LA
SOCIEDAD MUDÉJAR
En la plenitud de la Edad Media europea (siglos
XI al XIII), cuando la reconquista del territorio por parte de los reyes
cristianos hispanos fue avanzando hacia el sur, desde los valles del Duero y
Tajo al oeste y el somontano pirenaico y el valle del Ebro al este, a partir
sobre todo del siglo XII, la población de origen musulmán que fue aceptando los
pactos de capitulación y los acuerdos con las nuevas autoridades impuestas por
la monarquía, se convirtió en un conjunto dispar de moros de paz o sarracenos,
llamados también mudéjares, que se fueron adaptando a su condición de minoría
resistente en su fe, cultura y dedicación, bajo la dependencia jurídica directa
de la monarquía o de los señores por delegación real, a cambio de una
contribución tributaria especial y de determinadas limitaciones en sus
relaciones con los nuevos dominadores cristianos. Su condición personal y
colectiva, integrados en las aljamas y morerías, representadas por el alamín de
cada comunidad, varió según formaran parte del realengo, dependiente
directamente de la autoridad regia, o del señorío laico o eclesiástico, a
instancia de un señor de una u otra condición. Pero, en general, formaron parte
de la sociedad de su tiempo y fueron activos agricultores, jornaleros, maestros
de obra y alarifes, expertos en algunos oficios (cerámica, orfebrería, calzado,
armas, etc.), así como mercaderes y patrones de navíos fluviales, por ejemplo
en el caso del Ebro. Regidos por su propia jurisdicción, con sus mezquitas,
zocos, tiendas y obradores, permanecieron generación tras generación, o bien
dispersos entre el resto de la población urbana y rural, o bien recluidos en
morerías cerradas y separadas, pero no desconectadas del conjunto cristiano,
que fue haciéndose a su presencia, hasta el punto de llegar a formar parte del
paisaje y del paisanaje de los siglos XIII, XIV y XV; especialmente en Aragón,
Valencia, bajo Ebro y Murcia, y menos en Baleares, Castilla, Extremadura y
Andalucía, donde las sublevaciones mudéjares del siglo XIII obligaron a expulsarles
en parte y a dificultar su permanencia de forma masiva; donde, además, la
cercanía del todavía musulmán reino o sultanato de Granada representaba un
peligro de contaminación y de espionaje que hacía temer una posible alianza
entre quienes, a un lado y otro de la frontera granadina, representaban la
pervivencia islámica de un al-Andalus residual. Laboriosos, pacíficos y
respetuosos con la mayoría cristiana, los mudéjares llegaron a representar
hasta un diez por ciento de la población en el caso del reino de Aragón a
finales del siglo XV, cuando se estaba fraguando el proceso de integración
española que llevó a los Reyes Católicos a expulsar a los judíos y a obligar a
la conversión a los mudéjares desde los últimos años del siglo en cuestión,
pasando a ser denominados moriscos durante algo más de otro siglo hasta su
definitiva expulsión a comienzos del siglo XVII, por temor a la connivencia con
los turcos que amenazaban el Mediterráneo; dejando un vacío humano y productivo
difícil de sustituir por mano de obra cristiana. Pues bien, en la historia de
los reinos medievales hispanos, en los que confluyeron tres grupos humanos de
diferente origen y condición —cristianos, judíos y musulmanes sometidos—, la
presencia de quienes descendían de aquellos que durante el emirato y califato
de Córdoba (siglos VIII-XI), los reinos taifas y las sucesivas dominaciones
almorávide y almohade (siglos XI-XIII) habían mantenido una espléndida
civilización hispano-omeya para pasar progresivamente a dominio cristiano de
los reyes peninsulares, ha sido siempre objeto de atención por parte de los
historiadores de la época medieval española. Denominados convencionalmente
mudéjares, de «mudayyin» («sometidos» o «los que se quedaron»), los documentos
coetáneos que se refieren a ellos los llaman simplemente moros (moros de paz) o
sarracenos; llegando a constituir, por lo general, una minoría destacable por
su laboriosidad, respeto por los cristianos, con los que coexistieron —más que
convivieron— al igual que con los judíos, especialización laboral y por
mantenerse como fieles seguidores de la fe islámica heredada de sus mayores
desde el inicio de la conquista de la Hispania visigoda a partir del año 711;
lo cual fue a su vez respetado por los nuevos dominadores, cuyos monarcas les
permitieron mantener su credo, sus pertenencias y sus oficios, acogiéndoles
bajo su especial y directa protección, o la de los señores por delegación
regia; aunque a cambio, eso sí, de mantener un régimen tributario especial,
evitar la promiscuidad con los de la religión mayoritaria y, en muchos casos,
permanecer recluidos en sus barrios apartados, morerías, e incluso aislados por
muros en las grandes poblaciones de los reinos ibéricos de los siglos XIII, XIV
y XV. No obstante, su contribución a la economía productiva de los estados
peninsulares —en los que mantuvieron una notable presencia hasta el final de la
Edad Media (Aragón, la Cataluña del Ebro, Valencia o Murcia) y aun después como
moriscos—, así como las manifestaciones artísticas salidas de sus manos artesanas
y las edificaciones civiles y eclesiásticas derivadas del buen conocimiento del
uso y combinación de elementos constructivos y decorativos —propios de sus
conocimientos arquitectónicos, de su comprensión espacial y de su sensibilidad
estética—, acaso sea lo más destacable de su presencia activa en el medio
urbano y rural de los reinos surgidos con la reconquista de lo que,
precisamente, había sido durante siglos territorio islámico preferentemente,
alAndalus o Alandalús, limitado a partir del siglo XIII al llamado reino o
sultanato nazarí de Granada. Por tanto, quienes inspiraron, produjeron o
contagiaron el llamado arte mudéjar en general, y del que tantas
manifestaciones se conservan todavía hoy en la amplia y diversa geografía
española —con variantes según los reinos medievales de antaño y que ofrece
peculiaridades propias en Castilla o León, Andalucía o Aragón, entre otras
comunidades autónomas actuales—, formaron parte de esa sociedad mudéjar que
también presenta, junto a un componente y unas bases comunes, realidades
distintas que permiten pluralizar más que singularizar o generalizar;
debiéndose hablar, más bien, de «sociedades mudéjares», como ha dejado bien
sentado José Hinojosa en su reciente libro de título tan expresivo como el de
Los mudéjares. La voz del Islam en la España cristiana (2 vols. Centro de
Estudios Mudéjares, Teruel 2002, al que se remite para la bibliografía
correspondiente, junto con las actas de los X Simposia Internacionales de
Mudejarismo celebrados en Teruel desde 1975 a 2005), verdadero vademecum sobre
el Mudejarismo, con un volumen de estudios y otro de documentación, obra ya de
indispensable referencia para el conocimiento de la cuestión. Si se piensa,
además, que a fines de la Edad Media, en el reino de Aragón, por ejemplo, los
mudéjares representaban todavía un 10% de la población, y que en algunos
lugares del mismo la mayoría de los habitantes eran de dicha condición, se
puede pensar, sin reservas, que su presencia en los reinos medievales
peninsulares no pasó inadvertida a quienes los visitaron provenientes de la
Europa continental; como muestra, por ejemplo, el testimonio del alemán
Jerónimo Münzer, quien, a finales del siglo XV, escribió que: entre todos los
pueblos de España, era el de Aragón el que tenía mayor número de moros,
expertos como labradores y en muchos oficios, sometidos a fuertes tributos,
laboriosos y parcos en el comer, de gran complexión, bien proporcionados,
sufridos en el trabajo y diestros en artes, con casas limpias, tiendas y
mezquitas. Pues bien, qué mejor foto fija, valga la expresión, que dicho
testimonio de los mudéjares aragoneses en particular y de los españoles en
general, que se sentían por entonces tan de la tierra como los cristianos o los
judíos, que en 1492 fueron obligados a salir de donde habían estado desde época
tardorromana. Sin llegar a olvidar, en algunos casos, estos nuevos moros el uso
del árabe como lengua de comunicación entre sí, aunque se desenvolvieran entre
los cristianos con la lengua romance común de la época, y conservando la
escritura propia en textos jurídicos y litúrgicos, contratos y compromisos,
acuerdos y testimonios. A pesar de que, por entonces, en el tránsito de la Edad
Media a la Moderna, iban a sufrir el primer gran contratiempo, al verse
obligados a convertirse al cristianismo para poder permanecer, transformándose
en moriscos, denominación según la historiografía al uso, que acabarían siendo
también expulsados a comienzos del siglo XVII. En el testimonio de Münzer
encontramos, pues, las esencias del comportamiento de los mudéjares, tanto el
personal como el colectivo, su fisonomía, costumbres y reflejo de su cultura en
los tres espacios preferentes de su permanencia: la casa, el mercado o zoco y
la mezquita. De ahí que también en el nacimiento, matrimonio, muerte,
enterramiento, relaciones e intercambios, solemnidades y festividades,
educación y trabajo, los mudéjares mantuvieran la idiosincrasia musulmana y
fueran «la voz del Islam en la España cristiana», o más bien el eco cada vez
más apagado. Pero, para entender mejor esta sustancial y expresiva presencia,
hay que comenzar con rastrear el comienzo del mudejarismo en su componente
humano, jurídico, religioso, cultural, político, social y económico. Es decir,
indagar en el origen y primera evolución de la comunidad islámica desde los
grandes avances de la reconquista española entre los siglos XII y XIII, con la
imposición de la sociedad feudal, la reorganización eclesiástica y el
reordenamiento del espacio ocupado, invadido o conquistado por los reyes
cristianos del norte; sobre todo los de las coronas de Aragón y de Castilla,
consolidadas desde el siglo XIII en su disputa por la hegemonía territorial y
política, sin olvidar a Navarra y a Portugal, pero sin considerar otros
ejemplos mediterráneos que no representaron la magnitud del caso peninsular, y
teniendo como último horizonte de continuidad de esa reiterada voz del Islam el
componente morisco del siglo XVI, su emigración posterior e instalación
norteafricana y mediterráneo-oriental. Al fin y al cabo, la larga presencia del
Islam en España durante tantos siglos (VIII-XVII) y con una gran influencia y
repercusiones en general, convirtieron a los mudéjares y moriscos en un
elemento más del conjunto, pasando de dominadores a dominados, pero
participando en el segundo caso en la vida cotidiana de los reinos ibéricos,
tanto en el medio rural como en el urbano, en modestas labores o en destacadas
actividades comerciales y constructivas, con sus humildes obradores o su
calculado ingenio estético aplicado al arte. Por lo que su imagen forma parte
del paisaje histórico y del pasado común con los cristianos de entonces, como
lo es ahora de nuevo con la presencia musulmana entre nosotros, formando parte
del subconsciente colectivo hispano, con sus luces y sombras, las de ayer y las
de ahora mismo.
Pero la formación del mudejarismo, entendido
como el conjunto de rasgos que caracterizó a la sociedad mudéjar como minoría
confesional en la España cristiana, se fue fraguando a medida que la unidad de
Alandalús se fue debilitando y desintegrando, a partir, sobre todo, del siglo
XII y tras las épocas taifa, almorávide y almohade; si bien fue el XIII, con
los grandes avances cristianos sobre el sur peninsular, después de la batalla
de las Navas de Tolosa en 1212 que abrió las puertas de la amplia región
bética, el siglo de la consolidación de un mudejarismo presencial que empezaba
a comprender y asimilar las formas de vida peculiares de las comunidades
musulmanas en las poblaciones y tierras dominadas ahora por los cristianos
desde el sur del somontano pirenaico o de los valles del Duero, Tajo y
Guadiana. Anteriormente, la toma de Toledo en 1085 por Alfonso VI y de Zaragoza
en 1118 por Alfonso I el Batallador, fueron dos momentos de gran impacto
negativo para los sucesivos intentos de reconstrucción de la unidad andalusí,
que se había trastocado con la desaparición del califato omeya de Córdoba a
principios del siglo XI, dada la importancia estratégica y simbólica que ambas
plazas, sobre el Tajo y el Ebro respectivamente, representaban como bastiones
de la España islámica en la parte occidental y oriental respectivamente.
Mientras que, por el contrario, a partir de ambas fechas se abrieron las
esperanzas de una definitiva imposición de la Cristiandad latina católica sobre
el Islam oriental e infiel afincado al sur de la Europa feudal y papal desde la
conquista de España entre el 711 y 714, pues, desde entonces, y salvo algunos
reveses de mayor o menor importancia y repercusión, la situación se fue
decantando a favor de una nueva territorialidad peninsular dominada por los
poderes castellano-leoneses, navarros y aragoneses, hasta desembocar en el
triunfo de las Navas de 1212, cuando por vez primera unieron sus fuerzas contra
el enemigo común almohade los reyes Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII el
Fuerte de Navarra y Pedro II el Católico de Aragón; anunciándose en el
horizonte inmediato de la expansión reconquistadora lo que a lo largo del siglo
XIII representarían las conquistas e incorporaciones de la Andalucía bética
para la Corona de Castilla, con Fernando III el Santo (1217-1252), y de
Mallorca y Valencia para la Corona de Aragón, con Jaime I el Conquistador
(1213-1276). Más la interesada creación del reino nazarita de Granada, a modo
de protectorado cristiano, bajo la tutela de los reyes castellanos y la
permisividad de los monarcas aragoneses, que se beneficiaron en conjunto de las
relaciones económicas y políticas con el último reducto de la presencia
efectiva del Islam en la Península Ibérica. Por tanto, mientras el Islam
andalusí se fue replegando de norte a sur, con los avances hispano-cristianos
en la misma dirección, hasta reducirse y concentrarse durante los últimos
siglos medievales en el reino musulmán de Granada, a la vez que los reinos
occidentales alejaban sus fronteras del siempre peligro musulmán —superada la
última amenaza de los benimerines que habían sustituido desde el norte de
Marruecos a los almohades entre 1275 y 1340—, los musulmanes vencidos, por su
parte, despejadas las sospechas y suspicacias de los cristianos sobre su
colaboracionismo desde el interior de sus reinos, en una hipotética
recuperación islámica de la pérdida de Alandalús con el apoyo turco
mediterráneo, fueron admitidos y aceptados, finalmente, y tolerados en la
mayoría del territorio hispánico, que en torno a los límites del reino
granadino iba a mantener una frontera inestable, aunque permanente, fluctuante
y definitivamente permeable y quebrada a partir de mediados del siglo XV, hasta
la llamada guerra de Granada entre 1482 y 1491, ya con los Reyes Católicos,
Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Ahora bien, la condición de los
mudéjares a lo largo de estos siglos no fue la misma en los diferentes dominios
de los reyes hispánicos o de los señores laicos o eclesiásticos, de los que
dependieron en el realengo o en el señorío, ni tampoco en las villas y concejos
del país. La demografía, la inserción en la producción, la participación en los
intercambios económicos, las relaciones con la otra minoría confesional judía o
con la mayoría cristiana, la peculiaridad de su arquitectura y artes
decorativas, o el cumplimiento con mayor o menor rigor de su credo coránico, se
manifestaron de manera diferente en cada reino e incluso en cada lugar,
alejándose mucho de la pretendida uniformidad que se ha intentado adjudicar a
este importante contingente poblacional. Por lo que sería más correcto hablar
en plural de sociedades mudéjares, por la diversidad con la que se nos
presentan durante los siglos XIII al XV. De hecho, las comunidades musulmanas
en la España cristiana, establecidas bajo la protección regia, que no les
abandonó hasta la obligada conversión al cristianismo iniciada en la península
a partir de 1499, al mantener en buena parte sus actividades propias, sus
costumbres, ritos y cultura, su régimen jurídico y su fe, con las limitaciones
de su reclusión en barrios controlados y separados en las grandes
aglomeraciones urbanas o de la tributación especial a la que se vieron
obligadas, mantuvieron a modo residual el espíritu de Alandalús, el cual se
llevaron consigo quienes huyeron precipitadamente o emigraron a Granada o al
norte de África, y reteniéndolo en buena parte hasta hoy en enclaves del
Magreb. Y, aunque dichas comunidades desaparecieron como tales definitivamente
a comienzos del siglo XVII —tras la expulsión de los mudéjares convertidos
forzosamente desde finales del XV (pasando a denominarse moriscos en la
historiografía y siguiendo llamándose moros en la realidad)—, legaron un
testimonio impagable en el arte medieval y moderno que se puede contemplar hoy
con admiración y que nos habla de un pasado de colaboración que, sin llevar a
la añoranza gratuita o al fanatismo fácil, merece, al menos, consideración y
respeto.
Por todo ello, la formación de la sociedad
mudéjar o, más bien, de las sociedades mudéjares de los reinos hispanos
medievales a lo largo de los siglos XII al XV, fue un proceso acumulativo y de
aculturación, tanto como de dispersión y desfiguración, que no llegó, sin
embargo, a destruir las bases de una contribución positiva al conjunto peninsular
del pasado medieval, sobre todo, y que enriqueció, sin duda, el panorama
social, económico y cultural de España. No obstante, a lo largo del proceso del
traspaso del poder político de manos musulmanas a cristianas durante los siglos
de la reconquista, repoblación y reorganización del territorio, los pactos,
acuerdos y capitulaciones, así como las cartas de población o los fueros
mayores o menores, buscaron siempre combinar el interesado esfuerzo por la
permanencia de los moros con los privilegios y ventajas ofrecidas a los
cristianos que debían dirigir y protagonizar la colonización y feudalización
del espacio ocupado. Y así, la vinculación con el patronato real de los moros
mudéjares, proporcionó, en principio, un marco jurídico especial de protección
que quiso evitar cualquier abuso de poder o de violación de los derechos
respetados a los vencidos por parte de la autoridad local o central, y aun por
la clase señorial dirigente. De hecho, en un ambiente de aparente guerra
permanente con el Islam fronterizo a los reinos cristianos, se tuvo que
conjugar la diplomacia respecto a lo que iba quedado en la España islámica con
la política de ofensiva militar, por un lado, y la protección jurídica y el
amparo legal de los mudéjares, por otro. Por lo que los moros de paz
constituyeron un bien preciado y necesario que había que salvaguardar y
proteger, aunque tan solo fuera, entre otras razones, por ser una fuente
codiciada de ingresos a través de la fiscalidad particular de las aljamas que
representaban ante la autoridad pública o privada al conjunto tributario. La
dificultad estuvo, no obstante, en la peculiar intersección de los dominios de
realengo con los de señorío laico o eclesiástico, en los que hubo mudéjares;
porque los señores, por su parte, trataron de beneficiarse de sus rendimientos
y rentas sin llegar a sangrarles hasta el punto de arruinar su economía o
llevarles a la necesidad de huir a otros dominios interiores o a tierras de
moros más allá de la frontera cristiana. Y eso que, a pesar de los particularismos
y diferencias entre los diversos reinos, dentro de cualquiera de ellos e
incluso entre los lugares de realengo o de señorío, existió, al menos, una base
común, consistente, sobre todo, en el valor concedido a la mano de obra mudéjar
en muchas actividades en las que destacaron por su entrega y habilidad. En todo
caso, durante los siglos XIV y XV, la inserción de la comunidad sarracena en la
jurisdicción directa de la corona, especialmente en la del rey de Aragón,
evitó, al menos, la descomposición acelerada del sistema musulmán por la
desvertebración de la sociedad islámica precedente, que fue quedando finalmente
como residual o testimonial, aunque comprometida, y por ello salvaguardada, por
el interés común. Salvo, claro está, en el caso de las consecuencias negativas
provocadas por algunas revueltas en la Corona de Castilla o por algunos
movimientos hostiles en la de Aragón: aquéllas con expulsiones mayoritarias y
éstas con incidencias temporales de escasa repercusión. Al respecto, la
reconstrucción del sistema fiscal de los mudéjares resulta dificultoso por la
diversidad, dispersión y confusión de la información disponible a través de la
documentación conservada, resultando una casuística heterogénea y dispar. Pero,
para la baja Edad media, cuando las comunidades mudéjares entraron en una etapa
prolongada de estabilidad y consolidación, por concentración en unos casos o
por reducción en otros, se puede generalizar, no sin algunos riesgos de
interpretación, estableciéndose un sistema regular tipo que valida los diversos
casos conocidos y permite extrapolarlos a los desconocidos. Así, cabe
distinguir en principio y en la fiscalidad de los mudéjares en los siglos XIV y
XV al menos, el ámbito rural del urbano. En el primero, la concentración de la
propiedad de la tierra —que seguía siendo un importante medio de producción y
riqueza— en unas cuantas manos provenientes de los linajes sobrevivientes a la
reconversión nobiliaria de finales del siglo XIII y primera mitad del XIV,
sobre todo, tendió a hacer más uniforme el sistema de explotación sobre medios
productivos y personas, prevaleciendo la tasa proporcional a la cosecha que ya
tenía una larga tradición, y que, para el caso mudéjar, provenía del aparcero
de la época de dominio musulmán, dependiendo de diversos factores: la calidad y
productividad de la tierra, las condiciones pactadas en un principio, el
predominio de la explotación directa o de la parcelación a través del censo
temporal o permanente (el treudo), etc. Pecha tradicional a la que había que
añadir otras exacciones como, por ejemplo, la alguaquela para el cereal, cáñamo
y hortalizas. Además, junto a estas exacciones derivadas de la producción
propia o resultado del usufructo o dominio útil de la tierra, existieron otras
complementarias, y a veces prioritarias, en relación con la renta fundiaria,
basadas en el derecho de jurisdicción señorial y sobre los excedentes de las
cosechas campesinas. Destacando, por otro lado, la pecha común que afectaba
colectivamente a la comunidad a través de la aljama que la representaba, con el
alamín a la cabeza, distribuyéndose particularmente según las posibilidades y
disponibilidad de sus miembros. Y junto a ello, también se constatan algunos
tributos relacionados con determinados cultivos o actividades: el alraz de las
viñas o la azadeca o caracha del ganado por cabezas, sustanciadas en dinero.
Siendo peculiar la llamada azofra o zofra, de gran tradición, por ejemplo, en
Aragón, y consistente en la entrega de jornadas de trabajo que solían
resarcirse por pagos en especie o en moneda. Así como también, en algunos
casos, las multas o calonias derivadas de las sanciones judiciales, y lo
explícito del uso de los monopolios señoriales o municipales sobre hornos,
molinos, etc. En definitiva, los mudéjares, aun siendo jurídicamente patrimonio
del rey, se vieron expuestos a una triple fiscalidad, que justificó en parte el
interés por retenerlos en los dominios reales y señoriales: la derivada de la
pertenencia a un dominio territorial, de realengo o de señorío; la vinculada al
dominio jurisdiccional, personal o colectivo; y la derivada de los acuerdos
iniciales o revisados según la rentabilidad económica y la capacidad
productiva. Resultando al final una mezcla de tradición anterior y de
imposición posterior similar a la que también afectó a los contribuyentes y
vasallos cristianos. Y sin librarse de algunas contribuciones especiales o
extraordinarias como el monedaje, las coronaciones y matrimonios reales, etc.
