martes, 1 de diciembre de 2020

Capítulo 12 - Escultura barroca española - Francisco del Rincón y Gregorio Fernández

 

ESCULTURA BARROCA EN ESPAÑA

En España perduró la imaginería religiosa de herencia gótica, generalmente en madera policromada —a veces con el añadido de ropajes auténticos—, presente o bien en retablos o bien en figura exenta. Se suelen distinguir en una primera fase dos escuelas: la castellana, centrada en Madrid y Valladolid, donde destaca Gregorio Fernández, que evoluciona de un manierismo de influencia juniana a un cierto naturalismo (Cristo yacente, 1614; Bautismo de Cristo, 1630), y Manuel Pereira, de corte más clásico (San Bruno, 1652); en la escuela andaluza, activa en Sevilla y Granada, destacan: Juan Martínez Montañés, con un estilo clasicista y figuras que denotan un detallado estudio anatómico (Cristo crucificado, 1603; Inmaculada Concepción, 1628-1631); su discípulo Juan de Mesa, más dramático que el maestro (Jesús del Gran Poder, 1620); Alonso Cano, también discípulo de Montañés, y como él de un contenido clasicismo (Inmaculada Concepción, 1655; San Antonio de Padua, 1660-1665); y Pedro de Mena, discípulo de Cano, con un estilo sobrio pero expresivo (Magdalena penitente, 1664). Desde mediados de siglo se produce el «pleno barroco», con una fuerte influencia berniniana, con figuras como Pedro Roldán (Retablo Mayor del Hospital de la Caridad de Sevilla, 1674) y Pedro Duque Cornejo (Sillería del coro de la Catedral de Córdoba, 1748). Ya en el siglo XVIII destacó la escuela levantina en Murcia y Valencia, con nombres como Ignacio Vergara o Nicolás de Bussi, y la figura principal de Francisco Salzillo, con un estilo sensible y delicado que apunta al rococó (Oración del Huerto, 1754; Prendimiento, 1763). ​
Sus características generales son:
·       Naturalismo, es decir, representación de la naturaleza tal y como es, sin idealizarla.
·       Integración en la arquitectura, que proporciona intensidad dramática.
·       Esquemas compositivos libres del geometrismo y la proporción equilibrada propia de la escultura del Renacimiento pleno. La escultura barroca busca el movimiento; se proyecta dinámicamente hacia afuera con líneas de tensión complejas, especialmente la helicoidal o serpentinata, y multiplicidad de planos y puntos de vista. Esta inestabilidad se manifiesta en la inquietud de personajes y escenas, en la amplitud y ampulosidad de los ropajes, en el contraste de texturas y superficies, a veces en la inclusión de distintos materiales, todo lo cual que produce fuertes efectos lumínicos y visuales.
·       Representación del desnudo en su estado puro, como una acción congelada, conseguido mediante una composición asimétrica, donde predominan las diagonales y serpentinatas, las poses sesgadas y oblicuas, el escorzo y los contornos difusos e intermitentes, que dirigen la obra hacia el espectador con gran expresividad.
·       A pesar de la identificación del Barroco con un "arte de la Contrarreforma", adecuado al sentimiento de la devoción popular, la escultura barroca, incluso en los países católicos, tuvo una gran pluralidad de temas (religiosos, funerarios, mitológicos, retratos, etc.)
·       La manifestación principal es la estatuaria, utilizada para la ornamentación de espacios interiores y exteriores de los edificios, así como de los espacios abiertos, tanto privados (jardines) como públicos (plazas). Las fuentes fueron un tipo escultórico que se acomodó muy bien con el estilo barroco. Particularmente en España, tuvieron un extraordinario desarrollo la imaginería y los retablos.

La evolución de la escultura barroca en España tuvo un desarrollo propio apenas influido por las escuelas extranjeras ya que ni los escultores más destacados viajaron al exterior como lo habían hecho en el siglo anterior, ni fueron numerosos los escultores extranjeros que trabajaron en España, ni la importación de obras fue significativa.
La temática es casi exclusivamente religiosa, tanto para encargos privados como institucionales, destinados a la devoción privada y a la pública, en imágenes de todo tipo, desde las pequeñas piezas devocionales hasta los grandes retablos barrocos y los pasos procesionales. Destaca con mucho la imaginería, siendo el material más utilizado la madera, siguiendo la tradición hispana, con policromía y la técnica del estofado, tanto en bulto redondo como en relieve. Se procura una gran verosimilitud, calificada habitualmente de "realismo" o "naturalismo"; las imágenes aparecen con todo tipo de postizos, cabello natural, ojos y lágrimas de cristal y ricas vestiduras de tela real. La finalidad es provocar una profunda emoción religiosa en el espectador. La talla en piedra se suele limitar a la decoración escultórica de las portadas (fachadas-retablo). Sólo en el ámbito de la Corte aparece la estatuaria monumental (los retratos ecuestres en bronce de Felipe III y estatua ecuestre de Felipe IV se encargaron en Italia, a Pietro Tacca, y también existen modelos de estatua ecuestre de Carlos II un monumento similar para Carlos II, de Giacomo Serpotta). Los temas mitológicos y profanos están ausentes.
En la escultura barroca española se reconocen distintas etapas. A principios de siglo se observa el paso del romanismo manierista al naturalismo barroco que a lo largo de la centuria evolucionaría buscando un mayor efectismo a través de los gestos, posturas o el uso de postizos. Este mayor barroquismo es claramente observable en la arquitectura de los retablos. Ya en la segundo tercio del siglo XVIII la influencia del rococó da lugar a obras más amables de un dramatismo suavizado. Por otro lado se distinguen dos escuelas principales: la escuela andaluza y la escuela castellana.
En la escuela castellana, centrada en Valladolid y Madrid, se presenta una escultura tremendamente realista, cuyas señas de identidad son la talla completa, el dolor y la crueldad con abundancia de sangre, profundo dinamismo, caricaturización de los personajes malvados, intenso modelado y unos rostros con fuerte expresividad. Escultores de esta escuela son Francisco del Rincón, el gallego Gregorio Fernández (1576-1636), Juan de Ávila, su hijo Pedro de Ávila, Luis Salvador Carmona (todos ellos pertenecientes al ámbito vallisoletano), y en Madrid Juan Sánchez Barba y el portugués Manuel Pereira. En Toro, el taller de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda crea una escultura influida por Juni y Fernández, pero con una temática menos dramática y de tono más amable.
En cambio, en la escuela andaluza, con focos en Sevilla (escuela sevillana), Granada (escuela granadina) y Málaga (escuela malagueña), se huye de la exageración, la idealización, predomina la serenidad y las imágenes bellas y equilibradas con un modelado suave. Los grandes escultores de esta escuela son Juan Martínez Montañés, Alonso Cano, Pedro de Mena, Fernando Ortiz, José de Mora, Pedro Roldán, su hija Luisa Roldán (la Roldana), Juan de Mesa, José Risueño, Bernardo de Mora, Andrés de Carvajal y Pedro Duque y Cornejo, José Montes de Oca.
La llegada de los Borbones en el año 1701 conllevó el cambio de gustos en la corte. Se llamó a artistas franceses e italianos para la decoración de los palacios y jardines reales, aunque la imaginería religiosa mantuvo su singularidad.
El napolitano Nicolás Salzillo y su hijo Francisco Salzillo desarrollaron su actividad en Murcia, en donde elaboraron un estilo en transición hacia el rococó y el neoclasicismo al no profundizar en los aspectos dramáticos de las escenas, ahondando en conceptos naturalistas y de idealizada belleza, iniciando la escuela murciana que continuaría en autores posteriores como Roque López o Juan Porcel. El Tardobarroco o Rococó español de la primera mitad del siglo XVIII tiene un estilo muy ornamentado, correspondiente en retablos y elementos arquitectónicos (como las portadas) al churrigueresco castellano (los Churriguera, Pedro de Ribera, Narciso Tomé), en Galicia a la fachada del Obradoiro de Santiago de Compostela (Fernando de Casas Novoa), o en Valencia a la portada del Palacio del Marqués de Dos Aguas (Ignacio Vergara).
Con el reinado de Carlos III se impone el gusto neoclásico. El año 1777 la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando asumió la aprobación de los proyectos para los retablos dictando la sustitución de la madera policromada por "mármoles y piedras adecuadas"​ La transformación urbanística de la ciudad de Madrid que puede compararse a fuentes y perspectivas barrocas, se realizó siguiendo el nuevo estilo, en la segunda mitad del siglo XVIII (Paseo del Prado, fuentes de Neptuno y de Cibeles). 

FRANCISCO del RINCÓN (h.1567-1608)
Fue un escultor español del siglo XVII, con taller en la ciudad de Valladolid, considerado uno de los grandes maestros de la escuela castellana del primer Barroco.
Algunos autores hablan de su consideración como maestro de Gregorio Fernández, aunque en realidad se puede hablar de Francisco del Rincón más bien como introductor del maestro gallego en la Corte de Felipe III y su valido el duque de Lerma.
La asociación familiar y profesional entre ambos parece clara, aunque no se sabe con certeza si Fernández llegó a colaborar con Rincón en la realización de la escena procesional de La Elevación de la Cruz, encargada por la cofradía de La Pasión para la Semana Santa de Valladolid en 1604. Este grupo está considerado como el primer paso procesional realizado íntegramente en madera policromada.
En 1592 Francisco del Rincón se casa con Jerónima Remesal, con la que tuvo un hijo, Manuel Rincón, padre a su vez de Bernardo del Rincón. Ambos continuaron la tradición escultórica de Francisco. Tras fallecer su primera esposa, se casa con una hija del ensamblador Cristóbal Velázquez.
Además de la obra mencionada, Rincón también realizó otras obras de imaginería, como el Cristo de las batallas de la Iglesia de Santa María Magdalena de Valladolid o el Cristo de los carboneros para la cofradía de las Angustias, que se puede contemplar en la iglesia de Nuestra Señora de las Angustias de la ciudad vallisoletana. En esta misma iglesia, también se le asignan las esculturas pétreas que decoran la fachada, y las tallas del retablo mayor. También le han sido atribuidos dos relieves que decoran el trascoro de la catedral de Palencia. En Nava del Rey realizó en 1607 el paso de Jesús Nazareno, imagen titular de la cofradía de la Vera Cruz.
Su estilo se caracteriza por un mesurado Manierismo, en contraste con otros maestros que siguen el mismo estilo, como Juan de Juni. En algunas de sus esculturas, Rincón se muestra grandemente influido por el Renacimiento italiano, que quizá conoció debido a su cercanía a la Corte. Así, las esculturas de san Pedro y san Pablo del frontispicio de la iglesia de las Angustias, presentan evidentes recuerdos de la plástica de Miguel Ángel.
Una de sus principales aportaciones a la historia de la escultura hispana es el haber sido uno de los creadores del paso procesional barroco, que alcanzará su mayor esplendor en la generación posterior. Algunas de sus obras se conservan en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. 

Cristo de los carboneros, Francisco de Rincón 1606
Madera policromada, Iglesia penitencial de las Angustias, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Entre la abundante serie de esculturas que integran el patrimonio de la iglesia penitencial de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid, perteneciente a la Cofradía de la misma advocación, una buena parte de ellas se deben al talento del escultor Francisco de Rincón, que trabajó para esta iglesia realizando diferentes modalidades escultóricas, relieves y esculturas exentas, en piedra y en madera policromada, en las que dejó impregnado su sello personal e inconfundible.
A él corresponde el retablo mayor de la iglesia, que elaborado entre 1602 y 1604 está presidido por el monumental altorrelieve de la Anunciación, con las imágenes de San Agustín y San Lorenzo a los lados, así como una Piedad que corona el ático y los Cuatro Evangelistas incorporados al banco. Esta actividad tuvo continuación en el exterior del templo, para cuya fachada esculpía en piedra en 1605 las esculturas de San Pedro y San Pablo y los grupos de la Anunciación y de la Piedad. Muy satisfecha debió quedar la Cofradía con estas obras, puesto que en 1606, terminada la iglesia, de nuevo se le encargaban dos imágenes para presidir sus correspondientes capillas: Santa Gertrudis y el Cristo de la Luz, conocido popularmente como Cristo de los Carboneros.
Este sobrenombre fue aplicado a la escultura en 1805, por ser vigorosos jóvenes del gremio de los carboneros quienes lo portaban en procesión, finalidad para la que fue concebida desde que fuera encargada a Francisco de Rincón por la Cofradía de las Angustias, como se puso de manifiesto durante el último trabajo de restauración llevado a cabo por María del Carmen Santamaría en su taller vallisoletano, donde se pudo comprobar que la monumental imagen, que supera con creces el tamaño natural, está completamente ahuecada en su interior, llegando a reducir el espesor de la madera a casi 2 milímetros a la altura de las rodillas, reduciendo así el peso a soportar por los costaleros.
Con ello Francisco de Rincón consolidaba un tipo de escultura procesional que, enteramente tallada en madera, venía a sustituir a las viejas y endebles escenas elaboradas en imaginería ligera —cabezas y manos talladas en madera y cuerpos de papelón y telas encoladas—, cuyo punto de inflexión lo había marcado el propio Francisco de Rincón cuando en 1604 realizó el paso del Levantamiento (Elevación de la Cruz) para la Cofradía de la Sagrada Pasión, compuesto por ocho figuras, con el que marcó la senda que sería inmediatamente seguida por  Gregorio Fernández en sus célebres composiciones procesionales.
Francisco de Rincón en el Cristo de los Carboneros abandona la estética de la corriente romanista implantada en la ciudad por Esteban Jordán, último aliento del manierismo renacentista, para emprender un cambio estético hacia lo que Jesús Urrea ha definido como "serenidad naturalista", propiciando con ello el asentamiento de las incipientes formas barrocas.
El monumental crucifijo es una muestra de impresionante corrección anatómica y de esbeltez, estableciendo el escultor un arquetipo de crucificado que entre 1606 y 1608 repetiría en sucesivas ocasiones, como puede apreciarse en el que se conserva en el convento de las Descalzas Reales de Valladolid, en el que recibe culto en la Colegiata de Santillana del Mar (Cantabria), el de la ermita del Santo Cristo de las Eras de Peñaflor de Hornija (Valladolid) y en el llamado Cristo de las Batallas que, destinado a una desaparecida capilla situada en el Cerro de San Cristóbal, se conserva en la iglesia de la Magdalena de Valladolid.
El arquetipo rinconiano que encarna el Cristo de los Carboneros se caracteriza por una depurada y esbelta anatomía en la que el torso y las piernas se arquean levemente, por la cabeza caída e inclinada sobre el hombro derecho, por presentar una gruesa corona de espinas tallada en el mismo bloque y por un trabajo de la cabeza que repite en su Cristo yacente (Convento del Sancti Spiritus de Valladolid) y en sus Nazarenos (Colegiata de San Antolín de Medina del Campo y ermita de la Vera Cruz de Nava del Rey), caracterizados por un rostro ancho, ojos muy separados y cerrados en forma de media luna, barba de dos puntas de trazado simétrico, nariz afilada, boca entreabierta, abultados cabellos con mechones apelmazados que por la izquierda caen hacia atrás dejando visible parte de la oreja y por la derecha penden en vertical sobre el pecho dejando espacios calados, así como por remontar la pierna derecha sobre la izquierda con pies huesudos y verticales.
Aunque los elementos que llegan a convertirse en la marca del taller de Rincón son el tratamiento del perizoma o paño de pureza, sujeto a la cintura por una cinta, anudado en la parte derecha dejando visible parte de la pierna y con un plegado al frente. Otro tanto ocurre con la disposición de los brazos inclinados por el peso del cuerpo y el torso abatido hacia adelante y despegado de la cruz. La disposición de los brazos en forma de "Y" cada vez fue más pronunciada en sus crucifijos, alcanzando el límite en el Cristo de las Batallas.
La figura presenta un destacable virtuosismo anatómico, fruto de un minucioso estudio del natural, que se traduce en una serenidad con matices de solemnidad, factores que denotan el grado de madurez y de innovación alcanzado por el artista. Desgraciadamente, su trayectoria profesional quedaba interrumpida por la muerte prematura del escultor en 1608, recién superados los 40 años, privando a la escultura castellana de lo que habrían sido geniales creaciones a juzgar por la obra conservada, en la que cabe destacar la creación de modelos precedentes de algunas obras de Gregorio Fernández, tales como la modalidad de Cristo yacente o la Piedad, así como en la creación de arquetipos, del que este Cristo de los Carboneros es una buena muestra.
Con Francisco de Rincón arrancaba una saga de escultores vallisoletanos, aunque ni su hijo Manuel de Rincón, ni su nieto Bernardo de Rincón, a pesar de realizar algunas obras notables, nunca lograrían un corpus capaz de equipararse con su significativa e innovadora producción.
Desde 1618 hasta 1926 el Cristo de los Carboneros se integraba en los desfiles procesionales organizados por la Cofradía de las Angustias, aunque después de la renovación de la Semana Santa vallisoletana, impulsada a partir de 1920 por don Remigio Gandásegui, arzobispo de Valladolid, que fomentó la creación de nuevas cofradías, comenzaría a desfilar como imagen titular de la Cofradía de la Preciosísima Sangre desde 1929, año de su fundación, hasta 1942, cesando en esta función al detectarse su delicado estado de conservación, lo que obligó a la nueva cofradía a recurrir a un Cristo crucificado de Juan de Juni conservado en el convento de Santa Catalina (hoy en el presbiterio de la iglesia de San Pablo), hasta que la misma causa obligó a encargar en 1953 una talla al escultor Genaro Lázaro Gumiel que emula aquel modelo juniano.
Restaurado, consolidado y limpiado de oscuros barnices, el Cristo de los Carboneros forma parte del importante elenco de crucificados que se conservan en Valladolid, en su mayor parte vinculados a las celebraciones de su famosa Semana Santa. En la actualidad, desfila con la Cofradía de las Angustias, su propietaria, en la procesión de Regla o "Sacrificio y Penitencia" que la cofradía organiza en la madrugada del Viernes Santo.      

Paso procesional de la elevación de la cruz, 1604
Madera policromada. Paso procesional en el Museo Nacional de Escultura, Valladolid
El año 1604, cuando Valladolid era la capital de España tras haberse instalado en ella la Corte de Felipe III, Francisco de Rincón acababa de terminar el monumental retablo mayor de la iglesia de las Angustias, donde había trabajado junto a su suegro, el ensamblador Cristóbal Velázquez, que llevó a cabo una arquitectura de diseño clasicista, y el pintor Tomás de Prado, que se ocupó de las labores de policromía. Para aquel retablo destinado a la iglesia penitencial Francisco de Rincón, el imaginero instalado en la Puentecilla de Zurradores (actual calle de Panaderos), había realizado el impresionante altorrelieve de la Anunciación que preside el retablo, así como las figuras laterales de San Agustín y San Lorenzo y la Piedad que corona el ático, en la que se anticipa a los célebres modelos de Gregorio Fernández. Con esta obra ponía de manifiesto ser el mejor entre los escultores que por entonces tenían taller abierto en la ciudad.
Según demuestran los pagos documentados por Martí y Monsó, en 1604, recién terminado aquel retablo, Francisco de Rincón fue requerido por la Cofradía de la Sagrada Pasión de Cristo para realizar el paso procesional del Levantamiento, hoy conocido como la Exaltación de la Cruz, debiéndose ajustar a las exigencias de un contrato que especificaba el tipo de figuras que debían formar la escena, su tamaño y composición, el requisito de estar tallado enteramente en pino de Segovia y hasta la forma de las andas que debían portar los costaleros. Debido a esta iniciativa de la cofradía y a la pericia del imaginero durante los dos años que duró el trabajo, el paso iba a resultar revolucionario en todos los sentidos, marcando un hito en la escultura procesional barroca que llegaría a tener una enorme repercusión en buena parte de España. 

