Asturias en la época del románico
A
partir del siglo X y, sobre todo, de las primeras décadas del siglo XI, en el
creciente número de fuentes documentales asturianas, aparecen repetidas
menciones al territorium Asturiense, diferenciado del Asturicense, Legionense y
del de Galicia, y en el que, en fecha anterior a 1036, el conde Gondemaro
Pinióliz figura ejerciendo funciones delegadas de gobierno (Asturias regente)1.
En dicho marco espacial se incluyen otras circunscripciones denominadas valle,
terra o también territorium y articuladas por lo general en torno a los ejes de
los ríos que constituyen la densa red fluvial asturiana; así, Navia, Laviana,
Trubia, Gozón, Salas, Lena, Maliayo, Langreo, Teverga, Tineo, por citar tan
sólo algunos ejemplos. En los siglos XI y XII, estas demarcaciones se con
figuran como territorios feudales, en los que sobresalen las fortalezas, sede y
símbolo del poder de tal índole y que, en algunos casos, llegaron a dar nuevo
nombre al ámbito espacial del entorno, como ocurre con el valle de Anieves,
regado por el río Nalón, que en esta época pasa a denominarse de Tudela, como
la fortaleza que en él se alzaba. De otro lado, en el siglo XIII, las referidas
demarcaciones coincidirán también, en líneas generales, con los alfoces de las
polas, nuevo tipo de poblamiento semiurbano que salpicará el territorio
asturiano.
A
partir del siglo XI, al igual que ocurre en el resto de Occidente, Asturias
incrementa su actividad económica, en principio fundamentalmente rural y pronto
completada con la artesanal y mercantil urbana. En efecto, el aumento de la
población, la roturación de nuevas tierras y la generación de excedentes
agrícolas que permitirán una mayor división del trabajo y, por tanto, un más
alto grado de intercambios son factores todos ellos que afectan al territorio
asturiano, el cual se encuentra salpicado por poblamientos aldeanos,
monasterios, iglesias rurales y fortalezas. Por otra parte, emergen los núcleos
urbanos de Oviedo y Avilés.
En
el nivel social, se advierte la cristalización de un fuerte grupo nobiliario
formado por familias condales, dominadoras de territorios, en principio por
delegación regia, y a las que los monarcas, con el fin de garantizar su apoyo y
fidelidad, favorecen con cesiones de derechos sobre más tierras y sobre los
hombres que las pueblan. Asimismo, en esta época se produce la consolidación de
fuertes señoríos no sólo laicos, sino también monásticos y el episcopal de San
Salvador.
Aspectos económicos. campo y ciudad
La
villa, que en romance será denominada aldea, es la unidad del poblamiento rural
en torno a la que se desarrolla la economía agropecuaria. Los diferentes
elementos de la villa son enumerados de manera reiterada en la documentación,
por lo que podemos concebir una idea cabal de su morfología: las casas con los
edificios adyacentes, como hórreos para almacenar el producto de las cosechas y
lagares orientados fundamentalmente a la obtención de sidra; los huertos,
próximos a las moradas campesinas y, ya más lejos de ellas, las tierras de
labor divididas en parcelas agrupadas en llosas (del latín clausae) o erías
(del latín agro), ya que ambas denominaciones son intercambiables, en cuanto se
trata de conjuntos cerrados de terreno cultivado. Y también las parcelas que
las componen reciben diferentes nombres, ya sea por su origen, como el caso de
las sortes, por su configuración cuadrada o alargada, caso de quadros y
fazas, o por su dedicación, como linariegas y favariegas. Hornos
y molinos son mencionados también como elementos integrados en la villa. En
espacios más alejados, tomando como referencia las moradas campesinas, se
encuentran los montes y pastos, que, al igual que las aguas de ríos y arroyos,
permanecen indivisos, con derechos de uso colectivos.
Los
productos obtenidos están encabezados por el cereal, del que la escanda es el
básico de los panificables al tratarse de una variedad de trigo muy resistente
y por ello adaptable a las condiciones climáticas del territorio asturiano,
inadecuado para el trigo candeal. La escanda supone una mayor aplicación de
mano de obra, pues ha de ser sometida a una doble molienda, la primera en los
molinos manuales llamados “ergueros”, para separar el grano de una
especie de caparazón, la “erga” y la segunda ya en los molinos
hidráulicos tradicionales para la obtención de harina. Esta mayor laboriosidad
tan sólo se vería compensada porque el pan resultante era más pesado y duradero
que el de trigo candeal, pues no ha de suponerse al campesino asturiano
enterado de que, por ese tiempo, una sabia monja de la lejana Renania,
Hildegard von Bingen, redactaba un tratado de medicina en el que incluía las
propiedades hartamente beneficiosas del pan de escanda. Las leguminosas están
representadas especialmente por las habas que junto con la planta textil del
lino ocupaba parcelas concretas, como ya fue señalado. Los árboles frutales son
reiteradamente aludidos en la documentación, con mayor frecuencia manzanos y
castaños, seguidos por nogales, cerezos, “nisales” y ciruelos, por
ejemplo. Las vides también aparecen documentadas, si bien su mayor profusión
corresponde a cronologías posteriores, pues en las ahora tratadas la sidra es
la bebida más generalizada. La explotación apícola se deduce de las abundantes
menciones a la cera y, en menor medida, a la miel, así como consta la obtención
de aceite a partir de las nueces. Cuando los núcleos de poblamiento están
situados en el litoral marino, la pesca y las salinas, en las que se obtiene la
sal por la evaporación mediante ebullición del agua marina, también son
actividades documentadas.
El
aprovechamiento de las zonas indivisas de propiedad comunal aldeana está regido
por normas consuetudinarias, así los derechos sobre las aguas permiten la pesca
en los ríos y la construcción de canales para riego y para molinos. De los
bosques, obtiene la comunidad campesina madera para la construcción,
elaboración de aperos de labranza, ajuares domésticos y leña. Además, en los
bosques pastan los cerdos, que se alimentan de las bellotas de roble, de los “carbayos”
según la denominación local; el cerdo constituye quizá el elemento base de la
dieta de carne del campesino, quien puede completarla mediante la caza, y
parece que legal, pues a este respecto ha de ponerse de manifiesto que las
comunidades rurales mantuvieron bas tante claros sus derechos sobre los
bosques. Del sotobosque y terrenos adyacentes de “rozas” y “felgueras”
(lugar de helechos) se obtiene el “rozu” o cama para el ganado.
Los
lugares de pasto (“brañas, bustos y morteras”, prados de guadaña aparte)
permiten una amplia cabaña ganadera, comprobada en las numerosas menciones
documentales de bueyes, vacas, ovejas, cabras y caballos, sin que falten
alusiones a aves de corral, aunque el lugar de éstas últimas se encuentra en las
inmediaciones de las moradas campesinas.
Otro
elemento importante del poblamiento rural lo constituyen las vías de
comunicación, las cuales presentan ciertas diferencias según los puntos que
comuniquen entre sí y el tránsito acogido; así, “les caleyes” (kalelium)
unen las distintas partes de la aldea, y los caminos de carro (carrales)
permiten el acceso de los carros a las tierras de labor y a ciertos espacios
del monte; de hecho, se menciona una karrale antiqua que llega a la cima
de un monte. Otras vías de mayor entidad (via, strata) comunicaban aldeas entre
sí y a éstas con los núcleos urbanos. Además, los puentes sobre los numerosos
ríos y arroyos que surcan el territorio asturiano constituyen el obligado
complemento de las vías de comunicación.
Por
otra parte, en el curso de los siglos XI y XII emergen y se consolidan dos
núcleos urba nos en el territorio asturiano: Oviedo y Avilés. Oviedo, mero
centro episcopal tras el traslado de la sede regia a León, experimenta notorio
auge a partir del siglo XI, en cuanto que ve incrementadas sus actividades
artesanales y mercantiles, sin por ello perder su condición de ciudad episcopal
y la monástica de sus más remotos orígenes. Sin embargo, durante las referidas
centurias no se cuenta con muchas noticias sobre las actividades artesanales y
mercantiles, lo cual puede ser explicado por la circunstancia de que la
práctica totalidad de la documentación de tal período es de procedencia monacal
y catedralicia, por lo que se refiere a clérigos, monjes y aristócratas, y será
ya en el siglo XIII cuando las personas dedicadas a los oficios urbanos
adquieran el suficiente prestigio social para testificar en los documentos. No
obstante, algunos individuos figuran en la documentación como burgueses
(burgensibus).
A
la vez, Avilés se configura como núcleo urbano y principal puerto marítimo del
territorio asturiano, en lugar del de Gijón, el cual había tenido gran
importancia en la época romana y primeras cronologías medievales. Fueron
propuestas varias explicaciones sobre la actividad inicial y éxito del puerto
avilesino, básicamente las referidas a su capacidad de abrigo y defensa al
estar situado en el fondo de una ría. No ha de descartarse que sus actividades
hubieran comenzado cuanto menos en el siglo X, pues la fortaleza de Gozón, en
las proximidades de Avilés, pudo tener a su lado un mercado, como fue frecuente
la existencia de éstos al lado de los núcleos fortificados. De otro lado,
existen indicios de que en los inicios del siglo XI, la relación de los normandos
con los moradores de las costas de Gozón no se caracterizaban por la hostilidad
inicial, pues en 1028 tiene lugar una permuta en la que un varón, de nombre
Félix Agelaci, entrega bienes en el citado territorio a la reina Velasquita,
esposa repudiada de Vermudo II de León; en dicho documento, Félix Agelaci
explica que había recuperado tales bienes cuando volvió al favor del monarca
Alfonso V, contra el que previamente se había rebelado y para huir de cuya ira
se había ausentado de la tierra en los barcos de los normandos. Este dato puede
constituir un indicio de que las visitas de los normandos al litoral asturiano
a inicios del siglo XI, y ya quizá con anterioridad, quizá supongan algún
intercambio comercial, pues cuanto menos consta la ayuda, sin duda cobrada, a
un noble asturiano caído en desgracia política.
Ambos
núcleos urbanos, aunque de distinto origen y función, son promocionados por
Alfonso VI mediante la concesión de fueros urbanos, si bien el texto que ha
llegado a la actualidad data de tiempos de Alfonso VII. Dicha promoción de la
ciudad como ámbito de las actividades económicas artesanales y mercantiles se
concreta en las exenciones tributarias con las que se ven favorecidos los
vecinos de Oviedo y Avilés, a los que se les exime de pagos de pontazgos y
portazgos “desde la mar hasta León”, aunque ello será motivo de
numerosos y continuos altercados y pleitos entre los comerciantes ovetenses y
avilesinos con señoríos que ostentaban derechos sobre portazgos, caso de los
monasterios ovetenses de San Pelayo y de Santa María de la Vega sobre el de
Olloniego.
También
es a partir de los últimos años del siglo XI cuando se advierten claros
indicios de la creciente circulación monetaria y, ya en el siglo XII, son
frecuentes en la documentación sueldos “mergulieses”, “angevinos”
y “turonenses”, lo que indica además intensas relaciones con las zonas
ultrapirenaicas. Si bien aún no desaparecen totalmente las valoraciones en
especie, pues tanto la medida de grano, el modio, como el buey son tomados como
base de valoración de otras mercancías.
Sociedad y criterios de su disgregación
En
el territorio asturiano, al igual que ocurre en el resto de Occidente, la
sociedad no es percibida como un bloque uniforme, sino que los individuos que
la componen están agrupados según criterios de diferenciación social. Así, en
principio, se expresa la diferencia entre las personas que integran el grupo
familiar consanguíneo y las ajenas a él (“de nuestra progenie o de extra nea”),
relación familiar que, por lo general, se prolonga en la de la amistad (“et
alii parentes et amicii nostris”). En el seno de la familia sobresale la
célula conyugal y la documentación aporta precisiones sobre la institución
matrimonial, tanto en la faceta religiosa como en la jurídica y económica, si
bien tales datos conciernen, sobre todo, a los grupos privilegiados de la socie
dad, de los que nos han llegado cartas de arras, en las que, tras la exposición
doctrinal del matrimonio y su carácter indisoluble, se concretan los bienes que
el marido dona a la esposa para su seguridad económica y para la de los
descendientes de ambos.
Otros
criterios de disgregación social son los del poder, prestigio y riqueza, los
cuales mar can profundas diferencias en el conjunto del cuerpo social, en
definitiva, entre los que ostentan el poder y los que carecen de él, pues el
poder lleva anejos prestigio y riqueza. Se distinguen tipos de poder, así la “potestad”
de los reyes, la “potentia” de los condes y el de los “exempla” de los
obispos, ejercidos todos ellos sobre el “universi populi”. En definitiva, se
configuran dos grupos sociales, con una gran amplitud de matices intermedios,
que configuran los “mayores” y “minores”, coincidentes también en
líneas generales con los que tienen nobleza y los que care cen de ella. Además,
otras divisiones sociales son las derivadas del sexo, varones y mujeres, de la
edad, adultos, jóvenes y niños, y del estado, laicos y eclesiásticos.
En
suma, influye en la sociedad astur la imagen del mundo correspondiente al
feudalismo que, como es bien conocido, distingue tres grupos en el cuerpo
social, los que guerrean, los que oran y los que trabajan. En definitiva,
funciones que habrían de redundar en la armonía de todo el cuerpo social, que
recibiría la defensa armada de la nobleza, la salud espiritual de las oraciones
de clérigos y monjes, y el sustento material de los trabajadores, grupo éste
último al que los obispos enraizados en la cultura carolingia, y primeros
elaboradores de este sistema ideológico, denominaba “servi” y a los que
el abad cluniacense Odilón llamó “laboratores”, poniendo el acento en su
función, no en su dependencia.
Nobleza laica
En
el grupo nobiliario sobresalen las familias condales de Gundemaro Pinioliz y su
esposa Mumadonna, Fruela Díaz, Piniolo Xeméniz y su esposa Aldonza, Fernando
Díaz, Rodrigo Díaz, Munio Roderíquiz, Suero Alfonso, Pedro Alfonso, Gonzalo
Peláez, por citar algunos personajes sobresalientes en la dominación del
territorio asturiano y protagonistas de acontecimientos de resonancia política,
pues también existe una nobleza de menor nivel con ellos relacionada. En líneas
generales, los magnates asturianos ejercen su dominio sobre tierras y los
hombres que las pueblan, formalmente en nombre de los monarcas, pero también,
en muchas ocasiones, en nombre y provecho propio, circunstancia que está en
directa relación con la capacidad de ejercicio de una efectiva autoridad real.
La
documentación ofrece gran número de datos que permiten acceder al conocimiento
de la amplitud de los dominios nobiliarios, concretados en derechos sobre
espacios rurales pro ductivos, pastos, bosques, aguas e infraestructuras
agrarias como molinos, y también sobre centros eclesiásticos, además de sobre
otras personas bajo su dependencia.
El
interés común del grupo aristocrático se refuerza con la ampliación de los
vínculos familiares por medio de alianzas matrimoniales, muchas de las cuales
tienen carácter endogámico, pese a las prohibiciones eclesiásticas que afectan
a los matrimonios entre consanguíneos, al menos hasta el quinto grado. De
hecho, la defensa de la nobleza como grupo lleva implícita cierta
contradicción, ya que se mueve entre la alianza y la confrontación entre los
linajes que lo componen, pues el crecimiento de una familia sobre el resto
supone su dominio también sobre las demás, e incluso que lo haga a costa de
ellas. Por ejemplo, las propias alianzas matrimoniales suponen ocasión de
movilidad de partes del dominio de unas familias a otras, puesto que, mediante
la dotación en arras, los varones transfieren parte considerable de su fortuna
a la esposa y a los futuros hijos del matrimonio y, por ello, cuando no hay
descendencia, la casuística suele ser complicada.
Señoríos monásticos
El
grupo señorial está también representado por los monasterios benedictinos y por
la sede episcopal ovetense. Durante los siglos XI y XII se implanta de modo
generalizado la regla benedictina en el territorio asturiano, ya sea en
monasterios de nueva fundación o en otros ya anteriores; en todo caso, el mapa
monástico se reduce en centros, aunque éstos llegan a ser más fuertes, tanto en
número de monjes como en su condición señorial, pues la vida monástica
anterior, prebenedictina, se concentra en dichos centros. Asimismo, se
clarifica el estatuto del clero secular bajo la égida del obispo, y todo ello
parece responder a la aplicación de las directrices de la reforma gregoriana,
la cual, por otra parte, fue promocionada por la autoridad real, concretamente
por Alfonso, VI y ya se había dejado notar en tiempos de su padre Fernando I, y
acaso en ese apoyo regio resida la explicación de la contribución nobiliaria a
la empresa reformadora.
En
efecto, la relación entre la aristocracia laica y el monacato ya es perceptible
en el siglo X, época en la que puede observarse la promoción de monasterios por
parte de personajes con protagonismo social. En algunas fuentes consta incluso
la fundación de ciertos cenobios por personas pertenecientes a familias
condales, si bien se trata de informaciones que no siempre pueden ser aceptadas
como ciertas, dado que también hay otras noticias que informan de que se trata
de reconstrucciones de cenobios más antiguos o bien de otros que habían caído
bajo el poder condal, a veces por voluntad propia de los monjes, como ocurre en
San Cristóbal de Herías, en Lena. Por tanto, como quiera que haya sido, el caso
es que los monasterios prebenedictinos asturianos aparecen vinculados a
familias nobiliarias que, si por un lado aprovechan las rentas, por otro cuidan
del mantenimiento de estos centros en los que algunos miembros de la familia
profesan vida monástica, en especial las mujeres al enviudar, y en el que todos
ellos, a su muerte, tienen su lugar de inhumación. Otros antiguos cenobios,
que, a todas luces, habían perdido su vida monacal hacía tiempo, aparecen, a
inicios del siglo XI, anexionados a la Iglesia de San Salvador de Oviedo como
iglesias rurales, proceso que se completará en el XII, cuando cristalice la red
parroquial integrada también por otras iglesias que perderán entonces la vida
monacal al concentrarse ésta en los grandes monasterios.
El
cenobio de San Juan Bautista de Corias es quizá un claro exponente de la
reforma monástica en tiempos de Fernando I. Fundado en 1043, su dotación
fundacional lleva la fecha de 1044, es decir, once años antes de la asamblea
conciliar de Coyanza, en la que se recomienda la regla benedictina o la
isidoriana. Pese a la lejanía de tiempo y espacio, esta fundación presenta
ciertas analogías con la del monasterio de los Santos Pedro y Pablo de Cluny,
lo que, por otra parte, no resulta extraño, dado el interés de Fernando I, como
también el de su padre, Sancho III de Navarra, en promocionar en sus reinos la
disciplina benedictina, en concreto en su versión cluniacense.
Guillermo,
duque de Aquitania, y su mujer Ingelberga no se reservan ningún derecho sobre
el monasterio que fundan en Cluny en 909 o 910, engrandecido por una pronta y
fuerte afluencia de donaciones y por la anexión de un creciente número de
monasterios. De igual modo, los condes Piniolo Xeméniz y Aldonza conciben y
llevan a cabo la fundación de un monasterio a orillas de Narcea, en el paraje
montañoso del SE de Asturias, bajo la advocación de San Juan Bautista. Una
leyenda que incluye elementos maravillosos da cuenta de la imposición divina
del lugar, que los fundadores han de adquirir de otro noble, y en el que había
un oratorio en honor de Santo Adrián, circunstancia que, dada la devoción del
monacato antiguo a los santos Adrián y Natalia, induce a pensar si ya habría
habido en el lugar una población monástica anterior.
Los
condes Aldonza y Piniolo dotan al cenobio con su amplio patrimonio, el heredado
de sus respectivas familias condales y el adquirido por compra o por el favor
regio, tras efectuar trueques a fin de concentrarlo lo más posible, y, como el
duque aquitano siglo y medio antes, no se reservan ningún derecho sobre el
monasterio, al que anexionan cenobios de su patrimonio, a los que se añaden
otros donados por familias aristocráticas, las cuales, a todas luces, con
tribuyen a la empresa (San Miguel de Bárcena, Santa María de Miudes, San Martín
de Besullo, parte de San Tirso de Candamo, San Martín de Mántaras, San Juan de
Villaverde, San Miguel de Canero, son algunos de ellos).Todos ellos quedan
reducidos a prioratos o bien a decanías de Corias, centro, por tanto, que
organiza la vida monástica del occidente astur, así como la social y la
económica.
Asimismo,
al igual que estaba ocurriendo en el monasterio borgoñón, aunque obviamente a
menor escala, es notoria la relación feudal establecida entre la abadía
coriense y sus prioratos, los cuales debían entregar a esta última un tercio de
sus rentas, además de escanda, carne y, los que se hallaban en la proximidad de
la costa, sal y pescado, aparte de que algunos de sus dependientes debían
también servicios de trabajo al monasterio de Corias.
En
lo que concierne al aspecto espiritual, aunque los documentos no suelen ofrecer
datos, la influencia cluniacense está evidenciada en una hermosa imagen del
Crucificado aún conservada en nuestros días, que muestra a Cristo coronado de
rostro sereno, expresión del triunfo sobre la muerte, triunfo extensivo a toda
muerte cristiana, lo cual se corresponde con la más genuina piedad cluniacense.
En
Oviedo, la vida monástica data de antiguo, aunque sus orígenes permanecen en la
oscuridad, pues el denominado pacto monástico de San Vicente, datado en 781 y
en el que se relata lo acontecido unos cuarenta años antes, es una copia
tardía, del siglo XI o del XII y, aparte de tener elementos que recuerdan la consensoria
monachorum, los monjes no sólo entregan su persona al abad, sino también a
un sobrino de éste, lo que, a todas luces, constituye una suerte de evidencia
de que el documento se elabora en tiempos en los que ya ni se recuerdan los
fundamentos espirituales del pacto monástico.
Todo
parece indicar que ese diploma es confeccionado para explicar la temprana vida
monástica en la ladera del monte Oveto según instancias e intereses del siglo
XII. Son varias las basílicas allí localizadas, entre ellas la de San Salvador,
que habría de ser sede episcopal, y en ellas vivían, según costumbre monacal,
grupos de hombres y de mujeres. Entre finales del siglo XI y comienzos del XII
se institucionalizará esta vida monástica, con la implantación de la regla de
San Benito, delimitándose con nitidez el monacato femenino y el masculino y la
sede episcopal, proceso que no hubo de ser sencillo en cuanto que incluía la
asignación a cada grupo de su respectivo dominio territorial y jurisdiccional
que hasta entonces estaría todo mezclado o simplemente unificado.
Unos
confusos documentos de la catedral de Oviedo suscitan la pregunta de si en
1012, la condesa Mumadonna, en esa fecha ya viuda del conde Gundemaro Pinióliz,
promueve una empresa monástica, parece que femenina, en torno a la basílica de
Santa Marina y bajo la regla benedictina. Sería un monasterio en el que, junto
a Santa Marina, santa de clara devoción monacal y protagonista de un antiguo y
divulgado roman monástico, aparecen otros varios santos titulares, entre ellos
San Pelayo, quien en su adolescencia había sufrido el martirio en Córdoba en
tiempos de Abderramán III y cuyos restos habían sido trasladados de Córdoba a
León y de ahí a Oviedo. Si tal hipotético proyecto pudiera ser probado, se
trataría de un intento fallido en esa ocasión, puesto que todos los bienes que
en 1012 son asignados al monasterio de Santa Marina (en el texto figura “Santa
María”, pero todo indica que es un error, quizá intencionado) son donados,
en otro documento posterior, a San Salvador.
Un
hito importante del monacato ovetense lo constituye la visita que, en 1053,
realiza Fernando I a Oviedo para presidir el traslado de los restos del mártir
Pelayo a un lugar, parece que dentro de la propia basílica, más acorde con la
dignidad de la reliquia (“fecimus transla tionem mirificam ipsius corporis
sancti ut maiori surgat in culmine”), lo que indica también que se había
procedido a una renovación de la fábrica para construir tal lugar. Fernando I
dona a los Santos Juan Bautista y Pelayo el monasterio de Aboño, situado en las
proximidades de la mar, con sus bienes y derechos sobre hombres, para socorro
temporal de monjes y monjas dedicados al culto en la basílica que acoge los
restos martiriales, de lo que se desprende, entre otras cosas, la persistencia
del monacato dúplice en este caso, además de un desplazamiento de la
importancia de la basílica de Santa Marina a la de San Pelayo.
Otro
centro monacal ovetense es el de San Vicente, y dejando a un lado el muy
sospechoso pacto monástico, su presencia documental data del siglo X, época en
la que aparece en relación con la basílica de San Salvador; por ejemplo, en
969, “... uobis Ouecconi presbiter et confeso, seum et omni collatione
fratrum qui sunt conmorantes sub ara Sancti Saluatoris sub clusa Sancti
Uincenti”. En el año 1042, aunque no aparece aún clarificada la separación
entre el monacato femenino y masculino, ya consta la militancia de los monjes
de San Vicente bajo la Regla de San Beni to, si bien continúan las referencias
a su vinculación con San Salvador.
Por
tanto, todo indica que en el siglo XI se implanta la Regla de San Benito en el
monacato ovetense, el cual parece en algún modo relacionado, y quizá con cierta
dependencia, de la sede episcopal de San Salvador. Por otro lado, aunque los
grupos femenino y masculino se confinen en sendas basílicas, todo parece
indicar también que las monjas están sometidas a los varones y será en el siglo
XII cuando cristalicen las tres instituciones eclesiásticas ovetenses con sus
perfiles definidos y su correspondiente autonomía: la sede episcopal de San
Salvador, el monasterio de San Pelayo, de monjas, y el de San Vicente, de
monjes, todos ellos con sus respectivos dominios territoriales y
jurisdiccionales, a cuyo respecto contamos con algunos documentos que no son
originales y que bien pudieron ser elaborados a tales efectos.
De
hecho, en lo concierne a San Vicente, hay indicios de fuertes tensiones con la
sede episcopal cuando estaba al frente de ésta el obispo Arias, quien había
sido previamente abad del monasterio de San Juan Bautista de Corias y gozaba
del pleno favor de Alfonso VI, monarca que, en un momento dado, parece poner el
cenobio de San Vicente bajo dependencia directa del obispo, aunque si tal
situación fue en algún momento efectiva, no había de ser duradera.
En
cuanto a la independencia del grupo monástico femenino en el monasterio de San
Pelayo, ésta no es plenamente perceptible hasta el siglo XII. Quizá hubieron de
ser resueltas tensiones adicionales, al igual que ocurrió en otros lugares de
Occidente, a cuyos efectos recordaría las de Hildegard von Bingen al
independizarse de los monjes de San Disidobo, tensiones derivadas, sobre todo,
del reparto y liquidación de los bienes monacales. Por seguir con el ejemplo de
la monja renana, en ese proceso Hildegard recibió ayuda de mujeres de la
nobleza y en el caso de San Pelayo lo que también es claro es que logra su
consolidación institucional, tanto en el orden eclesiástico como en el
señorial, por el apoyo de mujeres de la alta nobleza, familiares de Alfonso VII
o bien de su círculo, lo que ha de ser tratado más adelante.
También
en Oviedo fue fundado en el siglo XII otro monasterio, el de Santa María,
denominado de La Vega, por alzarse en la vega extramuros del núcleo urbano.
Esta fundación presenta interés por sus características disciplinarias.
Gontrodo Pétriz, la dama asturiana que había mantenido relación amorosa con
Alfonso VII, tras el nacimiento de su hija Urraca, fruto de tales amores,
profesa vida monástica, si bien no en el monasterio de San Pelayo, al que
tradicionalmente se habían acogido mujeres de la alta nobleza, realeza
incluida, sino que procede a la fundación de un nuevo monasterio, también bajo
la regla de San Benito, pero dentro de lo que entonces era la corriente
renovadora de Roberto de Arbrissel, y aplicada en el cenobio francés de
Fontevraud, fundado hacia 1100. Como es bien conocido, la disciplina de
Fontevraud presenta aspectos muy originales. De hecho, Roberto es acusado por
sus enemigos de mezclar los géneros, condiciones y generaciones de las
personas, cuando, como ya fue expuesto, la documentación de la época atestigua
del cuidado en diferenciar nítidamente tales aspectos, y una de las cosas que
más parecía indignar a sus detractores era la compañía de mujeres y la
valoración positiva que les dispensaba. De hecho, en la fundación de Fontevraud
tanto las mujeres como los varones habían de estar bajo la autoridad femenina
y, aunque las casas de unas y otros estaban separadas, Roberto pensaba que el
cargo abacial no había de ser ejercido por un varón ni por una virgen, sino por
una viuda. Fontevraud y los monasterios fundados bajo su misma orientación
resultaron ser foco de atracción para mujeres de la alta nobleza, viudas, repudiadas
y concubinas nobles, mujeres cultas que no encajan en el violento mundo varonil
nobiliario o ya cansadas de maridos infieles. La propia reina Leonor de
Aquitania muestra su complacencia con este proyecto del que es abierta
protectora.
En
Asturias, la que fuera concubina del Emperador promueve la presencia en esta
tierra de un monasterio que responde a tan novedoso como controvertido
proyecto, y es ayudada por el Emperador en la dotación fundacional que data de
1153.
No
se cuenta con muchos datos sobre los primeros años de este cenobio que pronto
pare ce abandonar la disciplina de Fontevraud para configurarse según el resto
de los cenobios benedictinos femeninos de Asturias, lo cual, por otra parte, se
explicaría por la dificultad que supondría el mantenimiento de aspectos tales
como el ejercicio de la autoridad de una mujer sobre monjes, que incluso
podrían ser clérigos. No obstante, en sus inicios, en concreto en 1157, se
constatan algunos datos ilustrativos de sus vinculaciones con los territorios
ultrapirenaicos, tales como la presencia en su documentación de personas de
origen franco, a juzgar por los nombres de Beraldus, Albertino y Passabruna,
que mantienen relaciones económicas con los “filiis filiabusque ecclesie
Fontis Ebraudi”. Puede entreverse alguna alusión al socratismo cristiano y,
además, el propio epitafio de doña Gontrodo tiene claros ecos de la poesía de
los trovadores. En 1175, en un privilegio de Fernando II, sólo figura la priora
domna Mahalde al frente de un grupo femenino (“sanctimonialibus”), lo
que indica que, para entonces, la inspiración de Fontevraud ya había llegado a
su fin.
En
definitiva, cuatro monasterios benedictinos, dos de monjes, San Vicente y San
Juan Bautista de Corias, y dos de monjas, San Pelayo y Santa María de la Vega,
tres de ellos en Oviedo, serán a partir del siglo XII los principales centros
en los que se concentre la vida y también el poder señorial monástico, tras
absorber los que fueran monasterios prebenedictinos. Sin embargo, algunos
cenobios rurales se vieron libres de ese proceso de concentración y conservaron
su autonomía bajo la disciplina benedictina. Así Santa María de Obona, en
Tineo, Santa María de Lapedo, que luego adoptará la disciplina cisterciense
mudando su nombre por el de Belmonte, San Salvador de Cornellana, fundado en
1024 por Cristina, hija del monarca leonés Bermudo II y cuyos derechos se
vieron fragmentados entre los herederos de la fundadora, hasta que, en el siglo
XII, un biznieto de Cristina, el conde Suero Bermúdez, reunifica los derechos y
da nuevo impulso al cenobio que incorpora al monasterio borgoñón de Cluny, con
el que Cornellana tiene una vinculación un tanto peculiar, pues mantiene su
condición de abadía, no queda reducido a priorato como es lo acostumbrado. Y en
el oriente asturiano, se alzaban las abadías benedictinas de San Pedro de
Villanueva, Celorio, a las que, ya en el siglo XIII se sumarán los
cistercienses de Valdediós y Bedón, así como monasterios femeninos que alcanzan
también plena institucionalización, como San Bartolomé de Nava, Santa María de
Villamayor y San Martín de Soto.
La sede episcopal de San Salvador
Como
ya fue señalado, la sede episcopal de San Salvador parece encontrarse a inicios
del siglo XI todavía muy vinculada a la población monástica de su entorno.
En
el siglo XI sobresale el episcopado del catalán Ponce, abad de San Saturnino de
Tabernoles y previamente monje de Ripoll o de Cuxá, pero bajo la influencia
directa del abad Oliva, de cuyas inquietudes reformadoras participaba, y,
aunque no estuvo presente de manera conti nua en Oviedo durante los años de su
episcopado (1025/1028-1035)23, parece empeñado en introducir el rito romano en
Oviedo, ante lo que M. Ríu ve indicios de oposición en los clérigos locales24,
aunque si la interpretación del intento de la promoción del monasterio de Santa
Marina bajo la regla de san Benito pudiera ser probada, nos hallaríamos ante la
influencia de las corrientes predominantes en Occidente antes del obispado de
Ponce. Sin embargo, las menciones más claras a la norma del patriarca de Nursia
–la de San Vicente, en 104225 y San Juan Bautista de Corias, en 1043– quizá se
deban en gran parte a la influencia de Ponce, aunque no haya de desestimarse la
de Fernando I y el apoyo de la nobleza de su círculo. De este obispa do datan
también los datos contenidos en el relato sobre las reliquias custodiadas en
San Salvador, pues Ponce decide abrir el arca que las contiene, y de ella sale
una luz tan intensa que apenas puede verlas, lo que parece responder a un
elemento de cautela, de alertar sobre los peli gros que supone abrir el arca,
pues en el texto se advierte que Ponce lo hizo llevado por el afán de comprobar
su contenido, mientras que otras aperturas posteriores irán precedidas de
oración, ayuno y otras manifestaciones de piedad, no tan sólo de mero interés
comprobatorio.
Ya
en el siglo XII, se observa configurada con plena nitidez la sede episcopal de
San Salvador de Oviedo, con su clerecía secular y como centro señorial, aunque
ya antes ostentaba derechos sobre iglesias, algunas de las cuales habrían sido
basílicas de antiguos monasterios prebenedictinos. En los siglos XI y XII, este
proceso experimenta un notorio incremento, pues si parte de la nobleza había
donado sus derechos sobre monasterios a las grandes abadías, otra parte se
decanta por San Salvador, de modo que tales centros se ven privados de vida
monástica, en el caso de que aún la conservaran, y son convertidos en iglesias
rurales que componen la red parroquial también cristalizada en este período.