Acaso, sin embargo, y en términos generales, en el medio urbano de jurisdicción
exclusivamente real, donde las morerías tuvieron un peso importante como
colectivos concentrados o dispersos, la fiscalidad fue más ajustada que en el
medio rural, porque el conjunto mudéjar estaba más organizado y más
identificado con la pertenencia a un sector confesional responsable y
representado por sus propias autoridades ante las de los cristianos. Y de
hecho, cualquier ejecutoria de los moros de realengo debía contar con la
autorización de los oficiales regios, por lo que el conocimiento de las aljamas
y morerías urbanas es mayor, aun cuando su declinar comenzó por lo general a lo
largo del siglo XV. Precisamente, la capacidad productiva, y por tanto el
potencial contributivo, de los mudéjares en las morerías urbanas fue importante
por la variedad de actividades y oficios profesionalizados y demandados que
regentaban y que sobrepasaban las limitaciones del ámbito rural. La
especialización laboral se introdujo en las morerías atendiendo no sólo a la
demanda interna sino también a la externa cristiana, favoreciéndose los
intercambios y relaciones sociales y humanas a pesar de las leyes restrictivas
al respecto. Por lo que el seguimiento de sus actividades por los recaudadores
delegados regios se registraba con los diferentes conceptos contributivos;
aprovechándose al máximo las haciendas reales de los recursos extraídos de los
mudéjares al tener un buen control sobre los mismos, mejor incluso que sobre
los cristianos, lo que abundó en la codicia de los señores que alimentaron en
ocasiones el deseo de asentarse los moros en sus dominios para explotar sus
tierras con mayor rentabilidad a cambio de algunas ventajas. En conjunto, el
fenómeno de la inserción de los mudéjares en el sistema productivo y también en
el fiscal, respondió, por un lado, a la interesada preocupación de la
monarquía, que aplicó sus criterios al respecto sobre los dominios peninsulares
con presencia de moros en diversas condiciones, y, por otro, a la necesidad de
sentirse identificados dichos moros con el proyecto político de los reyes y de
corresponder a la especial protección dispensada por ellos, aunque, luego, en
el devenir de cada día, la convivencia, coexistencia o conveniencia se
entremezclaran según momentos y lugares, acabando en ocasiones en una
resignación pasiva que fue minando su supervivencia lenta e irreparablemente.
Ni que decir tiene, por tanto, que los mudéjares representaron de por sí un
potencial económico importante, tanto para el aprovechamiento propio como para
el conjunto de los reinos hispanos medievales, dada su generalizada capacidad
productiva y el estímulo que suponía la demanda proveniente del exterior de los
recintos, murados o no, en los que acabaron recluidos en buena parte en las
grandes poblaciones o en la intimidad de la casa en el medio rural. Su
laboriosidad y dedicación al trabajo en las ciudades y villas españolas fue tan
valorado como su presencia en los señoríos laicos y eclesiásticos por el buen
conocimiento de las labores de la tierra. Conocimiento de la agricultura y de
los cultivos heredados de sus antepasados musulmanes, pues, en principio, los
moros que permanecieron en el campo continuaron con sus tareas habituales,
aunque poco a poco el paisaje agrario del territorio conquistado y repoblado
por cristianos y mudéjares se fuera transformando. En el campo, la gran masa
laboral sarracena era fundamentalmente campesina, y si bien en principio
debieron subsistir propietarios de tierras cultivadas libremente, lo frecuente
fue, más bien, el caso del régimen de aparcería, en el que el propietario
cristiano disponía de la tierra y de parte de la simiente y el sarraceno
aportaba el resto y la mano de obra, repartiéndose luego los beneficios según
los acuerdos previos. Además, los cultivadores moros en régimen de aparcería
mantendrían el derecho a la transmisión de las condiciones pactadas, a cambio
de la dificultad legal de abandonar la tierra para marchar a otros lugares más
ventajosos; situación que debió de darse de hecho por la insistencia en la
prohibición y porque la escasez progresiva de mano de obra campesina convirtió
al moro en un valor añadido. Sin embargo, en las ciudades y villas principales
de los reinos con presencia mudéjar significada, su aportación económica fue
más diversificada, puesto que, sin desvincularse del todo en muchos casos del
trabajo de la tierra, la variedad y aprecio de los oficios ofertados por ellos,
así como la mano de obra en operaciones constructivas o en transporte de
mercancías, les convirtió en un elemento demandado por los operadores
cristianos que controlaban la producción, la venta y la comercialización de sus
acabados. Así, por ejemplo, una ciudad como Zaragoza llegó a contar con unas
ochenta tiendas abiertas en su morería. De suerte que, no sólo como mano de
obra elemental, sino también como especializada, la oferta musulmana a los
cristianos fue estimable en todo momento, aunque las condiciones y resultados
fueran muy diferentes según los casos y las circunstancias. En principio, claro
está, fue mayor la masa campesina mudéjar que la urbana y de oficio
especializado, que también se dio lógicamente en el medio rural, aunque en
menor dimensión cuantitativa y cualitativa. Pero está más documentada la urbana
a través de la documentación de las cancillerías reales, de las ordenanzas
municipales, fueros, etc.; porque, en este caso, la documentación disponible no
sólo nos habla de colectivos, sino también de individualidades destacadas en
algunas tareas apreciadas por los dirigentes cristianos, empezando por el mismo
monarca y siguiendo por las autoridades del común; siendo, por ejemplo, un caso
representativo al respecto el de las familias de maestros de obras que hicieron
posible muchas construcciones del llamado arte mudéjar, y que también
trabajaron en palacios y alcázares reales como el de la Aljafería en Zaragoza,
o los de Sevilla y Granada, entre otras obras civiles. Tan eficaz laboriosidad,
quedó reflejada en las tributaciones de los moros mudéjares a sus señores
naturales, como resultado de su capacidad productiva y del nivel económico
particular y colectivo. Por ello, las noticias sobre el cultivo del cereal, en
sus variantes medievales, el lino, el cáñamo, las hortalizas o legumbres y
tantos otros productos habituales en la economía campesina de la época, son
abundantes; como lo es la información acerca de la explotación hidráulica de
los recursos naturales heredada por los mudéjares y aprovechada y reconducida
por los cristianos y por los mismos moros. Sin olvidar la ganadería, fuente de
riqueza importante y complementaria en muchos casos, sobre todo en zonas de
alta cota o de amplios pastos. Las exacciones o contribuciones derivadas de
ello también permiten aproximarse a una valoración económica, teniendo en
cuenta el arrendamiento de pastos, que pertenecían a señores laicos (nobles o
plebeyos) y eclesiásticos (órdenes militares, mitras episcopales, monasterios,
etc.), a ganaderos moros que disputaban el uso de los comunales con los
cristianos. Por otro lado, los contratos agrarios colectivos, las cartas de
población o de gracia y otros testimonios de acuerdos con condiciones de
franquicias, ventajas y privilegios, constituyen una fuente de información
aprovechable para reconstruir los niveles aproximados de compromiso e inserción
en el sistema productivo, al menos desde una apreciación cualitativa, por
especificarse, a veces, no sólo las condiciones y pormenores legales, sino
también la producción que se esperaba obtener, sobre todo cuando se detallaba
la tributación según productos y resultados. En cuanto a los mudéjares urbanos
que cultivaban tierras en la periferia de sus propios recintos o en los
términos municipales de las poblaciones, ya fuera por cuenta propia o como
usufructuarios de propiedades del rey, señoriales o concejiles, también la
tributación registrada por los oficiales reales, en su caso, permite valorar el
peso económico de la productividad mudéjar en una economía mixta y
complementaria de producción, manufacturación y distribución que no se daba con
tanta claridad en el ámbito rural, en el que la principal, si no la única,
fuente de riqueza era la explotación del suelo agrícola y, si acaso, la
comercialización de los excedentes reservados por los señores a sus vasallos
moros. En general, las actividades laborales de los mudéjares en los reinos en
los que sobrevivieron con relativa densidad durante los siglos XIV y XV, fueron
muy diversas, pues, además de lo relacionado directamente con el trabajo
agrícola o la ganadería, destacó la dedicación mercantil, aunque no en la
proporción de la minoría confesional judía, ni en competencia con la actividad
similar de algunos cristianos en compañías comerciales y comandas con
proyección exterior. Trajineros, mulateros, arraeces fluviales, cargadores y
descargadores de mercancías, eran las contribuciones al comercio en general;
así como la oferta de sus productos a segundos y terceros para su posterior
comercialización por parte de cristianos intermediarios. En cuanto a los
oficios, alarifes para la construcción, orfebres, tejedores, olleros,
azulejeros, zapateros, entre otros, lo fueron de especial relieve entre los
mudéjares. Los testimonios de los viajeros que contemplaron España durante el
final de la Edad Media y el siglo XVI, mostraron su atención por lo que iba
quedando de las comunidades moras y, sobre todo, por sus dedicaciones especializadas,
como mudéjares y como moriscos antes y después de 1500 por citar una fecha, es
decir, antes y después de la conversión y como precedente a la definitiva
expulsión sin retorno. Esos testimonios recogen también su visión de los rasgos
físicos de los moros españoles, sus hábitos, sus prácticas, sus costumbres y
los lugares de habitación, recreo, oración y aprendizaje. De todo lo cual se
deduce, no sólo lo exóticos que debieron parecer a la vista de extraños al país
visitado, sino también, y en contraste, el grado de inserción, que no de
integración, que los mudéjares y moriscos habían logrado mantener a lo largo de
los siglos; lo que explica el vacío, no solo demográfico, que dejaron cuando se
vieron forzados a emigrar, contra su voluntad, a otros territorios de sus
correligionarios norteafricanos o euroasiáticos. De cualquier forma, la huella
dejada por esta cultura tan arraigada en la Península Ibérica, se ha
materializado hasta la actualidad en los importantes restos monumentales de la
arquitectura mudéjar, en la cerámica decorativa y de uso común, en los
artesonados y en las yeserías, o en los manuscritos aljamiados (en lengua
romance pero con caracteres árabes), algunos de ellos encontrados casualmente
después de permanecer ocultos desde la expulsión de comienzos del siglo XVII,
lo que podría hacernos pensar que el regreso estuvo en su proyecto de futuro,
aunque nunca se cumplió así. La identificación de lo mudéjar y morisco con un
pasado común de tolerancia discriminada, alejada de tópicos y análisis interesadamente
subjetivos, asoma, pues, en nuestra geografía, a través sobre todo de lo
monumental y decorativo, de lo literario, musical o representativo. Dando una
originalidad a una parte de la cultura hispánica que no se encuentra en ningún
otro lugar. En cuanto al conjunto humano agrupado en un espacio físico e
identificado externa e interiormente por ajenos (cristianos y judíos) y propios
(moros mudéjares), para los siglos finales de la Edad Media, sobre todo, hablar
de morerías como ámbito colectivo y exclusivo de encuadramiento de la sociedad
mudéjar, no significa que no hubiese un buen número de moros dispersos y
repartidos, de manera muy desigual, por los diversos reinos que los retuvieron
en mayor o menor número y más o menos entremezclados en el conjunto mayoritario
cristiano que los acogió con reservas. De hecho, su presencia en aldeas,
villas, comunidades o ciudades era fruto de la capacidad de supervivencia
demostrada desde los avances de la conquista cristiana y también de la mejor o
peor adaptación al sistema feudal que se fue imponiendo paulatinamente a favor
del predominio señorial o del poblamiento cristiano. Por tanto, la morería en
sí, como conjunto significado de mudéjares, en lo humano y en lo material, y la
aljama como representación institucional de un colectivo suficientemente
representativo, constituye en la historiografía al uso un mismo sujeto
histórico y objeto de estudio comparativo entre reinos, épocas o
circunstancias. Pero es difícil valorar ajustadamente el grado de permanencia o
de movilidad de los mudéjares en los asentamientos inicialmente más poblados,
antes de la conquista cristiana y aun después con la repoblación y colonización
sucesiva, pues la falta de censos creíbles o la confusión onomástica de origen
islámico precedente apenas lo permiten. Además, caben otras consideraciones
sobre el grado de inserción, intervención o influencia mudéjar en el medio
rural y en el urbano, en el realengo o en el señorío, en el simple sistema
productivo o en el conjunto de la economía de los reinos peninsulares, pues, al
respecto, habría diferencias acusadas entre un medio u otro, una y otra
dependencia jurídica, o distintas capacidades de recursos o de presencia
social. Por otro lado, los mudéjares en conjunto se tuvieron que sentir dependientes
directa o indirectamente (a través de poderes interpuestos, concejiles o
nobiliarios) de los monarcas, por encima de cualquier grado o condición
personal. Aunque, luego, cada uno se debió considerar, a la vez, como miembro
de un conjunto peculiar y aparentemente cohesionado, condicionado también por
su situación particular. Es decir, que no sería lo mismo la consideración de,
por ejemplo, un maestro de obras que trabajase en los palacios reales que el
anónimo campesino de una aldea sin importancia. En principio, en las grandes
ciudades, las morerías se identificaron por su personalidad en el conjunto
poblacional de las mismas, pues, por sí solas, significaban colectivos
importantes que, aun teniendo su propia organización y representación, mantenían
una relación con los cristianos más o menos fluida, aunque limitada, si acaso,
en lo legal, por los impedimentos que la legislación vigente en cada territorio
imponía. Pero, en el resto de los pequeños núcleos de población, la presencia
de los mudéjares era más discreta y diseminada en el conjunto; mientras que en
los señoríos laicos y eclesiásticos con vasallos moros, la presión nobiliaria o
jerárquica se mantenía en los límites que el aprovechamiento de su mano de obra
aconsejaba para retenerlos como fuerza productiva y sujeto tributario. Ahora
bien, las causas y circunstancias por las que los moros sometidos fueron
cayendo en buena parte bajo jurisdicción señorial fueron de diferente índole,
entre la conveniencia recíproca por las ventajas obtenidas y las condiciones
ofrecidas; suponiendo a veces una violencia contra lo pactado en principio en
las capitulaciones iniciales por las que los sometidos quedaron bajo la tutela
directa del rey, porque los señores les podían ofrecer una protección
interesada que no obtenían de la monarquía, que tenía que consentir el
ejercicio de hecho de la jurisdicción nobiliaria sobre los moros. No obstante,
es un tanto arriesgado generalizar en muchos aspectos de la vida de las
morerías en los reinos cristianos medievales, porque para el ámbito rural es
menor la información disponible, y, a veces, se ha centrado la atención en
algunos ejemplos concretos que se han trasladado después al conjunto; así como
tampoco se puede generalizar la situación ventajosa en algunos señoríos o la
globalidad de la condición señorial, mejor o peor, en los dominios personales,
pues, si bien el amparo regio y la tutela sobre los moros de pacto representaba
de derecho una garantía de trato de favor hacia los mudéjares, el rey, sin
embargo, se vio sobrepasado en muchas ocasiones por el arbitrio nobiliario, que
tenía que consentir por conveniencia. De hecho, tras las crisis bajomedievales
del siglo XIV, abundaron las reclamaciones y quejas de algunas aljamas de
señorío dirigidas al rey, no solo por la empobrecida situación generalizada,
sino también por abusos de los titulares que transgredían las condiciones de
dependencia inicial y sometían a los vasallos moros a vejaciones sin control.
Un caso especial al respecto de la dependencia señorial lo ofrecían los moros
encuadrados en los dominios de las órdenes militares, cabildos, mitras
episcopales o monasterios importantes. Dado el componente eclesiástico y
oficialmente confesional de los titulares de dichos señoríos, en los que los
mudéjares pertenecían a otro credo distinto, se desarrolló una relación
contractual en la que se salvaron los prejuicios por motivo religioso a cambio
de la disponibilidad de una mano de obra cualificada y necesaria. Así pues, con
las diferencias acusadas entre el medio rural y el urbano, fue en este segundo
medio donde el sentido de comunidad islámica diferenciada se hizo más patente
por asumido y respetado, porque la separación fue más evidente y la
consideración social más acusada. Y ello debido en parte a que los pactos de capitulación
o rendición, en su caso, habían establecido claramente las condiciones a
respetar por ambas partes, vencedores cristianos y vencidos musulmanes;
reiterándose dichas condiciones con frecuencia cuando se relajaran con el paso
del tiempo o en algunos momentos críticos de convivencia; al igual que se
recordaban de vez en cuando las prescripciones dictadas al objeto de evitar la
promiscuidad y las relaciones mixtas indiscriminadas, mostrándose con ello la
permanente dificultad para mantener el cumplimiento de las restricciones
contempladas incluso en la legislación foral y real. A pesar de lo cual, los
intercambios económicos, las relaciones afectivas y el aprecio de la labor de
los agricultores, operarios, artesanos y mercaderes moros superaron cualquier
impedimento de coexistencia interesada. Las morerías urbanas ofrecen, por
tanto, un panorama más rico en cuanto a posibilidades de reconstrucción de las
formas de vida dentro de las mismas y en su relación con el exterior, tanto en
las llamadas cerradas, al estar separadas de la población cristiana por muros,
como en las abiertas, sin solución de continuidad con el espacio del conjunto
vecinal. Así por ejemplo, aunque los moros estaban exentos de obligaciones y
prestaciones militares, sí que participaron en jubileos de la monarquía
aportando su contribución a la fiesta en torno a las coronaciones, bodas o
exequias reales. Y también, a pesar de que se les prohibiera hacer proselitismo
a favor de su fe islámica, sin hacerlo expresamente, colaboraron, sin embargo
—y esto podía entenderse como medio de propaganda velada— en la construcción,
reparación y ornamentación de edificios civiles (palacios) y eclesiásticos
(catedrales, colegiatas, monasterios e iglesias parroquiales) para el culto
cristiano. Y es que su presencia e imagen no fue rechazada por sistema entre la
comunidad mayoritariamente cristiana, ni fue perseguida ni proscrita antes del
final de la Edad Media, sino que, más bien, llegó a formar parte de lo
cotidiano, aunque los monarcas tuvieran que insistir, en ocasiones, en algunas
medidas corporales distintivas y discriminatorias para evitar la contaminación,
lo cual es una prueba de su aceptación; sin olvidar los casos de violencia
contenida o incluso desatada en determinados momentos por provocaciones
recíprocas que obligaron a intervenir a la autoridad pública para situar las
cosas en su punto.
Este aparente panorama de paz y tolerancia para
con los mudéjares no debe hacer olvidar, sin embargo, que, por debajo de los
compromisos continuamente recordados, seguramente por el escaso cumplimiento
por ambas partes, y de la especial consideración real e institucional, la
marginación fue la tónica general del sistema de convivencia, más consentida
que sentida seguramente, sobre todo en aquellos casos de grandes poblaciones en
las que los moros de paz se fueron viendo obligados a recluirse en barrios
extramuros, abandonando sus residencias anteriores, sus mezquitas y negocios
para rehacer la vida en las nuevas morerías cerradas o aisladas por muros y
puertas materiales en unos casos y sicológicas y jurídicas en otros;
construyendo de nuevo las mezquitas, los zocos, las viviendas, los
establecimientos comerciales, obradores y negocios, los baños, las escuelas
coránicas o los cementerios. Es decir, todo un mundo diferente, aparentemente
aislado y cerrado sobre sí mismo por derecho, pero relacionado de hecho con el
exterior cristiano. Situación que se repitió también en donde no llegó a haber
una sola y significada morería, sino varias menores, distanciadas entre sí y
repartidas en el conjunto urbano; así como en los múltiples casos de
aislamiento e intersección entre los cristianos de las villas y aldeas
medievales, donde la agricultura y la ganadería era la principal actividad
común. Eso sí, en las morerías destacadas, supervivientes o de nueva
configuración, se mostraba una topografía y un trazado peculiar, heredero del
urbanismo musulmán precedente, en el que la sinuosidad de las vías, los
adarves, callejones y rincones favorecían la intimidad, mientras que los
espacios abiertos eran escasos y reducidos. Todo ello en beneficio de unas
formas de vida volcadas más al interior de la vivienda que al exterior, en un
discurrir modesto siempre y discretamente oculto a cualquier ostentación. En
las poblaciones con categoría de ciudad y título jurídico reconocido, las
aljamas urbanas no dejaron de ser de realengo, con los correspondientes
beneficios obtenidos por el erario real a través de los ingresos provenientes
de las morerías y por el mayor control de la minoría confesional islámica.
Pero, en muchos casos, dichas rentas de los moros de paz o sarracenos, es decir
mudéjares, se adjudicaban a miembros de la familia real o a otros beneficiados
individuales o colectivos religiosos para su propio beneficio; arrendándose también,
en ocasiones, a particulares con solvencia que adelantaban el importe de la
contribución para que el monarca pudiera disponer del mismo con antelación. De
manera que, sin romper los pactos iniciales ni renunciar el monarca a su
exclusiva tutela eminente sobre los moros vencidos, se permitía una mayor
agilidad tributaria, un mayor conocimiento de la idiosincrasia
islámico-oriental en el superpuesto ámbito cristiano-occidental y una mejor
imbricación social de los mudéjares en la vida cotidiana de las ciudades y los
reinos españoles.
