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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Capítulo 18 - Pintura barroca española - La escuela toledana y escuela valenciana

Primera mitad del siglo XVII

La escuela toledana
En Toledo se creó una escuela pictórica en la que sobresale Juan Sánchez Cotán (1560?-1627), pintor ecléctico y variado del que se estiman especialmente sus bodegones. En esta España de principios de siglo alcanzó especial relieve el tipo de bodegón dedicado a las frutas y las hortalizas. Sánchez Cotán, que no pudo conocer la obra de Caravaggio, lo mismo que Juan van der Hamen, desarrolla un estilo cercano a lo que hacían pintores –y pintoras- holandeses o flamencos como Osias Beert y Clara Peeters, e italianos como Fede Galizia, estrictamente contemporáneos e igualmente interesados en la iluminación tenebrista, lejos de las más complicadas naturalezas muertas de otros maestros flamencos. ​ La composición en los bodegones de Cotán es sencilla: unas pocas piezas colocadas geométricamente en el espacio. Para explicar estos bodegones se han dado interpretaciones místicas y se ha dicho que la ordenación de sus elementos se podía relacionar con la proporción y la armonía, tal como las entendía el neoplatonismo. ​ Debe advertirse, con todo, que los escritores contemporáneos nunca encontraron explicaciones de esas características, limitándose a ponderar la exactitud en la imitación del natural. ​​ En su Naturaleza muerta con frutos (Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino) de la Fine Arts Gallery de San Diego se aprecia la sencillez de este tipo de representación: cuatro frutos colocados en un marco geométrico, en el borde inferior y el extremo izquierdo, dejando en intenso negro el centro y la mitad derecha del cuadro, con lo que cada una de las piezas puede verse en todo detalle. Llama la atención ese marco arquitectónico en el que encuadra sus frutos y piezas de caza; puede que aluda a las alacenas típicas de la España de la época, pero también le sirve, indudablemente, para reforzar la ilusión de perspectiva. ​
Otros artistas toledanos destacados fueron Luis Tristán y Pedro Orrente. Tristán fue discípulo del Greco, y estudió en Italia entre 1606 y 1611. Desarrolló un tenebrismo de corte personal y ecléctico, como se puede apreciar en el retablo mayor de la iglesia de Yepes (1616). Orrente residió igualmente en Italia entre 1604 y 1612, donde trabajó en el taller de los Bassano en Venecia. Su obra, llevada a cabo entre Murcia, Toledo y Valencia, se centró en los temas bíblicos, con un tratamiento muy realista de las figuras, animales y objetos, como en el San Sebastián de la Catedral de Valencia (1616) y la Aparición de Santa Leocadia de la Catedral de Toledo (1617). ​ 

LUIS TRISTÁN de ESCAMILLA, (Toledo, h. 1585-ibídem, 1624)
También conocido como Luis de Escamilla o Luis Rodríguez Tristán, fue un pintor español del manierismo, perteneciente al Siglo de Oro. Se le considera el mejor discípulo del Greco, si bien evolucionó hacia un naturalismo tenebrista totalmente opuesto.
Hijo de comerciantes y artesanos toledanos, Tristán entró a trabajar como obrador del Greco, cuyo estilo imitó hasta el punto de haber confundido en ocasiones a los críticos, que han atribuido obras de cada uno al que no era. Con él estuvo entre 1603 y 1606, pero luego marchó a Italia, donde estuvo desde 1606 a 1613.
Se le considera el principal discípulo del pintor toledano, sin contar al hijo de éste, Jorge Manuel Theotocópuli, de calidad muy inferior.
Luis Tristán trabajó toda su vida en Toledo. No estilizó tanto las figuras como el Greco e intentó matizar un Manierismo ya pasado de moda con el enfoque naturalista en los pormenores y el tratamiento de la materia, enfoque que provenía del caravaggismo italiano y los ecos de la Contrarreforma. Su estilo es muy personal, con un tono de áspera gravedad, de gamas terrosas sobre las que brillan toques de intenso colorido luminoso.
Aparte de algunos retratos de acusado realismo (Anciano, El calabrés, El Cardenal Sandoval, etcétera), su obra principal es de temática religiosa. Presenta las figuras alargadas y distorsionadas y recrea las composiciones del maestro, pero introduce elementos de la vida cotidiana como cuota al gusto naturalista que se terminó imponiendo, y sus figuras presentan mayor peso.
Acaso su trabajo más importante es el conjunto de cuadros realizado para el retablo del altar mayor de la colegiata de san Benito Abad de Yepes (Toledo), fechado en 1616, con seis escenas de la vida de Jesús y ocho medias figuras de santos. En la Guerra Civil se destruyeron las esculturas de santos del retablo, pero los lienzos desgarrados pudieron repararse en el Museo del Prado, y casi todos se devolvieron en 1942; en este museo quedaron los de Santa Mónica y Magdalena.
Otras obras de Tristán son San Luis repartiendo limosna (Museo del Louvre), y La ronda del pan y del huevo (Museo de Santa Cruz, Toledo).
Entre sus discípulos tuvo al bodegonista Pedro de Camprobí. 

San Juan Bautista en el desierto
Primer tercio del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 104 x 83 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución.
En el Inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia aparecen dos cuadros con la representación de san Juan Bautista. Dado que el cuadro procedente de San Pedro Mártir es, con seguridad, el cuadro de autor anónimo madrileño, el de los trinitarios calzados debe de ser éste. No fue registrado en el Inventario de las pinturas recogidas en Toledo por el pintor Juan Gálvez.

San Antonio Abad
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 167 x 110 cm. Museo del Prado.  Depósito en otra institución
San Antonio fue un anacoreta nacido en los confines de la Tebaida hacia el año 250 de nuestra era; practicó una vida de total desapego a los bienes terrenales y durante veinte años se retiró a una gruta donde se entregó a la oración y la penitencia. Los rigores de su retiro llegaron a convertir a San Antonio en el ermitaño por excelencia, cuyo ejemplo fue seguido por otros cristianos.
Luis Tristán (hacia 1590-1624) se formó inicialmente en el taller de El Greco, durante los años de 1603 y 1606. Del pintor cretense tomará algunos aspectos fundamentales de su pintura, especialmente un tono manierista en la representación de las figuras, alargadas y de trazado nervioso; a veces es incluso un divulgador de tipos y composiciones salidas de la invención de El Greco, aunque siempre tamizadas por un marcado naturalismo, un tono descriptivo en todos los detalles, que responde a la absorción de otras corrientes impuestas en la pintura toledana y madrileña en la década inicial del siglo XVII.
En la iluminación de sus obras se escapa de la órbita delirante de El Greco en sus años finales, momento en que se vinculó Tristán al taller de Theotocopulos, aproximándose más a los efectos tenebristas de los primeros caravaggistas, a los que pudo conocer en Italia, a donde llegó en 1606 para permanecer hasta 1611. Pero además de esta formación italiana, no muy frecuente ya para los artistas españoles una vez iniciado el siglo XVII, Tristán recibió nuevos estímulos una vez regresado a suelo hispano. Carducho, Gajes y Juan Bautista Maino, todos ellos ligados a las novedades pictóricas italianas, agrandaron el repertorio formal de Tristán.
San Antonio Abad debe ser visto sobre todo como una buena representación de la simbiosis pictórica del pintor. Sin abandonar del todo las composiciones tomadas de El Greco (el eco de San Jerónimo reconcentrado en su retiro penitencial es evidente), Tristán desarrolla una obra de marcado naturalismo, donde iluminación, expresividad y notas realistas dan prueba de la sintonía con la pintura imperante en el Madrid del primer cuarto del siglo, especialmente con la de Bartolomé Carducho. Aunque desconocemos el destino inicial de esta tela, la suponemos procedente de Toledo, de donde debió de llegar para formar parte del Museo de la Trinidad, creado en el siglo XIX para custodiar las obras procedentes de las iglesias y monasterios de las provincias próximas a Madrid que fueron desamortizados en 1835. 

San Pedro de Alcántara
Primer cuarto del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 169 x 111 cm. Museo del Prado.  Depósito en otra institución
San Pedro de Alcántara (1499-1562) fue uno de los religiosos más populares en la España del Siglo de Oro, tanto por su labor como reformador de la orden franciscana como por su vida extraordinariamente ascética. En este caso, Luis Tristán utiliza una técnica naturalista para construir una imagen de extraordinária eficacia devocional, que sin duda revela el paso del pintor por el taller del Greco. El santo crispa las manos y dirige al cielo su mirada ansiosa, llena de fervor místico. El cuadro abunda en referencias a la condición del modelo: su hábito remendado alude a la extrema pobreza de la que hacía gala; el grueso cordón no es sólo el emblema de su orden sino también referencia a la penitencia corporal; la calavera actúa en ese mismo sentido; y el tintero y los libros sobre la roca nos recuerdan que fue un destacado escritor ascético.

Calvario
Hacia 1613. Óleo sobre lienzo, 231 x 158 cm. Museo del Prado
Este Calvario, con Cristo en la cruz muerto y flanqueado por la Virgen y san Juan, está considerado como uno de los lienzos de más calidad del numeroso elenco de Calvarios realizados por Luis Tristán. Es además un significativo ejemplo de su pintura, deudora en muchos casos de las composiciones y de los modelos figurativos del que fuera su maestro en ToledoEl Greco, pero también del tenebrismo caravaggista que conformó la segunda y definitiva formación de Tristán en Roma, ciudad en la que vivió entre aproximadamente 1606 y 1612. De regreso a Toledo, el pintor desarrolló sobre todo obras de temática religiosa, siguiendo muchas de las composiciones y de los modelos del Greco, como se aprecia en este Calvario, de alargadas figuras de manos expresivas y cabezas pequeñas que destacan sobre el sombrío fondo en el que se han incluido, a la manera del Greco, elementos urbanos de Toledo, en este caso, las murallas de la ciudad y la puerta de Bisagra. La fecha de realización de esta obra, siempre difícil de precisar en el caso de Tristán, se ha vinculado con la del encargo desde el monasterio jerónimo de Santa María de La Sisla (Toledo), donde en noviembre de 1613 el pintor se comprometió a realizar un crucifixo muerto con la virgen nuestra señora e señor san joan. Es probable que se trate de este lienzo, porque es el único de calidad que conocemos con esa descripción. Las dimensiones y el enfoque compositivo que resaltan el carácter escultórico del Crucificado, y el hecho de que el travesaño esté prácticamente pegado al borde superior, hacen pensar en un cuadro de altar.
Por lo demás, el estilo pictórico se corresponde con ese primer periodo productivo del pintor una vez de regreso de Roma, y estilo que se prolonga básicamente hasta 1616, año en que le fue encargado el retablo mayor de la iglesia parroquial de San Benito Abad, en Yepes (Toledo). La monumentalidad de las figuras, el tipo de coloración, la iluminación y el empaste pictórico resultan bastante parejos, e incluso los modelos de la Virgen y san Juan tienen su refrendo en la imagen de busto de La Magdalena y en el Evangelista incorporado en La Ascensión de Cristo de dicho retablo. La figura de Cristo es una extraordinaria traslación de un modelo de Miguel Ángel divulgado por el taller de Giambologna y otros seguidores del florentino, y que en marfil o bronce dorado se prodigó por gran parte del mundo católico. Tristán mantiene ese imponente modelo, que pudo tener presente a través de una imagen escultórica o gracias al conocimiento de una de las composiciones tempranas del Greco, que trasladó en este lienzo con un impecable dibujo. Incluyó además, como hiciera el cretense, el mismo tipo de cruz arbórea, escasamente desbastada y con cartela trilingüe.
Solo otras dos obras de Tristán repiten la versión de Cristo muerto con la cabeza caída y mostrando la herida del pecho por la que se derrama la sangre, de lectura marcadamente eucarística. Se trata de dos obras menores en las que se adivina la intervención de algún colaborador o ayudante: el Cristo crucificado del Museo de Bellas Artes de Caracas (Venezuela) y el Calvario de la ermita de la Virgen de la Cabeza (Toledo). La versión de la Real Academia de San Fernando (Madrid) es una copia de taller de este Calvario. Al igual que ocurriera en los crucificados del Greco, y al contrario que este, en la producción de Tristán fueron más frecuentes los ejemplares de Cristo representado poco antes de expirar, con la cabeza alzada, lo que sin duda se explicaría por las preferencias de la sociedad de la época.

Retrato de un anciano
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 47 x 34 cm. Museo del Prado
En este retrato de extrordianria calidad, el pintor ha hecho uso de una pincelada nerviosa y rápida para transmitir de manera verídica los rasgos del carácter de su modelo. Se atribuye tradicionalmente a Tristán, quien trabajó en el taller del Greco. Es precisamente el cretense el punto de referencia fundamental en relación con el que hay que estudiar esta efigie, pues tanto su técnica como su composición derivan de él. Se desconoce la identidad del personaje, pues no existen inscripciones, o signos que faciliten la tarea de identificación. El espectador sólo dispone de sus propios rasgos o la golilla que viste para situarlo en la escala social. Este tipo de retratos sin rasgos identificativos explícitos empezaron a proliferar a finales del siglo XVI, y constituye un testimonio muy elocuente de la extensión del género del retrato a un número cada vez mayor de sectores sociales, en paralelo a la progresiva importancia que tuvo la cultura urbana en los primeros años del siglo XVII.

La Última Cena
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 107 x 164 cm. Museo del Prado
La obra ilustra el momento en el que Cristo bendice el pan e instituye el sacramento de la Eucaristía. Las figuras presentan semejanzas con las del Greco, primer maestro de Tristán, pero el colorido y la precisión de las viandas que aparecen sobre la mesa nos hablan de una estética bien distinta, que incorpora el bodegón como uno de los géneros más novedosos de la pintura en el siglo XVII.

María Magdalena
1616. Óleo sobre lienzo, 42 x 40 cm. Museo el Prado
Pintada por Tristán en 1616, esta pintura procede del retablo de la iglesia parroquial de Yepes (Toledo), donde formaba parte de un conjunto de retratos de santos que acompañaban grandes lienzos con escenas de la vida de Cristo. Destruido parcialmente en 1936, las pinturas fueron restauradas en el Museo del Prado y se devolvieron al altar de su iglesia el 16 de septiembre de 1942, colocándose en su ubicación original, a excepción de ésta y de Santa Mónica que se quedaron en el Museo. El conjunto del retablo estuvo formado por cinco grandes lienzos y siete pequeños que representan: La Adoración de los pastores, la Adoración de los Reyes Magos, la Flagelación, el Camino del Calvario, la Resurrección y la Ascensión. Los cuadros pequeños representan a San Agustín, un Santo Apóstol, San Bartolomé, Santa Águeda, Santa Mártir, Santa Mónica y una santa. De los dos originales que se quedaron en el Museo del Prado realizó copias Federico Avrial para que pudieran colocarse en la iglesia de Yepes.

Santa Mónica
1616. Óleo sobre lienzo, 42 x 40 cm. Museo del Prado
Santa Mónica fue madre de San Agustín, y es considerada modelo de esposa y madre cristiana. Tristán la pinta con trazo firme e iluminación contrastada para acentuar su calidad escultórica. Pintada por el artista en 1616, esta pintura procede del retablo de la iglesia parroquial de Yepes (Toledo), donde formaba parte de un conjunto de retratos de santos que acompañaban grandes lienzos con escenas de la vida de Cristo. Destruido parcialmente en 1936, las pinturas fueron restauradas en el Museo del Prado y se devolvieron al altar de su iglesia el 16 de septiembre de 1942, colocándose en su ubicación original, a excepción de ésta y de la María Magdalena, denominada antes "Santa llorosa" que se quedaron en el museo. Los cuadros pequeños representan a San Agustín, un Santo Apóstol, San Bartolomé, Santa Águeda, Santa Mártir, Santa Mónica y una santa. De los dos originales que se quedaron en el Museo del Prado realizó copias Federico Avrial para que pudieran colocarse en la iglesia de Yepes.

