ESCULTURA
BARROCA EN ESPAÑA
En España perduró la imaginería religiosa de
herencia gótica, generalmente en madera policromada —a veces con el añadido de
ropajes auténticos—, presente o bien en retablos o bien en figura exenta. Se
suelen distinguir en una primera fase dos escuelas: la castellana, centrada
en Madrid y Valladolid, donde destaca Gregorio Fernández, que evoluciona de un manierismo
de influencia juniana a
un cierto naturalismo (Cristo yacente, 1614; Bautismo de Cristo, 1630),
y Manuel Pereira, de corte más clásico
(San Bruno, 1652); en la escuela andaluza, activa en Sevilla y Granada,
destacan: Juan Martínez Montañés, con un
estilo clasicista y figuras que denotan un detallado estudio anatómico (Cristo
crucificado, 1603; Inmaculada Concepción, 1628-1631); su discípulo Juan de Mesa, más dramático que el maestro (Jesús del
Gran Poder, 1620); Alonso Cano, también
discípulo de Montañés, y como él de un contenido clasicismo (Inmaculada
Concepción, 1655; San Antonio de Padua, 1660-1665); y Pedro de Mena, discípulo de Cano, con
un estilo sobrio pero expresivo (Magdalena penitente, 1664). Desde mediados de
siglo se produce el «pleno barroco», con una fuerte influencia berniniana, con
figuras como Pedro Roldán (Retablo
Mayor del Hospital de la Caridad de Sevilla,
1674) y Pedro Duque Cornejo (Sillería
del coro de la Catedral de Córdoba, 1748).
Ya en el siglo XVIII destacó la escuela levantina en Murcia y Valencia,
con nombres como Ignacio Vergara o Nicolás de Bussi, y la figura principal de Francisco Salzillo, con un estilo sensible y delicado
que apunta al rococó (Oración del Huerto, 1754; Prendimiento, 1763).
Sus características generales son:
·
Naturalismo,
es decir, representación de la naturaleza tal y como
es, sin idealizarla.
·
Integración
en la arquitectura, que proporciona intensidad
dramática.
·
Esquemas compositivos libres del geometrismo
y la proporción equilibrada propia de la escultura del
Renacimiento pleno. La escultura barroca busca el movimiento; se
proyecta dinámicamente hacia afuera con líneas de tensión complejas,
especialmente la helicoidal o serpentinata, y
multiplicidad de planos y puntos de vista. Esta inestabilidad se manifiesta en
la inquietud de personajes y escenas, en la amplitud y ampulosidad de los ropajes, en el contraste de texturas y superficies, a
veces en la inclusión de distintos materiales, todo lo cual que produce fuertes
efectos lumínicos y visuales.
·
Representación
del desnudo en su estado puro, como una acción
congelada, conseguido mediante una composición asimétrica, donde predominan las
diagonales y serpentinatas, las poses sesgadas
y oblicuas, el escorzo y los contornos difusos
e intermitentes, que dirigen la obra hacia el espectador con gran expresividad.
·
A
pesar de la identificación del Barroco con un "arte de la Contrarreforma",
adecuado al sentimiento de la devoción popular, la escultura barroca, incluso
en los países católicos, tuvo una gran pluralidad de temas
(religiosos, funerarios, mitológicos, retratos, etc.)
·
La
manifestación principal es la estatuaria,
utilizada para la ornamentación
de espacios interiores y exteriores de los edificios, así como de los espacios
abiertos, tanto privados (jardines) como
públicos (plazas). Las fuentes fueron un tipo escultórico que se acomodó muy
bien con el estilo barroco. Particularmente en España, tuvieron un
extraordinario desarrollo la imaginería y los retablos.
La evolución de la escultura barroca en España
tuvo un desarrollo propio apenas influido por las escuelas extranjeras ya que
ni los escultores más destacados viajaron al exterior como lo habían hecho en
el siglo anterior, ni fueron numerosos los escultores extranjeros que
trabajaron en España, ni la importación de obras fue significativa.
La temática es casi exclusivamente religiosa,
tanto para encargos privados como institucionales, destinados a la devoción
privada y a la pública, en imágenes de todo tipo, desde las pequeñas piezas
devocionales hasta los grandes retablos barrocos
y los pasos procesionales. Destaca con mucho la
imaginería, siendo el material más utilizado la madera, siguiendo la tradición hispana, con
policromía y la técnica del estofado, tanto en bulto redondo como en relieve.
Se procura una gran verosimilitud, calificada habitualmente de
"realismo" o "naturalismo"; las imágenes aparecen con todo
tipo de postizos, cabello natural, ojos y lágrimas de cristal y ricas
vestiduras de tela real. La finalidad es provocar una profunda emoción
religiosa en el espectador. La talla en piedra se suele limitar a la decoración escultórica de las portadas (fachadas-retablo). Sólo en el ámbito de la Corte
aparece la estatuaria monumental (los retratos ecuestres en bronce
de Felipe III y estatua ecuestre de Felipe
IV se encargaron en Italia, a Pietro Tacca,
y también existen modelos de estatua ecuestre de Carlos II un monumento similar
para Carlos II, de Giacomo
Serpotta). Los temas mitológicos y profanos están ausentes.
En la escultura barroca española se reconocen
distintas etapas. A principios de siglo se observa el paso del romanismo manierista al naturalismo barroco que a lo largo de la centuria evolucionaría buscando un mayor efectismo a
través de los gestos, posturas o el uso de postizos. Este mayor barroquismo es
claramente observable en la arquitectura de los retablos. Ya en la segundo
tercio del siglo XVIII la influencia del rococó
da lugar a obras más amables de un dramatismo suavizado. Por otro lado se
distinguen dos escuelas principales: la escuela andaluza y la escuela
castellana.
En la escuela castellana, centrada en
Valladolid y Madrid, se presenta una escultura tremendamente realista, cuyas
señas de identidad son la talla completa, el dolor y la crueldad con abundancia
de sangre, profundo dinamismo, caricaturización de los personajes malvados,
intenso modelado y unos rostros con fuerte expresividad. Escultores de esta
escuela son Francisco del Rincón, el gallego Gregorio Fernández (1576-1636), Juan de Ávila, su hijo Pedro
de Ávila, Luis Salvador Carmona (todos
ellos pertenecientes al ámbito vallisoletano), y en Madrid Juan Sánchez Barba y el portugués Manuel Pereira. En Toro,
el taller de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda crea una escultura influida por Juni
y Fernández, pero con una temática menos dramática y de tono más amable.
En cambio, en la escuela andaluza, con focos en
Sevilla (escuela sevillana), Granada (escuela granadina) y Málaga (escuela malagueña), se huye de la exageración, la
idealización, predomina la serenidad y las imágenes bellas y equilibradas con
un modelado suave. Los grandes escultores de esta escuela son Juan Martínez Montañés, Alonso
Cano, Pedro de Mena, Fernando Ortiz, José de Mora,
Pedro Roldán, su hija Luisa
Roldán (la Roldana), Juan de Mesa, José Risueño, Bernardo de
Mora, Andrés de Carvajal y Pedro Duque y Cornejo, José
Montes de Oca.
La llegada de los Borbones en el año 1701
conllevó el cambio de gustos en la corte. Se llamó a artistas franceses e
italianos para la decoración de los palacios y jardines reales, aunque la
imaginería religiosa mantuvo su singularidad.
El napolitano Nicolás
Salzillo y su hijo Francisco Salzillo
desarrollaron su actividad en Murcia, en donde
elaboraron un estilo en transición hacia el rococó
y el neoclasicismo al no profundizar en los
aspectos dramáticos de las escenas, ahondando en conceptos naturalistas y de
idealizada belleza, iniciando la escuela murciana
que continuaría en autores posteriores como Roque
López o Juan Porcel. El Tardobarroco o Rococó español de la primera mitad
del siglo XVIII tiene un estilo muy ornamentado, correspondiente en retablos y elementos arquitectónicos (como las
portadas) al churrigueresco castellano (los Churriguera, Pedro de Ribera,
Narciso Tomé), en Galicia a la fachada del Obradoiro de Santiago de Compostela (Fernando de Casas Novoa), o en Valencia a la portada
del Palacio del Marqués de Dos Aguas (Ignacio Vergara).
Con el reinado de Carlos III se impone el gusto
neoclásico. El año 1777 la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando asumió la aprobación de los proyectos para los
retablos dictando la sustitución de la madera policromada por "mármoles y
piedras adecuadas" La transformación urbanística de la ciudad de Madrid que puede compararse a fuentes y perspectivas
barrocas, se realizó siguiendo el nuevo estilo, en la segunda mitad del siglo
XVIII (Paseo del Prado, fuentes de Neptuno y de Cibeles).
FRANCISCO
del RINCÓN (h.1567-1608)
Fue un escultor español
del siglo XVII, con taller en la ciudad de Valladolid, considerado uno de los grandes maestros
de la escuela castellana del primer Barroco.
Algunos autores hablan de su consideración como
maestro de Gregorio Fernández, aunque en
realidad se puede hablar de Francisco del Rincón más bien como introductor del
maestro gallego en la Corte de Felipe III y su valido el duque de Lerma.
La asociación familiar y profesional entre
ambos parece clara, aunque no se sabe con certeza si Fernández llegó a
colaborar con Rincón en la realización de la escena procesional de La Elevación de la Cruz, encargada por la cofradía de
La Pasión para la Semana
Santa de Valladolid en 1604. Este grupo está considerado como el primer paso procesional realizado íntegramente en madera
policromada.
En 1592 Francisco del Rincón se casa con Jerónima
Remesal, con la que tuvo un hijo, Manuel Rincón, padre a su vez de Bernardo del Rincón. Ambos continuaron la tradición
escultórica de Francisco. Tras fallecer su primera esposa, se casa con una hija
del ensamblador Cristóbal Velázquez.
Además de la obra mencionada, Rincón también
realizó otras obras de imaginería, como el
Cristo de las batallas de la Iglesia de Santa María
Magdalena de Valladolid o el Cristo de
los carboneros para la cofradía de las Angustias,
que se puede contemplar en la iglesia de Nuestra
Señora de las Angustias de la ciudad vallisoletana. En esta misma
iglesia, también se le asignan las esculturas pétreas que decoran la fachada, y
las tallas del retablo mayor. También le han sido atribuidos dos relieves que
decoran el trascoro de la catedral de Palencia.
En Nava del Rey realizó en 1607 el paso de
Jesús Nazareno, imagen titular de la cofradía de la Vera Cruz.
Su estilo se caracteriza por un mesurado Manierismo, en contraste con otros maestros que
siguen el mismo estilo, como Juan de Juni. En
algunas de sus esculturas, Rincón se muestra grandemente influido por el Renacimiento italiano, que quizá conoció debido a su
cercanía a la Corte. Así, las esculturas de san Pedro y san Pablo del
frontispicio de la iglesia de las Angustias, presentan evidentes recuerdos de
la plástica de Miguel Ángel.
Una de sus principales aportaciones a la
historia de la escultura hispana es el haber sido uno de los creadores del paso
procesional barroco, que alcanzará su mayor esplendor en la generación posterior.
Algunas de sus obras se conservan en el Museo Nacional
de Escultura de Valladolid.
Cristo de
los carboneros, Francisco de Rincón 1606
Madera policromada, Iglesia penitencial de las
Angustias, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Entre la abundante serie de esculturas que
integran el patrimonio de la iglesia penitencial de Nuestra Señora de las
Angustias de Valladolid, perteneciente a la Cofradía de la misma advocación,
una buena parte de ellas se deben al talento del escultor Francisco de Rincón,
que trabajó para esta iglesia realizando diferentes modalidades escultóricas,
relieves y esculturas exentas, en piedra y en madera policromada, en las que
dejó impregnado su sello personal e inconfundible.
A él corresponde el retablo mayor de la
iglesia, que elaborado entre 1602 y 1604 está presidido por el monumental
altorrelieve de la Anunciación, con las imágenes de San Agustín y San Lorenzo a
los lados, así como una Piedad que corona el ático y los Cuatro Evangelistas
incorporados al banco. Esta actividad tuvo continuación en el exterior del
templo, para cuya fachada esculpía en piedra en 1605 las esculturas de San
Pedro y San Pablo y los grupos de la Anunciación y de la Piedad. Muy satisfecha
debió quedar la Cofradía con estas obras, puesto que en 1606, terminada la
iglesia, de nuevo se le encargaban dos imágenes para presidir sus
correspondientes capillas: Santa Gertrudis y el Cristo de la Luz, conocido
popularmente como Cristo de los Carboneros.
Este sobrenombre fue aplicado a la escultura en
1805, por ser vigorosos jóvenes del gremio de los carboneros quienes lo
portaban en procesión, finalidad para la que fue concebida desde que fuera
encargada a Francisco de Rincón por la Cofradía de las Angustias, como se puso
de manifiesto durante el último trabajo de restauración llevado a cabo por
María del Carmen Santamaría en su taller vallisoletano, donde se pudo comprobar
que la monumental imagen, que supera con creces el tamaño natural, está
completamente ahuecada en su interior, llegando a reducir el espesor de la
madera a casi 2 milímetros a la altura de las rodillas, reduciendo así el peso
a soportar por los costaleros.
Con ello Francisco de Rincón consolidaba un
tipo de escultura procesional que, enteramente tallada en madera, venía a
sustituir a las viejas y endebles escenas elaboradas en imaginería ligera
—cabezas y manos talladas en madera y cuerpos de papelón y telas encoladas—,
cuyo punto de inflexión lo había marcado el propio Francisco de Rincón cuando
en 1604 realizó el paso del Levantamiento (Elevación de la Cruz) para la
Cofradía de la Sagrada Pasión, compuesto por ocho figuras, con el que marcó la
senda que sería inmediatamente seguida por Gregorio Fernández en sus
célebres composiciones procesionales.
Francisco de Rincón en el Cristo de los
Carboneros abandona la estética de la corriente romanista implantada en la
ciudad por Esteban Jordán, último aliento del manierismo renacentista, para
emprender un cambio estético hacia lo que Jesús Urrea ha definido como "serenidad naturalista", propiciando
con ello el asentamiento de las incipientes formas barrocas.
El monumental crucifijo es una muestra de
impresionante corrección anatómica y de esbeltez, estableciendo el escultor un
arquetipo de crucificado que entre 1606 y 1608 repetiría en sucesivas
ocasiones, como puede apreciarse en el que se conserva en el convento de las
Descalzas Reales de Valladolid, en el que recibe culto en la Colegiata de
Santillana del Mar (Cantabria), el de la ermita del Santo Cristo de las Eras de
Peñaflor de Hornija (Valladolid) y en el llamado Cristo de las Batallas que,
destinado a una desaparecida capilla situada en el Cerro de San Cristóbal, se
conserva en la iglesia de la Magdalena de Valladolid.
El arquetipo rinconiano que encarna el Cristo
de los Carboneros se caracteriza por una depurada y esbelta anatomía en la que
el torso y las piernas se arquean levemente, por la cabeza caída e inclinada
sobre el hombro derecho, por presentar una gruesa corona de espinas tallada en
el mismo bloque y por un trabajo de la cabeza que repite en su Cristo yacente
(Convento del Sancti Spiritus de Valladolid) y en sus Nazarenos (Colegiata de
San Antolín de Medina del Campo y ermita de la Vera Cruz de Nava del Rey),
caracterizados por un rostro ancho, ojos muy separados y cerrados en forma de
media luna, barba de dos puntas de trazado simétrico, nariz afilada, boca
entreabierta, abultados cabellos con mechones apelmazados que por la izquierda
caen hacia atrás dejando visible parte de la oreja y por la derecha penden en
vertical sobre el pecho dejando espacios calados, así como por remontar la
pierna derecha sobre la izquierda con pies huesudos y verticales.
Aunque los elementos que llegan a convertirse
en la marca del taller de Rincón son el tratamiento del perizoma o paño de pureza,
sujeto a la cintura por una cinta, anudado en la parte derecha dejando visible
parte de la pierna y con un plegado al frente. Otro tanto ocurre con la
disposición de los brazos inclinados por el peso del cuerpo y el torso abatido
hacia adelante y despegado de la cruz. La disposición de los brazos en forma de
"Y" cada vez fue más pronunciada en sus crucifijos, alcanzando el
límite en el Cristo de las Batallas.
La figura presenta un destacable virtuosismo
anatómico, fruto de un minucioso estudio del natural, que se traduce en una
serenidad con matices de solemnidad, factores que denotan el grado de madurez y
de innovación alcanzado por el artista. Desgraciadamente, su trayectoria
profesional quedaba interrumpida por la muerte prematura del escultor en 1608,
recién superados los 40 años, privando a la escultura castellana de lo que
habrían sido geniales creaciones a juzgar por la obra conservada, en la que
cabe destacar la creación de modelos precedentes de algunas obras de Gregorio
Fernández, tales como la modalidad de Cristo yacente o la Piedad, así como en
la creación de arquetipos, del que este Cristo de los Carboneros es una buena
muestra.
Con Francisco de Rincón arrancaba una saga de
escultores vallisoletanos, aunque ni su hijo Manuel de Rincón, ni su nieto
Bernardo de Rincón, a pesar de realizar algunas obras notables, nunca lograrían
un corpus capaz de equipararse con su significativa e innovadora producción.
Desde 1618 hasta 1926 el Cristo de los
Carboneros se integraba en los desfiles procesionales organizados por la
Cofradía de las Angustias, aunque después de la renovación de la Semana Santa
vallisoletana, impulsada a partir de 1920 por don Remigio Gandásegui, arzobispo
de Valladolid, que fomentó la creación de nuevas cofradías, comenzaría a desfilar
como imagen titular de la Cofradía de la Preciosísima Sangre desde 1929, año de
su fundación, hasta 1942, cesando en esta función al detectarse su delicado
estado de conservación, lo que obligó a la nueva cofradía a recurrir a un
Cristo crucificado de Juan de Juni conservado en el convento de Santa Catalina
(hoy en el presbiterio de la iglesia de San Pablo), hasta que la misma causa
obligó a encargar en 1953 una talla al escultor Genaro Lázaro Gumiel que emula
aquel modelo juniano.
Restaurado, consolidado y limpiado de oscuros
barnices, el Cristo de los Carboneros forma parte del importante elenco de
crucificados que se conservan en Valladolid, en su mayor parte vinculados a las
celebraciones de su famosa Semana Santa. En la actualidad, desfila con la
Cofradía de las Angustias, su propietaria, en la procesión de Regla o "Sacrificio y Penitencia" que la
cofradía organiza en la madrugada del Viernes Santo.
Paso
procesional de la elevación de la cruz, 1604
Madera policromada. Paso procesional en el
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
El año 1604, cuando Valladolid era la capital
de España tras haberse instalado en ella la Corte de Felipe III, Francisco de
Rincón acababa de terminar el monumental retablo mayor de la iglesia de las
Angustias, donde había trabajado junto a su suegro, el ensamblador Cristóbal
Velázquez, que llevó a cabo una arquitectura de diseño clasicista, y el pintor
Tomás de Prado, que se ocupó de las labores de policromía. Para aquel retablo
destinado a la iglesia penitencial Francisco de Rincón, el imaginero instalado
en la Puentecilla de Zurradores (actual calle de Panaderos), había realizado el
impresionante altorrelieve de la Anunciación que preside el retablo, así como
las figuras laterales de San Agustín y San Lorenzo y la Piedad que corona el
ático, en la que se anticipa a los célebres modelos de Gregorio Fernández. Con
esta obra ponía de manifiesto ser el mejor entre los escultores que por
entonces tenían taller abierto en la ciudad.
Según demuestran los pagos documentados por
Martí y Monsó, en 1604, recién terminado aquel retablo, Francisco de Rincón fue
requerido por la Cofradía de la Sagrada Pasión de Cristo para realizar el paso
procesional del Levantamiento, hoy conocido como la Exaltación de la Cruz,
debiéndose ajustar a las exigencias de un contrato que especificaba el tipo de
figuras que debían formar la escena, su tamaño y composición, el requisito de
estar tallado enteramente en pino de Segovia y hasta la forma de las andas que
debían portar los costaleros. Debido a esta iniciativa de la cofradía y a la
pericia del imaginero durante los dos años que duró el trabajo, el paso iba a
resultar revolucionario en todos los sentidos, marcando un hito en la escultura
procesional barroca que llegaría a tener una enorme repercusión en buena parte
de España.
En primer lugar por ser pionero en la composición de una escena enteramente tallada en madera, con esculturas de bulto redondo y tamaño natural, con la salvedad de tener el interior debidamente ahuecado para aligerar su peso —en ocasiones reduciendo el grosor de la madera a pocos milímetros—, lo que venía a representar el llevar a la calle las tradicionales imágenes que hasta entonces poblaban los retablos, dando una solución perdurable a los continuos desperfectos y problemas que originaban los pasos procesionales realizados en el siglo XVI en imaginería ligera —especialmente en papelón— que por entonces eran comunes a todas las cofradías, según lo testimonia en 1605 en su Fastiginia el portugués Tomé Pinheiro da Veiga, testigo de excepción de las celebraciones de la Semana Santa de aquel año.
En este sentido, el paso de la Elevación de la
Cruz marcaría un punto de inflexión para la total renovación de los pasos
procesionales en Valladolid, cuyo relevo sería tomado poco después por Gregorio
Fernández en la composición de complejas escenas que establecen un hábil
simulacro sacro de fuerte naturalismo. A partir de entonces, en Valladolid
quedarían arrinconados y condenados a su extinción los pasos de imaginería
ligera, compuestos con endebles figuras de pequeño tamaño que sólo tenían las
cabezas y las manos talladas, perdurando como inestimable testimonio de ello el
paso de la Entrada de Jesús en Jerusalén de la Cofradía de la Santa Vera Cruz,
atribuido por Jesús Parrado al escultor Francisco Giralte.
Pero además, a las cualidades de perdurabilidad
el paso de la Elevación de la Cruz unía la gran calidad en la talla de las
figuras y su expresividad, así como su disposición sobre el tablero para
configurar una escena de marcado sentido teatral que requiere su observación
desde distintos ángulos para poder captar todos sus valores plásticos. En ello
radica la diferencia y la idiosincrasia de las imágenes procesionales en madera
en contraposición a la necesaria frontalidad de las imágenes para retablos,
debiendo unir a su sentido narrativo un preciso estudio de pesos y contrapesos
repartidos por una escena concebida para ser portada y movida a hombros de
costaleros.
Todos estos factores concurren en la Elevación
de la Cruz, donde Francisco de Rincón coloca la cruz con habilidad en el eje
central, incluyendo la figura de Cristo y del sayón que a los pies sujeta el
madero, y repartidas tres figuras a cada lado que establecen un reparto de
pesos perfecto que no enturbia la visión de la impactante escena.
La atrevida composición, tan rompedora en su
tiempo, representa el momento en que es izada la cruz en la que ha sido clavado
Cristo, que eleva su cabeza al cielo en un gesto de incomprensión y súplica,
mientras uno de los sayones se aferra a la base para asentarla en tierra, otros
dos situados en la parte delantera tiran con esfuerzo de gruesas sogas
amarradas a los brazos del madero y en la parte posterior dos más que sujetan
la cruz con una pértiga y una escalera que después se escalará para colgar el
rótulo de INRI. A ambos lados de la cruz se colocan las figuras de Dimas y
Gestas, representados de pie y como magníficos desnudos, que mientras esperan a
ser crucificados muestran distintas reacciones respecto a Cristo, el primero mirándole
a la cara con gesto de súplica y compasión y el segundo con la cabeza vuelta y
gesticulación despectiva y burlona.
El paso, tal como hoy lo conocemos, responde a
la recomposición realizada en 1925 por Agapito y Revilla, después de que el
conjunto sufriera el proceso desamortizador del siglo XIX y las figuras
ingresaran en el Museo Provincial de Bellas Artes, germen del futuro Museo
Nacional de Escultura, donde el paso fue desmembrado y las tallas expuestas por
separado. En aquel momento la figura de Cristo se hallaba en paradero
desconocido y así permaneció hasta que Luis Luna Moreno inició en 1993 un
proceso de reconstrucción de los pasos procesionales del Museo Nacional de
Escultura y lo identificó con la imagen que se venía venerando como San Dimas
en el convento de San Quirce, a donde había ido a parar parte del patrimonio de
la expoliada Cofradía de la Pasión. En este sentido, es una lástima que desde
que el paso fuera restaurado en el año 2000, recuperando su estabilidad y bella
policromía, el importante conjunto no pueda contemplarse completo en el Museo
por permanecer la figura de Cristo separada y descontextualizada en las
dependencias conventuales de San Quirce. Tal vez con un poco de buena voluntad
por ambas partes...
