miércoles, 20 de mayo de 2020

Capítulo 1 - Arte Mudejar

LA SOCIEDAD MUDÉJAR
En la plenitud de la Edad Media europea (siglos XI al XIII), cuando la reconquista del territorio por parte de los reyes cristianos hispanos fue avanzando hacia el sur, desde los valles del Duero y Tajo al oeste y el somontano pirenaico y el valle del Ebro al este, a partir sobre todo del siglo XII, la población de origen musulmán que fue aceptando los pactos de capitulación y los acuerdos con las nuevas autoridades impuestas por la monarquía, se convirtió en un conjunto dispar de moros de paz o sarracenos, llamados también mudéjares, que se fueron adaptando a su condición de minoría resistente en su fe, cultura y dedicación, bajo la dependencia jurídica directa de la monarquía o de los señores por delegación real, a cambio de una contribución tributaria especial y de determinadas limitaciones en sus relaciones con los nuevos dominadores cristianos. Su condición personal y colectiva, integrados en las aljamas y morerías, representadas por el alamín de cada comunidad, varió según formaran parte del realengo, dependiente directamente de la autoridad regia, o del señorío laico o eclesiástico, a instancia de un señor de una u otra condición. Pero, en general, formaron parte de la sociedad de su tiempo y fueron activos agricultores, jornaleros, maestros de obra y alarifes, expertos en algunos oficios (cerámica, orfebrería, calzado, armas, etc.), así como mercaderes y patrones de navíos fluviales, por ejemplo en el caso del Ebro. Regidos por su propia jurisdicción, con sus mezquitas, zocos, tiendas y obradores, permanecieron generación tras generación, o bien dispersos entre el resto de la población urbana y rural, o bien recluidos en morerías cerradas y separadas, pero no desconectadas del conjunto cristiano, que fue haciéndose a su presencia, hasta el punto de llegar a formar parte del paisaje y del paisanaje de los siglos XIII, XIV y XV; especialmente en Aragón, Valencia, bajo Ebro y Murcia, y menos en Baleares, Castilla, Extremadura y Andalucía, donde las sublevaciones mudéjares del siglo XIII obligaron a expulsarles en parte y a dificultar su permanencia de forma masiva; donde, además, la cercanía del todavía musulmán reino o sultanato de Granada representaba un peligro de contaminación y de espionaje que hacía temer una posible alianza entre quienes, a un lado y otro de la frontera granadina, representaban la pervivencia islámica de un al-Andalus residual. Laboriosos, pacíficos y respetuosos con la mayoría cristiana, los mudéjares llegaron a representar hasta un diez por ciento de la población en el caso del reino de Aragón a finales del siglo XV, cuando se estaba fraguando el proceso de integración española que llevó a los Reyes Católicos a expulsar a los judíos y a obligar a la conversión a los mudéjares desde los últimos años del siglo en cuestión, pasando a ser denominados moriscos durante algo más de otro siglo hasta su definitiva expulsión a comienzos del siglo XVII, por temor a la connivencia con los turcos que amenazaban el Mediterráneo; dejando un vacío humano y productivo difícil de sustituir por mano de obra cristiana. Pues bien, en la historia de los reinos medievales hispanos, en los que confluyeron tres grupos humanos de diferente origen y condición —cristianos, judíos y musulmanes sometidos—, la presencia de quienes descendían de aquellos que durante el emirato y califato de Córdoba (siglos VIII-XI), los reinos taifas y las sucesivas dominaciones almorávide y almohade (siglos XI-XIII) habían mantenido una espléndida civilización hispano-omeya para pasar progresivamente a dominio cristiano de los reyes peninsulares, ha sido siempre objeto de atención por parte de los historiadores de la época medieval española. Denominados convencionalmente mudéjares, de «mudayyin» («sometidos» o «los que se quedaron»), los documentos coetáneos que se refieren a ellos los llaman simplemente moros (moros de paz) o sarracenos; llegando a constituir, por lo general, una minoría destacable por su laboriosidad, respeto por los cristianos, con los que coexistieron —más que convivieron— al igual que con los judíos, especialización laboral y por mantenerse como fieles seguidores de la fe islámica heredada de sus mayores desde el inicio de la conquista de la Hispania visigoda a partir del año 711; lo cual fue a su vez respetado por los nuevos dominadores, cuyos monarcas les permitieron mantener su credo, sus pertenencias y sus oficios, acogiéndoles bajo su especial y directa protección, o la de los señores por delegación regia; aunque a cambio, eso sí, de mantener un régimen tributario especial, evitar la promiscuidad con los de la religión mayoritaria y, en muchos casos, permanecer recluidos en sus barrios apartados, morerías, e incluso aislados por muros en las grandes poblaciones de los reinos ibéricos de los siglos XIII, XIV y XV. No obstante, su contribución a la economía productiva de los estados peninsulares —en los que mantuvieron una notable presencia hasta el final de la Edad Media (Aragón, la Cataluña del Ebro, Valencia o Murcia) y aun después como moriscos—, así como las manifestaciones artísticas salidas de sus manos artesanas y las edificaciones civiles y eclesiásticas derivadas del buen conocimiento del uso y combinación de elementos constructivos y decorativos —propios de sus conocimientos arquitectónicos, de su comprensión espacial y de su sensibilidad estética—, acaso sea lo más destacable de su presencia activa en el medio urbano y rural de los reinos surgidos con la reconquista de lo que, precisamente, había sido durante siglos territorio islámico preferentemente, alAndalus o Alandalús, limitado a partir del siglo XIII al llamado reino o sultanato nazarí de Granada. Por tanto, quienes inspiraron, produjeron o contagiaron el llamado arte mudéjar en general, y del que tantas manifestaciones se conservan todavía hoy en la amplia y diversa geografía española —con variantes según los reinos medievales de antaño y que ofrece peculiaridades propias en Castilla o León, Andalucía o Aragón, entre otras comunidades autónomas actuales—, formaron parte de esa sociedad mudéjar que también presenta, junto a un componente y unas bases comunes, realidades distintas que permiten pluralizar más que singularizar o generalizar; debiéndose hablar, más bien, de «sociedades mudéjares», como ha dejado bien sentado José Hinojosa en su reciente libro de título tan expresivo como el de Los mudéjares. La voz del Islam en la España cristiana (2 vols. Centro de Estudios Mudéjares, Teruel 2002, al que se remite para la bibliografía correspondiente, junto con las actas de los X Simposia Internacionales de Mudejarismo celebrados en Teruel desde 1975 a 2005), verdadero vademecum sobre el Mudejarismo, con un volumen de estudios y otro de documentación, obra ya de indispensable referencia para el conocimiento de la cuestión. Si se piensa, además, que a fines de la Edad Media, en el reino de Aragón, por ejemplo, los mudéjares representaban todavía un 10% de la población, y que en algunos lugares del mismo la mayoría de los habitantes eran de dicha condición, se puede pensar, sin reservas, que su presencia en los reinos medievales peninsulares no pasó inadvertida a quienes los visitaron provenientes de la Europa continental; como muestra, por ejemplo, el testimonio del alemán Jerónimo Münzer, quien, a finales del siglo XV, escribió que: entre todos los pueblos de España, era el de Aragón el que tenía mayor número de moros, expertos como labradores y en muchos oficios, sometidos a fuertes tributos, laboriosos y parcos en el comer, de gran complexión, bien proporcionados, sufridos en el trabajo y diestros en artes, con casas limpias, tiendas y mezquitas. Pues bien, qué mejor foto fija, valga la expresión, que dicho testimonio de los mudéjares aragoneses en particular y de los españoles en general, que se sentían por entonces tan de la tierra como los cristianos o los judíos, que en 1492 fueron obligados a salir de donde habían estado desde época tardorromana. Sin llegar a olvidar, en algunos casos, estos nuevos moros el uso del árabe como lengua de comunicación entre sí, aunque se desenvolvieran entre los cristianos con la lengua romance común de la época, y conservando la escritura propia en textos jurídicos y litúrgicos, contratos y compromisos, acuerdos y testimonios. A pesar de que, por entonces, en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, iban a sufrir el primer gran contratiempo, al verse obligados a convertirse al cristianismo para poder permanecer, transformándose en moriscos, denominación según la historiografía al uso, que acabarían siendo también expulsados a comienzos del siglo XVII. En el testimonio de Münzer encontramos, pues, las esencias del comportamiento de los mudéjares, tanto el personal como el colectivo, su fisonomía, costumbres y reflejo de su cultura en los tres espacios preferentes de su permanencia: la casa, el mercado o zoco y la mezquita. De ahí que también en el nacimiento, matrimonio, muerte, enterramiento, relaciones e intercambios, solemnidades y festividades, educación y trabajo, los mudéjares mantuvieran la idiosincrasia musulmana y fueran «la voz del Islam en la España cristiana», o más bien el eco cada vez más apagado. Pero, para entender mejor esta sustancial y expresiva presencia, hay que comenzar con rastrear el comienzo del mudejarismo en su componente humano, jurídico, religioso, cultural, político, social y económico. Es decir, indagar en el origen y primera evolución de la comunidad islámica desde los grandes avances de la reconquista española entre los siglos XII y XIII, con la imposición de la sociedad feudal, la reorganización eclesiástica y el reordenamiento del espacio ocupado, invadido o conquistado por los reyes cristianos del norte; sobre todo los de las coronas de Aragón y de Castilla, consolidadas desde el siglo XIII en su disputa por la hegemonía territorial y política, sin olvidar a Navarra y a Portugal, pero sin considerar otros ejemplos mediterráneos que no representaron la magnitud del caso peninsular, y teniendo como último horizonte de continuidad de esa reiterada voz del Islam el componente morisco del siglo XVI, su emigración posterior e instalación norteafricana y mediterráneo-oriental. Al fin y al cabo, la larga presencia del Islam en España durante tantos siglos (VIII-XVII) y con una gran influencia y repercusiones en general, convirtieron a los mudéjares y moriscos en un elemento más del conjunto, pasando de dominadores a dominados, pero participando en el segundo caso en la vida cotidiana de los reinos ibéricos, tanto en el medio rural como en el urbano, en modestas labores o en destacadas actividades comerciales y constructivas, con sus humildes obradores o su calculado ingenio estético aplicado al arte. Por lo que su imagen forma parte del paisaje histórico y del pasado común con los cristianos de entonces, como lo es ahora de nuevo con la presencia musulmana entre nosotros, formando parte del subconsciente colectivo hispano, con sus luces y sombras, las de ayer y las de ahora mismo.
Pero la formación del mudejarismo, entendido como el conjunto de rasgos que caracterizó a la sociedad mudéjar como minoría confesional en la España cristiana, se fue fraguando a medida que la unidad de Alandalús se fue debilitando y desintegrando, a partir, sobre todo, del siglo XII y tras las épocas taifa, almorávide y almohade; si bien fue el XIII, con los grandes avances cristianos sobre el sur peninsular, después de la batalla de las Navas de Tolosa en 1212 que abrió las puertas de la amplia región bética, el siglo de la consolidación de un mudejarismo presencial que empezaba a comprender y asimilar las formas de vida peculiares de las comunidades musulmanas en las poblaciones y tierras dominadas ahora por los cristianos desde el sur del somontano pirenaico o de los valles del Duero, Tajo y Guadiana. Anteriormente, la toma de Toledo en 1085 por Alfonso VI y de Zaragoza en 1118 por Alfonso I el Batallador, fueron dos momentos de gran impacto negativo para los sucesivos intentos de reconstrucción de la unidad andalusí, que se había trastocado con la desaparición del califato omeya de Córdoba a principios del siglo XI, dada la importancia estratégica y simbólica que ambas plazas, sobre el Tajo y el Ebro respectivamente, representaban como bastiones de la España islámica en la parte occidental y oriental respectivamente. Mientras que, por el contrario, a partir de ambas fechas se abrieron las esperanzas de una definitiva imposición de la Cristiandad latina católica sobre el Islam oriental e infiel afincado al sur de la Europa feudal y papal desde la conquista de España entre el 711 y 714, pues, desde entonces, y salvo algunos reveses de mayor o menor importancia y repercusión, la situación se fue decantando a favor de una nueva territorialidad peninsular dominada por los poderes castellano-leoneses, navarros y aragoneses, hasta desembocar en el triunfo de las Navas de 1212, cuando por vez primera unieron sus fuerzas contra el enemigo común almohade los reyes Alfonso VIII de Castilla, Sancho VII el Fuerte de Navarra y Pedro II el Católico de Aragón; anunciándose en el horizonte inmediato de la expansión reconquistadora lo que a lo largo del siglo XIII representarían las conquistas e incorporaciones de la Andalucía bética para la Corona de Castilla, con Fernando III el Santo (1217-1252), y de Mallorca y Valencia para la Corona de Aragón, con Jaime I el Conquistador (1213-1276). Más la interesada creación del reino nazarita de Granada, a modo de protectorado cristiano, bajo la tutela de los reyes castellanos y la permisividad de los monarcas aragoneses, que se beneficiaron en conjunto de las relaciones económicas y políticas con el último reducto de la presencia efectiva del Islam en la Península Ibérica. Por tanto, mientras el Islam andalusí se fue replegando de norte a sur, con los avances hispano-cristianos en la misma dirección, hasta reducirse y concentrarse durante los últimos siglos medievales en el reino musulmán de Granada, a la vez que los reinos occidentales alejaban sus fronteras del siempre peligro musulmán —superada la última amenaza de los benimerines que habían sustituido desde el norte de Marruecos a los almohades entre 1275 y 1340—, los musulmanes vencidos, por su parte, despejadas las sospechas y suspicacias de los cristianos sobre su colaboracionismo desde el interior de sus reinos, en una hipotética recuperación islámica de la pérdida de Alandalús con el apoyo turco mediterráneo, fueron admitidos y aceptados, finalmente, y tolerados en la mayoría del territorio hispánico, que en torno a los límites del reino granadino iba a mantener una frontera inestable, aunque permanente, fluctuante y definitivamente permeable y quebrada a partir de mediados del siglo XV, hasta la llamada guerra de Granada entre 1482 y 1491, ya con los Reyes Católicos, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Ahora bien, la condición de los mudéjares a lo largo de estos siglos no fue la misma en los diferentes dominios de los reyes hispánicos o de los señores laicos o eclesiásticos, de los que dependieron en el realengo o en el señorío, ni tampoco en las villas y concejos del país. La demografía, la inserción en la producción, la participación en los intercambios económicos, las relaciones con la otra minoría confesional judía o con la mayoría cristiana, la peculiaridad de su arquitectura y artes decorativas, o el cumplimiento con mayor o menor rigor de su credo coránico, se manifestaron de manera diferente en cada reino e incluso en cada lugar, alejándose mucho de la pretendida uniformidad que se ha intentado adjudicar a este importante contingente poblacional. Por lo que sería más correcto hablar en plural de sociedades mudéjares, por la diversidad con la que se nos presentan durante los siglos XIII al XV. De hecho, las comunidades musulmanas en la España cristiana, establecidas bajo la protección regia, que no les abandonó hasta la obligada conversión al cristianismo iniciada en la península a partir de 1499, al mantener en buena parte sus actividades propias, sus costumbres, ritos y cultura, su régimen jurídico y su fe, con las limitaciones de su reclusión en barrios controlados y separados en las grandes aglomeraciones urbanas o de la tributación especial a la que se vieron obligadas, mantuvieron a modo residual el espíritu de Alandalús, el cual se llevaron consigo quienes huyeron precipitadamente o emigraron a Granada o al norte de África, y reteniéndolo en buena parte hasta hoy en enclaves del Magreb. Y, aunque dichas comunidades desaparecieron como tales definitivamente a comienzos del siglo XVII —tras la expulsión de los mudéjares convertidos forzosamente desde finales del XV (pasando a denominarse moriscos en la historiografía y siguiendo llamándose moros en la realidad)—, legaron un testimonio impagable en el arte medieval y moderno que se puede contemplar hoy con admiración y que nos habla de un pasado de colaboración que, sin llevar a la añoranza gratuita o al fanatismo fácil, merece, al menos, consideración y respeto.
Por todo ello, la formación de la sociedad mudéjar o, más bien, de las sociedades mudéjares de los reinos hispanos medievales a lo largo de los siglos XII al XV, fue un proceso acumulativo y de aculturación, tanto como de dispersión y desfiguración, que no llegó, sin embargo, a destruir las bases de una contribución positiva al conjunto peninsular del pasado medieval, sobre todo, y que enriqueció, sin duda, el panorama social, económico y cultural de España. No obstante, a lo largo del proceso del traspaso del poder político de manos musulmanas a cristianas durante los siglos de la reconquista, repoblación y reorganización del territorio, los pactos, acuerdos y capitulaciones, así como las cartas de población o los fueros mayores o menores, buscaron siempre combinar el interesado esfuerzo por la permanencia de los moros con los privilegios y ventajas ofrecidas a los cristianos que debían dirigir y protagonizar la colonización y feudalización del espacio ocupado. Y así, la vinculación con el patronato real de los moros mudéjares, proporcionó, en principio, un marco jurídico especial de protección que quiso evitar cualquier abuso de poder o de violación de los derechos respetados a los vencidos por parte de la autoridad local o central, y aun por la clase señorial dirigente. De hecho, en un ambiente de aparente guerra permanente con el Islam fronterizo a los reinos cristianos, se tuvo que conjugar la diplomacia respecto a lo que iba quedado en la España islámica con la política de ofensiva militar, por un lado, y la protección jurídica y el amparo legal de los mudéjares, por otro. Por lo que los moros de paz constituyeron un bien preciado y necesario que había que salvaguardar y proteger, aunque tan solo fuera, entre otras razones, por ser una fuente codiciada de ingresos a través de la fiscalidad particular de las aljamas que representaban ante la autoridad pública o privada al conjunto tributario. La dificultad estuvo, no obstante, en la peculiar intersección de los dominios de realengo con los de señorío laico o eclesiástico, en los que hubo mudéjares; porque los señores, por su parte, trataron de beneficiarse de sus rendimientos y rentas sin llegar a sangrarles hasta el punto de arruinar su economía o llevarles a la necesidad de huir a otros dominios interiores o a tierras de moros más allá de la frontera cristiana. Y eso que, a pesar de los particularismos y diferencias entre los diversos reinos, dentro de cualquiera de ellos e incluso entre los lugares de realengo o de señorío, existió, al menos, una base común, consistente, sobre todo, en el valor concedido a la mano de obra mudéjar en muchas actividades en las que destacaron por su entrega y habilidad. En todo caso, durante los siglos XIV y XV, la inserción de la comunidad sarracena en la jurisdicción directa de la corona, especialmente en la del rey de Aragón, evitó, al menos, la descomposición acelerada del sistema musulmán por la desvertebración de la sociedad islámica precedente, que fue quedando finalmente como residual o testimonial, aunque comprometida, y por ello salvaguardada, por el interés común. Salvo, claro está, en el caso de las consecuencias negativas provocadas por algunas revueltas en la Corona de Castilla o por algunos movimientos hostiles en la de Aragón: aquéllas con expulsiones mayoritarias y éstas con incidencias temporales de escasa repercusión. Al respecto, la reconstrucción del sistema fiscal de los mudéjares resulta dificultoso por la diversidad, dispersión y confusión de la información disponible a través de la documentación conservada, resultando una casuística heterogénea y dispar. Pero, para la baja Edad media, cuando las comunidades mudéjares entraron en una etapa prolongada de estabilidad y consolidación, por concentración en unos casos o por reducción en otros, se puede generalizar, no sin algunos riesgos de interpretación, estableciéndose un sistema regular tipo que valida los diversos casos conocidos y permite extrapolarlos a los desconocidos. Así, cabe distinguir en principio y en la fiscalidad de los mudéjares en los siglos XIV y XV al menos, el ámbito rural del urbano. En el primero, la concentración de la propiedad de la tierra —que seguía siendo un importante medio de producción y riqueza— en unas cuantas manos provenientes de los linajes sobrevivientes a la reconversión nobiliaria de finales del siglo XIII y primera mitad del XIV, sobre todo, tendió a hacer más uniforme el sistema de explotación sobre medios productivos y personas, prevaleciendo la tasa proporcional a la cosecha que ya tenía una larga tradición, y que, para el caso mudéjar, provenía del aparcero de la época de dominio musulmán, dependiendo de diversos factores: la calidad y productividad de la tierra, las condiciones pactadas en un principio, el predominio de la explotación directa o de la parcelación a través del censo temporal o permanente (el treudo), etc. Pecha tradicional a la que había que añadir otras exacciones como, por ejemplo, la alguaquela para el cereal, cáñamo y hortalizas. Además, junto a estas exacciones derivadas de la producción propia o resultado del usufructo o dominio útil de la tierra, existieron otras complementarias, y a veces prioritarias, en relación con la renta fundiaria, basadas en el derecho de jurisdicción señorial y sobre los excedentes de las cosechas campesinas. Destacando, por otro lado, la pecha común que afectaba colectivamente a la comunidad a través de la aljama que la representaba, con el alamín a la cabeza, distribuyéndose particularmente según las posibilidades y disponibilidad de sus miembros. Y junto a ello, también se constatan algunos tributos relacionados con determinados cultivos o actividades: el alraz de las viñas o la azadeca o caracha del ganado por cabezas, sustanciadas en dinero. Siendo peculiar la llamada azofra o zofra, de gran tradición, por ejemplo, en Aragón, y consistente en la entrega de jornadas de trabajo que solían resarcirse por pagos en especie o en moneda. Así como también, en algunos casos, las multas o calonias derivadas de las sanciones judiciales, y lo explícito del uso de los monopolios señoriales o municipales sobre hornos, molinos, etc. En definitiva, los mudéjares, aun siendo jurídicamente patrimonio del rey, se vieron expuestos a una triple fiscalidad, que justificó en parte el interés por retenerlos en los dominios reales y señoriales: la derivada de la pertenencia a un dominio territorial, de realengo o de señorío; la vinculada al dominio jurisdiccional, personal o colectivo; y la derivada de los acuerdos iniciales o revisados según la rentabilidad económica y la capacidad productiva. Resultando al final una mezcla de tradición anterior y de imposición posterior similar a la que también afectó a los contribuyentes y vasallos cristianos. Y sin librarse de algunas contribuciones especiales o extraordinarias como el monedaje, las coronaciones y matrimonios reales, etc. Acaso, sin embargo, y en términos generales, en el medio urbano de jurisdicción exclusivamente real, donde las morerías tuvieron un peso importante como colectivos concentrados o dispersos, la fiscalidad fue más ajustada que en el medio rural, porque el conjunto mudéjar estaba más organizado y más identificado con la pertenencia a un sector confesional responsable y representado por sus propias autoridades ante las de los cristianos. Y de hecho, cualquier ejecutoria de los moros de realengo debía contar con la autorización de los oficiales regios, por lo que el conocimiento de las aljamas y morerías urbanas es mayor, aun cuando su declinar comenzó por lo general a lo largo del siglo XV. Precisamente, la capacidad productiva, y por tanto el potencial contributivo, de los mudéjares en las morerías urbanas fue importante por la variedad de actividades y oficios profesionalizados y demandados que regentaban y que sobrepasaban las limitaciones del ámbito rural. La especialización laboral se introdujo en las morerías atendiendo no sólo a la demanda interna sino también a la externa cristiana, favoreciéndose los intercambios y relaciones sociales y humanas a pesar de las leyes restrictivas al respecto. Por lo que el seguimiento de sus actividades por los recaudadores delegados regios se registraba con los diferentes conceptos contributivos; aprovechándose al máximo las haciendas reales de los recursos extraídos de los mudéjares al tener un buen control sobre los mismos, mejor incluso que sobre los cristianos, lo que abundó en la codicia de los señores que alimentaron en ocasiones el deseo de asentarse los moros en sus dominios para explotar sus tierras con mayor rentabilidad a cambio de algunas ventajas. En conjunto, el fenómeno de la inserción de los mudéjares en el sistema productivo y también en el fiscal, respondió, por un lado, a la interesada preocupación de la monarquía, que aplicó sus criterios al respecto sobre los dominios peninsulares con presencia de moros en diversas condiciones, y, por otro, a la necesidad de sentirse identificados dichos moros con el proyecto político de los reyes y de corresponder a la especial protección dispensada por ellos, aunque, luego, en el devenir de cada día, la convivencia, coexistencia o conveniencia se entremezclaran según momentos y lugares, acabando en ocasiones en una resignación pasiva que fue minando su supervivencia lenta e irreparablemente. Ni que decir tiene, por tanto, que los mudéjares representaron de por sí un potencial económico importante, tanto para el aprovechamiento propio como para el conjunto de los reinos hispanos medievales, dada su generalizada capacidad productiva y el estímulo que suponía la demanda proveniente del exterior de los recintos, murados o no, en los que acabaron recluidos en buena parte en las grandes poblaciones o en la intimidad de la casa en el medio rural. Su laboriosidad y dedicación al trabajo en las ciudades y villas españolas fue tan valorado como su presencia en los señoríos laicos y eclesiásticos por el buen conocimiento de las labores de la tierra. Conocimiento de la agricultura y de los cultivos heredados de sus antepasados musulmanes, pues, en principio, los moros que permanecieron en el campo continuaron con sus tareas habituales, aunque poco a poco el paisaje agrario del territorio conquistado y repoblado por cristianos y mudéjares se fuera transformando. En el campo, la gran masa laboral sarracena era fundamentalmente campesina, y si bien en principio debieron subsistir propietarios de tierras cultivadas libremente, lo frecuente fue, más bien, el caso del régimen de aparcería, en el que el propietario cristiano disponía de la tierra y de parte de la simiente y el sarraceno aportaba el resto y la mano de obra, repartiéndose luego los beneficios según los acuerdos previos. Además, los cultivadores moros en régimen de aparcería mantendrían el derecho a la transmisión de las condiciones pactadas, a cambio de la dificultad legal de abandonar la tierra para marchar a otros lugares más ventajosos; situación que debió de darse de hecho por la insistencia en la prohibición y porque la escasez progresiva de mano de obra campesina convirtió al moro en un valor añadido. Sin embargo, en las ciudades y villas principales de los reinos con presencia mudéjar significada, su aportación económica fue más diversificada, puesto que, sin desvincularse del todo en muchos casos del trabajo de la tierra, la variedad y aprecio de los oficios ofertados por ellos, así como la mano de obra en operaciones constructivas o en transporte de mercancías, les convirtió en un elemento demandado por los operadores cristianos que controlaban la producción, la venta y la comercialización de sus acabados. Así, por ejemplo, una ciudad como Zaragoza llegó a contar con unas ochenta tiendas abiertas en su morería. De suerte que, no sólo como mano de obra elemental, sino también como especializada, la oferta musulmana a los cristianos fue estimable en todo momento, aunque las condiciones y resultados fueran muy diferentes según los casos y las circunstancias. En principio, claro está, fue mayor la masa campesina mudéjar que la urbana y de oficio especializado, que también se dio lógicamente en el medio rural, aunque en menor dimensión cuantitativa y cualitativa. Pero está más documentada la urbana a través de la documentación de las cancillerías reales, de las ordenanzas municipales, fueros, etc.; porque, en este caso, la documentación disponible no sólo nos habla de colectivos, sino también de individualidades destacadas en algunas tareas apreciadas por los dirigentes cristianos, empezando por el mismo monarca y siguiendo por las autoridades del común; siendo, por ejemplo, un caso representativo al respecto el de las familias de maestros de obras que hicieron posible muchas construcciones del llamado arte mudéjar, y que también trabajaron en palacios y alcázares reales como el de la Aljafería en Zaragoza, o los de Sevilla y Granada, entre otras obras civiles. Tan eficaz laboriosidad, quedó reflejada en las tributaciones de los moros mudéjares a sus señores naturales, como resultado de su capacidad productiva y del nivel económico particular y colectivo. Por ello, las noticias sobre el cultivo del cereal, en sus variantes medievales, el lino, el cáñamo, las hortalizas o legumbres y tantos otros productos habituales en la economía campesina de la época, son abundantes; como lo es la información acerca de la explotación hidráulica de los recursos naturales heredada por los mudéjares y aprovechada y reconducida por los cristianos y por los mismos moros. Sin olvidar la ganadería, fuente de riqueza importante y complementaria en muchos casos, sobre todo en zonas de alta cota o de amplios pastos. Las exacciones o contribuciones derivadas de ello también permiten aproximarse a una valoración económica, teniendo en cuenta el arrendamiento de pastos, que pertenecían a señores laicos (nobles o plebeyos) y eclesiásticos (órdenes militares, mitras episcopales, monasterios, etc.), a ganaderos moros que disputaban el uso de los comunales con los cristianos. Por otro lado, los contratos agrarios colectivos, las cartas de población o de gracia y otros testimonios de acuerdos con condiciones de franquicias, ventajas y privilegios, constituyen una fuente de información aprovechable para reconstruir los niveles aproximados de compromiso e inserción en el sistema productivo, al menos desde una apreciación cualitativa, por especificarse, a veces, no sólo las condiciones y pormenores legales, sino también la producción que se esperaba obtener, sobre todo cuando se detallaba la tributación según productos y resultados. En cuanto a los mudéjares urbanos que cultivaban tierras en la periferia de sus propios recintos o en los términos municipales de las poblaciones, ya fuera por cuenta propia o como usufructuarios de propiedades del rey, señoriales o concejiles, también la tributación registrada por los oficiales reales, en su caso, permite valorar el peso económico de la productividad mudéjar en una economía mixta y complementaria de producción, manufacturación y distribución que no se daba con tanta claridad en el ámbito rural, en el que la principal, si no la única, fuente de riqueza era la explotación del suelo agrícola y, si acaso, la comercialización de los excedentes reservados por los señores a sus vasallos moros. En general, las actividades laborales de los mudéjares en los reinos en los que sobrevivieron con relativa densidad durante los siglos XIV y XV, fueron muy diversas, pues, además de lo relacionado directamente con el trabajo agrícola o la ganadería, destacó la dedicación mercantil, aunque no en la proporción de la minoría confesional judía, ni en competencia con la actividad similar de algunos cristianos en compañías comerciales y comandas con proyección exterior. Trajineros, mulateros, arraeces fluviales, cargadores y descargadores de mercancías, eran las contribuciones al comercio en general; así como la oferta de sus productos a segundos y terceros para su posterior comercialización por parte de cristianos intermediarios. En cuanto a los oficios, alarifes para la construcción, orfebres, tejedores, olleros, azulejeros, zapateros, entre otros, lo fueron de especial relieve entre los mudéjares. Los testimonios de los viajeros que contemplaron España durante el final de la Edad Media y el siglo XVI, mostraron su atención por lo que iba quedando de las comunidades moras y, sobre todo, por sus dedicaciones especializadas, como mudéjares y como moriscos antes y después de 1500 