Románico
en Toro y su Alfoz
Toro
La implantación de Toro sobre una terraza
tajada por imponentes taludes que descienden hasta el lecho del Duero, erguida
a casi cien metros sobre el río y su dilatada vega, preanuncia los orígenes
remotos de la ciudad. Los vestigios arqueológicos conocidos hasta el presente
confirman la existencia de un asentamiento humano en la segunda Edad del Hierro
y de un castro celtibérico, cuya identificación con la ciudad vaccea de
Arbucale o Arbocala, tan citada por las fuentes clásicas, resulta más que
problemática. Son ecos un tanto imprecisos de la romanización los numerosos
sillares almohadillados reutilizados en la reconstrucción del puente mayor,
iniciada a fines del siglo XII y proseguida al menos durante el primer tercio
de la centuria siguiente.
Sin referencias escritas ni testimonios
plásticos de visigodos y musulmanes, entrará en la historia en el tránsito del
siglo IX al X, asociada a las tareas de defensa y organización de los confines
meridionales del reino astur, cuando Alfonso III decidió afianzar la nueva
línea fronteriza del Duero, creando en ella una serie de enclaves fuertes
frente a al-Andalus. Toro es una de las ciudades desertas ab antiquis,
que dicho rey mandó repoblar junto con Zamora, Simancas, Dueñas y todos los
Campos Góticos; según refiere la Crónica de Sampiro, en este caso y por
delegación de aquél, desempeñó tal misión su hijo el infante don García, que,
aparte de posibles contingentes norteños, debió servirse de mozárabes a juzgar
por algunos fustes y capiteles del propio estilo que han pervivido y aun por
las advocaciones de ciertas iglesias. Nada subsiste de las fortificaciones
levantadas entonces, que serían de tapias terreras, pero han dejado su impronta
indeleble en el plano urbano, de manera que podemos seguir el trazado de aquel
primer recinto murado por las rondas de circunvalación externa que originó,
coincidentes, partiendo de la plaza del Alcázar, con los viales de Candeleros,
Bollos de Hito, Perezal y Judería, replegándose hacia el cañón de la Magdalena,
así como por la ubicación de sus puertas, puntos de partida de los ejes
radiales vertebradores del segundo recinto, que promoverá Fernando II de León y
de cuya fábrica solidísima, aparejada en hormigón de cal y canto rodado,
sobreviven grandes tramos.
No tenemos constancia documental de cómo
repercutió en Toro la reacción provocada en al-Andalus por el expansionismo
astur-leonés, aunque algún texto de fines del siglo X permite presumir que
sucumbió, como Zamora, a las fuerzas de Almanzor. Tras la desintegración del
Califato de Córdoba se consolida el núcleo urbano y un grupo de “toreses”
participará en la repoblación de Salamanca. Su amplio territorio jurisdiccional
fue delimitado en 1152 por Alfonso VII, que años atrás impulsaba la
construcción de la iglesia mayor asignándole la cercana villa de Fresno.
Cuando Alfonso VI hizo avanzar la reconquista
hasta la línea del Tajo, el enclave de Toro perdió el interés estratégico que
había determinado su resurgir en los albores del siglo X. A la muerte de
Alfonso VII en 1157, la separación de Castilla y León y las relaciones hostiles
entre ambos reinos le hacen recobrar de nuevo importancia militar como plaza
fronteriza del Reino leonés; de ello da buena cuenta la magnitud de las
promociones impulsadas por Fernando II y Alfonso IX para el aumento de la
ciudad, tales como la costosa reconstrucción del gran puente sobre el Duero,
sobre otro preexistente de origen romano, y la erección del segundo recinto
amurallado o el replanteo e iniciación de la imponente fábrica de la colegiata,
aparte al menos trece iglesias que por entonces se fundaron o reconstruyeron
conformándose a patrones moriscos o románico-mudéjares. En este contexto
histórico, que propició el engrandecimiento de la ciudad, surgieron los
monumentos románicos y mudéjares que han llegado hasta nosotros; entre los
desaparecidos, sabemos, gracias a un texto epigráfico recogido por Floranes,
que el templo de la Magdalena databa de 1155 y nos consta que era románico por
los escasos aunque espléndidos despojos del mismo –dovelas de una portada,
capiteles y cornisas– que hemos podido reconocer, reutilizados en una vivienda.
A aquel período de auge urbano pone freno la
unificación de las Coronas de Castilla y León en la persona de Fernando III, en
1230; y si a esta nueva coyuntura política sumamos la expansión hasta el
Guadalquivir protagonizada por el mismo rey y la incorporación de Murcia por su
heredero, el futuro Alfonso X, así como el interés de la monarquía por
organizar aquellos amplios territorios recién conquistados, más el gran
atractivo que éstos suscitaban entre potenciales repobladores, hallaremos
explicación al estancamiento y posterior depresión que por aquí se acusan,
patentes en la irrelevancia de las promociones arquitectónicas de la época de
Alfonso X.
A subsanar tan negativos efectos, comunes a
tantas poblaciones de la zona, se orientaron las medidas tomadas por Sancho IV
para atraer nuevos repobladores, que, combinadas con las adoptadas por su
esposa María de Molina, señora de Toro por concesión de aquél, lograron
dinamizar el pulso de la villa y acrecentarla. La tercera cerca murada, que
culminó Alfonso XI, y el denso legado artístico de entonces testifican un
resuelto despegue urbano que sólo permiten entrever los escasos documentos
coetáneos librados del incendio del archivo municipal en 1761 y de la
destrucción posterior de muchas fuentes documentales eclesiásticas y
nobiliarias. Pero las obras que integran tan apreciable herencia son de estilo
gótico y quedan fuera de los límites de este trabajo; no obstante hemos de
consignar que con una de ellas, la Portada y el Pórtico de la Majestad, culminó
el lento proceso de construcción de la iglesia mayor, elevada al rango de
colegiata por impulso de dichos monarcas.
Colegiata de Santa María la Mayor
Concebida como iglesia mayor de la población,
seguramente suplantó a un templo mozárabe levantado en el mismo sitio y puesto
también bajo la advocación de Santa María por los repobladores de comienzos del
siglo X. Su ubicación privilegiada al borde meridional de la plataforma que da
asiento al caserío, expuesta sobre las cimas de enormes y amenas barranqueras
que descienden hasta el Duero y su dilatada vega, contribuye decisivamente a
realzar los volúmenes grandiosos de su fábrica, convertida así en el ingrediente
emblemático que más rotundamente define el rostro de la ciudad. Ocupa el punto
central del segundo y coetáneo recinto amurallado que descendía desde el
alcázar y la plaza de la Magdalena hasta la cabeza del puente abrazando a doce
parroquias que por entonces se contaban en tan accidentados parajes, bajo sus
umbrales, todas desaparecidas. Su alzado septentrional cierra ópticamente la
arteria dorsal del plano urbano, desplegado en abanico tanto en el segundo como
en el tercer recinto a base de ejes radiales que parten de las puertas del
primero, convergiendo los principales en la primitiva del Mercado, en línea con
el actual Ayuntamiento, ante la cercana e imponente silueta de la Colegial.
Contando con el valimiento de Alfonso VII en
1121 se restableció de hecho la diócesis de Zamora en la persona de Bernardo de
Périgord, el primer obispo de la serie de los modernos, y a ella se
incorporaron las iglesias de Campo de Toro, en detrimento de Astorga; la
donación de la villa de Fresno hecha en 1139 por dicho monarca a la iglesia de
Santa María que fundatur in Tauro y al prelado referido revela la intención de
construir este templo. Pese a contar con tan apreciable dotación no existe
ningún indicio de que se edificara algo en los años siguientes. Seguramente
contribuyó a ello la inestabilidad inicial de la nueva diócesis, controvertida
por las circundantes; resulta muy sugerente que sólo cuando su restauración fue
confirmada por el papa Eugenio III en 1151, el obispo Esteban, sucesor del
antedicho, acometiera con resolución inusual la empresa de iniciar y llevar a
término la catedral de Zamora y que, cuando las obras de ésta estaban próximas
a concluir, se replanteara la iglesia mayor de Toro y su rico arcedianato.
Tales circunstancias coincidieron cronológicamente con aquel acrecentamiento de
la ciudad subsiguiente a la separación de Castilla y León, que por razones
estratégicas impulsó Fernando II, con cuyo concurso debió contar tan costosa
promoción, aunque no existan documentos que lo acrediten ni que aludan al
proceso de construcción, sino los muy poco explícitos que reseñaremos,
referidos a la fase postrera de las obras, bien entrado el siglo XIII. Ante
estas observaciones, el análisis del monumento y su cotejo con referentes
significativos de la región, se impone datar el planteamiento de la colegiata
hacia 1170.
La traza está directamente inspirada en la de
la catedral de Zamora con divergencias no demasiado sustantivas, que en ningún
caso acrecientan el interés del monumento ni enaltecen a su arquitecto. Una de
las más patentes consiste en el tratamiento de los hastiales del crucero, donde
sendas series de contrafuertes de escaso relieve desprovistos de función
tectónica, interrumpidos a la postre en el lento discurso de las obras y, en
consecuencia, desconcertantes a primera vista, se integrarían seguramente en una
composición rematada por una cornisa de arquillos volados sobre canes, como los
de los aleros; en ellos el modelo zamorano había acogido las puertas laterales,
que aquí se abrieron en los tramos centrales de las naves.
Otra diferencia llamativa estriba en el
acortamiento de las naves en un tramo, pero ésta vino impuesta por las
características del solar, limitado al este y al oeste por viales muy
importantes, que no admitían trazados alternativos, y también por grandes
desniveles del terreno. En cambio, en anchura se iguala con la catedral de
Ciudad Rodrigo y sobrepasa al referente citado, y ello en buena medida deriva
del espesor de los pilares, excesivo a todas luces para sustentar las bóvedas
previstas en principio, de ojivas en la nave central y de aristas en las
laterales, a imitación de las de la catedral de Zamora.
No dice mucho a favor de la perspicacia del
proyectista la tipología de tales apoyos, pues en vez de optar por las pilas de
sección cuadrada, originarias del Poitou, implantadas en Zamora, tan
funcionales como expeditas, se decidió por las de sección cruciforme de la
tradición cluniacense, emulando quizá a las de la Catedral Vieja de Salamanca,
pero sustituyendo sus basamentos cilíndricos por otros poligonales, resultantes
de sotoponer dados rectangulares tanto a las columnas adosadas a las caras de
la cruz como a las columnillas que surcan sus rincones hacia la nave central y
denuncian que en origen se pensó cerrar el ámbito de ésta con un abovedamiento
ojival, como el de la sede de Zamora, detalle que viene a reforzar la datación
propuesta para el inicio de la fábrica.
Otra particularidad del proyecto original es la
inclusión de la torre, de la que careció Zamora hasta el pontificado del obispo
don Suero, y nos remite de nuevo al antedicho templo salmantino al menos en lo
tocante a la situación, al norte de la puerta de los pies, donde el viario
preexistente condicionó su planta y, para no estrangular el acceso principal a
los barrios meridionales y al puente, fue preciso remeter su ángulo
noroccidental aliviando, además, temerariamente los macizos, de manera que su debilidad
obligó a reconstruir la parte alta a comienzos del siglo XVI y a rehacer por
segunda vez los dos cuerpos de campanas en el XVIII bajo la dirección de Simón
Gavilán y Tomé.
Quedó estructurada en tres naves de otros
tantos tramos, más la transversal de crucero, que, aunque rebasa la anchura de
aquéllas, enrasa con la cima de la capilla mayor y define nítidamente la
composición de sus volúmenes. A él embocan las tres capillas o tramos rectos
presbiteriales, las laterales, limitadas al espesor del muro y cerradas por
bóvedas de medio punto; la central sobrepasa apenas los límites orientales de
los ábsides menores y lleva bóveda de cañón apuntado. En tales espacios se
ensamblaron los respectivos ábsides a la manera usual, conformando los acodos
resultantes de disminuir levemente en ancho y en alto sus dimensiones; todos
ellos se cubren con cuartos de esfera de hiladas concéntricas, organizan los
alzados al exterior en dos cuerpos desiguales sobre relevados zócalos y rematan
en tejaroces de arquillos de ascendiente poitevino, de medio punto, que vuelan
sobre canes piramidales, idénticos a los de una serie exhibida y profusamente
divulgada por la catedral de Zamora; los dorsos cóncavos de las cornisas
superiores funcionan como canalones que vierten las aguas pluviales al exterior
a través de compactas gárgolas.
Calan los ábsides menores sendas ventanas
derramadas, guarnecidas por arcos de medio punto apeados en columnas con
capiteles de hojas gruesas, como pencas, y poco relevadas; su sencillez
contribuye al realce del central, articulado por doble arquería y cuatro
columnas adosadas que enlazan su potente zócalo con el tejaroz seccionándolo en
tres paños, según es frecuente en el románico zamorano, cuyos capiteles
escotados hermanan con el modelo más reiterado en la catedral de la diócesis;
tres aspilleras calan la arcada superior, dos de ellas restauradas tras haber
agrandado sus vanos en el siglo XVIII y haber abierto además otro en uno de los
arcos ciegos, descantillando las rosas correspondientes y mutilando seis
capiteles de las columnitas dispuestas a sus flancos.
Los restos de los así dañados permiten advertir
que representaban a un hombre alanceando frontalmente a un gran cuadrúpedo al
que un perro acomete por detrás; la Epifanía, a juzgar por los tres caballos
ensillados de los Magos y el cuerpo decapitado de uno de éstos, aquéllos
sobrepuestos escalonadamente, para suplir el desconocimiento de las leyes de la
perspectiva, y la Santa Cena, reducida a cuatro apóstoles sentados, con
drapeados en las ropas que los hermanan con las esculturas de la portada
septentrional. La serie se completa con otros dos capiteles historiados, uno
con san Jorge a caballo en actitud de alancear a un pequeño dragón antropomorfo
en presencia de la princesa, y en otro un jinete apeado del caballo, con
armadura de malla y escudo, hinca su espada en un oso fiero; otro, con dos
parejas de aves entre follaje bizantino, forma grupo con dos de formatos
cúbicos recubiertos de preciosos follajes trepados del mismo ascendiente, uno
de ellos destrozado.
Los demás son de variada temática vegetal, de
hojas rematadas en volutas, ya minuciosamente retalladas ya lisas y marcadas
sus venas a base en incisiones sumarias. Lo mejor de este variado muestrario es
obra del mismo artífice que esculpió los cuatro de la embocadura de la capilla
mayor, de esmerada factura y perfectamente conservados, donde aparece,
rotulado, Daniel en el foso de los leones, el tema del caballero que se despide
de su dama a la puerta de un castillo mientras otro jinete armado lo espera, simplificado
en San Juan de Benavente, parejas de leones entre tallos y hojarasca y motivos
florales. Entroncan con los del claustro de la Catedral Vieja de Salamanca y
con los del primer maestro de la catedral de Ciudad Rodrigo.
