viernes, 24 de abril de 2020

Capítulo 2 - Sorolla


Sol de la mañana, 1901, óleo sobre lienzo 81x 128 cm. Colección privada
Sorolla pasó el verano de 1901, junto a su familia en Valencia, pintando en la playa de la Malvarrosa varios cuadros, la mayoría con figuras de gran tamaño, protagonizados por pescadores atareados en las distintas faenas del mar. Entre ellos realiza simultáneamente dos lienzos de igual formato y composición también prácticamente idéntica y que titula respectivamente Sol de la mañana y Sol de poniente. Este último adquirido en 1902 por al artista por Alejandro de Anitua en 8.000 pesetas, desapareció en Bilbao durante la guerra civil, conociéndose su composición gracias a una interesante fotografía, en la que puede verse a Sorolla pintándolo en la playa protegido por un tenderete de toldos y una  sombrilla.
De la pareja Sol del poniente debió ser el primero en pintarse, ya que se conserva de él un dibujo preparatorio-apenas el croquis de una primera idea en la mente del artista -que ya esboza sin embargo los elementos fundamentales de la composición, situando las dos figuras principales-un pescador y una pescadora-en el primer término medio cuerpo junto a la barca. El hombre cubierto con sombrero de ala, lleva una blusa oscura y el brazo caído, igual que  en el lienzo que Sorolla está pintando en la fotografía.
Seguramente satisfecho por los resultados de esta primera versión, el artista pintaría casi simultáneamente esta espléndida variante, quizás el lienzo de mayor refinamiento pictórico de esta campaña estival, con el que alcanza nuevas conquistas compositivas y atrevidas formulaciones en los encuadres y perspectivas de este tipo de escenas que desarrollará  en los años siguientes.
Así, sitúa las dos figuras principales a la izquierda del lienzo y en el plano más inmediato al espectador. El hombre lleva una blusa blanca y acoda el brazo en jarras, variando así su posición respecto de la primera versión, mientras la mujer se protege la cabeza del sol bajo un ligero pañuelo henchido por el aire que oculta su rostro y se arremanga la blusa para  cargar el cesto con los pescados sobre la cubierta. El escorzo de la barca enfilado hacía  el mar, dirige la mirada al fondo, donde puede verse a otro pescador faenando con una gran nasa mientras que un tiro con varias yuntas de bueyes, remolcan otra barca hacía la playa, entre los brillos tintineantes del reflejo del Sol de la mañana  sobre las olas de la costa, que dibuja en su horizonte la silueta de otra barca y un claro cielo con nubes.
En efecto, Sorolla conjuga en este lienzo un nuevo tipo de encuadre de gran audacia claramente deudor de la estética fotográfica de ese momento en su entorno familiar, tan vinculado a su propio lenguaje estético, desplazando a un lado del primer término este extremo a los personajes que marcan el punto de perspectiva de su profundidad espacial. Los representa de medio cuerpo con una fractura briosa y enérgica, que capta los reflejos de la luz y la brisa marítima en sus ropas, para desplegar tras la barca y la vela una panorámica del paisaje costero de infinita lejanía, en el que se desenvuelven  el resto de las figuras, descritas con toques jugosos y breves de pincel, extraordinariamente sutiles en los brillos plateados que destellan por toda la superficie del agua hasta fundirse en un horizonte lejano. Este vertiginoso efecto de fuga, en el que reside el mayor atractivo del cuadro está utilizado por Sorolla en otros cuadros inmediatamente posteriores de  idéntico carácter aunque de resultados pictóricos algo más contenidos como el conocido Persadoras valencianas de igual formato, medidas y estructura compositiva, aunque  en posición invertida.
Pasan la mayor parte del verano de 1902 en León y San Juan de la Arena (Asturias). A finales de agosto regresa a Valencia donde pinta de nuevo temas marineros, como Después del baño.
Después del baño.

Como es su costumbre en invierno, Sorolla comienza el año 1903 entregado a los retratos. En la primavera viaja como el año anterior a León y Asturias. A comienzos de verano viaja a París donde presenta dos cuadros Después del baño y La elaboración de la pasa. Desde allí hace un viaje breve a Bélgica y Holanda, para después regresar a Valencia donde pinta en la playa del Cabañal y en la huerta de lo localidad de Alcira. Ese verano pinta Sol de la tarde, playa de Valencia

María Figueroa vestida de menina, 1901. Óleo sobre lienzo, 151,5 x 121 cm. Museo del Prado.
La retratada, María de Figueroa y Bermejillo, nació en San Sebastián el 18 de agosto de 1893. Contaba, pues, ocho años de edad cuando Sorolla la pintó. Era hija de Rodrigo de Figueroa y Torres, marqués de Gauna, y luego duque de Tovar, título creado el 30 de agosto de 1906, que había nacido en Madrid el 24 de octubre de 1866 y casó en Madrid el 19 de septiembre de 1891 con Emilia Bermejillo y Martínez Negrete, dama de la reina y de la Maestranza de Granada, nacida en México el 6 de marzo de 1872. 
María era la segunda hija del matrimonio y tuvo otros cuatro hermanos menores. Falleció, soltera, el 25 de abril de 1954 cerca de Oujda (Marruecos). El cuadro fue encargado por el padre de la niña, médico y escultor aficionado, que llegó a ser académico de número de Bellas Artes de San Fernando, a su amigo Sorolla, que lo pintó en 1901. En ese año, tras el triunfo internacional conseguido en 1a Exposición Universal de París de 1900, el pintor profundizó en el legado del retrato español por excelencia, el velazqueño. La niña aparece ataviada como La infanta doña Margarita de Austria cuadro entonces tenido por obra de Velázquez aunque fue realizado por su yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo. La capacidad de sugestión que ejercía esta obra la hizo objeto de glosas poéticas, como el soneto La infanta Margarita que le dedicó Manuel Machado en 1910 y que comienza: Como una flor clorótica el semblante, / que hábil pincel tiñó de leche y fresa, / emerge del pomposo guardainfante, / entre sus galas cortesanas presa. Los retratos inspirados en personajes del Siglo de Oro español eran entonces frecuentes. Durante todo el XIX y los principios del XX fueron habituales los bailes de disfraces a los que concurría la alta sociedad con vestimenta y caracterización muy cuidadas. En ellos podían formarse cuadros vivos inspirados en una costumbre francesa también frecuente en Inglaterra, para la que seguían composiciones de artistas conocidos. Los Figueroa eran amigos de los Yturbe, cuyas fiestas gozaban de prestigio por la brillantez de sus puestas en escena. En una de ellas, vestida de niña mora en el séquito de Santa Casilda, estuvo María Figueroa, según fotografía publicada por el marqués de Valdeiglesias en su libro Tres fiestas artísticas (1904). La hija de Yturbe, Piedita, había concurrido con gran éxito vestida como la infanta Margarita a otro baile celebrado el 19 de marzo de 1900, cuya puesta en escena fue dirigida por José Moreno Carbonero, autor de su retrato así ataviada, que presentó a la Exposición Nacional del año siguiente. Pudo haber surgido en aquel baile la idea de Figueroa de retratar a su hija vestida de igual modo, y el propio Moreno Carbonero llegó a pintar también a María Figueroa, vestida de menina (Madrid, colección particular). Aunque la pose y el modelo de referencia son los mismos, la resolución de Sorolla resulta opuesta a la prolija minuciosidad de Moreno Carbonero. El retrato, encajado y resuelto en una sola sesión salvo la cabeza, más elaborada, muestra el acierto del artista para plasmar, sin aparente esfuerzo, los rasgos esenciales de la figura a través de un trazo directo y muy largo en su contorno. Con una paleta restringida pero brillante, el certero uso de los rosas, de los realces blancos de las lamas y los plateados brillos, presta una gran vivacidad a la figura, que destaca sobre un fondo marrón y rojo oscuro resuelto con pinceladas muy rápidas. De este modo, a pesar de su posición quieta, frontal y en el eje mismo de la composición, no da sensación de estatismo. La pintura que, muy líquida, no llega a cubrir el lienzo, llega a gotear en la cenefa inferior. Se hace más compacta en la cabeza, que fija la imagen de la niña cuyo cuerpo queda amplificado por el guardainfante, que ocupa la total anchura del lienzo. El estado en esbozo de este elemento del vestido que oculta, como en el cuadro de Mazo, los pies de la niña; las mangas afolladas y la ausencia de acotación de manos, aunque la izquierda está abocetada, como el pañuelo que sostiene, parecen hacer flotar la figura, pero el ajustado corpiño la define con claridad. Pese a estar inacabado, resulta uno de los más explícitos homenajes al Siglo de Oro español que pudo realizar. 

María Teresa Moret, 1901. Óleo sobre lienzo. Museo del Prado 
Representante del período completamente maduro de Sorolla, este trabajo es también uno de los mejores retratos femeninos que jamás haya realizado. El artista conocía muy bien a la modelo, ya que ella era la esposa de uno de sus amigos más cercanos, cuyo retrato, a su vez, pintaría al año siguiente. La amable franqueza con la que se relacionaron entre sí, expresada por el artista en su dedicación, y su reconocimiento de la distinción y cultura de la dama llevaron a Sorolla a capturar su elegante dignidad y amabilidad con gran naturalidad. María Teresa Moret y Remisa (1850–1929) era hija de Segismundo Moret y Quintana y Concepción Remisa y Rafo, ambos representados por Federico de Madrazo durante su mejor período (Museo del Prado). En 1875, se casó con su primo, Aureliano de Beruete y Moret (1845-1912). 
Una mujer culta, con frecuencia acompañaba a su esposo en sus largos viajes de verano por Europa en un momento en que él se dedicaba más intensamente a la pintura. Eran los padres de Aureliano de Beruete Moret y Moret, un especialista en bellas artes y un destacado historiador que se convirtió en director del Museo del Prado y, a su vez, fue retratado por Sorolla en 1902, completando así la mejor colección de retratos familiares en España en ese momento, ahora alojado integralmente en el Prado. El Museo se benefició de la generosidad de María Teresa Moret cuando donó los retratos de sus padres, ella misma y su esposo de acuerdo con su voluntad, así como una excelente colección de paisajes del propio Beruete. Representada en una pose que su esposo también adoptaría en su retrato posterior, ella se sienta en un sillón, apoyada en uno de sus brazos, a la vista de tres cuartos. Lleva un elegante traje bordado adornado con algunas joyas, un colgante de perlas en forma de pera, un anillo de bodas de oro y aretes. El hecho de que no esté envuelta en su estola de piel, que parece dispuesta a su alrededor, y que se haya quitado las gafas, pone de manifiesto el carácter directo y franco de su pose. Esto se acentúa por la posición de su cabeza, girada para mirar al espectador casi directamente, y la serenidad de su mirada, que está en consonancia con la madurez de medio siglo de vida. El pintor evitó cualquier elemento que pudiera distraer de la figura y resolvió el fondo de una manera muy sobria, con pintura diluida que permite que el tejido del lienzo se vea en algunos lugares para que los reflejos se generen directamente por la imprimación blanca del lienzo. La luz se concentra en la figura, cuya ejecución, especialmente la calidad y los reflejos de la seda y la gasa transparente del vestido, recuerda la resolución suelta en los retratos maduros de Goya, particularmente el encaje, donde las rápidas pinceladas de negro y gris arrastran el pintura seca, permitiendo que se vea el blanco subyacente de la tela. Lo mismo sucede con el pelaje circundante y con la fina cadena de oro, renderizada con pinceladas lineales muy determinadas y largas que resaltan la calidad de la ejecución. Además, El elegante autocontrol de la figura recuerda la dignidad de los modelos de Velázquez, y también está en consonancia con un esquema de color sobrio característico de la tradición española del retrato, aquí en tonos finos y mate. Este retrato es la mejor imagen femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los críticos, ni para ciertos escritores notables interesados ​​en la pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella señaló la habilidad de Sorolla en el ' y también está en consonancia con un esquema de color sobrio característico de la tradición española del retrato, aquí representado en finos tonos mate. Este retrato es la mejor imagen femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los críticos, ni para ciertos escritores notables interesados ​​en la pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella señaló la habilidad de Sorolla en el ' y también está en consonancia con un esquema de color sobrio característico de la tradición española del retrato, aquí representado en finos tonos mate. Este retrato es la mejor imagen femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los críticos, ni para ciertos escritores notables interesados ​​en la pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella señaló la habilidad de Sorolla en el ' Este retrato es la mejor imagen femenina de Sorolla, excepto las de su esposa, Clotilde, que tienen un carácter diferente. Su extraordinaria naturalidad no pasó desapercibida para los críticos, ni para ciertos escritores notables interesados ​​en la pintura. Emilia Pardo Bazán, la escritora naturalista española más destacada, amante del arte, amiga de la modelo y, como María Teresa Moret, una aristócrata culta, era consciente de las dificultades que las convenciones generalmente imponían a 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consciente de las dificultades que las convenciones generalmente imponían a los artistas que pintaban retratos femeninos. Ella señaló la habilidad de Sorolla en el 'imagen extraordinaria, capturando la expresión plácida de bondad de la cara, el inodoro armonioso y el dominio absoluto con el que se pintan el encaje negro de Chantilly y el forro de seda blanca. Y Juan Ramón Jiménez, también un poeta que tenía un gusto exquisito, como Pardo Bazán, luego se sentaría para Sorolla, alabó el lienzo como " noble descendencia de distinción y melodías". También fue aclamado por los críticos en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901 en Madrid, donde compitió con otras quince pinturas, lo que le valió a Sorolla una medalla de honor. 

Retrato del fotógrafo danés afincado en España, Christian Franzen. 1901, Biblioteca de Castilla-La Mancha, Toledo (España) 
Se dijo de él: “fotógrafo de reyes y rey de los fotógrafos”, porque sacó innumerables fotos de la corte de Alfonso XIII y supo manejar el potencial de un arte estaba todavía en pañales.
Amigo de Sorolla (él también haría un retrato suyo), compartió con el pintor la pasión por este nuevo y mágico mundo de la fotografía. Ambos vivieron con intensidad ese período de desarrollo y auge del nuevo prodigio de la ciencia y de hecho, Sorolla llegó a trabajar como iluminador, coloreando fotos.
Sorolla empleó siempre la fotografía como herramienta, tanto para sus obras como de testimonio documental del propio proceso artístico. Era algo que tenía en común con ciertos impresionistas, que como él, supieron sacar partido de la tecnología al servicio del arte.
En el retrato vemos a Frazen fotografiándonos a nosotros con una de esas cámaras de la época. Es como si el fotógrafo nos mirase desde siglos atrás.
En ese sentido hay que destacar la influencia de Velázquez en la obra del artista, que también jugaba con el espacio real del espectador y el del retratado, en el espacio fingido del lienzo.
En la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1901 recibe por fin la Medalla de Honor, el galardón más alto de nuestro país y el único que se le resistía hasta entonces. Al principio de verano acude con su esposa a París, donde es nombrado miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes y visita los salones y museos de la ciudad del Sena, pasa el resto del verano pintando en la playa de Valencia.


En el invierno de 1902 pinta los retratos de Aureliano de Beruete y de su hijo, entre otros y en Semana Santa viaja a Andalucía donde queda impresionado con el paisaje de Sierra Nevada en Granada. En la primavera presenta Sol de mañana y Sol de poniente en el Salón de París, y desde la capital francesa viaja a Londres con su mujer. 

Al agua, 1902

El pintor Aureliano de Beruete, 1902. Museo del Prado
El pintor Aureliano de Beruete es el más destacado de todos los retratos realizados por Sorolla. En este trabajo combinó con éxito la inspiración de Velázquez que fue una característica de su obra durante ese período con una pintura directa y rigurosa de la vida y una interpretación profunda y sensible de la personalidad sobresaliente del modelo. Sorolla fue especialmente talentoso en los retratos debido a la facilidad con la que capturó las fisionomías, especialmente las masculinas, y aquí representó a una figura pública que no solo era una autoridad artística que coleccionaba, apreciaba y estudiaba pintura, sino también un amigo cercano de artista y pintor destacado. Todos estos factores constituyeron un estímulo extraordinario para crear una verdadera obra maestra. Aureliano de Beruete (Madrid1845–1912) fue el más joven de los cuatro hijos de Aureliano de Beruete y Larrinaga (Navarra 1800–1887) y María de los Ángeles Moret y Quintana (Cataluña 1818–1892). A pesar de obtener un doctorado en Derecho de la Universidad de Madrid, Beruete decidió convertirse en pintor, especialmente de paisajes, en el que sobresalió. Sus activos le aseguraron la independencia total, especialmente después de su matrimonio en 1875 con su prima, María Teresa Moret y Remisa, la nieta de banqueros, cuyo retrato Sorolla pintado un año antes. Como demuestran su correspondencia y la dedicación del presente retrato, los dos pintores tenían una amistad cercana y se veían con frecuencia. Gracias a su formación humanística amplia y sólida y al hecho de que era mayor que Sorolla, Beruete ejerció una influencia considerable sobre su amigo, cuyo compromiso con los objetivos del regeneracionismo se debió en gran medida a los ideales de Beruete como uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza.  Además, la alta posición social de este último le permitió presentar a Sorolla a círculos nobles y ricos en Madrid como retratista. Beruete es retratado a la edad de cincuenta y siete años, cuatro años después de que su excelente libro sobre Velázquez fuera publicado en París. En ese momento, estaba en la cima de su carrera artística, con un estilo definido por grandes pinceladas de color puro. Se lo representa sentado en su abrigo en un sillón cubierto, sosteniendo sus guantes y su sombrero de copa como si acabara de entrar desde la calle. El carácter momentáneo de esta pose es común en los retratos de Sorolla, al igual que el porte de la modelo: sentado de perfil con la cabeza vuelta hacia el espectador. De este modo, Sorolla logró una sensación muy característica de inmediatez al tiempo que repitió rigurosamente el arreglo que había empleado el año anterior en su retrato de la esposa de Beruete, María Teresa Moret, que es su colgante. Sin embargo, el rosetón de la Legión de Honor en la solapa de Beruete y, sobre todo, la presencia de un paisaje en un caballete de campo extiende intencionalmente los atributos del cuidador más allá del mero reflejo físico de su personalidad. El paisaje parece representar el puente de San Martín en Toledo, de los cuales Beruete había realizado varias pinturas al óleo, incluida una que presentó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901. Era de conocimiento común que tenía una verdadera predilección por Toledo y que pintó allí entre 1875 y 1911, con frecuencia en el mes de octubre. Durante su visita de 1906 lo acompañó Sorolla, y sus pinturas de Toledo, que Sorolla vio nuevamente en la gran exposición organizada en su estudio después de la muerte de Beruete en 1912, pueden haber influido en Sorolla para que regresara allí ese mismo año para pintarlo nuevamente. La extraordinaria calidad colorista del estrecho rango de grises y negros en el retrato se adapta muy bien a la elegancia refinada y sobria del modelo, que se presenta con gran naturalidad. Como señaló el poeta Juan Ramón Jiménez cuando el retrato se exhibió en 1904, "la sombra de los viejos maestros no abandona a Sorolla", y en sus retratos, comprende "la malicia de los entornos engañosos" mostrados por El Greco y Goya. De su retrato de Beruete, Jiménez agregó que "fácilmente es igual a un Whistler". Habiendo viajado a varias exposiciones europeas, este retrato fue admirado en Londres en 1908 por Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of America, quien buscó adquirirlo para su galería de ilustres españoles de su época. Sorolla consultó al dueño de la pintura, Beruete, quien le respondió desde Madrid en una carta fechada el 16 de mayo de 1908: Como saben, tengo la intención de donarlo y el de María Teresa al Museo Moderno. Sé que me harías otro, y que sería aún mejor, lo cual es realmente algo, pero este lienzo es muy especial para mí; pertenece a un tiempo pasado y tiene algo que no creo que pueda lograrse nuevamente, incluso si el nuevo fuera mejor en términos de arte. Por supuesto, es consciente de que ha tenido mucho éxito desde que se mostró por primera vez y que muchos lo han envidiado. En consecuencia, y a pesar del profundo respeto que siento por usted, lamento sinceramente no poder cumplir con su solicitud en esta ocasión. 'Beruete sugirió que Sorolla pintara una réplica del retrato mientras se exhibía en la exposición, pero el artista, de acuerdo con su inclinación esencialmente naturalista, eligió pintar un nuevo retrato de su amigo de la vida. Lo hizo sin demora ese mismo año de 1908, y como Beruete había imaginado, resultó ser muy diferente. Aun así, Beruete ofreció generosamente prestar la obra de 1902 para la exposición monográfica de la obra de Sorolla organizada en Valencia en 1909, donde de hecho se exhibió. Después de la muerte de Beruete en 1912, se colocó en un caballete con un marco adornado en la gran exposición de su obra organizada en las habitaciones del estudio de Sorolla en su casa de Madrid. Sorolla había prestado este espacio "como un homenaje a la memoria de su viejo amigo", como decía el catálogo publicado para la ocasión. El artista valenciano volvió a pensar en este retrato cuando tuvo que representar a su amigo en una pintura de la Junta de Síndicos de la Casa Museo de El Greco en Toledo, de la que tanto Beruete como Sorolla eran miembros Es significativo que en esa ocasión, el artista representara a su amigo en la misma pose que en su trabajo de 1902, que debe haber considerado más refinado y representativo que el del retrato de 1908. Hay algo en la orgullosa imagen del caballero entonces maduro que recuerda la elegancia de los retratos realizados por El Greco, cuya figura fue la causa de esa reunión sobresaliente. Y es significativo que Sorolla se representara a sí mismo en una postura similar a la de Beruete, recordando sin duda la afectuosa amistad que habían compartido.

