Santo Domingo (antes Santo Tomé)´
La antigua parroquia de Santo Tomé, que
presidía la colación de su nombre, se sitúa en la parte alta de la ciudad
antigua, frente a la Puerta del Rosario, una de las dos salidas principales de
la ciudad hacia el oeste. Hoy su fachada constituye un magnífico retablo que
cierra la plaza de los Condes de Lérida, bordeándola por el norte la calle de
Santo Tomé y por el sur el convento de hermanas clarisas.
Datos históricos
Como ocurre con buena parte de los edificios
románicos, el silencio documental envuelve los orígenes de Santo Domingo de
Soria, aunque aquí la tradición ha casi suplantado a la historia. Su fundación
y devenir siguen de cerca el apogeo de la ciudad desde mediado el siglo XII;
fue Soria reconquistada y repoblada en fecha discutida de inicios del siglo XII
–en 1119 según los Annales Compostellani– por el aragonés Alfonso I el
Batallador, quien le concede fueros al año siguiente (1120). En 1136 el rey de
Aragón Ramiro II cede la ciudad al castellano Alfonso VII, produciéndose así su
definitiva integración en el territorio de Castilla. La collacion de santo
thome, situada junto a la Puerta del Rosario aparece en el Censo de 1270
encargado por Alfonso X y debemos suponer que así fue desde el inicio de la
urbanización de la ciudad, como prueban los vestigios de una edificación
anterior a la tardorrománica que hoy contemplamos.
En la renovación de la fábrica a finales del
siglo XII ha querido verse la intervención directa del gran monarca castellano
Alfonso VIII. El hecho de que pasase su minoría de edad en Soria –quizá viese
la luz en esta misma ciudad– y su matrimonio con la hija de Leonor de Aquitania
y el inglés Enrique II, Leonor Plantagenet, han sido los argumentos hasta la
saciedad esgrimidos para ver en la construcción de Santo Tomé un patrocinio
regio y la justificación del aire aquitano de la fachada, argumentos que, sin
que haya que descartarlos, no aparecen corroborados por testimonio documental
alguno. El tiempo de la minoría de edad del rey castellano estuvo marcado por
las disputas por el control del Reino entre las familias de los Castro y los
Lara, con intervención del reino leonés en favor de los primeros. En estos
enfrentamientos jugaba un papel importante la tutoría del futuro monarca, que
se encontraba confiado a la guarda de la colación de Santa Cruz de Soria,
puesto que suponía de facto la regencia de Castilla. Es sobradamente conocido
el episodio de la huida de los Lara con el niño-rey de Soria a San Esteban de
Gormaz y Atienza en 1163, burlando las pretensiones del leonés Fernando II.
Alcanzada la mayoría de edad de Alfonso, éste contrae matrimonio con la joven
de diez años Leonor Plantagenet en Tarazona en 1170 y de regreso a Burgos la
comitiva pasa por Soria. En la dote de doña Leonor figuraba la Gascuña,
territorio, sin embargo, sobre el que Castilla no llegaría a ejercer un poder
efectivo, ni siquiera tras la incursión de Alfonso VIII en 1205.
Pese a no existir un claro patrocinio regio en
la construcción de Santo Tomé tal como es evidente en el caso de Las Huelgas de
Burgos, sí es cierto que durante el reinado de Alfonso VIII se acomete la nueva
fábrica, que integra parte de una anterior y que se concluye verosímilmente en
los inicios del siglo XIII. Dada la peculiar estructura de gobierno de la
ciudad y Tierra (los famosos Doce Linajes de Soria) y siendo la de Santo Tomé
parroquia de la colación de su nombre es lógico pensar en la intervención de la
nobleza soriana en su construcción y reforma, pese a que ninguno de los linajes
celebrase sus juntas en la parroquia. En 1556, Francisco Beltrán Coronel,
maestrescuela de la catedral de Osma, decidió la instalación de un convento de
dominicos en Soria, costeando él mismo su construcción junto a Santo Tomé. Por
problemas económicos hubo de abandonarse la idea de dotar al convento de
iglesia propia, por lo que pidió la anexión de la parroquia de Santo Tomé. Tras
fuerte resistencia, en 1580 ésta pasó a convertirse junto a su función
parroquial, en templo del convento, hecho que a la postre significó también su
cambio de advocación. Instalados los dominicos, el señor de Retortillo, Juan de
Torres y Toledo y Luis de Castro, acometen el derribo de la cabecera románica
–que suponemos la de la primera edificación– y la construcción del último tramo
de nave, el crucero y la actual cabecera, bajo la dirección del maestro de
obras Francisco de Revilla. A fines del siglo XVI y con el patrocinio de las
nobles familias de los Medranos, Neilas y Coroneles se añaden a la nave
románica las dos capillas renacentistas, dedicadas al Santo Cristo (capilla del
evangelio) y a la Virgen del Rosario (capilla de la epístola). En 1586 los
frailes solicitaron al Ayuntamiento la licencia para cerrar la calle que
separaba la iglesia del conjunto conventual integrándola físicamente en él.
Tras la exclaustración de los años treinta del
siglo XIX, los dominicos abandonaron el monasterio, quedando un fraile a cargo
de la parroquia de Santo Tomé. En 1853 vuelve la vida monástica al instalarse
en el antiguo convento una comunidad de clarisas, que aún hoy se mantiene. En
1894 el obispo Victoriano Guisasola suprime la aún parroquia de Santo Tomé y
entrega el templo a las hermanas, que lo utilizan como conventual de su
comunidad, perdiendo entonces su advocación por la actual de Santo Domingo.
En 1884, y tras un informe emitido por la
Comisión Provincial de Monumentos sobre el estado de inminente ruina de la
fachada, la Comisión Central acuerda su conservación. Ésta se inicia con la
reconstrucción de las vidrieras del rosetón, aunque la primera restauración
integral del edificio data ya de 1917, bajo el patrocinio del vizconde de Eza y
la dirección del arquitecto Teodoro Ramírez Rojas. Además de la demolición del
antiguo coro de los dominicos, que ocupaba el fondo de la nave, trabajó en la
reparación de la fachada, sustituyendo fustes y otros elementos erosionados
como la mitad inferior del rosetón y desencalando el interior, por lo que la
bujarda impide hoy realizar una lectura arqueológica de los paramentos
internos. Entre 1990 y 1994 se procedió a la restauración de la fachada, con su
limpieza y consolidación, a cargo de la Consejería de Cultura y Turismo de la
Junta de Castilla y León.
Planta
Historiografía
Pudiera parecer que poco queda que aportar al
sinfín de líneas ya escritas sobre la que es, sin duda, una de las fachadas más
excepcionales del románico hispano. Ha sido repetidamente analizada tanto desde
el punto de vista arquitectónico como desde el estilístico e iconográfico,
erigiéndose como símbolo del románico soriano por delante de las dos catedrales
de la diócesis, edificios en origen de mayor envergadura, si bien es cierto que
en ellos lo románico aparece hoy como vestigios revestidos por fábricas más
modernas. No obstante, la cierta complicación arquitectónica, la extraordinaria
riqueza iconográfica y el particular estilo de la escultura dejan opiniones
diversas y hacen necesario un análisis minucioso.
Quien sería posteriormente (1917) el arquitecto
restaurador del edificio, Teodoro Ramírez Rojas, realizó en 1894 el primer
estudio que aborda el análisis del templo con los criterios de la época,
apuntando ya las conexiones aquitanas que más tarde y aún hoy se señalan en la
fachada. Las aportaciones de Lampérez y Romea (1901 y 1908), Agapito y Revilla
(1912), Taracena Aguirre y Tudela de la Orden (1928) y Gaya Nuño (1946)
resultan además de pioneras, fundamentales para el estudio de Santo Domingo,
amén de verse repetidas o confirmadas buen número de sus aseveraciones. En 1972
publicó Antonio Marichalar el primer estudio monográfico del edificio.
Zielinski (1976) realizó un rápido resumen de la iconografía, destacando su
carácter casi de único en lo hispano e insistiendo en la vinculación del
edificio a la monarquía castellana, especialmente en lo estilístico por parte
de Leonor, lo que explicaría su progenie poitevina. Lacoste (1979), en su
estudio del maestro de San Juan de la Peña, realizó la primera y hasta ahora
única caracterización estilística afinada de la escultura de Santo Domingo. Un
nuevo repaso al programa iconográfico fue aportado por Sáinz Magaña (1983 y
1990), en la última fecha poniendo en relación iconográfica la fachada con la
escultura de Silos y la navarra de Estella y Tudela. De la iconografía del
tímpano se ocupó Ruiz Ezquerro (1985). En ese mismo año se publica la más
completa monografía sobre el edificio, que llega hasta los tiempos actuales,
obra de Jiménez Gonzalo (1985). En la duplicidad inspiradora del eje
navarro-aragonés, por un lado, y silense por otro, insiste Frontón Simón (1992)
por lo que a la iconografía de la Natividad se refiere. Valdez del Álamo
(1986), en su tesis doctoral, considera la escultura de Santo Domingo como clave
para entender el trasiego de influencias estilísticas con el foco burgalés y
las cronologías de la segunda campaña de Silos, la escultura de la sala
capitular de El Burgo de Osma, Moradillo de Sedano, etc. Bango Torviso (1994)
señala el afán narrativo de una iconografía que resume la teoría de la
Redención, mientras establece una dependencia estilística con la escultura de
la catedral de Santo Domingo de la Calzada que más tarde discutiremos. Momplet
(1995) afina la dependencia en el planteamiento de fachada respecto del oeste
francés estableciendo un paralelismo con la fachada de Saint-Fort-sur-Gironde.
Por último, un análisis detenido que discurre en paralelo al del Pórtico de la
Gloria compostelano lo realiza, en lo relativo a los instrumentos musicales de
los Ancianos de la primera arquivolta, Gómez-Barrera (1997)
Arquitectura
La arquitectura del edificio aparece casi
eclipsada por la monumentalidad de su gran fachada. Del análisis arquitectónico
se desprende la duplicidad de campañas románicas, quizá no tan alejadas en el
tiempo como se ha supuesto. Del primitivo planteamiento del edificio nos resta
un tramo de la nave, que actualmente antecede al transepto y cabecera de
finales del siglo XVI, abovedado en cañón levemente apuntado, así como la torre
adosada a su paramento septentrional, compuesta de dos pisos separados por imposta
con decoración de tacos, el inferior macizo y cuyos muros se articulan con dos
niveles de arquerías ciegas, de arco de medio punto y pilastras la inferior y
arcos apuntados y semicolumnas con capiteles vegetales el superior. En el piso
superior se abrían los cuatro vanos para campanas, uno por cara y hoy cegados.
Son arcos de medio punto con chambrana decorada con tallo vegetal ondulante que
acoge hojitas.
En planta debió pues concebirse, en origen, un
modesto edificio de nave única cubierta con bóveda de cañón reforzada con
fajones doblados y torre adosada al norte, al estilo de otras construcciones de
la época. La nave de este edificio, posiblemente de mediados del siglo XII, fue
casi enteramente renovada en los últimos años del siglo.
El nuevo proyecto planteó ahora una iglesia de
tres naves –más del doble de ancha la central– separadas por pilares
cruciformes de dos tipos, con dobles columnas en los frentes que recogen los
fajones en el segundo y tercer tramo y una sola semicolumna en los que separan
el primer del segundo tramo. Los pilares de los tres tramos parecen preparados
para recibir arcos fajones doblados o bien bóvedas de crucería que nunca
llegaron a realizarse, quedando sin función las columnas de los codillos, en un
proceder contrario a la nave de la catedral de Salamanca, donde hubo que
adaptar los soportes a una crucería no prevista. En su lugar se cubrió la nave
con la actual bóveda de cañón apuntado con fajones simples y las colaterales
con bóvedas de cañón, cuyos fajones apean contra los muros en ménsulas. Las
bóvedas de las tres naves arrancan a una misma altura y sólo se destaca la
central por su mayor flecha, lo que determina que la iluminación de la nave era
indirecta, resultando el espacio lóbrego. Torres Balbás (1946), en su estudio
de los pilares con dobles columnas en sus frentes, califica de arcaísmo propio
de canteros locales el hecho de cubrir la nave central de Santo Tomé con bóveda
de cañón, pero no profundiza más en su análisis.
La notable diferencia de longitud de más de un
tercio entre el tercer tramo –el que empalma con la edificación anterior– y los
dos más occidentales parece indicar que este espacio se concibió como crucero,
quizá sin transepto destacado en planta (aunque este extremo sólo una
excavación podría confirmarlo), bien con la idea de aprovechar la cabecera del
templo ya existente, bien –y ello parece más probable– debiendo entregar una
fábrica a la otra de modo poco ortodoxo debido a un parón motivado quizá por
falta de financiación. En cualquier caso la campaña de finales del siglo XII se
detiene hacia el este en el tercer tramo, aprovechando el cuarto como tramo
recto ante el ábside. Este primitivo ábside, como señalamos anteriormente, fue
eliminado a finales del siglo XVI al erigir el transepto y cabecera
renacentista y desconocemos su morfología.
Aunque la presencia de dos lucillos en el tramo
más antiguo de la nave románica –con las armas de los Medranos y de los San
Clemente y obra del siglo XV– dificulta el análisis, vemos aún cómo éste
articula su paramento interno en dos niveles, separados por líneas de impostas
decoradas con tallos serpenteantes que acogen hojitas lobuladas, una a media
altura del muro y la otra en el arranque de la bóveda, prolongándose en los
cimacios de los capiteles. En ambos muros se conserva el pilar y la semicolumna
adosada que recogen el formero doblado y muy levemente apuntado. Junto a este
pilar y hacia el oeste, en ambos lados, aparece un grueso fuste sin remate ni
función constructiva ninguna, que apea en el basamento del pilar de la segunda
campaña y marca el punto exacto donde la reforma se detuvo.
En la capilla del Cristo (septentrional), el
análisis del pilar semiembutido en la fábrica del siglo XVI nos desvela
nuevamente la presencia de un elemento anómalo, como es la presencia de una
columna con su capitel cuya basa arranca a mayor altura que el resto de las del
pilar. Incluso dentro del nuevo proyecto de fines del siglo XII pueden
distinguirse dos maneras distintas, aparte del ya mencionado posible replanteo
de cubiertas. Los pilares del primer tramo presentan una sección más “clásica”,
frente a las dobles columnas en sus frentes de los del segundo y tercer tramo,
característica ésta más propia de arquitecturas avanzadas. Incluso la misma
torre manifiesta dos momentos en la duplicidad de las escaleras de caracol.
Resumiendo, podemos hablar de dos campañas
románicas en Santo Domingo, una de mediados y otra del último cuarto del siglo
XII, en la cual se produce un replanteo en curso de obra que afecta a los
soportes y la cubrición, desestimándose la primera idea de abovedar la nave con
crucerías y ejecutando una bóveda de cañón apuntado. Quizá dicho replanteo
respondiese a las dificultades económicas antes aludidas.
En cualquier caso, a finales del siglo XVI se
acometen las obras de la cabecera y transepto, así como las dos capillas
laterales, que dotan al templo de su actual aspecto. La capilla mayor posee
planta pentagonal y, como el crucero y los brazos del transepto, se levantaron
en mampostería y se cubren con bóvedas de crucería estrellada. La capilla
septentrional de la nave –dedicada al Santo Cristo– fue promovida por la
familia de los Medrano, cuyas armas decoran los capiteles y ménsulas que
reciben los nervios de la bóveda de crucería que la cierra, así como uno de los
contrafuertes exteriores. Como señala Martínez Frías, las obras se contrataron
en 1586 e intervinieron en ellas los maestros canteros Juan Pérez del Noval y
Juan de Villanueva. La capilla meridional, dedicada a Nuestra Señora del
Rosario, fue realizada por el maestro Domingo de Lué.
Tradicionalmente se adjudica el mecenazgo sobre
esta capilla a los Neilas y Coroneles, aunque Loperráez afirma que fue fundada
en 1598 por los señores de Retortillo, Juan de Torres y su mujer Doña Inés de
la Cerda. Rabal, por su parte, cree que esta capilla fue obra de los fieles. Se
cubre con bóveda de crucería con terceletes y su fábrica se adentra en los
terrenos del convento anexo.
La fachada occidental
Al cuidado ritmo arquitectónico de la fachada
de Santo Domingo y su excepcional decoración escultórica se suma el cálido tono
rojizo fruto de la rubefacción de la arenisca en la que se levanta para lograr
quizá la más armónica realización de fachada del románico hispano.
Su concepción de series de arcos ciegos
superpuestos, remate en piñón y rosetón sobre el antecuerpo de la portada es
anómala en lo hispano y han querido verse influencias directas de lo poitevino
y saintongés, explicadas por la venida de maestros del oeste de Francia
vinculados a la esposa de Alfonso VIII, Leonor, hija de la gran Leonor de
Aquitania. Los rosetones aparecen en edificios tardorrománicos castellanos,
aunque su calado es mucho menor, como en las portadas de Santiago del Burgo y
San Juan de Porta Nova de Zamora o la colegiata de Toro siendo el único que
alcanza su amplitud el ya gótico de San Pedro de Ávila. En un capitel con
representaciones arquitectónicas de las Claustrillas de Las Huelgas (Burgos)
aparece también un rosetón del tipo del soriano. Tampoco los paramentos de
fachada con sucesión de arquerías ciegas son desconocidos en lo hispano.
Aparecían ya en San Isidoro de León (fachada del Perdón), San Miguel de
Corullón o Coruña del Conde y dentro del ambiente cronológico y estilístico de
Santo Domingo las vemos flanqueando las portadas de Moradillo de Sedano y Ahedo
de Butrón, en Burgos. Sin embargo, el gran desarrollo en dos pisos hace que sea
con las grandes fachadas del oeste de Francia con las que un mayor paralelismo
encuentra esta de Santo Domingo, participando así de la influencia artística de
esta zona reconocible en el tardorrománico leonés y castellano. El juego
rítmico de arquerías superpuestas en la decoración de paramentos es recurrente
en el románico del Poitou, Saintonge y Guyenne. En estas fachadas, además de la
sucesión de arquerías, vemos la costumbre del remate a piñón del hastial con un
vano (ventanas en general) en el ángulo. Una de las más bellas como es la de
Petit-Palais en Gironde, o la de Saint-Privat-des-Prés en Périgord cuyo piso
inferior cuenta con una monumental portada de ocho arquivoltas y dos arcos
ciegos a cada lado y sobre él, piso medio con arquería ciega de nueve arcos y
piso superior liso con remate a piñón, la de Avy-en-Pons (Charente-Maritime),
con igual disposición, etc., confirman la progenie del oeste de Francia de
nuestra fachada, aunque sin que podamos establecer un origen concreto. Pese a
que los grandes edificios del momento sean Notre-Dame-la Grande de Poitiers y
la Abbaye-aux-Dames de Saintes, del cotejo de ambas fachadas con esta de Santo
Domingo no puede desprenderse como se ha escrito una relación directa de modelo
a copia. Pensemos además que entre las grandes realizaciones francesas y Santo
Domingo hay más de medio siglo de distancia, por lo que el modelo debió llegar
a Soria a través de los talleres inerciales de lo aquitano (sobre las
denominadas fachadas poitevinas vid. Tomasz H. Orlowski, “La façade romane
dans l’Ouest de la France”, Cahiers de Civilsation Médiévale, 135-136, n.º
3-4, 1991, pp. 367-377).
Fachada
En Santo Domingo se estructura la fachada en
tres pisos, los dos inferiores recorridos por arquerías ciegas y el superior
liso y rematado a piñón, separados verticalmente por el eje creado por la
monumental portada y el rosetón que la corona.
El piso inferior apoya en un banco corrido
común a la zona de arquerías y a la portada, moldurado con bocel y listel.
Los dos niveles de arcos ciegos se estructuran
de la misma manera, con dos dobles arquerías de medio punto sobre columnas
adosadas a cada lado de la portada, creándose únicamente un ritmo decreciente
en altura por la menor longitud de los fustes del piso superior.
Éste aparece enmarcado por sendas impostas
molduradas a bisel bajo pequeño bocel la inferior y simplemente a bisel la
superior. Los arcos, todos de medio punto y arista matada por un bocel, cobijan
en ambos pisos series de tres nichos semicirculares, en algún caso del lado
derecho simplemente insinuados y no excavados los superiores o bien series de
arquitos ciegos geminados o triples, representados a veces con sus
capitelillos. Este motivo decorativo, que parece inspirarse de las estelas
romanas de tipo columbario, es relativamente frecuente en monumentos burgaleses
como Ahedo del Butrón, Gredilla de Sedano, Abajas (aquí calados), Hermosilla o
Escóbados de Abajo, obras que comparten además con esta soriana afinidades
estilísticas en su decoración. Igualmente lo vemos en las ruinas de la torre de
San Nicolás de Soria.