por citar una fecha, es decir, antes y después de la conversión y como precedente a la definitiva expulsión sin retorno. Esos testimonios recogen también su visión de los rasgos físicos de los moros españoles, sus hábitos, sus prácticas, sus costumbres y los lugares de habitación, recreo, oración y aprendizaje. De todo lo cual se deduce, no sólo lo exóticos que debieron parecer a la vista de extraños al país visitado, sino también, y en contraste, el grado de inserción, que no de integración, que los mudéjares y moriscos habían logrado mantener a lo largo de los siglos; lo que explica el vacío, no solo demográfico, que dejaron cuando se vieron forzados a emigrar, contra su voluntad, a otros territorios de sus correligionarios norteafricanos o euroasiáticos. De cualquier forma, la huella dejada por esta cultura tan arraigada en la Península Ibérica, se ha materializado hasta la actualidad en los importantes restos monumentales de la arquitectura mudéjar, en la cerámica decorativa y de uso común, en los artesonados y en las yeserías, o en los manuscritos aljamiados (en lengua romance pero con caracteres árabes), algunos de ellos encontrados casualmente después de permanecer ocultos desde la expulsión de comienzos del siglo XVII, lo que podría hacernos pensar que el regreso estuvo en su proyecto de futuro, aunque nunca se cumplió así. La identificación de lo mudéjar y morisco con un pasado común de tolerancia discriminada, alejada de tópicos y análisis interesadamente subjetivos, asoma, pues, en nuestra geografía, a través sobre todo de lo monumental y decorativo, de lo literario, musical o representativo. Dando una originalidad a una parte de la cultura hispánica que no se encuentra en ningún otro lugar. En cuanto al conjunto humano agrupado en un espacio físico e identificado externa e interiormente por ajenos (cristianos y judíos) y propios (moros mudéjares), para los siglos finales de la Edad Media, sobre todo, hablar de morerías como ámbito colectivo y exclusivo de encuadramiento de la sociedad mudéjar, no significa que no hubiese un buen número de moros dispersos y repartidos, de manera muy desigual, por los diversos reinos que los retuvieron en mayor o menor número y más o menos entremezclados en el conjunto mayoritario cristiano que los acogió con reservas. De hecho, su presencia en aldeas, villas, comunidades o ciudades era fruto de la capacidad de supervivencia demostrada desde los avances de la conquista cristiana y también de la mejor o peor adaptación al sistema feudal que se fue imponiendo paulatinamente a favor del predominio señorial o del poblamiento cristiano. Por tanto, la morería en sí, como conjunto significado de mudéjares, en lo humano y en lo material, y la aljama como representación institucional de un colectivo suficientemente representativo, constituye en la historiografía al uso un mismo sujeto histórico y objeto de estudio comparativo entre reinos, épocas o circunstancias. Pero es difícil valorar ajustadamente el grado de permanencia o de movilidad de los mudéjares en los asentamientos inicialmente más poblados, antes de la conquista cristiana y aun después con la repoblación y colonización sucesiva, pues la falta de censos creíbles o la confusión onomástica de origen islámico precedente apenas lo permiten. Además, caben otras consideraciones sobre el grado de inserción, intervención o influencia mudéjar en el medio rural y en el urbano, en el realengo o en el señorío, en el simple sistema productivo o en el conjunto de la economía de los reinos peninsulares, pues, al respecto, habría diferencias acusadas entre un medio u otro, una y otra dependencia jurídica, o distintas capacidades de recursos o de presencia social. Por otro lado, los mudéjares en conjunto se tuvieron que sentir dependientes directa o indirectamente (a través de poderes interpuestos, concejiles o nobiliarios) de los monarcas, por encima de cualquier grado o condición personal. Aunque, luego, cada uno se debió considerar, a la vez, como miembro de un conjunto peculiar y aparentemente cohesionado, condicionado también por su situación particular. Es decir, que no sería lo mismo la consideración de, por ejemplo, un maestro de obras que trabajase en los palacios reales que el anónimo campesino de una aldea sin importancia. En principio, en las grandes ciudades, las morerías se identificaron por su personalidad en el conjunto poblacional de las mismas, pues, por sí solas, significaban colectivos importantes que, aun teniendo su propia organización y representación, mantenían una relación con los cristianos más o menos fluida, aunque limitada, si acaso, en lo legal, por los impedimentos que la legislación vigente en cada territorio imponía. Pero, en el resto de los pequeños núcleos de población, la presencia de los mudéjares era más discreta y diseminada en el conjunto; mientras que en los señoríos laicos y eclesiásticos con vasallos moros, la presión nobiliaria o jerárquica se mantenía en los límites que el aprovechamiento de su mano de obra aconsejaba para retenerlos como fuerza productiva y sujeto tributario. Ahora bien, las causas y circunstancias por las que los moros sometidos fueron cayendo en buena parte bajo jurisdicción señorial fueron de diferente índole, entre la conveniencia recíproca por las ventajas obtenidas y las condiciones ofrecidas; suponiendo a veces una violencia contra lo pactado en principio en las capitulaciones iniciales por las que los sometidos quedaron bajo la tutela directa del rey, porque los señores les podían ofrecer una protección interesada que no obtenían de la monarquía, que tenía que consentir el ejercicio de hecho de la jurisdicción nobiliaria sobre los moros. No obstante, es un tanto arriesgado generalizar en muchos aspectos de la vida de las morerías en los reinos cristianos medievales, porque para el ámbito rural es menor la información disponible, y, a veces, se ha centrado la atención en algunos ejemplos concretos que se han trasladado después al conjunto; así como tampoco se puede generalizar la situación ventajosa en algunos señoríos o la globalidad de la condición señorial, mejor o peor, en los dominios personales, pues, si bien el amparo regio y la tutela sobre los moros de pacto representaba de derecho una garantía de trato de favor hacia los mudéjares, el rey, sin embargo, se vio sobrepasado en muchas ocasiones por el arbitrio nobiliario, que tenía que consentir por conveniencia. De hecho, tras las crisis bajomedievales del siglo XIV, abundaron las reclamaciones y quejas de algunas aljamas de señorío dirigidas al rey, no solo por la empobrecida situación generalizada, sino también por abusos de los titulares que transgredían las condiciones de dependencia inicial y sometían a los vasallos moros a vejaciones sin control. Un caso especial al respecto de la dependencia señorial lo ofrecían los moros encuadrados en los dominios de las órdenes militares, cabildos, mitras episcopales o monasterios importantes. Dado el componente eclesiástico y oficialmente confesional de los titulares de dichos señoríos, en los que los mudéjares pertenecían a otro credo distinto, se desarrolló una relación contractual en la que se salvaron los prejuicios por motivo religioso a cambio de la disponibilidad de una mano de obra cualificada y necesaria. Así pues, con las diferencias acusadas entre el medio rural y el urbano, fue en este segundo medio donde el sentido de comunidad islámica diferenciada se hizo más patente por asumido y respetado, porque la separación fue más evidente y la consideración social más acusada. Y ello debido en parte a que los pactos de capitulación o rendición, en su caso, habían establecido claramente las condiciones a respetar por ambas partes, vencedores cristianos y vencidos musulmanes; reiterándose dichas condiciones con frecuencia cuando se relajaran con el paso del tiempo o en algunos momentos críticos de convivencia; al igual que se recordaban de vez en cuando las prescripciones dictadas al objeto de evitar la promiscuidad y las relaciones mixtas indiscriminadas, mostrándose con ello la permanente dificultad para mantener el cumplimiento de las restricciones contempladas incluso en la legislación foral y real. A pesar de lo cual, los intercambios económicos, las relaciones afectivas y el aprecio de la labor de los agricultores, operarios, artesanos y mercaderes moros superaron cualquier impedimento de coexistencia interesada. Las morerías urbanas ofrecen, por tanto, un panorama más rico en cuanto a posibilidades de reconstrucción de las formas de vida dentro de las mismas y en su relación con el exterior, tanto en las llamadas cerradas, al estar separadas de la población cristiana por muros, como en las abiertas, sin solución de continuidad con el espacio del conjunto vecinal. Así por ejemplo, aunque los moros estaban exentos de obligaciones y prestaciones militares, sí que participaron en jubileos de la monarquía aportando su contribución a la fiesta en torno a las coronaciones, bodas o exequias reales. Y también, a pesar de que se les prohibiera hacer proselitismo a favor de su fe islámica, sin hacerlo expresamente, colaboraron, sin embargo —y esto podía entenderse como medio de propaganda velada— en la construcción, reparación y ornamentación de edificios civiles (palacios) y eclesiásticos (catedrales, colegiatas, monasterios e iglesias parroquiales) para el culto cristiano. Y es que su presencia e imagen no fue rechazada por sistema entre la comunidad mayoritariamente cristiana, ni fue perseguida ni proscrita antes del final de la Edad Media, sino que, más bien, llegó a formar parte de lo cotidiano, aunque los monarcas tuvieran que insistir, en ocasiones, en algunas medidas corporales distintivas y discriminatorias para evitar la contaminación, lo cual es una prueba de su aceptación; sin olvidar los casos de violencia contenida o incluso desatada en determinados momentos por provocaciones recíprocas que obligaron a intervenir a la autoridad pública para situar las cosas en su punto.
Este aparente panorama de paz y tolerancia para con los mudéjares no debe hacer olvidar, sin embargo, que, por debajo de los compromisos continuamente recordados, seguramente por el escaso cumplimiento por ambas partes, y de la especial consideración real e institucional, la marginación fue la tónica general del sistema de convivencia, más consentida que sentida seguramente, sobre todo en aquellos casos de grandes poblaciones en las que los moros de paz se fueron viendo obligados a recluirse en barrios extramuros, abandonando sus residencias anteriores, sus mezquitas y negocios para rehacer la vida en las nuevas morerías cerradas o aisladas por muros y puertas materiales en unos casos y sicológicas y jurídicas en otros; construyendo de nuevo las mezquitas, los zocos, las viviendas, los establecimientos comerciales, obradores y negocios, los baños, las escuelas coránicas o los cementerios. Es decir, todo un mundo diferente, aparentemente aislado y cerrado sobre sí mismo por derecho, pero relacionado de hecho con el exterior cristiano. Situación que se repitió también en donde no llegó a haber una sola y significada morería, sino varias menores, distanciadas entre sí y repartidas en el conjunto urbano; así como en los múltiples casos de aislamiento e intersección entre los cristianos de las villas y aldeas medievales, donde la agricultura y la ganadería era la principal actividad común. Eso sí, en las morerías destacadas, supervivientes o de nueva configuración, se mostraba una topografía y un trazado peculiar, heredero del urbanismo musulmán precedente, en el que la sinuosidad de las vías, los adarves, callejones y rincones favorecían la intimidad, mientras que los espacios abiertos eran escasos y reducidos. Todo ello en beneficio de unas formas de vida volcadas más al interior de la vivienda que al exterior, en un discurrir modesto siempre y discretamente oculto a cualquier ostentación. En las poblaciones con categoría de ciudad y título jurídico reconocido, las aljamas urbanas no dejaron de ser de realengo, con los correspondientes beneficios obtenidos por el erario real a través de los ingresos provenientes de las morerías y por el mayor control de la minoría confesional islámica. Pero, en muchos casos, dichas rentas de los moros de paz o sarracenos, es decir mudéjares, se adjudicaban a miembros de la familia real o a otros beneficiados individuales o colectivos religiosos para su propio beneficio; arrendándose también, en ocasiones, a particulares con solvencia que adelantaban el importe de la contribución para que el monarca pudiera disponer del mismo con antelación. De manera que, sin romper los pactos iniciales ni renunciar el monarca a su exclusiva tutela eminente sobre los moros vencidos, se permitía una mayor agilidad tributaria, un mayor conocimiento de la idiosincrasia islámico-oriental en el superpuesto ámbito cristiano-occidental y una mejor imbricación social de los mudéjares en la vida cotidiana de las ciudades y los reinos españoles.
Las morerías se mantuvieron, pues, vinculadas personalmente a la realeza, aunque rigiéndose por sus ordenamientos regulados por la aljama o representación legal del conjunto (al igual que el concejo o ayuntamiento cristiano), con mayor presencia y peso en las grandes concentraciones urbanas, donde el alamín era el interlocutor autorizado con la autoridad cristiana correspondiente, con capacidad para negociar y administrar la morería de su alcance en todo lo relacionado con el interior y el exterior de la misma, e incluso con capacidad, a veces, para juzgar, con el auxilio de los adelantados y personas ancianas y experimentadas, utilizando a los sayones para la ejecución de los mandatos y a los nuncios o mensajeros para trasladar las quejas o peticiones al monarca. Mientras que para la recaudación y administración de los ingresos y gastos se contaba con clavarios y tesoreros, para la responsabilidad religiosa con los alfaquíes o intérpretes de la ley coránica y para otras acciones con los responsables de los zocos o mercados, los riegos o los ganados. En definitiva, las aljamas se regían por los principios coránicos, interpretados por el alfaquí y juzgados por el alcadí o juez. Al fin y al cabo, la profunda tradición urbana de la civilización islámica que se implantó en al-Andalus, o Alandalús (la Hispania musulmana), explica la importancia concedida a las morerías (cerradas por muros, abiertas en arrabales o entrecruzadas con el conjunto cristiano), que mantuvieron una autonomía y un peso destacado en el panorama de los reinos en los que tuvieron mayor presencia. Aunque también algunas morerías rurales tuvieron su interés, sin responder necesariamente a una topografía diferenciada y comprendiendo más bien un conjunto humano mudéjar distribuido por el espacio global dirigido y mediatizado por los cristianos. De manera que, también en algunas villas y aldeas se conservó la morfología del poblamiento musulmán en arrabales en los que los moros concentraban y practicaban sus oficios, para su propia demanda y para la cristiana; agrupaciones, en muchos casos, heredadas directamente de asentamientos islámicos precedentes, transformados con la presencia de repobladores cristianos que no llegaron a desplazar en algunos oficios a los moros, herederos de una tradición que pusieron al servicio de aquéllos sin apenas reparo y por debajo de leyes, fueros, ordenanzas o reglamentos. La sociedad mudéjar fue, pues, en realidad, única en su fundamento pero diversa en su realidad presencial y funcional, respondiendo a un comportamiento común en el que la herencia islámica, la preserva de su cultura y formas de vida peculiares, la religiosidad propia y la consideración cristiana constituyeron la base de su supervivencia. Y esta sociedad plural, o más bien estas sociedades diversificadas por el territorio peninsular, estuvo representada, a mayor o menor escala, en las poblaciones de sarracenos, en la individualidad del campesino o en la colectividad del artesanado urbano; pues, en ambos casos, se sintieron pertenecientes unos y otros a una comunidad diferenciada que había pactado con la monarquía las condiciones iniciales de su permanencia y pervivencia. Así, en la intimidad del creyente aislado o en la colectividad del integrado en una morería, el moro sometido se encontraba con las raíces de su sentido vital. Aunque fuera en las concentraciones urbanas especialmente donde se sintieran con más fuerza los elementos identificadores de la civilización islámica: las mezquitas, los zocos, los obradores, los baños o los cementerios; conformando un espacio controlado que no impedía, sin embargo, su relación con el exterior; en contraste con el medio rural más aislado en el que la presencia mudéjar no se manifestaba tan recluida y concentrada, dada la estrecha convivencia aldeana, tanto en el realengo como en el señorío. Las morerías, repartidas indistintamente por el territorio hispánico de manera desigual, mantuvieron, por tanto, un componente humano y familiar como base del poblamiento mudéjar, una configuración urbana en una demarcación concentrada o dispersa y una organización propia y autónoma que se conservó hasta el final de su existencia sin apenas cambios sustanciales. Mientras que sus integrantes, los moros o sarracenos, sobrevivieron entre dos vínculos permanentes que les facilitó la identificación con una causa común asumida y consentida: el que les hacía depender directamente del rey y el que les proporcionaba la cohesión de la fe coránica irrenunciable, sobre la que se fundamentaba la vida, las prácticas religiosas, el cumplimiento de la ley y las costumbres. Mucho se ha escrito, entre los estudiosos, sobre el urbanismo islámico en la España musulmana, dado el esplendor de tantas ciudades bañadas por la cultura y la civilización oriental a través del Emirato de Córdoba (siglos VIII-XI), el Califato (X-XI) o los Reinos Taifas (XI-XII) especialmente. Sobre su estructura y topografía se superpuso la civilización cristiana impuesta por la reconquista y la repoblación en sus diversas fases, adaptando y transformando la configuración material de las diversas poblaciones. Pero menos se sabe de las morerías, al menos comparativamente, que fueron interpuestas en el trazado recompuesto o excluidas del mismo en arrabales o barrios separados, porque de ellas apenas quedan restos materiales suficientemente explícitos para su reconstrucción virtual, por lo que su recomposición es más posible hacerla a través del componente humano que llenó de vida los recintos. Aún se pueden percibir, no obstante, las huellas materiales de algunas morerías mudéjares, más o menos desfiguradas, a lo largo y ancho de la geografía española, especialmente allí donde la presencia islámica precedente fue mayor; aunque no siempre, porque en algunos casos las morerías fueron el resultado de la llegada posterior de moros de paz a nuevas fundaciones o a lugares reconstruidos tras un periodo de abandono o decadencia. Por lo que resulta más vital llenar esa carencia con la presencia de los mudéjares a través de su vida cotidiana y de sus manifestaciones públicas y privadas. A pesar de que el carácter intimista y la celosa privacidad de la que hicieron gala, dificulta la tarea del acercamiento a los diversos aspectos de la vida diaria en la casa, el campo, el obrador, la mezquita, la calle, la plaza, el mercado, la práctica religiosa, la fiesta o el trabajo cotidiano. Cabe pensar, al respecto, que los moros bajo dominio cristiano mantuvieron sus tradiciones y prácticas, en la medida de lo posible, después de la conquista y aun siglos después durante la etapa mudéjar, pues era lo único que les identificaba como comunidad cohesionada, heredera de un pasado idealizado con el transcurso del tiempo y a cuya recuperación debieron aspirar en todo momento; al menos las clases dirigentes y más preparadas que fueron las que mayor merma sufrieron con el cambio de dominación, pues la mayoría prefirieron emigrar antes que permanecer en sus lugares habituales. De hecho, mientras el Islam se mantuvo en las fronteras meridionales de los reinos cristianos durante los siglos XII y XIII, antes de la expansión castellana por Andalucía y de la aragonesa por Valencia, la expectativa de volver a la fortaleza y el esplendor de un Alandalús unido pudo alimentarse con éxito, al menos hasta la reconquista cristiana de la antigua Bética y del territorio levantino antes de mediados del siglo XIII; esfumándose después cuando los mudéjares del interior se vieron alejados de la frontera granadina y tuvieron que resignarse y asumir, por fin, que su destino estaba definitivamente compartido con quienes habían interrumpido su proyecto de futuro. Aparte de que, entre los moros resistentes y residentes no hubo una clase dirigente ilustrada, por el exilio precedente de la misma en sucesivas oleadas, descapitalizándose intelectualmente las comunidades musulmanas repartidas por los diversos reinos de las coronas de Castilla y de Aragón y desaprovechando el enorme caudal acumulado por sus antepasados islámicos en conocimientos de filosofía, poesía, música, avances científicos y médicos o desarrollo técnico en general. Y es que, el nivel cultural medio de los mudéjares en la baja Edad Media fue más bien discreto, al menos en comparación con la eficiente laboriosidad de la que hicieron gala y que tanto alabaron quienes conocieron su actividad, aprovechada por ellos mismos y también por los cristianos. Por lo que las morerías en cuestión redujeron sus expresiones culturales a lo relacionado, si acaso, con la práctica religiosa y el aprendizaje y exégesis del texto coránico y de otros libros sagrados del Islam. Ahora bien, esa decadencia cultural y desentendimiento ilustrado hacia unas artes y ciencias renovadas, no impidieron que los mudéjares españoles retuvieran, al menos, una idiosincrasia apenas contaminada que tampoco les supuso un inconveniente para abrirse al exterior físico y humano con el que coexistían y trabajaban, se relacionaban y beneficiaban social y económicamente. Pues, de hecho, tampoco hubo una contaminación inversa por parte de los cristianos hacia lo musulmán, salvo en detalles esporádicos, más propios de excentricidades (vestir a la moriega) y modas concretas que de una voluntad o necesidad de identificación o de aculturación. Lo que no obsta para valorar las manifestaciones y comportamientos de los moros, tanto en su vida privada como participando de las conmemoraciones públicas con motivo de ceremonias que afectaban a la monarquía, principalmente, y en las que aportaban su propia visión de la fiesta y del espectáculo sin prejuicio alguno, incluso como músicos y juglares. Los mudéjares conservaron, sobre todo, su personalidad colectiva y particular en las formas de vestir y alimentarse, de inhumarse y enterrarse, de concebir la familia y practicar los preceptos religiosos, los hábitos cotidianos, la percepción del tiempo y de la vida y hasta los contactos con las otras gentes del libro, es decir, los judíos y los cristianos. Pero, por encima de todo, quizás el elemento más identificador y en torno al cual giraba la vida de estos nuevos moros, fue la mezquita. En ella se iniciaron precisamente los primeros cambios significativos y a veces espectaculares tras la implantación cristiano-feudal. Porque, al menos en las grandes ciudades, la mezquita mayor se transformó, a veces lentamente y a veces con gran rapidez, en catedral consagrada al nuevo culto, sin que necesariamente se cambiara en principio la espacialidad y materialidad sustancial de la fábrica arquitectónica precedente románica o gótica. Lo que era un síntoma de las escasas rupturas producidas en el traspaso de poder de manos islámicas a cristianas, pese al acelerado proceso de reconstrucción eclesial emprendido en cuanto a la elección de obispos y restauración de la nueva liturgia romana, que no se correspondió con la más lenta desfiguración total del espacio arquitectónico precedente. Este proceso dúplice también se dio en otras mezquitas menores de los núcleos urbanos, consagradas igualmente como iglesias sin sufrir un brusco proceso de transformación. De ahí que el arte mudéjar naciese, precisamente, gracias en parte a esa perduración de elementos formales y decorativos islámicos, reutilizados sin prejuicio antes de que se borrasen las huellas iniciales. Y otro tanto sucedió en poblaciones reducidas con sus mezquitas más modestas, aunque algunas llegaran a tener un valor artístico notable que se mantuvo aun después de su consagración cristiana. Y en cuanto a la tolerancia discriminada, los moros siguieron conservando el viernes como día consagrado al culto semanal principal, aceptándolo las nuevas autoridades cristianas, a pesar de que ello suponía la interrupción laboral en aquellas dedicaciones promovidas o aprovechadas por sus convecinos en labores agrícolas o urbanas. Incluso las sanciones contraídas por quienes transgredían el precepto del viernes eran controladas en muchos casos por los funcionarios reales correspondientes, dada la dependencia de las morerías respecto del rey; al igual que ocurría con otras penalizaciones monetarias en concepto de multa pecuniaria. Y en cuanto a la prescripción del ramadán, en su dimensión de cumplimiento de sol a sol y de retraimiento en dedicaciones y labores cotidianas, continuó sin interrupción como cualquiera otra práctica mayor o menor: la oración varias veces al día, las limosnas, abluciones, etc. Pervivencias que los textos conservados y descubiertos hasta la fecha y con carácter religioso en árabe o aljamía, testimonian hasta el final de la época mudéjar y durante el siglo XVI ya morisco; siendo textos referidos a la liturgia o al derecho islámico vigente y refundidos de escritos anteriores según la corriente del pensamiento malikí, que era la oficial de Alandalús, y refundiciones que se hicieron necesarias para el mantenimiento del dogma y la moral musulmana que los alfaquíes y ulemas debían imponer y preservar como signo evidente de la cohesión de la nueva umma o comunidad islámica mudéjar. Comunidad que se estancó finalmente en su ritualidad sin apenas renovación, dado que la permisividad y relajación, por un lado, y la propia tolerancia cristiana, por otro, no estimuló, precisamente, una apertura ideológica y creativa a los nuevos aires del Islam norteafricano y asiático. La comunidad mudéjar quedó, pues, aislada en buena parte respecto de lo religioso y lo cultural, así como desconectada del Islam exterior, volcada en su privacidad y relaciones con el entorno próximo cristiano y judío, sin recibir influencias de dirigentes e intelectuales que les visitaran ni enviar a los suyos a recibir información sobre las corrientes ideológicas orientales, como había sucedido en la España musulmana durante los siglos de dominio islámico, cuando los intercambios fueron frecuentes y enriquecedores en un camino de ida y vuelta. Por lo que dicho aislamiento acabó convirtiendo a los moros supervivientes en un conjunto social más o menos incardinado en la vida de los reinos y con mayor afinidad con los otros conjuntos convecinos que con el resto del Islam, que ya a partir del siglo XIV empezaba a verse amenazado y sería transformado por los turcos desde el Mediterráneo oriental. No obstante, las prácticas religiosas continuaron unas pautas comunes y rutinarias, que no interfirieron las predominantes prácticas cristianas de la mayoría ni las más introspectivas judías; lo que favoreció la relación interconfesional que apenas sufrió serias dificultades, salvo en algunos momentos de crisis generalizada o de exaltación predicadora, o con motivo de la introducción de la Inquisición en la época de los Reyes Católicos, ya a finales del siglo XV. Sin embargo, y pese a las dificultades en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, el proceso de conversión forzada de los mudéjares desde finales de dicho siglo XV, reforzó las prácticas ocultas como signo de identidad del sentimiento que se les arrebataba a los moros por obligación; abriéndose con ello otra etapa, ya de carácter más residual y veladamente resistente que precedió a la definitiva expulsión de comienzos del siglo XVII por razones de Estado. Ahora bien, junto a la práctica religiosa como base de cohesión social en la comunidad mudéjar hispánica, la familia era el otro ámbito, aparte del laboral, en el que se manifestó su propia concepción y tradición. Por ejemplo, la admisión del divorcio se justificaba en las leyes musulmanas por diversos motivos, como el adulterio o la embriaguez, pudiendo repudiar el hombre a la mujer devolviéndole la dote. Aunque el repudio de la mujer, en cambio, la convertía en objeto de infamia y alejamiento, pues debía estar siempre bajo la potestad del marido sin poder repudiarle, lo que era privativo del hombre; y sobre los hijos comunes, en caso de divorcio prevalecía el derecho del marido a quedarse con la tutela. Pero, otra peculiaridad contemplada por las leyes islámicas era la posibilidad de tener varias esposas, aunque en el caso de los mudéjares se vieron obligados a practicar exclusivamente la monogamia, según las leyes de la mayoría cristiana dominante; si bien cabe pensar que en este asunto la ambigüedad interpretativa y practicada no permite asegurar la aceptación de la norma occidental y su cumplimiento a rajatabla por los moros. También cabe comentar que, en cuanto al cumplimiento de la moral externa, el adulterio, por ejemplo, era castigado en la mujer, debiendo probarse por parte del acusador a través de testigos moros y cristianos, siendo sancionada la culpable con el azotamiento público y la multa correspondiente. Lo que sucedía igualmente con el embarazo o alumbramiento de una mujer sin marido reconocido, al ser también un delito castigado y por el que, a veces, la morería, solidariamente, sufragaba la pena pecuniaria impuesta al respecto. En cuanto a la alimentación, la prohibición de algunos bienes de consumo, como la carne de cerdo y sus derivados o el vino, así como la obligación de comer carne desangrada previamente o adquirida en carnicerías autorizadas, acaso sea de lo más conocido, aunque poco sabemos del resto, al igual que de otras cuestiones domésticas e íntimas, salvo en lo que ha quedado reflejado en testimonios escritos o gráficos, pues en este caso la contaminación con lo cristiano debió de ser frecuente, y sobre ello se ha figurado e imaginado más que lo que la realidad gastronómica fue por entonces, adjudicando a los mudéjares alimentos y preparados como exclusivos cuando se trataba de elementos comunes. En resumen, entre otras actividades propias del discurrir de la vida, el nacimiento, el matrimonio, la muerte o las festividades propias del cumplimiento islámico o ajenas al mismo estaban igualmente reguladas por las leyes, costumbres y rituales anteriores, siendo los alfaquíes los intérpretes de la tradición y la ley, y las aljamas las celosas guardianas del cumplimiento ajustado a los principios. Costumbres y tradiciones que llamaron la atención a viajeros ilustres, como el alemán Münzer, que advirtió a finales del medievo cómo «entre todos los pueblos de España, era el de Aragón el que tenía mayor número de moros, expertos como labradores y en muchos otros oficios, sometidos a fuertes tributos, laboriosos y parcos en el comer, de gran complexión, bien proporcionados, sufridos en el trabajo y diestros en artes; con casas limpias, tiendas y mezquitas», según se ha indicado ya al principio. Testimonio que corrobora el que, a finales del siglo XV y comienzos del XVI, en algunos reinos españoles la presencia de los moros mudéjares fuera todavía destacable, con fisonomía propia y comportamientos respetables. Los cuales, habiendo llegado a olvidar el árabe como lengua de comunicación, hablaban y escribían cotidianamente el romance de la época, respetando la escritura propia en textos jurídicos y litúrgicos, contratos y compromisos, actas de acuerdos y testimonios de testigos, pudiendo utilizarse en muchos casos el árabe incluso en los juicios mixtos, tal y como ya se ha apuntado anteriormente. Y es que, a pesar de la prohibición expresa de los matrimonios mixtos y de la promiscuidad en las relaciones personales, para evitar el proselitismo y la contaminación por los cristianos, y a pesar de la reclusión en barrios y morerías controladas, y hasta por encima de la obligada conversión como moriscos; los moros de paz, sarracenos o mudéjares, se implicaron en el discurrir de la vida de los reinos españoles: social, económica y artísticamente; respetando lo diferente y asumiendo en cada momento su condición, más o menos tolerada, según los casos, bajo las leyes y fueros impuestos por los dirigentes cristianos. Por lo que, cuando finalmente fueron expulsados, a comienzos del siglo XVI, dejaron un vacío tan importante como la huella de su larga presencia a lo largo de varios siglos, pervivencia de un mundo islámico en declive y a partir de entonces expatriado en la nostalgia de Alandalús. Y si de todo ello nos ha quedado las expresiones y muestras materiales de la época, tanto en el arte como en la literatura aljamiada, especialmente rica en Aragón, detrás de las mismas sobrevivió el pueblo que las hizo posibles gracias a su esfuerzo y personalidad propia, que mantuvo hasta el final, cuando los resistentes tuvieron que hacer el camino de retorno que había traído a sus antepasados, nueve siglos antes, a España, creando una rica y culta civilización en la que los mudéjares y moriscos habían sido el final disminuido física y políticamente, pero con personalidad y presencia notablemente diferenciada en el conjunto de la Europa cristiano-latina. 

