lunes, 8 de septiembre de 2025

Capítulo 108, Románico en Toro y su Alfoz, Románico por la Tierra del Vino y Sayago

 

Románico en Toro y su Alfoz

Toro
La implantación de Toro sobre una terraza tajada por imponentes taludes que descienden hasta el lecho del Duero, erguida a casi cien metros sobre el río y su dilatada vega, preanuncia los orígenes remotos de la ciudad. Los vestigios arqueológicos conocidos hasta el presente confirman la existencia de un asentamiento humano en la segunda Edad del Hierro y de un castro celtibérico, cuya identificación con la ciudad vaccea de Arbucale o Arbocala, tan citada por las fuentes clásicas, resulta más que problemática. Son ecos un tanto imprecisos de la romanización los numerosos sillares almohadillados reutilizados en la reconstrucción del puente mayor, iniciada a fines del siglo XII y proseguida al menos durante el primer tercio de la centuria siguiente.
Sin referencias escritas ni testimonios plásticos de visigodos y musulmanes, entrará en la historia en el tránsito del siglo IX al X, asociada a las tareas de defensa y organización de los confines meridionales del reino astur, cuando Alfonso III decidió afianzar la nueva línea fronteriza del Duero, creando en ella una serie de enclaves fuertes frente a al-Andalus. Toro es una de las ciudades desertas ab antiquis, que dicho rey mandó repoblar junto con Zamora, Simancas, Dueñas y todos los Campos Góticos; según refiere la Crónica de Sampiro, en este caso y por delegación de aquél, desempeñó tal misión su hijo el infante don García, que, aparte de posibles contingentes norteños, debió servirse de mozárabes a juzgar por algunos fustes y capiteles del propio estilo que han pervivido y aun por las advocaciones de ciertas iglesias. Nada subsiste de las fortificaciones levantadas entonces, que serían de tapias terreras, pero han dejado su impronta indeleble en el plano urbano, de manera que podemos seguir el trazado de aquel primer recinto murado por las rondas de circunvalación externa que originó, coincidentes, partiendo de la plaza del Alcázar, con los viales de Candeleros, Bollos de Hito, Perezal y Judería, replegándose hacia el cañón de la Magdalena, así como por la ubicación de sus puertas, puntos de partida de los ejes radiales vertebradores del segundo recinto, que promoverá Fernando II de León y de cuya fábrica solidísima, aparejada en hormigón de cal y canto rodado, sobreviven grandes tramos.
No tenemos constancia documental de cómo repercutió en Toro la reacción provocada en al-Andalus por el expansionismo astur-leonés, aunque algún texto de fines del siglo X permite presumir que sucumbió, como Zamora, a las fuerzas de Almanzor. Tras la desintegración del Califato de Córdoba se consolida el núcleo urbano y un grupo de “toreses” participará en la repoblación de Salamanca. Su amplio territorio jurisdiccional fue delimitado en 1152 por Alfonso VII, que años atrás impulsaba la construcción de la iglesia mayor asignándole la cercana villa de Fresno.
Cuando Alfonso VI hizo avanzar la reconquista hasta la línea del Tajo, el enclave de Toro perdió el interés estratégico que había determinado su resurgir en los albores del siglo X. A la muerte de Alfonso VII en 1157, la separación de Castilla y León y las relaciones hostiles entre ambos reinos le hacen recobrar de nuevo importancia militar como plaza fronteriza del Reino leonés; de ello da buena cuenta la magnitud de las promociones impulsadas por Fernando II y Alfonso IX para el aumento de la ciudad, tales como la costosa reconstrucción del gran puente sobre el Duero, sobre otro preexistente de origen romano, y la erección del segundo recinto amurallado o el replanteo e iniciación de la imponente fábrica de la colegiata, aparte al menos trece iglesias que por entonces se fundaron o reconstruyeron conformándose a patrones moriscos o románico-mudéjares. En este contexto histórico, que propició el engrandecimiento de la ciudad, surgieron los monumentos románicos y mudéjares que han llegado hasta nosotros; entre los desaparecidos, sabemos, gracias a un texto epigráfico recogido por Floranes, que el templo de la Magdalena databa de 1155 y nos consta que era románico por los escasos aunque espléndidos despojos del mismo –dovelas de una portada, capiteles y cornisas– que hemos podido reconocer, reutilizados en una vivienda.
A aquel período de auge urbano pone freno la unificación de las Coronas de Castilla y León en la persona de Fernando III, en 1230; y si a esta nueva coyuntura política sumamos la expansión hasta el Guadalquivir protagonizada por el mismo rey y la incorporación de Murcia por su heredero, el futuro Alfonso X, así como el interés de la monarquía por organizar aquellos amplios territorios recién conquistados, más el gran atractivo que éstos suscitaban entre potenciales repobladores, hallaremos explicación al estancamiento y posterior depresión que por aquí se acusan, patentes en la irrelevancia de las promociones arquitectónicas de la época de Alfonso X.
A subsanar tan negativos efectos, comunes a tantas poblaciones de la zona, se orientaron las medidas tomadas por Sancho IV para atraer nuevos repobladores, que, combinadas con las adoptadas por su esposa María de Molina, señora de Toro por concesión de aquél, lograron dinamizar el pulso de la villa y acrecentarla. La tercera cerca murada, que culminó Alfonso XI, y el denso legado artístico de entonces testifican un resuelto despegue urbano que sólo permiten entrever los escasos documentos coetáneos librados del incendio del archivo municipal en 1761 y de la destrucción posterior de muchas fuentes documentales eclesiásticas y nobiliarias. Pero las obras que integran tan apreciable herencia son de estilo gótico y quedan fuera de los límites de este trabajo; no obstante hemos de consignar que con una de ellas, la Portada y el Pórtico de la Majestad, culminó el lento proceso de construcción de la iglesia mayor, elevada al rango de colegiata por impulso de dichos monarcas.

Colegiata de Santa María la Mayor
Concebida como iglesia mayor de la población, seguramente suplantó a un templo mozárabe levantado en el mismo sitio y puesto también bajo la advocación de Santa María por los repobladores de comienzos del siglo X. Su ubicación privilegiada al borde meridional de la plataforma que da asiento al caserío, expuesta sobre las cimas de enormes y amenas barranqueras que descienden hasta el Duero y su dilatada vega, contribuye decisivamente a realzar los volúmenes grandiosos de su fábrica, convertida así en el ingrediente emblemático que más rotundamente define el rostro de la ciudad. Ocupa el punto central del segundo y coetáneo recinto amurallado que descendía desde el alcázar y la plaza de la Magdalena hasta la cabeza del puente abrazando a doce parroquias que por entonces se contaban en tan accidentados parajes, bajo sus umbrales, todas desaparecidas. Su alzado septentrional cierra ópticamente la arteria dorsal del plano urbano, desplegado en abanico tanto en el segundo como en el tercer recinto a base de ejes radiales que parten de las puertas del primero, convergiendo los principales en la primitiva del Mercado, en línea con el actual Ayuntamiento, ante la cercana e imponente silueta de la Colegial.
Contando con el valimiento de Alfonso VII en 1121 se restableció de hecho la diócesis de Zamora en la persona de Bernardo de Périgord, el primer obispo de la serie de los modernos, y a ella se incorporaron las iglesias de Campo de Toro, en detrimento de Astorga; la donación de la villa de Fresno hecha en 1139 por dicho monarca a la iglesia de Santa María que fundatur in Tauro y al prelado referido revela la intención de construir este templo. Pese a contar con tan apreciable dotación no existe ningún indicio de que se edificara algo en los años siguientes. Seguramente contribuyó a ello la inestabilidad inicial de la nueva diócesis, controvertida por las circundantes; resulta muy sugerente que sólo cuando su restauración fue confirmada por el papa Eugenio III en 1151, el obispo Esteban, sucesor del antedicho, acometiera con resolución inusual la empresa de iniciar y llevar a término la catedral de Zamora y que, cuando las obras de ésta estaban próximas a concluir, se replanteara la iglesia mayor de Toro y su rico arcedianato. Tales circunstancias coincidieron cronológicamente con aquel acrecentamiento de la ciudad subsiguiente a la separación de Castilla y León, que por razones estratégicas impulsó Fernando II, con cuyo concurso debió contar tan costosa promoción, aunque no existan documentos que lo acrediten ni que aludan al proceso de construcción, sino los muy poco explícitos que reseñaremos, referidos a la fase postrera de las obras, bien entrado el siglo XIII. Ante estas observaciones, el análisis del monumento y su cotejo con referentes significativos de la región, se impone datar el planteamiento de la colegiata hacia 1170.
La traza está directamente inspirada en la de la catedral de Zamora con divergencias no demasiado sustantivas, que en ningún caso acrecientan el interés del monumento ni enaltecen a su arquitecto. Una de las más patentes consiste en el tratamiento de los hastiales del crucero, donde sendas series de contrafuertes de escaso relieve desprovistos de función tectónica, interrumpidos a la postre en el lento discurso de las obras y, en consecuencia, desconcertantes a primera vista, se integrarían seguramente en una composición rematada por una cornisa de arquillos volados sobre canes, como los de los aleros; en ellos el modelo zamorano había acogido las puertas laterales, que aquí se abrieron en los tramos centrales de las naves.
Otra diferencia llamativa estriba en el acortamiento de las naves en un tramo, pero ésta vino impuesta por las características del solar, limitado al este y al oeste por viales muy importantes, que no admitían trazados alternativos, y también por grandes desniveles del terreno. En cambio, en anchura se iguala con la catedral de Ciudad Rodrigo y sobrepasa al referente citado, y ello en buena medida deriva del espesor de los pilares, excesivo a todas luces para sustentar las bóvedas previstas en principio, de ojivas en la nave central y de aristas en las laterales, a imitación de las de la catedral de Zamora.
No dice mucho a favor de la perspicacia del proyectista la tipología de tales apoyos, pues en vez de optar por las pilas de sección cuadrada, originarias del Poitou, implantadas en Zamora, tan funcionales como expeditas, se decidió por las de sección cruciforme de la tradición cluniacense, emulando quizá a las de la Catedral Vieja de Salamanca, pero sustituyendo sus basamentos cilíndricos por otros poligonales, resultantes de sotoponer dados rectangulares tanto a las columnas adosadas a las caras de la cruz como a las columnillas que surcan sus rincones hacia la nave central y denuncian que en origen se pensó cerrar el ámbito de ésta con un abovedamiento ojival, como el de la sede de Zamora, detalle que viene a reforzar la datación propuesta para el inicio de la fábrica.
Otra particularidad del proyecto original es la inclusión de la torre, de la que careció Zamora hasta el pontificado del obispo don Suero, y nos remite de nuevo al antedicho templo salmantino al menos en lo tocante a la situación, al norte de la puerta de los pies, donde el viario preexistente condicionó su planta y, para no estrangular el acceso principal a los barrios meridionales y al puente, fue preciso remeter su ángulo noroccidental aliviando, además, temerariamente los macizos, de manera que su debilidad obligó a reconstruir la parte alta a comienzos del siglo XVI y a rehacer por segunda vez los dos cuerpos de campanas en el XVIII bajo la dirección de Simón Gavilán y Tomé.
Quedó estructurada en tres naves de otros tantos tramos, más la transversal de crucero, que, aunque rebasa la anchura de aquéllas, enrasa con la cima de la capilla mayor y define nítidamente la composición de sus volúmenes. A él embocan las tres capillas o tramos rectos presbiteriales, las laterales, limitadas al espesor del muro y cerradas por bóvedas de medio punto; la central sobrepasa apenas los límites orientales de los ábsides menores y lleva bóveda de cañón apuntado. En tales espacios se ensamblaron los respectivos ábsides a la manera usual, conformando los acodos resultantes de disminuir levemente en ancho y en alto sus dimensiones; todos ellos se cubren con cuartos de esfera de hiladas concéntricas, organizan los alzados al exterior en dos cuerpos desiguales sobre relevados zócalos y rematan en tejaroces de arquillos de ascendiente poitevino, de medio punto, que vuelan sobre canes piramidales, idénticos a los de una serie exhibida y profusamente divulgada por la catedral de Zamora; los dorsos cóncavos de las cornisas superiores funcionan como canalones que vierten las aguas pluviales al exterior a través de compactas gárgolas.
Calan los ábsides menores sendas ventanas derramadas, guarnecidas por arcos de medio punto apeados en columnas con capiteles de hojas gruesas, como pencas, y poco relevadas; su sencillez contribuye al realce del central, articulado por doble arquería y cuatro columnas adosadas que enlazan su potente zócalo con el tejaroz seccionándolo en tres paños, según es frecuente en el románico zamorano, cuyos capiteles escotados hermanan con el modelo más reiterado en la catedral de la diócesis; tres aspilleras calan la arcada superior, dos de ellas restauradas tras haber agrandado sus vanos en el siglo XVIII y haber abierto además otro en uno de los arcos ciegos, descantillando las rosas correspondientes y mutilando seis capiteles de las columnitas dispuestas a sus flancos.

