Segunda
mitad del siglo XVII
La
escuela madrileña
JUAN
CARREÑO de MIRANDA
(Avilés 25 de marzo de 1614-Madrid, 3 de
octubre de 1685)
Pintor barroco español. Llamado por Miguel
de Unamuno pintor de la «austriaca
decadencia de España», a partir de 1671 ocupó el puesto de pintor de
cámara de Carlos II. Pintó entre 1658 y 1671, en estrecha
colaboración con Francisco Rizi, grandes telas de altar al óleo y,
al fresco o al temple, los techos de algunos salones del viejo Alcázar
de Madrid, los del camarín de la Virgen del Sagrario de la catedral de
Toledo y los de varias iglesias madrileñas, de los que únicamente
subsisten, parcialmente, los trabajos realizados en la catedral toledana y las
pinturas de la cúpula elíptica de la iglesia de San Antonio de los Alemanes.
Como retratista de la corte fue continuador del tipo de retrato velazqueño, con
su misma sobriedad y carencia de artificio pero empleando una técnica de
pincelada más suelta y pastosa que la utilizada por el maestro sevillano, sin
que falten, en especial en los retratos masculinos, las influencias
de Anton van Dyck, como corresponde a una fecha más avanzada. A esta etapa
final de su carrera pertenecen los retratos —a los que se liga gran parte de su
fama— de Carlos II y de su madre la reina viuda Mariana de
Austria, del embajador de Rusia, Piotr Ivanovich Potemkin, de Eugenia
Martínez Vallejo, vestida y desnuda, y del bufón Francisco de Bazán (Museo del
Prado), retratos estos últimos de enanos y bufones de la corte tratados con la
gravedad y decoro velazqueños.
Formación
y primeros años
Hijo de Juan Carreño de Miranda y de su mujer,
Catalina Fernández Bermúdez, naturales del concejo
de Carreño en Asturias, hijosdalgo y descendientes de
la antigua nobleza asturiana, según la biografía que le dedicó Antonio
Palomino, que en su información sigue casi al pie de la letra a Lázaro
Díaz del Valle, nació en Avilés el 25 de marzo de 1614. Algunos indicios
sugieren, no obstante, que la madre del pintor pudo ser criada y no esposa de
Juan Carreño padre. Esa condición de hijo ilegítimo explicaría el desinterés
por los hábitos nobiliarios al que alude Palomino, pues aspirar a ellos
hubiera hecho inevitable la apertura de un expediente para recabar información
sobre sus orígenes familiares. En torno a 1625 la familia se trasladó a Madrid.
La situación económica familiar atravesaba algunas dificultades según se
desprende de los numerosos memoriales dirigidos a Felipe IV por su padre, que,
a pesar de su indiscutible origen hidalgo, está documentado en Madrid como mercader
de pintura.
A poco de llegar a Madrid y «contra la voluntad
de su padre» debió de comenzar su formación artística, primero con Pedro
de las Cuevas, célebre maestro de pintores, y más adelante con Bartolomé
Román, aunque faltan datos precisos del tiempo que permaneció con ellos. Según
Palomino, tras perfeccionarse en el color con Román, completó su formación a
los veinte años acudiendo a las academias que se celebraban en Madrid, donde
pronto dio muestras de su habilidad, demostrada en las pinturas que hizo en sus
principios como pintor para el claustro del Colegio de doña María de
Aragón.
Perdidas estas pinturas y las que hiciese para
el convento dominico del Rosario de Madrid, la primera obra fechada que se le
conoce –el San Antonio de Padua predicando a los peces del Museo del
Prado, procedente del Oratorio del Caballero de Gracia—, se encuentra
firmada en 1646, cuando con treinta y dos años era ya un pintor enteramente
formado y con algunos años de profesión a sus espaldas. En fecha tan
relativamente tardía, ciertos arcaísmos en los escorzos de los ángeles que
sobrevuelan la escena y la figura del santo, de claro y preciso dibujo, con
recuerdos que remontan todavía a Vicente Carducho, maestro de Bartolomé
Román, combinan con un sentido del color que parece deudor de Anton van
Dyck. Ese sentido del color y la pincelada vibrante de origen ticianesco alcanzan
cotas de sensualidad veneciana en una obra también temprana como es La
Magdalena penitente del Museo de Bellas Artes de Asturias, fechada
solo un año después, en 1647, o en la algo más tardía de la Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando. Ambas son, probablemente,
las Magdalenas penitentes en el desierto mencionadas por Palomino
como «obras maravillosas», la primera localizada en la llamada «sala de los
eminentes españoles» del palacio del almirante de Castilla y la segunda,
de mayor empeño, considerada por Pérez Sánchez como «una de las obras
más bellas de toda la pintura española y (...) uno de los más conscientes
homenajes a Tiziano de todos los artistas madrileños», para un altar colateral
del convento de las Recogidas.
Las noticias documentales para estos primeros
años son también escasas. En 1639, diciéndose natural del concejo de Carreño,
contrajo matrimonio con María de Medina, hija de un pintor de Valladolid
relacionado profesionalmente con Andrés Carreño, tío del pintor. El matrimonio
no tuvo hijos pero en 1677, ya ancianos, le «echaron a la puerta» una niña recién nacida a la que bautizaron con
el nombre de María Josefa y trataron como una hija. El mismo año en que se
fecha la Magdalena de Oviedo contrató con el mercader Juan de Segovia
un lienzo de gran tamaño del Festín de Baltasar, posiblemente el
conservado en el Bowes Museum de Barnard Castle, Durham, concluido años
más tarde y origen de un pleito por el retraso en su entrega. Más rico en
noticias es el año 1649, cuando consta que tenía alquiladas unas casas con
vistas al viejo Alcázar de Madrid, frente a San Gil, y firmó
la Sagrada Familia de la iglesia de San Martín, en la que
predomina la influencia flamenca de Rubens, del que tomó tanto el color
como la composición, libremente interpretada.
De 1653, firmada y fechada, es
la Anunciación del Hospital de la Venerable Orden
Tercera donde aún se conserva junto con su pareja, los Desposorios
místicos de santa Catalina, que probablemente serían pintados el mismo año aunque
no estén firmados. En ellos se funden la soltura de pincel de la tradición
veneciana con las influencias de Rubens, en los tipos voluminosos y los
brillos, y las de Van Dyck, de quien tomó la rítmica disposición de las figuras
de la Virgen, el Niño y la santa en la pintura de los Desposorios, en los
que adaptó al formato apaisado del lienzo una composición vertical del
flamenco: la Virgen con el Niño, santa Rosalía y otros santos, que Carreño
pudo conocer por el grabado que a partir de ella hizo Paulus Pontius.
La utilización de modelos rubenianos,
libremente interpretados, se advierte también en la monumental Asunción de
la Virgen del Museo Nacional de Poznan (Polonia), procedente del
retablo mayor de la iglesia parroquial de Alcorcón (Madrid), que
debía de estar acabada poco antes de 1657, cuando Lázaro Díaz del Valle redactó
sus notas mencionándola como recién pintada. La fuente en que se basa, según se
ha señalado, es la gran tela del mismo asunto pintada por Rubens para
la catedral de Amberes, que Carreño pudo conocer por un grabado
de Schelte à Bolswert. El resultado es, sin embargo, sumamente personal
tanto por las sutiles variaciones en las posturas y actitudes de las figuras
como por el juego de claroscuros y la ligereza y fluidez de la pincelada. Una
hoja de papel tintado a la aguada parda con hasta nueve estudios a pluma de la
figura de la Virgen (Nueva York, Metropolitan Museum of Art) se ha puesto
en relación con esta Asunción de Poznan, cuya composición debió de
meditar largamente Carreño. Satisfecho con el resultado, empleó la figura
principal de la Virgen con la peana de ángeles infantiles para atender, al
menos, otros dos encargos, quizá motivados por el inmediato éxito de la
composición: enmarcado en guirnalda de flores y exquisitos colores, el grupo de
la Virgen se encuentra repetido a menor escala en una excepcional pintura al
óleo sobre un soporte de mármol octogonal, firmada y fechada en 1656, que se
conserva en un altar del Seminario Diocesano de Segovia, primitiva iglesia
de jesuitas y, con alguna diferencia especialmente en el rostro de la Virgen y
en los atributos que portan los ángeles niños, en un lienzo de procedencia
desconocida conservado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, con firma
prácticamente perdida.
También fechado en 1656, el San
Sebastián del Museo del Prado, procedente del monasterio de monjas
cistercienses de la Piedad Bernarda, vulgarmente conocidas como las Vallecas,
repite en la figura del mártir el modelo creado por Pedro de
Orrente para su Martirio de san Sebastián de la catedral de
Valencia, a la vez que lo idealiza al recortar su silueta sobre un celaje azul
atravesado por nubes esponjosas de origen veneciano, muy alejado del tenebrismo
orrentesco y su escultórico naturalismo. Poco posterior, el Santiago en
la batalla de Clavijo del Museo de Bellas Artes de Budapest, firmado
y fechado en 1660 e inspirado en el San Jorge y el
dragón de Rubens (Museo del Prado), es obra ya plenamente
barroca por el extraordinario dinamismo que le imprime a la composición el
caballo en corbeta, con la cabeza girada sobre sí mismo en movimiento
envolvente, la agitación de las telas azotadas por el viento y la pincelada
emborronada con la que desdibuja las figuras.
San
Antonio predicando a los peces, 1646.
Óleo sobre lienzo, 249 x 165 cm. Museo del Prado
Se trata de la primera obra firmada y fechada
de Carreño llegada hasta nosotros y muestra al pintor en una fase de
su estilo todavía muy vinculada a los maestros de la primera mitad del siglo.
El propio Palomino, que conoció y trató a Carreño alude a este
cuadro como de su mano, aunque más a sus principios, indicando sin
duda, como sus contemporáneos advertían bien, lo que de arcaico había en esta
composición. Los ángeles niños especialmente, con sus escorzos algo forzados y
sus formas en exceso turgentes, están cerca de lo que
hacía Pereda hacia 1640, y de lo que Rizi muestra en su San
Andrés del mismo año, lleno también de recuerdos de la generación
precedente. Lo que resulta más típicamente barroco, avanzando en la dirección
de ligereza técnica, con la pincelada, arrebatada y nerviosa y rico colorido,
es el curioso paisaje marítimo, con las vibrantes cabezas de los peces que
constituyen un curiosísimo ejemplo de naturaleza viva (Pérez Sánchez,
A. E.: Carreño, Rizi, Herrera y la pintura madrileña de su tiempo
(1650-1700), 1986, p. 194).
En el grupo de figuras del ángulo superior
izquierdo han sido representados dos ángeles tocando instrumentos musicales, un
arpa diatónica similar a modelos españoles de la Edad Moderna, y una
corneta de tipo renacentista, haciendo la parte melódica de un conjunto
instrumental propio del Barroco. Las cornetas curvas fueron las más
frecuentes en los conjuntos de ministriles del Renacimiento y en las
agrupaciones instrumentales del Barroco, mientras que las rectas tenían un
timbre más dulce y fueron menos utilizadas. En el ángulo superior derecho, un
ángel interpreta un órgano portativo, mientras que en el centro, bajo la figura
del Niño Jesús, otro ángel toca un bajo de violón.
El órgano está apoyado sobre una mesa y el
ángel tañe el teclado mientras canta inclinando la cabeza hacia su izquierda.
Aunque no se ven fuelles, el ángel que está detrás tiene una mano levantada,
que puede indicar que mueve los fuelles o quizá que está marcando el ritmo,
pues tanto el organista como otro ángel situado a su derecha están cantando. El
que se representa en la obra es un órgano portativo, realejo en
castellano de la época, de pequeñas dimensiones y potencia sonora discreta. Su
uso se hizo frecuente en los ritos religiosos, siendo muy habituales las
representaciones de órganos realejos en la iconografía cristiana de
la Península Ibérica.
En el caso del violón, el contorno de su caja,
las efes y las escotaduras laterales marcadas son rasgos propios del instrumento,
y se distingue el diapasón de color oscuro y corto, característico de los
instrumentos de arco de la época, así como el clavijero curvo y abierto, en
forma de hoz que no se cierra en voluta. Junto con los ángeles instrumentistas
aparecen ángeles cantores portando partituras, todo ello acompañando la
predicación del santo a los peces, que se acercan milagrosamente a escuchar sus
enseñanzas.
La
Magdalena penitente, 1654
Óleo sobre lienzo. 220 x 180 cm Museo de bellas Artes de Asturias
El artista alcanza en este lienzo, recién
cumplidos los cuarenta años, una de las mejores obras de su etapa de madurez.
Después del Concilio de Trento, uno de los temas más cultivados en la
iconografía religiosa fue el de María Magdalena representada durante su retiro
en el desierto haciendo penitencia. Propuesta por los teólogos a los artistas
como modelo de arrepentimiento, la santa se convierte en una imagen de gran
importancia para los católicos en oposición a los protestantes que negaban la
confesión. Joven, bella, y de una sensualidad semivelada, representa en
numerosas ocasiones el papel de la Venus cristiana, ajena a la tristeza de los
martirios tan comunes en el setecientos. Según la tradición literaria, catorce
años después de la Ascensión de Cristo, un grupo formado por sus primeros
discípulos fue expulsado de Judea y conducido en una barca hasta el puerto de
Marsella. Allí la Magdalena decide retirarse a la cueva de La Sainte-Baume,
donde pasa los treinta y tres últimos años de su vida dedicada a la penitencia
y a la contemplación.
La comprensión de la imagen resultaría
incompleta sin aludir a la riqueza iconográfica de los diversos atributos que
contiene. Algunos son universales como el nimbo o la aureola, herencia del
paganismo y señal de majestad transformada en signo de santidad o la rica tela
azul y oro aludiendo a frivolidades pasadas. Otro más elocuente es el pomo de
cristal, junto al borde del lienzo, con el cual la pecadora unge los pies del
Salvador, símbolo de la fragilidad humana y de la debilidad ante las
tentaciones terrenales. Los más significados, sin duda, son la calavera, el
crucifijo y el libro. La calavera simboliza la humildad y la penitencia, y
recuerda la vanidad de los bienes terrenales; el crucifijo la redención, y el
libro la ciencia y sabiduría. Finalmente falta por evocar la naturaleza que
rodea a la anacoreta, comenzando por la cueva donde se retira la penitente,
testimonio de su renuncia al mundo y la hiedra que la cubre, símbolo de
fidelidad y de inmortalidad.
Antonio Palomino, en su obra Parnaso Español
califica de maravillosa esta Magdalena penitente, que en su época podía verse
aún en un altar del convento de las Recogidas. De allí fue trasladada a Francia
en 1813 para formar parte del efímero Museo Napoleón, ingresando en 1816, tras
su regreso a España, en la Academia.
Festín de
Baltasar, 1647-1649
Bowes Museum de Barnard Castle, Durham
En este trabajo, Carreño describe la historia
religiosa contada en el Antiguo Testamento en Daniel, capítulo 5. Belsasar sucedió
a su padre como Rey de los Caldeos, y celebró un banquete para sus
cortesanos. Durante la fiesta ordenó que se usaran en la mesa los sagrados
recipientes de oro y plata que su padre había saqueado de un Templo en
Jerusalén. Las palabras Mene, Mene, Tezel, Uparsin aparecieron en la pared
del pasillo.
Esto asustó a Belsasar, quien luego llamó a sus
astrólogos. Daniel interpretó las palabras como: 'Dios ha contado tu reino
y lo ha terminado. Tú eres pesado en las balanzas, y eres hallado
deficiente. Tu reino está dividido y dado a los medos y los
persas. Esa noche Babilonia fue capturada por Darío, rey de los medos y
persas, y Belsasar fue asesinado. Carreño representa diferentes elementos
de la historia en el mismo lienzo. La escritura en la pared se puede ver
en la parte superior derecha del arco en el medio del pasillo. Belsasar se
muestra a la izquierda de la pintura en la mesa apuntando hacia arriba. Se
ve a los soldados arrastrándose detrás de los pilares a la izquierda,
posiblemente el primero en atacar. Carreño nació en Madrid y trabajó mucho
en fresco en su juventud. Se convirtió en pintor de la corte de Carlos II
en 1671.
Asunción
de la Virgen, 1657.
Museo Nacional de Poznan (Polonia)
Esta Asunción de la Virgen, en vuelo y
sostenida por ángeles niños, lleva la corona de doce estrellas, atributo de la
Inmaculada. No es sorprendente esta fusión de las iconografías marianas
triunfantes.
En realidad se trata de una versión reducida,
privada del grupo de apóstoles en torno al sepulcro vacío, del gran lienzo del
Museo de Poznan (Polonia), procedente de la iglesia parroquial de Alcorcón
(Madrid) y pintado por Carreño antes de 1657, en que lo cita ya Lázaro Díaz del
Valle en su emplazamiento original.
Esta versión, indudablemente autógrafa, repite,
sin apenas variantes –la cabeza de la Virgen, más frontal, las cabezas de
querubines que llenan los ángulos superiores– la composición del otro lienzo,
relacionado con las composiciones rubenianas del mismo asunto, conocidas a
través de la estampa. Especialmente hay una, del grabador Schelte a Bolswert,
especializado en grabar composiciones de Rubens, que reproduce la obra de la
Catedral de Amberes, en la que la actitud de la Virgen es muy semejante. Otra
versión más pequeña, pintada sobre mármol y firmada en 1656, es propiedad del
Seminario Diocesano de Segovia. Es evidente que a Carreño le satisfizo la
composición y la repitió con complacencia. El ejemplar de Bilbao es
absolutamente típico de su estilo, fluido y sensual, donde confluyen
influencias flamencas y venecianas en la composición y en el colorido.
La
colaboración con Francisco Rizi: los grandes ciclos murales y decorativos
En 1657 fue elegido alcalde de
los hijosdalgo de Avilés, cargo probablemente de carácter honorífico
pues no consta que abandonase Madrid, y en 1658 fiel de la villa de Madrid por
el estado noble. El mismo año pintó un Crucifijo sobre madera
recortada con dedicatoria a Felipe IV (Indianapolis Museum of Art).
Se trata del primer intento de aproximación a la corte del que se tiene
constancia, aunque el conocimiento de la pintura de los maestros venecianos y
flamencos indica que con anterioridad había tenido ya acceso a las colecciones
de palacio y tratado con Velázquez. En diciembre de 1658 declaró en favor
del sevillano en el informe para la concesión del hábito de la Orden de
Santiago a Velázquez, al que decía conocer casi desde su llegada a Madrid.
Solo unos meses después sería el propio Velázquez quien recomendase a Carreño
para trabajar en la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar de
Madrid a las órdenes de Agostino Mitelli y Angelo Michele
Colonna, introductores en España de la técnica de la quadratura.
Palomino cuenta en su biografía que, viéndole un día Velázquez ocupado en sus
obligaciones con el municipio, «compadecido,
de que emplease el tiempo en cosa que no fuese de la Pintura, le dijo, le había
menester para el servicio de Su Majestad, en la pintura que se había de hacer
en el salón grande de los Espejos». En la decoración del salón, iniciada
en abril de 1659, Carreño se repartió con Francisco Rizi la historia
de Pandora, en la que le correspondió la pintura de Vulcano dando forma en
la arcilla a la hermosa doncella y sus bodas con Epimeteo, historia que,
según Palomino, no pudo acabar al sobrevenirle una grave enfermedad y completó
Rizi. Destruidos los frescos en el incendio del Alcázar de 1734, aunque ya
antes habían tenido que ser reparados y repintados al óleo por el propio
Carreño, tan solo se conserva un dibujo con el nacimiento de Pandora (Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando), atribuido a Carreño, que podría
tener este destino.
Las pinturas del Salón de los Espejos, las
primeras realizadas por Carreño para el rey, significaron también el inicio de
la colaboración con Rizi. Ambos trabajaron inmediatamente para Gaspar
Méndez de Haro, marqués de Carpio y de Heliche, en la casa familiar de la
Huerta de San Joaquín en Madrid y en la finca de la Moncloa, en el camino de El
Pardo, que el marqués adquirió en 1660. Especial importancia debió de tener la
decoración de esta, para la que Heliche contó con Colonna –fallecido Mitelli–
en la pintura de los techos, y con Rizi y Carreño para la pintura de las
paredes, en las que bajo la dirección de los dos maestros se copiaron al óleo,
según Palomino, «los mejores cuadros que se pudieron haber» de palacio. Muy
dañados, todavía llegó alguno a 1936 cuando el palacio resultó prácticamente
destruido antes de ser definitivamente demolido para la construcción
del actual. A continuación trabajaron al fresco en la cúpula oval y
anillo inferior de la iglesia de San Antonio de los
Portugueses (actualmente de los Alemanes) entre 1662 y 1666. A Rizi,
según Palomino, habrían correspondido las arquitecturas y ornamentación y a
Carreño las figuras, aunque algunos dibujos conservados en el Museo del Prado y
la Casa de la Moneda indican que también Rizi proporcionó los
primeros diseños con la idea original para la escena central de la apoteosis
del santo.
Estos frescos de San Antonio de los
Portugueses, aunque retocados por Luca Giordano, son junto con los mal
conservados del camarín de la Virgen del Sagrario de la catedral de Toledo,
concluidos en 1667, los únicos proyectos decorativos fruto de la colaboración
de los dos pintores que se han conservado al resultar destruidos en diversas
circunstancias los frescos pintados para el Salón de los Espejos y la Galería
de las Damas del viejo Alcázar, los del camarín de la Virgen de la desaparecida
iglesia de Nuestra Señora de Atocha, contratados por Rizi como pintor del rey y
por Carreño como «su compañero» en
1664, y los que decoraban la cúpula del Ochavo de la catedral de Toledo,
iniciados en 1665 y concluidos en 1671, que hubieron de ser reemplazados en
1778 a causa de su mal estado por los nuevos frescos pintados por Mariano
Salvador Maella.
También con Rizi colaboró en el Monumento de
Semana Santa de la catedral toledana, en la iglesia de los Capuchinos de
Segovia y en la decoración de la capilla de San Isidro en la parroquia de
San Andrés. De 1663 a 1668 se registran pagos a los dos pintores por cuatro
cuadros que resultaron destruidos en 1936, en el incendio del templo a
comienzos de la guerra civil. Dos dibujos preparatorios y un grabado
de Juan Bernabé Palomino permiten en este caso conocer al menos la
composición original del Milagro de la fuente, cuya ejecución correspondió
a Carreño junto con la historia del llamado pastor de Las Navas, quien
según la leyenda fue reconocido por el rey Alfonso VIII en el cuerpo
incorrupto del santo madrileño.
Muy estrecha parece haber sido también la
colaboración con Rizi en La fundación de la Orden Trinitaria, lienzo
destinado al altar mayor de la iglesia del convento de los trinitarios
descalzos de Pamplona, ahora en el Museo del Louvre. Aunque un documento
que da testimonio de su colocación en el templo indica que fue pintado por «Rizio y Carreño» y que por él se pagaron
500 ducados de plata, el lienzo, de considerables dimensiones, está firmado y
fechado en 1666 únicamente por Carreño, igual que un boceto o modelo para uso del
taller, ahora conservado en Viena, que podría ser el que según Antonio
Palomino conservaba su discípulo Jerónimo Ezquerra, en cuyo poder
pudo verlo y admirarlo. La idea original, sin embargo, corresponde a una
composición proporcionada por Rizi, de la que se conoce un detallado dibujo
conservado en la Galleria degli Uffizi, dibujo pasado al lienzo por
Carreño con muy ligeras variaciones. Una de las obras más complejas y
apreciadas en todo tiempo de la producción de Carreño, con la que el barroco
más internacional triunfaba definitivamente en Madrid, tiene de este modo,
como punto de partida, una composición de Rizi.
De forma independiente, a comienzos de la
década de 1660 se fechan los primeros retratos que pueden datarse con precisión
y las primeras versiones del tema de la Inmaculada Concepción, motivo
iconográfico muy repetido en la pintura española de la segunda mitad del
siglo xvii y también en la producción de Carreño. La aprobación por
el papa Alejandro VII de la Constitución Apostólica Sollicitudo
omnium ecclesiarum, en la que proclamaba la antigüedad de la pía
creencia en la concepción sin mancha de María, admitía su fiesta, y
afirmaba que ya pocos católicos la rechazaban, poniendo fin a décadas de
interdicción, fue acogida en España con entusiasmo y por todas partes se
celebraron grandes fiestas, multiplicándose los encargos a pintores y
escultores.
