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sábado, 14 de noviembre de 2020

Capítulo 22 - Pintura barroca española - Parte Sexta - La escuela madrileña

Segunda mitad del siglo XVII
La escuela madrileña 

JUAN CARREÑO de MIRANDA (Avilés 25 de marzo de 1614-Madrid, 3 de octubre de 1685)
Pintor barroco español. Llamado por Miguel de Unamuno pintor de la «austriaca decadencia de España»,​ a partir de 1671 ocupó el puesto de pintor de cámara de Carlos II. Pintó entre 1658 y 1671, en estrecha colaboración con Francisco Rizi, grandes telas de altar al óleo y, al fresco o al temple, los techos de algunos salones del viejo Alcázar de Madrid, los del camarín de la Virgen del Sagrario de la catedral de Toledo y los de varias iglesias madrileñas, de los que únicamente subsisten, parcialmente, los trabajos realizados en la catedral toledana y las pinturas de la cúpula elíptica de la iglesia de San Antonio de los Alemanes. Como retratista de la corte fue continuador del tipo de retrato velazqueño, con su misma sobriedad y carencia de artificio pero empleando una técnica de pincelada más suelta y pastosa que la utilizada por el maestro sevillano, sin que falten, en especial en los retratos masculinos, las influencias de Anton van Dyck, como corresponde a una fecha más avanzada. A esta etapa final de su carrera pertenecen los retratos —a los que se liga gran parte de su fama— de Carlos II y de su madre la reina viuda Mariana de Austria, del embajador de Rusia, Piotr Ivanovich Potemkin, de Eugenia Martínez Vallejo, vestida y desnuda, y del bufón Francisco de Bazán (Museo del Prado), retratos estos últimos de enanos y bufones de la corte tratados con la gravedad y decoro velazqueños. 

Formación y primeros años
Hijo de Juan Carreño de Miranda y de su mujer, Catalina Fernández Bermúdez, naturales del concejo de Carreño en Asturias, hijosdalgo y descendientes de la antigua nobleza asturiana, según la biografía que le dedicó Antonio Palomino, que en su información sigue casi al pie de la letra a Lázaro Díaz del Valle, nació en Avilés el 25 de marzo de 1614. ​ Algunos indicios sugieren, no obstante, que la madre del pintor pudo ser criada y no esposa de Juan Carreño padre. ​ Esa condición de hijo ilegítimo explicaría el desinterés por los hábitos nobiliarios al que alude Palomino, ​ pues aspirar a ellos hubiera hecho inevitable la apertura de un expediente para recabar información sobre sus orígenes familiares. En torno a 1625 la familia se trasladó a Madrid. La situación económica familiar atravesaba algunas dificultades según se desprende de los numerosos memoriales dirigidos a Felipe IV por su padre, que, a pesar de su indiscutible origen hidalgo, está documentado en Madrid como mercader de pintura. ​
A poco de llegar a Madrid y «contra la voluntad de su padre» debió de comenzar su formación artística, primero con Pedro de las Cuevas, célebre maestro de pintores, y más adelante con Bartolomé Román, aunque faltan datos precisos del tiempo que permaneció con ellos. Según Palomino, tras perfeccionarse en el color con Román, completó su formación a los veinte años acudiendo a las academias que se celebraban en Madrid, donde pronto dio muestras de su habilidad, demostrada en las pinturas que hizo en sus principios como pintor para el claustro del Colegio de doña María de Aragón. ​
Perdidas estas pinturas y las que hiciese para el convento dominico del Rosario de Madrid, la primera obra fechada que se le conoce –el San Antonio de Padua predicando a los peces del Museo del Prado, procedente del Oratorio del Caballero de Gracia—, se encuentra firmada en 1646, cuando con treinta y dos años era ya un pintor enteramente formado y con algunos años de profesión a sus espaldas. ​ En fecha tan relativamente tardía, ciertos arcaísmos en los escorzos de los ángeles que sobrevuelan la escena y la figura del santo, de claro y preciso dibujo, con recuerdos que remontan todavía a Vicente Carducho, maestro de Bartolomé Román, combinan con un sentido del color que parece deudor de Anton van Dyck. Ese sentido del color y la pincelada vibrante de origen ticianesco alcanzan cotas de sensualidad veneciana en una obra también temprana como es La Magdalena penitente del Museo de Bellas Artes de Asturias, fechada solo un año después, en 1647, o en la algo más tardía de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. ​ Ambas son, probablemente, las Magdalenas penitentes en el desierto mencionadas por Palomino como «obras maravillosas», la primera localizada en la llamada «sala de los eminentes españoles» del palacio del almirante de Castilla y la segunda, de mayor empeño, considerada por Pérez Sánchez como «una de las obras más bellas de toda la pintura española y (...) uno de los más conscientes homenajes a Tiziano de todos los artistas madrileños», para un altar colateral del convento de las Recogidas.
Las noticias documentales para estos primeros años son también escasas. En 1639, diciéndose natural del concejo de Carreño, contrajo matrimonio con María de Medina, hija de un pintor de Valladolid relacionado profesionalmente con Andrés Carreño, tío del pintor. El matrimonio no tuvo hijos pero en 1677, ya ancianos, le «echaron a la puerta» una niña recién nacida a la que bautizaron con el nombre de María Josefa y trataron como una hija. ​ El mismo año en que se fecha la Magdalena de Oviedo contrató con el mercader Juan de Segovia un lienzo de gran tamaño del Festín de Baltasar, posiblemente el conservado en el Bowes Museum de Barnard Castle, Durham, concluido años más tarde y origen de un pleito por el retraso en su entrega. ​ Más rico en noticias es el año 1649, cuando consta que tenía alquiladas unas casas con vistas al viejo Alcázar de Madrid, frente a San Gil, y firmó la Sagrada Familia de la iglesia de San Martín, en la que predomina la influencia flamenca de Rubens, del que tomó tanto el color como la composición, libremente interpretada. ​
De 1653, firmada y fechada, es la Anunciación del Hospital de la Venerable Orden Tercera donde aún se conserva junto con su pareja, los Desposorios místicos de santa Catalina, que probablemente serían pintados el mismo año aunque no estén firmados. En ellos se funden la soltura de pincel de la tradición veneciana con las influencias de Rubens, en los tipos voluminosos y los brillos, y las de Van Dyck, de quien tomó la rítmica disposición de las figuras de la Virgen, el Niño y la santa en la pintura de los Desposorios, en los que adaptó al formato apaisado del lienzo una composición vertical del flamenco: la Virgen con el Niño, santa Rosalía y otros santos, que Carreño pudo conocer por el grabado que a partir de ella hizo Paulus Pontius. ​
La utilización de modelos rubenianos, libremente interpretados, se advierte también en la monumental Asunción de la Virgen del Museo Nacional de Poznan (Polonia), procedente del retablo mayor de la iglesia parroquial de Alcorcón (Madrid), que debía de estar acabada poco antes de 1657, cuando Lázaro Díaz del Valle redactó sus notas mencionándola como recién pintada. La fuente en que se basa, según se ha señalado, es la gran tela del mismo asunto pintada por Rubens para la catedral de Amberes, que Carreño pudo conocer por un grabado de Schelte à Bolswert. El resultado es, sin embargo, sumamente personal tanto por las sutiles variaciones en las posturas y actitudes de las figuras como por el juego de claroscuros y la ligereza y fluidez de la pincelada. ​ Una hoja de papel tintado a la aguada parda con hasta nueve estudios a pluma de la figura de la Virgen (Nueva York, Metropolitan Museum of Art) se ha puesto en relación con esta Asunción de Poznan, cuya composición debió de meditar largamente Carreño. Satisfecho con el resultado, empleó la figura principal de la Virgen con la peana de ángeles infantiles para atender, al menos, otros dos encargos, quizá motivados por el inmediato éxito de la composición: enmarcado en guirnalda de flores y exquisitos colores, el grupo de la Virgen se encuentra repetido a menor escala en una excepcional pintura al óleo sobre un soporte de mármol octogonal, firmada y fechada en 1656, que se conserva en un altar del Seminario Diocesano de Segovia, primitiva iglesia de jesuitas y, con alguna diferencia especialmente en el rostro de la Virgen y en los atributos que portan los ángeles niños, en un lienzo de procedencia desconocida conservado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, con firma prácticamente perdida.
También fechado en 1656, el San Sebastián del Museo del Prado, procedente del monasterio de monjas cistercienses de la Piedad Bernarda, vulgarmente conocidas como las Vallecas, repite en la figura del mártir el modelo creado por Pedro de Orrente para su Martirio de san Sebastián de la catedral de Valencia, a la vez que lo idealiza al recortar su silueta sobre un celaje azul atravesado por nubes esponjosas de origen veneciano, muy alejado del tenebrismo orrentesco y su escultórico naturalismo. ​ Poco posterior, el Santiago en la batalla de Clavijo del Museo de Bellas Artes de Budapest, firmado y fechado en 1660 e inspirado en el San Jorge y el dragón de Rubens (Museo del Prado), es obra ya plenamente barroca por el extraordinario dinamismo que le imprime a la composición el caballo en corbeta, con la cabeza girada sobre sí mismo en movimiento envolvente, la agitación de las telas azotadas por el viento y la pincelada emborronada con la que desdibuja las figuras. ​ 

San Antonio predicando a los peces, 1646.
Óleo sobre lienzo, 249 x 165 cm. Museo del Prado
Se trata de la primera obra firmada y fechada de Carreño llegada hasta nosotros y muestra al pintor en una fase de su estilo todavía muy vinculada a los maestros de la primera mitad del siglo. El propio Palomino, que conoció y trató a Carreño alude a este cuadro como de su mano, aunque más a sus principios, indicando sin duda, como sus contemporáneos advertían bien, lo que de arcaico había en esta composición. Los ángeles niños especialmente, con sus escorzos algo forzados y sus formas en exceso turgentes, están cerca de lo que hacía Pereda hacia 1640, y de lo que Rizi muestra en su San Andrés del mismo año, lleno también de recuerdos de la generación precedente. Lo que resulta más típicamente barroco, avanzando en la dirección de ligereza técnica, con la pincelada, arrebatada y nerviosa y rico colorido, es el curioso paisaje marítimo, con las vibrantes cabezas de los peces que constituyen un curiosísimo ejemplo de naturaleza viva (Pérez Sánchez, A. E.: Carreño, Rizi, Herrera y la pintura madrileña de su tiempo (1650-1700), 1986, p. 194).
En el grupo de figuras del ángulo superior izquierdo han sido representados dos ángeles tocando instrumentos musicales, un arpa diatónica similar a modelos españoles de la Edad Moderna, y una corneta de tipo renacentista, haciendo la parte melódica de un conjunto instrumental propio del Barroco. Las cornetas curvas fueron las más frecuentes en los conjuntos de ministriles del Renacimiento y en las agrupaciones instrumentales del Barroco, mientras que las rectas tenían un timbre más dulce y fueron menos utilizadas. En el ángulo superior derecho, un ángel interpreta un órgano portativo, mientras que en el centro, bajo la figura del Niño Jesús, otro ángel toca un bajo de violón.
El órgano está apoyado sobre una mesa y el ángel tañe el teclado mientras canta inclinando la cabeza hacia su izquierda. Aunque no se ven fuelles, el ángel que está detrás tiene una mano levantada, que puede indicar que mueve los fuelles o quizá que está marcando el ritmo, pues tanto el organista como otro ángel situado a su derecha están cantando. El que se representa en la obra es un órgano portativo, realejo en castellano de la época, de pequeñas dimensiones y potencia sonora discreta. Su uso se hizo frecuente en los ritos religiosos, siendo muy habituales las representaciones de órganos realejos en la iconografía cristiana de la Península Ibérica.
En el caso del violón, el contorno de su caja, las efes y las escotaduras laterales marcadas son rasgos propios del instrumento, y se distingue el diapasón de color oscuro y corto, característico de los instrumentos de arco de la época, así como el clavijero curvo y abierto, en forma de hoz que no se cierra en voluta. Junto con los ángeles instrumentistas aparecen ángeles cantores portando partituras, todo ello acompañando la predicación del santo a los peces, que se acercan milagrosamente a escuchar sus enseñanzas. 

La Magdalena penitente, 1654
Óleo sobre lienzo. 220 x 180 cm Museo de bellas Artes de Asturias
El artista alcanza en este lienzo, recién cumplidos los cuarenta años, una de las mejores obras de su etapa de madurez. Después del Concilio de Trento, uno de los temas más cultivados en la iconografía religiosa fue el de María Magdalena representada durante su retiro en el desierto haciendo penitencia. Propuesta por los teólogos a los artistas como modelo de arrepentimiento, la santa se convierte en una imagen de gran importancia para los católicos en oposición a los protestantes que negaban la confesión. Joven, bella, y de una sensualidad semivelada, representa en numerosas ocasiones el papel de la Venus cristiana, ajena a la tristeza de los martirios tan comunes en el setecientos. Según la tradición literaria, catorce años después de la Ascensión de Cristo, un grupo formado por sus primeros discípulos fue expulsado de Judea y conducido en una barca hasta el puerto de Marsella. Allí la Magdalena decide retirarse a la cueva de La Sainte-Baume, donde pasa los treinta y tres últimos años de su vida dedicada a la penitencia y a la contemplación. 
 La comprensión de la imagen resultaría incompleta sin aludir a la riqueza iconográfica de los diversos atributos que contiene. Algunos son universales como el nimbo o la aureola, herencia del paganismo y señal de majestad transformada en signo de santidad o la rica tela azul y oro aludiendo a frivolidades pasadas. Otro más elocuente es el pomo de cristal, junto al borde del lienzo, con el cual la pecadora unge los pies del Salvador, símbolo de la fragilidad humana y de la debilidad ante las tentaciones terrenales. Los más significados, sin duda, son la calavera, el crucifijo y el libro. La calavera simboliza la humildad y la penitencia, y recuerda la vanidad de los bienes terrenales; el crucifijo la redención, y el libro la ciencia y sabiduría. Finalmente falta por evocar la naturaleza que rodea a la anacoreta, comenzando por la cueva donde se retira la penitente, testimonio de su renuncia al mundo y la hiedra que la cubre, símbolo de fidelidad y de inmortalidad.
Antonio Palomino, en su obra Parnaso Español califica de maravillosa esta Magdalena penitente, que en su época podía verse aún en un altar del convento de las Recogidas. De allí fue trasladada a Francia en 1813 para formar parte del efímero Museo Napoleón, ingresando en 1816, tras su regreso a España, en la Academia.

