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domingo, 4 de mayo de 2025

Capítulo 61, Románico en Asturias

Asturias en la época del románico
A partir del siglo X y, sobre todo, de las primeras décadas del siglo XI, en el creciente número de fuentes documentales asturianas, aparecen repetidas menciones al territorium Asturiense, diferenciado del Asturicense, Legionense y del de Galicia, y en el que, en fecha anterior a 1036, el conde Gondemaro Pinióliz figura ejerciendo funciones delegadas de gobierno (Asturias regente)1. En dicho marco espacial se incluyen otras circunscripciones denominadas valle, terra o también territorium y articuladas por lo general en torno a los ejes de los ríos que constituyen la densa red fluvial asturiana; así, Navia, Laviana, Trubia, Gozón, Salas, Lena, Maliayo, Langreo, Teverga, Tineo, por citar tan sólo algunos ejemplos. En los siglos XI y XII, estas demarcaciones se con figuran como territorios feudales, en los que sobresalen las fortalezas, sede y símbolo del poder de tal índole y que, en algunos casos, llegaron a dar nuevo nombre al ámbito espacial del entorno, como ocurre con el valle de Anieves, regado por el río Nalón, que en esta época pasa a denominarse de Tudela, como la fortaleza que en él se alzaba. De otro lado, en el siglo XIII, las referidas demarcaciones coincidirán también, en líneas generales, con los alfoces de las polas, nuevo tipo de poblamiento semiurbano que salpicará el territorio asturiano.
A partir del siglo XI, al igual que ocurre en el resto de Occidente, Asturias incrementa su actividad económica, en principio fundamentalmente rural y pronto completada con la artesanal y mercantil urbana. En efecto, el aumento de la población, la roturación de nuevas tierras y la generación de excedentes agrícolas que permitirán una mayor división del trabajo y, por tanto, un más alto grado de intercambios son factores todos ellos que afectan al territorio asturiano, el cual se encuentra salpicado por poblamientos aldeanos, monasterios, iglesias rurales y fortalezas. Por otra parte, emergen los núcleos urbanos de Oviedo y Avilés.
En el nivel social, se advierte la cristalización de un fuerte grupo nobiliario formado por familias condales, dominadoras de territorios, en principio por delegación regia, y a las que los monarcas, con el fin de garantizar su apoyo y fidelidad, favorecen con cesiones de derechos sobre más tierras y sobre los hombres que las pueblan. Asimismo, en esta época se produce la consolidación de fuertes señoríos no sólo laicos, sino también monásticos y el episcopal de San Salvador.

Aspectos económicos. campo y ciudad
La villa, que en romance será denominada aldea, es la unidad del poblamiento rural en torno a la que se desarrolla la economía agropecuaria. Los diferentes elementos de la villa son enumerados de manera reiterada en la documentación, por lo que podemos concebir una idea cabal de su morfología: las casas con los edificios adyacentes, como hórreos para almacenar el producto de las cosechas y lagares orientados fundamentalmente a la obtención de sidra; los huertos, próximos a las moradas campesinas y, ya más lejos de ellas, las tierras de labor divididas en parcelas agrupadas en llosas (del latín clausae) o erías (del latín agro), ya que ambas denominaciones son intercambiables, en cuanto se trata de conjuntos cerrados de terreno cultivado. Y también las parcelas que las componen reciben diferentes nombres, ya sea por su origen, como el caso de las sortes, por su configuración cuadrada o alargada, caso de quadros y fazas, o por su dedicación, como linariegas y favariegas. Hornos y molinos son mencionados también como elementos integrados en la villa. En espacios más alejados, tomando como referencia las moradas campesinas, se encuentran los montes y pastos, que, al igual que las aguas de ríos y arroyos, permanecen indivisos, con derechos de uso colectivos.
Los productos obtenidos están encabezados por el cereal, del que la escanda es el básico de los panificables al tratarse de una variedad de trigo muy resistente y por ello adaptable a las condiciones climáticas del territorio asturiano, inadecuado para el trigo candeal. La escanda supone una mayor aplicación de mano de obra, pues ha de ser sometida a una doble molienda, la primera en los molinos manuales llamados “ergueros”, para separar el grano de una especie de caparazón, la “erga” y la segunda ya en los molinos hidráulicos tradicionales para la obtención de harina. Esta mayor laboriosidad tan sólo se vería compensada porque el pan resultante era más pesado y duradero que el de trigo candeal, pues no ha de suponerse al campesino asturiano enterado de que, por ese tiempo, una sabia monja de la lejana Renania, Hildegard von Bingen, redactaba un tratado de medicina en el que incluía las propiedades hartamente beneficiosas del pan de escanda. Las leguminosas están representadas especialmente por las habas que junto con la planta textil del lino ocupaba parcelas concretas, como ya fue señalado. Los árboles frutales son reiteradamente aludidos en la documentación, con mayor frecuencia manzanos y castaños, seguidos por nogales, cerezos, “nisales” y ciruelos, por ejemplo. Las vides también aparecen documentadas, si bien su mayor profusión corresponde a cronologías posteriores, pues en las ahora tratadas la sidra es la bebida más generalizada. La explotación apícola se deduce de las abundantes menciones a la cera y, en menor medida, a la miel, así como consta la obtención de aceite a partir de las nueces. Cuando los núcleos de poblamiento están situados en el litoral marino, la pesca y las salinas, en las que se obtiene la sal por la evaporación mediante ebullición del agua marina, también son actividades documentadas.
El aprovechamiento de las zonas indivisas de propiedad comunal aldeana está regido por normas consuetudinarias, así los derechos sobre las aguas permiten la pesca en los ríos y la construcción de canales para riego y para molinos. De los bosques, obtiene la comunidad campesina madera para la construcción, elaboración de aperos de labranza, ajuares domésticos y leña. Además, en los bosques pastan los cerdos, que se alimentan de las bellotas de roble, de los “carbayos” según la denominación local; el cerdo constituye quizá el elemento base de la dieta de carne del campesino, quien puede completarla mediante la caza, y parece que legal, pues a este respecto ha de ponerse de manifiesto que las comunidades rurales mantuvieron bas tante claros sus derechos sobre los bosques. Del sotobosque y terrenos adyacentes de “rozas” y “felgueras” (lugar de helechos) se obtiene el “rozu” o cama para el ganado.
Los lugares de pasto (“brañas, bustos y morteras”, prados de guadaña aparte) permiten una amplia cabaña ganadera, comprobada en las numerosas menciones documentales de bueyes, vacas, ovejas, cabras y caballos, sin que falten alusiones a aves de corral, aunque el lugar de éstas últimas se encuentra en las inmediaciones de las moradas campesinas.
Otro elemento importante del poblamiento rural lo constituyen las vías de comunicación, las cuales presentan ciertas diferencias según los puntos que comuniquen entre sí y el tránsito acogido; así, “les caleyes” (kalelium) unen las distintas partes de la aldea, y los caminos de carro (carrales) permiten el acceso de los carros a las tierras de labor y a ciertos espacios del monte; de hecho, se menciona una karrale antiqua que llega a la cima de un monte. Otras vías de mayor entidad (via, strata) comunicaban aldeas entre sí y a éstas con los núcleos urbanos. Además, los puentes sobre los numerosos ríos y arroyos que surcan el territorio asturiano constituyen el obligado complemento de las vías de comunicación.
Por otra parte, en el curso de los siglos XI y XII emergen y se consolidan dos núcleos urba nos en el territorio asturiano: Oviedo y Avilés. Oviedo, mero centro episcopal tras el traslado de la sede regia a León, experimenta notorio auge a partir del siglo XI, en cuanto que ve incrementadas sus actividades artesanales y mercantiles, sin por ello perder su condición de ciudad episcopal y la monástica de sus más remotos orígenes. Sin embargo, durante las referidas centurias no se cuenta con muchas noticias sobre las actividades artesanales y mercantiles, lo cual puede ser explicado por la circunstancia de que la práctica totalidad de la documentación de tal período es de procedencia monacal y catedralicia, por lo que se refiere a clérigos, monjes y aristócratas, y será ya en el siglo XIII cuando las personas dedicadas a los oficios urbanos adquieran el suficiente prestigio social para testificar en los documentos. No obstante, algunos individuos figuran en la documentación como burgueses (burgensibus).
A la vez, Avilés se configura como núcleo urbano y principal puerto marítimo del territorio asturiano, en lugar del de Gijón, el cual había tenido gran importancia en la época romana y primeras cronologías medievales. Fueron propuestas varias explicaciones sobre la actividad inicial y éxito del puerto avilesino, básicamente las referidas a su capacidad de abrigo y defensa al estar situado en el fondo de una ría. No ha de descartarse que sus actividades hubieran comenzado cuanto menos en el siglo X, pues la fortaleza de Gozón, en las proximidades de Avilés, pudo tener a su lado un mercado, como fue frecuente la existencia de éstos al lado de los núcleos fortificados. De otro lado, existen indicios de que en los inicios del siglo XI, la relación de los normandos con los moradores de las costas de Gozón no se caracterizaban por la hostilidad inicial, pues en 1028 tiene lugar una permuta en la que un varón, de nombre Félix Agelaci, entrega bienes en el citado territorio a la reina Velasquita, esposa repudiada de Vermudo II de León; en dicho documento, Félix Agelaci explica que había recuperado tales bienes cuando volvió al favor del monarca Alfonso V, contra el que previamente se había rebelado y para huir de cuya ira se había ausentado de la tierra en los barcos de los normandos. Este dato puede constituir un indicio de que las visitas de los normandos al litoral asturiano a inicios del siglo XI, y ya quizá con anterioridad, quizá supongan algún intercambio comercial, pues cuanto menos consta la ayuda, sin duda cobrada, a un noble asturiano caído en desgracia política.
Ambos núcleos urbanos, aunque de distinto origen y función, son promocionados por Alfonso VI mediante la concesión de fueros urbanos, si bien el texto que ha llegado a la actualidad data de tiempos de Alfonso VII. Dicha promoción de la ciudad como ámbito de las actividades económicas artesanales y mercantiles se concreta en las exenciones tributarias con las que se ven favorecidos los vecinos de Oviedo y Avilés, a los que se les exime de pagos de pontazgos y portazgos “desde la mar hasta León”, aunque ello será motivo de numerosos y continuos altercados y pleitos entre los comerciantes ovetenses y avilesinos con señoríos que ostentaban derechos sobre portazgos, caso de los monasterios ovetenses de San Pelayo y de Santa María de la Vega sobre el de Olloniego.
También es a partir de los últimos años del siglo XI cuando se advierten claros indicios de la creciente circulación monetaria y, ya en el siglo XII, son frecuentes en la documentación sueldos “mergulieses”, “angevinos” y “turonenses”, lo que indica además intensas relaciones con las zonas ultrapirenaicas. Si bien aún no desaparecen totalmente las valoraciones en especie, pues tanto la medida de grano, el modio, como el buey son tomados como base de valoración de otras mercancías.

Sociedad y criterios de su disgregación
En el territorio asturiano, al igual que ocurre en el resto de Occidente, la sociedad no es percibida como un bloque uniforme, sino que los individuos que la componen están agrupados según criterios de diferenciación social. Así, en principio, se expresa la diferencia entre las personas que integran el grupo familiar consanguíneo y las ajenas a él (“de nuestra progenie o de extra nea”), relación familiar que, por lo general, se prolonga en la de la amistad (“et alii parentes et amicii nostris”). En el seno de la familia sobresale la célula conyugal y la documentación aporta precisiones sobre la institución matrimonial, tanto en la faceta religiosa como en la jurídica y económica, si bien tales datos conciernen, sobre todo, a los grupos privilegiados de la socie dad, de los que nos han llegado cartas de arras, en las que, tras la exposición doctrinal del matrimonio y su carácter indisoluble, se concretan los bienes que el marido dona a la esposa para su seguridad económica y para la de los descendientes de ambos.
Otros criterios de disgregación social son los del poder, prestigio y riqueza, los cuales mar can profundas diferencias en el conjunto del cuerpo social, en definitiva, entre los que ostentan el poder y los que carecen de él, pues el poder lleva anejos prestigio y riqueza. Se distinguen tipos de poder, así la “potestad” de los reyes, la “potentia” de los condes y el de los “exempla” de los obispos, ejercidos todos ellos sobre el “universi populi”. En definitiva, se configuran dos grupos sociales, con una gran amplitud de matices intermedios, que configuran los “mayores” y “minores”, coincidentes también en líneas generales con los que tienen nobleza y los que care cen de ella. Además, otras divisiones sociales son las derivadas del sexo, varones y mujeres, de la edad, adultos, jóvenes y niños, y del estado, laicos y eclesiásticos.
En suma, influye en la sociedad astur la imagen del mundo correspondiente al feudalismo que, como es bien conocido, distingue tres grupos en el cuerpo social, los que guerrean, los que oran y los que trabajan. En definitiva, funciones que habrían de redundar en la armonía de todo el cuerpo social, que recibiría la defensa armada de la nobleza, la salud espiritual de las oraciones de clérigos y monjes, y el sustento material de los trabajadores, grupo éste último al que los obispos enraizados en la cultura carolingia, y primeros elaboradores de este sistema ideológico, denominaba “servi” y a los que el abad cluniacense Odilón llamó “laboratores”, poniendo el acento en su función, no en su dependencia.

Nobleza laica
En el grupo nobiliario sobresalen las familias condales de Gundemaro Pinioliz y su esposa Mumadonna, Fruela Díaz, Piniolo Xeméniz y su esposa Aldonza, Fernando Díaz, Rodrigo Díaz, Munio Roderíquiz, Suero Alfonso, Pedro Alfonso, Gonzalo Peláez, por citar algunos personajes sobresalientes en la dominación del territorio asturiano y protagonistas de acontecimientos de resonancia política, pues también existe una nobleza de menor nivel con ellos relacionada. En líneas generales, los magnates asturianos ejercen su dominio sobre tierras y los hombres que las pueblan, formalmente en nombre de los monarcas, pero también, en muchas ocasiones, en nombre y provecho propio, circunstancia que está en directa relación con la capacidad de ejercicio de una efectiva autoridad real.
La documentación ofrece gran número de datos que permiten acceder al conocimiento de la amplitud de los dominios nobiliarios, concretados en derechos sobre espacios rurales pro ductivos, pastos, bosques, aguas e infraestructuras agrarias como molinos, y también sobre centros eclesiásticos, además de sobre otras personas bajo su dependencia.
El interés común del grupo aristocrático se refuerza con la ampliación de los vínculos familiares por medio de alianzas matrimoniales, muchas de las cuales tienen carácter endogámico, pese a las prohibiciones eclesiásticas que afectan a los matrimonios entre consanguíneos, al menos hasta el quinto grado. De hecho, la defensa de la nobleza como grupo lleva implícita cierta contradicción, ya que se mueve entre la alianza y la confrontación entre los linajes que lo componen, pues el crecimiento de una familia sobre el resto supone su dominio también sobre las demás, e incluso que lo haga a costa de ellas. Por ejemplo, las propias alianzas matrimoniales suponen ocasión de movilidad de partes del dominio de unas familias a otras, puesto que, mediante la dotación en arras, los varones transfieren parte considerable de su fortuna a la esposa y a los futuros hijos del matrimonio y, por ello, cuando no hay descendencia, la casuística suele ser complicada.

Señoríos monásticos
El grupo señorial está también representado por los monasterios benedictinos y por la sede episcopal ovetense. Durante los siglos XI y XII se implanta de modo generalizado la regla benedictina en el territorio asturiano, ya sea en monasterios de nueva fundación o en otros ya anteriores; en todo caso, el mapa monástico se reduce en centros, aunque éstos llegan a ser más fuertes, tanto en número de monjes como en su condición señorial, pues la vida monástica anterior, prebenedictina, se concentra en dichos centros. Asimismo, se clarifica el estatuto del clero secular bajo la égida del obispo, y todo ello parece responder a la aplicación de las directrices de la reforma gregoriana, la cual, por otra parte, fue promocionada por la autoridad real, concretamente por Alfonso, VI y ya se había dejado notar en tiempos de su padre Fernando I, y acaso en ese apoyo regio resida la explicación de la contribución nobiliaria a la empresa reformadora.
En efecto, la relación entre la aristocracia laica y el monacato ya es perceptible en el siglo X, época en la que puede observarse la promoción de monasterios por parte de personajes con protagonismo social. En algunas fuentes consta incluso la fundación de ciertos cenobios por personas pertenecientes a familias condales, si bien se trata de informaciones que no siempre pueden ser aceptadas como ciertas, dado que también hay otras noticias que informan de que se trata de reconstrucciones de cenobios más antiguos o bien de otros que habían caído bajo el poder condal, a veces por voluntad propia de los monjes, como ocurre en San Cristóbal de Herías, en Lena. Por tanto, como quiera que haya sido, el caso es que los monasterios prebenedictinos asturianos aparecen vinculados a familias nobiliarias que, si por un lado aprovechan las rentas, por otro cuidan del mantenimiento de estos centros en los que algunos miembros de la familia profesan vida monástica, en especial las mujeres al enviudar, y en el que todos ellos, a su muerte, tienen su lugar de inhumación. Otros antiguos cenobios, que, a todas luces, habían perdido su vida monacal hacía tiempo, aparecen, a inicios del siglo XI, anexionados a la Iglesia de San Salvador de Oviedo como iglesias rurales, proceso que se completará en el XII, cuando cristalice la red parroquial integrada también por otras iglesias que perderán entonces la vida monacal al concentrarse ésta en los grandes monasterios.
El cenobio de San Juan Bautista de Corias es quizá un claro exponente de la reforma monástica en tiempos de Fernando I. Fundado en 1043, su dotación fundacional lleva la fecha de 1044, es decir, once años antes de la asamblea conciliar de Coyanza, en la que se recomienda la regla benedictina o la isidoriana. Pese a la lejanía de tiempo y espacio, esta fundación presenta ciertas analogías con la del monasterio de los Santos Pedro y Pablo de Cluny, lo que, por otra parte, no resulta extraño, dado el interés de Fernando I, como también el de su padre, Sancho III de Navarra, en promocionar en sus reinos la disciplina benedictina, en concreto en su versión cluniacense.
Guillermo, duque de Aquitania, y su mujer Ingelberga no se reservan ningún derecho sobre el monasterio que fundan en Cluny en 909 o 910, engrandecido por una pronta y fuerte afluencia de donaciones y por la anexión de un creciente número de monasterios. De igual modo, los condes Piniolo Xeméniz y Aldonza conciben y llevan a cabo la fundación de un monasterio a orillas de Narcea, en el paraje montañoso del SE de Asturias, bajo la advocación de San Juan Bautista. Una leyenda que incluye elementos maravillosos da cuenta de la imposición divina del lugar, que los fundadores han de adquirir de otro noble, y en el que había un oratorio en honor de Santo Adrián, circunstancia que, dada la devoción del monacato antiguo a los santos Adrián y Natalia, induce a pensar si ya habría habido en el lugar una población monástica anterior.
Los condes Aldonza y Piniolo dotan al cenobio con su amplio patrimonio, el heredado de sus respectivas familias condales y el adquirido por compra o por el favor regio, tras efectuar trueques a fin de concentrarlo lo más posible, y, como el duque aquitano siglo y medio antes, no se reservan ningún derecho sobre el monasterio, al que anexionan cenobios de su patrimonio, a los que se añaden otros donados por familias aristocráticas, las cuales, a todas luces, con tribuyen a la empresa (San Miguel de Bárcena, Santa María de Miudes, San Martín de Besullo, parte de San Tirso de Candamo, San Martín de Mántaras, San Juan de Villaverde, San Miguel de Canero, son algunos de ellos).Todos ellos quedan reducidos a prioratos o bien a decanías de Corias, centro, por tanto, que organiza la vida monástica del occidente astur, así como la social y la económica.
Asimismo, al igual que estaba ocurriendo en el monasterio borgoñón, aunque obviamente a menor escala, es notoria la relación feudal establecida entre la abadía coriense y sus prioratos, los cuales debían entregar a esta última un tercio de sus rentas, además de escanda, carne y, los que se hallaban en la proximidad de la costa, sal y pescado, aparte de que algunos de sus dependientes debían también servicios de trabajo al monasterio de Corias.
En lo que concierne al aspecto espiritual, aunque los documentos no suelen ofrecer datos, la influencia cluniacense está evidenciada en una hermosa imagen del Crucificado aún conservada en nuestros días, que muestra a Cristo coronado de rostro sereno, expresión del triunfo sobre la muerte, triunfo extensivo a toda muerte cristiana, lo cual se corresponde con la más genuina piedad cluniacense.
En Oviedo, la vida monástica data de antiguo, aunque sus orígenes permanecen en la oscuridad, pues el denominado pacto monástico de San Vicente, datado en 781 y en el que se relata lo acontecido unos cuarenta años antes, es una copia tardía, del siglo XI o del XII y, aparte de tener elementos que recuerdan la consensoria monachorum, los monjes no sólo entregan su persona al abad, sino también a un sobrino de éste, lo que, a todas luces, constituye una suerte de evidencia de que el documento se elabora en tiempos en los que ya ni se recuerdan los fundamentos espirituales del pacto monástico.
Todo parece indicar que ese diploma es confeccionado para explicar la temprana vida monástica en la ladera del monte Oveto según instancias e intereses del siglo XII. Son varias las basílicas allí localizadas, entre ellas la de San Salvador, que habría de ser sede episcopal, y en ellas vivían, según costumbre monacal, grupos de hombres y de mujeres. Entre finales del siglo XI y comienzos del XII se institucionalizará esta vida monástica, con la implantación de la regla de San Benito, delimitándose con nitidez el monacato femenino y el masculino y la sede episcopal, proceso que no hubo de ser sencillo en cuanto que incluía la asignación a cada grupo de su respectivo dominio territorial y jurisdiccional que hasta entonces estaría todo mezclado o simplemente unificado.
Unos confusos documentos de la catedral de Oviedo suscitan la pregunta de si en 1012, la condesa Mumadonna, en esa fecha ya viuda del conde Gundemaro Pinióliz, promueve una empresa monástica, parece que femenina, en torno a la basílica de Santa Marina y bajo la regla benedictina. Sería un monasterio en el que, junto a Santa Marina, santa de clara devoción monacal y protagonista de un antiguo y divulgado roman monástico, aparecen otros varios santos titulares, entre ellos San Pelayo, quien en su adolescencia había sufrido el martirio en Córdoba en tiempos de Abderramán III y cuyos restos habían sido trasladados de Córdoba a León y de ahí a Oviedo. Si tal hipotético proyecto pudiera ser probado, se trataría de un intento fallido en esa ocasión, puesto que todos los bienes que en 1012 son asignados al monasterio de Santa Marina (en el texto figura “Santa María”, pero todo indica que es un error, quizá intencionado) son donados, en otro documento posterior, a San Salvador.
Un hito importante del monacato ovetense lo constituye la visita que, en 1053, realiza Fernando I a Oviedo para presidir el traslado de los restos del mártir Pelayo a un lugar, parece que dentro de la propia basílica, más acorde con la dignidad de la reliquia (“fecimus transla tionem mirificam ipsius corporis sancti ut maiori surgat in culmine”), lo que indica también que se había procedido a una renovación de la fábrica para construir tal lugar. Fernando I dona a los Santos Juan Bautista y Pelayo el monasterio de Aboño, situado en las proximidades de la mar, con sus bienes y derechos sobre hombres, para socorro temporal de monjes y monjas dedicados al culto en la basílica que acoge los restos martiriales, de lo que se desprende, entre otras cosas, la persistencia del monacato dúplice en este caso, además de un desplazamiento de la importancia de la basílica de Santa Marina a la de San Pelayo.
Otro centro monacal ovetense es el de San Vicente, y dejando a un lado el muy sospechoso pacto monástico, su presencia documental data del siglo X, época en la que aparece en relación con la basílica de San Salvador; por ejemplo, en 969, “... uobis Ouecconi presbiter et confeso, seum et omni collatione fratrum qui sunt conmorantes sub ara Sancti Saluatoris sub clusa Sancti Uincenti”. En el año 1042, aunque no aparece aún clarificada la separación entre el monacato femenino y masculino, ya consta la militancia de los monjes de San Vicente bajo la Regla de San Beni to, si bien continúan las referencias a su vinculación con San Salvador.
Por tanto, todo indica que en el siglo XI se implanta la Regla de San Benito en el monacato ovetense, el cual parece en algún modo relacionado, y quizá con cierta dependencia, de la sede episcopal de San Salvador. Por otro lado, aunque los grupos femenino y masculino se confinen en sendas basílicas, todo parece indicar también que las monjas están sometidas a los varones y será en el siglo XII cuando cristalicen las tres instituciones eclesiásticas ovetenses con sus perfiles definidos y su correspondiente autonomía: la sede episcopal de San Salvador, el monasterio de San Pelayo, de monjas, y el de San Vicente, de monjes, todos ellos con sus respectivos dominios territoriales y jurisdiccionales, a cuyo respecto contamos con algunos documentos que no son originales y que bien pudieron ser elaborados a tales efectos.
De hecho, en lo concierne a San Vicente, hay indicios de fuertes tensiones con la sede episcopal cuando estaba al frente de ésta el obispo Arias, quien había sido previamente abad del monasterio de San Juan Bautista de Corias y gozaba del pleno favor de Alfonso VI, monarca que, en un momento dado, parece poner el cenobio de San Vicente bajo dependencia directa del obispo, aunque si tal situación fue en algún momento efectiva, no había de ser duradera.
En cuanto a la independencia del grupo monástico femenino en el monasterio de San Pelayo, ésta no es plenamente perceptible hasta el siglo XII. Quizá hubieron de ser resueltas tensiones adicionales, al igual que ocurrió en otros lugares de Occidente, a cuyos efectos recordaría las de Hildegard von Bingen al independizarse de los monjes de San Disidobo, tensiones derivadas, sobre todo, del reparto y liquidación de los bienes monacales. Por seguir con el ejemplo de la monja renana, en ese proceso Hildegard recibió ayuda de mujeres de la nobleza y en el caso de San Pelayo lo que también es claro es que logra su consolidación institucional, tanto en el orden eclesiástico como en el señorial, por el apoyo de mujeres de la alta nobleza, familiares de Alfonso VII o bien de su círculo, lo que ha de ser tratado más adelante.
También en Oviedo fue fundado en el siglo XII otro monasterio, el de Santa María, denominado de La Vega, por alzarse en la vega extramuros del núcleo urbano. Esta fundación presenta interés por sus características disciplinarias. Gontrodo Pétriz, la dama asturiana que había mantenido relación amorosa con Alfonso VII, tras el nacimiento de su hija Urraca, fruto de tales amores, profesa vida monástica, si bien no en el monasterio de San Pelayo, al que tradicionalmente se habían acogido mujeres de la alta nobleza, realeza incluida, sino que procede a la fundación de un nuevo monasterio, también bajo la regla de San Benito, pero dentro de lo que entonces era la corriente renovadora de Roberto de Arbrissel, y aplicada en el cenobio francés de Fontevraud, fundado hacia 1100. Como es bien conocido, la disciplina de Fontevraud presenta aspectos muy originales. De hecho, Roberto es acusado por sus enemigos de mezclar los géneros, condiciones y generaciones de las personas, cuando, como ya fue expuesto, la documentación de la época atestigua del cuidado en diferenciar nítidamente tales aspectos, y una de las cosas que más parecía indignar a sus detractores era la compañía de mujeres y la valoración positiva que les dispensaba. De hecho, en la fundación de Fontevraud tanto las mujeres como los varones habían de estar bajo la autoridad femenina y, aunque las casas de unas y otros estaban separadas, Roberto pensaba que el cargo abacial no había de ser ejercido por un varón ni por una virgen, sino por una viuda. Fontevraud y los monasterios fundados bajo su misma orientación resultaron ser foco de atracción para mujeres de la alta nobleza, viudas, repudiadas y concubinas nobles, mujeres cultas que no encajan en el violento mundo varonil nobiliario o ya cansadas de maridos infieles. La propia reina Leonor de Aquitania muestra su complacencia con este proyecto del que es abierta protectora.
En Asturias, la que fuera concubina del Emperador promueve la presencia en esta tierra de un monasterio que responde a tan novedoso como controvertido proyecto, y es ayudada por el Emperador en la dotación fundacional que data de 1153.
No se cuenta con muchos datos sobre los primeros años de este cenobio que pronto pare ce abandonar la disciplina de Fontevraud para configurarse según el resto de los cenobios benedictinos femeninos de Asturias, lo cual, por otra parte, se explicaría por la dificultad que supondría el mantenimiento de aspectos tales como el ejercicio de la autoridad de una mujer sobre monjes, que incluso podrían ser clérigos. No obstante, en sus inicios, en concreto en 1157, se constatan algunos datos ilustrativos de sus vinculaciones con los territorios ultrapirenaicos, tales como la presencia en su documentación de personas de origen franco, a juzgar por los nombres de Beraldus, Albertino y Passabruna, que mantienen relaciones económicas con los “filiis filiabusque ecclesie Fontis Ebraudi”. Puede entreverse alguna alusión al socratismo cristiano y, además, el propio epitafio de doña Gontrodo tiene claros ecos de la poesía de los trovadores. En 1175, en un privilegio de Fernando II, sólo figura la priora domna Mahalde al frente de un grupo femenino (“sanctimonialibus”), lo que indica que, para entonces, la inspiración de Fontevraud ya había llegado a su fin.
En definitiva, cuatro monasterios benedictinos, dos de monjes, San Vicente y San Juan Bautista de Corias, y dos de monjas, San Pelayo y Santa María de la Vega, tres de ellos en Oviedo, serán a partir del siglo XII los principales centros en los que se concentre la vida y también el poder señorial monástico, tras absorber los que fueran monasterios prebenedictinos. Sin embargo, algunos cenobios rurales se vieron libres de ese proceso de concentración y conservaron su autonomía bajo la disciplina benedictina. Así Santa María de Obona, en Tineo, Santa María de Lapedo, que luego adoptará la disciplina cisterciense mudando su nombre por el de Belmonte, San Salvador de Cornellana, fundado en 1024 por Cristina, hija del monarca leonés Bermudo II y cuyos derechos se vieron fragmentados entre los herederos de la fundadora, hasta que, en el siglo XII, un biznieto de Cristina, el conde Suero Bermúdez, reunifica los derechos y da nuevo impulso al cenobio que incorpora al monasterio borgoñón de Cluny, con el que Cornellana tiene una vinculación un tanto peculiar, pues mantiene su condición de abadía, no queda reducido a priorato como es lo acostumbrado. Y en el oriente asturiano, se alzaban las abadías benedictinas de San Pedro de Villanueva, Celorio, a las que, ya en el siglo XIII se sumarán los cistercienses de Valdediós y Bedón, así como monasterios femeninos que alcanzan también plena institucionalización, como San Bartolomé de Nava, Santa María de Villamayor y San Martín de Soto.

La sede episcopal de San Salvador
Como ya fue señalado, la sede episcopal de San Salvador parece encontrarse a inicios del siglo XI todavía muy vinculada a la población monástica de su entorno.
En el siglo XI sobresale el episcopado del catalán Ponce, abad de San Saturnino de Tabernoles y previamente monje de Ripoll o de Cuxá, pero bajo la influencia directa del abad Oliva, de cuyas inquietudes reformadoras participaba, y, aunque no estuvo presente de manera conti nua en Oviedo durante los años de su episcopado (1025/1028-1035)23, parece empeñado en introducir el rito romano en Oviedo, ante lo que M. Ríu ve indicios de oposición en los clérigos locales24, aunque si la interpretación del intento de la promoción del monasterio de Santa Marina bajo la regla de san Benito pudiera ser probada, nos hallaríamos ante la influencia de las corrientes predominantes en Occidente antes del obispado de Ponce. Sin embargo, las menciones más claras a la norma del patriarca de Nursia –la de San Vicente, en 104225 y San Juan Bautista de Corias, en 1043– quizá se deban en gran parte a la influencia de Ponce, aunque no haya de desestimarse la de Fernando I y el apoyo de la nobleza de su círculo. De este obispa do datan también los datos contenidos en el relato sobre las reliquias custodiadas en San Salvador, pues Ponce decide abrir el arca que las contiene, y de ella sale una luz tan intensa que apenas puede verlas, lo que parece responder a un elemento de cautela, de alertar sobre los peli gros que supone abrir el arca, pues en el texto se advierte que Ponce lo hizo llevado por el afán de comprobar su contenido, mientras que otras aperturas posteriores irán precedidas de oración, ayuno y otras manifestaciones de piedad, no tan sólo de mero interés comprobatorio.
Ya en el siglo XII, se observa configurada con plena nitidez la sede episcopal de San Salvador de Oviedo, con su clerecía secular y como centro señorial, aunque ya antes ostentaba derechos sobre iglesias, algunas de las cuales habrían sido basílicas de antiguos monasterios prebenedictinos. En los siglos XI y XII, este proceso experimenta un notorio incremento, pues si parte de la nobleza había donado sus derechos sobre monasterios a las grandes abadías, otra parte se decanta por San Salvador, de modo que tales centros se ven privados de vida monástica, en el caso de que aún la conservaran, y son convertidos en iglesias rurales que componen la red parroquial también cristalizada en este período. Por ejemplo, en 1076, la condesa María Froila dona su monasterio de Santa Eulalia, junto al río Lena, a su sobrina Xemena, con la condición que ésta lo ceda, a su muerte, a San Salvador. Otro ejemplo aducible es el del antiguo monasterio de Santa Eulalia de Doriga que es también donado por todos los herederos a San Salvador hacia 1104, tras lo cual se procede a una restauración de su fábrica y a la consagración de la iglesia por el obispo Pelayo28. En algunos casos el proceso no fue sencillo, pues como los derechos sobre antiguos monasterios estaban repartidos entre varios herederos, unos donan sus partes o portiones a una gran abadía, por ejemplo, a San Juan Bautista de Corias, mientras otros las donan a San Salvador de Oviedo, como es el caso del monasterio de San Salvador de Berguño. Por otro lado, no siempre el grupo de parientes se muestra conforme con las donaciones, y de ello dan cuenta reiterados pleitos, así los dirimidos sobre San Salvador de Tol, donado por la monja Gunterodo, hija del conde Gundemaro Pinióliz a San Salvador de Oviedo en 1075, según el acuerdo al que ella había llegado con su madrastra la condesa Mumadonna y su medio herma no el conde Fernando Gondemáriz. Mas, antes del transcurso de un año, el conde Vela Ovéquiz y su hermano Vermudo Ovéquiz reclamarán sus derechos sobre partes de ese monasterio al obispo de Oviedo, a la sazón Ariano, y el que tal reclamación sea desestimada no impide que unos años más tarde, en 1083, la familia condal de Rodrigo Díaz vuelva a reclamar sus derechos familiares sobre el referido centro eclesiástico, y también sin éxito.