Colegiata de Santa María la Mayor,
fachada norte y campanario
La puerta septentrional luce un recomendable
diseño, imitado en la entrada meridional de San Juan de Zamora. Sobre elevados
pedestales se yerguen grupos de tres columnas, de fustes lisos y basas áticas
renovados en una restauración cuestionable de 1932, y esbeltos capiteles con
collarino, de finos motivos florales a los que sobrepusieron aves, dos
centauros alanceados por otros tantos caballeros, la Anunciación y la
Visitación, entre otros temas irreconocibles por su deterioro; sobre ellos,
cimacios de hojas enfiladas y rizadas, que se repiten en la guarnición del
conjunto, y tres arquivoltas. La exterior presenta en la clave a Cristo con el
libro abierto en la izquierda y mutilado de la diestra, con que bendeciría; lo
flanquean, en actitud intercesora, la Virgen y san Juan, aunque su extraña
barba tienta a buscarle otra identificación; a los lados se asientan los
veinticuatro ancianos del Apocalipsis, tocados con coronas reales y tañendo
instrumentos musicales que acrecientan su no pequeño interés escultórico; se
conservan un organistrum, una cítola, tres salterios, cinco arpas, una de ellas
doble, y ocho fídulas de varios formatos. En la central se suceden cogollos a
modo de alcachofas entre largas hojas extendidas y con rizos en las puntas,
similares a las que aparecen en el palacio de Gelmírez, en Compostela. En la
inferior otra manifestación de la divinidad de Cristo, bendiciendo y en pie, al
que rinden homenaje catorce ángeles con incensarios y navetas, todos
guarnecidos bajo arquillos. Angelitos tenantes se acomodan en los lóbulos del
arco de ingreso. Tan excelente conjunto se debe a un seguidor del estilo del
maestro Mateo.
Puerta
norte:
l
Arquivolta: ángeles y flores en el interior. En el frente hojas.
ll
Arquivolta: ángeles turiferarios.
A: Cristo
Pantocrátor.
lll.
Arquivolta: decoración vegetal.
lV.
Arquivolta: Reyes ancianos del Apocalipsis. Juicio Final.
V.
Guardapolvo con decoración vegetal.
JUICIO
FINAL:
1. Rey
músico tañendo la cítola.
2. Rey
mostrando una fídula.
3. Rey
mostrando un salterio.
4. Rey
tañendo una fídula en ocho.
5. Rey
tañendo un salterio.
6. Rey
mostrando una fídula oval.
7. Rey con
un arpa.
8. Rey
sujetando un arpa doble.
9. Rey con
una fídula.
10 y 11.
Reyas tocando el organistrum.
12. Rey que
no conserva el instrumento.
13. San Juan
Evangelista.
14. Cristo
en Majestad nimbado.
15. Virgen
María.
16. Rey con
fídula polilobulada.
17. Rey
tañendo el arpa.
18. Rey que
no conserva el instrumento.
19. Rey
tocando la fídula oval.
20. Rey
tañendo el arpa.
21. Rey
tañendo una fídula en ocho.
22. Rey
tañendo un salterio.
23. Rey que
no conserva el instrumento.
24. Rey
tañendo un arpa.
25. Rey
tocando una fídula.
26. Rey que
no conserva el instrumento.
27. "
" " " " "
De la Puerta del Espolón, al sur, sólo los
flancos acodillados, con tres columnas a cada lado, se erigieron en la primera
etapa de las obras; sus tres arquivoltas apuntadas, con molduración de
baquetones y escotas decoradas con botones, rosetas y entrelazadas cintas de
pedrería, se integran en lo fabricado durante la segunda fase, en la que se
prodigó aquel molduraje en ventanales, nervaduras y en algunos arcos. Entonces
se entalló también el capitel intermedio del flanco diestro y, por supuesto, la
moldura que guarnece el conjunto, cuajada de hojas con rizos en armonía con los
cimacios, gemelos de los de la puerta septentrional y ejecutados al tiempo de
las columnas.
Lo reseñado hasta aquí se corresponde con lo
obrado en la primera fase del proceso de construcción, que seguramente se
prolongó más allá del reinado de Fernando II de León. Quedaron acabados los
ábsides y la capilla mayor, con cubiertas de losas escalonadas, completamente
reconstruidas en la década de 1960 en una piedra tan deleznable, que en 1999
han tenido que sobreponerles chapas de cobre; se elevaron entonces los alzados
orientales del crucero con las hiladas iniciales de sus bóvedas de cañón y las zonas
inferiores de muros y pilares, en línea decreciente hacia los pies, definida
por un aparejo de sillería caliza procedente de las canteras de Villalonso y
otros cerros testigos del norte de Toro.
El abovedamiento de cañón apuntado de la
capilla mayor, las lisas ventanas de doble arco apuntado abiertas en sus
costados con ligero derrame hacia dentro y lunetos, su tejaroz de arquillos
trilobulados sobre modillones y las cornisas perfiladas en escota sobre
baquetón, extendidas a los brazos del crucero hasta el punto en que entonces se
paralizó la fábrica, evidencian que el primer maestro se plegaba a los patrones
suministrados por la catedral de Zamora, incluso en pormenores, y ello ha dado
pie para suponer que la desaparecida cabecera triabsidal de ésta sería similar
a la toresana; sin embargo, las excavaciones arqueológicas efectuadas
recientemente en la zona que ocupó el ábside septentrional del primer templo
zamorano demostraron que le precedía un tramo recto presbiterial muy alargado.
Ábside de la nave del Evangelio.
En el planteamiento inicial del edificio se
incluyeron columnas en los rincones de los muros foreros del crucero, como las
tenía Zamora, pero además dotaron a las pilas exentas del mismo ámbito, en los
acodos correspondientes, de otras sin más sentido que el de acoger bóvedas de
ojivas. El hecho de que la Catedral Vieja de Salamanca las tenga en el mismo
sitio induce a creer que de allí pudo venir la inspiración del frustrado
cerramiento ojival ideado en principio, que en las pilas adosadas de la cabecera
tendrá que apear en repisas, como las ostenta en todos los arranques el
supuesto modelo salmantino.
En una segunda fase, dentro del primer tercio
del siglo XIII, se hizo el arquivoltio de la puerta meridional, se cerraron los
primeros tramos de las naves laterales sobre arcos agudos y doblados con
bóvedas góticas, émulas de las que lucían las catedrales de Zamora y Salamanca,
con ojivas molduradas de igual modo –bocel entre nacelas–, pero, a diferencia
de ellas, de traza semicircular y no aguda, que evoca a los lejanos modelos de
París. Resulta chocante el descuidado acoplamiento de éstas a unos elementos
sustentantes que carecían de responsiones para recibir las nervaduras. Otras
muestras de la inhabilidad con que se fabricó entonces las tenemos en los
encuentros de los paños murales elevados sobre las comunicaciones de tales
tramos con la nave transversal, en la deficiente ejecución del rosetón de su
hastial septentrional, guarnecido de enredosos baquetones y escotas, como su
correspondiente, en la depresión que acusa la bóveda de cañón apuntado de su
brazo meridional y en la disposición a niveles distintos de los torales del
crucero, volteados en este mismo período con arranques, visibles, de la bóveda
de crucería que plantearon para dicho espacio, semejante a la que allí tenía el
monasterio de Moreruela, solución que explica el tamaño desmesurado de los
rosetones abiertos en los hastiales. Con escotas y baquetones empezaron a
moldurar los perpiaños y formero del lado norte, confirmando este tratamiento,
pronto abandonado, que fueron los primeros en voltearse. Se culminaron, por
fin, los husillos implantados desde el principio a los costados de las naves,
como en Zamora. Todo ello se aparejó con sillería arenisca.
La interrupción de la obra se acusa
perfectamente en cortes verticales de los muros, con adarajas para trabar
cuando prosiguiera su fábrica, y en las diferentes marcas de cantería que
aparecen a continuación. La reanudación vendría con el reinado de Fernando III,
a partir de 1230, y discurrió sin solución de continuidad hasta la conclusión
del cuerpo del templo en arenisca de Villamayor. Bajo la dirección del tercer arquitecto
se fueron levantando los muros foreros y los pilares como en origen habían sido
concebidos, sin eliminar los contrafuertes dispuestos por el primer tracista en
los centros de los paños de los tramos postreros de las naves y en el hastial
de poniente por el lado de la epístola, donde no tienen razón de ser aunque por
allí se empezara a acusar un pronunciado desnivel en el suelo; sobre ellos y la
puerta meridional abrió ventanales redondos y profusamente exornados, cuyas
dimensiones grandes nos anticipan el propósito, consumado después, de cerrar la
nave central mediante arcaizantes cañones apuntados, renunciando a iluminarla
con ventanas a sus costados, como ideara el primer maestro siguiendo el ejemplo
de Zamora.
La renuncia al abovedamiento ojival que el
mismo modelo exhibía no le llevó a interrumpir las columnitas previstas en los
pilares para acogerlas, que allí se ven sin función alguna y con los ejes
descentrados a trechos marcados por las molduras que los anillan. Antes se
habían volteado perpiaños y formeros, los postreros de éstos cerrados a mayor
altura, así como las bóvedas de los tramos mediales y finales de las naves
laterales; éstas derivan de un lejano precedente angevino, reelaborado en Ávila
y al fin en las naves laterales de Ciudad Rodrigo, que servirían de pauta
directa a las de nuestra colegiata y a las gemelas del monasterio de Sandoval;
son bastantes capialzadas, con ojivas y combados de traza aguda, molduradas por
bocel entre nacelas y con paños a modo de esquifes, despiezados por hiladas
transversales; los formaletes sin función tectónica de la última del lado de la
epístola abundan en la dependencia de Ciudad Rodrigo y a la misma catedral
remiten las dos ventanas de la propia época abiertas en la fachada
septentrional, con su rica ornamentación, que como la prodigada en lo coetáneo,
vanos, capiteles interiores y claves de las últimas bóvedas, delata destreza e
inventiva pero no progresos hacia el naturalismo gótico.
Seguidamente, lejos de continuar la bóveda del
crucero que había quedado en los arranques, se prosiguieron éstos conformando
pechinas, que pecan de excesiva concavidad, a fin de magnificar el templo con
otra solución mucho más grandiosa, un cimborrio imponente, que sobrepuja aunque
sólo en dimensiones a sus precedentes de Zamora y Salamanca. Directamente
inspirado en el segundo, desdice de tan consumado modelo. Cobró realce al
sobreelevar el anillo inferior, pero su proyección se simplificó prescindiendo
de los frontoncillos y de sus correspondientes resaltos.
El tambor, afianzado por cuatro torrecillas
cilíndricas que gravitan sobre los pilares, estabilizándolos, se ordena en dos
cuerpos de planta no exactamente circular sino poligonal, pues conforman los
alzados tres paños planos en cada cuarto penosamente conjuntados a las columnas
que por dentro y por fuera articulan y cohesionan con firmeza la composición
del modelo, aquí segmentadas por capiteles a la altura de las que flanquean las
ventanas del primer cuerpo, casi difuminadas entre sus enjutas y al paso de la
cornisa intermedia y de nuevo cortadas por la cornisa de arquillos que recorre
los vanos superiores al nivel de sus impostas; además sus ejes aparecen
descentrados a medida que ascienden.
En el segundo cuerpo la labor de los
fabriqueros resulta más desazonante y tal relajación de la estructura
arquitectónica se marida con un decorativismo de cierto efecto óptico, pero
excesivo, acoplado a la fuerza en el caso de la imposta de arquillos aludida y
ordenado y acabado sin primor. No se llegaron a coronar las torrecillas ni se
cerraron con gallones en piedra los plementos de la cúpula, sino a la llana, en
ladrillo, delatándolo la endeble sección de sus nervios y las reparaciones de
su tejado, documentadas desde el siglo XVI.
A lo largo del alzado septentrional se tendió
un pórtico, suplantado por el atrio actual en el siglo XVIII, época en que
renovaron los tejaroces de las naves y erigieron la espadaña que campea sobre
la puerta; de aquél subsisten las repisas en que estribaba su techumbre y
algunos fustes con capiteles pareados expuestos en el Museo del Salvador, cuya
decoración, de hojas esquemáticas y cintas cruzadas con bolas, hermana con la
de esta tercera fase.
En el mismo período se acometió la obra de la
portada occidental y del pórtico a ella antepuesto. Una permuta de una casa
donada operi sancte Marie por otras adquiridas previamente, formalizada
en 1240, tendía a ampliar el solar de la iglesia por esta zona.
El pórtico se concibió sobre dos pilares de
sección similar a los del interior, situados a los flancos de la entrada, con
sendas parejas de semicolumnas adosadas a sus frentes occidentales, que parecen
demandar otros apoyos similares y exentos para el volteo de los arcos, y con
columnitas en los rincones para recibir un abovedamiento de ojivas. Aquéllos no
llegaron a los capiteles y enfrente, hacia el mediodía, se levantó una gruesa
pilastra de sección cuadrada con columnitas en los ángulos, aún sin remate,
dotada en las caras que habían de recibir los arcos torales de sendos grupos de
tres columnas, como los de la catedral zamorana, cuyos capiteles son una
manifestación tardía pero recomendable por su vivacidad del románico postrero;
representan en abigarrada secuencia escenas de la Pasión, del beso de Judas al
Calvario, incluyendo la Santa cena, con el apóstol traidor bajo la mesa y
hurtando un pez, como en la puerta occidental de Ciudad Rodrigo.
A la par se alzaba la portada con inusuales
pretensiones de magnificencia, sobre dos órdenes de a siete columnas en cada
flanco, ordenación que recuerda a la de los pies de San Vicente de Ávila. Una
decoración exhuberante tupe por entero los plintos de la columnata superior,
así como las jambas y traspilares; motivos de abolengo románico –círculos
secantes, cintas entrelazadas, mascarones, flores y hojas palmiformes,
trifolias, cuadrifolias…– se combinan con ramas y frutos de vid y de roble más
naturalistas y con un fresco y atractivo muestrario de figuritas que preludian
el espíritu del gótico. Éste palpita también en la elegante y vivaz imaginería
de los capiteles, que representan escenas, llenas de detalles veristas, de la
infancia de Cristo –los Magos camino de Belén conducidos por un ángel,
Epifanía, Matanza de los Inocentes y Jesús entre los doctores–, más uno con
parejas de dragones que entrecruzan sus cuellos y otro de tema burlesco o
moralizante, con un asno que ha sucumbido al peso de su carga de leña al que
dos operarios tocados con capuchas intentan levantar tirándole por las orejas y
el rabo, hasta arrancarle éste. Cinco de ellos son de hojas rizadas y
acogolladas de tipología románica y de factura esmerada. Sobre ellos se
asentaron cimacios para recibir las arquivoltas y se suspendió la obra. La
sensación de desproporción, por exceso de anchura, que esta propuesta puede
suscitar se debe a la sobreelevación del suelo, tras rellenar con posterioridad
la pronunciada pendiente que se iniciaba a la entrada.