Apoyan los arcos en capiteles sobre columnas
adosadas, restaurados los fustes y basas del piso inferior, aunque estas
últimas, a juzgar por las originales subsistentes en el piso alto, presentaban
perfil ático de toro inferior aplastado y con lengüetas.
El rosetón está dividido en ocho porciones por otras tantas columnillas encapiteladas sobre las que voltean arcos ultrasemicirculares decorados. Cuatro círculos concéntricos dan lugar a un marcado abocinamiento; el exterior se queda en tan sólo un semicírculo que, a modo de arco de medio punto, apoya sobre columnillas. Por fuera se dispone una chambrana de puntas de diamante. La zona inferior está muy deteriorada por efecto de la lluvia, toda vez que el antiguo tejaroz no cubría el frontón, pero las dovelas superiores muestran en figurillas de leones, jabalíes y otros animales, y escenas de caza de gran valor compositivo.
La portada se abre en un antecuerpo saliente
rematado por tejaroz sustentado por muy desgastados canecillos. Generada por un
arco de medio punto –que acoge el soberbio tímpano– sobre jambas lisas, se
abocina con cuatro arquivoltas y chambrana que apean en jambas de arista con
bocel y columnas acodilladas. Los capiteles de estas columnas se coronan con un
cimacio corrido que se continúa en las arquerías laterales.
Alineado con la portada y en el piso superior,
rematado a piñón, se abre el magnífico rosetón. Se protege con una chambrana
decorada con puntas de clavo sobre dos capitelillos de pencas y de la rosca
exterior bajan dos columnas adosadas acodilladas. Sus tres roscas abocinadas y
profusamente decoradas rodean un vano octopartito lobulado con clave central
horadada y columnas separando los gajos.
Escultura
Junto al interés de lo arquitectónico,
fundamentalmente la concepción de la fachada, es nuevamente esta parte del
edificio la que concentra el peso de una excepcional riqueza decorativa.
Analizaremos en primer lugar y en detalle la iconografía desarrollada, para
proseguir con el análisis estilístico y las conexiones de su plástica con las
grandes obras coetáneas. Estructuraremos la identificación de las escenas
siguiendo el gráfico siguiente.
PB. Capiteles del piso bajo de arquerías
PM. Capiteles del piso alto de arquerías
P. Capiteles de la portada
A. Arquivoltas de la portada
Capiteles de la arquería inferior
PB1. Capitel decorado con una pareja de
híbridos alados de cuerpo escamoso, afrontados a ambos lados de un árbol y
sobre un fondo vegetal de tallos y hojitas vueltas.
Arquería inferior izquierda. Ésta y su simétrica del lado derecho son muy parecidas a las del orden superior, con la salvedad de que son más altas y los fustes de sus columnas más esbeltos. Los arcos, en este caso, están formados por tan sólo tres dovelas. Los capiteles muestran temas decorativos diversos: grifos, sirenas, animales y algunas escenas bíblicas como la adoración de los Reyes Magos o dos figuras que podrían representar a Adán y Eva.
Arquería superior izquierda
Arquería superior derecha. Como su simétrica del lado izquierdo se compone de dos parejas de arcos geminados ciegos entre las que se interpone una pilastra. Arcos de medio punto de enormes dovelas (4 ó 5 por arco) baquetonadas lisas. Apoyan sobre columnas provistas de capiteles de variada iconografía que combina las figuras humanas con las de fantasía. Los tímpanos de los arcos están formados por tres pequeños arquitos rehundidos en el muro.
PB2. Capitel historiado muy desgastado. En la
cara norte se representa un personaje femenino con toca y velo, larga túnica y
calzado puntiagudo que porta sobre su regazo una especie de canastillo, quizá
de viandas. Junto a ella otro personaje vestido del mismo modo se lleva ambas
manos sobre su vientre. En el ángulo aparece un personaje de cabellos
acaracolados en actitud danzante o de marcha. En el frente de la cesta vemos un
personaje femenino con toca con barboquejo y el de la derecha barbado, sentados
ante una mesa juntando sus manos. En la cara sur del capitel un personaje
vestido con túnica corta impone su mano o agarra por los cabellos a otro, éste
con manto de abultados pliegues y barbado, que aparece ante una esquemática
representación arquitectónica. Su interpretación es oscura y, aunque cobraría
sentido su identificación como reflejo de la parábola neotestamentaria del rico
Epulón y el pobre Lázaro con la iconografía del capitel vecino, que condena la
avaricia, la lectura es dudosa, inclinándonos con Carmelo Jiménez por pensar
que se trata de la degollación del Bautista. Ambas iconografías tienen su
paralelo en sendos capiteles de San Juan de Duero.
PB3. La muerte y condena del avaro. Relieve muy
desgastado con la representación de la muerte del avaro, que yace en su lecho
con la bolsa henchida de monedas al cuello y sobre su almohada, mientras dos
seres monstruosos extraen por la boca su alma. En la cara norte del capitel
aparece una representación infernal en la que los dos demonios anteriores
sostienen el alma del avaro sobre una cabeza monstruosa de orejas puntiagudas
en actitud de engullir a otro condenado.
PB4. Capitel vegetal con dos niveles de hojas
de castaño, las superiores brotando de tallos en forma de “Y”.
PB5. Capitel historiado con la Epifanía. En el
ángulo norte y frente de la cesta aparecen los tres reyes, coronados y vestidos
con túnicas y mantos de gruesos pliegues, portando los presentes en pomos. El
último rey, con barba partida de puntas rizadas, en actitud de avanzar, como el
segundo, imberbe y de larga cabellera trenzada. En el frente aparece el tercer
rey, que realiza la proskinesis o genuflexión de respeto ante la Sagrada
Familia mientras se lleva la mano izquierda a la corona y ofrecería con la diestra
el presente, hoy perdido. En el ángulo de la cesta aparece la erosionada figura
de María, nimbada y sedente, con el Niño en su regazo, en posición frontal e
hierática. A su izquierda, la cara sur del capitel la ocupa San José, como
suele ser habitual barbado y en actitud apartada y pensativa, tocado con un
bonete gallonado y sentado apoyando sus manos en un bastón en “tau”.
PB6. Capitel figurado con dos híbridos de
leones rampantes opuestos sobre un fondo de tallos y brotes que juntan sus
cabezas humanas en el ángulo de la cesta. Poseen largas melenas y se detallan
las garras y el costillar. Bajo ellos y como eje de simetría aparece un árbol
con ramas en “Y”.
PB7. Erosionado capitel animalístico con dos
cuadrúpedos rampantes de orejas puntiagudas y pezuñas partidas afrontados en el
ángulo de la cesta, ocupada por un árbol en “Y”. El fondo es vegetal de tallos
y brotes en los que se enredan las figuras.
PB8. Tosco capitel historiado y muy erosionado
figurado con siete personajillos, dos de pie y el resto encaramandos en
ramajes. El de la cara norte ase una de las ramas y el de la cara sur parece
coger un fruto o podarla. La interpretación es dudosa aunque podría tratarse de
la talla de la viña.
PB9. Capitel animalístico con dos leones
rampantes de largas colas erguidas y en el centro un personaje que introduce su
diestra en las fauces de uno de ellos. Lo desgastado del relieve no permite
mayores precisiones, aunque la actitud de dominio por parte del personaje nos
llevaría a la representación de la figura del “Señor de los Animales” o
bien a identificarla con el pasaje de Daniel en el foso de los leones.
PB10. Misma temática del capitel anterior,
aunque aquí el personaje central viste túnica corta y ase por el pescuezo a dos
grifos, que alzan sus patas delanteras interiores sobre las rodillas del
personaje. Pese a la erosión del relieve éste permite precisar que se trata de
una representación de la “Ascensión de Alejandro” (vid. F. Español
Beltrán, 1984, p. 55).
PB11. Capitel con tres arpías de rostro humano
y acaracolados cabellos, una en cada cara de la cesta, y sobre las alas
plegadas de dos de ellas unos extraños híbridos de rostro leonino y cuerpo
cubierto de lana.
PB12. En la cara norte de este capitel aparece
un híbrido de torso humano de cabellos acaracolados y desnudo alzando su brazo
derecho y parece que protegiéndose con un escudo. Los cuartos delanteros son de
equino, como si de un centauro se tratase, pero lo remata una cola de reptil.
En la otra cara aparecía otro híbrido similar, sumamente erosionado.
Capiteles de la portada
P1. Capitel de la Creación del Universo.
Curiosa representación del primer capítulo del Génesis en la que se figura la
separación de las aguas (Gén I, 1-10), la creación del firmamento y las
estrellas (Gén I, 14), del sol y la luna (Gén I, 16-19) y de los vegetales (Gén
I, 11-13). La figura del Dios Creador aparece bajo el aspecto de un personaje
barbado y vestido con túnica y manto y portador de nimbo crucífero, atributo
habitualmente exclusivo de Cristo y que aquí se asocia quizá para reforzar su
carácter único y trinitario. En la separación de las aguas aparecen éstas
representadas como ondas; en la creación del firmamento, el Creador recoge con
su mano izquierda un pliegue del manto y con la diestra muestra las
esquemáticas estrellas sobre una forma arbitraria. En el frente de la cesta,
cuyo fondo aparece recorrido por ondulaciones, el Creador apoya sus pies sobre
los astrágalos de la cesta doble y abre el manto con sus brazos extendidos en
los que muestra dos discos, con incisiones concéntricas uno (el sol) y
escalonado el otro (la luna). En la cara sur del capitel y pese a la erosión
del relieve, vemos un ángel ante una esquemática representación de un árbol, en
lo que debe ser la Creación de la Naturaleza.
P2. Prosigue el relato del Génesis en este
capitel con la Creación del hombre (Gén I, 26-27 y II, 7), en el que, en dos
momentos sucesivos, el Creador aparece agachado modelando la figura desnuda y
barbada de Adán, quien aparece en los brazos de Dios en actitud inerte,
mostrando la planta de su pie izquierdo. En la otra cara se representa la
creación de Eva (Gén II, 21-22), extraída literalmente del costado de Adán,
quien en su sopor, se postra con una difícil contorsión.
P3. Siempre siguiendo el ciclo del Génesis, en
este capitel se representa al Creador entre los primeros padres, desnudos y a
los que sujeta la mano diestra, mientras que con la izquierda Adán realiza el
gesto de adoración con la palma extendida y Eva la apoya en la cadera. Quizá se
simbolice en esta escena el mandato recogido en Gén III, 3. En la otra cara
aparece la escena del Pecado Original (Gén III, 6-8), con Adán y Eva a ambos
lados del árbol prohibido, en cuyo tronco se enrosca la serpiente. Eva aparece
cogiendo el fruto mientras Adán se lleva su mano izquierda a la garganta y con
la diestra, a la altura de la cadera, realiza un gesto de rechazo mostrando la
palma hacia Eva.
P4. Se representa aquí la reprensión del Pecado
(Gén, III, 9-19) con el Creador, ataviado como en las escenas anteriores y
rodeado de brotes vegetales, dirigiéndose a los primeros padres con un gesto de
su diestra. Ambos tapan su sexo con hojas y Adán realiza un gesto con la palma
de su mano izquierda extendida.
P5. Coronando la jamba izquierda aparecen dos
figuras descalzas ante una tercera sedente. El primer personaje, ataviado con
túnica y manto, recoge un borde de este último con su mano izquierda y realiza
el gesto de respeto mostrando la palma de su diestra. Le sigue un personaje
barbado que sostiene algo en su mano izquierda mientras con el fracturado brazo
derecho parecía señalar al tercer personaje. Éste, por su parte, señala a la
pareja con el índice extendido de su mano izquierda, aparece sentado, viste túnica
y manto y calza zapato puntiagudo, mientras sostiene un rollo o filacteria en
su diestra. En el ángulo de la mocheta y muy mutilado, se percibe el torso de
un infante armado con cota de malla y una espada en su diestra. En el frente
interno observamos a dos personajillos descabezados bajo una representación
arquitectónica de dos arcos apuntados y perlados, soportados por columnas con
capitelillos vegetales y coronados por torres almenadas. Los personajes
aparecen sentados, el derecho cruzando sus piernas y ambos mostrando la palma
de su mano izquierda mientras con la derecha recogen un pliegue de su manto. El
significado de estas escenas es enigmático. Taracena piensa que pudiera
tratarse de las figuras de los monarcas Alfonso y Leonor.
P6. La cara exterior de la mocheta del lado
derecho aparece rasurada, mientras en la interior vemos a un personaje barbado
y de larga cabellera con nimbo gallonado arrodillado ante otros dos. El primero
muestra la palma de su mano izquierda y ofrece su diestra, que es cogida por un
personaje barbado y de largos cabellos trenzados que se apoya en un bastón en “tau”,
tras el cual aparece otro personaje idéntico y como el anterior descalzo. Su
significado se nos presenta oscuro, aunque Taracena y Carmelo Jiménez lo
interpretan como la curación del paralítico.
P7. El capitel interior del lado derecho de la
portada retoma el ciclo del Génesis iniciado en el otro lado con la Expulsión
del Paraíso (Gén III, 23-24). El ángel, con la espada en su diestra y ante una
representación de la entrada del Edén como un arco con galería almenada y una
puerta con sus alguazas y cerrojo, presenta cabellos acaracolados y viste una
larga túnica. Adán y Eva, en similar actitud a la escena de la reprensión,
tapan sus sexos con hojas.
P8. El trabajo de la tierra (Gén III, 17-19),
como consecuencia del Pecado, aparece ejemplificado por Adán vestido con túnica
asiendo un arado romano del que tira un buey. Ante ellos, Eva, vestida con
manto, túnica y velo, levanta con su izquierda la rueca, hoy casi irreconocible
por la erosión, mientras recoge con su diestra el borde del manto.
P9. Se inicia aquí el ciclo de Caín y Abel con
las ofrendas del fruto de su trabajo en un altar recubierto por un paño (Gén
IV, 3-4). Caín, con túnica corta y barbado eleva un haz de trigo mientras su
hermano, vestido con túnica larga, alza un cordero sobre el ara.
P10. La representación de la muerte de Abel por
Caín (Gén IV, 8) nos muestra al segundo, vestido con túnica y sayón,
sosteniendo en su mano izquierda una azada mientras eleva su diestra. Ante él
yace inerte Abel. El Padre, barbado y con nimbo crucífero, reprende el crimen
alzando su mano derecha (Gén IV, 9-15). Divide esta escena de la siguiente del
capitel doble un brote vegetal rematado en cogollo. Tras él vemos a dos
personajes vestidos con túnicas cortas, el primero, imberbe, posa su mano en el
hombro del otro, como guiándole. Éste, barbado y con la cabeza vuelta, tensa el
arco que sostiene en su mano izquierda hacia un tercer personaje, enredado en
la maleza, en la cara corta del capitel. El significado algo oscuro de la
escena podemos identificarlo sin apenas dudas con la tradición judía de la
muerte de Caín. Según la tradición rabínica, el personaje con el arco es Lamec,
uno de los descendientes de Caín quien, aunque casi ciego, solía salir a cazar
guiado por su hijo Tubalcaín. Un día, confundiéndolo con una presa, Tubalcaín
guía la flecha de su padre contra Caín, oculto entre unas ramas. La iconografía
cristiana recoge esta tradición, aunque los ejemplos iconográficos son escasos.
El asunto aparece en el pasaje miniado de la Creación (fol. 6) de la Biblia de
Roda (B. N. de París) donde aparecen Caín, Lamec tensando su arco y Tubalcaín,
identificados todos por letreros. En otra miniatura, ésta del fol. 11v. del
Beato de Fernando I (1047) aparece representado Lamec, acompañado del texto
identificativo Noe filius Lamech. La escultura románica nos deja los ejemplos
borgoñones de sendos capiteles del nártex y nave de la Magdalena de Vézelay y
un capitel del interior de San Lázaro de Autun, no conociendo nosotros en lo
hispano otro ejemplo que este soriano. Con este capitel que nos pre viene de la
persistencia del pecado entre los hombres se cierra el ciclo del Génesis.
En los cimacios de la arquería baja y portada,
sobre la decoración vegetal y animalística que en ellos se desarrolla, vemos un
friso de hojitas, sustituida por una banda plisada en zigzag en las mochetas y
capitel de la Expulsión del Paraíso. La decoración de los cimacios combina
motivos vegetales, del Bestiario y algunas figuraciones humanas. De izquierda a
derecha vemos, enredados y enmarcados por ondulantes tallos y brotes lobulados:
pájaros de lomos vueltos picoteando granas, grifos, arpías con escudo losange
combatiendo con otras bestezuelas aladas, un infante clavando su espada corta
en un dragoncillo alado, otro personaje enredado en el follaje que es atacado
por dos dragones que le muerden las piernas, tres dragones más, de aire
silense, enredados en tallos y una sucesión de arpías de cabeza felina y una de
rostro humano. En la parte derecha de la portada se repiten los mismos temas:
dragones mordiendo el follaje, un felino rugiente de cuerpo velludo con
mechones rizados, aves afrontadas de orejas puntiagudas engullendo follaje, una
pareja de cápridos afrontados entre vegetación, un infante armado con lanza que
es atacado por una pareja de híbridos, otro híbrido y motivos vegetales muy
erosionados. No hay, como vemos, un mensaje en estas figuraciones, que por su
emplazamiento e iconografía representan un marco adecuado a la libertad
decorativa de los escultores, a semejanza de las marginalia de las miniaturas.
Otro tanto ocurre con los relieves del rosetón.
Capiteles
de la arquería alta
PM1. Pareja de arpías de largos cuellos,
afrontadas y con las colas rematadas por tallos vegetales.
Arquería superior derecha. Como su simétrica del lado izquierdo se compone de dos parejas de arcos geminados ciegos entre las que se interpone una pilastra. Arcos de medio punto de enormes dovelas (4 ó 5 por arco) baquetonadas lisas. Apoyan sobre columnas provistas de capiteles de variada iconografía que combina las figuras humanas con las de fantasía. Los tímpanos de los arcos están formados por tres pequeños arquitos rehundidos en el muro.
PM2. Muy erosionado, parece advertirse un
jinete que alza o clava su lanza contra una bestia. PM3. Representa un infante
clavando su lanza en un híbrido monstruoso.
PM4. En este capitel de ábaco con dados y
volutas en los ángulos, un jinete ataca lanza en ristre a un dragón alado.
PM5. Dos parejas de arpías de cuerpo escamoso y
cabeza humana afrontadas dos a dos.
PM6. Dos leones de rugientes fauces, afrontados
y enredados en tallos con brotes.
PM7. Serie de cuatro personajes bajo arquillos,
el primero de ellos mostrando la palma de su diestra y recogiendo un pliegue
del manto con la otra y el segundo, barbado y con túnica larga, lleva sus manos
sobre su cintura, en actitud de sostener un objeto irreconocible. Éstos, como
los otros dos, portan filacterias.
PM8. Muy erosionado. En la cara corta norte
vemos un personaje bajo un arquillo de medio punto. Tras él el relieve se hace
irreconocible. En la otra cara de la cesta vemos dos personajes, el del ángulo,
muy erosionado, parece sostener un báculo, mientras que el otro, bajo otro arco
de medio punto, viste túnica y manto y porta un báculo.
PM9. Bello capitel vegetal de hojas estrechas y
lisas rematadas en voluta y anudadas en su base.
PM10. Dos parejas de aves de cuellos vueltos
picoteando bayas y afrontadas dos a dos.
PM11. Capitel vegetal de hojas carnosas de
marcados nervios y puntas vueltas horadadas por puntos de trépano y en los
ángulos, hojas lisas con caulículos.
PM12. Pareja de grifos afrontados.
El tímpano
Es el tímpano la escena central de la
composición de la fachada y en la que llega a su culmen el mensaje
iconográfico. Lo preside, inscrita en una mandorla perlada, una figuración de
la Trinidad, con la imponente figura de Dios Padre sentada en un trono rematado
por cabezas de felino, coronado, realizando la bendición y sosteniendo en su
regazo la representación del Hijo.
