando el marqués muere en 1811, en una batalla en Portugal, se hace
un inventario en el que sale que poseía los cuadros.
La
serie de gabinete que Goya está creando alcanzaría la fama suficiente para que
otras familias le pidan algo similar.
Es
una serie de horrores.
Hay
tres de formato rectangular, que son más grandes y las demás de formato
vertical. Esto plantea si había una determinada colocación de los cuadros.
Hospital
de apestados,
1808-1810. Colección Marqués de la Romana, Madrid, España
La serie completa de once cuadros fue adquirida a Goya por el
coleccionista mallorquín don Juan de Salas, padre de Dionisia Salas y Boxadors,
que estaba casada con Pedro Caro y Sureda (Palma de Mallorca, 1761- Cartaxo,
Portugal, 1811), III marqués de La Romana.
Por
sus medidas y por el uso de una preparación anaranjada en el lienzo, esta obra
se puede vincular con Cueva de gitanos y Fusilamiento en un campo militar.
En
la habitación de un hospital guarecida por amplias arcuaciones, se desarrolla
esta escena en la que un grupo de personas sufren los estragos de una epidemia.
La
luz dorada ilumina el espacio y descubre una situación angustiosa en la que
algunos enfermos intentan socorrer a los que están más graves, incluso
moribundos, dándoles de beber medicinas. Lo hacen a pesar del ambiente
pestilente que, en algunos casos, les obliga a taparse la nariz con los dedos.
Esta actitud es la misma que la de la figura que está en pie y atraviesa un
macabro paisaje de cadáveres en el grabado nº 62 Las camas de la muerte de Los desastres de la guerra.
Las
figuras están pintadas con finas y rápidas pinceladas y los rostros se abordan
superficialmente adquiriendo, en muchos casos, un aspecto fantasmagórico que
preconiza la muerte. El clima descrito por Goya en este cuadro tiene mucho que
ver con dos de las obras realizadas durante su estancia en Cádiz, Corral de locos e Interior de una prisión.
Esta
obra se puede relacionar con algunas estampas de la serie Los desastres de la Guerra,
sobre todo las que van desde la número 48 a la 64. En estos grabados Goya ha
captado escenas de solidaridad entre los que padecen las consecuencias de la
guerra como el hambre o la enfermedad. Refleja en los rostros demacrados y
cadavéricos el sufrimiento popular y lo hace trazando un panorama que deja poco
espacio a la esperanza, tal y como hace en Hospital de apestados.
La
fragilidad física de muchos personajes del cuadro se puede ver también en la
figura del resucitado en El milagro de san Antonio de Padua en
San Antonio de la Florida (1798, Madrid).
Cueva de gitanos, 1808-1810.
Colección Marqués de la Romana, Madrid, España
Por
sus medidas y por el uso de una preparación anaranjada en el lienzo, esta obra
se puede vincular con Hospital de apestados y Fusilamiento en un campo militar.
En
este cuadro un grupo de personas se resguarda y conversa cobijado en una cueva
en la que han encendido un fuego para calentarse. A la izquierda de la
composición unos asnos descansan y se relacionan con las tijeras de esquilar y
con las tenazas para quitar herraduras que aluden al oficio de estos hombres
que podría ser tratantes de ganado. Por el ropaje que llevan, parecen gitanos
mientras que ellas, bien vestidas aunque de manera un tanto extravagante,
podrían ser prostitutas que les acompañan.
Goya
ha pintado en este cuadro dos focos de luz que iluminan la mitad inferior del
lienzo. El primero de ellos es la luz natural que entra por la boca de la
cueva. El segundo foco de iluminación es el fuego, tan tenue que parece estar
apagándose, y que está situado en la parte más profunda de la cueva.
Goya
ha construido las figuras mediante ligeras pinceladas que describen los ropajes
coloridos de las mujeres. La oscuridad de la roca contrasta con el empaste
blanco de las pinceladas gruesas dadas para la realización de la luz.
Bandido
desnudando a una mujer, 1808-1812. Colección Marqués de la Romana, Madrid, España
Tres
de los ocho cuadros de la serie se pueden relacionar entre sí: Bandido desnudando a una mujer,
Bandido asesinando a una mujer y Bandidos fusilando a sus
prisioneros.
Tras
el asesinato de los hombres en Bandidos fusilando a sus
prisioneros, las mujeres del mismo grupo han sido trasladadas por los
bandidos a un cueva en la que presenciamos una terrible escena. En el centro de
la composición, una mujer está siendo despojada de sus ropas por un viejo,
mientras que ella gira la cabeza y se tapa la cara con la mano como no
queriendo ver lo que está a punto de suceder. En el lado izquierdo del lienzo,
un hombre más joven, está violando a la otra mujer que se encuentra totalmente
desnuda. Ambos están tumbados en el suelo y el joven mira a su próxima víctima
con una expresión burlesca. A la entrada de la cueva un hombre vigila.
La
luz, que entra por la cueva, ha sido realizada con gruesas pinceladas. Las
diferentes gradaciones de colores terrosos y grises junto con algún toque
rojizo dan forma a esta composición, que según Gudiol, es una de las más
refinadas de la serie, técnicamente hablando.
Bandido
asesinando a una mujer,
1806-1808, Colección Marqués de la Romana, Madrid, España
Esta
obra pertenece al conjunto de once cuadros, de los que sólo se conservan ocho
desde mediados del siglo XIX.
Tres
de los ocho cuadros de la serie se pueden relacionar entre sí: Bandido desnudando a una mujer, Bandido asesinando a una mujer y Bandidos fusilando a sus prisioneros.
En
esta terrible escena, que se desarrolla en un paisaje rocoso, observamos como
una de los bandidos que asalta el coche en la obra Bandidos fusilando a sus
prisioneros, está a punto de dar muerte con un cuchillo a una mujer a la
que tiene agarrada por la espalda y que ya se encuentra herida pues observamos
un reguero de sangre a su lado.
La
luz está realizada con pinceladas muy gruesas de colores grises y blancos,
mientras que las dadas a las figuras son mucho más finas y delicadas.
Según
Mena y Wilson, las finas pinceladas negras revelan los contornos de las figuras
en la sombra y resaltan sobre todo el estómago y el vientre del hombre,
recordando las sombras del dibujo relacionado con uno de los más violentos Caprichos, llamado,
Que se la llevaron!.
Dos
de los cuadros se han puesto en relación con un crimen pasional. Una mujer
esperaba en su casa a un amante que llegaba vestido de fraile. El marido lo
matará e irá a la cárcel.
También
un fusilamiento de un prisionero. Una mujer con las manos hacia arriba y dos
figuras con dos trabucos apuntando al fusilado, que tiene los ojos tapados. Hay
otros cuadros con un tipo de escena parecida. Algunos lo han relacionado con la
Guerra de Independencia, pero a la muerte del marqués de la Romana, éste ya lo
tiene en su casa en 1811 algunos creen que lo pudo realizar en la Guerra de
Independencia.
Bandidos
fusilando a sus prisioneros,
1808-1812. Colección Marqués de la Romana, Madrid, España
Esta
obra se puede relacionar con otros dos cuadros de la serie del marqués de la
Romana: Bandido desnudando a una mujer y Bandido asesinando a una mujer.
Un
grupo de bandidos asesina a unos hombres a los que han asaltado en un camino.
En medio de una gran confusión, una mujer vestida elegantemente, levanta los
brazos pidiendo clemencia mientras que a la derecha de la composición un hombre
con los ojos vendados vestido con una camisa blanca espera el disparo de otro
que encañona un arma. El resto de los asaltantes con pistolas amenazan a un
hombre tumbado en el suelo.
Goya
ha pintado esta obra empleando capas de color finas y líquidas, como aguadas
transparentes, con pequeños toques de empastes y contornos dibujados en negro.
Esta manera de trabajar puede relacionarse con la forma en que lo hizo en los
dibujos del Álbum
de Madrid o Álbum B realizado entre 1796 y 1797.