Las morerías se mantuvieron, pues, vinculadas
personalmente a la realeza, aunque rigiéndose por sus ordenamientos regulados
por la aljama o representación legal del conjunto (al igual que el concejo o
ayuntamiento cristiano), con mayor presencia y peso en las grandes
concentraciones urbanas, donde el alamín era el interlocutor autorizado con la
autoridad cristiana correspondiente, con capacidad para negociar y administrar
la morería de su alcance en todo lo relacionado con el interior y el exterior
de la misma, e incluso con capacidad, a veces, para juzgar, con el auxilio de
los adelantados y personas ancianas y experimentadas, utilizando a los sayones
para la ejecución de los mandatos y a los nuncios o mensajeros para trasladar
las quejas o peticiones al monarca. Mientras que para la recaudación y
administración de los ingresos y gastos se contaba con clavarios y tesoreros,
para la responsabilidad religiosa con los alfaquíes o intérpretes de la ley
coránica y para otras acciones con los responsables de los zocos o mercados,
los riegos o los ganados. En definitiva, las aljamas se regían por los
principios coránicos, interpretados por el alfaquí y juzgados por el alcadí o
juez. Al fin y al cabo, la profunda tradición urbana de la civilización
islámica que se implantó en al-Andalus, o Alandalús (la Hispania musulmana),
explica la importancia concedida a las morerías (cerradas por muros, abiertas
en arrabales o entrecruzadas con el conjunto cristiano), que mantuvieron una
autonomía y un peso destacado en el panorama de los reinos en los que tuvieron
mayor presencia. Aunque también algunas morerías rurales tuvieron su interés,
sin responder necesariamente a una topografía diferenciada y comprendiendo más
bien un conjunto humano mudéjar distribuido por el espacio global dirigido y
mediatizado por los cristianos. De manera que, también en algunas villas y
aldeas se conservó la morfología del poblamiento musulmán en arrabales en los
que los moros concentraban y practicaban sus oficios, para su propia demanda y
para la cristiana; agrupaciones, en muchos casos, heredadas directamente de
asentamientos islámicos precedentes, transformados con la presencia de
repobladores cristianos que no llegaron a desplazar en algunos oficios a los
moros, herederos de una tradición que pusieron al servicio de aquéllos sin
apenas reparo y por debajo de leyes, fueros, ordenanzas o reglamentos. La
sociedad mudéjar fue, pues, en realidad, única en su fundamento pero diversa en
su realidad presencial y funcional, respondiendo a un comportamiento común en
el que la herencia islámica, la preserva de su cultura y formas de vida
peculiares, la religiosidad propia y la consideración cristiana constituyeron
la base de su supervivencia. Y esta sociedad plural, o más bien estas
sociedades diversificadas por el territorio peninsular, estuvo representada, a
mayor o menor escala, en las poblaciones de sarracenos, en la individualidad
del campesino o en la colectividad del artesanado urbano; pues, en ambos casos,
se sintieron pertenecientes unos y otros a una comunidad diferenciada que había
pactado con la monarquía las condiciones iniciales de su permanencia y
pervivencia. Así, en la intimidad del creyente aislado o en la colectividad del
integrado en una morería, el moro sometido se encontraba con las raíces de su
sentido vital. Aunque fuera en las concentraciones urbanas especialmente donde
se sintieran con más fuerza los elementos identificadores de la civilización
islámica: las mezquitas, los zocos, los obradores, los baños o los cementerios;
conformando un espacio controlado que no impedía, sin embargo, su relación con
el exterior; en contraste con el medio rural más aislado en el que la presencia
mudéjar no se manifestaba tan recluida y concentrada, dada la estrecha convivencia
aldeana, tanto en el realengo como en el señorío. Las morerías, repartidas
indistintamente por el territorio hispánico de manera desigual, mantuvieron,
por tanto, un componente humano y familiar como base del poblamiento mudéjar,
una configuración urbana en una demarcación concentrada o dispersa y una
organización propia y autónoma que se conservó hasta el final de su existencia
sin apenas cambios sustanciales. Mientras que sus integrantes, los moros o
sarracenos, sobrevivieron entre dos vínculos permanentes que les facilitó la
identificación con una causa común asumida y consentida: el que les hacía
depender directamente del rey y el que les proporcionaba la cohesión de la fe
coránica irrenunciable, sobre la que se fundamentaba la vida, las prácticas religiosas,
el cumplimiento de la ley y las costumbres. Mucho se ha escrito, entre los
estudiosos, sobre el urbanismo islámico en la España musulmana, dado el
esplendor de tantas ciudades bañadas por la cultura y la civilización oriental
a través del Emirato de Córdoba (siglos VIII-XI), el Califato (X-XI) o los
Reinos Taifas (XI-XII) especialmente. Sobre su estructura y topografía se
superpuso la civilización cristiana impuesta por la reconquista y la
repoblación en sus diversas fases, adaptando y transformando la configuración
material de las diversas poblaciones. Pero menos se sabe de las morerías, al
menos comparativamente, que fueron interpuestas en el trazado recompuesto o
excluidas del mismo en arrabales o barrios separados, porque de ellas apenas quedan
restos materiales suficientemente explícitos para su reconstrucción virtual,
por lo que su recomposición es más posible hacerla a través del componente
humano que llenó de vida los recintos. Aún se pueden percibir, no obstante, las
huellas materiales de algunas morerías mudéjares, más o menos desfiguradas, a
lo largo y ancho de la geografía española, especialmente allí donde la
presencia islámica precedente fue mayor; aunque no siempre, porque en algunos
casos las morerías fueron el resultado de la llegada posterior de moros de paz
a nuevas fundaciones o a lugares reconstruidos tras un periodo de abandono o
decadencia. Por lo que resulta más vital llenar esa carencia con la presencia
de los mudéjares a través de su vida cotidiana y de sus manifestaciones públicas
y privadas. A pesar de que el carácter intimista y la celosa privacidad de la
que hicieron gala, dificulta la tarea del acercamiento a los diversos aspectos
de la vida diaria en la casa, el campo, el obrador, la mezquita, la calle, la
plaza, el mercado, la práctica religiosa, la fiesta o el trabajo cotidiano.
Cabe pensar, al respecto, que los moros bajo dominio cristiano mantuvieron sus
tradiciones y prácticas, en la medida de lo posible, después de la conquista y
aun siglos después durante la etapa mudéjar, pues era lo único que les
identificaba como comunidad cohesionada, heredera de un pasado idealizado con
el transcurso del tiempo y a cuya recuperación debieron aspirar en todo
momento; al menos las clases dirigentes y más preparadas que fueron las que
mayor merma sufrieron con el cambio de dominación, pues la mayoría prefirieron
emigrar antes que permanecer en sus lugares habituales. De hecho, mientras el
Islam se mantuvo en las fronteras meridionales de los reinos cristianos durante
los siglos XII y XIII, antes de la expansión castellana por Andalucía y de la
aragonesa por Valencia, la expectativa de volver a la fortaleza y el esplendor
de un Alandalús unido pudo alimentarse con éxito, al menos hasta la reconquista
cristiana de la antigua Bética y del territorio levantino antes de mediados del
siglo XIII; esfumándose después cuando los mudéjares del interior se vieron
alejados de la frontera granadina y tuvieron que resignarse y asumir, por fin,
que su destino estaba definitivamente compartido con quienes habían
interrumpido su proyecto de futuro. Aparte de que, entre los moros resistentes
y residentes no hubo una clase dirigente ilustrada, por el exilio precedente de
la misma en sucesivas oleadas, descapitalizándose intelectualmente las comunidades
musulmanas repartidas por los diversos reinos de las coronas de Castilla y de
Aragón y desaprovechando el enorme caudal acumulado por sus antepasados
islámicos en conocimientos de filosofía, poesía, música, avances científicos y
médicos o desarrollo técnico en general. Y es que, el nivel cultural medio de
los mudéjares en la baja Edad Media fue más bien discreto, al menos en
comparación con la eficiente laboriosidad de la que hicieron gala y que tanto
alabaron quienes conocieron su actividad, aprovechada por ellos mismos y
también por los cristianos. Por lo que las morerías en cuestión redujeron sus
expresiones culturales a lo relacionado, si acaso, con la práctica religiosa y
el aprendizaje y exégesis del texto coránico y de otros libros sagrados del Islam.
Ahora bien, esa decadencia cultural y desentendimiento ilustrado hacia unas
artes y ciencias renovadas, no impidieron que los mudéjares españoles
retuvieran, al menos, una idiosincrasia apenas contaminada que tampoco les
supuso un inconveniente para abrirse al exterior físico y humano con el que
coexistían y trabajaban, se relacionaban y beneficiaban social y
económicamente. Pues, de hecho, tampoco hubo una contaminación inversa por
parte de los cristianos hacia lo musulmán, salvo en detalles esporádicos, más
propios de excentricidades (vestir a la moriega) y modas concretas que de una
voluntad o necesidad de identificación o de aculturación. Lo que no obsta para
valorar las manifestaciones y comportamientos de los moros, tanto en su vida
privada como participando de las conmemoraciones públicas con motivo de
ceremonias que afectaban a la monarquía, principalmente, y en las que aportaban
su propia visión de la fiesta y del espectáculo sin prejuicio alguno, incluso
como músicos y juglares. Los mudéjares conservaron, sobre todo, su personalidad
colectiva y particular en las formas de vestir y alimentarse, de inhumarse y
enterrarse, de concebir la familia y practicar los preceptos religiosos, los
hábitos cotidianos, la percepción del tiempo y de la vida y hasta los contactos
con las otras gentes del libro, es decir, los judíos y los cristianos. Pero,
por encima de todo, quizás el elemento más identificador y en torno al cual
giraba la vida de estos nuevos moros, fue la mezquita. En ella se iniciaron
precisamente los primeros cambios significativos y a veces espectaculares tras
la implantación cristiano-feudal. Porque, al menos en las grandes ciudades, la
mezquita mayor se transformó, a veces lentamente y a veces con gran rapidez, en
catedral consagrada al nuevo culto, sin que necesariamente se cambiara en
principio la espacialidad y materialidad sustancial de la fábrica
arquitectónica precedente románica o gótica. Lo que era un síntoma de las
escasas rupturas producidas en el traspaso de poder de manos islámicas a
cristianas, pese al acelerado proceso de reconstrucción eclesial emprendido en
cuanto a la elección de obispos y restauración de la nueva liturgia romana, que
no se correspondió con la más lenta desfiguración total del espacio
arquitectónico precedente. Este proceso dúplice también se dio en otras
mezquitas menores de los núcleos urbanos, consagradas igualmente como iglesias
sin sufrir un brusco proceso de transformación. De ahí que el arte mudéjar
naciese, precisamente, gracias en parte a esa perduración de elementos formales
y decorativos islámicos, reutilizados sin prejuicio antes de que se borrasen
las huellas iniciales. Y otro tanto sucedió en poblaciones reducidas con sus
mezquitas más modestas, aunque algunas llegaran a tener un valor artístico notable
que se mantuvo aun después de su consagración cristiana. Y en cuanto a la
tolerancia discriminada, los moros siguieron conservando el viernes como día
consagrado al culto semanal principal, aceptándolo las nuevas autoridades
cristianas, a pesar de que ello suponía la interrupción laboral en aquellas
dedicaciones promovidas o aprovechadas por sus convecinos en labores agrícolas
o urbanas. Incluso las sanciones contraídas por quienes transgredían el
precepto del viernes eran controladas en muchos casos por los funcionarios
reales correspondientes, dada la dependencia de las morerías respecto del rey;
al igual que ocurría con otras penalizaciones monetarias en concepto de multa
pecuniaria. Y en cuanto a la prescripción del ramadán, en su dimensión de cumplimiento
de sol a sol y de retraimiento en dedicaciones y labores cotidianas, continuó
sin interrupción como cualquiera otra práctica mayor o menor: la oración varias
veces al día, las limosnas, abluciones, etc. Pervivencias que los textos
conservados y descubiertos hasta la fecha y con carácter religioso en árabe o
aljamía, testimonian hasta el final de la época mudéjar y durante el siglo XVI
ya morisco; siendo textos referidos a la liturgia o al derecho islámico vigente
y refundidos de escritos anteriores según la corriente del pensamiento malikí,
que era la oficial de Alandalús, y refundiciones que se hicieron necesarias
para el mantenimiento del dogma y la moral musulmana que los alfaquíes y ulemas
debían imponer y preservar como signo evidente de la cohesión de la nueva umma
o comunidad islámica mudéjar. Comunidad que se estancó finalmente en su
ritualidad sin apenas renovación, dado que la permisividad y relajación, por un
lado, y la propia tolerancia cristiana, por otro, no estimuló, precisamente,
una apertura ideológica y creativa a los nuevos aires del Islam norteafricano y
asiático. La comunidad mudéjar quedó, pues, aislada en buena parte respecto de
lo religioso y lo cultural, así como desconectada del Islam exterior, volcada
en su privacidad y relaciones con el entorno próximo cristiano y judío, sin
recibir influencias de dirigentes e intelectuales que les visitaran ni enviar a
los suyos a recibir información sobre las corrientes ideológicas orientales,
como había sucedido en la España musulmana durante los siglos de dominio
islámico, cuando los intercambios fueron frecuentes y enriquecedores en un
camino de ida y vuelta. Por lo que dicho aislamiento acabó convirtiendo a los
moros supervivientes en un conjunto social más o menos incardinado en la vida de
los reinos y con mayor afinidad con los otros conjuntos convecinos que con el
resto del Islam, que ya a partir del siglo XIV empezaba a verse amenazado y
sería transformado por los turcos desde el Mediterráneo oriental. No obstante,
las prácticas religiosas continuaron unas pautas comunes y rutinarias, que no
interfirieron las predominantes prácticas cristianas de la mayoría ni las más
introspectivas judías; lo que favoreció la relación interconfesional que apenas
sufrió serias dificultades, salvo en algunos momentos de crisis generalizada o
de exaltación predicadora, o con motivo de la introducción de la Inquisición en
la época de los Reyes Católicos, ya a finales del siglo XV. Sin embargo, y pese
a las dificultades en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, el proceso de
conversión forzada de los mudéjares desde finales de dicho siglo XV, reforzó
las prácticas ocultas como signo de identidad del sentimiento que se les
arrebataba a los moros por obligación; abriéndose con ello otra etapa, ya de
carácter más residual y veladamente resistente que precedió a la definitiva
expulsión de comienzos del siglo XVII por razones de Estado. Ahora bien, junto
a la práctica religiosa como base de cohesión social en la comunidad mudéjar
hispánica, la familia era el otro ámbito, aparte del laboral, en el que se
manifestó su propia concepción y tradición. Por ejemplo, la admisión del
divorcio se justificaba en las leyes musulmanas por diversos motivos, como el
adulterio o la embriaguez, pudiendo repudiar el hombre a la mujer devolviéndole
la dote. Aunque el repudio de la mujer, en cambio, la convertía en objeto de
infamia y alejamiento, pues debía estar siempre bajo la potestad del marido sin
poder repudiarle, lo que era privativo del hombre; y sobre los hijos comunes, en
caso de divorcio prevalecía el derecho del marido a quedarse con la tutela.
Pero, otra peculiaridad contemplada por las leyes islámicas era la posibilidad
de tener varias esposas, aunque en el caso de los mudéjares se vieron obligados
a practicar exclusivamente la monogamia, según las leyes de la mayoría
cristiana dominante; si bien cabe pensar que en este asunto la ambigüedad
interpretativa y practicada no permite asegurar la aceptación de la norma
occidental y su cumplimiento a rajatabla por los moros. También cabe comentar
que, en cuanto al cumplimiento de la moral externa, el adulterio, por ejemplo,
era castigado en la mujer, debiendo probarse por parte del acusador a través de
testigos moros y cristianos, siendo sancionada la culpable con el azotamiento
público y la multa correspondiente. Lo que sucedía igualmente con el embarazo o
alumbramiento de una mujer sin marido reconocido, al ser también un delito
castigado y por el que, a veces, la morería, solidariamente, sufragaba la pena
pecuniaria impuesta al respecto. En cuanto a la alimentación, la prohibición de
algunos bienes de consumo, como la carne de cerdo y sus derivados o el vino,
así como la obligación de comer carne desangrada previamente o adquirida en
carnicerías autorizadas, acaso sea de lo más conocido, aunque poco sabemos del
resto, al igual que de otras cuestiones domésticas e íntimas, salvo en lo que
ha quedado reflejado en testimonios escritos o gráficos, pues en este caso la
contaminación con lo cristiano debió de ser frecuente, y sobre ello se ha
figurado e imaginado más que lo que la realidad gastronómica fue por entonces,
adjudicando a los mudéjares alimentos y preparados como exclusivos cuando se
trataba de elementos comunes. En resumen, entre otras actividades propias del
discurrir de la vida, el nacimiento, el matrimonio, la muerte o las
festividades propias del cumplimiento islámico o ajenas al mismo estaban
igualmente reguladas por las leyes, costumbres y rituales anteriores, siendo
los alfaquíes los intérpretes de la tradición y la ley, y las aljamas las
celosas guardianas del cumplimiento ajustado a los principios. Costumbres y
tradiciones que llamaron la atención a viajeros ilustres, como el alemán
Münzer, que advirtió a finales del medievo cómo «entre todos los pueblos de
España, era el de Aragón el que tenía mayor número de moros, expertos como
labradores y en muchos otros oficios, sometidos a fuertes tributos, laboriosos
y parcos en el comer, de gran complexión, bien proporcionados, sufridos en el
trabajo y diestros en artes; con casas limpias, tiendas y mezquitas», según se
ha indicado ya al principio. Testimonio que corrobora el que, a finales del
siglo XV y comienzos del XVI, en algunos reinos españoles la presencia de los
moros mudéjares fuera todavía destacable, con fisonomía propia y
comportamientos respetables. Los cuales, habiendo llegado a olvidar el árabe
como lengua de comunicación, hablaban y escribían cotidianamente el romance de
la época, respetando la escritura propia en textos jurídicos y litúrgicos,
contratos y compromisos, actas de acuerdos y testimonios de testigos, pudiendo
utilizarse en muchos casos el árabe incluso en los juicios mixtos, tal y como
ya se ha apuntado anteriormente. Y es que, a pesar de la prohibición expresa de
los matrimonios mixtos y de la promiscuidad en las relaciones personales, para
evitar el proselitismo y la contaminación por los cristianos, y a pesar de la
reclusión en barrios y morerías controladas, y hasta por encima de la obligada
conversión como moriscos; los moros de paz, sarracenos o mudéjares, se
implicaron en el discurrir de la vida de los reinos españoles: social,
económica y artísticamente; respetando lo diferente y asumiendo en cada momento
su condición, más o menos tolerada, según los casos, bajo las leyes y fueros
impuestos por los dirigentes cristianos. Por lo que, cuando finalmente fueron
expulsados, a comienzos del siglo XVI, dejaron un vacío tan importante como la
huella de su larga presencia a lo largo de varios siglos, pervivencia de un
mundo islámico en declive y a partir de entonces expatriado en la nostalgia de
Alandalús. Y si de todo ello nos ha quedado las expresiones y muestras
materiales de la época, tanto en el arte como en la literatura aljamiada,
especialmente rica en Aragón, detrás de las mismas sobrevivió el pueblo que las
hizo posibles gracias a su esfuerzo y personalidad propia, que mantuvo hasta el
final, cuando los resistentes tuvieron que hacer el camino de retorno que había
traído a sus antepasados, nueve siglos antes, a España, creando una rica y culta
civilización en la que los mudéjares y moriscos habían sido el final disminuido
física y políticamente, pero con personalidad y presencia notablemente
diferenciada en el conjunto de la Europa cristiano-latina.
LOS
TALLERES DE DECORACIÓN ARQUITECTÓNICA DE LOS SIGLOS X y XI EN EL VALLE DEL EBRO
Y SU REFLEJO EN EL ARTE MUDÉJAR
El propósito de este artículo es presentar los
principales talleres musulmanes de decoración arquitectónica que estuvieron en
activo durante los siglos X y XI en el valle del Ebro, así como analizar la
problemática de sus fuentes de estudio y el proceso de mutación al que se ven
sometidas las formas andalusíes en las primeras obras del arte mudéjar
aragonés. Hasta 1992, año en que se publicó el estudio monográfico de los
restos islámicos de Maleján (Zaragoza), el único monumento importante de época
musulmana que se conocía en Aragón era el palacio de la Aljafería de Zaragoza,
puesto que la historiografía de los siglos XIX y XX no aporta ninguna noticia
de interés para el estudio de otros palacios o mezquitas de época islámica de
esta región. Dicha falta de datos sobre otros conjuntos de decoración parietal
por un lado, y los numerosos descubrimientos que han acompañado a la
restauración del alcázar real de la Aljafería llevada a cabo entre 1947 y 1985
por otro, explican que las primeras manifestaciones del arte mudéjar aragonés
se hayan interpretado habitualmente como una derivación de las formas del
palacio construido a instancias del rey Ahmad al-Muqtadir bi-llah en la vega
del Ebro. Hoy, sin embargo, se sabe que esto no fue siempre así. Entre los
talleres que con cierta personalidad propia trabajaron en el valle del Ebro, y
de los que se tiene noticia, deben citarse como los más importantes los
siguientes: El taller de la mezquita aljama de Huesca, el taller al que
pertenece un tablero hallado en Borja (Zaragoza) y una cenefa descubierta en la
excavación de la Casa de la obra de la catedral de El Salvador de Zaragoza, el
taller de la mezquita aljama de Zaragoza, el taller de la mezquita aljama de
Tudela (Navarra), el taller del palacio de Daroca (Zaragoza), el taller de los
restos de Maleján, el taller de la Aljafería y de la alcazaba de Balaguer
(Lérida), y un último taller que debió estar situado en torno a la región de
Fraga (Huesca), aunque su ubicación exacta se ignora, puesto que lo que
conocemos de él son sus repercusiones posteriores en el arte mudéjar del siglo
XIII. Aparte de estos talleres han sido descubiertos también pequeños restos de
decoración arquitectónica tallada o pintada de muy poca importancia, dado el
estado tan fragmentario en el que han llegado hasta nosotros, en la mezquita
aljama[1] y en los baños públicos de
Barbastro (Huesca)[2],
en el palacio de la Zuda de Zaragoza[3], y en los palacios de
Cella[4] y de Albarracín (localidades
ambas situadas en la provincia de Teruel). Antes de exponer las características
de los principales talleres de la Marca Superior conviene precisar qué es lo
que entendemos por «taller artístico». Utilizamos la palabra «taller artístico»
para designar a aquellos elementos formales que siendo obra de un mismo grupo
de artífices son los más característicos de un determinado monumento. En el
siglo X el desajuste artístico y cronológico existente entre los talleres de la
ciudad de Córdoba y los talleres provinciales era tan grande, que en los mismos
años en los que se tallaron los tableros del «Salón Rico» de Madinat al-Zahra’[5], de la ampliación de
al-Hakam II de la mezquita aljama de Córdoba y del Cortijo del Alcaide (estos
últimos conservados en el Museo Arqueológico de Córdoba)[6], en la Marca Superior
estaban sumamente arraigadas las formas arcaicas propias del siglo octavo y
noveno.
De los talleres con carácter autónomo
existentes en la Marca Superior el más antiguo parece ser el de la mezquita
aljama de Huesca, que debió de estar activo en la segunda mitad del siglo X.
Aunque el interior de la catedral de Huesca no ha sido nunca excavado y por
tanto no se ha podido recuperar todavía ningún resto correspondiente a la
decoración de la mezquita aljama, podemos hacernos cierta idea de cómo era ésta
gracias a una serie de paneles que decoran un púlpito mudéjar de gran interés
sito en el muro sureste de la Sala de la Limosna. La cubierta de madera de esta
dependencia del claustro de la catedral oscense se hundió hace unos años y el
propio púlpito se ha visto afectado por dicho derrumbamiento al ser destruidos
parcialmente dos de los tableros de yeso. Afortunadamente el Archivo Mas,
integrado en el Instituto Amatller de Arte Hispánico de Barcelona, conserva una
fotografía realizada en 1917 de cuando el púlpito se encontraba en perfecto
estado de conservación (fig. 1).