San Luis repartiendo limosna, 1620 (Museo del Louvre)
San Luis repartiendo limosna es una pintura al óleo sobre lienzo que data del 1620. Aunque actualmente se encuentra en el museo del Louvre, procede de la iglesia de San Pedro Mártir de Toledo. La custodia actual de la obra en el museo francés puede deberse a las consecuencias experimentadas por Toledo durante la Guerra de la Independencia (1808-1814). En la memoria histórica de Toledo y su provincia quedaron marcados los amargos recuerdos del paso de las tropas de Dupont, Víctor, Valence y Soult. Su huella quedó imborrable en forma de destrucción, saqueo y perjuicio. Las tropas francesas de Víctor saquearon e incendiaron el monasterio jerónimo de La Sisla, los conventos de Mínimos, Agustinos Calzados, Santísima Trinidad Calzada, Franciscanos Descalzos, San Pedro Mártir, el colegio de Santa Catalina, las ermitas de la Virgen del Valle, Nuestra Señora de la Cabeza y un largo etcétera de templos e inmuebles de diversas instituciones religiosas.
El autor realiza una composición dinámica con numerosos personajes. A partir del manierismo se aproxima al sentimiento barroco, manifestado en las profusas representaciones de santos próximos a fieles y a desamparados. La obra refleja la influencia de artistas como Orazio Borgianni, pintor italiano que estuvo comisionado por el Arzobispado de Toledo desde 1604 y que, por tanto, tuvo relación con Tristán. El influjo de El Greco se denota no solo en el estilo del cuadro, sino también en la temática. El protagonista de la obra es San Luis, rey de Francia, que aparece junto a su trono, en un contexto regio, dando limosna a pobres y enfermos. La gravedad concentrada del santo rey contrasta con la popular expresividad de los vagabundos que suplican su auxilio.
Luis IX (1214-1270) era hijo del rey francés Luis VIII y de Blanca de Castilla. Coronado rey de Francia en 1226, dio prueba de sus capacidades militares consiguiendo victorias sobre Enrique III de Inglaterra y sobre los barones aquitanos que se rebelaron durante su reinado. Contrajo matrimonio con Margarita de Provenza y fue padre de once hijos. Su personalidad se reafirmó de modo más claro a partir de 1244. Tras una grave enfermedad, que pudo haber sido fatal, el rey hizo voto, en caso de curación, de ir como cruzado a Tierra Santa y, contrariamente a la costumbre del siglo XIII entre los grandes señores, rechazó conmutar su voto por limosnas y preparó su partida. Los años de cruzada dieron un profundo cambio en la vida de Luis IX. Hacerse cruzado no significaba solamente ir a la guerra contra los infieles, sino que también se trataba de una experiencia religiosa que se traducía en un estilo de vida penitencial y en la exigencia de un mayor rigor moral. El monarca francés multiplicó los esfuerzos para moralizar la vida pública y adoptó medidas para garantizar la honradez de sus funcionarios. También promulgó ordenanzas para reprimir severamente la blasfemia, el préstamo con usura y la prostitución.
Luis IX de Francia fue elegido árbitro en muchas controversias, como las que oponían el papa al emperador, o el rey Enrique III a sus súbditos ingleses y, en la última parte de su reinado, fue considerado el árbitro de la cristiandad. Pero la cruzada seguía mostrándole un horizonte fascinante y un deber moral. En 1267 volvió a empuñar la cruz y se embarcó el 1 de julio de 1270, no obstante la fuerte oposición de su entorno. Finalmente, una epidemia se extendió entre el ejército y murió en Túnez el 25 de agosto de 1270.
San Luis fue un soberano que no se limitó a fundar monasterios y a profesar la fe católica, sino que toda su vida trató de practicar el mensaje evangélico. Favoreció la fundación de numerosos monasterios cistercienses, pero el aspecto más significativo de la santidad de Luis IX fue su deseo de justicia. Animado por este espíritu mandó abrir numerosos procesos para determinar los derechos de los individuos y comprobar si habían sido violados por sus funcionarios. No separó la justicia de la caridad. Como sus predecesores y semejantes, el rey de Francia hizo distribuir muchas limosnas a los indigentes, ayudó a las muchachas pobres a hacerse una dote y fundó hospitales para enfermos. Su visión religiosa del mundo lo llevó incluso a rescatar en los mercados orientales a los esclavos, que después catequizaba por medio de las órdenes mendicantes. La caridad fue para él un compromiso personal, que comprendía no sólo donativos y concesiones, sino también el gesto propio, a veces humillante para un príncipe.
La iconografía lo ha representado lavando los pies a los pobres y visitando a leprosos. Bonifacio VIII lo canonizó en agosto de 1297.
Su culto fue difundido por toda la cristiandad por las órdenes mendicantes, que lo consideraron como uno de sus terciarios. Hubo que esperar al siglo XVII, con Luis XIII y Luis XIV, para que se convirtiera en el santo patrono de la monarquía francesa y del reino de Francia.
Volviendo a la obra, San Luis repartiendo limosna fue creada para ser expuesta en la iglesia de San Pedro Mártir de Toledo. El convento de San Pedro Mártir llegó a ser uno de los más ricos e importantes de la ciudad. Aunque los dominicos estaban establecidos en Toledo desde el año 1209, fue en 1230 cuando Fernando III les fundó un convento, extramuros en la llamada Huerta del Granadal, en unos terrenos que este monarca había adquirido a la catedral el año anterior, por lo que fue conocido como San Pablo del Granada. A lo largo del siglo XIV los dominicos toledanos se plantearon abandonar aquel lugar marginal en el que se encontraban para establecerse en el interior de la ciudad y vincularse así más con los quehaceres diarios de esta. De esta manera, y avalados por una carta de seguro otorgada por el regente don Fernando de Antequera en 1407, los dominicos se trasladaron al interior de la ciudad, a unas casas situadas junto a la parroquia de San Román. En estas primitivas casas los dominicos constituyeron un nuevo convento bajo la advocación de San Pedro Mártir, dominico italiano que fue martirizado en el siglo XIII. Conseguida su implantación en la ciudad, y contando con una base económica cada vez más fuerte, el convento comenzó a crecer anexionándose poco a poco los edificios que tenía a su alrededor. Nicolás de Vergara el Mozo fue el encargado de llevar a cabo una de las grandes obras del convento, la gran iglesia (1605), donde se custodió la obra de Luis Tristán. Tras la muerte de Vergara dos años después, Juan Bautista Monegro se encargó de los trabajos.
Pocas son las noticias que se tienen del convento a lo largo del siglo XVII. El 7 de octubre de 1609, el rey Felipe III perpetuó el monopolio a San Pedro Mártir de la impresión de la mitad de las Bulas de Cruzada que se vendían en España. El establecimiento de la imagen de San Luis en la iglesia del convento dominico de San Pedro Mártir puede responder a numerosos factores. Uno de ellos podría ser el vínculo que mantuvo Luis IX de Francia con la orden religiosa de los dominicos, llegando a tener una estrecha relación con el dominico Vicente Beauvais, su amigo y confeso.
Otro factor determinante en la elección de la imagen es la realidad experimentada por Toledo en el siglo XVII. La ciudad observó durante aquella centuria una acusada decadencia con un fuerte declive económico y demográfico. Ya en el año 1561 la corte se trasladó definitivamente a Madrid, y con ella todo lo que de bueno y de malo arrastraba. Hacia 1625 Toledo se había convertido en una población de poco más de 25.000 individuos. En este retroceso no sólo incidió la marcha de la corte, sino también otra serie de factores como epidemias, carestías y hambres, a lo que se unió la emigración de muchos toledanos a Madrid en busca de una nueva vida. La ciudad quedaba reducida a su condición de sede primada de la Iglesia hispana, y por ese cauce es por donde iba a reconducir su futuro. En esta época el hambre, el debilitamiento y la desnutrición hacían que las gentes fuesen más proclives a las enfermedades endémicas, a la vez que dejaban el terreno abonado para la aparición de terribles epidemias de peste. La peste atlántica (1596- 1602) se propagó desde el Cantábrico hasta Andalucía, asolando casi toda Castilla. Así comenzó el siglo en el que Luis Tristán desarrolló su obra. Estos hechos son claves para entender por qué se seleccionó la imagen de San Luis para la decoración de la Iglesia de San Pedro Mártir. La beneficencia y el espíritu solidario resultaron indispensables para la sociedad toledana, envuelta en epidemias, penurias y hambre. La imagen de San Luis pudo servir como ejemplo moralizante ante una población tan necesitada de ayuda y caridad.
La elección de San Luis de Francia como modelo solidario quizá responda igualmente al vínculo existente entre el monasterio de San Pedro el Mártir y el propio Luis IX. No hay que olvidar que fue Fernando III de Castilla quien fundó en 1230 el primitivo convento de San Pedro el Mártir en la llamada Huerta del Granadal, siendo conocido en aquel tiempo como San Pablo del Granadal. El monarca castellano era primo del rey francés, por lo que ambos soberanos mantuvieron un estrecho vínculo. Esta unión se manifestó en la sepultura de Fernando III, situada en la Catedral de Sevilla al pie de la Virgen de los Reyes, imagen que supuestamente le regaló Luis IX de Francia. Al igual que San Luis, Fernando III también fue canonizado. La nueva iglesia del convento toledano establece la imagen de San Luis como enlace entre la reciente construcción y los orígenes del centro religioso. La obra de Luis Tristán se realizó en un momento de apogeo del culto a San Luis, en un siglo en el que llegó a convertirse en patrón de Francia. Sin embargo, la representación es muy posterior a la vida del rey, por lo que el pintor no realizó una observación directa de la escena. El artista, tomando como modelo otras imágenes similares, dejó entrever la mentalidad de la época. En este periodo se desarrolló un debate sobre la asistencia a los pobres. Pensadores como Pérez de Herrera defendieron la necesidad de controlar a los pobres fingidos a partir de reformas dirigidas a adoptar una política de asistencia racional. Desde otro punto de vista, el escritor Mateo Alemán exhortó en su novela Guzmán de Alfarache la necesidad de dar limosna a quien la pide, sin discriminar a nadie. Según este escritor, el que alega que no quiere dar al pobre fingido solo busca pretextos para eludir la limosna. La obra de Luis Tristán sería una defensa de la caridad tradicional, ejercida sin ningún tipo de discriminación. No debemos olvidar que nos encontramos en los años posteriores al Concilio de Trento, asamblea en la que se reafirmó el culto a los santos (rechazado por los protestantes). Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola fueron algunas de las personalidades canonizadas en el siglo XVII. San Luis repartiendo limosna responde al espíritu de la España católica, un estado que resistió los embates de la división religiosa experimentada por Europa. En el Concilio de Trento también se proclamó que sólo la fe acompañada de buenas obras salva. Las buenas obras eran fundamentalmente las de caridad, las que el hombre rico debía hacer para con su hermano pobre, quien de esta forma cumplía su función social y teológica en medio de la abundancia. San Luis respondía claramente a este esquema. Esta consideración de los soberanos como seres superiores se refleja en el cuadro, con un San Luis solidario pero distante, caritativo y altivo. Es una escena en dos planos diferentes, identificados por gestos contrapuestos (la grandeza del rey y la sumisión de sus súbditos). Se produce un evidente choque visual patente en las desemejantes vestimentas. La jerarquía estamental es manifiesta a través de elementos como la corona o el cetro, acabado en la tradicional mano de los antiguos reyes franceses. La flor de lis aparece en la corona y en la capa. El monarca viste armadura damasquinada y está representado con gola rizada, perneras abullonadas, calzas y zapatos de punta roma, indumentaria característica de la época del pintor. De la obra de Luis Tristán se pueden sintetizar las siguientes ideas: o Refleja el sentimiento barroco a través de un santo próximo a desamparados. 

PEDRO ORRENTE, (Murcia, 1580-Valencia, 1645)
Pintor barroco español, natural de Murcia pero formado en Toledo. Por Jusepe Martínez, quien seguramente llegó a conocerlo, consta que completó su formación en Italia con Leandro Bassano, cuya influencia se advierte inequívocamente en su obra junto con la de otros maestros italianos, lo que unido a sus constantes desplazamientos dentro de la península hace de Orrente un artista clave en la formación y difusión del naturalismo tanto en Castilla como en Valencia.
Hijo de Jaime de Orrente, mercader de origen marsellés establecido en Murcia en 1573, donde casó con Isabel de Jumilla, Orrente fue bautizado el 18 de abril de 1580 en la iglesia de Santa Catalina de esa misma ciudad. ​ Consta documentalmente la relación amistosa de su padre con un Juan de Arizmendi, pintor de quien nada más se sabe, que quizá fuese el primer responsable de su formación antes de abandonar Murcia. En 1600 se encontraba ya en Toledo donde contrató, «libre y fuera de curaduría», el retablo de la Virgen del Saz en la villa de Guadarrama (Madrid), obra no conservada.
No vuelven a tenerse noticias hasta 1604, cuando un tal Jerónimo de Castro se comprometía a pagar en Murcia al padre del pintor por un San Vidal que Orrente había pintado para él. Se deduce que Pedro se hallaba ausente, quizá en Italia, no reapareciendo documentalmente hasta 1607, de nuevo en Murcia, concertando los servicios de una criada. ​ En 1612, avecindado en Murcia, contrajo matrimonio y fechó la Bendición de Jacob de la colección Contini, obra ya plenamente bassanesca, además de dar poder a Angelo Nardi para que cobrase en su nombre un lienzo que había pintado para un platero de Madrid, lo que implica la existencia de una relación amistosa con el pintor italiano, a quien pudo conocer en la propia Italia o en algún viaje no documentado de Orrente a la corte, donde Nardi se había establecido en 1607. ​
Amigo de «mudar tierras», según dijo de él Jusepe Martínez, hacia 1616 debía de encontrarse en Valencia, donde pintó el monumental Martirio de San Sebastián de su catedral y rivalizó con Francisco Ribalta. ​ Un año posterior es el Milagro de Santa Leocadia pintado para la catedral de Toledo, que cobró llamándose «vecino de Murcia». Es posible que en estos desplazamientos entre Murcia y Toledo parase algún tiempo en Cuenca, donde Cristóbal García Salmerón se demuestra estrecho seguidor de su obra y quizá discípulo.
En 1624 solicitó en Murcia ser admitido como Familiar del Santo Oficio, pero en 1626 se encontraba de nuevo en Toledo donde Alejandro de Loarte le nombró albacea testamentario y recibió como aprendiz a Juan de Sevilla, hijo del escultor Juan de Sevilla Villaquirán, el único discípulo documentado. ​ Allí trabó amistad con Jorge Manuel Theotocópuli, hijo de El Greco, apadrinando junto con su esposa a dos de sus hijos en 1627 y 1629. Este mismo año, avecindado en Toledo, contrató el retablo mayor y colaterales del convento de franciscanos de Yeste (Albacete), parcialmente conservados, llamándosele en el documento pintor de Su Magestad, en alusión, quizá, a los cuadros de Orrente que por orden del conde-duque de Olivares habían sido empleados en la decoración del nuevo Palacio del Buen Retiro. ​
En 1630 cobró una cantidad muy estimable de la catedral de Toledo por un Nacimiento de Cristo pintado para la capilla de los Reyes Nuevos, en competencia con la Adoración de los Reyes de Eugenio Cajés, de la que salió, según Palomino, «muy ventajoso Orrente».​ Las noticias de su estancia en Toledo llegan hasta 1632, cuando contrató un retablo para el convento de San Antonio de Padua del que nada se conserva. En febrero de 1633 un despacho de la Inquisición en relación con su pretensión de obtener la familiatura se refiere a él y a su mujer como vecinos de Espinardo, localidad próxima a Murcia. ​ La siguiente noticia es ya de 1638, encontrándosele en Murcia en propiedad de dos casas. Pero solo un año después había abandonado de nuevo la ciudad, pues un tal Lorenzo Suárez hubo de hacerse cargo del retablo de la Concepción que había dejado inconcluso. Parece probable que se trasladase a Valencia, donde el 17 de enero de 1645, viudo y sin hijos, y con una holgada situación económica, hizo testamento. Murió dos días más tarde, siendo enterrado en la iglesia de San Martín de aquella ciudad.​ Discípulos o seguidores suyos en esta etapa valenciana, según se aprecia en sus respectivas obras, fueron Esteban March, Pablo Pontons y el también murciano Mateo Gilarte. 

Estilo
Orrente ha sido conocido como el «Bassano español». Ya en la colección de Carlos I de Inglaterra una de sus obras, una escena pastoril, aparecía asignada al «español que fue imitador del estilo del Bassan».​ Cincuenta años después de su muerte José García Hidalgo todavía le recordaba entre los grandes pintores como segundo Bassano y en mediocres versos aconsejaba al principiante en pintura «... de Velázquez, Murillo, y de Carreño / aprende colorido y historiado (.../...) De Orrente los ganados, y pastores».​
El conocimiento de la obra de los Bassano en Toledo, donde sus cuadros eran copiados por Sánchez Cotán y citados con respeto por El Greco, hubo de influir sin duda en su determinación de marchar a Venecia, donde se encontraba en 1605. La influencia de los Bassano, y en particular de Leandro, resulta evidente no sólo en aspectos formales de su pintura sino, y sobre todo, en la configuración de uno de los aspectos fundamentales de su producción artística: la transformación, con sentido comercial, de los temas bíblicos, en especial los tomados del Antiguo Testamento, en escenas de género de ambiente pastoril.
Otros maestros venecianos dejaron también en él profunda huella. Muy significativa es la influencia del Veronés, perceptible en sus composiciones más complejas del Nuevo Testamento, con múltiples figuras e indumentarias vagamente orientales, tal como se puede encontrar en las Bodas de Caná de la parroquial de La Guardia (Toledo) o en los Calvarios, con sus cruces en posición oblicua. Los atrevidos escorzos de estos cuadros, así como los del gran cuadro de la Aparición de Santa Leocadia de la catedral de Toledo o el impresionante Martirio de Santiago el Menor del Museo de Bellas Artes de Valencia, con sus puntos de vista bajos, remiten por otra parte a la obra de Tintoretto, como señalara Lafuente Ferrari. ​
Pero Orrente, aunque bassanesco en la elección de los temas y en el tratamiento de los paisajes con iluminación crepuscular, en la ejecución se separa de lo veneciano, avanzando más en la dirección del naturalismo tenebrista. Así lo observó ya Francisco Pacheco, quien pudo conocer a Orrente durante su estancia en Toledo en 1611. Al tratar de la pintura de animales el suegro de Velázquez decía en este sentido que era un «género de pintura [que] ha acreditado en España nuestro Pedro Rente aunque se diferencia en el modo del Basan y hace manera suya conocida por el mismo natural».​ En obras como el San Sebastián de la catedral de Valencia, con un paisaje veneciano, el modelado escultórico y la intensa iluminación ponen de manifiesto el conocimiento de la obra de Caravaggio o, cuando menos, de los maestros caravaggistas, interpretados por Orrente de un modo semejante a como lo hará su contemporáneo Luis Tristán. También es semejante su tratamiento del color, con la reducción de la suntuosidad veneciana a una gama apagada de ocres terrosos y tonalidades tostadas interrumpidas ocasionalmente por solo alguna mancha de verde o rojo intenso y blanco brillante. 

Obra
Las obras de Orrente de atribución segura, firmadas en muchos casos, junto con las de su taller o escuela, son muy abundantes, pero al estar raramente fechadas resulta difícil hablar de evolución dentro de un estilo que, por lo demás, aparece en lo fundamental uniforme. En el conjunto de su numerosa producción destacan los lienzos de temas bíblicos con amplios paisajes tratados como escenas de género de carácter pastoril, con un detenido estudio de los muchos animales y accesorios presentes, lienzos sobre los que asentó su prestigio como el «Bassano español». Pero Orrente fue autor también de grandes cuadros de altar, de composición compleja y con grandes figuras llenando el espacio, como ya observó Jusepe Martínez al apuntar, que «aunque el Bassan se ejercitó más en hacer figuras medianas, nuestro Orrente tomó la manera mayor, en que dio a conocer su grande espíritu».​ Fue autor, además, de algunas series de fábulas mitológicas extraídas de las Metamorfosis de Ovidio, dos de las cuales estaban en poder del marqués de Leganés y otra es citada por Antonio Palomino en Madrid, en poder de un particular, diciendo de ella que es «cosa excelente». De este aspecto peor conocido de su producción únicamente han subsistido dos cuadros: Céfalo y Procris, en colección particular valenciana, y Cadmo llega al lugar designado por el oráculo, en colección particular madrileña, en los que muestra unos tipos cotidianos cercanos a los de sus temas bíblicos y alejados de cualquier aspecto heroico. ​
La primera obra de datación segura de entre las conservadas, como se ha indicado, la Bendición de Jacob de la colección Contini, fechada en 1612, es ya obra próxima a los Bassano y es esa la influencia más perdurable en su obra, igualmente perceptible, como ya señalara Palomino, en el conmovedor Martirio de Santiago el Menor, del Museo de Bellas Artes de Valencia, con sólo cinco figuras grandes ocupando todo el espacio, pero con un tratamiento de la materia de calidades aterciopeladas y colores densos plenamente venecianos. Pero es en sus series bíblicas, con ciclos dedicados a Jacob, Abraham y Noé, entre los motivos tomados del Antiguo Testamento, y los milagros de Cristo extraídos del Nuevo, donde la huella de lo bassanesco es más profunda y, también, su personal y rica inventiva, apegada a lo cotidiano a fin de hacer verosímil el hecho narrado. En esas composiciones de gabinete de tamaño mediano, situadas en variados escenarios, muy aptas según Palomino para los «estrados» y salas de casas particulares, pobladas por numerosas y vivaces figuras de pequeño tamaño, con su acompañamiento de animales domésticos y objetos de naturaleza muerta tratados con minucia detallística a veces un tanto seca, pero con toques sueltos de luz en las lanas de las ovejas, se pone de manifiesto su habilidad narrativa y es en ellas en las que se asentó su fama, siendo muchos, como decía Pacheco, los pintores mediocres que «se sustentan con sus copias», algunos como Mateo Orozco conocidos por sus nombres. ​
De entre las piezas que formaron parte de estos ciclos conservados más o menos completos en diversos lugares y algunas conocidas por varios ejemplares, cabría destacar el Labán dando alcance a Jacob del Museo del Prado, por el amplio desarrollo de su paisaje sabiamente iluminado, o la Multiplicación de los panes y los peces del museo del Ermitage de San Petersburgo, que con La entrada en Jerusalén del mismo museo o las Bodas de Canaa de la parroquial de La Guardia, muestran unos colores claros y un gusto por la precisión en el dibujo del desnudo que podrían recordar a Maino, influencia evidente también en los mendigos en reposo de La curación del paralítico de Orihuela. ​
Un problema particular relacionado con la ausencia de dataciones seguras lo plantean algunas obras en las que se han advertido influencias del Greco. Pertenecen a este grupo un conjunto de pinturas localizadas en Toledo, tales como el Bautismo de Cristo, del retablo de los Carmelitas, con unas proporciones en las figuras inusualmente largas, el San Juan Bautista en pie de la catedral y el San Juan Bautista junto a una fuente del Museo de Santa Cruz, o la Asunción de la Virgen del marqués de Auñón que, descartado un aprendizaje junto al cretense, podrían llevarse a la década de 1620, cuando también en la obra de Tristán se advierte un retorno a modelos del Greco, y ponerse en relación con la documentada amistad con Jorge Manuel. En obras más tardías, como la Adoración de los pastores y la Epifanía del retablo de Yeste, fechado en 1629, el ticianesco Martirio de San Lorenzo de la iglesia de San Esteban de Valencia, inspirado en el lienzo de El Escorial, o La curación del paralítico del Museo de Arte Sacro de Orihuela y Colegio del Patriarca, obras que pudo realizar en la posterior etapa valenciana, nada queda ya de los tipos humanos del Greco y la amplitud espacial se puede explicar mejor por el conocimiento de los grandes maestros venecianos. ​
En otros lienzos de grandes dimensiones y destinados a la devoción, como los citados Martirio de San Sebastián de la catedral de Valencia y Milagro de Santa Leocadia de la catedral toledana, la luz dirigida es francamente tenebrista, con ecos de las obras de Carlo Saraceni pintadas para la misma catedral de Toledo, sin apartarse, al mismo tiempo, de la iluminación veneciana en algún contraluz o en la sugestión del paisaje disipando las sombras del fondo en el San Sebastián. De una fecha próxima a este último ha de ser el Sacrificio de Isaac del Museo de Bellas Artes de Bilbao, probablemente pintado en Valencia donde se conocen algunas copias, en el que del mismo modo se funde lo bassanesco y veneciano con el tenebrismo más avanzado, con amplias repercusiones en la obra de los pintores ribaltescos y en especial sobre el más joven de ellos, Juan Ribalta. 

Adoración de los pastores
1623 - 1625. Óleo sobre lienzo, 111 x 162 cm. Museo del Prado
Después de pasar un tiempo en Venecia, Orrente prolongó en España la exitosa pintura de la saga familiar de los italianos Bassano. El pintor aunó además aspectos novedosos de la escuela naturalista del primer tercio del siglo XVII, deudora del arte de Caravaggio: la iluminación contrastada, el modelado prieto de las figuras y el uso de una paleta donde abundan los colores terrosos, aplicados sobre imprimaciones rojizas y acastañadas. 

La Crucifixión
Hacia 1630. Óleo sobre lienzo, 153 x 128 cm. Museo del Prado
Esta tela procede del palacio del Buen Retiro (Madrid), donde colgaba con otras obras del mismo autor. Orrente fue uno de los pintores españoles más prolíficos y célebres del siglo XVII, en parte por el carácter popular que supo dar a sus escenas de la historia sagrada. En este caso, el dramático entorno nocturno cuadra bien con el momento narrado: la muerte de Cristo.

Labán busca los ídolos
1620 - 1625. Óleo sobre lienzo, 116 x 209 cm. Museo del Prado
Orrente concibió las representaciones bíblicas como amenas escenas de género pobladas de personajes inmersos en numerosas actividades; rodeados de animales y objetos de la vida cotidiana. Esta en concreto, tomada del Génesis, representa el momento en el que Labán da alcance a la familia de Jacob. El patriarca había llegado hasta allí buscando los ídolos familiares que le había robado su hija Raquel, casada con Jacob, posiblemente para evitar que su padre los adorara. El éxito de estas composiciones se explica bien por el auge de dos géneros que alcanzaron gran difusión en el siglo XVII: el paisaje y el bodegón.