Existe
una réplica de este cuadro que perteneció a Eissier en Viena y que fue expuesta
en esta ciudad en 1908 como proveniente de la colección de la Romana de Madrid.
Goya
ha captado en esta obra el tema del bandidaje, una circunstancia con la que
debían convivir frecuentemente todos aquellos que viajaban. Se trata de una
cuestión abordada también en Asalto a una diligencia,
en Asalto de bandidos y en la serie de La captura del bandido Maragato.
Si bien que en estos lienzos el aragonés afronta el tema con realismo, lo hace
de una forma aún más descarnada y veraz en Bandidos
fusilando a sus prisioneros.
Todos
los cuadros plasman calamidades que pasan las personas. Mucho que ver con el
tema de la brujería.
Esta
serie, junto con otras obras, ha llevado a presentar a un Goya amante de temas
crueles. Es en el Romanticismo donde surge esta idea. Sin embargo, en la Guerra
de Independencia se mostrará como un hombre que rechaza la violencia. Surge,
por tanto, la idea de denuncia en estas obras de las situaciones sufridas por
las gentes.
Fusilamiento
en un campo militar,
1808-1810. Colección Marqués de la Romana, Madrid, España
Por
sus medidas y por el uso de una preparación anaranjada en el lienzo, esta obra
se puede vincular con Cueva de gitanos e Hospital de apestados.
Esta
escena tiene lugar de noche en un campamento militar. A la izquierda se sitúa
una tienda de campaña roja engalanada con estandartes y banderas. En el suelo
hay cadáveres de militares vestidos con casacas azules con bocamangas rojas y
blancas y pantalones de color ocre que señalan su pertenencia a uno de los
regimientos españoles de la Guerra de la Independencia. Hacia ellos corre un
grupo de civiles, gente del pueblo modestamente vestida. Dos de ellos
transportan a un herido y algo atrás una mujer vestida de amarillo, que se
convierte en el centro de la composición, se aferra a su hijo desnudo. Ésta
vuelve la cabeza con una expresión de horror hacia un pelotón que dispara. En
este caso se trata de soldados de un ejército extranjero, probablemente
pertenecientes a los contingentes napoleónicos.
La
única fuente de luz en el cuadro proviene de los fogonazos de los disparos, lo
que incrementa el dramatismo de la escena. Probablemente este grupo de civiles
buscó refugió en un campamento español que fue sorprendido por el ejército
galo, que tampoco tuvo piedad con ellos.
De
la misma manera que sucede en El tres de mayo los
verdugos no muestran su cara y se disponen de espaldas al espectador. Se trata
de un recurso empleado también en algunos de los grabados de Los desastres de
la guerra (nº 2, Con
razón o sin ella, nº 32, Por que?).
Asimismo,
la mujer que trata de proteger a su hijo ha de ser relacionada con otro de los
grabados de esta misma serie, el nº 44 titulado Yo lo vi.
LA SERIE DEL BANDIDO
MARAGATO
Goya
hizo una serie de pinturas de gabinete (antes de 1808), serie del bandido
maragato.
Son
cuadritos de apenas 60cm, donde se narra una historia real que Goya debió
conocer a través de los pliegues de cordel, grabados populares narrados por los
ciegos.
Se
trata de la historia de un bandido que entró en una venta y cogió una serie de
rehenes. Cuando esto ocurre, Fray Pedro de Valdivia, tenía intención de entrar
a la venta. La gente le explica lo ocurrido y él decide entrar a convencer al
bandido de que suelte a las personas que tiene retenidas.
El
bandido le pide al fraile unos zapatos que llevaba, y éste, aprovechando un
descuido del primero, intenta arrebatarle el fusil le da con la culata y
consigue liberar a los rehenes y reducir al bandido (le dispara y le ata).
·
El
Maragato amenaza con el fusil a Fray Pedro de Zaldivia
·
Fray
Pedro desvía el fusil del Maragato
·
Fray
Pedro lucha con el Maragato para desarmarlo
·
Fray
Pedro golpea al Maragato con el fusil
·
Fray
Pedro dispara contra el Maragato
·
Fray
Pedro ata al Maragato
El
“Maragato” amenaza con un fusil a fray Pedro de Zaldivia, 1806-1807. The Art Institute of
Chicago, Chicago, Estados Unidos
La
historia del temido Pedro Piñero, más conocido como el "Maragato",
llamó la atención de muchos cuando el fraile Pedro de Zaldivia consiguió
zafarse de la amenaza y capturarle, el 10 de junio de 1806. El bandido había
sido condenado a muerte por sus delitos, aunque su castigo se había sustituido
por el de realizar trabajos forzados en el arsenal de Cartagena, donde fue
enviado en 1804. Consiguió escapar y llegó hasta el oeste de Toledo, haciéndose
con armas y cometiendo más robos en el camino. El día de su captura llegó a una
casa de El Verdugal, en Oropesa, donde fray Pedro redujo al fugitivo, que fue
enviado a Madrid y ejecutado el 18 de agosto, siendo ahorcado y descuartizado.
La hazaña del religioso se divulgó en poemas y estampas populares. Goya también
participó con su ciclo de seis pinturas sobre tabla, concebido a modo de
predela de retablo y en ocasiones comparado con los cinematográficos "storyboard".
Este
conjunto de imágenes refleja un cambio en la visión que Goya tenía del mundo y
la sociedad, alejándose de la elegancia de sus anteriores petimetres y de la
picaresca de los majos. El realismo popular está ya presente en el trabajo de
Goya, incluso antes de la invasión napoleónica. El ciclo del "Maragato" y fray Pedro de Zaldivia
representan la cara más brutal del pueblo, previa a las obras directamente
vinculadas con la Guerra de la Independencia.
Para
seguir cada detalle de lo acontecido esa mañana de junio es imprescindible
contar con el folletín publicado en Madrid un mes más tarde. Goya se basó en él
para componer sus escenas, si bien se advierten numerosos arrepentimientos que
sugieren una ejecución de las obras no premeditada e incluso experimental. El
escenario de cada una es distinto, de factura abocetada, ya que el artista lo adaptaba
a las figuras de los dos protagonistas, de dibujo preciso y llenas de energía y
espontaneidad. El resultado es una serie de imágenes con mucho carácter popular
y toques de humor intercalados con grandes momentos y gestos propios de la
pintura de historia.
En
esta primera imagen de la historia se representa el encuentro entre el bandido
y el monje, cuando aquél ha encerrado a los habitantes de la casa en una
habitación y se ha hecho con el caballo del sobre-guarda. "Maragato" amenaza con su escopeta al
fraile para después encerrarlo con el resto en la habitación. Al fondo se ve la
puerta de ese cuarto, por la que asoman los cautivos.
Fray
Pedro de Zaldivia desvía el arma del “Maragato”, 1806-1807. The Art Institute of
Chicago, Chicago, Estados Unidos
Sobre
la historia del bandido y la consideración artística de la serie completa ver
El "Maragato" amenaza con un fusil a Pedro de Zaldivia.
La
segunda escena relata uno de los momentos más críticos del encuentro entre
"Maragato" y fray Pedro. El
bandido, tras haber encerrado al resto de habitantes de la casa en una
habitación, quiso quedarse con los zapatos del sobre-guarda pues los suyos
estaban rotos. El monje, previendo la posibilidad de controlar la situación, le
ofreció el calzado que llevaba en su alforja, y con la excusa, fue saliendo de
la habitación donde estaba recluido. En la pintura vemos cómo fray Pedro alarga
los zapatos hacia la mano izquierda con el fin de desviar por sorpresa el arma
con la que es encañonado.
El
escenario sigue siendo el mismo que en la escena anterior, con la diferencia de
que ya no asoman por el marco de la puerta los cautivos, pues se han apartado
del peligroso enfrentamiento.
Fray
Pedro de Zaldivia arrebata el fusil al “Maragato", 1806-1807. The Art Institute of Chicago,
Chicago, Estados Unidos
La
narración continúa en el momento en que fray Pedro, tras haber desviado el
fusil, se lo arrebata al "Maragato".