Del mismo año 1662 son la dos
primera Inmaculadas de Carreño firmadas y fechadas (antiguas
colecciones Gómez-Moreno de Granada y Adanero) y en ellas se encuentra
plenamente formado el tipo iconográfico que con ligeras variantes repetirá el
propio artista o su taller múltiples veces, indicio seguro de la popularidad de
que gozó. Con recuerdos de Rubens en la cabeza, levemente inclinada,
y en la disposición general de la figura, la Virgen se presenta en pie sobre el
creciente de luna rodeada por una peana de angelotes, casi traslúcidos los que
ocupan el segundo plano. El brazo derecho se dobla sobre el pecho, algo
avanzado, proyectando una sutil sombra sobre el manto blanco. El brazo
izquierdo, sobre el que pasa el manto azul, se separa del cuerpo, extendido, contrarrestando
la curvatura de la cadera derecha, en contrapposto, de modo que la figura
central de María parece quedar enmarcada en una silueta romboidal. Es el tipo
que siguen, entre otras, las Inmaculadas del Museo de
Guadalajara, resuelta con pincelada extraordinariamente ligera y color
brillante, muy cercana a las primeras fechadas, o la de la Catedral
Vieja de Vitoria, firmada en 1666, tanto como la que parece ser la última que
pintase, la del Real Monasterio de la Encarnación de Madrid, fechada en
1683. El mismo tipo sigue la conservada en la Hispanic Society of
America que, firmada y fechada en 1670, se encontraba ya antes de 1682
en México, donde la copió Baltasar de Echave Rioja (1632-1682),
extendiendo de este modo su influencia a la Nueva España.
Judit y
Holofernes, Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 220 x 135 cm. Museo del
Prado
Judit aparece representada en pie, en la
mano derecha lleva la espada y apoya la mano izquierda sobre la cabeza de Holofernes.
Es copia fiel de una composición de Guido
Reni, que fue muy estimada en su tiempo y de la cual consta que se hicieron
varias repeticiones. Se considera original la versión conservada en la
Sedlmayer Collection de Ginebra, fechable hacia 1625-1626. La soberbia técnica
con que está resuelta la calidad de las telas, el acentuar dramáticamente
ciertos efectos que el original resuelve de modo más clásico y frío, y la
maestría con que se ha interpretado la fuerza poderosa de la figura femenina,
subraya la seguridad de Carreño al enfrentarse con modelos de un
mundo estilístico en principio alejado de lo que era más usual en su tiempo y
en su ambiente, pero que sin duda ejercía atracción sobre su temperamento. Esta
obra constituye una importante aportación al mejor conocimiento del sustrato
clásico de que hace gala Carreño en más de una ocasión.
En el inventario del Alcázar de Madrid de
1686, se encuentra la siguiente entrada: "Bóvedas que caen a la Priora [...] Pieza ynmediata de las Bobedas que
caen devajo de la del Despacho de verano [...] [759] Una Pintura de dos varas y
media de alto, y vara y media de ancho de Judic degollando â Olofernes de mano
de Guydo Boloñes que esta muy maltratada por antigua y esta desmontada para
copiarse."; pudiera ser que la referencia al encargo de copiarse tenga
que ver con esta obra.
San
Sebastián, 1656.
Óleo sobre lienzo, 171 x 113 cm. Museo del
Prado
Esta obra es un soberbio ejemplo de la devoción
veneciana de Carreño en sus años iniciales. La silueta general es,
como se ha dicho muchas veces, muy semejante a la del lienzo de Orrente en
la Catedral de Valencia, representando el mismo Santo. Probablemente la
existencia de una fuente común explica la estrecha semejanza, pero no es
imposible que Carreño conociese alguna copia del lienzo valenciano,
pues se han señalado algunas en iglesias de Castilla (Angulo-Pérez
Sánchez, Pintura toledana de la primera mitad del siglo XVII, 1972,
pp. 257-258).
En cualquier caso, el Sansón de Guido
Reni, obra de hacia 1610, muestra ya una silueta análoga en su elegante
desnudo. Pero mientras Orrenre realiza una obra de gran realismo, con una
calidad casi escultórica bajo una dura luz de intensidad tenebrista, Carreño prefiere
las superficies mórbidas y blandas, ofreciendo un aspecto aterciopelado de gran
calidad.
Una vez más Carreño se basa en Tiziano,
y parece haberse inspirado directamente, para el modo de recortar el desnudo
sobre las lejanías azuladas, en el Adán y Eva de Tiziano, hoy en
el Prado, que en 1628 había copiado Rubens.
Cristo
crucificado, 1660 - 1670.
Óleo sobre lienzo, 223 x 168 cm. Museo del
Prado
Junto con la Virgen de Atocha del
mismo autor, es uno de los más interesantes ejemplos de la pintura de imágenes
de devoción, trampantojos a lo divino, cuya función era la de sustituir a los
ojos del fiel devoto, la piadosa y famosa escultura por su "verdadero
retrato", con tal eficacia imitativa, que se pudiese pensar hallarse
físicamente ante ella. Ignoramos qué imagen concreta se representa en este
lienzo, que reproduce un verdadero camarín, con su arquitectura decorada
ricamente, y un fondo de fingido espacio arquitectónico, magníficamente
logrado, con la técnica de un hábil discípulo de Mitelli y Colonna. La imagen
se ciñe con corona de rosas, tal como era frecuente hacer con las imágenes de
gran devoción, y en lugar del paño de pureza habitual, lleva, como tantos otros
en toda la geografía devocional española, un rico faldellín bordado que cubre
buena parte de las piernas. Unos angelitos niños juegan en primer término con
los atributos de la pasión (un gigantesco clavo, una tibia y una calavera)
mientras otros, volando, apartan las cortinas que, a modo de pabellón, cierran
el camarín. No es fácil fechar la obra, pues su singularidad no ofrece
demasiados puntos firmes para la comparación, pero no debe estar lejos de la Virgen
de Atocha y será por lo tanto de entre 1660 y 1670.
Pintor
del rey y pintor de cámara
En septiembre de 1669 fue nombrado pintor del
rey con una asignación de 72 000 maravedises al año, a los que habría de
sumarse el valor de lo que pintase fijado conforme a tasación –emolumentos que
siempre tuvo dificultades para cobrar– y en diciembre del mismo año ayuda de la
furriera, lo que implicaba recibir las llaves de palacio y le obligaba a
ocuparse en tareas de conservación y reparación del mobiliario. Dos años más
tarde, en abril de 1671, adelantando a Rizi en el escalafón fue preferido para
ocupar la plaza de pintor de cámara que quedaba vacante por muerte
de Sebastián Herrera Barnuevo, con una asignación anual de 90 000
maravedises. El nombramiento provocó el enfriamiento de las relaciones con
Rizi, con quien no volvió a colaborar, y el indisimulado enojo
de Francisco de Herrera el Joven, famoso por su mal carácter, que no
perdía cualquier ocasión que se le presentase para burlarse del pintor de cámara,
a quien según algunas anécdotas recogidas por Palomino, satirizaba de palabra o
por escrito a causa de cierta malformación en los pies, que no tenía «tan pulidos (...) como Herrera presumía».
La aplicación de Carreño al género del retrato
parece haberse iniciado poco antes de estos nombramientos. El primer retrato
que se le conoce, y queda un tanto aislado en su biografía, el de Bernabé Ochoa
de Chinchetru, amigo del pintor y su albacea testamentario (Nueva York,
Hispanic Society of America), lleva la fecha de 1660. De 1663, aunque la
última cifra se lee con dificultad, podría ser el de la marquesa de Santa Cruz,
esposa de Francisco Diego de Bazán y Benavides, también retratado por Carreño
posiblemente antes de 1670 y con un extraño atuendo que parece ajeno a la moda
española, cargado de encajes (ambos en poder de los descendientes de los
retratados). Un tono más velazqueño, análogo al de la marquesa de Santa Cruz,
tienen un par de retratos femeninos, propiedad de los duques de Lerma, o el de
una dama desconocida procedente del convento de carmelitas
descalzas de Boadilla del Monte, quizá la esposa de su fundador, Juan
González de Uzqueta, ahora en la colección BBVA, y el más notable de toda
esta serie de retratos pintados en torno a 1670, el que presumiblemente
represente a Inés de Zúñiga, condesa de Monterrey (Madrid, Museo Lázaro
Galdiano), «casi digno de Velázquez»
según Valentín Carderera, pintado con pincelada suelta y una refinada gama
de colores rosáceos y plateados realzados por el negro de
la basquiña sobre el amplio guardainfante.
El retrato del duque de
Pastrana (Museo del Prado), para el que se han barajado fechas muy
diversas, ejemplifica la segunda dirección que adoptan los retratos en la
pintura del maestro asturiano, la influida por el porte elegante y sentido del
color de Anton van Dyck. El interés de Carreño por los retratos del
flamenco lo pone de manifiesto un rápido apunte tomado a lápiz negro
(Biblioteca Nacional de España) del retrato del joven Filippo Francesco d’Este,
marqués de Lanzo, pintado por Anton van Dyck (Viena, Kunsthistorisches
Museum) que, junto con el retrato de su hermano, fue propiedad de Juan
Gaspar Enríquez de Cabrera, x almirante de Castilla, en cuya
colección pudo estudiarlo Carreño.
Proporcionar los retratos oficiales de los
monarcas Carlos II y su madre, Mariana de Austria, se
convertiría en su primera obligación como pintor de cámara. Carlos II
(1661-1700), rey sin haber llegado a cumplir los cuatro años desde la muerte de
su padre, Felipe IV, en septiembre de 1665, aunque bajo la regencia de su
madre hasta alcanzar la mayoría de edad en 1675, enfermizo y de apariencia
frágil, incapaz de tener descendencia, iba a gobernar sobre una monarquía
declinante pero con presencia aún en los cuatro continentes, fuertemente
endeudada y con poderosos enemigos, en la que, fuese como fuese, la artes
visuales brillaron con notable esplendor. Hay pruebas claras de que el
desdichado monarca estimó y protegió la pintura y a los pintores. A falta de
un Velázquez, entre 1668 y 1698 no menos de quince de ellos se vieron
favorecidos con el título de pintor del rey, aunque en muchos casos lo fuesen
solo con carácter honorario.
En el retrato de Carlos II del Museo de
Bellas Artes de Asturias, firmado ya como «pictor Regis» en 1671, se encuentra
fijado en lo esencial el tipo de retrato oficial del monarca, a quien, en
sucesivas representaciones, se irá viendo crecer sin alterar el esquema
general. De pie, en posición de tres cuartos, las piernas abiertas en compás, un
papel en la mano derecha y tomando con la izquierda el sombrero que reposa
sobre una mesa o bufete de pórfido soportado por dos de los leones de bronce
dorado de Mateo Bonuccelli, –emblemas del imperio hispánico–, el rey
aparece representado en el Salón de los Espejos del viejo palacio real,
cuya decoración había dirigido Velázquez y en el que el propio Carreño había
trabajado en la pintura al fresco de la bóveda. Los espejos, en los que se
refleja la sala completa y con ella algunas pinturas de Rubens y Tiziano,
permiten a Carreño demostrar su habilidad en la creación espacial y con la gran
cortina contribuyen a dotar de solemnidad y magnificencia a la débil figura del
monarca, bañada en atmósfera velazqueña.
A este prototipo siguen, con las necesarias
adaptaciones en el rostro y llevando la figura al primer término para ganar en
altura aparente, el ejemplar del museo de Berlín, fechado dos años más tarde,
tres retratos propiedad del Museo del Prado, el del museo de bellas artes
de Valenciennes, el del Escorial y muchos otros con participación más o
menos amplia del taller. Sigue también este esquema con distinto resultado
formal por la diferencia en el vestuario, en el que Carreño tuvo ocasión de
exhibir sus dotes de colorista, el retrato de Carlos II como Gran Maestre
del Toisón de Oro, regalado por el rey junto con otro de su madre al
conde Fernando Buenaventura de Harrach, embajador imperial en Madrid, que
los llevó con él al volver a Viena en 1677, conservándose desde entonces en poder
de la familia (Rohrau, Colección Harrach).
Un nuevo modelo creó en 1679 para ser enviado a
Francia como retrato de presentación cuando, tras la paz de
Nimega que acordó el matrimonio de Carlos II con María Luisa de
Orleans, sobrina de Luis XIV, se negociaban los esponsales. El cuadro, que
Palomino llama «célebre», mostraba al
rey armado. De ese original, ahora perdido, parecen derivar el Carlos
II, con armadura, del Museo del Prado, firmado por el pintor de cámara en 1681,
y el del monasterio de Guadalupe, enviado al monasterio en 1683 por el
nuncio Sabas Millini junto con su propio retrato, obra también de Carreño. El
espacio elegido es de nuevo el Salón de los Espejos aunque estos quedan ahora
casi completamente ocultos tras la amplia cortina carmesí y un balcón abierto a
la derecha permite ver, tras la balaustrada, un luminoso fondo de paisaje
marino con naves de guerra, introduciendo así un elemento que, aunque
fantástico, trata de subrayar y dotar de significación bélica a la figura del
monarca, erguida y en pose heroica, con la bengala de general en la mano
derecha y la izquierda reposada en la cadera.
Esta serie de retratos regios termina con un
elevado número de retratos de medio cuerpo más o menos largo y ligeras
variaciones, inspirados directamente en el último retrato que de Felipe IV
hiciera Velázquez, de los que el prototipo parece ser el ejemplar conservado en
el Museo del Prado. Recuperando la sobriedad velazqueña el monarca vuelve a
vestir de negro y su figura se recorta sobre un fondo también oscuro, sin otro
atributo de realeza que el toisón de oro, que cuelga sobre el pecho de una
fina cadena de oro apenas sugerida por toques de luz discontinuos, tratamiento
aplicado también a la empuñadura plateada de la espada. El formato de la tela obliga
a una mayor concentración en la cabeza del retratado, resuelta con una técnica
pictórica de mayor acabado que el del traje, como también había hecho
Velázquez, dando como resultado, según Pérez Sánchez, «la más honda y noble imagen que nos queda del monarca».
Favorecido por la reina Mariana de Austria,
Carreño la retrató en al menos tres ocasiones, siempre vestida con las tocas de
viuda que le dotan de apariencia monjil y aspecto severo, con grave dignidad.
El modelo que más se repite, del que el ejemplar de más calidad es el de
la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, con abundantes copias
salidas del taller y aún ajenas a él, la muestra sentada en un sillón frailero,
pero a diferencia del precedente de Juan Bautista Martínez del Mazo, que
la representó aislada en medio de un salón, Carreño la aproxima en su retrato
al bufete en el que aparece material de escritorio, con un papel o una pluma en
la mano, atendiendo a los asuntos de Estado. El espacio es también en los
ejemplares más acabados el Salón de los Espejos, en el que destaca a su espalda
en alto el Judit y Holofernes de Tintoretto, ahora en el Museo
del Prado, en el que Pérez Sánchez ve una posible alegoría dedicada a la reina
viuda, «la mujer fuerte que, por su
pueblo, es capaz de las más arriesgadas hazañas». Distinto es el retrato
de la colección Harrach de Rohrau, compañero del Carlos II como Gran
Maestre del Toisón. En pie, con una mano sobre el respaldo del sillón y a la
espalda el bufete con el reloj de torre, que puede interpretarse también como
un símbolo de la virtud de la prudencia aplicada al gobierno, hace inevitable
la comparación con el retrato que de la misma reina pintase Velázquez hacia
1652-1653, a la vuelta de su segundo viaje a Italia (Museo del Prado), cuya
pose repite veinte años más tarde Carreño, sustituyendo la compleja
indumentaria de la joven reina por las tocas de viuda. Un aspecto más
espontáneo tiene el tercero de los retratos, el del Museo Diocesano de Arte
Sacro de Vitoria, que es casi como un estudio tomado del natural y
centrado en la figura de la reina madre, solo con un abanico cerrado en la
diestra y sentada en un sillón apenas visible sobre el fondo oscuro.
Los validos Fernando de
Valenzuela y Juan José de Austria, el nuncio papal Sabas Millini
(monasterio de Guadalupe), el embajador de Moscovia, Pedro Ivanowitz
Potemkin (Prado), con su imponente aspecto y vistosa indumentaria que tanto
hubo de impresionar en la corte española, donde seguía predominando el negro en
el vestuario masculino, la primera esposa de Carlos II, y la reina María
Luisa de Orleans, al poco de llegar a Madrid, posaron también para Carreño en
estos años, lo mismo que algunas «sabandijas
de Palacio», enanos y bufones de la corte cuyos retratos se colocaron en la
galería del Cierzo del cuarto del rey, en el palacio viejo. De ellos se han
identificado los retratos del enano Michol, o Misso (Dallas, Meadows
Museum), cuya pequeñez viene subrayada por el tamaño de las
grandes cacatúas blancas y los perrillos que lo acompañan, y el del
bufón Francisco Bazán (Madrid, Museo del Prado), llamado «Ánima del Purgatorio» por repetir en su locura que allí estaba, en
pie, con gesto sumiso, como del que pide limosna y un papel en la mano.
También por orden del rey retrató
a Eugenia Martínez Vallejo, niña de seis años natural de la diócesis de
Burgos y presentada en Madrid en 1680 como un «prodigio de la naturaleza» a causa de su anómala gordura, a la que
sin embargo no podría tenerse propiamente por bufón de la corte pues no figuró
en la nómina de los servidores de palacio. El mismo año de su presentación en
la corte salió en Madrid, ilustrada con una tosca xilografía de la
infortunada niña, una Relación verdadera de esa presentación firmada
por un tal Juan Camacho, quien contaba que «El
rey nuestro señor la ha hecho vestir decentemente al uso de palacio, con un
rico vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de plata y ha mandado
al segundo Apeles de nuestra España, al insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda
de cámara, que la retratase de dos maneras: una desnuda, y otra vestida de
gala..., y lo executó con el acierto que siempre acostumbra su valiente pincel,
teniendo en su casa a la niña Eugenia muchos ratos del día para este efecto».
Transformada por Carreño en un pequeño dios Baco, de su retrato, dice
Palomino, se sacaron muchas copias que el propio artista retocó, aunque
ninguna de esas copias se ha localizado.
Como pintor de cámara
hubo de ocuparse también de tareas muy diversas, como la remodelación de
algunas salas del monasterio de El Escorial, completando lo que había
iniciado Velázquez, y la supervisión de las decoraciones efímeras y arcos
festivos alzados en Madrid con motivo de la entrada de María Luisa de
Orleans, junto con la reparación de las pinturas de palacio que lo necesitasen,
como hubo de hacer con una tabla de Daniel Seghers que había
resultado dañada «por haberse caído», o el aderezo de unas
cortinillas de tafetán para unas pinturas de las llamadas bóvedas de
Tiziano, donde se concentraban buen número de las mejores pinturas con desnudos
femeninos de la colección real, según un encargo recibido en 1677. Tampoco le
fue ajena la copia de obras de los grandes maestros, por hallarse muy dañadas,
como podría haber sido el caso de la Judit y Holofernes de Guido
Reni, que a su muerte dejaba inacabada en el obrador que tenía en palacio junto
con la deteriorada pintura original, o por su mucha estimación, como es el
caso de la copia que por encargo de la reina gobernadora realizó en 1674
del Pasmo de Sicilia de Rafael, llegado a España en 1661. Junto
con la citada copia, muy literal (Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando), destinada a ocupar uno de los altares del convento de carmelitas
descalzas de Santa Ana de Madrid, de patrocinio regio, pintó Carreño para el
ático del mismo retablo la Santa Ana enseñando a leer a la
Virgen (depósito del Museo del Prado en la iglesia de San Jerónimo el
Real), que por su técnica ligera ha de corresponder también a estos momentos
finales de su carrera.
Lo último que pintó,
según Palomino, fue «un Ecce Homo para
Pedro de la Abadía, muy amante de la Pintura, y que tenía otras muchas
excelentes de Carreño». Dictó su testamento el 2 de octubre de 1685 y
murió al día siguiente. En el momento de morir tenía su vivienda en casas de
los marqueses de Villatorre, en el altillo de palacio. Dejaba inacabadas dos
pinturas de san Miguel, encargadas por el Consejo de Hacienda, dos cuadros
grandes para un convento de dominicos de Valencia, de las que no se tienen
otras noticias, y dos lienzos «comenzados» con San Dámaso y San
Melquiades, papas de los primeros siglos del cristianismo a los que
los falsos cronicones de Jerónimo Román de la
Higuera hacían madrileños, encargados por el regidor Francisco Vela para
la Sala del Ayuntamiento de Madrid. Sin noticias del san Melquiades, el
ayuntamiento de Madrid guarda aún un san Dámaso atribuido a Palomino antes de
tenerse noticia del testamento de Carreño, que muy bien puede ser el
comenzado por Carreño y completado por Palomino o, más probablemente,
por Juan Serrano, a quien la viuda de Carreño, fallecida el 3 de marzo de
1687, confió el cuidado de la hija que había adoptado junto con su esposo y el
acabado de sus pinturas.
Santa
Ana enseñando a leer a la Virgen, 1674.
Óleo sobre lienzo, 196 x 168 cm. Museo del
Prado
La escena tiene lugar sobre unas gradas
ricamente alfombradas y con un fondo oscuro de cortinaje, que deja ver en el
lateral derecho una apertura luminosa ocupada por una columna salomónica y el
esbozo de elementos arquitectónicos que dan idea de un interior. El tema
tratado es muy frecuente en la iconografía contrarreformística y ha sido
pintado también entre otros, por Rubens, Roelas y el propio Murillo.
Se trata de representar el momento en que Santa Ana, en presencia de San
Joaquín, enseña a leer a la Virgen Niña, que aparece arrodillada a sus pies. La
composición es piramidal y el vértice está ocupado por la cabeza majestuosa de
la santa. Su rostro sereno, maduro y muy realista y su poderosa envergadura
contrastan con la fragilidad, dulzura y convencionalidad de la figura de la
Virgen. En segundo término, el padre de María, en pie, contribuye con su
verticalidad a dar vivacidad a la escena. En la parte superior, las cabezas
agrupadas de los angelitos convierten en celestial un asunto de serena
intimidad familiar. La luz, que surge del lateral izquierdo, se detiene en
caras y manos para resaltarlas. Los tonos ocres, blancos y azules contrastan
con el rojo del primer plano y todos están aplicados con la manera personal del
pintor, con técnica libre de largas y rápidas pinceladas.
El lienzo ocupaba el ático del retablo mayor
del convento de Santa Ana de Carmelitas Descalzas, de Madrid, cuyo
cuadro central era la copia del Pasmo de Sicilia, de Rafael, que se conserva
en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Con la
desamortización de los bienes eclesiásticos en el siglo XIX pasó a formar parte
del Museo de la Trinidad.
Carlos
II. Hacia 1675.
Óleo sobre lienzo, 201 x 141 cm. Museo del
Prado
Compuesto sobre el mismo esquema del retrato de
1671, del Museo de Oviedo, que mantuvo a lo largo de toda su producción,
este ejemplar, que muestra una probable colaboración del taller, es
significativo del sutil cambio de encuadre, que hace más crecido al personaje,
al traerlo al primer término. Respecto al lienzo de Oviedo, al del Prado más
conocido, o al de Berlín, firmado en 1673, este ejemplar muestra una
diferencia en el peinado del monarca, que aparece aquí con raya en medio,
dividiendo la lacia cabellera rubia en dos crenchas idénticas, que caen a ambos
lados de la cabeza, sobre los hombros. Este cambio de peinado lo muestran
también otros ejemplares que pueden fecharse hacia 1675-1676 al cumplir el
monarca los quince años. A ese tipo corresponde el ejemplar de la Col.
Stirling-Maxwell de Glasgow, otro perteneciente al Prado y el,
documentado ya en 1679, pintado para el Duque de Sessa (Angulo, 1982,
pp. 308 y ss.). También a él responden los dos ejemplares que se guardan
en El Escorial, uno en la Biblioteca (Pérez Sánchez, 1985, lám. 69) y otro
en la Celda Prioral.
Carlos
II, niño. Hacia 1675.
Óleo sobre lienzo, 167 x 125 cm. Museo del
Prado
Carlos II aparece representado en el Salón de
los Espejos del Alcázar, en pie, junto a una mesa de pórfido sostenida por
dos de los leones de bronce dorado de Mateo Bonuccelli; viste en seda negra,
como era habitual en los retratos regios de la rama española de la casa de
Austria desde Felipe II; porta el Toisón de Oro pendiendo
de una cadena y ciñe la espada; en la mano derecha sostiene un memorial
doblado, mientras que apoya la izquierda en el bufete y sujeta a la vez el sombrero
de plumas negro. Al cuello viste la tradicional golilla. La cabeza muestra la
larga y lacia cabellera rubia, peinada con la raya al medio. Tras él, sobre la
mesa es visible una gran urna de pórfido, y colgados a igual altura en la
pared, dos espejos con marco de ébano y águilas de bronce dorado con las
cabezas enfrentadas. Sobre éstos se aprecia la parte inferior de un cuadro. Los
espejos reflejan la parte posterior de la cabeza del rey y la pared opuesta de
la estancia, donde se aprecian varios de los lienzos que decoraban el recinto,
así como una puerta entreabierta. A través del espejo que refleja la cabeza del
rey, se identifican: Ticio de Tiziano y el retrato ecuestre
de Felipe IV de Rubens, 1628, perdido en el incendio del Alcázar,
pero conocido por la copia de la Galería de los Uffizi. El suelo de
losetas blancas y rojas junto a los espejos contribuye a ampliar la
perspectiva. Enmarca la composición a la izquierda un gran cortinaje rojo,
bordado de oro en su filo con un grueso cordón del que pende una gran borla.