El carácter escénico de la composición inspira
a Francisco de Rincón para incorporar en las figuras rasgos expresionistas que
son desconocidos en el resto de su obra, caracterizada por su serenidad
clásica, naturalismo y equilibrio. Sin embargo, en un arrebato de expresividad
manierista, el escultor incorpora una violenta torsión en la cabeza de Cristo,
que adquiere su verdadero sentido cuando aparece unida al movimiento ascendente
de la cruz, efecto que se repite en la vehemente cabeza de Gestas, así como en
las contorsiones imposibles de la cintura de los sayones que izan la cruz
tirando de sogas, aquellos que aparecen denominados como reventados en la
antigua documentación, constituyendo efectos individualizados y estudiados que
contribuyen, con sus connotaciones teatrales, a definir los distintos roles en
el relato, recurriendo para ello a la gesticulación exagerada que exige toda
puesta en escena con el fin de realzar la carga dramática durante el cortejo
callejero, así como al uso de múltiples elementos de atrezo reales de gran
efectismo, como el paño de pureza de Cristo, las distintas sogas, la escalera y
la pértiga, dando como resultado una escena narrativa de fuerte impacto visual.
Otra aportación novedosa de Rincón es la talla
de Cristo como un desnudo integral, anticipándose con ello a los tratamientos
de algunas anatomías trabajadas de igual manera por Gregorio Fernández, como el
Cristo del paso del Descendimiento de la iglesia de la Vera Cruz, el Ecce Homo
del Museo Diocesano y Catedralicio o el Cristo yacente de la iglesia de San
Miguel, convertidos en ejercicio de puro clasicismo. El Cristo de la Elevación
presenta una anatomía enjuta y un canon estilizado, con los músculos en tensión
y la cabeza, como ya se ha dicho, violentamente inclinada a la derecha y con el
rostro a lo alto, efecto que refuerza el sentido ascensional de la cruz en una
composición global de tipo piramidal.
Magníficos y contrapuestos son también los
desnudos de los dos ladrones, que presentan una pormenorizada descripción
anatómica, canon esbelto, abultada cabellera rizada y el paño de pureza
tallado, Dimas con una postura atemperada, con las piernas separadas, las manos
amarradas al frente y la cabeza levantada hacia Cristo, mientras que la figura
de Gestas, con una postura más atrevida, aparece con la pierna izquierda
colocada hacia atrás, lo que produce un arqueamiento de la parte posterior, las
manos amarradas por la espalda y la cabeza inclinada hacia el frente y girada a
la izquierda, mostrando su gesto incrédulo al espectador. En el antiguo
montaje, junto a los ladrones aparecían las dos cruces tendidas sobre la
tierra.
Los cinco sayones que participan en el pasaje
adoptan todo un repertorio de variadas posturas para adaptarse a su cometido en
la escena, destacando la violenta torsión, a la altura de la cintura, de los
que tiran de la soga, movimiento contrario a la curvatura de los otros tres,
uno encorvado para abrazar el madero de la cruz, que sostiene con el hombro,
otro abalanzado sobre la escalera y la cabeza elevada y el tercero flexionado y
con los brazos extendidos hacia adelante sujetando la pértiga que sostiene la
cruz. Todos ellos visten una indumentaria anacrónica, más ajustada a la época
en que se realiza el paso que a la época que describe, siendo el sayón de la
pértiga el único que recuerda vagamente a los soldados romanos por su coraza,
faldellín y casco, indumentaria que repite, sustituyendo el casco por un gorro
rojo, el que se aferra a la cruz. Los otros visten sayas blancas remangadas,
anchas calzas hasta las rodillas, uno de ellos con senojiles o ligas,
coletos o chalecos con cortas mangas y gorros de tipo frigio.
Tanto los sayones que tiran de las sogas como
el que sujeta la escalera muestran unas facciones que se acercan a lo grotesco
en el deseo de que el pueblo reconociera en ellos su maldad y su catadura de
gente despreciable, anticipándose Francisco de Rincón con esta
descontextualización, tanto en el tratamiento de las llamativas indumentarias
como en las facciones de los sayones, al juego maniqueo entre los personajes
sagrados y los sayones que establecería Gregorio Fernández en las composiciones
formadas por múltiples figuras, en las que consolidaría los prototipos de
sayones que serían copiados en otros muchos lugares.
Para componer esta escena, que no aparece citada
en los Evangelios de forma concisa, es posible que Francisco de Rincón se
inspirase en algunos de los grabados que con profusión circulaban en su tiempo,
aunque la representación en estampas de este episodio comenzaron a ser más
abundantes a partir de 1607, tiempo después de que Rincón terminara este paso
procesional, cuya teatralidad y expresividad solamente encontraría ciertos
paralelismos en las representaciones escenográficas de los Sacromontes
italianos.
Trascoro
de la catedral de Palencia
Situado a los pies del templo, el trascoro se
levanta sobre cinco escaleras y es una excelente obra del Renacimiento español,
de carácter tardogótico y plateresco, constituyendo una de las obras maestras
de la catedral. Fue financiado por el obispo Fonseca y se sabe que en él
trabajó Juan de Ruesga hacia el año 1513.
Cuajado de doseletes, encajes de piedra y
hornacinas con figuras de santos, el trascoro se organiza a modo de suntuoso
retablo pétreo, destacando en él los relieves del Martirio de San Ignacio de Antioquía
y la Lactación de San Bernardo,
añadidos posteriormente y ambos obra del escultor barroco Francisco del Rincón. Remata el conjunto el escudo de
los Reyes Católicos, una crestería de piedra y
la estatua de San Antolín; dos puertas, talladas en madera con minuciosos
relieves, permiten el acceso al coro catedralicio.
En el centro del trascoro se halla el políptico de los Siete Dolores de la Virgen, obra del
maestro flamenco Jan Joest, quien retrata al
comitente, Juan Rodríguez de Fonseca, en la tabla central junto a la Virgen y
San Juan, con fondo de un delicado paisaje. Las demás tablas muestran escenas
de los Siete dolores de María, de quien el
obispo Fonseca era gran devoto, con un refinado realismo y excelente sentido
del color. Este políptico es uno de los conjuntos pictóricos más destacados de
la pintura flamenca en España.
Enfrente del trascoro, se encuentra la escalera
que da acceso a la cripta de San Antolín, y, cercano a la misma, el excelente
púlpito, de madera sin policromar, obra de algunos de los más destacados
discípulos de Alonso Berruguete, señalándose la intervención de Juan de Cambray y Francisco
Giralte. Los relieves que lo decoran presentan fuertes concomitancias
con los de Berruguete en la sillería de la catedral de Toledo.
Grupo de Santa Ana con
la Virgen y el niño, 1597
Madera
policromada. Iglesia de Santiago, Valladolid
Escultura
renacentista tardomanierista. Escuela castellana
Se trata de un grupo de gran monumentalidad
—realizado a escala natural— que está compuesto por la figura de Santa Ana, de
pie, sujetando las Sagradas Escrituras y tomando al Niño de la mano con
semblante meditativo; la Virgen, sedente y sujetando al Niño en sus rodillas
con gesto complaciente y el Niño Jesús en el regazo de María con la cabeza
vuelta hacia el rostro de su abuela. La escena, con un gran parecido al grupo
de Santa Ana, la Virgen y el Niño de Andrea Sansovino (iglesia de Sant' Agostino
de Roma), está dotada de serenidad clásica y calculada elegancia, aunque
todavía recoge la influencia de los modelos romanistas imperantes en aquel
momento en cuanto al uso de potentes anatomías, a las que el escultor reviste
de voluminosos paños en los que manifiesta un inconfundible estilo en su
tratamiento, así como un especial interés por la caracterización fisionómica de
las figuras a través del trabajo personalizado de las cabezas, recurriendo al
elocuente lenguaje de las manos para definir la narración de un momento íntimo
y familiar en que participan las tres figuras ajenas a la mirada del
espectador.
La figura de Santa Ana, grave y serena,
representa a una mujer de edad madura. Dotada de un fuerte clasicismo, adopta
una posición de contraposto que le permite flexionar la pierna izquierda y
mover los brazos con libertad, con la mano izquierda sujetando un libro
lujosamente encuadernado y con la derecha estrechando la mano de su nieto.
Viste una amplia túnica que, ceñida al cuerpo por un cíngulo colocado por
debajo del pecho, llega hasta los pies formando pliegues verticales que
estilizan su figura, con la cabeza envuelta por una toca con pliegues menudos y
un manto que le cubre la cabeza y se desliza por la espalda formando minuciosos
pliegues sobre la frente. Con la cabeza ladeada e inclinada hacia la figura del
Niño, su gesto es melancólico, como si presintiera el dramático destino del
infante. Rincón utiliza recursos constantes en su obra, como la nariz recta, el
mentón pronunciado y las órbitas oculares abultadas, con los ojos muy separados
y caídos en forma de media luna para sugerir un momento ensimismado y
reflexivo. Su figura se mueve en el espacio con una gran elegancia y serenidad
que se contrapone a la agitada reacción de la figura infantil.
Completamente diferente es la figura de María,
con una vigorosa anatomía, de gran tersura, cubierta por una amplia túnica de
cuello vuelto y ceñida por una cinta a la cintura, una toca sujeta con cintas
que le cubre la mitad de la cabeza y un manto que cae desde el hombro izquierdo
y se cruza al frente cubriendo las rodillas y formando angulosos pliegues
diagonales trabajados con el personal estilo de Rincón, sugiriendo la imagen de
una deidad romana de fuerte clasicismo. Con los mismos esquemas faciales, ladea
ligeramente la cabeza para dirigir su mirada hacia el Niño con gesto de
complacencia no exento de melancolía, entre ensimismada y risueña, mientras le
sujeta el cuerpo con su mano izquierda. El escultor aplica en la cabeza un
ideal de belleza femenina acorde a los planteamientos romanistas, esmerándose
en la talla de los cabellos rizados y la liviana toca que los cubre, donde
aplica su inconfundible modo de trabajo.
La figura del Niño, que articula la
composición, sigue una concepción diferente para incorporar a la escena un
rasgo de espontaneidad infantil basado en el movimiento generalizado de la
figura. Su cuerpo, rollizo, carnoso y en total desnudez a pesar del paño que
sujeta la Virgen, se dispone frontalmente con las piernas cruzadas pero girando
violentamente el torso y levantando la cabeza y los brazos hacia la figura de
Santa Ana, como si se tratara de un reencuentro tras el episodio de la huída a
Egipto, a juzgar por lo crecido que aparece Jesús. El manierismo de su
articulación corporal contrasta con la serenidad clásica de Santa Ana y la
Virgen, dotando a la escena de una intimidad naturalista y sentimental captada
en la realidad cotidiana, una concepción que abre las puertas a futuras
representaciones barrocas.
El grupo escultórico, que acusa el paso del
tiempo en sus superficies, ofrece una excelente policromía en las carnaciones y
estofados, predominando los tonos rojizos, azules y verdes. Son destacables las
bellas labores florales de la túnica de la Virgen, aplicadas a punta de pincel,
y las anchas orlas que recorren el borde de los mantos, aunque es en la túnica
de Santa Ana donde el desconocido policromador consigue mayores valores
plásticos al recubrir el tejido con esgrafiados que dejan aflorar el oro y con
la aplicación, a punta de pincel, de bellos motivos florales entre los que se
insertan medallones con cabezas y figuras infantiles.
El grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño
puede considerarse como una de las obras en que Francisco de Rincón consolida
su estilo personal, puesto de manifiesto en la creativa producción que
realizara en años sucesivos, tanto en madera como en piedra, hasta que el 16 de
agosto de 1608 le sorprendiera la muerte de forma prematura —poco después de
cumplir 40 años—, truncando la carrera del escultor más innovador de su tiempo,
creador de arquetipos iconográficos, aquel que contribuyó en Valladolid a la
forja del nuevo estilo Barroco, cuyo relevo fue tomado en la ciudad por otro
gran escultor: el insigne Gregorio Fernández.
Retablo de
la Anunciación, 1602-1604
Madera policromada
Iglesia Penitencial de Nuestra Señora de las
Angustias, Valladolid
Tardomanierismo / Escultura protobarroca
española. Escuela castellana
En este retablo Francisco de Rincón denota un
alto grado de madurez profesional, un gran sentido de la elegancia emanada de
los modelos italianos, una concepción manierista muy depurada, su integración
en la corriente romanista imperante en la ciudad y un gran talento en la
creación de tipos, abriendo el camino a la gran eclosión del Barroco en
Valladolid, en el que alcanzaría la cumbre Gregorio Fernández.
El retablo, como ya se ha dicho, tiene una
estructura muy sencilla compuesta por un banco, un cuerpo de gran altura y
ático, ajustándose en su conjunto a la forma de un gran arco de medio punto. En
el banco aparecen en relieve las figuras de los Cuatro Evangelistas, dos a cada
lado del tabernáculo central, que se acompañan con las pinturas laterales de
San José y Santa Úrsula —obras de Tomás de Prado— y la figura del Salvador en
la puerta del sagrario. El único cuerpo está presidido por un relieve de
grandes dimensiones en el que se representa el tema de la Anunciación,
enmarcado por dos grandes columnas doradas, con capitel corintio y fuste
acanalado, con las imágenes de San Agustín y San Lorenzo a cada lado, en bulto
redondo y escala sensiblemente inferior, aunque de tamaño natural. Se corona
con un ático que presenta la forma de un templete, de inspiración palladiana,
que cobija un altorrelieve de la Quinta Angustia, advocación de la primitiva
cofradía, siguiendo la tradicional iconografía de la "Piedad".
Tanto la arquitectura del retablo como las
esculturas de Francisco de Rincón fueron policromadas por el pintor de la
escuela vallisoletana Tomás de Prado, también autor de las pinturas del banco y
uno de los más sobresalientes en el oficio en ese tiempo, que ornamentó las
pilastras y paramentos con sofisticados esgrafiados dorados sobre fondo azul.
Referido al misterio de la Encarnación, el
relieve, convertido en la principal escena del retablo, presenta un formato
monumental y una composición muy diáfana que reduce los elementos narrativos a
lo esencial. En lo alto de un hipotético eje central se encuentra la figura de
Dios Padre, que en escorzo y con los brazos extendidos contempla la recepción
de su mensaje por parte de María, ofreciendo una figura barbada claramente
inspirada en los modelos miguelangelescos de la Capilla Sixtina. Por debajo
revolotea la paloma que simboliza al Espíritu Santo, estableciendo en lo alto
un plano sobrenatural que señala con su dedo el arcángel como origen de la
buena nueva.
Siguiendo una iconografía tradicional, la
Virgen aparece interrumpiendo su lectura en una estancia ambientada por un
atril sobre el que se apoya el libro, una cama con dosel al fondo y un búcaro
de lirios en primer plano, símbolo de virginidad. María gira su cuerpo para
contemplar al ángel desde una postura arrodillada y flexionando la pierna
izquierda, que se abate al frente, originando un movimiento serpenteante y helicoidal,
con la cabeza despegada del plano y colocada de perfil para el espectador. La
figura presenta una corpulencia típicamente romanista, con facciones muy
clásicas, aunque adolece de cierta frialdad gestual, dejando adivinar una
vigorosa anatomía bajo la ampulosa túnica, el manto y la toca.
La figura reclinada de la Virgen encuentra su
contrapunto en el arcángel San Gabriel, cuyo nombre significa "mensajero de Dios". Este aparece
erguido, estilizado, en posición frontal y gravitando sin tocar tierra. Porta
el caduceo con cintas de los mensajeros, reconvertido en un cetro rodeado de
una filacteria con la inscripción de su saludo a la Virgen, y con su brazo
derecho levantado señalando el origen divino del mensaje.
Es una figura dotada de un elegante movimiento
manierista, muy estudiado, consiguiendo una gran expresividad por un insinuado
contrapposto, por la flexión forzada de las manos a la altura de las muñecas,
los paños agitados por una brisa que insinúa el vuelo y el bello trabajo de la
cabeza. Además anticipa un prototipo angélico que llegará a ser muy común en
los talleres vallisoletanos, caracterizado por estar revestido con una doble
túnica, una larga que le llega a los pies y otra corta y superpuesta que no
llega a la rodilla y que tiene mangas anchas, aberturas laterales y cuello
vuelto. Este modelo sería tomado por Gregorio Fernández, con gran fidelidad,
cuando dos años después realiza el San Gabriel destinado al retablo de la
primitiva iglesia de San Miguel (hoy en la embocadura del presbiterio de la
actual iglesia de esta advocación).
La Piedad
Ocupando el espacio del ático, aparece una
versión de la Piedad que aporta matices formales muy trascendentes para la
imaginería barroca vallisoletana. La Virgen ya no aparece sedente, sino de
rodillas, con la pierna derecha flexionada al frente para sujetar el cuerpo
exánime de Cristo en su regazo, lo que le permite levantar los dos brazos en
gesto de invocación y desconsuelo. Con este pequeño matiz Francisco de Rincón
marca una evolución desde las formas replegadas de la escultura renacentista en
que fue formado hacia la expresión barroca, caracterizada por la gesticulación
y los movimientos abiertos.
La Virgen aparece revestida con una túnica
roja, un manto azul en el envés y dorado en el revés que le envuelve por encima
de los hombros y cubriendo la cabeza, y un juego de tocas blanquecinas. Su
semblante es doloroso y muestra la cabeza inclinada hacia Cristo condicionada
por su colocación en el retablo a gran altura. Jesús, desplomado y recién descendido
del madero, se apoya con el brazo derecho remontado sobre la pierna de su
Madre, describiendo su equilibrada anatomía una curvatura muy naturalista en la
que la disposición de las piernas recuerda su posición en la cruz. Su cabeza
también aparece inclinada sobre el pecho y la llaga sangrante del costado
certifica su muerte.
Con esta figura Francisco de Rincón establece
un prototipo que anticipa las magistrales versiones de la Piedad que realizara
Gregorio Fernández a lo largo de su carrera profesional, siendo el modelo más
ajustado el de la Piedad —igualmente concebida como altorrelieve— realizada en
1627 para el convento de San Francisco, donde permaneció hasta que la
desamortización de 1836 forzó su traslado a la iglesia de San Martín, donde
actualmente se venera como imagen titular de la Cofradía de la Piedad, todo un
icono de la Semana Santa vallisoletana que tiene su antecedente en esta imagen
rinconiana.
San
Agustín y San Lorenzo
Las imágenes en bulto redondo de San Agustín y
San Lorenzo, que giran su cabeza hacia el relieve central, son más
convencionales, aunque muy expresivas y ajustadas a la demanda de la cofradía
penitencial, ambas en tamaño natural. San Agustín aparece caracterizado como
obispo mitrado de Hipona, sujetando un báculo en su mano derecha y en la
izquierda un libro en alusión a la Regla por él escrita. Su larga barba le
otorga un aspecto venerable y su corpulencia le encuadra en la corriente
romanista.
La madurez de San Agustín encuentra su contrapunto en la juventud tonsurada de San Lorenzo, mostrado en su calidad de diácono portando en su mano izquierda un libro y sujetando en la derecha una parrilla, tradicional atributo referido a su martirio. Las dos figuras se mueven en el espacio con naturalidad contenida y suma elegancia, efectos realzados por la policromía preciosista aplicada por Tomás de Prado, poniendo de manifiesto el dominio de Francisco de Rincón en el trabajo de imaginero.
Los
cuatro evangelistas
Colocados en el banco, distribuidos por parejas
a los lados del tabernáculo, aparecen los relieves de los Cuatro Evangelistas,
con dos de ellos, San Marcos y San Mateo, adelantados en los netos del pedestal
que soporta las gruesas columnas del cuerpo. Los cuatro están identificados con
los símbolos del tetramorfos y con la cabeza orientada hacia el sagrario,
repitiendo una pose en la que, en posición de contrapposto, colocan su mano
derecha sobre el pecho y con la izquierda sujetan su Evangelio, los cuatro
envueltos con ampulosos mantos recogidos al frente y con un hombro sin cubrir.
Todos ellos barbados a excepción de San Juan, que muestra la tradicional
iconografía barbilampiña.
Cuando en 1605 le fueron de nuevo encargadas a
Francisco de Rincón las esculturas de piedra que se habrían de colocar en las
hornacinas dispuestas en la recién construida fachada de la iglesia de las
Angustias, repitió una iconografía similar a la del retablo, tal vez a petición
de la cofradía titular, realizando un nuevo grupo de la Anunciación que sería
colocado en el cuerpo alto, una imagen de la Piedad para el tímpano de la
puerta, en este caso de formas más replegadas por los condicionamientos del
espacio, y el santoral lateral representando a San Pedro y San Pablo, todas
ellas obras de magistral ejecución que muestran el grado de madurez en el
trabajo de distintos materiales alcanzado por el genial Francisco de Rincón,
que falleció prematuramente en 1608 a los 40 años.
GREGORIO FERNÁNDEZ (Sarria, Lugo, abril de 1576 - Valladolid, 22 de enero de 1636) Fue un escultor español del Barroco, máximo exponente de la escuela castellana de escultura. Heredero de la expresividad de Alonso Berruguete y Juan de Juni, supo reunir a estas influencias el clasicismo de Pompeyo Leoni y Juan de Arfe, de manera que su arte se liberó progresivamente del Manierismo imperante en su época hasta convertirse en uno de los paradigmas del Barroco español.
La colección más importante de su obra se
encuentra en el Museo Nacional de Escultura, en Valladolid. Fernández trabajó
para las cofradías vallisoletanas, y el museo cede, como un hecho museístico
singular, importantes piezas de sus fondos a las cofradías durante la
celebración de la Semana Santa.
Probablemente hijo de un escultor homónimo que
vivió en Sarria al menos entre los años 1573 y 1583 y esculpió un San Lázaro
para la parroquia del mismo nombre. Su madre contrajo nupcias dos veces,
naciendo él de su primer matrimonio y del segundo su hermanastro Juan Álvarez,
quien sería un ayudante muy destacado en su taller.
Se trasladó a Valladolid hacia 1600 ó 1601 con
unos 24 años de edad y práctica en el oficio, entrando en el taller de
Francisco del Rincón que era por entonces el escultor más prestigioso de la
capital castellana. Aquel taller estaba en la Puentecilla de Zurradores (hoy
calle Panaderos). Llegó a ser oficial o asociado. En 1605 abre su propio
taller. A la muerte del maestro (16 de agosto de 1608) Fernández tuteló y
enseñó el oficio a su hijo mayor, Manuel de Rincón.
Se casó con María Pérez Palencia, madrileña, en
1605. Ese mismo año nació Gregorio, su primer hijo, bautizado el 6 de noviembre
de 1605, que fallecería a los cinco años de edad. En junio de 1606 vivía en la
calle de Sacramento (hoy Paulina Harriet), de Valladolid. Bautizó a sus hijos
en la Parroquia de San Ildefonso. En 1607 nació su hija Damiana, que contraería
matrimonio sucesivamente con cuatro esposos, dos de los cuales fueron
escultores del taller de Gregorio Fernández. En 1615 adquirió las casas donde
había vivido Juan de Juni, por el que sintió gran admiración.
Asistió en su propia casa a infinidad de
desvalidos y hambrientos. Famoso y prestigioso como escultor y venerado por su
virtud, fue considerado en vida casi un santo. Antes de trabajar se postraba en
profunda oración, ayunaba y se sometía a penitencia. Este misticismo se guiaba
por los mismos principios de Bernini o Martínez Montañés; esculpir una imagen
religiosa era un compromiso de fe.
Sufrió serios y recurrentes problemas de salud
desde 1624 hasta que falleció, el martes 22 de enero de 1636. Fue sepultado en
el Convento del Carmen Calzado, frente al que vivía y para el que había
trabajado, que ocupaba el terreno donde hoy se ubica el antiguo Hospital
Militar. Según Floranes (citado en FJ Juárez, 2008), al abrirse la tumba en
1721 para sepultar a sus nuevos propietarios, el cuerpo del escultor estaba
entero. La sepultura se ubicaba a la entrada del templo: «En el cuerpo de la iglesia junta a la pila del agua bendita, baxo de
una lossa, yace aquel gran varon estatuario Gregorio Hernández, gallego de
nación, especialissimo en su facultad, como lo publican tantas hechuras de sus
manos como están repartidas en Valladolid y otras provincias».
Actividad
artística
De origen gallego, se instaló en Valladolid,
que era entonces la Corte de los reyes de España, entre 1601 y 1606. Tuvo un
gran taller con muchos aprendices y colaboradores. Entre ellos, Agustín Castaño
(f. 1621), Mateo de Prado, Pedro Jiménez, Pedro Zaldívar, Luis Fernández de la
Vega, Francisco Fermín, su hermanastro Juan Álvarez y sus yernos Miguel de
Elizalde y Juan Francisco de Iribarne. Era muy conocido y apreciado por todo el
norte de España, incluso en regiones más alejadas como Extremadura, Galicia,
Asturias y el País Vasco.