Por ejemplo, en 1076, la condesa María Froila dona su monasterio de Santa
Eulalia, junto al río Lena, a su sobrina Xemena, con la condición que ésta lo
ceda, a su muerte, a San Salvador. Otro ejemplo aducible es el del antiguo
monasterio de Santa Eulalia de Doriga que es también donado por todos los
herederos a San Salvador hacia 1104, tras lo cual se procede a una restauración
de su fábrica y a la consagración de la iglesia por el obispo Pelayo28. En
algunos casos el proceso no fue sencillo, pues como los derechos sobre antiguos
monasterios estaban repartidos entre varios herederos, unos donan sus partes o portiones
a una gran abadía, por ejemplo, a San Juan Bautista de Corias, mientras otros
las donan a San Salvador de Oviedo, como es el caso del monasterio de San
Salvador de Berguño. Por otro lado, no siempre el grupo de parientes se muestra
conforme con las donaciones, y de ello dan cuenta reiterados pleitos, así los
dirimidos sobre San Salvador de Tol, donado por la monja Gunterodo, hija del
conde Gundemaro Pinióliz a San Salvador de Oviedo en 1075, según el acuerdo al
que ella había llegado con su madrastra la condesa Mumadonna y su medio herma
no el conde Fernando Gondemáriz. Mas, antes del transcurso de un año, el conde
Vela Ovéquiz y su hermano Vermudo Ovéquiz reclamarán sus derechos sobre partes
de ese monasterio al obispo de Oviedo, a la sazón Ariano, y el que tal
reclamación sea desestimada no impide que unos años más tarde, en 1083, la
familia condal de Rodrigo Díaz vuelva a reclamar sus derechos familiares sobre
el referido centro eclesiástico, y también sin éxito.
El Obispo Pelayo. Oviedo, gran relicario, y Asturias,
tierra providencial
A
inicios del siglo XII ocupa la sede episcopal ovetense Pelayo, del que su
biógrafo F. Javier Fernández Conde resalta las facetas de “creador” de
la diócesis ovetense, “pastor” y “erudito” en general e “historiador”
en particular. De ésta última función predominó durante bastante tiempo una
valoración muy negativa, en la que los autores adscritos a la corriente
ilustrada y positivista tuvieron la principal responsabilidad, pues términos
tales como “fabulero” y “falsificador” salían frecuentemente de
sus plumas para calificar a Pelayo, pero sin preguntarse en absoluto sobre los
motivos de tales falsificaciones documentales que, ciertamente, promovió el
obispo, quien, según se advierte con creciente claridad, no fue el único en tal
proceder. De hecho, toda la actividad de Pelayo está íntima y coherentemente
ligada entre sí, puesto que su erudición y obra histórica están orientadas a
dotar de sólidos fundamentos jurídicos a la diócesis asturiana, a mostrar su
importancia e independencia.
Así,
en lo que a los límites diocesanos concierne, Oviedo se vio totalmente inmersa
en los conflictos que, por tal cuestión, se desencadenaron a partir del siglo
XI, y a Pelayo le tocó frenar las apetencias expansionistas de las sedes de
Braga y Lugo, mantener la independencia fren te a la de Toledo, a la vez que
defender sus propias aspiraciones, frente a las de Burgos, sobre las Asturias
de Santillana.
En
el scriptorium catedralicio ovetense se trabaja intensamente en la copia
de textos cronísticos y documentales, aparte de los escritos del propio Pelayo,
y en elaboraciones ex novo de textos documentales, cara a unos objetivos
concretos y alcanzados unos, como el freno de las aspiraciones de las diócesis
de Lugo y Toledo en detrimento de la de Oviedo, y fracasados otros, como las
reivindicaciones que ésta última mantenía sobre las Asturias de Santillana,
cuyo pleito no finaliza hasta después de la muerte de Pelayo. Mas, resulta de
sumo interés cómo en esos textos se traza una imagen de Asturias como
territorio de una diócesis muy temprana. Así, frente a la diócesis de Britonia,
cuya vinculación con Asturias era esgrimida por las diócesis gallegas para reivindicar
“derechos históricos” sobre iglesias asturianas, reivindicaciones muy
complicadas por cierto, dado que llevaban también a mayores enfrentamientos
entre Lugo y Braga, Pelayo incluye en los documentos elaborados en el
scriptorium catedralicio la temprana diócesis de Lucus Asturum, que dataría de
la época de la dominación vándala y que luego, en el siglo IX, sería trasladada
a Oviedo.
El
ámbito asturiano se presenta como un territorio providencial, protegido por “firmísimos
montes” que configuran una inexpugnable fortaleza natural, custodiada
además por la misma Providencia Divina, lugar ideal, por tanto, para mantener a
salvo restos santos en tiempos de la dominación musulmana. En definitiva, el
territorio asturiano, en general, y la iglesia de San Salvador, en particular,
constituirían uno de los grandes relicarios de la Cristiandad. En efecto, de
tiempos de Pelayo data la culminación de la elaboración literaria sobre las
reliquias de San Salvador, de su traslado desde Jerusalén a Toledo, tras su
estancia en el Norte de África, y, cuan do la urbe regia visigoda cae bajo
dominio islámico, a Asturias, lugar providencialmente seguro y, por tanto,
definitivo.
La
fama del relicario custodiado en la Iglesia Ovetense fue difundida por el
Occidente cristiano, pues la relación de las reliquias y su periplo figuran en
códices del otro lado de los Pirineos, y Oviedo constituyó un desvío para parte
de los peregrinos que se dirigían a Compostela, bien por la costa cantábrica o,
en mayor número, por la ruta castellano-leonesa; éstos últimos se dirigían a
Oviedo por un difícil itinerario que cruzaba los agrestes montes Cantábricos,
la providencial fortaleza asturiana, en palabras del obispo Pelayo. Pese a la
dureza del camino, el frío y la lluvia, de los que hablan las chansons,
los peregrinos afluyen a San Salvador, que así llega a ocupar el segundo
puesto, tras Santiago, en los centros de peregrinación peninsulares.
Campesinado y habitantes de los núcleos urbanos
Por
debajo de las familias nobiliarias y centros eclesiásticos señoriales se abre
todo un amplio espectro social a cuyo conocimiento preciso no es en absoluto
fácil acceder, pues en él se encuentran desde individuos pertenecientes a la
nobleza en sus grados inferiores, otros que ostentan derechos de propiedad
sobre la tierra o que los han cedido a personas o instituciones relevantes,
bajo cuya protección y dependencia se encuentran, hasta las personas que
trabajan unas tierras sobre las que no tienen derecho alguno. Se advierte la
generalización de las relaciones de dependencia, aunque no se puede establecer
con certidumbre las diversas situaciones que ella entraña, pues, por ejemplo,
individuos de la nobleza reciben tierras en préstamo de otros señores con los
que quedan vinculados en razón de ello, situación que es muy diferente a la del
dependiente que está obligado a faenas agrícolas para el señor y, ésta, a su
vez, tampoco es igual a la del que tiene que prestarle ayuda militar. Por ello,
cuando se habla de campesinado, se es consciente de la gran variedad social
aludida por este término.
De
modo general, las dependencias existentes en los siglos XI y XII son de índole
variada: algunos sometimientos son antiguos, otros más recientes; voluntarios
unos, mientras que forzosos otros, como el caso de un varón de nombre Nepociano
que, habiendo dado muerte a un siervo moro de la condesa Aldonza, ha de ponerse
en el lugar y situación del difunto. En la documentación asturiana figuran
relaciones de siervos moros, con toda probabilidad cautivos de guerra y parece
que de diferentes momentos y campañas, pues algunos de ellos, en el siglo XI,
aparecen asentados en tierras con sus familias y llevan nombres cristianos,
mientras que otros, por ejemplo los que constan en el documento fundacional de
Santa María de La Vega, llevan nombres árabes, por lo que, con toda
probabilidad, serían cautivos tomados en las campañas del Emperador.
Aparte
de la entrega de bienes en especie o en numerario, están documentadas algunas
las labores que la población servil ha de realizar en calidad de servicium;
por ejemplo, la Mitra de San Salvador cuenta con dependientes que ejercen
diferentes oficios, como pescadores, carpinteros, carreteros, mayordomos, los
que elaboran sidra, tejedores, los que hacen pergaminos, así como también hay
labores asignadas, tales como limpiar letrinas, hacer “sebes” o cercados
vegetales, sallar los cultivos o llevar nueces a Oviedo para hacer aceite.
De
tales y similares prestaciones y tributos se nutrían las economías señoriales,
por lo que, dada la condición hereditaria de la servidumbre, los matrimonios
entre dependientes de diferentes señores hacen muy complejas las redes de la
dependencia, por lo que hay varios documentos orientados a especificar los que
deben servitium y obsequium y a qué señor.
En
su conjunto, la población rural se encuadra en los tradicionalmente señalados
como ámbitos de convivencia de la familia, aldea, parroquia y señorío. La red
parroquial se configura con nitidez en la época aquí tratada y, con toda
probabilidad, el crecimiento demográfico hizo necesaria la ampliación de
templos, cuando no la construcción de nuevos, en uno y otro caso conforme a la
nueva corriente románica, entonces expresión de la imagen del mundo dominante
en el Occidente cristiano.
La
iglesia no sólo es centro de la vida espiritual de la sociedad rural, pues
también lo es de la recaudación de los diezmos y ofrendas; además, es frecuente
que junto a muros eclesiales se reúna el concilium, asamblea rural en cuyo seno
se dirimen los conflictos y se realizan las acciones jurídicas, por ejemplo
trueques o compraventas de derechos sobre la tierra y otros bienes raíces. En
principio, el concilium implica la congregación de los habitantes del valle,
pero en su seno destacan los “hombres buenos” (boni homines), no
necesariamente varones, puesto que en alguna ocasión se cuenta alguna mujer
entre ellos, y se trata de individuos con preeminencia social en el seno de la
comunidad aldeana, por lo que ésta les reconoce capacidad de arbitraje. Si bien,
cuando el asunto a dirimir resulta de cierta envergadura, suelen estar
presentes en la asamblea rural los jueces reales o la autoridad señorial.
Respecto
a la población urbana, los fueros de Oviedo y Avilés regulan su convivencia, y
son aspectos dignos de resaltar los referidos a la igualdad jurídica de los
moradores de los núcleos urbanos, pues el fuero obliga tanto al “mayor”
como al “menor”, al “infanzón, poderoso o conde”; asimismo, se
precisa la libertad personal, pues nadie puede estar sometido a señor que no
sea el rey. Además, si la mayoría de los habitantes de Oviedo y Avilés
previsiblemente procederían del entorno rural, también de hecho hay constancia
de tempranos establecimientos de extranjeros, por lo que, las antedichas normas
legales incluyen disposiciones encamina das a procurar la armónica convivencia
de personas de diferente procedencia, estatuto social y religión, así la
inviolabilidad de los domicilios, la paz pública y las garantías legales para
las querellas, tanto por agresión física como por determinados insultos.
En
definitiva, en los siglos XI y XII se configuran con nitidez los núcleos
urbanos de Oviedo y Avilés, las cuales, pese al similar marco legal de sus
fueros, presentan ciertas diferencias, pues Avilés, que debe su origen y
crecimiento urbano a su actividad portuaria, presenta un carácter
exclusivamente artesanal y mercantil, lo que tiene su correspondiente reflejo
en el nivel social en cuanto allí predomina el nuevo grupo burgués; y su
relativo cosmopolitismo, la presencia de extranjeros, se debe al ámbito
comercial y a la actividad pesquera. Oviedo, en cambio, mantiene aspectos de su
antigua condición de sede regia, núcleo monástico, sede episcopal y centro de
interés de la aristocracia laica; en definitiva, cuenta con fuertes centros
seño riales que han de convivir con las nuevas formas de economía y con las
personas amparadas por el orden jurídico concejil, las cuales, a su vez, irán
accediendo a ciertos niveles de riqueza en el desempeño de sus oficios
artesanales y mercantiles, que se verán incrementados también por el
cosmopolitismo que entraña la presencia de extranjeros, en este caso propiciada
por un fenómeno religioso, cual es la peregrinación para venerar las reliquias
custodiadas en San Salvador. En un expresivo documento de 1200, aparecen los siguientes
grupos constitutivos de la socie dad ovetense: “canonicos et burgeses et
caualleros et monges”.
Autoridad real, apoyos y oposiciones
Fernando
I muestra interés por hacer efectiva su autoridad en el territorio asturiano,
en el que, según testimonio de un presbítero de nombre Gevoldo, algunos nobles
ejercían el poder en provecho propio. Así, el conde Monio Roderici había
arrebatado al predicho Gevoldo el monasterio de Soto, en Pravia, y éste se
atreve a presentar la reclamación al rey Fernando I, al que considera artífice
de la pacificación del reino y capaz de imponer su autoridad (“in regnis
patris sui pacifice dominans omnia”), a la vez que admite que el motivo de
su silencio previo fue debido al miedo que le producía el poder condal.
Alfonso
VI busca, a todas luces, asegurar el apoyo de la Mitra de San Salvador, que en
el siglo XI era el más fuerte señorío asturiano, y para ello cuenta con la
fidelidad personal del obispo Aria no, promovido a la sede episcopal desde el
abadiato de San Juan Bautista de Corias y, así, duran te este reinado, la Mitra
de San Salvador es la principal receptora del favor regio, y a ella le somete
el soberano la mandación de Langreo, pese a las protestas de los habitantes de
este valle. Además, en los pleitos que en 1075 se dirimen en la Curia Regia
celebrada en Oviedo y presidida por Alfonso VI y que tenían por objeto derechos
sobre monasterios, reivindicados tanto por el obispo como por algunos miembros
de familias nobiliarias, las sentencias reales son siempre favorables al
obispo, de modo que resulta claro que el rey apoya decididamente la supresión
de los derechos laicos sobre los centros eclesiásticos, según las directrices
reformadoras. Incluso hay indicios de que Alfonso VI concibió la posibilidad, aunque
no el logro, de que el monacato ove tense fuera organizado bajo la égida y
dependencia de la sede de San Salvador, ya que al frente de ella se encontraba
un obispo procedente del monacato, y ello habría de tener consecuencias
administrativas tranquilizadoras para el monarca, pues las donaciones que
afluían al monacato no se separarían de las de San Salvador, cuyo titular
profesaba franca fidelidad al monarca.
El
linaje nobiliario que sobresale en el reinado ahora tratado es el del conde
Diego Rodríguez, uno de cuyos hijos, Fernando Díaz, lleva los títulos de comes
magnus y consul y figura como “potestas in Asturiense et in ciuitas
Ouetense, y una de cuyas hijas, Xemena, contrae matrimonio con Rodrigo Díaz
de Vivar. Este matrimonio fue interpretado como un intento de acercar la vieja
nobleza astur a los intereses generales del reino, aunque, a mi juicio, no
puede desestimarse la posibilidad de un intento de alianza entre los viejos
grupos nobiliarios asturianos y los nuevos castellanos frente a cierto
centralismo leonés. Por otra parte, se observa que esta familia beneficia a los
monasterios ovetenses de San Vicente y de San Pelayo y, precisamente, litiga
con el obispo Ariano por derechos sobre monasterios familiares.
Más
adelante, el obispo Pelayo contribuye a mitigar las dificultades de la reina
Urraca, hija y sucesora de Alfonso VI, con substanciosas aportaciones
económicas que la reina agradecerá41 y, luego, durante el reinado de Alfonso
VII (1126-1157), se constata una fuerte actividad polí tica en Asturias. En
efecto, es bien conocido como este soberano cuenta con núcleos de oposición
nobiliaria, a nivel general del reino, a su proyecto de conciliar su autoridad
imperial sobre el tejido feudal que entonces era el de la realidad social, y
que, en lo que Asturias con cierne, el grupo nobiliario se verá escindido entre
los fieles y los oponentes al Emperador.
Gonzalo Peláez y Urraca, hija del Emperador. Nobleza laica
y señoríos eclesiásticos
La
cabeza visible de los nobles enfrentados al Emperador es Gonzalo Peláez, quien,
en principio, no aparece al frente de ninguna de las familias condales
conocidas a través de la documentación, aunque, como Fernández Conde sugiere,
quizá pueda ser identificado con el Gonzalo que figura como hijo de Pelagio
Pelágiz y de Mumadonna, también llamada doña Mayor, la cual, en 1097, dona a
San Salvador el monasterio de San Pedro, San Benito y San Juan de Teverga –que
luego pasará a acoger canónigos regulares– y como hermano de una señora, de
nombre Gontrodo Peláiz, que delimita con el monasterio de San Juan Bautista de
Corias derechos sobre hombres dependientes. Entonces, si esta hipótesis
resultara cierta, Gonzalo Peláez sería nieto, por parte de padre, de los condes
Pelayo Froilaz y Aldonza Ordóniz, fundadores del monasterio de Lapedo.
Gonzalo
Peláez aparece confirmado escrituras de Alfonso VI sin título alguno, si bien
al lado de reconocidos nobles, y, ya en el reinado de Urraca ostenta poder,
tanto en Oviedo como en Asturias en general (“Pelagius episcopus in sede
Sancti Saluatoris, Gonzaluo Peláiz in Oueto”), en 1110, en 1115 (“Episcopus
Pelagius in Ouetensis sedis, Gonsaluo Peláiz in Asturias podestas”) y en
1116 lleva el título condal (“comité Gondisaluo in Asturias”). Según la
Crónica Adefonsi Imperatoris, la reina Urra ca le concedió un señorío para que
no se rebelara contra ella, lo que significa que Gonzalo Peláez tenía el
suficiente poder para que la reina deseara tenerlo de su lado y no en su
contra.
Asimismo,
son interesantes las fórmulas documentales en las que se expresa la
coincidencia en la cumbre de los respectivos poderes eclesiástico y civil de
dos personajes, el obispo Pelayo y Gonzalo Peláez, pues ambos han de tener
problemas con Alfonso VII. El cronista silencia lo referente a Pelayo, pero
relata lo que concierne a Gonzalo Peláez y dicha fuente historiográfica resulta
muy útil para conocer el desarrollo de los acontecimientos, aunque no lo sea
tanto a la hora de valorarlos, puesto que el autor, claramente parcial al
Emperador, muestra a éste lleno de magnanimidad ante el rebelde vasallo, que
está siempre dispuesto a incidir en felonía. Relata como Alfonso VII, al
acceder al trono en 1126, “nombró gran señor a Gonzalo Peláez, que era duque
de la región de Asturias”, cuando en realidad lo que todo parece indicar es
que aceptó el poder ya consolidado de Gonzalo Peláez. El Emperador se apoyará
en el conde Suero, al que el cronista presenta como “amante de la paz y de
la verdad y fiel amigo del rey” que poseía en tenencia Astorga, Luna, Gordón,
parte del Bierzo, Babia, Laciana y todo el valle hasta la ribera del río
llamado Eo y hasta Cabruñana”, es decir, en el Occidente astur y
territorios leoneses al borde de la Cordillera; junto al conde Suero, y
participando de su protagonismo, estarán su hermano Alfonso y el hijo de éste,
Pedro Alfonso, que ostentará también el título condal.
Hacia
1130, el conde Pedro de Lara y otros nobles se resisten a acatar la autoridad
del monarca, el cual entra en Santillana y prende al conde Rodrigo, al que
acaba otorgándole el perdón. Dos años más tarde, en 1132, Alfonso VII ordena a
condes y duques reunirse en Atienza con sus caballeros y allí se entera de que
Gonzalo Peláez mantiene una entrevista con su pariente Rodrigo con el objeto de
preparar una rebelión contra el rey. Rodrigo es capturado por los fieles al
rey, mientras que Gonzalo huye a Asturias, donde se refugia y hace fuerte en el
castillo de Tudela, que seguidamente es sitiado por el rey, cuyos fieles toman
la fortaleza de Gozón, a orillas de la mar, y otros castillos. Entonces,
Gonzalo hace un pacto con el rey –el cronista habla en términos de “pacto”,
no de rendición– en el que ambos se comprometen mutuamente a no atacarse. El
rey entregó al conde Tudela y otros castillos, y el conde permaneció “rebelde”
en Proaza, Buanga y Alba de Quirós, que eran “castillos muy sólidos”.
Estos hechos ilustran sobre las dificultades existentes para que la autoridad
de Alfonso VII fuera reconocida en la zona central de Asturias, zona de las
ciudades de Oviedo y Avilés, de núcleos monásticos ovetenses y de la sede de
San Salvador y también rica zona rural, tanto en el aspecto agrícola como
ganadero. Tras campañas contra los almorávides, el monarca vuelve a Asturias y
exige a Gonzalo Peláez la entrega de las fortalezas, a lo que el conde no sólo
se niega, sino que presenta batalla al rey, el cual fió el combate contra
Gonzalo Peláez al conde Suero Alfonso y a su sobrino Pedro Alfonso. El cronista
relata con cierto detenimiento y detalles este enfrentamiento, cómo, mientras
Gonzalo estaba en la fortaleza de Proaza, el conde Suero ase dia Buanga, y su
sobrino Pedro Alfonso, Alba de Quirós; en definitiva, acorralaron a Gonzalo
Peláez y a sus partidarios y les tendieron celadas “por los castillos, por
los caminos y por los senderos de los montes”, a cuantos apresaban los
soltaban, pero “tras amputarles las manos o los pies”. Sin embargo,
Gonzalo “permaneció rebelde al rey casi dos años”, al cabo de los cuales se
aviene a concertar un nuevo “pacto”, para lo que acude, con el conde
Suero y con el obispo de León, a presencia del rey, a cuyos pies se arroja,
reconociéndose culpable. El rey “lo recibió pacíficamente, le dirigió las
mejores palabras” y el conde “permaneció en el palacio del rey muchos
días, en medio de grandes honores”, y le “pidió con muchos ruegos Luna”
a cambio de las fortalezas en el territorio asturiano. Sin embargo, Gonzalo
incurrió de nuevo en desacato a la autoridad real y fue apresado por Pedro
Alfonso y recluido en el castillo de Aguilar hasta que Alfonso VII mandó
liberarlo y expulsarlo del reino. Gonzalo Peláez marchó a Portugal, junto al
rey Alfonso Enriquez, quien lo recibió “con gran honor y le prometió grandes
señoríos”, pues confiaba, con su ayuda, “hacer la guerra contra Asturias
y Galicia, pero –continúa el cronista por disposición divina, el conde fue
atacado por la fiebre y murió en territorio ajeno, como extranjero. No
obstante, sus caballeros transportaron su cadáver y lo enterraron en Oviedo”.
¿Hasta
qué punto la praxis de Gonzalo Peláez se nutre de la legitimación ideológica de
la grandeza de Asturias elaborada por el obispo Pelayo? A este respecto,
también cabe preguntarse sobre la existencia de un proyecto compartido cuando
aparecían en las fórmulas documentales al frente del poder eclesiástico y civil
respectivamente, pues ambos coincidieron en la enemistad con el Emperador.
Queda también abierta la posibilidad de la existencia de lazos de parentesco
entre ambos personajes. Fernández Conde apunta la hipótesis de la pertenencia
del obispo Pelayo a la familia de los fundadores de Lapedo. Por otra parte, tal
circunstancia respondería a un hecho bastante generalizado, cual es el que las
familias nobiliarias persigan el control del poder tanto secular como
eclesiástico mediante la ocupación, por parte de algunos de sus miembros, de
puestos claves en uno y otro ámbito.
Pelayo
es depuesto de la sede episcopal en el concilio de Carrión, en 1130, por
oponerse al matrimonio del Emperador con Berenguela, dado el parentesco que los
unía, y, junto con Pelayo, fueron también depuestos los obispos de León,
Salamanca y el abad de Samos. Aun que la actitud ante el enlace regio quizá no
haya sido el único escollo en las relaciones entre el obispo de Oviedo y el
Emperador y su círculo. A este respecto, está la donación del monasterio de
Cornellana a Cluny y el documento del scriptorium pelagiano en que lo donan a
la sede ovetense. Pelayo elige Santillana como lugar de su exilio, una zona en
absoluto afecta al Emperador a juzgar por los episodios protagonizados por el
conde Rodrigo, y, por otra parte, el territorio de Santillana era reivindicado
por Pelayo, como parte de la diócesis de Oviedo, frente a las reivindicaciones
de Burgos y, a la postre, serán reconocidas las de ésta última.
La
oposición abierta de Gonzalo Peláez data de 1132, aunque las tensiones pudieron
ser previas, y si al obispo le agradaba o no el proyecto político de Gonzalo
Peláez, no hay datos para afirmarlo ni negarlo, si bien parece probable que
Alfonso VII no estuvo seguro de contar con el apoyo de Pelayo y es evidente que
no podía correr el riesgo de tener en frente al titular de uno de los señoríos
más poderosos de Asturias, radicado en Oviedo, núcleo urbano en plena
reactivación económica y social, y, además dotado de un fuerte poder
espiritual, sobre todo como custodio de las reliquias para cuya veneración
afluían multitud de peregrinos. Todo pare ce indicar que Alfonso VII interviene
directamente en el nombramiento del sustituto de Pelayo, que recae en Alfonso,
el cual, pese a incurrir en la excomunión papal en 1132 por ocupación indebida
de la sede, se mantuvo impertérrito en ella hasta su muerte en 1142, lo que
hace pre sumir que contó con el apoyo del Emperador. Es digno de tener en
cuenta que, en los meses que median entre la muerte de Alfonso y la ocupación
de la sede por Martín II, hay en la documentación del monasterio de San Vicente
unas referencias a Pelayo como obispo de Oviedo.
Asimismo,
se observa como Gonzalo Peláez tenía sus bases territoriales en la zona central
de Asturias, pero busca su ampliación al otro lado de los montes cantábricos
cuando pide al monarca el territorio de Luna. Los condes Suero y su sobrino
Pedro Alfonso tienen sus bases territoriales en la zona occidental de Asturias
y en territorios leoneses, por lo que cabe preguntarse si la pugna entre ambos,
mediatizada por el respectivo enfrentamiento y apoyo al Emperador, se debía
también a la apetencia de un dominio más amplio en la generalidad del
territorio asturiano.
Finalmente,
quizá haya de ser considerada la posibilidad de la prolongación del conflicto
sucesorio de la reina Urraca, pues Alfonso Enríquez había sido el candidato al
trono leonés de algunos grupos nobiliarios y, a raíz del enfrentamiento de
Alfonso VII con García de Navarra, el portugués aprovecha para hacer también la
guerra al primero. El cronista relata cómo algunos condes gallegos pusieron sus
fortalezas a disposición del rey de Portugal. ¿Participaba Gonzalo
Peláez de esas preferencias? El hecho de elegir Portugal como lugar de su
exilio y la excelente acogida que le dispensó el monarca portugués, así como la
coincidencia de planes entre ambos, dan pie a suponerlo, aunque también cabe la
posibilidad de que fuera una oportuna alianza de última hora.
Lo
que parece evidente es que una vez fallecido Gonzalo Peláez, la política de
Alfonso VII para hacer efectiva la autoridad en el territorio asturiano
continúa. Es interesante constatar la vinculación de miembros de la familia
imperial en la zona y la ampliación de fidelidades nobiliarias, con influencia
en Oviedo y en la zona central de Asturias, donde había radicado el poder de
Gonzalo Peláez. Así, parte del territorio del área central de Asturias, en
concreto Gozón, Pravia y Candamo, y centros religiosos, como el monasterio de
San Pelayo de Oviedo, forman parte del infantazgo de doña Sancha, hermana de
Alfonso VII, es decir, están bajo su dominio. Luego, en 1150, a la muerte de
García, rey de Navarra, su viuda, Urraca, hija del Emperador y de Gontrodo Pétriz,
regresa a Asturias y, con el título de reina, gobierna esta tierra en nombre de
su padre, el cual, considera así haber alcanzado la tranquilidad política
deseada en este territorio.
En
cuanto a la nobleza, se comprueba, a través de la documentación, la adhesión
personal de miembros de importantes familias nobiliarias asturianas, como la
del linaje del conde Diego Rodríguez, a las que el Emperador compensa
sobradamente, y ellas, a cambio, le obtendrán redes de fidelidad incluso en el
centro urbano de Oviedo. A estos efectos, es de sumo interés el monasterio de
San Pelayo, cuya institucionalización, independencia, además de consolidación,
datan de estos momentos y a ello contribuyen de manera decisiva mujeres de la
familia y del entorno general del Emperador. A este respecto, son importantes
los abadiatos de Urraca Vermúdiz, al menos entre 1444 y 1147, y el más largo de
su tía Aldonza Fernandi, al menos también entre 1152 y 1174. Se observa lo
extraño de la sucesión sobrina-tía, cuando lo usual es que sea al revés. Quizá
la explicación resida en el interés del Emperador y de su familia por contar en
Oviedo con un fuerte grupo señorial afín. En efecto, Aldonza Fernandi es hija
de los condes Fernando Díaz y Enderquina, su padre pertenece a antiguo linaje
con influencia en Oviedo; estuvo casada con Álvaro Gutérriz. Se trata de un
matrimonio totalmente integrado en el círculo del Emperador, del que recibió
amplios favores. En principio, Aldonza y su mari do promovieron la empresa
monástica benedictina de San Juan de Ranón, en la zona marítima de la zona
central de Asturias, pero, al enviudar, Aldonza abraza la vida monástica en San
Pela yo de Oviedo, cuya comunidad preside en los años decisivos de la
consolidación de este ceno bio, el cual pertenecía, como ya fue apuntado, al
infantazgo de la infanta doña Sancha. En efecto, la Infanta aparece en
ocasiones junto a la abadesa Aldonza en actos jurídicos del cenobio y
ofreciendo consejo a algunas de sus monjas en asuntos de tal índole, aparte de
que favorece al monasterio con substanciosas donaciones, a las que se suman las
de su hermano el Emperador y las de su sobrina Urraca. Algunas de estas
donaciones, por sus condiciones, propician la creación de vínculos entre laicos
de los grupos privilegiados y el monasterio, tanto en los aspectos de
familiaridad espiritual como en los feudales, puesto que las donaciones
otorgadas a tales laicos incluyen la condición de que, a su muerte, dejen tales
bienes para San Pelayo, centro al que, entonces, quedarán unidos sus sucesores.
Además, algunas mujeres de familias del entorno del Emperador hacen profesión
monacal en San Pelayo bajo la atenta mirada de la abadesa Aldonza y de la
infanta doña Sancha. Se constata que, previamente, sus familiares solían ceder
sus bienes al monasterio de San Vicente, pero ahora las monjas incorporan los
suyos a San Pelayo y los ceden en préstamo a sus parientes laicos, con lo que
se obtienen los mismos efectos que en los casos anteriormente señalados, los de
lograr un centro señorial que vaya cohesionando laicos de la zona central
asturiana, la cual será ampliamente sobrepasada, puesto que la influencia del
cenobio se ampliará considerablemente a todo el territorio asturiano e incluso
leonés, por substanciosas donaciones y por el ingreso en él de mujeres
procedentes de la nobleza de tales territorios.
Asimismo,
hay un expresivo documento, datado en 1153, en el que Alfonso VII y su hermana
doña Sancha confirman todas las donaciones realizadas por ambos a San Pelayo y
aña den otras nuevas, que, según se expresa, habían de dedicarse a la
reconstrucción de la fábrica del monasterio, el cual, según consta también,
había sufrido destrucción y pasado por extremas dificultades en tiempo de las
guerras, que, aunque no se precisan, bien pudieron ser las habidas con la
ocasión de los enfrentamientos con Gonzalo Peláez, pero se silencia el bando
causante de la destrucción, como también cual era entonces la parcialidad del
grupo monástico femenino, quizá aún en gran parte bajo la égida del monacato
masculino o de San Salvador.
En
cuanto a la relación de Alfonso VII con el monasterio de San Vicente, tan sólo
se tiene noticias de dos donaciones imperiales, y no muy substanciosas, en 1131
y 1133. Asimismo, hay noticias de una donación de doña Sancha, la cual, en
1152, con el consentimiento de su hermano el Emperador, concede a este
monasterio una heredad en Gozón.
Tampoco
parece haber muestras de magnanimidad imperial con San Salvador hasta 1154,
fecha en la que Alfonso VII le dona el castillo de Suarón y Las Regueras para
paliar las dificultades por las que atravesaba la sede episcopal ovetense por
el pleito que mantenía con la de Lugo, cuya concordia está documentada unos
días más tarde; ya es la época del obispo Martín II, y la ausencia de
donaciones imperiales anteriores puede explicarse por la falta de necesidad, al
estar al frente de la sede el obispo Alfonso, cuya fidelidad estaba
garantizada, aunque, dada la inestabilidad que tenía al estar excomulgado,
tampoco era cuestión de engrandecer un señorío cuya titularidad pudiera recaer
en un obispo adverso.
La
reina Urraca, ya en su época de gobernadora de Asturias, confirma en 1158 la
donación del valle de Langreo realizada por su bisabuelo Alfonso VI a San
salvador y, en 1161, ya fallecido su padre y reinando su medio hermano Fernando
II, dona al centro señorial episcopal, además de varias heredades en Asturias,
palacios y casas en Oviedo. Se hace constar que los rendimientos de lo donado
habrían de estar destinados a levantar edificios y restaurar la iglesia de San
Salvador. Son datos de interés en cuanto aluden a la posibilidad que se ofrece
al obispo y cabildo de San Salvador, no sólo de reconstruir la iglesia
episcopal, sino también de remodelar su entorno, pues se incluyen en la
donación palacios con sus plazas y casas en una zona delimitada en torno a San
Salvador, con interesantes referencias, como la de la fuente del baptisterio
llamado del Paraíso la de una vía pública cercana a San Pelayo.
