La introducción de la orden del Císter
en España: Cronología
El monasterio navarro de Fitero ha
sido tradicionalmente considerado el más antiguo de toda la Península
Ibérica, situándose su fundación en 1140. Ese año, Alfonso VII donaba
el lugar de Niéncebas al abad y los monjes que vivían en la ermita de
Santa María de Yerga sin especificar la orden a la que pertenecían en
ese momento ni tampoco la que deberían seguir a continuación. En realidad,
hasta 1145 no aparece el cenobio adscrito a la observancia cisterciense,
estando formada probablemente la comunidad de Yerga al principio por un
grupo de anacoretas que, como ocurrió en muchas ocasiones, acabó por
adherirse al Císter, quizá entre 1147 y 1148. Aunque, basándose en un dudoso
documento publicado por L. Dailliez, se haya propuesto recientemente un
adelanto de la adscripción al Císter de Fitero a un momento anterior a 1145,
quizá 1141, el análisis de la fuente, como J. C. Valle señaló, sugiere que
ésta fue objeto, por lo menos, de una severa interpolación que le resta
crédito.
Valparaíso, uno de los establecimientos más
antiguos de los reinos hispánicos, no parece sin embargo que fuera ya
cisterciense en 1137, como pretendía L. Torres Balbás. El origen del monasterio
debe buscarse en una alberguería dedicada a la atención a los peregrinos que el
presbítero zamorano Martín Cid había instalado en Peleas. En 1143, Alfonso
VII le otorgó una donación con la condición de que abrazara la disciplina
bernarda, y esa es la fecha habitualmente aceptada para la adscripción
cisterciense del monasterio.
De igual manera, la temprana cronología de 1140
que M. Cocheril, siguiendo la tradición, proponía, con reservas, eso sí,
para Monsalud, se ha retrasado hasta después de 1165. Tampoco se acepta
actualmente la adscripción al Císter de Oseira en 1140 o 1141, ni mucho menos
la fecha de1137 propuesta por L. Torres Balbás, situándose su afiliación
en un momento posterior a 1148, posiblemente durante la segunda mitad del
siglo, y debiendo tenerse en cuenta, además, que la primera referencia
explícita a la orden bernarda no aparecerá en la documentación hasta los años
90 del siglo XII.
El monasterio de Sacramenia que asoma en los
textos a partir de 1141no parece que fuera en ese momento, como se ha creído,
cisterciense. En realidad, el primer indicio que permite suponerlo
adscrito a la orden aparece en una donación de 1147 otorgada por el obispo
de Segovia Pedro de Agen en la que se indica que los monjes debían
procurarse el alimento con su propio trabajo. Una referencia clara al Císter no
se encuentra hasta 1179, si bien es probable que en Sacramenia ya se
observaran las normas bernardas algo antes de 1162, año en que recibe el
encargo de fundar una filial en Rute, que poco tiempo más tarde aparece en
dependencia cisterciense. Atendiendo a estos datos, resulta difícil que, como
ha supuesto J. Pérez-Embid, las donaciones otorgadas al monasterio por Alfonso
VII a partir de 1144 tuvieran como objetivo favorecer en Castilla la
implantación del Císter.
Según la tradición, el monasterio de Melón
habría sido fundado en 1142 por Alfonso VII, en dependencia del Císter
desde el principio. Esta adscripción, sin embargo, no aparece de modo explícito
hasta 1165, si bien parece posible que el cenobio gallego pasara a
los monjes blancos hacia 1154-1158.
Para Valbuena, hace ya tiempo que la fecha
tradicional de 1143, más tarde retrasada a ca. 1151, se considera producto de
un equívoco diplomático, correspondiendo la noticia que relaciona
explícitamente el monasterio fundado por Estefanía Armengol con el Císter al
año 1153.
Problemas semejantes oscurecen la fundación de
Meira, monasterio considerado cisterciense a partir de 1142 o 1143, cuando esa
filiación no se manifiesta documentalmente hasta 1161, siendo posible, en todo
caso, suponerla efectuada en torno a 1151-1154. Aunque Huerta es
considerado cisterciense por la tradición desde 1142o 1144, sabemos que en
realidad el monasterio pasó a la familia bernarda en 1151, gracias a la
donación realizada por Alfonso VII ut faciatis ibi Ordinemde Cistels. Como se
verá más adelante, el Emperador abandonó pronto su fundación, que sobrevivió
gracias al ingreso en el establecimiento de Martín de Hinojosa.
En realidad, y según demostrara J. C. Valle
Pérez, de entre el conjunto de monasterios cistercienses fundados entre 1140 y
1143, el que dispone de documentación más antigua que indiscutiblemente
lo adscribe a la orden bernarda es el gallego de Sobrado. En efecto,
la concesión realizada en 1142 por Fernando Pérez, Sancha González y
Urraca Vermúdez se refiere explícitamente al Císter como su beneficiaria. Esa
es la fecha fundacional aceptada sin discusión que, a causa de las dudas
que aquejan a las cronologías de los demás establecimientos, lo convierten en
el primer cenobio indudablemente perteneciente a la orden en España. Parece que
en Sobrado se acomodaron en ese momento monjes borgoñones enviados por Bernardo
de Claraval, iniciando de este modo los cistercienses su instalación y
difusión en los reinos hispánicos.
Durante los años siguientes, las fundaciones se
suceden. Además de las ya citadas, en 1147 se establecieron los bernardos en La
Santa Espina, bajo la protección de la infanta Sancha, hermana de Alfonso VII.
Ese mismo año, una comunidad femenina
cisterciense se instaló por primera vez en territorio hispánico.
El monasterio de Tulebras tuvo su primitivo
solar en Campos Boetus, lugar cerca de Tarazona proporcionado por García
Ramírez de Navarra. El monarca estuvo casado con Urraca, una hija ilegítima
de Alfonso VII y de la dama asturiana Gontrodo Petri. Urraca había sido educada
por la infanta Sancha, y se unió en matrimonio al rey de Navarra en 1144,
cuando era una niña de sólo once años.
Resulta tentador imaginara la joven reina
inspirando a su marido la selección de la orden monástica llamada a acomodarse
en las proximidades de Tarazona, y suponer que la preferencia le habría sido
inculcada por la infanta Sancha, protectora de la Santa Espina. Como veremos
más adelante, sin embargo, esta suposición resulta incierta pues la
poderosa hermana de Alfonso VII manifestó un marcado eclecticismo en su
política de promoción religiosa, en la que no puede advertirse una preferencia
marcada por ninguna orden. Un gusto por la variedad piadosa que probablemente
traspasó a su pupila, pues Urraca, retirada en Oviedo tras su temprana viudez,
apoyó a su madre en la fundación fontevrista de La Vega, a la vez que
otorgaba generosas donaciones a la sede de San Salvador y a los
monasterios de San Vicente y San Pelayo, sin que parezca haberse interesado
particularmente por los bernardos durante sus años de independencia ovetense.
Mucho más insegura resulta la época en la que
el monasterio de Monfero pasó al Císter, pues si bien se cree generalmente
tardía, situándose a partir de 1201, otros autores son partidarios de
adelantarla a ca. 1147.La suposición que hace de Santa María de Rioseco una
institución cisterciense en 1148 carece de soporte histórico, no
apareciendo tal hecho documentado hasta 1170-1171. Resulta insostenible la
propuesta que considera al monasterio de La Oliva, en el reino de Navarra,
adscrito al Císter en 1134, pues sabemos que el cenobio se pobló con una
comunidad bernarda hacia 1150, gracias a una donación realizada por Ramón
Berenguer IV al abad de Scala-Dei.
Aunque rápidamente suspendido, en el monasterio
de Toldanos, perteneciente al grupo de Carracedo, se realizó un intento de
adscripción al Císter hacia 1152.
Los detalles se explicarán más adelante. La
afiliación de Montederramo fue fijada por M. Cocheril en 1153, aunque
parece que debió producirse entre 1155, año en el que aparece por última vez
bajo la advocación de San Juan, y 1163, primera mención del
Císter. Santa María de Bujedo de Juarros es un buen ejemplo de lo difícil
que resulta en ocasiones establecer con seguridad el año en que un
monasterio se adhiere al Císter. Aunque la fundación efectiva no se produciría
hasta años más tarde, sabemos que se hicieron dos intentos frustrados: el
primero en 1157 y el segundo en 1159. Falta por analizar el
complejísimo caso de Moreruela, de cronología discutidísima. L. Torres Balbás
lo suponía cisterciense en 1131, y tanto M.E. Martín como H. P. Eydoux sólo un
año más tarde. En caso de ser acertada esta datación, Moreruela sería,
indiscutidamente, el monasterio cisterciense más antiguo de España. Sin
embargo, ya M. Cocheril situaba su afiliación en torno a 1158, y ésta es
la opinión que ha prevalecido, pues ese año se registra la última aparición
textual de la dedicación a Santiago. En 1162 la documentación indica
explícitamente que el cenobio se encontraba en dependencia bernarda,
referencia corroborada por el hallazgo de una inscripción que señala ese año
como el del inicio de las obras de la cabecera.
Un análisis independiente requiere el caso
portugués, objeto de una reciente revisión que ha intentado convertirlo en la
avanzadilla cisterciense de España. La propuesta ha provocado una apasionada
polémica que aquí no haremos más que intentar resumir.
Hasta hace sólo unos pocos años, se aceptaban
las fechas de implantación cisterciense propuestas por M. de Oliveira más
tarde revisadas por M. Cocheril. Según el primero, el más antiguo monasterio
cisterciense portugués habría sido Tarouca, establecido probablemente en
1144. En opinión del historiador francés, la preeminencia le
correspondería a Sever, fundado en 1143. Les seguirían el fracasado Mouraz
(1152), Alcobaça (1153 o algo después), Lafões (ca. 1162), Aguiar (1170),
Aguias (1170) y Salzedas (1196).
Estas dataciones, todas ellas posteriores a los
primeros ejemplos españoles, han sido
revisadas por M. A. Fernandes Marques. Veamos de qué modo y con qué
argumentos. La investigadora portuguesa considera que São Joaõ de Tarouca ya se
encontraría en dependencia del Císter en 1140, año en el que aparece sometido a
la orden de san Benito. M. L. Real acepta esta opinión, mientras que,
según J. I. de la Torre, siendo posible tal hecho, resulta sin embargo difícil
considerar al cenobio el monasterio cisterciense más antiguo del reino de León.
En realidad, la primera referencia explícita a su condición bernarda data
de 1144, momento en el que sabemos que los monjes servían a Dios secundum
ordinem cisterciensium. Así pues, no hay seguridad de que la reforma haya
llegado a Tarouca antes de 1143 o 1144.
Santiago de Sever es otro centro monástico cuya
afiliación al Císter se ha intentado adelantar, de 1143 a 1141 en
esta ocasión. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que tal hecho no
aparece en la documentación hasta1145, y que la transformación se debió
probablemente a la influencia de Tarouca. El caso de Santa Maria
de Salzedas parece estar mejor fundamentado. Tradicionalmente fechado en
1196, sabemos ahora que Teresa Alfonso, su fundadora, lo donó al Císter en
1157. En realidad, todo el razonamiento de M. A. Fernandes descansa sobre la
escurridiza figura de João Cirita y la revisión cronológica del establecimiento
de S. Cristóvão de Lafões. Su adscripción al Císter se venía situando
entre1161 y 1169, correspondiendo la primera referencia documental a este hecho
al año 1162.
Sin embargo, y siguiendo las noticias de
Rodrigo de Cunha, un cronista del siglo XVII fiable en opinión de
Fernandes, la investigadora considera que en Lafões existía ya una comunidad
cisterciense establecida en 1137, año en el que Alfonso Enríquez les
concedió carta de coto. El grupo, inicialmente eremítico, estaría dirigido por
João Cirita y habría sido reformado por influencia del obispo de Oporto João
Peculiar. A partir de esta base de operaciones, Cirita habría extendido la
nueva ordenación a Tarouca, Sever, Aguias y Salzedas. Este esquema tropieza con
numerosas dificultades. A las documentales ya nos hemos referido. Pero además,
la figura de Cirita dista mucho de ser bien conocida, e incluso se ha
sugerido que bajo este nombre se aglutinen varias personalidades diferentes.
Por otro lado, resulta difícil imaginar a João
Peculiar, el otro personaje al que se supone involucrado en la reforma
cisterciense portuguesa, interesado por ella cuando parece que sus preferencias
piadosas se inclinaban hacia los canónigos regulares de san Agustín, cuyo
establecimiento de Coimbra favoreció. En fin que, así las cosas,
bien podemos seguir considerando, siempre a la espera de nuevos hallazgos
o interpretaciones, al monasterio de Sobrado como la más antigua fundación
documentada de los reinos de León, Castilla y Portugal. Para terminar, y si
bien de interés secundario para los objetivos de este trabajo, no puede
abandonarse el capítulo inicial sin una breve referencia al
establecimiento de los monjes del Císter en las tierras aragonesas y catalanas.
A Veruela se le supone el monasterio más antiguo de la Corona de Aragón,
habiendo sido fundado en 1146.
Efectivamente, ese año Pedro Atarés concedió al
abad de Scala-Dei el lugar de Veruela para fundar un monasterio, donación
confirmada por Ramón Berenguer IV en 1155. El patrocinador era nieto de
Sancho Ramírez y bisnieto de Ramiro I
y fue aspirante al trono, pretensión
frustada según recuerda Jiménez de Rada. Tanto la fecha de fundación como la
promoción de Pedro Atarés fueron puestos en entredicho por L. Dailliez,
que supone falso el documento que refiere estos hechos, al no mencionar
explícitamente al Císter ni a la Virgen María, argumentos, por
cierto, bien endebles. Daillez, además, cree a Veruela bernardo desde 1145
por obra de García Ramírez, basándose en el documento citado
anteriormente que J. C. Valle encontraba dudoso y que, supuestamente
conservado en un archivo particular, nadie, aparte del propio Dailliez, parece
haber visto nunca.
Entre 1151 y 1153 se fundó el monasterio
de Poblet, por iniciativa de Ramón Berenguer IV apoyado en el linaje de
Cervera. Por los mismos años, se establecían los cistercienses en Santes
Creus, recibiendo igualmente el apoyo del conde de Barcelona, que contó en esta
ocasión con la ayuda de la casa de Montcada. En 1152 se inició el complejo
proceso fundacional de Santa María de Rueda. Entre ese año y 1154, la familia
Maarcanda, de origen francés, promovió la creación de un monasterio en Salz en
dependencia de Gimont. Juncerías, una granja del cenobio creada en 1162,
recibió su patrimonio al extinguirse aquél. Para terminar, la comunidad se
trasladó a Rueda en 1202, a una propiedad obtenida gracias a una donación
de Alfonso II de Aragón confirmada en 1182.Ya para terminar, en 1158 se
estableció la primera comunidad de monjas cistercienses de la Corona de Aragón.
Ese fue el año de la fundación del monasterio de Santa María de
Valldemaria.
De este apresurado recorrido por
los orígenes hispánicos de la orden del Císter nos interesan dos
aspectos fundamentales que se desarrollarán en los apartados siguientes de
este trabajo. En primer lugar, a juzgar por nuestros conocimientos actuales, la
iniciativa fundacional corresponde a Galicia. Además, el primer monasterio
documentado, Sobrado, no se estableció gracias a la promoción regia, sino a la
aristocrática.