Los restos de los así dañados permiten advertir que representaban a un hombre alanceando frontalmente a un gran cuadrúpedo al que un perro acomete por detrás; la Epifanía, a juzgar por los tres caballos ensillados de los Magos y el cuerpo decapitado de uno de éstos, aquéllos sobrepuestos escalonadamente, para suplir el desconocimiento de las leyes de la perspectiva, y la Santa Cena, reducida a cuatro apóstoles sentados, con drapeados en las ropas que los hermanan con las esculturas de la portada septentrional. La serie se completa con otros dos capiteles historiados, uno con san Jorge a caballo en actitud de alancear a un pequeño dragón antropomorfo en presencia de la princesa, y en otro un jinete apeado del caballo, con armadura de malla y escudo, hinca su espada en un oso fiero; otro, con dos parejas de aves entre follaje bizantino, forma grupo con dos de formatos cúbicos recubiertos de preciosos follajes trepados del mismo ascendiente, uno de ellos destrozado.
Los demás son de variada temática vegetal, de hojas rematadas en volutas, ya minuciosamente retalladas ya lisas y marcadas sus venas a base en incisiones sumarias. Lo mejor de este variado muestrario es obra del mismo artífice que esculpió los cuatro de la embocadura de la capilla mayor, de esmerada factura y perfectamente conservados, donde aparece, rotulado, Daniel en el foso de los leones, el tema del caballero que se despide de su dama a la puerta de un castillo mientras otro jinete armado lo espera, simplificado en San Juan de Benavente, parejas de leones entre tallos y hojarasca y motivos florales. Entroncan con los del claustro de la Catedral Vieja de Salamanca y con los del primer maestro de la catedral de Ciudad Rodrigo.
Colegiata de Santa María la Mayor, fachada norte y campanario
Portada norte 

La puerta septentrional luce un recomendable diseño, imitado en la entrada meridional de San Juan de Zamora. Sobre elevados pedestales se yerguen grupos de tres columnas, de fustes lisos y basas áticas renovados en una restauración cuestionable de 1932, y esbeltos capiteles con collarino, de finos motivos florales a los que sobrepusieron aves, dos centauros alanceados por otros tantos caballeros, la Anunciación y la Visitación, entre otros temas irreconocibles por su deterioro; sobre ellos, cimacios de hojas enfiladas y rizadas, que se repiten en la guarnición del conjunto, y tres arquivoltas. La exterior presenta en la clave a Cristo con el libro abierto en la izquierda y mutilado de la diestra, con que bendeciría; lo flanquean, en actitud intercesora, la Virgen y san Juan, aunque su extraña barba tienta a buscarle otra identificación; a los lados se asientan los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, tocados con coronas reales y tañendo instrumentos musicales que acrecientan su no pequeño interés escultórico; se conservan un organistrum, una cítola, tres salterios, cinco arpas, una de ellas doble, y ocho fídulas de varios formatos. En la central se suceden cogollos a modo de alcachofas entre largas hojas extendidas y con rizos en las puntas, similares a las que aparecen en el palacio de Gelmírez, en Compostela. En la inferior otra manifestación de la divinidad de Cristo, bendiciendo y en pie, al que rinden homenaje catorce ángeles con incensarios y navetas, todos guarnecidos bajo arquillos. Angelitos tenantes se acomodan en los lóbulos del arco de ingreso. Tan excelente conjunto se debe a un seguidor del estilo del maestro Mateo.


Puerta norte:
l Arquivolta: ángeles y flores en el interior. En el frente hojas.
ll Arquivolta: ángeles turiferarios.
A: Cristo Pantocrátor.
lll. Arquivolta: decoración vegetal.
lV. Arquivolta: Reyes ancianos del Apocalipsis. Juicio Final.
V. Guardapolvo con decoración vegetal.

JUICIO FINAL:
1. Rey músico tañendo la cítola.
2. Rey mostrando una fídula.
3. Rey mostrando un salterio.
4. Rey tañendo una fídula en ocho.
5. Rey tañendo un salterio.
6. Rey mostrando una fídula oval.
7. Rey con un arpa.
8. Rey sujetando un arpa doble.
9. Rey con una fídula.
10 y 11. Reyas tocando el organistrum.
12. Rey que no conserva el instrumento.
13. San Juan Evangelista.
14. Cristo en Majestad nimbado.
15. Virgen María.
16. Rey con fídula polilobulada.
17. Rey tañendo el arpa.
18. Rey que no conserva el instrumento.
19. Rey tocando la fídula oval.
20. Rey tañendo el arpa.
21. Rey tañendo una fídula en ocho.
22. Rey tañendo un salterio.
23. Rey que no conserva el instrumento.
24. Rey tañendo un arpa.
25. Rey tocando una fídula.
26. Rey que no conserva el instrumento.
27. " " " " " "
Detalle de los capiteles
 

De la Puerta del Espolón, al sur, sólo los flancos acodillados, con tres columnas a cada lado, se erigieron en la primera etapa de las obras; sus tres arquivoltas apuntadas, con molduración de baquetones y escotas decoradas con botones, rosetas y entrelazadas cintas de pedrería, se integran en lo fabricado durante la segunda fase, en la que se prodigó aquel molduraje en ventanales, nervaduras y en algunos arcos. Entonces se entalló también el capitel intermedio del flanco diestro y, por supuesto, la moldura que guarnece el conjunto, cuajada de hojas con rizos en armonía con los cimacios, gemelos de los de la puerta septentrional y ejecutados al tiempo de las columnas.
Lo reseñado hasta aquí se corresponde con lo obrado en la primera fase del proceso de construcción, que seguramente se prolongó más allá del reinado de Fernando II de León. Quedaron acabados los ábsides y la capilla mayor, con cubiertas de losas escalonadas, completamente reconstruidas en la década de 1960 en una piedra tan deleznable, que en 1999 han tenido que sobreponerles chapas de cobre; se elevaron entonces los alzados orientales del crucero con las hiladas iniciales de sus bóvedas de cañón y las zonas inferiores de muros y pilares, en línea decreciente hacia los pies, definida por un aparejo de sillería caliza procedente de las canteras de Villalonso y otros cerros testigos del norte de Toro.
El abovedamiento de cañón apuntado de la capilla mayor, las lisas ventanas de doble arco apuntado abiertas en sus costados con ligero derrame hacia dentro y lunetos, su tejaroz de arquillos trilobulados sobre modillones y las cornisas perfiladas en escota sobre baquetón, extendidas a los brazos del crucero hasta el punto en que entonces se paralizó la fábrica, evidencian que el primer maestro se plegaba a los patrones suministrados por la catedral de Zamora, incluso en pormenores, y ello ha dado pie para suponer que la desaparecida cabecera triabsidal de ésta sería similar a la toresana; sin embargo, las excavaciones arqueológicas efectuadas recientemente en la zona que ocupó el ábside septentrional del primer templo zamorano demostraron que le precedía un tramo recto presbiterial muy alargado.
Nave central
Ábside de la nave del Evangelio. 

En el planteamiento inicial del edificio se incluyeron columnas en los rincones de los muros foreros del crucero, como las tenía Zamora, pero además dotaron a las pilas exentas del mismo ámbito, en los acodos correspondientes, de otras sin más sentido que el de acoger bóvedas de ojivas. El hecho de que la Catedral Vieja de Salamanca las tenga en el mismo sitio induce a creer que de allí pudo venir la inspiración del frustrado cerramiento ojival ideado en principio, que en las pilas adosadas de la cabecera tendrá que apear en repisas, como las ostenta en todos los arranques el supuesto modelo salmantino.
En una segunda fase, dentro del primer tercio del siglo XIII, se hizo el arquivoltio de la puerta meridional, se cerraron los primeros tramos de las naves laterales sobre arcos agudos y doblados con bóvedas góticas, émulas de las que lucían las catedrales de Zamora y Salamanca, con ojivas molduradas de igual modo –bocel entre nacelas–, pero, a diferencia de ellas, de traza semicircular y no aguda, que evoca a los lejanos modelos de París. Resulta chocante el descuidado acoplamiento de éstas a unos elementos sustentantes que carecían de responsiones para recibir las nervaduras. Otras muestras de la inhabilidad con que se fabricó entonces las tenemos en los encuentros de los paños murales elevados sobre las comunicaciones de tales tramos con la nave transversal, en la deficiente ejecución del rosetón de su hastial septentrional, guarnecido de enredosos baquetones y escotas, como su correspondiente, en la depresión que acusa la bóveda de cañón apuntado de su brazo meridional y en la disposición a niveles distintos de los torales del crucero, volteados en este mismo período con arranques, visibles, de la bóveda de crucería que plantearon para dicho espacio, semejante a la que allí tenía el monasterio de Moreruela, solución que explica el tamaño desmesurado de los rosetones abiertos en los hastiales. Con escotas y baquetones empezaron a moldurar los perpiaños y formero del lado norte, confirmando este tratamiento, pronto abandonado, que fueron los primeros en voltearse. Se culminaron, por fin, los husillos implantados desde el principio a los costados de las naves, como en Zamora. Todo ello se aparejó con sillería arenisca.
La interrupción de la obra se acusa perfectamente en cortes verticales de los muros, con adarajas para trabar cuando prosiguiera su fábrica, y en las diferentes marcas de cantería que aparecen a continuación. La reanudación vendría con el reinado de Fernando III, a partir de 1230, y discurrió sin solución de continuidad hasta la conclusión del cuerpo del templo en arenisca de Villamayor. Bajo la dirección del tercer arquitecto se fueron levantando los muros foreros y los pilares como en origen habían sido concebidos, sin eliminar los contrafuertes dispuestos por el primer tracista en los centros de los paños de los tramos postreros de las naves y en el hastial de poniente por el lado de la epístola, donde no tienen razón de ser aunque por allí se empezara a acusar un pronunciado desnivel en el suelo; sobre ellos y la puerta meridional abrió ventanales redondos y profusamente exornados, cuyas dimensiones grandes nos anticipan el propósito, consumado después, de cerrar la nave central mediante arcaizantes cañones apuntados, renunciando a iluminarla con ventanas a sus costados, como ideara el primer maestro siguiendo el ejemplo de Zamora.
La renuncia al abovedamiento ojival que el mismo modelo exhibía no le llevó a interrumpir las columnitas previstas en los pilares para acogerlas, que allí se ven sin función alguna y con los ejes descentrados a trechos marcados por las molduras que los anillan. Antes se habían volteado perpiaños y formeros, los postreros de éstos cerrados a mayor altura, así como las bóvedas de los tramos mediales y finales de las naves laterales; éstas derivan de un lejano precedente angevino, reelaborado en Ávila y al fin en las naves laterales de Ciudad Rodrigo, que servirían de pauta directa a las de nuestra colegiata y a las gemelas del monasterio de Sandoval; son bastantes capialzadas, con ojivas y combados de traza aguda, molduradas por bocel entre nacelas y con paños a modo de esquifes, despiezados por hiladas transversales; los formaletes sin función tectónica de la última del lado de la epístola abundan en la dependencia de Ciudad Rodrigo y a la misma catedral remiten las dos ventanas de la propia época abiertas en la fachada septentrional, con su rica ornamentación, que como la prodigada en lo coetáneo, vanos, capiteles interiores y claves de las últimas bóvedas, delata destreza e inventiva pero no progresos hacia el naturalismo gótico.
Seguidamente, lejos de continuar la bóveda del crucero que había quedado en los arranques, se prosiguieron éstos conformando pechinas, que pecan de excesiva concavidad, a fin de magnificar el templo con otra solución mucho más grandiosa, un cimborrio imponente, que sobrepuja aunque sólo en dimensiones a sus precedentes de Zamora y Salamanca. Directamente inspirado en el segundo, desdice de tan consumado modelo. Cobró realce al sobreelevar el anillo inferior, pero su proyección se simplificó prescindiendo de los frontoncillos y de sus correspondientes resaltos.
Cimborrio exterior
 
Cimborrio
Cimborrio 

El tambor, afianzado por cuatro torrecillas cilíndricas que gravitan sobre los pilares, estabilizándolos, se ordena en dos cuerpos de planta no exactamente circular sino poligonal, pues conforman los alzados tres paños planos en cada cuarto penosamente conjuntados a las columnas que por dentro y por fuera articulan y cohesionan con firmeza la composición del modelo, aquí segmentadas por capiteles a la altura de las que flanquean las ventanas del primer cuerpo, casi difuminadas entre sus enjutas y al paso de la cornisa intermedia y de nuevo cortadas por la cornisa de arquillos que recorre los vanos superiores al nivel de sus impostas; además sus ejes aparecen descentrados a medida que ascienden.
En el segundo cuerpo la labor de los fabriqueros resulta más desazonante y tal relajación de la estructura arquitectónica se marida con un decorativismo de cierto efecto óptico, pero excesivo, acoplado a la fuerza en el caso de la imposta de arquillos aludida y ordenado y acabado sin primor. No se llegaron a coronar las torrecillas ni se cerraron con gallones en piedra los plementos de la cúpula, sino a la llana, en ladrillo, delatándolo la endeble sección de sus nervios y las reparaciones de su tejado, documentadas desde el siglo XVI.

A lo largo del alzado septentrional se tendió un pórtico, suplantado por el atrio actual en el siglo XVIII, época en que renovaron los tejaroces de las naves y erigieron la espadaña que campea sobre la puerta; de aquél subsisten las repisas en que estribaba su techumbre y algunos fustes con capiteles pareados expuestos en el Museo del Salvador, cuya decoración, de hojas esquemáticas y cintas cruzadas con bolas, hermana con la de esta tercera fase.
En el mismo período se acometió la obra de la portada occidental y del pórtico a ella antepuesto. Una permuta de una casa donada operi sancte Marie por otras adquiridas previamente, formalizada en 1240, tendía a ampliar el solar de la iglesia por esta zona.
El pórtico se concibió sobre dos pilares de sección similar a los del interior, situados a los flancos de la entrada, con sendas parejas de semicolumnas adosadas a sus frentes occidentales, que parecen demandar otros apoyos similares y exentos para el volteo de los arcos, y con columnitas en los rincones para recibir un abovedamiento de ojivas. Aquéllos no llegaron a los capiteles y enfrente, hacia el mediodía, se levantó una gruesa pilastra de sección cuadrada con columnitas en los ángulos, aún sin remate, dotada en las caras que habían de recibir los arcos torales de sendos grupos de tres columnas, como los de la catedral zamorana, cuyos capiteles son una manifestación tardía pero recomendable por su vivacidad del románico postrero; representan en abigarrada secuencia escenas de la Pasión, del beso de Judas al Calvario, incluyendo la Santa cena, con el apóstol traidor bajo la mesa y hurtando un pez, como en la puerta occidental de Ciudad Rodrigo.