Festín de Baltasar, 1647-1649 Bowes Museum de Barnard Castle, Durham
En este trabajo, Carreño describe la historia religiosa contada en el Antiguo Testamento en Daniel, capítulo 5. Belsasar sucedió a su padre como Rey de los Caldeos, y celebró un banquete para sus cortesanos. Durante la fiesta ordenó que se usaran en la mesa los sagrados recipientes de oro y plata que su padre había saqueado de un Templo en Jerusalén. Las palabras Mene, Mene, Tezel, Uparsin aparecieron en la pared del pasillo.
Esto asustó a Belsasar, quien luego llamó a sus astrólogos. Daniel interpretó las palabras como: 'Dios ha contado tu reino y lo ha terminado. Tú eres pesado en las balanzas, y eres hallado deficiente. Tu reino está dividido y dado a los medos y los persas. Esa noche Babilonia fue capturada por Darío, rey de los medos y persas, y Belsasar fue asesinado. Carreño representa diferentes elementos de la historia en el mismo lienzo. La escritura en la pared se puede ver en la parte superior derecha del arco en el medio del pasillo. Belsasar se muestra a la izquierda de la pintura en la mesa apuntando hacia arriba. Se ve a los soldados arrastrándose detrás de los pilares a la izquierda, posiblemente el primero en atacar. Carreño nació en Madrid y trabajó mucho en fresco en su juventud. Se convirtió en pintor de la corte de Carlos II en 1671.

Asunción de la Virgen, 1657. Museo Nacional de Poznan (Polonia)
Esta Asunción de la Virgen, en vuelo y sostenida por ángeles niños, lleva la corona de doce estrellas, atributo de la Inmaculada. No es sorprendente esta fusión de las iconografías marianas triunfantes.
En realidad se trata de una versión reducida, privada del grupo de apóstoles en torno al sepulcro vacío, del gran lienzo del Museo de Poznan (Polonia), procedente de la iglesia parroquial de Alcorcón (Madrid) y pintado por Carreño antes de 1657, en que lo cita ya Lázaro Díaz del Valle en su emplazamiento original.
Esta versión, indudablemente autógrafa, repite, sin apenas variantes –la cabeza de la Virgen, más frontal, las cabezas de querubines que llenan los ángulos superiores– la composición del otro lienzo, relacionado con las composiciones rubenianas del mismo asunto, conocidas a través de la estampa. Especialmente hay una, del grabador Schelte a Bolswert, especializado en grabar composiciones de Rubens, que reproduce la obra de la Catedral de Amberes, en la que la actitud de la Virgen es muy semejante. Otra versión más pequeña, pintada sobre mármol y firmada en 1656, es propiedad del Seminario Diocesano de Segovia. Es evidente que a Carreño le satisfizo la composición y la repitió con complacencia. El ejemplar de Bilbao es absolutamente típico de su estilo, fluido y sensual, donde confluyen influencias flamencas y venecianas en la composición y en el colorido.

La colaboración con Francisco Rizi: los grandes ciclos murales y decorativos
En 1657 fue elegido alcalde de los hijosdalgo de Avilés, cargo probablemente de carácter honorífico pues no consta que abandonase Madrid, y en 1658 fiel de la villa de Madrid por el estado noble. ​ El mismo año pintó un Crucifijo sobre madera recortada con dedicatoria a Felipe IV (Indianapolis Museum of Art). Se trata del primer intento de aproximación a la corte del que se tiene constancia, ​ aunque el conocimiento de la pintura de los maestros venecianos y flamencos indica que con anterioridad había tenido ya acceso a las colecciones de palacio y tratado con Velázquez. En diciembre de 1658 declaró en favor del sevillano en el informe para la concesión del hábito de la Orden de Santiago a Velázquez, al que decía conocer casi desde su llegada a Madrid. ​ Solo unos meses después sería el propio Velázquez quien recomendase a Carreño para trabajar en la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid a las órdenes de Agostino Mitelli y Angelo Michele Colonna, introductores en España de la técnica de la quadratura. ​ Palomino cuenta en su biografía que, viéndole un día Velázquez ocupado en sus obligaciones con el municipio, «compadecido, de que emplease el tiempo en cosa que no fuese de la Pintura, le dijo, le había menester para el servicio de Su Majestad, en la pintura que se había de hacer en el salón grande de los Espejos».​ En la decoración del salón, iniciada en abril de 1659, Carreño se repartió con Francisco Rizi la historia de Pandora, en la que le correspondió la pintura de Vulcano dando forma en la arcilla a la hermosa doncella y sus bodas con Epimeteo, historia que, según Palomino, no pudo acabar al sobrevenirle una grave enfermedad y completó Rizi. Destruidos los frescos en el incendio del Alcázar de 1734, aunque ya antes habían tenido que ser reparados y repintados al óleo por el propio Carreño, tan solo se conserva un dibujo con el nacimiento de Pandora (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), atribuido a Carreño, que podría tener este destino. ​
Las pinturas del Salón de los Espejos, las primeras realizadas por Carreño para el rey, significaron también el inicio de la colaboración con Rizi. Ambos trabajaron inmediatamente para Gaspar Méndez de Haro, marqués de Carpio y de Heliche, en la casa familiar de la Huerta de San Joaquín en Madrid y en la finca de la Moncloa, en el camino de El Pardo, que el marqués adquirió en 1660. Especial importancia debió de tener la decoración de esta, para la que Heliche contó con Colonna –fallecido Mitelli– en la pintura de los techos, y con Rizi y Carreño para la pintura de las paredes, en las que bajo la dirección de los dos maestros se copiaron al óleo, según Palomino, «los mejores cuadros que se pudieron haber» de palacio. Muy dañados, ​ todavía llegó alguno a 1936 cuando el palacio resultó prácticamente destruido antes de ser definitivamente demolido para la construcción del actual. ​ A continuación trabajaron al fresco en la cúpula oval y anillo inferior de la iglesia de San Antonio de los Portugueses (actualmente de los Alemanes) entre 1662 y 1666. A Rizi, según Palomino, habrían correspondido las arquitecturas y ornamentación y a Carreño las figuras, aunque algunos dibujos conservados en el Museo del Prado y la Casa de la Moneda indican que también Rizi proporcionó los primeros diseños con la idea original para la escena central de la apoteosis del santo. ​
Estos frescos de San Antonio de los Portugueses, aunque retocados por Luca Giordano, son junto con los mal conservados del camarín de la Virgen del Sagrario de la catedral de Toledo, concluidos en 1667, los únicos proyectos decorativos fruto de la colaboración de los dos pintores que se han conservado al resultar destruidos en diversas circunstancias los frescos pintados para el Salón de los Espejos y la Galería de las Damas del viejo Alcázar, los del camarín de la Virgen de la desaparecida iglesia de Nuestra Señora de Atocha, contratados por Rizi como pintor del rey y por Carreño como «su compañero» en 1664, ​ y los que decoraban la cúpula del Ochavo de la catedral de Toledo, iniciados en 1665 y concluidos en 1671, que hubieron de ser reemplazados en 1778 a causa de su mal estado por los nuevos frescos pintados por Mariano Salvador Maella. ​
También con Rizi colaboró en el Monumento de Semana Santa de la catedral toledana, en la iglesia de los Capuchinos de Segovia y en la decoración de la capilla de San Isidro en la parroquia de San Andrés. De 1663 a 1668 se registran pagos a los dos pintores por cuatro cuadros que resultaron destruidos en 1936, en el incendio del templo a comienzos de la guerra civil. Dos dibujos preparatorios y un grabado de Juan Bernabé Palomino permiten en este caso conocer al menos la composición original del Milagro de la fuente, cuya ejecución correspondió a Carreño junto con la historia del llamado pastor de Las Navas, quien según la leyenda fue reconocido por el rey Alfonso VIII en el cuerpo incorrupto del santo madrileño. ​
Muy estrecha parece haber sido también la colaboración con Rizi en La fundación de la Orden Trinitaria, lienzo destinado al altar mayor de la iglesia del convento de los trinitarios descalzos de Pamplona, ahora en el Museo del Louvre. Aunque un documento que da testimonio de su colocación en el templo indica que fue pintado por «Rizio y Carreño» y que por él se pagaron 500 ducados de plata, el lienzo, de considerables dimensiones, está firmado y fechado en 1666 únicamente por Carreño, igual que un boceto o modelo para uso del taller, ahora conservado en Viena, que podría ser el que según Antonio Palomino conservaba su discípulo Jerónimo Ezquerra, en cuyo poder pudo verlo y admirarlo. La idea original, sin embargo, corresponde a una composición proporcionada por Rizi, de la que se conoce un detallado dibujo conservado en la Galleria degli Uffizi, dibujo pasado al lienzo por Carreño con muy ligeras variaciones. ​ Una de las obras más complejas y apreciadas en todo tiempo de la producción de Carreño, con la que el barroco más internacional triunfaba definitivamente en Madrid, ​ tiene de este modo, como punto de partida, una composición de Rizi. ​
De forma independiente, a comienzos de la década de 1660 se fechan los primeros retratos que pueden datarse con precisión y las primeras versiones del tema de la Inmaculada Concepción, motivo iconográfico muy repetido en la pintura española de la segunda mitad del siglo xvii y también en la producción de Carreño. ​ La aprobación por el papa Alejandro VII de la Constitución Apostólica Sollicitudo omnium ecclesiarum, en la que proclamaba la antigüedad de la pía creencia en la concepción sin mancha de María, admitía su fiesta, y afirmaba que ya pocos católicos la rechazaban, poniendo fin a décadas de interdicción, fue acogida en España con entusiasmo y por todas partes se celebraron grandes fiestas, multiplicándose los encargos a pintores y escultores.​
Del mismo año 1662 son la dos primera Inmaculadas de Carreño firmadas y fechadas (antiguas colecciones Gómez-Moreno de Granada y Adanero) y en ellas se encuentra plenamente formado el tipo iconográfico que con ligeras variantes repetirá el propio artista o su taller múltiples veces, indicio seguro de la popularidad de que gozó. Con recuerdos de Rubens en la cabeza, levemente inclinada, y en la disposición general de la figura, la Virgen se presenta en pie sobre el creciente de luna rodeada por una peana de angelotes, casi traslúcidos los que ocupan el segundo plano. El brazo derecho se dobla sobre el pecho, algo avanzado, proyectando una sutil sombra sobre el manto blanco. El brazo izquierdo, sobre el que pasa el manto azul, se separa del cuerpo, extendido, contrarrestando la curvatura de la cadera derecha, en contrapposto, de modo que la figura central de María parece quedar enmarcada en una silueta romboidal. Es el tipo que siguen, entre otras, las Inmaculadas del Museo de Guadalajara, resuelta con pincelada extraordinariamente ligera y color brillante, muy cercana a las primeras fechadas, ​ o la de la Catedral Vieja de Vitoria, firmada en 1666, ​ tanto como la que parece ser la última que pintase, la del Real Monasterio de la Encarnación de Madrid, fechada en 1683. ​ El mismo tipo sigue la conservada en la Hispanic Society of America que, firmada y fechada en 1670, se encontraba ya antes de 1682 en México, donde la copió Baltasar de Echave Rioja (1632-1682), extendiendo de este modo su influencia a la Nueva España. ​ 

Judit y Holofernes, Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 220 x 135 cm. Museo del Prado
Judit aparece representada en pie, en la mano derecha lleva la espada y apoya la mano izquierda sobre la cabeza de Holofernes.
Es copia fiel de una composición de Guido Reni, que fue muy estimada en su tiempo y de la cual consta que se hicieron varias repeticiones. Se considera original la versión conservada en la Sedlmayer Collection de Ginebra, fechable hacia 1625-1626. La soberbia técnica con que está resuelta la calidad de las telas, el acentuar dramáticamente ciertos efectos que el original resuelve de modo más clásico y frío, y la maestría con que se ha interpretado la fuerza poderosa de la figura femenina, subraya la seguridad de Carreño al enfrentarse con modelos de un mundo estilístico en principio alejado de lo que era más usual en su tiempo y en su ambiente, pero que sin duda ejercía atracción sobre su temperamento. Esta obra constituye una importante aportación al mejor conocimiento del sustrato clásico de que hace gala Carreño en más de una ocasión.
En el inventario del Alcázar de Madrid de 1686, se encuentra la siguiente entrada: "Bóvedas que caen a la Priora [...] Pieza ynmediata de las Bobedas que caen devajo de la del Despacho de verano [...] [759] Una Pintura de dos varas y media de alto, y vara y media de ancho de Judic degollando â Olofernes de mano de Guydo Boloñes que esta muy maltratada por antigua y esta desmontada para copiarse."; pudiera ser que la referencia al encargo de copiarse tenga que ver con esta obra.

San Sebastián, 1656.
Óleo sobre lienzo, 171 x 113 cm. Museo del Prado
Esta obra es un soberbio ejemplo de la devoción veneciana de Carreño en sus años iniciales. La silueta general es, como se ha dicho muchas veces, muy semejante a la del lienzo de Orrente en la Catedral de Valencia, representando el mismo Santo. Probablemente la existencia de una fuente común explica la estrecha semejanza, pero no es imposible que Carreño conociese alguna copia del lienzo valenciano, pues se han señalado algunas en iglesias de Castilla (Angulo-Pérez Sánchez, Pintura toledana de la primera mitad del siglo XVII, 1972, pp. 257-258).
En cualquier caso, el Sansón de Guido Reni, obra de hacia 1610, muestra ya una silueta análoga en su elegante desnudo. Pero mientras Orrenre realiza una obra de gran realismo, con una calidad casi escultórica bajo una dura luz de intensidad tenebrista, Carreño prefiere las superficies mórbidas y blandas, ofreciendo un aspecto aterciopelado de gran calidad.
Una vez más Carreño se basa en Tiziano, y parece haberse inspirado directamente, para el modo de recortar el desnudo sobre las lejanías azuladas, en el Adán y Eva de Tiziano, hoy en el Prado, que en 1628 había copiado Rubens. 