Forcejean durante unos instantes, en los que el bandido enfurecido dice torpes
palabras y le amenaza de muerte. Al ver que el fraile era más fuerte que él,
decidió ir a buscar los otros dos fusiles que había colgado en la montura, y
salió corriendo hacia el caballo, cuyo cuello asoma al otro lado de la puerta.
Fray
Pedro de Zaldivia golpea al “Maragato” con la culata del fusil, 1806-1807. The Art Institute of
Chicago, Chicago, Estados Unidos
Sobre
la historia del bandido y la consideración artística de la serie completa ver
El "Maragato" amenaza con un fusil a Pedro de Zaldivia.
El
cuarto episodio del ciclo marca el comienzo del declive del
"Maragato". Cuando el bandido trata de alcanzar las escopetas del
caballo, fray Pedro da la vuelta al fusil y se dispone a golpear a su enemigo
con la culata. El bandido, caído al suelo, mira asustado a fray Pedro, cuyo
rostro pintado por Goya refleja la duda y el conflicto interior de quien no
está del todo convencido de sus actos. Finalmente, el monje reflexionó y
decidió no golpear al malhechor sino al caballo, que salió espantado.
Se
ha señalado que la postura del fraile está inspirada en las figuras clásicas de
Hércules golpeando a las fieras. Este es el momento en que mejor se combinan la
humildad que fray Pedro mostró al llegar a la casa tomada por el bandido, y la
ira de Dios que llevaba dentro, de la que se sirvió para capturarle, tal y como
se pude leer en el folletín. El espanto del rostro del "Maragato"
deriva de las fisonomías de los affetti italianos, aprendidos por los
estudiantes españoles en Roma. Uno de ellos fue Velázquez, cuya figura del
herrero en su Fragua de Vulcano (Museo Nacional del Prado, Madrid) pudo haber
inspirado a Goya para este asustadizo delincuente.
Fray
Pedro de Zaldivia dispara contra el “Maragato”, 1806-1807. The Art Institute of
Chicago, Chicago, Estados Unidos
La
quinta escena alcanza el momento álgido del enfrentamiento. A
"Maragato" solo le queda la opción de huir corriendo, como acaba de
hacer el caballo. Fray Pedro, para evitar que se vuelva a escapar, le dispara
en la corva y el bandido cae al suelo. La escena se desarrolla en el exterior.
Al fondo, recortándose sobre el cielo, vemos al caballo huyendo. El bandido se
representa de espaldas, volviendo la cabeza hacia fray Pedro al oír el disparo.
Se advierte un arrepentimiento en su pierna izquierda, que estaba antes
estirada y dibujaba una diagonal. Al modificarse aparece junto a la otra, lo
que hace que el "Maragato"
parezca estar paralizado por el miedo en lugar de a la carrera.
Fray
Pedro de Zaldivia ata al “Maragato”, 1806-1807. The Art Institute of Chicago, Chicago, Estados
Unidos
El
ciclo de escenas dedicadas a la captura del "Maragato" se cierra con
la imagen de fray Pedro atando al bandido, que tras el disparo ha caído al
suelo. Como dice el texto, la Providencia dispuso que la cuerda estuviera allí.
A lo lejos llegan los personajes que habían aparecido en la primera de las
tablas, cargando con palos y dispuestos a apalear al malhechor. Fray Pedro,
retomando su papel de hombre religioso, no se lo permitió y se encargó de que
el malvado Pedro Piñero estuviera cobijado bajo la sombra hasta que se lo
llevaron a Madrid para ser ejecutado.
Destaca
el interés de Goya por los sucesos de su
época, los cuales lleva a imágenes, pero a modo de cómic, es decir, desarrolla
lo acontecido a través de una serie de viñetas.
Esta
serie sería vendida íntegramente por el hijo de Goya. Algo novedoso es que está
realizada sin previo encargo.
Goya
narra la historia sin intención de crítica, únicamente presenta lo
ocurrido. Se sirve de imágenes
interiores, a excepción de una de ellas, que transcurre en el exterior
(cuando le dispara y le ata esperando que llegue la justicia).
Francisca
Vicenta Chollet y Caballero, 1806. Norton
Simon Foundation (Pasadena)
Se
trata de una dama de la alta burguesía de la que solo se conoce su nombre.
Sobre
fondo negro se encuentra sentada en un amplio butacón forrado de terciopelo
granate. Va ataviada con un vestido gris de corte imperio de tela brillante
decorada con detalles floreados. Para disimular el amplio escote Goya pinta por
encima una tela de encaje transparente que casi se une al collar de varias
vueltas que decora su cuello. Cubre sus brazos con sendos guantes blancos que
aportan elegancia a la modelo. El cabello lo lleva recogido en una diadema de
plata cayendo por encima del hombro alguno de sus rizos.
Entre
sus faldas se encuentra la figura de un perro que lleva un collar realizado con
gran verismo por Goya.
Dama
con abanico, 1806. Museo del Louvre
Como
retratista de la Corte, Goya no se mostró más complaciente que Velázquez; sus
imágenes sarcásticas pusieron en evidencia las taras físicas y morales de los
modelos, como si de modelos de toda la humanidad en decadencia se trataran. Sin
embargo, en el caso de retratos femeninos como los de la Solana, la duquesa de
Alba o la condesa de Chinchón, la desesperación cede ante una búsqueda vital y
pictórica emprendida bajo el signo, no tanto de la angustia como de la
melancolía, y en la que el estilo y el color dominante están estrechamente
relacionados con el significado.
Este
retrato, adquirido por el Louvre en 1858, es una representación de busto de una
mujer joven desconocida, tal vez la nuera de Goya. La obra debe datar de los
años 1805-1807, pero en ella encontramos, si no el sentimiento de lo
sobrenatural que emanaba de La Solana, por lo menos las armonías grises que
encantaron más tarde a Edouard Manet, realzadas por la sugestión de la
transparencia perlada de la carne.
La
actitud convencional y el tratamiento sobre un fondo liso muy simple dan, de
hecho, ocasión para una obra maestra en la cual se establece una notable
diferencia entre lo "acabado"
del rostro y la modernidad de la pincelada en el tratamiento del vestido.
Retrato de Sabasa
García, 1806-1811. Galería
Nacional de Arte (Washington)
Francisca
Sabasa y García era en realidad María García Pérez de Castro, nacida en Madrid
en 1790, perteneciente a una acomodada familia. Era hija de Evaristo Pérez de Castro, a quien también retrató Goya. El
nombre de Sabasa viene seguramente de la costumbre familiar de llamarla así.
En
este lienzo la dama se encuentra representada de medio cuerpo sobre fondo
neutro para destacar la figura que se caracteriza por la marcada sencillez al
presentarla el pintor sin joyas o símbolos que distraigan al espectador
evitando asimismo detalles de su condición social. Cubre sus hombros con una
capa de colores dorados amarillentos y media cabeza con un pañuelo
semitransparente quedando la otra media al descubierto dejando fuera parte de
sus rizos que le caen por la frente dándole un aspecto jovial a esta dama. Los
brazos quedan cubiertos aportando todavía más elegancia a la figura. El rostro
algo serio y distante mira directamente al espectador.
Goya
utilizó amplias y largas pinceladas en la vestimenta que contrastan con las
finas y delicadas realizadas en el rostro y el cabello de la joven.
Perteneció a la retratada hasta su muerte. Pasó por herencia
a su ahijada Mariana García Soler, Madrid. Después perteneció a diversas
colecciones: doctor James Simon de Berlín; conde Paalen de Berlín; Heinrich
Skalrz de Berlín. Fue comprado por la empresa Duveen Brothers de Nueva York.
Desde 1930 estuvo en posesión de Andrew W. Mellon y en 1937 pasó a formar parte
de la colección de la National Gallery of Art de Washington.