Entretanto los esfuerzos se centraron en la
fábrica de la torre y lo demás no se reanudó y concluyó hasta el reinado de
Sancho IV y María de Molina. Un maestro formado en la catedral de León, cinceló
en estilo gótico, además de las esculturas de Daniel e Isaac, los capiteles de
los soportes inacabados y los tenantes de la repisa embutida en el cuerpo de la
torre para acoger el arco de la embocadura occidental, doblado y apuntado, como
su compañero. Tras vacilaciones perceptibles en las interrupciones del volteo
del primero y de la plementería de la bóveda, a fin de sobreelevar todo ello
para albergar el recrecido gótico ahora ideado para la portada, se cubrió con
un abovedamiento muy peraltado, de ojivas y terceletes, más formaletes
decorativos, que entronca con el último de la nave meridional y deriva como él
de Ciudad Rodrigo, con la peculiaridad de que el despiece de sus plementos en
anillos cóncavos recuerda los modelos angevinos reproducidos en la Catedral
Vieja de Salamanca.
El mismo proyecto de culminación de la portada
es plenamente gótico y desborda, por tanto, los límites de esta reseña. Base
advertir que se acrecentó con otro cuerpo de columnas y chambranas para alojar
ocho grandes esculturas, con parteluz, dintel, tímpano y siete arquivoltas,
donde se desarrollan dos programas iconográficos dedicados a la glorificación
de la Virgen y al Juicio Final, con dantescas figuraciones del infierno, el
cielo concebido como jardín del Edén y el purgatorio como lugar físico. La calidad
mediana de la escultura, obra de dos maestros vinculados a León, se compensa
con su considerable interés iconográfico y la realza la policromía original,
que firma Domingo Pérez, pintor de Sancho IV.
Concluido así el largo proceso de construcción,
seguramente a impulsos de dicho monarca, la iglesia fue elevada al rango de
colegiata, que, con las distinciones de real e insigne, mantuvo hasta el
concordato de 1851.
Todavía en 1309 se delimitaba el espacio
cementerial al oeste del pórtico mediante un muro con portada en arcos agudos
sobre cuatro columnas y con cinco hermosos lucillos sepulcrales; su frontero es
posterior y el de los pies se levantaba en 1402, techando con una armadura el
ámbito resultante, que sirvió como capilla y durante unos siglos albergó a la
extinguida parroquia de Santo Tomás Apóstol.
Pórtico de la Majestad es un elemento
arquitectónico religioso, un Maiestas Domini, que constituye la antigua
puerta principal de la Colegiata de Santa María la Mayor, en Toro (Zamora).
Es la puerta del mediodía del edificio, siendo uno de los testimonios
decorativos más importantes de la zona.
Fue construida en el reinado de Sancho IV
de León y Castilla (1284-1295). Narra la vida de la Virgen, de Cristo y el
Juicio Final.
La portada occidental, denominada de la
Majestad, fue labrada y policromada en el último cuarto del siglo XIII, y es
una de las más importantes manifestaciones de escultura monumental del período
gótico en Castilla. Planteada en estilo románico en días de Fernando III y
proseguida hasta su terminación en gótico por dos maestros formados en León,
durante el reinado de Sancho IV, cuyo preceptor, el franciscano Juan Gil de
Zamora, idearía sus densos y originales programas iconográficos, que son dos.
Uno, dedicado, en consonancia con el incremento de la devoción mariana en el
siglo XIII, a la exaltación de la Virgen y de la Iglesia por ella simbolizada
en su paso por la tierra, su muerte, asunción y coronación en el cielo. Sobre
el tímpano, una representación selectiva de la Iglesia triunfante se sucede en
las arquivoltas: ángeles, apóstoles, mártires, obispos y abades, vírgenes y
dieciocho músicos con un variado e interesante repertorio de instrumentos.
En la última arquivolta se exponen en posición
radial las figuras del ciclo del Juicio Final: un Cristo Juez humanizado por el
espíritu risueño del gótico, ángeles con los instrumentos de la Redención, la
Virgen y san Juan en actitudes intercesoras, la resurrección de los muertos,
axesuados, y, en hileras divergentes, bienaventurados y réprobos camino del
cielo y del infierno. El lenguaje brutal en que se expresan los tormentos de
los condenados contrasta con la dicha de los elegidos, acogidos amablemente por
el Padre Eterno en un lugar ameno, en el jardín del Paraíso, que difiere de las
representaciones usuales del cielo y carece de precedentes escultóricos tan
acabados. Muy original resulta también la presentación del Purgatorio como
lugar físico, conforme al pronunciamiento de Inocencio IV en 1254; comunica con
el Paraíso, al que con ayuda de san Pedro acceden las almas purificadas por las
llamas. Por fortuna se ha conservado gran parte de su policromía original,
concebida como complemento natural de la escultura; se debe al pintor Domingo
Pérez, que dejó constancia de su labor en el dintel, donde se dice criado del
rey don Sancho; a él se deberán también los preciosos murales de santa Clara,
hoy en la iglesia de San Sebastián, y los del santuario de La Hiniesta, entre
otros.



Estos cuatro personajes situados a un
lado de la puerta, sobre los que arrancan las arquivoltas, se identifican como
un arcángel, Isaías, Daniel y el rey Salomón.
Estos cuatro personajes situados a un
lado de la puerta, sobre los que arrancan las arquivoltas, se identifican como
el rey David, Jeremías, Ezequiel y el arcángel Gabriel.
Estatuas de la parte derecha del pórtico
de la Majestad de la colegiata de Toro
Estatuas de la parte izquierda del
pórtico de la Majestad de la colegiata de Toro
Mientras sonríe, la Virgen María ofrece
una flor a su Hijo en Majestad.
Muerte y asunción de maría
Iglesia de San Salvador de los
Caballeros
Se encuentra situada en una pequeña plaza a la
que da nombre, hacia la zona noroccidental del primer recinto amurallado y
cerca de la puerta abierta en la confluencia de la calle de la Judería, ronda
exterior de aquél, y del vial de Mojalbarda, cuyo trazado radial dentro del
ensanche del siglo XII fue determinado por aquel acceso.
Una bula de Alejandro III acredita que a
mediados del siglo XII poseían los templarios en este sitio una casa con
iglesia de la misma advocación, que reconstruirían, aunque no en su totalidad,
en los primeros años de la centuria siguiente, según autorizan a creer los
rasgos formales que definen al monumento actual y lo hermanan con la ermita de
Nuestra Señora de la Vega, también en Toro, consagrada en 1208. El recuerdo de
haber pertenecido a dicha orden, que poseyó al menos otras dos iglesias en esta
ciudad, las desaparecidas de Santa María del Templo y Santa María la Nueva, se
mantenía vivo en el siglo XVII, de cuando datan las armas de la misma y los
textos grabados en dos lápidas ubicadas en la fachada meridional y en la nave
central, y lo perpetúa el sobrenombre “de los caballeros”, pese a que
nos consta que ya en 1309 la regentaba el clero secular, tres años antes de que
Clemente V extinguiera aquella orden religioso-militar.
La planta se adaptó al esquema basilical de
tres naves con otras tantas capillas o tramos rectos presbiteriales, que
decrecen en altura respecto a ellas, y sus correspondientes ábsides
semicilíndricos, algo más reducidos en lo ancho y alto, según norma. Esta
organización fue parcialmente estorbada por la preexistencia de un macizo y
enorme torreón de base rectangular que formó parte del templo anterior y forzó
a reducir la nave septentrional a un solo tramo, obligando, además, a girar
apreciablemente los ejes de las otras naves hacia mediodía y a acortar los
tramos de las mismas, pues tal torre está implantada al norte, a haces con el
hastial y rebasando la línea exterior de la reducida fachada de la nave
septentrional. Desmochada a la altura de éste, se ha mantenido sin retoques,
dentro del templo reedificado, la mayor parte de su alzado oriental,
certificándonos que su aparejo era a fundamentis de robustos machones de
ladrillo y de tapias intermedias de hormigón de cal y canto rodado,
sobrepuestas sin rafas o “agujadas”, según vemos en la muralla del
segundo recinto y a diferencia, en lo que toca a la falta de tales elementos
conjuntivos, de la fábrica de la torre del Santo Sepulcro, coincidente en lo
demás. Además, en lo alto del mismo paño se conserva la única muestra de su
decoración de estirpe románica, un par de ventanas ciegas, gemelas, en un paño
de ladrillo, con arcos sencillos, sin impostas y cuyo apuntamiento induce a
suponer que se ejecutaron en la segunda mitad del siglo XII. Su cara meridional
fue completamente revestida de ladrillo al rehacer el templo, y ello con la
intención loable de dinamizar el macizo fingiendo en él una composición ritmada
por pilares y formeros en correspondencia con la del lado frontero de la nave
central; en la zona correspondiente al tramo medial, más corto que los otros,
se dispuso un nicho que repite la traza del formero inmediato, aunque a menor
escala, y, como va recuadrado a igual altura, se palió el efecto óptico de
desigualdad sumando un friso de esquinillas y otro de sardineles a los tres que
decoraban el paño mural sobrepuesto al trasdós del arco contiguo; en el trecho
postrero la dureza del aparejo de la torre los hizo desistir del empeño y se
limitaron a componer el paño practicando en su mitad superior tres arcos ciegos
sin dobladura y un revestimiento liso en la parte baja. Allí se abre la puerta
de acceso al campanario, de arco agudo, sin impostas, trasdosado por doble
friso de esquinillas y recuadrado por los quiebros resultantes de hallarse
remetido respecto al haz del muro y por una banda de sardineles. La escalera se
desarrolla en tramadas desiguales en torno a un machón central, abovedándose
con cañones apuntados y escalonados. El pronunciado talud del alzado
septentrional de esta torre es, a todas luces, efecto de un refuerzo que le
propinaron más tarde, engrosando con mampostería y lajas de caliza de la
Terciaria la zona del zócalo y parte de las esquinas y vistiendo de ladrillo
las tapias erosionadas.
Por fuera la cabecera es una de las expresiones
cimeras del mudéjar castellano-leonés. La plena cohesión de los volúmenes
semicilíndricos de los tres ábsides deriva de su yuxtaposición sin elementos
intermedios, de la identidad de aparejos y módulos y recursos compositivos y de
la secuencia invariada de arquerías a medio punto y tramo único, ciegas y
dobladas, que las dinamizan, imprimiéndoles una tensión ascensional y una
esbeltez más equiparables a los efectos plásticos del nuevo estilo gótico que a
los del románico. Los tratamientos uniformes de las aspilleras, abiertas en la
misma línea, incrementan la plasticidad del conjunto, consecuencia de su
composición diáfana y de la amenidad aportada por la variedad de combinaciones
del ladrillo y por los contrastes cromáticos de éste y del mortero de cal y
arena con que lo llaguearon y revocaron las enjutas y los fondos de las
arquerías. Éstas arrancan de zócalos que en los ábsides fueron conformados por
dos órdenes de sardineles dispuestos entre dobles hiladas de ladrillo. Contra
lo que algunos autores vienen afirmando, la sillería de la base, del meridional
y de la parte contigua del central, sin marcas de canteros, no es original,
sino efecto de un socalzo tardío que aplicaron también al hastial de poniente, según
hemos confirmado al ejecutar recientemente cámaras bufas perimetrales de
saneamiento, y a una actuación idéntica responde la base pétrea del ábside de
San Lorenzo el Real, documentada en el siglo XVII y evidenciada por el actual
rebaje del nivel del suelo de su entorno. La yuxtaposición de los ábsides y la
modulación regular de sus arquerías ciegas obligaron a disimular la falta de
superficie en los menores simplificando las tangentes al central. Los
coronamientos de los tres se inician enrasados a la misma altura, lo que
acentúa la recomendable cohesión del grupo; los integran, en los laterales, un
friso a sardinel, otro de doble esquinilla, siempre delineados entre dos
hiladas, y un tejaroz constituido por cornisa de nacela y cuatro hiladas
voladas en saledizo; el empaque y esbelto realce del central deriva de que
incorpora otras dos secuencias de sardineles y potencia con tres series de
piezas el friso de esquinillas.
Su elegante traza los aproxima a los ábsides de
San Pedro del Olmo y de la ermita de la Vega, en la propia ciudad, ambos
gemelos como si fueran obras del mismo maestro, pero no cabe hablar de
identidad entre ellos. Las diferencias enaltecen a los del Salvador,
presentables como muestra de la culminación del estilo mudéjar, mientras los
otros sólo representan ensayos muy cercanos con avances y logros estimables;
las principales radican en el canon de las arquerías, que les confiere mayor
esbeltez, en el aparejo de las pilastrillas relevadas en que descansan las
dobladuras, aquí aparejadas expeditivamente a soga y tizón, y no por las dos
filas yuxtapuestas de ladrillos a media asta que en lo alto configuran los
respectivos arquillos, como sucede en los ejemplos sobredichos, en San Lorenzo
el Real o en el monumento más emblemático del foco mudéjar de Villalpando,
Santa María la Antigua, por no citar otros muchos. Además, el tratamiento de
las aspilleras, idéntico al de la mencionada iglesia de Villalpando, no las
individualiza por completo de tales elementos dinamizadores, pues los arcos que
las guarnecen se integran en las facetas interiores de las pilastras.
El alzado exterior de la capilla septentrional
se compone de zócalo con sardineles, dos arcos ciegos sencillos, con sendos
frisos de esquinillas y molduras de nacela bajo sus recuadros; lo unifica por
arriba una serie de sardineles y su tejaroz está mutilado de la base, que
conformaba el habitual molduraje en nacela. En el contiguo de la nave
correspondiente, reducida por la torre a su primer tramo, se abre una puerta
con jambas acodilladas para recibir un arco agudo sobre impostas de nacela, en
piedra arenisca, guarnecido bajo doble arquivolta con dos frisos de esquinillas
y uno intermedio de sardineles discurriendo sobre el trasdós y todo ello
recuadrado por el consabido alfiz, rematado a sardinel; surca el paño superior
un grupo de tres arcos ciegos y doblados, el central acortado por una ventana
de arco semicircular.
La composición del hastial, semejante a la que
veremos en el Santo Sepulcro, pone de manifiesto que las cubiertas de las naves
se resolvieron a dos niveles, como en tantos templos románicos de estructura
basilical, a un agua las laterales y a dos la central, que entre ellas emergía;
hasta la altura que comparten las tres naves y en el trecho no invadido por el
macizo de la torre está articulado por una alargada serie de ocho arcos ciegos
y doblados, como los de los ábsides; una puerta de arco agudo, sobre impostas
de nacela en arenisca, sin otros aditamentos, interrumpe el desarrollo de una
de las pilastras, sustentada encima sobre una repisa de nacela; en lo alto de
la nave medial se abre un gran ventanal circular con doble cerco de ladrillos a
sardinel y recuadrado por su remetido respecto al haz del muro, así por dentro
como al exterior, donde lo flanquean arcos ciegos no doblados.