Partida de Jacob con sus rebaños
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 113 x 180 cm. Museo del Prado
Esta pintura continúa la historia del cuadro anterior, y cuenta cómo tras enriquecerse con las ovejas de Labán, Jacob salió en secreto en dirección a Canaán con sus dos esposas, sus hijos y sus posesiones, con grandes cantidades de ganado. Sin embargo, al marcharse, Raquel había robado los amuletos de su padre, pequeñas figurillas que eran los dioses familiares. Cuando Labán descubrió el robo, salió en su persecución, alcanzó al grupo y registró las tiendas y pertenencias. Pero Raquel ocultó en seguida los amuletos en la silla de un camello y se sentó encima, momento que se representa en este lienzo. Finalmente, Labán y Jacob logran reconciliarse antes de separarse nuevamente. Ya ante la vista de Canaán, Jacob eligió lo mejor de sus rebaños y lo mandó por delante, como ofrenda a su hermano Esaú, seguido de su familia y criados.
En este último cuadro de la serie de Orrente sobre Jacob, se vuelve a apreciar la influencia que sobre el artista ejercieron los hermanos Bassano, si bien el autor no se muestra como un imitador de estos, pues el realismo con el que ha concebido esta obra es mucho más inmediato y cercano. Del mismo modo, descubrimos en este cuadro a un admirable dibujante y pintor, capaz de componer sólidamente sus figuras, a la vez emplastarlas con un colorido justo y brillante.

San Juan Evangelista en Patmos
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 99,5 x 131,5 cm. Museo del Prado
Esta importante obra constituye, sin duda, uno de los puntos más altos en la producción del pintor murciano. Muestra en ella, con absoluta evidencia, la doble influencia que marca casi toda su producción. De una parte su estudio del ambiente veneciano de fines del siglo XVI, en el medio más próximo a los Bassano, pero también con ecos del dramatismo tintorettesco -evidente aquí en los abruptos peñascos y en la mar embravecida, y de otra, un evidente conocimiento del naturalismo caravaggiesco, visto seguramente en Roma en los primeros años del siglo XVII. La figura del santo, violentamente iluminada, con las piernas cruzadas en gesto desenfadado y sujetando sobre las rodillas el libro en que escribe, es -aunque interpretada con absoluta libertad- un eco del primer San Mateo que Caravaggio pintó para la Capilla Contarelli y que, rechazado, perteneció a los Giustiniani, para concluir destruido en el incendio del Museo de Berlín en 1945. Piénsese también que Caravaggio, para realizar su cuadro, hubo de tener en cuenta modelos lombardos, especialmente el de Romanino en San Juan Evangelista de Brescia, concebido también en la misma actitud. Los ecos del paso de Orrente por el norte de Italia, en los años clave de la gestación del naturalismo barroco quedan en este lienzo magníficamente reflejados.
El motivo de la visión de San Juan en Patmos, la Mujer sobre el creciente de la luna y coronada de doce estrellas, que aparece en el Apocalipsis y que es entendida unánimemente como una prefiguración de la Inmaculada Concepción, ha sido infinidad de veces representado en la iconografía cristiana. En fecha no muy distante, y con un esquema iconográfico muy semejante, se conserva en el Museo de Santa Cruz de Toledo la versión de Juan Sánchez Cotán, que seguramente conocería Orrente, pero que difiere, sin embargo, de la de éste en un aspecto muy significativo: el Santo es representado joven, más de acuerdo con la imagen que se solía tener del Santo Evangelista, discípulo amado de Jesús. Orrente, sin embargo, ha preferido la imagen del santo anciano, con barba blanca, más de acuerdo con las recomendaciones de Pacheco al subrayar que, aunque a San Juan se le suele representar mancebo de unos veintidós años, en los episodios de Patmos, que corresponden a su vejez, se ha de pintar anciano y venerable. Así lo volvió a pintar el propio Orrente en otra ocasión, en el retablo de los Carmelitas Descalzos de Toledo, acompañado de un águila de plumaje leonado, aún más visible y evidenciada que la que se muestra en este lienzo. La imagen de la Virgen, de silueta tan recogida sobre sí misma, corresponde al tipo iconográfico habitual en los primeros lustros del siglo XVI, antes de que se difundiese -gracias en buena parte a los modelos de Ribera- la imagen de la Inmaculada agitada por el viento y fundida con la habitual representación de la Asunción, rodeada de ángeles.
El lienzo procede con entera seguridad de la famosa colección sevillana de D. Antonio y D. Aniceto Bravo, en cuyo inventario-catálogo de 1837 (del que se conserva una copia mecanografiada, en el Laboratorio de Arte de la Universidad de Sevilla) se describe con precisión. Se hallaba entonces emparejado con un San Juan Bautista que, a juzgar por su descripción (San Juan sentado sobre una peña coge agua de una fuente con una concha; a lo lejos se ve bautizando al Salvador, y a un lado hay un borrego), debe ser un lienzo que se subastó en Madrid, en 1971, que había sido con toda evidencia cortado por el lateral izquierdo haciendo desaparecer el paisaje y la figura del Salvador en el Bautismo y quedando así, aislado, el Bautista. La identidad de dimensiones en la altura y el carácter y estilo de las figuras de los Santos en ambos lienzos permiten afirmarlo casi con entera seguridad. Según el testimonio del citado Inventario de la colección Bravo ambos lienzos procedían de la colección de un Canónigo de la Catedral sevillana, de apellido Valcarce, de quien habían sido adquiridos por los hermanos Bravo. Su importancia debió ser siempre reconocida, pues es significativo que sean especialmente mencionados en el Diccionario de Madoz al describir la colección Bravo de Sevilla. 

San Juan Crisóstomo
Primera mitad del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 110 x 128 cm. Museo del Prado
Representa a San Juan Crisóstomo, un personaje del siglo IV, en un episodio apócrifo que se difundió en el siglo XVI, según el cual el futuro santo se retiró a vivir como un salvaje en penitencia por haber violado a una princesa. El personaje principal tiene precedentes en obras de Durero y Martín de Vos, aunque los pastores son muy típicos de Orrente, quien a su vez los tomó de los Basanno. El santo desnudo, que ha dejado de crecer indefinidamente sus cabellos y que habita como un animal en la fragosidad del monte tiene un equivalente cercano en figuras como Cardenio, que se refugió desesperado en Sierra Morena.
La obra presenta en el dorso las iniciales entrelazadas de D. Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio y de Heliche, uno de los más famosos coleccionistas del siglo XVII. En un inventario de su colección, citado por Ángel Barcia (1911), se recogen: Tres lienzos de vara y media de ancho y cinco cuartas de alto. Uno el martirio de San Esteban, otro San Francisco en la zarza, otro San Pablo primer ermitaño en el desierto. Son originales de Orrente.
Durante la guerra civil este lienzo fue fotografiado juntamente con otro, compañero, hoy en propiedad particular en Barcelona, que representaba el Martirio de San Esteban, y llevaba también al dorso el monograma del Marqués del Carpio. Es, pues, virtualmente seguro que se tratase de dos de las obras mencionadas en el citado inventario. Semejante iconografía del santo barbudo y penitente, pudo confundir a los redactores del mismo que, sin duda, no estaban familiarizados con la extraña iconografía del Santo Crisóstomo, tal como parece consagrada en la estampa de Alberto Durero o en la de Rafael Sadeler según composición de Martín de Vos. El lienzo de Orrente parece recoger motivos de ambas estampas, y resulta raro en el panorama español donde el santo oriental fue escasamente representado.
Como subraya Reau (1956) la biografía histórica del santo patriarca de Constantinopla (344-407) era demasiado lineal y sencilla para la devoción popular y en el siglo XV surge una leyenda que hace al santo protagonista de un episodio extraño, análogo a la leyenda española del Fray Garín, penitente en Montserrat, lo que ha hecho que (según el P. Goiffer d`Hestroy) se piense en que pueda ser el propio Garín el representado. Según este relato fabuloso, el santo, incapaz de contener sus deseos, violó a una joven princesa y tuvo de ella un hijo. Arrepentido y movido a hacer penitencia se retiró al desierto donde anduvo desnudo y a cuatro patas como un animal salvaje. Es así como lo representa Orrente, sorprendido por unos cazadores en un amplio paisaje rocoso, de remota inspiración en estampas flamencas, quizá la ya citada de Sadeler. La figura del santo de larga barba hirsuta parece proceder muy directamente de la conocida estampa de Durero, que presenta en primer término a la víctima de la violación con su hijo. Pero el naturalismo del pintor murciano se expresa muy sencilla y directamente en las figuras de los cazadores y en los deliciosos perrillos, vivacísimamente interpretados y tan frecuentes en sus composiciones bíblicas.

El martirio de San Sebastián
Óleo sobre lienzo, 306 x 219 cm. Catedral de Valencia. Obra de Pedro Orrente. Se trata de la obra más monumental de Orrente, en la que se entrecruzan las influencias italianas presentes en su pintura: caravaggista en la fuerte iluminación lateral y veneciana en el paisaje. Para la figura del santo pudo, además, valerse del Sansón de Guido Reni en la Pinacoteca de Bolonia, conocido quizá a través de una estampa.
La figura de San Sebastián era la única excusa que los pintores españoles tenían para representar desnudos masculinos, puesto que en España la clientela era mayoritariamente religiosa y no se encargaban temas mitológicos, más dados a la exaltación del cuerpo. Orrente, artista valenciano, realiza un perfecto estudio anatómico del cuerpo del soldado, estirado sobre un árbol y expuesto a una luz brillante que hace resaltar la claridad de su piel. El santo apenas está manchado por la sangre o las flechas, sino que aparece en todo su esplendor. Se retuerce sobre sí mismo para mirar al cielo, desde donde llegan unos ángeles para traerle la corona del martirio. En el paisaje de fondo, a la izquierda, se advierten las siluetas de las mujeres que curan al santo, ya desatado del árbol.

El sacrificio de Isaac. 1616.
Óleo sobre lienzo. 133 x 167 cm. Museo de Bellas Artes de Bilbao.
La pintura relata el momento descrito en el Antiguo Testamento (Génesis 22, 1-19) en el que Abraham, siguiendo las órdenes de Dios, se dispone a ofrecerle a su hijo Isaac en sacrificio. Dios, viendo que Abraham sigue su mandato con fe ciega, ve probada su fidelidad y envía a un ángel para salvar a Isaac en el último momento, ordenando que en su lugar sea ofrecido un cordero, animal recurrente en la producción de Orrente.
El asunto principal se sitúa en primer plano, con Isaac semidesnudo sobre el altar de sacrificios y sujetado por su padre Abraham, cuya mano derecha que sostiene el cuchillo es detenida por el ángel. Los rasgos de esta figura son prácticamente idénticos a los labios y nariz de la Magdalena penitente del Museo de Bellas Artes de Valencia. La escena, enmarcada en tonos oscuros y con una luz violenta que incide sobre el cuerpo desnudo de Isaac, recuerda al San Juan Bautista de colección privada madrileña.
Un importante rasgo de su estilo es la fuerte impronta caravaggista y la maestría en la combinación de detalles naturalistas como los leños del primer término, el tratamiento de los ropajes, la cuerda encendida que asoma, la fría losa elegida como altar del sacrificio, las lanas del cordero o el rostro de Abraham de intenso y crudo realismo.
Milagro de Santa Leocadia  de la Catedral, pintura que cumple cuatro siglos en 2017 y que merece la pena destacarse entre las más valiosas de la enorme colección del templo. Orrente la pintó a los treinta y siete años, cuando era «vecino de Murcia» y había realizado ya numerosos viajes entre esta ciudad, Toledo (en la que se documenta su actividad desde al menos 1600) y Valencia, destinos a los que es necesario sumar una fructífera estancia en Italia. Fue, como manifestó el tratadista Jusepe Martínez a finales del siglo XVII, un pintor «muy vario en mudar tierras». El resultado se traduce en una feliz suma de influencias: desde evidentes tendencias italianas –el naturalismo de Caravaggio, que contribuyó a extender en Castilla y Valencia, pero también la herencia de la familia Bassano, que tan buenos encargos le procuró en el entorno artístico toledano- hasta modelos desarrollados en esta última ciudad y Madrid por pintores contemporáneos como Luis de Carvajal, Juan Bautista Maino y Luis Tristán, pasando por Angelo Nardi. 

El Milagro de Santa Leocadia 
Recoge una conocida leyenda toledana: la aparición de la santa en su sepultura y el momento en que el obispo san Ildefonso le cortó un pedazo de su manto con la daga que le tiende el rey Recesvinto. Se trata de una composición muy singular, que representa desde un punto de vista muy bajo al rey, al obispo y a la santa en primer término, entre otros testigos del milagro. Los escorzos, especialmente el torso y la cabeza de la joven, llevaron a Enrique Lafuente Ferrari a sugerirla influencia de Tintoretto. El tratamiento del espacio, con un fon-do de arquitecturas monumentales en sombra (a excepción del pedestal de la izquierda, sobre el que se recorta una cabeza que parece aislada del resto), recuerda a otro artista veneciano, Carlo Saraceni, coetáneo de Orrente, quien escasos años atrás había representado para la Catedral a Santa Leocadia envuelta en la oscuridad de su prisión. Sin embargo, si por algo destaca esta monumental pintura, de dos metros y medio de altura por tres, es por su «amplia galería de cabezas de fuerte caracterización individual, verdaderos retratos las más de ellas, y con una iluminación violenta y dirigida, decididamente tenebrista», en palabras de Alfonso Emi-lio Pérez Sánchez, el gran experto en pintura toledana de la primera mitad del siglo XVII. Los ojos abiertos de Santa Leocadia y del joven sacerdote que sostiene el libro litúrgico guían la mirada del espectador hacia el rostro de san Ildefonso, lleno de solemnidad, en el que algunos autores han pre-tendido identificar al cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas (aunque su barba, aquí encanecida por completo, es diferente a la que representó Luis Tristán dos años después en su retrato para la Sala Capitular de la Catedral).Sobre el rostro de la santa, repleto de luz, destaca el realismo con que fue representado el sacerdote de los anteojos. El manto de armiño que cubre los hombros del rey, restallante de blancura frente a la oscuridad del fondo, atrae nuestra mirada hacia la escena. Orrente recibió la suma de1.500 reales por la pintura, que le fue pagada el 4 de noviembre de 1617. El Cabildo, no obstante, hizo constar que el encargo se debió al empeño personal del arzobispo, y que no era necesario para el templo. El tiempo ha de-mostrado, cuatro siglos más tar-de, no darle la razón.
El Milagro de Santa Leocadia ha sumado los mayores elogios desde el siglo XVIII, incluso los de críticos tan demoledores como el religio-so italiano Norberto Caimo –para quien Toledo no era superior en monumentalidad a las pequeñas «ciudadillas de la Romaña»-, quien describió así a la pintura: «Se observa en esta obra tal franqueza en las tintas, energía en las actitudes y manejo del pincel que semejante trabajo parece incomparable» 

La escuela valenciana
A los tenebristas Francisco Ribalta (1565-1628) ya comentado en el capítulo anterior y José de Ribera (1591-1652) se los enmarca en la llamada escuela valenciana. A principios de siglo trabaja Ribalta, quien se encuentra en Valencia desde 1599. Allí pervivía una pintura religiosa heredera de Juan de Juanes. El estilo de Ribalta, formado en el naturalismo escurialense se adecuaba mejor a los principios contrarreformistas. Sus escenas son de composición simple, centradas en personajes de emoción contenida. Entre sus obras destacan el Crucificado abrazando a San Bernardo y San Francisco confortado por un ángel del Museo del Prado, o La Santa Cena del retablo del Colegio del Patriarca y el retablo de Portacoeli (Museo de Valencia), del que procede su conocido San Bruno. Discípulos suyos fueron su hijo Juan Ribalta, artista excelentemente dotado cuya carrera truncó una muerte prematura, quien supo conjugar las lecciones paternas con la influencia de Pedro de Orrente, y Jerónimo Jacinto Espinosa, que continuó con el naturalismo tenebrista hasta fecha muy tardía, cuando en el resto de España se practicaba el barroco pleno. Sus obras se caracterizan por fuertes claroscuros, como en El milagro del Cristo del Rescate (1623), Muerte de San Luis Beltrán (1653), Aparición de Cristo a San Ignacio (1658), etc.
Aunque por su origen se le menciona en esta escuela, lo cierto es que José de Ribera trabajó siempre en Italia, donde ya estaba en 1611, antes de cumplir los veinte años, no ejerciendo influencia alguna en Valencia. ​ En Roma entró en contacto con los ambientes caravaggistas, adoptando el naturalismo tenebrista. Sus modelos eran gentes sencillas, a quienes representaba caracterizados como apóstoles o filósofos con toda naturalidad, reproduciendo gestos, expresiones y arrugas. Establecido en Nápoles, y tras un encuentro con Velázquez, sus claroscuros se fueron suavizando influido por el clasicismo veneciano. Entre sus obras más célebres se encuentran La Magdalena penitente del Museo del Prado, parte de una serie de santos penitentes, El martirio de San Felipe, El sueño de Jacob, San Andrés, Santísima Trinidad, Inmaculada Concepción (Agustinas de Monterrey, Salamanca) y la serie de obras maestras que al final de su carrera pintó para la cartuja de San Martino en Nápoles, entre ellas la Comunión de los Apóstoles; también pintó un par de luminosos paisajes puros (colección de los duques de Alba en el Palacio de Monterrey) y temas mitológicos, algunos de ellos encargados por los virreyes españoles en Nápoles: Apolo y Marsias, Venus y Adonis, Teoxenia o La visita de los dioses a los hombres, Sileno borracho, además de retratos como el ecuestre de don Juan José de Austria o el ya mencionado El pie varo que, como el de la Mujer barbuda pintado para el III duque de Alcalá, responde al gusto propio de la época por los casos extraordinarios. 

JUAN RIBALTA (Madrid, c. 1596-Valencia, 1628)
Pintor barroco español. Hijo de Francisco Ribalta con quien se formó y colaboró en algunas de sus empresas, compartió algo de su estilo, por lo que sus obras con frecuencia se han confundido, aunque ya Antonio Palomino advertía que «la manera del padre fue más definida; y la del hijo algo más suelta, y golpeada».
Juan Ribalta nació en Madrid a finales de 1596 o comienzos de 1597. Siendo muy niño su familia se trasladó a Valencia donde al poco de llegar, en 1601, falleció su madre, Inés Pelayo. Formado en el taller paterno y excelentemente dotado, se reveló como un artista precoz al firmar en 1615, declarando contar dieciocho años, el gran lienzo de los Preparativos para la Crucifixión pintado para la iglesia del monasterio de San Miguel de los Reyes (Museo de Bellas Artes de Valencia). Aunque pueden advertirse en él vínculos con la obra de igual asunto pintada treinta años atrás por su padre, se trata de una obra estilísticamente más avanzada, con un lenguaje plenamente naturalista y una técnica de pincelada abreviada en algunas zonas que será característica peculiar de su estilo. ​ Sólo un año más tarde debió de pintar los pequeños lienzos de la predela de un altar para la cofradía del Rosario en la parroquia de Torrente, muy elogiados por Palomino, donde las enseñanzas paternas se funden con las influencias de Pedro de Orrente, llegado a Valencia ese mismo año 1616 para pintar el San Sebastián de la catedral. Los mismos recuerdos orrentescos se encuentran en la pequeña Adoración de los pastores (Museo de Bellas Artes de Bilbao), de tono anecdótico y pastoril, pintada con técnica de miniaturista y vibrantes pinceladas al reverso de una lámina de cobre con un grabado, firmado, en el que con técnica más de dibujante que de grabador representó la predicación de un fraile.
En febrero de 1618, con motivo de un pleito entablado por su padre, quien se negaba a ocupar el cargo de limosnero por sus muchas ocupaciones, se le preguntó a Francisco Ribalta si no era verdad que su hijo Juan «va ordinariamente vestido de seda y vestidos costosos, y suele llevar una cadena de oro al cuello, y lleva de ordinario un criado que va tras él». El síndico, queriendo demostrar la solvencia económica del padre, quiso saber también si no era cierto que Juan «trabaja y pinta muy hábil y diestramente, ganando muchos ducados para su padre», lo que éste negó, afirmando que había gastado mucho en su educación y que sólo ahora empezaba a saber pintar, además de que quería hacerlo para sí mismo, estando próximo a casarse, lo que hizo en efecto en abril de ese año, contrayendo matrimonio con Mariana Roca de la Serna, viuda de un doctor en medicina y con una posición social aventajada, poniendo con todo ello de manifiesto las aspiraciones sociales del pintor.
De su esmerada educación pueden dar testimonio los versos que escribió para el certamen con que se celebró en Valencia, en 1618, la beatificación de Tomás de Villanueva, publicados en 1620, y los elogios que le dedicó el poeta Gaspar de Aguilar. Es posible que a esas relaciones con el mundo intelectual valenciano se deba la serie de 28 retratos de eminentes valencianos que poseyó don Diego de Vich con atribución a Juan Ribalta, donados en 1641 al monasterio jerónimo de la Murta (Alcira) y traspasados al Museo de Bellas Artes, aunque la autoría de la serie íntegra no se pueda sostener. El documento de donación de la colección de Diego de Vich al monasterio de la Murta permite comprobar, además, que Juan cultivó también otros géneros de los que ninguna muestra se ha conservado, como el bodegón y la pintura de costumbres, mencionándose entre obras de Paul Brill, Orrente y otros, unos lienzos atribuidos a Juan Ribalta de un plato de uvas, un hombrecillo que saluda y otro llamado de los pícaros que juegan, además de una Santa Cecilia o la Música de padre e hijo.
En 1618 firmó y fechó el San Jerónimo en su estudio del Museo Nacional de Arte de Cataluña, obra clave para fijar su estilo en la que, aún tomando como modelo el conocido grabado de Durero, la figura del santo responde a un tipo muy personal y casi vulgar en su crudo naturalismo. ​ Su independencia profesional, con todo, no significó desvincularse del taller paterno en el que debió de asumir a partir de estas fechas un mayor protagonismo. Para hacer frente a los compromisos del taller con el obispo de Segorbe Pedro Ginés de Casanova, marchó hacia 1619 a la zona alta de Castellón en unión de su cuñado Vicente Castelló y en compañía de Abdón Castañeda, formando un equipo que trabajó en años sucesivos en Jérica y la cartuja de Valdecristo, además de en la propia localidad de Segorbe donde pintaron dos cuadros hoy perdidos para su catedral y los altares del monasterio de agustinas de San Martín, donde pertenecía a Juan el gran lienzo del titular de su retablo mayor, quemado en 1936.​ En 1621 contrató con el obispo de Segorbe la pintura con escenas de la vida de la Virgen de las puertas del monumental retablo de Andilla, labor por la que los tres miembros del equipo cobrarán escalonadamente entre 1622 y 1626, correspondiendo el último pago a Juan a 1624. Obra hecha en colaboración, sólo uno de los grandes lienzos de este encargo, el de la Presentación de la Virgen, está firmado por él, pudiendo corresponderle también los lienzos del Abrazo en la puerta dorada, Visitación y Circuncisión. Se advierte en ellos todavía muy vivo el recuerdo de lo escurialense, muy especialmente en el citado de la Presentación de la Virgen en el que es clara la evocación del fresco de Pellegrino Tibaldi en el claustro del Monasterio de El Escorial, lo que ha hecho pensar que los diseños para el conjunto fuesen proporcionados por el padre, «cabeza oficial del taller»;​ pero la supervisión general del encargo y la ejecución, cuando menos, de la firmada Presentación es, sin duda, la característica del hijo, con su técnica de pincelada precisa y menuda. ​
A este momento han de pertenecer los cuatro evangelistas emparejados en dos lienzos del Museo del Prado, atribuidos en alguna ocasión al padre, y el monumental San Juan Evangelista, firmado, del mismo museo, cuyo fuerte acento tenebrista podría ponerse en relación con las últimas obras paternas. ​ Consta que al menos desde enero de 1627 se encontraba de nuevo en Valencia, donde cobró por una Virgen María pintada para la condesa de Cocentaina y parece probable que colaborase en la realización del retablo mayor de la cartuja de Porta-Coeli, contratado por su padre en 1624, advirtiéndose su mano en el San Pedro de unas de las puertas del transagrario. ​
En enero de 1628, a la muerte de su padre, entabló pleito contra su hermana Mariana, monja profesa, alegando que ya había recibido con la dote su parte de la herencia. Sólo nueve meses después, el 9 de octubre, fallecía también Juan, a causa probablemente de una epidemia de tifus, nombrando albaceas al escultor Juan Miguel Orliéns y a su cuñado Vicente Castelló, siendo enterrado en la parroquia de los Santos Juanes junto a su padre. 