Aunque el prototipo es el lienzo del Museo
de Bellas Artes de Asturias, fechado en 1671, esta obra presenta variantes al
modelo anterior: el rostro del Rey es de mayor edad, Carlos lleva la raya al
medio y el Toisón no cuelga del botón sino de una cadena. Así mismo la figura
del rey se representa más cercana al espectador, por lo que A. Pascual Chenel
lo fecha hacia 1675.
La
reina Mariana de Austria. Hacia 1670.
Óleo sobre lienzo, 211 x 125 cm. Museo del
Prado
Tras la muerte de Felipe IV en 1665,
su viuda Mariana (1634-1696) asumió la regencia, y en esa doble
condición de viuda y regente está representada en este cuadro en el que se
reconoce el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. Los objetos de
escritorio sobre la mesa hacen alusión a sus responsabilidades de gobierno. La
decidida incorporación de la idea del espacio palaciego al retrato real es una
de las características que singularizan el retrato cortesano posterior a Velázquez,
y entre sus puntos de partida figura Las meninas de donde también
procede el uso de espejos y la referencia a cuadros cuyo contenido aporta
información sobre el retratado, como en este caso el cuadro de Tintoretto (1518/19-1594) Judith
y Holofernes que hace referencia a la idea de mujer fuerte. Carreño,
en obras como ésta, llevó esas ideas hasta sus últimas consecuencias y logró
crear escenarios de gran personalidad. Aunque tres siglos después se ha jugado
con frecuencia a comparar estos modelos con su entorno para aludir a una
dinastía en decadencia, abrumada por su propia historia, lo cierto es que en su
momento, a ese escenario estaban asociadas connotaciones relacionadas con las
ideas de responsabilidad, majestad, continuidad dinástica y poder.
Piotr
Ivánovich Potiomkin (Potemkin). Hacia 1681.
Óleo sobre lienzo, 207,2 x 122,8 cm. Museo
del Prado
Piotr Ivanovich Potemkin (1617-1700) llegó a la
corte española como embajador del Gran Duque de Moscovia, Fedor II, en 1668 y
1681-82. Se ha supuesto que Carreño lo retrató en la segunda de sus
estancias en Madrid, dada la relación estilística de esta pintura con la
efigie de Eugenia Martínez Vallejo. Sería, pues, una obra realizada por el
pintor en los últimos años de su vida, cuando culminó un estilo en el que se
mezcla solidez compositiva con ligereza y brillantez cromáticas.
Éste es uno de los mejores retratos de la
pintura española de su época, y en su espléndido colorido Carreño revela
su conocimiento de las obras de Tiziano que guardaban las colecciones
reales. La obra combina una expresión anatómica de gran fuerza y energía con un
rico vestuario, que transmite perfectamente la sensación producida en España por
la insólita y deslumbrante presencia del séquito ruso. El pintor supo sacar los
mejores resultados de una fórmula tradicional en la retratística española, que
había sido explotada con éxito por Velázquez: la de presentar al personaje
de pie y ligeramente girado, ante un fondo monocromo que sirve para subrayar
los volúmenes del retratado. Pero si anteriormente los fondos solían ser grises
y los vestidos oscuros, en este caso el rojo intenso del exuberante ropaje del
embajador se proyecta sobre una superficie oscura que acentúa la vistosidad de
la indumentaria. En una corte en la que seguían predominando los tonos negros,
esta pintura, con su viveza, su riqueza y su calidad, debió de llamar
poderosamente la atención. Un testimonio de ello se encuentra en el Museo
pictórico y escala óptica (1724) de Antonio Palomino, quien alude a
la gran capacidad de Carreño en el género del retrato y pone como
ejemplo, entre otros, el del moscovita, embajador, que estuvo aquí por el
año de 1682.
Se desconoce la génesis y desarrollo de este
encargo, que probablemente estuviera relacionado con la fascinación que ejercían
en la corte española los personajes enviados de países lejanos y exóticos,
quienes con sus ropas, sus séquitos y sus maneras provocaban interés y
admiración. En sus intenciones testimoniales, el retrato conecta con la gran
cantidad de literatura generada ante la presencia de este tipo de comitivas,
como la de los embajadores japoneses que visitaron España a
principios del siglo XVII.
La pintura procede de las colecciones reales,
donde aparece citada desde 1686.
El duque
de Pastrana. Hacia 1679.
Óleo sobre lienzo, 217 x 155 cm. Museo del Prado
El representado es Gregorio de Silva y
Mendoza (1649-1693), que porta espada, exhibe en su pecho y en la capa
la Cruz de Santiago, y se rodea de un entorno ecuestre. Es uno de los
retratos de mayor calidad realizados en España en la segunda mitad del siglo
XVII y muestra la notable influencia que tuvo el flamenco Van Dyck (1599-1641)
en la pintura de la época.
Retrato donde se integran perfectamente la
figura del duque y su sirviente en el paisaje, cercano a las obras del
pintor Carlos II de la colección Harrach (Austria) y
a Pedro Ivanowitz Potemkin. Tanto el caballero como su montura están
vestidos para un presentación pública, relacionada con la corte del Carlos II.
Posiblemente conmemore uno de los actos más importantes en la biografía del
Duque, que tuvo lugar en 1679, recién nombrado duque del Infantado, cuando
tuvo lugar su viaje a Paris para entregar a la Princesa Maria Luisa
de Orléans el retrato de su futuro esposo, Carlos II de España.
Eugenia
Martínez Vallejo, vestida. Hacia 1680.
Óleo sobre lienzo, 165 x 107 cm. Museo del
Prado
Tras la muerte de Velázquez, Carreño (1614-1685)
se reveló como su más legítimo continuador en la representación de los
monstruos, bufones y enanos que pululaban por la corte española. Los
inventarios citan en el Alcázar un abundante número de retratos suyos
de este tipo, entre los que se encuentran los dos de Eugenia Martínez
Vallejo (éste donde aparece desnuda), el de El bufón Francisco
Bazán y otros, que desgraciadamente han desaparecido, de los enanos
Michol, Antonio Macarelli y Nicolás Jobsum, y del loco José Alvarado. Los pocos
que han llegado hasta nosotros muestran, de todos modos, que Carreño se
acercó a estos seres a la manera de Velázquez, buscando dignificar su imagen
en la medida de lo posible. La niña representada en estos lienzos se llamaba
Eugenia Martínez Vallejo y había nacido en Bárcenas. En 1680 fue traída a la
corte para ser admirada como manifestación monstruosa de la naturaleza. Tenía
entonces seis años de edad y pesaba ya cerca de setenta kilos. Probablemente
sólo asistiría a algunas fiestas de palacio a fin de que fuera contemplada,
pues según Moreno Villa (que no encontró cuenta alguna que se
refiriera a ella), no parece haber formado parte del servicio de la corte. En
el mismo año de su llegada, Juan Cabezas publicó en Madrid una Relación
verdadera en que se da noticia de los prodigios de la naturaleza que han
llegado a esta Corte, en una Niña Gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa
de Barcena, del arzobispado de Burgos. Iba ilustrada con una
xilografía y se reeditó en Sevilla y Valencia. A través de
Cabezas sabemos que Carlos II la hizo vestir decentemente al uso de
palacio, con un rico vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de
plata, mandando al segundo Apeles de nuestra España, el
insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda de cámara, que la retrate de dos
maneras: una, desnuda, y otra vestida de gala. Por lo demás, la
descripción que hacía Cabezas de ella no podía ser menos caritativa, mostrando
hasta qué punto debió esforzarse Carreño para infundir algo de
dignidad a su deforme figura: Es -escribía- blanca y no muy
desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro,
cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con
poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria, pero el
grueso y buque como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale
al de la mayor Mujer del Mundo, quando se halla en días de parir. Los Muslos
son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen
imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos
que el Muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los Muslos, que caen
unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad, y aunque los pies son a proporción
del Edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin
embargo se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su
cuerpo. El qual pesa cinco arrobas y veinte y una libras, cosa inaudita en edad
tan poca. En 1945 Gregorio Marañón hizo notar que esta niña
representaba el primer caso conocido de síndrome hipercortical, señalando
además que, por la decisión con la que empuña la fruta en el retrato en el que aparece
vestida, debió ser zurda. Carreño la representó vestida de gran gala,
con un traje rojo y blanco y lazos rojos. Empuña frutas con ambas manos, y su
rostro sonrosado parece expresar enojo y desconfianza (tanto el desaforado
apetito como el genio irascible han sido asociados a la enfermedad que
presumiblemente padeció). Con su magnífico acorde de rojos, blancos y rosados
sobre el negro del fondo, este cuadro es, en palabras de Sánchez Cantón, uno
de los más decididos y francos trozos pictóricos de la escuela madrileña.
Es posible que los cuadros no estuviesen
terminados a la muerte del pintor, que siguió conservándolos en su taller hasta
el final de sus días en 1685. Los dos cuadros permanecieron unidos en las
colecciones reales hasta 1827. Tras ser llevados al Alcázar (inventarios
de 1686 y 1694), pasaron al palacio de la Zarzuela, donde aparecen
registrados en el inventario de 1701. En 1827 la vestida pasó al Museo del
Prado, mientras que la desnuda fue regalada por Fernando VII al
pintor Juan Gálvez, según cuenta Pedro de Madrazo. Gálvez debió de
venderla muy pronto al infante don Sebastián Gabriel, que la tenía ya en 1843.
A la muerte del infante pasó a su primogénito, el duque de Marchena, y
después fue adquirida en fecha indeterminada por don José González de la Peña,
barón de Forna, quien en 1939 la donó al Museo del Prado, propiciando que
ambos lienzos volvieran a reunirse.
Eugenia
Martínez Vallejo, desnuda. Hacia 1680.
Óleo sobre lienzo, 165 x 108 cm. Museo
del Prado
Tras la muerte de Velázquez, Carreño (1614-1685)
se reveló como su más legítimo continuador en la representación de los
monstruos, bufones y enanos que pululaban por la corte española. Los
inventarios citan en el Alcázar un abundante número de retratos suyos
de este tipo, entre los que se encuentran los dos de Eugenia Martínez Vallejo
(donde aparece vestida), el de El bufón Francisco Bazán y otros, que
desgraciadamente han desaparecido, de los enanos Michol, Antonio Macarelli y
Nicolás Jobsum, y del loco José Alvarado. Los pocos que han llegado hasta
nosotros muestran, de todos modos, que Carreño se acercó a estos
seres a la manera de Velázquez, buscando dignificar su imagen en la medida
de lo posible. La niña representada en estos lienzos se llamaba Eugenia
Martínez Vallejo y había nacido en Bárcenas. En 1680 fue traída a la corte para
ser admirada como manifestación monstruosa de la naturaleza. Tenía entonces
seis años de edad y pesaba ya cerca de setenta kilos. Probablemente sólo
asistiría a algunas fiestas de palacio a fin de que fuera contemplada, pues
según Moreno Villa (que no encontró cuenta alguna que se refiriera a
ella), no parece haber formado parte del servicio de la corte. En el mismo año
de su llegada, Juan Cabezas publicó en Madrid una Relación
verdadera en que se da noticia de los prodigios de la naturaleza que han
llegado a esta Corte, en una Niña Gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa de
Barcena, del arzobispado de Burgos. Iba ilustrada con una xilografía
y se reeditó en Sevilla y Valencia. A través de Cabezas sabemos
que Carlos II la hizo vestir decentemente al uso de palacio, con un rico
vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de
plata, mandando al segundo Apeles de nuestra España,
el insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda de cámara, que la retrate de
dos maneras: una, desnuda, y otra vestida de gala. Por lo demás, la
descripción que hacía Cabezas de ella no podía ser menos caritativa, mostrando
hasta qué punto debió esforzarse Carreño para infundir algo de
dignidad a su deforme figura: Es -escribía- blanca y no muy
desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro,
cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con
poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria, pero el
grueso y buque como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale
al de la mayor Mujer del Mundo, quando se halla en días de parir. Los Muslos
son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen
imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos
que el Muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los Muslos, que caen
unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad, y aunque los pies son a proporción
del Edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin
embargo se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su
cuerpo. El qual pesa cinco arrobas y veinte y una libras, cosa inaudita en edad
tan poca. En 1945 Gregorio Marañón hizo notar que esta niña representaba
el primer caso conocido de síndrome hipercortical, señalando además que, por la
decisión con la que empuña la fruta en el retrato en el que aparece vestida,
debió ser zurda. Para mostrar a Eugenia desnuda, Carreño recurrió a
un procedimiento sumamente raro en la pintura española: el retrato mitológico.
Situó a la niña ante un fondo neutro, la hizo apoyarse sobre una mesa en la que
hay racimos de uvas y, coronándola de hojas de viña y racimos, le hizo sostener
otros con la mano izquierda, velando su sexo con las hojas de parra. Disfrazada
de Baco o Sileno, Eugenia perdió mucho de su aspecto anormal y
pudo ser confundida después en alguna ocasión con una representación más
de Baco niño.
Es posible que los cuadros no estuviesen
terminados a la muerte del pintor, que siguió conservándolos en su taller hasta
el final de sus días en 1685. Según Palomino, de La
Monstrua desnuda (que por ser grosísima y pequeña hizo de ella un
dios Baco) se sacaron muchas copias, que él [Carreño]
retocó. Ninguna de ellas parece haber llegado hasta nosotros. Los dos
cuadros permanecieron unidos en las colecciones reales hasta 1827. Tras ser
llevados al Alcázar (inventarios de 1686 y 1694), pasaron al palacio
de la Zarzuela, donde aparecen registrados en el inventario de 1701. En 1827 la
vestida pasó al Museo del Prado, mientras que la desnuda fue regalada
por Fernando VII al pintor Juan Gálvez, según cuenta Pedro
de Madrazo. Gálvez debió de venderla muy pronto al infante don Sebastián
Gabriel, que la tenía ya en 1843. A la muerte del infante pasó a su
primogénito, el duque de Marchena, y después fue adquirida en fecha
indeterminada por don José González de la Peña, barón de Forna, quien en 1939
la donó al Museo del Prado, propiciando que ambos lienzos volvieran a
reunirse (Texto extractado de Álvarez Lopera, J. en: El retrato español en
el Prado.
La Virgen
de Atocha. Hacia 1680.
Óleo sobre lienzo, 218 x 148 cm. Depósito
en otra institución
Este sorprendente lienzo muestra la imagen de
la Virgen de Atocha, tal como se veneraba en su altar del convento
dominico de su advocación en las afueras de Madrid. El tipo de imagen de
devoción con sus lujosos vestidos rígidos, que daban a la figura una silueta
cónica -de ahí su popular denominación de imágenes "de alcuza-", es muy característico del siglo XVII y
son muy frecuentes las reproducciones a través del grabado y en ocasiones a
través de la pintura, que creaba en estos lienzos una especie de trompe
l´oeil a lo divino, sugiriendo, al fiel devoto, que se hallaba delante de
las propias imágenes. Carreño, en 1669, había pintado una imagen de
la Virgen de la Almudena, que se instaló entonces en el Hospital de la
Piedad de Benavente (Zamora). Parece evidente que cultivó el género
en más de una ocasión, con otros ejemplos conservados como su Cristo
crucificado.
La firma, ya como Pintor de Cámara, ayuda a
fechar la obra con posterioridad a 1671. Se trata, pues, de una obra de su
madurez y probablemente de destino real. En el inventario de Palacio de 1734,
figura, entre los cuadros salvados del incendio, "una pintura de dos varas y media de alto por una y tercia de ancho,
marco tallado y dorado, de la Virgen de Atocha, de mano de Juan
Carreño". En 1747, en la testamentaría de Felipe V, vuelve a
recogerse tasada en 1.200 reales. Se hallaba entonces en la segunda alcoba del
palacio Arzobispal, a donde se habían llevado muchos de los lienzos salvados
del incendio. Se le pierde luego la pista en los inventarios reales.
Probablemente no volvió a Palacio, sino que pasó a alguna iglesia o dependencia
eclesiástica, ya que el lienzo llegó al Prado desde el Museo de
la Trinidad, donde se inventarió con el número 1058.
Carlos
II, con armadura. 1681.
Óleo sobre lienzo, 232 x 125,5 cm. Museo
del Prado
Carreño plantea en este retrato de cuerpo
entero la nueva imagen oficial de Carlos II en edad adulta, tomando como modelo
el prototipo iconográfico establecido por la escuela retratística española. El
rey luce una rica armadura alemana, espada, bastón de mando y banda carmesí de
general de sus ejércitos, dotándole de un aspecto majestuoso y heroico. La
armadura reproducida es la de la labor de aspas de Wolgang
Grosschedel de 1551, una de las piezas más emblemáticas de la colección
de Felipe II por su iconografía tan ligada a la dinastía habsbúrgica y
por su relación directa con la conmemoración de la victoria de San Quintín sobre
Francia. Quizá Carlos II quería también celebrar la recién firmada Paz de
Nimega (1678), que terminó con el acuerdo de enlace matrimonial con María
Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV. Precisamente este retrato es la
primera réplica del original pintado por Carreño en 1679, que se
envió a Francia durante la negociación de los esponsales del Rey. El
representativo Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid es la
estancia elegida como ambiente, al igual que en los retratos de adolescente que
hacían pareja con los de su madre Mariana de Austria. Sobre uno de los
bufetes sostenidos por leones de bronce del salón se disponen el casco y las
manoplas de igual forma a como aparecían en el retrato armado de Felipe II
de Tiziano de 1551 y en el de Felipe IV armado y con un
león a los pies de Velázquez fechado hacia 1652. Curiosamente,
este último y el de Carlos II figuraron enfrentados en los testeros de la
Quadra de Mediodia del palacio escurialense, y emparejados con los de las
reinas. El de Carlos II debió de estar con uno de María Luisa de Orleans,
aunque en realidad sólo aparece registrado documentalmente con el de su segunda
esposa Mariana de Neoburgo (inventario de Carlos II de 1700), que se
identifica con uno de Claudio Coello conservado en el Monasterio
de El Escorial gracias al dibujo titulado Perfil de la Meridiana
tirada en la Sala de Corte del Rey N.S. en su R. palacio del
Escurial (1755) de Jan Wedlingen, de la Library of Congress de Washington.
Discípulos
La influencia de
Carreño en la aceptación del pleno barroco por la escuela madrileña y sobre la
generación siguiente, la del «cambio
dinástico», fue grande. Como Rizi tuvo un elevado número de aprendices u
oficiales en su taller, entre los que se documentan José Jiménez Donoso,
que en su taller perfeccionó el dominio del color, Francisco Ignacio Ruiz
de la Iglesia, colaborador precoz del maestro en los grandes lienzos de la
capilla de San Isidro en San Andrés, Jerónimo Ezquerra, Diego García de
Quintana y Juan Felipe Delgado, pero otros pintores trabajaron o completaron su
formación con él, aprovechando su generosidad y el carácter abierto que tanto
le elogia Palomino. Entre estos Claudio Coello o el propio Palomino
tuvieron abiertas las puertas de palacio y acceso a sus pinturas gracias a él.
Según Palomino el discípulo que mejor asimiló su estilo fue el prematuramente
fallecido Mateo Cerezo. También lo fue Juan Martín Cabezalero que
siguió residiendo en la casa del maestro tras completar su formación. En 1682
consta que trabajaban en su taller Juan Serrano, Jerónimo Ezquerra y Diego
López el Mudo, mencionados en el testamento de María de Medina, viuda de
Carreño, fechado el 3 de noviembre de 1686. A los tres, junto con Pedro
Ruiz González, hacía algún legado en recuerdo de su esposo. Juan Serrano, por
su parte, se convirtió por disposición de la viuda en heredero material y
encargado de terminar las obras que dejaba inacabadas. Todos ellos pudieron
además completar su formación con la asistencia a las academias de dibujo,
como José García Hidalgo que en los Principios para estudiar el
nobilísimo y real arte de la pintura, cartilla de dibujo en la que podrían
estar recogidas algunas de las enseñanzas de Carreño, calificaba al maestro de
«dueño del gusto del arte, y del colorido».
MATEO
CEREZO, el JOVEN
(Burgos, 1637 - Madrid, 1666)
Pintor barroco español. Discípulo de Juan
Carreño de Miranda y miembro destacado de la escuela madrileña del
pleno barroco, trabajó en Valladolid, Burgos y Madrid. Artista fecundo, a pesar
de su muerte prematura, con apenas veintinueve años, dejó un número
considerable de obras religiosas destinadas tanto a retablos de iglesias y
conventos como a la devoción privada, y suntuosos bodegones muy
alabados por Antonio Palomino.
Años de
formación
Hijo de Mateo Cerezo Muñoz y de Isabel Delgado,
hija de un conocido dorador burgalés, fue bautizado el 19 de abril de 1637 en
la parroquia de Santiago de la catedral de Burgos. Su padre, Mateo
Cerezo el Viejo, o el Malo según lo llamó Jovellanos, un modesto pintor
conocido principalmente por sus retratos del Santo Cristo de Burgos, llegaría a
encabezar el más activo de los talleres burgaleses de su tiempo. Con él inició
su formación el joven Mateo, de quien se conoce un precoz óleo con la imagen
de San Pedro en lágrimas (Burgos, MM. Calatravas), copia parcial de
un grabado de José de Ribera, firmado «Matheito
Zerezo».
Según Antonio Palomino, se trasladó a
Madrid «cuando apenas tenía quince años» y entró en el taller de Juan
Carreño de Miranda, cuyo estilo habría asimilado mejor que cualquier otro de
sus discípulos. Carente de confirmación documental, la formación al lado de
Carreño ha sido puesto en cuestión por José R. Buendía e Ismael Gutiérrez Pastor
en la más completa monografía dedicada al pintor. El estilo de las primeras
obras conocidas de Cerezo como pintor independiente, las pinturas del retablo
del convento de Jesús y María de Valladolid, documentadas entre 1658 y
1659, indicarían por el contrario una mayor proximidad a los modelos corpóreos
y sólidos de Antonio de Pereda, características que no tienen continuidad
en lo restante de su obra. Afirmaba también Palomino que el joven Cerezo
había completado su formación «frecuentando
las academias, y el pintar del natural, retratando a algunos, solo por el
estudio, y copiando diferentes originales de Palacio». Aunque el biógrafo
cordobés recurría en todo ello a tópicos que podrían aplicarse de forma
semejante a la formación de cualquier pintor, la frecuentación de las diversas
academias, con la copia de los grandes maestros y el estudio del natural,
podría explicar, en efecto, la precoz asimilación por el joven Cerezo de los
cambios que se estaban produciendo en la pintura madrileña en torno a los años
finales de la década de 1650 por influencia de Francisco de Herrera el
Mozo y su Triunfo de san Hermenegildo. Y aun cuando se ignora en
qué circunstancias pudo tener lugar, pues no hay constancia de trabajos para la
corona, tampoco es descartable que en algún momento de su formación llegase a
disfrutar de la oportunidad de estudiar las pinturas de palacio, tal como
indicaba Palomino, dado el conocimiento de la pintura de Tiziano y
de Anton van Dyck que se pone de manifiesto en la técnica ligera y el
colorido cálido de sus obras maduras.
1658-1659.
Primeros trabajos. Valladolid y Burgos
En abril de 1658, don Ventura de Onís contrató
con el entallador Francisco Velázquez la hechura del retablo mayor del convento
de franciscanas de Jesús y María de Valladolid del que era patrón. Por
mediación de su hijo, Antonio de Onís, miembro del Real Consejo de Hacienda, el
arquitecto Sebastián de Benavente proporcionó desde Madrid las trazas
y es posible que fuese también él quien recomendara a Cerezo para hacerse cargo
de la pintura, aunque su nombre no aparezca en el contrato. En su actual
estado de conservación, habiéndose perdido las pinturas del banco y del
sagrario, consta de cinco óleos de Cerezo, dos de ellos firmados:
la Adoración de los Pastores y la Adoración de los Reyes en
las calles laterales del cuerpo principal y la Asunción de la
Virgen en el ático, flanqueada por dos tablas en las que se encuentran
representados San Buenaventura y Santa Isabel de Hungría. Este
conjunto de pinturas, el único de los pintados por Cerezo que se conserva en el
lugar para el que fue concebido, es también el que más lo acerca en modelos y
en técnica a Antonio de Pereda.