Aureliano de Beruete y Moret, 1902. Museo del Prado
El mismo año en que pintó a su padre, el pintor Aureliano de Beruete, y tras haber pintado también el anterior a su madre, María Teresa Moret, Sorolla realizó el retrato de Aureliano de Beruete y Moret (Madrid, 1876-1922), hijo de ambos, por el que cobró, entonces, dos mil quinientas pesetas. Recurrió en este caso a un formato distinto, de mayor modernidad, muy adecuado en su verticalidad y estrechez para resaltar la elegancia juvenil del retratado. Este, a sus veintiséis años, emprendía entonces su trayectoria como historiador del arte, que culminaría como director del Museo del Prado en 1918. La figura, de tres cuartos, ocupa, como ocurre con frecuencia en los retratos de Sorolla, el eje mismo del lienzo y casi todo su desarrollo vertical, lo que da rotundidad a su presencia. Como su padre, pero en pie, parece posar de modo casual tras haber llegado de la calle y aún sostiene en su mano derecha el bastón, los guantes y el sombrero de copa. La ligera inclinación hacia la izquierda y hacia adelante revela un efecto de instantaneidad, como si se tratara del inicio de un movimiento, realzado por la disposición oblicua del bastón. Una de las manos en el bolsillo acentúa la espontaneidad de la actitud, según un recurso apreciado entonces por los retratistas. Con ello, la composición aparece muy articulada entre las paralelas del bastón y el antebrazo izquierdo, que evitan la que hubiera resultado excesiva verticalidad de la composición y contribuyen a dar una impresión de agilidad y dinamismo a la figura. La distinción del retratado se advierte también en la elegancia del traje gris, con chaleco en tono castaño oscuro con pintas claras, corbata de seda gris azulado de visos más claros, sobre la que resalta el amarillo resplandor del alfiler, que parece un topacio, única joya, con los gemelos de oro, que luce el personaje. Aún animan a la figura los brillos de las solapas de seda, las calidades de los finos guantes de piel y los reflejos del sombrero de copa. En el rostro el pintor acertó a captar la personalidad afable y enérgica a un tiempo, del retratado. En él destacan los bigotes de guías levantadas, al uso del momento, que no llegan a ocultar por completo la expresión sonriente y amable de la boca, perceptible bajo la fina capa de pelo, que deja ver los labios. Este equilibrio entre la amabilidad gentil y la gravedad del personaje era característico de su personalidad, cuya inteligencia revela la despejada frente lo mismo que los ojos, vivos y lucientes, de mirada franca y límpida, que traslucen además la nobleza de su carácter. El pintor resolvió el fondo con una pintura muy diluida. Sobre él resalta con nitidez la figura, iluminada desde la izquierda, particularmente en la mano y el rostro. En una armonía de ocres, grises y blancos, con algún toque amarillo, se muestra la sutil riqueza del colorismo de su autor, heredera de la tradición española, muy apreciada en aquellos años por su naturalidad por los retratistas de mayor cosmopolitismo y elegancia. La pincelada, bien visible en los brillos de las solapas y de la corbata, se hace más larga y suelta en el bastón. Como en el retrato de su padre, hay también una ambigüedad en los fondos, aunque no existe aquí el deseo de mostrar la profundidad del espacio a través de ella. Sorolla se ajustó en este retrato, en mayor medida que en los de sus padres, al dictado del retrato mundano de inspiración velazqueña que triunfaba por entonces en el gran mundo internacional a través de figuras como John Singer Sargent, con cuya obra se ha comparado ésta , aunque también podría vincularse a otros artistas. Con todo, el interés en la iluminación, muy visible en el rostro y en las manos, animados por los brillos claros en tonos anaranjados, revela la especial atención de Sorolla hacia este aspecto. Así, no escapan a su observación las finas líneas de sombra que proyectan las delgadas guías del bigote sobre el rostro, los reflejos naranja de la barbilla y los azules de la corbata sobre el cuello blanco, y las tonalidades cambiantes del bastón. Además, el aspecto de instantaneidad sorprendida en la actitud del personaje y el modo inmediato y directo con que lo encara, son rasgos muy característicos de los retratos masculinos del pintor valenciano. Entre ellos, es uno de los mejores ejemplos y un testimonio del esfuerzo del artista por corresponder mediante la calidad de la obra a la despierta inteligencia crítica del retratado.

La elaboración de la pasa, 1902
Elaboración de la pasa

El último de los procesos, una vez que la uva ya está transformada en pasa es la recogida de la misma y el transporte, nuevamente en los capazos, a los almacenes o lugares en donde las mujeres hacían el proceso de encajonar la pasa. Este proceso, es el que a Sorolla le llamó la atención en Denia: y sobre todo un cuadro magnífico, que es la colocación de la pasa en las cajas, hay grupos de 300 mujeres trabajando, con sus múltiples trajes, niños, hombres, todo sobre fondo dado de cal, ellas, llevan algunas, flores en la cabeza, lo que da un aire e alegría a la labor, cantan bien, y ponen unas bonitas de velas”. Pero, aunque lo vió por primera vez en octubre de 1896, las pinturas realizadas y que se conservan las hizo directamente en Xàbia. En las tres pinturas conservadas, se aprecia el trabajo y la condición social de las mujeres concentradas en su labor. A Sorolla no le interesa un retrato personal de ellas sino el concepto femenino de mujeres con las cabezas agachadas centradas en la selección de las pasas, todas ellas en el interior de unos almacenes o bajo los arcos de una naya.

Desnudo de mujer, 1902, óleo sobre lienzo 106 x 86 cm. Colección particular
Sorolla cuando visitó Londres y vio el cuadro de Velázquez " La Venus del espejo "comentó que, dentro de la pintura era el culo de la Venus el más hermoso que había contemplado dentro del mundo de la pintura. Influenciado por el cuadro de Velázquez y por el amor y admiración que sentía por la belleza de su mujer le sugirió que posará para él desnuda.
Se dice que Sorolla era muy mujeriego pero estaba también muy enamorado de su mujer y, tras una noche de amor muy intensa, Clotilde accedió a posar desnuda para su esposo.
Clotilde aparece en su lecho nupcial de espaldas al espectador porque no quería que se le viese la cara. Sorolla ha logrado en esta pintura que las sábanas satinadas de color rosáceo junto  al sensual cuerpo de Clotilde sean los auténticos protagonistas del cuadro. Está perfectamente logrado la fusión del color blanco en los tonos rosados brillantemente iluminados por una luz que viene de la parte derecha del cuadro y pierde intensidad cuando sobrepasa el cuerpo de Clotilde, espléndida en su desnudez.
De todos los pintores que hemos venido viendo, Monet y Van Gogh incluídos, Sorolla queda como el más entusiasta pintor del aire libre, como lo demuestra el hecho de realizar grandes obras de corte, que remedio, enteramente historicista,  en plena calle, eligiendo escenarios a la luz natural  como mejor manera de plasmar el ambiente del acontecimiento. Casi siempre aborreció el trabajo de estudio y toda la vida le veremos cambiarlo por las salidas al aire libre, ya fuera un rincón de la ciudad, las doradas playas valencianas ó incluso el ruedo de una plaza de toros, como hizo al llevar a cabo  el dos de Mayo de 1808, obra con la que obtuvo su primera medalla, ésta de segunda clase, en su debut en la Exposición Nacional de Bellas Artes del año 1884. Incluso en ésta ocasión se ayudó de cohetes y pólvora para mejor observar los efectos del humo. Pero el empleo de materiales, aperos y efectos especiales, llevados todos al escenario al aire libre, fué en él tónica general.
A partir de 1900 comienza a llevar a cabo paisajes por toda la geografía española, y así,  recorre durante la primavera de los años 1902 a 1904 la costa norte peninsular. Cuando pinta el cuadro que estamos viendo residía en el pueblecito de San Juan de la Arena, en la misma desembocadura del Nalón. Frente a esta localidad, al otro lado del río, en San Esteban de Pravía pinta esas rocas en un mar encrespado. De esos años traemos algunos otros paisajes norteños de gran calidad y frescura, todos hechos por supuesto in situ buscando directamente esa luz especial que envuelve la accidentada costa septentrional de España, y todos del año 1903.

Paisaje de Asturias, 1903. Museo de Bellas Artes, Oviedo

La siesta,  Asturias. 1903. Museo de Bellas Artes, Oviedo

Mar  y rocas en San Esteban, Asturias. 1903. Museo de bellas Artes, Oviedo 

Sol de la tarde, óleo sobre lienzo 299x 441 cm. The Hispanic Society, Asturias
Este impresionante lienzo, pintado durante el verano de 1903 en la playa de Valencia, constituye indudablemente la apoteosis suprema de Sorolla como pintor de las faenas del mar, además de  la culminación de su madurez plena en la conquista del color y la materia pictórica como ingredientes esenciales de su expresividad plástica y ejemplo máximo de la energía desbordante de su temperamento artístico.
El cuadro que regresa por primera vez a España desde que fuera adquirido por Huntington como la obra más importante del pintor incorporada hasta entonces para las colecciones de The Hispanic Society of America, es el resultado más valiente de la expresión poderosa y vehemente de los pinceles de Sorolla, que derrochan en cada centímetro cuadrado de su tela la esencia misma de la pura pintura, como no refleja ningún otro de sus grandes cuadros de pesca, pintados antes o después de éste.

En efecto, Sorolla ya se había atrevido años antes a conceder un protagonismo monumental a una escena de pesca en su espléndido lienzo La vuelta de la pesca, del que, como ya se ha advertido reiteradamente, éste es consecuencia. Sin embargo, el artista transforma por completo la interpretación pictórica de aquél, de una serenidad contenida y armoniosa en un lenguaje completamente nuevo , fogoso y apasionado , que encumbra Sol de la tarde a las más altas cotas de modernidad y audacia plástica que diera hasta entonces la pintura de este género.
La extraordinaria fuerza de esta pintura en la que pescadores y los bueyes adquieren unas  dimensiones verdaderamente colosales, sobrecogiendo inmediatamente al espectador , traduce bien a las claras las ambiciones puestas en ella por Sorolla, suponiendo un gran éxito para el artista durante el periplo internacional en la que expuso desde el año siguiente de pintarse y, sobre todo, tras su exposición personal celebrada en 1909 en la sede de la propia Hispanic  Society, consagrándose en buena medida a partir de entonces como el símbolo de su triunfo  americano.
Aquí en esta escena del acarreo de una barca de pesca que arriba a la playa tras acabar la faena, bañada por la luz crepuscular del verano valenciano, Sorolla muestra de entrada una audacia extraordinaria en su misma composición, al atreverse a hacer protagonistas fundamentales del cuadro los cuartos traseros de los bueyes que entran en las espumosas aguas de la orilla para remolcar la embarcación, que el artista sitúa en el plano más próximo al espectador y que se aprestan a enganchar con el gran garfio que sujeta el pescador del extremo  derecho. La agitación efervescente de la espuma de las olas caracoleando entre las vigorosas  patas de los animales de tiro es seguramente el trozo más atrevido de pintura realizando nunca por Sorolla. Sus pinceladas anchas y continuas, aplicadas con grandes brochas de una vez, sin dudas ni insistencias, traducen espléndidamente la tensión extenuante puestas en él por el artista durante su ejecución.
Junto a las poderosas figuras de los animales que se adentran en el mar Sorolla polariza la tensión física de la maniobra de varado de la embarcación en el marino que sujeta el pesado gancho de hierro, sin duda la figura humana de mayor intensidad y audacia pictórica del conjunto, dispuesta con elegancia rítmica de un tenante clásico en la posición tensa y esforzada  de las extremidades. La enjundia pictórica de este personaje, modelado a base de colores puros y vivísimos, especialmente atrevidos en la ejecución de su rostro, contrasta poderosamente con la fractura extraordinariamente suelta y sintética con que Sorolla resuelve el resto de los pescadores, que trata con un abocetamiento extremo, aumentado aún por las proporciones de la tela.
En este sentido el cuadro constituye el punto culminante hasta entonces en toda la obra de Sorolla en el uso del color puro, aplicado directamente al lienzo desde los tubos de pintura, con una osadía plástica verdaderamente inaudita en su propia trayectoria hasta entonces y en el panorama artístico español de su entorno que, sin embargo, se vuelve absolutamente armónica y natural cuando se contempla el lienzo desde la distancia que exigen sus dimensiones.
Para Sol de la tarde, Sorolla pensaba incluir figuras de niños desnudos jugueteando en torno  a los bueyes, elemento anecdótico que finalmente eliminaría para reforzar así la grandiosidad de la composición, si bien su reflexión más interesante es la impresión que le producen "las cosas que ve en la playa (...) como si fuera la primera vez que lo he visto, comentario de Sorolla bien elocuente del modo de mirar nuevo y moderno que por entonces sentían sus ojos frente a su obra anterior.
Sorolla concretaría ya la composición de su escena definitiva en una interesante aguada, en la  que aparecen situados todos los elementos de la composición, si bien la vela de la barca tiene  menos presencia y parece más dejada, permitiendo un empleo más diáfano de la lejanía del horizonte. Por otra parte, su formato es marcadamente horizontal, lo que concede a la escena  un desarrollo más panorámico y despejado en el movimiento de la yunta de los bueyes, adentrándose en el mar, cuya presencia se intensifica al estrecharse luego el formato del lienzo final.
Sorolla prestó especial atención a los bueyes y al pescador que sujeta el garfio, al ser estos los elementos argumentales en los que recae el protagonismo fundamental en el cuadro y  concentrar la tensión de la fuerza física de la maniobra. Así, para la yunta de los animales se conoce un grupo considerable de estudios al óleo, todos ellos de gran brío y energía pictórica  en algunos de los cuales incorpora la figura del boyero que guía.
Por otra parte, Sorolla ensayó distintas alternativas de la figura del pescador, tanto de su indumentaria y posición de su cuerpo como del aspecto de su rostro que incluso luego resolvería con considerables variantes en lienzo definitivo. Para este personaje, Sorolla ensayó diferentes alternativas de la figura del pescador, tanto de su indumentaria de la posición de su cuerpo  como del aspecto de su rostro que incluso luego resolvería con considerables variantes en el  lienzo definitivo. Para este personaje, Sorolla realizó además dos enérgicos dibujos de gran tamaño, con la rotundidad de verdaderos cartones preparatorios para una decoración mural, encajando en uno de ellos su figura con trazos rectos y enérgicos de carbón, iluminando luego con clarión la camisa y las zonas de brillo, mientras que el otro lo representa hasta medio  cuerpo, mirando al espectador con una colilla en la boca.

Las tres velas, 1903. Colección particular
Pintado en los inicios de la que es conocida como su etapa de culminación, "Las tres velas" se sitúa en la Playa de la Malvarrosa de Valencia, en el verano de 1903, uno de los más fructíferos del pintor. Así lo sentía él mismo y lo explicaba en una carta a su amigo Pedro Gil Moreno de Mora:
Estoy muy entusiasmado de las cosas que veo en la playa..., todo me impresiona como si fuera la primera vez que lo he visto, de lo que estoy contento, pues me imagino haré algo decente, que buena falta me hace... sigo trabajando mucho y te anuncio una carta detallando lo que hago..."
Y no andaba desencaminado pues fue en este verano que, además de "Las tres velas", Sorolla pintó obras tan notables como "Pescadoras valencianas" o "Sol de la tarde". 
El cuadro se presentó en la Exposición Universal de Berlín de 1904 y fue vendido al banquero alemán Max Steinthal por 2.500 Marcos. En su despacho estuvo durante más de treinta años hasta la llegada al poder del Tercer Reich que intentó confiscar todas sus posesiones, incluido este cuadro, debido a su ascendencia judía. Para evitarlo, Steinhal nombró albacea a su yerno Friedrich Vollmann, miembro no judío de la familia, que lo llevó a Dresde. En posesión de Vollmann estuvo hasta 1950 cuando las autoridades de la Republica Democrática de Alemania requisaron todos sus bienes y él tuvo que huir a la Alemania Occidental. 
Nada se volvió a saber de la tela hasta que en el 2002 cuando, debido a las inundaciones que sufrió la población de Dresde, se tuvieron que desalojar de urgencia los sótanos de la antigua galería de arte de la ciudad. Allí aparecieron varias cajas con el nombre de Steinhal y en una de ellas el cuadro de "Las tres velas". Tras las comprobaciones pertinentes la obra fue devuelta a los herederos del banquero quienes lo sacaron a subasta en Sotheby's en noviembre de 2004 vendiéndose por 2,4 millones de Euros. 
En 2008 la obra volvió a salir a subasta en New York comprándola un coleccionista anónimo por 2,9 millones de Euros. 
El cuadro está firmado y datado en la esquina inferior derecha: "J Sorolla y Bastida / 1903 / Valencia"
La escena es sencilla, enmarcada dentro del costumbrismo, tres mujeres caminan por la playa, pescadoras que con sus cestas vacías acuden posiblemente al encuentro de las tres embarcaciones de velas triangulares que casi llenan el horizonte y que vuelven de faenar. La estampa es espontánea, como si se tratara de una fotografía, una instantánea que parece sorprender a una de las mujeres mirando por casualidad hacia la cámara. Sin embargo, en esta simple escena, Sorolla consigue homenajear y ensalzar el duro trabajo de las mujeres de aquella época, una de las cuales lleva una criatura en brazos, retratando en la misma escena a varias generaciones de pescadoras. 
La composición es armoniosa, equilibrada con una luz espléndida que Sorolla maneja magistralmente en los reflejos del agua, el blanco de las olas o los colores de los vestidos a base de pinceladas ágiles y empastadas.  

En el año 1904 Joaquín Sorolla realiza una extensa producción que Blanca Pons Sorolla estima en unas 250 obras pictóricas. Como es su costumbre, dedica los primeros y los últimos meses del año, al ejercicio del género del retrato. Menos frecuente en la producción del pintor es la realización de proyectos de pintura decorativa, como Apolo conduciendo el carro del sol, realizado en aquél año para el techo de un salón del palacio de la Marquesa de Torrelaguna, en Madrid. En el verano viaja a pintar a Asturias como en años anteriores, y desde allí acude a Pasajes de San Juan y a San Sebastián. El resto del verano y la primera parte del otoño lo pasa en Valencia, donde pinta en la playa de la Malvarrosa, y en la cercana localidad de Alcira. A esta estancia en Valencia corresponden los cuadros Verano, Mediodía en la playa de Valencia, y La Hora del baño. A finales de año Sorolla y su familia se mudan a la calle Miguel Ángel de Madrid.

Pescadoras valencianas, 1903, 93 x 126 cm
Pescadoras valencianas, de 1903, es uno de esos cuadros tan habituales en la producción de Joaquín Sorolla que los expertos encuadran dentro de su costumbrismo marinero. Desde su adquisición, allá por el año 1979, ha ocupado el despacho del presidente de la Generalitat Valenciana con una clara función protocolaria. Y precisamente desde entonces este cuadro ha ocupado muchos titulares y noticias de prensa, tanto a nivel local como nacional. Cuestiones derivadas de rencillas políticas, y la pertinencia de determinadas decisiones relativas a las cuentas económicas y el uso del erario público eclipsaron la llegada del lienzo a la ciudad de Valencia. Por otro lado, Pescadoras valencianas puso de relieve a mediados de los años ochenta la inmadurez de los gestores culturales públicos sacando a la luz las deficiencias y carencias de todas las instituciones que debían velar por el patrimonio cultural en un momento en el que, precisamente éste, iba adquiriendo su relevancia como valor público.
Quizá hoy ya sea posible valorar la figura de Sorolla desde una perspectiva adecuada y que tienda a buscar esa objetividad tan ansiada, y muy pocas veces alcanzada, en el campo de la crítica artística. Ya han quedado atrás los fastos que han intentado celebrar la recuperación de un pintor que, sin embargo, tiempo atrás se ha tendido a desvalorizar de forma injusta y, en muchas ocasiones, cruel. 
Pescadoras valencianas fue pintada en 1903 cuando Sorolla ya alumbraba el genio que despuntaba en el panorama artístico de finales del XIX y principios del XX. Había descubierto las cualidades de la pintura al aire libre, la magia de la luz del Mediterráneo y, por fin, tras larga búsqueda, había encontrado su asunto en algo que, precisamente, le era extremadamente familiar: Valencia y su mar. Este lienzo en cuestión resume la potencia creadora y lumínica de los cuadros de este momento, plenos de un color a veces abrumador. Unas mujeres, entregadas a una lectura anónima, ocupan un primer plano en el que destaca secundario un tipo marinero cerrando la escena por la izquierda. De fondo, las aguas del mar surcadas por los veleros.
La Diputación valenciana no dudó en realizar una poderosa inversión en el año 1979 llegando a comprometer veintitrés millones de las antiguas pesetas en la adquisición de Pescadoras valencianas en una subasta de la galería londinense Sotheby’s. Desde el mismo momento de la compra arreciaron las críticas al exceso cometido e, incluso, las dudas sobre su autoría. A mediados de 1980, la policía desarticula una red de traficantes de arte en Valencia. Uno de los apresados, el brasileño José Silveiro declaró que el cuadro en cuestión era una copia del original conservado en una colección particular de Nueva York. Hoy nadie duda de la autoría, pero en su momento tuvieron que implicarse en esta cuestión, cuyo fondo residía en rencillas políticas de turno, tanto la propia galería londinense como el mismísimo nieto del pintor, Francisco Pons – Sorolla, a la sazón director de la Casa - Museo del pintor en Madrid. Finalmente, el cuadro fue presentado en sociedad en el Museo Nacional de Cerámica “González Martí”.
Años más tarde, Pescadoras valencianas participa como préstamo en una exposición celebrada en la ciudad belga de Lieja, en Europealia – 85 (Levante, 17 de enero de 1986). A su vuelta a Valencia, al desembalar el cuadro los especialistas documentan con estupor un pequeño desconchón, apenas tres milímetros de diámetro, en el ángulo inferior izquierdo. El pequeño desperfecto degeneró en una ola de indignación que puso su acento sobre el estado de conservación del patrimonio autonómico valenciano y desde los más diversos medios se denunciaba la imperiosa necesidad de proteger los bienes culturales, amenazados por la dejadez institucional y profesional. Los análisis posteriores descubrieron la verdad del desconchón de Pescadoras valencianas: el diario Las Provincias, en su edición del 19 de enero de 1986, en hábil composición fotográfica demostró que el desconchón ya se encontraba presente en el momento de la adquisición de la obra. Su posterior restauración desapareció, debido al constante vaivén climatológico del despacho presidencial donde se ubicó, el humo del tabaco, las corrientes de aire… Los técnicos sólo se percataron de la falta al regresar el lienzo de su periplo belga.
Hoy, Pescadoras valencianas decora el despacho presidencial de la Generalitat Valenciana, ajeno su polémico historial desde que en una subasta londinense, el entonces presidente de la Diputación de Valencia, Manuel Girona, desembolsó los más de veinte millones de pesetas que costó. En una reciente entrevista (Las Provincias, 28 de noviembre de 2009) Girona no podía mostrarse más orgulloso: “Los 21 millones de pesetas mejor invertidos de mi vida”.