El Obispo Pelayo. Oviedo, gran relicario, y Asturias, tierra providencial
A inicios del siglo XII ocupa la sede episcopal ovetense Pelayo, del que su biógrafo F. Javier Fernández Conde resalta las facetas de “creador” de la diócesis ovetense, “pastor” y “erudito” en general e “historiador” en particular. De ésta última función predominó durante bastante tiempo una valoración muy negativa, en la que los autores adscritos a la corriente ilustrada y positivista tuvieron la principal responsabilidad, pues términos tales como “fabulero” y “falsificador” salían frecuentemente de sus plumas para calificar a Pelayo, pero sin preguntarse en absoluto sobre los motivos de tales falsificaciones documentales que, ciertamente, promovió el obispo, quien, según se advierte con creciente claridad, no fue el único en tal proceder. De hecho, toda la actividad de Pelayo está íntima y coherentemente ligada entre sí, puesto que su erudición y obra histórica están orientadas a dotar de sólidos fundamentos jurídicos a la diócesis asturiana, a mostrar su importancia e independencia.
Así, en lo que a los límites diocesanos concierne, Oviedo se vio totalmente inmersa en los conflictos que, por tal cuestión, se desencadenaron a partir del siglo XI, y a Pelayo le tocó frenar las apetencias expansionistas de las sedes de Braga y Lugo, mantener la independencia fren te a la de Toledo, a la vez que defender sus propias aspiraciones, frente a las de Burgos, sobre las Asturias de Santillana.
En el scriptorium catedralicio ovetense se trabaja intensamente en la copia de textos cronísticos y documentales, aparte de los escritos del propio Pelayo, y en elaboraciones ex novo de textos documentales, cara a unos objetivos concretos y alcanzados unos, como el freno de las aspiraciones de las diócesis de Lugo y Toledo en detrimento de la de Oviedo, y fracasados otros, como las reivindicaciones que ésta última mantenía sobre las Asturias de Santillana, cuyo pleito no finaliza hasta después de la muerte de Pelayo. Mas, resulta de sumo interés cómo en esos textos se traza una imagen de Asturias como territorio de una diócesis muy temprana. Así, frente a la diócesis de Britonia, cuya vinculación con Asturias era esgrimida por las diócesis gallegas para reivindicar “derechos históricos” sobre iglesias asturianas, reivindicaciones muy complicadas por cierto, dado que llevaban también a mayores enfrentamientos entre Lugo y Braga, Pelayo incluye en los documentos elaborados en el scriptorium catedralicio la temprana diócesis de Lucus Asturum, que dataría de la época de la dominación vándala y que luego, en el siglo IX, sería trasladada a Oviedo.
El ámbito asturiano se presenta como un territorio providencial, protegido por “firmísimos montes” que configuran una inexpugnable fortaleza natural, custodiada además por la misma Providencia Divina, lugar ideal, por tanto, para mantener a salvo restos santos en tiempos de la dominación musulmana. En definitiva, el territorio asturiano, en general, y la iglesia de San Salvador, en particular, constituirían uno de los grandes relicarios de la Cristiandad. En efecto, de tiempos de Pelayo data la culminación de la elaboración literaria sobre las reliquias de San Salvador, de su traslado desde Jerusalén a Toledo, tras su estancia en el Norte de África, y, cuan do la urbe regia visigoda cae bajo dominio islámico, a Asturias, lugar providencialmente seguro y, por tanto, definitivo.
La fama del relicario custodiado en la Iglesia Ovetense fue difundida por el Occidente cristiano, pues la relación de las reliquias y su periplo figuran en códices del otro lado de los Pirineos, y Oviedo constituyó un desvío para parte de los peregrinos que se dirigían a Compostela, bien por la costa cantábrica o, en mayor número, por la ruta castellano-leonesa; éstos últimos se dirigían a Oviedo por un difícil itinerario que cruzaba los agrestes montes Cantábricos, la providencial fortaleza asturiana, en palabras del obispo Pelayo. Pese a la dureza del camino, el frío y la lluvia, de los que hablan las chansons, los peregrinos afluyen a San Salvador, que así llega a ocupar el segundo puesto, tras Santiago, en los centros de peregrinación peninsulares.

Campesinado y habitantes de los núcleos urbanos
Por debajo de las familias nobiliarias y centros eclesiásticos señoriales se abre todo un amplio espectro social a cuyo conocimiento preciso no es en absoluto fácil acceder, pues en él se encuentran desde individuos pertenecientes a la nobleza en sus grados inferiores, otros que ostentan derechos de propiedad sobre la tierra o que los han cedido a personas o instituciones relevantes, bajo cuya protección y dependencia se encuentran, hasta las personas que trabajan unas tierras sobre las que no tienen derecho alguno. Se advierte la generalización de las relaciones de dependencia, aunque no se puede establecer con certidumbre las diversas situaciones que ella entraña, pues, por ejemplo, individuos de la nobleza reciben tierras en préstamo de otros señores con los que quedan vinculados en razón de ello, situación que es muy diferente a la del dependiente que está obligado a faenas agrícolas para el señor y, ésta, a su vez, tampoco es igual a la del que tiene que prestarle ayuda militar. Por ello, cuando se habla de campesinado, se es consciente de la gran variedad social aludida por este término.
De modo general, las dependencias existentes en los siglos XI y XII son de índole variada: algunos sometimientos son antiguos, otros más recientes; voluntarios unos, mientras que forzosos otros, como el caso de un varón de nombre Nepociano que, habiendo dado muerte a un siervo moro de la condesa Aldonza, ha de ponerse en el lugar y situación del difunto. En la documentación asturiana figuran relaciones de siervos moros, con toda probabilidad cautivos de guerra y parece que de diferentes momentos y campañas, pues algunos de ellos, en el siglo XI, aparecen asentados en tierras con sus familias y llevan nombres cristianos, mientras que otros, por ejemplo los que constan en el documento fundacional de Santa María de La Vega, llevan nombres árabes, por lo que, con toda probabilidad, serían cautivos tomados en las campañas del Emperador.
Aparte de la entrega de bienes en especie o en numerario, están documentadas algunas las labores que la población servil ha de realizar en calidad de servicium; por ejemplo, la Mitra de San Salvador cuenta con dependientes que ejercen diferentes oficios, como pescadores, carpinteros, carreteros, mayordomos, los que elaboran sidra, tejedores, los que hacen pergaminos, así como también hay labores asignadas, tales como limpiar letrinas, hacer “sebes” o cercados vegetales, sallar los cultivos o llevar nueces a Oviedo para hacer aceite.
De tales y similares prestaciones y tributos se nutrían las economías señoriales, por lo que, dada la condición hereditaria de la servidumbre, los matrimonios entre dependientes de diferentes señores hacen muy complejas las redes de la dependencia, por lo que hay varios documentos orientados a especificar los que deben servitium y obsequium y a qué señor.
En su conjunto, la población rural se encuadra en los tradicionalmente señalados como ámbitos de convivencia de la familia, aldea, parroquia y señorío. La red parroquial se configura con nitidez en la época aquí tratada y, con toda probabilidad, el crecimiento demográfico hizo necesaria la ampliación de templos, cuando no la construcción de nuevos, en uno y otro caso conforme a la nueva corriente románica, entonces expresión de la imagen del mundo dominante en el Occidente cristiano.
La iglesia no sólo es centro de la vida espiritual de la sociedad rural, pues también lo es de la recaudación de los diezmos y ofrendas; además, es frecuente que junto a muros eclesiales se reúna el concilium, asamblea rural en cuyo seno se dirimen los conflictos y se realizan las acciones jurídicas, por ejemplo trueques o compraventas de derechos sobre la tierra y otros bienes raíces. En principio, el concilium implica la congregación de los habitantes del valle, pero en su seno destacan los “hombres buenos” (boni homines), no necesariamente varones, puesto que en alguna ocasión se cuenta alguna mujer entre ellos, y se trata de individuos con preeminencia social en el seno de la comunidad aldeana, por lo que ésta les reconoce capacidad de arbitraje. Si bien, cuando el asunto a dirimir resulta de cierta envergadura, suelen estar presentes en la asamblea rural los jueces reales o la autoridad señorial.
Respecto a la población urbana, los fueros de Oviedo y Avilés regulan su convivencia, y son aspectos dignos de resaltar los referidos a la igualdad jurídica de los moradores de los núcleos urbanos, pues el fuero obliga tanto al “mayor” como al “menor”, al “infanzón, poderoso o conde”; asimismo, se precisa la libertad personal, pues nadie puede estar sometido a señor que no sea el rey. Además, si la mayoría de los habitantes de Oviedo y Avilés previsiblemente procederían del entorno rural, también de hecho hay constancia de tempranos establecimientos de extranjeros, por lo que, las antedichas normas legales incluyen disposiciones encamina das a procurar la armónica convivencia de personas de diferente procedencia, estatuto social y religión, así la inviolabilidad de los domicilios, la paz pública y las garantías legales para las querellas, tanto por agresión física como por determinados insultos.
En definitiva, en los siglos XI y XII se configuran con nitidez los núcleos urbanos de Oviedo y Avilés, las cuales, pese al similar marco legal de sus fueros, presentan ciertas diferencias, pues Avilés, que debe su origen y crecimiento urbano a su actividad portuaria, presenta un carácter exclusivamente artesanal y mercantil, lo que tiene su correspondiente reflejo en el nivel social en cuanto allí predomina el nuevo grupo burgués; y su relativo cosmopolitismo, la presencia de extranjeros, se debe al ámbito comercial y a la actividad pesquera. Oviedo, en cambio, mantiene aspectos de su antigua condición de sede regia, núcleo monástico, sede episcopal y centro de interés de la aristocracia laica; en definitiva, cuenta con fuertes centros seño riales que han de convivir con las nuevas formas de economía y con las personas amparadas por el orden jurídico concejil, las cuales, a su vez, irán accediendo a ciertos niveles de riqueza en el desempeño de sus oficios artesanales y mercantiles, que se verán incrementados también por el cosmopolitismo que entraña la presencia de extranjeros, en este caso propiciada por un fenómeno religioso, cual es la peregrinación para venerar las reliquias custodiadas en San Salvador. En un expresivo documento de 1200, aparecen los siguientes grupos constitutivos de la socie dad ovetense: “canonicos et burgeses et caualleros et monges”.

Autoridad real, apoyos y oposiciones
Fernando I muestra interés por hacer efectiva su autoridad en el territorio asturiano, en el que, según testimonio de un presbítero de nombre Gevoldo, algunos nobles ejercían el poder en provecho propio. Así, el conde Monio Roderici había arrebatado al predicho Gevoldo el monasterio de Soto, en Pravia, y éste se atreve a presentar la reclamación al rey Fernando I, al que considera artífice de la pacificación del reino y capaz de imponer su autoridad (“in regnis patris sui pacifice dominans omnia”), a la vez que admite que el motivo de su silencio previo fue debido al miedo que le producía el poder condal.
Alfonso VI busca, a todas luces, asegurar el apoyo de la Mitra de San Salvador, que en el siglo XI era el más fuerte señorío asturiano, y para ello cuenta con la fidelidad personal del obispo Aria no, promovido a la sede episcopal desde el abadiato de San Juan Bautista de Corias y, así, duran te este reinado, la Mitra de San Salvador es la principal receptora del favor regio, y a ella le somete el soberano la mandación de Langreo, pese a las protestas de los habitantes de este valle. Además, en los pleitos que en 1075 se dirimen en la Curia Regia celebrada en Oviedo y presidida por Alfonso VI y que tenían por objeto derechos sobre monasterios, reivindicados tanto por el obispo como por algunos miembros de familias nobiliarias, las sentencias reales son siempre favorables al obispo, de modo que resulta claro que el rey apoya decididamente la supresión de los derechos laicos sobre los centros eclesiásticos, según las directrices reformadoras. Incluso hay indicios de que Alfonso VI concibió la posibilidad, aunque no el logro, de que el monacato ove tense fuera organizado bajo la égida y dependencia de la sede de San Salvador, ya que al frente de ella se encontraba un obispo procedente del monacato, y ello habría de tener consecuencias administrativas tranquilizadoras para el monarca, pues las donaciones que afluían al monacato no se separarían de las de San Salvador, cuyo titular profesaba franca fidelidad al monarca.
El linaje nobiliario que sobresale en el reinado ahora tratado es el del conde Diego Rodríguez, uno de cuyos hijos, Fernando Díaz, lleva los títulos de comes magnus y consul y figura como “potestas in Asturiense et in ciuitas Ouetense, y una de cuyas hijas, Xemena, contrae matrimonio con Rodrigo Díaz de Vivar. Este matrimonio fue interpretado como un intento de acercar la vieja nobleza astur a los intereses generales del reino, aunque, a mi juicio, no puede desestimarse la posibilidad de un intento de alianza entre los viejos grupos nobiliarios asturianos y los nuevos castellanos frente a cierto centralismo leonés. Por otra parte, se observa que esta familia beneficia a los monasterios ovetenses de San Vicente y de San Pelayo y, precisamente, litiga con el obispo Ariano por derechos sobre monasterios familiares.
Más adelante, el obispo Pelayo contribuye a mitigar las dificultades de la reina Urraca, hija y sucesora de Alfonso VI, con substanciosas aportaciones económicas que la reina agradecerá41 y, luego, durante el reinado de Alfonso VII (1126-1157), se constata una fuerte actividad polí tica en Asturias. En efecto, es bien conocido como este soberano cuenta con núcleos de oposición nobiliaria, a nivel general del reino, a su proyecto de conciliar su autoridad imperial sobre el tejido feudal que entonces era el de la realidad social, y que, en lo que Asturias con cierne, el grupo nobiliario se verá escindido entre los fieles y los oponentes al Emperador.

Gonzalo Peláez y Urraca, hija del Emperador. Nobleza laica y señoríos eclesiásticos
La cabeza visible de los nobles enfrentados al Emperador es Gonzalo Peláez, quien, en principio, no aparece al frente de ninguna de las familias condales conocidas a través de la documentación, aunque, como Fernández Conde sugiere, quizá pueda ser identificado con el Gonzalo que figura como hijo de Pelagio Pelágiz y de Mumadonna, también llamada doña Mayor, la cual, en 1097, dona a San Salvador el monasterio de San Pedro, San Benito y San Juan de Teverga –que luego pasará a acoger canónigos regulares– y como hermano de una señora, de nombre Gontrodo Peláiz, que delimita con el monasterio de San Juan Bautista de Corias derechos sobre hombres dependientes. Entonces, si esta hipótesis resultara cierta, Gonzalo Peláez sería nieto, por parte de padre, de los condes Pelayo Froilaz y Aldonza Ordóniz, fundadores del monasterio de Lapedo.
Gonzalo Peláez aparece confirmado escrituras de Alfonso VI sin título alguno, si bien al lado de reconocidos nobles, y, ya en el reinado de Urraca ostenta poder, tanto en Oviedo como en Asturias en general (“Pelagius episcopus in sede Sancti Saluatoris, Gonzaluo Peláiz in Oueto”), en 1110, en 1115 (“Episcopus Pelagius in Ouetensis sedis, Gonsaluo Peláiz in Asturias podestas”) y en 1116 lleva el título condal (“comité Gondisaluo in Asturias”). Según la Crónica Adefonsi Imperatoris, la reina Urra ca le concedió un señorío para que no se rebelara contra ella, lo que significa que Gonzalo Peláez tenía el suficiente poder para que la reina deseara tenerlo de su lado y no en su contra.
Asimismo, son interesantes las fórmulas documentales en las que se expresa la coincidencia en la cumbre de los respectivos poderes eclesiástico y civil de dos personajes, el obispo Pelayo y Gonzalo Peláez, pues ambos han de tener problemas con Alfonso VII. El cronista silencia lo referente a Pelayo, pero relata lo que concierne a Gonzalo Peláez y dicha fuente historiográfica resulta muy útil para conocer el desarrollo de los acontecimientos, aunque no lo sea tanto a la hora de valorarlos, puesto que el autor, claramente parcial al Emperador, muestra a éste lleno de magnanimidad ante el rebelde vasallo, que está siempre dispuesto a incidir en felonía. Relata como Alfonso VII, al acceder al trono en 1126, “nombró gran señor a Gonzalo Peláez, que era duque de la región de Asturias”, cuando en realidad lo que todo parece indicar es que aceptó el poder ya consolidado de Gonzalo Peláez. El Emperador se apoyará en el conde Suero, al que el cronista presenta como “amante de la paz y de la verdad y fiel amigo del rey” que poseía en tenencia Astorga, Luna, Gordón, parte del Bierzo, Babia, Laciana y todo el valle hasta la ribera del río llamado Eo y hasta Cabruñana”, es decir, en el Occidente astur y territorios leoneses al borde de la Cordillera; junto al conde Suero, y participando de su protagonismo, estarán su hermano Alfonso y el hijo de éste, Pedro Alfonso, que ostentará también el título condal.
Hacia 1130, el conde Pedro de Lara y otros nobles se resisten a acatar la autoridad del monarca, el cual entra en Santillana y prende al conde Rodrigo, al que acaba otorgándole el perdón. Dos años más tarde, en 1132, Alfonso VII ordena a condes y duques reunirse en Atienza con sus caballeros y allí se entera de que Gonzalo Peláez mantiene una entrevista con su pariente Rodrigo con el objeto de preparar una rebelión contra el rey. Rodrigo es capturado por los fieles al rey, mientras que Gonzalo huye a Asturias, donde se refugia y hace fuerte en el castillo de Tudela, que seguidamente es sitiado por el rey, cuyos fieles toman la fortaleza de Gozón, a orillas de la mar, y otros castillos. Entonces, Gonzalo hace un pacto con el rey –el cronista habla en términos de “pacto”, no de rendición– en el que ambos se comprometen mutuamente a no atacarse. El rey entregó al conde Tudela y otros castillos, y el conde permaneció “rebelde” en Proaza, Buanga y Alba de Quirós, que eran “castillos muy sólidos”. Estos hechos ilustran sobre las dificultades existentes para que la autoridad de Alfonso VII fuera reconocida en la zona central de Asturias, zona de las ciudades de Oviedo y Avilés, de núcleos monásticos ovetenses y de la sede de San Salvador y también rica zona rural, tanto en el aspecto agrícola como ganadero. Tras campañas contra los almorávides, el monarca vuelve a Asturias y exige a Gonzalo Peláez la entrega de las fortalezas, a lo que el conde no sólo se niega, sino que presenta batalla al rey, el cual fió el combate contra Gonzalo Peláez al conde Suero Alfonso y a su sobrino Pedro Alfonso. El cronista relata con cierto detenimiento y detalles este enfrentamiento, cómo, mientras Gonzalo estaba en la fortaleza de Proaza, el conde Suero ase dia Buanga, y su sobrino Pedro Alfonso, Alba de Quirós; en definitiva, acorralaron a Gonzalo Peláez y a sus partidarios y les tendieron celadas “por los castillos, por los caminos y por los senderos de los montes”, a cuantos apresaban los soltaban, pero “tras amputarles las manos o los pies”. Sin embargo, Gonzalo “permaneció rebelde al rey casi dos años”, al cabo de los cuales se aviene a concertar un nuevo “pacto”, para lo que acude, con el conde Suero y con el obispo de León, a presencia del rey, a cuyos pies se arroja, reconociéndose culpable. El rey “lo recibió pacíficamente, le dirigió las mejores palabras” y el conde “permaneció en el palacio del rey muchos días, en medio de grandes honores”, y le “pidió con muchos ruegos Luna” a cambio de las fortalezas en el territorio asturiano. Sin embargo, Gonzalo incurrió de nuevo en desacato a la autoridad real y fue apresado por Pedro Alfonso y recluido en el castillo de Aguilar hasta que Alfonso VII mandó liberarlo y expulsarlo del reino. Gonzalo Peláez marchó a Portugal, junto al rey Alfonso Enriquez, quien lo recibió “con gran honor y le prometió grandes señoríos”, pues confiaba, con su ayuda, “hacer la guerra contra Asturias y Galicia, pero –continúa el cronista por disposición divina, el conde fue atacado por la fiebre y murió en territorio ajeno, como extranjero. No obstante, sus caballeros transportaron su cadáver y lo enterraron en Oviedo”.
¿Hasta qué punto la praxis de Gonzalo Peláez se nutre de la legitimación ideológica de la grandeza de Asturias elaborada por el obispo Pelayo? A este respecto, también cabe preguntarse sobre la existencia de un proyecto compartido cuando aparecían en las fórmulas documentales al frente del poder eclesiástico y civil respectivamente, pues ambos coincidieron en la enemistad con el Emperador. Queda también abierta la posibilidad de la existencia de lazos de parentesco entre ambos personajes. Fernández Conde apunta la hipótesis de la pertenencia del obispo Pelayo a la familia de los fundadores de Lapedo. Por otra parte, tal circunstancia respondería a un hecho bastante generalizado, cual es el que las familias nobiliarias persigan el control del poder tanto secular como eclesiástico mediante la ocupación, por parte de algunos de sus miembros, de puestos claves en uno y otro ámbito.
Pelayo es depuesto de la sede episcopal en el concilio de Carrión, en 1130, por oponerse al matrimonio del Emperador con Berenguela, dado el parentesco que los unía, y, junto con Pelayo, fueron también depuestos los obispos de León, Salamanca y el abad de Samos. Aun que la actitud ante el enlace regio quizá no haya sido el único escollo en las relaciones entre el obispo de Oviedo y el Emperador y su círculo. A este respecto, está la donación del monasterio de Cornellana a Cluny y el documento del scriptorium pelagiano en que lo donan a la sede ovetense. Pelayo elige Santillana como lugar de su exilio, una zona en absoluto afecta al Emperador a juzgar por los episodios protagonizados por el conde Rodrigo, y, por otra parte, el territorio de Santillana era reivindicado por Pelayo, como parte de la diócesis de Oviedo, frente a las reivindicaciones de Burgos y, a la postre, serán reconocidas las de ésta última.
La oposición abierta de Gonzalo Peláez data de 1132, aunque las tensiones pudieron ser previas, y si al obispo le agradaba o no el proyecto político de Gonzalo Peláez, no hay datos para afirmarlo ni negarlo, si bien parece probable que Alfonso VII no estuvo seguro de contar con el apoyo de Pelayo y es evidente que no podía correr el riesgo de tener en frente al titular de uno de los señoríos más poderosos de Asturias, radicado en Oviedo, núcleo urbano en plena reactivación económica y social, y, además dotado de un fuerte poder espiritual, sobre todo como custodio de las reliquias para cuya veneración afluían multitud de peregrinos. Todo pare ce indicar que Alfonso VII interviene directamente en el nombramiento del sustituto de Pelayo, que recae en Alfonso, el cual, pese a incurrir en la excomunión papal en 1132 por ocupación indebida de la sede, se mantuvo impertérrito en ella hasta su muerte en 1142, lo que hace pre sumir que contó con el apoyo del Emperador. Es digno de tener en cuenta que, en los meses que median entre la muerte de Alfonso y la ocupación de la sede por Martín II, hay en la documentación del monasterio de San Vicente unas referencias a Pelayo como obispo de Oviedo.
Asimismo, se observa como Gonzalo Peláez tenía sus bases territoriales en la zona central de Asturias, pero busca su ampliación al otro lado de los montes cantábricos cuando pide al monarca el territorio de Luna. Los condes Suero y su sobrino Pedro Alfonso tienen sus bases territoriales en la zona occidental de Asturias y en territorios leoneses, por lo que cabe preguntarse si la pugna entre ambos, mediatizada por el respectivo enfrentamiento y apoyo al Emperador, se debía también a la apetencia de un dominio más amplio en la generalidad del territorio asturiano.
Finalmente, quizá haya de ser considerada la posibilidad de la prolongación del conflicto sucesorio de la reina Urraca, pues Alfonso Enríquez había sido el candidato al trono leonés de algunos grupos nobiliarios y, a raíz del enfrentamiento de Alfonso VII con García de Navarra, el portugués aprovecha para hacer también la guerra al primero. El cronista relata cómo algunos condes gallegos pusieron sus fortalezas a disposición del rey de Portugal. ¿Participaba Gonzalo Peláez de esas preferencias? El hecho de elegir Portugal como lugar de su exilio y la excelente acogida que le dispensó el monarca portugués, así como la coincidencia de planes entre ambos, dan pie a suponerlo, aunque también cabe la posibilidad de que fuera una oportuna alianza de última hora.
Lo que parece evidente es que una vez fallecido Gonzalo Peláez, la política de Alfonso VII para hacer efectiva la autoridad en el territorio asturiano continúa. Es interesante constatar la vinculación de miembros de la familia imperial en la zona y la ampliación de fidelidades nobiliarias, con influencia en Oviedo y en la zona central de Asturias, donde había radicado el poder de Gonzalo Peláez. Así, parte del territorio del área central de Asturias, en concreto Gozón, Pravia y Candamo, y centros religiosos, como el monasterio de San Pelayo de Oviedo, forman parte del infantazgo de doña Sancha, hermana de Alfonso VII, es decir, están bajo su dominio. Luego, en 1150, a la muerte de García, rey de Navarra, su viuda, Urraca, hija del Emperador y de Gontrodo Pétriz, regresa a Asturias y, con el título de reina, gobierna esta tierra en nombre de su padre, el cual, considera así haber alcanzado la tranquilidad política deseada en este territorio.
En cuanto a la nobleza, se comprueba, a través de la documentación, la adhesión personal de miembros de importantes familias nobiliarias asturianas, como la del linaje del conde Diego Rodríguez, a las que el Emperador compensa sobradamente, y ellas, a cambio, le obtendrán redes de fidelidad incluso en el centro urbano de Oviedo. A estos efectos, es de sumo interés el monasterio de San Pelayo, cuya institucionalización, independencia, además de consolidación, datan de estos momentos y a ello contribuyen de manera decisiva mujeres de la familia y del entorno general del Emperador. A este respecto, son importantes los abadiatos de Urraca Vermúdiz, al menos entre 1444 y 1147, y el más largo de su tía Aldonza Fernandi, al menos también entre 1152 y 1174. Se observa lo extraño de la sucesión sobrina-tía, cuando lo usual es que sea al revés. Quizá la explicación resida en el interés del Emperador y de su familia por contar en Oviedo con un fuerte grupo señorial afín. En efecto, Aldonza Fernandi es hija de los condes Fernando Díaz y Enderquina, su padre pertenece a antiguo linaje con influencia en Oviedo; estuvo casada con Álvaro Gutérriz. Se trata de un matrimonio totalmente integrado en el círculo del Emperador, del que recibió amplios favores. En principio, Aldonza y su mari do promovieron la empresa monástica benedictina de San Juan de Ranón, en la zona marítima de la zona central de Asturias, pero, al enviudar, Aldonza abraza la vida monástica en San Pela yo de Oviedo, cuya comunidad preside en los años decisivos de la consolidación de este ceno bio, el cual pertenecía, como ya fue apuntado, al infantazgo de la infanta doña Sancha. En efecto, la Infanta aparece en ocasiones junto a la abadesa Aldonza en actos jurídicos del cenobio y ofreciendo consejo a algunas de sus monjas en asuntos de tal índole, aparte de que favorece al monasterio con substanciosas donaciones, a las que se suman las de su hermano el Emperador y las de su sobrina Urraca. Algunas de estas donaciones, por sus condiciones, propician la creación de vínculos entre laicos de los grupos privilegiados y el monasterio, tanto en los aspectos de familiaridad espiritual como en los feudales, puesto que las donaciones otorgadas a tales laicos incluyen la condición de que, a su muerte, dejen tales bienes para San Pelayo, centro al que, entonces, quedarán unidos sus sucesores. Además, algunas mujeres de familias del entorno del Emperador hacen profesión monacal en San Pelayo bajo la atenta mirada de la abadesa Aldonza y de la infanta doña Sancha. Se constata que, previamente, sus familiares solían ceder sus bienes al monasterio de San Vicente, pero ahora las monjas incorporan los suyos a San Pelayo y los ceden en préstamo a sus parientes laicos, con lo que se obtienen los mismos efectos que en los casos anteriormente señalados, los de lograr un centro señorial que vaya cohesionando laicos de la zona central asturiana, la cual será ampliamente sobrepasada, puesto que la influencia del cenobio se ampliará considerablemente a todo el territorio asturiano e incluso leonés, por substanciosas donaciones y por el ingreso en él de mujeres procedentes de la nobleza de tales territorios.
Asimismo, hay un expresivo documento, datado en 1153, en el que Alfonso VII y su hermana doña Sancha confirman todas las donaciones realizadas por ambos a San Pelayo y aña den otras nuevas, que, según se expresa, habían de dedicarse a la reconstrucción de la fábrica del monasterio, el cual, según consta también, había sufrido destrucción y pasado por extremas dificultades en tiempo de las guerras, que, aunque no se precisan, bien pudieron ser las habidas con la ocasión de los enfrentamientos con Gonzalo Peláez, pero se silencia el bando causante de la destrucción, como también cual era entonces la parcialidad del grupo monástico femenino, quizá aún en gran parte bajo la égida del monacato masculino o de San Salvador.
En cuanto a la relación de Alfonso VII con el monasterio de San Vicente, tan sólo se tiene noticias de dos donaciones imperiales, y no muy substanciosas, en 1131 y 1133. Asimismo, hay noticias de una donación de doña Sancha, la cual, en 1152, con el consentimiento de su hermano el Emperador, concede a este monasterio una heredad en Gozón.
Tampoco parece haber muestras de magnanimidad imperial con San Salvador hasta 1154, fecha en la que Alfonso VII le dona el castillo de Suarón y Las Regueras para paliar las dificultades por las que atravesaba la sede episcopal ovetense por el pleito que mantenía con la de Lugo, cuya concordia está documentada unos días más tarde; ya es la época del obispo Martín II, y la ausencia de donaciones imperiales anteriores puede explicarse por la falta de necesidad, al estar al frente de la sede el obispo Alfonso, cuya fidelidad estaba garantizada, aunque, dada la inestabilidad que tenía al estar excomulgado, tampoco era cuestión de engrandecer un señorío cuya titularidad pudiera recaer en un obispo adverso.
La reina Urraca, ya en su época de gobernadora de Asturias, confirma en 1158 la donación del valle de Langreo realizada por su bisabuelo Alfonso VI a San salvador y, en 1161, ya fallecido su padre y reinando su medio hermano Fernando II, dona al centro señorial episcopal, además de varias heredades en Asturias, palacios y casas en Oviedo. Se hace constar que los rendimientos de lo donado habrían de estar destinados a levantar edificios y restaurar la iglesia de San Salvador. Son datos de interés en cuanto aluden a la posibilidad que se ofrece al obispo y cabildo de San Salvador, no sólo de reconstruir la iglesia episcopal, sino también de remodelar su entorno, pues se incluyen en la donación palacios con sus plazas y casas en una zona delimitada en torno a San Salvador, con interesantes referencias, como la de la fuente del baptisterio llamado del Paraíso la de una vía pública cercana a San Pelayo.
Por otra parte, la disposición de Urraca a favorecer a San Salvador quizá tenga algo que ver con sus intenciones, de cuya puesta en práctica sabemos tan sólo a través de un dato tan fortuito como lacónico. En efecto, cuando fallece Alfonso VII (1157) y le sucede en el trono leonés su hijo Fernando II, Urraca continúa ejerciendo su dominio en Asturias y en las fórmulas expresivas del mismo se observa un matiz de mayor independencia que cuando reinaba su padre: “el rey Fernando en León y Galicia, en Asturias la reina Urraca”. En 1163, Urraca apa rece casada en segundas nupcias con Álvaro Roderici y ambos parecen compartir el dominio sobre Asturias; incluso el marido va en primer lugar (“Aluaro Roderici cum uxore sua regina Urraca Asturias imperante”). Fernández Conde propone la hipótesis de la procedencia castellana de don Álvaro, quizá del linaje de los Castro. Un notario leonés fecha un préstamo de manera imprecisa allá por el tiempo en el que “la reina Urraca y señor Álvaro Roderici quisieron que Asturias se perdiera para el rey Fernando”. Los acontecimientos que marcan el inicio y desarrollo de esta frustrada aventura política, enmarcada en las conductas feudales, fueron silenciados por la historiografía coetánea, aunque hay ciertos indicios de los apoyos con los que pudo contar Fernando II, el cual, en 1164, parece dominar Asturias, fecha en la que Urraca no aparece en los documentos asturianos y Fernando II incluye el territorio asturiano bajo los de su dominio (“regante Toleto, Galicia et Asturias”). De hecho, Fernando II hace substanciosas donaciones al obispo Gonzalo, titular de la Mitra, al abad del monasterio de San Vicente, al que califica de “amado y fiel amigo”, y a varios laicos, y siempre hace constar en los correspondientes documentos los buenos y fieles servicios recibidos. Aunque también es cierto que el monarca no anduvo sobrado de fidelidades y no sólo durante el conflicto de su media hermana doña Urraca, pues, como es bien conocido, los problemas financieros lo acompañaron durante todo su reinado, hasta el punto de que, en lo concerniente a Asturias, este territorio aparece pignora do en 1177 y 1178 a la orden del Hospital de Jerusalén.
No obstante, si la reina Urraca abandonó Asturias, falleció y fue inhumada fuera de esta tierra, sus derechos no pasaron al olvido, puesto que, en 1196, aparece al frente de Asturias su hijo Sancho Álvariz, habido con Álvaro Roderici (“dominante Asturias Sancius Álvariz, filius regine Urrace”).