LOS TALLERES DE DECORACIÓN ARQUITECTÓNICA DE LOS SIGLOS X y XI EN EL VALLE DEL EBRO Y SU REFLEJO EN EL ARTE MUDÉJAR
El propósito de este artículo es presentar los principales talleres musulmanes de decoración arquitectónica que estuvieron en activo durante los siglos X y XI en el valle del Ebro, así como analizar la problemática de sus fuentes de estudio y el proceso de mutación al que se ven sometidas las formas andalusíes en las primeras obras del arte mudéjar aragonés. Hasta 1992, año en que se publicó el estudio monográfico de los restos islámicos de Maleján (Zaragoza), el único monumento importante de época musulmana que se conocía en Aragón era el palacio de la Aljafería de Zaragoza, puesto que la historiografía de los siglos XIX y XX no aporta ninguna noticia de interés para el estudio de otros palacios o mezquitas de época islámica de esta región. Dicha falta de datos sobre otros conjuntos de decoración parietal por un lado, y los numerosos descubrimientos que han acompañado a la restauración del alcázar real de la Aljafería llevada a cabo entre 1947 y 1985 por otro, explican que las primeras manifestaciones del arte mudéjar aragonés se hayan interpretado habitualmente como una derivación de las formas del palacio construido a instancias del rey Ahmad al-Muqtadir bi-llah en la vega del Ebro. Hoy, sin embargo, se sabe que esto no fue siempre así. Entre los talleres que con cierta personalidad propia trabajaron en el valle del Ebro, y de los que se tiene noticia, deben citarse como los más importantes los siguientes: El taller de la mezquita aljama de Huesca, el taller al que pertenece un tablero hallado en Borja (Zaragoza) y una cenefa descubierta en la excavación de la Casa de la obra de la catedral de El Salvador de Zaragoza, el taller de la mezquita aljama de Zaragoza, el taller de la mezquita aljama de Tudela (Navarra), el taller del palacio de Daroca (Zaragoza), el taller de los restos de Maleján, el taller de la Aljafería y de la alcazaba de Balaguer (Lérida), y un último taller que debió estar situado en torno a la región de Fraga (Huesca), aunque su ubicación exacta se ignora, puesto que lo que conocemos de él son sus repercusiones posteriores en el arte mudéjar del siglo XIII. Aparte de estos talleres han sido descubiertos también pequeños restos de decoración arquitectónica tallada o pintada de muy poca importancia, dado el estado tan fragmentario en el que han llegado hasta nosotros, en la mezquita aljama[1] y en los baños públicos de Barbastro (Huesca)[2], en el palacio de la Zuda de Zaragoza[3], y en los palacios de Cella[4] y de Albarracín (localidades ambas situadas en la provincia de Teruel). Antes de exponer las características de los principales talleres de la Marca Superior conviene precisar qué es lo que entendemos por «taller artístico». Utilizamos la palabra «taller artístico» para designar a aquellos elementos formales que siendo obra de un mismo grupo de artífices son los más característicos de un determinado monumento. En el siglo X el desajuste artístico y cronológico existente entre los talleres de la ciudad de Córdoba y los talleres provinciales era tan grande, que en los mismos años en los que se tallaron los tableros del «Salón Rico» de Madinat al-Zahra’[5], de la ampliación de al-Hakam II de la mezquita aljama de Córdoba y del Cortijo del Alcaide (estos últimos conservados en el Museo Arqueológico de Córdoba)[6], en la Marca Superior estaban sumamente arraigadas las formas arcaicas propias del siglo octavo y noveno.
De los talleres con carácter autónomo existentes en la Marca Superior el más antiguo parece ser el de la mezquita aljama de Huesca, que debió de estar activo en la segunda mitad del siglo X. Aunque el interior de la catedral de Huesca no ha sido nunca excavado y por tanto no se ha podido recuperar todavía ningún resto correspondiente a la decoración de la mezquita aljama, podemos hacernos cierta idea de cómo era ésta gracias a una serie de paneles que decoran un púlpito mudéjar de gran interés sito en el muro sureste de la Sala de la Limosna. La cubierta de madera de esta dependencia del claustro de la catedral oscense se hundió hace unos años y el propio púlpito se ha visto afectado por dicho derrumbamiento al ser destruidos parcialmente dos de los tableros de yeso. Afortunadamente el Archivo Mas, integrado en el Instituto Amatller de Arte Hispánico de Barcelona, conserva una fotografía realizada en 1917 de cuando el púlpito se encontraba en perfecto estado de conservación (fig. 1). 
 Fig. 1
Originariamente este púlpito mudéjar, que creemos que fue tallado en el siglo XIV, contaba con cuatro paneles, de los cuales el menor constituye un detalle a la misma escala de uno de los de mayor tamaño. La hipótesis de que los paneles del púlpito oscense sean copias de tableros musulmanes mucho más antiguos se corrobora en parte por el hecho de que el sentido de la decoración del tablero más claramente abasí es inverso al original, lo que demuestra que los artistas mudéjares que lo tallaron ya no estaban familiarizados con la ornamentación del siglo IX de la ciudad de Samarra (Iraq). 
Los modelos musulmanes en los que se inspiraron los artistas que labraron este púlpito mudéjar de la catedral de Huesca obedecían a fuentes artísticas muy diferentes. El situado más al Sur —que es el más interesante del conjunto— reproduce las decoraciones que se encuentran en todas las salas de la parte central del palacio de Balkuwara en Samarra, construido y decorado a instancias del califa al-Mutawakkil entre los años 854 y 859.
El segundo panel, situado inmediatamente al Este del que hemos analizado, se decora con una red de rombos, en el interior de cada uno de los cuales se inscribe una flor de cuatro pétalos; cada pétalo tiene tres segmentaciones. Desde el punto de vista formal hay dos elementos que analizar en este panel la propia red de rombos y el motivo floral.
En cuanto al primero de ellos su origen se encuentra en el arte sasánida, ya que entre los paneles parietales tallados en yeso del palacio de Nizamabad (en el Norte de Irán) del siglo VI d. C. existe uno que presenta una concepción decorativa idéntica a la del púlpito de la Sala de la Limosna. Esta solución formal del arte sasánida habría llegado a Huesca habiendo pasado por el filtro del arte omeya, puesto que en dos de los tableros de los cubos que franquean la puerta de acceso al palacio de al-Qasr al-Hair al-Garbi (tableros éstos que son de aspecto muy similar entre sí y están dispuestos uno en cada torreón) se reprodujo una ornamentación en retícula con motivos florales de aspecto muy semejante al del mencionado panel de Nizamabad.
La utilización en el arte islámico de ritmos repetitivos de origen sasánida hace su aparición ya en los monumentos de la primera mitad del siglo VIII, siendo el ejemplo más monumental el de la fachada del palacio de al-Qasr alMusatta o Msatta (hoy trasladada en su mayor parte al Museo de Arte Islámico de Berlín).
En contra de lo que podría parecer lógico, la introducción de las formas arquitectónicas y decorativas sasánidas en el arte de época omeya no fue aumentando a lo largo de la primera mitad del siglo VIII de una manera progresiva, sino que el grado de asimilación del arte sasánida entre los artistas musulmanes variaba según fuera un taller u otro el que trabajaba en cada monumento.
Así, la presencia de estructuras y formas sasánidas es a veces muy diferente en monumentos islámicos que son perfectamente contemporáneos. Los rombos de este segundo tablero del púlpito de la Sala de la Limosna están definidos por un doble listel que describe un trazado que no fue bien copiado por los artistas mudéjares, ya que la línea queda cortada en numerosas ocasiones, lo que nunca hubiera sucedido en un panel de época musulmana.
Es decir, en el panel del siglo X que se reprodujo en el púlpito de la Sala de la Limosna o habría una línea continua que se cerraría en sí misma sin interrumpirse nunca o una sucesión de elementos decorativos autónomos (perlas, rombos, formas acorazonadas, etc.).
El proceso de progresiva pérdida de calidad de las producciones mudéjares respecto a las islámicas anteriores al momento de la Reconquista cristiana es uno de los fenómenos más característicos del arte mudéjar en Aragón. Las flores insertadas en la red de rombos del panel de Huesca no son, por el contrario, de tradición sasánida sino de origen bizantino, ya que en el Museo Arqueológico de Estambul se conserva un pedestal tallado hacia el año 500 d. C. que está decorado con un total de seis rombos en cuyo interior se dispuso una flor de cuatro pétalos, con tres segmentaciones en cada uno de ellos.
En el centro de cada flor del pedestal de Estambul y del tablero de Huesca hay una pequeña semiesfera convexa. Este tipo de flor de origen bizantino aparece ya asimilada por el arte musulmán en los dos paneles de los torreones de acceso del palacio de al-Qasr al-Hair al-Garbi a los que nos hemos referido, de tal manera que dichos tableros constituyen un verdadero crisol en el que se amalgaman elementos formales de origen muy distinto.
Finalmente el tablero situado más al Este (Fig. 3) se decora con un trazado geométrico que está generado a partir del entrecruzamiento de octógonos en series horizontales y verticales. La intersección de un octógono con otros cuatro —uno en cada uno de sus lados— genera al contemplar aisladamente uno de ellos un espacio cuadrado interior circundado de cuatro hexágonos. Este esquema geométrico es de origen romano y debió de llegar al arte andalusí habiendo pasado por el filtro del arte visigodo.  
Fig. 3
Fig. 4 
A esta misma conclusión se llega al estudiar un tablero de decoración arquitectónica musulmán de mármol blanco procedente de Adra (Almería) que se cree que fue tallado en el siglo noveno o en el siglo décimo y que se expone actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Este tablero de Adra es un correlato casi exacto del panel de Huesca, puesto que incluso en los cuadrados internos se intercala la decoración de una flor con la de un espacio subdividido por sus diagonales en cuatro triángulos, cada uno de los cuales está ocupado por un pétalo con tres segmentaciones como en el mencionado panel del púlpito de la Sala de la Limosna.
El segundo taller con personalidad propia al que querría referirme debió de trabajar en Borja y en Zaragoza en la época de la Fitna o Guerra Civil, es decir entre los años 1009 y 1031.
En 1996 Isidro Aguilera Aragón encontró en una escombrera de Borja, sita en el término de la Picadera junto a la carretera de Fréscano, un relieve tallado en alabastro, del que se desconoce cuál era su edificio de procedencia[7] (Fig.4).
Éste consta de una serie de zarcillos con un origen común, que se unen y se separan formando elipsoides creados por los propios tallos. En conjunto este tablero de Borja es casi idéntico al situado en el interior del mihrab de la mezquita aljama de Kairuán (Túnez) en el extremo derecho de la fila horizontal superior, que fue tallado en el año 862-863.
Sin embargo, el tablero de Borja, pese a su aspecto similar, pudo ser tallado en una fecha bastante diferente, ya que los motivos vegetales del relieve de Borja son casi iguales a los de una estrecha cenefa encontrada por José Francisco Casabona Sebastián en la Casa de la obra de la catedral de El Salvador de Zaragoza[8]  y que por tanto muy probablemente pertenece a la ampliación de la mezquita aljama de dicha ciudad llevada a cabo entre los años 1018 y 1021/1022 en época de Mundir I.
Tras el análisis de estos dos primeros talleres artísticos, el de Huesca y el de Borja, que son independientes entre sí y en los que debieron trabajar artistas distintos, el tercer taller por orden cronológico que debe mencionarse es el de la tercera ampliación de la mezquita aljama de Zaragoza[9] llevada a cabo en época de Mundir I.
A juzgar por el análisis del alminar de dicha sala de oración y por un interesante fragmento de decoración encontrado en la excavación dirigida por José Antonio Hernández Vera y que pertenece al tercer orden de un sistema de arcos entrecruzados (concretamente al lugar en el que un arco de cinco lóbulos se superpone sobre otro en forma de herradura que integraba el segundo orden en el que arcos ultrasemicirculares se entrecruzaban con otros lobulados de igual aspecto que los superiores) la ampliación de Mundir I era una réplica bastante fiel de la fase del califa alHakam II de la Gran Mezquita de Córdoba.
Ahora bien, debe advertirse que en Zaragoza existe un desajuste entre el trabajo del arquitecto que proyectó la planta y el alzado de esta tercera ampliación, y los artistas locales que tallaron los elementos ornamentales.
Si comparamos los dos arcos de herradura ciegos de las puertas del lado oriental de la mezquita aljama de Córdoba, muy restauradas en 1908, (Fig. 5) y los del frente norte del alminar de la tercera ampliación de la sala de oración de Zaragoza de Mundir I (Fig. 6) llegaremos a la conclusión de que es el mismo esquema el que se empleó en uno y otro monumento. Además, en Zaragoza hay otros dos elementos muy característicos de la composición arquitectónica de Madinat al-Zahra’: El primero es la cenefa dispuesta sobre los arcos geminados e inscrita dentro del marco exterior cuadrado. Esta cenefa es conocida técnicamente como el «tarjetón». Y el segundo es la ornamentación del frente que queda por debajo de la imposta mediante dos paneles verticales independientes de ornamentación vegetal.
Fig. 5
Fig. 6 
Sin embargo, si analizamos en detalle la decoración de Madinat al-Zahra’ y la del alminar de la mezquita mayor de Zaragoza llegaremos a la conclusión de que ambas son muy diferentes entre sí, ya que mientras el «tarjetón» de la fachada de la casa de Ya’far en Madinat al-Zahra’ se ornamenta con una decoración vegetal continua, en Zaragoza el «tarjetón» se decora mediante la yuxtaposición de pequeñas unidades decorativas autónomas entre sí.
La decoración de este «tarjetón» del alminar de Zaragoza recuerda lejanamente el registro de la fachada de la mezquita de las Tres Puertas de Kairuán que está integrado por placas independientes dispuestas de tal manera que a una con elementos vegetales le sucede otra con círculos creando un ritmo compositivo similar al del minarete de la sala de oración de la ciudad de la vega del Ebro. Dichas placas de la mezquita de las Tres Puertas fueron talladas según consta en la inscripción fundacional de esta sala de oración en el año 866, y por tanto son bastante más antiguas que las que decoraron el minarete construido a instancias de Mundir I. Así pues, y si trascendemos de un análisis meramente epidérmico y formal de los elementos que nos han llegado de la ampliación de la mezquita aljama de Zaragoza de los años 1018 a 1021/1022 llegaremos a la conclusión de que en este taller artístico predominaban las formas arcaicas.
La influencia del arte visigodo y del arte prerrománico cristiano del siglo X es muy nítida en una serie de motivos en forma de rosetas hexapétalas y hélices curvas que aparecen en modillones en forma de cartabón. Por el contrario, las formas del arte omeya de la primera mitad del siglo VIII perviven con toda nitidez en un medallón perteneciente a este mismo taller de la mezquita aljama de Zaragoza que trabajó entre los años 1018 a 1021/1022. Este medallón debió de pertenecer a la albanega existente entre dos arcos de un segundo orden de una arquería, puesto que en el extremo inferior derecho se observan restos del extradós de uno de dichos arcos. El aspecto de este medallón cuando se conservaba íntegro ha sido reconstituido gráficamente por José Antonio Hernández Vera en el dibujo que se publica en este artículo  y que no deja ninguna duda sobre la semejanza existente entre dicho elemento decorativo y otro medallón prácticamente idéntico que pertenece al palacio de alQasr al-Hair al-Garbi, erigido en Siria a instancias del califa Hisam I hacia el año 727. La construcción del alminar de la mezquita aljama de Zaragoza, que subsistió hasta el año 1681, debió de causar una gran impresión en toda su contornada, puesto que de él se hizo una réplica en el campanario mudéjar de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles de Longares (Zaragoza). En la torre mudéjar de Longares se imitaron los dos elementos más característicos del alminar construido en época de Mundir I: Una ventana geminada de arcos ciegos en cada una de sus cuatro caras y un gran marco alrededor profusamente decorado. Esta imitación debe ser tan fiel al original que los alarifes que la llevaron a cabo hicieron algo que es incomprensible como fue el construir un campanario que carece de vanos en que poder alojar las campanas. Esta circunstancia debía solventarse, en un primer momento, disponiendo dichas campanas en la terraza, tal como se puede ver todavía en la torre septentrional que flanquea el ábside de la catedral gótica de Santa Eulalia de Barcelona, y poco tiempo después, abriendo boquetes y vanos más o menos informes en las paredes de la torre para emplazar allí las campanas.
La razón de que el campanario de la iglesia de Longares se concibiera como una imitación del alminar de la mezquita aljama de Zaragoza es que la localidad de Longares estaba estrechamente vinculada a la de Zaragoza, puesto que el lugar de Longares había sido adquirido con anterioridad a 1305 por el Consejo de Zaragoza para que sus rentas quedaran adscritas a las obras de mantenimiento y mejora del puente existente en esta última ciudad sobre el río Ebro[10]. Del estudio de la torre mudéjar de Longares se desprenden dos importantes conclusiones: La primera es que el modelo islámico había sido sometido a un proceso de grandes transformaciones en la réplica mudéjar. Y la segunda es que el estudio del arte mudéjar aragonés puede coadyuvar como ya vimos en el ejemplo del púlpito de la Sala de la Limosna de Huesca a comprender y conocer mejor el arte musulmán del valle del Ebro. Así, el campanario de Longares ayuda a imaginarnos cómo pudo ser el alminar de época de Mundir I.
Todo hace pensar que el minarete de la sala de oración de Zaragoza sólo tenía un gran marco con una ventana geminada por cada cara y no dos marcos por cada cara, algo que ya se puso de relieve cuando en la excavación dirigida por José Antonio Hernández Vera en la mezquita aljama de Zaragoza se constató que el riwaq septentrional de la mezquita, que era preexistente al alminar, quedaba adosado al frente norte del minarete y por tanto ocultaba cualquier elemento decorativo que hubiera podido existir en esta zona. Y en segundo lugar la comparación entre la torre mudéjar de Longares y el alminar de la mezquita aljama de Zaragoza apoya la hipótesis de que sobre el marco rectangular de cada cara debía existir un paramento liso de sillería sin decoración, puesto que así sucede en dicho campanario mudéjar y en el alminar de la primera mitad del siglo XII del ribat de la localidad de Mulay ‘Abd Allah (lugar conocido antiguamente como Tit, en Marruecos). En el alminar de Mulay ‘Abd Allah, como en el de Zaragoza, existe un marco dispuesto a la misma altura en cada una de sus caras. Los marcos de las caras noroeste y sureste acogen cada uno de ellos dos arcos túmidos inscritos en sendos arcos de cinco lóbulos y los de las caras noreste y suroeste un arco túmido inscrito en un arco cobijo en forma de arco de lambrequines. El hecho de que en la torre de la iglesia parroquial de Longares se reprodujera el aspecto del exterior del alminar de la mezquita aljama de Zaragoza cohonesta con que en el interior del campanario mudéjar de la colegiata de Santa María de Daroca se adoptara la estructura de un machón central cuadrado macizo en torno al cual discurre la escalera. Esta estructura de machón central circundado por la caja de escaleras era la más habitual en los alminares construidos durante los siglos X y XI, y probablemente fue la que poseyó el minarete del siglo XI de la mezquita de los viernes de Zaragoza puesto que es la más racional entre las utilizadas en los alminares musulmanes construidos en torno al año mil. Así pues, la estructura interna del campanario de la colegiata de Daroca es una transposición a las técnicas del arte mudéjar aragonés de la estructura de un alminar musulmán de piedra de los siglos X u XI; de tal manera que la parte visible de la torre de Daroca a lo que más recuerda (sin constituir una réplica) es a la estructura del alminar erigido a instancias de ‘Abd al-Rahman III en la mezquita aljama de Córdoba. El que el campanario de Daroca guarde especiales similitudes con el gran minarete de Córdoba se debe más que nada a los escasos restos de alminares que se conservan del siglo XI, puesto que desde luego lo lógico es que el interior de la torre darocense imite la estructura de algún alminar erigido en la vega del Ebro entre los años 950 y 1100. Éste es un hecho de importantes consecuencias para el estudio de las aportaciones estructurales prealmohades al arte mudéjar aragonés. Félix Hernández Giménez, en su condición de arquitecto conservador de la sexta zona del Patrimonio Artístico Nacional, pudo explorar la planta baja y la tercera y cuarta ida de la escalera del alminar del califa ‘Abd al-Rahman III[11], puesto que entre la planta baja y la tercera ida de la escalera hay una zona de dicho minarete que está macizada; trabajo este último que se llevó a cabo probablemente en época del arquitecto Hernán Ruiz III (1534-1606) con el fin de crear una base más sólida para el actual campanario de la catedral. Con el término técnico «ida» don Félix entendía una vuelta completa de cada una de las dos cajas de escaleras desde su punto de partida en el centro de la cara sur.
La zona explorada por Félix Hernández que se conserva en mejor estado es la de la tercera vuelta completa de la caja de escaleras occidental de los dos que tiene el alminar de la Gran Mezquita de Córdoba. En la tercera ida de la escalera occidental se puede apreciar cómo la caja de escaleras está compartimentada mediante arcos de herradura sobre los que se apoyan falsas bóvedas constituidas por sillares que apean sus extremos en los muros este y oeste de la caja de escalera de esas idas y que avanzan en voladizo hacia el lado Sur.
En la mayoría de los casos cada tramo se cubre con cinco sillares que se disponen extraplomados de una manera escalonada. Por debajo de este sistema efectivo de cubrición se dispusieron bóvedas de aparente cobertura con una sección ligeramente ultrasemicircular ornamentadas con decoración geométrica en la zona de la bóveda y ornamentación vegetal en las lunetas, de tal manera que cada tramo contaba con dos falsas bóvedas yuxtapuestas a una misma altura y siguiendo un mismo eje. Félix Hernández ya llamó la atención sobre el hecho de que este sistema de cubrición había sido imitado en la torre de El Carpio, localidad situada a 30 kilómetros al Noreste de Córdoba y en esta misma provincia, y en el campanario de la iglesia de Santiago del Arrabal en la propia ciudad de Córdoba, sin embargo, en ambas torres cada uno de los tramos se cubre con una bóveda de arista y por tanto no con este sistema tan peculiar de sillares en voladizo del alminar de ‘Abd al-Rahman III que sí que se imitó trasladado al ladrillo en el campanario mudéjar de Daroca.
De esta torre de ladrillo de la provincia de Zaragoza, que es de gran interés, en realidad sólo se conoce el aspecto interno puesto que al exterior fue forrada por otra de piedra sillar en 1441 con el fin de poder recrecerla y dotarla de un cuerpo de campanas.
El campanario de Daroca presenta tres semejanzas con el alminar de la mezquita aljama de Córdoba:
·       1ª Posee un machón central macizo.
·       2ª Las idas de la escalera están compartimentadas mediante arcos construidos por aproximación de hiladas. Los arcos construidos mediante un sistema de aproximación de hiladas en ningún caso pueden ser considerados como arcos góticos puesto que un ejemplo muy antiguo y obvio de dos arcos ciegos concebidos mediante aproximación de hiladas se encuentra en la parte inferior de los extremos laterales de la Puerta de los Ministros (Bab al-Wuzara) de la mezquita aljama de Córdoba de época de ‘Abd al-Rahman I, construida en el año 786-787.
·       Y 3ª Los tramos de dicha torre cuentan con un sistema de cubrición mediante ladrillos dispuestos en voladizo similar al del minarete de ‘Abd al-Rahman III. A este respecto, la comparación entre el interior de la torre mudéjar de Daroca y la cuarta ida de la caja de escaleras oriental vista hacia el Este del alminar de la mezquita aljama de Córdoba no puede ser más reveladora. Si bien en los campanarios mudéjares de Longares y de Daroca hemos visto la plasmación arquitectónica del modelo de alminar de la época de la Fitna o Guerra Civil traducido al modo de hacer mudéjar, los alarifes que erigieron las torres de la iglesia de Santa María de Ateca y de San Andrés de Calatayud (ambas en la provincia de Zaragoza) tomaron como modelo un tipo de alminar completamente diferente del esquema decorativo de minarete del califato cordobés y que obedecía muy por el contrario a los modelos de alminares existentes en el Norte de África y en el Egipto fatimí a comienzos del siglo XI. El campanario de la iglesia de San Andrés de Calatayud cuenta con dos fases claramente diferenciadas: Los dos primeros cuerpos fueron construidos en la segunda mitad del siglo XIV mientras que el cuerpo de campanas empezó a erigirse en 1508.
Esta adición se debe a que la torre mudéjar de San Andrés de Calatayud había sido concebida como un alminar, es decir del mismo modo que sucede en la parroquial de Longares sin cuerpo de campanas, razón por la cual no satisfacía en absoluto las necesidades propias de un campanario. Al comparar la torre de San Andrés de Calatayud con los dos minaretes de la mezquita erigida a instancias del califa al-Hakim en El Cairo observamos semejanzas tanto en elementos generales de composición como en detalles muy concretos que vinculan estrechamente a ambos monumentos. La disposición de los elementos decorativos de la torre bilbilitana en bandas horizontales es completamente ajena a la desnudez ornamental de los alminares cordobeses y es coherente por el contrario con los alminares fatimíes de la mezquita del califa al-Hakim. En ambos edificios los vanos se abren en el eje central de la torre y los medallones y las ventanas en forma de saetera se disponen siempre entre dos frisos decorativos.
En Calatayud como en El Cairo el sentido ascensional de la torre queda contrarrestado por un gran número de molduras y estrechos frisos decorativos dispuestos de manera horizontal y con una aparente arbitrariedad. Pero no solamente aspectos generales si no también detalles muy concretos de los alminares de la mezquita de al-Hakim de El Cairo vuelven a encontrarse en Calatayud, así dos de los medallones fatimíes cuentan con réplicas casi idénticas en la torre mudéjar de San Andrés[12]. Tras analizar los talleres artísticos de la mezquita aljama de Huesca, de Borja, y de la mezquita aljama de Zaragoza vamos a referirnos brevemente al taller de la mezquita aljama de Tudela (Navarra)[13]. A juzgar por las características arquitectónicas de las mezquitas aljamas de Zaragoza y de Tudela, por sus elementos decorativos y por la aparición en la ciudad navarra de dos inscripciones de los siglos IX y XI, ambos edificios siguieron una vida paralela, ya que la primera ampliación de la sala de oraciones de Zaragoza de los años 856-857 de época de Musa ibn Musa coincide con la construcción del primer oratorio de Tudela y la tercera ampliación de Zaragoza de 1018 a 1021/1022 de época de Mundir I con la primera de Tudela. Sin embargo, aun siendo esto así, en la ampliación del siglo XI de la mezquita aljama de Tudela trabajó un taller de artistas diferente del de Zaragoza que nos ha dejado una bellísima colección de canes de ejecución mucho más cuidada que los de la ciudad aragonesa, que resultan ser bastante toscos. Aunque muchos elementos de Tudela son muy parecidos a los existentes en Madinat al-Zahra’ se observan en Tudela indicios que demuestran una cronología algo posterior, como es la aparición de motivos nuevos, la unión de unas palmetas con otras mediante la prolongación de los tallos, la decoración costal de los canes, la sustitución en éstos de los típicos rollos califales por decoraciones vegetales, la proliferación de las palmetas que en ocasiones llegan a ser el único elemento vegetal existente frente a lo que pasaba en los tableros del «Salón Rico» donde éstas eran todavía poco frecuentes, o la unión de las prolongaciones de los motivos vegetales integrados por una base con doble gota que es poco habitual en el «Salón Rico». Una muestra especialmente evidente del carácter provinciano de los canes tudelanos es que sus rollos o ganchos se presentan en ocasiones completamente independizados, sin un tallo vegetal común, lo que nunca sucede ni en Córdoba ni posteriormente en el palacio de la Aljafería de Zaragoza.
Aunque los materiales procedentes de la mezquita aljama de Tudela son sin duda obras pertenecientes a un taller provincial, poseen en ocasiones soluciones sumamente bellas, sólo propias de las grandes obras, como es el caso de la decoración lateral del can que se reproduce en este artículo en el que el único tallo existente se entrelaza consigo mismo dando origen a numerosas palmetas. Además estos canes de Tudela presentan soluciones muy originales y creativas como es el hecho de que buena parte del can volaba sobre la vertical de los muros perimetrales de la mezquita, ya que en algunos canes la parte inferior está también tallada y por tanto concebida para ser vista, tal como sucede por ejemplo en este mismo can recuperado en la excavación dirigida por Luis Navas Cámara y Begoña Martínez Aranaz en el año 1993 y que me parece el más hermoso de toda la colección.
Curiosamente si bien en Tudela parece ser que sólo estaban tallados los canes, debiendo de estar las tabicas y las cobijas ornamentadas con decoración pintada, en el palacio musulmán de Daroca pasa todo lo contrario ya que casi todos los restos de decoración arquitectónica hallados hasta ahora pertenecen a tabicas y a cobijas, jugando en este último monumento los canes (de los que se conservan algunos que se caracterizan por estar muy poco decorados) un papel secundario. Lo conocido hasta ahora es un pequeño conjunto de una decena de fragmentos pertenecientes en su mayor parte a un alero exterior. Estas yeserías fueron encontradas en el año 1984 en la excavación llevada a cabo en el Castillo Mayor de esta localidad bajo la dirección de José Luis Corral Lafuente[14].
Todos los fragmentos de cobijas descubiertos en Daroca son similares entre sí y pertenecen a un único tipo de cobija que sin llegar a ser idéntico, guarda relación con uno de los modelos existentes en el palacio de la Aljafería de Zaragoza. Sin embargo, en el palacio hudí de la vega del Ebro no existe nada comparable con las tabicas del castillo de Daroca. Entre las tabicas descubiertas en Daroca hay dos tipos distintos: En el primer tipo, que es aquél del que se ha conservado un ejemplar casi íntegro, cuatro palmetas completan un tallo central que termina en su parte superior en una piña y en su parte inferior en un fruto en forma de rombo. Estas tabicas se alternaban con otras, de las que sólo se conservan pequeños fragmentos, en las que en la parte inferior existen dos piñas en torno a un tallo central que termina igualmente en su parte inferior en un fruto en forma de rombo.
Estos frutos en forma de rombo en los que terminan los tallos de las tabicas por su parte inferior parecen un verdadero leitmotiv de las decoraciones de Daroca y son muy similares al motivo designado con el nº 1000 que aparece en el panel nº 23 de la sistematización que Christian Ewert ha hecho de los tableros del «Salón Rico» de Madinat al-Zahra’.
Debe resaltarse como un dato importante que ni este tipo de composiciones de las tabicas ni algunos motivos vegetales presentes en ellas (como estos frutos en forma de rombo) están presentes nunca en el palacio de la Aljafería, lo que nos hace pensar que este grupo de artistas que trabajó en Daroca poseía un cierto carácter autónomo frente al taller de dicho palacio hudí. Esto mismo sucede con los restos de Maleján, que aunque presentan elementos comunes con los de la decoración del palacio de la Aljafería, son obra de un taller de artistas diferente al que trabajó en la residencia áulica de Zaragoza.
En la localidad de Maleján, debió de existir en la primera mitad del siglo XI una almunia dependiente de la ciudad de Borja, ya que Maleján se encuentra a unos 1.500 metros de Borja. Por eso aunque esta almunia generó en los siglos siguientes una pequeña localidad, que hoy cuenta con un término municipal propio, que incluye únicamente lo que es el casco urbano, estos restos deben de entenderse como pertenecientes a la ciudad de Borja. Estos restos de Maleján se conocen solamente por fotografías antiguas, puesto que el propietario de la casa donde se encontraban los destruyó repicándolos porque le molestaban las visitas de los curiosos e investigadores que acudían a su casa a verlos y a estudiarlos. Lo que se ha podido reconstituir gráficamente a partir de las fotografías existentes es un arco de gran tamaño, que debía dar acceso a un oratorio, puesto que está dispuesto hacia el Sureste. En este arco son muy nítidas las influencias abasíes y fatimíes que se manifiestan en los siguientes detalles formales:
·       1º Que la decoración de la albanega, que se realizó valiéndose de un molde de madera, presenta una red de pámpanos de vid sumamente homogénea en la que todos los espacios definidos por los tallos son regulares e idénticos. Esta solución formal tiene su origen remoto en los capiteles sasánidas del palacio de Nizamabad[15] y un precedente inmediato en uno de los paneles de la decoración de la mezquita de alAzhar de El Cairo, construida y decorada en su etapa fundacional entre los años 970 y 972.
·       2º En la banda lateral los elementos vegetales forman círculos creados por palmetas unilaterales cuyas hojas digitadas se encuentran en el lado de la izquierda en la media circunferencia inferior y en el lado de la derecha en la media circunferencia superior, tal como sucede en el azulejo de la fachada del mihrab de la mezquita aljama de Kairuán designado por Christian Ewert con el nº 073.
·       3º En la banda lateral los círculos creados por elementos vegetales se interseccionan con rombos formando una malla geométrica muy similar a la de un intradós de la mezquita de Ibn Tulun en al-Qatai (localidad hoy absorbida por el área urbana de El Cairo).
·       Y 4º Por debajo de su línea de impostas se tallaron dos arcos ciegos de herradura en el frente de cada jamba, es decir en total cuatro arcos de herradura anudados en la zona de la clave y en los extremos, en una disposición muy similar a la de los cuatro arcos túmidos existentes en la fachada de la mezquita del califa al-Hakim en El Cairo, que ha sido restaurada en estos últimos años tras eliminar un edificio adosado que en gran parte la ocultaba.
Debido a que las decoraciones de Maleján, al ser mucho más sencillas que las de la Aljafería, podían ser imitadas por los alarifes mudéjares con mayor facilidad y a que son al menos en parte vaciados obtenidos mediante moldes de madera, en numerosos edificios aragoneses se reprodujeron elementos formales de este arco monumental del Campo de Borja que no están presentes en ningún otro taller musulmán de la vega del Ebro.
Los yeseros que trabajaron en la iglesia de San Juan Bautista de Alberite de San Juan (Zaragoza) tallaron dos paneles que se situaron en la luz de los arcos de la cara externa de la ventana central del ábside que se inspiraron en el arco de Maleján. El más meridional reproduce casi con total exactitud una de las series verticales de elipses que formaban los tallos de la albanega del arco, mientras que el más septentrional reproduce la dovela más próxima a la línea de impostas del lado izquierdo según se mira (lado noreste) de dicho arco. Del mismo modo varios de los paneles del interior del ábside de la iglesia de Santa María de la Huerta de Magallón (Zaragoza) que representan una pareja de palmetas circundadas por sendos tallos se inspiraron en otra de las dovelas del arco de Maleján.
Es interesante anotar que en ambos casos las dovelas que se reprodujeron son las más próximas a la línea de impostas y por tanto las más expuestas a la vista del espectador. No menos característica y singular que la albanega del arco de Maleján es la ubicación bajo la línea de impostas de cuatro pequeños arcos ciegos que poseían en su interior una estrella de seis puntas adaptada a un círculo. Este tipo de medallón fue muy utilizado en el arte mudéjar aragonés, encontrándolo en una celosía del claustro y en los ventanales de la nave central de la iglesia del monasterio de Nuestra Señora de Rueda de Ebro, en un óculo de la iglesia de las Santas Justa y Rufina de Maluenda, en una decoración en agramilado del coro alto de la iglesia de Santa Tecla de Cervera de la Cañada y en una pintura sita en una de las bóvedas de la segunda planta (correspondiente al tercer nivel) de la Torre de El Trovador de la Aljafería (monumentos todos estos en la provincia de Zaragoza).
También es interesante llamar la atención sobre el hecho de que la disposición de uno o dos vanos ciegos debajo de la línea de impostas del arco de Maleján (evidente derivación de los existentes en las puertas monumentales de la mezquita aljama de Mahdiyya, en Túnez, y del califa al-Hakim en El Cairo, ambas de época fatimí) fue imitada en la torre de la iglesia de Santa María Magdalena de Tarazona y en la torre del convento de la Concepción en esta misma ciudad del vega del río Queiles. Además en los años 1994 y 1995 en el exterior del recinto monástico de Rueda de Ebro al hacerse una zanja para la instalación del hilo telefónico se descubrieron en una escombrera una serie de fragmentos de yesería del siglo XIV que presentaban soluciones formales idénticas a las de las bandas extremas del arco de Maleján. Estas yeserías debieron de ser arrancadas de su lugar original y arrojadas a esta escombrera en los trabajos de restauración que se llevaron a cabo en la iglesia de este monasterio cisterciense entre 1970 y 1980. Sin ninguna duda el taller artístico más importante de los siglos X y XI en la Marca Superior fue el «taller del palacio de la Aljafería de Zaragoza y de la alcazaba de Balaguer», así llamado puesto que fueron los mismos artistas los que decoraron entre 1046-1047 y 1081-1082 estas dos residencias áulicas de Ahmad al-Muqtadir bi-llah y de su hermano Yusuf al-Muzaffar respectivamente[16].
Por esta razón Christian Ewert ha calificado a ambos monumentos de «palacios gemelos». Además a esta circunstancia de ser decorados por los mismos artistas hay que añadir que no se conoce ninguna otro edificio regio o sacro en el que trabajara este mismo taller y por tanto que presente semejante identidad de formas. Una de las pruebas que existen de que fueron los mismos artistas los que decoraron al unísono los palacios de ambos hermanos (unas veces fraternales aliados y otras acérrimos enemigos) es que tanto en la Aljafería como en la alcazaba de Balaguer aparecen en su decoración pictórica y en su decoración parietal una serie de elementos vegetales muy complejos morfológicamente y muy singulares que sólo fueron empleados en el siglo XI en estos dos palacios. El origen de estos elementos vegetales tan característicos y únicos es sumamente concreto, dos tableros tallados hacia el año 960 en Madinat al-Zahra’ para revestir las jambas de la puerta de una de las tres saletas del baño de ‘Abd al-Rahman III anexo al «Salón Rico» que carecían de bañera[17].
Estas dos jambas gemelas fueron realizadas sin duda alguna por el mismo artista y además estos motivos morfológicamente tan complejos tampoco han sido encontrados en ningún otro lugar de Madinat al-Zahra’. Es innecesario, e imposible en el estrecho margen de este artículo tan breve, ponderar una vez más la importancia del grupo de artistas que rodeó al rey Ahmad al-Muqtadir en Zaragoza y al rey Yusuf al-Muzaffar en Balaguer, así como su repercusión por un lado en el arte almorávide y almohade del Magreb, y por otro en el arte mudéjar aragonés. Sólo citaré dos ejemplos: En el Museo del Batha de Fez (Marruecos) se conserva con el nº de registro 45.41 una viga almorávide tallada hacia 1130 en uno de cuyos detalles se observa un sistema de arcos mixtilíneos y lobulados entrecruzados que es la lógica evolución formal de los sistemas de arcos entrecruzados integrados por arcos mixtilíneos y túmidos que se disponían encima de las puertas de las alhanías del Salón Dorado de la Aljafería[18]. Del mismo modo en una ventana mudéjar del siglo XIV perteneciente al palacio de Pedro IV de la Corona de Aragón en la Aljafería se reprodujo muy fielmente un detalle de la decoración vegetal de la arquería de tres órdenes por la que se accede al tercio central del palacio islámico desde el Este (la arquería N9W de la sistematización de Christian Ewert)[19]. El canto del cisne, el canto más bello, del arte islámico de la Marca Superior se debió de poder escuchar durante la primera mitad del siglo XII en la región de Fraga y de Lérida que no pasó a poder cristiano hasta el año 1149.
El único resto islámico de decoración arquitectónica que se conoce de esta época es un pequeño fragmento de yesería perteneciente al palacio de Fraga[20], pero sin embargo, este momento de gran brillantez para el arte andalusí se reflejó en una obra extraordinaria del arte mudéjar aragonés temprano: La techumbre de la Sala Capitular del monasterio de Sijena (Huesca)[21]. Dicha armadura desapareció pasto de las llamas en el incendio que asoló dicha estancia en 1936, pero de ella se conservan antiguas fotografías en blanco y negro, y una vista general y algunos detalles pintados en acuarela por el artista oscense Valentín Carderera.
Los trazados geométricos existentes en los taujeles y en las jácenas de dicha techumbre armada hacia 1210 están directamente relacionados con las soluciones utilizadas en los palacios islámicos de la Aljafería de Zaragoza y de la alcazaba de Balaguer. En Sijena, sin embargo, estos esquemas geométricos se encuentran siempre más evolucionados y adquieren una mayor complejidad que en Zaragoza y en Balaguer, lo que nos hace pensar que se utilizó en dicha sala capitular un repertorio geométrico propio de un taller autónomo de la región de Fraga y de Lérida formalmente más evolucionado que el de la Aljafería y la alcazaba de Balaguer.
Estos elementos característicos y de mayor complejidad que los de la Aljafería y la alcazaba de Balaguer son los siguientes: El primero que los taujeles de Sijena presentan enormes estrellas, sumamente complejas, que no están presentes nunca ni en el palacio de la Aljafería ni en la alcazaba de Balaguer. El segundo que en dichos taujeles estaba solamente presente la red geométrica pero nunca las decoraciones vegetales que siempre la acompañaban en la Aljafería y en Balaguer. Y el tercero que en los taujeles de Sijena las formas geométricas se descomponen de tal manera que generan como resultado un verdadero calidoscopio en el que tan apenas es reconocible la «base geométrica invisible». Esta desintegración de las figuras geométricas había dado sus primeros pasos en el palacio de la Aljafería como puede verse en la decoración pintada de algunos intradoses de la arquería superior del oratorio, pero se desarrolló muchísimo más en la techumbre de la Sala Capitular de Sijena, como se demuestra al comparar una celosía del palacio hudí (hoy conservada con el nº de inventario 34598 en el Área de Reserva del Museo de Zaragoza) con el taujel designado con el n.º 10 en la sistematización de Bernabé Cabañero. En conclusión, a lo largo de este artículo he pretendido llamar la atención sobre la pluralidad y la riqueza de las manifestaciones islámicas de los siglos X, XI y XII en la Marca Superior que comporta la existencia de distintos y numerosos talleres artísticos. Solamente al estudiar con todo detenimiento estos talleres, que crean un «fondo de contraste», nos damos cuenta de que monumentos como el palacio de la Aljafería o la techumbre de la Sala Capitular del monasterio de Sijena constituyen verdaderas obras maestras.