Los Monasterios Cistercienses en el
Reino de Léon (siglos XII-XIII)
1- Introducción
Los monasterios leoneses de Santa María de
Sandoval, Santa María de Gradefes, San Miguel de las Dueñas y Santa María de
Carracedo presentan indudables aspectos comunes, sin duda provocados por su
proximidad geográfica y por el espacio histórico que comparten. Dicho lo
cual, el discurrir del tiempo los ha marcado de manera distinta.
Las reformas sufridas, la mayor dedicación por parte de sus rectores
benefactores, o el interés de las autoridades en su conservación, función y
mantenimiento, han influido en el resultado final que hoy podemos contemplar,
que, como en el caso del Monasterio de Sandoval, no es demasiado.
Si hay un elemento que haya conservado mejor
las características originales de los diferentes edificios monacales es la sala
capitular, por eso, en este trabajo se ha pretendido
ahondar en su diseño, configuración, ornamentación e
historia. Además, el hecho de que fueran lugar de sepultura de abades y
personas distinguidas, relacionadas directamente con los diferentes
cenobios, supuso que se pusiera un especial cuidado en su construcción y
ornamentación, lo que sin duda, nos permite reconstruir mejor la historia
artística de cada uno de los ejemplos. Para realizar este estudio, además
de contar con una suficiente bibliografía, hemos visitado los monasterios
elegidos, esto nos ha permitido ampliar su objeto principal, al toparnos con
otra serie de dependencias, como el palacio abacial en el caso de Carracedo,
que merecen algo más que una simple mención.
Se ha juzgado oportuno tratar otras cuestiones
además de las artísticas y arquitectónicas, para poner en contexto cada
construcción con el conjunto de circunstancias que la han rodeado, dotándola de
una personalidad propia dentro de la semejanza que viene determinada por su
proximidad en el tiempo o la pertenencia a la misma orden monástica. Para ello,
es preciso conocer el origen e implantación de la Orden del Cister
en Castilla y León, elemento que contribuye a la homogeneidad y, también,
profundizar en las motivaciones que llevaron a sus promotores a dedicar su
atención a esta obra. De alguna manera, para captar la esencia de
cada uno de ellos, hemos tratado de realizar un análisis que partiendo de
lo general nos acerque a lo particular. No podemos
olvidar la doble identidad de este tipo de edificios, que además de sercentros
de espiritualidad también debían contar con los elementos
necesarios atender a la satisfacción de las necesidades materiales de la
comunidad que los habitaba, lo que hemos tratado de poner de manifiesto a
través del estudio de las diferentes dependencias señalando los elementos
que las caracterizan, según la función a la que estuvieran dedicadas. El mejor
ejemplo lo encontramos en las salas capitulares, allí se lee el capítulo, pero
también se reparten las tareas que componen el trabajo diario. En este lugar
sagrado se da reposo al cuerpo material, mientras el alma acude a su ulterior encuentro
con el creador. Para finalizar, el trabajo de campo nos ha permitido, aparte
del aporte de elementos gráficos, la constatación en primera persona de aquello
que habíamos podido estudiar a través de las fuentes consultadas, en unos
casos, y las modificaciones que también han tenido lugar desde que se llevaron
a cabo los diferentes trabajos que nos han servido de soporte bibliográfico.
La orden del
Cister en Castilla y León
Origen e
implantación de la orden
A la hora
de establecer una fecha concreta como entrada de la orden cisterciense en
la península ibérica, nos encontramos como la mayoría de estos con diversas
hipótesis que han llegado, incluso, a generar importantes divergencias entre
los autores que se han aproximado a la materia. Lo que no admite duda
ninguna es el origen francés de la orden, concretamente de la región de Borgoña.
Aquí nos encontramos
con dos importantes abadías, la de Clairvaux erigida por San Bernardo en 1115 y
la no menos importante de Morimond, nacidas ambas en la misma fecha. A partir
de estas comienza la expansión del Cister en territorio francés,
que prosigue con la fundación de otras como las de Ferté y Pontigny.
Tradicionalmente se ha
considerado como inicio de la expansión de la orden por España la creación de
los monasterios de Moreruela (Zamora), incorporado a la orden aproximadamente
en los años 1131 ó 1132 y Fitero, de origen castellano, pero actualmente en
Navarra. No obstante, el investigador del Cister gallego, Carlos Valle Pérez,
afirma que el primer monasterio cisterciense en la península ibérica es Santa María
de Sobrado (A Coruña) cuya incorporación a la orden se produce concretamente el
14 de febrero de 1142.
Por su parte, la
implantación cisterciense de la otra gran abadía, Morimond, tendría
su punto de partida en el Monasterio de Veruela,
en el reino de Aragón, en el año 1146, una vez descartada,
por falta de documentos concluyentes, la de Sacramenia en la provincia de
Segovia.
Como ya hemos señalado, es un conflicto de
difícil solución el acordar fechas exactas para las primeras
fundaciones cistercienses en la península ibérica, por
lo que dejamos apartado este asunto, señalando algunas referencias
bibliográficas que tratan de arrojar luz a este tema. Centrándonos en el ámbito
geográfico que delimita nuestro trabajo tenemos que señalar que la presencia de
la Orden del Cister es tardía, siendo entre 1201 y 1203cuando se incorpora el
monasterio de Carracedo situado en la comarca del Bierzo, en la provincia
de León. Debemos dejar constancia,
desde un principio, que ninguno de los monasterios
objeto de nuestro estudio pertenecen a una primera generación de monasterios
cistercienses. Antes de continuar es conveniente señalar las figuras que intervinieron
en la propagación de la orden en la península ibérica.
Promotores y promotoras de la orden
cisterciense
La historia no se escribe sin las personas que
la han construido con sus actos. La introducción del Cister en los reinos
de Castilla y León no es una excepción a esta regla por lo que
debemos hacer mención de aquellas, generalmente grupos familiares, muchas veces
emparentados entre sí, de alto rango social que lo han hecho posible.
Si consideramos al
Monasterio de Sobrado como el primer núcleo cisterciense en la península
ibérica no podemos dejar de mencionar
a los miembros de la Casa de Traba Fernando y Bermudo
Pérez de Traba, quienes tras heredar este solar abandonado lo entregan a los
monjes cistercienses provenientes de Claraval, y cuya familia continúo haciendo
importantes donaciones a este cenobio.
Otros monasterios relacionados con esta familia
son: el de Monfero afiliado a la orden en 1147, anterior enclave benedictino.
El de Oseira que pasó a depender del Cister en1150, el monasterio femenino de
Ferreira de Pantón, Meira en 116, Moreira, también femenino en 1183; Santa
María de la Consolación de Perales en 1160 y considerado el primer centro
femenino de la orden bernarda, Montelaturce en 1181.
ay otros casos donde la relación entre algunos
monasterios y la familia Traba es más dudosa, como ejemplos podemos señalar
Santa María de Bujedo de Juarros, cenobio cisterciense masculino y, del
femenino de Santa María de Aza “aún más incierta resulta la relación del
linaje gallego con los fundadores de Gradefes”.
Otra dinastía a
destacar es la de los Haro “decididos protectores del Cister, pudiendo advertirse
además en su política promotora una especialización en la rama femenina de la
orden”.
Entre los monasterios
patrocinados por esta familia podemos destacar: Fuencaliente en Soria fundado
en 1175 o 176, monasterio femenino; San Andrés en1181, también femenino;
Monasterio de monjas Vileña dependiente de las Huelgas y entregado al cister en
1122; Otero de Dueñas adscrito a la orden Bernarda entre 1240 y1245 vinculado
directamente con Gradefes “un nuevo indicio que refuerza la suposición de
un vínculo familiar entre los fundadores de Gradefes y los Haro,
quizá a través de los Traba”; Barria, femenino como la gran mayoría de
los anteriores “aparece documentado por primera vez en 1217, y sabemos que
pertenecía con seguridad al Cister en 1232”. Y por último Herce entre 1242
y 1246.
Otras familias destacadas son los Armengol y
Ponce de Cabrera, así como la familia de Ponce de Minerva. Por su parte los
reyes y sus familias juegan un importante papel promotor en las funciones
cistercienses.
Algunos ejemplos que merecen ser
destacados son los siguientes.
Resulta incontrovertible
la participación de Alfonso VII “en el paso al Cister de Valparaiso en 143”
(p. 682) más dudosa es su intervención en Sacramenia “la primera referencia
documental que relaciona claramente a Sacramenia con la orden bernarda no es
anterior a 1179” (p. 682). Por su parte Santa María de Rioseco “no fue
con seguridad cisterciense hasta 1170 o 171, muerto el emperador hacía ya
catorce años” (pp. 682-683). A diferencia de los anteriores existe
constancia de la intervención de Alfonso VII en la instalación de monjes
cistercienses en Santa María de Huerta “sin embargo, el monarca se
desentendió pronto de su sustento y el monasterio sólo superó sus problemas
económicos gracias a la protección ejercida por particulares y, especialmente,
a partir de la profesión de Martín de Hinojosa” (pp. 682-683).
Capítulo aparte merece el matronazgo
desempeñado a favor de la orden por Sancha Raimúndez hermana del monarca, quien
fundó entre 1143 y 1147 el Monasterio de Santa María de la Santa Espina. Si
bien, este es el único monasterio fundado por doña Sancha no menos cierto,
es que, la actividad desplegada por esta resulta imprescindible para el
desarrollo de la orden la península. Otros ejemplos de la actuación llevada a cabo por Sancha
Raimúndez nos podemos encontrar en San Isidoro
de León, Sahagún y los monasterios asturianos de San Pelayo y San
Vicente.
Su actividad no estuvo exenta de conflictos,
como el que mantuvo con su tía doña Elvira Alfonso, fundadora del cenobio de
Toldanos, que enfrentó a ambas y requirió la intervención de Bernardo
de Claraval.
La principal aportación de Alfonso VIII con el
Cister tuvo lugar en el Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas de
Burgos, aunque la verdadera artífice de la protección, fuera en este caso,
también una mujer, la reina Leonor “a pesar de la
generosa dotación de las Huelgas, el exclusivo establecimiento burgalés señala
los últimos momentos de esplendor de la orden del Cister. En época de
Alfonso IX no se registra otra fundación que la de Valdediós en Asturias,
formalizada ca. 1200 en dependencia de Sobrado. Sabemos con toda seguridad que
en el reinado de Alfonso X tuvo lugar la instalación de monjas
cistercienses en San Clemente de Córdoba.
Según Raquel Alonso
Álvarez “esta decadencia convierte en particularmente interesante la decisión
adoptada por María de Molina, que fundó el monasterio cisterciense de las
Huelgas de Valladolid en 1320. La elección resulta sorprendente si tenemos en
cuenta la evidente predilección que la reina sentía por las órdenes mendicantes”
(pp. 686-687).
No podemos
dejar de hacer un breve inciso, para poner
en situación la intervención de las familias aristocráticas y su
relación con la Orden y la monarquía en el desarrollo y expansión del Cister en
los Reinos de León y Castilla. A este respecto, debemos tener en
consideración la obra llevada a cabo por Alfonso VII, relacionándola con “una
teoría que adjudicaba a la orden del Císter un papel destacado en la
colonización de nuevos territorios y en el afianzamiento de las fronteras
supuestamente impulsado por Alfonso VII, en ocasiones a través de los magnates
a los que hacía entrega de los solares monásticos” (p. 689).
Sin embargo, para J. Pérez-Embid el trabajo roturador desarrollado
por los monjes del Císter tendría, como mucho, una influencia secundaria en su
difusión hispánica, a la vez que recordaba el eclecticismo piadoso que llevó a Alfonso
VII a proteger centros religiosos de la más diversa filiación.
Para Raquel Alonso “suele olvidares que, en
realidad, Alfonso VII intervino en un escaso número de fundaciones
cistercienses” (p. 690). Aunque “sí se encuentra claramente relacionado sin
embargo con la adscripción de Valparaíso a la orden Bernarda” (p. 690).
En relación con este
supuesto favor del Rey hacia la orden de San Bernardo, la misma autora
sostiene “en mi opinión lo que no puede sugerirse
siquiera es que la orden cisterciense haya conseguido de los reyes de León
y Castilla unos beneficios ni remotamente parecidos a los antaño obtenidos por
Cluny, monasterio favorecido con el fabuloso census duplicatus”.
Este comportamiento
ambivalente, de otorgar privilegios a unas u otras órdenes, se puede predicar
no solo del monarca, si no de sus familiares más directos, como su hermana
Sancha Raimúndez o su hija Urraca como confirma Raquel Alonso y está presente
en las donaciones que lleva a cabo el emperador a favor de familias destacadas
“cedió Alfonso VII Moreruela a Ponce de Cabrera, para que fundara un
monasterio sin especificar de qué orden, Nogales a Vela Gutiérrez Propter
amore servicii quod fecisti smihi multotiens, sin
entrar en más detalles” (p. 693).
Hayamos explicación
al comportamiento real si lo ponemos en relación con las relaciones
políticas de la época, que hacían necesaria una estrecha colaboración, entre nobles
y reyes, con el objeto de mantener sus respectivas situaciones de poder “quid pro
quo”.
La intervención de mujeres
pertenecientes a las clases más altas y generalmente emparentadas con la
realeza en la promoción, expansión y consolidación de la orden de san
Bernardo es significativa en los Reinos de León y Castilla, como ya hemos
tenido ocasión de comprobar al mencionar la obra llevada
a cabo por insignes mujeres como Sancha Raimúndez, Urraca, Elvira
Alfonso o María Alfonso de Meneses; más conocida como María de
Molina. “Se considera probado que, en comparación con el resto de Europa, en
los reinos occidentales hispánicos la conciencia del linaje, entendida como sucesión
lineal masculina que excluye a los parientes colaterales, se impone con retraso”
(p. 701). Esta destacada intervención, de manera lógica, teniendo en cuenta la sociedad
de la época, tiene mayor relevancia en los cenobios concebidos para mujeres. “Aún
es más evidente la importancia que la representación señorial alcanzó en los monasterios
femeninos, una relevancia que debe, al menos en parte, explicarse en relación a
la independencia que las damas castellanas conservaron en una Europa en la que
las mujeres eran cada vez menos poderosas” (p. 702). La importancia
del papel de la mujer en estos reinos lleva, incluso, a que puedan disponer de
alojamiento en cenobios destinados a hombres y, a que los monasterios
femeninos dispongan de amplio servicio religioso “catorce capellanes
atendían a las dueñas de las Huelgas de Burgos entre 1226 y 1250, sólo dos más
de los que se encontraban al servicio de las de Santa María de Cañas” (p.
704). Como consecuencia destacable de este poder femenino, numerosas mujeres de
origen noble, no solo fueron promotoras de los distintos monasterios, sino
también directoras de los mismos, en franca contraposición a lo que venía
sucediendo en otros Reinos de Europa. Esto tuvo
como consecuencia que los cenobios se adaptaran para poder recibir
las importantes visitas que estas recibían.
Como conclusión final, de esta
intervención femenina, no podemos dejar de coincidir con Raquel Alonso
Álvarez “Si admitimos que Sobrado fue el primer monasterio cisterciense
español, deberemos suponer también que fueron los Traba
los introductores de la orden en la península ibérica. Creo que se
puede ir algo más lejos: cuando en otras familias, más tarde, aparece la
preferencia Bernarda, esta nueva devoción suele coincidir con un enlace matrimonial con un miembro femenino del grupo
gallego” (p.707).
