Primera
mitad del siglo XVII
La
escuela andaluza
A comienzos de siglo, en Sevilla, dominaba
aún una pintura tradicional con influencias flamencas. Su mejor representante
era el manierista Francisco Pacheco (suegro y maestro de
Velázquez) (1564-1654), pintor y erudito, autor de un tratado titulado El
Arte de la Pintura publicado tras su muerte. Al clérigo Juan de
Roelas (h. 1570-1625) se atribuye haber introducido el colorismo a
lo veneciano en Sevilla, y con ello, se le considera el verdadero
progenitor del estilo barroco en la Baja Andalucía. Sus obras no son
tenebristas, sino que opta por el barroco luminoso y colorista que tiene su
precedente en la pintura manierista italiana. Entre sus obras puede
citarse el Martirio de San Andrés (Museo de Sevilla). Esta primera
generación de pintores sevillanos se cierra con Francisco Herrera el
Viejo (h. 1590-1656), maestro de su hijo, Herrera el Mozo. Herrera
será uno de los pintores de transición desde el manierismo hasta
el barroco e impulsor de este último. Aparecen en él ya muy
manifiestos la pincelada rápida y el crudo realismo del estilo barroco.
En este rico ambiente de Sevilla, ciudad
entonces en pleno auge económico derivado del comercio con América, se formaron
Zurbarán, Alonso Cano y Velázquez. El extremeño Francisco de
Zurbarán (1598-1664) es, sin duda, el máximo exponente de la pintura
religiosa, al que no por casualidad le motejaron de «pintor de frailes». No
obstante, también son notables sus bodegones, aunque ni en su época se le
conoció especialmente por ellos ni, de hecho, han sobrevivido muchos ejemplos
porque se dedicó a ellos de manera puramente circunstancial. Su estilo
es tenebrista, de composición sencilla, y velando siempre por lograr una
representación real de los objetos y de las personas. Realiza varias series de
pinturas de monjes de distintas órdenes, como los cartujos de Sevilla
o los jerónimos de la Sacristía del Monasterio de Guadalupe,
siendo sus obras más conocidas: Fray Gonzalo de Illescas, Fray Pedro
Machado, Inmaculada, La misa del Padre Cabañuelas, La visión del Padre
Salmerón, San Hugo en el refectorio de los Cartujos, Santa Catalina,
Tentación de San Jerónimo.
Por otro lado, su coetáneo Alonso
Cano (1601-1667) es considerado fundador de la escuela barroca
granadina. Inicialmente tenebrista, cambió el estilo al conocer la pintura
veneciana en las colecciones reales cuando fue nombrado pintor de cámara por
el Conde-duque de Olivares. Alonso Cano, compañero y amigo de Velázquez en
el taller de su común maestro, Francisco Pacheco, adoptó formas idealizadas,
clásicas, huyendo del crudo realismo de otros contemporáneos. Entre sus obras
maestras se cuentan los lienzos sobre la «Vida
de la Virgen», en la Catedral de Granada.
Descuella en este siglo la figura de Diego
Velázquez, uno de los genios de la pintura universal. Nacido en Sevilla en
el año 1599 y muerto en Madrid en 1660, se le
considera pleno dominador de la luz y la oscuridad. Es el máximo retratista,
dedicando sus esfuerzos no sólo a los reyes y su familia, sino también a figuras
menores como los bufones de la corte, a quienes reviste de gran
dignidad y seriedad. En su época precisamente se le consideró como el mejor
retratista, incluso por aquellos de sus contemporáneos como Vicente
Carducho que, imbuidos del clasicismo, criticaban su naturalismo o
que se dedicara a un género como éste, considerado menor.
En su primera época sevillana, Velázquez
pintó escenas de género que Francisco Pacheco y Antonio
Palomino denominaron «bodegones»,
que no hacía sino seguir el modelo de los cuadros de cocinas creados por Aertsen y Beuckelaer en
las provincias del sur de los Países Bajos, entonces bajo el poder
de los Austria, existiendo unas relaciones comerciales muy intensas
entre Flandes y Sevilla. Estas escenas darían a Velázquez su
primera fama, no siendo simples «pinturas de flores y frutos», sino escenas
de género. Entrarían en esta categoría, entre otros cuadros, varios que se
encuentran en museos fuera de España, hecho que revela lo
atractivo que resultaban estas composiciones para el gusto europeo: El
almuerzo (h. 1617, Museo del Ermitage), Vieja friendo huevos (1618, Galería
nacional de Escocia), Cristo en casa de Marta y María (1618, National
Gallery de Londres) y El aguador de Sevilla (1620, Apsley House).
Son escenas que tienen detalles de bodegón típicos con jarras de cerámica, pescados, huevos,
etc. Estas escenas se representan con gran realismo, en un ambiente
marcadamente tenebrista y con una paleta de colores muy reducida.
Velázquez no se centró únicamente en la pintura
religiosa o los retratos cortesanos, sino que en mayor o menor medida,
trató otros temas, como los históricos (La rendición de Breda) o los
mitológicos (El triunfo de Baco, La Fragua de Vulcano, La fábula de
Aracné). En su catálogo aparecen también bodegones y paisajes e incluso uno de
los muy escasos desnudos femeninos de la pintura española clásica: la Venus
del espejo.
Recibió la influencia del tenebrismo caravagista,
pero luego también la de Rubens, y estas diversas corrientes confluyeron
en una obra realista, que supo tratar con enorme maestría la atmósfera, la luz
y el espacio pictórico. Por ello, se le considera una figura que está entre el
tenebrismo de la primera mitad del siglo y el barroco pleno de la segunda.
Destaca sobre todo por conseguir un efecto tan realista de profundidad, que
parece que hay atmósfera con polvillo flotante entre las figuras. Dominó de
forma absoluta e insuperable la perspectiva aérea, como ejemplifican
sus Meninas.
Vinculados a la obra de Velázquez están su
yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo (1605-1667) y quien fuera su
ayudante, luego pintor independiente, Juan de Pareja (1610-1670).
JUAN de
ROELAS
(Flandes, h. 1570 - Olivares, 1625)
Pintor de origen flamenco activo en Valladolid,
Sevilla y Madrid, donde desempeñó un papel importante en la introducción de las
fórmulas naturalistas.
Pocos datos se conocen de la vida de este
artista. Hasta hace poco se venía confundiendo al pintor, con el canónigo
carmelita sevillano y contemporáneo, fray Juan de Roelas. Hoy se considera que Juan
de Roelas no era natural de Sevilla, sino de origen flamenco: en dos documentos
notariales, de 1594, se habla de la presencia en Valladolid desde 1594 (se
decía tradicionalmente que estuvo en esta ciudad entre 1598 y 1602) de un
pintor flamenco llamado Juan de Roelas. En la primera escritura, Juan y su
padre Jacques, que se dicen flamencos, se comprometen a devolver un préstamo de
300 reales. La segunda escritura se refiere al alquiler de una casa que tomaron
en la vallisoletana calle de los Baños. De esto se deduce que Juan de Roelas,
flamenco de nacimiento y no sevillano, fue hijo de un pintor de la misma
nacionalidad.
Se sabe que en el año 1598 estuvo trabajando en
Valladolid en los actos conmemorativos de la muerte del rey Felipe II de
España, colaborando en la traza de su monumento funerario. Allí permaneció
hasta 1604, cuando obtuvo una prebenda o favor del Conde-Duque de
Olivares, que le protegió. En el pueblo de Olivares, cercano a Sevilla,
Roelas realizó varios cuadros de grandes dimensiones para adornar altares: en
1606 pintó la Circuncisión, también el Martirio de San
Andrés que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y
el Tránsito de San Isidoro, en el año 1613. Al año siguiente, 1614, ya
clérigo, fue nombrado capellán real, por lo que en un par de años más se
traslada a Madrid, buscando hacer carrera de pintor. Su Alegoría de la
Inmaculada Concepción, 1616, se conserva en el Museo Nacional Colegio de
San Gregorio, de Valladolid. Sin embargo y pese a sus diligencias no consiguió
que se le otorgara el título de Pintor del Rey, por lo que regresó a Olivares.
Sus últimos años los dedicó a su oficio religioso como canónigo de la Colegiata
de Olivares y se conocen pocos datos de ese período. En 1625 murió, siendo
enterrado en aquel lugar.
El estilo pictórico de Roelas arranca de una
supuesta formación italiana de la que no quedan datos documentales. Es seguro
por su estilo que contactó con la Escuela veneciana, pues su colorido cálido y
su sentido equilibrado de la composición hablan del Veronés y Tintoretto,
cuyos lienzos debió ver in situ. Aprendido el estilo italianista del
último Manierismo, Roelas introdujo efectos de luz a lo Bassano, que
hacen fácilmente reconocible su obra. Al tiempo, se convertía en un estupendo
retratista de la vida cotidiana, completando sus composiciones sobre temas
sagrados con elementos absolutamente vulgares y de la vida diaria, que fueron
muy criticados por otros pintores del momento (como Francisco Pacheco).
Roelas supo mezclar la fuerza con la dulzura, añadiendo el estudio del natural,
por lo que se le considera la transición entre el artificio del Manierismo y la
realidad naturalista del primer Barroco español. También a él se debe
el empleo generalizado de un determinado formato de cuadro de altar dividido en
dos mitades yuxtapuestas, la mitad superior refleja el mundo divino, y la mitad
inferior representa el mundo terrenal. Esta división es típicamente manierista,
pues ya El Greco la había usado con gran destreza. Este reparto del
lienzo tuvo mucho éxito en Andalucía, pero, pese a la genialidad de su
estilo, la compleja mezcla de rasgos pictóricos hizo que su técnica ligera y
diestra no sentara escuela en la región a pesar de sus no pocos discípulos,
entre los que se encuentran el también sevillano Francisco Varela y
el luxemburgués Pablo Legot. Juan de Roelas es un personaje muy importante
en el tránsito del Manierismo
romanista al Naturalismo tenebrista que anuncia el Barroco
a principios del siglo XVII. Por su biografía se encuadra entre ambos siglos,
XVI y XVII.
Circuncisión (1606)
La Circuncisión de Cristo, del
pintor Juan de Roelas, es un lienzo que se encuentra situado en el mismo
lugar para el que se creó en su día, el Retablo Mayor de
la iglesia de la Anunciación de la ciudad de Sevilla.
Constituye el tema central de dicho retablo,
compuesto por un total de seis lienzos, tres en el cuerpo bajo o principal y
los otros tres en el superior o ático, respondiendo a una estructura de
conjunto realizada entre los años 1604 y 1606 por el
hermano jesuita Alonso Matías para la que fuera capilla universitaria
de la capital hispalense durante casi doscientos años.
Se trata de un lienzo de grandes dimensiones:
5,75 metros de alto por 3,35 metros de ancho, con un enorme sentido
iconográfico más allá de la propia escena de la Circuncisión, resultando toda
una exaltación de la orden jesuítica, a la cual pertenecía por entonces la
iglesia.
Así, la composición de la pintura representa
tres planos diferentes, estando el inferior dominado por las figuras de San
Ignacio de Loyola -fundador de la Compañía de Jesús- y de San Ignacio de
Antioquía, las dos figuras principales de la Compañía. Ambos aparecen
arrodillados en un primer plano, con el anagrama de Jesús en el pecho; y junto
a la de san Ignacio de Antioquía un león, símbolo de su martirio, y una tiara
episcopal.
El segundo plano representa el tema concreto de
la Circuncisión de Cristo y muestra el momento en el que el Niño es sostenido
entre los brazos de San José y de la Virgen para el acto, mientras que a un
lado apenas se distinguen las figuras de un sacerdote con un cuchillo y un
ayudante con un plato, ante una mesa cubierta con un paño rojo. Se muestra así
la versión jesuítica sobre este acto, en el que el propio San José sería el
encargado de realizar la circuncisión, mientras que la Virgen lo sostendría.
Y por último, en el plano superior se
desarrolla una magna representación de gloria donde aparece el anagrama del
nombre de Jesús a modo de un sol, fusionando así de forma alegórica el acto de
la Circuncisión con la imposición del propio nombre de Jesús al Niño, a la vez
que se hace alusión al anagrama de la frase "Iesus Hominum Salvator", emblema de la Compañía de Jesús.
El
martirio de San Andrés (1610-1615) (Museo de Bellas Artes de Sevilla)
Este enorme lienzo dedicado a San Andrés fue
encargado por los dominicos del Colegio de Santo Tomás en Sevilla. Se
encontraba en la iglesia del Colegio, que fue decorada con otros cuadros de
gran tamaño de Zurbarán. La elección de este santo entre otros muchos se
debe a que la escena debía adornar la capilla de los Flamencos, pues a esta
capilla acudían los flamencos afincados en Sevilla durante el siglo
XVII. San Andrés era patrón de borgoñones y flamencos, y de ahí viene su
elección. Roelas traduce un momento de transición en el arte sevillano, que
evoluciona desde el Manierismo hasta el Barroco. Los rasgos
predominantes en el lienzo que ahora vemos así lo confirman, pues combina una
serie de personajes de rostros crispados y movimientos agitados, que muy bien
recuerdan lienzos de medio siglo anterior. Pero por otro lado, la luz dorada y
uniforme, los colores cálidos de matices dorados, el rompimiento de ángeles en
el cielo y el naturalismo de las expresiones están hablando del nuevo estilo
que se impone entre los artistas españoles del momento.
Santiago
en la batalla de Clavijo (1609).
El gran lienzo representa al apóstol Santiago,
terror de los moros, apareciendo en la famosa Batalla de Clavijo. El santo se
muestra al espectador montado sobre un caballo blanco, arrollando desde la zona
izquierda de la composición a las tropas musulmanas. El santo porta en su mano
derecha sostiene la espada.
A la derecha un grupo de musulmanes lucha
contra tres cristianos, armados con lanzas y a caballo. Musulmanes y cristianos
visten sus ropajes identificativos: aljubas, capas y turbantes, los primeros;
cascos y cotas de malla, los segundos. En un primer plano tres guerreros
musulmanes yacen en variadas posturas alrededor del rojo estandarte caído que indica
su derrota. A la izquierda, otros cuatro árabes emprenden la huída con sus
rostros llenos de terror. En el extremo izquierdo un grupo de cristianos ataca
tras el impacto causado en el bando contrario por la milagrosa aparición
jacobea. El fondo es un amplio paisaje con manchas de arbolado a ambos lados,
separadas entre sí por una zona amarillenta que sugiere la polvareda levantada
por los contendientes. A la derecha se aprecia un caserío y encima un castillo
roquero que recuerda al de Ampuna o al de Aguilar de Campoo. En la lejanía se
contemplan unas montañas de tonos azulados. A pesar de ser una obra de carácter
religioso, Casado interpreta la escena como si de un cuadro de
historia se tratara.
La
liberación de San Pedro (1612)
La Liberación de San Pedro por el ángel es
una de las obras más importantes de Roelas en este período. La pintó en 1612
para la Hermandad de los sacerdotes de San Pedro ad vincula, que radicaba en la
parroquia de San Pedro. En esta obra se da un poderoso efecto tenebrista, que irradia
desde la figura del ángel a la de San Pedro. Puede verse en este cuadro un
fuerte influjo veneciano que llamó la atención en la Escuela Sevillana de
pintura, como lo había llamado el rompiente del cielo en sus cuadros citados
anteriormente.
En este cuadro de La Liberación de San
Pedro destaca también el asombro expresado en el rostro de San Pedro, que
contrasta con la serenidad luminosa del ángel que lo libera. Roelas da un paso
decisivo en el naturalismo de la pintura sevillana, que va a llegar a ser una
de sus características esenciales.
Roelas fue el introductor en la pintura
sevillana de un novedoso estilo caracterizado por la mezcla de la técnica del
claroscuro con el colorismo veneciano, así como por el naturalismo de los
personajes que adquieren rasgos naturalistas (Javier Portús).
El
tránsito de San Isidoro (1613)
Está dividido en dos partes claramente
definidas: la terrena, en la que san Isidoro aparece sostenido por uno de sus
compañeros, y rodeado por una serie admirable de retratos de personajes, que
asisten a su tránsito al cielo. Estos retratos, ejemplo de la mejor
pintura naturalista de aquel tiempo, son la parte más significativa de la obra.
La parte superior, la celestial, es de un
cromatismo más luminoso: tiene a la derecha un grupo de ángeles musicantes, tan
propios de las grandes obras de Roelas, que anuncian el esplendor de la gloria.
En la parte más alta, Cristo y la Virgen esperan también la llegada del
espíritu del Santo, con sendas coronas en sus manos para coronarlo. Esta doble
descripción en un solo cuadro de la parte terrena y celestial, son propias de
este pintor de la Escuela Sevillana del XVII.
Como escribe Javier Portús, “Roelas fue el
introductor en la pintura sevillana de un novedoso estilo caracterizado por la
mezcla de la técnica del claroscuro con un colorido veneciano, así como por la
individualización de los personajes, que adquieren rasgos naturalistas”.
Cristo
ejemplo de mártires (hacia 1615)
Posiblemente proceda del convento de la Merced
Calzada en Sevilla donde se recuerda que Roelas y sus discípulos pintaron una
serie de obras que mostraban martirios de religiosos. Hasta 2008 ninguna de
esas pinturas había sido identificada. En esa fecha, y con motivo de la
exposición monográfica dedicada a Roelas, se presentó una posible relación de
tres lienzos de asunto martirial que podían haber pertenecido al conjunto. Dos
de ellos -El martirio de san Serapio y El martirio de San Pedro Pascual (en
depósito en la iglesia de San Pedro, Sevilla)- pertenecientes al Museo de
Bellas Artes de Sevilla; a los que se añadiría el que ahora se incorpora al
Museo del Prado: “a este tipo de obras
pertenece un tercer lienzo de estas series que hace unos años pasó por el
mercado de arte. Se trata de un lienzo de dimensiones algo más reducidas que
representa a Cristo crucificado y los apóstoles en el momento del martirio. En
efecto, este lienzo puede ser uno de los realizados por Roelas con colaboración
de taller, de acuerdo al estilo que presenta, en el que podemos reconocer el
estilo del maestro pero con una serie de variantes” (Valdivieso y Cano
2008).
La tela del Prado presenta efectivamente algún
aspecto parejo con los ejemplares señalados, tanto en la disposición - que no
la característica fisonomía- de algunas figuras como en la inclusión de un
fondo complejo que combina elementos arquitectónicos con notas de paisaje. Sin
embargo, la composición de la pintura del Prado difiere mucho de las dos telas
sevillanas, y tampoco la factura pictórica se corresponde con el estilo de
Roelas, autor de una pincelada más rica y jugosa en su trazo, y de un
cromatismo próximo a la escuela veneciana.
Es probable por tanto que esta obra, bien conservada y de indudable valor
iconográfico, estrechamente vinculado a los valores doctrinales del momento,
pudo estar realizada a partir de algún modelo proporcionado por Juan de Roelas,
aunque en esta pintura resulte improbable apreciar la mano del pintor.
Educación
de la Virgen o Santa Ana enseñando a leer a la Virgen.
Óleo sobre lienzo. Museo de Bellas Artes.
Sevilla.
El tema de la educación de María provocó
discusiones en los círculos intelectuales de la Sevilla del siglo XVII. Tras el
cisma protestante, los pintores recibieron normas desde la Iglesia para tratar
los temas más fundamentales de la doctrina católica de tal manera que
resultaran fácilmente comprensibles para el vulgo iletrado. De este modo, la
Virgen, cuya inmaculada concepción fue puesta en duda por los protestantes,
pasó a ser uno de los temas más queridos por los fieles. Por ello proliferaron
escenas de su vida, como el capítulo referente a su educación. Pero esto creaba
problemas como el de la perfección de María, que no hubiera necesitado aprender
nada. Sin embargo, el éxito de una escena que muestra a la madre de María,
Santa Ana, enseñando a leer a su joven hija, fue grande entre los clientes que
encargaban y compraban pintura. Precisamente a propósito de este cuadro de
Roelas, el teórico Pacheco hizo un comentario en contra de lo apropiado del
asunto. Sin embargo, el cuadro se conservó gracias a lo querido del episodio y
a la calidad técnica de su autor. Los rasgos intimistas, como los objetos
cotidianos que rodean a las mujeres, lo hacían muy cercano a los espectadores
de la época, por lo que se siguió pintando en este estilo.
Martirio
de San Serapio, 1612
Convento de la Merced de Sevilla, actualmente
en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Obra de Juan de Roelas.
Descripciones del s.XVIII del convento de la
Merced, actual museo de Bellas Artes, hablaba de la existencia de una amplia
serie de mártires de Roelas en los muros del claustro mayor. Dispersos los
cuadros en el S.XIX, se ha identificado este como uno de sus lienzos
perteneciente a esta serie de mártires mercenarios.
El taller de restauración del museo, ha llevado a cabo un complejo trabajo para
la recuperación de esta obra con el objeto de exponerla en esta muestra.
Durante la intervención ha aparecido la firma del artista.
San Serapio nació por el año 1179 en las Islas
Británicas. Fue soldado del Rey Ricardo Corazón de León fue dos veces a Tierra
Santa, y en el año 1212 viaja a España con el archiduque Leopoldo de Austria,
para ayudar al Rey Alfonso en la guerra santa contra los moros.
Aproximadamente en 1220 fue destinado para
acompañar a Beatriz de Suecia a España, quien iba a contraer matrimonio con
Fernando de Castilla. Allí se estableció y conoció la Orden de la Merced, a la
cual ingresó en1222.
Realizó varias redenciones en algunos
territorios invadidos por los musulmanes. En una de ellas, el año 1240, quedó
como rehén, dispuesto a cumplir el cuarto voto de la Orden: "Quedarse en rehenes, dar la vida si fuere
necesario".
El dinero del rescate no llegó a tiempo y el
Rey de Argelia, su captor, ordenó que le crucificaran y le arrancaran las
vísceras estando aún con vida, con el fin que renunciase a su fe cristiana.
Fue un religioso de extraordinaria santidad y
virtud, ejemplar en la práctica de la abstinencia, fervoroso en la oración y
dotado de ardiente caridad en la redención de los cautivos. La Orden Mercedaria
lo considera Patrono de los Enfermos.
La Venida
del Espíritu Santo. Juan de Roelas. Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Roelas realiza este lienzo para presidir la
capilla del Espíritu Santo de Sevilla, que estuvo en la c/ Tetuan. El esquema
compositivo es el habitual en los grandes lienzos de altar que encontramos en la
escuela sevillana del primer tercio del s. XVII. Según este esquema, el pintor
divide simétricamente la escena en dos planos: celestial y terrenal, unidos
ambos por la iluminación del rompimiento de gloria que cae sobre la parte
inferior del lienzo e invade el espacio terrenal de la composición.
El resultado es una composición simétrica en la que el eje central lo
constituye la figura de la Virgen y en el registro superior la Paloma símbolo
del espíritu Santo.
Alegoría
de la Inmaculada Concepción, 1616
Óleo sobre lienzo, 323,5 x 195 cm, Museo
Nacional de Escultura. Obra de Juan de Roelas. Con gran aparatosidad, esta
escena está diseñada para una lectura lenta de forma que se puede captar todo
su significado y entender todo su complejo discurso narrativo.
La escena se divide en tres planos, El
celestial de forma circular que ocupa casi toda la mitad superior de la
superficie pictórica, la terrestre y la infernal, dispuesta en un ángulo en la
zona inferior.
Se desarrolla un compendio monográfico de
exaltación inmacudeista a las imágenes y en los emblemas se recogen textos en
el que se expresa el deseo de Dios de crear a la Virgen sin pecado.
FRANCISCO
HERRERA, el VIEJO
(Sevilla; h. 1590-Madrid; h. 1654)
Pintor y grabador español del Siglo
de Oro.
Discípulo de Francisco Pacheco, realizó
sus primeros trabajos como pintor a los 20 años. En 1616 recibió un importante
encargo para el Convento de San Francisco de Sevilla sin haber
superado el examen de pintor, por lo que algunos de sus colegas entablan pleito
contra él. En 1619 supera dicha prueba. En 1650 se trasladó a Madrid, ciudad en
la que muere algunos años después. En su obra se aprecia la influencia de otros
pintores como Juan de Roelas, Francisco de
Zurbarán y Velázquez. Fue padre de otro gran pintor y
arquitecto, Francisco de Herrera el Mozo.
Hacia 1610, dibuja la portada de un libro con
la figura de San Ignacio de Loyola; en 1617 pinta Pentecostés, que
conserva el Museo de El Greco de Toledo; de este año también data
un San Lorenzo en la Iglesia de La Merced (Catedral de Huelva).
Hacia 1620 realiza su Apoteosis
de San Hermenegildo, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de
Sevilla, donde también se pueden contemplar nueve de los dieciocho óleos que
componían el gran retablo de San Basilio, realizado entre los años 1638 y 1639.
Una de las pinturas de dicho retablo "San Basilio dictando su
doctrina" se encuentra en el Museo del Louvre, el resto se encuentran
en paradero desconocido. Otras obras del artista que se conservan
en Sevilla son una Inmaculada fechada en 1614 en el Palacio
Arzobispal de Sevilla, y otra en la fachada de la Catedral de Sevilla,
además del retablo de la Natividad del Convento de San José del Carmen
(las Teresas).
En 1626, comienza la serie que en unión de
Zurbarán trabaja para la Iglesia del Colegio de San Buenaventura, en
Sevilla, donde pinta San Buenaventura recibe el hábito franciscano, que se
conserva en el Museo del Prado; Santa Catalina y la familia de San
Buenaventura, en la Universidad Bob Jones de Grenville (Estados
Unidos), y San Buenaventura Niño, presentado a San Francisco y
la Comunión de San Buenaventura, ambos de 1628, en la colección Carvalho
de Villandry o en el Museo del Louvre.
Además se pueden señalar un San
Diego (colección particular, Madrid, 1627), una estampa representando a la
Santísima Trinidad con los retratos del rey Felipe IV y su esposa,
otro del Conde-Duque de Olivares y su esposa; en 1628, un gran cuadro
representando el Juicio Final, conservado en la parroquia de San Bernardo,
en Sevilla; en 1635, el Bebedor, Worcester Art Museum; en
1626, Job, en el Museo de Bellas Artes de Ruan; un año más
tarde La Parentela de Jesús (Museo de Bellas Artes de Bilbao).
En 1639 pinta diversas obras con figuras de
Apóstoles (Galería Uffizi de Florencia, Museo del Prado y en la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid). En 1643, San
José con el Niño (Museo de Bellas Artes de Budapest); 1647, Milagro
del Pan y de los Peces (Palacio Arzobispal, Madrid); 1648, San José
con el Niño (Museo Lázaro Galdiano, Madrid); en 1650, Ciego tocando
la zampoña (Museo de Historia del Arte de Viena).
Se considera, junto con Roelas, un pintor de
transición desde el Manierismo hasta el Barroco. Roelas era
mayor que él y esto condicionó que su obra se viera influida por el estilo del
primero. Ambos fueron preparando el terreno para la introducción plena
del Tenebrismo, cuando José Ribera comenzó a enviar sus cuadros
masivamente a través del puerto sevillano. Herrera tenía un estilo vigoroso y
dinámico, muy atrevido para el tono general del panorama artístico de Sevilla.