LA ARQUITECTURA MUDÉJAR Y LOS SISTEMAS CONSTRUCTIVOS EN LOS REINOS DE LEÓN Y CASTILLA EN TORNO A 1200
No parece una buena señal comenzar la participación en estas jornadas matizando conceptos y precisando enunciados; no obstante parece pertinente establecer unas mínimas reglas de juego para responsabilizare de la tesis que se defenderá en este trabajo: que el arte mudéjar se precisa conceptualmente en el contexto de los procesos estéticos que se produjeron en torno a 1200 en los territorios de la Corona de Castilla.
El marco cronológico propuesto, «1200», no contiene un discurso conceptual ni define objetivos concretos; en realidad hace referencia a un arco temporal que comprende todo un siglo; es el tiempo que transcurre entre 1157, momento en el que muere Alfonso VII y divide el reino entre sus hijos Fernando II de León y Sancho III de Castilla, y 1252, fecha de la muerte de Fernando III, reunificador del reino y referencia de un tiempo en el que se produjo una singular crisis creadora en las artes de excepcional importancia en la cultura hispana.
El Tudense compuso un precioso cántico en el que definía la primera mitad del siglo XIII como una nueva Edad de Oro, O quam beata tempora ista /…/. Hizo don Lucas un impreciso ejercicio literario en el que exaltó la bondad de un tiempo en el que el rey Fernando construyó un Estado, basado en un fuerte ejército que se encaminó sin dudas hacia el Sur, defendió la fe y conquistó reinos, ciudades y castillos sarracenos.
Un tiempo en el que el nombre de los obispos aparecía al lado del signo del monarca en las grandes decisiones políticas, los abades y el clero en general construyeron templos y monasterios, la economía creció y los buenos tiempos alcanzaron los confines del reino. Sobre la mesa de trabajo de los hombres de ese tiempo se trazaron y definieron un conjunto de códigos estéticos que produjeron unos resultados rutilantes entre los que se encuentra el epifenómeno mudéjar.
Justifica esta precisión la razonable convicción de que los procesos culturales fueron y son globales y se desarrollaron en una estructura temporal; consecuentemente, podría afirmarse que esos procesos se hacen inexplicables al ser estudiados de forma aislada. Un hecho creador surge de la naturaleza y de la imaginación del individuo, asentado sobre una plataforma cultural a modo de gran colchón intelectual formado por toda la sociedad; las repercusiones del discurso artístico alcanzaron su punto culminante cuando fueron asumidas por una colectividad que las hizo suyas y las llenó de significados.
El proceso artístico se revela como una operación unificadora de informaciones en la que se expone, no la realidad, sino aspectos de una realidad múltiple. Sirva de ejemplo el conjunto de procesos estéticos dominantes en la Baja Edad Media que se reconocen bajo el epígrafe de Arte gótico. La formulación de esta cultura artística no fue consecuencia exclusiva de la genialidad de un monje, por excepcional que haya sido el abad Suger, y el apoyo de los Capeto, ni de un fabuloso, por desconocido, arquitecto; además de esas personas, que no son otra cosa que el individuo, en la abadía de Saint-Denis se dieron cita durante la segunda mitad del siglo XII hombres que construyeron una superestructura de pensamiento en la que confluían unas tradiciones monumentales, una poética que arrancaba del helenismo, una religiosidad que superaba los gruesos muros del monasterio y se instalaba en las ciudades y, por supuesto, una nueva y racional forma de contemplar la creación, la naturaleza.
La reflexión que se propone en este trabajo como forma de entender la complejidad de arte mudéjar en Castilla y León es la de penetrar en los procesos creadores que se produjeron en un tiempo excepcional cuyo marco histórico comprende los reinados de Fernando II de León y Alfonso VIII de Castilla, la presencia de una de las mujeres más excepcionales de nuestra historia medieval, doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, hermana de doña Blanca reina de Francia, esposa de Alfonso IX de León y madre de Fernando III, el conquistador de Sevilla.
Las notas artísticas dominantes en este periodo manifiestan una indudable tensión entre tradición e innovación; entre una monumentalidad tradicional dominada por los modelos románicos y la irrupción del opus francigenum. Los grandes acontecimientos de la monarquía castellana, realizados durante el primer cuarto del siglo XIII, se celebraron bajo arquitecturas tradicionales; el primero se produjo el día 27 de noviembre de 1219, el rey Fernando se armó caballero en el altar mayor del monasterio de Las Huelgas de Burgos. La segunda ceremonia fue programada tres días más tarde, el 30 del mismo mes; el obispo don Mauricio que había presidido la embajada que había viajado a través de Francia hacia Suabia, ofició la boda real en la catedral de Burgos.
En aquel momento era un gran edificio románico, construido a iniciativa de Alfonso VI en torno a 1075, dominado por una oscura bóveda de cañón recubierta con pinturas al fresco, iluminada por pequeñas ventanas, múltiples cirios y cientos de lamparillas de aceite depositadas en las molduras impostadas de la sede catedralicia. Obispos, abades y nobles asistentes a la ceremonia que habían viajado por tierras de Île-de-France, o de Champaña entre los años 1200 y 1219, evocarían las luces coloreadas, los espacios orgánicos de una nueva cultura artística que habían visto reflejada en la cabecera de Saint-Denis, en París o Bourges y, al mismo tiempo, intuían las nuevas posibilidades en alguno de los trabajos preparatorios de las fábricas de Reims, Amiens, Troyes y Estrasburgo. El sistema de trabajo heredado de Roma, en el que muros y contrafuertes neutralizaban los empujes de una bóveda de cañón entonaba su canto del cisne durante los reinados de Fernando II de León y Alfonso VIII de Castilla; por otro lado, los maestros que interpretaban las exigencias de los monjes del Cister que lentamente habían desplazado a los benedictinos desde el reinado de Alfonso VII, introducían formas que suavizaban una rigurosa arquitectura mediante el juego simbólico de la luz blanca. 