Tipología de una abadía cisterciense
Cualquier edificio ya sea propio de
arquitectura civil o religiosa debe tratar de ajustarse de la mejor manera
posible a la función para la que ha sido creada. Una abadía es el lugar
donde no solo habitan los monjes sino que, es en el que también pasan su vida,
oran, trabajan, meditan y se reunen. También debe servir para dar solución a
otra serie de necesidades más terrenales como la comida, el descanso, el aseo
etc. Es por ello que las distintas abadías se construían para atender
a la satisfacción de estos fines.
Otro aspecto importante
era la localización de la abadía generalmente en valles fértiles próximos a
arroyos o a la vera de los ríos, con el objeto de facilitar a los monjes la
consecución de su propio sustento.
Siguiendo el plano
ideal de Wolfgang Braunfels (Fig. 1), el interior del recinto se delimitaba
el lugar de la iglesia, el primer edificio que se construía generalmente con tres
naves y de cruz latina, junto a la que debían levantarse el resto de edificios.
Adosado al crucero sur
se encontraba la sacristía. El claustro regular corre paralelo a la nave sur de
la iglesia con cuatro galerías en cuadro. En la galería de oriente se abre
una puerta que da acceso a la sala capitular, siempre en la misma posición
del templo, con la cabecera mirando hacia oriente. Es la pieza más importante
de la casa después de la iglesia, por los usos a que estaba destinada.
Siguiendo por la misma ala de mediodía se encontraba el locutorio, a
continuación de la sala capitular, donde los monjes dejaban sus cogullas y
escuchaban de labios del abad la distribución del trabajo diario. Más adelante
estaba el scriptorium o sala de estar de los monjes y sobre la misma ala en
el primer piso se hallaba el dormitorio, local
corrido en el que se alineaban las camas. Se accedía a él
por una escalera que arranca casi siempre desde el mismo crucero del templo, o
bien estaba entre la sala capitular y el refectorio. No lejos de este, en todos
los monasterios solía haber un local llamado calefactorio cuya finalidad era
calentarse los monjes en invierno y rasurarse la barba.
El refectorio, en todos
los monasterios se hallaba en la parte opuesta del templo, normalmente
perpendicular al claustro, con el fin de poder llevar a cabo sucesivas ampliaciones.
Esta dependencia solía ser de primorosa arquitectura, como puede comprobarse en
la actualidad y, dentro del mismo solía incorporarse un tornavoz
o púlpito, que podía ser exento siendo construido por lo
normal en madera o en algunos casos incorporado en el muro
del refectorio, desde el que se leían los textos sagrados. Quizá uno de los más
bellos ejemplos sea el de Santa María de Huerta, (Fig.2) fechado en el siglo
XIII.
En el patio dentro del
claustro procesional, es común la ubicación del lavabo, donde los monjes se
aseaban antes de efectuar las comidas del día. Su lugar era contiguo
al ala del claustro de mediodía frente a la puerta de acceso al refectorio.
Adosada al comedor se encontraba la
cocina, con todas sus dependencias anejas entre ellas cabe destacar la cilla o
despensa donde se guardaban los alimentos. La mayoría de ellas estaban dotadas
de agua corriente, al menos en los cenobios cistercienses más modernos.
En la panda occidental
del claustro se encontraba el conocido como pabellón de conversos, destinado a
aquellos hermanos que bajo estricta disciplina monástica se encargaban de
cubrir las necesidades de mano de obra en las abadías, permitiendo con ello a
los monjes centrarse en sus actividades espirituales y religiosas. Este espacio
se dividía a su vez en distintas dependencias, entre las que cabe destacar un
refectorio o domus conversorum, sobre el que solía situarse el
dormitorio de los conversos y por último un corredor que solía cubrirse con
bóveda de cañón, con madera o incluso, a veces descubierto. Se encontraba
situado entre la cilla y la galería claustral, permitía la deambulación
desde sus dependencias en la parte occidental del monasterio hasta su coro situado en los primeros tramos de la
iglesia y normalmente separado del coro de los monjes por
una reja.
Otras dependencias
habituales y que no se repiten en todos los modelos son:
el palacio abacial, estancias privadas del abad, que evolucionaron desde modelos muyexiguos
y modestos como la de Suger en Saint-Denis hasta verdaderos palacios abaciales.
El plano de Saint-Gall (Fig. 3) pone de manifiesto que ya desde finales del siglo
VIII los conjuntos monásticos tendieron a singularizar un espacio propio para
el abad de manera independiente. La ubicación en el plano mencionado resulta
muy clara, situándose en el flanco opuesto al claustro pero colindante con el
coro. La existencia de estos espacios diferenciados como bien nos indica el
doctor José Luis Senra tiene origen “en una interpretación en exceso
elástica del capítulo 56 de la regla (de mensaabbatis)”.
La enfermería, el
noviciado, la portería, la capilla de forasteros, el compás, espacio abierto a
la entrada de los monasterios en el que los servidores vivían y trabajaban en
los distintos oficios; la hospedería, para acoger a los huéspedes que llegaban
al monasterio; las granjas y el hospital, en el siglo XII fueron numerosos los hospitales
regidos por la orden del Cister.
La sala capitular
Debemos partir de la
premisa de que el esplendor y la importancia adquirida por los templos, pudo
dejar en un segundo plano a las edificaciones monásticas.
En Europa, no obstante, son numerosos los ejemplos correspondientes a los
siglos del XII al XVI que nos han llegado y que nos permiten calificar a las
salas capitulares como uno de los cinco principales tipos de edificación
monástica junto con: claustro, fuente conventual, refectorio, dormitorio y la
propia sala capitular.
Una de las características propias de la sala
del capítulo, viene dada por el hecho de que su pared frontal, en la que
generalmente se sitúa la puerta de acceso, estaba realizada con el mismo
material con el que se fabricaba el claustro, abriéndose a este a través de
varias arcadas, siendo común que constara de un portal y dos o cuatro ventanas.
Como ya se ha dicho constituye junto a la
capilla la pieza más significativa de todo el conjunto monástico, tal vez
por ello, es la que ha llegado hasta nosotros representada en mayor
número.
La orden del Cister se
regía por La Regla de San Benito, compuesta por 73 capítulos los
cuales eran leídos diariamente por los monjes en la sala capitular del
monasterio, de ahí su nombre (Fig. 4). La funcionalidad es de gran
importancia para la orden ya que los capítulos de la regla marcaban las
pautas para la vida espiritual y laboral del monasterio.
Un lugar de reunión y de conferencia que en su
origen no tuvo un emplazamiento físico, realizándose estas reuniones en el coro
u otro espacio de la iglesia. Los monjes escuchaban al abad en silencio, se
trataban temas relacionados con la disciplina y las costumbres del monasterio,
se daban instrucciones espirituales y se realizaban confesiones públicas con
reprimendas incluidas.
La estructura abovedada
facilitaba que el discurso del abad, realizado desde un punto concreto, llegara
con claridad hasta el perímetro de la sala.
Parece plausible que el
conocimiento acústico de los monjes, y de los maestros de obra, fuera profundo
y que diseñaran arquitectónicamente los recintos para que tuvieran la
mejor acústica posible.
El acceso generalmente
se producía directamente desde el claustro por medio de un portal muy
elaborado con ventanas que permitían la visión desde fuera.
En la parte externa de
estos ventanales se situaban los novicios, que podían de esta manera asistir al capítulo, sin participar en él, pues solo cuando se convirtieran en monjes
podrían situarse en la parte interna. En la pared del fondo se podían situar
ventanas que proporcionaban luz a la sala. Solían ser de
planta cuadrada, aunque en algunos casos podemos encontrarlas de planta
rectangular, con columnas en el medio: dos, cuatro y en ocasiones seis. Son
pocas las construcciones que cuentan con una sola columna en el centro (Fig.
5).
En muchos cenobios
el suelo de la sala se encuentra a un nivel inferior al del claustro,
facilitándose el acceso a la misma a través de escalones.
El mobiliario de la sala, consistía principalmente en una serie de bancos,
de piedra o madera, adosados a los muros y en el centro un atril, donde
se depositaba el libro que el monje leía y el abad comentaba. En
los asientos, los hermanos profesores se disponían por orden de antigüedad a
los lados del abad.
El epicentro de la sala
debemos buscarlo en la zona superior de las columnas y las bóvedas, debido
a la importancia que tiene la correspondencia entre nervios
y capiteles (costumbre cisterciense). Los capiteles son de gran diversidad
de manera que combinan decoraciones muy ornamentadas con otras mucho más
sobrias, mezclándose en ocasiones lo clásico con lo gótico y lo floral con lo
ornamental. Es inabarcable la enorme variedad, reflejo sin duda, de la
diferente personalidad artística de sus constructores.
Un aspecto
diferenciador de las distintas salas a lo largo de los siglos viene dado por la
utilización de distintos materiales de cantería y también por los distintos
métodos de trabajo de la misma dependiendo del lugar donde se procediera a la
construcción.
Así, junto al elemento principal cisterciense aparece otro; el elemento francés, inglés,
alemán, español, italiano o polaco.
Era importante que las salas estuvieran bien
iluminadas, puesto que en ellas como ya hemos mencionado se hacía lectura del
capítulo. Generalmente la luz penetraba en la sala a través de
las arcadas abiertas en la entrada y también gracias a las ventanas situadas en
la parte posterior.
Por lo general las
salas solían situarse bajo el dormitorio, lo que impedía que tuvieran
una altura destacada. Es preciso señalar a este respecto que los
monasterios femeninos presentan unas cubiertas más elevadas
respecto a los de comunidades de monjes, algo que no
ocurre en los capítulos de monjas francesas. Tradicionalmente se ha afirmado que
la gran elevación de los capítulos de monjas, obligó a colocar el dormitorio de
las monjas en otra ubicación, estableciendo así una variante topográfica
respecto a los de monjes.
Sin embargo, en mi
opinión, y aunque pueda parecer, en principio,
un juego de palabras, el planteamiento debe ser invertido. Al no situarse los dormitorios
encima de los capítulos, estos pueden elevarse, en fechas avanzadas, pues no
hay obstáculo alguno que se lo impida. Además, de este modo, estarían
más acordes con los léxicos del momento. Otra respuesta a esta peculiaridad
puede ser que al ser los monasterios de monjas posteriores en el tiempo nos
encontramos ya plenamente en el gótico con su búsqueda de la verticalidad.
Dentro de las funciones
realizadas por el abad, una de las más importantes era la de presidir la
reunión capitular diaria, en la sala capitular se reunía junto con los monjes
donde emprendía la lectura de un capítulo de la regla, para, a continuación,
hacer un comentario aclaratorio sobre este que en ocasiones se acompañaba de un
brillante sermón con textos de San Bernardo o de otros santos monjes. “El
abad había de hacer después la conmemoración del día con la lectura del
Martirológio y poner especial énfasis en el llamado capítulo de faltas, con la
adecuada fijación de penalizaciones. Sin embargo, al abad se le aconseja el
ejercicio de la autoridad con moderación y equilibrio”.
En estas reuniones además de la lectura de los
capítulos de la regla también se realizaban los actos relacionados con la
administración patrimonial (compraventas, contratos) y actos jurídicos de
diversa entidad. Las confirmaciones que han dejado constancia de estos actos
denotan que a los mismos no acudía toda la comunidad monacal, sino únicamente los miembros más destacados por edad, por el cargo
que desempeñaban o por la experiencia y conocimiento que podían aportar. En la
reunión diaria, del mismo modo, se llevaban a cabo los nombramientos, se
repartían entre los monjes las diferentes tareas y se anunciaban
acontecimientos. Por lo tanto el capítulo diario era el encargado de “combatir
el relajamiento de la regla y la ociosidad de los monjes manteniendo el
equilibrio intramuros”.
La figura del abad
debía de ser la garantía de la buena marcha de un monasterio, envida, y de su
protección tras la muerte. Por ello, mitrado y con báculo, sus restos eran depositados
en la propia sala capitular, siguiendo una costumbre benedictina que arranca de
la segunda mitad del siglo XI, a pesar, de que no consiguieron la
autorización pertinente hasta 1180. Su nombre quedaba recogido en
el Abaciologio del monasterio, e incluso si durante su vida había
destacado dentro de la orden podía convertirse en venerable y su recuerdo
quedaba incluso fijado en la hagiografía cisterciense.
Pronto los fundadores y
benefactores quisieron ser enterrados también en
este privilegiado lugar, a pesar de no contar con la autorización expresa del ´
Capítulo. “El testimonio
más antiguo de este caso en los reinos de León y Castilla data del 25 de febrero
de 1178, cuando la princesa Urraca la asturiana, hija ilegitima de Alfonso
VII y reina consorte de Pamplona, dona cinco granjas al monasterio de Sandoval
a cambio de que los monjes celebraran todos los años un aniversario el día de
san Juan Bautista por su alma y la de su padre Alfonso VII” como
veremos más adelante en el epígrafe dedicado a este monasterio. Con el
discurrir del tiempo la facultad de enterramiento en la sala alcanzó a
distintos miembros de una misma familia, llegándose a configurar verdaderos
panteones familiares en la sala capitular como sucedió en el monasterio de Huerta.
Generalmente las sepulturas se realizaban, bien
en fosas excavadas en el suelo cubiertas en ocasiones con lápidas, en lucillos
practicados en los muros laterales o en sarcófagos exentos en el centro de la
sala. Este último caso es el también reflejado en este trabajo de la reina
Urraca en Sandoval. A modo de arcosolios y ocupados generalmente por abades,
encontramos el caso de Carracedo (Fig. 6). Por último señalar que en algunos casos los vanos laterales de la portada de acceso también
fueron utilizados como lugares de inhumación, como es el caso de Monsalud.
Gradefes de Rueda
Gradefes de Rueda, localidad en la que se
encuentra el monasterio de Santa María la Real, es una pequeña villa situada a
la orilla derecha del río Esla, en la zona de Rueda, en plena vega. El
monasterio se nos muestra plenamente integrado en el tejido urbano, pues no en
vano surgió a su sombra. Para llegar a Gradefes, localidad situada a unos 40 km
de León, la ruta más rápida transcurre por la N-601, de León a Valladolid,
hasta que a la altura de Mansilla de las Mulas nos desviamos a la izquierda en
dirección a Cistierna; tras 20 km de recorrido nos desviaremos nuevamente a la
izquierda para, un kilómetro más adelante, llegar a Gradefes. Otra ruta, más
corta pero por una vía secundaria más tortuosa, parte de la N-601 a la altura
del Puente de Villarente en dirección a Gradefes.