Para hacerse cargo de su pintura, Cerezo se
desplazó a Valladolid en octubre de 1658. Se tienen noticias de este viaje por
un suceso sangriento que lo llevó a prisión. El 29 de ese mes, el joyero
Antonio de Tapia salió su fiador para librarle de la cárcel, en la que había
ingresado por matar a cuchilladas a la mula que lo había conducido desde Madrid,
por lo que se le reclamaban los ochocientos cincuenta reales en que había sido
tasado el animal. Un día después, libre ya, otorgó poderes a procuradores para
su defensa. Se desconoce en cambio el tiempo que permaneció en Valladolid. Es
posible que pasase allí los últimos meses de 1658 y la mayor parte del año
1659. Una etapa en la que, fuesen cuales fuesen sus problemas con la ley, no
dejó de trabajar intensamente, según se desprende del elevado número de obras
que en Valladolid le atribuyó Palomino, aunque las conservadas sean
únicamente, con las citadas del convento de Jesús y María, el Cristo
yacente de la parroquia de San Lorenzo, muy estimado desde el primer
momento, como demuestran las múltiples copias que de él se hicieron en fechas
cercanas, y dos versiones tempranas de la Inmaculada: la que firmada en
1659 se encontraba en la colección Mac Crohom de Madrid y la conservada en la
iglesia parroquial de Cubillas de Santa Marta.
«Con
motivo de dar una vuelta a su patria», según escribía Palomino, pasó a
Burgos, lo que a falta de confirmación documental podría certificarse con la
presencia de algunas pinturas tempranas de Cerezo en la provincia, como
el Cristo Varón de Dolores de la iglesia de la Natividad
de Villasandino, derivado de un conocido prototipo de Pereda, o el
firmado Bautismo de Cristo de Castrojeriz, compositivamente afín
al relieve del mismo tema esculpido por Gregorio Fernández para la
capilla de los Carmelitas Descalzos de Valladolid, conservado ahora en
el Museo Nacional de Escultura.
Mayor problema plantea en este esquema
el San Francisco de Asís y el ángel con la ampolla del museo de
la catedral de Burgos, que según la documentación pintó en 1659 o antes.
El informe presentado por el fabriquero Fernando de Abarca al cabildo
catedralicio en septiembre de 1660, dando cuenta de los gastos que se habían
hecho en la decoración del trascoro, en el que se había trabajado entre 1656 y
1659 y para el que fray Juan Rizi había pintado seis cuadros, hacía
mención también al pago de quinientos reales a «un pintor Matheo Zereço (...) POR EL [c]uadro de S[an] Françisco Que
Hizo». Tratándose de una obra de estilo avanzado, en la que se evidencia el
conocimiento de la más dinámica pintura madrileña del pleno barroco y el
dominio del escorzo, permite replantearse el temprano estudio de la obra de
Carreño por el joven Cerezo, conforme a lo afirmado por Palomino, y la precoz
asimilación de su estilo.
1660-1666.
Madrid
Los escuetos datos proporcionados por Palomino,
junto con alguna obra firmada y el acta de su matrimonio con María Fernández
Campuzano el 12 de marzo de 1664 en la parroquia de San Justo y Pastor, al que
no lleva «bienes ni dinero alguno»,
es cuanto se conoce de su biografía en estos años de intensa actividad,
prematuramente interrumpidos por la grave enfermedad que le obligó a otorgar
poder para testar a favor de su mujer el 26 de junio de 1666, declarándose en
él vecino de Burgos y residente en Madrid e instituyendo como herederos a sus
padres. Falleció tres días después, siendo enterrado en la iglesia de San
Martín.
En 1660, año de su regreso a Madrid, aparecen
firmados los suntuosos Desposorios místicos de santa Catalina del
Museo del Prado, trabajados con pincelada fluida y colorido cálido a la
manera tizianesco-vandyckiana de Carreño. Del mismo año,
fechada y firmada en el marco superior, es una Inmaculada
Concepción del convento de las Comendadoras de Santiago de
Madrid, relacionada con Claudio Coello, y de fecha próxima, por sus
semejanzas estilísticas y formales con la obra del Prado, ha de ser
el Santo Tomás de Villanueva dando limosna del Museo del Louvre,
obra que ha estado tradicionalmente atribuida a Carreño de Miranda. El
cuadro, que perteneció a la colección del mariscal Soult, se ha
relacionado con una obra descrita por Antonio Ponz en el primitivo
convento de los Agustinos Recoletos de Toledo, que podría haber sido
pintada in situ si Cerezo viajó en estas fechas a la ciudad imperial,
como parece demostrar la copia casi literal que hizo Cerezo de la Crucifixión del Greco ahora
conservada en el Museo de Arte de Filadelfia. La copia, firmada «Matheo Zereço» (Buenos Aires, Museo
Nacional de Arte Decorativo), prueba en cualquier caso su sorprendente
capacidad de adaptación a estilos diversos y la facilidad con que asimilaba
influencias heterogéneas, con las que irá configurando un estilo propio.
Firmadas en 1661 se conocen otras dos obras:
una segunda versión de los Desposorios místicos de santa Catalina, de
mayor tamaño que el ejemplar del Prado y técnica más pastosa, donada en el
siglo XVIII a la catedral de Palencia por el arcediano Diego de
Colmenares, y la Magdalena
penitente del Rijksmuseum de Ámsterdam, una de las
creaciones más populares y estimadas del pintor, figura de medio cuerpo como
destinada a la devoción privada, y semidesnuda, de la que se conocen numerosas
copias y réplicas, alguna de ellas autógrafa como lo es la de la antigua
colección Czernin de Viena, firmada y fechada en 1664.
Perdidas algunas de las obras más
significativas de la madurez del pintor, la gran pintura de altar se encuentra
representada en estos años por el San Agustín del Museo del Prado y
la Impresión de las llagas a san Francisco de Asís de
la Universidad de Wisconsin, ambas obras fechadas en 1663 y procedentes del convento
de Carmelitas Descalzos de San Hermenegildo de Madrid, donde según Ceán
Bermúdez se encontraban en la escalera del camarín, junto a un cuadro
de Santa Mónica del que no se tienen otras noticias. Aunque
procedentes del convento de San Francisco de Valladolid, donde los citaba
Antonio Palomino como «cosa hermosísima» y peregrina, la Aparición de la
Virgen a san Francisco de Asís del Museo Lázaro Galdiano y
la Inmaculada Concepción del ayuntamiento de San Sebastián (Museo
de San Telmo), en opinión de Buendía y Pérez Pastor deberían datarse también
en este momento por razones estilísticas y a falta de documentación sobre el
encargo.
Una segunda aproximación al tema de Santo
Tomás de Villanueva dando limosna y San Nicolás Tolentino y las
ánimas del Purgatorio, pintados para los altares de los machones del Real
Monasterio de Santa Isabel, resultaron destruidos en el incendio intencionado
del monasterio a comienzos de la Guerra Civil Española (1936), junto
con la Visitación, también pintada por Cerezo, del ático del retablo
mayor, ocupado por el gran lienzo de la Inmaculada de José de
Ribera. La traza de los cinco altares corrió a cargo de Sebastián de
Benavente, que en 1664 contrató su policromado con Toribio García, por lo que
se cree que pudiera corresponder a este mismo año el encargo de las pinturas a
Cerezo, aunque su conclusión se retrasó por razones económicas y es posible que
a su muerte faltasen dos por pintar, de los que finalmente se harían
cargo Claudio Coello y Benito Manuel Agüero. Aun cuando se
conocen solo por antiguas fotografías, cabe apreciar en ellas el dinamismo de
sus sabias composiciones. La comparación con el Santo Tomás de
Villanueva del Louvre es bien elocuente de cuánto había avanzado el pintor
en el curso de pocos años. En lo alto de una elevada escalinata, dispuesta en
diagonal, la figura del santo se empequeñece en la versión del convento
madrileño al tiempo que se magnifican los pordioseros y tullidos que a él se
acercan, destacando en primer término la figura a contraluz de una madre con su
hijo. En contraste, la arquitectura corintia del fondo, de acusado
clasicismo, aparece intensamente iluminada y con sus fustes casi ocultos tras
el elevado horizonte, jugando dinámicamente con las líneas de fuerza y la profundidad.
La relación con Francisco de Herrera el
Mozo, cuya influencia se advierte en figuras situadas a contraluz e imágenes de
angelotes, viene además atestiguada por Palomino, para quien «es fama, que ayudó a Don Francisco de
Herrera en la pintura de la cúpula de Nuestra Señora de Atocha», obra desaparecida
junto con el viejo convento dominico en la que estuvo ocupado en
1664, el mismo año de su boda con María Campuzano para la que contó con Herrera
el Mozo como testigo.
De los últimos años de vida del pintor, que
debieron de ser de intensa actividad, únicamente se conserva firmada y fechada
con precisión en 1666 una nueva versión del tema de la Magdalena penitente,
propiedad de la Hermandad del Refugio de Madrid. Como sucede con las
anteriores versiones del motivo esta nueva iconografía, con la santa entregada
amorosamente a la contemplación del crucifijo, obtuvo un éxito inmediato según
demuestran las numerosas versiones y réplicas que de ella se hicieron, alguna
quizá autógrafa. Reducidos el paisaje
y los accesorios presentes en las versiones anteriores a lo esencial, también
en lo formal se advierte mayor economía en la ejecución, resuelta a base de
pinceladas líquidas y fluidas, y una muy reducida gama cromática, como se
encuentra también en el Ecce Homo del Museo de Bellas Artes de
Budapest que, por lo mismo, debería situarse en fecha próxima al final de
su carrera.
Lo último que salió de sus pinceles,
según Antonio Palomino, y lo que «excede toda ponderación», habría sido
la Cena de Emaús pintada para el refectorio del Convento de los
Agustinos Recoletos de Madrid, donde parece, que como el cisne cantó sus
exequias, pues fue lo último, que hizo, y donde se excedió a sí mismo en la
majestad de Cristo Señor nuestro partiendo el pan, la admiración de los
discípulos, que entonces le conocieron, y el pasmo de los asistentes a la Cena.
El cuadro, al parecer, abandonó el convento con
la desamortización de José Bonaparte, pues en 1811 el Diario de
Madrid se refería a él ya en pasado, al anunciar la venta de la estampa
grabada por José del Castillo en 1778 del cuadro «que se encontraba en el Refectorio del extinguido
convento de PP. Recoletos, el qual puede haber padecido, y para su restauración
será muy útil tener presente dicha estampa». En la actualidad desaparecido
y conocido únicamente gracias a la estampa de José del Castillo, se sabe que
todavía en 1932 era propiedad de los marqueses de Goicoerrotea, que en dicho
año lo vendieron por cincuenta mil pesetas, perdiéndose luego toda noticia de
su paradero.
Obra
Retablos
y otras obras destinadas a la exposición pública
Como obras expuestas al público citaba Antonio
Palomino en primer lugar los dos altares de la iglesia de Santa
Isabel de Madrid dedicados a Santo Tomás de Villanueva dando
limosna y San Nicolás de Tolentino sacando la almas del Purgatorio,
con el óleo de la Visitación del ático del retablo mayor, «todos cosa verdaderamente soberana, y que
llega a lo sumo de los primores del arte, así en el dibujo como en el colorido».
Perdidas las tres, la misma suerte han corrido las restantes obras citadas por
el biógrafo cordobés como destinadas a la exposición pública: un San
Miguel que se encontraba en el desaparecido convento de los Agonizantes,
un Crucificado en la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, en el
convento de la Victoria, y una Inmaculada en la sala capitular de
la Cartuja de El Paular, para la que también pintó en la puerta de un
sagrario el «misterio del Apocalipsis,
cap. 12». De las obras citadas por Ceán Bermúdez fuera de
Madrid, aparte de las pintadas para Valladolid y Burgos, se ha perdido la
«Inmaculada Concepción en su retablo» que guardaba la catedral de Málaga y
la Magdalena de cuerpo entero de la catedral de Badajoz, en mal
estado de conservación, podría no ser de Cerezo.
La Entrada de Jesús en
Jerusalén del Palacio Real de Madrid (Patrimonio Nacional)
atendiendo a su tamaño (149 x 270 cm), podría haberse destinado también a la
exposición pública en alguna iglesia o convento, aunque no se tienen noticias
de su procedencia anteriores a su adquisición por Isabel II al
financiero marqués de Salamanca. La mujer con el niño en el primer plano a
la derecha aparece repetida en posición invertida y sin el niño en el perdido
lienzo de la Cena de Emáus del refectorio del Convento de los
Agustinos Recoletos, obra avanzada en la producción de Cerezo, con el que
guarda semejanza igualmente en la nerviosa gesticulación de algunas de sus
figuras. El colorido veneciano con entonación dorada es también propio de los
últimos años del pintor, cercano en técnica a obras como la Impresión de
las llagas a San Francisco de Asís del Museo del Prado.
La reiteración de los
temas franciscanos en la producción de Cerezo, con el San
Francisco de Asís y el ángel con la ampolla de la Catedral de
Burgos como punto de partida, indican una relación continuada con los
conventos franciscanos. El retablo, parcialmente conservado, de las
franciscanas de Jesús y María de Valladolid, obra temprana, podría explicar el
encargo posterior para el convento de San Francisco de la misma
localidad de una Aparición de la Virgen a san Francisco de Asís en figuras
de tamaño natural, citado por Palomino en la capilla mayor de su iglesia.
Identificado con el lienzo de igual asunto conservado en el Museo Lázaro
Galdiano de Madrid tras ser adquirido por el marqués de Salamanca,
probablemente en París donde lo citaba Frederic Quilliet en 1816, Palomino y
luego Antonio Ponz lo describieron elogiosamente como una de las
obras de mayor mérito del pintor:
En la
capilla mayor del Convento de Nuestro Seráfico Padre San Francisco un gran
cuadro con este glorioso patriarca arrodillado delante de la imagen de María
Santísima, con su Hijo en los brazos, del tamaño natural, sobre un cerezo, con
gran acompañamiento de ángeles, cosa hermosísima.
Aún cuando no fuese destinado a un convento
franciscano sino al de los carmelitas descalzos de San Hermengildo
de Madrid, la Impresión de las llagas a san Francisco de Asís del
museo de la Universidad de Wisconsin, fechada en 1663, es otra
característica aproximación de Cerezo a la espiritualidad mística del santo de
Asís compatible con un tratamiento naturalista del hábito de burda tela,
inspirado quizá en una composición de Rubens.
Obras de
devoción
Cuenta Palomino que con poco más de
veinte años dejó el taller de Carreño para «adquirir
grandes créditos con las maravillosas obras que hacía, así de Concepciones,
como de otros asuntos devotos para personas particulares». Con destino a
la devoción privada o a su exposición pública en altares se conocen, en efecto,
varias Inmaculadas pintadas por Cerezo conforme al tipo apoteósico
creado por José Antolínez a partir de los modelos
de Rubens y José de Ribera, y confundidas en ocasiones con el
tema de la Asunción que abordó ya en 1659, en la pintura del ático
del retablo del Convento de Jesús y María de Valladolid. Del mismo año es la
firmada Inmaculada de la colección Mac Crohom de Madrid, todavía muy
estática y con peana de querubines reducida, composición que se repite en el
muy dañado ejemplar de la parroquial de Cubillas de Santa Marta en
la provincia de Valladolid. La Constitución Apostólica Sollicitudo omnium
ecclesiarum dictada por el papa Alejandro VII el 8 de diciembre
de 1661, en la que proclamaba la antigüedad de la pía creencia en la Inmaculada
Concepción, admitía su fiesta, y afirmaba que ya pocos católicos la rechazaban,
acogida en España con regocijo, pudo influir en la multiplicación de los
encargos en fechas posteriores. Las nuevas versiones, entre ellas la de la sala
capitular del Convento de las Comendadoras de Santiago de Madrid,
la del Hospital de la Venerable Orden Tercera en guirnalda de flores
o la del Museo San Telmo de San Sebastián, agilizan la
composición, formando con la figura de la Virgen, inscrita en un óvalo de luz,
una suave diagonal, con la rodilla hincada en la base de nubes y el manto
agitado por el viento.
Otros temas repetidos en la producción del
pintor, en composiciones de pequeño o mediano formato apto para la devoción
privada, son los del Ecce Homo y la Magdalena en figuras de
medio cuerpo. Cerezo abordó el tema del Ecce Homo —y el tipo
iconográficamente cercano del Varón de dolores— en no menos de seis
ocasiones diversas. Derivado del tipo creado por Tiziano, combinado con el
modelo del Cristo abrazado a la cruz de Antonio de Pereda —copiado
por Cerezo en la parroquial de Villasandino—, el Varón de
dolores de la colección Orriols de Barcelona, mostrando las heridas
dejadas por los clavos en las manos, modelado con trazos vigorosos y matizadas
las carnaciones con suaves veladuras, evidencia también el conocimiento de la
obra del Greco. Al tipo más tradicional del Ecce Homo responden
el de la antigua colección Arenzana de Madrid, con la cabeza elevada y la
mirada dirigida al cielo, el que estuvo en la colección Simonsen de São
Paulo, con gesto doliente y los grandes ojos acuosos, al borde de las lágrimas,
y el más intimista del Museo de Bellas Artes de Budapest, pintado
probablemente en el último año de su carrera a la vez que la Magdalena de la
Hermandad del Refugio de Madrid con la que comparte la simplificación de las
formas y la pincelada ligera, con la sabia armonización del color dentro de una
reducida paleta de rojos, blancos y grises.
Del motivo de la Magdalena penitente en figura
de medio cuerpo creó tres modelos de los que se hicieron múltiples copias. El
primero, el del Rijksmuseum de Ámsterdam, firmado y fechado en 1661,
presenta a la santa gesticulante ante el crucifijo. Con descuido, la camisa de
rica tela cae escurriendo el hombro y deja desnudo el pecho. La calavera y las
disciplinas ponen el contrapunto ascético a la sensual figura femenina de raíz
tizianesca. Un segundo prototipo, del que existen al menos dos ejemplares
autógrafos en colecciones privadas, acentúa el ascetismo al otorgar más relieve
a las cadenas de disciplinante y al crucifijo —reposado sobre algunos libros—
objeto de su meditación sobre el que se inclina la santa, dando lugar así a la
formación de una diagonal en torno a la que se articula la composición, a la
vez que elimina todo resto de sensualidad, al vestir a la santa con tosca ropa
negra apenas distinguible del cielo envuelto en penumbra. La diagonal,
acentuada al prolongarse en la disposición del crucifijo, sobre el que la santa
se inclina amorosa, es también la línea dominante en el tercer modelo, el de la
Hermandad del Refugio de Madrid. Sin recurrir, como había hecho en la primera
versión, a la sensualidad que se desprende de la pecadora arrepentida,
descuidadamente vestida por resultarle superfluas sus antiguas ricas galas de
las que se desnuda para vestir tosco sayal, realza en su última aproximación al
tema la belleza de la mujer por la vía mística, como sublimación y superación
de la vía ascética.
Entre esas obras devotas pintadas para
particulares mencionaba también Palomino:
otro
misteriosísimo pensamiento de la Natividad de Cristo Señor nuestro con el Padre
Eterno y el Espíritu Santo y algunos ángeles con la Cruz, y otros instrumentos
de la Pasión; aludiendo a aquél texto de San Juan: Sic Deus dilexit mundum
&c. todo colocado con excelente gusto, y caprichoso concepto.
Una obra de estas características, con firma
autógrafa, apareció en 2011 en el mercado de arte londinense procedente de una
colección privada belga, y tanto por la sabia composición de los elementos
que conforman su infrecuente iconografía como por el tratamiento de
las luces se justifican los elogios del tratadista cordobés. A base de
vibrantes y empastados toques de pincel, Cerezo enfatiza la iluminación
sobrenatural y el vigoroso movimiento de Dios Padre, que sobrevuela en poderosa
diagonal a la Virgen con el Niño. La figura de san José, de espaldas, como los
ángeles portadores de la cruz, se recorta a contraluz de forma que recuerda
modelos de Herrera el Mozo.
De acuerdo con Palomino, la pintura no ilustra
un pasaje evangélico concreto sino un concepto teológico, el del Verbo
encarnado con los presagios de la Pasión, tomado del Evangelio de Juan
3,16: «Porque tanto ha amado Dios al
mundo, que le ha dado a su Hijo Unigénito, para que quien crea en Él no muera,
sino que tenga vida eterna». Los versículos siguientes del mismo Evangelio
podrían explicar el impactante empleo de la luz que hace Cerezo, con tres
fuentes de luz irradiando de cada una de las tres personas de la Trinidad:
«La causa de la condenación consiste en
que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz
[...] Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que se vean sus obras, que
están hechas en Dios» (Juan, 3, 19-21).
De infrecuente iconografía y estudiada
composición es también el Juicio de un alma del Museo del Prado,
en el que ingresó procedente del Museo de la Trinidad aunque se
desconoce su destino original y el motivo de su encargo. Cercano en técnica y
color a Carreño y atribuido a Cabezalero tras ingresar en
el Prado, la composición se organiza en torno a dos diagonales cortadas en
aspa, con el alma, representada como un joven desnudo en actitud suplicante, y
Cristo juez sobre él, en trono de querubines, ocupando el centro de la
composición. A la derecha de Cristo, como mediadora, su Madre, que viste el
hábito del Carmelo, y debajo, a los lados del joven, los
santos Francisco de Asís, presentando un pan y Domingo de Guzmán,
mostrando el rosario, al tiempo que cada uno de ellos señala a la figuración
del alma, que gracias a la fe —significada en el rosario— y las obras —el pan—,
con la mediación de María y la intercesión de los santos, puede esperar una
sentencia favorable.
La Inmaculada
Concepción. Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 211,5 x 147,5 cm. Museo
del Prado
La tipología facial de la Virgen, la seguridad
del dibujo y la rotundidad con que están descritos los planos espaciales
hicieron que esta obra fuera inicialmente atribuida a Claudio
Coello (1642-1693), hasta que en 1986, cuando se tenía un conocimiento más
preciso de la personalidad artística de Mateo Cerezo, Rogelio Buendía e
Ismael Gutiérrez Pastor señalaran a este artista como su autor. Esa atribución
es la que actualmente se mantiene, y se sustenta en la comparación con obras
firmadas de Cerezo. Como muchos pintores de su generación, este fue un
prolífico autor de Inmaculadas desde principios de la década de 1660, cuando
una bula papal impulsó definitivamente esta devoción. Entre la decena de obras
de este tema que se relacionan con Cerezo, esta se distingue por ser la más
abigarrada y dinámica. También porque María mira hacia lo alto en vez de
recogerse en un gesto devoto e introspectivo, como fue más habitual entre sus
obras de este tema. La Virgen, con el acusado despliegue de su manto, invade
gran parte de la composición, y a su alrededor los ángeles portadores de los
símbolos de las letanías crean una trama de gran densidad. Ese abigarramiento,
sin embargo, no impide que impere en el cuadro una eficaz sensación de
dinamismo, a la que contribuyen no solo el vuelo del manto, sino también la
gran variedad de posturas de los ángeles, con las que Cerezo demostró sus
capacidades para el estudio anatómico, además de su condición de consumado
colorista.
Estas características relacionan la obra con
los cuadros de tema mariano que estaba realizando desde mediados de la década
de 1650 Juan Carreño de Miranda (1614-1685), en cuyo taller se formó
Cerezo. La comparación de esta obra con piezas importantes de Carreño,
como La Asunción de la Virgen (h. 1657) del Museo de Bellas Artes de
Bilbao, ayuda a explicar algunas de sus características principales, como la
solución que da al manto o la manera como están descritos los ángeles. Sin
embargo, frente a la unidad tonal que predomina en Carreño, Cerezo
prefiere jugar con la variedad y el contraste cromáticos, especialmente a
partir de azules, rojos y marfiles. La cercanía a Carreño, y el hecho de
que a partir de 1661 cambie la tipología de las Inmaculadas de Cerezo, hacen
que esta obra se feche en torno a 1660.
Llama la atención el cuidado que ha puesto su
autor en la descripción de los atributos de las letanías. Especialmente la
corona, el cetro y el espejo se conciben como piezas de orfebrería
extraordinariamente delicadas y muy ricas. Entre las tres, crean una trama de
oro y de brillos de gemas que se prolonga a través del rico ribete del manto de
la Virgen, enmarcando entre todos la figura de María por su flanco derecho. El
carácter tan individualizado que ha concedido el pintor a estas piezas, y la
morosidad con que las ha descrito otorgan a esa zona del lienzo una
personalidad singular, y constituye un eco de ese juego cromático tan pautado y
contrastado al que hemos hecho referencia.
Los
desposorios místicos de santa Catalina. 1660.
Óleo sobre lienzo, 207 x 163 cm. Museo del
Prado
Es una de las más bellas y ambiciosas
composiciones del pintor, donde, partiendo de su maestro Carreño, alcanza
un punto de más refinada personalidad y delicadeza. El gusto por las amplias y
complejas escenografías le viene en este caso más que de Carreño, de la
línea de Francisco Rizi y del joven Claudio Coello.