Tal vez fuera esto lo que mejor enlazó con el dramatismo intenso que rezumaba
la obra de la corriente caravaggesca. Trabajó en Sevilla hasta 1638, año en el
cual se trasladó a Madrid, donde conoció a Diego Velázquez. Es posible
incluso que éste, también de origen sevillano, hubiera sido durante un
brevísimo período discípulo de Herrera, según nos cuenta en
sus Vidas el historiador Antonio Palomino.
Apoteosis
de San Hermenegildo, 1620. Museo de Bellas Artes de Sevilla
Iconográficamente esta pintura representa la
glorificación de San Hermenegildo, rey de los godos. Siguiendo los modelos
arcaizantes del tardomanierismo sevillano la obra presenta un doble registro
superpuesto, uno terrenal y otro celestial. La composición del cuadro está
sujeta a una rigurosa simetría que busca la axialidad tanto vertical como
horizontal, con un cuidado equilibrio de volúmenes y color. En el registro
superior y presidiendo la escena aparece la monumental figura triunfante
de San Hermenegildo. Viste a lo legionario romano, esgrimiendo como única
arma un pequeño crucifijo al rededor del cual se puede leer el lema “ERIT” (“Será”) en alusión a la conversión de los godos al catolicismo, la
imagen se afirma en una postura teatral, sobre un macizo de nubes y rodeado de
un coro celestial compuesto por dos ángeles mancebos que portan los
instrumentos del martirio, y numerosos querubines y angelotes que lo festejan y
coronan. Se presenta como un soldado de Cristo, como un “Miles Christi”, simbolizando el triunfo de la Iglesia Católica
sobre la Arriana, pero también si lo trasladamos a la época en que se realiza la
obra, el triunfo de la Contrarreforma sobre la Reforma protestante, aquí
personalizada en la figura de su padre, Leovigildo, capitán de los ejércitos
arrianos al que vence con la ayuda divina. En el plano terrenal aparecen de
forma destacada San Leandro y San Isidoro. San Leandro protege a
Recaredo, hermano de Hermenegildo, el futuro rey que proclamaría el catolicismo
en España. San Isidoro, mira absorto al Santo y retiene con un leve ademán a
Leovigildo, que se muestra caído y encogido, aferrándose al cetro, en una
postura impropia de su jerarquía, acto que representa el triunfo de la iglesia
sobre la herejía, simbolizada por el rey arriano, vencido y sin capacidad de
reacción.
San
Basilio dictando su doctrina, Museo Nacional del Louvre
San Basilio dictando su doctrina, un cuadro de
teología que le encargaron los monjes basilios de Sevilla. El lienzo mantiene
una estructura compositiva manierista, puesto que Herrera se había formado
durante este período; sin embargo, el modo de ejecutar la pintura, con los
angelotes, el cielo en gloria, los personajes de gran tamaño y acusado
dinamismo, habla de la grandiosidad del Barroco, que estaba implantándose con
éxito entre los pintores españoles.
San
Buenaventura recibe el hábito de San Francisco, 1628.
Óleo sobre lienzo, 231 x 215 cm. Museo del
Prado
El colegio de San Buenaventura
de Sevilla se fundó a comienzos del siglo XVII. En 1626 una
donación de don Tomás de Mañara de Leca y Colonna propició un encargo al
pintor Francisco de Herrera para que realizara un ciclo de pinturas
destinadas a la iglesia del colegio. Se debían ilustrar los capítulos
fundamentales de la vida de San Buenaventura, santo nacido en el siglo
XIII, y a cuya figura se dedicaba este centro franciscano de Teología
y Sagradas Escrituras. Herrera compartió el encargo con Francisco de
Zurbarán, aunque este segundo pintor se incorporó más tarde al proyecto.
Herrera se ocupó de pintar las telas que reflejaban la niñez y juventud de San
Buenaventura, antes de su ingreso en la Orden; la madurez y muerte del santo
quedaron plasmados en los cuatro lienzos del extremeño.
San Buenaventura recibe el hábito de San
Francisco es el tercer lienzo del ciclo inicial, y en él se representa el
momento en que el santo ingresa como novicio en la Orden Franciscana en 1243,
una vez que el capítulo de frailes accedió a su admisión. La pintura muestra la
forma áspera de pintar del que fuera maestro de Velázquez y uno de
los introductores del naturalismo en Sevilla. Herrera, tras el empleo en la
década anterior de un colorido cercano a la pintura veneciana, conocida a
través de la paleta de Roelas, mantiene ahora unas gamas vibrantes, pero
sabiamente reducidas hacia una monocromía de castaños, ocres y grises aplicados
por medio de una pincelada suelta y amplia que el pintor mantendrá a lo largo
de su carrera, y que resulta de una indudable proximidad al
joven Velázquez.
La composición se concibe en el interior de una
iglesia poblada por una hilera de interminables e imponentes cabezas; una forma
de conformar el espacio en una línea de marcada horizontalidad que Herrera
también ha incluido en otras obras de la serie. En el lienzo del Prado, el
despliegue se convierte en un verdadero alarde de vivacidad y realismo.
Destaca, además del severo y árido rostro de San Francisco o la
expresividad del fraile situado a la derecha, la magnífica concesión a la
anécdota del anciano con anteojos que se inclina, concentrado en un gesto que
denuncia su sordera. Bajo esa espléndida sucesión de franciscanos, continuada
en un nutrido grupo de curiosos y músicos -éstos últimos en el coro del templo-
se postra humilde San Buenaventura, a la espera de la inminente toma de los
hábitos que aparecen representados en primer término.
Desposorios
místicos de santa Catalina
Óleo sobre lienzo, 243 x 167 cm. Museo de
Bellas Artes de Sevilla.
En esta obra, desconocida hasta el presente,
una de las más importantes pinturas de la primera etapa de Herrera el Viejo,
quien en el año que la firmó debía tener en torno a vienticinco años de edad.
En esta época el artista permanecía aún vinculado a los principios que
fundamentaron su formación y que estuvieron impregnados inevitablemente del
espíritu retardario del manierismo.
Sin embargo, aunque el manierismo está presente
en la obra de Herrera en los años en que está firmado este lienzo, puede
percibirse en él un sentido de amabilidad y de elegancia formal del cual aún no
teníamos constancia alguna. Una comparación con otras obras de este autor de
fechadas de la misma época, La Inmaculada con monjas franciscanas, que
procedente del convento de San Francisco de Sevilla se conserva en el Palacio
Arzobispal de esta ciudad, o La Visión de Constantino, de igual procedencia y
perteneciente en la actualidad al Hospital de la Santa Caridad, no manifiesta
este sentido refinado y amable perceptible en la pintura que comentamos.
En efecto en esta obra de notable calidad y de
grandes dimensiones encontramos una percepción de la belleza que Herrera nunca
había utilizado con anterioridad con tan elevado nivel de sutileza y de
refinamiento. El punto más adecuado de este tratamiento exquisito lo
encontramos en la figura de santa Catalina, que arrodillada a la izquierda de
la composición y suntuosamente ataviada, muestra una actitud de profundo
recogimiento espiritual en el momento en que el Niño la toma de una de sus
manos para situar en su dedo anular la alianza de oro con la que la distingue
como su desposada. El cabello de la santa va adornado con corona y diademas
advirtiéndose también que lleva elegantes pendientes y un pequeño broche
pectoral. Su distinción corporal se realza con el elegante vestido bordado con
temas florales que recubre su cuerpo. El pintor ha procurado identificar con
más precisión a esta santa mártir colocando en el suelo la espada y la rueda
que participaron en su martirio; por otra parte, sostiene con una de sus manos
la palma con la que se recompensó el sacrificio de su vida.
Interesante en esta pintura es también la
figura del Niño Jesús, que sentado en el regazo de su madre levanta sus ojos
hacia el cielo para pedir la complacencia divina antes de otorgar a la santa
del anillo que la convierte en su esposa mística. En la cabeza de este Niño se
advierten grandes similitudes físicas con las de los ángeles que flanquean a la
Virgen Inmaculada que Herrera ejecutó en 1613 en el retablo de la hermandad de
los Gorreros que se conserva actualmente en una hornacina en el muro de las
grandes de la catedral de Sevilla en la calle Alemanes.
Esta concordancia en aspectos físicos con otras
obras de Herrera se intensifica áun más al advertir que el rostro de la Virgen
de esta pintura es prácticamente idéntico al de la Inmaculada antes citada. En
efecto, el semblante de la Virgen en esta pintura de los desposorios,
concentrado y sereno, muestra una presencia mucho menos refinada que la de
santa Catalina, aunque quizás es más digna y trascendente en su apariencia de
humilde sencillez.
El atractivo de esta composición se complementa
con la presencia en los laterales de la escena de dos ángeles músicos, uno
interpretando un arpa y el otro un laúd, en los que se advierten movidas
expresiones corporales y bellas facciones juveniles que intensifican el sentido
de la elegancia que impera en la escena.
En la parte superior de la pintura se despliega un rompimiento de gloria
presidido por el Padre Eterno, en torno al cual revolotea una corte de seis
ángeles niños en movidas y aparatosas actitudes que aumentan la gracia y la
vitalidad que impera en toda la composición.
Es ésta una obra completamente inédita de la
cual no se poseía ninguna referencia bibliográfica con anterioridad.
San
Jerónimo, 1640 - 1645.
Óleo sobre lienzo, 143 x 100 cm. Museo del
Prado
San Jerónimo aparece representado en su retiro,
dedicado al estudio y la escritura mientras escucha la trompeta apocalíptica.
Viste una túnica roja, color cardenalicio que suele vincularse al santo, al
igual que la calavera y el león domesticado, que también forman parte de la
composición. No se aprecia en cambio ninguno de los elementos penitenciales que
son igualmente habituales en las representaciones de este padre de la
Iglesia, como la piedra en la mano derecha para golpearse y el crucifijo en la
izquierda. Estamos por lo tanto ante la imagen de anacoreta e intelectual del
santo; una imagen que pudo concebirse como encargo para alguna capilla privada,
algo habitual en un artista como Herrera el Viejo, que durante más de
treinta años fue uno de los pintores más emblemáticos de la escuela sevillana.
Este lienzo es representativo de la producción
madura del artista, caracterizada por una construcción pictórica muy personal,
enérgica y vigorosa, y unos tipos humanos llenos de vitalidad y fuerza
interior; aunque de rasgos físicos más bien convencionales. De hecho, la cabeza
de este san Jerónimo se asemeja a la del San Gregorio de
Nisa de Sevilla (Museo de Bellas Artes) o a la de la figura
central del San Basilio dictando su doctrina de París ,
visto anteriormente (Musée du Louvre).
FRANCISCO
de HERRERA El MOZO
(Sevilla, 1627-Madrid, 1685)
Arquitecto y pintor barroco español, hijo
de Francisco de Herrera el Viejo. Tras completar presumiblemente su
formación en Italia, jugó un papel destacado en la introducción y divulgación
del pleno barroco tanto en Madrid como en Sevilla, merced a obras como
el San Hermenegildo del Museo del Prado o el Triunfo
de la Eucaristía de la catedral hispalense. Pintó al óleo y
al fresco y cultivó géneros diversos, aunque es poco lo que de su
pintura se ha conservado. Pintor del rey Carlos II y desde 1677
maestro mayor de las obras reales —en polémica con los arquitectos
profesionales— intervino como arquitecto artista en el diseño de los planos
para la nueva Basílica del Pilar de Zaragoza.
Juventud
en Sevilla y posible viaje a Italia
Hijo de doña María de Hinestrosa y del viejo
Herrera, pintor de fuerte personalidad y muy mal carácter, debió de iniciar su
formación en el taller paterno y, según Palomino, en compañía de otro
hermano, llamado por el biógrafo cordobés Herrera el Rubio, pintor de
bodegones y figuras ridículas a la manera de Jacques Callot. La
«indigesta condición» de Herrera el Viejo y su rígido carácter, responsables de
que ningún discípulo aguantase bajo su tutela, hicieron que también Herrera el
Mozo en compañía de una hermana huyesen de su casa, siempre según Palomino,
llevándose seis mil pesos «con los cuales
la hija se entró religiosa y el Don Francisco se fue a Roma donde acabó de
perfeccionarse en la Pintura». A falta de documentación que permita
ratificar las afirmaciones de Palomino, consta que en septiembre de 1647 aún se
encontraba en Sevilla, donde contrajo matrimonio en anómalas circunstancias y
sin la presencia del padre con Juana de Auriolis, de quien en fecha
indeterminada se separó con sentencia de divorcio ante el juez eclesiástico de
Sevilla. El viaje a Italia, puesto en duda por Kinkead, pero comúnmente
admitido por razones estilísticas, podría confirmarse por el hallazgo de una
serie de cartelas ornamentales grabadas en cobre y
utilizadas como frontispicios en varias colecciones de manuscritos
conservados en la Iglesia Nacional Española de Santiago y
Montserrat de Roma, depósito de la embajada de España ante la Santa
Sede, firmadas «Francisco de Herrera F.» y fechada una de ellas en 1649.
Su dominio de la pintura al
fresco —aunque nada de lo realizado con esa técnica se haya conservado— y
lo innovador de sus concepciones arquitectónicas, junto con algunas influencias
de la pintura veneciana, principalmente del Veronés, confirmarían la
estancia italiana de la que todo lo que se conoce es lo que de ella cuenta
Palomino en su biografía de Herrera, a quien llegó a conocer personalmente
aunque nunca lo tratase:
hallándose
ya muy adelantado, pasó a Roma, donde estudió con gran aplicación, así en las
academias, como en las célebres estatuas, y obras eminentes de aquella ciudad;
conque se hizo, no solo gran pintor, sino consumado arquitecto, y perspectivo;
y habiéndose aplicado a pintar bodegoncillos, en que tenía gran genio; y
especialmente con algunos pescados, hechos por el natural, para hacerse por
este camino más señalado, y socorrer su necesidad en el desamparo de aquella
Corte. Llegó a tan superior excelencia en estas travesuras, que mereció en Roma
ser conocido con el nombre de il Spagnole de glipexe, por cuyo medio
logró, no sola la fama, sino la utilidad.
La única obra de juventud que se conoce,
anterior al posible viaje a Italia, el atribuido lienzo de Santa Catalina
de Siena ante el papa Urbano VI del convento de Santa María la Real
de Bormujos (Sevilla), aunque inspirado en grabados flamencos, es
bien significativo pues evidencia la influencia paterna en la técnica cargada
de pasta y en la rigidez de las figuras de la santa y de los miembros de la
curia que al fondo asisten a la predicación, pero en la nerviosa figura del
papa anticipa algo de lo que será su lenguaje expresivo posterior, favorecido
por el viaje a Italia que iba a transformar su pintura al adoptar la pincelada
suelta y deshecha.
Primera
estancia en Madrid: El triunfo de san Hermenegildo
No se tienen datos documentales que permitan
establecer la duración de su viaje a Italia, pero en todo caso en 1654 se
encontraba en Madrid, donde el 17 de julio firmó el contrato para realizar por
6 450 reales las pinturas del retablo mayor de la iglesia
del convento de los carmelitas descalzos o de San Hermenegildo, actual
parroquia de San José, del que solo resta el gran lienzo central de
la Apoteosis de san Hermenegildo (Museo del Prado). Como su fiador
actuó el tracista Sebastián de Benavente, con quien Herrera mantuvo estrecha
relación profesional y amistosa hasta su muerte pues en su testamento declaraba
el pintor tener cuenta o convenio de asociación con el tracista, en quien
depositaba plena confianza. Financiado por Juan Chumacero, que había sido
presidente del Consejo de Castilla, el retablo incorporaba,
junto al gran lienzo del triunfo del titular, adquirido en 1832
por Fernando VII para el recién creado Museo del Prado, un lienzo con
la Trinidad coronando a la Virgen que ocupaba el ático y santos
y arcángeles en los intercolumnios y banco, perdidos todos
ellos.
Con un toque escenográfico, el príncipe
visigodo asciende bañado en luz sobre los cuerpos derrotados y en sombra
de su padre el rey Leovigildo y del obispo arriano portador
del cáliz en el que Hermenegildo ha rechazado comulgar. En su presentación el
lienzo debió de causar admiración y sorprender por su novedad y brío.
Convencido de su valía, Herrera se dejó decir, según Palomino, que el cuadro «se había de poner con clarines, y timbales».
De un dinamismo barroco inédito en la Corte y probablemente aprendido en
Italia, el escorzo forzado, la composición basada en la línea curva, la
pincelada deshecha y la gama cromática cálida, mediatizada por el juego de
contraluces, han sido considerados elementos claves en la evolución de la pintura
madrileña de las últimas décadas del siglo XVII, influyendo incluso en pintores
mayores que él, como Francisco Rizi.
Sevilla
(1655-1660)
Solo un año después se le documenta en Sevilla
donde inmediatamente pintó el Triunfo del Sacramento o Apoteosis
de la Eucaristía para la Hermandad sacramental de la Catedral de
Sevilla, en la que ingresó como cofrade ese mismo año, y el Triunfo de San
Francisco o San Francisco recibiendo los estigmas, colocado en su
altar de la misma catedral en 1657. El vibrante tratamiento de la luz, con
las figuras de los padres y doctores de la Iglesia situadas
en el primer término y de espaldas, recortadas a contraluz frente
al ostensorio, y el dinamismo compositivo, con la novedad del impulso
helicoidal ascendente del santo extático en el Triunfo de san Francisco,
con los angelotes emergiendo, casi transparentes, del foco de luz, tuvieron
inmediata repercusión en la pintura de Murillo, que solo un año después
pintó también para la catedral hispalense su San Antonio de Padua, en el
que decididamente adoptaba el nuevo lenguaje barroco.
En enero de 1660 participó en la creación de la
academia sevillana de dibujo, de la que fue elegido copresidente junto con
Murillo. Su experiencia italiana podría haber proporcionado el impulso definitivo
para la creación de la academia promovida por los pintores sevillanos, pero
antes de concluir el año había probablemente abandonado Sevilla para retornar a
Madrid, pues no se le cita en la sesión celebrada por la institución en el mes
de noviembre, en la que figuraba Murillo como único presidente.
Pintor en
la Corte
Inmediatamente después de fijar su residencia
en Madrid podría haber pintado otra de sus obras maestras: el Sueño de San
José, localizando el motivo, en contra de lo acostumbrado, en un paisaje, con
un contraluz acusado y los característicos angelotes desdibujados sobre el foco
de luz donde se sitúan el Espíritu Santo y el espejo, con los que
subraya la virginidad de María. Pintado para el ático del retablo de la capilla
de San José del convento de Santo Tomás, Antonio Palomino lo
mencionó en términos encomiásticos como cuadro peregrino y de «lo más regalado, y de buen gusto» que
había visto de Herrera. Obra clave en la consolidación del pleno barroco
madrileño, el cuadro —aunque no se ha localizado el contrato— podría haber sido
pintado ya en 1661, nada más llegar el pintor a Madrid esta segunda vez, pues
el convenio para la ejecución del retablo, firmado por Sebastián de
Benavente con la cofradía de los ensambladores, ebanistas, carpinteros
de maderas finas y maestros de hacer coches propietaria de la capilla, se fechó
el 25 de septiembre de 1659 y en él Benavente se obligaba a darlo acabado en
blanco el 1 de marzo de 1661. Suprimido el convento con
la desamortización de 1836, el lienzo formó parte de la colección
del infante don Sebastián y ya en el siglo XX del Museo
Chrysler de Norfolk, hasta su adquisición por Plácido
Arango que en 2015 con otras obras de su colección lo donó al Museo del
Prado.
Una nueva versión del tema del Sueño de
San José podría haber pintado un año después para servir de lienzo central
del retablo de la capilla de San José en la iglesia parroquial de San Sebastián
de Aldeavieja (Ávila), capilla funeraria de Luis García de Cerecedo, burgués
enriquecido con el comercio de caballerías, del que se documenta el concierto
firmado en abril de 1662 entre Sebastián de Benavente y el pintor Alonso
González para el dorado de la obra de madera. Conservado en el lugar para el
que fue concebido, Alfonso E. Pérez Sánchez atribuyó a Herrera el
lienzo central, con el Sueño de san José, y la Última cena del
tabernáculo, asignando la Asunción de la Virgen del ático y los
restantes cuatro óleos del banco a Francisco Camilo, aunque a falta de
confirmación documental unos y otros podrían ser obra de Herrera, que
traspasaría al taller los pequeños cuadros de la predela.
Fruto también de la colaboración entre el
comitente, Luis García de Cerecedo, Sebastián de Benavente como tracista y
Herrera, como autor de las pinturas, ha de ser el primitivo retablo mayor de la
ermita de Santa María del Cubillo, en el término de Aldeavieja, costeado por
disposición testamentaria de doña María Antonia de Herrera, esposa de García de
Cerecedo. Fechado el testamento en 1659, su ejecución podría haberse retrasado
algunos años pues en 1665 fray Francisco de Salvatierra, visitador de
Aldeavieja, anotó en la visita de aquel año que aún no se había cumplido con la
disposición testamentaria y ordenaba que se hiciera. Conservado en la
misma ermita —aunque desplazado a un lateral— los cuatro lienzos que lo
componían en su estado primitivo fueron atribuidos por Pérez
Sánchez a Herrera el Mozo por razones estilísticas y el trazado de la
arquitectura y talla en madera se ha asignado con razonable probabilidad a
Sebastián de Benavente, dadas las estrechas semejanzas con el retablo
documentado de San Alberto, en la iglesia del Carmen calzado de Madrid. San Luis rey de Francia y San Antonio
de Padua, patronos de Cerecedo y de su esposa, ocupan los laterales de la
hornacina central, con la talla de la Virgen del Cubillo. De formato vertical,
pero menores del natural, son figuras de canon estilizado y perfil nervioso, correspondiendo
a un momento de especial finura en la producción del pintor, que se manifiesta
particularmente alegre en la pequeña huida a Egipto de la predela,
localizada en amplio paisaje y resuelta con toque vibrante y ligero, dejando
las figuras casi abocetadas. Muy similares son en este sentido los pequeños
cuadritos de uno de los retablos situados a los pies de la nave en la iglesia
del Convento de las Carboneras del Corpus Christi de Madrid (San José
con el Niño, Santa Ana enseñando a la Virgen, San Agustín y el misterio de la
Trinidad, San Martín partiendo la capa con el pobre y
el Salvador en la portezuela del sagrario), mencionados ya por
Palomino como una de las obras más singulares de Herrera por el trazo seguro y
la ligereza de las pinceladas aplicadas sin dibujo previo.
En abril de 1663 contrató con el ayuntamiento
de Madrid la pintura de la cúpula de Nuestra Señora de Atocha, completada
con la colaboración de Mateo Cerezo tras la renuncia de Dionisio
Mantuano. «Con extremado primor»,
según Palomino, pintó en ella una Asunción de la Virgen en presencia
de los apóstoles, que asistían al prodigio asomados a una barandilla
pintada en el anillo de la cúpula y soportada por una fingida decoración
arquitectónica a base de columnas salomónicas y adornos
en estuco en las pechinas, lo que constituía una novedad en las
decoraciones madrileñas de interiores. La capilla fue inaugurada en 1665 y
las pinturas de Herrera fueron recibidas con grandes elogios. Según Palomino, a
ellas debió su nombramiento como pintor del rey Felipe IV, lo que debió de
ocurrir en 1664, año de la muerte del monarca, o incluso algo antes, atendiendo
a que según el biógrafo cordobés, habría sido el rey el responsable de la
elección de Herrera para hacerse cargo de estas pinturas. De ser correcta
esta información, es posible que ya para entonces hubiese pintado Herrera los
frescos de la bóveda del coro de San Felipe el Real, de los que se ocupaba
Palomino inmediatamente antes, diciendo de ellos que eran cosa «en extremo caprichosa, y rara; en que se
descubre la inquietud, y travesura de aquel genio».
Perdidos unos y otros con la demolición de los
templos para los que se pintaron, así como el Triunfo de la Cruz que
adornaba la cúpula de la capilla de los Siete Dolores del Colegio de Santo
Tomás, nada se conserva de su pintura al fresco. Se han perdido además buena
parte de los lienzos citados por Palomino, como la Oración del
huerto del retablo del Santo Cristo de las Lluvias en la iglesia
parroquial de San Pedro —de la que era feligrés y en la que fue
enterrado—, labrado al parecer en 1671, o el que llama «célebre cuadro de San
Vicente Ferrer predicando» que estaba en la iglesia del Hospital de Aragón en
Madrid, en el que por su espíritu satírico y su desconfianza frente a los
críticos de su obra, había pintado «un
perro royendo una quijada de asno, y otro muchacho haciendo la higa». Entre
lo poco conservado, obras de calidad desigual, figuran los dos grandes cuadros
de la Pasión (Ecce Homo y Cristo camino del Calvario)
procedentes del convento de Santo Tomás de Madrid (Museo Cerralbo),
pintados según Palomino por Francisco Ignacio Ruiz de la
Iglesia sobre los bocetos de Herrera y concluidos por este, «que los acabó
y golpeó a su modo en toda forma», en alusión a la técnica abocetada de Herrera
con que está trabajada la superficie, y siete lienzos de formato oval con
santos de medio cuerpo conservados en el Museo del Prado, procedentes de la
bóveda y arcos torales de la iglesia de los Agustinos Recoletos.
Deficientemente conservados y de ejecución convencional, son probablemente obra
del taller a excepción, quizá, del San León, papa.
Pintor
del rey y maestro mayor de las obras reales
En 1672, con motivo del cumpleaños de la
reina Mariana de Austria, se reanudaron las representaciones teatrales en
el Salón Dorado o de las comedias del viejo Alcázar de Madrid,
interrumpidas desde la muerte de Felipe IV. Herrera se encargó de las
reparaciones en el salón desmontable y de los decorados, por los que se le
pagaron 20 000 reales entre el 14 de septiembre y el 26 de octubre de ese
año. El éxito de la primera representación, Los celos hacen
estrellas, zarzuela de Juan Vélez de Guevara, determinó además
que se le encomendasen las ilustraciones del libreto enviado como recuerdo a la
corte de Viena con cinco acuarelas a color (Österreichische
Nationalbibliothek, Cod. 13.217).
Es este mismo año cuando se fecha el documento
que lo nombra pintor del rey, aunque al menos desde 1664 había hecho algunos
trabajos para la corona. Sin embargo, la documentación disponible para los años
posteriores se refiere casi exclusivamente a sus trabajos como arquitecto. En
1674 proporcionó las trazas para el retablo de la iglesia del Hospital de
los Aragoneses, o de Montserrat, de Madrid, de cuya ejecución se encargaron José
Ratés y José Simón de Churriguera. Muy nueva es la utilización en él
de las columnas salomónicas, que ya había empleado pintadas en la cúpula de
Atocha. Progresando en la corte, en 1677 fue nombrado ayuda de la furriera y
el 25 de agosto del mismo año Maestro y Trazador Mayor de las obras
reales en la plaza dejada vacante por Gaspar de la Peña, desplazando en
el cargo al arquitecto profesional José del Olmo, a quien primero se le
había concedido. Palomino achacaba a este nombramiento la escasa producción
como pintor, «porque la ocupación de
Maestro mayor, con el trazar y asistir diferentes obras reales y particulares,
junto con el servir la plaza de la furriera, le tiranizaban el tiempo».