A la par se alzaba la portada con inusuales pretensiones de magnificencia, sobre dos órdenes de a siete columnas en cada flanco, ordenación que recuerda a la de los pies de San Vicente de Ávila. Una decoración exhuberante tupe por entero los plintos de la columnata superior, así como las jambas y traspilares; motivos de abolengo románico –círculos secantes, cintas entrelazadas, mascarones, flores y hojas palmiformes, trifolias, cuadrifolias…– se combinan con ramas y frutos de vid y de roble más naturalistas y con un fresco y atractivo muestrario de figuritas que preludian el espíritu del gótico. Éste palpita también en la elegante y vivaz imaginería de los capiteles, que representan escenas, llenas de detalles veristas, de la infancia de Cristo –los Magos camino de Belén conducidos por un ángel, Epifanía, Matanza de los Inocentes y Jesús entre los doctores–, más uno con parejas de dragones que entrecruzan sus cuellos y otro de tema burlesco o moralizante, con un asno que ha sucumbido al peso de su carga de leña al que dos operarios tocados con capuchas intentan levantar tirándole por las orejas y el rabo, hasta arrancarle éste. Cinco de ellos son de hojas rizadas y acogolladas de tipología románica y de factura esmerada. Sobre ellos se asentaron cimacios para recibir las arquivoltas y se suspendió la obra. La sensación de desproporción, por exceso de anchura, que esta propuesta puede suscitar se debe a la sobreelevación del suelo, tras rellenar con posterioridad la pronunciada pendiente que se iniciaba a la entrada.
Entretanto los esfuerzos se centraron en la fábrica de la torre y lo demás no se reanudó y concluyó hasta el reinado de Sancho IV y María de Molina. Un maestro formado en la catedral de León, cinceló en estilo gótico, además de las esculturas de Daniel e Isaac, los capiteles de los soportes inacabados y los tenantes de la repisa embutida en el cuerpo de la torre para acoger el arco de la embocadura occidental, doblado y apuntado, como su compañero. Tras vacilaciones perceptibles en las interrupciones del volteo del primero y de la plementería de la bóveda, a fin de sobreelevar todo ello para albergar el recrecido gótico ahora ideado para la portada, se cubrió con un abovedamiento muy peraltado, de ojivas y terceletes, más formaletes decorativos, que entronca con el último de la nave meridional y deriva como él de Ciudad Rodrigo, con la peculiaridad de que el despiece de sus plementos en anillos cóncavos recuerda los modelos angevinos reproducidos en la Catedral Vieja de Salamanca.
El mismo proyecto de culminación de la portada es plenamente gótico y desborda, por tanto, los límites de esta reseña. Base advertir que se acrecentó con otro cuerpo de columnas y chambranas para alojar ocho grandes esculturas, con parteluz, dintel, tímpano y siete arquivoltas, donde se desarrollan dos programas iconográficos dedicados a la glorificación de la Virgen y al Juicio Final, con dantescas figuraciones del infierno, el cielo concebido como jardín del Edén y el purgatorio como lugar físico. La calidad mediana de la escultura, obra de dos maestros vinculados a León, se compensa con su considerable interés iconográfico y la realza la policromía original, que firma Domingo Pérez, pintor de Sancho IV.
Concluido así el largo proceso de construcción, seguramente a impulsos de dicho monarca, la iglesia fue elevada al rango de colegiata, que, con las distinciones de real e insigne, mantuvo hasta el concordato de 1851.
Todavía en 1309 se delimitaba el espacio cementerial al oeste del pórtico mediante un muro con portada en arcos agudos sobre cuatro columnas y con cinco hermosos lucillos sepulcrales; su frontero es posterior y el de los pies se levantaba en 1402, techando con una armadura el ámbito resultante, que sirvió como capilla y durante unos siglos albergó a la extinguida parroquia de Santo Tomás Apóstol.

Pórtico de la Majestad es un elemento arquitectónico religioso, un Maiestas Domini, que constituye la antigua puerta principal de la Colegiata de Santa María la Mayor, en Toro (Zamora). Es la puerta del mediodía del edificio, siendo uno de los testimonios decorativos más importantes de la zona.
Fue construida en el reinado de Sancho IV de León y Castilla (1284-1295). Narra la vida de la Virgen, de Cristo y el Juicio Final. 
La portada occidental, denominada de la Majestad, fue labrada y policromada en el último cuarto del siglo XIII, y es una de las más importantes manifestaciones de escultura monumental del período gótico en Castilla. Planteada en estilo románico en días de Fernando III y proseguida hasta su terminación en gótico por dos maestros formados en León, durante el reinado de Sancho IV, cuyo preceptor, el franciscano Juan Gil de Zamora, idearía sus densos y originales programas iconográficos, que son dos. Uno, dedicado, en consonancia con el incremento de la devoción mariana en el siglo XIII, a la exaltación de la Virgen y de la Iglesia por ella simbolizada en su paso por la tierra, su muerte, asunción y coronación en el cielo. Sobre el tímpano, una representación selectiva de la Iglesia triunfante se sucede en las arquivoltas: ángeles, apóstoles, mártires, obispos y abades, vírgenes y dieciocho músicos con un variado e interesante repertorio de instrumentos.

En la última arquivolta se exponen en posición radial las figuras del ciclo del Juicio Final: un Cristo Juez humanizado por el espíritu risueño del gótico, ángeles con los instrumentos de la Redención, la Virgen y san Juan en actitudes intercesoras, la resurrección de los muertos, axesuados, y, en hileras divergentes, bienaventurados y réprobos camino del cielo y del infierno. El lenguaje brutal en que se expresan los tormentos de los condenados contrasta con la dicha de los elegidos, acogidos amablemente por el Padre Eterno en un lugar ameno, en el jardín del Paraíso, que difiere de las representaciones usuales del cielo y carece de precedentes escultóricos tan acabados. Muy original resulta también la presentación del Purgatorio como lugar físico, conforme al pronunciamiento de Inocencio IV en 1254; comunica con el Paraíso, al que con ayuda de san Pedro acceden las almas purificadas por las llamas. Por fortuna se ha conservado gran parte de su policromía original, concebida como complemento natural de la escultura; se debe al pintor Domingo Pérez, que dejó constancia de su labor en el dintel, donde se dice criado del rey don Sancho; a él se deberán también los preciosos murales de santa Clara, hoy en la iglesia de San Sebastián, y los del santuario de La Hiniesta, entre otros.





Cristo como Juez

Estos cuatro personajes situados a un lado de la puerta, sobre los que arrancan las arquivoltas, se identifican como un arcángel, Isaías, Daniel y el rey Salomón.
Estos cuatro personajes situados a un lado de la puerta, sobre los que arrancan las arquivoltas, se identifican como el rey David, Jeremías, Ezequiel y el arcángel Gabriel.
Estatuas de la parte derecha del pórtico de la Majestad de la colegiata de Toro
Estatuas de la parte izquierda del pórtico de la Majestad de la colegiata de Toro
Mientras sonríe, la Virgen María ofrece una flor a su Hijo en Majestad.
Muerte y asunción de maría

 

Iglesia de San Salvador de los Caballeros
Se encuentra situada en una pequeña plaza a la que da nombre, hacia la zona noroccidental del primer recinto amurallado y cerca de la puerta abierta en la confluencia de la calle de la Judería, ronda exterior de aquél, y del vial de Mojalbarda, cuyo trazado radial dentro del ensanche del siglo XII fue determinado por aquel acceso.
Una bula de Alejandro III acredita que a mediados del siglo XII poseían los templarios en este sitio una casa con iglesia de la misma advocación, que reconstruirían, aunque no en su totalidad, en los primeros años de la centuria siguiente, según autorizan a creer los rasgos formales que definen al monumento actual y lo hermanan con la ermita de Nuestra Señora de la Vega, también en Toro, consagrada en 1208. El recuerdo de haber pertenecido a dicha orden, que poseyó al menos otras dos iglesias en esta ciudad, las desaparecidas de Santa María del Templo y Santa María la Nueva, se mantenía vivo en el siglo XVII, de cuando datan las armas de la misma y los textos grabados en dos lápidas ubicadas en la fachada meridional y en la nave central, y lo perpetúa el sobrenombre “de los caballeros”, pese a que nos consta que ya en 1309 la regentaba el clero secular, tres años antes de que Clemente V extinguiera aquella orden religioso-militar.
La planta se adaptó al esquema basilical de tres naves con otras tantas capillas o tramos rectos presbiteriales, que decrecen en altura respecto a ellas, y sus correspondientes ábsides semicilíndricos, algo más reducidos en lo ancho y alto, según norma. Esta organización fue parcialmente estorbada por la preexistencia de un macizo y enorme torreón de base rectangular que formó parte del templo anterior y forzó a reducir la nave septentrional a un solo tramo, obligando, además, a girar apreciablemente los ejes de las otras naves hacia mediodía y a acortar los tramos de las mismas, pues tal torre está implantada al norte, a haces con el hastial y rebasando la línea exterior de la reducida fachada de la nave septentrional. Desmochada a la altura de éste, se ha mantenido sin retoques, dentro del templo reedificado, la mayor parte de su alzado oriental, certificándonos que su aparejo era a fundamentis de robustos machones de ladrillo y de tapias intermedias de hormigón de cal y canto rodado, sobrepuestas sin rafas o “agujadas”, según vemos en la muralla del segundo recinto y a diferencia, en lo que toca a la falta de tales elementos conjuntivos, de la fábrica de la torre del Santo Sepulcro, coincidente en lo demás. Además, en lo alto del mismo paño se conserva la única muestra de su decoración de estirpe románica, un par de ventanas ciegas, gemelas, en un paño de ladrillo, con arcos sencillos, sin impostas y cuyo apuntamiento induce a suponer que se ejecutaron en la segunda mitad del siglo XII. Su cara meridional fue completamente revestida de ladrillo al rehacer el templo, y ello con la intención loable de dinamizar el macizo fingiendo en él una composición ritmada por pilares y formeros en correspondencia con la del lado frontero de la nave central; en la zona correspondiente al tramo medial, más corto que los otros, se dispuso un nicho que repite la traza del formero inmediato, aunque a menor escala, y, como va recuadrado a igual altura, se palió el efecto óptico de desigualdad sumando un friso de esquinillas y otro de sardineles a los tres que decoraban el paño mural sobrepuesto al trasdós del arco contiguo; en el trecho postrero la dureza del aparejo de la torre los hizo desistir del empeño y se limitaron a componer el paño practicando en su mitad superior tres arcos ciegos sin dobladura y un revestimiento liso en la parte baja. Allí se abre la puerta de acceso al campanario, de arco agudo, sin impostas, trasdosado por doble friso de esquinillas y recuadrado por los quiebros resultantes de hallarse remetido respecto al haz del muro y por una banda de sardineles. La escalera se desarrolla en tramadas desiguales en torno a un machón central, abovedándose con cañones apuntados y escalonados. El pronunciado talud del alzado septentrional de esta torre es, a todas luces, efecto de un refuerzo que le propinaron más tarde, engrosando con mampostería y lajas de caliza de la Terciaria la zona del zócalo y parte de las esquinas y vistiendo de ladrillo las tapias erosionadas.

Por fuera la cabecera es una de las expresiones cimeras del mudéjar castellano-leonés. La plena cohesión de los volúmenes semicilíndricos de los tres ábsides deriva de su yuxtaposición sin elementos intermedios, de la identidad de aparejos y módulos y recursos compositivos y de la secuencia invariada de arquerías a medio punto y tramo único, ciegas y dobladas, que las dinamizan, imprimiéndoles una tensión ascensional y una esbeltez más equiparables a los efectos plásticos del nuevo estilo gótico que a los del románico. Los tratamientos uniformes de las aspilleras, abiertas en la misma línea, incrementan la plasticidad del conjunto, consecuencia de su composición diáfana y de la amenidad aportada por la variedad de combinaciones del ladrillo y por los contrastes cromáticos de éste y del mortero de cal y arena con que lo llaguearon y revocaron las enjutas y los fondos de las arquerías. Éstas arrancan de zócalos que en los ábsides fueron conformados por dos órdenes de sardineles dispuestos entre dobles hiladas de ladrillo. Contra lo que algunos autores vienen afirmando, la sillería de la base, del meridional y de la parte contigua del central, sin marcas de canteros, no es original, sino efecto de un socalzo tardío que aplicaron también al hastial de poniente, según hemos confirmado al ejecutar recientemente cámaras bufas perimetrales de saneamiento, y a una actuación idéntica responde la base pétrea del ábside de San Lorenzo el Real, documentada en el siglo XVII y evidenciada por el actual rebaje del nivel del suelo de su entorno. La yuxtaposición de los ábsides y la modulación regular de sus arquerías ciegas obligaron a disimular la falta de superficie en los menores simplificando las tangentes al central. Los coronamientos de los tres se inician enrasados a la misma altura, lo que acentúa la recomendable cohesión del grupo; los integran, en los laterales, un friso a sardinel, otro de doble esquinilla, siempre delineados entre dos hiladas, y un tejaroz constituido por cornisa de nacela y cuatro hiladas voladas en saledizo; el empaque y esbelto realce del central deriva de que incorpora otras dos secuencias de sardineles y potencia con tres series de piezas el friso de esquinillas.

Su elegante traza los aproxima a los ábsides de San Pedro del Olmo y de la ermita de la Vega, en la propia ciudad, ambos gemelos como si fueran obras del mismo maestro, pero no cabe hablar de identidad entre ellos. Las diferencias enaltecen a los del Salvador, presentables como muestra de la culminación del estilo mudéjar, mientras los otros sólo representan ensayos muy cercanos con avances y logros estimables; las principales radican en el canon de las arquerías, que les confiere mayor esbeltez, en el aparejo de las pilastrillas relevadas en que descansan las dobladuras, aquí aparejadas expeditivamente a soga y tizón, y no por las dos filas yuxtapuestas de ladrillos a media asta que en lo alto configuran los respectivos arquillos, como sucede en los ejemplos sobredichos, en San Lorenzo el Real o en el monumento más emblemático del foco mudéjar de Villalpando, Santa María la Antigua, por no citar otros muchos. Además, el tratamiento de las aspilleras, idéntico al de la mencionada iglesia de Villalpando, no las individualiza por completo de tales elementos dinamizadores, pues los arcos que las guarnecen se integran en las facetas interiores de las pilastras.