MONUMENTALIDAD TRADICIONAL
Persistencia del arte románico
Hasta ese difuso marco 1200, con independencia de la intervención de maestros franceses en Ávila o Cuenca quienes introdujeron formas francesas, la monumentalidad castellano-leonesa es románica, o responde a las necesidades de los monjes del Cister. En el Reino de León están concluyendo las fábricas de las grandes catedrales del Duero, como la de Salamanca y Zamora y se trabajaba en la colegiata de Toro y en la catedral de Ciudad Rodrigo.
Un edificio tan emblemático como la iglesia mayor de la capital de Reino de León que Lucas de Tuy afirma que no está no concluida (ad perfectionem non duxit), era una catedral románica. Tan singular edificio fue conocido a través de la planta que levantó Demetrio de los Ríos en los años ochenta del siglo XIX. Tras el estudio de ese documento se puede afirmar que el edificio comenzado por el obispo Manrique de Lara, correspondía a una catedral tardorrománica que probablemente se concluyó en torno a 1200[22].
En efecto, los restos responden a un modelo de iglesia que alcanzó gran difusión durante el reinado de Fernando II (1157-1188), como las de Ciudad Rodrigo o Sigüenza, entre otros lugares. La sede legionense era un edificio de tres naves cubiertas con bóvedas de cañón, transepto y gran cabecera con tres capillas. Es decir; el obispo Manrique de Lara no inició una catedral gótica; puso en marcha la construcción de una tardía catedral románica en consonancia con los modelos habituales en el reino de León durante la segunda mitad del siglo XII[23].
En ese marco temporal, mío maestro Mateo, según Fernando II de León, aún estaba reuniendo a los actores que compondrán la escenografía del gran auto sacramental representado en el Pórtico de la Gloria, el maestro de la «Anunciación» de Silos ultimaba uno de los más hermosos relieves de fuerte carácter pictoricista de la historia de la escultura, el maestro de Carrión de los Condes actualizaba la estética del románico con un clasicismo que transforma a Dios Padre en un impresionante Zeus olímpico y el maestro de la Anunciación de Ávila componía una elegante escena cortesana.