Da preferencia a la mística sobre la estética,
buscando transmitir mucho más dolor y sufrimiento que sensualidad. En su obra
prima la espiritualidad y el dramatismo, casi siempre recogido, sobre cualquier
otro sentimiento. Elige colores y composiciones de gran naturalidad y detalle
anatómico. El tormento a que han sido sometidos sus personajes se manifiesta en
todos sus detalles, con profusión de sangre y de lágrimas, que resbalan sobre
el relieve corporal con gran credibilidad. Su realismo, un tanto recio pero no
vulgar ni morboso, se aprecia en la honda expresión de los rostros, en la forma
de destacar las partes más significativas y en los elementos que añade
(postizos) para aumentar la sensación de autenticidad. Utiliza en ocasiones
ojos de cristal, uñas y dientes de marfil, coágulos de sangre simulados con
corcho, o gotas de sudor y lágrimas de resina. Sin embargo, se muestra refinado
en el tratamiento anatómico, en la sencillez de sus composiciones y en la
contención de los gestos. Es muy característica su forma esquemática de tratar
el drapeado de las vestiduras, con pliegues rígidos, puntiagudos y acartonados
(«plegado metálico»).
Fue el creador de modelos fundamentales de la
imaginería barroca española, como los Cristos yacentes, las piedades o los
crucificados.
También fue decisiva su aportación al campo del
retablo, creando excelentes conjuntos escultóricos que se alejan de la estética
escurialense para acercarse al Barroco pleno. Se trata de uno de los mejores
representantes, si no del más importante, de la destacada escuela castellana de
escultura. Fue también un gran exponente del espíritu que imperaba en la
Contrarreforma que tan profundamente se vivía en España.
Gregorio Fernández trabajó estrechamente con
las cofradías vallisoletanas desde su instalación en Valladolid como capital de
la Corte hasta su muerte, siguiendo los trabajos de Francisco del Rincón, al
que muchos consideran su maestro.
·
Crucificados: Cristo del Consuelo
(1610, Cofradía del Santo Sepulcro), Cristo de la Luz (h. 1630, Hermandad
Universitaria del Santo Cristo de la Luz).
·
Vírgenes: La Sexta Angustia
(1619, Cofradía de las Angustias), Nuestra Señora de la Vera Cruz (1623,
Cofradía de la Santa Vera Cruz), La Quinta Angustia (1625, Cofradía de Nuestra
Señora de la Piedad).
·
Cristo
atado a la Columna (1619, Cofradía de la Santa Vera Cruz).
·
Ecce-Homo: Ecce-Homo (1620,
Cofradía de la Santa Vera Cruz), Ecce-Homo (1613, museo de la Catedral de
Valladolid).
Sed tengo forma parte de la
representación de las Siete Palabras, aunque en su origen fue propiedad de la
Cofradía de Jesús Nazareno.
·
Conjuntos escultóricos: Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen (1610, Cofradía de las Siete Palabras), Sed tengo
(1612-1616, Cofradía de las Siete Palabras), Camino del Calvario (1614,
Cofradía Penitencial del Santísimo Cristo Despojado, Cristo Camino del Calvario
y Nuestra Señora de la Amargura), Madre, ahí tienes a tu hijo (1615, Cofradía
de las Siete Palabras), San Juan y Santa María Magdalena al pie de la cruz
(1619, Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias), El Descendimiento (1623,
Cofradía de la Santa Vera Cruz), El entierro (1645, obra de taller realizada
por Antonio de Ribera y Francisco Fermín, no se conserva completa, Cofradía de
Nuestra Señora de la Piedad).
Cristos yacentes
Fernández recogió un tema iconográfico ya
presente en la escultura medieval y renacentista (con ejemplos sobresalientes
como los de Gaspar Becerra) y le dio un nuevo tratamiento, más verista y
patético, que alcanzó gran difusión y fama, convirtiéndose en uno de sus temas
favoritos y uno de los paradigmas de la plástica barroca en España. Entre las
muchas versiones que realizó, y que fueron repetidas por discípulos y
seguidores, destacan:
·
El
de la iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid, obra fechada en torno a
1634, de bulto redondo, de gran detalle y patetismo, tallada íntegramente
(incluidos los genitales, que se cubren con una tela). Desde un ángulo
determinado es posible ver, a través de la boca entreabierta, el velo del
paladar. Se dispone sobre un diván en una de las capillas de la iglesia, a
cuyos pies descansan la corona de espinas, trenzada en espino, y los tres
clavos, sobre sendos cojines. En Semana Santa desfila alumbrado por la Cofradía
del Descendimiento.
·
El
conservado en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, que data de 1627.
Fue un encargo para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Madrid, pasando
a ser propiedad del Estado con la expulsión de los jesuitas en 1767. Destaca
por una policromía clara, de la que se hizo cargo el pintor Jerónimo de
Calabria, y un gran refinamiento en la sábana y el almohadón que lo sostienen,
tallados también en madera policromada. El almohadón cuenta con una policromía
que imita a la perfección los bordados.
·
El
que el Duque de Lerma encargó para la vallisoletana iglesia de san Pablo, que
data de 1615. Se dispone dentro de una urna dorada que se apoya sobre un pedestal.
La figura de Cristo es de grandes proporciones, de talla esbelta y noble. La
cabeza se apoya en dos almohadones tallados y policromados en dorado.
·
El
que el rey Felipe IV regaló a las monjas del Real Monasterio de San Joaquín y
Santa Ana de Valladolid. Es una obra de la última etapa, fechada entre 1631 y
1636 y que ha sido objeto de debate acerca de si se trataba de una obra de
taller o salida de la gubia de Fernández. La figura es sobria y desprende un
hondo patetismo. Se puede visitar en el museo del propio monasterio y en Semana
Santa es procesionado por la Cofradía del Santo Entierro.
Valladolid además cuenta con otros tres
yacentes considerados generalmente de autoría de Fernández: el del convento de
Santa Catalina (poco conocido debido a que abre sus puertas únicamente en
Jueves Santo); el del convento de Santa Isabel de Hungría (que asimismo sólo se
exhibe al público en la iglesia en Jueves Santo) y otro, de tamaño algo
inferior al natural, fechado hacia 1627 y que fue encargado para un altar de
una de las capillas laterales de la iglesia de san Pablo.
Otros yacentes, que repiten con algunas
variantes estos modelos, son el de la Catedral de Segovia, el del convento de
Santa Clara de Lerma y el de la misma Orden en Medina de Pomar (Burgos), el del
convento de los Capuchinos de El Pardo (Madrid), el del convento de las
Franciscanas Descalzas de Monforte de Lemos (Lugo) o el de la Catedral de
Astorga (León). La repetición del motivo para lugares tan dispares demuestra la
enorme fama que adquirió esta iconografía; la demanda obligó a que algunas de
estas tallas fueran ultimadas por su taller o repetidas posteriormente por
seguidores y discípulos de Fernández.
La Piedad
La Piedad o Quinta angustia, iglesia de San Martín, Valladolid, en procesión.
Otra de las iconografías que Gregorio Fernández
cultivó con gran éxito fue el tema de la Piedad, es decir, Cristo bajado de la
cruz en el regazo de su madre. Con antecedentes en la escultura castellana
manierista, como las realizadas por Francisco del Rincón o el mismo Juni,
Fernández humaniza a la vez que vuelve más monumental el conjunto, insistiendo
en la gestualidad un poco teatral de María, los ricos plegados de los mantos, y
la correcta anatomía de Cristo. Entre las diferentes versiones, destacan:
·
Piedad
(1610-1612), Iglesia del Carmen (Burgos). Primera «piedad» conocida de Gregorio Fernández, obra de clara influencia
manierista y romanista se haya muy poco documentada y situada en el columbario
de la iglesia. Es un altísimo relieve de gran tamaño realizado en madera
policromada. Pese a que no es el prototipo de la figura barroca del autor se
aprecian ciertos rasgos estilísticos como es la figura de Cristo recostada
sobre la Virgen, la cabellera dividida en dos y la barba acabada en dos
mechones puntiagudos nos lleva rápidamente a la posterior producción cristífera
de Gregorio Fernández. A diferencia de otros cristos del autor este es más
corpulento, claramente influencia de Juan de Juni y Miguel Ángel. Por otro lado
es en la Virgen y el fondo donde nos encontramos elementos más ligados al
Renacimiento que al Barroco, como son la rica policromía en estofado y el
detallismo del paisaje del fondo, además la posición de las manos de la Virgen
con gran teatralidad, presenta un amaneramiento propio del Manierismo que
claramente desaparece en la obra posterior.
·
La
Sexta Angustia (1616), Museo Nacional de Escultura (Valladolid). Jesús reposa
sobre la Virgen recién bajado de la cruz, colocado su cuerpo en diagonal,
mientras su madre implora auxilio alzando la mano y la mirada a los cielos. A
sus lados, San Juan y María Magdalena contemplan la escena: ella, llorando y
mirando la figura de Cristo, portando en una mano un cáliz y en la otra un
pañuelo con el que se seca las lágrimas; él, mirando al cielo, porta en una
mano la corona de espinas. Los dos ladrones, crucificados, flanquean la escena
principal. Al colocar a Jesús en sentido perpendicular con respecto a su madre,
Fernández supo romper la típica composición triangular renacentista que
anteriormente y según modelo genial de Miguel Ángel había caracterizado el
tratamiento de este tipo de obras. La obra fue encargada por la Cofradía de las
Angustias, siendo cedida al Museo a mediados del siglo XIX (en aquel momento,
Museo Provincial de Bellas Artes). Procesionó hasta los años treinta, dejando
de hacerlo por su deterioro. En 1991, restaurado el conjunto a fondo, volvieron
a salir en procesión las imágenes de San Juan y María Magdalena, denegando el
Arzobispado la salida procesional de la Virgen por ya sacar la Cofradía de la
Piedad una talla representando la misma escena. Desde 2007 salen también en el
paso las figuras de los dos ladrones junto con una cruz desnuda.
·
La
Piedad (1620) del convento de las Clarisas de Carrión de los Condes (Palencia).
Versión de la primera hecha por Gregorio Fernández pero ya en pleno estilo
Barroco. Repite la primera versión pero con la policromía mate y lisa que
caracteriza la policromía castellana y con la mirada de la Virgen hacia el lado
izquierdo. Se cree que fue un regalo de Felipe III al convento permaneciendo en
la clausura hasta 1945.
·
La
Quinta angustia (1625), iglesia de San Martín de Valladolid. Más sobria que la
versión anterior, prescinde de la escenografía centrándose en las figuras. Es
patente su similitud con modelos de Francisco del Rincón, como la Piedad que
éste talló para el retablo mayor de la iglesia vallisoletana de Las Angustias.
En la realizada por Fernández, la Virgen gesticula alzando ambos brazos,
mientras el cuerpo de Jesús se sostiene sobre la rodilla de su madre de forma
inestable. Destaca el cuidado trabajo de los ropajes de la Virgen así como la
delicadeza e idealismo de las facciones. Realizada para el desaparecido
convento de San Francisco, pasó a la iglesia de san Martín. Es la imagen
principal de la Cofradía de la Piedad.
·
La
Piedad. Iglesia de Santa María, La Bañeza, León. Situada en origen en la
capilla de Nuestra Señora de la Piedad del convento del Carmen de la localidad,
hoy desaparecido. Fue encargado por el capítulo del convento siguiendo las instrucciones
testamentarias de Juan de Mansilla y su esposa Beatriz Gómez de Mansilla junto
con sus dos efigies funerarias. La imagen es trasladada a la Iglesia de Santa
María en 1836 tras la Desamortización. El escultor realizó esta figura
(cronológicamente la última) siguiendo el modelo de Cristo de su primera
«piedad» y el de la Virgen de la «Sexta
Angustia», pero en este caso la mano derecha se lleva al pecho en claro
gesto de dolor. Aunque la figura se realizó para un retablo se procesiona en la
Semana Santa de la localidad.
Grupo
procesional de San martín y el pobre, 1606
Madera policromada. Museo Diocesano y
Catedralicio, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
El grupo escultórico de San Martín y el pobre
ofrece la peculiaridad de ser el primer conjunto tallado por Gregorio Fernández
en Valladolid con fines procesionales, pues fue concebido para ser colocado
sobre unas andas que, curiosamente, fueron realizadas antes de hacerse la
imagen.
Hacia el año 1600 el escultor gallego llegaba a
Valladolid motivado por las expectativas de trabajo que ofrecía la ciudad,
aunque no directamente desde Galicia, sino después de haber pasado una etapa en
Madrid. Tales expectativas se multiplicarían en 1601, cuando Felipe III
oficializó el traslado de la Corte desde Madrid. En la primera noticia de su
estancia junto al Pisuerga, aparece trabajando en las esculturas ornamentales
de un templete destinado al salón de baile del nuevo Palacio Real
vallisoletano, que fue encargado con motivo de los fastos organizados para el
bautizo del príncipe heredero, el futuro Felipe IV, nacido en Valladolid el 8
de abril de 1605.
Gregorio Fernández había llegado plenamente
formado como escultor y en Valladolid, recién llegado, fue acogido en calidad
de oficial, o como colaborador asociado, en el taller que en la Puentecilla de
Zurradores (calle Panaderos) tenía Francisco de Rincón, por entonces el
escultor más prestigioso de cuantos estaban activos en la ciudad. Entre ellos
se establecería una sólida relación amistosa y profesional que perduraría con
los descendientes de Rincón, después de la muerte prematura de este en 1608.
Justamente el año en que Gregorio Fernández
instaló su taller y vivienda en la calle del Sacramento (actual Paulina
Harriet), le fue encargado el grupo procesional de San Martín y el pobre según
un contrato que fue firmado el 11 de junio de 1606 con el pastelero
palentino Agustín Costilla, que venía a cumplir la disposición testamentaria de
su hermano Francisco Costilla, fallecido en América, que asimismo establecía
estar destinado a la iglesia de San Martín de Valladolid.
En dicho contrato no sólo se especificaba que
la escultura debía hacerse en bulto redondo y en buena madera, el compromiso de
ser entregada en la Navidad de aquel año y el precio estipulado en 50 ducados,
sino que se hacían constar todos los requisitos iconográficos, como que San
Martín apareciera a caballo partiendo su capa con el cuerpo vuelto, al igual
que la cabeza del caballo, hacia la figura de un mendigo colocado de pie junto al
lomo del caballo. Igualmente, se precisaba que caballo y jinete debían formar
un sólo bloque, que las figuras fuesen interiormente ahuecadas (por sus fines
procesionales) y que tanto las patas del caballo como los pies del mendigo se
fijaran a una peana mediante tornillos.
La minuciosidad descriptiva de las figuras en
el contrato de este grupo, que es la primera obra documentada del escultor en
Valladolid, seguramente se debe a la proliferación de grabados que
habitualmente circulaban en los talleres escultóricos, eligiendo los comitentes
determinados modelos entre grabados y estampas que después los escultores
trasladaban a las tres dimensiones. Ello explica que Gregorio Fernández
realizase en bulto redondo la misma iconografía de San Martín que ya había
utilizado Francisco de Rincón en 1597 en un altorrelieve del retablo mayor de
la iglesia del Hospital de Simón Ruíz de Medina del Campo.
La obra de Gregorio Fernández no alcanza el
tamaño natural, con 1,33 metros de altura. En ella aparece el santo cabalgando
un caballo al paso, con una pata levantada y la cabeza vuelta contemplando como
San Martín, con el torso también girado hacia atrás, corta con una espada su
capa para compartirla con un mendigo tullido. El santo viste una indumentaria
militar, con loriga, faldellín, botas altas, un casco con penacho de plumas y
armado con una espada, elemento desaparecido aunque aludido por la vaina que
cuelga de su cintura. Está representado en plena juventud, anticipando los
modelos aplicados a futuras figuras de ángeles.
Por su parte, el mendigo, que permanece de pie
junto al lomo del caballo en actitud suplicante, es un hombre maduro y tullido
que tiene su pierna derecha de madera y viste una túnica corta, caída a la
altura del pecho dejando al aire el brazo izquierdo, un pantalón que llega
hasta la rodilla, un pañuelo colocado en la cabeza en forma de turbante y con
el pie descalzo. Se apoya en un bastón con forma de "Tau" y levanta su cabeza suplicante hacia el santo. Su rostro
es enjuto, con la nariz muy perfilada, la boca entreabierta, bigote y perilla y
mechones del cabello asomando sobre las orejas. Esta figura sería retomada por
Gregorio Fernández en 1621, cuando hace el grupo de Santa Isabel con un mendigo
para el retablo mayor del convento de Santa Isabel de Valladolid. Asimismo, en
el recurso de dejar al aire un brazo y parte del pecho anticipa futuras
indumentarias aplicadas a sus sayones.
En opinión de García Chico, la policromía
habría sido aplicada por Estancio Gutiérrez, pintor del rey Felipe III durante
la estancia de la Corte en Valladolid, que también se encargó del dorado de las
andas. Como en todas las obras tempranas de Gregorio Fernández, bajo los
colores subyace un fondo de oro, predominando las tonalidades rojas, verdes y
azules y con las encarnaciones aplicadas en mate.
El grupo evidencia un dominio total del oficio
por el escultor recién llegado a Valladolid, moviéndose en el espacio con una
gran naturalidad y aplicando en los plegados aristas muy suaves que con el
tiempo se tornarían en quebradas con aspecto metálico.
El grupo de San Martín y el pobre se
convertiría en la imagen titular de la iglesia vallisoletana de la misma
advocación, desfilando en su festividad en condición de patrono de la iglesia,
a la que también representaba en la procesión anual del Corpus Christi, hasta
que en 1925 se prohibió el desfile de imágenes titulares junto a la custodia
procesional. Asimismo, la realización de este grupo abrió al escultor el camino
a otros encargos de más envergadura, como el retablo mayor de la desaparecida
iglesia de San Miguel, encargado a Gregorio Fernández en el mes de octubre de
aquel mismo año.
Esta iconografía ecuestre de San Martín,
símbolo de la caridad solidaria, sería muy difundida durante el Barroco
español, siendo buena muestra de ello no sólo la versión realizada en 1674 por
Juan Antonio de la Peña para el retablo mayor de la propia iglesia de San
Martín de Valladolid, sino un ejemplo tan lejano como el realizado por
Francisco Herrera en 1723 para el retablo de la capilla de San Martín de la
catedral de Palma de Mallorca.
Arcángel
San Miguel, 1606
Retablo de la iglesia de San Miguel, Valladolid
La magnífica imagen de San Miguel que preside
el retablo mayor de la iglesia del mismo nombre, formó parte del primer gran
retablo encargado a un joven Gregorio Fernández recién instalado en Valladolid,
que firmó el contrato el 26 de octubre de 1606 contando con el aval de los
ensambladores Juan de Muniátegui y Diego de Basoco2, mientras la arquitectura
del retablo había sido comprometida por 454,54 reales veinte días antes con el
ensamblador Cristóbal Velázquez. Su destino era la primitiva iglesia de San
Miguel (ubicada en el centro de la actual plaza de San Miguel), que fue
reedificada en el siglo XV y derribada en el siglo XVIII.
Para dicho retablo y previa presentación de los
bocetos en pequeño formato, en cera o yeso, a Mateo de Vargas, mayordomo de la
iglesia parroquial, Gregorio Fernández se comprometía a tallar las imágenes de
San Pedro, San Pablo, San Felipe y Santiago, así como un Calvario con la figura
del Padre Eterno para el ático que estaría acompañado en los laterales por los
arcángeles San Gabriel y San Rafael, cobrando por cada una de las figuras 365
reales. Se añadía un tabernáculo decorado con pequeñas figuras de los Cuatro
Doctores de la Iglesia y cinco Virtudes, todo ello por 730 reales. Las imágenes
y el retablo fueron doradas y policromadas por el pintor Francisco Martínez,
según contrato firmado el 16 de noviembre de 1618, realizando también para el
mismo retablo una serie de lienzos con los temas de San Miguel en el monte
Gárgano, San Miguel apareciéndose al obispo de Siponte, la Anunciación, el
Nacimiento, cuatro Virtudes, San Antonio, San Francisco y dos ángeles
turiferarios, de los cuales sólo se han conservado los cuatro primeros.
En este proceso de elaboración del retablo y de
los trabajos de policromía no se cita la imagen de San Miguel, por la que el
escultor cobró 604 reales, lo que hace presuponer que ya había sido contratada
y policromada previamente, influyendo en el posterior encargo de la totalidad
del retablo. El grupo de San Miguel derrotando a Lucifer fue tallado por
Gregorio Fernández y policromado por Francisco Martínez, que contó con la ayuda
de Pedro de Salazar y cobró por el trabajo 610 reales.
La escultura muestra al arcángel alado y
triunfante, revestido a la romana y sujetando una lanza cuya punta hunde en la
garganta del diablo, mientras en su mano derecha porta un escudo con el
anagrama de su nombre: QSD (Quis Sicut Deus, ¿quién como Dios?). La figura
muestra un diseño de concepción manierista pleno de elegancia por el movimiento
cadencioso del cuerpo, la elevación del brazo derecho, la colocación de la
pierna izquierda sobre el vencido y el giro de la cabeza, con un apreciable
estudio anatómico tanto en la figura del arcángel como en la desnudez de
Lucifer, en este caso representado con caracteres andróginos y con un brazo
levantado a lo alto en gesto suplicante. En el grupo destaca el fino diseño de
las cabezas, ambas con idealizadas facciones y con cabelleras abultadas
formadas por grandes rizos, así como por el lenguaje de las manos, una
constante en la obra del escultor.
Trabajada en bulto redondo y con un acabado
impecable, la obra muestra el grado de madurez alcanzado por el escultor en su
primera etapa, cuando rondaba los 30 años, que sin duda afinó en su trabajo de
representación del patrono de Valladolid. Parece claro que en esos años Gregorio
Fernández acusaba una clara influencia de Pompeo Leoni, presente en Valladolid
para decorar algunos salones del nuevo Palacio Real, evocando la imagen de San
Miguel el célebre grupo de Carlos V dominando al Furor (Museo del Prado),
terminada de elaborar por el milanés en 1564.
El tema de San Miguel fue repetidamente
abordado por el artista, que fue depurando el modelo en los posteriores
ejemplares destinados a la iglesia de Brahojos (Madrid), San Miguel de Vitoria
y la Colegiata de Alfaro, aunque este modelo vallisoletano fue repetidamente
copiado y convertido en fuente de inspiración de otros escultores, haciéndose
en el propio círculo de Gregorio Fernández versiones miméticas del grupo, como
las conservadas en Serrada (Valladolid) y en la propia iglesia de San Miguel de
Valladolid.
La escultura, junto a las otras que integraban
el retablo, permaneció en el antiguo templo hasta que a mediados del siglo
XVIII fueron expulsados los jesuitas y la iglesia de San Ignacio quedó libre.
El 11 de septiembre de 1775 la primitiva parroquia de San Miguel se trasladó al
templo jesuítico y esta imagen de San Miguel pasó a ocupar el lugar que ocupara
la de San Ignacio, siendo también trasladadas las figuras de los cuatro
apóstoles a las hornacinas del retablo y las de los arcángeles del ático
colocadas en la embocadura de la capilla mayor, formando parte del conjunto que
ofrece en la actualidad.
Arcángel San Miguel. Taller de Gregorio
Fernández, 1er. cuarto s. XVII
Sacristía iglesia de San Miguel, Valladolid
Sacristía iglesia de San Miguel, Valladolid
Este grupo escultórico repite miméticamente la
extraordinaria creación de Gregorio Fernández, tanto en la figura del arcángel
como en la del ángel caído, aunque a una escala bastante inferior. Debió ser
realizada en el taller de Gregorio Fernández por alguno de sus seguidores, si
no por él mismo, poniendo de manifiesto que cuando una obra causaba admiración
era repetidamente reclamada exigiendo la mayor fidelidad posible al original,
descartándose, por la perfección del acabado, que pudiera tratarse del boceto
previo a la realización del San Miguel titular a gran escala.
En este caso apenas se observan pequeñas
variantes, especialmente en el diseño de la lanza-cruz y la rodela, que aquí
adopta la forma de una cartela con los extremos recurvados. San Miguel aparece
victorioso con una actitud de contrapposto que le proporciona una serenidad
contrapuesta a la agitación y dinamismo de Lucifer, siguiendo la tradición
medieval de presentar al demonio vencido a los pies.