Éste alza sus brazos con un gesto bendicente de
su diestra y mostrando el Libro en su mano izquierda. Sobre la corona del Padre
y emergiendo de una representación de ondas, vemos la descabezada paloma que
simboliza al Espíritu Santo. Rodea la mandorla el Tetramorfos cuyos símbolos
son sostenidos por ángeles en paños de los que salen filacterias, salvo la
figura de Juan, representada por un ángel que sostiene un libro. El esquema
general de la composición es el mismo del tímpano de San Nicolás de Tudela y Moradillo
de Sedano, aunque aquí es un Pantocrátor el que preside la composición. A ambos
lados del tema central vemos representadas dos figuras de intercesores, la de
la derecha fácilmente identificable con la Virgen María, coronada y sedente,
con el característico gesto de respeto mostrando la palma de su mano derecha y
recogiendo, con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda, el borde de un
pliegue de su manto. Este gesto amanerado es algo así como una “marca
distintiva” de un buen número de imágenes tardorrománicas de María
estilísticamente relacionadas en la zona oriental de Castilla. Citemos, por
ejemplo, las imágenes de Alcanadre (La Rioja), Butrera y Gredilla de Sedano
(Burgos), Berlanga de Duero (Soria), etc. La figura de la izquierda es un personaje
masculino sedente, barbado y portador de un nimbo gallonado, que muestra la
palma de su mano izquierda mientras sujeta un rollo o filacteria extendida con
su diestra. La falta de atributos o inscripciones identificativas (quizá la
portase pintada en la filacteria) deja su interpretación en lo hipotético. Lo
que manifiesta la presencia de rollo o filacteria es que el personaje es
portador de un mensaje. Podemos especular que dicho mensaje pertenece a la
Antigua Ley, es decir, al Viejo Testamento, debido al soporte. Es frecuente que
los portavoces del Nuevo Testamento simbolicen su mensaje mediante un libro
(así en la arquivolta exterior de la portada) y los del Antiguo mediante un
rollo o filacteria. Desacreditaría este convencionalismo, junto al de representarle
imberbe, la caracterización como San Juan Evangelista. No obstante, ambos
argumentos pueden refutarse, pues no faltan ejemplos de evangelistas con rollos
ni de representaciones de San Juan barbado, como es el caso del presente en la
Crucifixión de la tercera arquivolta. Pensamos que quizá el profeta Isaías
–identificado por inscripción en el tímpano del Cordero de Armentia– sea el
aquí representado. Personajes mediadores en teofanías o visiones celestiales,
–rasgo típicamente hispánico– los encontramos además de en los ejemplos ya
citados, en los tímpanos de San Miguel de Estella, Moradillo de Sedano, San
Nicolás y la Magdalena de Tudela, Berlanga de Duero y, con menor consistencia
iconográfica, en Gredilla de Sedano, siendo en muchos casos su identificación
discutible y variada. Son, en cualquier caso, testigos de la gloria divina, ya
sea su función específica la de mediar o prestar testimonio.
Las arquivoltas de la portada
La primera arquivolta se mantiene en el ámbito
celestial del tímpano y recoge la representación de los Veinticuatro Ancianos
tal como se describen en la visión del Apocalipsis: “…sobre los tronos
estaban sentados veinticuatro ancianos, vestidos de vestiduras blancas y con
coronas de oro sobre sus cabezas” (Ap IV, 4), y “… teniendo cada uno su cítara
y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos” (Ap
V, 8). En efecto, los Ancianos, coronados y portadores de nimbos gallonados,
aparecen sentados, con redomas y pomos gallonados y tocando, afinando o
mostrando instrumentos musicales: fídulas ovales, una fídula en forma de ocho,
un organistrum o zanfoña, dos salterios rectangulares, un arpa y quizá un
arpa-salterio. En la clave del arco aparece un ángel de alas extendidas,
igualmente sedente, nimbado y portador de un pomo gallonado, sujetando el borde
de su manto con dos dedos, repitiendo el ademán de la imagen de María en el
tímpano.
La asociación de los ancianos a imágenes
celestiales como la del tímpano es frecuente. En ocasiones estas imágenes son
apocalípticas, como en el similar caso de Moradillo de Sedano, en el que en la
mandorla de Cristo se grabó la inscripción alusiva al pasaje del Apocalipsis V,
5. En otros casos, como Ahedo del Butrón y quizás Cerezo de Riotirón, los
ancianos rodean una Epifanía, por lo que parece primar el carácter triunfal de
la visión.
Arquivoltas
En la segunda y tercera arquivoltas pasamos de
las visiones celestiales al ciclo neotestamentario de la Natividad e Infancia,
en uno de los desarrollos iconográficos más completos del tardorrománico
hispano. La segunda arquivolta aparece enteramente ocupada por el tema de la
Matanza de los Inocentes (Mt. II, 16-18; Protoevangelio de Santiago, XXII, 1-2
y Evangelio del Pseudo Mateo, XVII, 1), representada con una minuciosidad y
crueldad extraordinarias. Destaca la diversidad de actitudes de los soldados al
degollar o atravesar con la espada o lanza a los infantes, ante los gestos de
dolor de sus madres, y en las que el escultor abandona la posición estática y
frontal de las figuras del tímpano y primera arquivolta por una variedad de
posturas, atreviéndose incluso con la visión de espaldas. Visten los verdugos
túnicas cortas y cotas de malla con calzado puntiagudo, mientras las madres
aparecen tocadas con velos y realizan gestos de desesperación como mesarse los
cabellos o lacerarse el rostro. Dos escenas complementarias del tema acompañan
a la Matanza. Se trata del rey Herodes, sedente y coronado, escuchando los
dictados de un horrible demonio alado mientras se mesa las barbas. A su
derecha, un soldado armado con espada y escudo espera las órdenes emanadas de
la influencia del maligno. Este asunto fue tratado en extenso por Marisa
Melero, quien considera el foco soriano como difusor de tal iconografía, que
encontramos con similar tratamiento en la sala capitular de El Burgo de Osma,
en el interior de San Juan de Duero, en la iglesia segoviana de Languilla y en
Santa María Magdalena de Tudela. La presencia diabólica junto a Herodes aparece
también en un capitel del interior de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo
(Palencia). Señala Melero como origen de esta inspiración diabólica de Herodes
el pasaje del apócrifo Historia de José el Carpintero (VIII, 1), aunque la
presencia física del diablo inspirando vicios o maldades no sea infrecuente en
la iconografía medieval, caso del tema del avaro. Este consejo de Satán a Herodes
encuentra su contrapunto en las apariciones angélicas de la tercera arquivolta
y, más directamente, en las tres figuras que ocupan el centro de esta segunda.
Se trata de una figura barbada y sedente con nimbo gallonado que recoge en su
regazo sobre sus manos veladas dos cabecitas y dos ángeles que sujetan en un
paño otras dos cabecitas cada uno, símbolos de las almas de los Inocentes. Ya
se interprete como el Seno de Abraham (Melero) o como Dios Padre (Jiménez
Gonzalo), el significado no es otro que la obtención por el alma pura de la
Gloria. En cierto modo, la presencia en el centro de esta escena, junto con la
del ángel de la primera arquivolta y –aunque desplazada– la mano de Dios sobre
la cruz de la tercera, establece sobre la mandorla del tímpano un eje
iconográfico vertical caracterizado por las visiones celestiales.
Matanza de los inocentes
La tercera arquivolta nos presenta un completo
desarrollo del ciclo de la Natividad e Infancia de Jesús, uno de los asuntos
preferidos en la iconografía tardorrománica hispana, individualizándose y
enmarcándose las escenas bajo arquillos de medio punto torreados y soportados
por columnas de capiteles vegetales y fustes preciosamente decorados. Comienza
el ciclo –en lectura de izquierda a derecha del espectador– con la Anunciación
del ángel a María (Lc I, 26-38; Protev. de Santiago, XI; Ev. del Ps. Mateo, IX),
donde el ángel portaba un objeto hoy perdido, al igual que en otros ejemplos
como San Juan de Ortega donde Gabriel sujeta una cruz patada; la Visitación de
María a Isabel (Lc I, 39-56; Protoev. de Santiago, XII); el Sueño de José en el
que el ángel disipa sus dudas sobre la virginidad de María (Mt I, 20-25;
Protoev. de Santiago, XIV; Ev. del Ps. Mateo, XI). La representación de la
Natividad –aquí siguiendo el relato de los apócrifos Protoev. de Santiago, XIX,
del Ps. Mateo, XIII y Liber de Infantia Salvatoris, 69-76– muestra las figuras
de María en el lecho y una partera corriendo el cortinaje para que la Virgen
presencie la siguiente escena. La presencia de una o dos parteras, conforme al
relato de los evangelios apócrifos, es relativamente frecuente en las
representaciones de la Natividad y así aparece en dos ocasiones en Santo
Domingo de Silos (capitel del claustro y tímpano), San Miguel de Estella,
capitel de Garray, etc. Sigue una curiosa escena del Baño del Niño
(interpretada por otros autores como la Circuncisión del Bautista o incluso el
Baño de la Virgen), en la que Jesús, vestido y en actitud bendicente es bañado
por dos mujeres con velo en una pila a todas luces remedo de una pila bautismal
de copa gallonada y borde perlado. Una de las mujeres echa agua en la pila con
ayuda de una ampolla; tras las mujeres otro personaje soporta en sus manos un
paño esperando secar al Niño. Las representaciones del baño del Niño son
relativamente infrecuentes y no siguen ni los textos evangélicos canónicos ni
los apócrifos, aunque la iconografía cristiana lo recoge de la tradición
bizantina ya desde época temprana, por ejemplo, en el cementerio de San
Valentín en la vía Flaminia de Roma, en la Caja de las Grandes Reliquias de
Aix-la-Chapelle o en la inicial C del Sacramentario de Metz (ca. 826-855). Los
ejemplos más cercanos a este de Santo Domingo los encontramos en la fachada de
Notre-Dame la Grande de Poitiers, donde aparecen dos asistentes bañando al Niño
en una pila entre la Natividad y un pensativo San José, los frescos de la sala
capitular del monasterio oscense de Sigena (ca. 1200) donde dos parteras se
preparan para bañar a Jesús y mientras una le sostiene la otra llena con una
tinaja una pila tipo bautismal, sobrevolada por dos ángeles, en un capitel de la
iglesia de Montsaunès (Haute Garonne) o en un friso de la portada de Boulou
(Pirineos Orientales).
Continúa la narración con la representación del
Niño en el pesebre (Ev. del Pseudo Mateo, XIV), lamentablemente fracturada, en
la que Jesús, semidormido, recibe el calor del buey y la mula, que se recuestan
sobre la cuna –con aspecto de altar– mientras surgen de representaciones de
ondas dos ángeles turiferarios. Tras ellos, asisten a la escena dos pastores
con cayados (Ev. Ps. Mateo, XIII, 6). Sigue la deliciosa representación del
Anuncio a los pastores (Ev. del Ps. Mateo, XIII, 6) por un ángel que surge del
cielo. Los dos pastores, sentados y vestidos con mantos con capirote dirigen
sus miradas a la aparición. Uno porta un cayado que ase con ambas manos y el
otro sostiene un cuerno mientras muestra la palma de su diestra y entrecruza
sus piernas. Junto a ellos y sobre un fondo vegetal de árboles, juguetea un
perro, ramonean dos cabras y pastan dos ovejas, dotando de un naturalismo
extraordinario al pasaje. La representación que sigue rompe de alguna manera el
ciclo narrativo hasta aquí seguido. Se trata de una Teofanía bajo la forma de
mano bendicente sobre una cruz que surge de un fondo de ondas, similar al caso
de San Miguel de Estella. En el centro de la arquivolta, dos personajes
vestidos con sayón con capirote se dirigen al rey Herodes, que aparece barbado
y con corona sentado en su trono, para comunicarle el nacimiento de Jesús. A la
derecha del monarca tres infantes de acaracolados cabellos alzan sus espadas y
embrazan, uno un escudo de tipo normando, y otro una rodela con bloca en forma
de cruz flordelisada, premonición de la sanguinaria intención de Herodes,
representada en la segunda arquivolta. La escena siguiente es la de la
Adoración de los Magos (Lc II, 8-20; Mt II, 1-11; Protoev. de Santiago, XXI;
Ev. del Ps. Mateo, XVI, 1-2) con la disposición habitual, el tercero
arrodillado y en conversación con el segundo, de pie y señalando la escena
central y el primero realizando la genuflexión con su pierna derecha y
llevándose su mano izquierda a la corona.
Todos portan los pomos con las ofrendas y
siguieron a la estrella que aparece representada en la enjuta del arco. María,
entronizada en una silla rematada por cabezas de felino y velada muestra un
objeto irreconocible en su diestra (probablemente una flor) y sostiene sobre
sus rodillas a Jesús, que, coronado, se dirige a los Magos y les bendice con un
gesto de su mano derecha. Tras ellos y como es habitual en actitud ausente y
pensativa que parece condensar el anuncio del ángel sobre la Huida, San José,
tocado con un bonete gallonado, apoya su cara sobre su diestra mientras
descansa sobre un bastón en “tau”. Sigue el relato con el Sueño de los
Magos (Mt II, 12; Ev. Ps. Mateo, XVI, 2), que son avisados por el ángel de las
intenciones de Herodes y de que no deben volver ante él. En la escena siguiente
vemos a dos mujeres con toca con barboquejo portando cada un objeto
irreconocible por la erosión, pero que corresponden sin duda a las dos palomas
y las dos tórtolas a las que alude el Pseudo Mateo (XV, 1), como en el ábside
de la seo de Zaragoza y, ante ellas y realizando el gesto de respeto (mano
derecha mostrando la palma), una tercera mujer de velo plisado, quizá María,
ante un personaje barbado que sostiene al Niño Jesús con ambas manos. Carmelo
Jiménez piensa que se trata de mujeres ofreciendo dádivas a San José, aunque
creemos que el asunto aquí representado es el de la Presentación de Jesús en el
templo al anciano Simeón. El pasaje, representado como en Moissac inmediato a
la Huida a Egipto, cuenta con el referente del tímpano de Silos. Completa la
arquivolta, con un brusco cambio de la disposición radial a la longitudinal del
arco el pasaje de la Huida a Egipto, en el que San José conduce el asno en el
que cabalgan la Virgen y el Niño.
La arquivolta externa desarrolla el ciclo de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo y se inicia, siempre de izquierda a
derecha del espectador, con una representación del Huerto de Getsemaní mediante
un árbol de arremolinadas ramas de las que penden pesadamente frutos. Tras él
se desarrolla la escena de la Traición de Judas y el Prendimiento de Jesús por
los alguaciles de los sumos sacerdotes y los fariseos (Mt XXVI, 47-56; Jn
XVIII, 1-11). Vemos a los apóstoles en la parte izquierda en variadas actitudes
–recogiendo los pliegues de sus mantos, juntando las manos ante sus caderas o
dirigiéndose a sus compañeros– y la escena en la que San Pedro corta con su
espada la oreja de Malco, uno de los criados del sumo sacerdote. Los alguaciles
van armados con espadas, hachas y podones y visten túnicas cortas en
contraposición a los discípulos, que portan largas vestimentas. Jesucristo, con
nimbo gallonado, es apresado mientras recibe el beso de Judas, y con su mirada
y el gesto de su mano parece dirigir al traidor la frase de Lucas XXII, 48: “¿con
un beso entregas al Hijo del hombre?”.
Tras Jesús se agolpan cuatro soldados de la
cohorte, armados con espadas, lanzas, escudos losanges y una rodela. La escena
siguiente nos muestra la Flagelación (Mc XV, 15). Cristo, con el torso desnudo,
recibe la violencia de los soldados de Pilato, uno de los cuales le ase la
mano. La siguiente escena representa la Crucifixión (Mt XXVII, 32-50; Lc XXIII,
33- 46; Jn XIX, 17-33). Vemos, en primer lugar, al buen ladrón, atado a la
cruz, sobre el que sobrevuela un ángel quizás turiferario (un ángel con un libro
sobrevuela a Longinus en el fol. 16v. del Beato de Gerona) y a Cristo en la
cruz, sobrevolada por dos ángeles turiferarios mientras dos soldados alancean
su costado. A la izquierda de Cristo, la Virgen realiza el característico gesto
de desesperación asiéndose su muñeca izquierda con la mano derecha. En la
dovela siguiente vemos a San Juan, lacerándose el rostro barbado y portando en
la otra mano el libro símbolo de su evangelio. Las dos figuras que siguen son
prácticamente irreconocibles por la erosión del relieve. Acertamos a ver aquí a
Gestas, el mal ladrón atado por los brazos y juntando sus manos ante su cadera.
Como en el Beato de Gerona antes aludido donde un demonio tortura al mal
ladrón, una figura, seguramente demoniaca, se alza sobre él o le agarra. La
escena siguiente es la de la Deposición del cuerpo de Cristo (Jn XIX, 38-42; Lc
XXIII, 50-56), envuelto en lienzos, en el sepulcro por José de Arimatea, sobre
un fondo vegetal y entre dos ángeles. Es curiosa la representación del
sarcófago, decorado con arquillos perlados y reticulado. Siguiendo el relato y
como prueba de la Resurrección asistimos a la Visita de las Santas Mujeres (Mc
XVI, 1-8; Lc XXIV, 1-7) con los óleos al sepulcro de Cristo, que encuentran
abierto y vacío. Bajo él, un soldado que custodiaba el sepulcro yace
adormilado. Un ángel, sentado sobre la cabecera del sarcófago, señala al
sepulcro e informa a las Marías de la Resurrección. Las tres Marías, en su
regreso (Lc XXIV, 8-12), se encuentran a los apóstoles y les informan de la Resurrección.
En el Apostolado vemos las doce figuras (luego ya se había suplido la “baja” de
Judas). Las cuatro primeras portan libros (los evangelistas) y el resto se
agrupan en conversación por parejas. Cierra la arquivolta la aparición de
Cristo a María Magdalena –el Noli Me Tangere– del texto de Juan XX, 14-18.
La chambrana se decora con hojitas nervadas y
redondeadas de bordes vueltos inscritas en clípeos vegetales. En las enjutas
del antecuerpo de la portada se incrustaron dos relieves representando
enigmáticas figuras entronizadas bajo arquillos que la tradición ha
interpretado como la del rey Alfonso VIII y su mujer Leonor, avalando de esta
manera el presunto patrocinio de los monarcas. La figura de la izquierda es una
representación masculina de larga barba, sedente y en actitud hierática,
vestida con túnica y manto y sosteniendo una filacteria. La de la derecha es
prácticamente irreconocible por la erosión. Como ya propusiesen Blas Taracena y
José Tudela en opinión seguida por Valdez y Frontón, estas figuras parecen
corresponder más a imágenes de profetas (la de la derecha una sibila en opinión
de Frontón Simón) que a las figuras regias que pretende la tradición.
Los relieves del rosetón
Rodeado por una chambrana ornada con puntas de
clavo sobre dos capitelillos de hojas con volutas, su parte inferior fue
severamente restaurada en 1917. La rosca exterior se decora con un bocel y dos
filas de hojas, las interiores apalmetadas. En la rosca media el interés
iconográfico que primaba en la portada deja paso al decorativo y aparece así
figurada con motivos del Bestiario, como híbridos vomitando tallos, dos parejas
de arpías masculinas, una especie de armadillo de orejas peludas, dos leones
pasantes, arpías cabalgadas por grotescos seres demoníacos y un dragón alado
devorando la cabeza del personaje desnudo que le cabalga, así como escenas de
combate entre guerreros y bestias, entre las que distinguimos a un personaje
ataviado con túnica corta y cinturón que abre las fauces de una gran serpiente
alada de cabeza leonina mientras es ayudado por un rústico con sayón y capucha
que le clava su lanza, o un personaje barbado cabalgando y alzando una espada corta
contra un felino que le muerde un brazo, dos infantes atacando con lanza y
espada a un gran león alado y un caballero con yelmo y cota de malla que
blandía una espada casi perdida. La rosca interior recibe una greca plisada y
hojas lobuladas de acusado nervio central. Los arcos que separan los gajos del
rosetón se decoran con puntas de diamante y dos filas de dientes de sierra, al
estilo de la ornamentación de San Nicolás, y los toscos capiteles son
vegetales, con dos niveles de hojas nervadas o carnosas y volutas.
Analizando el conjunto de la fachada,
observamos que el programa iconográfico elaborado se circunscribe a los
relieves de la portada, predominando el carácter decorativo o aislado del resto
de la escultura. En los capiteles, arquivoltas y tímpano del ingreso se
desarrolla un auténtico programa que, junto a elaborar una teoría de la
redención como señala Bango Torviso, se preocupa de ensamblar los mensajes del
Antiguo y Nuevo Testamento unificándolos en la figuración trinitaria del
tímpano. De este modo, la iconografía de Santo Domingo se relaciona con las
obras del tardorrománico hispano en las que el ensalzamiento del carácter
trinitario de la divinidad o las raíces veterotestamentarias del mensaje
aparecen explicitados (parteluz del Pórtico de la Gloria de Santiago de
Compostela, relieve del claustro de Silos, tímpano de San Miguel de Estella,
relieve de Santo Domingo de la Calzada, tímpano de San Nicolás de Tudela).
Fachada con Rosetón
Rosetón
La escultura del interior
Frente a la riqueza de la decoración de la
fachada, el interior se nos muestra decorativamente más sobrio. En la parte de
mediados del siglo XII la decoración se circunscribe a los dos capiteles
vegetales y las impostas de esta parte, con decoración de tallo vegetal
serpenteante que acoge hojitas apalmetadas, al estilo de las chambranas de la
torre, también de este momento.
Nave
Capiteles de la nave
El capitel del lado del evangelio se decora con
tres máscaras monstruosas que vomitan tallos enredados con hojitas, y el del
lado de la epístola con dos centauros-sagitarios afrontados que apuntan sus
flechas contra dos sirenas de doble cola, en clara alusión al vicio de la
lujuria.