 

La formación del territorio de Asturias en el período de la monarquía asturiana
La estructura territorial de Asturias es el resultado de un complejo y dilatado proceso de ordenación y reordenación de espacios a lo largo del tiempo. La imagen de que la actual región presenta un mapa inalterado no se corresponde realmente con el devenir histórico. Es cierto que la mayor parte de su actual territorio responde a una delimitación definida desde la Edad Media con muy pocas modificaciones, y que incluso su denominación de Principado de Asturias se remonta a la formulación de esta institución en 1388. Sin embargo la construcción histórica de esa realidad territorial es mucho más compleja y cambiante, remontando sus orígenes a los primeros tiempos medievales y aun anteriores.
El territorio es el resultado de la intervención humana sobre el espacio físico, modificado constantemente por los diversos agentes y poderes que han ido modelando el paisaje, creando lugares de poblamiento, centros de poder y lugares centrales, fijando límites y fronteras, abriendo redes viarias, dejando áreas marginales o periféricas; y todo ello a diferentes escalas y con distintas intensidades: desde la creación de una aldea, con sus espacios de habitación y de producción, sus tierras, campos y montes, delimitando y amojonando sus términos, abriendo caminos, modificando el medio natural mediante el trabajo campesino, hasta la formación estatal del reino, con sus límites o fronteras, pasando por diferentes demarcaciones intermedias de orden político (provincias y distritos) o religioso (diócesis, parroquias etc.), en continua construcción a lo largo del tiempo.
Todo ello compone un enmarañado mosaico territorial en el cual unas acciones se unen o superponen a otras, como resultado de las diferentes capacidades de organización de los entes respectivos.
Es, por tanto, esa capacidad de institucionalizar y hacer trascender su ordenación en el espacio y en el tiempo lo que nos permite percibir los diferentes grados de acción por los diversos poderes, desde las comunidades locales a la cúspide del Estado (GUTIÉRREZ 2001).
Así pues, los territorios no han existido siempre; o mejor, no han existido siempre “así”, como hoy los percibimos, sino como resultado de las diversas capacidades de poder orde nar y controlar el espacio por poderes locales y supralocales. Tampoco el medio natural debe entenderse como un espacio virginal, ajeno a la actividad humana, pues ésta lo ha modificado, preservado o reservado en función de esa capacidad organizativa. Es cierto, no obstante, que el medio físico establece barreras orográficas e hidrológicas, umbrales climáticos y biológicos, condicionando e imponiendo límites a las actividades antrópicas, imposibles más allá de determinadas altitudes o ciertas condiciones climáticas extremas. Esto es especialmente comprobable en regiones cantábricas como la asturiana, con un paisaje vigorosamente modelado por la naturaleza y sabiamente reacondicionado por las comunidades humanas que han debido adaptarse y ajustar sus medios de vida a esos fuertes condicionantes geográficos.

El medio físico
La mayor parte del territorio asturiano presenta un accidentado relieve, resultado de la brutal orogénesis alpina, que –con fuertes plegamientos– elevó las Montañas o Cordillera Cantábrica, con alturas superiores a los 2.600 m en su extremo oriental (Picos de Europa) y los 2.400 m en el sector central (Macizo de Peña Ubiña). La cercanía de estas altas sierras a la costa –apenas 20 ó 50 km respectivamente– motiva esa agreste orografía, con fuertes pen dientes descendentes bruscamente de sur a norte en los profundos valles encajados por los sur cos fluviales de los ríos (Deva, Sella, Nalón, Aller, Pigüeña...) que buscan angustiosamente el mar por estrechos escobios, o más dulcemente en los cordales montañosos, aprovechados por ello para el discurrir de los más antiguos caminos que comunican Asturias con la Montaña y Meseta leonesa (Vía de la Mesa, Vía de la Carisa y otros muchos puertos secos). Varias sierras interiores con cumbres hasta 1.700 m (Aramo, Sueve, Cuera...) se encuentran aún más cerca de la costa; y todavía más otras sierras prelitorales en torno a los 400 m de altitud, que dejan un estrecho margen de pocos cientos de metros a la rasa litoral, suave plataforma originada por la regresión marina, donde se concentra una importante red de población desde tiempos ancestrales, dadas sus amplias posibilidades agrarias. En el tercio occidental de la región se deja notar menos la orogenia alpina, presentando altitudes menores y relieves más aplanados en las sierras, aunque igualmente profundos valles fluviales (Esva, Navia, Eo...). La base litológica de esta Zona astur-occidental-leonesa (cuarcitas, pizarras de Luarca, etc.) es más ácida –y de pobres rendimientos agrarios– que las centro-orientales, cuyo sustrato calizo genera suelos básicos con más potencial y posibilidades agrícolas.
Al tiempo, la barrera montañosa retiene la húmeda influencia atlántica más que en las regiones vecinas de Cantabria y Galicia; además, los grandes desniveles y contrastes crean inversiones térmicas que acentúan las precipitaciones a lo largo de todas las estaciones. No obstante, tales contrastes generan en el fondo de los profundos valles áreas micro climáticas más templadas y resguardadas, donde el potencial agrícola se acentúa al punto de permitir a lo largo de las épocas históricas la introducción de bizarros cultivos para esta región atlántica (vid, olivo, cítricos ¡e incluso kiwi actualmente!).
Pero estas duras condiciones orográficas y climáticas no constituyen únicamente limitaciones naturales. Bien es cierto que los fuertes contrastes entre altas sierras y profundos valles fragmentan los espacios, compartimentan los asentamientos en cada valle –sin llegar a aislar los–, dificultan las comunicaciones –sin llegar a impedirlas– o limitan la introducción de cultivos mediterráneos. Al tiempo, sin embargo, ofrecen un amplio abanico de potencialidades: una feraz vegetación, tanto arbórea como herbácea, susceptible de modificar y transformar en bosques, montes, pastos, prados, tierras, huertas, etc., y con ellos generar y obtener un amplio caudal de recursos en forma de madera, leña, frutos, caza, ganado bovino, equino, ovino, porcino, avícola, apícola..., cultivos cerealícolas, frutícolas y hortícolas. Y todo ello sin requerir importantes inversiones hidráulicas de regadío, a cuenta del clima oceánico. Las aguas, tanto fluviales como marinas, generan otros importantes y abundantes recursos: pesca y recolección, salinas y energía. Las montañas ofrecieron, además, sus más preciados tesoros albergados en sus entrañas: minerales auríferos, cupríferos y férricos, ya explotados desde la remota antigüedad, hasta los más recientes recursos carboníferos, wólfram, etc.; sin olvidar las rocas calizas, areniscas, pizarras o arcillas, profusamente utilizadas para la construcción, industria y artesanado.
En suma, una potente naturaleza que, sin embargo, no se nos presenta hoy como el resultado de la mera acción de los elementos naturales, sino de la transformación e interacción antrópica. El paisaje es el resultado de ese modelado mediante el trabajo. Y la expresión final de la intervención humana y social sobre el espacio, mediante la ordenación e institucionalización de límites y atribuciones (jurisdicciones político-administrativas, militares, económicas, religiosas...) es lo que entendemos y percibimos como territorios. Así es como se han ido construyendo y modificando, a lo largo de la historia, los diferentes “mapas” territoriales, desde la escala local a la estatal. De forma cambiante, y en función del tipo de jurisdicciones, los entes y poderes con capacidad para ello han ido perfilando y diseñando los diversos tipos de territorios: provincias, conventos jurídicos y municipios, en época romana; posteriormente, en tiempos medievales, reinos, provincias, condados, mandaciones o comisos, alfoces y municipios, valles, tierras o términos, diócesis, arciprestazgos y parroquias..., componiendo una complicada trama en la que no sólo se yuxtaponen, sino también se superponen y se suceden las distintas competencias y atribuciones.
Así pues, la construcción territorial es un proceso dinámico y evolutivo con la misma sociedad. Cada formación social proyecta, diseña y ordena territorialmente sus espacios de trabajo, de explotación, de jurisdicción, de influencia y de periferia conforme a su propio modelo de estructura socioeconómica y político-administrativa.
De esta forma, Asturias –la actual estructura territorial de la Comunidad Autónoma del Principado de Asturias– no es exactamente igual a la del Antiguo Régimen o a la de la época en que se instituyó el Principado (1388) o se completó el mapa de polas y concejos (siglos XII XIII), por más que les deba un importante legado jurídico-institucional y –aparentemente– se parezca en sus límites provinciales y municipales. Cada una de tales estructuras territoriales hunde sus raíces en la precedente, hasta la organización administrativa de la Hispania romana, que es –en puridad– la primera ordenación territorial conocida.

Los precedentes antiguos
Como es sabido, el mismo nombre de Asturias deriva del etnónimo astures, el pueblo –o uno de los pueblos– que poblaban esta región antes de su integración en el Imperio romano. Muchos de los aspectos de su organización social y territorial son mal conocidos y sólo a partir y a través de la descripción de los autores grecorromanos que destacaron su salvajismo para justificar su conquista y sometimiento a la civilización romana. Así Estrabón sitúa a los ástures entre los galaicos y los cántabros, separados de éstos por una ría del Océano y de aquéllos por el río Navialbion (Navia o Esva). A partir de otras noticias literarias y epigráficas, así como topónimos y formas lingüísticas ancestrales, C. Sánchez-Albornoz estableció los límites por los que se extendería la tierra de los astures, entre el mar Cantábrico y el río Duero, con el Sella como límite oriental frente a cántabros vadinienses y el Esla (Ástura, el hidrónimo originario del etnónimo) frente a vacceos hasta el Duero; aguas abajo de éste hasta la confluencia con el Sabor, remontándolo por las montañas galaico leonesas de Gamoneda, Caurel y Ancares para alcanzar el río Navia y seguir éste hasta el mar. Ocuparían, por tanto la mayor parte de la actual Asturias, del Sella al Esva o Navia, casi toda la provincia de León, mitad occidental de Zamora, parte de Tras-os-Montes, y extremo oriental de Orense. Éstos fueron también los límites que Roma utilizó para encuadrar a los pobladores dentro del Conuentus Asturum o Conuentus Iuridicus Asturi censis. Al oeste quedaban los galaicos albiones adscritos al Conuentus Iuridicus Lucensis, con capital en Lucus Augusti (Lugo) y al este los cántabros vadinienses en el Conuentus Iuridicus Cluniaciensis.
Plinio y Ptolomeo relatan los veintidós grupos que formaban el pueblo astur, divididos –ya bajo dominio romano– en augustanos o cismontanos, al sur de la cordillera en torno a la capital romana de Asturica Augusta (Astorga), y transmontanos, más allá, al norte de los montes. Entre éstos mencionan a paesici y luggoni. Los pésicos, al occidente, ocuparían un amplio espacio entre el Navia y el Nalón con capital en Flavionavia (ría del Nalón, en torno a Pravia). Los lugones en el área central, hasta el Sella. Se discute aún si ambos estarían integrados en los astures o, por el contrario, todos fueran grupos diferentes e independientes. A este respecto, un testimonio epigráfico excepcional, aparecido en la sierra centro-oriental del Sueve menciona ASTURU ET LUGGONU. La posibilidad de interpretarlo como un mojón delimitador de los términos de ambas poblaciones es sumamente sugerente. De aceptarse así, pondría en igualdad a ambos grupos, repartidos los astures en el centro de la región y los lugones al oriente. De todos modos, el nombre que trascendió para denominar a todos ellos y al territorio administrativo desde entonces, astures y Asturia, había tenido su origen en tierras cismontanas.

El modelo territorial castreño
Descendiendo a la escala local, el rasgo más común a todos los pueblos prerromanos del noroeste peninsular fue la ocupación del espacio a partir de pequeños asentamientos en lo alto de cerros, rodeados de fosos y murallas, a modo de aldeas fortificadas, conocidos como castros.
Las recientes investigaciones realizadas en distintos espacios galaico-astur-leoneses coinciden en resaltar la territorialidad local como una constante de los asentamientos y comuni dades castreñas; un modelo de organización y ocupación del espacio de forma autárquica, no jerarquizada e independiente, de tendencia autosuficiente en la explotación de los recursos agropecuarios, y con una fuerte cohesión interna (FERNÁNDEZ-POSSE et alii, 1994). Esta inde pendencia territorial, sin embargo, no implica un total aislamiento, como evidencian los con tactos externos, las relaciones comerciales, e incluso cierta “unidad” sociocultural testimonia da por los escritores latinos y el enfrentamiento colectivo a la conquista romana. En efecto, las prácticas comunes de ocupación y explotación del espacio proporcionan una misma identidad y cierta homogeneidad en los patrones socioeconómicos de los pueblos del noroeste. La pertenencia de individuos a castella (unidades administrativas locales romanas a partir de los territorios castreños) que aparecen en epígrafes del noroeste, expresa con claridad la cohesión social interna de estos poblados basada en la territorialidad local.
Sin embargo, las mismas tendencias autárquicas que generan la cohesión interna actúan en contra de la integración en agrupaciones políticas superiores, como indican la ausencia de formas de organización estatal, las particularidades regionales y las diferentes reacciones a la conquista romana y a la integración en las estructuras políticas y socioeconómicas imperiales.
En este sentido, cabe destacar la preeminencia en estas comunidades de principes, documentados epigráficamente entre los galaicos albiones (Vegadeo) y cántabros vadinienses (Cangas de Onís, Riaño); conformarían éstos las jefaturas locales que desempeñaron un papel preponderante en las relaciones con Roma, a través de su integración en el ejército y la administración romana del territorio galaico, astur y cántabro (SASTRE 2002). A la postre, estas jefaturas constituirán –una vez desaparecido el aparato estatal romano– las bases locales de la aristocracia astur en el más temprano altomedievo (MENÉNDEZ-BUEYES, 2001).

Las transformaciones romanas en el modelo de organización territorial
La implantación romana en el noroeste se produjo de manera desigual en cuanto a las transformaciones producidas en la organización social y territorial indígena, sin duda debido tanto a las diferencias regionales como a las diversas formas de explotación de los recursos. Las diferencias en el tipo de reacción indígena y cronología de la conquista de los pueblos del norte, en el grado de asimilación del more romano, las diversas e imprecisas unidades político-administrativas establecidas por Roma, en las que pretende integrar homogénea mente a los variados grupos indígenas, y sobre todo las diferencias estructurales en la explotación de los recursos del territorio, generaron diversos grados de transformación, de aculturación y de organización de los territorios. Vamos conociendo la evolución de la nueva ordenación político-administrativa impuesta en los territorios indígenas (Provincia transduriana instituida provisionalmente por Augusto durante las guerras de conquista, Conventus Asturum, Lucensis, Cluniensis a partir de Augusto, Procuraduría de Asturia et Gallaecia para adscribir el distrito minero del noroeste, Provincia Gallaecia diocleciana, etc.); pero en realidad desconocemos hasta qué punto responde la nueva ordenación a una readaptación de la organización indígena, cuyas comunidades quedaron integradas en unidades con denominación genérica latina de populus, civitates, gentes, adecuadas a un modelo más favorable para la administración imperial y la explotación del territorio (SASTRE 2001, 2002).
Así, por lo que respecta a Asturias, se aprecia un notable grado de transformación en el modelo territorial castreño en el centro-occidente de la región, el área integrada en el distrito minero de Asturia et Callaecia, lo que contribuye a homogeneizar éste en gran medida. Aun manteniendo el castro como forma básica de habitación, el modelo prerromano de ocupación y explotación autárquica del territorio resulta drásticamente modificado y sustituido por un nuevo patrón planificado a escala regional, donde las explotaciones mineras determinan los emplazamientos, su jerarquización y especialización funcional: labores mineras, infraestructura viaria e hidráulica, producción metalúrgica, agrícola o ganadera (SÁNCHEZ PALENCIA et alii, 1990; FERNÁNDEZ-POSSE et alii, 1994).
A pesar de ello, el grado de implantación romana en otros aspectos, como el urbanismo de época augustea o flavia, son menos apreciables, sin que falten indicios de otras formas de ocupación y especialización funcional, como los enclaves, urbes o puertos costeros de Flavionavia o Gijón, el posible origen altoimperial de algunas villae del centro de la región, o la misma red de caminos.
Por otra parte, en la zona oriental de Asturias, el área vadiniense, considerada étnica mente cántabra e integrada en el Conventus Cluniacensis, no se aprecian claramente los patrones de asentamiento y organización territorial anteriores; la supuesta ciuitas Vadinia no sería sino la teórica reordenación y municipalización romana de un grupo social sin jerarquización, sin urbs; los castros son más escasos y el impacto minero es menor; el modelo ocupacional debió contar aquí más con un patrón de asentamientos diferente. Algunos hallazgos de asentamientos en valle en Corao, la red viaria de alta montaña y otros indicios nos permiten suponer que se produjo aquí un peculiar régimen agrícola y ganadero marcado por una complementariedad estacional entre pastos de altura (brañas o majadas de montaña de Picos de Europa, en torno a los 1.000-1.500 m de altitud) y de bajura (valles e invernales en torno a los 100-400 m); un sistema de producción pastoril trashumante, o mejor transterminante, similar al de pasiegos y vaqueiros en las montañas cantábricas. La mayor potencionalidad ganadera, sin olvidar la explotación de otros recursos (mineros, forestales...) debió ser primordial para la especialización ganadera de los vadinienses; recuérdese el destacado papel de los caballos en su peculiar epigrafía.

Las transformaciones desde época tardorromana: el inicio de la transición al medievo
La desaparición de la actividad minera, a partir del siglo III, supuso así mismo la ruptura de ese modelo de organización interdependiente, iniciándose unas transformaciones que marcarán en cierta forma la evolución y transición a la alta Edad Media.
Tomando como ejemplo algunas investigaciones realizadas recientemente sobre estos aspectos de evolución territorial, podemos observar procesos comunes y diferentes respuestas microespaciales. En los valles centro-occidentales de Asturias (Pigüeña-Somiedo), un área de intensa explotación minera (aurífera y férrica), asistimos al abandono de los castros y espacios mineros, así como a la posterior recuperación de las actividades agropecuarias de subsistencia en nuevos espacios, las villas altomedievales surgidas en las cercanías de los castros y en lugares más llanos y propicios para la intensificación agrícola. Si bien no hay una estricta continuidad habitacional (los castros no entregan registros posteriores a la época romana), sí se advierte cierta continuidad espacial en el uso del antiguo territorio castreño de explotación (FERNÁNDEZ MIER, 1999). La relación de las villas con los espacios de los castros agroganaderos en cuyas proximidades se asientan, siempre buscando lugares más llanos y abiertos, parece evidenciar la vinculación de sus términos o territorios, que aparecen documentados ya desde época altomedieval y hasta los siglos XII-XIII con ese mismo sentido de fragmentación territorial de tendencia autárquica y autosuficiente. Sobre ellos se superpondrá entonces la organización feudal, con territorios más grandes, supralocales, presididos por castillos, los nuevos centros de poder territorial emplazados por los señores (¿locales o foráneos?) en posiciones más dominantes y elevadas en altos peñascos por encima del entorno de producción, a diferencia de los antiguos castros.
En el área central de la región, fuera de la zona minera, se registra una intensa ocupación, explotación y ordenación romana con un sentido diferente; en torno al enclave portuario de Gijón, amurallado en época tardorromana como exponente máximo de la municipalización en la región, un amplio abanico de villae y otros pequeños asentamientos rurales (vici, casales...) distribuidos radialmente desde la urbs, explotaron intensamente los espacios de la rasa y valles prelitorales. La desarticulación del aparato estatal romano dio al traste con el sistema productivo, pero no totalmente con el modelo territorial. Los fundi de los possessores locales se mantuvieron parcialmente, transformados en los dominios de esos poderes locales (seniores) con mayor autonomía jurisdiccional y fiscal; apenas insinuados en época tardoantigua, emergen en los tiempos altomedievales creando pequeñas villas, iglesias y castillos en los valles o pequeños territorios del abanico gijonés: Veranes-Cenero, Serín, Leorio, Ranón, Curiel... (GARCÍA ÁLVAREZ-BUSTO, 2006).
El caso de la villa de Veranes es especialmente paradigmático. Un pequeño asentamiento rústico altoimperial es ampliado sucesivamente en época tardorromana (siglos IV-V) para acomodarlo a los modelos más clásicos de uilla señorial: aula, baños, torreón y espacios de representación con mosaicos; en torno a un patio con entrada monumental se distribuyen cuidados aposentos, además de estancias calefactadas, culinarias, horrea, etc. (FERNÁNDEZ OCHOA, GIL SENDINO, OREJAS DEL SACO VALLE, 2004). En los siglos siguientes a la ordenación imperial que propició este sistema de explotación vilicaria, la transformación progresiva de las estancias señoriales en nuevos espacios de producción (fraguas metalúrgicas), así como en iglesia y cementerio, es bien patente, alcanzando los siglos medievales (Ibidem).
La villa romana ha desaparecido, pero la ruptura no alcanza totalmente al uso de un espacio señorial, el aula, transformada en la iglesia que preside el entorno rural y transmite el nombre del valle de Veranes (in Ueranes...) como referencia espacial para el poblamiento medieval. Posiblemente el mismo fundus de la villa transciende en esa denominación, y quizá se encuentre en la base patrimonial de la constitución de la posterior parroquia de Cenero.
Al tiempo, el centro de poder supralocal se ha desplazado al cercano castillo de Curiel, dominando una zona más silvopastoril en el límite del fundus (GUTIÉRREZ, 2003). También los límites que percibimos en la Edad Media constituyendo el alfoz concejil de la puebla de Gijón desde el siglo XIII parecen fijar la ordenación territorial remanente del antiguo municipium de la ciudad romana; sus límites exteriores –bien marcados por el “anfiteatro” montañoso que envuelve el litoral gijonés– serían los de los antiguos fundi, transformados en los valles y dominios señoriales (Veranes-Cenero, Serín, Leorio, Ranón, Baldornón, Deva...), y lindantes con otras entidades circundantes de igual raigambre antigua (Lucus Asturum, villa de Paredes, Argüelles-Siero...) (Ibidem).
A una escala supralocal, la percepción territorial de la región se rarifica en este periodo tardoantiguo; las fuentes literarias y arqueológicas apenas dejan entrever la acción e implantación de poderes superiores estatales, lo que ha generado diversas y enfrentadas opiniones sobre la integración del territorio astur en los reinos suevo y visigodo o, por el contrario, su virtual autonomía e independencia.
Entre las fuentes literarias destacan la Crónica del obispo Hidacio, el denominado Parroquial Suevo o Divisio Theodomiri, los escritos de Valerio del Bierzo y de Isidoro de Sevilla. El primero relata (c. 469) los acontecimientos del siglo V (invasiones germanas, desmembración del Estado Romano, pactos entre suevos y nobleza galaicorromana...) en calidad de testigo y protagonista de los mismos. El papel rector de la nobleza regional y, entre ella, los obispos al fren te de las ciudades y municipios muestra la sustitución de la capacidad ordenadora de los epígonos estatales por la de los poderes autónomos locales y especialmente la Iglesia. Aparte de generar una perspectiva antigermana, el cronicón muestra la pervivencia de las demarcaciones administrativas romanas perfectamente jerarquizadas y aún vigentes: Hispanias, Provincia Gallaeciae, Regionem Gallaeciae, Conventus Bracarensis, Conventus Lucensis, con su rector en Lugo, Conventus Asturicensis, Asturicensi urbe, Coviacense Castrum, castella tutoria, loca maritima, domus, ecclesiae, camporum loca..., además de expresiones alusivas a espacios menos municipalizados fuera de la Gallaecia: Vasconias, Cantabriarum et Varduliarum loca maritima... (cf. Cr. HYD ed. Tranoy, 1974).
La Gallaecia, el noroeste hispano, habría quedado bajo poder del reino suevo desde entonces, comprendiendo la mitad occidental de Asturias, a juzgar por la división parroquial que en el 569 habría sido compilada en el concilio de Lugo por disposición de Teodomiro, princeps suevorum. Así, en la Diócesis o Asturicensem sedem quedan comprendidas las parrochias de Legio, Bergido, Petra speranti, Comanca, Ventosa, Maurelos, Senimure, Fraucelos, Pesicos. A rasgos generales, la división eclesiástica parece corresponder con el Conventus Asturicensis, salvo algunas limaduras: Geurros (gigurros de Valdeorras) y Senabria para la sede Auriense o Cavarcos para la Lucense. Ya se han hecho notar las diferencias entre parroquias meridionales coincidentes con núcleos urbanos (Municipio, Astorica, Legio, Senimure...) frente a los septentrionales, más rurales o aparente mente menos municipalizadas, con nombres étnicos (Celticos, Brecantinos, Bibalos, Geurros, Pesicos...) (DAVID, 1947), si bien no debe considerarse de forma simplista como un síntoma de arcaísmo indigenista ajeno a la romanización. Sabemos que en algunas de esas zonas (Valdeorras, Coruña...) hubo importantes centros urbanos; igualmente, es preciso tener en cuenta las alteraciones y manipulaciones del documento, debiendo tomar estas noticias con reservas más que como argumentos definitivos.
Para Asturias, cabe hacer un par de consideraciones más. La única mención parroquial es la de Pesicos, significativamente coincidente con el pueblo prerromano que se extendía por la zona occidental, entre el Nalón y el Narcea. Puede pensarse que los espacios montañosos con escasas ciudades romanas aún registraban una escasa incidencia de la organización religiosa, si bien algunos testimonios epigráficos parecen apuntar a la existencia de comunidades cristianas en el oriente vadiniense en época tardorromana. O bien, que tan sólo el área más próxima al Conventus Lucensis había sido integrada en la administración religiosa –y su correspondiente dominio político– del reino suevo. En ese sentido se interpretan las campañas del rey suevo Miro contra los ruccones (¿luggones?) en 572, casi al tiempo que Leovigildo entraba en Cantabria y ocupaba Amaia y su provincia (Cr. I. BICLARA, cf. GROSSE, 1947, 153-6; DIEGO SANTOS, 1979).
Finalmente, destaca la última sede del parroquial, la sede de los bretones, diferenciada y apartada cautelosamente de las vecinas, y que muestra la implantación y especial consideración hacia el monacato irlandés llegado a las costas minduñenses en los siglos V y VI, así como su extensión por la vecina Asturias: Ad sedem Britonorum ecclesias que sunt intro Britones una cum monasterio Maximi et que in Asturiis sunt (DAVID, 1947, pp. 44 y 57-64, donde expone sagazmente la manipulación pelagiana en la disputa sobre límites diocesales en el siglo XII, sustituyendo in Asturiis por usque in flumine Ove).
Los escritos de Isidoro de Sevilla (Etimologías y Crónicas de los godos, c. 625) ofrecen interesantes cuestiones relativas a la organización administrativa del reino visigodo, con referencias a las provincias y distritos, definiciones eruditas de los núcleos de población, desde las ciudades a los castillos, villas y pagos. Por lo que se refiere a Asturias, además de panegíricos de las campañas visigodas contra las rebeliones e insumisiones de los pueblos norteños, resalta el arcaísmo belicoso de astures, ruccones, cántabros y vascones con expresiones tomadas de Plinio y otros escritores antiguos (cf. SCHULTEN en Grosse, 1947, pp. 259 ss), lo que obliga a tomar cautela ante su visión negativa y arcaizante, propagandística del expansionismo toledano.
En contraste con la perspectiva isidoriana, los escritos atribuidos a Valerio del Bierzo, a fina les del siglo VII, nos muestran una región astur –si bien centrada en el Bierzo– más “civilizada” y ordenada territorialmente, en consonancia con el panorama trazado por Hydacio dos siglos antes y el parroquial suevo en la centuria anterior. Dan prueba de ello las menciones de la Asturiensis provincia, Uergidensis territori, Asturiensis urbis, Legionem civitatem, Castri Petrensis, Castello, locus, predio Ebronanto, Complutensis cenobii, monasterio Rufiana, además de múltiples descripciones “paisajísticas”, como los bosques, montañas y cuevas del Bierzo (rupis, speluncis, antra, ergastulo, tugurium...) donde Fructuoso y sus monjes se aislaban para llevar vitam heremiticam en Alpium convallibus; igualmente son reseñables los relatos de la febril tarea constructora de monasterios, iglesias y basílicas, con altares, claustros, oratorios, huertos, etc., por Fructuoso (hijo precisamente del dux de Bergido y en cuyo patrimonio realiza sus fundaciones monásticas), así como las menciones a la construcción de vías y su uso por hombres y ganados (quizás trashumantes) (cf. en DÍAZ Y DÍAZ, 1974).
Para entonces, la Gallaecia sueva, estaba ya integrada en el reino de Toledo, desde la conquista de 585, aunque no sabemos si el dominio visigodo afectaría también al territorio astur. La emisión de monedas de Sisebuto (c. 612-621) en la ceca de Pesicos sugiere que prosiguen los intentos militares y fiscales para la reducción y sumisión (¿militar o fiscal?) de la población astur.
Igual de conflictiva es la aceptación de los ducados de Asturia y Cantabria c. 653-683, con capitales respectivas en Astorica y Amaia al frente de un dux (GARCÍA MORENO, 1974), en relación con la dominación de los territorios norteños por la monarquía toledana. La región del Bierzo, donde se encontraba el principal centro administrativo de la época, el castro de Bergido, parece haber estado más integrada, como muestran los escritos de Valerio, mientras que carecemos de testimonios literarios o arqueológicos que confirmen la dominación efectiva de Asturias. La misma imprecisión de los límites de tales ducados así como la ausencia de huella de implantación goda abogan por una nula o escasa integración.
A este respecto, no deja de ser llamativo que en ambas circunscripciones se produzcan dos procesos análogos de extensión del cristianismo a través de las predicaciones de monjes eremitas encabezados por dos hombres santificados; Millán en el valle del Ebro riojano y Fructuoso en el Bierzo. El primero extiende sus predicaciones por Cantabria, profetizando su destrucción en vísperas de la conquista de Amaya por Leovigildo (574). El segundo propaga el monaquismo eremítico entre los astures occidentales. A pesar de las diferencias entre ambos movimientos existen importantes paralelismos: la trayectoria vital semilegendaria de ambos taumaturgos, el retiro anacorético en cuevas tan habitual en el cristianismo antiguo, la legión de seguidores que se suman a su modo de vida; y sobre todo acentúa las analogías el estilo hagiográfico de sus biógrafos respectivos. Las más importantes divergencias se hallan en la mayor integración del caso berciano en las estructuras administrativas del reino visigodo, ya en el siglo VII, así como en la génesis del monacato altomedieval protofeudal a partir del modelo fructuosiano. Pero en ambos el común denominador territorial consiste en la extensión del monacato por las zonas próximas a los límites de las conquistas visigodas.
Por otra parte, observamos que en amplias áreas del noroeste, incluida Asturias, la ausencia de impronta de dominio visigodo es total. El silencio –o ausencia– de las fuentes emana das del poder central (tanto las escritas como las arqueológicas: fundación de iglesias, monasterios, enterramientos, etc.) nos sugiere que la población y los poderosos locales disfrutaron de una relativa autonomía. En ausencia del aparato estatal serían los seniores quienes dirigirían los procesos organizativos de la producción y fiscalización a escala local. La compartimentación territorial generó una importante retracción de la producción y comercialización, reduciendo con ello los indicadores de observación: registros materiales detectables arqueológica mente en el urbanismo y la edilicia, los productos de uso e intercambio e igualmente la emisión de registros escritos (GUTIÉRREZ, 2006).
Esta fragilidad documental que debilita la percepción de los modelos de ocupación y organización territorial desde las escalas locales a las supralocales, ha generado diferentes y enfrentadas teorías y modelos interpretativos sobre el alcance de la dominación visigoda, su capacidad de integración, su papel continuador o rupturista de las estructuras antiguas y–sobre todo– respecto a su trascendencia en la formación de las estructuras territoriales, polí ticas y sociales de la monarquía asturiana.