Toros en el mar, óleo sobre lienzo 131x190. Colección particular
El grabado, la ilustración gráfica y la fotografía se adelantaron a la pintura en la representación de los tipos y paisajes valencianos y españoles. La imagen de los bueyes que internan las barcas de pesca en el agua o que las remolcan a su regreso para vararlas en la arena se localiza en la fotografía de I. Laurent (1870). La casa de "bous " -casa de toros -era el nombre que se designaba a las cuadras que dependían de sociedades de pescadores   o donde éstos apilaban las reses. Sin embargo, conviene distinguir entre esta práctica que se reduce a la entrada y salida del mar, y, la llamada "pesca del bou", polémica captura de arrastre, censurada por su carácter depredador, que en principio nada tiene que ver con los animales de tiro-a excepción del citado acarreo-pero con cuya denominación llegaría a confundirse por utilizar dos embarcaciones que navegan en paralelo-como una yunta- y por dibujar la red extendida unas formas apuntadas semejantes a la cornamenta. Sorolla siempre interesado en perpetuar aquellas escenas que mejor condensan la labor de sus  paisanos, convirtió la iconografía de los bueyes en uno de los emblemas de la pintura valenciana fin de siglo y la dio a conocer a todo el mundo.
El motivo se sanciona con la creación de La vuelta de la pesca y sus estudios previos (1893-94) Desde esas fechas se suceden a lo largo de los años variaciones de diferente punto de vista, composición, tamaño y momento del día : por ejemplo en 1898, 1899, 1901, 1903, 1904, 1908 y 1916, lo cual es lógico si se repara en su carácter de manifiesto y el deseo del artista de apurar las posibilidades plásticas que le brindaba un asunto en el que había conseguido en  1895 otro resonante éxito en París.
Siendo Toros en el mar un cuadro de holgadas dimensiones todavía resulta limitado frente al monumental La vuelta de la pesca que hoy guarda el Musée d´Orsay y al que sólo sobrepasa en esta temática Sol de la tarde: pero, aún así, se trata sin duda de una de las versiones más seductoras y de mayor calidad que tiene, además en esta muestra el aliciente de no haber frecuentado el contacto con el público y de no haber ilustrado los textos más documentados de Sorolla. Creemos, por otra parte, que esta pintura debió agradar al propio Sorolla a juzgar por la utilización que hizo del mismo esquema compositivo, al menos en otras dos ocasiones: Ráfaga de viento y La hora del baño. En la primera repite aisladamente la barca por medio  de una factura abocetada, lo cual sugiere que podría ser un boceto para Toros en el mar, sin embargo; la fecha claramente anotada junto a la firma, las medidas y las diferencias que se aprecian en la línea del horizonte desmienten la sospecha. En la segunda- sin que esto indique orden de prelación-es prácticamente toda la composición la que se incorpora en el segundo término y comparte protagonismo con los niños situados en la orilla, hasta tal punto que sin su empaque y sin el efecto de contraste que proporciona, esta pintura sería completamente distinta.
En La vuelta de la pesca había presentado Sorolla un momento del día, las primeras horas de la mañana. En el mismo año en que pinta la obra que analizamos, 1903, concluye también Sol de la tarde, donde, como expresa el título, es la luz vespertina la que domina el ambiente. No obstante, son asimismo muy curiosas y aleccionadoras de su proceso filoimpresionista las versiones de La vuelta de la pesca, y entre ellas Buena pesca (1903) cuya comparación con  el modelo descubre las diferencias entre una luminosidad más fría y otra mucho más cálida. Con Toros en el mar vuelve al punto de partida, el crepúsculo matutino y sus cercanías. En efecto, la franja horaria elegida coincide con la alborada, lo atestiguan además de las condiciones lumínicas, la mayor quietud del mar, la ausencia de bañistas y la sombra que  proyectan los animales, inclinándose hacía la orilla. Pero aquí el tiempo no está tan despejado. Las nubes que se asientan sobre el horizonte dan lugar a una claridad más tenue y matizada, y desde la parte superior derecha se extiende un velo de tonalidades violáceas cuyos reflejos salpican toda la tela.
El premioso avance de los bueyes de piel de canela, que soportan sobre el testuz a los guías  de la maniobra vence la fuerza que oponen al viento y el peso de la barca obligando a pecadores y ayudantes a resistir la tensión de los cabos. Sobre esta experiencia dio una soberbia descripción su amigo Blasco Ibáñez en la novela Flor de mayo. Pero si la vuelta de la pesca era en realidad un espectáculo colorista en torno al cual se arremolinaba la gente, la traducción pictórica que elabora Sorolla no se queda atrás, pues constituye un auténtico festín para los sentidos que activa de inmediato nuestro recuerdo y conocimiento del medio: el empuje del viento, el eterno movimiento de las olas y sus cambiantes reflejos, el sabor y el olor salobre...Quizá nunca volvió a pintar un mar argentado con semejante fortuna y delicadeza.

Autorretrato, 1904. Museo Sorolla
Sorolla pintó hasta quince autorretratos de los que ocho se conservan en el Museo Sorolla de Madrid. Este lo realizó cuando apenas había entrado en los cuarenta y en su segura pose, confiada y firme parece querer dejar claro el excelente momento de madurez y éxito profesional por el que atravesaba en aquellos momentos
El lugar donde Sorolla se autorretrata es en su propio estudio y desde allí contempla al espectador con una mirada fija y penetrante, casi desafiante.​ 
En este autorretrato quiso Sorolla rendir un homenaje a su digno oficio de pintor y para ello buscó la inspiración en el maestro Velázquez y más concretamente en su autorretrato de Las Meninas. Las referencias al genio malagueño se aprecian en múltiples detalles de la obra como en la profundidad del espacio marcado prácticamente tan solo por los lienzos de las paredes, también en el lienzo en blanco que se muestra a la derecha o en los característicos colores del Siglo de oro, sobrios y oscuros e iluminando solo las zonas a resaltar como el cuello de la camisa que enmarca un rostro resplandeciente. 

El niño de la barquita, 1904. Museo Sorolla.
En 1904 el tema de playa se impone en la producción de Sorolla y con él surgen los temas infantiles, que ya había tanteado con anterioridad entremezclados en escenas de pescadores. Continúa con la obsesión de las luces del ocaso, que iluminan bruscamente la composición, y los niños, tripudos, son hijos de pescadores que no estaban muy bien alimentados.
Pintado en la playa de Valencia durante el verano de 1904, año en que empiezan a aparecer en su obra las figuras de niños desnudos como consecuencia de la introducción del tema de la playa. Con luces muy contrastadas, sigue utilizando las del ocaso, ilumina al niño de forma irregular porque el fondo, el mar, es otra fuente luminosa sobre la que recorta la figura. 
También, en 1914, había sido nombrado académico y, cuando terminó los trabajos para la Hispanic Society, trabajó como profesor de composición y color en la Escuela de Bellas Artes de Madrid. Su pintura representó la aplicación directa del luminismo al paisaje y la figura, acercando por tanto esta tendencia a la sociedad de la época. Su principal discípulo, seguidor del luminismo, fue Teodoro Andreu. 

El pescador, 1904. Colección privada
Se trata de una composición en la que destaca la luminosidad del conjunto en el que predominan los tonos azul y rosa. La figura principal se muestra en diagonal por encima de las rodillas, lleva el torso desnudo y un sombrero le protege la cara del implacable sol. Sostiene con el brazo izquierdo un cesto de mimbre cubierto por un lienzo de tela que mueve el viento caprichosamente, dejando al descubierto la pesca. En el fondo está el mar y unos niños que juegan con las olas. 
Se ha querido ver en esta obra, como en otras del artista, la influencia de la fotografía y de hecho Sorolla trabajó durante unos años de su juventud en el estudio del fotógrafo Antonia García Peris, entablando una relación con su hija Clotilde, que acabaría por convertirse en su esposa. 
El cuadro formó parte de la primera exposición internacional del pintor que se celebró en la galería Georges Petit de París en 1906 y ha permanecido desde entonces en manos de coleccionistas privados. 
En el año 2010 fue expuesto en Nueva York, Moscú, Barcelona y Madrid, siendo subastado el 23 de noviembre por la casa Sotheby's, alcanzado el precio de 3.6 millones de euros. ​ 


Bebiendo del botijo. Óleo sobre lienzo 150 x 98 cm.1904
Otro apunte rápido de la vida cotidiana del verano de 1904. El cuadro siempre se ha interpretado como una madre dando de beber a su hijo, ahora puede tener otras lecturas.
Indagando algo más, supe que desde hace años hay una mujer que reivindica su supuesta descendencia de Sorolla y que justificaría la separación de la familia en estos meses de verano. Según ella, su abuela, Carmen Fossati, tuvo un hijo del pintor el año 1905. En 1904 Carmen era una jovencita muy bella, hija del alcalde del pueblo de pescadores de El Cabañal (Pueblo Nuevo del Mar), en cuya casa se venía alojando el pintor cuando pintaba en la costa. Sorolla no llegó a legitimar al niño, pero sí que lo reconoció al pasar una pensión para su educación durante años. 

Verano, 1904, 149 x 252 cm. Museo de Bellas Artes de Cuba
En 1904 Sorolla se lanzó a un ritmo enfebrecido y creciente dándolo todo en su afán de expresar lo esencial - la luz que es lo más variable, lo más fugitivo  lo más traidor -con fin de trasladarlo, instantáneamente, de la manera más fiable posible, al  lienzo. Esto supone realmente una imposibilidad física, un esfuerzo de titanes, agotador, en el que la mano, por rápida que sea, será incapaz finalmente de seguir las  "impresiones" de la vista.
Pero el valenciano no cejará en su empeño y si es verdad que un artista llegó a conseguir en alguna ocasión este sueño, sin duda debió de ser Sorolla .Es cierto que el levantino nace de alguna manera superdotado para la visión del color y la luz, pero también se debe reconocer que, este don, lo acrecentó a fuerza de trabajo y lucha sin fin. No hay que creerse que la mayoría de los cuadros de Sorolla, fueron creados tan espontáneamente como se pudiera sospechar. Antes de acometer cada una de sus obras, hubo un período de  preparación en el cual el pintor, por medio de estudios numerosos de dibujo y de color, ya de conjunto, ya de detalle, trató de familiarizarse con el asunto que debía representar.
Así, también de esta bellísima composición conservamos multitud de apuntes, dibujos  y bocetos. El tema es sencillo y, a la vez, tierno y cotidiano: un grupo de pequeños chavales avanzan, en diagonal y de izquierda a derecha, hacía un niño pequeño, casi un bebe, que se resiste al baño, protegiéndose  entre las faldas de su madre. Como suele ser habitual en estos momentos, la composición se  vuelve a estructurar a través de lineas diagonales,  en tres  términos o franjas que, en ocasiones como ésta, viene marcada por los trazos oblicuos que sugiere la espuma del oleaje.
Por supuesto aquí ya ha desaparecido  todo residuo de costumbrismo y en su lugar la tela se entiende como grandes manchas de color y de luz. Una vez que Sorolla ha encontrado su registro, ya  no lo abandonará nunca: figuras infantiles en el agua, paleta brillante, brillos acharolados sobre la piel  mojada de los niños  luz envolvente  y a veces cegadora, que nunca disuelve del todo los volúmenes, el fluir del agua transparente que se deposita en la orilla en suave espuma, en fin, todo un amplio repertorio aplicado a estos cuadros.

Hora del mediodía en la playa de Valencia, 1904. Óleo sobre lienzo 64 x 97 cm. Colección Arango
En agosto de 1904 Sorolla se encontraba en Valencia con su familia. El día 3 ya había comenzado a pintar en el Cabañal, a la orilla del mar, con un entusiasmo que el mismo reflejó en su epistolario con la expresión: "tiene esto tal encanto que se necesitarían  muchas vidas para agotarlo". A pesar del extremado calor que sintió, trabajó con  asiduidad, tanto en el campo como en el mar, y allí permaneció hasta el otoño. El artista debió de quedar satisfecho con su campaña, y así debió transmitirlo a su amigo Aureliano de Beruete en una carta al final del verano, pues éste le contestó: "Ya deseo ver esos estudios que serán maravillosos".
Tal vez una de las obras a la que se refería Sorolla, fuera ésta, quizá la pintura de más concentrada intensidad de cuantas realizó entonces. Deseoso de captar en toda su plenitud el motivo de los reflejos de la luz solar de mediodía sobre el agua, el pintor se situó en la  misma orilla del mar, donde en efecto señalaba en sus cartas que trabajaba, según reflejan también algunas fotografías. La presencia de la sombrilla refleja la extrema naturalidad  con que Sorolla representaba la realidad, circunstancia en este caso a su campo de visión más inmediata. En lugar de evitar aquel objeto, utilizado por todos los paisajistas pero rara vez representado en pintura, Sorolla lo introdujo en varias ocasiones en sus obras y, es en ésta donde adquiere una importancia mayor , pues cierra casi por completo en la parte superior la composición de manera moderna y atrevida.
Gracias a la sombrilla pudo Sorolla pintar el intenso contraluz de un mediodía estival junto al mar. La inmediatez del encuadre, determinado por la posición del parasol, confina la escena a una pequeña extensión de agua en donde sólo la disposición relativa de las figuras introduce una cierta profundidad en un mar de refulgente superficie. Pero, por otro, en ausencia de horizonte, delimita la superficie de las aguas con la armónica riqueza de los ritmos lineales suavemente curvilíneos de su contorno.
La saturación de la luz de la escena deriva sobre todo de los fulgurantes destellos en el agua, que también circundan las siluetas más oscuras de los cuerpos. Estos, moteados por manchas claras, llegan a vibrar también. Precisamente, la luz refuerza en la apretada yuxtaposición de las pastosas pinceladas blancas, la dirección hacía el fondo a la derecha que induce la disposición de las figuras y que equilibra la inclinación hacia la izquierda del mástil.
El cabrileo de la luz sobre el mar y el movimiento de las espumas se plasma mediante pinceladas cortas y rápidas de gran vigor, con otras más larga, en tonos malvas y azulados, consigue una  impresión de fluidez en el movimiento de las aguas. La gama de color, desde el azul cerúleo hasta el violeta oscuro con los ocres del primer término a la derecha y los anaranjados de la tela, no es muy amplia, pero el cuadro irradia un cromatismo exultante, al que contribuye la exaltación de los complementarios azules y naranjas.
La ejecución muestra una gran variedad de pinceladas que sirven en cada caso al propósito del artista que representa de modo más fiel las calidades de la superficie. Por ello, al lado de los toques cortos apretados y con mucho empaste, de los destellos de la luz blanca en el agua, se advierte una resolución muy distinta fluida y suave, en la tela de la sombrilla, cuyos finos pliegues están tratados de modo azul y otra más enérgica a base de pinceladas, en el mástil.

La hora del baño.1904. Óleo sobre lienzo 84 x 119 cm. Colección particular
Tras su consagración europea en París - que culminó precisamente en este fecundo año de 1904 - Sorolla desarrolló una extraordinaria producción comercial para satisfacer a una extraordinaria clientela amplia y cosmopolita que buscaban poseer su preciada firma. Entre estos lienzos tiene cabida un tipo de escenas de playas, concebidas como verdaderas  pinturas de composición y realizadas ya dentro del estudio, de entre las que destaca esta obra como uno de los ejemplos de mayor significado que aprovechan otras pinturas previas realizadas al aire libre. Pensado para el mercado internacional, el cuadro pasó poco después de ser pintado a manos del famoso marchante de arte y coleccionista José Artal (1862- 1918) quien lo expuso y vendió inmediatamente en su salón bonaerense , tal y como haría  con la obra de otros muchos maestros contemporáneos de prestigio.
Para llevar a cabo la composición del cuadro, en el que es evidente que Sorolla hizo alarde  de las mejores facultades de su oficio así como de su perfecto conocimiento de los gustos  del mercado artístico, combino el empleo de un fondo que ya había pintado del natural como espléndida composición autónoma un año antes incorporando a este escenario la  presencia de varios grupos de figuras. En el primer plano de esta nueva versión, ideada  ya en su taller, aparece una muchacha de perfil, con una bata rosa que despliega un  hermoso lienzo blanco para recibir a unos niños que salen del agua. Se trata de un tipo de figuras que el maestro repetirá en otras ocasiones y en las que se recrea en el efecto  de la luz que se transparenta a través del paño, imitando a las velas hinchadas de los barcos. El resto de la composición está construida con planos superpuestos a diferentes escalas. Tras esta primera escena, aparece un tiro de dos yuntas de bueyes que ponen  en seco una balandra de pesca y que repite la composición señalada con un modelado  más suave dado su posición en segundo plano.
Cada uno de estos elementos compositivos autónomos entre sí, se conectan a través del suntuoso efecto de la luz resplandeciente que Sorolla despliega en el lienzo y que es sin duda su mayor atractivo. Asi el artista lo preparó con una capa de imprimación de  color violeta que es perceptible en toda la superficie de la obra, color que en la primera versión del fondo de esta obra sólo empleó parcialmente para activar el centelleo del  mar. Esto le permitió ajustar ciertos desfases de escala entre las figuras unificadas  por la superposición de pinceladas blancas y azules con las que Sorolla describe las  crestas transparentes del agua del mar, iluminado por el sol de poniente. El manejo de todos estos recursos garantizó la complacencia del mercado en las virtudes decorativas de la obra, que permitieron a Sorolla abundar en una técnica de extremo iluminismo que no repetirá muy a menudo.

Puerto de Valencia.1904. Colección particular


Mis hijos, 1904. Óleo sobre lienzo 160,5 x 230,5. Museo Sorolla
Nos presenta a los tres hijos del pintor: de Joaquín, y sentadas María, la mayor (a la izquierda), y Elena, la más joven (a la derecha). La presencia del lienzo en varias exposiciones internacionales en vida del pintor, denota la importancia que Sorolla le atribuía, más allá de la familiaridad de la escena, como muestra de sus progresos y de su madurez artística.
Sin duda Sorolla pensaba en Velázquez cuando quiso convertir un retrato familiar en un cuadro ambicioso capaz de trascender ese ambiente íntimo. Repetidas veces se ha señalado en este cuadro la inspiración de Sorolla en Las meninas, principalmente por la situación del grupo en un espacio que se desarrolla por detrás de él en gran profundidad, por la presencia del lienzo preparado para el retrato en un margen del propio cuadro, y por y la intensa sugestión atmosférica; así como su relación con otro famoso retrato de grupo a su vez inspirado en Las meninas: Las hijas de Edward D. Boit, pintado por John Singer Sargent, que se expuso en el Salón de París en 1883 y Sorolla pudo conocer.

La siesta, 1904. Museo Sorolla
El cuadro que nos ocupa es más espontáneo, es un apunte del natural en el que sus hijas han sido captadas como en una fotografía. De hecho, el encuadre escogido recorta las piernas de María y valora mucho más el contexto del jardín, que a las propias niñas amodorradas en ese espacio entre el sol y la sombra. Se trata de captar la atmósfera de una calurosa tarde de verano en lo que lo único que apetece es dejarse llevar por el sueño.
Pero también es un retrato en el que podemos reconocer perfectamente los rasgos físicos y la actitud de ambas niñas ¡Hasta repiten los lazos coleteros rojos en ambos retratos! María tiene la mirada perdida y cuelga sus brazos por encima de la cabeza insinuándonos una personalidad soñadora e inteligente, muy apasionada. María seguirá a su padre y con el paso del tiempo se convertirá en pintora. Elena todavía es muy niña, pero resulta graciosa, y de nuevo apoya su cabeza en el brazo mientras cierra los ojos. También será artista, pero optará por la escultura.
La Siesta ofrece una visión encantadora y elocuente de un estilo que no encaja exactamente en el impresionismo y, a su vez, desde el punto de vista temático de varios géneros de Sorolla: el paisaje, el  tema de jardín, el retrato al aire libre, el retrato de sus hijos y la captación de un momento de la vida cotidiana e íntima, en esta ocasión, de la burguesía, de la infancia,... de su propia familia. Desde que participó en la Exposición Universal de París de 1900 parece que su estilo se separa del realismo académico con un toque social y se decanta por un impresionismo tardío. Mucha influencia tuvo la amistad que entablará en este evento con pintores como el norteamericano John Singer Sargent  y el sueco Anders Zorn, con quienes compartirá muchos elementos estilísticos (luz, pincelada, temática) y la admiración que sienten por Velázquez.
En este cuadro Sorolla despliega todas las posibilidades de la luz y el color mediterráneo. El cielo se intuye vaporoso por la calima a través de una pincelada rápida en diagonal donde hay mucho toque de blanco sobre el azul celeste. La vegetación se muestra vibrante y muy clara donde le da el sol y de colores fuertes y contrastados en sus sombras. Uvas, flores y hojas se muestran exuberantes contagiando alegría a través de los armónicos tonos. La vista en detalle de las pinceladas es un goce para los sentidos por lo que me permito poner estos detalles.
El cuadro es sorprendente por la riqueza de matices de color y por recrear a la perfección la atmósfera perezosa de una tarde de verano en las que se busca la sombra para pasar el sopor en el que se entra tras la comida. El sol cae a plomo, ni siquiera las hojas del emparrado le detienen. El pintor interpreta magistralmente este momento como un impresionista dando toques luminosos de blanco sobre hamacas, vestidos y suelo. Las sombras se disuelven en morados y verdes. La piel de las niñas también se modela mediante el contraste violento de las luces y las sombras. Al fondo, la valla se inflama con toques de amarillo claro sobre el ocre tostado.

Clotilde en la playa   1904. Óleo sobre lienzo –  Museo Sorolla, Madrid, España

Jacinto Felipe Picón y Pardiñas, 1904. Óleo sobre lienzo, 65 x 98 cm. Museo del Prado.
Retratado casi hasta las rodillas, posa sentado y un tanto reclinado en una silla, ocultando las manos que se sugieren por los puños blancos de la camisa que asoman al borde inferior del lienzo. Vestido impecablemente de oscuro, con camisa de cuello duro, luce sobre la solapa de la chaqueta una rosa amarilla y en el bolsillo sobresale el pico de un pañuelo blanco. Quizás por el aspecto serio, el atuendo elegante que viste y la barba cerrada con grandes bigotes que enmarcan su rostro es difícil reconocer la juventud del modelo, de tan sólo veintiséis años cuando fue retratado por Sorolla, probablemente en su estudio nuevo de Madrid, en la calle Miguel Ángel, a donde el pintor se había trasladado a finales de 1903. En él aparecen, como fondo del retrato, bastidores y lienzos esbozados colgados o apoyados en la pared donde se adivinan las pinceladas, las manchas luminosas y las tonalidades tan singulares del pintor, consagrado ya en estas fechas por sus múltiples triunfos y en su haber el alto galardón del Grand Prix en la Universal de París de 1900 y la medalla de honor de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1901. El mismo fondo del estudio se intuye en el sobrio y magnífico autorretrato del Museo Sorolla, pintado también en 1904. Este tipo de retratos de tres cuartos o medio cuerpo, marcados por una línea diagonal, con un primer plano muy directo, de formatos muy apaisados sobre fondos descuidados que sugieren el ambiente informal y natural del lugar de trabajo, fueron muy utilizados por Sorolla en la primera década del siglo XX, precisamente para retratar su mundo más cercano vinculado a él por motivos familiares, profesionales o de amistad. Así, entre otros, pueden señalarse el retrato de Gomar y el del doctor Decreft del Museo del Prado, el de José Artal del Museo de Bellas Artes de Valencia, el de Luis López Ballesteros del Museo de Álava, el de su hermana Concha del Museo Sorolla o el espléndido retrato de Raimundo de Madrazo pintado en 1906, sentado en una mecedora ante un fondo luminoso de paisaje que se conserva en la Hispanic Society de Nueva York. Jacinto Felipe Picón y Pardiñas nació en Madrid en 1878. Era hijo del famoso escritor y crítico Jacinto Octavio Picón y Bouchet, a quien está dedicado el cuadro, en correspondencia con la amistad y admiración que unía a pintor y novelista y a quien se debe, en medio del pesimismo finisecular, una de las sentencias más contundentes refiriéndose al arte de Sorolla: Nos ha derrotado por las armas un pueblo de mercaderes ricos, estamos pobres y a todas horas repetimos que nos devoran la corrupción y la ignorancia, del naufragio de nuestra gloria sólo hemos salvado el Arte. Educado dentro de un ambiente culto y elitista, se doctoró como abogado y fue magistrado de la Audiencia de Madrid. También participó en la política nacional siendo elegido diputado por el partido conservador en las elecciones de 1907 y 1914 y colaboró asimismo en uno de los ejes de referencia cultural de la vida madrileña como era el Ateneo Científico, Literario y Artístico, al que se incorporó como miembro activo en 1897, bajo la dirección del político y financiero Segismundo Moret, ocupándose de la Secretaría de la Sección de Artes Plásticas. Desde 1894, hasta su muerte el 18 de enero de 1917, estuvo vinculado al Museo de Arte Moderno, formando parte de la comisión encargada de su creación y participando activamente en su desarrollo como miembro de su patronato desde 1915. El cuadro estuvo siempre en la colección de Jacinto Octavio Picón, quien a su muerte, en 1922, lo dejó en usufructo a María, hija y hermana menor del retratado, quien al año siguiente hizo efectivo el legado de su padre, entregándolo, junto con una buena colección de retratos familiares, al Museo de Arte Moderno.