Fig. 1
Originariamente este púlpito mudéjar, que
creemos que fue tallado en el siglo XIV, contaba con cuatro paneles, de los
cuales el menor constituye un detalle a la misma escala de uno de los de mayor
tamaño. La hipótesis de que los paneles del púlpito
oscense sean copias de tableros musulmanes mucho más antiguos se corrobora en
parte por el hecho de que el sentido de la decoración del tablero más
claramente abasí es inverso al original, lo que demuestra que los artistas
mudéjares que lo tallaron ya no estaban familiarizados con la ornamentación del
siglo IX de la ciudad de Samarra (Iraq).
Los modelos musulmanes en los que se inspiraron
los artistas que labraron este púlpito mudéjar de la catedral de Huesca
obedecían a fuentes artísticas muy diferentes. El situado más al Sur —que es el
más interesante del conjunto— reproduce las decoraciones que se encuentran en
todas las salas de la parte central del palacio de Balkuwara en Samarra,
construido y decorado a instancias del califa al-Mutawakkil entre los años 854
y 859.
El segundo panel, situado inmediatamente al
Este del que hemos analizado, se decora con una red de rombos, en el interior
de cada uno de los cuales se inscribe una flor de cuatro pétalos; cada pétalo
tiene tres segmentaciones. Desde el punto de vista formal hay dos elementos que
analizar en este panel la propia red de rombos y el motivo floral.
En cuanto al primero de ellos su origen se
encuentra en el arte sasánida, ya que entre los paneles parietales tallados en
yeso del palacio de Nizamabad (en el Norte de Irán) del siglo VI d. C. existe
uno que presenta una concepción decorativa idéntica a la del púlpito de la Sala
de la Limosna. Esta solución formal del arte sasánida habría llegado a Huesca
habiendo pasado por el filtro del arte omeya, puesto que en dos de los tableros
de los cubos que franquean la puerta de acceso al palacio de al-Qasr al-Hair
al-Garbi (tableros éstos que son de aspecto muy similar entre sí y están
dispuestos uno en cada torreón) se reprodujo una ornamentación en retícula con
motivos florales de aspecto muy semejante al del mencionado panel de Nizamabad.
La utilización en el arte islámico de ritmos
repetitivos de origen sasánida hace su aparición ya en los monumentos de la
primera mitad del siglo VIII, siendo el ejemplo más monumental el de la fachada
del palacio de al-Qasr alMusatta o Msatta (hoy trasladada en su mayor parte al
Museo de Arte Islámico de Berlín).
En contra de lo que podría parecer lógico, la
introducción de las formas arquitectónicas y decorativas sasánidas en el arte
de época omeya no fue aumentando a lo largo de la primera mitad del siglo VIII
de una manera progresiva, sino que el grado de asimilación del arte sasánida
entre los artistas musulmanes variaba según fuera un taller u otro el que
trabajaba en cada monumento.
Así, la presencia de estructuras y formas
sasánidas es a veces muy diferente en monumentos islámicos que son
perfectamente contemporáneos. Los rombos de este segundo tablero del púlpito de
la Sala de la Limosna están definidos por un doble listel que describe un
trazado que no fue bien copiado por los artistas mudéjares, ya que la línea queda
cortada en numerosas ocasiones, lo que nunca hubiera sucedido en un panel de
época musulmana.
Es decir, en el panel del siglo X que se
reprodujo en el púlpito de la Sala de la Limosna o habría una línea continua
que se cerraría en sí misma sin interrumpirse nunca o una sucesión de elementos
decorativos autónomos (perlas, rombos, formas acorazonadas, etc.).
El proceso de progresiva pérdida de calidad de
las producciones mudéjares respecto a las islámicas anteriores al momento de la
Reconquista cristiana es uno de los fenómenos más característicos del arte
mudéjar en Aragón. Las flores insertadas en la red de rombos del panel de
Huesca no son, por el contrario, de tradición sasánida sino de origen
bizantino, ya que en el Museo Arqueológico de Estambul se conserva un pedestal
tallado hacia el año 500 d. C. que está decorado con un total de seis rombos en
cuyo interior se dispuso una flor de cuatro pétalos, con tres segmentaciones en
cada uno de ellos.
En el centro de cada flor del pedestal de
Estambul y del tablero de Huesca hay una pequeña semiesfera convexa. Este tipo
de flor de origen bizantino aparece ya asimilada por el arte musulmán en los
dos paneles de los torreones de acceso del palacio de al-Qasr al-Hair al-Garbi
a los que nos hemos referido, de tal manera que dichos tableros constituyen un
verdadero crisol en el que se amalgaman elementos formales de origen muy
distinto.
Finalmente el tablero situado más al Este (Fig.
3) se decora con un trazado geométrico que está generado a partir del
entrecruzamiento de octógonos en series horizontales y verticales. La
intersección de un octógono con otros cuatro —uno en cada uno de sus lados—
genera al contemplar aisladamente uno de ellos un espacio cuadrado interior
circundado de cuatro hexágonos. Este esquema geométrico es de origen romano y
debió de llegar al arte andalusí habiendo pasado por el filtro del arte
visigodo.
A esta misma conclusión se llega al estudiar un
tablero de decoración arquitectónica musulmán de mármol blanco procedente de
Adra (Almería) que se cree que fue tallado en el siglo noveno o en el siglo
décimo y que se expone actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Este tablero de Adra es un correlato casi exacto del panel de Huesca, puesto
que incluso en los cuadrados internos se intercala la decoración de una flor
con la de un espacio subdividido por sus diagonales en cuatro triángulos, cada
uno de los cuales está ocupado por un pétalo con tres segmentaciones como en el
mencionado panel del púlpito de la Sala de la Limosna.
El segundo taller con personalidad propia al
que querría referirme debió de trabajar en Borja y en Zaragoza en la época de
la Fitna o Guerra Civil, es decir entre los años 1009 y 1031.
En 1996 Isidro Aguilera Aragón encontró en una
escombrera de Borja, sita en el término de la Picadera junto a la carretera de
Fréscano, un relieve tallado en alabastro, del que se desconoce cuál era su
edificio de procedencia[7] (Fig.4).
Éste consta de una serie de zarcillos con un
origen común, que se unen y se separan formando elipsoides creados por los
propios tallos. En conjunto este tablero de Borja es casi idéntico al situado
en el interior del mihrab de la mezquita aljama de Kairuán (Túnez) en el
extremo derecho de la fila horizontal superior, que fue tallado en el año
862-863.
Sin embargo, el tablero de Borja, pese a su
aspecto similar, pudo ser tallado en una fecha bastante diferente, ya que los
motivos vegetales del relieve de Borja son casi iguales a los de una estrecha
cenefa encontrada por José Francisco Casabona Sebastián en la Casa de la obra
de la catedral de El Salvador de Zaragoza[8] y que por tanto muy probablemente pertenece a
la ampliación de la mezquita aljama de dicha ciudad llevada a cabo entre los
años 1018 y 1021/1022 en época de Mundir I.
Tras el análisis de estos dos primeros talleres
artísticos, el de Huesca y el de Borja, que son independientes entre sí y en
los que debieron trabajar artistas distintos, el tercer taller por orden
cronológico que debe mencionarse es el de la tercera ampliación de la mezquita
aljama de Zaragoza[9]
llevada a cabo en época de Mundir I.
A juzgar por el análisis del alminar de dicha
sala de oración y por un interesante fragmento de decoración encontrado en la
excavación dirigida por José Antonio Hernández Vera y que pertenece al tercer
orden de un sistema de arcos entrecruzados (concretamente al lugar en el que un
arco de cinco lóbulos se superpone sobre otro en forma de herradura que
integraba el segundo orden en el que arcos ultrasemicirculares se entrecruzaban
con otros lobulados de igual aspecto que los superiores) la ampliación de
Mundir I era una réplica bastante fiel de la fase del califa alHakam II de la
Gran Mezquita de Córdoba.
Ahora bien, debe advertirse que en Zaragoza
existe un desajuste entre el trabajo del arquitecto que proyectó la planta y el
alzado de esta tercera ampliación, y los artistas locales que tallaron los
elementos ornamentales.
Si comparamos los dos arcos de herradura ciegos
de las puertas del lado oriental de la mezquita aljama de Córdoba, muy
restauradas en 1908, (Fig. 5) y los del frente norte del alminar de la tercera
ampliación de la sala de oración de Zaragoza de Mundir I (Fig. 6) llegaremos a
la conclusión de que es el mismo esquema el que se empleó en uno y otro
monumento. Además, en Zaragoza hay otros dos elementos muy característicos de
la composición arquitectónica de Madinat al-Zahra’: El primero es la cenefa
dispuesta sobre los arcos geminados e inscrita dentro del marco exterior
cuadrado. Esta cenefa es conocida técnicamente como el «tarjetón». Y el segundo
es la ornamentación del frente que queda por debajo de la imposta mediante dos
paneles verticales independientes de ornamentación vegetal.
Sin embargo, si analizamos en detalle la
decoración de Madinat al-Zahra’ y la del alminar de la mezquita mayor de
Zaragoza llegaremos a la conclusión de que ambas son muy diferentes entre sí,
ya que mientras el «tarjetón» de la fachada de la casa de Ya’far en Madinat
al-Zahra’ se ornamenta con una decoración vegetal continua, en Zaragoza el
«tarjetón» se decora mediante la yuxtaposición de pequeñas unidades decorativas
autónomas entre sí.
La decoración de este «tarjetón» del alminar de
Zaragoza recuerda lejanamente el registro de la fachada de la mezquita de las
Tres Puertas de Kairuán que está integrado por placas independientes dispuestas
de tal manera que a una con elementos vegetales le sucede otra con círculos
creando un ritmo compositivo similar al del minarete de la sala de oración de
la ciudad de la vega del Ebro. Dichas placas de la mezquita de las Tres Puertas
fueron talladas según consta en la inscripción fundacional de esta sala de
oración en el año 866, y por tanto son bastante más antiguas que las que
decoraron el minarete construido a instancias de Mundir I. Así pues, y si
trascendemos de un análisis meramente epidérmico y formal de los elementos que
nos han llegado de la ampliación de la mezquita aljama de Zaragoza de los años
1018 a 1021/1022 llegaremos a la conclusión de que en este taller artístico
predominaban las formas arcaicas.
La influencia del arte visigodo y del arte
prerrománico cristiano del siglo X es muy nítida en una serie de motivos en
forma de rosetas hexapétalas y hélices curvas que aparecen en modillones en
forma de cartabón. Por el contrario, las formas del arte omeya de la primera
mitad del siglo VIII perviven con toda nitidez en un medallón perteneciente a
este mismo taller de la mezquita aljama de Zaragoza que trabajó entre los años
1018 a 1021/1022. Este medallón debió de pertenecer a la albanega existente
entre dos arcos de un segundo orden de una arquería, puesto que en el extremo
inferior derecho se observan restos del extradós de uno de dichos arcos. El
aspecto de este medallón cuando se conservaba íntegro ha sido reconstituido
gráficamente por José Antonio Hernández Vera en el dibujo que se publica en
este artículo y que no deja ninguna duda
sobre la semejanza existente entre dicho elemento decorativo y otro medallón
prácticamente idéntico que pertenece al palacio de alQasr al-Hair al-Garbi,
erigido en Siria a instancias del califa Hisam I hacia el año 727. La
construcción del alminar de la mezquita aljama de Zaragoza, que subsistió hasta
el año 1681, debió de causar una gran impresión en toda su contornada, puesto
que de él se hizo una réplica en el campanario mudéjar de la iglesia de Nuestra
Señora de los Ángeles de Longares (Zaragoza). En la torre mudéjar de Longares
se imitaron los dos elementos más característicos del alminar construido en
época de Mundir I: Una ventana geminada de arcos ciegos en cada una de sus
cuatro caras y un gran marco alrededor profusamente decorado. Esta imitación
debe ser tan fiel al original que los alarifes que la llevaron a cabo hicieron
algo que es incomprensible como fue el construir un campanario que carece de
vanos en que poder alojar las campanas. Esta circunstancia debía solventarse,
en un primer momento, disponiendo dichas campanas en la terraza, tal como se
puede ver todavía en la torre septentrional que flanquea el ábside de la
catedral gótica de Santa Eulalia de Barcelona, y poco tiempo después, abriendo
boquetes y vanos más o menos informes en las paredes de la torre para emplazar
allí las campanas.
La razón de que el campanario de la iglesia de
Longares se concibiera como una imitación del alminar de la mezquita aljama de
Zaragoza es que la localidad de Longares estaba estrechamente vinculada a la de
Zaragoza, puesto que el lugar de Longares había sido adquirido con anterioridad
a 1305 por el Consejo de Zaragoza para que sus rentas quedaran adscritas a las
obras de mantenimiento y mejora del puente existente en esta última ciudad
sobre el río Ebro[10]. Del estudio de la torre
mudéjar de Longares se desprenden dos importantes conclusiones: La primera es
que el modelo islámico había sido sometido a un proceso de grandes
transformaciones en la réplica mudéjar. Y la segunda es que el estudio del arte
mudéjar aragonés puede coadyuvar como ya vimos en el ejemplo del púlpito de la
Sala de la Limosna de Huesca a comprender y conocer mejor el arte musulmán del
valle del Ebro. Así, el campanario de Longares ayuda a imaginarnos cómo pudo
ser el alminar de época de Mundir I.
Todo hace pensar que el minarete de la sala de
oración de Zaragoza sólo tenía un gran marco con una ventana geminada por cada
cara y no dos marcos por cada cara, algo que ya se puso de relieve cuando en la
excavación dirigida por José Antonio Hernández Vera en la mezquita aljama de
Zaragoza se constató que el riwaq septentrional de la mezquita, que era
preexistente al alminar, quedaba adosado al frente norte del minarete y por
tanto ocultaba cualquier elemento decorativo que hubiera podido existir en esta
zona. Y en segundo lugar la comparación entre la torre mudéjar de Longares y el
alminar de la mezquita aljama de Zaragoza apoya la hipótesis de que sobre el
marco rectangular de cada cara debía existir un paramento liso de sillería sin
decoración, puesto que así sucede en dicho campanario mudéjar y en el alminar de
la primera mitad del siglo XII del ribat de la localidad de Mulay ‘Abd Allah
(lugar conocido antiguamente como Tit, en Marruecos). En el alminar de Mulay
‘Abd Allah, como en el de Zaragoza, existe un marco dispuesto a la misma altura
en cada una de sus caras. Los marcos de las caras noroeste y sureste acogen
cada uno de ellos dos arcos túmidos inscritos en sendos arcos de cinco lóbulos
y los de las caras noreste y suroeste un arco túmido inscrito en un arco cobijo
en forma de arco de lambrequines. El hecho de que en la torre de la iglesia
parroquial de Longares se reprodujera el aspecto del exterior del alminar de la
mezquita aljama de Zaragoza cohonesta con que en el interior del campanario
mudéjar de la colegiata de Santa María de Daroca se adoptara la estructura de
un machón central cuadrado macizo en torno al cual discurre la escalera. Esta
estructura de machón central circundado por la caja de escaleras era la más
habitual en los alminares construidos durante los siglos X y XI, y
probablemente fue la que poseyó el minarete del siglo XI de la mezquita de los
viernes de Zaragoza puesto que es la más racional entre las utilizadas en los
alminares musulmanes construidos en torno al año mil. Así pues, la estructura
interna del campanario de la colegiata de Daroca es una transposición a las
técnicas del arte mudéjar aragonés de la estructura de un alminar musulmán de
piedra de los siglos X u XI; de tal manera que la parte visible de la torre de
Daroca a lo que más recuerda (sin constituir una réplica) es a la estructura
del alminar erigido a instancias de ‘Abd al-Rahman III en la mezquita aljama de
Córdoba. El que el campanario de Daroca guarde especiales similitudes con el
gran minarete de Córdoba se debe más que nada a los escasos restos de alminares
que se conservan del siglo XI, puesto que desde luego lo lógico es que el
interior de la torre darocense imite la estructura de algún alminar erigido en
la vega del Ebro entre los años 950 y 1100. Éste es un hecho de importantes
consecuencias para el estudio de las aportaciones estructurales prealmohades al
arte mudéjar aragonés. Félix Hernández Giménez, en su condición de arquitecto
conservador de la sexta zona del Patrimonio Artístico Nacional, pudo explorar
la planta baja y la tercera y cuarta ida de la escalera del alminar del califa
‘Abd al-Rahman III[11], puesto que entre la
planta baja y la tercera ida de la escalera hay una zona de dicho minarete que
está macizada; trabajo este último que se llevó a cabo probablemente en época
del arquitecto Hernán Ruiz III (1534-1606) con el fin de crear una base más
sólida para el actual campanario de la catedral. Con el término técnico «ida»
don Félix entendía una vuelta completa de cada una de las dos cajas de
escaleras desde su punto de partida en el centro de la cara sur.
La zona explorada por Félix Hernández que se
conserva en mejor estado es la de la tercera vuelta completa de la caja de
escaleras occidental de los dos que tiene el alminar de la Gran Mezquita de
Córdoba. En la tercera ida de la escalera occidental se puede apreciar cómo la
caja de escaleras está compartimentada mediante arcos de herradura sobre los
que se apoyan falsas bóvedas constituidas por sillares que apean sus extremos
en los muros este y oeste de la caja de escalera de esas idas y que avanzan en
voladizo hacia el lado Sur.
En la mayoría de los casos cada tramo se cubre
con cinco sillares que se disponen extraplomados de una manera escalonada. Por
debajo de este sistema efectivo de cubrición se dispusieron bóvedas de aparente
cobertura con una sección ligeramente ultrasemicircular ornamentadas con
decoración geométrica en la zona de la bóveda y ornamentación vegetal en las
lunetas, de tal manera que cada tramo contaba con dos falsas bóvedas
yuxtapuestas a una misma altura y siguiendo un mismo eje. Félix Hernández ya
llamó la atención sobre el hecho de que este sistema de cubrición había sido
imitado en la torre de El Carpio, localidad situada a 30 kilómetros al Noreste
de Córdoba y en esta misma provincia, y en el campanario de la iglesia de
Santiago del Arrabal en la propia ciudad de Córdoba, sin embargo, en ambas
torres cada uno de los tramos se cubre con una bóveda de arista y por tanto no
con este sistema tan peculiar de sillares en voladizo del alminar de ‘Abd
al-Rahman III que sí que se imitó trasladado al ladrillo en el campanario
mudéjar de Daroca.
De esta torre de ladrillo de la provincia de
Zaragoza, que es de gran interés, en realidad sólo se conoce el aspecto interno
puesto que al exterior fue forrada por otra de piedra sillar en 1441 con el fin
de poder recrecerla y dotarla de un cuerpo de campanas.
El campanario de Daroca presenta tres
semejanzas con el alminar de la mezquita aljama de Córdoba:
·
1ª
Posee un machón central macizo.
·
2ª
Las idas de la escalera están compartimentadas mediante arcos construidos por
aproximación de hiladas. Los arcos construidos mediante un sistema de
aproximación de hiladas en ningún caso pueden ser considerados como arcos
góticos puesto que un ejemplo muy antiguo y obvio de dos arcos ciegos
concebidos mediante aproximación de hiladas se encuentra en la parte inferior
de los extremos laterales de la Puerta de los Ministros (Bab al-Wuzara) de la
mezquita aljama de Córdoba de época de ‘Abd al-Rahman I, construida en el año
786-787.
·
Y
3ª Los tramos de dicha torre cuentan con un sistema de cubrición mediante
ladrillos dispuestos en voladizo similar al del minarete de ‘Abd al-Rahman III.
A este respecto, la comparación entre el interior de la torre mudéjar de Daroca
y la cuarta ida de la caja de escaleras oriental vista hacia el Este del
alminar de la mezquita aljama de Córdoba no puede ser más reveladora. Si bien
en los campanarios mudéjares de Longares y de Daroca hemos visto la plasmación
arquitectónica del modelo de alminar de la época de la Fitna o Guerra Civil
traducido al modo de hacer mudéjar, los alarifes que erigieron las torres de la
iglesia de Santa María de Ateca y de San Andrés de Calatayud (ambas en la
provincia de Zaragoza) tomaron como modelo un tipo de alminar completamente
diferente del esquema decorativo de minarete del califato cordobés y que
obedecía muy por el contrario a los modelos de alminares existentes en el Norte
de África y en el Egipto fatimí a comienzos del siglo XI. El campanario de la
iglesia de San Andrés de Calatayud cuenta con dos fases claramente
diferenciadas: Los dos primeros cuerpos fueron construidos en la segunda mitad
del siglo XIV mientras que el cuerpo de campanas empezó a erigirse en 1508.
Esta adición se debe a que la torre mudéjar de
San Andrés de Calatayud había sido concebida como un alminar, es decir del
mismo modo que sucede en la parroquial de Longares sin cuerpo de campanas,
razón por la cual no satisfacía en absoluto las necesidades propias de un
campanario. Al comparar la torre de San Andrés de Calatayud con los dos
minaretes de la mezquita erigida a instancias del califa al-Hakim en El Cairo
observamos semejanzas tanto en elementos generales de composición como en
detalles muy concretos que vinculan estrechamente a ambos monumentos. La
disposición de los elementos decorativos de la torre bilbilitana en bandas
horizontales es completamente ajena a la desnudez ornamental de los alminares
cordobeses y es coherente por el contrario con los alminares fatimíes de la
mezquita del califa al-Hakim. En ambos edificios los vanos se abren en el eje
central de la torre y los medallones y las ventanas en forma de saetera se
disponen siempre entre dos frisos decorativos.
En Calatayud como en El Cairo el sentido
ascensional de la torre queda contrarrestado por un gran número de molduras y
estrechos frisos decorativos dispuestos de manera horizontal y con una aparente
arbitrariedad. Pero no solamente aspectos generales si no también detalles muy
concretos de los alminares de la mezquita de al-Hakim de El Cairo vuelven a
encontrarse en Calatayud, así dos de los medallones fatimíes cuentan con
réplicas casi idénticas en la torre mudéjar de San Andrés[12]. Tras analizar los
talleres artísticos de la mezquita aljama de Huesca, de Borja, y de la mezquita
aljama de Zaragoza vamos a referirnos brevemente al taller de la mezquita
aljama de Tudela (Navarra)[13]. A juzgar por las
características arquitectónicas de las mezquitas aljamas de Zaragoza y de
Tudela, por sus elementos decorativos y por la aparición en la ciudad navarra
de dos inscripciones de los siglos IX y XI, ambos edificios siguieron una vida
paralela, ya que la primera ampliación de la sala de oraciones de Zaragoza de
los años 856-857 de época de Musa ibn Musa coincide con la construcción del
primer oratorio de Tudela y la tercera ampliación de Zaragoza de 1018 a
1021/1022 de época de Mundir I con la primera de Tudela. Sin embargo, aun
siendo esto así, en la ampliación del siglo XI de la mezquita aljama de Tudela
trabajó un taller de artistas diferente del de Zaragoza que nos ha dejado una
bellísima colección de canes de ejecución mucho más cuidada que los de la
ciudad aragonesa, que resultan ser bastante toscos. Aunque muchos elementos de
Tudela son muy parecidos a los existentes en Madinat al-Zahra’ se observan en
Tudela indicios que demuestran una cronología algo posterior, como es la
aparición de motivos nuevos, la unión de unas palmetas con otras mediante la
prolongación de los tallos, la decoración costal de los canes, la sustitución
en éstos de los típicos rollos califales por decoraciones vegetales, la
proliferación de las palmetas que en ocasiones llegan a ser el único elemento
vegetal existente frente a lo que pasaba en los tableros del «Salón Rico» donde
éstas eran todavía poco frecuentes, o la unión de las prolongaciones de los
motivos vegetales integrados por una base con doble gota que es poco habitual
en el «Salón Rico». Una muestra especialmente evidente del carácter provinciano
de los canes tudelanos es que sus rollos o ganchos se presentan en ocasiones
completamente independizados, sin un tallo vegetal común, lo que nunca sucede
ni en Córdoba ni posteriormente en el palacio de la Aljafería de Zaragoza.