El románico de ladrillo
Si el románico en los grandes centros culturales, las ciudades del reino agonizaba, en las pequeñas poblaciones de las tierras del Duero, el sistema de construcción basado en la albañilería explica la persistencia de la monumentalidad románica, no sólo en el marco 1200, sino durante toda la Edad Media; desde el año 1126 hasta los años finales del siglo XV.
La rápida difusión el arte románico por Castilla y León estuvo basada en la seguridad de los territorios como respuesta adecuada al fortalecimiento político y militar de los reinos cristianos y como lógica consecuencia de la división del Califato cordobés, a la muerte de Almanzor, en distintas taifas. Alfonso VI (1065-1109), conquistó los territorios del Tajo, gobernados por la familia Banu d’il Num, hasta la caída Toledo en 1085; fue la gran incorporación de un territorio realizada por los cristianos durante el siglo XI y todo un símbolo. En una maniobra política y militar de excepcional repercusión, recuperó la Sede Primada y la unidad eclesiástica del Reino de Castilla y León. 
León. Catedral tardorrománica de León en el interior del crucero del edificio gótico. Planta según Demetrio de los Ríos.

El rey Alfonso recobraba una referencia poética permanente el de los reyes de Asturias y de León; Toledo fue la ciudad ideal de los monarcas asturianos, modelo de la urbe regia de Oviedo fundada por el rey Casto y de sus herederos los reyes leoneses.
Alfonso VI dejó a un lado la política militar de conquista por otra más conservadora, basada en la ocupación de tierras y en el reforzamiento de los territorios fronterizos por medio de la repoblación. Con esta política conseguía seguridad en los territorios del Sur y, al mismo tiempo, el establecimiento de unas bases económicas, fundamentales entre los siglos XI y XIII, cuyos ejes fueron el cultivo de los campos y el pastoreo.
Este ambicioso programa militar y económico que confería un gran protagonismo a los movimientos humanos, fue realizado por Raimundo de Borgoña quien repobló las tierras del Duero, territorios seguros desde 1072. Todas ellas forman el marco geográfico por el que se extenderá la albañilería románica, o románico de ladrillo[24]. A mediados del siglo XII, la política de Alfonso VII (1126-1157), buscó la ocupación y conquista de nuevos territorios meridionales cuando ya había cedido la presión almorávide. En 1139 fueron recuperados los valles de Henares y Tajuña y, en el año 1142, Coria.
La expansión territorial hacia el Sur que aseguraba la Extremadura castellano-leonesa, se vio frenada a fines del siglo XII como consecuencia del impulso militar almohade. La frontera seguía siendo el inseguro territorio de la Transierra hasta que el predominio militar cristiano se fortaleció tras la batalla de las Navas de Tolosa que permitió considerar como seguras las tierras comprendidas entre los ríos Duero y Tajo. En paralelo al proceso político-militar se produjo la segunda fase de la repoblación que se enriquece con la programación de una etapa de regularización basada en la organización del territorio en función de la propiedad y de la jurisdicción. El nuevo orden administrativo aplicado al poblamiento se fue consolidando en la transición de los siglos XII al XIII, al tiempo que se organizaban las diócesis y se explotaba extensivamente la tierra.
Ese proceso político de fijación del hombre a la tierra con el ánimo de desarrollar la economía puede establecer las referencias para la determinación de un marco cronológico en el que surjan las causas de necesidad de una arquitectura de repoblación, resuelta mediante la albañilería románica e identificada erróneamente como mudéjar. Un análisis global de la albañilería románica peninsular permite reabrir el debate sobre el románico de ladrillo, tal como lo propuso Vicente Lampérez, a principios del siglo XX[25]. El epígrafe románico de ladrillo define con eficacia una tradición constructiva que se extiende desde Sahagún, al Norte, hasta Extremadura (Guadalupe y Galisteo), al Sur y desde San Pedro de Zuera (Aragón), al Este, hasta Mosteiro de Castro de Avelás en las tierras portuguesas de Braganza, al Oeste[26]. En los territorios limitados por las localidades referidas se levantó un excepcional número de edificios definidos por unas notas comunes a todos ellos[27]. Son éstas:  
a) Es una arquitectura rural que se produjo lejos de los acontecimientos artísticos de las grandes ciudades; una arquitectura que buscaba resolver con rapidez las necesidades religiosas de las comunidades que repoblaron entre los siglos XII y XIV los territorios de Castilla y León.
b) Es la expresión de un carácter colectivo que se popularizó en ámbitos comarcales sin que su invención y difusión pueda atribuirse a una personalidad concreta; fue, por tanto, un arte anónimo y colectivo.
c) Fue una arquitectura rápida cuyos maestros utilizaron los materiales que se encontraban al pie de la misma obra; el edificio emergía en del mismo paisaje. d) Fue el fruto del trabajo de expertos albañiles que dominaron los espacios románicos, que fueron capaces de resolver con facilidad estructuras tan audaces como las torres-cimborrios de San Tirso y San Lorenzo de Sahagún, y de La Lugareja de Gómez-Román, en las Tierras de Arévalo, construir sólidas murallas como la de Burgos (Puerta de San Esteban), de Segovia y de Valderas entre otras, y excepcionales castillos como el de Coca o de La Mota en Medina del Campo. Podría afirmarse que los talleres de albañiles tienen una larga tradición constructiva, son móviles y altamente especializados; asumieron las estructuras románicas, las simplificaron y las interpretaron con singular precisión[28]. Un pormenorizado análisis formal de los edificios reseñados produjo los siguientes resultados: 1) los espacios son de una a tres naves cubiertas con madera o bóvedas de cañón que rematan en cabeceras de una o tres capillas absidales, ordenados de acuerdo con la liturgia cristiana tal como la reflejó la monumentalidad románica; existen ejemplos de cabeceras rectas como las de Villalpando en Zamora, Megeces y Portillo en Valladolid, etcétera, reflejo de una tradición prerrománica reactualizada a fines del siglo XI y durante el siglo XII en las comarcas de León (Villarmún), Zamora (Tera) y Palencia; 2) los muros están construidos en ladrillo y las decoraciones monumentales, realizadas también en ladrillo, están basadas en dibujos de carácter geométrico, arcos lombardos y series de arcos ciegos; y 3) la composición del espacio y la decoración monumental coinciden con las arquitecturas europeas de los siglos X a XII, desde las manifestaciones del Serrablo, a las iglesias bizantinas que salpican el Mediterráneo oriental, pasando por arquitectura comasca. 

La renovación del monacato a través del Cister
Es difícil precisar el momento en el que se produjo la expansión de la religiosidad cisterciense por las tierras de Castilla y León[29]; no obstante parece el tiempo en el que los monjes difundieron con más intensidad los ideales del Cister que corresponde con el reinado de Alfonso VII (1126-1157) y en su entorno nobiliario.  
Un monasterio del Cister es una compleja unidad de intervención de los monjes en un territorio; un perfecto instrumento para la explotación agropecuaria de un territorio. La planta de una iglesia bernardina viaja al ritmo de las fundaciones, pero no se prescriben conceptos estilísticos desde un punto de vista artístico; tan solo se indica con vehemencia aquello que no tiene cabida en la monumentalidad cisterciense, como alturas desmesuradas, suntuosas labores escultórico-decorativas, pinturas que distraigan; en resumen, lo que dejó escrito San Bernardo, en su Apología ad Guillelmum, Sancti Theodorici abbatem (1125).
Cumplidos esos preceptos, el edificio podría responder a un modelo derivado de la monumentalidad románica o, incorporar estructuras arquitectónicas tomadas del arte gótico. Algunos edificios castellano-leoneses, como Moreruela, Gradefes, Osera se sitúan desde un punto de vista histórico-artístico en el citado marco de tensión entre tradición y innovación monumental.
La orden del Cister tuvo una importancia excepcional en el reino porque se constituyó en el centro espiritual de la monarquía castellana. Las Huelgas de Burgos había sido fundado en 1169 por Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra y, años después, en 1199, tomaron posesión del monasterio monjas procedentes del monasterio Tulebras (Navarra)[30]. Estaba concebido, entre otras funciones religiosas y protocolarias, para Panteón Real, nunca definitivo en el caso de los reyes de León y Castilla En tanto que panteón, en él están sepultados, además de príncipes en infantes de la casa de Borgoña, los reyes fundadores Alfonso y Leonor, Sancho III (1157-1158) y Enrique I (1214-1217); en tanto que lugar para el protocolo, fue el escenario elegido por Fernando III para la teatral sesión en la que, él mismo, se armó caballero[31].
La sala capitular y la iglesia de Las Huelgas Reales cuyas obras comenzaron en torno a 1220 y continuaron hasta 1279, cubren con un sistema de cubiertas muy próximas a la arquitectura gótica; tan solo falta el trazado de los arbotantes para aligerar los muros y ampliar las dimensiones de las ventanas. En la catedral de Cuenca, vinculada también al rey Alfonso VIII y en el refectorio del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, realizado en torno a 1215, los maestros utilizaron un sistema de cubiertas basado en las bóvedas sexpartitas, como en las utilizadas en las primeras manifestaciones de la arquitectura gótica francesa. Son bóvedas de crucería cuya plementería está dividida en seis triángulos esféricos; es decir, la configuración es el resultado de reforzar las crucerías con un tercer nervio que pasa por la clave de forma transversal al eje de la iglesia. Ese tercer nervio descarga los empujes en un baquetón que divide el muro y consecuentemente la ventana de su tramo con lo que multiplica por dos el número de vanos del claristorio y disminuye la entrada de luz en el interior del edificio[32].
Muy similar a estos monasterios fue el de Matallana de Campos; la construcción de la iglesia fue promovida por doña Beatriz de Suabia, en 1228 y, a partir de su muerte, contó con la protección de doña Berenguela. Desde el punto de vista formal es una obra relacionada con Las Huelgas, en cuya composición destaca el conjunto de bóvedas plantagenet.

El «arte 1200»
Al hilo de los lazos familiares, debe considerarse que la llamada a ser reina de Castilla era hija y nieta de los emperadores de Alemania y de Bizancio16. Posiblemente este gran marco familiar fue el responsable de que la futura reina de Castilla doña Beatriz posiblemente haya vivido, hasta su llegada a Burgos, rodeada de objetos bellos y exquisitos que la historiografía artística reciente clasifica como «arte 1200»[33].
A propuesta de los autores de The Year 1200. A Centenal Exhibition at The Metropolitan Museum of Art y de L. Grodecki, debe entenderse por «arte 1200» un conjunto de propuestas artísticas de carácter objetual y cortesano, desarrolladas entre 1180 y 1220. El catálogo de la exposición The Year 1200 inventariaba un conjunto de obras, muy heterogéneas, ajenas al proceso de normalización de las experiencias góticas.
El repertorio está formado por esculturas de pequeño formato, imágenes, objetos litúrgicos, estaurotecas, como el Lignum crucis de Astorga o arcas para otro tipo de relicario, realizados en oro, plata, esmaltes como el Aguamanil de Museo Arqueológico Nacional u objetos de marfil; se clasifican así mismo como «arte 1200» un número considerable de códices miniados, entre ellos el de las Huelgas en Burgos y el de Santo Martino en León.
El código «arte 1200» refleja una estética de síntesis en la que fueron fundidos modelos, por un lado, occidentales, románicos, con una singular dosis del arte palatino inglés, y otros modelos orientales, de procedencia bizantina. La nueva estética se gestó en el marco de la tercera cruzada, liderada por Federico I Barbarroja entre 1189 y 1190 y, con más intensidad, tras la conquista de Constantinopla, en 1203, al incorporar a las iglesias del Rin y del Mosa, los objetos que habían pertenecido al tesoro del emperador de Bizancio, robados y acaparados con avidez y rapiña por clérigos franceses y germanos. Sin entrar en el debate sobre la consideración de un nuevo concepto estético, el «arte 1200» viene a dibujar la consideración de un tiempo de crisis en las artes europeas, y por consiguiente en las artes del reino de Castilla y León.

LA INNOVACIÓN ARQUITECTÓNICA
La monumentalidad occidental no se emancipó de la tradición clásica hasta la definición del nuevo modelo gótico que rompía con la tradición constructiva romana basada en el equilibrio de la ecuación arte-ingeniería. El sistema románico, que buscaba la contención de la cubierta de un edificio mediante gruesos muros y resistentes contrafuertes, integrados en el espacio monumental llegaba a su fin. La extraordinaria invención del maestro de Saint-Denis consistió en la armonización de un sistema en el que crucerías y arbotantes conducían los empujes de la cubierta, mediante una lógica descomposición de pesos, hacia unos contrafuertes exteriores separados del espacio litúrgico o palatino que permitía la disolución de los muros. Del románico, definido por una estructura recia y un espacio opaco, la arquitectura occidental se encontró con el gótico, definido por un tejido estructural liviano y flexible y un espacio diáfano y transparente, de dimensiones desconocidas, hasta ese momento, en la Edad Media[34].
Los resortes que sirvieron para organizar el nuevo lenguaje estaban en las construcciones románicas; el arco apuntado y la bóveda de crucería formaban parte de la arquitectura anglonormanda como muestran la catedral de Durham y las iglesias de Caen, y fueron difundidos durante los siglos XI y XII por las órdenes monásticas. El tercer elemento del sistema gótico, el arbotante, estructura esencial del sistema, es la representación material del vector resultante de los empujes que transmiten los arcos y las nervaduras hasta el contrafuerte. No era un recurso desconocido para la arquitectura románica; el sistema había sido utilizado para salvar la anchura de las tribunas románicas[35].
Podría afirmarse que casi todas las estructuras arquitectónicas que permitieron organizar la nueva monumentalidad eran conocidas, pero el aspecto genial de la invención radicaba en la organización racional de todos esos elementos para su aplicación en un nuevo método arquitectónico. En poco menos de un siglo se difundió un nuevo concepto estético de origen francés que, salpicado de elementos autóctonos, recorrió Europa desde Îlede-France y Champagne, a Londres, Cracovia, Lübeck, Milán, Toledo, etcétera.

El arte gótico
La hipótesis que se defenderá en este apartado es que los obispos, exhortados por el papado se constituyeron en promotores de las grandes empresas góticas durante el siglo XIII, y, en representantes y defensores de la ortodoxia doctrinal; consecuentemente, evitarán la contaminación religiosa y el sincretismo artístico, consustancial con la cultura mudéjar.
El rigor doctrinal frente a los seguidores de las otras dos religiones, se manifestará abiertamente a mediados del siglo XIII. Antes, durante los siglos XI y XII, no habían existido problemas religiosos con los mudéjares[36]. Las cosas cambiaron con el papado de Honorio III (1216-1220); el pontífice fue el promotor de una política religiosa que buscaba la tenaz defensa de la ortodoxia cristiana.
Es muy posible que las primeras reacciones contra la tolerancia entre cristianos y mudéjares no se hayan gestado en nuestro suelo; la coexistencia de las dos religiones fue motivo de preocupación en Roma, como ya había quedado reflejado en el Concilio III de Letrán (1177/1179); en las sesiones de trabajo se introdujeron recomendaciones que encenderán el problema de la intolerancia, tales como: la prohibición de vivir juntos moros y cristianos. En el fondo, lo que ocurre es que se hacen extensibles las medidas de cautela contra los judíos del Concilio de Coyanza a todos los no cristianos. Honorio III, a través del obispo de Palencia y sus exhortaciones a Fernando III, arrecia en las intransigencias hasta conseguir el uso de trajes distintivos[37].
La Iglesia intentaba proteger a los cristianos de la posibilidad de corrupción de la fe que la convivencia de razas y religiones podría ocasionar. Pero la realidad, al menos aparentemente, era otra; los mudéjares, como más arriba se señala, no planteaban ninguna cuestión religiosa; estaban poco arabizados, carecían de empuje y no se consideraban propagandistas del Islam. El Concilio de Valladolid, de 1322, ya amenazaba con penas eclesiásticas a aquellos cristianos que acudiesen a médicos judíos o mudéjares. El proceso de intolerancia ya no se detendría hasta su definitiva expulsión; primero fueron protegidos, de manera especial durante el reinado de Alfonso VI, protección que mantuvieron sus descendientes con una política benevolente hasta mediados del siglo XIII, momento en el que se dictaron leyes más restrictivas.
Alfonso X codificó las disposiciones dictadas en las Siete Partidas, entre las que destaca la de habitar separados de los cristianos (petición hecha por los mudéjares de Murcia), la de hacerse distinguir públicamente por la forma de la barba y el cabello, por los vestidos y el calzado (1252); finalmente la diferenciación étnico-religiosa castigaba duramente los delitos contra la castidad e impedía matrimonios y crianzas mixtas.
Durante los reinados de Sancho IV y Alfonso XI, se incrementaron las medidas restrictivas. El primero suprimió los jueces mudéjares, por lo que pasaron a depender de una jurisdicción cristiana. Durante el reinado de Alfonso XI se les impidió intervenir en la recaudación de rentas, desempeñar los oficios de arrendadores y pesquisidores, y de hacer contratos, usura y utilizar nombres cristianos.
La primera mitad del siglo XIV coincide con un tiempo de tolerancia durante el cual se levantaron las prohibiciones que les impedían adquirir las propiedades de los cristianos, al mismo tiempo que se les restablecía la administración de justicia propia que Sancho IV les había abolido. Sin embargo, a partir del reinado de Enrique II y hasta principios del siglo XV se reprodujo un agresivo proceso de intolerancia. Un papel muy activo fue el ejercido por los tutores de Juan II, que a través de los Ordenamientos de las Cortes de Valladolid, de 1405 (tomados durante el reinado de Enrique III), trazaron nuevas decisiones contra los mudéjares entre las que se retomaba la determinación sobre los vestidos distintivos. En el Ordenamiento de Valladolid, de 1408, se pusieron de manifiesto los peligros que podían derivar de la continuidad de los contactos entre cristianos y mudéjares fortaleciendo las antiguas leyes restrictivas. De todas formas, las leyes más duras fueron publicadas en el año 1412, en Valladolid, pero ya salen del marco cronológico de este trabajo.
Durante el siglo XIII, con la excepción del presbiterio de la sede toledana, las catedrales góticas castellanas no manifestaron ningún elemento definible como mudéjar. Los obispos en línea con las directrices del papado no exhibieron públicamente formas heterodoxas que manifestasen la condición cultural de mudéjar; la síntesis de una monumentalidad gótica y elementos decorativos hispano-musulmanes no quedó reflejado en las obras promovidas por los obispos. Sin embargo, en su vida privada los prelados se premiaron con objetos y tejidos procedentes de Al-Andalus, como se verá más tarde en el caso de primado toledano Ximénez de Rada.
La decisión de erigir una catedral gótica en el reino de Castilla y León durante el siglo XIII superó con mucho los significados que derivan del simple ejercicio de construir. Fue una empresa religiosa, política, tecnológica y artística de magnitud desconocida en la Edad Media que se hizo posible merced a la confluencia de los intereses del papado, del episcopado y de la monarquía que serán interpretados por un arquitecto cuya profesión ha alcanzado nuevas perspectivas en la sociedad bajomedieval. No resultaría desmesurado afirmar que la erección de una catedral durante el siglo XIII fue una cuestión de Estado: el Obispo, apoyado por el cabildo, era el puente entre el Papa y el Rey, y se postuló como el promotor de la construcción de un emblema hecho arquitectura[38].
El marco es pastoral y litúrgico para el obispo y el cabildo, protocolario para el rey, administrativo y económico para el papado y religioso para el pueblo.
Los obispos, en tanto que promotores, fueron un reflejo del encuentro entre la corona y las diócesis; los prelados fueron consejeros del rey en cuestiones políticas, diplomáticas y militares como las desarrolladas por don Mauricio, o como el activo papel de don Rodrigo Ximénez de Rada en la conquista de las ciudades del Al-Andalus. El apoyo que recibió el monarca de los obispos de Astorga, don Nuño (1226-1241), y don Pedro Fernández (1241-1266), su capellán, que asistió a la toma de Sevilla, y de León, don Rodrigo Álvarez (+1232), fue un factor esencial para la reunificación del reino de Castilla y León en 1230[39].
En efecto, los obispos, apoyados por el papado mediante la cesión de las «tercias», fueron los promotores de las grandes empresas góticas iniciadas bajo el reinado de Fernando III[40]; guiados por la idea de que el esplendor del primer templo de la diócesis reflejase, no sólo el proceso teológico abocado al encuentro con la divinidad, en línea con el platonismo reflejado por los escritos de Seudo-Dionysos Areopagita, sino también en la defensa del papel hegemónico de la catedral en el marco de la ciudad, frente a cualquier otra institución religiosa y con mucha más intensidad a medida que el epicentro del poder político se desplaza hacia el Sur, al compás de la reconquista[41].
Las grandes catedrales góticas del reino de Castilla y León no fueron el marco de expresión del poder real como lo fue para los reyes de Francia, Saint Denis, o Reims, poder que también reflejaron Notre Dame de París y de Chartres; las sedes catedralicias de Burgos, Toledo y León fueron el marco esplendoroso del poder episcopal y capitular en primer término, y secundariamente, del poder papal.
Las constantes referencias a la arquitectura francesa no deben inducir a la consideración de un tipo de colonialismo artístico.
En el reino de Castilla y León, el papel de los promotores fue determinante en la elección del modelo. Los obispos castellano-leoneses, hombres cultos, viajeros por las distintas ciudades europeas, con poder para tomar decisiones en el marco de una sociedad teocéntrica, son los que determinaron la introducción del nuevo léxico artístico, no como creación personal, sino como comitentes de unos maestros cuya obra conocieron en la mayoría de los casos personalmente. Es muy posible que el punto para el cambio de modelo determinado por los obispos promotores, se produjese entre los años 1200, fecha de los esponsales de Blanca de Castilla con Luis VIII, y 1219 fecha de la boda de Fernando III y Beatriz de Suabia, nieta del emperador germano. Hasta ese momento, los códigos artísticos dominantes derivan del románico. Bajo esta perspectiva el obispo desarrolló actividades tan importantes como la designación del maestro, posiblemente conocedor de sus actividades en otras fábricas lo que constataría la profesionalidad para encomendarle la obra. La decisión que debe vincularse a su propia experiencia, al dejarse seducir por la nueva monumentalidad y al conocimiento de los talleres franceses; eso explicaría el por qué del lugar de procedencia de los primeros maestros que han intervenido en las fábricas castellanas[42].
En efecto, durante las últimas décadas del siglo XII maestros procedentes de Borgoña, la primera generación de arquitectos, iniciaron una tímida reflexión sobre el estilo gótico; posteriormente el nuevo concepto estético se consolidará merced a la venida de otros maestros borgoñones, parisinos, champañeses, etcétera. La tercera generación de maestros de obra que trabajaron en el reino de Castilla y León manifestaron la asimilación del opus francigenum por arquitectos ya hispanos, como Petrus Petri (+1292), en Toledo, como Juan Pérez (+1296), un maestro seglar que sustituyó a Enrique al frente de las obras de la catedral de Burgos, y un segundo Juan Pérez, canónigo de la catedral de León, maestro de la fábrica en 1297.
León. Catedral tardorrománica de León en el interior del crucero del edificio gótico. Planta según Demetrio de los Ríos. 
Una hipótesis menos probable es que las catedrales castellanas sirviesen como un espacio exclusivo para el protocolo de los reyes. Fernando III no recibió ni el homenaje y ni el juramento de los magnates, prelados, ciudades y villas en una catedral gótica; el acto celebrado en 1217 se desarrolló en la colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid; casó en 1219 con Beatriz de Suabia en la catedral románica de Burgos y fue aceptado como rey de León en el año 1230, en la catedral tardorrománica de León[43]. La construcción de las grandes catedrales castellano-leonesas del siglo XIII, contó con poco más que el apoyo de Fernando III y Alfonso X; un apoyo más moral que material, a pesar de referirse a las iglesias mayores con un alto sentido de propiedad[44]. Fernando III presidió la solemne colocación de las primeras piedras de las catedrales de Burgos, en julio de 1221, celebración contó con la asistencia del obispo don Mauricio, y de Toledo el día 14 de agosto 1226, en el marco de una ceremonia de similar solemnidad, con la presencia del obispo de Rodrigo Ximénez de Rada[45].
La construcción de la catedral de Burgo de Osma, en 1232, remite de nuevo a Fernando III y a la labor promotora de un obispo infatigable, el chanciller de Fernando III, don Juan Díaz de Medina (1231-1240). Tras el derribo de la catedral románica edificada por San Pedro de Osma a principios del siglo XII, la fábrica gótica fue iniciada en 1232, bajo la dirección del maestro don Lope41. Sigue un modelo de iglesia de simplicidad cisterciense, de tres naves y cinco capillas en la cabecera, conforme a modelos estudiados en La Huelgas Reales, con cuyo arquitecto se relaciona al maestro de Osma, y también con aspectos de las catedrales de Cuenca y Sigüenza.
Recientes investigaciones sobre la documentación relativa a la catedral de León, custodiada en el archivo de la propia sede legionense y en el Vaticano, obligan a revisar los orígenes de la construcción gótica, para vincularla, no al reinado de Alfonso X, sino al de Fernando III.
De datos indirectos extraídos de la documentación catedralicia y pontificia de la época de Fernando III (1217-1252) se pueden sacar conclusiones válidas para determinar la fecha en la que se iniciaron los obras de la catedral gótica de León; un documento por el que el Papa Inocencio IV concedió en 1243 parte de los diezmos procedentes de las iglesias rurales de la diócesis, conocida como las tercias, «para la obra de la fábrica de la iglesia legionense». El impuesto conocido como las «tercias» que cedió Inocencio IV a don Nuño Álvarez, obispo de León entre 1242 y 1252, para la construcción de la catedral de Santa María de Regla, se lo retiró en 1247, para cederlas a Fernando III con el fin de financiar parte de la conquista de Sevilla (1248); el desvío del impuesto produjo la paralización de las obras del edificio gótico[46]. Parece incuestionable que el comienzo de la construcción de la catedral de León debe retrotraerse hasta el episcopado de don Nuño y al reinado de Fernando III.
Carrión de los Condes (Palencia). Iglesia de Santiago.
Sahagún (León). Iglesia de San Tirso.
Santervás de Campos (Valladolid). Iglesia de los santos Gervasio y Protasio.
Fresno el Viejo (Valladolid). Iglesia de San Juan Bautista.
Olmo de Guareña (Zamora). Iglesia parroquial.
Gómez Román (Tierras de Arévalo). Iglesia de La Lugareja.
Gómez Román (Tierras de Arévalo). Iglesia de La Lugareja. Detalle del cimborrio.
Sahagún (León). Iglesia de San Lorenzo.
Castilnovo (Segovia); en las cercanías de Perrorrubio.