En su condición de arquitecto de las obras reales
se le encomendó la revisión de las trazas dadas por Felipe
Sánchez para la Basílica del Pilar de Zaragoza, aprobadas
por el cabildo en 1679. Con las modificaciones introducidas por Herrera las
obras comenzaron el 25 de agosto de 1681, con la colocación de la primera
piedra en presencia de Herrera, que según la anónima Relación de la
festiva celebridad, con que se colocó la Primera Piedra en la nueva, y más
sumptuosa Fábrica del Santo Templo de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza,
editada el mismo año, habría sido también el autor del ingenio de fuegos
artificiales en forma de monte que dio brillo a la solemne ceremonia. Coronando
el monte, describía la Relación de la fiesta, se encontraban un pilar
y un ángel guardián, disponiéndose diversas figuras mitológicas en las laderas
en las que se simbolizaba el paganismo vencido. La planta centralizada del
proyecto de Herrera para la basílica, con la cúpula sobre el crucero en el
centro geométrico del rectángulo y el esquema de cruz griega encerrada entre las
naves laterales, de valor simbólico y concepción barroca, fue sometido de nuevo
a examen en 1695, pues el cabildo rechazaba derribar y reconstruir la primitiva
capilla, como exigía el proyecto de Herrera, lo que implicaba retornar a la
planta longitudinal de Sánchez, como en efecto se hizo a pesar de la defensa
que formuló Teodoro Ardemans de lo proyectado por el pintor
sevillano.
Cuenta Palomino que al regresar de
Zaragoza se sintió ofendido al tener conocimiento de que se había encomendado
a Carreño la dirección de la estatua de san Lorenzo de plata para el
armario de las reliquias del Monasterio de El Escorial, un trabajo que por
su condición de maestro mayor de las obras reales consideraba que le
correspondía a él, por lo que inició una feroz campaña de «papelones satíricos» con los que «abrasaba» a Carreño y a Francisco Filipini, relojero y platero del
rey y ayuda de la furriera. Alguna otra anécdota narra el biógrafo cordobés
para ilustrar el carácter «satírico y
diabólico» de Herrera, su «espinoso» natural y el «agudo y vivaz ingenio» de quien, terminaba diciendo, «y además de esto fue muy guapo, bizarro, y
galante».
Firmó su testamento, «sano de querpo y entendimiento», en agosto de 1684. El mismo día
lo hacía Ángela de Robles, a la que nombraba albacea testamentaria y dejaba una
considerable cantidad de ducados en metálico, que decía debérselos por
habérselos ella prestado, junto con todos los vestidos femeninos y alhajas que
se hallaran en su casa, demostrándose así estrecha relación con la mujer que,
por su parte, diciéndose soltera, designaba al pintor como testamentario y
heredero universal. Falleció el 25 de agosto de 1685 y fue enterrado en
la parroquia de San Pedro el Viejo.
Obra
Mucho de lo pintado por Herrera se ha perdido.
No se conoce ningún bodegón de los que Palomino dice que pintó muchos
en Italia y, si bien la información aportada por el cordobés puede ser puesta
en duda, como el propio viaje a Italia, otras noticias de su dedicación al
género se obtienen del inventario de los bienes dejados a su muerte
por Teodoro Ardemans, entre los que figuraban «tres pinturas de bodegón, copias de Don Francisco de Herrera, con
marquitos dorados». No eran las únicas obras de Herrera en poder de
Ardemans, propietario también de una «traza
de un retablo», «borroncitos» de
la Inmaculada, la Anunciación y el Salvador, una pintura de
una custodia y otra de «Nuestro Señor con
la Cruz a cuestas y Simón Cirineo, orixinal de don Francisco de Herrera»,
quizá el cuadro mencionado por Palomino «en casa de un aficionado», del que
decía que estaba tan superiormente compuesto y tan bien tratada la luz que
parecía de Tiziano.
Tampoco se conocen los retratos pintados, según
Palomino, «con singular grandeza, y
primor; y especialmente el de un francés en traje de cazador, cargando la
escopeta, que aseguran los que lo han visto, que es un milagro». Tan solo
un retrato de don Luis García Cerecedo, el comitente de los retablos de
Aldeavieja, conservado en colección particular madrileña, se ha puesto en
relación con Herrera por su vinculación con el retratado, aunque la ausencia de
firma y de un término de comparación impida asignárselo con seguridad.
Además, para el libro de Fernando de la Torre Farfán, Fiestas de la
S. Iglesia Metropolitana y Patriarcal de Sevilla. Al nuevo culto del señor Rey
S. Fernando el tercero de Castilla y León, impreso en Sevilla en 1671, con la
relación de las fiestas por la canonización de Fernando III, proporcionó el
dibujo para la portada, con el rey santo entre motivos alegóricos, grabado
por Matías de Arteaga, y el retrato del rey Carlos II recogido
en páginas interiores, firmado «D. Fr. de
Herrera f.», interesante principalmente por el dominio del aguafuerte que
pone de manifiesto, aprendido quizá en el taller paterno.
Como ya se ha indicado, no han corrido mejor
suerte muchas de sus pinturas para la Iglesia, perdidos todos los frescos y
parte de las obras citadas por Palomino en iglesias madrileñas, así como lo
pintado para particulares, destacando en este orden la pintura de la parábola
del Samaritano que mereció ser colocada en la sala de pinturas «de
los eminentes españoles» que el Almirante de Castilla tenía en su
palacio de Recoletos.
Lo conservado se reduce a las obras ya citadas,
algunas de ellas indiscutibles obras maestras como el San Hermenegildo,
el Sueño de san José o el Triunfo de la Eucaristía, a las que
solo cabe agregar una sobria Inmaculada Concepción ingresada en 2016
en el Museo del Prado, dos lienzos de técnica abocetada y figuras menores del
natural con San Antonio Abad y San Antonio de
Padua ocupando los laterales de un retablo barroco localizado en una
pequeña capilla de la Colegiata de San Isidro de Madrid,
un Santo Tomás de Aquino de medio cuerpo, conservado en el Museo
de Bellas Artes de Sevilla, obra menor y de difícil datación, y el
atribuido San Pedro de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando, donde ingresó como obra de Herrera el Viejo.
Discípulos
y seguidores
Herrera aparece vinculado en varios momentos de
su carrera a la creación de academias para la práctica del dibujo y el estudio
de las matemáticas y otros rudimentos necesarios para la adecuada comprensión
de las artes, lo que pone de manifiesto su interés por las enseñanzas
artísticas. Además de la ya citada intervención en la fundación de la academia
sevillana de dibujo en 1660, en fecha desconocida, pero ya en Madrid y como
maestro mayor de las obras reales, se dirigió al rey Carlos
II solicitando la creación de una academia pública de matemáticas
aplicadas.
en
Palacio, u en donde V. M. mandare, en que se controviertan prácticamente las
Mathemáticas necessarias a la inteligencia tan útil como cierta, que no puede
ser perfecto Artífice en pintura, escultura, y arquitectura, en el que no
concurrieren las líneas unidas en el dibujo, y se desengañen los que juzgan lo
contrario, y se alienten los estudiosos a la continuación desta academia, y a
un mismo tiempo tenga V. M. en semejantes líneas, como tan aficionado a las
Artes un gustoso entretenimiento, y los Artífices a la sombra de tan soberano
Monarcha, se dediquen al más dilatado estudio, para el mayor servicio de V.
Magestad.
Finalmente, en 1680, cuando los pintores
españoles residentes en Roma solicitaron al embajador de España Gaspar de
Haro y Guzmán, marqués del Carpio, la creación de una academia en aquella
ciudad, al modo como la tenían los franceses y otras naciones, sugirieron que
de su dirección se hiciera cargo Herrera.
Por el contrario, no se le conocen discípulos o
aprendices en el sentido tradicional y gremial. En Sevilla influyó
en Murillo y en Valdés Leal con su Triunfo de la
Eucaristía y tuvo un modesto imitador en la persona de Juan Carlos
Ruiz Gijón, que copió los ángeles del Triunfo de san Francisco de la
catedral en una Inmaculada fechada en 1671. En Madrid, donde con
su Triunfo de san Hermenegildo de 1654 tuvo una repercusión similar
en la divulgación y aceptación del pleno barroco, contó con la ya citada
colaboración de Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia en los lienzos
de la Pasión del Museo Cerralbo. También podría haber colaborado
con él Matías de Torres, aunque aprendiz de un tío suyo llamado Tomás
Torrino. De Torres dice Palomino que «con
la comunicación con Don Francisco de Herrera, el Maestro mayor, y la asistencia
a las célebres academias de aquel tiempo feliz (...) mudó de estilo y entró en
corrección, de suerte que llegó a ser por su camino uno de los eminentes de
esta facultad». Efecto contrario habría tenido sobre José Jiménez
Donoso, compañero en Roma, quien habría tenido buenos principios en el taller
de Francisco Fernández, «pero cuando debía cimentarse en Roma sobre el
estudio de los buenos modelos del antiguo, y sobre las obras de los grandes
pintores, siguió las huellas de Herrera el mozo, buscando atajos para llegar
adonde no se puede sino con trabajo y meditación», según el severo juicio
de Ceán Bermúdez que, como buen ilustrado, despreciaba los
excesos barrocos de Herrera y lo que llamaba el mal gusto de su tiempo.
El
triunfo de San Hermenegildo
1654. Óleo sobre lienzo, 326 x 228
cm. Museo del Prado
Nos encontramos ante el más espectacular,
dinámico, aéreo y colorista lienzo de altar que podría verse en Madrid en el momento de su instalación.
Pintado entre julio y octubre de 1654, inmediatamente después de su regreso
de Italia, constituyó el recuadro central
del retablo del convento de los Carmelitas Descalzos de Madrid, actual iglesia de San José. El
documento de entrega, aparte de asegurar la fecha de realización del lienzo,
que siempre se creyó algo más tardío, sirve además para acreditar la relación
amistosa y profesional de Herrera con el arquitecto y ensamblador Sebastián de
Benavente, que realizó los retablos de Aldeavieja de Ávila.
Palomino relata, como
testimonio de la vanidad del artista: que se dejó decir que aquel cuadro
se había de poner con clarines y timbales y aunque, efectivamente, la
expresión refleje su seguridad en sí mismo y su autocomplacencia, es evidente
que el lienzo hubo de significar una entera conmoción en el ambiente madrileño
del momento y, desde luego, es una de las obras maestras absolutas de la
pintura española del siglo. Su composición, concebida como un movimiento
helicoidal ascendente, tal como una columna salomónica, y los efectos de
contraste entre las figuras del primer término en sombra, recortándose, a
contraluz, sobre el luminoso y deslumbrador fondo, con los cuerpos de los
ángeles músicos, bañados y casi disueltos en la atmósfera iridiscente,
constituyeron, de hecho, la primera y más rotunda expresión de una concepción
del cuadro de altar que ya es deudora no sólo de Venecia y
de Rubens, sino también de Pietro de Cortona, a quien hubo de conocer y
tratar en Roma.
El asunto es la apoteosis de San Hermenegildo, hijo del rey Leovigildo y
hermano de Recaredo, muerto mártir en la prisión por haber rehusado la comunión
arriana. El Santo, representado a veces en la prisión, ante el obispo, se
presenta aquí, en gloria, con un crucifijo en la mano derecha, rodeado de
ángeles músicos o que portan sus atributos (corona y cetro reales) o las
insignias de su martirio (hacha de su decapitación, palma y corona de rosas).
En primer término, en un poderoso contraluz, figuran, derribados por tierra, su
padre Leovigildo, con armadura, y el obispo arriano que aún sostiene en sus manos
el cáliz del que rehusó beber el Santo.
San
Antonio de Padua
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 166 x 105
cm. Museo del Prado
La composición, en origen inscrita en un óvalo
que aún puede apreciarse, está ocupada casi en su totalidad por la figura del santo,
quien sostiene entre sus brazos al Niño Jesús y una rama de azucenas,
símbolo de su pureza. La iconografía que presenta el lienzo deriva de la
aparición con que le otorgó la Virgen en su propia celda, para entregarle al
Niño Dios, según relata el Liber Miraculorum, y es uno de los temas
preferidos en el mundo contrarreformístico y, por lo tanto, la representación
más repetida a partir del siglo XVI.
Herrera ha pintado dos figuras fuertes y
poderosas realizándolas con una técnica audaz, de pincelada suelta y abreviada.
Los rostros son anchos, como suele ser habitual en las caras de sus varones, y
están iluminados fuertemente creando juegos de luces y sombras. El canon
alargado y la actitud algo forzada deben corresponder a su disposición
original, en alto.
Formó parte de un conjunto, con otros lienzos,
ocho en total, de desigual calidad, en los que todas las figuras estaban
inscritas también en óvalo, que decoraban la bóveda y el arco toral de la
iglesia de los Agustinos Recoletos, de Madrid. Siete de ellos pasaron
con la desamortización de los bienes eclesiásticos, aprobada por el
ministro Mendizabal, al Museo de la Trinidad, y desde allí al Prado,
cuando ocurrió la fusión de ambas instituciones. Representan a San León I
Magno, Santa Teresa, Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, Santa
Catalina de Siena, identificada anteriormente con Santa Águeda, Santa
Justa y San Nicolás de Tolentino. Debió existir además otra pintura,
hoy sin localizar.
Se había pensado que el lienzo había sido
destruido en 1936 en el incendio de la Escuela de Bellas Artes de Figueras (Gerona),
donde fue depositado por Real Orden, desde 1885. Actualmente está en el Museo
del Ampurdán, también de Figueras, lugar al que llegó en el momento de su
creación.
Santa
Águeda (?)
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 166 x 105
cm. Museo del Prado
Forma parte, con otros lienzos de análogo
formato de la decoración de la bóveda y el arco toral de la iglesia
de Agustinos Recoletos de Madrid, donde los vio Palomino,
refiriéndose a ellos como pintados últimamente, lo que pudiera
interpretarse como que fuesen obra de sus últimos años. Ponz los vio también
allí, aunque no indica sus asuntos, que Palomino había,
genéricamente, descrito como sagrados doctores y otras pinturas.
No es segura la identificación de
la Santa, que en el Catálogo de Cruzada Villaamil se
llama Santa Justa, cuando en el mismo Catálogo se recoge otra Santa
Justa -hoy en el Prado- con sus atributos tradicionales, la balanza
en la mano derecha y el corazón atravesado.
Parece evidente, dada la diferencia de calidad
y carácter entre los diversos lienzos del conjunto, que Herrera debió servirse
de colaboradores.
Santa
Ana enseñando a leer a la Virgen
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 166 x 103 cm.
Santa
Teresa
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 166 x 105 cm.
San
Nicolás de Tolentino
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 166 x 105 cm.
El papa
San León I Magno
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 164 x 105 cm.
Estos santos estaban todos captados de más de
medio cuerpo y a un tamaño descomunal, para que pudieran ser reconocidos por
los feligreses desde el suelo. El que aquí se muestra es San León, Papa. Está
pintado con una gama de rojos y dorados muy propia del Barroco, con una
composición basada en la diagonal que se acentúa en el báculo del anciano. El
color está aplicado con una pincelada suelta y vibrante, que llena de reflejos
el blanco de la barba del anciano y los brillos dorados de su manto y sus
vestiduras, arremolinadas tras de sí.
La Inmaculada
Concepción, Hacia 1670.
Óleo sobre lienzo, 165 x 105 cm. Museo del
Prado
Como es habitual en Herrera el Mozo, en
esta obra supo ofrecer una alternativa a los modelos más habituales de la
iconografía concepcionista española en la segunda mitad del siglo xvii,
caracterizada por la abundancia de imágenes en las que predomina el dinamismo y
el impulso ascensional, y en las que la gama cromática es amplia y rica en
tonos cálidos. Dinamismo y brillantez cromática definen también las obras que
dieron mayor fama a Herrera, pero a la hora de plantear
esta Inmaculada prefirió moverse en otros parámetros, más cercanos a
la tradición anterior. Los tres angelitos del centro de la parte inferior,
impiden con su poderosa presencia que la Virgen «despegue» visualmente del
suelo. A esa sensación contribuye también el hecho de que el manto «vuela»
poco, que María junte sus manos, y que su figura aparezca en su conjunto más
bien recogida y, comparativamente, más estática de lo habitual en esa época. A
esos efectos contribuye también el hecho de que ocupe la mayor parte de la
superficie pictórica, lo que deja poco espacio a la representación del cielo,
limitando por tanto las posibilidades de sensación aérea. Destacan en
esta Inmaculada tanto la nitidez cromática como el esmero descriptivo
y el cuidado con el que se ha concebido la composición. Cromáticamente se
resuelve a base de la poderosa combinación de los tonos marfil de la túnica y
azul profundo del manto, que se recortan de manera muy efectiva sobre un fondo
gris-azulado de nubes y rosado de angelitos, y que relacionan esta obra con la
tradición sevillana encarnada por Zurbarán y Murillo. La Virgen,
con su presencia vertical ligeramente curvada, preside un espacio que se
organiza a base de círculos de distinta densidad que van pautando la composición
y «enmarcando» a María: el formado en la parte inferior por los angelitos que
parecen rotar a los pies de la Virgen; el compuesto por los angelitos que
flanquean a María a partir de su rodilla izquierda; y el apenas esbozado de
cabezas que hacen de corona. Sobre este último círculo se destaca la cabeza de
María, cuyos cabellos derramándose por el cuello recuerdan a las Inmaculadas
de Juan Carreño de Miranda (1614-1685), y cuyo rostro tiene unos
rasgos marcadamente realistas, lo que ha permitido apuntar la posibilidad de
que se trate de un retrato (Texto extractado de J. Portús: Donación
de Plácido Arango Arias al Museo del Prado.
FRANCISCO
de ZURBARÁN
(Fuente de Cantos, Badajoz, 7 de
noviembre de 1598 –Madrid, 27 de
agosto de 1664).
Contemporáneo y amigo de Velázquez,
Zurbarán destacó en la pintura religiosa, en la que su arte revela una gran
fuerza visual y un profundo misticismo. Fue un artista representativo de
la Contrarreforma. Influido en sus comienzos por Caravaggio, su
estilo fue evolucionando para aproximarse a los maestros manieristas
italianos. Sus representaciones se alejan del realismo de Velázquez y
sus composiciones se caracterizan por un modelado claroscuro con tonos más
ácidos.
Un genio
precoz
Francisco de Zurbarán nació el 7 de noviembre
de 1598 en Fuente de Cantos (Badajoz). Sus padres fueron Luis de
Zurbarán, un acomodado comerciante vasco establecido
en Extremadura desde 1582, e Isabel Márquez, quienes se habían
casado en la localidad vecina de Monesterio el 10 de enero de 1588.
Otros dos importantes pintores del Siglo de Oro nacerían poco
después: Velázquez (1599-1660) y Alonso Cano (1601-1667).
Probablemente se iniciara en el arte pictórico
en la escuela de Juan de Roelas, en su ciudad natal, antes de ingresar,
en 1614, en el taller del pintor Pedro Díaz de
Villanueva (1564-1654), en Sevilla, donde Alonso Cano lo conoció
en 1616. Probablemente también trabó relación con Francisco
Pacheco y sus alumnos, además de tener cierto influjo procedente
de Sánchez Cotán tal cual puede observarse en la Naturaleza
muerta que pintó Zurbarán hacia 1633.
Su aprendizaje se terminó en 1617, año en
el que Zurbarán se casó con María Páez. El primer cuadro que se citaba como de
los comienzos de su carrera es una Inmaculada creída
de 1616 (colección de Plácido Arango), pero su fecha real es
1656 y, de hecho, delata influencias de Tiziano y Guido Reni,
más propias de la última etapa del artista en Madrid.
En 1617 se estableció
en Llerena, Extremadura, donde nacieron sus tres hijos:
María, Juan (Llerena 1620-Sevilla 1649), (que fue pintor,
como su padre, y murió durante la gran epidemia de peste ocurrida en
Sevilla en 1649), e Isabel Paula.
Tras el fallecimiento de su esposa, se volvió a
casar en 1625 con Beatriz de Morales, viuda y con una buena posición
económica, aunque diez años mayor que él, como su primera esposa.
En 1622 era ya un pintor reconocido, por lo que fue contratado para
pintar un retablo para una iglesia de su ciudad natal.
En 1626 y ante un notario, firmó un
nuevo contrato con la comunidad de predicadores de la orden
dominica de San Pablo el Real, en Sevilla; tenía que pintar veintiún
cuadros en ocho meses. Fue entonces, en 1627, cuando pintó el Cristo
en la cruz (Art Institute de Chicago), obra que fue tan admirada por sus
contemporáneos que el Consejo Municipal de Sevilla le propuso oficialmente,
en 1629, que fijara su residencia en esta ciudad hispalense. En este
cuadro la impresión de relieve es sorprendente; Cristo está clavado
en una burda cruz de madera. El lienzo blanco, luminoso, que le ciñe la
cintura, con un hábil drapeado —ya de estilo barroco—, contrasta
dramáticamente con los músculos flexibles y bien formados de su cuerpo. Su cara
se inclina sobre el hombro derecho. El sufrimiento, insoportable, da paso a un
último deseo: la resurrección, último pensamiento hacia una vida prometida
en la que el cuerpo, torturado hasta la extenuación pero ya glorioso, lo
demuestra visualmente.
Igual que en el Cristo crucificado de
Velázquez (pintado hacia 1630, más rígido y simétrico), los pies
están clavados por separado. En esa época, las obras, en ocasiones
monumentales, trataban de recrearse morbosamente en la crucifixión; de ahí el
número de clavos. Por ejemplo, en las Revelaciones de Santa
Brígida se habla de cuatro clavos. Por otra parte, y tras los
decretos tridentinos, el espíritu de la Contrarreforma se opuso
a las grandes escenificaciones, orientando especialmente a los artistas hacia
las composiciones en las que se representara únicamente a Cristo. Muchos
teólogos sostenían que tanto el cuerpo de Jesús como el
de María tenían que ser unos cuerpos perfectos. Zurbarán aprendió
bien estas lecciones, afirmándose, a los veintinueve años, como un maestro
indiscutible.
El
maestro sevillano
Extremeño de nacimiento, es considerado un
pintor de imaginería (artista de carácter religioso, especializado en imágenes
y estatuas) Zurbarán firmó un nuevo contrato en 1628 con el convento
de Nuestra Señora de la Merced Calzada, y se instaló, con su familia y los
miembros de su taller, en Sevilla. Pintó entonces el cuadro de San
Serapio, uno de los mártires de la Orden de la Merced, muerto
en 1240 tras haber sido torturado, probablemente por los piratas
sarracenos.
Los
religiosos mercedarios (pertenecientes a la Orden de la Merced),
además de los votos tradicionales de castidad, pobreza y obediencia,
pronunciaban un voto de «redención o de sangre» por el que se comprometían a
entregar su vida a cambio del rescate de los cautivos en peligro de perder su
fe.
Zurbarán quiso representar el horror sin que en
la composición apareciera ni una gota de sangre. Aquí no se intuye el ensueño
divino que precede a la Resurrección. La boca entreabierta no deja escapar ni
un grito de dolor, demuestra el abatimiento paroxístico; dice en un soplo,
simple y terriblemente, que ya es demasiado para seguir viviendo.
La gran capa blanca, casi un trampantojo,
ocupa la mayor parte del cuadro. Si se hace abstracción del rostro, la relación
entre la superficie total y la de este vasto espacio blanco es, exactamente,
el número áureo.
Nominándose a sí mismo como «maestro pintor de
la ciudad de Sevilla», Zurbarán despertó los celos de algunos pintores
como Alonso Cano, a quien Zurbarán desdeñó. Se negó a pasar los exámenes
que le darían derecho a utilizar este título, pues consideraba que su obra y el
reconocimiento de los grandes tenían más valor que el de algunos miembros, más
o menos amargados, de la corporación de los pintores. Le llovían los encargos
de las familias nobles y para los grandes conventos que los mecenas
andaluces protegían, como los de los jesuitas.
La gloria
nacional
En 1634 efectuó un viaje
a Madrid. Su estancia en la capital resultó determinante para su evolución
pictórica. Se encontró con su amigo Diego Velázquez, con el que analizó y
meditó sobre sus obras. Pudo contemplar las obras de los pintores italianos que
trabajaban en la corte de España, como las de Angelo
Nardi y Guido Reni. Zurbarán renunció, desde ese momento,
al tenebrismo de sus inicios, así como a las
veleidades caravagistas (de las que se puede ver un ejemplo en el
cuadro La Exposición del cuerpo de San Buenaventura, especialmente en
las caras de los adolescentes situados en la parte derecha del cuadro). Sus
cielos se hicieron más claros y los tonos menos contrastados.
Dotado con el título de «Pintor del Rey», volvió a Llerena, donde pintó, gratuitamente, un
cuadro para la iglesia de Nuestra Señora de la Granada debido a la devoción que
sentía por la Virgen María. Los encargos se le acumulaban: Nuestra Señora de la
Defensión, la Cartuja de Jerez de la Frontera, la iglesia de San
Román en Sevilla...
Esta última ciudad, a orillas
del Guadalquivir, era uno de los grandes puertos europeos que vivía del
comercio con las Américas. Los galeones llegaban cargados de oro
y zarpaban con las bodegas llenas de productos españoles (entre otras cosas,
obras de arte). Zurbarán empezó a producir pinturas religiosas para el mercado
americano (en ocasiones, series de santos de diez y más obras) y ya
en 1638 reclamaba el pago de una suma que le debía Lima. Ejemplo
excepcional de la producción de Zurbarán para América es la serie de doce
cuadros Las tribus de Israel, actualmente en Auckland, en
el condado de Durham (Inglaterra); se supone que no llegaron a su destino
por un ataque pirata.
En 1639 murió su segunda esposa,
Beatriz, y en ese año Zurbarán pintó Cristo en Emaús (Museo
Nacional de San Carlos, México) y San Francisco en éxtasis.
En 1641 se casó su hijo Juan con Mariana de Cuadros (hija
de un rico comerciante) que moriría poco después.
En enero de 1643 el Conde-Duque
de Olivares, hasta ese momento favorito de Felipe IV de España, fue
exiliado. Olivares era un gran protector de los pintores andaluces. Esta crisis
política se unió a una desaceleración de la actividad comercial de Sevilla, lo
que significó, asimismo, que disminuyera el número de encargos pictóricos.
Zurbarán, altamente estimado, no se vio afectado por este percance.
En 1644 se casó con Leonor de Tordera, hija de un orfebre. Ella tenía
veintiocho años y Zurbarán cuarenta y seis. Tuvieron seis hijos.
Hacia 1636, Zurbarán intensificó la
exportación a América del Sur. En 1647, un
convento peruano le encargó treinta y ocho pinturas, veinticuatro de
las cuales tenían que ser de Vírgenes a tamaño natural. En el mercado americano
puso en venta, asimismo, algunos cuadros profanos, lo que le compensó de la
disminución de la clientela andaluza de la que otro pintor
sevillano, Murillo, sería también víctima, y lo que explicaría, a su vez,
la marcha de Alonso Cano a Madrid.