Aunque los materiales procedentes de la
mezquita aljama de Tudela son sin duda obras pertenecientes a un taller
provincial, poseen en ocasiones soluciones sumamente bellas, sólo propias de
las grandes obras, como es el caso de la decoración lateral del can que se
reproduce en este artículo en el que el único tallo existente se entrelaza
consigo mismo dando origen a numerosas palmetas. Además estos canes de Tudela
presentan soluciones muy originales y creativas como es el hecho de que buena
parte del can volaba sobre la vertical de los muros perimetrales de la
mezquita, ya que en algunos canes la parte inferior está también tallada y por
tanto concebida para ser vista, tal como sucede por ejemplo en este mismo can
recuperado en la excavación dirigida por Luis Navas Cámara y Begoña Martínez
Aranaz en el año 1993 y que me parece el más hermoso de toda la colección.
Curiosamente si bien en Tudela parece ser que
sólo estaban tallados los canes, debiendo de estar las tabicas y las cobijas
ornamentadas con decoración pintada, en el palacio musulmán de Daroca pasa todo
lo contrario ya que casi todos los restos de decoración arquitectónica hallados
hasta ahora pertenecen a tabicas y a cobijas, jugando en este último monumento
los canes (de los que se conservan algunos que se caracterizan por estar muy
poco decorados) un papel secundario. Lo conocido hasta ahora es un pequeño
conjunto de una decena de fragmentos pertenecientes en su mayor parte a un
alero exterior. Estas yeserías fueron encontradas en el año 1984 en la
excavación llevada a cabo en el Castillo Mayor de esta localidad bajo la
dirección de José Luis Corral Lafuente[14].
Todos los fragmentos de cobijas descubiertos en
Daroca son similares entre sí y pertenecen a un único tipo de cobija que sin
llegar a ser idéntico, guarda relación con uno de los modelos existentes en el
palacio de la Aljafería de Zaragoza. Sin embargo, en el palacio hudí de la vega
del Ebro no existe nada comparable con las tabicas del castillo de Daroca.
Entre las tabicas descubiertas en Daroca hay dos tipos distintos: En el primer
tipo, que es aquél del que se ha conservado un ejemplar casi íntegro, cuatro
palmetas completan un tallo central que termina en su parte superior en una
piña y en su parte inferior en un fruto en forma de rombo. Estas tabicas se
alternaban con otras, de las que sólo se conservan pequeños fragmentos, en las
que en la parte inferior existen dos piñas en torno a un tallo central que
termina igualmente en su parte inferior en un fruto en forma de rombo.
Estos frutos en forma de rombo en los que
terminan los tallos de las tabicas por su parte inferior parecen un verdadero
leitmotiv de las decoraciones de Daroca y son muy similares al motivo designado
con el nº 1000 que aparece en el panel nº 23 de la sistematización que
Christian Ewert ha hecho de los tableros del «Salón Rico» de Madinat al-Zahra’.
Debe resaltarse como un dato importante que ni
este tipo de composiciones de las tabicas ni algunos motivos vegetales
presentes en ellas (como estos frutos en forma de rombo) están presentes nunca
en el palacio de la Aljafería, lo que nos hace pensar que este grupo de
artistas que trabajó en Daroca poseía un cierto carácter autónomo frente al
taller de dicho palacio hudí. Esto mismo sucede con los restos de Maleján, que
aunque presentan elementos comunes con los de la decoración del palacio de la
Aljafería, son obra de un taller de artistas diferente al que trabajó en la
residencia áulica de Zaragoza.
En la localidad de Maleján, debió de existir en
la primera mitad del siglo XI una almunia dependiente de la ciudad de Borja, ya
que Maleján se encuentra a unos 1.500 metros de Borja. Por eso aunque esta
almunia generó en los siglos siguientes una pequeña localidad, que hoy cuenta
con un término municipal propio, que incluye únicamente lo que es el casco
urbano, estos restos deben de entenderse como pertenecientes a la ciudad de
Borja. Estos restos de Maleján se conocen solamente por fotografías antiguas,
puesto que el propietario de la casa donde se encontraban los destruyó
repicándolos porque le molestaban las visitas de los curiosos e investigadores
que acudían a su casa a verlos y a estudiarlos. Lo que se ha podido
reconstituir gráficamente a partir de las fotografías existentes es un arco de
gran tamaño, que debía dar acceso a un oratorio, puesto que está dispuesto
hacia el Sureste. En este arco son muy nítidas las influencias abasíes y
fatimíes que se manifiestan en los siguientes detalles formales:
·
1º
Que la decoración de la albanega, que se realizó valiéndose de un molde de
madera, presenta una red de pámpanos de vid sumamente homogénea en la que todos
los espacios definidos por los tallos son regulares e idénticos. Esta solución
formal tiene su origen remoto en los capiteles sasánidas del palacio de
Nizamabad[15]
y un precedente inmediato en uno de los paneles de la decoración de la mezquita
de alAzhar de El Cairo, construida y decorada en su etapa fundacional entre los
años 970 y 972.
·
2º
En la banda lateral los elementos vegetales forman círculos creados por
palmetas unilaterales cuyas hojas digitadas se encuentran en el lado de la
izquierda en la media circunferencia inferior y en el lado de la derecha en la
media circunferencia superior, tal como sucede en el azulejo de la fachada del
mihrab de la mezquita aljama de Kairuán designado por Christian Ewert con el nº
073.
·
3º
En la banda lateral los círculos creados por elementos vegetales se
interseccionan con rombos formando una malla geométrica muy similar a la de un
intradós de la mezquita de Ibn Tulun en al-Qatai (localidad hoy absorbida por
el área urbana de El Cairo).
·
Y
4º Por debajo de su línea de impostas se tallaron dos arcos ciegos de herradura
en el frente de cada jamba, es decir en total cuatro arcos de herradura
anudados en la zona de la clave y en los extremos, en una disposición muy
similar a la de los cuatro arcos túmidos existentes en la fachada de la
mezquita del califa al-Hakim en El Cairo, que ha sido restaurada en estos
últimos años tras eliminar un edificio adosado que en gran parte la ocultaba.
Debido a que las decoraciones de Maleján, al
ser mucho más sencillas que las de la Aljafería, podían ser imitadas por los
alarifes mudéjares con mayor facilidad y a que son al menos en parte vaciados
obtenidos mediante moldes de madera, en numerosos edificios aragoneses se
reprodujeron elementos formales de este arco monumental del Campo de Borja que
no están presentes en ningún otro taller musulmán de la vega del Ebro.
Los yeseros que trabajaron en la iglesia de San
Juan Bautista de Alberite de San Juan (Zaragoza) tallaron dos paneles que se
situaron en la luz de los arcos de la cara externa de la ventana central del
ábside que se inspiraron en el arco de Maleján. El más meridional reproduce
casi con total exactitud una de las series verticales de elipses que formaban
los tallos de la albanega del arco, mientras que el más septentrional reproduce
la dovela más próxima a la línea de impostas del lado izquierdo según se mira
(lado noreste) de dicho arco. Del mismo modo varios de los paneles del interior
del ábside de la iglesia de Santa María de la Huerta de Magallón (Zaragoza) que
representan una pareja de palmetas circundadas por sendos tallos se inspiraron
en otra de las dovelas del arco de Maleján.
Es interesante anotar que en ambos casos las
dovelas que se reprodujeron son las más próximas a la línea de impostas y por
tanto las más expuestas a la vista del espectador. No menos característica y
singular que la albanega del arco de Maleján es la ubicación bajo la línea de
impostas de cuatro pequeños arcos ciegos que poseían en su interior una
estrella de seis puntas adaptada a un círculo. Este tipo de medallón fue muy
utilizado en el arte mudéjar aragonés, encontrándolo en una celosía del
claustro y en los ventanales de la nave central de la iglesia del monasterio de
Nuestra Señora de Rueda de Ebro, en un óculo de la iglesia de las Santas Justa
y Rufina de Maluenda, en una decoración en agramilado del coro alto de la
iglesia de Santa Tecla de Cervera de la Cañada y en una pintura sita en una de
las bóvedas de la segunda planta (correspondiente al tercer nivel) de la Torre
de El Trovador de la Aljafería (monumentos todos estos en la provincia de
Zaragoza).
También es interesante llamar la atención sobre
el hecho de que la disposición de uno o dos vanos ciegos debajo de la línea de
impostas del arco de Maleján (evidente derivación de los existentes en las
puertas monumentales de la mezquita aljama de Mahdiyya, en Túnez, y del califa
al-Hakim en El Cairo, ambas de época fatimí) fue imitada en la torre de la
iglesia de Santa María Magdalena de Tarazona y en la torre del convento de la
Concepción en esta misma ciudad del vega del río Queiles. Además en los años
1994 y 1995 en el exterior del recinto monástico de Rueda de Ebro al hacerse
una zanja para la instalación del hilo telefónico se descubrieron en una
escombrera una serie de fragmentos de yesería del siglo XIV que presentaban
soluciones formales idénticas a las de las bandas extremas del arco de Maleján.
Estas yeserías debieron de ser arrancadas de su lugar original y arrojadas a
esta escombrera en los trabajos de restauración que se llevaron a cabo en la
iglesia de este monasterio cisterciense entre 1970 y 1980. Sin ninguna duda el
taller artístico más importante de los siglos X y XI en la Marca Superior fue
el «taller del palacio de la Aljafería de Zaragoza y de la alcazaba de
Balaguer», así llamado puesto que fueron los mismos artistas los que decoraron
entre 1046-1047 y 1081-1082 estas dos residencias áulicas de Ahmad al-Muqtadir
bi-llah y de su hermano Yusuf al-Muzaffar respectivamente[16].
Por esta razón Christian Ewert ha calificado a
ambos monumentos de «palacios gemelos». Además a esta circunstancia de ser
decorados por los mismos artistas hay que añadir que no se conoce ninguna otro
edificio regio o sacro en el que trabajara este mismo taller y por tanto que
presente semejante identidad de formas. Una de las pruebas que existen de que
fueron los mismos artistas los que decoraron al unísono los palacios de ambos
hermanos (unas veces fraternales aliados y otras acérrimos enemigos) es que
tanto en la Aljafería como en la alcazaba de Balaguer aparecen en su decoración
pictórica y en su decoración parietal una serie de elementos vegetales muy
complejos morfológicamente y muy singulares que sólo fueron empleados en el
siglo XI en estos dos palacios. El origen de estos elementos vegetales tan característicos
y únicos es sumamente concreto, dos tableros tallados hacia el año 960 en
Madinat al-Zahra’ para revestir las jambas de la puerta de una de las tres
saletas del baño de ‘Abd al-Rahman III anexo al «Salón Rico» que carecían de
bañera[17].
Estas dos jambas gemelas fueron realizadas sin
duda alguna por el mismo artista y además estos motivos morfológicamente tan
complejos tampoco han sido encontrados en ningún otro lugar de Madinat
al-Zahra’. Es innecesario, e imposible en el estrecho margen de este artículo
tan breve, ponderar una vez más la importancia del grupo de artistas que rodeó
al rey Ahmad al-Muqtadir en Zaragoza y al rey Yusuf al-Muzaffar en Balaguer,
así como su repercusión por un lado en el arte almorávide y almohade del
Magreb, y por otro en el arte mudéjar aragonés. Sólo citaré dos ejemplos: En el
Museo del Batha de Fez (Marruecos) se conserva con el nº de registro 45.41 una
viga almorávide tallada hacia 1130 en uno de cuyos detalles se observa un
sistema de arcos mixtilíneos y lobulados entrecruzados que es la lógica
evolución formal de los sistemas de arcos entrecruzados integrados por arcos
mixtilíneos y túmidos que se disponían encima de las puertas de las alhanías
del Salón Dorado de la Aljafería[18]. Del mismo modo en una
ventana mudéjar del siglo XIV perteneciente al palacio de Pedro IV de la Corona
de Aragón en la Aljafería se reprodujo muy fielmente un detalle de la
decoración vegetal de la arquería de tres órdenes por la que se accede al
tercio central del palacio islámico desde el Este (la arquería N9W de la
sistematización de Christian Ewert)[19]. El canto del cisne, el
canto más bello, del arte islámico de la Marca Superior se debió de poder
escuchar durante la primera mitad del siglo XII en la región de Fraga y de
Lérida que no pasó a poder cristiano hasta el año 1149.
El único resto islámico de decoración
arquitectónica que se conoce de esta época es un pequeño fragmento de yesería
perteneciente al palacio de Fraga[20], pero sin embargo, este
momento de gran brillantez para el arte andalusí se reflejó en una obra
extraordinaria del arte mudéjar aragonés temprano: La techumbre de la Sala
Capitular del monasterio de Sijena (Huesca)[21]. Dicha armadura
desapareció pasto de las llamas en el incendio que asoló dicha estancia en
1936, pero de ella se conservan antiguas fotografías en blanco y negro, y una
vista general y algunos detalles pintados en acuarela por el artista oscense
Valentín Carderera.
Los trazados geométricos existentes en los
taujeles y en las jácenas de dicha techumbre armada hacia 1210 están
directamente relacionados con las soluciones utilizadas en los palacios
islámicos de la Aljafería de Zaragoza y de la alcazaba de Balaguer. En Sijena,
sin embargo, estos esquemas geométricos se encuentran siempre más evolucionados
y adquieren una mayor complejidad que en Zaragoza y en Balaguer, lo que nos
hace pensar que se utilizó en dicha sala capitular un repertorio geométrico
propio de un taller autónomo de la región de Fraga y de Lérida formalmente más
evolucionado que el de la Aljafería y la alcazaba de Balaguer.
Estos elementos característicos y de mayor
complejidad que los de la Aljafería y la alcazaba de Balaguer son los
siguientes: El primero que los taujeles de Sijena presentan enormes estrellas,
sumamente complejas, que no están presentes nunca ni en el palacio de la
Aljafería ni en la alcazaba de Balaguer. El segundo que en dichos taujeles
estaba solamente presente la red geométrica pero nunca las decoraciones
vegetales que siempre la acompañaban en la Aljafería y en Balaguer. Y el
tercero que en los taujeles de Sijena las formas geométricas se descomponen de
tal manera que generan como resultado un verdadero calidoscopio en el que tan
apenas es reconocible la «base geométrica invisible». Esta desintegración de
las figuras geométricas había dado sus primeros pasos en el palacio de la
Aljafería como puede verse en la decoración pintada de algunos intradoses de la
arquería superior del oratorio, pero se desarrolló muchísimo más en la
techumbre de la Sala Capitular de Sijena, como se demuestra al comparar una
celosía del palacio hudí (hoy conservada con el nº de inventario 34598 en el
Área de Reserva del Museo de Zaragoza) con el taujel designado con el n.º 10 en
la sistematización de Bernabé Cabañero. En conclusión, a lo largo de este
artículo he pretendido llamar la atención sobre la pluralidad y la riqueza de
las manifestaciones islámicas de los siglos X, XI y XII en la Marca Superior
que comporta la existencia de distintos y numerosos talleres artísticos.
Solamente al estudiar con todo detenimiento estos talleres, que crean un «fondo
de contraste», nos damos cuenta de que monumentos como el palacio de la
Aljafería o la techumbre de la Sala Capitular del monasterio de Sijena
constituyen verdaderas obras maestras.
LA
ARQUITECTURA MUDÉJAR Y LOS SISTEMAS CONSTRUCTIVOS EN LOS REINOS DE LEÓN Y
CASTILLA EN TORNO A 1200
No parece una buena señal comenzar la
participación en estas jornadas matizando conceptos y precisando enunciados; no
obstante parece pertinente establecer unas mínimas reglas de juego para
responsabilizare de la tesis que se defenderá en este trabajo: que el arte
mudéjar se precisa conceptualmente en el contexto de los procesos estéticos que
se produjeron en torno a 1200 en los territorios de la Corona de Castilla.
El marco cronológico propuesto, «1200», no contiene un discurso
conceptual ni define objetivos concretos; en realidad hace referencia a un arco
temporal que comprende todo un siglo; es el tiempo que transcurre entre 1157,
momento en el que muere Alfonso VII y divide el reino entre sus hijos Fernando
II de León y Sancho III de Castilla, y 1252, fecha de la muerte de Fernando
III, reunificador del reino y referencia de un tiempo en el que se produjo una
singular crisis creadora en las artes de excepcional importancia en la cultura
hispana.
El Tudense compuso un precioso cántico en el
que definía la primera mitad del siglo XIII como una nueva Edad de Oro, O quam
beata tempora ista /…/. Hizo don Lucas un impreciso ejercicio literario en el
que exaltó la bondad de un tiempo en el que el rey Fernando construyó un
Estado, basado en un fuerte ejército que se encaminó sin dudas hacia el Sur,
defendió la fe y conquistó reinos, ciudades y castillos sarracenos.
Un tiempo en el que el nombre de los obispos
aparecía al lado del signo del monarca en las grandes decisiones políticas, los
abades y el clero en general construyeron templos y monasterios, la economía
creció y los buenos tiempos alcanzaron los confines del reino. Sobre la mesa de
trabajo de los hombres de ese tiempo se trazaron y definieron un conjunto de
códigos estéticos que produjeron unos resultados rutilantes entre los que se
encuentra el epifenómeno mudéjar.
Justifica esta precisión la razonable
convicción de que los procesos culturales fueron y son globales y se
desarrollaron en una estructura temporal; consecuentemente, podría afirmarse
que esos procesos se hacen inexplicables al ser estudiados de forma aislada. Un
hecho creador surge de la naturaleza y de la imaginación del individuo,
asentado sobre una plataforma cultural a modo de gran colchón intelectual
formado por toda la sociedad; las repercusiones del discurso artístico
alcanzaron su punto culminante cuando fueron asumidas por una colectividad que
las hizo suyas y las llenó de significados.
El proceso artístico se revela como una
operación unificadora de informaciones en la que se expone, no la realidad,
sino aspectos de una realidad múltiple. Sirva de ejemplo el conjunto de
procesos estéticos dominantes en la Baja Edad Media que se reconocen bajo el
epígrafe de Arte gótico. La formulación de esta cultura artística no fue
consecuencia exclusiva de la genialidad de un monje, por excepcional que haya
sido el abad Suger, y el apoyo de los Capeto, ni de un fabuloso, por
desconocido, arquitecto; además de esas personas, que no son otra cosa que el
individuo, en la abadía de Saint-Denis se dieron cita durante la segunda mitad
del siglo XII hombres que construyeron una superestructura de pensamiento en la
que confluían unas tradiciones monumentales, una poética que arrancaba del
helenismo, una religiosidad que superaba los gruesos muros del monasterio y se
instalaba en las ciudades y, por supuesto, una nueva y racional forma de
contemplar la creación, la naturaleza.
La reflexión que se propone en este trabajo
como forma de entender la complejidad de arte mudéjar en Castilla y León es la
de penetrar en los procesos creadores que se produjeron en un tiempo
excepcional cuyo marco histórico comprende los reinados de Fernando II de León
y Alfonso VIII de Castilla, la presencia de una de las mujeres más
excepcionales de nuestra historia medieval, doña Berenguela, hija de Alfonso
VIII, hermana de doña Blanca reina de Francia, esposa de Alfonso IX de León y
madre de Fernando III, el conquistador de Sevilla.
Las notas artísticas dominantes en este periodo
manifiestan una indudable tensión entre tradición e innovación; entre una
monumentalidad tradicional dominada por los modelos románicos y la irrupción
del opus francigenum. Los grandes acontecimientos de la monarquía castellana,
realizados durante el primer cuarto del siglo XIII, se celebraron bajo arquitecturas
tradicionales; el primero se produjo el día 27 de noviembre de 1219, el rey
Fernando se armó caballero en el altar mayor del monasterio de Las Huelgas de
Burgos. La segunda ceremonia fue programada tres días más tarde, el 30 del
mismo mes; el obispo don Mauricio que había presidido la embajada que había
viajado a través de Francia hacia Suabia, ofició la boda real en la catedral de
Burgos.
En aquel momento era un gran edificio románico,
construido a iniciativa de Alfonso VI en torno a 1075, dominado por una oscura
bóveda de cañón recubierta con pinturas al fresco, iluminada por pequeñas
ventanas, múltiples cirios y cientos de lamparillas de aceite depositadas en
las molduras impostadas de la sede catedralicia. Obispos, abades y nobles
asistentes a la ceremonia que habían viajado por tierras de Île-de-France, o de
Champaña entre los años 1200 y 1219, evocarían las luces coloreadas, los
espacios orgánicos de una nueva cultura artística que habían visto reflejada en
la cabecera de Saint-Denis, en París o Bourges y, al mismo tiempo, intuían las
nuevas posibilidades en alguno de los trabajos preparatorios de las fábricas de
Reims, Amiens, Troyes y Estrasburgo. El sistema de trabajo heredado de Roma, en
el que muros y contrafuertes neutralizaban los empujes de una bóveda de cañón
entonaba su canto del cisne durante los reinados de Fernando II de León y
Alfonso VIII de Castilla; por otro lado, los maestros que interpretaban las
exigencias de los monjes del Cister que lentamente habían desplazado a los
benedictinos desde el reinado de Alfonso VII, introducían formas que suavizaban
una rigurosa arquitectura mediante el juego simbólico de la luz blanca.
MONUMENTALIDAD
TRADICIONAL
Persistencia
del arte románico
Hasta ese difuso marco 1200, con independencia
de la intervención de maestros franceses en Ávila o Cuenca quienes introdujeron
formas francesas, la monumentalidad castellano-leonesa es románica, o responde
a las necesidades de los monjes del Cister. En el Reino de León están
concluyendo las fábricas de las grandes catedrales del Duero, como la de
Salamanca y Zamora y se trabajaba en la colegiata de Toro y en la catedral de
Ciudad Rodrigo.