Preparativos para la Crucifixión, 1615.
Monasterio de San Miguel de los Reyes de Valencia
Procedente de la iglesia del monasterio de San Miguel de los Reyes de Valencia, este gran lienzo, firmado y fechado por Juan Ribalta en 1615, es un referente de primer orden en la producción primera del joven pintor, en la que tuvo presente otra versión de este tema realizada por su padre y maestro conservada en el Ermitage. Esta pintura de Juan Ribalta, concebida con iluminación tenebrista, presenta algunos tipos de eco caravaggiesco seguramente debidos a una copia de la Crucifixión de San Pedro de Caravaggio en la colección del arzobispo Juan de Ribera.

Adoración de los pastores, 1616. (Museo de Bellas Artes de Bilbao)
La Adoración de los pastores, de Juan Ribalta (Madrid, c. 1596/1597-Valencia, 1628), ha gozado desde hace mucho de la más alta consideración entre los historiadores de arte, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que la pintura es la obra maestra de este malogrado artista. Hace más de veinte años, la obra se incluyó en una pionera exposición monográfica dedicada a la pintura valenciana del siglo XVII. Aquella exposición sirvió para atraer la atención sobre el carácter único, en cuanto a las dimensiones y el soporte utilizado, de este cuadro dentro del corpus de obras conocidas del artista y de su padre, Francisco Ribalta (1565-1628), así como en la producción artística de sus contemporáneos valencianos. Desde entonces, el cuadro ha permanecido en un discreto segundo plano para los estudiosos. La obra fue pintada sobre el reverso plano y sin grabar de una plancha de cobre preparada para sacar una impresión, en cuyo anverso aparece un aguafuerte que representa la historia de San Antonio (1195-1231) predicando a los peces en el puerto italiano de Rimini.
La Adoración de los pastores es la única pintura sobre cobre conocida hasta hoy de Juan Ribalta. Pudo tratarse de un trabajo aislado, pero lo que resulta evidente es que aprovechó la oportunidad de reutilizar una plancha de cobre, adquirida para la producción de un grabado, como soporte de una pintura al óleo.
Las obras realizadas sobre planchas de cobre se asociaban de manera particular con los especialistas flamencos, pero algunas de ellas fueron importadas de Italia. Quizá como respuesta a estas obras italianas, los artistas de la Corte, Eugenio Cajés (1575-1634) y Juan Bautista Maíno (1581-1649), también pintaron algunas. Existen referencias documentales acerca de otras obras realizadas por Francisco Ribalta sobre soportes metálicos. Por otra parte, la escasez de cuadros sobre este tipo de soporte ejecutados por artistas valencianos de la época y conocidos actualmente nos sugiere que no formaban parte de su práctica habitual. Es posible que La Adoración de los pastores de Juan Ribalta no fuera nunca considerada como un cuadro independiente, con marco propio, es decir, podría encontrarse integrada en un mueble. Su tamaño, forma y soporte corresponden a la anterior utilización como plancha para un grabado. Sin embargo, el cuadro pudo haberse insertado en las gradas del altar de una capilla de reducidas dimensiones o de un oratorio. Incluso podría proceder de la base de un pequeño retablo o relicario, un tipo de trabajo ejecutado habitualmente por Francisco Ribalta.
Evidentemente, esta pintura de La Adoración de los pastores no es obra de un principiante, aunque la relación cronológica de la supuesta fecha de ejecución de la misma, hacia 1620, con respecto a la del grabado, no está clara. Pese a las reducidas dimensiones de la obra, impuestas –lógicamente– por las dimensiones de la plancha de cobre reciclada, la técnica utilizada es coherente con la de las grandes obras al óleo de Juan Ribalta. Esto puede deberse a que el artista no tenía la costumbre de trabajar a escala tan reducida. Se nos antoja asimismo significativo a este respecto el que no haya adoptado el enfoque de un miniaturista, según la práctica convencional a la hora de realizar pequeñas composiciones sobre planchas de cobre. En términos generales, los pintores aprovechaban las posibilidades de la superficie rígida y pulida de este tipo de soporte para plasmar obras con gran detalle, que invitaban al espectador a examinarlas con detenimiento, tal y como se aprecia en La Adoración de los Reyes de Pietro de Lignis, un artista flamenco que trabajaba en Roma. En la obra de Juan, nuestro artista parece pintar directamente sobre la superficie rígida de cobre, sin capa de preparación aplicada previamente, como se desprende de un análisis de algunas zonas de la superficie, en las que ha habido pérdida de pintura. El artista ha utilizado pequeños pinceles con espontaneidad y libertad –como se ve en la factura pastosa del paisaje y el río–, plasmando las pinceladas con notable inmediatez sobre la superficie no absorbente del cobre. La sutileza de la mano del artista se puede apreciar, sobre todo, en dos hebras de paja en primer plano, a la derecha de la imagen, consistentes en una fina línea de color, así como en la sombra que las acompaña. La representación de La Adoración de los pastores de Ribalta se caracteriza por ser relativamente «naturalista», muy diferente del retablo monumental de Giovanni Bizzelli en la iglesia del Patriarca Ribera.
La versión a gran escala de Ribalta sobre el mismo tema, que se encuentra en Torrent (Valencia), es un nocturno que sigue la tradición según la cual la Virgen da a luz a medianoche, y que tanto juego dio a los artistas, permitiéndoles representar todo un espectro de efectos lumínicos. Sin embargo, en su pintura sobre cobre, las figuras están representadas a plena luz del día, sin halo ni luz celestial ni acompañamiento divino de ningún tipo. La modulación de la iluminación «realista» es especialmente sutil en el núcleo narrativo de la escena, donde la Virgen es representada en penumbra, debido a la sombra proporcionada por un pastor en pie, y vista a contraluz gracias a la casa de labranza, muy iluminada, al fondo. La forma en que Ribalta trata este tema puede tener relación con la llegada a Valencia en 1616 de Pedro Orrente (1580-1645), cuya fama se basaba en las narraciones campestres de motivos bíblicos al estilo de Bassano. De las obras de este artista, la que más se adecuaba a los propósitos de Ribalta era la Adoración del Niño por los pastores. Aunque Francisco Ribalta minimizara las bondades del arte de su rival, las obras de Orrente pudieron animar a su hijo a representar la escena como un acontecimiento «real». El perro, que se encuentra en el primer plano de la composición de Juan –su representación se ha captado perfectamente y la textura de su pelo ha sido trabajada con especial cuidado–, puede considerarse una referencia directa a las obras de Orrente. De acuerdo con el enfoque de este último, las humildes figuras de los pastores en el cuadro de Ribalta tienen un aspecto relativamente digno. Acaban de llegar al establo dos pastores con sus modestas ofrendas de corderos –símbolos de Cristo–. Una vieja, también recién llegada, trae una gallina, y un niño, una cesta de fruta. Aquí no existe un equivalente con el pastor de aspecto tosco, representado de perfil cerca de Cristo, del cuadro localizado en Torrent. Sin embargo, puede que Juan haya ensayado una especie de broma visual, referida a la naturaleza ruda de los pastores, mediante los cuernos del buey, que parecen surgir de la cabeza del rubio pastor de rodillas ante el Niño. Juan Ribalta ha situado la narración en un establo realista, con una casa de labranza entrevista al fondo. Esta sencilla construcción consiste en unas columnas de ladrillo –con troncos de árboles sirviendo de contrafuertes–, sobre las que se apoyan unas vigas de madera, y una techumbre de un entramado de ramas revestida con tejas de barro. Algunas hierbas cuelgan de la cubierta del refugio, y a través de algunos agujeros en la misma, se vislumbra el cielo. Es evidente que el suelo de tierra ha sido desgastado por los animales; en primer plano del exterior crecen matojos de hierbas. A la derecha se aprecian un muro de mampostería y un arco, probablemente representando un pozo. La preocupación de Ribalta por la verosimilitud de este elemento puede apreciarse en los cambios que realizó al contorno de la estructura detrás del buey y de San José; la especie de terraplén se sustituyó por el perfil escalonado de mampostería del pozo. Los palos de madera que se proyectan en la parte superior del muro pueden haberse utilizado para bajar los cubos dentro del pozo. Una alcarraza blanca sobre el muro podría servir como recipiente apropiado para que las personas bebieran agua. El platillo blanco, delante del pesebre, contendría agua destinada a los perros o gallinas. El buey y el asno de San José, presencias tradicionales en las representaciones de este tema, también se encuentran en este escenario realista. El buey está atado con una cuerda anudada a un anillo de hierro inserto en el muro trasero. Parece estar colocado sobre un escalón que conduce al pozo, lo que provoca que el lomo del animal esté levantado. Quizá se alimenta en el pesebre, aunque da la sensación de haberse arrodillado ante Cristo, de acuerdo con la tradicional forma de narrar la historia de la Natividad. El Niño se encuentra en un pesebre lleno de paja para los animales, lo que supone otro detalle tradicional. La lúcida organización del espacio de la composición, en términos de ubicación y dimensiones de las figuras dentro de un amplio campo visual, sugiere que la pintura podría transferirse a un formato mayor sin pérdida alguna de coherencia plástica, algo que también sería válido para las figuras, cuyos movimientos y gestos son claros e inteligibles. Esto se puede apreciar, por ejemplo, en la postura del pastor que se apoya en una vara, con el pie izquierdo sobre el derecho. En términos narrativos, Juan pone en conexión a todas las figuras con el centro neurálgico de la escena, en el que la Virgen enseña el recién nacido a los pastores. A fin de garantizar la relación y la unidad de acción entre las distintas figuras, el artista ha abusado quizá de las actitudes gestuales: un niño indica el camino a los pastores que van llegando, un pastor arrodillado muestra el Niño a un compañero que acaba de presentarse y San José lo señala a dos viajeros. San José está envuelto en una «histórica» indumentaria intemporal azul y verde. La Virgen viste una túnica color morado y manto azul, que utiliza para tapar al Niño. Los pastores, sin embargo, visten la ropa de los campesinos de la época. En este sentido, Ribalta parece haber seguido el ejemplo de Orrente, en cuyas obras los temas bíblicos se actualizan con figuras de condición humilde ataviadas con ropa contemporánea. El pastor del centro en el cuadro de Ribalta viste una montera roja, cuyo color sirve como foco de atracción para llevar la vista del espectador hacia el núcleo narrativo de la composición. Viste un sayo corto con mangas, y de un cinturón cuelga una calabaza para llevar agua. Otro tipo de vestimenta corta, el jubón que llevan otros pastores, hubiera sido identificado igualmente como atuendo típico de los campesinos, a los ojos de los espectadores urbanos. Los pastores van descalzos, siendo éste uno de los indicios más evidentes de su pobreza y, en este contexto, de su virtud «apostólica» como humildes seguidores de Cristo. También están desgastados y raídos los rudos calzones cortos de las tres figuras descalzas, al igual que el paño blanco sobre el que el Niño descansa. Un toque de pigmento color ocre insinúa el muslo del pastor arrodillado, que se vislumbra a través de un agujero en el pantalón blanco. El desgarrón en la entrepierna del pantalón rojo del pastor que lleva un cordero nos permite ver su ropa interior blanca. La vieja lleva un chal marrón sobre una larga túnica verde, pantalón rojo y zapatos. La figura que viste una chaqueta roja, pantalón verde y zapatos acaba de unirse al grupo.
Un pastor señala al Niño mientras se arrodilla para adorarlo. Como se ha mencionado, San José también muestra el Niño a dos viajeros, uno de los cuales lleva un cayado y una capa con capucha de lana sin teñir, cuyo tejido y bordes raídos se han creado mediante pinceladas lineales. Su pantalón calado, pasado de moda, aparece ahora raído; debajo lleva unos leotardos grises, atados en la parte inferior con una cuerda, y zapatos rotos. Su compañero de la derecha, vestido con chaleco rojo y chal de rayas y borlas, mira con curiosidad hacia el pesebre. El hecho de que esta preciosa obra de Juan Ribalta sea una de sus pinturas más valoradas actualmente no deja de tener un poso de ironía, ya que constituye una excepción entre todas sus obras conocidas. Es probable que tanto Juan como su padre realizaran otros cuadros de dimensiones reducidas sobre planchas de cobre, pero éstos están aún por descubrir. Para una mejor comprensión de la obra del Museo de Bellas Artes de Bilbao, el presente trabajo ha tenido una doble vertiente. Por una parte, hemos vuelto a examinar el objeto en sí, aprovechando al máximo las condiciones inmejorables que ofrece un museo moderno y actualizado para este tipo de investigaciones. El análisis en profundidad ha sido especialmente enriquecedor en términos de los datos arrojados sobre la plancha utilizada como soporte del cuadro. Por otra parte, intentamos ir más allá de las limitaciones autoimpuestas por el tradicional estudio monográfico del artista, perfilando un contexto más amplio, para situar mejor el grabado y la pintura. Por lo tanto, en el presente trabajo no hemos pretendido volver a la cuestión del lugar que ocupa la obra en el conjunto de la producción de la familia Ribalta o de la escuela valenciana, ya estudiado por otros especialistas con gran éxito. Por el contrario, nuestra pretensión ha sido considerar la función de ambas imágenes, referenciando otros trabajos similares en la España de la época. Es evidente que, desde una perspectiva más amplia, los artistas españoles no diferían de sus homólogos en Europa y el Nuevo Mundo al realizar obras de dimensiones reducidas sobre planchas de cobre. 

San jerónimo en su estudio, 1618. Museo Nacional de Arte de Cataluña.
Juan Ribalta nos muestra a San Jerónimo en su estudio, como era habitual representarle. Al fondo, destacado por la luz de otra habitación, se ve al león que constituye el atributo del santo. El personaje escribe sobre su mesa y se rodea de objetos para la meditación trascendental, como es la calavera que hay en el alféizar de la ventana cerrada a su izquierda. La composición y la ejecución de la pincelada, así como la elección de los colores, apuntan a la primera etapa del Barroco. 

San Juan Evangelista1618 - 1624.
Óleo sobre lienzo, 182 x 113 cm. Museo del Prado
Juan Ribalta fue un artista precoz y de gran talento formado junto a su padre, Francisco Ribalta, el pintor más importante de la escuela valenciana de su época, y del que se diferencia sobre todo por sus toques de pincel breve y abrupto. En esta monumental representación de san Juan, el Evangelista parece buscar inspiración en una pausa de la redacción de su texto sagrado. 

San Marcos y san Lucas. Hacia 1625.
Óleo sobre lienzo, 66 x 102 cm. Museo del Prado
Juan Ribalta era hijo de Francisco, y desarrolló su corta carrera en Valencia, donde se trasladó siendo niño con su padre. Su estilo tiene como punto de referencia el de éste y, por lo tanto contiene numerosas referencias naturalistas, que mezcla con un gusto personal por el cromatismo. Sus mejores cualidades se advierten en esta obra, que forma pareja con el siguiente San Mateo y san Juan Evangelista  en la que se representan los otros dos evangelistas. Su tema y su formato sugieren que formaron parte del banco de algún retablo. Están realizadas con pinceladas menudas, de delicado trazo, propias de un miniaturista preciso, de un excelente dibujante. Se aprecia además en ellas la importante influencia que ejerció en Valencia el pintor Pedro de Orrente, quien gustó de representar la historia sagrada en clave de pintura de género. Probablemente fueron adquiridas en 1802 por Carlos IV durante el viaje que realizó a Valencia, y durante mucho tiempo se atribuyeron al padre. La composición es muy singular, y tanto el dibujo como el modelado de las figuras están muy cuidados y revelan a un artista seguro y de notables dotes. 