La génesis de Asturias medieval
Como es bien sabido, las diferentes posturas interpretativas sobre el origen del reino de Asturias se agrupan en torno a dos ideas básicas: la continuidad de las estructuras organizativas del reino visigodo en la monarquía asturiana, frente a la idea de que el reino de Asturias surge como una entidad diferenciada e independiente de la hispanovisigoda, como resultado de la transformación de las estructuras autóctonas de la región.
La primera teoría parte de una supuesta integración plena de Asturias en el dominio roma no y visigodo, reforzada después de la invasión musulmana con la inmigración de las élites godas a la región cantábrica, desde donde habrían reconstruido y reproducido el aparato esta tal e institucional toledano; la continuidad entre la monarquía astur y la goda sería total, justificando así la Reconquista y la Repoblación de España como una empresa nacional nacida en la batalla de Covadonga. Esta ideología goticista fue construida por los cronistas de la corte de Alfonso III y sistemáticamente llevada a la práctica por la monarquía junto con los poderosos laicos y eclesiásticos en su expansión peninsular. Esta construcción ideológica impregna la obra de su máximo historiador, Claudio Sánchez-Albornoz, quien, asumiendo completamente el ideal patriótico que la origina, consolida definitivamente su teoría histórica. Su magna obra se compendia en los tres gruesos volúmenes que se titulan precisamente Orígenes de la Nación Española: El Reino de Asturias.
Por el contrario, la teoría “indigenista” fue elaborada posteriormente por Abilio Barbero y Marcelo Vigil; partiendo de la base de una escasa romanización y nula integración en el reino visigodo, los astures, una sociedad arcaica que se habría enfrentado secularmente a romanos, visigodos y musulmanes, protagonizan la resistencia al estado islámico sin dependencia alguna del reino visigodo. La Reconquista no puede entenderse como una reconstrucción nacional visigoda, sino como una expansión militar y apropiadora, protagonizada por una sociedad en vías de desarrollo y feudalización que se nutre en un momento avanzado, la época de Alfon so III, de la ideología neogoticista mozárabe.
Actualmente, conocemos algo más sobre los procesos históricos y con ello también las debilidades de ambas teorías (vid. a modo de compendio de ambas interpretaciones el reciente coloquio sobre La época de la monarquía asturiana, 2002).
Como hemos expuesto brevemente, las regiones cantábricas fueron ampliamente ocupadas, explotadas y colonizadas por el estado romano, integradas en su estructura administrativa y tras formada su organización socioeconómica. Los testimonios literarios, arqueológicos, epigráficos, etc. son hoy incontestables y su huella remanente constituye la base principal del “edificio” medieval. Frente a esta rotunda presencia romana, la huella de la dominación visigoda es mucho más débil, apenas testimonial y –sobre todo– controvertida. Esto aboga y abona la idea de que, desarticulado el aparato estatal romano, los poderosos locales, los ricos terratenientes o magnates astu-rromanos (que no indígenas sin romanizar) dispondrían de una mayor autonomía para el control y dirección de la explotación y fiscalización de sus dominios, al margen del estado visigodo que, precisamente por ello, dirige contra la región sucesivas campañas de anexión política o sumisión fiscal, al parecer fallidas por lo reiteradas. Esta situación ha podido reforzar la posición de unos señores que, empero, no se manifiestan claramente hasta el siglo VIII, después de la liquidación del reino godo y vencida la presión de sus sucesores en el cargo, los omeyas.
Sin embargo, la desaparición del estado romano y la quiebra del engranaje productivo, comercial y fiscal habían debilitado también el sistema vilicario. Las villas habían dejado de funcionar como tales explotaciones señoriales, transformadas en iglesias o abandonadas. Los nuevos centros de poder serán los castillos, las iglesias y monasterios fundados por los seño res en sus dominios, mientras que la población no servil dispondría de mayor capacidad y autonomía para establecer sus explotaciones y residencias en aldeas, castros y otras formas de asentamiento, tanto en valles como montañas, a los que se refieren algunas menciones literarias tardo-antiguas y altomedievales con ambiguos términos: loca, tuguria, domus, cabannae, pagus, uici, uillula, castra, antra... De esta forma, una gran parte de la población norteña quedó al margen del Estado (visigodo, omeya y neogodo) y de los dominios señoriales, silenciada o calificada de salvaje y montaraz por los cronistas cortesanos del aparato estatal.

La nueva organización espacial y ordenación territorial
Las fuentes para el estudio y la percepción de la ordenación territorial en la época de la monarquía astur (718-910) son ciertamente limitadas, no tanto cuantitativa como cualitativamente. Consisten básicamente en el conjunto de Crónicas gestadas en la corte de Alfonso III a finales del siglo IX, más un racimo de documentos monásticos de Asturias, Galicia, Liébana y Castilla, muy pocos originales y coetáneos, junto a los más mistificados en los siglos siguientes en beneficio de los intereses de los obispados de Oviedo, Lugo, Santiago y León. Las fuentes arqueológicas han jugado hasta ahora un papel menor en la reconstrucción his tórica de la estructura social de este periodo, arrinconadas por la contundencia de los documentos escritos. Tan sólo las iglesias de este ciclo histórico han atraído la atención de los estudios, si bien más desde el punto de vista artístico que desde el análisis socioeconómico y espacial. Los castillos, castros, aldeas y otras formas de asentamientos rurales altomedievales apenas reclaman la atención literaria y sólo muy recientemente su información material comienza a ser objeto de estudio e incorporación al discurso histórico. En este sentido, es preciso subrayar que la distribución del poblamiento y los patrones de jerarquización en la ocupación, explotación y ordenación del espacio, constituyen fuentes de primer orden para el análisis de la estructura social.
En la escala supralocal, la geografía histórica del reino de Asturias ha sido percibida y trazada acorde a las sensibilidades interpretativas expuestas anteriormente. Para las teorías visigotistas el “espacio natural” que pretende la monarquía asturiana es el del antiguo reino toledano. En los primeros momentos los reyes comienzan reorganizando el solar astur trasmontano, para integrar a continuación las regiones cantábricas de Galicia a Bardulia (la vieja Castilla), lanzándose posteriormente en sucesivas campañas militares a la Reconquista de los territorios del reino visigodo. El vaciamiento demográfico del valle del Duero habría posibilitado, según Sánchez-Albornoz, una Repoblación tanto con gentes del norte como inmigrantes mozárabes del sur, realizada por hombres libres y creando por tanto una sociedad nueva, diferente de la antigua y de la feudal ultrapirenaica.
A pesar de los estudios que han expresado las debilidades y contradicciones de esta ideo logía neogoticista, los caducos conceptos de Reconquista y Repoblación siguen aún hoy utilizándose, consciente o inconscientemente, sin atisbo de crítica o duda alguna. Sin embargo, la supuesta despoblación duriense ya había sido cuestionada por Ramón Menéndez Pidal a partir, sobre todo, de razonamientos lingüísticos, al observar la permanencia de una toponimia preexistente. Posteriormente, A. Barbero y M. Vigil advirtieron la intencionalidad neogoticista de sustentar y justificar la conquista y expansión astur, para lo cual debían intentar hacer aparecer como vacíos y no poseídos por nadie los espacios del antiguo reino godo ahora apropiados por los conquistadores astures. C. Estepa observó la preexistencia de población en el territorio legionense anterior a la apropiación regia y a la inmigración mozárabe. J. A. García de Cortázar determinó el carácter de apropiación colonizadora de los nuevos conquistadores.
Más recientemente se han ido aportando diversas pruebas arqueológicas de asentamientos rurales o sus necrópolis, previos a la supuesta repoblación (F. REYES, J. ESCALONA, C. CASA, J.A. GUTIÉRREZ, etc.). A partir de estas revisiones y nuevas perspectivas han ido realizándose amplios estudios regionales analizando la organización social del espacio (concepto acuñado por GARCÍA DE CORTÁZAR, 1988, etc.) en el norte peninsular. Con todo, aún estamos lejos de conocer en profundidad el complejo tejido territorial con todas sus implicaciones político administrativas, socioeconómicas, religiosas, etc.
Una de las primeras cuestiones a tener en cuenta a la hora de reconstruir el entramado espacial y territorial del reino astur es que la percepción geográfica de las circunscripciones administrativas con que se ordenan y encuadran las diferentes formas espaciales (valles, mon tes, ríos...) y territoriales (reino, provincia, región, ciudades, villas, lugares...), procede de las categorías sentidas y transmitidas por los redactores de las crónicas a finales del periodo de la monarquía asturiana (finales del siglo IX) sin que podamos aceptar sin reparos la situación descrita para los momentos iniciales de la octava centuria.
Los cultos clérigos de la corte alfonsí, con su carga ideológica goticista de la pérdida de Hispania y su necesaria restauración en la patria Asturiensium, nos transmiten su “versión oficial”, su ideal composición territorial, en apariencia perfectamente institucionalizada, como la misma formulación del reino y sus provincias, o las relaciones de poder entre soberanos y vasallos, magnates y siervos, Iglesia y Estado. La continuidad institucional entre el reino visigodo, ordo gentis gotorum, y el asturiano, ordo gotorum obetensium regum (cf. Cr. ALBELDA, ed. GIL FERNÁNDEZ, MORALEJO, RUIZ DE LA PEÑA, 1985), aparece con total naturalidad. Para asentar las raíces legimitadoras la nomina arranca con el Ordo romanorum regum, al que sucede sin trauma alguno el ordo gotorum y a éste el asturorum.
Se pergeña así, como ya señalaran Gómez Moreno, Menéndez Pidal y Sánchez-Albornoz, “la primera formulación expresa del neogoticismo del reino astur” (RUIZ DE LA PEÑA en Intr. Crónicas, ed. GIL FERNÁNDEZ, MORALEJO, RUIZ DE LA PEÑA, 1985, p. 35), al atribuir a Alfonso II la restauración del orden gótico en Oviedo, tanto en la Iglesia como en el Estado: omnenque gotorum ordinum sicuti Toleto fuerat, tam in ecclesia quam palatio in Obeto cuncta statuit (Ib. p. 174), una situación que quizás deba atribuirse más bien al ideal de Alfonso III que al del rey casto. Resulta sorprendente, por ejemplo, que en esa supuesta restauración no se mencionen nunca los supuestos ducados godos de Asturias y Cantabria, que deberían constar en el ideario neogoticista.
El norte peninsular en época de la monarquía asturiana (718-910) 

El nuevo diseño territorial
Además de la panegírica y providencialista narración de las gestas de la realeza, en plena concordia con la Iglesia, para conseguir la restauración de la patria, destacamos la percepción territorial que los cronistas nos transmitieron.
Así observamos en primer lugar que a la Spania o prouincia Spanie de los visigodos sucede la Spania ocupada por los sarracenos. Indefectiblemente usan ese término para referirse a al-Anda lus, nunca a los territorios norteños fuera de ella: Gallaecie, Asturias, Cantabria, Bardulia y Vasconia, denominadas a veces también como provincias y otras por sus etnónimos o nombres gentilicios, la tierra de los pueblos respectivos, sin que alcancemos a percibir si se trata de los mismos espacios y colectivos que sus homónimos antiguos. De hecho, pueblos como los autrigones, caristios o várdulos habían desaparecido ya de la literatura tardoantigua, bajo el genérico vascones; o veían sus nombres desplazados al sur de aquellos, como ocurre con Cantabria y Bardulia, situadas ahora en el alto y medio valle del Ebro. Aunque Galicia y Asturias parecen corresponderse con las circunscripciones provinciales romanas, ninguna mención aparece ya a los Conventi Iuridici que habían alcanzado los tiempos tardoantiguos pero no ya la época altomedieval, ni a los ducados visigodos de Asturias y Cantabria, más allá de la alusión a su jefe militar, el dux de Cantabria, Pedro, padre de Alfonso (I), por la trascendencia en la génesis dinástica del reino. Pero el ámbito espacial de Cantabria –si es que llegó a consolidarse– se había esfumado.
La Prouincia Gallaecie es denominada también Gallicia, Gallecia; se incluyen en ella las ciuitates Lucensem (Lugo) y Tudensem (Tuy), lugares como locum Pontubio, locum Anceo, locum Farum Brecantium (el colosal Faro romano de La Coruña, el único monumento destacado tan expresamente por su valor ahora como atalaya costera contra la piratería sarracena y normanda), castro o castello sancta Cristina, monte Cuperio, pars maritima, etc.
Aunque no se precisan sus límites, los lugares citados, las expresiones in fines Gallecie, los límites con la Lusitania o las menciones a su dominio (populata est) por la monarquía hasta el Miño en época de Fruela (c. 760), a los comites o a los escenarios de las rebeliones de los populos Gallecie, nos dibujan una región aproximada a la actual, más recortada que la Gallaecia tardorromana y suevo-visigoda. Sin embargo, precisamente esas continuas rebeliones de los poderosos gallegos manifiestan una tradicional resistencia a ser absorbidos e integrados sus espacios de influencia en el dominio político del reino astur. Sus relaciones con el nuevo poder central serán más bien una alternancia entre la resistencia y las alianzas ante intereses comunes (como durante las guerras civiles sucesorias de los monarcas asturianos), más que de una permanente y efectiva integración en el nuevo reino (ISLA FREZ, 1992, 1993).
Al oriente de Galicia se sitúa Asturias, así denominada ya por los cronistas tardoantiguos y los de finales del siglo IX; aunque no nos precisan sus límites, podemos percibir y deducir una cierta correspondencia con los espacios de los antiguos pésicos y astures transmontanos. Su espacio oriental es denominado ahora Primorias, quizás en correspondencia con la primera ordenación territorial de los príncipes cántabro-astures, el núcleo “primordial” del reino (RUIZ DE LA PEÑA, 2001). La singularidad con que aparece mencionado como prouincia Premoriense o territorio Premoriense, vinculado al entorno de la primera corte en Cangas de Onís, permite situar lo entre el mar y las montañas cantábricas, del río Sella al Deva.
Más al oriente se sitúa Liébana, donde se suceden los acontecimientos siguientes al descalabro musulmán de Covadonga; separada de ésta por el monte Auseva, se citan en el territorium Libanensium el lugar de Amuesa y la villa o predio de Cosgaya.
Liébana se incluye también con Primorias y Transmiera entre los territorios poblados por Alfonso I. De manera evidente se entiende aquí populare como poseer y dominar políticamente unos territorios evidentemente no despoblados. A pesar de los inflados límites adjudicados por los cronistas de Alfonso III al dominio efectivo del reino astur con Alfonso I, hasta Vizcaya, parece que más bien sería Liébana el territorio más oriental controlado por los primeros príncipes cántabros de Cangas (GARCÍA DE CORTÁZAR, 1997, 1999). Desde los primeros tiempos medievales se muestra ya como un espacio definido y jerarquizado, con importantes colonizaciones monásticas en Piasca, Villeña, Lebeña, Turieno o Santo Toribio, etc., y numerosas villas, lugares, bustos o pastos, viñas, cultivos, etc. (GARCÍA DE CORTÁZAR y DÍAZ HERRERA, 1982, LORING, 1987).
Por el contrario, Cantabria aparece ahora más desdibujada. El recuerdo de la antigua circunscripción romana y visigoda parece alumbrar las menciones cronísticas alusivas a sus con fines (in finibus Cantabrie) donde Wamba sometió a los feroces vascones (Cr. Alb., XIV, 30); los cronistas medievales refrescan los textos tardoantiguos (Fregedario, Isidoro, Blicarense...) para narrar las victorias de los ejércitos godos sobre los rebeldes norteños; la prouincia Cantabria sometida a los reyes toledanos desde Leovigildo es rememorada y destacada en la génesis del primer caudillaje cántabro-astur, al precisar que Alfonso, hijo de Pedro, el duque de Cantabria (Cr. Alb., XV, 3) o de los Cántabros (Rot., 11), de progenie regia goda y jefe de su ejército (Ad Seb., 13), vino a Asturias, casó con la hija de Pelayo y colaboró con él en numerosas campañas victoriosas. Estos méritos le habrían valido ser elegido sucesor de Favila, reuniendo así las fuerzas y linaje principesco de los godos cántabros y astures. Esta es la clave para que una rebelión local comenzada en territorio cántabro-vadiniense por los astures insumisos acaudillados por Pelayo fraguara, mediante la unión de fuerzas e intereses cántabro-godos, como empresa nacional restauradora del estado hispanovisigodo de Toledo. No obstante, las diferencias y particularismos regionales en la forma de entender y ejercer el poder (p.e. la jerarquía y derechos sucesorios), así como las tensiones y luchas por prevalecer entre las facciones de poderosos locales, bascularán la capitalidad de la nueva formación política hacia tierras asturianas. Cantabria quedará desde ahora diluida en Liébana, Asturias de Santillana y Tras miera, nombres evidentemente acuñados desde la perspectiva asturiana. La adición de la Nómina de Reyes de Pamplona a la crónica Albeldense (XX, 1) sitúa Cantabria, al narrar las conquistas de Sancho Garcés, en el valle del Ebro, de Nájera a Tudela, cuestión que ha suscitado polémicos interrogantes (GONZÁLEZ ECHEGARAY, 1998, etc).
Sánchez-Albornoz aceptó y consolidó una imagen de las circunscripciones territoriales casi perfecta, con un contenido político plenamente institucionalizado desde los primeros tiempos medievales, consecuencia de la fortaleza del poder central regio para imponer y man tener unas estructuras administrativas heredadas de la ordenación romana y visigoda. Frente a esta visión estática e inamovible de los distritos, continuada por Martín Duque, Martínez Díez, Ruiz de la Peña, etc., otros historiadores como Estepa, García de Cortázar, Díaz Herrera, Mínguez, Isla, entre otros, aprecian una situación más dinámica y abierta, cambiante como las mismas estructuras políticas en continua construcción, con diversas formulaciones jurídico-institucionales proyectadas sobre la continua redefinición de sus territorios controlados. El poder regio no aparece tan consolidado como soberano sustentador del orden público, sino en continua tensión con poderes magnaticios que tratan de imponer sus pautas de control dominial sobre los espacios que poseen. Sobre esas tensas relaciones de poder y estrategias de imposición feudal se construye un incipiente y evolutivo entramado territorial en el que van encuadrando espacios y grupos de población campesina. Así, junto a territorios que se nos muestran aparentemente bien estructurados, otros más aparecen desdibujados, cambiantes, ampliados o reducidos, o sustituidos por nuevos espacios y centros de poder. Igualmente, amplias zonas teóricamente incluidas en el reino carecen de cualquier tipo de mención escrita hasta épocas más tardías, ¿se trata de áreas vacías, sin escenarios ni acontecimientos desta cables, o más bien de zonas periféricas, ajenas a la acción real o magnaticia y por tanto no integradas en sus posesiones ni marcos políticos territoriales?

El territorio de Asturias y el Asturorum regnum
Con rotundidad y personalidad en la percepción espacial pero sin límites precisos, apare ce la región de Asturias, indefectiblemente así denominada, sin expresión de provincia en las crónicas; tan sólo es mencionada Asturiense prouincia como cultismo en un diploma del 908 reto cado en el siglo XII (GARCÍA LARRAGUETA, 1962, doc. 19). A falta de delimitación territorial, tan sólo ubica a Asturias la mención de las vecinas Galicia y Liébana, así como la referencia intra Pirinei portus (los puertos de las montañas cantábricas) libre de musulmanes después de la rebelión de Covadonga, la expulsión del gobernador Munuza y la victoria sobre los huyentes en Olalíes. Estos acontecimientos, o bien ya las anteriores campañas militares visigodas, con las que podrían estar relacionadas ciertas clausuras en forma de grandes murallas que cierran las principales vías militares de entrada a Asturias por La Carisa y La Mesa, podrían ser la causa de esa reducción de Asturias al espacio trasmontano.
Frente a la indefinición espacial, es muy significativo el carácter de patria Asturiensium, regio ne Asturiensium, la patria reconstruida con los cristianos que se identifica desde entonces con el Asturorum regnum. La institucionalización política del concepto espacial es bien evidente. Y ello a pesar de que los mismos cronistas, al utilizar los textos tardoantiguos, relataban las rebeliones de los Astores et Uascones o Astures et Ruccones contra los reyes godos. Sin disimulada contra dicción, los cronistas sitúan ahora a los astures a la cabeza del ordo gotorum obetensium regum, y son ahora los uascones y gallecie populus los rebeldes al poder central ovetense. Los defensores de la teoría visigotista encuentran en este cambio de situación una clara prueba de la integración y dominación de Asturias por los reyes toledanos; sin embargo, un hecho de tal dimensión no podría ni debería haber pasado desapercibido a los cronistas, aunque en la versión de algún códice quiso enmendarse situando a Pelayo como hijo del dux Fávila y rebelándose a los musulmanes junto con los Astures.
En el interior de Asturias sitúan varios espacios y lugares. La única ciudad expresamente citada es Gijón, ciuitate Gegione o Ieione maritimam, en la que se instaló el gobernador musulmán Munnuza, y a la que arriban los expansivos normandos en tiempos de Ramiro I. Debía ser la única urbe subsistente de la municipalidad romana, gracias quizás a su fuerte recinto amurallado y la única merecedora de tal categoría, pues la solitaria mención a Oviedo como ciudad en tiempos de Alfonso III está asociada a la construcción de palacios y aulas regias; desde su fundación y conversión en sede regia por Alfonso II es denominada simplemente Oveto o locum Ovetum. Gijón, sin embargo, es postergada de los escenarios de la monarquía astur; la restauración del statu quo antiguo debería haberla convertido en sede la monarquía goda transferida a Asturias; en su lugar, otros espacios son convertidos en los nuevos centros de la realeza: Can gas, Pravia, Oviedo, ninguno de ellos ciudad antigua, aunque sí inmersos en áreas de importantes centros y propiedades fundiarias anteriores. Una explicación de esta postración cabría buscar en la probable colaboración y pacto de los magnates gijoneses con los musulmanes, como ocurrió en otras muchas áreas peninsulares, lo que les dejaría fuera del juego político una vez derrotados y expulsados éstos de Asturias (MENÉNDEZ BUEYES, 2001).
Los nuevos lugares centrales, los centros de poder de los caudillos y príncipes astures van a ser lugares sin un pasado especialmente relevante. Las sedes regias van a situarse sucesivamente en Cangas de Onís, Pravia y Oviedo, antes de trasladarse a León en el 914.

La sede de Cangas
Cangas es mencionada lacónicamente como Canicas o locum Canicas donde reinaron y murieron Pelayo y Favila y donde éste último levantó la basílica de la Santa Cruz. Ningún mérito ni razón se aduce para su elección; y sin embargo alguna más se intuye más allá de la cercanía a Covadonga y los acontecimientos de la primera insumisión exitosa ante las tropas musulmanas. A través del análisis espacial y arqueológico, detectamos suficientes manifestaciones de su relevante papel comarcal en la antigüedad romana. Por una parte, el magnífico puente, o más bien su cercano antecesor, y la situación en la confluencia de dos cursos fluviales como el Sella y el Güeña, que eran los drenajes naturales de las principales comunicaciones en el oriente asturiano –en realidad cántabro vadiniense– nos sitúan en una crucial encrucijada de valles y caminos en el sector más montañoso de la región cantábrica (GUTIÉRREZ, MUÑIZ, 2004). De hecho, la misma posición jerárquica en la vega donde confluyen ambos ríos ocupa el solitario y gigantesco túmulo dolménico sobre el que levantó su iglesia crucífera Favila, ¿simple coincidencia? Se han aducido razones varias, como la cristianización de un santuario pagano, el valor simbólico y purificador de las cenizas... Sin pretender negarlas, sobresale un hecho poco resaltado debido a la inmersión de este espacio entre el caserío urbano actual.
Como en tiempos prehistóricos, el túmulo aún emergería notablemente en un espacio de vega, haciéndose visible desde todas las inmediaciones y más aún junto a los caminos que transcurren encajados en estos valles. La razón de ser de un monumento neolítico dedicado a los muertos y legitimador de la apropiación y el uso del espacio por aquellas gentes prehistóricas, asoma recurrentemente en el siglo VIII. La erección de la iglesia en cruz no es un mero hecho religioso, no sólo evoca la antigua asociación de Iglesia y Estado, de palacio y basílica regia.
A esto debe unirse la necesidad de emergencia de un poder incipiente, escasamente asentado y consolidado, que sólo después de haber expulsado a los dominadores musulmanes puede a su vez comenzar una labor de reorganización o –en expresión del Albeldense– “y así se devolvió la libertad al pueblo cristiano”. En seguida, Tunc populatur patria, restauratur eclesia, “Entonces se pueblan las tierras, se restauran las iglesias” (Cr. rot. y ad Seb. 11). Aquí, como en tantas otras menciones literarias resulta evidente la incongruencia de entender populare como poblar puesto que allí viven los naturales; ni se ha despoblado, sino al contrario ocupado tanto por los autóctonos como por los islámicos y los godos refugiados. La única interpretación posible, asociada además a la patria, es la de poseer y ejercer el poder sobre el espacio que constituye ahora la tierra de salvación para el populus cristiano; el mensaje profético que alimentará en los cronistas la idea de reconquista y cruzada no encuentra mejor símbolo que la Cruz; y ésta no halla mejor ubicación que el gran montículo que destaca en la vega de Contraquil, haciendo se patente ante todos los que por allí se acerquen a las montañas cantábricas, ahora propia mente cántabro-astures después de la alianza matrimonial entre ambas jerarquías.
Cangas, un sencillo nudo viario antiguo, posible vicus viarius de época romana, sustituye en la jerarquía territorial al cercano Corao, el lugar donde más significativos hallazgos de las élites antiguas se acumulan, especialmente los talleres epigráficos vadinienses, y entre ellos el que elabora varias inscripciones cristianas tardorromanas. De entre ellos pudieron salir las jefaturas que acaudillan la insumisión al poder emiral, muy posiblemente aliados a los epígonos del Estado hispanovisigodo. La unión familiar del dux de Cantabria con la del caudillo de Can gas fortalece mutuamente su preeminencia en la región, lo que posibilita las primeras campañas militares fuera de los montes.
La exagerada nómina de ciudades que estaban en poder musulmán y que Alfonso I toma hacia el 745 (Lugo, Tuy, Porto, Aneya, Braga, Viseo, Chaves, Ledesma, Salamanca, Zamora, Ávila, Astorga, León, Simancas, Saldaña, Amaya, Segovia, Osma, Sepúlveda, Arganza, Clunia Mave, Oca, Miranda, Revenga, Cenicero y Alesanco, y castros con sus villas y aldeas) no se incluyen ahora en ninguna de las circunscripciones conocidas, ni antiguas (Provincia de Galicia, Convento Asturicense, Diócesis de Hispania, Hispania sueva o visigoda, Cantabria, Vasconia...) ni nuevas (Asturias, Castilla...). La única referencia en ese sentido son los Campos Góticos, hasta el río Duero, que Alfonso vació de enemigos (eremauit), extendiendo el reino de los cristianos (Cr. Alb., XV, 3). Este conocido pasaje ha sido uno de los bastiones de la tesis albornociana de la despoblación del valle del Duero; sin embargo, entre otras muchas objeciones que se pueden plantear, el propio cronista habría caído en la incongruencia de narrar el vaciamiento poblacional, llevándose los cristianos a la patria, y al tiempo expresar la extensión del reino. Por consiguiente, no cabe sino interpretar eremauit como desalojo de enemigos, no de la totalidad de una población que, además, se constata en otros pasajes de la misma crónica.
El siguiente relato alfonsí incide de manera sustancial en el proceso de organización territorial del nuevo reino. Al narrar que por entonces se pueblan, de nuevo populatur, Asturias, Primorias, Liébana, Transmiera, Sopuerta, Carranza, Bardulias que ahora llaman Castilla y la parte marítima de Galicia, especifica –excluyendo de esta acción de populare– a Álava, Bizkaia, Aiyón y Orduña, porque “como es sabido han estado siempre en poder de sus habitantes, al igual que Pamplona y Berrueza”. Más claro se entiende aquí populare como poseer y dominar política mente unos territorios evidentemente no despoblados. Los límites, por tanto, del dominio efectivo del reino astur –que no de Asturias– alcanzan con Alfonso I, a decir de los cronistas alfonsíes, la región cantábrica desde las costas gallegas a la vieja Castilla y Sopuerta. Más allá, fuera de su poder, las tierras vasconas, con las que –no obstante– mantendrán estrechas relaciones sus sucesores. Si bien se cuestiona que el alcance efectivo sobrepasara en esa primera época el río Deva, no deja de llamar la atención la extensión de formas socioeconómicas y culturales similares a las asturcántabras (extensión del monacato, grandes dominios magnaticios con población servil) por tierras vasconas, donde se documentan abundantes iglesias con res tos irradiados del arte religioso asturiano (GARCÍA CAMINO, 2002).

La corte de Pravia
Silo... in Prabia solium firmauit (Cr. Alb. XV, 6). Con esta lacónica expresión el Albeldense nos plantea una crucial cuestión de estrategia territorial, el traslado del solio, un término propio de la corte toledana asociada al oficio palatino, el conjunto de mandatarios que completan el ejercicio del poder regio, igualmente mencionados por los cronistas. Silo, que había accedido al reino gracias a su alianza matrimonial con la estirpe cántabro-astur de Cangas, traslada la corte a Pravia, sin explicación alguna. Las hipótesis más variadas se han planteado para justificar el cambio o incluso la coexistencia con Cangas hasta que se impuso el poder de Silo; pero sin duda la más consistente pasa por reconocer la situación del nuevo escenario en el bajo curso del río Nalón, en el área de la antigua Flavionavia de los pésicos (GONZÁLEZ Y FERNÁNDEZ-VALLES, 1953, 1979). Silo era un magnate con extensas propiedades (locum, uilla, cellario...) al occidente de la región, en Galicia, entre los ríos Eo y Masma, donde se funda un monasterio en el año 775 (Floriano, 1949, doc. 9, p. 67). Es sin duda su cualidad de poderoso terrateniente regional la que determina el acercamiento de la corte a sus espacios de influencia, donde el ejercicio de poder encontraría un respaldo mayor que en Cangas. Se mantiene aún el interrogante sobre el significado de esa Pravia, obviamente anterior al compacto núcleo de la pola concejil; ¿la expresión in remite a un amplio e indefinido espacio en el entorno de la antigua Flavionavia o a la propia villa señorial con su palacio? Los abundantes asentamientos antiguos y altomedievales del entorno de la iglesia de Santianes (¿basílica palatina o iglesia monástica de Adosinda?) aún no han sido suficientes para ubicar con precisión y caracterizar la segunda corte asturiana (FERNÁNDEZ CONDE y SANTOS DEL VALLE, 1987, 1988).

La corte de Oviedo
Después de turbulentas pugnas por el poder entre los poderosos familiares de la estirpe de Alfonso I, se hace con el poder el segundo Alfonso en el 791. Seguramente fruto de revueltas e inseguridades, éste traslada de nuevo el solium regni a Oueto. Una vez más sin que los cronistas expresen causa o explicación alguna. Y de nuevo son las propiedades y apoyos familia res los que nos invitan a pensar en un traslado forzado o al menos propiciado por la necesidad de contar con subsidios leales. El lugar, locum Oueto, había sido apropiado ex scalido nemine posidente, poblado y colonizado por el presbítero Máximo hacia el 761; veinte años después junto con su tío Fromistano erigen el monasterio de San Vicente, al que se suman mediante pacto monástico otros veinticinco monjes que aportan sus bienes (FLORIANO, 1949, doc. 11). Allí fundaría también entonces el rey Fruela templos y construcciones áulicas (¿palacio o villa señorial?) que sirven de base patrimonial a Alfonso II para afirmar su sede. Además de crear nuevas basílicas y panteón dinástico, edificó también su regio palacio bellamente dotado de baños, triclinios, estancias, pretorio y todo tipo de servicios, al estilo de los palacios y villas tardorromanos, bien precisado por los cronistas para aclarar que así se restauró el orden gótico tanto en la iglesia como en el palacio.
Una vez más la particular translatio imperii astur y no a un antiguo lugar central que se intentara reponer; en su entorno existían villas y enclaves romanos (Paraxuga, Liño, Paredes de Siero, Lucus Asturum...) que, empero, no se reutilizan o restauran; por el contrario, parece haber sido un lugar si no vacío al menos no poseído, “de monte”, convertido en monasterio y explotación agro- pecuaria, el que sirve de base patrimonial a Fruela y Alfonso (in propio patrio domo, expresa el propio rey al otorgar sus posesiones a la Iglesia de Oviedo en el 812: GARCÍA LARRAGUETA, 1962, doc. 2) para la instauración de una sede ex novo, sin precedentes in situ¸ a la que pronto se aplica un programa constructivo a imagen de la Toledo gótica. Aunque se han aducido causas más o menos curiosas (motivos sentimentales, amenidad del paisaje, posición estratégica y central en la región...), parece más consistente la idea de un meditado programa de afianzamiento en el poder e implantación espacial en el contexto de las luchas familiares y magnaticias por el control de una incipiente formación política que necesita apoyos y lealtades para su afirmación interior, así como referencias ideológicas y simbólicas del pasado para su reconocimiento exterior.