Tanto la coraza como la túnica y el manto ofrecen
depuradas labores de estofado que hacen aflorar el oro subyacente dando al
arcángel un aspecto sobrenatural. Es en las carnaciones donde el modelo ofrece
matices diferenciadores a la obra original pintada y dorada por Francisco
Martínez, puesto que a los tonos rosáceos de San Miguel, que incluye ojos de
cristal, se opone el tono tostado y rojizo del cuerpo de Lucifer, con los ojos
pintados y recostado sobre brasas candentes en alusión el infierno.
En esta obra se aprecia la puesta a
disposición, por parte del escultor, de sus facultades en el oficio de
imaginero para plasmar de forma tangible los ideales propugnados por la
Contrarreforma, ofreciendo con ella la imagen del triunfo de la Iglesia
Católica.
Gregorio Fernández, 1606-1607
Embocadura de la capilla mayor de la
iglesia de San Miguel, Valladolid
Esta pareja de esculturas son los mejores
ejemplares, sin lugar a dudas, de la iconografía angélica en Valladolid. Con
ellos podríamos establecer cierto paralelismo con el destino de dos de los
ángeles pasionarios realizados por Bernini para el Puente de Sant'Angelo de
Roma sesenta años después, cuya belleza cautivó al papa Clemente IX, que
decidió preservarlos para su deleite y el de toda la ciudad en el interior de
la iglesia de Sant'Andrea delle Fratte, a salvo de las inclemencias del tiempo.
Como ya se ha dicho, las figuras de estos dos
arcángeles fueron elaboradas por Gregorio Fernández, según el contrato firmado
en 1606, para ser colocadas en el ático del retablo de la primitiva iglesia de
San Miguel, que había sido reedificada en el siglo XV, donde estuvieron
colocadas desde que fueran policromadas en 1618 hasta 1775, año en que fueron
trasladadas al templo jesuítico de San Ignacio que por entonces tomó la advocación
de San Miguel. No siendo posible su incorporación al retablo, por su
extraordinaria belleza fueron colocadas sobre peanas exentas a los lados de la
embocadura de la capilla mayor, cumpliendo la misma función que los ángeles
turiferarios tan de moda en la época. Con ello se preservaron para el futuro y
se pusieron al alcance del espectador a una distancia sensiblemente más corta
que en lo alto del ático del retablo.
La presencia de San Gabriel y San Rafael
responde al afán de Gregorio Fernández por completar, junto al San Miguel
titular, el trío de arcángeles que representan el poder civil, religioso y
militar, a los que tiempo después, en el retablo de la catedral de Plasencia,
incorporaría la presencia de Uriel para significar la extensión de la redención
de Cristo a los cuatro puntos cardinales.
San Gabriel es el arcángel por excelencia en su
relación con los hombres, función explícita en su propio nombre: "mensajero de Dios". Como tal fue el
portador de diversos mensajes divinos, como el anuncio a Zacarías del
nacimiento de su hijo Juan el Bautista y a la Virgen del nacimiento de Cristo,
incluyendo el anuncio a los pastores. En la iconografía de Gregorio Fernández
afloran reminiscencias de las representaciones del dios olímpico Hermes,
Mercurio para los romanos, en su función de mensajero, especialmente en la
presencia de alas y en el portar como atributo el mágico caduceo, elementos
reconvertidos en las alas del arcángel, en el cetro rodeado de una filactería
con un mensaje escrito que sujeta en su mano derecha y en la elevación del
brazo izquierdo indicando con el dedo el origen divino de su mensaje, elementos
expresados con enorme sutileza por el genial escultor.
Al carácter etéreo de San Gabriel se contrapone
la figura de San Rafael, un ángel de vinculación más terrenal por haber tomado
forma humana para proteger al joven Tobías, por extensión protector de todos
los jóvenes en el camino de la vida, motivo por el que es representado al paso
como un peregrino, con esclavina, con un zurrón a la cintura y sujetando un
bordón, además del pez con el que curó al anciano Tobías y que le define como
el arcángel médico.
Las dos figuras presentan un elegante
movimiento corporal basado en el contrapposto, con una línea serpentinata
recorriendo sus anatomías haciendo que se muevan con naturalidad en el espacio
y con ademanes cadenciosos de aire manierista, adquiriendo una importancia
fundamental el expresivo lenguaje de las manos, dobladas en las muñecas y con
dedos arqueados. A la belleza de sus cabezas, cubiertas con largos cabellos que
forman una corona de abultados rizos, con cuellos excesivamente alargados por
estar concebidos originariamente para ser vistos en el ático del retablo, se
unen las elegantes indumentarias con abundantes y suaves plegados, adoptando
San Gabriel el modelo de túnicas superpuestas, una corta y otra larga, que
acabarían imponiéndose en las figuraciones angélicas vallisoletanas, mientras
que en la imagen de San Rafael la túnica exterior se sustituye por una
esclavina abotonada al cuello. En líneas generales hacen recordar ciertos
modelos creados en Madrid por Pompeo Leoni en bronce, en este caso con una
policromía preciosista aplicada por el pintor Francisco Martínez en 1618.
El Papa
San Gregorio Magno, Hacia 1609
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Gracias a las primeras pesquisas sobre esta
obra, publicadas por Jesús Urrea2 en 1980, se ha podido reconstruir un escueto
rastro después de su deambular por distintos espacios vallisoletanos. Hoy
sabemos que en 1609 el ensamblador Melchor de Beya adquiría el compromiso de
realizar un retablo destinado a la iglesia del Colegio de San Gregorio, según
un contrato dado a conocer por Esteban García Chico3 en 1941. Aunque en el
mismo no se cita que la escultura fuese encomendada a Gregorio Fernández,
existen razones de gran peso para pensar que esta imagen fuera realizada por el
gallego para dicho retablo, en el que ocuparía un lugar destacado como patrón
titular del importante Colegio vallisoletano.
Por una parte, lo avalan las analogías
estilísticas con las obras realizadas por Gregorio Fernández durante la primera
década del siglo XVII, teoría que es reforzada por la gran similitud que la
imagen tiene con una segunda versión que hiciera en 1613, en la modalidad de
busto con teca para reliquias, para el Relicario de la iglesia de los jesuitas
de Valladolid (hoy iglesia de San Miguel), de modo que, tanto las
características de la talla como la iconografía aplicada lo adscriben a la
gubia del que por entonces fuera un joven maestro que se abría paso en el
panorama artístico vallisoletano.
En segundo lugar, la imagen muestra indicios
inequívocos de que perteneciera a la orden de los dominicos, ya que la rica
policromía del manto está jalonada por grandes medallones con la característica
cruz en blanco y negro de Santo Domingo, símbolo de pureza y penitencia. Pero
no sólo eso, pues junto a ellos aparecen otros con la flor de lis, justamente
el emblema de Fray Alonso de Burgos, obispo de Palencia, que aparece repetido
hasta la saciedad en las distintas dependencias del Colegio de San Gregorio por
él fundado, un motivo que llega al paroxismo en la fachada, especialmente en el
tímpano, donde rodeado de tapices con la flor de lis aparece el obispo
ofreciendo el Colegio al papa San Gregorio entronizado, en presencia de San
Pablo, titular del monasterio anexo, y bajo la protección de Santo Domingo,
fundador de la Orden. Esta confluencia de ambos motivos en una misma imagen remite
inexorablemente a la idea de que la escultura estuvo relacionada con el Colegio
de San Gregorio.
La imagen de San Gregorio allí permaneció al
culto en un retablo lateral de la capilla del Colegio, que por entonces estaba
presidida por el legendario retablo que para el obispo palentino elaborara el
gran maestre Gil de Siloé. Sería en tiempos de la invasión francesa, momento en
que se produjo la presencia de Napoleón en el vecino Palacio Real y el
monasterio dominico utilizado como acuartelamiento, cuando estas obras fueron
víctima de una desgraciada agresión. Si el retablo mayor fue completamente
destruido, el resto fue desmantelado, como otros tantos bienes del recinto
dominico. A ello se vinieron a sumar las consecuencias de la Desamortización de
Mendizábal de 1836, por la que el Colegio de San Gregorio quedó extinguido.
Fruto de esta vorágine, la imagen de San
Gregorio recaló en la iglesia de San Cipriano de Fuensaldaña (Valladolid),
donde fue colocada, junto a una escultura de Santo Domingo de la misma
procedencia, en el retablo mayor que en estilo barroco habían realizado en 1761
los ensambladores Miguel Sierra y Bernabé López. Allí permaneció hasta 1970,
cuando el hundimiento de la cabecera de la iglesia motivó la venta de parte de
su patrimonio para sufragar las obras de reconstrucción, siendo adquirida la
imagen de San Gregorio por un coleccionista privado de Valladolid.
En sus manos estuvo más de cuarenta años,
siendo un hecho muy relevante el que la escultura saliese de su anonimato
cuando fue seleccionada y exhibida en la exposición que sobre Gregorio
Fernández se celebró en Madrid en la Fundación Santander Central Hispano, entre
noviembre de 1999 y enero de 2000, bajo la dirección de Jesús Urrea, donde ya
la presentó como obra indudable de Gregorio Fernández y procedente del Colegio
de San Gregorio.
Finalmente, la talla fernandina fue adquirida
por el Estado en diciembre de 2013 y, tras una pequeña intervención de
consolidación y limpieza, ya que la imagen se encuentra en buen estado, fue
entregada al Museo Nacional de Escultura el 12 de marzo de 2014.
La imagen
de San Gregorio del colegio de San Gregorio
La escultura presenta los rasgos manieristas
habituales en la primera obra de Gregorio Fernández tras su llegada a
Valladolid, con un movimiento cadencioso que le permite moverse en el espacio
con elegancia y naturalidad. El dorso plano revela estar concebida para ocupar
la hornacina de un retablo y la teca practicada en el broche del manto su
función de relicario.
San Gregorio (540-604), uno de los cuatro
Padres de la Iglesia latina y Doctor de la Iglesia desde 1295, tiene una altura
de 1,44 m. y se ajusta a su iconografía tradicional, revestido de pontifical en
su condición papal, después de haber sido elegido pontífice en el año 590 en
contra de sus deseos y ser el primer monje que alcanzó tal dignidad. La imagen
le presenta con máximo esplendor y en posición de contrapposto, lo que le
permite flexionar la pierna izquierda y establecer una inclinación a la altura
de la cintura que se corresponde con la de la cabeza, completando el equilibrio
gestual con la colocación del brazo izquierdo levantado para sujetar un libro y
el derecho relajado con una cruz papal de tres travesaños.
La suntuosa indumentaria litúrgica está
compuesta por un alba sobre el que se superpone una estola cruzada al pecho y
una voluminosa capa pluvial cuyo broche, a modo de pectoral, aparece convertido
en una teca-relicario. Completan su imagen pontificia los guantes que cubren
las manos, la mitra de tres coronas, con las ínfulas cayendo por detrás, y una
cruz papal independiente acoplada a la mano derecha. En esta imagen Gregorio
Fernández aplica un recurso muy expresivo que repetiría en el futuro en las representaciones
de santos con mantos: el cruce al frente de parte del manto para quedar sujeto
a la altura de la cintura por un libro, lo que produce un juego de diagonales y
una caída formando pliegues muy airosos.
Otro recurso plástico es la colocación de uno
de los dedos entre las páginas del libro haciendo que quede entreabierto. Este
atributo alude a San Gregorio como autor de obras de tipo pastoral, como su
Regula pastoralis, el Libro de los Diálogos o el Regestum (Libro de
correspondencia), así como otras relacionadas con la música, como su célebre
Antifonario, recopilación de cantos que tomaron el nombre de
"gregorianos" en su honor.
Como es habitual en Gregorio Fernández, el
centro emocional está concentrado en el rostro, en este caso rasurado, con la boca
entreabierta y con la mirada dirigida a lo alto en busca de inspiración. En el
trabajo de la cabeza se podrían apuntar ciertas similitudes con las facciones
de la figura de José de Arimatea del grupo del Santo Entierro de Juan de Juni,
por él admirado, al que de esta manera estaría rindiendo homenaje.
La imagen de San Gregorio presenta una rica
policromía, que fue retocada en el siglo XVIII, en la que prevalecen los
colores rojos papales. En ella destacan los esgrafiados florales del manto, que
se acompañan de labores a punta de pincel y de grandes medallones en los que se
alternan las cruces dominicanas y las flores de lis, vinculando con estos
motivos la imagen al Colegio de San Gregorio, como ya se ha indicado. La
carnación se limita al trabajo del rostro, tratado como una pintura de
caballete para resaltar las mejillas y la barba incipiente, estando también
pintados los ojos, pues en esta etapa Gregorio Fernández todavía no incorporaba
postizos a sus tallas.
En definitiva, la escultura responde en conjunto
a las obras de la primera etapa de Gregorio Fernández, caracterizadas por
acomodarse a los gustos del último manierismo renacentista, asumiendo a un
tiempo los patrones divulgados en España por el milanés Pompeo Leoni y los
modelos naturalistas de Francisco de Rincón, para componer figuras de potente
anatomía y elegantes ademanes, con un acabado de encarnaciones pálidas y ricos
estofados sobre una base de oro.
Sepulcro
de Don Juan Urbán Pérez de Vivero y Doña Magdalena de Borja, Condes de
Fuensaldaña, 1611-1617
Piedra y escultura de alabastro
Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid
El conjunto de escultura funeraria realizada en
Valladolid a finales del siglo XVI y en las primeras décadas del XVII está a
falta de una revisión necesaria para poner en valor un conjunto de obras de
indudable mérito que marcan una evolución, acorde con los postulados trentinos
y los modelos cortesanos, en esta modalidad de escultura tradicional asentada
en el interior de los templos. Si lo más granado de este tipo de obras
realizadas en la ciudad y su entorno se adscriben al taller de los Leoni, un
buen conjunto de debe a maestros locales como Adrián Álvarez, Francisco de
Rincón, Pedro de la Cuadra y Gregorio Fernández, sin que falten autores
anónimos y participaciones foráneas, como la del catalán Antonio de Riera.
En la modalidad de escultura funeraria en
piedra, la obra más interesante entre las conservadas es, sin duda alguna, el
sepulcro que los condes de Fuensaldaña dispusieron en el presbiterio de la que
fuera iglesia de San Ignacio o de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, hoy
parroquia de San Miguel y San Julián, en la que, a principios del siglo XVII,
ostentaban su patronato. Hasta tiempos muy recientes, a pesar de las
atribuciones de distintos autores, se desconocía la autoría de la escultura de
dicho sepulcro, siendo Mª Antonia Fernández del Hoyo quien confirmó, en 1982,
que el trabajo fue llevado a cabo por el gran maestro Gregorio Fernández entre
los años 1611 y 1617, información que conlleva dos aportaciones muy
interesantes: ser la única obra conocida de carácter funerario realizada por el
genial gallego en su taller de Valladolid y el único de sus trabajos realizado
en piedra, algo completamente inusual en la obra del escultor.
Encargo y
realización del suntuoso sepulcro
En el empeño por disponer de un suntuoso
sepulcro familiar, tras la aprobación del proyecto por la Compañía, doña
Magdalena de Borja, que no fallecería hasta 1625, procuró que fuera llevado a
cabo por los mejores artistas de su tiempo. Para ello, en junio de 1611
contrató los servicios del arquitecto Francisco de Praves, hijo de Diego de
Praves, que actuó como fiador. El arquitecto, con la conformidad del padre
prepósito de la Casa Profesa y según lo estipulado en el contrato, levantó el
marco arquitectónico del sepulcro en piedra de Navares de las Cuevas (Segovia).
Está compuesto por un gran pedestal,
ligeramente destacado del muro, con una lápida al frente en cuya leyenda
figuran los nombres, los datos familiares y las circunstancias de la fundación
y del patronazgo. Sobre este se abre un amplio y profundo nicho que está
enmarcado por un pórtico de elegancia clásica que adopta la forma de un arco
triunfal, con dos columnas de fuste estriado a los lados soportando un entablamento
decorado con triglifos clásicos y metopas labradas en relieve con los cuarteles
de los escudos de armas de los condes. Se remata con un frontón partido de
traza manierista y decorado a los lados por bolas de estética herreriana, así
como el exigido escudo monumental en la parte superior, con los emblemas
condales rodeados de una guirnalda con frutos. Todo el conjunto alcanza la
altura del segundo cuerpo del retablo mayor que realizara Adrián Álvarez para
el templo jesuítico, junto al que se ubica.
Dentro del espacioso nicho se encuentran los
bultos orantes de los condes, orientados hacia el altar mayor, que son obra
meritoria de Gregorio Fernández en su primera etapa junto al Pisuerga. Esta
autoría queda confirmada en un documento, fechado en Valladolid el 21 de
febrero de 1617, que contiene una escritura de obligación por la que el
escultor solicita a la Compañía de Jesús una prórroga en la entrega de lo
comprometido. En él manifiesta Gregorio Fernández haber concertado con el padre
jesuita Juan Pérez el hacer «los bultos
de alabastro del conde y la condesa de Fuensaldaña», con el compromiso de
entregarlos acabados el día de Todos los Santos de 1612, reconociendo haber
sobrepasado el plazo y comprometiéndose a entregarlos el día de San Juan de
aquel año de 1617, tras la amenaza de los comitentes de presentar un pleito por
incumplimiento.
De ello se deduce que el escultor habría
sobrepasado el plazo de entrega en cinco años, siendo el padre Juan Suárez en
quien la condesa de Fuensaldaña, que como ya se ha dicho vivió hasta 1625,
había delegado la supervisión de la marcha del proyecto. También se explica
esta tardanza en el numeroso trabajo que tuvo que atender el escultor durante
aquellos años y en la dificultad de labrar con detalle el alabastro —en base al
magnífico resultado final— con la calidad deseada, motivo por el que
posiblemente Gregorio Fernández no repitió en el futuro la experiencia de
trabajar en materiales pétreos.
Las efigies de los condes de Fuensaldaña se
ajustan a la tipología establecida por los Leoni en los cenotafios de Carlos V
y Felipe II en El Escorial, aunque podría concretarse más en los arquetipos
broncíneos realizados en 1601 por Pompeo Leoni en Valladolid en el sepulcro de
don Francisco Gómez de Sandoval y su esposa doña Catalina de la Cerda, duques
de Lerma, finalmente fundidos por Juan de Arfe y, a su muerte, por su yerno
Lesmes Fernández del Moral bajo el asesoramiento del escultor milanés, obra que
actualmente se conserva en la capilla del Museo Nacional de Escultura y que marcó
una tendencia generalizada en el siglo XVII.
Los condes aparecen arrodillados sobre
almohadones, en actitud orante y compartiendo un lujoso reclinatorio sobre el
que reposan dos cojines y otros elementos. Si las cabezas de los dos personajes
presentan un tipo de retrato visiblemente idealizado, será el énfasis en el
tratamiento realista de los atavíos, acordes con la moda de la época, lo que
definirá este tipo de tipología funeraria en el que prima el deseo de serenidad
y elegancia a partir de cierta uniformidad, aunque las figuras no alcancen la
morbidez y naturalidad de los modelos de Leoni.
Don Juan Pérez de Vivero luce una armadura de
gala y está recubierto por un ampuloso manto de acuerdo a su linaje. En la
armadura es visible el peto, las escarcelas sujetas mediante correas con
hebillas, brazales con codales sujetos por remaches y quijotes protectores en
las piernas con rodilleras, aunque los elementos más llamativos son la
sofisticada gola y los puños, ambos labrados con minuciosidad en finas láminas
de alabastro, así como el cordón de dos vueltas que rodea el cuello. Completan
sus atributos un guantelete depositado sobre el cojín del reclinatorio y el
casco con penachos condales colocado en el suelo junto al reclinatorio. La
fisionomía del conde responde al modelo aristocrático del momento, con el
cabello corto y los mechones peinados hacia adelante, flequillo sobre la
frente, largo bigote y perilla, con un gesto sereno y mayestático.
Por su parte, la condesa doña Magdalena de
Borja luce un tipo de vestido y tocado generalizado entre las damas cortesanas,
muy similar al utilizado por Pompeo Leoni en el sepulcro de doña Catalina de la
Cerda, duquesa de Lerma, con un elegante vestido de tela que simula bordados,
una larga fila de botonaduras en los puños y un manto igualmente con motivos
ornamentales en relieve, aunque de nuevo el trabajo más delicado se concentra
en la gola y los puños, trabajo virtuoso en finísimas láminas que sugieren tul
y encajes. También es llamativo el tipo de tocado, con una cofia en forma de
pequeños pliegues y una capota que se desliza hasta la frente con un ribete de
perlas y dejando visibles los rizos del cabello a los lados. El rostro, de
frente muy despejada según los cánones estéticos del momento, aparece terso y
perfilado, dotando a la representada de una belleza y dignidad que pudo conocer
en vida.
La misma delicadeza descriptiva y naturalista
se repite en el reclinatorio, recubierto con un paño que sugiere un rico
brocado en seda con plegados ampulosos en su caída por los ángulos. Idéntico
preciosismo y trabajo naturalista también ofrecen los dos cojines, labrados con
finos relieves, recorridos por un cordón en las juntas y ornamentados con
borlones con flecos en los ángulos, así como en los penachos que adornan la
celada del conde. No obstante, es apreciable en los plegados la rigidez y
dureza característica del escultor gallego.
Por todo ello, estas esculturas orantes de
Gregorio Fernández pueden considerarse, no sólo las mejores de cuantas se
realizaron en la escuela de Valladolid, sino en el arte funerario de toda la
España barroca de las primeras décadas del siglo XVII.
Paso de
la crucifixión (sed tengo), 1612-1616
Madera policromada y postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura procesional barroca española. Escuela
castellana
El paso de la Crucifixión fue la primera de las
complejas escenografías procesionales realizadas en Valladolid por Gregorio
Fernández, que lo comenzó en 1612 siguiendo la senda establecida en 1604 por
Francisco de Rincón con el paso de la Elevación de la Cruz, composición
realizada a petición de la Cofradía de la Sagrada Pasión, que fue pionera en
incorporar hasta siete figuras acompañando a Cristo, totalmente talladas en
madera ahuecada y colocadas sobre una plataforma que debía portar un gran
número de costaleros. Una obra que debió causar sensación no sólo por sus
acertados valores plásticos, sino también porque suponía poner solución a la
fragilidad de los pasos procesionales precedentes de los que disponían todas
las cofradías históricas, cuyas figuras, elaboradas en imaginería ligera, tan
sólo presentaban en talla de madera las cabezas, manos y pies, que después eran
ensamblados en un ligero maniquí revestido con telas encoladas o paños reales,
por tanto figuras muy sensibles a los golpes y a los días de lluvia, lo que
originaba rutinarios arreglos y restauraciones para su mantenimiento.
Seis años después de que aquella innovadora
escena de Francisco de Rincón sorprendiera con su arriesgada escenografía y sus
figuras íntegramente talladas en madera, le fue encargada a Gregorio Fernández
otra de similares características por el gremio de pasamaneros para ser donada
a la Cofradía de Jesús Nazareno, por entonces asentada en el convento de San
Agustín, según informa un acta del cabildo de dicha cofradía publicado por
Filemón Arribas2. De este modo, en 1612 se incorporaba a los desfiles
procesionales el nuevo paso con la representación de la Crucifixión, una escena
secuencialmente posterior a la representada por Francisco de Rincón.
De igual manera, conocemos que el paso fue
elaborado en dos fases consecutivas. En 1612 el paso estaba integrado por las
figuras de Cristo crucificado, un sayón encaramado a una escalera posterior a
la cruz y colocando el rótulo del "INRI", y otro delante de Jesús
acercándole a la boca una esponja impregnada en hiel y vinagre. Así permaneció
hasta que en 1616, según se desprende del acta del cabildo publicado por Martí
y Monsó, la escena se incrementó con un sayón sujetando un calderín y una
lanza, equilibrando en peso y espacio al ya existente de la esponja, junto a
una pareja de sayones jugándose a los dados la túnica de Cristo, colocados en
posición más avanzada respecto a la cruz. Debido a este incremento, el paso
comenzó a ser citado en los documentos de la cofradía como "Paso grande".
A pesar de haber sido realizado en dos fases,
todo parece indicar que Gregorio Fernández podría haber planteado la escena
completa de la Crucifixión desde un principio, compuesta por Cristo crucificado
y cinco sayones, seguramente sobre un modelo del proyecto presentado para su
aprobación en barro o en cera, entregando, como era costumbre, primero las
figuras principales y el resto cuando las donaciones recibidas así lo
permitían, conociéndose la circunstancia de que, para sufragar las tres últimas
figuras, la Cofradía de Jesús Nazareno tuvo que realizar un préstamo al gremio
de los pasamaneros de 700 reales que al final les fue perdonado.
