Diego
Velázquez
Segundo
viaje a Italia
Velázquez llegó a Málaga a principios
de diciembre de 1648, desde donde embarcaría con una pequeña flota
el 21 de enero de 1649 en dirección a Génova,
permaneciendo en Italia hasta mediados de 1651, con el fin de adquirir
pinturas y esculturas antiguas para el rey. También debía contratar
a Pietro da Cortona para pintar al fresco varios techos de
estancias que se habían reformado en el Real Alcázar de Madrid. Al no
poder comprar esculturas antiguas tuvo que conformarse con encargar copias
en bronce mediante vaciados o moldes obtenidos de
originales famosos. Tampoco pudo convencer a Pietro da Cortona para realizar
los frescos del Alcázar, y en su lugar contrató a Angelo Michele Colonna y Agostino
Mitelli, expertos en la pintura de trampantojo. Este trabajo de gestión,
más que el propiamente creativo, le absorbió mucho tiempo; viajó buscando
pinturas de maestros antiguos, seleccionando esculturas antiguas para copiar y
obteniendo los permisos para hacerlo. Otra vez realizó un recorrido por los
principales estados italianos en dos etapas: la primera le llevó
hasta Venecia, donde adquirió obras
de Veronés y Tintoretto para el monarca español; la
segunda, tras instalarse en Roma, a Nápoles, donde se reencontró con
Ribera e hizo provisión de fondos antes de retornar a la Ciudad Eterna.
En Roma, a comienzos de 1650, fue elegido
miembro de las dos principales organizaciones de artistas: la Academia de
San Lucas en enero, y la Congregazione dei Virtuosi del Panteón el
13 de febrero. La pertenencia a la Congregación de los Virtuosos le daba
derecho a exponer en el pórtico del Panteón el 19 de marzo, día de San
José, donde expuso su retrato de Juan Pareja (Museo Metropolitano de
Arte de Nueva York).
El retrato de Pareja fue pintado antes del
realizado al papa Inocencio X. Victor Stoichita estima que
Palomino relató esto de la forma que mejor le convino, alterando la cronología
y acentuando el mito:
Cuando se
determinó retratarse al Sumo Pontífice, quiso prevenirse antes con el ejercicio
de pintar una cabeza del natural; hizo la de Juan Pareja, esclavo suyo y agudo
pintor, tan semejante, y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo
Pareja a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado,
y al original, con admiración y asombro, sin saber con quién habían de hablar,
o quién había de responder (...) contaba Andrés Esmit ... que siendo estilo que
el día de San José se adorne el claustro de la Rotunda [el Panteón de
Agripa] (donde está enterrado Rafael de Urbino) con pinturas insignes antiguas,
y modernas, se puso este retrato con tan universal aplauso en dicho sitio, que
a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía
pintura, pero este solo verdad; en cuya atención fue recibido Velázquez por
Académico romano, año de 1650.
Destaca Stoichita la leyenda forjada a lo largo
de los años alrededor de este retrato y sobre la base de este texto en varios
niveles: la contraposición entre el retrato-ensayo del esclavo y el retrato final
con la grandeza del papa; las imágenes expuestas en un espacio casi
sagrado (en la tumba de Rafael, príncipe de los pintores); el aplauso universal
de todos los pintores de diferentes naciones al contemplarlo entre insignes
pinturas antiguas y modernas. En realidad, se sabe que entre un retrato y
otro pasaron algunos meses, dado que Velázquez no retrató al papa hasta agosto
de ese año y, por otra parte, su admisión como académico había tenido lugar
antes de su exposición.
Sobre Juan de Pareja, esclavo y ayudante
de Velázquez, se sabe que era morisco, «de generación mestiza y de color extraño» según Palomino. Se
desconoce en qué momento pudo entrar en contacto con el maestro, pero en 1642 firmó
ya como testigo en un poder otorgado por Velázquez. Fue testigo nuevamente
en 1647 y lo volvió a ser en 1653, firmando en esta ocasión el
poder para testar de Francisca Velázquez, hija del pintor. Según Palomino,
Pareja ayudaba a Velázquez en tareas mecánicas, como moler los colores y
preparar los lienzos, sin que el maestro, en razón de la dignidad del arte, le
permitiese ocuparse nunca en cuestiones de pintura o dibujo. Sin embargo,
Pareja aprendió a pintar a escondidas de su dueño. En 1649 acompañó a
Velázquez en su segundo viaje a Italia, donde lo retrató y, según se sabe por
un documento publicado, el 23 de noviembre de 1650, todavía en
Roma, le otorgó la carta de libertad, con obligación de seguir sirviendo
al pintor cuatro años más.
El retrato más importante que pintó en Roma
fue el del papa Inocencio X. Gombrich considera que Velázquez
debió sentir el gran reto de tener que pintar al papa, y sería consciente al
contemplar los retratos que Tiziano y Rafael realizaron a anteriores papas,
considerados obras maestras, que sería recordado y comparado con estos
maestros. Velázquez, de igual forma, hizo un gran retrato, interpretando con
seguridad la expresión del papa y la calidad de sus ropas.
El excelente trabajo en el retrato del papa
desencadenó que otros miembros de la curia papal deseasen retratos suyos de la
mano de Velázquez. Palomino dice que realizó siete de personajes que cita, dos
no identificados y otros que quedaron inacabados, un volumen de actividad
bastante sorprendente en Velázquez, tratándose de un pintor que se prodigaba
muy poco.
Muchos críticos adjudican la Venus del
espejo a esta etapa en Italia. Velázquez debió de realizar al menos otros
dos desnudos femeninos, probablemente otras dos Venus, una de ellas citada
en el inventario de los bienes que dejaba a su muerte. El tema del tocador de
Venus había sido tratado anteriormente por dos de los maestros que más
influencia tuvieron en la pintura velazqueña: Tiziano y Rubens, pero por sus
implicaciones eróticas creaba serias reticencias en España. Cabe
recordar que Pacheco aconsejaba a los pintores que se viesen obligados a pintar
un desnudo femenino utilizar a mujeres honestas como modelos para cabeza y
manos, imitando lo demás de estatuas o grabados. La Venus de Velázquez aporta
al género una nueva variante: la diosa se encuentra tendida de espaldas y
muestra su rostro al espectador reflejado en el espejo.
Jenifer Montagu descubrió un documento notarial
que acreditaba la existencia en 1652 de un hijo romano de Velázquez,
Antonio de Silva, hijo natural y cuya madre se desconoce. Los estudiosos han
especulado sobre ello y Camón Aznar apuntó que pudo ser la modelo que
posó para el desnudo de la Venus del espejo, que quizás fuese la que
Palomino llamaba Flaminia Triunfi, «excelente pintora», a la que habría
retratado Velázquez. De esta supuesta pintora, sin embargo, no se tiene ninguna
otra noticia, aunque Marini sugiere que quizás se pueda identificar con
Flaminia Triva, de veinte años, hermana y colaboradora de Antonio Domenico
Triva, discípulo de Guercino.
La correspondencia que se conserva muestra las
continuas demoras de Velázquez para retrasar el fin del viaje. Felipe IV estaba
impaciente y deseaba su vuelta. En febrero de 1650 escribió a su embajador en
Roma para que le urgiese en el regreso: «pues
conoceis su flema, y que sea por mar, y no por tierra, porque se podría ir
deteniendo y más con su natural». Velázquez seguía en Roma a finales de
noviembre. El conde de Oñate comunicó su marcha el 2 de diciembre y a
mediados de mes se comunicó su paso por Módena. Sin embargo, hasta mayo de 1651 no
embarcó en Génova.
Juan de
Pareja. 1650
Óleo
sobre lienzo. 81,3 cm × 69,9 cm. Museo Metropolitano de Arte, Nueva
York, Estados Unidos
Juan de Pareja, esclavo de Velázquez,
era originario de Antequera (Málaga). Morisco, «de generación mestiza y de color extraño»,
según Palomino, ayudaba a Velázquez en las tareas de moler los colores y
preparar los lienzos. Esta costumbre de tener esclavos como ayudantes estaba,
al parecer, extendida en Sevilla entre los pintores, pues Francisco Pacheco,
maestro de Velázquez, tenía un turco que le ayudaba, y su condiscípulo Francisco
López Caro estuvo en posesión de un esclavo negro.
El mismo año en que se fecha el retrato, el 23
de noviembre de 1650, en Roma, Velázquez le otorgó carta de libertad, efectiva
a los cuatro años a condición de que en ese tiempo no huyese ni cometiese actos
criminales. Juan de Pareja fue pintor él mismo, imitando en sus retratos los
de su maestro. Antonio Palomino destacó su «singularísima habilidad»
para los retratos, de los cuales, añadía, «yo
he visto algunos muy excelentes, como el de José de Ratés (arquitecto
en esta Corte) [actualmente en el Museo de Bellas Artes de Valencia] en
que se conoce totalmente la manera de Velázquez, de suerte, que muchos lo
juzgan suyo». En sus composiciones religiosas, sin embargo, se mostró
«completamente ajeno a la contención velazqueña» aproximándose a las corrientes
del pleno barroco y a los modos de hacer de Francisco Rizi o Carreño.
Buen ejemplo de ello es su Vocación de San Mateo (Museo del Prado),
fechada en 1661, cuadro en el que incluyó su autorretrato entre los asistentes
a la escena llevando un papel con su firma, autorretrato que sirvió para
identificar al sujeto representado en esta obra velazqueña y relacionarla con
el retrato de Juan de Pareja del que se tenía noticia por fuentes antiguas.
Curiosamente, en el retrato que hace de sí mismo, como parte de la composición
mencionada, se presenta con los rasgos más afilados y el color de la piel más
claro, marcando así una diferencia en relación al retrato que le hace
Velázquez.
El retrato fue pintado en 1650, durante el
segundo viaje a Italia de Velázquez y que, a diferencia del primer
viaje de estudios, tenía como misión adquirir obras, principalmente estatuas
clásicas, y contratar fresquistas para decorar los palacios de Felipe
IV.
El retrato fue pintado algo antes de
realizar el retrato del Papa Inocencio X. Palomino afirmó, y así se ha
venido repitiendo, que lo hizo para ejercitarse antes de pintar al Papa, pues
llevaba algunos meses sin coger los pinceles. El biógrafo cordobés añadía que
el cuadro se expuso en la «Rotonda»
con ocasión de la fiesta de San José, patrón de la Congregación de los
Virtuosos del Panteón, el 19 de marzo de 1650. Allí pudo verlo el pintor
flamenco Andrés Smith, quien informaba a Palomino que estando expuesto
entre muchas otras obras antiguas y modernas, «a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás
parecía pintura, pero éste solo verdad», siendo por él recibido académico
en la citada Congregación. En realidad, se sabe que entre un retrato y otro
pasaron algunos meses, dado que Velázquez no retrató al Papa hasta agosto de
ese año y, por otra parte, su admisión como académico había tenido lugar algo
antes de su exposición, pues consta que ya lo era en el mes de febrero.
El cuadro debió de quedar en Roma al regreso de
Velázquez. La primera noticia probable que de él se tiene es de 1704,
inventariado en la colección de monseñor Ruffo, maestro de cámara del Papa y
miembro de una familia vinculada a España, donde era citado como retrato de «un servo che fu servitore del Sr. Diego
Velasquez (...) cosa stupenda». El mismo, o una copia, perteneció luego a
la colección Acquaviva, donde Preciado de la Vega lo vio en 1765 en
el palacio del cardenal Trajano. A finales del siglo XVIII había pasado a
Nápoles, donde lo compró sir William Hamilton. El retrato permaneció por largo
tiempo en diversas colecciones británicas, siendo identificado en 1848 por
primera vez con el original de Velázquez por Stirling, comparándolo con la
copia entonces existente en la colección Howard y actualmente conservada en
la Hispanic Society of America. Fue subastado en Christie's (Londres) el
27 de noviembre de 1970, alcanzando un récord de precio y pasó a ser una de las
joyas principales del museo de Nueva York.
Velázquez retrata a Juan de Pareja de medio
perfil y con la cabeza ligeramente girada hacia el espectador, al que mira con
fijeza. Viste con elegancia capa y valona con encajes de Flandes. La luz incide
directamente sobre la frente y se difunde con brillos broncíneos por la tez
morena. La figura se recorta nítidamente sobre el fondo neutro a pesar de su
reducida gama cromática, en la que dominan los verdes de distintas
intensidades. El gesto es altivo y seguro. La mirada ladeada refleja,
especialmente, ese carácter altivo y serio. Velázquez, como ya ocurría en sus
retratos de bufones, es capaz de dotar de dignidad a los personajes que, por su
profesión o condición, carecen de ella en la consideración social.
Inocencio
X, 1650
Óleo sobre lienzo. 140 cm × 120 cm. Galería
Doria Pamphili, Roma, Italia
Hay constancia documental de que el papa posó
para Velázquez en agosto de 1650. El cuadro aparece firmado en el papel que
sostiene el pontífice, donde se lee: «Alla
santa di Nro Sigre / Innocencio Xº / Per / Diego de Silva /
Velázquez dela Ca / mera di S. Mte Cattca».
En aquella época no era habitual que los papas
accediesen a posar para artistas extranjeros. En este caso el pontífice hubo de
hacer una excepción porque Velázquez gozaba de buenas referencias: viajaba a
Italia como pintor de Felipe IV, y además es muy posible que Inocencio
conociese al pintor desde décadas antes. En 1625, siendo nuncio, Inocencio
había viajado a Madrid acompañando a Francesco Barberini.
En las mismas fechas de este retrato, Velázquez
hizo otros de menor formato de personajes próximos a Inocencio X, incluido
su barbero, si bien ninguno está fechado y pueden ser posteriores en unos meses
a la efigie del papa. Tres de estos retratos se conservan: en la Hispanic
Society de Nueva York (Camillo Astalli), en el palacio de Kingston
Lacy, Reino Unido (Camillo Massimi), y en el Museo del
Prado (Ferdinando Brandani). Este último, antes conocido como El
barbero del Papa, fue adquirido por el museo madrileño en 2003 y luego se
desveló la verdadera identidad del personaje.
Se cuenta que, cuando el papa vio terminado su
retrato, exclamó, un tanto desconcertado: Troppo vero! («demasiado veraz»), aunque no pudo negar
la calidad del mismo. El pontífice obsequió a Velázquez con una medalla y una
cadena de oro, que figurarían entre los bienes del pintor cuando éste falleció.
El cuadro se ha mantenido en manos del mismo
linaje desde que se pintó; primero en la familia Pamphili, y luego en la
Doria-Pamphili cuando ambas se unieron. El pintor Joshua Reynolds lo
elogió como «el mejor retrato de toda Roma» (elogio que sería secundado, un
siglo después, por Oscar Wilde) y un crítico comentó que «al lado hay colgada una Virgen de Guido
Reni, que por comparación parece de pergamino». El
historiador Hippolyte Taine consideró este retrato como «la obra maestra de todos los retratos» y que
«una vez visto, es imposible de olvidar».
Una de las virtudes de Velázquez es que era
capaz de penetrar psicológicamente en el personaje para mostrarnos aquellos
aspectos ocultos de su personalidad. Aunque sus retratos eran calificados de
«melancólicos y severos», para el gusto actual resultan mucho más veraces que
los de Rubens y Van Dyck, quienes en vida gozaron de mayor éxito
comercial porque adulaban a sus clientes embelleciéndolos.
La expresión del papa es tensa, con el ceño
fruncido; totalmente opuesta a los retratos papales realizados por Rafael y Carlo
Maratta, que oscilan entre expresiones más o menos introspectivas y afables sin
llegar al semblante casi agresivo de Inocencio X.
Técnicamente, el retrato es elogiado por su
arriesgada gama de color, de rojo sobre rojo: sobre un cortinaje rojo,
resalta el sillón rojo, y sobre éste el ropaje del papa. Esta superposición de
rojos no consigue aplastar el vigor del rostro. Velázquez no idealiza el cutis
del papa dándole un tono nacarado, sino que lo representa rojizo y con una
barba desmañada, más de acuerdo con la realidad.
Dentro de la evolución pictórica de Velázquez,
podemos contemplar que su mano está mucho más suelta, a la hora de pintar, que
al comienzo de su carrera, pero que aun así sigue consiguiendo la misma
calidad, tanto en los ropajes como en los objetos; se acerca cada vez más
al impresionismo si bien la comparación con este movimiento artístico
resulta equivocada. Más bien, Velázquez recuperó la tradición colorista
de Tiziano y la escuela veneciana.
Venus del
espejo, 1647-1651
Óleo sobre lienzo, 122 cm × 177 cm.
National Gallery, Londres, Reino Unido
La Venus del espejo representa a la
diosa romana del amor, la belleza, y
la fertilidad reclinada lánguidamente en su cama, con la espalda
hacia el espectador —en la Antigüedad, el retrato de Venus de espaldas fue
un motivo erótico visual y literario común y con sus rodillas dobladas. Se
muestra sin la parafernalia mitológica que normalmente se incluye en
representaciones de la escena; están ausentes las joyas, las rosas y el mirto.
A diferencia de la mayor parte de los retratos previos de la diosa, que la
muestran con cabellera rubia, la Venus de Velázquez es morena. Cuando la obra
se inventarió por vez primera, fue descrita como «una mujer desnuda»,
probablemente debido a su naturaleza controvertida.
La figura femenina puede identificarse con
Venus debido a la presencia de su hijo, Cupido. Este aparece sin su
acostumbrado arco y flechas. Cupido, gordito e ingenuamente respetuoso,
incluso vulgar, tiene en sus manos una cinta rosa de seda que está
doblada sobre el espejo y se riza sobre su marco. Su función ha sido objeto de
debate por los historiadores del arte. En general, se cree que sería una
especie de atadura, un símbolo del amor vencido por la belleza.
Esta es la interpretación que le dio el crítico Julián Gallego, quien
entendió que la expresión facial de Cupido era melancólica, de manera que la
cinta sería unos grilletes que unían a este dios con la imagen de la belleza,
así que le dio a la pintura el título de Amor conquistado por la Belleza.
Se ha sugerido también que puede ser una alusión a los grilletes usados
por Cupido para atar a los amantes, también que se sirvió para colgar el
espejo, e igualmente que se había empleado para vendar los ojos a Cupido unos
momentos antes.
El elemento más original de la composición es
el espejo que sostiene Cupido, en el que la diosa mira hacia
afuera, al espectador de la pintura a través de su imagen reflejada en el
espejo. Este hecho de que Venus esté viendo al espectador a través del espejo
representa «la idea de la conciencia de
la representación, muy característica de Velázquez». Y el espectador, a su
vez, puede ver en el espejo el rostro de la diosa, difuminado por el efecto de
la distancia, y solo revela un vago reflejo de sus características faciales. La
imagen borrosa es una contradicción barroca, puesto que Venus es la diosa
de la belleza, pero esta no se distingue bien. El aspecto borroso del rostro ha
llevado a pensar que realmente es una mujer fea o vulgar, una aldeana en vez de
una diosa, lo que algunos críticos entienden como alusión a la capacidad engañosa
de la belleza. La crítica Natasha Wallace ha aludido a la posibilidad de que la
cara no distinguida de Venus sea la clave del significado oculto de la pintura,
en el sentido de que «no se pretende que
sea un desnudo femenino concreto, ni siquiera como un retrato de Venus, sino
como una imagen de la belleza absorta en sí misma». Según Wallace, «No hay nada espiritual en el rostro o en la
pintura. El ambiente clásico es una excusa para una sexualidad estética muy
material, no del sexo en sí, sino una apreciación de la belleza que conlleva
atracción.»
Los pliegues de las sábanas de la cama se hacen
eco de la forma física de la diosa, y se presentan para enfatizar las
dramáticas curvas de su cuerpo. La composición usa principalmente tonos de
rojo, blanco, y gris, empleados incluso en la piel de Venus; aunque el efecto
de este simple esquema cromático ha sido muy alabado, recientes análisis
técnicos han demostrado que la sábana gris era en origen un «malva intenso»,
que actualmente se ha apagado. Los colores luminiscentes usados en la piel de
Venus, aplicados con un «tratamiento
suave y cremoso, fundente», que contrasta con los grises oscuros y el
negro de la seda o satén sobre la que ella reposa, y con el
marrón de la pared detrás de su cara.
Velázquez es capaz de conseguir profundidad
gracias a la composición. Coloca objetos y cuerpos unos detrás de otros: las
diferentes sábanas, cuerpo de la Venus, el espejo, Cupido, la cortina en
diagonal, y la pared del fondo, hacen que tengamos la idea de una estancia muy
profunda.
Aunque se piensa, en general, que la obra se
pintó del natural, la identidad de la modelo es objeto de especulación como
ocurre, por ejemplo, con la Maja desnuda de Goya. En la España
de la época era admisible que los artistas emplearan modelos desnudos
masculinos para estudios; sin embargo, el uso de modelos de desnudo femeninos
era algo mal visto. Se cree que la pintura se ejecutó durante una de las
visitas de Velázquez a Roma, y Prater ha señalado que en Roma el artista «llevó verdaderamente una vida de considerable
libertad personal que resultaría coherente con la idea de usar un modelo
femenino desnudo». Se han propuesto diversas identidades para la modelo. Se
pensó en la pintora italiana Lavinia Triunfi, que habría posado para Velázquez en Roma.
También se ha lanzado la hipótesis de que la pintura represente a una amante de
Velázquez que se sabe que tuvo estando en Italia, de la que se supone que tuvo
un hijo; Diversos documentos prueban la existencia de un hijo ilegítimo. Se
ha aludido a que el modelo es el mismo que en la Coronación de la Virgen y Las
Hilanderas, ambas en el Museo del Prado, y otras obras.
Tanto la figura de Venus como la de Cupido
resultaron significativamente alteradas durante el proceso de pintura, y como
resultado aparecen las correcciones del artista respecto a los contornos que
inicialmente pintó. Los «arrepentimientos» pueden
verse en el brazo alzado de Venus, que estaba al principio en una posición más
alta; en la posición de su hombro izquierdo, y en su cabeza, que tenía un
perfil más acusado, mostrando un poco de la nariz. Los rayos infrarrojos revelan
que Venus estaba originalmente más incorporada con su cabeza vuelta hacia la
izquierda. Los contornos del espejo y el dorso de Cupido también están alterados.
Una zona en la parte izquierda de la pintura, que se extiende desde el pie
izquierdo de Venus hasta la pierna y pie izquierdo de Cupido, queda
aparentemente indefinida, pero este rasgo se ve en otras de las grandes obras
de Velázquez y probablemente era deliberado.
Fuentes
Numerosas obras, desde la Antigüedad hasta el
barroco, se han citado como fuentes de inspiración de Velázquez. Se mencionan
en particular las pinturas de desnudos y de Venus realizadas por los pintores
italianos, en especial los venecianos. La versión de Velázquez es, según
el historiador del arte Andreas Prater, «un
concepto visual muy independiente que tiene muchos precursores, pero ningún
modelo directo; los eruditos lo han buscado en vano». Entre los
precedentes principales se encuentran la Venus dormida de Giorgione (h.
1510); varias representaciones de Venus por parte de Tiziano,
como Venus y Cupido con una perdiz, Venus y Cupido con un
organista y, destacadamente, la Venus de Urbino de 1538; y
el Desnudo recostado de Palma el Viejo. Todos estos cuadros
muestran a la deidad reclinándose sobre lujosas telas, aunque en ambientación
de paisaje en las obras de Giorgione y Palma el Viejo. El uso de un espejo
colocado en el centro estaba inspirado por los pintores del Alto Renacimiento
Italiano, incluidos Tiziano, Jerónimo Savoldo, y Lorenzo Lotto, quien
usó espejos como un protagonista activo, en lugar de ser un mero accesorio en
el espacio pictórico.
Tanto Tiziano como Rubens habían pintado
ya a Venus mirándose en un espejo, y puesto que ambos tuvieron lazos estrechos
con la corte española, sus ejemplos habrían sido familiares para Velázquez. No
obstante Velázquez se opone claramente a las exuberantes carnes de las mujeres
pintadas por Tiziano y Rubens, también ejecutadas en Italia. «Esta chica con su estrecha cintura y cadera
prominente, no se parece a los desnudos italianos, más rotundos y plenos,
inspirados por la antigua escultura». Velázquez volvió más bien a los
patrones de los clásicos alemanes del siglo anterior, más esbeltos y que
recuerdan a la estatuaria clásica.
Velázquez combina en esta tela dos temas
tradicionales: La Venus ante el espejo con Cupido y La Venus
tumbada. En varios sentidos, la pintura representa una novedad pictórica: por
usar como centro un espejo, y debido a que muestra el cuerpo de Venus de
espaldas respecto al espectador. Al encontrarse la mujer de espaldas, hecho
poco habitual en la pintura de desnudos, no resulta un desnudo provocativo.
Es una innovación, para un desnudo de gran tamaño, que se muestre la espalda
del sujeto, aunque había precedentes de esto en los grabados de Giulio
Campagnola, Agostino Veneziano, Hans Sebald Beham y Theodor
de Bry, así como en dos esculturas clásicas que Velázquez conocía y de las
que hizo vaciados en Roma, para enviarlos a la colección real española
en 1650-51. Se trata de la Ariadna dormida que actualmente se
conserva en el Palacio Pitti, pero que entonces se encontraba en Roma; y
del ya mencionado Hermafrodita Borghese (véase imagen más arriba),
escultura que, como la Venus del espejo, tiene marcada la curva que va de
la cintura a la cadera. Sin embargo, la combinación de elementos en la
composición de Velázquez resultaba original.
La Venus del espejo puede que se
pretendiera como pareja de una pintura veneciana del siglo XVI de una
Venus acostada (que parece que se empezó como una Dánae) en un paisaje, en
la misma pose, pero vista desde el frente. Ciertamente, las dos pinturas
colgaron juntas durante muchos años en España cuando estaban en la colección
de Gaspar Méndez de Haro, marqués del Carpio, pero se desconoce en qué
momento se emparejaron.
La Venus del espejo es uno de los
primeros desnudos integrales de la pintura española, ejemplo único en
la pintura española hasta ese momento y el único que queda ejecutado por
Velázquez. Sin embargo, están documentados otros tres desnudos del artista en
los inventarios españoles del siglo XVII. Dos se mencionan en la colección
real, pero pudieron perderse en el fuego de 1734 que destruyó el Real
Alcázar de Madrid. Otro más se documentó en la colección de Domingo Guerra
Coronel. Estos documentos mencionan «una Venus reclinada», Venus y
Adonis y el tercero Cupido y Psique.
El desnudo era muy inusual en el arte español
del siglo XVII, siendo oficialmente desaconsejado. Tanto la pintura como la
exposición en público de un desnudo lascivo, entendiendo por tal en términos
generales el desnudo mitológico, se consideraban pecado mortal. Sin embargo,
dentro de círculos intelectuales y aristocráticos, eran admitidos como objetos
de artísticos, dejando de lado la cuestión de su moralidad, y no es raro
encontrar desnudos y mitologías en los inventarios de las colecciones privadas.
Última
década: su cumbre pictórica
En junio de 1651 regresó a Madrid con
numerosas obras de arte. Poco después, Felipe IV lo nombró
Aposentador Real, lo que le encumbró en la corte y añadió fuertes ingresos que
se sumaron a los que ya recibía como pintor, ayuda de cámara, superintendente y
en concepto de pensión. Aparte recibía las cantidades estipuladas por los
cuadros que realizaba. Sus cargos administrativos le absorbieron cada vez
más, incluido el de Aposentador Real, que le quitaron gran cantidad de tiempo
para desarrollar su labor pictórica. Aun así, a este periodo corresponden
algunos de sus mejores retratos y sus obras magistrales Las
meninas y Las hilanderas.
La llegada de la nueva reina, Mariana de
Austria, motivó la realización de varios retratos. También la infanta casadera María
Teresa fue retratada en varias ocasiones, pues debía enviarse su imagen a
los posibles esposos a las cortes europeas. Los nuevos infantes, nacidos de
Mariana, también originaron varios retratos, sobre todo Margarita, nacida
en 1651.
En el final de su vida pintó sus dos
composiciones más grandes y complejas, sus obras La fábula de
Aracné (1658), conocida popularmente como Las hilanderas, y el más
celebrado y famoso de todos sus cuadros, La familia de Felipe
IV o Las meninas (1656). En ellos vemos su estilo último, donde
parece representar la escena mediante una visión fugaz. Empleó pinceladas
atrevidas que de cerca parecen inconexas, pero contempladas a distancia
adquieren todo su sentido, anticipándose a la pintura de Manet y a
los impresionistas del siglo XIX, en los que tanto influyó su
estilo. Las interpretaciones de estas dos obras han originado multitud de
estudios y son consideradas dos obras maestras de la pintura europea.
Los dos últimos retratos oficiales que pintó
del rey son muy diferentes de los anteriores. Tanto el busto del Museo del
Prado como el debatido de la National Gallery son dos retratos íntimos
donde aparece vestido de negro y solo en el segundo con el toisón de oro.