Isidoro
Máiquez, 1807. Museo del Prado (Madrid)
Fue
considerado como uno de los mejores actores de teatro de todos los tiempos
además de escritor y director. Estudió en París gracias a la ayuda brindada por
los duques de Osuna de quienes era su protegido. Una de sus mejores
interpretaciones fue dando vida a la figura de Otelo de Shakespeare en 1802.
Tras la Guerra de la Independencia y, debido a sus ideas liberales, fue
desterrado de la corte a Granada donde murió.
El
modelo se encuentra sentado en un amplio butacón con chaqueta gris abotonada
destacando la camisa blanca. Lo que más llama la atención en este lienzo es su
rostro que se encuentra iluminado y que mira de pasada al espectador con aire
melancólico y en el que apreciamos unas densas y gruesas patillas a la moda de
la época.
Goya
utilizó una pincelada rápida dando la sensación de que el retrato esté sin
concluir.
Según
Margarita Moreno de las Heras, este retrato tan sencillo sigue un modelo muy
similar al que empleó el pintor para sus amigos intelectuales como Moratín.
Se
conserva otra versión del mismo retrato en el Art Institute de Chicago,
considerada también obra autógrafa de Goya (Isidro
Máiquez).
Isidoro
Máiquez, 1807. Art Institute of Chicago
En el siglo XIX se encontraba en el Anticuario Rafael García
de Madrid pasando más tarde a la colección Durand-Ruel de París y Nueva York.
Vendido a Martin A. Ryerson de Chicago en 1913. Legado por la familia Ryerson
al Art Institute of Chicago en 1933.
Este
retrato de Máiquez se presentó por primera vez como obra de Goya en la
exposición Goya en tiempos de guerra
pues hasta ese momento se había considerado una versión no autógrafa del
original que conserva el Museo Nacional del Prado.
Un
análisis detallado del soporte indica que el lienzo fue reutilizado.
De
ejecución rápida, está realizado a base de pinceladas llenas de pintura para el
rostro y más finas, sueltas y con menos cantidad de pintura para la levita.
Simplemente un ligero toque en un tono más claro hace evidenciar la existencia
de un sofá sobre el que está sentado el retratado.
José Antonio Caballero, Marqués de Caballero, 1807. Muzeum Sztuk Pięknych w Budapeszcie
José
Antonio Caballero (Aldeadávila de la Ribera, Salamanca, 1754 - Salamanca, 1821)
sucedió a Jovellanos en 1798 como secretario de estado (ministro) de Gracia y
Justicia del rey Carlos IV.
En
1807 heredó el título de marqués de Caballero. Este retrato forma pareja con el
de su mujer, la marquesa de Caballero, también retratada por Goya.
El
personaje se encuentra representado de tres cuartos, sentado en un amplio
butacón forrado de terciopelo rojo con ribetes dorados. Lleva el uniforme de
ministro, levita negra con ribetes dorados, chaleco rojo a juego con el
pantalón y camisa blanca con chorreras que se dejan entrever en la zona del
cuello. Porta la banda azul y blanca de la Orden de Carlos III, sobre la que
reluce la Gran Cruz. A un lado de la levita se distingue la insignia de
caballero de la Orden de Santiago a la que pertenecía el modelo. Sostiene con
la mano izquierda unos papeles en los que se puede leer el nombre y cargo del
retratado además de la firma del pintor y la fecha de realización del lienzo.
Se
aprecian grandes diferencias entre las pinceladas rápidas y empastadas
utilizadas en la indumentaria y las condecoraciones del personaje y las finas,
suaves y delicadas del rostro realizado con una gran maestría. El retratado
mira directamente al espectador con mirada intensa, vivaz e inteligente.
Existe
una réplica en el Lowe
Art Museum de Miami, Estados Unidos, prestado al museo por The Oscar B. Cintas
Foundation.
María Soledad Rocha Fernández de la Peña, marquesa de
Caballero, 1807. Nueva Pinacoteca (Munich)
Doña
María Soledad Rocha Fernández de la Peña (1774 - 1809) fue dama de honor de la
reina María Luisa de Parma,
también retratada por Goya. Este retrato hace pareja con el de su marido, José Antonio Caballero, quien fue
ministro de Gracia y Justicia desde 1798. En el año 1807 heredó de su tío el
título de marqués, momento en el que seguramente quiso que Goya le retratase a
él y a su mujer.
La
modelo se encuentra sentada en una elegante butaca forrada de terciopelo rojo
con los apoyabrazos dorados. Viste un traje estilo imperio de manga corta
puesto de moda por la reina María Luisa. Llama la atención la decoración de
este vestido con círculos dorados sobre la base de un tono azul-verdoso. Las
puntillas de las mangas y el escote, realizadas con una rápida pincelada,
aportan más elegancia a la indumentaria. El amplio escote lo decora con un gran
camafeo. El resto de joyas no son de gran calidad. Con la mano derecha sujeta
un abanico, mientras que con la izquierda nos enseña un papel en el que se lee
el nombre de la modelo, el del pintor y la fecha de realización.
El
rostro, muy poco agraciado, mira de forma fija hacia el espectador. Recoge el
pelo en un tocado realizado a base de una peineta de perlas y un ramillete en
tonos ocres y blancos. Los rizos caen de manera un tanto anárquica sobre la
frente. El fondo neutro y la fuerte iluminación que utiliza aquí son
características comunes en los retratos del maestro.
Según
Juan J. Luna este retrato debió agradar bastante a la dama puesto que se
hicieron dos repeticiones del mismo, encontrándose una en la colección Montero
de Espinosa en Madrid y la otra en Estados Unidos, procedente de la familia de
los duques de Andría.
Baile de máscaras o Danzantes enmascarados bajo un arco, 1808–1820. Museo Goya - Colección Ibercaja - Museo Camón Aznar
También
conocido como “Danzantes enmascarados
bajo un arco”, la composición de este pequeño óleo está dominada por un
grupo de figuras enmascaradas bailando vistas a través de un gran arco que deja
pasar la luz, quedando las esquinas superiores en total penumbra. En el centro,
una muchacha con vestido de color amarillo levanta los brazos y la pierna
izquierda realizando un paso de baile muy parecido a la jota aragonesa. Otras
tres figuras bailan junto a ella. A la izquierda, cobijados bajo el arco, tres
personas de aspecto humilde están sentadas ignorando el baile que representan
los que tienen delante, de manera que se establece un gran contraste entre las
actitudes de unos y de otros. La pincelada de este cuadrito (30 x 38 cm.)
destaca por su pastosidad, especialmente apreciable en las zonas más
iluminadas: dentro de la luz del arco y en el vestido de la joven bailadora.
(texto basado en el que figura en el catálogo on-line de la Fundación Goya en
Aragón).
Pantaleón
Pérez de Nenin, 1808 o 1814–1815.
Colección BBVA (Madrid)
Don
Pantaleón Pérez de Nenín nació en Bilbao en 1779. Pertenecía a una familia de
comerciantes acomodados en la Villa de Nervión. A los dieciséis años era ya
Primer Teniente, sin haber pasado por una academia militar, hecho ocurrido
seguramente porque su familia ayudó económicamente a levantar el regimiento de
húsares de la reina María Luisa. Llegó a alcanzar el grado de capitán graduado,
tras haber participado en la campaña contra Portugal, conocida como la Guerra
de las Naranjas.
En
este retrato, el personaje aparece de pie, luciendo el uniforme de capitán
ayudante del regimiento de húsares de María Luisa. Lleva chaqueta roja,
galoneada de plata y bocamangas azules del mismo color que el pantalón y el
dormán decorado con piel, lo que nos indica que se trata del uniforme de
invierno y que este cuadro quizá fue pintado en los meses de enero de 1808
cuando la corte estaba en Madrid. Calza botas con espuelas y en la cabeza lleva
mirlitón con plumas rojas muy llamativas y cuya función era impresionar al
enemigo. Con la mano izquierda sostiene el impresionante sable que medía 106, 5
cm y que revela la gran altura del personaje que llegaría a alcanzar el metro
ochenta de estatura, bastante elevada para aquella época. En la otra mano
sostiene el bastón de mando de ayudante en jefe.
