Románico en el Valle de Mena
El Valle de Mena se ubica en el
noreste de la comarca de las Merindades y por tanto de la provincia
de Burgos. Es un fértil valle rodeado de altos farallones calizos lo que
le transmite una acusada sensación de aislamiento orográfico. El Valle de Mena
es una de las comunicaciones naturales a Vizcaya por la comarca de Las
Encartaciones.
En este seductor Valle de Mena, el más
septentrional de Burgos, entre castillos y torres medievales, entre casas
solariegas y mansiones señoriales, surge una surtida colección de monumentos
románicos excepcionales.
Los más importantes son los excepcionales
edificios de San Lorenzo de Vallejo, Santa María de Siones y los
restos de El Vigo.
Tampoco hay que dejar otras localidades de del
Valle de Mena como Vivanco de Mena y San Pelayo de Ayega.
Siones
La pequeña población de Siones se encuentra a
104 km de Burgos, en el valle más septentrional de la comarca de Las
Merindades, el de Mena, limítrofe con las provincias de Vizcaya, Álava y
Cantabria. El pueblo se asienta en un idílico paisaje de hayedos y robledales
dominado por la impresionante silueta de los Montes de La Peña, en concreto de
las crestas del Peñalba que se alzan a 1244 m.
Es una zona que desde época romana gozó de una
gran relevancia geopolítica por tratarse del paso natural desde los puertos
cántabros hacia la meseta castellana, como acreditan los restos de la vía
romana que por este valle enlazaba Pisoraca (Herrera de Pisuerga) y Juliobriga
(Reinosa), con el puerto de Castro-Urdiales (Flaviobriga), muy bien conservada
entre Irús y Arceo. Calzada romana que, desde el siglo XI, fue utilizada como
itinerario secundario de peregrinación a Santiago de Compostela.
La importancia histórica de este territorio
resultó trascendental durante la Alta Edad Media, ya que fue testigo de las
primeras tentativas repobladoras, actividad a la que no sería ajeno el
monasterio de Taranco, fundado en el año 800, y el resto de comunidades
cenobíticas que tomaron vida aquí. Esta ubicación estratégica es la que provocó
que las tierras del Valle fueran disputadas constantemente por Castilla y
Navarra, pues si en un primer momento Mena se unió al condado castellano, muy
pronto, desde el año 824 y hasta la segunda mitad del siglo XI, formó parte del
reino de Navarra. En 1072, con la subida al trono de Alfonso VI, toda la zona
quedó incorporada a Castilla, recibiendo los Fueros de Logroño que se
mantuvieron en vigor hasta 1421.
Es en este ambiente en el que surgió Siones,
cuya referencia escrita más antigua se halla en el documento fundacional de San
Salvador de Oña (1011), citándose entre los lugares en que tenía posesiones la
citada abadía: Et in Siones, quatuor kasatos. Posteriormente se integró
en la merindad de Castilla Vieja.
Iglesia de Santa María
A pesar de que algunos historiadores afirman,
siguiendo a Madoz, que perteneció a la Orden del Temple y que su construcción
fue iniciada por doña Endrequina, al igual que San Lorenzo de Vallejo de Mena,
toda la vinculación de Siones (y no de su iglesia) con las órdenes militares se
reduce a la existencia de un maestre de la Orden de Calatrava llamado Martínez
Pérez de Siones (1172-1198) y de un tal Gundissalvus de Siones que aparece como
testigo en una donación hecha a la Orden de San Juan de Jerusalén en 1176.
Hay constancia, sin embargo, de que Santa María
de Siones (o Exiones) fue una abadía seglar que, al menos hasta mediados del
siglo XIV, poseyó heredades y derechos en algunos lugares del Valle de Mena,
como Cadagua, Hoz y Villasuso, tal como expresa el Libro Becerro de las
Behetrías. Ya entonces, según consta en la obra Bienandanzas e Fortunas, la
citada abadía era propiedad de Lope García de Salazar, llamado de Siones, y de
su esposa doña Toda Fernández de Vallejo. Éstos percibían los diezmos de la iglesia
a cambio de sostener el culto y de proveer al nombramiento y manutención de los
beneficiados que la regían. Fue su hijo, Juan López de Salazar, el que sucedió
a su padre en el patronato de la iglesia, titulándose “abad de Siones”.
Junto con la iglesia de Vallejo de Mena, Santa
María de Siones (declarada Monumento Nacional en 1931) es uno de los más
importantes y mejor conservados edificios románicos del valle, a pesar de que a
lo largo del siglo XIX fue objeto de una serie de restauraciones que alteraron
en gran medida su aspecto original, sobre todo por lo que se refiere a algunos
elementos escultóricos que fueron tallados de nuevo. Ya en el siglo XX fue
restaurada bajo la dirección de Francisco Íñiguez Almech, mientras que la intervención
más reciente ha corrido a cargo de la Fundación del Patrimonio Histórico de
Castilla y León.
El edificio, que se encuentra emplazado en una
pequeña explanada a la salida del pueblo, llama la atención por el excelente
estado de conservación de su fábrica, labrada en buena sillería caliza y datada
en los últimos años del siglo XII o primeros del XIII. Consta de una cabecera
semicircular con tramo recto y una sola nave compuesta por tres tramos,
destacando en planta y alzado el que está más próximo a la capilla mayor, el
cual hace las veces de pseudo-crucero merced a la construcción de dos edículos
laterales de los que luego trataremos.
La iglesia cuenta con dos accesos, la portada
principal abierta en el hastial occidental y una secundaria en el muro sur de
la nave.
En el exterior, el ábside se eleva sobre un
pequeño banco en resalte y se compartimenta en tres paños separados por dos
columnas adosadas que llegan hasta la cornisa, rematadas ambas en capiteles
decorados con cabezas masculinas flanqueadas por hojas planas acabadas en
volutas.
Otras dos columnas se colocan en el codillo que
se forma en la unión del tramo absidal con el presbiterio, tal como ocurre en
otros edificios románicos de la provincia (Padilla de Abajo y Padilla de
Arriba, entre otras).
La del lado meridional muestra un capitel con
tres cabezas o máscaras antropomorfas separadas por dos personajes sedentes,
mientras que la del lado norte lleva un capitel liso en su mitad inferior y con
volutas en la superior.
Todo el perímetro de la cabecera está recorrido
a media altura por una imposta decorada en el frente con pequeños bezantes y en
el bisel con tetrapétalas inscritas en círculos separados por vástagos
anillados que se rematan en volutas, motivo que también se repite en las
iglesias de Tablada del Rudrón, Castrillo de Riopisuerga, Fuenteúrbel, Boada de
Villadiego y Butrera.
Partiendo de esta imposta y en cada uno de los
paños del ábside, se dispone una ventana aspillerada cobijada por dos
arquivoltas de medio punto que descansan sobre cuatro columnas.
Las arquivoltas interiores presentan grandes
tacos o dentellones mientras que las exteriores son de bocel y mediacaña,
excepto en la ventana central que se decora con una escena cinegética
protagonizada por un perro que persigue a una liebre o conejo, alternando ambos
con motivos geométricos realizados mediante diferentes tipos de entrelazo. En
esta misma ventana, sobre el hueco de la aspillera, aparece esculpido un clípeo
o medallón con una flor de cuatro pétalos.
Los capiteles muestran bolas con caperuza en
distintos niveles, hojas lisas rematadas en caulículos, cuadrúpedos, una
máscara masculina y un busto de un personaje que abre su boca con ambas manos, en
un gesto un tanto burlón. Los cimacios exhiben bolas, bezantes, entrelazos y
motivos vegetales. La ventana del muro sur del presbiterio presenta signos
evidentes de haber sido reconstruida en época relativamente reciente.
Se corona toda la cabecera con una serie de
canecillos –en su mayor parte restaurados– adornados con aves, leones, cabezas
caprinas, máscaras, motivos geométricos, figuras humanas en distintas actitudes
(dos lectores compartiendo un mismo libro, personajes erguidos, de medio
cuerpo, etc.), una mano –como en Vallejo de Mena y Santillana del Mar–, etc.
Dos gruesos contrafuertes delimitan en cada
lado el tramo correspondiente al falso crucero que se articula en dos cuerpos
separados por un pequeño tejaroz; el inferior liso y el superior con dos arcos
ciegos de medio punto encima de los cuales se abre una ventana aspillera.
Portadas
El acceso al interior se realiza a través de
dos portadas abiertas en los muros de la nave; una al mediodía y la otra en el
hastial occidental.
La primera se compone de un arco de ingreso
apuntado, decorado con una moldura de bocel seguida de una mediacaña cargada de
hexapétalas encerradas en clípeos. A continuación se disponen dos arquivoltas
también aboceladas y un guardapolvo recorrido por un fino baquetón, apoyando
todo ello sobre dos pares de columnas con capiteles en los que se representan
arbustos de los que aparentemente cuelgan piñas, motivo que se repite en los
capiteles del interior de Vallejo de Mena.
La portada occidental, por su parte, se halla
ligeramente adelantada respecto a la línea general del muro y protegida por una
sencilla cornisa soportada por canecillos de nacela. Consta de cinco
arquivoltas de medio punto decoradas con boceles entre mediascañas y un
guardapolvo con perfil de nacela. Destaca por su singularidad la manera en que
se adornan las jambas, con pequeños fustes o boceles entre los que se colocan
las cuatro parejas de columnas, elevándose todo ello sobre un alto zócalo o
banco con la arista moldurada. Las jambas sobre las que apoya el arco de
ingreso llevan además una mediacaña repleta de piñas. Los capiteles de estas
columnas son idénticos a los descritos en la portada meridional, con la
salvedad de que presentan su collarino sogueado.
Fachada de la portada
Interior
En el interior, la nave presenta dos campañas
constructivas claramente diferenciadas por el distinto tipo de cubrición
empleado en cada una de ellas; el tramo de los pies muestra bóveda de cañón
sobre fajones, mientras que los otros dos tramos lo hacen con bóvedas de tipo
angevino con plementería cupuliforme reforzada por nervios. Los arcos que
separan estos tramos van sustentados por columnas entregas que portan capiteles
de bolas con caperuza y hojas planas. La cabecera, por su parte, presenta medio
cañón en el tramo recto y bóveda de horno en el hemiciclo absidal.
Lo más interesante y original del edificio se
encuentra en el falso crucero y en el espacio absidal. El primero es de mayor
altura y recibe la iluminación a través de dos saeteras abiertas en la parte
superior de los muros oriental y meridional. A los lados de este tramo se
disponen dos edículos de planta rectangular y abovedados que se abren al
interior por medio de dos arcos apoyados en columnas; los del lado del
evangelio algo apuntados y los de la epístola de medio punto con el intradós
formado por dos grandes lóbulos.
En el interior de estos edículos corren unas
arquerías ciegas formadas por arcos de medio punto, salvo uno de ellos que es
trilobulado. Esta organización se ve en parte alterada en el lado del evangelio
donde se abrió el muro para alojar una pequeña escalera de caracol que
comunicaría probablemente con una pequeña tribuna abierta sobre el propio
edículo, o tal vez con un cuerpo superior de campanas parecido a los de San
Pedro de Tejada, Valdenoceda, El Almiñé, Escaño, Monasterio de Rodilla, San
Quirce, etc. Es posible que este cuerpo nunca se construyese y si se hizo debió
de cambiarse el plan pues la primitiva escalera no se llegó a terminar,
levantándose a su lado otra, con acceso desde el exterior, que comunica con el
actual campanario.
Estos edículos monumentalizados, que si bien
funcionalmente acaso pudieran relacionarse con los altares-nichos de Nuestra
Señora del Valle en Monasterio de Rodilla, Santa María de Bareyo (Cantabria) o
con algunos ejemplos sorianos, desde el punto de vista arquitectónico y
escultórico suponen un paso adelante puesto que crean en realidad un concepto
espacial y ornamental más evolucionado. Su presencia estaría justificada por la
multiplicación de altares que imponen los usos litúrgicos.
La decoración escultórica presente en ellos es
abundante si bien la talla resulta bastante tosca. Los capiteles de los arcos
que dan acceso al edículo meridional se decoran con un cuadrúpedo, el de la
derecha, dos niveles de hojas planas con bolas y volutas, el de la columna
central, y con una enigmática escena el de la izquierda, en la que aparecen un
personaje sentado frente a lo que parece una muchedumbre representada por medio
de varias cabezas superpuestas.