El alzado exterior de la capilla septentrional se compone de zócalo con sardineles, dos arcos ciegos sencillos, con sendos frisos de esquinillas y molduras de nacela bajo sus recuadros; lo unifica por arriba una serie de sardineles y su tejaroz está mutilado de la base, que conformaba el habitual molduraje en nacela. En el contiguo de la nave correspondiente, reducida por la torre a su primer tramo, se abre una puerta con jambas acodilladas para recibir un arco agudo sobre impostas de nacela, en piedra arenisca, guarnecido bajo doble arquivolta con dos frisos de esquinillas y uno intermedio de sardineles discurriendo sobre el trasdós y todo ello recuadrado por el consabido alfiz, rematado a sardinel; surca el paño superior un grupo de tres arcos ciegos y doblados, el central acortado por una ventana de arco semicircular.
La composición del hastial, semejante a la que veremos en el Santo Sepulcro, pone de manifiesto que las cubiertas de las naves se resolvieron a dos niveles, como en tantos templos románicos de estructura basilical, a un agua las laterales y a dos la central, que entre ellas emergía; hasta la altura que comparten las tres naves y en el trecho no invadido por el macizo de la torre está articulado por una alargada serie de ocho arcos ciegos y doblados, como los de los ábsides; una puerta de arco agudo, sobre impostas de nacela en arenisca, sin otros aditamentos, interrumpe el desarrollo de una de las pilastras, sustentada encima sobre una repisa de nacela; en lo alto de la nave medial se abre un gran ventanal circular con doble cerco de ladrillos a sardinel y recuadrado por su remetido respecto al haz del muro, así por dentro como al exterior, donde lo flanquean arcos ciegos no doblados.
Por dentro, el gran derrame de las ventanas abocinadas de los ábsides forzó a organizar sus alzados en dos órdenes de arquerías, sobre el invariado zócalo de un par de sardineles y separados por una cornisa intermedia de esquinillas. En el central, la zona inferior se articula mediante cinco arcos ciegos y doblados; en la superior la anchura de los tres vanos impuso la reducción de los dos arcos ciegos dispuestos a los costados, carentes de dobladura; remata en friso de esquinillas e imposta de nacela, de la que arranca su bóveda de cuarto de esfera. La precede un esbelto arco agudo y doblado, volteado sobre impostas de nacela y pilares acodillados, según constante; a su traza se adapta el cañón de la capilla o tramo recto presbiterial; los alzados de esta misma repiten el remate de esquinillas y nacela y se decoran con sendas parejas de arcos, uno de cada cual acoge la puerta de comunicación con su capilla colateral y, tras rebasarla, prosigue reducido a la rosca de su dobladura.
Ábside central
 

La organización de los ábsides menores, abovedados con cuartos de esfera, sólo varía en el número y dimensiones de los arquillos ciegos: cuatro doblados en el primer orden y otros tantos sencillos flanqueando su ventana central; por remate, una cornisa de esquinillas en el meridional y de nacela en el septentrional, repitiéndose esta última en las capillas de ambas, cerradas con cañones agudos, bajo los que se desarrollan los arcos ciegos doblados en el muro formero del lado norte, pues el del sur está rehecho, y en cada alzado interno, uno solo guarneciendo sus respectivas puertas. Los torales de las embocaduras, muy esbeltos, son agudos: doblado el de la capilla meridional y desarrollando triple arquivolta su correspondiente.

Äbside lateral
Nave lateral 

El cuerpo del templo, condicionado por la presencia de la torre, se organizó en tres naves de otros tantos tramos, desiguales entre sí y todos más cortos que la capilla mayor, de cuya reducción resulta desproporcionado. En su planteamiento se advierten indicios de improvisación. Aparte de lo expuesto sobre el revestimiento del alzado meridional de la torre, obsérvese que los dos pilares allí erigidos, delimitando el tramo medial de la nave mayor, hacia ésta se acodillaron, como los de las capillas, aunque hoy están mutilados de su parte más prominente, y aquella modulación delata que fueron concebidos para sustentar arcos fajones, lo que implicaría que en principio pensaron voltear una bóveda de cañón sobre la nave; sin embargo, faltan a los extremos de ésta, en su encuentro con el testero y el hastial, donde sólo han sobrevivido a las reconstrucciones algunos restos de pilas sencillas de sección cuadrangular. Inciden en lo mismo otros detalles, como la composición desigual de las embocaduras de las capillas laterales y el recuadro del único formero conservado, que en su cara septentrional arranca de una imposta por falta de espacio para hacerlo desde el suelo.

Al menos los tramos de las naves laterales se cubrieron con cañones apuntados, de los que sólo se conserva el del lado norte. En el primer tercio del siglo XVI suplantaron la embocadura de la capilla mayor y los tres formeros de la banda meridional, en cuyo lugar voltearon dos en sillería, a su vez sustituidos en la centuria siguiente por uno, el que subsiste. La primera de tales actuaciones supuso la desaparición de los abovedamientos, raros en las naves de los templos mudéjares, cerrando entonces aquellos espacios con armaduras. El cañón actual de la nave central fue proyectado por don Luis Menéndez Pidal y corta el recuadro del ventanal de los pies, delatando que se alza a menos altura que el original, si es que éste llegó a ser volteado y no se cerró aquel espacio con una armadura de parhilera.
En el siglo XVII se rehizo completamente la fachada de mediodía. La de poniente, vestida de ladrillo por fuera, muestra al interior una fábrica de tapias de cal y canto rodado entre machones y triples agujadas de ladrillo, que en lo alto chaparon con ladrillo y articularon con series de arcos simples, como se ven en la iglesia toresana del Santo Sepulcro, con la que ésta presenta afinidades muy estrechas. El chapado completo del hastial en la parte de la nave meridional es ocurrencia de un arquitecto restaurador.
Con el hormigón de cal y canto referido se trasdosaron las bóvedas y se macizaron los interiores de todos los elementos sustentantes. El mortero de conjunción del ladrillo y guijarros es de cal y arena, un tanto grueso y se oculta tras otro finísimo, más rico en cal y obtenido de tamizar sus ingredientes; con éste se empañaron los fondos de las arquerías, las enjutas y las tapias de hormigón, y con él se acabaron todos los llagueados aparentes, biselados a un solo paso de paleta o a dos contrapuestos.
Los paramentos interiores, seguramente también parte de los externos, estuvieron recubiertos de pinturas que aportaron luminosidad al templo y le valieron el sobrenombre de “el Pintado” con que se conocía en el siglo XIV. Las reconstrucciones de la Edad Moderna determinaron la renovación parcial de aquel ropaje medieval, decorativo y didáctico, y lo demás se perdió tras la ruina que le sobrevino a comienzos del siglo XX y por efecto de restauraciones deplorables. Aunque algunos de sus murales reproducen motivos medievales, datan todos del primer tercio del siglo XVI, salvo el del cascarón del ábside mayor, que es de la centuria siguiente.
Detalle de las pinturas del ábside de la Epístola del siglo XVI.
Nave central, pintura al fresco de estilo musulmán mudéjar.
Cristo del siglo XIII, modificado y articulado en el siglo XVI, procedente de la iglesia de la Trinidad (Toro). Se encuentra en el museo de la iglesia del Salvador de Toro.
 
Cristo crucificado, siglo XV
 
Sepulcro decorado con escudos y leones del siglo XIV, procedente de la iglesia del Santo Sepulcro (Toro). 

En virtud de un concierto suscrito en 1991 por la Junta de Castilla y León, el obispado de Zamora y el Ayuntamiento de Toro, funciona como museo de escultura medieval de la ciudad.

Iglesia de San Lorenzo el Real
Situada en la plaza del mismo nombre, la iglesia de San Lorenzo es una de las construcciones de ladrillo más antiguas de Toro. Tras perder su condición de parroquia en 1896, fue declarada Monumento Nacional en 1929 y restaurada después en varias ocasiones, la última de ellas en 1998.
Calvo Alagueros y Casas y Ruiz del Árbol pensaban que su sobrenombre de “el Real” provenía de la protección dispensada por Sancho IV, mientras que Navarro Talegón asegura que pudo sobrevenirle a raíz de la adquisición de su capilla mayor por los Castilla, descendientes por línea bastarda del rey Pedro I, que hicieron de ella su panteón familiar.
Algunos historiadores de la ciudad adjudicaron su pertenencia a la Orden del Temple, más por afinidad estilística con la iglesia de San Salvador –que si lo fue– que por el acopio de noticias documentales que lo certificasen. Desechada hoy esta atribución, coinciden casi todos los autores en señalar los últimos años del siglo XII como el momento en que se erigió. Es posible que ocupara el solar de un edificio anterior según ha puesto de manifiesto la excavación arqueológica asociada a la última intervención que descubrió varios enterramientos sellados por la cimentación de la cabecera.
La iglesia de San Lorenzo consta de una sola nave y un ábside semicircular –ligeramente poligonal al exterior– precedido de amplio tramo recto.
Se levantaba sobre un basamento original de ladrillo con una altura media de 60 cm que fue sustituido a fines del siglo XVII por un zócalo de sillería caliza que adquiere mayor desarrollo en la cabecera donde llegó a cortar la primera arquería.
Por encima de este basamento se disponen en el ábside dos niveles de arcos de medio punto en distinto eje vertical; los inferiores doblados y con saeteras abiertas bajo tres de ellos, y los superiores sencillos y dentro de recuadros. Remata el muro con un alero formado por el escalonamiento de hileras de ladrillo en distintas posiciones y de tejas.

La decoración de los muros de la nave y del presbiterio se basa en la distinta combinación de arco, recuadro y frisos de esquinillas y nacelas, dispuesto todo ello en dos órdenes de diferentes proporciones, salvo en el tramo más occidental del muro norte de la nave que lo hace en uno sólo.

Tres portadas se abrieron en la nave de la iglesia que en opinión de Valdés Fernández sirvieron de modelo a toda la arquitectura mudéjar de Toro.
La más lograda es la meridional que se dispone ligeramente adelantada respecto a la línea general del muro, dentro de un recuadro. Consta de arco de ingreso apuntado y cinco arquivoltas que voltean sobre jambas con impostas de nacela. Completan el esquema decorativo un friso de sardineles, más otros de esquinillas y nacelas. Al mismo modelo, pero menos desarrollado, responden las portadas que se abren en los muros septentrional y occidental.
Junto a la fachada sur se abre una cámara subterránea de cantería cubierta con una bóveda de cañón –hoy casi destruida– que fue vaciada en la excavación arqueológica de 1998 aunque sin aportar materiales o datos que ayudaran a identificar su verdadera función.
Sobre el hastial de poniente se eleva una espadaña de ladrillo a la que se accede desde el interior por una escalera cubierta con cañones escalonados cuyo trazado se encuentra embutido entre los muros norte y oeste de la nave.

Dentro de la iglesia, la nave se cubre con una armadura de par y nudillo que fue reformada en 1683 por Valentín de Prada, conservando los tirantes con los canes y el arrocabe pintado del siglo XV. Los paramentos se articulan mediante un único orden de arcos de medio punto doblados, excepto en el muro de los pies y sobre las portadas donde alternan con otros más sencillos. La luz exterior penetra a través de tres saeteras abiertas en los lados mayores y otra más en el hastial occidental, además de las ventanas de la cabecera a las que luego haremos referencia.

Este repertorio ornamental quedó interrumpido en el lado del evangelio por la construcción de la capilla funeraria de la Asunción, fundada en 1528 por Cristóbal Tapia, criado del arzobispo don Juan Rodríguez de Fonseca.
La capilla mayor también experimentó algunas modificaciones a finales del siglo XV que alteraron su primitivo ambiente. Así, las antiguas bóvedas de cuarto de esfera y de cañón apuntado que cubrían el hemiciclo absidal y el presbiterio fueron enmascaradas por otras de tracería gótica a base de nervios y ligaduras de yeso unidos a claves de madera que se decoraban con escudos heráldicos. El origen de esta reforma hay que buscarlo en la adquisición de dicha capilla en 1494 por el canónigo don Sancho de Castilla que decidió erigir allí un monumento funerario a sus padres, costeando también un magnífico retablo mayor que actualmente se encuentra en la capilla de la Asunción. Una controvertida restauración eliminó estos aditamentos dejando a la vista el abovedamiento y los paramentos originales que se decoraban con un cuerpo inferior de arcos de medio punto sencillos y otro en el que se abren tres ventanas, más los habituales frisos de esquinillas.
La capilla se abre a la nave por medio de un arco triunfal, apuntado y de triple rosca, al que precede otro más sencillo sobre el que se extiende un friso de esquinillas interrumpido por una aspillera cegada que marcaría la altura de la primitiva cubierta de la nave. Más tarde se abrió una nueva ventana flanqueada por dos óculos. La solución ensayada en el triunfal parece obedecer a la existencia de dos fases constructivas que se suceden dentro de una misma unidad estilística y en un período de tiempo relativamente corto. Da la impresión de que no se supo resolver adecuadamente el encuentro de la nave con la cabecera que, como es normal, se había levantado primero.
En resumen, podemos señalar que el modelo decorativo que se esboza en la iglesia de San Lorenzo a finales del siglo XII marcará el inicio de una organización ornamental que alcanzará gran desarrollo en las iglesias toresanas de ladrillo construidas en los primeros años de la centuria siguiente. La utilización de las arquerías de un solo orden y la decoración interior del ábside serán algunas de las soluciones que definirán la personalidad de esta arquitectura.
Retablo siglo XV


Iglesia del Santo Sepulcro
Una bula del Papa Honorio II, de 1128, menciona esta iglesia entre las propiedades que la Orden del Santo Sepulcro tenía fuera de Tierra Santa. Quizá desde entonces y con seguridad desde fines del siglo XII fue con su monasterio anejo casa matriz de la orden en Castilla y León, donde tuvo su sede el priorato de España, cuyos titulares eran vicarios y visitadores generales del patriarca de Jerusalén y tenían bajo su jurisdicción todas las iglesias y casas sepulcristas de Castilla, León, Galicia, Portugal y Navarra; eran comendadores de este templo y acumularon los honores de canónigos de Jerusalén y cubicularios del sumo pontífice. Mantuvo tan alto rango hasta la anexión de la orden a la de San Juan de Jerusalén, decidida por Inocencio VIII en bula de 18 de marzo de 1489, que no surtió efecto al menos hasta la segunda década del siglo siguiente. En 1523 ya estaba reducida a bailía de los sanjuanistas. La comunidad se redujo a un vicario del bailío y seis religiosos, que fueron disminuyendo después a medida que los ingresos descendían. La misma suerte corrieron otras dos iglesias románico-mudéjares que tuvo en Toro la Orden del Santo Sepulcro desde la última década del siglo XII, la de Santa Marina del Mercado y la de San Juan de los Gascos.
Se encuentra situada en la Plaza Mayor de la ciudad, coincidente con el espacio abierto ante la puerta principal del primitivo recinto amurallado, núcleo de la actividad comercial en la Edad Media, y definitivamente configurada en días del emperador Carlos, tras la doble decisión municipal de trasladar a ella la sede del Consistorio y de ensanchar la plaza a costa de demoler el gran cabildo antepuesto al alzado meridional de esta iglesia.
Nada subsiste del templo de 1128, completamente reconstruido en los primeros años del siglo XIII en dos etapas sucesivas que transformaron el proyecto inicial y aportaron a la fábrica resultante un interés inusual, inadvertido hasta ahora.
Fue la cabecera lo primero que se reconstruyó y su planteamiento permite deducir que aquella iglesia primitiva era de una sola nave, ya que lo reedificado de nuevo comprendía sólo un ábside semicilíndrico acoplado al correspondiente tramo recto presbiteral o capilla, que algo lo excede en anchura y más en altura, con las soluciones y aparejos propios del románico mudéjar. En concordancia con la cabecera del Salvador, el ábside está articulado por un solo orden de dobladas arquerías ciegas en su alzado externo, a juzgar por lo poco que dejan ver las viviendas a él adosadas, y por dentro adopta una composición análoga: zócalo con una serie de sardineles, cinco arcos ciegos, doblados y con muy leve apuntamiento en el primer cuerpo, cornisa de dos filas de esquinillas y, –aquí radica la nota diferencial, afortunada por cierto– alternando con los tres vanos abocinados del paño superior, cuatro arquillos ciegos de canon menor; sobre el remate, de esquinillas y nacela, una bóveda de cuarto de esfera aparejada en hormigón de guijarros y cal, en la que aún se perciben las huellas de las tablas del encofrado. Un arco agudo y doblado, sobre impostas de nacela y pilares acodillados, muy esbelto, lo deslinda de la capilla mayor, cubierta por un cañón agudo volteado sobre doble cornisa de esquinillas y nacela, a la que se vieron reducidos sus alzados por una actuación muy osada del siglo XVI, que consistió en demolerlos para dejar comunicadas las tres capillas absidales por sendos arcos de la misma luz que el largo de ellos.