Aunque
realizado sobre fondo oscuro como la mayoría de los retratos de Goya, en este,
sin embargo, distinguimos la figura del caballo del militar dando la sensación
de que acabara de descender de él para ser retratado.
El
pintor supo captar la psicología del retratado mostrando un rostro con cierto
aire melancólico a la vez que no convence por sus aptitudes militares.
Retrato
ecuestre de Fernando VII, 1808.
Real Academia de San Fernando (Madrid)
Fernando
VII (San Lorenzo de El Escorial, 1784 - Madrid, 1833) fue proclamado rey de
España en 1808. Tras la expulsión de José Bonaparte reinó de nuevo en 1813
hasta su muerte. Su reinado se caracterizó por un retorno al absolutismo y
persecución de los liberales y afrancesados.
Goya
pidió que para la realización de este retrato el rey posara para él al natural,
hecho que solamente ocurrió durante tres cuartos de hora en dos sesiones pues
Fernando VII tuvo que salir de España y no regresó hasta 1814, fecha en la que
pudo contemplar el cuadro por primera vez.
El
rey aparece retratado a caballo vistiendo uniforme de capitán general, con
levita oscura, pantalón amarillo, botas de montar, bicornio, el bastón de mando
y condecoraciones entre las que sobresale la banda de la Orden de Carlos III.
Se encuentra en un paisaje natural con un cielo nublado que va cambiando a un
tono más claro en el fondo de la composición, donde se distinguen unas
montañas. El caballo se levanta en corveta.
Existe
un boceto previo a
este retrato en el Museo de Agen, (Francia).
Escena
de disciplinantes, 1808–1812. Museo
Nacional de Bellas Artes (Argentina)
La
composición parece una versión sintetizada de la obra conservada en la Academia
de San Fernando, Procesión de disciplinantes. Aquí también circulan una
serie de disciplinantes, en este caso junto a al arco de un puente, como suele
ser ya común en varias de las obras de Goya relacionadas con ésta (véase Baile de máscaras bajo un arco). Los dos flagelantes llevan
el mismo atuendo que en la obra de la Academia, sin embargo esta vez caminan
sin pasos ni imágenes mientras son observados por los fervorosos asistentes. El
modelado de los cuerpos fortalecidos es magnífico y la abundante sangre que
recorre sus espaldas confiere a la escena un grave dramatismo. Además de los
flagelantes hay un empalado y otro que carga pesadamente con la cruz a cuestas.
La gente que ha acudido se agrupa bajo el puente. A la izquierda, una mujer
cubierta con un velo se lleva las manos a la cara en un gesto de horror,
mientras la que está a su lado dirige la mirada hacia el espectador
trasmitiendo su rechazo hacia el macabro espectáculo religioso, como ya hacía
un hombre en Procesión de disciplinantes.
Existe
una copia de esta obra en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid (inv. 2016),
antiguamente atribuida a Goya.
Incendio
de un hospital, 1808–1812. Museo
Nacional de Bellas Artes (Argentina)
Gracias
a la sigla X.28 que aparece en este lienzo ha sido posible identificar y
atribuir esta obra junto a otras tres más: Escena de bandidos, Fiesta popular y El huracán. Estos cuatro
cuadros serían los que, en el inventario redactado en 1812 a raíz de la muerte
de Josefa Bayeu, aparecen indicados con el número 28: "Cuatro cuadros de otros asuntos con el núm. 28
en sesenta reales".
En
primer término un grupo de personas huye despavorido de las llamas de un
edificio. Una mujer desvanecida o quizá asfixiada es conducida en una camilla
por un grupo de hombres.
Este
cuadro está muy próximo temática y formalmente a la obra Incendio, también conocida como Incendio en la noche, que Goya realizó entre 1793 y 1794.
En ambos casos las personas huyen agolpándose en un ambiente de confusión y, en
el centro de los dos cuadros, el pintor ha creado un área cromática luminosa
que es el incendio y que ocupa buena parte del espacio. Ambas comparten también
la presencia de un cuerpo inerte que está siendo transportado y que se puede
relacionar con el cuerpo tendido sobre las rocas del Un naufragio. Sin
embargo en Incendio en un hospital,
Goya manifiesta una mayor tendencia hacia la abstracción, la pincelada es más
suelta y el ambiente en que está desarrollándose el incendio resulta aún más
indefinido que en el cuadro que el aragonés ejecutó durante su estancia en
Cádiz. La figura humana parece tener una menor relevancia y se desperdiga sobre
la superficie del lienzo; este recurso podría aludir a la falta de cohesión o
de solidaridad entre quienes sufren la desafortunada situación.
El
cuadro del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires ha de ser interpretado desde
el interés que Goya manifestó por el tema de la catástrofe. Es probable que
parte de este interés tenga que ver con el hecho de que el pintor aragonés
llegase a conocer el texto de Edmund Burke (Dublín, 1729- Beaconsfield, 1797)
sobre lo sublime que fue publicado en 1757 (Indagación filosófica sobre el
origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y bello). Burke apunta que,
cuanto más se aproxime la representación de la catástrofe al hecho real, más
perfecto será su poder. Precisamente en ese realismo que el pintor no elude
radica la capacidad de la obra para suscitar en el espectador una mezcla de
terror y morbosa curiosidad.
Es
posible que Goya hubiese tenido conocimiento del incendio que destruyó el
Teatro de Comedias del Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza en
1778. Este lugar, en el que se representaban diversos espectáculos, nació en el
siglo XVI como una manera de financiar el hospital con las recaudaciones de las
representaciones que tenían lugar en él.
Escena
de bandidos, 1808–1812. Museo
Nacional de Bellas Artes (Argentina)
Gracias
a la sigla X.28 que aparece en
este lienzo ha sido posible identificar y atribuir esta obra junto a otras tres
más Incendio de un hospital, Fiesta popular bajo un puente
y El huracán. Se trata de una referencia que aparece en el
inventario que un notario realizó a la muerte de Josefa Bayeu en 1812.
En
medio de un paisaje desolador un grupo de bandidos han abierto fuego contra
algunas personas. De entre éstas destacan dos que llevan una túnica blanca,
probablemente una alusión a su inocencia. Una de ellas está en primer plano con
los brazos en cruz. La otra se pierde en el fondo y alza los brazos implorando
como la figura protagonista de Los fusilamientos del 3 de mayo.
El cielo está gris y amenaza tormenta, únicamente en el centro, sobre el
personaje que vestido de blanco que pide ayuda, se percibe un poco de claridad.
La naturaleza tiene en esta obra una enorme preponderancia que disminuye
ostensiblemente la importancia de la empequeñecida figura humana.
Goya
emplea otro recurso en Escena
de bandidos que veremos tanto en Los fusilamientos del 3 de mayo
como en algunos grabados de la serie de Los
desastres de la guerra: el rostro oculto de quienes ajustician.
Fiesta
popular bajo un puente,
1808 – 1812. Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Buenos Aires,
Argentina
Bajo
el arco de un puente tiene lugar esta escena festiva en la que un grupo de
personas se ha reunido para bailar, conversar y tocar música.
El
esquema compositivo empleado por Goya presenta algunas coincidencias con el que
utiliza en Niños jugando a toros. Del mismo modo que sucede en Fiesta popular
debajo de un puente el aragonés ha pintado un arco de medio punto a la
izquierda desde el que entra la luz que ilumina a un grupo de figuras, dejando
a otras en penumbra. Esta manera de articular la composición se puede ver
también en Interior de una prisión.