María de los Ángeles Beruete y Moret, condesa viuda de Muguiro. 1904. Óleo sobre lienzo, 180 x 132,5 cm. Museo del Prado.
Hija del bilbaíno Aureliano de Beruete y Larrinaga, cónsul de España en Londres, y de la gaditana María de los Ángeles Moret y Quintana. Siempre se distinguió por su gran cultura y ameno trato, teniendo predilección por cuanto se relacionase con las bellas artes, pues no en balde era hermana del célebre pintor impresionista e historiador del arte Aureliano de Beruete y Moret (1845-1912), y cuñada del infante duque de Marchena. Contrajo matrimonio en Madrid el 6 de mayo de 1865 con Fermín de Muguiro y Azcárate (Olite, Navarra, 7 de julio de 1831-15 de julio de 1892), I conde de Muguiro por merced de Alfonso XII dada el 4 de febrero de 1878, diputado a Cortes y senador del reino, quien al tiempo de este matrimonio se hallaba viudo de Josefina Finat y Ortiz de Leguizamón, con siete hijos e ilustre descendencia.
A pesar de su intensa vida social, pues gustaba de reunir en su casa de la calle Zurbano de Madrid a los más conocidos políticos y dar brillantes fiestas, fue al mismo tiempo señora de gran caridad cristiana y sirvió mucho tiempo en la Junta de patronos del Asilo de Inválidos del Trabajo, sito en Vista Alegre (Carabanchel, Madrid). Esta y otras muchas obras sociales movieron al papa León XIII a otorgarle, el 1 de octubre de 1886, ya viuda, el título pontificio de condesa de Barcilés, cuyo uso le fue autorizado en España. Falleció en el Real Sitio de San Ildefonso el 4 de agosto de 1904.
En el comienzo del año 1905, Joaquín Sorolla pinta en su estudio de Madrid, y como otros años realiza también numerosos retratos, entre ellos el retrato de grupo La familia de Rafael Errázuriz. En primavera viaja con su familia a París, donde presenta los cuadros Sol de la tarde y Verano al Salón. Durante esta estancia en la capital francesa planifica la celebración de su exposición individual en la prestigiosa galería Georges Petit, que tendrá lugar al año siguiente. Durante la primera parte del verano, el pintor trabaja en la Malvarrosa y la segunda parte de dicho verano pinta en Jávea, realizando sus cuadros más característicos del lugar, como analizaremos más tarde. Desde Jávea regresa a la Malvarrosa donde pinta parte del otoño. En noviembre adquiere parte del solar de la casa en Madrid, la cual será su casa definitiva, donde se encuentra en la actualidad el Museo Sorolla.
En el año 1906 Sorolla produce una gran cantidad de obra. Durante los primeros meses, como ha hecho en años anteriores, se dedica al retrato en su estudio de Madrid. En primavera viaja con su familia a París, donde tiene lugar la primera de sus grandes exposiciones individuales. El pintor expone cuatrocientas noventa y siete obras en la galería Georges Petit, de las que unas trescientas son apuntes. La exposición supone un importante éxito de afluencia de público, que debe pagar por entrar, de crítica y de ventas, que ascienden a la cantidad de sesenta y cinco obras. Tras el cierre de la exposición, Sorolla viaja con su familia a Biarritz que se había convertido en un centro de veraneo de la alta sociedad, donde pinta Bajamar, Elena en Biarritz, e Instantánea Biarritz; y posteriormente viaja a San Sebastián.

La familia de Don Rafael Errázuriz, 1905, Museo Sorolla
Realizada en un interior, otro de los géneros en los que se desenvolvió con extraordinaria brillantez. Nos referimos a un retrato conjunto realizado en su propio estudio, el de la familia del político y diplomático chileno Rafael Errázuriz Urmeneta, que viajó a Madrid en 1905.
Sorolla pintó el cuadro ¡en doce días, una auténtica hazaña, habida cuenta de que para muchos especialistas se trata de su mejor retrato colectivo familiar. No extraña que el pintor obtuviera por el encargo una cifra astronómica para la época, cuarenta mil pesetas. Errázuriz había adquirido su primera obra del pintor diez años antes. Encargó varias más y por fin, no dudó, al viajar a Europa, en pedir un cuadro de gran formato. No es raro que quien había sido ministro de Asuntos Exteriores y luego de Interior del gobierno de Chile hiciese una solicitud de este tipo, pues otros personajes y familias adineradas de España y América se habían dirigido a Sorolla, conocido por el aire elegante y cosmopolita que inspiraban sus composiciones. En este caso, su madurez como retratista iba a alcanzar su cenit. Con una escenografía horizontal de gran atractivo visual, que une de forma magistral la sensación de sobriedad velazqueña y la opulencia propia de una nueva burguesía política y social, cada uno de los personajes fue ubicado sin perder un ápice de individualidad. El autor decidió, como puede observarse, un indudable homenaje a los recursos compositivos de Las Meninas, cuyas principales pruebas se hallan en la iluminación que procede de la invisible ventana de la derecha, y la puerta de cuarterones de madera, esta vez situada en el fondo izquierdo. Incluso una tercera huella parece hallarse en los peinados de las hijas, también al modo de las meninas que acompañan a la Infanta Margarita.
A este homenaje clásico se suma otro goyesco, el de situar como eje resolutivo a Elvira Valdés, la esposa del diplomático y madre generatriz de la familia retratada, la dama chilena consigue centrar toda la atención y transmitir con sutil elegancia una idea: su figura no constituye sólo el eje del cuadro, sino el de la familia que le da vida. Todo el grupo, a excepción de padre, mira al pintor. Junto a aquél, se sitúan otros elementos diferenciadores, aunque sean meramente decorativos, como una estatua en bronce de Victoria Niké, símbolo de su erudición. La pieza se conserva aún en el Museo Sorolla, testigo mudo de una vida y un tiempo que hoy podemos recorrer en una exposición que nadie debe perderse.

Clotilde y Elena en las rocas, Jávea, 1905. Museo Sorolla
“Clotilde y Elena en las rocas. Jávea, 1905”. Este verano fue importante para el pintor. Es el momento en que madura y desarrolla todo su potencial como pintor. Es el sitio con el que sueña para pintar, le gusta el cabo de San Antonio por su color rojizo y su paleta crece hasta límites insospechados. Es el verano en el que está preparando su primera exposición individual en París, en 1906, y pinta 65 obras entre pequeño y gran formato. La blusa de Clotilde, que trepa con elegancia por las rocas, y el vestido de Elena son blancos, el color preferido por Sorolla para pintarlas frente al mar.

El baño, Jávea, 1905. Museo Metropolitano de Arte
La pintura muestra a la familia de Sorolla, sus dos hijas y su madre, jugando en el agua en la playa entre rocas en Jávea. En primer plano, dominada por los colores arenosos, se encuentra su hija menor, Elena, desnuda, con diez de edad. En el fondo, sobre un fondo azul oscuro, están la esposa del pintor Clotilde y su hija mayor, María. El último plano está dominado por rocas oscuras que cubren completamente el horizonte.
La pintura forma parte de una de las series más famosas de pintura de niños desnudos, que le valió un encargo de la Hispanic Society. Este último museo exhibió la pintura en 1909, el New York Times elogió el «agua multicolor, azotando y formando espuma contra la superficie iridiscente de las rocas húmedas».

Bajamar, Elena en Biarritz, 1906, óleo sobre lienzo 175 x 147 cm. Colección particular
La hija pequeña contaba once años cuando su padre la pintó en este lienzo de formato grande, sabemos que se trata de ella por el título del cuadro, porque ha sido tomada en un momento en que mira hacía el suelo, por lo que el sombrero le oculta la mayor parte del rostro.
En la parte superior del lienzo, apretado en una banda contra su borde, aparecen dos lineas de olas junto a las cuales hay un grupo de mujeres y otros niños que se divisan a lo lejos y han sido trazados a la manera de los apuntes rápidos, tomados en pequeños cartones, es decir, sumamente, apenas bosquejados. Desde esa pequeña banda superior , el agua marina que cubre superficialmente la arena ocupa todo el resto del cuadro, ofreciendo una pintura corrida de azules con algunas manchas ocres, si se eliminaran las breves  olas y figuras de la parte superior y la efigie de Elena, sería una pintura abstracta  .Precisamente las olas y las figuras suministran el sentido representativo a la composición, Elena está adherida a la superficie del agua como un recortable colocado encima, sus formas se perfilan nítidas, con un dibujo de contorno separador -cuyas líneas están especialmente señaladas en el sombrero- y un sentido blanco que es la principal nota de color.
Usó aquí Sorolla un procedimiento velazqueño, la elevación hacía el plano del lienzo de la superficie del agua, de manera que la niña, más que pisarla parece flotar en ella. La figura infantil está muy dibujada, lo que contrasta, por ejemplo, con el pozal que lleva en la mano y desde luego con su reflejo; hay una conexión escalonada del color de las piernas con el de su movido destello marino, que liga con las manchas de arena salpicadas por el medio de la masa de agua. Elena es aquí una parte de esa vida de bajamar en Biarritz y su personalidad queda absorbida por el panorama conjunto.

María en la playa, Biarritz, 1906,
Este cuadro es un retrato al aire libre con la particularidad que la iluminación de la figura principal es a contraluz. Los blancos vibrantes de la espuma marina abren un haz de luz que golpea a María (hija del pintor) por la espalda. El efecto general es abrumador, mientras la fuerza del color recae sobre el fondo, la figura principal aparece casi flotando en primer plano.

Instantánea Biarritz, 1906. Museo Sorolla Madrid
El cuadro lo pinta Sorolla en la playa de Biarritz, en el verano de 1906, lugar donde acudía a menudo con su familia.
Instantánea es una obra de Joaquín Sorolla y Bastida pintada al óleo sobre lienzo con unas dimensiones de 62 x 93,50 cm. Está datado, según firma, en el año 1906 y actualmente se conserva en el Museo Sorolla de Madrid.
En la obra se ve a una mujer (Según unos su mujer Clotilde, según otros su hija María) sentada sobre la playa de la arena y sujetando en sus manos una cámara Kodak “Folding Pocket Nº 0”, la cámara de bolsillo más pequeña que existía en esos momentos, comercializada en 1902 y todo un lujo para la época.
Con esa cámara la familia de Sorolla captó innumerables instantes y ahora el artista parece querer rendirle un pequeño tributo tratando de plasmar en la obra una especie de relación cómplice entre la fotografía y la pintura.
El título “Instantánea” no es sólo el más indicado por su temática y su “encuadre fotográfico” sino también por su pincelada rápida y composición esquemática. Esto, junto a una suave paleta de colores, da como resultado una obra más cercana a la pintura impresionista francesa posiblemente debido a su éxito en la exposición de París y de donde volvió impregnado con el aire de la pintura francesa.

Tras dejar a su familia viaja unos días a Segovia, y a mediados de octubre se marcha a Toledo donde está pintando su amigo Aureliano de Beruete. En noviembre se instala con su familia en los Montes del Pardo, en las afueras de Madrid, para que su hija María se recupere de una tuberculosis. Durante el final de 1906 y los primeros meses de 1907, Sorolla se dedicará a ir y venir del Pardo a Madrid, donde se dedica al género del retrato según su costumbre, y donde realiza también en su estudio dos cuadros de exterior, basados en notas tomadas con anterioridad: Aldeanos leoneses y el tríptico decorativo Las regatas.
Algunos de los retratos de este invierno, de personalidades argentinas, están realizados a partir de fotografías.

Paseo del faro, 1906
Paseo del Faro de Biarritz, es una auténtica maravilla que une el paisaje y la luz del norte, sitio privilegiado dónde veraneaba la sociedad burguesa, con la elegante indumentaria específica. Aquí se deja ver la influencia del encuadre en la fotografía, que tanto llamó la atención a Sorolla en sus obras. Como dato anecdótico, para pintar en los acantilados y playas como precaución Sorolla ponía una sombrilla para evitar el efecto directo de la luz y algunos hombres sostenían el cuadro por el viento.

El doctor Francisco Rodríguez de Sandoval, 1906. Óleo sobre lienzo, 104,5 x 104,5 cm Museo del Prado
El médico posa sentado en una silla de brazos, con las piernas cruzadas, girándose para mirar al frente con un gesto vivaz, concentrado en su mirada inteligente. Retratado hasta las rodillas, parece representar en torno a cuarenta años y viste traje gris con chaleco y guantes del mismo color. Su figura, fuertemente iluminada, se destaca ante un fondo neutro, también grisáceo, que se oscurece a las espaldas del personaje en una intensa penumbra, en la que parecen adivinarse los brillos dorados de un marco.
El doctor Francisco Rodríguez de Sandoval perteneció al círculo de amistades más íntimo de Sorolla, que tendría a lo largo de su vida una especial relación con miembros de la profesión médica. Durante su juventud, Sandoval había sido ayudante del eminente psicólogo valenciano Luis Simarro (1851-1921) -también amigo de Sorolla- en el Sanatorio del Rosario, a las afueras de Madrid. De pensamiento liberal, fue miembro de la Institución Libre de Enseñanza junto con su condiscípulo, el célebre científico Nicolás Achúcarro (1880-1918). Colaborador del doctor Medinaveitia -médico de la familia Sorolla- y amigo del escritor Juan Ramón Jiménez (1881-1958), consolidaría una sincera amistad con el maestro valenciano. Sandoval acompañaría a Sorolla en algunos de sus viajes por España en esa época y sustituiría a Medinaveitia como médico de la familia a partir de 1919, atendiendo al artista durante la hemiplejia que minó su salud en sus últimos años.
El retrato que guarda el Prado de este médico pertenece a un momento especialmente fecundo de la actividad de Sorolla como retratista, en que pinta algunos de sus lienzos más sobresalientes en este género, asimismo en un formato marcadamente cuadrangular. Es también el tiempo en que Sorolla interioriza con mayor sinceridad pictórica la esencia de la tradición retratística de la pintura española a través de Velázquez, que aplica en este caso con un alarde de maestría radicalmente moderno al resolver el retrato desplegando distintas gamas y matices de un solo color, que compone en una sinfonía de grises, de extraordinaria elegancia pictórica.
La seguridad de trazo con que está encajada la figura, la economía abreviada de su técnica, que frota el pincel escurrido por la superficie del lienzo para sugerir distintas texturas y planos de luz, y la asombrosa maestría con que Sorolla sitúa al personaje en el espacio con un recurso tan simple como el intenso oscurecimiento de la mitad izquierda del muro que le sirve de fondo, sitúan indudablemente este retrato entre los mejores pintados por Sorolla en estos años.

Señora de Sorolla (Clotilde García del Castillo) en negro, 1906. Metropolitan Museum of Art
La esposa de Sorolla, Clotilde, era su confidente, compañera de viaje, contadora (o en sus palabras, "mi ministro del Tesoro") y musa. En este retrato, ambientado en su casa de Madrid, se hace pasar por una belleza española con un llamativo vestido de noche. Detrás de ella está la pintura de Sorolla de una mujer santa, realizada durante los primeros meses de su matrimonio en 1888. A la derecha, el artista representaba el borde de otro lienzo, una vanidad que recuerda la obra del maestro y compatriota Velázquez del siglo XVII. La imagen actual se destacó en la exitosa exposición de Sorolla de 1909 en la Hispanic Society of America en Nueva York, donde el Metropolitano la adquirió de inmediato. 

El pintor Antonio Gomar y Gomar 1906. Óleo sobre lienzo, 59 x 100 cm. Museo del Prado.
Tiene don Antonio Gomar en este retrato cincuenta y tres años, y Sorolla utiliza el formato apaisado, del que tanto gusta para amigos y familiares. Es una forma menos académica y el representado se mueve en la escena con una mayor naturalidad, en este caso medio riéndose, en un medio cuerpo escorzado de tres cuartos a la izquierda, en primer plano, lleva un cigarrillo encendido, cuyo humo asciende de forma voluptuosa hacia el rostro.
Poco sabemos de este pintor, nacido en BeniganimValencia, el 26 de marzo de 1853. Fue discípulo de Rafael Montesinos en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos que lo encamina hacia la pintura de paisaje, en la que se movió toda su vida. Desde 1871 participó en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y en las Regionales de Valencia a partir de 1872, en la que obtuvo un premio. También expuso en Sevilla y Barcelona en 1872, en Valencia en 1873 y en la Cantina Americana de Madrid en 1876.
Establecido en Madrid, recibe varios encargos de pintura decorativa, el comedor del palacio de los duques de Santoña, Café Fornos, etc. que decora exclusivamente con paisajes, tanto en techos como en muros. En 1881 acude a la Nacional y se le otorga una tercera medalla, que rechaza por considerarla insuficiente, no volviendo a presentarse hasta 1904, obteniendo una medalla de plata.
Fue viajero impenitente, tanto por España como por el extranjero, donde ejecuta muchos paisajes, algunas veces acompañados de  figuras. El Albaicín, Granada, del Museo del Prado es quizá su obra más conocida.
Mantuvo amistad con algunas personalidades valencianas, como el doctor Simarro o el pintor Joaquín Sorolla, que debió ponerle en contacto con don José Artal, ya que participó en algunos de sus salones de Buenos Aires. Muere en Madrid el 21 de junio de 1911

Mercedes Mendeville, condesa de San Félix 1906. Óleo sobre lienzo, 198 x 99 cm. Museo del Prado
Extraordinariamente dotado para el retrato Sorolla se convirtió, especialmente a partir de su éxito internacional en la Exposición Universal de París de 1900, en uno de los pintores más solicitados por el gran mundo. Sus retratos femeninos tienen, incluso en casos como éste, en el que la retratada es de mediana edad, una gran sensualidad. En esta obra el pintor la acentúa, además, mediante la pose elegida. La mujer sostiene con levedad en un solo hombro su rica capa de raso guarnecida de finas pieles, dejando ver el amplio escote de su vestido de raso blanco con encajes que, muy ajustado al talle, hace patente la armonía de su figura. Sorolla realizó al menos ocho dibujos preparatorios, en los que estudió la figura, y en los que se ve que entre las distintas opciones dominaban ya las que representan la pose elegida. Pese a haber realizado los dibujos, la imposición de la figura en el lienzo resultó un poco apretada, de modo que el pintor hubo de añadir una franja de tela cuyas costuras son visibles en la parte superior. A pesar de ello se produce un contraste entre la gran desenvoltura y amplitud de movimiento del personaje y el escaso espacio del que dispone, en un formato vertical muy utilizado en el retrato mundano por servir a la estilización elegante de las figuras. Ya Raimundo de Madrazo, pintor apreciado por el artista que le retrató en París en este mismo año, había empleado a menudo este formato, como también el recurso de mostrar los brillos y reflejos de las ricas telas femeninas. El virtuosismo de Sorolla en esto último era superior al de los artistas de su tiempo y en este caso sacó todo el partido del contraste entre los blancos y rosas realzados mediante amplias pinceladas y los tonos oscuros y cálidos del cortinaje del fondo, sobre el que campea el escudo con las armas de San Félix, timbrado por la corona condal. Quizá estimulado por la sensualidad opulenta de la condesa, de la que algún autor consideró que había sido modelo de uno de los personajes de La quimera, la novela de Emilia Pardo Bazán publicada en 1905, la representó con un amplio movimiento helicoidal que evoca en cierto modo la forma de las rosas que sostiene, y hace emerger su figura de la capa que la rodea. La marcada sensualidad de la modelo aparece también en la otra opción que el artista planteó en sus dibujos preparatorios, en la que la presentaba recostada en un canapé con uno de sus brazos extendidos. El artista llevó al extremo la soltura de su pincelada en el vestido que descansa en parte en el sillón tapizado de amarillo que está detrás de ella. La expresividad del rostro queda realzada por el acusado sombreado en torno a los ojos, cuyo brillo destaca así con mayor intensidad, en tanto que los labios entreabiertos y la cabeza ladeada acentúan cierta coquetería de la dama. Ésta era, por otro lado, aficionada a la pintura, y en la segunda década del siglo aparece registrada como copista en el Museo del Prado. El artista, que cobró por el retrato siete mil pesetas, lo incluyó en su importante exposición personal en la galería Georges Petit de París en 1906 y dos años después se publicó en el catálogo de su exposición en Londres.

Retrato de Santiago Ramón y Cajal, 1906. Museo de Zaragoza
En una carta a su amigo y marchante Pedro Gil Moreno de Mora (1860-1930), de finales de marzo de 1906, Sorolla escribe que ha "terminado el retrato del Doctor Cajal" (y sigue enumerando una lista de retratos acabados entre los que se incluyen también el de Bartolomé Cossío y el de Blasco Ibáñez). La ficha completa del cuadro y un breve estudio del mismo aparecen en el manual que sobre el pintor valenciano construyeron Felipe Garín y Facundo Tomás; allí se informa de que el cuadro estuvo en la exposición individual de Sorolla ese año en la galería Georges Petit de París, y finalizada la muestra fue comprado por el propio Pedro Gil por cinco mil pesetas. De la familia de banqueros catalanes pasó luego a la colección del doctor Puigvert (Barcelona). En 2014 se encontraba en el Museo de Zaragoza, propiedad de la Diputación General de Aragón.
Psicólogo natural e intuitivo, Sorolla pintó al genio envuelto en su capa, elegante y relajado, mirando al espectador, en un gesto casi provocador y desafiante, pero "con el brillo de una mirada tan luminosa como comprensiva". A su alrededor unos libros y uno de los dibujos del cerebelo, obra del propio Ramón y Cajal, indiscutido líder científico y alma de la JAE y su Laboratorio de Investigaciones Biológicas (que luego llevó su nombre como Instituto Cajal).
Sorolla, muy vinculado a la Institución Libre de Enseñanza, donde se educaron sus tres hijos, ya había retratado a varios de sus miembros, incluso en el transcurso de una investigación científica, como es el caso del lienzo titulado Una investigación (1897), con el doctor Luis Simarro, colega de Cajal, concentrado ante el microscopio y rodeado de sus discípulos.