Cristo crucificado, 1660 - 1670.
Óleo sobre lienzo, 223 x 168 cm. Museo del Prado
Junto con la Virgen de Atocha del mismo autor, es uno de los más interesantes ejemplos de la pintura de imágenes de devoción, trampantojos a lo divino, cuya función era la de sustituir a los ojos del fiel devoto, la piadosa y famosa escultura por su "verdadero retrato", con tal eficacia imitativa, que se pudiese pensar hallarse físicamente ante ella. Ignoramos qué imagen concreta se representa en este lienzo, que reproduce un verdadero camarín, con su arquitectura decorada ricamente, y un fondo de fingido espacio arquitectónico, magníficamente logrado, con la técnica de un hábil discípulo de Mitelli y Colonna. La imagen se ciñe con corona de rosas, tal como era frecuente hacer con las imágenes de gran devoción, y en lugar del paño de pureza habitual, lleva, como tantos otros en toda la geografía devocional española, un rico faldellín bordado que cubre buena parte de las piernas. Unos angelitos niños juegan en primer término con los atributos de la pasión (un gigantesco clavo, una tibia y una calavera) mientras otros, volando, apartan las cortinas que, a modo de pabellón, cierran el camarín. No es fácil fechar la obra, pues su singularidad no ofrece demasiados puntos firmes para la comparación, pero no debe estar lejos de la Virgen de Atocha y será por lo tanto de entre 1660 y 1670.
Pintor del rey y pintor de cámara
En septiembre de 1669 fue nombrado pintor del rey con una asignación de 72 000 maravedises al año, a los que habría de sumarse el valor de lo que pintase fijado conforme a tasación –emolumentos que siempre tuvo dificultades para cobrar– y en diciembre del mismo año ayuda de la furriera, lo que implicaba recibir las llaves de palacio y le obligaba a ocuparse en tareas de conservación y reparación del mobiliario. ​ Dos años más tarde, en abril de 1671, adelantando a Rizi en el escalafón fue preferido para ocupar la plaza de pintor de cámara que quedaba vacante por muerte de Sebastián Herrera Barnuevo, con una asignación anual de 90 000 maravedises. ​ El nombramiento provocó el enfriamiento de las relaciones con Rizi, con quien no volvió a colaborar, y el indisimulado enojo de Francisco de Herrera el Joven, famoso por su mal carácter, que no perdía cualquier ocasión que se le presentase para burlarse del pintor de cámara, a quien según algunas anécdotas recogidas por Palomino, satirizaba de palabra o por escrito a causa de cierta malformación en los pies, que no tenía «tan pulidos (...) como Herrera presumía».​
La aplicación de Carreño al género del retrato parece haberse iniciado poco antes de estos nombramientos. El primer retrato que se le conoce, y queda un tanto aislado en su biografía, el de Bernabé Ochoa de Chinchetru, amigo del pintor y su albacea testamentario (Nueva York, Hispanic Society of America), lleva la fecha de 1660. ​ De 1663, aunque la última cifra se lee con dificultad, podría ser el de la marquesa de Santa Cruz, esposa de Francisco Diego de Bazán y Benavides, también retratado por Carreño posiblemente antes de 1670 y con un extraño atuendo que parece ajeno a la moda española, cargado de encajes (ambos en poder de los descendientes de los retratados). ​ Un tono más velazqueño, análogo al de la marquesa de Santa Cruz, tienen un par de retratos femeninos, propiedad de los duques de Lerma, o el de una dama desconocida procedente del convento de carmelitas descalzas de Boadilla del Monte, quizá la esposa de su fundador, Juan González de Uzqueta, ahora en la colección BBVA, ​ y el más notable de toda esta serie de retratos pintados en torno a 1670, el que presumiblemente represente a Inés de Zúñiga, condesa de Monterrey (Madrid, Museo Lázaro Galdiano), «casi digno de Velázquez» según Valentín Carderera, pintado con pincelada suelta y una refinada gama de colores rosáceos y plateados realzados por el negro de la basquiña sobre el amplio guardainfante. ​
El retrato del duque de Pastrana (Museo del Prado), para el que se han barajado fechas muy diversas, ​ ejemplifica la segunda dirección que adoptan los retratos en la pintura del maestro asturiano, la influida por el porte elegante y sentido del color de Anton van Dyck. El interés de Carreño por los retratos del flamenco lo pone de manifiesto un rápido apunte tomado a lápiz negro (Biblioteca Nacional de España) del retrato del joven Filippo Francesco d’Este, marqués de Lanzo, pintado por Anton van Dyck (Viena, Kunsthistorisches Museum) que, junto con el retrato de su hermano, fue propiedad de Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, x almirante de Castilla, en cuya colección pudo estudiarlo Carreño. ​
Proporcionar los retratos oficiales de los monarcas Carlos II y su madre, Mariana de Austria, se convertiría en su primera obligación como pintor de cámara. Carlos II (1661-1700), rey sin haber llegado a cumplir los cuatro años desde la muerte de su padre, Felipe IV, en septiembre de 1665, aunque bajo la regencia de su madre hasta alcanzar la mayoría de edad en 1675, enfermizo y de apariencia frágil, incapaz de tener descendencia, iba a gobernar sobre una monarquía declinante pero con presencia aún en los cuatro continentes, fuertemente endeudada y con poderosos enemigos, en la que, fuese como fuese, la artes visuales brillaron con notable esplendor. ​ Hay pruebas claras de que el desdichado monarca estimó y protegió la pintura y a los pintores. A falta de un Velázquez, entre 1668 y 1698 no menos de quince de ellos se vieron favorecidos con el título de pintor del rey, aunque en muchos casos lo fuesen solo con carácter honorario. ​
En el retrato de Carlos II del Museo de Bellas Artes de Asturias, firmado ya como «pictor Regis» en 1671, se encuentra fijado en lo esencial el tipo de retrato oficial del monarca, a quien, en sucesivas representaciones, se irá viendo crecer sin alterar el esquema general. De pie, en posición de tres cuartos, las piernas abiertas en compás, un papel en la mano derecha y tomando con la izquierda el sombrero que reposa sobre una mesa o bufete de pórfido soportado por dos de los leones de bronce dorado de Mateo Bonuccelli, ​ –emblemas del imperio hispánico–, el rey aparece representado en el Salón de los Espejos del viejo palacio real, cuya decoración había dirigido Velázquez y en el que el propio Carreño había trabajado en la pintura al fresco de la bóveda. ​ Los espejos, en los que se refleja la sala completa y con ella algunas pinturas de Rubens y Tiziano, permiten a Carreño demostrar su habilidad en la creación espacial y con la gran cortina contribuyen a dotar de solemnidad y magnificencia a la débil figura del monarca, bañada en atmósfera velazqueña. ​
A este prototipo siguen, con las necesarias adaptaciones en el rostro y llevando la figura al primer término para ganar en altura aparente, el ejemplar del museo de Berlín, fechado dos años más tarde, tres retratos propiedad del Museo del Prado, el del museo de bellas artes de Valenciennes, el del Escorial y muchos otros con participación más o menos amplia del taller. ​ Sigue también este esquema con distinto resultado formal por la diferencia en el vestuario, en el que Carreño tuvo ocasión de exhibir sus dotes de colorista, el retrato de Carlos II como Gran Maestre del Toisón de Oro, regalado por el rey junto con otro de su madre al conde Fernando Buenaventura de Harrach, embajador imperial en Madrid, que los llevó con él al volver a Viena en 1677, conservándose desde entonces en poder de la familia (Rohrau, Colección Harrach). ​
Un nuevo modelo creó en 1679 para ser enviado a Francia como retrato de presentación cuando, tras la paz de Nimega que acordó el matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV, se negociaban los esponsales. El cuadro, que Palomino llama «célebre», mostraba al rey armado. ​ De ese original, ahora perdido, parecen derivar el Carlos II, con armadura, del Museo del Prado, firmado por el pintor de cámara en 1681, ​ y el del monasterio de Guadalupe, enviado al monasterio en 1683 por el nuncio Sabas Millini junto con su propio retrato, obra también de Carreño. ​ El espacio elegido es de nuevo el Salón de los Espejos aunque estos quedan ahora casi completamente ocultos tras la amplia cortina carmesí y un balcón abierto a la derecha permite ver, tras la balaustrada, un luminoso fondo de paisaje marino con naves de guerra, introduciendo así un elemento que, aunque fantástico, trata de subrayar y dotar de significación bélica a la figura del monarca, erguida y en pose heroica, con la bengala de general en la mano derecha y la izquierda reposada en la cadera.
Esta serie de retratos regios termina con un elevado número de retratos de medio cuerpo más o menos largo y ligeras variaciones, inspirados directamente en el último retrato que de Felipe IV hiciera Velázquez, de los que el prototipo parece ser el ejemplar conservado en el Museo del Prado. ​ Recuperando la sobriedad velazqueña el monarca vuelve a vestir de negro y su figura se recorta sobre un fondo también oscuro, sin otro atributo de realeza que el toisón de oro, que cuelga sobre el pecho de una fina cadena de oro apenas sugerida por toques de luz discontinuos, tratamiento aplicado también a la empuñadura plateada de la espada. El formato de la tela obliga a una mayor concentración en la cabeza del retratado, resuelta con una técnica pictórica de mayor acabado que el del traje, como también había hecho Velázquez, dando como resultado, según Pérez Sánchez, «la más honda y noble imagen que nos queda del monarca».​
Favorecido por la reina Mariana de Austria, Carreño la retrató en al menos tres ocasiones, siempre vestida con las tocas de viuda que le dotan de apariencia monjil y aspecto severo, con grave dignidad. El modelo que más se repite, del que el ejemplar de más calidad es el de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, con abundantes copias salidas del taller y aún ajenas a él, la muestra sentada en un sillón frailero, pero a diferencia del precedente de Juan Bautista Martínez del Mazo, que la representó aislada en medio de un salón, Carreño la aproxima en su retrato al bufete en el que aparece material de escritorio, con un papel o una pluma en la mano, atendiendo a los asuntos de Estado. El espacio es también en los ejemplares más acabados el Salón de los Espejos, en el que destaca a su espalda en alto el Judit y Holofernes de Tintoretto, ahora en el Museo del Prado, en el que Pérez Sánchez ve una posible alegoría dedicada a la reina viuda, «la mujer fuerte que, por su pueblo, es capaz de las más arriesgadas hazañas».​ Distinto es el retrato de la colección Harrach de Rohrau, compañero del Carlos II como Gran Maestre del Toisón. En pie, con una mano sobre el respaldo del sillón y a la espalda el bufete con el reloj de torre, que puede interpretarse también como un símbolo de la virtud de la prudencia aplicada al gobierno, hace inevitable la comparación con el retrato que de la misma reina pintase Velázquez hacia 1652-1653, a la vuelta de su segundo viaje a Italia (Museo del Prado), cuya pose repite veinte años más tarde Carreño, sustituyendo la compleja indumentaria de la joven reina por las tocas de viuda. ​ Un aspecto más espontáneo tiene el tercero de los retratos, el del Museo Diocesano de Arte Sacro de Vitoria, que es casi como un estudio tomado del natural y centrado en la figura de la reina madre, solo con un abanico cerrado en la diestra y sentada en un sillón apenas visible sobre el fondo oscuro. ​
Los validos Fernando de Valenzuela y Juan José de Austria, el nuncio papal Sabas Millini (monasterio de Guadalupe), el embajador de Moscovia, Pedro Ivanowitz Potemkin (Prado), con su imponente aspecto y vistosa indumentaria que tanto hubo de impresionar en la corte española, donde seguía predominando el negro en el vestuario masculino, la primera esposa de Carlos II, y la reina María Luisa de Orleans, al poco de llegar a Madrid, posaron también para Carreño en estos años, lo mismo que algunas «sabandijas de Palacio», enanos y bufones de la corte cuyos retratos se colocaron en la galería del Cierzo del cuarto del rey, en el palacio viejo. ​ De ellos se han identificado los retratos del enano Michol, o Misso (Dallas, Meadows Museum), cuya pequeñez viene subrayada por el tamaño de las grandes cacatúas blancas y los perrillos que lo acompañan, y el del bufón Francisco Bazán (Madrid, Museo del Prado), llamado «Ánima del Purgatorio» por repetir en su locura que allí estaba, en pie, con gesto sumiso, como del que pide limosna y un papel en la mano. ​
También por orden del rey retrató a Eugenia Martínez Vallejo, niña de seis años natural de la diócesis de Burgos y presentada en Madrid en 1680 como un «prodigio de la naturaleza» a causa de su anómala gordura, a la que sin embargo no podría tenerse propiamente por bufón de la corte pues no figuró en la nómina de los servidores de palacio. ​ El mismo año de su presentación en la corte salió en Madrid, ilustrada con una tosca xilografía de la infortunada niña, una Relación verdadera de esa presentación firmada por un tal Juan Camacho, quien contaba que «El rey nuestro señor la ha hecho vestir decentemente al uso de palacio, con un rico vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de plata y ha mandado al segundo Apeles de nuestra España, al insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda de cámara, que la retratase de dos maneras: una desnuda, y otra vestida de gala..., y lo executó con el acierto que siempre acostumbra su valiente pincel, teniendo en su casa a la niña Eugenia muchos ratos del día para este efecto».​ Transformada por Carreño en un pequeño dios Baco, de su retrato, dice Palomino, se sacaron muchas copias que el propio artista retocó, ​ aunque ninguna de esas copias se ha localizado. ​ 

Como pintor de cámara hubo de ocuparse también de tareas muy diversas, como la remodelación de algunas salas del monasterio de El Escorial, completando lo que había iniciado Velázquez, y la supervisión de las decoraciones efímeras y arcos festivos alzados en Madrid con motivo de la entrada de María Luisa de Orleans, junto con la reparación de las pinturas de palacio que lo necesitasen, como hubo de hacer con una tabla de Daniel Seghers que había resultado dañada «por haberse caído», o el aderezo de unas cortinillas de tafetán para unas pinturas de las llamadas bóvedas de Tiziano, donde se concentraban buen número de las mejores pinturas con desnudos femeninos de la colección real, según un encargo recibido en 1677. ​ Tampoco le fue ajena la copia de obras de los grandes maestros, por hallarse muy dañadas, como podría haber sido el caso de la Judit y Holofernes de Guido Reni, que a su muerte dejaba inacabada en el obrador que tenía en palacio junto con la deteriorada pintura original, ​ o por su mucha estimación, como es el caso de la copia que por encargo de la reina gobernadora realizó en 1674 del Pasmo de Sicilia de Rafael, llegado a España en 1661. Junto con la citada copia, muy literal (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), destinada a ocupar uno de los altares del convento de carmelitas descalzas de Santa Ana de Madrid, de patrocinio regio, pintó Carreño para el ático del mismo retablo la Santa Ana enseñando a leer a la Virgen (depósito del Museo del Prado en la iglesia de San Jerónimo el Real), que por su técnica ligera ha de corresponder también a estos momentos finales de su carrera. ​
Lo último que pintó, según Palomino, fue «un Ecce Homo para Pedro de la Abadía, muy amante de la Pintura, y que tenía otras muchas excelentes de Carreño».​ Dictó su testamento el 2 de octubre de 1685 y murió al día siguiente. En el momento de morir tenía su vivienda en casas de los marqueses de Villatorre, en el altillo de palacio. ​ Dejaba inacabadas dos pinturas de san Miguel, encargadas por el Consejo de Hacienda, dos cuadros grandes para un convento de dominicos de Valencia, de las que no se tienen otras noticias, y dos lienzos «comenzados» con San Dámaso y San Melquiades, papas de los primeros siglos del cristianismo a los que los falsos cronicones de Jerónimo Román de la Higuera hacían madrileños, encargados por el regidor Francisco Vela para la Sala del Ayuntamiento de Madrid. Sin noticias del san Melquiades, el ayuntamiento de Madrid guarda aún un san Dámaso atribuido a Palomino antes de tenerse noticia del testamento de Carreño, ​ que muy bien puede ser el comenzado por Carreño y completado por Palomino o, más probablemente, por Juan Serrano, a quien la viuda de Carreño, fallecida el 3 de marzo de 1687, confió el cuidado de la hija que había adoptado junto con su esposo y el acabado de sus pinturas. 
 
Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, 1674.
Óleo sobre lienzo, 196 x 168 cm. Museo del Prado
La escena tiene lugar sobre unas gradas ricamente alfombradas y con un fondo oscuro de cortinaje, que deja ver en el lateral derecho una apertura luminosa ocupada por una columna salomónica y el esbozo de elementos arquitectónicos que dan idea de un interior. El tema tratado es muy frecuente en la iconografía contrarreformística y ha sido pintado también entre otros, por Rubens, Roelas y el propio Murillo. Se trata de representar el momento en que Santa Ana, en presencia de San Joaquín, enseña a leer a la Virgen Niña, que aparece arrodillada a sus pies. La composición es piramidal y el vértice está ocupado por la cabeza majestuosa de la santa. Su rostro sereno, maduro y muy realista y su poderosa envergadura contrastan con la fragilidad, dulzura y convencionalidad de la figura de la Virgen. En segundo término, el padre de María, en pie, contribuye con su verticalidad a dar vivacidad a la escena. En la parte superior, las cabezas agrupadas de los angelitos convierten en celestial un asunto de serena intimidad familiar. La luz, que surge del lateral izquierdo, se detiene en caras y manos para resaltarlas. Los tonos ocres, blancos y azules contrastan con el rojo del primer plano y todos están aplicados con la manera personal del pintor, con técnica libre de largas y rápidas pinceladas.
El lienzo ocupaba el ático del retablo mayor del convento de Santa Ana de Carmelitas Descalzas, de Madrid, cuyo cuadro central era la copia del Pasmo de Sicilia, de Rafael, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Con la desamortización de los bienes eclesiásticos en el siglo XIX pasó a formar parte del Museo de la Trinidad.

Carlos II. Hacia 1675.
Óleo sobre lienzo, 201 x 141 cm. Museo del Prado
Compuesto sobre el mismo esquema del retrato de 1671, del Museo de Oviedo, que mantuvo a lo largo de toda su producción, este ejemplar, que muestra una probable colaboración del taller, es significativo del sutil cambio de encuadre, que hace más crecido al personaje, al traerlo al primer término. Respecto al lienzo de Oviedo, al del Prado más conocido, o al de Berlín, firmado en 1673, este ejemplar muestra una diferencia en el peinado del monarca, que aparece aquí con raya en medio, dividiendo la lacia cabellera rubia en dos crenchas idénticas, que caen a ambos lados de la cabeza, sobre los hombros. Este cambio de peinado lo muestran también otros ejemplares que pueden fecharse hacia 1675-1676 al cumplir el monarca los quince años. A ese tipo corresponde el ejemplar de la Col. Stirling-Maxwell de Glasgow, otro perteneciente al Prado  y el, documentado ya en 1679, pintado para el Duque de Sessa (Angulo, 1982, pp. 308 y ss.). También a él responden los dos ejemplares que se guardan en El Escorial, uno en la Biblioteca (Pérez Sánchez, 1985, lám. 69) y otro en la Celda Prioral. 

Carlos II, niño. Hacia 1675.
Óleo sobre lienzo, 167 x 125 cm. Museo del Prado
Carlos II aparece representado en el Salón de los Espejos del Alcázar, en pie, junto a una mesa de pórfido sostenida por dos de los leones de bronce dorado de Mateo Bonuccelli; viste en seda negra, como era habitual en los retratos regios de la rama española de la casa de Austria desde Felipe II; porta el Toisón de Oro pendiendo de una cadena y ciñe la espada; en la mano derecha sostiene un memorial doblado, mientras que apoya la izquierda en el bufete y sujeta a la vez el sombrero de plumas negro. Al cuello viste la tradicional golilla. La cabeza muestra la larga y lacia cabellera rubia, peinada con la raya al medio. Tras él, sobre la mesa es visible una gran urna de pórfido, y colgados a igual altura en la pared, dos espejos con marco de ébano y águilas de bronce dorado con las cabezas enfrentadas. Sobre éstos se aprecia la parte inferior de un cuadro. Los espejos reflejan la parte posterior de la cabeza del rey y la pared opuesta de la estancia, donde se aprecian varios de los lienzos que decoraban el recinto, así como una puerta entreabierta. A través del espejo que refleja la cabeza del rey, se identifican: Ticio de Tiziano y el retrato ecuestre de Felipe IV de Rubens, 1628, perdido en el incendio del Alcázar, pero conocido por la copia de la Galería de los Uffizi. El suelo de losetas blancas y rojas junto a los espejos contribuye a ampliar la perspectiva. Enmarca la composición a la izquierda un gran cortinaje rojo, bordado de oro en su filo con un grueso cordón del que pende una gran borla.
Aunque el prototipo es el lienzo del Museo de Bellas Artes de Asturias, fechado en 1671, esta obra presenta variantes al modelo anterior: el rostro del Rey es de mayor edad, Carlos lleva la raya al medio y el Toisón no cuelga del botón sino de una cadena. Así mismo la figura del rey se representa más cercana al espectador, por lo que A. Pascual Chenel lo fecha hacia 1675.

La reina Mariana de Austria. Hacia 1670.
Óleo sobre lienzo, 211 x 125 cm. Museo del Prado
Tras la muerte de Felipe IV en 1665, su viuda Mariana (1634-1696) asumió la regencia, y en esa doble condición de viuda y regente está representada en este cuadro en el que se reconoce el Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. Los objetos de escritorio sobre la mesa hacen alusión a sus responsabilidades de gobierno. La decidida incorporación de la idea del espacio palaciego al retrato real es una de las características que singularizan el retrato cortesano posterior a Velázquez, y entre sus puntos de partida figura Las meninas de donde también procede el uso de espejos y la referencia a cuadros cuyo contenido aporta información sobre el retratado, como en este caso el cuadro de Tintoretto (1518/19-1594) Judith y Holofernes que hace referencia a la idea de mujer fuerte. Carreño, en obras como ésta, llevó esas ideas hasta sus últimas consecuencias y logró crear escenarios de gran personalidad. Aunque tres siglos después se ha jugado con frecuencia a comparar estos modelos con su entorno para aludir a una dinastía en decadencia, abrumada por su propia historia, lo cierto es que en su momento, a ese escenario estaban asociadas connotaciones relacionadas con las ideas de responsabilidad, majestad, continuidad dinástica y poder.

Piotr Ivánovich Potiomkin (Potemkin). Hacia 1681.
Óleo sobre lienzo, 207,2 x 122,8 cm. Museo del Prado
Piotr Ivanovich Potemkin (1617-1700) llegó a la corte española como embajador del Gran Duque de Moscovia, Fedor II, en 1668 y 1681-82. Se ha supuesto que Carreño lo retrató en la segunda de sus estancias en Madrid, dada la relación estilística de esta pintura con la efigie de Eugenia Martínez Vallejo. Sería, pues, una obra realizada por el pintor en los últimos años de su vida, cuando culminó un estilo en el que se mezcla solidez compositiva con ligereza y brillantez cromáticas.
Éste es uno de los mejores retratos de la pintura española de su época, y en su espléndido colorido Carreño revela su conocimiento de las obras de Tiziano que guardaban las colecciones reales. La obra combina una expresión anatómica de gran fuerza y energía con un rico vestuario, que transmite perfectamente la sensación producida en España por la insólita y deslumbrante presencia del séquito ruso. El pintor supo sacar los mejores resultados de una fórmula tradicional en la retratística española, que había sido explotada con éxito por Velázquez: la de presentar al personaje de pie y ligeramente girado, ante un fondo monocromo que sirve para subrayar los volúmenes del retratado. Pero si anteriormente los fondos solían ser grises y los vestidos oscuros, en este caso el rojo intenso del exuberante ropaje del embajador se proyecta sobre una superficie oscura que acentúa la vistosidad de la indumentaria. En una corte en la que seguían predominando los tonos negros, esta pintura, con su viveza, su riqueza y su calidad, debió de llamar poderosamente la atención. Un testimonio de ello se encuentra en el Museo pictórico y escala óptica (1724) de Antonio Palomino, quien alude a la gran capacidad de Carreño en el género del retrato y pone como ejemplo, entre otros, el del moscovita, embajador, que estuvo aquí por el año de 1682.
Se desconoce la génesis y desarrollo de este encargo, que probablemente estuviera relacionado con la fascinación que ejercían en la corte española los personajes enviados de países lejanos y exóticos, quienes con sus ropas, sus séquitos y sus maneras provocaban interés y admiración. En sus intenciones testimoniales, el retrato conecta con la gran cantidad de literatura generada ante la presencia de este tipo de comitivas, como la de los embajadores japoneses que visitaron España a principios del siglo XVII.
La pintura procede de las colecciones reales, donde aparece citada desde 1686. 

El duque de Pastrana. Hacia 1679.
Óleo sobre lienzo, 217 x 155 cm. Museo del Prado
El representado es Gregorio de Silva y Mendoza (1649-1693), que porta espada, exhibe en su pecho y en la capa la Cruz de Santiago, y se rodea de un entorno ecuestre. Es uno de los retratos de mayor calidad realizados en España en la segunda mitad del siglo XVII y muestra la notable influencia que tuvo el flamenco Van Dyck (1599-1641) en la pintura de la época.
Retrato donde se integran perfectamente la figura del duque y su sirviente en el paisaje, cercano a las obras del pintor Carlos II de la colección Harrach (Austria) y a Pedro Ivanowitz Potemkin. Tanto el caballero como su montura están vestidos para un presentación pública, relacionada con la corte del Carlos II. Posiblemente conmemore uno de los actos más importantes en la biografía del Duque, que tuvo lugar en 1679, recién nombrado duque del Infantado, cuando tuvo lugar su viaje a Paris para entregar a la Princesa Maria Luisa de Orléans el retrato de su futuro esposo, Carlos II de España.
Eugenia Martínez Vallejo, vestida. Hacia 1680.
Óleo sobre lienzo, 165 x 107 cm. Museo del Prado
Tras la muerte de Velázquez, Carreño (1614-1685) se reveló como su más legítimo continuador en la representación de los monstruos, bufones y enanos que pululaban por la corte española. Los inventarios citan en el Alcázar un abundante número de retratos suyos de este tipo, entre los que se encuentran los dos de Eugenia Martínez Vallejo (éste donde aparece desnuda), el de El bufón Francisco Bazán  y otros, que desgraciadamente han desaparecido, de los enanos Michol, Antonio Macarelli y Nicolás Jobsum, y del loco José Alvarado. Los pocos que han llegado hasta nosotros muestran, de todos modos, que Carreño se acercó a estos seres a la manera de Velázquez, buscando dignificar su imagen en la medida de lo posible. La niña representada en estos lienzos se llamaba Eugenia Martínez Vallejo y había nacido en Bárcenas. En 1680 fue traída a la corte para ser admirada como manifestación monstruosa de la naturaleza. Tenía entonces seis años de edad y pesaba ya cerca de setenta kilos. Probablemente sólo asistiría a algunas fiestas de palacio a fin de que fuera contemplada, pues según Moreno Villa (que no encontró cuenta alguna que se refiriera a ella), no parece haber formado parte del servicio de la corte. En el mismo año de su llegada, Juan Cabezas publicó en Madrid una Relación verdadera en que se da noticia de los prodigios de la naturaleza que han llegado a esta Corte, en una Niña Gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa de Barcena, del arzobispado de Burgos. Iba ilustrada con una xilografía y se reeditó en Sevilla y Valencia. A través de Cabezas sabemos que Carlos II la hizo vestir decentemente al uso de palacio, con un rico vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de plata, mandando al segundo Apeles de nuestra España, el insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda de cámara, que la retrate de dos maneras: una, desnuda, y otra vestida de gala. Por lo demás, la descripción que hacía Cabezas de ella no podía ser menos caritativa, mostrando hasta qué punto debió esforzarse Carreño para infundir algo de dignidad a su deforme figura: Es -escribía- blanca y no muy desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro, cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria, pero el grueso y buque como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale al de la mayor Mujer del Mundo, quando se halla en días de parir. Los Muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos que el Muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los Muslos, que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad, y aunque los pies son a proporción del Edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin embargo se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su cuerpo. El qual pesa cinco arrobas y veinte y una libras, cosa inaudita en edad tan poca. En 1945 Gregorio Marañón hizo notar que esta niña representaba el primer caso conocido de síndrome hipercortical, señalando además que, por la decisión con la que empuña la fruta en el retrato en el que aparece vestida, debió ser zurda. Carreño la representó vestida de gran gala, con un traje rojo y blanco y lazos rojos. Empuña frutas con ambas manos, y su rostro sonrosado parece expresar enojo y desconfianza (tanto el desaforado apetito como el genio irascible han sido asociados a la enfermedad que presumiblemente padeció). Con su magnífico acorde de rojos, blancos y rosados sobre el negro del fondo, este cuadro es, en palabras de Sánchez Cantón, uno de los más decididos y francos trozos pictóricos de la escuela madrileña.
Es posible que los cuadros no estuviesen terminados a la muerte del pintor, que siguió conservándolos en su taller hasta el final de sus días en 1685. Los dos cuadros permanecieron unidos en las colecciones reales hasta 1827. Tras ser llevados al Alcázar (inventarios de 1686 y 1694), pasaron al palacio de la Zarzuela, donde aparecen registrados en el inventario de 1701. En 1827 la vestida pasó al Museo del Prado, mientras que la desnuda fue regalada por Fernando VII al pintor Juan Gálvez, según cuenta Pedro de Madrazo. Gálvez debió de venderla muy pronto al infante don Sebastián Gabriel, que la tenía ya en 1843. A la muerte del infante pasó a su primogénito, el duque de Marchena, y después fue adquirida en fecha indeterminada por don José González de la Peña, barón de Forna, quien en 1939 la donó al Museo del Prado, propiciando que ambos lienzos volvieran a reunirse.
Eugenia Martínez Vallejo, desnuda. Hacia 1680.
Óleo sobre lienzo, 165 x 108 cm.  Museo del Prado
Tras la muerte de Velázquez, Carreño (1614-1685) se reveló como su más legítimo continuador en la representación de los monstruos, bufones y enanos que pululaban por la corte española. Los inventarios citan en el Alcázar un abundante número de retratos suyos de este tipo, entre los que se encuentran los dos de Eugenia Martínez Vallejo (donde aparece vestida), el de El bufón Francisco Bazán y otros, que desgraciadamente han desaparecido, de los enanos Michol, Antonio Macarelli y Nicolás Jobsum, y del loco José Alvarado. Los pocos que han llegado hasta nosotros muestran, de todos modos, que Carreño se acercó a estos seres a la manera de Velázquez, buscando dignificar su imagen en la medida de lo posible. La niña representada en estos lienzos se llamaba Eugenia Martínez Vallejo y había nacido en Bárcenas. En 1680 fue traída a la corte para ser admirada como manifestación monstruosa de la naturaleza. Tenía entonces seis años de edad y pesaba ya cerca de setenta kilos. Probablemente sólo asistiría a algunas fiestas de palacio a fin de que fuera contemplada, pues según Moreno Villa (que no encontró cuenta alguna que se refiriera a ella), no parece haber formado parte del servicio de la corte. En el mismo año de su llegada, Juan Cabezas publicó en Madrid una Relación verdadera en que se da noticia de los prodigios de la naturaleza que han llegado a esta Corte, en una Niña Gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa de Barcena, del arzobispado de Burgos. Iba ilustrada con una xilografía y se reeditó en Sevilla y Valencia. A través de Cabezas sabemos que Carlos II la hizo vestir decentemente al uso de palacio, con un rico vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de plata, mandando al segundo Apeles de nuestra España, el insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda de cámara, que la retrate de dos maneras: una, desnuda, y otra vestida de gala. Por lo demás, la descripción que hacía Cabezas de ella no podía ser menos caritativa, mostrando hasta qué punto debió esforzarse Carreño para infundir algo de dignidad a su deforme figura: Es -escribía- blanca y no muy desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro, cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria, pero el grueso y buque como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale al de la mayor Mujer del Mundo, quando se halla en días de parir. Los Muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos que el Muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los Muslos, que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad, y aunque los pies son a proporción del Edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin embargo se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su cuerpo. El qual pesa cinco arrobas y veinte y una libras, cosa inaudita en edad tan poca. En 1945 Gregorio Marañón hizo notar que esta niña representaba el primer caso conocido de síndrome hipercortical, señalando además que, por la decisión con la que empuña la fruta en el retrato en el que aparece vestida, debió ser zurda. Para mostrar a Eugenia desnuda, Carreño recurrió a un procedimiento sumamente raro en la pintura española: el retrato mitológico. Situó a la niña ante un fondo neutro, la hizo apoyarse sobre una mesa en la que hay racimos de uvas y, coronándola de hojas de viña y racimos, le hizo sostener otros con la mano izquierda, velando su sexo con las hojas de parra. Disfrazada de Baco o Sileno, Eugenia perdió mucho de su aspecto anormal y pudo ser confundida después en alguna ocasión con una representación más de Baco niño.
Es posible que los cuadros no estuviesen terminados a la muerte del pintor, que siguió conservándolos en su taller hasta el final de sus días en 1685. Según Palomino, de La Monstrua desnuda (que por ser grosísima y pequeña hizo de ella un dios Baco) se sacaron muchas copias, que él [Carreño] retocó. Ninguna de ellas parece haber llegado hasta nosotros. Los dos cuadros permanecieron unidos en las colecciones reales hasta 1827. Tras ser llevados al Alcázar (inventarios de 1686 y 1694), pasaron al palacio de la Zarzuela, donde aparecen registrados en el inventario de 1701. En 1827 la vestida pasó al Museo del Prado, mientras que la desnuda fue regalada por Fernando VII al pintor Juan Gálvez, según cuenta Pedro de Madrazo. Gálvez debió de venderla muy pronto al infante don Sebastián Gabriel, que la tenía ya en 1843. A la muerte del infante pasó a su primogénito, el duque de Marchena, y después fue adquirida en fecha indeterminada por don José González de la Peña, barón de Forna, quien en 1939 la donó al Museo del Prado, propiciando que ambos lienzos volvieran a reunirse (Texto extractado de Álvarez Lopera, J. en: El retrato español en el Prado. 