En
este lienzo la luz guía nuestra mirada hacia la figura femenina. Ésta danza en
una posición ligeramente descentrada hacia la izquierda. Se trata de una mujer
vestida de blanco con los brazos extendidos que se orienta hacia un hombre, su
pareja de baile. Asimismo también subraya la presencia de un personaje sentado
y vestido de blanco que se coloca a la derecha y que parece observar a estas
dos figuras que danzan. Esta parte del cuadro presenta algunas analogías con la
obra de Goya Baile de máscaras. En realidad este último parece un detalle de
Fiesta popular bajo un puente: el pintor se ha concentrado en la figura
femenina vestida de blanco que baila alzando sus brazos frente a un hombre y
sitúa la escena bajo un arco de medio punto.
Este lienzo fue destruido durante el incendio del Jockey Club
de Buenos Aires en el año 1956. En 1928 se había reproducido la obra con la
indicación de las dimensiones.
Un
grupo de figuras, pintadas de manera muy abocetada y con tintas muy blandas, se
distinguen en el centro de la composición huyendo del huracán que se desplaza
desde el fondo de la escena. Las incisiones que construyen el aire embravecido
del huracán parecen haber sido realizadas con el canto de la espátula o quizá
con cañas abiertas, tal y como indicaba Mariano Goya.
El
tema de la catástrofe tuvo una importante aceptación, especialmente durante la
segunda mitad del siglo XVIII, ver Incendio en un hospital. En gran medida la manera en que abordaba
este tema en aquel momento anunciaba la proximidad del espíritu romántico que
ponía en serias dudas la infalibilidad de la razón del pensamiento iluminista.
La catástrofe, con su capacidad de alterar el orden, produce en la mente humana
una sensación incontrolable de caos que suscita el terror y contemporáneamente
la fascinación, ver Incendio en un hospital, Un naufragio y El incendio de noche.
Las
viejas, 1808-1810. Museo de Bellas Artes (Lille)
Es
probable que esta obra formara parte de un grupo concebido por Goya como
conjunto, formado por Maja y celestina en el balcón y Majas en el balcón. Esta posible serie pertenecía a Goya, y
todas aparecen en el inventario de 1812, de modo que parece lógico que las
hubiese hecho para sí mismo, sin contar con el mecenazgo de nadie.
Desde
1812 hasta 1836 estuvo en la colección de Javier Goya, en Madrid. Fue adquirido
por el barón Taylor, junto con seis obras más, para la Galerie Espagnole del
rey Louis-Philippe d'Orleans en París. Perteneció a esta institución hasta
1848. Tenía el número de inventario 24 pero nunca se expuso. En 1853 se subastó
en la casa Christie's y pasó a una colección de Londres hasta que se volvió a
vender, siendo adquirido esta vez por el Sr. Durlacher para su colección de
París. Después perteneció al Sr. Warneck, París, y más tarde a la Srta. Genil,
al Sr. Reynart y al Sr. Sauvage, quienes en 1874 lo donaron al museo de Lille.
En el inventario de repartición de los bienes de Goya a la
muerte de su mujer en 1812, aparece esta obra con el título de El Tiempo. A continuación se citan los dos cuadros
de Maja y celestina en el balcón y Majas en el balcón. El que nos ocupa
llevaba el número 23 y tenía el valor de 150 reales mientras los otros dos,
ambos con el número 24, sumaban 400 reales juntos. Las tres piezas presentan el
mismo entramado grueso del lienzo, que fue en los tres casos reaprovechado, tal
y como revelan las radiografías. Las composiciones subyacentes estaban
relacionadas entre sí, pues formaban parte de una serie dedicada a los Cuatro
Elementos. Las tres obras tenían el mismo formato y medidas, aunque ésta fue
recrecida probablemente hacia 1873, poco antes de ingresar en el Palais des
Beaux-Arts de Lille. Lo hizo acompañada de la pintura Las jóvenes, cuyas medidas son las mismas que las
nuevas proporcionadas a nuestra obra, por lo que han sido emparejadas
tradicionalmente. De hecho, el título moderno de esta obra se le dio por
oposición al de Las
Jóvenes.
La
protagonista de la escena es una vieja decrépita, de cuerpo flaco y consumido,
como si fuera un esqueleto. Se sienta en compañía de otra vieja con aspecto de
celestina, y sostiene entre sus manos un pequeño medallón que probablemente
conserva la imagen de ella misma cuando era joven y bella. Otra posibilidad es
que contemple la efigie de su añorado amado, ya lejano. La vieja aparece
enjoyada con todo tipo de ornamentos para el pelo, pendientes y pulseras,
haciendo gala de la vida acomodada que un día tuvo, mientras se sienta sobre su
actual y pobre silla de esparto. Su vestido blanco de gasa, a la moda
afrancesada de tiempos atrás, tiene detalles florales en azul celeste, y sin
duda sería más apropiado para una jovencita. Su amiga, más discreta, lleva un
traje negro con mantilla. La acompañante, servidora fiel durante toda su vida,
le acerca un espejo en donde refleja su ajado rostro, triste y melancólico. La
comparación de la efigie del medallón con la que ve reflejada en el espejo le
produce una tremenda desazón. Detrás del espejo, Goya ha escrito Qué tal?, pregunta que la vieja no
escucha, sumida en el recuerdo de su belleza marchita. Detrás de las mujeres
aparece imponente la figura de Cronos, el auténtico protagonista de la
composición, encarnado en un fuerte hombre con alas, de barba y pelo blancos.
Sujeta una escoba con la que va a barrer a la vieja, pues ya ha llegado la hora
de su muerte.
Por
el pasador de pelo en forma de flecha que adorna el teñido cabello rubio de la
vieja, símbolo de Cupido y del amor vivido antaño, se ha querido identificar en
ocasiones a la vieja con la reina María Luisa, pues lleva una horquilla muy
parecida en el retrato de La familia de Carlos IV. Sin embargo,
la indumentaria y el afán de querer parecer más joven resultaban más propios de
la infanta María Josefa de Borbón, ya convertida en una anciana en el retrato
colectivo de la familia.
Varios
autores comentan que el tema de este lienzo deriva del concepto general de la
serie Los Caprichos. Es
más, el capricho 55 está directamente relacionado con esta pintura, pues vuelve
a aparecer una vieja que se acicala frente al espejo, ajena a las mofas de los
personajes del fondo. La leyenda dice Hasta
la muerte, pues hasta ese momento, justamente el representado en el
lienzo que nos ocupa, la vieja seguirá arreglándose para potenciar inútilmente
su belleza perdida con vestidos, maquillaje y joyas.
Goya
estuvo interesado por la condición de las mujeres en su época. Esta obra va más
allá en su significado que la representación del paso del tiempo y la belleza
perdida. Muestra en realidad la dificultad que tenían ellas, si no eran
hermosas o afortunadas, para conseguir el amor de un hombre.
Existe
una segunda versión de esta obra, anteriormente localizada en la colección del
marqués de la Torrecilla. De Angelis cree que la versión podría haberse
realizado como pendant de Majas
en el balcón del Metropolitan Museum. Desparmet, por su parte,
considera esta segunda versión la original y cree que la que nos ocupa sería
una réplica.
Maja
y celestina al balcón,
1808-1812. Colección Particular
Vista
casi de cuerpo entero encontramos una hermosa joven, de cabello rubio, apoyada
en la barandilla de hierro de un balcón, luciendo su figura. Lleva una bata
gris con galón de oro, dejando a la vista su generoso escote. A su izquierda y
más alejada de la barandilla, una vieja mujer de mirada pícara sujeta un
rosario entre las manos mientras alcahuetea. La derecha de la composición se
cierra con una cortina gris, y el fondo oscuro de la habitación, sin muebles ni
detalles a la vista, no permite saber de qué estancia de trata.
La
figura de la joven es similar a la maja que pintó Goya en los frescos de la
ermita de San Antonio de la Florida en Madrid. Asimismo, es cercana a alguna de
Los Caprichos, donde Goya también trató el asunto de la maja y la celestina.
La
reaparición de estas sensuales majas en la obra de Goya de estos años pudo
haber sido motivada, como se ha sugerido, por el romance con la entonces joven
Leocadia Weiss, cuyo posible retrato se ha querido ver en la dama protagonista
de La carta.