El efecto luminoso que se busca en el sucesivo
juego de contraluces, con la figura de la Virgen y San José, recortados sobre
la lejanía del edificio soleado, con los efectos interpuestos del tronco del
árbol y la tela, que tan caprichosamente crea un toldo a modo de baldaquino
sobre el grupo principal, constituye uno de los mejores aciertos del artista,
que como indica Camón, logra aquí una pincelada suave, esponjosa, llena de
gracia impresionista y captadora de los juegos de luces más ricos y
contrastados de nuestro barroco.
La actitud y los modelos de ese grupo evocan
fuertemente la tradición vandickiana y el suntuoso manto de Santa Catalina, el
tipo escorzado del niño San Juan, e, incluso, modelo y actitud del San José,
dependen claramente de Carreño, así como la lejanía del paisaje. Las
soberbias condiciones de bodegonista del maestro se manifiestan en el excelente
cesto de frutas del primer término. La composición debió, sin duda, tener éxito
y el joven Cerezo debía sentirse orgulloso de ella, pues la repitió, con
ligerísimas variantes en el gran lienzo de la Catedral de Palencia,
firmado y fechado el año siguiente, 1661 (Urrea-Valdivieso, 1971, p. 499).
Un presunto boceto, con diferencias aún
mayores, poseía en 1927 D. Félix Boix (Tormo, 1927) y hoy se ignora su
paradero, lo que impide comprobar si verdaderamente era tal, o más bien, como
parece deducirse de la fotografía, una copia reducida, hecha por otra mano
menos fina que la de Cerezo, que en lienzos de dimensiones pequeñas muestra una
delicadeza y frescura en el toque que no se advierte en el presunto boceto.
El juicio
de un alma. 1663 - 1664.
Óleo sobre lienzo, 145 x 104 cm. Museo del
Prado
El tema del juicio particular del alma tiene
sus fuentes en el teatro religioso popular. En origen, se representa la disputa
entre un ángel y un demonio por la posesión del alma en cuestión, en presencia
de Cristo y la Virgen; las pinturas más antiguas conocidas datan
del siglo XV. Aquí el pintor, sin embargo, ha tratado el tema, que quizá
se refiera a un hecho concreto, de forma diferente. En dos planos paralelos y
superpuestos se disponen cinco figuras. El plano superior, con fondos dorados,
que sin duda aluden a la divinidad de los personajes que allí se encuentran, lo
ocupan el Salvador como Juez, en el momento de tomar una decisión, y la Virgen,
que ha intercedido ante su Hijo por el mortal. María viste de blanco y marrón,
como el hábito del Carmelo, y está adornada con dos de los atributos de
la Inmaculada, la corona de estrellas y el creciente de luna a los pies.
En el centro de la mitad inferior y sobre un
fondo azul con nubes se encuentra el alma juzgada, encarnada por un joven
semidesnudo arrodillado que mira hacia arriba de forma suplicante. La figura
está flanqueada por Santo Domingo de Guzmán y por San Francisco
de Asís, cada uno con el hábito de la orden de la que son fundadores. El santo
dominico, a la izquierda, lleva en sus manos el rosario que le fue entregado
por la Virgen y que debe aludir a la devoción mariana del alma juzgada, y el
franciscano, a la derecha, muestra un pan que puede ser símbolo de su caridad
hacia los pobres o probablemente sirva para recordar los méritos del ayuno, que
practicó durante su vida en la tierra. El pintor ha ideado la composición
además de en dos planos, superior e inferior, en dos líneas diagonales
cruzadas, en cuyos extremos se sitúan los personajes que con sus actitudes
contribuyen a subrayar el efecto. El lienzo, de gran calidad pictórica, está
realizado con técnica suelta y precisa y rico colorido, y evoca la manera
de Carreño, su maestro y colaborador, pero los modelos humanos son los
mismos que se repiten en las obras de Cerezo.
Bodegones
De la dedicación de Mateo Cerezo a los
bodegones se tenía noticia por Antonio Palomino, quien ensalzaba
sus bodegoncillos pintados «con
tan superior excelencia, que ningunos le aventajaron, si es que le igualaron
algunos; aunque sean los de Andrés de Leito, que en esta Corte los hizo
excelentes». El gusto por las naturalezas muertas, heredado posiblemente
de su padre, se puede advertir también en detalles decorativos de algunas de
sus pinturas religiosas, como el cestillo desbordante de frutas que aparece a
los pies de la santa en los Desposorios místicos de santa
Catalina del Museo del Prado y de la catedral de Palencia; o, en otro
orden, más propio del género vanitas, en los libros abiertos, calaveras y
lirios que acompañan los éxtasis y visiones de san Francisco de
Asís en sus diversas versiones de la catedral de Burgos, de la colección
del marqués de Martorell o del Museo Lázaro Galdiano.
Con todo, y a pesar de haber sido elogiados
también por Ceán Bermúdez, que los tenía por «raros y apreciables», tan solo empezaron a ser conocidos tras la
publicación por Diego Angulo Íñiguez de los dos excelentes bodegones
—de carnes y de pescados— del Museo Nacional de San
Carlos de México D. F., los dos únicos firmados por Cerezo que se
conservan, aunque sus firmas incompletas impidan conocer el año de su
ejecución, que podría ser 1664. Del mayor de ellos, el bodegón de carnes y
jarro de cerámica, decía Angulo al darlo a conocer que era «una de las obras
más perfectas que en este género ha producido la pintura española», destacando
la sabiduría de su composición, sin artificios, y la calidad del color en el
tratamiento de las carnes y en el amarillo del cesto, que le recordaba a la
pintura holandesa. Del éxito de estas composiciones dan fe las copias
antiguas conocidas. Especialmente interesante, aunque de calidad mediocre, es
la copia del Bodegón de pescados existente en la colección Santamarca
de Madrid, donde estuvo atribuida a Giuseppe Recco. El cuadro con el que
formó pareja, un segundo Bodegón de peces atribuido también en el
pasado al pintor napolitano, es, sin embargo, otro excelente ejemplo de bodegón
madrileño de la segunda mitad del siglo XVII, atribuible a Cerezo por la
calidad de los rojos matizados, con los que se distingue el pescado fresco, y
el modo de tratar los brillos de las escamas y del caldero de cobre, con
pincelada pastosa, aunque el dibujo del tablero de mármol donde reposan los
objetos es similar al que se encuentra en obras de Deleito.
Ciertas semejanzas con los bodegones mejicanos
se encuentran también en el Bodegón de cocina del Museo del
Prado, compuesto en tres escalones, al modo de los últimos ejemplares
de Juan van der Hamen, y con diferentes niveles de profundidad respecto
del campo pictórico, lo que hace de esta pieza una de las obras más complejas
de la pintura madrileña de bodegón y de más difícil adscripción. El tratamiento
de los brillos y de las carnes sanguinolentas, a base de toques
chisporroteantes de materia grasa y de fresco colorido, aproximan la obra al
modo de hacer de Mateo Cerezo, pero también podrían recordar el de Andrés
Deleito y, en definitiva, acusan la raíz madrileña de su ejecución, con
antecedentes en la obra de Alejandro de Loarte, en tanto otros elementos
como el cordero muerto o la disposición en cascada y el tratamiento del plumaje
de las aves remiten a los bodegones flamencos de Jan Fyt o
de Frans Snyders.
Bodegón
de cocina, Hacia
1664.
Óleo sobre lienzo, 100 x 127 cm. Museo del
Prado
Tan peculiar pintura, interesante por múltiples
conceptos, entre los cuales no es el menor su presentación directa, e incluso
crudamente verista, que aproxima al espectador a realidades que en el mundo
del Siglo de Oro resultaban absolutamente naturales, no poseía una
atribución precisa cuando fue adquirida para el Museo del Prado. De
procedencia desconocida no cabía una mínima propuesta de autoría con base
documental y, en principio, se pensó en adscribirla a Antonio de Pereda,
relacionándola con la pareja de lienzos que existen en el Museo Nacional de
Arte Antiga de Lisboa, firmados y fechados por el maestro vallisoletano en
1651. No obstante, no parecía una idea adecuada estimando las disparidades
técnicas en la consecución de las calidades táctiles y en el modo y manera de
componer.
El siguiente pintor al cual se recurrió
fue Mateo Cerezo, por la vinculación de esta obra con otra pareja de
bodegones del Museo de la Academia de San Carlos de México D.F., opinión
que recibió un reconocimiento más unánime, aunque una parte de la crítica
especializada no comulgue con tal hipótesis. De todas formas, ya que por ahora
no existe una nueva proposición atributiva, queda el cuadro del Prado dentro
de la ejecutoria del burgalés a título provisional.
La disposición de parte de los elementos sobre
grandes escalones, en segundo término, al modo de la colocación sobre sillares
de Van der Hamen permite su clasificación en el ámbito de la escuela
madrileña, al igual que las carnes sanguinolentas, herederas de otras similares
de Alejandro Loarte. No hay duda de que los colores sugieren una mano
aproximada así como el pan sobre el paño del ángulo inferior derecho. Por el
contrario, el cordero y el gallo muertos, la cabeza partida de ternera y otros
adminículos y utensilios presentan diferencias muy notables con los cuadros
existentes en México.
JOSÉ
ANTOLINEZ
(Madrid, 1635-1675)
Pintor barroco español, fue uno de los más
originales artistas de la escuela madrileña del pleno barroco. «Enamorado de los celajes azules venecianos,
las carnes nacaradas rubenianas y los ropajes barrocos revueltos por el viento»,
según lo definió Angulo Íñiguez, su pintura, conservada en cantidad
relativamente abundante, a pesar de su prematura muerte, abarcó muy diversos
géneros, tanto religiosos como profanos, de los que se ocupó siempre con un
punto de vista personal y un rico sentido del color, que tomó tanto
de Tiziano como de Rubens y de Van Dyck, aplicado con
una técnica de pincelada ligera y vibrante con la que conseguirá hacerse
afortunado intérprete de la atmósfera velazqueña.
Hijo de Ana de Sarabia y de Juan Antolín, un
artesano carpintero fabricante de cofres, pero con casa solariega
en Espinosa de los Monteros y una holgada posición económica, fue
bautizado en la iglesia de los Santos Justo y Pastor de Madrid el 7
de noviembre de 1635. En el bautismo recibió el nombre de Claudio José Vicente.
Como su hermano Francisco, siempre tuvo pretensiones nobiliarias, llegando
a entablar pleito en 1662 por el reconocimiento de su hidalguía. Uno de sus
hijos, capitán de caballos, obtuvo dispensa papal para ingresar en la Orden
de Calatrava, obteniendo de este modo el reconocimiento que había perseguido la
familia.
Su formación como pintor debió de comenzar al
lado de Julián González de Benavides, un modesto «pintor de tienda», que en
1653 se convertiría en su suegro, completándola, como indica Antonio
Palomino, asistiendo algún tiempo a la escuela de Francisco Rizi, con
quien no tardaría en enemistarse, y frecuentando las academias abiertas por
entonces en Madrid. En su biografía Palomino lo describe como hombre de
carácter altivo y vanidoso, diestro en el manejo de la espada, de agudos dichos
y genio mordaz. Su prematura muerte, ocurrida en Madrid el 30 de mayo de 1675,
habría sido provocada, según el biógrafo cordobés, por ese desmedido orgullo y
por su afición a la espada negra, pues le llegó tras sostener un «ajuste con otros aficionados del que salió molido a golpes, y «o bien fuese
del molimiento, o bien de no haber quedado tan airoso, como quisiera, se fue a
su casa, y se encendió luego en calentura tan maligna, que en pocos días acabó
con él». Su abundante obra conservada, pese a la brevedad de su vida, y su
testamento indican, no obstante, que se trató de una persona laboriosa, de vida
ordenada y amante de su familia. Tuvo como discípulo, según Palomino, a Alonso
del Barco, pintor de paisajes.
Obra
Conocido principalmente por su pintura
religiosa y muy especialmente por sus numerosas versiones del tema de
la Inmaculada, Antolínez cultivó todos los géneros, a excepción quizá del
bodegón, y consta que fue muy estimado por sus retratos y paisajes, para los
que según Palomino tuvo «gran genio», haciéndolos con «extremado primor». Más
elocuente, José García Hidalgo en sus Principios para estudiar
el nobilísimo y real arte de la pintura, le llamó «segundo Tiziano en los países y en los retratos».
Únicamente practicó la pintura al óleo y sobre lienzo, tratando con desdén a
los pintores de «paramentos», como Palomino asegura que llamaba a quienes
pintaban al fresco y al temple. Según una conocida anécdota narrada por el
cordobés, su antiguo maestro, Francisco Rizi, con el fin de bajarle los
humos, le ordenó en una ocasión acudir a trabajar en los decorados para las
comedias que se celebraban en el palacio del Buen Retiro, saliendo
desairado del lance al comprobarse su impericia.
Pintura
religiosa
Antonio Palomino dejó escrito que
Antolínez «llegó a ser uno de los
primeros de su tiempo; como lo acreditan repetidas obras públicas, y
particulares suyas, que se ven en esta Corte; en que particularmente se
descubre un gran gusto, y tinta aticianada». Pero al hacer recuento de sus
«obras públicas» solo pudo citar el
altar de la Virgen del Pilar en la parroquia de San Andrés de Madrid,
actualmente desaparecido, las tres pinturas de los sagrarios de la iglesia de
la Magdalena de Alcalá de Henares y las de la capilla mayor de la
iglesia parroquial de la Asunción de Navalcarnero, donde en el cuerpo alto
del retablo se conservan tres pinturas de su mano representando
la Presentación de la Virgen en el templo, la Coronación de la Virgen y
la Inmaculada Concepción. Por el contrario, son muy abundantes las
pinturas conservadas de mediano tamaño y con pocas figuras, destinadas a la
devoción particular en capillas y oratorios privados, en las que
según Alfonso E. Pérez Sánchez, parece haberse desenvuelto con mayor
soltura que en las grandes pinturas de altar cultivadas por sus contemporáneos.
En este orden destacan sus múltiples versiones
del tema de la Inmaculada, de las que se conocen una veintena larga de
ejemplares autógrafos, número solo igualado por Murillo.
Las Inmaculadas de Antolínez, de aire elegante y cortesano, se
caracterizan por el tratamiento pormenorizado de la corona de doce estrellas,
la inclusión frecuente de la paloma del Espíritu Santo, el gesto ensimismado de
la Virgen con las manos unidas y el revuelo de ángeles niños que le sirven de
peana. Sus lujosas vestimentas, con destellos plateados, parecen agitadas por
un fuerte viento ascensional. La más antigua de las conservadas, la de la
Colección March de Palma de Mallorca, está fechada en 1658 y en su composición
se advierten aún influjos de Alonso Cano que desaparecen en las
versiones posteriores, en las que introdujo sutiles variaciones en el
movimiento de los paños para no repetirse nunca. Entre ellas pueden destacarse
las versiones del Museo del Prado, fechada en 1665, la del Museo
Lázaro Galdiano, de 1666, Museo Nacional de Arte de Cataluña, muy
semejante a la conservada en la Hermandad del Refugio de Madrid, fechada esta
en 1667, Museos de Bellas Artes de Sevilla y Bilbao, Pinacoteca
de Múnich, de 1668, y Ashmolean Museum de Oxford.
Otro motivo religioso que Antolínez abordó con
frecuencia es el de la Magdalena en éxtasis. Como penitente en el
desierto y cubierta con ricas capas de tonos malva y plateados en los lienzos
del Museo de Bellas Artes de Sevilla y Fundación Santamarca de
Madrid, en este, de hacia 1673, acompañada por un ángel adolescente tañendo un
instrumento de cuerda con el que conforta a la santa, o trasportada al cielo
por ángeles para asistir en ellos a los oficios divinos celebrados por los
bienaventurados, conforme al relato de La leyenda
dorada de Jacobo de Voragine. De este modo se representa en las
versiones conocidas indistintamente como Éxtasis de la Magdalena del
Museo Nacional de Arte de Rumania (Bucarest), o Tránsito de la
Magdalena del Museo del Prado, donde la ascensión de la santa muestra
un acusado sentido de lo triunfal característicamente barroco, realzado por la
riqueza de su gama cromática de entonación predominantemente fría, armonizando
el color azul intenso de las telas con el luminoso celaje.
En obras de composición más compleja, como son
el lienzo de Esther y Asuero del Castillo de Helsingor (Dinamarca) o
la Pentecostés del Museo de Bellas Artes de Bilbao, se pone de
manifiesto su admiración por Veronés y las tintas
aticianadas de que hablaba Palomino. Otro ejemplo de ello se encuentra en
el Martirio de San Sebastián (1673) del Museo Cerralbo, con un
bello paisaje veneciano de fondo. Pero la manera de los maestros venecianos,
que pudo conocer en las colecciones reales o en la de su protector
el Almirante de Castilla, fue reinterpretada por Antolínez, del mismo modo
que los pintores del pleno barroco, en clave apoteósica deudora de los maestros
flamencos. Ese sentido barroco de lo triunfal se puede apreciar, además de en
las versiones citadas del tránsito de la Magdalena, en la Santa Rosa de
Lima ante la Virgen del Museo de Bellas Artes de
Budapest (Hungría). Obra tardía (la santa fue canonizada en 1671), permite
apreciar en toda su riqueza el esplendor de su pincelada suelta y ligera y el
característico colorido azulado, pardo y violeta de su paleta, aplicado a una
visión mística, con la santa elevada en triunfo sobre un trono de nubes.
Otros
géneros
Uno de los aspectos más sobresalientes de la
producción de Antolínez es su dedicación a géneros pictóricos menos tratados
por sus contemporáneos. No se ha conservado ninguno de los paisajes elogiados
por Palomino, aunque en sus composiciones religiosas afloran en ocasiones
hermosas «lejanías», y son escasos los retratos, en los que al decir del
biógrafo cordobés alcanzaba «gran parecido». En este género deben ser
recordados los dos Retratos de niñas del Museo del Prado,
atribuidos en el pasado a Velázquez, evocadores, pese a su sencillez, de
la pincelada y gama cromática velazqueñas. Aún más notable, pues se trata de
un retrato de grupo a la manera holandesa, que se ignora cómo pudo
llegar a conocer, es el Retrato del embajador danés Cornelio Pedersen
Lerche y sus amigos, firmado «España año 1662. Joseph Antolín. F» y conservado
en el Museo de Copenhague, en el que probablemente se autorretrató. La fugaz
presencia en España, hacia 1640, de Gerard ter Borch, pintor holandés de
interiores, pese a lo que se ha dicho, no pudo ser en modo alguno determinante
para la composición de este lienzo, debiéndose sin duda la composición
original, del todo insólita en la pintura española del momento, a un encargo
personal del propio embajador, resuelto con maestría por Antolínez.
Igualmente singulares son sus retratos aislados
de pequeños perros de compañía, como la Perrita con lazo rojo de la
colección Stirling-Maxwel o el Perrito con lazo rojo guardando el cesto de
labor, que se le atribuye en el Museo Lázaro Galdiano, y que se pueden
encontrar también incorporados en otras obras suyas, como es el propio retrato
del embajador Lerche o el Suicidio de Cleopatra, para lo que se han
observado igualmente influencias venecianas. El Pintor
pobre o Vendedor de cuadros de la Pinacoteca de
Múnich, excepcional interpretación de una estampa de Agostino Carracci, es
otra obra singular tanto por lo infrecuente de su tema, cercano a la pintura
costumbrista, como por la lograda atmósfera velazqueña de su concepción
espacial.
Antolínez fue también pintor de mitologías y de
algunas alegorías en las que la fábula pagana puede interpretarse en clave de
moralidad cristiana. Su interés por el desnudo femenino, fundamentado en temas
históricos o mitológicos, documentado ya por la presencia en la antigua
colección Scotti de Piacenza de un lienzo «in cui son depinte le tre
Grazie nude per mano dell’Antolines pittore famosissimo Spagnuolo», ha podido
ser corroborado por la aparición del anagrama del pintor en una Muerte de
Lucrecia de colección privada madrileña, que había estado atribuida en el
pasado a Andrea Vaccaro junto con su pareja, el Suicidio de
Cleopatra. Se trata de dos obras tempranas dentro de la producción de
Antolínez, en las que todavía no han tenido entrada los intensos azules
ticianescos, pero en las que se manifiesta ya su admiración por el pintor
veneciano, del que tomó la postura de Lucrecia. La influencia de las
«poesías» de Tiziano es aún más evidente en dos cuadros de
colecciones privadas relacionados con la historia de la educación de Baco,
uno de ellos firmado en 1667, en los que el pequeño dios es iniciado en los
placeres del vino por amorcillos juguetones. En El alma entre el Amor
divino y el humano, óleo del Museo de Bellas Artes de Murcia cuyo
asunto, protagonizado nuevamente por niños de aspecto risueño, se ha relacionado
con el tema de Hércules entre el vicio y la virtud, la alegoría pagana,
desarrollada en las obras citadas anteriormente, enlaza con la moralidad
cristiana, al modo como se encuentra, por ejemplo, en
los emblemas del Pia desideria de Herman Hugo.
El
tránsito de la Magdalena
Óleo sobre lienzo (205 x 163 cm.), Museo
del Prado
Fue este un motivo muy interpretado en la
España del Barroco, debido a la intensificación del culto a la santa penitente
después del Concilio de Trento. Como es sabido, los protestantes negaban el
valor de los sacramentos, ente ellos el de la penitencia y, en su
contrarreforma, la Iglesia de Roma, procuró realzar el ejemplo de la pecadora
de Magdala, que, arrepentida, alcanza la santidad, haciéndola representar, bien
en el momento del éxtasis, cuando es arrebatada a los cielos por los ángeles
músicos, o bien en un momento anterior al rapto, haciendo penitencia.
Antolínez representó a la Magdalena en cuatro
ocasiones: uno de sus cuadros está en el Museo de Bellas Artes de Sevilla
(donado por la marquesa de Larios), otro en el Colegio Fundación Santamarca de
agustinas en Madrid, otro en el palacio de Peles en Sinania (Rumania) y el
cuarto lo tenemos en esta sala del Museo del Prado, ante nuestros ojos.
La escena representa el momento en que, según
la Leyenda Dorada de Pedro de la Vorágine, la santa es elevada por los ángeles
al cielo para asistir a los oficios celestiales como premio a su vida solitaria
dedicada a la penitencia y la meditación. Fijémonos en la expresión de la santa
penitente, trasportada a los cielos, donde la inicial sorpresa ha dado paso al
arrobo místico que en ella producen las músicas divinas (siempre músicas de
cuerda en la pintura barroca).
Es una obra de excepcional calidad, que realza
las habilidades de Antolínez como colorista, predominado los tonos violetas,
malvas y rosas que se destacan sobre el azul del cielo. Pertenece a los últimos
años de producción del artista donde se evidencia el gusto propio del barroco
por el dinamismo y la expresividad.
Retrato
de una niña. Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 58 x 46 cm. Museo del
Prado
Es pareja de un retrato de similares
características que representa a otra niña de edad y rasgos parecidos, por lo
que se supone que eran hermanas. Sus vestidos, con el escote horizontal y las
mangas abiertas, son representativos de la moda española de hacia 1660. Como ha
ocurrido con numerosas pinturas, durante gran parte del siglo XIX, se
creyeron ambas realizadas por Velázquez. Entre las razones que explican
esta atribución figura lo poco avanzado que estaba el estudio de los pintores
que trabajaban en Madrid en época de Felipe IV, la moda de las
niñas, lo íntimamente que estaban ligados los retratos infantiles a la imagen
de Velázquez y el estilo de estas pinturas en las que se aprecia un
notable énfasis en los valores cromáticos, pues en muchas zonas -como las
mangas- el color no está supeditado al dibujo y se encuentra aplicado con
pinceladas amplias y seguras. Este tipo de recursos eran los que servían
entonces para definir la pintura de Velázquez, otorgarle una personalidad
clara e independiente y reivindicarlo como modelo para los artistas del
momento. En consecuencia estos cuadros aparecen reproducidos en varias de las
monografías sobre el autor publicadas durante el siglo XIX, y a principios del
XX fueron alabados por historiadores de la categoría de Justi. El erudito
alemán negó la teoría -hasta entonces muy difundida- de que representaban a
Francisca e Ignacia, las dos hijas del pintor, lo que obligaba a retrasar su fecha
de ejecución a la década de los veinte. La operación de atribuir una identidad
relacionable con el entorno afectivo del pintor a retratos anónimos era muy
corriente durante el siglo XIX y atañe a varios cuadros más atribuidos al
artista sevillano. Pero esa propuesta, como indicó Justi, era incompatible con
sus vestidos, que reflejan una moda posterior. Además, sugirió la posibilidad
de que el modelo de ambos fuera la misma niña y que uno de ellos fuera un
ensayo o un intento fallido. Las primeras reservas críticas importantes
llegaron de la mano de Aureliano de Beruete, que excluyó a las niñas de la
relación de obras autógrafas de Velázquez en su monografía de 1898.