¿Una corte en el Naranco?
A la muerte sin descendencia del “casto” rey Alfonso se suceden las pugnas por el poder. Los cronistas de la corte alfonsí (Cr. rot. y ad seb.) plantean el acceso al trono de Ramiro I, hijo del príncipe Bermudo, por elección entre magnates de la estirpe regia, sin asomo de oposición.
A continuación se extienden en explicar lo que parece una rebelión más de magnates ambiciosos; Nepociano, un conde del palacio, usurpa el trono mientras Ramiro se encuentra en la provincia Uarduliense (la primitiva Castilla) buscando esposa; refugiado en Galicia reúne el apoyo de un ejército en Lugo e irrumpe en Asturias, derrotando a Nepociano con sus tropas de asturianos y vascones en el puente sobre el río Narcea; huido éste, es apresado en el territorio Premoriense con el apoyo de otros condes leales a Ramiro. La legitimidad del rey elegido, castigando a los tiranos, parece normal; Nepociano se nos presenta como un usurpador sin más justificación que su ambición. Sin embargo, la manipulación de los ideólogos alfonsíes queda aquí manifiesta; en su intento de limpiar la genealogía de Alfonso III, sucesor dinástico de Ordoño y Ramiro, aplican la damnatio memoriae a Nepociano, como habían hecho antes más sutilmente con Silo, Mauregato y Bermudo. Pero en esta ocasión quedan en entredicho, pues en la compilación de códices para la Cr. Albeldense se coló la Nómina de los Reyes Legionenses, en la que aparece Nepociano, cuñado del rey Alfonso, sucediendo a éste en el reino sin apostillas de irregularidad; los cronistas del círculo alfonsí falseando este importante dato “nos escamotean, pues, una guerra dinástica apoyada por los particularismos regionales” (GIL FERNÁNDEZ, 1985, pp. 99 y 172). Detrás de la guerra civil se ocultan además cuestiones de más calado: diferencias en la forma de entender los derechos de acceso a la cúspide del poder entre troncos familiares y sociales diferentes, proyectados sobre pueblos, territorios y áreas de influencia divergentes y antagonistas, astures y vascones que apoyan a Nepociano contra gallegos y pésicos (recuérdese que es el río Narcea, su límite tradicional, el escenario de la guerra) leales a Ramiro (SUÁREZ ÁLVAREZ, 2002, pp. 221-224).
El rey Ramiro tuvo que hacer frente, además, a otros frentes similares: nuevas rebeliones de otros magnates y el asedio normando a las costas de Asturias. Con todo ello, en los siete años de reinado levantó el majestuoso conjunto palatino del monte Naranco, in locum Ligno, compuesto por iglesia y palacio, con muchos edificios de piedra y cal, abovedados, además de baños, con tal belleza que no se encuentra ningún edificio igual en toda Spania (es decir, al Andalus). El complejo del Naranco ha sido interpretado reiteradamente como un palacio de recreo y solaz del rey, con su bello belvedere hacia Oviedo (SÁNCHEZ-ALBORNOZ, 1972). Sin embargo cuesta creer que después de tanta guerra civil levantara en tan breve lapso temporal un conjunto monumental que pretende asemejarse e incluso superar a los lujosos palacios y edificios omeyas, reuniendo tal cantidad de elementos arquitectónicos y escultóricos de gran simbolismo y desplegando tal cantidad de soluciones técnicas (bóvedas, arquerías, baños...) que sólo encuentran parangón en los palacios imperiales tardoantiguos, bizantinos y omeyas. La insistente inclusión de balnea en Oviedo y Liño refuerza igualmente el carácter palatino de las termas privadas indispensables en tales palacios imperiales y villas señoriales. Ante todo ello, cabe dudar de una mera intención lúdica o piadosa y aventurarse a plantear el interrogante de si el complejo palatino del Naranco no constituiría, en realidad, una corte alternativa de Rami ro a la ovetense de Nepociano durante el periodo en que ésta última se le negó (SUÁREZ ÁLVA REZ, 2002, p. 225-226). El carácter áulico y ostentoso de Santa María, en una posición hegemónica sobre Oviedo, no puede si no obedecer a una presencia y ejercicio del poder que reforzara la autoridad del discutido rey.

De Oviedo a León
El largo reinado de Alfonso II (791-842), aun a pesar de las tensiones políticas, había con seguido fortalecer el entrado político-institucional del reino. La dotación monumental de la corte, la creación del obispado de Oviedo o el crecimiento económico de la región son algunos indicadores de la estabilidad y consolidación interior. Así, después de los turbulentos reinados de Nepociano y Ramiro I, puede Ordoño I iniciar unas campañas expansivas hacia el sur y hacia el este de Asturias. Las ciudades de León, Astorga, Tuy y Amaya Patricia (la antigua capital cántabra y del ducado visigodo de Cantabria) son conquistadas hacia el 855-860, fortaleciéndolas con murallas. Aunque los cronistas nos dicen que estaban desiertas desde que Alfonso I expulsara a los musulmanes, tenemos hoy más pruebas arqueológicas de la existencia de población local en estos lugares. De hecho, en época de Ramiro I ya se había producido un primer intento de apropiación en el 846, que sería frustrado por ataques musulmanes a juicio de Sánchez-Albornoz, o por la población local, según C. Estepa. Se trataría ahora de una ocupación más efectiva, mientras que otras campañas más al sur (Coria, Talamanca) y al valle del Ebro (Albelda) tendrían como finalidad hostigar y desorganizar las fronteras de al-Andalus más que controlar áreas tan alejadas. De esta manera, Alfonso III puede consolidar el dominio astur hasta el Duero, ocupando con efectivos militares las plazas fuertes que aseguran la nueva frontera (Porto, Zamora, Toro, Dueñas...). El asiento en León y los castros de la meseta (Castro Sublancio, Coyanza, Cea, etc.) le permiten rechazar los asedios emirales del 878 y 883 e iniciar una labor colonizadora de las campiñas leonesas (GUTIÉRREZ, 1995).
En la antigua ciudad de Legio (León) el monarca ocupa y reutiliza el espacio más monumental remanente, las termas romanas, para ubicar su nuevo palacio intramuros de las potentes murallas. Si en Oviedo había construido nuevas regias aulas, su palacio y el castillo para defensa de la corte, que ahora llaman ciuitas in Ouetao sus cronistas, el control efectivo del valle del Duero pone a los monarcas astures ante la posibilidad de asentar su solio en auténticas ciudades antiguas. León y Astorga, fuertemente amuralladas, sumaban además el valor simbólico de reencontrase con los sitios principales de la época anterior; su dominio y reutilización de espacios privilegiados (termas, muralla, puertas, pretorio...) conferían mayor poder y autenticidad a una monarquía que pretende restaurar el pasado romano-gótico. De esta forma, sus sucesores, después de nuevas contiendas por el trono, trasladarán la corte de Oviedo a León, comenzando entonces la nómina de reyes leoneses.

Territorios mayores y menores
Las fuentes literarias del reino astur nos transmiten una estructura territorial jerarquizada, si bien torpe e imprecisamente dibujada. Las grandes circunscripciones como Galicia, Asturias, Premorias, Liébana, Castilla, Vasconia, Álava, son denominadas a veces provincias (Prouincia Gallaecie, prouincia Premoriense, Uarduliensem prouintia, Prouincia Uasconie), en ocasiones territorios o regiones (regio Asturiensium, territorium Libanensium, territorio Premoriense) y más frecuentemente por su propio nombre, sin expresión calificativa de su condición administrativa. Esta indefinición terminológica obedece seguramente a la misma imprecisión institucional de una formación política incipiente, que se está aún construyendo y reformulando a finales de la novena centuria, cuando se están escribiendo las crónicas.
Por debajo de este primer nivel de percepción macroterritorial o provincial no trascienden en las crónicas escalas menores, comarcales o supralocales; únicamente vagas ubicaciones geográficas como pars maritima, iuxta flumen, intra Pirinei portus, in finibus, in extremis, in partibus, o simplemente la expresión in...
En raras ocasiones nos indican una gradación de circunscripciones, descendiendo directamente al nivel local para ubicar ciudades, in hac regione Asturiensium in ciuitate Gegione, in ciuitate Tudensem prouincia Gallecie, Lucensem ciuitatem Gallecie; lugares, in locum Pontubio prouincia Gallecie, per locum Amossa ad Liuanam..., Asturias... in loco Lutos, infra Asturias in locum Lutis, in Gallicie prouintiam in locum Anceo; o parajes como montes (donde se producen acontecimientos señalados), Galleciam... in monte Cuperio, montis Naurantii distante ab Oueto duorum milia passum, o ríos (ídem), in Astores... ad pontem flubii cui nomen est Nartie.
Dentro de Asturias nos mencionan la existencia de unos lugares o núcleos de población, cuya categoría viene tan sólo determinada por su calificativo, en ocasiones dubitativo y cambiante; así, se citan las ciuitates Gegione o Iegione maritima (Gijón) y Ovetao (Oviedo), aunque ésta sólo en época de Alfonso III, pues anteriormente aparece escuetamente como locativo sin calificación o como locum Oueto o loco Ouetdao en los diplomas coetáneos. Pequeños poblados parecen los lugares mencionados como locum, uicum, uillam, uillula o uiculis: locum Lutis, locum Amossa, locum Olaliense o uico Clacliensem (Olalíes en Proaza), locum Ligno, uico Brece. Igualmente son denominados lugares la misma Cangas de Onís, in locum Canicas o simplemente Canicas, como Prabia, la corte de Silo. En múltiples ocasiones los cronistas, que desconocerían los pormenores locales, se ven obligados a recurrir a expresiones como locum qui uocatur..., locum qui dicitur... para identificarnos estos pequeños lugares.
Basílicas y monasterios, aislados o asociados a las cortes y propiedades regias completan el panorama poblacional señalado en Asturias por los cronistas.
Tan sólo nos refieren castillos, castros o amurallamientos fuera de Asturias, en Galicia, el castro o castello fortissimo qui uocatur sancta Cristina, o foris montes cuando Alfonso I y su hermano Fruela tomaron muchas ciudades y castris cum uillis et uiculis suis, expresión –aquí sí– de gradación y jerarquización entre centros fortificados y sus villas y aldeas.
Si bien el ciclo cronístico astur es lacónico en detalles territoriales, en cambio los diplomas monásticos y catedralicios coetáneos enriquecen la imagen de unos espacios que apare cen mucho más estructurados y delimitados en la escala local. Las crónicas relatan las grandes gestas de construcción del reino, una entidad política macroterritorial, que no precisa de detalles microespaciales más que para situar un acontecimiento. En cambio, los diplomas eclesiásticos, habitualmente registros de compraventa o donaciones de bienes, requieren una ubicación y delimitación más precisa, por lo que permiten observar la organización territorial con mayor precisión, desde una escala local, los términos aldeanos, a otra supralocal, los valles, tierras, territorios, alfoces, suburbios, commisos o mandaciones.
Ahora bien, debemos tener en cuenta que si las crónicas nos muestran –con su propia imagen ideal, no siempre real– la perspectiva del momento de su redacción (finales del siglo IX), no necesariamente siempre la de la época descrita, igualmente los diplomas presentan problemas para fijar la cronología de la “estampa” que describen. Los documentos originales auténticos de este periodo son poquísimos; conocemos la inmensa mayoría de ellos a través de copias posteriores, frecuentemente interpoladas, manipuladas o directamente falsificadas, especialmente en los escriptorios de las catedrales lucense y ovetense en el siglo XII, a fin de afianzar sus respectivos derechos jurisdiccionales (vid. p.e. FLORIANO 1949; GARCÍA LARRAGUE TA, 1962; FERNÁNDEZ CONDE, 1971). La calidad informativa de estas copias es valiosísima para el momento de su refacción, ya que incluyen más referencias territoriales, pero es más dudo sa para la fecha original del documento afectado. Así pues, para obtener una lectura más fiel del paisaje altomedieval, debemos fijarnos en primera instancia sólo en los documentos originales; tan sólo para comparar y completar el panorama territorial y poblacional podemos ana lizar los demás, de forma crítica y selectiva.
Así pues, a través de estos documentos eclesiásticos podemos aproximarnos con más detalle al conjunto territorial en el que se encuadraba una gran parte del poblamiento y la población asturiana en la Alta Edad Media.
Una primera observación destacable es que en los diplomas más antiguos no se menciona ninguna circunscripción en la que se inscriban los lugares y bienes raíces objeto de trans acción. El más antiguo de ellos, el conocido documento de Silo por el que dona en el 775 unas propiedades para fundar un monasterio (FLORIANO, 1949, doc. 9, pp. 66-67), no menciona ninguna categoría administrativa superior al lugar donado, locum que dicitur Lucis. Para ubicarlo recurre a rasgos físicos, los grandes ríos Eo y Masma y otros arroyos, inter Iube et Masoma, inter ribulum Alesancio et Mera. E igualmente son referencias naturales las que sirven para delimitar los términos: per illum pelagum nigrum, et ista montem que dicitur Farum... et per illa lacuna... et per illum arogium que dicitur Alesantian... Pero esto no significa que aquel paraje estuviera en estado natural, virginal o desposeído; los accidentes geográficos tienen su propio nombre y además se alternan con otros espacios ya ocupados, ordenados y puestos en explotación por el propio magnate, ...in nostro cellario... de ipsa uilla ubi ipse noster mellarius abitauit Espasandus, o por otros colindantes: ...et per ipsum uillare que dicitur Desiderii... et per ipsa strata qui esclude terminum, usque in locum que dicitur Arcas.  Algunos de los términos son hitos o mojones especialmente simbólicos, ...ad petra ficta... et per alia petra ficta... Arcas...
Además, se mencionan otros asentamientos con una cierta expresión de jerarquía espacial, jurídica o social: ...castros duos quum omne prestacione suam montibus et felgarias... El rico propietario y rey Silo posee aquí un amplio término ya entonces ordenado y estructurado como una gran explotación agrícola (cellario, uilla, uillare), en la que mora y trabaja al menos algún sirviente especializado en la apicultura (mellarius Espasandus); está bien delimitada tanto por referentes físicos (arroyos, piélagos, lagunas, montes), como por mojones hincados (petra ficta), que en otras ocasiones hemos podido comprobar que se trata de enterramientos mega líticos o peñascos con grabados antiguos, quizás para una similar delimitación territorial. Además, linda con otras explotaciones (uillare Desiderii) y el camino público (strata qui esclude terminum). Los dos castros antiguos que se mencionan dentro del término debían estar ya abandonados, pues no se mencionan allí construcciones sino ruinas: ...parietes qui iui sunt, pero se mantienen parte de sus atribuciones de lugar preeminente, destacado referente en el ámbito espacial y jurisdiccional (quum omne prestacione suam); está ahora destinado a monte y pastos (montibus et felgarias), mientras que la explotación agrícola se centra en la llanura, el lugar de Lucis; los castros se incluyen dentro de la explotación, pero en los montes de su periferia, no en un espacio central como correspondería a una comunidad castreña antigua o prefeudal (vid. p.e. GUTIÉRREZ, 1998, 2001). Pero no se especifica que se encuentre en ningún territorio, suburbio, valle o alfoz conocido, ni siquiera en la Prouincia Gallaecia, como correspondería. ¿Se trata de un simple olvido? Tratándose de una propiedad del rey resulta extraño; y aunque se trate de un acto privado, otros similares posteriores, sobre todo desde finales de la novena centuria, incluyen casi siempre su adscripción a una demarcación territorial. Esto invita a pensar que los espacios no están aún tan perfectamente articulados política y jurisdiccionalmente por el aparato institucional del reino como aparentan los cronistas cortesanos.
Estamos ante un caso de perduración –o incluso concentración y ampliación– de la gran propiedad y explotación señorial propia de los aristócratas terratenientes tardorromanos, de los cuales Silo parece ser un digno heredero. Sus bases patrimoniales le convierten en un magnate de primer orden, al punto de acceder al trono de una estirpe diferente, mediante matrimonio. Pero sus propiedades y dominios, al menos éste, no se encuadran en un orden territorial superior establecido; posible y sencillamente porque aún no existía.
Semejante ausencia de articulación jerárquica muestra el resto de documentos de esta octava centuria y comienzos de la siguiente. Aún siendo copias posteriores, con algunas manipulaciones e interpolaciones, carecen de referencias a circunscripciones político-administrativas, lo que –de alguna manera– avala la ingenuidad del contenido. Así vemos en la copia inter polada del pacto monástico que dará origen al monasterio ovetense de san Vicente, donde simplemente se alude al locum quod dicunt Oveto (FLORIANO, 1949, doc. 11, a. 781), o en el original del 812 por el que Alfonso II dota la creación de la Iglesia de San Salvador de Oviedo in hoc loco qui nuncupatur Ouetdao (FLORIANO, 1949, doc. 24). Igualmente en otros más de diversas villas gallegas, situadas únicamente por su proximidad a los ríos o a otras villas (FLORIANO, 1949, doc. 12, a. 787; 17, a. 803), delimitadas igualmente por otras colindantes o per terminos antiquos, entre los que se incluyen a veces mamolas (túmulos prehistóricos) (FLORIANO, 1949, doc. 12).
La primera mención textual de un territorio de ámbito comarcal se refiere a Liébana, en el 803, un espacio con clara personalidad desde los primeros momentos medievales. En el diploma (FLORIANO, 1949, doc. 18), Fakilo dona al monasterio de Libardón villas, bustos (pastos de montaña), viñas y frutales in Liuana, además de las villas de Fanum, Colunca, Camanca, in Priemeo in Loe (Fano, Colunga, Camoca, Priemeo?, Lué); no se trata en estas últimas de una demarcación mayor, que correspondería a Asturias, se encuentran en la marina de la ría de Villaviciosa, donde aparecerán posteriormente el commissum Maleagio y el territorio de Colunga. Pare ce tratarse, en este caso, de pequeños territorios o términos de las propias villas, que tampoco parecen adscritas a una circunscripción superior. Sin embargo, en esa época podría estar ya mencionándose el territorio Primoriensi, de validarse la copia del diploma de 834 por el que el diácono Francio donaba sus posesiones a la iglesia de Santa Eulalia y San Vicente de Triongo, in locum Triunico (FLORIANO, 1949, doc. 41); este lugar, en el curso bajo del Sella, no está alejado de los anteriores en Colunga, por lo que extraña la diferencia de situaciones en espacios tan cercanos. De todas formas, la aparente jerarquización de Primorias no sobrevive al periodo de la monarquía asturiana; a lo largo del siglo X su entidad va a ser compartimentada y sustituida por otros territorios menores, como Cangas y Aguilar, demarcaciones comarcales de valle que se asemejan más a las colindantes de Maliayo y Colunga.
A lo largo de la primera mitad del siglo IX vamos asistiendo a la aparición de áreas más organizadas, como la vieja Castilla, territorio Castelle, y Mena, territorio Mainense, donde se halla el monasterio de Taranco fundado por el abad Vitulo en el 800 y otras basílicas anteriormente también levantadas por su familia; entre éstas, la iglesia de San Martín in civitate de Area Patriniani in territorio Castelle, donde encontraron la antigua ciudad abandonada y arruinada; mediante su apropiación (presuras), acotación (de terminos...) y puesta en explotación (culturas) estable cen uno de los primeros dominios monásticos familiares documentados en Castilla (FLORIANO, 1949, doc. 16, 21, etc.; vid. Peña Bocos, 1995, 1999). Posteriormente irá apareciendo una mayor jerarquización de espacios, precisándose más la situación dentro del territorio principal mediante una circunscripción “comarcal” basada en ríos, valles o montes.

 

Prerrománico Asturiano
El lenguaje de la imagen en la iconografía del Arte Asturiano
El icono como transmisión del poder
Con la irrupción política del nuevo princeps Ramiro I (842-850) se produce un salto cualitativo en las fórmulas de expresión artística de la Monarquía asturiana. Se adaptan e innovan nuevos modelos de representación visual en el repertorio artístico. Se precisan nuevos símbolos cuyos contenidos pasarán a transformarse en signos de exaltación y prestigio de la magnificencia del poder político-religioso. La imagen adquiere un valor cualitativo, un incremento en la forma y complejidad, en la riqueza estética de los contenidos iconográficos. La imagen, sea anicónica o no, debe servir a las aspiraciones del Poder teocrático.
Si se pudiera hablar de cierta moderación en la iconicidad de las representaciones iconográficas precedentes con Alfonso II (791-842), en el mandato regio de Ramiro I hay un esmero en la representación artística, en la incorporación de nuevos valores estéticos y ético religiosos. Los reyes astures, fundamentalmente a partir del siglo IX, integran en su lenguaje del poder, en su mentalidad de dominio, el universo cristiano como un referente clave en sus programas políticos, ideológicos, artísticos. Un hecho que no va a excluir la más que previsible existencia de verdaderas “bolsas de paganismo” en aquellas comarcas más aisladas. La edilicia arquitectónica, entre otras muchas realidades materiales de los reyes de la Monarquía asturiana, confirma una explícita realidad; la de un poder ligado irreversiblemente a un “cristianismo triunfante”.
El sistema de referencia de valores éticos y políticos del nuevo poder de Ramiro I induce al lenguaje de la imagen a una cierta sobrecarga de contenidos. En absoluto una ambivalencia de significados, pero si una inteligibilidad de las representaciones artísticas accesible y comprensible solamente para una exclusiva elite intelectual vinculada a sectores laicos y del clero del nuevo orden monárquico. No solamente el variado elenco de los elementos escultóricos, pictóricos o arquitectónicos servían para expresar un nuevo orden teológico-político del Poder, la imagen de la ciudad se configura como un sistema coherente de comunicación visual, el cual influirá decisivamente en el inconsciente colectivo de la población. Todo ello contribuía al prestigio del poder individual, a la promoción del Estado y al respaldo divino del mismo.
No existen imágenes que promocionen e individualicen hechos puntuales de carácter bíblico o batallas, glorificaciones o celebraciones de signo religioso, así como representaciones de retratos, tanto de carácter regio como de nobles o aristócratas. Frente a ello el poder se imponía mediante la masa constructiva de un monumento arquitectónico o la diversidad de signos de carácter iconográfico, decorativo o arquitectónico que se compendiaban en edificios plenos de belleza y estabilidad armónica. Los contemporáneos admiraban aquellos monumentos que expresaban el poder del Estado; imágenes y símbolos con alusión a la orientación teísta de la sociedad, al poder divino que regía la sociedad. Imágenes constructivas que daban solidez y confianza en el futuro Estado. Una estabilidad social que lo identificaba con el nuevo Estado.
De esta forma la riqueza decorativa escultórica y pictórica y sus contenidos iconográficos se integrarían coherentemente en el programa ideológico y político del princeps. El ascenso de Ramiro I al poder trajo consigo una renovación del mundo de las imágenes del poder. La ornamentación del espacio, su organización, sus contenidos iconográficos debían resultar coherentes con las nuevas exigencias ideológicas del princeps: edificios de culto, edificios de representatividad regia, edificios públicos. Ello conlleva la creación de un novedoso programa de renovación religiosa de la imagen. El observador, el fiel, será impactado por nuevas imágenes en las que los artistas se desenvolverán con verdadera libertad y seguridad en su actividad artística. El programa del Naranco es un despliegue exuberante de composiciones novedosas con inéditas secuencias de imágenes, la invención de personificaciones majestuosas, imágenes de devoción, de transmisión ideológica del poder, con atributos integradas con libertad en novedosos programas libres de restricciones canónicas.
Naranco alerta y aviva la atención del observador en unos niveles hasta entonces no conocidos, en el primer núcleo monárquico del norte peninsular. Incorpora una nueva concepción y aplicación de la didáctica de la imagen. Implica un lenguaje de contraposiciones dialécticas: repetición, ritmo. Son escasos los signos que introducen un repertorio cuasi convencional. Pero acentúa su énfasis en una imagen integrada en la organización del espacio arquitectónico la cual permite una contemplación, una lectura en la que únicamente el observador erudito tendrá una cabal comprensión y fluido acceso a la inteligibilidad del programa iconográfico. Función y sentido; íntima fluidez de comunicación del rito con el suntuoso marco arquitectónico.

El programa iconográfico del Naranco y la teología del poder
Con Ramiro I, la irrupción de la ideología cristiana activa un mecanismo de control sobre la sociedad, sobre su mente, sobre su cuerpo político y social, sobre las conciencias de grupos y sectores sociales a los que deseaba ver más involucrados en los asuntos espirituales y en los que el empleo de las imágenes se convertiría en una primordial forma de comunicación visual. Una iglesia como Liño, un edificio regio como Naranco, está construido para contener la pre cisa información para aquellos que conocían o que precisaban del conocimiento y aprendiza je de los códigos de un universo visual que pretendía plasmar toda una teología del poder. Y un edificio como Santa María de Naranco respondía antes que nada a ese principio; configuraba plenamente una escenografía de poder, era la manifestación plástica de una repraesentatio de la potestad regia o aristocrática.
Diferentes modos o estados de visión impresionaban al espectador medieval que entraba en la Jerusalén Celeste de Santullano (812-850). En un primer nivel abría su mente y alma a las figuras y colores de las cosas visibles en la simple percepción de la materia. Otro nivel de percepción visual corpórea procuraba el acceso esencialmente al significado místico de la ima gen. Las imágenes eran, pues, herramientas de conocimiento que el Poder reconocía como medio ideal de expresión de los principios teológicos de la fe. El fiel debía desentrañar, des cubrir en las formas, las figuras insertas en el conjunto de escenas, la verdad revelada. El Comentario al Apocalipsis de San Juan, era el texto que mejor experimentaba una adaptación al ciclo iconográfico de la iglesia ofreciéndole al espectador la imagen externa en su apariencia corpórea para que su alma quedase preparada y expuesta a la vivencia mística, a la palabra de Dios que se le proporcionaba en el sermón cotidiano la contemplación libre de la realidad divina “porque ahora vemos a través de un cristal, oscuramente, pero luego veremos cara a cara”. (I Corintios, 13, 12).
Los artistas realizaban estas imágenes que eran las que sus comitentes querían ver. Los libros más populares eran aquellos en que predominaban las imágenes que interpretaban textos del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, según la Visión de San Juan. El rey, la corte, el clero alto, al visionar estas lujosas imágenes se identificaban plenamente con la figura de San Juan, el único evangelista que, en una visión espiritual, había accedido al verdadero rostro de Dios.
Muchos de los motivos que integraban los programas iconográficos de mediados del siglo IX (Naranco, Liño, Lena...) pertenecían al repertorio tradicional clásico y suponen un enrique cimiento cualitativo. Pero fundamentalmente respondían a una actualización del repertorio plegado ahora a las necesidades de los nuevos programas iconográficos. La influencia de las imágenes en el período de Alfonso II y de Nepociano-Ramiro I será decisiva en buena medida para alcanzar el respaldo social al nuevo Estado.
Las fórmulas iconográficas del Naranco acogen una gradual recepción de signos, modelos, motivos... pero enmarcados ahora en un contexto totalmente diferente. Han experimentado una profunda observación y selección de profunda raíz psicológica, en un proceso artístico sumamente atractivo, por lo innovador de su contenido y de su calidad artística. Los nuevos motivos iconográficos buscan una glorificación del Estado. Hay una apropiación de símbolos que son privilegio del princeps; iconografía que responde a la imagen oficial exclusiva que proyecta el gobierno, de privilegio monárquico. Una nueva sensibilidad estética está penetrando en el arte de la monarquía asturiana.

Iconografía de las bandas historiadas
El lenguaje de comunicación visual de las fajas o placas historiadas configura una parte del contenido intelectual que a través de la imagen se transmite e integra en el espacio áulico de Santa María de Naranco (848). Una fundación promovida por la realeza y un programa iconográfico surgido intelectual y plásticamente en el seno del núcleo eclesiástico que rodeaba la autoridad emanada de la Corte de Ramiro I.
La banda historiada o faja acoge en el interior de un perímetro formado por una rica labra de cordón en forma de soga, cuatro arcos cuya rosca figura igualmente ornada por un dibujo de sogueado. Los cuatro arcos están apoyados en sendas columnas de fuste liso y capitel y basa simplificados en sus relieves de talla de forma extrema. Los dos ámbitos de arcuación superiores acogen en su interior una identificación de dos ángeles que mantienen sus brazos levanta dos a semejanza de la clásica figura del orans mientras sostienen con sus manos y sobre sus cabezas sendos libros abiertos. Un Liber sacro, que es mostrado a modo de ofrenda a la devota lectura de su texto sagrado por una comunidad de fieles, receptores del mensaje cristológico e invitados a la veneración de su contenido teológico (Ap.14, 7); la palabra os hará libres nos dicen subliminalmente.
Las dos figuras bajo arco están dispuestas frontalmente, revestidas por una túnica larga terminada en forma acampanada por debajo de la rodilla. Mantienen sus brazos elevados sos teniendo con sus manos el rectangular libro abierto. La figura mantiene una gran economía de trazos, lo que reduce la expresividad de la imagen. Cabeza ovalada, con representación semiesférica abultada de la cavidad ocular; nariz tallada en forma rectangular. Mejillas ligera mente resaltadas. En la representación de la boca se recurre al abultamiento de los labios y una pequeña incisión horizontal en el centro. Los hombros están igualmente tallados en forma realzada semicircular y terminación de superficie extremadamente pulida, como todo el con junto. Se ha prescindido totalmente de la representación detallada de las manos, y únicamente la túnica resalta pliegues lineales verticales y horizontales, en una geometrización extrema.; obviando cualquier mínimo detalle de su anatomía. Respecto a la posición de los pies, ambos se encuentran girados hacia el exterior. El conjunto, con el acabado absolutamente liso de la imagen y su acusado hieratismo proyecta una gran majestuosidad y cierta solemnidad.
Detalle de la jamba de San Miguel de Lillo 

Accedemos a la clave de la plena interpretación en el texto del Comentario al Apocalipsis, (Ap.14, 6-11), redactado por Beato en su segunda versión en 786: dos ángeles que aparecen en el cielo anuncian con su predicación a los moradores de la tierra, el reino del Anticristo; Ubi angelus tenet Evangelium eternum. Esta es la interpretación literal, pues espiritualmente el ángel que surge del cielo y el otro que le sigue son la Ley y el Evangelio. Mientras que la arcuación que los protege representa a la Iglesia, el ámbito real y tangible donde se realiza la predicación.
Así pues, la disposición frontal de la figura del ángel, ofreciendo como autoridad espiritual la lectura del Evangelio al observador, constituye el estado más alto de comunicación visual de lo sagrado. Representa en puridad un tema de Estado. Su campo semántico de aplicación se extiende a las imágenes con representaciones de Teofanías (representación pictórica de la figura entronizada de Liño); así como de representaciones regias (caso de la icono grafía de las Jambas de Liño) o de carácter litúrgico (altar integrado por cuatro tenantes sosteniendo el ara eucarística de Liño).