JERÓNIMO JACINTO de ESPINOSA, (1600-1667)
Pintor del  barroco español, nacido en Cocentaina (Alicante) y establecido en Valencia donde, a partir de la muerte de los Ribalta en 1628, se convirtió en el pintor de mayor prestigio de la ciudad y cabeza indiscutible de la escuela valenciana. Formado con su padre, Jerónimo Rodríguez de Espinosa, fue un artista precoz de quien se conoce una pequeña tabla firmada con doce años. En la formación de su estilo fue determinante la influencia de Francisco Ribalta aunque su obra también estuvo influenciada por Juan Ribalta, de su misma edad pero con más avanzada estética, y Pedro de Orrente.
Su producción fue muy abundante y, a pesar de las muchas pérdidas documentadas, se conserva un elevado número de obras. Aunque centrado básicamente en la pintura religiosa hagiográfica y del Nuevo Testamento, cultivó también el retrato al que le predisponía su formación naturalista. Con dotes de buen colorista, su estilo, basado esencialmente en el naturalismo tenebrista de entonación cálida a la manera de los Ribalta, apenas evolucionó, aislado en Valencia de las corrientes del barroco decorativo que triunfaban contemporáneamente en Madrid y en Sevilla.
Hijo de Jerónimo Rodríguez de Espinosa, natural de Valladolid, y de Aldonza Lleó, de familia hidalga, fue bautizado el 20 de julio de 1600 en Cocentaina. ​ Su padre, pintor discreto de formación manierista, se había establecido en aquella población en 1596 y con él hubo de formarse Jerónimo Jacinto, quien ya en 1612 firmaba como «inventor» una pequeña tabla representando el Nacimiento de un santo mártir, inspirada en un grabado de Cornelis Cort sobre una composición de Federico Zuccaro. ​ Aunque Palomino​ afirma, y así se ha repetido, que fue discípulo de Ribalta, cuando llegó a Valencia acompañando a su familia, quizá el mismo año en que firmó la pequeña tablita, su formación como pintor había ya comenzado y todo indica que prosiguió su aprendizaje dentro del seno familiar.
En 1616 se inscribió en el Colegio de Pintores junto con su hermano Antonio Luis, de diez años, y un tal Juan Dose, discípulo también de Jerónimo Rodríguez Espinosa, que Pérez Sánchez supone se trate de Juan Do, quien más tarde aparecerá en Nápoles trabajando con José de Ribera. ​ Sin embargo, no fue admitido todavía como oficial, imponiéndosele como condición continuar trabajando para su padre tres años más —había declarado llevar uno a su servicio— aunque si su padre muriese antes de ese tiempo se le tendría como maestro examinado. El Colegio de Pintores era una poderosa organización gremial impulsada por Francisco Ribalta y fundada en 1607, sobre la que pesaba una orden de prohibición dictada por un edicto real el mismo año del ingreso de Espinosa, al haberse opuesto a su actividad otros pintores. Pero prueba de su pujanza es que el Colegio, a pesar de ese edicto, no desapareció, y todavía en 1686 sus miembros se oponían a la creación de una academia de arte local, que le hubiese hecho la competencia. A su existencia, y a la prohibición de trabajar en la región a los artistas que no fuesen de Valencia, según fijaban sus estatutos, achaca Jonathan Brown el aislamiento en que vivió la pintura valenciana del siglo XVII. ​
Viviendo todavía en la casa de su padre y sin mudar de residencia, en 1622 Espinosa contrajo matrimonio con Jerónima de Castro, hija de un comerciante valenciano. Un año después firmó su primera obra importante, El milagro del Cristo del Rescate, recogiendo una piadosa tradición local cuya devoción difundían los agustinos del convento de Santa Tecla para el que se pintó. Espinosa mostraba ya en ese lienzo un estilo plenamente formado, por lo que no tardarían en llegarle nuevos encargos de otros conventos valencianos, además de un primer retrato magistralmente resuelto, el del dominico Jerónimo Mos conservado actualmente en el Museo de Bellas Artes de Valencia. ​
En 1631 nació su segundo hijo, Jacinto Raimundo Feliciano, quien —muerto prematuramente el mayor— continuará el oficio paterno. Noticias documentales para estos años y hasta 1640 dan cuenta de los encargos de numerosas obras, en su mayor parte perdidas, ejecutadas tanto para conventos de las más diversas órdenes como para la nobleza local. En años sucesivos, y especialmente en los últimos diez años de su vida, en los que firmó muchas de sus obras maestras, tendrá también como clientes a la catedral, para la que pintó varios retratos de obispos con destino a la Sala Capitular, la Universidad y la propia Ciudad, especialmente con ocasión de las fiestas por el Breve Pontificio de 1661 por el que se autorizaba el culto a la Inmaculada Concepción, para las que pintó el gran lienzo de la Inmaculada y los jurados con los retratos de los síndicos.
Ninguna noticia altera lo que parece una vida tranquila y familiar. En su casa disponía de dos sirvientas y en algunos momentos de un aprendiz, además de acoger a una cuñada. Su religiosidad se pone de manifiesto con su pertenencia a una cofradía en el convento de Santa Catalina de Sena y, más aún, con ocasión de la peste de 1646, cuando, al sufrir una «destilación de la cabeza, que le caía en la garganta, y le fatigaba muchos días», seguido de la formación de un bubón en la garganta, hizo voto a san Luis Beltrán de pintarle un cuadro para el retablo de su capilla. Una vez sano, atribuyó su curación a un milagro del santo, según hacía constar en la declaración testifical que prestó con tal motivo, publicada en 1743 por el padre Vidal en su Vida de san Luis Beltrán. ​
Cumpliendo con el voto, en 1653 hizo entrega al convento de Santo Domingo del cuadro dedicado a la Muerte de san Luis Beltrán, colocado en el retablo de su capilla para la que dos años más tarde pintó otros cuatro lienzos con milagros del santo, pagados estos por el convento. Fue en este convento donde pidió ser enterrado en el testamento que dictó apresuradamente el 20 de febrero de 1667, vestido con hábito dominico y en la iglesia, frente al altar de ánimas, en la tumba de los Ivars, familia noble de Cocentaina. Debió de morir ese mismo día, pues el 21 fue enterrado conforme a sus disposiciones testamentarias. ​
Al morir dejaba una obra inacabada de infrecuente iconografía, el Martirio de san Leodicio y santa Gliseria, conservado en el colegio del Corpus Christi de Valencia, que sería concluido por su hijo Jacinto Espinosa de Castro (1631-1707), el más directo seguidor del estilo paterno que se prolongará con él hasta entrado el siglo XVIII. Influencias de su estilo se perciben también en pintores como Urbano Fos, Pablo Pontons o el murciano Mateo Gilarte, aunque de ninguno de ellos pueda afirmarse con seguridad que fuese discípulo directo. 

Estilo y obras
La primera obra pública, El milagro del Cristo del Rescate de 1623, es ya una obra maestra de fuerte naturalismo y composición prieta, con el característico horror al vacío del círculo ribaltesco. La novedad del asunto, sin precedentes iconográficos, obligó al pintor a inventar composición y tipos. Ciertas semejanzas con los Preparativos de la crucifixión, obra también primeriza de Juan Ribalta, a quien aproxima igualmente el tratamiento vibrante de los detalles de naturaleza muerta, en nada desmerecen su originalidad. La iluminación demuestra ya su pleno dominio de la técnica tenebrista con la que resaltará el carácter escultórico del crucifijo puesto sobre la balanza, en escorzo y bien resuelta su anatomía. Las figuras llevadas a primer término son auténticos retratos que con sus gestos acompañan la acción. Su sentido narrativo se completa al disponer en las lejanías, con un salto en las escalas, los momentos previos del naufragio y el rescate del crucifijo en escenas nocturnas iluminadas con luces plateadas. Se trata de un recurso narrativo que de igual modo empleará en algunas de sus obras postreras de composición más compleja, como la Aparición de san Pedro y san Pablo a Constantino del Museo de Valencia. Su conocimiento del mundo ribaltesco, pero también lo más personal de su estilo, quedaban, pues, anunciados en esta primera obra maestra. ​
La siguiente obra firmada, el Retrato del padre Jerónimo Mos, anterior a 1628, demuestra sus excepcionales condiciones para el retrato a la vez que su maestría en los detalles de naturaleza muerta. ​ La intensidad de su naturalismo y la gama de color proceden de Ribalta, pero la pincelada se hace más fluida y ligera de pasta, con los toques restregados y ligeros que serán característicos de su obra posterior. ​ El Retrato de don Felipe Vives de Cañamás y Mompalau, envuelto en la capa de la Orden de Montesa, firmado y fechado en 1634, con el Retrato de don Francisco Vives de Cañamás, conde de Faura, seguramente de fecha próxima, retratado junto a un mastín de carácter naturalista, corroboran las dotes del pintor para este género aunque a lo largo de su carrera lo cultivará poco, siendo ampliamente superado por la pintura de género religioso que forma el grueso de su producción.
Perdidas buena parte de las obras documentadas en iglesias y conventos valencianos, y faltando la documentación para muchas de las obras conservadas, no es posible una ordenación cronológica de su abundante producción, raramente firmada. Impermeable a los cambios que se experimentan en la corte, apenas se percibe evolución en su obra. Naturalismo y tenebrismo, tomados de Francisco Ribalta y presentes en sus primeras obras, nunca serán abandonados. Siendo la suya una pintura esencialmente religiosa, destinada tanto a conventos, para los que trabajó con frecuencia proporcionándoles extensas series hagiográficas, como para las iglesias y la devoción privada, su naturalismo consistirá en infundir a los relatos hagiográficos la inmediatez de lo cotidiano.
El rigor de sus composiciones, en las que a menudo caerá en arcaísmos, y la monumentalidad de sus figuras, solemnes y graves, «se hermana bien con la austera concreción naturalista, consiguiendo figuras de noble apostura y muy humana calidad».​
El encuentro con Pedro de Orrente, evidente sobre todo en las escasas obras de tema bíblico, reforzará en Espinosa la atracción por lo cotidiano y la representación exacta de los objetos de uso y los animales. En obras de pequeño formato, como el Nacimiento de la Virgen de la parroquia de san Nicolás de Valencia, la aproximación a Orrente es máxima, y se revela en el color veneciano y en el tratamiento de las telas aterciopeladas tanto como en la disposición general. ​ También de Orrente parece provenir el tratamiento de las glorias de ángeles, con escorzos aún manieristas, de las que hará una muy personal interpretación en dos de sus obras maestras, la Muerte de san Luis Beltrán y la Comunión de la Magdalena, al conjugar las actitudes movidas de los angelotes característicos con el poderoso naturalismo de sus ángeles mancebos.
Pero Espinosa no dudará, además, en recurrir a modelos del pasado, vinculándose a toda la tradición valenciana, adaptando al lenguaje naturalista la Visitación de Vicente Macip, actualmente en el Museo del Prado, o la célebre Muerte de la Virgen de Fernando Yáñez en las puertas del retablo de la Catedral de Valencia. ​
Más problemático es el conocimiento de la obra de Zurbarán, según defendió Elías Tormo, que se podría advertir en algunas obras fechadas en torno a 1650 y singularmente en la Muerte de san Luis Beltrán, que parece recordar el Entierro de san Buenaventura pintado por Zurbarán en 1629 para el Colegio de san Buenaventura de Sevilla. ​ En la documentación valenciana relativa a Espinosa existen algunos vacíos temporales, principalmente entre 1640 y 1647, años en los que el pintor podría haberse ausentado de la ciudad, pero el hipotético conocimiento de la obra de Zurbarán tropieza con una doble dificultad: la ausencia de documentos que acrediten la realización de viajes fuera del Reino de Valencia por una parte y, por la otra, la muy escasa o nula receptividad del pintor a las corrientes artísticas más avanzadas que también hubiera encontrado en el hipotético viaje a Sevilla.
A partir de 1653, lienzos para la capilla de san Luis Beltrán del convento de Santo Domingo, se encuentra lo mejor de su producción. Sus asuntos, milagros del santo cuando aún no había sido canonizado ―lo sería en 1668― carecían de precedentes iconográficos pero arraigaban en la tradición local. Los aciertos del pintor, en composición y creación de tipos humanos, se advierten tanto como sus limitaciones al continuar utilizando la luz fuerte y directa del tenebrismo para iluminar a sus personajes, localizados en amplios paisajes. ​ Para la Casa Profesa de los jesuitas pintó en 1658 una nueva versión de la Visión de san Ignacio que ya había abordado hacia 1630 con mayor sumisión a los modos propios de la pintura manierista. Pero la mayor sobriedad de la nueva versión, más ajustada además a la iconografía tradicional, se acompaña de un rompimiento de gloria muy semejante en tipos e iluminación al de la versión pintada casi treinta años atrás. En este sentido, las Inmaculadas que pintó también en estos años, en pleno fervor inmaculista, solemnes y frontales, son muy significativas del rezagamiento del pintor.
La Intercesión de san Pedro Nolasco por unos frailes enfermos, el Milagroso hallazgo de la Virgen del Puig o la Aparición de la Virgen a san Pedro Nolasco (1661), pintadas en sus últimos años para los mercedarios de Valencia, son otras tantas obras maestras sobriamente compuestas. La maestría en el tratamiento de los hábitos blancos, realzados por la luz dirigida, y el realismo de los rostros en los que se manifiesta intensa e íntima la piedad de los monjes, sólo serán superados por la Comunión de la Magdalena de 1665, última obra firmada, tan extraordinaria por el rigor en la composición, la atención a los detalles, los efectos de contraluz en el rompimiento de gloria o la emoción en los rostros, como arcaica por el tratamiento tenebrista de la luz, la presencia del donante o los robustos angelotes. ​
Vendedores de frutas es, por su asunto, obra excepcional en la producción del pintor, aunque su habilidad en el tratamiento de los objetos de bodegón se pone de manifiesto también en algunas de sus escenas religiosas. Adquirido por el Museo del Prado en 2008, solo la aparición de la firma «Hierº Jacintº de Espinosa f.» hizo posible su atribución al pintor, del que no se conocía ninguna otra obra de género costumbrista ni referencias documentales que indicasen su dedicación a ese género. ​ Un segundo óleo, Cuatro pícaros timando a un vendedor de quesos de cassoleta, mientras juegan a la apatusca, con ciertas semejanzas en el tratamiento de rostros y manos, se le ha atribuido posteriormente, abriendo la posibilidad de identificar nuevas obras de esta naturaleza relacionadas con el pintor o con su círculo. ​
Trabajador concienzudo, han llegado de él algunos dibujos que permiten hacerse una idea de su sistema de trabajo, con estudios hechos del natural en los que se apoya el realismo de su pintura. ​ Por el contrario, la técnica empleada en la preparación de sus lienzos, a base de una capa de cola y otra de aceite de linaza, le facilitaba el trabajo rápido. Sobre la base, de tono cálido y brillante, restregaba el pincel a la manera veneciana, con veladuras y pasta fluida. El resultado, la brillantez del color elogiada por sus contemporáneos, ha tenido también como consecuencia la ruina de muchos de sus cuadros, al adherirse deficientemente el color a la tela por la dureza de la preparación. ​ 

El milagro del Cristo del Rescate
Es la primera obra pública conservada de Jerónimo Jacinto de Espinosa, firmada y fechada con precisión, haciendo constar su edad, veintidós años. Fue pintado para el convento de los agustinos de Santa Tecla de Valencia, pasando luego al que tenían extramuros de la ciudad. En la actualidad el cuadro está en poder de los patronos del convento, destruido en la guerra civil.
El asunto representado, el milagroso rescate de un crucifijo que había caído en poder de piratas argelinos, carecía de antecedentes iconográficos obligó al joven pintor a inventar composición y tipos. Según la narración de fray Juan Ximénez que dos años después de pintarse el cuadro publicó una Relación del milagrosos rescate del Crucifijo de la monjas de San Joseph de Valencia que está en Santa Tecla, unos comerciantes valencianos hallándose en Argel se ofrecieron a pagar su peso en plata y, puesto en la balanza, se equilibró con sólo treinta reales. Llevado a Valencia en 1560 recibió de inmediato amplio culto, siendo tenido por muy milagroso.
Lo representado es el instante mismo en que los dos platillos de la balanza se equilibran. Espinosa coloca la imagen de Cristo en escorzo, bien resuelta su anatomía e intensamente iluminada por el foco de luz procedente de la izquierda, con la que se subraya su carácter escultórico. En composición apiñada, llevando las figuras al primer plano con cierto horror al vacío, los protagonistas de la historia rodean la imagen de Cristo con rostros expresivos: los mercaderes valencianos, uno de ellos arrodillado a la derecha, con las manos llenas con las monedas que estaba dispuesto a seguir colocando en el platillo, miran al Cristo con respeto y fervor. Entre ellos, el pirata mira al fiel de la balanza con desconfianza y trata de desequilibrarla con las manos, en tanto el cadí gesticula mostrando asombro. Sin apenas espacio asoman las cabezas de algunos curiosos comentando el prodigio y un niño se encarama a una escalera para observarlo mejor. En las lejanías, en escena nocturna iluminada con luces plateadas, el mismo crucifijo es rescatado del mar, con un salto notable en las escalas.
En esta primera obra Espinosa muestra ya el conocimiento de la pintura de Francisco Ribalta tanto en la composición apretada como en el tratamiento de la luz dirigida, en la que demuestra ya un pleno dominio de la técnica tenebrista, que será la que siga empleando a lo largo de su carrera. La habilidad y seguridad con que es capaz de enfrentarse a un asunto nuevo, el magisterio que muestra en los detalles de naturaleza muerta y el realismo con el que están tratados los rostros, anticipan mucho de lo que será la obra futura de Espinosa. 

Retrato del padre Jerónimo Mos, 1626
Óleo sobre lienzo (205 x 112 cm.), firmado, Museo de Bellas Artes de Valencia.
Esta obra maestra es de los primeros años del pintor Jerónimo Jacinto Espinosa donde demuestra sus dotes para el retrato. Capta al padre Jerónimo Mos, que aparece sentado con hábito dominico junto a un bufete con un magnífico fragmento de naturaleza muerta con tintero, libro y reloj. La obra se caracteriza por ser de una naturalidad muy intensa y con una gama de color que procedían de Ribalta.
El retratado desempeñó importantes cargos dentro de la orden de dominicos y aparece efigiado hacia 1628, año en que se fecha la dedicatoria. En el ángulo inferior izquierdo aparece la firma de Espinosa estampada sobre un papel doblado.

San Juan Bautista. Jerónimo Jacinto Espinosa. 1645.
Óleo sobre lienzo, 112 x 91 cm. Museo del Prado
La figura del santo aparece sentado, de más de medio cuerpo, con la mirada alzada, sosteniendo en su mano izquierda una cruz realizada con cañas. Con la mano derecha señala al cordero, cuya cabeza podemos observar en la esquina inferior izquierda de la composición, tomando modelos de Orrente. El santo se dispone en una diagonal, mostrando su brazo derecho y su torso desnudo, recibiendo un potente foco de luz desde la zona izquierda, creando un sensacional efecto tenebrista de clara inspiración caravaggiesca. Será en este tipo de composiciones protagonizadas por figuras aisladas, en las que destaca su expresividad y el realismo de los modelos, con las que Espinosa alcance el cenit de su estilo.

Comunión de la Magdalena. 1655. Museo de BB.AA. de Valencia.
La que podría considerarse obra maestra del pintor, es una pintura al óleo sobre lienzo, (315 x 226 cm.), pintada para los capuchinos de Masamagrell, fundación de San Juan de Ribera que puso la eucaristía en el centro de sus devociones. Garín pone especial atención en la preparación del lienzo mediante la cola y el óxido de hierro y el uso de entonaciones cálidas en base al ocre, técnica habitual del pintor.
La composición, organizada básicamente en líneas horizontales con la figura de San Maximino como eje, traza dos líneas diagonales que se cruzan en el punto ocupado por la Sagrada Hostia. El tratamiento de las diferentes texturas de las telas, las filigranas de la casulla, el paño de comulgar o los manteles sobre el altar han sido cuidadosamente descritos para así resaltar más el contraste con el paño burdo que viste la santa, manifestándose el naturalismo del pintor en los pequeños detalles. San Maximino ocupa el centro del cuadro recibiendo sobre él el foco de luz, en tanto las restantes figuras surgen de las sombras tratadas con veladuras y pincelada suelta, con técnica tenebrista.
La parte superior del cuadro la ocupa un rompimiento de gloria barroco con numerosos querubines acompañando de manera dinámica a tres ángeles músicos que tocan el laúd, la flauta y el arpa.
El tema de la eucaristía es uno de los más repetidos en la iconografía de la Contrarreforma y enlaza con la imagen de la Magdalena penitente, muy frecuente también en el barroco por hacer relación a otro sacramento, el de la penitencia, cuestionado por la Reforma protestante.
Paralelamente y en defensa de sus posiciones doctrinales, la Iglesia Católica popularizará estos temas en imágenes de devoción, mostrando en pinturas y sermones, de una manera didáctica, la doctrina de la Iglesia acerca de los sacramentos como medios de salvación eterna.
Ejemplos de la atención al tema de la eucaristía en la pintura barroca, entre otros muchos, podrían ser La última comunión de san Buenaventura de Zurbarán, para los Franciscanos de Sevilla; La última comunión de san Jerónimo de Annibale Carracci, para los cartujos de Bolonia o La comunión de los Apóstoles de José de Ribera para la cartuja de Nápoles.
Del mismo modo, para la piedad cristiana los arrepentimientos de san Pedro y María Magdalena serían temas de meditación y ejemplos para oponerse a los protestantes. El cuadro, por tanto, podría interpretarse como un tratado de dogmática barroca, que ensalza la penitencia como camino de purgación de los pecados y paso previo a la comunión y la eucaristía como sacramento, tal como quedó definido en las sesiones 13 y 22 del Concilio de Trento.
La fuente literaria se encuentra en la Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine en la que se da cuenta de la última comunión de la Magdalena:
Al cabo de un rato san Maximino mandó pasar al interior del oratorio a todo su clero y al sacerdote que había actuado como recadero de la santa, y en presencia de ellos administró a ésta en comunión el cuerpo y la sangre de Cristo, recibidos por ella en su boca, mientras sus ojos se le inundaban de lágrimas. Momentos después María Magdalena, allí mismo, ante la base del altar, tendíose en tierra, y estando en esta actitud su alma emigró al Señor.
Son estos los personajes introducidos en el cuadro, en el que María Magdalena se representa lacrimosa, con lágrimas de sangre, como penitente vestida de sayal y con la calavera, representación ascética de la vanitas, como reflexión acerca de la muerte. En la iconografía de la calavera tuvieron mucho que ver los libros de meditación y especialmente la piedad jesuítica, que recomendaba la visión de la calavera para despertar la imaginación. De las órdenes religiosas cabe destacar a los capuchinos, muy familiarizados con la meditación sobre la muerte tal como se nos presenta en su iglesia de Roma. No es por tanto de extrañar que, en este cuadro, el viático de la Magdalena vaya acompañado de la representación ascética de la muerte.
Respecto de la imagen del rompimiento de gloria, la iconografía barroca ofrece numerosas muestras y el mismo Espinosa realizará numerosas aberturas del cielo semejantes en otras obras de sus últimos años de vida. En esta ocasión, sin embargo, incluye un ángel tocando el laúd, de espaldas y recortado a contraluz, que introduce profundidad y es de lo más avanzado en sentido barroco que llegase a realizar nunca.
Con San Maximino, que parece repetir el modelo de un cuadro anterior dedicado a la Misa de San Pedro Pascual, otro sacerdote arrodillado en la parte inferior derecha podría tratarse de un retrato del donante, de quien nada se sabe. Aparentemente de menor escala, es buena muestra del arcaísmo del pintor, apegado a fórmulas de representación tradicionales. Más interesante resulta la imagen del ángel situado detrás de la santa, en posición de protegerla, que podría representar la figura del Ángel Custodio. García Mahíques, en un estudio sobre otro cuadro del autor para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en Valencia, la Visión de San Ignacio de 1630, con el Ángel Custodio detrás del santo, suprimido en la versión definitiva de 1658, destaca el auge que en el siglo XVII tuvo esta nueva devoción. 