En primer lugar por ser pionero en la composición de una escena enteramente tallada en madera, con esculturas de bulto redondo y tamaño natural, con la salvedad de tener el interior debidamente ahuecado para aligerar su peso —en ocasiones reduciendo el grosor de la madera a pocos milímetros—, lo que venía a representar el llevar a la calle las tradicionales imágenes que hasta entonces poblaban los retablos, dando una solución perdurable a los continuos desperfectos y problemas que originaban los pasos procesionales realizados en el siglo XVI en imaginería ligera —especialmente en papelón— que por entonces eran comunes a todas las cofradías, según lo testimonia en 1605 en su Fastiginia el portugués Tomé Pinheiro da Veiga, testigo de excepción de las celebraciones de la Semana Santa de aquel año.
En este sentido, el paso de la Elevación de la Cruz marcaría un punto de inflexión para la total renovación de los pasos procesionales en Valladolid, cuyo relevo sería tomado poco después por Gregorio Fernández en la composición de complejas escenas que establecen un hábil simulacro sacro de fuerte naturalismo. A partir de entonces, en Valladolid quedarían arrinconados y condenados a su extinción los pasos de imaginería ligera, compuestos con endebles figuras de pequeño tamaño que sólo tenían las cabezas y las manos talladas, perdurando como inestimable testimonio de ello el paso de la Entrada de Jesús en Jerusalén de la Cofradía de la Santa Vera Cruz, atribuido por Jesús Parrado al escultor Francisco Giralte.
Pero además, a las cualidades de perdurabilidad el paso de la Elevación de la Cruz unía la gran calidad en la talla de las figuras y su expresividad, así como su disposición sobre el tablero para configurar una escena de marcado sentido teatral que requiere su observación desde distintos ángulos para poder captar todos sus valores plásticos. En ello radica la diferencia y la idiosincrasia de las imágenes procesionales en madera en contraposición a la necesaria frontalidad de las imágenes para retablos, debiendo unir a su sentido narrativo un preciso estudio de pesos y contrapesos repartidos por una escena concebida para ser portada y movida a hombros de costaleros.
Todos estos factores concurren en la Elevación de la Cruz, donde Francisco de Rincón coloca la cruz con habilidad en el eje central, incluyendo la figura de Cristo y del sayón que a los pies sujeta el madero, y repartidas tres figuras a cada lado que establecen un reparto de pesos perfecto que no enturbia la visión de la impactante escena.   
La atrevida composición, tan rompedora en su tiempo, representa el momento en que es izada la cruz en la que ha sido clavado Cristo, que eleva su cabeza al cielo en un gesto de incomprensión y súplica, mientras uno de los sayones se aferra a la base para asentarla en tierra, otros dos situados en la parte delantera tiran con esfuerzo de gruesas sogas amarradas a los brazos del madero y en la parte posterior dos más que sujetan la cruz con una pértiga y una escalera que después se escalará para colgar el rótulo de INRI. A ambos lados de la cruz se colocan las figuras de Dimas y Gestas, representados de pie y como magníficos desnudos, que mientras esperan a ser crucificados muestran distintas reacciones respecto a Cristo, el primero mirándole a la cara con gesto de súplica y compasión y el segundo con la cabeza vuelta y gesticulación despectiva y burlona.
El paso, tal como hoy lo conocemos, responde a la recomposición realizada en 1925 por Agapito y Revilla, después de que el conjunto sufriera el proceso desamortizador del siglo XIX y las figuras ingresaran en el Museo Provincial de Bellas Artes, germen del futuro Museo Nacional de Escultura, donde el paso fue desmembrado y las tallas expuestas por separado. En aquel momento la figura de Cristo se hallaba en paradero desconocido y así permaneció hasta que Luis Luna Moreno inició en 1993 un proceso de reconstrucción de los pasos procesionales del Museo Nacional de Escultura y lo identificó con la imagen que se venía venerando como San Dimas en el convento de San Quirce, a donde había ido a parar parte del patrimonio de la expoliada Cofradía de la Pasión. En este sentido, es una lástima que desde que el paso fuera restaurado en el año 2000, recuperando su estabilidad y bella policromía, el importante conjunto no pueda contemplarse completo en el Museo por permanecer la figura de Cristo separada y descontextualizada en las dependencias conventuales de San Quirce. Tal vez con un poco de buena voluntad por ambas partes...
El carácter escénico de la composición inspira a Francisco de Rincón para incorporar en las figuras rasgos expresionistas que son desconocidos en el resto de su obra, caracterizada por su serenidad clásica, naturalismo y equilibrio. Sin embargo, en un arrebato de expresividad manierista, el escultor incorpora una violenta torsión en la cabeza de Cristo, que adquiere su verdadero sentido cuando aparece unida al movimiento ascendente de la cruz, efecto que se repite en la vehemente cabeza de Gestas, así como en las contorsiones imposibles de la cintura de los sayones que izan la cruz tirando de sogas, aquellos que aparecen denominados como reventados en la antigua documentación, constituyendo efectos individualizados y estudiados que contribuyen, con sus connotaciones teatrales, a definir los distintos roles en el relato, recurriendo para ello a la gesticulación exagerada que exige toda puesta en escena con el fin de realzar la carga dramática durante el cortejo callejero, así como al uso de múltiples elementos de atrezo reales de gran efectismo, como el paño de pureza de Cristo, las distintas sogas, la escalera y la pértiga, dando como resultado una escena narrativa de fuerte impacto visual.
Otra aportación novedosa de Rincón es la talla de Cristo como un desnudo integral, anticipándose con ello a los tratamientos de algunas anatomías trabajadas de igual manera por Gregorio Fernández, como el Cristo del paso del Descendimiento de la iglesia de la Vera Cruz, el Ecce Homo del Museo Diocesano y Catedralicio o el Cristo yacente de la iglesia de San Miguel, convertidos en ejercicio de puro clasicismo. El Cristo de la Elevación presenta una anatomía enjuta y un canon estilizado, con los músculos en tensión y la cabeza, como ya se ha dicho, violentamente inclinada a la derecha y con el rostro a lo alto, efecto que refuerza el sentido ascensional de la cruz en una composición global de tipo piramidal.
Magníficos y contrapuestos son también los desnudos de los dos ladrones, que presentan una pormenorizada descripción anatómica, canon esbelto, abultada cabellera rizada y el paño de pureza tallado, Dimas con una postura atemperada, con las piernas separadas, las manos amarradas al frente y la cabeza levantada hacia Cristo, mientras que la figura de Gestas, con una postura más atrevida, aparece con la pierna izquierda colocada hacia atrás, lo que produce un arqueamiento de la parte posterior, las manos amarradas por la espalda y la cabeza inclinada hacia el frente y girada a la izquierda, mostrando su gesto incrédulo al espectador. En el antiguo montaje, junto a los ladrones aparecían las dos cruces tendidas sobre la tierra.
Los cinco sayones que participan en el pasaje adoptan todo un repertorio de variadas posturas para adaptarse a su cometido en la escena, destacando la violenta torsión, a la altura de la cintura, de los que tiran de la soga, movimiento contrario a la curvatura de los otros tres, uno encorvado para abrazar el madero de la cruz, que sostiene con el hombro, otro abalanzado sobre la escalera y la cabeza elevada y el tercero flexionado y con los brazos extendidos hacia adelante sujetando la pértiga que sostiene la cruz. Todos ellos visten una indumentaria anacrónica, más ajustada a la época en que se realiza el paso que a la época que describe, siendo el sayón de la pértiga el único que recuerda vagamente a los soldados romanos por su coraza, faldellín y casco, indumentaria que repite, sustituyendo el casco por un gorro rojo, el que se aferra a la cruz. Los otros visten sayas blancas remangadas, anchas calzas hasta las rodillas, uno de ellos con senojiles o ligas,  coletos o chalecos con cortas mangas y gorros de tipo frigio.
Tanto los sayones que tiran de las sogas como el que sujeta la escalera muestran unas facciones que se acercan a lo grotesco en el deseo de que el pueblo reconociera en ellos su maldad y su catadura de gente despreciable, anticipándose Francisco de Rincón con esta descontextualización, tanto en el tratamiento de las llamativas indumentarias como en las facciones de los sayones, al juego maniqueo entre los personajes sagrados y los sayones que establecería Gregorio Fernández en las composiciones formadas por múltiples figuras, en las que consolidaría los prototipos de sayones que serían copiados en otros muchos lugares.
Para componer esta escena, que no aparece citada en los Evangelios de forma concisa, es posible que Francisco de Rincón se inspirase en algunos de los grabados que con profusión circulaban en su tiempo, aunque la representación en estampas de este episodio comenzaron a ser más abundantes a partir de 1607, tiempo después de que Rincón terminara este paso procesional, cuya teatralidad y expresividad solamente encontraría ciertos paralelismos en las representaciones escenográficas de los Sacromontes italianos.   

Trascoro de la catedral de Palencia 
Situado a los pies del templo, el trascoro se levanta sobre cinco escaleras y es una excelente obra del Renacimiento español, de carácter tardogótico y plateresco, constituyendo una de las obras maestras de la catedral. Fue financiado por el obispo Fonseca y se sabe que en él trabajó Juan de Ruesga hacia el año 1513.
Cuajado de doseletes, encajes de piedra y hornacinas con figuras de santos, el trascoro se organiza a modo de suntuoso retablo pétreo, destacando en él los relieves del Martirio de San Ignacio de Antioquía y la Lactación de San Bernardo, añadidos posteriormente y ambos obra del escultor barroco Francisco del Rincón. Remata el conjunto el escudo de los Reyes Católicos, una crestería de piedra y la estatua de San Antolín; dos puertas, talladas en madera con minuciosos relieves, permiten el acceso al coro catedralicio.
En el centro del trascoro se halla el políptico de los Siete Dolores de la Virgen, obra del maestro flamenco Jan Joest, quien retrata al comitente, Juan Rodríguez de Fonseca, en la tabla central junto a la Virgen y San Juan, con fondo de un delicado paisaje. Las demás tablas muestran escenas de los Siete dolores de María, de quien el obispo Fonseca era gran devoto, con un refinado realismo y excelente sentido del color. Este políptico es uno de los conjuntos pictóricos más destacados de la pintura flamenca en España.
Enfrente del trascoro, se encuentra la escalera que da acceso a la cripta de San Antolín, y, cercano a la misma, el excelente púlpito, de madera sin policromar, obra de algunos de los más destacados discípulos de Alonso Berruguete, señalándose la intervención de Juan de Cambray y Francisco Giralte. Los relieves que lo decoran presentan fuertes concomitancias con los de Berruguete en la sillería de la catedral de Toledo. 

Lactancia mística de San Bernardo y
Martirio de San Ignacio de Antioquía, s. XVII, Trascoro
 

Grupo de Santa Ana con la Virgen y el niño, 1597
Madera policromada. Iglesia de Santiago, Valladolid
Escultura renacentista tardomanierista. Escuela castellana
Se trata de un grupo de gran monumentalidad —realizado a escala natural— que está compuesto por la figura de Santa Ana, de pie, sujetando las Sagradas Escrituras y tomando al Niño de la mano con semblante meditativo; la Virgen, sedente y sujetando al Niño en sus rodillas con gesto complaciente y el Niño Jesús en el regazo de María con la cabeza vuelta hacia el rostro de su abuela. La escena, con un gran parecido al grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño de Andrea Sansovino (iglesia de Sant' Agostino de Roma), está dotada de serenidad clásica y calculada elegancia, aunque todavía recoge la influencia de los modelos romanistas imperantes en aquel momento en cuanto al uso de potentes anatomías, a las que el escultor reviste de voluminosos paños en los que manifiesta un inconfundible estilo en su tratamiento, así como un especial interés por la caracterización fisionómica de las figuras a través del trabajo personalizado de las cabezas, recurriendo al elocuente lenguaje de las manos para definir la narración de un momento íntimo y familiar en que participan las tres figuras ajenas a la mirada del espectador.
La figura de Santa Ana, grave y serena, representa a una mujer de edad madura. Dotada de un fuerte clasicismo, adopta una posición de contraposto que le permite flexionar la pierna izquierda y mover los brazos con libertad, con la mano izquierda sujetando un libro lujosamente encuadernado y con la derecha estrechando la mano de su nieto. Viste una amplia túnica que, ceñida al cuerpo por un cíngulo colocado por debajo del pecho, llega hasta los pies formando pliegues verticales que estilizan su figura, con la cabeza envuelta por una toca con pliegues menudos y un manto que le cubre la cabeza y se desliza por la espalda formando minuciosos pliegues sobre la frente. Con la cabeza ladeada e inclinada hacia la figura del Niño, su gesto es melancólico, como si presintiera el dramático destino del infante. Rincón utiliza recursos constantes en su obra, como la nariz recta, el mentón pronunciado y las órbitas oculares abultadas, con los ojos muy separados y caídos en forma de media luna para sugerir un momento ensimismado y reflexivo. Su figura se mueve en el espacio con una gran elegancia y serenidad que se contrapone a la agitada reacción de la figura infantil.
Completamente diferente es la figura de María, con una vigorosa anatomía, de gran tersura, cubierta por una amplia túnica de cuello vuelto y ceñida por una cinta a la cintura, una toca sujeta con cintas que le cubre la mitad de la cabeza y un manto que cae desde el hombro izquierdo y se cruza al frente cubriendo las rodillas y formando angulosos pliegues diagonales trabajados con el personal estilo de Rincón, sugiriendo la imagen de una deidad romana de fuerte clasicismo. Con los mismos esquemas faciales, ladea ligeramente la cabeza para dirigir su mirada hacia el Niño con gesto de complacencia no exento de melancolía, entre ensimismada y risueña, mientras le sujeta el cuerpo con su mano izquierda. El escultor aplica en la cabeza un ideal de belleza femenina acorde a los planteamientos romanistas, esmerándose en la talla de los cabellos rizados y la liviana toca que los cubre, donde aplica su inconfundible modo de trabajo.
La figura del Niño, que articula la composición, sigue una concepción diferente para incorporar a la escena un rasgo de espontaneidad infantil basado en el movimiento generalizado de la figura. Su cuerpo, rollizo, carnoso y en total desnudez a pesar del paño que sujeta la Virgen, se dispone frontalmente con las piernas cruzadas pero girando violentamente el torso y levantando la cabeza y los brazos hacia la figura de Santa Ana, como si se tratara de un reencuentro tras el episodio de la huída a Egipto, a juzgar por lo crecido que aparece Jesús. El manierismo de su articulación corporal contrasta con la serenidad clásica de Santa Ana y la Virgen, dotando a la escena de una intimidad naturalista y sentimental captada en la realidad cotidiana, una concepción que abre las puertas a futuras representaciones barrocas.
El grupo escultórico, que acusa el paso del tiempo en sus superficies, ofrece una excelente policromía en las carnaciones y estofados, predominando los tonos rojizos, azules y verdes. Son destacables las bellas labores florales de la túnica de la Virgen, aplicadas a punta de pincel, y las anchas orlas que recorren el borde de los mantos, aunque es en la túnica de Santa Ana donde el desconocido policromador consigue mayores valores plásticos al recubrir el tejido con esgrafiados que dejan aflorar el oro y con la aplicación, a punta de pincel, de bellos motivos florales entre los que se insertan medallones con cabezas y figuras infantiles.
El grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño puede considerarse como una de las obras en que Francisco de Rincón consolida su estilo personal, puesto de manifiesto en la creativa producción que realizara en años sucesivos, tanto en madera como en piedra, hasta que el 16 de agosto de 1608 le sorprendiera la muerte de forma prematura —poco después de cumplir 40 años—, truncando la carrera del escultor más innovador de su tiempo, creador de arquetipos iconográficos, aquel que contribuyó en Valladolid a la forja del nuevo estilo Barroco, cuyo relevo fue tomado en la ciudad por otro gran escultor: el insigne Gregorio Fernández.      

Retablo de la Anunciación,  1602-1604
Madera policromada
Iglesia Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias, Valladolid
Tardomanierismo / Escultura protobarroca española. Escuela castellana
En este retablo Francisco de Rincón denota un alto grado de madurez profesional, un gran sentido de la elegancia emanada de los modelos italianos, una concepción manierista muy depurada, su integración en la corriente romanista imperante en la ciudad y un gran talento en la creación de tipos, abriendo el camino a la gran eclosión del Barroco en Valladolid, en el que alcanzaría la cumbre Gregorio Fernández.
El retablo, como ya se ha dicho, tiene una estructura muy sencilla compuesta por un banco, un cuerpo de gran altura y ático, ajustándose en su conjunto a la forma de un gran arco de medio punto. En el banco aparecen en relieve las figuras de los Cuatro Evangelistas, dos a cada lado del tabernáculo central, que se acompañan con las pinturas laterales de San José y Santa Úrsula —obras de Tomás de Prado— y la figura del Salvador en la puerta del sagrario. El único cuerpo está presidido por un relieve de grandes dimensiones en el que se representa el tema de la Anunciación, enmarcado por dos grandes columnas doradas, con capitel corintio y fuste acanalado, con las imágenes de San Agustín y San Lorenzo a cada lado, en bulto redondo y escala sensiblemente inferior, aunque de tamaño natural. Se corona con un ático que presenta la forma de un templete, de inspiración palladiana, que cobija un altorrelieve de la Quinta Angustia, advocación de la primitiva cofradía, siguiendo la tradicional iconografía de la "Piedad".
Tanto la arquitectura del retablo como las esculturas de Francisco de Rincón fueron policromadas por el pintor de la escuela vallisoletana Tomás de Prado, también autor de las pinturas del banco y uno de los más sobresalientes en el oficio en ese tiempo, que ornamentó las pilastras y paramentos con sofisticados esgrafiados dorados sobre fondo azul.
Referido al misterio de la Encarnación, el relieve, convertido en la principal escena del retablo, presenta un formato monumental y una composición muy diáfana que reduce los elementos narrativos a lo esencial. En lo alto de un hipotético eje central se encuentra la figura de Dios Padre, que en escorzo y con los brazos extendidos contempla la recepción de su mensaje por parte de María, ofreciendo una figura barbada claramente inspirada en los modelos miguelangelescos de la Capilla Sixtina. Por debajo revolotea la paloma que simboliza al Espíritu Santo, estableciendo en lo alto un plano sobrenatural que señala con su dedo el arcángel como origen de la buena nueva.
Siguiendo una iconografía tradicional, la Virgen aparece interrumpiendo su lectura en una estancia ambientada por un atril sobre el que se apoya el libro, una cama con dosel al fondo y un búcaro de lirios en primer plano, símbolo de virginidad. María gira su cuerpo para contemplar al ángel desde una postura arrodillada y flexionando la pierna izquierda, que se abate al frente, originando un movimiento serpenteante y helicoidal, con la cabeza despegada del plano y colocada de perfil para el espectador. La figura presenta una corpulencia típicamente romanista, con facciones muy clásicas, aunque adolece de cierta frialdad gestual, dejando adivinar una vigorosa anatomía bajo la ampulosa túnica, el manto y la toca.
La figura reclinada de la Virgen encuentra su contrapunto en el arcángel San Gabriel, cuyo nombre significa "mensajero de Dios". Este aparece erguido, estilizado, en posición frontal y gravitando sin tocar tierra. Porta el caduceo con cintas de los mensajeros, reconvertido en un cetro rodeado de una filacteria con la inscripción de su saludo a la Virgen, y con su brazo derecho levantado señalando el origen divino del mensaje.
Es una figura dotada de un elegante movimiento manierista, muy estudiado, consiguiendo una gran expresividad por un insinuado contrapposto, por la flexión forzada de las manos a la altura de las muñecas, los paños agitados por una brisa que insinúa el vuelo y el bello trabajo de la cabeza. Además anticipa un prototipo angélico que llegará a ser muy común en los talleres vallisoletanos, caracterizado por estar revestido con una doble túnica, una larga que le llega a los pies y otra corta y superpuesta que no llega a la rodilla y que tiene mangas anchas, aberturas laterales y cuello vuelto. Este modelo sería tomado por Gregorio Fernández, con gran fidelidad, cuando dos años después realiza el San Gabriel destinado al retablo de la primitiva iglesia de San Miguel (hoy en la embocadura del presbiterio de la actual iglesia de esta advocación). 

La Piedad
Ocupando el espacio del ático, aparece una versión de la Piedad que aporta matices formales muy trascendentes para la imaginería barroca vallisoletana. La Virgen ya no aparece sedente, sino de rodillas, con la pierna derecha flexionada al frente para sujetar el cuerpo exánime de Cristo en su regazo, lo que le permite levantar los dos brazos en gesto de invocación y desconsuelo. Con este pequeño matiz Francisco de Rincón marca una evolución desde las formas replegadas de la escultura renacentista en que fue formado hacia la expresión barroca, caracterizada por la gesticulación y los movimientos abiertos.
La Virgen aparece revestida con una túnica roja, un manto azul en el envés y dorado en el revés que le envuelve por encima de los hombros y cubriendo la cabeza, y un juego de tocas blanquecinas. Su semblante es doloroso y muestra la cabeza inclinada hacia Cristo condicionada por su colocación en el retablo a gran altura. Jesús, desplomado y recién descendido del madero, se apoya con el brazo derecho remontado sobre la pierna de su Madre, describiendo su equilibrada anatomía una curvatura muy naturalista en la que la disposición de las piernas recuerda su posición en la cruz. Su cabeza también aparece inclinada sobre el pecho y la llaga sangrante del costado certifica su muerte.
Con esta figura Francisco de Rincón establece un prototipo que anticipa las magistrales versiones de la Piedad que realizara Gregorio Fernández a lo largo de su carrera profesional, siendo el modelo más ajustado el de la Piedad —igualmente concebida como altorrelieve— realizada en 1627 para el convento de San Francisco, donde permaneció hasta que la desamortización de 1836 forzó su traslado a la iglesia de San Martín, donde actualmente se venera como imagen titular de la Cofradía de la Piedad, todo un icono de la Semana Santa vallisoletana que tiene su antecedente en esta imagen rinconiana. 

San Agustín y San Lorenzo
Las imágenes en bulto redondo de San Agustín y San Lorenzo, que giran su cabeza hacia el relieve central, son más convencionales, aunque muy expresivas y ajustadas a la demanda de la cofradía penitencial, ambas en tamaño natural. San Agustín aparece caracterizado como obispo mitrado de Hipona, sujetando un báculo en su mano derecha y en la izquierda un libro en alusión a la Regla por él escrita. Su larga barba le otorga un aspecto venerable y su corpulencia le encuadra en la corriente romanista. 

La madurez de San Agustín encuentra su contrapunto en la juventud tonsurada de San Lorenzo, mostrado en su calidad de diácono portando en su mano izquierda un libro y sujetando en la derecha una parrilla, tradicional atributo referido a su martirio. Las dos figuras se mueven en el espacio con naturalidad contenida y suma elegancia, efectos realzados por la policromía preciosista aplicada por Tomás de Prado, poniendo de manifiesto el dominio de Francisco de Rincón en el trabajo de imaginero.   
 
Los cuatro evangelistas
Colocados en el banco, distribuidos por parejas a los lados del tabernáculo, aparecen los relieves de los Cuatro Evangelistas, con dos de ellos, San Marcos y San Mateo, adelantados en los netos del pedestal que soporta las gruesas columnas del cuerpo. Los cuatro están identificados con los símbolos del tetramorfos y con la cabeza orientada hacia el sagrario, repitiendo una pose en la que, en posición de contrapposto, colocan su mano derecha sobre el pecho y con la izquierda sujetan su Evangelio, los cuatro envueltos con ampulosos mantos recogidos al frente y con un hombro sin cubrir. Todos ellos barbados a excepción de San Juan, que muestra la tradicional iconografía barbilampiña.
Cuando en 1605 le fueron de nuevo encargadas a Francisco de Rincón las esculturas de piedra que se habrían de colocar en las hornacinas dispuestas en la recién construida fachada de la iglesia de las Angustias, repitió una iconografía similar a la del retablo, tal vez a petición de la cofradía titular, realizando un nuevo grupo de la Anunciación que sería colocado en el cuerpo alto, una imagen de la Piedad para el tímpano de la puerta, en este caso de formas más replegadas por los condicionamientos del espacio, y el santoral lateral representando a San Pedro y San Pablo, todas ellas obras de magistral ejecución que muestran el grado de madurez en el trabajo de distintos materiales alcanzado por el genial Francisco de Rincón, que falleció prematuramente en 1608 a los 40 años. 


GREGORIO FERNÁNDEZ
(Sarria, Lugo, abril de 1576 - Valladolid, 22 de enero de 1636) Fue un escultor español del Barroco, máximo exponente de la escuela castellana de escultura. Heredero de la expresividad de Alonso Berruguete y Juan de Juni, supo reunir a estas influencias el clasicismo de Pompeyo Leoni y Juan de Arfe, de manera que su arte se liberó progresivamente del Manierismo imperante en su época hasta convertirse en uno de los paradigmas del Barroco español.
La colección más importante de su obra se encuentra en el Museo Nacional de Escultura, en Valladolid. Fernández trabajó para las cofradías vallisoletanas, y el museo cede, como un hecho museístico singular, importantes piezas de sus fondos a las cofradías durante la celebración de la Semana Santa.
Probablemente hijo de un escultor homónimo que vivió en Sarria al menos entre los años 1573 y 1583 y esculpió un San Lázaro para la parroquia del mismo nombre. Su madre contrajo nupcias dos veces, naciendo él de su primer matrimonio y del segundo su hermanastro Juan Álvarez, quien sería un ayudante muy destacado en su taller.
Se trasladó a Valladolid hacia 1600 ó 1601 con unos 24 años de edad y práctica en el oficio, entrando en el taller de Francisco del Rincón que era por entonces el escultor más prestigioso de la capital castellana. Aquel taller estaba en la Puentecilla de Zurradores (hoy calle Panaderos). Llegó a ser oficial o asociado. En 1605 abre su propio taller. A la muerte del maestro (16 de agosto de 1608) Fernández tuteló y enseñó el oficio a su hijo mayor, Manuel de Rincón.
Se casó con María Pérez Palencia, madrileña, en 1605. Ese mismo año nació Gregorio, su primer hijo, bautizado el 6 de noviembre de 1605, que fallecería a los cinco años de edad. En junio de 1606 vivía en la calle de Sacramento (hoy Paulina Harriet), de Valladolid. Bautizó a sus hijos en la Parroquia de San Ildefonso. En 1607 nació su hija Damiana, que contraería matrimonio sucesivamente con cuatro esposos, dos de los cuales fueron escultores del taller de Gregorio Fernández. En 1615 adquirió las casas donde había vivido Juan de Juni, por el que sintió gran admiración.
Bautismo de Cristo (c. 1630). Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
 

Asistió en su propia casa a infinidad de desvalidos y hambrientos. Famoso y prestigioso como escultor y venerado por su virtud, fue considerado en vida casi un santo. Antes de trabajar se postraba en profunda oración, ayunaba y se sometía a penitencia. Este misticismo se guiaba por los mismos principios de Bernini o Martínez Montañés; esculpir una imagen religiosa era un compromiso de fe. ​
Sufrió serios y recurrentes problemas de salud desde 1624 hasta que falleció, el martes 22 de enero de 1636. Fue sepultado en el Convento del Carmen Calzado, frente al que vivía y para el que había trabajado, que ocupaba el terreno donde hoy se ubica el antiguo Hospital Militar. ​ Según Floranes (citado en FJ Juárez, 2008), al abrirse la tumba en 1721 para sepultar a sus nuevos propietarios, el cuerpo del escultor estaba entero. La sepultura se ubicaba a la entrada del templo: «En el cuerpo de la iglesia junta a la pila del agua bendita, baxo de una lossa, yace aquel gran varon estatuario Gregorio Hernández, gallego de nación, especialissimo en su facultad, como lo publican tantas hechuras de sus manos como están repartidas en Valladolid y otras provincias».​

Actividad artística
De origen gallego, se instaló en Valladolid, que era entonces la Corte de los reyes de España, entre 1601 y 1606. Tuvo un gran taller con muchos aprendices y colaboradores. Entre ellos, Agustín Castaño (f. 1621), Mateo de Prado, Pedro Jiménez, Pedro Zaldívar, Luis Fernández de la Vega, Francisco Fermín, su hermanastro Juan Álvarez y sus yernos Miguel de Elizalde y Juan Francisco de Iribarne. Era muy conocido y apreciado por todo el norte de España, incluso en regiones más alejadas como Extremadura, Galicia, Asturias y el País Vasco.
Descendimiento. Iglesia de la Vera Cruz, Valladolid
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Da preferencia a la mística sobre la estética, buscando transmitir mucho más dolor y sufrimiento que sensualidad. En su obra prima la espiritualidad y el dramatismo, casi siempre recogido, sobre cualquier otro sentimiento. Elige colores y composiciones de gran naturalidad y detalle anatómico. El tormento a que han sido sometidos sus personajes se manifiesta en todos sus detalles, con profusión de sangre y de lágrimas, que resbalan sobre el relieve corporal con gran credibilidad. Su realismo, un tanto recio pero no vulgar ni morboso, se aprecia en la honda expresión de los rostros, en la forma de destacar las partes más significativas y en los elementos que añade (postizos) para aumentar la sensación de autenticidad. Utiliza en ocasiones ojos de cristal, uñas y dientes de marfil, coágulos de sangre simulados con corcho, o gotas de sudor y lágrimas de resina. Sin embargo, se muestra refinado en el tratamiento anatómico, en la sencillez de sus composiciones y en la contención de los gestos. Es muy característica su forma esquemática de tratar el drapeado de las vestiduras, con pliegues rígidos, puntiagudos y acartonados («plegado metálico»).
Fue el creador de modelos fundamentales de la imaginería barroca española, como los Cristos yacentes, las piedades o los crucificados. ​
Camino del Calvario de la Cofradía de la Pasión, hoy en el Museo Nacional de Escultura.
 