Los encargos que tenía Zurbarán eran muchos, y
de ellos da cuenta un contrato encontrado según el cual Zurbarán vendió
a Buenos Aires quince vírgenes mártires, quince reyes y hombres
célebres, veinticuatro santos y patriarcas (todos ellos a tamaño natural) y
también nueve paisajes holandeses. Zurbarán podía permitirse el mantener
un taller importante con aprendices y asistentes. Su hijo Juan, conocido
por ser un buen pintor de bodegones (escenas de cocina, mercados y
naturalezas muertas), trabajó probablemente para su padre. Una hermosa naturaleza
muerta de Juan de Zurbarán se encuentra en el museo
de Kiev.
A principios de los
años 1650 Zurbarán viajó de nuevo a Madrid. Pintó, entonces,
en esfumado, el admirable rostro de la Virgen en
la Anunciación (1638) que se encuentra en el Museo de Grenoble,
y Cristo llevando la cruz de 1653 (catedral
de Orleans). En 1658 los cuatro grandes pintores —Zurbarán,
Velázquez, Alonso Cano y Murillo— se encontraban en Madrid. Zurbarán testificó
durante la investigación llevada a cabo sobre Velázquez, lo que le permitió
ingresar en la Orden de Santiago como él deseaba. De esa época
datan El lienzo de la Verónica (Valladolid, Museo Nacional), El
reposo durante la huida a Egipto (Museo de Budapest), San Francisco
arrodillado con una calavera (Madrid, Prado; donación de Plácido Arango)
y La Virgen con el Niño y san Juanito, su última obra fechada conocida
(1662; Bilbao, Museo de Bellas Artes). Su fiel amigo Velázquez falleció
en 1660.
El 27 de
agosto de 1664 Francisco de Zurbarán murió en Madrid. Fue
enterrado en el convento de Copacabana, destruido en el siglo XIX a raíz
de la desamortización de Mendizábal, perdiéndose los restos del pintor.
Contexto
histórico, encargos y temas. El genio en su diversidad
En 1600 existían en Sevilla treinta y
siete conventos. Durante los veinticinco años siguientes se fundaron otros
quince. Los conventos fueron los grandes mecenas de los pintores, muy exigentes
en cuanto a la composición y calidad de las obras: tanto es así que Zurbarán,
por medio de un contrato, se comprometió a aceptar el que le fueran devueltos
todos aquellos cuadros que no fueran del agrado de los religiosos.
Los religiosos y religiosas eran muy sensibles
a la dimensión estética de las representaciones, y estaban convencidos de que
la belleza era más estimulante para la elevación del alma que la mediocridad.
Estos abades y abadesas eran, normalmente, unas personas cultivadas, eruditas,
refinadas, con un criterio muy seguro frente a las obras de arte.
En las iglesias siempre hubo un retablo en el
que se representaban las escenas de la vida de Cristo. Además, durante
el siglo XVII, las sacristías -lugar en el que se cambian las vestiduras
sacerdotales—, se decoraban cada vez más ricamente. Asimismo se ponían cuadros
en el claustro, en el refectorio, en las celdas (muchas de estas obras
medievales fueron destruidas). En las bibliotecas y salas capitulares, se
podían encontrar cuadros del fundador de la Orden y de las personalidades más
importantes de la misma.
Estas exigencias eran propias de todos los
conventos. Las pinturas de segundo orden podían estar hechas en serie, pero los
maestros reconocidos se renovaban, profundizaban en su arte y recibían muchos
más encargos.
Las
órdenes religiosas mecenas de Zurbarán
La Orden
de la Merced
La Orden de Nuestra Señora de la
Merced fue fundada por san Pedro
Nolasco en 1218 durante la Reconquista. Nolasco fue
canonizado en 1628 y ese mismo año Zurbarán contrató la ejecución de
veintidós lienzos para el claustro de los Bojes del convento de la Merced Calzada
de Sevilla, aunque el pintor conservaba todavía su residencia en Llerena. La
serie, en la que se sirvió de colaboradores y de las estampas de Jusepe
Martínez, no debió de completarse, sin embargo Zurbarán trabajó en ella hasta
1634, cuando se fecha uno de los cuadros, el que representa la Rendición
de Sevilla conservado en la colección del duque de Westminster.
De los diez que se han conservado seis
corresponden a Zurbarán: la Visión de la Jerusalén Celeste y La
aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco, a quien se presentó diciéndole «He venido a ti, ya que tú no pudiste venir a
mí», ambos en el Museo del Prado, la Partida de san Pedro
Nolasco en el Museo Franz Mayer de México,
la Aparición milagrosa de la Virgen del Puig en el Cincinnati Museum
of Arte, el Nacimiento de San Pedro Nolasco en el Museo de
Bellas Artes de Burdeos —de atribución dudosa— y el mencionado de
la Rendición de Sevilla, atribuyéndose tradicionalmente a Francisco
Reina los cuatro restantes, conservados en la catedral de Sevilla.
Además de esta serie del claustro, Zurbarán
pintó para los mercedarios sevillanos una serie de retratos ideales de miembros
de la orden con destino a la biblioteca del convento, en parte conservados en
la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y el conmovedor San
Serapio mártir del Wadsworth Atheneum fechado en 1626.
Visión de
san Pedro Nolasco, 1629.
Óleo sobre lienzo, 179 x 223 cm. Museo del
Prado
El santo, fundador de la Orden de la Merced
Calzada, aparece arrodillado y recostado sobre un banco de iglesia. En su
sueño, un ángel se le aparece y le muestra la Jerusalén Celestial,
concebida como una ciudad amurallada con puertas y puentes levadizos por los
que entra y salen numerosas personas. Es compañero de la Aparición de San
Pedro a San Pedro Nolasco siendo ambos parte de una serie pintada
por Zurbarán para el Claustro del Convento de la Merced Calzada
de Sevilla (hoy Museo de Bellas Artes de la ciudad), representando
diferentes momentos de la vida del fundador de la orden.
En la escena lo sobrenatural se muestra de
manera sencilla, sin violentos contrastes, dentro del espíritu de calma y
sosiego con que Zurbarán interpreta las historias y milagros de las
órdenes religiosas sevillanas. Probablemente por indicación de los monjes, el
pintor representó al santo varón de edad madura, con pelo y barba encanecidos,
como ejemplo de virtud a imitar por los frailes más jóvenes.
Aparición
de san Pedro a san Pedro Nolasco, 1629.
Óleo sobre lienzo, 179 x 223 cm. Museo del
Prado
San Pedro Nolasco fue el fundador de la
orden de Nuestra Señora de la Merced o mercedarios, cuyo objetivo
principal era el rescate de cristianos cautivos de los musulmanes. El convento
de la Merced Calzada para el que se pintó esta obra había sido fundado por
Fernando III en 1249, el año de la muerte de Pedro Nolasco, pero se
reconstruyó por entero en las primeras décadas del siglo XVII. En agosto
de 1628 Zurbarán recibió el encargo de pintar veintidós escenas de la
vida del santo, con motivo de su canonización, que tuvo lugar en Roma un
mes más tarde. No es probable que el artista entregara las veintidós pinturas,
y hasta hoy sólo se han identificado once. Aquí se muestra una de las visiones
que tuvo el santo, según se refiere en la Historia General de la Orden de
N. S. de la Merced de fray Alonso Remón (Madrid, 1618:) Pedro
Nolasco ardía en deseos de ir a Roma para visitar el sepulcro de
san Pedro, y por tres noches consecutivas se le apareció su santo patrono para
consolarle de no haber podido ir. En la tercera noche, mientras oraba, san Pedro
se le apareció crucificado cabeza abajo y le instó a permanecer en España,
donde tenía mucha labor que hacer. Para la composición de la
escena, Zurbarán debió de recibir instrucciones de tomar como modelo
la estampa de J. F. Greuter que reflejaba el episodio según un diseño
de Jusepe Martínez (1601-1682), quien en sus tiempos de artista joven
en Roma y a instancias del cardenal Borja había hecho una serie de
dibujos sobre la vida del santo que fueron grabados y publicados en
1627. Zurbarán, sin embargo, lograría transformar la escena de la estampa
en un encuentro espectacular de las esferas divina y terrenal, vibrante de luz
incandescente por una parte, intensa y físicamente realista por otra. No hay
indicios, como los hay en el grabado, de interior eclesiástico: el santo y su
visión están envueltos en una honda negrura, abstraídos de todo escenario
material. Los dos Pedros se miran fijamente, en una comunión espiritual que
trasciende el tiempo y el espacio.
Rendición
de Sevilla, 1634.
Col. Duque de Westminster
Zurbarán no fue sólo pintor de la vida
monástica, también relató episodios históricos, como este que aquí nos ocupa,
encargado por los mercedarios del Convento de la Merced Calzada de Sevilla. La
Orden estaba interesada en mostrar su relación con la conquista de Sevilla
durante la ocupación de los moros, así como su servicio a la corona castellana,
igual que hicieran los monjes jerónimos con la serie que encargaron a Zurbarán
para el Monasterio de Guadalupe. El asunto que se relata es la entrega de las
llaves de la ciudad por parte del gobernador Achacaf al rey Fernando III el
Santo, quien comanda las tropas de la Orden de la Merced. Estos caballeros se
distinguen por sus bruñidas armaduras sobre las que penden los escudos
mercedarios, mitad religiosos, mitad guerreros, los mismos que adornan los
hábitos blancos de los monjes. Entre éstos se encuentra nada menos que el
fundador de la Orden, San Pedro Nolasco, caracterizado como un anciano, pues
según la historia moriría al año siguiente de la conquista, en el año 1248. La
escena es rica en personajes, que denuncian la torpeza de Zurbarán a la hora de
componer escenas complejas. El espacio resulta abruptamente segmentado entre el
primer plano, donde se apelotonan los personajes principales, y el fondo, con
el campamento de los cristianos que han participado en el sitio de Sevilla. La
escena es similar en las posturas de los protagonistas a un lienzo de igual
título de mano de Francisco Pacheco, reconocido maestro sevillano durante la
juventud de Zurbarán.
San
Serapio, 1628.
Zurbarán firmó un contrato, en 1628, con
los religiosos del convento de Nuestra Señora de la Merced Calzada y fue
entonces cuando pintó a San Serapio, uno de los mártires de
los mercedarios, muerto en 1240 a manos de los piratas sarracenos
tras haber sido, seguramente, torturado.
Los religiosos mercedarios, según reza la
tradición, pronunciaban un voto de "redención
o de sangre", que les comprometía a dar su vida a cambio del rescate
de los cautivos en peligro de perder su fe.
Zurbarán quiso representar el horror sin que en
la composición se viera ni una gota de sangre. Aquí no se intuye el ensueño
divino que precede a la Resurrección. La boca entreabierta no deja escapar
ni un grito de dolor, demuestra el abatimiento paroxístico, dice en un soplo,
simple y terriblemente, que ya es demasiado para seguir viviendo.
La gran capa blanca, casi un trampantojo,
ocupando la mayor parte del cuadro. Si se hace abstracción del rostro, la
relación entre la superficie total y la de este gran espacio blanco es, exactamente,
el Número áureo.
El cuadro no representa la locura que convirtió
en mártir al compañero inglés de Alfonso VIII. El pintor trata de provocar
la empatía. El San Serapio de Zurbarán nos ofrece la manifestación
sensible de un alma que abandona la vida al mismo tiempo que él se abandona
también, al no encontrar ya la razón por la que existir. Serapio, ¿confía
todavía en ese ser más poderoso que él, en "eso" prometido que le
espera? ¿Qué piensa? Si es que puede pensar todavía. Una obra sanguinolenta no
nos habría mostrado más que el grado de maldad de los torturadores y su
complacencia. La trampa del voyeurismo, es evitada en esta composición.
El colegio
franciscano de San Buenaventura de Sevilla
El convento de los franciscanos era
uno de los más importantes de Sevilla. Su colegio era el centro español de
estudios teológicos de esta Orden. En 1629 Zurbarán inició
el ciclo de representaciones de la vida de Buenaventura de
Fidanza —el doctor seráfico—, junto con Francisco Herrera el
Viejo y La visita de Santo Tomás de Aquino a San Buenaventura, cuadro
destruido en Berlín en 1945, (y al que no hay que confundir con
el de San Buenaventura recibiendo la visita de Santo Tomás de Aquino, que
se encuentra en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid).
Exposición
del cuerpo de San Buenaventura, 1629
Museo del
Louvre de París, Francia. Está pintado al óleo sobre
lienzo y mide 250 cm de alto por 225 cm de ancho.
La obra representa el ritual del velatorio o
exposición del cadáver del santo franciscano Buenaventura de
Fidanza y se enmarca en una serie sobre él, de la que se conservan algunas
pinturas en el Museo del Louvre, por ejemplo San Buenaventura en el
concilio de Lyon, que precede en la secuencia cronológica a la Exposición
del cuerpo.
Tras enfermar Buenaventura, al
monje toscano le aquejaron tan fuertes convulusiones que no pudo
recibir la extremaunción, pero entonces la Hostia atravesó su cuerpo,
recibiéndola así por milagro.
San Buenaventura tiene el rostro lívido, está
vestido con los hábitos litúrgicos y se destaca en sus piernas un capelo
cardenalicio de vivo color encarnado sobre sus blancas ropas.
La composición es una de las más arriesgadas y
mejor resueltas de Francisco de Zurbarán, que se caracterizaba usualmente por
la sencillez de la disposición de los elementos figurados en el cuadro. Yace en
un escorzo en diagonal, rodeado de personajes dispuestos en semicírculo a su
alrededor, entre los que se encuentran el papa Gregorio X y el
rey Jaime I de Aragón. Los rostros parecen ser estudios del natural, por
su fuerte individualización y personalidad.
La
Cartuja de Jerez de la Frontera
La Cartuja de Santa María de la
Defensión de Jerez de la Frontera, fundada en 1476 debe su nombre a
una aparición milagrosa de la Virgen en 1370 en la que María habría desvelado
el lugar en el que los castellanos caerían en una emboscada tendida por
los moros, librándoles, así de una muerte y derrota seguras.
Zurbarán pintó once cuadros para el retablo
del altar mayor. La mayor parte de los mismos se encuentran actualmente en
el Museo de Cádiz. Encargados en 1636, los terminó entre 1639 y 1640.
Entre ellos se halla La Batalla de Jerez (Nueva York, Metropolitan
Museum of Art). Cuatro cuadros se encuentran en el Museo de
Grenoble La Anunciación (1638), La Circuncisión, La
Adoración de los pastores, La Adoración de los magos.
El tenebrismo de los primeros años desaparece
para dar paso a la fuerza del claroscuro y el colorido se vuelve más rico. En
estas pinturas el arte de Zurbarán aparece ya plenamente configurado; se puede
detectar en la extrema atención que Zurbarán puso en los objetos de la cesta
recubierta con un paño blanco que se encuentra en primer término, a la
izquierda, que es ya, de por sí, una verdadera naturaleza muerta. El velo
transparente que rodea el cuello de María, constituye, por sí mismo, una gran
lección de pintura.
La
Batalla de Jerez, 1638. Metropolitan Museum of Art
El milagro que aquí se describe tuvo lugar
posiblemente en el 1248, bajo el reinado de Fernando III el Santo. Forma parte
de la historia de la ciudad de Jerez de la Frontera, ciudad que debe su nombre
precisamente a que fue el límite entre el reino cristiano y el árabe. El
episodio en cuestión tuvo lugar en un paraje llamado El Sotillo, por donde
había de pasar el ejército cristiano por la noche. El ejército moro se camufló
en la espesura del bosque, amparados en la oscuridad nocturna, para sorprender
en emboscada a los cristianos. Sin embargo, una luz vivísima iluminó la noche,
descubriendo la trampa a tiempo. Tuvo lugar una batalla ganada por los
cristianos. Algunos soldados miraron el origen de la luz y descubrieron la
imagen de la Virgen, por lo que se decidió fundar allí una ermita que
conmemorara el hecho. En los muros de la ermita se pintó un fresco narrando el
acontecimiento. Más tarde, el lugar se amplió con un monasterio, la Cartuja
Santa María de la Defensión, así llamada por la defensa de la Virgen por sus
fieles. Zurbarán pintó este lienzo para esta Cartuja, debido a que el fresco
primitivo se encontraba gravemente deteriorado. En la escena concebida por el
artista un arcabucero del ejército español, que bien podría estar sacado
directamente del cuadro de Velázquez titulado Las Lanzas, cuenta la historia al
espectador, dirigiendo su atención a la batalla con la mano que señala. El
fragor se encuentra perfectamente reflejado por Zurbarán en un precioso
paisaje, de manera sorprendente para un artista que tenía grandes dificultades
para componer escenas con muchos personajes. Sobre la lucha, una bellísima
Virgen María con Niño aparece rodeada de angelitos, emanando una luz divina
dorada que da claridad a la escena. Es, sin duda, uno de los cuadros más
conseguidos de su autor.
La
anunciación, 1638.
Museo de Grenoble
Comparada con la Anunciación del Museo de Arte
de Filadelfia, es obvio que Zurbarán ha dado un giro a su estilo. No sólo ha
mejorado su composición, presentando un espacio más coherente y armónico, sino
que sus colores densos y primarios se han suavizado y se aplican con mayor
fluidez. La iconografía de la Anunciación con un coro de ángeles sobre San
Gabriel se ha establecido ya como la norma, aunque nada se comenta a este
respecto en las Escrituras. La Virgen aparece en una pose poco convencional,
arrodillada tras interrumpir su oración y con una expresión grave que indica lo
consciente que es de la situación. El ángel aparece más tímido y menos
impulsivo que en otras representaciones, igualmente arrodillado sobre unas
nubes. El talento bodegonista del pintor se manifiesta en los objetos aislados
como naturalezas muertas en la parte inferior del lienzo: la canastilla de
labores de la adolescente María, el par de libros abiertos sobre el
reclinatorio y el hermosísimo jarro de azucenas blancas que simboliza la
virginidad de la joven.
La
circuncisión, 1639.
Museo de Grenoble
Este cuadro de grandes dimensiones formaba
parte de un retablo en Jerez de la Frontera, que fue desmontado y diseminado.
Otros cuadros del mismo retablo se encuentran en el Museo de Grenoble, como son
la Anunciación, la Adoración de los Pastores y la Adoración de los Magos.
Evidentemente, el retablo estaba dedicado la vida de Cristo. El tema de la
circuncisión tardó en ser aceptado por la ortodoxia cristiana, que lo
consideraba un barbarismo. Pero terminó por ser admitido cuando se identificó
con el bautismo y con el sufrimiento de Cristo, que derramaba ya su sangre en
sus primeros días (el octavo después del nacimiento según el ritual).
Contrariamente a lo que los textos sagrados cuentan, San José ha llevado a su
hijo a un espléndido templo y es atendido por el Sumo Sacerdote, engalanado con
sus mejores ropas, lo que no haría en el caso del hijo de una familia pobre. En
cualquier caso, la escena está revestida de recogimiento, que se trasluce en la
actitud del padre y el sacerdote, mientras que el pequeño reluce en sus manos
con su piel rosada y luminosa. Zurbarán, como medio para introducirnos en la
escena, suele recurrir a personajes secundarios que miran al espectador y le
dirigen con su actitud al tema principal. Es el papel del paje que lleva la jarra,
como lo era la pastorcilla de la Adoración de los Pastores ya citada.
La
Adoración de los pastores, 1638. Museo de Grenoble
Zurbarán hace gala en este lienzo de sus
mejores dotes para el realismo de una escena sagrada, como pocos pintores lo
consiguieron durante el Siglo de Oro. Recurre al Naturalismo
tenebrista para pintar una escena llena de solemnidad e intimismo a un
tiempo. Las figuras están dotadas de un volumen casi tangible, gracias a los
efectos lumínicos que el pintor aplica sobre ellas: el nacimiento de Jesús tuvo
lugar durante la noche, lo que crea un ambiente oscuro y misterioso. Este
ambiente es iluminado con fuerza desde un único punto, que no es otro que el
cuerpecillo del bebé recién nacido, en referencia a la luz que ilumina el
mundo. La Virgen, muy bella, descubre al Niño con suavidad para que ángeles y
pastores puedan dedicarle su homenaje. Todos están revestidos de una digna
quietud que no contradice sus ropajes toscos, como corresponde a su humilde
condición. Zurbarán renuncia a las típicas escenas principescas del siglo
anterior para presentarnos personajes populares que sólo denuncian su condición
superior en sus actitudes. Las ropas son de paño y lana, pero lo milagroso de
la escena hace que todos ellos tengan la expresión de príncipes. Destaca, sin
embargo, la pastorcilla que ofrece la cesta de huevos, muy realista,
probablemente un retrato auténtico frente a las idealizaciones de los demás
personajes. Debajo de ella está el típico papelito fingido con la firma de
Zurbarán y la fecha. La composición se completa con un catálogo de objetos
cotidianos que prestan mayor naturalidad a la escena, como son el pesebre lleno
de paja en que reposa el niño, la cesta de huevos, la loza talaverana y el
corderillo ofrecido a la Sagrada Familia. Este corderillo es idéntico a otros
que pintó por separado Zurbarán, como el Agnus Dei del Museo del
Prado, probablemente un estudio preparatorio para escenas de este tipo.
La
Adoración de los magos, 1638. Museo de Grenoble
Esta Adoración se pintó para la Cartuja de
Nuestra Señora de la Defensión, en Jerez de la Frontera. Representa la
Epifanía, es decir, el momento en que el Niño Jesús es mostrado al mundo, que
se representa en la figura de los tres Reyes Magos. Cada uno de ellos
representa a un continente: Asia, África y Europa. Es por ello que uno de los
reyes es de raza negra, una licencia que no fue admitida hasta muy avanzada la
Edad Media. Hasta entonces los tres eran blancos. Así mismo, cada uno de los
reyes representa una de las edades del hombre: la juventud en Gaspar, con su
barba negra y sus vestidos de aire militar, la madurez en Baltasar, con barba
más poblada y más años, y la vejez en Melchor, un anciano arrodillado con
devoción a los pies de la joven madre y su encantador bebé, mucho más vivaz y
simpático que en otras representaciones. Zurbarán combina con gran efectismo el
tenebrismo habitual en su paleta con dos focos de luz: la diurna al fondo, para
crear un espacio abierto, y una artificial lateral que da de lleno en la calva
de Melchor, el niño y su madre. La composición resulta algo forzada, pues la
Sagrada Familia parece un poco relegada a un lateral, desplazada por la
imponente presencia de los lujosos personajes y su séquito.
Los
Jerónimos de Guadalupe
Según la leyenda, una estatua de María fue
encontrada por un joven vaquero hacia 1300 junto al río Guadalupejo,
en el mismo lugar en el que los cristianos visigodos la habían
escondido para evitar su profanación. En ese sitio se edificó un santuario por
orden del rey de Castilla Alfonso XI de Castilla que se
convirtió, enseguida, en un lugar de peregrinaje. La invocación de la Virgen de
Guadalupe obró milagrosamente, consiguiéndose la gran victoria de
la Batalla del Salado (30 de octubre de 1340) contra los moros.
En 1389, con la iglesia terminada, el rey Juan I de
Castilla entregó el monasterio a los jerónimos. Fundada en el siglo
XIV esta orden de San Jerónimo estuvo muy ligada al poder real,
por lo que sus dotaciones fueron, con frecuencia, muy abundantes.
Por encargo de los frailes del Monasterio
de Guadalupe, Zurbarán pintó entre 1639 y 1645 ocho cuadros para la sacristía y
tres para la capilla adyacente. Estos cuadros se conservan aún en su
emplazamiento original. En la Sacristía se aprecian obras
relacionadas con monjes de la orden: Fray Diego de Orgaz ahuyentando las
tentaciones; Aparición de Jesucristo a fray Andrés de Salmerón; Retrato
de fray Gonzalo de Illescas, obispo de Córdoba, el más conocido de la
serie; La Misa milagrosa de fray Pedro de Cabañuelas; Enrique III de
Castilla ofreciendo a fray Fernando Yáñez el Arzobispado de Toledo; La
Visión de fray Pedro de Salamanca; Fray Martín de Vizcaya distribuyendo
limosna a los pobres; y Fray Juan de Carrión, despidiéndose de la
Comunidad antes de morir. Los tres cuadros de la Capilla de San Jerónimo,
alusivos a episodios de la vida del santo, están entre sus obras maestras: en
el ático del retablo, La Apoteosis de San Jerónimo, una de sus obras más
famosas, también llamada "la Perla" de Zurbarán; en el lado
derecho, Las Tentaciones de San Jerónimo; y en la parte
izquierda, San Jerónimo flagelado por los ángeles.
Fray
Diego de Orgaz ahuyentando las tentaciones
Zurbarán ha desdoblado la escena y mientras, en
primer plano, fray Diego de Orgaz combate las tentaciones como un "Hércules cristiano"; en el ángulo
superior, el citado lego jerónimo se encomienda arrodillado a la Virgen de
Guadalupe, cuyas fervorosas preces le libraran finalmente de sus males. Este
último asunto, visible por estar perforado el muro de la iglesia, ofrece varios
aspectos de interés: en primer lugar, complementa la lectura iconográfica
del cuadro; además, introduce un chispazo de luz dentro del justificado
tenebrismo del lienzo por desarrollarse la acción durante la noche y, por
encima de todo, efigia a la Patrona del Santuario. Fue la única vez que
Zurbarán retrató a la Virgen de Guadalupe en el ciclo de la Sacristía.
En la composición principal, Zurbarán encaja
varios fragmentos procedentes de los Trabajos de Hércules, que pintó en Madrid
para decorar el Salón de Reinos, del Buen Retiro. La postura de fray Diego de
Orgaz combatiendo a las bestias se inspira en la de Hércules cuando mata a la
Hidra de Lerma; la cabeza del león que figura en primer plano con las fauces
abiertas es igual a la del león de Nemea, y los árboles que enmarcan el paisaje
del fondo son similares a los dispuestos en el pugilato de Hércules contra Gerión.
Sus conocidas limitaciones como animalista
vuelven a sobresalir en la torpeza con que capta al león y al oso, de
apariencia grotesca. Más entonado se encuentra el ambiguo y andrógino personaje
que les acompaña, dotado de lengua y garra de serpiente. Recuerda a las
máscaras carnavalescas y a los disfraces usados por el cortejo que escolta a la
tarasca durante la festividad del Corpus, pudiendo así mismo vincularse con la
galería de "súcubos" que luego representará en el cuadro de la
Tentaciones de San Jerónimo, situado en la capilla neja de la Sacristía.
Retrato
de fray Gonzalo de Illescas, obispo de Córdoba
Aquí muestra a uno de los grandes patriarcas de
la orden, Fray Gonzalo de Illescas, sentado en su despacho en actitud de
escribir. Tras él, una ventana abierta nos muestra una escena secundaria,
aludiendo a las virtudes de su Orden y a las del propio fraile: se trata de
unos pobres recibiendo limosna de un monje jerónimo, lo cual nos indica que la
escena es una alegoría de la caridad. Fray Gonzalo se encuentra en un interior,
prodigiosamente reflejado. El cortinaje rojo, de abundantes y gruesos plegados,
nada tiene que envidiar al colorido veneciano que periódicamente estuvo de moda
en Sevilla. La mesa sobre la que el padre escribe muestra una naturaleza muerta
al más puro estilo de la vanitas: la calavera que recuerda la mortalidad del
ser humano, el reloj de arena aludiendo al paso del tiempo, y los libros que
nos hablan de lo efímero del conocimiento. Zurbarán se muestra como un genio
único en la plasmación minuciosa de estos trocitos de realidad a los que dota
de tal relevancia que su significado nos lleva a otra realidad distinta. El
fraile mira de frente al espectador, con un gesto severo e inquisitivo. Su
rostro es tan verista como el retrato más fiel, aunque Zurbarán no solía
retratar a los monjes objetos de la serie. Su gesto solemne y autoritario se
explica por una vida llena de honores: Gonzalo de Illescas llegó a obispo de
Córdoba y Consejero del rey Juan II. En esta obra se aprecia cómo la paleta del
pintor se ha iluminado un tanto más que en su época más tenebrista.