Coca (Segovia). Detalle de la puerta.
Las Huelgas de Burgos. Capilla de la Asunción (detalle).
Mezquita aljama de Timmal (Marruecos). Ejemplo de mezquita almohade.
Las Huelgas de Burgos. Capilla de Santiago; detalle de la portada


El arte mudéjar
Los historiadores del siglo XIX estudiaron y dieron a conocer bajo el epígrafe «arquitectura mudéjar» un conjunto de edificios que salpicaban aún los territorios de lo que habían sido los reinos de Castilla, León y Aragón. Poetas, novelistas y eruditos, en una Europa decimonónica, agitada y enardecida por el pensamiento romántico, fueron los afortunados creadores de historias y narraciones cargadas de poesía con las que enriquecieron los viejos mitos sobre los que se asentaban las esencias de los pueblos.
Reconstruyeron las leyendas que cantaban el nacimiento y el desarrollo de las naciones, enaltecieron los anales de los reinos que el tiempo había confundido, redescubrieron los héroes vencedores en épicas batallas, necesarios para el afianzamiento de los poderosos, y crearon Edades de oro como marcos de paz y prosperidad; pero no penetraron críticamente en las historias reales que la poética ocultaba para que la realidad no estropease una hermosa narración. José Amador de los Ríos, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, leído en 1856, fue el feliz introductor en la Historia del Arte de la adjetivación mudéjar, en la misma medida en la que fueron felices las aportaciones del anticuario normando Charles de Gerville, cuando en 1820 utilizó el término románico para explicar un modelo de monumentalidad paneuropea, enraizada en la tradición clásica; como afortunado fue también el redescubrimiento que hicieron los selectos cultivadores de la gothness como Viollet-le-Duc y G. E. Street, entre otros arquitectos, del concepto gótico, adjetivación que habían aplicado los humanistas del renacimiento a la renovación artística que había surgido en Île-de-France; tan feliz como el acierto de Balzac en 1829 y de Burckhardt treinta años después, al incorporar el epígrafe renacimiento como concepto estético que permitía la reflexión del estudioso sobre los modelos «inventados» en Florencia y Roma y a su diacrónica difusión por los horizontes europeos durante el siglo XVI. En el marco geopolítico de una España en la que coexistieron, y en largos periodos convivieron pacíficamente, etnias, religiones y culturas distintas, es difícil sustraerse a la seducción de construir toda una poética sobre el sincretismo cultural, y más en la segunda mitad del siglo XIX, momento de exaltación de las peculiaridades de lo nacional. La aplicación de este nuevo concepto sobre la historia del arte abrió una singular polémica que debatía la consideración de un arte nuevo y distinto, el mudéjar, fruto de la síntesis formal de repertorios que nacían de actitudes estéticas diferentes. Aquellos eruditos que iban construyendo la ciencia histórica que nosotros hemos heredado, fueron los felices inventores de epígrafes que aún hoy abren discusiones entre los que profesan estas disciplinas. La hipótesis que aquí se defiende se asienta sobre la definición de arte mudéjar a partir de tres juicios; el primero está tomado de la propuesta formulada por Amador de los Ríos en su discurso ante los académicos de «San Fernando» en la que afirmaba que entendemos por arte mudéjar el maridaje del arte cristiano e hispanomusulmán; las otras dos son las aportadas por el doctor Borrás Gualis que en distintas publicaciones ha definido el arte mudéjar, primero como una constante artística del arte español, y como un fenómeno estético unitario y nuevo, distinto de las tradiciones artísticas que en él se funden. Es decir, síntesis de formas y estructuras que crearon un arte mestizo que está presente diacrónicamente en la historia del arte español y que es estéticamente autónomo. La denominada cuestión mudéjar, considerada como un epifenómeno cultural típicamente hispánico, constituye uno de los capítulos más significativos de la historia del arte castellano-leonés. Su estudio debe tomar como punto de partida metodológico un compromiso intelectual que busque la realidad histórica, despojada de los lugares comunes que han enriquecido la creación literaria que corría paralelamente al ejercicio crítico. El concepto mudéjar, y, consecuentemente su reflejo en la arquitectura medieval castellano-leonesa, define una realidad plural y a veces confusa, con respuestas metodológicas distintas. Son muy variados los factores sobre los que se asientan los procesos estéticos que la configuran; inciden las políticas de cada uno de los reinos cristianos, la consideración de las minorías étnicas, el sustrato cultural, la movilidad o estabilidad de las gentes, la procedencia de los talleres de albañiles, etcétera. En consecuencia, la aproximación al arte mudéjar debe ser cauta y prudente; un texto hiperbólico y unidimensional crearía vacíos conceptuales que lo harían indefinible. Lo que hoy se conoce como arte mudéjar castellano-leonés responde a conceptos histórico-artísticos distintos como ha demostrado Gonzalo M. Borrás cuando describe un mudéjar cortesano y un mudéjar popular. Al tomar el juicio del historiador aragonés podemos inferir que el primero fue promovido por el rey y la nobleza que buscaban palacios suntuosos lo más parecido a los hispano-musulmanes por lo que contrataron talleres almohades o nazaritas. El segundo de sus juicios, el mudéjar popular, define igualmente un arte mudéjar erigido al compás de la reconquista que se reencuentra con tradiciones regionales y con una dudosa monumentalidad hispano-musulmana que, en el caso de Castilla y León, ya se ha definido en estas páginas como albañilería románica.
Bajo el epígrafe mudéjar cortesano se percibe la singular importancia del patronazgo artístico. En efecto, durante el periodo comprendido entre los siglos XII a XV, las empresas artísticas fueron protagonizadas por los monarcas leoneses y castellanos en los que confluyeron las tradiciones asturiana y navarra; entre 1050 y 1150, Fernando I y muy especialmente Alfonso VI establecieron alianzas con la abadía borgoñona para la expansión de Cluny por el reino; la difusión del Cister se vio fomentada por la intervención de Alfonso VII.
Con posterioridad, la renovación artística de la segunda mitad del siglo XII fue auspiciada por Fernando II y, ya en el siglo XIII, la política de Fernando III y de Alfonso X fue determinante de un periodo de esplendor; la tradición que hacía de los monarcas los protagonistas de las grandes empresas artísticas, estaba trazada.
La promoción de los programas artísticos dependía también de los señoríos; por un lado los eclesiásticos, entre los que destacaron los obispos grandes promotores de las catedrales góticas castellano-leonesas del siglo XIII que supieron diferencias su papel público y sus gustos domésticos; en el primer caso se movieron en territorios de estricta ortodoxia, mientras que en el ámbito privado se movieron con más libertad, como veremos en el caso de Ximénez de Rada.
Los nobles, por su parte, no jugaron un papel reseñable como patronos hasta los años finales del siglo XIV[47].
Sobre el patronazgo regio deberá aplicarse el conjunto de notas que definían el fenómeno cultural mudéjar. Retómese de nuevo la figura de Alfonso VI; el continuador de la política europea de Fernando I y de Sancho II, el introductor de nuevas formas de escritura y de liturgia, se sentó culturalmente entre oriente y occidente; en efecto, tras la conquista de Toledo, el monarca se apropió de todo aquello que le había seducido en su refugio de juventud; se instaló en el palacio de Galiana y en los alcázares que el refinado al-Mamun había construido para fastos y festejos, y tomó posesión de la almunia instalada en la vega del Tajo, que había incorporado adelantos técnicos de origen oriental, como norias y aljibes abovedados que facilitaban el riego.
Alfonso VIII de Castilla (1158-1214), encargó a un taller almohade la realización de la capilla de la Asunción, en Las Huelgas de Burgos. La reflexión sobre obras sevillanas, como el aún indefinible palacio de Al-Mubarak que pudo servir de pauta al salón de Embajadores de Pedro I, o el Patio de Yeso, la repetición de repertorios formales similares a los de las yeserías de la mezquita de Almería y de los palacios de Pinohermoso y Monteagudo, el trazado de arcos mixtilíneos y bovedillas con mocárabes similares a obras del Norte de África, como las mezquitas de al-Qarawiyyin de Fez, y de Tinmal.
Esta reflexión debe ser tomada con cautela; es necesario despejar las dudas que aún plantea la cronología de los edificios Norte-africanos. Un trazado como el de la capilla de la Asunción de las Huelgas, basado en variaciones sobre arcos polilobulados que también recuerdan soluciones toledanas, no definen un arte mudéjar, sino a un monarca mudéjar, Alfonso VIII, que contrata a un taller almohade.
En el denominado claustro de San Fernando, en Las Huelgas de Burgos, los yeseros hispano-musulmanes repitieron unos repertorios ornamentales que fundían composiciones animalísticas de lejano origen mesopotámico, enriquecidas en el Norte de África para nutrir, desde el punto de vista formal, los telares andaluces del siglo XII. La capilla de Santiago, construida en torno a 1270, es contemporánea de las primeras obras de la Alhambra de Granada.
La organización de la puerta de acceso está compuesta por un arco túmido, que apoya en columnas de fuste monolítico y capiteles califales de «avispero» con caulículos recubiertos de ataurique, exactamente iguales a los utilizados durante el califato de Abd-er-Rahman III en Medina al-Zahra (Córdoba).
El trazado remataba con un arrabá en una composición idéntica a la que se utilizó en la puerta de las Columnas de la Alcazaba de Málaga, obra del siglo XI restaurada por los reyes nazaritas. Uno de los aspectos que con más precisión define el patronazgo regio en la configuración de una cultura mudéjar en la Hispania medieval se percibe tras el estudio de los objetos y telas con los que se rodearon los monarcas castellanos; la interpretación de los datos escapa a una simple justificación basada en las relaciones comerciales.
Los regalia de Fernando III, es decir, las insignias con las que se revestía el rey para representar a la Corona de Castilla, al Estado que surgió de la aplicación de dos ideas: la unificación de los reinos de Castilla y León, y la incorporación de nuevos territorios mediante campañas militares que concluyeron en 1248 con la conquista de Sevilla, salieron de talleres almohades. Se conoce los regalia por los restos del ajuar funerario de alto significado protocolario; contenía la espada de las grandes gestas militares y el manto real. El arriaz de la espada de las grandes gestas militares era de cornalina y gavilán de plata decorada con ataurique y lacería almohade; el manto ceremonial, del que tan solo un fragmento escapó al exacerbado culto a las reliquias, es una rica tela salida de talleres hispanomusulmanes realizada con sedas e hilos de oro en labor de tapicería, fechable en torno a 1250[48]. La reina doña Beatriz de Suabia, formada ante otros modelos artísticos, sintió idéntica atracción por las telas manufacturadas en los telares almohades; en el rico atuendo que acompañó a su cadáver destacaba un tiraz hispano-musulmán, de seda e hilo de oro, ornado con escritura cúfica al que talleres castellanos añadieron los símbolos heráldicos de Castilla y León[49].
Otros ajuares funerarios de importantes personajes del reino también incluían telas almohades; el almohadón de doña Berenguela del museo de Las Huelgas de Burgos estaba forrado con una tela almohade con la inscripción cúfica No hay más divinidad que Dios y un medallón, de recuerdo copto, con la leyenda La bendición perfecta. La túnica de don Rodrigo Ximénez de Rada conservada en el monasterio de Santa María de Huerta, era de seda e hilos de oro y plata, con una inscripción cúfica alusiva a la felicidad (al-yumn). De la misma procedencia y fecha similar, primera mitad del siglo XIII, eran las telas que acompañaron los ajuares funerarios de los hijos de Alfonso VIII, don Fernando cuya cofia portaba la inscripción cúfica El Señor es el renovador del consuelo, y doña Leonor cuya almohada portaba en lengua árabe la leyenda La dicha y la prosperidad, ambas conservadas en Las Huelgas de Burgos. Sobrepasado el marco temporal propuesto bajo 1200, la cultura hispano musulmana siguió ejerciendo su fascinación sobre los monarcas castellano-leoneses.

CONCLUSIÓN
El arte mudéjar sólo es explicable en un marco histórico-artístico múltiple y diverso, dinámico y rico como el que fue dominante en Castilla y León durante el siglo comprendido entre 1157, muerte de Alfonso VII y 1252, año de la muerte de Fernando III.
El epígrafe arte mudéjar es referente que está en relación a: 1) con los promotores castellanos del siglo XIII, poseedores de una cultura mudéjar, que desean rodearse de arquitecturas, objetos y tejidos salidos de talleres hispanomusulmanes; y 2) obras encargadas por la nobleza a fines del siglo XIV en las que se manifiesta la síntesis de modelos orientales y occidentales.