Según Harris, reflejan el decaimiento físico y moral del monarca, del cual se
dio cuenta. Hacía nueve años que no lo retrataba, y así mostró el mismo Felipe
IV sus reticencias a dejarse pintar: «no me inclino a pasar por la flema de
Velázquez, como por no verme ir envejeciendo».
El último encargo que recibió del rey Felipe IV
fue la realización en 1659 de cuatro escenas mitológicas para el
Salón de los Espejos del Real Alcázar de Madrid, donde se colocaron junto
a obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés y Rubens, los
pintores preferidos del monarca. De las cuatro pinturas (Apolo y
Marsias, Adonis y Venus, Psique y Cupido, y Mercurio y Argos)
solo se conserva en la actualidad la última, sita en el Museo del Prado,
resultando destruidas las otras tres en el incendio del Real Alcázar la
Nochebuena de 1734, ya en tiempos de Felipe V. Durante ese incendio
se perdieron más de quinientas obras de maestros de la pintura y el edificio
quedó reducido a escombros, hasta que cuatro años más tarde en su solar se
comenzó a edificar el Palacio Real de Madrid. La calidad de la tela
conservada, y lo infrecuente que entre los pintores españoles de la época eran
los temas tratados en estas escenas, que por su naturaleza incluirían desnudos,
hace especialmente grave la pérdida de estas tres pinturas.
De acuerdo a la mentalidad de su época,
Velázquez deseaba alcanzar la nobleza, y procuró ingresar en la Orden de
Santiago, contando para ello con el favor real, que el 12 de
junio de 1658, le hizo merced del hábito de caballero. Para ser
admitido, sin embargo, el pretendiente debía probar que sus antepasados
directos habían pertenecido también a la nobleza, no contándose entre
ellos judíos ni conversos. Por tal motivo, el Consejo de Órdenes
Militares abrió en julio una investigación sobre su linaje, tomando declaración
a 148 testigos. De forma muy significativa, muchos de ellos afirmaron que
Velázquez no vivía de la pintura, sino de su trabajo en la corte, llegando a
decir algunos de los más allegados, pintores también, que nunca había vendido
un cuadro. A principios de abril de 1659 el Consejo dio por concluida
la recogida de informes, rechazando la pretensión del pintor al no encontrarse
acreditada la nobleza de su abuela paterna ni de sus abuelos maternos. En estas
circunstancias solo la dispensa del papa podía lograr que Velázquez fuese
admitido en la Orden. A instancias del rey, el papa Alejandro
VII dictó un breve apostólico el 9 de julio de 1659,
ratificado el 1 de octubre, otorgándole la dispensa solicitada, y el rey
le concedió la hidalguía el 28 de noviembre, venciendo así la
resistencia del Consejo de Órdenes, que en la misma fecha despachó en favor de
Velázquez el ansiado título.
En 1660 el rey y la corte acompañaron
a la infanta María Teresa a Fuenterrabía, cerca de la frontera
francesa, donde se encontró con su nuevo esposo Luis XIV. Velázquez, como
aposentador real, se encargó de preparar el alojamiento del séquito y de
decorar el pabellón donde se produjo el encuentro. El trabajo debió ser
agotador y a la vuelta enfermó de viruela.
Cayó enfermo a finales de julio y, unos días
después, el 6 de agosto de 1660 murió a las tres de la
tarde en Madrid. Al día siguiente, 7 de agosto, fue enterrado en la
desaparecida iglesia de San Juan Bautista, con los honores debidos a sus
cargos y como caballero de la Orden de Santiago. Ocho días
después, el 14 de agosto, falleció también su esposa Juana.
Las
meninas, 1656
Óleo sobre lienzo. 318 cm × 276 cm.
Museo del Prado
Las meninas (como se conoce a esta obra
desde el siglo XIX) o La familia de Felipe IV (según se
describe en el inventario de 1734) se considera la obra maestra
del pintor del Siglo de Oro español Diego Velázquez. Acabado
en 1656, según Antonio Palomino, fecha unánimemente aceptada por la
crítica, corresponde al último periodo estilístico del artista, el de plena
madurez. Es una pintura realizada al óleo sobre
un lienzo de grandes dimensiones formado por tres bandas de tela
cosidas verticalmente, donde las figuras situadas en primer plano se representan
a tamaño natural. Es una de las obras pictóricas más analizadas y comentadas en
el mundo del arte.
Aunque fue descrito con cierto detalle por
Antonio Palomino y mencionado elogiosamente por varios artistas y viajeros que
tuvieron la oportunidad de verlo en el palacio, no alcanzó auténtica reputación
internacional sino hasta 1819, cuando, tras la apertura del Museo del
Prado pudo ser copiado y contemplado por un público más amplio. Desde entonces
se han ofrecido de él diversas interpretaciones, sintetizadas por Jonathan
Brown en tres grandes corrientes. La realista, cronológicamente la
primera, defendida por Stirling-Maxwell y Carl Justi, ponía el
acento en la fidelidad del «momento
captado» con la que el pintor se anticipaba al realismo de
la fotografía, valorando con Édouard Manet y Aureliano de
Beruete los medios técnicos empleados. La publicación en 1925 del artículo
dedicado a La librería de Velázquez por Sánchez Cantón, con el
inventario de la biblioteca que poseía Velázquez, abrió el camino a nuevas
interpretaciones de carácter histórico-empírico basadas en el reconocimiento de
los intereses literarios y científicos del pintor. La presencia en la
biblioteca del pintor de libros como
los Emblemas de Alciato o la Iconología de Cesare
Ripa estimuló la búsqueda de variados significados ocultos y
contenidos simbólicos en Las meninas. Con Michel
Foucault y el posestructuralismo nace la última corriente
interpretativa, de carácter filosófico. Foucault descarta la iconografía y
su significación y prescinde de los datos históricos para explicar esta obra
como una estructura de conocimiento en la que el espectador se hace partícipe
dinámico de su representación.
El tema central es el retrato de la
infanta Margarita de Austria, colocada en primer plano, rodeada por sus sirvientes,
«las meninas», aunque la pintura
representa también otros personajes. En el lado izquierdo se observa parte de
un gran lienzo, y detrás de este el propio Velázquez se autorretrata trabajando
en él. El artista resolvió con gran habilidad todos los problemas de
composición del espacio, gracias al dominio que tenía del color y a la gran
facilidad para caracterizar a los personajes. El punto de fuga de la
composición se encuentra cerca del personaje que aparece al fondo abriendo una
puerta, donde la colocación de un foco de luz demuestra, de nuevo, la maestría
del pintor, que consigue hacer recorrer la vista de los espectadores por toda
su representación. Un espejo colocado al fondo refleja las imágenes del
rey Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, medio del que se
valió el pintor para dar a conocer ingeniosamente lo que estaba pintando, según
Palomino, aunque algunos historiadores han interpretado que se trataría del
reflejo de los propios reyes entrando a la sesión de pintura o, según otros, posando
para ser retratados por Velázquez: en este caso, la infanta Margarita
y sus acompañantes estarían visitando al pintor en su taller.
Las figuras de primer término están resueltas
mediante pinceladas sueltas y largas con pequeños toques de luz. La falta de
definición aumenta hacia el fondo, siendo la ejecución más somera hasta dejar
las figuras en penumbra. Esta misma técnica se emplea para crear la atmósfera
nebulosa de la parte alta del cuadro, que habitualmente ha sido destacada como
la parte más lograda de la composición. El espacio arquitectónico es más
complejo que en otros cuadros del pintor: es el único donde aparece el techo de
la habitación. La profundidad del ambiente está acentuada por la alternancia de
las jambas de las ventanas y los marcos de los cuadros colgados en la
pared derecha, así como la secuencia en perspectiva de los ganchos de araña del
techo. Este escenario en penumbra resalta el grupo fuertemente iluminado de la
infanta.
Como sucede con la mayoría de las pinturas de Velázquez,
la obra no está fechada ni firmada y su datación se apoya en la información de
Palomino y la edad aparente de la infanta, nacida en 1651. Se halla expuesta en
el Museo del Prado de Madrid, donde ingresó en 1819, procedente de la
colección real.
Contexto
histórico y artístico
Velázquez pintó este cuadro en 1656, año
perteneciente al reinado de Felipe IV, penúltimo monarca de la dinastía de
los Austrias. Hacía más de diez años (1643) que había tenido lugar la
caída del valido conde-duque de Olivares, y ocho años (1648) del
final de la guerra de los Treinta Años con el resultado de
la Paz de Westfalia, cuyas consecuencias para España y el reinado de
Felipe IV fueron una clara decadencia. En el año en que Velázquez
pintó Las meninas, el rey estaba ya muy envejecido y con evidentes signos
de cansancio bien demostrados en la obra del mismo autor, Retrato de
Felipe IV (entre 1656 y 1657). Fue en este año de 1657 cuando Inglaterra y
Francia pactaron el reparto de las posesiones españolas en Flandes, comenzando
un duro ataque contra la monarquía española, que terminó con la derrota de
Dunkerque en la batalla de las Dunas por parte de Felipe IV y la
firma del Tratado de los Pirineos en 1659. Después de la ejecución de
este cuadro, en 1660, se impuso el matrimonio entre el rey de Francia Luis
XIV y la infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Velázquez, debido a
su cargo en la corte española, tuvo que desplazarse a la Isla de los
Faisanes para preparar este encuentro; después de este viaje, falleció en
Madrid.
Desde los años 1650, Velázquez por su cargo en
la corte y durante su segundo viaje a Italia recibió el encargo de adquirir
diversas obras pictóricas entre las que se encontraban algunas realizadas
por Tiziano, el Veronés y Tintoretto. El pintor se encontraba,
después del regreso de Italia, en plena madurez vital y artística. En 1652 fue
nombrado Aposentador mayor de palacio, un cargo de gran responsabilidad,
pues era una especie de mayordomo del rey que debía encargarse de sus viajes,
alojamiento, ropas, ceremonial, etc. Por ello disponía de poco tiempo para
pintar pero aun así los escasos cuadros que realizó en esta última etapa de su
vida merecen el calificativo de excepcionales. En 1656 realizó Las
meninas, reconocida como su obra maestra. Velázquez tuvo contacto en estos
años cercanos a Las meninas con Francisco Rizi, que en 1655 fue
nombrado pintor del rey y en 1659 trabajó en la decoración del Salón de los
Espejos del Alcázar junto con Carreño y bajo la supervisión de Velázquez. Juan
Carreño de Miranda fue amigo y protegido de Velázquez aunque pertenecía a
una generación más joven. Dos años después de terminado el lienzo de Las
meninas, en 1658, se encontraban en Madrid junto con Velázquez los grandes
pintores Zurbarán, Alonso Cano y Murillo. Zurbarán
testificó y tomó parte activa en el proceso que finalmente permitió a Velázquez
ingresar en la Orden de Santiago.
Fue enterrado el 6 de agosto de 1660 con el
vestido y la insignia de caballero de la Orden de Santiago, distinción que
tanto deseó conseguir en vida. Se dice, sin tener ninguna certeza oficial, que
fue Felipe IV el que después del fallecimiento del artista añadió a la pintura
de Las meninas la cruz de la orden sobre el pecho de Velázquez.
La más completa y primitiva información del
cuadro se encuentra en la biografía extensa y llena de pormenores que
dedicó Antonio Palomino a Velázquez, publicada en el tercer tomo
del Museo pictórico y escala óptica, titulado El parnaso español
pintoresco laureado. Según su propia confesión Palomino obtuvo los datos de
las notas biográficas, actualmente perdidas, escritas por Juan de Alfaro,
un pintor que había sido discípulo de Velázquez en los últimos años de su vida,
lo que entre otras cosas le iba a servir para identificar con precisión a todos
menos uno de los personajes retratados.
La pintura se terminó en 1656, fecha que
encaja con la edad que aparenta la infanta Margarita (unos cinco
años). Felipe IV solía visitar el taller del pintor, como cuenta Palomino
recordando algunos precedentes históricos, conversaba con él y a veces se
quedaba viéndole trabajar, sin protocolo alguno. El lugar donde trabajaba
Velázquez era una sala amplia del piso bajo del antiguo Alcázar de Madrid,
próxima al denominado «Cuarto del Príncipe» por haber sido el aposento del príncipe Baltasar
Carlos, muerto en 1646, diez años antes de la fecha de Las meninas.
Algunos años después de muerto Velázquez la pieza principal del «Cuarto del
Príncipe», que es precisamente el lugar retratado con precisión en Las meninas,
se acondicionó como taller de los pintores de cámara.
Según el inventario redactado tras la muerte
de Felipe IV en 1665, el cuadro se hallaba entonces en el despacho
del rey en el cuarto de verano, lugar para el que fue pintado. Estaba
colgado junto a una puerta, y a la derecha se hallaba un ventanal. Se ha
deducido que el pintor diseñó el cuadro expresamente para dicha ubicación, con
la fuente de luz a la derecha, e incluso se ha especulado con que fuese un
truco visual: como si el salón de Las meninas pareciese una prolongación
del espacio real, en el sitio donde el cuadro se exponía. En aquel momento se
valoró en 16 500 reales, precio muy bajo si se compara con el valor de
52 800 reales que se dio a siete espejos que se guardaban en la misma
sala, pero no tanto si se compara con otras pinturas, siendo con diferencia
el más valorado de los cuadros del pintor.
En el incendio que destruyó el Alcázar de
Madrid (1734), este cuadro y otras muchas joyas artísticas tuvieron que
rescatarse apresuradamente; algunas se recortaron de sus marcos y arrojaron por
las ventanas. Las meninas se salvó, pero a ese incidente se
atribuye un deterioro (orificio) en la mejilla izquierda de la infanta, que,
por suerte, fue restaurado en la época con buenos resultados por el pintor
real Juan García de Miranda. El cuadro reaparece en los inventarios del
nuevo Palacio de Oriente, hasta que fue trasladado al Museo del
Prado. La pintura estuvo colocada en la sala XV de dicho museo, al lado de un
gran ventanal que le proporcionaba luz natural por la derecha, como en la
ubicación original, efecto que se perdió con su traslado a la sala XII.
Durante la guerra civil española el
cuadro y otras obras fueron evacuados por el equipo de Jacques Jaujard y
trasladados a Ginebra.
En 1984, en medio de una fuerte
controversia, fue restaurado bajo la dirección de John Brealey, experto
del Museo Metropolitano de Nueva York. Previamente se habían efectuado
exhaustivos estudios en colaboración con la Universidad de Harvard. La
restauración se redujo a la eliminación de capas de barniz que habían
amarilleado y alteraban el efecto de los colores. El estado actual de la
pintura es excepcional, especialmente si se tiene en cuenta su gran tamaño y
antigüedad.
Infanta Margarita Teresa de
Austria, personaje central de Las meninas.
Personajes y otros elementos
Numeración de los personajes de Las
meninas
La numeración de los personajes corresponde a
la que aparece en la ilustración.
1. Infanta Margarita. La infanta, una niña
en el momento de la realización de la pintura, es la figura principal. Tenía
unos cinco años de edad y alrededor de ella gira toda la representación
de Las meninas. Fue uno de los personajes de la familia real que más veces
retrató Velázquez, ya que desde muy joven estaba comprometida en matrimonio con
su tío materno y los retratos realizados por el pintor servían, una vez
enviados, para informar a Leopoldo I sobre el aspecto de su
prometida. Se conservan de ella excelentes retratos en el Museo de
Historia del Arte de Viena. La pintó por primera vez cuando no había cumplido
los dos años de edad. Este cuadro se encuentra en Viena y se
considera como una gran obra de la pintura infantil. Velázquez la presenta
vestida con el guardainfante y la basquiña gris y crema.
2. Isabel de Velasco. Hija de don Bernardino
López de Ayala y Velasco, VIII conde de
Fuensalida y gentilhombre de cámara de su Majestad. Contrajo
matrimonio con el duque de Arcos y murió en 1659, tras haber sido
dama de honor de la infanta. Es la menina que está en pie a la derecha, vestida
con la falda o basquiña de guardainfante, en actitud de hacer una reverencia.
3. María Agustina Sarmiento de Sotomayor.
Hija del conde de Salvatierra y heredera del Ducado de
Abrantes por vía de su madre, Catalina de Alencastre, que contraería
matrimonio más tarde con el conde de Peñaranda, grande de España. Es
la otra menina, la situada a la izquierda. Está ofreciendo agua en
un búcaro, pequeña vasija de arcilla porosa y perfumada que
refrescaba el agua. La menina inicia el gesto de reclinarse ante la infanta
real, gesto propio del protocolo de palacio.
4. Mari Bárbola (María Bárbara
Asquín). Entró en Palacio en 1651, año en que nació la infanta y la
acompañaba siempre en su séquito, «con
paga, raciones y cuatro libras de nieve durante el verano». Es la enana
acondroplásica que vemos a la derecha.
5. Nicolasito Pertusato. Enano de origen
noble del Ducado de Milán que llegó a ser ayuda de cámara del rey y
murió a los setenta y cinco años. En la pintura está situado en primer término
junto a un perro mastín.
6. Marcela de Ulloa, viuda de Diego de
Peralta Portocarrero. Era la encargada de cuidar y vigilar a todas las
doncellas que rodeaban a la infanta Margarita. Se encuentra en la pintura,
representada con vestiduras de viuda y conversando con otro personaje.
7. El personaje que está a su lado, medio
en penumbra, es el único cuyo nombre no da Palomino. Únicamente lo menciona
como un guardadamas.
8. José Nieto Velázquez. Era el
aposentador de la reina, así como el propio pintor lo era del rey. Sirvió en
palacio hasta su fallecimiento. En la pintura queda situado en el fondo, en una
puerta abierta por donde entra la luz exterior. Se muestra a Nieto cuando hace
una pausa, con la rodilla doblada y los pies sobre escalones diferentes. Como
dice el crítico de arte Harriet Stone, no se puede estar seguro de si su
intención es entrar o salir de la sala.
9. Diego Velázquez. El autorretrato del
pintor se encuentra de pie, delante de un gran lienzo y con la paleta y el
pincel en sus manos y la llave de ayuda de cámara a la cintura. El emblema que
luce en el pecho fue pintado posteriormente cuando, en 1658, fue admitido como
caballero de la Orden de Santiago. Según Palomino, «algunos dicen que su Majestad mismo se lo pintó, para aliento de los
Profesores de esta Nobilísima Arte, con tan superior Chronista; porque cuanto
pintó Velázquez este cuadro, no le había hecho el Rey esta merced».
10 y 11. Felipe IV y su
esposa Mariana de Austria. Aparecen reflejados en un espejo, colocado en
el centro y fondo del cuadro; parece indicar que es precisamente el retrato de
los monarcas lo que estaba pintando Velázquez.
A la izquierda del cuadro, se encuentra
el pintor delante de una gran tela; se considera que este es el
mejor autorretrato de Velázquez. Sobre su pecho se añadió
posteriormente el emblema de la orden de Santiago.
En primer término se puede observar un perro,
un mastín español, que está en una actitud de reposo, sin inquietarse ni
siquiera cuando siente el pie del enano Pertusato.
El espacio representado, como ya indicó
Palomino, es la pieza principal del cuarto del príncipe. Aunque el Alcázar
resultó destruido en el incendio de 1734, a partir de lo que indican los
inventarios y de los planos conservados de Juan Gómez de Mora ha sido
posible reconstruir la disposición de la estancia representada con notable
fidelidad por Velázquez, sin otro cambio que el espejo, no mencionado en los
inventarios. Se trata de una sala rectangular, de aproximadamente veinte metros
de largo y más de cinco de ancho con ventanas alineadas en uno de sus lados. Se
decoraba con cuarenta cuadros, en su mayor parte copias
de Rubens hechas por Juan Bautista Martínez del Mazo de
asuntos mitológicos tomados de las Metamorfosis de Ovidio, y una
serie de aves, animales y paisajes dispuestas sobre las ventanas. En la pared
del fondo se disponían cuatro cuadros de la serie de mitologías ovidianas tal
como muestran Las meninas: Prometeo robando el fuego
sagrado y Vulcano forjando los rayos de Júpiter a los lados del
pintor y apenas visibles, y otros dos de mayor tamaño en la parte alta cuyos
motivos llegan a advertirse en la penumbra de la estancia: Minerva y
Aracne, copia de Mazo sobre una composición de Rubens, y Apolo
vencedor de Pan, derivado de un original de Jacob Jordaens ejecutado
a su vez sobre un boceto de Rubens para la serie de la Torre de la Parada.
En ambos se han fijado quienes buscan intenciones simbólicas en Las
meninas, interpretándolos en sentido político, suponiendo en la elección de sus
asuntos ocultas alusiones a la obediencia debida a los reyes y al castigo que
acarrea incumplirla, o como una reivindicación de la superioridad de las
artes mayores consideradas como un oficio noble, frente a los oficios manuales
y mecánicos representados en el trabajo artesanal. En el momento de
pintar Las meninas Velázquez trataba de ser admitido como caballero
de la Orden de Santiago, y consiguientemente ver reconocido su ennoblecimiento
sin obstáculo de su oficio de pintor, como ya se hacía en otros países —como
Italia—, donde los monarcas y pontífices honraban a los pintores. Entre los
libros dejados por Velázquez al morir se encontraba la Noticia de las
artes liberales del abogado Gaspar Gutiérrez de los Ríos (1600),
que en España había sido el primero en defender por extenso la liberalidad del
arte de la pintura, junto con otros tratados, como una copia de los escritos
de Leonardo da Vinci o la Historia
natural de Plinio en los que se hablaba también de la nobleza de
la pintura. Así Plinio, en referencia al pintor Pánfilo, escribió:
... fue
el primer pintor cultivado,[…] en todas las disciplinas, principalmente en
aritmética y geometría, sin las cuales decía que no podía culminar el arte. […]
este arte se admitía como primer grado de educación liberal. Lo cierto es que
siempre tuvo el prestigio de ser practicado por hombres libres y más tarde por
personajes de alto rango, y de haber estado vetado siempre a los esclavos. Esta
es la razón por la que ni en pintura ni en escultura hay obras famosas
realizadas por esclavos».
Plinio Naturalis
Historia Lib. XXXV, 77. Reseña: Víctor Nieto Alcaide, Espacio,
Tiempo y Forma Serie VII, Historia del Arte, t. 20-21-2007:UNED p.
63.
Técnica
Para José Gudiol Las
meninas suponen la culminación de su estilo pictórico en un proceso
continuado de simplificación de su técnica, primando el realismo visual sobre
los efectos del dibujo. Velázquez en su evolución artística entendió que para
plasmar con exactitud cualquier forma solo se precisaban unas determinadas
pinceladas. La simplicidad fue su objetivo en su época de madurez y en Las
meninas es donde mejor consiguió reflejar estos logros.
En Las meninas destaca su equilibrada
composición, su orden. La mitad inferior del lienzo está llena de personajes en
dinamismo contenido mientras que la mitad superior está imbuida en una
progresiva penumbra de quietud. Los cuadros colgados de las paredes, el espejo,
la puerta abierta del fondo son una sucesión de formas rectangulares que forman
un contrapunto a los sutiles juegos de color que ocasionan las actitudes y
movimientos de los personajes. La composición se articula repitiendo la forma
y las proporciones de los dos tríos principales (Velázquez-Agustina-Margarita
por un lado e Isabel-Maribarbola-Nicolasito por otro), en una posición muy
reflexionada que no precisó ajustes y modificaciones sobre la marcha, como
acostumbraba a hacer Velázquez en su forma de pintar, llena de
arrepentimientos, rectificaciones, correcciones y ajustes conforme avanzaba en
la ejecución de un cuadro. Esta disposición elegida y la armonía de los tonos
consiguen esa maravillosa naturalidad que le da ese aspecto de secuencia
improvisada captada fugazmente.
Velázquez fue un maestro en el tratamiento de
la luz. Iluminó el cuadro con tres focos luminosos independientes, sin contar
el pequeño reflejo del espejo. El más importante es el que incide sobre el
primer plano procedente de una ventana de nuestra derecha que no se ve, que
ilumina a la infanta y su grupo convirtiéndola a ella en el principal foco de
atención. El amplio espacio que hay detrás se va diluyendo en penumbras hasta
que en el fondo un nuevo y pequeño foco luminoso irrumpe desde otra ventana
lateral derecha cuyo resplandor incide sobre el techo y la zona trasera de la
habitación. El tercer foco luminoso es el fuerte contraluz de la puerta abierta
en la parte frontal del fondo donde se recorta la figura de José Nieto y desde
donde la luminosidad se proyecta desde el fondo del cuadro hacia el espectador,
formándose así una diagonal que lo atraviesa en sentido perpendicular. El
entrecruzamiento de esta luz frontal de dentro a fuera y las transversales
aludidas, forma distintos juegos luminosos de inclinaciones varias de arriba
hacia abajo o de derecha a izquierda, creando una ilusión de planos
superpuestos en profundidad de gran verosimilitud. Esta compleja trama luminosa
llena el espacio de sombras y contraluces invitando al espectador a mirar cada
detalle en vaivén por todo el cuadro.
Sistemáticamente Velázquez busca neutralizar
los matices destacando solo algunos elementos para que la intensidad cromática
no predomine en general. Así en el grupo de personajes principal, sobre una
capa ocre solo destaca algunos matices grises y amarillentos en contraposición
a los grises oscuros del fondo y de la zona alta del cuadro. Ligeros y
expresivos toques negros y rojos más la blancura rosada de las carnaciones
completan el efecto armónico. Las sombras se emplean con determinación y sin
vacilar, incluyendo en ellas el negro. Esta idea de neutralizar los matices
predomina en su arte, tanto al definir con pocos y precisos trazos negros el
personaje a contraluz del fondo, como cuando obtiene la verdadera calidad de la
madera en la puerta de cuarterones del fondo, o cuando siembra de pequeños
trazos blancos la falda amarillenta de la infanta o al sugerir sin ni siquiera
intentar dibujarlo su ligero pelo rubio.
El cuadro está pintado a la última manera de
Velázquez, la que empleó desde su regreso del segundo viaje a Italia. En esta
última etapa se aprecia una mayor dilución de los pigmentos, un adelgazamiento
de las capas pictóricas, una aplicación de la pincelada desenfadada, atrevida y
libre. Como decía Quevedo un «pintor
de manchas distantes» o en «la tradición de Tiziano», lo que en España
se llamaba «pintura a borrones». Las meninas se realizó de forma
rápida e intuitiva según la costumbre de Velázquez de pintar de primeras el
motivo, en vivo, de hacerlo directamente alla prima, con espontaneidad.
En esta última década de su vida, Velázquez consiguió un dominio de la técnica
pictórica y de la perspectiva aérea, que trasmitió en Las meninas y
en su probable siguiente gran obra: Las hilanderas. En ambas obras
consiguió la sensación de que entre los personajes hay un espacio de «aire» que
los difumina a la vez que los aúna a todos ellos, llevando a su extremo la
técnica de pinceladas sueltas y ligeras que había empezado a emplear en su
periodo intermedio y se encuentra, por ejemplo, en El príncipe Baltasar
Carlos a caballo.
La calidad técnica del cuadro, con el
tratamiento de la textura fina y las pinceladas compactas aplicadas con una
gran maestría, ha hecho posible su buen estado de conservación, a pesar del
tiempo transcurrido desde su ejecución, sin que apenas se
observen craquelados. Las medidas originales fueron ligeramente retocadas
en una primera restauración, en la que el cuadro se volvió a entelar. En el
borde superior y el lado lateral derecho se puede detectar las señales que
dejaron los clavos que fijaban la tela al bastidor; fue recortada por el lado
izquierdo y se hizo un pequeño doblez para hacer posible la nueva sujeción.
Parece que se perdió muy poco trozo de la orilla.
Los estudios radiográficos llevados a cabo en
el Museo del Prado y el análisis técnico de Carmen Garrido han demostrado que
Velázquez realizó la pintura directamente en el lienzo sin bocetos previos: por
medio de la aplicación de manchas de color cubrió grandes partes de la tela de
forma irregular, a la manera de la llamada Escuela
veneciana encabezada por Giorgione. Las correcciones o
pentimenti fueron múltiples, siendo las más notables las que afectaron al
propio pintor, que en un primer estado se presentaba con el rostro de perfil
girado hacia la infanta Margarita; la mano derecha de la infanta también estaba
corregida y puesta más baja que en su posición inicial; otros arrepentimientos
se encuentran en el espejo del fondo, donde se apreció el encaje de la cabeza
del rey con una técnica abocetada y con pigmentos más densos que el que sugiere
la figura de la reina casi invisible. Los contornos de las figuras se
realizaron con trazos largos y sueltos, aplicando luego toques rápidos y breves
para destacar las luces de los rostros, manos y detalles de los vestidos. La
rapidez de ejecución se aprecia en los detalles decorativos.