Los ángeles del Naranco y el Apocalipsis de Beato
El referente inmediato para los ángeles portando el libro del evangelio eterno del registro superior de la banda historiada del Naranco se encuentra en las imágenes del Comentario al Apocalipsis de San Juan de Beato de Liébana. En él, en el pasaje “El ángel con el Evangelio Eterno”, se realiza una interpretación iconográfica del texto apocalíptico. La escena es representada con la imagen de un ángel que sobrevuela en horizontal el cielo y sobre su cabeza sostiene con ambas manos un gran objeto rectangular. Otros ángeles, de pie, lo señalan con la mano derecha. La leyenda que figura en el texto apocalíptico explica la escena: angelum volate per mediu celu habete evangelio eternum, iste dederunt claritatem deo caeli, ubi Babilon cecidit. La fórmula de representación empleada es semejante a la que encontramos en nuestros relieves del Naranco, y la cual se basa en la adaptación del clásico prototipo de la antigüedad de las “Victorias” sosteniendo el clípeo virtutis con la imagen del emperador, de las que tenemos un nutrido elenco de modelos cristianizados sosteniendo el clípeo con el monograma cristológico por cuatro ángeles en San Vital de Rávena, en Santa Prassede, en la capilla de San Zenón, en códices del Apocalipsis de Beato de Liébana, etc... Pero hemos de dar una especial notoriedad a los ángeles portando las coronas cívicas, ubicados, precisamente, en las enjutas de la arcuación representada en el fondo de la escena, de la Biblia de Grandual (843) y del mosaico de la iglesia de San Apollinare in Classe en Rávena que representa a un palacio tardoantiguo, en donde en las enjutas de sus arcos se vuelven a representar ángeles sosteniendo una corona cívica.
En el Prefacio, se identifica al ángel volando en el cielo y al otro que le seguía, con Elías y el que ha de venir con Él, que anuncia con su predicación a los moradores de la tierra el reino del Anticristo. Así queda recogida la versión literal del texto apocalíptico, más la interpretación realizada por Beato relaciona el ángel volando en el cielo y el otro que le sigue con la Ley y el Evangelio. El cielo responde a la prefiguración de la Iglesia, lugar de la predicación. Babilonia, la que dice el segundo ángel que cayó, es la ciudad del diablo, es decir de su pueblo. Así como la ciudad de Dios es la Iglesia, por el contrario, Jerusalén es la ciudad del diablo.
Así en Ap.14, 6-11 se anuncia ahora el Juicio, instando a los hombres a la conversión y la destrucción de la ciudad pecadora, amenazando a los seguidores de la bestia con el fuego eterno y la predicación a los moradores de la tierra.
La comparación con otros Beatos de las imágenes nos presenta a un ángel portando entre sus manos el Evangelio eterno, en una escena que es recogida entre otros en los siguientes Bea tos: Magio (f. 176v), Valcavado (f. 147), Gerona (f. 192), Escorial (f. 118), Urgel (f. 155), Osma (f. 130), Silos (f. 166), S. Millán de la Cogolla (f. 179), Turín (f.138v), Berlín (f. 77v), Lorvao (f. 171), Navarra (f. 116), Arroyo (f. 128) y Huelgas (f. 113v).
Faja historiada de Santa María de Naranco
Basa de San Miguel de Lillo 

En el Beato de Valcavado, Urgel, Fernando I y Huelgas se muestra la misma iconografía que el de Gerona, percibiéndose pequeñas diferencias en los dos últimos. En el de Gerona el ángel levanta la cabeza y el Liber Sacro que lleva sobre su cabeza tiene excepcionalmente forma pentagonal, recordando el arca del Testamento. Por su parte el Beato de Lorvào y el de Magio, aunque su iconografía es muy diferente, representan en la parte de arriba al ángel del Evangelio en posición horizontal y abajo otro ángel. En el Beato de Berlín, sólo está el ángel del Evangelio, con un rollo desplegado.
En el registro inferior de la banda historiada, otros dos arcos acogen en su interior a dos jinetes dispuestos en una visión de perfil y en posición afrontada. Su cabeza está cubierta por lo que se sugiere con evidencia que es un casco. El detalle de su rostro presenta una alta indefinición; mantiene sujeto el caballo con una brida perfectamente resaltada, la cual empuña con la mano izquierda. Los jinetes cubren el torso con un traje con dibujo de líneas en resalte convergentes entre sí. Con la mano derecha están blandiendo una espada la cual mantienen en posición vertical y en alto, por encima de su hombro y a la altura de su cabeza. El caballo dibuja un relieve de su figura muy plástica; cabeza sin detalles, a excepción de mandíbula y el resal te de sus orejas; el cuello se encuentra arqueado y las patas mantienen el perfil de sus articulaciones, el correaje del animal se percibe con resalte perfecto. La espada que exhiben verticalmente es una espada corta (pugio, acorde con el texto de las Etimologías de Isidoro de Sevilla). La espada como símbolo de fuerza, de la administración de justicia, es un arma característica de los altos dignatarios, o los soldados con alto mando. También es atributo de san tos y mártires. Representa la unión de la tierra y el cielo, símbolo de la unión entre el poder espiritual y el temporal. En el Apocalipsis, (1, 16) se la menciona como el símbolo de la fuerza invencible y de la verdad divina las cuales se abaten sobre la tierra como rayos. Es característica la representación de Jesús con una espada en la boca en imágenes miniadas que interpretan el pasaje del Apocalipsis en el que Juan recibe El Libro de la Revelación, el Apocalipsis.
Esta exposición jerárquica de las imágenes: ejército celeste (registro de arquería superior) y ejército terrenal (registro de arquería inferior), se sitúan en un marco escénico pleno de armonía figurativa e ideal conjunción de significantes y significados, de contraposición entre el Bien y el Mal. Dos ángeles; Ley y Evangelio; una representación iconográfica (arcuación que acoge los tenantes) en la que se identifica a la ciudad de Dios (Civitas Dei de San Agustín) en el nivel superior, es decir la Iglesia, mientras que en la inferior, dos jinetes afrontados, queda representada Jerusalén es decir, la ciudad del diablo, Babilonia para el conjunto del orbe. Esta Jerusalén es la que hiere de muerte a los profetas mientras aquella, la de arriba, es Jerusalén la ciudad celeste de Dios (la que representaría Alfonso II en el programa iconográfico de la pintura mural de la iglesia de San Julián de los Prados). Verdaderamente nuestra Iglesia en este mundo no se llama Jerusalén, es decir visión de paz, porque está en lucha; sino que nuestra Iglesia se llama Sión, es decir, especulación de contemplación, porque pisotea la terrena y anhela la celestial (lectura iconográfica que encuentra su paralelo inmediato con el segundo nivel de la pintura mural de Santullano). Beato lo recoge en el Comentario al Apocalipsis: (Ap.14, 6-11) Los ángeles con el Evangelio Eterno y la Ley anuncian el Juicio, e instan a los hombres a la conversión, y la destrucción de la ciudad pecadora. La asociación de uno de los ángeles con el Evangelio, supone en puridad, asociarlo con la figura salvadora de Cristo. Cristo al igual que el Evangelio, anuncia la caída de Babilonia en su realización definitiva. De hecho la interpretación que de él se realiza en el Comentario de Beato es identificarlo como Cristo.
De este modo nuestra representación iconográfica, expresa la idea de la subordinación del fuero eclesiástico a una suprema autoridad, Cristo, y todavía a nuestro juicio, teniendo en cuenta que transmiten no sólo la ley eclesiástica, es decir la Hispana, sino también la ley civil El Liber ludiciorum. Así, podemos entenderlo como expresión de la subordinación de ambos fue ros eclesiástico y civil a la suprema Autoridad de Cristo. A su vez adquiere especial relieve esta idea de la subordinación de los fueros a una suprema Autoridad si tenemos en cuenta que va a ser objeto de manifestación por vez primera en el Concilio de París del año 829. Estas imágenes pueden estar representando las primeras muestras plásticas de la expresión de aquella idea.
En el texto del Comentario al Apocalipsis, es extremadamente significativo que Beato hable después de dos pueblos del diablo: uno fuera de la Iglesia, los infieles y los gentiles, otro dentro de la Iglesia. Estos dos pueblos quedan representados en las dos partes de la ciudad; los dos jinetes afrontados. Las palabras de Beato en su texto al comentario apocalíptico reflejan taxativamente a aquellos que estando dentro de la iglesia, sucumbieron por herejía y cisma alejándose de las obras de la Iglesia, y esos el día del Juicio serán castigados doblemente.
Asimismo es preciso tener presente que la tradición de la Iglesia identifica de forma expresa a Babilonia con Roma así como la adoración de la bestia y su imagen con el culto imperial. Interpreta este pasaje como el juicio a la Roma pagana y perseguidora de los santos, y en ellos de Jesucristo. Todo un profundo compromiso con la representación y creación de unas imágenes en las que brilla el esplendor de la creatividad artística como proceso de propaganda para manifestar la verdad de la palabra de Dios al servicio de la consolidación del Poder.
Toda una expresiva representación iconográfica de justificación teológica de la Guerra justa a partir de los textos patrísticos. Expresiva la carta que el rex carolingio Carlomagno transmitirá en el año 796 al Papa León III en la que le expone la responsabilidad que contrae el rey de apoyar a la iglesia con las armas, mientras que la tarea del pontífice “consiste en secundar el éxito de nuestras armas elevando los brazos hacia Dios, como Moisés, e implorándole que de al pueblo cristiano la victoria sobre el enemigo de su nombre”. El papel de estímulo de la iglesia en el triunfo de las batallas adquirió un calculado protagonismo. En el año 1095 el Papa Urbano se dirigiría a los soldados antes de salir para la guerra en los siguientes términos: “Vosotros que ahora partís nos tendréis aquí rezando por vosotros; nosotros os tendremos luchando por el pueblo de Dios. Es nuestro deber rezar y el vuestro luchar contra los amalecitas. Como Moisés extenderemos nuestras manos en oración al cielo, mientras avanzáis y blandís la espada como intrépidos guerreros contra Amalec”.
La maestría de esta realización que contemplamos se ajusta esencialmente al canon de valores de representación iconológica asumidos por la institución eclesiástica. Los criterios de expresión plástica aplicados en la obra artística no fueron ajenos al iconógrafo maestro y al artista que interpretó el texto, en posesión de las competencias técnicas e intelectuales precisas, y no traicionó por ello el proyecto iconográfico introducido en Naranco, el cual alcanza ría plena comprensión desde el horizonte mental y cultural de la época.

Iconografía de los evangelistas de San Miguel de Liño
En el Beato de Gerona (f. 7r, siglo X) en la escena “Los ángeles presentan el Evangelio de San Juan”, aparece el símbolo de San Juan como un águila con un libro sobre su cabeza. La sustitución del característico rollo por un libro conlleva una componente de significación eminentemente religiosa. El referente profético de San Juan y su impacto en la Edad Media como autor del Comentario al Apocalipsis es el que proyecta esta distinción. El evangelio de San Juan tiene obviamente un especial carácter teológico y místico y una repercusión decisiva en el discurrir histórico de la controversia sobre el Adopcionismo.
El resto de los símbolos de los evangelistas son terrenales y tienen su referente iconográfico en la naturaleza humana. Una característica simbólica (de una especial trascendencia en la crisis adopcionista originada por la iglesia de Toledo) para destacar la amplia dimensión teológica que adquirió San Juan en el mundo altomedieval nos la ofrece su especial representación en las basas de las columnas de San Miguel de Liño (848), al estar reflejada su figura simbólica de águila bajo un arco en mitra. Es el único símbolo de evangelista que es acogido en la arcuación bajo el regio arco en mitra. El resto del conjunto de evangelistas figura representado bajo el arco sogueado de medio punto. Es pues, el arco en mitra bajo el que se represen ta la figura del evangelista san Juan, el que va a acentuar su especial repercusión teológica en la iglesia y en el poder regio de Ramiro I. Confirma la fuerte impronta ideológica que tendrá en la iglesia de San Miguel de Liño.
Basa de San Miguel de Lillo (Museo Arqueológico de Asturias) 

Detrás de esta fórmula iconográfica se encuentra presente la apuesta realizada por la iglesia asturiana y el poder político; La devoción por San Juan se encuentra en la proximidad a las tesis de Beato y la renovación teológica propiciada por su obra In Apocalipsis, y su alejamiento de la iglesia toledana, lo cual supone el acercamiento a la iglesia carolingia y romana.
San Juan es destacado sobre los demás evangelistas ya en el mundo carolingio por Juan Escoto de Eriugena. El prestigio que adquiere San Juan es fruto de las disputas teológicas e ideo lógicas en torno a la doble naturaleza de Cristo generada en la Corte de Toledo por el arzobispo Elipando y rebatida con argumentos teológicos por Beato de Liébana, mediante el texto apocalíptico de San Juan. El testimonio del Evangelio de San Juan sería de una influencia tan profunda que la tradición cristiana situaría su imagen y su obra literaria con una proyección muy superior a los textos teológicos del resto de los evangelistas.
En nuestras basas de Liño, San Juan es el único evangelista al que se le confiere un símbolo natural, el Águila; la reina de las aves en el bestiario de la Antigüedad y el medioevo. La única ave que podía mirar al astro Sol sin perder la visión, a semejanza de San Juan, el fiel discípulo de Cristo tan unido espiritualmente a Él. San Juan se eleva a los cielos y con su mirada al Sol nos revela la naturaleza divina de Cristo. San Agustín hace referencia al carácter teológico y místico del evangelio de San Juan a semejanza de Beda el Venerable. San Juan con el Apocalipsis, en palabras de San Agustín “Se eleva muy por encima de los otros tres... ha alcanzado el cielo límpido. Desde allí, con mirada sumamente penetrante y sostenida, vio la Palabra que existía en el principio (Concordancia de los evangelistas, I, 4,7; 6,9).

La basa del evangelista Juan
Es en extremo interesante porque representa el pasaje del Evangelio dentro del Apocalipsis, y nos muestra la escena del mandato de escribir el Evangelio. La explicación del Tetramorfos, adquiere especial atractivo artístico al quedar circunscrita cada escena del evangelista en cada una de las caras de las basa. Su repetición dentro de las 24 basas que originalmente tendría la iglesia adquiere una relevancia de transmisión teológica por medio de un proceso de comunicación narrativo especialmente atractivo. Es muy destacable la introducción dentro de la cada escena del retrato del autor escribiendo. Dadas las innumerables veces que se le orde na a Juan que escriba, la circunstancia de haberlo representado pudo proceder directamente desde los libros clásicos a los Evangelios.

Iconografía del Rex en las jambas de San Miguel de Liño
Las jambas de la iglesia de San Miguel de Liño, situadas en el umbral de la iglesia, actúan como evocación simbólica del lugar de encuentro entre el pueblo y el rex sacerdos, siguiendo el modelo de comunicación tardoimperial del pueblo con el emperador. El encuentro entre el rex y el pueblo es, pues, un acto religioso y de Estado.
En la jamba se manifiesta un vocabulario iconográfico mucho más evolucionado, un nuevo estilo en la construcción de las formas artísticas. Representación de un estilo hierático, acorde con el contenido simbólico del episodio, con la nueva forma de poder monárquico.
Signo honorífico, en absoluto representación de un retrato regio, pero si la incidencia de una actitud de dignidad imperial, distante y atemporal. Ausencia de rasgos fisonómicos y una concepción de la imagen regia cuyo lenguaje formal era manifestado en su plena comprensión iconológica exclusivamente a los sectores cultos de la sociedad. Sector social que era impactado por una obra sublime, plena de poder expresivo, de una proyección ideológica de prestigio de un soberano revestido de un poder próximo terrenalmente pero distante en el tiempo.
La composición artística de la excelsa jamba nos muestra con extremo grado de perfección de que modo surgen las nuevas imágenes, los nuevos signos regios, la orientación del innovador lenguaje artístico y como son recibidos por el nuevo poder político después del controvertido ascenso al poder unipersonal de Ramiro I. El princeps, al modo que se representa en la talla en piedra, policromada en origen, se identificará plenamente con aquellas imágenes que visualicen el poder emanado de su figura proyectada sobre la tribuna regia, imperial, el kathisma, punto de encuentro entre el palacio-templo del rex y el pueblo. Un nuevo lenguaje iconográfico está aflorando con una proyección que trascenderá la inmediata y temporal repercusión política.
La actitud expresiva de los tres personajes se mueve en un espacio común. Tres figuras en las que prevalece el princeps centrando la simetría escénica, el orden jerárquico, flanqueado por dos personajes preclaros símbolos virtuales del poder religioso y terrenal: un alto cargo eclesial y un dignatario regio.
En el cuadro central representación figurativa de tres escenas centrales de la pompa circensis.
El circo, el hipódromo, en el mundo tardoantiguo concentraba el carácter imperial de las ceremonias, el encuentro entre el poder (Rex-emperador) y el pueblo. Así, el circo, la pompa circensis de nuestro cuadro escénico central, simboliza el lugar de encuentro del emperador con el pueblo: un espacio en el que existe una línea muy difusa entre lo invisible y lo visible. El palacio está hecho para resaltar el aspecto invisible del espectador, mientras que el hipódromo, versus pompa circensis, es la ventana al exterior del palacio que posibilita resaltar el aspecto visible.
En la actualidad las jambas no conservan la policromía original que tenían, y con ello se ha perdido la posibilidad de extraer conclusiones decisivas sobre el valor tan importante que tiene la gama cromática en las artes del mundo altomedieval y la herencia de las artes tardoantiguas.
El emperador, el rex, iba vestido de color púrpura, color distintivo de la dignidad imperial. Lo cubría el llamado paludamentum el cual era sujetado sobre el hombro derecho por medio de un broche de oro y piedras preciosas. Esta vestimenta pretendía realzar la personalidad y majestad del rex (al modo de los emperadores romanos) y presentarse como un ser sobrenatural revestido de atributos que refrendaban su status. Diversos elementos de su indumentaria contribuyen a corroborar su especial distinción; tenemos las piedras preciosas, gemas que adornan su vestimenta y emiten los reflejos de la “luz divina”, aquella que emana de su persona sagrada.
Será a partir de Constantino (siglo IV) cuando se imponga la diadema junto con la clámide sujeta con una gran fíbula redonda como distintivo del emperador. Pero unido a estos símbolos distintivos de su poder terrenal y celeste, el rex era portador del cetro o bastón de mando, símbolo del triunfo. Y a su vez, el trono: el rex, a semejanza del emperador tardoantiguo, se sienta sobre un trono que lo sitúa en una posición elevada respecto a los súbditos que lo rodean.

Iconografía de la cruz y del árbol de la vida
El reino de Asturias adoptó la cruz como emblema de la monarquía desde sus orígenes en el siglo VIII. La Cruz de los Ángeles (808), la Cruz de Santiago (874), la Cruz de la Victoria (908), etc... Constituyen ejemplos reveladores de cómo los reyes ofrecían como forma de donación cruces preciosas a sus iglesias, siguiendo en éste sentido un ritual presente con anterioridad en la corte de Toledo. Ciertamente, estas cruces asturianas responden al restablecimiento de un uso muy especial por los reyes toledanos. En el reino asturiano, y durante los siglos VIII al XI, se produciría esa continuidad de los usos de la corte visigodo-toledana, siendo ahora el “enemigo” por antonomasia el musulmán. Es así como edificios, tanto de uso civil como religioso, vayan a ser “protegidos” con la representación en sus lienzos de la cruz talla da en piedra. Tenemos la muestra de la Cruz de la Victoria representada en La Iglesia de San Martín de Salas (951); en la fuente llamada de La Foncalada (siglo IX); en una lápida procedente de las murallas de la ciudad de Ovetao (siglo IX); en la iglesia de San Salvador de Valdediós (893)... Conservamos un extenso elenco de representaciones de la cruz en la pintura mural asturiana; iglesia de Santullano (812-850), iglesia de Santo Adriano de Tuñón (891), hasta las ornamentadas cruces de Valdediós (893). Imágenes de la cruz que proyectarán su lectura iconográfica en los manuscritos altomedievales con la conocida denominación de “Cruz de Oviedo”, como el Antifonario de la Catedral de León (917), el Beato de Valcavado (970), el de San Millán de finales del siglo X, etc... Más ahora adquiere especial relevancia reseñar como las cruces de Alfonso II y de Alfonso III, coinciden en reflejar en sus inscripciones la fórmula HOC SIGNO TUETUR PIUS. HOC SIGNO VINCITUR INIMICUS.
En muchas de las representaciones de la Cruz, la inscripción que se graba hace mención a unas palabras litúrgicas procedentes de una Antífona de la liturgia hispánica: Signo salutis pone domine, in domino isto ut nom permittas introire angelum percutientem. Este texto lo encontramos graba do, conjuntamente con la cruz, en los muros de la ciudad de Oviedo: Signum salutis pone domine, in ianius istis ut non permittas introire angelum percutientem; en la fuente llamada de La Foncalada (siglo IX): Signum salutis pone domine in fonte ista ut non permittas introire angelum percutientem. Así como en lápidas como la de la iglesia de San Martín de Salas (951) en las que se lee: Signum salutis pone domi bus, in domibus isti ut non permittas introire angelum percutientem.
El texto de la inscripción tiene un contenido apotropaico, y es una explícita referencia a una invocación contra el angelum percutientem (Ángel exterminador) procediendo de una oración bendición recogida en el Liber Ordinum Episcopalis, el cual en su apartado II dice: Ordo quan do sal ante altare ponitur antequam exorcidietur. (f. 11) y en el párrafo 22A (f. 20) leemos: Signum salutis pone domine in domibus istis ut non permittas introire angelum percutientem in domibus in quibus uos habitatis pono signum meum dicit dominus et protegam uos et non erit in uobis plaga/ nocens. Asimismo en el Antifonario Visigótico-Mozárabe (960) encontramos un texto litúrgico origen del texto de nuestra cruz: Signum salutis pone domine in ianuis istis ut non permittas introire angelum percutientem. El final del texto es una referencia directa a la última de las plagas de Egipto, y en la cual el angelum percutientem (Ángel exterminador) mataría a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, excepto a los israelitas: In domibus in quibus vos habitatis pono signum meum, dicit Dominus, et protegam vos et non erit in vobis plaga nocens. (En las casas donde vivís pongo mi señal, dice el Señor, y os protegeré y no habrá ninguna plaga nociva para vosotros). En Exodus 12, 12 leemos: ...percutiamque omne primogenitum...; y en 12, 23: ...et non sinet percussorem ingredi domos vestras et lacdere.

El árbol de la vida en el arte asturiano
La espléndida celosía del pórtico de Valdediós es especialmente atractiva iconográficamente, al transmitirnos plásticamente una de las ideas centrales del pensamiento cristiano en el mundo altomedieval asturiano: el Paraíso y el verdadero Árbol de la Vida que es Cristo. La celosía actúa como cierre de la ventana occidental del pórtico, representa una pieza de perfecta factura y ejecución de un tracista mozárabe. Está conformada por motivos de rejería, roleos y cogollos de inspiración paleoislámica. Su esquema se centraliza a partir de tres tallos con figura circular, dispuestos de acuerdo a una perfecta simetría axial y a un tratamiento armonizado del conjunto decorativo; en toda la placa calada domina la desestructuración de la forma, y una pérdida de la referencia plástica original. Así la representación de nuestra placa pétrea perforada está enriquecida por una rica labra que refleja un tallo vegetal serpenteante del que se van creando una malla decorativa de seis círculos con formas fitomorfas. Hojitas pequeñas son unidas por virtuosos lazos semejando flores que son acogidos en el interior de finos entrelazos, a modo de frondosa malla reticular plena de una geometrización de la naturaleza. Esta representación última de una manifestación cierta de una masa arbórea plenamente integrada en interior del vano con remate semicircular del regio pórtico nos transmite la esencia, acorde con la lectura bíblica, del Árbol de la Cruz de Cristo. Es un árbol cargado de frutos de la felicidad y acoge con su follaje al verdadero Árbol de la Vida que es la Cruz, el símbolo del Cristo escatológico, que es también la Iglesia. Realmente es el Árbol de la Vida que estaba situado en el centro de la Jerusalén Celeste según el texto del Apocalipsis de San Juan. En realidad Árbol y Cruz se erigirán en el centro de la tierra, sosteniendo el Universo.
Este árbol ascensional extiende sus hojas contrapuestas manifestando su proyección como imagen de un Mundo en ascensión. De acuerdo con Rábano Mauro en su obra Allegoriae in Sacram Scripturam, el árbol de la vida adquiere por extensión el símbolo de la naturaleza huma na; la cruz de la Redención se vincula “directamente”, pues, con el Árbol de la Vida. Y a este respecto es preciso mencionar la espléndida cruz tallada en el imafronte de nuestra iglesia de Valdediós. Con su alfa y omega, protege a modo de lábaro constantiniano la Jerusalén celes te, ornando la iglesia convertida en relicario, con sus almenas. A semejanza de la decoración pictórica con almenas que recubre los cuatro lienzos del santuario de Santo Adriano de Tuñón (891) o la excelsa cajita de Astorga (siglo X) con sus almenas coronando la placa superior.
La importancia que tiene en la iglesia el tema del árbol místico, permite esclarecer la gran proyección estético-espiritual que llegaron a tener estos modelos de representación dentro de la plástica asturiana altomedieval. Ciertamente, tenemos un atractivo elenco de buenos ejemplos en los que quedan brillantemente reflejados los arquetipos del Árbol de vida y del Árbol de la Cruz que apoyan esta lectura: así, por ejemplo el cancel de Lugo de Llanera (circa IX) (Museo Arqueológico de Asturias), las placas de cancel de San Miguel de Liño (848), y los canceles de San Miguel de Escalada (913), El cancel de San Tirso de Candamo (circa IX), la espléndida celosía de San Andrés de Bedriñana (siglo IX), etc...
Adquiere especial significación el mensaje iconográfico del Árbol de la Vida a través de los relatos de los libros apócrifos del cristianismo primitivo. En la obra especialmente significativa de La Caverna del Tesoro de Siria, compendio de textos redactados dentro de la orientación teística de San Efrén, se realiza una referencia explícita al Árbol del Génesis: “Este árbol de la vida, en el centro del paraíso, es una imagen que anuncia la cruz del Salvador, que es el árbol de la vida verdadera, y esa cruz fue levantada en el centro de la tierra”.
Referencia que está vinculada a un componente simbólico decisivo en la historia del cristianismo: el Sacramentum Ligni Vitae. La forma fiel de representar y expresar el misterio de la Cruz. Los escritos de los Padres de la Iglesia, al igual que la literatura eclesiástica han expresado esa realidad que constituye el signo de la Cruz y que atraviesa y organiza el con junto de los textos bíblicos, desde el Génesis hasta el Apocalipsis de San Juan. Una idea-fuer za dentro del pensamiento cristiano que permanecerá viva desde los orígenes de la iglesia hasta los largos siglos del Medievo. En la Biblia encontramos textos fundamentales en los Proverbios (III, 18) en el cual se establece una singular comparación de la Sabiduría con el Árbol de Vida.
Esta triple repetición, pues, del motivo circular fitomorfo en cada una de las alternancias rítmicas del eje axial, constituye una fórmula estereotipada de patente expresión del misterio trinitario.
El esquema trinitario basado en representaciones estereotipadas y en las tradiciones y los textos exegéticos, se refleja con extrema maestría en los hermosos canceles de la iglesia de Santianes de Pravia. En cada uno de los dos tableros de cancel se refleja el mismo e idéntico motivo: la manifestación de la divinidad de Cristo. El relieve mantiene una alineación vertical de tres círculos con contorno dibujado en espiga y superpuestos a otros dos círculos que los intersecan. La frecuencia del recurso al círculo con un sentido trinitario está confirmado en un amplio elenco de representaciones iconográficas medievales, como es el caso de la celosía de la próxima iglesia de San Andrés de Bedriñana (siglo IX). El círculo simboliza la divinidad considerada no sólo en su inmutabilidad, sino también en su bondad, “como origen, subsistencia y consumación de todas las cosas; la tradición cristiana dirá: como alfa y omega”. Representa la figura mística presente en el Liber figurarum; los tres círculos conforman la propia Revelación de Dios a través del Antiguo Testamento: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se encuentran integrados en los tres círculos trinitarios.

La cruz como símbolo de poder
El arte cristiano ha sido especialmente sensible a darle un sentido simbólico de piedad u ofrenda cristiana a la ornamentación de las cruces con piedras preciosas. Estas pasarán a adquirir el valor de efectivos signos del Triunfo de la misma. No es habitual encontrar una obra de orfebrería de la cruz desprovista de toda decoración. Muy al contrario las cruces van a ser ornadas con motivos muy variados. Se van a introducir, pues, variedad de motivos; talla de piedras con escenas inspiradas en textos bíblicos; piedras preciosas; entalles con figuras mitológicas; labra en la superficie de imágenes cristológicas; y variadas composiciones de figuras geométricas, vegetales, animales y de carácter narrativo.
Todas ellas tienen en esencia como última finalidad transmitir la significación cristiana de la cruz, su proyección vital ideológica y en último extremo política. Es así como los pequeños relieves circulares lisos u ornados que se sitúan en el centro y en extremo de cada uno de los brazos de nuestras cruces asturianas, ya estén trabajadas en piedra, pintura, o labor de orfebrería, adquieren el valor de símbolo de las cinco Llagas de Cristo, las heridas de su costado, manos y pies. Hay un vínculo muy especial, de raíz bíblica, a su vez, de determinados motivos vegetales con atributos de orden cristológico. Así tenemos el laurel, al cual se le atribuye el emblema de Cristo triunfante en la cruz; la palma, símbolo excelso de la Victoria obtenida por ella; así como la hoja de olivo, el preclaro símbolo por antonomasia de la paz y reconciliación.
Esta orientación e interpretación de signo teológico de estos motivos la encontramos ya en la época visigoda. Y será en los actos litúrgicos del Rito de la Bendición de la Cruz, que recoge el Liber Ordinum, donde encontremos este reflejo teológico en la significación de los motivos introducidos en la ornamentación de las cruces.
En los actos de bendición de estas cruces votivas donadas por el rey o por nobles o fieles en general, se va a establecer además una diferenciación. Las cruces donadas por monarcas o por miembros de la nobleza, estaban revestidas de oro con incrustaciones de piedras precio sas y en consecuencia recibían una bendición especial. La Benedictio crucis tiene por tanto dos fórmulas distintas de bendición de la Santa Cruz; diferencia entre la cruz sencilla, sin ningún revestimiento ni ornato que resalte su imagen, y la cruz ornamentada, la crux gemmata.
Su inicial oración para ambas era Si crux tantum simplex est, usque hic legitur hec oratio. Si autem cum ornato est, usque in finem legitur. El texto de la oración que se recita acorde con la liturgia es el siguiente: Christe Domine, qui es bonorum conlator munerum et bonorum omnium adtributor: qui largiris famu lis tuis unde ad Laudem Nominis tui debita tibi oblata persoluant, Cuiusque prius offerentium fides conplacet, dein de santificatur oblatio: consecra tibi munus hoc famuli tui, tropheo scilicet victoriae tue, redemtionis nostre. Acci pe hoc signum crucis insuperabile, quo et diaboli exinanita potestas est, et mortalium restituta libertas. Fuerit licet aliquando in pena, nunc versa est in honore per gratiam... Ac sicuti per illam mundus expiatus est a reatu, ita offe rentium anime deuotissime huius signi merito, omni careant perpetrato peccato. (M. FEROTIN, Le Liber Ordinum, pp. 163-164).

Sentido trinitario y controversia adopcionista: Repercusiones iconográficas
El carácter simbólico que apreciamos en los árboles paradisíacos vinculados al tema central árbol-cruz para componer una escena de sentido trinitario representa una imagen frecuente en el arte hispanovisigodo y evidentemente presente en el arte asturiano. Pero la lectura iconográfica puede reorientar el sentido supuesto de la misma. El contexto político-religioso adquiere aquí una notable importancia.
En el repertorio artístico asturiano queda expresado plásticamente, y con gran expresividad y eficacia iconográfica, uno de los problemas de mayor trascendencia religiosa y política que se encontraba en el centro de las discusiones religiosas de la alta edad media hispana: la controversia adopcionista. Ésta polarizó y radicalizó a diversos sectores político-religiosos que cuestionaban la naturaleza trinitaria de la divinidad y con ello la unicidad de Dios. La crisis de la iglesia asturiana con la iglesia de Toledo y el alejamiento entre sí de ambas tendrá su reflejo lógico, su traducción, en las lecturas trinitarias recogidas plásticamente en los relieves decorativos eclesiales. El vínculo litúrgico-teológico es plasmado, como es obvio, con intensidad en los pro gramas iconográficos y repertorios ornamentales: pintura, escultura, orfebrería, recogidos en las iglesias asturianas. En estas circunstancias determinadas lecturas iconográficas del arte asturiano van a adquirir mayor sentido y comprensión en el contexto de la polémica adopcionista.
Beato de Liébana, por razones puramente doctrinales y de ortodoxia, se iba a enfrentar a aquellos que negaban que el hombre que murió en la Cruz fuera el Dios de Israel (II, 42). El adopcionismo disociaba la identidad de Cristo redentor con el Dios de Israel. Rechazan el que en su humanidad Cristo sea el verdadero Hijo del Padre. En el Reino de Asturias, muy al contrario, se va a reforzar la ortodoxia trinitaria y cristológica. Actitud que conlleva un acerca miento a la iglesia carolingia y a Roma. Beato, con cierto prestigio reconocido y respaldado tácitamente por la Corte asturiana, en su obra In Apocalipsis va a defender a ultranza la Trinidad y a condenar la doctrina del Adopcionismo. Con Beato se inicia el proceso por el cual la Iglesia asturiana establecerá una ruptura definitiva con la Iglesia de Toledo.

La época de la monarquía asturiana. Evolución religiosa y teoría del poder
Covadonga. realidad y mito.
Los acontecimientos que rodearon la batalla de Covadonga configuran un capítulo introductorio y en cierto modo fundante de la historia medieval de Asturias. Y para la historia de la religiosidad y de la Iglesia asturiana también, especialmente, si nos limitamos a leer a la letra los textos cronísticos. Sobre la significación sociopolítica de aquella batalla (722) existe una bibliografía muy copiosa con interpretaciones diferentes y en bastantes ocasiones contradictorias, dependiendo, en última instancia, de la lectura que hagamos de ellos. No se puede olvidar nunca que sus autores, clérigos o personalidades de ambiente cortesano, escriben en la década de 880, durante el reinado de Alfonso III (865-910), cuando estaban fijándose las bases territoriales de un Reino y perfilándose sus estructuras administrativas más básicas. Era inevitable que los cronistas de finales del IX proyectaran sobre los episodios del siglo VIII la ideología imperante durante el gobierno del Rey Magno y que interpretaran la confrontación de los astures y musulmanes a las orillas del Enna o Deva con aquellas claves que entonces maneja ban. Leer estas fuentes cronísticas como narraciones que se ajustan plenamente a lo acontecido, pasando por alto la intencionalidad política impregnada de sacralidad y de providencialismo exacerbado hasta límites increíbles, como se llevaba en los ambientes áulicos de los siglos IX-X–deficiencias de las que adolece la historiografía medieval y buena parte de la Moderna– sería, por consiguiente, un anacronismo imperdonable.
Para todos los cronistas que se ocuparon de Covadonga: la victoria asombrosa de los cristianos de Pelayo contra los ismaelitas de Alkama fue el comienzo de la restauración del reino de los visigodos, de la salvación del pueblo cristiano con el comienzo del reino de los astures:
Y así, desde entonces se devolvió la libertad al pueblo cristiano...y por la divina providencia surge el reino de los astures” (C. Albeldense, 1).
Cristo es nuestra esperanza de que por este pequeño monte que tú ves se restaura la salvación de España y el ejército del pueblo godo” (C. Rotense, 10).
Entonces, por fin –después de la victoria– se reúnen los grupos de fieles, se pueblan las tierras, se restauran las iglesias, y todos en común dan gracias a Dios” (C. a Sebastián, 11).