También fue decisiva su aportación al campo del retablo, creando excelentes conjuntos escultóricos que se alejan de la estética escurialense para acercarse al Barroco pleno. Se trata de uno de los mejores representantes, si no del más importante, de la destacada escuela castellana de escultura. Fue también un gran exponente del espíritu que imperaba en la Contrarreforma que tan profundamente se vivía en España.
Gregorio Fernández trabajó estrechamente con las cofradías vallisoletanas desde su instalación en Valladolid como capital de la Corte hasta su muerte, siguiendo los trabajos de Francisco del Rincón, al que muchos consideran su maestro.​
·       Crucificados: Cristo del Consuelo (1610, Cofradía del Santo Sepulcro), Cristo de la Luz (h. 1630, Hermandad Universitaria del Santo Cristo de la Luz).
·       Vírgenes: La Sexta Angustia (1619, Cofradía de las Angustias), Nuestra Señora de la Vera Cruz (1623, Cofradía de la Santa Vera Cruz), La Quinta Angustia (1625, Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad).
·       Cristo atado a la Columna (1619, Cofradía de la Santa Vera Cruz).
·       Ecce-Homo: Ecce-Homo (1620, Cofradía de la Santa Vera Cruz), Ecce-Homo (1613, museo de la Catedral de Valladolid).
Sed tengo forma parte de la representación de las Siete Palabras, aunque en su origen fue propiedad de la Cofradía de Jesús Nazareno.
 

·       Conjuntos escultóricos: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (1610, Cofradía de las Siete Palabras), Sed tengo (1612-1616, Cofradía de las Siete Palabras), Camino del Calvario (1614, Cofradía Penitencial del Santísimo Cristo Despojado, Cristo Camino del Calvario y Nuestra Señora de la Amargura), Madre, ahí tienes a tu hijo (1615, Cofradía de las Siete Palabras), San Juan y Santa María Magdalena al pie de la cruz (1619, Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias), El Descendimiento (1623, Cofradía de la Santa Vera Cruz), El entierro (1645, obra de taller realizada por Antonio de Ribera y Francisco Fermín, no se conserva completa, Cofradía de Nuestra Señora de la Piedad). 

Cristos yacentes
Cristo yacente (1634), Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid.

Cristo yacente (1627), Museo Nacional de Escultura, Valladolid
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Fernández recogió un tema iconográfico ya presente en la escultura medieval y renacentista (con ejemplos sobresalientes como los de Gaspar Becerra) y le dio un nuevo tratamiento, más verista y patético, que alcanzó gran difusión y fama, convirtiéndose en uno de sus temas favoritos y uno de los paradigmas de la plástica barroca en España. Entre las muchas versiones que realizó, y que fueron repetidas por discípulos y seguidores, destacan:
·       El de la iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid, obra fechada en torno a 1634, de bulto redondo, de gran detalle y patetismo, tallada íntegramente (incluidos los genitales, que se cubren con una tela). Desde un ángulo determinado es posible ver, a través de la boca entreabierta, el velo del paladar. Se dispone sobre un diván en una de las capillas de la iglesia, a cuyos pies descansan la corona de espinas, trenzada en espino, y los tres clavos, sobre sendos cojines. En Semana Santa desfila alumbrado por la Cofradía del Descendimiento.
·       El conservado en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, que data de 1627. Fue un encargo para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Madrid, pasando a ser propiedad del Estado con la expulsión de los jesuitas en 1767. Destaca por una policromía clara, de la que se hizo cargo el pintor Jerónimo de Calabria, y un gran refinamiento en la sábana y el almohadón que lo sostienen, tallados también en madera policromada. El almohadón cuenta con una policromía que imita a la perfección los bordados.
·       El que el Duque de Lerma encargó para la vallisoletana iglesia de san Pablo, que data de 1615. Se dispone dentro de una urna dorada que se apoya sobre un pedestal. La figura de Cristo es de grandes proporciones, de talla esbelta y noble. La cabeza se apoya en dos almohadones tallados y policromados en dorado.
·       El que el rey Felipe IV regaló a las monjas del Real Monasterio de San Joaquín y Santa Ana de Valladolid. Es una obra de la última etapa, fechada entre 1631 y 1636 y que ha sido objeto de debate acerca de si se trataba de una obra de taller o salida de la gubia de Fernández. La figura es sobria y desprende un hondo patetismo. Se puede visitar en el museo del propio monasterio y en Semana Santa es procesionado por la Cofradía del Santo Entierro.
Valladolid además cuenta con otros tres yacentes considerados generalmente de autoría de Fernández: el del convento de Santa Catalina (poco conocido debido a que abre sus puertas únicamente en Jueves Santo); el del convento de Santa Isabel de Hungría (que asimismo sólo se exhibe al público en la iglesia en Jueves Santo) y otro, de tamaño algo inferior al natural, fechado hacia 1627 y que fue encargado para un altar de una de las capillas laterales de la iglesia de san Pablo.
Otros yacentes, que repiten con algunas variantes estos modelos, son el de la Catedral de Segovia, el del convento de Santa Clara de Lerma y el de la misma Orden en Medina de Pomar (Burgos), el del convento de los Capuchinos de El Pardo (Madrid), el del convento de las Franciscanas Descalzas de Monforte de Lemos (Lugo) o el de la Catedral de Astorga (León). La repetición del motivo para lugares tan dispares demuestra la enorme fama que adquirió esta iconografía; la demanda obligó a que algunas de estas tallas fueran ultimadas por su taller o repetidas posteriormente por seguidores y discípulos de Fernández. 

La Piedad
Detalle de la Piedad de La Sexta Angustia, Museo Nacional de Escultura, Valladolid.

La Piedad o Quinta angustia, iglesia de San Martín, Valladolid, en procesión. 

Otra de las iconografías que Gregorio Fernández cultivó con gran éxito fue el tema de la Piedad, es decir, Cristo bajado de la cruz en el regazo de su madre. Con antecedentes en la escultura castellana manierista, como las realizadas por Francisco del Rincón o el mismo Juni, Fernández humaniza a la vez que vuelve más monumental el conjunto, insistiendo en la gestualidad un poco teatral de María, los ricos plegados de los mantos, y la correcta anatomía de Cristo. Entre las diferentes versiones, destacan:
·       Piedad (1610-1612), Iglesia del Carmen (Burgos). Primera «piedad» conocida de Gregorio Fernández, obra de clara influencia manierista y romanista se haya muy poco documentada y situada en el columbario de la iglesia. Es un altísimo relieve de gran tamaño realizado en madera policromada. Pese a que no es el prototipo de la figura barroca del autor se aprecian ciertos rasgos estilísticos como es la figura de Cristo recostada sobre la Virgen, la cabellera dividida en dos y la barba acabada en dos mechones puntiagudos nos lleva rápidamente a la posterior producción cristífera de Gregorio Fernández. A diferencia de otros cristos del autor este es más corpulento, claramente influencia de Juan de Juni y Miguel Ángel. Por otro lado es en la Virgen y el fondo donde nos encontramos elementos más ligados al Renacimiento que al Barroco, como son la rica policromía en estofado y el detallismo del paisaje del fondo, además la posición de las manos de la Virgen con gran teatralidad, presenta un amaneramiento propio del Manierismo que claramente desaparece en la obra posterior.
·       La Sexta Angustia (1616), Museo Nacional de Escultura (Valladolid). Jesús reposa sobre la Virgen recién bajado de la cruz, colocado su cuerpo en diagonal, mientras su madre implora auxilio alzando la mano y la mirada a los cielos. A sus lados, San Juan y María Magdalena contemplan la escena: ella, llorando y mirando la figura de Cristo, portando en una mano un cáliz y en la otra un pañuelo con el que se seca las lágrimas; él, mirando al cielo, porta en una mano la corona de espinas. Los dos ladrones, crucificados, flanquean la escena principal. Al colocar a Jesús en sentido perpendicular con respecto a su madre, Fernández supo romper la típica composición triangular renacentista que anteriormente y según modelo genial de Miguel Ángel había caracterizado el tratamiento de este tipo de obras. La obra fue encargada por la Cofradía de las Angustias, siendo cedida al Museo a mediados del siglo XIX (en aquel momento, Museo Provincial de Bellas Artes). Procesionó hasta los años treinta, dejando de hacerlo por su deterioro. En 1991, restaurado el conjunto a fondo, volvieron a salir en procesión las imágenes de San Juan y María Magdalena, denegando el Arzobispado la salida procesional de la Virgen por ya sacar la Cofradía de la Piedad una talla representando la misma escena. Desde 2007 salen también en el paso las figuras de los dos ladrones junto con una cruz desnuda.
·       La Piedad (1620) del convento de las Clarisas de Carrión de los Condes (Palencia). Versión de la primera hecha por Gregorio Fernández pero ya en pleno estilo Barroco. Repite la primera versión pero con la policromía mate y lisa que caracteriza la policromía castellana y con la mirada de la Virgen hacia el lado izquierdo. Se cree que fue un regalo de Felipe III al convento permaneciendo en la clausura hasta 1945.
·       La Quinta angustia (1625), iglesia de San Martín de Valladolid. Más sobria que la versión anterior, prescinde de la escenografía centrándose en las figuras. Es patente su similitud con modelos de Francisco del Rincón, como la Piedad que éste talló para el retablo mayor de la iglesia vallisoletana de Las Angustias. En la realizada por Fernández, la Virgen gesticula alzando ambos brazos, mientras el cuerpo de Jesús se sostiene sobre la rodilla de su madre de forma inestable. Destaca el cuidado trabajo de los ropajes de la Virgen así como la delicadeza e idealismo de las facciones. Realizada para el desaparecido convento de San Francisco, pasó a la iglesia de san Martín. Es la imagen principal de la Cofradía de la Piedad.
·       La Piedad. Iglesia de Santa María, La Bañeza, León. Situada en origen en la capilla de Nuestra Señora de la Piedad del convento del Carmen de la localidad, hoy desaparecido. Fue encargado por el capítulo del convento siguiendo las instrucciones testamentarias de Juan de Mansilla y su esposa Beatriz Gómez de Mansilla junto con sus dos efigies funerarias. La imagen es trasladada a la Iglesia de Santa María en 1836 tras la Desamortización. El escultor realizó esta figura (cronológicamente la última) siguiendo el modelo de Cristo de su primera «piedad» y el de la Virgen de la «Sexta Angustia», pero en este caso la mano derecha se lleva al pecho en claro gesto de dolor. Aunque la figura se realizó para un retablo se procesiona en la Semana Santa de la localidad. ​ 

Grupo procesional de San martín y el pobre, 1606
Madera policromada. Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
El grupo escultórico de San Martín y el pobre ofrece la peculiaridad de ser el primer conjunto tallado por Gregorio Fernández en Valladolid con fines procesionales, pues fue concebido para ser colocado sobre unas andas que, curiosamente, fueron realizadas antes de hacerse la imagen.
Hacia el año 1600 el escultor gallego llegaba a Valladolid motivado por las expectativas de trabajo que ofrecía la ciudad, aunque no directamente desde Galicia, sino después de haber pasado una etapa en Madrid. Tales expectativas se multiplicarían en 1601, cuando Felipe III oficializó el traslado de la Corte desde Madrid. En la primera noticia de su estancia junto al Pisuerga, aparece trabajando en las esculturas ornamentales de un templete destinado al salón de baile del nuevo Palacio Real vallisoletano, que fue encargado con motivo de los fastos organizados para el bautizo del príncipe heredero, el futuro Felipe IV, nacido en Valladolid el 8 de abril de 1605.
Gregorio Fernández había llegado plenamente formado como escultor y en Valladolid, recién llegado, fue acogido en calidad de oficial, o como colaborador asociado, en el taller que en la Puentecilla de Zurradores (calle Panaderos) tenía Francisco de Rincón, por entonces el escultor más prestigioso de cuantos estaban activos en la ciudad. Entre ellos se establecería una sólida relación amistosa y profesional que perduraría con los descendientes de Rincón, después de la muerte prematura de este en 1608.
Justamente el año en que Gregorio Fernández instaló su taller y vivienda en la calle del Sacramento (actual Paulina Harriet), le fue encargado el grupo procesional de San Martín y el pobre según un contrato que fue firmado el 11 de junio de 1606 con el pastelero palentino Agustín Costilla, que venía a cumplir la disposición testamentaria de su hermano Francisco Costilla, fallecido en América, que asimismo establecía estar destinado a la iglesia de San Martín de Valladolid. 
En dicho contrato no sólo se especificaba que la escultura debía hacerse en bulto redondo y en buena madera, el compromiso de ser entregada en la Navidad de aquel año y el precio estipulado en 50 ducados, sino que se hacían constar todos los requisitos iconográficos, como que San Martín apareciera a caballo partiendo su capa con el cuerpo vuelto, al igual que la cabeza del caballo, hacia la figura de un mendigo colocado de pie junto al lomo del caballo. Igualmente, se precisaba que caballo y jinete debían formar un sólo bloque, que las figuras fuesen interiormente ahuecadas (por sus fines procesionales) y que tanto las patas del caballo como los pies del mendigo se fijaran a una peana mediante tornillos.
La minuciosidad descriptiva de las figuras en el contrato de este grupo, que es la primera obra documentada del escultor en Valladolid, seguramente se debe a la proliferación de grabados que habitualmente circulaban en los talleres escultóricos, eligiendo los comitentes determinados modelos entre grabados y estampas que después los escultores trasladaban a las tres dimensiones. Ello explica que Gregorio Fernández realizase en bulto redondo la misma iconografía de San Martín que ya había utilizado Francisco de Rincón en 1597 en un altorrelieve del retablo mayor de la iglesia del Hospital de Simón Ruíz de Medina del Campo.
La obra de Gregorio Fernández no alcanza el tamaño natural, con 1,33 metros de altura. En ella aparece el santo cabalgando un caballo al paso, con una pata levantada y la cabeza vuelta contemplando como San Martín, con el torso también girado hacia atrás, corta con una espada su capa para compartirla con un mendigo tullido. El santo viste una indumentaria militar, con loriga, faldellín, botas altas, un casco con penacho de plumas y armado con una espada, elemento desaparecido aunque aludido por la vaina que cuelga de su cintura. Está representado en plena juventud, anticipando los modelos aplicados a futuras figuras de ángeles.
Por su parte, el mendigo, que permanece de pie junto al lomo del caballo en actitud suplicante, es un hombre maduro y tullido que tiene su pierna derecha de madera y viste una túnica corta, caída a la altura del pecho dejando al aire el brazo izquierdo, un pantalón que llega hasta la rodilla, un pañuelo colocado en la cabeza en forma de turbante y con el pie descalzo. Se apoya en un bastón con forma de "Tau" y levanta su cabeza suplicante hacia el santo. Su rostro es enjuto, con la nariz muy perfilada, la boca entreabierta, bigote y perilla y mechones del cabello asomando sobre las orejas. Esta figura sería retomada por Gregorio Fernández en 1621, cuando hace el grupo de Santa Isabel con un mendigo para el retablo mayor del convento de Santa Isabel de Valladolid. Asimismo, en el recurso de dejar al aire un brazo y parte del pecho anticipa futuras indumentarias aplicadas a sus sayones.
En opinión de García Chico, la policromía habría sido aplicada por Estancio Gutiérrez, pintor del rey Felipe III durante la estancia de la Corte en Valladolid, que también se encargó del dorado de las andas. Como en todas las obras tempranas de Gregorio Fernández, bajo los colores subyace un fondo de oro, predominando las tonalidades rojas, verdes y azules y con las encarnaciones aplicadas en mate.
El grupo evidencia un dominio total del oficio por el escultor recién llegado a Valladolid, moviéndose en el espacio con una gran naturalidad y aplicando en los plegados aristas muy suaves que con el tiempo se tornarían en quebradas con aspecto metálico.
El grupo de San Martín y el pobre se convertiría en la imagen titular de la iglesia vallisoletana de la misma advocación, desfilando en su festividad en condición de patrono de la iglesia, a la que también representaba en la procesión anual del Corpus Christi, hasta que en 1925 se prohibió el desfile de imágenes titulares junto a la custodia procesional. Asimismo, la realización de este grupo abrió al escultor el camino a otros encargos de más envergadura, como el retablo mayor de la desaparecida iglesia de San Miguel, encargado a Gregorio Fernández en el mes de octubre de aquel mismo año. 
Esta iconografía ecuestre de San Martín, símbolo de la caridad solidaria, sería muy difundida durante el Barroco español, siendo buena muestra de ello no sólo la versión realizada en 1674 por Juan Antonio de la Peña para el retablo mayor de la propia iglesia de San Martín de Valladolid, sino un ejemplo tan lejano como el realizado por Francisco Herrera en 1723 para el retablo de la capilla de San Martín de la catedral de Palma de Mallorca. 

Arcángel San Miguel, 1606
Retablo de la iglesia de San Miguel, Valladolid
La magnífica imagen de San Miguel que preside el retablo mayor de la iglesia del mismo nombre, formó parte del primer gran retablo encargado a un joven Gregorio Fernández recién instalado en Valladolid, que firmó el contrato el 26 de octubre de 1606 contando con el aval de los ensambladores Juan de Muniátegui y Diego de Basoco2, mientras la arquitectura del retablo había sido comprometida por 454,54 reales veinte días antes con el ensamblador Cristóbal Velázquez. Su destino era la primitiva iglesia de San Miguel (ubicada en el centro de la actual plaza de San Miguel), que fue reedificada en el siglo XV y derribada en el siglo XVIII.
Arcángel San Miguel en el retablo. Gregorio Fernández, 1606
Iglesia de San Miguel, Valladolid
 

Para dicho retablo y previa presentación de los bocetos en pequeño formato, en cera o yeso, a Mateo de Vargas, mayordomo de la iglesia parroquial, Gregorio Fernández se comprometía a tallar las imágenes de San Pedro, San Pablo, San Felipe y Santiago, así como un Calvario con la figura del Padre Eterno para el ático que estaría acompañado en los laterales por los arcángeles San Gabriel y San Rafael, cobrando por cada una de las figuras 365 reales. Se añadía un tabernáculo decorado con pequeñas figuras de los Cuatro Doctores de la Iglesia y cinco Virtudes, todo ello por 730 reales. Las imágenes y el retablo fueron doradas y policromadas por el pintor Francisco Martínez, según contrato firmado el 16 de noviembre de 1618, realizando también para el mismo retablo una serie de lienzos con los temas de San Miguel en el monte Gárgano, San Miguel apareciéndose al obispo de Siponte, la Anunciación, el Nacimiento, cuatro Virtudes, San Antonio, San Francisco y dos ángeles turiferarios, de los cuales sólo se han conservado los cuatro primeros.
En este proceso de elaboración del retablo y de los trabajos de policromía no se cita la imagen de San Miguel, por la que el escultor cobró 604 reales, lo que hace presuponer que ya había sido contratada y policromada previamente, influyendo en el posterior encargo de la totalidad del retablo. El grupo de San Miguel derrotando a Lucifer fue tallado por Gregorio Fernández y policromado por Francisco Martínez, que contó con la ayuda de Pedro de Salazar y cobró por el trabajo 610 reales.
La escultura muestra al arcángel alado y triunfante, revestido a la romana y sujetando una lanza cuya punta hunde en la garganta del diablo, mientras en su mano derecha porta un escudo con el anagrama de su nombre: QSD (Quis Sicut Deus, ¿quién como Dios?). La figura muestra un diseño de concepción manierista pleno de elegancia por el movimiento cadencioso del cuerpo, la elevación del brazo derecho, la colocación de la pierna izquierda sobre el vencido y el giro de la cabeza, con un apreciable estudio anatómico tanto en la figura del arcángel como en la desnudez de Lucifer, en este caso representado con caracteres andróginos y con un brazo levantado a lo alto en gesto suplicante. En el grupo destaca el fino diseño de las cabezas, ambas con idealizadas facciones y con cabelleras abultadas formadas por grandes rizos, así como por el lenguaje de las manos, una constante en la obra del escultor.
Trabajada en bulto redondo y con un acabado impecable, la obra muestra el grado de madurez alcanzado por el escultor en su primera etapa, cuando rondaba los 30 años, que sin duda afinó en su trabajo de representación del patrono de Valladolid. Parece claro que en esos años Gregorio Fernández acusaba una clara influencia de Pompeo Leoni, presente en Valladolid para decorar algunos salones del nuevo Palacio Real, evocando la imagen de San Miguel el célebre grupo de Carlos V dominando al Furor (Museo del Prado), terminada de elaborar por el milanés en 1564.
El tema de San Miguel fue repetidamente abordado por el artista, que fue depurando el modelo en los posteriores ejemplares destinados a la iglesia de Brahojos (Madrid), San Miguel de Vitoria y la Colegiata de Alfaro, aunque este modelo vallisoletano fue repetidamente copiado y convertido en fuente de inspiración de otros escultores, haciéndose en el propio círculo de Gregorio Fernández versiones miméticas del grupo, como las conservadas en Serrada (Valladolid) y en la propia iglesia de San Miguel de Valladolid.
La escultura, junto a las otras que integraban el retablo, permaneció en el antiguo templo hasta que a mediados del siglo XVIII fueron expulsados los jesuitas y la iglesia de San Ignacio quedó libre. El 11 de septiembre de 1775 la primitiva parroquia de San Miguel se trasladó al templo jesuítico y esta imagen de San Miguel pasó a ocupar el lugar que ocupara la de San Ignacio, siendo también trasladadas las figuras de los cuatro apóstoles a las hornacinas del retablo y las de los arcángeles del ático colocadas en la embocadura de la capilla mayor, formando parte del conjunto que ofrece en la actualidad.
Arcángel San Miguel. Taller de Gregorio Fernández, 1er. cuarto s. XVII
Sacristía iglesia de San Miguel, Valladolid
 