Por
otra parte, la disposición de Urraca a favorecer a San Salvador quizá tenga
algo que ver con sus intenciones, de cuya puesta en práctica sabemos tan sólo a
través de un dato tan fortuito como lacónico. En efecto, cuando fallece Alfonso
VII (1157) y le sucede en el trono leonés su hijo Fernando II, Urraca continúa
ejerciendo su dominio en Asturias y en las fórmulas expresivas del mismo se
observa un matiz de mayor independencia que cuando reinaba su padre: “el rey
Fernando en León y Galicia, en Asturias la reina Urraca”. En 1163, Urraca
apa rece casada en segundas nupcias con Álvaro Roderici y ambos parecen
compartir el dominio sobre Asturias; incluso el marido va en primer lugar (“Aluaro
Roderici cum uxore sua regina Urraca Asturias imperante”). Fernández Conde
propone la hipótesis de la procedencia castellana de don Álvaro, quizá del
linaje de los Castro. Un notario leonés fecha un préstamo de manera imprecisa
allá por el tiempo en el que “la reina Urraca y señor Álvaro Roderici
quisieron que Asturias se perdiera para el rey Fernando”. Los
acontecimientos que marcan el inicio y desarrollo de esta frustrada aventura
política, enmarcada en las conductas feudales, fueron silenciados por la
historiografía coetánea, aunque hay ciertos indicios de los apoyos con los que
pudo contar Fernando II, el cual, en 1164, parece dominar Asturias, fecha en la
que Urraca no aparece en los documentos asturianos y Fernando II incluye el
territorio asturiano bajo los de su dominio (“regante Toleto, Galicia et
Asturias”). De hecho, Fernando II hace substanciosas donaciones al obispo
Gonzalo, titular de la Mitra, al abad del monasterio de San Vicente, al que
califica de “amado y fiel amigo”, y a varios laicos, y siempre hace
constar en los correspondientes documentos los buenos y fieles servicios
recibidos. Aunque también es cierto que el monarca no anduvo sobrado de
fidelidades y no sólo durante el conflicto de su media hermana doña Urraca,
pues, como es bien conocido, los problemas financieros lo acompañaron durante
todo su reinado, hasta el punto de que, en lo concerniente a Asturias, este
territorio aparece pignora do en 1177 y 1178 a la orden del Hospital de
Jerusalén.
No
obstante, si la reina Urraca abandonó Asturias, falleció y fue inhumada fuera
de esta tierra, sus derechos no pasaron al olvido, puesto que, en 1196, aparece
al frente de Asturias su hijo Sancho Álvariz, habido con Álvaro Roderici (“dominante
Asturias Sancius Álvariz, filius regine Urrace”).
La formación del territorio de Asturias
en el período de la monarquía asturiana
La
estructura territorial de Asturias es el resultado de un complejo y dilatado
proceso de ordenación y reordenación de espacios a lo largo del tiempo. La
imagen de que la actual región presenta un mapa inalterado no se corresponde
realmente con el devenir histórico. Es cierto que la mayor parte de su actual
territorio responde a una delimitación definida desde la Edad Media con muy
pocas modificaciones, y que incluso su denominación de Principado de Asturias
se remonta a la formulación de esta institución en 1388. Sin embargo la
construcción histórica de esa realidad territorial es mucho más compleja y
cambiante, remontando sus orígenes a los primeros tiempos medievales y aun
anteriores.
El
territorio es el resultado de la intervención humana sobre el espacio físico,
modificado constantemente por los diversos agentes y poderes que han ido
modelando el paisaje, creando lugares de poblamiento, centros de poder y
lugares centrales, fijando límites y fronteras, abriendo redes viarias, dejando
áreas marginales o periféricas; y todo ello a diferentes escalas y con
distintas intensidades: desde la creación de una aldea, con sus espacios de
habitación y de producción, sus tierras, campos y montes, delimitando y
amojonando sus términos, abriendo caminos, modificando el medio natural
mediante el trabajo campesino, hasta la formación estatal del reino, con sus
límites o fronteras, pasando por diferentes demarcaciones intermedias de orden
político (provincias y distritos) o religioso (diócesis, parroquias etc.), en
continua construcción a lo largo del tiempo.
Todo
ello compone un enmarañado mosaico territorial en el cual unas acciones se unen
o superponen a otras, como resultado de las diferentes capacidades de
organización de los entes respectivos.
Es,
por tanto, esa capacidad de institucionalizar y hacer trascender su ordenación
en el espacio y en el tiempo lo que nos permite percibir los diferentes grados
de acción por los diversos poderes, desde las comunidades locales a la cúspide
del Estado (GUTIÉRREZ 2001).
Así
pues, los territorios no han existido siempre; o mejor, no han existido siempre
“así”, como hoy los percibimos, sino como resultado de las diversas
capacidades de poder orde nar y controlar el espacio por poderes locales y
supralocales. Tampoco el medio natural debe entenderse como un espacio
virginal, ajeno a la actividad humana, pues ésta lo ha modificado, preservado o
reservado en función de esa capacidad organizativa. Es cierto, no obstante, que
el medio físico establece barreras orográficas e hidrológicas, umbrales
climáticos y biológicos, condicionando e imponiendo límites a las actividades
antrópicas, imposibles más allá de determinadas altitudes o ciertas condiciones
climáticas extremas. Esto es especialmente comprobable en regiones cantábricas
como la asturiana, con un paisaje vigorosamente modelado por la naturaleza y
sabiamente reacondicionado por las comunidades humanas que han debido adaptarse
y ajustar sus medios de vida a esos fuertes condicionantes geográficos.
El medio físico
La
mayor parte del territorio asturiano presenta un accidentado relieve, resultado
de la brutal orogénesis alpina, que –con fuertes plegamientos– elevó las
Montañas o Cordillera Cantábrica, con alturas superiores a los 2.600 m en su
extremo oriental (Picos de Europa) y los 2.400 m en el sector central (Macizo
de Peña Ubiña). La cercanía de estas altas sierras a la costa –apenas 20 ó 50
km respectivamente– motiva esa agreste orografía, con fuertes pen dientes
descendentes bruscamente de sur a norte en los profundos valles encajados por
los sur cos fluviales de los ríos (Deva, Sella, Nalón, Aller, Pigüeña...) que
buscan angustiosamente el mar por estrechos escobios, o más dulcemente en los
cordales montañosos, aprovechados por ello para el discurrir de los más
antiguos caminos que comunican Asturias con la Montaña y Meseta leonesa (Vía de
la Mesa, Vía de la Carisa y otros muchos puertos secos). Varias sierras
interiores con cumbres hasta 1.700 m (Aramo, Sueve, Cuera...) se encuentran aún
más cerca de la costa; y todavía más otras sierras prelitorales en torno a los
400 m de altitud, que dejan un estrecho margen de pocos cientos de metros a la
rasa litoral, suave plataforma originada por la regresión marina, donde se
concentra una importante red de población desde tiempos ancestrales, dadas sus
amplias posibilidades agrarias. En el tercio occidental de la región se deja
notar menos la orogenia alpina, presentando altitudes menores y relieves más
aplanados en las sierras, aunque igualmente profundos valles fluviales (Esva,
Navia, Eo...). La base litológica de esta Zona astur-occidental-leonesa
(cuarcitas, pizarras de Luarca, etc.) es más ácida –y de pobres rendimientos
agrarios– que las centro-orientales, cuyo sustrato calizo genera suelos básicos
con más potencial y posibilidades agrícolas.
Al
tiempo, la barrera montañosa retiene la húmeda influencia atlántica más que en
las regiones vecinas de Cantabria y Galicia; además, los grandes desniveles y
contrastes crean inversiones térmicas que acentúan las precipitaciones a lo
largo de todas las estaciones. No obstante, tales contrastes generan en el
fondo de los profundos valles áreas micro climáticas más templadas y
resguardadas, donde el potencial agrícola se acentúa al punto de permitir a lo
largo de las épocas históricas la introducción de bizarros cultivos para esta
región atlántica (vid, olivo, cítricos ¡e incluso kiwi actualmente!).
Pero
estas duras condiciones orográficas y climáticas no constituyen únicamente
limitaciones naturales. Bien es cierto que los fuertes contrastes entre altas
sierras y profundos valles fragmentan los espacios, compartimentan los
asentamientos en cada valle –sin llegar a aislar los–, dificultan las
comunicaciones –sin llegar a impedirlas– o limitan la introducción de cultivos
mediterráneos. Al tiempo, sin embargo, ofrecen un amplio abanico de
potencialidades: una feraz vegetación, tanto arbórea como herbácea, susceptible
de modificar y transformar en bosques, montes, pastos, prados, tierras,
huertas, etc., y con ellos generar y obtener un amplio caudal de recursos en
forma de madera, leña, frutos, caza, ganado bovino, equino, ovino, porcino,
avícola, apícola..., cultivos cerealícolas, frutícolas y hortícolas. Y todo
ello sin requerir importantes inversiones hidráulicas de regadío, a cuenta del
clima oceánico. Las aguas, tanto fluviales como marinas, generan otros
importantes y abundantes recursos: pesca y recolección, salinas y energía. Las
montañas ofrecieron, además, sus más preciados tesoros albergados en sus
entrañas: minerales auríferos, cupríferos y férricos, ya explotados desde la
remota antigüedad, hasta los más recientes recursos carboníferos, wólfram,
etc.; sin olvidar las rocas calizas, areniscas, pizarras o arcillas,
profusamente utilizadas para la construcción, industria y artesanado.
En
suma, una potente naturaleza que, sin embargo, no se nos presenta hoy como el
resultado de la mera acción de los elementos naturales, sino de la
transformación e interacción antrópica. El paisaje es el resultado de ese
modelado mediante el trabajo. Y la expresión final de la intervención humana y
social sobre el espacio, mediante la ordenación e institucionalización de
límites y atribuciones (jurisdicciones político-administrativas, militares,
económicas, religiosas...) es lo que entendemos y percibimos como territorios.
Así es como se han ido construyendo y modificando, a lo largo de la historia,
los diferentes “mapas” territoriales, desde la escala local a la
estatal. De forma cambiante, y en función del tipo de jurisdicciones, los entes
y poderes con capacidad para ello han ido perfilando y diseñando los diversos
tipos de territorios: provincias, conventos jurídicos y municipios, en época
romana; posteriormente, en tiempos medievales, reinos, provincias, condados,
mandaciones o comisos, alfoces y municipios, valles, tierras o términos,
diócesis, arciprestazgos y parroquias..., componiendo una complicada trama en
la que no sólo se yuxtaponen, sino también se superponen y se suceden las
distintas competencias y atribuciones.
Así
pues, la construcción territorial es un proceso dinámico y evolutivo con la
misma sociedad. Cada formación social proyecta, diseña y ordena
territorialmente sus espacios de trabajo, de explotación, de jurisdicción, de
influencia y de periferia conforme a su propio modelo de estructura
socioeconómica y político-administrativa.
De
esta forma, Asturias –la actual estructura territorial de la Comunidad Autónoma
del Principado de Asturias– no es exactamente igual a la del Antiguo Régimen o
a la de la época en que se instituyó el Principado (1388) o se completó el mapa
de polas y concejos (siglos XII XIII), por más que les deba un importante
legado jurídico-institucional y –aparentemente– se parezca en sus límites
provinciales y municipales. Cada una de tales estructuras territoriales hunde
sus raíces en la precedente, hasta la organización administrativa de la
Hispania romana, que es –en puridad– la primera ordenación territorial
conocida.
Los precedentes antiguos
Como
es sabido, el mismo nombre de Asturias deriva del etnónimo astures, el pueblo
–o uno de los pueblos– que poblaban esta región antes de su integración en el
Imperio romano. Muchos de los aspectos de su organización social y territorial
son mal conocidos y sólo a partir y a través de la descripción de los autores
grecorromanos que destacaron su salvajismo para justificar su conquista y
sometimiento a la civilización romana. Así Estrabón sitúa a los ástures
entre los galaicos y los cántabros, separados de éstos por una ría del Océano y
de aquéllos por el río Navialbion (Navia o Esva). A partir de otras noticias
literarias y epigráficas, así como topónimos y formas lingüísticas ancestrales,
C. Sánchez-Albornoz estableció los límites por los que se extendería la tierra
de los astures, entre el mar Cantábrico y el río Duero, con el Sella como
límite oriental frente a cántabros vadinienses y el Esla (Ástura, el hidrónimo
originario del etnónimo) frente a vacceos hasta el Duero; aguas abajo de éste
hasta la confluencia con el Sabor, remontándolo por las montañas galaico
leonesas de Gamoneda, Caurel y Ancares para alcanzar el río Navia y seguir éste
hasta el mar. Ocuparían, por tanto la mayor parte de la actual Asturias, del
Sella al Esva o Navia, casi toda la provincia de León, mitad occidental de
Zamora, parte de Tras-os-Montes, y extremo oriental de Orense. Éstos fueron
también los límites que Roma utilizó para encuadrar a los pobladores dentro del
Conuentus Asturum o Conuentus Iuridicus Asturi censis. Al oeste quedaban
los galaicos albiones adscritos al Conuentus Iuridicus Lucensis, con
capital en Lucus Augusti (Lugo) y al este los cántabros vadinienses en el Conuentus
Iuridicus Cluniaciensis.
Plinio
y Ptolomeo relatan los veintidós grupos que formaban el pueblo astur, divididos
–ya bajo dominio romano– en augustanos o cismontanos, al sur de la cordillera
en torno a la capital romana de Asturica Augusta (Astorga), y
transmontanos, más allá, al norte de los montes. Entre éstos mencionan a paesici
y luggoni. Los pésicos, al occidente, ocuparían un amplio espacio entre
el Navia y el Nalón con capital en Flavionavia (ría del Nalón, en torno
a Pravia). Los lugones en el área central, hasta el Sella. Se discute aún si
ambos estarían integrados en los astures o, por el contrario, todos fueran
grupos diferentes e independientes. A este respecto, un testimonio epigráfico
excepcional, aparecido en la sierra centro-oriental del Sueve menciona ASTURU
ET LUGGONU. La posibilidad de interpretarlo como un mojón delimitador de
los términos de ambas poblaciones es sumamente sugerente. De aceptarse así,
pondría en igualdad a ambos grupos, repartidos los astures en el centro de la
región y los lugones al oriente. De todos modos, el nombre que trascendió para
denominar a todos ellos y al territorio administrativo desde entonces, astures
y Asturia, había tenido su origen en tierras cismontanas.
El modelo territorial castreño
Descendiendo
a la escala local, el rasgo más común a todos los pueblos prerromanos del
noroeste peninsular fue la ocupación del espacio a partir de pequeños
asentamientos en lo alto de cerros, rodeados de fosos y murallas, a modo de
aldeas fortificadas, conocidos como castros.
Las
recientes investigaciones realizadas en distintos espacios
galaico-astur-leoneses coinciden en resaltar la territorialidad local como una
constante de los asentamientos y comuni dades castreñas; un modelo de
organización y ocupación del espacio de forma autárquica, no jerarquizada e
independiente, de tendencia autosuficiente en la explotación de los recursos
agropecuarios, y con una fuerte cohesión interna (FERNÁNDEZ-POSSE et alii,
1994). Esta inde pendencia territorial, sin embargo, no implica un total
aislamiento, como evidencian los con tactos externos, las relaciones
comerciales, e incluso cierta “unidad” sociocultural testimonia da por
los escritores latinos y el enfrentamiento colectivo a la conquista romana. En
efecto, las prácticas comunes de ocupación y explotación del espacio
proporcionan una misma identidad y cierta homogeneidad en los patrones socioeconómicos
de los pueblos del noroeste. La pertenencia de individuos a castella
(unidades administrativas locales romanas a partir de los territorios
castreños) que aparecen en epígrafes del noroeste, expresa con claridad la
cohesión social interna de estos poblados basada en la territorialidad local.
Sin
embargo, las mismas tendencias autárquicas que generan la cohesión interna
actúan en contra de la integración en agrupaciones políticas superiores, como
indican la ausencia de formas de organización estatal, las particularidades
regionales y las diferentes reacciones a la conquista romana y a la integración
en las estructuras políticas y socioeconómicas imperiales.
En
este sentido, cabe destacar la preeminencia en estas comunidades de principes,
documentados epigráficamente entre los galaicos albiones (Vegadeo) y cántabros
vadinienses (Cangas de Onís, Riaño); conformarían éstos las jefaturas locales
que desempeñaron un papel preponderante en las relaciones con Roma, a través de
su integración en el ejército y la administración romana del territorio
galaico, astur y cántabro (SASTRE 2002). A la postre, estas jefaturas
constituirán –una vez desaparecido el aparato estatal romano– las bases locales
de la aristocracia astur en el más temprano altomedievo (MENÉNDEZ-BUEYES,
2001).
Las transformaciones romanas en el modelo de organización
territorial
La
implantación romana en el noroeste se produjo de manera desigual en cuanto a
las transformaciones producidas en la organización social y territorial
indígena, sin duda debido tanto a las diferencias regionales como a las
diversas formas de explotación de los recursos. Las diferencias en el tipo de
reacción indígena y cronología de la conquista de los pueblos del norte, en el
grado de asimilación del more romano, las diversas e imprecisas unidades
político-administrativas establecidas por Roma, en las que pretende integrar
homogénea mente a los variados grupos indígenas, y sobre todo las diferencias
estructurales en la explotación de los recursos del territorio, generaron
diversos grados de transformación, de aculturación y de organización de los
territorios. Vamos conociendo la evolución de la nueva ordenación
político-administrativa impuesta en los territorios indígenas (Provincia
transduriana instituida provisionalmente por Augusto durante las guerras de
conquista, Conventus Asturum, Lucensis, Cluniensis a partir de Augusto,
Procuraduría de Asturia et Gallaecia para adscribir el distrito minero del
noroeste, Provincia Gallaecia diocleciana, etc.); pero en realidad desconocemos
hasta qué punto responde la nueva ordenación a una readaptación de la organización
indígena, cuyas comunidades quedaron integradas en unidades con denominación
genérica latina de populus, civitates, gentes, adecuadas a un modelo más
favorable para la administración imperial y la explotación del territorio
(SASTRE 2001, 2002).
Así,
por lo que respecta a Asturias, se aprecia un notable grado de transformación
en el modelo territorial castreño en el centro-occidente de la región, el área
integrada en el distrito minero de Asturia et Callaecia, lo que
contribuye a homogeneizar éste en gran medida. Aun manteniendo el castro como
forma básica de habitación, el modelo prerromano de ocupación y explotación
autárquica del territorio resulta drásticamente modificado y sustituido por un
nuevo patrón planificado a escala regional, donde las explotaciones mineras
determinan los emplazamientos, su jerarquización y especialización funcional:
labores mineras, infraestructura viaria e hidráulica, producción metalúrgica,
agrícola o ganadera (SÁNCHEZ PALENCIA et alii, 1990; FERNÁNDEZ-POSSE et alii,
1994).
A
pesar de ello, el grado de implantación romana en otros aspectos, como el
urbanismo de época augustea o flavia, son menos apreciables, sin que falten
indicios de otras formas de ocupación y especialización funcional, como los
enclaves, urbes o puertos costeros de Flavionavia o Gijón, el posible origen
altoimperial de algunas villae del centro de la región, o la misma red de
caminos.
Por
otra parte, en la zona oriental de Asturias, el área vadiniense, considerada
étnica mente cántabra e integrada en el Conventus Cluniacensis, no se
aprecian claramente los patrones de asentamiento y organización territorial
anteriores; la supuesta ciuitas Vadinia no sería sino la teórica
reordenación y municipalización romana de un grupo social sin jerarquización,
sin urbs; los castros son más escasos y el impacto minero es menor; el modelo
ocupacional debió contar aquí más con un patrón de asentamientos diferente.
Algunos hallazgos de asentamientos en valle en Corao, la red viaria de alta
montaña y otros indicios nos permiten suponer que se produjo aquí un peculiar
régimen agrícola y ganadero marcado por una complementariedad estacional entre
pastos de altura (brañas o majadas de montaña de Picos de Europa, en torno a
los 1.000-1.500 m de altitud) y de bajura (valles e invernales en torno a los
100-400 m); un sistema de producción pastoril trashumante, o mejor
transterminante, similar al de pasiegos y vaqueiros en las montañas
cantábricas. La mayor potencionalidad ganadera, sin olvidar la explotación de
otros recursos (mineros, forestales...) debió ser primordial para la
especialización ganadera de los vadinienses; recuérdese el destacado papel de
los caballos en su peculiar epigrafía.
Las transformaciones desde época tardorromana: el inicio de
la transición al medievo
La
desaparición de la actividad minera, a partir del siglo III, supuso así mismo
la ruptura de ese modelo de organización interdependiente, iniciándose unas
transformaciones que marcarán en cierta forma la evolución y transición a la
alta Edad Media.
Tomando
como ejemplo algunas investigaciones realizadas recientemente sobre estos
aspectos de evolución territorial, podemos observar procesos comunes y
diferentes respuestas microespaciales. En los valles centro-occidentales de
Asturias (Pigüeña-Somiedo), un área de intensa explotación minera (aurífera y
férrica), asistimos al abandono de los castros y espacios mineros, así como a
la posterior recuperación de las actividades agropecuarias de subsistencia en
nuevos espacios, las villas altomedievales surgidas en las cercanías de los
castros y en lugares más llanos y propicios para la intensificación agrícola.
Si bien no hay una estricta continuidad habitacional (los castros no entregan
registros posteriores a la época romana), sí se advierte cierta continuidad
espacial en el uso del antiguo territorio castreño de explotación (FERNÁNDEZ
MIER, 1999). La relación de las villas con los espacios de los castros
agroganaderos en cuyas proximidades se asientan, siempre buscando lugares más
llanos y abiertos, parece evidenciar la vinculación de sus términos o
territorios, que aparecen documentados ya desde época altomedieval y hasta los
siglos XII-XIII con ese mismo sentido de fragmentación territorial de tendencia
autárquica y autosuficiente. Sobre ellos se superpondrá entonces la
organización feudal, con territorios más grandes, supralocales, presididos por
castillos, los nuevos centros de poder territorial emplazados por los señores
(¿locales o foráneos?) en posiciones más dominantes y elevadas en altos
peñascos por encima del entorno de producción, a diferencia de los antiguos
castros.
En
el área central de la región, fuera de la zona minera, se registra una intensa
ocupación, explotación y ordenación romana con un sentido diferente; en torno
al enclave portuario de Gijón, amurallado en época tardorromana como exponente
máximo de la municipalización en la región, un amplio abanico de villae
y otros pequeños asentamientos rurales (vici, casales...) distribuidos
radialmente desde la urbs, explotaron intensamente los espacios de la rasa y
valles prelitorales. La desarticulación del aparato estatal romano dio al
traste con el sistema productivo, pero no totalmente con el modelo territorial.
Los fundi de los possessores locales se mantuvieron parcialmente,
transformados en los dominios de esos poderes locales (seniores) con mayor
autonomía jurisdiccional y fiscal; apenas insinuados en época tardoantigua,
emergen en los tiempos altomedievales creando pequeñas villas, iglesias y
castillos en los valles o pequeños territorios del abanico gijonés:
Veranes-Cenero, Serín, Leorio, Ranón, Curiel... (GARCÍA ÁLVAREZ-BUSTO, 2006).
El
caso de la villa de Veranes es especialmente paradigmático. Un pequeño
asentamiento rústico altoimperial es ampliado sucesivamente en época
tardorromana (siglos IV-V) para acomodarlo a los modelos más clásicos de uilla
señorial: aula, baños, torreón y espacios de representación con mosaicos; en
torno a un patio con entrada monumental se distribuyen cuidados aposentos,
además de estancias calefactadas, culinarias, horrea, etc. (FERNÁNDEZ OCHOA,
GIL SENDINO, OREJAS DEL SACO VALLE, 2004). En los siglos siguientes a la
ordenación imperial que propició este sistema de explotación vilicaria, la
transformación progresiva de las estancias señoriales en nuevos espacios de
producción (fraguas metalúrgicas), así como en iglesia y cementerio, es bien
patente, alcanzando los siglos medievales (Ibidem).
La
villa romana ha desaparecido, pero la ruptura no alcanza totalmente al uso de
un espacio señorial, el aula, transformada en la iglesia que preside el entorno
rural y transmite el nombre del valle de Veranes (in Ueranes...) como
referencia espacial para el poblamiento medieval. Posiblemente el mismo fundus
de la villa transciende en esa denominación, y quizá se encuentre en la base
patrimonial de la constitución de la posterior parroquia de Cenero.
Al
tiempo, el centro de poder supralocal se ha desplazado al cercano castillo de
Curiel, dominando una zona más silvopastoril en el límite del fundus
(GUTIÉRREZ, 2003). También los límites que percibimos en la Edad Media
constituyendo el alfoz concejil de la puebla de Gijón desde el siglo XIII
parecen fijar la ordenación territorial remanente del antiguo municipium de la
ciudad romana; sus límites exteriores –bien marcados por el “anfiteatro”
montañoso que envuelve el litoral gijonés– serían los de los antiguos fundi,
transformados en los valles y dominios señoriales (Veranes-Cenero, Serín,
Leorio, Ranón, Baldornón, Deva...), y lindantes con otras entidades
circundantes de igual raigambre antigua (Lucus Asturum, villa de
Paredes, Argüelles-Siero...) (Ibidem).
A
una escala supralocal, la percepción territorial de la región se rarifica en
este periodo tardoantiguo; las fuentes literarias y arqueológicas apenas dejan
entrever la acción e implantación de poderes superiores estatales, lo que ha
generado diversas y enfrentadas opiniones sobre la integración del territorio
astur en los reinos suevo y visigodo o, por el contrario, su virtual autonomía
e independencia.
Entre
las fuentes literarias destacan la Crónica del obispo Hidacio, el denominado
Parroquial Suevo o Divisio Theodomiri, los escritos de Valerio del Bierzo y de
Isidoro de Sevilla. El primero relata (c. 469) los acontecimientos del siglo V
(invasiones germanas, desmembración del Estado Romano, pactos entre suevos y
nobleza galaicorromana...) en calidad de testigo y protagonista de los mismos.
El papel rector de la nobleza regional y, entre ella, los obispos al fren te de
las ciudades y municipios muestra la sustitución de la capacidad ordenadora de
los epígonos estatales por la de los poderes autónomos locales y especialmente
la Iglesia. Aparte de generar una perspectiva antigermana, el cronicón muestra
la pervivencia de las demarcaciones administrativas romanas perfectamente
jerarquizadas y aún vigentes: Hispanias, Provincia Gallaeciae, Regionem
Gallaeciae, Conventus Bracarensis, Conventus Lucensis, con su rector en
Lugo, Conventus Asturicensis, Asturicensi urbe, Coviacense Castrum, castella
tutoria, loca maritima, domus, ecclesiae, camporum loca..., además de
expresiones alusivas a espacios menos municipalizados fuera de la Gallaecia:
Vasconias, Cantabriarum et Varduliarum loca maritima... (cf. Cr. HYD ed.
Tranoy, 1974).
La
Gallaecia, el noroeste hispano, habría quedado bajo poder del reino suevo desde
entonces, comprendiendo la mitad occidental de Asturias, a juzgar por la
división parroquial que en el 569 habría sido compilada en el concilio de Lugo
por disposición de Teodomiro, princeps suevorum. Así, en la Diócesis o Asturicensem
sedem quedan comprendidas las parrochias de Legio, Bergido, Petra
speranti, Comanca, Ventosa, Maurelos, Senimure, Fraucelos, Pesicos. A
rasgos generales, la división eclesiástica parece corresponder con el Conventus
Asturicensis, salvo algunas limaduras: Geurros (gigurros de
Valdeorras) y Senabria para la sede Auriense o Cavarcos
para la Lucense. Ya se han hecho notar las diferencias entre parroquias
meridionales coincidentes con núcleos urbanos (Municipio, Astorica, Legio,
Senimure...) frente a los septentrionales, más rurales o aparente mente
menos municipalizadas, con nombres étnicos (Celticos, Brecantinos, Bibalos,
Geurros, Pesicos...) (DAVID, 1947), si bien no debe considerarse de forma
simplista como un síntoma de arcaísmo indigenista ajeno a la romanización.
Sabemos que en algunas de esas zonas (Valdeorras, Coruña...) hubo importantes
centros urbanos; igualmente, es preciso tener en cuenta las alteraciones y
manipulaciones del documento, debiendo tomar estas noticias con reservas más
que como argumentos definitivos.
Para
Asturias, cabe hacer un par de consideraciones más. La única mención parroquial
es la de Pesicos, significativamente coincidente con el pueblo prerromano que
se extendía por la zona occidental, entre el Nalón y el Narcea. Puede pensarse
que los espacios montañosos con escasas ciudades romanas aún registraban una
escasa incidencia de la organización religiosa, si bien algunos testimonios
epigráficos parecen apuntar a la existencia de comunidades cristianas en el
oriente vadiniense en época tardorromana. O bien, que tan sólo el área más
próxima al Conventus Lucensis había sido integrada en la administración
religiosa –y su correspondiente dominio político– del reino suevo. En ese
sentido se interpretan las campañas del rey suevo Miro contra los ruccones
(¿luggones?) en 572, casi al tiempo que Leovigildo entraba en Cantabria y
ocupaba Amaia y su provincia (Cr. I. BICLARA, cf. GROSSE, 1947, 153-6; DIEGO
SANTOS, 1979).
Finalmente,
destaca la última sede del parroquial, la sede de los bretones, diferenciada y
apartada cautelosamente de las vecinas, y que muestra la implantación y
especial consideración hacia el monacato irlandés llegado a las costas
minduñenses en los siglos V y VI, así como su extensión por la vecina Asturias:
Ad sedem Britonorum ecclesias que sunt intro Britones una cum monasterio
Maximi et que in Asturiis sunt (DAVID, 1947, pp. 44 y 57-64, donde expone
sagazmente la manipulación pelagiana en la disputa sobre límites diocesales en
el siglo XII, sustituyendo in Asturiis por usque in flumine Ove).
Los
escritos de Isidoro de Sevilla (Etimologías y Crónicas de los godos, c. 625)
ofrecen interesantes cuestiones relativas a la organización administrativa del
reino visigodo, con referencias a las provincias y distritos, definiciones
eruditas de los núcleos de población, desde las ciudades a los castillos,
villas y pagos. Por lo que se refiere a Asturias, además de panegíricos de las
campañas visigodas contra las rebeliones e insumisiones de los pueblos
norteños, resalta el arcaísmo belicoso de astures, ruccones, cántabros y
vascones con expresiones tomadas de Plinio y otros escritores antiguos (cf.
SCHULTEN en Grosse, 1947, pp. 259 ss), lo que obliga a tomar cautela ante su
visión negativa y arcaizante, propagandística del expansionismo toledano.
En
contraste con la perspectiva isidoriana, los escritos atribuidos a Valerio del
Bierzo, a fina les del siglo VII, nos muestran una región astur –si bien
centrada en el Bierzo– más “civilizada” y ordenada territorialmente, en
consonancia con el panorama trazado por Hydacio dos siglos antes y el
parroquial suevo en la centuria anterior. Dan prueba de ello las menciones de
la Asturiensis provincia, Uergidensis territori, Asturiensis urbis, Legionem
civitatem, Castri Petrensis, Castello, locus, predio Ebronanto, Complutensis
cenobii, monasterio Rufiana, además de múltiples descripciones “paisajísticas”,
como los bosques, montañas y cuevas del Bierzo (rupis, speluncis, antra,
ergastulo, tugurium...) donde Fructuoso y sus monjes se aislaban para
llevar vitam heremiticam en Alpium convallibus; igualmente son
reseñables los relatos de la febril tarea constructora de monasterios, iglesias
y basílicas, con altares, claustros, oratorios, huertos, etc., por Fructuoso
(hijo precisamente del dux de Bergido y en cuyo patrimonio realiza sus
fundaciones monásticas), así como las menciones a la construcción de vías y su
uso por hombres y ganados (quizás trashumantes) (cf. en DÍAZ Y DÍAZ, 1974).
Para
entonces, la Gallaecia sueva, estaba ya integrada en el reino de Toledo, desde
la conquista de 585, aunque no sabemos si el dominio visigodo afectaría también
al territorio astur. La emisión de monedas de Sisebuto (c. 612-621) en la ceca
de Pesicos sugiere que prosiguen los intentos militares y fiscales para la
reducción y sumisión (¿militar o fiscal?) de la población astur.
Igual
de conflictiva es la aceptación de los ducados de Asturia y Cantabria c.
653-683, con capitales respectivas en Astorica y Amaia al frente
de un dux (GARCÍA MORENO, 1974), en relación con la dominación de los
territorios norteños por la monarquía toledana. La región del Bierzo, donde se
encontraba el principal centro administrativo de la época, el castro de Bergido,
parece haber estado más integrada, como muestran los escritos de Valerio,
mientras que carecemos de testimonios literarios o arqueológicos que confirmen
la dominación efectiva de Asturias. La misma imprecisión de los límites de
tales ducados así como la ausencia de huella de implantación goda abogan por
una nula o escasa integración.
A
este respecto, no deja de ser llamativo que en ambas circunscripciones se
produzcan dos procesos análogos de extensión del cristianismo a través de las
predicaciones de monjes eremitas encabezados por dos hombres santificados;
Millán en el valle del Ebro riojano y Fructuoso en el Bierzo. El primero
extiende sus predicaciones por Cantabria, profetizando su destrucción en
vísperas de la conquista de Amaya por Leovigildo (574). El segundo propaga el
monaquismo eremítico entre los astures occidentales. A pesar de las diferencias
entre ambos movimientos existen importantes paralelismos: la trayectoria vital
semilegendaria de ambos taumaturgos, el retiro anacorético en cuevas tan
habitual en el cristianismo antiguo, la legión de seguidores que se suman a su
modo de vida; y sobre todo acentúa las analogías el estilo hagiográfico de sus
biógrafos respectivos. Las más importantes divergencias se hallan en la mayor
integración del caso berciano en las estructuras administrativas del reino
visigodo, ya en el siglo VII, así como en la génesis del monacato altomedieval
protofeudal a partir del modelo fructuosiano. Pero en ambos el común
denominador territorial consiste en la extensión del monacato por las zonas
próximas a los límites de las conquistas visigodas.
Por
otra parte, observamos que en amplias áreas del noroeste, incluida Asturias, la
ausencia de impronta de dominio visigodo es total. El silencio –o ausencia– de
las fuentes emana das del poder central (tanto las escritas como las
arqueológicas: fundación de iglesias, monasterios, enterramientos, etc.) nos
sugiere que la población y los poderosos locales disfrutaron de una relativa
autonomía. En ausencia del aparato estatal serían los seniores quienes
dirigirían los procesos organizativos de la producción y fiscalización a escala
local. La compartimentación territorial generó una importante retracción de la
producción y comercialización, reduciendo con ello los indicadores de
observación: registros materiales detectables arqueológica mente en el
urbanismo y la edilicia, los productos de uso e intercambio e igualmente la
emisión de registros escritos (GUTIÉRREZ, 2006).
Esta
fragilidad documental que debilita la percepción de los modelos de ocupación y
organización territorial desde las escalas locales a las supralocales, ha
generado diferentes y enfrentadas teorías y modelos interpretativos sobre el
alcance de la dominación visigoda, su capacidad de integración, su papel
continuador o rupturista de las estructuras antiguas y–sobre todo– respecto a
su trascendencia en la formación de las estructuras territoriales, polí ticas y
sociales de la monarquía asturiana.