En los tres tramos occidentales de la nave, de
fines del siglo XII, las columnas que soportan los formeros y fajones se
coronan con capiteles vegetales, algunos toscos de dos o tres pisos de hojas
lanceoladas de acusado nervio central con bolas, piñas y frutos en las puntas,
otros de bella factura con hojas acogolladas de acusados nervios que acogen
bayas o piñas. Hay también representaciones animalísticas, con híbridos
afrontados sobre fondo vegetal.
En el pilar que soporta el formero que da
acceso a la capilla del Cristo (septentrional) observamos varios híbridos de
aire muy burgalés. Así, vemos una pareja de monstruos de cuerpo leonino, alados
y con largos cuellos vueltos afrontados sobre toscas hojas de acanto, otros
similares pero tocados con capirote, dos leones semirrampantes que alzan sus
cuartos delanteros y agarran una presa –quizá un cáprido– que yace en el suelo,
o dos parejas de leones rugientes afrontados sobre fondo vegetal de acantos con
fuertes escotaduras.
Capiteles de la nave
Capiteles de la nave
Rosetón interior
El estilo de la escultura
Varios autores han relacionado la plástica de
Santo Domingo con algunos de los más importantes talleres escultóricos del
tardorrománico peninsular: Santo Domingo de Silos (Pérez Carmona, Lacoste, Ocón
y otros muchos), San Juan de la Peña (Lacoste, Izquierdo Bertiz), Santo Domingo
de la Calzada (Bango Torviso), Moradillo de Sedano (Gaya Nuño, Vergnolle,
Valdez del Álamo), etc. Para Lacoste (1979) la conexión entre el taller de
Santo Domingo de Soria y el foco navarro-aragonés se concretaría en la
formación junto al maestro soriano del maestro de San Juan de la Peña, sin duda
la personalidad más acusada de la producción aragonesa de fines del XII. En
principio debemos, sin embargo, reconocer una personalidad pode- rosa en este
maestro, cercana como señala Lacoste a la del maestro de San Juan de la Peña en
cuanto a la utilización de ciertos recursos expresivos, pero también
conocedora, como destaca Valdez, de la irradiación de rasgos silenses que
impregna buena parte del tardorrománico castellano, empezando por la catedral
de El Burgo de Osma, así como del foco navarro de Estella y Tudela.
Reconocemos dentro del taller que trabaja en
Santo Domingo al menos dos manos bien diferenciadas en cuanto a soltura y
minuciosidad. Una, la del escultor más hábil, es la responsable de la mayoría
de las figuras de las arquivoltas (Ancianos del Apocalipsis, Anunciación a los
pastores...), así como de las figuras del tímpano. Este escultor se mueve con
mayor soltura en las figuras de pequeño tamaño de la arquivolta, cuyo canon
algo achaparrado posee rasgos característicos que hacen fácilmente reconocibles
sus obras. En los rostros vemos la concepción cuadrada de su estructura, de
ojos almendrados y saltones, cejas finas y en resalte, los labios de comisuras
elevadas como sonrientes bajo unos pómulos salientes y facetados con profundas
arrugas nasolabiales. Los paños son pesados y con un abarrocamiento propio de
la escultura de fines del siglo XII. Junto a él trabaja al menos otro escultor,
responsable de algunos de los capiteles del ciclo del Génesis, menos diestro en
la ejecución y que dota a las figuras de mayor simplicidad, aunque sigue en lo
fundamental el estilo del maestro principal. Es con este escultor con quienes
son mayores las similitudes con el maestro de San Juan de la Peña.
Destaca en el estilo del maestro principal un
rasgo característico de buen número de obras del ambiente aragonés y burgalés
de fines del siglo XII, como son las pequeñas incisiones triangulares –a veces
difícilmente perceptibles por la erosión de la piedra– que contornean el
interior de los pliegues abombados de los paños, generalmente en las
articulaciones, cadera y espalda para marcar la tensión del tejido. Este rasgo,
quizá inspirado en la eboraria, donde su uso es común durante los siglos XI y
XII en toda Europa, lo veremos en Soria en los frontales de altar de San
Nicolás, hoy en la concatedral, y de San Miguel de Almazán, en los capiteles de
la sala capitular de El Burgo de Osma o en los capiteles del ciborio de la
epístola de San Juan de Duero. En Navarra y Aragón lo encontramos en San Miguel
de Estella, el monasterio de Irache, en Santiago de Agüero, ábside de la seo de
Zaragoza y claustro de San Juan de la Peña. También vemos dichas incisiones en
el deambulatorio de la catedral de Santo Domingo de la Calzada, en el tímpano
del Cordero de Armentia (Álava) y en la provincia de Burgos, en Soto de Bureba,
Gredilla de Sedano, Ahedo del Butrón, Butrera, etc. La presencia en estas obras
no parece casual, pues es en el importante foco burgalés dependiente de los
talleres escultóricos de Silos y en el foco navarro-aragonés donde nuestro
escultor parece haber recibido la formación y encontrado la fuente de
inspiración estilística e iconográfica. Valdez del Álamo (1986), que ve en
nuestro taller la fuente de inspiración de Moradillo de Sedano, establece una
secuencia estilística que sitúa a Santo Domingo como deudor del segundo taller
de Silos pero tamizada la influencia por El Burgo de Osma. Con dichos
argumentos, la cronología de la iglesia soriana se situaría entre finales de la
década de 1170 y antes de 1188 (inscripción de Moradillo).
Y pese a crear caracterizaciones tan personales es sin duda la capacidad narrativa, a la que ayuda la minuciosidad con la que aborda los detalles, el rasgo más destacado de nuestro escultor. Ambos rasgos explican la huella que de este taller se deja sentir en la plástica soriana desde los años finales del siglo XII hasta bien entrado el XIII (San Nicolás, concatedral, San Juan de Duero, ermita de los Mártires de Garray, etc.).
Monasterio de San Juan de Duero
Los restos del antiguo Monasterio de San Juan
de Duero, por la excepcional personalidad de las arquerías de su claustro, se
han convertido desde hace ya largas décadas en el emblema e imagen por
excelencia de la ciudad de Soria, siendo posiblemente el elemento más conocido
y visitado por los turistas, no así por los propios naturales para quienes el
río Duero marca límite que se resisten a traspasar, aun cuando al otro lado,
como San Juan, también se alza la ermita del patrón de la ciudad, San Saturio.
Se encuentra pues San Juan de Duero sobre la
margen izquierda de ese río, casi bañado por sus aguas, más aún cuando la
construcción del embalse de Los Rábanos hace unos años elevó ligeramente el
cauce. A muy poca distancia, hacia el sur, se dispone el puente de origen
medieval, reforzado en tiempos por dos torres y que constituía uno de los
principales accesos al recinto amurallado y salida de la ciudad hacia el reino
de Aragón.
Todo lo que queda del monasterio –iglesia y
claustro– se dispone en una menguada franja de tierras llanas, en el estrecho
valle que forma aquí el Duero, ceñido hacia el oeste por el cerro Mirón y hacia
oriente por el monte de las Ánimas, escenario original de múltiples leyendas,
en cuyo pie se edificó San Juan de Duero.
Siempre llamó la atención tanto a historiadores
como a simples curiosos, lo que no evitó que estuviera durante muchos tiempos
descuidado y en avanzada ruina, incluso después de su declaración como
Monumento Nacional en 1882 y a pesar de las numerosas intervenciones –o al
menos intentos– para su conservación. Hoy es sede de la Sección Medieval del
Museo Numantino, dependiente de la Junta de Castilla y León.
Cuando las características arquitectónicas,
escultóricas o simplemente topográficas confieren a un edificio una notable
personalidad y consecuente atractivo, suele ser objeto de gran atención, unas
veces por rigurosos historiadores o estudiosos, otras por simples curiosos y
las más por aquellos que pretenden ver en sus piedras o ubicación las supuestas
claves de ocultos y mágicos acontecimientos históricos, personales o gremiales.
Muchas veces este tipo de especulaciones son las que trascienden y llegan al gran
público, las que aparecen continuamente en todo tipo de publicaciones y las que
convierten a determinado monumento o lugar en irresistible foco de atracción.
San Juan de Duero reúne muchas de esas
características: edificio románico, con una peculiar organización de las
arquerías del claustro, con elementos que supuestamente remiten a prácticas
litúrgicas un tanto ajenas a las desarrolladas en los reinos peninsulares
durante la Edad Media, con un devenir histórico no muy bien estudiado o
conocido, vinculado a una orden militar y con una asociación geográfica directa
a dos agentes de profunda significación literaria: el río Duero y el monte de
las Ánimas.
Sin embargo, muchos de los interrogantes pueden
tener una resolución histórica lejos de todo enigma, sólo hay que saber
encontrar los cauces y no partir de presupuestos herméticos o esotéricos a los
que ajustar los acontecimientos históricos y las características constructivas
porque, cuando se quiere y eso es lo que se busca de antemano, todo puede
encajar perfectamente en nuestros apriorísticos planteamientos, aun en los
casos más divergentes y disparatados.
Curiosamente entre los antiguos historiadores
que se han ocupado de Soria ninguna atracción debió ejercer San Juan de Duero.
Martel sólo lo cita de pasada, situando en su entorno una zona de viñas y
Loperráez no hace la más mínima mención.
Habrá que esperar hasta el siglo XIX cuando
diversos autores empiezan a interesarse por el monumento, aunque siempre de una
forma escueta y un tanto superficial, siempre con un trasfondo de lamento por
la situación en que se encontraba el antiguo monasterio. Se puede decir que
quien lo da a conocer fue Eduardo Saavedra, que en 1856 le dedica una breve
monografía acompañada de minuciosos planos. Le siguen los trabajos de A. Pérez
Rioja en 1867, o las páginas que dentro de su estudio general sobre la provincia,
publicado en 1889, le dedicará Nicolás Rabal, incluyendo una serie de dibujos
de Isidro Gil. A finales de esa centuria es Teodoro Ramírez Rojas quien se
ocupa de San Juan de Duero dentro de su trabajo sobre el románico soriano, que
verá la luz en 1894. Este autor, además de lamentarse de la nula atención que
le han dedicado los antiguos historiadores sorianos –Mosquera de Barnuevo, el
racionero Marrón, Tutor y Malo, o Loperráez–, sigue la pauta que marca la mayor
parte de las historiografía artística del momento: una detallada descripción
pero sin abordar los aspectos históricos, lo mismo que hará Vicente Lampérez en
su pequeño trabajo de 1904. Juan Cabré, en su inédito Catálogo Monumental,
redactado en 1916, también dedicará unas páginas a nuestro monasterio, de nuevo
sin referencia a avatares históricos. Blas Taracena y José Tudela de la Orden
le reservan unas líneas en su Guía Artística de Soria y su provincia, que vio
la luz por primera vez en 1928 y que ha sido reeditada y enriquecida
sucesivamente.
Pero es a partir del segundo tercio del siglo
XX cuando comienzan los estudios desde una perspectiva más crítica hacia San
Juan de Duero, a la vez que el monumento capta la atención de eruditos
extranjeros. En 1935 Elie Lambert analiza las posibles influencias musulmanas
sobre éste y otros conjuntos sorianos, aspecto que poco después volverá a
abordar Torres Balbás (1940). Algunos años más tarde, en 1946, ve la luz el
trabajo fundamental escrito hasta la fecha sobre el románico de la provincia,
el acometido por el soriano Juan Antonio Gaya Nuño, quien aporta las que
entonces eran las primeras referencias históricas de la presencia de los
sanjuanistas en Soria. Desde ese momento han sido numerosos los autores que se
han ocupado del monasterio, bien dentro de estudios de conjunto, como los de
María Elena Sáinz Magaña (1984), Santos Bocigas (1979), o el Inventario
artístico de Soria y su provincia, redactado por Manrique, García y Monge
(1989), o bien centrándose exclusivamente en el propio monumento, como los trabajos
elaborados por Christian Ewert (editado en 1967 en alemán y reeditado en
castellano en 1974-1975), Fernando Marías y Consuelo Luca de Tena (1970),
Adelia Díaz (1997), o la inédita tesis de licenciatura de María Luisa Alonso
Martín (1983), formando además parte destacada de cualquier guía monumental o
específicamente románica que se precie.
Algunos apuntes sobre su historia
A pesar de la significación arquitectónica de
San Juan de Duero la documentación histórica es muy parca en datos y nada
sabemos de su fecha de fundación ni de sus responsables. Aun cuando diversos
autores han querido ver en este monasterio la ubicación de una de las
primitivas parroquias o colaciones de la ciudad de Soria, la de Nuestra Señora
de la Puente, lo cierto es que nada creemos que tiene que ver con ella y
posiblemente sea una fundación de nueva planta, en el mismo momento en que se
están levantando dentro de las murallas muchos de aquellos templos
parroquiales, de acuerdo sobre todo a las analogías constructivas. En este
sentido nada han aportado las distintas excavaciones arqueológicas llevadas a
cabo.
Gaya Nuño, a quien siguen el resto de autores,
supone que fue erigido en la primera mitad del siglo XII y entregado poco
después a la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Acre
–conocida también como Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén–,
posiblemente en virtud del testamento del rey Alfonso I, fallecido en 1134 y
que dejó sus reinos como legado a distintas órdenes militares, disposición que
nunca llegó a cumplirse. De acuerdo a esta opinión la iglesia al menos se
levantaría cuando Soria estaba aún bajo dominio aragonés, es decir, entre 1119
y 1136.
Un documento procedente del archivo de la
iglesia de Nuestra Señora de la Peña, de Ágreda, descubierto por ese mismo
autor y reiteradamente citado, hasta hace poco era el único y vago testimonio
del vínculo entre la orden militar y el monasterio. Data la carta de 1243 y en
ella figura un tal G. Roderici como comendador de las casas de San Juan del
Hospital de Almazán, Soria y Ágreda. Sin embargo al menos hay una cita
anterior, que se remonta al 6 de junio de 1190, cuando el rey Alfonso VIII
confirma a la orden sus posesiones en Soria: una cum uxore mea Alienor regina
et cum filio meo Fernando, facio cartam donacionis, concessionis et
confirmacionis Hospitale Iherosolimitano Sancti Iohanni in possessionibus domus
Hospitalis de Soria in perpetuum valituram. En la misma carta el monarca se
refiere a las posesiones sorianas del Hospital que habían sido adquiridas en
tiempos del prior Pedro de Areis, quien había fallecido recientemente.
También Gaya nos dice que en el siglo XIV “suena
una carta dada por Alfonso X en Valladolid, el 21 de junio de 1373 a los
sanjuanistas de Navarrete” donde aparece el comendador en Soria de esa
orden, fray Rodrigo Alonso de Logroño, a quien Gaya Nuño supone además abad de
San Juan de Duero. Al no citar el origen de tal documento, no hemos podido
comprobarlo, pero conviene hacer notar que en aquel año reinaba Enrique II y
hacía casi un siglo que había muerto el rey Sabio. La duda es si se equivocó el
estudioso soriano –y con él quienes le siguen– o se trata de un error que puede
explicarse por que tal documento fuera apócrifo.
El mismo autor, una vez más –y siguiéndole
Adelia Díaz– sostiene que el siglo XIV fue el de mayor esplendor del cenobio y
que de aquella centuria datarían los sepulcros en arcosolio de claustro e
iglesia, afirmación con la que tampoco estamos de acuerdo, como veremos más
adelante.
Según la visita realizada en 1580, cuando era
comendador Rodrigo Mexía, la iglesia se encontraba en buen estado, así como el
claustro, casa de morada contigua –con sus graneros alto y bajo– que tenía
enfrente un corral con noria incluida y un herreñal a la espalda. En 1608 el
clérigo que atiende la iglesia menciona una sacristía y unas reliquias que se
guardan en la mesa del altar, y también hace referencia al retejo efectuado en
el claustro y reparaciones en la casa contigua, todo por orden del comendador Alonso
Rubio. Otra visita realizada en 1619 reitera el buen estado del conjunto, que
en la de 1629 parece haberse deteriorado algo pues se ordena al comendador
Bernabé de Logos que quite las goteras del claustro e iglesia. No parece que el
mandamiento se llevara a cabo pues en 1636 los nuevos visitadores ordenan al
comendador que “adereze el cuerpo de la iglesia de San Juan de Duero que
está destechado y lo cubra dentro de seis meses, so pena de cincuenta ducados y
de igual modo las maderas y techo del claustro frente a la puerta que entra en
la casa”, para lo que dan un plazo de ocho meses, bajo pena de cuarenta
escudos.
En 1655 se hace un inventario de ornamentos
–otro ya se hizo en 1629– y se cita una pila bautismal. Entonces se ordenan
también algunas mejoras: cambiar el ara rota del altar colateral derecho,
titulado de Nuestra Señora y colocar una imagen de San Juan en el izquierdo, a
la vez que se ordena enterrar en el cuerpo de la iglesia dos imágenes que
estaban en mal estado por ser muy antiguas. Se ordena también colocar una
vidriera en la ventana recién abierta sobre el altar mayor, colocar un cajón de
archivo empotrado en el muro del evangelio de la capilla mayor así como
arreglar una coladera que estaba en la casa contigua por peligro de incendio y
porque “al estar allí dicho coladera se hacen cosas muy yndecentes en el
claustro de la dicha yglesia por las mozas que van allí a colar”.
A partir de este momento parece que la
decadencia es irreversible. En 1728 la casa llevaba más de cuarenta años
convertida en arenal y camino. En 1746 el comendador Antonio Aldana solicita
ayuda urgente para “poder poner en mediocre estado la dicha yglesia o al
menos para poder celebrar en ella la santa misa”. Al año siguiente se envía
al visitador Alonso Carrillo para que haga balance de la situación; éste nos
dejará una minuciosa descripción del conjunto: la iglesia se hallaba en buen
estado, el claustro “la mayor parte arruinado y lo restante amenazando
próxima ruyna” y las casas contiguas también prácticamente arruinadas. Se
dice entonces que hará unos doce años que no se celebra misa, pero todavía
existía comendador.
Un nuevo tejado se coloca en el templo en 1772
y se documenta su reparación en 1787, ya a costa del ayuntamiento de la ciudad,
seguramente por mantenerse la tradición de juntarse allí los jurados de
cuadrilla. Así, ya en 1853, la Estadística del Clero registra como vacante la
encomienda de San Juan de Soria.
Desde entonces las ruinas han sobrevivido con
mejor o peor suerte, con diversas intervenciones de las que da cumplida
información Adelia Díaz. La iglesia fue mantenida, según nos dice Rabal, porque
aquí celebraban sus juntas los jurados de cuadrilla el día de San Juan y el
claustro ha conocido varias obras y algún proyecto tendente a cubrir sus
pandas. En los años treinta se convierte en sede de la sección epigráfica del
Museo Numantino –o Celtibérico, como se llamaba entonces– y en la actualidad
alberga los materiales de época medieval del mismo museo.
El conjunto arquitectónico
De lo que pudo ser el monasterio en sus mejores
momentos poco nos ha quedado, aunque, eso sí, son los elementos más importantes
y nobles. Del resto de las dependencias carecemos de la más mínima descripción
y de rastros que permitan hacernos una idea, al menos básica, de su
distribución, que debía repartirse por los lados norte, este y sur, seguramente
de forma muy desigual.
Las excavaciones arqueológicas realizadas
durante varias campañas entre 1978 y 1996, aunque han incidido en una reducida
superficie, han sacado a la luz alguno de los recintos anejos, así como una
serie de enterramientos. Lo más destacable fue el hallazgo, durante los
trabajos de 1989 y 1990, de once estancias de diferentes épocas en la huerta
situada junto al muro meridional del claustro. Se llegaron a diferenciar dos
grandes momentos constructivos, uno más antiguo, situado hacia el oeste y cuya
utilización fue fechada por sus excavadores, en función de las monedas
halladas, entre los siglos XIII y XIV y otro, hacia el norte de la huerta, que
correspondía a nueve de los espacios hallados, muchos de ellos con pavimento de
guijarros, fechados, igualmente a partir de las monedas, entre mediados del
siglo XV y el XVII, momento en que se considera que se deja de usar el
monasterio.
Se ha pensado, también a partir de estas
excavaciones, que la fuerte humedad que invadía todas las estancias debió ser
uno de los motivos de abandono de al menos una parte del conjunto, pues incluso
se ha hallado algún rudimentario sistema de drenaje a base de capas de teja.
En cuanto a los enterramientos, de los que
muchos ya se exhumaron a finales del siglo XIX, suelen seguir la costumbre más
habitual en la Edad Media: cadáveres dispuestos de oeste a este y depositados
en sepulturas formadas por lajas de piedra verticales, sin que se hallase
objeto alguno en su interior, a excepción de una punta de flecha que tenía uno
de los cadáveres alojada en la zona del vientre.