La misa
milagrosa del Padre Cabañuelas
El Venerable padre Cabañuelas, o fray Pedro de
Valladolid, que era su nombre en religión, protagonista del suceso prodigioso
que nos ocupa, fue uno de los eximios varones que ilustraron con su virtud la
incipiente vida religiosa en el cenobio guadalupense en los primeros tiempos de
su establecimiento en él de la Orden de San Jerónimo, en 1389.
Son los discípulos aventajados, él y otros más,
del Venerable padre fray Fernando Yáñez de Figueroa, ilustre cacereño de la más
rancia nobleza y primer prior del monasterio, que brillan por su santidad a lo
largo de la primera mitad del siglo XV, algunos de los cuales, ocho en total,
han quedado inmortalizados por el pincel de Zurbarán en otros tantos lienzos de
los once que decoran la sacristía del Santuario de Guadalupe. Los tres
restantes son escenas de la vida de San Jerónimo.
El padre Cabañuelas abrazó, siendo muy joven,
la vida religiosa y siempre se distinguió por su acendrada devoción a la
Eucaristía, en cuya contemplación y meditación gastaba gran parte de las horas
del día y de la noche. Pero quiso el Señor aquilatar aquella su fe en el gran
Misterio, permitiendo al enemigo de las almas viniera a turbar su imaginación
con terribles dudas sobre la presencia real de Cristo en el Sacramento del
Altar, dudas que se acrecentaban hasta producirle tremenda angustia, mientras
celebraba el Santo Sacrificio.
El suceso milagroso que disipó todas sus dudas
y le curó radicalmente de todas sus incertidumbres para el resto de su vida,
podemos situarlo cronológicamente hacia 1420, como a los cincuenta años de su
edad, y es él mismo quien nos lo refiere, aunque en tercera persona, en una
relación que de su puño y letra se halló entre sus papeles después de su
muerte, y que transcribimos a continuación.
"A un fraile de esta casa, dice, acaeció
que un sábado, diciendo Misa, después que hubo consagrado el Cuerpo de Nuestro
Señor Jesucristo, vio una cosa como nube que cubrió el ara y el cáliz, de
manera que no veía otra cosa sino un poco de la cruz que estaba detrás del ara,
lo cual le puso gran temor y con muchas lágrimas rogaba al Señor que pluguiese
a su piedad de manifestarle qué cosa era aquélla y lo librase de tan gran
peligro. Y estando así muy atribulado y espantado, poco a poco se fue quitando
aquella nube; y, desde que se quitó, no halló la Hostia consagrada y vio la
hijuela que estaba sobre el cáliz, quitada; y acató en el cáliz y lo vio vacío.
Y cuando él vio esto, comenzó a llorar muy fuertemente, demandando misericordia
a Dios y encomendándose devotamente a la Virgen María.
"Y
estando así afligido, vio venir la Hostia consagrada puesta en una patena muy
resplandeciente, y púsose sobre el cáliz; y comenzó a salir de ella gotas de
sangre, en abundancia. Y desde que la sangre hubo caído en el cáliz, púsose la
hijuela encima del cáliz y la Hostia encima del ara, como antes estaba. Y el
dicho fraile, estando así muy espantado y llorando, oyó una voz que le dijo:
Acaba tu oficio, y sea a ti en secreto lo que viste".
El momento en que Zurbarán lo representa en el
lienzo, uno de los mejores, junto con "La Perla", por la belleza de
su composición, expresión de los rostros, luminosidad y colorido, de cuantos salieron
de su pincel, es aquel en que, viendo aparecer de nuevo por el aire la
resplandeciente patena con la Hostia consagrada, cae de rodillas, entre atónito
y arrobado, reconociendo y rindiendo su inteligencia a la evidencia del
milagro, mientras que el lego que le servía, de rodillas también, semeja no
haberse percatado lo que también hace notar el padre Cabañuelas en su relación
del prodigio eucarístico operado en aquella "Misa milagrosa".
El hecho fue pronto conocido y divulgado por
todos los ámbitos de la nación, y hasta los mismos reyes de Castilla, don Juan
II y su esposa doña María de Aragón, junto con el príncipe don Enrique, el
futuro Enrique IV, acudieron a Guadalupe, por conocer y tratar al siervo de
Dios, elegido ya a la sazón prior del monasterio, quedando tan prendados de su
virtud y santidad, que la reina le eligió por su consejero en materias del
espíritu, y mandó en su testamento que, cuando trajeran sus restos al
Santuario, colocaran a su lado los del padre Cabañuelas, como en efecto se hizo.
Aún nos queda un precioso testimonio de la
"Misa milagrosa": los
corporales y la hijuela, con unas gotas de sangre, usados en la misma,
reconocidos ante notario apostólico en el siglo XVII, fueron declarados
auténticos y son hoy la más preciada reliquia con que se honra el relicario
guadalupense, como fueron también preclara reliquia eucarística, expuesta a la
veneración de los fieles, entre dos velas encendidas, en el Congreso
Eucarístico Nacional de Toledo, octubre de 1926.
El padre Cabañuelas murió el 20 de marzo de
1441, en olor de santidad, muy querido y venerado de todos.
La
Apoteosis de San Jerónimo
La Apoteosis de san Jerónimo. Sin duda alguna,
viene a representar el momento cumbre de la madurez del pintor, con un lenguaje
barroco, donde el fondo y la forma se aúnan para dar como resultado una obra
maestra. La calidad del paisaje y el volumen de la figura del santo son
impresionantes. Sin embargo, son notas a las que nos tiene acostumbrado el
pintor, aunque aquí alcancen calidades insuperables. Lo que nos parece más
novedoso es el tremendo esfuerzo que Zurbarán realiza para procurar disipar el
habitual estatismo, tan característico en sus cuadros, creando un espacio muy
dinámico por el continuo movimiento de los ángeles que en tropel y cada uno a
su aire, se esfuerzan por contribuir a elevar la nube donde está el santo. Este
esfuerzo del maestro por configurar la escena en total libertad de movimiento,
es del todo de admirar, sobre todo si se piensa que Zurbarán no siente a penas
interés por el escorzo, ni por la agitación barroca. Ese gusto por las figuras
que arquean su cuerpo para que las veamos hundirse en la profundidad, que
conocemos en Caravaggio o en Ribera, se encuentra reñido con su amor a las
composiciones reposadas y tranquilas, en las que el esfuerzo físico no existe y
los arrebatos son casi siempre espirituales. Probablemente, Zurbarán no parece
tener un gran dominio del espacio. Angulo, al respecto, dice: "acaso no hubiera sido capaz de crear
composiciones complicadas y movidas". Pero también es verdad que el
maestro prefiere siempre escenas sencillas en apacible quietud. Aun así, se
esfuerza a veces en tratar de plasmar el movimiento porque sabe que el gusto de
la época así lo demanda; aunque ello le supone trabajosos esfuerzos para poder
captar en el espacio figuras en dinámicas actitudes, cuyos resultados no son
siempre los deseados. Como, por otra parte, trabaja sin descanso para poder
satisfacer los encargos y las necesidades económicas de su familia, no puede
ocuparse en realizar todos los estudios previos, que serían necesarios para
mejorar su dominio espacial y el movimiento. Recurre, por tanto, muchas veces a
tomar y adaptar a su estilo, el trabajo realizado por otros artistas. Así,
grabados, dibujos, bocetos y pinturas ajenas pasan directamente a sus obras.
Pese a todo, su talento es indiscutible, sobre todo, cuando se piensa en su capacidad
para crear composiciones impecables y del todo originales.
La Apoteosis de san Jerónimo despertó siempre
entre los estudiosos de la obra del maestro una devoción casi mística. Sin
embargo, en algunos la admiración se fundía con el escepticismo al considerar
cómo había podido lograr el extremeño de forma tan conjuntada y armoniosa la
agitación más dinámica de toda su obra, teniendo en cuenta sus carencias y lo
poco proclive al desarrollo de escenas en movimiento. Milicua fue el primero en
resolver la incógnita al advertir la utilización de modelos rubenianos. En
efecto, Zurbarán hace suyos, sin ningún reparo, algunas figuras de ángeles que
acompañan a la Virgen en su camino hacia el cielo, pertenecientes al lienzo la
Asunción, obra de Rubens, realizada entre 1615-1618, y destinada a Notre-Dame
de la Chapella de Bruselas, hoy en la Academia de Düsseldorf. Está claro que
Zurbarán, como en tantas ocasiones, debió utilizar grabados o estampas
relativas al cuadro, modelos de inspiración. En este sentido, Pérez Sánchez
dice que cuando muere, en el inventario de su pobre ajuar aparecen unos
cincuenta grabados, instrumentos de trabajo, "resobados del pasar y repasar ante cada nuevo encargo. El asidero del
pobre provinciano".
Las
Tentaciones de San Jerónimo
Relata una de las pruebas a que fue sometida la
santidad de San Jerónimo: habiéndose retirado de las galas mundanas, entre las
que se contaba el cargo de cardenal, San Jerónimo se recluyó en una cueva del
desierto para meditar y hacer penitencia. Su resistencia se vio tentada por la
aparición de una corte de hermosas jóvenes que intentaron inclinarle hacia los
placeres de la carne y los sentidos. El modo que Zurbarán tiene de representar
la escena se aleja bastante del matiz erótico que tradicionalmente se atribuye
a este episodio. De este modo, en vez de unas lujuriosas cortesanas nos
presenta unas tímidas damiselas, vestidas de igual manera que sus vírgenes
mártires (ver por ejemplo Santa Apolonia), que parecen dar una serenata al
anciano más que tratar de provocar sus bajos instintos. El artista caracteriza
al santo para evitar confusiones con otro episodio de similar talante, como es
el de las Tentaciones de San Antonio: para diferenciar a San Jerónimo, lo
presenta como un anciano enjuto por el ayuno y la penitencia, con los purpúreos
ropajes cardenalicios enrollados a la cintura para dejar el pecho descubierto.
El santo se golpeaba con una piedra en el pecho desnudo para de esta manera
expiar sus pecados. La boca de la cueva presta un telón oscuro tanto al personaje
como al estupendo bodegón que hay en el centro: configurado como una "Vanitas", muestra los temas
perennes de la meditación sobre el ser humano, con los libros como símbolo del
conocimiento y la calavera como símbolo de la muerte. La técnica empleada es la
de sus mejores años, el tenebrismo, ejecutando con gran maestría un brillante
juego de luces y sombras. De este modo consigue destacar casi con violencia las
partes iluminadas que más le interesan: el macilento cuerpo del viejo, las
hojas amarillas de los libros y las hermosas pieles de las jóvenes así como sus
vestidos y sus instrumentos musicales, tradicionalmente asociados con el pecado
de lujuria.
Los
Dominicos de Sevilla
El
colegio de Santo Tomás
Como muchas de las grandes órdenes
del siglo XVII, los dominicos fundaron, en Sevilla, un colegio al lado del
convento. El objetivo era el de contribuir a la propagación de las ideas
aprobadas en el Concilio de Trento. Los dominicos españoles tenían ya varios
colegios que habían sido fundados después de la Reconquista. Para el altar
mayor, Zurbarán pintó su magnífico cuadro el Triunfo de Santo Tomás
Aquino (5,20 m. x 3.46 m. que actualmente se halla en el Museo de Bellas
Artes de Sevilla), cuadro que robó Soult para ofrecérselo al Museo Napoleón,
reservándose el de San Andrés (Budapest, Szépmüveszeti Muzeum) para su
propia colección.
En este cuadro, sobre un fondo con un cielo
tormentoso, San Andrés, detenido ante la cruz de su suplicio lee un libro
santo. Su cara y su mano derecha están tratadas de manera muy realista.
Tres rayos de luz iluminan, oblicuamente, el cuadro: la sien derecha del santo,
la barba y el libro. Un gran manto ocre, de pliegues muy simples, cubre su
cuerpo y consigue atemperar, con su suave tonalidad, los contrastes de la parte
superior del cuadro.
El
Triunfo de Santo Tomás Aquino, 1631. Museo BB.AA. Sevilla
Zurbarán recibió el encargo de pintar esta
Apoteosis, al tiempo que se le daban precisas instrucciones acerca de su
ejecución: tamaño de la obra, colocación, tema, personajes, etc. El lienzo,
enorme, habría de colocarse en el Colegio de Santo Tomás de Sevilla. Este
colegio formaba doctores, por lo que el tema no es sino una exaltación de la
propia labor del Colegio y sus monjes. Santo Tomás de Aquino es una de las
figuras más relevantes de la teología cristiana. Se le nombró Doctor de la
Iglesia en 1567. Por su importancia aparece rodeado de los cuatro Padres de la
Iglesia, otros tantos personajes fundamentales para la elaboración de la
doctrina. A su derecha se encuentran conversando San Ambrosio y San Gregorio; a
su izquierda, San Jerónimo, de rojo cardenalicio, y San Agustín. Los cinco
intelectuales se encuentran en el plano superior del cuadro, que simboliza en
mundo divino. Sobre sus cabezas, el cielo en pleno asiente a sus conclusiones:
destacan Dios Padre y Dios Hijo con la cruz. A estas dos figuras trinitarias se
añade en el centro la paloma del Espíritu Santo, que ilumina con sus rayos a
Santo Tomás. En el plano inferior se encuentra representada la tierra: los
personajes principales de la Orden y nada menos que el emperador Carlos V.
Su presencia se explica porque fue él quien facilitó los terrenos y la dote
necesaria para la construcción y puesta en marcha del Colegio. A lo largo de su
vida, el emperador ofreció su patronazgo continuo a los monjes y sus alumnos.
San
Andrés
Óleo sobre lienzo y mide 146 cm de alto
por 60 cm de ancho. (Budapest, Szépmüveszeti Muzeum)
En este cuadro, sobre un fondo con un cielo
tormentoso, San Andrés, detenido ante la cruz de su suplicio lee un libro
santo. Su cara y su mano derecha están tratadas de manera muy realista.
Tres rayos de luz iluminan, oblicuamente, el cuadro: la sien derecha del santo,
la barba y el libro. Un gran manto ocre, de pliegues muy simples, cubre su
cuerpo y consigue atemperar, con su suave tonalidad, los contrastes de la parte
superior del cuadro.
El
convento de San Pablo el Real
En 1626, el convento de San Pablo el Real,
le encargó veintiún cuadros (catorce de ellos basados en la vida de Santo
Domingo, séptimo de los Doctores de la Iglesia). Los cuatro primeros
doctores eran: Ambrosio, Jerónimo de Estridón, Agustín de
Hipona y Gregorio Magno; los Dominicos añadieron como tales
a Domingo de Guzmán, Tomás de Aquino y Buenaventura. Solo se
conservan cinco de estos cuadros. De este ciclo solamente dos lienzos están en
el edificio para el que se realizaron, es decir, en la iglesia sevillana
de La Magdalena, mientras que en el Museo de Sevilla se encuentran tres de los
cuatro Padres de la Iglesia. Los lienzos que se conservan en la iglesia de La
Magdalena tienen como temas la Aparición de la Virgen a los monjes de Soriano y
la Curación milagrosa del beato Reginaldo de Orleáns.
San
Ambrosio
Como protagonista único está San Ambrosio
(Tréveris, c. 339-Milán, 397), alto funcionario romano, que fue nombrado obispo
de Milán, capital del imperio de Occidente, por aclamación popular cuando era
todavía un simple catecúmeno. La obra ingresó en el Museo de Bellas Artes de
Sevilla con el título de Santo Obispo, pero fue identificado gracias a la
inscripción parcialmente borrada situada en la parte superior izquierda del
cuadro. Es en estas grandes y expresivas figuras aisladas donde Zurbarán
muestra sus mejores capacidades artísticas. Siluetas monumentales,
impresionantes, emergen de un fondo oscuro iluminado desde la izquierda por una
fuente de luz invisible. Esta iluminación a lo Caravaggio acentúa la
increíble plasticidad de las formas. El rostro del santo, muy caracterizado, es
el retrato de un hombre sumido en una intensa meditación. Las dotes de
retratista del joven Zurbarán aparecen ya claramente definidas desde sus obras
más tempranas.
Santo
Domingo en soriano, 1626. Parroquia Santa María Magdalena
Este enorme cuadro forma pareja con la Curación
Milagrosa del Beato Reginaldo de Orléans, aunque la diferencia de estilos hace
difícil emparejarlos. La explicación estriba en el grado de intervención del
maestro en ambos. Mientras que en la Curación... parece evidente un mayor trabajo
del taller, en este Santo Domingo es Zurbarán quien se ocupa de la realización
casi en su totalidad. La obra relata un milagro de la Orden dominica, que fue
la que encargó la pareja y que estaba ubicada en el Convento de San Pablo, de
clausura. Cuenta la aparición milagrosa de la Virgen del Rosario, bajo la
apariencia de una joven de delicada hermosura, a un fraile dominico del
convento italiano de Soriano. Situada junto a la Magdalena, la Virgen muestra
al dominico un retrato sostenido por Santa Catalina. Se trata del verdadero
retrato del fundador de su Orden, Santo Domingo. El espacio que contiene la
escena ha desaparecido en una absoluta oscuridad que se pone al servicio de las
figuras, fuertemente destacadas por las luces y los brillantes coloridos de sus
ropajes. El lienzo debía ser contemplado por la comunidad de monjes recluidos,
para los que se pone como llamada de atención una hermosísima María Magdalena,
que con su mirada directa atrae los ojos del espectador para introducirlo en el
asunto del óleo. La santa, antigua pecadora, aparece como una joven con los
pies desnudos y los cabellos sueltos sobre los hombros. Una imagen de evidente
atractivo estético.
Los
encargos reales
En 1634, Zurbarán se encontraba en Madrid,
y fue invitado por el rey para que, en unión de otros pintores —entre ellos
Velázquez—, decorara el Salón de Reinos del nuevo palacio real
del Buen Retiro. De las doce victorias militares del reino, él pintó una; La
Defensa de Cádiz contra los ingleses (Museo del Prado). Además ilustró
diez episodios de la vida de Hércules (Museo del Prado), ancestro
mítico de la rama española de los Habsburgo. Estos cuadros, pintados a la
mayor gloria de Felipe IV y de Olivares, no constituyen, ciertamente,
lo mejor de su obra, ya que el héroe debía representarse semidesnudo, y
Zurbarán no dominaba la anatomía, por su mayoritaria producción religiosa.
Defensa
de Cádiz contra los ingleses, 1634 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 302 x 323 cm. Museo del
Prado
El hecho representado es la defensa de
Cádiz frente al ataque, iniciado el primero de noviembre de 1625, de una
escuadra inglesa compuesta por cien naves y diez mil hombres al mando de sir
Henry Cecil, vizconde de Wimbledon. La defensa de la plaza estuvo al mando de
don Fernando Girón y Ponce de León, veterano militar de las campañas
de Flandes y consejero de guerra, que había sido nombrado gobernador
por el rey, tras ofrecerse él mismo en un discurso que pronunció el 8 de
febrero de 1625 ante el Consejo de Estado. Enfermo de gota y prácticamente
impedido, tuvo que dirigir las operaciones, como muestra el cuadro, sentado en
un sillón. Le auxiliaron en las operaciones el duque de Fernandina,
don García de Toledo y Osorio, al mando de doce galeras, el marqués de
Coprani, don Pedro Rodríguez de Santisteban (quien, acompañado por el marqués
de Torrecuso y el almirante don Roque Centeno, mandaba otros catorce navíos
recién llegados de Indias) y el octavo duque de Medina Sidonia, don
Manuel Pérez de Guzmán, quien movilizó las milicias de los pueblos cercanos
llegando a reunir 6.000 hombres. Los ingleses entraron en el puerto de Cádiz el
primero de noviembre y, tras cañonear y lograr la rendición del fuerte del
Puntal, desembarcaron 10.000 hombres que se apoderaron de la Almadraba de
Hércules, pero vieron su avance detenido ante el puente de Zuazo,
defendido por el marqués de Coprani y el corregidor de Jerez, Luis
Portocarrero. Desmoralizados y hostigados por las fuerzas españolas,
abandonaron el campo de batalla el día 8 dejando sobre él 2.000 hombres entre
muertos y ahogados, al reembarcarse con la prisa de tomar sus esquifes,
según expresión del cronista Matías de Novoa. Como otras acciones de guerra
conmemoradas en el Salón de Reinos, está dio lugar a una pieza
teatral: La fe no ha menester armas y venida del inglés a Cádiz, de
Rodrigo de Herrera. Como ha hecho notar Patricio Prieto Llovera, en el lienzo
se identifican perfectamente las diversas partes del campo exterior
de Cádiz y se aprecian las escaramuzas navales y las luchas alrededor
del fuerte del Puntal y de la Almadraba de Hércules. En el primer plano,
sobre las murallas, en la zona hoy conocida como Puerta de Tierra, aparece a la
izquierda, don Fernando Girón, sentado, con una muleta en la mano
izquierda y la bengala, o bastón de mando, en la derecha. El personaje al
que Girón transmite sus órdenes, y que está de pie en el centro, es,
sin duda, como ya señaló Ceán, don Diego Ruiz, su teniente de maestre de campo.
El resto de los personajes han sido identificados, tentativamente, de forma
diversa. Es muy probable que el caballero santiaguista que está junto a Ruiz y
vuelve la cabeza hacia los tres de la derecha sea don Lorenzo Cabrera y Orbera
de la Maestra, corregidor de Cádiz y castellano de su fortaleza, que
estaba mutilado del brazo izquierdo por acción de guerra. No existen indicios
fiables para fijar la identidad del resto de los personajes. El que aparece a
la izquierda, tras Girón, ha sido identificado a veces (por Ceán y otros)
como el duque de Medina Sidonia, pero dada su posición subalterna y
teniendo en cuenta que lleva un papel en la mano, es posible que, como apuntara
Serrera sea simplemente un ayudante o el secretario de Girón. La carta de
pago y finiquito publicada por Caturla muestra que Zurbarán cobró 1.100 ducados
por los diez quadros de pintura de las fuerzas de Hércules y dos
lienzos grandes que ha hecho del Socorro de Cádiz [...] para el Salón
grande del Buen Retiro. El registro de dos cuadros de Zurbarán relacionados
con el Socorro de Cádiz, plantea un problema que hoy no estamos en
disposición de resolver. El registro en el inventario de 1701 del cuadro
desaparecido en la Guerra de la Independencia (Otra [pintura] [...] del Marqués
de Caderita con la Armada de España) no ayuda a esclarecer la cuestión y no hay
dato alguno que parezca referirse al segundo lienzo realizado por Zurbarán.
Hércules vence
al rey Gerión, 1634.
Óleo sobre lienzo, 136 x 167 cm. Museo del
Prado
En las narraciones clásicas, la muerte
a Gerión, rey tiránico asentado en España, sería uno de los
últimos trabajos de Hércules, realizado una vez que se habían asentado las
célebres columnas de Calpe y Abyla. La fertilidad de las tierras españolas y la
abundancia del ganado atrajeron a Hércules, que tuvo que acabar con la
vida de Gerión para apoderarse de esas riquezas.
Aunque sin obviar en su relato los intereses de
Hércules, Baltasar de Vitoria justifica la muerte de Gerión por ser
un usurpador. Poner fin a la vida de este rey respondería a una misión divina,
una opinión de Santo Tomás que el mismo Vitoria recoge a propósito de la muerte
de Busiris en Egipto, también a manos de Hércules: El que mata a un tirano, hace un gran
servicio a Dios. Fiel a la concepción general de la serie del Salón
de Reinos, Zurbarán ha ilustrado el momento en el que el héroe mata a
Gerión y, por tanto, cumple la tarea encomendada. Sin embargo, el pintor
ofrece interesantes variaciones al esquema general; por un lado muestra a
Hércules de espaldas, siguiendo un modelo anatómico deudor de una estampa
de Durero en la que también se representa al hijo de Júpiter,
aunque adaptando esa imagen al personaje que había concebido para todo el
conjunto, un hombre para nada idealizado, como demuestran los pliegues que
dibuja en su cintura ya madura. Llamativa es también la posición de Gerión,
caído en tierra tras recibir la embestida. Desconocemos de qué fuente se valió
el artista para plasmar este osado escorzo que, tal y como se ha sugerido en
alguna ocasión para los desnudos de esta serie, pudo también basarse en
estudios del natural. También resulta interesante la representación del paisaje
que envuelve la escena, en este caso y en contraste con el naturalismo de las
figuras, de raigambre clasicista. En un claro de este frondoso ambiente, se ha
incluido lo que parece una arquitectura en ruinas. Para Serrera se trataría de
una referencia al faro de Hércules del que habla Pérez de
Moya: Edificó [Hércules] una soberbia torre que tenía ojos para ver los
que a aquel puerto venían [...], con cuya claridad los navíos podían andar de
noche.
Hércules y
el jabalí de Erimanto, 1634.
Óleo sobre lienzo, 132 x 153 cm. Museo del
Prado
No es este trabajo del jabalí de Erimanto un episodio muy
divulgado entre los realizados por Hércules.
En apariencia se trata de una nueva demostración de la capacidad del héroe para
vencer el mal y salvar a los hombres de sus desmanes. La representación
de Zurbarán coloca al personaje en
primer plano, centrando la composición, en el momento en que se dispone a
abatir al jabalí de tamaño colosal que asolaba las tierras del monte Erimanto, en la Arcadia, donde atacaba los rebaños y
atemorizaba los pastores. Hércules terminó
con el fiero animal ayudado de la clava, devolviendo la paz a las tierras antes
asoladas y, para satisfacer la gran curiosidad de Euristeo, rey de Micenas, transportó hasta la ciudad griega
el jabalí, cargándolo en sus espaldas. Esa parte de la historia también está
ilustrada en el ángulo derecho de esta tela. Baltasar de Victoria relaciona
este episodio con el del jabalí de Calidonia, y resalta la hazaña del hijo
de Zeus al definir el jabalí como un
animal furioso y vengativo, y afirmar que los Poetas, para denotar a un
hombre que es amigo de venganzas y demasiado atrevido, le comparan al jabalí
corajudo. Vemos pues que, en esta aproximación al mítico pariente del
monarca español, se insiste en la capacidad del mismo para vencer a sus peores
enemigos. Como fuente inspiradora de la figura de Hércules se ha señalado la estampa
de Cornelis Cort que ilustra el
trabajo en el que el héroe acaba con la hidra de
Lerna, aunque invirtiendo la disposición. No obstante, el modelo
más directo pudo hallarlo Zurbarán en
una de las figuras que aparecen, en casi idéntica actitud, en la estampa
de Hércules con los pigmeos. En
cualquier caso, el pintor extremeño logra una composición muy semejante a la
conseguida en la lucha con la hidra de
Lerna; una disposición muy abierta para el protagonista,
propiciada por la forzada situación de brazos y piernas y una musculatura muy
modelada, resaltada por una iluminación efectista que hace destacar a Hércules sobre todo el conjunto. La
cabeza se traza con pequeños toques de color aplicados sobre el rojo de la
imprimación, consiguiendo con ello una resolución pictórica sencilla y
efectista. Al mismo tiempo, esta entonación de base, que también se trasluce en
las manos, da un aspecto realmente peculiar al héroe, con una tez quemada por
el sol, y unos cabellos muy oscuros que otorgan, cuando menos, un tono muy
castizo al personaje.