Junto a este capitel, pero en una pieza
diferente, hay otros tres personajes que pudieran formar parte de la misma
escena, uno de pie vestido con túnica al que sujetan otros dos, uno de ellos
portando una espada envainada. Para Paloma Rodríguez-Escudero se trataría de
Cristo asistiendo a su propio juicio ante el Sanedrín. De difícil
interpretación es también la figura que asoma en el capitel pinjante de uno de
los arcos y que la citada autora identifica con un personaje saliendo de un
sepulcro. Por otra parte, las cuatro columnas de las arquerías ciegas del fondo
exhiben en sus capiteles motivos vegetales muy esquemáticos (bolas con
caperuza, sencillas volutas y hojas cóncavas), además de cabezas de animales
superpuestas y unos curiosos seres fantásticos con cuerpo de cuadrúpedo y
cabeza de ave.
En uno de los lados cortos del edículo, bajo un
arco de medio punto, se colocó un relieve en el que se escenifica una disputa
entre mujeres, ya que una de ellas tira del cabello a otra arrodillada que
presenta un aspecto un tanto demoníaco y sobre la que se posa una paloma. Se ha
interpretado como la pugna de Santa Juliana con el demonio. En uno de los
capiteles que soportan el arco están representados además una serpiente y un
grotesco personaje que por su aspecto (pezuñas, cabello erizado en forma de grandes
mechones, orejas puntiagudas y vientre hinchado) bien pudiera ser el diablo.
Similar aspecto ofrece el mascarón que decora la otra cesta.
En el acceso al edículo septentrional
encontramos tres capiteles: uno con cuatro cabezas antropomorfas separadas por
bolas con caperuza, otro con sencillas hojas rematadas en volutas y bolas y un
tercero con una lucha o duelo ecuestre.
Esta escena, de delicada factura, está
protagonizada por dos jinetes en plena acometida, equipados ambos con cota de
malla, yelmo, espuelas, escudo almendrado y lanza. Tras cada uno de ellos
camina un soldado armado también con espada, escudo y yelmo. La escena se
desarrolla sobre un fondo, al parecer vegetal, en el que destaca el abundante
uso del trépano. El cimacio se decora con pequeños billetes. Una representación
muy similar se encuentra en un capitel de la cercana iglesia de Vallejo de
Mena.
En el interior del edículo, en el lado más
largo, hay dos arcos ciegos: uno de medio punto con botones en la chambrana y
el otro trilobulado, con veneras en el borde y una cabeza monstruosa mordiendo
a una serpiente bajo el lóbulo central. Los capiteles en que apoyan se decoran
con motivos vegetales (hojas de grandes pétalos encerradas en círculos) y
figurados. En uno de ellos se escenifica a un jinete vestido de campaña que
arremete con escudo y lanza contra un enorme grifo que se defiende con una de
sus patas. Completan esta representación varios elementos vegetales, como
volutas anilladas y hojas dispuestas de forma helicoidal. El otro capitel
muestra a tres personajes sedentes, el del centro con una copa o cáliz en sus
manos que tal vez pueda aludir a una ceremonia eucarística. En la portada de
San Pantaleón de Losa hay una escena muy parecida, sólo que allí el personaje
del centro porta un libro abierto. Los cimacios se decoran con octopétalas
perforadas en el centro y tetrapétalas inscritas en círculos.
El arco de la izquierda desapareció al
construirse la escalera que hay empotrada en el muro. En el costado oriental de
este edículo –bajo un arco ligeramente apuntado– hay un relieve en el que
parece representarse un pasaje de las Tentaciones de Cristo en el desierto, con
la figura sedente de Jesús portando báculo, libro y nimbo crucífero, acompañado
de una figura demoníaca que le señala con el dedo. La representación se
completa con las figuras del Tetramorfos que aparecen colocadas en los
arranques del arco (San Juan y San Mateo) y en los capiteles de las columnillas
que lo soportan (San Lucas y San Marcos). La arquivolta se ornamenta con
labores de entrelazo, encestado, botones y una especie de nubes.
Al espacio de la cabecera da paso un arco
triunfal de medio punto doblado que descansa sobre una pareja de columnas
portadoras de capiteles figurados en los que se representa a cuatro serpientes
entrelazadas y a un soldado con escudo y espada enfrentándose a un reptil
bicéfalo.
La riqueza ornamental de la cabecera se
refuerza con la solución utilizada en los muros del tramo presbiterial, en los
cuales se dispone un gran arco de medio punto con puntas de clavo en la arista
que engloba a su vez un cuerpo bajo con doble arquería ciega y otro superior
con un solo hueco.
En el lado norte los arcos inferiores son
trilobulados, decorándose el de la izquierda con entrelazo en la chambrana y
aros entrecruzados en la rosca, mientras que el de la derecha, con el intradós
angrelado, exhibe un entrelazo con botones en la chambrana y mediacaña perlada
en la rosca.
En el de la izquierda se abre un sencillo vano
que comunica con una pequeña dependencia. Los capiteles sobre los que apoyan
muestran a una cabeza barbada tocando un cuerno, tres arpías de largo cuello
vuelto hacia atrás –similares a las de La Cerca y Fuenteúrbel– y tres
personajes dentro de una barca que también aparecen en las dos localidades
anteriores, además de en San Pantaleón de Losa, Villacián de Losa, Vallejo de
Mena, Momediano y Boada de Villadiego.
Esta escena ha sido interpretada a veces como
la Pesca Milagrosa, si bien hemos de observar que ninguna de las figuras porta
atributos que permitan identificarla con Cristo ni tampoco están representados
los aparejos propios para faenar, como en otras representaciones de este tipo
(por ejemplo en la ermita soriana de Garray). Por otra parte, la exuberancia
decorativa es tal que hasta los fustes de las columnas requirieron la atención
de los escultores. La mejor muestra la podemos ver en la columna de la derecha,
con hojas planas imbricadas, como en la portada de Colina de Losa, y la central
cubierta toda ella por un complicado entramado vegetal que acoge a su vez a
seres fantásticos, aves, una especie de contorsionista y una pareja acechada
por dos serpientes, en clara alusión al castigo de la lujuria.
En los extremos de este tramo se colocan las
dos columnas del arco mayor, cuyos capiteles se decoran con un ser monstruoso y
tres niveles de hojas cóncavas. Una imposta con un tallo ondulante del que
nacen hojas separa este cuerpo del superior en el que se dispone un hueco con
un relieve decorado con una figura adulta –tal vez una mujer– que sujeta entre
sus manos a un niño al que parece arrojar a una corriente de agua representada
con una gruesa forma ondulante. A los lados, rematando los fustes de las columnas,
se colocaron las figuras de una mujer sentada con los brazos cruzados sobre el
regazo y una cabeza masculina.
En el tramo recto del lado sur sigue el mismo
esquema ornamental, con la diferencia de que los arcos ciegos del cuerpo
inferior son de medio punto. El de la izquierda se embellece con entrelazos,
botones y perlas, mientras que el de la derecha lo hace con pequeños bezantes
en el guardapolvo y diecinueve arquillos en las rosca por los que asoman otros
tantos personajes a los que sólo se les ve la cabeza y las manos. Este tema se
repite con ligeras variantes en las ventanas absidales de Bárcena de Pienza y
Butrera. Las tres columnas que soportan esta arquería llevan capiteles
figurados: el de la izquierda con una cabeza de animal (perro), el del centro
con dos parejas de cuadrúpedos afrontados en las esquinas (posiblemente
leones), junto con cabezas de liebre o conejo en los lados cortos, y el de la
derecha con una enigmática escena en la que una gran ave parece picar de un
objeto que sujetaba un hombre con unas grandes tenazas, tema similar al de un
capitel de Fuenteúrbel que parece aludir a un pasaje legendario o mitológico.
Las columnas del arco mayor presentan capiteles
exornados con una cabeza barbada y otra de animal. A la altura de éstos corre
una imposta de semicírculos entrelazados que separa este cuerpo del superior en
el que se abre un hueco con una aspillera y dos columnas de reciente factura.
La unión del tramo presbiterial con el ábside
se resuelve mediante una columna a cada lado rematada con una gran voluta y
recorrida en sentido vertical por una banda en cuya parte superior se abre una
ventanita por la que asoma un personaje (San Pantaleón de Losa y Bareyo).
El espacio absidal articula su perímetro en dos
niveles de arquerías ciegas separados por una línea de imposta y coronados por
otra. La que marca el arranque de la bóveda es de nacela mientras que la otra
se cubre con un entrelazo y un tallo vegetal.
La arquería baja combina cuatro arcos
ligeramente apuntados con tres de medio punto, todos ellos profusamente
decorados con baquetones anillados, bezantes, bolas, cintas perladas,
entrelazos, guirnaldas, etc. Este sentido ornamental se da también en las arquerías
y ventanas de algunas iglesias de la zona de Amaya (Fuenteúrbel, La Piedra y
Boada de Villadiego, entre otras).
En la rosca de uno de los arcos se muestran
tres figuras ataviadas con túnica y capa –una de ellas sedente– seguidas de una
máscara monstruosa, un caldero colgado de un gancho, un ángel y un personaje
atado de pies y manos a un mástil que sujeta otro personaje sedente. Pérez
Carmona identificó esta escena –a nuestro entender con poco fundamento– con el
milagro de Santo Domingo de la Calzada cuya intercesión salvó la vida de un
joven peregrino que había sido ahorcado injustamente. Más bien parece tratarse
de la disputa del alma de un condenado que es preso de sus propios pecados.
Los capiteles de este primer nivel muestran un
variado repertorio ornamental en el que destacan motivos vegetales, bolas con
caperuza, formas tubulares superpuestas (Escalante, Sobrelapeña, Talamillo del
Tozo, Virtus, ermita de Bárcena de Pienza y Vallejo de Mena), cabezas
monstruosas y dos escenas figuradas. En una de éstas se narra la lucha de David
contra Goliat. El primero ha descendido de su montura dispuesto a enfrentarse
al filisteo con sus armas de pastor (el cayado y la honda), mientras que el gigante
se muestra bajo el aspecto de un guerrero medieval, a caballo, embrazando un
escudo almendrado y blandiendo una espada en su diestra.
El escultor ha intentado simultanear dos
momentos de la acción: por un lado el instante en que David carga su honda y
por otro cuando el pagano recibe el impacto de la piedra en su frente. La
escena guarda un gran parecido con otra del mismo tipo que aparece en una de
las ventanas de la colegiata de Santa María de Toro (Zamora). Otro de los
capiteles se adorna con el tema del Pecado Original, con la serpiente
susurrando a Eva y Adán llevándose la mano al cuello.
David y Goliat
En la arquería superior los elementos
ornamentales se circunscriben a los capiteles y cimacios en los cuales se
manifiestan los siguientes motivos: gruesas cabezas de clavo, entrelazos,
piñas, volutas, puntas de diamante, leones afrontados, cabezas antropomorfas,
veneras, etc.
Dos de ellos lucen escenas que parecen sacadas
de la vida cotidiana: en una dos personajes sedentes custodian unas tinajas y
en la otra una pareja de operarios portan un cubo o caldero colgado de un
madero que sostienen en sus hombros, ante la atenta mirada de otras dos figuras
colocadas en los extremos, una de ellas femenina. Este último tema se repite en
Linares de Sotoscueva, San Martín de Frómista, San Pedro de Valdecal (Museo
Arqueológico Nacional), Santillana del Mar y Silió, interpretándose en algunos
casos como vendimiadores o porteadores de vino y en otros como albañiles que
trasladan la argamasa.