Velázquez empleó una gama de colores fría y con
una paleta sobria y no extensa. Al aplicar las pinceladas apenas roza el
lienzo, consiguiendo una textura fina, con solo algunos puntos donde se
aprecian más las pinceladas algo más gruesas. Según
dijo Delacroix usaba un «empaste neto y al mismo tiempo rico de
matices». Los personajes son tratados de forma naturalista, ya sea la menina
Agustina Sarmiento ofreciendo la cerámica con agua o la propia infanta
Margarita. Todos los personajes del cuadro están introducidos en una escena
donde la luz trata la atmósfera como punto de unión entre ellos.
Velázquez utilizó los blancos de
plomo sin casi mezclas en diversos puntos del cuadro, como en las camisas,
los puños de Mari Bárbola o la manga derecha de Agustina
Sarmiento; lo hizo con un toque rápido y decidido que consigue el reflejo de
las vestiduras y adornos, como en el caso de la infanta Margarita o en la
camisa del propio pintor. En los cabellos de la infanta y en sus adornos,
también se aprecia el arte de la pincelada del maestro. En las cuatro figuras
femeninas del primer término se observa un tratamiento similar; los vestidos
denotan la categoría y la clase de tela de cada uno de ellos. En el caso
de Nicolasito Pertusato, la definición queda más desdibujada. Velázquez
empleó toques de lapislázuli sobre todo en el vestido de Mari
Bárbola, y lo hizo con objeto de conseguir reflejos en el color profundo de
este vestido. Los personajes reflejados en el espejo están elaborados de manera
más rápida y con una técnica esbozada.
Teorías
sobre el argumento de la obra
A pesar de los muchos estudios que
los historiadores de arte han dedicado a encontrar un significado al
lienzo, Las meninas sigue planteando incógnitas de difícil respuesta.
El primer problema es la dificultad misma que existe para establecer
el género pictórico al que pertenecen, ya que no se atiene a ninguno
de los géneros tradicionales. Se trata de un retrato cuya protagonista, según
las primeras descripciones que del cuadro han llegado, es la infanta Margarita
con algunos miembros de su séquito. Pero no se trata de un retrato de
grupo convencional, pues en él parece estar ocurriendo algo que
solo queda sugerido por la dirección de las miradas de seis de los nueve
personajes hacia fuera del cuadro, es decir, hacia el lugar donde se encuentra
el espectador. La aparente levedad de la anécdota narrada, su propia
indefinición, hace que tampoco pueda considerarse como una pintura de historia
convencional. Como obra barroca podría esconder varios mensajes
solapados. «El barroco es un arte dinámico.
Acción y 'pathos' determinan sus creaciones y tratan de incluir también al
observador». En este caso, sin embargo, el espectador al que se destina
parece ser único: el rey, que dispone de la obra en un espacio reservado y de
uso privado de su cuarto de verano, y que estaría doblemente representado, en
el reflejo del espejo y como receptor de las miradas. En este sentido la acción
espontánea y de apariencia casual podría ser considerada como un
mero capricho dirigido privadamente al rey por su pintor de cámara,
cuando este ya lo había conseguido todo en la corte y el rey, agobiado por los
quehaceres políticos y envejecido, podía encontrar consuelo tanto en el retrato
de la infanta, que era su «alegría», como en el magisterio de su pintor.
La apariencia casual del suceso narrado esconde
en realidad un complejo estudio de las relaciones entre los personajes
representados, lo que ha llevado a la búsqueda de
un argumento. Jonathan Brown sugirió que la escena representaría
el momento en que la infanta Margarita llegando al estudio de
Velázquez para ver trabajar al artista pide agua, que le ofrece la menina
situada a la izquierda, instante en el que también entran el rey y la reina,
reflejándose sus figuras en el espejo de la pared del fondo. Ante esa
aparición, la acción se detiene y los que ya han advertido la presencia de los
reyes, no todos, dirigen hacia ellos sus miradas. Para Thomas Glen, la
secuencia de hechos es ligeramente distinta: los reyes han permanecido durante
un tiempo sentados, posando ante el pintor que los retrata en presencia de la
infanta cuando deciden dar por terminada la sesión. En ese momento las miradas
se dirigen hacia ellos, Velázquez interrumpe su labor y Pertusato despierta al
perro que ha de acompañar a su ama. El aposentador de la reina, abriendo la
puerta del fondo en cumplimiento de sus funciones palaciegas, indica que las
personas reales se disponen a cruzar el espacio representado. El propio Brown
parece aceptar ahora esta narración, que es la que actualmente goza de un mayor
consenso y la que permite explicar más satisfactoriamente, conforme a las
reglas de la perspectiva, lo reflejado en el espejo.
Si bien, en opinión de Martin Kemp, la
composición del espacio en Las meninas es «un sutil desafío al
naturalismo científico anterior, principalmente italiano», pues el pintor se
habría propuesto dar una idea del proceso de la visión mediante recursos
exclusivamente pictóricos —manchas y luces— atento a la apariencia más que a la
árida geometría, las líneas ortogonales son suficientes para localizar el punto
de fuga en el hueco de la puerta del fondo, próximo al codo de Nieto. El
espejo refleja así, como ya advirtió Antonio Palomino, el anverso del
cuadro en el que trabaja Velázquez, lo que no vemos: el retrato doble de los
monarcas bajo un cortinaje, por más que Velázquez nunca pintase un cuadro de
esas características. Si, al contrario, el espejo no reflejase la superficie
del lienzo sino a los propios reyes, estando estos situados en el punto de
vista exterior al cuadro ocupando el mismo lugar que ocupa el espectador, de
modo que el punto focal se localizase justo frente al espejo, el punto de fuga
debería situarse de acuerdo con las reglas de la perspectiva en el mismo centro
del espejo. Se resolvería así también la cuestión de qué está pintando,
cuestión que ha intrigado a muchos investigadores, y a la que se ha respondido
que el propio cuadro de Las meninas, con el que coincide en el bastidor
primitivo y en las medidas aproximadas, o su propio autorretrato, suponiendo
un juego de espejos cruzados, lo que parece desmentir el hecho de que los
cuadros del fondo no se muestren invertidos.
María Agustina Sarmiento de Sotomayor,
menina real, en Las meninas.
Los intentos de descubrir un significado oculto
más allá de la pura apariencia de lo representado han sido también diversos. El
primero en formular una hipótesis de este género fue Charles de Tolnay, quien
interpretó Las meninas como una reivindicación de
la nobleza de la pintura, cuestión candente en la España del siglo
XVII y por la que hacía tiempo venían luchando los pintores, pleiteando
contra el pago de la alcabala, impuesto al consumo que gravaba las ventas
y equiparaba a los pintores con los artesanos. Tomando como punto de partida
los dos cuadros de asunto mitológico colgados de la pared del fondo, copias de
Juan Bautista Martínez del Mazo de dos lienzos que colgaban en la Torre de
la Parada, Minerva y Aracne, según Rubens, y Apolo y Marsias,
original de Jordaens, cuyos asuntos —la competición entre dos formas de arte,
encarnada una en un dios y la otra en un mortal— interpretó como una exaltación
del arte sobre la artesanía, Tolnay destacó que Velázquez se representara al
margen de la composición, como imaginándola, forjándose una idea platónica de
ella, antes de comenzar a manejar los pinceles, oficio mecánico. Con algunos
matices la interpretación social de Tolnay ha encontrado numerosos seguidores,
entre ellos Jonathan Brown, para quien el asunto de los cuadros carecería de
interés, al reflejar la pintura la disposición exacta de la sala, y la
exaltación del arte de la pintura vendría dada por la presencia de los reyes:
el rey enaltece al pintor yendo a verle trabajar en su taller —Palomino alude
efectivamente a esas visitas de los reyes a sus pintores, y no solo en esta
ocasión, como signo de máximo aprecio— y, por su lado, el pintor guarda el
decoro no pintándose junto a sus señores, sino ante el reflejo que de ellos
proyecta el espejo. En el cuidado puesto por el pintor para autorretratarse
en el ejercicio de sus funciones de pintor de cámara sin caer en la «osadía» de
hacerse protagonista, pintándose junto a sus señores, ha incidido Fernando
Marías, para quien Las meninas serían
un capricho conceptista mediante el que el pintor solicita
ingeniosamente al propio rey permiso «para
retratar a un monarca que no quería ser retratado».
Una interpretación distinta, en clave política,
fue propuesta por Xavier de Salas secundado por Enriqueta
Harris, poniendo el acento en el protagonismo de la infanta Margarita, quien
ocuparía ese lugar como heredera de la corona, «la exclusiva esperanza por entonces de perpetuar la rama española de
los Habsburgol».Tesis amplificada por Manuela Mena, quien interpreta
en clave emblemática, como «espejo
de príncipes» destinado a la educación de la futura reina, algunos
elementos visibles en el lienzo con otros que solo se descubrirían en las
radiografías. Puesto que la corona correspondía en realidad a la hermana
mayor, María Teresa, hija del primer matrimonio de Felipe IV con Isabel
de Borbón, tal hipótesis necesita explicar su exclusión de la línea sucesoria,
lo que se justificaría por la promesa de matrimonio con Luis XIV, rey de
Francia. Sin embargo este matrimonio, aunque largamente solicitado desde la
corte francesa, no se concertó hasta 1659, tras el nacimiento de un heredero
varón, Felipe Próspero, en tanto en 1656 se debatían otros matrimonios más
convenientes para la infanta con miembros de la familia austriaca, de modo que
no quedase excluida de la línea de sucesión.
Sección
áurea y análisis de la obra
Muchos artistas
del Renacimiento emplearon la sección áurea en sus dibujos,
por ejemplo el gran maestro Leonardo da Vinci. Ya en el
año 1509 el matemático Luca Pacioli, publicó el libro De
Divina Proportione y en 1525 Alberto
Durero publicó Instrucción sobre la medida con regla y compás de
figuras planas y sólidas, donde describe cómo trazar
la espiral basada en la sección áurea con regla y compás,
que se conoce con el nombre de «espiral
de Durero». Velázquez, en la composición áurea de su
cuadro Las meninas, lo ordena con la mencionada espiral, cuyo centro
está situado sobre el pecho de la infanta Margarita, —autores diversos han
mencionado la posible utilización del empleo del número áureo por
Velázquez—marcando con ello el centro visual de máximo interés y el significado
simbólico del lugar reservado para los escogidos, como era tradición
en Europa, que el monarca ocupara el lugar central y de privilegio en las
ceremonias. No hay que olvidar que en el momento de la creación de la pintura,
la infanta Margarita era la persona más indicada como sucesora al trono, ya que
Felipe IV no tenía en ese momento ningún hijo varón.
El punto de fuga de
la perspectiva está detrás de la puerta donde se encuentra José
Nieto; precisamente, allí es donde va la vista en busca de la salida del
cuadro; la gran luminosidad existente en este punto provoca que la mirada se
fije en ese lugar.
En Las meninas se puede estructurar
el cuadro en diferentes espacios. La mitad superior de la obra está dominada
por un espacio vacío, en el que Velázquez pinta el aire. Hay además, un espacio
virtual hacia donde mira el pintor y en el que se supone que están los reyes o
los espectadores. Otro espacio importante es el del punto de fuga del
fondo del cuadro, muy luminoso, donde un personaje huye de la intimidad del
momento. Un cuarto espacio es el pequeño espejo que refleja a los reyes; y
finalmente, está el espacio delimitado por la luz dorada que se aprecia en las
figuras de la infanta, las meninas, la enana y el perro. Son espacios reales y
virtuales que conforman la realidad fantástica del cuadro.
Espejo y
escenas reflejadas
La estructura espacial y la posición del espejo
están dispuestas de tal manera que parece que Felipe IV y Mariana se encontraran
delante de la infanta y sus acompañantes, con el observador del lienzo. Según
Janson, no solamente la infanta y sus sirvientes están presentes para distraer
a la pareja real, sino que la atención de Velázquez se concentra en ellos
mientras pinta su retrato. Aunque solo se pueden ver reflejados en el espejo,
la representación de la pareja real ocupa un lugar central en la pintura, tanto
por la jerarquía social como por la composición del cuadro. La posición del
espectador en relación con ellos es incierta. La cuestión es saber si el
espectador está cerca de la pareja real o si los reemplaza y contempla la
escena con sus propios ojos; es una cuestión que genera polémica. La segunda
hipótesis es, para saber cuál es el objetivo de la atención de las miradas de
Velázquez, de la infanta y de Mari Bárbola, que mira directamente hacia el
observador de la pintura.
En Las meninas se supone que la reina
y el rey están fuera de la pintura, y su reflejo en el espejo los sitúa en el
interior del espacio pictórico. El espejo, situado sobre el triste muro del
fondo, muestra lo que hay: la reina, el rey y —según las palabras de Harriet
Stone— las generaciones de espectadores que han venido a tomar el sitio
que la pareja tiene en el cuadro. Una hipótesis alternativa del historiador
H. W. Janson es que el espejo refleja la tela de Velázquez, tela que ya
tiene pintada con la representación de los reyes.
Detalle de Las meninas. Espejo del
fondo donde están reflejados Felipe IV y Mariana de Austria.
Numerosos aspectos de Las
meninas están relacionados con otras obras procedentes de Velázquez, donde
se utiliza y juega con los mismos recursos. Según López-Rey, aparte de El
matrimonio Arnolfini, el cuadro que más se acerca a Las meninas es
el Cristo en casa de Marta y María, tela que Velázquez pintó en 1618,
unos cuarenta años antes, en Sevilla; en este cuadro se puede detectar una
imagen en el fondo como si fuera una ventana que da a otra habitación, o que
también puede ser un espejo.
En 1964, antes de la restauración
del Cristo en casa de Marta y María, numerosos historiadores de arte veían
la escena que parece incrustada arriba, a la derecha del cuadro, como si fuera
reflejada en un espejo, o como si fuera otro cuadro colgado en la pared. Este
debate ha continuado, parcialmente, después de la restauración, aunque según
la National Gallery de Londres, que es donde está expuesto el lienzo,
Cristo y sus acompañantes son visibles solamente a través de una ventana que da
a una habitación contigua. Los vestidos que aparecen en ambas habitaciones
son también diferentes; los vestidos de la escena principal son contemporáneos
a Velázquez, mientras que los de la escena donde se encuentra Cristo utilizan
los convenios iconográficos tradicionales para las escenas bíblicas. En Las
hilanderas, cuadro pintado probablemente un año después que el de Las
meninas, aparecen representadas dos escenas de Ovidio: en un primer plano,
con vestidos contemporáneos y en el plano posterior, con vestidos antiguos.
Según Sira Dambe, «en esta tela, los
aspectos de la representación son tratados de manera similar a los de Las
meninas».
La fábula
de Aracne popularmente conocido como Las hilanderas, 1657
Óleo sobre lienzo. 222,5 cm × 293 cm.
Museo del Prado
Esta obra es de los máximos exponentes de
la pintura barroca española y está considerada como uno de los
grandes ejemplos de la maestría de Velázquez. Temáticamente es una de sus obras
más enigmáticas, pues aún no se conoce el verdadero propósito de esta obra.
Según Javier Portús Pérez, conservador y
jefe del Departamento de Pintura Española (hasta 1700) del Museo del Prado:
... Las
hilanderas constituye uno de los cuadros en los que es más fácil
identificar la personalidad estética del Museo del Prado, una institución cuyas
colecciones durante siglos han servido como escuela de diferentes artistas de
muy variada procedencia, y a través de los cuales se puede describir una nítida
línea de continuidad estilística, al margen de fronteras nacionales. Es un
cuadro en el que están presentes a la vez el veneciano Tiziano, el flamenco
Rubens y el español Velázquez, es decir, tres de las columnas vertebrales de la
colección.
Historia
Como uno de los representantes diplomáticos de
la infanta Isabel Clara Eugenia en las negociaciones para la firma de
un tratado de paz entre España y los Países Bajos, Rubens fue llamado
a Madrid, donde permanecería desde agosto de 1628 hasta abril de 1629, por el
rey Felipe IV para informarse sobre dichas negociaciones. Al
compartir taller con él durante su estancia en la corte, Velázquez conoció bien
la obra de Rubens, consistente en, además de realizar unas 40 obras
originales por encargo del rey y la infanta —entre ellas el Retrato
ecuestre de Felipe IV y, más tarde, El juicio de Paris— copiar, o «traducir a su propio estilo», varias de
las fábulas mitológicas que Tiziano pintó para Felipe II, y que
pertenecían a la colección real del Alcázar de Madrid.
Existen discrepancias respecto a cuándo Velázquez
pintó el cuadro. Mientras que algunos expertos lo consideran anterior a Las
meninas (1656), de acuerdo con el conservador del Museo del Prado, Javier
Portús Pérez, la mayoría considera que la obra es posterior al segundo viaje
que realizó Velázquez a Italia, en 1649.
Se supone que pintó el cuadro hacia 1657,
en su etapa de mayor esplendor, para un cliente particular, Pedro de Arce. Como
pintor del rey, Velázquez no solía atender encargos privados, pero en este caso
hizo una excepción pues Arce era montero de Felipe IV, o sea, organizaba
sus monterías (jornadas de caza) y, por tanto, tenía ciertas influencias en la
corte de Madrid. En un inventario de los bienes de Arce, realizado en
1664, la obra aparece como Fábula de Aracne. Posteriormente perteneció al duque
de Medinaceli, siendo trasladado al Real Alcázar de Madrid a su
muerte en 1711. Fue dañado en el incendio de la Nochebuena de 1734,
incendio que destruyó por completo al alcázar. Desde el alcázar, fue trasladado
al palacio del Buen Retiro y posteriormente se cita como parte de la
colección del Palacio Real, citado en los inventarios realizados allí en 1772
y 1794. En 1819, el año de su inauguración, se traslada el cuadro, junto
con otras obras de las Colecciones Reales de los Reales Sitios al Real
Museo de Pinturas y Esculturas, el actual Museo del Prado.
Tema
En primer plano se ve una sala con cinco
mujeres (hilanderas) que preparan las lanas. La mujer de la derecha que viste
blusa blanca es «una clara transposición»
de una de las figuras de la Bóveda de la Capilla Sixtina. Al fondo, detrás
de estas mujeres y en una estancia que aparece más elevada, aparecen otras tres
mujeres ricamente vestidas que parecen contemplar un tapiz que representa una
escena mitológica.
Durante mucho tiempo se consideró a
estas Hilanderas como un cuadro de género en el que se
mostraba una jornada de trabajo en el taller de la fábrica de tapices de
Santa Isabel de Madrid y que este era su único asunto. Sin embargo, a causa de
la propia entidad del cuadro y por la «ambigüedad» de significados presente en
algunos de los lienzos más significativos de Velázquez, algunas personas, entre
ellas Ortega y Gasset o el historiador del arte español Diego
Angulo Íñiguez, apuntaban a un simbolismo mitológico.
Hoy se admite que el cuadro trata un tema
mitológico: la fábula de Atenea y Aracne, en una escena del mito
de Aracne que se describe en el libro sexto de Las metamorfosis de Ovidio.
Una joven lidia, Aracne, tejía tan bien que las gentes de su ciudad
comenzaron a comentar que tejía mejor que la diosa Atenea, inventora de
la rueca. La escena del primer término retrataría a la joven a la derecha,
vuelta de espaldas, trabajando afanosamente en su tapiz. A la izquierda, la
diosa Atenea finge ser una anciana, con falsas canas en las sienes. Sabemos que
se trata de la diosa porque, a pesar de su aspecto envejecido, Velázquez
muestra su pierna, de tersura adolescente.
Al fondo, se representa el desenlace de la
fábula. El tapiz confeccionado por Aracne está colgado de la pared; su tema
constituye una evidente ofensa contra Palas Atenea, ya que Aracne ha
representado varios de los engaños que utilizaba su padre, Zeus, para
conseguir favores sexuales de mujeres y diosas. Frente al tapiz, se aprecian
dos figuras. Son la diosa, ataviada con sus atributos (como el casco), y ante
ella la humana rebelde, que viste un atuendo de plegados clásicos. Están
colocadas de tal manera que parecen formar parte del tapiz. Otras tres damas
contemplan cómo la ofendida diosa, en señal de castigo, va a transformar a la
joven Aracne en araña, condenada a tejer eternamente.
Velázquez divide la obra en diversos planos, a
la manera de aquellos cuadros medievales cuyos grupos han de «leerse» en un orden determinado, como si
fuesen páginas de un libro. Consigue que nuestra vista pase de la hilandera
iluminada de la derecha, a la de la izquierda, para saltar por encima de la que
se agacha en la penumbra hasta la escena del fondo. Allí, una de las mujeres se
vuelve hacia el espectador como si se sorprendiese de nuestra incursión en la
escena. Poner el mensaje en un segundo plano es un juego típico del Barroco.
En cuanto a los colores, Velázquez usa una
paleta casi monocroma, con capas de pintura finas y diluidas. Sobre todo en sus
últimas obras, utiliza una gran variedad de tonos ocres, tierras y óxidos,
aplicados de una manera poco común a su época: muy diluidos y con pinceles de
astas finas y largas. El dominio de Velázquez en el manejo de los pinceles es
soberbio, ya que es capaz de definir lo que desea pintar con escasa materia y
pocas pinceladas, transformando una mancha en figura, según la distancia del
espectador. Usa una pincelada suelta, semejante a la de los impresionistas dos
siglos más tarde.
Uno de los puntos más destacables de la técnica
de Velázquez es la perspectiva aérea, consiguiendo un efecto
«atmosférico» similar al de Las Meninas: consigue crear la sensación de
que entre las figuras hay aire que distorsiona los contornos y las difumina,
logra captar el espacio que arropa las figuras.
La destreza del arte de Velázquez destaca
también en el dinamismo que imprime al cuadro, dando sensación de movimiento,
sobre todo en el giro de la rueda, cuyos radios no alcanzamos a ver por la
velocidad a la que está girando y también en el personaje de la derecha, que
devana la lana con tanta rapidez que parece que tiene seis dedos.
Hay un «arrepentimiento»
visible en la cabeza de la muchacha de perfil de la derecha.
Para una información más detallada consultar la
página de este mismo Blog.
https://www.blogger.com/blog/post/edit/1694752905144895183/5208178539351733701
Segunda
mitad del siglo XVII
Este momento ya no está dominado por
el caravagismo, sino que se siente la influencia del barroco
flamenco rubensiano y el barroco italiano. Ya no son cuadros con
profundos contrastes de luz y sombras, sino que predomina en ellos un intenso
cromatismo que recuerda a la escuela veneciana. Se produce una teatralidad
propia del barroco pleno, lo cual tiene cierta lógica dado que se emplea para
expresar, por un lado, el triunfo de
la Iglesia contrarreformista pero, también, a un tiempo, es una
especie de telón o aparato teatral que pretende ocultar la inexorable decadencia del imperio
español. Se incorpora además la pintura decorativa al fresco de
grandes paredes y bóvedas, con efectos escénicos y trampantojo. En
relación con ese ambiente de decadencia está la proliferación de ciertos temas
como la vanitas, para señalar la fugacidad de las cosas terrenales, y que
a diferencia de las vanitas holandesas, por tener que reforzar el
aspecto religioso de este tema, solían incluir
referencias sobrenaturales muy explícitas.
La
escuela madrileña
Entre las figuras que mejor representan la
transición desde el tenebrismo hacia el barroco pleno se encuentran
fray Juan Andrés Ricci (1600-1681) y Francisco de Herrera el
Mozo (1627-1685), hijo de Herrera el Viejo. Herrera el Mozo marchó muy temprano
a estudiar a Italia y al volver en 1654, difundió el gran barroco
decorativo italiano, como puede verse en su San
Hermenegildo del Museo del Prado. Se convirtió en el copresidente de
la Academia de Sevilla, presidida por Murillo, pero trabajó sobre todo en
Madrid.
El vallisoletano Antonio de
Pereda (1611-1678), centrado principalmente en la pintura religiosa para
iglesias y conventos madrileños, pintó algunas vanitas en las que se
aludía a la fugacidad de los placeres terrenales y que proporcionan el tono que
dominaba en este subgénero dentro del bodegón o naturaleza muerta a
mediados de siglo. Entre ellas se le atribuye la celebérrima El sueño del
caballero (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), en la que,
junto al caballero dormido, hay todo un repertorio de las vanidades de este
mundo: insignias de poder (el globo terráqueo, coronas) y objetos preciosos
(joyas, dinero, libros), junto a las calaveras, las flores que pronto se
marchitan y la vela medio gastada que recuerdan que las cosas humanas son
breves. Por si hubiera alguna duda sobre el sentido del cuadro,
un ángel corre junto al caballero con una cinta en la que, a modo de
charada, se dibujan un sol atravesado por un arco y flecha con la
inscripción: AETERNE PUNGIT, CITO VOLAT ET OCCIDIT, esto es, «[El tiempo] hiere siempre, vuela rápido y
mata», lo que en su conjunto se podría interpretar como una advertencia: «La fama de las grandes hazañas se
desvanecerá como un sueño». Su Alegoría de la vanidad de la vida, en
el Kunsthistorisches de Viena está protagonizada por una
figura alada en torno a la cual se repiten los mismos temas: el globo
terráqueo, numerosas calaveras, un reloj, dinero, etc. En otras ocasiones, sin
embargo (Vanitas del Museo de Zaragoza), se limitará a unos pocos
elementos esenciales: calaveras y reloj, más acomodados a su personal estilo,
poco dado a las composiciones complejas.
El pleno barroco viene representado
por Francisco Rizi (1614-1685), hermano de Juan Ricci y también
por Juan Carreño de Miranda (1614-1685). Se considera que Carreño de
Miranda es el segundo mejor retratista de su época, detrás
de Velázquez; muy conocidos son sus retratos de Carlos II y de
la reina viuda, Mariana de Austria. De entre sus discípulos,
destaca Mateo Cerezo (1637-1666), admirador
de Tiziano y Van Dyck. Otro artista destacado fue José
Antolínez, discípulo de Francisco Rizi, aunque con fuerte influencia veneciana
y flamenca. Autor de obras religiosas y de género, donde destacan
sus Inmaculadas, de influencia velazqueña en la intensidad cromática, con
preponderancia de los tonos plateados. Sebastián Herrera Barnuevo,
discípulo de Alonso Cano, fue arquitecto, pintor y escultor, destacando en el
retrato, con un estilo influido por la escuela veneciana,
especialmente Tintoretto y Veronés.
La última gran figura del barroco madrileño
es Claudio Coello (1642-1693), pintor de corte. Sus mejores obras, sin
embargo, no son los retratos sino las pinturas religiosas, en las que aúna un
dibujo y perspectiva velazqueños con una aparatosidad teatral que
recuerda a Rubens: La adoración
de la Sagrada Forma y El Triunfo de San Agustín.
FRAY JUAN
ANFRÉS RICCI de GUEVARA, conocido como fray Juan Rizi (Madrid, 1600-Montecassino, 1681)
Monje benedictino, pintor, arquitecto y
tratadista barroco español. Formado en las primeras décadas
del siglo XVII, su estilo es el propio
del tenebrismo naturalista. Su pintura, que evolucionará poco con el
paso del tiempo, se distingue por la intensidad de sus claroscuros, trabajados
con pincelada ligera, y por la gama de colores oscuros con predominio de los
pardos y del negro —color del hábito benedictino— solo ocasionalmente realzados
por los rojos, mal conservados estos debido, según Antonio Ponz, a su
costumbre de dejar los cuadros «de primera mano». Como pintor erudito y con
formación teológica, Rizi se mantuvo siempre atento a los mensajes teológicos y
conceptuales de los contenidos de su pintura, lo que le llevaría a inventar o
adoptar fórmulas iconográficas nuevas o poco usadas, en especial
tratando de destacar el papel de María como mediadora.
Aunque el grueso de su producción está
constituido por pinturas monásticas y series de asunto religioso,
principalmente relacionadas con santos de la orden benedictina, fue también un
estimable retratista, apreciándose en este orden la influencia
de Velázquez, como se pone de manifiesto en el atribuido retrato
de Don Tiburcio de Redín y Cruzat del Museo del Prado o en
el de Fray Alonso de San Vítores del Museo de Burgos, compuesto
con una exquisita gama de colores tostados y cálidos.
Autor de escritos sobre materias teológicas y
artísticas, Rizi cultivó también la arquitectura, teorizando sobre
el orden salomónico entero o completo, y es posible que practicase la
escultura, al menos ocasionalmente, a juzgar por una noticia documental
relativa a la terminación de un Santo Cristo de talla para el
hospital de San Juan de Burgos.
Su padre, Antonio Ricci, natural
de Ancona, llegó a España en 1585 para trabajar en la decoración
del Monasterio de El Escorial bajo las órdenes de Federico
Zuccaro. Despedido el maestro pocos meses más tarde, Antonio decidió permanecer
en España, donde contrajo matrimonio en 1588 en la iglesia de San
Ginés de Madrid con Gabriela de Guevara, o de Chaves, huérfana de Gabriel
de Chaves, dorador de la corte. Instalado en Madrid, abrió taller de
pintura dedicado a la confección de retablos, la imitación de obras de
los Bassano y los retratos, en lo que demostró especial habilidad,
llegando a ser retratista de Felipe IV aún príncipe. En Madrid
nacerían sus once hijos, bautizados todos en la parroquia de San
Sebastián; Juan, el cuarto, bautizado el 28 de diciembre de 1600, y el
menor, Francisco, quien también sería pintor, el 9 de abril de 1614.