En el siglo XVI rehicieron en sillería el arco toral, manteniendo su última rosca, de traza aguda, y prescindieron de los antiguos pilares acodillados. Por encima se conserva intacto el testero, muestra sorprendente de cómo la arquitectura mudéjar se llegó a plegar a las pautas del románico para iluminar los interiores de sus templos, tan pobres de luz por lo general; sobreelevado mucho más de lo habitual en las fábricas de su género, pudieron abrir en él una gran ventana circular, recercada en nacela, recuadrada por su remetido respecto a las haces del paramento y flanqueada por los hermosos vanos derramados de dos aspilleras, también perfilados en nacela y con dobladura, más otras dos ventanitas derramadas, dispuestas más arriba a los lados del eje central. Resulta extraño que tan apuesta y certera solución no cundiera en iglesias mudéjares del entorno geográfico.







Al exterior, los alzados del tramo recto rematan en un friso de esquinillas y una cornisa de nacela, más otra esquinilla de una sola hilera de dientes que es invención tardía, en lugar de los habituales ladrillos tendidos en escalón saledizo. Contrarrestaron los empujes del arco toral erigiendo a sus costados sendos contrafuertes; éstos por sí solos acreditan que la cabecera fue originariamente de un ábside, no de tres, y lo mismo ratifican tanto los forzados anclajes de los ábsides laterales como el tratamiento de acabado que se dio a los alzados de la capilla mayor y he reconocido gracias a la fechoría de que fueron objeto en el siglo XVI. Mutilados entonces, nos descubren su composición de una mezcla de cal y canto rodado enfundada en ladrillo por ambas haces y las externas cubiertas por sendos revocos de cal y arena decorados con pinturas. Se han perdido dichos acabados en las caras internas, pero no allí porque los ocultó la fábrica posterior de las capillas y ábsides menores. A las paredes preexistentes se adosaron las colaterales de las nuevas capillas, aparejándolas en cal y canto contra los paños pintados y en ladrillo a media asta por sus haces aparentes. Una pequeña cata practicada al lado septentrional dejó a la vista un fragmento de pintura mural en que figura un gallardete gemelo de los conservados en la ermita de la Virgen de la Vega y un jinete con el caballo en movimiento, de factura muy suelta, a base de firmes trazos dibujísticos de tono rojizo, como ejecutados en pintura de óxido férrico, que, aplicados al fresco, penetraron en el soporte y por eso han sobrevivido; sus siluetas se rellenarían con colores al temple, seco ya el mortero de cal, que en esta zona al menos han desaparecido.
Estas muestras de acabados en pintura al exterior, con motivos historiados, son únicas y, por tanto, de extraordinario interés testimonial; avalan lo que sólo permitía presumir el sobrenombre con que la iglesia de San Salvador de los Caballeros figura en un documento de 1329: ecclesia sancti Saluatoris pinctati.
Acabada así la reconstrucción de la cabecera, a los pocos años, al plantearse la renovación del cuerpo del templo preexistente, cambiaron de criterio decidiendo ampliarlo y distribuirlo en tres naves de otros tantos tramos, dotando a las laterales de sus capillas y ábsides. Estos espacios de la cabecera fueron los primeros en edificarse, según manifiestan sus encuentros con los arcos formeros, que yuxtapusieron en perpendicular después, dejando desligadas las hiladas de ladrillo en sus puntos de confluencia. Tras la precitada mutilación de los alzados de las capillas, sólo resta en lo alto de la septentrional la rosca de un arquillo ciego decorativo; el muro formero de la misma está surcado sólo por uno, doblado y a medio punto, acortado en la zona inferior por un parcheado tardío que mutiló también los sardineles sobrepuestos a sus pies; ambos rematan en impostas de nacela, de las que arranca la bóveda de cañón agudo, como el arco de embocadura del ábside, doblado, como sus pilares, y sobre impostas idénticas; el cierre del cuarto de esfera de éste y el del abovedamiento que le precede están enrasados al mismo nivel y a menor altura que la capilla mayor, repitiendo las soluciones adoptadas por tantas iglesias románicas. En cuanto al alzado de este ábside norte, las casas a él adosadas sólo permiten ver parte del único orden de arquerías que lo dinamizan por fuera; por dentro apea sobre zócalo de doble hilera de ladrillos a sardinel, desarrolla en el primer cuerpo seis arquillos desmentidos y sencillos, imposta intermedia de una sola secuencia de esquinillas, articula el segundo mediante cuatro arquillos, dos a cada lado del vano central, una aspillera abocinada y con guarnición, y remata en cornisa de nacela.

Con él hermana el del lado opuesto, aunque su segunda arquería decorativa es más alta; también era igual la capilla, cuyo alzado meridional y la mitad contigua de la bóveda fueron reconstruidos en el siglo XVII. El eje central del ábside aparece desplazado hacia el mediodía, y mucho más el acceso de la nave a la capilla, de traza muy aguda, como su colateral, angostados ambos por los contrafuertes que flanqueaban el toral de la capilla mayor. Los cierres de uno y otro se aprecian ahora sobre otros arcos de curva indecisa con que los suplantaron en el siglo XVII, eliminando los tramos bajos de los contrafuertes aludidos en una actuación chapucera que espeja la decadencia de esta iglesia con los sanjuanistas y tan insensata que quebró la estabilidad del monumento. A restablecerla se ordenó la actuación promovida hace una década, de la que resultaron las embocaduras neomudéjares actuales, que permiten leer la accidentada trayectoria histórica del inmueble, y sus contrafuertes exteriores, opción adoptada en consonancia con los refuerzos que en los mismos puntos reflejaba el plano elaborado por los canteros Juan de Villafaña y Diego de Barreda con una memoria para reconstruir los formeros del lado del evangelio en 1575, tras el hundimiento de sus precedentes mudéjares. En lo alto de estas comunicaciones se ordenan frisos de sardineles y esquinillas y sendas ventanitas derramadas, con vanos ciegos a sus costados de tamaño decreciente, indicativos de que las naves laterales se cerraron con techumbres de colgadizo. La de la nave central fue en origen de parhilera, según se deduce de la disposición de los vanos abiertos sobre el arco toral, y no subsiste de ella sino el fragmento de un par con pintura de atauriques; la existente, de par y nudillo, data del último tercio del XVI.
La fragmentación espacial de las naves, característica del estilo, desapareció en la Edad Moderna en aras de la diafanidad, tras la reconstrucción completa de los pilares y formeros de la banda septentrional, operada por los canteros precitados, y por efecto de otro gran arco apuntado, que fabricaron atravesando con su dovelaje dos de la banda opuesta, para suplantarlos. A este lado quedó intacto el de los pies, agudo, de tres vueltas desligadas sobre impostas de nacela y pilares acodillados, como el que subsiste en la iglesia del Salvador pero de mayor tamaño y sin recuadro, y además se conserva parte de las roscas de los dos seccionados por el arco nuevo, con los vanos macizados sobre el trasdós del mismo, con la parte alta del pilar intermedio, el siguiente pilar entero y todo el alzado superior, donde se sobreponen un friso de sardineles, dos esquinillas y cinco arquillos ciegos y sencillos en cada tramo, careciendo del remate.
Respecto a los muros formeros, el septentrional se levantó de cajas de hormigón de cal y canto rodado entre verdugadas, coronadas al interior por un paño de ladrillo recorrido por arcos ciegos sencillos, y revestido por la cara externa de arquerías ciegas y dobladas de ladrillo que en un solo orden lo surcan, repitiendo la composición de los alzados del Salvador; sólo una aspillera lo cala en la zona medial. Se reconocen en él los restos de la puerta que comunicaba con el claustro monástico, cuyo arco agudo aparece seccionado por el que en su lugar construyeron en 1506, en ladrillos aplantillados y estilo gótico morisco, Francisco García y Pedro de Toro, los que reedificaron el claustro, ámbito del que quedan en pie las paredes y forjados de sus enormes crujías. De dicha puerta se mantiene el alfiz que la recuadraba, cerrado a sardinel, incluyendo un friso de sardineles y otro de esquinillas. A los pies de este muro se encuentra una puerta abierta en sillería arenisca para acceder al coro, con arco alancetado sobre impostas cuya molduración achaflanada prosigue guarneciendo el vano; su parentesco con los de los conventos de Santa Clara y Sancti Spiritus obliga a datarlo en el primer tercio del siglo XIV.

La torre se yergue a los pies, adosada a la nave norte e invadiendo parte del alzado de la central. De tapias de cal y canto entre machones y agujadas de ladrillo, es parecida a la del Salvador y maciza, aunque un relleno de tierra en la zona inferior, que pudimos advertir al producirse en 1987 un hundimiento en el alzado meridional, y la ubicación de la puerta de acceso a la escalera, muy elevada respecto al nivel del piso del templo, tientan a sospechar que pudo acoger un pórtico en la parte baja, como sucede en la de San Nicolás de Villalpando. Fue desmochada a la altura de los primeros vanos, dos en cada cara, resueltos en arcos agudos y doblados sobre los respectivos codillos y sin impostas intermedias; el pilar y arranque de uno de ellos, tangente a la fachada, que testimoniaba tal composición original, fue rehecho a capricho con los restantes al remediar la ruina referida. La escalera discurre en torno a un machón central y bajo cañones apuntados y escalonados.
En cuanto a la ordenación del hastial de poniente, como en la iglesia del Salvador un orden de arquerías ciegas y dobladas lo surcaba todo él, enrasado a la altura de la nave meridional, y un ventanal recercado a sardinel y remetido en recuadro calaba el paño emergente de la nave central, debajo del cual se habían empezado a hacer dos ventanas, interrumpidas y cegadas a la postre, según se acusa desde el interior del templo. La puerta allí abierta, que conserva el escarzano por dentro, fue adulterada por fuera en el siglo XVII y en el curso de las obras de consolidación y restauración aludidas, financiadas con fondos públicos, la macizaron sin contemplaciones; hoy dan testimonio de ella elementos incompletos de su guarnición, del recuadro y un friso de esquinillas que la trasdosaba entre dos a sardinel.
El paño correspondiente a la nave meridional y todo el alzado de ésta, con su puerta mezquina y espadaña, fueron reconstruidos en el siglo XVII sobre muñones de la fábrica mudéjar, aparejados de igual modo que la fachada septentrional.
Del siglo XIII datará la mesa del altar mayor, sencilla, de base prismática y ara con escotas en los tres frentes aparentes. Aunque de apariencia románica, las pinturas descubiertas en 2001 sobre la bóveda del ábside central, con Cristo Pantocrátor en su mandorla de motivos vegetales, entre las figuras simbólicas de los evangelistas y dos tondos en que campean sendas cruces de doble traviesa, el antiguo distintivo heráldico de los canónigos del Santo Sepulcro, son de estilo gótico lineal y de la época de María de Molina, atribuibles al pintor Domingo Pérez, como el fragmento existente bajo la escalera del coro, parte de la guarnición de otra composición eliminada a golpes de piqueta, con los enjalbegados que la velaban, cuando hace más de cuarenta años envilecieron el interior de la iglesia intentando dignificarla.

 

Románico por la Tierra del Vino y Sayago (Zamora)
Se trata de un territorio, salvo en los limites portugueses, bastante llano, con una agricultura centrada casi exclusivamente en el cultivo del vino (denominación Vino de Toro). Fue desde siempre una tierra poco poblada, razón por la cual, son bastante escasos los monumentos románicos conservados en sus poblaciones.
Como hemos indicado en otras páginas, los territorios rurales de León, Zamora y Salamanca cuentan, en general, con menos densidad de románico que las provincias castellanoleonesas del Este, como Palencia, Burgos, Segovia y Soria.
Éste hecho se confirma esta comarca de la Tierra del Vino, Guareña y Sayago puesto que el inventario de templos románicos es poco numeroso. No obstante, lo que ha quedado es interesante y muy digno de visita. Nos centraremos en las iglesias de Olmo de la Guareña, Fuentelcarnero, Fuentespreadas y, más al Oeste, en la villa de Fermoselle. 

Olmo de la Guareña
Esta pequeña población se encuentra en el extremo sureste de la provincia zamorana, en la confluencia con las de Valladolid y Salamanca, y 45 km al sur de Toro. Se asienta en un pequeño pero abierto valle regado por el río Guareña, rodeado de campos de cereal, con un alargado casco urbano, paralelo al río y dispuesto a lo largo de la carretera, convertida ya en calle principal. La iglesia se encuentra en el sector septentrional, en el cruce de algunas calles que conforman junto a su fachada norte una minúscula plaza.
Olmo, como gran parte del valle de La Guareña, estuvo muy vinculado a la Orden de San Juan de Jerusalén, desde que el 3 de junio de 1116 la reina doña Urraca entregara a esos caballeros La Bóveda de Toro con todas sus aldeas, entre las que se contaba la nuestra, una donación que fue confirmada por el rey Alfonso VII en 1125. La orden ejerció un dominio casi absoluto en todo este territorio, manteniendo en algún momento conflictos de intereses con el obispado zamorano, como el de 1186, año en que el obispo Guillermo y el prior del Hospital Pedro Areis llegan a un acuerdo sobre los derechos eclesiásticos de las iglesias sanjuanistas en la zona; o el de 1208, sobre las procuraciones por visita que el obispo debía percibir de las iglesias hospitalarias. La documentación en que se debate este problema nos da idea además de la entidad que entonces tenía Olmo, ya que se acuerda que cuatro de los lugares, los que son villa (La Bóveda, Fuentelapeña, Ordeño y Villaescusa), paguen individualmente, mientras que las aldeas de Vadillo, Castrillo, Cañizal y Vallesa lo hagan conjuntamente; por su parte Olmo, citada también como villa, sólo recibiría visitas episcopales y pagaría procuraciones si aumentaba su número de habitantes, por lo que Barquero Goñi la sitúa en cuanto a jerarquía entre las cuatro primeras villas y las aldeas. Tal situación de autonomía o exención respecto al obispo se mantuvo hasta el año 1875, en que mediante la bula Quos diversa, las iglesias del Hospital pasaron a depender de la diócesis de Zamora. Otros roces se produjeron igualmente con el concejo de Toro, negándose en 1232 los vecinos de algunos sitios sanjuanistas –entre ellos Olmo– a prestar servicio militar junto con los de Toro, una reticencia que se mantuvo hasta 1246, cuando el infante heredero Alfonso –futuro Alfonso X– obligó a que lo hicieran.