Un edificio tan emblemático como la iglesia
mayor de la capital de Reino de León que Lucas de Tuy afirma que no está no concluida
(ad perfectionem non duxit), era una catedral románica. Tan singular edificio
fue conocido a través de la planta que levantó Demetrio de los Ríos en los años
ochenta del siglo XIX. Tras el estudio de ese documento se puede afirmar que el
edificio comenzado por el obispo Manrique de Lara, correspondía a una catedral
tardorrománica que probablemente se concluyó en torno a 1200[22].
En efecto, los restos responden a un modelo de
iglesia que alcanzó gran difusión durante el reinado de Fernando II (1157-1188),
como las de Ciudad Rodrigo o Sigüenza, entre otros lugares. La sede legionense
era un edificio de tres naves cubiertas con bóvedas de cañón, transepto y gran
cabecera con tres capillas. Es decir; el obispo Manrique de Lara no inició una
catedral gótica; puso en marcha la construcción de una tardía catedral románica
en consonancia con los modelos habituales en el reino de León durante la
segunda mitad del siglo XII[23].
En ese marco temporal, mío maestro Mateo, según
Fernando II de León, aún estaba reuniendo a los actores que compondrán la
escenografía del gran auto sacramental representado en el Pórtico de la Gloria,
el maestro de la «Anunciación» de Silos ultimaba uno de los más hermosos
relieves de fuerte carácter pictoricista de la historia de la escultura, el
maestro de Carrión de los Condes actualizaba la estética del románico con un
clasicismo que transforma a Dios Padre en un impresionante Zeus olímpico y el
maestro de la Anunciación de Ávila componía una elegante escena cortesana.
El
románico de ladrillo
Si el románico en los grandes centros
culturales, las ciudades del reino agonizaba, en las pequeñas poblaciones de
las tierras del Duero, el sistema de construcción basado en la albañilería
explica la persistencia de la monumentalidad románica, no sólo en el marco
1200, sino durante toda la Edad Media; desde el año 1126 hasta los años finales
del siglo XV.
La rápida difusión el arte románico por
Castilla y León estuvo basada en la seguridad de los territorios como respuesta
adecuada al fortalecimiento político y militar de los reinos cristianos y como
lógica consecuencia de la división del Califato cordobés, a la muerte de
Almanzor, en distintas taifas. Alfonso VI (1065-1109), conquistó los
territorios del Tajo, gobernados por la familia Banu d’il Num, hasta la caída
Toledo en 1085; fue la gran incorporación de un territorio realizada por los
cristianos durante el siglo XI y todo un símbolo. En una maniobra política y
militar de excepcional repercusión, recuperó la Sede Primada y la unidad eclesiástica
del Reino de Castilla y León.
El rey Alfonso recobraba una referencia poética
permanente el de los reyes de Asturias y de León; Toledo fue la ciudad ideal de
los monarcas asturianos, modelo de la urbe regia de Oviedo fundada por el rey
Casto y de sus herederos los reyes leoneses.
Alfonso VI dejó a un lado la política militar
de conquista por otra más conservadora, basada en la ocupación de tierras y en
el reforzamiento de los territorios fronterizos por medio de la repoblación.
Con esta política conseguía seguridad en los territorios del Sur y, al mismo
tiempo, el establecimiento de unas bases económicas, fundamentales entre los siglos
XI y XIII, cuyos ejes fueron el cultivo de los campos y el pastoreo.
Este ambicioso programa militar y económico que
confería un gran protagonismo a los movimientos humanos, fue realizado por
Raimundo de Borgoña quien repobló las tierras del Duero, territorios seguros
desde 1072. Todas ellas forman el marco geográfico por el que se extenderá la
albañilería románica, o románico de ladrillo[24]. A mediados del siglo
XII, la política de Alfonso VII (1126-1157), buscó la ocupación y conquista de
nuevos territorios meridionales cuando ya había cedido la presión almorávide.
En 1139 fueron recuperados los valles de Henares y Tajuña y, en el año 1142,
Coria.
La expansión territorial hacia el Sur que
aseguraba la Extremadura castellano-leonesa, se vio frenada a fines del siglo
XII como consecuencia del impulso militar almohade. La frontera seguía siendo
el inseguro territorio de la Transierra hasta que el predominio militar
cristiano se fortaleció tras la batalla de las Navas de Tolosa que permitió
considerar como seguras las tierras comprendidas entre los ríos Duero y Tajo.
En paralelo al proceso político-militar se produjo la segunda fase de la
repoblación que se enriquece con la programación de una etapa de regularización
basada en la organización del territorio en función de la propiedad y de la
jurisdicción. El nuevo orden administrativo aplicado al poblamiento se fue
consolidando en la transición de los siglos XII al XIII, al tiempo que se
organizaban las diócesis y se explotaba extensivamente la tierra.
Ese proceso político de fijación del hombre a
la tierra con el ánimo de desarrollar la economía puede establecer las
referencias para la determinación de un marco cronológico en el que surjan las
causas de necesidad de una arquitectura de repoblación, resuelta mediante la
albañilería románica e identificada erróneamente como mudéjar. Un análisis
global de la albañilería románica peninsular permite reabrir el debate sobre el
románico de ladrillo, tal como lo propuso Vicente Lampérez, a principios del
siglo XX[25].
El epígrafe románico de ladrillo define con eficacia una tradición constructiva
que se extiende desde Sahagún, al Norte, hasta Extremadura (Guadalupe y
Galisteo), al Sur y desde San Pedro de Zuera (Aragón), al Este, hasta Mosteiro
de Castro de Avelás en las tierras portuguesas de Braganza, al Oeste[26]. En los territorios
limitados por las localidades referidas se levantó un excepcional número de
edificios definidos por unas notas comunes a todos ellos[27]. Son éstas:
a) Es una arquitectura rural que se produjo
lejos de los acontecimientos artísticos de las grandes ciudades; una
arquitectura que buscaba resolver con rapidez las necesidades religiosas de las
comunidades que repoblaron entre los siglos XII y XIV los territorios de
Castilla y León.
b) Es la expresión de un carácter colectivo que
se popularizó en ámbitos comarcales sin que su invención y difusión pueda
atribuirse a una personalidad concreta; fue, por tanto, un arte anónimo y
colectivo.
c) Fue una arquitectura rápida cuyos maestros
utilizaron los materiales que se encontraban al pie de la misma obra; el
edificio emergía en del mismo paisaje. d) Fue el fruto del trabajo de expertos
albañiles que dominaron los espacios románicos, que fueron capaces de resolver
con facilidad estructuras tan audaces como las torres-cimborrios de San Tirso y
San Lorenzo de Sahagún, y de La Lugareja de Gómez-Román, en las Tierras de
Arévalo, construir sólidas murallas como la de Burgos (Puerta de San Esteban),
de Segovia y de Valderas entre otras, y excepcionales castillos como el de Coca
o de La Mota en Medina del Campo. Podría afirmarse que los talleres de
albañiles tienen una larga tradición constructiva, son móviles y altamente
especializados; asumieron las estructuras románicas, las simplificaron y las
interpretaron con singular precisión[28]. Un pormenorizado
análisis formal de los edificios reseñados produjo los siguientes resultados:
1) los espacios son de una a tres naves cubiertas con madera o bóvedas de cañón
que rematan en cabeceras de una o tres capillas absidales, ordenados de acuerdo
con la liturgia cristiana tal como la reflejó la monumentalidad románica;
existen ejemplos de cabeceras rectas como las de Villalpando en Zamora, Megeces
y Portillo en Valladolid, etcétera, reflejo de una tradición prerrománica reactualizada
a fines del siglo XI y durante el siglo XII en las comarcas de León
(Villarmún), Zamora (Tera) y Palencia; 2) los muros están construidos en
ladrillo y las decoraciones monumentales, realizadas también en ladrillo, están
basadas en dibujos de carácter geométrico, arcos lombardos y series de arcos
ciegos; y 3) la composición del espacio y la decoración monumental coinciden
con las arquitecturas europeas de los siglos X a XII, desde las manifestaciones
del Serrablo, a las iglesias bizantinas que salpican el Mediterráneo oriental,
pasando por arquitectura comasca.
La
renovación del monacato a través del Cister
Es difícil precisar el momento en el que se
produjo la expansión de la religiosidad cisterciense por las tierras de Castilla
y León[29]; no obstante parece el tiempo
en el que los monjes difundieron con más intensidad los ideales del Cister que
corresponde con el reinado de Alfonso VII (1126-1157) y en su entorno
nobiliario.
Un monasterio del Cister es una compleja unidad
de intervención de los monjes en un territorio; un perfecto instrumento para la
explotación agropecuaria de un territorio. La planta de una iglesia bernardina
viaja al ritmo de las fundaciones, pero no se prescriben conceptos estilísticos
desde un punto de vista artístico; tan solo se indica con vehemencia aquello
que no tiene cabida en la monumentalidad cisterciense, como alturas
desmesuradas, suntuosas labores escultórico-decorativas, pinturas que
distraigan; en resumen, lo que dejó escrito San Bernardo, en su Apología ad Guillelmum,
Sancti Theodorici abbatem (1125).
Cumplidos esos preceptos, el edificio podría
responder a un modelo derivado de la monumentalidad románica o, incorporar
estructuras arquitectónicas tomadas del arte gótico. Algunos edificios
castellano-leoneses, como Moreruela, Gradefes, Osera se sitúan desde un punto
de vista histórico-artístico en el citado marco de tensión entre tradición y
innovación monumental.
La orden del Cister tuvo una importancia
excepcional en el reino porque se constituyó en el centro espiritual de la
monarquía castellana. Las Huelgas de Burgos había sido fundado en 1169 por
Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra y, años después, en 1199, tomaron posesión
del monasterio monjas procedentes del monasterio Tulebras (Navarra)[30]. Estaba concebido, entre
otras funciones religiosas y protocolarias, para Panteón Real, nunca definitivo
en el caso de los reyes de León y Castilla En tanto que panteón, en él están
sepultados, además de príncipes en infantes de la casa de Borgoña, los reyes
fundadores Alfonso y Leonor, Sancho III (1157-1158) y Enrique I (1214-1217); en
tanto que lugar para el protocolo, fue el escenario elegido por Fernando III
para la teatral sesión en la que, él mismo, se armó caballero[31].
La sala capitular y la iglesia de Las Huelgas Reales
cuyas obras comenzaron en torno a 1220 y continuaron hasta 1279, cubren con un
sistema de cubiertas muy próximas a la arquitectura gótica; tan solo falta el
trazado de los arbotantes para aligerar los muros y ampliar las dimensiones de
las ventanas. En la catedral de Cuenca, vinculada también al rey Alfonso VIII y
en el refectorio del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta,
realizado en torno a 1215, los maestros utilizaron un sistema de cubiertas
basado en las bóvedas sexpartitas, como en las utilizadas en las primeras
manifestaciones de la arquitectura gótica francesa. Son bóvedas de crucería
cuya plementería está dividida en seis triángulos esféricos; es decir, la
configuración es el resultado de reforzar las crucerías con un tercer nervio
que pasa por la clave de forma transversal al eje de la iglesia. Ese tercer
nervio descarga los empujes en un baquetón que divide el muro y
consecuentemente la ventana de su tramo con lo que multiplica por dos el número
de vanos del claristorio y disminuye la entrada de luz en el interior del
edificio[32].
Muy similar a estos monasterios fue el de
Matallana de Campos; la construcción de la iglesia fue promovida por doña
Beatriz de Suabia, en 1228 y, a partir de su muerte, contó con la protección de
doña Berenguela. Desde el punto de vista formal es una obra relacionada con Las
Huelgas, en cuya composición destaca el conjunto de bóvedas plantagenet.
El «arte
1200»
Al hilo de los lazos familiares, debe
considerarse que la llamada a ser reina de Castilla era hija y nieta de los
emperadores de Alemania y de Bizancio16. Posiblemente este gran marco familiar
fue el responsable de que la futura reina de Castilla doña Beatriz posiblemente
haya vivido, hasta su llegada a Burgos, rodeada de objetos bellos y exquisitos
que la historiografía artística reciente clasifica como «arte 1200»[33].
A propuesta de los autores de The Year 1200. A
Centenal Exhibition at The Metropolitan Museum of Art y de L. Grodecki, debe
entenderse por «arte 1200» un conjunto de propuestas artísticas de carácter
objetual y cortesano, desarrolladas entre 1180 y 1220. El catálogo de la
exposición The Year 1200 inventariaba un conjunto de obras, muy heterogéneas,
ajenas al proceso de normalización de las experiencias góticas.
El repertorio está formado por esculturas de
pequeño formato, imágenes, objetos litúrgicos, estaurotecas, como el Lignum
crucis de Astorga o arcas para otro tipo de relicario, realizados en oro,
plata, esmaltes como el Aguamanil de Museo Arqueológico Nacional u objetos de
marfil; se clasifican así mismo como «arte 1200» un número considerable de
códices miniados, entre ellos el de las Huelgas en Burgos y el de Santo Martino
en León.
El código «arte 1200» refleja una estética de
síntesis en la que fueron fundidos modelos, por un lado, occidentales,
románicos, con una singular dosis del arte palatino inglés, y otros modelos
orientales, de procedencia bizantina. La nueva estética se gestó en el marco de
la tercera cruzada, liderada por Federico I Barbarroja entre 1189 y 1190 y, con
más intensidad, tras la conquista de Constantinopla, en 1203, al incorporar a
las iglesias del Rin y del Mosa, los objetos que habían pertenecido al tesoro
del emperador de Bizancio, robados y acaparados con avidez y rapiña por
clérigos franceses y germanos. Sin entrar en el debate sobre la consideración
de un nuevo concepto estético, el «arte 1200» viene a dibujar la consideración
de un tiempo de crisis en las artes europeas, y por consiguiente en las artes
del reino de Castilla y León.
LA
INNOVACIÓN ARQUITECTÓNICA
La monumentalidad occidental no se emancipó de
la tradición clásica hasta la definición del nuevo modelo gótico que rompía con
la tradición constructiva romana basada en el equilibrio de la ecuación
arte-ingeniería. El sistema románico, que buscaba la contención de la cubierta
de un edificio mediante gruesos muros y resistentes contrafuertes, integrados
en el espacio monumental llegaba a su fin. La extraordinaria invención del
maestro de Saint-Denis consistió en la armonización de un sistema en el que
crucerías y arbotantes conducían los empujes de la cubierta, mediante una
lógica descomposición de pesos, hacia unos contrafuertes exteriores separados
del espacio litúrgico o palatino que permitía la disolución de los muros. Del
románico, definido por una estructura recia y un espacio opaco, la arquitectura
occidental se encontró con el gótico, definido por un tejido estructural
liviano y flexible y un espacio diáfano y transparente, de dimensiones
desconocidas, hasta ese momento, en la Edad Media[34].
Los resortes que sirvieron para organizar el
nuevo lenguaje estaban en las construcciones románicas; el arco apuntado y la
bóveda de crucería formaban parte de la arquitectura anglonormanda como
muestran la catedral de Durham y las iglesias de Caen, y fueron difundidos
durante los siglos XI y XII por las órdenes monásticas. El tercer elemento del
sistema gótico, el arbotante, estructura esencial del sistema, es la
representación material del vector resultante de los empujes que transmiten los
arcos y las nervaduras hasta el contrafuerte. No era un recurso desconocido
para la arquitectura románica; el sistema había sido utilizado para salvar la
anchura de las tribunas románicas[35].
Podría afirmarse que casi todas las estructuras
arquitectónicas que permitieron organizar la nueva monumentalidad eran
conocidas, pero el aspecto genial de la invención radicaba en la organización
racional de todos esos elementos para su aplicación en un nuevo método
arquitectónico. En poco menos de un siglo se difundió un nuevo concepto
estético de origen francés que, salpicado de elementos autóctonos, recorrió
Europa desde Îlede-France y Champagne, a Londres, Cracovia, Lübeck, Milán,
Toledo, etcétera.
El arte
gótico
La hipótesis que se defenderá en este apartado
es que los obispos, exhortados por el papado se constituyeron en promotores de
las grandes empresas góticas durante el siglo XIII, y, en representantes y
defensores de la ortodoxia doctrinal; consecuentemente, evitarán la
contaminación religiosa y el sincretismo artístico, consustancial con la
cultura mudéjar.
El rigor doctrinal frente a los seguidores de
las otras dos religiones, se manifestará abiertamente a mediados del siglo
XIII. Antes, durante los siglos XI y XII, no habían existido problemas
religiosos con los mudéjares[36]. Las cosas cambiaron con
el papado de Honorio III (1216-1220); el pontífice fue el promotor de una
política religiosa que buscaba la tenaz defensa de la ortodoxia cristiana.
Es muy posible que las primeras reacciones
contra la tolerancia entre cristianos y mudéjares no se hayan gestado en
nuestro suelo; la coexistencia de las dos religiones fue motivo de preocupación
en Roma, como ya había quedado reflejado en el Concilio III de Letrán
(1177/1179); en las sesiones de trabajo se introdujeron recomendaciones que
encenderán el problema de la intolerancia, tales como: la prohibición de vivir
juntos moros y cristianos. En el fondo, lo que ocurre es que se hacen
extensibles las medidas de cautela contra los judíos del Concilio de Coyanza a
todos los no cristianos. Honorio III, a través del obispo de Palencia y sus
exhortaciones a Fernando III, arrecia en las intransigencias hasta conseguir el
uso de trajes distintivos[37].
La Iglesia intentaba proteger a los cristianos
de la posibilidad de corrupción de la fe que la convivencia de razas y
religiones podría ocasionar. Pero la realidad, al menos aparentemente, era
otra; los mudéjares, como más arriba se señala, no planteaban ninguna cuestión
religiosa; estaban poco arabizados, carecían de empuje y no se consideraban
propagandistas del Islam. El Concilio de Valladolid, de 1322, ya amenazaba con
penas eclesiásticas a aquellos cristianos que acudiesen a médicos judíos o
mudéjares. El proceso de intolerancia ya no se detendría hasta su definitiva
expulsión; primero fueron protegidos, de manera especial durante el reinado de
Alfonso VI, protección que mantuvieron sus descendientes con una política
benevolente hasta mediados del siglo XIII, momento en el que se dictaron leyes
más restrictivas.
Alfonso X codificó las disposiciones dictadas
en las Siete Partidas, entre las que destaca la de habitar separados de los
cristianos (petición hecha por los mudéjares de Murcia), la de hacerse
distinguir públicamente por la forma de la barba y el cabello, por los vestidos
y el calzado (1252); finalmente la diferenciación étnico-religiosa castigaba
duramente los delitos contra la castidad e impedía matrimonios y crianzas
mixtas.
Durante los reinados de Sancho IV y Alfonso XI,
se incrementaron las medidas restrictivas. El primero suprimió los jueces
mudéjares, por lo que pasaron a depender de una jurisdicción cristiana. Durante
el reinado de Alfonso XI se les impidió intervenir en la recaudación de rentas,
desempeñar los oficios de arrendadores y pesquisidores, y de hacer contratos,
usura y utilizar nombres cristianos.
La primera mitad del siglo XIV coincide con un
tiempo de tolerancia durante el cual se levantaron las prohibiciones que les
impedían adquirir las propiedades de los cristianos, al mismo tiempo que se les
restablecía la administración de justicia propia que Sancho IV les había
abolido. Sin embargo, a partir del reinado de Enrique II y hasta principios del
siglo XV se reprodujo un agresivo proceso de intolerancia. Un papel muy activo
fue el ejercido por los tutores de Juan II, que a través de los Ordenamientos
de las Cortes de Valladolid, de 1405 (tomados durante el reinado de Enrique
III), trazaron nuevas decisiones contra los mudéjares entre las que se retomaba
la determinación sobre los vestidos distintivos. En el Ordenamiento de
Valladolid, de 1408, se pusieron de manifiesto los peligros que podían derivar
de la continuidad de los contactos entre cristianos y mudéjares fortaleciendo
las antiguas leyes restrictivas. De todas formas, las leyes más duras fueron
publicadas en el año 1412, en Valladolid, pero ya salen del marco cronológico
de este trabajo.
Durante el siglo XIII, con la excepción del
presbiterio de la sede toledana, las catedrales góticas castellanas no
manifestaron ningún elemento definible como mudéjar. Los obispos en línea con
las directrices del papado no exhibieron públicamente formas heterodoxas que
manifestasen la condición cultural de mudéjar; la síntesis de una
monumentalidad gótica y elementos decorativos hispano-musulmanes no quedó
reflejado en las obras promovidas por los obispos. Sin embargo, en su vida
privada los prelados se premiaron con objetos y tejidos procedentes de
Al-Andalus, como se verá más tarde en el caso de primado toledano Ximénez de
Rada.
La decisión de erigir una catedral gótica en el
reino de Castilla y León durante el siglo XIII superó con mucho los
significados que derivan del simple ejercicio de construir. Fue una empresa
religiosa, política, tecnológica y artística de magnitud desconocida en la Edad
Media que se hizo posible merced a la confluencia de los intereses del papado,
del episcopado y de la monarquía que serán interpretados por un arquitecto cuya
profesión ha alcanzado nuevas perspectivas en la sociedad bajomedieval. No
resultaría desmesurado afirmar que la erección de una catedral durante el siglo
XIII fue una cuestión de Estado: el Obispo, apoyado por el cabildo, era el
puente entre el Papa y el Rey, y se postuló como el promotor de la construcción
de un emblema hecho arquitectura[38].
El marco es pastoral y litúrgico para el obispo
y el cabildo, protocolario para el rey, administrativo y económico para el papado
y religioso para el pueblo.
Los obispos, en tanto que promotores, fueron un
reflejo del encuentro entre la corona y las diócesis; los prelados fueron
consejeros del rey en cuestiones políticas, diplomáticas y militares como las
desarrolladas por don Mauricio, o como el activo papel de don Rodrigo Ximénez
de Rada en la conquista de las ciudades del Al-Andalus. El apoyo que recibió el
monarca de los obispos de Astorga, don Nuño (1226-1241), y don Pedro Fernández
(1241-1266), su capellán, que asistió a la toma de Sevilla, y de León, don
Rodrigo Álvarez (+1232), fue un factor esencial para la reunificación del reino
de Castilla y León en 1230[39].
En efecto, los obispos, apoyados por el papado
mediante la cesión de las «tercias», fueron los promotores de las grandes
empresas góticas iniciadas bajo el reinado de Fernando III[40]; guiados por la idea de
que el esplendor del primer templo de la diócesis reflejase, no sólo el proceso
teológico abocado al encuentro con la divinidad, en línea con el platonismo
reflejado por los escritos de Seudo-Dionysos Areopagita, sino también en la
defensa del papel hegemónico de la catedral en el marco de la ciudad, frente a
cualquier otra institución religiosa y con mucha más intensidad a medida que el
epicentro del poder político se desplaza hacia el Sur, al compás de la
reconquista[41].