Formación
y primeros años de actividad artística
Juan probablemente inició su aprendizaje como
pintor con su padre, aunque Antonio Palomino afirma que se formó en
el taller de Juan Bautista Maíno, lo que en opinión de Pérez Sánchez
desmiente su obra, de un tenebrismo estricto aplicado con pincelada
ligera que, en ocasiones, parece dejar las obras inacabadas. Problemática es
también su formación cultural en el sentido más amplio, incluyendo el
aprendizaje del latín, requisito necesario para ingresar en la orden
benedictina. La relación con el círculo de intelectuales italianos residentes
en la corte, con los que su padre, promotor en 1606 de la Academia de San Lucas
de Madrid junto con Vicente Carducho, mantenía el contacto, pudo servir de
acicate para su temprana vocación intelectual. Algunos de los postulados
teóricos que expondrá en sus obras posteriores, como los argumentos teológicos
para justificar el arte de la pintura, su carácter liberal o la primacía del
dibujo como unificador de las artes, con sus subalternadas, la geometría y la
anatomía, se encuentran de forma semejante en los programas académicos y en los
escritos de Carducho.
En todo caso, la participación de Juan en la
Academia de pintores que se reunía en el convento madrileño de Nuestra Señora
de la Victoria, está acreditada por un incidente ocurrido en 1622 que pudo
suponer el fin de la propia Academia. En ese año algunos pintores revocaron los
poderes que anteriormente habían otorgado a Vicente Carducho, Eugenio
Cajés, Bartolomé González, Santiago Morán y otros para la
celebración de dichas reuniones. Entre quienes derogaban el consentimiento,
todos ellos «maestros de la pintura residentes en esta Corte», con Pompeyo
Leoni (hijo), Juan de la Corte o Pedro Núñez del Valle, firmaba
«Juan Andrés Rizi», quien aparece de este modo ya como pintor independiente en
la primera noticia documental que de él se tiene tras la partida de bautismo.
Nada se sabe de sus primeros años de vida
excepto que con dieciséis, dando ya muestras de su piedad, escribió un pequeño
tratado sobre la Concepción de María que envió al papa Pablo V, según
referirá él mismo años más tarde. En 1622, como se ha dicho, trabajaba ya en
Madrid como pintor independiente. Palomino alude a dos trabajos hechos «antes
de entrar en Religión», ambos perdidos, para los conventos de los trinitarios y
de los mercedarios calzados de Madrid. Se conoce, en efecto, el contrato para
las obras de este último convento, firmado con el sacristán mayor Diego del
Peso el nueve de enero 1625, diciéndose en él mayor de veinticinco años pero
sujeto aún a licencia paterna. Por dicho contrato Rizi se comprometía a pintar
para la sacristía cuatro lienzos con la historia de la pasión de Cristo «y otros sanctos», así como decorar
con grutescos los «blancos de la pared» hasta la cornisa de la
bóveda conforme a las trazas presentadas previamente.
Monje
benedictino en Montserrat. Estudios en Irache y Salamanca
El 7 de diciembre de 1627 ingresó en la
elitista orden benedictina en el Monasterio de Montserrat, donde
profesó un año después. Aun tratándose del más insigne monasterio catalán,
Montserrat pertenecía a la Congregación castellana de San Benito el Real de
Valladolid y, como Rizi, la mitad de sus integrantes procedían de Castilla, lo
que originaba algunos conflictos. Superado el proceso selectivo establecido por
la orden, que limitaba el número de monjes que cada monasterio podía enviar a
seguir estudios universitarios, fue enviado a cursar los estudios de Filosofía
en el Monasterio de Irache (Navarra), donde permaneció entre 1634 y
1637, año en que fue reclamado a Montserrat para realizar trabajos de pintura
en la capilla de San Bernardo, decorada con grutescos como había hecho antes de
partir hacia Irache en la capilla del Santísimo. Posteriormente marchó al
Colegio de San Vicente en Salamanca, en cuya Universidad se
matriculó por primera vez en el curso 1638-1639, permaneciendo allí hasta 1641.
Antonio Palomino cuenta que al no tener el tercio de la pensión
anual de 100 ducados necesario para ser aceptado en el colegio universitario,
que solían ser sufragados por los monasterios de procedencia de los escolares,
pintó un Crucifijo en dos días por el que le dieron más dinero del
necesario para su admisión. Durante su estancia en Salamanca, al tiempo que
cursaba estudios de Teología, decoró con pinturas el claustro del colegio,
destruido durante las guerras napoleónicas, y quizá acudiese a clases de
anatomía y disección, siendo posible advertir sus conocimientos en estas
materias en los dibujos anatómicos con que ilustró el Tratado de la
pintura sabia, aun cuando la fuente principal de esos dibujos fuesen las
estampas de los tratados de Andrea Vesalio y Juan Valverde de
Hamusco.
1641.
Maestro de dibujo del príncipe Baltasar Carlos
En 1641, tras la llegada a Madrid de
los monjes castellanos expulsados en febrero de Montserrat, él mismo se
trasladó desde Salamanca a la corte a la que fue llamado por
el conde-duque de Olivares para ser maestro del
príncipe Baltasar Carlos. No le satisfizo el cargo, del que algunos años
después diría en carta desde Roma a la duquesa de Béjar que
A mí me hacían mayor honra en no hacerme
maestro de niños, aunque sean tan grandes.
Hombre de carácter apasionado y celoso defensor
de las constituciones de su orden, pronto se vio privado de él, al oponerse,
por contraria a esas constituciones, a la reelección acordada por el rey de
fray Juan Manuel de Espinosa como abad del nuevo monasterio de Montserrat de
Madrid, tras haberlo sido del catalán. El incidente determinó su inmediata
salida de la corte hacia Silos, «donde —según escribió el monje años después—
me vi gozoso fuera de palacio».
Durante esta breve etapa en la corte participó
en la decoración del Salón de Comedias del viejo Alcázar con Francisco
Camilo, Alonso Cano y Diego Polo, entre otros, y pudo realizar
el atribuido retrato de Sir Arthur Hopton, embajador inglés en Madrid,
conservado en el Meadows Museum de Dallas, de debatida autografía.
1642-1648.
Santo Domingo de Silos. Primeras obras conservadas
La estancia en el Monasterio de Santo
Domingo de Silos, en el que se le cita ya en febrero de 1642 con cargo de Padre
Predicador y donde desempeñó sucesivamente los cargos de predicador, confesor y
llamador, se vio frecuentemente interrumpida por continuos viajes, llamado desde
otros monasterios de la orden y desde el obispado de Burgos para participar en
trabajos decorativos. Pero la primera salida, en septiembre de 1642, se debe a
un incidente con el médico del pueblo, con quien tuvo «algunas Causas y
palabras». Fue por ello enviado, en tanto se apaciguase la situación,
al priorato de San Frutos en Duratón, lugar áspero y apartado dependiente
de Silos, al que volvió un año más tarde para una estancia de dos meses. En
julio de 1643, si no antes, estaba de nuevo en Silos, encargado del expediente
de limpieza de sangre de un novicio. Siendo abundante para estos años la
documentación referida a su vida monástica, de su actividad artística no se
tienen noticias hasta agosto de 1645, cuando fue llamado por el abad de San
Juan de Burgos, Diego de Silva, para participar en una amplia remodelación
decorativa del monasterio, en el que se encargó del retablo mayor y colaterales
y de una serie de pinturas para el claustro y otras dependencias, primeras
obras documentadas que se conservan. Será este, además, el punto de partida
para una serie de desplazamientos a la capital burgalesa y quizá también a
Pamplona y Madrid en los años inmediatos antes de que, en agosto de 1648,
terminen las noticias referidas a fray Juan en el monasterio silense.
En Silos quedan dos pinturas de factura suelta
e indudablemente autógrafas, aunque no firmadas ni documentadas, que hubo de
realizar en estos años: La muerte de Santo Domingo de Silos, que ocupó el
retablo de la capilla instalada en la celda del santo hasta el derrumbe de su
bóveda en 1970, probablemente la primera obra conocida de mano de Rizi pues
consta que entre 1642 y 1645 se renovó la llamada Celda del Paraíso,
posiblemente con participación del propio Rizi en el diseño arquitectónico, y Santo
Domingo liberando a los cautivos, conservada en la Sala Capitular y
anteriormente en la puerta de la sacristía, obra inusual en la producción del
pintor por tamaño y complejidad compositiva, dado el gran número de sus
figuras. El estilo personal de Rizi, sus profundos contrastes de luz y sombra
para delimitar los espacios celestial y terrenal, la idealización de los
rostros de Cristo y de la Virgen en contraste con el tratamiento naturalista de
los objetos, se encuentra ya plenamente formado en estas obras en las que,
además, pudo autorretratarse en la figura del monje lector que dirige su mirada
hacia el espectador como testigo de la visión milagrosa, de la que da fe,
asociada por Rizi —al margen de los relatos hagiográficos— al momento
mismo de la muerte de santo Domingo.
Pinturas
para San Juan de Burgos
En agosto de 1645 el abad de Silos Pedro de
Liendo le autorizó a marchar al monasterio de San Juan de Burgos para
pintar unos cuadros y allí regresó al año siguiente para terminar la escultura
de un Crucificado para el hospital del monasterio. El encargo del
abad Diego de Silva, que suponía una completa remodelación decorativa del
monasterio, comprendió las pinturas del retablo mayor dedicado
al Bautista (Bautismo de Jesús, Prisión de san Juan y Degollación
de san Juan), los altares de la nave del templo, una serie de la vida de san
Benito para el dormitorio grande y otra de santos benedictinos para el
claustro. De toda esa amplia intervención, dispersos o destruidos muchos de sus
cuadros tras los procesos desamortizadores del siglo XIX, aunque
ya Antonio Ponz hablaba del mal estado de conservación de gran parte
de ellos, únicamente cuatro se han conservado según el documentado estudio de
David García López: el llamado San Benito y la copa de veneno de la
iglesia de San Lesmes de Burgos, la Virgen de Montserrat con un
monje del Bowes Museum de Barnard Castle (Durham), y dos pinturas
del Museo del Prado, que originalmente estuvieron enfrentadas en sendos
retablos colaterales: San Benito bendiciendo un pan y San
Gregorio escribiendo, catalogada esta última en el museo como obra anónima.
A estos cuatro lienzos cabe agregar, aunque fue
pintado años más tarde (hacia 1658), el retrato de Fray Alonso de San
Vítores (Museo de Burgos), procedente de la biblioteca del mismo
monasterio de San Juan en el que profesó quien luego sería obispo de Almería,
de Orense y de Zamora y que, como general de la Congregación de Valladolid, se
había ocupado de embellecer los monasterios de la orden y protegido a Rizi. El
retrato, no exento de influencias velazqueñas en opinión de Angulo y
Pérez Sánchez, está considerado unánimemente como una de las obras maestras de
Rizi, en la que supo conjugar la tradición del retrato sedente con un
inusualmente cálido sentido del color.
La cena
de San Benito, Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 185 x 216 cm. Museo del
Prado
Cuadro de la serie con escenas de la vida de
san Benito que adornaban el claustro del monasterio de San Martín. Se ha
supuesto que el tema del lienzo represente uno de los intentos de
envenenamiento al Santo fundador. Felipe de Castro (ca. 1750/1764) se
limitó a señalar que "las pinturas
del claustro son de mano de Fray Juan Ricci" y Ponz (V, 1776,
5.a división, párrafo 15) que "las [pinturas] de la Vida del mismo
Santo en el claustro son de Fr. Juan Rizi, Religioso de la Orden; y de su
misma mano son también los retratos que hay encima de ellas". También Ceán
(1800, IV, p. 213) se refirió únicamente a "los lienzos del claustro de la
vida de S. Benito y los retratos que están encima", aunque
citando al Padre Sarmiento, dio uno de los asuntos al escribir que en
estos lienzos "no hay cabeza alguna
que no sea retrato de algún monge, o lego, o criado de la casa, y que el del P.
Rizi era un monge de barba negra que asiste al tránsito de S. Benito"
El inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y
escogidos por la Comisión de la Academia permite confirmar la pertenencia a la
serie del claustro de san Martín de “San
Benito y los ídolos” y “La cena de San
Benito”, y descubre la existencia de otros dos lienzos que, a juzgar por
sus medidas y proporciones, debieron formar parte de ella: un "San Benito Abad" de 6 1/2 x 7 3/4
pies y un "San Benito conjurando los
vicios" de 7 1/4 x 7 1/4 pies (203 x 203 cm aprox.). A estos hay que
añadir, con seguridad, las dos historias conservadas en la iglesia de San
Martín ("San Benito y Galla",
191 x 214 cm, y "San Benito y el milagro de la hoz", 190 x 215 cm),
de medidas prácticamente idénticas a las de los otros y que debieron ser
devueltas a la iglesia en fecha desconocida; y el lienzo con "San Benito bendiciendo a san Mauro"
que ingresó en el Prado en 1965. La pertenencia a la serie del otro
lienzo registrado en el inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes
en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia (San Benito
escribiendo, 7 1/2 x 4 pies) no es ya tan evidente. La altura está próxima a la
de los demás, pero no así la anchura. Significativamente, el único cuadro de la
serie que se colgó en el Museo al ser éste inaugurado, fue "San Benito y los ídolos", expuesto
en el Salón de la Galería Baja. Ello facilitaría la posterior desaparición de
los demás a excepción de "La cena de
san Benito". Por sus medidas y proporciones, debe excluirse de la
serie "La última misa de san Benito"
de la Academia de San Fernando (281 x 212 cm), que si procede
efectivamente de San Martín, debía de ser uno de los otros cuadros de Rizi que
según Ponz estaban "en parages
publicos y particulares de esta Casa".
San Benito
bendiciendo el pan. Hacia 1655.
Óleo sobre lienzo, 168 x 148 cm. Museo del
Prado. Depósito en otra institución
Fray Juan Rizi era miembro de una
importante familia de artistas madrileños y profesó como monje benedictino. La
mayor parte de sus obras se relacionan con su orden y representan a santos y
otros hombres ilustres pertenecientes a esta. En este caso, nos encontramos
ante un milagro del fundador que tiene claras connotaciones eucarísticas. Fue
pintado para el monasterio burgalés de San Juan Bautista.
San
Millán de la Cogolla
No paró mucho tiempo en Silos a donde había
vuelto en mayo de 1648. Antes de terminar el año marchó a Pamplona llamado por
su obispo para atender asuntos relacionados con un hermano de los que poco más
se sabe. Entre 1649 y 1652 debió de pasar unos meses en el Monasterio de
San Pedro de Cardeña, donde pintó un cuadro no conservado del Cid a
caballo por encargo de su abad Juan Agüero, trasladándose luego a Medina
del Campo. Aquí, en el desaparecido monasterio de San Bartolomé, uno de los más
modestos de la orden, dependiente de Sahagún y habitado por solo tres monjes,
desempeñó el cargo de abad según refiere él mismo en el Tratado de la
pintura sabia, donde incluyó el diseño de la portada de la iglesia, ejecutada
en esos años conforme a las trazas posiblemente proporcionadas por él mismo.
No hay constancia documental de la estancia de
Rizi en San Millán de la Cogolla, donde sin embargo se encuentra el más
numeroso conjunto de sus obras conservado in situ, pero se sabe que en
1653 murió el pintor navarro Juan de Espinosa dejando sin terminar
las pinturas del claustro alto de cuya conclusión se encargaría Rizi. Es
posible que fuese llamado a pintar en el monasterio ese mismo año, pues fue
también entonces cuando resultó elegido abad fray Ambrosio Gómez, bajo cuyo
mandato, extendido hasta 1657, se llevaron a cabo las obras del retablo mayor,
dorado entre 1654 y 1656.
La intervención de Rizi en el Monasterio
de San Millán de Yuso, con las perdidas pinturas del claustro alto dedicadas a
la vida de san Millán, se extendió a distintas dependencias pero se centró
particularmente en la iglesia donde además de las pinturas del retablo mayor y
sus colaterales se encargó de las pinturas de otros tres altares distribuidos
por la nave. Como es lógico, las obras más ambiciosas se destinaron al altar
mayor, presidido por sendos grandes lienzos de San Millán en la batalla de
Simancas y de la Asunción de la Virgen, advocación del templo,
acompañada en su elevación al cielo por su hijo en inusual iconografía,
copiada en parte de una de las estampas de Wierix para
las Evangelicae historiae imagines de Jerónimo Nadal.
El lienzo central, con san Millán entrando en
batalla sobre un caballo (o quizá mejor sobre un unicornio) lanzado a galope
tendido, aun contando con el posible precedente del desaparecido retrato del
Cid que había pintado para San Pedro de Cardeña, se aleja de sus habituales
motivos monásticos, de un carácter siempre mucho más estático. Pero sus
carencias para crear un efecto verdaderamente dinámico se ven compensadas por
su rico colorismo barroco de pincelada suelta y vibrante. El asunto
representado, alguna vez interpretado como la intervención milagrosa de san
Millán en la batalla de Hacinas, podría reflejar con mayor probabilidad
la legendaria intervención del santo en la batalla de Simancas en
socorro del ejército castellano del conde Fernán González. En ella los
monjes de San Millán de la Cogolla fundaban los llamados Votos de san
Millán, una falsificación documental de hacia 1143 según la cual el conde
Fernán González habría otorgado al monasterio el cobro de determinados derechos
sobre algunas localidades castellanas en agradecimiento a la milagrosa
intervención del santo, derechos en los que se asentaba la supervivencia económica
del monasterio.
Las pinturas del presbiterio se completan con
las figuras monumentales y de fuerte naturalismo de San
Pedro y San Pablo, recortadas sobre fondos negros, puertas para los
armarios de las reliquias, y cuatro lienzos de santos en los altares
colaterales, unidos al mayor en estudiada simetría: santas Gertrudis y Oria,
monja profesa del monasterio, en el lado de la Epístola, y santos Ildefonso y
Domingo de Silos en el del Evangelio, los cuatro recibiendo las visiones
místicas de Cristo y de la Virgen María, con los característicos rompimientos
de gloria de Rizi y su mismo sentido «algo
triste» del color, en opinión de Jovellanos, que visitó el monasterio
en 1795.
Distribuidos por la nave, y en la actualidad en
parte desmembrados, pintó también los retablos del Rosario, de Santo
Domingo de Silos y de San Benito con dos lienzos cada uno,
destacando los del primero (La Virgen y las almas del Purgatorio, San Benito y
san Miguel Florentino recibiendo los rosarios de manos de Jesucristo y de la
Virgen) por su mayor empeño compositivo y el de San Benito y las órdenes
militares por su iconografía, en la que de nuevo la orden benedictina
aparecía ligada a las tareas reconquistadoras. Interesantes son también y por
motivos semejantes los cuatro retratos imaginarios de ilustres protectores del
monasterio pintados para el Salón de Reyes: el conde Fernán González, los
reyes de Navarra García I y Sancho el Mayor y el
emperador Alfonso VII, figuras esbeltas de cuerpo entero y de composición
ya arcaica.
Por fin, en la escalera de la sacristía se
encontraba una obra de grandes dimensiones, hasta siete metros,
denominada San Benito y el árbol genealógico benedictino. Se trataba de
una obra de gran mérito elogiada por Jovellanos y Ceán Bermúdez por
la variedad y multitud de sus cabezas. El lienzo, muy dañado a causa del
abandono sufrido por el monasterio tras la desamortización de 1835, se había
dado por perdido en 1909 pero en fechas recientes ha sido localizado y
restaurado en el mismo monasterio un fragmento de aproximadamente 3 x 3 metros
con las figuras de san Benito y san Millán acompañados por algunos de los
abades de los monasterios de Suso y Yuso, cabezas que podrían considerarse
auténticos retratos, si no de los personajes históricos que representan, con un
número sobre la mitra que permitiría identificarlos, sí de los monjes
residentes en San Millán en el momento de pintarse.
San
Millán en la batalla de Simancas, 1657
El centro de la obra está ocupado por San
Millán o Emiliano, natural de Berceo y que nació en el año 473. Se sabe, según
nos cuenta la tradición, que fue educado por San Felices y vivió como ermitaño
en las cuevas del monte San Lorenzo. Fundó un monasterio que lleva su nombre y
murió hacia el año 574.
El lienzo nos presenta una batalla en la que el Santo sobre un unicornio blanco
galopa derribando a varios moros. San Millán viste el hábito benedictino y
blande flamígera espada con la que amenaza a un moro. Bajo su unicornio se
dispone un moro tendido en el suelo, composición, por otra parte, típica en de
las escenas de caballería. Tolnay nos habla de la distribución medieval por la
que las zonas derechas se hacen corresponder con el bien y las izquierdas con
el mal 6, así podemos observar cómo el lado del evangelio está ocupado por los
cristianos mientras que el correspondiente a la zona izquierda representa al
hereje, al infiel. El centro de la composición está ocupado como hemos dicho
por San Millán, pero también se destaca un gigantesco árbol del que más tarde
hablaremos. También se debe destacar las tonalidades que el pintor confiere al
cielo y el castillo que se levanta sobre una colina y que podría servir para
identificar con más seguridad la batalla que se quiere representar.
Sin duda, el propósito del lienzo supera la
simple representación de una batalla, la finalidad esencial la hemos de
encontrar en el deseo de manifestar el poder milagroso de San Millán y las
razones por las que se le consideró patrono de Castilla y, junto con Santiago,
patrono de España.
Lomax, nos habla de las intervenciones
milagrosas del Santo en la Reconquista:
De San Millán se creía que protegía a los
navarros y a los hombres de Castilla la Vieja, y García II de Navarra hizo una
peregrinación a su tumba para pedirle ayuda contra Almanzor (997). Se
creía que se la había aparecido a Fernán González en la batalla de Hacinas, y a
García III en la toma de Calahorra (1045); y mucho antes de los
poemas que sobre él escribieron Berceo y un monje de Arlanza, que han
sobrevivido, se compusieron leyendo épocas a propósito de su acción
protectoras.
Tales apariciones tienen su precedente en el
reino Astur-leonés, ya que en el siglo IX apareció con la misma finalidad
protectora el apóstol Santiago en la batalla de Clavijo en ayuda del
rey Ramiro y los tercios cristianos, esto nos lo cuenta Manuel Carretese en
las Vidas de Santos que compusiera en el siglo XIII.
Así, nos encontramos que los Astur-leoneses
tenían su patrón protector, no extraña que los Castellanos eligieran al suyo
otorgándole similares características militares y milagrosas.
San Millán se apareció a los ejércitos
castellanos en tres ocasiones, dos de ellas en el siglo X y una en el XI. Las
dos batallas del siglo X son las de Hacinas y Simancas, en
ellas comandaba los ejércitos castellanos el conde Fernán González, la tercera
aparición se dio en la batalla de Calahorra. Todas estas confrontaciones se
dieron contra los árabes infieles y la victoria cristiana se fundamentó sustancialmente
en el fenómeno milagroso de la aparición.
Lafuente Ferrari recoge la tradición y nos indica que esta batalla representada
por Ricci corresponde a la de Hacinas (Burgos), localidad próxima a
la población de Salas de los Infantes y al monasterio de Silos. Quizá la
fortaleza que observamos en el lienzo pueda corresponderse con la que en la
actualidad (bastante derruida) se eleva en la localidad de Hacinas.
Sin lugar a dudas, Ricci a la hora de componer
su lienzo tuvo que recurrir a la tradición. Resulta curioso encontramos que en
el año 1609 (no olvidemos que el lienzo se pinta en 1653) un monje benedictino
llamado Yepes escribe la Crónica General de San Benito, en esta obra
al hablar de San Millán no se menciona para nada la batalla de Hacinas y
por el contrario se da toda la importancia a la
de Simancas, localidad castellana que también se encuentra elevada
sobre una colina con fortaleza. Para Yepes es en Simancas cuando acaeció la
primera aparición del Santo en ayuda de los cristianos, nos dice cómo en ella se
unieron todos los ejércitos cristianos de Navarra, Vasconia, Castilla y León
contra el moro Abderramán:
Muy
conocida es, y sabida de los españoles la batalla de Simancas, cuando el Rey
don Ramiro el segundo, viendo que el Rey Abderramán de Córdoba, entraba con
poderoso ejército en tierras de cristianos, pareciole, que era imposible
resistir a tanta muchedumbre de infieles envió a pedir al Rey de Navarra,
García Sánchez, y al conde de Castilla, Fernán González, que le socorriesen, y
favoreciesen, en este aprieto tan grande, en que se veían los cristianos de
España. Estos príncipes llamados vinieron para ayudar al Rey don Ramiro; pero
comparados los nuestros con los infieles eran poquísimos; porque había para
cada cristiano cien moros, y así acudieron los Reyes a pedir otro nuevo
socorro, y amparo, de más tomo y sustancia. Suplicaron a nuestro Señor les
favoreciese y pusieron sus intercesores a Santiago y San Millán.
Yepes nos da un dato de gran importancia al
señalar que por esta batalla nacieron los votos de San Millán en
Castilla por el agradecimiento que desde este momento Femán González expresó al
mencionado Santo mediante los favores y donaciones que concedió al monasterio
que lleva el nombre de San Millán, a quien, por otra parte, le hizo patrono de
Castilla como hemos indicado:
Algunos
han querido decir, que el origen de los Votos de Santiago, tuvieron principio
en esta famosa batalla (Simancas), no es ahora tiempo ni lugar, para
detenernos en averiguar una cuestión tan reñida, y tan grave: pero para lo que
hace a nuestro propósito digo, que es cierto, que los votos de San Millán
tuvieron principio, no de la batalla de Clavijo, sino en esta de Simancas;
porque expresamente lo dicen las escrituras, y los autores, que de esto tratan.
Porque viendo el conde Fernán González, que los Reyes de León, con ánimo
cristiano, y rendido a Santiago, habían hecho tributario su reino al sagrado
Apóstol, a imitación suya, quiso que los Castellanos, tuviesen la misma
sujeción, y rendimiento, al glorioso San Millán, tomándole por patrono de
Castilla.
Observamos cómo para la época la batalla
de Simancas tiene una mayor importancia que la
de Hacinas, pues Yepes incluso ni menciona esta última. Por otra
parte es en Simancas donde San Millán adquiere el carácter de patrono de Castilla
y de donde nacen los Votos de San Millán, entendiendo también que es
a través de la mencionada batalla cuando el monasterio se engrandece por los
favores y privilegios que le otorga Fernán González y que Yepes pone de
manifiesto.
Por tanto, considero que esta acción tuvo para el siglo XVII una importancia
superior a la de Hacinas y por lo mismo bien pudiera ser la batalla que Ricci
plasma en su pintura. También se pueden presentar otros aspectos que ayudan a
comprender la intencionalidad del pintor, pues el carácter milagroso de la
batalla que se desea plasmar en el lienzo proviene sin duda de las narraciones
que sobre Simancas se hicieron tanto en época medieval como moderna.
Yepes nos dice:
A vista
de los ejércitos se abrieron los cielos, y salieron de ellos dos caballeros,
que venían en caballos blancos, armados con armas blancas, con espadas en las
manos.
Tanto el aspecto rojizo del cielo, como el
caballo blanco o la espada son elementos que Ricci no olvida en su composición.
También en los Anales Castellanos al narrar la batalla en cuestión
comienza con la intervención de sucesos milagrosos:
En la
Era 977 es a saber, lunes, a las 10 de la mañana, Dios mostró en el
cielo una gran señal, y el sol se convirtió en tinieblas en todo el mundo
durante una hora...
Son estas razones expuestas las que me llevan a
considerar que Ricci plasmó la batalla de Simancas, pues con ella
daba a San Millán la importancia y trascendencia máxima: la de ser defensor de
la cristiandad y patrono de Castilla y España.
La representación de San Millán no es otra que
la tradicional del «miles christi»,
del guerrero triunfador. Esta imagen se hace común en la Edad Media por cuanto
permitía expresar la peculiar psicomaquia y referir el triunfo de la virtud,
por lo tanto del ideal caballeresco; los combates entre Rolando y Ferragut que
aparecen en multitud de capiteles medievales son buena prueba de ello. Pero
esta imagen del «miles» tiene sin
duda un origen clásico, en este sentido nos habla Rosa López Torrijos al
estudiar uno de los relieves del basamento en la Universidad de Oñate:
También
hay que observar que entre los demás relieves aparecen dos escenas de jinetes,
una de las cuales representa a un caballero que tiene sometido a un hombre bajo
sus pies de su caballo mientras otro, de pie, lo observa o, más posiblemente,
suplica al jinete. Esta escena es la iconografía tradicional del triunfo del
guerrero en el arte clásico y escena muy semejante puede verse en los relieves
de la columna Trajana y del arco de Constantino, en Roma, de donde, como es
sabido, copiaron sus modelos muchos artistas del Renacimiento.