El paso de la Crucifixión pone de manifiesto la
habilidad compositiva de Gregorio Fernández, desde un primer momento, tanto
para ajustarse a la claridad narrativa de las escenas procesionales como para
dar solución a los problemas técnicos originados por el peso de las figuras. El
conjunto presenta una composición piramidal que en su visión lateral se ajusta
a un triángulo rectángulo —composición que repetiría en 1623 en el paso del
Descendimiento para la Cofradía de la Vera Cruz—, con un vértice superior
definido por el sayón en lo alto de la escalera y otro por los sayones
agachados en primer plano, convergiendo las miradas y ademanes en la figura
central de Cristo.
Pero además, con genial maestría, las figuras
se distribuyen de forma simétrica en la plataforma repartiendo equitativamente
el peso, logrando con los ademanes y la ingeniosa forma de moverse las figuras
en el espacio que este condicionamiento técnico pase desapercibido y sea ajeno
a cualquier sensación de rigidez. Al contrario, logra que en su deambular
callejero las figuras muestren su mayor expresividad, mientras que su
contemplación dentro de la iglesia, ahora en el Museo, la disposición frontal
escalonada permite apreciar todos los matices de un simulacro sacro de afán
naturalista, permitiendo apreciar la genialidad del escultor en la figura del
crucificado y en algunos sayones en los que muestra su personal creatividad.
Como conjunto escultórico, el paso acumula toda
una serie de nuevas aportaciones de Gregorio Fernández, tanto estilísticas y
estéticas como de contenido y significado. Por un lado, el gran maestro no se
limita a reproducir una escena única como hiciera Rincón en la Elevación de la
cruz, sino que superpone tres episodios que sucedieron al momento de la
crucifixión, presentados de forma simultánea y a una escala que supera el
natural. En primer lugar, recién izada la cruz, un sayón escala una escalera
colocada por detrás para colocar burlonamente sobre el madero el rótulo de
"INRI", a lo que se viene a
sumar el pasaje en que dos sayones se juegan a los dados la túnica del reo. A
la escena igualmente se incorpora la reacción de los soldados tras la quinta
palabra —Sed tengo— que cita el Evangelio de San Juan, a la que reaccionaron
acercándole a los labios una esponja empapada en vinagre (en opinión de algunos
historiadores una costumbre con los crucificados para amortiguar el dolor).
Otro factor condicionado por el pasaje es el
representar a Cristo vivo, algo infrecuente en la producción del gallego, que
en este caso plasma con una anatomía vigorosa, potente y proporcionada,
seguramente influenciado por los hercúleos modelos que Pompeo Leoni realizara
en Valladolid pocos años antes, aunque con mayor tendencia al naturalismo.
Cristo presenta una anatomía extremadamente depurada en la que es llamativa la
crispación de las manos al soportar la tensión corporal, así como la boca
entreabierta como síntoma de deshidratación, con una serenidad anatómica que
contrasta con un cabo del perizoma agitado por la brisa.
Por su parte, los cinco sayones adoptan
actitudes declamatorias a través de los brazos levantados o desplegados del
cuerpo, un recurso que se convertiría en una de las pautas características de
la escultura barroca, en este caso para establecer el papel de cada actor en la
escena. No pasa desapercibido el tratamiento maniqueo de los sayones respecto a
Cristo, pues todos ellos reflejan, con manifiesta intención caricaturesca, en
su condición de verdugos, a personajes de los sectores más sórdidos de la
sociedad, tales como pícaros, truhanes, mercenarios, pendencieros,
delincuentes, etc., caracterizados con acusadas taras físicas como reflejo de
su baja catadura moral. Sirvan de ejemplo el rostro bizco y desdentado del que
coloca el rótulo, el cráneo descalabrado del que arrodillado sujeta el cubilete
y el rostro mal encarado del que lanza los dados, resaltando en todos ellos el
aspecto descuidado de su indumentaria.
De este modo, en el paso de la Crucifixión
Gregorio Fernández asienta y radicaliza el aspecto tendente a lo grotesco que
Francisco de Rincón ya estableciera en el paso de la Elevación de la Cruz,
contribuyendo a consolidar un subgénero procesional homogéneo, constituido por
las figuras secundarias de los sayones, que al cabo del tiempo llegaría a
ofrecer su propias características y peculiaridades. Entre ellas se encuentra
el tipo de indumentaria que usa la soldadesca, un anacronismo inexplicable que
después seguirían otros escultores. Como puede apreciarse en esta escena, han
desaparecido las caracterizaciones "a
la romana", tan habituales en los retablos renacentistas precedentes,
para dar paso a un anacrónico atuendo propio del siglo XVII, de modo que los
sayones recuerdan más a los enrolados en los Tercios de Flandes, especialmente
a los arcabuceros, que a los servidores de Poncio Pilatos. Puede encontrarse
una explicación de tipo moralizante en el deseo de descontextualizar la Pasión
para hacer partícipe al pueblo de las causas del dolor de Cristo a través de
personajes y vicios fácilmente reconocibles, consiguiendo con ello un simulacro
de mayor realismo en estas escenas teatralizadas.
Dentro del diseño de la indumentaria, en los
sayones del paso de la Crucifixión ya despuntan dos elementos que llegarán a
ser característicos: el uso del jubón y los acuchillados como recurso ornamental.
El jubón, común para hombres y damas, alcanzó su auge durante los reinados de
Felipe II y Felipe III. Se trata de una prenda ajustada, confeccionada en
tejido rígido, que cubre desde los hombros a la cintura, cerrándose con largas
abotonaduras y cuellos de gran dureza, en ocasiones con forma de collar. Solían
incorporar mangas y eran elaborados por los juboneros, un gremio específico
independiente de los sastres. Cuatro de los sayones del paso lo visten, aunque
sean modelos interpretados con libertad y uno de ellos aparezca descamisado. En
el caso del sayón que porta la esponja el jubón es sustituido por un coleto,
una especie de chaleco sin mangas también muy utilizado en la época, siendo
común a todos ellos las calzas de distintas larguras, algunas ajustadas a las
rodillas por senojiles (ligas en forma de cintas anudadas).
Otro elemento que no pasa desapercibido es la
incorporación de acuchillados como recurso ornamental de la indumentaria. Se
trata de rasgaduras de tipo longitudinal practicadas en las mangas del jubón y
en las calzas, a veces también en los gorros, que dejan asomar parte de la
camisa o el forro. Fue un elemento decorativo, generalizado dese el siglo XVI
tanto en las prendas masculinas como femeninas, cuyo origen se remonta a la
Guerra de Borgoña (1474-1477), donde se cuenta que los soldados suizos, para humillar
a los borgoñones vencidos, intentaban ponerse sus estrechas prendas, teniendo
que realizar cortes en ellas, fundamentalmente en las mangas, para que quedaran
lo suficientemente holgadas. Años después los acuchillados de diferentes
tamaños serían un elemento generalizado en la moda cortesana de buena parte de
Europa, en ocasiones utilizados con frenesí, como lo demuestran los retratos de
Enrique el Piadoso y Catalina de Mecklenbourg, Duques de Sajonia, que en 1514
pintara Lucas Cranach el Viejo (Gemäldegalerie de Dresde). En el paso de la
Crucifixión aparecen incorporados en todas las figuras de los sayones.
En la puesta en escena, el paso se complementa
con toda una serie de elementos postizos y de atrezo que acentúan su
teatralidad, como la corona de espinas, el rótulo de la cruz, la pértiga con la
esponja, el calderín, la lanza, los dados y el cubilete, así como la túnica de
Cristo en textil real.
En otro orden de cosas, conviene recordar la
azarosa historia del paso a causa de las discrepancias entre la Cofradía de
Jesús Nazareno y el convento de San Agustín en el que inicialmente estuvo
asentada, desencuentro que vino determinado precisamente por la alta estima que
los agustinos mostraron por la imagen del crucificado de este paso de la
Crucifixión, que solicitaron fuese desmontado del conjunto para ser colocado en
la capilla de Nuestra Señora de Gracia de la iglesia de San Agustín, de la que
era patrono Pedro Ruiz de la Torre y Buitrón, pasando a presidir el altar mayor
en 1616. Con el tiempo, el recelo de los cofrades nazarenos, que veían peligrar
su uso procesional, obligó a firmar a los agustinos el depósito provisional de
sus imágenes hasta la finalización de su propia iglesia penitencial que estaban
construyendo en unos terrenos ofrecidos en 1627 por el regidor Andrés de
Cabezón en unos terrenos colindantes a la plaza de la Rinconada.
Cuando en 1676 fue terminada la nueva sede, la
Cofradía redactó una nueva Regla y se quedaron con los pasos del convento de
San Agustín tras su salida en procesión en el Viernes Santo de aquel año, hecho
que motivó el establecimiento de un pleito por parte del convento agustino,
cuya sentencia de 1684 le fue favorable, teniendo que devolver la Cofradía
todos los pasos procesionales a los frailes, entre ellos el crucifijo de
Gregorio Fernández y los dos primeros sayones del Paso grande, permaneciendo en
su poder los tres sayones realizados en la segunda fase. Esto obligó a la
cofradía a encargar ese mismo año una imagen sustitutoria del crucificado a
Juan Antonio de la Peña —el actual Cristo de la Agonía— para poder participar
en las procesiones junto a los sayones, que en 1699 serían repolicromados por
el pintor José Díez de Prado.
Según desveló Filemón Arribas, las esculturas
de los dos sayones disgregados fueron entregadas por el convento de San
Agustín, a cambio de la condonación de una deuda, al boticario Andrés Urbán, al
que en 1717 la Cofradía de Jesús Nazareno pudo comprar para recomponer de nuevo
el conjunto a falta del crucifijo, que permaneció en la iglesia de San Agustín
hasta su traslado al Museo Provincial de Bellas Artes (futuro Museo Nacional de
Escultura) a causa del proceso desamortizador.
El destino quiso que el conjunto de los
sayones, al igual que los de otras cofradías, fuese a parar también al Museo,
donde fue posible recomponer la escena con todas las figuras originales creadas
por Gregorio Fernández, tal y como hoy puede admirarse en la Sala de Pasos del
Museo Nacional de Escultura, que, comprometido con las tradiciones de la
ciudad, anualmente presta el paso a la Cofradía de las Siete Palabras, de cuyo
elenco forma parte esta joya procesional en las celebraciones de Semana Santa.
Paso
procesional del camino del Calvario, 1614
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
El Camino del Calvario está compuesto por cinco
figuras cuyo tamaño supera ligeramente el natural y fusiona, a modo de
instantánea, diversos pasajes del Viacrucis. Lo integran la figura central de
Cristo, rodilla en tierra y con el hombro vencido por el peso de la cruz, la
Verónica, que le ofrece su paño al paso de la comitiva, el Cirineo, aguantando
con esfuerzo el peso del madero, y dos sayones, uno tirando de la soga que
Cristo lleva amarrada al cuello y otro tocando una trompeta con función de
heraldo. Así se presenta actualmente la composición en la Sala de Pasos del
Museo Nacional de Escultura, manteniendo la recomposición realizada en 1922 por
Juan Agapito y Revilla y Francisco de Cossío, aunque hay justificadas razones
para pensar que el conjunto no mantiene su integridad compositiva.
A pesar de todo, el paso conserva las cinco figuras de su composición original y una disposición muy aproximada, configurando una escena llena de movimiento que adquiere su verdadero sentido en su deambular callejero, momento en que cada personaje cumple a la perfección su cometido escénico y narrativo. Posiblemente lo más destacado sea el sugestivo juego de metáforas en la captación de los diferentes estados de ánimo ante el dolor, establecido a través de las figuras burlescas de los sayones y de la Verónica y el Cirineo, verdaderas obras maestras de la estética barroca y fruto de un extraordinario genio creativo.
Como es habitual en Gregorio Fernández, queda
establecido un sutil juego de contrapuntos, siendo el más significativo el
diferente tratamiento entre las figuras que ayudan a Cristo y las que le
ofenden, de modo que si la Verónica es un paradigma de delicadeza, aquí con un
rostro lacrimoso y resignado y su cuerpo abalanzado para acoger al nazareno, el
Cirineo, caracterizado como un labriego castellano, es todo energía y dignidad
ante la crueldad, aprisionando con fuerza la cruz en un gesto de rabia e
incomprensión, pero con el paso firme.
Otro tanto puede decirse de los sayones, que
comparten un aspecto de aire caricaturesco para presentarles como personajes
despreciables, así como su atuendo anacrónico, ajustado a la moda del siglo
XVII, y el sentido de marcha expresado con la colocación de sus piernas. Uno de
ellos abre la comitiva ante el público, ufano de participar en el castigo,
mientras el otro se ocupa de torturar a Cristo en su caída.
En este momento es necesario hacer la salvedad
de que ni la figura de Cristo es la original, ni los sayones cumplen su primitivo
rol, uno de ellos incluso desplazado de la posición que ocupaba en principio,
siendo este tema objeto de estudios relativamente recientes para determinar la
recomposición original del paso, que permaneció invariable en la iglesia
penitencial de la Pasión hasta que en 1828 fue trasladado, a excepción del
Nazareno, primero a la Real Academia de Bellas Artes y en 1842 al Museo
Provincial de Bellas Artes de Valladolid (germen del Museo Nacional de
Escultura), donde se disgregó la composición y las figuras se expusieron por
separado.
Hoy sabemos que la imagen del Cristo que
tallara Gregorio Fernández fue sustituida a finales del siglo XVII, por motivos
desconocidos, tal vez por deterioro, por una imagen vestidera que Luis Luna
Moreno identificó con el Nazareno que actualmente se conserva en la
iglesia del Carmen de Extramuros, tallado de pie como el original, desnudo y
con una anatomía un tanto tosca por estar concebido como imagen de vestir en
opinión de Jesús Urrea obra de Juan de Ávila o Juan Antonio de la Peña (me
inclino más por este último por las similitudes con el Cristo de la Agonía que
se conserva en la iglesia penitencial de Jesús Nazareno). Para mantener el
montaje del paso, se recurrió a otra imagen del Nazareno procedente del
convento de San Agustín, primitiva sede de la Cofradía de Jesús Nazareno, de la
que Luis Luna Moreno atribuye la cabeza y las manos a Pedro de la Cuadra, que
primero fueron montadas sobre un maniquí vestidero y después sobre un cuerpo
con túnica tallado en 1697, el que presenta en la actualidad.
Del mismo modo, la disposición original de los
sayones ha sido apuntada por Luis Vasallo Toranzo en diversos estudios que
aclaran las confusiones originadas por las interpretaciones del conde de La
Viñaza sobre los escritos de Ceán Bermúdez, que anotaba en su apuntes estar
compuesto el paso por "Jesús Nazareno con la cruz a cuestas, Simón Cirineo
ayudándole a llevarla, un sayón tirando de la soga, un hombre armado y la
Verónica", tal como después apuntaba Martí y Monsó al interpretar las
instrucciones de 1661.
Actualmente podemos afirmar que los elementos
alterados de la composición original son básicamente tres: la figura central de
Cristo, cuyo original se da por perdido; la posición del sayón que actualmente
porta una espada y toca la trompeta, en origen sujetando una alabarda que
clavaba en el lado derecho del costado de Cristo y colocado algo retrasado a su
derecha; la posición y actitud del sayón que tira de la soga, hoy colocado en
el centro, pero originariamente a la izquierda y por delante de Cristo, hacia
el que vuelve ligeramente la cabeza, portando al tiempo la trompeta en su mano.
Esta composición apuntada por Vasallo, basada en las descripciones
documentales, justificaría además un correcto reparto de pesos, con Cristo en
el centro y dos figuras a cada lado de la plataforma, como sigue de cerca la
copia que se hiciera del paso vallisoletano para Palencia en 1694.
Actualmente el paso desfila en Semana Santa
alumbrado por la Cofradía del Santo Cristo del Despojo, fundada el 23 de
diciembre de 1943 en el seno de la Juventud Obrera Católica y con sede canónica
en la iglesia parroquial de San Andrés.
La
Verónica
Representa a la hipotética vendedora de paños
ciega que enjugó el rostro de Jesús en su camino hacia el Gólgota, dejando
milagrosamente sus rasgos impregnados en el paño al tiempo que recuperaba la
vista. Es una imagen concebida con gran movimiento y tratada de forma
exquisita. Viste una camisa blanca, apenas perceptible en los puños, una túnica
azul ceñida a la cintura, un ampuloso manto que le cae desde el hombro derecho
y se sujeta mediante un cordón, con el envés decorado con grandes motivos
vegetales azules y rojos sobre fondo ocre y el revés en rojo liso y un juego de
dos tocas blancas en la cabeza, la exterior listada en marrón y un ribete
mostaza y la interior totalmente blanca, ambas formando minuciosos pliegues,
muy característicos de Fernández, de modelado muy blando y en la misma línea
que algunas de sus vírgenes.
Muestra un ademán de caminar con la cabeza
inclinada hacia Jesús, lo que provoca el movimiento ondulado del manto,
sujetando el paño con el que le limpia el sudor y la sangre, un paño de
lienzo real que lleva milagrosamente estampada la imagen del Nazareno, mientras
su rostro muestra un suspiro doloroso sugerido por su boca entreabierta y los
ojos entornados en alusión a su ceguera.
La Verónica es una de las mejores creaciones de
Gregorio Fernández, nunca imitada, en la que los habituales pliegues, duros y
de aspecto metálico, adquieren una gran blandura y proporcionan un gran
dinamismo a la figura. En los últimos años la Cofradía del Santo Cristo del
Despojo incorpora el paño del "vero
icono" con lienzos pintados por prestigiosos pintores locales.
Simón
Cirineo
La imagen de Simón de Cirene, a pesar de estar
condicionada en la composición para aguantar con esfuerzo el peso de la cruz,
es dinámica y rotunda, con ciertos resabios miguelangelescos. Viste una ancha
túnica corta de color marrón que deja asomar unas mangas verdes y se remata con
una muceta blanca ribeteada, completándose con altas botas de cuero y la cabeza
cubierta por un verdugo. Su aspecto de labriego castellano sigue de cerca la
figura de un pastor que toca la gaita en el relieve del Nacimiento del
monasterio de las Huelgas Reales, realizado por Gregorio Fernández ese mismo
año de 1614.
Los matices emocionales se concentran en el
trabajo de la cabeza y la disposición de las manos. El rostro, enmarcado por la
capucha, presenta ojos rasgados, el ceño fruncido, los labios apretados y una
barba muy poblada, dotado de terribilitá miguelangelesca y con el aspecto de un
Zeus clásico un tanto enojado. Las manos aparecen colocadas en posición
contrapuesta y con los dedos muy separados insinuando el esfuerzo, tratando sin
embargo el madero de la cruz de forma delicada y reverencial, con paños entre
las manos siguiendo un recurso muy utilizado por Juan de
Juni.
Sayón de
la soga
El escultor fusiona el tratamiento naturalista
de la figura, de vigorosa anatomía, con un aspecto degenerado, efecto remarcado
por las calzas y las botas caídas y el estrabismo de sus ojos. Presenta actitud
de caminar abriendo el cortejo, con el brazo derecho cruzado por delante del
pecho, en cuya mano originariamente sujetaba una trompeta y el izquierdo
tirando de la soga que sujeta por el cuello a Cristo, hacia el que vuelve la
cabeza.
Uno de los trabajos más originales radica en su
original indumentaria, tan reconocible en el momento en que el paso desfiló por
primera vez. Viste un jubón rojo con aberturas en las axilas que dejan asomar
una saya blanca, unas calzas azules sin ajustar que caen en la marcha, botas de
cuero muy gastadas y un original gorro con dos filas de cintas y un acabado
cónico, todo ello proporcionando un aspecto desaliñado y altanero que se
refuerza con los cabellos descuidados, largas patillas, gran bigote y barba de
dos puntas, pero sobre todo con la tara de sus ojos, recurso para mostrar un
ser irresponsable que era vilipendiado al paso de las procesiones por la calle.
Posiblemente por el deseo de contextualizar las
escenas de la Pasión en la sociedad de su tiempo, estos originales sayones de
Gregorio Fernández recuerdan más a los soldados enrolados en los Tercios de
Flandes, especialmente a los arcabuceros, que a los soldados romanos.
Sayón de la trompeta
Es un dinámico soldado de gesto adusto y
actitud de caminar que sujeta con su brazo izquierdo una espada envainada y con
el brazo derecho levantado una trompeta que, como ya se ha dicho, sustituye a
una primitiva lanza que se apoyaba en un costado de Cristo, por lo que
originariamente no caminaba delante, como aparece actualmente, sino detrás de
Jesús y colocado a su derecha.
En estos sayones Gregorio Fernández establece
unos prototipos que serían muy copiados por otros escultores, resumiendo esta
figura el anacrónico tipo de indumentaria concebido para el pasaje evangélico,
pues todas las prendas responden a la moda en vigor en el momento en que se
hace el paso. Viste un jubón rojo, un coleto ocre colocado por encima, calzas
azul-verdosas con senojiles (ligas) rojas, botas altas de cuero con vuelta y un
caprichoso gorro cónico con ala ancha vertical en rojo. Tanto el jubón como el
coleto y las calzas se adornan con los acuchillados tan de moda en la época,
tanto en la moda masculina como en la femenina.
De nuevo el rostro persigue lo grotesco, con
una nariz afilada y hundida, bigote y perilla ensortijados y mirada desabrida
para provocar el rechazo de los espectadores y enfatizar el sentido teatral de
la composición.
Cristo
Como ya se ha dicho, no es una escultura
original de Gregorio Fernández y ofrece una calidad sensiblemente inferior al
resto de las figuras, aunque cumple con dignidad su cometido representando una
de las caídas camino del Calvario. La cabeza y las manos, atribuidas a Pedro de
la Cuadra, están montadas sobre un cuerpo tallado en 1697 con forma de túnica
con numerosos pliegues y tono violáceo. La cabeza sigue un modelo generalizado
en la escuela castellana, con barba de dos puntas, cabellos filamentosos y la
corona de espinas como postizo.
En todo el conjunto destaca la concepción
naturalista de las anatomías, la angulosidad de los paños, el gusto de la época
decantado hacia la utilización de colores lisos en la policromía, la capacidad
de invención de prototipos por el escultor y el carácter escenográfico de la
composición, que adquiere su verdadero valor cuando desfila por la calle al son
de los tambores.
Cristo
atado a la columna, 1614-1615
Madera policromada
Convento de la Concepción del Carmen o de Santa
Teresa, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
La representación de Cristo atado a la columna
en Castilla en las primeras décadas del siglo XVII estuvo estrechamente ligada
a las experiencias místicas de Santa Teresa, que se iniciaron con el impacto
que le produjo, durante la cuaresma de 1554, la contemplación en el convento de
la Encarnación de Ávila de una imagen de Cristo sufriente por las llagas que
habitualmente aparecían en la iconografía conocida como Varón de Dolores. Sobre
este hecho ella misma reflexionaría en su obra Vida1 de la siguiente
manera:
“Pues ya
andaba cansada mi alma y –aunque quería- no la dejaban descansar las ruines
costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una
imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta
fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en
mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por
nosotros” (Vida 9,1).
Más adelante, la santa abulense recomendaría en
sus escritos a la comunidad de Carmelitas Descalzas, por ella reformada,
meditar en la oración sobre esta escena: “Pues
tornando a lo que decía, de pensar a Cristo a la columna, es bueno discurrir un
rato y pensar las penas que allí tuvo, y por qué las tuvo, y quién es el que
las tuvo, y el amor con que las pasó” (Vida 13,13).
Estas recomendaciones, que adquieren el valor
de un ejercicio de imaginería mental, tendrían una gran repercusión en la
religiosidad de la segunda mitad del siglo XVI, siendo Gregorio Fernández
quien, en las primeras décadas del siglo XVII, supo interpretar como nadie las
experiencias teresianas, recreando la imagen de Cristo atado a la columna, es
decir, la dramática escena de Cristo recién flagelado, como una representación
de marcado naturalismo que permite al espectador comprender y recibir el mismo
impacto que experimentara la santa mediante la contemplación de las descarnadas
huellas de los azotes, especialmente en la espalda, las manos en tensión
sujetas a la columna, la boca abierta, seca y falta de aliento, y la mirada perdida
con gesto de incomprensión, todo ello aderezado por un componente místico que
resalta la humanidad Cristo para suscitar la meditación sobre su sacrificio.