Vendedores de frutas
Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 79,5 x 123 cm. Museo del Prado
Junto a un puesto de frutas vemos a un estudiante pobre, o "capigorrón", que da unas monedas a una vendedora de frutas pulcramente vestida, ante la que se despliega una amplia variedad de melones y otras curcubitáceas, algunas de ellas catadas. En el extremo derecho aparece un personaje desaseado, que cubre su cabeza con una montera y viste ropa basta y en mal estado. Sostiene una cesta con uvas, manzanas, nabos y un melón, sobre el que está posada una mosca. Mientras come melón mira fijamente al exterior, y con su mirada, el plano tan inmediato en el que se sitúa y la proyección hacia el exterior de su cuerpo invade poderosamente el espacio del espectador. La obra contiene personajes, acciones y objetos cargados de significado en la cultura popular de la época, como el capigorrón, el acto de compra y venta, los melones catados y sin catar, el contraste entre la pulcritud de la vendedora y el desaliño de su acompañante, lo que parece una perdiz, etc.; todo lo cual invita a pensar en una trama narrativa, y emparenta el cuadro con algunas piezas costumbristas flamencas.
Se trata de una pintura hasta ahora inédita, cuya atribución al pintor valenciano Jerónimo Jacinto de Espinosa queda avalada por la firma, que apareció durante el proceso de limpieza (Hier.o Jacint.o de Espinosa f.). Hasta ahora, no se conocían obras de temática similar realizadas por este pintor, que se dedicó sobre todo a las escenas religiosas, en las que cultivó un estilo naturalista y un tipo de composiciones por lo general mucho más estáticas y convencionales que la de este cuadro. La comparación de los tipos humanos de Vendedores de frutas con otros cuadros del pintor ayuda a situar cronológicamente la obra. La vendedora tiene unos rasgos parecidos a María, del cuadro San Abraham ermitaño enseña a leer a su nieta María (colección particular:) cejas muy precisamente delineadas, párpados caídos, labio superior mucho más fino que el inferior, etc. Ese tipo de rostro vuelve a parecer en el Niño Jesús de la Misa de San Pedro Pascual (Museo de Valencia), que está firmado en 1660, mientras que el cuadro anterior se ha fechado (aunque sin certeza documental) en torno a 1646. La comparación de las frutas que aparecen en la cesta con los bodegones de Tomás Hiepes de mediados del siglo XVII sugiere también una fecha para el cuadro posterior a 1650.
El interés de esta obra es múltiple. Por una parte, enriquece el corpus relativamente limitado de la pintura costumbrista española; por otra, desvela una faceta de su autor hasta ahora desconocida; y además constituye un magnífico ejemplo de cómo este género seguía leyes de composición propias y permitía al pintor ensayar enfoques y estructuras narrativas mucho más libres de las que le obligaba la pintura religiosa, mucho más condicionada por convenciones figurativas. La composición es tan insólita en relación con el resto de la obra de Espinosa, que si no llega a estar firmada no habría sido fácil vincularla a su nombre. 

La misa de San Gregorio
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 191 x 139 cm. Museo del Prado
Mientras el santo papa celebra la misa en la basílica de Santa Cruz de Jerusalén, uno de los acólitos duda de la presencia de Cristo en la eucaristía y en el mismo momento, Cristo desciende sobre el altar, desnudo, coronado de espinas, mostrando sus llagas, sostenido por dos ángeles y rodeado de los atributos de la Pasión. El lienzo, que estuvo atribuido a Francisco Ribalta cuando compareció por vez primera en una venta pública en Nueva York (1916) fue ya reconocido como obra juvenil del artista por Pérez Sánchez.

Martirio de San Pedro Mártir
Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 199,5 x 104 cm. Museo del Prado
Este lienzo es una de las obras más significativas de Espinosa en un período especialmente afortunado de su producción, con una notable influencia de Pedro Orrente, tanto en la gama tostada de su colorido como en el modo de tratar las telas e incluso en los tipos humanos, de proporciones un tanto rechonchas y rudos. La obra procede de un retablo de la iglesia valenciana de San Nicolás, donde lo describió Teodoro Llorente en 1887, y donde al parecer se conservó hasta la guerra civil. Constituía el lienzo central del conjunto y en la predela figuraban tres lienzos apaisados de figuras pequeñas: el Nacimiento de la Virgen, la Adoración de los pastores y el Nacimiento de San Juan, todos de muy fuerte impronta orrentesca, de los cuales sólo son visibles hoy en la iglesia el primero y el último. El central, desaparecido, se conoce sólo por una fotografía anterior a 1936.
No sabemos la fecha de este conjunto. Alcahalí (1897) afirmaba, sin aportar prueba documental alguna, que Espinosa, en 1640, pintó para la parroquia de San Nicolás un Martirio de San Pedro que seguramente será éste. No es posible, por ahora, ratificar esa afirmación, pero en cualquier caso es obra que debe corresponder a la producción central del artista, entre 1640 y 1660, quizás hacia 1650, cuando son más fuertes los ecos de Orrente (muerto en Valencia en 1645), fundidos con los constantes recuerdos del mundo ribaltesco. La composición, muy cerrada, e incluso prieta en exceso, está resuelta con gran habilidad, y la luz dota de coherencia el apretado grupo al iluminar intensamente la cabeza, las manos y las rodillas del santo, dejando en una misteriosa penumbra todo lo que le rodea, salvo el poderoso brazo del sayón que empuña el machete con que ha herido al santo, y uno de los ángeles niños que portan la corona de gloria. En segundo término, otro fraile abre las manos espantado, fundido en la sombra.

La Virgen con el Niño en un trono con ángeles
Hacia 1661. Óleo sobre lienzo, 191,5 x 148 cm. Museo del Prado
En el conjunto de su producción conocida, fechada entre 1653 y 1667, ocupan un lugar importante las obras dedicadas a la representación de la Virgen con el Niño, tema en el que logra creaciones muy personales. En la obra del Prado la Virgen aparece entronizada, como Regina Angelorum, sosteniendo sobre sus rodillas al Niño, quien apoya su mano izquierda sobre una bola del mundo rematada por una pequeña cruz, en clara alusión a su condición de Redentor. El trono presenta un diseño de líneas clásicas, y su único adorno lo constituyen la simulación escultórica de tres cabezas de querubines y unas volutas, todo ello dispuesto sobre la moldura de remate. La composición se completa con unos ángeles, infantiles y adultos, dispuestos a ambos lados de la Virgen, a la que acompañan en señal de homenaje, y dos parejas de querubines situados, respectivamente, en cada uno de los ángulos superiores del cuadro.
Como es habitual en él, dispone las figuras muy en primer plano, llenando por completo la composición, que está organizada simétricamente, con la solemne monumentalidad, el severo equilibrio y la planitud propios de su estilo. También corresponden a su manera de hacer los intensos contrastes luminosos con los que acentúa la plasticidad de las formas, que parecen emerger del oscuro fondo, así como el empleo de un lenguaje inmediato y concreto en el tratamiento de los modelos, aunque la Virgen y el Niño presentan un aspecto algo idealizado, quizás debido a la influencia de la evolución de este tipo de representaciones en la pintura de la época.
Espinosa realizó creaciones muy personales en este tema, definiendo una tipología que repitió con cierta frecuencia a lo largo de su producción. Así sucede con los modelos de la Virgen y el Niño, que presentan una evidente relación con otros ejemplos similares realizados por el artista, como los de la Virgen del Rosario de la Basílica de los Desamparados de Valencia o los del cuadro de colección privada barcelonesa fechado en 1661. Precisamente en torno a este año se puede situar la ejecución de la obra ahora estudiada, no sólo por la clara relación ya señalada, sino también por el empleo en ambos casos de una técnica similar, de escasa pasta y pincelada algo fluida, cualidades propias de la etapa final del artista y únicas notas evolutivas que pueden apreciarse en su trayectoria estilística. Con cierta frecuencia, también utiliza en sus obras ángeles de apariencia adulta, lo que supone un dato iconográfico evidentemente arcaizante en el contexto del siglo XVII. Entre otros ejemplos, son similares a los que aquí aparecen los ángeles de los cuadros del Museo de Valencia La muerte de San Luis Beltrán y La aparición de Jesús a San Ignacio. 

Aparición de Cristo a San Ignacio
Importante cuadro de altar pintado por Espinosa en 1631 para la capilla de San Ignacio de Loyola en la iglesia de la Compañía de Valencia, ingresando posteriormente en el Museo con la desamortización. Representa uno de los pasajes más conocidos de la iconografía ignaciana. Camino de Roma para defender ante el Papa el proyecto de la orden por él fundada, se le apareció Cristo con la cruz a cuestas, diciéndole: Yo te seré propicio en Roma, según recoge el P. Ribadeneyra. Otra versión de San Ignacio en la Visión de la Storta, realizada por el propio Espinosa y conservada también en el Museo, sustituyó años más tarde este lienzo en el altar dedicado al santo navarro.

La Inmaculada Concepción con los Jurados de Valencia (1662)
La Inmaculada Concepción con los Jurados de Valencia, pintado en Valencia por Jerónimo Jacinto de Espinosa en 1662, es uno de los lienzos más impactantes del Siglo de Oro español. El cuadro, lleno de significados superpuestos, es un compendio de historia política y de las instituciones, arte religioso, retrato barroco y crónica de fiestas.
Espinosa efigió en esta obra a los nueve representantes electos del gobierno municipal de Valencia en el momento de pronunciar el voto de defensa de la doctrina de la Inmaculada Concepción. Así, los nueve valencianos, que miran desafiantes al espectador, aparecen en el acto de jurar su fidelidad a la imagen de la Virgen que, en el centro, preside la escena. Este hecho histórico efectivamente ocurrió tal y como se nos narra en la pintura, y supuso un momento de especial harmonía entre la monarquía de los Habsburgo, la ciudad de Valencia, y el Papado, las tres autoridades cuyos escudos aparecen pintados en el cuadro.

JOAN JOSEP RIBERA y CUCÓ (Játiva,  17 de febrero de 1591 - Nápoles, Italia; 3 de septiembre de 1652)
Conocido en español como José de Ribera, fue un pintor, dibujante y grabador español del siglo XVII, que desarrolló toda su carrera en Italia, inicialmente en Roma y posteriormente en Nápoles. Fue también conocido por su nombre italianizado Jusepe Ribera y por el apodo Lo Spagnoletto («El Españolito») debido a su baja estatura y a que reivindicaba sus orígenes, siendo común que firmara sus obras como español, valenciano y setabense, ​ o bien simplemente como español. En ocasiones lo hizo empleando la terminología latina «Josephus Ribera. Hispanus. Valentinus. Setaben. (o Civitatis Setabis)», a lo que en ocasiones añadió «accademicus Romanus», y sobre todo «Partenope», en alusión a su lugar de residencia.
Cultivó un estilo naturalista que evolucionó del tenebrismo de Caravaggio hacia una estética más colorista y luminosa, influida por Van Dyck y otros maestros. Contribuyó a forjar la gran escuela napolitana (Giovanni Lanfranco, Massimo Stanzione, Luca Giordano...), que le reconoció como su maestro indiscutible; y sus obras, enviadas a España desde fecha muy temprana, influyeron en técnica y modelos iconográficos a los pintores locales, entre ellos Velázquez y Murillo. Sus grabados circularon por media Europa y consta que hasta Rembrandt los conocía. Autor prolífico y de éxito comercial, su fama reverdeció durante la eclosión del realismo en el siglo XIX; fue un referente imprescindible para realistas como Léon Bonnat. Algunas de sus obras fueron copiadas por pintores de varios siglos, como Fragonard, Manet, Henri Matisse y Fortuny, entre otros.
Ribera es un pintor destacado de la escuela española, si bien su obra se hizo íntegramente en Italia y de hecho, no se conocen ejemplos seguros de sus inicios en España. Etiquetado por largo tiempo como un creador truculento y sombrío, mayormente por algunas de sus pinturas de martirios, este prejuicio se ha diluido en las últimas décadas gracias a múltiples exposiciones e investigaciones, que lo reivindican como creador versátil y hábil colorista. Hallazgos recientes han ayudado a reconstruir su primera producción en Italia, etapa a la que el Museo del Prado dedicó una exposición en 2011.
José de Ribera nació en Játiva en 1591, hijo de Simón Ribera, zapatero de profesión, y de Margarita Cucó. ​ Tuvo un hermano llamado Juan que también hubo de dedicarse a la pintura, aunque muy poco se sabe de él. Se sabe muy poco de la familia, pero se supone que los Ribera vivieron con relativa holgura económica; la profesión de zapatero era estimada ya que el calzado era una prenda de vestir de cierto lujo en aquella época.
Ribera decidió marchar a Italia, donde seguiría las huellas de Caravaggio. Siendo aún adolescente inició su viaje; primero al norte, a Cremona, Milán y a Parma, para ir luego a Roma, donde el artista conoció tanto la pintura clasicista de Reni y Ludovico Carracci como el áspero tenebrismo que desarrollaban los caravagistas holandeses residentes en la ciudad. La reciente identificación de varias de sus obras juveniles demuestra que Ribera fue uno de los primerísimos seguidores de Caravaggio; incluso se ha conjeturado que pudo conocerle personalmente, ya que su traslado de Valencia a Italia hubo de ser varios años antes de lo que los expertos creían, posiblemente en 1606.
Finalmente, Ribera decidió instalarse en Nápoles, acaso al intuir que captaría una mayor clientela; la región era un virreinato español y vivía una etapa de opulencia comercial que fomentaba el mecenazgo artístico. La Iglesia católica y coleccionistas privados (varios de ellos españoles como él) serían sus principales clientes.
En el verano de 1616 desembarcó Ribera en la famosa metrópoli a la sombra del Vesubio. Pronto se asentó en la casa del anciano pintor Giovanni Bernardino Azzolini, pintor que entonces no era muy conocido, al cual se atribuye una obra en la iglesia de Sant'Antonio al Seggio en Aversa: La coronación de la Virgen entre los santos Andrés y Pedro. Sólo tres meses después se casó Ribera con la hija de Azzolini, de dieciséis años de edad.
Había acabado su viaje, pero comenzaba el apogeo de su arte. En pocos años, José de Ribera, al que llamaron lo Spagnoletto, adquirió fama europea, gracias en gran parte a sus grabados; se sabe que incluso Rembrandt los tenía.
El uso del tenebrismo de Caravaggio fue su punto fuerte, si bien en su madurez evolucionaría hacia un estilo más ecléctico y luminoso. Inició una intensa producción que lo mantuvo alejado de España, a donde nunca regresó, pero se sintió unido a su país gracias a que Nápoles era un virreinato español y punto de encuentro entre dos culturas figurativas, la ibérica y la italiana. Se cuenta que cuando preguntaron a Ribera por qué no regresaba a su país, él contestó: «En Nápoles me siento bien apreciado y pagado, por lo que sigo el adagio tan conocido: quien está bien, que no cambie». Y explicó: «Mi gran deseo es volver a España, pero hombres sabios me han dicho que allí se pierde el respeto a los artistas cuando están presentes, pues España es madre amantísima para los forasteros y madrastra cruel para sus hijos».
El apoyo de los virreyes y de otros altos cargos de origen español explica que sus obras llegasen en abundancia a Madrid; actualmente el Museo del Prado posee cincuenta y seis cuadros suyos, otros siete atribuidos y once dibujos, lo que en total supone uno de los mayores y mejores compendios de su obra incluyendo varias piezas maestras. ​ Ya en vida era famoso en su tierra natal y prueba de ello es que Velázquez le visitó en Nápoles en 1630.
La fusión de influencias italianas y españolas dio lugar a obras como el Sileno ebrio (1626, hoy en Capodimonte) y El martirio de san Andrés (1628, en el Museo de Bellas Artes de Budapest). Comenzó entonces la rivalidad entre Ribera y el otro gran protagonista del siglo XVII napolitano, Massimo Stanzione.
En siglos posteriores, la apreciación del arte de Ribera se vio condicionada por una leyenda negra que le presentaba como un pintor fúnebre y desagradable, que pintaba obsesivamente temas de martirios con un verismo truculento. Un escritor afirmó que «Ribera empapaba el pincel en la sangre de los santos». Esta idea equivocada se impuso en los siglos XVIII y XIX, en parte por escritores extranjeros que no conocieron toda su producción. En realidad, Ribera evolucionó del tenebrismo inicial a un estilo más luminoso y colorista, con influencias del Renacimiento veneciano y de la escultura antigua, y supo plasmar con igual acierto lo bello y lo terrible.
Su gama de colores se aclaró en la década de 1630, por influencia de Van Dyck, Guido Reni y otros pintores, y a pesar de serios problemas de salud en la década siguiente, continuó produciendo obras importantes hasta su muerte, acaecida el 3 de septiembre de 1652.
José de Ribera está sepultado en la iglesia de Santa María del Parto en el barrio Mergellina de Nápoles.
Entre los discípulos de Ribera se incluyen Francesco Fracanzano, Luca Giordano y Bartolomeo Bassante. También ejerció influencia en muchos otros, como el pintor flamenco Hendrick van Somer. 

Etapas de su obra
Los primeros años de Ribera han permanecido sumidos en interrogantes por la carencia de documentación sobre él y por la aparente desaparición de todas sus obras de esa época. Pero en la última década, varios expertos han conseguido identificar como suyas más de treinta pinturas sin firmar, que ayudan a reconstruir su juventud inmersa en el tenebrismo de Caravaggio, del que hubo de ser uno de sus primeros difusores.
La obra firmada más antigua que se le conoce es un San Jerónimo actualmente conservado en Toronto, Canadá (Galería de Arte de Ontario), de hacia 1614; en la firma Ribera se proclama «académico romano». Pero a pesar de la inscripción, tal pintura fue discutida por los expertos hasta fecha reciente, pues difería bastante del estilo conocido del maestro.
Las primeras obras juveniles de Ribera aceptadas generalmente como autógrafas son cuatro óleos de una serie de Los cinco sentidos (h. 1615), que ahora se hallan dispersos en cuatro colecciones diferentes: Museo Franz Mayer (México, D. F.), Museo Norton Simon (Pasadena), Wadsworth Atheneum (Hartford, EE. UU.) y Colección Juan Abelló (Madrid). Una gran pintura, La resurrección de Lázaro (h. 1616), fue adquirida por el Museo del Prado en 2001, cuando su autoría era aún discutida. Hay que mencionar además un Martirio de san Lorenzo recientemente autentificado en la Basílica del Pilar de Zaragoza y un raro ejemplo de desnudo femenino, Susana y los viejos (Madrid, propiedad privada). La Galería Borghese de Roma posee El juicio de Salomón, obra que se atribuía a un artista anónimo y que al asignarse a Ribera, ha permitido indirectamente reatribuirle varias obras más. Se perdió un relevante cuadro de San Martín compartiendo su capa con el pobre, pintado en Parma, si bien subsiste una copia de él. 

Década de 1620
Entre los años 1620 y 1626 apenas se fechan obras pictóricas, pero a este período corresponden la mayoría de sus grabados, técnica que cultivó con maestría.
En esta época ya muestra su gusto por los modelos de la vida cotidiana, de ruda presencia, que plasma con pinceladas prietas y delimitadoras de modo semejante a lo que hacen caravaggistas nórdicos, los cuales ejercen gran influencia en sus obras por su contacto en Roma. A partir de 1626, se poseen abundantes obras fechadas que dan testimonio de su maestría. Su pasta pictórica se hace más densa, modelada con el pincel y subrayada por la luz con una casi obsesiva búsqueda de la verdad material, táctil, de la realidad y su relieve.
Los años de la década de 1620 a 1630 son aquellos en que, sin duda, Ribera dedicó más tiempo y atención al grabado al aguafuerte, dejando algunas estampas de belleza y calidad excepcionales: San Jerónimo leyendo (1624), El poeta y Sileno ebrio (que repite su cuadro del Museo de Capodimonte). Se le atribuyen en total 17 planchas, todas menos una anteriores a 1630, y se cuenta que las grabó sólo con fines promocionales, para difundir su arte y captar encargos de pinturas. Al alcanzar el éxito, Ribera dejaría de grabar. Salvo alguna excepción, estos grabados repiten composiciones previamente pintadas, si bien no son copias fieles, sino que introducen variantes que mejoran su composición.
Entre los años 1626 y 1632 realizó obras más rotundas que muestran su fase más tenebrista. Son composiciones severas de grandes diagonales luminosas que llenan la superficie, subrayando siempre la solemne monumentalidad del conjunto con elementos de poderosa horizontalidad, como gruesas lápidas de piedra o enormes troncos. Destaca la serie de "San Pedros" que pintó a lo largo de esos años.
En 1629 el duque de Alcalá, Fernando Afán de Ribera, es el nuevo virrey, y va a ser el nuevo mecenas del pintor; a éste le encarga obras como La mujer barbuda (1631) o una serie de Filósofos, en los que deja testimonio de su naturalismo más radical: modelos de una vulgaridad casi hiriente, traducidos con una verdad intensísima. 