Por dentro, el gran derrame de las ventanas
abocinadas de los ábsides forzó a organizar sus alzados en dos órdenes de
arquerías, sobre el invariado zócalo de un par de sardineles y separados por
una cornisa intermedia de esquinillas. En el central, la zona inferior se
articula mediante cinco arcos ciegos y doblados; en la superior la anchura de
los tres vanos impuso la reducción de los dos arcos ciegos dispuestos a los
costados, carentes de dobladura; remata en friso de esquinillas e imposta de
nacela, de la que arranca su bóveda de cuarto de esfera. La precede un esbelto
arco agudo y doblado, volteado sobre impostas de nacela y pilares acodillados,
según constante; a su traza se adapta el cañón de la capilla o tramo recto
presbiterial; los alzados de esta misma repiten el remate de esquinillas y
nacela y se decoran con sendas parejas de arcos, uno de cada cual acoge la
puerta de comunicación con su capilla colateral y, tras rebasarla, prosigue
reducido a la rosca de su dobladura.
La organización de los ábsides menores,
abovedados con cuartos de esfera, sólo varía en el número y dimensiones de los
arquillos ciegos: cuatro doblados en el primer orden y otros tantos sencillos
flanqueando su ventana central; por remate, una cornisa de esquinillas en el
meridional y de nacela en el septentrional, repitiéndose esta última en las
capillas de ambas, cerradas con cañones agudos, bajo los que se desarrollan los
arcos ciegos doblados en el muro formero del lado norte, pues el del sur está rehecho,
y en cada alzado interno, uno solo guarneciendo sus respectivas puertas. Los
torales de las embocaduras, muy esbeltos, son agudos: doblado el de la capilla
meridional y desarrollando triple arquivolta su correspondiente.
El cuerpo del templo, condicionado por la
presencia de la torre, se organizó en tres naves de otros tantos tramos,
desiguales entre sí y todos más cortos que la capilla mayor, de cuya reducción
resulta desproporcionado. En su planteamiento se advierten indicios de
improvisación. Aparte de lo expuesto sobre el revestimiento del alzado
meridional de la torre, obsérvese que los dos pilares allí erigidos,
delimitando el tramo medial de la nave mayor, hacia ésta se acodillaron, como
los de las capillas, aunque hoy están mutilados de su parte más prominente, y
aquella modulación delata que fueron concebidos para sustentar arcos fajones,
lo que implicaría que en principio pensaron voltear una bóveda de cañón sobre
la nave; sin embargo, faltan a los extremos de ésta, en su encuentro con el
testero y el hastial, donde sólo han sobrevivido a las reconstrucciones algunos
restos de pilas sencillas de sección cuadrangular. Inciden en lo mismo otros
detalles, como la composición desigual de las embocaduras de las capillas laterales
y el recuadro del único formero conservado, que en su cara septentrional
arranca de una imposta por falta de espacio para hacerlo desde el suelo.
Al menos los tramos de las naves laterales se
cubrieron con cañones apuntados, de los que sólo se conserva el del lado norte.
En el primer tercio del siglo XVI suplantaron la embocadura de la capilla mayor
y los tres formeros de la banda meridional, en cuyo lugar voltearon dos en
sillería, a su vez sustituidos en la centuria siguiente por uno, el que
subsiste. La primera de tales actuaciones supuso la desaparición de los
abovedamientos, raros en las naves de los templos mudéjares, cerrando entonces
aquellos espacios con armaduras. El cañón actual de la nave central fue
proyectado por don Luis Menéndez Pidal y corta el recuadro del ventanal de los
pies, delatando que se alza a menos altura que el original, si es que éste
llegó a ser volteado y no se cerró aquel espacio con una armadura de parhilera.
En el siglo XVII se rehizo completamente la
fachada de mediodía. La de poniente, vestida de ladrillo por fuera, muestra al
interior una fábrica de tapias de cal y canto rodado entre machones y triples
agujadas de ladrillo, que en lo alto chaparon con ladrillo y articularon con
series de arcos simples, como se ven en la iglesia toresana del Santo Sepulcro,
con la que ésta presenta afinidades muy estrechas. El chapado completo del
hastial en la parte de la nave meridional es ocurrencia de un arquitecto restaurador.
Con el hormigón de cal y canto referido se
trasdosaron las bóvedas y se macizaron los interiores de todos los elementos
sustentantes. El mortero de conjunción del ladrillo y guijarros es de cal y
arena, un tanto grueso y se oculta tras otro finísimo, más rico en cal y
obtenido de tamizar sus ingredientes; con éste se empañaron los fondos de las
arquerías, las enjutas y las tapias de hormigón, y con él se acabaron todos los
llagueados aparentes, biselados a un solo paso de paleta o a dos contrapuestos.
Los paramentos interiores, seguramente también
parte de los externos, estuvieron recubiertos de pinturas que aportaron
luminosidad al templo y le valieron el sobrenombre de “el Pintado” con
que se conocía en el siglo XIV. Las reconstrucciones de la Edad Moderna
determinaron la renovación parcial de aquel ropaje medieval, decorativo y
didáctico, y lo demás se perdió tras la ruina que le sobrevino a comienzos del
siglo XX y por efecto de restauraciones deplorables. Aunque algunos de sus
murales reproducen motivos medievales, datan todos del primer tercio del siglo
XVI, salvo el del cascarón del ábside mayor, que es de la centuria siguiente.
Detalle
de las pinturas del ábside de la Epístola del siglo XVI.
Nave central, pintura al fresco de
estilo musulmán mudéjar.
Cristo del siglo XIII, modificado y
articulado en el siglo XVI, procedente de la iglesia de la Trinidad (Toro). Se
encuentra en el museo de la iglesia del Salvador de Toro.
Cristo crucificado, siglo XV
Sepulcro decorado con escudos y leones del
siglo XIV, procedente de la iglesia del Santo Sepulcro (Toro).
En virtud de un concierto suscrito en 1991 por
la Junta de Castilla y León, el obispado de Zamora y el Ayuntamiento de Toro,
funciona como museo de escultura medieval de la ciudad.
Iglesia de San Lorenzo el Real
Situada en la plaza del mismo nombre, la
iglesia de San Lorenzo es una de las construcciones de ladrillo más antiguas de
Toro. Tras perder su condición de parroquia en 1896, fue declarada Monumento
Nacional en 1929 y restaurada después en varias ocasiones, la última de ellas
en 1998.
Calvo Alagueros y Casas y Ruiz del Árbol
pensaban que su sobrenombre de “el Real” provenía de la protección
dispensada por Sancho IV, mientras que Navarro Talegón asegura que pudo
sobrevenirle a raíz de la adquisición de su capilla mayor por los Castilla,
descendientes por línea bastarda del rey Pedro I, que hicieron de ella su panteón
familiar.
Algunos historiadores de la ciudad adjudicaron
su pertenencia a la Orden del Temple, más por afinidad estilística con la
iglesia de San Salvador –que si lo fue– que por el acopio de noticias
documentales que lo certificasen. Desechada hoy esta atribución, coinciden casi
todos los autores en señalar los últimos años del siglo XII como el momento en
que se erigió. Es posible que ocupara el solar de un edificio anterior según ha
puesto de manifiesto la excavación arqueológica asociada a la última intervención
que descubrió varios enterramientos sellados por la cimentación de la cabecera.
La iglesia de San Lorenzo consta de una sola
nave y un ábside semicircular –ligeramente poligonal al exterior– precedido de
amplio tramo recto.
Se levantaba sobre un basamento original de
ladrillo con una altura media de 60 cm que fue sustituido a fines del siglo
XVII por un zócalo de sillería caliza que adquiere mayor desarrollo en la
cabecera donde llegó a cortar la primera arquería.
Por encima de este basamento se disponen en el
ábside dos niveles de arcos de medio punto en distinto eje vertical; los
inferiores doblados y con saeteras abiertas bajo tres de ellos, y los
superiores sencillos y dentro de recuadros. Remata el muro con un alero formado
por el escalonamiento de hileras de ladrillo en distintas posiciones y de
tejas.
La decoración de los muros de la nave y del
presbiterio se basa en la distinta combinación de arco, recuadro y frisos de
esquinillas y nacelas, dispuesto todo ello en dos órdenes de diferentes
proporciones, salvo en el tramo más occidental del muro norte de la nave que lo
hace en uno sólo.
Tres portadas se abrieron en la nave de la
iglesia que en opinión de Valdés Fernández sirvieron de modelo a toda la
arquitectura mudéjar de Toro.
La más lograda es la meridional que se dispone
ligeramente adelantada respecto a la línea general del muro, dentro de un
recuadro. Consta de arco de ingreso apuntado y cinco arquivoltas que voltean
sobre jambas con impostas de nacela. Completan el esquema decorativo un friso
de sardineles, más otros de esquinillas y nacelas. Al mismo modelo, pero menos
desarrollado, responden las portadas que se abren en los muros septentrional y
occidental.
Junto a la fachada sur se abre una cámara
subterránea de cantería cubierta con una bóveda de cañón –hoy casi destruida–
que fue vaciada en la excavación arqueológica de 1998 aunque sin aportar
materiales o datos que ayudaran a identificar su verdadera función.
Sobre el hastial de poniente se eleva una
espadaña de ladrillo a la que se accede desde el interior por una escalera
cubierta con cañones escalonados cuyo trazado se encuentra embutido entre los
muros norte y oeste de la nave.
Dentro de la iglesia, la nave se cubre con una
armadura de par y nudillo que fue reformada en 1683 por Valentín de Prada,
conservando los tirantes con los canes y el arrocabe pintado del siglo XV. Los
paramentos se articulan mediante un único orden de arcos de medio punto
doblados, excepto en el muro de los pies y sobre las portadas donde alternan
con otros más sencillos. La luz exterior penetra a través de tres saeteras
abiertas en los lados mayores y otra más en el hastial occidental, además de
las ventanas de la cabecera a las que luego haremos referencia.
Este repertorio ornamental quedó interrumpido
en el lado del evangelio por la construcción de la capilla funeraria de la
Asunción, fundada en 1528 por Cristóbal Tapia, criado del arzobispo don Juan
Rodríguez de Fonseca.
La capilla mayor también experimentó algunas
modificaciones a finales del siglo XV que alteraron su primitivo ambiente. Así,
las antiguas bóvedas de cuarto de esfera y de cañón apuntado que cubrían el
hemiciclo absidal y el presbiterio fueron enmascaradas por otras de tracería
gótica a base de nervios y ligaduras de yeso unidos a claves de madera que se
decoraban con escudos heráldicos. El origen de esta reforma hay que buscarlo en
la adquisición de dicha capilla en 1494 por el canónigo don Sancho de Castilla
que decidió erigir allí un monumento funerario a sus padres, costeando también
un magnífico retablo mayor que actualmente se encuentra en la capilla de la
Asunción. Una controvertida restauración eliminó estos aditamentos dejando a la
vista el abovedamiento y los paramentos originales que se decoraban con un
cuerpo inferior de arcos de medio punto sencillos y otro en el que se abren
tres ventanas, más los habituales frisos de esquinillas.
La capilla se abre a la nave por medio de un
arco triunfal, apuntado y de triple rosca, al que precede otro más sencillo
sobre el que se extiende un friso de esquinillas interrumpido por una aspillera
cegada que marcaría la altura de la primitiva cubierta de la nave. Más tarde se
abrió una nueva ventana flanqueada por dos óculos. La solución ensayada en el
triunfal parece obedecer a la existencia de dos fases constructivas que se
suceden dentro de una misma unidad estilística y en un período de tiempo relativamente
corto. Da la impresión de que no se supo resolver adecuadamente el encuentro de
la nave con la cabecera que, como es normal, se había levantado primero.
En resumen, podemos señalar que el modelo
decorativo que se esboza en la iglesia de San Lorenzo a finales del siglo XII
marcará el inicio de una organización ornamental que alcanzará gran desarrollo
en las iglesias toresanas de ladrillo construidas en los primeros años de la
centuria siguiente. La utilización de las arquerías de un solo orden y la
decoración interior del ábside serán algunas de las soluciones que definirán la
personalidad de esta arquitectura.
Iglesia del Santo Sepulcro
Una bula del Papa Honorio II, de 1128, menciona
esta iglesia entre las propiedades que la Orden del Santo Sepulcro tenía fuera
de Tierra Santa. Quizá desde entonces y con seguridad desde fines del siglo XII
fue con su monasterio anejo casa matriz de la orden en Castilla y León, donde
tuvo su sede el priorato de España, cuyos titulares eran vicarios y visitadores
generales del patriarca de Jerusalén y tenían bajo su jurisdicción todas las
iglesias y casas sepulcristas de Castilla, León, Galicia, Portugal y Navarra;
eran comendadores de este templo y acumularon los honores de canónigos de
Jerusalén y cubicularios del sumo pontífice. Mantuvo tan alto rango hasta la
anexión de la orden a la de San Juan de Jerusalén, decidida por Inocencio VIII
en bula de 18 de marzo de 1489, que no surtió efecto al menos hasta la segunda
década del siglo siguiente. En 1523 ya estaba reducida a bailía de los
sanjuanistas. La comunidad se redujo a un vicario del bailío y seis religiosos,
que fueron disminuyendo después a medida que los ingresos descendían. La misma
suerte corrieron otras dos iglesias románico-mudéjares que tuvo en Toro la
Orden del Santo Sepulcro desde la última década del siglo XII, la de Santa
Marina del Mercado y la de San Juan de los Gascos.
Se encuentra situada en la Plaza Mayor de la
ciudad, coincidente con el espacio abierto ante la puerta principal del
primitivo recinto amurallado, núcleo de la actividad comercial en la Edad
Media, y definitivamente configurada en días del emperador Carlos, tras la
doble decisión municipal de trasladar a ella la sede del Consistorio y de
ensanchar la plaza a costa de demoler el gran cabildo antepuesto al alzado
meridional de esta iglesia.
Nada subsiste del templo de 1128, completamente
reconstruido en los primeros años del siglo XIII en dos etapas sucesivas que
transformaron el proyecto inicial y aportaron a la fábrica resultante un
interés inusual, inadvertido hasta ahora.