A la hora de reconstruir la génesis histórica
del monasterio cisterciense de Santa María de Gradefes contamos con la
insustituible aportación documental recogida en el Libro Tumbo (1594) mandado
realizar por la última abadesa perpetua del monasterio, doña María Quiñones
Pimentel y obra de fray Mateo de la Vega, monje de Santa María de Sandoval y en
los más de 700 documentos que conforman su fondo. Los orígenes del monasterio
femenino de Gradefes se remontan a la era 1206 (1168), siendo su fundadora y primera
abadesa la noble leonesa Teresa Petri (Teresa Pérez), esposa del caballero
García Pérez, fallecido en 1166. Fundación que se llevará a cabo en un lugar
que fue donado por el monarca Alfonso VII el Emperador a ambos cónyuges el 25
de agosto de 1151 y posteriormente enriquecido con los bienes patrimoniales del
matrimonio fundador, situados en su mayoría en los márgenes de los ríos Cea y
Valderaduey; se trata de una modalidad de fundación (la del patrocinio
particular sobre la base de un patrimonio de realengo) que, como ha recordado
Joaquín Yarza, “se había utilizado en lo carolingio, otoniano, románico: una
dama aristocrática, viuda, soltera, etc., dota, o hace que algún familiar
masculino dote, una nueva abadía de la que se nombra abadesa dirigiendo un
señorío eclesiástico que, naturalmente, escapará de la familia a su muerte…”.
Santa María la Real de Gradefes fue una de las
siete filiales del monasterio navarro de Santa María de la Caridad (Tulebras)
de donde partieron, en 1168, algunas de las monjas que se hicieron cargo de la
nueva fundación y a su vez fue origen de varios cenobios cistercienses: Santa
Colomba de las Monjas (1181), próximo a la villa zamorana de Benavente, y en
1245 siendo abadesa de Gradefes doña Teresa Alfonso y a instancias de doña
María Nuñez de Carrizo, que hacía vida monástica en Carrizo, el ya desaparecido
de Otero de las Dueñas. En 1199, pasará a ser jurisdicción de la abadesa del
todopoderoso monasterio burgalés de Las Huelgas.
Ya en el siglo XVII (1629), y como consecuencia
de una de las disposiciones adoptadas en el Concilio de Trento (la que
determinó la conveniencia de que los monasterios femeninos se unieran o se
trasladasen a poblaciones con suficiente número de habitantes) o bien por el
estado ruinoso en que podría encontrarse el monasterio, las religiosas se
trasladaron a una casa provisional proporcionada por el Ayuntamiento de la
villa de Medina de Rioseco (Valladolid), casa en la que permanecieron hasta
1632, momento en el que doña Isabel de Quiñones Bravo y Acuña, una monja
procedente de Carrizo, ocupó el cargo abacial y las hizo regresar a su casa de
origen.
En 1868, después de la desamortización y del
decreto de supresión de órdenes religiosas, en Gradefes únicamente permanecían
dos religiosas, pero la llegada en 1880 de la comunidad procedente del
monasterio cisterciense de Avilés y, dos años más tarde (1882), de las de Otero
de las Dueñas, dio visos de continuidad al cenobio. Una de las últimas
incorporaciones procede del monasterio de monjas bernardas cistercienses de
Alcalá de Henares, suprimido por la Santa Sede el 11 de julio de 1999.
Monasterio de Santa María la Real
De todo el conjunto cabe destacar su iglesia,
declarada Monumento Histórico-Artístico por RD de 2 de septiembre de 1924 y, en
1985, Bien de Interés Cultural con categoría de Monumento. Más recientemente,
por el Decreto 147/2001, de 17 de mayo, la Consejería de Educación y Cultura de
la Junta de Castilla y León ha delimitado el entorno de protección de la
iglesia, uno de los edificios hispanos en el que mejor podemos apreciar la
sensación de orden, perfección y esencialidad que rigió la arquitectura de los
cistercienses. Junto con parte de la estructura del claustro en tres de sus
lienzos o pandas y la sala capitular, el edificio cultual es lo único que nos
resta del cenobio primitivo.
Aunque son muy escasos los datos que poseemos
respecto a la construcción del primer edificio eclesial sabemos que el proyecto
original lo dotaba de una amplia cabecera con girola o deambulatorio
–singularidad ya desarrollada casi medio siglo antes en el monasterio zamorano
de Moreruela (1132)–, pero la mala situación económica que atravesó la
comunidad a lo largo del siglo XIII impidió su completa ejecución, sobre todo
en lo que respecta a las naves. Las obras de construcción puede que se
iniciaran en el transcurso del último cuarto del siglo XII, concretamente en
1177, nueve años después de su fundación, tal y como recoge el epígrafe
–considerado como fundacional– que aún se conserva y del que hablaremos más
adelante. Posteriormente, entre 1239 y 1242, era fray Sancho, tal vez monje de
Sandoval, el que “tenía la obra…”, es decir, muy probablemente fuera el
maestro de obras, un dato muy a tener en cuenta a la hora de explicar los
múltiples nexos artísticos que guardan estos dos cenobios (especialmente en
cuanto a motivos decorativos, capiteles, perfiles de nervios, etc.), además muy
cercanos entre sí. Que en aquellos momentos se estaban llevando a cabo obras en
el monasterio lo corrobora además un documento datado en 1240 por el que doña
Miesol y su hija concedían licencia a la abadesa para entrar y salir por sus
tierras a la pedrera de Valdefañe con carros y bueyes.
De la primitiva iglesia monasterial –en un
primer momento erigida con piedra caliza probablemente procedente de las
canteras de Boñar– sólo se conserva su amplia y luminosa cabecera, compuesta
por un espacio absidal central de planta semicircular, sobreelevado por tres
escalones y precedido de un tramo recto, una girola dividida en siete tramos y
tres absidiolos de igual tipología planimétrica que se corresponden con los
tramos centrales de la girola –faltan los dos correspondientes a los extremos–
todo ello acusado al exterior: es lo que se ha denominado “corona de
capillas”, solución arquitectónica ensayada en el tercer cuarto del siglo
XII dirigida muy probablemente a posibilitar la celebración diaria de cultos
ordinarios que encontramos en varios edificios cistercienses masculinos (Santa
María de Moreruela, Zamora; Santa María de Fitero, Navarra; Santa María de
Veruela, Zaragoza; Santa María de Poblet, Tarragona) y en la catedral de Ávila
pero excepcional, por única, entre los femeninos, incluso entre los franceses
pues el de Flines es mucho más tardío que el leonés (siglo XIV). Una solución
que surgió, en opinión de uno de nuestros mayores especialistas en arquitectura
cisterciense, José Carlos Valle, en empresas constructivas borgoñonas ajenas a
lo cisterciense de la Île-de-France y territorios cercanos e inspiradas a su
vez en las obras llevadas a cabo en Saint-Denis durante el abadiato de Suger.
Una estructura a la que se añadió el primer tramo de un cuerpo de tres naves,
mientras que el resto (la prolongación de la nave central y la de la epístola,
y la construcción del coro) data del siglo XVII.
La girola posee cinco tramos trapezoidales
cubiertos por bóvedas ojivales que descansan, a través de arcos apuntados en
arista, sobre los pilares de la capilla mayor y responsiones muy recios con
tres semicolumnas adosadas que dividen los ventanales de los absidiolos,
cubiertos dicho sea de paso, con semicúpulas y el central con paños cóncavos
sobre nervios.
La iglesia consta, además, de un pequeño
crucero no desarrollado en planta y de tres incipientes naves de un solo tramo,
pues la construcción de estas últimas se debió de paralizar a poco de iniciadas
las obras. Será en una tercera fase mucho más tardía, con la construcción del
coro monástico en la nave central –articulada en cuatro tramos mediante arcos
fajones apuntados– cuando concluyan las obras del templo.
El proceso constructivo de la iglesia –en el
que ya hemos dicho que intervino, como maestro de obras, fray Sancho
(1239-1242)– fue muy lento: todavía en el siglo XVI se añadió un tramo al
templo y en el XVII se concluye el coro y la nave principal.
En cuanto al ábside central o capilla mayor
–abierto al tramo de las naves por un arco triunfal de medio punto sobre
semicolumnas adosadas que suben a la misma altura de las que soportan las
ojivas–, decir que consta de dos cuerpos separados por una sencilla imposta: el
inferior alcanza hasta la altura de la girola y consta de siete arcos apuntados
y doblados (cinco corresponden al espacio absidal y dos al que le precede,
generalmente denominado presbiterio) que apean, utilizando un sistema de
raigambre ultrapirenaica, sobre fuertes pilares cruciformes con parejas de
columnas entregas en sus caras interiores, así como finas columnillas en los
codillos y otras, más sencillas, en las interiores. La parte superior se
articula verticalmente en cinco tramos, cada uno de ellos con su
correspondiente vano de medio punto sobre finas columnillas y gran derrame al
interior.
En lo concerniente a las cubiertas y a los
soportes utilizados cabe destacar la utilización de complejas bóvedas ojivales,
cuyos nervios delimitan paños cóncavos, que apoyan sobre unos estilizados
soportes compuestos por pilares cruciformes con semicolumnas adosadas. Sin
duda, y por lo que respecta a los soportes, Santa María de Gradefes presenta
junto con el masculino de Santa María de Sandoval una de las tipologías más
desarrolladas “producto de un momento artístico de cambio que preludia la
llegada de las formas góticas…”, según Fernández, Cosmen y Herráez; de
hecho los empleados en la separación de la capilla mayor y girola –pilares
cuadrados compuestos y muy corpulentos– presentan grandes analogías con los de
Santo Domingo de la Calzada. Por su parte los arcos constructivos continúan con
la tradición, de medio punto, mientras que en los decorativos alternan con los
apuntados. Destacar muy especialmente la bóveda de cinco ojivas que,
convergiendo en una clave central, apean sobre las columnas intermedias de las
arcadas inferiores.
Por lo que respecta a la iluminación –sin duda
otra de las grandes preocupaciones de las construcciones cistercienses– cabe
destacar su intensidad, procedente de los tres vanos de medio punto liso,
aspillerados al exterior y con profuso derrame al interior, que se abren en
cada uno de los absidiolos y los cinco abiertos en el ábside central. Sencillez
y sobriedad arquitectónica que se refleja también en los paramentos exteriores,
equilibrados por su simetría y articulación tanto horizontal como vertical. Si
observamos su cabecera desde el exterior vemos cómo los absidiolos tienen la
misma altura que la girola, sobre la que emerge el cuerpo superior de la
capilla mayor, articulándose el muro por contrafuertes de sección rectangular.
Separadas las tres absidiolas semicirculares
–tangentes entre sí, como en Moreruela– por pequeños contrafuertes de sección
triangular que se corresponden con los apoyos de los arcos fajones de la girola
en el interior, la absidiola central divide verticalmente su muro en tres paños
gracias a dos potentes y gruesas semicolumnas adosadas que, coronadas por
capiteles figurados, ascenderán hasta la cornisa, decorada profusamente con
multitud de modillones de variada temática ornamental.
Era al sur de la iglesia donde se localizaban
las dependencias monásticas, desde el siglo XVIII sustituidas en su mayoría por
sencillas dependencias que, desde el punto de vista constructivo, presentan un
innegable sabor popular. Esto es lo que ocurre con el austero claustro que, a
pesar de responder a su estructura primigenia en tres de sus pandas o crujías,
sólo conserva restos medievales en la este, en la adosada al muro meridional de
la iglesia, pues la oeste –dotada de dos plantas– data en su estado actual del
siglo XVIII, momento en el que se amplía por ese lado el monasterio, aunque
puede que se asiente sobre los restos de otra más antigua. Su traza es de una gran
sencillez pues en ella se abren simples arcos de medio punto sobre pilar.
Entre las primitivas dependencias monásticas
conservadas se encuentra –abierta a la galería oriental del claustro– la Sala
Capitular; este espacio, un lugar de congregación para la comunidad (en él se
reunían los monjes convocados por el abad después de la misa matinal, se leían
los capítulos de la orden, de ahí su nombre, y se hablaba de cuestiones que
afectaban el monasterio) posee unas dimensiones de 8,5 × 15 m, y a ella se
accede por una entrada monumentalizada que viene a reiterar las soluciones tradicionales
aplicadas por la Orden del Cister para este espacio: de arco ligeramente
apuntado, aparece flanqueada a cada lado por tres vanos ligeramente apuntados
también y de altura uniforme volteados sobre dos y tres pares de columnas que a
su vez reposan sobre un zócalo o poyo corrido. En su transformado interior se
conservan dos lucillos, de medio punto el abierto en el muro sur y apuntado con
decoración dentada o de “dientes de sierra” el norte, este último utilizado, a
modo de torno, para comunicar con la sacristía. En cuanto a su cronología José
Carlos Valle considera –teniendo en cuenta algún que otro elemento decorativo–
que fue erigida por el mismo taller y al mismo tiempo que la zona más antigua
de la iglesia abacial, es decir, a finales del siglo XII, a partir de 1190.
La escasa y sobria decoración arquitectónica
que encontramos en la iglesia aparece localizada en impostas y molduras, como
la que recorre toda la girola, de dos escocias y decorada con círculos secantes
en su recorrido por el ”presbiterio”; en los apoyos del exterior, cuyo
toro inferior aparece recorrido por una fila de ondas; en las basas áticas, de
doble toro y adornadas con garras, generalmente reproduciendo formas
fitomórficas –flores de lis– aunque en ocasiones representan cabezas zoomorfas;
en los capiteles, los de la capilla mayor dentro de la más pura tradición
cisterciense, con su cesta en forma de campana invertida y decorada casi
siempre con una fila de hojas poco abultadas que rematan en bolas o cogollos
angulares, y en los de la portada de la sala capitular, con hojas lisas
prácticamente sin resaltes, y en sus cimacios e impostas, decorados con arcos
entrelazados, motivo localizado también en los monasterios de Sandoval y en el
asturiano de Santa María de Valdediós.
No obstante también podemos apreciar otro tipo
de decoración en la que se entremezclan representaciones del Bestiario (arpías)
con bustos y figuras (un ángel), como ocurre en el tramo semicircular del
presbiterio; incluso escenas del Nuevo Testamento, como es el caso de la “Huida
de Egipto” que aparece en uno de los capiteles de la absidiola central y en
las ojivas (como las de la girola, con rosetas de ocho pétalos, y sus
respectivas claves en forma de medallón decoradas con motivos tales como el
Agnus Dei, san Miguel y el dragón, torsos humanos, motivos heráldicos, etc.).
Otro de los focos de atracción para la
ornamentación son las portadas; en Gradefes se conservan cuatro, dos en el lado
norte y otras dos en el sur. Notable mención merece la más antigua de las
conservadas, localizada en el lado occidental del tramo único de la nave norte
(o del evangelio) y única accesible al público, datada ya en el siglo XIII: de
doble arco apuntado sobre jambas y dos parejas de finas columnas, su arco
interior aparece guarnecido por dos boceles mientras que el exterior se decora
con un friso en zigzag paralelo (como en la sala capitular y en los monasterios
de Carracedo y Sandoval, motivo de origen ultrapirenaico, del norte de Europa,
profusamente repetido en las obras de nuestro románico tardío) que en nuestro
caso aparece enmarcado por una doble moldura apuntada. Completando el conjunto
aparece un guardapolvo corriendo por el extradós que se quiebra en ángulo de
90º a la altura de la imposta; sobre la clave del arco aparece tallado el
escudo de armas de los Pimentel y Castro.
Otra de las portadas, la septentrional, muy
deteriorada y cegada, consta de triple arco apuntado, el más exterior decorado
con un friso vegetal, sobre otras tantas jambas que hoy en día se encuentran
prácticamente destruidas.