Hércules separa
los montes Calpe y Abyla, 1634.
Óleo sobre lienzo, 136 x 167 cm. Museo del
Prado
Esta es una de las hazañas del héroe griego que
tuvieron como escenario la Península
Ibérica y sirvieron para considerarle antecedente mítico de
la monarquía hispánica.
Hércules aparece en el
centro de la composición en un momento de gran esfuerzo; las piernas abiertas y
ligeramente flexionadas, el tronco doblado hacia el frente, la cabeza agachada
y los brazos apoyados en dos empuñaduras metálicas que, clavadas sobre dos
enormes peñascos, ayudan al personaje a mover esas rocas. Entre ellas, se abre
una pequeña porción de mar, situada aquí justo en el centro de la composición.
Esta escena recoge uno de los últimos trabajos del hijo de Júpiter, aunque su identificación concreta
ha ido cambiando a lo largo del tiempo, y su simbología como emblema es de las
más complejas de la serie. En la Testamentaría de Carlos II el tema se registra
equivocadamente como un Hércules sosteniendo
la bóveda celeste -cuando Hércules fue Atlante del mundo-, y Tormo, en 1911,
identificó el episodio como el de la separación de Calpe y Abyla, un tema prácticamente
inexistente para los autores del mundo clásico, como señaló López Torrijos. Esta
estudiosa rechaza la interpretación de Tormo por considerar que solamente Séneca hizo referencia al episodio, sin
tener repercusión alguna en los autores españoles, más atentos a relatar la
colocación de las dos célebres columnas, con el episodio Non plus ultra, que cambiaría luego Carlos
V, gracias a sus territorios ultramarinos, por el Plus Ultra. Recuerda López Torrijos que,
según textos como la Historia general de España del padre Mariana, las columnas eran en realidad
dos peñascos que sirvieron para estrechar el paso de agua entre el Atlántico y el Mediterráneo. Ahondando
en esta idea, López Torrijos señala la actitud de Hércules en este lienzo, tirando para
sí de las empuñaduras, reflejando la actitud de acercar los dos peñascos; una
observación que parece convincente, y que reforzaría la visión del monarca
español como cohesionador y no separador de tierras y reinos. Conviene recordar
sin embargo que Baltasar de Victoria, una década antes de la realización de
esta serie, citó expresamente el episodio de la separación de los montes. En
cualquier caso, tanto en la narración de Mariana como en la de Vitoria, se hace
referencia a la relación de Hércules con España y la creación de la divisa de
los Austrias, lo que justificaría
sobradamente la inclusión del episodio en el ciclo y su especificidad
marcadamente hispánica. La composición de esta tela mantiene la formulación de
todo el conjunto, centralizada en la esforzada acción del héroe, concebido con
un difícil escorzo para el que por el momento no se ha encontrado referente
visual anterior y que, igual que sucede con el resto de obras que componen la
serie, fue pensada para ser vista desde abajo. Son especialmente interesantes
las soluciones pictóricas aportadas por el extremeño para resolver las distintas
zonas de la obra. El pintor aboceta de forma muy sumaria las rocas y el fondo
marítimo, y anima este último mediante pequeñas y puntuales pinceladas más
empastadas. En el cuerpo de Hércules,
aplica el color en densidades diferentes que sirven para dar coherencia
anatómica a este complicado escorzo.
Hércules y
el toro de Creta, 1634.
Óleo sobre lienzo, 133 x 152 cm. Museo del
Prado
Por indicación de Euristeo, Hércules acabó
con el Toro de Creta, un peligroso y feroz
animal que provocaba desolación y muerte en Creta.
El Toro de Creta era un hermoso
animal cuyo sacrificio ritual había solicitado Poseidón al
rey de Creta. Este prefirió sacrificar a otro
animal, despertando por ello la ira del dios, que se vengó provocando la unión
carnal de su mujer y el toro, y el consiguiente nacimiento del Minotauro. Hércules persiguió
y venció al extraordinario animal, y lo llevó a Micenas.
Como ya sugirió Rosa López Torrijos, al igual que en las luchas contra Anteo, el Cancerbero, el león de Nemea, la hidra de Lerna o el jabalí de Erimanto, este episodio puede
verse como una referencia mitológica a las batallas que los ejércitos de la
corona española mantuvieron con los holandeses, ingleses o franceses a lo largo
del reinado filipino, a los que Felipe IV sometió,
y cuya plasmación victoriosa se reflejaba en las paredes del Salón de Reinos. Serrera, por su parte, da
un matiz especial a este episodio al subrayar el simbolismo marcadamente
español del toro, por lo que de la pintura podría derivarse una lectura en
clave peninsular: Al igual que Hércules fue
quien controló la fuerza bruta del animal, el gobernante sabio y poderoso es el
único que puede controlar a los pueblos, en este caso los reinos.
El aire altivo del héroe y el sumiso del toro
evidencian los ideales políticos de Olivares. La
colocación de Hércules en el
centro de la pintura, con el cuerpo fuertemente iluminado y la cabeza en
penumbra, destacado sobre el fondo oscuro, sigue la misma disposición de las
figuras de toda la serie, aunque es uno de los ejemplares más interesantes de
todo el conjunto. Zurbarán recurrió,
como en otras obras de la serie, a Cornelis Cort para
las posiciones del personaje principal y del toro. Para el primero, se basó
parcialmente en la figura del héroe atacando a la hidra, aunque suavizó el
tratamiento anatómico por medio de un sutil modelado pictórico. El toro, tan
solo esbozado, realizado con muy pocos trazos, debe relacionarse con la estampa
donde se representa la lucha con Aqueloo.
Un elemento muy importante en el lienzo es el paisaje fluvial, una masa de agua
circundada por una frondosa arboleda, a espaldas del hijo de Júpiter, en el lado derecho. La concepción
de las copas de los árboles o el tratamiento minucioso que da a la rama del
primer término, recuerda desde luego otros fragmentos del paisaje incluidos
por Zurbarán en sus composiciones
religiosas. Serrera lo creyó derivación tanto del mundo flamenco como de Velázquez: El pintor se recrea en su
ejecución, consiguiendo uno de sus mejores logros como paisajista, aunque
también parece estar imbuido del paisaje clasicista italiano.
Hércules y
el Cancerbero, 1634.
Óleo sobre lienzo, 132 x 151 cm. Museo del
Prado
El último de los docejos clásicos de Hércules tiene lugar en el infierno, el
reino de la oscuridad guardado por el Cancerbero, un terrorífico perro provisto
de tres cabezas que permitía la entrada, pero no la salida, de quienes osaban
traspasar la puerta que el monstruo custodiaba. Euristeo encargó
a Hércules bajar a los infiernos para atrapar al can y llevarlo ante su
presencia. El héroe hubo de doblegar al fiero guardián sin atacarlo, aunque lo
amenazó con la clava o garrote para poder encadenarlo. Así se ve en esta escena
emparentada con la representación de la lucha con la hidra de Lerna, tanto por la actitud de
Hércules como por la imagen que se ofrece de estos animales fabulosos. El
relato que sigue este lienzo es el que describe, con todo lujo de detalles y
fuentes, Baltasar de Vitoria, en
el que se habla de la corona de álamo como elemento que sirvió de protección al
hijo de Júpiter y que Francisco de Zurbarán se cuidó de
pintar rodeando la cabeza del héroe. Según refiere Vitoria, Hércules llegó a
los infiernos en la barca de Caronte,
pero antes cortó unos ramos de álamo blanco, que había muchos en aquella
ribera, y hizo una guirnalda de ellos, con los que rodeó sus sienes [...] para
su defensa [...]. Sobre la interpretación que puede hacerse de la captura
del Cancerbero por Hércules, podemos aludir, además de la consabida relación
entre la fuerza y astucia desplegada por Hércules y la manifestada por su
descendiente, el rey de España, la opinión de Juan Pérez de
Moya en su Filosofía secreta: Cancerbero
representa todos los vicios que Hércules venció y sojuzgó, alcanzando con
ello perpetua gloria y fama. Considerada por algunos estudiosos como una de las
mejores telas del conjunto zurbaranesco, esta obra nos muestra un excelente
modelado anatómico del héroe, manteniendo el mismo tipo popular y recio,
el Hércules Hispanicus de manos y rostro curtidos por el sol y
cabellos zaínos que se representa en todos los lienzos. Para la composición, el
pintor español se basó nuevamente en la serie de Cornelis Cort.
La disposición del héroe en este lienzo, se basa en la estampa que ilustra el
episodio de la muerte de la hidra de Lerna, mientras que la concepción del
perro y del entorno lo hacen de la estampa del mismo tema, aunque Zurbarán ideó un asfixiante escenario
en el que se preocupó por detallar, a pesar de la distancia a la que sería
colgada la obra, el chisporroteo del fuego, un efecto que desarrollaría aún más
en la Muerte de Hércules.
Hércules lucha
con la hidra de Lerna, 1634.
Óleo sobre lienzo, 133 x 167 cm. Museo del
Prado
En esta escena Hércules debe
enfrentarse a un animal fabuloso que representa un peligro para los hombres y
simboliza los males y los vicios a los que el hijo de Zeus y de Alcmena vence tras probar su astucia y
fuerza. El mal aparece representado por una sierpe de extraña figura con
muchas cabezas a la cual decían hidra y tenía tal naturaleza que por una cabeza
de aquellas que le fuere tajada le nacían tres, en manera que cuanto más
trabajaran en su muerte [...] tanto más ella por su naturaleza multiplicaba su
vida. Así inicia Enrique de Villena el
relato del terrible peligro que representaba la hidra, cuyo final habían
intentado los habitantes de la pantanosa región de Lerna, cerca de Argos, donde no había descanso ni paz a
causa del dañino monstruo. Para resolver esta situación, Hércules, cubierto con
la piel del león de Nemea que
ya había matado en el episodio anterior, tuvo que sustituir la fuerza por el
ingenio. La hidra fue acorralada y destruida por medio del fuego y enterradas
luego sus cenizas. En sintonía con otros de los cuadros de la serie, Zurbarán destaca la poderosa figura de
Hércules en el centro de la escena, en plena ejecución del castigo al monstruo
y fuertemente iluminado frente a la oscuridad que envuelve el fondo. De nuevo,
el pintor se apoyó para resolver la composición en las estampas de Cornelis Cort, tomando aspectos de varios
episodios de la serie flamenca, aunque especialmente de la del mismo tema,
donde figura también el sobrino del protagonista, Iolao. Éste, apareciendo por la derecha de
la escena, porta la tea encendida que consumaría la destrucción de la hidra. De
la misma estampa se toma el cangrejo situado a los pies del héroe -en el
grabado, asoman además una serie interminable de animales que incluía
escorpiones-, y de cuya presencia encontramos una explicación en la obra de
Baltasar de Victoria, quien cuenta que salió un cancro de la Laguna Lerna
a dar ayuda a la portentosa Hidra. Las principales diferencias con la
representación del grabador Cornelis Cort las
hallamos en el escenario donde transcurre el episodio, cerrado y claustrofóbico
en la pintura de Zurbarán, muy alejado
del exterior luminoso de la propuesta del flamenco. Varían también los tipos
humanos, revestidos en el lienzo de un carácter tosco y popular que quizás
pretendía españolizar el mito. Las bruñidas cabezas, ejecutadas de una manera
muy sumaria en relación con el modelado de los cuerpos, se destacan por su tono
tostado, como si estuviéramos ante aldeanos que se hubieran desprendido de su
vestimenta para la ocasión.
Hércules luchando
con Anteo, 1634.
Óleo sobre lienzo, 136 x 153 cm. Museo del
Prado
Hércules da muerte al
gigante norteafricano en una nueva demostración de su ingenio y fuerza, pues
hubo de elevarlo del suelo para acabar con este hijo de Gea, la diosa de la tierra, quien hacía
redoblar las energías del gigante cada vez que era derribado: Advirtiendo
Hércules el engaño de Anteo, en el aire lo
apretó tanto con los brazos, que lo mató y este fue el vencimiento de la
lucha. Esta cita de Juan Pérez de Moya la completa el mismo autor con una
sentencia moral que podría explicar la inclusión del episodio en la
serie: Hércules significa el varón
virtuoso que desea vencer el deseo de su carne, con quien tiene gran combate y
lucha de ordinario. La codicia o deseo carnal, se dice ser hija de la tierra,
entendida por Anteo, porque esta
codicia no nace del espíritu, sino de la carne, como dice el Apóstol. Una
apreciación en sintonía con lo que un siglo antes había manifestado el marqués de Villena: Anteo representa el apego del hombre a
los vicios carnales y, por tanto, contrario a Dios. Hércules,
y los que como él actúan, al acabar con este apego carnal, libran de tan
tiránica y viciosa servidumbre que roba a los súbditos suyos del cuerpo y del
ánima y la razón y celo, no consintiendo el hábito virtuoso. Más
recientemente se ha relacionado este episodio con las virtudes de Felipe IV como gobernante fuerte y
astuto que lograría acabar con todos sus enemigos por muy poderosos que ésos
fueran. Para idear este lienzo, el pintor adaptó la estampa que con el mismo
tema había realizado Hans Sebald Beham,
incorporando incluso el paisaje pedregoso del grabado, aunque convirtiendo el
fondo lumínico de Beham en una
oscura caverna, muy semejante a los fondos de todo el conjunto. Se suele
considerar que este es uno de los cuadros de menor calidad de toda la serie,
aduciéndose la participación del taller del extremeño, quien a buen seguro se
ocupó de la cabeza de Hércules que
mantiene la misma fisionomía y tono irónico y descreído que la del episodio en
el que el héroe varía el curso del río Alfeo.
Anteo presenta desde
luego algunos problemas en su concepción, que en parte debían quedar corregidos
en su colocación en el Salón de Reinos, a unos
tres metros del suelo. Pero hay que tener en cuenta que, en la composición de
esta pintura, Zurbarán se hubo
de enfrentar a una disposición de las figuras bastante problemática; el tema
condicionaba una solución en vertical de los dos gigantes y, sin embargo, la
concepción misma de la serie -de formato horizontal con la figura de Hércules en primer término y siempre a
la misma escala- constriñó a Anteo a
un espacio reducido, pegado a la parte superior del lienzo, lo que seguramente
impidió a Zurbarán concluir
el brazo y la mano izquierda del personaje.
Hércules desvía
el curso del río Alfeo, 1634.
Óleo sobre lienzo, 133 x 153 cm. Museo del
Prado
Hércules, situado en el lateral
izquierdo de la composición, mira ufano al espectador tras haber desviado el
curso del río Alfeo, cumpliendo
el desafío que le hiciera Augias, rey
de la Élide. La descripción de este episodio
en la Testamentaría de Carlos II como la limpieza de las caballerizas del rey
Eristeo es una referencia a los establos donde dormían tres mil bueyes,
muy llenos de estiércol, según cuenta Pérez de Moya, y que, por no haberse
limpiado nunca, contaminaban la región e impedían el desarrollo de la
ganadería. Hércules se comprometió a limpiarlos en un día, tras obtener la
promesa de Augias de recibir la décima parte del ganado. El éxito del trabajo
se debió a una combinación de astucia y fuerza que, sin embargo, no fue
recompensado según lo convenido, ya que, en opinión del rey, casi no había
tenido trabajo en limpiar aquellos establos, porque los necios dan premio a las
fuerzas y trabajos del cuerpo y no a las del ánima.
El significado de esta historia dentro de la
iconografía hispana del Salón de Reinos se
ha visto como una imagen del gobernante poderoso y victorioso que libera el
país. En palabras de Juan Miguel Serrera, el
estiércol de los establos del rey Elide hay que verlo como la representación de
los males que se abatían sobre España, cuya erradicación estaba en manos de sus
poderosos, pero al mismo tiempo magnánimos, gobernantes. Para Brown y
Elliot, este trabajo podría aludir a la acción de purificar el mundo de la
discordia. Este lienzo viene considerándose como uno de los mejores de la
serie. La composición está desde luego muy bien resuelta, desplazando a Hércules a un lateral, donde asienta su
poderosa figura en un escorzo subrayado por una iluminación procedente del
ángulo inferior izquierdo. Para Serrera, la posición del personaje resulta un
tanto forzada, explicable por la altura que debía ocupar en la sala, y que
corregiría las exageraciones anatómicas. En cualquier caso, parece evidente
que Zurbarán ideó un tipo humano poco
idealizado, como acredita el abdomen abultado del héroe o las marcadas arrugas
del rostro, un Hércules Hispanicus de semblante entre irónico y
descreído. La disposición del personaje parece depender de una estampa de
Hércules debida a Schelte à Bolswert incluida en la portada del libro de Girard
Thibault editado en 1628, L´Académie de l´espée, según supo ver
Benito Navarrete, quien ha destacado la concepción del paisaje de rocas y agua
como un escenario cavernoso de tono cuasi romántico. Serrera hizo
notar que el río se resolvió de manera análoga a la del que aparece en el San Antonio Abad pintado para la Merced
Descalza de Sevilla (hoy en Barcelona, colección privada); y también es similar
al de la Visión de san Juan Bautista (Barcelona,
colección privada:) todos ellos ejecutados en fechas similares.
Hércules lucha
con el león de Nemea, 1634.
Óleo sobre lienzo, 151 x 166 cm. Museo del
Prado
Un temible león asolaba la región de Nemea y atemorizaba a sus habitantes,
impidiendo el normal desarrollo de sus tierras. Los doce trabajos de
Hércules del marqués de Villena, junto a la Filosofía secreta de
Juan Pérez de Moya (1585) y el Teatro de los dioses de la
gentilidad de Baltasar de Victoria (1620-1624), fueron seguramente los
textos de referencia para la concepción de la serie sobre los trabajos de Hércules destinada
al Salón de Reinos. Villena ambientó esta
escena en un paraje abrupto y pedregoso que se había convertido en refugio del
león, y así se ilustra en la estampa que acompaña su narración. Zurbarán dio a su paisaje ese mismo
aspecto, algo que, en cambio, no aparece en las otras fuentes grabadas que se
suelen proponer como las principales referencias compositivas del pintor.
Hablamos de las series de que sobre el mismo tema realizaron Cornelis Cort (1533-1578), a partir de
dibujos de Frans Floris, y Hans Sebald Beham, este último en la década
de los cuarenta del siglo XVI. Para este episodio el extremeño siguió la
estampa de Cort en lo que se refiere a la disposición del héroe, y a Beham en la concepción y situación del
león, de pie en el momento en que Hércules se abalanza hacia él y lo asfixia
con los brazos tras aturdirlo con el garrote, que aparece en la pintura
de Zurbarán en primer término, en el
suelo. Villena se refiere a este momento y subraya la fiereza del animal. En
esta pintura, es la cabeza del animal el elemento que corona la composición
piramidal que dibujan las dos figuras entrelazadas, toda vez que la de Hércules
se oculta parcialmente con el antebrazo derecho. El dramatismo de la escena se
subraya además por la elección de una luz de atardecer que baña el cuerpo de
Hércules remarcando su fuerte musculatura y el esfuerzo del momento, un recurso
que se repetirá en todo el conjunto para hacer destacar a héroe, con el que se
sentía emparentado Felipe IV como
legítimo sucesor de los Habsburgo y
titular del trono español. Como ocurre en otras historias en las que Hércules
vence a un monstruo o animal fabuloso tras una difícil lucha, el triunfo sobre
el león de Nemea simboliza tanto el
valor del héroe, y con él, el del rey y la monarquía, como el triunfo de la
Virtud sobre el Mal y la Discordia. A propósito de este episodio concreto, el
marqués de Villena ve en el león de Nemea una representación de la soberbia y
de los vicios, un animal al que Hércules, al despojar de su piel, doblega para
devolver la virtud y la paz a los estados. Tras matar al león, Hércules lo despellejó para convertir
la piel en su vestidura, pasando a ser uno de sus atributos característicos,
que se consideraba también elemento de protección.
Muerte de
Hércules, 1634.
Óleo sobre lienzo, 136 x 167 cm. Museo del
Prado
En este episodio, que narró Baltasar de Vitoria con amplios
detalles, se ilustra la muerte del hijo de Júpiter.
En el texto se cuenta cómo el héroe mató al centauro Neso por haber querido forzar a Deyanira, recién casada con Hércules. Tras la boda, al tiempo de
pasar el río Eveno que
corre por la Etholia no fue posible vadearle, por ir muy crecido. Acaeció de
hallarse allí el Centauro Nesso que se ofreció a pasar a Deianira, [...] cuando
llegó a la otra parte, oyó voces, y gritos de Deianira porque Neso quería
forzarla, a cuya defensa llegó Hércules y queriéndosele escapar el centauro, le
arrojó una saeta de las que traía ensangrentada con la sangre de la ponzoñosa
hidra. Zurbarán sugiere esa secuencia en
el frondoso paisaje del fondo, donde Neso, que repite la figura del centauro de
la serie grabada por Hans Sebald Beham,
huye, con los brazos en alto, herido de muerte por la flecha recién clavada en
su espalda. Antes de morir desangrado, Neso entrega una camisa envenenada a
Deyanira, con la mentira de que, si Hércules la utilizaba, convertiría en
aborrecibles al resto de las mujeres. Deyanira entrega a su esposo la prenda en
un ataque de celos contra Iole, la
hija del rey de Etolia: Él se la vistió, y como el veneno era tan activo y
tan eficaz, se entró luego por las carnes, calándole hasta los huesos de suerte
que se abrasaba en vivo fuego. Después hizo una hoguera con grandes
árboles que arrancó y tendiendo allí la piel del león Nemeo que le había
servido de arma defensiva en sus lides, y poniendo la clava o maza por
cabecera, entregó sus saetas y arco a Phiocteres, diciendo que no se podía
ganar Troya sin ellas, puso fuego a la
leña y allí se consumió y abrasó. Y quemando el fuego la parte que tenía de
humano, por mandato de Júpiter y consentimiento de los demás dioses, le
subieron al Cielo y fue contado en el número de ellos. A este episodio se
le ha dado un significado en clave dinástica y glorificadora en la que el fuego
aporta un elemento ritual a la apoteosis del ascendiente mítico del rey
español. Serrera justifico el hecho de que Zurbarán prefiriera
representar a Hércules sufriente por su simbolismo cristiano. Además la imagen
del héroe divinizado podría apartarse de la visión general de la serie,
requiriendo un tratamiento compositivo bien diferenciado y que, quizás, excedía
las posibilidades expresivas del artista. Para conformar la figura de Hércules,
los especialistas han sugerido distintas fuentes. Soria avanzó una probable
inspiración en la escultura de San Jerónimo
penitente de Pietro
Torrigiano (Sevilla, Museo de Bellas Artes), mientras que
Guinard propuso una estampa del francés Gabriel Salmon, fechada en 1528, que
resulta una inspiración más directa, pues incluye el gesto crispado de
Hércules, los troncos de la pira que en la pintura se insinúan detrás del
héroe, o la representación del arco y la clava en el primer término, a los que
también hace alusión el texto de Vitoria. El artista debió de estudiar muy bien
este asunto, y se aprecia el cuidado con que fue realizado. La vestimenta
blanca recuerda al primoroso pintor de hábitos que fue Zurbarán y la cabeza tiene detalles que
sorprenden si se piensa en el destino de la tela -ser colocada a unos tres
metros de altura-, pues el pintor se preocupó de iluminar con finísimos toques
de pincel el ojo, la nariz y la dentadura. Algo parecido podríamos decir de las
numerosas y minúsculas pinceladas que tratan de reproducir las llamas que se
desprenden de la figura de Hércules, y que contrastan con las soluciones
abocetadas con las que pinta una gran parte de los lienzos de esta serie.
Los
particulares
Dejando aparte las representaciones de las
Vírgenes mártires, de las que se hablará más adelante, es preciso constatar que
las obras destinadas a los particulares son más repetitivas que las obras
destinadas a los conventos. Jonathan Brown escribe, de forma un tanto irónica,
que, a cuenta de su nombre, «el taller
del artista era una especie de oficina de pinturas devotas».
La
teología mariana de Sevilla: la Inmaculada Concepción
La Inmaculada Concepción era el tema preferido
de los sevillanos de aquella época. Se discutía, todavía, acerca de este dogma mariano.
El debate se centraba en si la Virgen María había sido concebida sin que pesara
sobre ella el pecado original, o bien había sido concebida como todos los
seres humanos, marcada, desde la concepción, con el pecado original, y habría
sido purificada por Dios cuando todavía se encontraba en el seno de
su madre. La doctrina de la Inmaculada Concepción se oponía a la
doctrina de la santificación. En las calles de Sevilla se discutía sobre este
punto, y casi se provocó un motín cuando un dominico predicaba la doctrina de
la santificación. Los soberanos españoles pedían al papa que tomara partido a
favor la doctrina de la Inmaculada Concepción. Las obras de Zurbarán, como
la Inmaculada de Barcelona (1632) ilustran esta posición, que no fue
dogma de fe para los católicos hasta el siglo XIX.
Inmaculada
de Barcelona (1632)
Está realizado
en óleo sobre lienzo. Mide 252 cm de alto y 168 cm de
ancho. Está firmado y fechado en 1632 y expuesto actualmente en
el Museo Nacional de Arte de Cataluña.
Francisco de Zurbarán pintó
numerosas Inmaculadas en defensa de
este dogma del catolicismo, con representaciones poéticas de la
Virgen como una joven muchacha.
No se conoce el motivo por el cual fue pintado
ni su primer destino. La primera referencia lo sitúa en la colección
de Pedro Aladro en Jerez el 1912. Posteriormente pasó
a formar parte de la colección Domecq en la misma población. Después fue
adquirido por la colección del bibliófilo Santiago Espona que la donó
al Museo Nacional de Arte de Cataluña en 1958.
El Concilio de Trento estableció
el pecado original como un dogma de fe y consagró la
creencia de la Inmaculada Concepción aunque no hizo dogma de fe de
ella. En España se creyó enfervorizadamente en esta doctrina y se
celebra el 8 de diciembre como fiesta de obligado cumplimiento desde
el 1644. En aquellos tiempos la devoción por la Virgen María era
enorme.
La Inmaculada Concepción presenta a
la Virgen como el único ser mortal que se liberó del pecado original. Este
fue un argumento doctrinal católico de larga tradición, muy representado en
la pintura española del Siglo de Oro.
Este tema fue tratado por el pintor en diversas
ocasiones. Zurbarán utilizaba el color rosado para la túnica de
la Virgen hasta que Francisco Pacheco en
el 1649 escribió el canon de estética para la tipología de
la Inmaculada Concepción en el tratado Arte de la pintura.