Excepción hecha de estos hallazgos aportados
por la arqueología, poco más podemos decir del primitivo conjunto. Hemos de
suponerle un tamaño un tanto reducido en función de su escasa trascendencia
histórica y porque las dimensiones de la iglesia dan pie para creer que la
comunidad de monjes no fue muy amplia. E igualmente adquiriría una disposición
alargada, de norte a sur, por las propias imposiciones topográficas.
Quizá uno de los elementos adscritos a él sean
los restos de un pozo de nieve, situado en la base del monte de las Ánimas, al
otro lado de la carretera de Almajano, frente a la iglesia. De este sistema
tradicional para almacenar nieve y conseguir hielo –del que se conocen al menos
otros dos ejemplos en la ciudad–, que estaba completo a principios del siglo
XX, sólo queda la parte excavada en el suelo, un profundo recinto de planta
trapezoidal con el muro oeste en forma curvada.
El claustro
Es lo que confiere mayor personalidad a San
Juan de Duero y lo que ha ejercido mayor atractivo para el visitante, ya desde antiguo:
a mediados del siglo XIX aquí ambientó Gustavo Adolfo Bécquer su leyenda
titulada El rayo de luna.
Se dispone el claustro al sur de la iglesia,
adquiriendo una forma cuadrangular irregular y constituido por las arquerías
exentas y el muro perimetral. En origen debió estar cubierto con estructura de
madera a un agua, encontrándose en los ángulos a través de unos tejadillos
trapezoidales –al menos en los lados noreste, sureste y suroeste– impuestos por
los chaflanes de las arquerías.
La alta pared que delimita el claustro está
adosada a la iglesia y cuenta con tres lienzos de diferentes características,
aunque originalmente debió responder a una técnica común de encofrado de cal
con pequeñas piedras calizas y cantos de río. Así se manifiesta claramente en
el muro occidental, donde son bien visibles las tongadas de unos 110 cm de
altura compuestas por tres tablas, aunque es precisamente éste el único sector
que también cuenta con un pequeño paramento de sillares, envueltos por el encofrado
y colindantes a la única puerta que da acceso al conjunto actualmente. Está
formada esta portada por sillares de arenisca, que avanzan apenas una decena de
centímetros sobre el resto del muro, todo ello dentro de los cánones románicos:
arco de ingreso y doble arquivolta de gran sencillez, con aristas achaflanadas,
rematada exteriormente por chambrana de listel y chaflán, todo ello de medio
punto. Las jambas están constituidas por pilastras que no son sino la
prolongación de las dovelas, con la misma simplicidad y sin imposta o cimacio
alguno que las separe del arco. Algunos de los sillares muestran marcas de
cantero en forma de flecha, signo repetido también en algún sector de las
arquerías del claustro.
Este lienzo es totalmente macizo y sencillo,
aunque en su interior aparece embutido un fragmento de imposta decorada con
círculos incisos y arquillos –o mejor, medias ovas– que albergan una línea
vertical de contario.
En los extremos del mismo muro, también hacia
el interior, se ven los arranques de sendos arcos de sillería dispuestos en
chaflán y que morían en los muros contiguos –el meridional del claustro y el
correspondiente de la iglesia–, y que son testimonio del proyecto de cubierta
que trazó Luis de la Figuera a principios del XX y que comenzó a ejecutarse
pero no tuvo conclusión.
El muro oriental delimita el conjunto monástico
de la actual carretera de Almajano. Ha sufrido profundas transformaciones,
especialmente a lo largo del recién pasado siglo y presenta una puerta en arco
de medio punto, de umbral muy elevado respecto a la cota del claustro.
Comunicaba ese acceso con las dependencias anejas por el este, según tuvo
ocasión de comprobarse en las excavaciones arqueológicas realizadas en 1996.
Esta pared está rematada en sus extremos por
dos chaflanes, uno al norte, que pone en contacto con la iglesia, y otro al
sur, que sirve de tránsito al muro meridional. Aquél presenta una portada que
comunica con un corredor que bordea exteriormente el ábside, formada por
bloques de sillería arenisca, con arco doblado, apuntado, de aristas rematadas
en bocel y chambrana de listel abocelado y perfil de nacela. Descansa el
dovelaje sobre un cimacio corrido de idénticas características a las del citado
guardapolvo, dando paso a las pilastras con arista de bocel. Sobre la clave de
esta portada aparece empotrada una pieza escultórica a modo de gran canecillo,
que tal vez pudiera ser una mocheta –elemento nada raro en el románico
soriano–, correspondiente a alguna portada desaparecida dentro del mismo
conjunto. Con un perfil de nacela, presenta el frente decorado a base de
palmetas anudadas, a modo de flores de lis, superpuestas.
El lienzo que cierra el claustro por el sur
comunicaba con la casa que citan tan repetidamente las fuentes de época
moderna. Es igualmente de mampostería y en él se abren cinco arcos de diferente
factura, pero en la actualidad todos cegados. El más oriental, ocupando el
centro del muro, pertenece sin duda a una puerta, cuyo exterior correspondería
precisamente al lado que mira al claustro; es de sillería arenisca, con simple
arco apuntado de arista abocelada y cimacio de nacela, que en el caso del lado izquierdo
porta además decoración de ovas.
Los otros cuatro arcos –igualmente todos de
sillería– se hallan contiguos unos a otros, en el extremo occidental del muro;
alguno corresponde claramente a puerta, otros sin embargo parecen arcosolios
funerarios, aunque en el estado actual, y con las reparaciones sufridas por el
paramento, no es fácil su calificación. El más oriental de los cuatro parece corresponder
a una pequeña puerta y su estructura es muy similar al anteriormente descrito:
arco apuntado con arista de bocel, apoyando sobre impostas y pilastras muy
erosionadas, y con arco escarzano –también como aquél– al otro lado del muro.
El que le sigue parece un arcosolio funerario.
Bajo una cornisilla de nacela, muy deteriorada, se dispone un alfiz
cuadrangular que se prolonga hasta el suelo actual, aunque da la impresión de
que muere sobre un zocalillo. Debió estar este arcosolio pintado con despiece
de pequeños sillares a base de líneas rojas, según puede apreciarse aún en la
enjuta izquierda.
El tercer arco sería también un arcosolio,
dispuesto bajo un tejaroz de losas planas sostenido en otros tiempos por seis
canes –hoy sólo cinco– representando a otros tantos capitelillos de doble hoja
lanceolada, similares a los que veremos en alguno de los tramos del claustro,
también muy abundantes en el de la concatedral de San Pedro y que son además el
ornamento más repetido en los aleros del lejano románico zamorano. El arco es
muy simple, apuntado, con dovelas y jambas rematadas en arista de cuarto de bocel,
todo ello flanqueando por sendas bandas verticales de celdillas, algo más
grandes en el lado derecho.
El último arco nos ofrece más dudas para saber
si es arcosolio o puerta; en todo caso es de construcción posterior al que
acabamos de describir pues lo rompe parcialmente. Está formado por un simple
arco de medio punto carente de la más mínima decoración.
Pero sin duda lo más llamativo e importante, no
sólo del claustro sino de todo el monasterio, son las arquerías, caracterizadas
por su irregularidad y por cuatro estilos decorativos distintos, ocupando cada
uno dos medios lados. Parecen corresponder, no obstante, a dos momentos
constructivos y dos estilos, enmarcado uno dentro de lo que podemos considerar
como ortodoxia románica, constituyendo el otro un caso atípico que le ha
convertido quizá en el claustro con más personalidad, dentro de los de su época,
en la Península Ibérica. Está ejecutado íntegramente en sillería arenisca y ya
fue meticulosamente dibujado y prolijamente descrito –al menos en cuanto a su
arquitectura– por Christian Ewert; aquí procederemos a un recorrido más breve,
partiendo del cuadrante noroeste y siguiendo el sentido de las agujas del
reloj.
El primer sector, al que denominaremos
con la letra A, se dispone en la mitad norte de la galería occidental y la
mitad oeste de los arcos septentrionales y sigue las pautas constructivas de
cualquier típico claustro románico, con arquerías dispuestas sobre podio
corrido, cuatro en el lado oeste y cinco en el norte, con encuentro en ángulo
recto, siendo la única esquina de las cuatro que así lo hace.
Parte esta arquería de un machón que constituye
el eje –un tanto asimétrico– de la panda occidental; en el otro extremo, es
decir, hacia la mitad de la panda septentrional, se remata en otro machón, que
al igual que aquél, forma parte de este mismo momento constructivo. En el
paramento interior del primero se halla una ancha imposta de nacela moldurada,
que tiene enfrente a la ya descrita contigua a la puerta. Ambas estuvieron
unidas por un ancho arco cuya finalidad desconocemos –tal vez soportar la cubierta–,
pero que sin duda fue contemporáneo de este sector A.
Los arcos se elevan a partir del citado podio,
asentados sobre basas de doble toro –el inferior más desarrollado, con
lengüeta– y escocia, con columnas dobles, capiteles decorados y cimacios de
nacela. Las dovelas siguen un despiece de medio punto, con aristas en bocel, y
se acompañan de guardapolvo igualmente de nacela lisa. Remata el conjunto un
alero con impostas de perfiles diversos y canecillos, todo lo cual hoy puede
verse más completo en el lado norte, reconstruido por completo, aunque, eso sí,
empleando piezas originales.
Una serie de canecillos sostenían el alero,
tanto al exterior de las galerías como en el interior, desaparecidos en gran
parte. De los que han sobrevivido, algunos están tan erosionados que es
imposible averiguar su decoración; los otros muestran diversos motivos
vegetales –alguno con capitelillos similares a los que veíamos en uno de los
arcosolios del muro perimetral–, pitón gallonado, volúmenes geométricos y
cabezas animalísticas –león y toro– o humanas, una de ellas tocada con gorro o
casco.
Un elemento que da cierta plasticidad a la
arquitectura de este sector son las columnillas acodilladas que se disponen en
el ángulo. Es un sistema similar al que se utiliza en el claustro de San Pedro,
aunque en San Juan de Duero es algo más complejo. Parte cada una de ellas de un
plinto, con basa del tipo de las ya descritas, fustes monolíticos –cuando se
han conservado– y capiteles decorados que se disponen a la misma altura que los
de las arquerías. De su maltratado cimacio partían hasta el alero sendas columnillas
de las que sólo sobreviven los dos pequeños capiteles.
Prácticamente toda la decoración de este tramo
del claustro se concentra en los quince capiteles que conserva, once de ellos
en las arquerías –todos ellos con doble collarino, aunque sólo con una cesta–,
y cuatro en las columnas del ángulo. Algunos de los de la galería septentrional
han sido reubicados de nuevo tras los largos años que permaneció ese lado
hundido, por lo que su sitio actual muy probablemente sea aleatorio.
Los motivos son diversos, preferentemente
vegetales, con abundancia de acantos y hojas palmeadas o lobuladas, a veces con
trabajo de trépano y en ocasiones combinadas con aves o arpías, aunque también
aparecen composiciones con diversos animales: águilas, leones que atrapan
cabras entre un entorno arbolado, seres híbridos con cabeza de león, cuerpo de
águila, pecho y cola de dragón, y pezuñas de caballo; cabras paciendo, y perros
peleando, azuzados por un individuo que blande una cachaba. Uno de los del lado
norte recoge la escena del Banquete de Epulón: en él aparece este rico y
codicioso personaje, sentado en un banquete mientras a su lado se halla el
pobre Lázaro, a quien los perros lamen las piernas cubiertas de llagas. Pero
tras la muerte llegara el Juicio Justo que colocará a cada uno en su lugar:
así, a continuación, un ángel sostiene en sus brazos algo que no podemos
identificar, aunque pudiera tratarse del alma de Lázaro; le sigue la imagen de
Abraham sentado y sosteniendo una tela de la que surge una cabeza –que en este
caso sí representa el alma del pobre personaje– mientras que a su lado la
monstruosa e infernal cabeza de Leviatán engulle a Epulón, que implorante mira
hacia el lado de los Justos.
Otro se halla tan golpeado que la
interpretación de la escena es compleja: en realidad parece una historia
secuenciada, cuyos episodios están separados por grandes hojas o toscos
árboles, o quizá la escena transcurre en el campo. Se iniciaría el recorrido en
la parte occidental, donde hay tres personajes ante una mesa con mantel; a la
derecha, en el frente sur seguramente relacionada con ellos, otra figura que
pudiera ser un ángel. A continuación y flanqueado por dos de aquellas hojas, un
individuo de pie sostiene algo en la mano sobre otra figura agazapada u objeto.
Dentro del lado N de esta esquina, tanto el capitel cuya imagen figura al margen (nº 13)
Capitel del inicio de la arcada septentrional del claustro. ... Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham ... (Lucas 16, 22), Parábola del rico epulón y el pobre Lázaro. Es posible que esta representación románica nos diga el para qué se organizó este enigmático espacio, también llamado arcos de San Juan de Duero. Abraham con el alma de Lázaro en su regazo, un ángel la lleva al seno de Abraham.
Capitel 15
Capitel 17. El capitel 15 y el capitel 17 son historiados, si bien con un grado de deterioro que dificulta enormemente distinguir sus detalles. Los capiteles 16 y 18 presentan ornato vegetal, mientras que el 14 está desaparecido y reemplazado por un bloque pétreo.
Capitel 17 con la Parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, galería septentrional del claustro, tallado por el primer maestro, siglo XII.
En el tramo del lado O que confluye en este ángulo, se exhiben capiteles con animales más o menos irreales. El capitel 20 insertado en el margen muestra los típicos leones que lanzan la cola hacia arriba por entre sus cuartos traseros.
El capitel 19 representa unas fantásticas aves con cola y cuerpo de reptil, cuyas cabezas han sido destrozadas.
En el capitel 22 aparecen dos parejas de aves de rapiña que giran los cuellos hacia atrás.
En la concavidad de este ángulo se disponen tres columnas acodilladas de las que, una ha desaparecido por completo, capitel incluido, y otra a perdido el fuste. Los capiteles que perduran, muy estropeados, parecen representar escenas pastoriles con rebaños de ovejas.
Finalmente, el adosado al machón o pilar
central de este tramo norte, recoge la escena de las Tres Marías ante el
Sepulcro. En el centro figura el sarcófago abierto, sobre dos columnillas, y
con el sudario fuera, tras él una gran hoja de acanto, a la derecha las tres
Marías con vestidos de marcados pliegues –aunque muy erosionados– y a la
izquierda el ángel que muestra el sepulcro vacío, signo de la Resurrección de
Cristo, sosteniendo en su mano izquierda una cruz, La cesta se remata en tacos
y el cimacio, de nacela, se prolonga a modo de imposta que recorre el pilar
contiguo interior y exteriormente.
Varias marcas de canteros aparecen en los
sillares de este sector, destacando especialmente un cruciforme rematado en
puntos, y una flecha cuyos trazos no llegan a unirse, motivos ambos muy
característicos en su ejecución y que veremos en otros edificios románicos
sorianos, como por ejemplo en el claustro de la concatedral o en la iglesia de
La Mayor.
El resto del claustro, a pesar de algunas
variaciones, parece formar parte de un proyecto distinto, con unidad
estilística y cronológica. Pero vayamos por partes.
El sector B ocupa la mitad de la
galería norte –con seis arcos– y la mitad de la éste –sólo con cuatro–, cuyo
encuentro se hace en un chaflán en el que se abre una puerta, elemento que da
unidad en cuanto a disposición, traza y decoración a estos tres sectores.
Todas las arquerías siguen la misma
composición: careciendo de podio corrido, las columnatas arrancan de un plinto
individualizado, de planta cruciforme con aristas en bocel, que da paso al
basamento de la columna, también en disposición cruciforme y compuesto por un
cuerpo recto sobre el que asienta la basa propiamente dicha, de doble toro y
escocia y con lengüetas laterales. Sobre ellas se levantan las columnas,
formando un todo monolítico, aunque dando imagen de cuatro semicolumnas
adosadas a un pilar central; encima el capitel, igualmente generado por cuatro
medias cestas unidas en un solo bloque de cuatro lóbulos. Los arcos se apoyan
sobre un cimacio cuyo perfil aparece invertido, de acuerdo a lo que puede ser
la norma general en el románico, es decir, aquí aparece el listel en la parte
inferior y la nacela en el superior, con la novedad de que no es independiente
sino que en realidad forma parte del salmer.
Los arcos son de herradura apuntada y pretenden
ser doblados, el interior sencillo y el exterior de arista de bocel, trasdosado
con acanaladura. Entre cada arco, tanto en el interior como en el exterior de
la galería, se dispone una banda vertical surgida del encuentro de esos falsos
cimacios, dando lugar a lo que parece un alfiz que servía de marco a cada uno
de los arcos, aunque al estar desmochados en su parte superior posiblemente se
haya perdido la banda horizontal corrida que serviría seguramente de apoyo al
alero.
No quedan restos de tal alero, aunque sobre la
puerta angular se conservan cuatro canecillos, dos al interior –con una cabeza
monstruosa y otra de un animal que parece un lobo– y otros tantos al exterior,
uno con cabeza de animal y otro con representación de un capitelillo de doble
hoja lanceolada, del tipo de las que venimos viendo también en el sector A o en
uno de los arcosolios del muro perimetral.
La puerta del chaflán presenta el mismo esquema
hacia dentro que hacia fuera y participa de características casi idénticas a
las otras dos que también se hallan en los ángulos, con arco túmido –o de
herradura apuntada– doblado, con el dovelaje interior sencillo, tan sólo con
arista de bocel y el exterior recorrido por una banda moldurada compuesta por
tres piezas aboceladas de sinuoso y quebrado recorrido.
Los cimacios son de doble listel, acogiendo una
escocia central, aunque de nuevo parecen invertidos. Descansa todo sobre
pilastras, también con aristas en bocel, sobre plinto formado por dos cuerpos,
el superior decorado con una banda de billetes y bajo él un cuerpo cuadrangular
simple.
Tanto las aristas de chaflanes y machones que
reciben a las arquerías, como las esquinas interiores de aquellos, donde se
encuentran las portadas angulares –a excepción del descrito en el A–, están
recorridas por estrechas y alargadas columnillas con la habitual basa de doble
toro y escocia, fustes compuestos de sillares y pequeños capiteles que llegaban
hasta el alero. Sólo se han conservado tres de estos capiteles, todos en el
sector B, decorados con el mismo motivo vegetal a base de macizas hojas lisas dispuestas
en dos alturas y que vuelven sus puntas hacia el exterior.
La mayoría de los capiteles de este ángulo, en general bien conservados, exhiben ornato vegetal de hojas de acanto o laurel. El señalado con el número 1 (figura de arriba) muestra aves de corpulencia y garras rapaces a las que les falta la cabeza.
El capitel 7 representa aves quiméricas de cabeza humana, encapuchada en algunas de ellas, y largas colas que se entrelazan.
El capitel 4 se adorna con una labor de entrelazados con hilo de doble filamento con original dibujo muy diferente al de los silenses de cestería.
Entre los que sostienen los arcos, doce en
total, predominan también los vegetales, con hojas lisas y sin nervios, con
escotadura central, o bien nervadas, formado ramilletes, rematando en pequeños
frutos o racimos, también con presencia de acantos –a veces con labor de
trépano–, hojas lobuladas, etc. Pero igualmente hay animales fantásticos
–arpías de variado rostro, grifos– o reales, como las águilas que ocupan el
capitel adosado al machón central del lado este. En ese mismo lado se encuentra
uno de los más llamativos, de composición geométrica igual en las cuatro caras:
entrelazo de círculos secantes atravesados diametralmente por tiras
perpendiculares, en elegante dibujo pero de traza un tanto torpe.
El machón que preside la galería oriental, y
que da paso al sector C, ya no parece asociado a uno u otro lado sino que da la
impresión de ser una obra continuada sin interrupción, a pesar del notable
cambio de morfología que supone cada sector.
El sector C ocupa la mitad de la
galería oriental y casi otro tanto de la meridional, contando en cada lado con
un complejo entramado de arcos que descansan en seis robustos pilares, y con
una puerta en el chaflán del ángulo, idéntica a la que veíamos en el anterior
sector.
Los soportes arrancan de un plinto cúbico
individualizado, con aristas de bocel en los lados este y oeste. Sobre ellos se
halla la basa, casi de las mismas dimensiones, también cuadrangular y moldurada
con escocias y boceles. Las columnas, monolíticas, resultan ser pilares de
sección cuadrangular, estriados a base de medios boceles y listeles verticales,
con resonancias en los fustes de las columnas clásicas.
Sin capiteles ni cimacios, los arcos arrancan
directamente del pilar. Son cuatro, de amplia luz, flanqueados por un medio
arco en cada lateral y entrecruzados. Cada uno de los grandes, apuntado y en
ligera herradura, llega a cruzarse con otros cuatro, dos en los arranques y
otros dos en las proximidades de la clave, albergando en su interior un pilar
que recoge el apoyo de los dos contiguos.