El panorama religioso descrito por estos textos : un reino que se restaura en lo político, en lo social y en lo eclesiástico a partir de pautas cristianas a la vez que el pueblo cristiano y las iglesias, como si todo ello fuera ya una realidad preexistente y desarticulada por la invasión, se compadece mal o se contradice, sencillamente, con la situación histórica de la época anterior, en la que constatamos ciertamente la existencias de indicios, muy escasos, de núcleos o de presencias cristianas aisladas y sin visos todavía de estructuras organizativas que los cohesionaran. Un sencillo elenco de iglesias documentadas por períodos de veinticinco años, a partir de las fuentes arqueológicas, epigráficas y documentales, deja entrever la realidad de un proceso de desarrollo lento y progresivo de la cristianización de las diferentes latitudes asturianas, que sólo a las alturas del siglo X parece estar ya muy avanzado:
Años                                Número de iglesias (basílicas)-monasterios
700-725                                               1
725-750                                               1
750-775                                               2
775-800                                               1
800-825                                               1
825-850                                               3
850-875                                               9
875-900                                               17
900-1000                                             344 

Sobre la realidad histórica de estas narraciones cronísticas ha corrido mucha tinta en infinidad de trabajos antiguos y recientes. A nosotros nos sigue pareciendo acertado, en su diseño más general, el diagnóstico formulado por A. Barbero y M. Vigil hace años. La causa inmediata de la rebelión de los astures habría sido de índole preferentemente económica. Los próceres de estas tierras no estaban dispuestos a pagar la tributación que los nuevos señores de Hispania trataban de imponerles desde la embrionaria organización política de Munnuza en Gijón, manteniendo así su reluctancia tradicional al dominio visigodo, que implicaba, lógica mente, las inevitables consecuencias de índole económica. Los jefes locales de la región se jun tan en la falda del monte Auseva para celebrar una reunión de fuerte sabor tribal y organizar su particular algara. Pelayo, que podría ser también un jefe local, sin que se excluya su posible naturaleza cántabro-astur, por más que las crónicas insistan en sus orígenes visigodos, se une a aquella asamblea y obtiene la primera victoria en una escaramuza contra la expedición de castigo dirigida por los musulmanes en las cercanías de la actual Cueva de la Señora o Covadonga. El increíble diálogo Oppas-Pelayo, antes del enfrentamiento, en el que se le proponía al caudillo astur una honrosa sumisión, no debió de ser más que el ropaje literario, magnífico, por cierto, de un pacto de capitulación, tan característico de la primera época de la invasión musulmana en su tan espectacular como apresurada dominación de la Península. A continuación, el núcleo de poder musulmán en Gijón se derrumba como un castillo de naipes y la destrucción del pequeño ejército del gobernador Munnuza en Olalies (Proaza) propicia y rubrica la constitución de un poder local de inspiración cristiana cerca del lugar de la primera victoria (Can gas de Onís), cuyo “territorio” inicialmente difuso no diferiría mucho del ámbito de poder que tenían previamente los jefes locales, presididos ahora por Pelayo. Por lo demás, la importancia de esta aristocracia local en los orígenes de la nueva realidad política ha sido puesta de relieve muchas veces y nosotros aludimos a ella en otra parte. Pasado el tiempo, con la consolidación de aquel endeble principado local, así llaman las crónicas a Pelayo, jefe político de Cangas, los teóricos de Alfonso III (865-910) tratarán de justificar ideológicamente la nueva situación de un reino cristiano, relacionado políticamente con el vascón de Pamplona y con intereses territoriales al sur de la cordillera cantábrica –los Pirinneos montes– y en el valle del Duero, donde estaban plantándose ya fortalezas de frontera. El color mítico de bellísima narración de los episodios de Covadonga, recogido por la historiografía oficial del Rey Magno, responde perfectamente a las características habituales de lo que se ha dado en llamar un “mito de orígenes”, en este caso del Reino astur, de la Reconquista y consiguientemente de la España cristiana del Medioevo como continuadora del otro Reino visigodo y cristiano de Toledo.
En esta urdimbre socio-político que contextualiza la famosa batalla de Covadonga ¿cómo era la situación religiosa? Los solares de Covadonga y de Cangas de Onís pertenecían al territorio Vadiniense, ese pueblo prerromano bien documentado por su epigrafía singular, en la que puede descubrirse al mismo tiempo la pervivencia de estructuras sociales antiguas y una fuerte influencia romana. Y ya hemos mencionado en trabajos anteriores la existencia de un epígrafe datado sobre el siglo V y probablemente cristiano que ponía de manifiesto, una vez más, la estrecha vinculación entre cultura romana y cristianismo. Otra estela funeraria famosa, la dedi cada a la joven Magnentia, encontrada en Soto de Cangas, ha sido objeto de diferentes interpretaciones, todas de notable interés para el problema que nos ocupa. La lectura de la misma no ofrece ninguna duda: Magnen / tia excedit / annorvu (m) v/ i (gi) nti (dierum) XXV / ex domv d / ominica. Una interpretación obvia de la expresión “domus dominica” sería “casa del Señor” con una connotación cristiana clara, pero también podría entenderse como “casa señorial”: lo cual supondría reconocer la existencia de un centro señorial, de ámbito reducido evidentemente, en esta comarca de Cangas, que podría haber propiciado la rebelión de Covadonga y la consiguiente construcción política cortesana en este lugar a principios del siglo VIII. A nosotros nos parece más obvia y directa de “dominica”.
Barbero y Vigil sugieren también esta lectura así como la relación de ese supuesto centro de poder con Covadonga. Suponen que se habría mantenido pagado en época visigoda, cristianizándose paulatinamente por la presencia de ermitaños-misioneros, como había ocurrido en Cantabria; y la hipótesis puede ser válida, como tal, aunque carezcamos de pruebas arqueo lógicas determinantes. Es decir, la domus dominica de Cangas tendría que ver con la coba domini ca (Cuadonga>Covadonga) del escenario de la batalla o, lo que es lo mismo, la existencia de una cierta reciprocidad entre núcleo político-social y el de índole religiosa. No existe ninguna duda sobre la naturaleza cristiana y mariana dela “coba dominica” en el texto cronístico de la versión Rotense y Ovetense. Y es también es evidente la importancia que ese lugar del monte Auseva tenía para los grupos sociales de la zona y para sus jefes que quisieron elegirlo a la hora de celebrar una reunión decisiva. Pero si suponemos que en Covadonga había funcionado desde tiempo inmemorial un santuario pagano importante, convertido después en cristiano, esto explicaría mucho mejor el atractivo que ejercía sobre los jefes locales de aquel territorio, hasta el punto de haberle escogido para el famoso “concilium” de color tribal, al que acudió Pelayo quizá porque no viviera demasiado lejos del escenario de los hechos. Las expresiones del coba dominica y antrum tutissimum de la versión Rotense se refieren, sin duda alguna a la domus Sancte Marie como precisa el autor de este texto, pero no excluimos que dichos términos –el de antrum especialmente– conserven ciertas resonancias tradicionales de la existencia de un lugar de culto no cristiano en las faldas del Auseva. De hecho, el río que sale de Covadonga, debajo mismo de la cueva, se llama Deva –étimo de origen céltico con el significado de una divini dad relacionada con el culto de las aguas– o Enna, otro hidrónimo precristiano de la misma raigambre lingüística y con idéntico significado, cuya memoria todavía perdura en un topónimo cercano y muy conocido: la cruz de Priena, “al lado del Enna”.
Las noticias sobre la existencia lugares de culto cristianos construidos durante los primeros años de la Monarquía Asturiana son muy escasas, ya que se circunscriben prácticamente a las mencionadas sobre la pequeña iglesia dedicada a Santa María en la Cueva del Auseva y a la de la Santa Cruz, al lado del nuevo centro de poder político, quizá porque la radicación de la nueva religión en esta región fuera todavía poco intensa y esporádica. El sucesor de Pelayo, Favila (737 799), edifica en Cangas de Onís un sencillo templo con esta advocación patronímica sobre una importante construcción dolménica que se conserva todavía. El valioso texto de la inscripción fundacional, el primer monumento escrito después de la invasión y los episodios de Covadonga, ofrece noticias de interés y presenta algún problema de interpretación. Su soporte original de piedra fue destruido hace algún tiempo, pero podemos conocer el contenido del mismo gracias a una reproducción sobre dibujo hecho por R. Frasinelli a partir de la original. Nosotros hemos publicado una trascripción propia, porque pudimos utilizar una fotografía anterior a su destrucción que se custodia en el Instituto Arqueológico Alemán de Madrid. La expresión del primer verso: Resurgit... hec macina sacra, puede interpretarse literalmente: “se construyó de nuevo esta fábrica”, es decir, se restauró esta iglesia a partir de una edificación preexistente, o de forma genérica: “se levantó” o “se construyó” esta iglesia. Si adoptamos la primera lectura que presupone la existencia de un santuario previo, no descartamos la posibilidad de que el epigrafista esté refiriéndose a un lugar de culto pagano que podría identificarse con la construcción funeraria mega lítica, cuyas virtualidades curativas en el apartado de las enfermedades ginecológicas convivieron pacíficamente con las creencias cristianas de los naturales de aquellas tierras durante muchísimo tiempo. La parte final del epígrafe resulta más complicado, ya que expresa la data de su consagración con forma doble y aparentemente contradictoria: el año trescientos de la “sexta edad del mundo” –300 después de Cristo– y el primero del reino de Favila, o sea, 737. Al analizar minuciosamente la fotografía de la inscripción original hemos observado que las cinco últimas líneas del texto actual no se corresponden con el primigenio, ya que esta parte del soporte parece estar alterada. Por ello, cualquier intento de lectura que tratara de compaginar ambas dataciones, y se han hecho muchos, habría que tomarla con cierta reserva. Pero si era la data original, y todo pare ce indicar que lo fuera realmente, porque resulta muy difícil pensar que al “refactor” del epígrafe se le ocurriera una forma de poner los años tan compleja y sofisticada, encontraríamos en esa doble fórmula cronológica el indicio de la existencia de un doble santuario en aquel lugar: el primero correspondería al datado por las “edades del mundo”, y el segundo a los comienzos de la jefatura política de Favila. Si nuestra interpretación es correcta, el epigrafista, al referirlo a las “edades”, podría estar pensando en un santuario pagano vinculado de algún modo a la construcción dolménica sacralizada, porque nos parece menos verosímil pensar en un templo cristiano en Cangas sobre el año 300, si bien es cierto que existen algunos indicios sobre la temprana cristianización de los Vadinienses. Por otra parte, el hecho de que existan en las localidades vecinas varios santuarios paganos a la vera de iglesias cristianas hace más razonable nuestra hipótesis sobre la realidad de dos santuarios sucesivos, pagano y cristiano sucesivamente. En cualquier caso, el nombre de Asterio o Astemio, con el título de “vate” consagrando la iglesia de la Santa Cruz, símbolo político emblemático de la futura Monarquía asturiana, constituye una prueba más de la existencia de obispos giróvagos, sin sede episcopal circunscrita a un territorio determinado, en los primeros tiempos de la resistencia cristiana contra el dominio islámico. Las pruebas de este tiempo fenómeno son abundantes y muy conocidas ya. Por lo demás, la factura del nuevo templo cristiano debió de ser modesta (opere exiguo) y probablemente de planta cruciforme (demonstrans figura liter signaculum alme crucis), a pesar de los calificativos de la C. Rotense (basilica... miro opere). La descripción que hace de ella Carvallo que pudo ver todavía la fábrica original, no deja lugar a dudas: “Esta (la iglesia) dura hasta hoy con el título de Santa Cruz, y no es más que un humilladero o capilla de sillería, de ocho pies de largo y ocho de ancho, que ya la medí; y toda es sillería y después se le ha arrimado el cuerpo de la iglesia, porque no es de la traça de las iglesias de aquellos”.

De Cangas de Onís a Oviedo pasando por Pravia. El auge del cristianismo en Asturias y la fundación de la Diócesis ovetense.
Durante los años centrales del siglo VIII no existen noticias de ningún tipo sobre el proceso de evangelización en Asturias que seguiría vinculado seguramente a la consolidación progresiva de los jefes políticos de Cangas y de la aristocracia de otras partes de la región. Las empre sas de repoblación interior o, para ser más exactos, de reorganización y articulación social, llevadas a cabo por el primero de los Alfonso (738-57) en las comarcas más orientales de la región después de la famosa expedición por el valle del Duero, bien documentada en la litera tura cronística, tendría seguramente efectos positivos para la consolidación de las estructuras específicas del Cristianismo. Estos textos suelen vincular habitualmente repoblación>reorganización de la iglesia. Y las dos versiones cronísticas coinciden en afirmar que este príncipe “hizo muchas basílicas”. La soberanía de Fruela a medidos de la centuria (757-68) dejó huellas de cierta importancia. Su apoyo a las estructuras todavía embrionarias del cristianismo emergente se intuye solamente a través de una noticia desconcertante de la Rotense:
Al escándalo de que, desde los tiempos de Vitiza, los obispos se habían acostumbrado a tener esposa, le puso término. Incluso a muchos que se aferraban a ese escándalo, tras castigarlos con azotes, los encerró en monasterios. Y así desde entonces está prohibido a los sacerdotes contraer matrimonio, y porque observan la ley canónica ya ha crecido mucho la Iglesia”.

¿De dónde habrá tomado el autor de esta versión cronística esta noticia, que ya había con signado al hablar del propio Vitiza en la primera parte de la Crónica?.
Quizá de ningún sitio. Hacía tiempo que el celibato pertenecía a la disciplina de la iglesia, aunque en la práctica se produjeran muchas transgresiones. El texto atribuye a Vitiza, cuya mala fama por la “perdida de España” era proverbial, el relajamiento de la misma, y a Fruela, de cuyo carácter áspero y violente se hacen eco todas crónicas, el intento decidido de la implantación efectiva del celibato.
Resulta difícil imaginarse la observancia celibataria en un ambiente eclesiástico todavía rudimentario con un clero rural casi en su totalidad, y sin estructuras firmes en las que apoyar el ordenamiento canónico. Quizás pudiera vislumbrase en este curioso episodio un intento del cronista de Alfonso III de establecer la oportuna distancia entre clero secular y regular o monástico, en una época, en la que las diferencias entre ambos estados eran prácticamente inexistentes. De hecho, a los infractores se les castigaría con azotes y la clausura monástica, donde el celibato había constituido siempre una obligación esencial, aunque en muchos casos, sobre todo en época prebenedictina, no se cumpliera tampoco.
En la segunda parte de esta centuria se funda en la colina de Oviedo un modesto cenobio dedicado a San Vicente: el año 761 llegaba a un lugar inculto de esta colina un “señor” y presbítero llamado Maximus con sus siervos, tomando posesión de él para poblarlo, es decir, para convertirlo en un lugar habitable en forma de cenobio con la ayuda de su tío el abad Fromistano. Veinte años más tarde los nuevos pobladores en compañía de un grupo de monjes (servi Dei) organizan allí la vida monástica mediante la redacción de un pacto monástico, procedimiento muy conocido y relativamente frecuente en otras latitudes peninsulares de la época. Aquella sencilla fundación constituiría los orígenes históricos de Oviedo, que más tarde habría de convertirse en capital del Reinos Astur. El documento que contiene esta serie de noticias, una copia tardía del siglo XII avanzado, ha sido objeto de muchos análisis con resultados no siempre coincidentes19. En la actualidad, todo hace pensar que los hechos recogidos en él e incluso el mismo pacto o alguno de sus elementos podrían ser sencillamente una proyección tardía del propio monasterio de San Vicente, cuando este centro se encontraba en pleno período de consolidación monástica y feudal, para tratar de mitificar y enaltecer sus orígenes, vinculándolos a los de una ciudad ya pujante, frente al poderío de los titulares de la vecina sede episcopal, cuyos perfiles señoriales habían sido perfectamente delineados por el obispo don Pelayo (1101-1130). Con todo, no parece que debe negarse la existencia de un modesto ceno bio fundado entonces. Existen ciertos indicios arqueológicos de las primeras edificaciones, al parecer dos zapatas de la cimentación original del siglo VIII.
Sabemos que por aquellos años Fruela construyó en Oviedo una basílica dedicada al Salvador con doce altares a los apóstoles, donde vivió algún tiempo con su esposa la vascona Munia, y de la que nacería Alfonso II ¿Por qué precisamente en este lugar? Barbero y Vigil primero y más tarde Torrente Fernández formulan una explicación muy sugerente. Como es bien sabido, Fruela comete un grave acto de parricidio al matar a su hermano Vimara durante los últimos años de su reinado. En una sociedad con restos de estructuras arcaicas como aquella, en la que funcionaba todavía la familia extensa y los lazos de consanguinidad, el fratricidio extrañaba inevitablemente a los autores del lugar del delito. El príncipe Fruela, alejándose de Cangas y refugiándose en Oviedo al lado de los monjes-ermitaños recién llegados, podría estar impetrando el amparo y en última instancia el perdón religioso y político de su acción nefanda.
Ya insinuábamos más arriba la estima que tenía este soberano de la vida monástica, donde el celibato estaba previsto y normalizado. Si esta explicación es válida, volveríamos a toparnos con la relevancia de los centros monásticos en la historia del primer cristianismo asturiano organizado.
El traslado de la corte o pequeño centro político de Cangas de Onís a Pravia (774-91) a la vez que constituye un hito importante en la orientación política de la Monarquía, abre una etapa de novedades destacadas en la historia del cristianismo asturiano cada vez más arraiga do sobre todo en los grupos dominantes que son los documentados: los cortesanos y los eclesiásticos, de tradición monástica especialmente. Resulta imposible medir y valorar el arraigo de la nueva religión en clases sociales inferiores, porque estamos completamente ayunos de información.
En una primera aproximación a la historia altomedieval asturiana podría llamar la atención esta notable “deslocalización” de la incipiente Monarquía. Y los historiadores han tratado de ofrecer en muchas ocasiones explicaciones que resultaran convincentes. En el territorio de Pravia, cuya capital podría ser la Flavium Avia –Flavionavia– de Ptolomeo existen numerosos indicios de romanización, aunque no tengamos noticias muy explícitas de la posible existencia de un centro de poder político-administrativo, ni de lugares de culto anteriores a la época de la Monarquía, si pasamos por alto la “villa” de Santa María Magdalena de la Llera mencionada anteriormente. En la actualidad, muchos historiadores estamos convencidos de que en esta localidad, ubicada a la vera del último tramo los dos grandes ríos asturianos, el Nalón y el Nar cea, estaba situada la capital de los Passicin o “Pésicos” (Anónimo de Ravenna), el gran pueblo de raigambre prerromana afincado en las comarcas centro-meridionales de Asturias y definido por dos grandes cuencas fluviales, la del Navia en su fachada occidental y la del Narcea en la oriental. Roma habría utilizado este espacio privilegiado por su posición estratégica para articular el dominio en la comarca. De hechos, las huellas de una romanización intensa en esta comarca son bastante numerosas, sin que descartemos la posibilidad de la existencia de un centro administrativo dependiente de Austurica Augusta. De hecho, la estación de Pravia debió de ser un centro de mucho interés para las autoridades romanas, hasta el punto de que quisieron pro longar el viejo Camín de la Mesa desde la Cabruñana hasta el mar, bordeando la ribera derecha del Narcea y transitando por las cercanías de la capital actual hacia Bances, donde pueden encontrase todavía magníficos restos de aquella importante vía que comunicaba las zonas costeras del centro de Asturias con el reborde de la meseta y con Astorga, la ciudad de la que dependería este centro administrativo en el caso de que realmente existiera. De ese modo, la capital praviana se convertiría en cabecera de aquella conocida ruta y en salida natural al mar de una parte de las explotaciones de oro controladas por Roma en las tierras centrales de la región. Nuestra hipótesis queda en cierto modo reforzada, si recordamos que los “Pésicos” eran una de las circunscripciones parroquiales de la famosa Divisio Theodomiri, dependiente precisamente del obispado de Astorga durante la dominación de los suevos, que habrían podido acelerar el proceso de cristianización en la comarca después de la conversión de aquel pueblo germánico, como se sugirió más arriba.
Todo ello haría más verosímil la hipótesis, formulada también por varios historiadores modernos, sobre la naturaleza pésica del rey Silo que abre la nómina de los soberanos de Pravia. Si este personaje era efectivamente un jefe local perteneciente a dicho pueblo, con poder y autoridad en ese amplio conjunto poblacional y con propiedades fundiarias en la actual provincia de Lugo, su matrimonio con Adosinda, cuya ascendencia cántabra está bien documentada en la Crónicas Asturianas por ser hija de Alfonso I, pudo utilizarse como poderoso instrumento político para relacionar y vincular las dos grandes formaciones indígenas, los cántabros y los pésicos, que por su naturaleza social y sus particularismos presentarían poderosas resistencias a la hora de integrarse plenamente en una unidad superior, el rudimentario “estado astur” en vías de gestación y que a estas alturas del siglo VIII sólo tenía un diseño teórico muy elemental. La entronización de Silo en Pravia aupado por su mujer según se dice las Crónicas (“por cuyo matrimonio consiguió el Reino”), constituye seguramente, un indicio más de la naturaleza arcaizante de una sociedad como era la cántabra y la de los Pésicos, en las que la mujer, a pesar de la posible influencia de la cultura romana, seguía teniendo un papel social relevante. Una cierta hondura de la impronta cristiana en esta comarca, basada en la notable calidad de su romanización y en los indicios de esta religiosidad en el pueblo pérsico, probablemente mayor que en otras latitudes más orientales de la región, favorecería seguramente el novedoso proyecto político de la Monarquía, en cuya base, leyendo a la letra los textos cronísticos y la escasa documentación fidedigna, estaba la orientación ideológica del cristianismo: una verdadera constante de la teología política que había funcionado ya perfectamente desde la segunda época de la monarquía visigoda.
En la actual Santianes, a la vera de Pravia, los nuevos príncipes levantaron la iglesia cortesana, dedicándola a San Juan Evangelista, y el palacio en un lugar contiguo, aprovechando probablemente restos de edificaciones preexistentes, tal vez de la tarda romanidad. Se ha conservado un trozo de la inscripción fundacional, el conocidísimo y solemne epígrafe, SILO PRINCEPS FECIT, tallado de forma laberíntica sobre un noble soporte de piedra caliza, que pone de relieve la pericia del autor y una voluntad clara de honrar solemnemente al responsable de aquella edificación. El estilo no tiene antecedentes claros, aunque algún especialista haya sugerido los africanos. Carvallo que pudo ver todavía la primitiva fábrica de Santianes en el siglo XVI, ha dejado una descripción bastante expresiva de la misma:
Permanece esta Iglesia hasta nuestros tiempos en la misma traça y manera y figura que entonces (los fundadores) le dieron; y aunque toda ella es muy pequeña, tiene su Capilla mayor, dos Colaterales, Crucero, y tres Naves, todo de arcos, y sobre pilares de sillería, y muestra mucha proporción, y correspondencia. Noté assimismo otra antigualla en esta Iglesia y es que tiene Altar mayor en medio de la capilla, de modo que se puede andar alrededor de el por todas partes, que todos por aquellos tiempos se hazian de esta manera...”.

Las reformas arquitectónicas, que comenzaron en el siglo XVII, fueron transformando paulatinamente su bella factura primitiva hasta hacerla casi irreconocible. Una restauración reciente, llevada a cabo en la década de los años 70, de la que falta una memoria propiamente dicha que permitiera evaluar los resultados de dicha restauración discutidos por algunos, permite, sin embargo, conocer mejor la hechura y el ambiente de la primera iglesia de Silo. Examinando cada uno de sus elementos arquitectónicos y las piezas muebles conservadas–especialmente los canceles, los restos de ventanales, el baptisterio, el altar con su tenante y el ábside de traza semicircular peraltada por su parte interior– parece que los artífices de San Juan Evangelista de Pravia conocían bien los diseños arquitectónicos y las técnicas ornamentales de las iglesias hispanovisigodas. Como dice su restaurador: “las singularidades que nuestro primer monumento presenta desde su trazado de planta, hasta sus detalles decorativos, hacen de él un ejemplar de transición entre formas arcaicas de tradición romana tardía, que perdurarían en la aislada comarca asturiana, y que enlaza con el desarrollo magnífico de las construcciones de Alfonso II”.

Se desconoce todo sobre el palacio real o la sede política de Silo y Adosinda. Ni siquiera su ubicación que debía estar cerca de la iglesia. En unas excavaciones que hemos realizado en 1987 hicimos varias prospecciones cercanas al muro norte sin ningún resultado positivo. Ban ces y Valdés, un erudito local que escribe a comienzos del XIX, menciona un paraje cercano a la actual basílica, conocido con el nombre de “Palacio”, en la que habrían aparecido muchos materiales cerámicos, relacionados seguramente con este edificio cortesano. En cualquier caso, este palacio o residencia real pudo servir de residencia claustral para Adosinda, obligada a vivir de forma monástica a la muerte de su marido, cuando fracasa su proyecto de sucesión política, según el más puro estilo de la ideología visigoda: un argumento más de la omnipresente relevancia de lo monástico en la primitiva monarquía astur, como también lo había sido durante los llamados “siglos visigodos”.
En efecto, cuando muere Silo sin hijos conocidos el año 783, Adosinda elige a su sobrino Alfonso –el futuro Rey Casto– para sucederle de acuerdo con los magnates de la corte. Al parecer, Alfonso II, el hijo de Fruela I y la vascona Munia, nacido a la sombra de San Vicente de Oviedo, había hecho carrera política en Pravia junto a su tía paterna, donde llega a ocupar la jefatura de la corte: el palatium u officium palatinum, según la nomenclatura de raigambre visigoda. Mauregato, medio hermano de Adosinda, expulsa del trono a Alfonso y reina allí cinco años (783-88) que las Crónicas Asturianas tratan de antematizar, proponiendo una verdadera damnatio memoriae para este príncipe, haciéndose eco de la ideología dominante durante el reinado de Alfonso III, cuando redactan dichos textos. Al fin y al cabo, Mauregato había extrañado de Pravia a Alfonso II, el verdadero paradigma de los soberanos asturianos para aquellos cronistas. Y además, era hijo de Alfonso I y de una desconocida. Nada tiene de extraño que estas brevísimas reseñas cronísticas digan de él que ocupó el reino ilegítimamente, con maliciosa sagacidad (callide) y de forma tiránica.
Pero al margen de esta tradición literaria tan negativa para Mauregato, sabemos que su breve reinado fue importante para la historia político-religiosa posterior. De hecho, gozaría del apoyo de una parte destacada de la iglesia de su época –de estructuras fundamentalmente monásticas–, que representaba, sin duda, el sentir mayoritario de todos los ambientes socia les, por lo menos el de los grupos dominantes. Durante este reinado llega a su apogeo la polémica teoría adopcionista, que había dividido y enfrentado a la iglesia asturiana según el testimonio de la Carta de Beato y Eterio (Apologeticum) a Elipando de Toledo (785), escrita después de haber acudido los dos importantes clérigos a Pravia para la profesión monástica de Adosinda en Santianes o en sus aledaños. Allí se habían encontrado con otro abad, Fidel, a quien el propio Elipando había escrito antes irritadísimo, por las mencionadas doctrinas de los dos futuros polemistas. Éstos, con su obra doctrinal dejarán bien sentadas las bases de su teología trinitaria y cristológica, que pretendía representar la ortodoxa de la iglesia occidental. Parece que el léxico y el utillaje conceptual utilizado por los dos teólogos astur-cántabros o lebaniegos, reproducía en buena medida el discurso teológico de la escuela carolingia, empeñada en la misma polémica contra Félix de Urgell y representada de forma destacada por Alcuino de York, lo cual pondría de relieve la existencia de relaciones políticas muy fluidas entre la corte asturiana y la de Aquisgrán, que continuarían y se harán más intensas durante el reinado de Alfonso II. Beato, principal responsable de la famosa carta Apologética, man tendrá correspondencia con el propio Alcuino que le contesta manifestándole su aprecio. Unos años antes, el 776, Beato había escrito sus famosos Comentarios a la Apocalipsis del Apóstol San Juan, dependiendo de autores clásicos: Tyconio y Apringio de Béjar especialmente, y de otros antiguos como el africano que menciona de forma explícita. El buen ermitaño del monte Viorna (Liébana) escribía condicionado por una fuerte tensión apocalíptica característica de los ambientes eremítico-cenobíticos de la época, motivada seguramente por los “terrores del año 800”, fecha muy socorrida entre los autores del siglo VII que solían situar el nacimiento de Cristo en el año 5200 de la sexta edad, y por ello esta última edad debería ter minar a finales de dicha centuria. A decir verdad, el panorama de la década del 770-80, cuan do escribe el ermitaño de Liébana y Ambrosio de Autpert (+784) sus obras exegéticas obsesionados por los problemas del fin de los tiempos, el panorama político estaba cargado nubarrones sombríos y amenazadores, sobre todo si se interpretaban los acontecimientos más llamativos desde claves ideológicas marcadas por un fuerte providencialismo y moralismo his tóricos. Baste recordar que eran los años de triunfos espectaculares del Islam por todas partes después del afianzamiento del califato abbasí de Bagdad (al-Mansúr, 754-75); de los graves problemas del Imperio Bizantino, vencedor de las grandes confrontaciones con los ejércitos musulmanes, pero profundamente desgarrado al mismo tiempo por la controversia iconoclasta; y de la fragilidad de las construcciones políticas de Asturias y de Pamplona, siempre en trance de sucumbir ante cualquier razzia intempestiva del Islam peninsular, cada vez más seguro y poderoso con la presencia de los Omeyas de Córdoba y la fundación del emirato inde pendiente de Abd al-Rahman I (756-68). Según las previsiones de los teóricos de aquellas décadas, la llegada del Anticristo como precursor de la segunda venida mesiánica, debería acontecer hacia el 770. Por eso, nada tiene de extraño que el arzobispo Elipando aludiera jocosamente a las profecías apocalípticas del Beato en un famoso pasaje de la carta que dirigía más tarde a los obispos de Hispania y de la Galia:
Beato, en la vigilia del día de Pascua, estando presente un tal Ordoño y el pueblo lebaniense, profetizó que el fin del mundo había llegado, por lo que la multitud aterrorizada y como loca se somete a un riguroso ayuno durante toda la noche y al día siguiente hasta la hora de nona. Pero el mencionado Ordoño, al sentirse muy apretado por el hambre, se cuenta que dijo a la gente: comamos y bebamos, si tenemos que morir, hagámoslo satisfechos”.

Parece lógico que en la conocida carta al abad Fidel vuelva a ridiculizar a Beato, calificándolo de precursor del Anticristo, una lindeza que Beato no tiene inconveniente en devolverle corregida y aumentada en el Apologético, calificando al propio Elipando “testículo del Anticristo”.
El reinado de Mauregato fue notable además por otro acontecimiento importante para la historia posterior del cristianismo astur y peninsular: los orígenes de la devoción a Santiago, potenciada también desde la iglesia franca. En su tiempo se compone el famoso himno litúrgico ¡O Dei Verbum!, donde el Apóstol es presentado como “cabeza áurea y refulgente de España”, y su “protector (tutor) y patrono” (patronus), con un acróstico dedicado al “rey” Mauregato, calificándole de piadoso y demandando para él la suprema protección del Rey de Reyes. Eran los años, en los que estaba consolidándose la leyenda de la predicación del hijo del Zebedeo en Occidente, gracias a la difusión del famosísimo Breviarium Apostolorum, obra del siglo anterior, en la que se indicaban los lugares de la actividad misionera de los restantes apóstoles. El valioso texto poético “asturiano” constituye además un perfecto alegato de Cristología ortodoxa, por lo que su comparación con los escritos polémicos antiadopcionistas resulta inevitable. En cualquier caso, no consta que deba atribuirse con seguridad a Beato de Liébana ni a otro autor conocido de los años del soberano astur, pero fuera quien fuere, el poeta anónimo se descubre como un ferviente devoto del soberano astur.
Podría pensarse que la polémica adopcionista, tan relacionada con Pravia, era una problemática de elites, es decir, de monjes, obispo y sutiles teólogos, empeñados en discusiones abstractas y terminológicas a finales del siglo VIII, sin que las bases más populares de la sociedad tuvieran conocimiento de aquella refriega puramente especulativa. Pero no parece que las cosas fueran así en un clero mal preparado y abierto a novedades teológicas equivocadas. De hecho, en una carta del obispo Ascárico, probablemente cercano a las posiciones de Elipando de Toledo, que se encontraba entonces en Asturias, a un monje (Dei famulus) llamado Tuseredo, el panorama que se describe, marcado por desviaciones doctrinales de naturaleza distinta, parece inquietante:
“Sólo las desviaciones doctrinales que pululan por estas regiones me cuido de manifestarles en síntesis a tu reverencia. Pues muchísimos asturianos desde aquí hasta la costa que desempeñan funciones propias de clérigos, casi a una suelen predicar desvergonzadamente en términos abominables sobre los cuerpos de los justos muertos”.