Como es natural, esta creación fernandina
conocería una especial acogida y devoción en las comunidades carmelitas, aunque
la fuerza del arquetipo de Gregorio Fernández y su significación en la plástica
sacra rebasaría todos los límites, pues tanto fue el éxito de tan afortunada
creación, que el escultor, con ligeras variantes, repetiría la representación
de Cristo atado a la columna en distintos tamaños, en unas ocasiones en pequeño
formato, apropiado para conventos o pequeños oratorios, en otras a tamaño
natural para presidir retablos (convento de Santa Teresa de Ávila y convento de
San José de Calahorra, La Rioja) e incluso, como ocurrió en Valladolid,
formando parte del paso procesional del Azotamiento que en 1619 realizara para
la Cofradía de la Santa Vera Cruz.
Entre todo el variado repertorio de esculturas
de Cristo atado a la columna, esta pequeña imagen —53 cm. de altura— que se
conserva en el convento de la Concepción del Carmen de Valladolid, cuarta
fundación teresiana, no sólo es una impresionante obra maestra de Gregorio
Fernández, sino que por su belleza, delicadeza y virtuosismo en el trabajo de
los detalles, se coloca entre lo más selecto de lo elaborado por "la gubia del Barroco". Podría
decirse que en ella el escultor depura el primer modelo de la serie que,
también a pequeña escala, había realizado hacia 1609 para el oratorio privado
de don Cristóbal Gómez de Sandoval, hijo del duque de Lerma, y su esposa doña
Mariana Manrique de Padilla, duques de Uceda y Cea, que después lo donarían a
las madres cistercienses del convento del Santísimo Sacramento de Madrid
(actualmente en Boadilla del Monte), del que eran patronos.
Del mismo modo, apunta Jesús Urrea que esta
imagen del convento vallisoletano, datada en los años 1614-1615, pudo ser
encargada o adquirida al escultor, para un oratorio privado, por don Diego
Sarmiento de Mendoza, IX conde de Ribadavia, por su viuda doña Isabel Manrique
o por su hermano don Pedro Sarmiento. Una descendiente de esta familia, doña
Isabel Rosa Sarmiento de Mendoza, marquesa de Camarasa y condesa de Ribadavia,
a su muerte en 1773 hizo la donación de la talla al convento teresiano, en el
que ostentaba el patronazgo.
Una de las singularidades de la escultura, ya
patente en el modelo de Boadilla del Monte, es la consolidación de un arquetipo
en la representación de la escena de la Flagelación, en el que Cristo aparece amarrado
a una columna de fuste bajo y trazado troncocónico, lo que da lugar a una
disposición corporal completamente distinta a todas las anteriores
representaciones que en época gótica y renacentista habían abordado el tema,
siempre con una columna alta que sobrepasaba la altura de Cristo. Este tipo de
iconografía, que supone otra de las aportaciones decisivas de Gregorio
Fernández a la plástica barroca, intenta ajustarse con fidelidad al tipo de
columna que el Vaticano reconociera como reliquia auténtica: la Columna de la
Flagelación, fragmento llevado a Roma desde el supuesto Pretorio de Pilatos de
Jerusalén en 1213, durante el pontificado de Inocencio III, que desde entonces
viene siendo venerada en la basílica romana de Santa Práxedes.
Gregorio Fernández coloca las manos de Cristo
sujetas a una cadena insertada en la columna de la que cuelgan cuatro
eslabones. Para ello cruza el brazo derecho por delante y lo equilibra con el
adelantamiento de la pierna izquierda y el giro de la cabeza hacia la derecha,
consiguiendo, a través de un minucioso estudio del cuerpo humano, un cadencioso
movimiento de gran elegancia, efecto reforzado por el paño de pureza que cubre
su desnudez, con pliegues angulosos y uno de los cabos ondeando en forma de
finas láminas talladas, estableciendo el contrapunto entre la dureza del paño y
las formas blandas y mórbidas de la anatomía. En conjunto, Gregorio Fernández
consigue mover la figura en el espacio con una gran naturalidad, con lo que la
figura adquiere distintos matices según el punto de vista desde el que se
contemple, ajena al planteamiento frontal.
Como es habitual en el escultor, el centro
emocional de localiza en la cabeza, con expresión de extrema serenidad a través
de un rostro definido por los rasgos característicos en sus representaciones de
Cristo: barba simétrica de dos puntas afiladas, boca entreabierta, nariz recta,
párpados marcados y ojos de cristal —en este caso de color verde azulado y con
la mirada levantada, lo que le proporciona una bella expresividad—, así como
una densa melena con mechones meticulosamente tallados que dejan la oreja
izquierda visible, algunos mechones sueltos y los tres habituales sobre la
frente. Se completa con una esmerada policromía, de encarnaciones mates, en la
que las llagas y los hematomas son muy comedidos, predominando los tonos
pálidos que ponen el contrapunto al fingimiento pétreo de la columna.
Cristo atado a la columna, Gregorio
Fernández. Izda: 1609, Convento del Smo. Sacramento, Boadilla del Monte
(Madrid)
Centro: 1616, Fundación Banco Santander,
Madrid. Dcha: 1621, Convento de la Encarnación, Madrid
Como ya se ha dicho, esta escultura forma parte
de una serie en que el escultor repite el tema con las mismas características,
siendo la de menor tamaño de todas ellas y, sin embargo, de una gran
exquisitez. Después de la ya citada de Boadilla del Monte, la primera de la
serie, y de este modelo del convento carmelitano de Valladolid, en un formato
similar Gregorio Fernández realizaba, hacia 1616, otra versión que sólo difiere
en la colocación de la cabeza más orientada al frente, obra cuya procedencia se
desconoce y que actualmente pertenece a la colección de arte del Banco
Santander Central Hispano. Asimismo, hacia 1621 el escultor repetía el
arquetipo, en un formato ligeramente superior que no llega al natural, para el
convento de la Encarnación de Madrid, donde todavía permanece.
Centro: 1625, Convento de San José, Calahorra. Dcha: 1619, Iglesia Penitencial
de la Vera Cruz, Valladolid
No obstante, en sucesivas ocasiones Gregorio
Fernández también elaboró imágenes de Cristo atado a la columna que superan el
tamaño natural y que constituyen obras sobresalientes en el panorama de la escultura
barroca española. Entre ellas destaca la imagen titular del paso procesional
del Azotamiento que en 1619 encargara la Cofradía de la Santa Vera Cruz de
Valladolid. Esta obra, que permanece al culto aislada en un retablo de su
iglesia penitencial, marca un punto de inflexión en la producción del escultor,
no sólo por la perfección técnica alcanzada en su etapa de madurez, sino por el
afianzamiento del naturalismo llevado a sus últimas consecuencias.
Asimismo, cabe citar el Cristo atado a la
columna realizado en 1625 para las Carmelitas Descalzas del convento de San
José de Calahorra (La Rioja), fundado en 1589 a instancias del obispo don Pedro
Manso, que había conocido a Teresa de Jesús en Burgos. Un modelo que el
escultor volvería a repetir en el grupo realizado en 1633 para el convento de
Carmelitas de Ávila, donde se acompañaba de la figura de Santa Teresa
arrodillada, aunque después pasaría a recibir culto por separado en uno de los
retablos de la iglesia del convento.
El arquetipo de Jesús atado a la columna creado
por Gregorio Fernández, tan recurrente en los conventos carmelitanos y tan
ajustado a los postulados contrarreformistas imperantes en la sociedad barroca,
dio lugar a innumerables copias por parte de sus discípulos y seguidores,
actualmente desperdigadas por buena parte de la geografía española.
La sexta
angustia o Piedad, 1616
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura / San Juan y la
Magdalena en la iglesia de las Angustias, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
El grupo escultórico de la Sexta Angustia,
conocido popularmente como "La Piedad", es el tercero de los grandes
pasos procesionales que realizara en Valladolid el escultor gallego Gregorio
Fernández en un proceso de total renovación, iniciado en la segunda década
del siglo XVII, de los primitivos pasos vallisoletanos del siglo XVI, en su
mayoría constituidos por escenas elaboradas como imaginería ligera con la
técnica del papelón.
Después del paso procesional de la Crucifixión (hoy denominado "Sed tengo"), realizado en 1612 para la Cofradía de Jesús Nazareno, y del denominado Camino del Calvario, encargado en 1614 por la Cofradía de la Sagrada Pasión, ambos compuestos por múltiples figuras que narran los episodios pasionales con una evidente carga teatral a partir de imágenes de gran naturalismo y la utilización de abundantes piezas de atrezo escénico, fue la Cofradía de las Angustias la que en 1616 solicitó al maestro conocido como "la gubia del Barroco" el paso del Descendimiento, una composición con finalidad procesional que venía a sustituir a un modesto paso anterior realizado en papel-cartón y telas encoladas.
El nuevo paso que recibió la Cofradía de las Angustias consolidaba la estética aplicada por Gregorio Fernández a este tipo de representaciones, que exigían un tratamiento muy diferente a las tallas concebidas para ser colocadas en altares y retablos, un tipo de arte en el que el maestro se reveló como un gran creador, estableciendo los prototipos que posteriormente serían copiados en buena parte de España y consolidando un nuevo lenguaje plástico, desde la sinceridad y el convencimiento religioso, que hoy le coloca en la cima de lo que conocemos por arte Barroco.
El paso perdió su primitivo nombre por diversas
razones. La primera porque la escena no se ajusta estrictamente al pasaje del
Descendimiento, sino a la iconografía de la Piedad, aunque cuenta con un
acompañamiento de figuras que realzan el dramático momento representado,
también conocido desde el punto de vista de la iconografía como la Sexta
Angustia de la Virgen. En segundo lugar porque, entre 1623 y 1624, Gregorio
Fernández llevaría a cabo otro paso procesional, en esta ocasión para la
Cofradía de la Santa Vera Cruz, justamente con la escena en que Cristo es
descendido de la cruz por José de Arimatea y Nicodemo, siguiendo la pauta de
las representaciones del Descendimiento anticipadas por los pintores y
escultores renacentistas, que a su vez evolucionaron desde una iconografía que
hunde sus raíces en el arte medieval.
También la escena de la Piedad tiene origen
medieval centroeuropeo, siendo un pasaje evangélico reinventado que no figura
en las escuetas descripciones de los evangelistas, sino que se basa en los
escritos místicos difundidos por San Buenaventura y Santa Brígida, que intentan
resaltar la dramática experiencia de María durante la Pasión, haciéndole
partícipe de los dolores de Cristo para ser presentada como corredentora de la
humanidad en la modalidad Compassio Mariae. Justamente el ensalzamiento de la
Virgen y el valor de las imágenes como medios para difundir el dogma fueron
propugnados por la Contrarreforma católica frente a su rechazo por las
corrientes protestantes, encontrando en Gregorio Fernández un excelente
intérprete de estas ideas durante el primer cuarto del siglo XVII, con una obra
que se ajusta a la perfección a los fines catequéticos perseguidos por la
Iglesia a través del uso de las imágenes.
La escena procesional de la Sexta Angustia,
compuesto con figuras que superan ligeramente el tamaño natural y debidamente
ahuecadas para reducir su peso, fue entregado a la Cofradía de las Angustias el
22 de marzo de 1617 y pone de manifiesto la creatividad de Gregorio Fernández
en el momento de recrear pasajes tradicionales, a los que infunde nuevos
valores expresivos y dramáticos al dotarlos de elementos relacionados con la
dramaturgia trascendental tan apreciada en su tiempo.
La monumental composición tiene como centro
emocional la imagen de la Piedad, que aparece trabajada de forma exenta y
presenta como novedad para su tiempo una disposición asimétrica. La Virgen
aparece sentada sobre un cúmulo de peñascos sujetando en su regazo en cuerpo
inerte de Cristo, que se encuentra reposando sobre un sudario que reposa sobre
una base rocosa en forma de talud. De esta manera el escultor presenta una
imagen de Cristo que recuerda su disposición en la cruz, con el cuerpo
extendido, la cabeza inclinada sobre el hombro y una pierna remontada sobre la
otra, recibiendo al tiempo el mismo tratamiento que los "Cristos
yacentes" en los que el artista se reveló como gran especialista.
En esta imagen de Jesús el escultor define el
modelo que se convertiría en un prototipo utilizado en sus escenas pasionales,
con un detallado trabajo anatómico inspirado en la estatuaria clásica y una
morfología anticipada en 1556 por Benvenuto Cellini en el crucifijo
marmóreo que realizara para ser colocado en Florencia sobre su propio sepulcro,
después adquirido por el duque Cosme I de Médici y regalado por su
sucesor, Francisco I de Médici, al rey Felipe II, que tras colocarle en el
palacio de El Pardo lo entregó al Monasterio de El Escorial, donde bien pudo
ser conocido por Gregorio Fernández durante su estancia madrileña antes de
llegar a Valladolid. Estas similitudes formales son apreciables especialmente
en el trabajo de la cabeza, con larga melena dispuesta con raya al medio y una
parte recogida dejando visible una oreja, mechones sobre la frente, barba
afilada de dos puntas, nariz afilada y boca y ojos entreabiertos.
El rigor mortis de Cristo no sólo está
expresado por la caída de la cabeza y el brazo, sino también por el trabajo de
la policromía, aplicado sobre la figura como una pintura de caballete para
representar un cuerpo desangrado de tonos violáceos, sin vida, con salpicaduras
sanguinolentas muy comedidas producidas por los clavos, la corona de espinas y
la lanzada en el costado que certificó su muerte.
A la inanimada figura de Cristo se opone la de
la Virgen, que con su mano izquierda se aferra al cuerpo de su Hijo mientras
levanta la derecha y la cabeza en un rasgo propio de los movimientos abiertos
del Barroco, hasta entonces desconocido en los anteriores modelos de la Piedad.
La cabeza de la Virgen concentra toda la tensión dramática, con los ojos
elevados a lo alto en gesto de desamparo y la boca entreabierta susurrando un
gemido, teniendo aplicados como postizos ojos de cristal y dientes de hueso.
Para acentuar su naturalismo la policromía recurre a los colores lisos en la
indumentaria, apenas ornamentada con una orla en el ribete del manto,
ofreciendo un fuerte contraste su tersa piel rosada con los tonos marmóreos de
Cristo: la vida y la muerte.
La escena se acompañaba de las figuras a los
lados de San Juan y la Magdalena y de Dimas y Gestas crucificados, imágenes en
las que Gregorio Fernández establece una serie de contrapuntos narrativos
que dotan de vivacidad a la representación. Desgraciadamente hoy no es posible
apreciar la escena al completo, pues mientras que las imágenes de la Piedad y
los dos ladrones fueron a parar, después del proceso desamortizador, al por
entonces Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, después Museo Nacional
de Escultura, las de San Juan y la Magdalena permanecieron en unas hornacinas
de la iglesia de las Angustias, donde fueron colocadas en 1710. El grupo pudo
apreciarse temporalmente al completo durante la exposición celebrada en 1986 en
el Museo Nacional de Escultura con motivo del 350 aniversario de la muerte del
escultor.
Entre las características de la obra de
Gregorio Fernández figura el juego de contrapuntos establecidos en las escenas
procesionales, siempre con la sutileza propia de un gran creador. En esta
escena son evidentes. No sólo son apreciables en el movimiento descendente del
desplomado cuerpo de Cristo, que remarca su naturaleza humana y el valor de su
posterior resurrección, frente al movimiento ascendente de la Virgen como
corredentora e intercesora, sino en el resto de las figuras que aparecen
formando parejas.
Los dos ladrones, a pesar de aparecer
igualmente crucificados, sus expresiones y actitudes son muy diferentes. Dimas,
el buen ladrón, aparece como un personaje redimido, con la cabeza serenamente
inclinada hacia Cristo. Tiene los ojos cerrados, perilla y el pelo corto y
ordenado, mostrando una agonía próxima a la placidez. Por el contrario Gestas,
con una anatomía en tensión, el cabello encrespado y perilla de dos puntas,
gira la cabeza renegando de Cristo mientras en su gesto de rebeldía tiene los
ojos abiertos, el ceño fruncido y saca la lengua burlonamente. Ambos presentan
llagas en las piernas aludiendo a las fracturas infringidas y unos fantásticos
desnudos de impecables proporciones y corrección técnica y formal.
Idénticos contrapuntos ofrecen las figuras de
la Magdalena y San Juan. La imagen femenina es agitada, representada dando un
paso con la pierna derecha adelantada, el cuerpo arqueado y la cabeza orientada
hacia abajo, con la mirada clavada en Cristo. En una de sus manos porta el
tarro de ungüentos y con la otra se enjuga las lágrimas del rostro, que casi
llega a cubrir. Su gesto es desesperado, aportando a la escena una gran carga
dramática. Totalmente opuesta es la actitud de San Juan, erguido y sereno
mientras sujeta la corona de espinas, con la cabeza levantada y la mirada
perdida a lo alto, como ensimismado en un rapto místico, lo que aporta
trascendencia al momento que viven.
En la escena se distribuyen, a través de una
estudiada y hábil composición, los volúmenes que debían ser colocados sobre una
plataforma, equilibrando el peso que debía ser portado por los costaleros. Su
carácter eminentemente teatral queda reforzado con el uso de diferentes
elementos de atrezo, como el tarro de perfumes, la corona de espinas y la cruz
vacía, sobre la que seguramente ondeaba un largo sudario al viento, siendo
necesaria su contemplación desde distintos puntos de vista para captar los
múltiples matices de la fiesta barroca de carácter sacro.
En el grupo procesional de la Sexta Angustia o
La Piedad quedan definidos los rasgos más genuinos del estilo de madurez del
escultor, como el obsesivo tratamiento naturalista de los cuerpos, su envoltura
en ropajes muy voluminosos, tallados con profundos y angulosos pliegues, el uso
del lenguaje de las manos para definir el estado de ánimo interior, el empleo
de postizos para realzar el verismo de unas figuras que pretenden conmover al
espectador y el tomar el tema como pretexto para ejercitar correctísimos
desnudos anatómicos, en este caso por partida triple en la complexión atlética
de Cristo, Dimas y Gestas, en definitiva, una genial manifestación de la
trascendente mentalidad barroca auspiciada por la Contrarreforma.
Asimismo, esta obra muestra el cambio de gusto
evolutivo en la aplicación de la policromía, asentando las superficies de
colores planos y las encarnaciones mates, frente a los estofados y
encarnaciones a pulimento del periodo precedente, todo en aras de procurar un
mayor verismo.
La
Sagrada Familia, 1620-1621
Madera policromada
Iglesia de San Lorenzo, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Este
grupo escultórico, que supone una subjetiva representación de la Sagrada
Familia, estuvo destinado al espacio central del retablo de una capilla de la
primitiva iglesia de San Lorenzo, de la que ostentaba el patronazgo la Cofradía
de San José, Nuestra Señora de Gracia y Niños Expósitos, que lo veneraba como
imagen titular de la misma. Todo tiene su origen en 1540, año en que fue
fundada esta cofradía para dedicarse a recoger, criar, distribuir y enterrar a
los niños abandonados, encontrando su amparo en la iglesia de San Lorenzo.
Desde 1574 la Cofradía de San José, de
eficiente actividad y bien documentada, conseguiría del Ayuntamiento el permiso
para representar comedias en exclusiva en el patio del Hospital en el que
ejercía sus funciones benéficas, situado frente a la iglesia de San Lorenzo
(actual plaza de Martí y Monsó) y con la misma advocación que la cofradía, cuya
recaudación era destinada a su actividad social con los infantes
desfavorecidos. En este proceso de conseguir tal privilegio fue decisiva la
iniciativa de los cofrades Cristóbal Pérez y Ambrosio Núñez, que elevaron su
petición al rey Felipe II y su Consejo, consiguiendo que el Consejo Real
encargara al Consejo de Valladolid hacer efectiva la concesión de
representaciones de comedias en exclusiva para convertirse en su principal
fuente de ingresos.
Esto tuvo dos consecuencias inmediatas: la creación en Valladolid de un teatro estable de comedias, abandonándose las esporádicas representaciones teatrales en plazas públicas y puertas de la ciudad, y la recaudación por la cofradía de los ingresos necesarios para atender sus cultos en su propia capilla y a la gran cantidad de niños expósitos en el Hospital.
Ese año la Cofradía de San José y Niños Expósitos
conseguía comprar a doña Ana del Portillo un solar frontero para ampliar el
espacio del patio del Hospital y en 1575 los cofrades solicitaban al autor de
comedias Mateo de Salcedo la traza de un teatro estable en el patio, que con el
tiempo se convertiría en el Corral de Comedias de Valladolid. Tras un periodo
de ligera decadencia en la obtención de ingresos, producida tras el regreso de
la Corte a Madrid en 1605, lo que produjo el encarecimiento de la vida, por
iniciativa del acaudalado don Martín Sánchez de Aranzamendi, Comisario de la
Cofradía, en 1609 se comenzaba a levantar un nuevo Corral de Comedias
según la traza de Francisco Salvador, siendo el maestro de obras Bartolomé de
la Calzada quien lo culminaba en 1611. La renovación de la actividad permitió
cubrir el patio y agrandar los aposentos en 1626.
Paralelamente, en 1606 la Cofradía de San José
y Niños Expósitos adquiría la capilla de la iglesia de San Lorenzo que pondría
bajo la advocación de San José, asumiendo el influjo ejercido por Teresa de
Jesús en la exaltación del santo como padre ejemplar, que sin duda extendería
su protección a los más necesitados: los niños expósitos1. En aquella capilla
tendrían lugar tanto los cultos rutinarios de la cofradía como los bautizos y
enterramientos de tan desgraciados niños, a los que intentaban encontrar padrinos
en familias de la parroquia y en respetables miembros del Concejo, la
Universidad y la Chancillería, incluso entre los comediantes que aportaban los
ingresos necesarios para su subsistencia.
Para presidir el retablo de la capilla, la
Cofradía de San José y Niños Expósitos encargaba en 1620 a Gregorio Fernández,
escultor en plena madurez, la que sería su imagen titular. El artista entregaba
un magistral conjunto procesional, a tamaño natural, representando a la Sagrada
Familia, grupo escultórico que, siguiendo las indicaciones del escultor, un año
después sería policromado por Diego Valentín Díaz, el mejor pintor del momento
en Valladolid y residente junto a la iglesia de San Lorenzo (en terrenos del
actual convento de Santa Ana). Este novedoso conjunto, especialmente la figura
de San José, se convertiría en el patrón de los cómicos, que lo veneraban en el
retablo barroco que presidía la capilla de la desaparecida iglesia de San
Lorenzo, sirviendo de modelo para otras dos cofradías vallisoletanas que también
eligieron a San José como santo titular.
La autoría del excepcional conjunto, que está
pidiendo a gritos una restauración y limpieza que recupere los valores de su
bella policromía, oculta bajo barnices ennegrecidos, ya fue adjudicada a
Gregorio Fernández por Canesi, que en la capilla primigenia, ornamentada con
rameados pintados, conoció el grupo colocado en un nuevo retablo que fue dorado
por Santiago Montes en 1726. Sin embargo, sería García Chico4 quien
proporcionaría la documentación del encargo al maestro gallego, por el que
sabemos que cobró por el trabajo 40.800 maravedís y que estaba destinado a
salir en procesión en la festividad de San José.
Gregorio Fernández consolida en el grupo de la
Sagrada Familia una serie de prototipos iconográficos que posteriormente serían
muy imitados y difundidos por otros escultores, como ocurriría con muchas de
sus obras del ciclo de la Pasión, con el personal modelo de Inmaculada
establecido en su taller y con la interpretación que hiciera del aspecto de algunos
santos recién canonizados, como Santa Teresa, San Ignacio de Loyola, etc. En
este caso el modelo evoluciona sobre la experiencia anterior del magnífico
altorrelieve de la Sagrada Familia que realizara alrededor de 1615 para el
monasterio de Santa María de Valbuena de Duero (Valladolid), no sólo ajustando
la escena al bulto redondo para su cometido procesional, sino asentando
definitivamente, de una forma personalísima, la figuración de San José y del
Niño Jesús.
En nuestros días el grupo, que se conserva
íntegro, aunque desprovisto del entorno barroco de su desaparecida capilla
original, se muestra de forma musealizada en una moderna capilla semicircular
revestida de ladrillo y con función de baptisterio, con las figuras colocadas
sobre pedestales de piedra por separado.
La Virgen
Aparece colocada a la izquierda del Niño Jesús
y se corresponde en escala y ademanes a la figura de San José. Representa a una
mujer joven y su cuerpo aparece revestido de abultados ropajes formados por una
túnica ceñida a la cintura, un ampuloso manto que se sujeta con un alfiler y se
cruza en diagonal al frente, recordando los modelos de Pompeo Leoni, y la
cabeza cubierta por una toca blanquecina que se desliza por su izquierda
doblándose estratégicamente del cuello al hombro derecho. En todos estos
elementos textiles predominan los característicos pliegues angulosos que en
ocasiones adquieren un aspecto metálico, formando un claroscuro que contrasta
con la tersura del rostro, que al inclinarse para dirigir su mirada a Jesús adquiere
un semblante melancólico, efecto reforzado con el gesto de alargar la mano para
sujetar la del NIño.