La actriz doña María Guerrero como La dama boba, 1906. Óleo sobre lienzo, 131 x 120,5 cm. Museo del Prado
Este retrato, pintado por Sorolla a la que fuera su gran amiga y vecina María Guerrero, es seguramente el mejor y más expresivo testimonio de la verdadera obsesión que la eximia actriz mostró durante toda su vida por su propia imagen, haciéndose retratar desde su infancia por varios de los más famosos pintores de su tiempo. Esta voluntad se vio favorecida ya en el seno familiar por la amistad de su padre, el decorador Ramón Guerrero, con muchos de estos artistas, educando a su hija en un ambiente culto y erudito, que incluía clases de idiomas y declamación. Así, María Guerrero creció en un ambiente intelectual y sensible hacia el mundo de la pintura, que estimularía a la actriz su afición por querer inmortalizar su imagen en las distintas etapas de su trayectoria y en los algunos de los papeles que le dieran mayor renombre en la escena.
Así, el malagueño José Vallejo (1821-1882) y el valenciano Emilio Sala (1850-1910) la pintarían siendo todavía niña, y Raimundo de Madrazo la retrató en 1897 en su papel de Doña Inés. Al final de su vida sería retratada además por otros afamados pintores como Anselmo Miguel Nieto (1881-1964), Daniel Vázquez Díaz (1882-1969) o Ricardo Baroja (1871-1953). Así, Guerrero posó para los pinceles de Sorolla en la plenitud de su fama como la más grande actriz española de su tiempo en este soberbio retrato, que la representa en este caso en el rol de Finea, protagonista de la inmortal comedia La dama boba, escrita por Lope de Vega en 1613, que sería también uno de los papeles emblemáticos en la carrera de la actriz, con el que cosechara legendarios éxitos tanto en España como en Argentina. El mismo año en que Madrazo pintara a la actriz en su papel de la Doña Inés del Tenorio, Sorolla realizó una primera versión del presente retrato, cuando María Guerrero contaba veintinueve años, con un tamaño más reducido, presentándolo entonces a la Exposición Nacional de 1897. Nueve años después el artista lo reharía por completo sobre este primer lienzo, que amplió hasta el formato más cuadrangular que hoy presenta, muy utilizado por Sorolla en otros retratos de ese mismo momento. Así, añadió a la tela original sendas bandas horizontales en sus bordes inferior y superior, perfectamente visibles en la actualidad, superando con mucho en su deslumbrante calidad pictórica los resultados de la primera versión, conocida a través de fotografía. En ella, María Guerrero aparecía con rostro serio y más joven, sentada en un sillón frailero, cuyo respaldo asomaba tras su figura, ante el fondo impreciso de un salón, con paredes de alto zócalo de cuarterones. Después, Sorolla rehízo totalmente tanto el rostro de la actriz como su vistoso traje, ampliando sustancialmente su guardainfante y transformando también el fondo, que ambientó en el interior de una sala en la que aparece sentado su esposo, igualmente caracterizado para la obra en el papel de Rufino, profesor de Finea, sosteniendo un libro en las manos. Igualmente, sobrepuso la fecha de 1906 a la anterior de 1897 que figuraba en la inscripción de la esquina superior izquierda, junto al escudo de armas de la actriz. La recreación de la moda del reinado de Felipe IV en esta caracterización de María Guerrero da una vez más la oportunidad a Sorolla para rendir su particular homenaje a la pintura de Velázquez, haciendo gala de su profunda asimilación de la plástica velazqueña aplicada a su propia maestría pictórica en el despliegue del vestido, de extraordinaria riqueza cromática a base de rosas, carmines y blancos, que remiten de inmediato al retrato de La infanta doña Margarita. Así, Sorolla resuelve el traje con una libertad absoluta de trazo, desenvuelto y vibrante, y una jugosidad de materia de asombrosa modernidad, que corresponde por lo demás a la etapa más rotunda del maestro valenciano como retratista, logrando captar en el lienzo con una vivacidad palpitante toda la intensidad expresiva del característico rostro de la actriz, que tanta fama diera por su fuerza dramática a esta gran dama del teatro español. Por otra parte, este retrato viene a suponer el testimonio más elocuente del papel crucial que desempeñó el Museo del Prado en el descubrimiento y admiración por Sorolla de la pintura de Velázquez. En este sentido, resultan especialmente elocuentes las propias palabras del artista, que expresan con toda claridad su especial intención puesta en esta obra: «Yo le pedí a María que me dejara hacerle este retrato, que he pintado para que después vaya al Museo del Prado. Porque es lo que yo le digo a María:Tú deberías estar en el Museo, y conviene que estés pintada por mí y sea ésta una de las obras mías que queden allí”. No es extraño pues que Sorolla quisiera destilar en él lo mejor de su arte, intentando emular al «maestro entre maestros» con quien, en sus anhelos, quería compartir vecindad con este retrato en los muros del Prado; deseo que finalmente llegaría a cumplirse. María Guerrero había llegado a cuajar una gran amistad con Joaquín Sorolla, que se estrechó aún más al convertirse en vecinos tras construirse éste su última casa, hoy convertida en Museo Sorolla. Así, la actriz su ministraría al artista trajes de su vestuario para algunos de sus retratos, según comenta el propio Sorolla en carta a su esposa Clotilde, datada en el primer semestre de 1907: «Llegué a casa antes que los criados, cené cualquier cosa y me fui a ver a María Guerrero, para ver si tenía un traje que necesito para uno de los retratos para América, ella quedó encargada de arreglarlo y me dio muchos recuerdos para vosotros». Instalado ya en su nueva residencia, pediría permiso de la actriz para dar luz a su estudio a través de un ventanal abierto a su parcela: «Estoy contento pues María permite haga la ventana sobre su jardín, me refiero a la Guerrero, estoy pues salvado por ahora». En una fotografía publicada en la revista La Esfera en 1928 con motivo de su necrológica, aparece María Guerrero ataviada con este mismo traje, con mínimas variantes en su aderezo; modelo que mantendría en sucesivas versiones del vestido empleado por la actriz para este papel.

Rocas en el faro, Biarritz, 1906. (61.5 x 103.2 cm)

Grupa valenciana, 1906. 187 x 200,5 cm.
El 28 de mayo de 1906, el pintor valenciano Joaquín Sorolla terminaba una de sus obras más hermosas y trabajadas, "Grupa valenciana", óleo sobre lienzo que muestra una de las estampas más típicas de la huerta valenciana. Esta tradición, que aún puede ser admirada en procesiones, cabalgatas y pasacalles, representa el amor que sienten los labradores valencianos por sus caballos, que más que un animal de trabajo, es reconocido como uno más de la familia; por este motivo, los animales son engalanados y cubiertos con ricos adornos, para que luzcan en todo su esplendor.
Una majestuosidad perfectamente ilustrada en el detallado lienzo realizado por Sorolla, reflejando una estampa llena de luz, color y riqueza, tanto en los adornos del caballo, como en los trajes típicos que llevaran sus dos hijas, modelos del artista. El cuadro, que mide alrededor de 2 metros  de alto por 1'87 de ancho, fue expuesto inicialmente en París con el epígrafe "Mis hijas, en traje valenciano del siglo XVIII"; posteriormente, pasaría por diversas colecciones privadas, hasta que en 1981 fuera comprado por el Ministerio de Cultura y donado al Museo de Bellas Artes de Valencia.

Aldeanos leoneses, 1907. Hispanic Society of America
Aldeanos leoneses es una de las obras más representativas de la etapa de madurez del pintor.
Está pintada al óleo sobre lienzo y sus dimensiones son de 198,6 x 253,6 cm. Según el investigador y director del Museo Textil de Val de San Lorenzo de León Miguel Ángel Cordero, su ejecución se enmarca en el contexto de las varias visitas que el artista realiza a la provincia entre 1902 y 1913, «buscando [sobre todo] la riqueza de [su] indumentaria campesina». En 1908, es decir, un año después de su realización, la pieza forma parte del conjunto de obras presentadas en las Grafton Galleries de Londres,​ donde llama poderosamente la atención del magnate estadounidense Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society of América en 1904, quien, al año siguiente (1909), organiza la primera exposición de obras de Sorolla en Nueva York (el mismo día de la inauguración, compra los cuadros Aldeanos leoneses («atractivo grupo […] con sus asnos brillantemente enjaezados»)​ y Sol de tarde). Finalmente, le encarga la realización de los catorce paneles que constituyen su Visión de España, que desde entonces decoran uno de los salones de la institución. 

En 1907 se celebra la segunda gran exposición de Sorolla, que se desarrolla sucesivamente en la casa Schulte de Berlín y en las sedes que la misma firma tenía en Düsseldorf y Colonia. Ante la enfermedad de su hija María, el pintor decide no ir a Alemania a hacerse cargo de la exposición, al contrario de lo que había hecho en París. A diferencia de lo ocurrido en la capital francesa, los organizadores de la exposición no hicieron catálogo para la ocasión, y le dieron poca publicidad. Las doscientas ochenta obras de Sorolla se exponen en los dos salones principales de la galería, pero otros salones muestran obras de otros artistas alemanes. Ya antes de la inauguración Max Liebermann uno de los pintores alemanes más importantes del momento, había enviado a la prensa un comunicado en el que se mostraba crítico hacia la muestra y el pintor. Además, las críticas dieron poca importancia a la muestra. Como consecuencia de todo ello, la exposición supuso un fracaso comercial y económico: tan solo se vendió en Berlín un cuadro pequeño.
Tras el restablecimiento de su hija mayor, la familia se traslada a pasar el verano a la Granja, donde el pintor realiza bastante trabajo al aire libre y retrata a los Reyes de España. De este momento data su conocido Retrato del Rey Alfonso XIII con uniforme de húsares, pintado del natural al aire libre. Regresan a Madrid a comienzos de octubre, donde Sorolla realiza retratos, y a mediados de noviembre, tras dos años de ausencia, va a Valencia a pintar acompañado de su discípulo Tomás Murillo.

“Alfonso XIII con uniforme de Húsares”, 1907, óleo sobre lienzo, 208 x 108,5 cm. Patrimonio Nacional, Colección de la Casa Real.
Ante este retrato que hoy adorna la residencia de los príncipes de Asturias, cabría preguntarse: ¿era cierta la crítica que el pintor recibió de embellecimiento de los modelos? Hay una fotografía que muestra el rey posando y Sorolla pintando este retrato; basta observarla para comprobar que, en este caso, fue así. Alargó y estrechó la figura del monarca, haciéndolo parecer más esbelto y joven. Pero toda pintura es menos un documento histórico que un elemento de prestidigitación que dejaba en un segundo lugar las relaciones con el referente para primar el espíritu del cuadro. En este caso llama la atención el potente colorido, con ese rojo de impacto y los azules, amarillos, violáceos y verdes, que organizan una composición festiva, al aire libre, en la que, como es habitual en Sorolla, figura y fondo se complementan para ofrecer una delicia compositiva a los ojos del espectador.
La pintura creada en 1907 muestra al rey Alfonso XIII en un retrato a tamaño natural. El monarca de 21 años se enfrenta al espectador, con la pierna izquierda adelantada sobre la derecha. Su rostro muestra una tez clara y sus ojos abiertos miran al frente. Lleva su cabello castaño con un peinado muy corto, dejando las orejas libres. El rey tiene su mano derecha en la cadera y su mano izquierda descansa en el mango de un sable cuya funda equipada con dragona llega hasta el suelo. Alfonso XIII, viste el uniforme de la caballería del Regimiento de Húsares de Pavía. Esto incluye la chaqueta roja llamada dolman, bajo la cual se asoma una camisa blanca en el cuello y la manga derecha. En el hombro izquierdo se encuentra la pelliza azul con cuello y forro de piel negra. Esto combina con los pantalones del uniforme igualmente azules, lleva botas de montar negras pulidas, que incluyen espuelas de plata. El colorido del uniforme está adornado con numerosos botones dorados y con intrincados adornos y trenzas, que eran bordados con hilos de oro en las telas. Además, alrededor de la cadera hay una banda roja, atada a manera de fajín, cuyos extremos son unas borlas de hilos de oro atadas en el lado izquierdo. El rey no muestra signos visibles de su cargo. Lo que sí se puede ver son numerosas medallas y condecoraciones en la chaqueta roja y en la pelliza. La única joya que muestra es el anillo en el dedo anular, una referencia a la boda celebrada el año anterior con la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg.
Aunque el cielo en sí no es visible, la luz solar juega un papel importante en la imagen. En las hojas de los árboles, en el suelo del primer plano, en la ropa, en las botas, en la cara y en las manos del rey, en todas partes hay reflejos de la luz filtrándose entre el follaje que apuntan a la luz brillante del sol en la pintura. Además, especialmente la luminosidad de los colores uniformes es posible únicamente a través de la intensa luz del día. La pintura está firmada y fechada «J. Sorolla B. 1907 San Ildefonso».

El baño en La Granja. 1907. Altura = 83 cm; Anchura = 106 cm .Museo Sorolla
Durante esta estancia en la Granja, Sorolla trabaja el tema del jardín con figuras. Los jardines de La Granja, llenos de fuentes y árboles, que generan zona de penumbra en las que se filtra la luz, ofrecen un repertorio de recursos que le permiten experimentar con sus temas principales en un ámbito diferente al de la playa. Esta obra, junto con Niño desnudo, La Granja (Nº Inv. 799), en esta misma sala, supone una traslación del tema de playa, con sus constantes de desnudo infantil, agua y luz, al paisaje de interior.

María en los jardines de la Granja 1907 Óleo sobre lienzo 56 x 89 cm
Estando en la Granja de San Ildefonso en el verano de 1907 con el encargo de pintar al joven rey Alfonso XIII, Sorolla realiza una serie de retratos de su mujer y de sus hijos mientras juegan y pasean, todas ellas ambientadas en los jardines. En esta obra, Sorolla retrata a su hija mayor, María, de 17 años, junto al estanque de la fuente de los Caracoles.
María siempre tuvo una salud delicada, y al diagnosticarle en 1906 una tuberculosis, tendrá que pasar el invierno de 1906-1907 en El Pardo para respirar el aire puro de la sierra. En este retrato, su hija había superado la enfermedad y en su figura no queda huella de la enfermedad que acaba de pasar; es más bien una encantadora joven de la belle époque. La acompaña una niña con aro: Susana, la hija del crítico Leonard Williams, que en 1909 publicaría un catálogo de las pinturas de Sorolla.
Al igual que en otras obras de ese mismo verano, Sorolla se deleita en uno de sus motivos preferidos: los reflejos de los árboles y del cielo en el agua del estanque y la cálida luz que se filtra entre el follaje.
Maria en la granja, 1907
El retrato de su hija María Clotilde en la Granja, nos acerca a la frágil y delicada salud de ésta, llevando un vestido blanco casi etéreo.
La mujer y los hijos del pintor acuden a Valencia a pasar  la Navidad, lo que le permite seguir pintando obras de la playa y la huerta hasta que regresan todos a Madrid a mediados de enero de 1908. En febrero viaja a Sevilla y antes y después se dedica en Madrid al género del retrato. A mediados de abril viaje Sorolla a Londres donde tiene lugar su tercera exposición individual. De camino pasa por París y visita exposiciones, entre ellas las de los impresionistas que mostraba Durand Ruel, Aunque no hay certeza sobre el número de obras que el pintor valenciano expuso en Londres, Blanca Pons-Sorolla lo estima en 500 pinturas aproximadamente, entre apuntes y cuadros. La exposición en Londres tampoco tuvo mucho éxito comercial: se vendieron trece cuadros y treinta y cinco apuntes. Por oreo lado,  el pintor tampoco acabó de encontrarse a gusto en la capital británica, en parte por desacuerdos económicos con los organizadores y también por su completo desconocimiento de la lengua inglesa. Además se esperaba que durante su presencia allí recibiese encargos de retratos, cosa que no llegó a ocurrir. Sin embargo recibió allí un trato amistoso por parte de los pintores Sargent, Zorn, Alma Tadema y Labery, entre otros. De mayor trascendencia, la exposición londinense permite al pintor valenciano contactar con el que sería su mayor cliente y mentor, el norteamericano Archer M. Huntington, que le propone llevar su obra a la Hispanic Society of América, en New York. De regreso a España, Sorolla pasa de nuevo por París. Tras unos días en Madrid, viaja a la Malvarrosa, donde pinta desde mediados de junio a finales de septiembre. Ya en Madrid retoma los retratos en octubre, en diciembre envía las obras para su próxima exposición en New York, y viaja a Valencia a celebrar la Navidad.

María pintando en el Pardo”. 1907. Colección particular.
Este es el último retrato que Sorolla pintó sobre su hija María durante su estancia en el Pardo a causa de la convalecencia de tuberculosis. Sin embargo, en este cuadro, a diferencia del resto de la serie, María se muestra casi completamente recuperada. Ha abandonado la tarima en la que aparecía recostada, y el abrigo y la gorra, que le acompañaron en las otras representaciones, han sido sustituidos por un ligero vestido blanco y un sombrero sujetado por un pañuelo atado al cuello, indicándonos que los días invernales son cada vez más calurosos. Bajo una sombrilla, María aparece sentada sobre una silla de madera y en su regazo sostiene un estuche de colores, en una actitud de dibujar el paisaje que está contemplando. Como su propio padre escribiría en una carta “sólo se puede ser feliz siendo pintor”, María seguía los consejos de su padre en la pintura, disciplina que en aquel momento se convertiría en el complemento ideal en la terapia antituberculosa.

Saltando a la comba, 1907  La Granja de San Ildefonso. Museo Sorolla
El verano de 1907 transcurre para Sorolla en La Granja de San Ildefonso. Allí descubre los jardines del Real Sitio y se entusiasma con sus rincones, en los que suele introducir figuras, en este caso su hija Elena jugando con una comba. La luz lo inunda todo, produciéndose fuertes contrastes entre sombras y claridades.
Los jardines de La Granja servirán como fondo de muchos cuadros pintados aquel verano, escenas familiares y retratos en que representa a su mujer y a sus hijas así como a los reyes. Su interés por el tema del jardín se manifiesta ya desde el año anterior, cuando pinta pequeños rincones del jardín de su casa madrileña de la calle Miguel Ángel. Lo retoma durante su estancia en La Granja, usando el jardín unas veces como fondo de las composiciones y otras como auténtico protagonista de sus cuadros.
La obra entera destila instantaneidad, animada por el movimiento de todas las figuras que ha quedado detenido en un momento, como si de una toma fotográfica se tratara. A esa sensación contribuye la propia composición, impulsada por una espiral de energía cinética creada por las figuras que corren alrededor del estanque. El mayor alarde de instantaneidad es la figura de Elena en primer plano, captada en pleno salto, como indican la sombra proyectada en el suelo y la cuerda apenas visible con la que juega. La propia iluminación, con la luz solar filtrándose entre la vegetación, y la indefinición de rasgos acentúan nuestra impresión de visión fugaz.

La llegada de los barcos, 1907 

La princesa Beatriz de Battenberg, óleo sobre lienzo, 1908, 50 3/4 pulg. x 38 3/8 pulg. (1289 mm x 975 mm)
Beatrice, la hija menor de la reina Victoria, fue llamada 'Bebé' por su madre en la vida adulta. Cuando era niña decidió no casarse nunca, pero se enamoró del príncipe Harry de Battenberg cuando tenía veintisiete años. Esto causó gran angustia a su madre, para quien actuó como compañera y secretaria; solo después de la intervención de la hermana mayor de Beatriz, la reina aceptó el matrimonio. Lo hizo con la condición de que la pareja viviera en Inglaterra y que Beatriz siguiera actuando como su secretaria privada. 

Playas de Valencia por la tarde (1908)
El puerto de Valencia es un tema recurrente en la producción de Sorolla: en la obra del mismo nombre aparecen fondeados barcos pesqueros rodeados de niños, y al fondo algunos veleros y barcos de mayor envergadura, una clara distinción de clases. Otra maravillosa escena es “Barcos en el Puerto de Valencia”, una obra singular por la perspectiva que se ofrece, ya que podemos apreciar el interior de los barcos de recreo atracados.

Después del baño, 1908. 176 x 111,5 cm Colección privada
Bajo el título saliendo del baño o después del baño encontramos en la obra de Sorolla numerosas versiones de un tema en principio intrascendente pero con el que se siente a gusto y que culminará de alguna manera con La bata rosa, también denominada en su momento Después del baño.
Estas escenas reflejan motivos reales de la Valencia de su tiempo. La costumbre en Valencia a finales del siglo XIX y principios del XX era que los hijos de los obreros y pescadores se bañaran desnudos. A los cuatro o cinco años, las niñas empezaban a bañarse en bata, mientras que los niños seguían haciéndolo desnudos hasta la adolescencia. De ahí la aparición en sus lienzos de niñas con batas rosas y blancas, cambiándose, como en éste, o jugando en la orilla como en tantos otros.

Corriendo por la playa. Valencia, 1908, 90 x 166,5 cm.
Durante el verano de 1908, en que se instaló junto con su familia en la playa de Valencia, Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, Madrid, 1923) realizó algunas de sus más hermosas escenas de playa, protagonizadas por niños y jóvenes a la orilla del mar, todos ellos dentro de un ambiente de sana y radiante felicidad que la crítica de la época vinculó a una voluntad de exaltar el carácter mediterráneo de la costa levantina en relación al esplendor cultural de su pasado grecolatino.
Reconocido pintor de instantáneas al aire libre, el artista era consciente de que las cosas llegan a nuestros ojos no con su forma propia perfectamente definida, sino alterada por el ambiente y la luminosidad en la que se hallan sumergidas. Por eso su lucha artística consistió, como refiere su biógrafo Rafael Doménech, en unir la forma con la luz desdoblada en incesantes coloraciones.
Esto se aprecia por ejemplo en el lienzo luminista Corriendo por la playa. Valencia, un cuadro de composición equilibrada y armónica lleno de luz y movimiento. Está protagonizado por tres figuras infantiles de tamaño monumental que corren en primer término, a la orilla de la playa, en trepidante carrera, mientras otras cuatro se bañan y juegan en el agua, en segundo término. El cuerpo desnudo del niño y las dos niñas protagonistas, con sus amplias batas blancas y rosadas, se recortan y contrastan cromáticamente sobre el mar, que se desarrolla eliminando toda referencia al horizonte para colmar la parte superior del lienzo con el azul profundo del agua, en contraste también con la franja inferior de arena, seca y bañada por el agua, que da la nota de equilibrio y estatismo a la composición.
La supresión del horizonte permite al pintor hacer más patente el protagonismo de estas tres figuras, al tiempo que facilita el contraste de colores complementarios (entre las vivas carnaciones anaranjadas y la yuxtaposición de la arena con los resplandecientes azules del agua). El mar, de colorido intenso, está pintado con amplias y estrechas pinceladas horizontales de distintas gamas de azul intenso, violetas e incluso de ocres (ecos éstos últimos de la arena de la playa), que se distribuyen nerviosamente sobre un fondo de preparación azul claro, en un recurso que le permite plasmar el bullicioso movimiento del agua. En cuanto a los cuerpos y ropas de los niños están trazados con mano rápida y gesto vivo, aunque sintético, que expresa fielmente la fugacidad de los movimientos; con una amplia gama de colores integrados en el blanco y rosa de las batas, emulando multitud de reflejos; y con un toque de pincel empastado y preciso para construir los brillos de la piel húmeda de los muchachos. Además, y para reforzar el efecto de potente luz solar que transmite el cuadro, Sorolla utiliza como recurso el gesto de la mano de uno de los niños que está en el mar, con el que se protege del deslumbramiento de un sol cegador, gesto que ya había utilizado en uno de los niños que protagonizan ¡Triste herencia! (1899).

Estudio de Herencia Triste (Beach Rascals) 1908

Idilio en el mar, óleo sobre lienzo 151x 199 cm. The Hispanic Society of America
Esta obra pintada durante el prolífico verano de 1908, está estrechamente relacionada con Al agua y Saliendo del baño al modelo de un tríptico en que Al agua sería la escena anterior y Saliendo del baño, la posterior. Como ellas muestra, en esta ocasión incluso en el título, la afectuosa relación entre ambos muchachos, pintados a partir de los mismos modelos.
El artista ensayó aquí en gran tamaño el motivo del desnudo del niño en el agua, que luego estudiaría en una de sus obras más conocida Chicos en la playa. Se planteó ya una composición de primer término donde la visión desde arriba hacia abajo permite al artista delimitar su escena por completo en el agua, de modo que la atención se concentra en la presencia de los cuerpos al sol, junto a sus reflejos y a la sombra que proyectan sobre el mar. A pesar de la postura estática de ambas figuras, las dos diagonales paralelas que trazan y, sobre todo, el recorrido en torno a ellas del agua, que sugiere un placentero juego, dan movimiento a la composición. La pintura, muy diluida en la representación  del mar, en pinceladas largas y ondulantes que indican su movimiento, deja ver la trama y la urdimbre del lienzo y sugiere así la superficie de la arena apenas cubierta por el agua, en tanto que los toques más empastados aparecen en los brillos de los cuerpos. El contraste entre las carnaciones anaranjadas del muchacho y los azules que le rodean, se hace más  exaltado en el centro mismo de la composición donde el color rojizo de la figura de la niña hace resaltar el intenso violeta de la sombra de su cabeza iluminada a pleno sol del mediodía estival.
El artista captó la simpatía y el afecto entre los muchachos que charlan sin acercar sus cuerpos al revés de lo que ocurre en Al agua y en Saliendo del baño donde hay contacto físico entre  ambos, lo mismo que en La herida del pie y en Sobre la arena. Esta última obra, de tema similar, muestra una composición casi inversa, en la que los cuerpos se ven de espaladas hacía el mar, con una mayor intensidad de color.
En todas ellas, pero singularmente en Idilio en el mar, que es la más importante, se pone de  manifiesto la voluntad del artista de captar a plena luz la espontaneidad de los cuerpos infantiles. En el de la muchacha hay una resonancia clásica tanto en el juego de los pasos mojados sobre su cuerpo como en la disposición serpentina de éste, Su perfil perdido indica también que el artista le interesaba la búsqueda de la expresividad no tanto a través del rostro como del cuerpo.