En líneas generales se puede decir que la
decoración escultórica de Siones es variada pero de escasa calidad, destacando
el esquematismo y la sencillez de los plegados, la ingenuidad de las figuras,
la falta de proporción y la talla tosca, fruto todo ello de una técnica poco
depurada. Aunque algunas piezas son de una ejecución más cuidada existe una
gran uniformidad en toda la escultura, lo que parece evidenciar la intervención
de un único taller. Desde un punto de vista iconográfico y estilístico se encuentran
claros paralelos en iglesias próximas como las de Butrera, Bárcena de Pienza
(canecillos), La Cerca y Vallejo de Mena, así como en otras de la zona de
Amaya, ya mencionadas. Esta misma vinculación se puede establecer también con
dos edificios cántabros: Santa María de Bareyo, con la que guarda igualmente
algunas afinidades arquitectónicas, y San Román de Escalante. En definitiva, y
como ya señalara García Guinea, parece que estemos ante un grupo de canteros de
posible origen trasmerano que extienden su actividad a iglesias del norte de
Burgos, especialmente de Mena y de Losa. En este sentido hay que insistir en
que algunos detalles vistos en Siones, como la doble arquería del ábside, la
articulación de los muros del presbiterio con dobles arcos enmarcados por otro
mayor, el pseudo-crucero con capillas o edículos laterales y la técnica
escultórica de relieves y capiteles nos llevan a relacionar a los maestros que
aquí trabajaron con los mismos que intervinieron en Bareyo a finales del siglo
XII o comienzos del XIII, cronología que mantenemos para el templo burgalés.
Las soluciones arquitectónicas, especialmente sus bóvedas de crucería
octopartita, apuntan hacia las mismas fechas.
Vallejo de Mena
El extremo nororiental de la provincia de
Burgos está ocupado por el bellísimo valle de Mena, abierto hacia Vizcaya y
flanqueado por los montes de Ordunte por el norte y los montes de La Peña y la
Sierra Carbonilla por el sur, de cuyas laderas nacen los ríos Ordunte, Cadagua,
Ayega y Arceniega, tributarios del Nervión. Es en este magnífico marco de la
más cantábrica Castilla –territorio diocesano del obispado de Santander– donde
se sitúan algunas de las máximas realizaciones del románico norteño, un arte, como
su propia historia, íntimamente unido al territorio.
Vallejo se ubica al pie de la Sierra Magdalena,
a unos 2 km al sur de Villasana de Mena, inmersa en ese teatro formado por la
curva que marcan los Montes de La Peña y el sector medio del valle de Mena,
plagado de restos románicos: Siones, Ovilla, Villanueva, Villasana y esta
iglesia de Vallejo.
Resulta desolador el vacío documental con el
que nos enfrentamos a la hora de abordar los orígenes de Vallejo y su priorato
sanjuanista. Aunque ya en 1237 un documento del monasterio de Santa María de
Rioseco recoge entre los testigos al “comendador de Ualleio, don Yennego”,
en el Libro de Privilegios de la Orden de San Juan publicado por Carlos de
Ayala encontramos una única referencia a un “frey Rodrigo Alfonso,
comendador de Vallejo”, quien actúa como fedatario por parte de los
sanjuanistas en la avenencia con el concejo de Sevilla respecto a ciertos
derechos sobre el tránsito entre las dos orillas del Guadalquivir, ya en la
tardía fecha de 1347. Gregorio Argáiz, en su Soledad Laureada, refrenda la
existencia de una encomienda de San Juan en la iglesia de Vallejo certificando
ya entonces la ausencia de documentación, que se mantenía a mediados del siglo
XIX. Quizás su pertenencia a la citada orden militar y la ausencia de apoyos
documentales alentaron la leyenda, elevada luego a la categoría de verdad histórica,
sobre la primitiva pertenencia del lugar a los caballeros del Temple. Viene a
contradecir esta suposición una inscripción grabada sobre la lauda funeraria –a
doble vertiente con entrelazo de cestería en la cumbrera y dos acanaladuras con
rosetas– conservada en el interior del edificio, a los pies, donde se deja
constancia de la donación de la iglesia de Vallejo por doña Enderquina para el
asentamiento de una encomienda hospitalaria:
DONN•A: EN•DREQVI•NA: DE • MENA •: DIO
E•STA: CA•SA: A HIE•/ RUSALEM
La tardía grafía del epígrafe, su complicada
adaptación entre los florones que decoran la lauda y el mismo hecho de
desbordar la línea, partiendo la palabra “Hie/rusalem”, hacen pensar que
fuera grabada a posteriori sobre la pieza, que formalmente podríamos datar en
el tránsito del siglo XII al XIII. Sobre la figura de esta “doña Enderquina de
Mena”, Lojendio piensa que se trata de Andrequina Díaz, hija de Diego Sánchez
de Mena y mujer de Sancho Pérez de Gamboa, este último poblador de la zona
alavesa de Ullibarri-Gamboa. Sobre el progenitor de la noble dama dice el mismo
autor que quizá se tratase de Diego Sánchez de Velasco, una de las principales
figuras que intervinieron en la repoblación del valle de Mena. Un Lope Díaz de
Mena, probablemente el mismo “Lupus de Mena” que vemos en 1181 como
merinus regis in Castella, aparece confirmando diversos documentos relacionados
con la Orden de San Juan entre 1174 y 1182. En Las Bienandanzas e Fortunas de
Lope García de Salazar se da noticia de esta doña Andrequina como residente en
el valle de Mena a principios del siglo XIII.
Sea como fuere, la existencia e importancia del
priorato hospitalario de Vallejo queda bien patente en las numerosas posesiones
y derechos que la Orden de San Juan detentaba en la zona, reflejadas a mediados
del siglo XIV en el Libro Becerro de las Behetrías: completos los lugares de
Vallejo, La Cerca, Anzo, Encío, Quintanilla de Pienza, El Rebollar, Redondo,
San Pantaleón de Losa y Villanueva de Rosales; compartidos los de Barcenillas
del Ribero, Betarres, Cadagua, Gobantes, Hedesa de Montija, Hoz de Mena, Lezana
de Mena, Noceco, Paresotas, Salinas de Rosío, Torme, Villasuso de Mena, etc.;
solares en Caniego, Concejero, Lastras de la Eras, Quintanilla del Rebollar,
Rosales, etc.; y derechos en Muga, Urria, etc. De algunos de estos lugares
consta su dependencia de la encomienda de Vallejo, de otros debemos suponerla.
Aún a mediados del siglo XIX, Pascual Madoz
recoge en su Diccionario el lugar de Vallejo de Mena como “dióc. vere
nullius de la órden de San Juan de Jerusalén”, aunque su iglesia de San
Lorenzo dice que está “servida por un cura párroco”. Hasta dicho siglo XIX se
mantuvo la tradición de celebrar, el martes siguiente a la fiesta de San
Miguel, una misa aniversario por doña Andrequina.
Iglesia de San Lorenzo
Junto a la cercana de Siones, la iglesia de
Vallejo constituye el principal edificio del valle de Mena y uno de los más
destacados del ámbito provincial, por lo que no extraña que haya llamado
reiteradamente la atención de la crítica historiográfica. El primer estudio de
conjunto del templo fue acometido por López del Vallado en 1914, quien de la
descripción y consonancia de sus elementos dedujo la duplicidad de campañas
constructivas, calificando de “ojival” el abovedamiento. Resulta
especialmente revelador el inicio del último capítulo de su trabajo, que no nos
resistimos a reproducir: “Es empeño vano de muchos arqueólogos, el querer
clasificar de un modo riguroso los monumentos artísticos, creando escuelas y
más escuelas, como si se tratara de reinos distintos de la naturaleza. Se
encuentran luego con la dificultad de que el monumento que examinan no encaja
en ninguna de ellas, y entonces, o crean una nueva escuela, o se convencen de
la vacuidad de tantas clasificaciones impertinentes”. No han cambiado mucho
las cosas para algunos. Monumentos tan complejos como este de Vallejo, que el
propio Félix López confiesa no atreverse a clasificar, quizá encuentren su más
correcta perspectiva de estudio en el análisis del proceso constructivo y
soluciones aportadas por la propia fábrica que en un vano intento de
encasillamiento.
Posteriormente, José Pérez Carmona (1959)
dedicó en su obra de síntesis del románico burgalés algunos apartados a nuestra
iglesia, sobre todo en relación a la rica decoración escultórica. Los
benedictinos Luis María de Lojendio y Abundio Rodríguez (1966) realizaron el
siguiente estudio monográfico del templo, magnífico, seguido por los de Ruiz
Vélez en 1986 y Paloma Rodríguez-Escudero, publicado en 1996, quien hace una
pormenorizada descripción de la arquitectura y, sobre todo, de la abundante
escultura que la decora, estableciendo relaciones con algunos de los monumentos
más significativos con los que, a su juicio, se emparenta: Siones, San
Vicentejo de Treviño, San Miguel de Daroca, Santillana del Mar, Bercedo y Soto
de Bureba. Interesante es la vía de penetración de influencias que esta autora
acuerda al ramal secundario de la ruta jacobea.
A la hora de abordar la descripción de un
edificio tan denso como éste, y aunque consideramos un error desligar el
estudio de la escultura del de la arquitectura que la alberga, creemos que una
exhaustiva descripción de la ornamentación al analizar cada espacio no haría
sino empañar y desviar la atención de la aprehensión global del monumento.
Otros han hecho ya un examen elemento por elemento, canecillo por canecillo y
capitel por capitel, por lo que repetirlo carece de sentido. Nos acercaremos
pues al templo como la diversa unidad constructiva y decorativa que hoy es,
centrándonos en principio en la primera campaña constructiva, esto es, la que
acometió el inicio de las obras por la cabecera. Finalizaremos el estudio con
una somera descripción de su escultura –atendiendo a esa misma duplicidad– y un
intento de valoración general del edificio.
Destaca en primer lugar San Lorenzo de Vallejo
de Mena por su carácter monumental y masivo, algo barrocamente revestida su
arquitectura por las numerosas compartimentaciones de paños mediante impostas y
haces de columnas. Domina en general en la iglesia lo tectónico, aunque, como
para excusarse de tanta solidez, se reviste de escultura cada soporte propicio
a acogerla. Ya en la primera impresión se advierte la duplicidad de campañas
que dieron lugar al actual edificio.
A la primera corresponde la magnífica cabecera,
compuesta de tramo presbiterial coronado por un ábside interiormente
semicircular pero que al exterior se manifiesta como pentagonal, al disponerse
lienzos rectos entre los haces fasciculados de columnas que los conciertan. Tal
articulación muraria marca la imagen exterior de San Lorenzo, y si bien no es
extraña en el último románico hispano, pues el recurso fue utilizado en San
Juan de Ortega o la ermita de San Vicentejo de Treviño, y con variantes en las
cabeceras de Miranda de Ebro y Ame- yugo, sí resulta excepcional la profusión
que aquí alcanza, recordando los contrafuertes transformados en haces de
columnas que flanquean las fachadas saintongesas de Aulnay, Esnandes, Fenioux,
Surgères, la de Nôtre-Dame-la Grande de Poitiers, la de Petit-Palais en
Gironde, o los que articulan el codillo del presbiterio de Bords.
Se asienta la cabecera –no así la nave– sobre
un zócalo de notable altura que salva el desnivel norte-sur, basamento que se
escalona proporcionando superficie de apoyo a los cuatro haces de cinco
columnas que delimitan cinco paños en el hemiciclo, así como a los prominentes
contrafuertes fasciculados que lo articulan con el tramo recto. A la indudable
función tectónica –como estribos– de estos haces se une, solapándola, la de
elementos de articulación muraria, estableciéndose un buscado ritmo decreciente
en profundidad y altura que dota de volumen a la cabecera.
En el hemiciclo, los haces de columnas-estribos
parten de evolucionadas basas de perfil ático con fino toro superior, breve
escocia y toro inferior aplastado, componiéndose de cinco columnas, el doble de
gruesa la central.
En alzado, sólo esta columna media alcanza con
su capitel la línea de canes de la cornisa, entregándose en cascada las
restantes: las inmediatas a la descrita lo hacen a aproximadamente 4/5 de la
altura total del tambor, sosteniendo los arquillos extremos de la arquería
decorativa volada que recorre y regruesa los paños del ábside; las columnas
extremas, por su parte, contribuyen a soportar –a 3/5 de la altura total– los
arcos externos de las ventanas que se disponen en el centro de cada uno de los
paños del muro, aunque sólo la del eje axial rodea un estrecho vano rasgado
abocinado al interior, siendo el resto decorativas. Las columnillas que recogen
los arcos interiores de estas ventanas contribuyen a este efecto de volumen,
que nada tiene que ver con la desmaterialización muraria gótica.