Estos arcos en realidad no tienen dovelas en el
estricto sentido sino que están formados por grandes piezas planas, de aristas
aboceladas y sección cuadrangular, magníficamente combinadas. Además, cada uno
está compuesto por una doble hoja, una exterior y otra interior, totalmente
independientes, dejando libre un estrecho hueco central que se une en el
salmer, pieza que sirve de traba a ambas hojas.
En el medio del lado S no existe, como en los
otros tres lados, una pilastra de conexión entre las diferentes arcadas de
ambos extremos, sino que se abre un hueco formado por un arco apuntado algo
túmido y dos semiarcos; falta el soporte central, alarde arquitectónico ya
visto en otros lugares como en el tímpano de San Miguel de Caltojar o
en el de Santiago del Burgo (Zamora). El arco completo apoya en columnas de
doble fuste adosadas a las jambas, con capiteles de ornamentación vegetal.
La decoración, perdidos los capitelillos de machones y aristas interiores del chaflán, se reduce a las estrías y molduras citadas.
El sector D ocupa más de la mitad
de la panda sur y la mitad de la oeste. Contacta con C a través de una puerta
que sirve de eje central a ese lado, puerta que se dispone entre dos estrechos
machones que siguen la pauta del resto: cuadrangulares, con columnillas en las
esquinas, aunque las del exterior del lado occidental presentan el fuste con
estrías helicoidales. Este pilar precisamente muestra una ranura vertical
pasante, original, seguramente para algún tipo de cierre atravesando un tablón,
aunque faltaría otra similar en el muro de enfrente, que no obstante está muy
restaurado.
Tiene esta puerta una morfología que luego se
repite en las arquerías del sector: arco apuntado y entrelazado con los dos
contiguos –que en el caso de la puerta son dos medios–, compartiendo salmer con
los otros dos siguientes pero sin llegar a cruzarse, como ocurría en el sector
C. La luz de la puerta es menor que la de las galerías y tiene la
particularidad de que los dos medios arcos que se convergen en el centro
carecen de apoyo, en un alarde de control del empuje de las dovelas, que por
otro lado tampoco tienen un despiece al uso. En realidad la arquería de la
puerta está compuesta tan sólo por cinco piezas: una que corresponde a la clave
del arco central y toda la parte suspendida –es decir, prácticamente dos
tercios de los medios arcos–, otras dos que corresponden a los desarrollados
salmeres, y dos más que serían las medias claves de los laterales. Frente al
resto de las arquerías del sector, que tienen también el sistema de doble hoja,
con ranura central libre, el dovelaje de la puerta es macizo, aunque un rebaje
longitudinal en el intradós pretenda dar la impresión contraria.
Tanto en la puerta que nos ocupa, como en el
resto de la galería, los apoyos se hacen sobre dobles columnas, aunque en
realidad sean una pieza monolítica, con basas típicas, rematadas en lengüeta,
que surgen sobre un bajo plinto rectangular, que a su vez apoya en otro,
también rectangular pero de mayores dimensiones y con aristas de bocel.
Respecto a la portada del chaflán, aunque casi
idéntica a las anteriores, presenta una serie de novedades. Por un lado las dos
roscas del arco se apoyan en capiteles, con semicolumnas adosadas el interior y
acodilladas el exterior, tanto hacia adentro como hacia afuera, contando en
conjunto con seis capiteles. Por otro lado, los billetes, que como en los otros
dos casos decoran el basamento, se prolongan ahora verticalmente por las jambas
–dentro y fuera–, en la misma disposición que luce uno de los arcosolios del
muro perimetral sur del claustro.
Las columnillas que como en los casos de B y C
también se disponen en las aristas de los machones, extremos de las arquerías e
interior del chaflán, muestran en este sector estrías helicoidales en las que
miran hacia afuera –salvo en un caso– y lisas en las que se disponen dentro de
la panda.
Los arcos de las galerías, por su parte,
conservan algunos restos de pintura roja. En varios intradoses de la meridional
aparecen algunas líneas que resaltan la molduración de las piezas, y en la
occidental algún llagueado en doble línea quiere mostrar el despiece de un
inexistente dovelaje, inciso en zigzag, y además coloreado.
Otra característica peculiar de esta galería es
que en su tramo oeste los dos arcos extremos se apoyan sobre un bajo podio
corrido, mientras que el resto de las arquerías, como en B y C, parten del
suelo.
La austera decoración se centra en los
capiteles, uno de doble cesta –aunque unida ya a partir de los collarinos– por
cada columna geminada, rematados en listel superior que hace las funciones del
inexistente cimacio. Son en total veintiún capiteles, todos ellos con motivos
vegetales de variada composición, aunque dentro de un predominio de acantos
unidos a hojas lobuladas, a veces con labor de trépano y que sólo en dos casos
parecen ser idénticos. También aparecen estrechas y puntiagudas hojas que recorren
de abajo arriba la cesta para en alguna ocasión enrollarse en el extremo
superior.
Distinto modelo siguen los capiteles de la
portada del chaflán, decorados todos con entrelazo un tanto tosco, a base de
retícula cuadrangular o romboidal en cuyos huecos se alojan sencillos elementos
geométricos o vegetales e incluso veneras.
No se puede decir que en conjunto estos
capiteles alcancen un fino grado de ejecución. Son composiciones no muy
complejas pero bien resueltas y elegantes en líneas generales. Esta elegancia,
que es patente en todo el claustro, se manifiesta en esta galería en algún otro
detalle: todas las piezas del particular dovelaje lucen unas incisiones longitudinales
que a la altura de los salmeres se cruzan, dibujando el enlace de los arcos y
que en una de las del lado meridional es pretexto para trazar un sencillo pero
original lazo.
La iglesia
Construida íntegramente a base de encofrado, un
auténtico opus caementicium, con un total de ocho tongadas en altura y
reforzada en los esquinales y algunos vanos mediante sillería arenisca. Resulta
en conjunto de una simplicidad extrema pero de una gran robustez, que le ha
permitido sobrevivir sin fisuras a las largas etapas de abandono.
Presenta la típica planta con ábside
semicircular, amplio presbiterio cuadrado y nave única, con portada principal
al sur y pequeña espadaña sobre el hastial. A ella se adosaron posteriormente
el claustro y su muro perimetral. Hoy una tapia la separa de la carretera de
Almajano, dejando apenas un estrecho pasillo junto al ábside. Este muro, aunque
seguramente en origen fue medieval, pues tiene una base de encofrado de cal y
canto, sin embargo obedece a una reconstrucción muy reciente, ya que no
aparecía así en la planta que dibuja Cabré en 1916. Entonces se debió derribar
otro muro adosado al ábside, por el norte, que sí se ve en esos planos, y del
que aún queda un testigo.
La cabecera está constituida por un ábside que
al exterior se apoya sobre un zócalo de mampuesto, para arrancar después sobre
una hilera de sillares, que al interior quizá fueran tres, hoy dos de ellos
cubiertos por un moderno banco corrido de ladrillo. Sobre esta base se eleva el
paramento de encofrado, perfectamente curvo, sin decoración alguna, con una
saetera central recercada de sillares y con alero cuya cornisa luce perfil de
nacela, sostenida por canecillos igualmente de nacela, sobria pero de perfecta
talla. Se cubre interiormente con bóveda de horno de clave apuntada, que parte
de una imposta una vez más de nacela.
El presbiterio es algo más ancho pero de igual
altura e idéntico sistema constructivo, también con esquinas de sillares. Es
macizo al norte mientras que una pequeña saetera, con recerco de piedra
labrada, lisa, se abre al sur. El alero no varía respecto a lo ya dicho para el
ábside, cubriéndose interiormente con bóveda de sillería en cañón apuntado.
Adosado al muro meridional, en el exterior,
existe un refuerzo de mampostería rematada de ladrillos que en su tiempo, y a
juzgar por imágenes antiguas, fue más alto y estuvo vinculado en realidad al
muro perimetral del claustro. Sobre él se aprecian las marcas del encuentro de
la cubierta del claustro, que se continuarán a lo largo de la nave, donde
llegan a verse varios mechinales.
En el interior aún quedan escuetos testimonios
del enlucido que tuvo toda la iglesia, torpemente decorado con despiece de
sillares dibujados a base de líneas negras sobre fondo blanco y del que también
se conservan algunos testigos en los muros de la nave.
Un arco toral, que exteriormente no se refuerza
con ningún sistema de contrafuertes, da paso a la nave, cuyo actual pavimento
está a una cota más baja. Es de sillería, apuntado y doblado, sustentado por
pilastras con semicolumnas adosadas dispuestas sobre plinto, con basas que
tienen aspecto de haber sido retalladas o incluso repuestas, de ancho toro
inferior rematado en lengüeta. Sobre los medios fustes se encaraman los
capiteles, con idéntica decoración vegetal, de marcado relieve: hojas
palmeadas, abiertas en abanico, de profundas nervaduras paralelas y perfil muy
sinuoso, destacado con trépano, donde las laterales se enrollan en los
extremos, con piñas colgadas, a la vez que las centrales dejan ver frutos en su
interior. Es un tipo de cesta que vemos en otros edificios muy notables, como
Santa María de la Vid o Santo Domingo de Silos, la catedral de El Burgo de
Osma, la concatedral de San Pedro de Soria, y la iglesia de San Juan de
Rabanera, además de en algún templo más marcadamente rural, como puede ser
Omeñaca. El ábaco se decora con una línea de trépano y el cimacio es liso, de
nacela poco marcada.
Capitel del presbiterio
La nave es más ancha que la cabecera, aunque de
planta un tanto trapezoidal, de mayor anchura en los pies que junto al toral.
Su construcción en nada difiere del resto, aunque la cubierta es de madera, a
dos aguas, tal como fue en origen.
Presenta cuatro ventanitas, creemos que todas
originales, algo excepcional en las iglesias románicas que tradicionalmente han
visto modificar o ampliar sus vanos. Dos se hallan en el muro meridional, otra
en el hastial y otra más en la parte posterior del muro norte. Esta última es
un arco de medio punto, de sillería, que alberga en su interior una saetera,
siempre en la habitual sobriedad. Las otras tres ni siquiera tienen el recerco
de sillares sino que fueron abiertas directamente sobre el encofrado, en el
mismo momento en que éste se ejecutaba.
La puerta principal se abre en el centro del
muro sur, construida íntegramente en sillería y muy ligeramente avanzada sobre
el muro, de modo que ni siquiera lleva tejaroz. Está formada por tres
arquivoltas de medio punto, sin chambrana y con total ausencia decorativa,
apoyando en impostas de nacela sobre pilastras que se regruesan en la base.
Otra puerta se abre en el muro norte y no está
centrada, aunque creemos que también es original. Se trata de un pequeño y
simple arco de medio punto con aristas en chaflán. Junto a ella, al exterior,
uno de los mampuestos presenta algunas líneas incisas y tal vez corresponda a
una estela funeraria medieval decorada con rosácea.
El alero está a la misma altura que los de la
cabecera y seguía el mismo tipo, aunque se ha perdido en parte en el lado sur y
completamente en el norte, sustituido por cornisas de madera.
El hastial está reforzado angularmente por
sillares y es más grueso en su mitad inferior. Aquí el sistema de construcción
de encofrado se aprecia a la perfección, con las ocho tongadas descritas,
compuesta cada una por seis cajas, información valiosa a la hora de poder
calcular el tiempo empleado para la edificación de una iglesia como ésta,
aunque aquí no vamos a entrar en ese tipo de análisis. Sobre este muro de
cierre de la nave se levanta la pequeña espadaña, arrancando de una imposta de
nacela y compuesta por un cuerpo triangular, truncado, de sillería, con dos
troneras de medio punto, rematado todo en una cornisilla de nacela, sobre la
que en tiempos se debió disponer un acroterio o cruz de la que sólo subsiste un
muñón.
Curiosamente la esquina norte del hastial no
posee sillares en su mitad inferior, al contrario que la otra y que las del
resto de las de la iglesia, sino que es la propia prolongación de la pared de
encofrado del hastial, que sin solución de continuidad sigue avanzando hacia el
norte, para convertirse poco después en mampostería, en el sentido más estricto
y donde veremos la dovela de un arco románico. Esto nos da idea de que la
iglesia debía tener en origen una continuidad de tapia o edificación hacia ese lado,
cosa que no ocurre hacia el sur, donde el muro perimetral del claustro está
adosado.
Dos arcosolios funerarios se hallan asociados
también a la nave. Uno, seguramente contemporáneo de su construcción o como
mucho ligeramente posterior –pero no del siglo XIV, como afirmaba Gaya Nuño–,
está en el exterior, en el extremo oriental del muro que mira al claustro. Está
hecho a base de sillares, avanzando escasos centímetros sobre el paramento y
tiene arco apuntado con aristas de bocel, con impostas de nacela muy
erosionadas, sobre simples jambas, también aboceladas. En su interior se aloja
una tumba ligeramente trapezoidal, con cabecera al este formada por un bloque
cuadrangular donde se ha tallado el hueco para la cabeza, sistema que aparece
en muchas de las sepulturas descubiertas en las excavaciones arqueológicas.
Hasta hace unos años estaba cubierta por una lauda que hoy se conserva en el
interior de la iglesia, pero que tampoco correspondía al enterramiento
original.
El otro arcosolio, también de sillería, está en
el interior, en el muro del evangelio, cercano a la cabecera, empotrado en la
pared, aunque igualmente avanzando sobre ella. Lo forma un cuerpo cuadrangular
rematado en cornisilla con medias bolas, albergando dentro un arco escarzano
con moldura perimetral de sección oval, que parte de las típicas pilastrillas
tardogóticas sobre plinto. La tumba original debió tener sarcófago alto, hoy
desaparecido, quedando tan sólo la lauda sepulcral, con representación del difunto
yacente, vestido de hombre de iglesia, reposando la cabeza sobre dos
almohadones, con las manos cruzadas y con un cáliz sobre el pecho. No es una
gran talla, caracterizada por un relieve muy plano, cuya ejecución se remonta
seguramente a los años finales del siglo XV o incluso a los iniciales del XVI.
Pero los elementos más representativos de esta
iglesia son los dos baldaquinos que flanquean la nave junto al arco triunfal y
que han captado la atención de numerosos autores por su originalidad, por su
escasa implantación en los reinos peninsulares, y, según se ha dicho, por
formar parte fundamental de ritos litúrgicos del cristianismo oriental. Ambos
son de muy similares características y posteriores a la construcción de la
iglesia, a modo de templetes adosados al arco y sobreelevados de la actual cota
de la nave por tres escalones.
Baldaquinos
El del evangelio está formado por cuatro arcos
de medio punto rematados en cornisilla de listel y chaflán, dos adosados o
ciegos –norte y este– y los otros dos abiertos, compartiendo apoyos. La parte
posterior, es decir, la oriental, que posee uno de los arcos cerrados, avanza
por delante del toral, rematándose en arista provista de bocel. Las dovelas son
de aristas vivas al interior y con boceles al exterior. Cada ángulo está
sostenido por un grupo de cuatro columnas que rematan en un capitel figurado,
que sin duda fueron concebidos para esta disposición, aunque el del lado
noreste sorprende que tenga parte de la decoración empotrada en el muro.
Las basas se disponen sobre doble plinto y son
las habituales de escocia entre dos toros, rematadas en lengüetas, aunque casi
todas rotas.
Baldaquino del lado del evangelio. Añadido a la primera edificación, de planta cuadrada y de factura románica. No existe la tipología en otras iglesias hospitalarias. El Santo Sepulcro de Jerusalén presentaba estos edículos (Capilla de los Francos). Su cronología, principios del XIII. Desconozco la fecha aproximada en la que se incorporan los baldaquinos a la primitiva edificación.
Los cuatro capiteles son figurados, recreando
diversas escenas. El del noreste, al estar adosado a un rincón, tiene sólo dos
caras labradas, con parte de la decoración en otro tiempo oculta por la pared
pero hoy visible. Presenta, como los demás, una cesta muy cuadrangular, con
tres dragones alados, de largo cuerpo estriado y cabezas de desarrollado
hocico, con grandes orejas puntiagudas. Dos tienen las alas abiertas y uno
plegadas y están acompañados de dos figuritas monstruosas –tal vez las crías–,
una también con largo hocico.
En un extremo aparece un guerrero a pie,
cubierto de cota de malla ceñida con cinturón y bajo la que aparece la camisa.
Aunque no lleva casco, la misma cota le protege la cabeza, asomando la cara y
blandiendo en la mano derecha una espada, mientras que con la izquierda parece
agarrar a otro monstruo –con detalles anatómicos apenas marcados–, que casi se
ve al estar empotrado en la pared. El ábaco, al igual que en el resto de los
capiteles, tanto de éste como del otro baldaquino, es de tacos. El cimacio está
parcialmente roto y es de nacela, con listel de círculos u ondas.
El capitel sureste está tallado en tres de sus
caras, con escenas de lucha entre soldados y monstruos. En el lado norte está,
arrinconado, un sinuoso dragón, a quien da la espalda un centauro de torso
vestido, con carcaj colgando del cuello, sobre el pecho, y disparando el arco a
un gran monstruo que enseña sus fauces y que ocupa todo el frente occidental.
Este animal, parcialmente roto, es un dragón alado o gran hidra, de cuerpo
estriado y enorme cabeza de la que nacen varias serpientes. En su parte
posterior aparece enmarañado otro guerrero, también con cota de malla,
agarrando con su brazo a otro dragón más pequeño, similar a los del anterior
capitel. En la cara sur un mutilado soldado parece blandir su espada para herir
a otro deteriorado dragón. Por su parte, el cimacio, también roto, sigue el
esquema del anteriormente descrito y de los otros dos, con nacela lisa y listel
decorado con tallos ondulantes de los que nacen hojitas.
El capitel suroeste, por su disposición, es el
único trabajado en las cuatro caras. En la oriental aparecen dos arpías con
cuerpo y cola de dragón –que entrelazan–, cabeza lampiña coronada, alas
desplegadas y garras que además sujetan sus respectivas colas. El lado
occidental es igual, con la particularidad de que uno de los seres está
barbado. Las otras dos caras también presentan una decoración común, con dos
animales híbridos en cada una, formados por cabeza lobuna que enseña potentes
dientes y colmillos, cuerpo de dragón, con alas plegadas y larga cola, que se
prolonga en bucle que comparten ambos seres con las arpías de las otras dos
caras. El cimacio, bien conservado, luce listel de arquitos entrecruzados.
El que ocupa el lado noroccidental, está
decorado en tres caras, con varias escenas alusivas al Nuevo Testamento,
concretamente al banquete de Herodes y muerte de Juan el Bautista. En el lado
occidental, un personaje coronado, de pie, da o recibe algo de otro, que con
dos más, están sentados a una mesa, dispuesta en la esquina suroeste. Sobre el
mantel, de abultados pliegues, hay cuencos y viandas. El personaje central,
coronado y barbado, es el tetrarca Herodes Antipas, que sostiene un cuchillo en
la mano izquierda; a su derecha, una mujer, también coronada, Herodías, mujer
de Antipas y madre de Salomé. En el otro extremo de la mesa, ya en la cara sur,
se sienta el tercer comensal, una mujer que porta una copa (¿Salomé?), delante
de la cual, una figurita agachada representaría toscamente el sensual baile de
la protagonista. El premio a la danza será la cabeza del Bautista, que, a su
lado, un soldado se apresura a cortar agarrándole del cabello, mientras Juan
aparece arrodillado, escena que sucede a la puerta de un castillo o muralla de
puntiagudos merlones, la fortaleza de Macheroo, donde estaba preso. En el lado
oriental aparece otro animal híbrido, con cabeza seguramente felina –de cuya
boca sale una mano humana–, cuerpo de ave con larga y levantada cola, estiradas
patas y alas plegadas.
La decapitación de San Juan Bautista: se celebra un banquete simbolizado por la mesa bien servida a la que se sienta en el centro Herodes, barbudo y coronado, y a su lado Herodías; asisten otros dos personajes. Salomé se encuentra arrodillada a los pies de su madre.
El verdugo, enfundado en una cota de malla, sostiene alzada la espada con la que se dispone a cortar la cabeza del Bautista que permanece en el interior de una fortaleza en muestra de cautiverio. Ocupa la cara interna del capitel un ave en cuyo pico parece llevar una mano.
A pesar de la evidente tosquedad, el escultor
ha sido muy minucioso, con marcados pliegues en vestidos y mantel, y detalles
en la cota de malla, como el sistema de cierre para la cabeza. El cimacio
presenta esta vez listel de entrelazo.
La cubierta del baldaquino se hace con bóveda
esquifada, compuesta con sillares que arrancan de imposta de listel y chaflán y
sostenida en los ángulos por cuatro innecesarios y gruesos nervios curvos que
parten de ménsulas decoradas: cabeza de animal, felino o lobo, de fauces
abiertas (noreste), cabeza monstruosa mostrando también las fauces y la lengua
(sureste), cabeza de plañidera que se rasga las mejillas, con peinado formado
por doble coleta que se recoge en moño (suroeste), y capitelillo vegetal colgado,
similar a los de San Miguel de Almazán, formado por gruesas hojas que rematan
en frutos o bolas, dispuestas en dos alturas (noroeste). Al exterior la
cupulilla es hemisférica, de aspecto descuidado, recubierta de argamasa. En el
interior se coloca el altar, adosado al este, de sillería, aunque la mesa es
moderna.