Iglesia de San Andrés
La iglesia de San Andrés muestra planta coronada por un ábside semicircular, tramo presbiterial, dos naves de tres tramos y espadaña a los pies, con una capilla adosada al norte. El material empleado es el ladrillo para la cabecera y espadaña, y piedra arenisca, bien en mampostería, bien en sillería, para el resto. Sólo el conjunto de la cabecera nos remite sin embargo a época románica, siendo el resto obras muy tardías, realizadas en el siglo XVIII e incluso en el XIX.

Aunque se asienta sobre dos hiladas de sillares, la cabecera está realizada en ladrillo. En el ábside –de planta semicircular aunque casi poligonal–, sobre ese podium, se levantan dos cuerpos, el inferior recorrido por siete arquillos de medio punto, doblados, de corta altura, que reciben sobre ellos a otros tantos arcos de idéntica factura y mucho mayor altura, componiendo el segundo cuerpo, tres de los cuales presentan pequeñas saeteras. Sobre cada uno de estos arcos se disponen a su vez siete segmentos de ladrillos en esquinilla que dan paso al alero, formado por dos bandas de ladrillos a sardinel, aplantillados en nacela.
El presbiterio es ligeramente más ancho, con el alero también a mayor altura. Los muros están recorridos igualmente por arquillos ciegos, con tres altos arcos en cada muro, sencillos, de medio punto, partiendo de la base y alcanzando hasta el alero, que, precedido del friso en esquinilla, repite el esquema del ábside.

En el interior del templo el espacio ábsidal se articula igualmente en dos cuerpos, uno inferior recorrido por ocho arquillos apuntados, simples, separado del superior por una imposta de ladrillos a sardinel, aplantillados en nacela. El cuerpo superior está revocado, salvo los recercos de los tres grandes arcos, que cobijan además a cada una de las tres saeteras, con amplio abocinamiento. Un friso de esquinilla da paso a otra nueva imposta y ésta a la bóveda de horno apuntado, revocada y pintada con una imagen de San Andrés, obra al menos de los siglos XVI o XVII. El presbiterio es algo más ancho, articulado en dos cortos tramos, lisos y revocados, separados por un arco fajón apuntado y doblado, un esquema que repite también el arco triunfal. La bóveda es de cañón apuntado, arrancando de la típica imposta aplantillada en nacela. En los muros se conservan varias credencias originales, una en el paño más oriental del muro sur, con arco de medio punto, y dos más pequeñas, gemelas, también con arcos de medio punto, en el lado norte.
Según los autores de las excavaciones realizadas en 1988, los restos más antiguos localizados se remontarían a la construcción de la cabecera de ladrillo, sin que haya referencias a posibles antecedentes. De ser esto así y teniendo en cuenta que Olmo ya aparece citada en 1116, sólo cabe concluir que el solar de la iglesia –que sin duda existiría a comienzos del XII– estaba en otro lugar o que para construir la mudéjar se arrasó aquélla por completo, incluida la cimentación.
Partiendo de lo que hoy podemos ver cabe decir que sin duda esta obra guarda muchas relaciones con el foco mudéjar toresano, aunque el ábside de Olmo aparece ordenado también según el modelo de Santa María la Antigua de Villalpando. Por otro lado, las altas arcuaciones del presbiterio remiten también a tipologías de Toro, o a la iglesia de San Juan Bautista de Fresno el Viejo, una de las encomiendas más importantes de los hospitalarios. En cuanto a su cronología, probablemente nos hallemos en el momento de paso del siglo XII al XIII. 


Fuentespreadas
Fuentespreadas se emplaza a 28 km al sureste de Zamora, en la comarca de la Tierra del Vino, próxima ya a la Guareña.
Aunque seguramente la presencia de la Orden de los Caballeros del Santo Sepulcro en Fuentespreadas deba datar de tiempos de Alfonso IX, tenemos constancia de la pertenencia de la iglesia de Fontibus Predatis a la orden por un documento de 1233 en el que el obispo de Zamora, don Martín Rodríguez, confirma a dichos caballeros y a su prior “D.” (Domingo o Diego, según Martínez Díez), sus posesiones en la diócesis, estableciendo las procuraciones que éstos debían pagar por sus iglesias. Ya antes, en 1222 se documenta el pleito entre un canónigo de Zamora y el prior de los sepulcristas sobre ciertos diezmos en Santa Clara de Avedillo y Fuentespreadas.
Los Caballeros del Santo Sepulcro establecieron en Fuentespreadas la cabeza de una encomienda independiente de la de Toro, tal como confirma la bula de Urbano IV de 1263, según la cual los priores del Santo Sepulcro de Toro, Calatayud, Logroño y Fuentespreadas podían proceder al nombramiento de curas en las iglesias de su propiedad. Vuelve a citarse Fuentespreadas en 1256, cuando se firma una concordia entre el obispo zamorano don Suero y el prior del Santo Sepulcro en España, don Mateo. Luego, en 1264, se documenta la sentencia que sobre el contencioso relativo a unas prebendas de la iglesia de Fuentespreadas entre el deán de Zamora, Martín Vicente y Esteban Domínguez. El comendador de Fuentespreadas, frey Johan, asistió al capítulo de la Orden en Toro en 1425. Pocos años después, con la supresión de la orden por bula de Inocencio VII de 1489 y la anexión efectiva de sus propiedades a la de San Juan de Jerusalén, hacia 1523, la parroquia de San Cristóbal de Fuentespreadas se incorporó a la encomienda sanjuanista de Bóveda de Toro, a cuya jurisdicción seguía perteneciendo a mediados del siglo XIX.

Iglesia de San Cristóbal
El templo parroquial de San Cristóbal se sitúa en la parte alta del caserío, asentándose parcialmente sobre la roca madre y en acusado desnivel norte-sur, motivo de la preocupante grieta que rasga el ábside en el eje. Aparece exento, cerrando por el sur una plazoleta en la que abundan los escudos nobiliarios.
Conserva de su pasado románico fundamentalmente la cabecera, compuesta de ábside semicircular, interiormente liso y encalado, y presbiterio, levantada en excelente sillería arenisca, labrada a hacha y con abundantes marcas de cantero y grafitos, entre los que proliferan las cruces patriarcales. En el siglo XVII se recreció la cabecera en aproximadamente un tercio de la altura, con sillares del mismo material aunque de distintas dimensiones, rematándose por una cornisa con perfil de gola. Quedó así sin función la línea de pequeños canecillos románicos troncopiramidales que integraban el primitivo alero. También debieron rehacerse en este momento la bóveda de horno que cubre el hemiciclo y la de lunetos que cierra el tramo recto.


En el eje del ábside se abre una ventana, de vano rehecho y oculta al interior por el retablo. Exteriormente presenta arco de medio punto sobre columnillas acodadas de basas áticas sobre plinto, cortos fustes y capiteles vegetales de hojas carnosas y nervadas de perfil lobulado que acogen bayas en sus puntas dobladas y, sobre ellos, cimacios de nacela. Completaban la iluminación del hemiciclo dos estrechas saeteras a ambos lados, la meridional muy transformada.

La nave, añadida en época gótica, aparece notablemente descentrada respecto al eje marcado por la cabecera y se articula en tres tramos, hoy cerrados con falsa cubierta de cielo raso a tres aguas, moderna, sobre tres arcos diafragma apuntados que recaen en responsiones semicruciformes y prismáticos. Se comunica con la cabecera mediante un arco triunfal de medio punto, fruto de la reconstrucción de la obra gótica en el siglo XVIII. Estas reformas, a las que hay que adscribir las estancias adosadas al norte y sur del conjunto y la actual portada, reutilizaron algunos elementos primitivos, como la imposta o cimacio románico del muro norte, finamente decorado con tetrapétalas inscritas en una cadeneta y hojitas. Bajo el coro se reaprovechó como soporte parte de un pilar con semicolumna adosada en el que son visibles las marcas de colocación de los tambores y las de destajista. La semicolumna apea en una basa de toro inferior ornado con arcuaciones y en un fino plinto. En las estructuras añadidas y muros laterales de la nave abundan los sillares románicos.
La portada abierta en el muro norte del tramo occidental de la nave, apuntada y cegada, nos parece corresponder a la obra gótica de fines del XIII o inicios del siglo XIV. Similar cronología adjudicamos a las cuatro columnillas de los altares laterales de la nave, de 0,81 m de altura. En la misma pieza se diferenciaron la basa ática sobre fino plinto, el fuste y el liso capitel de pronunciado astrágalo.

 

Fuentelcarnero
Fuentelcarnero es hoy una pequeña localidad situada en el extremo occidental de la Tierra del Vino, 20 km al sur de la capital de la provincia, ubicada sobre un altozano cuyo punto culminante está ocupado por la iglesia.
Aunque Ángel Vaca incluye el lugar entre la relación de poblaciones zamoranas que aparecen citadas por primera vez entre los años 1085 y 1157, la mención más antigua que hemos podido localizar data del 22 de junio de 1223, cuando el rey Alfonso IX fecha en esta localidad dos documentos, un privilegio a favor de San Salvador de Zamora y una autorización al obispo para hacer una dehesa en Venialbo, sin que volvamos a tener mayores noticias hasta casi un siglo después, abriéndose posteriormente un largo período de graves problemas que durarán hasta fines de la Edad Media.
Muy cerca de aquí, apenas a 2 km, se encontraba el monasterio cisterciense de Santa María de Valparaíso, fundado en 1143 algunos kilómetros más al sur, sobre un anterior asentamiento eremítico, y trasladado a las inmediaciones de Peleas de Arriba en 1232, a instancias del rey Fernando III. Dada tal proximidad, la relación de Fuentelcarnero con esta abadía fue permanente a lo largo de la historia, aunque la primera mención en el cartulario de Valparaíso no se produce hasta 1314, cuando Esteban Nicolás y su esposa Giralda Pérez, vecinos de Fuentelcarnero, donan al abad Lorenzo Sánchez toda su heredad en Valcabado. A mediados de ese siglo se entabla un pleito entre el concejo de Zamora y el monasterio por las propiedades de esta casa en el lugar que nos ocupa y que es citado como aldea de la ciudad de Zamora. El conflicto parece que de una u otra manera se mantuvo también a lo largo del siglo siguiente, recurriendo en algún caso incluso a la fuerza, como se deduce de la sentencia dada por el rey Enrique III en 1405, mandando al abad, prior y convento de Valparaíso devolver al concejo de Fuentelcarnero lo que les habían tomado y robado, convocándoles a su presencia en el plazo de nueve días. Al año siguiente otra nueva sentencia recoge los agravios cometidos por el monasterio sobre algunos habitantes de la aldea, a quienes había robado, prendido y encarcelado. Así discurre todo el siglo XV, con algunos altercados y varias transacciones de propiedades entre el monasterio y particulares. Ya en las postrimerías de la centuria, los viejos enfrentamientos parecen arreciar, obligando a una intervención de los Reyes Católicos en 1491, enviando a un alguacil para que haga pesquisas en Peleas y Fuentelcarnero sobre los atropellos cometidos en Valparaíso por los vecinos de esta última aldea armados con hoces y que causaron la muerte a un anciano monje. El contencioso durará casi dos años y supuso, además de la detención de los culpables, una fuerte multa para los habitantes del pueblo.
Aunque David de las Heras Hernández dice que el lugar perteneció a la Orden del Temple, no hay argumento documental que lo certifique, tratándose probablemente de una de las muchas leyendas empeñadas en dar más presencia territorial y relevancia histórica a esos caballeros que la que verdaderamente tuvieron.

Iglesia de San Esteban
La iglesia se encuentra en el centro del caserío, junto a la plaza, sin destacar en altura apenas sobre los edificios circundantes, a pesar de hallarse en la cota más alta del núcleo. Es un raro edificio construido íntegramente en sillería arenisca de grano fino y color dorado, de la que existen buenas canteras en el entorno. Lo que hoy podemos ver consta de dos naves, con gran cabecera cuadrada –provista de camarín barroco–, sacristía en el lado sur, espadaña a los pies de la nave meridional y portada al norte, bajo pórtico. Un gran arco cegado se aprecia también en la fachada meridional.

Fachada norte
En realidad la imagen actual de la iglesia es el resultado de la gran transformación que sufrió en pleno siglo XX, provocada por un hundimiento que tuvo lugar hacia 1950, seguido de una reconstrucción llevada a cabo unos años después y que redujo considerablemente su tamaño.
Gómez-Moreno la vio antes de que eso ocurriese y por su descripción podemos hacernos una idea de las grandes proporciones que tuvo: “La componen tres naves, con un ancho total de 15,25 metros, separadas por seis grandes arcos. A los pies de la central avanza la torre, poco alta, sin arrimo a los costados, aunque después se prolongasen las naves menores hasta alinear con ella; a la cabeza se desarrolla una especie de crucero, estrechando algo respecto de aquéllas, y atravesado por dos arcos iguales a los otros”. Este autor acompaña también en su Catálogo Monumental cuatro fotografías del estado en que se hallaba entonces, una del interior –donde se aprecia además el desaparecido retablo gótico–, otra de la ya inexistente portada meridional y dos más de la portada norte, que también ha sufrido desde entonces algunos cambios.
El hundimiento afectó prácticamente a la mitad occidental de la nave central y norte y a casi toda la sur, de la que sólo sobrevivió una pequeña parte de su cabecera, reocupada por la actual sacristía. Así pues era un edificio de grandes dimensiones, lo que según Gómez-Moreno “acredita que este pueblo, aunque sin historia, hubo de ser grande y quizá el mejor de aquellos contornos”. Fue pues una construcción monumental, con una planta muy similar a la de algunas iglesias de la capital –Santiago del Burgo, San Juan de Puerta Nueva, San Cipriano, Santo Tomé o Los Remedios–, dotada con dos portadas y cuya imagen ha quedado bastante desfigurada.