Este grupo escultórico repite miméticamente la extraordinaria creación de Gregorio Fernández, tanto en la figura del arcángel como en la del ángel caído, aunque a una escala bastante inferior. Debió ser realizada en el taller de Gregorio Fernández por alguno de sus seguidores, si no por él mismo, poniendo de manifiesto que cuando una obra causaba admiración era repetidamente reclamada exigiendo la mayor fidelidad posible al original, descartándose, por la perfección del acabado, que pudiera tratarse del boceto previo a la realización del San Miguel titular a gran escala.
En este caso apenas se observan pequeñas variantes, especialmente en el diseño de la lanza-cruz y la rodela, que aquí adopta la forma de una cartela con los extremos recurvados. San Miguel aparece victorioso con una actitud de contrapposto que le proporciona una serenidad contrapuesta a la agitación y dinamismo de Lucifer, siguiendo la tradición medieval de presentar al demonio vencido a los pies.
Tanto la coraza como la túnica y el manto ofrecen depuradas labores de estofado que hacen aflorar el oro subyacente dando al arcángel un aspecto sobrenatural. Es en las carnaciones donde el modelo ofrece matices diferenciadores a la obra original pintada y dorada por Francisco Martínez, puesto que a los tonos rosáceos de San Miguel, que incluye ojos de cristal, se opone el tono tostado y rojizo del cuerpo de Lucifer, con los ojos pintados y recostado sobre brasas candentes en alusión el infierno.
En esta obra se aprecia la puesta a disposición, por parte del escultor, de sus facultades en el oficio de imaginero para plasmar de forma tangible los ideales propugnados por la Contrarreforma, ofreciendo con ella la imagen del triunfo de la Iglesia Católica.
ARCÁNGEL SAN GABRIEL Y ARCÁNGEL SAN RAFAEL
Gregorio Fernández, 1606-1607
Embocadura de la capilla mayor de la iglesia de San Miguel, Valladolid 

Esta pareja de esculturas son los mejores ejemplares, sin lugar a dudas, de la iconografía angélica en Valladolid. Con ellos podríamos establecer cierto paralelismo con el destino de dos de los ángeles pasionarios realizados por Bernini para el Puente de Sant'Angelo de Roma sesenta años después, cuya belleza cautivó al papa Clemente IX, que decidió preservarlos para su deleite y el de toda la ciudad en el interior de la iglesia de Sant'Andrea delle Fratte, a salvo de las inclemencias del tiempo.
Como ya se ha dicho, las figuras de estos dos arcángeles fueron elaboradas por Gregorio Fernández, según el contrato firmado en 1606, para ser colocadas en el ático del retablo de la primitiva iglesia de San Miguel, que había sido reedificada en el siglo XV, donde estuvieron colocadas desde que fueran policromadas en 1618 hasta 1775, año en que fueron trasladadas al templo jesuítico de San Ignacio que por entonces tomó la advocación de San Miguel. No siendo posible su incorporación al retablo, por su extraordinaria belleza fueron colocadas sobre peanas exentas a los lados de la embocadura de la capilla mayor, cumpliendo la misma función que los ángeles turiferarios tan de moda en la época. Con ello se preservaron para el futuro y se pusieron al alcance del espectador a una distancia sensiblemente más corta que en lo alto del ático del retablo.
La presencia de San Gabriel y San Rafael responde al afán de Gregorio Fernández por completar, junto al San Miguel titular, el trío de arcángeles que representan el poder civil, religioso y militar, a los que tiempo después, en el retablo de la catedral de Plasencia, incorporaría la presencia de Uriel para significar la extensión de la redención de Cristo a los cuatro puntos cardinales.
San Gabriel es el arcángel por excelencia en su relación con los hombres, función explícita en su propio nombre: "mensajero de Dios". Como tal fue el portador de diversos mensajes divinos, como el anuncio a Zacarías del nacimiento de su hijo Juan el Bautista y a la Virgen del nacimiento de Cristo, incluyendo el anuncio a los pastores. En la iconografía de Gregorio Fernández afloran reminiscencias de las representaciones del dios olímpico Hermes, Mercurio para los romanos, en su función de mensajero, especialmente en la presencia de alas y en el portar como atributo el mágico caduceo, elementos reconvertidos en las alas del arcángel, en el cetro rodeado de una filactería con un mensaje escrito que sujeta en su mano derecha y en la elevación del brazo izquierdo indicando con el dedo el origen divino de su mensaje, elementos expresados con enorme sutileza por el genial escultor.
Al carácter etéreo de San Gabriel se contrapone la figura de San Rafael, un ángel de vinculación más terrenal por haber tomado forma humana para proteger al joven Tobías, por extensión protector de todos los jóvenes en el camino de la vida, motivo por el que es representado al paso como un peregrino, con esclavina, con un zurrón a la cintura y sujetando un bordón, además del pez con el que curó al anciano Tobías y que le define como el arcángel médico.    
Las dos figuras presentan un elegante movimiento corporal basado en el contrapposto, con una línea serpentinata recorriendo sus anatomías haciendo que se muevan con naturalidad en el espacio y con ademanes cadenciosos de aire manierista, adquiriendo una importancia fundamental el expresivo lenguaje de las manos, dobladas en las muñecas y con dedos arqueados. A la belleza de sus cabezas, cubiertas con largos cabellos que forman una corona de abultados rizos, con cuellos excesivamente alargados por estar concebidos originariamente para ser vistos en el ático del retablo, se unen las elegantes indumentarias con abundantes y suaves plegados, adoptando San Gabriel el modelo de túnicas superpuestas, una corta y otra larga, que acabarían imponiéndose en las figuraciones angélicas vallisoletanas, mientras que en la imagen de San Rafael la túnica exterior se sustituye por una esclavina abotonada al cuello. En líneas generales hacen recordar ciertos modelos creados en Madrid por Pompeo Leoni en bronce, en este caso con una policromía preciosista aplicada por el pintor Francisco Martínez en 1618. 

El Papa San Gregorio Magno, Hacia 1609
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Gracias a las primeras pesquisas sobre esta obra, publicadas por Jesús Urrea2 en 1980, se ha podido reconstruir un escueto rastro después de su deambular por distintos espacios vallisoletanos. Hoy sabemos que en 1609 el ensamblador Melchor de Beya adquiría el compromiso de realizar un retablo destinado a la iglesia del Colegio de San Gregorio, según un contrato dado a conocer por Esteban García Chico3 en 1941. Aunque en el mismo no se cita que la escultura fuese encomendada a Gregorio Fernández, existen razones de gran peso para pensar que esta imagen fuera realizada por el gallego para dicho retablo, en el que ocuparía un lugar destacado como patrón titular del importante Colegio vallisoletano.
Por una parte, lo avalan las analogías estilísticas con las obras realizadas por Gregorio Fernández durante la primera década del siglo XVII, teoría que es reforzada por la gran similitud que la imagen tiene con una segunda versión que hiciera en 1613, en la modalidad de busto con teca para reliquias, para el Relicario de la iglesia de los jesuitas de Valladolid (hoy iglesia de San Miguel), de modo que, tanto las características de la talla como la iconografía aplicada lo adscriben a la gubia del que por entonces fuera un joven maestro que se abría paso en el panorama artístico vallisoletano.
En segundo lugar, la imagen muestra indicios inequívocos de que perteneciera a la orden de los dominicos, ya que la rica policromía del manto está jalonada por grandes medallones con la característica cruz en blanco y negro de Santo Domingo, símbolo de pureza y penitencia. Pero no sólo eso, pues junto a ellos aparecen otros con la flor de lis, justamente el emblema de Fray Alonso de Burgos, obispo de Palencia, que aparece repetido hasta la saciedad en las distintas dependencias del Colegio de San Gregorio por él fundado, un motivo que llega al paroxismo en la fachada, especialmente en el tímpano, donde rodeado de tapices con la flor de lis aparece el obispo ofreciendo el Colegio al papa San Gregorio entronizado, en presencia de San Pablo, titular del monasterio anexo, y bajo la protección de Santo Domingo, fundador de la Orden. Esta confluencia de ambos motivos en una misma imagen remite inexorablemente a la idea de que la escultura estuvo relacionada con el Colegio de San Gregorio.
La imagen de San Gregorio allí permaneció al culto en un retablo lateral de la capilla del Colegio, que por entonces estaba presidida por el legendario retablo que para el obispo palentino elaborara el gran maestre Gil de Siloé. Sería en tiempos de la invasión francesa, momento en que se produjo la presencia de Napoleón en el vecino Palacio Real y el monasterio dominico utilizado como acuartelamiento, cuando estas obras fueron víctima de una desgraciada agresión. Si el retablo mayor fue completamente destruido, el resto fue desmantelado, como otros tantos bienes del recinto dominico. A ello se vinieron a sumar las consecuencias de la Desamortización de Mendizábal de 1836, por la que el Colegio de San Gregorio quedó extinguido.
Fruto de esta vorágine, la imagen de San Gregorio recaló en la iglesia de San Cipriano de Fuensaldaña (Valladolid), donde fue colocada, junto a una escultura de Santo Domingo de la misma procedencia, en el retablo mayor que en estilo barroco habían realizado en 1761 los ensambladores Miguel Sierra y Bernabé López. Allí permaneció hasta 1970, cuando el hundimiento de la cabecera de la iglesia motivó la venta de parte de su patrimonio para sufragar las obras de reconstrucción, siendo adquirida la imagen de San Gregorio por un coleccionista privado de Valladolid.
En sus manos estuvo más de cuarenta años, siendo un hecho muy relevante el que la escultura saliese de su anonimato cuando fue seleccionada y exhibida en la exposición que sobre Gregorio Fernández se celebró en Madrid en la Fundación Santander Central Hispano, entre noviembre de 1999 y enero de 2000, bajo la dirección de Jesús Urrea, donde ya la presentó como obra indudable de Gregorio Fernández y procedente del Colegio de San Gregorio.  
Finalmente, la talla fernandina fue adquirida por el Estado en diciembre de 2013 y, tras una pequeña intervención de consolidación y limpieza, ya que la imagen se encuentra en buen estado, fue entregada al Museo Nacional de Escultura el 12 de marzo de 2014. 

La imagen de San Gregorio del colegio de San Gregorio
La escultura presenta los rasgos manieristas habituales en la primera obra de Gregorio Fernández tras su llegada a Valladolid, con un movimiento cadencioso que le permite moverse en el espacio con elegancia y naturalidad. El dorso plano revela estar concebida para ocupar la hornacina de un retablo y la teca practicada en el broche del manto su función de relicario.
San Gregorio (540-604), uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina y Doctor de la Iglesia desde 1295, tiene una altura de 1,44 m. y se ajusta a su iconografía tradicional, revestido de pontifical en su condición papal, después de haber sido elegido pontífice en el año 590 en contra de sus deseos y ser el primer monje que alcanzó tal dignidad. La imagen le presenta con máximo esplendor y en posición de contrapposto, lo que le permite flexionar la pierna izquierda y establecer una inclinación a la altura de la cintura que se corresponde con la de la cabeza, completando el equilibrio gestual con la colocación del brazo izquierdo levantado para sujetar un libro y el derecho relajado con una cruz papal de tres travesaños.
La suntuosa indumentaria litúrgica está compuesta por un alba sobre el que se superpone una estola cruzada al pecho y una voluminosa capa pluvial cuyo broche, a modo de pectoral, aparece convertido en una teca-relicario. Completan su imagen pontificia los guantes que cubren las manos, la mitra de tres coronas, con las ínfulas cayendo por detrás, y una cruz papal independiente acoplada a la mano derecha. En esta imagen Gregorio Fernández aplica un recurso muy expresivo que repetiría en el futuro en las representaciones de santos con mantos: el cruce al frente de parte del manto para quedar sujeto a la altura de la cintura por un libro, lo que produce un juego de diagonales y una caída formando pliegues muy airosos.
Otro recurso plástico es la colocación de uno de los dedos entre las páginas del libro haciendo que quede entreabierto. Este atributo alude a San Gregorio como autor de obras de tipo pastoral, como su Regula pastoralis, el Libro de los Diálogos o el Regestum (Libro de correspondencia), así como otras relacionadas con la música, como su célebre Antifonario, recopilación de cantos que tomaron el nombre de "gregorianos" en su honor.
Como es habitual en Gregorio Fernández, el centro emocional está concentrado en el rostro, en este caso rasurado, con la boca entreabierta y con la mirada dirigida a lo alto en busca de inspiración. En el trabajo de la cabeza se podrían apuntar ciertas similitudes con las facciones de la figura de José de Arimatea del grupo del Santo Entierro de Juan de Juni, por él admirado, al que de esta manera estaría rindiendo homenaje.
La imagen de San Gregorio presenta una rica policromía, que fue retocada en el siglo XVIII, en la que prevalecen los colores rojos papales. En ella destacan los esgrafiados florales del manto, que se acompañan de labores a punta de pincel y de grandes medallones en los que se alternan las cruces dominicanas y las flores de lis, vinculando con estos motivos la imagen al Colegio de San Gregorio, como ya se ha indicado. La carnación se limita al trabajo del rostro, tratado como una pintura de caballete para resaltar las mejillas y la barba incipiente, estando también pintados los ojos, pues en esta etapa Gregorio Fernández todavía no incorporaba postizos a sus tallas.
En definitiva, la escultura responde en conjunto a las obras de la primera etapa de Gregorio Fernández, caracterizadas por acomodarse a los gustos del último manierismo renacentista, asumiendo a un tiempo los patrones divulgados en España por el milanés Pompeo Leoni y los modelos naturalistas de Francisco de Rincón, para componer figuras de potente anatomía y elegantes ademanes, con un acabado de encarnaciones pálidas y ricos estofados sobre una base de oro.

Sepulcro de Don Juan Urbán Pérez de Vivero y Doña Magdalena de Borja, Condes de Fuensaldaña, 1611-1617
Piedra y escultura de alabastro
Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid
El conjunto de escultura funeraria realizada en Valladolid a finales del siglo XVI y en las primeras décadas del XVII está a falta de una revisión necesaria para poner en valor un conjunto de obras de indudable mérito que marcan una evolución, acorde con los postulados trentinos y los modelos cortesanos, en esta modalidad de escultura tradicional asentada en el interior de los templos. Si lo más granado de este tipo de obras realizadas en la ciudad y su entorno se adscriben al taller de los Leoni, un buen conjunto de debe a maestros locales como Adrián Álvarez, Francisco de Rincón, Pedro de la Cuadra y Gregorio Fernández, sin que falten autores anónimos y participaciones foráneas, como la del catalán Antonio de Riera.
En la modalidad de escultura funeraria en piedra, la obra más interesante entre las conservadas es, sin duda alguna, el sepulcro que los condes de Fuensaldaña dispusieron en el presbiterio de la que fuera iglesia de San Ignacio o de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, hoy parroquia de San Miguel y San Julián, en la que, a principios del siglo XVII, ostentaban su patronato. Hasta tiempos muy recientes, a pesar de las atribuciones de distintos autores, se desconocía la autoría de la escultura de dicho sepulcro, siendo Mª Antonia Fernández del Hoyo quien confirmó, en 1982, que el trabajo fue llevado a cabo por el gran maestro Gregorio Fernández entre los años 1611 y 1617, información que conlleva dos aportaciones muy interesantes: ser la única obra conocida de carácter funerario realizada por el genial gallego en su taller de Valladolid y el único de sus trabajos realizado en piedra, algo completamente inusual en la obra del escultor. 

Encargo y realización del suntuoso sepulcro
En el empeño por disponer de un suntuoso sepulcro familiar, tras la aprobación del proyecto por la Compañía, doña Magdalena de Borja, que no fallecería hasta 1625, procuró que fuera llevado a cabo por los mejores artistas de su tiempo. Para ello, en junio de 1611 contrató los servicios del arquitecto Francisco de Praves, hijo de Diego de Praves, que actuó como fiador. El arquitecto, con la conformidad del padre prepósito de la Casa Profesa y según lo estipulado en el contrato, levantó el marco arquitectónico del sepulcro en piedra de Navares de las Cuevas (Segovia).
Está compuesto por un gran pedestal, ligeramente destacado del muro, con una lápida al frente en cuya leyenda figuran los nombres, los datos familiares y las circunstancias de la fundación y del patronazgo. Sobre este se abre un amplio y profundo nicho que está enmarcado por un pórtico de elegancia clásica que adopta la forma de un arco triunfal, con dos columnas de fuste estriado a los lados soportando un entablamento decorado con triglifos clásicos y metopas labradas en relieve con los cuarteles de los escudos de armas de los condes. Se remata con un frontón partido de traza manierista y decorado a los lados por bolas de estética herreriana, así como el exigido escudo monumental en la parte superior, con los emblemas condales rodeados de una guirnalda con frutos. Todo el conjunto alcanza la altura del segundo cuerpo del retablo mayor que realizara Adrián Álvarez para el templo jesuítico, junto al que se ubica.
Dentro del espacioso nicho se encuentran los bultos orantes de los condes, orientados hacia el altar mayor, que son obra meritoria de Gregorio Fernández en su primera etapa junto al Pisuerga. Esta autoría queda confirmada en un documento, fechado en Valladolid el 21 de febrero de 1617, que contiene una escritura de obligación por la que el escultor solicita a la Compañía de Jesús una prórroga en la entrega de lo comprometido. En él manifiesta Gregorio Fernández haber concertado con el padre jesuita Juan Pérez el hacer «los bultos de alabastro del conde y la condesa de Fuensaldaña», con el compromiso de entregarlos acabados el día de Todos los Santos de 1612, reconociendo haber sobrepasado el plazo y comprometiéndose a entregarlos el día de San Juan de aquel año de 1617, tras la amenaza de los comitentes de presentar un pleito por incumplimiento.
De ello se deduce que el escultor habría sobrepasado el plazo de entrega en cinco años, siendo el padre Juan Suárez en quien la condesa de Fuensaldaña, que como ya se ha dicho vivió hasta 1625, había delegado la supervisión de la marcha del proyecto. También se explica esta tardanza en el numeroso trabajo que tuvo que atender el escultor durante aquellos años y en la dificultad de labrar con detalle el alabastro —en base al magnífico resultado final— con la calidad deseada, motivo por el que posiblemente Gregorio Fernández no repitió en el futuro la experiencia de trabajar en materiales pétreos.
Las efigies de los condes de Fuensaldaña se ajustan a la tipología establecida por los Leoni en los cenotafios de Carlos V y Felipe II en El Escorial, aunque podría concretarse más en los arquetipos broncíneos realizados en 1601 por Pompeo Leoni en Valladolid en el sepulcro de don Francisco Gómez de Sandoval y su esposa doña Catalina de la Cerda, duques de Lerma, finalmente fundidos por Juan de Arfe y, a su muerte, por su yerno Lesmes Fernández del Moral bajo el asesoramiento del escultor milanés, obra que actualmente se conserva en la capilla del Museo Nacional de Escultura y que marcó una tendencia generalizada en el siglo XVII.
Los condes aparecen arrodillados sobre almohadones, en actitud orante y compartiendo un lujoso reclinatorio sobre el que reposan dos cojines y otros elementos. Si las cabezas de los dos personajes presentan un tipo de retrato visiblemente idealizado, será el énfasis en el tratamiento realista de los atavíos, acordes con la moda de la época, lo que definirá este tipo de tipología funeraria en el que prima el deseo de serenidad y elegancia a partir de cierta uniformidad, aunque las figuras no alcancen la morbidez y naturalidad de los modelos de Leoni.
Don Juan Pérez de Vivero luce una armadura de gala y está recubierto por un ampuloso manto de acuerdo a su linaje. En la armadura es visible el peto, las escarcelas sujetas mediante correas con hebillas, brazales con codales sujetos por remaches y quijotes protectores en las piernas con rodilleras, aunque los elementos más llamativos son la sofisticada gola y los puños, ambos labrados con minuciosidad en finas láminas de alabastro, así como el cordón de dos vueltas que rodea el cuello. Completan sus atributos un guantelete depositado sobre el cojín del reclinatorio y el casco con penachos condales colocado en el suelo junto al reclinatorio. La fisionomía del conde responde al modelo aristocrático del momento, con el cabello corto y los mechones peinados hacia adelante, flequillo sobre la frente, largo bigote y perilla, con un gesto sereno y mayestático.  
Por su parte, la condesa doña Magdalena de Borja luce un tipo de vestido y tocado generalizado entre las damas cortesanas, muy similar al utilizado por Pompeo Leoni en el sepulcro de doña Catalina de la Cerda, duquesa de Lerma, con un elegante vestido de tela que simula bordados, una larga fila de botonaduras en los puños y un manto igualmente con motivos ornamentales en relieve, aunque de nuevo el trabajo más delicado se concentra en la gola y los puños, trabajo virtuoso en finísimas láminas que sugieren tul y encajes. También es llamativo el tipo de tocado, con una cofia en forma de pequeños pliegues y una capota que se desliza hasta la frente con un ribete de perlas y dejando visibles los rizos del cabello a los lados. El rostro, de frente muy despejada según los cánones estéticos del momento, aparece terso y perfilado, dotando a la representada de una belleza y dignidad que pudo conocer en vida.
Aspecto del interior de la iglesia de San Miguel y San Julián
 

La misma delicadeza descriptiva y naturalista se repite en el reclinatorio, recubierto con un paño que sugiere un rico brocado en seda con plegados ampulosos en su caída por los ángulos. Idéntico preciosismo y trabajo naturalista también ofrecen los dos cojines, labrados con finos relieves, recorridos por un cordón en las juntas y ornamentados con borlones con flecos en los ángulos, así como en los penachos que adornan la celada del conde. No obstante, es apreciable en los plegados la rigidez y dureza característica del escultor gallego. 
Por todo ello, estas esculturas orantes de Gregorio Fernández pueden considerarse, no sólo las mejores de cuantas se realizaron en la escuela de Valladolid, sino en el arte funerario de toda la España barroca de las primeras décadas del siglo XVII. 