El baldaquino de la epístola se encuentra
también adosado, con el frente oriental de sillería y el meridional dejando ver
el muro de cal y canto de la nave, aunque parece entreverse un arco o nicho en
la parte inferior que posteriormente se cubrió con sillería. El esquema
constructivo es muy similar al del anterior, con algunas variaciones, como por
ejemplo que las basas rematan en tres o cuatro lóbulos, aunque la fundamental,
como ya veremos, se refiere a la cubierta.
A diferencia de los anteriores, los capiteles
de este lado representan siempre pasajes bíblicos. El del noreste recoge la
escena de la Degollación de los Inocentes: el rey Herodes –ángulo noroeste–,
espada en mano y mesándose la barba, se deja aconsejar por un monstruoso
demonio alado, con cuernos caprinos, que le susurra al oído, alentándole a su
fechoría. A la derecha del rey –cara norte– una madre implora de rodillas,
besando la armada mano del monarca. Tras ella, un soldado se dispone a cumplir
las órdenes, arrebatando a un niño de los brazos de su llorosa madre. Al lado
del demonio –en la cara oeste– otro soldado se halla matando a uno de los
infantes, descuartizándole con su espada en presencia de la madre, que se rasga
las mejillas. El lado sur está ocupado por la que sería la muralla de una
ciudad, Jerusalén, con doble puerta. El cimacio es idéntico a los tres
restantes, de nacela moldurada en las aristas y listel de circulitos.
Baldaquino lado de la epístola
El capitel que ocupa la esquina sureste está
tallado en dos caras, con una figura angular que preside la escena. Es una
mujer coronada, de cara mutilada, flanqueada por dos ángeles que le muestran
una camisa y uno de ellos –cara oeste– también sostiene un cinturón. Tras este
último ángel se halla otro desfigurado personaje, que parece una mujer de
rodillas.
El lado norte está ocupado por un sarcófago,
con la tapa cerrada y tras él asoman las cabezas y los pies descalzos de otros
dos personajes, uno claramente femenino, con coleta, y el otro tal vez un joven
varón de pelo corto y rizado. Habitualmente se ha interpretado como el pasaje
de la Resurrección de Cristo, pero esta iconografía muy poco se corresponde con
la habitual, donde el sarcófago aparece abierto o muestra el sudario y las Tres
Marías son claramente identificables. Marías y Luca de Tena entienden que es la
Asunción de la Virgen a los Cielos.
En el capitel suroeste la escena principal es
la Huida a Egipto. La Virgen, va sentada sobre una mula y lleva en su regazo al
Niño –cara norte–; delante, ocupando la esquina noroeste, va San José tirando
de las riendas y con bastón en la mano, que parece llamar a las puertas de una
ciudad –cara oeste–, de cuyo recinto asoma un pequeño personaje. Un ángel
–esquina noreste– protege a los que huyen y les separa del acecho del mal,
encarnado por una arpía –lado este–, de cara lampiña, cuerpo y cola de dragón,
alas desplegadas y pezuñas partidas.
El capitel noroeste está profusamente decorado
en las cuatro caras, con escenas relativas al Nacimiento de Cristo. La primera
escena –lado norte– es la Anunciación: un ángel de rodillas, sosteniendo una
cruz, se aparece a la Virgen.
A continuación y en la misma cara, está el
abrazo de la Visitación, mientras que la esquina noroeste está rota. En la cara
occidental se halla el Nacimiento: María, acostada en una cama, tiene a su lado
–en realidad sobre ella– al Niño en una cuna, junto al buey y la mula y con dos
lamparillas colgando del techo. Al lado de la Virgen, en su cabecera está la
comadrona y sobre todos revolotea un ángel, acompañado de la estrella, que se
dispone sobre los tacos del ábaco. Otro ángel ocupa la esquina suroeste y conduce
a tres pastores –lado sur– a la Adoración. Éstos van vestidos con pellizas y
albarcas, provistos de cayados y acompañados de un perro. El último de los
pastores tira de tres ovejas –ya en la cara sur–, ante un árbol de profuso
ramaje que ocupa la esquina. En el lado sur aparecen las ovejas en la parte
inferior, y sobre ellas los tres Magos –ya mirando al lado contrario que los
pastores–, con sus ofrendas, que presentan a la Virgen y el Niño, ocupando
estos dos muy forzadamente la esquina noreste.
Anunciación y visitación
Nacimiento
Reyes magos
Ciborio norte. El demonio, provisto de cuernos, influye sobre Herodes para que decida la Matanza de los Inocentes (h. 1200)
Pastores
A pesar de que la piedra arenisca en que se
trabajan los capiteles no favorece el refinamiento en los detalles, las piezas
de este baldaquino, y especialmente la última descrita, representan las escenas
con gran minuciosidad, sobre todo en los episodios del Portal de Belén y la
Adoración de los pastores, aunque la habilidad del escultor queda menoscabada
por su mal cálculo al redistribuir las escenas y encajar la de los Magos
La cubierta de este baldaquino es bastante
diferente a la del anterior, aquí con cúpula piramidal de sillería que al
exterior adquiere una forma cónica, recubierta de argamasa. Los ángulos
interiores están recorridos por columnillas rectas, monolíticas, que apoyan en
imposta de listel y chaflán y ésta a su vez en cuatro ménsulas angulares, con
cabeza femenina (noreste), cabeza monstruosa de orejas puntiagudas (sureste),
cabeza barbada, de largos cabellos (suroeste) y capitel vegetal de gruesas
hojas dispuestas en dos alturas, tan frecuentes en la provincia (noroeste). El
altar, de sillería, conserva el ara original románica, aunque sin decoración.
Cuestiones de historia, arte y
cronología sobre San Juan de Duero
La primera incógnita que plantea este conjunto
radica en el momento en que se construyó la iglesia. Los distintos autores
parecen coincidir en que se trata de un modelo de templo rural muy común en la
provincia, y se ha dado como buena la suposición de Gaya Nuño de que fue
fundada en la primera mitad del siglo XII. Sin embargo no hay argumentos
sólidos, ni artísticos ni documentales, que consoliden tal aseveración; más
aún, la inmensa mayoría del arte románico soriano puede fecharse
preferentemente en la segunda mitad del XII o postrimerías de ese siglo, si no
ya a comienzos del XIII, y algunos elementos de nuestra iglesia, como su
simplísima portada, irían más en esta línea.
Otro problema que atañe a la fundación puede
estar relacionado con su propia ubicación. ¿Qué función tuvo la iglesia de San
Juan antes de que llegaran los hospitalarios? Estando fuera de la muralla,
mientras que la repoblación aragonesa a partir de 1119 y castellanas desde 1136
van consolidando la villa organizada en parroquias, siempre dentro de la cerca,
una iglesia como ésta tendría algún sentido pero no el parroquial, pues ya
vemos cómo no guardaría relación con Santa María de la Puente, porque no podemos
pensar en un barrio urbano fuera de la muralla, al menos en ese momento.
Entonces cabría preguntarse a qué población daba servicio.
Es evidente que a lo largo del siglo XII las
treinta y cinco parroquias con que contaba la ciudad tuvieron que ser sin duda
románicas, aunque es evidente que existían notorias diferencias
arquitectónicas. Hay algunas de ellas –las que podemos conocer por sus restos–
que son nobles edificios de sillería, pero otros se construyen siguiendo una
técnica clásica, el encofrado u opus caementicium, sistema similar al tapial
pero empleando, en vez de barro, pequeña mampostería ligada con sólida argamasa
de cal, que seguramente permitía abaratar costes y construir rápidamente, pero
que requería ciertos conocimientos que no parecían estar muy extendidos, a
juzgar por las pocas veces que se emplea este recurso fuera de las
construcciones militares.
Aunque no se conocen estudios en esta línea
poco a poco van documentándose iglesias así edificadas. En la ciudad,
intramuros, cabe citar los ejemplos de Nuestra Señora del Mirón, San Agustín el
Viejo o San Ginés, todas ellas en el sector oriental del núcleo urbano; pero
también hay otras en la provincia, como las de Velilla de San Juan, Osona,
Fuentelárbol, Ucero, Mosarejos, Galapagares, la que actualmente sirve de
cementerio en Gormaz, o la ermita de San Miguel en esta misma población, así
como en la segoviana comarca de Pedraza. Incluso las propias murallas sorianas
tienen algunos tramos construidos así.
Me inclino a creer que la iglesia de San Juan
de Duero fue levantada en un entorno próximo a 1200, seguramente dentro de una
febril campaña edilicia que se desarrollaba entonces en la villa y que erigió
también aquellas otras tres iglesias, tal vez a cargo de una misma cuadrilla o
un mismo responsable, pues si el sistema es el mismo, las plantas parecen
calcadas.
No me extrañaría que fuera levantada ya con un
fin monástico, incluso a cargo de los propios hospitalarios. El único argumento
que se maneja para afirmar que no fue construida por esos caballeros es que,
como parece indudable que ellos fueron quienes edificaron los baldaquinos, y
que éstos fueron incorporados en una iglesia ya acabada, pues la conclusión
parece evidente. En nuestra opinión, todo el conjunto, iglesia, claustro y
templetes, se realizaron en un espacio de muy pocos años, casi con total seguridad
por los mismos sanjuanistas, que ya estaban presentes en Soria al menos en
1190. Para su ubicación estos caballeros eligieron un lugar que reunía buenas
condiciones: la situación extramuros de una pujante ciudad, junto a su
principal paso, el puente sobre el Duero, en el camino de Aragón, lo que además
les permitía cumplir la función de hospitalidad y asistencia que tenían
encomendada los monjes soldados.
En todo caso, y al margen de estas
especulaciones, sí se ve una secuencia constructiva en la que el primer
elemento, además con toda lógica, es la iglesia. Una vez finalizada comienza a
levantarse el claustro, primero con un muro perimetral –cuya portada
curiosamente es muy similar a la del templo– que seguramente separaba de otras
dependencias de carácter muy modesto, lejos de la imagen compacta que solemos
tener de un gran cenobio.
Comienza a construirse el claustro por la
esquina noroeste, dentro de los modelos románicos más ortodoxos y con una
filiación muy próxima al claustro de San Pedro, que también se estaba
edificando por esos años finales del siglo XII. Ewert cree que el que llamamos
nosotros sector A eran ya dos galerías completas, es decir, la mitad del
minúsculo claustro que se proyectaba construir, pero sin duda eran sólo una
cuarta parte y el planteamiento original, sin alcanzar las dimensiones del
actual, duplicaría en longitud las arquerías, con una estructura muy similar a
las de la concatedral. De esos momentos dataría también el arcosolio apuntado
que se halla en la panda meridional.
Entonces se produce un hecho trascendental para
el edificio: con un cuadrante de las galerías ya levantado, hay un cambio en el
proceso de obra. Si es entonces cuando llegan los sanjuanistas o ya estaban
antes es algo, de momento, indemostrable, pero lo cierto es que llegan nuevos
artífices con ideas bastante extrañas, que a lo mejor pueden explicarse por un
cambio en la dirección de la encomienda soriana.
Es a partir de ahora cuando el claustro se
continúa con nuevos aires, ejecutándose el resto de acuerdo a tres modelos que
tienen en común su arquitectura ajena a lo que se estaba haciendo en el
románico hispánico, su vinculación a lo musulmán, pero que sin embargo, desde
un punto de vista escultórico, en nada desdicen a la iconografía y técnica más
puramente románica. Los tres sectores que hemos denominado B, C y D, aunque de
distinta factura, son parte no obstante de un mismo proceso constructivo, con un
elemento que les sirve de nexo: las puertas dispuestas en chaflán sobre las
esquinas.
A la vez que se ejecutan estas galerías se hace
otro de los arcosolios del muro occidental, el que presenta arco de medio
punto, que demuestra además que muy poco o nada tiene que ver la forma del arco
–de medio punto o apuntado– con anterioridad o posterioridad de fechas.
Mucho se ha hablado de la relación de estas
arquerías, por el entrecruzamiento de los arcos, con lo musulmán y así se ha
venido repitiendo por parte de los distintos autores que se han ocupado del
tema: Lambert, 1935; Torres Balbás, 1940; Gaya Nuño, 1946; Ewert, 1967 y
1974-1975 y Marías y Luca de Tena, 1970. Continuamente se ha puesto de
manifiesto la presencia de estos arcos en la arquitectura no sólo del oriente
islámico sino de la hispanomusulmana –con ejemplos múltiples de variada época:
mezquita de Córdoba, mezquita de Bib al Mardum de Toledo o la Aljafería de
Zaragoza–, pero siempre con una intencionalidad decorativa, nunca funcional.
Incluso es un motivo repetido en iglesias del románico mudéjar y hasta la
saciedad en pilas bautismales, que en tierras sorianas se encuentran por
docenas, o en el frontal de un altar de la Vera Cruz de Segovia, iglesia
también vinculada a las órdenes militares, además de una lauda sepulcral de la
ermita Nuestra Señora del Socorro de Población de Campos (Palencia), también
perteneciente a una bailía sanjuanista.
La cuestión surge, como en casi todos los
fenómenos históricos, en dilucidar cuál es la verdadera procedencia y el camino
seguido hasta San Juan de Duero. Gaya Nuño ya se ocupó de repasar los lugares
de toda Europa donde aparecen este tipo de arquerías –siempre como elemento
ornamental–, desde Inglaterra, donde supuestamente las llevaron los normandos
en época temprana y donde se registran en lugares como Castle Acre, hasta
Alemania septentrional o el sur de Italia, donde se repiten con cierta
asiduidad, con ejemplos como la catedral de Cefalú o la muy nombrada catedral
de Monreale.
El paralelismo más sorprendente, como ya
hicieron notar Gaya Nuño y Ewert, se halla en el claustro de los capuchinos de
Amalfi –e incluso en el de la catedral de la misma ciudad–, donde los arcos
entrelazados tienen una función arquitectónica y son muy similares a los de
nuestro sector D, aunque en el italiano cada uno se cruza con otros cuatro, en
vez de con dos, como ocurre en el soriano.
No deja de ser curioso el hecho de que fueran
algunos comerciantes de Amalfi quienes crearon un hospital en Jerusalén, que se
convertiría en el embrión de la Orden de los Hospitalarios de San Juan de
Jerusalén, fundada tras la toma de la ciudad santa por los cruzados en 1099,
acogiéndose a la regla de San Agustín. En 1186, cuando Saladino conquista
Jerusalén, los caballeros se retiraron a Acre y posteriormente, en 1310, a
Rodas, hasta que en 1530 se establecieron en Malta, lugares todos con que
también se ha denominado sucesivamente a la orden.
A pesar de esta relación, Gaya considera
posterior el claustro italiano y fruto de la influencia de modelos hispánicos,
según argumentos que creemos algo forzados: bien por un camino de ida y vuelta
a través de lo normando, bien por directa evolución de lo siciliano a partir de
lo arábigo español del siglo XI y de lo almorávide. Parece que la teoría del
origen hispanomusulmán para San Juan de Duero es la que se ha impuesto y la que
también defiende Ewert.
A pesar de la autorizada opinión de estos
autores, la relación ente Soria y Amalfi parece tan evidente, que no nos
resistimos a creer en una vinculación más directa, más aún cuando ambos
participan de una función tectónica más allá de la meramente decorativa. A
veces los fenómenos pueden ser más personales que globales.
El claustro debió acabarse completamente en muy
poco tiempo, tal vez en los primeros años del siglo XIII y, junto a un maestro
de obra que no nos ha dejado por estas tierras otro ingenio semejante,
trabajaron escultores experimentados en la plástica románica y que colocan en
las nuevas galerías capiteles o canecillos tan románicos como los que lucen en
el primer sector.
Aun cuando la imagen que muestra actualmente el
conjunto conforma también parte de su personalidad, con las arquerías exentas,
tuvo tejado en todas sus pandas, no sólo porque así lo confirman las fuentes de
época moderna, sino porque existen sutiles pero inequívocos testimonios en
algunos muros. La pérdida del tejado ha afectado y sigue afectando
negativamente a su conservación, con algunos sectores en los que la piedra
arenisca está en avanzado proceso de deterioro.
Seguramente de forma paralela se construye otro
de los elementos personales de San Juan de Duero, los dos baldaquinos o
templetes que se ubicaron en la nave. Supuestamente éstos forman parte de la
liturgia cristiana oriental, de raigambre bizantina, los llamados ciborios, que
se completaban con un cortinaje desplegado y recogido durante la consagración.
Serían por tanto otro de los elementos importados por los sanjuanistas, y su
carácter oriental en lo litúrgico iría acompañado de un parentesco igualmente arábigo
en el sistema de cubiertas.
También Gaya Nuño, así como Marías y Luca de
Tena, se han ocupado extensamente del tema, reseñando algunos ejemplos de
ciborios hispanos (San Vicente de Estimariú, en Cataluña; la Magdalena de
Zamora –en otra iglesia hospitalaria–, los gallegos de Santa María de Noya o
Portomarín o los ya distintos de la iglesia burgalesa de Monasterio de
Rodilla), así como italianos, donde aún se conservan numerosos casos.
Igualmente el sistema de cúpulas esquifadas,
reforzadas por nervios, también ha captado la atención de estos mismos autores,
que remontan las influencias más lejanas a la antigua Mesopotamia y a distintas
construcciones de la Siria de los Omeyas, e igualmente con algunos ejemplos en
Sicilia.
No quisiera ser yo voz divergente, ni poner en
entredicho estas aseveraciones tan doctamente contrastadas, pero sí quisiéramos
hacer notar el hecho de que en ninguno de los dos baldaquinos parece rastrearse
la más mínima huella que nos permita saber dónde estuvieron sujetos los tan
imprescindibles cortinajes. Por otro lado, hay que subrayar que si las cúpulas
tienen tal vinculación oriental, el resto de la construcción no se aparta lo
más mínimo de la norma románica.
En conclusión y tan sólo a modo de hipótesis,
habría que pensar también en la posibilidad de que los dos citados ciborios no
sean sino sólo una manera de multiplicar altares en una iglesia cuyas
dimensiones y uso así lo requiere, pero sin apartarse de la más estricta
observancia litúrgica romana, y que ambas construcciones cumplen exactamente la
misma función que los pequeños absidiolos inscritos en el muro de las iglesias
sorianas del mismo momento, como San Miguel de Almazán, Santa María la Mayor y
San Juan de Rabanera de Soria, la ermita de los Mártires de Garray, u otros
edículos de variada tipología: San Nicolás de Soria, San Mamés de Montenegro de
Cameros, Fuentelfresno, San Marcos y la ermita de la Virgen de Olmacedo, de
Ólvega.
Por lo que respecta a los escultores que
trabajan en San Juan de Duero, es patente también la existencia de varias
autorías, aunque como hemos dicho, casi consecutivas. Por un lado está el
escultor de los capiteles del arco toral de la iglesia, por otra el del sector
A del claustro, frente a distintas manos que realizarían los otros tres
sectores. Sin embargo, hay que hacer notar cómo algunos acantos del sector A
son muy similares a los del C.
En los baldaquinos hay otros dos escultores,
uno de más escasos recursos técnicos, que labra los capiteles del baldaquino
del evangelio, y otro de mayor calidad, que hace los del lado de la epístola.
Este último, caracterizado por los acusados pliegues, sigue la tradición
silense. En uno de sus capiteles, el del ciclo del Nacimiento, aparecen unas
pequeñas incisiones perimetrales, triangulares, en los bucles circulares que
forman los ropajes y que se pueden ver también en Santo Domingo de Soria, en el
frontal de San Nicolás de esta misma ciudad, y en los capiteles que sostienen
el altar de la ermita de los Mártires de Garray; la composición y estilo, por
otra parte, le pone en relación con otro de San Juan de Ortega (Burgos),
fechable hacia fines del XII. En todo caso, estas piezas nos muestran la
convergencia de influencias navarro-aragonesas (Estella) y burgalesas (Santo
Domingo de Silos), que se rastrean en muchos de los edificios de la provincia
ya citados, y que dieron como resultado una obra tan notable como es la fachada
de Santo Domingo de Soria.
A modo de recapitulación, creemos que todo el
conjunto de San Juan de Duero, iglesia, claustro y baldaquinos, se realiza en
un corto espacio de tiempo, en torno a los años finales del siglo XII o
ligeramente traspasada esa centuria, con unas características constructivas
–encofrado, baldaquinos y arquerías del claustro– que dotan al edificio de una
gran personalidad. Entendemos además que tales obras fueron llevadas a cabo por
el Hospital –posiblemente en el momento de su instalación en Soria–, cuyos freires
adoptaron, en el aspecto constructivo, elementos de origen oriental y filiación
musulmana, y litúrgicamente, la más estricta observancia romana.