Sabemos poco sobre la realidad histórica de estos dos personajes. Ascárico era seguramente uno obispo más de aquellos que, como el “vate” Astemio de Cangas de Onís o el propio Eterio, compañero de Beato, habían abandonado su sede propia, acosados seguramente por los nuevos problemas que planteaba la invasión musulmana, para refugiarse en las tierras de los asturianos en principio más seguras y alejadas de los dominios del islam. Tuseredo tenía el rango de clérigo, quizás un monje que se encontraba en una situación más o menos segura al amparo de algún cenobio situado tal vez en ambientes meridionales, con capacidad para enviar textos doctrinales al obispo vagamundo por las tierras norteñas referentes a problemas teológicos relacionados con la escatología. Los errores que denuncia este prelado no tienen nada que ver según parece, con la polémica adopcionista, al menos en la mencionada carta, pero ponen de manifiesto que la clerecía de las tierras asturianas era muy deficiente y que su teología dejaba bas tante que desear en el capítulo de la escatología, si bien él mismo debió de tener serias dificulta des con los clérigos indígenas a causa de sus posiciones teológicas. El epitafio de un devoto y venerable abad, llamado Ildemundo, que podría estar relacionado también con el monacato asturiano de la época, pone de manifiesto una realidad bien distinta, insinuando quizás la enorme diferencia existente entre la situación religiosa de los monjes y de los clérigos seculares.

En la segunda parte del siglo VIII, durante los decenios finales, hemos podido documentar la existencia de un tal Leminio, fundador de la iglesia rural de San Tirso de Candamo con el título de monasterium: un patronímico antiguo de fuerte raigambre visigoda como es bien sabi do. De su fundador sabemos poco, pero a tenor de la documentación conservada en el Libro Registro de Corias, se trataría de un representante destacado de la aristocracia rural con capacidad económica para construir aquella iglesia>monasterio en sus propiedades (villa de Lugulie), donde viviría seguramente con su familia. Uno nieto suyo, Mauricinus, ordenado presbítero, ejercerá funciones eclesiásticas en la mencionada iglesia familiar construida a la vera del Nilone y considerada por su naturaleza institucional y económica como otras de la época: un bien hereditario más en el amplio dominio de un poderoso, generadora de rentas y de poder dominical. Además, al analizar la documentación del monasterio de Corias, se comprueba que en el linaje familiar de Leminio figuran varios descendientes ilustres: los obispos de la futura sede episcopal de San Salvador de Oviedo, Oveco (c.913-c.951) y Bermudo (970-90) Y una hermana de este último, Gegina, será la abuela materna del conde Piñolo Ximénez, casado con Aldonza Munionis, los magnates más poderosos de Asturias durante las primeras décadas del siglo XI, cuando fundan el mencionado cenobio Coriense (1044), a cuyo inmensa masa de bienes se incorporará una parte nada desdeñable del mencionado monasterio de San Tirso que era también titular de otro extensísimo dominio fundiario. Todo hace pensar que Leminio, representante de una de las familias más poderosas que existían en los albores de la Monarquía Asturiana, con propiedades situada en el interfluvio final del Nalón-Narcea, límite natural de los Pésicos, podía ser otro jefe local contemporáneo de Silo y Adosinda, con poderes señoriales similares a los del primer titular de la llamada corte de Pravia.
En otra iglesia cercana a San Tirso de Candamo, Santa María de Quinzanas –no conviene olvidar que formará parte del patrimonio de San Tirso– ha aparecido recientemente un “tenante” o pie de altar, con inscripción en mayúscula visigoda (IN HONOREM SACTE MARIE), que relacionábamos recientemente con la fábrica cortesana de Santianes. Es más, en el lóculo o relicario de ese tenante, primorosamente trabajado a bisel, fue encontrada una reliquia envuelta en un paño de seda, que sometido al análisis del C.14 ofrecía una datación sorprendente: el 770 ± 40.

El largo y complejo reinado de Alfonso II en Oviedo (791-842) fue decisivo en el trabajoso proceso de conformación política del Reino Asturiano y para la consolidación del Cristianismo: su radicación definitiva y la institucionalización de la iglesia. Nada tiene de extraño que los cronistas al servicio de Alfonso III el Magno, digan de él, cincuenta años después de su muerte, que “restauró por entero en Oviedo todo el orden de los godos, tanto en la iglesia como en el palacio, como lo había sido en Toledo” (C. Albeldense): un discurso neogoticista que respondía mucho más a la ideología de la corte de último soberano astur que a las circunstancias concretas existentes en torno al año 800. El Casto, incapaz de sostenerse en Pravia a pesar de los apoyos de su tía Adosinda y de la vascona Munia, tiene que refugiarse en tierras alavesas de los parientes de su madre hasta el 791, cuando regresa a Oviedo (hunctus est in regno) por la abdicación o renuncia de Bermudo agobiado seguramente por disensiones inter nas de aquel difícil ambiente palaciego y por las amenazas provenientes de al-Andalus, y comienza a poner las bases del nuevo reino. Las razzias musulmanas de Hisham I, que llegan hasta el mismísimo corazón del reino astur, destruyendo la primitiva basílica de San Salvador (794-95), suponen un duro revés para sus proyectos políticos, por más que consiguiera destruir la primera expedición de castigo en Lutus (Lodos) a la vera del Camín de la Mesa: no lejos del Pravia y en el mismo interfluvio y límite de pésicos y astures. Depuesto por segunda vez (801 802), sus leales le sacan del monasterio de Abelania, donde había sido recluido: un episodio que demuestra, entre otras cosas, la importancia que tenía el monacato en estos años, si bien es cierto que desconocemos la situación exacta del Abelania de las Crónicas. Entonces puede comenzar ya la etapa más fecunda y definitiva de su gobierno, donde se mantendrá todavía mucho tiempo, aunque parece que durante los últimos años de mandato se vería obligado a compartir el poder con Ramiro I.
Después de esta segunda “toma de posesión” de la sede de Oviedo, Alfonso II se siente con fuerza para emprender la lucha contra el islam, dotar las oportunas estructuras administrativas su reino y acometer la consolidación de la iglesia asturiana en sus aspectos materiales más básicos y también en lo institucional. Repara a fondo la basílica de su padre dedicada a San Salva dor –las crónicas hablan de edificación– construye de nueva planta la de Santa María que convertirá en panteón regio, un baptisterio, y en la parte occidental otro templo dedicado a San Tirso. Todo este conjunto fue rodeado por un muro circundante que definiera y protegiera al mismo tiempo el espacio de aquella hierópolis. Las Crónicas no pueden omitir, lógicamente, otra obra situada al norte y a una relativa distancia de venerable conjunto eclesiástico, la espléndida iglesia de San Julián y Santa Basilisa, “de mucho arte y admirable disposición”, aneja al palacio del soberano, constituyendo así un espléndido conjunto palatino. La devoción a los mártires visigodos Julián y Basilisa, destacados por su castidad según el texto de la Passio alto medieval, quizás tenga que ver con el sobrenombre de este monarca.
Alfonso II hizo construir también otras iglesias en distintas partes de Asturias a lo largo de su dilatado reinado. Dos, concretamente, en el mismo “territorio de Oviedo”: San Pedro de Nora al sur del mismo, cerca de la desembocadura del río Nora en el Nalón, a la vera de una de las vías que relacionaban Oviedo con el Camín de la Mesa. La otra, también en la parte meridional del territorio, pero más hacia el este, en la zona por la que penetraba el camino del Nalón medio y alto en tierras de Oviedo: Santa María de Bendones. Contemplando el mapa de construcciones eclesiásticas del Rey Casto en esta comarca, tenemos la impresión de que pretendía ajustarse a planteamientos ideológicos cargados de simbolismo teocrático como el modelo de Aquisgrán: sacralizar el espacio central su reino, el viejo Ovetao, con un núcleo articulador presidido por las iglesias de la hierápolis, y jalonarlo por el norte y el sur con San Julián de los Prados y Nora-Bendones respectivamente. En otras latitudes más alejadas aparecen tam bién por primera vez numerosos templos. De hecho, del total de los incluidos en nuestro listado para toda la época de la Monarquía astur, el 18, 8 por ciento se sitúan en estos cincuenta primeros años del siglo IX. Y varios de ellos llevan el significativo título añadido de monasteria.
Para la historia de la Iglesia asturiana constituye un hito decisivo la fundación de la diócesis de Oviedo, sobre el 812, año de la donación fundacional de la nueva sede episcopal. El acto podría haber tenido lugar en una reunión de obispos, una especie de asamblea conciliar que el obispo don Pelayo convertirá tres siglos más tarde en otro mito de orígenes, redactando la famosa falsificación de las supuestas Actas del I Concilio de Oviedo y una serie de falsificaciones destinadas a engrandecer la nueva sede51. Y aquella creación de la sede episcopal fue importante para la historia de la evolución y consolidación del cristianismo y de la sociedad astur, porque fundar, reorganizar, institucionalizar y consolidar la iglesia no era más que la dimensión trascendente del mismo proceso en el campo de lo socio-político y, en cierto modo, una garantía más de pervivencia de estas realizaciones seculares. Se podría decir que eran dos caras de la misma realidad, según se expresa varias veces en la literatura cronística altomedieval.
Las Crónicas hacen caso omiso de las relaciones del Casto con Carlomagno durante los últi mos años del siglo VIII: entre las peligrosas acometidas de Hisham I y la deposición de comienzos del IX. Estos silencios, cargados seguramente de intencionalidad, servirían para apuntalar el complicado proceso de reafirmación política del reino de Oviedo y para que sus ideólogos pudieran participar de alguna manera en las corrientes ideológico-religiosas y culturales de Aquisgrán, sin descartar las artísticas. La pintura anicónica del románico asturiano podría constituir un indicio claro de esa influencia del Emperador, cuya posición en la “Controversia de las imágenes” es bien conocida. Uno de los representantes del soberano astur en la del 798 fue Basilisco, conocido teólogo de la controversia adopcionista, que había escrito un tratado o libelo contra el arzobispo Elipando, contribuyendo seguramente con su presencia a liquidar los problemas de ortodoxia en las comarcas cántabro-astures, cuando los teóricos del rey carolingio estaban haciendo lo mismo en las comarcas pirenaicas influidas por Félix de Urgell, el otro corifeo de la famosa herejía. Los esfuerzos comunes de los dos soberanos recomendaban la presencia de Basilisco, cuyos orígenes desconocemos, en la corte franca. Algunos leves indicios literarios y artísticos conservados ponen de relieve también la indudable existencia de una voluntad de ortodoxia en los círculos del Rey Casto. Nos referimos a expresiones de la mencionada donación fundacional del 812:
Fuente de vida, ¡oh! luz, autor de la luz, alfa y omega, principio y fin, raíz y linaje de David, estrella esplendorosa y matutina, Cristo Jesús, que con Dios Padre y Espíritu Santo eres Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre”.

Y por otra parte, la magnífica decoración de la iglesia de San Julián de los Prados, a las afueras de Oviedo, podría interpretarse como una especie de diálogo entre lo terrenal y lo trascendente o, si se quiere, una especie de discurso o confrontación entre las dos ciudades, la terrena y la celestial, dentro del clima escatológico que se respiraba entonces en las regiones norteñas, como han formulado no hace mucho algunos autores. El aniconismo radical de aquel gran conjunto pictórico de Santullano, donde el rey cristiano, trasunto de Jesucristo, el único y verdadero rey celestial mediador entre ambas ciudades, se convierte también en pontífice terrenal y sagrado al mismo tiempo, que une a ambas ciudades aunque sea de forma vicaria, quizás se explicaría mejor teniendo en cuenta las influencias la ideología religiosa aquisgranense.
Durante el reinado de este soberano, concretamente entre el 820-30 tiene lugar la Inventio del sepulcro de Santiago en Compostela, de consecuencias trascendentales para el cristianismo medieval de toda la Península. El titular de Oviedo, muy atento a lo que estaba sucediendo en las diferentes regiones de su reino, especialmente en las de la periferia, se apresuró a construir una pequeña iglesia sobre la supuesta tumba apostólica y a “promocionar su culto y el “Locus Sanctus Beati Iacobi”.
Si como parece, Alfonso II tuvo que convivir los últimos años de su reinado con Ramiro I, su muerte (842) no significó la liquidación definitiva de los problemas de jefatura política en Asturias. Nepociano, pariente también de Alfonso II, y Ramiro tienen que dirimir una con tienda sucesoria por las armas. Detrás del primero estarían, seguramente, astures y cántabros, como en los tiempos de Alfonso II. El promotor de las admirables construcciones del Naranco, a las afueras de Oviedo, tenía el apoyo de los pueblos más occidentales, los galaicos y seguramente los pésicos. El enfrentamiento y la derrota definitiva del primero tuvo lugar precisa mente en las márgenes del río Narcea –“junto al puente del Narcea”, tal vez Curniana– como precisan las Crónicas, para terminar sus días cegado en un monasterio, según la más genuina tradición visigoda. Desde ese momento los problemas sucesorios quedarán liquidados.
Las aportaciones más sobresalientes de Ramiro I a la historia del cristianismo astur fueron sus magníficas construcciones en el monte Naranco: la iglesia de San Miguel de Liño –la Santa María de las Crónicas– y el palacio>iglesia de Santa María, con varios edificios más, y Santa Cristina de Lena, que constituyen un conjunto arquitectónico singular en la historia del arte asturiano. La Albeldense distingue a este soberano con el calificativo de “vara de la justicia”, por que la emprendió con los bandoleros y rebeldes, “arrancándoles los ojos” y con los magos, condenándoles a la hoguera. Resulta difícil medir el alcance esa empresa de reforma y pacificación social. Se entiende bien, si estos magnates rebeldes y bandoleros eran grupúsculos de partida rios de Nepociano. La acción contra los magos es menos comprensible. La magia y el cristianismo convivieron durante muchos siglos, como había ocurrido en el paganismo prerromano y en la misma religión romana. La Edad Media está llena de disposiciones conciliares o sino dales contra esta forma espuria de religiosidad dentro y fuera de Asturias. Adivinar y hacer con juros mágicos estará en boga hasta la Modernidad. Nosotros hemos considerado la magia y el cristianismo como dos subsistemas dentro de la religión natural, hasta que el segundo se con vierta en subsistema predominante por gozar del apoyo de las instituciones políticas durante toda la Edad Media y Moderna. Por eso resulta difícil comprender el alcance de la acción reformista del riguroso Ramiro. En cualquier caso, este episodio evidencia claramente que la magia era un sustrato religioso de importancia en el cristianismo astur, cada vez más generalizado y vinculado con un naturalismo materialista propio sociedades predominantemente agrarias, que trataban de encontrar explicaciones y justificaciones metafísicas a fenómenos y acontecimientos inexplicables para los simples campesinos. Y estas formas de religiosidad popular asturiana tenían poco que ver con las sutilezas teológicas de la controversia elipandiana.

La consolidación definitiva de la iglesia asturiana y de la ideología política
Con Ordoño I (850-65), “moderado y paciente y padre del pueblo”, después de someter “a su ley a los vascones”, el Reino Asturiano se consolida definitivamente y tiene ya capacidad para emprender importantes campañas de repoblación u reorganización social y de reconquista contra el islam, lejos de las tradicionales fronteras defensivas formadas por las cordilleras que circundaban el solar central del reino. Los cronistas, que consideran “felices los años de su reinado”, no dudan en consignar puntualmente dichas campañas. Y dentro de este programa de reestructuración social lleva a cabo la restauración de la diócesis de Astorga y la creación de la sede episcopal de León que comienza entonces su historia independiente de la astorgana. No tenemos una información precisa sobre la influencia concreta de este soberano en las estructuras sociales asturianas. Pero debió ser muy positiva, ya que entre el 850 y el 875 contabiliza mos el 8 por ciento aproximadamente del conjunto de iglesias que figuran por primera vez en nuestro listado. Y varias se sitúan en las comarcas del Aller-Lena. El año 860, el soberano astur dona un conjunto de bienes inmuebles de su propiedad al primer obispo de León Frunimio, situados en dichas latitudes. El documento tiene un notable interés para comprobar la función de las iglesias y monasterios en la reorganización social de la época:
“Junto al río Llena la iglesia llamada Santa Eulalia, fundada en la villa de Ujo (Ussio). Y añadimos también otra basílica dedicada a Santa María y debajo de ella la decanía donde está el monasterio de San Martín, a la vera del río Aller , en la villa de Salceda (Sauceta), con edificios, el ajuar (ornatus) de la iglesia, libros, viñas, manzanos, y tierras: tanto las que le pertenecen en la actualidad, como las que están en manos de hombres laicos destacados (homines laici incliti) o que monjes negligentes enajenaron de aquel lugar; tómalo todo con rigor, restitúyelo a la iglesia, mantenlo con firmeza, y en todo el entorno señala los límites (dextros)como mandan los cánones para enterrar los cuerpos de los difuntos y para sustento de los hermanos…”

El largo reinado de Alfonso III el Magno (866-910) supuso la culminación de la evolución política del reino astur con fronteras sólidas establecidas en el valle del Duero y al sur del Mondego y el flanco oriental bien protegido gracias a la alianza de Oviedo y Navarra, la consolidación progresiva de sus estructuras sociales con avances espectaculares en los procesos repobladores y la implantación del cristianismo con iglesias y monasterios extendidos por todas partes. La C. Albeldense es taxativa: “en su tiempo crece la Iglesia y se amplía el Reino”. Y más adelante dirá que “todos los templos del Señor son restaurados por éste príncipe”. Sampiro volverá a formular lo mismo más tarde:
En su tiempo es ampliada la iglesia, las ciudades... se pueblan por los cristianos, los obispos son ordenados según el derecho canónico, y se alcanza el río Tajo” poblando (texto Silense)”.

Y el texto pelagiano del Sampiro no se queda atrás describiendo los avances del rey Magno: “hizo muchas iglesias y castillos” que quiere enumerar minuciosamente.
El redactor de la Albeldense, entusiasmado con las obras del Rey Magno, llega a decir de él que “edificó (en Oviedo) una ciudad con palacios reales”. En realidad, no se trataba de crear de la nada un núcleo monumental cortesano, en su doble vertiente político-eclesiástica, por que existía desde más de medio siglo por obra de Alfonso II, y los titulares de la sede episcopal se iban encargando ya de ir completándolo con construcciones nuevas como la residencia episcopal con sus dependencias, sino de completarlo y hacerlo más funcional. La Cámara Santa, con su cripta dedicada a Santa Leocadia, donde se habrían depositado las reliquias de San Eulogio y Santas Leocricia a la vuelta de Córdoba del embajador Dulcidio el 884 y la iglesia de San Miguel, donde se encuentran las famosas reliquias ovetenses, adosada a la torre vieja de San Miguel, sería la primitiva capilla episcopal con su panteón, construida probablemente a comienzos del reinado de Alfonso III. El arqueólogo García de Castro atribuye la obra al obispo Hermenegildo (881-89), y su hipótesis reconstructiva y funcional nos parece razonable. Y el poderoso soberano se limitó a construir una fortaleza para la defensa dentro del recinto primigenio, muy cerca del precioso relicario de la Cámara Santa y el palacio real con una iglesia dedicada a San Juan, fuera de la conocida hierápolis.
No lejos de Oviedo, relacionado con una villa, Boides (Villaviciosa) y un palacio construido por el rey Magno, se levanta el famoso “conventín” de Valdediós, otra magnífica iglesia palatina, que marca una etapa novedosa en la evolución del Prerrománico, en la que los elementos tradicionales de este arte se enriquecen también con influencias árabes o mozárabes69. Según la preciosa inscripción consagratoria, lo consagran el 893 siete obispos: un indicio claro de la importancia que Alfonso III daba a esta obra y una prueba también evidente del avance de la reorganización eclesiástica no sólo en Asturias sino en los distintos reinos cristianos del Norte. De hecho, seis de ellos eran titulares de antiguas sedes de la vieja metrópoli Bracaren se, donde la acción repobladora y restauradora del rey astur había sido decisiva. El último, Elleca de Zaragoza, habría escogido la protección de este soberano acuciado por las amenazas del islam contra su sede. La temática dominante en el bellísimo texto poético del epígrafe tiene que ver con el perdón y la misericordia divinas y el dolor por las culpas: unos sentimientos que podrían ser el eco de los graves y dolorosos problemas familiares sufridos por Alfonso III a causa de la rebelión de sus hijos contra él en la década anterior a la fundación. San Adriano de Tuñón, otra obra señera de la época del Rey Magno, se edifica al sur de Oviedo, en el valle del río Trubia y no lejos del frecuentado Camín de la Mesa. En la actualidad, estamos seguros de que esta abadía o monasterio, dotado espléndidamente por Alfonso III en el 891-94, fue concebido como un monumento conmemorativo de la derrota definitiva de Munnuza en Olalies (Proaza), huyendo de las tropas cristianas hacia La Mesa.
Los artistas del poderoso mecenas cristiano de Oviedo dejarían además un precioso e inestimable legado de orfebrería: la llamada Cruz de la Victoria, la de Santiago, la Caja de las Reliquias de Astorga y la no menos conocida Caja de las Ágatas, donada por su hijo Fruela II a la catedral ovetense el año 910. La conocida leyenda: Hoc signo tuetur pius / Hoc signo vincitur inimi cus de la Cruz de la Victoria, que ya figuraba en la de los Ángeles de Alfonso II, y que puede leerse también en la de Compostela y en otras reproducciones posteriores dentro y fuera de Asturias, recuerda seguramente el “prodigio” de Puente Milvio, cuando Constantino vencía a Majencio a las puertas de Roma confiando en otras palabras que sonaban casi igual, trasmitidas por Lactancio y Eusebio de Cesarea en la primera parte del siglo IV. Los soberanos asturianos, al utilizar como emblema político preferente la Cruz con esa leyenda victoriosa, estaban refiriéndose a la victoria sobre sus enemigos políticos, que lo eran, al mismo tiempo, del cristianismo y de la Iglesia: los seguidores del islam. En el fondo pretendía reproducir la gesta victoriosa del primer emperador cristiano, debelador de herejes y cismáticos y artífice del Imperio Romano Cristiano Occidental, que al mismo tiempo era la expresión sacramental o simbólica del reino de Dios y de Cristo en la tierra. El Rey Casto, cuando mandaba esculpir esta frase 75 años antes, podía contar igualmente con otro paradigma muy cercano para for mular la misma teología política de fuerte sabor teocrático: la obra del Emperador de Aquisgrán que en el 808 había alcanzado ya la cumbre de su poder. Y no cabe ninguna duda de que Carlomagno se veía a sí mismo como el nuevo Constantino. La ideología política del soberano franco estaba impregnada de sacralidad en su concepción y en la administración ordinaria de su gobierno. Por eso, parece normal que en Asturias se funden varias iglesias dedicadas al Salvador, al Rey de Reyes: el principio frontal de cualquier poder en la tierra, tanto de naturaleza política como religiosa.
Esta ideología teocrática, transida de providencialismo, constituye la urdimbre de toda la literatura cronística de Alfonso III, repetidamente mencionada y, por lo demás, una característica habitual de la historiografía y de la literatura cristiana de su época y prácticamente de todo el Medievo. Sobre esos dos presupuestos, los cronistas del último rey asturiano elaboran tam bién el mitema del neovisigotismo asturiano, no exento de evidentes connotaciones políticas: una explicación historiológica que también hacían los propios mozárabes. Los teóricos del soberano ovetense, clérigos mozárabes seguramente, que quisieron ponerse bajo la protección y tutela de la corte ovetense para alejarse de las dificultades socio-económicas y religiosas experimentadas por la mozarabía andalusí durante los últimos años del reinado de Abd al-Rah man II (822-852) y los primeros de sucesor (Muhammad (852-886), describen la construcción política del nuevo reino astur como la continuación Toledo y descubren en los avances milita res y repobladores de la meseta, protagonizados por el rey o por sus nobles, una etapa decisiva de la recuperación y reconquista del viejo reino visigodo y de la reconstrucción de la Iglesia hispana arruinada por el poder musulmán. Los éxitos del Rey Magno al sur de los Pirenneos montes encontraban en estos planteamientos una justificación ideológica adecuada. Tratar de leer entre líneas las motivaciones básicas de índole económico social, como podría ser la dinámica expansionista de un feudalismo en vías de formación de los primeros señores de las tierras norteñas, que existieron sin duda alguna y funcionaron eficazmente, resulta prácticamente imposible en esta clase de textos.
La conciencia de la cercanía del final de la dominación islámica en España, tan vinculada casi siempre a situaciones políticamente conflictivas y a períodos históricos bien trabajados por la influencia de la literatura apocalíptica, serviría así mismo para reforzar los presupuestos anteriores y para consolidar con nuevos recursos teóricos la orientación política predominante en la corte de Oviedo. Las expresiones de la última parte de la C. Albeldense, llamada también C. Profética, son ya muy conocidas:
También los propios sarracenos, por algunos prodigios y señales de los astros, predicen que se acerca su perdición y dicen que se restaurará el reino de los godos por este príncipe nuestro; también por revelaciones y apariciones de muchos cristianos se predice que este príncipe nuestro, el glorioso don Alfonso (III), reinará en tiempo próximo en toda España.... Restan hasta el día de San Martín, el 11 de noviembre, siete meses y estarán cumplidos 169 años, y empezará el año centésimo septuagésimo. Cuando los sarracenos los hayan cumplido, según la predicción del profeta Ezequiel recogida más arriba, se espera que llegue la venganza de los enemigos y se haga presente la salvación de los cristianos”.

La conciencia de una escatología inminente en la década del 880 dentro de los ambientes cultos musulmanes con virtualidades políticas negativas deberá ponerse en relación probable mente con la rebelión de Umar Ibn Hafsun, peligrosa y temible por su magnitud, que había comenzado el año 880, para prolongarse hasta los primeros años de Abd-al Rahman III (912-61). El pensamiento musulmán sobre el fin del mundo podría estar influido también por las corrientes apocalípticas del judaísmo y del cristianismo, muy fecundas durante esta centuria y alimentadas por la interpretación de la profecía de Ezequiel y de las setenta semanas. Al fin y al cabo, en aquellas décadas, como escribía hace años J. Gil, existía “una religiosidad promiscua, con la repercusión subsiguiente no sólo en el pensamiento...sino también en las respectivas formas de ser y sobre todo de sentirse cristiano, judío y musulmán, dado que los estímulos externos condicionan la manera de entender ese concepto abstracto que es la religión”.
La biblioteca de Alfonso III, a cuyos contenidos podemos aproximarnos gracias a un “Catálogo” confeccionado por Ambrosio de Morales en el siglo XVI cuando visitaba la “Libre ría de la Iglesia de Oviedo” –ubicada seguramente en el Archivo del Cabildo– constituye un buen muestrario de la literatura religiosa que predominaba en la corte en torno al 900. El elenco es amplísimo. Abundan los títulos de comentarios bíblicos, entre los que no podía faltar una Expositio Danielis et Apocalipsis, juntamente con el Canticum Canticorum. También son abundantes las obras de los grandes Padres de la Iglesia, entre los cuales puede encontrase un volumen con Apringio de Béjar y de los grandes autores visigodos. En este último capítulo desta ca sobre manera la “bibliografía” del Hispalense y dos de contenido apocalíptico; el Prognosticon futuri saeculi de San Julián de Toledo (c.652-690), un autor determinante para la historia del género escatológico, y el Comentario al Apocalipsis de Beato: prueba evidente de las corrientes de pensamiento que predominaban en Oviedo a finales del siglo IX.

Alfonso III contribuyó también a la consolidación de Compostela construyendo una basílica sobre la primera, mucho más modesta, de Alfonso II, dotándola con generosidad y propiciando la consagración de la misma el año 899 con la presencia de un nutrido grupo de obispos el año 899. Varios de ellos habían asistido ya la consagración de Valdediós. Dos siglos más tarde, el obispo D. Pelayo vinculará este hecho importante para la evolución del culto jacobeo con la supuesta creación del arzobispado de Oviedo en unas actas conciliares falsas.

En tiempos del Rey Magno comienzan a estar documentadas ya iglesias por muchas comarcas asturianas. El 24 por ciento aproximadamente de las incluidas en nuestro catálogo inicial se sitúan entre el 850 y el 900. La serie del siglo X es muchísimo más amplia: represen ta más del 37 por ciento de la totalidad. Puede decirse ya que se encuentran en todas las latitudes del viejo solar del reino astur. La mayoría son monasterios prebenedictinos con estructuras monásticas muy rudimentarios o nulas En muchas ocasiones se percibe con claridad que el término monasterium se utiliza para designar solamente una sencilla iglesia rural o un santuario. En realidad, resulta difícil encontrar los rasgos definitorios de un cenobio propiamente dicho, masculino o femenino, antes del año 1000.
Cualquier experiencia de vida cenobítica asturiana que aparece en la documentación anterior a esas fechas, se caracteriza por la ausencia de un ordenamiento disciplinar claro, relacionado con las Reglas monásticas tradicionales, aunque algunas de esas casas pretendieran ajustarse, según los textos, a una disciplina de raigambre visigoda. Los grupos de hermanos (fratres-sorores), con frecuencia de ambos sexos, sin conciencia clara todavía de conformar una realidad específica y distinta de otras haciendas vecinas o de grandes y pequeños dominios cercanos, con una evidente impronta de establecimiento familiar y hereditario, tienen también mucho que ver con el origen de numerosos pueblos altomedievales y con las empresas de colonización o de reorganización administrativa del primer poblamiento del alto Medievo. Y, por otra parte, muchas de esas fundaciones “monásticas” constituyen el capítulo inicial de la historia de la formación de los primeros señoríos medievales asturianos.

Finalmente, aunque la documentación no sea muy expresiva, puede comprobarse enseguida que el proceso de organización del espacio en forma de “villae” o aldeas, vinculado tam bién al de concentración territorial en beneficio de determinados señores, titulares de iglesias o de monasterios, se encuentra ya en una fase relativamente avanzada: prueba evidente de la consolidación de las estructuras feudales en forma de señoríos, que utilizan las instituciones y realidades eclesiásticas como instrumentos de cohesión económico-social. Se puede constatar así mismo con relativa frecuencia cómo una determinada iglesia-monasterio era dueña y seño ra de otras instituciones similares, signo inequívoco, al mismo tiempo, de la configuración jerarquizada de los distintos núcleos poblacionales de muchos territorios que aparecen ya perfectamente configurados. Las relaciones entre las distintas iglesias de un mismo “territorium” evidencia también la articulación espacial en vías de estructuración relativamente avanzadas. La protohistoria de San Miguel de Bárcena (Tineo), puede constituir una referencia muy significativa de la naturaleza y de las funciones de estos “monasterios” asturianos de esta época:
“El conde Vela y su mujer la condesa Totildi edificaron de nuevo el monasterio de Bárcena (c.950) y tuvieron cuatro hijos: Vermudo Velaz, Sancho Velaz, Oveco Velaz y Xemena Velaz. Esta Xemena Velaz fue madre de la condesa Aragonti, de la que nació el conde Piñolo (fundador de San Juan de Corias en 1044)... En la villa de Valle, junto a San Martín, está San Miguel de Bárcena y fue heredad de los condes Vermudo Velaz y Fruela Velaz, que fueron los fundadores de este monasterio. Varcenella es de Bárcena y fue de Tello Lobelliz, que era merino del conde Fruela Velaz... Yo, Alfonso Rey (Alfonso V), hijo del rey Bermudo (II)... ofrezco y concedo al monasterio de San Miguel de Bárcena pequeños dones para conseguirlos grandes en el futuro. En primer lugar protejo con un privilegio de coto dicho monasterio en seis mil sueldos (1010)... “La condesa Auria Xemeniz, hermana del conde Piniolo, regía el monasterio de monjas (santimoniales) (1017)”.

Integrado en la masa patrimonial de los condes Piñolo Xemeniz y Aldonza Munionis, pasa a engrosar los contenidos de la carta fundacional de San Juan de Corias (1044), para convertirse más tarde en cenobio masculino.
Álvaro Vermuti y su mujer Guina Gogniz edificaron el monasterio de San Salvador de Cibuyo (a mediados del siglo X) y tuvieron cinco hijos… y lo dividieron entre ellos en quintas partes...”.

Y en el elenco de “villae” que dependían de este cenobio figuran: San Jorge, Santiago de Perpera, San Martín de Verganne (Bergame), San Mamés, San Miguel de Villar, San Jorge y Santiago (todo el patrimonio monástico irá incorporándose al de Corias paulatinamente).
Aragonti Alvariz (la cuarta hija de los fundadores de Cibuyo), fue mujer de García Armentariz y ambos, con el padre de ella, edificaron el monasterio de Villa Cipriane (Villacibrán), y lo juntaron a la quinta de Cibuyo (tuvieron dos hijos, y el conjunto patrimonial de este ceno bio que se disgrega, irá pasando paulatinamente a S. Juan de Corias).
Y podrían ponerse muchos más ejemplos de este tejido económico-social, formado por iglesias y monasterios, “villae” o aldeas, diversas clases de bienes raíces y de derechos, vinculados todos ellos de diferentes maneras a los linajes de los condes fundadores de Corias. Y en esos procesos, a veces complicados, podían heredarse y pasar de mano en mano, hasta llegar a los titulares del poderoso dominio feudal que fue este gran cenobio medieval.

F. J. Fernández Conde

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