Paso de la crucifixión (sed tengo), 1612-1616
Madera policromada y postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura procesional barroca española. Escuela castellana
El paso de la Crucifixión fue la primera de las complejas escenografías procesionales realizadas en Valladolid por Gregorio Fernández, que lo comenzó en 1612 siguiendo la senda establecida en 1604 por Francisco de Rincón con el paso de la Elevación de la Cruz, composición realizada a petición de la Cofradía de la Sagrada Pasión, que fue pionera en incorporar hasta siete figuras acompañando a Cristo, totalmente talladas en madera ahuecada y colocadas sobre una plataforma que debía portar un gran número de costaleros. Una obra que debió causar sensación no sólo por sus acertados valores plásticos, sino también porque suponía poner solución a la fragilidad de los pasos procesionales precedentes de los que disponían todas las cofradías históricas, cuyas figuras, elaboradas en imaginería ligera, tan sólo presentaban en talla de madera las cabezas, manos y pies, que después eran ensamblados en un ligero maniquí revestido con telas encoladas o paños reales, por tanto figuras muy sensibles a los golpes y a los días de lluvia, lo que originaba rutinarios arreglos y restauraciones para su mantenimiento.
Seis años después de que aquella innovadora escena de Francisco de Rincón sorprendiera con su arriesgada escenografía y sus figuras íntegramente talladas en madera, le fue encargada a Gregorio Fernández otra de similares características por el gremio de pasamaneros para ser donada a la Cofradía de Jesús Nazareno, por entonces asentada en el convento de San Agustín, según informa un acta del cabildo de dicha cofradía publicado por Filemón Arribas2. De este modo, en 1612 se incorporaba a los desfiles procesionales el nuevo paso con la representación de la Crucifixión, una escena secuencialmente posterior a la representada por Francisco de Rincón.
De igual manera, conocemos que el paso fue elaborado en dos fases consecutivas. En 1612 el paso estaba integrado por las figuras de Cristo crucificado, un sayón encaramado a una escalera posterior a la cruz y colocando el rótulo del "INRI", y otro delante de Jesús acercándole a la boca una esponja impregnada en hiel y vinagre. Así permaneció hasta que en 1616, según se desprende del acta del cabildo publicado por Martí y Monsó, la escena se incrementó con un sayón sujetando un calderín y una lanza, equilibrando en peso y espacio al ya existente de la esponja, junto a una pareja de sayones jugándose a los dados la túnica de Cristo, colocados en posición más avanzada respecto a la cruz. Debido a este incremento, el paso comenzó a ser citado en los documentos de la cofradía como "Paso grande".
A pesar de haber sido realizado en dos fases, todo parece indicar que Gregorio Fernández podría haber planteado la escena completa de la Crucifixión desde un principio, compuesta por Cristo crucificado y cinco sayones, seguramente sobre un modelo del proyecto presentado para su aprobación en barro o en cera, entregando, como era costumbre, primero las figuras principales y el resto cuando las donaciones recibidas así lo permitían, conociéndose la circunstancia de que, para sufragar las tres últimas figuras, la Cofradía de Jesús Nazareno tuvo que realizar un préstamo al gremio de los pasamaneros de 700 reales que al final les fue perdonado.
El paso de la Crucifixión pone de manifiesto la habilidad compositiva de Gregorio Fernández, desde un primer momento, tanto para ajustarse a la claridad narrativa de las escenas procesionales como para dar solución a los problemas técnicos originados por el peso de las figuras. El conjunto presenta una composición piramidal que en su visión lateral se ajusta a un triángulo rectángulo —composición que repetiría en 1623 en el paso del Descendimiento para la Cofradía de la Vera Cruz—, con un vértice superior definido por el sayón en lo alto de la escalera y otro por los sayones agachados en primer plano, convergiendo las miradas y ademanes en la figura central de Cristo.
Pero además, con genial maestría, las figuras se distribuyen de forma simétrica en la plataforma repartiendo equitativamente el peso, logrando con los ademanes y la ingeniosa forma de moverse las figuras en el espacio que este condicionamiento técnico pase desapercibido y sea ajeno a cualquier sensación de rigidez. Al contrario, logra que en su deambular callejero las figuras muestren su mayor expresividad, mientras que su contemplación dentro de la iglesia, ahora en el Museo, la disposición frontal escalonada permite apreciar todos los matices de un simulacro sacro de afán naturalista, permitiendo apreciar la genialidad del escultor en la figura del crucificado y en algunos sayones en los que muestra su personal creatividad.
Como conjunto escultórico, el paso acumula toda una serie de nuevas aportaciones de Gregorio Fernández, tanto estilísticas y estéticas como de contenido y significado. Por un lado, el gran maestro no se limita a reproducir una escena única como hiciera Rincón en la Elevación de la cruz, sino que superpone tres episodios que sucedieron al momento de la crucifixión, presentados de forma simultánea y a una escala que supera el natural. En primer lugar, recién izada la cruz, un sayón escala una escalera colocada por detrás para colocar burlonamente sobre el madero el rótulo de "INRI", a lo que se viene a sumar el pasaje en que dos sayones se juegan a los dados la túnica del reo. A la escena igualmente se incorpora la reacción de los soldados tras la quinta palabra —Sed tengo— que cita el Evangelio de San Juan, a la que reaccionaron acercándole a los labios una esponja empapada en vinagre (en opinión de algunos historiadores una costumbre con los crucificados para amortiguar el dolor).
Otro factor condicionado por el pasaje es el representar a Cristo vivo, algo infrecuente en la producción del gallego, que en este caso plasma con una anatomía vigorosa, potente y proporcionada, seguramente influenciado por los hercúleos modelos que Pompeo Leoni realizara en Valladolid pocos años antes, aunque con mayor tendencia al naturalismo. Cristo presenta una anatomía extremadamente depurada en la que es llamativa la crispación de las manos al soportar la tensión corporal, así como la boca entreabierta como síntoma de deshidratación, con una serenidad anatómica que contrasta con un cabo del perizoma agitado por la brisa.
Por su parte, los cinco sayones adoptan actitudes declamatorias a través de los brazos levantados o desplegados del cuerpo, un recurso que se convertiría en una de las pautas características de la escultura barroca, en este caso para establecer el papel de cada actor en la escena. No pasa desapercibido el tratamiento maniqueo de los sayones respecto a Cristo, pues todos ellos reflejan, con manifiesta intención caricaturesca, en su condición de verdugos, a personajes de los sectores más sórdidos de la sociedad, tales como pícaros, truhanes, mercenarios, pendencieros, delincuentes, etc., caracterizados con acusadas taras físicas como reflejo de su baja catadura moral. Sirvan de ejemplo el rostro bizco y desdentado del que coloca el rótulo, el cráneo descalabrado del que arrodillado sujeta el cubilete y el rostro mal encarado del que lanza los dados, resaltando en todos ellos el aspecto descuidado de su indumentaria.
De este modo, en el paso de la Crucifixión Gregorio Fernández asienta y radicaliza el aspecto tendente a lo grotesco que Francisco de Rincón ya estableciera en el paso de la Elevación de la Cruz, contribuyendo a consolidar un subgénero procesional homogéneo, constituido por las figuras secundarias de los sayones, que al cabo del tiempo llegaría a ofrecer su propias características y peculiaridades. Entre ellas se encuentra el tipo de indumentaria que usa la soldadesca, un anacronismo inexplicable que después seguirían otros escultores. Como puede apreciarse en esta escena, han desaparecido las caracterizaciones "a la romana", tan habituales en los retablos renacentistas precedentes, para dar paso a un anacrónico atuendo propio del siglo XVII, de modo que los sayones recuerdan más a los enrolados en los Tercios de Flandes, especialmente a los arcabuceros, que a los servidores de Poncio Pilatos. Puede encontrarse una explicación de tipo moralizante en el deseo de descontextualizar la Pasión para hacer partícipe al pueblo de las causas del dolor de Cristo a través de personajes y vicios fácilmente reconocibles, consiguiendo con ello un simulacro de mayor realismo en estas escenas teatralizadas.
Dentro del diseño de la indumentaria, en los sayones del paso de la Crucifixión ya despuntan dos elementos que llegarán a ser característicos: el uso del jubón y los acuchillados como recurso ornamental. El jubón, común para hombres y damas, alcanzó su auge durante los reinados de Felipe II y Felipe III. Se trata de una prenda ajustada, confeccionada en tejido rígido, que cubre desde los hombros a la cintura, cerrándose con largas abotonaduras y cuellos de gran dureza, en ocasiones con forma de collar. Solían incorporar mangas y eran elaborados por los juboneros, un gremio específico independiente de los sastres. Cuatro de los sayones del paso lo visten, aunque sean modelos interpretados con libertad y uno de ellos aparezca descamisado. En el caso del sayón que porta la esponja el jubón es sustituido por un coleto, una especie de chaleco sin mangas también muy utilizado en la época, siendo común a todos ellos las calzas de distintas larguras, algunas ajustadas a las rodillas por senojiles (ligas en forma de cintas anudadas).
Otro elemento que no pasa desapercibido es la incorporación de acuchillados como recurso ornamental de la indumentaria. Se trata de rasgaduras de tipo longitudinal practicadas en las mangas del jubón y en las calzas, a veces también en los gorros, que dejan asomar parte de la camisa o el forro. Fue un elemento decorativo, generalizado dese el siglo XVI tanto en las prendas masculinas como femeninas, cuyo origen se remonta a la Guerra de Borgoña (1474-1477), donde se cuenta que los soldados suizos, para humillar a los borgoñones vencidos, intentaban ponerse sus estrechas prendas, teniendo que realizar cortes en ellas, fundamentalmente en las mangas, para que quedaran lo suficientemente holgadas. Años después los acuchillados de diferentes tamaños serían un elemento generalizado en la moda cortesana de buena parte de Europa, en ocasiones utilizados con frenesí, como lo demuestran los retratos de Enrique el Piadoso y Catalina de Mecklenbourg, Duques de Sajonia, que en 1514 pintara Lucas Cranach el Viejo (Gemäldegalerie de Dresde). En el paso de la Crucifixión aparecen incorporados en todas las figuras de los sayones.
En la puesta en escena, el paso se complementa con toda una serie de elementos postizos y de atrezo que acentúan su teatralidad, como la corona de espinas, el rótulo de la cruz, la pértiga con la esponja, el calderín, la lanza, los dados y el cubilete, así como la túnica de Cristo en textil real.
En otro orden de cosas, conviene recordar la azarosa historia del paso a causa de las discrepancias entre la Cofradía de Jesús Nazareno y el convento de San Agustín en el que inicialmente estuvo asentada, desencuentro que vino determinado precisamente por la alta estima que los agustinos mostraron por la imagen del crucificado de este paso de la Crucifixión, que solicitaron fuese desmontado del conjunto para ser colocado en la capilla de Nuestra Señora de Gracia de la iglesia de San Agustín, de la que era patrono Pedro Ruiz de la Torre y Buitrón, pasando a presidir el altar mayor en 1616. Con el tiempo, el recelo de los cofrades nazarenos, que veían peligrar su uso procesional, obligó a firmar a los agustinos el depósito provisional de sus imágenes hasta la finalización de su propia iglesia penitencial que estaban construyendo en unos terrenos ofrecidos en 1627 por el regidor Andrés de Cabezón en unos terrenos colindantes a la plaza de la Rinconada.    
Cuando en 1676 fue terminada la nueva sede, la Cofradía redactó una nueva Regla y se quedaron con los pasos del convento de San Agustín tras su salida en procesión en el Viernes Santo de aquel año, hecho que motivó el establecimiento de un pleito por parte del convento agustino, cuya sentencia de 1684 le fue favorable, teniendo que devolver la Cofradía todos los pasos procesionales a los frailes, entre ellos el crucifijo de Gregorio Fernández y los dos primeros sayones del Paso grande, permaneciendo en su poder los tres sayones realizados en la segunda fase. Esto obligó a la cofradía a encargar ese mismo año una imagen sustitutoria del crucificado a Juan Antonio de la Peña —el actual Cristo de la Agonía— para poder participar en las procesiones junto a los sayones, que en 1699 serían repolicromados por el pintor José Díez de Prado.
Según desveló Filemón Arribas, las esculturas de los dos sayones disgregados fueron entregadas por el convento de San Agustín, a cambio de la condonación de una deuda, al boticario Andrés Urbán, al que en 1717 la Cofradía de Jesús Nazareno pudo comprar para recomponer de nuevo el conjunto a falta del crucifijo, que permaneció en la iglesia de San Agustín hasta su traslado al Museo Provincial de Bellas Artes (futuro Museo Nacional de Escultura) a causa del proceso desamortizador.
El destino quiso que el conjunto de los sayones, al igual que los de otras cofradías, fuese a parar también al Museo, donde fue posible recomponer la escena con todas las figuras originales creadas por Gregorio Fernández, tal y como hoy puede admirarse en la Sala de Pasos del Museo Nacional de Escultura, que, comprometido con las tradiciones de la ciudad, anualmente presta el paso a la Cofradía de las Siete Palabras, de cuyo elenco forma parte esta joya procesional en las celebraciones de Semana Santa.   

Paso procesional del camino del Calvario, 1614
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
El Camino del Calvario está compuesto por cinco figuras cuyo tamaño supera ligeramente el natural y fusiona, a modo de instantánea, diversos pasajes del Viacrucis. Lo integran la figura central de Cristo, rodilla en tierra y con el hombro vencido por el peso de la cruz, la Verónica, que le ofrece su paño al paso de la comitiva, el Cirineo, aguantando con esfuerzo el peso del madero, y dos sayones, uno tirando de la soga que Cristo lleva amarrada al cuello y otro tocando una trompeta con función de heraldo. Así se presenta actualmente la composición en la Sala de Pasos del Museo Nacional de Escultura, manteniendo la recomposición realizada en 1922 por Juan Agapito y Revilla y Francisco de Cossío, aunque hay justificadas razones para pensar que el conjunto no mantiene su integridad compositiva. 


A pesar de todo, el paso conserva las cinco figuras de su composición original y una disposición muy aproximada, configurando una escena llena de movimiento que adquiere su verdadero sentido en su deambular callejero, momento en que cada personaje cumple a la perfección su cometido escénico y narrativo. Posiblemente lo más destacado sea el sugestivo juego de metáforas en la captación de los diferentes estados de ánimo ante el dolor, establecido a través de las figuras burlescas de los sayones y de la Verónica y el Cirineo, verdaderas obras maestras de la estética barroca y fruto de un extraordinario genio creativo.
Como es habitual en Gregorio Fernández, queda establecido un sutil juego de contrapuntos, siendo el más significativo el diferente tratamiento entre las figuras que ayudan a Cristo y las que le ofenden, de modo que si la Verónica es un paradigma de delicadeza, aquí con un rostro lacrimoso y resignado y su cuerpo abalanzado para acoger al nazareno, el Cirineo, caracterizado como un labriego castellano, es todo energía y dignidad ante la crueldad, aprisionando con fuerza la cruz en un gesto de rabia e incomprensión, pero con el paso firme.
Otro tanto puede decirse de los sayones, que comparten un aspecto de aire caricaturesco para presentarles como personajes despreciables, así como su atuendo anacrónico, ajustado a la moda del siglo XVII, y el sentido de marcha expresado con la colocación de sus piernas. Uno de ellos abre la comitiva ante el público, ufano de participar en el castigo, mientras el otro se ocupa de torturar a Cristo en su caída.
En este momento es necesario hacer la salvedad de que ni la figura de Cristo es la original, ni los sayones cumplen su primitivo rol, uno de ellos incluso desplazado de la posición que ocupaba en principio, siendo este tema objeto de estudios relativamente recientes para determinar la recomposición original del paso, que permaneció invariable en la iglesia penitencial de la Pasión hasta que en 1828 fue trasladado, a excepción del Nazareno, primero a la Real Academia de Bellas Artes y en 1842 al Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid (germen del Museo Nacional de Escultura), donde se disgregó la composición y las figuras se expusieron por separado.
Hoy sabemos que la imagen del Cristo que tallara Gregorio Fernández fue sustituida a finales del siglo XVII, por motivos desconocidos, tal vez por deterioro, por una imagen vestidera que Luis Luna Moreno identificó con el Nazareno que actualmente se conserva en la iglesia del Carmen de Extramuros, tallado de pie como el original, desnudo y con una anatomía un tanto tosca por estar concebido como imagen de vestir en opinión de Jesús Urrea obra de Juan de Ávila o Juan Antonio de la Peña (me inclino más por este último por las similitudes con el Cristo de la Agonía que se conserva en la iglesia penitencial de Jesús Nazareno). Para mantener el montaje del paso, se recurrió a otra imagen del Nazareno procedente del convento de San Agustín, primitiva sede de la Cofradía de Jesús Nazareno, de la que Luis Luna Moreno atribuye la cabeza y las manos a Pedro de la Cuadra, que primero fueron montadas sobre un maniquí vestidero y después sobre un cuerpo con túnica tallado en 1697, el que presenta en la actualidad.
Del mismo modo, la disposición original de los sayones ha sido apuntada por Luis Vasallo Toranzo en diversos estudios que aclaran las confusiones originadas por las interpretaciones del conde de La Viñaza sobre los escritos de Ceán Bermúdez, que anotaba en su apuntes estar compuesto el paso por "Jesús Nazareno con la cruz a cuestas, Simón Cirineo ayudándole a llevarla, un sayón tirando de la soga, un hombre armado y la Verónica", tal como después apuntaba Martí y Monsó al interpretar las instrucciones de 1661.
Actualmente podemos afirmar que los elementos alterados de la composición original son básicamente tres: la figura central de Cristo, cuyo original se da por perdido; la posición del sayón que actualmente porta una espada y toca la trompeta, en origen sujetando una alabarda que clavaba en el lado derecho del costado de Cristo y colocado algo retrasado a su derecha; la posición y actitud del sayón que tira de la soga, hoy colocado en el centro, pero originariamente a la izquierda y por delante de Cristo, hacia el que vuelve ligeramente la cabeza, portando al tiempo la trompeta en su mano. Esta composición apuntada por Vasallo, basada en las descripciones documentales, justificaría además un correcto reparto de pesos, con Cristo en el centro y dos figuras a cada lado de la plataforma, como sigue de cerca la copia que se hiciera del paso vallisoletano para Palencia en 1694.
Actualmente el paso desfila en Semana Santa alumbrado por la Cofradía del Santo Cristo del Despojo, fundada el 23 de diciembre de 1943 en el seno de la Juventud Obrera Católica y con sede canónica en la iglesia parroquial de San Andrés. 

La Verónica
Representa a la hipotética vendedora de paños ciega que enjugó el rostro de Jesús en su camino hacia el Gólgota, dejando milagrosamente sus rasgos impregnados en el paño al tiempo que recuperaba la vista. Es una imagen concebida con gran movimiento y tratada de forma exquisita. Viste una camisa blanca, apenas perceptible en los puños, una túnica azul ceñida a la cintura, un ampuloso manto que le cae desde el hombro derecho y se sujeta mediante un cordón, con el envés decorado con grandes motivos vegetales azules y rojos sobre fondo ocre y el revés en rojo liso y un juego de dos tocas blancas en la cabeza, la exterior listada en marrón y un ribete mostaza y la interior totalmente blanca, ambas formando minuciosos pliegues, muy característicos de Fernández, de modelado muy blando y en la misma línea que algunas de sus vírgenes.
Muestra un ademán de caminar con la cabeza inclinada hacia Jesús, lo que provoca el movimiento ondulado del manto, sujetando el  paño con el que le limpia el sudor y la sangre, un paño de lienzo real que lleva milagrosamente estampada la imagen del Nazareno, mientras su rostro muestra un suspiro doloroso sugerido por su boca entreabierta y los ojos entornados en alusión a su ceguera.
Sayón de la trompeta, según su disposición original
 

La Verónica es una de las mejores creaciones de Gregorio Fernández, nunca imitada, en la que los habituales pliegues, duros y de aspecto metálico, adquieren una gran blandura y proporcionan un gran dinamismo a la figura. En los últimos años la Cofradía del Santo Cristo del Despojo incorpora el paño del "vero icono" con lienzos pintados por prestigiosos pintores locales.    

Simón Cirineo
La imagen de Simón de Cirene, a pesar de estar condicionada en la composición para aguantar con esfuerzo el peso de la cruz, es dinámica y rotunda, con ciertos resabios miguelangelescos. Viste una ancha túnica corta de color marrón que deja asomar unas mangas verdes y se remata con una muceta blanca ribeteada, completándose con altas botas de cuero y la cabeza cubierta por un verdugo. Su aspecto de labriego castellano sigue de cerca la figura de un pastor que toca la gaita en el relieve del Nacimiento del monasterio de las Huelgas Reales, realizado por Gregorio Fernández ese mismo año de 1614.
Los matices emocionales se concentran en el trabajo de la cabeza y la disposición de las manos. El rostro, enmarcado por la capucha, presenta ojos rasgados, el ceño fruncido, los labios apretados y una barba muy poblada, dotado de terribilitá miguelangelesca y con el aspecto de un Zeus clásico un tanto enojado. Las manos aparecen colocadas en posición contrapuesta y con los dedos muy separados insinuando el esfuerzo, tratando sin embargo el madero de la cruz de forma delicada y reverencial, con paños entre las manos siguiendo un recurso muy utilizado por Juan de Juni.   

Sayón de la soga
El escultor fusiona el tratamiento naturalista de la figura, de vigorosa anatomía, con un aspecto degenerado, efecto remarcado por las calzas y las botas caídas y el estrabismo de sus ojos. Presenta actitud de caminar abriendo el cortejo, con el brazo derecho cruzado por delante del pecho, en cuya mano originariamente sujetaba una trompeta y el izquierdo tirando de la soga que sujeta por el cuello a Cristo, hacia el que vuelve la cabeza.
Uno de los trabajos más originales radica en su original indumentaria, tan reconocible en el momento en que el paso desfiló por primera vez. Viste un jubón rojo con aberturas en las axilas que dejan asomar una saya blanca, unas calzas azules sin ajustar que caen en la marcha, botas de cuero muy gastadas y un original gorro con dos filas de cintas y un acabado cónico, todo ello proporcionando un aspecto desaliñado y altanero que se refuerza con los cabellos descuidados, largas patillas, gran bigote y barba de dos puntas, pero sobre todo con la tara de sus ojos, recurso para mostrar un ser irresponsable que era vilipendiado al paso de las procesiones por la calle.
Posiblemente por el deseo de contextualizar las escenas de la Pasión en la sociedad de su tiempo, estos originales sayones de Gregorio Fernández recuerdan más a los soldados enrolados en los Tercios de Flandes, especialmente a los arcabuceros, que a los soldados romanos. 

Sayón de la trompeta
Es un dinámico soldado de gesto adusto y actitud de caminar que sujeta con su brazo izquierdo una espada envainada y con el brazo derecho levantado una trompeta que, como ya se ha dicho, sustituye a una primitiva lanza que se apoyaba en un costado de Cristo, por lo que originariamente no caminaba delante, como aparece actualmente, sino detrás de Jesús y colocado a su derecha.
En estos sayones Gregorio Fernández establece unos prototipos que serían muy copiados por otros escultores, resumiendo esta figura el anacrónico tipo de indumentaria concebido para el pasaje evangélico, pues todas las prendas responden a la moda en vigor en el momento en que se hace el paso. Viste un jubón rojo, un coleto ocre colocado por encima, calzas azul-verdosas con senojiles (ligas) rojas, botas altas de cuero con vuelta y un caprichoso gorro cónico con ala ancha vertical en rojo. Tanto el jubón como el coleto y las calzas se adornan con los acuchillados tan de moda en la época, tanto en la moda masculina como en la femenina.
De nuevo el rostro persigue lo grotesco, con una nariz afilada y hundida, bigote y perilla ensortijados y mirada desabrida para provocar el rechazo de los espectadores y enfatizar el sentido teatral de la composición. 

Cristo
Como ya se ha  dicho, no es una escultura original de Gregorio Fernández y ofrece una calidad sensiblemente inferior al resto de las figuras, aunque cumple con dignidad su cometido representando una de las caídas camino del Calvario. La cabeza y las manos, atribuidas a Pedro de la Cuadra, están montadas sobre un cuerpo tallado en 1697 con forma de túnica con numerosos pliegues y tono violáceo. La cabeza sigue un modelo generalizado en la escuela castellana, con barba de dos puntas, cabellos filamentosos y la corona de espinas como postizo.
En todo el conjunto destaca la concepción naturalista de las anatomías, la angulosidad de los paños, el gusto de la época decantado hacia la utilización de colores lisos en la policromía, la capacidad de invención de prototipos por el escultor y el carácter escenográfico de la composición, que adquiere su verdadero valor cuando desfila por la calle al son de los tambores. 