Su policromía ya ha abandonado el gusto por el
preciosismo precedente, a base de primaveras o grandes motivos florales sobre
los paños, para decantarse por colores lisos más naturalistas, limitando la
ornamentación a la cenefa que pintada a punta de pincel recorre los ribetes. La
encarnación es mate, con las mejillas sonrosadas, y lleva ojos de cristal como
único postizo. Su anatomía sigue una disposición cargada de clasicismo a partir
del uso del contrapposto, lo que le permite moverse en el espacio con gran
elegancia y expresividad.
El Niño
Jesús
En los años en que se realizaba este grupo
escultórico hacían furor las imágenes exentas del Niño Jesús, especialmente las
destinadas al interior de las clausuras. A la elaboración de las mismas se
dedicaron, en toda España, desde los más notables maestros escultores, tales
como Alonso Cano o Martínez Montañés en Andalucía, a toda una pléyade que repetían
sus modelos, generalmente presentando la figura infantil en plena desnudez que
después era revestida con un variado repertorio de prendas de confección real y
aderezos.
En este sentido, en esta obra Gregorio
Fernández define de una forma muy personal su propio modelo de Niño Jesús,
presentándole con los brazos abiertos hacia los lados y vestido con una túnica
tallada de amplios faldones que va ceñida a la cintura por un cíngulo y se
remata con un ancho cuello vuelto, produciendo a la altura de los pies
artificiosos plegados de aspecto metálico. También se convertirá en un
prototipo el trabajo de la cabeza, que en ocasiones repite en las figuras de
algunos ángeles, caracterizada por sus grandes ojos de cristal, sus mejillas
voluminosas y el cabello formado por largos mechones serpenteantes que casi
cubren las orejas y forman sobre la frente dos bucles simétricos y abultados.
Se completa la figura con delicados motivos
florales que recubren la totalidad de la túnica, así como con la inconfundible
disposición arqueada de los dedos para sujetar algún atributo postizo, como una
sierra de carpintero, una cruz, etc. En el caso de esta Sagrada Familia es
precisamente la imagen del Niño la que presenta mutilaciones en los dedos que
le restan expresividad.
Respecto a esta iconografía tan definida, por
otro lado escasa en la producción fernandina, es destacable la figura del Niño
Jesús que acompañando a San José aparece en el grupo que realizara en 1623 para
el retablo de la iglesia del convento de la Concepción del Carmen de
Valladolid, más conocido como convento de Santa Teresa, posiblemente la imagen
más bella del Niño Jesús de cuantas tallara Gregorio Fernández. Conviene
recordar que sería precisamente en el ámbito carmelitano teresiano donde eran
especialmente solicitadas estas representaciones de San José con el Niño, bien
formando grupo o por separado.
San
José
Es en la figura de San José, de especial
relevancia para la Cofradía que lo encargó, donde Gregorio Fernández establece
uno de sus más bellos arquetipos iconográficos, un tipo de representación
josefina que sería copiada repetidamente por discípulos e imitadores en años
posteriores. El patriarca adopta el aspecto de un joven y vigoroso labriego
castellano, vestido con una amplia túnica corta que le cubre por debajo de las
rodillas y va ceñida a la cintura, con una capa por encima rematada con un
ancho cuello vuelto y sujeta por un broche —a modo de fíbula— metálico,
completando el atuendo con botas de cuero.
Si su indumentaria constituye una constante,
otro tanto ocurre con el tipo humano representado, especialmente identificable
por el trabajo de la cabeza, de discreto tamaño respecto al cuerpo. Gregorio
Fernández concibe a San José con el cabello corto, con minuciosos mechones
peinados hacia adelante y formando tres características puntas sobre la frente,
repitiéndose el delicado trabajo en el generoso bigote y la barba de dos
puntas. Los globos oculares aparecen resaltados y los ojos, con aplicaciones de
cristal, rasgados, con nariz recta y la boca de labios carnosos y cerrada, lo
que le proporciona un severo aspecto.
Este prototipo ya había aparecido en la obra
temprana de Fernández, mostrándose perfectamente definido en el altorrelieve
del retablo del Nacimiento que realizara en 1614 para el monasterio de las
Huelgas Reales, en el altorrelieve de la Sagrada Familia del monasterio de
Santa María de Valbuena de Duero y en la escultura de San José, de pequeño
formato, elaborada entre 1610 y 1620 para el convento teresiano de San José de
Medina del Campo.
Ecce
Homo, Hacia 1620
Madera policromada
Iglesia penitencial de la Santa Vera Cruz,
Valladolid
Componente del desaparecido paso de la
"Coronación de espinas"
Escultura barroca. Escuela castellana
Al igual que ocurriera con la escena de Jesús
atado a la columna, fueron varias y diferentes las versiones que hizo Gregorio
Fernández del conmovedor pasaje en que Cristo, después de ser azotado, es
mostrado a la muchedumbre por Poncio Pilatos exclamando: ¡He aquí el hombre! En
ese momento, el gobernador romano de Judea le presenta burlonamente como rey de
los judíos, ante la mofa de los sayones, cubierto por una clámide púrpura,
coronado de espinas y sujetando una caña como cetro. Y como ocurriera en otras
ocasiones, el escultor fue capaz de crear un prototipo de fuerte impacto
emocional que, con los recursos plásticos centrados en la expresión del rostro
y en las llagas recién producidas, interpretaría con maestría en las
modalidades de figura sedente, colocada de pie o representada únicamente hasta
la cintura, siempre concibiendo el motivo, posiblemente de forma más evidente
que en otras escenas, ajustado a los ideales contrarreformistas de utilizar las
representaciones sacras para conmover, suscitar la meditación y estimular la
práctica de la ascética y la mística como vías redentoras.
Y asimismo, al igual que la imagen de Jesús
atado a la columna fue la figura principal del paso procesional del
Azotamiento, terminado en 1619 para la Cofradía de la Vera Cruz, esta
impactante imagen del Ecce Homo formó parte del paso de la Coronación de
espinas que fue encargado por la misma cofradía un año después, siendo, por
tanto, el quinto de los grandes pasos diseñados y compuestos en el taller de
Gregorio Fernández con múltiples figuras de tamaño ligeramente superior al natural
y dispuestas sabiamente sobre el tablero para compensar el peso que recaía
sobre los hombros de los costaleros.
El paso
de la coronación de espinas
Muy satisfechos debieron de quedar los cofrades
de la Vera Cruz con el paso del Azotamiento cuando, transcurridos
unos meses, decidieron que el gran maestro también se ocupara del paso que
supone el episodio consecutivo: la Coronación de espinas, en cuya imagen
principal el escultor fue capaz de reinventar una iconografía sufriente, muy
divulgada durante el Renacimiento, hasta lograr cotas de morbidez sorprendentes
e infundir, a través del dominio del oficio y en plena madurez creativa, un
hálito de vida a la madera que todavía nos sigue asombrando.
Se viene aceptando que la composición original del
paso se inspiraría a una iconografía tradicional muy difundida en grabados
nórdicos, entre ellos de Durero y Schongauer, integrando el conjunto la figura
sedente de Cristo cubierta por una clámide carmesí, dos sayones colocándole la
corona de espinas con la ayuda de palos o cañas, otro arrodillado delante
ofreciendo una caña como cetro y, presidiendo el pasaje, un personaje
caracterizado con indumentaria de aire oriental que podría representar a un
juez del senado o al propio Pilatos. Como era habitual en todas las cofradías,
la figura de Cristo era desmontada del paso procesional y colocada en un
retablo de la iglesia en el que recibía culto durante todo el año, en este caso
ocupando un retablo barroco colateral de la iglesia penitencial de la Vera Cruz
elaborado en 1693 por el ensamblador Alonso del Manzano, siendo montado en el
paso de nuevo durante las celebraciones de Semana Santa.
Fue en 1848, a raíz de los decretos
desamortizadores de Mendizábal, cuando las figuras de los sayones del
paso, junto a los de otros muchos, fueron recogidas y almacenadas en el Museo
Provincial de Bellas Artes de Valladolid (desde 1933 Museo Nacional de
Escultura), mientras que la imagen de Cristo continuó al culto en su altar. En
el museo la colección de sayones procedentes de las diferentes cofradías
simplemente fueron identificadas con una pequeña marca en el hombro o el pecho
—una cruz grabada en las procedentes de la Vera Cruz—, lo que motivó que,
cuando a partir de 1920 se comenzara a recuperar la celebración de las procesiones
de Semana Santa, por iniciativa del arzobispo don Remigio Gandásegui, el
historiador Juan Agapito y Revilla y Francisco de Cossío, director del Museo,
en su ocupación de recomponer las escenas tradicionales recurrieran a un
criterio narrativo para recrear el aspecto original, mezclando sayones salidos
del taller fernandino con algunos pertenecientes a otros escultores y pasos.
Afortunadamente, las figuras secundarias del
paso de la Coronación de espinas, que forman parte de los fondos del Museo Nacional
de Escultura (aunque un buen grupo se perdiera por su mal estado de
conservación), fueron identificadas en 1986 por Luis Luna Moreno1 y no hace
muchos años restauradas por el Museo Nacional de Escultura. Tras el proceso de
investigación, en el que se averiguó que a algunos sayones incluso se les había
modificado la posición de los brazos, hoy podemos afirmar que formaron parte
del paso original la figura de un sayón arrodillado que ofrece una caña como
falso cetro, un sayón bizco que con la ayuda de dos cañas coloca la corona de
espinas sobre la cabeza de Cristo y el supuesto Pilatos, con aspecto oriental,
presidiendo la escena con autoridad. Es muy posible que la figura de Cristo
quedase resaltada al ser colocada en el centro sobre una plataforma que
simulara las escaleras del Pretorio, recreando la escena con tres niveles de
altura.
Como es habitual en la iconografía creada por
Gregorio Fernández para las escenas pasionales, el artista recurre a un juego
maniqueo por el que se sugiere la baja catadura moral de los personajes que
ofenden a Cristo, provocando su rechazo a través de determinadas actitudes,
indumentarias descuidadas y algunas taras físicas, como se aprecia en el
pronunciado estrabismo del sayón que sin piedad coloca la corona de espinas,
conocido popularmente como "el bizco"
y perteneciente al grupo de sayones que eran insultados durante su desfilar
callejero.
Asimismo, llama la atención el tipo de
indumentaria anacrónica en la caracterización de los personajes secundarios, en
este caso supuestos soldados romanos que en nada recuerdan los prototipos
"a la romana" tan extendidos por los relieves de los retablos del
Renacimiento. Tal vez con el deseo de descontextualizar la escena, de hacerla
intemporal y comprensible o simplemente para acentuar su carácter teatral a
través de un simulacro del mayor realismo, los sayones visten prendas de uso
común en el siglo XVII, como calzas, coleto (especie de chaleco), etc., siendo
una nota común la ornamentación de las vestiduras con los acuchillados —rasgaduras
longitudinales que dejan asomar el forro— que se pusieron de moda desde el
siglo XVI tanto en las prendas masculinas como femeninas. También es constante
el que los personajes que representan alguna autoridad, como el supuesto
Pilatos, muestren modelos de tipo orientalizante y tocados de gran fantasía.
El Ecce
Homo de la vera Cruz
Del análisis de este grupo podemos deducir que
mientras que las figuras secundarias, aunque diseñadas y concebidas por el
maestro de acuerdo a sus parámetros, denotan la indudable intervención de los
ayudantes del taller, la imagen de Cristo es una de las obras más personales y
singulares del mejor Gregorio Fernández, que la remataría hacia 1622.
El conocido como "Cristo de la caña" aparece sentado sobre un bloque cuadrangular,
con la pierna izquierda ligeramente desplazada hacia atrás, los brazos cruzados
en la cintura, la cabeza ligeramente girada hacia la derecha y la mirada
perdida en el infinito para potenciar la idea de la resignación ante la
incomprensión. Al correcto y esbelto trabajo anatómico habitual se suma un
extremado virtuosismo en el trabajo de la clámide que recubre el cuerpo,
tallada en el mismo bloque que la figura con los característicos pliegues y con
partes formando ligerísimas láminas que sugieren un paño real, todo un alarde
de dominio técnico en el oficio. A esta búsqueda obsesiva de naturalismo se
suma la aplicación de accesorios postizos para recrear la escena, como la
corona de espinos reales y la caña que sujeta con su mano derecha.
Como es habitual en Fernández, el foco
emocional de la escena se focaliza en el impresionante rostro de Cristo, que se
ajusta al prototipo por él creado, con larga melena formando ondulaciones,
mechones sobre la frente y barba de dos puntas, con una expresión de angustia
reforzada por los grandes ojos de cristal y la boca entreabierta dejando
apreciar la lengua y los dientes de marfil, originando una sensación de tener
los ojos húmedos y la boca seca. Se acompaña con estratégicos regueros de
sangre producidos por las espinas y resueltos con resina, incorporando una
llaga producida por una espina que ha perforado la ceja izquierda, un sutil
detalle que también repetirá en crucificados y yacentes para convertirse en
seña de identidad del taller fernandino.
Con la extraordinaria dignidad alcanzada en la
figura contenida de Cristo, tan contrapuesta a la de los sayones, el escultor
consigue que los personajes que intentan ridiculizarle sean los que aparecen
ridiculizados, grotescos e irracionales.
Este pasaje en el que aparece Cristo humillado
y presentado en público sería retomado por Gregorio Fernández en 1621, poco
después de culminar el paso procesional de la Cofradía de la Vera Cruz, a
petición de don Bernardo de Salcedo, párroco de la primitiva iglesia de San Nicolás
de Valladolid, al que el escultor entregó una de sus obras cumbre en la que el Ecce
Homo aparece de pie, con un movimiento cadencioso, un perfecto equilibrio y una
rigurosa descripción anatómica con los valores de la mejor escultura clásica.
Asimismo, con un planteamiento similar, pero con el cuerpo hasta la altura de
la cintura, casi como un busto, Gregorio Fernández hacía en 1623 otra novedosa
versión de Ecce Homo por encargo del vasco Antonio de Ipeñarrieta, una
escultura devocional que se convertiría en un modelo muy imitado por otros
escultores y muy común en las clausuras.
Ecce
Homo, Hacia 1620-1621
Madera policromada, postizos y tela encolada
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Procedente de la iglesia de San Nicolás de
Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
A pesar de que para gustos están los colores,
no sería exagerado el afirmar que esta talla del Ecce Homo es, por diversas
razones, la mejor escultura que ha producido el barroco español. Si ello
ofreciera alguna duda, sólo habría que compararla con cualquier otra y realizar
un análisis profundo y objetivo. Incluso se sitúa, y mira que es difícil, por
encima de otras inspiradas representaciones de Jesús debidas al genio de
Gregorio Fernández, tales como el Cristo atado a la columna de la iglesia de la
Vera Cruz, el Cristo del Descendimiento de la misma iglesia, el Cristo de la
Luz de la capilla del Colegio de Santa Cruz o el Cristo yacente de la iglesia
de San Miguel, todos ellos en Valladolid y fruto de la plenitud de Gregorio
Fernández en su etapa de madurez.
Contemplando esta afinada escultura se entiende
muy bien la certera afirmación que hiciera el poeta Rafael Alberti: "El
Barroco es la profundidad hacia afuera". Porque para valorar esta trabajo,
en el que se funde una ejecución técnica impecable y una enorme creatividad
plástica, no es necesario ser devoto ni siquiera creyente, tan sólo tener un
mínimo de sensibilidad para percibir la esencia del Barroco del mismo modo que
lo hacemos ante de Las Meninas de Velázquez o escuchando Las Cuatro Estaciones
de Vivaldi.
Hoy, gracias a la investigación de Francisco Javier de la Plaza Santiago, profesor de la Universidad de Valladolid, que halló el documento de su donación y lo dio a conocer en 1973, podemos afirmar que se trata de una obra documentada de Gregorio Fernández, que pocos meses después de haber concluido el paso procesional de la Coronación de espinas para la Cofradía de la Santa Vera Cruz, en el que incluyó una imagen sedente del Ecce Homo en su presentación en el Pretorio, realizó esta imagen que fue adquirida en 1621 por el licenciado Bernardo de Salcedo, por entonces párroco de la primitiva iglesia de San Nicolás de Valladolid, que la entregó como donación, junto a una lámpara de plata, tres candelabros, dos mantos para el Cristo y un bufete para pedir limosna, a la cofradía del Santísimo Sacramento y Ánimas, con sede en dicha iglesia y de la cual era cofrade.
El clérigo Bernardo de Salcedo, del que se sabe
que tenía familiares en Palencia, otorgó además a dicha cofradía una renta
anual de 1.500 maravedís para su mantenimiento, junto a la petición de que un
miembro de la cofradía pidiera limosna una vez al mes, en el bufete que él
mismo había donado, para mantener el altar que presidía el Ecce Homo,
incluyendo la petición de que la imagen bajo ningún concepto saliera de la
iglesia y que al menos por quince veces al año en él se dijeran misas que
debían incluir peticiones a favor de "Gregorio
Fernández, escultor, vecino de la dicha ciudad, natural de la villa de Sarria,
que hizo la imagen".
En la desaparecida iglesia de San Nicolás,
situada junto al Puente Mayor, este Ecce Homo de Gregorio Fernández permaneció
al culto presentado con cuatro elementos postizos: una corona de espinas en su
cabeza, una caña en su mano derecha, un cordón sujeto al cuello y una clámide
de color púrpura apoyada en los hombros que le cubría el cuerpo. Así se
mantuvo, según informa Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, cuando el 23
de agosto de 1739 el primitivo retablo fue sustituido por otro, hecho celebrado
con misa y procesión por el barrio de San Nicolás. En 1781 el retablo del Ecce
Homo era de nuevo renovado por otro de mayor riqueza ornamental y aire rococó,
en esta ocasión debido al ensamblador y escultor vallisoletano Antonio
Bahamonde, en el que la imagen permaneció hasta la Desamortización.
Cuando en 1841 la parroquia de San Nicolás pasó
a alojarse en el extinguido convento de la Trinidad, el retablo y la imagen,
junto a otros bienes patrimoniales y enseres, pasó ser colocado en el lado de
la Epístola del crucero del templo dieciochesco que antes ocuparan los
trinitarios descalzos, que en ese momento retomó la titularidad de San Nicolás.
Un incendio producido el 15 de enero de 1893 dañaba mortalmente a la primitiva
iglesia situada junto al Puente Mayor, que acabó sucumbiendo a la ruina.
En ese retablo de la iglesia de San Nicolás
permaneció durante pocos años, pues la canonización el 8 de junio de 1862 del
místico catalán San Miguel de los Santos, superior de la orden de los
trinitarios descalzos y muerto en Valladolid el 10 de abril de 1625, alentó que
una imagen suya ocupara dicho retablo, quedando relegada la imagen del Ecce
Homo a un modesto y oscuro retablo lateral, donde permaneció muchos años y
donde el que esto escribe la conoció siendo niño, en los años 60 del siglo XX,
cubierto por una clámide llena de polvo y con evidentes signos de abandono.
Afortunadamente, el año 1972 ingresó en los fondos del Museo Diocesano y
Catedralicio de Valladolid, donde fue puesto en valor y pasó a ocupar un lugar
de honor, pudiendo comprobarse que al menos el haber estado recubierto durante
siglos por una clámide textil le había preservado su magnífica policromía. La
imagen fue limpiada y consolidada durante una restauración realizada en 1989,
que no restituyó los aditamentos postizos ya mencionados, pero que devolvió a
la talla su esencia y todo su esplendor.
A pesar de no estar concebida para los desfiles
procesionales de la Semana Santa, la imagen fue incorporada a los mismos, entre
1979 y 1990 y con distintos montajes, por la Cofradía penitencial de Nuestro
Padre Jesús atado a la columna, aunque desde entonces, con buen criterio, dejó
de desfilar y fue preservada de posibles incidentes, cumpliéndose de esta
manera la voluntad expresada por el clérigo Bernardo de Salcedo, su donante.
Una
genial obra maestra de Gregorio
Fernández
Durante muchos años los valores de esta
escultura fueron desconocidos incluso en la propia ciudad de Valladolid. Si en
1901 Blas González García-Valladolid ya la consideraba una obra excelente y
digna de Gregorio Fernández, inexplicablemente en 1929 Juan Agapito y Revilla,
que entre otros cargos ejerció como director del Museo Nacional de Escultura y
como presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, rechazó encontrar en
ella rasgos del genial maestro, catalogándola como obra del siglo XVIII. Habría
que esperar a que en 1954 Gratiniano Nieto Gallo propusiera de nuevo la autoría
de Fernández y que Jesús Urrea en 1972, cuando la imagen ingresó en el Museo
Diocesano y Catedralicio, confirmara esta atribución en base a sus rasgos
estilísticos2. En 1973, como ya se ha dicho, Francisco Javier de la Plaza
Santiago aportaba el documento acreditativo que así lo ratifica.
La imagen, de tamaño natural (1,68 m.), fusiona
los valores de la estatuaria clásica -el contrapposto de su anatomía evoca
indiscutiblemente al Doríforo de Policleto- con el alto grado de naturalismo
conseguido por Gregorio Fernández en su etapa de madurez, en este caso
aderezado con una elegancia formal, en proporciones, gestos y ademanes,
heredera de las experiencias manieristas desplegadas en su primera etapa en
Valladolid.
No sólo es admirable el movimiento cadencioso
del cuerpo en su conjunto y el perfecto equilibrio de la figura, sino también
las rigurosas descripciones anatómicas en cada uno de los elementos, destacando
el magnífico trabajo de la cabeza, ladeada hacia la derecha y verdadero centro
emocional y expresivo que sigue las pautas habituales del prototipo fernandino,
con larga melena de rizos filamentosos y perforados que dejan visible la oreja
izquierda, raya al medio y dos mechones simétricos sobre la frente, barba larga
de dos puntas, boca entreabierta dejando visibles los dientes de hueso y mirada
dirigida a lo alto con ojos de cristal. En un expresivo gesto, que insinúa
sumisión y resignación, tiene los brazos cruzados a la altura del pecho,
movimiento que pone en funcionamiento músculos y venas, plasmados con un
realismo palpitante.
Como complemento al magnífico trabajo de talla
ofrece una encarnación polícroma, aplicada a pulimento, en la que prevalecen
los tonos suaves rosáceos y discretas ulceraciones entre las que destacan la
herida que perfora la ceja izquierda, producida por un espino y constante en
otras figuras cristológicas del maestro, y las tumoraciones de los latigazos en
la espalda, simuladas con pinceladas violáceas, así como puntuales regueros de
sangre y partes despellejadas a las que se añaden finas láminas de cuero para
aumentar su verismo.
Durante el proceso de limpieza se recuperaron
las tonalidades caoba del cabello y barbas, hasta entonces con un tono
ennegrecido por la suciedad, y se liberaron repintes parciales en la parte
frontal aplicados en el siglo XIX tras ser afectada por un incendio. Su acabado
realista fue aplicado sobre la madera por un pintor desconocido con las
características de una obra de caballete, es decir, realzando brillos y sombras
y sugiriendo las venas bajo la tersura de la piel, consiguiendo que el cuerpo
parezca palpitar en un ejercicio de sinceridad y crudeza acorde con las
creencias religiosas de su autor. De modo que, contemplando la piedad que
transmite esta imagen, se hace comprensible la descripción que hace Palomino de
Gregorio Fernández, al que presenta como una persona piadosa, de arraigadas
convicciones religiosas, que antes de acometer las tallas de Cristo "se preparaba primero con oraciones, ayuno,
penitencia y comunión, esperando que Dios le concediera su gracia y le hiciera
triunfar".
La escultura ofrece otra peculiaridad tan
singular como inusual en el arte barroco español: el estar tallada como un
desnudo integral que incluye los genitales, en este caso velados por un paño de
pureza superpuesto, anudado en la parte derecha de la cadera y elaborado con tela
encolada de gran naturalidad. Gregorio Fernández repetiría esta desnudez, como
un ejercicio de estatuaria clásica, en otras ocasiones, como ocurre en el
Cristo del paso del Descendimiento de la iglesia de la Vera Cruz de Valladolid,
tallado entre 1623 y 1624, el Cristo yacente del retablo de la Buena Muerte de
la iglesia de San Miguel de Valladolid, elaborado entre 1626 y 1627, o en el
Cristo crucificado del convento de Carmelitas Descalzas de Palencia, tallado en
1630 e igualmente recubierto con un pudoroso paño de tela encolada. Tampoco
hemos de olvidar la desnudez del arcángel San Gabriel que también se exhibe en
el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, obra elaborada en torno a 1611
para la iglesia parroquial de Tudela de Duero y cuya disposición recuerda al
Mercurio de Giambologna.