La Virgen de Atocha. Hacia 1680.
Óleo sobre lienzo, 218 x 148 cm. Depósito en otra institución
Este sorprendente lienzo muestra la imagen de la Virgen de Atocha, tal como se veneraba en su altar del convento dominico de su advocación en las afueras de Madrid. El tipo de imagen de devoción con sus lujosos vestidos rígidos, que daban a la figura una silueta cónica -de ahí su popular denominación de imágenes "de alcuza-", es muy característico del siglo XVII y son muy frecuentes las reproducciones a través del grabado y en ocasiones a través de la pintura, que creaba en estos lienzos una especie de trompe l´oeil a lo divino, sugiriendo, al fiel devoto, que se hallaba delante de las propias imágenes. Carreño, en 1669, había pintado una imagen de la Virgen de la Almudena, que se instaló entonces en el Hospital de la Piedad de Benavente (Zamora). Parece evidente que cultivó el género en más de una ocasión, con otros ejemplos conservados como su Cristo crucificado.
La firma, ya como Pintor de Cámara, ayuda a fechar la obra con posterioridad a 1671. Se trata, pues, de una obra de su madurez y probablemente de destino real. En el inventario de Palacio de 1734, figura, entre los cuadros salvados del incendio, "una pintura de dos varas y media de alto por una y tercia de ancho, marco tallado y dorado, de la Virgen de Atocha, de mano de Juan Carreño". En 1747, en la testamentaría de Felipe V, vuelve a recogerse tasada en 1.200 reales. Se hallaba entonces en la segunda alcoba del palacio Arzobispal, a donde se habían llevado muchos de los lienzos salvados del incendio. Se le pierde luego la pista en los inventarios reales. Probablemente no volvió a Palacio, sino que pasó a alguna iglesia o dependencia eclesiástica, ya que el lienzo llegó al Prado desde el Museo de la Trinidad, donde se inventarió con el número 1058.

Carlos II, con armadura. 1681.
Óleo sobre lienzo, 232 x 125,5 cm. Museo del Prado
Carreño plantea en este retrato de cuerpo entero la nueva imagen oficial de Carlos II en edad adulta, tomando como modelo el prototipo iconográfico establecido por la escuela retratística española. El rey luce una rica armadura alemana, espada, bastón de mando y banda carmesí de general de sus ejércitos, dotándole de un aspecto majestuoso y heroico. La armadura reproducida es la de la labor de aspas de Wolgang Grosschedel de 1551, una de las piezas más emblemáticas de la colección de Felipe II por su iconografía tan ligada a la dinastía habsbúrgica y por su relación directa con la conmemoración de la victoria de San Quintín sobre Francia. Quizá Carlos II quería también celebrar la recién firmada Paz de Nimega (1678), que terminó con el acuerdo de enlace matrimonial con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV. Precisamente este retrato es la primera réplica del original pintado por Carreño en 1679, que se envió a Francia durante la negociación de los esponsales del Rey. El representativo Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid es la estancia elegida como ambiente, al igual que en los retratos de adolescente que hacían pareja con los de su madre Mariana de Austria. Sobre uno de los bufetes sostenidos por leones de bronce del salón se disponen el casco y las manoplas de igual forma a como aparecían en el retrato armado de Felipe II  de Tiziano de 1551 y en el de Felipe IV armado y con un león a los pies  de Velázquez fechado hacia 1652. Curiosamente, este último y el de Carlos II figuraron enfrentados en los testeros de la Quadra de Mediodia del palacio escurialense, y emparejados con los de las reinas. El de Carlos II debió de estar con uno de María Luisa de Orleans, aunque en realidad sólo aparece registrado documentalmente con el de su segunda esposa Mariana de Neoburgo (inventario de Carlos II de 1700), que se identifica con uno de Claudio Coello conservado en el Monasterio de El Escorial gracias al dibujo titulado Perfil de la Meridiana tirada en la Sala de Corte del Rey N.S. en su R. palacio del Escurial (1755) de Jan Wedlingen, de la Library of Congress de Washington. 

Discípulos
La influencia de Carreño en la aceptación del pleno barroco por la escuela madrileña y sobre la generación siguiente, la del «cambio dinástico», fue grande. Como Rizi tuvo un elevado número de aprendices u oficiales en su taller, entre los que se documentan José Jiménez Donoso, que en su taller perfeccionó el dominio del color, Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia, colaborador precoz del maestro en los grandes lienzos de la capilla de San Isidro en San Andrés, Jerónimo Ezquerra, Diego García de Quintana y Juan Felipe Delgado, pero otros pintores trabajaron o completaron su formación con él, aprovechando su generosidad y el carácter abierto que tanto le elogia Palomino. Entre estos Claudio Coello o el propio Palomino tuvieron abiertas las puertas de palacio y acceso a sus pinturas gracias a él. ​ Según Palomino el discípulo que mejor asimiló su estilo fue el prematuramente fallecido Mateo Cerezo. También lo fue Juan Martín Cabezalero que siguió residiendo en la casa del maestro tras completar su formación. En 1682 consta que trabajaban en su taller Juan Serrano, Jerónimo Ezquerra y Diego López el Mudo, mencionados en el testamento de María de Medina, viuda de Carreño, fechado el 3 de noviembre de 1686. A los tres, junto con Pedro Ruiz González, hacía algún legado en recuerdo de su esposo. ​ Juan Serrano, por su parte, se convirtió por disposición de la viuda en heredero material y encargado de terminar las obras que dejaba inacabadas. ​ Todos ellos pudieron además completar su formación con la asistencia a las academias de dibujo, como José García Hidalgo que en los Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la pintura, cartilla de dibujo en la que podrían estar recogidas algunas de las enseñanzas de Carreño, calificaba al maestro de «dueño del gusto del arte, y del colorido». 

MATEO CEREZO, el JOVEN (Burgos, 1637 - Madrid, 1666)
Pintor barroco español. Discípulo de Juan Carreño de Miranda y miembro destacado de la escuela madrileña del pleno barroco, trabajó en Valladolid, Burgos y Madrid. Artista fecundo, a pesar de su muerte prematura, con apenas veintinueve años, dejó un número considerable de obras religiosas destinadas tanto a retablos de iglesias y conventos como a la devoción privada, y suntuosos bodegones muy alabados por Antonio Palomino. 

Años de formación
Hijo de Mateo Cerezo Muñoz y de Isabel Delgado, hija de un conocido dorador burgalés, fue bautizado el 19 de abril de 1637 en la parroquia de Santiago de la catedral de Burgos. ​ Su padre, Mateo Cerezo el Viejo, o el Malo según lo llamó Jovellanos, ​ un modesto pintor conocido principalmente por sus retratos del Santo Cristo de Burgos, llegaría a encabezar el más activo de los talleres burgaleses de su tiempo. Con él inició su formación el joven Mateo, de quien se conoce un precoz óleo con la imagen de San Pedro en lágrimas (Burgos, MM. Calatravas), copia parcial de un grabado de José de Ribera, firmado «Matheito Zerezo».​
Según Antonio Palomino, se trasladó a Madrid «cuando apenas tenía quince años» y entró en el taller de Juan Carreño de Miranda, cuyo estilo habría asimilado mejor que cualquier otro de sus discípulos. ​ Carente de confirmación documental, la formación al lado de Carreño ha sido puesto en cuestión por José R. Buendía e Ismael Gutiérrez Pastor en la más completa monografía dedicada al pintor. ​ El estilo de las primeras obras conocidas de Cerezo como pintor independiente, las pinturas del retablo del convento de Jesús y María de Valladolid, documentadas entre 1658 y 1659, indicarían por el contrario una mayor proximidad a los modelos corpóreos y sólidos de Antonio de Pereda, características que no tienen continuidad en lo restante de su obra. ​ Afirmaba también Palomino que el joven Cerezo había completado su formación «frecuentando las academias, y el pintar del natural, retratando a algunos, solo por el estudio, y copiando diferentes originales de Palacio».​ Aunque el biógrafo cordobés recurría en todo ello a tópicos que podrían aplicarse de forma semejante a la formación de cualquier pintor, la frecuentación de las diversas academias, con la copia de los grandes maestros y el estudio del natural, podría explicar, en efecto, la precoz asimilación por el joven Cerezo de los cambios que se estaban produciendo en la pintura madrileña en torno a los años finales de la década de 1650 por influencia de Francisco de Herrera el Mozo y su Triunfo de san Hermenegildo. ​ Y aun cuando se ignora en qué circunstancias pudo tener lugar, pues no hay constancia de trabajos para la corona, tampoco es descartable que en algún momento de su formación llegase a disfrutar de la oportunidad de estudiar las pinturas de palacio, tal como indicaba Palomino, dado el conocimiento de la pintura de Tiziano y de Anton van Dyck que se pone de manifiesto en la técnica ligera y el colorido cálido de sus obras maduras. ​ 

1658-1659. Primeros trabajos. Valladolid y Burgos
En abril de 1658, don Ventura de Onís contrató con el entallador Francisco Velázquez la hechura del retablo mayor del convento de franciscanas de Jesús y María de Valladolid del que era patrón. Por mediación de su hijo, Antonio de Onís, miembro del Real Consejo de Hacienda, el arquitecto Sebastián de Benavente proporcionó desde Madrid las trazas y es posible que fuese también él quien recomendara a Cerezo para hacerse cargo de la pintura, aunque su nombre no aparezca en el contrato. ​ En su actual estado de conservación, habiéndose perdido las pinturas del banco y del sagrario, consta de cinco óleos de Cerezo, dos de ellos firmados: la Adoración de los Pastores y la Adoración de los Reyes en las calles laterales del cuerpo principal y la Asunción de la Virgen en el ático, flanqueada por dos tablas en las que se encuentran representados San Buenaventura y Santa Isabel de Hungría. Este conjunto de pinturas, el único de los pintados por Cerezo que se conserva en el lugar para el que fue concebido, es también el que más lo acerca en modelos y en técnica a Antonio de Pereda. ​
Para hacerse cargo de su pintura, Cerezo se desplazó a Valladolid en octubre de 1658. Se tienen noticias de este viaje por un suceso sangriento que lo llevó a prisión. El 29 de ese mes, el joyero Antonio de Tapia salió su fiador para librarle de la cárcel, en la que había ingresado por matar a cuchilladas a la mula que lo había conducido desde Madrid, por lo que se le reclamaban los ochocientos cincuenta reales en que había sido tasado el animal. Un día después, libre ya, otorgó poderes a procuradores para su defensa. ​ Se desconoce en cambio el tiempo que permaneció en Valladolid. Es posible que pasase allí los últimos meses de 1658 y la mayor parte del año 1659. Una etapa en la que, fuesen cuales fuesen sus problemas con la ley, no dejó de trabajar intensamente, según se desprende del elevado número de obras que en Valladolid le atribuyó Palomino, ​ aunque las conservadas sean únicamente, con las citadas del convento de Jesús y María, el Cristo yacente de la parroquia de San Lorenzo, muy estimado desde el primer momento, como demuestran las múltiples copias que de él se hicieron en fechas cercanas, y dos versiones tempranas de la Inmaculada: la que firmada en 1659 se encontraba en la colección Mac Crohom de Madrid y la conservada en la iglesia parroquial de Cubillas de Santa Marta. ​
«Con motivo de dar una vuelta a su patria», según escribía Palomino, pasó a Burgos, lo que a falta de confirmación documental podría certificarse con la presencia de algunas pinturas tempranas de Cerezo en la provincia, como el Cristo Varón de Dolores de la iglesia de la Natividad de Villasandino, derivado de un conocido prototipo de Pereda, o el firmado Bautismo de Cristo de Castrojeriz, compositivamente afín al relieve del mismo tema esculpido por Gregorio Fernández para la capilla de los Carmelitas Descalzos de Valladolid, conservado ahora en el Museo Nacional de Escultura. ​
Mayor problema plantea en este esquema el San Francisco de Asís y el ángel con la ampolla del museo de la catedral de Burgos, ​ que según la documentación pintó en 1659 o antes. El informe presentado por el fabriquero Fernando de Abarca al cabildo catedralicio en septiembre de 1660, dando cuenta de los gastos que se habían hecho en la decoración del trascoro, en el que se había trabajado entre 1656 y 1659 y para el que fray Juan Rizi había pintado seis cuadros, hacía mención también al pago de quinientos reales a «un pintor Matheo Zereço (...) POR EL [c]uadro de S[an] Françisco Que Hizo». Tratándose de una obra de estilo avanzado, en la que se evidencia el conocimiento de la más dinámica pintura madrileña del pleno barroco y el dominio del escorzo, permite replantearse el temprano estudio de la obra de Carreño por el joven Cerezo, conforme a lo afirmado por Palomino, y la precoz asimilación de su estilo. ​ 