Fue la cabecera lo primero que se reconstruyó y
su planteamiento permite deducir que aquella iglesia primitiva era de una sola
nave, ya que lo reedificado de nuevo comprendía sólo un ábside semicilíndrico
acoplado al correspondiente tramo recto presbiteral o capilla, que algo lo
excede en anchura y más en altura, con las soluciones y aparejos propios del
románico mudéjar. En concordancia con la cabecera del Salvador, el ábside está
articulado por un solo orden de dobladas arquerías ciegas en su alzado externo,
a juzgar por lo poco que dejan ver las viviendas a él adosadas, y por dentro
adopta una composición análoga: zócalo con una serie de sardineles, cinco arcos
ciegos, doblados y con muy leve apuntamiento en el primer cuerpo, cornisa de
dos filas de esquinillas y, –aquí radica la nota diferencial, afortunada por
cierto– alternando con los tres vanos abocinados del paño superior, cuatro
arquillos ciegos de canon menor; sobre el remate, de esquinillas y nacela, una
bóveda de cuarto de esfera aparejada en hormigón de guijarros y cal, en la que
aún se perciben las huellas de las tablas del encofrado. Un arco agudo y
doblado, sobre impostas de nacela y pilares acodillados, muy esbelto, lo
deslinda de la capilla mayor, cubierta por un cañón agudo volteado sobre doble
cornisa de esquinillas y nacela, a la que se vieron reducidos sus alzados por
una actuación muy osada del siglo XVI, que consistió en demolerlos para dejar
comunicadas las tres capillas absidales por sendos arcos de la misma luz que el
largo de ellos.
En el siglo XVI rehicieron en sillería el arco
toral, manteniendo su última rosca, de traza aguda, y prescindieron de los
antiguos pilares acodillados. Por encima se conserva intacto el testero,
muestra sorprendente de cómo la arquitectura mudéjar se llegó a plegar a las
pautas del románico para iluminar los interiores de sus templos, tan pobres de
luz por lo general; sobreelevado mucho más de lo habitual en las fábricas de su
género, pudieron abrir en él una gran ventana circular, recercada en nacela, recuadrada
por su remetido respecto a las haces del paramento y flanqueada por los
hermosos vanos derramados de dos aspilleras, también perfilados en nacela y con
dobladura, más otras dos ventanitas derramadas, dispuestas más arriba a los
lados del eje central. Resulta extraño que tan apuesta y certera solución no
cundiera en iglesias mudéjares del entorno geográfico.
Al exterior, los alzados del tramo recto
rematan en un friso de esquinillas y una cornisa de nacela, más otra esquinilla
de una sola hilera de dientes que es invención tardía, en lugar de los
habituales ladrillos tendidos en escalón saledizo. Contrarrestaron los empujes
del arco toral erigiendo a sus costados sendos contrafuertes; éstos por sí
solos acreditan que la cabecera fue originariamente de un ábside, no de tres, y
lo mismo ratifican tanto los forzados anclajes de los ábsides laterales como el
tratamiento de acabado que se dio a los alzados de la capilla mayor y he
reconocido gracias a la fechoría de que fueron objeto en el siglo XVI.
Mutilados entonces, nos descubren su composición de una mezcla de cal y canto
rodado enfundada en ladrillo por ambas haces y las externas cubiertas por
sendos revocos de cal y arena decorados con pinturas. Se han perdido dichos
acabados en las caras internas, pero no allí porque los ocultó la fábrica
posterior de las capillas y ábsides menores. A las paredes preexistentes se
adosaron las colaterales de las nuevas capillas, aparejándolas en cal y canto
contra los paños pintados y en ladrillo a media asta por sus haces aparentes.
Una pequeña cata practicada al lado septentrional dejó a la vista un fragmento
de pintura mural en que figura un gallardete gemelo de los conservados en la
ermita de la Virgen de la Vega y un jinete con el caballo en movimiento, de
factura muy suelta, a base de firmes trazos dibujísticos de tono rojizo, como
ejecutados en pintura de óxido férrico, que, aplicados al fresco, penetraron en
el soporte y por eso han sobrevivido; sus siluetas se rellenarían con colores
al temple, seco ya el mortero de cal, que en esta zona al menos han
desaparecido.
Estas muestras de acabados en pintura al
exterior, con motivos historiados, son únicas y, por tanto, de extraordinario
interés testimonial; avalan lo que sólo permitía presumir el sobrenombre con
que la iglesia de San Salvador de los Caballeros figura en un documento de
1329: ecclesia sancti Saluatoris pinctati.
Acabada así la reconstrucción de la cabecera, a
los pocos años, al plantearse la renovación del cuerpo del templo preexistente,
cambiaron de criterio decidiendo ampliarlo y distribuirlo en tres naves de
otros tantos tramos, dotando a las laterales de sus capillas y ábsides. Estos
espacios de la cabecera fueron los primeros en edificarse, según manifiestan
sus encuentros con los arcos formeros, que yuxtapusieron en perpendicular
después, dejando desligadas las hiladas de ladrillo en sus puntos de confluencia.
Tras la precitada mutilación de los alzados de las capillas, sólo resta en lo
alto de la septentrional la rosca de un arquillo ciego decorativo; el muro
formero de la misma está surcado sólo por uno, doblado y a medio punto,
acortado en la zona inferior por un parcheado tardío que mutiló también los
sardineles sobrepuestos a sus pies; ambos rematan en impostas de nacela, de las
que arranca la bóveda de cañón agudo, como el arco de embocadura del ábside,
doblado, como sus pilares, y sobre impostas idénticas; el cierre del cuarto de
esfera de éste y el del abovedamiento que le precede están enrasados al mismo
nivel y a menor altura que la capilla mayor, repitiendo las soluciones
adoptadas por tantas iglesias románicas. En cuanto al alzado de este ábside norte,
las casas a él adosadas sólo permiten ver parte del único orden de arquerías
que lo dinamizan por fuera; por dentro apea sobre zócalo de doble hilera de
ladrillos a sardinel, desarrolla en el primer cuerpo seis arquillos desmentidos
y sencillos, imposta intermedia de una sola secuencia de esquinillas, articula
el segundo mediante cuatro arquillos, dos a cada lado del vano central, una
aspillera abocinada y con guarnición, y remata en cornisa de nacela.
Con él hermana el del lado opuesto, aunque su
segunda arquería decorativa es más alta; también era igual la capilla, cuyo
alzado meridional y la mitad contigua de la bóveda fueron reconstruidos en el
siglo XVII. El eje central del ábside aparece desplazado hacia el mediodía, y
mucho más el acceso de la nave a la capilla, de traza muy aguda, como su
colateral, angostados ambos por los contrafuertes que flanqueaban el toral de
la capilla mayor. Los cierres de uno y otro se aprecian ahora sobre otros arcos
de curva indecisa con que los suplantaron en el siglo XVII, eliminando los
tramos bajos de los contrafuertes aludidos en una actuación chapucera que
espeja la decadencia de esta iglesia con los sanjuanistas y tan insensata que
quebró la estabilidad del monumento. A restablecerla se ordenó la actuación
promovida hace una década, de la que resultaron las embocaduras neomudéjares
actuales, que permiten leer la accidentada trayectoria histórica del inmueble,
y sus contrafuertes exteriores, opción adoptada en consonancia con los
refuerzos que en los mismos puntos reflejaba el plano elaborado por los
canteros Juan de Villafaña y Diego de Barreda con una memoria para reconstruir
los formeros del lado del evangelio en 1575, tras el hundimiento de sus
precedentes mudéjares. En lo alto de estas comunicaciones se ordenan frisos de
sardineles y esquinillas y sendas ventanitas derramadas, con vanos ciegos a sus
costados de tamaño decreciente, indicativos de que las naves laterales se
cerraron con techumbres de colgadizo. La de la nave central fue en origen de
parhilera, según se deduce de la disposición de los vanos abiertos sobre el
arco toral, y no subsiste de ella sino el fragmento de un par con pintura de
atauriques; la existente, de par y nudillo, data del último tercio del XVI.
La fragmentación espacial de las naves,
característica del estilo, desapareció en la Edad Moderna en aras de la
diafanidad, tras la reconstrucción completa de los pilares y formeros de la
banda septentrional, operada por los canteros precitados, y por efecto de otro
gran arco apuntado, que fabricaron atravesando con su dovelaje dos de la banda
opuesta, para suplantarlos. A este lado quedó intacto el de los pies, agudo, de
tres vueltas desligadas sobre impostas de nacela y pilares acodillados, como el
que subsiste en la iglesia del Salvador pero de mayor tamaño y sin recuadro, y
además se conserva parte de las roscas de los dos seccionados por el arco
nuevo, con los vanos macizados sobre el trasdós del mismo, con la parte alta
del pilar intermedio, el siguiente pilar entero y todo el alzado superior,
donde se sobreponen un friso de sardineles, dos esquinillas y cinco arquillos
ciegos y sencillos en cada tramo, careciendo del remate.
Respecto a los muros formeros, el septentrional
se levantó de cajas de hormigón de cal y canto rodado entre verdugadas,
coronadas al interior por un paño de ladrillo recorrido por arcos ciegos
sencillos, y revestido por la cara externa de arquerías ciegas y dobladas de
ladrillo que en un solo orden lo surcan, repitiendo la composición de los
alzados del Salvador; sólo una aspillera lo cala en la zona medial. Se
reconocen en él los restos de la puerta que comunicaba con el claustro
monástico, cuyo arco agudo aparece seccionado por el que en su lugar
construyeron en 1506, en ladrillos aplantillados y estilo gótico morisco,
Francisco García y Pedro de Toro, los que reedificaron el claustro, ámbito del
que quedan en pie las paredes y forjados de sus enormes crujías. De dicha
puerta se mantiene el alfiz que la recuadraba, cerrado a sardinel, incluyendo
un friso de sardineles y otro de esquinillas. A los pies de este muro se
encuentra una puerta abierta en sillería arenisca para acceder al coro, con
arco alancetado sobre impostas cuya molduración achaflanada prosigue
guarneciendo el vano; su parentesco con los de los conventos de Santa Clara y
Sancti Spiritus obliga a datarlo en el primer tercio del siglo XIV.
La torre se yergue a los pies, adosada a la
nave norte e invadiendo parte del alzado de la central. De tapias de cal y
canto entre machones y agujadas de ladrillo, es parecida a la del Salvador y
maciza, aunque un relleno de tierra en la zona inferior, que pudimos advertir
al producirse en 1987 un hundimiento en el alzado meridional, y la ubicación de
la puerta de acceso a la escalera, muy elevada respecto al nivel del piso del
templo, tientan a sospechar que pudo acoger un pórtico en la parte baja, como
sucede en la de San Nicolás de Villalpando. Fue desmochada a la altura de los
primeros vanos, dos en cada cara, resueltos en arcos agudos y doblados sobre
los respectivos codillos y sin impostas intermedias; el pilar y arranque de uno
de ellos, tangente a la fachada, que testimoniaba tal composición original, fue
rehecho a capricho con los restantes al remediar la ruina referida. La escalera
discurre en torno a un machón central y bajo cañones apuntados y escalonados.
En cuanto a la ordenación del hastial de
poniente, como en la iglesia del Salvador un orden de arquerías ciegas y
dobladas lo surcaba todo él, enrasado a la altura de la nave meridional, y un
ventanal recercado a sardinel y remetido en recuadro calaba el paño emergente
de la nave central, debajo del cual se habían empezado a hacer dos ventanas,
interrumpidas y cegadas a la postre, según se acusa desde el interior del
templo. La puerta allí abierta, que conserva el escarzano por dentro, fue
adulterada por fuera en el siglo XVII y en el curso de las obras de
consolidación y restauración aludidas, financiadas con fondos públicos, la
macizaron sin contemplaciones; hoy dan testimonio de ella elementos incompletos
de su guarnición, del recuadro y un friso de esquinillas que la trasdosaba
entre dos a sardinel.
El paño correspondiente a la nave meridional y
todo el alzado de ésta, con su puerta mezquina y espadaña, fueron reconstruidos
en el siglo XVII sobre muñones de la fábrica mudéjar, aparejados de igual modo
que la fachada septentrional.
Del siglo XIII datará la mesa del altar mayor,
sencilla, de base prismática y ara con escotas en los tres frentes aparentes.
Aunque de apariencia románica, las pinturas descubiertas en 2001 sobre la
bóveda del ábside central, con Cristo Pantocrátor en su mandorla de motivos
vegetales, entre las figuras simbólicas de los evangelistas y dos tondos en que
campean sendas cruces de doble traviesa, el antiguo distintivo heráldico de los
canónigos del Santo Sepulcro, son de estilo gótico lineal y de la época de María
de Molina, atribuibles al pintor Domingo Pérez, como el fragmento existente
bajo la escalera del coro, parte de la guarnición de otra composición eliminada
a golpes de piqueta, con los enjalbegados que la velaban, cuando hace más de
cuarenta años envilecieron el interior de la iglesia intentando dignificarla.
Románico por la Tierra del Vino y Sayago
(Zamora)
Se trata de un territorio, salvo en los limites
portugueses, bastante llano, con una agricultura centrada casi exclusivamente
en el cultivo del vino (denominación Vino de Toro). Fue desde siempre una
tierra poco poblada, razón por la cual, son bastante escasos los monumentos
románicos conservados en sus poblaciones.
Como hemos indicado en otras páginas, los
territorios rurales de León, Zamora y Salamanca cuentan, en general, con menos
densidad de románico que las provincias castellanoleonesas del Este, como
Palencia, Burgos, Segovia y Soria.
Éste hecho se confirma esta comarca de la
Tierra del Vino, Guareña y Sayago puesto que el inventario de templos románicos
es poco numeroso. No obstante, lo que ha quedado es interesante y muy digno de
visita. Nos centraremos en las iglesias de Olmo de la Guareña, Fuentelcarnero,
Fuentespreadas y, más al Oeste, en la villa de Fermoselle.
Olmo de la Guareña
Esta pequeña población se encuentra en el
extremo sureste de la provincia zamorana, en la confluencia con las de
Valladolid y Salamanca, y 45 km al sur de Toro. Se asienta en un pequeño pero
abierto valle regado por el río Guareña, rodeado de campos de cereal, con un
alargado casco urbano, paralelo al río y dispuesto a lo largo de la carretera,
convertida ya en calle principal. La iglesia se encuentra en el sector
septentrional, en el cruce de algunas calles que conforman junto a su fachada
norte una minúscula plaza.
Olmo, como gran parte del valle de La Guareña,
estuvo muy vinculado a la Orden de San Juan de Jerusalén, desde que el 3 de
junio de 1116 la reina doña Urraca entregara a esos caballeros La Bóveda de
Toro con todas sus aldeas, entre las que se contaba la nuestra, una donación
que fue confirmada por el rey Alfonso VII en 1125. La orden ejerció un dominio
casi absoluto en todo este territorio, manteniendo en algún momento conflictos
de intereses con el obispado zamorano, como el de 1186, año en que el obispo Guillermo
y el prior del Hospital Pedro Areis llegan a un acuerdo sobre los derechos
eclesiásticos de las iglesias sanjuanistas en la zona; o el de 1208, sobre las
procuraciones por visita que el obispo debía percibir de las iglesias
hospitalarias. La documentación en que se debate este problema nos da idea
además de la entidad que entonces tenía Olmo, ya que se acuerda que cuatro de
los lugares, los que son villa (La Bóveda, Fuentelapeña, Ordeño y Villaescusa),
paguen individualmente, mientras que las aldeas de Vadillo, Castrillo, Cañizal
y Vallesa lo hagan conjuntamente; por su parte Olmo, citada también como villa,
sólo recibiría visitas episcopales y pagaría procuraciones si aumentaba su
número de habitantes, por lo que Barquero Goñi la sitúa en cuanto a jerarquía
entre las cuatro primeras villas y las aldeas. Tal situación de autonomía o
exención respecto al obispo se mantuvo hasta el año 1875, en que mediante la
bula Quos diversa, las iglesias del Hospital pasaron a depender de la diócesis
de Zamora. Otros roces se produjeron igualmente con el concejo de Toro,
negándose en 1232 los vecinos de algunos sitios sanjuanistas –entre ellos Olmo–
a prestar servicio militar junto con los de Toro, una reticencia que se mantuvo
hasta 1246, cuando el infante heredero Alfonso –futuro Alfonso X– obligó a que
lo hicieran.