También esta imagen del «miles» aparece en
otros relieves clásicos como lo apreciamos en el Arco de Constantino, en las
composiciones que adoptaron al mismo provinientes de la época de Trajano.
La literatura medieval difundió este motivo,
desde Ramón Llull tuvo una extraordinaria aceptación en la iconografía
cristiana tras su obra Llivre del ordre del cavaller, donde al hablar
del caballero como «miles Christi» se
inspira en el apóstol San Pablo.
En el Renacimiento no se duda en presentar,
dentro de los túmulos levantados en honor de los Príncipes, a los mismos como
soldados de Cristo que ejercieron su poder en defensa del bien.
Con anterioridad a Ricci, Ribalta en
el retablo de Algemesí nos ofrece la imagen de Santiago siguiendo
este mismo esquema, tal y como la había presentado Herrera el «Mudo» y como posteriormente lo hará
Corrado Giaquinto.
San Millán viene en ayuda de los cristianos y les procura la victoria contra el
infiel. Conforme al espíritu medieval no podía representarse sino como perfecto
caballero, como guerrero triunfador en defensa del ideal cristiano. Además la
reciente expulsión de los moriscos justificada por amplios sectores de la
Iglesia ponía de manifiesto el carácter liberador del Santo frente al mal y la
herejía.
Pero curiosamente el Santo aparece en un caballo blanco que lleva un cuerno en
su cabeza, es el Unicornio, animal que como es sabido desde la antigüedad
remitía a la significación de la fuerza y la pureza; la fuerza por ser indómito
y la pureza, como nos dicen los Bestiarios, por cuanto tan sólo podía
ser cazado por una virgen. Además, su poder purificador era tal, que con su
cuerno purificaba las aguas envenenadas y aquél hecho polvo sanaba las enfermedades.
El Unicornio es una imagen que aparece con gran
profusión en la literatura emblemática y que goza de importantes
significaciones que muy bien pudieron inspirar a Juan Ricci en su composición.
Este mítico animal aparece ya en la literatura antigua bajo otras
denominaciones y es Plinio quien lo describe otorgándole características
fantásticas. En la historia antigua, medieval e incluso moderna, se le confunde
en varias ocasiones con el rinoceronte, confusión que está presente en Plinio,
San Isidoro e incluso en Saavedra Fajardo.
La Emblemática vio en este animal una referencia directa con la pureza y la
fortaleza, aspectos que ya San Isidoro pone de relieve:
Su
fortaleza es tanta que no puede ser capturado por cazadores, pero, como afirman
los autores que han escrito sobre la naturaleza de los animales, una doncella
virgen sale a su encuentro, la cual, al llegar el Unicornio, le descubre su
pecho, en el que la fiera coloca su cabeza, perdiendo así su ferocidad, y una
vez inerte y medio adormecido es capturado.
Tapices medievales nos presentan esta idea de
pureza mediante el Unicornio, así como muchos lienzos del Renacimiento entre
los que podemos destacar los realizados por Rafael.
Camerarius presenta en sus Emblemas la figura
del Unicornio señalando que: es el emblema de una vida vasta y
pura, idea que será tomada en el Barroco y así Ledesma propone el mítico
animal como imagen de Cristo. La referencia del Unicornio a la pureza es
constante, pero no solamente expresa una pureza individual, sino también la
idea más importante de ser un animal que con su cuerno purifica lo que toca;
así nos lo presenta Giovio en el siglo XVI y también Sambucus, para quien el
Unicornio al ser purificador manifesta el dominio del mal.
Como purificador y dominador del mal, Alonso de Ledesma lo propone como imagen
de Cristo que viene a liberar la tierra de sus males. Es en este sentido en el
que se debe analizar la pintura de Ricci.
El Unicornio ya manifiesta la pureza en su
color, la blancura que presenta recuerda las ideas del Renacimiento de Alberti
y Palladio en favor del mencionado color por ser el que remite con mayor fuerza
a la pureza, ahí que sea el color más amado de Dios. Por tanto, el color blanco
y la significación de pureza a que remite el animal, nos hacen entender que San
Millán es un defensor de la virtud que baja a la tierra para purificarla del
infiel y en esta misión se muestra como guerrero, haciendo gala de toda la
fortaleza contra el mal, pues a modo de Unicornio, tan sólo le pueden detener
las fuerzas del bien.
Pero el Unicornio goza también de otras significaciones, entre las que debemos
destacar la que propone Saavedra Fajardo. Para el diplomático murciano el
mítico animal es expresión de la fortaleza y su arma o cuerno imagen de la ira.
En este emblema (muestra al unicornio bajo la leyenda "prae oculis ira"), estudia la ira
como un vicio a dominar, pero la justifica en honor a defender la religión y la
virtud. Así, Ricci entiende que San Millán es intransigente en la defensa del
bien y no duda en presentarnos todo el furor, la ira del guerrero en la lucha
contra el infiel.
Como nos dice Yepes, San Millán emprendió la
lucha con la espada, pero ahora se nos presenta una espada de fuego a modo de
rayo, elemento que desde la antigüedad ha sido arma de los dioses que la
empleaban para castigar vicios e insurrecciones. Pérez de Moya nos dice que el
rayo es el arma de Júpiter utilizada para el castigo de los Gigantes, quienes
se revelaron contra su poder. También, el águila como mensajera de Júpiter era portadora
de sus rayos, ya que por la virtud de este animal no era herida por aquéllos.
En este sentido son muchos los emblemistas que presentan los rayos como las
armas de los dioses contra quienes no siguen sus designios, entre otros podemos
señalar a Saavedra Fajardo y Solórzano.
Encontramos a San Millán como un mensajero de
la divinidad que porta el arma de los dioses y que al modo de la mitología es
el encargado de instaurar la justicia perdida. Saavedra estudia al Príncipe
como Vicario de Dios y le presenta como imagen el águila que sostiene los rayos
en su Empresa XXII. Nos dice:
Si bien
el consentimiento del pueblo dio a los Príncipes la potestad de la justicia, la
reciben inmediatamente de Dios, como vicarios suyos en lo temporal. Aguilas son
reales, ministros de Júpiter, que administran sus rayos, y que tienen sus veces
para castigar los excesos y ejercitar justicia (Lám. 4, Aguila bicéfala
bajo el rótulo "praesidia maiestatis").
Por tanto, es San Millán el encargado de Dios
para que libere a su pueblo cristiano del infiel y se haga justicia al triunfar
el bien sobre el mal.
El sentido de protección del bien que se significa por el rayo o espada de
fuego queda manifiesto en el Génesis, pues Dios al expulsar a los
pecadores Adán y Eva del Paraíso:colocó
delante del paraíso de delicias un querubín con espada de fuego, el cual andaba
alrededor para guardar el camino que conducía al árbol de la vida (Gn.
3,24).
Observamos como un gran árbol se dispone en el
centro de la escena, considero que la finalidad de este árbol no se sólo
estética o de composición, podemos estar ante un paisaje moralizado y en este
sentido estudiaremos esta hipótesis. El árbol representado bien pudiera ser una
encina, ya que es una variedad propia de la zona en que aconteció la batalla.
Saavedra en su Empresa LXX presenta el árbol
como alegoría del Estado y habla de la sucesión, insistiendo en que ésta no
debe fraccionar el árbol, el Estado. La idea y la imagen tienen su precedente
en Jacob Bruck, quien en su Emblema LIV precisa que dicho árbol es una encina.
Plinio viene a ser la fuente de tales composiciones por cuanto consideraba la
encina como imagen del protector de la ciudad que mira por el bien
constante de la misma, de ahí que señale: La Corona cívica se hizo primero
de encia. También Valeriano en su Hieroglyphica expresa los
mismos contenidos añadiendo que tal árbol tenía carácter sagrado al estar
consagrado a Júpiter.
Esta lectura del árbol como paisaje moralizado
potencia más el significado que estamos dando al lienzo, pues nos presenta a
San Millán como protector del Estado y, como sabemos, dicho Santo era
considerado como patrono de Castilla y de España, por tanto, hemos de entender
que todos los elementos significativos están en clara consonancia y relación
para significar la idea de San Millán como protector del cristianismo y del
Estado.
Pinturas
para el trascoro de la catedral de Burgos
Entre 1656 y 1659 están documentados los pagos
al «Padre Juan de Rice» por las
pinturas de seis cuadros de santos para los laterales del trascoro de
la catedral de Burgos, considerados entre los más significativos de su
producción y también, por su ubicación en emplazamiento público, los mejor
conocidos en el pasado. Isidoro Bosarte, que como Antonio Ponz acusaba a
Rizi de dejar sus obras sin concluir, escribió de ellos en su Viaje
artístico a varios pueblos de España de 1804, que eran los
más entintados de su mano que conocía, en lo que «se conoce que se esmeró en complacer a esta
santa iglesia». A Teophile Gautier, otro célebre viajero, también le
llamaron poderosamente la atención los cuadros, que él creía del pintor
cartujo Diego de Leiva, y dedicó un soneto al lienzo «de pujante efecto»
del Martirio de santa Céntola, erróneamente interpretado
como Martirio de Santa Casilda.
Sus asuntos se eligieron por tratarse de santos
cuyas reliquias se encontraban en la catedral (Santa Victoria, Santa Céntola y
Elena y Santa Casilda), junto a un santo burgalés, San Julián,
obispo de Cuenca y dos de devoción universal: San Antonio de Padua y San
Francisco de Asís recibiendo los estigmas, tratados de forma poco común,
acentuando en ellos los aspectos emotivos del trance místico para crear obras
de una espiritualidad que Jonathan Brown ha calificado de conmovedora.
En ellos siguen dominando los intensos efectos de claroscuro, pero a estos
añade un sentido nuevo del color, particularmente en las figuras de las santas
vestidas con ricas galas. Resulta probable que al ser llamado para trabajar
en la catedral de Burgos Rizi fijase nuevamente su residencia en el monasterio
de San Juan, donde pintaría también por estos años los lienzos perdidos de su
altar mayor, dedicado a San Juan Bautista, y el retrato ya citado
de Fray Alonso de San Vítores en el que, de forma semejante a lo que
se encuentra, por ejemplo, en el lienzo de Santa Victoria de la
catedral, domina el vivo color rojo de la amplia muceta episcopal y del
almohadón sobre el que reposa los pies.
Pinturas
para el monasterio de San Martín de Madrid
El inventario de los bienes del desaparecido
monasterio de San Martín de Madrid efectuado en agosto de 1809 como
consecuencia de los decretos de exclaustración ordenados por José
I recogía 72 pinturas de Rizi. Treinta y tres de ellas, dedicadas a
la Vida de san Benito, se encontraban instaladas en el claustro, junto con
otras veintiuna de retratos de hombres célebres de la orden y tres más de san
Benito inventariadas fuera de la serie anterior quizá por su distinto tamaño.
Otras se encontraban en el tránsito del claustro a la sacristía (seis de la
vida de santo Domingo de Silos que para Ponz serían de José
Jiménez Donoso), la sala capitular, la biblioteca y el refectorio, donde
colgaba el cuadro de gran tamaño del Castillo de Emaús. Se desconoce,
sin embargo, en qué momento de su carrera pudo Rizi abordar un conjunto tan
amplio y si lo hizo todo de una vez o en distintas etapas. Descontados los
posibles contactos que tuviese con este monasterio, el más primitivo de la
orden en Madrid, antes de marchar a Montserrat, alguna pintura pudo dejar en él
en 1641, cuando servía como maestro del príncipe Baltasar Carlos, y es
razonable suponer que residiese nuevamente en él entre 1659, año en que se le
documenta pintando el retablo mayor del monasterio de Nuestra Señora de
Sopetrán (de nuevo la Asunción de la Virgen llevada de la mano por
Jesucristo y la Coronación de la Virgen), y agosto de 1662 cuando,
según su propia declaración, llegó a Roma. Hubo de ser en estos años cuando en
contacto con la duquesa de Béjar, como capellán y maestro de dibujo de ella y
de sus hijos, se encargase de la redacción de la Pintura sabia y de
otro de sus tratados escrito todavía en España: la Imagen de Dios y de las
criaturas, cuyos dibujos había entregado a su discípulo Gaspar de Zúñiga para
que abriese aguafuertes sobre ellos con destino a la imprenta, proyecto que
quedó interrumpido por la marcha de Zúñiga a las Indias como servidor
del marqués de Mancera.
El conjunto de pinturas del monasterio de San
Martín, algo mermado ya tras las guerras napoleónicas, cuando además se
destruyó su iglesia, se dispersó definitivamente tras
la desamortización de 1835 al sufrir los monjes una segunda
exclaustración, y son muy pocas las pinturas que en la actualidad se pueden
reconocer como procedentes de él. Parece probable que a la serie de pinturas
del claustro perteneciesen las dos escenas de la vida de san Benito propiedad
del arzobispado de Madrid que estuvieron depositadas en la
moderna parroquia de San Martín y actualmente en el convento de San
Plácido: San Benito y el bárbaro Galla y San Benito y el milagro
de la hoz; y al mismo conjunto pertenecerán La cena de san
Benito y San Benito y los ídolos propiedad del Museo del
Prado tras su paso por el de la Trinidad, obras todas ellas de ejecución
rápida y acusado predominio de los grises, acentuando incluso los efectos de
claroscuro en fecha avanzada por la utilización de la iluminación artificial en
el lienzo de la Cena.
También pudo formar parte de esta serie
el San Benito bendice a los niños Mauro y Plácido que ingresó en el
Museo del Prado procedente de la colección Beruete, en el que se ha visto un
autorretrato del pintor en la figura del monje que acompaña a san Benito,
recordando que según el padre Sarmiento, huésped años después del monasterio,
era tradición allí que «no hay cabeza alguna que no sea retrato de algún monje,
o lego, o criado de la casa» y que Rizi se había autorretratado en el monje que
asiste a la muerte de san Benito, lienzo desaparecido, explicándolo a modo de
firma a la manera utilizada ya por los artistas griegos, de la que Rizi, que no
firmó ninguno de sus cuadros, pudo servirse en más de una ocasión. La misma
procedencia, aunque por su tamaño y su mayor empeño y riqueza de color, no
formaría parte de la misma serie, tiene la gran Misa de San Benito de
la Academia de San Fernando, para muchos críticos su obra más ambiciosa.
El cuadro formó parte de los seleccionados en 1810 por Francisco de
Goya y Mariano Salvador Maella para ser enviados a París con
destino al Museo Napoleón, siendo allí trasladado en 1813 y retornado a España
en 1818 para ingresar de inmediato en la colección de la Academia. Su asunto,
habitualmente entendido como la última misa de san Benito, podría
contrariamente tratarse de la Primera misa de san Benito, cuando según una
tradición teológicamente controvertida pero defendida por los
monjes benitos españoles, al pronunciar las palabras de la
consagración (Este es mi cuerpo) le respondió la Hostia con las palabras
inscritas en el cuadro: INMO TUUM BENEDICTE, y también tuyo, Benito.
Finalmente, de San Martín pudieran proceder
el San Gregorio de Barnard Castle, antes en la colección del conde de
Quinto formada con fondos procedentes de la desamortización, el San Benito
ante la visión del mundo y la ascensión del alma de san Germán de colección
particular madrileña, y el interesante Joven caballero con misiva, de la
colección del Banco de Santander, probablemente fragmento de una composición
mayor en la que la radiografía permite ver tras el mensajero otra figura en un
carro tirado por caballos, que se ha interpretado como un tapiz con la
representación del triunfo de Hércules conforme al grabado de la edición de
Lyon de 1556 de las obras de Ovidio.
San
Benito bendiciendo a san Mauro. Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 188 x 166 cm. Museo del
Prado
El santo, a la izquierda, recibe a los niños
Mauro y Plácido, que le presentan el noble Equicio y el senador Tertulo. Detrás
del santo, un monje de su orden. Formó parte de la serie de historias de
benedictinos del monasterio de san Martín, de Madrid, donde las citan Ponz
y Ceán.
Felipe de Castro (ca. 1750/1764) se limitó
a señalar que "las pinturas del
claustro son de mano de Fray Juan Ricci" y Ponz (V, 1776, 5.a
división, párrafo 15) que "las [pinturas] de la Vida del mismo Santo en el
claustro son de Fr. Juan Rizi, Religioso de la Orden; y de su misma mano
son también los retratos que hay encima de ellas". También Ceán (1800, IV,
p. 213) se refirió únicamente a "los lienzos del claustro de la vida de
S. Benito y los retratos que están encima", aunque citando
al Padre Sarmiento, dio uno de los asuntos al escribir que en estos
lienzos "no hay cabeza alguna que no
sea retrato de algún monge, o lego, o criado de la casa, y que el del P. Rizi
era un monge de barba negra que asiste al tránsito de S. Benito"
El inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el
depósito y escogidos por la Comisión de la Academia permite confirmar la
pertenencia a la serie del claustro de san Martín de “San Benito y los ídolos” y “La
cena de San Benito”, y descubre la existencia de otros dos lienzos que, a
juzgar por sus medidas y proporciones, debieron formar parte de ella: un "San Benito Abad" de 6 1/2 x 7 3/4
pies y un "San Benito conjurando los vicios" de 7 1/4 x 7 1/4 pies
(203 x 203 cm aprox.). A estos hay que añadir, con seguridad, las dos historias
conservadas en la iglesia de San Martín ("San Benito y Galla", 191 x
214 cm, y "San Benito y el milagro
de la hoz", 190 x 215 cm), de medidas prácticamente idénticas a las de
los otros y que debieron ser devueltas a la iglesia en fecha desconocida; y el
lienzo con "San Benito bendiciendo a
san Mauro" que ingresó en el Prado en 1965. La pertenencia a
la serie del otro lienzo registrado en el inventario general de los cuadros de
la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de
la Academia (San Benito escribiendo, 7 1/2 x 4 pies) no es ya tan evidente. La
altura está próxima a la de los demás, pero no así la anchura.
Significativamente, el único cuadro de la serie que se colgó en el Museo al ser
éste inaugurado, fue "San Benito y
los ídolos", expuesto en el Salón de la Galería Baja. Ello facilitaría
la posterior desaparición de los demás a excepción de "La cena de san
Benito". Por sus medidas y proporciones, debe excluirse de la serie
"La última misa de san Benito" de la Academia de San Fernando (281
x 212 cm), que si procede efectivamente de San Martín, debía de ser uno de los
otros cuadros de Rizi que según Ponz estaban "en parages publicos y particulares de esta Casa".
Según Álvarez Lopera (2009) este cuadro no fue
inventariado en el Museo Nacional de la Trinidad, aunque su pertenencia a
la serie de la vida de san Benito del claustro del monasterio de san Martín (Madrid)
parece segura. Es lógico suponer que fue sustraído del Museo o vendido como
cuadro inservible en alguna de las subastas de 1843.
San
Benito destruyendo los ídolos. Antes de 1662.
Óleo sobre lienzo, 194 x 220 cm. Museo del
Prado
1662-1681.
Roma y Montecassino
En 1662 se trasladó a Roma donde se
encontraba ya a primeros de noviembre. El viaje, según contó él mismo, lo
realizó «para ver si podía hacer definir
el misterio de la Inmaculada Concepción». Palomino dice que admirado
el papa Alejandro VII por dos apostolados que hizo en
Italia le concedió muchas honras, afirmándose que al final de su vida le habría
hecho merced de un obispado.
El motivo del viaje incluía, en realidad, la
pretensión de fray Juan de obtener con el apoyo de los duques de Béjar el
obispado de Salónica o el abadiazgo de Montelíbano (actual Líbano), donde
se proponía dedicar la iglesia a la Virgen de Montserrat. Frustradas estas
expectativas, determinó regresar a España, pero antes, «por no retornar sin alguna gracia», solicitó al papa ser nombrado
predicador general de su orden en España, lo que en efecto obtuvo por un breve
de 27 octubre de 1663. En Roma redactó el Epitome architecturae de
ordine salomonico integro, escrito de 15 folios de gran formato en latín
bellamente ilustrados que envió al Pontífice (guardado en la Biblioteca Vaticana,
Fondo Chigi), con una propuesta de reforma
del baldaquino de Bernini en San Pedro del Vaticano,
al que aplicaba el nuevo orden arquitectónico por él inventado: el orden
salomónico entero o completo. Otra copia del Epítome debió de
enviar a la reina Cristina de Suecia, a la que iba dedicado, y en él
incluyó los retratos jeroglíficos del papa y de la reina, esta
sentada sobre una nube y posando los pies sobre el firmamento con pluma y
lanza.
La exaltación de la Inmaculada
Concepción y el orden salomónico, dos de las constantes preocupaciones de
fray Juan Rizi, se funden en este dibujo del tratado de Pintura Sabia,
manuscrito conservado en la Biblioteca de la Fundación Lázaro Galdiano.
En otro proyecto ideado en estos mismos años,
el de reforma de la plaza del Panteón —plaza de la Rotonda—, uno de
los lugares emblemáticos de la Roma papal, conjugó este interés por
la columna salomónica, último despojo del Templo de Jerusalén, con su
constante preocupación por la definición dogmática de la Inmaculada. El
proyecto, al parecer solo esbozado, lo intercaló en un discurso
titulado Inmaculatae Conceptionis conclusio, presentando en el dibujo más
elaborado una fuente con algunas figuras femeninas desnudas a caballo rodeando
un pedestal con el retrato y el escudo de Alejandro VII, formado por seis
montañas, sirviendo todo ello de basa a una gran columna salomónica sobre la
que reposaría una imagen de la Inmaculada Concepción. El proyecto de fuente
no se llevó a cabo, pero Rizi, según parece desprenderse de sus propias
palabras, habría podido encargarse de la nivelación y pavimentación de la
plaza, eliminando las gradas entre la plaza y el templo.
Por razones que se desconocen, no retornó a
España una vez obtenido el cargo de predicador general y, al contrario, entró
en contacto con la Congregación Cassinense. En enero de 1665 todavía se
encontraba en Roma, donde el día de Reyes admiró y dibujó un cometa,
especulando sobre sus significados teológicos e indagando en las profecías
milenaristas de Joaquín de Fiore, Juan de
Capistrano y Eneas Silvio Piccolomini. Es posible que
inmediatamente se incorporase a la Abadía de Montecassino, donde decoró la
capilla del Santísimo Sacramento, destruida durante la Segunda Guerra
Mundial. Pero esa estancia, al menos en los primeros momentos, se vio
interrumpida por algunos desplazamientos, pues en 1666 se encontraba pintando
en el pequeño pueblo de Trevi nel Lazio (Frosinone) y en 1668 firmó
en la ciudad de L'Aquila, entonces perteneciente al Reino de Nápoles,
un jeroglífico en honor de Carlos II.
Por varios motivos son interesantes los ocho
lienzos que pintó para la capilla de los Santos Cosme y Damián en la iglesia
Mayor de Trevi nel Lazio, hasta ahora las únicas pinturas conocidas de su
estancia italiana. Dos son especialmente interesantes por su iconografía:
la que se encuentra en la bóveda, muy maltratada, que representa
una Alegoría de la Santísima Trinidad, a la que anteriormente estuvo
dedicada la capilla, en forma de tres niñas iguales en torno a un crucifijo,
imagen que con variantes reproduce un dibujo con el que se abre el tratado de
la Theologia Escolastica en el manuscrito 539 de la biblioteca de
Montecassino; y el lienzo del ático del retablo: Cristo y Nuestra
Señora, que sujetan el cáliz con la Hostia y la paloma del Espíritu Santo,
siendo el modelo de la Virgen una doncella vestida igual que las jovencitas de
la alegoría trinitaria. Ambas iconografías, enteramente originales y destinadas
a destacar el papel de María en el plan de la salvación como corredentora,
se encuentran de igual modo en algunos dibujos de los manuscritos cassinenses
de fray Juan, donde se definen como creaciones de «Theologia Mistica». Más convencionales son los seis lienzos
alargados restantes, con figuras de santos, siendo en ellos lo más destacable
la perduración de las fórmulas claroscuristas características del pintor, por
completo ajenas a lo que se hacía en Italia en estas fechas, y la apariencia de
trabajo rápido, inacabado, utilizando colores cálidos.
Rizi permaneció en la Abadía de Montecassino
hasta su muerte, el 29 de noviembre de 1681. Allí llevó, al decir de sus
biógrafos cassinenses, una vida devotísima de la Virgen María,
entregado a largos ayunos y penitencias, durmiendo con la ventana abierta y
celebrando misa de madrugada a la vez que entregado a la actividad artística e
intelectual. Escribió allí, habitualmente en latín con glosarios en
diferentes lenguas, diez libros agrupados en ocho códices conservados en la
biblioteca del monasterio; tres son Comentarios sobre la Sagrada
Escritura, que abarcan desde el Génesis hasta el Libro de los
Salmos, dos tratan sobre teología dogmática y moral, con comentarios a
la Suma Teológica de Tomás de Aquino; otro, titulado
también Teología Escolástica, se divide entre un tratado sobre
la Trinidad y un glosario bíblico, dedicando los dos restantes a las
matemáticas (Mathematicarum elementum) y a la arquitectura, con una copia
del Epítome dedicada a la duquesa de Béjar agrupada con otros
escritos en castellano dedicados a la misma señora sobre cuestiones varias,
desde aspectos de retórica hasta una explicación de la liturgia de la misa.
Ilustrados con dibujos, parcialmente imitados del Liber
Chronicarum del humanista alemán Hartmann Schedel, editado en
Núremberg en 1493 con xilografías de Michael
Wolgemuth y Wilhelm Pleydenwurff, subyace en todos ellos el principal
motivo de interés de Rizi: la relación entre teología y pintura, desde la
convicción de que es precisamente a través de la pintura, que es lingua
angelorum, capaz de mostrar lo invisible y de repetir la obra de la creación
del hombre a imagen y semejanza de Dios, como se puede llegar a un mejor
conocimiento de la divinidad.
ANTONIO
de PEREDA y SALGADO
(Valladolid, 1611-Madrid, 1678)
Pintor barroco español, formado en el
naturalismo tenebrista y el color veneciano. Se mostró especialmente
apto para captar con objetividad las cualidades pictóricas de los objetos y
naturalezas muertas, tratadas en forma independiente,
como bodegones o vanitas, o incorporadas a los cuadros de
composición, principalmente de asunto religioso, que forman el grueso de su
producción.
Hijo de un pintor de su mismo nombre, al quedar
huérfano, con once años, y mostrar inclinación a la pintura, según Antonio
Palomino, fue llevado por un tío a Madrid, probablemente Andrés Carreño, tío
de Juan Carreño de Miranda y testamentario del padre del pintor. En
Madrid se educó en el taller de Pedro de las Cuevas, celebrado como
maestro de pintores, pudiendo tener por compañeros al citado Carreño de Miranda, Francisco
Camilo y Jusepe Leonardo entre otros. Protegido por el oidor del
Consejo Real Francisco de Tejada, en cuya casa pudo copiar obras de buenos
pintores, y luego por el noble romano Giovanni Battista Crescenzi, propietario
de una gran colección de pintura, quien lo tuteló y terminó de formarlo,
acercándolo al naturalismo y al gusto por la pintura veneciana tan presentes en
su obra. Para Crescenzi pintó la primera obra mencionada por Palomino, con la
que comenzó a ganar opinión y «despertó muchas envidias», una Inmaculada
Concepción que fue enviada a un hermano de su protector, cardenal en Roma.
La protección de Crescenzi le abrió las puertas
de palacio, encargándosele ya en 1634 uno de los lienzos de batallas para
el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, el Socorro
a Génova, obra monumental y retórica en la que muestra el influjo
de Vicente Carducho. Un año después, 1635, contrajo matrimonio y entregó
el Agila con destino a la incompleta serie de los reyes godos encargada
a distintos pintores para el mismo palacio. Pero la muerte de su protector ese
mismo año, rival del Conde Duque de Olivares, le cerró las puertas de la
Corte, orientando desde entonces su producción hacia la pintura religiosa y la
clientela eclesiástica.
No debió de tardar en alcanzar fama en este
género pues pronto le iban a llegar importantes encargos tanto de dentro como
de fuera de Madrid, como el gran lienzo de Los Desposorios de la
Virgen contratado en 1639 para los capuchinos del Campo Grande de Valladolid,
actualmente en la iglesia de San Sulpicio de París, una de sus obras de
mayor empeño, o el retablo de Santa Teresa para las carmelitas descalzas
de Toledo (1640). Pereda, con todo, se desenvolverá mejor en obras de
menor formato y composición sencilla, con sólo una figura o un número reducido
de ellas, en las que logrará transmitir una intensa emoción gracias a su
sentido sensual del color y la objetividad minuciosa de su técnica, casi
flamenca, atenta a las calidades de la materia. Algunas obras de esta década
conservadas en el Museo Nacional del Prado (Cristo Varón de Dolores,
1641, San Jerónimo penitente, La liberación de San Pedro, 1643) así
lo demuestran.