En el catálogo que se hizo al año siguiente con motivo de la apertura de la
Sala de Velázquez en el Prado, bajo la dirección del mismo
autor, ambas figuran en la categoría de obras atribuidas, lo que era una forma
de señalar diferencias importantes de calidad o estilo respecto a pinturas
autógrafas. Durante las décadas siguientes, las niñas tuvieron un estatus
crítico ambiguo, aunque nunca dejaron de ponerse en relación con la órbita
velazqueña. En 1961 Hernández Perera las relacionó con la etapa temprana
de Juan Carreño de Miranda al compararlas con obras como Doña Inés de
Zúñiga, condesa de Monterrey (Madrid, Fundación Lázaro Galdiano). Diez
años más tarde, Angulo propuso el nombre de José Antolínez (1635-1675).
Para su atribución se basó en las semejanzas físicas de las niñas con
representaciones de angelitos de este pintor, así como en criterios técnicos y
estilísticos. Y aunque no se conocen otros retratos suyos seguros, las fuentes
contemporáneas insistieron en su maestría en este campo. Así, Antonio
Palomino escribía en 1724 que realizaba retratos muy parecidos.
Retrato
de una niña, Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 58 x 46 cm. Museo del
Prado
Es pareja de un retrato de similares
características que representa a otra niña de edad y rasgos parecidos, por lo
que se supone que eran hermanas. Sus vestidos, con el escote horizontal y las mangas
abiertas, son representativos de la moda española de hacia 1660. Como ha
ocurrido con numerosas pinturas, durante gran parte del siglo XIX, se
creyeron ambas realizadas por Velázquez. Entre las razones que explican
esta atribución figura lo poco avanzado que estaba el estudio de los pintores
que trabajaban en Madrid en época de Felipe IV, la moda de las
niñas, lo íntimamente que estaban ligados los retratos infantiles a la imagen
de Velázquez y el estilo de estas pinturas en las que se aprecia un
notable énfasis en los valores cromáticos, pues en muchas zonas -como las
mangas- el color no está supeditado al dibujo y se encuentra aplicado con
pinceladas amplias y seguras. Este tipo de recursos eran los que servían
entonces para definir la pintura de Velázquez, otorgarle una personalidad
clara e independiente y reivindicarlo como modelo para los artistas del
momento. En consecuencia estos cuadros aparecen reproducidos en varias de las
monografías sobre el autor publicadas durante el siglo XIX, y a principios del
XX fueron alabados por historiadores de la categoría de Justi. El erudito
alemán negó la teoría -hasta entonces muy difundida- de que representaban a
Francisca e Ignacia, las dos hijas del pintor, lo que obligaba a retrasar su
fecha de ejecución a la década de los veinte. La operación de atribuir una
identidad relacionable con el entorno afectivo del pintor a retratos anónimos
era muy corriente durante el siglo XIX y atañe a varios cuadros más atribuidos
al artista sevillano. Pero esa propuesta, como indicó Justi, era incompatible
con sus vestidos, que reflejan una moda posterior. Además, sugirió la
posibilidad de que el modelo de ambos fuera la misma niña y que uno de ellos
fuera un ensayo o un intento fallido. Las primeras reservas críticas importantes
llegaron de la mano de Aureliano de Beruete, que excluyó a las niñas de la
relación de obras autógrafas de Velázquez en su monografía de 1898.
En el catálogo que se hizo al año siguiente con motivo de la apertura de la
Sala de Velázquez en el Prado, bajo la dirección del mismo
autor, ambas figuran en la categoría de obras atribuidas, lo que era
una forma de señalar diferencias importantes de calidad o estilo respecto a
pinturas autógrafas. Durante las décadas siguientes, las niñas tuvieron un
estatus crítico ambiguo, aunque nunca dejaron de ponerse en relación con la
órbita velazqueña. En 1961 Hernández Perera las relacionó con la etapa temprana
de Juan Carreño de Miranda al compararlas con obras como Doña
Inés de Zúñiga, condesa de Monterrey (Madrid, Fundación Lázaro
Galdiano). Diez años más tarde, Angulo propuso el nombre de José Antolínez (1635-1675).
Para su atribución se basó en las semejanzas físicas de las niñas con
representaciones de angelitos de este pintor, así como en criterios técnicos y
estilísticos. Y aunque no se conocen otros retratos suyos seguros, las fuentes
contemporáneas insistieron en su maestría en este campo. Así, Antonio
Palomino escribía en 1724 que realizaba retratos muy parecidos.
La Inmaculada
Concepción, 1665.
Óleo sobre lienzo, 216 x 159 cm. Museo del
Prado
La Inmaculada aparece representada
con manto azul y túnica de lama de plata, corona de estrellas, nimbo de luz y
encima el Espíritu Santo. A su alrededor encontramos diez ángeles portando
distintos atributos como una palma, lirios, azucenas, rosas, una rama de olivo,
un cetro, un espejo y una corona. Muy semejantes son las versiones de la
colección Ivison, de Jerez de la Frontera, y la del museo Lázaro
Galdiano, ambas firmadas y la última fechada en 1666.
La Inmaculada
Concepción. Hacia 1665.
Óleo sobre lienzo, 165 x 110 cm. Museo del
Prado
Se trata sin duda, de uno de los ejemplos más
logrados por su serenidad y exquisita belleza entre las numerosas Inmaculadas
conocidas de este pintor. Su capacidad de inventiva se comprueba constantemente
por el extenso repertorio de variantes que introduce en el tratamiento de este
mismo asunto religioso, pues, aunque siempre están presentes los símbolos de la
letanía mariana, las cabezas de los ángeles, sus agrupaciones o su mismo número
nunca son idénticos.
Representada su silueta agitada por un viento
huracanado, que le permite dar rienda suelta a su imaginación para componer sus
telas, consigue un efecto verdaderamente deslumbrante por su sentido dinámico y
su ímpetu marcadamente barroco. El rostro de la Virgen, distinguido y distante,
su ensimismamiento, así como los perfiles picudos o fusiformes, que en cierta
forma denotan admiración por Cano, son elementos distintivos de su estilo
más personal. La belleza de las flores, libérrimas en su técnica, los plateados
destellantes y el emborronamiento de su factura expresan su gran fascinación
por Velázquez, estimándose que su cronología no se encuentra lejana al año
1665 en que se fecha otra Inmaculada de Antolínez propiedad del Museo
del Prado.
CLAUDIO
COELLO (Madrid, 1642-1693)
Pintor español, destacado representante del
pleno barroco madrileño. Formado con Francisco Rizi, en 1683 fue
nombrado pintor del rey Carlos II, cargo en el que acometerá su más
importante obra: La Adoración de la Sagrada Forma de la sacristía
del Monasterio de El Escorial. Pintor de grandes telas de altar para las
iglesias y conventos de Madrid y sus alrededores, fue también pintor al
fresco y de arquitecturas efímeras siempre con gran sentido escenográfico.
Nacido en Madrid, fue bautizado el 2 de marzo
de 1642 en la iglesia de Santos Justo y Pastor. Hijo de Faustino Coello,
broncista portugués, natural del obispado de Viseo, y de Bernarda de
Fuentes, fallecida en 1681, viuda ya y atendida en sus últimas voluntades por
su hijo Claudio. Su padre descendía «de aquella ilustre familia de los
Coellos, de donde lo era también el gran Alonso Sánchez Coello», según lo que
afirma Palomino, cuya biografía es la única fuente de información
disponible para el conocimiento de los primeros años de vida del pintor, con
quien llegó a tener amistad. Comenzó a estudiar dibujo en el taller
de Francisco Rizi, donde lo había colocado su padre para que le ayudase en
su trabajo, pero viendo Rizi el aprovechamiento del joven aprendiz recomendó a
su padre que le permitiese proseguir con el estudio de la pintura. De su paso
por el taller de Rizi han quedado algunas anécdotas narradas por el biógrafo
cordobés y una descripción física del pintor. Cuenta Palomino que un religioso,
ante el que el maestro había alabado al discípulo, le respondió que el semblante
del muchacho no revelaba gran ingenio, a lo que Rizi contestó: «Pues padre,
virtudes vencen señales». Y concluía Palomino: «Lo cierto es, que el semblante no era muy grato, y además de esto
adusto, y melancólico; pero la frente espaciosa, y los ojos vivos, y
reconcentrados, mostraban ser de genio agudo, especulativo, y cogitativo».
En el taller de Rizi destacó por la mucha
aplicación que puso en el dibujo, haciéndose para su estudio incluso con los
apuntes o rasguños que el maestro descartaba, lo que se pondrá de manifiesto en
la cuidadosa preparación de toda su obra posterior, en la que, en palabras de
Palomino, «por mejorar un contorno daría
treinta vueltas a el natural». Contaba Palomino que el maestro con
frecuencia lo encontraba dibujando a deshora:
y decía
Rizi: Estos sí, que son los verdaderos genios, y que dan seguras
esperanzas de aprovechar. Aquellos, que es menester reñirles, porque se ponen
ahora a dibujar. No aquellos, a quien es menester aguijonearles, para que
dibujen. ¡Sentencia digna de observación!
Con Rizi, director de las representaciones
teatrales del Coliseo del Buen Retiro, aprendió a pintar
al temple y al fresco y a dominar la pintura historiada
tanto como las perspectivas arquitectónicas. Además, la condición de pintor del
rey de su maestro y la amistad con Carreño le abrieron las puertas de
palacio, donde completó su formación con el estudio de la pintura veneciana y
flamenca.
Primeros
trabajos
La primera obra firmada y fechada que se
conoce, Jesús niño a la puerta del Templo (1660, Museo del
Prado), obra de juventud, ajena a cuanto se hacía en Madrid, copia una pintura
perdida de Jacques Blanchard, conocida por un grabado de Antoine Garnier.
Como el grabado está invertido, es posible que Coello conociese el cuadro
original o alguna otra copia directa de él. Solo un año
posterior, Cristo servido por los ángeles (colección privada) muestra
mejor algunos de los rasgos que serán característicos del pintor maduro. La
cara y las manos de Cristo guardan ciertas semejanzas con otra obra temprana firmada
«Claudio fac.»: La entrada de
Jesús en Jerusalén (Museo de la Universidad de Valladolid) de pequeño
tamaño y anatomías vacilantes, lo que ha hecho pensar que pudiera tratarse de
un boceto con destino ignorado, aunque su acabado no es propio de un boceto,
pudiendo tratarse de obra destinada a la devoción privada.
De 1663, La visión de san Antonio de
Padua de Norfolk (Virginia), Chrysler Museum of Art, de la que
se conoce copia autógrafa con ligeras variantes en colección privada madrileña,
incorpora por primera vez los fondos arquitectónicos en perspectiva y los
angelotes revoloteando que constituirán otra seña de identidad de su pintura.
No hay datos de su origen y únicamente se tiene constancia de que estuvo
expuesta en la Galería Española del Louvre y que fue vendida en 1853
con la colección de Luis Felipe de Orleans.
El conocimiento de la colección real se hace
evidente en las dos obras fechadas en 1664 que se han conservado:
el Triunfo de san Agustín del Museo del Prado y Susana
y los viejos del Museo de Arte de Ponce, auténticas obras maestras,
pintadas con solo 22 años, en las que junto a la opulenta sensualidad
de Rubens y una armoniosa gama de colores brillantes de
origen flamenco sobre el azul intenso del cielo, un jugoso aunque
reducido paisaje y fragmentos de arquitectura monumental deudores
del Veronés, se advierte también el conocimiento de Tiziano, puesto
de manifiesto en el sensual desnudo de Susana y en los rostros
libidinosos de los ancianos, fundiendo de forma personal modelos venecianos y
flamencos. Procedente del colegio-convento de San Nicolás de Tolentino de
los agustinos recoletos de Alcalá de Henares, el Triunfo de
san Agustín es un buen ejemplo del gran lienzo de altar característico del
pleno barroco madrileño, un recurso del discurso pictórico barroco dirigido a
los sentidos y destinado a conmover e impresionar, que va a proporcionar a
Coello algunos de los encargos más importante de su carrera.
También en 1664 conoció a Juan de Valdés
Leal cuando el sevillano viajó a Madrid para estudiar las pinturas de las
colecciones reales y del monasterio de El Escorial, de lo que Palomino tenía
noticia por el propio Coello, quien le había informado de que en Madrid Valdés
asistía con regularidad a la academia y «dibujaba
dos, o tres figuras cada noche [...] galantería, que muchos la han ejecutado
por bizarrear». Según una conocida anécdota narrada por Palomino, Coello
permanecía aún en casa del maestro en estos años y cuando pintó
el Descubrimiento de la verdadera Cruz para el altar mayor de la
primitiva parroquia de Santa Cruz, Rizi le ofreció firmar el lienzo con su
nombre porque se lo pagasen mejor, pero Coello prefirió el reconocimiento
público al interés económico. Perdidas ya en el siglo XVIII las pinturas del
altar mayor —y las pinturas al fresco que para el presbiterio y la capilla de
los Ajusticiados de la misma iglesia pintó con José Jiménez Donoso— se ha
conservado el contrato, fechado en junio de 1666, y la carta de pago de 4000
reales otorgada por Coello el 28 de agosto del mismo año. Firmada y fechada
en 1666 se conserva una Anunciación que fue de la colección del conde
de Casal, en la que el espacio arquitectónico adquiere amplio desarrollo y la
luz, procedente de diversos puntos, genera audaces contraluces en la figura del
ángel. A este momento, probablemente, pertenece también el Apóstol san
Felipe pintado para uno de los altares del crucero del Real
Monasterio de Santa Isabel, pues consta que en 1664 se contrató con Toribio
García la policromía de los altares. La imagen del apóstol de cuerpo entero
en primer término, con la escena de su martirio en las lejanías, es de nuevo
una figura monumental, de gran fuerza y movimiento, aunque el cuadro se conoce
solo por una antigua fotografía al resultar destruido en el incendio del
monasterio a comienzos de la Guerra Civil Española (1936), junto con
las restantes obras de arte que albergaba y la Inmaculada
Concepción de Ribera que ocupaba el altar mayor, a la que Coello
repintó la cabeza por haber entendido las monjas que en ella el valenciano
había retratado a su hija, seducida por Juan José de Austria según la
leyenda.
Jesús niño,
en la puerta del Templo, 1660.
Óleo sobre lienzo, 168 x 122 cm. No
expuesto
Las estampas francesas figuraron entre los
repertorios de los obradores madrileños durante todo el siglo
XVII. Claudio Coello recurrió en este Jesús niño, en la
puerta del Templo, su primera obra fechada, a una estampa de Antoine Garnier
según composición de Jacques Blanchard que le otorga un severo tono clasicista
a la composición. Se trata de un buen ejemplo de conexión con Francia, que
explica además el atípico aspecto del cuadro para ser un principiante en
el Madrid de la década de 1660.
La visión de san Antonio de Padua de Norfolk
(Virginia), Chrysler Museum of Art, de la que se conoce copia autógrafa con
ligeras variantes en colección privada madrileña, incorpora por primera vez los
fondos arquitectónicos en perspectiva y los angelotes revoloteando que
constituirán otra seña de identidad de su pintura. No hay datos de su origen y
únicamente se tiene constancia de que estuvo expuesta en la Galería Española
del Louvre y que fue vendida en 1853 con la colección de Luis Felipe de
Orleans.
El
triunfo de san Agustín, 1664.
Óleo sobre lienzo, 271 x 203 cm. Museo del
Prado
Claudio Coello fue la última de las
grandes personalidades de la pintura madrileña del Siglo de Oro. Supo
llevar la pintura barroca hasta cotas de dinamismo y cromatismo sin apenas
precedentes, y a la vez mantuvo una gran seguridad de dibujo. Todas esas
cualidades se observan ya desde sus obras más tempranas, como pone de
manifiesto esta pintura, que realizó cuando tenía 22 años de edad para el
convento de Agustinos Recoletos de Alcalá de Henares. En ella aparece el
obispo de Hipona elevándose vertiginosamente sobre una nube, ante un
fondo de cielo de un azul frío e intenso muy característico de la escuela
madrileña, que, a su vez, lo recogió de la flamenca. No es ésta la única huella
del cuadro que refleja el influjo que dejó Rubens y su escuela en la
pintura local: el resto de las gamas cromáticas, la propia técnica pictórica o
la forma en que están construidos los ángeles así lo atestiguan también. Tanto
el tamaño como el tema de esta obra la convierten en una magnífica
representante de una de las tipologías más importantes de la pintura barroca
madrileña, en la que culmina una larga experiencia de experimentación sobre las
relaciones entre arte y retórica de masas: el gran cuadro de altar, que con sus
grandes dimensiones y su composición de lectura clara, dinámica y heroica
buscaba impresionar vivamente a los fieles. En vez de repartir la superficie
del retablo en una infinidad de escenas que, entre todas, formaban una
narración, se prefiere una única y colosal imagen destinada a impresionar. Esa
búsqueda de la eficacia persuasiva hacía que el contenido - al menos en un
primer nivel de lectura - fuera de fácil e inmediata interpretación. En este
caso vemos a uno de los Padres de la Iglesia vestido suntuosamente de
obispo, en plena gloria ascensional, que señala con su mano derecha el camino
delo cielo y que dirige su mirada hacia dos de las amenazas contra las que
combatió: el dragón infernal y el paganismo, representado por el busto de un
dios clásico. El espacio juega un papel fundamental en la construcción de esa
retórica pictórica: las columnas y las nubes dan solidez a la composición; el
cielo actúa como telón de fondo luminoso y enfático; la zona inferior, aunque
reducida, abunda en elementos de gran poder estético y significativo: las
personificaciones del mal; el paisaje, suave y jugoso; las basas de las
columnas o la cartela en la que un jovencísimo pintor afirma ser el autor de
esta obra maestra. La pintura permaneció en el lugar para la que fue pintada
hasta 1836, en que, con motivo de la Desamortización, fue destinada
al Museo de la Trinidad.
La historia de Susana, relatada al final del
Libro de Daniel, es una de las más representadas del Antiguo Testamento.
Susana, esposa del comerciante Joaquín, toma un baño mientras dos viejos
lujuriosos la observan detrás de los matorrales. Estos se le insinúan, pero
Susana los rechaza. Furiosos, inventan que han sorprendido a Susana con otro
hombre en el bosque y ella es llevada a juicio por adulterio. Daniel es el juez
del caso. Al final se descubren las intenciones de los viejos, que son
apedreados y Susana declarada inocente. Se suelen representar diferentes
escenas de esta historia: el juicio de Susana, la lapidación de los viejos,
Susana reunida con su familia o el momento del baño. Esta última es la escena
representada en este cuadro.
A partir del Renacimiento esta imagen en
particular se volvió muy popular, dado que era una de las pocas
representaciones de un desnudo femenino que estaban permitidas por la Iglesia.
Es por esto que grandes artistas como Rubens, Rembrandt, Gentileschi, entre
otros, tomaron la escena del baño de Susana como una gran oportunidad de pintar
desnudos sin ser censurados. El cuadro es de pequeño formato, de forma
irregular y de gran calidad artística. Posiblemente fue hecho por encargo para
algún altar particular a partir del grabado de Heinrich Aldegrever.
Las pinturas para la iglesia del Convento
de San Plácido de Madrid son, según Palomino, lo primero «que sacó a luz
aun estando todavía en casa de su maestro [...]
en que muestra bien la valentía de su espíritu y el gran genio, que le asistía».
Fundado en 1623 por Teresa Valle de la Cerda y el protonotario de
Aragón Jerónimo de Villanueva en el solar ocupado por un pequeño
templo dedicado a san Plácido, anejo al
abadengo benedictino de San Martín, el monasterio de monjas
benitas puesto bajo la advocación de la Encarnación, popularmente conocido
como Convento de San Plácido, atravesó en sus primeros años de existencia por
serias dificultades al ser procesadas las monjas fundadoras y su capellán junto
con algún otro fraile de San Martín por el tribunal de la Inquisición, lo
que retrasó la construcción y adorno de su iglesia. Incluso después de
absueltas las monjas en 1638, la caída en desgracia del conde-duque de
Olivares en 1643 arrastró a Villanueva, patrono del convento, contra quien
se reabrió el proceso inquisitorial, que aún proseguía entre apelaciones Roma y
dilaciones a la muerte del protonotario en 1653. Fallecido Villanueva, fue su
sobrino del mismo nombre quien asumió el patronazgo y la construcción del nuevo
templo, en cuya portada figura su escudo. A falta de documentación sobre su
construcción, es el propio fray Lorenzo de San Nicolás quien se
declara su autor en la segunda parte de su tratado Del arte y uso de la
Arquitectura editado en 1665, donde afirmaba que su cúpula era la segunda
de las encamonadas de Madrid, tras la del Colegio
Imperial del hermano Bautista. En 1661 debía de estar ya completa su
construcción, pues es en ese año cuando se fechan los herrajes, e
inmediatamente se procedió a la pintura al fresco de la cúpula y pechinas a
cargo de Francisco Rizi.
No se ha conservado tampoco la documentación
relativa a las pinturas de Claudio Coello, pero la
gran Anunciación del retablo mayor (7,50 x 3,66 m) y la Visión
de santa Gertrudis en la calle central del retablo del lado derecho de la
nave, están firmadas y fechadas en 1668. Salvada casi íntegramente de la
destrucción que a comienzos del siglo XX acabó con el convento, la
iglesia de San Plácido forma uno de los más notables conjuntos barrocos del
Madrid de los Austrias y el único de esa envergadura de los pintados por Coello
que se conserva en su emplazamiento original.
Con la Anunciación del retablo mayor,
obra de Pedro de la Torre, forman el encargo las pinturas de los altares
colaterales de santa Gertrudis a la derecha y santos Benito y Escolástica a la
izquierda, con once pinturas cada uno, algunas muy ennegrecidas. Destacan en
ellos las pequeñas escenas de la Pasión en las predelas y
el Sansón con el león de la puerta del sagrario, pintadas con
pincelada abocetada y vibrante aprendida de Rizi.
Del gran lienzo de la Anunciación, o con
mayor propiedad de la Encarnación de la Virgen con los profetas y las
sibilas que la anunciaron, se conservan algunos dibujos preparatorios y dos
bocetos, al menos uno de ellos también firmado en 1668 y muy acabado,
posiblemente como modelo de presentación del trabajo definitivo, lo que revela
el cuidadoso estudio previo realizado por Coello, para el que debió de contar
también con el asesoramiento iconográfico de alguien con conocimientos
teológicos y que le proporcionase los textos latinos portados por profetas
del Antiguo Testamento y sibilas de la tradición grecolatina.
Entre ellos se reconoce a Isaías, con una tabla en la que aparece la
inscripción «ECCE VIRGO CONCIPIET ET
PARIET FILIVM VOCAVITVR NOM[EN] EIVS EMMANVEL ISAÍAS», tomada de Isaías
7,14; Jeremías, con la inscripción «CREAVIT
DOMINVS NOVVM SVPER TERRAM» (Jeremías, 31,22), y la sibila eritrea,
negra, con una filacteria en la que aparece inscrito «REX SANCTVS VEN...». Además, otra no identificada lleva un cuadro
con la imagen de la Inmaculada y una tercera una cinta en la que se lee «DE VIRGINE NAS[CE]TVR... PVER», todos
ellos a los pies de una escalinata que conduce a la escena principal de María
anunciada con el arcángel san Gabriel, sobrevolados por Dios Padre y Espíritu
Santo entre un coro de ángeles. Como fuente para la composición de Coello se ha
apuntado la existencia de un boceto del mismo asunto pintado
por Rubens (Barnes Foundation, Pensilvania), nunca trasladado a
una composición definitiva, sobre el que se ha especulado con la posibilidad de
que fuese pintado con este mismo destino algunos años atrás. Coello, con todo,
y aunque pudo inspirarse para la composición en tres niveles en este boceto o
en un grabado anterior de Cornelis Cort a partir de unos frescos
de Federico Zuccaro en Santa Maria Annunziata de Roma, creó
una imagen enteramente personal y de gran fuerza. Muy significativa es en este
sentido la utilización de columnas salomónicas en los bocetos, en los
que pintó el enmarcamiento arquitectónico al modo de una embocadura teatral, a
diferencia de las columnas corintias que tiene el retablo auténtico
de Pedro de la Torre.
La Virgen
con el Niño entre las Virtudes Teologales y santos, 1669.
Óleo sobre lienzo, 232 x 273 cm. Museo del
Prado
Alrededor de la Virgen y el Niño se disponen
varias figuras de Virtudes y de santos, formando una "sacra
conversación" multitudinaria. Se reconocen fácilmente a San Juanito, Santa
Isabel de Hungría, San Pablo, San Pedro, San Francisco y San
Antonio de Padua, que se cuentan entre los santos más populares de la España barroca.
La Virgen
y el Niño adorados por san Luis, rey de Francia. Hacia 1665.