En la línea de arquillos de medio punto que
anima el paramento sobre el cuerpo de ventanas han querido verse influencias
lombardas, catalanas o conexión con lo aragonés de Daroca (Pérez-Escudero). En
realidad los arquillos-nicho ornamentales gozaron de cierto éxito, sobre todo
en las cornisas, en el tardío románico soriano (Almazán, Caltojar, Bordecorex,
etc.), zamorano, gallego o del sudoeste de Francia (Marignac), siendo frecuente
su uso en los monasterios cistercienses.
En todos los paños del hemiciclo son tres los
arquillos de medio punto, sobre el mismo número de canes y los capiteles de las
columnas medias del haz, salvo en uno de los lienzos –el inmediato al norte del
axial–, donde son cuatro.
Observamos, además, un arrepentimiento o
descuido en el trazado de los arquillos del lienzo central, como si hubiese
estado previsto colocar cuatro y, en curso de obra, se viese que no había
espacio sino para tres, que quedan así desiguales, no apoyando el extremo sobre
el capitel del haz sino sobre un canecillo adicional. Tal error parece en
cualquier caso una incidencia en curso de obra.
De las ventanas que animan los muros del
ábside, sólo cobija un vano la del eje, enmarcándose el piso por la arquería en
resalte y una imposta de listel y chaflán que no invade los haces de columnas.
Todas manifiestan similar tipología, con arcos de medio punto, los exteriores
lisos sobre las columnas extremas del haz fasciculado y los interiores bien
abocelados, bien con doble chaflán sencillo (en el eje) o exornado por un bocel
sogueado, bien lisos, todos sobre imposta corrida achaflanada que continúa la línea
de los cimacios. Los laterales de la capilla encierran un pequeño tímpano en
cuyo centro se dispone un prótomo, recurso que ya vimos en Butrera.
Los arcos interiores apean en columnas
acodilladas de rudas basas áticas sobre plintos.
Los dos muros del presbiterio se encuentran
delimitados, al exterior, por potentísimos y desiguales haces de columnas. Los
que lo articulan con el hemiciclo siguen el esquema de los vistos en aquel, con
algunas diferencias: las columnas centrales y sus colaterales alcanzan la
cornisa, mientras que las extremas recogen un tejaroz recto sobre canes,
dispuesto a mayor altura que la cornisa con arquerías del ábside. En el tramo
recto se abren sendas ventanas de mayor desarrollo que las absidales, ambas en
torno a una saetera. La del costado meridional muestra dos arcos exteriores
lisos, otro achaflanado y decorado con tetrapétalas de botón central y uno
interno de irregular trazado, apoyando sobre dos parejas de columnas
acodilladas.
La ventana del muro norte del presbiterio
muestra cuatro arcos de medio punto, los dos interiores de arista achaflanada y
el exterior mostrando un extraño y desigual despiece de sus dovelas, algo que
también observamos en el otro lado.
Hacia la nave, el proyecto original se
interrumpe en los espectaculares haces de columnas que delimitan la cabecera y
hoy sólo actúan como exagerados contrafuertes del arco triunfal. Están formados
por una gruesa columna central, dos hacia la nave y seis más hacia el este, de
las cuales las tres interiores sirven para sustentar, respectivamente, un arco
de la ventana, el tejaroz del piso superior y la cornisa, desarrollándose el
resto en altura. Aquí la obra se interrumpió bruscamente sin rematarse, por lo que
se ha sugerido que los haces de columnas que sobrepasaban la cota de cubierta
del presbiterio debían integrarse en una previsible estructura torreada o
linterna, al estilo de Santa María de Siones, Tabliega o la colegiata de
Santillana del Mar, aunque esta última es iglesia de tres naves y mayor
empaque. Sea como fuere, y por causas que desconocemos, el proyecto se detuvo
aquí bruscamente.
Interior
Antes de hacer alusión a la continuación de la
obra es necesario completar la visión de la arquitectura con la contemplación
interior de la cabecera. El ábside muestra planta interiormente semicircular,
alzándose sobre el banco corrido de fábrica un piso inferior liso, bajo el
cuerpo de ventanas. Sólo se abre en el hemiciclo la exótica ventana central, de
vano abocinado al interior flanqueado por una pareja de columnas compuestas de
haces de fustes torsos, quebrados en zigzag y que se continúan y enlazan sobre
el vano a modo de arco de medio punto moldurado con dos boceles. No es, como
veremos, la única extravagancia ornamental del interior. A la altura del
arranque del arco descrito parte una imposta de listel y chaflán que recorre el
paramento interior del ábside. En el sector meridional del hemiciclo,
correspondiéndose con la ornamental del exterior, se dispuso una doble ventana
ciega, a modo de hornacinas pareadas, con tornapolvos biselado y dobles arcos
baquetonados que se continúan como un haz de cuatro fustes en el centro. Una
banda decorativa recorre arcos y fustes enrollándose helicoidalmente. Tan
extraños motivos traen al recuerdo la imaginativa decoración vista en el
interior de ciertas iglesias aquitanas, como Rioux o Jarnac-Champagne, así como
la de algunos claustros italianos (San Pablo extramuros y San Juan de Letrán,
en Roma), y quizá nos sorprendería menos en un edificio renacentista que en
este románico. En el otro lado del ábside se disponía una ventana ciega
similar, de la que únicamente restan los arranques del arco, pues fue el lugar
elegido para colocar su monumento funerario por don Fernando de Vivanco y
Sarabia, fallecido en 1631.
Se cubre el ábside con bóveda de horno generada
por saliente arco de medio punto y reforzada por dos fuertes nervios de sección
cuadrada que apean en sendas ménsulas integradas en la línea de imposta –de
listel y chaflán– sobre la que parte la bóveda; una de ellas se decora con dos
toscos cuadrúpedos contrapuestos por el lomo y la otra con dos bellos bustos
masculinos bajo volutas. Hacia la nave los nervios convergen en el centro del
toral, mediando entre ellos un torpe florón a modo de clave. Entre el presbiterio
y el hemiciclo se adosan a los muros sendos triples haces de columnas: las
interiores recogen el arco que ciñe el cascarón absidal y las otras los
formeros laterales y los nervios de la bóveda de crucería con ligaduras que
cierra el tramo presbiterial.
Interior
Las ventanas abiertas en los muros laterales
del presbiterio manifiestan diferente tipología que al exterior, pues un
curioso arco trilobulado corona la meridional, cuyo vano aparece enmarcado por
una moldura de mediacaña con bolas. De la del muro septentrional, muy
maltratada, resta el arco decorado con triple haz de boceles y tornapolvos
achaflanado, habiendo desaparecido las columnas que lo sostenían, imaginamos
que ornadas con algún barroco recurso.
Da paso a la cabecera, desde la nave, un arco
triunfal de medio punto y triple rosca hacia el oeste, que reposa en un potente
pilar compuesto de gruesos fustes, dejando una columna en el centro para
recoger el arco interior. Es precisamente en esta zona donde se detuvo la
primera campaña, aunque consideramos que dejó trazado –pero sin cubrir– el
amplio tramo cuadrado de la nave inmediato a la cabecera.
Todos los investigadores que se han acercado al
edificio coinciden en señalar este punto de unión entre la nave y la cabecera
como el de cambio de campaña constructiva, adjudicando a un segundo taller la
culminación de la obra. No obstante, creemos que este espléndido y recargado
primer taller en cierto modo condiciona la culminación de la obra por el
segundo, sobre todo en relación al tramo más oriental de la nave, para el que
el proyecto original dispuso un formidable pilar fasciculado –de cinco columnas
hacia el oeste de la que recoge el arco triunfal– asentado sobre un basamento
semicircular que continuaba el de la cabecera.
Esta obra, ya alzada pero no rematada, hubo de
ser asumida por sus continuadores. ¿Qué estructura estaba prevista para este
falso crucero? Pese a navegar en el terreno de la hipótesis, la respuesta
parece estar en la serie de edificios que, desde la primera mitad del siglo
XII, establecen el modelo de iglesia de nave única que destaca en proporciones
y alzado el tramo de nave que antecede a la cabecera, caso de San Quirce de Los
Ausines y San Pedro de Tejada, modelo interpretado y repetido en numerosos edificios
norteños: Monasterio de Rodilla, Tabliega, Butrera, El Almiñé, Valdenoceda,
Soto de Bureba, etc. El cercano ejemplo de Santa María de Siones no hace sino
repetir el esquema añadiendo unos edículos laterales. Incluso en esta campaña
se llegó a trazar el husillo con la escalera de caracol que la daría acceso –a
través de puerta trilobulada dispuesta en el interior–, luego aprovechado para
dar servicio a la galería que sobre la fachada meridional conduce a la
espadaña, que data de época moderna, tal como atestigua una inscripción en el
pasadizo que deja memoria de la intervención del maestro José Ruiz.
La nave es, como quedó dicho, fruto de una
segunda campaña. Aunque denostada por la mayor parte de la historiografía al
considerar que vulgariza la magnificencia del proyecto primitivo (“obra de
canteros locales”, dice Lojendio; “sencillo e incluso rudo”, a decir
de Rodríguez-Escudero), lo cierto es que acometen la culminación de una
ambiciosa obra que se vio truncada quizá por sus propios excesos. El resultado
no es decepcionante sino simplemente más austero.
Probablemente se mantuvo el perímetro del
proyecto original, completando la nave con dos tramos rectangulares de desigual
longitud y abovedando el conjunto. Desechada la idea de alzar sobre el falso
crucero una linterna o torre, se cerró este tramo y los dos más occidentales
con respectivas bóvedas de crucería con ligaduras similares a las de Siones,
para lo que debieron acomodar los pilares ya alzados del tramo oriental de la
nave con una solución de compromiso: los nervios cruceros apean hacia el este
sobre capiteles que rematan arbitrariamente dos de las columnas centrales del
pilar, mientras que otros capiteles recogen –también de modo deficiente– la
rosca exterior del arco triunfal.
En el mismo tramo pero hacia el oeste, estos
nervios cruceros descansan en sendas ménsulas, una decorada y la otra lisa. La
misma solución se adoptó en el tramo occidental, mientras que en el central los
nervios recaen en una de las semicolumnas del pilar, también alzado sobre
basamentos semicirculares como los de la primera campaña, aunque más bajos.
Dividen los tramos arcos torales doblados de
medio punto, que reposan no ya en pilares fasciculados sino en machones semi-cruciformes
con dobles columnas en sus frentes y tres parejas de columnas acodilladas a los
lados, los cuales se corresponden exteriormente con gruesos estribos
prismáticos.
Los pilares reciben los arcos doblados que
delimitan los tramos, así como los formeros doblados que recorren y adelgazan
los muros, excepto en el tramo central, algo diferente, donde recogen los
nervios cruceros de la bóveda. Interiormente, salvo en el señalado
acomodamiento a las estructuras existentes, la conjunción de una fábrica con
otra está más que notablemente conseguida. Al exterior la imagen es más gris,
resultando algo masivo el cuerpo de la nave, sólo articulado por una imposta
saliente nacelada, a modo de tejaroz, sustentada por canecillos. Sobre ésta el
muro se retranquea para acoger el desarrollo de las bóvedas, coronándose con
una cornisa del mismo tipo sustentada por canes de simple nacela.
El templo cuenta con tres portadas, dos
abiertas al norte y sur en el tramo central de la nave y otra, de mayor
empaque, en el hastial occidental. Todas se articulan en torno a arcos
apuntados y son fruto de la segunda campaña constructiva, por lo que las
analizaremos al tratar de sus realizaciones plásticas. Pasemos antes, dentro
del apartado decorativo, a describir los relieves que acompañan a la primera
campaña.
La profusión de soportes en el templo nos deja
ante uno de los conjuntos escultóricos más nutridos de todo el románico
burgalés que, aunque no destaca por su calidad, sí resulta sumamente atractivo
por su variedad y a veces extraña iconografía.
La duplicidad de campañas constructivas es
notoria también en lo escultórico. En la cabecera trabajó un taller de clara inspiración
atlántica, aunque quizá debiéramos decir “cantábrica”, pues sus recursos
y expansión parecen seguir los valles de la cordillera desde Cantabria al norte
de Las Merindades, con una curiosa derivación hacia las tierras de Amaya.