Son estas cualidades las que le permitirán
destacar también como un excelente pintor de bodegones (Museu Nacional de Arte
Antiga de Lisboa, Museo del Ermitage, San Petersburgo, Museo
Pushkin, Moscú y Ateneum de Helsinki, firmados todos en la década de
1650), así como de la variante del género que constituyen las vanitas.
Palomino menciona en este orden un lienzo del Desengaño de la
Vida propiedad del Almirante de Castilla, del que otra versión semejante
se encontraba en poder de los herederos del pintor. Aunque la descripción de
Palomino, «unas calaveras con otros despojos de la muerte», podría referirse a
una Vanitas carente de aparato, como la tardía del Museo de
Zaragoza, también podría convenir a la
célebre Vanitas del Kunsthistorisches Museum de Viena,
presidida por un ángel que muestra, entre calaveras y despojos de la vanidad,
un camafeo con el retrato de Carlos V sobre la esfera del mundo que
llegó a dominar. Por el tipo humano del ángel esta Vanitas de Viena
podría corresponder a una fecha cercana a 1635. Una versión semejante en su
concepción, pero de factura más deshecha, correspondiendo a una fecha mucho más
tardía, se encuentra en los Uffizi de Florencia. Obra cercana al
género, también en la descripción de Palomino, es el Niño Jesús de la
calaveras de la parroquia de las Maravillas y Santos Justo y Pastor
de Madrid, «con un pedazo de gloria, y
abajo unas calaveras, y varios instrumentos de la Pasión, hecho con tan
extremado gusto, y paciencia, que es a todo lo que puede llegar lo definido».
Hacia 1650 Pereda se encontraba en el punto
culminante de su carrera, no faltándole los grandes encargos: Profesión de
la infanta Margarita, monumental exvoto destinado a conmemorar el ingreso en
el convento de la Encarnación de Madrid de la hija natural
de Felipe IV, pinturas para el retablo mayor de la parroquial
de Pinto y para la iglesia del Carmen Calzado de Madrid,
conservadas todas ellas en sus mismos lugares. Firmó también en este momento
algunas de sus obras más estimadas, como el Salvador del convento de
las Capuchinas de Madrid, actualmente expuesto en la capilla del Cristo
en San Ginés, obra de rico color veneciano de la que Palomino escribió que
está hecha «con tan extremada belleza, que parece no pudo tener otra fisonomía
Cristo Señor nuestro, por ser tanta su perfección que arrebata los corazones;
de suerte que por sólo esta imagen merece su autor nombre inmortal». Con
el Santo Domingo en Soriano (1655, Museo Cerralbo), pintado para
el marqués de Lapilla, obtuvo para su hijo Joaquín una plaza de ujier de cámara
en palacio. Obra importante por cuanto muestra, en su amplitud espacial y en la
dinámica composición del lienzo que preside la fingida arquitectura gótica en
que tiene lugar la escena, el intento de acercarse a la corrientes más
avanzadas del barroco, tal como se encuentra también en la Curación de
Tobías (Bowes Museum, Barnard Castle), ordenada en profundidad y con
un nuevo sentido de la luz.
Con sesenta y dos años, en 1673, enviudó,
concertando inmediatamente nuevo casamiento con una dama también viuda, doña
Mariana Pérez de Bustamante, que «preciábase
de muy gran señora (y lo era) y visitábase con algunas de clase y que tenían
dueña en la antesala», según cuenta Palomino, quien añade que Pereda, para
no privarle de la dueña, le pintó una en la antesala que a algunos engañaba,
pareciéndoles real. Pero también Pereda tenía ínfulas nobiliarias,
acostumbrando a firmar con el título de «don», por su madre, doña María
Salgado, nacida en Flandes e hija de un maestre de campo. No obstante, y
siempre según Palomino, no sabía ni escribir ni leer, «cosa indigna y más en hombre de esta clase», por lo que para firmar
los discípulos le escribían la firma en un papel y él la copiaba, además de
leerle los libros de su abundante biblioteca.
Cierto declive, natural, se observa en sus
últimas obras, en las que empleará una técnica deshilachada, tratando de
adaptarse trabajosamente a las nuevas tendencias con pérdida de la energía que
insuflaba a sus obras de etapa juvenil. La última obra fechada que se conserva,
el San Guillermo de Aquitania de la Academia de San Fernando (1672),
es todavía, sin embargo, una obra maestra, de sensibilidad íntima e intensa,
capaz de transmitir aún la realidad de los objetos (calavera, armadura, libro)
de una forma precisa, casi con la minuciosidad de sus primeras obras, a pesar
de emplear una materia pictórica más ligera.
Difícil de situar en la evolución de su arte
es El sueño del caballero de la Real Academia de Bellas Artes de
San Fernando, quizá la más conocida de sus pinturas. Un joven caballero,
lujosamente vestido, se duerme apoyado en el brazo del sillón. A su lado hay
una mesa con "atributos de poder, de
ciencia, de placer o lujo; en el centro, dos admonitorias y mondas calaveras".
Entre ellas, un reloj dorado que recuerda el paso inexorable del tiempo. Y,
detrás, un ángel con la leyenda Aeterne pungit, cito volat et
occidit, que significa Hiere eternamente, vuela veloz y mata. Su intención
es moralizadora.
Se trata de una obra afín a la sensibilidad de
Pereda, tal como se muestra en las Vanitas citadas de Viena y
Florencia. Sin embargo, los tipos humanos, distintos de los empleados
habitualmente por el pintor, y la técnica fluida, en algunos aspectos
velazqueña, ha llevado recientemente a Alfonso Pérez Sánchez a
proponer su atribución a Francisco Palacios, pintor vinculado
a Velázquez y conocido casi exclusivamente por sus bodegones.
El
socorro de Génova por el II marqués de Santa Cruz, 1634 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 290 x 370 cm. Museo del
Prado
El dux de la república de Génova sale
a las puertas de la ciudad para recibir a don Álvaro de Bazán, que ha llegado
al mando de una flota para proteger el lugar del asedio al que estaba siendo
sometido por las tropas francesas al mando del condestable Lesdiguières (o
Aldiguera, como se le conocía en España) y de Carlos Manuel de Saboya.
En segundo término, la población alborozada saluda la llegada de las naves. El
suceso fue un episodio central de la pugna que mantuvieron España y
Francia por el control de Liguria (Italia), y permitió contrarrestar
los avances que habían hecho franceses y saboyanos en la zona. Fue también una
de las varias victorias españolas importantes que se produjeron en distintos
frentes durante 1625, que contribuyeron a asegurar por unos años la hegemonía
territorial y que se conmemoraron en varios cuadros del Salón de Reinos del palacio
del Buen Retiro de Madrid, el lugar para donde fue pintado éste. A
través de esta obra no sólo se celebra una victoria destacada, sino que se
honraba al segundo marqués de Santa Cruz (1571-1644), que desempeñó un papel
notable durante los reinado de Felipe III y Felipe IV, y una de
cuyas hazañas, la toma de la isla de Longo, en 1604, fue objeto de una comedia
de Lope de Vega. En la época en la que Pereda realizó su cuadro,
Bazán formaba parte del Consejo de Estado, y el 14 de mayo de 1634 (dos
meses antes del primer pago que recibió el pintor) partió de Madrid "a poner orden en las galeras como teniente
general de la mar", según el diario de Gascón de Torquemada. Era
un figura pública y bien conocida de la corte, y probablemente Pereda pudo
hacer un retrato del natural o recurrir a una efigie contemporánea, pues sus
rasgos parecen más adecuados a los sesenta y tres años que tenía en 1634 que a
los cincuenta y cuatro de 1625.
Como señaló verbalmente Florit, el pintor lo
visitó con una armadura de la Real Armería con la que se había
retratado Felipe II y en la que ocupa un lugar señalado la cruz de
San Andrés. Aunque Lázaro Díaz del Valle sugirió que los rostros de algunos de
sus acompañantes eran retratos, lo cierto es que sus actitudes
extraordinariamente enfáticas los acercan al mundo de la codificación teatral y
los alejan de las convenciones del género del retrato, especialmente los tres
que aparecen en segundo término. La riqueza y variedad de colorido y texturas,
la gran unidad narrativa y compositiva y la búsqueda de unos códigos gestuales
de gran expresividad, lo convierten en uno de los cuadros de batallas del Salón
de Reinos con un concepto pictórico más avanzado.
El rey
godo Agila, 1635.
Óleo sobre lienzo, 205 x 118 cm. Museo del
Prado
Este lienzo formó parte de la serie, nunca
acabada, de monarcas visigodos pintada con destino al Palacio del Buen
Retiro, en la que también intervinieron: Vicente Carducho, Félix
Castello, Jusepe Leonardo y Andrés López. En el inventario de aquel
palacio redactado en 1703 se contabilizaron únicamente trece pinturas de reyes
godos; esta serie se encargó después de 1634, cuando ya se había concluido la
otra serie de lienzos de batallas con la que se decoró el Salón de Reinos en
el mismo palacio, y en ella intervinieron algunos de los artistas que en esta
última habían colaborado.
La Inmaculada
Concepción, 1636.
Óleo sobre lienzo, 179 x 128 cm. Museo del
Prado
La iconografía de la Inmaculada Concepción,
tema inspirado en el texto del Apocalipsis de San Juan, es muy frecuente
en la pintura española, especialmente en las escuelas andaluza y madrileña. No
hay que olvidar que desde España se propugnaba con insistencia la
proclamación del dogma por parte de las órdenes religiosas. Desde 1644 se
celebra aquí su festividad y los textos y las representaciones en relación con
este tema iconográfico son muy frecuentes desde épocas bastantes anteriores,
tanto en el mundo literario como en el de las Bellas Artes.
Antonio de Pereda (Valladolid,
1611-Madrid, 1678) trabajó fundamentalmente para una clientela devota,
despreocupada en general por las novedades técnicas y estilísticas; en sus
composiciones mostró gran interés por el dibujo minucioso y por la práctica
de una pintura colorista y pastosa. En sus obras de naturaleza muerta es constante
su preocupación por la representación moralizante, fruto del ambiente social y
político del momento, que es fácil ver reflejado en la literatura contemporánea
al pintor.
En esta composición la figura de la Virgen,
situada en el centro del lienzo, es de proporciones esbeltas. En su rostro se
aprecian expresión dulce, actitud pensativa y mirada respetuosamente baja. La
parte inferior y el entorno de la Virgen están plagados de cabezas aladas de
querubines, todas con los mismos rasgos y cabellera abundante y muy rizada,
modelo éste repetido en los dos ángeles niños de la parte superior y habitual
en casi todas las obras de este pintor. La corona de doce estrellas que suele
adornar a la Virgen Inmaculada no puede ser apreciada aquí con claridad probablemente
al estar fundida con el fondo; podríamos decir que ha sido aquí sustituida por
una corona real que sostienen sobre su cabeza los dos pequeños y regordetes
ángeles. No falta en la representación la figura del Espíritu Santo en forma de
paloma, aunque sí estén ausentes los atributos de la letanía mariana que de uno
u otro modo siempre están presentes en la figuración de la Concepción. Pereda no
ha vestido aquí a la Virgen con los tradicionales túnica blanca y manto azul
recomendados por el pintor y teórico Francisco Pacheco en su Arte de
la pintura, inspirándose en la visión de Santa Brígida de Suecia, y que
por otra parte es la habitual en este tema iconográfico, incluso en
representaciones anteriores en el tiempo a ésta. La túnica de la Virgen es
de color rojo, como es obligado en otras escenas relativas a la vida de
la Virgen. Se conocen muchas representaciones de la Inmaculada realizadas
por Antonio de Pereda. La del Prado, que por cierto fue adquirida
para el Museo en 1880, está firmada y fechada en 1636. Presenta el mismo tipo
iconográfico que la que se conserva en el Museo de Lyon, realizada algunos
años antes y que, procedente de Turín, fue enviada a este museo por el
gobierno napoleónico en 1811; también son comunes en los dos ejemplares la
esbeltez y el efecto contrastado de las luces y las sombras. Corresponde
también a la misma tipología la Concepción de la Iglesia de los
Filipenses de Alcalá de Henares, fechada en 1637, algo más
desproporcionada que las dos anteriores.
La Anunciación,
1637.
Óleo sobre lienzo, 134 x 77 cm. Museo del
Prado
La composición, que se atiene a la iconografía
tradicional de la Anunciación, está realizada casi exclusivamente a base
de líneas verticales, de vez en cuando interrumpidas por grupos de ángeles que
compensan y rompen dicha verticalidad. Está envuelta por la tonalidad dorada
del fondo que sin duda alude a la presencia celestial, y sobre él se recortan,
modeladas, las figuras de la Virgen y del Arcángel Gabriel, marcando una diagonal
con la postura de sus brazos. La luz todavía se dirige fuertemente tanto a los
personajes principales como a los secundarios que a izquierda y a derecha
pueblan la composición. Si bien el tratamiento de la calidad de las telas
revela el conocimiento y la asimilación que Pereda tiene de la
pintura veneciana, la composición, algo arcaica, se relaciona con las
habituales de los artistas de la generación anterior. Algunos de los modelos
utilizados, en concreto los ángeles sentados sobre las nubes de la parte
superior y la figura del Padre Eterno, recuerdan aquellos que Vicente
Carducho utiliza en obras casi contemporáneas. Los modelos restantes, sin
embargo, son personales y se repiten en la producción del pintor.
Cristo, Varón
de Dolores, 1641.
Óleo sobre lienzo, 97 x 78 cm. Museo del
Prado
Cristo, con dogal al cuello y manto de púrpura,
se abraza al madero coronado de espinas. Pereda pinta una imagen de fuerte
expresividad, en la que se recrea en la reproducción exacta de la textura del
tronco y la corteza de pino, acentuando los elementos dramáticos. Artista muy
versátil desde el punto de vista estilístico, Pereda sabe combinar las
enseñanzas de la pintura veneciana y flamenca en lo que se refiere a la
valoración de la materia pictórica, con una habilidad muy personal por la
factura prieta y detallada. Está firmado y fechado en la parte inferior del
tronco.
San
Jerónimo, 1643.
Óleo sobre lienzo, 104,3 x 84 cm. Museo
del Prado
San Jerónimo fue uno de los santos más
populares de la España del Barroco, ya que servía para insistir en uno de los
temas favoritos de la iglesia contrarreformista: la doctrina del
arrepentimiento y la penitencia. En esta escena se encuentra escuchando el
toque de trompeta que ha de convocar a los muertos el día del Juicio Final. El
Juicio se representa en la estampa del libro que aparece abierto y reproduce
una conocida imagen de Durero. Una pluma y un tintero dan fe de la
dedicación de san Jerónimo a la escritura, y la calavera sobre el libro cerrado
es símbolo de penitencia. Aparte del valor que tienen estos objetos como
elementos característicos de la iconografía del santo, constituyen magníficas
pruebas de la dedicación de Pereda al género del bodegón, en el que
su técnica precisa, su capacidad de inventiva y su amor por el detalle le
hicieron alcanzar unas cotas de calidad muy altas.
En concreto, calaveras y libros eran habituales
en las llamadas vanitas, un subgénero del bodegón que invitaba a
reflexionar sobre la caducidad de los bienes, glorias y ansias terrenales, y
del que Pereda fue el principal maestro español de su tiempo.
Además de cultivar el bodegón, Pereda fue
un pintor versátil desde el punto de vista temático, poseedor de notables
recursos técnicos, que expresa en un estilo caracterizado por el amor al detalle
y a la precisión descriptiva, y por el gusto de una gama cromática generalmente
cálida. Esta pintura, que se cuenta entre sus obras maestras, ilustra bien las
coordenadas que definen el estilo de la parte central de su carrera. El esquema
compositivo general, que se resuelve en una poderosa diagonal, y la
construcción anatómica, derivan de José de Ribera, quien difundió este tipo de
modelos a través de pinturas y de estampas. Por su parte, la ilustración del
libro, como se ha señalado, es un homenaje a Durero y a la pintura
nórdica, que fue una de las fuentes de inspiración del arte de Pereda. No
obstante, el artista supo fundir esas influencias en un estilo muy personal en
el que combina preciosismo técnico con un notable gusto por el color y las texturas.
San
Pedro liberado por un ángel, 1643.
Óleo sobre lienzo, 145 x 110 cm. Museo del
Prado
San Pedro, en prisión, recibe la visita
milagrosa de un ángel, que ha roto las cadenas que le encadenan y le facilita
su liberación con objeto de que pueda continuar con su labor de difusión del
Evangelio. A diferencia de otras versiones del tema, como la de Ribera en este
mismo museo, Pereda nos presenta la escena en un primerísimo plano y
en vez de dispersar su interés en la descripción del entorno, lo centra en el
análisis de las emociones de los dos protagonistas, que utilizan como
instrumentos expresivos no sólo los gestos de sus rostros, sino también los
ademanes de sus manos. El pintor se ha recreado en el contraste entre la
anatomía envejecida y gastada del Apóstol y los rasgos juveniles e idealizados
del ángel, y entre los dos componen una escena de gran atractivo que, en la
pormenorizada descripción de los rasgos del viejo, evidencia la atracción que
sintió Pereda por la pintura de José de Ribera.
El sueño
del caballero, 1650
Óleo sobre lienzo, 152 cm × 217 cm. Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid
Forma parte del género de
las vanitas que tuvo una amplia difusión en la España del siglo
XVII. La vanitas comporta la representación de una serie de objetos y
figuras de carácter profano pero dotadas de un profundo sentido moralizador. El
sueño, como referencia a la ambigüedad de la realidad y lo imaginario que, en
ocasiones, llegan a confundirse, es una constante en la cultura española del
Barroco. Un caballero, vestido con la indumentaria de la época, duerme mientras
que un ángel le muestra el carácter efímero, transitorio y perecedero de los
placeres, las riquezas, los honores y la gloria. El ángel sostiene el
jeroglífico de la fecha sobre el sol, que hiere, vuela raudo y mata. Por su
parte, el conjunto de objetos situados sobre la mesa constituye un auténtico
despliegue de símbolos y alegorías. La calavera, como alusión a la muerte; los
naipes, en referencia a lo cambiante del juego y el azar; las flores que,
como la vida, se marchitan; la vela humeante situada entre las calaveras,
símbolo de la condición fugaz y transitoria de la vida; el reloj,
alusivo al paso del tiempo. Similar condición de temporalidad tienen otros
objetos representativos de la riqueza, como las monedas y las joyas; del poder
político, como la corona de laurel, la armadura la pistola, la corona y el
cetro; del poder religioso, como la mitra y la tiara papal; del amor, como el
retrato miniatura de una dama; y de los placeres asociados a la música, a la
literatura, al saber y al teatro, representados mediante partituras, libros y
una máscara. En definitiva, el artista ha desplegado un extraordinario
conjunto de objetos que ejemplifican la vanidad del mundo, tratándolos con
una definición magistral que los individualiza a fin de acentuar, a través de
lo real, la fuerza de su carácter didáctico, alegórico y moral.
Se trata de una de las obras maestras del siglo
XVII español, muy cercana a otras dos vanitas de Pereda: la que
poseyó el almirante de Castilla, en la actualidad en el Kunsthistorisches
Museum de Viena, fechada en 1635; y la que se conserva en la Galería de los
Uffizi, fechada entre 1660 y 1670. También guarda relación con las
dos Postrimerías pintadas en 1672 por Valdés Leal, hoy en el Hospital
de la Caridad de Sevilla, que fueron encargadas por Miguel de Maraña. Este
prohombre sevillano había publicado un año antes Discurso de la
verdad, donde recogió sus reflexiones en torno a la inutilidad
de las glorias mundanas ante la certeza de la muerte, un asunto recurrente en
la sociedad barroca española.
Esta obra formó parte de la colección de
Manuel Godoy, donde Pedro González de Sepúlveda lo sitúa el 12 de noviembre de
1800. En 1813 fue seleccionado para formar parte del Museo Napoleón en París,
siendo posteriormente devuelto a España.
En 1885 este lienzo se incluyó en Cuadros
selectos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, una
colección de estampas que pretendía divulgar el conocimiento de las obras más
singulares de la institución y, a la vez, fomentar el arte del grabado. Fue
grabada por Ricardo Franch según dibujo de Francisco Torras.
“Bodegón
de caza y fruta” 1651
La pintura refleja un ambiente campestre: una
cesta de trenzado basto con frutas, especialmente uvas, que caen ante ella, un
melón abierto con la raja que falta desplazada para situarse ante la cesta, una
liebre, varias aves también muertas encima de un sillar o colgando de él, un
cuchillo ensangrentado y un pan; todo sobre una superficie de piedra de
inconfundible tosquedad. Todo lleva a pensar que el pintor que ha llevado a
cabo el lienzo se mueve en un estrecho ámbito en lo concerniente al mundo de
los bodegones. Ello le permite conocer los aspectos de la naturaleza muerta en la
corte de Madrid a mediados del siglo XVI y los influjos de la fase posterior
determinada por los ejemplos de maestros como Van der Hamen o Loarte.
Inicialmente se pensó que pudiese ser de mano de Antonio de Pereda debido a sus
concomitancias con dos lienzos compañeros conservados en el Museo de Arte
Antiga de Lisboa de tal autor, sin embargo, firmado y fechado en 1651, no
se ha encontrado todavía una atribución convincente, aun cuando las conexiones
con las creaciones del maestro indicado sean relativamente aproximadas.
“Bodegón
de cocina” 1651, Museo
de Arte Antiga de Lisboa
El cuadro muestra una tosca mesa, propia de una
cocina cualquiera, encima de la cual en complejo desorden aparece un grupo de
alimentos y utensilios de la más variada tipología mezclándose alimentos
-pescados, hortalizas y frutas- con recipientes -escudilla, caldero y olla- y
con otros elementos de similar empleo, como si existiese la intención de
preparar un guiso prontamente. Todo lleva a pensar que el pintor que ha llevado
a cabo el lienzo se mueve en un estrecho ámbito en lo concerniente al mundo de
los bodegones. Ello le permite conocer los aspectos de la naturaleza muerta en
la corte de Madrid a mediados del siglo XVI y los influjos de la fase posterior
determinada por los ejemplos de maestros como Van der Hamen o Loarte.
Inicialmente se pensó que pudiese ser de mano de Antonio de Pereda debido a sus
concomitancias con dos lienzos compañeros conservados en el Museo de Arte
Antiga de Lisboa de tal autor, sin embargo, firmado y fechado en 1651, no
se ha encontrado todavía una atribución convincente, aun cuando las conexiones
con las creaciones del maestro indicado sean relativamente aproximadas.
Óleo sobre lienzo, 75 x 143 cm Museu Nacional
de Arte Antiga, Lisboa
En este bodegón, Pereda revive la composición
de objetos dispuestos en una repisa poco profunda, iluminada por una luz
fuerte. Sin embargo, las texturas granulares y los colores cálidos son nuevos
elementos distintivos en la pintura bodegón española. Pereda fue capaz de
encontrar empleo en la década de 1660, pero para cuando murió en 1678 su estilo
de compromiso se había vuelto arcaico.
Santo
Domingo en Soriano, 1655.
Óleo sobre lienzo.470 x 310 cm. Museo Marqués
de Cerralbo.
La fama del vallisoletano Antonio de Pereda se
inició en 1657, cuando su contemporáneo Díaz del Valle, amigo y primer biógrafo
del artista, lo elogiara.La obra fue pintada entre 1653 y 1656 para la
Capilla de don Fernando Ruiz de Contreras, Marqués de la Lapilla, del madrileño
convento de Santo Tomás, conocido popularmente como Colegio de Atocha. El
patronato de la Capilla de Santo Domingo Soriano había recaído en la casa del
Marqués de Cerralbo y, a consecuencia del incendio que se produjo en 1872, don
Enrique de Aguilera y Gamboa, se vio en posesión inesperadamente hereditaria
del gran cuadro de Pereda y de dos grandes lienzos de Herrera el Mozo, que hoy
también forman parte de la colección.
La iconografía de la obra procede de una
tradición según la cual en un convento de dominicos en la ciudad de Soriano
(Calabria) había un fraile sacristán que tenía muchos deseos de conocer a Santo
Domingo; un día se le apareció la Virgen y le llevó un cuadro en que estaba
pintado el santo. Este cuadro, pintado en 1530, se conserva en el convento de
Soriano (Italia) Pereda representa el momento en que la Virgen entrega el
cuadro al fraile de Soriano, en el interior de una iglesia gótica del siglo XV,
con una gran pintura en el altar mayor que representa la Asunción. Esta pintura
sorprende por el carácter más barroco, suelto y dinámico de la composición.En la obra Pereda muestra gran madurez y
dominio de todos los recursos. Los personajes principales se yerguen con
monumentalidad y las tonalidades son suaves y calientes, destacando el
tornasolado de la túnica de María Magdalena situada a la izquierda de la
composición.Este colosal cuadro, cuya ejecución es coetánea
de Las Meninas de Velázquez, se halla ubicado en la actualidad en la Escalera
de Honor del Palacio-Museo Cerralbo. Tan sólo se ha descolgado en casos
extraordinarios y por motivos de seguridad, como durante la Guerra Civil
española o para su restauración.
Alegoría
de la vanidad,
Kunsthistorisches Museum de Viena
En esta obra del
Kunsthistorisches Museum de Viena, un ángel enviado por Dios encarna la "vanitas", el recuerdo de la
fugacidad de todo lo terrenal. Frente a la figura, los objetos están dispuestos
como una naturaleza muerta de barroca opulencia que apunta al rápido paso del
tiempo, la vanidad del poder y la volatilidad de los placeres de la vida, pues
una de las características más notables de la naturaleza muerta es la evocación
del paso del tiempo y su devenir, lo que en última instancia constituye el
advenimiento de la muerte.
En el tablero de la
mesa vemos la inscripción "nil omne"
("todo está vacío") ya que
el término "vanitas" deriva
de "vanus", literalmente
"vacío" o "fugaz". Las referencias a la
dinastía de los Habsburgo, como el retrato-camafeo de Carlos V en la mano
izquierda del genio, sugieren un encargo cortesano.
Desde el punto de
vista iconográfico, esta obra presenta un exhaustivo catálogo de las vanidades
del mundo: desde la riqueza material encarnada en las monedas y las joyas hasta
la intelectual de los libros, pasando por la gloria de las victorias bélicas
(armadura, armas) y las posesiones (globo terráqueo). Las calaveras, que constituyen,
sin duda, una de las representaciones más icónicas de la muerte, adquieren
especial significado cuando conviven con los naipes (evocadores del azar), la
vela (significativamente apagada), y la presencia de dos relojes (uno,
tradicional; el otro, moderno) que recuerdan el paso implacable del tiempo.
A través de su
maestro Giovan Battista Crescenzi, artista romano, Pereda absorbió el estilo
del naturalismo posterior a Caravaggio, que combinaba el gusto por las
composiciones sencillas con gran atención al detalle con una tendencia a
acumular elementos simbólicos en los que el significado no siempre es obvio.
Es interesante
destacar una de las denominaciones utilizadas en el Siglo de Oro español para
describir pinturas como esta, "pintura
de desengaño". El engaño es, naturalmente, la vida, y el desengaño
revelado es la muerte.
Otra composición
similar de Pereda se conserva en la Galería de los Uffizi (imagen inferior). El
monarca al que se alude en este caso es Felipe II. Vemos una ironía sobre la
vanidad de la creación artística al incluir un dibujo de un pintor joven con su
paleta y un pincel. Figura también una pintura del Juicio Final que representa
este episodio donde figuran bienaventurados y condenados que habrán de alcanzar
la gloria triunfal o los tormentos del infierno. De nuevo las calaveras
aparecen recurrentemente. Pereda las representa como si fueran bodegones, con
la misma técnica y concepción espacial, y las introdujo en muchas de sus representaciones
religiosas.
La presencia del
mensajero alado pertenece totalmente a la creatividad hispana puesto que no
aparece en ningún tipo de "vanitas"
creadas en esta época en Europa, siendo probablemente creada por algún discurso
o sermón moral en Madrid e interpretado posteriormente por Pereda, activo en la
corte madrileña.
San
Francisco de Asís en la Porciúncula, 1664.
Óleo sobre lienzo, 222 x 164 cm. Depósito
en otra institución
La Virgen y el Niño se aparecen a san
Francisco en la Porciúncula, cerca de Asís. El ángel que figura en el
ángulo inferior izquierdo recogiendo rosas, y los que en el cielo llevan ramos
de estas flores, hacen alusión al rosal milagroso que carecía de espinas, sobre
el que se arrojó el santo para vencer la tentación del desaliento.
San Alberto
de Sicilia, Hacia 1670.Óleo sobre lienzo, 116 x 78 cm. Museo del
Prado
Este santo carmelita nació en Trápani,
hacia 1240, y llegó a ser provincial de su orden en la isla de Sicilia.
Entre sus hechos más destacados sobresale su intervención para la salvación de
la ciudad de Mesina del hambre, haciendo entrar en su puerto sitiado
tres naves cargadas de víveres. Murió en 1306 y fue canonizado en 1476.