1660-1666. Madrid
Los escuetos datos proporcionados por Palomino, junto con alguna obra firmada y el acta de su matrimonio con María Fernández Campuzano el 12 de marzo de 1664 en la parroquia de San Justo y Pastor, al que no lleva «bienes ni dinero alguno»,​ es cuanto se conoce de su biografía en estos años de intensa actividad, prematuramente interrumpidos por la grave enfermedad que le obligó a otorgar poder para testar a favor de su mujer el 26 de junio de 1666, declarándose en él vecino de Burgos y residente en Madrid e instituyendo como herederos a sus padres. ​ Falleció tres días después, siendo enterrado en la iglesia de San Martín. ​
En 1660, año de su regreso a Madrid, aparecen firmados los suntuosos Desposorios místicos de santa Catalina del Museo del Prado, trabajados con pincelada fluida y colorido cálido a la manera tizianesco-vandyckiana de Carreño. ​ Del mismo año, fechada y firmada en el marco superior, es una Inmaculada Concepción del convento de las Comendadoras de Santiago de Madrid, relacionada con Claudio Coello, ​ y de fecha próxima, por sus semejanzas estilísticas y formales con la obra del Prado, ​ ha de ser el Santo Tomás de Villanueva dando limosna del Museo del Louvre, obra que ha estado tradicionalmente atribuida a Carreño de Miranda. ​ El cuadro, que perteneció a la colección del mariscal Soult, se ha relacionado con una obra descrita por Antonio Ponz en el primitivo convento de los Agustinos Recoletos de Toledo, que podría haber sido pintada in situ si Cerezo viajó en estas fechas a la ciudad imperial, como parece demostrar la copia casi literal que hizo Cerezo de la Crucifixión del Greco ahora conservada en el Museo de Arte de Filadelfia. La copia, firmada «Matheo Zereço» (Buenos Aires, Museo Nacional de Arte Decorativo), prueba en cualquier caso su sorprendente capacidad de adaptación a estilos diversos y la facilidad con que asimilaba influencias heterogéneas, con las que irá configurando un estilo propio. ​
Firmadas en 1661 se conocen otras dos obras: una segunda versión de los Desposorios místicos de santa Catalina, de mayor tamaño que el ejemplar del Prado y técnica más pastosa, donada en el siglo XVIII a la catedral de Palencia por el arcediano Diego de Colmenares, ​ y la Magdalena penitente del Rijksmuseum de Ámsterdam, una de las creaciones más populares y estimadas del pintor, figura de medio cuerpo como destinada a la devoción privada, y semidesnuda, de la que se conocen numerosas copias y réplicas, alguna de ellas autógrafa como lo es la de la antigua colección Czernin de Viena, firmada y fechada en 1664. 
Perdidas algunas de las obras más significativas de la madurez del pintor, la gran pintura de altar se encuentra representada en estos años por el San Agustín del Museo del Prado y la Impresión de las llagas a san Francisco de Asís de la Universidad de Wisconsin, ambas obras fechadas en 1663 y procedentes del convento de Carmelitas Descalzos de San Hermenegildo de Madrid, donde según Ceán Bermúdez se encontraban en la escalera del camarín, junto a un cuadro de Santa Mónica del que no se tienen otras noticias. ​ Aunque procedentes del convento de San Francisco de Valladolid, donde los citaba Antonio Palomino como «cosa hermosísima» y peregrina, ​ la Aparición de la Virgen a san Francisco de Asís del Museo Lázaro Galdiano y la Inmaculada Concepción del ayuntamiento de San Sebastián (Museo de San Telmo), ​ en opinión de Buendía y Pérez Pastor deberían datarse también en este momento por razones estilísticas y a falta de documentación sobre el encargo. ​
Una segunda aproximación al tema de Santo Tomás de Villanueva dando limosna y San Nicolás Tolentino y las ánimas del Purgatorio, pintados para los altares de los machones del Real Monasterio de Santa Isabel, resultaron destruidos en el incendio intencionado del monasterio a comienzos de la Guerra Civil Española (1936), junto con la Visitación, también pintada por Cerezo, del ático del retablo mayor, ocupado por el gran lienzo de la Inmaculada de José de Ribera. La traza de los cinco altares corrió a cargo de Sebastián de Benavente, que en 1664 contrató su policromado con Toribio García, por lo que se cree que pudiera corresponder a este mismo año el encargo de las pinturas a Cerezo, aunque su conclusión se retrasó por razones económicas y es posible que a su muerte faltasen dos por pintar, de los que finalmente se harían cargo Claudio Coello y Benito Manuel Agüero. ​ Aun cuando se conocen solo por antiguas fotografías, cabe apreciar en ellas el dinamismo de sus sabias composiciones. La comparación con el Santo Tomás de Villanueva del Louvre es bien elocuente de cuánto había avanzado el pintor en el curso de pocos años. En lo alto de una elevada escalinata, dispuesta en diagonal, la figura del santo se empequeñece en la versión del convento madrileño al tiempo que se magnifican los pordioseros y tullidos que a él se acercan, destacando en primer término la figura a contraluz de una madre con su hijo. En contraste, la arquitectura corintia del fondo, de acusado clasicismo, aparece intensamente iluminada y con sus fustes casi ocultos tras el elevado horizonte, jugando dinámicamente con las líneas de fuerza y la profundidad. ​
La relación con Francisco de Herrera el Mozo, cuya influencia se advierte en figuras situadas a contraluz e imágenes de angelotes, viene además atestiguada por Palomino, para quien «es fama, que ayudó a Don Francisco de Herrera en la pintura de la cúpula de Nuestra Señora de Atocha»,​ obra desaparecida junto con el viejo convento dominico en la que estuvo ocupado en 1664, el mismo año de su boda con María Campuzano para la que contó con Herrera el Mozo como testigo. ​
De los últimos años de vida del pintor, que debieron de ser de intensa actividad, únicamente se conserva firmada y fechada con precisión en 1666 una nueva versión del tema de la Magdalena penitente, propiedad de la Hermandad del Refugio de Madrid. Como sucede con las anteriores versiones del motivo esta nueva iconografía, con la santa entregada amorosamente a la contemplación del crucifijo, obtuvo un éxito inmediato según demuestran las numerosas versiones y réplicas que de ella se hicieron, alguna quizá autógrafa.​ Reducidos el paisaje y los accesorios presentes en las versiones anteriores a lo esencial, también en lo formal se advierte mayor economía en la ejecución, resuelta a base de pinceladas líquidas y fluidas, y una muy reducida gama cromática, como se encuentra también en el Ecce Homo del Museo de Bellas Artes de Budapest que, por lo mismo, debería situarse en fecha próxima al final de su carrera.
Lo último que salió de sus pinceles, según Antonio Palomino, y lo que «excede toda ponderación», habría sido la Cena de Emaús pintada para el refectorio del Convento de los Agustinos Recoletos de Madrid, donde parece, que como el cisne cantó sus exequias, pues fue lo último, que hizo, y donde se excedió a sí mismo en la majestad de Cristo Señor nuestro partiendo el pan, la admiración de los discípulos, que entonces le conocieron, y el pasmo de los asistentes a la Cena. ​
El cuadro, al parecer, abandonó el convento con la desamortización de José Bonaparte, pues en 1811 el Diario de Madrid se refería a él ya en pasado, al anunciar la venta de la estampa grabada por José del Castillo en 1778 del cuadro «que se encontraba en el Refectorio del extinguido convento de PP. Recoletos, el qual puede haber padecido, y para su restauración será muy útil tener presente dicha estampa».​ En la actualidad desaparecido y conocido únicamente gracias a la estampa de José del Castillo, se sabe que todavía en 1932 era propiedad de los marqueses de Goicoerrotea, que en dicho año lo vendieron por cincuenta mil pesetas, perdiéndose luego toda noticia de su paradero. ​ 

Obra
Retablos y otras obras destinadas a la exposición pública
Como obras expuestas al público citaba Antonio Palomino en primer lugar los dos altares de la iglesia de Santa Isabel de Madrid dedicados a Santo Tomás de Villanueva dando limosna y San Nicolás de Tolentino sacando la almas del Purgatorio, con el óleo de la Visitación del ático del retablo mayor, «todos cosa verdaderamente soberana, y que llega a lo sumo de los primores del arte, así en el dibujo como en el colorido».​ Perdidas las tres, la misma suerte han corrido las restantes obras citadas por el biógrafo cordobés como destinadas a la exposición pública: un San Miguel que se encontraba en el desaparecido convento de los Agonizantes, un Crucificado en la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, en el convento de la Victoria, y una Inmaculada en la sala capitular de la Cartuja de El Paular, para la que también pintó en la puerta de un sagrario el «misterio del Apocalipsis, cap. 12».​ De las obras citadas por Ceán Bermúdez fuera de Madrid, aparte de las pintadas para Valladolid y Burgos, se ha perdido la «Inmaculada Concepción en su retablo» que guardaba la catedral de Málaga y la Magdalena de cuerpo entero de la catedral de Badajoz, en mal estado de conservación, podría no ser de Cerezo.
La Entrada de Jesús en Jerusalén del Palacio Real de Madrid (Patrimonio Nacional) atendiendo a su tamaño (149 x 270 cm), podría haberse destinado también a la exposición pública en alguna iglesia o convento, aunque no se tienen noticias de su procedencia anteriores a su adquisición por Isabel II al financiero marqués de Salamanca. La mujer con el niño en el primer plano a la derecha aparece repetida en posición invertida y sin el niño en el perdido lienzo de la Cena de Emáus del refectorio del Convento de los Agustinos Recoletos, obra avanzada en la producción de Cerezo, con el que guarda semejanza igualmente en la nerviosa gesticulación de algunas de sus figuras. El colorido veneciano con entonación dorada es también propio de los últimos años del pintor, cercano en técnica a obras como la Impresión de las llagas a San Francisco de Asís del Museo del Prado. ​
La reiteración de los temas franciscanos en la producción de Cerezo, con el San Francisco de Asís y el ángel con la ampolla de la Catedral de Burgos como punto de partida, indican una relación continuada con los conventos franciscanos. El retablo, parcialmente conservado, de las franciscanas de Jesús y María de Valladolid, obra temprana, podría explicar el encargo posterior para el convento de San Francisco de la misma localidad de una Aparición de la Virgen a san Francisco de Asís en figuras de tamaño natural, citado por Palomino en la capilla mayor de su iglesia. Identificado con el lienzo de igual asunto conservado en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid tras ser adquirido por el marqués de Salamanca, probablemente en París donde lo citaba Frederic Quilliet en 1816, Palomino y luego Antonio Ponz lo describieron elogiosamente como una de las obras de mayor mérito del pintor:
En la capilla mayor del Convento de Nuestro Seráfico Padre San Francisco un gran cuadro con este glorioso patriarca arrodillado delante de la imagen de María Santísima, con su Hijo en los brazos, del tamaño natural, sobre un cerezo, con gran acompañamiento de ángeles, cosa hermosísima. 
Aún cuando no fuese destinado a un convento franciscano sino al de los carmelitas descalzos de San Hermengildo de Madrid, la Impresión de las llagas a san Francisco de Asís del museo de la Universidad de Wisconsin, fechada en 1663, es otra característica aproximación de Cerezo a la espiritualidad mística del santo de Asís compatible con un tratamiento naturalista del hábito de burda tela, inspirado quizá en una composición de Rubens. ​
 