La
inscripción de propiedad de Javier Goya, "X 24", ya no es visible en
el lienzo, pero se ubicaba en el ángulo inferior izquierdo.
Majas
al balcón,
1808-1812. Colección particular, Suiza,
El
cuadro aparece en el inventario de la repartición de bienes que a la muerte de
Josefa Bayeu se hizo entre Goya y su hijo Javier en 1812, bajo el apunte: Dos
cuadros de unas jóvenes al balcón con el n.º veinte y cuatro en 400 [reales],
siendo el otro el de Maja y celestina. Perteneció a Javier Goya, y a él se la
adquirió en 1825 el barón Isidore-Justin-Séverin Taylor para el rey de Francia
Louise Philippe I de Orleans. Así, estuvo en la Galerie Espagnole de Paris
hasta que el monarca fue destronado, y se vendió después en Christie's de
Londres en 1853, por 70 libras (lote nº 352). Estuvo en la galería Colnaghi,
siendo adquirida por el duque de Montpensier, que la guardó en el palacio de
San Telmo de Sevilla. Pasó a ser propiedad del príncipe Antonio de Orleans,
hijo del anterior propietario, en Sanlúcar de Barrameda, y en 1911 a la
colección de Durand Ruel, en París. Fue adquirido por un antepasado del actual
propietario.
En
esta atractiva pintura, dos bellas mujeres están sentadas en un balcón,
apoyadas en la barandilla férrea. Llevan suntuosos vestidos de tonalidades
negras, blancas y doradas. Se cubren la cabeza con mantilla, negra y blanca,
respectivamente. Las calidades de los bordados y del encaje están ejecutadas de
manera soberbia, y resulta especialmente agraciado el detalle de la mantilla
negra que cubre la frente y los ojos de la muchacha de la izquierda, dejando
que se transparenten. Están cuchicheando entre ellas mientras dirigen su mirada
al mismo punto, al espectador. Detrás de sus hermosas figuras se disponen dos
hombres de amenazante presencia, cubiertos con capa y chambergo negros.
El
tema de la obra, que claramente hace referencia a asuntos de género y costumbre
tan preciados por Goya, no está del todo claro, a falta de documentos que
avalen una hipótesis u otra. Las majas bien podrían ser prostitutas,
acompañadas por sus proxenetas, que salen a provocar al balcón para atraer a la
clientela. Por otra parte, aunque el atuendo que llevan es más propio de las
gentes populares, podría tratarse de dos mujeres de clase alta camufladas en
esos trajes de maja, pero bien protegidas por la altura del balcón y los
maromos, que se divierten contemplando al pueblo llano. El artista solía tratar
estos asuntos con sarcasmo, criticando la sociedad de su tiempo. Esto ya lo
había hecho en Los Caprichos, por eso resulta curioso que vuelva sobre lo
mismo. Quizás quiso hacer notar que, a pesar de la guerra, algunos aspectos de
la vida seguían desarrollándose con normalidad.
Esta
bella composición, para la que se ha sugerido que Goya se fijara en Dos mujeres
en una ventana (National Gallery of Art, Washington) de Murillo, inspiró a
Manet para su obra de 1868-1869 El balcón. Además, existe una segunda versión
atribuida a Goya, aunque no aceptada por todos los estudiosos.
Bodegón con costillas y
cabeza de cordero, 1808-1812. Museo del
Louvre (París)
Javier
Goya heredó del pintor esta serie de bodegones que legó a su hijo Mariano
quien, al no poder devolver un préstamo que le había hecho el conde de Yumuri
de Carabanchel, puso como garantía este conjunto de lienzos que pasaron a ser
propiedad del aristócrata. A la muerte del conde de Yumuri en 1865 la serie de
bodegones se vendió. Actualmente las obras están dispersas en diferentes museos
e instituciones del mundo y alguno de los cuadro se han perdido.
Este
lienzo fue adquirido por el Museo del Louvre en 1937.
Según
diversos autores los elementos utilizados en esta serie de bodegones,
posiblemente realizada durante los años de la guerra de la Independencia
(1808-1814), pueden evocar muchos de los episodios de muerte y violencia
ocurridos en España durante ese período. De esta manera la carne de los
animales como materia inerte y abandonada, captada con una sorprendente
crudeza, podría rememorar los restos humanos que quedan tras la violenta
contienda. En este sentido es posible que Goya considerase los cuerpos de estos
animales muertos de la misma manera en que lo hace con los cuerpos humanos despedazados
y privados de su dignidad en algunas imágenes de su serie de grabados Los Desastres de la guerra (nº 37, Esto es peor, nº 39, Grande hazaña! Con muertos!).
Todos
los cuadros que integran esta serie comparten varias características formales
que confieren al conjunto una importante unidad. En todos ellos los animales
están aislados en la escena y se ubican en un fondo neutro del que son
rescatados por la luz.
Esta
serie de naturalezas muertas representa una importante renovación del género
del bodegón ya que no encaja en el tratamiento que tradicionalmente se ha hecho
de este tema. No estamos, por tanto, ante manjares que decoran y dan vida a una
mesa, sino frente a animales muertos y amontonados con descuido. Goya se aleja
en estos cuadros de los bodegones tradicionales como los realizados por Luis
Egidio Meléndez (Nápoles, 1716- Madrid, 1780) o de la sensualidad y la
opulencia de las naturalezas muertas de los pintores holandeses. Frente al
estudio minucioso de los materiales y las formas que realiza Meléndez en sus
obras, Goya se interesa por la captación del conjunto que es, en la mayoría de
los casos, un amasijo de cuerpos sin vida. Únicamente se podría proponer una
relación entre la serie goyesca con El
buey desollado (1655, Musée du Louvre, París) de Rembrandt (Leiden,
1606- Ámsterdam, 1669) en la que el holandés, de la misma manera que hace Goya,
se concentra en la fuerza expresiva de la materia muerta, preconizando la obra
de Chaïm Soutine (Smilovich, 1893- París, 1943) Res muerta (1925, Minneapolis
Institute of Arts, Minnesota).
Aunque
se desconoce con exactitud el lugar en se colocaron estos cuadros, se cree que
esta serie de bodegones decoraba el comedor de la casa de Goya en Madrid aunque
puede ser que estuviesen en algún gabinete o incluso en su mismo taller.
En
Trozos de carnero
Goya ha pintado, sobre una mesa y ante un fondo negro, una cabeza de carnero
desollada que se orienta hacia los dos trozos de costillas cruzados en el
centro de la composición como si los estuviese mirando con una expresión
absorta e impasible, casi resignada. Los colores apagados y el uso de un rojo
lívido aluden a la idea de la carne muerta.
Los
bodegones de Goya preconizan el tratamiento que de este género se hace en la
corriente naturalista del siglo XIX. Gudrun Maurer señala que este bodegón pudo
inspirar algún bodegón de Pablo Picasso (Málaga, 1881- Moulins, 1973),
concretamente la titulada Naturaleza
muerta con cráneo de carnero (1939, Collection Vicky et Marco
Micha, México).
Pavo desplumado, 1808-1812. Neue Pinakothek (Múnich)
En
el centro del bodegón Goya ha colocado un pavo pelado que se dispone
diagonalmente y cuya cabeza descansa sobre la superficie en la que también se
apoya una sartén llena de sardinas. En este caso el fondo neutro tiene un menor
protagonismo que en el resto de los bodegones de la serie ya que los objetos
cubren la mayor parte de la superficie del lienzo.