La escultura decora, en la cabecera, los
capiteles de los haces de columnas, los de las ventanas y la serie de
canecillos y, al interior, los capiteles que reciben los formeros y torales.
Dentro de la enorme variedad del repertorio
encontramos temas figurativos, vegetales y geométricos, careciendo el conjunto
de un programa iconográfico como tal.
Domina el decorativismo, yuxtaponiéndose los
iconos –algunos significantes, otros ornamentales y aun otros oscuros– sin hilo
conductor ni mensaje que transmitir.
Encontramos así en el nivel del alero del
hemiciclo capiteles vegetales de caulículos y hojas picudas acogiendo bolas (“bolas
con caperuza” según la expresiva denominación de García Guinea), otros con
severos rostros humanos en los ángulos de la cesta y aun caulículos de los que
penden pesados frutos.
Entre ellos, sustentan la achaflanada cornisa y
la arquería decorativa una serie de canecillos, algunos de simple nacela y
otros decorados con bolas con caperuza, nacela con uno o dos rollos, con rombos
concéntricos, bipétalas y tetrapétalas de botón central, una curiosa mano
mostrando la palma, una figura humana acuclillada, barrilillos, torpes
figurillas humanas frontales, una con los brazos en jarras, lo que parece un
contorsionista o bien un personaje engullido por una máscara monstruosa, una
campanilla o cencerro, cabezas humanas barbadas, etc. Sólo en dos canes del
alero intermedio del muro meridional del presbiterio asistimos a una asociación
escénica, con un infante armado con un escudo tensado hacia la figura del otro
modillón, en la que se representa una descabezada ave zancuda.
Los capiteles que recogen la arquería
ornamental y los de las ventanas se decoran con hojas apalmetadas con cogollos
en las puntas, palmetas pinjantes de forma avenerada y anchas hojas rizadas con
frutos centrales y un prótomo, bustos humanos y volutas, un león rampante de
cabeza humana, anchas hojas lisas con frutos en las puntas, una hoja apalmetada
en abanico con fruto central, dobles espirales incisas, bustos humanos, un
prótomo de carnero de exagerada cornamenta, una serpiente…
Los capiteles de las ventanas manifiestan mayor
elaboración de motivos y vemos así, en la del muro sur del presbiterio, sendos
capiteles decorados con prótomos de cánidos, uno bajo la hoja resuelta en doble
voluta muy pegada a la cesta del tipo visto en la cabecera de Butrera, Siones,
Torme, etc. Junto a ellos hay otros con dos pisos de hojas lanceoladas
rematadas en caulículos o acogiendo bolas y otro de estrechas hojas picudas.
Los exteriores de esta ventana muestran la cesta lisa con sólo sugeridas pomas
en los ángulos. En el resto de las ventanas se repite el esquema de cesta lisa
rematada en dos volutas divergentes antes referido, otros con máscaras humanas
de aire grave, alguna barbada, hojas cóncavas con frutos, un híbrido de cuerpo
de ave y enroscada cola de reptil, una venera, etc. Destacan los de la ventana
abierta en el paño central del ábside donde, de izquierda a derecha del
espectador, vemos una cabeza de venado de astas ramificadas, un prótomo de
cuadrúpedo de cuello gacho, sigue un curiosísimo capitel decorado con monstruos
cuyos cuerpos forman dos aspas rematadas en cabezas (¿de ave?) que comparten
las centrales en el ángulo de la cesta y cogiendo objetos globulares con sus
garras. El exterior del lado derecho se decora con una serpiente enroscada
rematada en cabeza animal de enhiestas orejitas. La fértil imaginación de este
taller no puede por menos que sorprendernos.
Capítulo aparte merecen –por el mayor esfuerzo
decorativo– las cestas que culminan el poderoso haz de columnas que articula la
nave con la cabecera en la fachada meridional.
En los capiteles laterales vemos un animal bajo
volutas, un busto humano, una cabeza de raposo con grandes y enhiestas orejas,
una forma irreconocible bajo volutas y un monstruo andrófago que engulle la
cabeza de un personajillo acuclillado que alza sus brazos impotente. Estas dos
últimas cestas se colocaron inacabadas, dando idea de la precipitada
interrupción de las obras en esta parte del edificio.
En la columna central del haz se representaron
dos asuntos temáticamente asociados: un personaje que en forzada contorsión
introduce sus manos en las fauces de un león, quizá desquijarándolo, y junto a
él la enigmática escena del caballero victorioso, jinete barbado y coronado de
corcel ricamente enjaezado y espada al cinto que aplasta con las patas de su
caballo a un personaje postrado de larga melena. Con el gesto de su diestra
alzada se dirige el jinete a una figura femenina que ocupa el frente de la cesta;
viste ésta velo y túnica con ceñidor de exageradas mangas según la moda de la
época, alzando en su brazo izquierdo elevado un halcón. Este tema, profusamente
representado en las fachadas del sudoeste francés, lo encontramos igualmente en
Aguilar de Bureba, Armentia (Álava), Santa María de Carrión de los Condes, la
colegiata de Toro y un relieve del museo de la catedral de León. Sin entrar en
su más profunda significación, asunto tratado por Margarita Ruiz Maldonado, sí
vemos aquí una complementación entre el personaje dominando a la fuerza bruta o
diabólica (el presunto Sansón) y el noble sometiendo al enemigo vencido.
Ya en el interior, este taller escultórico
labró los capiteles de los haces de columnas de la nave y presbiterio, así como
los que recogen el arco triunfal y algunos del sector oriental del tramo este
de la nave, especie de falso crucero.
En ellos aumenta la intención narrativa y la
calidad plástica. Comenzando la descripción por el haz de columnas que recoge
el triunfal por el lado del evangelio, el capitel central se decora con dos
apocalípticos monstruos de siete cabezas afrontados, entre pitones de remate
avolutado. Su escamoso cuerpo de reptil, alado y con fuertes garras, termina en
un largo cuello del que brotan seis pequeñas cabecitas de serpiente afrontadas
entre sí, mientras que otra mayor se dirige a la parte opuesta en una rítmica
contorsión. Su inspiración en la bestia apocalíptica (Ap 13) parece evidente.
Lo flanquean un capitelillo de dos pisos de hojas lisas de cuyas puntas penden
pesadas bolas, otro vegetal de volutas y bolas con caperuza –que recibe el
nervio crucero– y un prótomo de cánido o felino de fuertes garras que parece
morder el cimacio.
En el haz de columnas del lado de la epístola,
la central, que recoge el toral decora su capitel con el curioso motivo de
aspas rematadas en cabecitas monstruosas que vimos en una ventana absidal,
composición que encontramos en otras obras ligadas a este taller en Butrera,
Tabliega de Losa y La Asunción de Bárcena de Pienza. Como en los ejemplos
citados, entre las aspas que determinan los cuerpos de los monstruos se
disponen los cuartos delanteros de pequeñas bestezuelas, con cabecitas del
mismo tipo y dos prótomos más salientes.
Hacia la nave, la columna que recoge el arco
doblado recibe un capitel de hojas lisas rematadas en caulículos o con pesadas
pomas en las puntas, mientras que en el capitel que recibe el nervio crucero
asistimos a una escena en la que un personaje hace ademán de partir en dos con
su espada una capa, quizá para ofrecérsela a su acompañante, con el torso
desnudo, acorde a la más extendida representación de la caridad de San Martín.
El capitel del formero se decora con una arpía velada de cola de reptil rematada
en brote vegetal.
En los haces de tres columnas que articulan el
paso al hemiciclo, las del lado del evangelio muestran un capitel decorado con
dos bestezuelas de cuerpo reptiliforme, dos cabezas humanas entre una hoja
carnosa en abanico con un ramillete central en el que soporta el nervio crucero,
y una escena enigmática en el que recibe el toral. Vemos en el frente un
sarcófago del que asoma un personajillo con las manos unidas en actitud orante,
mientras un cortejo de seis figuras –más otra cabecita de una quinta que asoma
tras ellas– parece abrir –o cerrar– la tapa del sepulcro. Dos de estas figuras
son femeninas, ataviadas con tocas con barboquejo y túnicas de amplias mangas
(Pérez-Escudero cree ver a una de ellas portando “una bolsa o talega”),
y las otras dos parecen masculinas, una de ellas barbada.
Se han acordado diversas interpretaciones a la
escena: Paloma Pérez-Escudero cree que una de las figuras masculinas es alada,
interpretando la escena como la Visitatio Sepulchri, aunque luego admite la
posibilidad de que se refiera al hallazgo y enterramiento de los restos del
apóstol Santiago, opinión que luego recogen Palomero e Ilardia; más nos
convence la posibilidad apuntada por Lojendio y Rodríguez de que se trate de
una representación de la resurrección de Lázaro, aunque sorprende la ausencia
de la figura de Cristo o, al menos, su deficiente caracterización.
En el haz de columnas del lado de la epístola,
el capitel que recoge el toral se decora con un felino que ase y muerde el
collarino, y tras él y bajo un prótomo de oveja, un cáprido –probablemente un
rebeco– atacado por otro felino que le muerde una de las patas traseras. La
columna central decora su capitel con hojas cóncavas de remate avolutado y
palmetas pinjantes y, en el del formero, una arpía de rostro velado y enroscada
cola de reptil de remate vegetal.
A este primer taller debemos adscribir también
la mayoría de los capiteles que coronan los truncados haces de columnas del
sector oriental del falso crucero, aunque en algunos parece evidente que fueron
recolocados y adaptados al reanudarse las obras y en otros se plantea la duda
sobre su autoría.
Vemos en ellos severos rostros en los ángulos
de las cestas, masculinos y femeninos, a veces con vegetales entre ellos o bajo
caulículos, así como un curioso capitel de cinco pisos de tubos horadados y
escalonados, llamativa composición que a García Guinea le recordaba la
decoración de mocárabes y que encontramos en algunas iglesias cántabras (San
Román de Escalante y Sobrelapeña), y en otras como Butrera, Siones, Virtus,
Bárcena de Pienza, y sumamente simplificado, en una ventana de Talamillo del
Tozo. En los capiteles que recogen los nervios cruceros por el este, decorados
con bolas con caperuza, vemos cómo el segundo taller hubo de buscar soluciones
de compromiso para adaptar la bóveda por ellos trazada a los soportes
originales, con un resultado más pragmático que estético, pues ambas cestas son
de menores dimensiones que los fustes de las columnas, similares a las que
funcionan como ménsulas recogiendo los nervios cruceros hacia los pies.
Se observan al menos dos facturas dentro del
taller escultórico que trabaja en la zona oriental de la iglesia; una es más
cuidadosa, domina la composición y el volumen, y pese a que no sea
excesivamente proclive al detallismo, dota a sus figuras de un cierto encanto.
Caracterizan su estilo los rostros alargados de aire grave, con gruesos labios
de comisuras caídas y exoftálmicos ojos globulosos. Junto a esta diestra mano
aparece otra más torpe y descuidada, que se ocupa de los elementos menores,
tales los canecillos y capiteles de las zonas altas de exterior. Con todas las
reservas que este tipo de conjeturas imponen, nos da la sensación de que en
Vallejo intervienen, en esta primera campaña, dos equipos bien diferenciados:
uno arquitectónico y otro escultórico. Emana esta apreciación del relativo
seguimiento que podemos realizar de la actividad del maestro o taller
decorativo en otros edificios del entorno como Siones, Butrera, Tabliega de
Losa y Bárcena de Pienza, iglesias cuya arquitectura parte de presupuestos
mucho menos ambiciosos y barrocos, más ligados a las producciones cántabras y
del valle de Valdivielso.
Pero, como ocurre en lo constructivo, el equipo
que reanuda las obras, aunque manifiesta algunas diferencias –quizá diríamos
mejor ausencias– respecto al anterior, completa la decoración de manera
consonante al que le precede. Los cambios introducidos en la arquitectura,
sobre todo en los soportes, condicionan también el marco para la decoración: se
sustituyó el esquema de semicolumnas simples por el de dobles columnas en los
frentes de los pilares, las más estilizadas columnas laterales que recogen los
nervios y arcos torales y formeros que adelgazan los muros se acodillan en el
cuerpo del pilar escalonado, por lo que los capiteles aparecen separados por
sus aristas, lo cual, paradójicamente, supone una regresión. No debió tardar
mucho tiempo en reanudarse la actividad constructiva en San Lorenzo, pues si en
la obra escultórica de la primera campaña ya establecíamos vínculos con la
cercana iglesia de Siones, éstos se refuerzan en los frutos de la segunda,
pudiendo incluso pensarse en la continuidad de parte de los escultores. Por
ello decíamos antes que el más notorio cambio entre campañas se traducía más en
las ausencias que en las diferencias.