Volviendo al edificio actual, podemos apreciar que, aunque estructuralmente es románico, gran parte del lenguaje decorativo es inequívocamente gótico. No es fácil a pesar de ello hacer una interpretación del conjunto, aunque creo que el templo se plantea con el mismo esquema tan repetido en la capital, tres naves con testeros planos. La ejecución sin embargo supone la introducción de un lenguaje escultórico claramente gótico, más claro aún en el interior del templo.
Lo mejor conservado a pesar de la destrucción sufrida es la triple cabecera de ábsides cuadrados, con la capilla central destacada en planta y altura, aunque en realidad los absidiolos laterales coinciden con lo que en origen sería un largo espacio presbiterial de la nave central, convertido hoy prácticamente en un primer tramo. La capilla mayor está muy alterada por modificaciones que se pueden datar en el siglo XVI, tanto interior como exteriormente, elevándose considerablemente, dotándose de contrafuertes angulares y renovándose prácticamente la totalidad del paramento, aunque se reutilizarán algunas piezas originales, como la cornisa decorada con bocel quebrado. El último hundimiento debió afectar también a la bóveda tardogótica que entonces se hizo pues Gómez-Moreno habla de terceletes –que además se ven en una de sus fotografías–, ahora inexistentes, aunque se conservan las ménsulas de las que arrancaban.
En ese mismo momento en que se renueva la cabecera sin duda es cuando se elevó igualmente el absidiolo septentrional. En su testero se aprecia perfectamente el remate inclinado de la vieja cumbrera y en el lado norte se intuye la línea donde estuvo el alero, cuyas piezas, canes y cornisas, volvieron a colocarse de nuevo sobre el paramento recrecido. Las impostas de la cornisa son de listel y chaflán y los once canes –irregularmente distribuidos–, son de formas geométricas: modillones, nacelas simples, punta de diamante, dos boceles laterales verticales que enmarcan un caveto –decoración también muy repetida en templos de la capital, en Santiago del Burgo, por ejemplo–, un motivo vegetal de cuatro cogollos, otro con dos bolas, o tres que reproducen una especie de capitelillos pinjantes, prismáticos, con cuatripétalas lanceoladas planas, que de nuevo vemos con profusión en iglesias capitalinas, como por ejemplo en la Puerta del Obispo, de la propia catedral.
Este absidiolo presenta una estrecha y simple saetera en el muro norte y otra en el testero, enmarcada en arco apuntado y doblado profusamente moldurado a base de boceles y mediascañas, con pequeñas rosetas de cuatro hojitas puntiagudas, un motivo que se encuentra en la portada meridional de San Juan de Puerta Nueva. Las dos columnillas laterales portan basa ática, fuste monolítico y capiteles decorados, el derecho con hojas de higuera y el izquierdo presidido por cabeza humana ocupando el ángulo, atacada por ensortijadas serpientes con cabeza de león que azuzan sendos diablos. Los cimacios son igualmente moldurados con boceles y medias cañas, complementando así un conjunto de motivos muy gotizantes.
El absidiolo meridional debió desaparecer con el conjunto de su correspondiente nave en el derrumbe de hace unas décadas. En su lugar se levanta la sacristía.

De las naves central y norte se conserva exteriormente el volumen en altura, aunque como se ha dicho, hacia poniente han sido considerablemente recortadas. La central se elevaba ligeramente sobre las laterales y la fachada norte conserva dos arcosolios funerarios, de arco apuntado, sobre los que se abre una saetera con derrame exterior. El alero ha perdido la cornisa y conserva seis canes –además de otros cuatro truncados–, repitiendo los tipos que se veían en la cabecera, aunque uno de ellos, con monstruosa cabeza leonina, se colocó aquí en la restauración. La existencia de unos canzorros bajo este alero hacen pensar en un primitivo pórtico que cubriría prácticamente toda la fachada de esta nave.
La portada septentrional, hoy en el tramo final de la nave, quedaría originalmente centrada sobre la misma. Se dispone en un cuerpo que avanza sobre el paramento y llega hasta la altura del alero, aunque carece de tejaroz, al estar cobijada bajo un pórtico más reciente.
Consta de tres arquivoltas de medio punto, de dovelaje cuadrangular, con chambrana, todo ello con profusa decoración vegetal en somero relieve.
La arquivolta interior o arco de ingreso muestra dos líneas de pequeños clípeos con cuatripétalas, la segunda otras dos líneas, pero ahora con tallos en forma de S, mientras que la tercera se decora a base de tallos enlazados formando círculos que se rellenan con botones o con rosetas cuatripétalas apuntadas; finalmente la chambrana muestra tallos sinuosos de los que penden medias bolas. En cuanto a los soportes, el arco de ingreso se apoya sobre pilastras, mientras que los otros dos lo hacen sobre columnillas acodilladas, con podium, plinto, basas áticas, fustes monolíticos y capiteles con decoración vegetal. De este a oeste los motivos son: acantos en el primero, hojas palmeadas dispuestas en dos planos, en el segundo, un motivo que se repite además en el tercero, aunque ahora formando tres planos –siempre con acusado bisel en la talla– y, finalmente, hojas de higuera o vid con pajaritos.

Los cimacios están recorridos por tallos enlazados formando clípeos que se rellenan con flores de lis, un motivo muy salmantino. Toda la portada, que conserva restos de policromía en rojo y azul, sigue esquemas constructivos firmemente anclados en la tradición románica, aunque ciertos motivos decorativos, especialmente alguno de los capiteles, son prácticamente góticos.
Las puertas conservaron los herrajes originales hasta el siglo XX, con seis alguazas rectangulares flanqueadas por flores de lis, según se puede ver en una de las fotografías tomadas por Gómez-Moreno. Las cuatro que hoy aparecen creemos que son imitaciones modernas.

En cuanto a la actual fachada sur, se aprecian dos de los arcos que comunicaban la nave meridional con la central, apuntados en ambos casos. Igualmente se conserva el que era arco triunfal del absidiolo, también apuntado y con impostas decoradas a base de entrelazos geométricos, un motivo muy frecuente en la plástica románica, especialmente empleado en la decoración de manuscritos. El autor del Catálogo Monumental publicó también una fotografía de la portada que se hallaba en ese lado, formada por triple arquivolta apuntada, de dovelas lisas, con chambrana y con cuatro columnillas acodilladas, con capiteles de hojas lisas que parecen rematar en bolas. Mantenía igualmente las alguazas originales, como las de la puerta norte.
Por lo que se refiere al hastial, todo el muro es completamente nuevo, por los motivos explicados. El rosetón de cuatro lóbulos, decorado con puntas de diamante, se hallaba originalmente sobre el testero de la nave central, encima del arco triunfal, según puede verse en las fotografías tomadas por Gómez-Moreno y siguiendo la misma disposición que vemos por ejemplo en San Pedro y San Ildefonso de Zamora.

En el interior del templo llama mucho más la atención la influencia gótica, tanto en formas como en decoraciones. Los pilares que soportan los arcos de separación de naves y tramos son cuadrangulares, con semicolumnas adosadas, aunque con facturas diferentes que pueden indicar momentos constructivos ligeramente distintos, aunque no sustanciales. Los dos absidiolos se comunicaban además con lo que debió ser el largo presbiterio del central –o primer tramo de la nave– mediante arcos apuntados y doblados. En el caso del de la epístola ha sido cegado, mientras que el del evangelio presenta en las impostas el mismo motivo decorativo de entrelazos geométricos que veíamos en el antiguo triunfal de mediodía.
El absidiolo de la nave norte es rectangular, con cubierta de madera y con las dos saeteras abocinadas y profusamente molduradas, aunque la norte fue recortada al abrirse los arcosolios funerarios del exterior. El arco triunfal da paso a la actual nave de dos tramos también con cubierta de madera.

La nave central primitiva está muy alterada por los derrumbes sufridos que, como se dijo, afectaron también a la cabecera. Su cubierta es igualmente de madera y el arco que debió ejercer de triunfal es, como los anteriores, apuntado y doblado. Gómez-Moreno describe la existencia de restos de un artesonado mudéjar, policromado con zarcillos y leones, de cronología gótica, del que no queda el más leve indicio.

En el interior de la iglesia se conservan un total de diez capiteles, siempre sobre semicolumnas, rematados generalmente por cimacios de profusa molduración y ornamentados habitualmente con motivos de marcado relieve, aunque también con alguna excepción. Sus decoraciones son: sencillos tallos que se enrollan en la parte superior para acoger una especie de piñas, con collarino sogueado y cimacio con decoración de lacería geométrica (se encuentra en el lado oriental del arco que separa el absidiolo norte de la nave central); hojas trilobuladas, puntiagudas, con tallos biselados (arco triunfal del absidiolo, lado norte); anchas hojas palmeadas, a bisel, con frutos en las esquinas, similar a uno de los de la portada (pilar anterior de la nave, lado este); el siguiente aparece roto por el púlpito, mostrando un mascarón angular con policromía roja. De su boca y laterales de la nariz parten hojas de tres lóbulos, de variado tamaño, de las que a su vez nacen flores de adormidera y un gusano (pilar anterior, lado sur); el capitel que continúa (pilar anterior, lado oeste) está muy mutilado, mostrando en el frente dos dragones afrontados que entrelazan sus cuellos, mientras que uno de los lados presenta una cabeza monstruosa de la que nacen dos extraños animales plumíferos, conservando restos de color en azul y rojo; la basa de esta semicolumna tiene un plinto decorado con inequívoco motivo gótico, formado por un friso de arquillos apuntados y lobulados que remiten a la portada de La Hiniesta, con cabecita angular.
Continuando con la descripción de los capiteles, el siguiente se decora con un monstruo antropoide que devora una serpiente y con una figura humanan de enorme cabeza, que muestra un libro abierto, todo entre hojas de vid y racimos (pilar anterior, lado norte); motivos vegetales, con hojas de varias puntas, dotadas de gran movimiento, que nacen de una cabeza monstruosa (pilar posterior, lado este); composición que comparte motivos de los dos últimos capiteles descritos: hojas de varias puntas y personaje, peinado a cerquillo, mostrando libro abierto (pilar posterior, lado oeste); hojas de vid que surgen de dos cabezas montruosas, situadas en los extremos y sobre las que aparecen sendas cabezas humanas que son picoteadas por pájaros (hastial de poniente). Finalmente se encuentra el único capitel que se adosa al actual muro sur, en lo que debió ser al arco triunfal de la primitiva nave central y que presenta algunas diferencias con los anteriores; el cimacio es de listel y chaflán y la cesta es muy sencilla, ocupada en el centro por una hoja de cáñamo, incisa, flanqueada por motivos geométricos de cuatripétalas y cruces dentro de círculos, mientras que de las esquinas superiores penden dos florecillas.

Al margen del edificio cabe reseñar la presencia de una pieza mueble, también de piedra, que corresponde a un soporte con un agujero en la parte superior para colocar el mástil de una cruz parroquial, cirio o elemento similar. Tiene forma de sencillo capitel invertido, con su collarino, con cesta lisa, de esquinas achaflanadas e incisiones oblicuas marcando los distintos planos, culminado con un asa de hierro torsionado. Mide 33 cm de altura y 28 cm de anchura y su cronología puede ser contemporánea del edificio. Hay también una talla de la Virgen con el Niño, conocida con el nombre de Virgen del Villar, que sigue la habitual forma de la Theotokos medieval. Ha sufrido esta pieza tales mutilaciones para poder ser vestida –que es como se presenta ahora– que resulta difícil saber su cronología, aunque a juzgar por el peinado del Niño, creemos que su datación gótica es clara.



En conclusión y como venimos repitiendo, la iglesia de Fuentelcarnero muestra un esquema constructivo de tradición románica, con algunos motivos –especialmente ciertos canecillos y la propia planta del edificio– que reproducen modelos muy frecuentes en la capital y con una portada que estructuralmente sigue anclada en el viejo estilo, con claras relaciones con el foco salmantino. Sin embargo la decoración es inequívocamente de inspiración gótica, tanto en los motivos como en el tratamiento –por otra parte muy relacionada con Ciudad Rodrigo, como ya señaló Gómez-Moreno–, con elementos como el friso que aparece en el plinto de una de las semicolumnas, cuyos arquillos no dejan lugar a dudas. Nos hallaríamos por tanto ante un edificio bastante complejo, donde incluso podemos ver rasgos muy arcaicos –collarino sogueado, cimacios de lacería geométrica–, aunque la estructura básicamente puede considerarse de inercia románica. Gómez-Moreno supone que la construcción se inició en la segunda mitad del XII para concluirse en el siguiente, mientras que G. Ramos, aún reconociendo elementos gotizantes, se decanta por una cronología románica tardía. Por nuestra parte creemos que todo el edificio –salvo las modernas modificaciones– responde a un mismo planteamiento, aunque su ejecución bien pudo dilatarse durante años. Aún así creemos que la obra se pudo ejecutar incluso durante la segunda mitad del siglo XIII, pues aunque se mantienen las influencias del último románico, los rasgos inequívocamente góticos aparecen por doquier, sin que puedan establecer por tanto una sucesión de fases. Constituye por tanto un buen ejemplo de la enorme perduración de las influencias románicas en el mundo rural, y que alcanzan probablemente en algunos casos tiempos que nos podrían parecer excesivamente avanzados, si verdaderamente fuéramos capaces de conocerlos con exactitud.