La génesis de Asturias medieval
Como
es bien sabido, las diferentes posturas interpretativas sobre el origen del
reino de Asturias se agrupan en torno a dos ideas básicas: la continuidad de
las estructuras organizativas del reino visigodo en la monarquía asturiana,
frente a la idea de que el reino de Asturias surge como una entidad
diferenciada e independiente de la hispanovisigoda, como resultado de la
transformación de las estructuras autóctonas de la región.
La
primera teoría parte de una supuesta integración plena de Asturias en el
dominio roma no y visigodo, reforzada después de la invasión musulmana con la
inmigración de las élites godas a la región cantábrica, desde donde habrían
reconstruido y reproducido el aparato esta tal e institucional toledano; la
continuidad entre la monarquía astur y la goda sería total, justificando así la
Reconquista y la Repoblación de España como una empresa nacional nacida
en la batalla de Covadonga. Esta ideología goticista fue construida por los
cronistas de la corte de Alfonso III y sistemáticamente llevada a la práctica
por la monarquía junto con los poderosos laicos y eclesiásticos en su expansión
peninsular. Esta construcción ideológica impregna la obra de su máximo historiador,
Claudio Sánchez-Albornoz, quien, asumiendo completamente el ideal patriótico
que la origina, consolida definitivamente su teoría histórica. Su magna obra se
compendia en los tres gruesos volúmenes que se titulan precisamente Orígenes
de la Nación Española: El Reino de Asturias.
Por
el contrario, la teoría “indigenista” fue elaborada posteriormente por Abilio
Barbero y Marcelo Vigil; partiendo de la base de una escasa romanización y nula
integración en el reino visigodo, los astures, una sociedad arcaica que se
habría enfrentado secularmente a romanos, visigodos y musulmanes, protagonizan
la resistencia al estado islámico sin dependencia alguna del reino visigodo. La
Reconquista no puede entenderse como una reconstrucción nacional visigoda, sino
como una expansión militar y apropiadora, protagonizada por una sociedad en
vías de desarrollo y feudalización que se nutre en un momento avanzado, la
época de Alfon so III, de la ideología neogoticista mozárabe.
Actualmente,
conocemos algo más sobre los procesos históricos y con ello también las
debilidades de ambas teorías (vid. a modo de compendio de ambas
interpretaciones el reciente coloquio sobre La época de la monarquía
asturiana, 2002).
Como
hemos expuesto brevemente, las regiones cantábricas fueron ampliamente
ocupadas, explotadas y colonizadas por el estado romano, integradas en su
estructura administrativa y tras formada su organización socioeconómica. Los
testimonios literarios, arqueológicos, epigráficos, etc. son hoy incontestables
y su huella remanente constituye la base principal del “edificio”
medieval. Frente a esta rotunda presencia romana, la huella de la dominación
visigoda es mucho más débil, apenas testimonial y –sobre todo– controvertida.
Esto aboga y abona la idea de que, desarticulado el aparato estatal romano, los
poderosos locales, los ricos terratenientes o magnates astu-rromanos (que no
indígenas sin romanizar) dispondrían de una mayor autonomía para el control y
dirección de la explotación y fiscalización de sus dominios, al margen del
estado visigodo que, precisamente por ello, dirige contra la región sucesivas
campañas de anexión política o sumisión fiscal, al parecer fallidas por lo
reiteradas. Esta situación ha podido reforzar la posición de unos señores que,
empero, no se manifiestan claramente hasta el siglo VIII, después de la
liquidación del reino godo y vencida la presión de sus sucesores en el cargo,
los omeyas.
Sin
embargo, la desaparición del estado romano y la quiebra del engranaje
productivo, comercial y fiscal habían debilitado también el sistema vilicario.
Las villas habían dejado de funcionar como tales explotaciones señoriales,
transformadas en iglesias o abandonadas. Los nuevos centros de poder serán los
castillos, las iglesias y monasterios fundados por los seño res en sus
dominios, mientras que la población no servil dispondría de mayor capacidad y
autonomía para establecer sus explotaciones y residencias en aldeas, castros y
otras formas de asentamiento, tanto en valles como montañas, a los que se
refieren algunas menciones literarias tardo-antiguas y altomedievales con
ambiguos términos: loca, tuguria, domus, cabannae, pagus, uici, uillula,
castra, antra... De esta forma, una gran parte de la población norteña
quedó al margen del Estado (visigodo, omeya y neogodo) y de los dominios
señoriales, silenciada o calificada de salvaje y montaraz por los cronistas
cortesanos del aparato estatal.
La nueva organización espacial y ordenación territorial
Las
fuentes para el estudio y la percepción de la ordenación territorial en la
época de la monarquía astur (718-910) son ciertamente limitadas, no tanto
cuantitativa como cualitativamente. Consisten básicamente en el conjunto de
Crónicas gestadas en la corte de Alfonso III a finales del siglo IX, más un
racimo de documentos monásticos de Asturias, Galicia, Liébana y Castilla, muy
pocos originales y coetáneos, junto a los más mistificados en los siglos
siguientes en beneficio de los intereses de los obispados de Oviedo, Lugo,
Santiago y León. Las fuentes arqueológicas han jugado hasta ahora un papel
menor en la reconstrucción his tórica de la estructura social de este periodo,
arrinconadas por la contundencia de los documentos escritos. Tan sólo las
iglesias de este ciclo histórico han atraído la atención de los estudios, si
bien más desde el punto de vista artístico que desde el análisis socioeconómico
y espacial. Los castillos, castros, aldeas y otras formas de asentamientos
rurales altomedievales apenas reclaman la atención literaria y sólo muy
recientemente su información material comienza a ser objeto de estudio e
incorporación al discurso histórico. En este sentido, es preciso subrayar que
la distribución del poblamiento y los patrones de jerarquización en la
ocupación, explotación y ordenación del espacio, constituyen fuentes de primer
orden para el análisis de la estructura social.
En
la escala supralocal, la geografía histórica del reino de Asturias ha sido
percibida y trazada acorde a las sensibilidades interpretativas expuestas
anteriormente. Para las teorías visigotistas el “espacio natural” que
pretende la monarquía asturiana es el del antiguo reino toledano. En los
primeros momentos los reyes comienzan reorganizando el solar astur trasmontano,
para integrar a continuación las regiones cantábricas de Galicia a Bardulia
(la vieja Castilla), lanzándose posteriormente en sucesivas campañas militares
a la Reconquista de los territorios del reino visigodo. El vaciamiento
demográfico del valle del Duero habría posibilitado, según Sánchez-Albornoz,
una Repoblación tanto con gentes del norte como inmigrantes mozárabes del sur,
realizada por hombres libres y creando por tanto una sociedad nueva, diferente
de la antigua y de la feudal ultrapirenaica.
A
pesar de los estudios que han expresado las debilidades y contradicciones de
esta ideo logía neogoticista, los caducos conceptos de Reconquista y
Repoblación siguen aún hoy utilizándose, consciente o inconscientemente, sin
atisbo de crítica o duda alguna. Sin embargo, la supuesta despoblación duriense
ya había sido cuestionada por Ramón Menéndez Pidal a partir, sobre todo, de
razonamientos lingüísticos, al observar la permanencia de una toponimia
preexistente. Posteriormente, A. Barbero y M. Vigil advirtieron la
intencionalidad neogoticista de sustentar y justificar la conquista y expansión
astur, para lo cual debían intentar hacer aparecer como vacíos y no poseídos
por nadie los espacios del antiguo reino godo ahora apropiados por los
conquistadores astures. C. Estepa observó la preexistencia de población en el
territorio legionense anterior a la apropiación regia y a la inmigración
mozárabe. J. A. García de Cortázar determinó el carácter de apropiación
colonizadora de los nuevos conquistadores.
Más
recientemente se han ido aportando diversas pruebas arqueológicas de
asentamientos rurales o sus necrópolis, previos a la supuesta repoblación (F.
REYES, J. ESCALONA, C. CASA, J.A. GUTIÉRREZ, etc.). A partir de estas
revisiones y nuevas perspectivas han ido realizándose amplios estudios
regionales analizando la organización social del espacio (concepto acuñado por
GARCÍA DE CORTÁZAR, 1988, etc.) en el norte peninsular. Con todo, aún estamos
lejos de conocer en profundidad el complejo tejido territorial con todas sus
implicaciones político administrativas, socioeconómicas, religiosas, etc.
Una
de las primeras cuestiones a tener en cuenta a la hora de reconstruir el
entramado espacial y territorial del reino astur es que la percepción
geográfica de las circunscripciones administrativas con que se ordenan y
encuadran las diferentes formas espaciales (valles, mon tes, ríos...) y
territoriales (reino, provincia, región, ciudades, villas, lugares...), procede
de las categorías sentidas y transmitidas por los redactores de las crónicas a
finales del periodo de la monarquía asturiana (finales del siglo IX) sin que
podamos aceptar sin reparos la situación descrita para los momentos iniciales
de la octava centuria.
Los
cultos clérigos de la corte alfonsí, con su carga ideológica goticista de la
pérdida de Hispania y su necesaria restauración en la patria Asturiensium,
nos transmiten su “versión oficial”, su ideal composición territorial,
en apariencia perfectamente institucionalizada, como la misma formulación del
reino y sus provincias, o las relaciones de poder entre soberanos y vasallos,
magnates y siervos, Iglesia y Estado. La continuidad institucional entre el
reino visigodo, ordo gentis gotorum, y el asturiano, ordo gotorum
obetensium regum (cf. Cr. ALBELDA, ed. GIL FERNÁNDEZ, MORALEJO, RUIZ DE LA
PEÑA, 1985), aparece con total naturalidad. Para asentar las raíces
legimitadoras la nomina arranca con el Ordo romanorum regum, al
que sucede sin trauma alguno el ordo gotorum y a éste el asturorum.
Se
pergeña así, como ya señalaran Gómez Moreno, Menéndez Pidal y Sánchez-Albornoz,
“la primera formulación expresa del neogoticismo del reino astur” (RUIZ
DE LA PEÑA en Intr. Crónicas, ed. GIL FERNÁNDEZ, MORALEJO, RUIZ DE LA PEÑA,
1985, p. 35), al atribuir a Alfonso II la restauración del orden gótico en
Oviedo, tanto en la Iglesia como en el Estado: omnenque gotorum ordinum
sicuti Toleto fuerat, tam in ecclesia quam palatio in Obeto cuncta statuit
(Ib. p. 174), una situación que quizás deba atribuirse más bien al ideal de
Alfonso III que al del rey casto. Resulta sorprendente, por ejemplo, que en esa
supuesta restauración no se mencionen nunca los supuestos ducados godos de
Asturias y Cantabria, que deberían constar en el ideario neogoticista.
El norte peninsular en
época de la monarquía asturiana (718-910)
El nuevo diseño territorial
Además
de la panegírica y providencialista narración de las gestas de la realeza, en
plena concordia con la Iglesia, para conseguir la restauración de la patria,
destacamos la percepción territorial que los cronistas nos transmitieron.
Así
observamos en primer lugar que a la Spania o prouincia Spanie de los
visigodos sucede la Spania ocupada por los sarracenos. Indefectiblemente usan
ese término para referirse a al-Anda lus, nunca a los territorios norteños
fuera de ella: Gallaecie, Asturias, Cantabria, Bardulia y Vasconia,
denominadas a veces también como provincias y otras por sus etnónimos o nombres
gentilicios, la tierra de los pueblos respectivos, sin que alcancemos a
percibir si se trata de los mismos espacios y colectivos que sus homónimos
antiguos. De hecho, pueblos como los autrigones, caristios o várdulos habían
desaparecido ya de la literatura tardoantigua, bajo el genérico vascones; o
veían sus nombres desplazados al sur de aquellos, como ocurre con Cantabria y
Bardulia, situadas ahora en el alto y medio valle del Ebro. Aunque Galicia y Asturias
parecen corresponderse con las circunscripciones provinciales romanas, ninguna
mención aparece ya a los Conventi Iuridici que habían alcanzado los
tiempos tardoantiguos pero no ya la época altomedieval, ni a los ducados
visigodos de Asturias y Cantabria, más allá de la alusión a su jefe militar, el
dux de Cantabria, Pedro, padre de Alfonso (I), por la trascendencia en la
génesis dinástica del reino. Pero el ámbito espacial de Cantabria –si es que
llegó a consolidarse– se había esfumado.
La
Prouincia Gallaecie es denominada también Gallicia, Gallecia; se
incluyen en ella las ciuitates Lucensem (Lugo) y Tudensem (Tuy),
lugares como locum Pontubio, locum Anceo, locum Farum Brecantium (el
colosal Faro romano de La Coruña, el único monumento destacado tan expresamente
por su valor ahora como atalaya costera contra la piratería sarracena y
normanda), castro o castello sancta Cristina, monte Cuperio, pars maritima,
etc.
Aunque
no se precisan sus límites, los lugares citados, las expresiones in fines
Gallecie, los límites con la Lusitania o las menciones a su dominio (populata
est) por la monarquía hasta el Miño en época de Fruela (c. 760), a los
comites o a los escenarios de las rebeliones de los populos Gallecie,
nos dibujan una región aproximada a la actual, más recortada que la Gallaecia
tardorromana y suevo-visigoda. Sin embargo, precisamente esas continuas
rebeliones de los poderosos gallegos manifiestan una tradicional resistencia a
ser absorbidos e integrados sus espacios de influencia en el dominio político
del reino astur. Sus relaciones con el nuevo poder central serán más bien una
alternancia entre la resistencia y las alianzas ante intereses comunes (como
durante las guerras civiles sucesorias de los monarcas asturianos), más que de
una permanente y efectiva integración en el nuevo reino (ISLA FREZ, 1992,
1993).
Al
oriente de Galicia se sitúa Asturias, así denominada ya por los cronistas
tardoantiguos y los de finales del siglo IX; aunque no nos precisan sus
límites, podemos percibir y deducir una cierta correspondencia con los espacios
de los antiguos pésicos y astures transmontanos. Su espacio oriental es
denominado ahora Primorias, quizás en correspondencia con la primera ordenación
territorial de los príncipes cántabro-astures, el núcleo “primordial”
del reino (RUIZ DE LA PEÑA, 2001). La singularidad con que aparece mencionado
como prouincia Premoriense o territorio Premoriense, vinculado al entorno de la
primera corte en Cangas de Onís, permite situar lo entre el mar y las montañas
cantábricas, del río Sella al Deva.
Más
al oriente se sitúa Liébana, donde se suceden los acontecimientos siguientes al
descalabro musulmán de Covadonga; separada de ésta por el monte Auseva, se
citan en el territorium Libanensium el lugar de Amuesa y la villa o
predio de Cosgaya.
Liébana
se incluye también con Primorias y Transmiera entre los territorios poblados
por Alfonso I. De manera evidente se entiende aquí populare como poseer y
dominar políticamente unos territorios evidentemente no despoblados. A pesar de
los inflados límites adjudicados por los cronistas de Alfonso III al dominio
efectivo del reino astur con Alfonso I, hasta Vizcaya, parece que más bien
sería Liébana el territorio más oriental controlado por los primeros príncipes
cántabros de Cangas (GARCÍA DE CORTÁZAR, 1997, 1999). Desde los primeros
tiempos medievales se muestra ya como un espacio definido y jerarquizado, con
importantes colonizaciones monásticas en Piasca, Villeña, Lebeña, Turieno o
Santo Toribio, etc., y numerosas villas, lugares, bustos o pastos, viñas,
cultivos, etc. (GARCÍA DE CORTÁZAR y DÍAZ HERRERA, 1982, LORING, 1987).
Por
el contrario, Cantabria aparece ahora más desdibujada. El recuerdo de la
antigua circunscripción romana y visigoda parece alumbrar las menciones
cronísticas alusivas a sus con fines (in finibus Cantabrie) donde Wamba
sometió a los feroces vascones (Cr. Alb., XIV, 30); los cronistas medievales
refrescan los textos tardoantiguos (Fregedario, Isidoro, Blicarense...)
para narrar las victorias de los ejércitos godos sobre los rebeldes norteños; la
prouincia Cantabria sometida a los reyes toledanos desde Leovigildo es
rememorada y destacada en la génesis del primer caudillaje cántabro-astur, al
precisar que Alfonso, hijo de Pedro, el duque de Cantabria (Cr. Alb., XV, 3) o
de los Cántabros (Rot., 11), de progenie regia goda y jefe de su ejército (Ad
Seb., 13), vino a Asturias, casó con la hija de Pelayo y colaboró con él en
numerosas campañas victoriosas. Estos méritos le habrían valido ser elegido
sucesor de Favila, reuniendo así las fuerzas y linaje principesco de los godos
cántabros y astures. Esta es la clave para que una rebelión local comenzada en
territorio cántabro-vadiniense por los astures insumisos acaudillados por
Pelayo fraguara, mediante la unión de fuerzas e intereses cántabro-godos, como
empresa nacional restauradora del estado hispanovisigodo de Toledo. No
obstante, las diferencias y particularismos regionales en la forma de entender
y ejercer el poder (p.e. la jerarquía y derechos sucesorios), así como las
tensiones y luchas por prevalecer entre las facciones de poderosos locales,
bascularán la capitalidad de la nueva formación política hacia tierras
asturianas. Cantabria quedará desde ahora diluida en Liébana, Asturias de
Santillana y Tras miera, nombres evidentemente acuñados desde la perspectiva
asturiana. La adición de la Nómina de Reyes de Pamplona a la crónica Albeldense
(XX, 1) sitúa Cantabria, al narrar las conquistas de Sancho Garcés, en el valle
del Ebro, de Nájera a Tudela, cuestión que ha suscitado polémicos interrogantes
(GONZÁLEZ ECHEGARAY, 1998, etc).
Sánchez-Albornoz
aceptó y consolidó una imagen de las circunscripciones territoriales casi
perfecta, con un contenido político plenamente institucionalizado desde los
primeros tiempos medievales, consecuencia de la fortaleza del poder central
regio para imponer y man tener unas estructuras administrativas heredadas de la
ordenación romana y visigoda. Frente a esta visión estática e inamovible de los
distritos, continuada por Martín Duque, Martínez Díez, Ruiz de la Peña, etc.,
otros historiadores como Estepa, García de Cortázar, Díaz Herrera, Mínguez,
Isla, entre otros, aprecian una situación más dinámica y abierta, cambiante
como las mismas estructuras políticas en continua construcción, con diversas
formulaciones jurídico-institucionales proyectadas sobre la continua
redefinición de sus territorios controlados. El poder regio no aparece tan
consolidado como soberano sustentador del orden público, sino en continua
tensión con poderes magnaticios que tratan de imponer sus pautas de control
dominial sobre los espacios que poseen. Sobre esas tensas relaciones de poder y
estrategias de imposición feudal se construye un incipiente y evolutivo
entramado territorial en el que van encuadrando espacios y grupos de población
campesina. Así, junto a territorios que se nos muestran aparentemente bien
estructurados, otros más aparecen desdibujados, cambiantes, ampliados o
reducidos, o sustituidos por nuevos espacios y centros de poder. Igualmente,
amplias zonas teóricamente incluidas en el reino carecen de cualquier tipo de
mención escrita hasta épocas más tardías, ¿se trata de áreas vacías, sin
escenarios ni acontecimientos desta cables, o más bien de zonas periféricas,
ajenas a la acción real o magnaticia y por tanto no integradas en sus
posesiones ni marcos políticos territoriales?
El territorio de Asturias y el Asturorum regnum
Con
rotundidad y personalidad en la percepción espacial pero sin límites precisos,
apare ce la región de Asturias, indefectiblemente así denominada, sin expresión
de provincia en las crónicas; tan sólo es mencionada Asturiense prouincia
como cultismo en un diploma del 908 reto cado en el siglo XII (GARCÍA
LARRAGUETA, 1962, doc. 19). A falta de delimitación territorial, tan sólo ubica
a Asturias la mención de las vecinas Galicia y Liébana, así como la referencia intra
Pirinei portus (los puertos de las montañas cantábricas) libre de
musulmanes después de la rebelión de Covadonga, la expulsión del gobernador
Munuza y la victoria sobre los huyentes en Olalíes. Estos acontecimientos, o
bien ya las anteriores campañas militares visigodas, con las que podrían estar
relacionadas ciertas clausuras en forma de grandes murallas que cierran las
principales vías militares de entrada a Asturias por La Carisa y La Mesa,
podrían ser la causa de esa reducción de Asturias al espacio trasmontano.
Frente
a la indefinición espacial, es muy significativo el carácter de patria Asturiensium,
regio ne Asturiensium, la patria reconstruida con los cristianos que se
identifica desde entonces con el Asturorum regnum. La
institucionalización política del concepto espacial es bien evidente. Y ello a
pesar de que los mismos cronistas, al utilizar los textos tardoantiguos,
relataban las rebeliones de los Astores et Uascones o Astures et Ruccones
contra los reyes godos. Sin disimulada contra dicción, los cronistas sitúan
ahora a los astures a la cabeza del ordo gotorum obetensium regum, y son ahora los
uascones y gallecie populus los rebeldes al poder central ovetense. Los
defensores de la teoría visigotista encuentran en este cambio de situación una
clara prueba de la integración y dominación de Asturias por los reyes
toledanos; sin embargo, un hecho de tal dimensión no podría ni debería haber
pasado desapercibido a los cronistas, aunque en la versión de algún códice
quiso enmendarse situando a Pelayo como hijo del dux Fávila y rebelándose a los
musulmanes junto con los Astures.
En
el interior de Asturias sitúan varios espacios y lugares. La única ciudad
expresamente citada es Gijón, ciuitate Gegione o Ieione maritimam, en la
que se instaló el gobernador musulmán Munnuza, y a la que arriban los
expansivos normandos en tiempos de Ramiro I. Debía ser la única urbe
subsistente de la municipalidad romana, gracias quizás a su fuerte recinto
amurallado y la única merecedora de tal categoría, pues la solitaria mención a
Oviedo como ciudad en tiempos de Alfonso III está asociada a la construcción de
palacios y aulas regias; desde su fundación y conversión en sede regia por
Alfonso II es denominada simplemente Oveto o locum Ovetum. Gijón, sin
embargo, es postergada de los escenarios de la monarquía astur; la restauración
del statu quo antiguo debería haberla convertido en sede la monarquía
goda transferida a Asturias; en su lugar, otros espacios son convertidos en los
nuevos centros de la realeza: Can gas, Pravia, Oviedo, ninguno de ellos ciudad
antigua, aunque sí inmersos en áreas de importantes centros y propiedades
fundiarias anteriores. Una explicación de esta postración cabría buscar en la
probable colaboración y pacto de los magnates gijoneses con los musulmanes,
como ocurrió en otras muchas áreas peninsulares, lo que les dejaría fuera del
juego político una vez derrotados y expulsados éstos de Asturias (MENÉNDEZ
BUEYES, 2001).
Los
nuevos lugares centrales, los centros de poder de los caudillos y príncipes
astures van a ser lugares sin un pasado especialmente relevante. Las sedes
regias van a situarse sucesivamente en Cangas de Onís, Pravia y Oviedo, antes
de trasladarse a León en el 914.
La sede de Cangas
Cangas
es mencionada lacónicamente como Canicas o locum Canicas donde reinaron
y murieron Pelayo y Favila y donde éste último levantó la basílica de la Santa
Cruz. Ningún mérito ni razón se aduce para su elección; y sin embargo alguna
más se intuye más allá de la cercanía a Covadonga y los acontecimientos de la
primera insumisión exitosa ante las tropas musulmanas. A través del análisis
espacial y arqueológico, detectamos suficientes manifestaciones de su relevante
papel comarcal en la antigüedad romana. Por una parte, el magnífico puente, o
más bien su cercano antecesor, y la situación en la confluencia de dos cursos
fluviales como el Sella y el Güeña, que eran los drenajes naturales de las
principales comunicaciones en el oriente asturiano –en realidad cántabro
vadiniense– nos sitúan en una crucial encrucijada de valles y caminos en el
sector más montañoso de la región cantábrica (GUTIÉRREZ, MUÑIZ, 2004). De
hecho, la misma posición jerárquica en la vega donde confluyen ambos ríos ocupa
el solitario y gigantesco túmulo dolménico sobre el que levantó su iglesia crucífera
Favila, ¿simple coincidencia? Se han aducido razones varias, como la
cristianización de un santuario pagano, el valor simbólico y purificador de las
cenizas... Sin pretender negarlas, sobresale un hecho poco resaltado debido a
la inmersión de este espacio entre el caserío urbano actual.
Como
en tiempos prehistóricos, el túmulo aún emergería notablemente en un espacio de
vega, haciéndose visible desde todas las inmediaciones y más aún junto a los
caminos que transcurren encajados en estos valles. La razón de ser de un
monumento neolítico dedicado a los muertos y legitimador de la apropiación y el
uso del espacio por aquellas gentes prehistóricas, asoma recurrentemente en el
siglo VIII. La erección de la iglesia en cruz no es un mero hecho religioso, no
sólo evoca la antigua asociación de Iglesia y Estado, de palacio y basílica
regia.
A
esto debe unirse la necesidad de emergencia de un poder incipiente, escasamente
asentado y consolidado, que sólo después de haber expulsado a los dominadores
musulmanes puede a su vez comenzar una labor de reorganización o –en expresión
del Albeldense– “y así se devolvió la libertad al pueblo cristiano”. En
seguida, Tunc populatur patria, restauratur eclesia, “Entonces se
pueblan las tierras, se restauran las iglesias” (Cr. rot. y ad Seb. 11).
Aquí, como en tantas otras menciones literarias resulta evidente la
incongruencia de entender populare como poblar puesto que allí viven los
naturales; ni se ha despoblado, sino al contrario ocupado tanto por los
autóctonos como por los islámicos y los godos refugiados. La única
interpretación posible, asociada además a la patria, es la de poseer y ejercer
el poder sobre el espacio que constituye ahora la tierra de salvación para el populus
cristiano; el mensaje profético que alimentará en los cronistas la idea de
reconquista y cruzada no encuentra mejor símbolo que la Cruz; y ésta no halla
mejor ubicación que el gran montículo que destaca en la vega de Contraquil,
haciendo se patente ante todos los que por allí se acerquen a las montañas
cantábricas, ahora propia mente cántabro-astures después de la alianza matrimonial
entre ambas jerarquías.
Cangas,
un sencillo nudo viario antiguo, posible vicus viarius de época romana,
sustituye en la jerarquía territorial al cercano Corao, el lugar donde más
significativos hallazgos de las élites antiguas se acumulan, especialmente los
talleres epigráficos vadinienses, y entre ellos el que elabora varias
inscripciones cristianas tardorromanas. De entre ellos pudieron salir las
jefaturas que acaudillan la insumisión al poder emiral, muy posiblemente
aliados a los epígonos del Estado hispanovisigodo. La unión familiar del dux de
Cantabria con la del caudillo de Can gas fortalece mutuamente su preeminencia
en la región, lo que posibilita las primeras campañas militares fuera de los
montes.
La
exagerada nómina de ciudades que estaban en poder musulmán y que Alfonso I toma
hacia el 745 (Lugo, Tuy, Porto, Aneya, Braga, Viseo, Chaves, Ledesma,
Salamanca, Zamora, Ávila, Astorga, León, Simancas, Saldaña, Amaya, Segovia,
Osma, Sepúlveda, Arganza, Clunia Mave, Oca, Miranda, Revenga, Cenicero y
Alesanco, y castros con sus villas y aldeas) no se incluyen ahora en ninguna de
las circunscripciones conocidas, ni antiguas (Provincia de Galicia, Convento
Asturicense, Diócesis de Hispania, Hispania sueva o visigoda, Cantabria,
Vasconia...) ni nuevas (Asturias, Castilla...). La única referencia en ese
sentido son los Campos Góticos, hasta el río Duero, que Alfonso vació de
enemigos (eremauit), extendiendo el reino de los cristianos (Cr. Alb.,
XV, 3). Este conocido pasaje ha sido uno de los bastiones de la tesis
albornociana de la despoblación del valle del Duero; sin embargo, entre otras
muchas objeciones que se pueden plantear, el propio cronista habría caído en la
incongruencia de narrar el vaciamiento poblacional, llevándose los cristianos a
la patria, y al tiempo expresar la extensión del reino. Por
consiguiente, no cabe sino interpretar eremauit como desalojo de
enemigos, no de la totalidad de una población que, además, se constata en otros
pasajes de la misma crónica.
El
siguiente relato alfonsí incide de manera sustancial en el proceso de
organización territorial del nuevo reino. Al narrar que por entonces se
pueblan, de nuevo populatur, Asturias, Primorias, Liébana, Transmiera,
Sopuerta, Carranza, Bardulias que ahora llaman Castilla y la parte marítima de
Galicia, especifica –excluyendo de esta acción de populare– a Álava,
Bizkaia, Aiyón y Orduña, porque “como es sabido han estado siempre en poder
de sus habitantes, al igual que Pamplona y Berrueza”. Más claro se entiende
aquí populare como poseer y dominar política mente unos territorios
evidentemente no despoblados. Los límites, por tanto, del dominio efectivo del
reino astur –que no de Asturias– alcanzan con Alfonso I, a decir de los
cronistas alfonsíes, la región cantábrica desde las costas gallegas a la vieja
Castilla y Sopuerta. Más allá, fuera de su poder, las tierras vasconas, con las
que –no obstante– mantendrán estrechas relaciones sus sucesores. Si bien se
cuestiona que el alcance efectivo sobrepasara en esa primera época el río Deva,
no deja de llamar la atención la extensión de formas socioeconómicas y
culturales similares a las asturcántabras (extensión del monacato, grandes
dominios magnaticios con población servil) por tierras vasconas, donde se
documentan abundantes iglesias con res tos irradiados del arte religioso
asturiano (GARCÍA CAMINO, 2002).
La corte de Pravia
Silo... in Prabia solium firmauit (Cr. Alb. XV, 6). Con esta lacónica
expresión el Albeldense nos plantea una crucial cuestión de estrategia
territorial, el traslado del solio, un término propio de la corte toledana
asociada al oficio palatino, el conjunto de mandatarios que completan el
ejercicio del poder regio, igualmente mencionados por los cronistas. Silo, que
había accedido al reino gracias a su alianza matrimonial con la estirpe
cántabro-astur de Cangas, traslada la corte a Pravia, sin explicación alguna.
Las hipótesis más variadas se han planteado para justificar el cambio o incluso
la coexistencia con Cangas hasta que se impuso el poder de Silo; pero sin duda
la más consistente pasa por reconocer la situación del nuevo escenario en el
bajo curso del río Nalón, en el área de la antigua Flavionavia de los pésicos
(GONZÁLEZ Y FERNÁNDEZ-VALLES, 1953, 1979). Silo era un magnate con extensas
propiedades (locum, uilla, cellario...) al occidente de la región, en
Galicia, entre los ríos Eo y Masma, donde se funda un monasterio en el año 775
(Floriano, 1949, doc. 9, p. 67). Es sin duda su cualidad de poderoso
terrateniente regional la que determina el acercamiento de la corte a sus
espacios de influencia, donde el ejercicio de poder encontraría un respaldo mayor
que en Cangas. Se mantiene aún el interrogante sobre el significado de esa
Pravia, obviamente anterior al compacto núcleo de la pola concejil; ¿la
expresión in remite a un amplio e indefinido espacio en el entorno de la
antigua Flavionavia o a la propia villa señorial con su palacio? Los
abundantes asentamientos antiguos y altomedievales del entorno de la iglesia de
Santianes (¿basílica palatina o iglesia monástica de Adosinda?) aún no han sido
suficientes para ubicar con precisión y caracterizar la segunda corte asturiana
(FERNÁNDEZ CONDE y SANTOS DEL VALLE, 1987, 1988).
La corte de Oviedo
Después
de turbulentas pugnas por el poder entre los poderosos familiares de la estirpe
de Alfonso I, se hace con el poder el segundo Alfonso en el 791. Seguramente
fruto de revueltas e inseguridades, éste traslada de nuevo el solium regni a
Oueto. Una vez más sin que los cronistas expresen causa o explicación
alguna. Y de nuevo son las propiedades y apoyos familia res los que nos invitan
a pensar en un traslado forzado o al menos propiciado por la necesidad de
contar con subsidios leales. El lugar, locum Oueto, había sido apropiado
ex scalido nemine posidente, poblado y colonizado por el presbítero
Máximo hacia el 761; veinte años después junto con su tío Fromistano erigen el
monasterio de San Vicente, al que se suman mediante pacto monástico otros
veinticinco monjes que aportan sus bienes (FLORIANO, 1949, doc. 11). Allí
fundaría también entonces el rey Fruela templos y construcciones áulicas
(¿palacio o villa señorial?) que sirven de base patrimonial a Alfonso II para
afirmar su sede. Además de crear nuevas basílicas y panteón dinástico, edificó
también su regio palacio bellamente dotado de baños, triclinios, estancias,
pretorio y todo tipo de servicios, al estilo de los palacios y villas
tardorromanos, bien precisado por los cronistas para aclarar que así se
restauró el orden gótico tanto en la iglesia como en el palacio.
Una
vez más la particular translatio imperii astur y no a un antiguo lugar
central que se intentara reponer; en su entorno existían villas y enclaves
romanos (Paraxuga, Liño, Paredes de Siero, Lucus Asturum...) que,
empero, no se reutilizan o restauran; por el contrario, parece haber sido un
lugar si no vacío al menos no poseído, “de monte”, convertido en
monasterio y explotación agro- pecuaria, el que sirve de base patrimonial a
Fruela y Alfonso (in propio patrio domo, expresa el propio rey al
otorgar sus posesiones a la Iglesia de Oviedo en el 812: GARCÍA LARRAGUETA,
1962, doc. 2) para la instauración de una sede ex novo, sin precedentes in
situ¸ a la que pronto se aplica un programa constructivo a imagen de la
Toledo gótica. Aunque se han aducido causas más o menos curiosas (motivos
sentimentales, amenidad del paisaje, posición estratégica y central en la
región...), parece más consistente la idea de un meditado programa de
afianzamiento en el poder e implantación espacial en el contexto de las luchas
familiares y magnaticias por el control de una incipiente formación política
que necesita apoyos y lealtades para su afirmación interior, así como
referencias ideológicas y simbólicas del pasado para su reconocimiento
exterior.
¿Una corte en el Naranco?