Este segundo taller –sigamos denominándolo así–
manifiesta un mayor recurso a lo vegetal, con mayor reiteración de motivos que
el anterior equipo. Los cimacios que continúan las líneas de imposta sobre las
que parte la bóveda, se decoran ahora con hojas lisas o bolas con caperuza,
incluyendo prominentes palmetas o cogollos avenerados en los ángulos.
En el tramo occidental, sin embargo, se
sustituye esta decoración por listel y mediacaña entre dos boceles. En la
mayoría de los capiteles del muro meridional domina la temática vegetal:
alargadas hojas cóncavas en dos pisos, en el inferior acogiendo bolas en sus
puntas, flores de lis de seco tratamiento, toscas palmeras flanqueando un
rostro masculino, bolas con caperuza, hiedras de aire ya gotizante, piñas, tres
coronas de hojitas lisas y, en el pilar que separa el primer y segundo tramo de
la nave una curiosa representación de parras o vides, secos arbolitos de cuyas
ramas penden pesados racimos, idénticos a los que vemos en las portadas de
Santa María de Siones.
En el muro septentrional, junto a vegetales del
mismo tipo, vemos tres capiteles figurados. En el que recoge el formero doblado
del tercer tramo vemos a nueve personajillos embarcados, de los que sólo se
destaca el situado a popa, que sostiene con ambas manos un remo o timón. En el
mascarón de proa advertimos una cruz. Las interpretaciones vuelven a ser
diversas, debiendo en principio descartar se trate de la pesca milagrosa por la
ausencia de redes o de Jonás y la ballena, pues ambos faltan. Resulta en cambio
sugerente la opinión de Paloma Rodríguez-Escudero, quien con reservas ve aquí a
un grupo de peregrinos dirigiéndose a Santiago de Compostela por la ruta
marítima. Más dudoso es interpretar como el símbolo jacobeo por excelencia –la
venera– la palmeta pinjante que orna el ángulo del cimacio. La temática marítima
es relativamente frecuente en el repertorio de estos talleres: San Pantaleón de
Losa, La Cerca, Siones, etc. En el capitel doble del mismo pilar vemos dos
híbridos afrontados de aves con cuerpo reptiliforme de enroscada cola escamosa
que entrecruzan sus picos atacándose mientras alzan sus patas interiores
asiendo con sus garras el brote vegetal que las separa. Idéntico esquema, con
distinto tratamiento, vemos en sendos capiteles interiores de Santa María de
Bareyo y San Pantaleón de Losa, con la diferencia que aquí en Vallejo sobre los
híbridos se disponen dos pequeñas aves y tras ellos un leoncillo y una cabecita
de reptil que muerden sus colas en un lateral y dos aves afrontadas en el otro.
Nos resta por describir quizá el más conocido y
reproducido de los capiteles de Vallejo, el que corona la doble columna del
pilar septentrional del primer tramo. En él se afrontan a ambos lados de un
árbol de ramas ondulantes dos caballeros pertrechados para el combate, armados
de yelmos con protección nasal y embrazando escudos, jinetes y monturas
protegidos con lorigas. Aunque el relieve está desgastado, no se aprecia que
empuñasen contra su oponente lanzas o espadas, siendo el gesto del situado a la
izquierda del espectador el de sujetar las riendas de su montura tirando del
freno, actitud que refleja el caballo. Acompañan a los jinetes sendos infantes
también protegidos por yelmos y lorigas, portando espadas y grandes escudos de
tipo normando en los que se marca perfectamente la bloca, en forma de gran cruz
de brazos flordelisados en uno y con más radios la otra.
Portadas
Las tres portadas con las que cuenta el
edificio son obra de la segunda campaña constructiva, siendo la abierta en un
antecuerpo del hastial occidental la más monumental.
Consta de arco apuntado y cuatro arquivoltas
–rodeándose el conjunto por chambrana– que apean en jambas escalonadas en las
que se acodillan cuatro parejas de columnas, sobre basas áticas de toro
inferior aplastado y con lengüetas y alto basamento. El arco se moldura con dos
baquetones en las aristas entre mediascañas decoradas con puntas de clavo y la
arquivolta interior y la siguiente reciben boceles entre mediascañas, aunque en
la segunda éstas van recorridas por rudos zarcillos, algo más sencillos que el
barroco follaje con granas que recubre el tornapolvos.
Las dos arquivoltas exteriores reciben
decoración historiada, con las figuras dispuestas en sentido longitudinal,
algunas muy maltratadas por la erosión. En la cuarta arquivolta iniciamos la
lectura, en el sentido de las agujas del reloj, con una muy desgastada figura
femenina, le siguen dos varones portando cayados, probablemente peregrinos pues
uno luce una concha en su zurrón y lleva sobre el hombro un manto colgando,
luego viene un fracturado grupo de tres figuras, la central sedente y las otras
sujetándola.
En las cuatro siguientes figuras Lojendio y
Rodríguez ven, respectivamente, a un rey, un santo y un hombre: el primero
aparece sentado en un trono, sosteniendo un pomo o cetro y flanqueado por un
ave (probablemente un halcón) y una flor de lis; el segundo, sedente, aparece
entre dos candelabros y el tercero, igualmente sentado, se sitúa entre un
códice y un libro y está en actitud de leer o escribir. Sobre ellos, en la
clave del arco, vemos la tapa de un sepulcro y tras ella la figura de un ángel.
Luego el desgaste del relieve nos impide realizar una correcta identificación,
aunque parecen dos animales afrontados; tras ellos se representó a una figura
clavando su lanza en la boca de una serpiente, según la tradicional iconografía
de San Miguel, aunque el personaje, que pisa al ofidio, no aparece alado.
Finalizan el arco un muy perdido peregrino, otra peregrina con vieira en el
zurrón en bandolera, bastón y otra concha junto a ella, un ángel rodilla en
tierra y un personaje de torso desnudo y larga cabellera, encadenado de cuello
y manos al estilo de los de Soto de Bureba y Bercedo.
La arquivolta externa, en lectura que sigue
idéntico orden, se inicia con una mujer encadenada de atormentado gesto cuyos
pechos y lengua son mordidos por serpientes mientras que otras dos culebrillas
se introducen por sus orificios nasales, en gráfica representación de la
lujuriosa presa y víctima de su vicio. Sobre ella y semi-arrodillada vemos una
figura que alza una especie de maza y porta en bandolera una vaina de espada o
carcaj, un tosco centauro-sagitario que apunta su arco contra un cuadrúpedo
descabezado que ya lleva clavado un venablo en el costillar, una destrozada
dovela irreconocible y dos arpías afrontadas de colas enroscadas. En la
siguiente escena vemos tres figuras femeninas vestidas con túnicas de arrugados
pliegues y luciendo tocas con barboquejo, la central muestra las palmas de sus
manos sobre su pecho y las laterales se abrazan a ella; como en la dovela
siguiente, pese al destrozo, podemos adivinar a dos infantes ataviados con cota
de malla y espadas entre la representación de un sepulcro, podríamos estar así
ante una escena de duelo.
Detalle de arquivoltas
Siguen un ave atacando a un pez y tres dovelas
irreconocibles, un nuevo centauro-sagitario disparando su arco y la lucha de
dos infantes cubiertos con loriga, yelmo con protector nasal, alzando sus
espadas y protegidos por escudos normandos con bloca (idénticos a los del
capitel del interior).
Detalle de arquivoltas
En las dos dovelas siguientes se representó el
Pecado Original, en forma de árbol de cuyas ramas penden pesados frutos y los
primeros padres ocultando sus vergüenzas, con los detalles recurrentes de la
serpiente inspirando el pecado a Eva y Adán llevándose la mano a la garganta.
Finaliza el arco con un juglar tocando la viola acompañado de un acróbata y dos
desleídas figuras, una blandiendo una maza.
Los capiteles, bajo imposta de listel,
junquillo y nacela, se decoran con dos pisos de hojas de cuyas puntas penden
piñas, pareja de esfinges o arpías afrontadas y motivos vegetales de entrelazo
de tallos, hojas lisas con piñas y granas y espinosos acantos de cuyas puntas
penden palmetas, mostrando los collarinos decorados con sogueados o perlados.
La portada abierta en el espesor del muro
meridional, por su parte, se compone de arco apuntado liso rodeado por tres
arquivoltas y chambraba de mediacaña, apeando en jambas escalonadas en las que
se acodillan tres parejas de columnas. La arquivolta central se moldura con media
- caña entre dos baquetones, mientras que la interior y extrema lo hacen con
tres cuartos de bocel en esquina entre mediascañas. Aunque priman en estos
arcos los volúmenes de las molduras, las mediascañas se decoran con puntas de
clavo, botones vegetales, piñas, tetrapétalas, zarcillos, rosetas, veneras,
bolas con caperuza y cabecitas humanas, así como tres toscas figuras humanas,
una portando un libro abierto, otra femenina y frontal y una que parece portar
un incensario, así como una escena juglaresca en la que un músico toca una
especie de siringa o doble cuerno y sobre él realiza sus acrobacias una mujer.
Los capiteles, de ábacos con cuernos y bajo impostas de listel y nacela,
muestran en el lado izquierdo hojas en dos pisos, lanceoladas con remate de prominentes
volutas y de nervio central y caulículos o granas en sus puntas; en el capitel
exterior se afrontan dos toscas esfinges entre palmetas pinjantes. Las tres
cestas del lado derecho son de hojas lisas que acogen en sus puntas frutos
acorazonados o prominentes caulículos.
Portada sur
Menor empaque tiene la portada abierta en el
muro norte, de arco apuntado liso, dos arquivoltas y chambrana, sobre jambas
escalonadas con dos parejas de cortas columnas de basas áticas y plintos. La
arquivolta interna se decora con baquetón entre dos líneas de dientes de sierra
y la exterior con bocel entre mediascañas que albergan cadeneta de ochos, dos
serpientes entrelazadas, bolas y botones vegetales. En el tornapolvos, con
perfil de nacela, se grabó, además de un junquillo, una nueva prevención ante
el pecado, bajo la explícita imagen de la tapa de un sepulcro y una torpe
figurita acosada por una serpiente. En el otro extremo vemos a un personaje
sobre el prótomo de un animal monstruoso. En los capiteles del lado occidental
vemos repetirse esquemas vegetales similares a los de la portada sur y el
interior, con un piso inferior de hojas lanceoladas lisas y prominente remate
de hojas con caulículos en las puntas y una especie de palmera entre hojas
lisas. Los capiteles del lado izquierdo del espectador, de idéntico diseño, se
decoran con recortados acantos de espinoso tratamiento con granas o cogollos en
las puntas.
Portal norte
Hagamos aunque sea una breve referencia a la
pila bautismal conservada en el fondo de la nave, bajo el coro. De copa
semiesférica, se alza sobre un basamento cilíndrico moldurado con dos toros y
mediacaña, ornándose bajo el rebaje de su embocadura con una cenefa donde se
tallaron en reserva toscas lises, cruces griegas, escalones, caritas y la
tracería de un arco trilobulado. Aunque de traza románica, su cronología debe
ser ya gótica.
Si la primera campaña aparecía
arquitectónicamente ligada a las más barrocas producciones del sudoeste francés
(Saintonge, Poitou, Gironde) y el taller escultórico se imbricaba con lo
cántabro (Santa María de Bareyo) y con obras del entorno como Butrera, Siones,
Bárcena de Pienza o Tabliega de Losa, la segunda campaña aparece en lo
constructivo como más conservadora. Pese al superior esfuerzo figurativo que
aporta este segundo taller, el seco estilo de su escultura supone una merma en
la calidad anterior, emparentándose con los talleres más inerciales y locales
que trabajan en Bercedo, Almendres y edificios menores. A este respecto, Santa
María de Siones se alza como punto de encuentro de las dos facturas, pues se
relaciona tanto con los capiteles de la cabecera como con los de los tramos
occidentales de la nave y portadas. En lo iconográfico, junto a las recurrentes
representaciones del castigo de los vicios, sobre todo el de la lujuria y las
explícitas alusiones a la muerte, llama la atención la presencia de numerosos
peregrinos, dando fe de la vida que comenzaban a recobrar los ramales
secundarios y costeros de la ruta jacobea.