Tarde de sol en el Alcázar de Sevilla, óleo sobre lienzo 91 x 64 cm. Colección particular
Sorolla es uno de los grandes pintores del jardín español y probablemente de los que mejor  entienden el jardín hispano musulmán. Como dice Litvak es uno de los que captan con mayor delicadeza el mensaje de esta exquisita civilización en cuya esencia permanece la obsesión  de interioridad en convivencia con la vegetación y el agua.
Sorolla, aunque tímidamente había pintado jardines casi desde el comienzo de su carrera, se había recreado anotando en sus apuntes y cuadros la vegetación y las flores de su tierra. En Valencia, sus cuidados huertos de naranjos tienen mucho de jardín, y los había pintado. Pero es a partir de 1907 cuando realmente se estrena y con gran éxito, como pintor de jardines con unos muy diferentes, los del palacio de la Granja de San Idelfonso.
En 1908 Sorolla pinta por primera vez, los jardines del Alcázar de Sevilla, al tiempo que realiza  un retrato de la Reina Victoria Eugenia que deseaba presentar en su exposición individual  de Londres de ese año. De la impresión que le hicieron estos jardines, le explicaba a Clotilde  en una carta:
Esto te gustaría pues no pisas tierra nunca, todos están embaldosados y con azulejos intercalados, sus fuentes de azulejos, todos cercados de mirto, le dan una nota poética muy simpática / Es una pena que no lo veas todo pues gozarías enormemente

Sorolla regresaría a Sevilla en 1910, sabiendo ya muy bien lo que deseaba pintar. De este momento es el presente lienzo realizado el 25 de julio de enero y del 15 de marzo en el que  se aprecia muy bien esa ágil concepción fotográfica, unida a su rápida ejecución, que da como resultado una obra de gran frescura que refleja maravillosamente el momento de luz que el artista  estaba contemplando. Ese comentario de Sorolla respecto de lo molesto que es la pintura con arquitectura, no lo refleja este cuadro, que parece realizado sin ningún esfuerzo. A pesar del  deslumbrante tratamiento del color, el cuadro transmite un virtuosismo que procede de ese modo de sentir Sorolla esos jardines como lugar de meditación e incluso de melancolía.
En estos cuadros de los jardines del Alcázar de Sevilla, Sorolla no incluyó figuras como había  hecho en los jardines de la Granja, a pesar de tener en esta ocasión con él  su mujer y a sus  hijas, Sorolla entendió muy bien el alma de estos jardines, la soledad y el recogimiento en los que se debía contemplar.

Estanque de Carlos V (Alcázar de Sevilla). Óleo sobre lienzo 72x 53 cm. Colección particular
Los jardines en general, y los de Sorolla en particular , tuvieron mucho éxito en las exposiciones individuales de Sorolla en los Estados Unidos de 1909 a1911, donde se vendieron muchos de ellos  Jardín en el Alcázar de Sevilla ofrece en primer término el jardin de las Danzas y en segundo  término el jardín del estanque de Carlos V con la fuente del rey Moro , o de Mercurio y la "fachada gótica " del palacio, que en realidad es la única que se contempla al quedar tapado el resto por el muro que los separa, Estos dos jardines del Alcázar de Sevilla son sin duda los que pinta más veces Sorolla, pero en la única ocasión en que ambos se funden en esta vista.

Del primer jardín hay cuatro obras con el título Patío de las Danzas, Alcázar de Sevilla  y una titulada Jardín del Alcázar de Sevilla, Destacan entre ellas una de 1910 Patío de las Danzas, Alcázar de Sevilla que se vendió en una exposición en 1911 en los Estados Unidos.

Jardín de Carlos V en el Alcázar de Sevilla, 1908. 82,5 x 105 cm

El agua, Valencia, 1908

Playa de Valencia a la luz de la mañana, 1908
En esta otra marina, “Playa de Valencia a la luz de la mañana”, los barcos, pescadores y sus familias se entremezclan en la orilla de la playa. Los cascos de los barcos son masas estáticas que se contraponen a las grandes velas blancas que iluminan la escena hinchadas por el viento, mientras el mar levanta pequeñas olas que se rizan al llegar a la orilla, y lo mismo ocurre en la obra “Playas de Valencia por la tarde”. “La hora del baño” es otra pintura con similares características, sin embargo en ella destacan la incorporación de los bueyes, el barco fondeado en la orilla luchando por avanzar entre las olas, pero sin lugar a dudas lo más asombroso es el brillo de la luz reflejada en el agua.

Barcos valencianos, 1908

Barca en la Albufera, 1908

El matrimonio Sorolla y sus dos hijos mayores pasan unos días en París antes de embarcar hacia New York, donde llegan el 24 de enero de 1909. La exposición de Sorolla en la Hispanic Society de Nueva York fue sin duda el mayor éxito de su carrera. Se inaguró el 4 de febrero y constaba de 356 obras entre cuadros y apuntes. Estuvo abierta hasta el 8 de marzo y fue visitada por casi 170.000 personas, que guardaron largas colas en pleno invierno para entrar a contemplarla. El éxito de crítica fue también amplio, y el comercial no le fue a la zaga: se vendieron 150 obras, y el pintor valenciano realizó además más de veinte retratos durante su estancia en los Estados Unidos, incluido el del Presidente Wiliam H. Taft. Tras cerrar la exposición en su sede neoyorquina 201 de las obras se expusieron en la Albright Art Gallery de Buffalo; y tras el cierre de la exposición en Buffalo se expusieron en la Copley Society de Boston. En junio regresan a España, tras pasar unos días en París. A finales de junio la familia se desplaza a Valencia, donde el pintor retoma la pintura de temas de playa en el Cabañal. Entre las obras de esa campaña se encuentran el célebre Paseo a la orilla del mar, La hora del baño, Valencia y el retrato de Don Antonio García en la playa. En octubre viaja a París a pintar en retrato de Thomas Fortune Ryan, que además le hace el encargo del cuadro de Cristóbal Colón saliendo del Puerto de Palos, probablemente el último cuadro de asunto histórico que pinta Sorolla. En noviembre viaja a Andalucía en busca de distintos elementos relacionados con este encargo, y acaba pintando en Granada por el gusto de hacerlo. Al regresar a Madrid encarga a un arquitecto el proyecto de su futura casa, la que hoy alberga su museo.


El balandrito, 1909
La composición de la obra es bastante original, ya que el artista no nos permite ver la línea del horizonte, haciendo que perdamos la referencia espacial. Además, coloca al niño muy descentrado, en una de las esquinas superiores del lienzo, para darle el mismo grado de protagonismo al agua. Sin embargo, la obra sigue siendo equilibrada y armónica, puesto que la inclinación del cuerpo del niño y la orientación del barco crean una línea diagonal invisible, que dibujamos mentalmente, pero que no vemos, que cruza el lienzo de esquina a esquina. La luz de las escenas de playa de Sorolla es tan intensa que hace daño a los ojos, los blancos deslumbran tanto que sin querer echamos la mano al bolso para sacar las gafas de sol.
Sorolla pintaba a niños jugando y el agua del mar cubriendo la mayor parte del lienzo, llenando la composición. Pero sobre todo pintaba la luz. Esa sí que lo cubre todo con una intensidad extraordinaria, ya sea directa sobre la piel mojada del niño desnudo o sobre esos hermosos y fugitivos reflejos en el agua creados con dinámicas pinceladas. Y así consigue este artista pintar algo tan difícil como es el movimiento del mar.
El cuadro transmite además la inocencia y felicidad de un niño jugando despreocupado con su barquito de vela, la reproducción en miniatura de un balandro, quizás un autorretrato del artista jugando con sus tubos de pintura y sus lienzos.

El baño del caballo, 1909. 246 x 200 cm. Museo Sorolla
El baño del caballo, óleo concebido en 1909, es sin duda una gran obra del pintor Joaquín Sorolla que caracteriza a la perfección su estilo pictórico.
Sorolla concibió esta pintura en una época en la que empezaban a emerger nuevas inquietudes artísticas, sobre todo en París, donde aprendió entusiasmado las ideas de la pintura al plein air, así como el renovado colorido y el detallado tratamiento de la luz. Si bien es cierto que no se le puede considerar un autor plenamente impresionista, el pintor se dejó seducir por los ideales de éstos.
Pero Sorolla fue más allá y acogió también los preceptos de la escuela naturalista, “donde el efecto de la presencia real e inmediata era lo más apreciado” (Torres González, 2015, p. 19). Este elemento es claramente perceptible en El baño del caballo, donde Sorolla retrata una escena cotidiana al aire libre con una gran sensibilidad y pureza que permiten al espectador sentir la escena como si fuera real o como si la hubiera presenciado en algún momento de su vida.
Es una obra que en sus orígenes probablemente no hubiera causado tanta admiración como lo hace hoy en día, ya que incluso en Nueva York la exposición de la pintura causó un gran escándalo por el modo en el que se había tratado el tema (Llorens, 2006, p. 82). Sin embargo, a día de hoy resulta difícil no emocionarse al contemplar esta obra, que refleja el espíritu y la búsqueda de su verdad más profunda y absoluta: la luz del sol, los reflejos y las sombras. Esa es la verdadera esencia de Sorolla, “Mago de la luz”.
Joaquín Sorolla es también conocido por la gran cantidad de retratos que pintó. Sin embargo, estos nuevos conocimientos y experimentaciones con la luz, los aplicaba únicamente en las pinturas que realizaba de manera más libre (Torres González, 2015, p. 12), como en la obra aquí expuesta.
Un muchacho desnudo saliendo del agua con un caballo, cuyo pelaje humedecido resplandece por el reflejo de los rayos de sol, en pleno mar Mediterráneo, es el tema central de la obra. No obstante, el tema para Sorolla era algo secundario, ya que lo que él buscaba era una pintura que, independientemente de lo que representara fuera bella por sí sola.
La obra, que fue concebida en la playa del Cabañal, “se convierte a través de los ojos del pintor en un eco clásico de la visión panteísta del hombre frente a la Naturaleza” (Pons-Sorolla, 2009, p. 397). Y es que Sorolla sentía especial apego por el mar Mediterráneo, su tierra, y las personas que habitan allí. Y dado que la obra se sitúa en dichas tierras y la manera con la que trata el tema y al animal, puede apreciarse en ella una inspiración en la Grecia clásica (Pons-Sorolla, 2009, p. 394). Además, el hecho de que el muchacho esté desnudo no es por capricho sino porque de esta manera, Sorolla refleja ese vínculo del ser humano con la Naturaleza.
Arena, oleaje y personajes forman una unidad. Cada uno de estos elementos atrapa la fugacidad de la luz abrasante del mediodía de la costa levantina. A Sorolla no se le escapa detalle en los puntos de luz que aporta a las figuras, ya que los toques blancos que sitúa sobre las amplias pinceladas anaranjadas del cuerpo del chico reproducen unos destellos que casi pueden cegar a quien contempla la obra. Lo mismo ocurre en los pliegues del pelaje del caballo, o en las agitadas olas que se acumulan en la orilla. Es un espectáculo de luces, de sombras y reflejos que se entremezclan en la arena mojada con una perfección sublime. Lo que sin duda alguna es extraordinario es la maestría lograda en efecto de las pieles humedecidas, dibujadas con una gran sutileza, al igual que las aguas revueltas del mar. Sin embargo, las figuras en sí están construidas con un “dibujo firme y definido, que describe los cuerpos con una enérgica justeza de trazo” (Pons- Sorolla, 2009, p. 397).
El caballo aparece de forma grandiosa. Destacamos en primer lugar la sensación de movimiento que transmiten sus patas.  
Otro de los aspectos interesantes de la obra es su composición. No hay que olvidar que el suegro del pintor, Antonio García, era un fanático de la fotografía, lo cual permitió a Sorolla entrar en contacto con las aportaciones fotográficas, como las posibilidades de nuevas perspectivas y encuadres. Parece que justo ese elemento es el que Sorolla incorporó especialmente en esta obra, ya que como se puede ver, la oreja del caballo aparece cortada por la parte superior, al igual que los veleros que navegan en el fondo. Sorolla sabe “cortar “las orejas del animal a la perfección, llenando así a la obra de expresividad (Torres González, 2015, p. 156). Esto pone de manifiesto que el pintor se abría a la modernidad, como bien lo estaban haciendo sus compañeros de oficio en París, especialmente Degas, quien también puso mucho interés en introducir las técnicas de la fotografía en sus pinturas de bailarinas.
Detalle de rostro del caballo, y del niño

La composición de la obra está llena de equilibrio y ritmo, y si bien es cierto que no es un cuadro realmente movido, sigue presentando cierto dinamismo, como bien se aprecia en las extremidades en movimiento de las figuras (Torres González, 2015, p. 156). La espuma de las olas y los veleros del fondo, además de aportar también movimiento a la obra, son elementos esenciales para que el ojo del espectador pueda comprender y unificar toda la composición de la obra, ya que casi muestran el camino que la mirada ha de seguir para que no se escape detalle alguno.
A pesar de que el pintor realizó varios bocetos preparatorios en su taller para estudiar la idea compositiva (Pons-Sorolla, 2009, p. 396), la obra fue concebida al aire libre, prueba una vez más de que se animaba a acoger los ideales impresionistas de la época.
Poder apreciar esta obra ilumina el interior de la persona. Es tan claro el sentimiento que Sorolla quiere plasmar en la pintura que emociona. Parece que se puede sentir el calor de la playa mediterránea, oler el pelaje mojado del rocín, la espuma de las olas, la arena mojada. Es sin duda un viaje fugaz del que uno puede traerse incluso una chispa de sol.

Paseo a orillas del mar, 1909. 200 x 205 cm. Museo Sorolla
La obra Paseo a Orillas del Mar, se le conoce también como Paseo por la Playa, esta pintura data del año 1909, es una obra muy famosa, con reconocimiento a nivel mundial. Corresponde al artista valenciano Joaquín Sorolla. Tiene un significado emotivo y personal, ya que las protagonistas de la obra, son su esposa y su primogénita, dando un paseo por una playa Valenciana bajo el viento veraniego que ondea sus vestidos.
Adentrándonos en la obra Paseo a orillas del mar, vemos a madre e hija vestidas con la ropa utilizada en los baños burgueses de los primeros años del siglo XX. Solían vestir de un blanco impoluto, vestidos ligeros y elegantes con sobrero y sombrilla. El blanco es un color que luce en lugares de tanta luz como la playa, ese blanco impoluto produce un reflejo y una lumínica única. Sorolla pinta las distintas texturas a través de como incide la luz en los distintos elementos de la escena. En las distintas partes del cuadro y sus colores principales se van dividiendo en múltiples blancos, azules y marrones. Es una obra uniforme en la que los elementos del cuadro a veces se unen a través de esos reflejos.
Detalle vestido, Clotilde,

Los vestidos portan reflejos azules en la parte izquierda del cuadro. Debido a esa incidencia del reflejo del mar parece unirse ellas y el fondo. Precisamente Sorolla realiza las sombras de los vestidos con reflejos azules. Esto queda patente en la sombra que retrata bajo el brazo de Clotilde madre. Así mismo, en la sombra que provoca la sombrilla. Este sombreado en azules crea una uniformidad en el cuadro que lo hace una obra suave y en su pincelada y agradable su disfrute.
En esta obra las texturas y la sutileza de los blancos son retratadas maravillosamente. En el caso de María Clotilde, su vestido porta una especie de velo y así mismo en sus brazos porta una prenda transparente que crea una textura que técnicamente se asemeja a los velos de algunas esculturas barrocas. Sorolla en estos velos que retrata, tiene que captar como actúa el fondo en los velos y como la luz traspasa por ellos. Realiza la misma operación en el velo saliente del sombrero de Clotilde. Otro aspecto de este elemento es como capta en él el viento y el ondear de las prendas. Este ondear provoca también texturas las cuales Sorolla resuelve magistralmente.

El mar y la arena también portan distintas texturas en los azules y marrones debido a la incidencia de la luz en el agua. El mar provoca azules claros y azules marinos contrastados con los blancos del romper de la ola. Se atisba en el mar el marrón de la arena, que forma parte de la paleta de colores provocada por la transparencia del agua y como la luz incide en el fondo. En el caso de la orilla se retratan una serie de marrones en los que incide la humedad de la arena y como el agua llega hasta la orilla, cambiando el color de la arena seca en arena mojada. Por esta cuestión, Sorolla retrata esos marrones oscuros y esos marrones azulados con restos de agua.
También influye en los marrones la sombra de madre e hija. Las sombras de Clotilde y Clotilde María provocan un juego de sombras en el que parece atisbarse un rostro el cual mira hacia ellas. Se aprecia la verdina de las algas la cual cambia el azul del mar en azul verdoso para convertirse en algo parecido al cabello de este rostro.
Por último hablar del rostro de madre e hija. Maria Clotilde mira fijamente al espectador y en los rostros destaca como el color blanco de la piel se une al conjunto de blancos de los demás elementos de la vestimenta. Concluimos nuestro artículo con el rostro de Maria Clotilde, hija de Joaquín Sorolla, pintor que demuestra tener una gran sensibilidad y una gran pincelada que le permite crear atmósferas únicas a través de un don para pintar la luz.

Las dos hermanas, 1909. Colección privada

Retrato del Sr. Taft, Presidente de los Estados Unidos,  1909, Óleo sobre lienzo, 150 x 80 cm, Cincinnati, Taft Museum
En Febrero de 1909 llegó Sorolla a la ciudad de Nueva York para la inauguración de su exposición en la Hispanic Society of America. Era su primera visita a los Estados Unidos. No pintó ningún óleo, excepto los retratos que le habían encargado a través de la Hispanic Society. De estos, el más famoso es el del presidente Taft, pintado en la Casa Blanca.
Según todas las noticias, Sorolla se llevó muy bien con el presidente, que sabía español, de forma que la comunicación entre ellos fue fácil. Con esta obra y los retratos de la Familia Real española el reconocimiento de Sorolla como gran retratista llegó a su punto máximo, tanto en España como en América.

Antes del baño, 1909
Representa a una joven recogiéndose el pelo antes de lanzarse al mar. Aclamada por los críticos desde que se exhibió en Estados Unidos en 1911, la obra perteneció hasta 1946 a la colección del City Art Museum, de St. Louis, Missouri (EEUU). Posteriormente pasó a una colección privada, donde ha permanecido durante treinta años antes de salir a la venta en Londres, donde se espera que alcance un precio de entre 4,5 y 6 millones de euros.
Según Adrian Biddell, director de la sección de pintura europea del siglo XIX en Sotheby's, se trata de uno de los mejores Sorolla tanto por el virtuosismo de su ejecución como por la espontaneidad e inocencia del gesto de la muchacha.
"Antes del baño" formó parte de la segunda exposición individual del pintor valenciano en Estados Unidos, que se celebró en el Art Institute, de Chicago, y en el citado City Art Museum, de St. Louis.

D. Antonio García en la playa, 1909. Colección particular
Este espléndido cuadro es el mejor tributo pictórico que Sorolla pudo rendir a su suegro, el fotógrafo Antonio García Peris, figura que tendría una trascendencia fundamental en la vida personal y profesional del artista, que sintió siempre por él un verdadero afecto filial basado en el respeto y la consideración mutuos que permanecieron intactos durante toda su vida.

Así, aunque Sorolla realizó en distintos momentos de su carrera varios retratos de su suegro, con intenciones y planteamientos bien diferentes en cada ocasión; en este caso rendir homenaje a quien fuera fiel acompañante de sus sesiones de trabajo a la orilla del mar en las playas de Valencia, y al reconocido fotógrafo que, aunque disfrutaba de una bien merecida reputación en su profesión, siempre había albergado inquietudes de pintor, que de algún modo satisfechos con orgullosa admiración en la figura de su yerno.
En efecto, Sorolla quiso plasmar en este lienzo, no un retrato, sino su imagen de caballero burgués, tal y como paseaba con el cuándo le hacía compañía en sus jornadas de trabajo en la playa. Así, lo pintaba pulcramente vestido con su ligero traje blanco de verano descansando a la orilla del mar en una mecedora, con las piernas cruzadas y sujetando su bastón en las manos. Sentado a la sombra, para resguardarse de los rigores del húmedo calor estival, posa de perfil, con su cabeza despejada dirigida al frente, hacía donde reposa su mirada serena y contemplativa, colocado su sombrero canotier en la banqueta situada junto a su asiento.
Sorolla observa a su modelo desde un acusado escorzo, al pintarlo de pie desde un punto de vista más alto, según puede verse en las fotografías que muestran al artista en distintos momentos de la ejecución de este retrato. En ellas aparece Antonio García posando para Sorolla a la sombra de un toldo, con la misma actitud e indumentaria que representa la pintura, pero en un entorno de playa completamente despejado, sobre una plataforma de madera para evitar el hundimiento de la mecedora en la arena por el peso y el balanceo.
Sin embargo, Sorolla vuelve de nuevo a modificar la apariencia natural de lo que ven sus ojos a través de su instinto de pintor, teniendo además muy en cuenta en este caso al destinatario del cuadro, su profesión y sus inquietudes artísticas.
En efecto, el espacio en el que se desenvuelve Antonio García, tal y como posó para los pinceles de su yerno, se transforma por completo al quedar encuadrada su figura por unos perfiles del suelo y el muro de una caseta de playa, inexistente en el escenario natural en que se sitúa el modelo, pero que Sorolla introduce en su campo de visión para estructura su espacio, marcando así los planos con un recurso claramente fotográfico, aprendido de su suegro y muy del gusto del pintor, que lo ensayaría en su obra con cierta frecuencia, aunque casi siempre en el ámbito reservado de pequeños apuntes de trabajo, a la búsqueda de novedosos efectos espaciales en paisajes al aire libre delimitados por un marco de arquitectura, sugiriendo un espacio interior desde que el espectador contempla en contraluz el paisaje abierto que asoma tras él. 
Sorolla convierte el fondo de la playa de este sugerente retrato en un gran tapiz de bandas de luz y color que enmarcan la figura de su suegro, eliminando la linea del horizonte para concentrar toda la intensidad pictórica del cuadro en el juego cromático con el que el pintor analiza las superficies del agua y la arena bañadas por el sol, en contrate con los reflejos azulados del traje del fotógrafo sugeridos por la sombra del toldo invisible, resolviendo todo el lienzo con una factura rápida de una gran fuerza y energía pictóricas, y a la vez, con un trazo seguro y ligero  que, lejos de insistir en concentraciones densas de pintura, extiende el óleo por la superficie del lienzo con una enorme fluidez, con la que consigue efectos de texturas y transparencias sutiles, que incluso recuerdan en algunas zonas la técnica de la acuarela, logrando con todo ello el que sin duda puede considerarse el mejor retrato de playa pintado por Sorolla y una de las obras más genuinas y originales del artista en este género. 