Próximo Capítulo: Capítulo 2 - Arte Mudejar


[1]  Cfr. B. Cabañero Subiza, «Notas para la reconstitución de la ciudad islámica de Barbastro (Huesca)», Somontano. Revista del Centro de Estudios del Somontano de Barbastro, 5 (1995), pp. 25-57, espec. pp. 38-46.
[2]  Cfr. B. Cabañero Subiza y F. Galtier Martí «Los baños musulmanes de Barbastro: una hipótesis para un monumento digno de excavación y recuperación», Artigrama, 5 (1988), pp. 11-26.
[3] Cfr. B. Cabañero Subiza y C. Lasa Gracia, «Las techumbres islámicas del palacio de la Aljafería. Fuentes para su estudio», Artigrama, 10 (1993), pp. 79-120, espec. pp. 101, 103 (con fig. 9), 110 y 111.
[4] Cfr. J. M. Ortega Ortega, C. Villargordo Ros y B. Cabañero Subiza, «Hallazgo de yeserías islámicas en Cella (Teruel): Noticia preliminar», Artigrama, 14 (1999), pp. 451-457.
[5] Cfr. espec. Chr. Ewert, «Die Dekorelemente des spätumaiyadischen Fundkomplexes aus dem Cortijo del Alcaide (Prov. Córdoba)», Madrider Mitteilungen, 1998, 39, pp. 356-532 y láms. 41-58.
[6] Cfr. espec. B. Cabañero Subiza, «Estudio de los tableros parietales de la mezquita aljama de Huesca, a partir de sus réplicas en el púlpito de la Sala de la Limosna. Notas sobre las influencias ‘abbasíes en el arte de al-Andalus», Artigrama, 11 (1994-1995), pp. 319-338.
[7] Cfr. B. Cabañero Subiza, «Notas para el estudio de la evolución de los tableros parietales del arte andalusí desde la época del Emirato hasta la de los Reinos de Taifas», Cuadernos de Madinat al- Zahra’, 4 (1999), pp. 105-129, espec. pp. 109, 110 y 122 (con lám. 2).
[8] Sobre esta pieza, cfr. J. F. Casabona Sebastián, «Nº catálogo 69», en AA. VV., Arqueología de Zaragoza: 100 imágenes representativas. Exposición, Zaragoza, 1991, s. p.
[9]  Sobre la mezquita aljama de Zaragoza, cfr. espec. A. Almagro Gorbea, «El alminar de la mezquita aljama de Zaragoza», Madrider Mitteilungen, 34 (1993), pp. 325-347 y láms. 53-58; y J. A. Hernández Vera, B. Cabañero Subiza y J. J. Bienes Calvo, «La mezquita aljama de Zaragoza», La Seo de Zaragoza, ed. Gobierno de Aragón, Zaragoza, 1998, pp. 69-84.
[10] Sobre esta cuestión, cfr. Mª T. Iranzo Muñío, «El puente de Piedra de Zaragoza en la Baja Edad Media: la culminación de un proyecto ciudadano», Artigrama, 15 (2000), pp. 43-60, espec. pp. 48 y 49.
[11] Cfr. F. Hernández Giménez, El alminar de ‘Abd al-Rahman III en la mezquita mayor de Córdoba. Génesis y repercusiones, Granada, 1975.
[12] Esta comparación entre la torre de la iglesia parroquial de San Andrés de Calatayud y los alminares de la mezquita del califa al-Hakim en El Cairo ha sido llevada a cabo en B. Cabañero Subiza, «Las torres mudéjares aragonesas y su relación con los alminares islámicos y los campanarios cristianos que les sirvieron de modelo», Tvriaso, XII (1995), pp. 11-51, espec. pp. 34-39.
[13] Cfr. espec. L. Navas Cámara, B. Martínez Aranaz, B. Cabañero Subiza y C. Lasa Gracia, «La excavación de urgencia de la Plaza Vieja (Tudela-1993). La necrópolis cristiana y nuevos datos sobre la Mezquita Aljama», Trabajos de arqueología navarra, 12 (1995-1996), pp. 91-174.
[14] Sobre las yeserías musulmanas del siglo XI aparecidas en las excavaciones dirigidas por el Dr. José Luis Corral Lafuente en el castillo de Daroca no existe hasta el momento ningún estudio monográfico. Breves referencias a estos fragmentos se encontrarán en J. L. Corral Lafuente, «La cultura material islámica en la Marca Superior de al-Andalus», en Historia de Aragón, vol. III, Zaragoza, 1984, pp. 119-138, espec. p. 136 y fotografías en pp. 89, 124 y 136; ídem, «Recinto amurallado. Daroca (Zaragoza)», Arqueología aragonesa. 1984, Zaragoza, 1986, pp. 113-117; y F. Martínez García, J. L. Corral Lafuente y J. J. Borque Ramón, Guía de Daroca, Zaragoza, 1987, pp. 19 y 20.
[15] Cfr. J. Kröger con dibujos de G. Kröger-Hachmeister, Sasanidischer Stuckdekor. Ein Beitrag zum Reliefdekor aus Stuck in sasanidischer und frühislamischer Zeit nach den Ausgrabungen von 1928/9 und 1931/2 in der sasanidischen Metropole Ktesiphon (Iraq) und unter besonderer Berücksichtigung der Stuckfunde vom Taht-i Sulaiman (Iran), aus Nizamabad (Iran) sowie zahlreicher anderer Fundorte, Maguncia, 1982, lám. 67,1 [izquierda y derecha].
[16] Los elementos decorativos de estos dos palacios han sido estudiados especialmente en Chr. Ewert, Islamische Funde in Balaguer und die Aljafería in Zaragoza, con aportaciones de D. Duda y G. Kircher, Berlín, 1971, trad esp: Hallazgos islámicos en Balaguer y la Aljafería de Zaragoza, en Excavaciones Arqueológicas en España, n.º 97, Madrid, 1979; y G. y Chr. Ewert, Die Malereien in der Moschee der Aljafería in Zaragoza, Maguncia, 1999.
[17] Cfr. Mª J. Moreno Garrido, «Tablero decorativo», en R. López Guzmán y A. Vallejo Triano, comisarios de la exposición, El esplendor de los Omeyas cordobeses. La civilización musulmana en Europa Occidental. Exposición en Madinat al-Zahra’. 3 de mayo a 30 de septiembre de 2001. Catálogo de piezas, Granada, 2001, p. 160; y A. Vallejo Triano, «Tablero de jamba», en R. López Guzmán y A. Vallejo Triano, comisarios de la exposición, El esplendor de los Omeyas cordobeses. La civilización musulmana en Europa Occidental. Exposición en Madinat al-Zahra’. 3 de mayo a 30 de septiembre de 2001. Catálogo de piezas, Granada, 2001, pp. 161 y 162
[18] Esta viga almorávide ha sido estudiada en relación con la decoración del palacio islámico de la Aljafería en Cabañero Subiza y Lasa Gracia, «Las techumbres islámicas del palacio de la Aljafería…», op. cit., pp. 102 (con fig. 6) y 109-111.
[19] Esta comparación puede apreciarse visualmente en B. Cabañero Subiza, «Los restos islámicos de Maleján (Zaragoza). Datos para un juicio de valor en el contexto de los talleres provinciales», Cuadernos de Estudios Borjanos, XXIX-XXX (1993), pp. 11-42, espec. p. 14.
[20] Cfr. espec. B. Cabañero Subiza, «Algunas consideraciones sobre la decoración geométrica en la Marca Superior: estudio de una yesería islámica de Fraga (Huesca)», Seminario de Arte Aragonés, XLV (1991), pp. 241-257.
[21] Cfr. espec. B. Cabañero Subiza, con la participación en la realización de la reconstitución de la techumbre por procedimientos informáticos de J. Orte Ibustreta, J. J. Sádaba Lizanzu y M. Casanova Alameda, con una Presentación de G. M. Borrás Gualis y un Prólogo de Chr. Ewert, La techumbre mudéjar de la Sala Capitular del Monasterio de Sijena (Huesca). Nuevos datos para el estudio de la evolución durante el siglo XII de los modelos de tableros geométricos de la Aljafería de Zaragoza, Tarazona (Zaragoza), 2000.
[22] M. Valdés, C. Cosmen y M. V. Herráez, «Del origen a la consolidación de un templo gótico», en Una historia arquitectónica de la catedral de León, dir. por M. Valdés, León, 1994, pp. 34 a 40.
[23]  M. V. Herráez, C. Cosmen y M. Valdés, «La catedral de León en la transición de los siglos XII a XIII. El edificio tardorrománico», Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte (U. A. M.), vol. VI, 1994, pp. 7 a 21.
[24]  S. de Moxó, Repoblación y sociedad en la España cristiana medieval, Madrid, 1979, pp. 201 a 204. C. Estepa Díez, El reinado de Alfonso VI, Madrid, 1985, pp. 63 a 68; C. Sánchez Albornoz, Despoblación y repoblación del valle del Duero, Buenos Aires, 1966, pp. 380 a 381; A. Barrios García, «Toponomástica e Historia. Notas sobre la despoblación en la zona meridional del Duero», Estudios en memoria de don Salvador de Moxó, (1980), pp. 115 a 135, y «Repoblación de la zona meridional del Duero. Fases de ocupación, procedencia y ocupación espacial de los grupos repobladores», Studia Historica, III, 2, (1985), p. 76 y «Repoblación y feudalismo en las extremaduras», En torno al feudalismo hispánico, Ávila, 1989, en pp. 419 y 420, incorpora una importante bibliografía sobre la repoblación de Castilla y León. E. Portela, «Del Duero al Tajo», Organización social de espacio en la España Medieval. La Corona de Castilla en los siglos VIII al XV, Barcelona, 1985, pp. 93 y 94; J. González, «La Extremadura castellana al mediar el siglo XIII», Hispania, 127, (1947), pp. 125 a 273 y La reconquista española y la repoblación del país. Reconquista y repoblación de Castilla: León, Extremadura y Andalucía siglos XI a XIII, Salamanca, 1951; A. Llorente, Toponimia e Historia, Granada, 1970; T. Gacto, Estructura de la repoblación de la Extremadura leonesa en los siglos XII y XIII, Salamanca, 1977; I. De la Concha, La reconquista española y la repoblación del país, Consecuencias jurídicas, sociales y económicas de la reconquista y repoblación, Madrid, 1951.
[25] V. Lampérez y Romea, tras sus estudios de 1903 a 1905, sobre las iglesias de Olmedo, Arévalo y de San Pedro de las Dueñas, publicó un artículo en el que las catalogaba como románico de ladrillo, «Las iglesias españolas de ladrillo», Forma, Barcelona, 1905 y más tarde ampliaba en Historia de la arquitectura cristiana española en la Edad Media, Madrid, 1930, pp. 699 a 716. El epígrafe lo actualiza O. Gil Farrés, «Las iglesias románicas de ladrillo de la provincia de Segovia», Revista de Archivos Bibliotecas y Museos, año IV, t. LVI (1950), nos. 1-3, pp. 91 a 127.
[26] J. C. Frutos Cuchilleros, «Arquitectura mudéjar en el partido judicial de Arévalo (Ávila)», Actas del I Simposio Internacional de Mudejarismo, Madrid-Teruel, 1981, pp. 417 a 425. M. T. Pérez Higuera, «Ábsides mudéjares de La Moraña», Actas del V Congreso CEHA, Barcelona, 1987. M. Valdés Fernández, «Estudio de los ábsides mudéjares de La Moraña (Ávila)», Asturiensia Medievalia, 5, (Estudios en homenaje al Prof. Eloy Benito Ruano), 1985-1986, pp. 135 a 154. M. R. Prieto Paniagua, Arquitectura románico-mudéjar en la Provincia de Salamanca, Salamanca, 1980. O. Gil Farrés, «Iglesias románicas de ladrillo…, op. cit. J. A. Ruiz Hernando, Arquitectura de ladrillo en la provincia de Segovia. Siglos XII y XIII, Segovia, 1988. G. J. Tejedor Mico, «Arquitectura mudéjar zamorana», Anuario del Inst. Estud. Zamoranos, (1988), pp. 181 a 268. G. J. Tejedor Mico, «Arquitectura mudéjar toresana», Bol. del Museo e Inst. «Camón Aznar», XXXV (1989), pp. 123 a 145. M. Valdés Fernández, Arquitectura mudéjar en León y Castilla, León, 1984. M. Valdés Fernández, «Arquitectura mudéjar y repoblación. Bases para una hipótesis», en Homenaje al profesor Hernández Perera, Madrid, 1992, pp. 207 a 213.
[27] G. M. Borrás Gualis, «Estado de la cuestión de los estudios sobre el arte mudéjar aragonés», Arte mudéjar aragonés. Patrimonio de la Humanidad, Actas del X Coloquio de Arte Aragonés, Zaragoza, 2002, p. [10], afirma que «con este ejemplo podemos hablar por vez primera en Aragón de una arquitectura románica de ladrillo, datable a fines del siglo XII y que configura el probable arquetipo de las primeras iglesias parroquiales de Zaragoza». Un último trabajo sobre la iglesia de San Pedro de Zuera, véase A. San Martín Medina, «Iglesia de San Pedro de Zuera —en los orígenes del mudéjar—», Arte mudéjar aragonés. Patrimonio de la Humanidad, Actas del X Coloquio de Arte Aragonés, Zaragoza, 2002, pp. 167 a 182.
[28] M. Valdés Fernández, «Arte hispano-musulmán, albañilería románica y arquitectura mudéjar en los reinos de Castilla y León», Congreso Internacional sobre restauración del ladrillo, Sahagún, León (España), 1999, Valladolid, 2000, pp. 25 a 36.
[29] M. P. Cocheril, «La llegada de los monjes blancos a España y la fundación de Sandoval», Tierras de León, XIV, n. 19, (1974), pp. 39 a 53. Sobre la orden en Castilla y León, véase J. Pérez Embid, El Císter en Castilla y León. Monacato y dominios rurales (siglos XII-XV), Salamanca, 1986
[30] G. E. Street, La arquitectura gótica en España, Madrid, 1926, pp. 47 a 56. L. Torres Balbás, «Arquitectura gótica», en Ars Hispaniae, Madrid, 1952, pp. 79 a 103. E. Lambert, El arte gótico en España. Siglos XII y XIII, Madrid, 1977, pp. 189 a195. M. Gómez Moreno, El Panteón Real de Las Huelgas de Burgos, Valladolid, 1988, p. 13. A. Dimier, «La arquitectura de las iglesias de monjas cistercienses», en Cistercium, XXX, n. 145, (1977), pp. 89 a 106. E. Martín, «La entrada del Cister en España y San Bernardo», en Cistercium, n. 28, (1953), pp. 152 a 160. J. Pérez-Embiz, El Cister en Castilla y León. Monacato y dominios rurales (s. XII-XV), Salamanca, 1986. J. C. Valle Pérez, «La arquitectura cisterciense: sus fundamentos», en Cistercium, XXX, n.151, (1978), pp. 275 a 289. E. Fernández, M. C. Cosmen y M. V. Herráez, El arte cisterciense en León, León, 1988
[31] El estudio de los diplomas aportados por J. González, Reinado y diplomas de Fernando III, permiten afirmar que la protección del monarca a los monasterios del Cister fue constante, en la misma línea de amparo que antes proyectaron Alfonso VII y Alfonso VIII. La devoción familiar a la orden del Cister fue una constante; su tía Blanca, casada con Luis VIII y madre de San Luis de Francia quiso enterrarse en la abadía cisterciense de Royaumond (Île-de-France).
[32] Entre 1215 y 1223 se está trabajando en el refectorio de Santa María de Huerta; la obra está financiada por obra promovida por Martín Muñoz de Finojosa (L. Torres Balbás, Arquitectura gótica, pp. 103 y 104. E. Lambert, El arte gótico en España, pp. 167 a 175. J. Yarza, Op. cit., p. 205). H. Karge, La catedral de Burgos, p. 54, indica que, en el momento en el que están abiertas las fábricas de Las Huelgas Reales y de la catedral de Burgos, las donaciones reales se concentraron prioritariamente en el monasterio.
[33] La exposición se celebró en 1970, en el Metropolitan Muesum of Art, de la ciudad de New York, Las actas del congreso fueron publicadas como The Year 1200. A Symposium y The Year 1200. A Background Survey, y el catálogo de la exposición se publicó como The Year 1200. A Centenal Exhibition at The Metropolitan Museum of Art, N. Y., 1975. De L. Grodecki, véase la voz «Style 1200», en Encyclopedia Universalis (1980), pp. 385 a 398.
[34] Sobre el concepto de monumentalidad y dimensiones de las catedrales góticas, véase W. Sauërlander, «Le siècle des cathédrales (1140-1260), en Le monde gothique, Paris, 1989, p. 2, y A. Erlande-Brandenburg, La catedral, Madrid, 1993 p. 155.
[35] K. J. Conant, Arquitectura carolingia y románica 800/1200, Madrid, 1995, p. 184, fecha los arbotantes de Saint-Benoit-sur-Loire en torno a 1100 y los de Santiago de Compostela, en torno a 1117. Un estudio muy completo sobre los arbotantes, véase en A. Erlande-Brandenburg, El arte gótico, Madrid, 1992, pp. 31 a 33 y D. Kimpel y R. Suckale, L´Architecture gothique en France 1130-1270, París, 1990, pp. 42 a 44.
[36] A. García Gallo, El Concilio de Coyanza. Contribución al estudio del Derecho canónico español en la Alta Edad Media, Madrid, 1951, pp. 230 a 233. L. Torres Balbás, «Algunos aspectos del mudejarismo urbano medieval», R.A.H., 1954, p. 68. Sobre el Concilio de Coyanza puede consultarse también fray J. López Ortiz, «La restauración de la cristiandad», pp. 5 a 21. A. García Gallo, «Las redacciones de los decretos del Concilio de Coyanza», pp. 25 a 39. A. Ubieto Arteta, «¿Qué año se celebró el Concilio de Coyanza?», pp. 41 a 47. José González, «Sobre el Concilio de Coyanza», pp. 49 a 60. F. Mateu y Llopis, «Evocación de la Hispania goda ante la del año 1050», pp. 61 a 69. T. García Fernández, «El Concilio de Coyanza en el orden civil y político», pp. 71 a 77. A. Olivar, «Las prescripciones litúrgicas del Concilio de Coyanza», pp. 79 a 1131, trabajos publicados en El Concilio de Coyanza (Miscelánea), León, 1951.
[37]  F. Fernández y González, Estado social y político de los mudéjares de Castilla, Madrid, 1886 p. 83. Llorca, García Villoslada, Montalbán, Historia de la Iglesia Católica, Madrid, 1973, p. 496, sobre Honorio III. L. Torres Balbás, Algunos aspectos del mudejarismo…, p. 68.
[38]  El poder de los obispos castellano-leoneses de siglo XIII, se asienta en su proximidad a los reyes; se constituyen como corresponsables de los actos de gobierno al firmar al lado del rey las más importantes decisiones políticas y, al mismo tiempo, son personas muy próximas al papado. Sirvan de ejemplo los prelados Don Julián, obispo de Cuenca fue tratado por Alfonso VIII como mi queridísimo amigo, don Juan Díaz de Medina, obispo de Burgos, como mi chanciller y don Martín Fernández, obispo de León fue considerado por Alfonso X, como mí criado. La firma de don Rodrigo Jiménez de Rada, nunca faltó al lado de la de Fernando III.
[39]  J. Serrano, «El canciller de Fernando III de Castilla», Hispaniae M, I (1941), pp. 3 a 40. D. W. Lomax, «The authorships of the «Chronique latine des rois de Castille», Bulletin of Hispanic Studies, XL (1963), pp. 205 a 211. M. D. Cabanes, «Introducción», Crónica latina de los reyes de Castilla, Valencia, 1964. L. Charlo Brea, «Introducción», Crónica latina de los reyes de Castilla, Madrid, 1999, p. 17. J. González «La Crónica latina de los reyes de Castilla», Homenaje a don Agustín Millares Carlo, t. II, Caja Insular de Ahorros de Gran Canaria, 1975, pp. 55 a 70. Para el estudio de los obispos de Astorga, véase, A. Quintana Prieto, El obispado de Astorga en el siglo XIII, Astorga, 2001, pp. 141 a 365.
[40]  La cesión de las tercias del diezmo eclesiástico fue una excepcional fuente económica, manejada con habilidad y destreza política por el papado; en el caso de la catedral de León véase en M. Valdés, Mª C. Cosmen y Mª Vª Herráez, «La Edad Media. Del origen a la consolidación de un templo gótico», Op. cit., p. 58. H. Karge, La catedral de Burgos, p. 54. M. Valdés, M. V. Herráez y C. Cosmen, El arte gótico en la provincia de León, León, 2001, p. 49.
[41]  Para el teólogo medieval, ecclesia materialis significat ecclesiam spiritualem, tomado de H. Jantzen, La arquitectura gótica, Buenos Aires, 1979, p. 171.
[42] Sirva el ejemplo de Ximénez de Rada; el historiador cisterciense estudió en París, como don Mauricio de Burgos, en torno a 1200 y fue testigo de los festejos para la boda de Luis VIII, con doña Blanca de Castilla que se celebraron en el interior de los diáfanos muros de una catedral gótica (J. Gorosterratzu, Don Rodrigo Jiménez de Rada, Pamplona, 1925, pp. 19 a 41) El sucesor de Ximénez de Rada en la diócesis de Toledo, don Juan de Medina Pomar, además de haber estudiado en París, estuvo en la consagración de la Sainte-Chapelle que San Luis construyó para veneración de la Corona de Espinas (F. J. Hernández, «La corte de Fernando III y la Casa real de Francia», en Fernando III y su tiempo (1201-1252). VIII Congreso de Estudios Medievales, León, 2003, pp. 103 a 157.
[43]  Fernando III fue enterrado en la mezquita almohade de Sevilla, Alfonso el Sabio fue proclamado rey, y luego enterrado al lado de la tumba de su padre en la misma mezquita aljama convertida en catedral cristiana; Sancho IV casó, fue proclamado rey y enterrado en la catedral de Toledo y, por último, Fernando IV, fue coronado ante el lecho mortuorio de su padre, en la catedral de Toledo, pero sepultado en Córdoba (Crónicas de los Reyes de Castilla, BAE., Madrid, 1953, pp. 61, 69 y 90, «fuese para Toledo, é luego que llegó, casó con la infanta doña María, hija del infante de Molina»; «é luego fuese para Toledo e fízose coronar»; «se enterró en Toledo». F. Gutiérrez Baños, Las empresas artísticas de Sancho el Bravo, Burgos, 1997, p. 141).
[44]  El rey Sabio en repetidas ocasiones se refería a «nuestra obra de Santa María de Riegla»(M. Valdés Fernández, La catedral de León, Madrid, 1993, p. 10). H. Karge, La catedral de Burgos, pp. 54 y 55. F. Gutiérrez Baños, Las empresas artísticas de Sancho el Bravo, p. 140, considera que «aunque de manera tópica suele decirse que las grandes catedrales fueron fruto del esfuerzo de los reyes y obispos, la realidad parece que es otra: la base para financiar las obras fueron los obispos y los cabildos».
[45] M. Martínez y Sanz, Historia del templo de la catedral de Burgos, Burgos, 1866, reed. Burgos, 1983. G. E. Street, La arquitectura gótica en España, Madrid, 1926, pp. 25 a 47. L. Torres Balbás, Arquitectura gótica, pp. 69 a 77. T. López Mata, La catedral de Burgos, Burgos, 1950. F. Chueca Goitia, Historia de la arquitectura española, pp. 342 a 345. E. Lambert, El arte gótico en España. Siglos XII y XIII, Madrid, 1977, pp. 211-221. S. Andrés Ordax, «Castilla y León/1», en España gótica, pp. 89 a 126. S. Andrés Ordax, La catedral de Burgos, León, 1993. J. M. Azcárate, El arte gótico en España, pp. 35 y 36. H. Karge, La catedral de Burgos, Valladolid, 1995. Sobre la catedral de Toledo, véase G. E. Street, La arquitectura gótica en España, pp. 257 a 271. F. Chueca Goitia, Historia de la arquitectura española, pp. 337 a 341. G. Von Konradshein, «El ábside de la catedral de Toledo», A.E.A., (1975). J. M. Azcárate, Arte gótico en España, p. 36 a 38.
[46]  Sobre el episcopado de don Nuño, calamitoso desde el punto de vista económico, véase P. Linehan, La iglesia española y el papado en el siglo XIII, p. 129. A. Quintana Prieto, La documentación pontificia de Inocencio IV, doc. 367, p. 24, transcribe un documento que da buena prueba de la importancia que tiene el obispo leonés para el Papa que es llamado a Roma por medio de una carta que, entre otras cosas, precisa: «/…/ la iglesia de León está tan oprimida por el peso de las deudas que /…/cuando te convenga hacer grandes gastos, difícilmente, o nunca te podrías liberar de esta carga».
[47]  Los ejemplos que ilustran con precisión la realidad histórico-artística de las artes mudéjares promovidas por la nobleza son las iglesias de San Pablo en Peñafiel y la Iglesia de San Andrés de Aguilar de Campos. La primera es la capilla funeraria del Infante don Juan Manuel (1324), en donde los constructores fundieron estructuras arquitectónicas góticas y repertorios ornamentales hispanomusulmanes en una fluida síntesis estilística representada por reinterpretación de ventanas góticas y la articulación de los paramentos con arcos túmidos polilobulados de tradición toledana, muy similar a la organización de la portada de La Peregrina de Sahagún. La iglesia de San Andrés, fue sufragada por el Almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, a fines del siglo XIV. Es una fábrica de mampostería y ladrillo, en la que se funden arquitecturas góticas y modelos decorativos relacionables con los talleres nazaritas que trabajaron para Muhammad IV. En el siglo XV se construyó y decoró con yesos andaluces la capilla funeraria de los Sandoval, en la iglesia de Franciscanos de Sahagún.


[48]  M. Gómez Moreno, «Preseas reales sevillanas (San Fernando, doña Beatriz y Alfonso X el Sabio en sus tumbas)», Archivo Hispalense, 2 (1948), pp. 191 a 204. Mª Jesús Sanz serrano, «Ajuares funerarios de Fernando III, Beatriz de Suabia y Alfonso X», en Sevilla, 1248. Congreso Internacional Conmemorativo del 750 aniversario de la conquista de la ciudad de Sevilla por Fernando III, Rey de Castilla y León, p. 429. J. C. Hernández Núñez, «Espada de San Fernando», en Metropolis Totius Hispaniae, Sevilla, 1998, pp. 234 a 238.
[49] Tiraz, es un término de origen persa, es un bordado y por extensión un traje con bordados perteneciente a personajes de alto rango. Sobre el tejido perteneciente a doña Beatriz, véase Mª. Jesús Sanz serrano, «Ajuares funerarios…», p. 431.

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