Cronológicamente, y a falta de otros argumentos
documentales, el inicio de la construcción parece que podemos enmarcarlo dentro
del último cuarto del siglo XII. La interrupción de la obra ya varias veces
referida no parece haberse dilatado en el tiempo, por lo que quizá debamos
hablar más de un cambio de proyecto o de equipo de canteros que de un parón
como tal, finalizando el edificio un taller más apegado a los usos
constructivos extendidos en los valles norteños, aunque acomete ya una solución
de cubierta ciertamente avanzada. Tal continuidad y tal ambición sólo parecen
explicarse con los abundantes beneficios que aportaban las numerosas
propiedades de la encomienda por lo que, aunque sin constancia documental, nos
inclinamos a considerar que se erigió bajo su tutela. Es posible que la
finalización de los trabajos tuviera lugar ya dentro del siglo XIII, aunque
discrepamos del presunto goticismo que se adjudica a la nave.
San Lorenzo de Vallejo representa un monumental
epígono del románico castellano, y en él la tradicional austeridad se ve
enriquecida por los exquisitos toques de exotismo de su cabecera.
Afortunadamente, los negros presagios que a principios del siglo XX amenazaban
tan importante edificio se toparon primero con el tesón de su actual párroco,
don Bernardino Ortiz Angulo, y luego con el apoyo institucional, cuya última
intervención restauratoria –a través de la Fundación de Patrimonio Histórico de
Castilla y León– data del año 2001.
El Vigo
La pequeña aldea de El Vigo se instala en las
laderas de los Montes de la Peña, estribación cantábrica que enmarca por el sur
el Valle de Mena, aquí en su zona central. Se accede desde Burgos por la
carretera de Villarcayo y Bilbao hasta Villasana de Mena. De la capital del
Valle dista El Vigo unos 10 km al sur, y apenas 1,5 de Siones.
El Libro Becerro de las Behetrías dice del
lugar de “Vngo Cascadiellos” que “es de los naturales de La Cerca […]
e a la orden y solares que están despoblados”. En ese “a la orden”
hemos de entender que gozaba de propiedades en El Vigo la encomienda
sanjuanista de Vallejo de Mena. Poco más sabemos del minúsculo núcleo, pudiendo
pensarse que quizá de él procediera un Martín Peláez de El Vigo cuyos hijos
aparecen en la documentación de San Salvador de Oña hacia 1275 como heredados
en Hermosilla.
Iglesia de San Pedro
La parroquia de San Pedro es un modesto y
moderno edificio que debe datar de principios del siglo XIX. De la antigua
iglesia sólo se reutilizaron el tímpano, que cierra el acceso occidental al
recinto y un relieve fracturado embutido en la mampostería, a la izquierda de
la portada, donde únicamente reconocemos que se trataba de un animal híbrido
del que sólo se puede ver un ala, parte del cuerpo y las extremidades. Al
parecer, la antigua iglesia románica tenía un emplazamiento próximo en la misma
ladera, pero a mayor altura que la actual. De ella se rescató el tímpano y
algunos sillares para la nueva construcción, posiblemente realizada en 1818 tal
y como reza la inscripción grabada en la base del tímpano.
Este tímpano es uno de los más interesantes del
románico burgalés. Pese a la unidad temática y estar labrado en un bloque
monolítico, su superficie está dividida en dos espacios, una rosca exterior a
modo de arco y el espacio semicircular propiamente dicho. En el interior, el
que podríamos llamar tímpano propiamente, hallamos en el centro la escena de
Cristo portando la cruz camino del Calvario. Jesús luce larga cabellera, el
torso desnudo y cubierto únicamente con el perizonium, y ante él esperan dos soldados,
uno armado con escudo de cometa y lanza y el otro con tenazas y martillo;
finaliza por este lado la decoración una representación del sepulcro.
Otros dos soldados se sitúan tras Cristo, uno
con espada en alto y escudo de cometa y detrás otro con lanza y espada.
Completan la composición un personaje barbado con una espada en la mano, que a
diferencia de los guerreros que visten saya corta se cubre con un traje talar,
y una mujer de severo rictus que muestra las manos enlazadas asiéndose con la
mano izquierda la muñeca derecha, según el tradicional gesto de desesperación o
dolor.
La superficie que rodea la escena central se
compartimenta a modo de rosca de arco, aunque como señalamos se trata de un
único bloque; en ella se desarrolla una única escena vinculada con la anterior:
la Visitatio Sepulchri o visita de las Tres Marías al sepulcro vacío de Cristo,
símbolo de su resurrección. En la parte derecha vemos a las tres mujeres –María
Magdalena, María la madre de Santiago y Salomé, según Mc 16, 1, o Juana según
Lc. 34, 10–, que arquean sus cuerpos para adaptarse a la curva del marco. Las
tres aparecen con la cabeza velada y nimbadas, llevando la mano izquierda al
hombro de la que la antecede salvo la primera, que la apoya en la moldura. En
el lado opuesto vemos al ángel con un libro en una mano que, al igual que la
primera de las Marías, lleva la otra mano al arco del tímpano. En la parte
superior se encuentra el sepulcro con un lienzo que lo recubre y una cruz. A
cada lado del sepulcro abierto, del que sobresale una cruz y pende el sudario
–aunque aquí el escultor se encontró con problemas compositivos– se representó
la guardia del sepulcro (Mt 27, 64-66), mediante dos soldados armados con
yelmos, espadas y escudos de cometa que yacen por tierra en forzada contorsión,
viniendo a significar el momento del sueño.
Según lo señalado se puede ver que el resumido
ciclo de la Pasión representado se desarrolla en tres tiempos, con el carácter
sintético propio del tipo de soporte. Indudablemente la escena central
corresponde al camino del Calvario. Por otro lado, la escena de las Tres Marías
ante el sepulcro no ofrece tampoco duda alguna, aunque hay que reseñar la
rareza de encontrar al ángel con un libro, aspecto que no corresponde ni con el
relato evangélico ni con las representaciones más habituales de este pasaje. Mayor
dificultad presenta el personaje que porta la espada con vestiduras talares y
la mujer que se encuentra junto a él. El hombre podría ser Pilato o el
centurión que se encontraba junto a Cristo en el momento de la expiación. De
ser uno u otro marcaría un proceso narrativo diferente. Si fuese Pilato nos
remitiría al momento anterior al camino del calvario, y si fuera el centurión
se referiría al tiempo inmediato a la muerte de Cristo. En función de uno u
otro momento tenemos que identificar a la mujer que se encuentra junto a él;
podría tratarse de una mujer que representase a las que según Lc. 23, 27 le
seguían y se lamentaban por él –esto estaría más en consonancia con la
identificación con Pilato–, o bien la madre de Jesús, lo que sería posible si
el personaje de la espada fuera el centurión, lo que nos llevaría a Juan 19,
25. Esta última posibilidad parece descartable dada la ausencia de atributos
como el nimbo y el propio gesto.
El rostro de los personajes, especialmente
llamativo por el tipo de expresión triste que tienen todas las figuras, con
boca de comisuras caídas, enlaza directamente esta escultura con la que
ejecutada por los artistas que trabajaron en la próxima iglesia de Siones.
Estilísticamente, el tímpano de El Vigo enlaza con la plástica de Siones, San
Pantaleón de Losa, Santa María de Bareyo (Cantabria) o Añes (Álava), en
definitiva, con un conjunto de iglesias norteñas donde desarrollaron su
actividad talleres vinculados a la fuerte personalidad del de Siones. En
función de tales relaciones, hay que situar la cronología del tímpano de El
Vigo hacia finales del siglo XII y principios del XIII.
Ayega
El antiguo concejo de Ayega, perteneciente al
municipio de Valle de Mena, se sitúa a unos 16 km al noreste de Villasana de
Mena, a orillas del río homónimo, antes conocido como Viergol. Desde Villasana,
seguiremos la carretera a Bilbao hasta la localidad vizcaína de Valmaseda donde
tomaremos el desvío que por la C-6210 conduce a Arciniega. Por esta ruta y casi
sobre el límite con Álava, encontraremos el desvío a la derecha que, por una
maltrecha pista asfaltada, nos lleva al caserío de Ayega.
El vallejo ocupa el extremo oriental del Valle
de Mena, rodeado de tierras vizcaínas y alavesas. Ayega o San Pelayo constituía
antiguamente un concejo formado por los barrios de San Pelayo, Orrantia, La
Azuela, Tramarría y Arza, internamente gobernado, según Madoz, por “2
regidores y 1 síndico”, de los que la cabeza de concejo es el actual
poblado de Ayega.
La primera mención a un monasterio de San
Pelayo de Ayega la encontramos recogida en el documento fundacional de Santa
María de Bujedo de Candepajares, de 8 de agosto de 1168, en el que doña Sancha
de Frías, mujer del conde Lope Díaz de Haro, donó al abad Rodrigo de San
Cristóbal de Ibeas de Juarros diversos bienes para el establecimiento de una
casa premonstratense en Bujedo, puesta bajo la protección de Alfonso VIII y el
gobierno del abad Sancho. Entre los citados bienes se cita Sanctum Pelagium
de Aega, monasterium cum montibus et fontibus, cum ingressibus et regressibus,
y aunque una anotación en el Libro Índice de Bujedo, O5-1, recogida por Ruiz de
Loizaga identifique este monasterio con el palentino de San Pelayo de Cerrato,
es más que probable que se trate de un error.
Dicho monasterio debía ser en origen una de las
numerosas fundaciones de propios que salpicaban el antiguo territorio diocesano
de Valpuesta –López Martínez, sin especificar la fuente dice que fue fundado en
el 962– y, por motivos desconocidos, volvió a recaer en manos particulares,
pues pese a aparecer en la dotación fundacional de Bujedo, en 1175 doña Sancha
de Frías lo volvió a donar a los mostenses (monasterium sancti Pelagii de
Aiega cum universis suis pertinentiis) y nuevamente, en abril de 1195, doña
María Vele y doña Anderquina volvieron a donar al abad Sancho de Bujedo la
domum Sancti Pelagii de Ayega totam ex integro cum terris, reservándose el
usufructo de por vida la citada doña María. En este último documento se
concreta que el mismo se redacta siendo Didacus Lupi sub rege præfectus in
Burovia et in Mena.
El concejo de Ayega aparece encuadrado a
mediados del siglo XIV dentro de Las Encartaciones y la merindad de Castilla
Vieja, aunque el Libro Becerro de las Behetrías considere independientemente
los lugares de Ayega y San Pelayo. Del primero dice que es de Juan López de
Salazar, explicando que “otrosy a y vn monesterio que llaman Sant Pelayo que
a el sennor los diezmos e todos los derechos e non otro ninguno”, por lo
que vemos que la casa había vuelto a propiedad particular. Cadiñanos Bardeci
asegura que en la iglesia de San Pelayo tuvieron panteón los citados Salazar, y
extracta el pasaje de Las Bienandanzas e Fortunas de Lope García de Salazar,
donde se relata que la casa fuerte que en la localidad poseía la familia fue
construida por “Juan Lopes, que llamaron de Varrón”, quien igualmente
“ganó el monasterio de allí”. De la casa fuerte de los Salazar en Ayega sólo
queda el recuerdo en la actual casona que ocupa su solar.
Iglesia de San Pelayo
A la vera del camino que atraviesa el poblado
se alzan las ruinas de la iglesia de San Pelayo, modesto edificio que conserva
de su pasado románico su interesante cabecera, amenazada como las ya derruidas
naves por un inminente colapso debido a la profunda grieta que rasga por el eje
el tambor absidal.
En su estado actual el templo parece haber sido
edificado en al menos dos fases. De la primera, románica, se conserva la citada
cabecera y su trasladada y remontada portada, presidida por un curioso y rudo
tímpano. Las intervenciones posteriores únicamente parecen haber respetado el
trazado de los muros septentrional y occidental de la nave, a la que
probablemente en los siglos XVII-XVIII se añadió la sacristía, una colateral al
sur compuesta de dos tramos separados por un pilar cruciforme y el arruinado pórtico.