A
la muerte sin descendencia del “casto” rey Alfonso se suceden las pugnas
por el poder. Los cronistas de la corte alfonsí (Cr. rot. y ad seb.) plantean
el acceso al trono de Ramiro I, hijo del príncipe Bermudo, por elección entre
magnates de la estirpe regia, sin asomo de oposición.
A
continuación se extienden en explicar lo que parece una rebelión más de
magnates ambiciosos; Nepociano, un conde del palacio, usurpa el trono mientras
Ramiro se encuentra en la provincia Uarduliense (la primitiva Castilla)
buscando esposa; refugiado en Galicia reúne el apoyo de un ejército en Lugo e
irrumpe en Asturias, derrotando a Nepociano con sus tropas de asturianos y
vascones en el puente sobre el río Narcea; huido éste, es apresado en el
territorio Premoriense con el apoyo de otros condes leales a Ramiro. La
legitimidad del rey elegido, castigando a los tiranos, parece normal; Nepociano
se nos presenta como un usurpador sin más justificación que su ambición. Sin
embargo, la manipulación de los ideólogos alfonsíes queda aquí manifiesta; en
su intento de limpiar la genealogía de Alfonso III, sucesor dinástico de Ordoño
y Ramiro, aplican la damnatio memoriae a Nepociano, como habían hecho antes más
sutilmente con Silo, Mauregato y Bermudo. Pero en esta ocasión quedan en
entredicho, pues en la compilación de códices para la Cr. Albeldense se coló la
Nómina de los Reyes Legionenses, en la que aparece Nepociano, cuñado del
rey Alfonso, sucediendo a éste en el reino sin apostillas de irregularidad; los
cronistas del círculo alfonsí falseando este importante dato “nos
escamotean, pues, una guerra dinástica apoyada por los particularismos
regionales” (GIL FERNÁNDEZ, 1985, pp. 99 y 172). Detrás de la guerra civil
se ocultan además cuestiones de más calado: diferencias en la forma de entender
los derechos de acceso a la cúspide del poder entre troncos familiares y
sociales diferentes, proyectados sobre pueblos, territorios y áreas de
influencia divergentes y antagonistas, astures y vascones que apoyan a
Nepociano contra gallegos y pésicos (recuérdese que es el río Narcea, su límite
tradicional, el escenario de la guerra) leales a Ramiro (SUÁREZ ÁLVAREZ, 2002,
pp. 221-224).
El
rey Ramiro tuvo que hacer frente, además, a otros frentes similares: nuevas
rebeliones de otros magnates y el asedio normando a las costas de Asturias. Con
todo ello, en los siete años de reinado levantó el majestuoso conjunto palatino
del monte Naranco, in locum Ligno, compuesto por iglesia y palacio, con
muchos edificios de piedra y cal, abovedados, además de baños, con tal belleza
que no se encuentra ningún edificio igual en toda Spania (es decir, al
Andalus). El complejo del Naranco ha sido interpretado reiteradamente como un
palacio de recreo y solaz del rey, con su bello belvedere hacia Oviedo
(SÁNCHEZ-ALBORNOZ, 1972). Sin embargo cuesta creer que después de tanta guerra
civil levantara en tan breve lapso temporal un conjunto monumental que pretende
asemejarse e incluso superar a los lujosos palacios y edificios omeyas,
reuniendo tal cantidad de elementos arquitectónicos y escultóricos de gran
simbolismo y desplegando tal cantidad de soluciones técnicas (bóvedas,
arquerías, baños...) que sólo encuentran parangón en los palacios imperiales
tardoantiguos, bizantinos y omeyas. La insistente inclusión de balnea en
Oviedo y Liño refuerza igualmente el carácter palatino de las termas privadas
indispensables en tales palacios imperiales y villas señoriales. Ante todo
ello, cabe dudar de una mera intención lúdica o piadosa y aventurarse a
plantear el interrogante de si el complejo palatino del Naranco no
constituiría, en realidad, una corte alternativa de Rami ro a la ovetense de
Nepociano durante el periodo en que ésta última se le negó (SUÁREZ ÁLVA REZ,
2002, p. 225-226). El carácter áulico y ostentoso de Santa María, en una
posición hegemónica sobre Oviedo, no puede si no obedecer a una presencia y
ejercicio del poder que reforzara la autoridad del discutido rey.
De Oviedo a León
El
largo reinado de Alfonso II (791-842), aun a pesar de las tensiones políticas,
había con seguido fortalecer el entrado político-institucional del reino. La
dotación monumental de la corte, la creación del obispado de Oviedo o el
crecimiento económico de la región son algunos indicadores de la estabilidad y
consolidación interior. Así, después de los turbulentos reinados de Nepociano y
Ramiro I, puede Ordoño I iniciar unas campañas expansivas hacia el sur y hacia
el este de Asturias. Las ciudades de León, Astorga, Tuy y Amaya Patricia (la
antigua capital cántabra y del ducado visigodo de Cantabria) son conquistadas
hacia el 855-860, fortaleciéndolas con murallas. Aunque los cronistas nos dicen
que estaban desiertas desde que Alfonso I expulsara a los musulmanes, tenemos
hoy más pruebas arqueológicas de la existencia de población local en estos
lugares. De hecho, en época de Ramiro I ya se había producido un primer intento
de apropiación en el 846, que sería frustrado por ataques musulmanes a juicio
de Sánchez-Albornoz, o por la población local, según C. Estepa. Se trataría
ahora de una ocupación más efectiva, mientras que otras campañas más al sur
(Coria, Talamanca) y al valle del Ebro (Albelda) tendrían como finalidad
hostigar y desorganizar las fronteras de al-Andalus más que controlar áreas tan
alejadas. De esta manera, Alfonso III puede consolidar el dominio astur hasta
el Duero, ocupando con efectivos militares las plazas fuertes que aseguran la
nueva frontera (Porto, Zamora, Toro, Dueñas...). El asiento en León y los
castros de la meseta (Castro Sublancio, Coyanza, Cea, etc.) le permiten
rechazar los asedios emirales del 878 y 883 e iniciar una labor colonizadora de
las campiñas leonesas (GUTIÉRREZ, 1995).
En
la antigua ciudad de Legio (León) el monarca ocupa y reutiliza el espacio más
monumental remanente, las termas romanas, para ubicar su nuevo palacio
intramuros de las potentes murallas. Si en Oviedo había construido nuevas
regias aulas, su palacio y el castillo para defensa de la corte, que ahora
llaman ciuitas in Ouetao sus cronistas, el control efectivo del valle
del Duero pone a los monarcas astures ante la posibilidad de asentar su solio
en auténticas ciudades antiguas. León y Astorga, fuertemente amuralladas,
sumaban además el valor simbólico de reencontrase con los sitios principales de
la época anterior; su dominio y reutilización de espacios privilegiados
(termas, muralla, puertas, pretorio...) conferían mayor poder y autenticidad a
una monarquía que pretende restaurar el pasado romano-gótico. De esta forma,
sus sucesores, después de nuevas contiendas por el trono, trasladarán la corte
de Oviedo a León, comenzando entonces la nómina de reyes leoneses.
Territorios mayores y menores
Las
fuentes literarias del reino astur nos transmiten una estructura territorial
jerarquizada, si bien torpe e imprecisamente dibujada. Las grandes
circunscripciones como Galicia, Asturias, Premorias, Liébana, Castilla,
Vasconia, Álava, son denominadas a veces provincias (Prouincia Gallaecie,
prouincia Premoriense, Uarduliensem prouintia, Prouincia Uasconie), en
ocasiones territorios o regiones (regio Asturiensium, territorium
Libanensium, territorio Premoriense) y más frecuentemente por su propio
nombre, sin expresión calificativa de su condición administrativa. Esta
indefinición terminológica obedece seguramente a la misma imprecisión
institucional de una formación política incipiente, que se está aún
construyendo y reformulando a finales de la novena centuria, cuando se están
escribiendo las crónicas.
Por
debajo de este primer nivel de percepción macroterritorial o provincial no
trascienden en las crónicas escalas menores, comarcales o supralocales;
únicamente vagas ubicaciones geográficas como pars maritima, iuxta flumen,
intra Pirinei portus, in finibus, in extremis, in partibus, o simplemente
la expresión in...
En
raras ocasiones nos indican una gradación de circunscripciones, descendiendo
directamente al nivel local para ubicar ciudades, in hac regione
Asturiensium in ciuitate Gegione, in ciuitate Tudensem prouincia Gallecie,
Lucensem ciuitatem Gallecie; lugares, in locum Pontubio prouincia
Gallecie, per locum Amossa ad Liuanam..., Asturias... in loco Lutos,
infra Asturias in locum Lutis, in Gallicie prouintiam in locum Anceo; o
parajes como montes (donde se producen acontecimientos señalados), Galleciam...
in monte Cuperio, montis Naurantii distante ab Oueto duorum milia passum, o
ríos (ídem), in Astores... ad pontem flubii cui nomen est Nartie.
Dentro
de Asturias nos mencionan la existencia de unos lugares o núcleos de población,
cuya categoría viene tan sólo determinada por su calificativo, en ocasiones
dubitativo y cambiante; así, se citan las ciuitates Gegione o Iegione
maritima (Gijón) y Ovetao (Oviedo), aunque ésta sólo en época de
Alfonso III, pues anteriormente aparece escuetamente como locativo sin
calificación o como locum Oueto o loco Ouetdao en los diplomas
coetáneos. Pequeños poblados parecen los lugares mencionados como locum,
uicum, uillam, uillula o uiculis: locum Lutis, locum Amossa, locum Olaliense o
uico Clacliensem (Olalíes en Proaza), locum Ligno, uico Brece.
Igualmente son denominados lugares la misma Cangas de Onís, in locum Canicas
o simplemente Canicas, como Prabia, la corte de Silo. En múltiples
ocasiones los cronistas, que desconocerían los pormenores locales, se ven
obligados a recurrir a expresiones como locum qui uocatur..., locum qui
dicitur... para identificarnos estos pequeños lugares.
Basílicas
y monasterios, aislados o asociados a las cortes y propiedades regias completan
el panorama poblacional señalado en Asturias por los cronistas.
Tan
sólo nos refieren castillos, castros o amurallamientos fuera de Asturias, en
Galicia, el castro o castello fortissimo qui uocatur sancta Cristina, o
foris montes cuando Alfonso I y su hermano Fruela tomaron muchas ciudades y
castris cum uillis et uiculis suis, expresión –aquí sí– de gradación y
jerarquización entre centros fortificados y sus villas y aldeas.
Si
bien el ciclo cronístico astur es lacónico en detalles territoriales, en cambio
los diplomas monásticos y catedralicios coetáneos enriquecen la imagen de unos
espacios que apare cen mucho más estructurados y delimitados en la escala
local. Las crónicas relatan las grandes gestas de construcción del reino, una
entidad política macroterritorial, que no precisa de detalles microespaciales
más que para situar un acontecimiento. En cambio, los diplomas eclesiásticos,
habitualmente registros de compraventa o donaciones de bienes, requieren una
ubicación y delimitación más precisa, por lo que permiten observar la
organización territorial con mayor precisión, desde una escala local, los
términos aldeanos, a otra supralocal, los valles, tierras, territorios, alfoces,
suburbios, commisos o mandaciones.
Ahora
bien, debemos tener en cuenta que si las crónicas nos muestran –con su propia
imagen ideal, no siempre real– la perspectiva del momento de su redacción
(finales del siglo IX), no necesariamente siempre la de la época descrita,
igualmente los diplomas presentan problemas para fijar la cronología de la “estampa”
que describen. Los documentos originales auténticos de este periodo son
poquísimos; conocemos la inmensa mayoría de ellos a través de copias
posteriores, frecuentemente interpoladas, manipuladas o directamente
falsificadas, especialmente en los escriptorios de las catedrales lucense y
ovetense en el siglo XII, a fin de afianzar sus respectivos derechos
jurisdiccionales (vid. p.e. FLORIANO 1949; GARCÍA LARRAGUE TA, 1962; FERNÁNDEZ
CONDE, 1971). La calidad informativa de estas copias es valiosísima para el
momento de su refacción, ya que incluyen más referencias territoriales, pero es
más dudo sa para la fecha original del documento afectado. Así pues, para
obtener una lectura más fiel del paisaje altomedieval, debemos fijarnos en
primera instancia sólo en los documentos originales; tan sólo para comparar y
completar el panorama territorial y poblacional podemos ana lizar los demás, de
forma crítica y selectiva.
Así
pues, a través de estos documentos eclesiásticos podemos aproximarnos con más
detalle al conjunto territorial en el que se encuadraba una gran parte del
poblamiento y la población asturiana en la Alta Edad Media.
Una
primera observación destacable es que en los diplomas más antiguos no se
menciona ninguna circunscripción en la que se inscriban los lugares y bienes
raíces objeto de trans acción. El más antiguo de ellos, el conocido documento
de Silo por el que dona en el 775 unas propiedades para fundar un monasterio
(FLORIANO, 1949, doc. 9, pp. 66-67), no menciona ninguna categoría
administrativa superior al lugar donado, locum que dicitur Lucis. Para
ubicarlo recurre a rasgos físicos, los grandes ríos Eo y Masma y otros arroyos,
inter Iube et Masoma, inter ribulum Alesancio et Mera. E igualmente son
referencias naturales las que sirven para delimitar los términos: per illum
pelagum nigrum, et ista montem que dicitur Farum... et per illa lacuna... et
per illum arogium que dicitur Alesantian... Pero esto no significa que
aquel paraje estuviera en estado natural, virginal o desposeído; los accidentes
geográficos tienen su propio nombre y además se alternan con otros espacios ya
ocupados, ordenados y puestos en explotación por el propio magnate, ...in
nostro cellario... de ipsa uilla ubi ipse noster mellarius abitauit Espasandus,
o por otros colindantes: ...et per ipsum uillare que dicitur Desiderii... et
per ipsa strata qui esclude terminum, usque in locum que dicitur Arcas. Algunos de los términos son hitos o mojones
especialmente simbólicos, ...ad petra ficta... et per alia petra ficta...
Arcas...
Además,
se mencionan otros asentamientos con una cierta expresión de jerarquía
espacial, jurídica o social: ...castros duos quum omne prestacione suam
montibus et felgarias... El rico propietario y rey Silo posee aquí un
amplio término ya entonces ordenado y estructurado como una gran explotación
agrícola (cellario, uilla, uillare), en la que mora y trabaja al menos
algún sirviente especializado en la apicultura (mellarius Espasandus);
está bien delimitada tanto por referentes físicos (arroyos, piélagos, lagunas,
montes), como por mojones hincados (petra ficta), que en otras ocasiones
hemos podido comprobar que se trata de enterramientos mega líticos o peñascos
con grabados antiguos, quizás para una similar delimitación territorial.
Además, linda con otras explotaciones (uillare Desiderii) y el camino
público (strata qui esclude terminum). Los dos castros antiguos que se
mencionan dentro del término debían estar ya abandonados, pues no se mencionan
allí construcciones sino ruinas: ...parietes qui iui sunt, pero se
mantienen parte de sus atribuciones de lugar preeminente, destacado referente
en el ámbito espacial y jurisdiccional (quum omne prestacione suam);
está ahora destinado a monte y pastos (montibus et felgarias), mientras
que la explotación agrícola se centra en la llanura, el lugar de Lucis; los
castros se incluyen dentro de la explotación, pero en los montes de su
periferia, no en un espacio central como correspondería a una comunidad
castreña antigua o prefeudal (vid. p.e. GUTIÉRREZ, 1998, 2001). Pero no se
especifica que se encuentre en ningún territorio, suburbio, valle o alfoz
conocido, ni siquiera en la Prouincia Gallaecia, como correspondería. ¿Se trata
de un simple olvido? Tratándose de una propiedad del rey resulta extraño; y
aunque se trate de un acto privado, otros similares posteriores, sobre todo
desde finales de la novena centuria, incluyen casi siempre su adscripción a una
demarcación territorial. Esto invita a pensar que los espacios no están aún tan
perfectamente articulados política y jurisdiccionalmente por el aparato
institucional del reino como aparentan los cronistas cortesanos.
Estamos
ante un caso de perduración –o incluso concentración y ampliación– de la gran
propiedad y explotación señorial propia de los aristócratas terratenientes
tardorromanos, de los cuales Silo parece ser un digno heredero. Sus bases
patrimoniales le convierten en un magnate de primer orden, al punto de acceder
al trono de una estirpe diferente, mediante matrimonio. Pero sus propiedades y
dominios, al menos éste, no se encuadran en un orden territorial superior
establecido; posible y sencillamente porque aún no existía.
Semejante
ausencia de articulación jerárquica muestra el resto de documentos de esta
octava centuria y comienzos de la siguiente. Aún siendo copias posteriores, con
algunas manipulaciones e interpolaciones, carecen de referencias a
circunscripciones político-administrativas, lo que –de alguna manera– avala la
ingenuidad del contenido. Así vemos en la copia inter polada del pacto
monástico que dará origen al monasterio ovetense de san Vicente, donde
simplemente se alude al locum quod dicunt Oveto (FLORIANO, 1949, doc.
11, a. 781), o en el original del 812 por el que Alfonso II dota la creación de
la Iglesia de San Salvador de Oviedo in hoc loco qui nuncupatur Ouetdao
(FLORIANO, 1949, doc. 24). Igualmente en otros más de diversas villas gallegas,
situadas únicamente por su proximidad a los ríos o a otras villas (FLORIANO,
1949, doc. 12, a. 787; 17, a. 803), delimitadas igualmente por otras
colindantes o per terminos antiquos, entre los que se incluyen a veces
mamolas (túmulos prehistóricos) (FLORIANO, 1949, doc. 12).
La
primera mención textual de un territorio de ámbito comarcal se refiere a
Liébana, en el 803, un espacio con clara personalidad desde los primeros
momentos medievales. En el diploma (FLORIANO, 1949, doc. 18), Fakilo dona al
monasterio de Libardón villas, bustos (pastos de montaña), viñas y frutales in
Liuana, además de las villas de Fanum, Colunca, Camanca, in Priemeo in Loe (Fano,
Colunga, Camoca, Priemeo?, Lué); no se trata en estas últimas de una
demarcación mayor, que correspondería a Asturias, se encuentran en la marina de
la ría de Villaviciosa, donde aparecerán posteriormente el commissum Maleagio
y el territorio de Colunga. Pare ce tratarse, en este caso, de pequeños
territorios o términos de las propias villas, que tampoco parecen adscritas a
una circunscripción superior. Sin embargo, en esa época podría estar ya
mencionándose el territorio Primoriensi, de validarse la copia del diploma de
834 por el que el diácono Francio donaba sus posesiones a la iglesia de Santa
Eulalia y San Vicente de Triongo, in locum Triunico (FLORIANO, 1949,
doc. 41); este lugar, en el curso bajo del Sella, no está alejado de los
anteriores en Colunga, por lo que extraña la diferencia de situaciones en
espacios tan cercanos. De todas formas, la aparente jerarquización de Primorias
no sobrevive al periodo de la monarquía asturiana; a lo largo del siglo X su
entidad va a ser compartimentada y sustituida por otros territorios menores,
como Cangas y Aguilar, demarcaciones comarcales de valle que se asemejan más a
las colindantes de Maliayo y Colunga.
A
lo largo de la primera mitad del siglo IX vamos asistiendo a la aparición de
áreas más organizadas, como la vieja Castilla, territorio Castelle, y Mena,
territorio Mainense, donde se halla el monasterio de Taranco fundado por el
abad Vitulo en el 800 y otras basílicas anteriormente también levantadas por su
familia; entre éstas, la iglesia de San Martín in civitate de Area
Patriniani in territorio Castelle, donde encontraron la antigua ciudad
abandonada y arruinada; mediante su apropiación (presuras), acotación (de
terminos...) y puesta en explotación (culturas) estable cen uno de los primeros
dominios monásticos familiares documentados en Castilla (FLORIANO, 1949, doc.
16, 21, etc.; vid. Peña Bocos, 1995, 1999). Posteriormente irá apareciendo una
mayor jerarquización de espacios, precisándose más la situación dentro del
territorio principal mediante una circunscripción “comarcal” basada en
ríos, valles o montes.
Prerrománico Asturiano
El lenguaje de la imagen en la iconografía del Arte
Asturiano
El icono como transmisión del poder
Con
la irrupción política del nuevo princeps Ramiro I (842-850) se produce un salto
cualitativo en las fórmulas de expresión artística de la Monarquía asturiana.
Se adaptan e innovan nuevos modelos de representación visual en el repertorio
artístico. Se precisan nuevos símbolos cuyos contenidos pasarán a transformarse
en signos de exaltación y prestigio de la magnificencia del poder
político-religioso. La imagen adquiere un valor cualitativo, un incremento en
la forma y complejidad, en la riqueza estética de los contenidos iconográficos.
La imagen, sea anicónica o no, debe servir a las aspiraciones del Poder
teocrático.
Si
se pudiera hablar de cierta moderación en la iconicidad de las representaciones
iconográficas precedentes con Alfonso II (791-842), en el mandato regio de
Ramiro I hay un esmero en la representación artística, en la incorporación de
nuevos valores estéticos y ético religiosos. Los reyes astures,
fundamentalmente a partir del siglo IX, integran en su lenguaje del poder, en
su mentalidad de dominio, el universo cristiano como un referente clave en sus
programas políticos, ideológicos, artísticos. Un hecho que no va a excluir la
más que previsible existencia de verdaderas “bolsas de paganismo” en aquellas
comarcas más aisladas. La edilicia arquitectónica, entre otras muchas
realidades materiales de los reyes de la Monarquía asturiana, confirma una
explícita realidad; la de un poder ligado irreversiblemente a un “cristianismo
triunfante”.
El
sistema de referencia de valores éticos y políticos del nuevo poder de Ramiro I
induce al lenguaje de la imagen a una cierta sobrecarga de contenidos. En
absoluto una ambivalencia de significados, pero si una inteligibilidad de las
representaciones artísticas accesible y comprensible solamente para una
exclusiva elite intelectual vinculada a sectores laicos y del clero del nuevo
orden monárquico. No solamente el variado elenco de los elementos escultóricos,
pictóricos o arquitectónicos servían para expresar un nuevo orden
teológico-político del Poder, la imagen de la ciudad se configura como un
sistema coherente de comunicación visual, el cual influirá decisivamente en el
inconsciente colectivo de la población. Todo ello contribuía al prestigio del
poder individual, a la promoción del Estado y al respaldo divino del mismo.
No
existen imágenes que promocionen e individualicen hechos puntuales de carácter
bíblico o batallas, glorificaciones o celebraciones de signo religioso, así
como representaciones de retratos, tanto de carácter regio como de nobles o
aristócratas. Frente a ello el poder se imponía mediante la masa constructiva
de un monumento arquitectónico o la diversidad de signos de carácter
iconográfico, decorativo o arquitectónico que se compendiaban en edificios
plenos de belleza y estabilidad armónica. Los contemporáneos admiraban aquellos
monumentos que expresaban el poder del Estado; imágenes y símbolos con alusión
a la orientación teísta de la sociedad, al poder divino que regía la sociedad.
Imágenes constructivas que daban solidez y confianza en el futuro Estado. Una
estabilidad social que lo identificaba con el nuevo Estado.
De
esta forma la riqueza decorativa escultórica y pictórica y sus contenidos
iconográficos se integrarían coherentemente en el programa ideológico y
político del princeps. El ascenso de Ramiro I al poder trajo consigo una
renovación del mundo de las imágenes del poder. La ornamentación del espacio,
su organización, sus contenidos iconográficos debían resultar coherentes con
las nuevas exigencias ideológicas del princeps: edificios de culto, edificios
de representatividad regia, edificios públicos. Ello conlleva la creación de un
novedoso programa de renovación religiosa de la imagen. El observador, el fiel,
será impactado por nuevas imágenes en las que los artistas se desenvolverán con
verdadera libertad y seguridad en su actividad artística. El programa del
Naranco es un despliegue exuberante de composiciones novedosas con inéditas
secuencias de imágenes, la invención de personificaciones majestuosas, imágenes
de devoción, de transmisión ideológica del poder, con atributos integradas con
libertad en novedosos programas libres de restricciones canónicas.
Naranco
alerta y aviva la atención del observador en unos niveles hasta entonces no
conocidos, en el primer núcleo monárquico del norte peninsular. Incorpora una
nueva concepción y aplicación de la didáctica de la imagen. Implica un lenguaje
de contraposiciones dialécticas: repetición, ritmo. Son escasos los signos que
introducen un repertorio cuasi convencional. Pero acentúa su énfasis en una
imagen integrada en la organización del espacio arquitectónico la cual permite
una contemplación, una lectura en la que únicamente el observador erudito
tendrá una cabal comprensión y fluido acceso a la inteligibilidad del programa
iconográfico. Función y sentido; íntima fluidez de comunicación del rito con el
suntuoso marco arquitectónico.
El programa iconográfico del Naranco y la teología del
poder
Con
Ramiro I, la irrupción de la ideología cristiana activa un mecanismo de control
sobre la sociedad, sobre su mente, sobre su cuerpo político y social, sobre las
conciencias de grupos y sectores sociales a los que deseaba ver más
involucrados en los asuntos espirituales y en los que el empleo de las imágenes
se convertiría en una primordial forma de comunicación visual. Una iglesia como
Liño, un edificio regio como Naranco, está construido para contener la pre cisa
información para aquellos que conocían o que precisaban del conocimiento y
aprendiza je de los códigos de un universo visual que pretendía plasmar toda
una teología del poder. Y un edificio como Santa María de Naranco respondía
antes que nada a ese principio; configuraba plenamente una escenografía de
poder, era la manifestación plástica de una repraesentatio de la
potestad regia o aristocrática.
Diferentes
modos o estados de visión impresionaban al espectador medieval que entraba en
la Jerusalén Celeste de Santullano (812-850). En un primer nivel abría su mente
y alma a las figuras y colores de las cosas visibles en la simple percepción de
la materia. Otro nivel de percepción visual corpórea procuraba el acceso
esencialmente al significado místico de la ima gen. Las imágenes eran, pues,
herramientas de conocimiento que el Poder reconocía como medio ideal de
expresión de los principios teológicos de la fe. El fiel debía desentrañar, des
cubrir en las formas, las figuras insertas en el conjunto de escenas, la verdad
revelada. El Comentario al Apocalipsis de San Juan, era el texto que
mejor experimentaba una adaptación al ciclo iconográfico de la iglesia
ofreciéndole al espectador la imagen externa en su apariencia corpórea para que
su alma quedase preparada y expuesta a la vivencia mística, a la palabra de
Dios que se le proporcionaba en el sermón cotidiano la contemplación libre de
la realidad divina “porque ahora vemos a través de un cristal, oscuramente,
pero luego veremos cara a cara”. (I Corintios, 13, 12).
Los
artistas realizaban estas imágenes que eran las que sus comitentes querían ver.
Los libros más populares eran aquellos en que predominaban las imágenes que
interpretaban textos del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana,
según la Visión de San Juan. El rey, la corte, el clero alto, al visionar estas
lujosas imágenes se identificaban plenamente con la figura de San Juan, el
único evangelista que, en una visión espiritual, había accedido al verdadero rostro
de Dios.
Muchos
de los motivos que integraban los programas iconográficos de mediados del siglo
IX (Naranco, Liño, Lena...) pertenecían al repertorio tradicional clásico y
suponen un enrique cimiento cualitativo. Pero fundamentalmente respondían a una
actualización del repertorio plegado ahora a las necesidades de los nuevos
programas iconográficos. La influencia de las imágenes en el período de Alfonso
II y de Nepociano-Ramiro I será decisiva en buena medida para alcanzar el
respaldo social al nuevo Estado.
Las
fórmulas iconográficas del Naranco acogen una gradual recepción de signos,
modelos, motivos... pero enmarcados ahora en un contexto totalmente diferente.
Han experimentado una profunda observación y selección de profunda raíz
psicológica, en un proceso artístico sumamente atractivo, por lo innovador de
su contenido y de su calidad artística. Los nuevos motivos iconográficos buscan
una glorificación del Estado. Hay una apropiación de símbolos que son
privilegio del princeps; iconografía que responde a la imagen oficial exclusiva
que proyecta el gobierno, de privilegio monárquico. Una nueva sensibilidad
estética está penetrando en el arte de la monarquía asturiana.
Iconografía de las bandas historiadas
El
lenguaje de comunicación visual de las fajas o placas historiadas configura una
parte del contenido intelectual que a través de la imagen se transmite e
integra en el espacio áulico de Santa María de Naranco (848). Una fundación
promovida por la realeza y un programa iconográfico surgido intelectual y
plásticamente en el seno del núcleo eclesiástico que rodeaba la autoridad
emanada de la Corte de Ramiro I.
La
banda historiada o faja acoge en el interior de un perímetro formado por una
rica labra de cordón en forma de soga, cuatro arcos cuya rosca figura
igualmente ornada por un dibujo de sogueado. Los cuatro arcos están apoyados en
sendas columnas de fuste liso y capitel y basa simplificados en sus relieves de
talla de forma extrema. Los dos ámbitos de arcuación superiores acogen en su
interior una identificación de dos ángeles que mantienen sus brazos levanta dos
a semejanza de la clásica figura del orans mientras sostienen con sus
manos y sobre sus cabezas sendos libros abiertos. Un Liber sacro, que es
mostrado a modo de ofrenda a la devota lectura de su texto sagrado por una
comunidad de fieles, receptores del mensaje cristológico e invitados a la
veneración de su contenido teológico (Ap.14, 7); la palabra os hará libres nos
dicen subliminalmente.
Las
dos figuras bajo arco están dispuestas frontalmente, revestidas por una túnica
larga terminada en forma acampanada por debajo de la rodilla. Mantienen sus
brazos elevados sos teniendo con sus manos el rectangular libro abierto. La
figura mantiene una gran economía de trazos, lo que reduce la expresividad de
la imagen. Cabeza ovalada, con representación semiesférica abultada de la
cavidad ocular; nariz tallada en forma rectangular. Mejillas ligera mente
resaltadas. En la representación de la boca se recurre al abultamiento de los
labios y una pequeña incisión horizontal en el centro. Los hombros están
igualmente tallados en forma realzada semicircular y terminación de superficie
extremadamente pulida, como todo el con junto. Se ha prescindido totalmente de
la representación detallada de las manos, y únicamente la túnica resalta
pliegues lineales verticales y horizontales, en una geometrización extrema.;
obviando cualquier mínimo detalle de su anatomía. Respecto a la posición de los
pies, ambos se encuentran girados hacia el exterior. El conjunto, con el
acabado absolutamente liso de la imagen y su acusado hieratismo proyecta una
gran majestuosidad y cierta solemnidad.
Detalle de la jamba de
San Miguel de Lillo
Accedemos
a la clave de la plena interpretación en el texto del Comentario al
Apocalipsis, (Ap.14, 6-11), redactado por Beato en su segunda versión en
786: dos ángeles que aparecen en el cielo anuncian con su predicación a los
moradores de la tierra, el reino del Anticristo; Ubi angelus tenet
Evangelium eternum. Esta es la interpretación literal, pues espiritualmente
el ángel que surge del cielo y el otro que le sigue son la Ley y el Evangelio.
Mientras que la arcuación que los protege representa a la Iglesia, el ámbito
real y tangible donde se realiza la predicación.
Así
pues, la disposición frontal de la figura del ángel, ofreciendo como autoridad
espiritual la lectura del Evangelio al observador, constituye el estado más
alto de comunicación visual de lo sagrado. Representa en puridad un tema de
Estado. Su campo semántico de aplicación se extiende a las imágenes con
representaciones de Teofanías (representación pictórica de la figura
entronizada de Liño); así como de representaciones regias (caso de la icono
grafía de las Jambas de Liño) o de carácter litúrgico (altar integrado por
cuatro tenantes sosteniendo el ara eucarística de Liño).
Los ángeles del Naranco y el Apocalipsis de Beato
El
referente inmediato para los ángeles portando el libro del evangelio eterno del
registro superior de la banda historiada del Naranco se encuentra en las
imágenes del Comentario al Apocalipsis de San Juan de Beato de Liébana.
En él, en el pasaje “El ángel con el Evangelio Eterno”, se realiza una
interpretación iconográfica del texto apocalíptico. La escena es representada
con la imagen de un ángel que sobrevuela en horizontal el cielo y sobre su
cabeza sostiene con ambas manos un gran objeto rectangular. Otros ángeles, de
pie, lo señalan con la mano derecha. La leyenda que figura en el texto
apocalíptico explica la escena: angelum volate per mediu celu habete
evangelio eternum, iste dederunt claritatem deo caeli, ubi Babilon cecidit.
La fórmula de representación empleada es semejante a la que encontramos en
nuestros relieves del Naranco, y la cual se basa en la adaptación del clásico
prototipo de la antigüedad de las “Victorias” sosteniendo el clípeo
virtutis con la imagen del emperador, de las que tenemos un nutrido elenco
de modelos cristianizados sosteniendo el clípeo con el monograma cristológico
por cuatro ángeles en San Vital de Rávena, en Santa Prassede, en la capilla de
San Zenón, en códices del Apocalipsis de Beato de Liébana, etc... Pero hemos de
dar una especial notoriedad a los ángeles portando las coronas cívicas,
ubicados, precisamente, en las enjutas de la arcuación representada en el fondo
de la escena, de la Biblia de Grandual (843) y del mosaico de la iglesia de San
Apollinare in Classe en Rávena que representa a un palacio tardoantiguo, en
donde en las enjutas de sus arcos se vuelven a representar ángeles sosteniendo
una corona cívica.
En
el Prefacio, se identifica al ángel volando en el cielo y al otro que le
seguía, con Elías y el que ha de venir con Él, que anuncia con su predicación a
los moradores de la tierra el reino del Anticristo. Así queda recogida la
versión literal del texto apocalíptico, más la interpretación realizada por
Beato relaciona el ángel volando en el cielo y el otro que le sigue con la Ley
y el Evangelio. El cielo responde a la prefiguración de la Iglesia, lugar de la
predicación. Babilonia, la que dice el segundo ángel que cayó, es la ciudad del
diablo, es decir de su pueblo. Así como la ciudad de Dios es la Iglesia, por el
contrario, Jerusalén es la ciudad del diablo.
Así
en Ap.14, 6-11 se anuncia ahora el Juicio, instando a los hombres a la
conversión y la destrucción de la ciudad pecadora, amenazando a los seguidores
de la bestia con el fuego eterno y la predicación a los moradores de la tierra.