Óleo sobre lienzo, 229 x 249 cm. Museo del
Prado
Los ingredientes fundamentales del estilo
de Claudio Coello se advierten en esta obra, que está dispuesta a
manera de gran escena teatral en la que, a través de San Juanito se invita a
participar al espectador. Su composición dinámica y compleja, y su color
brillante y expansivo evocan modelos del Barroco flamenco. También se
emparenta con la pintura de Rubens y su escuela en el tratamiento
narrativo del tema: al igual que el pintor de Essen convirtió
su Huida a Egipto en una conversación amable en un jardín, Claudio
Coello reúne a ángeles y santos alrededor de la Virgen y el Niño en un
entorno de gran riqueza cromática y arquitectónica, que evoca escenas de
carácter cortesano. Como en todas sus obras, Coello da prueba aquí de su agudo
sentido de la composición, y de su maestría para combinar abigarramiento
descriptivo y claridad de lectura. Así, sabe introducirnos en el tema principal
del cuadro mediante San Juanito y San Luis, cuyas actitudes nos conducen hacia
la Virgen con el Niño, al igual que el vacío central que deja entre ambos.
Se trata de una obra documentada desde principios del siglo XVIII, en
que Antonio Palomino, poniéndola como ejemplo de los grandes progresos que
dio pronto su autor en el campo del color, declaró que fue realizada para don
Luis Faures, arquero de la guardia de corps de doña Mariana de Austria. Se
cree realizada en torno a 1665-1668, un poco antes que su Virgen con el
Niño adorado por santos y por las virtudes teologales, que está firmado en
1669. Fue propiedad del marqués de la Ensenada, a quién se lo
adquirió Carlos III. De las Colecciones Reales pasó al Museo del
Prado.
La
Anunciación, 1668
Óleo sobre lienzo, 750 x 366 cm, Madrid, Convento de San Plácido.
En una de las calles cercanas a la Gran Vía
madrileña, en la calle de San Roque, hay un convento antiguo que suele pasar
bastante desapercibido. Desde fuera es un edificio no muy llamativo y la calle
no es que tenga especiales encantos. Este monasterio, sin embargo, tiene mucha
historia, y además bastante truculenta. Lo fundó un personaje un poco oscuro,
Don Jerónimo Villanueva, protonotario de Aragón, fichaje del Conde-Duque
de Olivares para el gobierno de la nación, quien resultó ser muy eficiente,
tanto en las tareas de gobierno, como en el hispánico afán de allegar riquezas
gracias a un hábil uso del cargo.
1669-1674:
pintor al fresco en Madrid y Toledo
En los años posteriores a estos trabajos para
San Plácido, las pinturas de caballete y al óleo escasean. Tan solo se
conservan dos pinturas fechadas en 1669: Cristo presentando a la Virgen a
los padres del Limbo, en colección particular francesa, cuya composición
escalonada evoca la de la Anunciación de San Plácido, y La
Virgen y el Niño adorada por santos y por las virtudes
teologales del Museo del Prado. Esta, aunque comprendida dentro del
género tradicional de las sacras conversaciones italianas y contando
con notables precedentes, es una pintura muy trabajada, de la que se conocen
dos estudios previos a pluma y aguada (Prado y Museo del Louvre)
alternando las posiciones de los santos mientras busca un mejor efecto. Por
semejanza temática podría corresponder también a estos años, o poco
antes, La Virgen y el Niño adorados por san Luis rey de Francia y otros
santos (Museo del Prado), óleo pintado según Palomino para don Luis
Faures, de la guardia de arqueros reales, con los ricos colores aprendidos en
el estudio de las pinturas de palacio.
A los años finales de la década de 1660 podría
corresponder también el Arcángel san Miguel de la Sarah Campbell
Blaffer Foundation de Houston (Texas), deudor de la divulgada
representación ideada por Guido Reni.
Las desaparecidas pinturas del presbiterio de
la iglesia de Santa Cruz, de fecha imprecisa pero de lo primero que pintó,
todavía en casa de su maestro según Palómino, pusieron en contacto a Coello
con José Jiménez Donoso, retornado de Italia algunos años atrás. Ambos
colaboraron en una serie de decoraciones al fresco parcialmente conservadas en
las que pusieron en práctica los principios de la quadratura puestos
de moda con la llegada a Madrid de Angelo Michele Colonna y Agostino
Mitelli. La primera de ellas podría haber sido la decoración de la capilla de
San Ignacio en la iglesia del Colegio Imperial, promovida por los Borjas con
motivo de la canonización de san Francisco de Borja (1671). Destruida
al comienzo de la guerra civil (1936), en el saqueo e incendio de la
que entonces era catedral de Madrid, queda tan solo de sus pinturas al fresco
en muros y cúpula ovalada algún dibujo preparatorio y la descripción
particularmente elogiosa de Antonio Palomino:
Siguióse
a esto la pintura de la capilla de San Ignacio (que llaman de los Borjas) en el
Colegio Imperial, de esta Corte, que está al lado del Evangelio, la cual
pintaron al fresco los dos, con excelentes compartimientos de arquitecturas,
bellísimos adornos, tocados de oro con gran gusto. Cuatro historias de aquel
glorioso patriarca sobre las cuatro puertas; y las cuatro partes del Mundo en
los intermedios, en demostración del fruto, que ha logrado esta sagrada
Religión de la Compañía, en todas ellas, mediante la semilla del Santo
Evangelio, y el infatigable celo de sus operarios. Rematando el ornato de esta
preciosa capilla, con el triunfo de este glorioso capitán de tan sagrada
Compañía, llevado por ministerio de ángeles, a gozar del premio, que le merecieron
sus heroicas empresas, lo cual está ejecutado en el cañón del cupulino de dicha
capilla, con singularísimo primor, que desde abajo no se conoce, porque
satisface a la vista, como debe. Pero desde arriba se ve la deformidad de pies,
y piernas de los ángeles, para que degradando la vista oblicua aquellas
cantidades, vengan a quedar desde abajo en debida proporción.
También aquí decoraron la bóveda de la
sacristía, con historias de la vida de san Ignacio, igualmente destruidas, y
Coello en solitario la cúpula y pechinas de la capilla del Santo Cristo, con
ángeles pasionarios en la media naranja y medallones con profetas en grisalla en
las pechinas, pinturas datadas por Elías Tormo en 1673, estas sí
conservadas.
En agosto de 1672 Coello y Donoso contrataron
las pinturas de la sala «donde sus
Majestades concurrían para ver las fiestas de toros» en la Casa de la
Panadería, rehabilitada tras el incendio sufrido ese mismo año, junto con las
pinturas de la escalera y la antecámara, estas pérdidas. El contrato estipulaba
que las pinturas, hechas al temple según Palomino, debían estar concluidas
antes de marzo de 1674 y por ellas los pintores recibirían 1 000 ducados
cada uno. Un boceto del «cielo raso
para la Panadería de Madrid» pintado por Coello se conservaba en el Palacio
del Buen Retiro, según el inventario de 1794. Lo pintado allí, como salón real,
son las armas de la monarquía portadas por las alegorías de las Virtudes
cardinales flotando entre ángeles trompeteros en el cielo, al que se abre
una arquitectura fingida y medallones pintados en grisalla en los que se
representan seis de los trabajos de Hércules, mítico fundador de la
monarquía hispánica.
Semejante a este, aunque la arquitectura
fingida se abre al cielo en forma ovalada, es el techo del vestuario o
sacristía pequeña de la catedral de Toledo, con ángeles niños portando en
vuelo el báculo y la mitra, pinturas por las que entre junio y
agosto de 1674 cobraron Coello y Donoso 10 000 ducados.
1675-1679:
al servicio de la Iglesia
El 2 de marzo de 1674 contrató las pinturas del
retablo que José Ratés estaba construyendo para la iglesia de San
Juan Evangelista de Torrejón de Ardoz. El contrato estipulaba que las
pinturas debían estar concluidas en agosto de 1675. Solo unos días después de firmado
este contrato, el 14 de marzo, contrajo matrimonio en la iglesia de Santa Cruz
con Feliciana de Aguirre Espinosa, hija de un alguacil. El matrimonio resultó
desdichado. En noviembre de 1675 falleció Feliciana dejando un hijo de seis
meses, Bernardino, que fue enviado a casa de unos parientes en San
Sebastián de los Reyes, y en enero de 1678 Coello renunció a su herencia en
favor de la madre de la difunta, «considerando
los cortos medios con que queda».
El contrato para Torrejón de Ardoz establecía que
para el cuerpo central del retablo debía pintar Coello el martirio de san
Juan Evangelista en la tina de aceite hirviendo o San Juan ante
Portam Latinam, además de pintar una Apoteosis de san Juan de menor
tamaño para el cuerpo superior y cuatro pinturas de asunto no especificado para
la «custodia grande» y puerta
del sagrario. La iglesia ardió en la guerra civil (1936) y con
el incendio se perdió el retablo, pero se salvó la gran tela con el martirio
del santo (595 x 300 cm) conservada ahora en la reconstruida iglesia. Se
conocen además dos estudios previos que ayudan a entender el modo de trabajar
de Coello, que comienza por una primera idea dibujada a lápiz con trazo rápido
luego reforzado a pluma, con la que al tiempo se sugieren alternativas, hasta alcanzar
el modelo definitivo para ser presentado a la aprobación del cliente, sobre el
que dibujaba una cuadrícula para facilitar el traspaso al lienzo.
Firmadas en 1676 se conocen dos telas de
procedencia ignorada: Cristo y la Magdalena en casa de Simón (colección
privada), con obvios recuerdos de los venecianos y en especial
de Veronés y Tintoretto en las amplias arquitecturas y los
detalles anecdóticos que rodean la escena principal, y una de las varias
versiones de la Inmaculada (Castres, Museo Goya). De 1677 solo
una: La aparición de la Virgen del Pilar a Santiago el Mayor (San
Simeón (California), Hearst San Simeon State Historical Monument). Es
posible que en estos años se ocupase también en algunas de las numerosas
pinturas que Palomino le atribuye en iglesias madrileñas de las que nada ha
llegado, como las pechinas de la capilla de Santa María de los Siete Dolores en
el colegio de Santo Tomás, para las que Sebastián de
Benavente contrató en 1676 los marcos. También a estos años pueden corresponder
los cuadros de San Ignacio de Loyola y San Francisco
Javier pintados para la iglesia de Nuestra Señora de la
Asunción de Valdemoro, que Palomino cita «del tamaño del natural», puestos a los lados de la puerta de la
sacristía, conservados aunque faltos de documentación para determinar la fecha
de su pintura.
Tres acontecimientos importantes en la vida de
Coello ocurrieron en 1677: en febrero se vio envuelto en una reanudación del
pleito que los pintores de Madrid sostenían contra la Hermandad de Nuestra
Señora de los Siete Dolores por la obligación que tiempo atrás habían contraído
los miembros del gremio de sacar en procesión la imagen de la Virgen por Semana
Santa, lo que una mayoría de pintores acabó interpretando como incompatible con
la dignidad de su oficio; en agosto contrajo segundas nupcias con Bernarda de
la Torre, que residía en Madrid con unos tíos y aportó al matrimonio una
modesta dote de 2000 ducados de vellón; por fin, en noviembre firmó
con Pedro de Villafranca carta de pago por valor de 16 500
reales por la restauración de los frescos de la Sala de Batallas
del Monasterio de El Escorial, trabajo que obtuvo gracias a la mediación
de su amigo Juan Carreño de Miranda y que supuso el primer encargo
directo de la corona.
Trabajos
para la Entrada de la reina María Luisa de Orleans en Madrid
María Luisa de Orleans, primera esposa
de Carlos II, hizo su entrada en Madrid el 13 de enero de 1680. Los
preparativos para la joyeuse entrée comenzaron no más tarde del 31 de
agosto del año anterior, cuando se fecha el primero de los contratos, y en
ellos participaron numerosos artistas, con una intervención destacada de Coello
y de Donoso, a quienes Palomino atribuye haber tomado a su cargo no solo
la pintura, sino también «las más trazas
de esta función». También por Palomino se sabe que el ayuntamiento de
Madrid había proyectado dar a la estampa una relación de los actos festivos,
para lo que ya se habían hecho algunos grabados, aunque «por las intercadencias del tiempo y omisión de algunos de los señores
comisarios, se fue olvidando». Se conservan, no obstante, dos relaciones
impresas anónimas, una de ellas más completa redactada quizá por su
impresor, Lucas Antonio de Bedmar y Valdivia, con el
título Descripción verdadera y puntual de la real, majestuosa, y pública
Entrada, que hizo la Reyna Nuestra Señora Doña María Luisa de Borbón desde el
Real Sitio del Retiro, hasta su Real Palacio, el sábado 13 de Enero deste año
de 1680. Con la explicación de los Arcos, y demás Adornos de su memorable
Triunfo. Sus descripciones han permitido identificar con esta entrada varios
dibujos y cuatro grabados anónimos conservados en la Biblioteca Nacional,
algunos de ellos relacionados con Coello: los que representan una parte de
la Galería de Reinos que recorría la calle del Retiro, y el arco
alzado en la Puerta del Sol, cuyo grabado se atribuye a Matías de
Torres.
Galería de los Reinos. Arquitectura
efímera para la entrada de la reina María Luisa de Orleans en Madrid
el 13 de enero de 1680. Aguafuerte, 262 x 805 mm, Madrid, Biblioteca
Nacional de España.
Partiendo del Buen Retiro la comitiva
se dirigió al Alcázar siguiendo el itinerario acostumbrado
por San Jerónimo y Mayor. Hubo arcos en el Prado, Italianos,
Puerta del Sol, Puerta de Guadalajara y Santa María y otros ornatos en el
Retiro, donde hasta llegar al primer arco se dispuso una calle flanqueada de
nichos y fuentes con estatuas que representaban los reinos de la monarquía
hispánica y figuras mitológicas, San Felipe, plaza de la Villa y
plaza de Palacio. De la intervención de Coello en estos decorados efímeros
escribe Palomino:
y
especialmente trazó Claudio el arco célebre del Prado, y la calle del Retiro,
que uno, y otro se dio a la estampa; donde estaban todos los reinos de la
Monarquía ofreciendo a la Reina nuestra señoras sus coronas, frutos, y
riquezas; cosa verdaderamente de extremado gusto, y capricho: como también lo
fue la traza del ornato de la plazuela de la Villa, en que se ejecutaron las
Fuerzas de Hércules, por traza de Claudio, de mano de Don Francisco Solís,
con elegante disposición, y bizarría.
De la Galería de los Reinos, en la que con
Coello y Donoso intervinieron los arquitectos José Ratés y José
Acedo, inspirado en los diseños de Rubens para la entrada
del cardenal-infante don Fernando en Amberes, además de la estampa a
la que aludía Palomino, se conocen dos dibujos de fuentes, Fuente con dos
figuras alegóricas y Fuente con Neptuno, ambos en la Biblioteca
Nacional, y quizá una Fuente con Diana (Academia de San Fernando),
desnudo femenino atribuido de antiguo a Coello, inspirado en la Afodita
agachada de Doidalsas de Bitinia, sobre una taza ornamental de dudoso
destino. No se ha conservado en cambio el grabado del arco del Prado,
contratado por Coello el 1 de septiembre, pero gracias a
la Descripción impresa por Bedmar puede reconocerse como
perteneciente a él un dibujo de Coello conservado en
los Uffizi de Florencia que muestra a Júpiter
sojuzgando a Madrid, amorcillos, una representación del Genio —protector en el mundo
clásico de las ciudades y de los matrimonios—, el Alcázar de Madrid y un
soneto:
Ya no más Roma por su fama aliente
[...] Solo Madrid y la Española gente,
que a Iove rindió cultos Religiosos
del Orbe en los espacios anchurosos,
suceda a su desvelo providente.
Solo Madrid, que a Roma desafía...
Pintura que figuraba en el lienzo principal de
la fachada posterior del arco, dando al convento de los capuchinos, entre
esculturas de la Providencia, Camoens, Lope de Vega y una
alegoría de las cuatro partes del Mundo.
Para recibir a la nueva reina se procedió
además a redecorar las habitaciones que había de ocupar en palacio, por lo que
se encargó a Coello junto con Donoso y Matías de Torres la pintura de la bóveda
del llamado Cuarto de la reina, aunque en esta ocasión debían sujetarse a los
modelos que, como pintor del rey, les proporcionó Francisco de Herrera el
Mozo, cuyos asuntos de desconocen.
Pintor
del rey
Pasados los festejos conmemorativos Coello
debió de volver a sus trabajos al óleo y al fresco para iglesias y conventos
aunque escasean los documentos y las obras firmadas para estos años. Pudiera
estarlo la Virgen del Socorro del monasterio benedictino de San
Martín Pinario en Santiago de Compostela, aunque la fecha aparente de
la firma (1618) se ha interpretado como 1681 o como 1678. En 1682 se fecha el
gran lienzo de altar del Éxtasis de santa María Magdalena en la
iglesia de Santa María Magdalena de Ciempozuelos (Madrid), en el que
el pintor parece rendir homenaje al cuadro del mismo asunto de José de
Ribera ahora en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
También pudieran corresponder a este momento los perdidos frescos de las
iglesias madrileñas de los Trinitarios Calzados y de San Basilio, en
colaboración con Donoso, y los óleos de El martirio de San
Plácido y El matrimonio místico de santa Gertrudis pintados para
el monasterio benedictino de la Encarnación en Corella (Museo de Arte
Sacro de Corella, Navarra), al que se había trasladado la madre Paula
Manuela de la Ascensión, que había sido abadesa del convento de San Plácido
cuando Coello trabajaba en él. Una Inmaculada Concepción conservada
en la clausura del convento de Agustinas Recoletas de La Calzada
de Oropesa debió de pintarse también en estos años, según se desprende de
un documento algo confuso fechado en 1683 por el que Coello, Donoso y Ratés se
oponían a la pretensión de la priora del convento que reclamaba el cuadro
pintado por Coello, según decía este por encargo de José de Acedo. Lo
confirma el testamento de Acedo, fallecido en febrero de 1683, en el que
declaraba haber encargado a Coello tres pinturas, dos de ellas por cuenta del
convento, que no había terminado de pagar. Su esbelta figura y dinámica
silueta es la característica de la abundante producción inmaculadista de
Coello, de la que se puede destacar la firmada del Tribunal Supremo.
El 30 de marzo de 1683 fue nombrado pintor del
rey en la vacante que dejaba Dionisio Mantuano, sin gajes, que no
percibiría hasta dos años más tarde, pero obligado al pago de la media
annata. Ya como pintor del rey firmó la bella Santa Catalina de
Alejandría del Museo Wellington en la que conjuga modelos y
colores de Guido Reni con los de Anton van Dyck. Sin embargo
no permaneció mucho tiempo en Madrid. Tras bautizar el 1 de agosto a su hijo
Cristóbal Juan marchó a Zaragoza para hacerse cargo de la decoración
de la iglesia del colegio de agustinos recoletos de Santo Tomás de
Villanueva, conocida popularmente como de la Mantería. Allí trabajó hasta
1685 en la pintura de los muros, de la que nada queda, y en las seis cúpulas
del templo, con sus tambores y pechinas, contando con la ayuda del recién
regresado de Roma Sebastián Muñoz, que había sido su discípulo antes de
marchar a Italia para completar su formación en el taller de Carlo
Maratta. Centradas en la figura de santo Tomás de Villanueva y en la
exaltación de la Orden de San Agustín entre arquitecturas fingidas,
guirnaldas y angelotes, las pinturas han llegado en mal estado de conservación,
habiendo sufrido una agresiva restauración en 1950 y el derrumbe de una de sus
cúpulas en 2001.
De aceptarse la secuencia cronológica propuesta
por Palomino, al volver de Zaragoza «ejecutó
el gran cuadro de Santo Domingo, con Nuestra Señora del Rosario, que está en la
iglesia del convento de este nombre (que vulgarmente llaman el Rosarito,
en la calle Ancha de San Bernardo de esta Corte) y está colocado en el
presbiterio, al lado del Evangelio». El cuadro, ahora conservado en el
museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde ingresó
en 1818, mantiene algo simplificada la composición en tres niveles de
la Anunciación de San Plácido, con el santo en posición intermedia,
en lo alto de una escalinata por la que asciende el perro con el hachón o vela
encendida como atributo del santo, y recibiendo el rosario de manos de la
Virgen con el Niño a los que Domingo presenta algunos devotos arrodillados a
sus pies. El asunto, desarrollado en un lienzo de enormes proporciones, se
organiza en torno a una poderosa línea diagonal, contrarrestada por las líneas
verticales de la escalinata y las horizontales del fondo arquitectónico. Para
el mismo convento madrileño pintó también según Palomino otros cuatro cuadros
para los altares colaterales, aunque ya en su tiempo habían sido desplazados a
otras dependencias del convento: San Jacinto y Santa Catalina de
Siena, no conservados, y los que llama «colaterales antiguos»: Santo
Domingo de Guzmán y Santa Rosa de Lima, ahora en el Museo del Prado
en el que ingresaron procedentes del Museo de la Trinidad, formado con
obras de los conventos desamortizados. Con un recurso semejante al empleado en
la Virgen del Socorro de la iglesia de San Martín Pinario,
justificado en este caso por tratarse del retrato de una imagen de bulto muy
venerada en monasterios benedictinos, Coello coloca a los santos sobre peanas
voladizas y con un punto de vista muy bajo, como si de estatuas se tratara,
cobijados bajo un tramo de arquitectura abovedada con cortinajes pero abierta
al fondo a un paisaje intensamente iluminado con el que rompe la apariencia de
nicho y da vida a las monumentales figuras.
El
tránsito de María Magdalena. Finales del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo. En exhibición en otro
lugar
La figura del santo, con largos mechones
rubios, ocupa el centro de la escena. Mirando al cielo, cruza las manos
sobre el pecho en oración. Su ropa gastada está envuelta en grandes
túnicas flotantes cuyo movimiento es decididamente diagonal, y la nube en la
que se arrodilla es llevada hacia el cielo por los querubines habituales
de Coello. Algunos tienen los atributos que siempre la acompañan cuando es
representada como ermitaño, incluido un cráneo que alude a la vanidad y la
brevedad de la vida y un frasco de bálsamo con el que perfuma los pies de
Cristo. Las figuras de los niños se repiten con un marcado escorzo en la
parte superior del lienzo como parte de una composición altamente dinámica
cuyas líneas predominantemente diagonales y paralelas se combinan con una
paleta variada para generar una sensación de vitalidad.
La imagen presenta el momento descrito en
la Leyenda Dorada cuando María Magdalena comienza su ascenso
milagroso hacia el cielo desde la ciudad de Marsella. El
paisaje marino montañoso con una torre de vigilancia en la parte inferior
derecha puede ser una referencia a esa ciudad, desde la cual el santo fue
llevado al Cielo diariamente para asistir a la Misa que allí realizan
los benditos. Esta imagen de María Magdalena ya era bastante frecuente
antes del Concilio de Trento, pero con la Contrarreforma se hizo
aún más común, ya que se la consideraba un símbolo de arrepentimiento. Por
eso su imagen alude al sacramento de la penitencia.
Esta pintura del Museo de la Trinidad, que
puede haber sido pintada por un discípulo o contemporáneo de Coello, es una
copia del gran lienzo firmado por él en 1682 para el retablo principal de la
iglesia parroquial de Ciempozuelos (Madrid). Esa obra, a su vez,
es una reinterpretación, con mayor complejidad compositiva y un estilo
totalmente barroco, de la pintura sobre el mismo tema de José de Ribera, ahora
en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. La pintura de
Ribera fue originalmente en El Escorial., donde fue incluido en el
inventario de 1700 y visto por el padre Ximénez, Ponz y Ceán Bermúdez. Su
presencia en ese monasterio indica que Coello, que también trabajó allí, puede
haberlo visto. Además del lienzo que se muestra aquí, hay otra copia
del original de Ciempozuelos en el museo de Cádiz, que
Sullivan atribuye a un pintor de fines del siglo XVII.
Santo
Domingo de Guzmán. Hacia 1685.
Óleo sobre lienzo, 240 x 160 cm. Museo del
Prado
El santo español Domingo de Guzmán (1170-1221)
fue fundador de la orden de los dominicos, una de las agrupaciones religiosas
que alcanzarían un mayor poder e influencia en la Europa católica. Entre otros
motivos por su papel en la defensa de la ortodoxia a través de la Inquisición,
que encabezaron los propios dominicos. Para su convento madrileño del
Rosario, Claudio Coello realizó cinco cuadros, entre los que se
cuenta éste. Fueron pintados probablemente a mediados de la década de los
setenta del siglo XVII, una época en la que Coello era un pintor
relativamente joven, pero en la que ya se había hecho una buena posición en el
panorama artístico madrileño gracias a importantes proyectos para decorar
iglesias y conventos de Madrid y su entorno, y a obras tan singulares
como, por ejemplo, El triunfo de san Agustín (1664) (Museo del
Prado. En todas esas obras había dado muestras no sólo de su gran calidad
técnica y su inusual dominio del dibujo, sino también de una originalidad y una
valentía compositivas que lo convirtieron en uno de los grandes representantes
del pleno Barroco madrileño.