Iglesia de San Andrés
La iglesia de San Andrés muestra planta
coronada por un ábside semicircular, tramo presbiterial, dos naves de tres
tramos y espadaña a los pies, con una capilla adosada al norte. El material
empleado es el ladrillo para la cabecera y espadaña, y piedra arenisca, bien en
mampostería, bien en sillería, para el resto. Sólo el conjunto de la cabecera
nos remite sin embargo a época románica, siendo el resto obras muy tardías,
realizadas en el siglo XVIII e incluso en el XIX.
Aunque se asienta sobre dos hiladas de
sillares, la cabecera está realizada en ladrillo. En el ábside –de planta
semicircular aunque casi poligonal–, sobre ese podium, se levantan dos cuerpos,
el inferior recorrido por siete arquillos de medio punto, doblados, de corta
altura, que reciben sobre ellos a otros tantos arcos de idéntica factura y
mucho mayor altura, componiendo el segundo cuerpo, tres de los cuales presentan
pequeñas saeteras. Sobre cada uno de estos arcos se disponen a su vez siete
segmentos de ladrillos en esquinilla que dan paso al alero, formado por dos
bandas de ladrillos a sardinel, aplantillados en nacela.
El presbiterio es ligeramente más ancho, con el
alero también a mayor altura. Los muros están recorridos igualmente por
arquillos ciegos, con tres altos arcos en cada muro, sencillos, de medio punto,
partiendo de la base y alcanzando hasta el alero, que, precedido del friso en
esquinilla, repite el esquema del ábside.
En el interior del templo el espacio ábsidal se
articula igualmente en dos cuerpos, uno inferior recorrido por ocho arquillos
apuntados, simples, separado del superior por una imposta de ladrillos a
sardinel, aplantillados en nacela. El cuerpo superior está revocado, salvo los
recercos de los tres grandes arcos, que cobijan además a cada una de las tres
saeteras, con amplio abocinamiento. Un friso de esquinilla da paso a otra nueva
imposta y ésta a la bóveda de horno apuntado, revocada y pintada con una imagen
de San Andrés, obra al menos de los siglos XVI o XVII. El presbiterio es algo
más ancho, articulado en dos cortos tramos, lisos y revocados, separados por un
arco fajón apuntado y doblado, un esquema que repite también el arco triunfal.
La bóveda es de cañón apuntado, arrancando de la típica imposta aplantillada en
nacela. En los muros se conservan varias credencias originales, una en el paño
más oriental del muro sur, con arco de medio punto, y dos más pequeñas,
gemelas, también con arcos de medio punto, en el lado norte.
Según los autores de las excavaciones
realizadas en 1988, los restos más antiguos localizados se remontarían a la
construcción de la cabecera de ladrillo, sin que haya referencias a posibles
antecedentes. De ser esto así y teniendo en cuenta que Olmo ya aparece citada
en 1116, sólo cabe concluir que el solar de la iglesia –que sin duda existiría
a comienzos del XII– estaba en otro lugar o que para construir la mudéjar se
arrasó aquélla por completo, incluida la cimentación.
Partiendo de lo que hoy podemos ver cabe decir
que sin duda esta obra guarda muchas relaciones con el foco mudéjar toresano,
aunque el ábside de Olmo aparece ordenado también según el modelo de Santa
María la Antigua de Villalpando. Por otro lado, las altas arcuaciones del
presbiterio remiten también a tipologías de Toro, o a la iglesia de San Juan
Bautista de Fresno el Viejo, una de las encomiendas más importantes de los
hospitalarios. En cuanto a su cronología, probablemente nos hallemos en el
momento de paso del siglo XII al XIII.
Fuentespreadas
Fuentespreadas se emplaza a 28 km al sureste de
Zamora, en la comarca de la Tierra del Vino, próxima ya a la Guareña.
Aunque seguramente la presencia de la Orden de
los Caballeros del Santo Sepulcro en Fuentespreadas deba datar de tiempos de
Alfonso IX, tenemos constancia de la pertenencia de la iglesia de Fontibus
Predatis a la orden por un documento de 1233 en el que el obispo de Zamora, don
Martín Rodríguez, confirma a dichos caballeros y a su prior “D.” (Domingo o
Diego, según Martínez Díez), sus posesiones en la diócesis, estableciendo las
procuraciones que éstos debían pagar por sus iglesias. Ya antes, en 1222 se documenta
el pleito entre un canónigo de Zamora y el prior de los sepulcristas sobre
ciertos diezmos en Santa Clara de Avedillo y Fuentespreadas.
Los Caballeros del Santo Sepulcro establecieron
en Fuentespreadas la cabeza de una encomienda independiente de la de Toro, tal
como confirma la bula de Urbano IV de 1263, según la cual los priores del Santo
Sepulcro de Toro, Calatayud, Logroño y Fuentespreadas podían proceder al
nombramiento de curas en las iglesias de su propiedad. Vuelve a citarse
Fuentespreadas en 1256, cuando se firma una concordia entre el obispo zamorano
don Suero y el prior del Santo Sepulcro en España, don Mateo. Luego, en 1264,
se documenta la sentencia que sobre el contencioso relativo a unas prebendas de
la iglesia de Fuentespreadas entre el deán de Zamora, Martín Vicente y Esteban
Domínguez. El comendador de Fuentespreadas, frey Johan, asistió al capítulo de
la Orden en Toro en 1425. Pocos años después, con la supresión de la orden por
bula de Inocencio VII de 1489 y la anexión efectiva de sus propiedades a la de
San Juan de Jerusalén, hacia 1523, la parroquia de San Cristóbal de
Fuentespreadas se incorporó a la encomienda sanjuanista de Bóveda de Toro, a
cuya jurisdicción seguía perteneciendo a mediados del siglo XIX.
Iglesia de San Cristóbal
El templo parroquial de San Cristóbal se sitúa
en la parte alta del caserío, asentándose parcialmente sobre la roca madre y en
acusado desnivel norte-sur, motivo de la preocupante grieta que rasga el ábside
en el eje. Aparece exento, cerrando por el sur una plazoleta en la que abundan
los escudos nobiliarios.
Conserva de su pasado románico fundamentalmente
la cabecera, compuesta de ábside semicircular, interiormente liso y encalado, y
presbiterio, levantada en excelente sillería arenisca, labrada a hacha y con
abundantes marcas de cantero y grafitos, entre los que proliferan las cruces
patriarcales. En el siglo XVII se recreció la cabecera en aproximadamente un
tercio de la altura, con sillares del mismo material aunque de distintas
dimensiones, rematándose por una cornisa con perfil de gola. Quedó así sin función
la línea de pequeños canecillos románicos troncopiramidales que integraban el
primitivo alero. También debieron rehacerse en este momento la bóveda de horno
que cubre el hemiciclo y la de lunetos que cierra el tramo recto.
En el eje del ábside se abre una ventana, de
vano rehecho y oculta al interior por el retablo. Exteriormente presenta arco
de medio punto sobre columnillas acodadas de basas áticas sobre plinto, cortos
fustes y capiteles vegetales de hojas carnosas y nervadas de perfil lobulado
que acogen bayas en sus puntas dobladas y, sobre ellos, cimacios de nacela.
Completaban la iluminación del hemiciclo dos estrechas saeteras a ambos lados,
la meridional muy transformada.
La nave, añadida en época gótica, aparece
notablemente descentrada respecto al eje marcado por la cabecera y se articula
en tres tramos, hoy cerrados con falsa cubierta de cielo raso a tres aguas,
moderna, sobre tres arcos diafragma apuntados que recaen en responsiones
semicruciformes y prismáticos. Se comunica con la cabecera mediante un arco
triunfal de medio punto, fruto de la reconstrucción de la obra gótica en el
siglo XVIII. Estas reformas, a las que hay que adscribir las estancias adosadas
al norte y sur del conjunto y la actual portada, reutilizaron algunos elementos
primitivos, como la imposta o cimacio románico del muro norte, finamente
decorado con tetrapétalas inscritas en una cadeneta y hojitas. Bajo el coro se
reaprovechó como soporte parte de un pilar con semicolumna adosada en el que
son visibles las marcas de colocación de los tambores y las de destajista. La
semicolumna apea en una basa de toro inferior ornado con arcuaciones y en un
fino plinto. En las estructuras añadidas y muros laterales de la nave abundan
los sillares románicos.
La portada abierta en el muro norte del tramo
occidental de la nave, apuntada y cegada, nos parece corresponder a la obra
gótica de fines del XIII o inicios del siglo XIV. Similar cronología
adjudicamos a las cuatro columnillas de los altares laterales de la nave, de
0,81 m de altura. En la misma pieza se diferenciaron la basa ática sobre fino
plinto, el fuste y el liso capitel de pronunciado astrágalo.
Fuentelcarnero
Fuentelcarnero es hoy una pequeña localidad
situada en el extremo occidental de la Tierra del Vino, 20 km al sur de la
capital de la provincia, ubicada sobre un altozano cuyo punto culminante está
ocupado por la iglesia.
Aunque Ángel Vaca incluye el lugar entre la
relación de poblaciones zamoranas que aparecen citadas por primera vez entre
los años 1085 y 1157, la mención más antigua que hemos podido localizar data
del 22 de junio de 1223, cuando el rey Alfonso IX fecha en esta localidad dos
documentos, un privilegio a favor de San Salvador de Zamora y una autorización
al obispo para hacer una dehesa en Venialbo, sin que volvamos a tener mayores
noticias hasta casi un siglo después, abriéndose posteriormente un largo período
de graves problemas que durarán hasta fines de la Edad Media.
Muy cerca de aquí, apenas a 2 km, se encontraba
el monasterio cisterciense de Santa María de Valparaíso, fundado en 1143
algunos kilómetros más al sur, sobre un anterior asentamiento eremítico, y
trasladado a las inmediaciones de Peleas de Arriba en 1232, a instancias del
rey Fernando III. Dada tal proximidad, la relación de Fuentelcarnero con esta
abadía fue permanente a lo largo de la historia, aunque la primera mención en
el cartulario de Valparaíso no se produce hasta 1314, cuando Esteban Nicolás y su
esposa Giralda Pérez, vecinos de Fuentelcarnero, donan al abad Lorenzo Sánchez
toda su heredad en Valcabado. A mediados de ese siglo se entabla un pleito
entre el concejo de Zamora y el monasterio por las propiedades de esta casa en
el lugar que nos ocupa y que es citado como aldea de la ciudad de Zamora. El
conflicto parece que de una u otra manera se mantuvo también a lo largo del
siglo siguiente, recurriendo en algún caso incluso a la fuerza, como se deduce
de la sentencia dada por el rey Enrique III en 1405, mandando al abad, prior y
convento de Valparaíso devolver al concejo de Fuentelcarnero lo que les habían
tomado y robado, convocándoles a su presencia en el plazo de nueve días. Al año
siguiente otra nueva sentencia recoge los agravios cometidos por el monasterio
sobre algunos habitantes de la aldea, a quienes había robado, prendido y
encarcelado. Así discurre todo el siglo XV, con algunos altercados y varias
transacciones de propiedades entre el monasterio y particulares. Ya en las
postrimerías de la centuria, los viejos enfrentamientos parecen arreciar,
obligando a una intervención de los Reyes Católicos en 1491, enviando a un
alguacil para que haga pesquisas en Peleas y Fuentelcarnero sobre los
atropellos cometidos en Valparaíso por los vecinos de esta última aldea armados
con hoces y que causaron la muerte a un anciano monje. El contencioso durará
casi dos años y supuso, además de la detención de los culpables, una fuerte
multa para los habitantes del pueblo.
Aunque David de las Heras Hernández dice que el
lugar perteneció a la Orden del Temple, no hay argumento documental que lo
certifique, tratándose probablemente de una de las muchas leyendas empeñadas en
dar más presencia territorial y relevancia histórica a esos caballeros que la
que verdaderamente tuvieron.
Iglesia de San Esteban
La iglesia se encuentra en el centro del
caserío, junto a la plaza, sin destacar en altura apenas sobre los edificios
circundantes, a pesar de hallarse en la cota más alta del núcleo. Es un raro
edificio construido íntegramente en sillería arenisca de grano fino y color
dorado, de la que existen buenas canteras en el entorno. Lo que hoy podemos ver
consta de dos naves, con gran cabecera cuadrada –provista de camarín barroco–,
sacristía en el lado sur, espadaña a los pies de la nave meridional y portada al
norte, bajo pórtico. Un gran arco cegado se aprecia también en la fachada
meridional.
Fachada norte
En realidad la imagen actual de la iglesia es
el resultado de la gran transformación que sufrió en pleno siglo XX, provocada
por un hundimiento que tuvo lugar hacia 1950, seguido de una reconstrucción
llevada a cabo unos años después y que redujo considerablemente su tamaño.
Gómez-Moreno la vio antes de que eso ocurriese
y por su descripción podemos hacernos una idea de las grandes proporciones que
tuvo: “La componen tres naves, con un ancho total de 15,25 metros, separadas
por seis grandes arcos. A los pies de la central avanza la torre, poco alta,
sin arrimo a los costados, aunque después se prolongasen las naves menores
hasta alinear con ella; a la cabeza se desarrolla una especie de crucero,
estrechando algo respecto de aquéllas, y atravesado por dos arcos iguales a los
otros”. Este autor acompaña también en su Catálogo Monumental cuatro
fotografías del estado en que se hallaba entonces, una del interior –donde se
aprecia además el desaparecido retablo gótico–, otra de la ya inexistente
portada meridional y dos más de la portada norte, que también ha sufrido desde
entonces algunos cambios.
El hundimiento afectó prácticamente a la mitad
occidental de la nave central y norte y a casi toda la sur, de la que sólo
sobrevivió una pequeña parte de su cabecera, reocupada por la actual sacristía.
Así pues era un edificio de grandes dimensiones, lo que según Gómez-Moreno “acredita
que este pueblo, aunque sin historia, hubo de ser grande y quizá el mejor de
aquellos contornos”. Fue pues una construcción monumental, con una planta
muy similar a la de algunas iglesias de la capital –Santiago del Burgo, San
Juan de Puerta Nueva, San Cipriano, Santo Tomé o Los Remedios–, dotada con dos
portadas y cuya imagen ha quedado bastante desfigurada.