 

Fermoselle
Fermoselle se encuentra en el extremo suroccidental de la provincia, a 60 km de la capital, junto a los límites con Portugal y con la provincia de Salamanca, unas tierras ásperas, aunque muy favorables para el cultivo de viñedo y olivo, cuyos productos fueron muy posiblemente uno de los factores de su desarrollo durante la Edad Media, como aún lo son hoy.
Cercano al encajado Duero, el caserío ocupa un espigón granítico de escarpadas laderas, por las que se derrama y sobre el que ha configurado su particular urbanismo. Es, en consecuencia, la única población de toda la comarca de Sayago que tiene una verdadera estructura urbana de pequeña ciudad, heredera de un abigarrado núcleo urbano medieval de empinadas, sinuosas y estrechas calles, con el subsuelo horadado por bodegas. el centro se halla la iglesia parroquial, mientras que el extremo occidental, más escarpado aún, queda el solar del antiguo castillo, del que apenas si subsisten algunos restos.
Su posición dominante sobre el entorno y su ubicación estratégica, tan próxima a la raya portuguesa, consolidaron desde muy pronto la importancia de Fermoselle, si bien las primeras noticias documentales de su existencia no son demasiado tempranas, como tantas veces ocurre con las poblaciones sayaguesas.
Aunque su nombre se ha considerado de raíz germánica y tradicionalmente se ha dicho que aquí se retiró la reina Urraca después que fuera repudiada por Fernando II, la primera mención de que tenemos constancia, muy escueta, es de 1182, aunque no será hasta comienzos del siglo XIII cuando parece que empieza a adquirir cierta relevancia histórica. Así, el 17 de diciembre de 1205, Alfonso IX otorga a la catedral de Zamora y a su obispo Martín I su realengo de Fermoselle: Do et hereditario iure concedo Deo et ecclesie Sancti Salvatoris de Cemora et vobis domno Martino, eiusdem sedis episcopo, ac uestris succesoribus in perpetuum quantum ad regiam pertinet uocem in uilla illa de Saliago que dicitur Fermoselli, in termino de Cemora, cum ipso castello et cum suis pertinenciis et directuris, exceptis illis duodecim postariis qui cum concilio de Cemora solent facere forum. Sin embargo el obispo no debió tomar posesión del lugar, al menos de manera efectiva, ya que algunos años después el monarca sigue ejerciendo su dominio, como constata el hecho de que el 16 de febrero de 1221, estando el mismo rey en la cercana localidad de Fariza, concede fuero al concejo de Fermoselle.
Tal privilegio será posteriormente confirmado por los reyes Fernando III (1234) y Alfonso X (1255), aunque escasamente un año después de la confirmación de este último monarca, él mismo envía una carta al concejo de Fermoselle notificando que había entregado la villa al obispo don Suero, ordenando a sus habitantes que no se opongan a ello y al prelado que les mantenga sus antiguos privilegios. Algunos días después –posiblemente a instancias del monarca– es el concejo de Zamora quien entrega al obispo los derechos que tenía en Fermoselle, excepto la tercia concejil y el yantar. De todos modos y a pesar de las recomendaciones del rey de que los habitantes se sometan al obispo, éste debió encontrar oposición pues el 5 de junio de 1256, ante las quejas presentadas por don Suero, Alfonso X manda una delegación para que obligue al concejo de Fermoselle a acatar sus deseos y que reciban al obispo como señor de la villa. De este modo se debió dar por zanjado el asunto y en septiembre de ese mismo año el rey concederá la celebración de un mercado todos los sábados.
Sin embargo ahora parece que es el concejo de Zamora quien se muestra verdaderamente reticente a entregar al obispo los derechos y propiedades que tenía en Fermoselle, contra el acuerdo que había adoptado en 1256, lo que obligaría a una nueva intervención real que, en numerosas cartas expedidas en 1260 y 1261, instará a los zamoranos a que cumplan lo acordado e indemnicen al obispo por los daños que le han causado en la villa, fundamentalmente causados por el derribo de casas, a todo lo cual finalmente acceden, aunque no sin muchas presiones. Unos años más tarde, en 1281, el mismo obispo don Suero permutará con el cabildo de la catedral la tercera parte de Fermoselle a cambio de las villas de Villardefrades y Villavellid.
A principios de mayo de 1292 encontramos otro nuevo documento, expedido por Sancho IV, en el que dona al obispo Pedro II de Zamora y al cabildo de la catedral el castillo y la villa de Fermoselle, ordenando a sus habitantes que respeten a dicho prelado. Martín Viso supone que quizá este monarca se había arrogado el dominio de la fortaleza en los tiempos de la sublevación contra su padre. A finales del mismo mes es el obispo quien entrega villa y castillo a don Pay Gómez. Algunos años después, en 1296 se documenta un pleito entre el obispo y el cabildo sobre los derechos en la villa ya que el colegio catedralicio afirma que le correspondían la mitad; se nombran unos jueces árbitros que dictaminan efectivamente que Fermoselle es propiedad de las dos instituciones.
Durante el siglo XIII, aunque sin fecha exacta, se registran además conflictos fronterizos en los que la villa aparece manteniendo una serie de altercados mutuos o “malfeitorias que feseron iles a nos e nos a eles”, con los templarios de Mogadouro y Pennas Roias, como recoge Martín Viso. El acuerdo que pone fin a las desavenencias expresa que “todo ome de Fermosele que agarem en no termino dos freires do Temple pascendo ervas con sos ganados ou tirando madiras ou casca ou carvon, ou home que agarem descarevando et non det recabido como anda eno termino dos freires do Temple eno regno de Portugal, como parte Miranda con Fermosele, fazarem dele iustiçia”.
Los años del reinado de Fernando IV, tan complicados para los reinos de Castilla y León, debieron afectar también a la villa, según parece deducirse de un documento fechado en 1308 en el que Diego López entrega el castillo de Fermoselle al deán Pascual Pérez y al cabildo zamorano, en cumplimiento del mandato del obispo, prestándole además homenaje.
Desde entonces el poder del obispo y cabildo sobre la villa y castillo es indudable, recibiendo además algunas donaciones de particulares y desempeñando la facultad judicial. Así hasta los últimos importantes acontecimientos históricos en que se vio envuelta la villa, esta vez de manos del obispo comunero Antonio de Acuña, de fuerte temperamento, quien ya en 1507 mantuvo preso en el castillo de Fermoselle al alcalde de casa y corte Rodrigo Ronquillo cuando éste trató de que dejara libre la sede episcopal zamorana, de la que se había apropiado por la fuerza, antes de que fuera oficialmente reconocido como obispo en septiembre de 1508. Durante la Guerra de las Comunidades tomó claro partido por los sublevados y esta villa sería uno de sus más firmes apoyos, hasta la derrota comunera y posterior ajusticiamiento de Acuña, precisamente a cargo de Ronquillo, tras lo cual Carlos I ordenó la destrucción del castillo.

Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción
Aunque la villa tuvo más parroquias, la actual, bajo la advocación de Santa María, debió ser la más importante, ubicándose en el centro del casco urbano, junto a la Plaza Mayor, asentándose sobre una plataforma construida en plena ladera.
Aparece en sendos documentos del año 1360 en los que doña Misol, viuda de Tomé Bartolomé y moradora en Fermoselle, dona a Alfonso Esteban, sobrino suyo y capellán en Santa María, todas sus propiedades en la villa con el fin de que rece por su alma.
Como las demás construcciones del lugar, el templo está levantado en granito, material muy abundante, predominando el despiece de sillería. Se trata de una iglesia compuesta por cabecera rectangular, con corto crucero cubierto por cúpula, obra renovada hacia el siglo XVIII, y nave tardogótica dividida en cuatro tramos separados por tres grandes arcos apuntados, en alguno de cuyos muros se conservan vestigios que pueden remontarse hasta la época que nos ocupa. Diversas dependencias rodean la cabecera, mientras que a mediodía del primer tramo de la nave se levanta una alta torre, de cronología también moderna.
Consta de tres portadas, al norte la que hoy sirve de entrada principal, abierta seguramente en el siglo XVIII; otra a los pies y otra más en el lado sur, bajo pórtico, estas dos de cronología tardorrománica.
En realidad los restos románicos son bastante imprecisos y se reconocen en varios puntos de la caja muraria de la nave, aunque algunas piezas han sido reutilizadas en la cabecera. En el interior del templo, cuyos muros han sido desprovistos del revoco, se aprecian en el testero de la capilla mayor numerosos sillares con moldura de bocel y filete en ángulo, de inequívoca cronología románica. Por lo que respecta a la nave, tanto en el muro norte como en el sur se pueden ver una serie de ventanas de medio punto cegadas, cuya fecha no nos atrevemos a concretar con seguridad como románica, aunque es muy posible.
El muro meridional parece ser el que conserva los restos más antiguos. En su interior se ve una de esas ventanas cegadas, sobre la que después se ha dispuesto uno de los arcos góticos; otra ventana idéntica se abre al interior mediante sencillo abocinamiento, pero al exterior está cegada, por coincidir con la torre.
En el segundo tramo se abre la portada actual, centrada entre las semicolumnas, pero que parece sustituir a otra anterior, más desplazada hacia el este; en el tercer tramo se aprecian restos de otra puerta y finalmente en el último tramo destaca un arcosolio, igualmente cegado, de arco rebajado. Todos estos elementos no obstante son difíciles de fechar, aunque si verdaderamente donde está la portada actual hubo otra anterior, ésta nos debiera llevar a plena época románica, aunque también cabe la posibilidad de un desplazamiento, como tendremos ocasión de comentar.
En el exterior el edificio es también un compendio de reformas y diferentes paramentos cuyo detenido análisis escapa de las intenciones de este trabajo.
Comenzando por el muro meridional, se aprecia que ha sido remozado en varias ocasiones, al menos parcialmente, aunque en el tercer tramo conserva numerosas marcas de cantero. El desgaste del granito y la tosquedad del mismo parecen haber borrado sin embargo muchas de ellas. Destaca en uno de los sillares del mismo tramo una inscripción de difícil lectura, escrita en letra minúscula gótica, articulada en tres líneas, en las que llegamos a leer de manera más o menos clara lo siguiente: d[o]n enriche fizo esta …… xiii años. Con un poco más de esfuerzo el mensaje podría completarse de la siguiente manera: don enriche fizo esta portada dxiii años, y se referiría al inmediato pórtico que precede a la puerta meridional, cuya construcción en época de los Reyes Católicos han mantenido numerosos autores, lo que corroboraría esa fecha de 1513.

Esta portada meridional se halla a ras de muro y presenta arcuación apuntada, con cuatro arquivoltas y chambrana, decoradas con diversos motivos. El de ingreso tiene arista de bocel, flanqueado por medias cañas, un motivo semejante al de la segunda arquivolta, que es escalonada, también con boceles y mediascañas. A partir de tan sencillos motivos Guadalupe Ramos elabora una interpretación que creemos a todas luces exagerada: “las dos arquivoltas interiores son de baquetones o boceles gruesos, cuya simbología no sabemos, pero es evidente que hacen referencia al Paraíso, ya que los 24 ancianos suelen estar sentados sobre un baquetón”.

La tercera arquivolta, cortada en chaflán, porta una tosca decoración vegetal a base de florones cuadrangulares con nervio central –unas formas que asemejan más a mariposas que a vegetación– y la cuarta se construye a base de puntas de diamante formadas por cuatripétalas lanceoladas –un motivo común en el románico zamorano, habitual en la capital, o que se ve también en los canecillos de Sobradillo de Palomares– y finalmente la chambrana porta pequeñas cabecitas humanas, imberbes, de corta melena.
En alguna de estas arquivoltas se llegan a ver restos de color: amarillo en el arco de ingreso, rojo en el siguiente –sobre el que se dispone a su vez otro color verde–, rojo también en el tercero e igualmente en la chambrana. En cuanto a los apoyos, el arco de ingreso lo hace en simples jambas mientras que las demás arquivoltas se apoyan sobre columnillas acodilladas, con plinto y basas casi desaparecidos por la erosión, fustes monolíticos y capiteles vegetales, los de la izquierda muy erosionados, con acantos y hojas planas rematadas en bolas, mientras que los de la derecha tienen mejor conservación, con distintos tipos de hojas que se enrollan o se vuelven siempre en las puntas. Los cimacios son de listel y mediacaña rematada en la parte inferior en bocel, un modelo muy particular que encontramos parecido en otras iglesias de la capital zamorana, incluida la catedral, aunque de forma casi idéntica son los de Santa María Magdalena, un edificio con el que parece guardar más vinculaciones.

Muy similar es la portada occidental, igualmente situada a ras de muro, integrada en un paramento que parece contemporáneo de la misma y en cuya decoración vegetal Guadalupe Ramos quiso ver “un canto a la santidad” y otros autores una “didáctica evangélica: la virginidad, la eternidad, los cuatro Evangelistas o elementos de la Naturaleza …”.

Consta también de cuatro arquivoltas y chambrana, con arco de ingreso dotado de arista en cuarto de caña y restos de pigmentación amarilla, al que le sigue una arquivolta cortada a chaflán –como las demás–, decorada con flores tetrapétalas de botón central; la tercera muestra rosetas de seis puntas, también con botón, y la cuarta presenta rudimentarios motivos de doble cola y lazo superior que en realidad pueden tratar de representar flores de lis, y que Valdueza y Panero describen como “libélulas representativas de la Resurrección”. La chambrana muestra los mismos motivos de flores cuadrangulares de seis pétalos y nervio central que veíamos en la portada anterior, aunque ahora son de menor tamaño. En cuanto a los soportes, el arco de ingreso apoya en jambas de arista cortada en cuarto de caña y las demás arquivoltas sobre columnillas acodilladas como las de la portada anterior, con capiteles también muy similares, toscos, de hojas generalmente planas, rematadas en caulículos, con cimacios idénticos a los de la puerta sur.

Por último, en el muro norte se aprecian restos de un arco, sin duda correspondientes a otra portada, que ahora aparece cegada, utilizando para ello sillares románicos con marcas de cantero.
La nave actual, a pesar de las reformas, parece conservar las dimensiones del primitivo edificio, lo que hace pensar en una iglesia de notables dimensiones. No obstante, cabe la posibilidad de que la portada sur hubiera sido desplazada de lugar, como parece advertirse a partir de los restos de otra arcuación en el interior de la nave, si bien también es posible que sustituyera a otra puerta inmediatamente anterior y, supuestamente, mucho más simple. En todo caso y al margen de tales elucubraciones, la proximidad a portadas de la capital, como la de La Magdalena –que ya señaló G. Ramos– o a la de San Vicente, es clara, si bien en ambos casos creemos que más desde el punto de vista compositivo que decorativo, a pesar de que como aquella primera presenta cabecitas en la chambrana. En cuanto a los motivos florales cuadrangulares, salvando las distancias, recuerdan a los que decoran la portada sur de San Juan de Puerta Nueva.

Por lo que respecta a su datación, son casi más los elementos que nos llevan a una cronología gótica que a época románica, tanto en cuanto a formas como a decoraciones, aunque indudablemente estas portadas son herederas del románico más tardío de la capital. A pesar de la opinión de Gómez-Moreno sobre su cronología de fines del XII o comienzos del XIII, nos hallaríamos, a juicio nuestro, en unos momentos que perfectamente podemos encuadrar ya en el segundo cuarto del siglo XIII, ante un edificio de destacada construcción, como correspondería a la importancia que en esos tiempos estaba adquiriendo la villa de Fermoselle.

Próximo Capítulo: Románico en Palencia, Románico en el Cerrato y los Alcores 

 

 

 

 

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