Las grandes catedrales góticas del reino de
Castilla y León no fueron el marco de expresión del poder real como lo fue para
los reyes de Francia, Saint Denis, o Reims, poder que también reflejaron Notre
Dame de París y de Chartres; las sedes catedralicias de Burgos, Toledo y León
fueron el marco esplendoroso del poder episcopal y capitular en primer término,
y secundariamente, del poder papal.
Las constantes referencias a la arquitectura
francesa no deben inducir a la consideración de un tipo de colonialismo
artístico.
En el reino de Castilla y León, el papel de los
promotores fue determinante en la elección del modelo. Los obispos
castellano-leoneses, hombres cultos, viajeros por las distintas ciudades
europeas, con poder para tomar decisiones en el marco de una sociedad
teocéntrica, son los que determinaron la introducción del nuevo léxico
artístico, no como creación personal, sino como comitentes de unos maestros
cuya obra conocieron en la mayoría de los casos personalmente. Es muy posible
que el punto para el cambio de modelo determinado por los obispos promotores,
se produjese entre los años 1200, fecha de los esponsales de Blanca de Castilla
con Luis VIII, y 1219 fecha de la boda de Fernando III y Beatriz de Suabia,
nieta del emperador germano. Hasta ese momento, los códigos artísticos
dominantes derivan del románico. Bajo esta perspectiva el obispo desarrolló
actividades tan importantes como la designación del maestro, posiblemente
conocedor de sus actividades en otras fábricas lo que constataría la
profesionalidad para encomendarle la obra. La decisión que debe vincularse a su
propia experiencia, al dejarse seducir por la nueva monumentalidad y al
conocimiento de los talleres franceses; eso explicaría el por qué del lugar de
procedencia de los primeros maestros que han intervenido en las fábricas
castellanas[42].
En efecto, durante las últimas décadas del
siglo XII maestros procedentes de Borgoña, la primera generación de
arquitectos, iniciaron una tímida reflexión sobre el estilo gótico;
posteriormente el nuevo concepto estético se consolidará merced a la venida de
otros maestros borgoñones, parisinos, champañeses, etcétera. La tercera
generación de maestros de obra que trabajaron en el reino de Castilla y León
manifestaron la asimilación del opus francigenum por arquitectos ya hispanos,
como Petrus Petri (+1292), en Toledo, como Juan Pérez (+1296), un maestro seglar
que sustituyó a Enrique al frente de las obras de la catedral de Burgos, y un
segundo Juan Pérez, canónigo de la catedral de León, maestro de la fábrica en
1297.
Una hipótesis menos probable es que las
catedrales castellanas sirviesen como un espacio exclusivo para el protocolo de
los reyes. Fernando III no recibió ni el homenaje y ni el juramento de los
magnates, prelados, ciudades y villas en una catedral gótica; el acto celebrado
en 1217 se desarrolló en la colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid;
casó en 1219 con Beatriz de Suabia en la catedral románica de Burgos y fue
aceptado como rey de León en el año 1230, en la catedral tardorrománica de León[43]. La construcción de las
grandes catedrales castellano-leonesas del siglo XIII, contó con poco más que
el apoyo de Fernando III y Alfonso X; un apoyo más moral que material, a pesar
de referirse a las iglesias mayores con un alto sentido de propiedad[44]. Fernando III presidió la
solemne colocación de las primeras piedras de las catedrales de Burgos, en
julio de 1221, celebración contó con la asistencia del obispo don Mauricio, y
de Toledo el día 14 de agosto 1226, en el marco de una ceremonia de similar
solemnidad, con la presencia del obispo de Rodrigo Ximénez de Rada[45].
La construcción de la catedral de Burgo de
Osma, en 1232, remite de nuevo a Fernando III y a la labor promotora de un
obispo infatigable, el chanciller de Fernando III, don Juan Díaz de Medina
(1231-1240). Tras el derribo de la catedral románica edificada por San Pedro de
Osma a principios del siglo XII, la fábrica gótica fue iniciada en 1232, bajo
la dirección del maestro don Lope41. Sigue un modelo de iglesia de simplicidad
cisterciense, de tres naves y cinco capillas en la cabecera, conforme a modelos
estudiados en La Huelgas Reales, con cuyo arquitecto se relaciona al maestro de
Osma, y también con aspectos de las catedrales de Cuenca y Sigüenza.
Recientes investigaciones sobre la
documentación relativa a la catedral de León, custodiada en el archivo de la
propia sede legionense y en el Vaticano, obligan a revisar los orígenes de la
construcción gótica, para vincularla, no al reinado de Alfonso X, sino al de Fernando
III.
De datos indirectos extraídos de la
documentación catedralicia y pontificia de la época de Fernando III (1217-1252)
se pueden sacar conclusiones válidas para determinar la fecha en la que se
iniciaron los obras de la catedral gótica de León; un documento por el que el
Papa Inocencio IV concedió en 1243 parte de los diezmos procedentes de las
iglesias rurales de la diócesis, conocida como las tercias, «para la obra de la
fábrica de la iglesia legionense». El impuesto conocido como las «tercias» que
cedió Inocencio IV a don Nuño Álvarez, obispo de León entre 1242 y 1252, para
la construcción de la catedral de Santa María de Regla, se lo retiró en 1247,
para cederlas a Fernando III con el fin de financiar parte de la conquista de
Sevilla (1248); el desvío del impuesto produjo la paralización de las obras del
edificio gótico[46].
Parece incuestionable que el comienzo de la construcción de la catedral de León
debe retrotraerse hasta el episcopado de don Nuño y al reinado de Fernando III.
El arte
mudéjar
Los historiadores del siglo XIX estudiaron y
dieron a conocer bajo el epígrafe «arquitectura mudéjar» un conjunto de
edificios que salpicaban aún los territorios de lo que habían sido los reinos
de Castilla, León y Aragón. Poetas, novelistas y eruditos, en una Europa
decimonónica, agitada y enardecida por el pensamiento romántico, fueron los
afortunados creadores de historias y narraciones cargadas de poesía con las que
enriquecieron los viejos mitos sobre los que se asentaban las esencias de los
pueblos.
Reconstruyeron las leyendas que cantaban el
nacimiento y el desarrollo de las naciones, enaltecieron los anales de los
reinos que el tiempo había confundido, redescubrieron los héroes vencedores en
épicas batallas, necesarios para el afianzamiento de los poderosos, y crearon
Edades de oro como marcos de paz y prosperidad; pero no penetraron críticamente
en las historias reales que la poética ocultaba para que la realidad no
estropease una hermosa narración. José Amador de los Ríos, en su discurso de
ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, leído en 1856, fue
el feliz introductor en la Historia del Arte de la adjetivación mudéjar, en la
misma medida en la que fueron felices las aportaciones del anticuario normando
Charles de Gerville, cuando en 1820 utilizó el término románico para explicar
un modelo de monumentalidad paneuropea, enraizada en la tradición clásica; como
afortunado fue también el redescubrimiento que hicieron los selectos
cultivadores de la gothness como Viollet-le-Duc y G. E. Street, entre otros
arquitectos, del concepto gótico, adjetivación que habían aplicado los
humanistas del renacimiento a la renovación artística que había surgido en
Île-de-France; tan feliz como el acierto de Balzac en 1829 y de Burckhardt
treinta años después, al incorporar el epígrafe renacimiento como concepto
estético que permitía la reflexión del estudioso sobre los modelos «inventados»
en Florencia y Roma y a su diacrónica difusión por los horizontes europeos
durante el siglo XVI. En el marco geopolítico de una España en la que
coexistieron, y en largos periodos convivieron pacíficamente, etnias,
religiones y culturas distintas, es difícil sustraerse a la seducción de
construir toda una poética sobre el sincretismo cultural, y más en la segunda
mitad del siglo XIX, momento de exaltación de las peculiaridades de lo
nacional. La aplicación de este nuevo concepto sobre la historia del arte abrió
una singular polémica que debatía la consideración de un arte nuevo y distinto,
el mudéjar, fruto de la síntesis formal de repertorios que nacían de actitudes
estéticas diferentes. Aquellos eruditos que iban construyendo la ciencia
histórica que nosotros hemos heredado, fueron los felices inventores de
epígrafes que aún hoy abren discusiones entre los que profesan estas
disciplinas. La hipótesis que aquí se defiende se asienta sobre la definición
de arte mudéjar a partir de tres juicios; el primero está tomado de la
propuesta formulada por Amador de los Ríos en su discurso ante los académicos
de «San Fernando» en la que afirmaba que entendemos por arte mudéjar el
maridaje del arte cristiano e hispanomusulmán; las otras dos son las aportadas
por el doctor Borrás Gualis que en distintas publicaciones ha definido el arte
mudéjar, primero como una constante artística del arte español, y como un
fenómeno estético unitario y nuevo, distinto de las tradiciones artísticas que
en él se funden. Es decir, síntesis de formas y estructuras que crearon un arte
mestizo que está presente diacrónicamente en la historia del arte español y que
es estéticamente autónomo. La denominada cuestión mudéjar, considerada como un
epifenómeno cultural típicamente hispánico, constituye uno de los capítulos más
significativos de la historia del arte castellano-leonés. Su estudio debe tomar
como punto de partida metodológico un compromiso intelectual que busque la
realidad histórica, despojada de los lugares comunes que han enriquecido la
creación literaria que corría paralelamente al ejercicio crítico. El concepto
mudéjar, y, consecuentemente su reflejo en la arquitectura medieval
castellano-leonesa, define una realidad plural y a veces confusa, con
respuestas metodológicas distintas. Son muy variados los factores sobre los que
se asientan los procesos estéticos que la configuran; inciden las políticas de
cada uno de los reinos cristianos, la consideración de las minorías étnicas, el
sustrato cultural, la movilidad o estabilidad de las gentes, la procedencia de
los talleres de albañiles, etcétera. En consecuencia, la aproximación al arte
mudéjar debe ser cauta y prudente; un texto hiperbólico y unidimensional
crearía vacíos conceptuales que lo harían indefinible. Lo que hoy se conoce
como arte mudéjar castellano-leonés responde a conceptos histórico-artísticos
distintos como ha demostrado Gonzalo M. Borrás cuando describe un mudéjar
cortesano y un mudéjar popular. Al tomar el juicio del historiador aragonés
podemos inferir que el primero fue promovido por el rey y la nobleza que
buscaban palacios suntuosos lo más parecido a los hispano-musulmanes por lo que
contrataron talleres almohades o nazaritas. El segundo de sus juicios, el
mudéjar popular, define igualmente un arte mudéjar erigido al compás de la
reconquista que se reencuentra con tradiciones regionales y con una dudosa
monumentalidad hispano-musulmana que, en el caso de Castilla y León, ya se ha
definido en estas páginas como albañilería románica.
Bajo el epígrafe mudéjar cortesano se percibe
la singular importancia del patronazgo artístico. En efecto, durante el periodo
comprendido entre los siglos XII a XV, las empresas artísticas fueron
protagonizadas por los monarcas leoneses y castellanos en los que confluyeron
las tradiciones asturiana y navarra; entre 1050 y 1150, Fernando I y muy
especialmente Alfonso VI establecieron alianzas con la abadía borgoñona para la
expansión de Cluny por el reino; la difusión del Cister se vio fomentada por la
intervención de Alfonso VII.
Con posterioridad, la renovación artística de
la segunda mitad del siglo XII fue auspiciada por Fernando II y, ya en el siglo
XIII, la política de Fernando III y de Alfonso X fue determinante de un periodo
de esplendor; la tradición que hacía de los monarcas los protagonistas de las
grandes empresas artísticas, estaba trazada.
La promoción de los programas artísticos
dependía también de los señoríos; por un lado los eclesiásticos, entre los que
destacaron los obispos grandes promotores de las catedrales góticas
castellano-leonesas del siglo XIII que supieron diferencias su papel público y
sus gustos domésticos; en el primer caso se movieron en territorios de estricta
ortodoxia, mientras que en el ámbito privado se movieron con más libertad, como
veremos en el caso de Ximénez de Rada.
Los nobles, por su parte, no jugaron un papel
reseñable como patronos hasta los años finales del siglo XIV[47].
Sobre el patronazgo regio deberá aplicarse el
conjunto de notas que definían el fenómeno cultural mudéjar. Retómese de nuevo
la figura de Alfonso VI; el continuador de la política europea de Fernando I y
de Sancho II, el introductor de nuevas formas de escritura y de liturgia, se
sentó culturalmente entre oriente y occidente; en efecto, tras la conquista de
Toledo, el monarca se apropió de todo aquello que le había seducido en su
refugio de juventud; se instaló en el palacio de Galiana y en los alcázares que
el refinado al-Mamun había construido para fastos y festejos, y tomó posesión
de la almunia instalada en la vega del Tajo, que había incorporado adelantos
técnicos de origen oriental, como norias y aljibes abovedados que facilitaban
el riego.
Alfonso VIII de Castilla (1158-1214), encargó a
un taller almohade la realización de la capilla de la Asunción, en Las Huelgas
de Burgos. La reflexión sobre obras sevillanas, como el aún indefinible palacio
de Al-Mubarak que pudo servir de pauta al salón de Embajadores de Pedro I, o el
Patio de Yeso, la repetición de repertorios formales similares a los de las
yeserías de la mezquita de Almería y de los palacios de Pinohermoso y
Monteagudo, el trazado de arcos mixtilíneos y bovedillas con mocárabes similares
a obras del Norte de África, como las mezquitas de al-Qarawiyyin de Fez, y de
Tinmal.
Esta reflexión debe ser tomada con cautela; es
necesario despejar las dudas que aún plantea la cronología de los edificios
Norte-africanos. Un trazado como el de la capilla de la Asunción de las
Huelgas, basado en variaciones sobre arcos polilobulados que también recuerdan
soluciones toledanas, no definen un arte mudéjar, sino a un monarca mudéjar,
Alfonso VIII, que contrata a un taller almohade.
En el denominado claustro de San Fernando, en
Las Huelgas de Burgos, los yeseros hispano-musulmanes repitieron unos
repertorios ornamentales que fundían composiciones animalísticas de lejano
origen mesopotámico, enriquecidas en el Norte de África para nutrir, desde el
punto de vista formal, los telares andaluces del siglo XII. La capilla de
Santiago, construida en torno a 1270, es contemporánea de las primeras obras de
la Alhambra de Granada.
La organización de la puerta de acceso está
compuesta por un arco túmido, que apoya en columnas de fuste monolítico y
capiteles califales de «avispero» con caulículos recubiertos de ataurique,
exactamente iguales a los utilizados durante el califato de Abd-er-Rahman III
en Medina al-Zahra (Córdoba).
El trazado remataba con un arrabá en una
composición idéntica a la que se utilizó en la puerta de las Columnas de la
Alcazaba de Málaga, obra del siglo XI restaurada por los reyes nazaritas. Uno
de los aspectos que con más precisión define el patronazgo regio en la
configuración de una cultura mudéjar en la Hispania medieval se percibe tras el
estudio de los objetos y telas con los que se rodearon los monarcas
castellanos; la interpretación de los datos escapa a una simple justificación
basada en las relaciones comerciales.
Los regalia de Fernando III, es decir, las
insignias con las que se revestía el rey para representar a la Corona de
Castilla, al Estado que surgió de la aplicación de dos ideas: la unificación de
los reinos de Castilla y León, y la incorporación de nuevos territorios
mediante campañas militares que concluyeron en 1248 con la conquista de
Sevilla, salieron de talleres almohades. Se conoce los regalia por los restos
del ajuar funerario de alto significado protocolario; contenía la espada de las
grandes gestas militares y el manto real. El arriaz de la espada de las grandes
gestas militares era de cornalina y gavilán de plata decorada con ataurique y
lacería almohade; el manto ceremonial, del que tan solo un fragmento escapó al
exacerbado culto a las reliquias, es una rica tela salida de talleres
hispanomusulmanes realizada con sedas e hilos de oro en labor de tapicería,
fechable en torno a 1250[48]. La reina doña Beatriz de
Suabia, formada ante otros modelos artísticos, sintió idéntica atracción por
las telas manufacturadas en los telares almohades; en el rico atuendo que
acompañó a su cadáver destacaba un tiraz hispano-musulmán, de seda e hilo de
oro, ornado con escritura cúfica al que talleres castellanos añadieron los
símbolos heráldicos de Castilla y León[49].
Otros ajuares funerarios de importantes
personajes del reino también incluían telas almohades; el almohadón de doña
Berenguela del museo de Las Huelgas de Burgos estaba forrado con una tela
almohade con la inscripción cúfica No hay más divinidad que Dios y un medallón,
de recuerdo copto, con la leyenda La bendición perfecta. La túnica de don
Rodrigo Ximénez de Rada conservada en el monasterio de Santa María de Huerta,
era de seda e hilos de oro y plata, con una inscripción cúfica alusiva a la
felicidad (al-yumn). De la misma procedencia y fecha similar, primera mitad del
siglo XIII, eran las telas que acompañaron los ajuares funerarios de los hijos
de Alfonso VIII, don Fernando cuya cofia portaba la inscripción cúfica El Señor
es el renovador del consuelo, y doña Leonor cuya almohada portaba en lengua
árabe la leyenda La dicha y la prosperidad, ambas conservadas en Las Huelgas de
Burgos. Sobrepasado el marco temporal propuesto bajo 1200, la cultura hispano
musulmana siguió ejerciendo su fascinación sobre los monarcas
castellano-leoneses.
CONCLUSIÓN
El arte mudéjar sólo es explicable en un marco
histórico-artístico múltiple y diverso, dinámico y rico como el que fue
dominante en Castilla y León durante el siglo comprendido entre 1157, muerte de
Alfonso VII y 1252, año de la muerte de Fernando III.
El epígrafe arte mudéjar es referente que está
en relación a: 1) con los promotores castellanos del siglo XIII, poseedores de
una cultura mudéjar, que desean rodearse de arquitecturas, objetos y tejidos
salidos de talleres hispanomusulmanes; y 2) obras encargadas por la nobleza a
fines del siglo XIV en las que se manifiesta la síntesis de modelos orientales
y occidentales.
Próximo Capítulo: Capítulo 2 - Arte Mudejar
Próximo Capítulo: Capítulo 2 - Arte Mudejar
[1]
Cfr. B. Cabañero Subiza, «Notas para la reconstitución de la ciudad
islámica de Barbastro (Huesca)», Somontano. Revista del Centro de Estudios del
Somontano de Barbastro, 5 (1995), pp. 25-57, espec. pp. 38-46.
[2]
Cfr. B. Cabañero Subiza y F. Galtier Martí «Los baños musulmanes de
Barbastro: una hipótesis para un monumento digno de excavación y recuperación»,
Artigrama, 5 (1988), pp. 11-26.
[3] Cfr. B. Cabañero Subiza y C. Lasa
Gracia, «Las techumbres islámicas del palacio de la Aljafería. Fuentes para su
estudio», Artigrama, 10 (1993), pp. 79-120, espec. pp. 101, 103 (con fig. 9),
110 y 111.
[4] Cfr. J. M. Ortega Ortega, C.
Villargordo Ros y B. Cabañero Subiza, «Hallazgo de yeserías islámicas en Cella
(Teruel): Noticia preliminar», Artigrama, 14 (1999), pp. 451-457.
[5] Cfr. espec. Chr. Ewert, «Die
Dekorelemente des spätumaiyadischen Fundkomplexes aus dem Cortijo del Alcaide
(Prov. Córdoba)», Madrider Mitteilungen, 1998, 39, pp. 356-532 y láms. 41-58.
[6] Cfr. espec. B. Cabañero Subiza,
«Estudio de los tableros parietales de la mezquita aljama de Huesca, a partir
de sus réplicas en el púlpito de la Sala de la Limosna. Notas sobre las
influencias ‘abbasíes en el arte de al-Andalus», Artigrama, 11 (1994-1995), pp.
319-338.
[7] Cfr. B. Cabañero Subiza, «Notas para el
estudio de la evolución de los tableros parietales del arte andalusí desde la
época del Emirato hasta la de los Reinos de Taifas», Cuadernos de Madinat al-
Zahra’, 4 (1999), pp. 105-129, espec. pp. 109, 110 y 122 (con lám. 2).
[8] Sobre esta pieza, cfr. J. F. Casabona
Sebastián, «Nº catálogo 69», en AA. VV., Arqueología de Zaragoza: 100 imágenes
representativas. Exposición, Zaragoza, 1991, s. p.
[9]
Sobre la mezquita aljama de Zaragoza, cfr. espec. A. Almagro Gorbea, «El
alminar de la mezquita aljama de Zaragoza», Madrider Mitteilungen, 34 (1993),
pp. 325-347 y láms. 53-58; y J. A. Hernández Vera, B. Cabañero Subiza y J. J.
Bienes Calvo, «La mezquita aljama de Zaragoza», La Seo de Zaragoza, ed.
Gobierno de Aragón, Zaragoza, 1998, pp. 69-84.
[10] Sobre esta cuestión,
cfr. Mª T. Iranzo Muñío, «El puente de Piedra de Zaragoza en la Baja Edad
Media: la culminación de un proyecto ciudadano», Artigrama, 15 (2000), pp.
43-60, espec. pp. 48 y 49.
[11] Cfr. F. Hernández Giménez, El alminar
de ‘Abd al-Rahman III en la mezquita mayor de Córdoba. Génesis y repercusiones,
Granada, 1975.
[12] Esta comparación entre la torre de la
iglesia parroquial de San Andrés de Calatayud y los alminares de la mezquita
del califa al-Hakim en El Cairo ha sido llevada a cabo en B. Cabañero Subiza,
«Las torres mudéjares aragonesas y su relación con los alminares islámicos y
los campanarios cristianos que les sirvieron de modelo», Tvriaso, XII (1995),
pp. 11-51, espec. pp. 34-39.
[13] Cfr. espec. L. Navas Cámara, B. Martínez
Aranaz, B. Cabañero Subiza y C. Lasa Gracia, «La excavación de urgencia de la
Plaza Vieja (Tudela-1993). La necrópolis cristiana y nuevos datos sobre la
Mezquita Aljama», Trabajos de arqueología navarra, 12 (1995-1996), pp. 91-174.
[14] Sobre las yeserías musulmanas del siglo
XI aparecidas en las excavaciones dirigidas por el Dr. José Luis Corral
Lafuente en el castillo de Daroca no existe hasta el momento ningún estudio
monográfico. Breves referencias a estos fragmentos se encontrarán en J. L.
Corral Lafuente, «La cultura material islámica en la Marca Superior de
al-Andalus», en Historia de Aragón, vol. III, Zaragoza, 1984, pp. 119-138,
espec. p. 136 y fotografías en pp. 89, 124 y 136; ídem, «Recinto amurallado.
Daroca (Zaragoza)», Arqueología aragonesa. 1984, Zaragoza, 1986, pp. 113-117; y
F. Martínez García, J. L. Corral Lafuente y J. J. Borque Ramón, Guía de Daroca,
Zaragoza, 1987, pp. 19 y 20.