Todas esas cualidades están presentes en Santo
Domingo de Guzmán, un cuadro de gran efectividad estética y al mismo tiempo de
considerable originalidad, que hace que no se parezca a las imágenes habituales
del santo dominico. El santo se acompaña de una gran cantidad de alusiones que
lo identifican sin lugar a dudas, y de hecho existe hasta cierto exceso: la
cruz dominica, el hábito de la orden, el rosario al cinto, la azucena y el
libro en la mano derecha, y el orbe y el perro con el cirio a sus pies. Pero
mientras que no existe ninguna novedad reseñable en este aspecto, si la hay, y
mucha, en la presentación que se hace del personaje, que se resuelve de una
manera extraordinariamente escenográfica.
El santo aparece sobre una peana, con lo que se
está sugiriendo la idea de escultura. Pero esa sugerencia es ambigua, pues
tanto la expresión facial y corporal del personaje como la sensación de vida
que logra transmitir Claudio Coello a través de su énfasis en los
valores cromáticos, contradicen la idea de estatua muerta e inmutable. En ese
juego participa también el espacio en el que se sitúa el santo, al que nos
introduce el pintor a través de una cortina roja recogida, que subraya el
carácter de aparición y desvelamiento que tiene la escena. La cortina da paso a
un escenario muy poderoso desde un punto de vista formal, y también ambiguo en
lo que respecta a su grado de realidad. Lo forman cuatro grandes columnas que
sustentan capiteles de orden compuesto, pero en vez de acotar un espacio
interior se abren a un fondo de cielo, lo que permite crear una iluminación muy
efectista con la que se crean unos contrastes que potencian extraordinariamente
la figura del santo en primer plano. A ese efecto también contribuye la
perspectiva notablemente baja del conjunto, que da como resultado que santo
Domingo tenga una gran monumentalidad. Esta obra, en la que se mezclan la
pintura, la escultura, la arquitectura y la escenografía, constituye la
culminación de la aspiración barroca a la integración de las artes, pero
entendida no como un entretenimiento artificioso, sino como un instrumento para
imponer más eficazmente en el receptor la presencia de la imagen del santo.
El cuadro llegó al Prado desde el
desaparecido Museo de la Trinidad, al que habían ido a parar las obras de
muchos conventos castellanos secularizados en 1835.
Santa
Rosa de Lima, 1683.
Óleo sobre lienzo, 240 x 160 cm.
La Adoración
de la Sagrada Forma y el nombramiento de pintor de cámara
En agosto de 1685, a los pocos días de
morir Francisco Rizi, se le asignó un salario como pintor del rey. También
debió de ser en ese momento cuando se le encomendase la pintura de
la Adoración de la Sagrada Forma en la que había comenzado a trabajar
Rizi con destino a la sacristía del monasterio de El Escorial. No debió
de gustar a Coello lo que había empezado su maestro, según cuenta Palomino,
pues encontró que el punto de vista era muy elevado, por lo que «hubo de bajarle, y hacer nueva composición,
de que hizo un borroncillo admirable». El lienzo es, entre otras cosas,
un retrato de grupo con ocasión de la exposición de la Sagrada Forma
oficiada por el padre Francisco de los Santos, prior del monasterio, en
presencia del rey Carlos II y los miembros de la corte, lo que obligó
a Coello a hacer retratos de todos los participantes en la ceremonia. Palomino,
que no había hecho ninguna mención anterior a retratos pintados por Coello,
dirá por tal motivo que fue un cuadro «de increíble trabajo y estudio». Los
retratos de Carlos II, algo idealizado, y del padre Santos en el castillo
de Nelahozeves (Chequia), aunque muy acabados, se han interpretado en
ocasiones como estudios preparatorios para el cuadro de El Escorial con el que
también se relaciona el retrato del duque de
Medinaceli del Museo Nacional de Arte de Cataluña, el personaje que
en la composición de El Escorial aparece inmediatamente detrás del rey, aunque
en el retrato individual se presente ante un fondo de paisaje. El escenario
donde se desarrolla la ceremonia es la misma sacristía en la que cuelga el
cuadro. Su colocación en el altar de la pared del mediodía supuso el
desplazamiento de la Perla de Rafael del lugar privilegiado
que le había asignado Velázquez. Se identifican algunas de las pinturas
que cuelgan de los muros
—el Lavatorio de Tintoretto y La Virgen con el Niño
entre san Antonio de Padua y san Roque de Tiziano, ahora en el Prado,
y Cristo y la mujer adúltera de Anton van Dyck, conservada en
el Hospital de la Venerable Orden Tercera—, pinturas efectivamente
localizadas en su momento en la sacristía escurialense y en los mismos lugares
que ocupan en la Sagrada Forma, pero Coello no intentó crear efectos de
perspectiva ilusionista. El realismo de la pintura se interrumpe,
por otra parte, en su parte superior, donde vuelan las alegorías de la
Religión, el Amor Divino y la Majestad Real según
la Iconología de Cesare Ripa y unos amorcillos juguetean
sobre una cortina recogida, como si del telón de un escenario teatral se
tratara.
El 31 de diciembre de 1685 juró el cargo
de pintor de cámara vacante por muerte de Juan Carreño de
Miranda. Si, como dice Palomino, el nombramiento premiaba el retrato del rey
hecho durante una visita del monarca al monasterio, ha de tratarse de uno de
aquellos estudios previos, de los que se conoce alguna otra copia, pues Coello
trabajó en la Sagrada Forma hasta 1690, cuando la firmó ya como
pintor de cámara. Es en ese cargo cuando se ocupó de pintar algunos retratos
y «otras cosas de la obligación de su empleo:
como en reparar, y limpiar las pinturas, que estaban muy deterioradas del humo
de las luces, y tomadas del tiempo». Consta por Palomino que retrató a la
reina madre, Mariana de Austria (Múnich, Alte
Pinakothek y Barnard Castle, Bowes Museum) y a Mariana de
Neoburgo, segunda esposa de Carlos II (perdido). Por encargo de esta última, a
cuya colección perteneció, podría haber pintado el retrato del Padre
Cabanillas, religioso franciscano, de bulto largo (Museo del Prado). El
de Nicolasa Manrique (Madrid, Instituto Valencia de don Juan),
atendiendo a la edad de la retratada, ha de ser 1690 o poco más tarde, momento
al que también han de pertenecer, por la moda en el vestuario, el Retrato
de una joven del Museo Goya de Castres y el retrato
de Doña Teresa Francisca Mudarra y Herrera, esposa de Juan de Larrea,
secretario de Estado y del Despacho Universal de Carlos II (Museo de Bellas
Artes de Bilbao), con los refinados toques de elegancia y lujo característicos
del retrato cortesano del momento.
Como parte de sus funciones de pintor de
cámara, en 1686 fue llamado a pintar al fresco los techos del remodelado cuarto
de la Reina en la Galería del Cierzo del Real Alcázar. El tema elegido fue
el de la fábula de Psique y Cupido. Coello trazó las líneas
básicas de la arquitectura fingida y la ornamentación de los marcos y
proporcionó los modelos de las historias, pero al poco de empezar retornó
a El Escorial para continuar con la pintura de la Sagrada
Forma dejando a cargo de los frescos a Palomino. En septiembre de
1688 todavía cobró algunas cantidades por estas pinturas, conforme a lo
ordenado por la propia reina, María Luisa de Orleans. Pero a su muerte, en
febrero de 1689, el proyecto de catafalco para las exequias fúnebres presentado
por Coello fue postergado frente al de Churriguera.
La
adoración de la Sagrada Forma. Hacia 1792.
Óleo sobre lienzo sobre tabla, 70,5 x 38
cm. Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
El encargo llegó al artista en 1685 y tardó
casi cinco años –hasta 1690- en pintar esta obra de grandes dimensiones y
realizada en óleo sobre lienzo. El gran óleo de Coello debía de ilustrar y
salvaguardar una de las reliquias más importante que se encontraba en la
Sacristía de la Iglesia del Real Monasterio del Escorial de Madrid, la Sagrada
Forma.
Según la leyenda, la Sagrada Forma que se
encuentra en el Escorial procedía de la abadía de Gorcum en Alemania donde un
grupo de protestantes irrumpió en el templo y destruyó todas las obleas
sagradas. Una de las formas comenzó a levitar y a sangrar milagrosamente cuando
uno de los protestantes trató de pisarla. La Sagrada Forma llegó a manos del
capitán del ejército Fernando Weidmer cuya familia la hizo llegara España.
El monarca Carlos II encargó al artista
madrileño una obra que le representase a él mismo junto con algunos de los
personajes más destacados de la época le rendían homenaje a la Sagrada Forma.
El lienzo de Coello, servía de protección a la Sagrada Forma de
Gorcum que tan sólo se exponía en momentos muy concretos del año; en estas
ocasiones, el camarín que albergaba la hostia sagrada lucía sus mejores galas
mientras que el lienzo del artista descendía por unos raíles y dejaba a la luz
la valiosa reliquia.
La pintura no sólo es la representación de un
tema religioso sino que el artista ha mostrado tal realismo que se trata de una
auténtica galería de retratos en la misma línea en la que, unos años
antes, el Greco había representado a los nobles en el conocido Entierro del
Conde Orgaz. Así podemos apreciar en primera línea al monarca Carlos II pero
también a ilustres personajes como el sacerdote Francisco de los Santos que
sustenta la Sagrada Forma entre las manos, el Duque de Medinaceli, el de
Pastrana, el Conde de Baños, el Marqués de Puebla… Coello también se representó
a sí mismo entre los miembros de la corte con la misma familiaridad que
Velázquez lo hizo en las Meninas. En la zona superior del templo el artista ha
representado unos ángeles con el fin de que la obra adquiera un carácter más
teatral.
La perspectiva ha sido muy trabajada por el
artista de tal manera que el lienzo parece una prolongación más de la Sacristía
del Escorial y no se han reparado en artificios decorativos ni en elementos
arquitectónicos. El colorido de la tela muestra la influencia de que los
artistas venecianos tuvieron en Coello pero también podemos observar la calidad
del dibujo en una composición muy pensada y trabajada.
Mariana de Austria (Múnich, Alte Pinakothek y Barnard Castle, Bowes Museum)
Mariana de Neoburgo
Sin duda, el mejor de los retratos conservados
de la soberana es el inédito hasta ahora perteneciente a la colección Fundación
Casa Medina Sidonia (106 x 86 cm) y que emplaza a la reina en un escenario muy
similar al del lienzo del que acabamos de hablar.
La maestría de la pincelada, la viveza de la
expresión y la suntuosidad del colorido no deja duda de que nos encontramos
ante una obra maestra de Claudio Coello.
Uno de los escasos retratos de la familia real atribuibles
con total seguridad al pintor, dentro del periodo en el que éste estaba dedicado
a otros encargos de mayor relevancia en el Alcázar y en la Corte como la
realización de La Sagrada Forma de El Escorial.
En el óleo la reina aparece de tres cuartos. Un
gran cortinón de terciopelo rojo se entreabre y deja ver a la izquierda de la
composición un trozo de paisaje y la basa de una columna. En este espacio
la soberana aparece representada portando en su mano derecha
un abanico y en su mano izquierda un pañuelo.
Este retrato también se basa en un modelo creado
por Carreño para la reina María Luisa de Orleans (102
x 83’2 cm. Madrid, Colección Granados).
La novedad es la diferente concepción del
fondo, neutro en el de María Luisa y más elaborado en el de Mariana, y la
posición del abanico, que mientras que Carreño presenta semiabierto y de
frente, Coello mues-tra de perfil en un alarde en el manejo de la perspectiva.
Versión de cuerpo entero del de Medina Sidonia es el conservado en el Museo de
Bellas Artes de Bilbao (fig. 6. ó/l, 207 x 146 cm, nº inv. 69/62), el cual está
atribuido a Claudio Coello, pero que consideramos obra de su
taller dada su menor calidad.
No obstante, el lienzo precisaría de una
completa restauración para hacer una valoración más exacta de éste. En él la
soberana muestra el mismo vestido que en el de tres cuartos pero luce en el
pecho el gran joyel que Mariana de Austria le regaló a su llegada a España y
que portaba una miniatura con el retrato de Carlos II.
El padre
Cabanillas, 1689 - 1693.
Óleo sobre lienzo, 76 x 62 cm. Museo del
Prado
La efigie del franciscano Cabanillas ofrece un
ejemplo significativo del retrato de busto prolongado, muy habitual en la
tradición figurativa occidental. Esta tipología permite un mayor acercamiento a
los rasgos esenciales del personaje, reduciendo los elementos accesorios aunque
sin llegar a prescindir de ellos: los ropajes o una somera ambientación
espacial tras la figura. Esta economía de medios, sin hurtar datos acerca de la
condición social del retratado, favorece la concentración del espectador en el
rostro del protagonista. Sus facciones, su gesto, invitan a reconocer en él su
fisonomía, pero también algo de su personalidad. Claudio
Coello (1642-1693) captó así la expresión atenta y serena de un religioso
franciscano. El tosco hábito revela su pertenencia a la orden de San Francisco,
como único y sencillo atributo. La basta tela aísla con su tonalidad parda el
rostro, en buena parte rodeado por el capuchón, e incluso oculta las manos,
acentuando el aire frailuno. Ninguna insinuación de movimiento distrae del
centro de atención, ni siquiera la sugerencia de un paisaje campestre. El
retrato se convierte así en una invitación al acercamiento, casi íntimo, al
aparentemente humilde Cabanillas. Éste mira con una franqueza casi acorde con
la sencillez del hábito, en una mezcla especial de bondad y vigor. La obra
resulta singular, no sólo por su efectividad, sino por el contexto en el que se
creó. Procede de las colecciones reales españolas y, hasta el momento, no se
había establecido el vínculo entre este fraile y la familia real. El cuadro
perteneció a Isabel de Farnesio, la segunda esposa de Felipe V, entre
cuyas pinturas fue inventariada en el palacio de La Granja de San
Ildefonso en 1746, ya atribuida a Coello. Allí llegó en 1741 con la
herencia de Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II y tía de
Isabel. Tras el fallecimiento del último Habsburgo, Mariana fue exiliada,
primero a Toledo y después a Bayona. Recientemente se ha
localizado entre los pagos de su pequeña corte francesa una dotación de limosna
efectuada en 1718 al Padre Cauanillas relijioso lego de San
Jil, quien indudablemente es el retratado por Coello.
El convento de San
Gil de Madrid se levantaba en las proximidades del Alcázar.
Precisamente, parte de la antigua fundación tuvo que ser demolida para su
ampliación en el siglo XVI. Por ello gozó de una especial protección de
sus regios vecinos. No resulta extraño que la reina Mariana mantuviera contacto
con uno de sus frailes, al que sin duda conoció durante su estancia madrileña
(1689-1701). Se trata pues de un personaje con algún ascendiente espiritual
para la soberana, quien se acompañó en el exilio del retrato que años antes le
hiciera el pintor de cámara de Carlos II. Coello había trabajado en la
capilla de San Pedro de Alcántara en San Gil, hecho que lo relaciona más
estrechamente con esa comunidad. Por tanto, no es un retrato cortesano propiamente
dicho, sino correspondiente al ámbito privado de la reina y con connotaciones
religiosas. Esto explica su cercanía e intimidad, alejada de toda retórica
oficial. Si, como se deduce, fue ella la comitente directa, se debe retrasar la
cronología tradicional para ajustarlo a la fecha de la llegada de Mariana
a Madrid y antes de la muerte del artista.
Doña
Nicolasa Manrique, ca. 1690-1692.
Óleo sobre lienzo, 82 x 61 cm. Madrid,
Instituto de Valencia de Don Juan.
La retratada, según extenso rótulo que lleva el
lienzo al dorso, es doña Nicolasa Manrique de Mendoza, condesa de Valencia de
don Juan, duquesa de Nájera, esposa de don Beltrán Vélez de Guevara, nacida en
1672 y, como afirmaba su contemporáneo el genealogista Salazar y Castro, «una
de las mayores herederas de nuestros tiempos». Sánchez Cantón enumera la larga
lista de sus títulos, «en verdad expresiva de su importancia», y muestra la
dramática historia de sus últimos años.
El lunes 6 de junio de 1687 casó doña Nicolasa
con don Beltrán Vélez de Guevara, comendador de los bastimentos de Montiel en
la orden de Santiago, capitán general de las galeras de Sicilia, luego de las
de Nápoles y más tarde de las de España, hermano del décimo conde de Oñate. La
boda se celebró bajo felices auspicios. Tan sólo una hija fue fruto de este
matrimonio, doña Ana Sinforosa, nacida en 1698.
A la muerte de Carlos II, don Beltrán tomó
partido por el archiduque Carlos, y con pretexto de haber interceptado unas
cartas de la duquesa a su esposo, fueron apresadas doña Nicolasa y su hija de
orden de Felipe V, y en 1708 recluidas en el alcázar de Segovia, amén del
consiguiente secuestro de los estados. No se volvió a unir el matrimonio. Las
penalidades sufridas arruinaron la naturaleza de doña Nicolasa, que testó en la
prisión y murió en ella en 1710. Don Beltrán murió en Barcelona en 1713. La
hija, después de recobrar la libertad, tardó aún años en gozar de sus estados,
en cuya posesión entró por real cédula del Buen Retiro de 9 de marzo de 1715.
El retrato es de extraordinaria precisión,
tanto en el dibujo y en la técnica —que consigue admirable definición en el
traje de encaje y en las flores y joyeles— como en el tratamiento psicológico
del personaje, cuya delicada sensibilidad femenina se expresa a través de un
rostro no especialmente agraciado, con una nariz excesiva, pero con acogedora
sonrisa.
La edad que aparenta —entre dieciocho y veinte
años— permite fechar el lienzo entre 1690 y 1692. Es, pues, obra de los últimos
tiempos del maestro, que murió, como es sabido, en abril de 1693.
Su extraordinaria calidad hace lamentar que no
dispongamos de más abundante producción retratística del pintor, especialmente
en este género de retratos de medio cuerpo, más directo e íntimo que el retrato
oficial cortesano, de cuerpo entero y mayor aparato escenográfico. Palomino
alude repetidas veces a los retratos de Coello y no debe olvidarse que La
adoración de la Sagrada Forma del Escorial, su obra maestra, es en buena parte
una soberbia galería de retratos.
Retrato
de doña Teresa Francisca Mudarra y Herrera, 1690
Óleo sobre lienzo. 210 x 145,5 cm. (Museo de Bellas Artes de Bilbao)
El retrato de esta dama, de rasgos finos,
acusados y enérgicos, que expresan una extraordinaria firmeza de carácter, es
obra muy significativa del retrato cortesano de su momento. En otro tiempo
atribuido a Juan Carreño de Miranda, este lienzo es seguramente pieza admirable
de Claudio Coello, por su técnica mucho más corpórea, rotunda en el modelado
del rostro y precisa en la definición de los accesorios, sin los característicos
toques libres y chisporroteantes del pincel de Carreño.
La importancia que el pintor concede al
espacio, sugerido a través de la luminosa arquitectura del fondo, y la
complacencia en los lujosos accesorios, como los encajes del vestido, la cortina
que pende de la izquierda y el rico búcaro de cerámica roja que se sitúa sobre
el bufete, son elementos característicos del arte de Coello. Este pintor,
último gran representante del barroco madrileño, concilia una severidad solemne
en el tratamiento de la figura con una escenografía enteramente barroca, así
como un sentido del color rico y dispuesto en manchas con intensidad notable.
La moda que viste la señora puede situarse hacia 1690.
Doña Teresa Francisca Mudarra y Herrera fue la
esposa de don Juan de Larrea y Heredia, caballero de Calatrava, señor de la
Casa y Torre de Larrea en la merindad de Zornoza, señorío de Vizcaya, del
Consejo y Junta de Guerra y de Indias de la majestad del rey Carlos II y
secretario de Estado y del Despacho Universal.
Últimos
años
Tras la Adoración de la Sagrada
Forma no se tienen noticias precisas de trabajos hechos para la corte.
Aunque unos días después de muerto su viuda cobró por cinco retratos que le
había encargado Mariana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos II, en los
preparativos para su entrada en Madrid no había participado y la llegada a
España de Luca Giordano en 1692 para pintar al fresco la escalera del
monasterio de El Escorial le causó una profunda decepción.
Por el contrario, no debió de faltarle el
trabajo para iglesias y conventos sobre todo de fuera de Madrid. En enero de
1691 escribió al padre Matilla del convento de San Norberto de Madrid
disculpándose por haber interrumpido un trabajo, del que no se tiene otra
noticia, a causa de su mala salud. También en 1691 fue nombrado pintor de la
catedral de Toledo y firmó «CLAVDIVS A
COELLO PIGNOR [sic] REGIS» la Coronación de la Virgen del remate
del retablo mayor de la iglesia parroquial de La Calzada de Oropesa, de
formato trapezoidal por adaptarse al cascarón del ábside, flanqueada por otros
dos lienzos con ángeles músicos también de su mano. No hay seguridad, sin
embargo, de que fuese también suyo el lienzo de gran formato de
la Asunción de la Virgen que ocupaba el cuerpo principal de ese
retablo, incendiado en la guerra civil (1936) y sustituido por una
modesta copia a partir de fotografías, que podría haber sido pintado por
Donoso. El mismo año firmó el San Juan de Sahagún pintado para el
desaparecido convento de San Agustín de Salamanca junto con
un Santo Tomás de Villanueva, conservados ambos en la iglesia del
Carmen de Abajo de aquella ciudad. Conforme al relato de Palomino, lo
último que acabó fue El martirio de San Esteban —que a algunos
parecía poco martirio— pintado por encargo de fray Pedro Matilla, confesor del
rey, para ser colocado en lo alto del retablo mayor de la iglesia de San
Esteban de Salamanca, obra de José Benito de Churriguera.
Acabado el cuadro, contaba el biógrafo cordobés, con sus brillantes colores se expuso
en palacio donde lo vio Luca Giordano, «a quien pareció muy bien; y con razón, porque es excelentísimo cuadro».
Testimonio del inmediato éxito de la pintura es también la existencia de una
buena copia, pintada probablemente en el propio taller de Coello, en el retablo
mayor, también de los Churriguera, de la iglesia parroquial de San Esteban
de Fuenlabrada.
Coello otorgó poder a su esposa el 15 de abril
de 1693 para que dictase su testamento conforme a lo que tenían hablado y murió
cinco días más tarde, siendo enterrado en su parroquia de San Andrés. Dejaba
por herederos a sus hijos Bernardino, nacido del primer matrimonio, y Juan
Cristóbal, a quien daba tratamiento de don quizá por ser sacerdote, Miguel,
Tomás, Juana, Felipa y Manuela, estas dos últimas de tres y un año
respectivamente. El inventario que se hizo de sus bienes incluía una
colección de pinturas formada por 180 entradas de cuya tasación se
encargaron Teodoro Ardemans y Manuel de Castro, discípulos ambos
de Coello. Buena parte debían de ser los modelos y bocetos de sus propios
cuadros junto a un significativo número de copias
de Rubens, Tiziano, Veronés, Van
Dyck y Velázquez (retrato de una niña). Pinturas religiosas y
retratos estaban bien representadas, pero también guardaba pinturas de géneros
de los que no hay constancia que cultivase, como paisajes, bodegones, floreros
y pequeños cuadros de asunto mitológico.
San
Francisco de Asís, Segunda mitad del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 160 x 90 cm. Depósito
en otra institución.
Vestido con el típico sayal de los
franciscanos, sujeto por el rústico cordón con los tres nudos significativos de
los votos de pobreza, castidad y obediencia. Sostiene en su mano un crucifijo,
mientras que se aprecian visiblemente las llagas en su propio cuerpo. En esta
ocasión la representación del santo no trata de acercarse a la descripción
hecha por su biógrafo Tomás de Celano que habla de una figura de
apariencia enclenque, de pequeña estatura, ojos enfermos y barba rala. El
tratamiento de la figura participa de la monumentalidad escultórica propia de
las creaciones de Coello y el suave tratamiento del hábito, de ampulosos y
pesados pliegues, que le sirve a Coello para expresar su sentido volumétrico y
su concepto espacial están aquí presentes, al igual que su gusto por colocar sobre
peldaños o banzos las figuras para concederlas un sentido de mayor dignidad y
aplomo e insistir en efectos de perspectiva. La similitud de las dimensiones
de San Francisco y de San Antonio de Padua y la
confrontación de sus actitudes obligan a pensar que ambas obras se hallaban
emparejadas en un desconocido conjunto, como pudiera ser algún retablo de un
convento franciscano en el que estos lienzos formasen sus calles laterales. La
biografía de los santos quizá permita pensar que la caja central del citado
retablo estuviese presidida por una escultura mariana.
San
Antonio de Padua. Segunda mitad del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 159 x 90 cm.
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