A tal campaña moderna parecen responder también las bóvedas de crucería
aparejadas en ladrillo que cubrían las naves y el atrio, hoy todas desplomadas,
así como la espadaña que aún se alza sobre el hastial de la nave sur. En el
cierre occidental de la nave principal se abría una portadita de simple arco de
medio punto, observable únicamente al exterior debido a la maleza que invade la
nave; su cronología, como la de la propia nave, es imprecisa.
La cabecera se apareja –como el resto y salvo
el arco triunfal y sus soportes– en pobre mampostería interior y exteriormente
enfoscada, y consta de ábside semicircular y –sin solución de continuidad– un
breve tramo recto, cubiertos con bóveda de horno prolongada en medio cañón
sobre imposta de nacela. Se mantiene el arco triunfal que da paso desde la nave
a la capilla –hoy apuntalado con andamios–, levemente apuntado y de triple
rosca, apoyado sobre machones escalonados en cuyos frentes se dispone una pareja
de columnas que recogen el arco interior.
Presentan éstas basas de perfil ático de grueso
toro inferior con garras (bolas con caperuza y lengüetas) sobre fino plinto
decorado con perlas y basamento abocelado y, en la columna del muro norte,
también perlado.
Las coronan sendos capiteles de ruda labra, el
del lado del evangelio decorado, hacia el altar, con una tosca esfinge –león de
la cabecera se apareja –como el resto y salvo el arco triunfal y sus soportes–
en pobre mampostería interior y exteriormente enfoscada, y consta de ábside
semicircular y –sin solución de continuidad– un breve tramo recto, cubiertos
con bóveda de horno prolongada en medio cañón sobre imposta de nacela.
Se mantiene el arco triunfal que da paso desde
la nave a la capilla –hoy apuntalado con andamios–, levemente apuntado y de
triple rosca, apoyado sobre machones escalonados en cuyos frentes se dispone
una pareja de columnas que recogen el arco interior. Presentan estas basas de
perfil ático de grueso toro inferior con garras (bolas con caperuza y
lengüetas) sobre fino plinto decorado con perlas y basamento abocelado y, en la
columna del muro norte, también perlado.
Las coronan sendos capiteles de ruda labra, el
del lado del evangelio decorado, hacia el altar, con una tosca esfinge –león de
torso humano– atacando a otro animal de largas orejas (Rodríguez-Escudero ve
aquí un insecto), y en la cara que mira a la nave con la lucha entre un híbrido
antropomorfo con cabeza de reptil o saurio que lucha con un cuadrúpedo de
largas orejas, quizás una liebre.
El cimacio, que se continúa hacia la nave, se
orna con una greca perlada de entrelazos. El capitel del lado de la epístola es
vegetal, decorado con dos niveles de hojas cóncavas de cuyas puntas penden
grandes frutos globulares y piso superior de volutas. El cimacio, también
corrido hacia la nave, recibe cuadrados partidos por aspas, a modo de cruces de
Malta, recorridos por incisiones en espiga.
En el eje del ábside se abre una ventana hoy
cegada, alrededor de una saetera abocinada hacia el interior. Desde la capilla
se observa el arco doblado que rodea al vano, el inferior con un bocelillo en
la arista y el superior con tres filas de billetes, sobre cimacios ornados con
sogueado.
Ventana del ábside interior
Las columnas que sostenían este último, sobre
toscas basas áticas con plinto y garras, han sido robadas recientemente,
debiendo acudir para su descripción a las fotografías publicadas por Paloma
Rodríguez-Escudero. La situada a la izquierda del espectador se coronaba con un
capitel figurado, bajo piso superior de volutas, con dos toscos personajes, uno
masculino, frontal, bajo una arquería de medio punto y en la otra cara, entre
dos arquillos, una figura femenina. En el capitel derecho, la cara exterior presentaba
una cruz patada entre cuatro flores y en la interior se representó, según la
mencionada autora, “tres espigas formando una especie de flor de lis
invertida”. Quizá el riesgo de hundimiento desanimó a los ladrones a
repetir su fechoría en el exterior de la ventana, donde el vano rasgado aparece
coronado por un arquito con perlas y junquillo sogueado, rodeado por arco de
medio punto con chaflán decorado con cinco gruesos botones vegetales y
chambrana abilletada.
El arco apea en sendas columnitas acodilladas
de brevísimo fuste, simples basas sobre plinto y rudos capiteles; el izquierdo
se orna con palmetas pinjantes y el derecho con tres prótomos monstruosos y
rugientes, quizá de jabalí. Sus cimacios, con tallos y palmetas, se continúan
con dos impostas a cada lado, de nacela y bolas. Bajo el alféizar de la ventana
corre otra imposta similar, ésta decorada con botones vegetales.
Salvo este vano, el tambor absidal, seriamente
amenazado por una profunda grieta que lo rasga verticalmente en su eje,
permanece liso, coronándose con una cornisa abilletada sobre un interesante
conjunto de canecillos. De sur a norte, se inicia la serie con un ángel similar
a los que veremos en el tímpano, una figura que sostiene en su regazo un tosco
infante mientras levanta en su brazo derecho una especie de ramo, portando en
la otra muñeca lo que parece un manípulo; un personaje masculino con un libro
sobre su pecho y alzando en la otra mano una cruz; dos personajes siameses que
comparten cadera y extremidades inferiores, con troncos separados, alzando los
brazos exteriores y abrazándose con los otros, muy similar a uno de Pomar. Tras
él vemos un busto femenino de larga cabellera y cuerpo con escamas,
probablemente una sirena; una liebre; un perro en forzada postura, sentado, de
rugientes fauces; un prótomo de carnero, una curiosa cabeza de grandes ojos
saltones y globulares, quizá una tortuga o sapo; un tosco cuadrúpedo; una
bestezuela de cuerpo lanudo y cabeza similar a un simio; nacela decorada con
perlas y dos rosetas inscritas en clípeos, al estilo de las que decoran el
tímpano de Santa Cruz de Mena; enrevesada composición con dos serpientes
enroscadas; prótomo rugiente, quizá de jabalí; nacela decorada con ondas
incisas; prótomo de cérvido; nueva nacela con rosetas incisas; un ángel similar
al ya visto y otra nacela con ondas incisas. En su descuidada y ruda factura,
estos canecillos recuerdan a los de la iglesia de los Santos Justo y Pastor de
Pomar, cerca de Medina, así como a los de la desaparecida iglesia de San Julián
en Santa Cruz de Mena, relación que se hace extensible al tímpano.
Portada
La portada románica fue trasladada y
arbitrariamente remontada cuando, en época moderna, se añadió a la estructura
una colateral, de la misma época que el derruido pórtico meridional que la
protege. En su actual configuración consta de arco y una arquivolta de medio
punto lisa, rodeándose con chambrana abocelada. Encierra el arco interior una
cenefa ornada con tres filas de ajedrezado y arquillos de medio punto que rodea
un tímpano monolítico labrado en un bloque calizo.
Su tosca decoración y composición está
presidida por cuatro figurillas masculinas ataviadas con largas túnicas, de
sumaria caracterización de los rostros, todas realizando el gesto de
entrecruzar sus manos. Sobre ellas se disponen siete torpes representaciones
angélicas. A los lados, completan la superficie, a la izquierda del espectador,
un personaje de larga cabellera desquijarando y dominando a un león –según la
tradicional iconografía de Sansón y David– y a la derecha un fiero felino
devorando la cabeza de un personajillo que yace por tierra. Sobre la banda
inferior del tímpano se grabó en grandes caracteres de finales del siglo XII,
la siguiente inscripción:
EGO
[ S ]UM PE [ L ]AGI [US] CORDUBA
es decir, “Yo soy Pelayo de Córdoba”,
clara alusión al mártir cordobés titular del templo que probablemente se grabó
con posterioridad.
Es precisamente la curiosa iconografía de este
tímpano la que más ha llamado la atención de los investigadores, que han
propuesto lecturas diversas y algunas realmente peregrinas. Aunque compartimos
algunas de las apreciaciones realizadas por Ruth Bartal en su extenso artículo
sobre el tímpano de San Pelayo, nuestra impresión es que a la rudeza formal
acompaña aquí una muy elemental actitud narrativa basada en el enfrentamiento
de contrarios.
La figura de Sansón –o, de un modo más
genérico, el personaje sometiendo al león– es uno de los prototipos más
recurrentes de la victoria de la potencia divina sobre el mal simbolizado por
el león, concretemos o no tal victoria en manos del héroe veterotestamentario
(1 Jue 14, 5-10) o del salmista (1 Sam 17, 34-37); a este contenido se
contrapone el sufrimiento del pecador devorado por la bestia, con una
iconografía que vamos a ver repetida en numerosos canecillos (Crespos, San
Miguel de Cornezuelo, Bárcena de Pie de Concha, etc.). Las figuras
representadas en el centro de la composición han sido interpretadas como
cautivos sin demasiados argumentos, pues no aparecen encadenados sino enlazando
sus manos sobre el regazo, quizá cogiéndose la muñeca, aunque la indefinición
del relieve no permita precisarlo; es en cualquier caso un gesto que revela una
situación dramática o de tensión.
Sobre estas figuras ter renales se dispusieron
otras angélicas, creando así una doble oposición, en el plano longitudinal,
entre la victoria de la fe sobre el diablo y el castigo del pecador y, en el
vertical, entre lo terrenal y lo divino. Este mensaje moral presentado de un
modo antitético podría “traducirse” como: Cristo o la fuerza de la fe
ayuda al cristiano a vencer al demonio –que de otro modo sería devorado por sus
pecados–, pudiendo así acceder a la gloria divina. En el fondo y pese a lo
rudimentario de la composición, el mensaje es similar al expresado en el
tímpano de la portada occidental de la catedral de Jaca, salvando evidentemente
la distancia que impone la mayor profundidad iconográfica de éste. Numerosos
textos bíblicos y patrísticos han podido inspirar esta imagen, desde el salmo
21 (22), 22 (Salva me ex ore leonis, et a cornibus unicornis humilitatem meam)
hasta el mensaje de 1 Pe 5, 8: “sed sobrios y vigilad, que vuestro
adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar”.
En el remonte del acceso se reutilizaron
sillares de las jambas escalonadas que soportan los arcos y dintel, en las que
se acodilla una pareja de columnas coronadas por imposta de fino ajedrezado con
bolas con caperuza en los ángulos. Los fustes de dichas columnas son
monolíticos, coronándose por sendos capiteles; el del lado izquierdo del
espectador muestra un piso inferior de arquillos de medio punto sobre los que
se afrontan dos cápridos que ramonean el arbusto central que hace de eje de
simetría de la composición.
El capitel izquierdo se decora con tres niveles
de hojas cóncavas muy pegadas a la cesta en su zona inferior y adquiriendo
vuelo en sus carnosas puntas dobladas, bajo remate de volutas.
San Pelayo de Ayega ha sido considerado como
obra del siglo XI (Huidobro), del primer cuarto del XII (Bartal) o de la
segunda mitad del siglo XII (Rodríguez-Escudero). Estilísticamente y aunque la
rudeza de su decoración no permita mayores precisiones, parece que pueda
relacionarse con la escultura de la desaparecida iglesia de Santa Cruz de Mena
y el tímpano vizcaíno de Santurce.
Los autores que describieron el templo antes de
su absoluta ruina refieren la presencia, bajo el coro de madera que ocupaba el
fondo de la nave, de una pila bautismal “bastante semejante a la de
Taranco”. Aunque no la hemos localizado, quizá se encuentre bajo los
escombros y la vegetación que cubren el fondo de la nave.
Gonzalo Santonja, con su documentada, rica y
directa prosa, describió someramente el proceso de ruina de este edificio –cuya
nave se hundió en 1977– y deja constancia del interés de los expoliadores por
los restos escultóricos del mismo. Aunque desgraciadamente parte de sus negros
presagios se han cumplido y las columnas interiores de la ventana absidal
fueron finalmente robadas, el resto de la fábrica resiste tozudamente al
desplome, como aguardando que el interés suscitado por los emblemáticos templos
de Siones y Vallejo de Mena alcance igualmente a este olvidado rincón burgalés
incrustado en tierras vascas.
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