Volviendo al edificio actual, podemos apreciar
que, aunque estructuralmente es románico, gran parte del lenguaje decorativo es
inequívocamente gótico. No es fácil a pesar de ello hacer una interpretación
del conjunto, aunque creo que el templo se plantea con el mismo esquema tan
repetido en la capital, tres naves con testeros planos. La ejecución sin
embargo supone la introducción de un lenguaje escultórico claramente gótico,
más claro aún en el interior del templo.
Lo mejor conservado a pesar de la destrucción
sufrida es la triple cabecera de ábsides cuadrados, con la capilla central
destacada en planta y altura, aunque en realidad los absidiolos laterales
coinciden con lo que en origen sería un largo espacio presbiterial de la nave
central, convertido hoy prácticamente en un primer tramo. La capilla mayor está
muy alterada por modificaciones que se pueden datar en el siglo XVI, tanto
interior como exteriormente, elevándose considerablemente, dotándose de
contrafuertes angulares y renovándose prácticamente la totalidad del paramento,
aunque se reutilizarán algunas piezas originales, como la cornisa decorada con
bocel quebrado. El último hundimiento debió afectar también a la bóveda
tardogótica que entonces se hizo pues Gómez-Moreno habla de terceletes –que
además se ven en una de sus fotografías–, ahora inexistentes, aunque se
conservan las ménsulas de las que arrancaban.
En ese mismo momento en que se renueva la
cabecera sin duda es cuando se elevó igualmente el absidiolo septentrional. En
su testero se aprecia perfectamente el remate inclinado de la vieja cumbrera y
en el lado norte se intuye la línea donde estuvo el alero, cuyas piezas, canes
y cornisas, volvieron a colocarse de nuevo sobre el paramento recrecido. Las
impostas de la cornisa son de listel y chaflán y los once canes –irregularmente
distribuidos–, son de formas geométricas: modillones, nacelas simples, punta de
diamante, dos boceles laterales verticales que enmarcan un caveto –decoración
también muy repetida en templos de la capital, en Santiago del Burgo, por
ejemplo–, un motivo vegetal de cuatro cogollos, otro con dos bolas, o tres que
reproducen una especie de capitelillos pinjantes, prismáticos, con
cuatripétalas lanceoladas planas, que de nuevo vemos con profusión en iglesias
capitalinas, como por ejemplo en la Puerta del Obispo, de la propia catedral.
Este absidiolo presenta una estrecha y simple
saetera en el muro norte y otra en el testero, enmarcada en arco apuntado y
doblado profusamente moldurado a base de boceles y mediascañas, con pequeñas
rosetas de cuatro hojitas puntiagudas, un motivo que se encuentra en la portada
meridional de San Juan de Puerta Nueva. Las dos columnillas laterales portan
basa ática, fuste monolítico y capiteles decorados, el derecho con hojas de
higuera y el izquierdo presidido por cabeza humana ocupando el ángulo, atacada
por ensortijadas serpientes con cabeza de león que azuzan sendos diablos. Los
cimacios son igualmente moldurados con boceles y medias cañas, complementando
así un conjunto de motivos muy gotizantes.
El absidiolo meridional debió desaparecer con
el conjunto de su correspondiente nave en el derrumbe de hace unas décadas. En
su lugar se levanta la sacristía.
De las naves central y norte se conserva
exteriormente el volumen en altura, aunque como se ha dicho, hacia poniente han
sido considerablemente recortadas. La central se elevaba ligeramente sobre las
laterales y la fachada norte conserva dos arcosolios funerarios, de arco
apuntado, sobre los que se abre una saetera con derrame exterior. El alero ha
perdido la cornisa y conserva seis canes –además de otros cuatro truncados–,
repitiendo los tipos que se veían en la cabecera, aunque uno de ellos, con
monstruosa cabeza leonina, se colocó aquí en la restauración. La existencia de
unos canzorros bajo este alero hacen pensar en un primitivo pórtico que
cubriría prácticamente toda la fachada de esta nave.
La portada septentrional, hoy en el tramo final
de la nave, quedaría originalmente centrada sobre la misma. Se dispone en un
cuerpo que avanza sobre el paramento y llega hasta la altura del alero, aunque
carece de tejaroz, al estar cobijada bajo un pórtico más reciente.
Consta de tres arquivoltas de medio punto, de
dovelaje cuadrangular, con chambrana, todo ello con profusa decoración vegetal
en somero relieve.
La arquivolta interior o arco de ingreso
muestra dos líneas de pequeños clípeos con cuatripétalas, la segunda otras dos líneas,
pero ahora con tallos en forma de S, mientras que la tercera se decora a base
de tallos enlazados formando círculos que se rellenan con botones o con rosetas
cuatripétalas apuntadas; finalmente la chambrana muestra tallos sinuosos de los
que penden medias bolas. En cuanto a los soportes, el arco de ingreso se apoya
sobre pilastras, mientras que los otros dos lo hacen sobre columnillas
acodilladas, con podium, plinto, basas áticas, fustes monolíticos y capiteles
con decoración vegetal. De este a oeste los motivos son: acantos en el primero,
hojas palmeadas dispuestas en dos planos, en el segundo, un motivo que se
repite además en el tercero, aunque ahora formando tres planos –siempre con
acusado bisel en la talla– y, finalmente, hojas de higuera o vid con pajaritos.
Los cimacios están recorridos por tallos
enlazados formando clípeos que se rellenan con flores de lis, un motivo muy
salmantino. Toda la portada, que conserva restos de policromía en rojo y azul,
sigue esquemas constructivos firmemente anclados en la tradición románica,
aunque ciertos motivos decorativos, especialmente alguno de los capiteles, son
prácticamente góticos.
Las puertas conservaron los herrajes originales
hasta el siglo XX, con seis alguazas rectangulares flanqueadas por flores de
lis, según se puede ver en una de las fotografías tomadas por Gómez-Moreno. Las
cuatro que hoy aparecen creemos que son imitaciones modernas.
En cuanto a la actual fachada sur, se aprecian
dos de los arcos que comunicaban la nave meridional con la central, apuntados
en ambos casos. Igualmente se conserva el que era arco triunfal del absidiolo,
también apuntado y con impostas decoradas a base de entrelazos geométricos, un
motivo muy frecuente en la plástica románica, especialmente empleado en la
decoración de manuscritos. El autor del Catálogo Monumental publicó también una
fotografía de la portada que se hallaba en ese lado, formada por triple arquivolta
apuntada, de dovelas lisas, con chambrana y con cuatro columnillas acodilladas,
con capiteles de hojas lisas que parecen rematar en bolas. Mantenía igualmente
las alguazas originales, como las de la puerta norte.
Por lo que se refiere al hastial, todo el muro
es completamente nuevo, por los motivos explicados. El rosetón de cuatro
lóbulos, decorado con puntas de diamante, se hallaba originalmente sobre el
testero de la nave central, encima del arco triunfal, según puede verse en las
fotografías tomadas por Gómez-Moreno y siguiendo la misma disposición que vemos
por ejemplo en San Pedro y San Ildefonso de Zamora.
En el interior del templo llama mucho más la
atención la influencia gótica, tanto en formas como en decoraciones. Los
pilares que soportan los arcos de separación de naves y tramos son
cuadrangulares, con semicolumnas adosadas, aunque con facturas diferentes que
pueden indicar momentos constructivos ligeramente distintos, aunque no
sustanciales. Los dos absidiolos se comunicaban además con lo que debió ser el
largo presbiterio del central –o primer tramo de la nave– mediante arcos
apuntados y doblados. En el caso del de la epístola ha sido cegado, mientras
que el del evangelio presenta en las impostas el mismo motivo decorativo de
entrelazos geométricos que veíamos en el antiguo triunfal de mediodía.
El absidiolo de la nave norte es rectangular,
con cubierta de madera y con las dos saeteras abocinadas y profusamente
molduradas, aunque la norte fue recortada al abrirse los arcosolios funerarios
del exterior. El arco triunfal da paso a la actual nave de dos tramos también
con cubierta de madera.
La nave central primitiva está muy alterada por
los derrumbes sufridos que, como se dijo, afectaron también a la cabecera. Su
cubierta es igualmente de madera y el arco que debió ejercer de triunfal es,
como los anteriores, apuntado y doblado. Gómez-Moreno describe la existencia de
restos de un artesonado mudéjar, policromado con zarcillos y leones, de
cronología gótica, del que no queda el más leve indicio.
En el interior de la iglesia se conservan un
total de diez capiteles, siempre sobre semicolumnas, rematados generalmente por
cimacios de profusa molduración y ornamentados habitualmente con motivos de
marcado relieve, aunque también con alguna excepción. Sus decoraciones son:
sencillos tallos que se enrollan en la parte superior para acoger una especie
de piñas, con collarino sogueado y cimacio con decoración de lacería geométrica
(se encuentra en el lado oriental del arco que separa el absidiolo norte de la
nave central); hojas trilobuladas, puntiagudas, con tallos biselados (arco
triunfal del absidiolo, lado norte); anchas hojas palmeadas, a bisel, con
frutos en las esquinas, similar a uno de los de la portada (pilar anterior de
la nave, lado este); el siguiente aparece roto por el púlpito, mostrando un
mascarón angular con policromía roja. De su boca y laterales de la nariz parten
hojas de tres lóbulos, de variado tamaño, de las que a su vez nacen flores de
adormidera y un gusano (pilar anterior, lado sur); el capitel que continúa
(pilar anterior, lado oeste) está muy mutilado, mostrando en el frente dos
dragones afrontados que entrelazan sus cuellos, mientras que uno de los lados
presenta una cabeza monstruosa de la que nacen dos extraños animales plumíferos,
conservando restos de color en azul y rojo; la basa de esta semicolumna tiene
un plinto decorado con inequívoco motivo gótico, formado por un friso de
arquillos apuntados y lobulados que remiten a la portada de La Hiniesta, con
cabecita angular.
Continuando con la descripción de los
capiteles, el siguiente se decora con un monstruo antropoide que devora una
serpiente y con una figura humanan de enorme cabeza, que muestra un libro
abierto, todo entre hojas de vid y racimos (pilar anterior, lado norte);
motivos vegetales, con hojas de varias puntas, dotadas de gran movimiento, que
nacen de una cabeza monstruosa (pilar posterior, lado este); composición que
comparte motivos de los dos últimos capiteles descritos: hojas de varias puntas
y personaje, peinado a cerquillo, mostrando libro abierto (pilar posterior,
lado oeste); hojas de vid que surgen de dos cabezas montruosas, situadas en los
extremos y sobre las que aparecen sendas cabezas humanas que son picoteadas por
pájaros (hastial de poniente). Finalmente se encuentra el único capitel que se
adosa al actual muro sur, en lo que debió ser al arco triunfal de la primitiva
nave central y que presenta algunas diferencias con los anteriores; el cimacio
es de listel y chaflán y la cesta es muy sencilla, ocupada en el centro por una
hoja de cáñamo, incisa, flanqueada por motivos geométricos de cuatripétalas y
cruces dentro de círculos, mientras que de las esquinas superiores penden dos
florecillas.
Al margen del edificio cabe reseñar la
presencia de una pieza mueble, también de piedra, que corresponde a un soporte
con un agujero en la parte superior para colocar el mástil de una cruz
parroquial, cirio o elemento similar. Tiene forma de sencillo capitel
invertido, con su collarino, con cesta lisa, de esquinas achaflanadas e
incisiones oblicuas marcando los distintos planos, culminado con un asa de
hierro torsionado. Mide 33 cm de altura y 28 cm de anchura y su cronología
puede ser contemporánea del edificio. Hay también una talla de la Virgen con el
Niño, conocida con el nombre de Virgen del Villar, que sigue la habitual forma
de la Theotokos medieval. Ha sufrido esta pieza tales mutilaciones para poder
ser vestida –que es como se presenta ahora– que resulta difícil saber su
cronología, aunque a juzgar por el peinado del Niño, creemos que su datación
gótica es clara.
En conclusión y como venimos repitiendo, la
iglesia de Fuentelcarnero muestra un esquema constructivo de tradición
románica, con algunos motivos –especialmente ciertos canecillos y la propia
planta del edificio– que reproducen modelos muy frecuentes en la capital y con
una portada que estructuralmente sigue anclada en el viejo estilo, con claras
relaciones con el foco salmantino. Sin embargo la decoración es inequívocamente
de inspiración gótica, tanto en los motivos como en el tratamiento –por otra
parte muy relacionada con Ciudad Rodrigo, como ya señaló Gómez-Moreno–, con
elementos como el friso que aparece en el plinto de una de las semicolumnas,
cuyos arquillos no dejan lugar a dudas. Nos hallaríamos por tanto ante un
edificio bastante complejo, donde incluso podemos ver rasgos muy arcaicos
–collarino sogueado, cimacios de lacería geométrica–, aunque la estructura
básicamente puede considerarse de inercia románica. Gómez-Moreno supone que la
construcción se inició en la segunda mitad del XII para concluirse en el
siguiente, mientras que G. Ramos, aún reconociendo elementos gotizantes, se
decanta por una cronología románica tardía. Por nuestra parte creemos que todo
el edificio –salvo las modernas modificaciones– responde a un mismo
planteamiento, aunque su ejecución bien pudo dilatarse durante años. Aún así
creemos que la obra se pudo ejecutar incluso durante la segunda mitad del siglo
XIII, pues aunque se mantienen las influencias del último románico, los rasgos
inequívocamente góticos aparecen por doquier, sin que puedan establecer por
tanto una sucesión de fases. Constituye por tanto un buen ejemplo de la enorme
perduración de las influencias románicas en el mundo rural, y que alcanzan
probablemente en algunos casos tiempos que nos podrían parecer excesivamente
avanzados, si verdaderamente fuéramos capaces de conocerlos con exactitud.
Fermoselle
Fermoselle se encuentra en el extremo
suroccidental de la provincia, a 60 km de la capital, junto a los límites con
Portugal y con la provincia de Salamanca, unas tierras ásperas, aunque muy
favorables para el cultivo de viñedo y olivo, cuyos productos fueron muy
posiblemente uno de los factores de su desarrollo durante la Edad Media, como
aún lo son hoy.
Cercano al encajado Duero, el caserío ocupa un
espigón granítico de escarpadas laderas, por las que se derrama y sobre el que
ha configurado su particular urbanismo. Es, en consecuencia, la única población
de toda la comarca de Sayago que tiene una verdadera estructura urbana de
pequeña ciudad, heredera de un abigarrado núcleo urbano medieval de empinadas,
sinuosas y estrechas calles, con el subsuelo horadado por bodegas. el centro se
halla la iglesia parroquial, mientras que el extremo occidental, más escarpado
aún, queda el solar del antiguo castillo, del que apenas si subsisten algunos
restos.
Su posición dominante sobre el entorno y su
ubicación estratégica, tan próxima a la raya portuguesa, consolidaron desde muy
pronto la importancia de Fermoselle, si bien las primeras noticias documentales
de su existencia no son demasiado tempranas, como tantas veces ocurre con las
poblaciones sayaguesas.