La
comparación con otros Beatos de las imágenes nos presenta a un ángel portando
entre sus manos el Evangelio eterno, en una escena que es recogida entre otros
en los siguientes Bea tos: Magio (f. 176v), Valcavado (f. 147), Gerona (f.
192), Escorial (f. 118), Urgel (f. 155), Osma (f. 130), Silos (f. 166), S.
Millán de la Cogolla (f. 179), Turín (f.138v), Berlín (f. 77v), Lorvao (f.
171), Navarra (f. 116), Arroyo (f. 128) y Huelgas (f. 113v).
Faja historiada de
Santa María de Naranco
Basa de San Miguel de
Lillo
En
el Beato de Valcavado, Urgel, Fernando I y Huelgas se muestra la misma
iconografía que el de Gerona, percibiéndose pequeñas diferencias en los dos
últimos. En el de Gerona el ángel levanta la cabeza y el Liber Sacro que lleva
sobre su cabeza tiene excepcionalmente forma pentagonal, recordando el arca del
Testamento. Por su parte el Beato de Lorvào y el de Magio, aunque su
iconografía es muy diferente, representan en la parte de arriba al ángel del
Evangelio en posición horizontal y abajo otro ángel. En el Beato de Berlín,
sólo está el ángel del Evangelio, con un rollo desplegado.
En
el registro inferior de la banda historiada, otros dos arcos acogen en su
interior a dos jinetes dispuestos en una visión de perfil y en posición
afrontada. Su cabeza está cubierta por lo que se sugiere con evidencia que es
un casco. El detalle de su rostro presenta una alta indefinición; mantiene
sujeto el caballo con una brida perfectamente resaltada, la cual empuña con la
mano izquierda. Los jinetes cubren el torso con un traje con dibujo de líneas
en resalte convergentes entre sí. Con la mano derecha están blandiendo una
espada la cual mantienen en posición vertical y en alto, por encima de su
hombro y a la altura de su cabeza. El caballo dibuja un relieve de su figura
muy plástica; cabeza sin detalles, a excepción de mandíbula y el resal te de
sus orejas; el cuello se encuentra arqueado y las patas mantienen el perfil de
sus articulaciones, el correaje del animal se percibe con resalte perfecto. La
espada que exhiben verticalmente es una espada corta (pugio, acorde con
el texto de las Etimologías de Isidoro de Sevilla). La espada como
símbolo de fuerza, de la administración de justicia, es un arma característica
de los altos dignatarios, o los soldados con alto mando. También es atributo de
san tos y mártires. Representa la unión de la tierra y el cielo, símbolo de la
unión entre el poder espiritual y el temporal. En el Apocalipsis, (1,
16) se la menciona como el símbolo de la fuerza invencible y de la verdad
divina las cuales se abaten sobre la tierra como rayos. Es característica la
representación de Jesús con una espada en la boca en imágenes miniadas que
interpretan el pasaje del Apocalipsis en el que Juan recibe El Libro de la
Revelación, el Apocalipsis.
Esta
exposición jerárquica de las imágenes: ejército celeste (registro de arquería
superior) y ejército terrenal (registro de arquería inferior), se sitúan en un
marco escénico pleno de armonía figurativa e ideal conjunción de significantes
y significados, de contraposición entre el Bien y el Mal. Dos ángeles; Ley y
Evangelio; una representación iconográfica (arcuación que acoge los tenantes)
en la que se identifica a la ciudad de Dios (Civitas Dei de San Agustín)
en el nivel superior, es decir la Iglesia, mientras que en la inferior, dos
jinetes afrontados, queda representada Jerusalén es decir, la ciudad del
diablo, Babilonia para el conjunto del orbe. Esta Jerusalén es la que hiere de
muerte a los profetas mientras aquella, la de arriba, es Jerusalén la ciudad
celeste de Dios (la que representaría Alfonso II en el programa iconográfico de
la pintura mural de la iglesia de San Julián de los Prados). Verdaderamente
nuestra Iglesia en este mundo no se llama Jerusalén, es decir visión de paz,
porque está en lucha; sino que nuestra Iglesia se llama Sión, es decir,
especulación de contemplación, porque pisotea la terrena y anhela la celestial
(lectura iconográfica que encuentra su paralelo inmediato con el segundo nivel
de la pintura mural de Santullano). Beato lo recoge en el Comentario al
Apocalipsis: (Ap.14, 6-11) Los ángeles con el Evangelio Eterno y la Ley
anuncian el Juicio, e instan a los hombres a la conversión, y la destrucción de
la ciudad pecadora. La asociación de uno de los ángeles con el Evangelio, supone
en puridad, asociarlo con la figura salvadora de Cristo. Cristo al igual que el
Evangelio, anuncia la caída de Babilonia en su realización definitiva. De hecho
la interpretación que de él se realiza en el Comentario de Beato es
identificarlo como Cristo.
De
este modo nuestra representación iconográfica, expresa la idea de la
subordinación del fuero eclesiástico a una suprema autoridad, Cristo, y todavía
a nuestro juicio, teniendo en cuenta que transmiten no sólo la ley
eclesiástica, es decir la Hispana, sino también la ley civil El Liber
ludiciorum. Así, podemos entenderlo como expresión de la subordinación de
ambos fue ros eclesiástico y civil a la suprema Autoridad de Cristo. A su vez
adquiere especial relieve esta idea de la subordinación de los fueros a una
suprema Autoridad si tenemos en cuenta que va a ser objeto de manifestación por
vez primera en el Concilio de París del año 829. Estas imágenes pueden estar
representando las primeras muestras plásticas de la expresión de aquella idea.
En
el texto del Comentario al Apocalipsis, es extremadamente significativo que
Beato hable después de dos pueblos del diablo: uno fuera de la Iglesia, los
infieles y los gentiles, otro dentro de la Iglesia. Estos dos pueblos quedan
representados en las dos partes de la ciudad; los dos jinetes afrontados. Las
palabras de Beato en su texto al comentario apocalíptico reflejan taxativamente
a aquellos que estando dentro de la iglesia, sucumbieron por herejía y cisma
alejándose de las obras de la Iglesia, y esos el día del Juicio serán
castigados doblemente.
Asimismo
es preciso tener presente que la tradición de la Iglesia identifica de forma
expresa a Babilonia con Roma así como la adoración de la bestia y su imagen con
el culto imperial. Interpreta este pasaje como el juicio a la Roma pagana y
perseguidora de los santos, y en ellos de Jesucristo. Todo un profundo
compromiso con la representación y creación de unas imágenes en las que brilla
el esplendor de la creatividad artística como proceso de propaganda para
manifestar la verdad de la palabra de Dios al servicio de la consolidación del
Poder.
Toda
una expresiva representación iconográfica de justificación teológica de la
Guerra justa a partir de los textos patrísticos. Expresiva la carta que el rex
carolingio Carlomagno transmitirá en el año 796 al Papa León III en la que le
expone la responsabilidad que contrae el rey de apoyar a la iglesia con las
armas, mientras que la tarea del pontífice “consiste en secundar el éxito de
nuestras armas elevando los brazos hacia Dios, como Moisés, e implorándole que
de al pueblo cristiano la victoria sobre el enemigo de su nombre”. El papel
de estímulo de la iglesia en el triunfo de las batallas adquirió un calculado
protagonismo. En el año 1095 el Papa Urbano se dirigiría a los soldados antes
de salir para la guerra en los siguientes términos: “Vosotros que ahora
partís nos tendréis aquí rezando por vosotros; nosotros os tendremos luchando
por el pueblo de Dios. Es nuestro deber rezar y el vuestro luchar contra los
amalecitas. Como Moisés extenderemos nuestras manos en oración al cielo,
mientras avanzáis y blandís la espada como intrépidos guerreros contra Amalec”.
La
maestría de esta realización que contemplamos se ajusta esencialmente al canon
de valores de representación iconológica asumidos por la institución
eclesiástica. Los criterios de expresión plástica aplicados en la obra
artística no fueron ajenos al iconógrafo maestro y al artista que interpretó el
texto, en posesión de las competencias técnicas e intelectuales precisas, y no
traicionó por ello el proyecto iconográfico introducido en Naranco, el cual
alcanza ría plena comprensión desde el horizonte mental y cultural de la época.
Iconografía de los evangelistas de San Miguel de Liño
En
el Beato de Gerona (f. 7r, siglo X) en la escena “Los ángeles presentan el
Evangelio de San Juan”, aparece el símbolo de San Juan como un águila con
un libro sobre su cabeza. La sustitución del característico rollo por un libro
conlleva una componente de significación eminentemente religiosa. El referente
profético de San Juan y su impacto en la Edad Media como autor del
Comentario al Apocalipsis es el que proyecta esta distinción. El evangelio
de San Juan tiene obviamente un especial carácter teológico y místico y una
repercusión decisiva en el discurrir histórico de la controversia sobre el
Adopcionismo.
El
resto de los símbolos de los evangelistas son terrenales y tienen su referente
iconográfico en la naturaleza humana. Una característica simbólica (de una
especial trascendencia en la crisis adopcionista originada por la iglesia de
Toledo) para destacar la amplia dimensión teológica que adquirió San Juan en el
mundo altomedieval nos la ofrece su especial representación en las basas de las
columnas de San Miguel de Liño (848), al estar reflejada su figura simbólica de
águila bajo un arco en mitra. Es el único símbolo de evangelista que es acogido
en la arcuación bajo el regio arco en mitra. El resto del conjunto de
evangelistas figura representado bajo el arco sogueado de medio punto. Es pues,
el arco en mitra bajo el que se represen ta la figura del evangelista san Juan,
el que va a acentuar su especial repercusión teológica en la iglesia y en el
poder regio de Ramiro I. Confirma la fuerte impronta ideológica que tendrá en
la iglesia de San Miguel de Liño.
Basa de San Miguel de
Lillo (Museo Arqueológico de Asturias)
Detrás
de esta fórmula iconográfica se encuentra presente la apuesta realizada por la
iglesia asturiana y el poder político; La devoción por San Juan se encuentra en
la proximidad a las tesis de Beato y la renovación teológica propiciada por su
obra In Apocalipsis, y su alejamiento de la iglesia toledana, lo cual supone el
acercamiento a la iglesia carolingia y romana.
San
Juan es destacado sobre los demás evangelistas ya en el mundo carolingio por
Juan Escoto de Eriugena. El prestigio que adquiere San Juan es fruto de las
disputas teológicas e ideo lógicas en torno a la doble naturaleza de Cristo
generada en la Corte de Toledo por el arzobispo Elipando y rebatida con
argumentos teológicos por Beato de Liébana, mediante el texto apocalíptico de
San Juan. El testimonio del Evangelio de San Juan sería de una influencia tan profunda
que la tradición cristiana situaría su imagen y su obra literaria con una
proyección muy superior a los textos teológicos del resto de los evangelistas.
En
nuestras basas de Liño, San Juan es el único evangelista al que se le confiere
un símbolo natural, el Águila; la reina de las aves en el bestiario de la
Antigüedad y el medioevo. La única ave que podía mirar al astro Sol sin perder
la visión, a semejanza de San Juan, el fiel discípulo de Cristo tan unido
espiritualmente a Él. San Juan se eleva a los cielos y con su mirada al Sol nos
revela la naturaleza divina de Cristo. San Agustín hace referencia al carácter
teológico y místico del evangelio de San Juan a semejanza de Beda el Venerable.
San Juan con el Apocalipsis, en palabras de San Agustín “Se eleva muy por
encima de los otros tres... ha alcanzado el cielo límpido. Desde allí, con
mirada sumamente penetrante y sostenida, vio la Palabra que existía en el
principio (Concordancia de los evangelistas, I, 4,7; 6,9).
La basa del evangelista Juan
Es
en extremo interesante porque representa el pasaje del Evangelio dentro del
Apocalipsis, y nos muestra la escena del mandato de escribir el Evangelio. La
explicación del Tetramorfos, adquiere especial atractivo artístico al quedar
circunscrita cada escena del evangelista en cada una de las caras de las basa.
Su repetición dentro de las 24 basas que originalmente tendría la iglesia
adquiere una relevancia de transmisión teológica por medio de un proceso de
comunicación narrativo especialmente atractivo. Es muy destacable la
introducción dentro de la cada escena del retrato del autor escribiendo. Dadas
las innumerables veces que se le orde na a Juan que escriba, la circunstancia
de haberlo representado pudo proceder directamente desde los libros clásicos a
los Evangelios.
Iconografía del Rex en las jambas de San Miguel de Liño
Las
jambas de la iglesia de San Miguel de Liño, situadas en el umbral de la
iglesia, actúan como evocación simbólica del lugar de encuentro entre el pueblo
y el rex sacerdos, siguiendo el modelo de comunicación tardoimperial del pueblo
con el emperador. El encuentro entre el rex y el pueblo es, pues, un acto
religioso y de Estado.
En
la jamba se manifiesta un vocabulario iconográfico mucho más evolucionado, un
nuevo estilo en la construcción de las formas artísticas. Representación de un
estilo hierático, acorde con el contenido simbólico del episodio, con la nueva
forma de poder monárquico.
Signo
honorífico, en absoluto representación de un retrato regio, pero si la
incidencia de una actitud de dignidad imperial, distante y atemporal. Ausencia
de rasgos fisonómicos y una concepción de la imagen regia cuyo lenguaje formal
era manifestado en su plena comprensión iconológica exclusivamente a los
sectores cultos de la sociedad. Sector social que era impactado por una obra
sublime, plena de poder expresivo, de una proyección ideológica de prestigio de
un soberano revestido de un poder próximo terrenalmente pero distante en el
tiempo.
La
composición artística de la excelsa jamba nos muestra con extremo grado de
perfección de que modo surgen las nuevas imágenes, los nuevos signos regios, la
orientación del innovador lenguaje artístico y como son recibidos por el nuevo
poder político después del controvertido ascenso al poder unipersonal de Ramiro
I. El princeps, al modo que se representa en la talla en piedra,
policromada en origen, se identificará plenamente con aquellas imágenes que
visualicen el poder emanado de su figura proyectada sobre la tribuna regia,
imperial, el kathisma, punto de encuentro entre el palacio-templo del
rex y el pueblo. Un nuevo lenguaje iconográfico está aflorando con una
proyección que trascenderá la inmediata y temporal repercusión política.
La
actitud expresiva de los tres personajes se mueve en un espacio común. Tres
figuras en las que prevalece el princeps centrando la simetría escénica, el
orden jerárquico, flanqueado por dos personajes preclaros símbolos virtuales
del poder religioso y terrenal: un alto cargo eclesial y un dignatario regio.
En
el cuadro central representación figurativa de tres escenas centrales de la pompa
circensis.
El
circo, el hipódromo, en el mundo tardoantiguo concentraba el carácter imperial
de las ceremonias, el encuentro entre el poder (Rex-emperador) y el pueblo.
Así, el circo, la pompa circensis de nuestro cuadro escénico central,
simboliza el lugar de encuentro del emperador con el pueblo: un espacio en el
que existe una línea muy difusa entre lo invisible y lo visible. El palacio
está hecho para resaltar el aspecto invisible del espectador, mientras que el
hipódromo, versus pompa circensis, es la ventana al exterior del
palacio que posibilita resaltar el aspecto visible.
En
la actualidad las jambas no conservan la policromía original que tenían, y con
ello se ha perdido la posibilidad de extraer conclusiones decisivas sobre el
valor tan importante que tiene la gama cromática en las artes del mundo
altomedieval y la herencia de las artes tardoantiguas.
El
emperador, el rex, iba vestido de color púrpura, color distintivo de la
dignidad imperial. Lo cubría el llamado paludamentum el cual era
sujetado sobre el hombro derecho por medio de un broche de oro y piedras
preciosas. Esta vestimenta pretendía realzar la personalidad y majestad del rex
(al modo de los emperadores romanos) y presentarse como un ser sobrenatural
revestido de atributos que refrendaban su status. Diversos elementos de su
indumentaria contribuyen a corroborar su especial distinción; tenemos las
piedras preciosas, gemas que adornan su vestimenta y emiten los reflejos de la
“luz divina”, aquella que emana de su persona sagrada.
Será
a partir de Constantino (siglo IV) cuando se imponga la diadema junto con la
clámide sujeta con una gran fíbula redonda como distintivo del emperador. Pero
unido a estos símbolos distintivos de su poder terrenal y celeste, el rex era
portador del cetro o bastón de mando, símbolo del triunfo. Y a su vez, el
trono: el rex, a semejanza del emperador tardoantiguo, se sienta sobre
un trono que lo sitúa en una posición elevada respecto a los súbditos que lo
rodean.
Iconografía de la cruz y del árbol de la vida
El
reino de Asturias adoptó la cruz como emblema de la monarquía desde sus
orígenes en el siglo VIII. La Cruz de los Ángeles (808), la Cruz de Santiago
(874), la Cruz de la Victoria (908), etc... Constituyen ejemplos reveladores de
cómo los reyes ofrecían como forma de donación cruces preciosas a sus iglesias,
siguiendo en éste sentido un ritual presente con anterioridad en la corte de
Toledo. Ciertamente, estas cruces asturianas responden al restablecimiento de
un uso muy especial por los reyes toledanos. En el reino asturiano, y durante
los siglos VIII al XI, se produciría esa continuidad de los usos de la corte
visigodo-toledana, siendo ahora el “enemigo” por antonomasia el
musulmán. Es así como edificios, tanto de uso civil como religioso, vayan a ser
“protegidos” con la representación en sus lienzos de la cruz talla da en
piedra. Tenemos la muestra de la Cruz de la Victoria representada en La Iglesia
de San Martín de Salas (951); en la fuente llamada de La Foncalada (siglo IX);
en una lápida procedente de las murallas de la ciudad de Ovetao (siglo IX); en
la iglesia de San Salvador de Valdediós (893)... Conservamos un extenso elenco
de representaciones de la cruz en la pintura mural asturiana; iglesia de
Santullano (812-850), iglesia de Santo Adriano de Tuñón (891), hasta las
ornamentadas cruces de Valdediós (893). Imágenes de la cruz que proyectarán su
lectura iconográfica en los manuscritos altomedievales con la conocida
denominación de “Cruz de Oviedo”, como el Antifonario de la Catedral de
León (917), el Beato de Valcavado (970), el de San Millán de finales del siglo
X, etc... Más ahora adquiere especial relevancia reseñar como las cruces de
Alfonso II y de Alfonso III, coinciden en reflejar en sus inscripciones la
fórmula HOC SIGNO TUETUR PIUS. HOC SIGNO VINCITUR INIMICUS.
En
muchas de las representaciones de la Cruz, la inscripción que se graba hace
mención a unas palabras litúrgicas procedentes de una Antífona de la liturgia
hispánica: Signo salutis pone domine, in domino isto ut nom permittas
introire angelum percutientem. Este texto lo encontramos graba do,
conjuntamente con la cruz, en los muros de la ciudad de Oviedo: Signum
salutis pone domine, in ianius istis ut non permittas introire angelum
percutientem; en la fuente llamada de La Foncalada (siglo IX): Signum
salutis pone domine in fonte ista ut non permittas introire angelum
percutientem. Así como en lápidas como la de la iglesia de San Martín de
Salas (951) en las que se lee: Signum salutis pone domi bus, in domibus isti
ut non permittas introire angelum percutientem.
El
texto de la inscripción tiene un contenido apotropaico, y es una explícita
referencia a una invocación contra el angelum percutientem (Ángel exterminador)
procediendo de una oración bendición recogida en el Liber Ordinum
Episcopalis, el cual en su apartado II dice: Ordo quan do sal ante
altare ponitur antequam exorcidietur. (f. 11) y en el párrafo 22A (f. 20)
leemos: Signum salutis pone domine in domibus istis ut non permittas
introire angelum percutientem in domibus in quibus uos habitatis pono signum meum
dicit dominus et protegam uos et non erit in uobis plaga/ nocens. Asimismo
en el Antifonario Visigótico-Mozárabe (960) encontramos un texto litúrgico
origen del texto de nuestra cruz: Signum salutis pone domine in ianuis istis
ut non permittas introire angelum percutientem. El final del texto es una
referencia directa a la última de las plagas de Egipto, y en la cual el angelum
percutientem (Ángel exterminador) mataría a todos los primogénitos de la
tierra de Egipto, excepto a los israelitas: In domibus in quibus vos
habitatis pono signum meum, dicit Dominus, et protegam vos et non erit in vobis
plaga nocens. (En las casas donde vivís pongo mi señal, dice el Señor, y os
protegeré y no habrá ninguna plaga nociva para vosotros). En Exodus 12, 12
leemos: ...percutiamque omne primogenitum...; y en 12, 23: ...et non
sinet percussorem ingredi domos vestras et lacdere.
El árbol de la vida en el arte asturiano
La
espléndida celosía del pórtico de Valdediós es especialmente atractiva
iconográficamente, al transmitirnos plásticamente una de las ideas centrales
del pensamiento cristiano en el mundo altomedieval asturiano: el Paraíso y el
verdadero Árbol de la Vida que es Cristo. La celosía actúa como cierre de la
ventana occidental del pórtico, representa una pieza de perfecta factura y
ejecución de un tracista mozárabe. Está conformada por motivos de rejería,
roleos y cogollos de inspiración paleoislámica. Su esquema se centraliza a
partir de tres tallos con figura circular, dispuestos de acuerdo a una perfecta
simetría axial y a un tratamiento armonizado del conjunto decorativo; en toda
la placa calada domina la desestructuración de la forma, y una pérdida de la
referencia plástica original. Así la representación de nuestra placa pétrea
perforada está enriquecida por una rica labra que refleja un tallo vegetal
serpenteante del que se van creando una malla decorativa de seis círculos con
formas fitomorfas. Hojitas pequeñas son unidas por virtuosos lazos semejando flores
que son acogidos en el interior de finos entrelazos, a modo de frondosa malla
reticular plena de una geometrización de la naturaleza. Esta representación
última de una manifestación cierta de una masa arbórea plenamente integrada en
interior del vano con remate semicircular del regio pórtico nos transmite la
esencia, acorde con la lectura bíblica, del Árbol de la Cruz de Cristo. Es un
árbol cargado de frutos de la felicidad y acoge con su follaje al verdadero
Árbol de la Vida que es la Cruz, el símbolo del Cristo escatológico, que es
también la Iglesia. Realmente es el Árbol de la Vida que estaba situado en el
centro de la Jerusalén Celeste según el texto del Apocalipsis de San Juan. En
realidad Árbol y Cruz se erigirán en el centro de la tierra, sosteniendo el
Universo.
Este
árbol ascensional extiende sus hojas contrapuestas manifestando su proyección
como imagen de un Mundo en ascensión. De acuerdo con Rábano Mauro en su obra Allegoriae
in Sacram Scripturam, el árbol de la vida adquiere por extensión el símbolo
de la naturaleza huma na; la cruz de la Redención se vincula “directamente”,
pues, con el Árbol de la Vida. Y a este respecto es preciso mencionar la
espléndida cruz tallada en el imafronte de nuestra iglesia de Valdediós. Con su
alfa y omega, protege a modo de lábaro constantiniano la Jerusalén celes te,
ornando la iglesia convertida en relicario, con sus almenas. A semejanza de la
decoración pictórica con almenas que recubre los cuatro lienzos del santuario
de Santo Adriano de Tuñón (891) o la excelsa cajita de Astorga (siglo X) con
sus almenas coronando la placa superior.
La
importancia que tiene en la iglesia el tema del árbol místico, permite
esclarecer la gran proyección estético-espiritual que llegaron a tener estos
modelos de representación dentro de la plástica asturiana altomedieval.
Ciertamente, tenemos un atractivo elenco de buenos ejemplos en los que quedan
brillantemente reflejados los arquetipos del Árbol de vida y del Árbol de la
Cruz que apoyan esta lectura: así, por ejemplo el cancel de Lugo de Llanera
(circa IX) (Museo Arqueológico de Asturias), las placas de cancel de San Miguel
de Liño (848), y los canceles de San Miguel de Escalada (913), El cancel de San
Tirso de Candamo (circa IX), la espléndida celosía de San Andrés de Bedriñana
(siglo IX), etc...
Adquiere
especial significación el mensaje iconográfico del Árbol de la Vida a través de
los relatos de los libros apócrifos del cristianismo primitivo. En la obra
especialmente significativa de La Caverna del Tesoro de Siria, compendio de
textos redactados dentro de la orientación teística de San Efrén, se realiza
una referencia explícita al Árbol del Génesis: “Este árbol de la vida, en el
centro del paraíso, es una imagen que anuncia la cruz del Salvador, que es el
árbol de la vida verdadera, y esa cruz fue levantada en el centro de la tierra”.
Referencia
que está vinculada a un componente simbólico decisivo en la historia del
cristianismo: el Sacramentum Ligni Vitae. La forma fiel de representar y
expresar el misterio de la Cruz. Los escritos de los Padres de la Iglesia, al
igual que la literatura eclesiástica han expresado esa realidad que constituye
el signo de la Cruz y que atraviesa y organiza el con junto de los textos
bíblicos, desde el Génesis hasta el Apocalipsis de San Juan. Una idea-fuer za
dentro del pensamiento cristiano que permanecerá viva desde los orígenes de la
iglesia hasta los largos siglos del Medievo. En la Biblia encontramos textos
fundamentales en los Proverbios (III, 18) en el cual se establece una singular
comparación de la Sabiduría con el Árbol de Vida.
Esta
triple repetición, pues, del motivo circular fitomorfo en cada una de las
alternancias rítmicas del eje axial, constituye una fórmula estereotipada de
patente expresión del misterio trinitario.
El
esquema trinitario basado en representaciones estereotipadas y en las
tradiciones y los textos exegéticos, se refleja con extrema maestría en los
hermosos canceles de la iglesia de Santianes de Pravia. En cada uno de los dos
tableros de cancel se refleja el mismo e idéntico motivo: la manifestación de
la divinidad de Cristo. El relieve mantiene una alineación vertical de tres
círculos con contorno dibujado en espiga y superpuestos a otros dos círculos
que los intersecan. La frecuencia del recurso al círculo con un sentido
trinitario está confirmado en un amplio elenco de representaciones
iconográficas medievales, como es el caso de la celosía de la próxima iglesia
de San Andrés de Bedriñana (siglo IX). El círculo simboliza la divinidad
considerada no sólo en su inmutabilidad, sino también en su bondad, “como
origen, subsistencia y consumación de todas las cosas; la tradición cristiana
dirá: como alfa y omega”. Representa la figura mística presente en el Liber
figurarum; los tres círculos conforman la propia Revelación de Dios a
través del Antiguo Testamento: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob se
encuentran integrados en los tres círculos trinitarios.
La cruz como símbolo de poder
El
arte cristiano ha sido especialmente sensible a darle un sentido simbólico de
piedad u ofrenda cristiana a la ornamentación de las cruces con piedras
preciosas. Estas pasarán a adquirir el valor de efectivos signos del Triunfo de
la misma. No es habitual encontrar una obra de orfebrería de la cruz
desprovista de toda decoración. Muy al contrario las cruces van a ser ornadas
con motivos muy variados. Se van a introducir, pues, variedad de motivos; talla
de piedras con escenas inspiradas en textos bíblicos; piedras preciosas;
entalles con figuras mitológicas; labra en la superficie de imágenes
cristológicas; y variadas composiciones de figuras geométricas, vegetales,
animales y de carácter narrativo.
Todas
ellas tienen en esencia como última finalidad transmitir la significación
cristiana de la cruz, su proyección vital ideológica y en último extremo
política. Es así como los pequeños relieves circulares lisos u ornados que se
sitúan en el centro y en extremo de cada uno de los brazos de nuestras cruces
asturianas, ya estén trabajadas en piedra, pintura, o labor de orfebrería,
adquieren el valor de símbolo de las cinco Llagas de Cristo, las heridas de su
costado, manos y pies. Hay un vínculo muy especial, de raíz bíblica, a su vez,
de determinados motivos vegetales con atributos de orden cristológico. Así
tenemos el laurel, al cual se le atribuye el emblema de Cristo triunfante en la
cruz; la palma, símbolo excelso de la Victoria obtenida por ella; así como la
hoja de olivo, el preclaro símbolo por antonomasia de la paz y reconciliación.
Esta
orientación e interpretación de signo teológico de estos motivos la encontramos
ya en la época visigoda. Y será en los actos litúrgicos del Rito de la
Bendición de la Cruz, que recoge el Liber Ordinum, donde encontremos este
reflejo teológico en la significación de los motivos introducidos en la
ornamentación de las cruces.
En
los actos de bendición de estas cruces votivas donadas por el rey o por nobles
o fieles en general, se va a establecer además una diferenciación. Las cruces
donadas por monarcas o por miembros de la nobleza, estaban revestidas de oro
con incrustaciones de piedras precio sas y en consecuencia recibían una
bendición especial. La Benedictio crucis tiene por tanto dos fórmulas
distintas de bendición de la Santa Cruz; diferencia entre la cruz sencilla, sin
ningún revestimiento ni ornato que resalte su imagen, y la cruz ornamentada, la
crux gemmata.
Su
inicial oración para ambas era Si crux tantum simplex est, usque hic legitur
hec oratio. Si autem cum ornato est, usque in finem legitur. El texto de la
oración que se recita acorde con la liturgia es el siguiente: Christe
Domine, qui es bonorum conlator munerum et bonorum omnium adtributor: qui
largiris famu lis tuis unde ad Laudem Nominis tui debita tibi oblata
persoluant, Cuiusque prius offerentium fides conplacet, dein de santificatur
oblatio: consecra tibi munus hoc famuli tui, tropheo scilicet victoriae tue,
redemtionis nostre. Acci pe hoc signum crucis insuperabile, quo et diaboli
exinanita potestas est, et mortalium restituta libertas. Fuerit licet aliquando
in pena, nunc versa est in honore per gratiam... Ac sicuti per illam mundus
expiatus est a reatu, ita offe rentium anime deuotissime huius signi merito,
omni careant perpetrato peccato. (M. FEROTIN, Le Liber Ordinum, pp.
163-164).
Sentido trinitario y controversia adopcionista: Repercusiones
iconográficas
El
carácter simbólico que apreciamos en los árboles paradisíacos vinculados al
tema central árbol-cruz para componer una escena de sentido trinitario
representa una imagen frecuente en el arte hispanovisigodo y evidentemente
presente en el arte asturiano. Pero la lectura iconográfica puede reorientar el
sentido supuesto de la misma. El contexto político-religioso adquiere aquí una
notable importancia.
En
el repertorio artístico asturiano queda expresado plásticamente, y con gran
expresividad y eficacia iconográfica, uno de los problemas de mayor
trascendencia religiosa y política que se encontraba en el centro de las
discusiones religiosas de la alta edad media hispana: la controversia
adopcionista. Ésta polarizó y radicalizó a diversos sectores
político-religiosos que cuestionaban la naturaleza trinitaria de la divinidad y
con ello la unicidad de Dios. La crisis de la iglesia asturiana con la iglesia
de Toledo y el alejamiento entre sí de ambas tendrá su reflejo lógico, su
traducción, en las lecturas trinitarias recogidas plásticamente en los relieves
decorativos eclesiales. El vínculo litúrgico-teológico es plasmado, como es
obvio, con intensidad en los pro gramas iconográficos y repertorios
ornamentales: pintura, escultura, orfebrería, recogidos en las iglesias
asturianas. En estas circunstancias determinadas lecturas iconográficas del
arte asturiano van a adquirir mayor sentido y comprensión en el contexto de la
polémica adopcionista.
Beato
de Liébana, por razones puramente doctrinales y de ortodoxia, se iba a
enfrentar a aquellos que negaban que el hombre que murió en la Cruz fuera el
Dios de Israel (II, 42). El adopcionismo disociaba la identidad de Cristo
redentor con el Dios de Israel. Rechazan el que en su humanidad Cristo sea el
verdadero Hijo del Padre. En el Reino de Asturias, muy al contrario, se va a
reforzar la ortodoxia trinitaria y cristológica. Actitud que conlleva un acerca
miento a la iglesia carolingia y a Roma. Beato, con cierto prestigio reconocido
y respaldado tácitamente por la Corte asturiana, en su obra In Apocalipsis va a
defender a ultranza la Trinidad y a condenar la doctrina del Adopcionismo. Con
Beato se inicia el proceso por el cual la Iglesia asturiana establecerá una
ruptura definitiva con la Iglesia de Toledo.
La época de la monarquía asturiana. Evolución religiosa y
teoría del poder
Covadonga. realidad y mito.
Los
acontecimientos que rodearon la batalla de Covadonga configuran un capítulo
introductorio y en cierto modo fundante de la historia medieval de Asturias. Y
para la historia de la religiosidad y de la Iglesia asturiana también,
especialmente, si nos limitamos a leer a la letra los textos cronísticos. Sobre
la significación sociopolítica de aquella batalla (722) existe una bibliografía
muy copiosa con interpretaciones diferentes y en bastantes ocasiones
contradictorias, dependiendo, en última instancia, de la lectura que hagamos de
ellos. No se puede olvidar nunca que sus autores, clérigos o personalidades de
ambiente cortesano, escriben en la década de 880, durante el reinado de Alfonso
III (865-910), cuando estaban fijándose las bases territoriales de un Reino y
perfilándose sus estructuras administrativas más básicas. Era inevitable que
los cronistas de finales del IX proyectaran sobre los episodios del siglo VIII
la ideología imperante durante el gobierno del Rey Magno y que interpretaran la
confrontación de los astures y musulmanes a las orillas del Enna o Deva con
aquellas claves que entonces maneja ban. Leer estas fuentes cronísticas como
narraciones que se ajustan plenamente a lo acontecido, pasando por alto la
intencionalidad política impregnada de sacralidad y de providencialismo
exacerbado hasta límites increíbles, como se llevaba en los ambientes áulicos
de los siglos IX-X–deficiencias de las que adolece la historiografía medieval y
buena parte de la Moderna– sería, por consiguiente, un anacronismo
imperdonable.
Para
todos los cronistas que se ocuparon de Covadonga: la victoria asombrosa de los
cristianos de Pelayo contra los ismaelitas de Alkama fue el comienzo de la
restauración del reino de los visigodos, de la salvación del pueblo cristiano
con el comienzo del reino de los astures:
“Y
así, desde entonces se devolvió la libertad al pueblo cristiano...y por la
divina providencia surge el reino de los astures” (C. Albeldense, 1).