Representado con el hábito blanco y marrón
oscuro de los frailes carmelitas, en su mano derecha sostiene un crucifijo,
signo que le caracteriza habitualmente y con el que parece conversar en
arrebatado éxtasis. Admirablemente modelada la cabeza y bien dibujadas sus
manos, Pereda supo acertar también en el estudio del tejido,
traduciendo una sensación de verosimilitud y trascendencia que convence e
impresiona. La pastosidad de sus formas expresa también la habitual técnica,
muy trabajada y densa, del artista. La pintura procederá de algún convento
carmelita madrileño, lo mismo que el lienzo con el que forma pareja y en el
que Pereda representó a San Ángelo. Ambos se estiman como
realizados hacia 1670, por su semejanza con el lienzo de San Francisco de
Asís en la Porciúncula y el de San Guillermo de
Aquitania (Madrid, Academia de Bellas Artes de San Fernando), fechado
en 1671. Estos dos santos carmelitas se pueden colocar entre las más
afortunadas creaciones suyas, tanto por su severidad conceptual como por la
solución técnica, pudiéndose estimar a la misma altura de las mejores
interpretaciones de la iconografía monástica pintadas por Francisco
Zurbarán.
FRANCISCO
RIZI de GUEVARA
(Madrid, 1614-San Lorenzo de El Escorial, 1685)
Pintor barroco español, hijo de Antonio
Ricci, artista italiano llegado a España para trabajar en
la decoración del monasterio de El Escorial bajo las órdenes
de Federico Zuccaro, y hermano del también pintor fray Juan Andrés
Rizi.
Pintor de su majestad y director de las
representaciones teatrales del Buen Retiro, fue, según Antonio
Palomino, aprendiz de Vicente Carducho y de los más
destacados.1
Este aprendizaje se manifiesta en algunas de sus primeras obras aunque muy
pronto se distanció del maestro por su fuerte sentido del dinamismo, la
pincelada deshecha y la arrebatada expresividad gestual, rasgos de opulento
barroquismo que serán notas características de la llamada escuela
madrileña de pintura de la segunda mitad del siglo XVII, de la que él
mismo fue uno de los principales representantes y maestro de otros destacados
componentes de ella, como Claudio Coello, José
Antolínez o Juan Antonio Frías y Escalante. Pintor de extraordinaria fecundidad y facilidad
para la invención, de lo que son testimonio los grandes lienzos de altar que
pintó en elevado número, cuenta Palomino que nunca rectificaba una obra porque,
decía, «sería nunca acabar», además de
que «tanto importaba saber pintar, como el saber ganar de comer».
Último de los once hijos de Antonio Ricci y
Gabriela Guevara, nació en Madrid el 9 de abril de 1614. Su formación en el
taller de Vicente Carducho, según trasmiten los testimonios literarios, y
no en el de su padre, que en sus últimos años aparece ocupado en tareas ajenas a
la pintura, se confirma por el estilo de sus primeras obras conocidas. La
primera de ellas, la Familia de la Virgen o Santa
Parentela de colección privada madrileña es, en este sentido, obra muy
significativa por la proximidad al estilo de Carducho, tanto en la composición
como en los tipos humanos. La obra, no obstante ese carácter estrictamente
carduchesco, se ha podido documentar a nombre de Rizi, que contrató con un
Francisco Manuel, presbítero, la pintura de una «parentela de Nuestro Señor»
—un tema de origen nórdico muy poco común en España— que debía entregar para la
Navidad de 1640 conforme a un dibujo proporcionado por el propio Rizi que se
conserva en la Biblioteca de Palacio.
Debido probablemente a la influencia de
Carducho, Francisco Rizi tuvo la oportunidad de trabajar tempranamente para la
corte en la decoración del Salón dorado, también llamado De las comedias,
del Real Alcázar de Madrid, en el que trabajó en 1639. Sin embargo, su
principal ocupación a lo largo de toda su carrera serán las grandes pinturas de
altar para la Iglesia, desarrollando en este campo una ingente producción en la
que dio buena muestra de su gusto por lo decorativo y espectacular. Es lo que
se manifiesta en la que es cronológicamente su segunda pintura conocida: la Adoración
de los Reyes de la catedral de Toledo, fechada en 1645. El agitado
movimiento de las vestiduras de los pajecillos, la pincelada pastosa y la
vibración del color revelan las influencias de Rubens y de la pintura
veneciana que pudo conocer en palacio, con las que se irá distanciando de los
modelos de su maestro.
De 1646 es el San
Andrés del Museo Nacional del Prado, destinado probablemente a un
altar colateral de la desaparecida iglesia del Salvador de Madrid, en
el que conjugaba ya el sentido del orden aprendido de su maestro —del que es
ejemplo la figura monumental del santo llenando el primer plano—, con el nuevo
gusto por el movimiento y la vibración del color que se advierte en la lejanía,
donde se desarrolla el tema del martirio, un esquema que repetirá en la más
avanzada Santa Águeda del mismo museo, procedente del también
desaparecido convento de los Trinitarios Calzados de Madrid.
Composición ordenada y pincelada centelleante son también notas características
del gran cuadro de altar de la Virgen en gloria con san Felipe y san
Francisco, lienzo pintado para los capuchinos de El Pardo, donde
aún se conserva, firmado en 1650. El arco ilusionista que enmarca la escena
como si de un proscenio teatral se tratase y la profunda perspectiva hacen de
este altar de aparato el «primer retablo del barroco pleno pintado en
España», según Jonathan Brown, aunque el dibujo de las figuras principales
es todavía firme y preciso conforme a lo aprendido de Carducho. Solo un año
después pintó para el convento de los Capuchinos de la Paciencia de
Madrid el Expolio de Cristo (Museo del Prado, depositado en
la Catedral de la Almudena), una de sus pinturas más ambiciosas y
monumentales. Caracterizada por Palomino como obra «que mueve a gran ternura y
devoción», en la que triunfa ya plenamente el decorativismo de
raíz rubeniana, podría haberse inspirado para las figuras de los sayones
en el Prendimiento de Anton van Dyck adquirido
para Felipe IV en la testamentaría de Rubens y llegado a Madrid poco
antes. Para este mismo lugar pintó una Inmaculada (Museo del Prado),
inspirada en modelos de José de Ribera, y el lienzo de
los Agravios que habrían infligido unos criptojudíos a un
crucifijo, suceso que tuvo amplia repercusión en Madrid y estuvo en el origen
de la construcción del citado convento como desagravio sobre el mismo solar de
la calle de las Infantas que habían ocupado las casas del licenciado
P
arquero, en las que habría tenido lugar la profanación. Obras tempranas, aunque de datación incierta,
han de ser los lienzos de los Desposorios místicos de santa
Catalina y del Martirio de san Ignacio de Antioquía pintados
para servir de altares colaterales en el crucero de la iglesia
del Noviciado de los jesuitas en la calle de San Bernardo,
conservados en la Biblioteca Histórica «Marqués de Valdecilla». La influencia
de Carducho es en ellos aún patente, como también las sugerencias rubenianas y
la utilización de grabados de procedencia diversa en la composición.
Trabajos
para la Entrada en Madrid de Mariana de Austria
Progresando al mismo tiempo como pintor al
servicio de la Corona, en 1649 comenzó su colaboración en las tramoyas para las
representaciones teatrales del Buen Retiro, de las que llegaría a ser
director a la muerte de Baccio del Bianco, siendo en este orden, según
Palomino, «grandísimo arquitecto y perspectivo». Mucho menos favorable es el
juicio de un escritor ilustrado como Ceán Bermúdez, que le
reprochaba preferir la facilidad a la corrección en el dibujo y condenaba en la
persona de Rizi y en las trazas de sus escenografías toda la aparatosidad
barroca de una corte de «poetas
improvisantes» y «talentos
arrebatados»:
Son
incalculables los males que sufrió la arquitectura con sus trazas caprichosas y
con sus ridículos adornos. El teatro del Buenretiro, colocado en el centro de
la corte, era un exemplo demasiado autorizado que no podían dexar de imitar la
moda, la adulación y la ignorancia, por lo que se difundió en poco tiempo por
toda España la corrupción y el mal gusto en la arquitectura.
Las entradas reales iban a proporcionarle
nuevas oportunidades de trabajo en demostraciones públicas al servicio de la
corte. El mismo año en que comenzó a trabajar para el Coliseo del Buen
Retiro se encargó junto con Alonso Cano, Pedro de la
Torre y Sebastián Herrera Barnuevo, entre otros, de
las decoraciones efímeras de arcos triunfales y ornatos
callejeros levantados con ocasión de la entrada de la reina Mariana
de Austria en Madrid. Una descripción de los festejos y sus decorados se
ha conservado en la Noticia del Recibimiento i Entrada de la Reyna Nuestra
Señora doña María-Ana de Austria en la Muy noble i leal coronada villa de
Madrid, relación festiva atribuida a Lorenzo Ramírez de Prado,
editada en Madrid en 1650 con bello grabado calcográfico de portada en el que
se muestra a Himeneo conducido por Mercurio y sobre ambos
la Fama haciendo sonar dos trompetas, firmado por Rizi como autor del dibujo,
Prado, que lo es de la invención, y Pedro de Villafranca como
grabador. Partiendo del Buen Retiro, donde se abrió una nueva puerta con
tres alegorías de virtudes y una gran estatua en la que se representaba la
Alegría, la comitiva se encontraba en la fuente del Olivo del Prado con
un Parnaso en el que nueve poetas españoles de todos los tiempos
cantaban las virtudes de la reina acompañados por sus musas, representadas
por doncellas vivas con instrumentos musicales, y en su recorrido hasta
el viejo Alcázar atravesaba cuatro grandes arcos que representaban
las cuatro partes del mundo —hasta donde alcanzaba el poder del rey— asociadas
a los cuatro elementos. Finalmente, a las puertas de palacio, dos estatuas
representaban como en la portada de la relación festiva a Himeneo, dios de las
bodas, y a Mercurio, el mensajero de los dioses encargado de conducir a la reina
a sus esponsales con Felipe IV. De este complejo aparato decorativo tan
solo se conservan dos dibujos de Francisco Rizi en la Biblioteca Nacional
de España: Colón de rodillas ante el rey Fernando el
Católico ofreciéndole las nuevas tierras descubiertas en compañía
de Hércules y de Baco, héroes civilizadores, dibujo
preparatorio para una de las pinturas que adornaron el arco levantado a la
altura de la iglesia de Santa María, dedicado a América, en el que para el
retrato del rey Fernando, según la relación de Lorenzo Ramírez de Prado, se
habría servido «de un original
de Alberto Durero», y el modelo para la estatua de Himeneo, levantada
sobre un pedestal en el que figuraban pintados
el Manzanares representado como anciano recostado ante una esbozada
vista de Madrid y los signos de Piscis y Sagitario.
Pintor de
la catedral de Toledo
Su prestigio como pintor de grandes
composiciones religiosas le valió ser nombrado en junio de 1653 pintor oficial
de la Catedral de Toledo en la vacante dejada por un actualmente
desconocido pintor llamado Antonio Rubio. Firmado el mismo año del
nombramiento oficial está el gran cuadro de la Bendición de la catedral de
Toledo por el obispo don Rodrigo Jiménez de Rada, o pintura de
la dedicación de la Iglesia como lo llaman antiguos inventarios,
destinado a la capilla del Sagrario cuyas pinturas, ejecutadas en 1616
por Vicente Carducho y Eugenio Cajés, se encargó al mismo tiempo
de reparar y retocar. Para el retablo de San Sebastián en la capilla del
Sepulcro, con la posible colaboración de su discípulo Juan Antonio
Escalante, proporcionó los dos pequeños óleos del Bautista y
la Matanza de los Inocentes, por los que cobró 1100 reales el 22 de agosto
de 1662. Aunque se trata de obras menores, la ligereza de la pincelada y la violencia
de los escorzos en el lienzo de la Matanza de los
Inocentes evocan la pintura de Tintoretto y, en concreto,
de El rapto de Helena (Museo del Prado) del que podría haber tomado
algunas de sus figuras.
El mismo año está firmado con el título de pintor
del rey el Calvario del Ayuntamiento de Madrid, citado ya por
Palomino en la Casa de la Villa, en el que el venecianismo del color se
superpone a modelos manieristas reformados con el Calvario de Scipione
Pulzone en Santa Maria in Vallicella de Roma como punto de partida. Como
pintor de la catedral hizo el retrato póstumo del cardenal Mosocoso para
la sala Capitular (1666) y se encargó junto con Juan Carreño de Miranda de
las desaparecidas decoraciones murales y al fresco del Ochavo, o
capilla del relicario, ejecutadas entre 1665 y 1671, y las parcialmente
conservadas del camarín de la Virgen del Sagrario, concluidas en 1667 y por las
que cobraron el 24 de mayo 4500 ducados. En solitario se hizo cargo en 1668
de la pintura del monumento de Semana Santa, que Palomino pondera por la
invención de los motivos alusivos al misterio, pues Rizi, decía, fue «muy erudito, especialmente en letras
humanas; y así sus obras, e inventivas fueron siempre muy bien fundadas».
Concluidas en 1669, los pagos se alargaron hasta 1672 por algunas diferencias
surgidas en la interpretación de los contratos. En 1671 se encargó de las
decoraciones efímeras con las que la catedral toledana celebró la canonización
de Fernando III el Santo, de las que se conserva la tela que representa
a San Fernando colocando la primera piedra de la catedral.
Su vinculación al cabildo le proporcionó otros
encargos de envergadura en iglesias del arzobispado como las pinturas del
retablo mayor de la parroquial de Santo Tomás Apóstol de Orgaz, contratado
en 1656, que resultó destruido en la Guerra Civil, el muy
dañado Santiago a caballo pintado en 1670 para el retablo mayor
del monasterio de Uclés, por el que según Ceán le pagaron 10
ducados y 600 reales de guantes, y la también destruida en la Guerra
Civil Traslación de la Magdalena, óleo de más de ocho metros de alto por
cuatro de ancho que se encontraba en la iglesia parroquial de Burguillos
de Toledo, firmado como pintor del rey en 1675.
Pintor
del rey
En junio de 1655 fue nombrado pintor del rey,
aunque el título no iba a suponer de momento cambio alguno en su actividad,
centrada, en su relación con la Corte, en los decorados para las funciones
teatrales. El mismo año da por terminadas la Adoración de los
pastores y la Anunciación, de cálidos colores, pintadas para el
retablo mayor de la catedral de Plasencia, y se fecha el retablo de la
parroquial de Fuente el Saz (Madrid), con su calle central ocupada
por el gran lienzo del Martirio de San Pedro tratado con pincelada
libre, rico colorido y brioso dinamismo con el que se pone de manifiesto de
nuevo su conocimiento de la pintura de Rubens junto con las
influencias de Veronés y de Tintoretto. Para la Compañía de
Jesús, con la que mantuvo una estrecha y continuada relación, pintó hacia 1658
los retablos colaterales de la iglesia del Colegio Imperial de Madrid
(hoy colegiata de san Isidro), de los que únicamente se conserva
parcialmente el dedicado a la conversión de san Francisco de Borja, en el
que vuelven a ponerse de manifiesto las citadas influencias. También de 1658
es el San Jerónimo pintado para el monasterio del
Parral en Segovia. Algunos retablos más, desaparecidos o mudados de
lugar, son mencionados por Palomino, acreditándose con ello la fecundidad del
pintor; así, el Santiago a caballo que ocupaba el altar de la
parroquial del mismo nombre en Madrid (hoy en la iglesia de Santiago); los
dos grandes lienzos de la vida de San Isidro Labrador contratados
junto con Carreño en 1662 para la capilla de San Isidro en la parroquia
de San Andrés, acabados en 1668 y lamentablemente destruidos en 1936, al
inicio de la Guerra Civil, el de la Prisión de San Pedro de la
iglesia parroquial de San Pedro ad vincula en la Villa de Vallecas,
fechado en 1669 y conservado en su lugar, o el mayor de la iglesia de San
Ginés de Arlés, retocado por José Jiménez Donoso, lienzo de compleja
composición con su insistencia en los elementos arquitectónicos, del que solo
se conserva en la propia iglesia el boceto, firmado y fechado en 1671, tras
resultar destruido el presbiterio a causa de un incendio en 1824.
Junto con Carreño y bajo la supervisión
de Velázquez, trabajó en 1659 en la decoración del Salón de los Espejos
del Alcázar, donde se acordó representar la historia de Pandora. A Rizi
correspondió la pintura del momento en que Júpiter entrega a Pandora
un «riquísimo vaso de oro» y a esta ofreciendo el mismo vaso a Prometeo,
que lo rechaza, además de los cuatro medallones en oro fingido de las esquinas.
Allí, además de tener la oportunidad de ver trabajar a Velázquez, entró en
contacto con el sistema de la quadratura y las arquitecturas fingidas
de los fresquistas italianos Agostino Mitelli y Angelo Michele
Colonna, que tuvieron a su cargo parte de las pinturas de este techo. Su
aprovechamiento en este género de pintura se pondría inmediatamente de
manifiesto en la decoración de la bóveda del presbiterio, cúpula y pechinas de
la iglesia del convento de San Plácido de Madrid, en la que abundan
roleos, guirnaldas decorativas y paños sostenidos por angelotes; poco más
tarde, en colaboración de nuevo con Carreño, pintó del mismo modo las bóvedas
del desaparecido camarín de la Virgen de Atocha (1663), las más alabadas por
los cronistas, las de la iglesia de Santo Tomás, también perdidas, y la cúpula
oval de la iglesia de San Antonio de los Portugueses (actualmente de
los alemanes), proyectada por Colonna, en la que trabajaron Rizi y Carreño
entre 1663 y 1665, por un valor total de 61.730 reales según las cartas de
pago.
Tras serle denegada en 1669 la plaza de conserje
de El Escorial que había solicitado —otorgada a Sebastián Herrera
Barnuevo— y el nombramiento de Carreño como pintor de cámara en 1671,
postergado y dolido, Rizi se distanció de la Corte. El volumen de su trabajo,
con todo, no decayó, centrado ahora en sus obligaciones con la catedral de
Toledo, al tiempo que se multiplicaban los trabajos para fuera de Madrid:
retablos del convento de San José de Ávila, de los carmelitas de Alba
de Tormes —retablo de San Juan de la Cruz, fechado en 1674—, de las
capuchinas de Plasencia y de las Gaitanas de Toledo (1680) para el
que proporcionó un cuadro de altar de casi ocho metros de altura con el tema de
la Inmaculada acompañada por los arcángeles, san Joaquín y santa Ana,
así como el gran lienzo del Martirio de santa Leocadia que Palomino
llama «célebre» (Museo del Prado), destinado al altar de los capuchinos de
Toledo y del que existe dibujo preparatorio en el Louvre, o el
desaparecido en circunstancias no aclaradas altar del Colegio de la Compañía de
Jesús de Oropesa, dedicado a la Lactación de san Bernardo con
gran acompañamiento de santos y numerosos ángeles en gloria. Para la iglesia
del Colegio Imperial, que ya contaba con algunas pinturas suyas, pintó entre
1674 y 1675 dos obras más de grandes proporciones: Cristo ante
Caifás y Camino del Calvario, destinadas a uno de los más
interesantes conjuntos barrocos de Madrid: la capilla del Santo Cristo,
conservada con algunas alteraciones, en cuya decoración participaron
también Dionisio Mantuano y Claudio Coello.
Su frustración por los honores no alcanzados se
pone de manifiesto en un memorial dirigido a la reina Mariana de
Austria en 1673, en el que enumeraba sus trabajos para palacio como más
antiguo pintor del rey y se dolía de que se le tuviera arrinconado, sin que se
le encomendase obra y «sin poder mostrar su celo a todo lo que sea de su mayor
gusto». Como compensación quizá, aunque menguada, la reina madre le otorgó en
1675 una ración ordinaria, «por vía de limosna», y en 1677 la plaza de ayuda de
la furriera que ya ostentaba Carreño. Mayor importancia tuvo el encargo
recibido en 1678 de decorar al temple y al fresco la Capilla del Milagro
del Monasterio de las Descalzas Reales, fundación de Juan José de
Austria, recién ascendido al poder, donde contó con la colaboración de Dionisio
Mantuano. Compuesta por dos estancias, la capilla está ricamente decorada con
falsas perspectivas, arquitecturas fingidas y abundancia de guirnaldas, flores
y frutas, combinadas con elementos figurativos, significando el triunfo definitivo
de las decoraciones ilusionistas.
Inmediatamente después de contraer
matrimonio Carlos II con María Luisa de Orleans, su primera
esposa, pintó Rizi y donó al Ayuntamiento de Toledo a comienzos de 1680 los
retratos ecuestres de los esposos. Falto de las cualidades de retratista de
Carreño, a quien sin embargo estuvieron atribuidos los retratos hasta la
localización del documento de donación, se trata sin género de duda de dos
obras menores y de mediocre calidad, incluso dentro de la escasa producción
retratística de Rizi, en la que destacan dos piezas singulares por lo
excepcional de sus asuntos y la vivacidad de los personajes retratados: el
llamado Un general de artillería del Museo del Prado y
el Zorrero del rey de la Casa de Alba, que fue propiedad
de Luis Méndez de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, en cuyo inventario se
describía como «un lobero, con una raposa
debajo del pie izquierdo, original de Rizi».
Casi al final de su carrera el Consejo de
la Inquisición le encargó la pintura del solemne auto de
fe celebrado en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio 1680,
del que dejó un relato detallado el arquitecto José del Olmo editado
por Roque Rico de Miranda el mismo años de su celebración, ilustrado con un
grabado de Gregorio Fosman. Firmado y fechado en 1683, el
lienzo de Rizi, conservado en el Museo Nacional del Prado, ofrece
notable interés histórico como testimonio del último auto solemne de fe
celebrado en Madrid en el siglo XVII, en el que fueron penitenciados 137 reos
enviados desde todos los tribunales de España para darle mayor realce,
diecinueve sentenciados a la hoguera en persona como judaizantes todos ellos
excepto uno acusado de mahometizar, y otros 32 en efigie como fugitivos o por
haber fallecido con anterioridad a la celebración del auto al que asistió desde
un balcón de la Casa de la Panadería el rey Carlos II. Antonio
Ponz, que vio el cuadro en el palacio del Buen Retiro, comentó de él:
Se ve,
asimismo, un Auto de Fe de los que se hacían en la Plaza mayor de Madrid,
pintura de Francisco Rizi, y es digno de conservarse, porque ninguno de los que
viven han visto semejante espectáculo.
En sus últimos años, a la vez que continuaba
trabajando para los jesuitas (según Palomino, la última obra que acabó fue
un San Francisco de Borja para el ático del retablo de la Casa
Profesa de Madrid), parece haber recuperado el favor real. De este momento
podría ser el lienzo del Socorro de Viena que se menciona inacabado
en un inventario del Alcázar de 1684 y en mayo de 1685 viajó a El Escorial para
encargarse de las trazas en bronce y mármol del retablo y camarín de
la Sagrada Forma de Gorkum en la sacristía del monasterio,
«único lunar de arquitectura que hay en aquel monasterio», según Ceán, siempre
crítico con el trabajo de Rizi. Allí le sorprendió la muerte dejando solo
bosquejado el lienzo de la Adoración de la Sagrada Forma por Carlos II,
que hubo de ser pintado finalmente por Claudio Coello.
En su testamento, fechado el mismo día de su
muerte, el 2 de agosto de 1685, viudo y sin hijos, dejaba por heredera a su
alma y por testamentarios a su cuñada Ana de Ayala y a su discípulo Isidoro
Arredondo, a quien legaba «todos los papeles de dibujos [y] libros tocantes a
la pintura y escultura y Arquitectura», muy abundantes según Palomino que, afirmaba,
«solo de borroncillos, dibujos y trazas
[...] no tenían número ni precio». Según el inventario de sus bienes, con
algunos vestidos «ricos» y muebles, tenía un retrato y «algún país de tercia» pintados por Velázquez, un paisaje
del Greco, copias de Tiziano, Veronés, Tintoretto y Orrente,
bodegones, floreros, retratos y obras de devoción entre ellas algunos santos
jesuitas y varias Vírgenes, del Sagrario, de Atocha y de la Almudena; libros
devotos, los Emblemas de Alciato y de Sebastián de Covarrubias,
la Historia del padre Juan de Mariana,
los Elementos de Euclides, la Aritmética de Juan
Pérez de Moya, y obras de Ovidio y de Francisco de
Quevedo entre otros que acreditarían la condición de pintor erudito en
letras humanas y sagradas que le atribuyó Palomino.
Tuvo como discípulos, entre otros apenas
conocidos, como el pintor de flores Juan Valdemira de León, a algunos de
los más destacados pintores de la escuela madrileña de la segunda mitad del
siglo. El primero de ellos, y de los más aventajados según Palomino, hubo de
ser Diego González de la Vega, quien según Pérez Sánchez combina la
influencia de Rizi con la de Francisco Camilo. Discípulo y estrecho
colaborador en algunas de las obras toledanas fue Escalante, prematuramente
fallecido, a quien se podrían atribuir algunas de las obras asignadas a Rizi.
Más compleja debió de ser la relación con José Antolínez, quien según
cuenta Palomino desdeñaba a los pintores de paramentos, como llamaba a los
pintores al temple de escenarios teatrales, a los que se dedicaba su maestro
como director de las representaciones teatrales del Buen Retiro. Como
discípulos en estas tareas se cuentan Vicente Benavides, Juan Vicente
Ribera y Juan Fernández de Laredo. Claudio Coello permaneció
muchos años en el taller de Rizi, incluso después de completar su aprendizaje y
trabajando como pintor independiente. De sus años de aprendizaje cuenta
Palomino que con frecuencia su maestro lo encontraba dibujando en horas
desusadas,
y decía
Rizi: Estos sí, que son los verdaderos genios, y que dan seguras
esperanzas de aprovechar. Aquellos que es menester reñirles, porque se ponen
ahora a dibujar. No aquellos, a quien es menester aguijonearles, para que
dibujen. ¡Sentencia digna de observación!
Último discípulo fue Isidoro Arredondo,
casado con una ahijada de Rizi y heredero de sus papeles de dibujo y
arquitectura. Cuenta Palomino de su cercanía a Rizi y de la protección que le
otorgaba que «la primera noticia, que
tuvimos de que tal pintor había en el mundo, fue haberle hecho merced de su
Pintor el señor Carlos Segundo, y con el goce, y gajes desde luego».
La Anunciación.
Hacia 1663.
Óleo sobre lienzo, 112 x 96 cm. Museo del
Prado
Francisco Rizi es uno de los pintores más
característicos del pleno Barroco cortesano, por su gran aprecio por
el color y los valores táctiles y por su gusto por el dinamismo. Aunque gran
parte de su catálogo está compuesto por obras de considerables dimensiones,
también hace obras de tamaño más reducido, como ésta, que es una pequeña obra
maestra y un testigo de las magníficas dotes de su autor. El tratamiento del
color es exquisito y denota el conocimiento de obras venecianas y flamencas, y
está al servicio de una composición en la que ha sido capaz de aunar el
dinamismo y la delicadeza. Este cuadro, junto con La Adoración de los
Reyes Magos, La Presentación de Jesús en el Templo y el Ecce
Homo conservado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando,
pertenecieron a un pequeño retablo ubicado en el convento de los Ángeles
de Madrid. Son característicos del estilo más avanzado de Rizi, un maestro
en la utilización de gamas cálidas de color, aplicado de manera muy liberal,
para construir composiciones de gran eficacia narrativa.
Adoración
de los Reyes Magos. Hacia 1663.
Óleo sobre lienzo, 207 x 283 cm. Museo del
Prado
La composición adapta a una proporción apaisada
la disposición del cuadro de idéntico asunto pintado en 1645 para
la Catedral de Toledo. Para rellenar el nuevo espacio, interpone la figura
del rey Melchor, calvo y con larga barba blanca. El rey que iniciaba la
genuflexión en el lienzo de Toledo, se presenta ahora rejuvenecido, al
modo tradicional de Gaspar, y al no modificar la figura de Baltasar,
convierte en simple miembro del séquito a quien, en Toledo, coronado,
representaba a Gaspar. La figura del nuevo Melchor, luminosa y
brillante en su fastuosa vestidura, cumple un papel fundamental en la
composición, al resultar la más violentamente iluminada sobre el fondo en
penumbra. El motivo de los pajecillos, con las ropas en raudo movimiento, y la
Virgen sosteniendo el Niño, que se adelanta hacia el rey arrodillado, se
mantienen casi idénticos, mostrándonos la permanencia de soluciones
iconográficas consideradas felices y sostenidas sin apenas cambios a lo largo
de toda su producción. Su origen hay que buscarlo evidentemente en esquemas
rubenianos que Rizi supo hacer suyos desde muy pronto.