La
postura diagonal del pavo en el cuadro de Goya se podría relacionar con la
liebre, también dispuesta diagonalmente, del cuadro de Bartolomé Montalvo
(Segovia, 1769- Madrid, 1846) Naturaleza muerta de caza (Museo Nacional del Prado,
Madrid)
El coloso, 1808-1812. Museo
del Prado (Madrid)
El Coloso presenta un paisaje en el que una figura masculina de
proporciones gigantescas camina de espaldas, rodeada de nubes, con sus ojos
cerrados y el puño izquierdo levantado. En la parte baja, todo de tamaño muy
reducido, hombres y mujeres, carruajes y animales corren o se detienen en su
huida. El cuadro llegó al Prado en 1931, siendo aceptado y admirado como la
máxima expresión del Goya moderno. Era, sin
embargo, un período, en que los estudios actualizados sobre el artista estaban
en sus inicios y el conocimiento de los seguidores e imitadores del maestro
-tema considerado ya entonces- era aún precario. A partir de ese momento, y
durante todo el siglo XX, El
Coloso se fue convirtiendo en una de las obras más citadas en la bibliografía
de Goya y de las más populares, llegando a ser ilustración obligada, en España,
de la guerra de la Independencia. Su tonalidad oscura y falta de luz en su
materia, determinaron que las fotos y reproducciones más modernas (en blanco y
negro no se aprecian los detalles) lo hayan presentado generalmente con
resultados que se podrían definir como fotogénicos, que no responden a la
realidad del cuadro. Visto con luz adecuada (el nivel de luz al que se expone
en el Museo no penetra en los pigmentos , muy opacos de esta obra) se hace
manifiesta la pobreza de su técnica, de su luz y colorido, así como la marcada
diferencia de El
Coloso con las obras maestras, de atribución documentada de Goya. La cuestión
de la “mano” del artista, y desde
luego, de la autoría del cuadro, ha recibido un fuerte apoyo con la reciente
identificación, muy comentado en la prensa, de las iniciales “AJ” en la
superficie de la pintura, y de ahí la hipótesis de que el cuadro sea obra del
pintor valenciano Asensio Juliá, conocido a partir de los últimos años del
siglo XVIII como ayudante principal del taller de Goya.
Este estudio se ha estructurado en varias partes. Una está
dedicada al análisis de la documentación y bibliografía en los años del legado
del cuadro al Prado en 1931. Se analiza cómo apareció el cuadro en la
bibliografía especializada, cómo lo acogió la crítica de prensa en su presentación
pública, así como las primeras y muy importantes referencias bibliográficas.
Todo ello contribuyó a la rápida aceptación casi unánime de El Coloso como de Goya, y a su difusión. A
continuación se examina la procedencia más antigua de esta obra, su mención
entre los bienes de los marqueses de Perales y de Tolosa a mediados del siglo
XIX, así como su atribución y valoración ya entonces, y su posible fecha de
adquisición. Por último, se analiza el cuadro, sus características técnicas,
con la incorporación de los análisis del laboratorio, y su estilo, composición
y significado, comparándolo con obras seguras de Goya. Cierran este estudio
unas consideraciones sobre la probable autoría de El Coloso.
El cuadro ingresó en el Museo del Prado en 1931 como parte
del importante legado de Don
Pedro Fernández Durán, recibiendo el número de catálogo 2785 que conserva en la
actualidad. Aparecía ya con el título de El Coloso en la primera publicación que lo
recogió: el volumen, de 1917, sobre las composiciones y figuras de Goya de
Aureliano de Beruete, historiador de arte y Director del Museo del Prado entre
1921 y 1923. Es realmente raro que no lo hubiera visto todavía cuando lo
publicó, aunque se debe a él el certero título, tal vez sugerido por quien
conociera el cuadro, que lo ha hecho popular, y, por ello, lo describía
incorrectamente, valiéndose de la poderosa estampa de Goya del Gigante sentado, bajo cuya
imagen El Coloso quedó solapado
desde su aparición, y tal vez de las descripciones de quien conociera el cuadro:
Mencionaremos uno por la
grandeza de su idea, y aun mejor diré por la grandeza de la expresión de su
idea. Es poco conocido. Le llamaremos "El coloso", y lo describiré
ateniéndome a un grabado al humo que de él existe semejante, [más] que al cuadro
mismo, que no he podido ver nunca. Pertenece a D. Pedro Fernández Durán
(Madrid). Represéntase en "El coloso" más colosal que puede
concebirse, una inmensa llanura con horizonte lejanísimo, que forma una línea
baja en el cuadro, que tiene mucho cielo, y cuyo punto de vista panorámico está
tomado desde lo alto para que resulte lo más extenso posible. Varios
pueblecillos se ven en aquella llanura, y de ellos salen las gentes aterradas,
huyendo del coloso, que asoma más allá del horizonte, de gran tamaño, que
podría tocar la luna que se ve en el cielo. Sólo la imaginación puede concebir
las proporciones de este coloso, dada aquella disposición, cuando venga al
primer término representado en el cuadro.
Detalle de la zona
inferior del cuadro. Gentes y bestias huyen en varias direcciones, formando una
composición dinámica de líneas centrífugas.
La
atribución al artista quedó avalada también, a su llegada al Museo,
por Francisco Javier Sánchez Cantón, entonces subdirector del Prado, así
como por Félix Boix y Merino, que debió ver el cuadro ya en el Prado. A Boix,
ingeniero de Caminos, coleccionista, sobre todo de dibujos, y miembro de la
Academia de San Fernando, se le reconocía autoridad en la materia por sus
numerosos escritos de arte, sobre todo de los pintores costumbristas madrileños
del período romántico, como Alenza, Eugenio Lucas, José
Ribelles, Pérez Villaamil, habiendo sido el primero en escribir sobre
Asensio Juliá, en un artículo justamente de 1931. El Coloso fue
considerado, además, por los críticos de la prensa, sólo la española en esos
primeros años, como una obra reveladora de la personal imaginación y técnica de
Goya. En gran medida, quienes hablaron del cuadro en el momento de su aparición
pública se guiaron por la opinión de los historiadores, ya que hasta entonces
no se había mencionado en la bibliografía ni expuesto públicamente, siendo
conocido sólo de unos pocos íntimos con acceso a la casa de Fernández Durán.
En
1928 Sánchez Cantón reeditó en un sólo volumen los tres que habían
constituido la monografía de Goya de Beruete, muerto en 1923. El
Coloso se incluía sin variar la primera descripción inexacta de su autor y
sin ilustrarlo, ya que no fue fotografiado hasta su entrada en el Prado en
1931.
No
es seguro que Beruete lo pudiera ver siquiera durante sus años de Director del
Prado (1921-1923), aunque coinciden con la formalización del legado en el
testamento de Fernández Durán, de 1923, y con su donación al Prado, del año
anterior, del cuadro Animales y aves, de estilo de Paul de Vos.
Sánchez Cantón decía, en el manuscrito preparatorio de una conferencia
impartida en el Instituto Francés de Madrid, en 1934, que:
...Aun recuerdo las
dificultades con que luchó el llorado director del Museo Aureliano de Beruete
cuando trató de completar su estudio de las obras de Goya. Pudo ver las que
guardaba Don Pedro [Fdz. Durán], pero no obtuvo fotografía, ni pudo tomar notas
detalladas. De vez en cuando circulaba algún rumor impreciso de que Don Pedro
iba a alhajar dos salas en el Prado, rumor que se desvanecía con la misma
vaguedad que había nacido. En 1922 regaló un lienzo al Museo: una cacería de
estilo de Vos... Pasaban los años y las noticias vagas se repetían: de nadie se
lograba una referencia exacta de la colección de Don Pedro. No sorprenderá que
algunos recelosos y desconfiados la considerasen mítica... No se apartaré de mi
mención el recuerdo de aquella tarde de verano en que entré por primera vez en
el piso de la Calle de Claudio Coello. De pronto, admiraba un Goya maravilloso:
a contra luz un van der Weyden que vale millones... entre periódicos del año
1896 siete dibujos originales de Goya. ¿A qué seguir? Comenzamos el Secretario
del Museo D. Pedro Beroqui y yo hacer listas e inventarios de aquel mare mágnum
y pronto contamos con la ayuda el consejo y el dictamen valiosísimo de aquel
hombre excepcional que acaba de morir Don Felix Boix.
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