“Cristo
es nuestra esperanza de que por este pequeño monte que tú ves se restaura la
salvación de España y el ejército del pueblo godo” (C. Rotense, 10).
“Entonces,
por fin –después de la victoria– se reúnen los grupos de fieles, se pueblan las
tierras, se restauran las iglesias, y todos en común dan gracias a Dios”
(C. a Sebastián, 11).
El
panorama religioso descrito por estos textos : un reino que se restaura en lo
político, en lo social y en lo eclesiástico a partir de pautas cristianas a la
vez que el pueblo cristiano y las iglesias, como si todo ello fuera ya una
realidad preexistente y desarticulada por la invasión, se compadece mal o se
contradice, sencillamente, con la situación histórica de la época anterior, en
la que constatamos ciertamente la existencias de indicios, muy escasos, de
núcleos o de presencias cristianas aisladas y sin visos todavía de estructuras
organizativas que los cohesionaran. Un sencillo elenco de iglesias documentadas
por períodos de veinticinco años, a partir de las fuentes arqueológicas,
epigráficas y documentales, deja entrever la realidad de un proceso de
desarrollo lento y progresivo de la cristianización de las diferentes latitudes
asturianas, que sólo a las alturas del siglo X parece estar ya muy avanzado:
Años
Número de
iglesias (basílicas)-monasterios
700-725
1
725-750
1
750-775
2
775-800
1
800-825
1
825-850
3
850-875
9
875-900
17
900-1000
344
Sobre
la realidad histórica de estas narraciones cronísticas ha corrido mucha tinta
en infinidad de trabajos antiguos y recientes. A nosotros nos sigue pareciendo
acertado, en su diseño más general, el diagnóstico formulado por A. Barbero y
M. Vigil hace años. La causa inmediata de la rebelión de los astures habría
sido de índole preferentemente económica. Los próceres de estas tierras no
estaban dispuestos a pagar la tributación que los nuevos señores de Hispania
trataban de imponerles desde la embrionaria organización política de Munnuza en
Gijón, manteniendo así su reluctancia tradicional al dominio visigodo, que
implicaba, lógica mente, las inevitables consecuencias de índole económica. Los
jefes locales de la región se jun tan en la falda del monte Auseva para
celebrar una reunión de fuerte sabor tribal y organizar su particular algara.
Pelayo, que podría ser también un jefe local, sin que se excluya su posible
naturaleza cántabro-astur, por más que las crónicas insistan en sus orígenes
visigodos, se une a aquella asamblea y obtiene la primera victoria en una
escaramuza contra la expedición de castigo dirigida por los musulmanes en las
cercanías de la actual Cueva de la Señora o Covadonga. El increíble diálogo
Oppas-Pelayo, antes del enfrentamiento, en el que se le proponía al caudillo
astur una honrosa sumisión, no debió de ser más que el ropaje literario,
magnífico, por cierto, de un pacto de capitulación, tan característico de la
primera época de la invasión musulmana en su tan espectacular como apresurada
dominación de la Península. A continuación, el núcleo de poder musulmán en
Gijón se derrumba como un castillo de naipes y la destrucción del pequeño
ejército del gobernador Munnuza en Olalies (Proaza) propicia y rubrica la
constitución de un poder local de inspiración cristiana cerca del lugar de la
primera victoria (Can gas de Onís), cuyo “territorio” inicialmente
difuso no diferiría mucho del ámbito de poder que tenían previamente los jefes
locales, presididos ahora por Pelayo. Por lo demás, la importancia de esta
aristocracia local en los orígenes de la nueva realidad política ha sido puesta
de relieve muchas veces y nosotros aludimos a ella en otra parte. Pasado el
tiempo, con la consolidación de aquel endeble principado local, así llaman las
crónicas a Pelayo, jefe político de Cangas, los teóricos de Alfonso III
(865-910) tratarán de justificar ideológicamente la nueva situación de un reino
cristiano, relacionado políticamente con el vascón de Pamplona y con intereses
territoriales al sur de la cordillera cantábrica –los Pirinneos montes– y en el
valle del Duero, donde estaban plantándose ya fortalezas de frontera. El color
mítico de bellísima narración de los episodios de Covadonga, recogido por la
historiografía oficial del Rey Magno, responde perfectamente a las
características habituales de lo que se ha dado en llamar un “mito de
orígenes”, en este caso del Reino astur, de la Reconquista y
consiguientemente de la España cristiana del Medioevo como continuadora del
otro Reino visigodo y cristiano de Toledo.
En
esta urdimbre socio-político que contextualiza la famosa batalla de Covadonga
¿cómo era la situación religiosa? Los solares de Covadonga y de Cangas de Onís
pertenecían al territorio Vadiniense, ese pueblo prerromano bien documentado
por su epigrafía singular, en la que puede descubrirse al mismo tiempo la
pervivencia de estructuras sociales antiguas y una fuerte influencia romana. Y
ya hemos mencionado en trabajos anteriores la existencia de un epígrafe datado
sobre el siglo V y probablemente cristiano que ponía de manifiesto, una vez
más, la estrecha vinculación entre cultura romana y cristianismo. Otra estela
funeraria famosa, la dedi cada a la joven Magnentia, encontrada en Soto de
Cangas, ha sido objeto de diferentes interpretaciones, todas de notable interés
para el problema que nos ocupa. La lectura de la misma no ofrece ninguna duda: Magnen
/ tia excedit / annorvu (m) v/ i (gi) nti (dierum) XXV / ex domv d / ominica.
Una interpretación obvia de la expresión “domus dominica” sería “casa
del Señor” con una connotación cristiana clara, pero también podría
entenderse como “casa señorial”: lo cual supondría reconocer la existencia de
un centro señorial, de ámbito reducido evidentemente, en esta comarca de
Cangas, que podría haber propiciado la rebelión de Covadonga y la consiguiente
construcción política cortesana en este lugar a principios del siglo VIII. A
nosotros nos parece más obvia y directa de “dominica”.
Barbero
y Vigil sugieren también esta lectura así como la relación de ese supuesto
centro de poder con Covadonga. Suponen que se habría mantenido pagado en época
visigoda, cristianizándose paulatinamente por la presencia de
ermitaños-misioneros, como había ocurrido en Cantabria; y la hipótesis puede
ser válida, como tal, aunque carezcamos de pruebas arqueo lógicas
determinantes. Es decir, la domus dominica de Cangas tendría que ver con la
coba domini ca (Cuadonga>Covadonga) del escenario de la batalla o, lo que es
lo mismo, la existencia de una cierta reciprocidad entre núcleo político-social
y el de índole religiosa. No existe ninguna duda sobre la naturaleza cristiana
y mariana dela “coba dominica” en el texto cronístico de la versión
Rotense y Ovetense. Y es también es evidente la importancia que ese lugar del
monte Auseva tenía para los grupos sociales de la zona y para sus jefes que
quisieron elegirlo a la hora de celebrar una reunión decisiva. Pero si
suponemos que en Covadonga había funcionado desde tiempo inmemorial un
santuario pagano importante, convertido después en cristiano, esto explicaría
mucho mejor el atractivo que ejercía sobre los jefes locales de aquel
territorio, hasta el punto de haberle escogido para el famoso “concilium”
de color tribal, al que acudió Pelayo quizá porque no viviera demasiado lejos
del escenario de los hechos. Las expresiones del coba dominica y antrum
tutissimum de la versión Rotense se refieren, sin duda alguna a la domus
Sancte Marie como precisa el autor de este texto, pero no excluimos que dichos
términos –el de antrum especialmente– conserven ciertas resonancias
tradicionales de la existencia de un lugar de culto no cristiano en las faldas
del Auseva. De hecho, el río que sale de Covadonga, debajo mismo de la cueva,
se llama Deva –étimo de origen céltico con el significado de una divini dad
relacionada con el culto de las aguas– o Enna, otro hidrónimo precristiano de
la misma raigambre lingüística y con idéntico significado, cuya memoria todavía
perdura en un topónimo cercano y muy conocido: la cruz de Priena, “al lado
del Enna”.
Las
noticias sobre la existencia lugares de culto cristianos construidos durante
los primeros años de la Monarquía Asturiana son muy escasas, ya que se
circunscriben prácticamente a las mencionadas sobre la pequeña iglesia dedicada
a Santa María en la Cueva del Auseva y a la de la Santa Cruz, al lado del nuevo
centro de poder político, quizá porque la radicación de la nueva religión en
esta región fuera todavía poco intensa y esporádica. El sucesor de Pelayo,
Favila (737 799), edifica en Cangas de Onís un sencillo templo con esta
advocación patronímica sobre una importante construcción dolménica que se
conserva todavía. El valioso texto de la inscripción fundacional, el primer
monumento escrito después de la invasión y los episodios de Covadonga, ofrece
noticias de interés y presenta algún problema de interpretación. Su soporte
original de piedra fue destruido hace algún tiempo, pero podemos conocer el
contenido del mismo gracias a una reproducción sobre dibujo hecho por R.
Frasinelli a partir de la original. Nosotros hemos publicado una trascripción
propia, porque pudimos utilizar una fotografía anterior a su destrucción que se
custodia en el Instituto Arqueológico Alemán de Madrid. La expresión del primer
verso: Resurgit... hec macina sacra, puede interpretarse literalmente: “se
construyó de nuevo esta fábrica”, es decir, se restauró esta iglesia a
partir de una edificación preexistente, o de forma genérica: “se levantó”
o “se construyó” esta iglesia. Si adoptamos la primera lectura que
presupone la existencia de un santuario previo, no descartamos la posibilidad
de que el epigrafista esté refiriéndose a un lugar de culto pagano que podría
identificarse con la construcción funeraria mega lítica, cuyas virtualidades
curativas en el apartado de las enfermedades ginecológicas convivieron
pacíficamente con las creencias cristianas de los naturales de aquellas tierras
durante muchísimo tiempo. La parte final del epígrafe resulta más complicado,
ya que expresa la data de su consagración con forma doble y aparentemente contradictoria:
el año trescientos de la “sexta edad del mundo” –300 después de Cristo–
y el primero del reino de Favila, o sea, 737. Al analizar minuciosamente la
fotografía de la inscripción original hemos observado que las cinco últimas
líneas del texto actual no se corresponden con el primigenio, ya que esta parte
del soporte parece estar alterada. Por ello, cualquier intento de lectura que
tratara de compaginar ambas dataciones, y se han hecho muchos, habría que
tomarla con cierta reserva. Pero si era la data original, y todo pare ce
indicar que lo fuera realmente, porque resulta muy difícil pensar que al “refactor”
del epígrafe se le ocurriera una forma de poner los años tan compleja y
sofisticada, encontraríamos en esa doble fórmula cronológica el indicio de la
existencia de un doble santuario en aquel lugar: el primero correspondería al
datado por las “edades del mundo”, y el segundo a los comienzos de la
jefatura política de Favila. Si nuestra interpretación es correcta, el
epigrafista, al referirlo a las “edades”, podría estar pensando en un
santuario pagano vinculado de algún modo a la construcción dolménica
sacralizada, porque nos parece menos verosímil pensar en un templo cristiano en
Cangas sobre el año 300, si bien es cierto que existen algunos indicios sobre
la temprana cristianización de los Vadinienses. Por otra parte, el hecho de que
existan en las localidades vecinas varios santuarios paganos a la vera de
iglesias cristianas hace más razonable nuestra hipótesis sobre la realidad de
dos santuarios sucesivos, pagano y cristiano sucesivamente. En cualquier caso,
el nombre de Asterio o Astemio, con el título de “vate” consagrando la
iglesia de la Santa Cruz, símbolo político emblemático de la futura Monarquía
asturiana, constituye una prueba más de la existencia de obispos giróvagos, sin
sede episcopal circunscrita a un territorio determinado, en los primeros tiempos
de la resistencia cristiana contra el dominio islámico. Las pruebas de este
tiempo fenómeno son abundantes y muy conocidas ya. Por lo demás, la factura del
nuevo templo cristiano debió de ser modesta (opere exiguo) y probablemente de
planta cruciforme (demonstrans figura liter signaculum alme crucis), a
pesar de los calificativos de la C. Rotense (basilica... miro opere). La
descripción que hace de ella Carvallo que pudo ver todavía la fábrica original,
no deja lugar a dudas: “Esta (la iglesia) dura hasta hoy con el título de
Santa Cruz, y no es más que un humilladero o capilla de sillería, de ocho pies
de largo y ocho de ancho, que ya la medí; y toda es sillería y después se le ha
arrimado el cuerpo de la iglesia, porque no es de la traça de las iglesias de
aquellos”.
De Cangas de Onís a Oviedo pasando por Pravia. El auge del
cristianismo en Asturias y la fundación de la Diócesis ovetense.
Durante
los años centrales del siglo VIII no existen noticias de ningún tipo sobre el
proceso de evangelización en Asturias que seguiría vinculado seguramente a la
consolidación progresiva de los jefes políticos de Cangas y de la aristocracia
de otras partes de la región. Las empre sas de repoblación interior o, para ser
más exactos, de reorganización y articulación social, llevadas a cabo por el
primero de los Alfonso (738-57) en las comarcas más orientales de la región
después de la famosa expedición por el valle del Duero, bien documentada en la
litera tura cronística, tendría seguramente efectos positivos para la
consolidación de las estructuras específicas del Cristianismo. Estos textos
suelen vincular habitualmente repoblación>reorganización de la iglesia. Y
las dos versiones cronísticas coinciden en afirmar que este príncipe “hizo
muchas basílicas”. La soberanía de Fruela a medidos de la centuria (757-68)
dejó huellas de cierta importancia. Su apoyo a las estructuras todavía
embrionarias del cristianismo emergente se intuye solamente a través de una
noticia desconcertante de la Rotense:
“Al
escándalo de que, desde los tiempos de Vitiza, los obispos se habían
acostumbrado a tener esposa, le puso término. Incluso a muchos que se aferraban
a ese escándalo, tras castigarlos con azotes, los encerró en monasterios. Y así
desde entonces está prohibido a los sacerdotes contraer matrimonio, y porque
observan la ley canónica ya ha crecido mucho la Iglesia”.
¿De
dónde habrá tomado el autor de esta versión cronística esta noticia, que ya
había con signado al hablar del propio Vitiza en la primera parte de la
Crónica?.
Quizá
de ningún sitio. Hacía tiempo que el celibato pertenecía a la disciplina de la
iglesia, aunque en la práctica se produjeran muchas transgresiones. El texto
atribuye a Vitiza, cuya mala fama por la “perdida de España” era
proverbial, el relajamiento de la misma, y a Fruela, de cuyo carácter áspero y
violente se hacen eco todas crónicas, el intento decidido de la implantación
efectiva del celibato.
Resulta
difícil imaginarse la observancia celibataria en un ambiente eclesiástico
todavía rudimentario con un clero rural casi en su totalidad, y sin estructuras
firmes en las que apoyar el ordenamiento canónico. Quizás pudiera vislumbrase
en este curioso episodio un intento del cronista de Alfonso III de establecer
la oportuna distancia entre clero secular y regular o monástico, en una época,
en la que las diferencias entre ambos estados eran prácticamente inexistentes.
De hecho, a los infractores se les castigaría con azotes y la clausura
monástica, donde el celibato había constituido siempre una obligación esencial,
aunque en muchos casos, sobre todo en época prebenedictina, no se cumpliera
tampoco.
En
la segunda parte de esta centuria se funda en la colina de Oviedo un modesto
cenobio dedicado a San Vicente: el año 761 llegaba a un lugar inculto de esta
colina un “señor” y presbítero llamado Maximus con sus siervos, tomando
posesión de él para poblarlo, es decir, para convertirlo en un lugar habitable
en forma de cenobio con la ayuda de su tío el abad Fromistano. Veinte años más
tarde los nuevos pobladores en compañía de un grupo de monjes (servi Dei)
organizan allí la vida monástica mediante la redacción de un pacto monástico,
procedimiento muy conocido y relativamente frecuente en otras latitudes
peninsulares de la época. Aquella sencilla fundación constituiría los orígenes
históricos de Oviedo, que más tarde habría de convertirse en capital del Reinos
Astur. El documento que contiene esta serie de noticias, una copia tardía del
siglo XII avanzado, ha sido objeto de muchos análisis con resultados no siempre
coincidentes19. En la actualidad, todo hace pensar que los hechos recogidos en
él e incluso el mismo pacto o alguno de sus elementos podrían ser sencillamente
una proyección tardía del propio monasterio de San Vicente, cuando este centro
se encontraba en pleno período de consolidación monástica y feudal, para tratar
de mitificar y enaltecer sus orígenes, vinculándolos a los de una ciudad ya
pujante, frente al poderío de los titulares de la vecina sede episcopal, cuyos
perfiles señoriales habían sido perfectamente delineados por el obispo don
Pelayo (1101-1130). Con todo, no parece que debe negarse la existencia de un
modesto ceno bio fundado entonces. Existen ciertos indicios arqueológicos de
las primeras edificaciones, al parecer dos zapatas de la cimentación original
del siglo VIII.
Sabemos
que por aquellos años Fruela construyó en Oviedo una basílica dedicada al
Salvador con doce altares a los apóstoles, donde vivió algún tiempo con su
esposa la vascona Munia, y de la que nacería Alfonso II ¿Por qué precisamente
en este lugar? Barbero y Vigil primero y más tarde Torrente Fernández formulan
una explicación muy sugerente. Como es bien sabido, Fruela comete un grave acto
de parricidio al matar a su hermano Vimara durante los últimos años de su
reinado. En una sociedad con restos de estructuras arcaicas como aquella, en la
que funcionaba todavía la familia extensa y los lazos de consanguinidad, el
fratricidio extrañaba inevitablemente a los autores del lugar del delito. El
príncipe Fruela, alejándose de Cangas y refugiándose en Oviedo al lado de los
monjes-ermitaños recién llegados, podría estar impetrando el amparo y en última
instancia el perdón religioso y político de su acción nefanda.
Ya
insinuábamos más arriba la estima que tenía este soberano de la vida monástica,
donde el celibato estaba previsto y normalizado. Si esta explicación es válida,
volveríamos a toparnos con la relevancia de los centros monásticos en la
historia del primer cristianismo asturiano organizado.
El
traslado de la corte o pequeño centro político de Cangas de Onís a Pravia
(774-91) a la vez que constituye un hito importante en la orientación política
de la Monarquía, abre una etapa de novedades destacadas en la historia del
cristianismo asturiano cada vez más arraiga do sobre todo en los grupos
dominantes que son los documentados: los cortesanos y los eclesiásticos, de
tradición monástica especialmente. Resulta imposible medir y valorar el arraigo
de la nueva religión en clases sociales inferiores, porque estamos
completamente ayunos de información.
En
una primera aproximación a la historia altomedieval asturiana podría llamar la
atención esta notable “deslocalización” de la incipiente Monarquía. Y
los historiadores han tratado de ofrecer en muchas ocasiones explicaciones que
resultaran convincentes. En el territorio de Pravia, cuya capital podría ser la
Flavium Avia –Flavionavia– de Ptolomeo existen numerosos indicios de
romanización, aunque no tengamos noticias muy explícitas de la posible
existencia de un centro de poder político-administrativo, ni de lugares de
culto anteriores a la época de la Monarquía, si pasamos por alto la “villa”
de Santa María Magdalena de la Llera mencionada anteriormente. En la
actualidad, muchos historiadores estamos convencidos de que en esta localidad,
ubicada a la vera del último tramo los dos grandes ríos asturianos, el Nalón y
el Nar cea, estaba situada la capital de los Passicin o “Pésicos”
(Anónimo de Ravenna), el gran pueblo de raigambre prerromana afincado en las
comarcas centro-meridionales de Asturias y definido por dos grandes cuencas
fluviales, la del Navia en su fachada occidental y la del Narcea en la
oriental. Roma habría utilizado este espacio privilegiado por su posición
estratégica para articular el dominio en la comarca. De hechos, las huellas de
una romanización intensa en esta comarca son bastante numerosas, sin que
descartemos la posibilidad de la existencia de un centro administrativo
dependiente de Austurica Augusta. De hecho, la estación de Pravia debió de ser
un centro de mucho interés para las autoridades romanas, hasta el punto de que
quisieron pro longar el viejo Camín de la Mesa desde la Cabruñana hasta el mar,
bordeando la ribera derecha del Narcea y transitando por las cercanías de la
capital actual hacia Bances, donde pueden encontrase todavía magníficos restos
de aquella importante vía que comunicaba las zonas costeras del centro de
Asturias con el reborde de la meseta y con Astorga, la ciudad de la que
dependería este centro administrativo en el caso de que realmente existiera. De
ese modo, la capital praviana se convertiría en cabecera de aquella conocida
ruta y en salida natural al mar de una parte de las explotaciones de oro
controladas por Roma en las tierras centrales de la región. Nuestra hipótesis
queda en cierto modo reforzada, si recordamos que los “Pésicos” eran una
de las circunscripciones parroquiales de la famosa Divisio Theodomiri,
dependiente precisamente del obispado de Astorga durante la dominación de los
suevos, que habrían podido acelerar el proceso de cristianización en la comarca
después de la conversión de aquel pueblo germánico, como se sugirió más arriba.
Todo
ello haría más verosímil la hipótesis, formulada también por varios
historiadores modernos, sobre la naturaleza pésica del rey Silo que abre la
nómina de los soberanos de Pravia. Si este personaje era efectivamente un jefe
local perteneciente a dicho pueblo, con poder y autoridad en ese amplio
conjunto poblacional y con propiedades fundiarias en la actual provincia de
Lugo, su matrimonio con Adosinda, cuya ascendencia cántabra está bien
documentada en la Crónicas Asturianas por ser hija de Alfonso I, pudo
utilizarse como poderoso instrumento político para relacionar y vincular las
dos grandes formaciones indígenas, los cántabros y los pésicos, que por su
naturaleza social y sus particularismos presentarían poderosas resistencias a
la hora de integrarse plenamente en una unidad superior, el rudimentario “estado
astur” en vías de gestación y que a estas alturas del siglo VIII sólo tenía
un diseño teórico muy elemental. La entronización de Silo en Pravia aupado por
su mujer según se dice las Crónicas (“por cuyo matrimonio consiguió el Reino”),
constituye seguramente, un indicio más de la naturaleza arcaizante de una
sociedad como era la cántabra y la de los Pésicos, en las que la mujer, a pesar
de la posible influencia de la cultura romana, seguía teniendo un papel social
relevante. Una cierta hondura de la impronta cristiana en esta comarca, basada
en la notable calidad de su romanización y en los indicios de esta religiosidad
en el pueblo pérsico, probablemente mayor que en otras latitudes más orientales
de la región, favorecería seguramente el novedoso proyecto político de la
Monarquía, en cuya base, leyendo a la letra los textos cronísticos y la escasa
documentación fidedigna, estaba la orientación ideológica del cristianismo: una
verdadera constante de la teología política que había funcionado ya
perfectamente desde la segunda época de la monarquía visigoda.
En
la actual Santianes, a la vera de Pravia, los nuevos príncipes levantaron la
iglesia cortesana, dedicándola a San Juan Evangelista, y el palacio en un lugar
contiguo, aprovechando probablemente restos de edificaciones preexistentes, tal
vez de la tarda romanidad. Se ha conservado un trozo de la inscripción
fundacional, el conocidísimo y solemne epígrafe, SILO PRINCEPS FECIT, tallado
de forma laberíntica sobre un noble soporte de piedra caliza, que pone de
relieve la pericia del autor y una voluntad clara de honrar solemnemente al
responsable de aquella edificación. El estilo no tiene antecedentes claros,
aunque algún especialista haya sugerido los africanos. Carvallo que pudo ver
todavía la primitiva fábrica de Santianes en el siglo XVI, ha dejado una descripción
bastante expresiva de la misma:
“Permanece
esta Iglesia hasta nuestros tiempos en la misma traça y manera y figura que
entonces (los fundadores) le dieron; y aunque toda ella es muy pequeña, tiene
su Capilla mayor, dos Colaterales, Crucero, y tres Naves, todo de arcos, y
sobre pilares de sillería, y muestra mucha proporción, y correspondencia. Noté
assimismo otra antigualla en esta Iglesia y es que tiene Altar mayor en medio
de la capilla, de modo que se puede andar alrededor de el por todas partes, que
todos por aquellos tiempos se hazian de esta manera...”.
Las
reformas arquitectónicas, que comenzaron en el siglo XVII, fueron transformando
paulatinamente su bella factura primitiva hasta hacerla casi irreconocible. Una
restauración reciente, llevada a cabo en la década de los años 70, de la que
falta una memoria propiamente dicha que permitiera evaluar los resultados de
dicha restauración discutidos por algunos, permite, sin embargo, conocer mejor
la hechura y el ambiente de la primera iglesia de Silo. Examinando cada uno de
sus elementos arquitectónicos y las piezas muebles conservadas–especialmente
los canceles, los restos de ventanales, el baptisterio, el altar con su tenante
y el ábside de traza semicircular peraltada por su parte interior– parece que
los artífices de San Juan Evangelista de Pravia conocían bien los diseños
arquitectónicos y las técnicas ornamentales de las iglesias hispanovisigodas.
Como dice su restaurador: “las singularidades que nuestro primer monumento
presenta desde su trazado de planta, hasta sus detalles decorativos, hacen de
él un ejemplar de transición entre formas arcaicas de tradición romana tardía,
que perdurarían en la aislada comarca asturiana, y que enlaza con el desarrollo
magnífico de las construcciones de Alfonso II”.
Se
desconoce todo sobre el palacio real o la sede política de Silo y Adosinda. Ni
siquiera su ubicación que debía estar cerca de la iglesia. En unas excavaciones
que hemos realizado en 1987 hicimos varias prospecciones cercanas al muro norte
sin ningún resultado positivo. Ban ces y Valdés, un erudito local que escribe a
comienzos del XIX, menciona un paraje cercano a la actual basílica, conocido
con el nombre de “Palacio”, en la que habrían aparecido muchos
materiales cerámicos, relacionados seguramente con este edificio cortesano. En
cualquier caso, este palacio o residencia real pudo servir de residencia
claustral para Adosinda, obligada a vivir de forma monástica a la muerte de su
marido, cuando fracasa su proyecto de sucesión política, según el más puro
estilo de la ideología visigoda: un argumento más de la omnipresente relevancia
de lo monástico en la primitiva monarquía astur, como también lo había sido
durante los llamados “siglos visigodos”.
En
efecto, cuando muere Silo sin hijos conocidos el año 783, Adosinda elige a su
sobrino Alfonso –el futuro Rey Casto– para sucederle de acuerdo con los
magnates de la corte. Al parecer, Alfonso II, el hijo de Fruela I y la vascona
Munia, nacido a la sombra de San Vicente de Oviedo, había hecho carrera
política en Pravia junto a su tía paterna, donde llega a ocupar la jefatura de
la corte: el palatium u officium palatinum, según la nomenclatura de
raigambre visigoda. Mauregato, medio hermano de Adosinda, expulsa del trono a
Alfonso y reina allí cinco años (783-88) que las Crónicas Asturianas tratan de
antematizar, proponiendo una verdadera damnatio memoriae para este
príncipe, haciéndose eco de la ideología dominante durante el reinado de
Alfonso III, cuando redactan dichos textos. Al fin y al cabo, Mauregato había
extrañado de Pravia a Alfonso II, el verdadero paradigma de los soberanos
asturianos para aquellos cronistas. Y además, era hijo de Alfonso I y de una
desconocida. Nada tiene de extraño que estas brevísimas reseñas cronísticas
digan de él que ocupó el reino ilegítimamente, con maliciosa sagacidad
(callide) y de forma tiránica.
Pero
al margen de esta tradición literaria tan negativa para Mauregato, sabemos que
su breve reinado fue importante para la historia político-religiosa posterior.
De hecho, gozaría del apoyo de una parte destacada de la iglesia de su época
–de estructuras fundamentalmente monásticas–, que representaba, sin duda, el
sentir mayoritario de todos los ambientes socia les, por lo menos el de los
grupos dominantes. Durante este reinado llega a su apogeo la polémica teoría
adopcionista, que había dividido y enfrentado a la iglesia asturiana según el
testimonio de la Carta de Beato y Eterio (Apologeticum) a Elipando de
Toledo (785), escrita después de haber acudido los dos importantes clérigos a
Pravia para la profesión monástica de Adosinda en Santianes o en sus aledaños.
Allí se habían encontrado con otro abad, Fidel, a quien el propio Elipando
había escrito antes irritadísimo, por las mencionadas doctrinas de los dos
futuros polemistas. Éstos, con su obra doctrinal dejarán bien sentadas las
bases de su teología trinitaria y cristológica, que pretendía representar la
ortodoxa de la iglesia occidental. Parece que el léxico y el utillaje
conceptual utilizado por los dos teólogos astur-cántabros o lebaniegos,
reproducía en buena medida el discurso teológico de la escuela carolingia,
empeñada en la misma polémica contra Félix de Urgell y representada de forma
destacada por Alcuino de York, lo cual pondría de relieve la existencia de
relaciones políticas muy fluidas entre la corte asturiana y la de Aquisgrán,
que continuarían y se harán más intensas durante el reinado de Alfonso II.
Beato, principal responsable de la famosa carta Apologética, man tendrá
correspondencia con el propio Alcuino que le contesta manifestándole su
aprecio. Unos años antes, el 776, Beato había escrito sus famosos Comentarios a
la Apocalipsis del Apóstol San Juan, dependiendo de autores clásicos: Tyconio y
Apringio de Béjar especialmente, y de otros antiguos como el africano que
menciona de forma explícita. El buen ermitaño del monte Viorna (Liébana)
escribía condicionado por una fuerte tensión apocalíptica característica de los
ambientes eremítico-cenobíticos de la época, motivada seguramente por los “terrores
del año 800”, fecha muy socorrida entre los autores del siglo VII que
solían situar el nacimiento de Cristo en el año 5200 de la sexta edad, y por
ello esta última edad debería ter minar a finales de dicha centuria. A decir
verdad, el panorama de la década del 770-80, cuan do escribe el ermitaño de
Liébana y Ambrosio de Autpert (+784) sus obras exegéticas obsesionados por los
problemas del fin de los tiempos, el panorama político estaba cargado
nubarrones sombríos y amenazadores, sobre todo si se interpretaban los
acontecimientos más llamativos desde claves ideológicas marcadas por un fuerte
providencialismo y moralismo his tóricos. Baste recordar que eran los años de
triunfos espectaculares del Islam por todas partes después del afianzamiento
del califato abbasí de Bagdad (al-Mansúr, 754-75); de los graves problemas del
Imperio Bizantino, vencedor de las grandes confrontaciones con los ejércitos
musulmanes, pero profundamente desgarrado al mismo tiempo por la controversia
iconoclasta; y de la fragilidad de las construcciones políticas de Asturias y
de Pamplona, siempre en trance de sucumbir ante cualquier razzia intempestiva
del Islam peninsular, cada vez más seguro y poderoso con la presencia de los
Omeyas de Córdoba y la fundación del emirato inde pendiente de Abd al-Rahman I
(756-68). Según las previsiones de los teóricos de aquellas décadas, la llegada
del Anticristo como precursor de la segunda venida mesiánica, debería acontecer
hacia el 770. Por eso, nada tiene de extraño que el arzobispo Elipando aludiera
jocosamente a las profecías apocalípticas del Beato en un famoso pasaje de la
carta que dirigía más tarde a los obispos de Hispania y de la Galia:
“Beato,
en la vigilia del día de Pascua, estando presente un tal Ordoño y el pueblo
lebaniense, profetizó que el fin del mundo había llegado, por lo que la
multitud aterrorizada y como loca se somete a un riguroso ayuno durante toda la
noche y al día siguiente hasta la hora de nona. Pero el mencionado Ordoño, al
sentirse muy apretado por el hambre, se cuenta que dijo a la gente: comamos y
bebamos, si tenemos que morir, hagámoslo satisfechos”.
Parece
lógico que en la conocida carta al abad Fidel vuelva a ridiculizar a Beato, calificándolo
de precursor del Anticristo, una lindeza que Beato no tiene inconveniente en
devolverle corregida y aumentada en el Apologético, calificando al propio
Elipando “testículo del Anticristo”.
El
reinado de Mauregato fue notable además por otro acontecimiento importante para
la historia posterior del cristianismo astur y peninsular: los orígenes de la
devoción a Santiago, potenciada también desde la iglesia franca. En su tiempo
se compone el famoso himno litúrgico ¡O Dei Verbum!, donde el Apóstol es
presentado como “cabeza áurea y refulgente de España”, y su “protector
(tutor) y patrono” (patronus), con un acróstico dedicado al “rey”
Mauregato, calificándole de piadoso y demandando para él la suprema protección
del Rey de Reyes. Eran los años, en los que estaba consolidándose la leyenda de
la predicación del hijo del Zebedeo en Occidente, gracias a la difusión del
famosísimo Breviarium Apostolorum, obra del siglo anterior, en la que se
indicaban los lugares de la actividad misionera de los restantes apóstoles. El
valioso texto poético “asturiano” constituye además un perfecto alegato
de Cristología ortodoxa, por lo que su comparación con los escritos polémicos
antiadopcionistas resulta inevitable. En cualquier caso, no consta que deba
atribuirse con seguridad a Beato de Liébana ni a otro autor conocido de los
años del soberano astur, pero fuera quien fuere, el poeta anónimo se descubre
como un ferviente devoto del soberano astur.
Podría
pensarse que la polémica adopcionista, tan relacionada con Pravia, era una
problemática de elites, es decir, de monjes, obispo y sutiles teólogos,
empeñados en discusiones abstractas y terminológicas a finales del siglo VIII,
sin que las bases más populares de la sociedad tuvieran conocimiento de aquella
refriega puramente especulativa. Pero no parece que las cosas fueran así en un
clero mal preparado y abierto a novedades teológicas equivocadas. De hecho, en
una carta del obispo Ascárico, probablemente cercano a las posiciones de
Elipando de Toledo, que se encontraba entonces en Asturias, a un monje (Dei
famulus) llamado Tuseredo, el panorama que se describe, marcado por
desviaciones doctrinales de naturaleza distinta, parece inquietante:
“Sólo las desviaciones doctrinales que pululan por estas
regiones me cuido de manifestarles en síntesis a tu reverencia. Pues muchísimos
asturianos desde aquí hasta la costa que desempeñan funciones propias de
clérigos, casi a una suelen predicar desvergonzadamente en términos abominables
sobre los cuerpos de los justos muertos”.