Los cuatro lienzos conservados en el Museo
del Prado (La Anunciación; La Visitación, La Adoración de
los Reyes Magos, y La Presentación de Jesús en el
Templo, y alguno más, destruido, formaron parte de una serie, por ahora de
destino desconocido, pintada en torno a 1663, fecha en que se halla
firmada La Anunciación. Como ya indicó Angulo (1958) al dar a conocer
algunas de sus piezas, su formato apaisado obliga a pensar, no en un retablo,
sino en una serie destinada a las naves de un templo, a las galerías de un
claustro o a la sacristía de algún templo importante.
Pasaron al Museo de la Trinidad donde
unos se recogieron bajo el nombre de Rizi y otros como anónimos. No todos
pasaron al Catálogo de Cruzada, dispersándose luego al depositarlos, en
diversas instituciones. El Nacimiento, depositado en 1882 en el Tribunal
Supremo, desapareció en el incendio de 1915, sin que quedase de él recuerdo
gráfico alguno. Otro lienzo, de dimensiones casi idénticas, representando
a San Juan Bautista predicando, depositado en 1893 en la Capilla de la
desaparecida Sociedad de Protectores de los Pobres, y hoy en paradero
desconocido, es dudoso que perteneciese al mismo conjunto.
La serie supone uno de los momentos de plenitud
y madurez del artista, al filo de sus cincuenta años y algunas de sus piezas
pueden considerarse obras maestras de su producción.
La Presentación
de Jesús en el Templo. Hacia 1670.
Óleo sobre lienzo, 54 x 57 cm. Museo del
Prado
La obra procede, junto con su compañera La
Adoración de los Reyes Magos, y el Ecce Homo conservado en la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, del desaparecido Convento franciscano
de los Ángeles de Madrid, donde los mencionan Palomino, Ponz y Ceán,
constituyendo el banco de un pequeño retablo del Nacimiento, en la Capilla de
Don Andrés de la Torre. Las dos escenas pasaron al Museo de la Trinidad y
de él al Prado, mientras el Ecce Homo, quedó en la Academia de
San Fernando.
Esta composición se resuelve con extraordinaria
gracia y en un tono de dinámica inestabilidad, que parece sorprender a todos
los personajes en movimiento. Como muy bien observa Angulo (1962), estos dos
lienzos han de corresponder a época avanzada en la producción del pintor,
aunque algunos tipos se repiten en obras de fechas previsiblemente anteriores.
El característico perfil de la vieja de la derecha, que sostiene el cestillo de
las palomas comparece muy próximo en el lienzo de igual asunto de la serie de
1663 y los tipos humanos de la Virgen, San José o el Sacerdote Simeón, son las
habituales de su repertorio.
El refinamiento del color, con bellísimos
verdes y rosados, y el ligero tratamiento del pincel juguetón y elegantísimo en
su trazo, hacen de estas piezas algo especialmente atractivo dentro de la obra
del pintor (Pérez Sánchez, A. E.: Carreño, Rizi, Herrera y la pintura
madrileña de su tiempo. 1650-1700, Ministerio de Cultura, 1986, p. 254).
Por otro lado se encuentra La Anunciación,
una obra que acababa originalmente en arco rebajado, lo que hizo suponer a
Angulo y Pérez Sánchez que formaba parte del ático de un retablo,
proponiendo que formase parte del mismo retablo de La Natividad del antiguo
Convento de los Ángeles de Madrid. Gómez Nebreda confirmaría documentalmente
esta suposición (2002).
Santa Águeda. Último cuarto del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 184
x 108 cm. Depósito en otra institución
La santa mártir, en pie, ocupa dos tercios de
la composición. Vestida con ropas lujosas, confeccionadas en ricas telas que se
recogen en plegados ampulosos, muestra su figura concebida con monumentalidad.
Su rostro, para el que Rizi ha utilizado un modelo femenino frecuente en su
obra, y su mirada se dirigen hacia lo alto, donde un angelito, cuyo tipo
también es habitual en la producción del pintor, dibuja una fuerte diagonal
mientras se dispone a depositar sobre la cabeza de la santa una corona de
flores. Santa Águeda apoya su mano izquierda sobre una mesa cuyo
soporte es una sucesión de curvas, contracurvas y espirales, a la vez que
sostiene la palma alusiva a su martirio, y con la derecha sujeta uno de sus
pechos, que le serían arrancados. Todo el lateral izquierdo está ocupado por
una apertura luminosa de celajes, excepto en la zona inferior, donde sobre un fondo
de paisaje se representa a la bienaventurada atada a una columna en el momento
del martirio, cuando un sayón provisto de grandes tenazas le quita los senos en
presencia de varios personajes, y entre ellos, sentado, el propio prefecto
romano. Quintiliano había ordenado esta acción al no plegarse la virgen
siciliana a sus deseos ni a sacrificar a los dioses paganos. Curada
posteriormente por el propio San Pedro, la santa moriría más tarde en la
prisión, quemada por carbones ardientes en el suelo de su celda.
En el lienzo, pese a estar algo oscurecido a
causa del incendio de la Diputación de Guipúzcoa en 1885, donde estaba entonces
depositado, se aprecia libertad en la combinación de colores, de tonos
brillantes y suntuosos, y una técnica ágil, ligera y deshecha; todo habla de su
conocimiento de las pinturas de Rubens y Van Dyck. Esta soltura
de pincel está exagerada, si cabe, en el paisaje y en la escena del último
término, que parecen sin terminar y están resueltos con una factura muy suelta,
casi con manchas de color, como si se tratase de esbozos. Por otra parte, la
iluminación general, que evita los contrastes fuertes, crea una sensación casi
lírica, presente en su obra en etapas avanzadas. Es esta la pintura
que Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez vieron situada en un pilar,
hacia los pies del templo, en la Iglesia de los Trinitarios Calzados,
de Madrid.
San
Andrés, 1646.
Óleo sobre lienzo, 247 x 140 cm. No
expuesto
Por su carácter y dimensiones se trata, sin
duda, de un lienzo de altar, seguramente el que Palomino, Ponz, Ceán y
otros vieron en el altar colateral de la Epístola, de la iglesia del Salvador
de Madrid. La composición, de evidente monumentalidad, muestra al Santo
apóstol en actitud erguida, apoyado en su cruz, y con la cabeza alzada, coronado
de rosas que lleva una pareja de angelitos, uno de los cuales porta la palma
del martirio. Al fondo, en figuras menudas, se representa la escena misma del
suplicio, al modo usual en estampas y composiciones flamencas de la primera
mitad del siglo. Si en el modelo y la actitud del santo en primer término,
podría advertirse aún algún recuerdo de Vicente Carducho, aunque
interpretado con una ligereza de pincel ya nueva, las figuras del segundo
término, y especialmente la del santo crucificado, luminoso y dorado, reflejan
ya el conocimiento del arte de Rubens, asimilado con evidente precocidad.
La belleza de color y la factura, ya suelta y vibrante, subrayan la importancia
y precocidad del pintor en el camino del nuevo estilo.
La Virgen
con el Niño, San Felipe y San Francisco, 1650, El
Pardo, Convento de los Padres Capuchinos.
Composición ordenada y pincelada centelleante
son también notas características del gran cuadro de altar de la Virgen en
gloria con san Felipe y san Francisco, lienzo pintado para los capuchinos de El
Pardo, donde aún se conserva, firmado en 1650. El arco ilusionista que enmarca
la escena como si de un proscenio teatral se tratase y la profunda perspectiva
hacen de este altar de aparato el «primer retablo del barroco pleno pintado en
España», según Jonathan Brown, aunque el dibujo de las figuras principales es
todavía firme y preciso conforme a lo aprendido de Carducho.
La Inmaculada
Concepción, Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 211 x 376 cm. Museo del
Prado
Por su amplísimo desarrollo, es seguramente una
de las más ambiciosas y complejas representaciones de
la Inmaculada en el ámbito madrileño y, desde luego, una de las más
hermosas salidas del pincel del pintor. Iconográficamente se ciñe al modelo
tradicional de la Inmaculada, como Mujer de Apocalipsis (cap.
XII, 1) erguida, caminando sobre el globo de la luna, coronada de doce
estrellas, con túnica blanca y manto azul y acompañada de ángeles niños que
portan los atributos de la letanía, aquí en número e importancia visual
ciertamente inusitada.
Se advierten con evidencia, llevadas por los
ángeles, las azucenas, la palma, las rosas, los lirios, el olivo y el laurel.
Otros portan el arca sellada y el espejo. A los lados, al fondo, se distinguen
también la puerta del Cielo (Porta Coeli), y la Escala
de Jacob (Scala Dei), advirtiéndose además la estrella matutina y el
arco iris. La silueta de la Virgen, aunque maciza en sus proporciones, adquiere
un insólito movimiento, gracias al complicado y escarolado tratamiento de las
vestiduras que complican sus bordes y plegados en rizos retorcidos. La
cabellera que ondea, sugiere también un viento contra el que la figura avanza,
como una Niké cristiana. La disposición de los ángeles, sabiamente
ordenada en arco, acompañando la presencia del arco iris, y el hábil
hundimiento del fondo en los laterales, para acentuar ese sentido de triunfal
imposición, singularizan la composición que debe corresponder a fecha avanzada
en la producción de Rizi, después de 1674-75, en que se fechan las versiones de
la Asunción de la Magdalena y no lejos de 1680, fecha en que realiza
la Inmaculada de las Gaitanas de Toledo, la de más compleja
iconografía y más crecidas dimensiones entre todas las suyas y que,
especialmente en los niños, se relaciona con ésta.
El refinamiento colorista, un tanto velado por
los viejos barnices, y la magistral y vibrante técnica del pincel, muestran lo
mejor de las capacidades del maestro. A pesar de que se hallaba de antiguo
correctamente clasificada como de Francisco Rizi, a comienzos de este
siglo, Beruete y P. Quintero la creyeron obra de Valdés Leal, subrayando
involuntariamente, las evidentes semejanzas de espíritu y técnica entre ambos
maestros.
El
Expolio de Cristo (Cristo de la Paciencia), 1651.
Óleo sobre lienzo, 527 x 352 cm. Museo del
Prado
Esta obra, de tan excepcionales dimensiones,
fue considerada en su tiempo como una de las piezas más importantes de la
pintura madrileña. La pintura se realizó para el retablo mayor de la iglesia de
los Capuchinos llamados de la Paciencia de Cristo, fundación surgida a
raíz de la profanación, en 1630, de una imagen del Crucificado por
una familia judía de origen portugués. El convento se alzaba en la
actual plaza de Vázquez de Mella. La iglesia se concluyó e inauguró en
1651, que es precisamente la fecha del lienzo. Rizi intervino también en la
serie de lienzos que narraban el episodio de los ultrajes, en la que
trabajaron, además, Camilo, Andrés de Vargas y Francisco
Fernández.
Desposorios
místicos de Santa Catalina de Alejandría
Procedente de la iglesia del antiguo Noviciado
de los jesuitas en la calle de San Bernardo de Madrid, se conserva en la
Biblioteca Histórica un enorme lienzo que representa los Desposorios
místicos de Santa Catalina de Alejandría, obra temprana de uno de los
mejores representantes de la pintura barroca madrileña, Francisco Rizi
(1614-1648). Hace juego con otro similar con el tema del Martirio de San
Ignacio de Antioquía y ambas son obras piezas destacadas del patrimonio
pictórico complutense, quizás las más significativas dentro del conjunto de
pinturas del siglo XVII que atesora la Universidad Complutense.
Estas enormes composiciones en medio punto -de
tres metros de alta por dos metros de ancha- fueron descritas y valoradas por
estudiosos antiguos como Palomino, Ponz, Ceán Bermúdez y otros autores del
siglo XIX, que tuvieron la oportunidad de admirarlas en su original
emplazamiento en el crucero de la antigua iglesia del Noviciado. Sin embargo,
permanecieron inadvertidas para la crítica artística posterior ya que los
lienzos quedaron relegados en dependencias del Caserón de San Bernardo tras la
demolición del templo jesuítico para la construcción del actual paraninfo de la
Universidad. Tras más de un siglo de postergación, dadas incluso por perdidas
por los especialistas, las redescubrió Pérez Sánchez en el viejo pabellón
Marqués de Valdecilla de la calle Noviciado en 1988, dando cuenta de su valor e
importancia tanto en el inventario del Patrimonio artístico de la
Universidad Complutense (Inv. nº 796) como en el catálogo de 1989
de Artificia Complutensia: obras seleccionadas del patrimonio artístico
complutense, exposición que presentó, en palabras de su comisario Cruz
Valdovinos, como "extraordinaria
novedad" estos dos grandes lienzos rescatados del olvido y para la que
se emprendió además una restauración que les devolvió su antiguo esplendor y
que también afectó a los marcos originales rematados con un rico florón barroco
de talla dorada en la parte superior que todavía conservaban. Ambas piezas se
exponen en la Biblioteca Histórica desde su reapertura en el año 2000.
El autor, Francisco Rizi fue un afamado pintor
de mediados del siglo XVII, discípulo de Vicente Carducho, y uno de los mejores
exponentes del triunfo del pleno barroco en Madrid. Sus obras, de excelente
composición a juicio de la crítica, reflejan como pocos el influjo rubeniano
que impregnó a buena parte de la pintura madrileña del momento y que se
manifiesta especialmente en el uso de los colores cálidos, la rapidez de la
pincelada y el dinamismo y movimiento en la composición. Aunque no existe
acuerdo entre los especialistas sobre su fecha de ejecución, los lienzos
complutenses parecen pertenecen a su primera época, hacia 1650, y muestran la
preferencia del pintor por grandes composiciones que llenan, con un solo
lienzo, todo el retablo o altar, lo que modificó, en palabras de Pérez
Sánchez, "la sensibilidad
general e incluso física de los retablos madrileños". Estos grandes
lienzos de altar tuvieron un gran predicamento entre las órdenes religiosas de
su tiempo que realizaron numerosos encargos al pintor. Entre ellas se
encontraban los jesuitas para los que pintó, además de esta pareja de lienzos
del Noviciado, San Luis Gonzaga y San Francisco de
Borja del Colegio Imperial de Madrid.
Desde el punto de vista iconográfico los dos
lienzos se complementan: como señala Hermoso Cuesta "en ambos se destaca la entrega a Cristo necesaria para ingresar en la
Compañía de Jesús, bien por medio de los Desposorios místicos bien por medio de
la muerte por la fe" ...
Santa Catalina, además de mártir es la patrona de los estudiantes, por lo que
su presencia no extraña en la iglesia de un noviciado y San Ignacio se presenta
como un precursor del fundador de la propia orden, que destacó también por sus
escritos".
El lienzo de los Desposorios místicos de
Santa Catalina de Alejandría presenta una composición en friso con las
figuras de la Virgen con el Niño - que ocupan el centro geométrico del lienzo -
rodeados de querubines y acompañadas por Santa Catalina a la derecha y un ángel
con laúd en el extremo izquierdo. Esta última figura y la espada y la palma a
los pies de la santa marcan sendas diagonales que refuerzan el grupo piramidal
con la Virgen y el Niño. Por detrás, en un segundo plano, tres figuras a cada lado
de este grupo principal equilibran la composición. En la parte superior tres
ángeles sostienen una corona de rosas, una de azucenas y otra de laurel
aludiendo a las virtudes de la santa, a su virginidad y a su martirio y triunfo
sobre la muerte.
Las figuras principales siguen modelos de
Vicente Carducho, en particular el ángel músico, muy presente en el repertorio
de su maestro. La composición general imita, según Hermoso Cuesta, una obra de
Veronés reproducida y divulgada en una estampa de Agostino Carracci, mientras
que la pincelada suelta y desenfadada y la gama cromática dominada por los
colores cálidos, revela el gusto del pintor madrileño por la pintura de Tiziano
y Rubens.
Profanación
de un crucifijo (Familia de herejes azotando un crucifijo), 1647 - 1651.
Óleo sobre lienzo,
209 x 230 cm. Museo del Prado
Pintado, junto con otros tres más, para la
capilla del Cristo de la Paciencia del convento madrileño de los capuchinos;
con ellos se pretendía recordar gráficamente la ultrajante profanación sacrílega,
origen de la construcción del templo que se levantó con carácter expiatorio.
Los hechos narrados sucedieron
en Madrid hacia 1630. En casas del licenciado Parquero, situadas en
la calle de las Infantas, vivía una familia de judaizantes, de origen portugués,
compuesta por el matrimonio, dos hijas muy hermosas y un niño de seis años y
que ya habían tenido algún problema con el tribunal de la Inquisición. En
su casa poseían, colocado bajo el dosel del salón, un crucifijo, de media vara
de alto (41 cm), para hacer aparente ostentación de su fe cristiana. Los
miércoles y viernes, durante la noche, se reunía allí un grupo de quince
judaizantes que, de muy variada forma, torturaban la imagen arrastrándola con
cuerdas y varas de espino. Al quejarse la imagen en una ocasión del martirio
que sufría, e incluso brotarle sangre que salpicó a sus verdugos, éstos
decidieron quemarlo terminando de destruirlo a hachetazos. La indiscreción del
hijo alertó al Santo Oficio que descubrió lo ocurrido y aplicó el
consabido castigo de hoguera. El episodio adquirió tintes políticos cuando se
responsabilizó de lo sucedido a la actitud tolerante con los judíos que se
estimaba defendía el conde-duque de Olivares. La tormenta pasó después de
aplicarse el ejemplar castigo y de erigirse el templo que, con la advocación de
la "Paciencia de Cristo"
se inauguró en 1651.
Gracias a un letrero que tenían en la iglesia
los cuadros y que, en 1709, copió el P. Fr. Matheo Anguiano, se puede saber el
momento exacto de lo representado por su autor: "Colgábanle cabeza abajo y
le azotaban a porfía y en una ocasión vertió sangre que tiñó los ramales y cayó
en los ladrillos." El episodio adquirió tintes políticos cuando se
responsabilizó de lo sucedido a la actitud tolerante con los judíos que se estimaba
defendía el conde-duque de Olivares. La tormenta pasó después de aplicarse el
ejemplar castigo y de erigirse el templo que, con la advocación de la "Paciencia de Cristo" se
inauguró en 1651. De las pinturas a juzgar por las obras, ya que las noticias
que da Palomino (1734) y Ponz (1793) son contradictorias, se
encargaron Francisco Camilo, que pintó el que representa: "Tenían al Santo Crucifijo colgado, cabeza
abajo en el cañón de la chimenea, de donde le sacaban para azotarle con
diferentes cordales y ramales". Francisco Fernández, con el
argumento de: "Arrastraban al Santo
Crucifijo y le azotaban; y en este acto quejó y con voz clara, tierna y amorosa
les dijo: Porqué me maltratáis, siendo vuestro Dios verdadero";
y Andrés Vargas que representó: "Turbados y endurecidos se determinaron a
quemar al Santo Crucifijo y en un brasero encendido le pasaron por las llamas.
Y porque no se descubriése lo maltratado que estaba le hicieron pedazos y sin
forma de Crucifijo le quemaron" [Museo del Prado destruido en el
Ayuntamiento de Porriño]. De la presente obra se ha dicho que había
desaparecido e incluso que está firmada por Francisco Camilo. Rescatada
del depósito en el que se hallaba, no presenta firma alguna y la atribución a
Camilo que ostentaba debe cambiarse, una vez restaurado por la
de Francisco Rizi, del que Palomino dijo, y repitió Ponz, que
pintó un cuadro de esta serie, además del monumental lienzo del "Expolio" para el altar mayor del
expresado templo. Por sus medidas las pinturas de Fernández y Vargas
hacían pareja y lo mismo sucedía con las de Camilo y Rizi, motivo este último
por el que también pudo considerarse ambas como del mismo autor. La serie fue
pintada antes de la inauguración de la capilla pudiendo oscilar su ejecución
entre 1647 y 1651. Puede apreciarse un concepto diferente en la forma de
agrupar las figuras y hasta en la misma escenificación de la historia, además
de concebir el espacio de manera distinta entre esta pintura y la firmada por
Camilo. En la última la narración se divide en dos registros y existe una
torpeza en la solución de su perspectiva; tampoco existe la tensión que se
respira en el lienzo de Rizi y su composición sigue siendo simétrica, además de
carecer de la ambientación que posee el de este último, su colorido tampoco
tiene nada que ver entre sí y algunas de las figuras, por ejemplo, la vieja
sentada parece derivar de otros modelos utilizados por Rizi. Su técnica también
presenta una estrecha vinculación y su soltura y abocetamiento son también
habituales de Rizi y en la campana de la chimenea, con su jarra de cerámica, se
adivina un eco de la fragua de Velázquez.
Santa
Inés, Hacia 1665.
Óleo sobre lienzo, 95 x 41 cm. Museo del
Prado
Por sus vibrantes toques luminosos, el tipo de
pincelada deshecha y violenta y la crispación de sus actitudes se atribuyeron
ésta obra, San Antonio Abad, y otras dos pinturas que representan
a Santa Catalina y a San Agustín (hoy en el Museo
Lázaro Galdiano) al pintor sevillano Valdés Leal, hasta que en 1944 Angulo
Íñiguez, al reparar en lo que escribió Ceán Bermúdez sobre el gran
parecido que existía entre las pinturas de Valdés y las de Rizi, los
restituyó al madrileño Francisco Rizi, haciendo notar que ya en
1927 Elías Tormo había planteado la duda de que podrían ser
originales de los pintores Francisco Herrera el Mozo o de Rizi.
Su chispeante estilo y los modelos empleados
por el artista, similares a los de las pinturas que fueron del convento
madrileño de franciscanas menores de Nuestra Señora de los Ángeles (hoy en
el Museo del Prado), hacen pensar que posean una cronología muy próxima,
situada dentro de su etapa de producción tardía en torno a 1665. Ya Angulo
sospechó que, a juzgar por sus alargadas proporciones, podrían proceder de las
calles laterales de un retablo de pequeño formato o, en el caso de haber sido
utilizadas como decoración de pedestales, aquél debería haber sido uno de
grandes proporciones. El figurar entre los cuatro santos citados uno
representando a San Agustín podría hacer pensar que el retablo en el
que se hallaban procediese de una iglesia conventual de la orden agustina, por
lo que a manera de hipótesis recordamos aquí
que Palomino y Ceán citaron, entre las pinturas de
Rizi, el quadro de Santa Catalina y los demás que están en su retablo en
el templo agustino de San Felipe el Real de Madrid.
En 1917 todos pertenecían a la colección de
D. José Lázaro Galdiano, sin embargo, tan sólo ingresaron en este Museo,
en 1950, los que representan a Santa Catalina y a San Agustín,
encontrándose desde entonces en paradero desconocido estos otros dos. Su
aparición y la compra realizada por el Prado permiten reunir
en Madrid los fragmentos de un conjunto antes disperso.
Adoración
de los pastores, 1668.
Óleo sobre lienzo, 215 x 210 cm. Museo del
Prado
La Adoración de los Pastores está
firmada por Francisco Rizi y fechada en 1668, en un momento de plena
madurez de su autor, uno de los principales representantes de la escuela
madrileña de la segunda mitad del siglo XVII. Aunque el tema fue
recurrente en la carrera de Rizi, la interpretación se aparta de otras
versiones, y destaca en ella el singular desarrollo que tiene el fragmento
dedicado a los pastores, que ocupa la mitad izquierda del lienzo. En esos
personajes existe un énfasis gestual acusado, y bastante alejado de lo que
suele ser habitual en este tipo de escenas, con lo que establecen un fuerte
contraste con el reposo, la serenidad y el equilibrio con que está representada
la Sagrada Familia. Diego Angulo, apreciando sin duda este tipo de
juegos, afirmaba que su composición denota "gran maestría". En el
cuadro aparecen tipos humanos que volvemos a encontrar en otras obras
de Francisco Rizi, como San José o los ángeles. Al mismo tiempo, como es
habitual en este pintor, no faltan detalles que proceden de la tradición flamenca
o veneciana, que son las dos fuentes principales de las que bebieron Rizi y sus
compañeros de generación. Así, por ejemplo, las dos figuras femeninas de la
izquierda tienen una clara raigambre flamenca, mientras que la construcción del
espacio, no tanto a través de la perspectiva cuanto mediante el color, remite
a Tiziano y su escuela. La escritura pictórica también es típica de
Rizi, y convive una construcción a base de color -muy característica de este
pintor- con un acusado interés por el dibujo y por delimitar claramente los
volúmenes. Sin embargo, la factura es desigual y hay fragmentos (como la mano
izquierda de la Virgen) dubitativos. Detalles como éste llevaron al citado
Angulo a escribir que "la calidad
del cuadro, no sobresaliente, permite pensar que sea, en parte, obra de taller".
Próximo Capítulo: Capítulo 22 - Pintura barroca española - La escuela maderileña
Bibliografía
AA.VV. (2005). El palacio del rey planeta.
Felipe IV y el Buen Retiro. Madrid, Museo del Prado, catálogo de la
exposición. ISBN 84-8480-081-4.
AA.VV. (1991). Enciclopedia del Arte
Garzanti. Ediciones B, Barcelona. ISBN 84-406-2261-9.
Agulló Cobo, Mercedes (1981). Más noticias
sobre pintores madrileños de los siglos XVI al XVIII. Madrid, Ayuntamiento de
Madrid, Delegación de Cultura. ISBN 84-500-4974-1.
Angulo Íñiguez, Diego, y Pérez Sánchez, Alfonso
E. Pintura madrileña del segundo tercio del siglo XVII, 1983, Madrid,
Instituto Diego Velázquez, CSIC. ISBN 84-00-05635-3
Azcárate Ristori, José María de; Pérez Sánchez,
Alfonso Emilio; Ramírez Domínguez, Juan Antonio (1983). Historia del Arte.
Anaya, Madrid. ISBN 84-207-1408-9.
Brown, Jonathan y Elliott, J. H.
(1985). Un palacio para el rey. Madrid, Alianza Forma. ISBN
84-292-5111-1.
Burke, Marcus y Cherry, Peter,
(1997). Collections of paintings in Madrid, 1601-1755. Getty Publications,
Los Ángeles. ISBN 0-89236-496-3.
Calvo Serraller, F., Los géneros de la
pintura, Taurus, Madrid, © Santillana Ediciones Generales, S.L.,
2005, ISBN 84-306-0517-7
De Antonio, Trinidad (1989). El siglo XVII
español. Historia 16, Madrid.
Gállego, Julián (1995). El pintor, de artesano
a artista. Granada, Diputación provincial. ISBN 84-7807-151-2.
Jordan, William B. (2005). Juan van der
Hamen y León y la corte de Madrid. Madrid, Patrimonio Nacional. ISBN
84-7120-387-1.
López Torrijos, Rosa (1985). La mitología
en la pintura española del Siglo de Oro. Madrid, Cátedra. ISBN
84-376-0500-8.
Marías, Fernando (1989). El largo siglo
XVI. Madrid, Taurus. ISBN 84-306-0102-3.
Morán, Miguel y Checa, Fernando (1985). El
coleccionismo en España. De la cámara de maravillas a la galería de pinturas.
Madrid, Cátedra. ISBN 84-376-0501-6.
Pérez Sánchez, Alfonso-Emilio:
EL SIGLO XVII: EL SIGLO DE ORO, en el artículo
«España» (págs. 582 y 583) del Diccionario Larousse de la Pintura, I,
Planeta-Agostini, Barcelona, 1987. ISBN 84-395-0649-X
«El barroco español. Pintura», en Historia
del arte, Madrid, © Ed. Anaya, 1986, ISBN 84-207-1408-9
Pintura española de bodegones y floreros de
1600 a Goya. Madrid, Ministerio de Cultura, catálogo de la exposición.
1983. ISBN 84-500-9335-X.
Pintura barroca en España (1600-1750). Madrid,
Cátedra. 1992. ISBN 84-376-0994-1.
Portús Pérez, Javier (1998). La Sala
Reservada del Museo del Prado y el coleccionismo de pintura de desnudo en la
corte española, 1554-1838. Madrid, Museo del Prado. ISBN 84-8003-120-4.
Prater, Andreas: «El Barroco» en Los
maestros de la pintura occidental, págs. 222 y 223, © Ed. Taschen,
2005, ISBN 3-8228-4744-5
Revenga Domínguez, Paula (2002). Pintura y
sociedad en el Toledo barroco. Toledo, Servicio de Publicaciones. Junta de
Comunidades de Castilla La Mancha. ISBN 84-7788-224-X.
Schneider, Norbert: Naturaleza muerta, ©
1992 Benedikt Taschen, ISBN 3-8228-0670-6
Spinosa, Nicola (2006). Ribera. L’opera
completa. Nápoles, Electa. ISBN 88-510-0288-6.
VV.AA.: «El Barroco español. Pintura», págs.
253-263, en Historia del arte, Editorial Vicens-Vives, Barcelona, © E.
Barnechea, A. Fernández y J. de R. Haro, 1984, ISBN 84-316-1780-2
Wethey, Harold E. (1983). Alonso Cano.
Pintor, escultor y arquitecto. Madrid, Alianza Forma. ISBN 84-206-7035-9.
No hay comentarios:
Publicar un comentario