Obras de devoción
Cuenta Palomino que con poco más de veinte años dejó el taller de Carreño para «adquirir grandes créditos con las maravillosas obras que hacía, así de Concepciones, como de otros asuntos devotos para personas particulares».​ Con destino a la devoción privada o a su exposición pública en altares se conocen, en efecto, varias Inmaculadas pintadas por Cerezo conforme al tipo apoteósico creado por José Antolínez a partir de los modelos de Rubens y José de Ribera, y confundidas en ocasiones con el tema de la Asunción que abordó ya en 1659, en la pintura del ático del retablo del Convento de Jesús y María de Valladolid. Del mismo año es la firmada Inmaculada de la colección Mac Crohom de Madrid, todavía muy estática y con peana de querubines reducida, composición que se repite en el muy dañado ejemplar de la parroquial de Cubillas de Santa Marta en la provincia de Valladolid. ​ La Constitución Apostólica Sollicitudo omnium ecclesiarum dictada por el papa Alejandro VII el 8 de diciembre de 1661, en la que proclamaba la antigüedad de la pía creencia en la Inmaculada Concepción, admitía su fiesta, y afirmaba que ya pocos católicos la rechazaban, acogida en España con regocijo, pudo influir en la multiplicación de los encargos en fechas posteriores. Las nuevas versiones, entre ellas la de la sala capitular del Convento de las Comendadoras de Santiago de Madrid, ​ la del Hospital de la Venerable Orden Tercera en guirnalda de flores o la del Museo San Telmo de San Sebastián, agilizan la composición, formando con la figura de la Virgen, inscrita en un óvalo de luz, una suave diagonal, con la rodilla hincada en la base de nubes y el manto agitado por el viento. ​
Otros temas repetidos en la producción del pintor, en composiciones de pequeño o mediano formato apto para la devoción privada, son los del Ecce Homo y la Magdalena en figuras de medio cuerpo. Cerezo abordó el tema del Ecce Homo —y el tipo iconográficamente cercano del Varón de dolores— en no menos de seis ocasiones diversas. Derivado del tipo creado por Tiziano, combinado con el modelo del Cristo abrazado a la cruz de Antonio de Pereda —copiado por Cerezo en la parroquial de Villasandino—, el Varón de dolores de la colección Orriols de Barcelona, mostrando las heridas dejadas por los clavos en las manos, modelado con trazos vigorosos y matizadas las carnaciones con suaves veladuras, evidencia también el conocimiento de la obra del Greco. Al tipo más tradicional del Ecce Homo responden el de la antigua colección Arenzana de Madrid, con la cabeza elevada y la mirada dirigida al cielo, el que estuvo en la colección Simonsen de São Paulo, con gesto doliente y los grandes ojos acuosos, al borde de las lágrimas, y el más intimista del Museo de Bellas Artes de Budapest, pintado probablemente en el último año de su carrera a la vez que la Magdalena de la Hermandad del Refugio de Madrid con la que comparte la simplificación de las formas y la pincelada ligera, con la sabia armonización del color dentro de una reducida paleta de rojos, blancos y grises. ​
Del motivo de la Magdalena penitente en figura de medio cuerpo creó tres modelos de los que se hicieron múltiples copias. El primero, el del Rijksmuseum de Ámsterdam, firmado y fechado en 1661, presenta a la santa gesticulante ante el crucifijo. Con descuido, la camisa de rica tela cae escurriendo el hombro y deja desnudo el pecho. La calavera y las disciplinas ponen el contrapunto ascético a la sensual figura femenina de raíz tizianesca. Un segundo prototipo, del que existen al menos dos ejemplares autógrafos en colecciones privadas, acentúa el ascetismo al otorgar más relieve a las cadenas de disciplinante y al crucifijo —reposado sobre algunos libros— objeto de su meditación sobre el que se inclina la santa, dando lugar así a la formación de una diagonal en torno a la que se articula la composición, a la vez que elimina todo resto de sensualidad, al vestir a la santa con tosca ropa negra apenas distinguible del cielo envuelto en penumbra. La diagonal, acentuada al prolongarse en la disposición del crucifijo, sobre el que la santa se inclina amorosa, es también la línea dominante en el tercer modelo, el de la Hermandad del Refugio de Madrid. Sin recurrir, como había hecho en la primera versión, a la sensualidad que se desprende de la pecadora arrepentida, descuidadamente vestida por resultarle superfluas sus antiguas ricas galas de las que se desnuda para vestir tosco sayal, realza en su última aproximación al tema la belleza de la mujer por la vía mística, como sublimación y superación de la vía ascética. ​
Entre esas obras devotas pintadas para particulares mencionaba también Palomino: 
otro misteriosísimo pensamiento de la Natividad de Cristo Señor nuestro con el Padre Eterno y el Espíritu Santo y algunos ángeles con la Cruz, y otros instrumentos de la Pasión; aludiendo a aquél texto de San Juan: Sic Deus dilexit mundum &c. todo colocado con excelente gusto, y caprichoso concepto. ​
Una obra de estas características, con firma autógrafa, apareció en 2011 en el mercado de arte londinense procedente de una colección privada belga, y tanto por la sabia composición de los elementos que conforman su infrecuente iconografía como por el tratamiento de las luces se justifican los elogios del tratadista cordobés. ​ A base de vibrantes y empastados toques de pincel, Cerezo enfatiza la iluminación sobrenatural y el vigoroso movimiento de Dios Padre, que sobrevuela en poderosa diagonal a la Virgen con el Niño. La figura de san José, de espaldas, como los ángeles portadores de la cruz, se recorta a contraluz de forma que recuerda modelos de Herrera el Mozo.
De acuerdo con Palomino, la pintura no ilustra un pasaje evangélico concreto sino un concepto teológico, el del Verbo encarnado con los presagios de la Pasión, tomado del Evangelio de Juan 3,16: «Porque tanto ha amado Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo Unigénito, para que quien crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna». Los versículos siguientes del mismo Evangelio podrían explicar el impactante empleo de la luz que hace Cerezo, con tres fuentes de luz irradiando de cada una de las tres personas de la Trinidad: «La causa de la condenación consiste en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz [...] Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que se vean sus obras, que están hechas en Dios» (Juan, 3, 19-21). ​
De infrecuente iconografía y estudiada composición es también el Juicio de un alma del Museo del Prado, en el que ingresó procedente del Museo de la Trinidad aunque se desconoce su destino original y el motivo de su encargo. Cercano en técnica y color a Carreño y atribuido a Cabezalero tras ingresar en el Prado, la composición se organiza en torno a dos diagonales cortadas en aspa, con el alma, representada como un joven desnudo en actitud suplicante, y Cristo juez sobre él, en trono de querubines, ocupando el centro de la composición. A la derecha de Cristo, como mediadora, su Madre, que viste el hábito del Carmelo, y debajo, a los lados del joven, los santos Francisco de Asís, presentando un pan y Domingo de Guzmán, mostrando el rosario, al tiempo que cada uno de ellos señala a la figuración del alma, que gracias a la fe —significada en el rosario— y las obras —el pan—, con la mediación de María y la intercesión de los santos, puede esperar una sentencia favorable. 

La Inmaculada Concepción. Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 211,5 x 147,5 cm. Museo del Prado
La tipología facial de la Virgen, la seguridad del dibujo y la rotundidad con que están descritos los planos espaciales hicieron que esta obra fuera inicialmente atribuida a Claudio Coello (1642-1693), hasta que en 1986, cuando se tenía un conocimiento más preciso de la personalidad artística de Mateo Cerezo, Rogelio Buendía e Ismael Gutiérrez Pastor señalaran a este artista como su autor. Esa atribución es la que actualmente se mantiene, y se sustenta en la comparación con obras firmadas de Cerezo. Como muchos pintores de su generación, este fue un prolífico autor de Inmaculadas desde principios de la década de 1660, cuando una bula papal impulsó definitivamente esta devoción. Entre la decena de obras de este tema que se relacionan con Cerezo, esta se distingue por ser la más abigarrada y dinámica. También porque María mira hacia lo alto en vez de recogerse en un gesto devoto e introspectivo, como fue más habitual entre sus obras de este tema. La Virgen, con el acusado despliegue de su manto, invade gran parte de la composición, y a su alrededor los ángeles portadores de los símbolos de las letanías crean una trama de gran densidad. Ese abigarramiento, sin embargo, no impide que impere en el cuadro una eficaz sensación de dinamismo, a la que contribuyen no solo el vuelo del manto, sino también la gran variedad de posturas de los ángeles, con las que Cerezo demostró sus capacidades para el estudio anatómico, además de su condición de consumado colorista.
Estas características relacionan la obra con los cuadros de tema mariano que estaba realizando desde mediados de la década de 1650 Juan Carreño de Miranda (1614-1685), en cuyo taller se formó Cerezo. La comparación de esta obra con piezas importantes de Carreño, como La Asunción de la Virgen (h. 1657) del Museo de Bellas Artes de Bilbao, ayuda a explicar algunas de sus características principales, como la solución que da al manto o la manera como están descritos los ángeles. Sin embargo, frente a la unidad tonal que predomina en Carreño, Cerezo prefiere jugar con la variedad y el contraste cromáticos, especialmente a partir de azules, rojos y marfiles. La cercanía a Carreño, y el hecho de que a partir de 1661 cambie la tipología de las Inmaculadas de Cerezo, hacen que esta obra se feche en torno a 1660.
Llama la atención el cuidado que ha puesto su autor en la descripción de los atributos de las letanías. Especialmente la corona, el cetro y el espejo se conciben como piezas de orfebrería extraordinariamente delicadas y muy ricas. Entre las tres, crean una trama de oro y de brillos de gemas que se prolonga a través del rico ribete del manto de la Virgen, enmarcando entre todos la figura de María por su flanco derecho. El carácter tan individualizado que ha concedido el pintor a estas piezas, y la morosidad con que las ha descrito otorgan a esa zona del lienzo una personalidad singular, y constituye un eco de ese juego cromático tan pautado y contrastado al que hemos hecho referencia.   

Los desposorios místicos de santa Catalina. 1660.
Óleo sobre lienzo, 207 x 163 cm. Museo del Prado
Es una de las más bellas y ambiciosas composiciones del pintor, donde, partiendo de su maestro Carreño, alcanza un punto de más refinada personalidad y delicadeza. El gusto por las amplias y complejas escenografías le viene en este caso más que de Carreño, de la línea de Francisco Rizi y del joven Claudio Coello.
El efecto luminoso que se busca en el sucesivo juego de contraluces, con la figura de la Virgen y San José, recortados sobre la lejanía del edificio soleado, con los efectos interpuestos del tronco del árbol y la tela, que tan caprichosamente crea un toldo a modo de baldaquino sobre el grupo principal, constituye uno de los mejores aciertos del artista, que como indica Camón, logra aquí una pincelada suave, esponjosa, llena de gracia impresionista y captadora de los juegos de luces más ricos y contrastados de nuestro barroco.
La actitud y los modelos de ese grupo evocan fuertemente la tradición vandickiana y el suntuoso manto de Santa Catalina, el tipo escorzado del niño San Juan, e, incluso, modelo y actitud del San José, dependen claramente de Carreño, así como la lejanía del paisaje. Las soberbias condiciones de bodegonista del maestro se manifiestan en el excelente cesto de frutas del primer término. La composición debió, sin duda, tener éxito y el joven Cerezo debía sentirse orgulloso de ella, pues la repitió, con ligerísimas variantes en el gran lienzo de la Catedral de Palencia, firmado y fechado el año siguiente, 1661 (Urrea-Valdivieso, 1971, p. 499).
Un presunto boceto, con diferencias aún mayores, poseía en 1927 D. Félix Boix (Tormo, 1927) y hoy se ignora su paradero, lo que impide comprobar si verdaderamente era tal, o más bien, como parece deducirse de la fotografía, una copia reducida, hecha por otra mano menos fina que la de Cerezo, que en lienzos de dimensiones pequeñas muestra una delicadeza y frescura en el toque que no se advierte en el presunto boceto.

El juicio de un alma. 1663 - 1664.
Óleo sobre lienzo, 145 x 104 cm. Museo del Prado
El tema del juicio particular del alma tiene sus fuentes en el teatro religioso popular. En origen, se representa la disputa entre un ángel y un demonio por la posesión del alma en cuestión, en presencia de Cristo y la Virgen; las pinturas más antiguas conocidas datan del siglo XV. Aquí el pintor, sin embargo, ha tratado el tema, que quizá se refiera a un hecho concreto, de forma diferente. En dos planos paralelos y superpuestos se disponen cinco figuras. El plano superior, con fondos dorados, que sin duda aluden a la divinidad de los personajes que allí se encuentran, lo ocupan el Salvador como Juez, en el momento de tomar una decisión, y la Virgen, que ha intercedido ante su Hijo por el mortal. María viste de blanco y marrón, como el hábito del Carmelo, y está adornada con dos de los atributos de la Inmaculada, la corona de estrellas y el creciente de luna a los pies.
En el centro de la mitad inferior y sobre un fondo azul con nubes se encuentra el alma juzgada, encarnada por un joven semidesnudo arrodillado que mira hacia arriba de forma suplicante. La figura está flanqueada por Santo Domingo de Guzmán y por San Francisco de Asís, cada uno con el hábito de la orden de la que son fundadores. El santo dominico, a la izquierda, lleva en sus manos el rosario que le fue entregado por la Virgen y que debe aludir a la devoción mariana del alma juzgada, y el franciscano, a la derecha, muestra un pan que puede ser símbolo de su caridad hacia los pobres o probablemente sirva para recordar los méritos del ayuno, que practicó durante su vida en la tierra. El pintor ha ideado la composición además de en dos planos, superior e inferior, en dos líneas diagonales cruzadas, en cuyos extremos se sitúan los personajes que con sus actitudes contribuyen a subrayar el efecto. El lienzo, de gran calidad pictórica, está realizado con técnica suelta y precisa y rico colorido, y evoca la manera de Carreño, su maestro y colaborador, pero los modelos humanos son los mismos que se repiten en las obras de Cerezo. 

Bodegones
De la dedicación de Mateo Cerezo a los bodegones se tenía noticia por Antonio Palomino, quien ensalzaba sus bodegoncillos pintados «con tan superior excelencia, que ningunos le aventajaron, si es que le igualaron algunos; aunque sean los de Andrés de Leito, que en esta Corte los hizo excelentes».​ El gusto por las naturalezas muertas, heredado posiblemente de su padre, se puede advertir también en detalles decorativos de algunas de sus pinturas religiosas, como el cestillo desbordante de frutas que aparece a los pies de la santa en los Desposorios místicos de santa Catalina del Museo del Prado y de la catedral de Palencia; o, en otro orden, más propio del género vanitas, en los libros abiertos, calaveras y lirios que acompañan los éxtasis y visiones de san Francisco de Asís en sus diversas versiones de la catedral de Burgos, de la colección del marqués de Martorell o del Museo Lázaro Galdiano.
Con todo, y a pesar de haber sido elogiados también por Ceán Bermúdez, que los tenía por «raros y apreciables»,​ tan solo empezaron a ser conocidos tras la publicación por Diego Angulo Íñiguez de los dos excelentes bodegones —de carnes y de pescados— del Museo Nacional de San Carlos de México D. F., los dos únicos firmados por Cerezo que se conservan, aunque sus firmas incompletas impidan conocer el año de su ejecución, que podría ser 1664. ​ Del mayor de ellos, el bodegón de carnes y jarro de cerámica, decía Angulo al darlo a conocer que era «una de las obras más perfectas que en este género ha producido la pintura española», destacando la sabiduría de su composición, sin artificios, y la calidad del color en el tratamiento de las carnes y en el amarillo del cesto, que le recordaba a la pintura holandesa. ​ Del éxito de estas composiciones dan fe las copias antiguas conocidas. Especialmente interesante, aunque de calidad mediocre, es la copia del Bodegón de pescados existente en la colección Santamarca de Madrid, donde estuvo atribuida a Giuseppe Recco. El cuadro con el que formó pareja, un segundo Bodegón de peces atribuido también en el pasado al pintor napolitano, es, sin embargo, otro excelente ejemplo de bodegón madrileño de la segunda mitad del siglo XVII, atribuible a Cerezo por la calidad de los rojos matizados, con los que se distingue el pescado fresco, y el modo de tratar los brillos de las escamas y del caldero de cobre, con pincelada pastosa, aunque el dibujo del tablero de mármol donde reposan los objetos es similar al que se encuentra en obras de Deleito. ​
Ciertas semejanzas con los bodegones mejicanos se encuentran también en el Bodegón de cocina del Museo del Prado, compuesto en tres escalones, al modo de los últimos ejemplares de Juan van der Hamen, y con diferentes niveles de profundidad respecto del campo pictórico, lo que hace de esta pieza una de las obras más complejas de la pintura madrileña de bodegón y de más difícil adscripción. El tratamiento de los brillos y de las carnes sanguinolentas, a base de toques chisporroteantes de materia grasa y de fresco colorido, aproximan la obra al modo de hacer de Mateo Cerezo, pero también podrían recordar el de Andrés Deleito y, en definitiva, acusan la raíz madrileña de su ejecución, con antecedentes en la obra de Alejandro de Loarte, en tanto otros elementos como el cordero muerto o la disposición en cascada y el tratamiento del plumaje de las aves remiten a los bodegones flamencos de Jan Fyt o de Frans Snyders.

Bodegón de cocina, Hacia 1664.
Óleo sobre lienzo, 100 x 127 cm. Museo del Prado
Tan peculiar pintura, interesante por múltiples conceptos, entre los cuales no es el menor su presentación directa, e incluso crudamente verista, que aproxima al espectador a realidades que en el mundo del Siglo de Oro resultaban absolutamente naturales, no poseía una atribución precisa cuando fue adquirida para el Museo del Prado. De procedencia desconocida no cabía una mínima propuesta de autoría con base documental y, en principio, se pensó en adscribirla a Antonio de Pereda, relacionándola con la pareja de lienzos que existen en el Museo Nacional de Arte Antiga de Lisboa, firmados y fechados por el maestro vallisoletano en 1651. No obstante, no parecía una idea adecuada estimando las disparidades técnicas en la consecución de las calidades táctiles y en el modo y manera de componer.
El siguiente pintor al cual se recurrió fue Mateo Cerezo, por la vinculación de esta obra con otra pareja de bodegones del Museo de la Academia de San Carlos de México D.F., opinión que recibió un reconocimiento más unánime, aunque una parte de la crítica especializada no comulgue con tal hipótesis. De todas formas, ya que por ahora no existe una nueva proposición atributiva, queda el cuadro del Prado dentro de la ejecutoria del burgalés a título provisional.
La disposición de parte de los elementos sobre grandes escalones, en segundo término, al modo de la colocación sobre sillares de Van der Hamen permite su clasificación en el ámbito de la escuela madrileña, al igual que las carnes sanguinolentas, herederas de otras similares de Alejandro Loarte. No hay duda de que los colores sugieren una mano aproximada así como el pan sobre el paño del ángulo inferior derecho. Por el contrario, el cordero y el gallo muertos, la cabeza partida de ternera y otros adminículos y utensilios presentan diferencias muy notables con los cuadros existentes en México. 