[15] Cfr. J. Kröger con dibujos de G.
Kröger-Hachmeister, Sasanidischer Stuckdekor. Ein Beitrag zum Reliefdekor aus
Stuck in sasanidischer und frühislamischer Zeit nach den Ausgrabungen von
1928/9 und 1931/2 in der sasanidischen Metropole Ktesiphon (Iraq) und unter
besonderer Berücksichtigung der Stuckfunde vom Taht-i Sulaiman (Iran), aus
Nizamabad (Iran) sowie zahlreicher anderer Fundorte, Maguncia, 1982, lám. 67,1
[izquierda y derecha].
[16] Los elementos decorativos de estos dos
palacios han sido estudiados especialmente en Chr. Ewert, Islamische Funde in
Balaguer und die Aljafería in Zaragoza, con aportaciones de D. Duda y G.
Kircher, Berlín, 1971, trad esp: Hallazgos islámicos en Balaguer y la Aljafería
de Zaragoza, en Excavaciones Arqueológicas en España, n.º 97, Madrid, 1979; y
G. y Chr. Ewert, Die Malereien in der Moschee der Aljafería in Zaragoza,
Maguncia, 1999.
[17] Cfr. Mª J. Moreno Garrido, «Tablero
decorativo», en R. López Guzmán y A. Vallejo Triano, comisarios de la
exposición, El esplendor de los Omeyas cordobeses. La civilización musulmana en
Europa Occidental. Exposición en Madinat al-Zahra’. 3 de mayo a 30 de
septiembre de 2001. Catálogo de piezas, Granada, 2001, p. 160; y A. Vallejo
Triano, «Tablero de jamba», en R. López Guzmán y A. Vallejo Triano, comisarios
de la exposición, El esplendor de los Omeyas cordobeses. La civilización
musulmana en Europa Occidental. Exposición en Madinat al-Zahra’. 3 de mayo a 30
de septiembre de 2001. Catálogo de piezas, Granada, 2001, pp. 161 y 162
[18] Esta viga almorávide ha sido estudiada
en relación con la decoración del palacio islámico de la Aljafería en Cabañero
Subiza y Lasa Gracia, «Las techumbres islámicas del palacio de la Aljafería…»,
op. cit., pp. 102 (con fig. 6) y 109-111.
[19] Esta comparación puede apreciarse
visualmente en B. Cabañero Subiza, «Los restos islámicos de Maleján (Zaragoza).
Datos para un juicio de valor en el contexto de los talleres provinciales»,
Cuadernos de Estudios Borjanos, XXIX-XXX (1993), pp. 11-42, espec. p. 14.
[20] Cfr. espec. B. Cabañero Subiza,
«Algunas consideraciones sobre la decoración geométrica en la Marca Superior:
estudio de una yesería islámica de Fraga (Huesca)», Seminario de Arte Aragonés,
XLV (1991), pp. 241-257.
[21] Cfr. espec. B. Cabañero Subiza, con la
participación en la realización de la reconstitución de la techumbre por
procedimientos informáticos de J. Orte Ibustreta, J. J. Sádaba Lizanzu y M.
Casanova Alameda, con una Presentación de G. M. Borrás Gualis y un Prólogo de
Chr. Ewert, La techumbre mudéjar de la Sala Capitular del Monasterio de Sijena
(Huesca). Nuevos datos para el estudio de la evolución durante el siglo XII de
los modelos de tableros geométricos de la Aljafería de Zaragoza, Tarazona
(Zaragoza), 2000.
[22] M. Valdés, C. Cosmen y M. V. Herráez,
«Del origen a la consolidación de un templo gótico», en Una historia
arquitectónica de la catedral de León, dir. por M. Valdés, León, 1994, pp. 34 a
40.
[23]
M. V. Herráez, C. Cosmen y M. Valdés, «La catedral de León en la
transición de los siglos XII a XIII. El edificio tardorrománico», Anuario del
Departamento de Historia y Teoría del Arte (U. A. M.), vol. VI, 1994, pp. 7 a
21.
[24]
S. de Moxó, Repoblación y sociedad en la España cristiana medieval,
Madrid, 1979, pp. 201 a 204. C. Estepa Díez, El reinado de Alfonso VI, Madrid,
1985, pp. 63 a 68; C. Sánchez Albornoz, Despoblación y repoblación del valle
del Duero, Buenos Aires, 1966, pp. 380 a 381; A. Barrios García, «Toponomástica
e Historia. Notas sobre la despoblación en la zona meridional del Duero»,
Estudios en memoria de don Salvador de Moxó, (1980), pp. 115 a 135, y
«Repoblación de la zona meridional del Duero. Fases de ocupación, procedencia y
ocupación espacial de los grupos repobladores», Studia Historica, III, 2,
(1985), p. 76 y «Repoblación y feudalismo en las extremaduras», En torno al
feudalismo hispánico, Ávila, 1989, en pp. 419 y 420, incorpora una importante
bibliografía sobre la repoblación de Castilla y León. E. Portela, «Del Duero al
Tajo», Organización social de espacio en la España Medieval. La Corona de
Castilla en los siglos VIII al XV, Barcelona, 1985, pp. 93 y 94; J. González,
«La Extremadura castellana al mediar el siglo XIII», Hispania, 127, (1947), pp.
125 a 273 y La reconquista española y la repoblación del país. Reconquista y
repoblación de Castilla: León, Extremadura y Andalucía siglos XI a XIII,
Salamanca, 1951; A. Llorente, Toponimia e Historia, Granada, 1970; T. Gacto,
Estructura de la repoblación de la Extremadura leonesa en los siglos XII y
XIII, Salamanca, 1977; I. De la Concha, La reconquista española y la
repoblación del país, Consecuencias jurídicas, sociales y económicas de la
reconquista y repoblación, Madrid, 1951.
[25] V. Lampérez y Romea, tras sus estudios
de 1903 a 1905, sobre las iglesias de Olmedo, Arévalo y de San Pedro de las
Dueñas, publicó un artículo en el que las catalogaba como románico de ladrillo,
«Las iglesias españolas de ladrillo», Forma, Barcelona, 1905 y más tarde
ampliaba en Historia de la arquitectura cristiana española en la Edad Media,
Madrid, 1930, pp. 699 a 716. El epígrafe lo actualiza O. Gil Farrés, «Las
iglesias románicas de ladrillo de la provincia de Segovia», Revista de Archivos
Bibliotecas y Museos, año IV, t. LVI (1950), nos. 1-3, pp. 91 a 127.
[26] J. C. Frutos Cuchilleros, «Arquitectura
mudéjar en el partido judicial de Arévalo (Ávila)», Actas del I Simposio
Internacional de Mudejarismo, Madrid-Teruel, 1981, pp. 417 a 425. M. T. Pérez
Higuera, «Ábsides mudéjares de La Moraña», Actas del V Congreso CEHA,
Barcelona, 1987. M. Valdés Fernández, «Estudio de los ábsides mudéjares de La
Moraña (Ávila)», Asturiensia Medievalia, 5, (Estudios en homenaje al Prof. Eloy
Benito Ruano), 1985-1986, pp. 135 a 154. M. R. Prieto Paniagua, Arquitectura
románico-mudéjar en la Provincia de Salamanca, Salamanca, 1980. O. Gil Farrés,
«Iglesias románicas de ladrillo…, op. cit. J. A. Ruiz Hernando, Arquitectura de
ladrillo en la provincia de Segovia. Siglos XII y XIII, Segovia, 1988. G. J.
Tejedor Mico, «Arquitectura mudéjar zamorana», Anuario del Inst. Estud.
Zamoranos, (1988), pp. 181 a 268. G. J. Tejedor Mico, «Arquitectura mudéjar
toresana», Bol. del Museo e Inst. «Camón Aznar», XXXV (1989), pp. 123 a 145. M.
Valdés Fernández, Arquitectura mudéjar en León y Castilla, León, 1984. M.
Valdés Fernández, «Arquitectura mudéjar y repoblación. Bases para una
hipótesis», en Homenaje al profesor Hernández Perera, Madrid, 1992, pp. 207 a
213.
[27] G. M. Borrás Gualis, «Estado de la
cuestión de los estudios sobre el arte mudéjar aragonés», Arte mudéjar
aragonés. Patrimonio de la Humanidad, Actas del X Coloquio de Arte Aragonés,
Zaragoza, 2002, p. [10], afirma que «con este ejemplo podemos hablar por vez
primera en Aragón de una arquitectura románica de ladrillo, datable a fines del
siglo XII y que configura el probable arquetipo de las primeras iglesias
parroquiales de Zaragoza». Un último trabajo sobre la iglesia de San Pedro de
Zuera, véase A. San Martín Medina, «Iglesia de San Pedro de Zuera —en los
orígenes del mudéjar—», Arte mudéjar aragonés. Patrimonio de la Humanidad,
Actas del X Coloquio de Arte Aragonés, Zaragoza, 2002, pp. 167 a 182.
[28] M. Valdés Fernández, «Arte
hispano-musulmán, albañilería románica y arquitectura mudéjar en los reinos de
Castilla y León», Congreso Internacional sobre restauración del ladrillo,
Sahagún, León (España), 1999, Valladolid, 2000, pp. 25 a 36.
[29] M. P. Cocheril, «La llegada de los
monjes blancos a España y la fundación de Sandoval», Tierras de León, XIV, n. 19,
(1974), pp. 39 a 53. Sobre la orden en Castilla y León, véase J. Pérez Embid,
El Císter en Castilla y León. Monacato y dominios rurales (siglos XII-XV),
Salamanca, 1986
[30] G. E. Street, La arquitectura gótica en
España, Madrid, 1926, pp. 47 a 56. L. Torres Balbás, «Arquitectura gótica», en
Ars Hispaniae, Madrid, 1952, pp. 79 a 103. E. Lambert, El arte gótico en
España. Siglos XII y XIII, Madrid, 1977, pp. 189 a195. M. Gómez Moreno, El
Panteón Real de Las Huelgas de Burgos, Valladolid, 1988, p. 13. A. Dimier, «La
arquitectura de las iglesias de monjas cistercienses», en Cistercium, XXX, n.
145, (1977), pp. 89 a 106. E. Martín, «La entrada del Cister en España y San
Bernardo», en Cistercium, n. 28, (1953), pp. 152 a 160. J. Pérez-Embiz, El
Cister en Castilla y León. Monacato y dominios rurales (s. XII-XV), Salamanca,
1986. J. C. Valle Pérez, «La arquitectura cisterciense: sus fundamentos», en
Cistercium, XXX, n.151, (1978), pp. 275 a 289. E. Fernández, M. C. Cosmen y M.
V. Herráez, El arte cisterciense en León, León, 1988
[31] El estudio de los diplomas aportados
por J. González, Reinado y diplomas de Fernando III, permiten afirmar que la
protección del monarca a los monasterios del Cister fue constante, en la misma
línea de amparo que antes proyectaron Alfonso VII y Alfonso VIII. La devoción
familiar a la orden del Cister fue una constante; su tía Blanca, casada con
Luis VIII y madre de San Luis de Francia quiso enterrarse en la abadía
cisterciense de Royaumond (Île-de-France).
[32] Entre 1215 y 1223 se está trabajando en
el refectorio de Santa María de Huerta; la obra está financiada por obra
promovida por Martín Muñoz de Finojosa (L. Torres Balbás, Arquitectura gótica,
pp. 103 y 104. E. Lambert, El arte gótico en España, pp. 167 a 175. J. Yarza,
Op. cit., p. 205). H. Karge, La catedral de Burgos, p. 54, indica que, en el
momento en el que están abiertas las fábricas de Las Huelgas Reales y de la
catedral de Burgos, las donaciones reales se concentraron prioritariamente en
el monasterio.
[33] La exposición se celebró en 1970, en el
Metropolitan Muesum of Art, de la ciudad de New York, Las actas del congreso
fueron publicadas como The Year 1200. A Symposium y The Year 1200. A Background
Survey, y el catálogo de la exposición se publicó como The Year 1200. A
Centenal Exhibition at The Metropolitan Museum of Art, N. Y., 1975. De L.
Grodecki, véase la voz «Style 1200», en Encyclopedia Universalis (1980), pp.
385 a 398.
[34] Sobre el concepto de monumentalidad y
dimensiones de las catedrales góticas, véase W. Sauërlander, «Le siècle des
cathédrales (1140-1260), en Le monde gothique, Paris, 1989, p. 2, y A.
Erlande-Brandenburg, La catedral, Madrid, 1993 p. 155.
[35] K. J. Conant, Arquitectura carolingia y
románica 800/1200, Madrid, 1995, p. 184, fecha los arbotantes de
Saint-Benoit-sur-Loire en torno a 1100 y los de Santiago de Compostela, en
torno a 1117. Un estudio muy completo sobre los arbotantes, véase en A.
Erlande-Brandenburg, El arte gótico, Madrid, 1992, pp. 31 a 33 y D. Kimpel y R.
Suckale, L´Architecture gothique en France 1130-1270, París, 1990, pp. 42 a 44.
[36] A. García Gallo, El Concilio de
Coyanza. Contribución al estudio del Derecho canónico español en la Alta Edad
Media, Madrid, 1951, pp. 230 a 233. L. Torres Balbás, «Algunos aspectos del
mudejarismo urbano medieval», R.A.H., 1954, p. 68. Sobre el Concilio de Coyanza
puede consultarse también fray J. López Ortiz, «La restauración de la
cristiandad», pp. 5 a 21. A. García Gallo, «Las redacciones de los decretos del
Concilio de Coyanza», pp. 25 a 39. A. Ubieto Arteta, «¿Qué año se celebró el
Concilio de Coyanza?», pp. 41 a 47. José González, «Sobre el Concilio de
Coyanza», pp. 49 a 60. F. Mateu y Llopis, «Evocación de la Hispania goda ante
la del año 1050», pp. 61 a 69. T. García Fernández, «El Concilio de Coyanza en
el orden civil y político», pp. 71 a 77. A. Olivar, «Las prescripciones
litúrgicas del Concilio de Coyanza», pp. 79 a 1131, trabajos publicados en El
Concilio de Coyanza (Miscelánea), León, 1951.
[37]
F. Fernández y González, Estado social y político de los mudéjares de
Castilla, Madrid, 1886 p. 83. Llorca, García Villoslada, Montalbán, Historia de
la Iglesia Católica, Madrid, 1973, p. 496, sobre Honorio III. L. Torres Balbás,
Algunos aspectos del mudejarismo…, p. 68.
[38] El poder de los obispos castellano-leoneses de
siglo XIII, se asienta en su proximidad a los reyes; se constituyen como
corresponsables de los actos de gobierno al firmar al lado del rey las más
importantes decisiones políticas y, al mismo tiempo, son personas muy próximas
al papado. Sirvan de ejemplo los prelados Don Julián, obispo de Cuenca fue
tratado por Alfonso VIII como mi queridísimo amigo, don Juan Díaz de Medina,
obispo de Burgos, como mi chanciller y don Martín Fernández, obispo de León fue
considerado por Alfonso X, como mí criado. La firma de don Rodrigo Jiménez de
Rada, nunca faltó al lado de la de Fernando III.
[39]
J. Serrano, «El canciller de Fernando III de Castilla», Hispaniae M, I
(1941), pp. 3 a 40. D. W. Lomax, «The authorships of the «Chronique latine des
rois de Castille», Bulletin of Hispanic Studies, XL (1963), pp. 205 a 211. M.
D. Cabanes, «Introducción», Crónica latina de los reyes de Castilla, Valencia,
1964. L. Charlo Brea, «Introducción», Crónica latina de los reyes de Castilla,
Madrid, 1999, p. 17. J. González «La Crónica latina de los reyes de Castilla»,
Homenaje a don Agustín Millares Carlo, t. II, Caja Insular de Ahorros de Gran
Canaria, 1975, pp. 55 a 70. Para el estudio de los obispos de Astorga, véase,
A. Quintana Prieto, El obispado de Astorga en el siglo XIII, Astorga, 2001, pp.
141 a 365.
[40]
La cesión de las tercias del diezmo eclesiástico fue una excepcional
fuente económica, manejada con habilidad y destreza política por el papado; en
el caso de la catedral de León véase en M. Valdés, Mª C. Cosmen y Mª Vª
Herráez, «La Edad Media. Del origen a la consolidación de un templo gótico»,
Op. cit., p. 58. H. Karge, La catedral de Burgos, p. 54. M. Valdés, M. V.
Herráez y C. Cosmen, El arte gótico en la provincia de León, León, 2001, p. 49.
[41]
Para el teólogo medieval, ecclesia materialis significat ecclesiam
spiritualem, tomado de H. Jantzen, La arquitectura gótica, Buenos Aires, 1979,
p. 171.
[42] Sirva el ejemplo de Ximénez de Rada; el
historiador cisterciense estudió en París, como don Mauricio de Burgos, en
torno a 1200 y fue testigo de los festejos para la boda de Luis VIII, con doña
Blanca de Castilla que se celebraron en el interior de los diáfanos muros de
una catedral gótica (J. Gorosterratzu, Don Rodrigo Jiménez de Rada, Pamplona,
1925, pp. 19 a 41) El sucesor de Ximénez de Rada en la diócesis de Toledo, don
Juan de Medina Pomar, además de haber estudiado en París, estuvo en la
consagración de la Sainte-Chapelle que San Luis construyó para veneración de la
Corona de Espinas (F. J. Hernández, «La corte de Fernando III y la Casa real de
Francia», en Fernando III y su tiempo (1201-1252). VIII Congreso de Estudios
Medievales, León, 2003, pp. 103 a 157.
[43]
Fernando III fue enterrado en la mezquita almohade de Sevilla, Alfonso
el Sabio fue proclamado rey, y luego enterrado al lado de la tumba de su padre
en la misma mezquita aljama convertida en catedral cristiana; Sancho IV casó,
fue proclamado rey y enterrado en la catedral de Toledo y, por último, Fernando
IV, fue coronado ante el lecho mortuorio de su padre, en la catedral de Toledo,
pero sepultado en Córdoba (Crónicas de los Reyes de Castilla, BAE., Madrid,
1953, pp. 61, 69 y 90, «fuese para Toledo, é luego que llegó, casó con la
infanta doña María, hija del infante de Molina»; «é luego fuese para Toledo e
fízose coronar»; «se enterró en Toledo». F. Gutiérrez Baños, Las empresas
artísticas de Sancho el Bravo, Burgos, 1997, p. 141).
[44]
El rey Sabio en repetidas ocasiones se refería a «nuestra obra de Santa
María de Riegla»(M. Valdés Fernández, La catedral de León, Madrid, 1993, p.
10). H. Karge, La catedral de Burgos, pp. 54 y 55. F. Gutiérrez Baños, Las
empresas artísticas de Sancho el Bravo, p. 140, considera que «aunque de manera
tópica suele decirse que las grandes catedrales fueron fruto del esfuerzo de
los reyes y obispos, la realidad parece que es otra: la base para financiar las
obras fueron los obispos y los cabildos».
[45] M. Martínez y Sanz, Historia del templo
de la catedral de Burgos, Burgos, 1866, reed. Burgos, 1983. G. E. Street, La
arquitectura gótica en España, Madrid, 1926, pp. 25 a 47. L. Torres Balbás,
Arquitectura gótica, pp. 69 a 77. T. López Mata, La catedral de Burgos, Burgos,
1950. F. Chueca Goitia, Historia de la arquitectura española, pp. 342 a 345. E.
Lambert, El arte gótico en España. Siglos XII y XIII, Madrid, 1977, pp.
211-221. S. Andrés Ordax, «Castilla y León/1», en España gótica, pp. 89 a 126.
S. Andrés Ordax, La catedral de Burgos, León, 1993. J. M. Azcárate, El arte
gótico en España, pp. 35 y 36. H. Karge, La catedral de Burgos, Valladolid,
1995. Sobre la catedral de Toledo, véase G. E. Street, La arquitectura gótica
en España, pp. 257 a 271. F. Chueca Goitia, Historia de la arquitectura
española, pp. 337 a 341. G. Von Konradshein, «El ábside de la catedral de
Toledo», A.E.A., (1975). J. M. Azcárate, Arte gótico en España, p. 36 a 38.
[46]
Sobre el episcopado de don Nuño, calamitoso desde el punto de vista
económico, véase P. Linehan, La iglesia española y el papado en el siglo XIII,
p. 129. A. Quintana Prieto, La documentación pontificia de Inocencio IV, doc.
367, p. 24, transcribe un documento que da buena prueba de la importancia que
tiene el obispo leonés para el Papa que es llamado a Roma por medio de una
carta que, entre otras cosas, precisa: «/…/ la iglesia de León está tan
oprimida por el peso de las deudas que /…/cuando te convenga hacer grandes
gastos, difícilmente, o nunca te podrías liberar de esta carga».
[47]
Los ejemplos que ilustran con precisión la realidad histórico-artística
de las artes mudéjares promovidas por la nobleza son las iglesias de San Pablo
en Peñafiel y la Iglesia de San Andrés de Aguilar de Campos. La primera es la
capilla funeraria del Infante don Juan Manuel (1324), en donde los
constructores fundieron estructuras arquitectónicas góticas y repertorios
ornamentales hispanomusulmanes en una fluida síntesis estilística representada
por reinterpretación de ventanas góticas y la articulación de los paramentos
con arcos túmidos polilobulados de tradición toledana, muy similar a la organización
de la portada de La Peregrina de Sahagún. La iglesia de San Andrés, fue
sufragada por el Almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, a fines del
siglo XIV. Es una fábrica de mampostería y ladrillo, en la que se funden
arquitecturas góticas y modelos decorativos relacionables con los talleres
nazaritas que trabajaron para Muhammad IV. En el siglo XV se construyó y decoró
con yesos andaluces la capilla funeraria de los Sandoval, en la iglesia de
Franciscanos de Sahagún.
[48]
M. Gómez Moreno, «Preseas reales sevillanas (San Fernando, doña Beatriz
y Alfonso X el Sabio en sus tumbas)», Archivo Hispalense, 2 (1948), pp. 191 a
204. Mª Jesús Sanz serrano, «Ajuares funerarios de Fernando III, Beatriz de
Suabia y Alfonso X», en Sevilla, 1248. Congreso Internacional Conmemorativo del
750 aniversario de la conquista de la ciudad de Sevilla por Fernando III, Rey
de Castilla y León, p. 429. J. C. Hernández Núñez, «Espada de San Fernando», en
Metropolis Totius Hispaniae, Sevilla, 1998, pp. 234 a 238.
[49] Tiraz, es un término de origen persa,
es un bordado y por extensión un traje con bordados perteneciente a personajes
de alto rango. Sobre el tejido perteneciente a doña Beatriz, véase Mª. Jesús
Sanz serrano, «Ajuares funerarios…», p. 431.