En cuanto a las puertas abiertas en el muro sur
destacar de la más oriental –de arco apuntado y que comunica con la sacristía–
el friso geométrico que recorre el guardapolvo y de la más occidental –que
comunica con el claustro y está compuesta por un vano adintelado enmarcado por
triple arco apuntado– los capiteles de las columnas acodilladas, decorados con
sencillos motivos vegetales, muy planos, y con volutas en las esquinas.
Destacar también la decoración del acceso a la
sala capitular, con sencillos capiteles de idéntica tipología, con su cesta
adornada por hojas muy planas y estilizadas en forma de cáliz; la rosca de los
arcos se decora de igual manera que la del acceso a la iglesia, con un grueso
baquetón en zigzag. Un conjunto ornamental que se completa con los 65
modillones –incluyendo los de la capilla mayor– que encontramos bajo las
cornisas, decorados con un amplio repertorio de motivos tratados con no
demasiadas preocupaciones estéticas y de una cierta heterodoxia en cuanto a su
temática, y con dos vestigios de escultura funeraria localizados en el segundo
tramo de la girola: se trata de dos sepulturas con estatuas yacentes datadas a
finales del siglo XIII que suelen identificarse con las de los fundadores del
cenobio, el conde García Ponce y su esposa Teresa Pérez; sepulcros que fueron
trasladados aquí desde el monasterio de San Benito de Sahagún, lugar en el que
atendiendo a su voluntad –expresa en sus respectivos testamentos– recibieron
primera sepultura.
Sepulcros que se atribuyen a la
fundadora y su esposo aunque las últimas investigaciones los fechan, como
pronto, a fines del siglo XIV
En su conjunto, y salvo aportaciones locales en
cornisas, la decoración esculpida conservada en Gradefes responde –tanto por su
localización en capiteles, impostas, basas, arquivoltas, etc., como por su
decoración, básicamente geométrica y vegetal– a la sobriedad ornamental, casi
rigorista, propugnada por San Bernardo.
En el muro de la nave del evangelio, junto a un
lucillo, aparece empotrada una inscripción en la que, desarrolladas sus
abreviaturas, podemos leer:
(in) ERA M CC XV K(a)L(ENDA)S MARCH
FUNDATA E(st) (hec) EC (e)CL(essi)A S(an)C(t)E MARIE DE GRADEFES AB ABBATISSA
TERESIA.
“En la Era 1215 (año 1177), kalendas de
marzo (1 de marzo), fue fundada esta iglesia de Santa María de Gradefes por la
abadesa Teresa”.
No hay duda de que el texto hace clara alusión
a la fundación de la iglesia por doña Teresa Petri el 1 de marzo de 1177. Pero,
¿significa esto que las obras se iniciaron en ese momento?; y el epígrafe, ¿se
encuentra en su emplazamiento original? Para José Carlos Valle la iglesia
monástica de Gradefes, por su mayor desarrollo estructural y decorativo con
respecto a la de Sandoval, “abona la anterioridad de esta última, obligando a
datar el desarrollo constructivo o, a tenor de lo que se conserva, la progresión
de la primera desde aproximadamente 1190 o muy poco después...”.
Pero no es ésta la única inscripción que
encontramos en el interior de la iglesia, pues también se conserva un epitafio:
AQUÍ IAZE DON NICOLAS QUE FUE CAPELLAN
DESTE / MONESTERIO ET CANONIGO DE LA EGLESIA DE LEON ET / FINO DOMINGO XXII
DIAS DEL MES DE MARZO ERA DE MIL / E CCC E LX E V ANOS.
“Aquí yace don Nicolás, que fue capellán de
este monasterio y canónigo de la iglesia de León. Murió el 22 de marzo, domingo
de la era 1365 (año 1327)”.
Y Aurelio Calvo, en su magnífico estudio sobre
el monasterio, hace referencia a otro epígrafe, ahora desaparecido, que estaba
situado sobre la entrada a la sala capitular:
PAX IHC / INTRANTI / SINT PROSPERA /
CUNCTA PRAECANTI.
“Paz a quien aquí entra. Todo sea
favorable a quien ora y suplica”.
Santa María la Real de Gradefes alberga un
importante museo en el que se custodian, entre otras muchas piezas (sobre todo
de orfebrería de los siglos XVI-XVIII, estudiadas por Herráez), una Theotokos,
término popular surgido a mediados del siglo III para referirse a la
representación de la “Madre de Dios”, a la representación de la Virgen
con el Niño; una imagen estereotipada que triunfará en la iconografía cristiana
a partir del Concilio de Éfeso (en la actual Turquía) celebrado el año 431,
aunque su representación exenta como “Virgen Majestad”, como “trono
de divinidad” no se generalizará en Occidente hasta el siglo X .
Ésta de Gradefes posee un gran tamaño (casi un
metro de altura) y ha sido datada en el siglo XIII, si bien su policromía
actual data del siglo XVI. En buen estado de conservación, las figuras
mantienen una cierta actitud de atención y acogimiento hacia el fiel que se
acerca a ella a orar o simplemente para contemplarla. La Virgen –probablemente
hueca en un principio– se nos presenta con una corona que todavía conserva
algunos cabujones, haciendo referencia así a su realeza, y con una toca de
pliegues simétricos en zigzag que permite entrever sus cabellos; en su mano
derecha sostiene una esfera que recuerda la “manzana del Paraíso”,
motivo iconográfico con gran sentido teológico que ensalza su naturaleza
inmaculada y mediadora, mientras que con la otra mano sujeta al Niño por los
hombros. Este último, sentado sobre la rodilla izquierda de su madre, bendice
con la mano derecha mientras que con la izquierda muestra un libro abierto con
la siguiente leyenda: VERBUM CARO FACTUM EST ET HABITAVIT IN NOBIS (“El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”). Según Gómez Rascón cuando la
mano derecha está en actitud de bendecir, el Niño lleva el Libro no como Juez
sino como Maestro, que sería el caso que nos ocupa. De su indumentaria destacar
el ribete del cuello y el dorado fijador que se utilizaba para descansar la
mano en actitud cortesana.
Otra Theotokos de gran tamaño (78 cm de
altura), en bastante buen estado de conservación y procedente también de
Gradefes, se conserva en el Museo Catedralicio Diocesano de León. Datada por
Gómez Rascón en el siglo XII, la imagen fue tallada en madera y policromada, y
representa una Virgen sedente (a la que la falta el brazo derecho) que sostiene
al Niño sobre su rodilla izquierda, este último con su mano derecha en actitud
de bendecir y en la izquierda sujetando una esfera que “expresa totalidad,
señorío cósmico, por lo que es un término plástico propio de Cristo, pequeño
Pantocrátor a quien la Madre, como ‘expositor’, presenta, entronizado, al
género humano…”. Plásticamente todavía es deudora de esa tradición clásica
en la que predomina la frontalidad y una cierta simetría, rota únicamente por
la actitud de bendecir en la que se presenta el Niño. Un buen ejemplo de las
Theotokos caste - llano-leonesas, de una gran sobriedad y austeridad y con unos
volúmenes muy elementales. Aunque desconocemos la procedencia exacta de esta
talla, la admiración y veneración que la Orden del Cister sentía por la Virgen
hace plausible la posibilidad de que también proceda del monasterio.
Y por último cabe destacar otra talla en madera
policromada, un Cristo crucificado del tipo Christus Patiens y de gran tamaño,
ahora en la biblioteca del cenobio, que formaba parte de un Calvario del siglo
XIV cuyas restantes imágenes (María y san Juan) se encuentran en el Museo
Arqueológico Nacional de Madrid. La pieza, restaurada en la década de los
ochenta del pasado siglo, representa a Cristo muerto y su rostro, en el que
está ausente toda expresión de dolor, refleja una gran serenidad.
Villaverde de Sandoval
Villaverde de Sandoval, perteneciente al
término municipal de Mansilla Mayor, se encuentra tan solo a 22 km al sureste
de León. El acceso se realiza por la N-601 (León-Valladolid) hasta un par de
kilómetros antes de llegar a Mansilla de las Mulas, en donde un desvío a la
derecha (escasamente señalizado) nos conducirá directamente al monasterio
cisterciense tras atravesar la población de Mansilla Mayor.
En un terreno llano y no lejos de la
confluencia de los ríos Porma y Cea, aparece ubicado este cenobio masculino de
la Orden del Cister, rodeado de prados y tierras de cultivo. Abandonadas sus
dependencias por las comunidades monásticas que antaño le dieron vida, todavía
tiene lugar en su iglesia la celebración de la misa dominical (cumpliendo
funciones parroquiales de la cercana población de Villaverde) y otras de
carácter más o menos esporádico.
Monasterio de Santa María de Sandoval
Los orígenes del monasterio cisterciense de
Sandoval se remontan al año 1167, cuando el alférez real, de origen francés,
don Pedro Ponce de Minerva, y su familia (principalmente su mujer doña
Estefanía Rodríguez, fundadora además de los de Valbuena, Benavides y Carrizo
–en donde ingresó como monja hasta su muerte– y sus hijos Ramiro, María y
Sancha) deciden fundar –en unos terrenos (Saltus novalis) que habían
sido donados al conde en 1142 por el monarca Alfonso VII– un cenobio
cisterciense. Puesto que en 1152 el capítulo general de la orden había
prohibido las fundaciones de nueva creación (ex novo) los condes donaron el
terreno a don Diego Martínez y a unos monjes procedentes del monasterio
cisterciense de la Santa Espina (Valladolid). Convertido en filial del cenobio
vallisoletano, y de forma indirecta de Clairvaux su casa madre, la vida
monástica no surge en Sandoval hasta 1171. Desde ese preciso momento el
patrimonio y posesiones monásticas aumentan constantemente gracias a los
privilegios y múltiples donaciones de que es objeto por parte, principalmente,
de la monarquía: doña Urraca, Fernando II, Alfonso IX, Fernando III, etc.
De este último conservamos un documento de 1222
en los que da lugares y dehesas “para reparo del monasterio”. A finales
del siglo XV (1486-1487), ya en un momento de incipiente decadencia, entrará a
formar parte de la “Congregación de Castilla”, promovida por don Martín
de Vargas para restaurar la, a esas alturas, ya relajada observancia
bernardina.
La iglesia monástica
El templo de este Monumento Histórico Artístico
(declarado el 3 de junio de 1931), en el que se han llevado a cabo distintas
obras de restauración (1971-1972, 1992, etc.) –algunas con motivo de la
celebración del VIII centenario de su fundación, otras por iniciativas
particulares– fue erigido con grandes sillares de piedra caliza, bien
dispuestos a soga y regulares en su talla.
Presenta planta de cruz latina con triple nave
–la central de mayor altura que las laterales– cubierta con crucería y tres
tramos cada una de ellas; cuenta además con transepto desarrollado en planta
(como el leonés de Nogales, fundado en 1165 y ya prácticamente desaparecido)
con sus brazos cubiertos con cañón, mientras que los restantes lo harán con
bóveda capialzada de crucería cuatripartita –de ocho plementos en el tramo
central– y, por último, triple cabecera semicircular escalonada con ábsides
cubiertos por bóvedas de cuarto de esfera o de horno cuyos nervios, en forma de
abanico, apean sobre columnas adosadas a medios pilares; cada uno de los
ábsides (de mayor anchura y profundidad el central) aparece precedido de un
tramo recto cubiertos con cañón. Capillas que se abren a las naves por arcos de
medio punto doblados.
La iglesia todavía conserva varias puertas de
ingreso, dos de ellas localizadas en los brazos del transepto: la primera,
brazo norte, era la conocida como “Puerta del Cementerio” por comunicar
el camposanto monástico con la iglesia; la segunda se abre en el brazo sur y es
la conocida como “Puerta de Monjes”, por ser por aquí por donde accedía
la comunidad al templo desde el claustro.
Fachada occidental. Portada protogótica de la iglesia del
Monasterio de Santa María de Sandoval, en Villaverde de Sandoval (León)
Por último cabe señalar la que se encuentra a
los pies del templo, en el hastial occidental, más concretamente abierta a la
nave del evangelio. Otras comunicaban el templo con distintas dependencias,
como es el caso de aquella que –siguiendo el esquema clásico– se abriría en el
muro sur del transepto del mismo lado y que comunicaría con el dormitorio de
los monjes. Cuenta también con una escalera de caracol que permite el acceso a
las cubiertas, abierta en el muro occidental del brazo norte del transepto.
El tipo de soporte empleado es el pilar
cruciforme, sobre alto zócalo o plinto poligonal (concretamente octogonal
asimétrico), con semicolumnas adosadas en sus frentes –de fuste liso, basas
áticas y capiteles o bandas a modo de friso corrido– que se quiebran en
codillos angulares.
En el caso de los arcos fajones o perpiaños de
la nave central (apuntados y doblados, con molduraje abocelado) las columnas
interrumpen su fuste a elevada altura, sin llegar al zócalo, y descansan en
ménsulas; dobles y separadas por un fino listel en el caso de los arcos torales
(de medio punto y algo peraltados) y doble moldura de caña allí donde apean los
arcos formeros (también apuntados y doblados). Sobre dichos pilares apean los
arcos formeros y sobre las columnas los nervios y gruesas ojivas de las bóvedas.
En los muros laterales los arcos fajones de medio punto apean en medios
pilares, mientras que en los ángulos noroeste y suroeste las ojivas lo hacen
nuevamente sobre columnas adosadas. Al exterior los empujes se contrarrestaron
con los correspondientes machones o contrafuertes.
La
iglesia tiene planta de cruz latina y se estructura en tres naves, transepto
destacado y tres ábsides semicirculares.
Exteriormente los semicírculos absidales se
articulan verticalmente por unas triples columnillas que, arrancando del
zócalo, llegan hasta la cornisa, cumpliendo funciones de contrarresto; en el
central (dividido en siete paños por seis haces de triples columnas) se abre un
triple vano, único en los ábsides laterales o absidiolos (que constan de cinco
paños generados por cuatro haces de triples columnas); vanos de medio punto con
dobles columnillas a cada lado en el ábside central –visibles tan sólo por el exterior
ya que interiormente se encuentran ocultas por el retablo y es necesario entrar
en la llamada “capilla de las reliquias” para poder observarlos–
mientras que los abiertos en los ábsides laterales, apuntados, únicamente
presentan una columna a cada lado, en el codillo de la jamba.
Mientras que en las esquinas del hastial norte
del transepto se refuerzan con la presencia de contrafuertes, como también se
disponen en los muros de la nave central con la función de aligerar el empuje
que ejerce su abovedamiento, sobre el hastial sur se alza una espadaña barroca
de piedra, rematada por un frontón triangular y con sendos pináculos laterales,
compuesta de dos cuerpos en los que se abren vanos de medio punto (dos en el
inferior y uno en el superior).
Además de los ventanales practicados en la
cabecera, tanto en los paramentos de los brazos del crucero como en los de la
nave central, encontramos vanos de medio punto –de cronología románica los del
primer tramo– entre contrafuertes escalonados (remarcando al exterior la
división interna en tramos) o bien óculos o rosetones. Todos ellos ayudan a una
buena iluminación del templo, predominando el modelo de saetera, de clara
tradición románica.