Pacheco seguía las indicaciones de Beatriz de Silva que había tenido
una visión de la Virgen vestida de blanco y azul cielo en el
año 1615. El 1636 se inició un proceso
de beatificación para la monja Beatriz de Silva al hacer
pública su visión.
El cuadro forma parte de las llamadas series
verticales del artista. La obra se rige por una simetría axial muy
del gusto de la época, donde cada elemento representado en un lateral tiene su
equivalente en el lado contrario. La Virgen es el eje de
simetría. Su figura rompe el perfecto equilibrio mirando la luz.
Se representa a María (madre de
Jesús) como "una muchachita
sumida en éxtasis. La luz describe su faz y los planos y volúmenes de su
figura, con una coloración que es, a un tiempo, suave y esplendorosa"
(M. Olivar).
María aparece de pie sobre
cinco querubines que ocupan media luna. El collar mariano que luce la
Virgen luce el anagrama A(ve) M(aría). Mientras tanto, una multitud
de estrellas y ángeles se confunden entre las nubes en la aureola que rodea su
cabeza.
Los ángeles de los laterales
portan lirios y rosas que simbolizan atributos de pureza y
tablas con inscripciones del "Cantar
de los Cantares", un libro bíblico de un profundo valor místico y
simbólico.
En los laterales inferiores aparecen dos
colegiales y símbolos que se atribuyen al dogma mariano: el espejo sin mancha,
la escalera de Jacob, la puerta del cielo y la luz de la
mañana.
Esta obra pertenece a la corriente pictórica
conocida como Barroco español. Este fue un movimiento muy vinculado a las
ideas de la Contrarreforma y en parte influenciado por cierta
tendencia mística. El naturalismo de la obra es propio de la
pintura contrarreformista.
Combina Francisco de Zurbarán "el realismo con un
sentimiento místico de inspiración jesuítica" (L.
Monreal)
Zurbarán muestra la influencia
de Caravaggio en la forma en que ilumina sus composiciones. Su estilo
poco a poco asimilará elementos del manierismo italiano.
Suplicios
y pudor: las Vírgenes mártires
En oposición a los pintores renanos, que
sostenían que la vista de la sangre era necesaria para la exaltación del alma,
Zurbarán no se complacía en la exhibición de las heridas y con mucho pudor
trataba los tormentos con ellas relacionados. Consideraba que no era necesario
estimular las turbias pasiones sádicas del espectador.
Zurbarán no era masoquista: el dolor no
es, de por sí, un valor moral. Valga como ejemplo el cuadro de San
Serapio.
El cuadro no representa la locura que convirtió
en mártir al compañero inglés de Alfonso VIII de Castilla. El pintor trata
de provocar la empatía. El San Serapio de Zurbarán nos ofrece la
manifestación sensible de un alma que abandona la vida al mismo tiempo que él
se abandona también, al no encontrar ya la razón por la que existir. Serapio,
¿confía todavía en ese ser más poderoso que él, en "eso" prometido
que le espera? ¿Qué piensa? Si es que puede pensar todavía. Una obra
sanguinolenta no nos habría mostrado más que el grado de maldad de los
torturadores y su complacencia. La tentación del voyeurismo fue
evitada.
Tratando de combinar armoniosamente sus
investigaciones pictóricas y sus meditaciones espirituales, Zurbarán se
consagró a este tema de las vírgenes mártires tan apreciado en Sevilla a
principios del siglo. Las santas de Zurbarán no son el medio para representar
los instrumentos de tortura a través de poses convencionales e insulsas. Todo
lo contrario: la expresión de sus vírgenes denota, únicamente, el sufrimiento
que debe sentirse en esos terribles momentos.
Sin duda no se ha querido representar nunca, en
las artes plásticas, el sufrimiento psíquico de las mujeres que fueron,
realmente, tan martirizadas como los hombres. Las pocas excepciones que se
pueden encontrar en el estatuario medieval representan, más bien, el símbolo de
la mujer pecadora (la lujuria castigada con el infierno, por
ejemplo). Quizá el artista se plegaba a los deseos de las mujeres: el ser
representadas con una imagen cuidada, dado que, en esos momentos, no podían
cuidar de sí mismas.
Habría que realizar un estudio estético y
psicológico acerca de la diferencia sexual en la iconografía del martirologio.
Las Santas de Zurbarán o santas
vírgenes, son un conjunto de lienzos realizados por el pintor Francisco de
Zurbarán y su taller, para dar respuesta a diversos encargos recibidos de
varias instituciones religiosas. Se trata en general de figuras femeninas
jóvenes y muy elegantes, rebosantes de belleza y sosiego, que se muestran al
espectador sin signos de dolor ni sufrimiento y presentan muy pocos rasgos
místicos, a pesar de estar representadas cada una de ellas con sus atributos
característicos, relacionados con el martirio que sufrieron o algún hecho
sobrenatural. En su tiempo las obras fueron criticadas por algunos sectores del
clero, por considerar indecente vestir a unas santas con trajes tan pomposos y
adornados, manifestando que parecían más damas mundanas que vírgenes
honestísimas, Zurbarán se defendió de las críticas afirmando que los lujosos
vestidos sirven para dar mayor realismo a las figuras y fomentar de esta forma
la devoción de los creyentes. Aunque reciben el nombre de santas vírgenes, dos
de ellas no lo fueron, Santa Isabel de Portugal y Santa Matilde,
ambas fueron reinas y tuvieron hijos, por lo que tienen como atributo una
corona.
Santa Águeda
de Catania, 1630-33.
Museo Fabre (Montpellier)
Fue una virgen y mártir del siglo III, según la
tradición cristiana. Su festividad se celebra el 5 de febrero.
Según el hagiógrafo Santiago de la Vorágine en
su obra La leyenda dorada, en tiempos de persecuciones contra los
cristianos, decretadas por el emperador Decio, el procónsul de Sicilia,
Quintianus, rechazado en sus avances por la joven Águeda, que ya había ofrecido
su virginidad a Jesucristo, en venganza por no conseguir sus placeres la
envía a un lupanar, regentado por una mujer llamada Afrodisia, donde
milagrosamente Águeda conserva su virginidad. Aún más enfurecido, ordenó que
torturaran a la joven y que le cortaran los senos. La respuesta de la que
posteriormente sería santa fue: "Cruel tirano ¿no te da vergüenza torturar
en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?".
Aunque en una visión vio a San
Pedro y este curó sus heridas, siguió siendo torturada y fue arrojada
sobre carbones al rojo vivo y revolcada en la ciudad
de Catania, Sicilia (Italia). Además se dice que lanzó un gran
grito de alegría al expirar, dando gracias a Dios.
Según cuentan
el volcán Etna hizo erupción un año después de la muerte de la
Santa en el 252 y los pobladores de Catania pidieron su
intervención logrando detener la lava a las puertas de la ciudad. Desde
entonces es patrona de Catania y de toda Sicilia y de los alrededores
del volcán e invocada para prevenir los daños del fuego, rayos y volcanes.
También se recurre a ella con los males de los
pechos, partos difíciles y problemas con la lactancia. En general se la
considera protectora de las mujeres. Es la patrona de las enfermeras y fue
meritoria de la palma del martirio con la que se suele representar.
Se la ha representado en el martirio, colgada
cabeza abajo, con el verdugo armado de tenazas y retorciendo
su seno. También sosteniendo ella misma unas tenazas en la mano y un ángel
con sus pechos en una bandeja o ella misma portando una bandeja o plato
con sus senos cortados. La escena de la curación por San
Pedro también se ha representado.
A menudo se la representa como protectora
contra el fuego, con lo que lleva una antorcha o bastón en llamas, o
una vela, símbolo del poder contra el fuego. Pueden estar presentes
también un cuerno de unicornio, símbolo de la virginidad o con
la palma del martirio.
La imagen de esta Santa Águeda hubiera
encantado a cualquier surrealista, pues nos muestra a una virgen martirizada en
tiempos de los romanos, con sus pechos en una bandeja. Son éstos el símbolo de
su suplicio, igual que ocurre con Santa Lucía, que lleva los ojos en la bandeja
de bronce. La historia de Santa Águeda es muy parecida a la de otras mártires
cristianas de los primeros siglos, casi todas elaboradas durante la Edad Media
para aleccionar y asustar, dada la truculencia de las leyendas. Era una joven
cristiana, objeto de la pasión del romano Quintiliano quien, al verse rechazado
por la castidad de la joven, quiso castigarla. La ley romana prohibía condenar
a las vírgenes, por lo que fue violada. Milagrosamente, mantuvo su virginidad.
Entonces se la sometió a una tortura que incluía la mutilación de sus senos.
San Pedro se le apareció en la prisión, curándola y dando pie a nuevas torturas
para la mártir, que murió en el momento en que el volcán Etna entraba en
erupción. Las ciudades próximas invocaron su protección, y desde entonces la
consideran su patrona.
Santa
Apolonia, 1631.
Museo del Louvre procedente del convento de la Merced Descalza del Señor
San José (Sevilla)
Santa Apolonia, que según diversos estudios se
considera parte del mismo grupo que la Santa Lucía que luce el Museo de
Chartres. Efectivamente, el tamaño es similar, el formato redondeado en el
extremo superior es el mismo y el estudio de rayos X demuestra que el trazado
original de Apolonia, modificado después, era de la misma línea que Lucía. Es
posible que estuvieran inicialmente en el convento de la Merced Descalza de
Sevilla. Santa Apolonia fue una virgen martirizada en el siglo IV por no
renegar de Dios. Era una mujer de avanzada edad, pese a lo cual se la
representa como una joven de serena hermosura. La razón la encontramos en los
tratados de la época para educar a los pintores e imagineros, aduciendo para
ello que las vírgenes no perdían su belleza ni su juventud con el paso del
tiempo. De este modo, Apolonia parece una joven dama, vestida de seda de
hermosos colores, suaves y sorprendentemente armónicos pese a lo dispar de sus
tonalidades, poco ortodoxas. Los atributos que la identifican son varios: la
corona de flores frescas como virgen, la hoja de palma como mártir y las
tenazas con el diente simbolizan el objeto de su suplicio. Según la leyenda,
Apolonia fue castigada por sus perseguidores que le arrancaron y rompieron los
dientes, arrojándose ella misma a la pira que estaba preparada para ejecutarla.
Zurbarán consigue atenuar lo siniestro de la historia con la mirada pacífica y
las mejillas sonrosadas de la joven. Ésta se encamina con lentitud hacia la
derecha, en actitud de marcha que probablemente respondiera a su colocación
junto con otros personajes a lo largo del espacio de la iglesia, en dirección
al altar.
Santa
Bárbara, 1640 y 1650.
Perteneciente a los fondos del Museo de Bellas
Artes de Sevilla.
Era de Nicomedia en el mar de Mármara. Hija de
un noble convertido al cristianismo, fue encerrada por éste en una torre de la
que huyó ocultándose en una peña. Fue perseguida a través de un campo de trigo
y se recrea sembrando semillas de algodón para que germinen y crezcan 15
centímetros a tiempo de la navidad usando los brotes para adornar el pesebre.
Fue martirizada y es Santa de católicos y ortodoxos. Su nombre significa
“aquella que no es griega”. Vivió en el siglo III. Su día en el calendario se
fija el 4 de diciembre. Sus atributos: la palma del martirio, plumas de pavo
real como símbolo de la resurrección, torre con tres ventanas, espada cáliz por
la conversión y Cristo, el rayo, la rama de olivo y manto rojo. Es Patrona de
Artillería, minería, electricistas, fundidores, bomberos, pirotécnicos y
feriantes.
Santa
Casilda, hacia 1630 - 1635
Óleo sobre lienzo. 171 x 107 cmMuseo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Este lienzo con Santa Casilda, que pudo
pertenecer a algún convento sevillano, fue parte del botín español que el
mariscal Soult se llevó a Francia. La pintura está registrada en la subasta de
bienes del mariscal celebrada en mayo de 1852 en París. El óleo fue adquirido
por el conde Duchatel para su colección parisina, apareciendo en el mercado americano
de arte antes de 1913. Santa Casilda se encuentra, en ese mismo año,
en la colección canadiense de Sir William van Horne con sede en Montreal; la
tela ingresó en la colección Thyssen-Bornemisza en 1979.
La santa de este lienzo ha sido identificada en
algunas publicaciones como santa Isabel de Hungría, ya que las rosas que van
medio ocultas entre los pliegues de sus ropas son un símbolo común de ambas. La
ausencia de corona en la cabeza, característica de Isabel de Hungría, y su
sustitución por una diadema, fue el detalle que llevó a Jonathan Brown a
identificarla como santa Casilda.
Santa Casilda, hija de un rey árabe, fue
martirizada en 1087. Esta bienaventurada abandonó la religión musulmana, se
convirtió al cristianismo y socorrió a los prisioneros cristianos de su padre,
a quienes llevaba alimentos. Sorprendida por su progenitor en uno de estos
arriesgados momentos, se obró el milagro transformándose los víveres que
llevaba escondidos entre sus ropas en rosas; atributo este con el que está
habitualmente representada en la hagiografía.
Vestida con una gran riqueza, no sólo por las joyas que porta y que perfilan su
vestido, sino por la suntuosidad de su traje, la santa se presenta modelada con
una luz fuerte que subraya su monumentalidad y resalta el intenso colorido de
sus ropas contra un difuminado y discreto fondo. Zurbarán pone un cuidado
especial al traducir la calidad táctil de los paños que cubren el cuerpo de la
mujer y que combina con piedras preciosas y metal. Los rasgos fuertemente
individualizados de algunas de estas mártires sirvieron para acuñar el término
«retrato a lo divino», viéndose en estos modelos a la clientela femenina de
Zurbarán representada con atributos sagrados.
Esta pintura se ha comparado con otras
similares como las conservadas en el Museo Nacional del Prado, Santa
Isabel de Portugal, y en la National Gallery de Londres, Santa Margarita.
Santa
Catalina de Alejandría
Óleo sobre lienzo 179x 102 cm. Colección
Masaveu
La imagen de Santa Catalina de la Colección
Masaveu es, sin duda, una de las más afortunadas realizaciones de Zurbarán. Su
cuidadosa factura y sus rasgos bien caracterizados, alejados de sus
acostumbrados convencionalismos fisonómicos, han llevado a pensar que fue
concebida como obra independiente, no incluido en una serie. Se ha sugerido que
se trata de un retrato llevado al ámbito sacro, lo que en la terminología
artística española se viene denominando "retrato a lo divino".
Quizás en este cuadro la complicada vestimenta
palaciega de la protagonista esté más justificada, ya que según la Leyenda
Dorada Catalina era hija del rey de Alejandría. El libro que porta
simboliza su dedicación al estudio de las escrituras, de igual manera que la
espada que firmemente sostiene fue el instrumento con el que fue degollada tras
su fallido martirio. Incluso la expresión ascética evocaría sus visiones de
Cristo, con el que se desposó místicamente. El aplomo de la figura, aislada en
la oscuridad, se emparenta con Santa Isabel de Portugal del Museo del
Prado, por sus disposición y escala. Ambas debieron de pintarse en fechas
cercanas después del primer viaje a Madrid, si bien aquí, el elegante perfil,
de ecos clasicistas aumenta la severidad del gesto y distanciamiento. Las
pesadas y variadas telas, de colores contratados, texturas diversas y amplios
plegados, confieren peso a la frágil presencia de la jovencísima santa.
Extraordinario protagonismo cobra la sobrefalda recamada en oro, con grandes
motivos romboidales, de meticulosa elaboración. La impresión estática general
apenas es mitigada por el lazo rojo de su espalda, volado por un viento
inexistente en la quietud del lienzo.
Santa
Dorotea, 1641-58.
Museo BB.AA. Sevilla
Zurbarán realizó a lo largo de su vida
abundantes imágenes de santas y vírgenes mártires, como esta Santa Dorotea. El
rasgo principal que las define es la sensibilidad con la que están tratadas y
el aislamiento majestuoso de sus figuras recortadas contra un fondo neutro
oscuro, que en este caso se ve acentuado por el bello perfil de la santa. Otro
rasgo definitorio son las atrevidas combinaciones de color que el pintor
aplicaba sobre los riquísimos vestidos de sus santas, como este traje de seda
rosa adornado con un mantón amarillo rayado en negro. El tratamiento es muy
similar al de otros ejemplos como Santa Apolonia, Santa Eulalia, etc.
Santa
Eufemia, 1635 – 1640. Palazzo Bianco de
Génova.
Zurbarán nos presenta una joven que sostiene
con su mano izquierda una sierra, el instrumento de su martirio. Se ha
reconocido en ella a Santa Eufemia, martirizada a comienzos del
siglo iv por su negativa al culto pagano. Otra Santa
Eufemia de procedencia sevillana fue realizada por el obrador de Zurbarán
y se conserva en el Palazzo Bianco de Génova. El lienzo del Prado,
tras haber pertenecido a la colección gaditana de Ángel Picardo, tuvo como
poseedor al doctor Jiménez Díaz, cuya viuda lo legó al Museo en 1969. Los
paralelos entre una y otra obra son palmarios, con la salvedad de tratarse la
genovesa de una representación de cuerpo entero. Precisamente algunos autores han
planteado que la obra madrileña fuera recortada de un cuadro de mayor tamaño
que mostrase a la santa en pie.
Según han ido apuntando algunos autores, los
atuendos vestidos en las comedias de santos, o la presencia de las jóvenes
hispalenses caracterizadas como santas en las procesiones del Corpus
Christi, habrían proporcionado un modelo visual para la imágenes zurbaranescas,
de ahí la característica «actitud procesional» de algunas de ellas.
Santa
Engracia, 1640-1650.
Óleo sobre lienzo. Museo de Bellas Artes de
Sevilla
Fue una noble romana. En Zaragoza tuvo
conocimiento de las atrocidades a los cristianos del Prefecto llamado Daciano
mandado por Diocleciano. Al protestar, fue injuriada y martirizada. Junto a
ellas mueren innumerables mártires de Zaragoza recogido por Prudencio en El
Libro de las Coronas siglos más tarde. Vivió en el siglo IV, año 304. Su día en
el calendario se fija el 16 de abril. Sus atributos: una pluma y un libro. Es
Patrona de Zaragoza.
Santa
Inés., 1640-1650
Óleo sobre lienzo. Museo de Bellas Artes de
Sevilla.
De familia romana noble rechazó a
pretendientes, como el hijo del Prefecto de Roma denunciándola. Fue encerrada
en un prostíbulo y la expusieron desnuda ocultando su cuerpo con largos
cabellos. Su verdugo antes de decapitarla intentó que abjurase. Fue sepultada
en la Vía Nomentana. Agnus (Inés) significa “cordero” en latín y “casta”
y “sagrada” en griego. Por este
motivo, los corderos se bendicen el día de su muerte. Vivió entre los años 291
y 304. Su día en el calendario se fija el 21 de enero. Sus atributos: una
diadema, estola, cordero, pira, espada, palma. Es Patrona de los adolescentes.
Santa
Isabel de Portugal, 1635
Óleo sobre lienzo, 184 x 98 cm.
Hija del rey de Aragón Pedro III, Isabel
recibió el nombre de su tía abuela Isabel de Hungría, canonizada en 1235 y con
quien a veces se confunde su iconografía. Se casó con el rey Dionisio de
Portugal soportando con paciencia los ultrajes de su belicoso marido. Reina
ejemplar y prudente, se distinguió por su amor a los pobres y su caridad
incansable. Muerto su marido en 1325, Isabel tomó el hábito de terciaria de San
Francisco y mandó construir en Coimbra un convento de clarisas donde terminó
sus días en 1336. El «milagro de las
rosas» común a santa Isabel de Hungría, a santa Casilda y a san Diego de
Alcalá, representado aquí por Zurbarán, aparece en todas las narraciones de la
vida de la santa con vistas a su canonización acaecida en 1626. Cierto día la
reina llevaba disimulada en sus ropas una gran cantidad de dinero para los
pobres. Encontró al rey, quien le había prohibido dar limosnas, pretendió
entonces apurada que solo llevaba flores y efectivamente pudo mostrar a su
esposo un manojo de rosas. La santa del Prado estuvo identificada como Casilda
pero es mucho más probable que se trate de Isabel de Portugal. Cuando Zurbarán
representa a la joven princesa mora, la pinta muy joven, casi niña con cabello
suelto sujeto por un hilo de perlas (Santa Casilda, colección particular,
Barcelona). La santa que vemos en este cuadro es una dama de más edad y de
porte majestuoso. Viste atuendo áulico y lleva una corona real. En la Catedral
Vieja de Coimbra se conserva una efigie de santa Isabel de Portugal de
iconografía muy similar. Del obrador de Zurbarán salieron varias series de santas
que se han venido considerando como lo más grato de su producción. Estas
figuras femeninas, elegantísimas, con escasos atributos místicos, son un
dechado de gracia auténticamente sevillana. De calidad muy desigual, fueron
pintadas en su mayor parte por el taller. En ocasiones las encontramos solas o
por parejas, con unos rasgos muy personales, lo que ha hecho suponer que se
trataba de retratos «a lo divino»,
disponiendo el maestro de modelos reales para representarlas. Tanto Santa
Isabel (Prado), como Santa Margarita (National Gallery,
Londres), son magníficos ejemplos de la maestría de las obras autógrafas del
pintor extremeño. Si bien Zurbarán se inspiró en grabados nórdicos a la hora de
componer su lienzo (Durero para Navarrete o Peter de Baillin para Soria), su
versión final resulta personalísima. La serena efigie en grave paso procesional
está iluminada por una intensa luz que hace resaltar su elegante figura sobre
un fondo oscuro y muestra la exquisita variedad de las telas y el refinamiento
de su colorido. Viste la santa guardapiés verde oscuro y basquiña de un
original tono castaño violáceo; las mangas, bermellón hasta el codo, llevan por
encima dos bullones del mismo tafetán azul verdoso de la prenda sobrepuesta,
separados por una suntuosa cadena de pedrería como la que rodea sus hombros y
su cintura. En la espalda pende desde el escote hasta el suelo, una capa
abullonada de un precioso tono amarillo dorado. La soberbia sinfonía de este
opulento vestuario, el volumen del traje y la sugerencia táctil excepcional de
las texturas de las telas son característicos de mediados de la década de 1630.
Esta obra, de probable origen sevillano, formó parte en 1814 de la colección de
Fernando VII en el Palacio Real de Madrid, de donde pasó al Museo del Prado.
Santa
Margarita, 1631.
The National Gallery, Londres.
Óleo sobre lienzo. (149 x 112 cm.)
Este cuadro es muy diferente al anterior,
aunque los ojos y los trazos del rostro hicieron pensar a algunos críticos que
se trataba de la misma modelo que se utilizó para pintar a Santa Águeda.
Zurbarán representa a Santa Margarita con los trazos de una elegante
pastora. El bastón que sostiene en la mano, que podría pasar por un báculo de
no estar terminado por un gancho, y la presencia inquietante de un dragón,
a la izquierda, nos inducen a pensar que se trata de una tragedia.
«Esta bella pastora, con una postura muy
afectada, parece salida de una escena teatral. En efecto, en muchas de las
procesiones o de los autos sacramentales llevados a cabo durante la semana del Corpus
Christi, algunos historiadores hacen aparecer a esta santa, así como en las
comedias de las santas representadas en las corralas (recinto en el que se
representaban comedias) de Sevilla, y, tal vez, Zurbarán se inspirara en estas
imágenes. Las heroínas son, siempre, muy jóvenes y hermosas, como la Santa
Juana de Tirso de Molina, o la Santa Margarita de Diego Jiménez de
Enciso. Su belleza es descrita como un don del cielo, un reflejo del alma que
resplandece misteriosamente y atrae, irresistiblemente, a todos los corazones.»
(Catálogo de la exposición de Zurbarán por Odile Delenda de 1988, p. 275).
Es reconfortante el ver a un artista
del siglo XVII, donde algunos querrían hacer pasar la espiritualidad por
santurronería, que nos ofrece esta María de Antioquía que anticipa a las otras
pastoras que son, en ocasiones, vírgenes mártires del barroco bávaro tal y como
pueden verse, por ejemplo, en las iglesias de
las Vierzehnhiligen —aportando al tratamiento de las telas el mimo de
un Memling en la obra El matrimonio místico de Santa
Catalina (Museo Memling, antiguo Hospital Saint Jean).
Santa
Marina, c. 1640-1650
Óleo sobre lienzo. 111 x 88 cm. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza
Santa Marina, virgen y mártir española, vivió
en los primeros siglos de nuestra era y fue martirizada, según antiguos
breviarios españoles, en Galicia, en Aguas Santas, cerca de Orense, ciudad de
la que es patrona. Su festividad se celebra el 18 de julio y sus atributos más
frecuentes son un horno encendido, instrumento de su martirio, o tres
manantiales, que, según la tradición, brotaron en la tierra al caer su cabeza
tras ser decapitada. No existen noticias sobre su vida y martirio en el Flos
Sanctorum e iconográficamente a menudo ha sido confundida con santa Margarita
de Antioquía, ya que existe una leyenda piadosa, especialmente difundida en la
Edad Media, en la que ambas santas comparten una historia similar. Por otro
lado, esta devoción aparece recogida en la Leyenda dorada de Santiago de la
Vorágine, en la que se describe la historia de una Marina, hija única, cuyo
padre decidió ingresar en un monasterio y para no dejarla sola, pues aún era
una niña, resolvió llevarla con él ocultando su condición femenina. Para lograr
este propósito la vistió de varón y la presentó ante la comunidad, rogando a
los frailes que los aceptaran a ambos. Con el nombre de fray Marino la muchacha
creció en obediencia y observancia, prometiendo a su padre en el lecho de muerte
que nunca revelaría su secreto. Tiempo después fue acusada de haber violado a
una moza y ser el padre del hijo que esperaba; Marina asumió la culpa, sin
revelar su verdadera condición, por lo que fue expulsada del convento. Vivió a
partir de entonces de limosnas, rechazada por todos y soportando infamias y
vejaciones, hasta que, conmovidos los religiosos ante las penalidades que
sufría, la volvieron a acoger de nuevo en el monasterio, a cambio de que
desempeñara los oficios más bajos y viles. Cuando falleció, y los monjes
amortajaron su cadáver, se dieron cuenta de la injusticia cometida y de la
capacidad de sacrificio de Marina, por lo que en desagravio decidieron
enterrarla en un lugar destacado del templo monacal. Al descubrirse el engaño,
la mujer que la había calumniado fue poseída por el demonio, pero se salvó tras
acudir al sepulcro de la santa y pedir su perdón.
Como se aprecia en el cuadro, Zurbarán
representa a la santa de un modo muy personal, sin ajustarse a referencias
iconográficas concretas, algo bastante frecuente en su forma de tratar estos
temas. La imagen aparece de tres cuartos y aislada, ligeramente girada hacia su
derecha, recurso utilizado habitualmente por el pintor para aumentar la
definición volumétrica de la figura y también para conseguir el carácter
procesional que suele tener este tipo de obras. Pertenece a su mejor estilo el
tratamiento plástico de las formas, lo que consigue con el uso de una factura
algo prieta y compacta, y resaltando el cuerpo sobre un fondo oscuro con un intenso
foco de luz que destaca las carnaciones, confiere brillantez a los colores y
geometriza los contornos. Santa Marina lleva sombrero oscuro de ala recta y
viste camisa blanca de cuello rizado, abierto sobre el pecho, corpiño negro y
falda de gruesa lana roja con sobrefalda verde. Porta en sus manos una larga
vara terminada en un garfio, quizás como alusión a su martirio, y un libro de
oraciones, símbolo de instrucción y lealtad al Evangelio, y el único elemento
explícito de carácter religioso junto con la cruz que adorna su escote. Las
alforjas que cuelgan de su brazo dan un aire popular y cercano a la imagen y, a
la vez, constituyen la única nota de variedad cromática existente en la obra.