Iglesia de Santa María la Mayor
Situada en el extremo noreste de la Plaza
Mayor, frente al palacio de la Audiencia. El templo se encuentra rodeado de
otras edificaciones que se fueron adosando con el paso del tiempo y que impiden
contemplar todo su perímetro exterior. Actualmente mantiene la función de
parroquia, permaneciendo abierta sólo durante las horas de culto.
Su primitiva advocación fue San Gil, cabeza de
la colación del mismo nombre que llegó a ser la más numerosa de la ciudad según
se desprende de los datos aportados por el Censo de 1270. Su importancia y
prestigio fue tal que al menos en dos ocasiones, en 1523 y 1580, detentó la
dignidad de Iglesia Colegial en detrimento de la de San Pedro. Con motivo de
este traslado cambió su advocación por la actual.
Los intentos por fijar definitivamente la
colegiata en Nuestra Señora la Mayor fueron constantes a lo largo del siglo XVI
y contaron siempre con el apoyo de la Ciudad y Tierra de Soria así como con el
beneplácito de los distintos prelados que se sucedieron en este tiempo en la
sede oxomense. Sin embargo, esos proyectos fracasaron pues la nueva función
implicaba una serie de reformas y ampliaciones en el viejo edificio que
suponían un enorme esfuerzo económico no siempre dispuesto a realizar por las
instituciones comprometidas. Además, se contaba en algunos casos con la
negativa del propio cabildo colegial que prefería reedificar la iglesia de San
Pedro antes que trasladarse a un nuevo emplazamiento.
La primera noticia sobre el traslado la da el
racionero Diego de Marrón quien señalaba que la iglesia de San Pedro había
sufrido un derrumbe por lo que “se pretendieron subir a San Gil y de acuerdo
del Cardenal de Santa Savina, Don García de Loaysa y concierto con el
Ayuntamiento y ciudad y aún Clerecía, en efecto la Iglesia se pasó a San Gil, y
se llamó Ntra. Señora la Mayor, que es hoy a la Plaza Mayor y mercado; pero por
no cumplir el Ayuntamiento y el Cardenal Loaysa, la Iglesia se volvió a su
Iglesia caída y sitio, en un paño de la Claustra, bien que antes se hicieron
muchas diligencias con el Emperador Carlos V y con el Papa Adriano”.
En la misma línea se manifestaron después
Loperráez, Rabal y otros historiadores, aunque sin acuerdo a la hora de
establecer la fecha concreta en que se produjo el traslado. Así el primero de
ellos apuntaba textualmente: “En el año siguiente de mil quinientos treinta
y uno se hundió mucha parte de la Iglesia Colegial de San Pedro de Soria (que
dexo dicho se pensó en trasladar el año de mil quinientos veinte y cinco), con
cuyo motivo fue forzosa su traslación a la Parroquia de San Gil, que está en la
plaza, y centro de la ciudad; y porque era reducida, se pensó en engrandecer y
ensanchar su Iglesia, y abandonar la de San Pedro: para ello ofreció nuestro
Obispo D. García crecidas sumas, y la ciudad, tierra y Clerecía tres mil
ducados en cada un año; pero al darse principio a la obra, la ciudad y tierra
se retractaron de lo ofrecido, como en la vez pasada…”
Nicolás Rabal se sirvió también del manuscrito
de Marrón y de la obra de Loperráez para fijar en 1526 el traslado temporal del
cabildo a San Gil con el fin de celebrar allí los oficios divinos, debido al
hundimiento que había sufrido la colegiata de San Pedro.
Víctor Higes, contradiciendo la opinión de
todos estos autores, señala que el primer traslado de la colegiata a San Gil se
hizo en 1523 permaneciendo allí hasta 1529. El cambio no se hizo por el estado
de ruina de San Pedro sino por la necesidad de buscar un mejor emplazamiento en
el centro de la ciudad.
Tras la primera traslación ya se intentó
edificar una nueva colegiata en el lugar que ocupaba esta iglesia para lo que
fueron comisionados para ir a Roma el prior Morales y el canónigo Castejón con
el fin de proponer esta cuestión al obispo García de Loaysa, cardenal de Santa
Susana, entonces en la capital italiana. Contaban con la autorización de la
ciudad de Soria pero no del deán Hernán Diáñez de Morales que prefería residir
en San Pedro. Sin embargo, el asunto quedó olvidado durante algún tiempo hasta
que en 1538 la ciudad volvió a su antiguo deseo de edificar la nueva colegiata.
Las condiciones exigidas por el cabildo hicieron desistir a la ciudad de esta
pretensión.
El 10 de octubre del mismo año, el Ayuntamiento
otorgaba poder a su regidor don Antón del Río, señor de Almenar, para acudir en
nombre de la ciudad ante el rey, su Consejo, Corte y Chancillería para que
apremiasen al deán y cabildo de San Pedro con el fin de que pasasen a residir
en la iglesia de Nuestra Señora la Mayor. En el mismo documento se señala que “es
Iglesia sin gran inconveniente..., y está en medio de la Ciudad y plaza Mayor
de ella a donde todos los vecinos concurren y el Culto Divino será más frecuentado...”.
No obstante, pocos días después, el 17 del mismo mes, el cabildo acordó
realizar los oficios divinos en la parroquia de Nuestra Señora de Cinco Villas.
En 1543 se derrumbó la torre y el cimborrio de
la iglesia románica de San Pedro lo que motivó un año después el acuerdo del
cabildo para la reedificación del nuevo templo. Por su parte el Ayuntamiento
volvía a su antigua pretensión de trasladar la colegial a Santa María la Mayor
que curiosamente ya aparece con esta advocación en los documentos municipales.
A petición de la ciudad había venido a Soria el obispo don Pedro de Acosta al
que se trataba de convencer de las ventajas que tenía el cambio de residencia y
servicio a la iglesia, por su mejor ubicación urbana a diferencia de la de San
Pedro que se encontraba en zona más apartada y con menor población.
Todavía en 1580, cuando la colegiata de San
Pedro ya estaba reconstruida, surgió otra vez la idea de edificar otra nueva en
lugar más céntrico. Por este motivo el obispo Velázquez ordenó de nuevo el
traslado a Santa María la Mayor. Años después, en 1586, el obispo don Sebastián
Pérez puso en marcha el proyecto reuniéndose con el cabildo y el concejo para
estudiar la manera de proveer fondos para la obra. Se encargaron las trazas al
cantero Juan de Naveda al tiempo que se tasaban las casas contiguas a la iglesia
para su compra. Pero de nuevo, el intento fracasó, pues los recursos económicos
no llegaban y los patronos de la capilla mayor entablaron pleito con el cabildo
temerosos de que desaparecieran los escudos de armas de los benefactores.
Así pues, hemos tenido ocasión de ver cómo
existió desde muy antiguo un vínculo especial entre la iglesia de Nuestra
Señora la Mayor y el concejo de Soria que hacía de este edificio su lugar de
reunión antes de que se construyera el Ayuntamiento. Entre sus muros eran
también elegidos ciertos cargos concejiles como el de fieles de la Hermandad.
Incluso una vez construido el nuevo edificio del Ayuntamiento en 1525, los
corregidores de la ciudad pasaron a ser considerados como los primeros
parroquianos de dicha iglesia.
La ciudad contó también con un reloj municipal,
al menos desde 1509, año en que el concejo contrató a un relojero. Dicho reloj
quedó instalado, como no podía ser de otra manera, en la torre de Santa María
la Mayor. Según Higes desde esta torre se trasladó una vieja campana a mediados
del siglo pasado al antiguo Consistorio, hoy Audiencia, que llevaba la
inscripción: “Hízose anno MDXXXVI en el mes de abril, la cual mandaron
construir los Caballeros, Concejo, Justicia y Regidores de la dicha Zdad. para
relox”.
Queda claro que bajo todas estas tentativas
subyacían cuestiones de orden urbanístico, administrativo y hasta
propagandístico, tendentes todas ellas a potenciar la zona de la actual Plaza
Mayor como centro neurálgico de la ciudad. Efectivamente, desde mediados del
siglo XIV se venía produciendo un cambio en la evolución urbanística de Soria
en virtud de la cual la parte baja de la ciudad, en torno a las plazas del
Azogue y de Pozalvar, y la ladera del Mirón fueron despoblándose y perdiendo
importancia en favor del Collado y de los arrabales. Precisamente Juan I eligió
el entorno de la Plaza Mayor para construir sus palacios, y más tarde, en el
siglo XVI, fueron las distintas instituciones de la ciudad las que escogieron
este mismo lugar para levantar los edificios de sus sedes. Parecía lógico por
tanto que la colegiata, principal edificio religioso de la ciudad, estuviera
también en esa zona.
Desde el punto de vista comercial esta parte de
la ciudad había ido asumiendo un papel importante como consecuencia del
establecimiento de ciertas actividades artesanales y de un mercado semanal. Así
pues, el emplazamiento parecía idóneo para la ubicación de la nueva sede
colegial ya que se contaba para ello con un edificio ya construido que gozaba
desde hacía siglos de la devoción de sus parroquianos y del propio concejo. Sin
embargo, cómo hemos visto el proyecto nunca llegó a cuajar y la iglesia de San
Gil permaneció como simple parroquia, ahora denominada de Nuestra Señora la
Mayor.
La primitiva iglesia conservó su fábrica
románica, más o menos íntegra, hasta el siglo XVI momento en que se construye
la capilla del lado del evangelio y el ábside central. Durante el tercer cuarto
del siglo XIX el edifico amenazaba ruina lo que obligó a una profunda
renovación llevada a cabo entre los años 1866 y 1873.
De su pasado románico sólo se conservó parte de
la caja de muros, la torre, la portada, el absidiolo del lado de la epístola y
un sepulcro decorado con celosía calada. Elementos suficientes para hacernos
una idea de como pudo ser la estructura del viejo templo antes de sufrir las
transformaciones posteriores. En líneas generales podemos afirmar que se
trataba de una construcción realizada en sillería arenisca bien escuadrada, con
tres naves, muy estrechas las laterales, separadas por pilares sencillos y rematadas
en ábsides semicirculares. Adosada al muro norte del presbiterio se levantaba
una potente torre que ha llegado hasta nuestros días muy reformada.
El muro sur se respetó en gran parte, siendo
aún visible la altura de la primitiva línea de cornisa de la nave meridional
marcada por una serie de canecillos que fueron picados cuando se recreció el
muro en el siglo XIX. A esta parte se trasladó en 1959 la portada que había en
el interior y que comunicaba la nave del evangelio con una capilla que
desempeñaba las funciones de baptisterio. Esta puerta, abierta en un resalte
del muro sur, consta de tres arquivoltas de medio punto apoyadas sobre tres
pares de columnillas dispuestas sobre podium y decoradas en sus aristas: la
interior con roleos vegetales; la segunda con flores en forma de embudo
inscritas en anillos dobles, y la tercera con baquetón. Los cimacios presentan
ornamentación a base de roleos idénticos a los de la arquivolta interior.
La decoración de los capiteles de esta portada
resulta poco habitual en el románico soriano. Se trata de extrañas
composiciones con motivos figurados de complicada interpretación debido al
pésimo estado de conservación en el que se encuentran por la erosión de la
piedra. El primero de la izquierda muestra animales dispuestos por parejas que
cruzan sus cuerpos colocando las patas delanteras sobre el lomo del otro. En el
segundo cuatro cuadrúpedos levantados sobre sus patas traseras soportan sobre
sus cuellos y cabezas a unas aves que con su pico parecen tomar algo de sus
bocas. Gaya Nuño creyó ver centauros en lucha, cuestión que, a tenor de la
descripción que acabamos de hacer, descartamos tajantemente. Sáinz Magaña
describe simplemente animales afrontados que vuelven sus cabezas para comer el
fruto de un árbol central. El tercero se decora con labores de cestería de
doble trenza. En los capiteles de la derecha pueden verse, en el más interior,
tallos vegetales entrelazados con volutas en la parte superior y una máscara
muy deteriorada en la esquina; el segundo cuenta con tres leones provistos de
largas melenas, y completando el conjunto otro capitel con trenzado menos
regular que el del otro lado de la puerta. Coronando la portada se dispone una
cornisa soportada por diez canecillos de proa de barco.
Como ya hemos indicado, la ubicación original
de esta portada se encontraba en el muro de la nave septentrional comunicando
con una estancia que según los distintos autores fue sacristía o baptisterio.
En cualquier caso se trata de una ampliación posterior a la fábrica románica
por lo que primitivamente esta puerta debió de comunicar directamente con el
exterior del templo. Se explica así el deficiente estado de conservación de los
capiteles que durante mucho tiempo estuvieron expuestos a las inclemencias del
tiempo.
Ahora bien, es lógico pensar que la iglesia
tuvo que tener una puerta principal abierta a la Plaza Mayor que como hemos
visto era uno de los espacios urbanos más concurridos. Dicha portada no se ha
conservado pero sí que hemos creído localizar el lugar exacto en el que se
encontraba, a la derecha de la actual, donde se aprecia cierta irregularidad en
la recolocación de los sillares. Coincidiendo con ese punto se abre en el
interior de la iglesia un arco de medio punto oculto por uno de los retablos de
la nave de la epístola. Posiblemente se trata del primitivo acceso, reformado
posteriormente, que fue clausurado en 1959. Sin embargo, extraña que siendo la
puerta principal no recibiese ninguna atención especial por parte de los
canteros románicos, a no ser que fuera completamente destruida durante alguna
de las reformas realizadas en el edificio.
Adosada al muro norte de la cabecera se levanta
una robusta torre románica con contrafuertes en los ángulos y troneras en el
cuerpo superior que quedó sin rematar, extremo éste que ha hecho pensar en una
posible paralización de las obras y en la existencia de otro cuerpo que no
llegó a construirse. Pensamos que en ambos casos se trata de lecturas erróneas
como consecuencia del aspecto y envergadura que presenta actualmente la torre
respecto a las naves de la iglesia. La escasa diferencia de altura entre ambas
partes se debe al recrecimiento de que fueron objeto los muros del templo
románico durante las reformas que se llevaron a cabo en los siglos posteriores.
Hay que tener en cuenta que el edificio primitivo era de menor altura que el
actual como lo atestigua la primitiva línea de canecillos del muro sur y por
tanto existiría un desnivel más acusado entre la torre y la cubierta de las
naves. En 1707 se derrumbó parte de esta torre, siendo reconstruida diez años
después por el cantero Juan Moreno por un importe de trescientos ducados que
fueron costeados por la ciudad, Universidad de la Tierra, parroquianos y
fieles. Los trabajos afectaron sobre todo a los lados norte y oeste que es
donde mejor se percibe la secuencia de campañas, reformándose completamente las
troneras de ambos lados que habían quedado destruidas. En el costado oriental
se conserva la tronera románica formada por un arco de medio punto doblado y
guardapolvo de puntas de diamante. Apoya sobre dos columnillas provistas de
capiteles de temática vegetal.
Se accede a la torre desde la sacristía por una
escalera de caracol iluminada por dos profundas aspilleras. A media altura se
encuentra un arco de medio punto que da paso a un pequeño descansillo abovedado
que comunica a su vez, a través de otro arco de medio punto, con una sala
rectangular de 6,55 × 3,10 m, cubierta con bóveda de cañón apuntado que arranca
de una imposta de bisel. Da luz a esta estancia un vano románico con acusado
derrame interior. Esta estancia desempeñó probablemente las funciones de archivo
o cámara del tesoro, pues su disposición y estructura recuerda a la de algunas
salas construidas en los monasterios para el mismo fin. La escalera de caracol
asciende hasta el campanario sin que nada indique que prosiguiera más arriba,
una razón más por la que descartamos la existencia en otro tiempo de un cuerpo
superior.
La iglesia presenta en su interior tres naves
separadas por pilares de sección rectangular y cubiertas a la misma altura con
bóvedas de cañón que descansan sobre arcos fajones. A finales del siglo XVII la
cubierta se encontraba muy maltrecha, amenazando ruina, hasta el punto de que
la rotura de una de las vigas había provocado el hundimiento de parte de la
bóveda. Ello obligó a la sustitución de toda la madera del tejado en 1685. En
la segunda mitad del siglo XIX se realizaron nuevas obras.
Según Rabal las reformas acometidas en la
iglesia en su tiempo se habían hecho “imitando exactamente el estilo
primitivo”, por lo que habría que entender que las bóvedas construidas
seguirían el mismo patrón que las antiguas. Sin embargo, Madoz, que llegó a ver
la iglesia antes de su restauración, señala que “aunque de tosca
construcción, consta de tres naves, la del centro de más elevación que las
colaterales y en todas forma la bóveda un artesonado de madera”.
Durante las obras de 1959 se descubrió el
absidiolo románico del lado de la epístola, de planta semicircular y cubierto
con bóveda de cuarto de esfera. Se abre a la nave a través de un arco de medio
punto soportado por columnillas cuyas basas han quedado ocultas bajo el
pavimento moderno. Soportan capiteles decorados con labores de cestería, como
en la portada, con hojas de tallos perlados, todo ello muy deteriorado al igual
que los cimacios. La iluminación era proporcionada por una pequeña aspillera abierta
en el eje del mismo, hoy cegada, y por otra ventana colocada en la parte
superior del muro reutilizada como hornacina. Por sus características y
disposición guarda cierto parentesco con los absidiolos y altares de San Juan
de Rabanera y San Nicolás y, como en aquellos, hay que pensar en un remate
recto hacia el exterior. La función de estas pequeñas capillas no sería
diferente de la de los templetes que se conservan en las iglesias de San Juan
de Duero, Garray, Fuentelfresno y Montenegro de Cameros. Al otro lado del arco
triunfal se abría otro absidiolo de similares características que fue
inutilizado aunque todavía se aprecia un arco de medio punto cegado.
En el segundo cuarto del siglo XVI se
acometieron una serie de reformas que afectaron a la capilla mayor y a la del
evangelio. La primera desarrolla planta pentagonal y se cubre con bóvedas de
crucería estrellada de combados y terceletes. Las obras, así como el retablo
mayor, fueron costeadas por doña Constanza Calderón, mujer de don Juan de
Torres, cuyas armas aparecen colocadas en sus muros. Esta cabecera ocupa el
espacio y anchura del primitivo ábside románico que era de planta semicircular
y amplio tramo recto cuyos muros fueron en parte reaprovechados al hacer la
nueva capilla. Así, en el muro septentrional del presbiterio se perciben los
restos de un arco de medio punto cegado que comunicaba con el cuerpo bajo de la
torre y una estrecha hilada de sillares que parecen corresponder con una vieja
imposta.
La capilla del lado del evangelio, hoy del
Cristo, debió de ser la de San Bartolomé que tomaría esta advocación tras ser
agregada a Santa María la Mayor la parroquia consagrada a aquel santo, en la
cual tenían sus reuniones el linaje de los Chancilleres. Tras la desaparición
de aquella iglesia los miembros de este linaje empezaron a juntarse en la
mencionada capilla. Es de planta cuadrada y se abre a la nave a través de un
arco apuntado sobre el cual quedan restos de un vano románico cegado. Se cierra
con bóvedas de arista modernas que sustituyeron a otras de crucería gótica.
También aquí, junto al arco de acceso, quedan a la vista los restos de un arco
de medio punto cegado que denuncia la existencia de un ventanal románico.
A los pies del templo, sobre el coro, se abre
un arco apuntado de cronología gótica y bajo él un escudo de los Barnuevo
sostenido por dos ángeles.
Embutido en el muro de la epístola se conserva
un sepulcro formado por una losa rectangular de arenisca con decoración calada
de tradición musulmana, flanqueada por dos columnillas de canon corto rematadas
en capiteles vegetales y enmarcada por una moldura de bifolias. Es posible que
se conservase alguno más pues junto a la entrada de la iglesia hay colocado un
trozo de una celosía decorada con idéntico calado. De la misma tipología son
los que se conservan en el muro norte del claustro de San Pedro, uno decorado
con las armas caladas de los Salvadores (medias lunas y estrellas) y otro con
columnillas y cenefa de bifolias.
En su interior se guardan también interesantes
muestras de arte mueble que si bien rebasan con creces la cronología propia del
estilo románico merece tener en consideración. Destaca por su antigüedad un
Cristo gótico de finales del siglo XIII o principios del XIV, tal vez el mismo
al que estaba dedicada una capilla dotada con 1.500 maravedís de renta anual
por don Sebastián de Atienza, según testamento de 1539. El retablo mayor es un
bello ejemplar renacentista realizado a mediados del siglo XVI por encargo de
la familia Calderón. Aunque se desconoce su autoría se ha puesto en relación el
círculo de Juan de Juni, en concreto con su seguidor Francisco de Logroño que
trabaja en otros pueblos de la provincia. Se conservan igualmente varios
sitiales de la antigua sillería de coro que se decoran con el escudo de San
Pedro por haber pertenecido antes a la colegiata.
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