Cristo atado a la columna, 1614-1615
Madera policromada
Convento de la Concepción del Carmen o de Santa Teresa, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
La representación de Cristo atado a la columna en Castilla en las primeras décadas del siglo XVII estuvo estrechamente ligada a las experiencias místicas de Santa Teresa, que se iniciaron con el impacto que le produjo, durante la cuaresma de 1554, la contemplación en el convento de la Encarnación de Ávila de una imagen de Cristo sufriente por las llagas que habitualmente aparecían en la iconografía conocida como Varón de Dolores. Sobre este hecho ella misma reflexionaría en su obra Vida1 de la siguiente manera:   
Pues ya andaba cansada mi alma y –aunque quería- no la dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros” (Vida 9,1).
Más adelante, la santa abulense recomendaría en sus escritos a la comunidad de Carmelitas Descalzas, por ella reformada, meditar en la oración sobre esta escena: “Pues tornando a lo que decía, de pensar a Cristo a la columna, es bueno discurrir un rato y pensar las penas que allí tuvo, y por qué las tuvo, y quién es el que las tuvo, y el amor con que las pasó” (Vida 13,13).
Estas recomendaciones, que adquieren el valor de un ejercicio de imaginería mental, tendrían una gran repercusión en la religiosidad de la segunda mitad del siglo XVI, siendo Gregorio Fernández quien, en las primeras décadas del siglo XVII, supo interpretar como nadie las experiencias teresianas, recreando la imagen de Cristo atado a la columna, es decir, la dramática escena de Cristo recién flagelado, como una representación de marcado naturalismo que permite al espectador comprender y recibir el mismo impacto que experimentara la santa mediante la contemplación de las descarnadas huellas de los azotes, especialmente en la espalda, las manos en tensión sujetas a la columna, la boca abierta, seca y falta de aliento, y la mirada perdida con gesto de incomprensión, todo ello aderezado por un componente místico que resalta la humanidad Cristo para suscitar la meditación sobre su sacrificio.
Como es natural, esta creación fernandina conocería una especial acogida y devoción en las comunidades carmelitas, aunque la fuerza del arquetipo de Gregorio Fernández y su significación en la plástica sacra rebasaría todos los límites, pues tanto fue el éxito de tan afortunada creación, que el escultor, con ligeras variantes, repetiría la representación de Cristo atado a la columna en distintos tamaños, en unas ocasiones en pequeño formato, apropiado para conventos o pequeños oratorios, en otras a tamaño natural para presidir retablos (convento de Santa Teresa de Ávila y convento de San José de Calahorra, La Rioja) e incluso, como ocurrió en Valladolid, formando parte del paso procesional del Azotamiento que en 1619 realizara para la Cofradía de la Santa Vera Cruz.
Entre todo el variado repertorio de esculturas de Cristo atado a la columna, esta pequeña imagen —53 cm. de altura— que se conserva en el convento de la Concepción del Carmen de Valladolid, cuarta fundación teresiana, no sólo es una impresionante obra maestra de Gregorio Fernández, sino que por su belleza, delicadeza y virtuosismo en el trabajo de los detalles, se coloca entre lo más selecto de lo elaborado por "la gubia del Barroco". Podría decirse que en ella el escultor depura el primer modelo de la serie que, también a pequeña escala, había realizado hacia 1609 para el oratorio privado de don Cristóbal Gómez de Sandoval, hijo del duque de Lerma, y su esposa doña Mariana Manrique de Padilla, duques de Uceda y Cea, que después lo donarían a las madres cistercienses del convento del Santísimo Sacramento de Madrid (actualmente en Boadilla del Monte), del que eran patronos.
Del mismo modo, apunta Jesús Urrea que esta imagen del convento vallisoletano, datada en los años 1614-1615, pudo ser encargada o adquirida al escultor, para un oratorio privado, por don Diego Sarmiento de Mendoza, IX conde de Ribadavia, por su viuda doña Isabel Manrique o por su hermano don Pedro Sarmiento. Una descendiente de esta familia, doña Isabel Rosa Sarmiento de Mendoza, marquesa de Camarasa y condesa de Ribadavia, a su muerte en 1773 hizo la donación de la talla al convento teresiano, en el que ostentaba el patronazgo.
Una de las singularidades de la escultura, ya patente en el modelo de Boadilla del Monte, es la consolidación de un arquetipo en la representación de la escena de la Flagelación, en el que Cristo aparece amarrado a una columna de fuste bajo y trazado troncocónico, lo que da lugar a una disposición corporal completamente distinta a todas las anteriores representaciones que en época gótica y renacentista habían abordado el tema, siempre con una columna alta que sobrepasaba la altura de Cristo. Este tipo de iconografía, que supone otra de las aportaciones decisivas de Gregorio Fernández a la plástica barroca, intenta ajustarse con fidelidad al tipo de columna que el Vaticano reconociera como reliquia auténtica: la Columna de la Flagelación, fragmento llevado a Roma desde el supuesto Pretorio de Pilatos de Jerusalén en 1213, durante el pontificado de Inocencio III, que desde entonces viene siendo venerada en la basílica romana de Santa Práxedes.
Gregorio Fernández coloca las manos de Cristo sujetas a una cadena insertada en la columna de la que cuelgan cuatro eslabones. Para ello cruza el brazo derecho por delante y lo equilibra con el adelantamiento de la pierna izquierda y el giro de la cabeza hacia la derecha, consiguiendo, a través de un minucioso estudio del cuerpo humano, un cadencioso movimiento de gran elegancia, efecto reforzado por el paño de pureza que cubre su desnudez, con pliegues angulosos y uno de los cabos ondeando en forma de finas láminas talladas, estableciendo el contrapunto entre la dureza del paño y las formas blandas y mórbidas de la anatomía. En conjunto, Gregorio Fernández consigue mover la figura en el espacio con una gran naturalidad, con lo que la figura adquiere distintos matices según el punto de vista desde el que se contemple, ajena al planteamiento frontal.
Como es habitual en el escultor, el centro emocional de localiza en la cabeza, con expresión de extrema serenidad a través de un rostro definido por los rasgos característicos en sus representaciones de Cristo: barba simétrica de dos puntas afiladas, boca entreabierta, nariz recta, párpados marcados y ojos de cristal —en este caso de color verde azulado y con la mirada levantada, lo que le proporciona una bella expresividad—, así como una densa melena con mechones meticulosamente tallados que dejan la oreja izquierda visible, algunos mechones sueltos y los tres habituales sobre la frente. Se completa con una esmerada policromía, de encarnaciones mates, en la que las llagas y los hematomas son muy comedidos, predominando los tonos pálidos que ponen el contrapunto al fingimiento pétreo de la columna.
Cristo atado a la columna, Gregorio Fernández. Izda: 1609, Convento del Smo. Sacramento, Boadilla del Monte (Madrid)
Centro: 1616, Fundación Banco Santander, Madrid.   Dcha: 1621, Convento de la Encarnación, Madrid 

Como ya se ha dicho, esta escultura forma parte de una serie en que el escultor repite el tema con las mismas características, siendo la de menor tamaño de todas ellas y, sin embargo, de una gran exquisitez. Después de la ya citada de Boadilla del Monte, la primera de la serie, y de este modelo del convento carmelitano de Valladolid, en un formato similar Gregorio Fernández realizaba, hacia 1616, otra versión que sólo difiere en la colocación de la cabeza más orientada al frente, obra cuya procedencia se desconoce y que actualmente pertenece a la colección de arte del Banco Santander Central Hispano. Asimismo, hacia 1621 el escultor repetía el arquetipo, en un formato ligeramente superior que no llega al natural, para el convento de la Encarnación de Madrid, donde todavía permanece.
Cristo atado a la columna, Gregorio Fernández. Izda: 1633, Convento de Santa Teresa, Ávila
Centro: 1625, Convento de San José, Calahorra. Dcha: 1619, Iglesia Penitencial de la Vera Cruz, Valladolid
 

No obstante, en sucesivas ocasiones Gregorio Fernández también elaboró imágenes de Cristo atado a la columna que superan el tamaño natural y que constituyen obras sobresalientes en el panorama de la escultura barroca española. Entre ellas destaca la imagen titular del paso procesional del Azotamiento que en 1619 encargara la Cofradía de la Santa Vera Cruz de Valladolid. Esta obra, que permanece al culto aislada en un retablo de su iglesia penitencial, marca un punto de inflexión en la producción del escultor, no sólo por la perfección técnica alcanzada en su etapa de madurez, sino por el afianzamiento del naturalismo llevado a sus últimas consecuencias.
La pequeña escultura en la vitrina del convento
 

Asimismo, cabe citar el Cristo atado a la columna realizado en 1625 para las Carmelitas Descalzas del convento de San José de Calahorra (La Rioja), fundado en 1589 a instancias del obispo don Pedro Manso, que había conocido a Teresa de Jesús en Burgos. Un modelo que el escultor volvería a repetir en el grupo realizado en 1633 para el convento de Carmelitas de Ávila, donde se acompañaba de la figura de Santa Teresa arrodillada, aunque después pasaría a recibir culto por separado en uno de los retablos de la iglesia del convento. 
El arquetipo de Jesús atado a la columna creado por Gregorio Fernández, tan recurrente en los conventos carmelitanos y tan ajustado a los postulados contrarreformistas imperantes en la sociedad barroca, dio lugar a innumerables copias por parte de sus discípulos y seguidores, actualmente desperdigadas por buena parte de la geografía española.

La sexta angustia o Piedad, 1616
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura / San Juan y la Magdalena en la iglesia de las Angustias, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
El grupo escultórico de la Sexta Angustia, conocido popularmente como "La Piedad", es el tercero de los grandes pasos procesionales que realizara en Valladolid el escultor gallego Gregorio Fernández en un proceso de total renovación, iniciado en la segunda década del siglo XVII, de los primitivos pasos vallisoletanos del siglo XVI, en su mayoría constituidos por escenas elaboradas como imaginería ligera con la técnica del papelón.

Después del paso procesional de la Crucifixión (hoy denominado "Sed tengo"), realizado en 1612 para la Cofradía de Jesús Nazareno, y del denominado Camino del Calvario, encargado en 1614 por la Cofradía de la Sagrada Pasión, ambos compuestos por múltiples figuras que narran los episodios pasionales con una evidente carga teatral a partir de imágenes de gran naturalismo y la utilización de abundantes piezas de atrezo escénico, fue la Cofradía de las Angustias la que en 1616 solicitó al maestro conocido como "la gubia del Barroco" el paso del Descendimiento, una composición con finalidad procesional que venía a sustituir a un modesto paso anterior realizado en papel-cartón y telas encoladas.
El nuevo paso que recibió la Cofradía de las Angustias consolidaba la estética aplicada por Gregorio Fernández a este tipo de representaciones, que exigían un tratamiento muy diferente a las tallas concebidas para ser colocadas en altares y retablos, un tipo de arte en el que el maestro se reveló como un gran creador, estableciendo los prototipos que posteriormente serían copiados en buena parte de España y consolidando un nuevo lenguaje plástico, desde la sinceridad y el convencimiento religioso, que hoy le coloca en la cima de lo que conocemos por arte Barroco.
El paso perdió su primitivo nombre por diversas razones. La primera porque la escena no se ajusta estrictamente al pasaje del Descendimiento, sino a la iconografía de la Piedad, aunque cuenta con un acompañamiento de figuras que realzan el dramático momento representado, también conocido desde el punto de vista de la iconografía como la Sexta Angustia de la Virgen. En segundo lugar porque, entre 1623 y 1624, Gregorio Fernández llevaría a cabo otro paso procesional, en esta ocasión para la Cofradía de la Santa Vera Cruz, justamente con la escena en que Cristo es descendido de la cruz por José de Arimatea y Nicodemo, siguiendo la pauta de las representaciones del Descendimiento anticipadas por los pintores y escultores renacentistas, que a su vez evolucionaron desde una iconografía que hunde sus raíces en el arte medieval.
También la escena de la Piedad tiene origen medieval centroeuropeo, siendo un pasaje evangélico reinventado que no figura en las escuetas descripciones de los evangelistas, sino que se basa en los escritos místicos difundidos por San Buenaventura y Santa Brígida, que intentan resaltar la dramática experiencia de María durante la Pasión, haciéndole partícipe de los dolores de Cristo para ser presentada como corredentora de la humanidad en la modalidad Compassio Mariae. Justamente el ensalzamiento de la Virgen y el valor de las imágenes como medios para difundir el dogma fueron propugnados por la Contrarreforma católica frente a su rechazo por las corrientes protestantes, encontrando en Gregorio Fernández un excelente intérprete de estas ideas durante el primer cuarto del siglo XVII, con una obra que se ajusta a la perfección a los fines catequéticos perseguidos por la Iglesia a través del uso de las imágenes.
La escena procesional de la Sexta Angustia, compuesto con figuras que superan ligeramente el tamaño natural y debidamente ahuecadas para reducir su peso, fue entregado a la Cofradía de las Angustias el 22 de marzo de 1617 y pone de manifiesto la creatividad de Gregorio Fernández en el momento de recrear pasajes tradicionales, a los que infunde nuevos valores expresivos y dramáticos al dotarlos de elementos relacionados con la dramaturgia trascendental tan apreciada en su tiempo.
La monumental composición tiene como centro emocional la imagen de la Piedad, que aparece trabajada de forma exenta y presenta como novedad para su tiempo una disposición asimétrica. La Virgen aparece sentada sobre un cúmulo de peñascos sujetando en su regazo en cuerpo inerte de Cristo, que se encuentra reposando sobre un sudario que reposa sobre una base rocosa en forma de talud. De esta manera el escultor presenta una imagen de Cristo que recuerda su disposición en la cruz, con el cuerpo extendido, la cabeza inclinada sobre el hombro y una pierna remontada sobre la otra, recibiendo al tiempo el mismo tratamiento que los "Cristos yacentes" en los que el artista se reveló como gran especialista.
En esta imagen de Jesús el escultor define el modelo que se convertiría en un prototipo utilizado en sus escenas pasionales, con un detallado trabajo anatómico inspirado en la estatuaria clásica y una morfología anticipada en 1556 por Benvenuto Cellini en el crucifijo marmóreo que realizara para ser colocado en Florencia sobre su propio sepulcro, después adquirido por el duque Cosme I de Médici y regalado por su sucesor, Francisco I de Médici, al rey Felipe II, que tras colocarle en el palacio de El Pardo lo entregó al Monasterio de El Escorial, donde bien pudo ser conocido por Gregorio Fernández durante su estancia madrileña antes de llegar a Valladolid. Estas similitudes formales son apreciables especialmente en el trabajo de la cabeza, con larga melena dispuesta con raya al medio y una parte recogida dejando visible una oreja, mechones sobre la frente, barba afilada de dos puntas, nariz afilada y boca y ojos entreabiertos.
El rigor mortis de Cristo no sólo está expresado por la caída de la cabeza y el brazo, sino también por el trabajo de la policromía, aplicado sobre la figura como una pintura de caballete para representar un cuerpo desangrado de tonos violáceos, sin vida, con salpicaduras sanguinolentas muy comedidas producidas por los clavos, la corona de espinas y la lanzada en el costado que certificó su muerte.
A la inanimada figura de Cristo se opone la de la Virgen, que con su mano izquierda se aferra al cuerpo de su Hijo mientras levanta la derecha y la cabeza en un rasgo propio de los movimientos abiertos del Barroco, hasta entonces desconocido en los anteriores modelos de la Piedad. La cabeza de la Virgen concentra toda la tensión dramática, con los ojos elevados a lo alto en gesto de desamparo y la boca entreabierta susurrando un gemido, teniendo aplicados como postizos ojos de cristal y dientes de hueso. Para acentuar su naturalismo la policromía recurre a los colores lisos en la indumentaria, apenas ornamentada con una orla en el ribete del manto, ofreciendo un fuerte contraste su tersa piel rosada con los tonos marmóreos de Cristo: la vida y la muerte.
La escena se acompañaba de las figuras a los lados de San Juan y la Magdalena y de Dimas y Gestas crucificados, imágenes en las que Gregorio Fernández establece una serie de contrapuntos narrativos que dotan de vivacidad a la representación. Desgraciadamente hoy no es posible apreciar la escena al completo, pues mientras que las imágenes de la Piedad y los dos ladrones fueron a parar, después del proceso desamortizador, al por entonces Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, después Museo Nacional de Escultura, las de San Juan y la Magdalena permanecieron en unas hornacinas de la iglesia de las Angustias, donde fueron colocadas en 1710. El grupo pudo apreciarse temporalmente al completo durante la exposición celebrada en 1986 en el Museo Nacional de Escultura con motivo del 350 aniversario de la muerte del escultor.
Entre las características de la obra de Gregorio Fernández figura el juego de contrapuntos establecidos en las escenas procesionales, siempre con la sutileza propia de un gran creador. En esta escena son evidentes. No sólo son apreciables en el movimiento descendente del desplomado cuerpo de Cristo, que remarca su naturaleza humana y el valor de su posterior resurrección, frente al movimiento ascendente de la Virgen como corredentora e intercesora, sino en el resto de las figuras que aparecen formando parejas.
Los dos ladrones, a pesar de aparecer igualmente crucificados, sus expresiones y actitudes son muy diferentes. Dimas, el buen ladrón, aparece como un personaje redimido, con la cabeza serenamente inclinada hacia Cristo. Tiene los ojos cerrados, perilla y el pelo corto y ordenado, mostrando una agonía próxima a la placidez. Por el contrario Gestas, con una anatomía en tensión, el cabello encrespado y perilla de dos puntas, gira la cabeza renegando de Cristo mientras en su gesto de rebeldía tiene los ojos abiertos, el ceño fruncido y saca la lengua burlonamente. Ambos presentan llagas en las piernas aludiendo a las fracturas infringidas y unos fantásticos desnudos de impecables proporciones y corrección técnica y formal.
Idénticos contrapuntos ofrecen las figuras de la Magdalena y San Juan. La imagen femenina es agitada, representada dando un paso con la pierna derecha adelantada, el cuerpo arqueado y la cabeza orientada hacia abajo, con la mirada clavada en Cristo. En una de sus manos porta el tarro de ungüentos y con la otra se enjuga las lágrimas del rostro, que casi llega a cubrir. Su gesto es desesperado, aportando a la escena una gran carga dramática. Totalmente opuesta es la actitud de San Juan, erguido y sereno mientras sujeta la corona de espinas, con la cabeza levantada y la mirada perdida a lo alto, como ensimismado en un rapto místico, lo que aporta trascendencia al momento que viven.
En la escena se distribuyen, a través de una estudiada y hábil composición, los volúmenes que debían ser colocados sobre una plataforma, equilibrando el peso que debía ser portado por los costaleros. Su carácter eminentemente teatral queda reforzado con el uso de diferentes elementos de atrezo, como el tarro de perfumes, la corona de espinas y la cruz vacía, sobre la que seguramente ondeaba un largo sudario al viento, siendo necesaria su contemplación desde distintos puntos de vista para captar los múltiples matices de la fiesta barroca de carácter sacro.
En el grupo procesional de la Sexta Angustia o La Piedad quedan definidos los rasgos más genuinos del estilo de madurez del escultor, como el obsesivo tratamiento naturalista de los cuerpos, su envoltura en ropajes muy voluminosos, tallados con profundos y angulosos pliegues, el uso del lenguaje de las manos para definir el estado de ánimo interior, el empleo de postizos para realzar el verismo de unas figuras que pretenden conmover al espectador y el tomar el tema como pretexto para ejercitar correctísimos desnudos anatómicos, en este caso por partida triple en la complexión atlética de Cristo, Dimas y Gestas, en definitiva, una genial manifestación de la trascendente mentalidad barroca auspiciada por la Contrarreforma. 
Asimismo, esta obra muestra el cambio de gusto evolutivo en la aplicación de la policromía, asentando las superficies de colores planos y las encarnaciones mates, frente a los estofados y encarnaciones a pulimento del periodo precedente, todo en aras de procurar un mayor verismo.   

La Sagrada Familia, 1620-1621
Madera policromada
Iglesia de San Lorenzo, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Este grupo escultórico, que supone una subjetiva representación de la Sagrada Familia, estuvo destinado al espacio central del retablo de una capilla de la primitiva iglesia de San Lorenzo, de la que ostentaba el patronazgo la Cofradía de San José, Nuestra Señora de Gracia y Niños Expósitos, que lo veneraba como imagen titular de la misma. Todo tiene su origen en 1540, año en que fue fundada esta cofradía para dedicarse a recoger, criar, distribuir y enterrar a los niños abandonados, encontrando su amparo en la iglesia de San Lorenzo.
Desde 1574 la Cofradía de San José, de eficiente actividad y bien documentada, conseguiría del Ayuntamiento el permiso para representar comedias en exclusiva en el patio del Hospital en el que ejercía sus funciones benéficas, situado frente a la iglesia de San Lorenzo (actual plaza de Martí y Monsó) y con la misma advocación que la cofradía, cuya recaudación era destinada a su actividad social con los infantes desfavorecidos. En este proceso de conseguir tal privilegio fue decisiva la iniciativa de los cofrades Cristóbal Pérez y Ambrosio Núñez, que elevaron su petición al rey Felipe II y su Consejo, consiguiendo que el Consejo Real encargara al Consejo de Valladolid hacer efectiva la concesión de representaciones de comedias en exclusiva para convertirse en su principal fuente de ingresos. 


Esto tuvo dos consecuencias inmediatas: la creación en Valladolid de un teatro estable de comedias, abandonándose las esporádicas representaciones teatrales en plazas públicas y puertas de la ciudad, y la recaudación por la cofradía de los ingresos necesarios para atender sus cultos en su propia capilla y a la gran cantidad de niños expósitos en el Hospital.
Ese año la Cofradía de San José y Niños Expósitos conseguía comprar a doña Ana del Portillo un solar frontero para ampliar el espacio del patio del Hospital y en 1575 los cofrades solicitaban al autor de comedias Mateo de Salcedo la traza de un teatro estable en el patio, que con el tiempo se convertiría en el Corral de Comedias de Valladolid. Tras un periodo de ligera decadencia en la obtención de ingresos, producida tras el regreso de la Corte a Madrid en 1605, lo que produjo el encarecimiento de la vida, por iniciativa del acaudalado don Martín Sánchez de Aranzamendi, Comisario de la Cofradía, en 1609 se comenzaba a levantar  un nuevo Corral de Comedias según la traza de Francisco Salvador, siendo el maestro de obras Bartolomé de la Calzada quien lo culminaba en 1611. La renovación de la actividad permitió cubrir el patio y agrandar los aposentos en 1626.
Paralelamente, en 1606 la Cofradía de San José y Niños Expósitos adquiría la capilla de la iglesia de San Lorenzo que pondría bajo la advocación de San José, asumiendo el influjo ejercido por Teresa de Jesús en la exaltación del santo como padre ejemplar, que sin duda extendería su protección a los más necesitados: los niños expósitos1. En aquella capilla tendrían lugar tanto los cultos rutinarios de la cofradía como los bautizos y enterramientos de tan desgraciados niños, a los que intentaban encontrar padrinos en familias de la parroquia y en respetables miembros del Concejo, la Universidad y la Chancillería, incluso entre los comediantes que aportaban los ingresos necesarios para su subsistencia.
Para presidir el retablo de la capilla, la Cofradía de San José y Niños Expósitos encargaba en 1620 a Gregorio Fernández, escultor en plena madurez, la que sería su imagen titular. El artista entregaba un magistral conjunto procesional, a tamaño natural, representando a la Sagrada Familia, grupo escultórico que, siguiendo las indicaciones del escultor, un año después sería policromado por Diego Valentín Díaz, el mejor pintor del momento en Valladolid y residente junto a la iglesia de San Lorenzo (en terrenos del actual convento de Santa Ana). Este novedoso conjunto, especialmente la figura de San José, se convertiría en el patrón de los cómicos, que lo veneraban en el retablo barroco que presidía la capilla de la desaparecida iglesia de San Lorenzo, sirviendo de modelo para otras dos cofradías vallisoletanas que también eligieron a San José como santo titular.
La autoría del excepcional conjunto, que está pidiendo a gritos una restauración y limpieza que recupere los valores de su bella policromía, oculta bajo barnices ennegrecidos, ya fue adjudicada a Gregorio Fernández por Canesi, que en la capilla primigenia, ornamentada con rameados pintados, conoció el grupo colocado en un nuevo retablo que fue dorado por Santiago Montes en 1726. Sin embargo, sería García Chico4 quien proporcionaría la documentación del encargo al maestro gallego, por el que sabemos que cobró por el trabajo 40.800 maravedís y que estaba destinado a salir en procesión en la festividad de San José.
Gregorio Fernández consolida en el grupo de la Sagrada Familia una serie de prototipos iconográficos que posteriormente serían muy imitados y difundidos por otros escultores, como ocurriría con muchas de sus obras del ciclo de la Pasión, con el personal modelo de Inmaculada establecido en su taller y con la interpretación que hiciera del aspecto de algunos santos recién canonizados, como Santa Teresa, San Ignacio de Loyola, etc. En este caso el modelo evoluciona sobre la experiencia anterior del magnífico altorrelieve de la Sagrada Familia que realizara alrededor de 1615 para el monasterio de Santa María de Valbuena de Duero (Valladolid), no sólo ajustando la escena al bulto redondo para su cometido procesional, sino asentando definitivamente, de una forma personalísima, la figuración de San José y del Niño Jesús.
En nuestros días el grupo, que se conserva íntegro, aunque desprovisto del entorno barroco de su desaparecida capilla original, se muestra de forma musealizada en una moderna capilla semicircular revestida de ladrillo y con función de baptisterio, con las figuras colocadas sobre pedestales de piedra por separado. 