El
maestro de las naturalezas muertas
El maestro de La sábana de la Verónica, de
Estocolmo, no creyó rebajarse al pintar el simple cordero con las patas atadas
del Agnus Dei, del que se conocen varias versiones (dos, en el Museo del
Prado y en el museo de San Diego). Zurbarán se reveló como un gran pintor animalista.
De nuevo se puede apreciar la calidad de la
textura de la lana, revelándose una vez más como un extraordinario maestro de
las sensaciones táctiles. Remite este Agnus Dei a la simbología
pascual, por lo que el sencillo cuadro cobraría una trascendencia religiosa, en
su concepción humilde.
Agnus
Dei, 1635 - 1640.
Óleo sobre lienzo, 37,3 x 62 cm. Museo del
Prado
Un fondo oscuro y una mesa gris es el escenario
donde se expone el motivo único del cuadro: un cordero merino de entre ocho y
doce meses de vida. Se encuentra todavía vivo, tumbado y con las patas ligadas
con un cordel, en una actitud inequívocamente sacrificial, que curiosamente
recuerda famosas imágenes de santos martirizados, como la conmovedora escultura
de Santa Cecilia de Stefano Maderno en la basílica de Santa
Cecilia en Roma. El pintor ha utilizado su inigualable capacidad para
reproducir las texturas, una luz muy calculada y dirigida que crea amplios
espacios de sombras y una técnica minuciosa, para concentrar la atención en el
animal que parece asumir con mansedumbre su destino fatal.
Esta pintura no es la única de tema similar que
realizó Zurbarán, pues se conocen otras cinco versiones de su mano con
algunas variantes iconográficas que testifican lo bien aceptada que fue esta
representación por una clientela probablemente privada. Tres de esas versiones
están fechadas en 1631, 1632 y 1639, respectivamente. El pintor y
tratadista Antonio Palomino se hizo eco de la fama que había
alcanzado ese tipo de obras cuando en 1724 escribió: Un aficionado tiene
en Sevilla un borreguillo de mano de este
artífice [Zurbarán], hecho por el natural, que dice lo estima, más
que cien carneros vivos. La versión del Museo del Prado se
considera la de mayor calidad, aquella en la que el pintor llegó a una síntesis
más apurada entre maestría técnica, dominio descriptivo y concentración
expresiva, y donde alcanzó una mayor sutileza emocional. Los historiadores
están de acuerdo en fecharla en la cuarta década del siglo XVII, y la
mayoría apuntan al período 1635-40, que constituye la época de plena madurez
artística del pintor.
Algunas de las versiones conocidas introducen
elementos iconográficos que obligan a una interpretación en clave religiosa,
como un nimbo alrededor de la cabeza o inscripciones alusivas al carácter
sagrado del cordero. Otras, como ésta, carecen de semejantes atributos. Aunque
a la luz de esa desnudez retórica se ha considerado una pintura de naturaleza
muerta, la mayoría de los estudiosos la han interpretado, certeramente, como un
Agnus Dei. Es verdad que en este caso no existen otros elementos aparte de la
simple presencia de un cordero, pero la asociación entre este animal y
el Hijo de Dios sacrificado -Cordero de Dios como se denomina
a Cristo en el lenguaje litúrgico- estaba tan extendida, que resulta
improbable que un español del siglo XVII fuera capaz de abstraerse de
las connotaciones religiosas y contemplar esta imagen exclusivamente como un
maravilloso alarde técnico o como una suculenta promesa culinaria. Las fórmulas
de representación que ha utilizado Zurbarán, aislando artificiosamente un
motivo y recreándose en la trascripción de su volumen y su textura, son típicas
de la pintura de naturalezas muertas. Y es precisamente su condición de
frontera la que determina la confluencia de los géneros de la pintura religiosa
y la naturaleza muerta, otorgando a esta obra una gran importancia desde el
punto de vista de la historia del bodegón, pues muestra hasta qué punto podían
ser difusos los límites de los géneros.
El lienzo, que tiene al dorso lacres con el
escudo de Fernando VII, perteneció a los marqueses del Socorro hasta que
en 1986 el Estado español lo adquirió con destino al Museo del Prado.
La mesa
de los cartujos, 1655. (Sevilla, Museo de Bellas Artes)
Los siete primeros cartujos, entre los que
se encuentra san Bruno, fueron alimentados por san Hugo, por aquel
entonces obispo de Grenoble. Un día, este último visitó a los monjes y,
para comer, les pidió carne. Los monjes vacilaban entre contravenir sus reglas
o aceptar esa comida y mientras debatían sobre esta cuestión, cayeron en un
sueño extático. Cuarenta y cinco días más tarde, san Hugo les hizo saber, por
medio de un mensajero, que iba a ir a visitarles. Cuando este regresó le dijo
que los cartujos estaban sentados a la mesa comiendo carne. ¡Y estaban en
plena Cuaresma!. San Hugo llegó al monasterio y pudo comprobar por sí
mismo la infracción cometida. Los monjes se despertaron del sueño en que habían
caído y san Hugo le preguntó a san Bruno si era consciente de la fecha en la que
estaban y la liturgia correspondiente. San Bruno, ignorante de los cuarenta y
cinco días transcurridos, le habló de la discusión mantenida acerca del asunto
durante su visita. San Hugo, incrédulo, miró los platos y vio cómo la
carne se convertía en ceniza. Los monjes, inmersos en la discusión que
mantenían cuarenta y cinco días antes, decidieron que, en la regla que prohibía
el comer carne, no cabían excepciones.
En la composición de Zurbarán, San Hugo en
el refectorio de los Cartujos (Sevilla, Museo de Bellas Artes) el artista
nos muestra una gran naturaleza muerta. Las verticales de los cuerpos de los
cartujos, de san Hugo y del paje están cortados por una mesa en L, cubierta con
un mantel que casi llega hasta al suelo. El paje está en el centro. El cuerpo encorvado
del obispo, situado detrás de la mesa, a la derecha, y el ángulo que forma la L
de la misma evitan ese sentimiento de rigidez que podría derivarse de la propia
austeridad de la composición.
Delante de cada cartujo están dispuestas las
escudillas de barro que contienen la comida y unos trozos de pan. Dos jarras de
barro, un tazón boca abajo y unos cuchillos abandonados ayudan a romper una
disposición que podría resultar monótona si no estuviera suavizada por el hecho
de que los objetos presentan diversas distancias en relación al borde de la
mesa. La composición tiene vida: son personas reales las que se plasman en el
cuadro, no unos ángeles geométricos.
Los
bodegones
El término "bodegón" (por extensión naturalezas muertas), acuñado en
España por la literatura del siglo XVII, se utiliza para designar los
cuadros de este género (escenas de taberna, mercado, etc.), como los bodegones
de Velázquez. Por extensión se aplica a los cuadros sin personajes: animales,
flores, frutos, y todo tipo de objetos inanimados.
Una verdadera naturaleza muerta, firmada y
datada, es la del Museo Norton Simon de Pasadena (EE. UU.):
cuatro limones en un plato, seis naranjas con sus hojas y flores, una taza
sobre un plato metálico con una rosa en el borde.
Otras dos naturalezas muertas idénticas
(Bodegón con cacharros, 1633), impresionan por su originalidad, con los
elementos alineados de manera casi ceremonial; se conservan en
el Prado de Madrid y el MNAC de Barcelona, y
curiosamente ambas fueron donadas a dichos museos por el mismo
coleccionista, Francesc Cambó.
Se ven cuatro jarras alineadas: dos de ellas,
en ambos extremos, reposan sobre unas bandejas de estaño. Las otras tres son de
barro. La jarra de la izquierda es de metal dorado. Los objetos están
dispuestos en un mismo plano.
Se trata de una galería de formas, tamaños,
materiales diversos. Cada uno de ellos trabajado con detenimiento, desde el
tacto de la loza hasta la sensación del barro cocido pasando por el frío metal.
También es un tratado de líneas curvas, volúmenes, el recorrido sutil de la luz
y su distinto comportamiento en cada material.
Ninguna fantasía distrae la atención del
espectador y ninguna simetría le fatiga. Aunque no hay nada detrás de los objetos,
solo un fondo oscuro, la impresión de simplicidad, no de vacuidad, se desprende
de la composición: ascetismo sin severidad, rigor sin rigidez.
Plato con
limones, cesta con naranjas y taza con una rosa. 1633
(60 x 107 cm.), Museo Norton
Simon, Los Ángeles
Es uno de los más magníficos bodegones del
pintor barroco español Francisco de Zurbarán. En la actualidad, esta obra
realizada en 1633, se conserva en el Museo Norton Simon de la ciudad
de Los Ángeles, en Estados Unidos.
Es un bodegón que se compone de tres grupos de
cosas, perfectamente diferenciados y separados por la inmensa negritud del
fondo neutro. En el centro aparece un cesto con naranjas, a la izquierda se
distingue un plato de estaño con limones, mientras que a la derecha se ve otro
plato más pequeño con una taza y una rosa, una flor que únicamente se queda en
una perspectiva objetiva y cuantitativa, solo identificando la rosa, mientras
que el resto de frutos, al ser más numerosos, el pintor ha podido experimentar
todo tipo de perspectivas y posiciones.
El bodegón tiene una calidad artística
francamente sublime. Zurbarán es conocido por sus obras realizadas
para los conventos de Sevilla. Unas obras que lógicamente siempre eran de
temática religiosa como su famoso San Hugo en el refectorio de los
cartujos o las escenas de la vida de San Buenaventura repartidas
hoy en día por grandes museos del mundo.
Sin embargo, toda su maestría como pintor se
manifiesta en este bodegón. Se aprecia la rugosidad de cada limón, sus reflejos
en el plato metálico, las naranjas casi se pueden oler o se distingue todo el
delicado trenzado del cesto de mimbre que las acoge.
Además cada grupo es un estudio magnífico, como
la composición escalonada y basada en la forma esférica de las naranjas que se
elevan sobre un pedestal, que es la verdadera función del cesto. O el estudio
de luces, sombras y perspectivas que hace con cuatro limones, cada uno en una
posición. Mientras que el grupo de la rosa, el plato y la taza es de una
sutilidad absoluta, todo ello construido a partir de formas elípticas.
Todo destaca sobre el sombrío fondo, todo queda
individualizado y al mismo tiempo todo queda unido por la rama del naranjo. En
realidad, lo que une todo este conjunto es el tratamiento de la luz, con la
cual es capaz de proporcionar una arquitectura totalmente imperceptible que
hace que el cuadro se convierta en una imagen de monumental espiritualidad. Y
es que es muy curioso que un pintor que supo pintar escenas tan complejas y
propias del Barroco, con diferentes personajes y relatos milagrosos como
los que se pueden ver en sus composiciones más celebradas sobre las vidas de
los santos, sin embargo alcance cuotas de sobriedad y de espiritualidad tan
grandes como la de este bodegón o su famoso Agnus Dei.
Bodegón
con cacharros, 1650.
Óleo sobre lienzo, 46 x 84 cm. Museo del
Prado
Sobre una superficie de madera -mesa o repisa-
se disponen, de izquierda a derecha, varios recipientes de materiales, formas y
empleos dispares: una salvilla de peltre (bandeja con divisiones en las que se
encajan copas o tazas) sobre la que se emplaza un complejo y refinado bernegal
(taza ancha de boca y figura ondeada), probablemente de plata sobredorada; una
alcarraza trianera (recipiente realizado en barro poroso que servían para
refrescar el agua por evaporación) de las llamadas de cascarón de
huevo; un búcaro de indias (seguramente del Virreinato de Nueva
España, tal vez de Tonalá), y por último, otra alcarraza blanca de Triana encima
de otro plato de peltre. Entre los protagonistas fundamentales de la obra
aparece la luz, que hace emerger esos objetos de las tinieblas y realza los
colores y los volúmenes, pero tal vez el más importante sea el efecto de
silencio, que resulta casi palpable; también lo son la maestría del autor que
logra un cuadro intemporal y los propios elementos descritos líneas atrás,
configuradores de una obra que ha inspirado a críticos, estudiosos y poetas.
El espectador tiene ante sí uno de los
bodegones que con más frecuencia ha sido considerado prototípico del Siglo de
Oro español y una obra frecuentemente utilizada por los historiadores del arte
para ponderar la sabiduría compositiva de Zurbarán, su gusto por lo
esencial y su tendencia, en ocasiones, al rigor geométrico. Y, sin embargo,
constituye una autentica excepción dentro de la historia de la naturaleza
muerta española y abunda en caracteres que contradicen las leyes de la
perspectiva y la geometría, según es frecuente por otra parte en Zurbarán,
que nunca destacó por su dominio de la plasmación en sus cuadros de los espacios
mínimamente complicados. Lo que convierte a esta obra en algo distinto al resto
de las representaciones del género en España es la, ya citada,
ausencia del tiempo, que es precisamente uno de los elementos que sirven para
dar una unidad de contenido a otras obras de este tipo. Frecuentemente las
alusiones a la circunstancia temporal se llevan a cabo mediante la inclusión de
flores o comestibles y, cuando no aparecen estos objetos relacionados con el
mundo natural, no faltan calaveras que anuncian el irremisible destino del ser
humano y, por extensión, de todas las cosas, o relojes que recuerdan que todo
cambia para todos y que nada material permanece inalterable. En el bodegón
de Zurbarán la única referencia temporal es la -por otra parte
imprescindible- luz con su sombra. Su conversión en arquetipo del bodegón
español se debe, sin duda, a su alta calidad, a su exposición en una
institución universalmente conocida y a una tradición historiográfica que
identifica la naturaleza muerta hispana con la desnudez retórica y la búsqueda
de lo esencial (por contraste con la opulencia y sensualidad de bodegón
italiano o flamenco, la suntuosidad contenida del holandés y el decorativismo
del francés) y olvida la relativa variedad de fórmulas y tendencias que existieron
en la pintura de este tipo en la península ibérica. Seguramente Zurbarán, sin
apresuramiento al pintar este lienzo, fue llevando a cabo cada elemento
calculadamente -uno a uno y en orden- lo que explica, en unos objetos, la
ausencia de sombras proyectadas, y en otros, la poderosa presencia individual
que despliega. En cuanto a su colocación se advierte que no son objetos
alineados, sino que, rechazando la pura frontalidad, se muestran algo desviados
respecto de su eje natural y desde luego tal giro está determinado para
propiciar los juegos de luz y para crear de forma más verosímil y contundente
los volúmenes. También hay que considerar que los objetos que configuran el
presente bodegón no son cacharros estrictamente populares; por el contrario,
podrían pertenecer al ajuar de un hogar con ciertas posibilidades económicas,
sobre todo en los casos del bernegal de plata sobredorada y del búcaro de Indias.
Se conoce una versión prácticamente idéntica, en un estado de conservación algo
mejor, que fue donada al Museu d`Art de Catalunya por Cambó, el mismo
coleccionista que donó al Prado en 1940 la presente obra.
La cena de Emaús,
1639
Óleo sobre lienzo. Museo BB.AA. San Carlos.
México
Es el momento en el que Cleofás y su compañero
reconocen a Cristo. En este cuadro, bastante sombrío, todo está pensado para
llamar la atención sobre esa simbólica comida. Sobre el mantel blanquísimo, los
objetos (dos platos, una jarra, un trozo de pan) están casi alineados, como en
la mesa de los cartujos —procedimiento que usaba Zurbarán para señalar el
carácter hierático de una escena. Pero el blanco, más blanco aún que el del
propio mantel, del trozo de pan que acaba de abrir Cristo atrae la mirada.
Jesús se diluye en la sombra; su cuerpo resucitado, que solo se hace realidad
frente a sus discípulos, deja paso al universal e intemporal efecto de
la transubstanciación. Sobre la mesa, los objetos de la naturaleza muerta
adquieren un tono intenso que procede de ese resplandor que relega la luz
ambiental que proviene de la izquierda.
La Cena de Emaús, pintura que puede
contemplarse en el Museo Nacional de San Carlos (México), fue realizada,
firmada y fechada por el maestro extremeño, y aunque por el momento no se
conocen datos de su llegada a suelo novohispano, formaba parte de la iglesia de
San Agustín de Ciudad de México.
La obra se encontraba sobre la entrada de
la sacristía, y haciendo pareja, en el lado contrario, en la antesacristía
estaba situada La Incredulidad de Santo Tomás (1643), de Sebastián
López de Arteaga, pintor sevillano que se trasladó a trabajar a Nueva España
.Ambos lienzos formaban una perfecta sintonía, ya que eran el ejemplo de la
victoria de Jesucristo sobre la muerte, a través de episodios de su
resurrección y compartían el estilo naturalista.
Es considerada la mejor representación del
pintor en tierras mexicanas, ya que en ella se recoge toda la esencia del
artista y aparecen sus principales características, como la gradación lumínica,
los contrastes claroscuristas, la concepción monumental de los personajes, el
detallismo del bodegón de la mesa, así como la calidad y fuerza que poseen los
ropajes de los protagonistas.
Cristo en
la cruz, 1630.
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Óleo sobre lienzo. 214 x 143,5 cm
Este lienzo de Zurbarán permaneció inédito
hasta 1918, fecha en la que Hugo Kehrer lo dio a conocer en su monografía
dedicada al pintor. En ese año el cuadro estaba registrado en la colección
alemana del doctor Rohe, en Múnich, donde permaneció, al menos, hasta 1953,
fecha de la edición del libro de Martín S. Soria sobre el pintor. La pintura
fue adquirida por el barón Hans Heinrich en abril de 1956 a la galería M.
Knoedler & Co., de Nueva York.
La pintura se ha situado en una etapa temprana
en la carrera del artista, en la que este tema, Cristo en la cruz, fue un
referente habitual en su producción. El ejemplo más temprano con este asunto lo
tenemos en el lienzo del Art Institute de Chicago, de 1627, procedente del
convento dominico de San Pablo el Real en Sevilla. Considerada una de sus obras
maestras, Zurbarán coloca a este Cristo muerto sobre unos rudos maderos en los
que se sujeta con cuatro clavos. La imagen, de fuerte efecto, está trabajada
con un claroscuro que dibuja y esculpe el cuerpo del Redentor. Zurbarán
reelaboró el tema con Cristo vivo, como es el caso que nos ocupa; muerto, como
en la obra que acabamos de mencionar, en la que rebosa serenidad; con santos,
como el San Lucas delante de la cruz del óleo conservado en el Museo
del Prado; o con donantes. Las interpretaciones que Zurbarán hizo de este
episodio son numerosas.
Para María Luisa Caturla este Cristo en la
cruz deriva del de la iglesia parroquial de Motrico, pintura de la que se
conocen una docena de versiones. Si comparamos estas imágenes, Motrico y Museo
Thyssen-Bornemisza, comprobamos que resultan extremadamente parecidas,
diferenciándose sus composiciones por pequeños detalles. En ambas se han
aplicado fondos oscuros sobre los que destaca la figura de Cristo con el cuerpo
de frente y fuertemente iluminado. La cabeza se inclina hacia un lado, elevando
los ojos en señal de súplica, y contribuyendo su boca entreabierta a acentuar
su plegaria y patetismo. Pocos pormenores, además de los estilísticos, separan
ambos modelos; entre ellos reseñamos los paños de pureza, parecidos en la forma
en que se anudan, pero con más caída de tela en nuestra pintura, o los dedos de
las manos, más flexionados y cerrados en la obra de Motrico.
Casi todos los Cristos crucificados de Zurbarán
colocan sus pies en un supedáneo y se sostienen con cuatro clavos, tema este
que tuvo una amplia repercusión en la pintura y escultura sevillana. A ello,
sin duda, contribuyeron los escritos del suegro de Velázquez, Francisco
Pacheco, como atestigua una carta de 1619 del cronista y poeta sevillano
Francisco de Rioja en la que felicita a Pacheco por restituir en estas imágenes
lo que dicen «los escritores antiguos».
La pintura está ejecutada después del encargo
de Llerena y próxima a las series de los conventos sevillanos de San Pablo el
Real y de la Merced Calzada. El resultado de estos dos conjuntos abrió a
Zurbarán las puertas de Sevilla.
Cristo en
la cruz, 1627.
Instituto de Arte, Chicago, Estados Unidos
En este cuadro la impresión de relieve es
sorprendente: Cristo está clavado en una burda cruz de madera. El
lienzo blanco, luminoso, que le ciñe la cintura, con su hábil drapeado—ya de
estilo barroco—, contrasta dramáticamente con los músculos flexibles y
bien formados de su cuerpo. Su cara se inclina sobre el hombro derecho. El
sufrimiento, insoportable, da paso a un último deseo: la Resurrección,
último pensamiento hacia una vida prometida en la que el cuerpo, torturado
hasta la extenuación, pero ya glorioso, lo demuestra. Igual que en La
Crucifixion de Velázquez (pintado hacia 1630, más rígido y
simétrico), los pies están clavados por separado. En esa época, las obras, en
ocasiones monumentales, trataban de recrearse morbosamente en la crucifixión,
de ahí el número de clavos.
Por ejemplo, en las Revelaciones de Santa
Brígida se habla de cuatro clavos. Por otra parte, y tras los decretos
tridentinos, el espíritu de la Contrarreforma se oponía a las grandes
escenificaciones orientando, especialmente a los artistas, hacia las
composiciones en las que se representara únicamente a Cristo. Muchos teólogos
sostenían que tanto el cuerpo de Jesús como el de María tenían
que ser unos cuerpos perfectos. Zurbarán aprendió estas lecciones afirmándose,
a los veintinueve años, como un maestro incontestable.
La Visión
de San Alonso Rodríguez, 1630. Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando de Madrid
Óleo sobre lienzo y mide 266 cm de
alto por 167 cm de ancho.
Cuando una comunidad de monjes encargaba una
serie de lienzos a Zurbarán, con frecuencia le especificaba quién debía
aparecer en los cuadros y de qué manera. Lo más habitual es que se tratara de
retratar idealmente a los principales santos y personajes de la Orden a la cual
pertenecían los monjes en cuestión. Es el caso del lienzo dedicado a la Visión
de San Alonso Rodríguez. Este monje era uno de los padres fundadores de la
Orden de los Jesuitas, que ostentaban un enorme poder en el mundo católico en
general, y en la Sevilla del siglo XVII en particular. Zurbarán trabajó para
ellos en diversas iglesias bajo su protección, así como en el Colegio de
Doctores que tenían en Sevilla. El cuadro sigue una división que había tenido
gran éxito en Andalucía, según modelos vigentes desde El Greco. Esta división
consiste en presentar un milagro en dos partes: la mitad inferior muestra el
mundo terrestre, donde se encuentra el santo que sirve de enlace entre el mundo
de los fieles y el mundo divino. Esta parte celestial se representa en la mitad
inferior, y es hacia la que se dirigen tanto las miradas del santo y el ángel,
como las de aquellos espectadores que vienen a implorar la protección de San
Alonso. Zurbarán nuevamente demuestra sus dotes para el retrato, que solía
emplear para pintar figuras que no había podido conocer en vida, pero que
parecen estar copiadas del natural. En la escena, San Alonso es asistido por un
ángel y recibe los estigmas de los dos corazones de María y de Jesús, quedando
sus nombres grabados en el pecho del místico. En la parte celestial, María y su
Hijo lanzan rayos divinos con sus corazones hacia el pecho del santo. Un coro
de ángeles adolescentes vestidos con túnicas blancas ambienta la visión que,
según las narraciones de los santos místicos del Siglo de Oro, incluían siempre
visiones de los cinco sentidos.
Virgen
niña en éxtasis, 1630. Metropolitan Museum of Art
Óleo sobre lienzo. 117 x 94 cm.
Zurbarán pintó en la última fase de su obra una
serie de lienzos dedicados a María durante su infancia y en su vida familiar.
Dentro de este grupo de cuadros, encargados todos por clientes particulares,
encontramos esta Virgen Niña en éxtasis. Es muy similar a otras del mismo tema,
y además coincide con ellas en las ropas, e incluso en los motivos bordados que
adornan su blusa. La niña aparece rezando, tras haber interrumpido su labor
femenina, con el rostro absorto y enmarcado por una aureola de angelitos
mofletudos. A sus pies están esparcidas diversas florecillas de colores, que
además de adornar la imagen, simbolizan las virtudes de la futura madre: flores
azules que indican fidelidad, flores amarillas que significan la inteligencia y
la madurez, rosas para el amor, azucenas blancas por su virginidad... Estos
objetos que la rodean son detalles de naturalezas muertas, que de ser pintadas
aisladamente podrían formar bodegones de gran calidad. El lienzo aparece
enmarcado en un cortinaje rojo, que evoca la cortina del templo, constituyendo
una especie de altar campesino.
San Lucas
como pintor, ante Cristo en la Cruz, 1630 - 1639. Museo del
Prado (Madrid)
Un pintor contempla al Crucificado sosteniendo
una paleta y pinceles en la mano izquierda y llevándose la derecha al pecho con
devota unción. Ha sido identificado tradicionalmente como san Lucas, el
evangelista pintor que según la leyenda retrató a la Virgen. Aunque viste la
túnica y el manto a la antigua que son propios del evangelista, no tiene
aureola, ni hay precedentes iconográficos de un san Lucas pintando a Cristo en
la Cruz.
También se ha insinuado que esta pintura sea un
autorretrato de Zurbarán. Si datara de la década de 1650, como recientemente se
ha sostenido, el aspecto de edad avanzada del personaje no sería en sí
obstáculo a esa identificación.
Pero por el estilo y la concepción de la obra
parece más verosímil la década de 1630, y en ese caso la figura sería demasiado
vieja para el artista. Si Zurbarán concibió al pintor como un autorretrato «alegórico» o «conceptual», quizá no le preocupase reflejar fielmente la edad, y
ni siquiera el parecido (en realidad no sabemos cómo era).
Tal vez más interesantes sean las cuestiones
conceptuales que plantea Stoichita (1996). ¿Se nos muestra al artista teniendo
una visión, o proyectándose en el drama del Gólgota como en una meditación
ignaciana? Podría estar frente a una pintura que acaba de terminar, o incluso
contemplando un crucifijo muy realista que, como el Cristo de la Clemencia
esculpido por Martínez Montañés para la Catedral de Sevilla, inclinara la vista
al devoto en actitud de hablarle. Zurbarán deja esas ambigüedades sin resolver
intencionadamente, pero es interesante observar que la escala de la figura de
Cristo es menor que la del pintor, lo que refuerza la idea de que éste se encuentre
ante una imagen y no ante la realidad. Es muy posible que la pintura establezca
la tesis básica de que el artista posee un talento especial para hacer imágenes
que inspiren la devoción del contemplador hacia su prototipo.
Próximo Capítulo: Capítulo 20 - Pintura barroca española - La escuela andaluza siglo XVII
Bibliografía
AA.VV. (2005). El palacio del rey planeta.
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