Década de 1630
La década de 1630 es la más importante de Ribera, tanto por el apogeo de su arte como por su éxito comercial. El pintor aclara su paleta bajo influencia de Van Dyck y la pintura veneciana del siglo anterior, sin rebajar la calidad de dibujo y la fidelidad naturalista. Una gran Inmaculada, pintada para el Convento de las Agustinas de Salamanca, es considerada una de las versiones más importantes de tal tema dentro de la pintura europea, y se cree que Murillo la tuvo en cuenta para sus populares versiones posteriores.
Sus temas pictóricos son mayormente religiosos; el artista plasma de una forma muy explícita e intensamente emocional escenas de martirios como el Martirio de San Bartolomé (1644, MNAC de Barcelona) o el Martirio de San Felipe (1639; Museo del Prado), así como representaciones individuales de medias figuras o de cuerpo entero de los apóstoles (Apostolados), especialmente los de San Pedro.
Sin embargo, realizó también obras de carácter profano: figuras de filósofos (Arquímedes, 1630, Museo del Prado), temas mitológicos como el Sileno ebrio del Museo de Capodimonte de Nápoles de 1626 (es su primer cuadro firmado y fechado), representaciones alegóricas de los sentidos (Alegoría del tacto de 1632, Museo del Prado, conocido como El escultor ciego), unos pocos cuadros de paisaje (dos se han identificado en el Palacio de Monterrey de Salamanca) y algunos retratos como La mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido) (1631, Fundación Casa Ducal de Medinaceli, Hospital de Tavera, Toledo). 

Década de 1640 y últimos años
La década de los 40, con las interrupciones debidas a su enfermedad, acaso una trombosis (a pesar de la cual no rompió la actividad del taller), supuso una serie de obras de un cierto clasicismo en la composición, sin renunciar a la energía de ciertos rostros individuales. En su última obra también experimenta de nuevo un cambio estilístico que le devuelve en cierta medida a las composiciones tenebristas de su primera etapa; las causas pudieron ser sus desgraciadas circunstancias personales. Siguió siendo un artista de éxito comercial y prestigio, y fue maestro de Luca Giordano en su taller napolitano, influyendo en su estilo.
La crisis económica que sucedió a la revuelta de Masaniello en Nápoles (1647) afectó a la producción pictórica de Ribera, quien además se vería envuelto en un escándalo.
Para sofocar la revuelta, habían acudido a Nápoles las tropas españolas bajo el mando de don Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV. Ribera pintó un retrato de don Juan José a caballo (Palacio Real de Madrid), que luego repitió en grabado; fue el último aguafuerte que produjo, el cual en ediciones tardías fue modificado para darle la identidad del rey Carlos II. También se atribuía a Ribera un escudo del marqués de Tarifa, fechable hacia 1629-33, en el cual el artista valenciano pudo grabar los angelotes de la parte superior; sin embargo, los últimos estudios desestiman la autoría.
Hacia 1647 se produjo el escándalo que sacudió la vejez del artista: según cuenta la tradición, una de las hijas de Ribera, Margarita, fue seducida por don Juan José, una relación ilícita tratándose de una pareja no casada. Hoy se cree que la joven en cuestión no era hija de Ribera, sino una sobrina, pero el caso es que tras la revuelta y las peripecias familiares, Ribera, enfermo, reduce considerablemente su trabajo.
Su taller ve reducido el número de oficiales, huidos de Nápoles por temor a las represalias, y, sin embargo, todavía firma alguna de sus obras maestras el mismo año de su muerte y da fin a ciclos largamente meditados.
Son ejemplos de este momento La Inmaculada Concepción (1650, Museo del Prado), San Jerónimo penitente (1652, Museo del Prado) y una gran Sagrada Familia (Metropolitan Museum, Nueva York), cuya ternura y riqueza de color sintonizan con Guido Reni.
Ribera es una de las figuras capitales de la pintura, no sólo de la española, sino de la europea del siglo XVII y, en cierto modo una de las más influyentes ya que sus formas y modelos se extienden por toda Italia, Centroeuropa y la Holanda de Rembrandt, dejando una gran huella en España.
Pero la especial circunstancia de ser un extranjero en Italia le ha hecho ser visto como una persona ajena a su tradición y a sus gustos. A su llegada a Italia está en todo su apogeo la novedad caravaggesca, en tensión con la renovación romano-boloñesa que revivía el gusto clasicista. Por este motivo, adoptó el tenebrismo que daban los flamencos y holandeses presentes en Roma, pero no dejó de ver y asimilar algo de las formas bellas del mundo clasicista.
Lord Byron decía de Ribera que pintaba con la sangre de los santos, por su intensidad en el trazo, por su desgarrada anatomía y por la truculencia de algunos temas. Pero Ribera no es rudo ni primitivo; completa su formación enriqueciéndose con otras obras de la cultura italiana que le son pronto familiares. Ante todo, el estudio de la gran pintura del Renacimiento. En la educación de Ribera hay otro elemento que lo distancia de los artistas españoles: es el estudio de la antigüedad clásica, al modo que hacían los maestros renacentistas y barrocos europeos. Se interesa por los temas mitológicos (si bien no tuvo muchos encargos de este tipo) y estudia las esculturas del antiguo Imperio romano. Su extraordinaria calidad como dibujante y su dominio de la anatomía también lo alejan de los pintores españoles de su época, mayormente limitados por la clientela religiosa y por cuestiones de moral.
A lo largo de sus obras, podemos visualizar que Ribera no va a ser un pintor con un único registro, sino que su lenguaje va a ceñirse con admirable precisión a cada uno de los hechos acaecidos. Superando el tenebrismo inicial, volverá a los intensos contrastes de luz y de sombra cuando ciertos asuntos lo exijan o cuando la iconografía lo reclame.
Podemos decir que es un creador extraordinario ya que posee la capacidad de crear imágenes palpitantes de pasión verdadera al servicio de una exaltación religiosa, que no es sólo española, sino de toda la Contrarreforma católica y mediterránea; su maestría colorista, que recoge toda la opulencia sensual de Venecia y de Flandes, a la vez que es capaz de acordar las más refinadas gamas planteadas del más recogido lirismo; y su inagotable capacidad de «inventor» de tipos humanísticos que prestan su severa realidad a santos y filósofos antiguos con idéntica gravedad, hacen de él una de las cumbres de su siglo.
En los últimos treinta años se han realizado estudios, con los cuales surgieron nuevas exposiciones que fueron celebradas en 1992 en Nápoles, Madrid y Nueva York. Precedente de ello fue la publicación, en la serie Clasici dell´Arte, de un catálogo casi completo de las pinturas que se le atribuían. Con ello se puso a disposición de todos un enorme caudal de obras que permitían abordar el estudio de este gran artista y superar los prejuicios que distorsionaban su valoración. Ya en 2011, una exposición en Madrid y Nápoles ha plasmado los últimos hallazgos sobre el artista: su etapa inicial en Italia. Se han identificado como suyos más de treinta óleos sin firmar, que demuestran su precoz maestría y lo sitúan entre los primeros difusores del tenebrismo de Caravaggio. 

Obras
Sileno ebrio, 1626. Museo de Capodimonte, Nápoles,  Italia
Óleo sobre lienzo, 185 cm × 228 cm
Es la pintura firmada y fechada por Ribera más antigua que se conoce; ​ se conocen algunas otras obras tempranas con firma, pero ninguna de ellas está fechada y ello dificulta determinar su cronología.
Realizado en Nápoles en 1626, este lienzo perteneció a un célebre mercader y coleccionista nacido en Flandes llamado Gaspare Roomer (1606-1674), quien se estableció en Nápoles y llegó a reunir unos 1.500 cuadros. Sin embargo no fue él quien encargó la obra pues consta que la adquirió al pintor Giacomo de Castro en 1653, casi treinta años después de haberse pintado.
La composición alcanzó fama en fecha temprana pues el mismo Ribera la reprodujo en una estampa al aguafuerte, fechada dos años después, que se considera la obra más lograda y famosa de su labor como grabador. En el grabado Ribera simplificó la escena, eliminando varios elementos, y le dio un ambiente más diáfano al sustituir el murete del fondo por un paisaje. Como es habitual en los grabados reproductivos, la imagen impresa es invertida: Ribera la repitió al derecho en la matriz de cobre, y debido al efecto especular las estampaciones salen al revés. Las estampaciones de Sileno ebrio circularon en fecha temprana por Europa y dieron pie a copias y derivaciones, tanto de la imagen general como de figuras aisladas, realizadas por grabadores de varios países. Se puede citar un aguafuerte del poco conocido Francesco Burani, que reinterpreta el Sileno ebrio de Ribera dándole un tono más caricaturesco.
A finales del siglo XVIII, el cuadro de Silenio ebrio forma parte de la colección de la casa Borbón de Nápoles y consecuentemente es expuesta dentro del Museo de Capodimonte.
La obra, cuyo fondo es un paisaje clásico, está realizada con una pincelada gruesa para las figuras y personajes, mientras que una más sutil, en negro, delimita los contornos ofreciendo un mayor efecto tridimensional.
La figura central es la de Sileno, leal compañero de Baco y el más borracho, más viejo y más sabio de sus seguidores. Ribera le representa recostado junto a una gran tina de madera (empleada para exprimir la uva en la vendimia) durante un festejo en honor de Baco y en el acto de acercar un recipiente (una concha) a un personaje situado detrás, quien vierte vino de un pellejo que porta sobre su hombro. Sileno se ha acomodado sobre una tela o manta, ahora poco perceptible por el deterioro de su color, y que en origen hubo de ser más clara. Posiblemente se había pintado de azul con azurita, un colorante más delicado y económico que el lapislázuli. En la derecha del lienzo se ve a Pan con orejas, cuernos y pezuñas de cabra que corona a su hijo Sileno con unas hojas de parra. En torno a Pan, se representan algunos otros objetos típicos del personaje como el cayado, alusivo al pastoreo de ovejas, la tortuga (símbolo de la pereza) y la caracola (símbolo que anuncia la muerte). ​
Al otro lado de la tela, en el ángulo inferior izquierdo, una serpiente (símbolo de sabiduría) muerde un pergamino donde aparece la fecha y firma. "Josephus de Ribera, Hispanus, Valentín/ et academicus Romanus faciebat/ partenope 1626".
Arriba, en la esquina de la derecha, se asoma el perfil de una Ninfa a quien Apolo (otros lo identifican con Priapo) mira con deseo. En el lado opuesto, vemos a un joven sátiro sonriente de orejas puntiagudas que alza una copa en su mano y a su espalda un asno que rebuzna; el pormenor más jocoso del cuadro. El asno es un animal asociado a Sileno dado que le lleva encima en el cortejo báquico. Según el experto Alfonso Pérez Sánchez (catálogo exposición Ribera, 1992) la inclusión del burro rebuznando alude a un pasaje mitológico muy concreto: las intenciones sexuales de Príapo con la ninfa Lotis, dormida tras una fiesta báquica. Fue el asno de Sileno quien al rebuznar, impidió tal intentona.
En general Sileno ebrio se trata de una representación mitológica de origen clásico como si fuese una escena de la vida cotidiana, la cual retrata Ribera con una fuerte dosis de ironía y jocosidad, algo que no tiene comparación con ningún otro pintor de aquellos años. 

Martirio de San Andrés, 1628. Museo de Bellas Artes de Budapest
Óleo sobre lienzo. 285 x 183 cm.
En esta espectacular composición Ribera nos presenta el momento en que el apóstol está siendo atado a la cruz en aspa que le caracteriza y rehúsa adorar la imagen de Zeus que le presenta el cónsul de Patrás. El maestro valenciano se muestra como fiel heredero de la pintura de Caravaggio, siguiendo con cierta fidelidad el Martirio de San Pedro al colocar el escorzado cuerpo del santo en diagonal, iluminado de forma violenta mientras las cabezas de los verdugos surgen desde las sombras. Al fondo contemplamos cierta referencia cromática en la que se manifiesta la evolución de Ribera hacia el pictoricismo. Pero aún se siente cómodo trabajando en un estilo naturalista que interpreta a la perfección las anatomías o los ropajes, sin renunciar a captar de manera espectacular los gestos y las actitudes. En este caso contemplamos quietud en los preparativos del martirio, sin apostar por la violencia de otras composiciones. La manera de trabajar del maestro sí ha experimentado alguna variación ya que presenta mayores rugosidades en la aplicación del óleo, que indican la evolución de su estilo. 

San Andrés, 1631.
Óleo sobre lienzo. 123 x 95 cm. Museo del Prado
Representa al apóstol Andrés abrazado a la cruz en forma de aspa de su martirio. En la mano, lleva un anzuelo con un pez, recordando su oficio de pescador. Quedan fuertemente iluminados el rostro y el torso desnudo del santo.
Esta obra estuvo en el monasterio de El Escorial.
Es un ejemplo del tenebrismo de la primera época de José de Ribera, con marcados contrastes entre las zonas iluminadas y las sombrías.
Este cuadro presenta una figura aislada, Andrés el Apóstol. La luz le cae desde la izquierda, violentamente. La figura está representada con gran realismo. Para este tipo de cuadros, Ribera copiaba modelos del natural, como los propios pescadores de Nápoles.
Magdalena Ventura, con su marido («La mujer barbuda»), 1631. Museo del Prado.
Óleo sobre lienzo, 196 x 127 cm.
Inscrito en la parte superior: «DE FOEMINIS ITALIAM QVE GERENS MI [?R]ANDA FIGVRA ET PVERVM LACTANS OCVLIS MIRABILE MONSTRVM» (Una mujer italiana de apariencia milagrosa que se nos muestra como un admirable monstruo lactando a un niño).
Inscrito en los bloques de piedra a la derecha: «EN MAGNV[M] / NATVRA / MIRACVLVM / MAGDALENA VENTVRA EX- / OPPIDO ACVMVLI APVD / SAMNITES WLGO, EL ABRVZZO, REGNI NEAPOLI-TANI ANNORVM 52 ET / QVOD INSOLENS EST CV[M] / ANNVM 37 AGERET COE / PIT PUBESCERE, EOQVE / BARBA DEMISSA AC PRO-/ LIXA EST VT POTIVS / ALICVIVS MAGISTRI BARBATI / ESSE VIDEATVR, QVAM MV- / LIERIS QVAE TRES FILIOS / ANTE AMISERIT QVOS EX / VIRO SVO FELICI DE AMICI / QVEM ADESSE VIDES HABVERAT. / IOSEPHVS DE RIBERA HISPANVS CHRISTI CRVCE / INSIGNITIVS SVI TEMPORIS ALTER APELLES / IVSSV FERDINANDI IJ / DVCIS, IIJ DE ALCALÁ / NEAPOLI PROREGIS ADVIWM MIRE DEPINXIT. / XIIIJ KALEND. MART. / ANNO MDCXXXI.»
(Un gran prodigio de la naturaleza Maddalena Ventura del lugar de Accumoli de los Samnitas, vulgo Abruzzo, en el Reino de Nápoles, de 52 años de edad. Y lo notable es que a los 37 años empezó a echar barba, llegando a tenerla tan espesa y larga que más parece propia de un hombre barbudo que de una mujer que ha parido tres hijos, como ella de su marido Felice De Amici, a quien aquí se ve. Jusepe de Ribera, español, condecorado con [la orden de] la Cruz de Cristo, en su tiempo otro Apeles, lo pintó del natural para Fernando II, tercer duque de Alcalá, virrey de Nápoles, el 16 de febrero del año 1631.)
Legado Lerma. Toledo, Palacio Tavera, Fundación Casa Ducal de Medinaceli.
Esta sorprendente pintura representa a una mujer de los Abruzzos llamada Maddalena Ventura, que en 1631 ganó cierta notoriedad en la corte virreinal de Nápoles por su acusado hirsutismo, que, como declara la prolija inscripción del murete de piedra, empezó a manifestarse cuando contaba treinta y siete años de edad. Fue invitada del virrey, el duque de Alcalá, que llamó a Ribera para retratarla en el palacio real. El episodio está recogido en una carta del 11 de febrero de 1631 escrita por Marc’Antonio Padovanino, «residente», es decir, representante diplomático, veneciano en Nápoles, al Senado de Venecia: «Nelle stanze del Viceré stava un pittore famosissimo facendo un ritratto di una donna Abbruzzese maritata e madre di molti figli, la quale ha la faccia totalmente virile, con più di un palmo di barba nera bellissima, ed il petto tutto peloso, si prese gusto sua Eccellenza di farmela vedere, come cosa meravigliosa, et veramente è tale» (De Vito 1983).
Ni que decir que es el retrato de Ribera lo que ha asegurado la fama de Maddalena Ventura a lo largo de los siglos. Se conocen varias copias, y, cuando Goya dibujó una mujer barbuda con un niño en brazos (Estados Unidos, colección particular), añadió esta inscripción: «Esta muger fue retratada en Nápoles por José Ribera o el Españoleto, por los años de 1640».
Ribera la muestra dando el pecho a un niño, pero dada su edad, cincuenta y dos años, y el exceso de hormonas masculinas que la aquejaba, es obvio que no puede ser suyo; la inscripción especifica que había tenido tres hijos de su marido, el tímido y afligido Felice De Amici que acecha en la sombra a la izquierda, antes de que le saliera la barba. El rostro de Maddalena, como comentó Padovanino, era «totalmente viril», y Ribera lo representa sin el menor rastro de femineidad en los rasgos ni en la textura de la piel. El niño figura, pues, como atributo paradójico de su sexo femenino y su maternidad, lo mismo que el vestido, la cofia, el anillo de boda y el copo de lana en un huso de metal (emblemas de la domesticidad femenina) sobre el murete de la derecha.
Pérez Sánchez ha comentado que «la maestría del artista ha conseguido transformar este «caso clínico», anormal y casi repugnante, en una soberbia obra de arte, en la que la belleza del tratamiento pictórico se alía a una evidente sugestión misteriosa» (Ribera, 1591-1652 [Madrid] 1992, p. 228). La pintura demuestra así la preocupación del artista por ofrecer un registro veraz de aquel fenómeno de la naturaleza, que sin duda era lo que quería el cliente, y al mismo tiempo crear una obra de arte digna de su fama. Fernando Afán de Ribera y Enríquez (1583-1637), tercer duque de Alcalá y virrey de Nápoles entre 1629 y 1631, fue un coleccionista de inclinaciones académicas y científicas —poseía numerosos instrumentos científicos y matemáticos—, y el inventario de la colección que reunió en la Casa de Pilatos de Sevilla (y la lista de la colección separada que se vendió en Génova a su muerte en 1637) revela que además de «La mujer barbuda» tuvo retratos de enanos y gigantes y pinturas de otros caprichos de la naturaleza, como un toro con tres cuernos. En la inscripción Ribera se califica con orgullo de nuevo Apeles de su tiempo, en alusión al mítico artista griego; en el epíteto va implícito que pintaba para un nuevo Alejandro Magno, el duque de Alcalá, que fue sin duda uno de sus mecenas más brillantes. 