Sabemos
poco sobre la realidad histórica de estos dos personajes. Ascárico era
seguramente uno obispo más de aquellos que, como el “vate” Astemio de
Cangas de Onís o el propio Eterio, compañero de Beato, habían abandonado su
sede propia, acosados seguramente por los nuevos problemas que planteaba la
invasión musulmana, para refugiarse en las tierras de los asturianos en
principio más seguras y alejadas de los dominios del islam. Tuseredo tenía el
rango de clérigo, quizás un monje que se encontraba en una situación más o
menos segura al amparo de algún cenobio situado tal vez en ambientes
meridionales, con capacidad para enviar textos doctrinales al obispo vagamundo
por las tierras norteñas referentes a problemas teológicos relacionados con la
escatología. Los errores que denuncia este prelado no tienen nada que ver según
parece, con la polémica adopcionista, al menos en la mencionada carta, pero
ponen de manifiesto que la clerecía de las tierras asturianas era muy
deficiente y que su teología dejaba bas tante que desear en el capítulo de la
escatología, si bien él mismo debió de tener serias dificulta des con los
clérigos indígenas a causa de sus posiciones teológicas. El epitafio de un
devoto y venerable abad, llamado Ildemundo, que podría estar relacionado
también con el monacato asturiano de la época, pone de manifiesto una realidad
bien distinta, insinuando quizás la enorme diferencia existente entre la
situación religiosa de los monjes y de los clérigos seculares.
En
la segunda parte del siglo VIII, durante los decenios finales, hemos podido
documentar la existencia de un tal Leminio, fundador de la iglesia rural de San
Tirso de Candamo con el título de monasterium: un patronímico antiguo de fuerte
raigambre visigoda como es bien sabi do. De su fundador sabemos poco, pero a
tenor de la documentación conservada en el Libro Registro de Corias, se
trataría de un representante destacado de la aristocracia rural con capacidad
económica para construir aquella iglesia>monasterio en sus propiedades (villa
de Lugulie), donde viviría seguramente con su familia. Uno nieto suyo,
Mauricinus, ordenado presbítero, ejercerá funciones eclesiásticas en la
mencionada iglesia familiar construida a la vera del Nilone y considerada por
su naturaleza institucional y económica como otras de la época: un bien
hereditario más en el amplio dominio de un poderoso, generadora de rentas y de
poder dominical. Además, al analizar la documentación del monasterio de Corias,
se comprueba que en el linaje familiar de Leminio figuran varios descendientes
ilustres: los obispos de la futura sede episcopal de San Salvador de Oviedo,
Oveco (c.913-c.951) y Bermudo (970-90) Y una hermana de este último, Gegina,
será la abuela materna del conde Piñolo Ximénez, casado con Aldonza Munionis,
los magnates más poderosos de Asturias durante las primeras décadas del siglo
XI, cuando fundan el mencionado cenobio Coriense (1044), a cuyo inmensa masa de
bienes se incorporará una parte nada desdeñable del mencionado monasterio de
San Tirso que era también titular de otro extensísimo dominio fundiario. Todo
hace pensar que Leminio, representante de una de las familias más poderosas que
existían en los albores de la Monarquía Asturiana, con propiedades situada en
el interfluvio final del Nalón-Narcea, límite natural de los Pésicos, podía ser
otro jefe local contemporáneo de Silo y Adosinda, con poderes señoriales
similares a los del primer titular de la llamada corte de Pravia.
En
otra iglesia cercana a San Tirso de Candamo, Santa María de Quinzanas –no
conviene olvidar que formará parte del patrimonio de San Tirso– ha aparecido
recientemente un “tenante” o pie de altar, con inscripción en mayúscula
visigoda (IN HONOREM SACTE MARIE), que relacionábamos recientemente con
la fábrica cortesana de Santianes. Es más, en el lóculo o relicario de ese
tenante, primorosamente trabajado a bisel, fue encontrada una reliquia envuelta
en un paño de seda, que sometido al análisis del C.14 ofrecía una datación
sorprendente: el 770 ± 40.
El
largo y complejo reinado de Alfonso II en Oviedo (791-842) fue decisivo en el
trabajoso proceso de conformación política del Reino Asturiano y para la
consolidación del Cristianismo: su radicación definitiva y la
institucionalización de la iglesia. Nada tiene de extraño que los cronistas al
servicio de Alfonso III el Magno, digan de él, cincuenta años después de su
muerte, que “restauró por entero en Oviedo todo el orden de los godos, tanto
en la iglesia como en el palacio, como lo había sido en Toledo” (C.
Albeldense): un discurso neogoticista que respondía mucho más a la ideología de
la corte de último soberano astur que a las circunstancias concretas existentes
en torno al año 800. El Casto, incapaz de sostenerse en Pravia a pesar de los
apoyos de su tía Adosinda y de la vascona Munia, tiene que refugiarse en
tierras alavesas de los parientes de su madre hasta el 791, cuando regresa a
Oviedo (hunctus est in regno) por la abdicación o renuncia de Bermudo
agobiado seguramente por disensiones inter nas de aquel difícil ambiente
palaciego y por las amenazas provenientes de al-Andalus, y comienza a poner las
bases del nuevo reino. Las razzias musulmanas de Hisham I, que llegan hasta el
mismísimo corazón del reino astur, destruyendo la primitiva basílica de San
Salvador (794-95), suponen un duro revés para sus proyectos políticos, por más
que consiguiera destruir la primera expedición de castigo en Lutus (Lodos) a la
vera del Camín de la Mesa: no lejos del Pravia y en el mismo interfluvio y
límite de pésicos y astures. Depuesto por segunda vez (801 802), sus leales le
sacan del monasterio de Abelania, donde había sido recluido: un episodio que
demuestra, entre otras cosas, la importancia que tenía el monacato en estos
años, si bien es cierto que desconocemos la situación exacta del Abelania de
las Crónicas. Entonces puede comenzar ya la etapa más fecunda y definitiva de
su gobierno, donde se mantendrá todavía mucho tiempo, aunque parece que durante
los últimos años de mandato se vería obligado a compartir el poder con Ramiro
I.
Después
de esta segunda “toma de posesión” de la sede de Oviedo, Alfonso II se
siente con fuerza para emprender la lucha contra el islam, dotar las oportunas
estructuras administrativas su reino y acometer la consolidación de la iglesia
asturiana en sus aspectos materiales más básicos y también en lo institucional.
Repara a fondo la basílica de su padre dedicada a San Salva dor –las crónicas
hablan de edificación– construye de nueva planta la de Santa María que
convertirá en panteón regio, un baptisterio, y en la parte occidental otro templo
dedicado a San Tirso. Todo este conjunto fue rodeado por un muro circundante
que definiera y protegiera al mismo tiempo el espacio de aquella hierópolis.
Las Crónicas no pueden omitir, lógicamente, otra obra situada al norte y a una
relativa distancia de venerable conjunto eclesiástico, la espléndida iglesia de
San Julián y Santa Basilisa, “de mucho arte y admirable disposición”,
aneja al palacio del soberano, constituyendo así un espléndido conjunto
palatino. La devoción a los mártires visigodos Julián y Basilisa, destacados
por su castidad según el texto de la Passio alto medieval, quizás tenga que ver
con el sobrenombre de este monarca.
Alfonso
II hizo construir también otras iglesias en distintas partes de Asturias a lo
largo de su dilatado reinado. Dos, concretamente, en el mismo “territorio de
Oviedo”: San Pedro de Nora al sur del mismo, cerca de la desembocadura del
río Nora en el Nalón, a la vera de una de las vías que relacionaban Oviedo con
el Camín de la Mesa. La otra, también en la parte meridional del territorio,
pero más hacia el este, en la zona por la que penetraba el camino del Nalón
medio y alto en tierras de Oviedo: Santa María de Bendones. Contemplando el
mapa de construcciones eclesiásticas del Rey Casto en esta comarca, tenemos la
impresión de que pretendía ajustarse a planteamientos ideológicos cargados de
simbolismo teocrático como el modelo de Aquisgrán: sacralizar el espacio
central su reino, el viejo Ovetao, con un núcleo articulador presidido por las
iglesias de la hierápolis, y jalonarlo por el norte y el sur con San Julián de
los Prados y Nora-Bendones respectivamente. En otras latitudes más alejadas
aparecen tam bién por primera vez numerosos templos. De hecho, del total de los
incluidos en nuestro listado para toda la época de la Monarquía astur, el 18, 8
por ciento se sitúan en estos cincuenta primeros años del siglo IX. Y varios de
ellos llevan el significativo título añadido de monasteria.
Para
la historia de la Iglesia asturiana constituye un hito decisivo la fundación de
la diócesis de Oviedo, sobre el 812, año de la donación fundacional de la nueva
sede episcopal. El acto podría haber tenido lugar en una reunión de obispos,
una especie de asamblea conciliar que el obispo don Pelayo convertirá tres
siglos más tarde en otro mito de orígenes, redactando la famosa falsificación
de las supuestas Actas del I Concilio de Oviedo y una serie de falsificaciones
destinadas a engrandecer la nueva sede51. Y aquella creación de la sede
episcopal fue importante para la historia de la evolución y consolidación del
cristianismo y de la sociedad astur, porque fundar, reorganizar,
institucionalizar y consolidar la iglesia no era más que la dimensión trascendente
del mismo proceso en el campo de lo socio-político y, en cierto modo, una
garantía más de pervivencia de estas realizaciones seculares. Se podría decir
que eran dos caras de la misma realidad, según se expresa varias veces en la
literatura cronística altomedieval.
Las
Crónicas hacen caso omiso de las relaciones del Casto con Carlomagno durante
los últi mos años del siglo VIII: entre las peligrosas acometidas de Hisham I y
la deposición de comienzos del IX. Estos silencios, cargados seguramente de
intencionalidad, servirían para apuntalar el complicado proceso de reafirmación
política del reino de Oviedo y para que sus ideólogos pudieran participar de
alguna manera en las corrientes ideológico-religiosas y culturales de
Aquisgrán, sin descartar las artísticas. La pintura anicónica del románico
asturiano podría constituir un indicio claro de esa influencia del Emperador,
cuya posición en la “Controversia de las imágenes” es bien conocida. Uno
de los representantes del soberano astur en la del 798 fue Basilisco, conocido
teólogo de la controversia adopcionista, que había escrito un tratado o libelo
contra el arzobispo Elipando, contribuyendo seguramente con su presencia a
liquidar los problemas de ortodoxia en las comarcas cántabro-astures, cuando
los teóricos del rey carolingio estaban haciendo lo mismo en las comarcas
pirenaicas influidas por Félix de Urgell, el otro corifeo de la famosa herejía.
Los esfuerzos comunes de los dos soberanos recomendaban la presencia de
Basilisco, cuyos orígenes desconocemos, en la corte franca. Algunos leves
indicios literarios y artísticos conservados ponen de relieve también la
indudable existencia de una voluntad de ortodoxia en los círculos del Rey
Casto. Nos referimos a expresiones de la mencionada donación fundacional del
812:
“Fuente
de vida, ¡oh! luz, autor de la luz, alfa y omega, principio y fin, raíz y
linaje de David, estrella esplendorosa y matutina, Cristo Jesús, que con Dios
Padre y Espíritu Santo eres Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre”.
Y
por otra parte, la magnífica decoración de la iglesia de San Julián de los
Prados, a las afueras de Oviedo, podría interpretarse como una especie de
diálogo entre lo terrenal y lo trascendente o, si se quiere, una especie de
discurso o confrontación entre las dos ciudades, la terrena y la celestial,
dentro del clima escatológico que se respiraba entonces en las regiones
norteñas, como han formulado no hace mucho algunos autores. El aniconismo
radical de aquel gran conjunto pictórico de Santullano, donde el rey cristiano,
trasunto de Jesucristo, el único y verdadero rey celestial mediador entre ambas
ciudades, se convierte también en pontífice terrenal y sagrado al mismo tiempo,
que une a ambas ciudades aunque sea de forma vicaria, quizás se explicaría mejor
teniendo en cuenta las influencias la ideología religiosa aquisgranense.
Durante
el reinado de este soberano, concretamente entre el 820-30 tiene lugar la
Inventio del sepulcro de Santiago en Compostela, de consecuencias
trascendentales para el cristianismo medieval de toda la Península. El titular
de Oviedo, muy atento a lo que estaba sucediendo en las diferentes regiones de
su reino, especialmente en las de la periferia, se apresuró a construir una
pequeña iglesia sobre la supuesta tumba apostólica y a “promocionar su culto y
el “Locus Sanctus Beati Iacobi”.
Si
como parece, Alfonso II tuvo que convivir los últimos años de su reinado con
Ramiro I, su muerte (842) no significó la liquidación definitiva de los
problemas de jefatura política en Asturias. Nepociano, pariente también de
Alfonso II, y Ramiro tienen que dirimir una con tienda sucesoria por las armas.
Detrás del primero estarían, seguramente, astures y cántabros, como en los
tiempos de Alfonso II. El promotor de las admirables construcciones del
Naranco, a las afueras de Oviedo, tenía el apoyo de los pueblos más
occidentales, los galaicos y seguramente los pésicos. El enfrentamiento y la
derrota definitiva del primero tuvo lugar precisa mente en las márgenes del río
Narcea –“junto al puente del Narcea”, tal vez Curniana– como precisan
las Crónicas, para terminar sus días cegado en un monasterio, según la más
genuina tradición visigoda. Desde ese momento los problemas sucesorios quedarán
liquidados.
Las
aportaciones más sobresalientes de Ramiro I a la historia del cristianismo
astur fueron sus magníficas construcciones en el monte Naranco: la iglesia de
San Miguel de Liño –la Santa María de las Crónicas– y el palacio>iglesia de
Santa María, con varios edificios más, y Santa Cristina de Lena, que
constituyen un conjunto arquitectónico singular en la historia del arte
asturiano. La Albeldense distingue a este soberano con el calificativo de “vara
de la justicia”, por que la emprendió con los bandoleros y rebeldes, “arrancándoles
los ojos” y con los magos, condenándoles a la hoguera. Resulta difícil
medir el alcance esa empresa de reforma y pacificación social. Se entiende
bien, si estos magnates rebeldes y bandoleros eran grupúsculos de partida rios
de Nepociano. La acción contra los magos es menos comprensible. La magia y el
cristianismo convivieron durante muchos siglos, como había ocurrido en el
paganismo prerromano y en la misma religión romana. La Edad Media está llena de
disposiciones conciliares o sino dales contra esta forma espuria de
religiosidad dentro y fuera de Asturias. Adivinar y hacer con juros mágicos
estará en boga hasta la Modernidad. Nosotros hemos considerado la magia y el
cristianismo como dos subsistemas dentro de la religión natural, hasta que el
segundo se con vierta en subsistema predominante por gozar del apoyo de las
instituciones políticas durante toda la Edad Media y Moderna. Por eso resulta
difícil comprender el alcance de la acción reformista del riguroso Ramiro. En
cualquier caso, este episodio evidencia claramente que la magia era un sustrato
religioso de importancia en el cristianismo astur, cada vez más generalizado y
vinculado con un naturalismo materialista propio sociedades predominantemente
agrarias, que trataban de encontrar explicaciones y justificaciones metafísicas
a fenómenos y acontecimientos inexplicables para los simples campesinos. Y
estas formas de religiosidad popular asturiana tenían poco que ver con las
sutilezas teológicas de la controversia elipandiana.
La consolidación definitiva de la iglesia asturiana y de la
ideología política
Con
Ordoño I (850-65), “moderado y paciente y padre del pueblo”, después de
someter “a su ley a los vascones”, el Reino Asturiano se consolida
definitivamente y tiene ya capacidad para emprender importantes campañas de
repoblación u reorganización social y de reconquista contra el islam, lejos de
las tradicionales fronteras defensivas formadas por las cordilleras que
circundaban el solar central del reino. Los cronistas, que consideran “felices
los años de su reinado”, no dudan en consignar puntualmente dichas
campañas. Y dentro de este programa de reestructuración social lleva a cabo la
restauración de la diócesis de Astorga y la creación de la sede episcopal de
León que comienza entonces su historia independiente de la astorgana. No
tenemos una información precisa sobre la influencia concreta de este soberano
en las estructuras sociales asturianas. Pero debió ser muy positiva, ya que
entre el 850 y el 875 contabiliza mos el 8 por ciento aproximadamente del
conjunto de iglesias que figuran por primera vez en nuestro listado. Y varias
se sitúan en las comarcas del Aller-Lena. El año 860, el soberano astur dona un
conjunto de bienes inmuebles de su propiedad al primer obispo de León Frunimio,
situados en dichas latitudes. El documento tiene un notable interés para
comprobar la función de las iglesias y monasterios en la reorganización social
de la época:
“Junto
al río Llena la iglesia llamada Santa Eulalia, fundada en la villa de Ujo
(Ussio). Y añadimos también otra basílica dedicada a Santa María y debajo de
ella la decanía donde está el monasterio de San Martín, a la vera del río Aller
, en la villa de Salceda (Sauceta), con edificios, el ajuar (ornatus) de la
iglesia, libros, viñas, manzanos, y tierras: tanto las que le pertenecen en la
actualidad, como las que están en manos de hombres laicos destacados (homines
laici incliti) o que monjes negligentes enajenaron de aquel lugar; tómalo
todo con rigor, restitúyelo a la iglesia, mantenlo con firmeza, y en todo el
entorno señala los límites (dextros)como mandan los cánones para enterrar los
cuerpos de los difuntos y para sustento de los hermanos…”
El
largo reinado de Alfonso III el Magno (866-910) supuso la culminación de la
evolución política del reino astur con fronteras sólidas establecidas en el
valle del Duero y al sur del Mondego y el flanco oriental bien protegido
gracias a la alianza de Oviedo y Navarra, la consolidación progresiva de sus
estructuras sociales con avances espectaculares en los procesos repobladores y
la implantación del cristianismo con iglesias y monasterios extendidos por
todas partes. La C. Albeldense es taxativa: “en su tiempo crece la
Iglesia y se amplía el Reino”. Y más adelante dirá que “todos los
templos del Señor son restaurados por éste príncipe”. Sampiro volverá a
formular lo mismo más tarde:
“En
su tiempo es ampliada la iglesia, las ciudades... se pueblan por los
cristianos, los obispos son ordenados según el derecho canónico, y se alcanza
el río Tajo” poblando (texto Silense)”.
Y
el texto pelagiano del Sampiro no se queda atrás describiendo los avances del
rey Magno: “hizo muchas iglesias y castillos” que quiere enumerar
minuciosamente.
El
redactor de la Albeldense, entusiasmado con las obras del Rey Magno, llega a
decir de él que “edificó (en Oviedo) una ciudad con palacios reales”. En
realidad, no se trataba de crear de la nada un núcleo monumental cortesano, en
su doble vertiente político-eclesiástica, por que existía desde más de medio
siglo por obra de Alfonso II, y los titulares de la sede episcopal se iban
encargando ya de ir completándolo con construcciones nuevas como la residencia
episcopal con sus dependencias, sino de completarlo y hacerlo más funcional. La
Cámara Santa, con su cripta dedicada a Santa Leocadia, donde se habrían
depositado las reliquias de San Eulogio y Santas Leocricia a la vuelta de
Córdoba del embajador Dulcidio el 884 y la iglesia de San Miguel, donde se encuentran
las famosas reliquias ovetenses, adosada a la torre vieja de San Miguel, sería
la primitiva capilla episcopal con su panteón, construida probablemente a
comienzos del reinado de Alfonso III. El arqueólogo García de Castro atribuye
la obra al obispo Hermenegildo (881-89), y su hipótesis reconstructiva y
funcional nos parece razonable. Y el poderoso soberano se limitó a construir
una fortaleza para la defensa dentro del recinto primigenio, muy cerca del
precioso relicario de la Cámara Santa y el palacio real con una iglesia
dedicada a San Juan, fuera de la conocida hierápolis.
No
lejos de Oviedo, relacionado con una villa, Boides (Villaviciosa) y un palacio
construido por el rey Magno, se levanta el famoso “conventín” de
Valdediós, otra magnífica iglesia palatina, que marca una etapa novedosa en la
evolución del Prerrománico, en la que los elementos tradicionales de este arte
se enriquecen también con influencias árabes o mozárabes69. Según la preciosa
inscripción consagratoria, lo consagran el 893 siete obispos: un indicio claro
de la importancia que Alfonso III daba a esta obra y una prueba también
evidente del avance de la reorganización eclesiástica no sólo en Asturias sino
en los distintos reinos cristianos del Norte. De hecho, seis de ellos eran
titulares de antiguas sedes de la vieja metrópoli Bracaren se, donde la acción
repobladora y restauradora del rey astur había sido decisiva. El último, Elleca
de Zaragoza, habría escogido la protección de este soberano acuciado por las
amenazas del islam contra su sede. La temática dominante en el bellísimo texto
poético del epígrafe tiene que ver con el perdón y la misericordia divinas y el
dolor por las culpas: unos sentimientos que podrían ser el eco de los graves y
dolorosos problemas familiares sufridos por Alfonso III a causa de la rebelión
de sus hijos contra él en la década anterior a la fundación. San Adriano de
Tuñón, otra obra señera de la época del Rey Magno, se edifica al sur de Oviedo,
en el valle del río Trubia y no lejos del frecuentado Camín de la Mesa. En la
actualidad, estamos seguros de que esta abadía o monasterio, dotado
espléndidamente por Alfonso III en el 891-94, fue concebido como un monumento
conmemorativo de la derrota definitiva de Munnuza en Olalies (Proaza), huyendo
de las tropas cristianas hacia La Mesa.
Los
artistas del poderoso mecenas cristiano de Oviedo dejarían además un precioso e
inestimable legado de orfebrería: la llamada Cruz de la Victoria, la de
Santiago, la Caja de las Reliquias de Astorga y la no menos conocida Caja de
las Ágatas, donada por su hijo Fruela II a la catedral ovetense el año 910. La
conocida leyenda: Hoc signo tuetur pius / Hoc signo vincitur inimi cus
de la Cruz de la Victoria, que ya figuraba en la de los Ángeles de Alfonso II,
y que puede leerse también en la de Compostela y en otras reproducciones
posteriores dentro y fuera de Asturias, recuerda seguramente el “prodigio”
de Puente Milvio, cuando Constantino vencía a Majencio a las puertas de Roma
confiando en otras palabras que sonaban casi igual, trasmitidas por Lactancio y
Eusebio de Cesarea en la primera parte del siglo IV. Los soberanos asturianos,
al utilizar como emblema político preferente la Cruz con esa leyenda
victoriosa, estaban refiriéndose a la victoria sobre sus enemigos políticos,
que lo eran, al mismo tiempo, del cristianismo y de la Iglesia: los seguidores
del islam. En el fondo pretendía reproducir la gesta victoriosa del primer
emperador cristiano, debelador de herejes y cismáticos y artífice del Imperio
Romano Cristiano Occidental, que al mismo tiempo era la expresión sacramental o
simbólica del reino de Dios y de Cristo en la tierra. El Rey Casto, cuando
mandaba esculpir esta frase 75 años antes, podía contar igualmente con otro
paradigma muy cercano para for mular la misma teología política de fuerte sabor
teocrático: la obra del Emperador de Aquisgrán que en el 808 había alcanzado ya
la cumbre de su poder. Y no cabe ninguna duda de que Carlomagno se veía a sí
mismo como el nuevo Constantino. La ideología política del soberano franco
estaba impregnada de sacralidad en su concepción y en la administración
ordinaria de su gobierno. Por eso, parece normal que en Asturias se funden
varias iglesias dedicadas al Salvador, al Rey de Reyes: el principio frontal de
cualquier poder en la tierra, tanto de naturaleza política como religiosa.
Esta
ideología teocrática, transida de providencialismo, constituye la urdimbre de
toda la literatura cronística de Alfonso III, repetidamente mencionada y, por
lo demás, una característica habitual de la historiografía y de la literatura
cristiana de su época y prácticamente de todo el Medievo. Sobre esos dos
presupuestos, los cronistas del último rey asturiano elaboran tam bién el
mitema del neovisigotismo asturiano, no exento de evidentes connotaciones
políticas: una explicación historiológica que también hacían los propios
mozárabes. Los teóricos del soberano ovetense, clérigos mozárabes seguramente,
que quisieron ponerse bajo la protección y tutela de la corte ovetense para
alejarse de las dificultades socio-económicas y religiosas experimentadas por la
mozarabía andalusí durante los últimos años del reinado de Abd al-Rah man II
(822-852) y los primeros de sucesor (Muhammad (852-886), describen la
construcción política del nuevo reino astur como la continuación Toledo y
descubren en los avances milita res y repobladores de la meseta, protagonizados
por el rey o por sus nobles, una etapa decisiva de la recuperación y
reconquista del viejo reino visigodo y de la reconstrucción de la Iglesia
hispana arruinada por el poder musulmán. Los éxitos del Rey Magno al sur de los
Pirenneos montes encontraban en estos planteamientos una justificación
ideológica adecuada. Tratar de leer entre líneas las motivaciones básicas de
índole económico social, como podría ser la dinámica expansionista de un
feudalismo en vías de formación de los primeros señores de las tierras
norteñas, que existieron sin duda alguna y funcionaron eficazmente, resulta
prácticamente imposible en esta clase de textos.
La
conciencia de la cercanía del final de la dominación islámica en España, tan
vinculada casi siempre a situaciones políticamente conflictivas y a períodos
históricos bien trabajados por la influencia de la literatura apocalíptica,
serviría así mismo para reforzar los presupuestos anteriores y para consolidar
con nuevos recursos teóricos la orientación política predominante en la corte
de Oviedo. Las expresiones de la última parte de la C. Albeldense, llamada
también C. Profética, son ya muy conocidas:
“También
los propios sarracenos, por algunos prodigios y señales de los astros, predicen
que se acerca su perdición y dicen que se restaurará el reino de los godos por
este príncipe nuestro; también por revelaciones y apariciones de muchos
cristianos se predice que este príncipe nuestro, el glorioso don Alfonso (III),
reinará en tiempo próximo en toda España.... Restan hasta el día de San Martín,
el 11 de noviembre, siete meses y estarán cumplidos 169 años, y empezará el año
centésimo septuagésimo. Cuando los sarracenos los hayan cumplido, según la
predicción del profeta Ezequiel recogida más arriba, se espera que llegue la
venganza de los enemigos y se haga presente la salvación de los cristianos”.
La
conciencia de una escatología inminente en la década del 880 dentro de los
ambientes cultos musulmanes con virtualidades políticas negativas deberá
ponerse en relación probable mente con la rebelión de Umar Ibn Hafsun,
peligrosa y temible por su magnitud, que había comenzado el año 880, para
prolongarse hasta los primeros años de Abd-al Rahman III (912-61). El
pensamiento musulmán sobre el fin del mundo podría estar influido también por
las corrientes apocalípticas del judaísmo y del cristianismo, muy fecundas
durante esta centuria y alimentadas por la interpretación de la profecía de
Ezequiel y de las setenta semanas. Al fin y al cabo, en aquellas décadas, como
escribía hace años J. Gil, existía “una religiosidad promiscua, con la
repercusión subsiguiente no sólo en el pensamiento...sino también en las
respectivas formas de ser y sobre todo de sentirse cristiano, judío y musulmán,
dado que los estímulos externos condicionan la manera de entender ese concepto
abstracto que es la religión”.
La
biblioteca de Alfonso III, a cuyos contenidos podemos aproximarnos gracias a un
“Catálogo” confeccionado por Ambrosio de Morales en el siglo XVI cuando
visitaba la “Libre ría de la Iglesia de Oviedo” –ubicada seguramente en
el Archivo del Cabildo– constituye un buen muestrario de la literatura
religiosa que predominaba en la corte en torno al 900. El elenco es amplísimo.
Abundan los títulos de comentarios bíblicos, entre los que no podía faltar una Expositio
Danielis et Apocalipsis, juntamente con el Canticum Canticorum.
También son abundantes las obras de los grandes Padres de la Iglesia, entre los
cuales puede encontrase un volumen con Apringio de Béjar y de los grandes
autores visigodos. En este último capítulo desta ca sobre manera la “bibliografía”
del Hispalense y dos de contenido apocalíptico; el Prognosticon futuri
saeculi de San Julián de Toledo (c.652-690), un autor determinante para la
historia del género escatológico, y el Comentario al Apocalipsis de Beato:
prueba evidente de las corrientes de pensamiento que predominaban en Oviedo a
finales del siglo IX.
Alfonso
III contribuyó también a la consolidación de Compostela construyendo una
basílica sobre la primera, mucho más modesta, de Alfonso II, dotándola con
generosidad y propiciando la consagración de la misma el año 899 con la
presencia de un nutrido grupo de obispos el año 899. Varios de ellos habían
asistido ya la consagración de Valdediós. Dos siglos más tarde, el obispo D.
Pelayo vinculará este hecho importante para la evolución del culto jacobeo con
la supuesta creación del arzobispado de Oviedo en unas actas conciliares falsas.
En
tiempos del Rey Magno comienzan a estar documentadas ya iglesias por muchas
comarcas asturianas. El 24 por ciento aproximadamente de las incluidas en
nuestro catálogo inicial se sitúan entre el 850 y el 900. La serie del siglo X
es muchísimo más amplia: represen ta más del 37 por ciento de la totalidad.
Puede decirse ya que se encuentran en todas las latitudes del viejo solar del
reino astur. La mayoría son monasterios prebenedictinos con estructuras
monásticas muy rudimentarios o nulas En muchas ocasiones se percibe con
claridad que el término monasterium se utiliza para designar solamente una
sencilla iglesia rural o un santuario. En realidad, resulta difícil encontrar
los rasgos definitorios de un cenobio propiamente dicho, masculino o femenino,
antes del año 1000.
Cualquier
experiencia de vida cenobítica asturiana que aparece en la documentación
anterior a esas fechas, se caracteriza por la ausencia de un ordenamiento
disciplinar claro, relacionado con las Reglas monásticas tradicionales, aunque
algunas de esas casas pretendieran ajustarse, según los textos, a una
disciplina de raigambre visigoda. Los grupos de hermanos (fratres-sorores), con
frecuencia de ambos sexos, sin conciencia clara todavía de conformar una
realidad específica y distinta de otras haciendas vecinas o de grandes y
pequeños dominios cercanos, con una evidente impronta de establecimiento
familiar y hereditario, tienen también mucho que ver con el origen de numerosos
pueblos altomedievales y con las empresas de colonización o de reorganización
administrativa del primer poblamiento del alto Medievo. Y, por otra parte,
muchas de esas fundaciones “monásticas” constituyen el capítulo inicial
de la historia de la formación de los primeros señoríos medievales asturianos.
Finalmente,
aunque la documentación no sea muy expresiva, puede comprobarse enseguida que
el proceso de organización del espacio en forma de “villae” o aldeas,
vinculado tam bién al de concentración territorial en beneficio de determinados
señores, titulares de iglesias o de monasterios, se encuentra ya en una fase
relativamente avanzada: prueba evidente de la consolidación de las estructuras
feudales en forma de señoríos, que utilizan las instituciones y realidades
eclesiásticas como instrumentos de cohesión económico-social. Se puede
constatar así mismo con relativa frecuencia cómo una determinada
iglesia-monasterio era dueña y seño ra de otras instituciones similares, signo
inequívoco, al mismo tiempo, de la configuración jerarquizada de los distintos
núcleos poblacionales de muchos territorios que aparecen ya perfectamente configurados.
Las relaciones entre las distintas iglesias de un mismo “territorium”
evidencia también la articulación espacial en vías de estructuración
relativamente avanzadas. La protohistoria de San Miguel de Bárcena (Tineo),
puede constituir una referencia muy significativa de la naturaleza y de las
funciones de estos “monasterios” asturianos de esta época:
“El conde Vela y su mujer la condesa Totildi edificaron de
nuevo el monasterio de Bárcena (c.950) y tuvieron cuatro hijos: Vermudo Velaz,
Sancho Velaz, Oveco Velaz y Xemena Velaz. Esta Xemena Velaz fue madre de la
condesa Aragonti, de la que nació el conde Piñolo (fundador de San Juan de
Corias en 1044)... En la villa de Valle, junto a San Martín, está San Miguel de
Bárcena y fue heredad de los condes Vermudo Velaz y Fruela Velaz, que fueron
los fundadores de este monasterio. Varcenella es de Bárcena y fue de Tello
Lobelliz, que era merino del conde Fruela Velaz... Yo, Alfonso Rey (Alfonso V),
hijo del rey Bermudo (II)... ofrezco y concedo al monasterio de San Miguel de
Bárcena pequeños dones para conseguirlos grandes en el futuro. En primer lugar
protejo con un privilegio de coto dicho monasterio en seis mil sueldos
(1010)... “La condesa Auria Xemeniz, hermana del conde Piniolo, regía el
monasterio de monjas (santimoniales) (1017)”.
Integrado
en la masa patrimonial de los condes Piñolo Xemeniz y Aldonza Munionis, pasa a
engrosar los contenidos de la carta fundacional de San Juan de Corias (1044),
para convertirse más tarde en cenobio masculino.
“Álvaro
Vermuti y su mujer Guina Gogniz edificaron el monasterio de San Salvador de
Cibuyo (a mediados del siglo X) y tuvieron cinco hijos… y lo dividieron entre
ellos en quintas partes...”.
Y
en el elenco de “villae” que dependían de este cenobio figuran: San
Jorge, Santiago de Perpera, San Martín de Verganne (Bergame), San Mamés, San
Miguel de Villar, San Jorge y Santiago (todo el patrimonio monástico irá
incorporándose al de Corias paulatinamente).
Aragonti
Alvariz (la cuarta hija de los fundadores de Cibuyo), fue mujer de García
Armentariz y ambos, con el padre de ella, edificaron el monasterio de Villa
Cipriane (Villacibrán), y lo juntaron a la quinta de Cibuyo (tuvieron dos
hijos, y el conjunto patrimonial de este ceno bio que se disgrega, irá pasando
paulatinamente a S. Juan de Corias).
Y
podrían ponerse muchos más ejemplos de este tejido económico-social, formado
por iglesias y monasterios, “villae” o aldeas, diversas clases de bienes
raíces y de derechos, vinculados todos ellos de diferentes maneras a los
linajes de los condes fundadores de Corias. Y en esos procesos, a veces
complicados, podían heredarse y pasar de mano en mano, hasta llegar a los
titulares del poderoso dominio feudal que fue este gran cenobio medieval.
F. J. Fernández Conde
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