Podemos distinguir en su construcción varias
fases o etapas:
– La primera, inmersa dentro de la denominada
arquitectura tardorrománica o de transición al gótico (finales del siglo XII,
principios del XIII), abarcaría un proyecto ambicioso al que pertenece la
totalidad de la cabecera, transepto y primer tramo de las naves (que incluiría
los cuatro pilares más orientales), empleando soluciones ya góticas tales como
ubicar sobre los soportes románicos cubiertas con ojivas o arcos cruceros de
refuerzo (sistema similar al existente, por ejemplo, en el cenobio cisterciense
de Monsalud de Córcoles, provincia de Guadalajara). Sabemos que en dichas obras
trabajaron –entre 1202 y 1262– los maestros Dominicus y Micael además de fray
Juan (magister operis en 1242), el monje Nicolás y Juan Peláez. En opinión de
Gómez-Moreno los autores de esta fábrica fueron los mismos que trabajaron en el
cercano monasterio femenino de Gradefes, “ganando respecto a ella, en
esbeltez y claridad cuanto pierde en complicaciones de estructura”.
– A una segunda, gótica enormemente tardía
(segunda mitad del siglo XV), se debería la prolongación de las naves en dos
tramos más (y por tanto también los dos pilares más occidentales, de similar
sección que los anteriores pero cantoneados) y el consiguiente cerramiento del
edificio por el hastial occidental. No debemos olvidar también el más que
probable recrecimiento de los brazos del crucero que ocasionó la perdida de la
primitiva cornisa, y con ella la de su primitiva decoración. ¿Por qué se detuvo
la construcción del edificio y se continuaron las obras en este período? Al
parecer, y en opinión de Fernández, Cosmen y Herráez, se debe a una serie de
condicionantes técnicos, principalmente a errores de cálculo a la hora de
proyectar las cubiertas y los soportes. De lo que no hay duda es de que el
responsable de esta “continuatio” o ampliación fuera el abad don Pedro
de la Vega, tal y como reza en una inscripción que se encuentra a los pies de
la nave del evangelio, en el muro norte. Dicha inscripción viene a decirnos lo
siguiente:
AÑO DEL SEÑOR DE MCCCCLXII AÑOS A XXVII
DIAS D MARZO EL ONRADO VARÓN D PEDRO DE LA VEGA ABBAD D ESTE MONAS COMENZÓ ESTA
OBRA EN SERVICIO DE DIOS Y AHORA DE SANTA MARÍA DE SANDOVAL.
– Y por último –siglo XVII– se llevó a cabo la
construcción de la espadaña y la reconstrucción o reforma del claustro
primitivo.
Dependencias claustrales
Reducidas la mayor parte de las múltiples
dependencias monásticas a informes paredones (o utilizadas, algunas de ellas,
como cuadras por aquellos modernos colonos que aquí se asentaron en la primera
mitad de este siglo), hemos de centrarnos en aquellas que se conservan
parcialmente localizadas en su mayoría en la panda oriental del claustro, y
todas del siglo XIII.
Este último se encuentra adosado al muro sur de
la iglesia, que en su estado actual es obra del siglo XVII. Consta de dos pisos
o galerías articuladas a base de arquerías con pilastras toscanas y pretiles,
las del piso superior cegadas por reformas posteriores abriéndose en su lugar
sencillas ventanas rectangulares con óculos en su parte superior. Todas las
pandas o crujías se cubren con bóvedas de lunetos fabricadas con ladrillo,
incluso la oriental y más antigua, aunque en algunos casos se pueden observar
restos de las primitivas bóvedas claustrales. Todavía conserva –de norte a sur–
varias estancias:
– Prácticamente en ángulo con el muro
meridional del brazo sur del transepto encontramos un hueco adintelado;
macizado en su parte inferior (1/4 de su altura total), podría tratarse el
primitivo hueco destinado a armariolum, es decir, a la librería monástica.
– Aparecen ahora dos pequeños accesos de medio
punto enmarcados por gruesos boceles. Podría tratarse, aunque si tenemos en
cuenta el plano cisterciense ideal elaborado por Aubert y Dimier aquí se
ubicaría la sala capitular, del acceso a la sacristía (que se comunicaría con
la iglesia mediante una puerta practicada en el muro meridional del brazo sur
del transepto). Sería éste un caso un tanto excepcional, ya que normalmente la
sacristía no comunicaba con el claustro, sino únicamente con la iglesia.
– A continuación encontramos un arcosolio
sepulcral, apuntado y doblado sobre columnas, con restos de un sarcófago que
José María Quadrado llegó a ver completo,
– Encontramos ahora la entrada –bajo arco de
medio punto sobre triples columnas e intradós doblado y lobulado sobre dos
pares de columnas– a la sala capitular; esta entrada aparece flanqueada por
sendos arcos –ahora ciegos– de idéntica luz, que en esta ocasión engloban arcos
geminados de medio punto sobre parejas de pequeñas columnas sobre zócalo. La
talla de los capiteles es muy esquemática, a base de sencillas hojas con bulbos
y en los arcos predominan sencillos boceles y arquillos. Actualmente es imposible
acceder a su interior, dado el estado de ruina en el que se encuentra.
– Tras dejar atrás un arcosolio sepulcral (en
el espacio en el que según el plano ideal se encontraría la escalera de acceso
al dormitorio de monjes), localizamos un doble acceso que da paso a una
estancia dividida en tres tramos. Cubierta con bóvedas de lunetos (aunque
todavía se pueden ver restos de su cubierta ojival original), aparece un
enterramiento en su muro este, en donde todavía se observa la huella de un
primitivo acceso al exterior. Pudiera tratarse quizás del primitivo, aunque
posteriormente modificado, “locutorio”.
– Y por último señalar la entrada a la
primitiva sala de monjes, probablemente de dos naves separadas por columnas y
tres tramos cada una, cubiertos con bóvedas ojivales cuyos arranques y
plementerías todavía son parcialmente visibles.
El resto de las dependencias bajas –excepto
quizás la fachada del calefactorio, ubicado casi en el ángulo oriental de la
panda sur– se encuentran prácticamente destruidas, así como las del piso alto,
aunque el muro superior de la panda del capítulo analizada todavía conserva los
vanos de medio punto correspondientes al dormitorio de monjes. Destrucción que
afecta de manera especial al claustro que se extendía al oeste del primitivo
(probablemente del siglo XVI) destruido por sendos incendios acaecidos a finales
del siglo XVI y principios del XVII (1592 y 1615).
La escultura
El tipo de decoración esculpida que encontramos
en Santa María de Sandoval responde en cierta medida y como no podía ser de
otra forma a los rigurosos y austeros “principios” escultóricos que
regían la estética cisterciense, descaradamente antifigurativa en pro de una
ornamentación vegetal y geométrica predominante. Nada mejor que analizar dos de
las tres portadas abiertas en el templo (puesto que la que comunicaba con el claustro
–según los restos aún visibles, de medio punto sobre un par de columnas emplazadas
sobre alto podium– fue sustituida por otra clasicista del siglo XVII) para
comprobar los distintos sentimientos que, a nivel ornamental, regían dos
momentos tan dispares como finales del siglo XII y pleno siglo XV. La
denominada “Puerta del Cementerio”, abierta en el brazo norte del
transepto, pertenece a la fase más primitiva del edificio: abocinada y de medio
punto, sus tres arquivoltas –con decoración en zigzag muy acentuado o
simplemente con una sencilla moldura de medio punto o de baquetón– apean sobre
tres pares de columnas cuyos capiteles presentan distinta temática: entrelazos,
flores hexapétalas, palmetas, etc.
En cuanto a la portada occidental, también
abocinada y apuntada, sus tres arquivoltas –separadas por bandas planas
ornamentadas con motivos vegetales de hojarasca– presentan una mayor riqueza
iconografía en la que se conjugan elementos vegetales y figuras antropomorfas y
zoomórficas; tanto arquivoltas como bandas apean sobre seis esbeltas columnas a
cada lado. Cada una de ellas con su correspondiente capitel de sección
hexagonal, en donde se reproducen distintas imágenes relativas a monjes en
distintas actitudes (casi todos con libros en las manos excepto dos, uno con
las llaves –el portero– y otro el cocinero), y fustes que apoyan en basas sobre
zócalos cilíndricos. Sobre el dintel, formado por un arco carpanel ornamentado
con hojas de roble, el tímpano aparece decorado con un relieve en el que
aparece Cristo crucificado flanqueado a su derecha por una Virgen sedente con
el Niño y por San Bernardo ¿o deberíamos identificarlo con el abad don Pedro de
Vega? arrodillado a su izquierda; la escena se desarrolla en el monte Gólgota
(representado por un peñasco con símbolos mortuorios como la calavera y un
fémur). Sobre el vértice de la última arquivolta un ángel sostiene un escudo de
armas.
Al exterior predominan, en el caso de la
cabecera y transepto, los capiteles campaniformes lisos, a veces coronados por
almejas (como en el cenobio de Moreruela y en la catedral de Zamora), o bien
decorados con temas vegetales, principalmente hojas lanceoladas soldadas a modo
de cáliz (muy similares a las que ornan los capiteles de los altares del
monasterio –también cisterciense– de Santa María de Valdediós en Asturias y en
el más cercano de Gradefes).
Una distinción cronológica que, cómo no,
también se hace patente en el interior del templo, muy especialmente en los
capiteles, en donde se han llegado a diferenciar dos grupos; así, en su parte
más antigua (cabecera, transepto y primer tramo de las naves) predomina el
rigorismo y austeridad cisterciense no exenta de ciertas alusiones a la
temática románica (representaciones del bestiario, luchas, ángeles
apocalípticos, etc.) sobre una cesta troncocónica invertida y ábaco liso con
una decoración estrictamente basada en formas fitomórficas tratadas de forma
muy estilizada, pero con una talla prácticamente plana y muy angular o
geométrica (rosetas inscritas en círculos, palmetas, piñas, cintas, arquerías
yuxtapuestas, almenados, círculos secantes, etc.).
Sencillez que denotan también los capiteles de
la sala capitular, en donde cabe destacar la decoración geometrizante de alguna
que otra arquivolta a base de modillones de rollo, motivo que ya en el tercer
cuarto del siglo XII vemos aparecer en la catedral de Zamora y, posteriormente,
en Santa María del Mercado (León). A medida que nos vamos alejando de la
cabecera del templo, la escultura, a la vez que se vuelve más complicada –con
intrincadas labores de calado– cambia su temática, empezando a aparecer una mayor
fantasía figurativa en la que abundan las representaciones de animales
fantásticos y la simbiosis de elementos vegetales (guirnaldas) y figurativos
(figuras humanas desnudas): es el que se considera como segundo grupo. Hacia
los pies del templo, los capiteles se transforman en bandas decorativas.
Algunos basamentos de la zona más antigua van
recorridos por cenefas y en sus esquinas muestran talladas flores de lis,
palmetas entre cintas, hojas nervadas, etc. Y también en la decoración de las
claves se marcan las diferentes etapas constructivas, o al menos las más
importantes (rosetas, motivos florales, figurados y simbólicos), así como en
las marcas de cantero (de mayor complejidad y rica iconografía las del siglo
XII) o en el perfil de los nervios de las bóvedas.
Exteriormente los paramentos absidales
presentan tallados los capiteles de las columnas laterales de las triples
columnas que suben hasta la escalonada cornisa; y lo hacen con entrelazos,
animales afrontados y otros elementos vegetales. Estos capiteles se disponen de
forma alternativa entre canecillos a veces de simple nacela o bien con
diferentes motivos, todos ellos muy generalizados en la iconografía románica:
flores de seis pétalos, entrelazos, “atlantes”, luchas con animales,
etc. No obstante destacar también, por lo excepcional, el báculo esculpido en
una de las ventanas del ábside central, que ha sido definido como “una
licencia que se ha permitido el maestro de obras, fuera de la ornamentación
habitual de estos momentos”, pero que también podríamos interpretar como
una exaltación simbólica del poder episcopal.
Respecto a la talla existente en el tímpano de
la portada occidental resaltar la influencia que sobre ella ejerció la
escultura flamenca del siglo XV, presente en detalles como la exagerada torsión
del cuerpo de Cristo o el plegado de las ropas de la Virgen (profusión de
pliegues presente también en el hábito de los monjes que aparecen en los
capiteles).
Dentro del apartado escultórico cabría destacar
dos piezas. La primera, ubicada junto a la puerta occidental, es un capitel
corintio reaprovechado como pila de agua bendita; su tipología y talla nos
retrotrae a períodos prerrománicos, más concretamente a la época de repoblación
(siglo X). A pesar de sus concomitancias y analogías artísticas con los del
tramo oriental del cercano templo de San Miguel de Escalada, se considera que
procede de la primitiva fábrica altomedieval del desaparecido monasterio, y también
cercano, de San Pedro de Eslonza. Y la segunda es una pieza del mobiliario
litúrgico; nos referimos al altar situado en el hemiciclo del ábside norte. Del
tipo “mensae” o altar bloque, paralepípedo y confeccionado a base de
sillares sobre zócalo, posee columnillas angulares con capiteles vegetales muy
esquemáticos, uno de ellos sustituido por la imagen del báculo (que ya veíamos
representado en el interior de una de las ventanas del ábside central). Como
curiosidad la presencia de una cruz ancorada, de Calatrava o Alcántara,
enmangada en un astil.
Pero no podemos concluir este breve estudio de
la decoración esculpida de Sandoval sin hacer referencia a la escultura
funeraria, puesto que en el interior del templo encontramos tres sepulcros de
finales del siglo XIII o principios del XIV. Todos ellos se encuentran muy
deteriorados: dos de ellos, localizados en la parte baja de los muros
presbiteriales de la capilla mayor y mirando hacia el altar, uno en frente del
otro, pertenecientes a los fundadores del cenobio, el francés don Pedro Ponce
de Minerva (muerto en 1174) y su mujer doña Estefanía Rodríguez (fallecida en
1183); y un tercero, abierto en el muro norte del brazo norte del transepto,
perteneciente a don Diego Ramírez de Cifuentes. Junto a este último señala Cruz
y Martín la existencia de una leyenda: “Aquí yaze el señor Don Diego Ramírez
de Cifuentes... quién donó a este monasterio a Navatexera y Otero y las
heredades de Nogales, porque dieran sepultura aquí a dicho hermano... era de
mil quatrocientos y siete”.
Todos ellos en la modalidad sepulcral de
arcosolio y de similares características, puesto que en las tapas aparecen
representados en bulto redondo los personajes en posición yacente y en los
frontales distintas escenas: en el caso de los condes escenas de duelo.
La imagen policromada y tallada en madera de la
titular del monasterio, Nuestra Señora de Sandoval, se encuentra actualmente en
el palacio episcopal de León. Sedente y con el Niño, responde al modelo
tradicional de Theocokos, con gesto expresivo y factura cuidada.
En el Museo Arqueológico Nacional se guarda una
arqueta-relicario de esmalte de Limoges, datable hacia 1230; de tipo tumbal
aparece rematada por una crestería de arquillos de herradura y bolas. Se decora
frontalmente con ángeles inscritos en círculos, mientras que en los laterales
aparecen los apóstoles bajo arquerías.
Carrizo de la Ribera
Para llegar a Carrizo de la Ribera, a 23 km de
León podemos tomar la carretera local que parte de San Andrés del Rabanedo y
pasa por el Ferral, o bien desde la carretera N-I en Villadangos nos desviamos
a la derecha para seguir por la carretera local que nos conduce a Villanueva de
Carrizo recorridos 2 km.