San Pedro. Hacia 1630.
Óleo sobre lienzo, 75 x 64 cm. Museo del Prado
Durante la Contrarreforma se hicieron bastante populares las series de Apóstoles que generalmente los representan de medio cuerpo, sobre fondo neutro y portando sus atributos iconográficos. Constituían, por una parte, una derivación de los retablos tardomedievales, en cuyos bancos y calles solían representarse santos aislados, de cuerpo entero y medio cuerpo. Pero para entender su presencia y su popularidad hay que acudir también a algunos libros con estampas, que subrayan la idea de serie. La disposición en forma de serie de santos individuales constituía un instrumento de gran valor pedagógico y decorativo, muy apto para integrarse en interiores de carácter religioso. Además, en el caso del Apostolado, todos sus integrantes habían sido objeto de representación figurativa desde los primeros tiempos del arte cristiano, por lo que existía una tradición iconográfica muy codificada que facilitaba su identificación a cualquier fiel.
Cada Apóstol estaba asociado a algún objeto concreto, que tenía que ver con su martirio o con su personalidad religiosa; y de muchos de ellos eran ampliamente conocidos algunos hechos relevantes de su biografía. El Apostolado de Ribera se cita por primera vez en las Colecciones Reales a finales del siglo XVIII y está integrada por cuadros de muy distinta calidad, de manera que se mezclan en ellas obras con amplia intervención del taller con piezas que son elaborados estudios de gran precisión retratística en los que el pintor ha acertado a legarnos auténticos arquetipos de Apóstoles. Entre los mejores figuran San Pedro, San Pablo o San Bartolomé. Fue una de las varias series de Apóstoles que se atribuyen a Ribera o a su taller y son muchas las copias que de los miembros individuales de estos conjuntos se conservan.
Se ha fechado en los inicios de los años treinta, a la luz de sus relaciones compositivas con los filósofos y de su estilo, que muestra a un pintor que, sin abandonar el tenebrismo inicial, va avanzando con paso firme hacia una pintura más segura, monumental y personal. Fue adquirido por Carlos IV, procedente de la Casita del Príncipe de El Escorial, de la que pasó al Museo del Prado.
La Inmaculada Concepción (h. 1636).
El cuadro se encuentra en la iglesia del Convento de las Agustinas Recoletas de Salamanca situado frente a un lateral del Palacio de Monterrey.
El cuadro representa a la Inmaculada Concepción, es decir, a la Virgen María preservada por Dios del pecado original desde su concepción. El dogma se proclamó en 1854, poniendo fin a una larga controversia que había comenzado en el siglo XII y que tuvo su punto culminante en la España del siglo XVII, cuando los protestantes no aceptaron esta creencia popular. En el marco de la compleja historia de la formación iconográfica de la Purísima hay varios momentos importantes, pero no será un tema frecuente en la iconografía cristiana hasta este siglo XVII en el que se pinta en España una serie numerosa de inmaculadas de gran calidad, pues era un tema muy popular. Este gran lienzo forma parte del retablo de las Agustinas de Salamanca y fue pintado al óleo por José de Ribera en el XVII.
El pintor Pacheco, maestro de Velázquez, había dado la iconografía del tema: la virgen debía ser represantada en edad juvenil, vestida con una túnica blanca y un manto azul, símbolos respectivamente de pureza y eternidad (según la visión de Santa Brígida), coronada con las doce estrellas y con la media luna a los pies. En el capítulo12 del Apocalipsis se lee: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”. La tradición ha identificado a esta Mujer con María. Ribera acepta la mayor parte de esta iconografía, pero rompe con el modelo estático tradicional español de Zurbarán o de Velázquez. Está influido por los pintores más luminosos del momento en Italia, los hermanos Carracci, pero dota a la obra de una espiritualidad propia del barroco español. En la parte baja del cuadro unos angelitos llevan diversos atributos e invocaciones que la piedad popular atribuye a la Virgen según las Letanías de Loreto: palmera, rama de olivo, rosa, lirio, espejo sin mancha, torre de David, etc En la parte baja del cuadro dos ángeles mancebos miran con arrobo a la Virgen. En la parte superior aparece la figura de Dios Padre, en atrevido escorzo, amparando con su mano a la Virgen. Debajo, la figura de la paloma, símbolo del Espíritu Santo, protege a la madre de Jesús, segunda persona de la Santísima Trinidad. En este momento Ribera ha abandonado el tenebrismo y hace un cuadro luminoso, de rico colorido. Es una versión de gran importancia en la iconografía del tema de la Purísima. 

La Trinidad. Hacia 1635.
Óleo sobre lienzo, 226 x 181 cm. Museo del Prado
La Trinidad muestra la seguridad de Ribera en sus posibilidades pictóricas, en el que el dramatismo de la escena queda subrayado por el uso de la luz y la suntuosidad cromática. Contrasta el azulado cuerpo muerto de Cristo, extremadamente naturalista y surcado por la sangre que corre hasta manchar el paño de pureza y el sudario, con el hieratismo de Dios Padre, que nos muestra a su Hijo muerto acompañado de la paloma del Espíritu Santo. El mensaje de esta obra, la muerte y el sufrimiento de Cristo por la Humanidad, queda extraordinariamente patente. Fue comprado en 1820 por Fernando VII (1784-1833) al pintor Agustín Esteve. Existe una versión de esta obra, ligeramente diferente, en el Monasterio de El Escorial.
Asunción de la Magdalena, 1636
Este cuadro se hallaba en el Escorial pero hoy día está en la Academia de San Fernando. Aparece en un inventario de 1700 como una «Magdalena con marco dorado de tres varas y cuarto de largo». En esta obra, Ribera, aunque representa uno de los símbolos más importantes del sacramento de la penitencia en el mundo de la Contrarreforma, elaboró una imagen que exalta la belleza y la fascinación femenina de la santa.
Fruto del contacto mantenido en Nápoles con el ambiente español y muy probablemente encargada en 1636 por el virrey de Monterrey, que fue uno de sus mecenas. El lienzo es un claro exponente de la segunda etapa del pintor, momento en que da un giro a su pintura. Desaparecido el naturalismo y claroscuro de su primera etapa, la luz y el color se erigen en protagonistas, sin olvidar su pincelada pastosa que concede una mayor expresividad a la composición. 
El pintor ha suprimido cualquier referencia a la gruta representada por otros maestros, un escenario que se ha sustituido por un espléndido fondo de paisaje, con horizonte bajo, interpretado como la costa de Marsella a la que alude la Leyenda Dorada y que hoy se identifica con la bahía de Nápoles, ciudad en la que permaneció Ribera desde 1616 hasta su muerte. El paisaje se relaciona con otro representado en un lienzo propiedad de la casa de Alba, que el artista realizaría unos años más tarde. La disposición de la Magdalena en diagonal ascendente, así como el movimiento de las telas y el empleo de la luz y riqueza cromática ofrecen gran similitud con la Inmaculada y el San Genaro en Gloria, del convento de las agustinas recoletas de Salamanca, obras encargadas también por don Manuel de Fonseca, conde de Monterrey. De la trascendencia de la obra nos hablan las numerosas copias que se hicieron, caso de la Magdalena de la Hispanic Society de Nueva York.
La obra representa uno de los temas de mayor difusión desde la Edad Media, que gozó de gran popularidad en el arte de la Contrarreforma. El episodio elegido por Ribera es el que mejor encaja con la sensibilidad de la época. De un lado se hace una exaltación de la penitencia como vemos en los cilicios que porta uno de los ángeles de la derecha, así como una evocación del tema naturalista de las vanitas en la calavera que lleva entre sus manos el ángel de la zona superior. De otra parte se ofrece una contemplación sensual de la santa en un momento de arrebato místico. El origen del tema está en una fuente medieval, la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine, fechada hacia 1264, que en su capítulo XCVI relata como Todos los días en los siete tiempos correspondientes a la Horas canónicas los ángeles la transportaban al cielo para que asistiera a los oficios divinos. Este asunto se ha denominado impropiamente Asunción por su similitud iconográfica con la subida al cielo de la Virgen María. Sin embargo, difiere de ella ya que mientras la Asunción de María fue un episodio único, la Magdalena fue transportada al cielo por los ángeles en múltiples ocasiones. 
El cuadro está citado desde 1700 en el inventario de El Escorial, donde está tasado en mil ducados y figura en el inventario de la Academia desde 1818, lo que permite suponer que ingresara entre otros lienzos del real monasterio en época de Fernando VII procedente del conjunto reunido por José Bonaparte para el nonato Museo Nacional.
En 1871 este lienzo se incluyó en Cuadros selectos de la Real Academia de las tres Nobles Artes de San Fernando, una colección de estampas que pretendía divulgar el conocimiento de las obras más singulares de la institución y, a la vez, fomentar el arte del grabado. Fue dibujada y grabada por José María Galván. La imagen está acompañada de un texto firmado por José María Avrial. 

Martirio de san Felipe, 1639.
Óleo sobre lienzo, 234 x 234 cm. Museo del Prado
Según las fuentes antiguas y La leyenda dorada, una compilación de vidas de santos del siglo XIII, el apóstol Felipe predicó el Evangelio en Escitia y fue crucificado en la ciudad de Hierápolis. En las raras representaciones de su martirio -la más célebre es el fresco de Filippino Lippi (1457-1504) en la capilla Strozzi de la iglesia florentina de Santa Maria Novella- se suele mostrar, como aquí, no clavado, sino atado con cuerdas a la cruz. Durante mucho tiempo esta pintura se clasificó como un martirio de san Bartolomé, el apóstol que murió desollado vivo; fue en 1953 cuando la historiadora del arte estadounidense Delphine Fitz Derby indicó su verdadero asunto. Pintado a escala épica, con figuras de tamaño quizá mayor que el natural, el lienzo presenta el martirio como un impresionante drama religioso y humano. San Felipe, explayados sus largos miembros, se vuelve hacia el cielo impetrando en su angustia la ayuda divina. Pero no hay rompimiento de gloria ni coro de ángeles; para Ribera el martirio es un espectáculo esencialmente terrenal. San Felipe no tiene los ochenta y siete años que le atribuyen las fuentes hagiográficas; es un hombre de mediana edad y fuerte complexión. Sus facciones ordinarias, su rostro curtido por el sol, el pelo y el bigote cortos, denotan que el santo, como el modelo que empleó Ribera, es de extracción humilde.
Con gran efecto teatral, el artista contrapone su resignación al vigoroso esfuerzo físico de los dos sayones que tiran de las cuerdas para izar el travesaño de la cruz a lo largo del poste. Un tercero trata de sujetar a san Felipe por una pierna, y los espectadores se aglomeran para asistir a su cruel destino, apiadados unos e indiferentes otros. En esta pintura se ha visto la escena de martirio arquetípica de Ribera, tenebrosa y reconcentrada, insobornable en la representación del sufrimiento e implacable en la imitación de la carne ajada y envejecida. Al mismo tiempo, el punto de vista bajo descubre un vasto y bello cielo azul, y Ribera da una demostración fascinante de pericia pictórica con el empleo de tonos ricos y saturados y un manejo magistral de la pintura, desde el grueso empaste de las carnes del santo hasta las vibrantes transparencias de las figuras del fondo. La obra se ejecutó en 1639, siendo virrey de Nápoles el II duque de Medina de las Torres (1637-1644). Medina fue cliente entusiasta de Ribera y es muy posible que le encargase este cuadro, probablemente para obsequiar con él al rey Felipe IV. San Felipe era el santo patrón del rey, y también del duque, cuyo nombre completo era Ramiro Felipe Núñez de Guzmán. La obra no figura en el inventario de la colección de Medina (hecho en 1669), y aparece por primera vez en el de 1666 del Alcázar de Madrid, descrita así: 3 varas de largo y 3 de ancho [249 x 249 cm] marco dorado de uno que atormentan de Jusepe de Ribera 300 ducados de plata. A pesar de estar colgada en una estancia principal, la sala donde el rey daba audiencia, y tasada en alto precio, bastó el paso de una generación para que se perdiera el recuerdo de su tema. 

El sueño de Jacob, 1639.
Óleo sobre lienzo, 179 x 233 cm. Museo del Prado
El cuadro narra el sueño misterioso del patriarca Jacob, según relata el Génesis, quien aparece dormido, recostado sobre el brazo izquierdo. Detrás de él se encuentra un árbol y al otro lado la escala de luz por la que suben y bajan los ángeles.
El asunto muestra la capacidad técnica de Ribera para construir un discurso metafórico. A través de la representación de un pastor tendido a descansar en el campo describe uno de los episodios bíblicos más conocidos. La visión en primer plano del personaje sólidamente construido y los rasgos realistas de la escena sirven para hacer verídico el sueño milagroso, que se describe en un haz de luz bajo un cielo azul y gris. Ribera da aquí una de sus numerosas pruebas de su delicado sentido del color y su exquisita capacidad para la composición, al contraponer en diagonal los volúmenes del primer plano.
Probablemente se trate de uno de los cuadros que se citan en 1658 en el inventario de don Jerónimo de la Torre, permaneciendo en poder de su familia hasta 1718. En 1746 reapareció entre las pinturas de la reina Isabel Farnesio con atribución a Murillo. 

Magdalena penitente, 1635 - 1640.
Óleo sobre lienzo, 97 x 66 cm. Museo del Prado
De medio cuerpo, en actitud pensativa y melancólica, María Magdalena apoya su cabeza sobre una calavera, como símbolo de la brevedad de la vida terrena. En primer término aparece un bote de ungüentos, su atributo característico. De acuerdo con la iconografía tradicional, viste sayal de esparto entrelazado directamente sobre su piel y luce una larga melena suelta.
La representación de la Magdalena alcanzó un gran éxito en el siglo XVII por ser ejemplo del arrepentimiento del pecado y además por las posibilidades del tema para plasmar un cuerpo hermoso. Fechable a comienzos de la segunda etapa de Ribera, todavía presenta un aire tenebrista, aunque la luz ya es más dorada y produce intensos brillos en la cabellera de la santa y en el bote metálico. En 1666 se localiza ya en el Alcázar de Madrid. 

El pie varo, también conocido como El patizambo, El lisiado y El zambo, 1642
Es una de las pinturas más conocidas del pintor español José de Ribera. Está realizado en óleo sobre tela. Mide 164 cm de alto y 92-94 cm de ancho. Es un ejemplo del crítico realismo de la escuela española del Siglo de Oro.
Se exhibe actualmente en el Museo del Louvre de París, gracias al legado del coleccionista Louis La Caze (1869), que incluyó otras obras maestras como Betsabé de Rembrandt. Antes de ingresar en las colecciones del Louvre se le llamó “El enano”, pues el personaje representado lo parece.
Se ha creído durante mucho tiempo que fue pintado para el virrey español de Nápoles, el duque de Medina de las Torres. No obstante, en la página web del Louvre se señala que debió ser un encargo de un comerciante flamenco. Los pintores flamencos habían acostumbrado a sus compatriotas a representaciones de mendigos, y por ello los comerciantes flamencos encargaban este tipo de cuadros a pintores españoles.
Este lienzo muestra el realismo estricto con el que José de Ribera pintaba. El cuadro está firmado y datado en el ángulo inferior derecho, sobre el suelo: "Juseppe de Ribera español F. 1642". La estructura compositiva es simple: un mendigo de cuerpo entero sobre un fondo paisajístico.
El cuadro representa al joven mendigo con aspecto humilde. Tiene un pie deforme, varo, de manera que no puede sostenerse sobre el talón. El patizambo sonríe directamente al espectador, viéndose que le faltan algunos dientes. Muestra en una mano un papel que dice en latín: "DA MIHI ELIMO/SINAM PROPTER AMOREM DEI", lo que significa "Déme una limosna, por amor de Dios". Este papel era la autorización necesaria en el reino de Nápoles para ser un pordiosero. Con ese mismo brazo sujeta al hombro su muleta.
El mendigo se mantiene en pie frente a un cielo claro y luminoso, llenando el lienzo con una luz casi natural. En ello se ve que es una obra del período de madurez de Ribera, pues evolucionó desde un tenebrismo caravaggesco a un estilo luminoso bajo la influencia de los maestros de Bolonia (Annibale Carracci, Guido Reni) y Venecia (Tiziano).
La figura en su conjunto se representa de forma casi monumental, desde un punto de vista muy bajo, propio de los retratos reales, lo que dota a la figura del mendigo de gran dignidad. Los tonos son monocromos. Frente al luminoso azul del cielo, el mendigo se ha pintado con colores apagados y oscuros. 

Santa María Egipciaca, 1641
Óleo sobre lienzo, 183,5 x 150 cm.  Museo del Prado
Uno de los temas más populares de la iconografía de la Contrarreforma era el de los santos retirados en el campo en actitud penitencial, meditativa o contemplativa. Se cuentan por cientos las imágenes de este tipo que nos ha dejado el arte de los países católicos; y aunque la mayor parte están concebidas de forma aislada, no faltan casos en los que se disponen como series.
Entre esas series ocupa un lugar principal la de Ribera, integrada por cuatro obras de excepcional calidad que representa a dos santos y a otras tantas santas. Se desconoce quien encargó los cuadros, que se pintaron en 1641, en época en la que era virrey de Nápoles el duque de Medina de las Torres. En 1658 se citan entre los bienes de Jerónimo de la Torre, secretario de estado de Flandes, y en 1772 colgaban del Palacio Real del Madrid, adonde habían llegado desde la colección del marqués de los Llanos.
El carácter seriado de estos cuadros se hace evidente en sus grandes similitudes de tamaño, tema, técnica y composición. En todos los casos son obras que presentan a un santo aislado, en actitud penitente o meditativa, construido con una perspectiva que subraya la monumentalidad. Todos ellos se destacan sobre fondos oscuros que permiten a su autor hacer un auténtico alarde de sus capacidades para jugar con la fuerza expresiva del contraste entre los claros y los oscuros. En todos los casos, también, un fragmento de cielo abierto abre la composición lateralmente, y un tronco de árbol aporta una nota de dinamismo diagonal a la escena. Pero a pesar de esta uniformidad, Ribera ha conseguido dotar a la serie de suficiente variedad como para que cada uno de sus integrantes aporte cualidades específicas al conjunto.
Son todas ellas figuras de gran efectividad devocional, en las cuales se consiguen una gran intensidad emotiva y se juega con la variedad que proporcionan las distintas anatomías y edades de los personajes. Ribera realiza una síntesis maestra entre devoción, expresión, monumentalidad y belleza. 

El martirio de san Andrés, 1675 - 1682
Óleo sobre lienzo, 123 x 162 cm. Museo del Prado
Es obra de su última etapa, cuando cultivó un estilo que ha sido calificado como vaporoso, en el que las figuras pierden nitidez de contornos gracias a la utilización de una luz y un color que unifican todo. Pero esta suavidad en el tratamiento de la materia pictórica no resta contundencia expresiva a las formas, y no impide que Murillo haya podido transmitir una gran carga expresiva a una de las pocas escenas de contenido dramático que realizó. Tanto el tono general de la composición como muchos de sus detalles revelan el conocimiento de los cuadros y estampas de Rubens, y especialmente de El martirio de san Andrés del Hospital de San Andrés de los flamencos de Madrid, si bien ha traducido el lenguaje del flamenco a su estilo personal, tanto en lo que se refiere a la propia técnica pictórica como a los rasgos de algunos personajes, como la mujer con un niño que aparece en primer término de espaldas. Las similitudes en el tamaño, el estilo y la composición, y el hecho de que de ambos se conozca una historia común desde el siglo XVIII han llevado a pensar que formó pareja con La conversión de san Pablo. 
Apostolado del Prado, conjunto de 11 obras, cuya temática común son los Apóstoles y Cristo Salvador. De características y dimensiones muy parecidas fueron pintadas al óleo sobre lienzo entre los años 1630 al 1632. Actualmente la colección se conserva en el Museo del Prado de Madrid. 

El Salvador. Hacia 1630.
Óleo sobre lienzo, 77 x 65 cm. Museo del Prado
Durante la Contrarreforma se hicieron bastante populares las series de Apóstoles que generalmente los representan de medio cuerpo, sobre fondo neutro y portando sus atributos iconográficos. Constituían, por una parte, una derivación de los retablos tardomedievales, en cuyos bancos y calles solían representarse santos aislados, de cuerpo entero y medio cuerpo. Pero para entender su presencia y su popularidad hay que acudir también a algunos libros con estampas, que subrayan la idea de serie. La disposición en forma de serie de santos individuales constituía un instrumento de gran valor pedagógico y decorativo, muy apto para integrarse en interiores de carácter religioso. Además, en el caso del Apostolado, todos sus integrantes habían sido objeto de representación figurativa desde los primeros tiempos del arte cristiano, por lo que existía una tradición iconográfica muy codificada que facilitaba su identificación a cualquier fiel.
Cada Apóstol estaba asociado a algún objeto concreto, que tenía que ver con su martirio o con su personalidad religiosa; y de muchos de ellos eran ampliamente conocidos algunos hechos relevantes de su biografía. El Apostolado de Ribera (formado por las obras  se cita por primera vez en las Colecciones Reales a finales del siglo XVIII y está integrada por cuadros de muy distinta calidad, de manera que se mezclan en ellas obras con amplia intervención del taller con piezas que son elaborados estudios de gran precisión retratística en los que el pintor ha acertado a legarnos auténticos arquetipos de Apóstoles. Entre los mejores figuran San Pedro, San Pablo o San Bartolomé. Fue una de las varias series de Apóstoles que se atribuyen a Ribera o a su taller y son muchas las copias que de los miembros individuales de estos conjuntos se conservan.
Se ha fechado en los inicios de los años treinta, a la luz de sus relaciones compositivas con los filósofos y de su estilo, que muestra a un pintor que, sin abandonar el tenebrismo inicial, va avanzando con paso firme hacia una pintura más segura, monumental y personal. Fue adquirido por Carlos IV, procedente de la Casita del Príncipe de El Escorial, de la que pasó al Museo del Prado.

Santo Tomás. Hacia 1630.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm.

San Simón. Hacia 1630.
Óleo sobre lienzo, 107 x 91 cm. Museo del Prado
Representación del Apóstol San Simón portando un libro y una sierra, símbolo de su martirio, sobre fondo oscuro. La técnica empleada, con fuertes contrastes de luces y sombras, es todavía tenebrista, siguiendo el estilo del pintor italiano Caravaggio, máxima influencia en la pintura de Ribera. A esta misma influencia corresponde el naturalismo en la representación del rostro del santo, posiblemente inspirado en tipos humanos del entorno cotidiano del artista. Este tipo de composición centrada en un santo de medio cuerpo exclusivamente acompañado de su atributo iconográfico y destacándose sobre un fondo oscuro, abundarán en la obra de Ribera de los años treinta.

San Pablo
Segundo cuarto del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 120 x 92 cm. Depósito en otra institución.

San Andrés, 1641
Óleo sobre lienzo, 76 x 63 cm. Museo del Prado
Santiago el Mayor, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 78 x 64 cm. Museo del Prado

San Felipe, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm. Depósito en otra institución

Santiago el Menor, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 77 x 65 cm. Museo del Prado

San Bartolomé, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 77 x 64 cm.


 

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