La Virgen
Aparece colocada a la izquierda del Niño Jesús y se corresponde en escala y ademanes a la figura de San José. Representa a una mujer joven y su cuerpo aparece revestido de abultados ropajes formados por una túnica ceñida a la cintura, un ampuloso manto que se sujeta con un alfiler y se cruza en diagonal al frente, recordando los modelos de Pompeo Leoni, y la cabeza cubierta por una toca blanquecina que se desliza por su izquierda doblándose estratégicamente del cuello al hombro derecho. En todos estos elementos textiles predominan los característicos pliegues angulosos que en ocasiones adquieren un aspecto metálico, formando un claroscuro que contrasta con la tersura del rostro, que al inclinarse para dirigir su mirada a Jesús adquiere un semblante melancólico, efecto reforzado con el gesto de alargar la mano para sujetar la del NIño.
Su policromía ya ha abandonado el gusto por el preciosismo precedente, a base de primaveras o grandes motivos florales sobre los paños, para decantarse por colores lisos más naturalistas, limitando la ornamentación a la cenefa que pintada a punta de pincel recorre los ribetes. La encarnación es mate, con las mejillas sonrosadas, y lleva ojos de cristal como único postizo. Su anatomía sigue una disposición cargada de clasicismo a partir del uso del contrapposto, lo que le permite moverse en el espacio con gran elegancia y expresividad. 

El Niño Jesús 
En los años en que se realizaba este grupo escultórico hacían furor las imágenes exentas del Niño Jesús, especialmente las destinadas al interior de las clausuras. A la elaboración de las mismas se dedicaron, en toda España, desde los más notables maestros escultores, tales como Alonso Cano o Martínez Montañés en Andalucía, a toda una pléyade que repetían sus modelos, generalmente presentando la figura infantil en plena desnudez que después era revestida con un variado repertorio de prendas de confección real y aderezos.
En este sentido, en esta obra Gregorio Fernández define de una forma muy personal su propio modelo de Niño Jesús, presentándole con los brazos abiertos hacia los lados y vestido con una túnica tallada de amplios faldones que va ceñida a la cintura por un cíngulo y se remata con un ancho cuello vuelto, produciendo a la altura de los pies artificiosos plegados de aspecto metálico. También se convertirá en un prototipo el trabajo de la cabeza, que en ocasiones repite en las figuras de algunos ángeles, caracterizada por sus grandes ojos de cristal, sus mejillas voluminosas y el cabello formado por largos mechones serpenteantes que casi cubren las orejas y forman sobre la frente dos bucles simétricos y abultados.
Se completa la figura con delicados motivos florales que recubren la totalidad de la túnica, así como con la inconfundible disposición arqueada de los dedos para sujetar algún atributo postizo, como una sierra de carpintero, una cruz, etc. En el caso de esta Sagrada Familia es precisamente la imagen del Niño la que presenta mutilaciones en los dedos que le restan expresividad.
Respecto a esta iconografía tan definida, por otro lado escasa en la producción fernandina, es destacable la figura del Niño Jesús que acompañando a San José aparece en el grupo que realizara en 1623 para el retablo de la iglesia del convento de la Concepción del Carmen de Valladolid, más conocido como convento de Santa Teresa, posiblemente la imagen más bella del Niño Jesús de cuantas tallara Gregorio Fernández. Conviene recordar que sería precisamente en el ámbito carmelitano teresiano donde eran especialmente solicitadas estas representaciones de San José con el Niño, bien formando grupo o por separado. 

San José 
Es en la figura de San José, de especial relevancia para la Cofradía que lo encargó, donde Gregorio Fernández establece uno de sus más bellos arquetipos iconográficos, un tipo de representación josefina que sería copiada repetidamente por discípulos e imitadores en años posteriores. El patriarca adopta el aspecto de un joven y vigoroso labriego castellano, vestido con una amplia túnica corta que le cubre por debajo de las rodillas y va ceñida a la cintura, con una capa por encima rematada con un ancho cuello vuelto y sujeta por un broche —a modo de fíbula— metálico, completando el atuendo con botas de cuero.
Si su indumentaria constituye una constante, otro tanto ocurre con el tipo humano representado, especialmente identificable por el trabajo de la cabeza, de discreto tamaño respecto al cuerpo. Gregorio Fernández concibe a San José con el cabello corto, con minuciosos mechones peinados hacia adelante y formando tres características puntas sobre la frente, repitiéndose el delicado trabajo en el generoso bigote y la barba de dos puntas. Los globos oculares aparecen resaltados y los ojos, con aplicaciones de cristal, rasgados, con nariz recta y la boca de labios carnosos y cerrada, lo que le proporciona un severo aspecto.
Este prototipo ya había aparecido en la obra temprana de Fernández, mostrándose perfectamente definido en el altorrelieve del retablo del Nacimiento que realizara en 1614 para el monasterio de las Huelgas Reales, en el altorrelieve de la Sagrada Familia del monasterio de Santa María de Valbuena de Duero y en la escultura de San José, de pequeño formato, elaborada entre 1610 y 1620 para el convento teresiano de San José de Medina del Campo. 

Ecce Homo, Hacia 1620
Madera policromada
Iglesia penitencial de la Santa Vera Cruz, Valladolid
Componente del desaparecido paso de la "Coronación de espinas"
Escultura barroca. Escuela castellana
Al igual que ocurriera con la escena de Jesús atado a la columna, fueron varias y diferentes las versiones que hizo Gregorio Fernández del conmovedor pasaje en que Cristo, después de ser azotado, es mostrado a la muchedumbre por Poncio Pilatos exclamando: ¡He aquí el hombre! En ese momento, el gobernador romano de Judea le presenta burlonamente como rey de los judíos, ante la mofa de los sayones, cubierto por una clámide púrpura, coronado de espinas y sujetando una caña como cetro. Y como ocurriera en otras ocasiones, el escultor fue capaz de crear un prototipo de fuerte impacto emocional que, con los recursos plásticos centrados en la expresión del rostro y en las llagas recién producidas, interpretaría con maestría en las modalidades de figura sedente, colocada de pie o representada únicamente hasta la cintura, siempre concibiendo el motivo, posiblemente de forma más evidente que en otras escenas, ajustado a los ideales contrarreformistas de utilizar las representaciones sacras para conmover, suscitar la meditación y estimular la práctica de la ascética y la mística como vías redentoras.
Y asimismo, al igual que la imagen de Jesús atado a la columna fue la figura principal del paso procesional del Azotamiento, terminado en 1619 para la Cofradía de la Vera Cruz, esta impactante imagen del Ecce Homo formó parte del paso de la Coronación de espinas que fue encargado por la misma cofradía un año después, siendo, por tanto, el quinto de los grandes pasos diseñados y compuestos en el taller de Gregorio Fernández con múltiples figuras de tamaño ligeramente superior al natural y dispuestas sabiamente sobre el tablero para compensar el peso que recaía sobre los hombros de los costaleros.   

El paso de la coronación de espinas
Muy satisfechos debieron de quedar los cofrades de la Vera Cruz con el paso del Azotamiento cuando, transcurridos unos meses, decidieron que el gran maestro también se ocupara del paso que supone el episodio consecutivo: la Coronación de espinas, en cuya imagen principal el escultor fue capaz de reinventar una iconografía sufriente, muy divulgada durante el Renacimiento, hasta lograr cotas de morbidez sorprendentes e infundir, a través del dominio del oficio y en plena madurez creativa, un hálito de vida a la madera que todavía nos sigue asombrando.
Se viene aceptando que la composición original del paso se inspiraría a una iconografía tradicional muy difundida en grabados nórdicos, entre ellos de Durero y Schongauer, integrando el conjunto la figura sedente de Cristo cubierta por una clámide carmesí, dos sayones colocándole la corona de espinas con la ayuda de palos o cañas, otro arrodillado delante ofreciendo una caña como cetro y, presidiendo el pasaje, un personaje caracterizado con indumentaria de aire oriental que podría representar a un juez del senado o al propio Pilatos. Como era habitual en todas las cofradías, la figura de Cristo era desmontada del paso procesional y colocada en un retablo de la iglesia en el que recibía culto durante todo el año, en este caso ocupando un retablo barroco colateral de la iglesia penitencial de la Vera Cruz elaborado en 1693 por el ensamblador Alonso del Manzano, siendo montado en el paso de nuevo durante las celebraciones de Semana Santa.
Fue en 1848, a raíz de los decretos desamortizadores de Mendizábal, cuando las figuras de los sayones del paso, junto a los de otros muchos, fueron recogidas y almacenadas en el Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid (desde 1933 Museo Nacional de Escultura), mientras que la imagen de Cristo continuó al culto en su altar. En el museo la colección de sayones procedentes de las diferentes cofradías simplemente fueron identificadas con una pequeña marca en el hombro o el pecho —una cruz grabada en las procedentes de la Vera Cruz—, lo que motivó que, cuando a partir de 1920 se comenzara a recuperar la celebración de las procesiones de Semana Santa, por iniciativa del arzobispo don Remigio Gandásegui, el historiador Juan Agapito y Revilla y Francisco de Cossío, director del Museo, en su ocupación de recomponer las escenas tradicionales recurrieran a un criterio narrativo para recrear el aspecto original, mezclando sayones salidos del taller fernandino con algunos pertenecientes a otros escultores y pasos.
Afortunadamente, las figuras secundarias del paso de la Coronación de espinas, que forman parte de los fondos del Museo Nacional de Escultura (aunque un buen grupo se perdiera por su mal estado de conservación), fueron identificadas en 1986 por Luis Luna Moreno1 y no hace muchos años restauradas por el Museo Nacional de Escultura. Tras el proceso de investigación, en el que se averiguó que a algunos sayones incluso se les había modificado la posición de los brazos, hoy podemos afirmar que formaron parte del paso original la figura de un sayón arrodillado que ofrece una caña como falso cetro, un sayón bizco que con la ayuda de dos cañas coloca la corona de espinas sobre la cabeza de Cristo y el supuesto Pilatos, con aspecto oriental, presidiendo la escena con autoridad. Es muy posible que la figura de Cristo quedase resaltada al ser colocada en el centro sobre una plataforma que simulara las escaleras del Pretorio, recreando la escena con tres niveles de altura.
Como es habitual en la iconografía creada por Gregorio Fernández para las escenas pasionales, el artista recurre a un juego maniqueo por el que se sugiere la baja catadura moral de los personajes que ofenden a Cristo, provocando su rechazo a través de determinadas actitudes, indumentarias descuidadas y algunas taras físicas, como se aprecia en el pronunciado estrabismo del sayón que sin piedad coloca la corona de espinas, conocido popularmente como "el bizco" y perteneciente al grupo de sayones que eran insultados durante su desfilar callejero.
Asimismo, llama la atención el tipo de indumentaria anacrónica en la caracterización de los personajes secundarios, en este caso supuestos soldados romanos que en nada recuerdan los prototipos "a la romana" tan extendidos por los relieves de los retablos del Renacimiento. Tal vez con el deseo de descontextualizar la escena, de hacerla intemporal y comprensible o simplemente para acentuar su carácter teatral a través de un simulacro del mayor realismo, los sayones visten prendas de uso común en el siglo XVII, como calzas, coleto (especie de chaleco), etc., siendo una nota común la ornamentación de las vestiduras con los acuchillados —rasgaduras longitudinales que dejan asomar el forro— que se pusieron de moda desde el siglo XVI tanto en las prendas masculinas como femeninas. También es constante el que los personajes que representan alguna autoridad, como el supuesto Pilatos, muestren modelos de tipo orientalizante y tocados de gran fantasía.  

El Ecce Homo de la vera Cruz
Del análisis de este grupo podemos deducir que mientras que las figuras secundarias, aunque diseñadas y concebidas por el maestro de acuerdo a sus parámetros, denotan la indudable intervención de los ayudantes del taller, la imagen de Cristo es una de las obras más personales y singulares del mejor Gregorio Fernández, que la remataría hacia 1622.
El conocido como "Cristo de la caña" aparece sentado sobre un bloque cuadrangular, con la pierna izquierda ligeramente desplazada hacia atrás, los brazos cruzados en la cintura, la cabeza ligeramente girada hacia la derecha y la mirada perdida en el infinito para potenciar la idea de la resignación ante la incomprensión. Al correcto y esbelto trabajo anatómico habitual se suma un extremado virtuosismo en el trabajo de la clámide que recubre el cuerpo, tallada en el mismo bloque que la figura con los característicos pliegues y con partes formando ligerísimas láminas que sugieren un paño real, todo un alarde de dominio técnico en el oficio. A esta búsqueda obsesiva de naturalismo se suma la aplicación de accesorios postizos para recrear la escena, como la corona de espinos reales y la caña que sujeta con su mano derecha.
Como es habitual en Fernández, el foco emocional de la escena se focaliza en el impresionante rostro de Cristo, que se ajusta al prototipo por él creado, con larga melena formando ondulaciones, mechones sobre la frente y barba de dos puntas, con una expresión de angustia reforzada por los grandes ojos de cristal y la boca entreabierta dejando apreciar la lengua y los dientes de marfil, originando una sensación de tener los ojos húmedos y la boca seca. Se acompaña con estratégicos regueros de sangre producidos por las espinas y resueltos con resina, incorporando una llaga producida por una espina que ha perforado la ceja izquierda, un sutil detalle que también repetirá en crucificados y yacentes para convertirse en seña de identidad del taller fernandino.
Con la extraordinaria dignidad alcanzada en la figura contenida de Cristo, tan contrapuesta a la de los sayones, el escultor consigue que los personajes que intentan ridiculizarle sean los que aparecen ridiculizados, grotescos e irracionales.
Este pasaje en el que aparece Cristo humillado y presentado en público sería retomado por Gregorio Fernández en 1621, poco después de culminar el paso procesional de la Cofradía de la Vera Cruz, a petición de don Bernardo de Salcedo, párroco de la primitiva iglesia de San Nicolás de Valladolid, al que el escultor entregó una de sus obras cumbre en la que el Ecce Homo aparece de pie, con un movimiento cadencioso, un perfecto equilibrio y una rigurosa descripción anatómica con los valores de la mejor escultura clásica. Asimismo, con un planteamiento similar, pero con el cuerpo hasta la altura de la cintura, casi como un busto, Gregorio Fernández hacía en 1623 otra novedosa versión de Ecce Homo por encargo del vasco Antonio de Ipeñarrieta, una escultura devocional que se convertiría en un modelo muy imitado por otros escultores y muy común en las clausuras. 

Ecce Homo, Hacia 1620-1621
Madera policromada, postizos y tela encolada
Museo Diocesano y Catedralicio, Valladolid
Procedente de la iglesia de San Nicolás de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
A pesar de que para gustos están los colores, no sería exagerado el afirmar que esta talla del Ecce Homo es, por diversas razones, la mejor escultura que ha producido el barroco español. Si ello ofreciera alguna duda, sólo habría que compararla con cualquier otra y realizar un análisis profundo y objetivo. Incluso se sitúa, y mira que es difícil, por encima de otras inspiradas representaciones de Jesús debidas al genio de Gregorio Fernández, tales como el Cristo atado a la columna de la iglesia de la Vera Cruz, el Cristo del Descendimiento de la misma iglesia, el Cristo de la Luz de la capilla del Colegio de Santa Cruz o el Cristo yacente de la iglesia de San Miguel, todos ellos en Valladolid y fruto de la plenitud de Gregorio Fernández en su etapa de madurez.
Contemplando esta afinada escultura se entiende muy bien la certera afirmación que hiciera el poeta Rafael Alberti: "El Barroco es la profundidad hacia afuera". Porque para valorar esta trabajo, en el que se funde una ejecución técnica impecable y una enorme creatividad plástica, no es necesario ser devoto ni siquiera creyente, tan sólo tener un mínimo de sensibilidad para percibir la esencia del Barroco del mismo modo que lo hacemos ante de Las Meninas de Velázquez o escuchando Las Cuatro Estaciones de Vivaldi.

Hoy, gracias a la investigación de Francisco Javier de la Plaza Santiago, profesor de la Universidad de Valladolid, que halló el documento de su donación y lo dio a conocer en 1973, podemos afirmar que se trata de una obra documentada de Gregorio Fernández, que pocos meses después de haber concluido el paso procesional de la Coronación de espinas para la Cofradía de la Santa Vera Cruz, en el que incluyó una imagen sedente del Ecce Homo en su presentación en el Pretorio, realizó esta imagen que fue adquirida en 1621 por el licenciado Bernardo de Salcedo, por entonces párroco de la primitiva iglesia de San Nicolás de Valladolid, que la entregó como donación, junto a una lámpara de plata, tres candelabros, dos mantos para el Cristo y un bufete para pedir limosna, a la cofradía del Santísimo Sacramento y Ánimas, con sede en dicha iglesia y de la cual era cofrade.
El clérigo Bernardo de Salcedo, del que se sabe que tenía familiares en Palencia, otorgó además a dicha cofradía una renta anual de 1.500 maravedís para su mantenimiento, junto a la petición de que un miembro de la cofradía pidiera limosna una vez al mes, en el bufete que él mismo había donado, para mantener el altar que presidía el Ecce Homo, incluyendo la petición de que la imagen bajo ningún concepto saliera de la iglesia y que al menos por quince veces al año en él se dijeran misas que debían incluir peticiones a favor de "Gregorio Fernández, escultor, vecino de la dicha ciudad, natural de la villa de Sarria, que hizo la imagen".
En la desaparecida iglesia de San Nicolás, situada junto al Puente Mayor, este Ecce Homo de Gregorio Fernández permaneció al culto presentado con cuatro elementos postizos: una corona de espinas en su cabeza, una caña en su mano derecha, un cordón sujeto al cuello y una clámide de color púrpura apoyada en los hombros que le cubría el cuerpo. Así se mantuvo, según informa Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, cuando el 23 de agosto de 1739 el primitivo retablo fue sustituido por otro, hecho celebrado con misa y procesión por el barrio de San Nicolás. En 1781 el retablo del Ecce Homo era de nuevo renovado por otro de mayor riqueza ornamental y aire rococó, en esta ocasión debido al ensamblador y escultor vallisoletano Antonio Bahamonde, en el que la imagen permaneció hasta la Desamortización.
Cuando en 1841 la parroquia de San Nicolás pasó a alojarse en el extinguido convento de la Trinidad, el retablo y la imagen, junto a otros bienes patrimoniales y enseres, pasó ser colocado en el lado de la Epístola del crucero del templo dieciochesco que antes ocuparan los trinitarios descalzos, que en ese momento retomó la titularidad de San Nicolás. Un incendio producido el 15 de enero de 1893 dañaba mortalmente a la primitiva iglesia situada junto al Puente Mayor, que acabó sucumbiendo a la ruina.
En ese retablo de la iglesia de San Nicolás permaneció durante pocos años, pues la canonización el 8 de junio de 1862 del místico catalán San Miguel de los Santos, superior de la orden de los trinitarios descalzos y muerto en Valladolid el 10 de abril de 1625, alentó que una imagen suya ocupara dicho retablo, quedando relegada la imagen del Ecce Homo a un modesto y oscuro retablo lateral, donde permaneció muchos años y donde el que esto escribe la conoció siendo niño, en los años 60 del siglo XX, cubierto por una clámide llena de polvo y con evidentes signos de abandono. Afortunadamente, el año 1972 ingresó en los fondos del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, donde fue puesto en valor y pasó a ocupar un lugar de honor, pudiendo comprobarse que al menos el haber estado recubierto durante siglos por una clámide textil le había preservado su magnífica policromía. La imagen fue limpiada y consolidada durante una restauración realizada en 1989, que no restituyó los aditamentos postizos ya mencionados, pero que devolvió a la talla su esencia y todo su esplendor.
A pesar de no estar concebida para los desfiles procesionales de la Semana Santa, la imagen fue incorporada a los mismos, entre 1979 y 1990 y con distintos montajes, por la Cofradía penitencial de Nuestro Padre Jesús atado a la columna, aunque desde entonces, con buen criterio, dejó de desfilar y fue preservada de posibles incidentes, cumpliéndose de esta manera la voluntad expresada por el clérigo Bernardo de Salcedo, su donante. 

Una genial obra maestra de Gregorio  Fernández
Durante muchos años los valores de esta escultura fueron desconocidos incluso en la propia ciudad de Valladolid. Si en 1901 Blas González García-Valladolid ya la consideraba una obra excelente y digna de Gregorio Fernández, inexplicablemente en 1929 Juan Agapito y Revilla, que entre otros cargos ejerció como director del Museo Nacional de Escultura y como presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, rechazó encontrar en ella rasgos del genial maestro, catalogándola como obra del siglo XVIII. Habría que esperar a que en 1954 Gratiniano Nieto Gallo propusiera de nuevo la autoría de Fernández y que Jesús Urrea en 1972, cuando la imagen ingresó en el Museo Diocesano y Catedralicio, confirmara esta atribución en base a sus rasgos estilísticos2. En 1973, como ya se ha dicho, Francisco Javier de la Plaza Santiago aportaba el documento acreditativo que así lo ratifica.
La imagen, de tamaño natural (1,68 m.), fusiona los valores de la estatuaria clásica -el contrapposto de su anatomía evoca indiscutiblemente al Doríforo de Policleto- con el alto grado de naturalismo conseguido por Gregorio Fernández en su etapa de madurez, en este caso aderezado con una elegancia formal, en proporciones, gestos y ademanes, heredera de las experiencias manieristas desplegadas en su primera etapa en Valladolid.
No sólo es admirable el movimiento cadencioso del cuerpo en su conjunto y el perfecto equilibrio de la figura, sino también las rigurosas descripciones anatómicas en cada uno de los elementos, destacando el magnífico trabajo de la cabeza, ladeada hacia la derecha y verdadero centro emocional y expresivo que sigue las pautas habituales del prototipo fernandino, con larga melena de rizos filamentosos y perforados que dejan visible la oreja izquierda, raya al medio y dos mechones simétricos sobre la frente, barba larga de dos puntas, boca entreabierta dejando visibles los dientes de hueso y mirada dirigida a lo alto con ojos de cristal. En un expresivo gesto, que insinúa sumisión y resignación, tiene los brazos cruzados a la altura del pecho, movimiento que pone en funcionamiento músculos y venas, plasmados con un realismo palpitante.
Como complemento al magnífico trabajo de talla ofrece una encarnación polícroma, aplicada a pulimento, en la que prevalecen los tonos suaves rosáceos y discretas ulceraciones entre las que destacan la herida que perfora la ceja izquierda, producida por un espino y constante en otras figuras cristológicas del maestro, y las tumoraciones de los latigazos en la espalda, simuladas con pinceladas violáceas, así como puntuales regueros de sangre y partes despellejadas a las que se añaden finas láminas de cuero para aumentar su verismo.
Durante el proceso de limpieza se recuperaron las tonalidades caoba del cabello y barbas, hasta entonces con un tono ennegrecido por la suciedad, y se liberaron repintes parciales en la parte frontal aplicados en el siglo XIX tras ser afectada por un incendio. Su acabado realista fue aplicado sobre la madera por un pintor desconocido con las características de una obra de caballete, es decir, realzando brillos y sombras y sugiriendo las venas bajo la tersura de la piel, consiguiendo que el cuerpo parezca palpitar en un ejercicio de sinceridad y crudeza acorde con las creencias religiosas de su autor. De modo que, contemplando la piedad que transmite esta imagen, se hace comprensible la descripción que hace Palomino de Gregorio Fernández, al que presenta como una persona piadosa, de arraigadas convicciones religiosas, que antes de acometer las tallas de Cristo "se preparaba primero con oraciones, ayuno, penitencia y comunión, esperando que Dios le concediera su gracia y le hiciera triunfar".
La escultura ofrece otra peculiaridad tan singular como inusual en el arte barroco español: el estar tallada como un desnudo integral que incluye los genitales, en este caso velados por un paño de pureza superpuesto, anudado en la parte derecha de la cadera y elaborado con tela encolada de gran naturalidad. Gregorio Fernández repetiría esta desnudez, como un ejercicio de estatuaria clásica, en otras ocasiones, como ocurre en el Cristo del paso del Descendimiento de la iglesia de la Vera Cruz de Valladolid, tallado entre 1623 y 1624, el Cristo yacente del retablo de la Buena Muerte de la iglesia de San Miguel de Valladolid, elaborado entre 1626 y 1627, o en el Cristo crucificado del convento de Carmelitas Descalzas de Palencia, tallado en 1630 e igualmente recubierto con un pudoroso paño de tela encolada. Tampoco hemos de olvidar la desnudez del arcángel San Gabriel que también se exhibe en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, obra elaborada en torno a 1611 para la iglesia parroquial de Tudela de Duero y cuya disposición recuerda al Mercurio de Giambologna.
En estas experiencias de desnudos integrales de Gregorio Fernández, al menos en cinco de sus tallas, que tanto contrastan con los abultados ropajes con que habitualmente cubría a las figuras, siempre aparecen desprovistos de cualquier atisbo de sensualidad, simplemente con la finalidad de aumentar su realismo aproximándose a los trabajos anatómicos de la escultura clásica, en este caso en madera y siempre concebidos con un naturalismo absoluto y ejecutados con una extremada perfección técnica. En opinión de Jesús Urrea "el estudio anatómico elaborado por Fernández en esta escultura es de una perfección no igualada por ningún otro artista español de su tiempo, demostrando un profundo conocimiento del cuerpo humano, así como una total capacidad para colocar la figura en el espacio y moverla con absoluta naturalidad, con una riqueza de puntos de visión extraordinaria" . Por este motivo, esta escultura se convirtió en modelo a imitar por otros escultores, que la reinterpretaron tanto en la modalidad de medio cuerpo como de cuerpo entero.
Es posible que la imagen se inspire en un grabado del holandés Cornelis Cort, cuyas estampas también fueron tomadas como referencia por el escultor en otras obras, siempre reinventado la iconografía para ajustarla, bajo el criterio español, a los postulados de la Contrarreforma, de la que se convirtió en un fiel intérprete, con una capacidad inigualable para conmover e incitar a la meditación y la oración a través de sus imágenes. A pesar de estar desprovista del atrezo de elementos postizos reales, la imagen se ajusta milimétricamente al relato evangélico: "Le vistieron con una túnica púrpura, le pusieron una corona trenzada de espinas y comenzaron a saludarlo: ¡Viva el rey de los judios! Y le golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando la rodilla, le hacían reverencias" (Marcos 15,17-19). De igual manera, Gregorio Fernández se ofrece al espectador haciendo suyas las palabras de Pilatos en el Pretorio: "Ecce Homo / He aquí el hombre", convirtiendo al humillado en todo un ejemplo de dignidad y magnificencia que forma parte de la mejor escultura española de todos los tiempos.