La villa se encuentra situada en la ribera alta
del río Órbigo, a una altitud de 875 m sobre el nivel del mar, en una zona que
conserva importantes restos de asentamientos celtas, astures y romanos, como la
villa de Milla del Río. La localidad surgió en torno al cenobio en su mayor
parte con gentes procedentes de El Villar de las Ollas, un lugar hoy ya
desaparecido que se encontraba en el monte en el que se localiza la ermita de
la Virgen del Villar, patrona de Carrizo. El municipio pertenece al partido judicial
de Astorga, formado por las localidades de Carrizo, Villanueva, la Milla del
Río, Huerga y Quiñones y cuenta en la actualidad con una población aproximada
de 1.900 vecinos.
Gracias al rico fondo documental conservado en
su archivo (compuesto, principalmente, por dos Libros Tumbo, el más antiguo
iniciado en 1611 por Jerónimo de Robles y otro más reciente que lleva la fecha
de 1769), a la sección de Clero en el Archivo Histórico Nacional (Madrid), a la
“Colección Salazar” de la Real Academia de la Historia (Madrid) y al
análisis que de dicha documentación realizó a principios de este siglo Antonio
Berjón, sabemos que corría el 10 de diciembre de 1176, 23 años después del
fallecimiento de San Bernardo –la orden de Cîteaux contaba apenas con 78 años
de vida– cuando según la Carta Fundacional conservada en el archivo del
monasterio Estefanía Ramírez, hija del conde Ramiro Froilaz, tras la muerte de
su marido el conde Ponce de Minerva (acaecida en 1174), protegido de Alfonso
VII y perteneciente a una de las más importantes familias nobiliarias leonesas
y fundador del monasterio también cisterciense de Santa María de Sandoval
(1167), promovió la fundación de un monasterio femenino en su villa de Carrizo
al donar a la Orden del Cister –además de la susodicha villa–, las de San Pedro
del Páramo, Gruyeros, Argavayones junto con otras propiedades que tenía en
Astorga, Riegos y Tapia.
Doña Estefanía ingresó en el monasterio y allí
vivió hasta el día de su muerte, acaecida en 1183; y aunque nunca llegó a
ocupar el cargo abacial, fue la que de manera efectiva gobernó el monasterio.
Fallecida la condesa será su hija, María Ponce Ramírez, la primera abadesa de
Carrizo, cargo que ocupaba cuando a finales del siglo XII el monasterio –cuya
casa madre fue la francesa de Tart– pasó a la jurisdicción del burgalés de
Las Huelgas, como ocurrió también con Gradefes. Y aunque sus abadesas tuvieron
jurisdicción sobre los dominios del monasterio –llegando, incluso, a dotar de
fuero a la localidad de Molinaseca en 1196– sus momentos de máximo esplendor
–llegando a alcanzar su comunidad un total de 80 miembros– tardarán en llegar
(siglos XVI-XVII), coincidiendo con el mandato de una serie de abadesas (María
de Quiñones, Juana Ramírez, Isabel María de Quiñones, etc.).
Un profundo cambio de rumbo se produjo a raíz
de la desamortización de Mendizábal, proceso que ha sido estudiado en los
monasterios femeninos leoneses por Taurino Burón: así en 1836 comienza
oficialmente el proceso de venta de sus bienes, que no se llevarán a cabo hasta
un año después, iniciándose así un período de decadencia que llegará a su fin
cuando en 1868 el monasterio sale a subasta pública, adquiriéndolo la familia
González Regueral.
Como consecuencia directa de este desafortunado
acontecimiento la comunidad abandonó el monasterio, refugiándose durante 3 años
en el cercano monasterio premonstratense de Villoria de Órbigo.
En la actualidad el cenobio, declarado
Monumento Histórico-Artístico el 20 de julio de 1974 y ahora perteneciente a la
diócesis de León, pero anteriormente a la de Astorga, lo ocupa una comunidad de
más de una treintena de monjas trapenses.
Monasterio de Santa María, Monasterio de Carrizo
La construcción del cenobio se inició antes de
1174 –antes de su filiación a la Orden del Cister y, en opinión de José Carlos
Valle, muy poco después de la “concreción de los trabajos de Gradefes...”–
pues en el conocido como Tumbo Antiguo y en una relación del año 1716 se nos
transmite la noticia de que en vida de los dos, y antes de la muerte del conde
acaecida en ese año, ya se habían construido algunas dependencias e iniciado
las obras de la iglesia, concretamente en la zona de la cabecera; obras que serán
continuadas por el yerno del conde y concluidas por su viuda, Estefanía Ramírez
que, como ya se ha señalado, otorgó la Carta Fundacional el 10 de diciembre de
1176. La construcción de la iglesia se realizó sobre la casa palacio de los
condes, adosada al costado norte del claustro, y fue erigida con un aparejo de
sillería arenisca de tamaño irregular pero bien escuadrada –mezclada con toba
para los muros–, empleándose la teja para las cubiertas.
De la iglesia primigenia –planificada en un
principio con una planta basilical de triple nave, sin crucero y cabecera de
triple ábside semicircular, saliente el central– se conserva muy poco pues en
1947 el monasterio sufrió un pavoroso incendio que lo destruyó en su casi
totalidad. Además no hay que olvidar que fue reformada a lo largo de los siglos
XVI y XVII; no obstante todavía podemos apreciar su triple cabecera de ábsides
semicirculares escalonados –de mayor tamaño el central, precedidos de un amplio
espacio presbiterial de planta cuadrada– otras tantas naves, como en Carracedo,
y tres puertas o accesos originales: una de ellas, muy sencilla (de diseño
plenamente goticista, de finales del siglo XIII, formada por un arco lancetado
en su rosca y trebolado en el interior, de aristas aboceladas), comunica la
nave sur (o de la epístola) con el coro de la nave central mientras que otra,
la más sencilla de todas, permite la salida al claustro desde la nave sur,
formada por un arco ligeramente apuntado sobre impostas de listel y caveto. De
la tercera me ocuparé más adelante.
El interior del edificio cultual presenta ahora
una distribución para algunos desconcertante pues la nave central (la única
abierta al culto) fue convertida en coro conventual al cerrarse a partir de su
segundo tramo por una reja; y, además, aparece aislada de las laterales al
haberse tapiado los arcos formeros y las laterales que, a su vez, están
cerradas a la altura del crucero, siendo utilizada la norte como hospedería y
la sur habilitada para diversas dependencias claustrales. Es decir, sólo
resulta visible la cabecera que, en definitiva, y junto con algún que otro
pilar con columnas adosadas embutidos en los muros del siglo XVII aparecidos en
las obras efectuadas hacia 1990, es lo único conservado.
El arco triunfal del ábside central es de medio
punto mientras que en el que precede al ábside, también de medio punto, aparece
doblado; ambos descansan sobre columnas con fustes de sección circular,
despiezadas y rematadas por capiteles acampanados que se adosaban a machones o
pilastras. En las dos capillas laterales los arcos apean en semicolumnas
adosadas al muro con capiteles ornados con motivos vegetales. En cuanto a la
cubrición, el ábside de la capilla mayor lo hace con bóveda de cuarto de esfera
o de horno reforzada por cuatro nervios que apean sobre ménsulas piramidales
que, a su vez, descansan por debajo de una imposta de nacela, mientras que el
tramo presbiterial que lo precede lo hace con una sencilla bóveda de cañón
ligeramente apuntada.
E idéntica tipología encontramos en los
absidiolos –comunicados con el ábside central mediante sencillos arcos de medio
punto y arista viva–, si bien aquí han desaparecido los nervios que refuerzan
la bóveda de cuarto de esfera, cambiando el tipo de cubrición en el tramo
presbiterial, ahora de cañón en el central y en los laterales de bóvedas de
aristas formadas por gruesos nervios entrecruzados que arrancan de ménsulas del
tipo cul-de-lampe, idénticas a las que servían de soporte a los nervios del
espacio absidal propiamente dicho. Muy probablemente las naves se cubrieron
originariamente de madera, pues todavía hoy podemos observar restos de una
interesante armadura policromada en la nave de la epístola, que fue sustituida
por la actual a mediados del siglo XVII.
Al exterior destaca la pureza de líneas de su
cabecera, con el paramento del ábside central o capilla mayor articulado
verticalmente en cinco paños mediante contrafuertes de no mucha sección, que
vienen a recoger el empuje de los abovedamientos interiores; y en horizontal
dispuesto en dos cuerpos articulados por una moldura abocelada que recorre todo
su perímetro bajo el alféizar de los vanos de medio punto abiertos en cada uno
de sus paños. Los tres vanos centrales responden a la simplicidad y austeridad
cistercienses y presentan al exterior (y probablemente al interior, como quiere
Gómez-Moreno, pues en la actualidad están ocultos por un retablo barroco, arte
al que también pertenecen las bóvedas de yesería de la nave central) doble
derrame –con doble arquivolta baquetonada sobre dos pares de estilizadas
columnillas monolíticas– y amplio derrame interior con arista viva en los dos
laterales restantes, de factura más tardía pues se abrieron por necesidades de
iluminación tras ocultarse interiormente los centrales con el retablo.
Por lo que respecta a los absidiolos –que,
constructivamente hablando, no llegan a completar el semicírculo por embutirse
en el presbiterio de la capilla central–, decir que en ellos tan sólo se abre
un simple vano aspillerado o saetera con gran derrame interior.
En el muro norte, y a la altura del espacio
generalmente ocupado por el crucero, se abre el único acceso existente desde el
exterior al templo y muy cercana a él podemos observar el epitafio del que
fuera capellán de las infantas Sancha y Dulce, hijas de Alfonso IX y Teresa de
Portugal, Martín Domínguez, fallecido en el tercer cuarto del siglo XIII
(†1272) y al que se le atribuye la conclusión de la iglesia: dicho acceso se
compone de un sencillo arco apuntado y abocinado con arquivoltas que
–alternando los gruesos baquetones y las medias cañas– apean sobre cuatro pares
de pequeñas columnas acodilladas con basas áticas de toro inferior aplastado y
dispuestas sobre plintos prismáticos y coronadas por capiteles de cesta
acampanada recubierta por un amplio cáliz vegetal con gruesas hojas angulares a
modo de volutas.
Un siglo XIII en el que probablemente también
se reformó la parte superior de la sencilla espadaña levantada sobre el muro
testero de la nave de la epístola, un elemento que, presente en casi todos los
templos cistercienses leoneses, en este caso fue erigido con una sillería
irregular y presenta dos vanos ligeramente apuntados destinados a albergar las
campanas. Junto a ella un sencillo recinto, cerrado con celosías de madera,
aloja actualmente la campana que llama a oración a la comunidad.
Pero las reformas también alcanzaron a
determinadas dependencias monásticas, entre otras la sala capitular. De esta
dependencia –concluida en 1530, de planta cuadrada y cubierta con un
extraordinario artesonado o cubierta de madera mudéjar en forma de artesa de
ocho paños, decorada con cuadrifolias y mocárabes, con el típico almizate o
punto central octogonal y con interesantes esgrafiados renacentistas
distribuidos en dos grandes frisos y estudiados por Campos y Valdés– cabe
destacar, por su antigüedad cronológica, cercana a la de la construcción de la
iglesia, los vanos geminados que flanquean su acceso, apuntados, sobre jambas y
carentes de decoración. Mucho más tardíos son la muralla o cerca monástica,
realizada con cal y cantos (s. XVII); el “arco o puerta de San Bernardo”
que –construido en sillería– separa la Plaza Mayor del recinto monástico (s.
XVII) y el Archivo, situado en la panda occidental del Claustro, con restos de
pintura mural de finales del siglo XV. Según el Libro Tumbo el monasterio llegó
a contar también con portería (ahora palacio de los marqueses de Santa María de
Carrizo, s. XVII), hospital y prisión.
Los paralelos formales más cercanos a la
iglesia de Carrizo los encontramos en las también cistercienses de Santa María
de Sandoval –pues no en vano ambos cenobios tuvieron los mismos fundadores– y
Santa María de Gradefes, respondiendo su traza más a principios románicos que
cistercienses ya que hay que recordar que las obras se iniciaron antes de 1174
en base a un planteamiento ajeno al destino cisterciense, que posteriormente
adoptaría el cenobio.
Si tenemos en cuenta la sobriedad ornamental
propugnada por san Bernardo en su Apologia ad Guillelmum y la insistencia sobre
esta cuestión en el capítulo general de la orden celebrado en 1134, podríamos
considerar la ornamentación escultórica presente en alguno de los canecillos
que soportan las cornisas en el ábside central y absidiolos (y otros
reutilizados en muros y vanos) como anómalamente fantástica pues en ella
figuran simples representaciones zoomorfas y cuadrúpedos trepando junto a
simples “modillones de rollos” –de clara influencia prerrománica, una
tipología que también se localiza en Carracedo, es decir, en los dos cenobios
cistercienses leones no fundados ex novo–, además de diversos motivos vegetales
y geométricos.
Lo que ocurre es que en lo ornamental muchos
monasterios cistercienses españoles no sólo no se ajustaron a esa sobriedad
sino que incorporaron a sus programas decorativos elementos de frecuente
aparición (destaquemos, por ejemplo, el popular tema del hombre que porta un
barril) en el románico como un rasgo más del apego a la tradición de sus
artífices y de las influencias ejercidas por las manifestaciones locales, en
este caso decorativas, en las edificaciones cistercienses. Más en relación con
la estética decorativa cisterciense se encuentran, en primer lugar, los
soportes absidales, en ocasiones con capiteles decorados con motivos
fitomórficos o vegetales, con hojas lisas y carnosas que nos recuerdan a esos
capiteles corintios que tan profusamente aparecen en los cenobios prerrománicos
leoneses o bien rematadas en bolas, con astrágalos lisos y ábacos estrechos y
con sus basas áticas de garras sobre plintos, o bien con un tema geométrico que
también remata algunos capiteles en Gradefes y Sandoval: el almenado, un motivo
que –como han advertido Fernández, Cosmen y Herráez– ya se encuentra en la
catedral de Zamora. Y, en segundo lugar, la decoración de la puerta norte de la
iglesia en la que, a pesar de la multiplicación de arquivoltas y soportes, se
plasma la sobriedad cisterciense, con molduras desnudas y capiteles
fitomórficos casi planos de hojas recurvadas en su terminación siguiendo el
modelo de los existentes en Sandoval y Gradefes. Un dato que para José Carlos
Valle certifica la relación existente entre los artífices de estos cenobios.
En el coro eclesial, a uno y otro lado de la
nave, se encuentran dos sepulcros que se han identificado como los
pertenecientes a Estefanía Ramírez y a su hija, María Ponce Ramírez. De talla
tosca y realizados en arenisca, presentan sus cistas lisas y apean sobre un
zócalo decorado con leones, mientras que la tapa se orna con bolas en uno de
sus bordes.
En el exterior de uno de los sillares del
hastial norte se conserva una inscripción cuya narratio, en opinión de José
María Luengo, hace referencia a distintas modificaciones constructivas:
espadaña, modificación de las naves, etc.:
HIC REQUIESCIT FAMULUS DEI MA / RTINUS
DOMINICI QONDAM CLERICUS INFANTI / SSE DOMINE DULCIE QUI OBIT ERA MIL / CCCX
ESIDE PER FECIT HANC ECLESIA / M E PLANTAVIT HUNC PINUM PATER / NOSTER PRO EO.