El gran mecenazgo de Huntington
Archer Milton Huntington (1870-1955) era un millonario hispanista norteamericano, enamorado de la cultura española, que había fundado en 1904 su propio museo y centro de estudios en Nueva York, la Hispanic Society of America. En 1908, tras visitar en Londres la muestra que Sorolla celebró en las Grafton Galleries, le propone al artista organizar una exposición retrospectiva de su obra en su institución neoyorquina. Inaugurada el 4 de febrero de 1909, la muestra gozó de una impresionante acogida por parte de la crítica, fue visitada por 160.000 personas en un mes y se vendieron 20.000 ejemplares del catálogo. En una versión algo más reducida, se presentó después en la Buffalo Fine Arts Academy y en la Copley Society de Boston. Dos años después, en 1911, Huntington volvió a patrocinar, también con enorme éxito, dos grandes exposiciones de Sorolla en el Art Institute de Chicago y en el City Art Museum de San Luis.

Huntington y Sorolla
La unión entre Huntington y Sorolla resultó tan indisoluble como crucial para la trayectoria del pintor. Esta sección se centra específicamente en dicha relación a través de una serie de obras que evocan los hitos fundamentales de la introducción del artista en Estados Unidos de la mano de su mecenas: Aldeanos leoneses o Estudio para Sol de la tarde testimonian las primeras compras de obras de Sorolla por parte de Huntington; una serie de gouaches esbozan de manera sucinta el proyecto del gran encargo de decoración para la biblioteca de la Hispanic Society en el que el pintor desarrollaría su Visión de España y que ocuparía una parte esencial de su vida a lo largo de los siguientes diez años. Por su parte, la pareja de retratos del rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia aluden al patrocinio de los reyes de España en estas exposiciones internacionales, convertidas en una manera de sellar los problemas políticos que, pocos años antes, habían derivado en la guerra con Estados Unidos y la pérdida de Cuba y Filipinas. Al respecto, Huntington recordaba el comentario vertido por cierto marchante: “España se hundió tras la derrota que le infligimos, pero ha respondido con el rayo del arte”.

Retratos pintados en Estados Unidos
Sorolla realizó por encargo 54 retratos de distinguidos personajes de la sociedad norteamericana. La mayoría de ellos fueron pintados a lo largo de sus dos viajes de 1909 y 1911 a Estados Unidos, pero algunos sólo fueron encargados entonces y el artista los pintó en posteriores viajes a París y Biarritz. Huntington facilitó de manera decisiva la relación del artista con su exclusiva clientela estadounidense, que, por su parte, se rindió ante el pincel de Sorolla. Cabe destacar que el pintor retrató incluso al entonces presidente de Estados Unidos, William Howard Taft.
Los retratos de encargo de Sorolla alcanzaron unas cotas de refinamiento excepcionales, especialmente a la hora de captar la psicología del personaje, como se puede observar en la categoría intelectual y firmeza que muestra la imagen de Juliana Armour Ferguson o en la candorosa indecisión que expresa la figura de Mrs. William H. Gratwick.
Los retratos realizados en 1911 muestran una mayor libertad compositiva respecto a los de 1909. De este momento destacan especialmente los que Sorolla pinta al aire libre como el de Mary Lillian Duke y especialmente el retrato de Louis Comfort Tiffany

Retratos vendidos en Estados Unidos
Sorolla no se consideró a sí mismo un pintor de retratos, a pesar de la exquisita calidad de los mismos y de la importancia que éstos fueron adquiriendo en el conjunto de su obra. No obstante, el artista era consciente de los grandes beneficios económicos que los retratos de encargo le reportaban. Desde los inicios de su carrera, y especialmente en sus exposiciones estadounidenses, Sorolla presentó numerosos retratos de su familia con el principal afán de publicitar su habilidad en este género y ganarse la confianza de posibles clientes. No obstante, estas obras tuvieron un enorme éxito de ventas: Clotilde con traje negro, adquirido por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, y Clotilde con traje blanco o María en La Granja, ambos comprados por la familia Huntington, constituyen magníficos ejemplos.
Igualmente, en Estados Unidos fueron muy apreciados los retratos que Sorolla consagró a grandes personalidades españolas del mundo de la cultura, como Raimundo de Madrazo, Aureliano de Beruete o Vicente Blasco Ibáñez, retratos que constituyen el germen de la soberbia galería iconográfica de españoles ilustres que conserva la Hispanic Society of America.
Paisajes y jardines
En la producción de Sorolla, la pintura de paisaje es un género fundamental que va desarrollándose de forma paralela a su consolidación en cuanto a artista. Como pintor al aire libre, Sorolla se identifica con el mar que cambia de forma continua, con la cumbre de la montaña que permanece. La influencia del paisaje regeneracionista, de la mano de su amigo Aureliano de Beruete, confluye en la obra del pintor con la importancia y la significación que cobra el paisaje en la pintura internacional. Así, desde 1906, las vistas de Segovia y Toledo combinan los modernísimos enfoques con la solemnidad de la arquitectura y las calles castellanas.
A partir de 1908, coincidiendo con sus primeros viajes a Andalucía y con la preparación de sus exposiciones en Estados Unidos, en Sorolla madura, a través de sus pinturas de jardines, una poética del silencio y la intimidad de sorprendentes concomitancias con la sensibilidad simbolista de su tiempo. Estas obras descubren sobrios rincones llenos de silencio y frescura en los jardines del Alcázar de Sevilla y de la Alhambra de Granada.
En estas obras, que resultaron fundamentales en las exposiciones de Sorolla en Estados Unidos y gozaron de un notable éxito de crítica y venta, el pintor plasmaba una nueva y sincera imagen de España, bien alejada de los tópicos folcloristas.

Escenas de mar y playa
Sorolla enamoró a los norteamericanos con sus obras sobre el mar y la playa. El pintor presentó en Estados Unidos pinturas sobre estos temas realizadas desde 1900, aunque de forma esencial se centró en las investigaciones lumínicas y cromáticas derivadas de su estancia en Jávea en 1905. El bote blanco y Niñas tomando el baño muestran su maestría a la hora de retratar la luz que se refleja en los cuerpos dentro del agua. Pero, además de esas escenas de niños desnudos que disfrutan del mar ajenos a cualquier presencia, Sorolla capta también el cosmopolitismo y la sofisticación de las playas del norte de España a través de los elegantes retratos de su familia en la playa, como se aprecia en Paseo del faro. Biarritz o Bajo el toldo. Zarauz.
La exposición cuenta en este apartado con una de las obras maestras de la producción del artista presentada en la exposición de 1909: Corriendo por la playa.

Retrato de Mrs. William H. Gratwick, 1909 Colección particular
El retrato de Mrs. William H. Gratwick (1875-1950)
El cuadro es sorprendente por la sensualidad que irradia, una cualidad que resulta inusual en la obra de este pintor; sorprendente asimismo por el contraste entre el negro intenso del vestido y del canapé, en contraposición con la palidez de rostro, del escote y de los brazos de la retratada; sorprendente por la escasa información sobre quién fue Mrs. William H. Gratwick; y sorprendente, en fin, porque este cuadro ha participado en varias exposiciones sobre la obra de Joaquín Sorolla (1863-1923) y podría suponerse que existirían montañas de datos sobre él. Pero no es así.
La atractiva Emilie Victorine Piolet Mitchell Gratwick era esposa de William H. Gratwick II, hijo del magnate estadounidense William Henry Gratwick (1839-1899), quien creó un imperio en Búfalo con el comercio de maderas y su flota de barcos en el lago de Erie. A su muerte, poseía una fortuna valorada en 1,1 millones de dólares; el equivalente a 32 millones de dólares de la actualidad.
La esposa de este patriarca (y suegra de Emilie) se llamaba Martha Weare Gratwick (1839-1916) y se dedicaba a la filantropía; fundó el Laboratorio de Investigación Gratwick en la Universidad de Búfalo. Así pues, los primeros Gratwick eran personas muy pudientes en la sociedad estadounidense de finales del siglo XIX, y sus descendientes continuaron siéndolo en los círculos neoyorquinos de inicios del siglo XX.

Retrato de Thomas Fortune Ryan, 1909. Colección particular
Gracias a Archer Milton Huntington, el magnate norteamericano Thomas Fortune Ryan (1851-1928) conoció a Sorolla durante la exposición del artista en Nueva York en 1909; inmediatamente le encargó su retrato. A lo largo de los años siguientes, Ryan adquirió más de veinte obras del pintor, muchas de ellas durante la muestra celebrada en Chicago en 1911. Sintió predilección por las pinturas representativas de la imagen de España y en particular por los jardines andaluces.
Junto con los retratos y otras obras adquiridas, Ryan realizó destacados encargos a Sorolla. El primero de ellos fue la pintura de gran formato Cristóbal Colón saliendo del puerto de Palos; resultó un importante envite para el pintor, que se desplazó a Andalucía en busca de los escenarios recorridos por el descubridor antes de su aventura americana. Asimismo, hizo una serie de nueve estudios al óleo, con gradaciones lumínicas de gran exquisitez, en los que ensayó diferentes posibilidades compositivas. Ryan adquirió este conjunto de estudios como parte de su encargo y posteriormente, en 1910, los donó a la Hispanic Society of America.

Elena con túnica amarilla, 1909, Óleo sobre lienzo, 112 x 92 cm. Colección privada..



La herida en el pie, (1909) Óleo sobre lienzo 100 x 109 cm. The Paul Getty Museum 
Joaquín Sorolla es llamado el pintor del sol. Nadie como él ha sabido plasmar en un cuadro los efectos del sol sobre la piel. Sus cuadros, que documentan perfectamente las costumbres de la sociedad valenciana de su tiempo, desarrollan muchas escenas en la playa o a la vera de la mar con una deslumbrante atmósfera mediterránea. 
En esta obra, "La herida en el pie", Sorolla nos muestra en primer plano a un niño y una niña que han ido a jugar a la playa. La niña se ha hecho una herida en el pie, y se ha sentado en la ribera, sin importarle que se empape su vestido. Su amigo, en cuclillas y cubierto con un sombrero de paja, examina atentamente la lesión de su compañera de juegos. En un segundo plano ya sumergidos completamente en el agua se ven otros niños, sin duda también amigos de los anteriores, que interrumpen su natación al oir las previsibles quejas de la lesionada. 

Autorretrato, 1909, óleo sobre lienzo 70 x 50,5 cm Museo Sorolla, Madrid
En este lienzo vuelve a utilizar el formato apaisado, del que tanto gustó para retratar a amigos y familiares, en una fórmula nada académica en la que el representado se mueve por la escena con gran naturalidad.
El retratado se encuentra mucho más cercano al espectador que en otras ocasiones, mirándole fijamente a los ojos, con el rostro volteado y en giro de tres cuartos a la izquierda. El busto, siguiendo la tradición de los retratistas renacentistas, parece apoyado en un marco -ilusión de arquitectura -en el que el artista aprovecha para escribir unas palabras: "A mi Clotilde (....) su Joaquín" Esta pequeña frase define -tanto o más que los rasgos físicos o psicológicos representados -su propia personalidad y lo que el pintor considera como el meollo de su vida: el amor por su querida esposa y familia.
Esta vez aparece tocado con sombrero- que le otorga verdadero carácter -y empujando directamente la paleta de pintor, que parece mostrar al espectador en señal de identificación. Concentra toda la intensidad expresiva en el rostro y en los penetrantes ojos que parecen interrogarnos con una mirada desafiante.
El busto se encuentra desplazado hacia el lado derecho con lo que consigue que, tras él, emerja un fondo de habitación apenas esbozado. Esta colocación deliberada del personaje, al tiempo que la fragmentación del dibujo, el uso de grandes áreas de sombra oscuras, la vigorosa y fácil pincelada, el poder incomparable para retratar el carácter y la expresión , aunque le lleven a crear un cuadro totalmente moderno, tienen también el poder de evocarnos la pintura clásica de su "maestro" Velázquez.
El punto de vista es bajo, lo que contribuye a monumentalizar la figura y a su vez nos permite atisbar- en una perspectiva extraña y exagerada que tiene la capacidad de producir un efecto de espacio mayor y más profundo, siguiendo las fórmulas de Velázquez- el suelo de la estancia. Este-cortado por una pared de frágiles reflejos-parece avanzar hacia una esquina muerta en el fondo - espacio ambiguo para el que utiliza un color oscuro- que contribuye a enmarcar, aún más, el temperamental rostro.
De una libertad técnica sorprendente, el artista es capaz de sacar el máximo provecho de las calidades matéricas de la pintura, en un alarde de gran modernidad. La pincelada velazqueña, presente en sus primeras obras, evoluciona hacía un trazo más suelto y seguro, creando, a medida que madura, retratos de carácter más libre y personal, cuya cualidad dominante es lo "vital" al eliminar toda banalidad y accesorios.
Utiliza una imprimación oscura; aprovecha la tela intencionadamente manchada en una tonalidad neutra para que, unas veces apenas cubierta de pintura casi líquida y otras a base de empastes -nerviosos y abiertos- complete, en nuestra mente, lo que el pintor insinúa- casi con la misma fluidez y soltura que la acuarela.

A finales de enero de 1910, Sorolla vuelve a Sevilla y Granada, y después a Málaga, Córdoba y Ronda. A finales de marzo regresa a Madrid, pero parte casi inmediatamente Hacia Ávila, Y poco después a Burgos, donde pinta la catedral nevada. Dedica la primavera al retrato en su casa de Madrid y en verano vuelve a Zarauz por última vez. Al final del verano pinta en la playa de Valencia y a finales de octubre va a París donde entrega a Mr. Ryan el cuadro de Colón y habla con Archer M. Huntington de la futura decoración para la Hispanic Society of América. Al parecer Huntington le propone una decoración de temática historicista, pero acaban decantándose por na representación de las provincias y sus gentes. Al volver a España hace Sorolla un viaje breve a Galicia y Salamanca. A finales de año se publica la primera monografía sobre el pintor valenciano, a cargo de Rafael Doménech.

Clotilde en un vestido de noche, 1910, 150 cm × 105 cm. Museo Sorolla
El cuadro es un retrato de su esposa Clotilde García, con el tronco erguido y el brazo izquierdo en su cintura, y se encuentra sentada en un butacón de orejas, sobre el que descansa un chal de color blanco, con un tapizado en damasco rosa. También rosa es el fondo del cuadro. Clotilde adorna su cabello con una flor blanca y el cuello un hilo de perlas. La modelo lleva un vestido negro de noche, descotado y con adornos que demuestran la buena posición que la familia disfrutaba en aquel entonces. Es habitual que Sorolla comprara vestidos y complementos a la última moda en sus viajes al extranjero, y que estos fueran usados en los posteriores retratos.
Clotilde, con quien contrajo matrimonio en 1888, fue su principal modelo para muchas de sus obras, que van desde los primeros años como matrimonio hasta la madurez de la pareja, en diferentes poses y ambientes. Clotilde también aparece en muchas otras obras del pintor junto a la totalidad o alguno de sus hijos. Estos retratos sirvieron de muestrario al pintor para encargos de clientas, y también le sirvieron para experimentar en su arte. Otros retratos de Clotilde realizados por Sorolla son por ejemplo Clotilde con traje negro (1906) ​, Clotilde García del Castillo, Clotilde con mantilla negra, Clotilde con gato y perro, Clotilde vestida de blanco, Clotilde en la playa, Clotilde sentada en un sofá, Perfil de Clotilde, Clotilde con traje gris, Retrato de Clotilde, y así hasta más de 70 obras.

Chicos en la playa, 1910. Óleo sobre lienzo, 118 x 185 cm. Museo del Prado 
La serie de cuadros con motivos de niños en el agua culmina con esta obra, en la que los desnudos de los muchachos se imponen en la composición en mayor medida que en otra pintura del artista. Aunque está firmada en 1910 y, por ello, esa cronología se ha seguido de modo casi unánime, el artista debió de pintar la obra durante el verano de 1909, pues la imagen aparece ya reproducida en un libro de Rafael Doménech cuyo colofón explicita que se terminó de imprimir el 19 de diciembre de ese año. La obra correspondería, pues, a la larga y fecunda estancia de Sorolla en Valencia de unos tres meses desde finales de junio hasta finales de setiembre, durante la que realizó varias obras maestras, entre ellas El baño del caballo. Ambas revelan una esencial fascinación mediterránea que el pintor quiso poner de manifiesto, en ambas obras, mediante la elección de un marco de pilastras toscanas con su entablamento liso. El motivo del desnudo infantil tendido al sol a su albedrío ya había interesado a Mariano Fortuny y a Ignacio Pinazo, además de a Sargent, artistas todos apreciados por Sorolla. Como el primero, abordó el asunto a la orilla del mar en un riguroso primer término que evita la representación del horizonte pero, a diferencia de él, le interesó el movimiento de las aguas, convertido en puro motivo pictórico y, junto a ello, los destellos de la luz en el mar y en el cuerpo de los niños, los reflejos de las figuras de éstos en el agua y las sombras coloreadas proyectadas sobre la superficie líquida. El pintor había planteado este tema en algunas otras obras, con las que ésta del Prado tiene relación por aparecer en ellas cuerpos de muchachos desnudos tendidos en primer término. Ya en 1903 aparecen en Niños a la orilla del mar, pero allí se trataba de niños más pequeños, por lo que tiene mayor similitud con los desnudos de muchachos de varias obras de 1908, entre ellas Idilio en el mar, Sobre la arena ¿Idilio en la arena?, Niños en la playa y los desnudos tendidos en dos obras de composición más amplia, una de la Hispanic Society y otra en colección particular. Hay también varios dibujos de niños en posición horizontal que conserva el Museo Sorolla. Aún en 1916, el artista pintó otro cuadro titulado niños en la playa, con un desnudo tendido en la orilla del mar. A pesar del tamaño del lienzo, el artista pintó la obra del natural. Con todo, consiguió plasmar sin estudio previo, no sólo la sensación de inmediata veracidad del asunto, sino también una composición de extremado equilibrio entre la actitud estática propia de los cuerpos tendidos y el dinamismo de su colocación relativa. En efecto, la escena muestra en primer término el muchacho con la cabeza más levantada, en disposición casi diagonal que introduce al espectador en el lienzo, lleva al segundo a través del rostro vuelto de éste y se aquieta en la actitud abandonada del tercer muchacho, tendido paralelamente al borde superior del lienzo. A esa gradación de las actitudes corporales, más relajadas cuanto más lejanas están las figuras, corresponde una intensidad también creciente del colorido de los cuerpos, desde el blanco con reflejos malvas del muchacho del primer término, de cabello rubio y piel más clara, al tono más tostado del segundo, de cabello castaño, hasta el rojizo broncíneo que presenta el del fondo. Los destellos de la luz traducen la intensidad también creciente hacia el último término con la que el sol incide sobre los cuerpos, gradualmente sumergidos en el agua. Así, en el primer muchacho, menos mojado, los brillos sobre la piel aparecen como empastes de color blanco mate; son más intensos y claros en el segundo, parcialmente sumergido, y muy luminosos en el del fondo, ya empapado de agua y completamente reluciente. El artista representó además el movimiento de las aguas en torno a los cuerpos, en amplísimas pinceladas de tonos turquesas, azules, violetas y malvas que ya había utilizado en obras con tema de nadadores, especialmente en las realizadas en Jávea en 1905. Reflejó también la pequeña depresión excavada por la resaca en la arena junto a los pies del muchacho del centro. Especial interés tiene la captación de la doble silueta que arrojan las figuras de los dos primeros chicos (en el tercero es menos visible) que corresponde, en la parte inferior, al reflejo sobre las aguas e, inmediatamente debajo de los cuerpos, a la sombra coloreada de éstos, en un tono violeta intenso directamente observado por el artista a la luz, de máxima intensidad, del mediodía valenciano.

Clotilde sentada en el sofá, 1910, 110 x 180 cm. Colección privada
De los numerosísimos retratos que Sorolla hizo de su mujer, este es seguramente el más logrado y constituye una obra fundamental en el contexto de su producción pictórica.
Ante el espectador se presenta una mujer refinada, fiel reflejo del status social alcanzado y, por extensión, espejo del éxito artístico de su marido. Clotilde viste un exquisito traje blanco y delicados zapatos de raso.
Aunque en esta época la pintura española cuenta con abundante ejemplos de retrato elegante, incluso sofisticado, Sorolla en esta obra, el más elegante de sus retratos, sin duda tiene presentes los retratos de alta sociedad de John Singer Sargent, que conocía bien ya en esta fecha: retratos en que los modelos, vestidos de gran gala, a menudo aparentan no posar, sino simplemente estar. El retrato de Clotilde, participando de ese doble juego, sin embargo carece por completo de afectación y resulta de una absoluta naturalidad, incluso parece irradiar un sereno bienestar.

Colón saliendo del puesto de Palos, 1910, Mariners´Museum Newport Virginia
Fue encargado por Thomas Fortune Ryan en 1909. Hoy en día se encuentra en The Mariner’s Museum de Newport News en Virginia gracias a la donación que realizó Archer M. Huntington en 1933. Los apuntes que os incluimos están en The Hispanic Society of America, Nueva York

Los jardines de Sorolla
La esencialidad y la sobriedad de los patios de la Alhambra transmiten el fuerte carácter introspectivo de la obra madura de Sorolla. Los jardines del Alcázar de Sevilla y del  Generalife de Granada insisten en esa tendencia a la melancolía. Sorolla pinta como refugio frente al cansancio que le produce la vida social a la que le obligan los encargos oficiales. Por eso, la figura humana está siempre ausente. Cargado de múltiples resonancias afectivas, el jardín andaluz es para él una creación homóloga a la pintura misma, un espacio construido donde las arquitecturas vegetales se conjugan con el agua, la cerámica o el mármol para  atraer y regular, no solo la luz y el color sino también el sonido y la brisa. El jardín se convierte así en el escenario de una polifonía sensorial que nos seduce para llevarnos a lo más esencial  de nosotros mismos.
Tarde de sol en el Alcázar de Sevilla 1910, óleo sobre lienzo 94x64 cm
Colección particular

Después de su breve estancia en Andalucía en 1902, Sorolla vuelve a Sevilla en 1908 para  pintar el retrato de la reina Victoria Eugenia en el jardín de los Reales Alcázares. Se trata, sin duda, de un encargo importante. No se encuentra bien, no se encuentra a gusto, pero, desde el primer momento casi lo único que le gustan son los jardines: " Ahora cuando  almuerce salgo enseguida para Palacio, pues quiero pintar en los jardines otro cuadro. Esto te gustaría pues no pisas tierra nunca le dice a Clotilde "todos están embaldosados con azulejos, todo cercado de mitro, le dan una nota poética muy simpática"
Jardines de Carlos V, Alcázar de Sevilla 1910 óleo sobre lienzo 63,5 x95 cm
Madrid, Museo Sorolla
 

Los jardines de los Reales Alcázares son únicos desde todos los puntos de vista. Se levantan sobre una extensa posesión árabe que, a lo largo de los siglos, ha sufrido muchas transformaciones. La parte más antigua es contemporánea de los jardines de la Alhambra, pero se distingue de estos por las intervenciones posteriores de Carlos V y Felipe II, que mezclaron el lenguaje islámico con dialécticas manieristas. La última transformación es relativamente reciente en tiempos de Sorolla, de 1857. La síntesis de los diferentes estilos ha sido siempre uno de sus principales valores; a todos los pequeños jardines les unía  una forma de hacer de tradición hispanoárabe, como el uso de la cal, el azulejo o también la compartimentación en pequeños espacios en torno a fuentes centrales.
Sorolla se había sentido atraído por la jardinería italiana como muestran los dibujos de la Villa Farnese de Roma-conservados en el Museo Sorolla- y había disfrutado enormemente en los jardines de la Granja en los años inmediatamente anteriores. La configuración de los Reales Alcázares tuvo que atraerle obligatoriamente. Además, el jardín andaluz estaba  realmente de moda en estos años. Sorolla era consciente de esta popularidad y no debemos olvidar que durante su estancia sevillana en 1908, tenía la necesidad de producir obras para su gran exposición en Londres.
Fuente y jardín del Alcázar de Granada 1917
óleo sobre lienzo 64.5 x 96 cm

Pero, aunque no le escapara el aprecio que por estos asuntos tenía el público extranjero, Sorolla, como buen regeneracionista, no estaba dispuesto a pintar españoladas: tenía una buena prevención frente a los tópicos castizos que habían explotado los pintores románticos y que él rechazaba de forma categórica.  Y así, salvo los jardines de los Reales Alcázares no encontró más motivos para pintar en Sevilla. Sorolla odiaba las corridas de toros pero era consciente de la riqueza cultural de todos los pueblos y de la necesidad de interpretar fielmente la identidad de cada región. Con su pintura, Sorolla conciliaba el afán europeizador con su defensa del  patrimonio cultural y con la reivindicación de lo español y lo regional, identidades presentes en su pintura.