Grupo de Santa Isabel de Hungría y el pobre, 1621
Madera policromada
Iglesia del convento de Santa Isabel, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Todas las pinceladas que ofrece la hagiografía de la santa aparecen sintetizadas en el grupo ideado por Gregorio Fernández, especialista, por su enorme talento, en la creación de modelos arquetípicos que después eran copiados hasta la saciedad. En este caso dispuso dos figuras, Santa Isabel y un pobre o enfermo, en bulto redondo y con tamaño ligeramente superior al natural, ambos colocados sobre una larga peana decorada con piedras y gallones, lo mismo que las molduras que enmarcan su posición en el retablo, todo ello también policromado por el pintor Marcelo Martínez.
Santa Isabel aparece vestida con el hábito franciscano, coronada en su condición de reina de Turingia, sujetando en su mano izquierda un libro sobre el que reposa una corona, aludiendo a su faceta de fundadora de un centro hospitalario bajo patrocinio real, y ofreciendo un trozo de pan (desaparecido) al pobre situado a su lado, que arrodillado mira a la santa con gesto suplicante y extiende su mano derecha para recibirlo.
 En estas figuras Gregorio Fernández consolida dos prototipos personales. En primer lugar en la figura del pobre, en la que retoma una tipología ya utilizada previamente. En segundo lugar en Santa Isabel, donde consolida lo que se convertiría en prototipo personal en la representación de santas religiosas.
En efecto, en la figura del pobre vuelve a retomar el modelo que utilizara en 1606 en el grupo de San Martín y el pobre (Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid), encargado por don Agustín Costilla para ser colocado en la iglesia de San Martín. Aunque en aquel grupo la figura permanece de pie y la policromía ha sufrido repintes, la caracterización del pordiosero ofrece significativas similitudes, como las ropas humildes, piernas descubiertas, descalzo, sujetando un bastón en forma de «Tau» y con una escudilla colgando del cinturón, ofreciendo especiales semejanzas en el diseño de la cabeza, como los rasgos enjutos, el estar recubierta por un turbante realizado con vendas que deja visible a los lados abultados mechones del cabello que remontan la oreja, así como idéntico bigote, perilla de dos puntas y simulando una barba descuidada en la policromía, en ambos casos con el rostro elevado en gesto de súplica. Al igual que ocurriera con las figuras de los sayones de los pasos procesionales, Gregorio Fernández deja establecido en esta figura, realizada en plena madurez, un arquetipo aplicable a pobres desvalidos.
Por el contrario, en la figura de Santa Isabel inaugura otro arquetipo fernandino que aplicaría a otras santas revestidas de hábito, especialmente a Santa Teresa, como el brazo derecho abalanzado al frente, el izquierdo replegado y con la mano extendida sujetando un libro a modo de bandeja, el cuerpo en posición de contrapposto para definir una línea sinuosa que proporciona un movimiento que le hace desenvolverse con naturalidad y elegancia en el espacio, efectos completados con la disposición equilibrada de los pliegues del hábito, un elaborado trabajo en las tocas y, como toque personal e inconfundible, el manto sujeto al escapulario mediante un alfiler que origina al frente un pliegue triangular muy airoso. A todo ello hay que sumar la encarnación mate de la policromía y la ornamentación del manto y el escapulario con bellísimas orlas que simulan pedrería, adornos que eran exigidos en el contrato.
El conjunto presenta la característica envoltura de las figuras en ropajes voluminosos, el uso de pliegues angulosos que producen fuertes contrastes lumínicos y la incorporación de pequeños detalles magistrales, como los pequeños fruncidos en la doble toca que rodea el rostro, resueltas en finísimas láminas. Todo ello muestra la búsqueda de naturalismo que se hizo obsesiva en el escultor a partir de 1621, año en que realiza esta verdadera obra maestra, recurriendo, con la misma intención, al uso de sutiles postizos, como el trabajo de orfebrería de la corona que permite la fácil identificación de la santa franciscana. 

San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, Hacia 1622
Madera policromada
Real Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana 

La representación de San Ignacio
San Ignacio de Loyola fue el fundador de la Compañía de Jesús, tras su contacto en París con un grupo en el que se encontraban Pedro Fabro, Diego Laínez y Francisco Javier, siendo la Orden aprobada por el papa Paulo III en 1540. Como el santo no se dejara retratar en vida, el día de su muerte se hizo una mascarilla funeraria que fue coloreada por el piamontés P. Giovanni Battista Velati. De ella se hicieron varias copias en cera, una de las cuales fue traída a España por el padre Pedro de Ribadeneyra, que, para atenuar los rasgos mortuorios de la mascarilla, encargó al escultor jesuita Domingo Beltrán un modelo en barro de la cabeza con las facciones suavizadas. Este sería la fuente para el retrato realizado por el pintor Alonso Sánchez Coello en 1585, del que haría dieciséis copias más, del grabado realizado en 1597 por Pedro Perret, a petición del propio Ribadeneyra, y del grabado realizado en 1580 por Jan Sadeler.
Aquellos retratos fueron la base para la recreación de San Ignacio de Loyola realizada por Gregorio Fernández para el colegio jesuita de Villagarcía de Campos (Valladolid) con motivo de la beatificación del santo en 1610, donde le presenta revestido del hábito jesuita negro y sujetando el libro de sus Constituciones, del que en 1614 haría una versión mimética para el antiguo Colegio de la Compañía de Jesús de Vergara (Guipúzcoa), obra policromada por Marcelo Martínez que está perfectamente documentada.
Sin embargo, la imagen de San Ignacio de Loyola realizada para el centro jesuítico de Valladolid en 1622, colocada en el retablo-relicario del lado de la epístola de la actual iglesia de San Miguel, difiere de aquellas en algunos elementos. Su composición es más abierta, pues presenta los dos brazos levantados, sujetando en el izquierdo la maqueta de un templo clasicista, como símbolo de fundador de una orden eclesiástica, y portando en la mano derecha un símbolo jesuítico, con forma de custodia radiante, en cuyo interior contiene el anagrama "IHS" que alude a la Compañía por él fundada. Su cuerpo aparece de nuevo revestido por el hábito jesuita, compuesto por una sotana negra con alzacuellos, que se ceñiría  con un cinturón postizo de cuero real (desaparecido), que en la parte inferior presenta los característicos pliegues fernandinos de tipo anguloso y aspecto metálico, así como un manto con solapa que abierto difiere de sus primeras versiones, en las que el manteo aparecía replegado y cruzado al frente. En este caso, como ocurre en otras de sus esculturas, el manto ofrece el mayor naturalismo por estar tallado virtuosamente en finas láminas, simulando un paño real.
Verdaderamente extraordinario es el trabajo de la cabeza, tallada por separado del cuerpo, al igual que las manos, y encajada mediante vástagos, con las características de un auténtico retrato que pudo ser tomado de una de las mascarillas de cera. De forma muy redondeada, presenta una pronunciada calvicie, la frente ancha y un rostro de gran morbidez, tallado con gran blandura, con las venas enfatizadas en las sienes y arrugas de la piel remarcadas en los párpados.
La obsesión por el mayor naturalismo se patentiza en la incorporación de elementos postizos, como los ojos de cristal, con la mirada dirigida a lo alto, el desaparecido cinturón de cuero al que se ajustan los pliegues de la cintura, la maqueta de la iglesia, con dos torres y cúpula, y el ostensorio metálico con piedras preciosas engarzadas, a lo que se suma la corona en forma de diadema radiada que se inserta en una ranura practicada en el cráneo.
Realza su realismo la policromía aplicada por Marcelo Martínez en 1623, con matices propios de una pintura de caballete en la cabeza, con partes sonrosadas y barba incipiente, así como una vistosa orla que recorre el manto con labores de pedrería, otra que en el cuello simula perlas y pequeñas cenefas doradas en el alzacuellos, todo ejecutado a punta de pincel.   

La representación de San Francisco Javier
Forma pareja con el anterior, sobre el que ejerce como contrapunto. Ocupa la hornacina central del retablo-relicario del lado del evangelio y su historia es paralela a la imagen de San Ignacio de Loyola.

La escultura de San Francisco Javier puede considerarse como uno de los prototipos más logrados y personales de Gregorio Fernández. El santo aparece revestido por el hábito jesuita, compuesto por una sotana con alzacuellos y un manto que, a diferencia de la escultura de San Ignacio, se cruza al frente para apoyar uno de los cabos sobre el brazo izquierdo, recurso que produce un juego de pliegues diagonales, de trazado muy quebrado, que rompe el sentido verticalista de la figura, igualmente con partes trabajadas en finas láminas que sugieren una textura real.
También presenta los brazos levantados, de acuerdo a los recursos expresivos barrocos, lo que le permite moverse con libertad en el espacio, en este caso con la mano izquierda sugiriendo sujetar algún objeto y portando en su mano derecha un bordón rematado en forma de cruz. De nuevo la cabeza y las manos fueron talladas por separado y después ensambladas, ofreciendo en conjunto un aspecto más joven que San Ignacio, a lo que contribuye el cabello apelmazado que casi cubre las orejas y cae sobre la frente como un flequillo recto formado por pequeños mechones paralelos.
A diferencia de la cabeza de San Ignacio, en la de San Francisco Javier el escultor tuvo que recurrir a sus dotes creativas para recrear el supuesto aspecto del rostro del santo, aunque repite el tratamiento mórbido de la carnación, en este caso con la boca entreabierta, con los dientes visibles, y pequeñas arrugas junto a los párpados. Asimismo, en el cráneo lleva practicada una ranura para sujetar una corona del tipo de diadema radiante.
La policromía, que fue recuperada cuando la obra fue restaurada con motivo de ser presentada en la exposición Testigos, edición de Las Edades del Hombre celebrada en la catedral de Ávila el año 2004, se ciñe a los realistas matices de las carnaciones mates, que incluyen una barba incipiente, y al color negro del hábito, de nuevo con anchas orlas recorriendo los ribetes del manto, aunque en este caso se combinan motivos esgrafiados con otros aplicados a punta de pincel, lo que parece indicar que Marcelo Martínez, autor de la policromía7, habría sido obligado por los jesuitas a retocarla para mejorarla, detalles que se pusieron al descubierto durante la citada restauración.
Tanto la escultura de San Ignacio de Loyola, como la de San Francisco Javier, obras maestras de un Gregorio Fernández en plena madurez, siguen presidiendo los retablos colaterales del crucero que ocuparan en la que fuera la iglesia de la antigua Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Valladolid, que, tras la expulsión de los jesuitas por orden de Carlos III en 1767, fue reconvertida, bajo patronato real, en la iglesia de San Miguel y San Julián, manteniendo la advocación de dos templos que se hallaban muy próximos y que fueron derribados por su estado ruinoso. 
        
Virgen de las candelas o de la purificación, 1623
Madera policromada y postizos
Iglesia de San Lorenzo, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
La Virgen de las Candelas, de tamaño ligeramente inferior al natural —1,46 metros de altura—, en su visión general aparece impregnada del fuerte componente místico y melancólico que caracteriza las esculturas fernandinas, a lo que se viene a sumar la habilidad para recubrir la anatomía con una indumentaria ampulosa en la que, sin embargo, algunos elementos permiten adivinar una disposición de contraposto que origina un elegante y equilibrado movimiento cadencial de la figura en el espacio. Otro tanto puede decirse del esmerado tratamiento de los rostros de la Virgen y el Niño, que ofrecen una escena de maternidad llena de ternura.
La Virgen aparece erguida sobre una peana —sin la base con figuras o cabezas de querubines entre nubes que figuran en la Virgen del Rosario y en la Virgen del Carmen—, sujetando al Niño en su brazo izquierdo, como es habitual interponiendo un gran pañuelo entre su mano y el cuerpo del infante, y con el brazo derecho desplegado del cuerpo siguiendo las pautas que definen la gestualidad barroca.
Su anatomía aparece recubierta por una túnica roja que se sujeta a la cintura por un ceñidor o cíngulo, cuya disposición ligeramente en diagonal, junto a la inclinación de los hombros, sugiere una posición de contraposto, es decir, que el peso del cuerpo reposa sobre la pierna izquierda —donde recibe el peso del Niño—, lo que le permite flexionar la derecha hacia adelante, como se deduce de la posición del zapato apoyado en la puntera que levemente asoma bajo la túnica.
Como artificio genuinamente fernandino, la túnica es muy larga y produce en su caída, a la altura de los pies, una serie de pliegues que adquieren aspecto metálico, que, como los del resto de la túnica, más parecen abolladuras que drapeados textiles. Siguiendo los convencionalismos de la época, ajustándose a los postulados trentinos, la túnica aparece policromada en color rojo intenso prefigurando su papel co-pasionario en el futuro, con grandes motivos florales o primaveras de tonos dorados aplicados a punta de pincel. 
Igualmente, su cuerpo se cubre con un manto abierto el frente, con aspecto de capa, que por la inclinación de los hombros cae verticalmente a distinta altura fomentando el movimiento de la figura. Su aspecto también es rígido y con tenues pliegues metálicos, con parte de los bordes tallados como una fina lámina en un alarde de virtuosismo. Está policromado en azul, reproduciendo el firmamento mediante la aplicación a punta de pincel de pequeñas estrellas, y recorrido en los bordes por una orla verde sobre la que destacan medallones dorados en los que se fingen piedras preciosas.
Virtuoso es también el estudiado diseño y afinado trabajo de la toca blanca que le cubre la cabeza, que cayendo por la parte izquierda se cruza por delante del cuello como agitado por una brisa mística, produciendo sobre el hombro derecho un efectista juego de pliegues de sorprendentes valores plásticos. Otro tanto ocurre con el gran pañuelo de tonos violáceos sobre el que se sustenta el Niño nazareno, que cae formando elegantes pliegues ondulantes y se recoge entre la mano de la Virgen, cuyos separados dedos se hunden entre la tela consiguiendo un efecto naturalista en la línea de algunas célebres creaciones de genios como Miguel Ángel y Bernini, mientras que los dedos de la mano derecha se articulan con elegancia para sujetar un objeto postizo, en este caso una candela.
De gran belleza es el tratamiento de la cabeza, levemente inclinada y girada hacia la figura del Niño, donde bajo la toca aparece un rostro femenino de tersura adolescente, con parte visible de una larga melena rubia muy pegada a la cabeza. Las facciones describen un gesto melancólico y ensimismado, con grandes ojos de cristal, nariz recta y boca pequeña ligeramente entreabierta. En el trabajo de encarnación a pulimento destacan leves efectos sonrosados en los párpados, mejillas y mentón, con las cejas y pestañas delineadas a punta de pincel.
Dotada de gracia y movimiento está la figura del Niño, con un cuerpo rollizo plenamente desnudo, como es habitual en el escultor. Su pierna izquierda se adelanta rompiendo el estatismo, mientras con los brazos gesticula en actitud de bendecir. Su cabeza se aparta del modelo característico del escultor en las figuras del Niño Jesús en cuanto a la talla del cabello, en la mayoría de los casos ensortijado y con un gran bucle sobre la frente. Aquí el cabello es lacio, con mechones afilados de tonos rubios muy pegados y recortados sobre la frente. Su gesto es sereno y como la Virgen lleva aplicados ojos postizos de cristal.
Los valores plásticos de la talla y la gracilidad de la composición quedan realzados por la excelente policromía, de tonos luminosos muy equilibrados y contrapuestos a la severidad de la Virgen del Carmen, de cuya tipología deriva.
Conviene recordar que por su gesto melancólico, durante varias décadas del siglo XX, la imagen era desprovista de la figura del Niño y metamorfoseada en Virgen de la Alegría para desfilar en Semana Santa en la procesión del Domingo de Resurrección con la Cofradía del Santo Sepulcro, que en 1996 contrataba con el escultor vallisoletano Miguel Ángel Tapia la realización de una nueva imagen de titularidad propia para celebrar el 50 aniversario de la fundación de la cofradía.
Actualmente la Virgen de las Candelas, después de su consolidación y limpieza llevada a cabo el año 2008 en el taller de restauración Arte Valladolid, luce en todo su esplendor en una pequeña capilla de la iglesia de San Lorenzo, expuesta al culto de forma musealizada con la imagen sobre un pedestal de piedra y ocupando un espacio de aspecto absidial, del mismo modo que lo hace en una capilla contigua el grupo de la Sagrada Familia, también genial creación de Gregorio Fernández.   

La Inmaculada Concepción, 1623
Madera policromada
Iglesia del convento de la Concepción del Carmen, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana
Como es de suponer, el fervoroso movimiento "inmaculista" también tuvo su incidencia en el resto de España desde los primeros años del siglo XVII, con su correspondiente repercusión en la escuela castellana a cuya cabeza se encontraba el taller de Gregorio Fernández en Valladolid, que se incorporó al movimiento religioso creando un arquetipo personal de diferentes características a las que presentaban los modelos andaluces.
Para constatar estas diferencias, podemos recurrir a los repetidas imágenes que creara en Sevilla el escultor Juan Martínez Montañés, autor de un modelo que alcanzaría un gran fervor popular, para contrastarle con el creado en Valladolid por Gregorio Fernández, de enorme difusión por el norte de España.
Juan Martínez Montañés fue el creador de una Inmaculada de aire clasicista, con la Virgen representada con unos veinte años, de pie y con una marcada disposición de contrapposto sobre una base formada por nubes entre las que aparecen cabezas de querubines. En su composición prevalece el movimiento al presentar la cabeza ligeramente ladeada y con la mirada dirigida hacia abajo con los ojos semientornados, las manos levantadas a la altura del pecho en gesto de oración, pero delicadamente desplazadas hacia la izquierda para romper la simetría, al igual que la pierna izquierda flexionada y adelantada y parte de la melena sobre el hombro derecho. Como indumentaria viste una amplia túnica de cuello muy cerrado que llega a los pies hasta cubrirles, así como un manto que cae desde los hombros y se recoge cruzado al frente bajo el brazo izquierdo formando un conjunto de pliegues diagonales que aumentan su naturalismo, un recurso expresivo utilizado por el escultor para generar un gran dinamismo y dotar de gracia a la figura, que es presentada como la nueva Eva triunfante sobre el mal.
Modelo de Gregorio Fernández. Izda: Inmaculada, iglesia de Santa Clara, Valladolid.
Centro: Inmaculada, iglesia de San Marcelo, León. Dcha: Inmaculada, catedral de Astorga (León)
 

Al igual que los pintores, el escultor incluye una serie de atributos que identifican el dogma de la Inmaculada Concepción, como los querubines en la base, símbolo de gracia divina al estar asistida por Dios, así como la media Luna, un símbolo cristianizado de la antigüedad —presente en la diosa Isis egipcia y en la Artemisa griega— que representa el principio femenino opuesto y complementario al Sol (referido a Cristo en la cosmología cristiana), de modo que se presenta a los fieles como madre universal y dispensadora de gracia. Suele aparecer coronada con doce estrellas, símbolo de las doce tribus de Israel. Se remata con una rica policromía con motivos vegetales en los paños —primaveras— en la que prima el brillo del oro. De sus repetidos modelos el más apreciado es el destinado a la catedral de Sevilla, realizado en 1628 y policromado por Francisco Pacheco (maestro de Velázquez) y Baltasar Quintero, al que la religiosidad popular dio el sobrenombre de "la Cieguecita".
Gregorio Fernández creaba para Castilla un modelo completamente diferente, con María representada en su adolescencia virginal —con unos quince años— y una disposición frontal, simétrica y estática. El rostro, dotado de una belleza ingenua, se dirige al frente, en unas ocasiones con la mirada dirigida hacia abajo y en otras elevada al cielo, siempre con un gesto de ensimismamiento y trascendencia. Las manos se juntan en actitud de oración y humildad en el centro del pecho y su melena, extremadamente larga, se derrama simétricamente sobre el manto en forma de largos filamentos ondulados que se continúan por la espalda.
 Es precisamente la disposición del manto y de la túnica lo que define el arquetipo, el primero cayendo en vertical por los lados para quebrarse en la parte inferior en forma de duros pliegues que adquieren un aspecto metálico, con la peculiaridad de aparecer recogido en la espalda con un alfiler, lo mismo que lo hacían las damas de la época, pues la escultura va trabajada al completo por tratarse de imágenes procesionales. El efecto se repite en la túnica, cerrada al cuello y anudada a la cintura por un cíngulo fijado con un lazo, cuyos pliegues también son excesivamente duros y metálicos.
La única diversificación que hizo Gregorio Fernández en el arquetipo por él creado fue la alternancia en la base de los motivos simbólicos. En unos casos coloca tres cabezas de querubines entre nubes, cuyo significado ya se ha explicado, y en otras un monstruo vencido con aspecto de dragón que como la serpiente es símbolo del pecado, de la tentación y la envidia, significando el triunfo sobre el pecado original cometido por Eva, que con la Virgen —la nueva Eva— queda redimido y el mal aplastado. En ambos casos también figura la media luna, símbolo inmaculista por excelencia.
Gregorio Fernández concibe la imagen de la Inmaculada con más connotaciones simbólicas y místicas que naturalistas, aunque la policromía de los paños acusa la tendencia a utilizar colores lisos, blanco para la túnica y azul para el manto, la primera ornamentada con primaveras de gran tamaño y el segundo con motivos menudos y una ancha cenefa con medallones recorriendo los bordes. Fue frecuente que el modelo fernandino se exhibiera en los altares con corona de reina y rodeada de un resplandor que abarca todo el cuerpo como el que presenta el modelo de 1623 del convento de la Concepción, conocido popularmente como convento de Santa Teresa (su cuarta fundación), que constituye una de las versiones1 más bellas salidas de manos del escultor junto con la conservada en la catedral de Astorga, datada en 1627.

 

Próximo Capítulo: Capítulo 13 - Escultura barroca española - Segunda parte - Gregorio Fernández, Juan y Pedro de Ávila 

 

 

 

Bibliografía
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