Se trata del epitafio de Martín Domínguez,
capellán de las infantas Sancha y Dulce, fallecido en 1272, al que se le
atribuye la conclusión de la iglesia.
Entre las interesantes piezas que se conservan
en el monasterio merecen especial mención una Virgen o Theotokos de madera
policromada y dorada –despojada de los brazos y del Niño– que ha sido datada a
finales del siglo XII, principios del XIII y el conocido “Cristo de Carrizo”,
ahora en el Museo de San Marcos de León, obra cumbre de la imaginería hispana
del siglo XI.
También cabría hablar del “Arca de las
Reliquias” o “arcón románico de Carrizo”, restaurado en 1964 y
conservado en el Museo de la catedral de Astorga. Nos encontramos ante una
pieza de grandes dimensiones (1,60 × 1,50 × 0,74 m) y gran calidad artística,
de forma prismática, sobre unos pies trabajados a modo de modillones de rollos
y cubierta con una tapa en artesa invertida.
Museo de la Catedral de Astorga
Fue realizada en madera reforzada con herrajes
de forja y pintado su interior al temple de huevo sobre fondo de yeso; en su
frontal, y a modo de antipendio, aparece una representación de Cristo
Pantocrátor enmarcada por una mandorla y rodeada del Tetramorfos y, a ambos
lados, los apóstoles dispuestos bajo una arquería ciega de medio punto e
identificados con sus correspondientes nombres en el espacio correspondiente a
un supuesto tímpano; en las enjutas de los arcos aparecen formas vegetales
carnosas a modo de palmetas asimétricas.
En el panel delantero de la tapa, y a cuatro
vertientes, aparece un espacio trapezoidal enmarcado por franjas de decoración
vegetal estilizada y en el resto del espacio, enmarcadas por recuadros, trece
escenas de la Vida y Pasión de Cristo delimitadas por los herrajes en tres
registros: en el primero de ellos la Anunciación, Visitación, Natividad y Baño
del Niño; en el segundo, la Presentación en el Templo, Bautismo, Tentaciones,
Resurrección de Lázaro y Entrada en Jerusalén y en el tercero, la Última Cena,
Prendimiento, Crucifixión y Resurrección. Aunque desde un punto de vista
estrictamente estilístico presente un gran arcaísmo, su linealidad, de gruesos
trazos en los que se encuentran ausentes las veladuras, lleva a considerar esta
obra como del siglo XIII y relacionada –según Gudiol y Gaya– con la decoración
pictórica muraria de la capilla de los Quiñónez.
Otra pieza procedente del monasterio se
custodia ahora en el Museo Federico Marès de Barcelona; se trata de los
batientes de madera que pertenecieron a la puerta abierta en el muro sur y que
alcanzó a describir José María Luengo en 1944: de doble hoja y con una
decoración superpuesta formando una retícula geométrica, una decoración propia
de la “carpintería de lo blanco” mudéjar cuyos dibujos le recuerdan “algunos
casetones del armario-archivo de la catedral leonesa, que dio a conocer Manuel
Gómez-Moreno…”. Todavía conserva restos de policromía, de los pigmentos
originales, y puede datarse en torno al siglo XIII.
Conservada ahora en el Museo F. Marès de Barcelona
Y, por último, cabe hacer referencia a dos
interesantes cruces que han sido datadas en los siglos XI-XII: la primera, de
madera recubierta con láminas de plata sobredorada, sirve como relicario Lignum
crucis y tiene decorado su anverso con filigranas que recorren su contorno
describiendo roleos vegetales y piedras y cabujones en las zonas centrales,
mientras que en el reverso la decoración de roleos vegetales está repujada; en
la intersección de los dos brazos, en el cuadrón, aparece una representación del
Cordero Místico y los símbolos del Tetramorfos en los extremos de los brazos
mayores. La segunda, una cruz del tipo procesional, está trabajada con la
técnica del repujado y sus brazos aparecen rematados por pequeños cogollos de
hojas. Ambas responden al tipo Patriarcal o de Caravaca (con el brazo
horizontal superior más corto), como la del Museo de la catedral de Astorga,
con dos brazos cruceros de diferente tamaño terminados en ensanchamientos
semicirculares con remate plano.
Tallado en marfil, procede del un
antiguo monasterio cisterciense llamado Santa María de Carrizo de la Ribera,
León, y se supone fue realizado en el taller de marfiles de San Isidoro. Está
datado a finales del siglo XI.
Bibliografía
AILLIEZ, L.D;
Los orígenes de Veruela, “El Císter. Órdenes religiosas
zaragozanas”, Zaragoza, 1987, pp. 165-176.
ALDEA VAQUERO, Quintín; MARÍN MARTÍNEZ, Tomás y
VIVES GATELL, José: Diccionario de Historia Eclesiástica de España, 4 tomos,
Madrid, 1972-1975
ALDEA VAQUERO, Quintín; MARÍN MARTÍNEZ, Tomás y
VIVES GATELL, José: Diccionario de Historia Eclesiástica de España, 4 tomos,
Madrid, 1972-1975.
ALDEA VAQUERO, Quintín; MARÍN MARTÍNEZ, Tomás y
VIVES GATELL, José: Diccionario de Historia Eclesiástica de España, 4 tomos,
Madrid, 1972-1975.
ALONSO MELCÓN, María Jesús: “El monasterio de
Carrizo: Aproximación Histórica (1140-1230)”, en AA.VV., El Monacato en la
Diócesis de Astorga durante la Edad Media. Actas del Congreso, Astorga, 15, 16
y 17 de diciembre de 1994, Astorga, 1995, pp. 263-268.
ÁLVAREZ PALENZUELA; M. RECUERO ASTRAY,
La fundación de monasterios cistercienses en Castilla.
Cuestiones cronológicas e ideológicas, “Hispania Sacra”, 36 (74), p.437.
ÁLVAREZ DE LA BRAÑA, Ramón: “Visita al
Monasterio de Sandoval”, RABM, 9, 1883, pp. 148-152.
ÁLVAREZ FERNÁNDEZ, Francisco José: “Santa María
de Sandoval en su etapa final”, Cistercium, 208, 1997, pp. 175-187.
ÁLVAREZ OBLANCA, Wenceslao: “Documentos
procedentes del Monasterio de Sandoval”, TL, 54-55, 1984.
BANGO TORVISO G.(dir.), “Sancho el Mayor y sus
herederos. El linaje que europeizó los reinos hispánicos”, Pamplona, 2006,
vol. II, pp. 817-818.
BANGO TORVISO (dir.), “Monjes y
monasterios. El Císter en el medievo de Castilla y León”, Valladolid, 1998,
p. 490-491. A.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: “Arquitectura y
Escultura”, en AA.VV., Historia del Arte de Castilla y León. Tomo II. Arte
Románico, Valladolid, 1994, pp. 11-212.
BERJÓN Y VÁZQUEZ ASTORGA, Antonio: El
Monasterio de Santa María de Carrizo (León), Astorga, 1904.
BURÓN CASTRO, Taurino: Colección documental del
Monasterio de Gradefes (Col. “Fuentes y Estudios de historia leonesa”, 71 y
72), 2 vols., León, 1998 y 2000.
CALVO ALONSO, Aurelio: El Monasterio de
Gradefes. Apuntes para su Historia y la de algunos otros cenobios y pueblos del
Concejo, León, 1936-1945 (1984).
CANAL SÁNCHEZ-PAGÍN, José María: “Documentos
del monasterio de Carrizo de la Ribera (León) en la colección Salazar de la
Real Academia de la Historia. Edición y comentario”, AL, XXXII, 64, 1978, pp.
381-403.
CASADO LOBATO, María Concepción: Colección
diplomática del monasterio de Carrizo. I (969-1260) y II (1260- 1299 e Índices)
(Col. “Fuentes y Estudios de Historia Leonesa”, 28 y 29), León, 2 vols., 1983.
CASADO LOBATO, María Concepción y CEA, Aurelio:
El monasterio de Santa María de Gradefes, León, 1987.
CASADO LOBATO, María Concepción y CEA, Aurelio:
Los monasterios de Santa María de Carrizo y Santa María de Sandoval, León,
1986.
CASTÁN LANASPA, Guillermo: “La formación y
explotación del dominio del monasterio de Villaverde de Sandoval”, en AA.VV.,
León y su Historia, IV. Miscelánea histórica (Col. “Fuentes y Estudios de
Historia Leonesa”, 18), León, 1977, pp. 213-317.
CASTÁN LANASPA, Guillermo: Documentos del
monasterio de Villaverde de Sandoval (Siglos XII-XV) (Col. “Documentos y
Estudios para la Historia del Occidente Peninsular durante la Edad Media, 4),
Salamanca, 1981.
COCHERIL, Maur: “La llegada de los monjes
blancos a España y la fundación del monasterio de Sandoval”, TL, 19, 1974, pp.
39-53.
CRUZ Y MARTÍN, Ángel: León y su provincia,
León, 1959.
DE OLIVEIRA, M.; Origens da Ordem de Cister em
Portugal, “Revista Portuguesa de Historia” (1951), pp. 317-353.
DOMÍNGUEZ MARCOS, Obdulia: “El arcón románico
de Carrizo”, TL, 72, 1988, pp. 65-88.
EGIDO FERNÁNDEZ, María Cristina: Algunos
aspectos gramaticales del leonés del siglo XIII: (colección diplomática del
Monasterio de Carrizo), León, 1994.
ENRÍQUEZ DE SALAMANCA, Cayetano: Rutas del
románico en la provincia de León, Madrid, 1990.
FERNÁNDEZ CATÓN, José María: Colección
documental del Archivo de la Catedral de León (775-1230). Vol. V (1109- 1187)
(Col. “Fuentes y Estudios de Historia Leonesa”, 45), León, 1990.
FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Etelvina: “El arco:
tradición e influencias islámicas y orientales en el románico del reino de
León”, Awraq, 5-6, 1982-1983, pp. 221-242.
FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Etelvina; COSMEN ALONSO,
María Concepción y HERRÁEZ ORTEGA, María Victoria: El arte cisterciense en
León, León, 1988.
FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Etelvina; COSMEN ALONSO,
María Concepción y HERRÁEZ ORTEGA, María Victoria: El arte cisterciense en
León, León, 1988.
FERNANDES MARQUES, M.
A.; A introdução da ordem de Cister em Portugal
. “La introducción del Císter” p. 170. Una
nueva versión de este trabajo en A introdução da Ordem de Cister
em Portugal. “Estudos sobre a ordem de Cister em Portugal”. Lisboa, 1998, pp.
29-73.
FRANCO MATA, Ángela, Escultura gótica en León y
provincia (1230-1530), León, 1998.
GÓMEZ-MORENO, Manuel: Catálogo Monumental de
España. Provincia de León, 2 tomos, Madrid, 1925 (León, 1979).
GÓMEZ RASCÓN, Máximo: Theotókos. Vírgenes
medievales de la Diócesis de León, León, 1996.
GONZÁLEZ GARCÍA, José Manuel: “El arte en el
monasterio de Gradefes”, TL, 74, 1989, pp. 49-69.
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente: Historia de la
Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media según el estudio de los
Elementos y los Monumentos, 2 tomos, Madrid, 1908-1909 (ed. facsímil,
Valladolid, 1999).
LÓPEZ CASTRILLÓN, José: Monografía
Monasteriorum Cisterciensum Feminei sexus de Gradefes et Otero de las Dueñas,
León, 1893.
LUENGO Y MARTÍNEZ, José María: “Monasterio de
Santa María de Carrizo (León)”, AEA, XVII, 1944, pp. 171-178.
MARTÍNEZ DE LA OSA, José Luis: Aportaciones
para el estudio de la cronología del románico en los reinos de Castilla y León,
Madrid, 1986.
M.MELERO MONEO, Reflexiones
sobre el monasterio cisterciense
de Santa María de Fitero, De Arte, 3 (2004), pp. 12-13.
MORALES, Ambrosio de: Viage a los reinos de
León y Galicia y el Principado de Asturias, Madrid, 1765 (Oviedo, 1977).
MORENO, Fray María Pío: “Relaciones entre los
monasterios cistercienses de Gradefes, Otero de las Dueñas y Carrizo”, AL, XXV,
49, 1971, pp. 127-142.
PÉREZ PÉREZ, Francisco I.: “Trozos de vida
cotidiana en un monasterio cisterciense: Santa María de Sandoval”,
Promonumenta, II, 1998, pp. 32-42.
PUENTE, Ricardo: El monasterio cisterciense de
Santa María de Gradefes, León, 1991.
QUADRADO, José María y PARCERISA, Francisco
Javier: Recuerdos y Bellezas de España. León, Madrid, 1855 (Valladolid, 1989).
RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ, Justiniano: “Los
fundadores del monasterio de Gradefes”, AL, XXIV, 47-48, 1970, pp. 209-242.
RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ, Justiniano: Ordoño III,
León, 1982.
SAAVEDRA, J.: “El monasterio de Gradefes en la
provincia de León”, BRAH, XX, 1892, pp. 152 y ss.
SAHELICES GONZÁLEZ, Paulino: Villaverde de
Sandoval. Monasterio y pueblo, Madrid, 1989.
SEBASTIÁN AMARILLA, José Antonio: Agricultura y
rentas monásticas en tierras de León: Santa María de Sandoval (1167-1835) (Col.
“Tesis doctorales”, 283/92), Universidad Complutense de Madrid, 1992.
SENTENACH, Narciso: “Informe acerca de la
declaración de monumento nacional de la iglesia monasterial de Santa María de
Gradefes (León)”, BRABASF, XVII, 70, 1924, pp. 123-124.
VALLE PÉREZ, José Carlos: Arquitectura
cisterciense en León, (Col. “Cuadernos de Arte Español”, 58), Madrid, 1992.
VALLE PÉREZ, J,C,; La introducción de la
Orden del Císter en los reinos de Castilla
y León. Estado de la cuestión. “La introducción del
Císter en España y Portugal”, Burgos, 1991, pp. 145-147.
VIÑAYO GONZÁLEZ, Antonio: León y Asturias.
Oviedo, León, Zamora, Salamanca (Col. “La España Románica”, 5), Madrid, 1982.
WAMBA, J. PÉREZ-EMBID; El Cister en Catillas y
León. Monacato y dominios rurales (siglos XII-XV),
Salamanca, 1986, pp. 32, 40.
YÁÑEZ NEIRA, Fr. María Damián: “El monasterio
de Santa María la Real de Gradefes y sus abadesas”, TL, 9, 1968, pp. 27-66.
YÁÑEZ NEIRA, Fr. María Damián: “El monasterio
de Sandoval”, TL, 13, 1971, pp. 19-41.
YÁÑEZ NEIRA, Fr. María Damián: “Los
cistercienses en León”, TL, 41, 1980, pp. 31-42.
YARZA LUACES, Joaquín: “Reseña bibliográfica
de: Serafín Moralejo, ‘Pour l’interprétation iconographique du portail de
l’Agneau à Saint-Isidore de León: Les signes du Zodiaque’, en CSMC, VIII, 1977,
pp. 137-173”, D'Art, 5, 1979, pp. 102-104.
YARZA LUACES, Joaquín: Arte y arquitectura en
España 500/1250, Madrid, 1979 (1985).
No hay comentarios:
Publicar un comentario