Aunque su nombre se ha considerado de raíz
germánica y tradicionalmente se ha dicho que aquí se retiró la reina Urraca
después que fuera repudiada por Fernando II, la primera mención de que tenemos
constancia, muy escueta, es de 1182, aunque no será hasta comienzos del siglo
XIII cuando parece que empieza a adquirir cierta relevancia histórica. Así, el
17 de diciembre de 1205, Alfonso IX otorga a la catedral de Zamora y a su
obispo Martín I su realengo de Fermoselle: Do et hereditario iure concedo
Deo et ecclesie Sancti Salvatoris de Cemora et vobis domno Martino, eiusdem
sedis episcopo, ac uestris succesoribus in perpetuum quantum ad regiam pertinet
uocem in uilla illa de Saliago que dicitur Fermoselli, in termino de Cemora,
cum ipso castello et cum suis pertinenciis et directuris, exceptis illis
duodecim postariis qui cum concilio de Cemora solent facere forum. Sin
embargo el obispo no debió tomar posesión del lugar, al menos de manera
efectiva, ya que algunos años después el monarca sigue ejerciendo su dominio,
como constata el hecho de que el 16 de febrero de 1221, estando el mismo rey en
la cercana localidad de Fariza, concede fuero al concejo de Fermoselle.
Tal privilegio será posteriormente confirmado
por los reyes Fernando III (1234) y Alfonso X (1255), aunque escasamente un año
después de la confirmación de este último monarca, él mismo envía una carta al
concejo de Fermoselle notificando que había entregado la villa al obispo don
Suero, ordenando a sus habitantes que no se opongan a ello y al prelado que les
mantenga sus antiguos privilegios. Algunos días después –posiblemente a
instancias del monarca– es el concejo de Zamora quien entrega al obispo los derechos
que tenía en Fermoselle, excepto la tercia concejil y el yantar. De todos modos
y a pesar de las recomendaciones del rey de que los habitantes se sometan al
obispo, éste debió encontrar oposición pues el 5 de junio de 1256, ante las
quejas presentadas por don Suero, Alfonso X manda una delegación para que
obligue al concejo de Fermoselle a acatar sus deseos y que reciban al obispo
como señor de la villa. De este modo se debió dar por zanjado el asunto y en
septiembre de ese mismo año el rey concederá la celebración de un mercado todos
los sábados.
Sin embargo ahora parece que es el concejo de
Zamora quien se muestra verdaderamente reticente a entregar al obispo los
derechos y propiedades que tenía en Fermoselle, contra el acuerdo que había
adoptado en 1256, lo que obligaría a una nueva intervención real que, en
numerosas cartas expedidas en 1260 y 1261, instará a los zamoranos a que
cumplan lo acordado e indemnicen al obispo por los daños que le han causado en
la villa, fundamentalmente causados por el derribo de casas, a todo lo cual
finalmente acceden, aunque no sin muchas presiones. Unos años más tarde, en
1281, el mismo obispo don Suero permutará con el cabildo de la catedral la
tercera parte de Fermoselle a cambio de las villas de Villardefrades y
Villavellid.
A principios de mayo de 1292 encontramos otro
nuevo documento, expedido por Sancho IV, en el que dona al obispo Pedro II de
Zamora y al cabildo de la catedral el castillo y la villa de Fermoselle,
ordenando a sus habitantes que respeten a dicho prelado. Martín Viso supone que
quizá este monarca se había arrogado el dominio de la fortaleza en los tiempos
de la sublevación contra su padre. A finales del mismo mes es el obispo quien
entrega villa y castillo a don Pay Gómez. Algunos años después, en 1296 se documenta
un pleito entre el obispo y el cabildo sobre los derechos en la villa ya que el
colegio catedralicio afirma que le correspondían la mitad; se nombran unos
jueces árbitros que dictaminan efectivamente que Fermoselle es propiedad de las
dos instituciones.
Durante el siglo XIII, aunque sin fecha exacta,
se registran además conflictos fronterizos en los que la villa aparece
manteniendo una serie de altercados mutuos o “malfeitorias que feseron iles
a nos e nos a eles”, con los templarios de Mogadouro y Pennas Roias, como
recoge Martín Viso. El acuerdo que pone fin a las desavenencias expresa que “todo
ome de Fermosele que agarem en no termino dos freires do Temple pascendo ervas
con sos ganados ou tirando madiras ou casca ou carvon, ou home que agarem
descarevando et non det recabido como anda eno termino dos freires do Temple
eno regno de Portugal, como parte Miranda con Fermosele, fazarem dele iustiçia”.
Los años del reinado de Fernando IV, tan
complicados para los reinos de Castilla y León, debieron afectar también a la
villa, según parece deducirse de un documento fechado en 1308 en el que Diego
López entrega el castillo de Fermoselle al deán Pascual Pérez y al cabildo
zamorano, en cumplimiento del mandato del obispo, prestándole además homenaje.
Desde entonces el poder del obispo y cabildo
sobre la villa y castillo es indudable, recibiendo además algunas donaciones de
particulares y desempeñando la facultad judicial. Así hasta los últimos
importantes acontecimientos históricos en que se vio envuelta la villa, esta
vez de manos del obispo comunero Antonio de Acuña, de fuerte temperamento,
quien ya en 1507 mantuvo preso en el castillo de Fermoselle al alcalde de casa
y corte Rodrigo Ronquillo cuando éste trató de que dejara libre la sede
episcopal zamorana, de la que se había apropiado por la fuerza, antes de que
fuera oficialmente reconocido como obispo en septiembre de 1508. Durante la
Guerra de las Comunidades tomó claro partido por los sublevados y esta villa
sería uno de sus más firmes apoyos, hasta la derrota comunera y posterior
ajusticiamiento de Acuña, precisamente a cargo de Ronquillo, tras lo cual
Carlos I ordenó la destrucción del castillo.
Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción
Aunque la villa tuvo más parroquias, la actual,
bajo la advocación de Santa María, debió ser la más importante, ubicándose en
el centro del casco urbano, junto a la Plaza Mayor, asentándose sobre una
plataforma construida en plena ladera.
Aparece en sendos documentos del año 1360 en
los que doña Misol, viuda de Tomé Bartolomé y moradora en Fermoselle, dona a
Alfonso Esteban, sobrino suyo y capellán en Santa María, todas sus propiedades
en la villa con el fin de que rece por su alma.
Como las demás construcciones del lugar, el
templo está levantado en granito, material muy abundante, predominando el
despiece de sillería. Se trata de una iglesia compuesta por cabecera
rectangular, con corto crucero cubierto por cúpula, obra renovada hacia el
siglo XVIII, y nave tardogótica dividida en cuatro tramos separados por tres
grandes arcos apuntados, en alguno de cuyos muros se conservan vestigios que
pueden remontarse hasta la época que nos ocupa. Diversas dependencias rodean la
cabecera, mientras que a mediodía del primer tramo de la nave se levanta una
alta torre, de cronología también moderna.
Consta de tres portadas, al norte la que hoy
sirve de entrada principal, abierta seguramente en el siglo XVIII; otra a los
pies y otra más en el lado sur, bajo pórtico, estas dos de cronología
tardorrománica.
En realidad los restos románicos son bastante
imprecisos y se reconocen en varios puntos de la caja muraria de la nave,
aunque algunas piezas han sido reutilizadas en la cabecera. En el interior del
templo, cuyos muros han sido desprovistos del revoco, se aprecian en el testero
de la capilla mayor numerosos sillares con moldura de bocel y filete en ángulo,
de inequívoca cronología románica. Por lo que respecta a la nave, tanto en el
muro norte como en el sur se pueden ver una serie de ventanas de medio punto
cegadas, cuya fecha no nos atrevemos a concretar con seguridad como románica,
aunque es muy posible.
El muro meridional parece ser el que conserva
los restos más antiguos. En su interior se ve una de esas ventanas cegadas,
sobre la que después se ha dispuesto uno de los arcos góticos; otra ventana
idéntica se abre al interior mediante sencillo abocinamiento, pero al exterior
está cegada, por coincidir con la torre.
En el segundo tramo se abre la portada actual,
centrada entre las semicolumnas, pero que parece sustituir a otra anterior, más
desplazada hacia el este; en el tercer tramo se aprecian restos de otra puerta
y finalmente en el último tramo destaca un arcosolio, igualmente cegado, de
arco rebajado. Todos estos elementos no obstante son difíciles de fechar,
aunque si verdaderamente donde está la portada actual hubo otra anterior, ésta
nos debiera llevar a plena época románica, aunque también cabe la posibilidad
de un desplazamiento, como tendremos ocasión de comentar.
En el exterior el edificio es también un
compendio de reformas y diferentes paramentos cuyo detenido análisis escapa de
las intenciones de este trabajo.
Comenzando por el muro meridional, se aprecia
que ha sido remozado en varias ocasiones, al menos parcialmente, aunque en el
tercer tramo conserva numerosas marcas de cantero. El desgaste del granito y la
tosquedad del mismo parecen haber borrado sin embargo muchas de ellas. Destaca
en uno de los sillares del mismo tramo una inscripción de difícil lectura,
escrita en letra minúscula gótica, articulada en tres líneas, en las que
llegamos a leer de manera más o menos clara lo siguiente: d[o]n enriche fizo
esta …… xiii años. Con un poco más de esfuerzo el mensaje podría
completarse de la siguiente manera: don enriche fizo esta portada dxiii años, y
se referiría al inmediato pórtico que precede a la puerta meridional, cuya
construcción en época de los Reyes Católicos han mantenido numerosos autores,
lo que corroboraría esa fecha de 1513.
Esta portada meridional se halla a ras de muro
y presenta arcuación apuntada, con cuatro arquivoltas y chambrana, decoradas
con diversos motivos. El de ingreso tiene arista de bocel, flanqueado por
medias cañas, un motivo semejante al de la segunda arquivolta, que es
escalonada, también con boceles y mediascañas. A partir de tan sencillos
motivos Guadalupe Ramos elabora una interpretación que creemos a todas luces
exagerada: “las dos arquivoltas interiores son de baquetones o boceles
gruesos, cuya simbología no sabemos, pero es evidente que hacen referencia al
Paraíso, ya que los 24 ancianos suelen estar sentados sobre un baquetón”.
La tercera arquivolta, cortada en chaflán,
porta una tosca decoración vegetal a base de florones cuadrangulares con nervio
central –unas formas que asemejan más a mariposas que a vegetación– y la cuarta
se construye a base de puntas de diamante formadas por cuatripétalas
lanceoladas –un motivo común en el románico zamorano, habitual en la capital, o
que se ve también en los canecillos de Sobradillo de Palomares– y finalmente la
chambrana porta pequeñas cabecitas humanas, imberbes, de corta melena.
En alguna de estas arquivoltas se llegan a ver
restos de color: amarillo en el arco de ingreso, rojo en el siguiente –sobre el
que se dispone a su vez otro color verde–, rojo también en el tercero e
igualmente en la chambrana. En cuanto a los apoyos, el arco de ingreso lo hace
en simples jambas mientras que las demás arquivoltas se apoyan sobre
columnillas acodilladas, con plinto y basas casi desaparecidos por la erosión,
fustes monolíticos y capiteles vegetales, los de la izquierda muy erosionados,
con acantos y hojas planas rematadas en bolas, mientras que los de la derecha
tienen mejor conservación, con distintos tipos de hojas que se enrollan o se
vuelven siempre en las puntas. Los cimacios son de listel y mediacaña rematada
en la parte inferior en bocel, un modelo muy particular que encontramos
parecido en otras iglesias de la capital zamorana, incluida la catedral, aunque
de forma casi idéntica son los de Santa María Magdalena, un edificio con el que
parece guardar más vinculaciones.
Muy similar es la portada occidental,
igualmente situada a ras de muro, integrada en un paramento que parece
contemporáneo de la misma y en cuya decoración vegetal Guadalupe Ramos quiso
ver “un canto a la santidad” y otros autores una “didáctica
evangélica: la virginidad, la eternidad, los cuatro Evangelistas o elementos de
la Naturaleza …”.
Consta también de cuatro arquivoltas y
chambrana, con arco de ingreso dotado de arista en cuarto de caña y restos de
pigmentación amarilla, al que le sigue una arquivolta cortada a chaflán –como
las demás–, decorada con flores tetrapétalas de botón central; la tercera
muestra rosetas de seis puntas, también con botón, y la cuarta presenta
rudimentarios motivos de doble cola y lazo superior que en realidad pueden
tratar de representar flores de lis, y que Valdueza y Panero describen como “libélulas
representativas de la Resurrección”. La chambrana muestra los mismos
motivos de flores cuadrangulares de seis pétalos y nervio central que veíamos
en la portada anterior, aunque ahora son de menor tamaño. En cuanto a los
soportes, el arco de ingreso apoya en jambas de arista cortada en cuarto de
caña y las demás arquivoltas sobre columnillas acodilladas como las de la
portada anterior, con capiteles también muy similares, toscos, de hojas
generalmente planas, rematadas en caulículos, con cimacios idénticos a los de la
puerta sur.
Por último, en el muro norte se aprecian restos
de un arco, sin duda correspondientes a otra portada, que ahora aparece cegada,
utilizando para ello sillares románicos con marcas de cantero.
La nave actual, a pesar de las reformas, parece
conservar las dimensiones del primitivo edificio, lo que hace pensar en una
iglesia de notables dimensiones. No obstante, cabe la posibilidad de que la
portada sur hubiera sido desplazada de lugar, como parece advertirse a partir
de los restos de otra arcuación en el interior de la nave, si bien también es
posible que sustituyera a otra puerta inmediatamente anterior y, supuestamente,
mucho más simple. En todo caso y al margen de tales elucubraciones, la proximidad
a portadas de la capital, como la de La Magdalena –que ya señaló G. Ramos– o a
la de San Vicente, es clara, si bien en ambos casos creemos que más desde el
punto de vista compositivo que decorativo, a pesar de que como aquella primera
presenta cabecitas en la chambrana. En cuanto a los motivos florales
cuadrangulares, salvando las distancias, recuerdan a los que decoran la portada
sur de San Juan de Puerta Nueva.
Por lo que respecta a su datación, son casi más
los elementos que nos llevan a una cronología gótica que a época románica,
tanto en cuanto a formas como a decoraciones, aunque indudablemente estas
portadas son herederas del románico más tardío de la capital. A pesar de la
opinión de Gómez-Moreno sobre su cronología de fines del XII o comienzos del
XIII, nos hallaríamos, a juicio nuestro, en unos momentos que perfectamente
podemos encuadrar ya en el segundo cuarto del siglo XIII, ante un edificio de
destacada construcción, como correspondería a la importancia que en esos
tiempos estaba adquiriendo la villa de Fermoselle.
Próximo Capítulo: Románico en Palencia, Románico en el Cerrato y los Alcores
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