Los jardines históricos expresaban, por supuesto, esa identidad y no podían "prostituirse"  Sorolla se había propuesto como objetivo estudiar el origen y carácter original de los jardines españoles, que, cada vez más, se encontraban en estado de semi-abandono. Pero a pesar de  todo Sorolla en los jardines encontraba la paz. Por la correspondencia que mantenía con  Clotilde se desprende que, en sus primeros viajes a Andalucía, Sorolla se sintió más a gusto en Granada. Allí buscó las grandes perspectivas pero también se refugió en los pequeños  espacios Generalife, Granada muestran precisamente esa doble perspectiva. Sorolla nos  descubre "su punto de vista": el jardín del Generalife, con su verde, su agua, su ciprés tallado. Y desde este jardín hace partícipe al espectador de la magnificencia expansiva y gloriosa del paisaje.
Generalife, Granada 1910, óleo sobre lienzo 81x109 cm. Colección particular

Utiliza dos puntos de vista diferentes para el jardin y para el paisaje, y combina ambos en dos planos sucesivos que parten el lienzo en dos mitades: abajo (que en realidad es la parte elevada para el pintor) en el jardin, el espectador se sitúa prácticamente encima de la fuente; a la vez, en la parte superior, la mirada se pierde frontalmente, en un paisaje que avanza hacía el infinito.

En la búsqueda de lugares "expansivos" en Granada, Sorolla encontró, en el sector de la  Alcazaba, en el Jardin de los Adarves, el emplazamiento ideal. Pero, a pesar de su pasión  por el paisaje, Sorolla no dudó en volverse para retratar el jardin, tanto en 1909 como en 1917- Jardin de los Ardaves, Alhambra, Granada, Fuente y jardin de la Alcazaba, Granada. En la primera versión, Sorolla despeja el camino hasta la frondosa y protectora sombra  que junto a la tapia, da paso al recinto de la Alcazaba. Parece como si entráramos en otro jardin, como si, poco a poco, fuéramos penetrando profundamente en un refugio ensoñador y  trascendente.
El ciprés de la Sultana (Generalife) 1909. Óleo sobre lienzo  106x 82 cm
Colección particular

Otro de sus "refugios" fue sin duda, El Jardin de la Sultana, en el Generalife. En El Jardín de la Sultana la pincelada se curva, voluptuosa y envolvente. El espectador se siente dentro del jardin, en el borde de la fuente, en medio de una sinfonía sensorial en la que participan los verdores matizados, un rumoroso frescor de agua, el olor de las plantas, el calor del sol... Parece improbable para el espectador y probablemente para el pintor querer estar en otro  lugar.

María con sombrero, óleo sobre lienzo 40 x 80 cm. Colección particular
Después del éxito de sus exposiciones de 1909 en Estados Unidos, y especialmente en Nueva York, donde vendió un número muy importante de cuadros, Sorolla necesitaba crear obras nuevas para llevar a las siguientes exposiciones que, tendrían lugar en 1911 en San Luis y Chicago.
En Nueva York, Búfalo y Boston sus retratos habían tenido mucho éxito. Había dedicado gran parte de su tiempo a retratar a personajes de la vida pública y de la alta sociedad americana y había ganado mucho dinero. También había vendido un buen número de retratos de los expuestos, sobre todo de su mujer y de su hija María al aire libre, esa faceta tan personal del retrato que Sorolla domina como pocos. Es en gran parte por ello por lo que en el año 1910 pinta de nuevo retratos individuales y de grupo de su mujer y de sus hijas, todos ellos magníficos y especialmente elegantes.
Los dos retratos del grupo Bajo el toldo, Zarauz y Mi mujer y mis hijas en el jardín los realizó al aire libre, y ambos suscitaron comentarios especiales en la prensa americana, siendo adquiridos de sus exposiciones de 1911. Sin embargo, los retratos individuales de su mujer y de sus hijas de ese momento los realizó en su estudio, probablemente para mostrar también lo mucho que había avanzado a la hora de abordar el retrato de interior, algo que le serviría como ejemplo de cara a sus futuros clientes.
Entre los retratos de su primogénita destacan María con blusa roja, que merecidamente ha llegado a ilustrar una de las monografías de Sorolla de estos últimos años. Estos dos cuadros igual que los de Clotilde y Elena figuraron en las exposiciones del año 1911 en Chicago y San Luis, donde tuvieron muy buena acogida.
Hay que decir que los retratos de los miembros de la familia, gracias al profundo conocimiento de sus modelos y a la libertad que tenía a la hora de afrontarlos, son sin duda los mejores, los de mayor calidad y los más novedosos, siempre dentro de una delicada línea clásica que los hace imperecederos.
Este retrato de María a los veinte años, tocada por un elegante sombrero - que el propio Sorolla se encargaba de escoger y comprar en los viajes que realizaba a París o a Barcelona, tienen un formato horizontal muy marcado como consecuencia del marco antiguo que le destinó, marco que colocó en la obra mientras la pintaba para ajustar el tono con el lienzo, en los que aparece algunas pinceladas de óleo de las tonalidades del retrato.
Esta obra de clara raigambre velazqueña, muy sobria de tonos, a base de grises, negros y ocres entre los que destaca el ribete blanco de la blusa que enmarca la piel, delicadamente morena de la cara de María, animada por sus labios rojos, está muy poco insistida, pues aplica las pinceladas justas y nos muestra como Sorolla había interiorizado las enseñanzas del gran maestro sevillano. La genialidad de la composición, prolongando el hombro de la joven con el antebrazo elevado para compensar el volumen del sombrero y la naturalidad de la pose de la joven, aportan a la obra una elegancia especial.
Al contemplar la mirada de María no se duda de la estrecha relación del cariño y admiración que unía a padre e hija.

Sol de la tarde, playa de Valencia. 1910. Colección particular

Playa de Zarauz, 1910. Colección particular

Sobre la arena. Playa de Zarauz. 1910. Óleo sobre lienzo, 99 x 125 cm
En el verano de 1910, Sorolla viaja con su familia a Zarauz, convertida en destino veraniego de la alta burguesía desde finales del s XIX. Allí pinta a su familia pasando el día en la playa, vestida con trajes ligeros y sombreros de paja, sentada directamente sobre la arena o sobre sillas, bajo la sombra de un toldo que no se ve.
Sorolla siempre fue un buen aficionado a la fotografía desde los años en los que trabajó en el estudio de su suegro Antonio García Peris, reconocido fotógrafo valenciano. Este interés es particularmente visible en este cuadro, en el que utiliza un tipo de composición que resulta inimaginable sin la costumbre de ver instantáneas fotográficas: las figuras aparecen cortadas arbitrariamente, ignorantes de que están siendo fotografiadas-retratadas, lo que da al cuadro una impresión de total naturalidad. Aunque este es un efecto que Sorolla valoraba especialmente, pocas de sus obras lo llevan a este extremo.
El resultado es una imagen que resulta sorprendentemente moderna, pues al no percibirse un fondo, un horizonte, las figuras parecen agolparse junto al plano mismo del cuadro dándole a este un gran protagonismo; la indefinición de los rostros desdibuja a los personajes y los convierte en meros elementos de una composición arbitraria de forma y color.

Bajo el toldo, Zarauz, 1910, 99.1 × 114.3 cm Museo de Arte de la Ciudad de Saint Louis

Esta luminosa pintura muestra a la esposa y las hijas del artista bajo la sombra de un dosel en la playa de Zarauz, en el norte de España. Los velos de las mujeres ondean en la brisa de verano. Sorolla disfrutó de una gran reputación internacional, particularmente en Estados Unidos. Esta obra fue adquirida en 1911 en el momento de una importante exposición de la obra del artista en nuestro Museo, entonces conocido como el Museo de Arte de la Ciudad de Saint Louis.

Bajo el toldo, playa de Zarauz, 1910.
Sorolla pinta este cuadro en la playa de Zarauz durante el verano de 1910. Muestra a toda la familia del pintor bajo un toldo que el espectador no ve. Los personajes van vestidos elegantemente, y la playa se convierte en un ámbito de representación social, burgués y cosmopolita, más que en un lugar de disfrute espontáneo.
En el centro, Clotilde, la mujer de Sorolla, sentada sobre la arena casi de perfil y vestida de blanco. Más retrasada, a la derecha y sentada sobre una silla de enea, María, la hija mayor, vista de frente y con un traje igualmente blanco y tocada con amplio sombrero. A la izquierda Elena se recuesta en la arena, vistiendo igualmente de blanco. Joaquín, el hijo, sentado sobre la arena y más alejado con chaqueta oscura y canotier sobre la cabeza.

El Puente Viejo de Ávila. Joaquín Sorolla. 1910. Oleo S/ lienzo. 82 x 105. Museo Sorolla. Madrid.
Desde Ávila Sorolla escribe en una carta a su mujer Clotilde: "Yo no sé que me ocurre con la luz de Ávila y el frío mezclados, que sin sentirme mal, hay algo que te quita el deseo de pintar a gusto, será la triste pobreza de esta naturaleza. No lo sé, pero al mismo tiempo atrae su severidad......Me fastidia lo castellano, es demasiado bárbaro." Ávila, 26 marzo 1910.

Pepilla la gitana y su hija, 1910. Óleo sobre lienzo 1910. Paul Getty Museum
Madre e hija miran directamente al espectador. Hermosa y orgullosa Pepilla con un gesto protector abraza y presenta a su hija; una niña adolescente en ciernes, lejos han quedado los días en que la acunaba en sus brazos cantándole Nanas; tiñendo todos sus sueños día tras día. Joaquín Sorolla recrea de nuevo la dulce semblanza de las mujeres y los niños de Andalucía. Se deleita con los efectos de la luz y los colores cálidos, una atmósfera de ternura sella un lienzo sincero. De técnica perfecta y sentimiento: Colorido, luminosidad, gracia y arte.
Concluido el lienzo Sorolla seguro sonrió:
No importa cuánto trabajo puede haber gastado en el lienzo, el resultado debe parecer como si todo hubiera sido hecho con facilidad y en una sesión.
(Sorolla 1909)

Patio de las Danzas, Alcázar, Sevilla.1910. Óleo sobre lienzo, 95,3 × 63,5 cm. Museo J. Paul Getty
Esta es una de una serie de cuatro pinturas de paisajes urbanos y escenas de jardines en Sevilla que Joaquín Sorolla y Bastida pintó en 1910. Dos años antes, había hecho una serie similar de vistas en la misma ciudad. Si bien conservó el brillo y la atmósfera de sus pinturas de Sevilla de 1908, parece haberse acercado a esta segunda serie de una manera más tradicional.
El patio del Palacio de Alcázar de Sevilla, el ejemplo más espléndido de la arquitectura árabe de la ciudad, resplandece a la luz del sol de verano. Como siempre, Joaquín Sorolla y Bastida se preocupaba por el color y la luz, el brillo y la atmósfera. Los reflejos de color de la luz animan la escena y ayudan a definir las formas, creando una sensación de que la naturaleza está en constante cambio.
Sorolla eligió originalmente este marco, hecho por la firma de José Cano, que todavía existe en Madrid, para la imagen. Las fotografías muestran el mismo tipo de dorado marco colgado en el estudio y la casa de Sorolla durante su vida.

Mi mujer y mis hijas en el jardín, 1910. 166 x 206 cm. Colección Masaveu
'Mi mujer y mis hijas en el jardín'. En la Colección Masaveu se aprecia cómo se fue gestando el gran pintor de retratos al aire libre que sería Sorolla en su madurez. Esta obra maestra, pintada en 1910 en el jardín de su casa con una pincelada suelta y brillante, confirma la calidad de su técnica. Este es uno de los cuadros preferidos por su bisnieta.
«Está pintado en el jardín de su casa después de cosechar un gran éxito en Estados Unidos en 1909. Allí vendió muchísimo y los retratos de su familia gustaron tanto que, en 1910, crea esta obra maestra» que, para la bisnieta del genio, es además «el sumun de la felicidad», reflejado con una innegable maestría en «su mujer y sus niñas, sentadas, felices, charlando tranquilamente mientras su padre y marido las está pintando».

En el año 1911 supone un paréntesis en el ritmo de producción de Joaquín Sorolla, que se puede entender en parte como consecuencia de la necesidad de planificación de la pintura para la decoración de las regiones de España para la Hispanic Society of América. Una planificación que no se ajusta al sistema de trabajo del pintor valenciano, y que además implica muchos titubeos y esbozos que no tienen una presencia directa en el trabajo final. En definitiva, frente a su trabajo habitual, muy resolutivo y que arroja una producción a un ritmo de gran eficiencia, este trabajo de planificación es relativamente mucho menos eficiente. A mediados de enero parte para Estados Unidos a través de París y Londres, y en febrero inagura una exposición  individual en el Art Institute de Chicago. Durante su estancia en la ciudad aprovecha para pintar algunos retratos y dar clases magistrales y una conferencia. La exposición supone un éxito de público y crítica, se clausura en marzo y a continuación se muestra en el City Art Museum de San Luis, donde Sorolla no llega a acudir, prefiriendo quedarse en Chicago y viajar directamente a Nueva York. Las ventas fueron considerablemente menores que en la exposición de 1909. Se vendieron quince obras en Chicago y siete en San Luis, a lo que hay que añadir los retratos y las adquisiciones que hicieron la Hispanic Society y Mr. Ryan. A mediados de mayo retornan a Europa, quedándose un mes en París para atender encargos de retratos. Entretanto contribuye con una muestra de 85 obras al Pabellón Español de la Exposición Internacional de Bellas artes de Roma. Pasa el verano en San Sebastián donde pinta el cuadro La siesta. En otoño firma el contrato para la decoración de la Hispanic Society, y antes de navidad se instala en su casa definitiva.

La siesta, 1911, 300 x 300 cm. Museo Sorolla, Madrid
La tela muestra cuatro jóvenes doncellas tendidas sobre la hierba, una de ellas incorporándose. Los personajes están elaborados a base de manchas, los efectos de luz y sombra con pinceladas gruesas, tal como venían haciendo los maestros impresionistas de Holanda y Francia.
Los momentos de ocio familiares aparecen frecuentemente reflejados en la pintura de Sorolla. Algunos cuadros relacionados con esta línea temática constituyen verdaderos hitos en el conjunto de su producción artística. En gran medida, dicho alcance responde a la libertad expresiva que se permite Sorolla en este tipo de pinturas concebidas casi expresamente como obras propias, lienzos no destinados al mercado sino pensados para formar parte de la decoración de su hogar, integrados por tanto en el ámbito de su intimidad familiar.
La siesta es uno de estos casos y manifiesta una franqueza expresiva que da muestras de la calidad del pintor en un momento de plena madurez. Frente al estilo más realista y comedido que desplegará en años sucesivos (mientras trabaja en los grandes paneles de tema regionalista destinados a la Hispanic Society), Sorolla da muestras de avanzada modernidad en este lienzo.
Pintado durante la estancia veraniega de la familia en San Sebastián, cuatro figuras femeninas descansan tumbadas sobre un verde prado. Son la mujer del pintor, sus dos hijas y una prima de éstas. Tres de ellas duermen, mientras la cuarta lee boca abajo. Con un punto de vista en pronunciado picado, la línea del horizonte ha desaparecido. La distribución de las figuras y el ritmo ondulante de las pinceladas que sugieren el césped mullido componen una escena de marcado dinamismo y de acentuado desequilibrio. A pesar del estatismo y la tranquilidad que en principio debía sugerir el tema y la reposada actitud de las figuras, la mirada del espectador se ve impelida de un lado a otro, moviéndose en zig-zag a un ritmo vertiginoso por toda la composición. El tratamiento pictórico es diverso en toda la superficie, adaptándose a los objetivos que busca en cada zona. La escena se compone a base de largos brochazos en la zona del césped, mientras que en las figuras recurre a una pintura casi matérica, de pincelada cargada, con zonas de empaste acusado que acentúan el volumen de los rostros y los pliegues de sus ligeros vestidos.

Louis Comfort Tiffany, 1911, Hispanic Society of America, Nueva York
Louis Comfort Tiffany, (1848 -1933), fue un pintor y diseñador estadounidense famoso por sus trabajos realizados en vidrio de color con el que realizó vidrieras, mosaicos y lámparas diseñadas en lo que se conoció como estilo "Art Nouveau".
En 1893, Tyfany montó en Nueva York una gran fábrica llamada Tiffany Glass Furnaces en la que realizó una gran producción a nivel comercial de sus lámparas así como de grandes vidrieras, las cuales,  decoran hoy día gran número de iglesias en los Estados Unidos y con las que llegó a ganar una medalla de oro en la Exposición Universal de París en 1911.
Louis se convirtió también, en 1902, en el primer director de diseño de Tiffany & Co, una compañía de joyería fundada por su padre.

Tiffany conoció a Joaquín Sorolla en la exposición de 1909 de Nueva York y en la cual adquirió varios cuadros del pintor. Cuando Sorolla volvió a Estados Unidos en 1911, el de Louis fue uno de los retratos que realizó entre los de una serie de personajes ilustres de la sociedad estadounidense.
Tiffany poseía una lujosa mansión en Laurel Hollow, Long Island, Nueva York, una mansión de 65 habitaciones lujosamente decoradas y conocida como "Laurenton Hall". Ubicada en una finca de 25.000 metros cuadrados, tenía unos bellos jardines interiores con fuentes de cristal y acequias de mármol así como unos extensos jardines exteriores con vistas a la bahía de Cold Spring Harbor.
En uno de estos jardines, con la bahía al fondo, rodeado de hortensias y con uno de sus perrillos al lado, retrató Sorolla a Louis Comfort Tiffany.

Retrato de la Reina Victoria Eugenia, 1911.
Sorolla transmite la personalidad del protagonista de la pintura, que en este caso es el de la Reina de España Victoria Eugenia Juliana Enade Battenberg. Son dos retratos para la Exposición de Londres de 1909, pero el más majestuoso, es en el que la Reina lleva por los hombros la capa de armiño, pendientes y collar de perlas, destacando el escote de pedrería. Su rostro nos muestra frialdad expresiva, como ícono de dignidad real. El otro retrato de la Reina es de perfil. En este aparece con una diadema sobre la cabeza y un vestido de satén blanco con hombros descubiertos y chal con bordes de piel negra. Mientras que la relación del Rey Alfonso XIII y el artista es cercana, incluso llegando el monarca a poner su firma junto a la del pintor en su retrato, la de la reina es totalmente diferente.
El porte aristocrático de la Reina Victoria Eugenia fascinó a las damas de la alta sociedad norteamericana, que pidieron a Sorolla que pintase sus retratos. Del mismo modo impresionaron  a los adinerados empresarios americanos los retratos de intelectuales españoles de la época como Vicente Blasco Ibáñez, Aureliano de Beruete o Raimundo de Madrazo, todos ellos adquiridos por la Hispanic Society of America. Pero no solo pintó Sorolla retratos de burgueses.

Retrato de Jacques Seligmann, 1911, Museo Goya
Este retrato representa a Jacob, conocido como Jacques Seligmann (1858-1923), uno de los anticuarios más prominentes de París y donante del Louvre. Sorolla fue capaz de traducir con una gran economía de medios, tanto la energía del personaje como la nostalgia de su mirada. La cara y la mano derecha del anticuario concentran toda la luz, mientras que el resto de la obra es sólo una variación de grises de colores.
Nacido en Frankfurt, Alemania, Seligmann se trasladó a París en 1874, donde trabajó para Charles Mannheim padre, un experto en arte​ y para M. Pillet antes de convertirse en asistente de Paul Chevallier, uno de los más importantes subastadores de la época. Posteriormente abrió su propio negocio en la Rue des Mathurins en 1880 con Edmond de Rothschild. como uno de sus primeros clientes. En 1900, junto a sus hermanos Arnold y Simon, estableció la firma Jacques Seligmann & Cie. Que se trasladó ese mismo año a la Plaza Vendôme. Seligman abrió una oficina en Nueva York en 1904, visitándola una vez al año. Sus clientes incluían a miembros de la familia rusa Stroganoff, el político de altos vuelos británico Sir Philip Sassoon ​y coleccionistas estadounidenses, como Benjamin Altman, William Randolph Hearst, JP Morgan, Henry Walters y Joseph Widener.
Inicialmente Seligmann se ocupó principalmente de antigüedades, incluyendo esmaltes, marfiles, esculturas, tapices y muebles del siglo XVIII, especialmente francés, pero las pinturas se convirtieron cada vez más importantes a principios del siglo XX. Tras el final de la Primera Guerra Mundial, el interés en el arte europeo creció en los Estados Unidos, en miembros de la alta sociedad como Walter Arensberg, Albert C. Barnes, Louisine Havemeyer, Bertha Palmer, Duncan Phillips y John Quinn.
En 1909, Seligmann compró el prestigioso Hotel de Mónaco, donde estableció su cuartel general y recibió a sus clientes más importantes. Después de una disputa con su hermano Arnold, se produjo una escisión en la empresa: Arnold siguió gestionando el local de la Place Vendôme como Arnold Seligmann & Cie, mientras Seligmann consolidó sus actividades en el Hotel de Mónaco y, en 1912, abrió una nueva oficina en París, en el número 9 de la rue de la Paix. ​ En 1914, Seligmann abrió una nueva oficina y la galería de la Quinta Avenida de Nueva York y la incorporó a su empresa en el Estado de Nueva York. El mismo año, en París, tuvo éxito en la compra de una gran parte de la famosa colección de Sir Richard Wallace, que contenía una gran variedad de valiosas antigüedades y obras de arte. ​ En 1920, su hijo Germain Seligman (1893-1978) se convirtió en socio y presidente de la oficina de Nueva York, oficialmente integrados Jacques Seligmann & Fils. Seligmann murió en París en octubre de 1923.
Algunos de sus colecciones personales se vendieron en una subasta en 1925.

Próximo Capítulo: Sorolla - Capítulo Tercero


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