En estas experiencias de desnudos integrales de
Gregorio Fernández, al menos en cinco de sus tallas, que tanto contrastan con
los abultados ropajes con que habitualmente cubría a las figuras, siempre
aparecen desprovistos de cualquier atisbo de sensualidad, simplemente con la
finalidad de aumentar su realismo aproximándose a los trabajos anatómicos de la
escultura clásica, en este caso en madera y siempre concebidos con un
naturalismo absoluto y ejecutados con una extremada perfección técnica. En
opinión de Jesús Urrea "el estudio
anatómico elaborado por Fernández en esta escultura es de una perfección no
igualada por ningún otro artista español de su tiempo, demostrando un profundo
conocimiento del cuerpo humano, así como una total capacidad para colocar la
figura en el espacio y moverla con absoluta naturalidad, con una riqueza de
puntos de visión extraordinaria" . Por este motivo, esta escultura se
convirtió en modelo a imitar por otros escultores, que la reinterpretaron tanto
en la modalidad de medio cuerpo como de cuerpo entero.
Es posible que la imagen se inspire en un
grabado del holandés Cornelis Cort, cuyas estampas también fueron tomadas como
referencia por el escultor en otras obras, siempre reinventado la iconografía
para ajustarla, bajo el criterio español, a los postulados de la
Contrarreforma, de la que se convirtió en un fiel intérprete, con una capacidad
inigualable para conmover e incitar a la meditación y la oración a través de
sus imágenes. A pesar de estar desprovista del atrezo de elementos postizos
reales, la imagen se ajusta milimétricamente al relato evangélico: "Le vistieron con una túnica púrpura, le
pusieron una corona trenzada de espinas y comenzaron a saludarlo: ¡Viva el rey
de los judios! Y le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando
la rodilla, le hacían reverencias" (Marcos 15,17-19). De igual manera,
Gregorio Fernández se ofrece al espectador haciendo suyas las palabras de
Pilatos en el Pretorio: "Ecce Homo / He aquí el hombre", convirtiendo
al humillado en todo un ejemplo de dignidad y magnificencia que forma parte de
la mejor escultura española de todos los tiempos.
Grupo de
Santa Isabel de Hungría y el pobre, 1621
Madera policromada
Iglesia del convento de Santa Isabel,
Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Todas las pinceladas que ofrece la hagiografía
de la santa aparecen sintetizadas en el grupo ideado por Gregorio Fernández,
especialista, por su enorme talento, en la creación de modelos arquetípicos que
después eran copiados hasta la saciedad. En este caso dispuso dos figuras,
Santa Isabel y un pobre o enfermo, en bulto redondo y con tamaño ligeramente
superior al natural, ambos colocados sobre una larga peana decorada con piedras
y gallones, lo mismo que las molduras que enmarcan su posición en el retablo,
todo ello también policromado por el pintor Marcelo Martínez.
Santa Isabel aparece vestida con el hábito
franciscano, coronada en su condición de reina de Turingia, sujetando en su
mano izquierda un libro sobre el que reposa una corona, aludiendo a su faceta
de fundadora de un centro hospitalario bajo patrocinio real, y ofreciendo un
trozo de pan (desaparecido) al pobre situado a su lado, que arrodillado mira a
la santa con gesto suplicante y extiende su mano derecha para recibirlo.
En estas figuras Gregorio Fernández
consolida dos prototipos personales. En primer lugar en la figura del pobre, en
la que retoma una tipología ya utilizada previamente. En segundo lugar en Santa
Isabel, donde consolida lo que se convertiría en prototipo personal en la
representación de santas religiosas.
En efecto, en la figura del pobre vuelve a
retomar el modelo que utilizara en 1606 en el grupo de San Martín y el pobre
(Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid), encargado por don Agustín
Costilla para ser colocado en la iglesia de San Martín. Aunque en aquel grupo
la figura permanece de pie y la policromía ha sufrido repintes, la
caracterización del pordiosero ofrece significativas similitudes, como las
ropas humildes, piernas descubiertas, descalzo, sujetando un bastón en forma de
«Tau» y con una escudilla colgando
del cinturón, ofreciendo especiales semejanzas en el diseño de la cabeza, como
los rasgos enjutos, el estar recubierta por un turbante realizado con vendas
que deja visible a los lados abultados mechones del cabello que remontan la
oreja, así como idéntico bigote, perilla de dos puntas y simulando una barba
descuidada en la policromía, en ambos casos con el rostro elevado en gesto de
súplica. Al igual que ocurriera con las figuras de los sayones de los pasos
procesionales, Gregorio Fernández deja establecido en esta figura, realizada en
plena madurez, un arquetipo aplicable a pobres desvalidos.
Por el contrario, en la figura de Santa Isabel
inaugura otro arquetipo fernandino que aplicaría a otras santas revestidas de
hábito, especialmente a Santa Teresa, como el brazo derecho abalanzado al
frente, el izquierdo replegado y con la mano extendida sujetando un libro a
modo de bandeja, el cuerpo en posición de contrapposto para definir una línea
sinuosa que proporciona un movimiento que le hace desenvolverse con naturalidad
y elegancia en el espacio, efectos completados con la disposición equilibrada
de los pliegues del hábito, un elaborado trabajo en las tocas y, como toque
personal e inconfundible, el manto sujeto al escapulario mediante un alfiler
que origina al frente un pliegue triangular muy airoso. A todo ello hay que
sumar la encarnación mate de la policromía y la ornamentación del manto y el
escapulario con bellísimas orlas que simulan pedrería, adornos que eran
exigidos en el contrato.
El conjunto presenta la característica
envoltura de las figuras en ropajes voluminosos, el uso de pliegues angulosos
que producen fuertes contrastes lumínicos y la incorporación de pequeños
detalles magistrales, como los pequeños fruncidos en la doble toca que rodea el
rostro, resueltas en finísimas láminas. Todo ello muestra la búsqueda de
naturalismo que se hizo obsesiva en el escultor a partir de 1621, año en que realiza
esta verdadera obra maestra, recurriendo, con la misma intención, al uso de
sutiles postizos, como el trabajo de orfebrería de la corona que permite la
fácil identificación de la santa franciscana.
San
Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, Hacia 1622
Madera policromada
Real Iglesia de San Miguel y San Julián,
Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
La
representación de San Ignacio
San Ignacio de Loyola fue el fundador de la
Compañía de Jesús, tras su contacto en París con un grupo en el que se
encontraban Pedro Fabro, Diego Laínez y Francisco Javier, siendo la Orden
aprobada por el papa Paulo III en 1540. Como el santo no se dejara retratar en
vida, el día de su muerte se hizo una mascarilla funeraria que fue coloreada por
el piamontés P. Giovanni Battista Velati. De ella se hicieron varias copias en
cera, una de las cuales fue traída a España por el padre Pedro de Ribadeneyra,
que, para atenuar los rasgos mortuorios de la mascarilla, encargó al escultor
jesuita Domingo Beltrán un modelo en barro de la cabeza con las facciones
suavizadas. Este sería la fuente para el retrato realizado por el pintor Alonso
Sánchez Coello en 1585, del que haría dieciséis copias más, del grabado
realizado en 1597 por Pedro Perret, a petición del propio Ribadeneyra, y del
grabado realizado en 1580 por Jan Sadeler.
Aquellos retratos fueron la base para la
recreación de San Ignacio de Loyola realizada por Gregorio Fernández para el
colegio jesuita de Villagarcía de Campos (Valladolid) con motivo de la
beatificación del santo en 1610, donde le presenta revestido del hábito jesuita
negro y sujetando el libro de sus Constituciones, del que en 1614 haría una
versión mimética para el antiguo Colegio de la Compañía de Jesús de Vergara
(Guipúzcoa), obra policromada por Marcelo Martínez que está perfectamente
documentada.
Sin embargo, la imagen de San Ignacio de Loyola
realizada para el centro jesuítico de Valladolid en 1622, colocada en el
retablo-relicario del lado de la epístola de la actual iglesia de San Miguel,
difiere de aquellas en algunos elementos. Su composición es más abierta, pues
presenta los dos brazos levantados, sujetando en el izquierdo la maqueta de un
templo clasicista, como símbolo de fundador de una orden eclesiástica, y
portando en la mano derecha un símbolo jesuítico, con forma de custodia
radiante, en cuyo interior contiene el anagrama "IHS" que alude a la Compañía por él fundada. Su cuerpo aparece
de nuevo revestido por el hábito jesuita, compuesto por una sotana negra con
alzacuellos, que se ceñiría con un cinturón postizo de cuero real
(desaparecido), que en la parte inferior presenta los característicos pliegues
fernandinos de tipo anguloso y aspecto metálico, así como un manto con solapa
que abierto difiere de sus primeras versiones, en las que el manteo aparecía
replegado y cruzado al frente. En este caso, como ocurre en otras de sus
esculturas, el manto ofrece el mayor naturalismo por estar tallado
virtuosamente en finas láminas, simulando un paño real.
Verdaderamente extraordinario es el trabajo de
la cabeza, tallada por separado del cuerpo, al igual que las manos, y encajada
mediante vástagos, con las características de un auténtico retrato que pudo ser
tomado de una de las mascarillas de cera. De forma muy redondeada, presenta una
pronunciada calvicie, la frente ancha y un rostro de gran morbidez, tallado con
gran blandura, con las venas enfatizadas en las sienes y arrugas de la piel
remarcadas en los párpados.
La obsesión por el mayor naturalismo se
patentiza en la incorporación de elementos postizos, como los ojos de cristal,
con la mirada dirigida a lo alto, el desaparecido cinturón de cuero al que se
ajustan los pliegues de la cintura, la maqueta de la iglesia, con dos torres y
cúpula, y el ostensorio metálico con piedras preciosas engarzadas, a lo que se
suma la corona en forma de diadema radiada que se inserta en una ranura
practicada en el cráneo.
Realza su realismo la policromía aplicada por
Marcelo Martínez en 1623, con matices propios de una pintura de caballete en la
cabeza, con partes sonrosadas y barba incipiente, así como una vistosa orla que
recorre el manto con labores de pedrería, otra que en el cuello simula perlas y
pequeñas cenefas doradas en el alzacuellos, todo ejecutado a punta de
pincel.
La
representación de San Francisco Javier
Forma pareja con el anterior, sobre el que
ejerce como contrapunto. Ocupa la hornacina central del retablo-relicario del
lado del evangelio y su historia es paralela a la imagen de San Ignacio de
Loyola.
La escultura de San Francisco Javier puede considerarse como uno de los prototipos más logrados y personales de Gregorio Fernández. El santo aparece revestido por el hábito jesuita, compuesto por una sotana con alzacuellos y un manto que, a diferencia de la escultura de San Ignacio, se cruza al frente para apoyar uno de los cabos sobre el brazo izquierdo, recurso que produce un juego de pliegues diagonales, de trazado muy quebrado, que rompe el sentido verticalista de la figura, igualmente con partes trabajadas en finas láminas que sugieren una textura real.
También presenta los brazos levantados, de
acuerdo a los recursos expresivos barrocos, lo que le permite moverse con
libertad en el espacio, en este caso con la mano izquierda sugiriendo sujetar
algún objeto y portando en su mano derecha un bordón rematado en forma de cruz.
De nuevo la cabeza y las manos fueron talladas por separado y después
ensambladas, ofreciendo en conjunto un aspecto más joven que San Ignacio, a lo
que contribuye el cabello apelmazado que casi cubre las orejas y cae sobre la
frente como un flequillo recto formado por pequeños mechones paralelos.
A diferencia de la cabeza de San Ignacio, en la
de San Francisco Javier el escultor tuvo que recurrir a sus dotes creativas
para recrear el supuesto aspecto del rostro del santo, aunque repite el
tratamiento mórbido de la carnación, en este caso con la boca entreabierta, con
los dientes visibles, y pequeñas arrugas junto a los párpados. Asimismo, en el
cráneo lleva practicada una ranura para sujetar una corona del tipo de diadema
radiante.
La policromía, que fue recuperada cuando la
obra fue restaurada con motivo de ser presentada en la exposición Testigos,
edición de Las Edades del Hombre celebrada en la catedral de Ávila el año 2004,
se ciñe a los realistas matices de las carnaciones mates, que incluyen una
barba incipiente, y al color negro del hábito, de nuevo con anchas orlas
recorriendo los ribetes del manto, aunque en este caso se combinan motivos
esgrafiados con otros aplicados a punta de pincel, lo que parece indicar que
Marcelo Martínez, autor de la policromía7, habría sido obligado por los
jesuitas a retocarla para mejorarla, detalles que se pusieron al descubierto
durante la citada restauración.
Tanto la escultura de San Ignacio de Loyola,
como la de San Francisco Javier, obras maestras de un Gregorio Fernández en
plena madurez, siguen presidiendo los retablos colaterales del crucero que
ocuparan en la que fuera la iglesia de la antigua Casa Profesa de la Compañía
de Jesús en Valladolid, que, tras la expulsión de los jesuitas por orden de
Carlos III en 1767, fue reconvertida, bajo patronato real, en la iglesia de San
Miguel y San Julián, manteniendo la advocación de dos templos que se hallaban
muy próximos y que fueron derribados por su estado ruinoso.
Virgen de
las candelas o de la purificación, 1623
Madera policromada y postizos
Iglesia de San Lorenzo, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
La Virgen de las Candelas, de tamaño
ligeramente inferior al natural —1,46 metros de altura—, en su visión general
aparece impregnada del fuerte componente místico y melancólico que caracteriza
las esculturas fernandinas, a lo que se viene a sumar la habilidad para
recubrir la anatomía con una indumentaria ampulosa en la que, sin embargo,
algunos elementos permiten adivinar una disposición de contraposto que origina
un elegante y equilibrado movimiento cadencial de la figura en el espacio. Otro
tanto puede decirse del esmerado tratamiento de los rostros de la Virgen y el
Niño, que ofrecen una escena de maternidad llena de ternura.
La Virgen aparece erguida sobre una peana —sin
la base con figuras o cabezas de querubines entre nubes que figuran en la
Virgen del Rosario y en la Virgen del Carmen—, sujetando al Niño en su brazo
izquierdo, como es habitual interponiendo un gran pañuelo entre su mano y el
cuerpo del infante, y con el brazo derecho desplegado del cuerpo siguiendo las
pautas que definen la gestualidad barroca.
Su anatomía aparece recubierta por una túnica
roja que se sujeta a la cintura por un ceñidor o cíngulo, cuya disposición
ligeramente en diagonal, junto a la inclinación de los hombros, sugiere una
posición de contraposto, es decir, que el peso del cuerpo reposa sobre la
pierna izquierda —donde recibe el peso del Niño—, lo que le permite flexionar
la derecha hacia adelante, como se deduce de la posición del zapato apoyado en
la puntera que levemente asoma bajo la túnica.
Como artificio genuinamente fernandino, la
túnica es muy larga y produce en su caída, a la altura de los pies, una serie
de pliegues que adquieren aspecto metálico, que, como los del resto de la
túnica, más parecen abolladuras que drapeados textiles. Siguiendo los convencionalismos
de la época, ajustándose a los postulados trentinos, la túnica aparece
policromada en color rojo intenso prefigurando su papel co-pasionario en el
futuro, con grandes motivos florales o primaveras de tonos dorados aplicados a
punta de pincel.
Igualmente, su cuerpo se cubre con un manto
abierto el frente, con aspecto de capa, que por la inclinación de los hombros
cae verticalmente a distinta altura fomentando el movimiento de la figura. Su
aspecto también es rígido y con tenues pliegues metálicos, con parte de los
bordes tallados como una fina lámina en un alarde de virtuosismo. Está
policromado en azul, reproduciendo el firmamento mediante la aplicación a punta
de pincel de pequeñas estrellas, y recorrido en los bordes por una orla verde
sobre la que destacan medallones dorados en los que se fingen piedras
preciosas.
Virtuoso es también el estudiado diseño y
afinado trabajo de la toca blanca que le cubre la cabeza, que cayendo por la
parte izquierda se cruza por delante del cuello como agitado por una brisa
mística, produciendo sobre el hombro derecho un efectista juego de pliegues de
sorprendentes valores plásticos. Otro tanto ocurre con el gran pañuelo de tonos
violáceos sobre el que se sustenta el Niño nazareno, que cae formando elegantes
pliegues ondulantes y se recoge entre la mano de la Virgen, cuyos separados
dedos se hunden entre la tela consiguiendo un efecto naturalista en la línea de
algunas célebres creaciones de genios como Miguel Ángel y Bernini, mientras que
los dedos de la mano derecha se articulan con elegancia para sujetar un objeto
postizo, en este caso una candela.
De gran belleza es el tratamiento de la cabeza,
levemente inclinada y girada hacia la figura del Niño, donde bajo la toca
aparece un rostro femenino de tersura adolescente, con parte visible de una
larga melena rubia muy pegada a la cabeza. Las facciones describen un gesto
melancólico y ensimismado, con grandes ojos de cristal, nariz recta y boca
pequeña ligeramente entreabierta. En el trabajo de encarnación a pulimento
destacan leves efectos sonrosados en los párpados, mejillas y mentón, con las
cejas y pestañas delineadas a punta de pincel.
Dotada de gracia y movimiento está la figura
del Niño, con un cuerpo rollizo plenamente desnudo, como es habitual en el
escultor. Su pierna izquierda se adelanta rompiendo el estatismo, mientras con
los brazos gesticula en actitud de bendecir. Su cabeza se aparta del modelo
característico del escultor en las figuras del Niño Jesús en cuanto a la talla
del cabello, en la mayoría de los casos ensortijado y con un gran bucle sobre
la frente. Aquí el cabello es lacio, con mechones afilados de tonos rubios muy
pegados y recortados sobre la frente. Su gesto es sereno y como la Virgen lleva
aplicados ojos postizos de cristal.
Los valores plásticos de la talla y la
gracilidad de la composición quedan realzados por la excelente policromía, de
tonos luminosos muy equilibrados y contrapuestos a la severidad de la Virgen
del Carmen, de cuya tipología deriva.
Conviene recordar que por su gesto melancólico,
durante varias décadas del siglo XX, la imagen era desprovista de la figura del
Niño y metamorfoseada en Virgen de la Alegría para desfilar en Semana Santa en
la procesión del Domingo de Resurrección con la Cofradía del Santo Sepulcro,
que en 1996 contrataba con el escultor vallisoletano Miguel Ángel Tapia la
realización de una nueva imagen de titularidad propia para celebrar el 50
aniversario de la fundación de la cofradía.
Actualmente la Virgen de las Candelas, después
de su consolidación y limpieza llevada a cabo el año 2008 en el taller de
restauración Arte Valladolid, luce en todo su esplendor en una pequeña capilla
de la iglesia de San Lorenzo, expuesta al culto de forma musealizada con la
imagen sobre un pedestal de piedra y ocupando un espacio de aspecto absidial,
del mismo modo que lo hace en una capilla contigua el grupo de la Sagrada
Familia, también genial creación de Gregorio Fernández.
La
Inmaculada Concepción, 1623
Madera policromada
Iglesia del convento de la Concepción del Carmen,
Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Como es de suponer, el fervoroso movimiento
"inmaculista" también tuvo su incidencia en el resto de España desde
los primeros años del siglo XVII, con su correspondiente repercusión en la
escuela castellana a cuya cabeza se encontraba el taller de Gregorio Fernández
en Valladolid, que se incorporó al movimiento religioso creando un arquetipo
personal de diferentes características a las que presentaban los modelos
andaluces.
Para constatar estas diferencias, podemos
recurrir a los repetidas imágenes que creara en Sevilla el escultor Juan
Martínez Montañés, autor de un modelo que alcanzaría un gran fervor popular,
para contrastarle con el creado en Valladolid por Gregorio Fernández, de enorme
difusión por el norte de España.
Juan Martínez Montañés fue el creador de una
Inmaculada de aire clasicista, con la Virgen representada con unos veinte años,
de pie y con una marcada disposición de contrapposto sobre una base formada por
nubes entre las que aparecen cabezas de querubines. En su composición prevalece
el movimiento al presentar la cabeza ligeramente ladeada y con la mirada
dirigida hacia abajo con los ojos semientornados, las manos levantadas a la
altura del pecho en gesto de oración, pero delicadamente desplazadas hacia la izquierda
para romper la simetría, al igual que la pierna izquierda flexionada y
adelantada y parte de la melena sobre el hombro derecho. Como indumentaria
viste una amplia túnica de cuello muy cerrado que llega a los pies hasta
cubrirles, así como un manto que cae desde los hombros y se recoge cruzado al
frente bajo el brazo izquierdo formando un conjunto de pliegues diagonales que
aumentan su naturalismo, un recurso expresivo utilizado por el escultor para
generar un gran dinamismo y dotar de gracia a la figura, que es presentada como
la nueva Eva triunfante sobre el mal.
Modelo de Gregorio Fernández. Izda:
Inmaculada, iglesia de Santa Clara, Valladolid.
Centro: Inmaculada, iglesia de San Marcelo, León. Dcha: Inmaculada, catedral de Astorga (León)
Centro: Inmaculada, iglesia de San Marcelo, León. Dcha: Inmaculada, catedral de Astorga (León)
Al igual que los pintores, el escultor incluye
una serie de atributos que identifican el dogma de la Inmaculada Concepción,
como los querubines en la base, símbolo de gracia divina al estar asistida por
Dios, así como la media Luna, un símbolo cristianizado de la antigüedad
—presente en la diosa Isis egipcia y en la Artemisa griega— que representa el
principio femenino opuesto y complementario al Sol (referido a Cristo en la
cosmología cristiana), de modo que se presenta a los fieles como madre
universal y dispensadora de gracia. Suele aparecer coronada con doce estrellas,
símbolo de las doce tribus de Israel. Se remata con una rica policromía con
motivos vegetales en los paños —primaveras— en la que prima el brillo del oro.
De sus repetidos modelos el más apreciado es el destinado a la catedral de
Sevilla, realizado en 1628 y policromado por Francisco Pacheco (maestro de
Velázquez) y Baltasar Quintero, al que la religiosidad popular dio el
sobrenombre de "la Cieguecita".
Gregorio Fernández creaba para Castilla un
modelo completamente diferente, con María representada en su adolescencia
virginal —con unos quince años— y una disposición frontal, simétrica y
estática. El rostro, dotado de una belleza ingenua, se dirige al frente, en
unas ocasiones con la mirada dirigida hacia abajo y en otras elevada al cielo,
siempre con un gesto de ensimismamiento y trascendencia. Las manos se juntan en
actitud de oración y humildad en el centro del pecho y su melena,
extremadamente larga, se derrama simétricamente sobre el manto en forma de
largos filamentos ondulados que se continúan por la espalda.
Es precisamente la disposición del manto
y de la túnica lo que define el arquetipo, el primero cayendo en vertical por
los lados para quebrarse en la parte inferior en forma de duros pliegues que
adquieren un aspecto metálico, con la peculiaridad de aparecer recogido en la
espalda con un alfiler, lo mismo que lo hacían las damas de la época, pues la
escultura va trabajada al completo por tratarse de imágenes procesionales. El
efecto se repite en la túnica, cerrada al cuello y anudada a la cintura por un
cíngulo fijado con un lazo, cuyos pliegues también son excesivamente duros y
metálicos.
La única diversificación que hizo Gregorio
Fernández en el arquetipo por él creado fue la alternancia en la base de los
motivos simbólicos. En unos casos coloca tres cabezas de querubines entre
nubes, cuyo significado ya se ha explicado, y en otras un monstruo vencido con
aspecto de dragón que como la serpiente es símbolo del pecado, de la tentación
y la envidia, significando el triunfo sobre el pecado original cometido por
Eva, que con la Virgen —la nueva Eva— queda redimido y el mal aplastado. En
ambos casos también figura la media luna, símbolo inmaculista por excelencia.
Gregorio Fernández concibe la imagen de la
Inmaculada con más connotaciones simbólicas y místicas que naturalistas, aunque
la policromía de los paños acusa la tendencia a utilizar colores lisos, blanco
para la túnica y azul para el manto, la primera ornamentada con primaveras de gran
tamaño y el segundo con motivos menudos y una ancha cenefa con medallones
recorriendo los bordes. Fue frecuente que el modelo fernandino se exhibiera en
los altares con corona de reina y rodeada de un resplandor que abarca todo el
cuerpo como el que presenta el modelo de 1623 del convento de la Concepción,
conocido popularmente como convento de Santa Teresa (su cuarta fundación), que
constituye una de las versiones1 más bellas salidas de manos del escultor junto
con la conservada en la catedral de Astorga, datada en 1627.
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