JOSÉ ANTOLINEZ (Madrid, 1635-1675)
Pintor barroco español, fue uno de los más originales artistas de la escuela madrileña del pleno barroco. «Enamorado de los celajes azules venecianos, las carnes nacaradas rubenianas y los ropajes barrocos revueltos por el viento», según lo definió Angulo Íñiguez, ​ su pintura, conservada en cantidad relativamente abundante, a pesar de su prematura muerte, abarcó muy diversos géneros, tanto religiosos como profanos, de los que se ocupó siempre con un punto de vista personal y un rico sentido del color, que tomó tanto de Tiziano como de Rubens y de Van Dyck, aplicado con una técnica de pincelada ligera y vibrante con la que conseguirá hacerse afortunado intérprete de la atmósfera velazqueña.
Hijo de Ana de Sarabia y de Juan Antolín, un artesano carpintero fabricante de cofres, pero con casa solariega en Espinosa de los Monteros y una holgada posición económica, fue bautizado en la iglesia de los Santos Justo y Pastor de Madrid el 7 de noviembre de 1635. En el bautismo recibió el nombre de Claudio José Vicente. Como su hermano Francisco, siempre tuvo pretensiones nobiliarias, llegando a entablar pleito en 1662 por el reconocimiento de su hidalguía. Uno de sus hijos, capitán de caballos, obtuvo dispensa papal para ingresar en la Orden de Calatrava, obteniendo de este modo el reconocimiento que había perseguido la familia. ​
Su formación como pintor debió de comenzar al lado de Julián González de Benavides, un modesto «pintor de tienda», que en 1653 se convertiría en su suegro, completándola, como indica Antonio Palomino, asistiendo algún tiempo a la escuela de Francisco Rizi, con quien no tardaría en enemistarse, y frecuentando las academias abiertas por entonces en Madrid. En su biografía Palomino lo describe como hombre de carácter altivo y vanidoso, diestro en el manejo de la espada, de agudos dichos y genio mordaz. Su prematura muerte, ocurrida en Madrid el 30 de mayo de 1675, habría sido provocada, según el biógrafo cordobés, por ese desmedido orgullo y por su afición a la espada negra, pues le llegó tras sostener un «ajuste con otros aficionados del que salió molido a golpes, y «o bien fuese del molimiento, o bien de no haber quedado tan airoso, como quisiera, se fue a su casa, y se encendió luego en calentura tan maligna, que en pocos días acabó con él».​ Su abundante obra conservada, pese a la brevedad de su vida, y su testamento indican, no obstante, que se trató de una persona laboriosa, de vida ordenada y amante de su familia. ​ Tuvo como discípulo, según Palomino, a Alonso del Barco, pintor de paisajes. 

Obra
Conocido principalmente por su pintura religiosa y muy especialmente por sus numerosas versiones del tema de la Inmaculada, Antolínez cultivó todos los géneros, a excepción quizá del bodegón, y consta que fue muy estimado por sus retratos y paisajes, para los que según Palomino tuvo «gran genio», haciéndolos con «extremado primor». Más elocuente, José García Hidalgo en sus Principios para estudiar el nobilísimo y real arte de la pintura, le llamó «segundo Tiziano en los países y en los retratos».​ Únicamente practicó la pintura al óleo y sobre lienzo, tratando con desdén a los pintores de «paramentos», como Palomino asegura que llamaba a quienes pintaban al fresco y al temple. Según una conocida anécdota narrada por el cordobés, su antiguo maestro, Francisco Rizi, con el fin de bajarle los humos, le ordenó en una ocasión acudir a trabajar en los decorados para las comedias que se celebraban en el palacio del Buen Retiro, saliendo desairado del lance al comprobarse su impericia. 

Pintura religiosa
Antonio Palomino dejó escrito que Antolínez «llegó a ser uno de los primeros de su tiempo; como lo acreditan repetidas obras públicas, y particulares suyas, que se ven en esta Corte; en que particularmente se descubre un gran gusto, y tinta aticianada».​ Pero al hacer recuento de sus «obras públicas» solo pudo citar el altar de la Virgen del Pilar en la parroquia de San Andrés de Madrid, actualmente desaparecido, las tres pinturas de los sagrarios de la iglesia de la Magdalena de Alcalá de Henares y las de la capilla mayor de la iglesia parroquial de la Asunción de Navalcarnero, donde en el cuerpo alto del retablo se conservan tres pinturas de su mano representando la Presentación de la Virgen en el templo, la Coronación de la Virgen y la Inmaculada Concepción. Por el contrario, son muy abundantes las pinturas conservadas de mediano tamaño y con pocas figuras, destinadas a la devoción particular en capillas y oratorios privados, en las que según Alfonso E. Pérez Sánchez, parece haberse desenvuelto con mayor soltura que en las grandes pinturas de altar cultivadas por sus contemporáneos. ​
En este orden destacan sus múltiples versiones del tema de la Inmaculada, de las que se conocen una veintena larga de ejemplares autógrafos, número solo igualado por Murillo. ​ Las Inmaculadas de Antolínez, de aire elegante y cortesano, se caracterizan por el tratamiento pormenorizado de la corona de doce estrellas, la inclusión frecuente de la paloma del Espíritu Santo, el gesto ensimismado de la Virgen con las manos unidas y el revuelo de ángeles niños que le sirven de peana. Sus lujosas vestimentas, con destellos plateados, parecen agitadas por un fuerte viento ascensional. La más antigua de las conservadas, la de la Colección March de Palma de Mallorca, está fechada en 1658 y en su composición se advierten aún influjos de Alonso Cano que desaparecen en las versiones posteriores, en las que introdujo sutiles variaciones en el movimiento de los paños para no repetirse nunca. Entre ellas pueden destacarse las versiones del Museo del Prado, fechada en 1665, la del Museo Lázaro Galdiano, de 1666, Museo Nacional de Arte de Cataluña, muy semejante a la conservada en la Hermandad del Refugio de Madrid, fechada esta en 1667, Museos de Bellas Artes de Sevilla y Bilbao, Pinacoteca de Múnich, de 1668, y Ashmolean Museum de Oxford.
Otro motivo religioso que Antolínez abordó con frecuencia es el de la Magdalena en éxtasis. Como penitente en el desierto y cubierta con ricas capas de tonos malva y plateados en los lienzos del Museo de Bellas Artes de Sevilla y Fundación Santamarca de Madrid, en este, de hacia 1673, acompañada por un ángel adolescente tañendo un instrumento de cuerda con el que conforta a la santa, ​ o trasportada al cielo por ángeles para asistir en ellos a los oficios divinos celebrados por los bienaventurados, conforme al relato de La leyenda dorada de Jacobo de Voragine. De este modo se representa en las versiones conocidas indistintamente como Éxtasis de la Magdalena del Museo Nacional de Arte de Rumania (Bucarest), o Tránsito de la Magdalena del Museo del Prado, donde la ascensión de la santa muestra un acusado sentido de lo triunfal característicamente barroco, realzado por la riqueza de su gama cromática de entonación predominantemente fría, armonizando el color azul intenso de las telas con el luminoso celaje.
En obras de composición más compleja, como son el lienzo de Esther y Asuero del Castillo de Helsingor (Dinamarca) o la Pentecostés del Museo de Bellas Artes de Bilbao, se pone de manifiesto su admiración por Veronés y las tintas aticianadas de que hablaba Palomino. Otro ejemplo de ello se encuentra en el Martirio de San Sebastián (1673) del Museo Cerralbo, con un bello paisaje veneciano de fondo. Pero la manera de los maestros venecianos, que pudo conocer en las colecciones reales o en la de su protector el Almirante de Castilla, fue reinterpretada por Antolínez, del mismo modo que los pintores del pleno barroco, en clave apoteósica deudora de los maestros flamencos. Ese sentido barroco de lo triunfal se puede apreciar, además de en las versiones citadas del tránsito de la Magdalena, en la Santa Rosa de Lima ante la Virgen del Museo de Bellas Artes de Budapest (Hungría). Obra tardía (la santa fue canonizada en 1671), permite apreciar en toda su riqueza el esplendor de su pincelada suelta y ligera y el característico colorido azulado, pardo y violeta de su paleta, aplicado a una visión mística, con la santa elevada en triunfo sobre un trono de nubes. ​ 

Otros géneros
Uno de los aspectos más sobresalientes de la producción de Antolínez es su dedicación a géneros pictóricos menos tratados por sus contemporáneos. No se ha conservado ninguno de los paisajes elogiados por Palomino, aunque en sus composiciones religiosas afloran en ocasiones hermosas «lejanías», y son escasos los retratos, en los que al decir del biógrafo cordobés alcanzaba «gran parecido». En este género deben ser recordados los dos Retratos de niñas del Museo del Prado, atribuidos en el pasado a Velázquez, evocadores, pese a su sencillez, de la pincelada y gama cromática velazqueñas. Aún más notable, pues se trata de un retrato de grupo a la manera holandesa, que se ignora cómo pudo llegar a conocer, es el Retrato del embajador danés Cornelio Pedersen Lerche y sus amigos, firmado «España año 1662. Joseph Antolín. F» y conservado en el Museo de Copenhague, en el que probablemente se autorretrató. La fugaz presencia en España, hacia 1640, de Gerard ter Borch, pintor holandés de interiores, pese a lo que se ha dicho, no pudo ser en modo alguno determinante para la composición de este lienzo, debiéndose sin duda la composición original, del todo insólita en la pintura española del momento, a un encargo personal del propio embajador, resuelto con maestría por Antolínez.
Igualmente singulares son sus retratos aislados de pequeños perros de compañía, como la Perrita con lazo rojo de la colección Stirling-Maxwel o el Perrito con lazo rojo guardando el cesto de labor, que se le atribuye en el Museo Lázaro Galdiano, y que se pueden encontrar también incorporados en otras obras suyas, como es el propio retrato del embajador Lerche o el Suicidio de Cleopatra, para lo que se han observado igualmente influencias venecianas. El Pintor pobre o Vendedor de cuadros de la Pinacoteca de Múnich, excepcional interpretación de una estampa de Agostino Carracci, es otra obra singular tanto por lo infrecuente de su tema, cercano a la pintura costumbrista, como por la lograda atmósfera velazqueña de su concepción espacial.
Antolínez fue también pintor de mitologías y de algunas alegorías en las que la fábula pagana puede interpretarse en clave de moralidad cristiana. Su interés por el desnudo femenino, fundamentado en temas históricos o mitológicos, documentado ya por la presencia en la antigua colección Scotti de Piacenza de un lienzo «in cui son depinte le tre Grazie nude per mano dell’Antolines pittore famosissimo Spagnuolo», ha podido ser corroborado por la aparición del anagrama del pintor en una Muerte de Lucrecia de colección privada madrileña, que había estado atribuida en el pasado a Andrea Vaccaro junto con su pareja, el Suicidio de Cleopatra. Se trata de dos obras tempranas dentro de la producción de Antolínez, en las que todavía no han tenido entrada los intensos azules ticianescos, pero en las que se manifiesta ya su admiración por el pintor veneciano, del que tomó la postura de Lucrecia. ​ La influencia de las «poesías» de Tiziano es aún más evidente en dos cuadros de colecciones privadas relacionados con la historia de la educación de Baco, uno de ellos firmado en 1667, en los que el pequeño dios es iniciado en los placeres del vino por amorcillos juguetones. En El alma entre el Amor divino y el humano, óleo del Museo de Bellas Artes de Murcia cuyo asunto, protagonizado nuevamente por niños de aspecto risueño, se ha relacionado con el tema de Hércules entre el vicio y la virtud, la alegoría pagana, desarrollada en las obras citadas anteriormente, enlaza con la moralidad cristiana, al modo como se encuentra, por ejemplo, en los emblemas del Pia desideria de Herman Hugo.

El tránsito de la Magdalena
Óleo sobre lienzo (205 x 163 cm.), Museo del Prado
Fue este un motivo muy interpretado en la España del Barroco, debido a la intensificación del culto a la santa penitente después del Concilio de Trento. Como es sabido, los protestantes negaban el valor de los sacramentos, ente ellos el de la penitencia y, en su contrarreforma, la Iglesia de Roma, procuró realzar el ejemplo de la pecadora de Magdala, que, arrepentida, alcanza la santidad, haciéndola representar, bien en el momento del éxtasis, cuando es arrebatada a los cielos por los ángeles músicos, o bien en un momento anterior al rapto, haciendo penitencia.
Antolínez representó a la Magdalena en cuatro ocasiones: uno de sus cuadros está en el Museo de Bellas Artes de Sevilla (donado por la marquesa de Larios), otro en el Colegio Fundación Santamarca de agustinas en Madrid, otro en el palacio de Peles en Sinania (Rumania) y el cuarto lo tenemos en esta sala del Museo del Prado, ante nuestros ojos.
La escena representa el momento en que, según la Leyenda Dorada de Pedro de la Vorágine, la santa es elevada por los ángeles al cielo para asistir a los oficios celestiales como premio a su vida solitaria dedicada a la penitencia y la meditación. Fijémonos en la expresión de la santa penitente, trasportada a los cielos, donde la inicial sorpresa ha dado paso al arrobo místico que en ella producen las músicas divinas (siempre músicas de cuerda en la pintura barroca).
Es una obra de excepcional calidad, que realza las habilidades de Antolínez como colorista, predominado los tonos violetas, malvas y rosas que se destacan sobre el azul del cielo. Pertenece a los últimos años de producción del artista donde se evidencia el gusto propio del barroco por el dinamismo y la expresividad. 

Retrato de una niña. Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 58 x 46 cm. Museo del Prado
Es pareja de un retrato de similares características que representa a otra niña de edad y rasgos parecidos, por lo que se supone que eran hermanas. Sus vestidos, con el escote horizontal y las mangas abiertas, son representativos de la moda española de hacia 1660. Como ha ocurrido con numerosas pinturas, durante gran parte del siglo XIX, se creyeron ambas realizadas por Velázquez. Entre las razones que explican esta atribución figura lo poco avanzado que estaba el estudio de los pintores que trabajaban en Madrid en época de Felipe IV, la moda de las niñas, lo íntimamente que estaban ligados los retratos infantiles a la imagen de Velázquez y el estilo de estas pinturas en las que se aprecia un notable énfasis en los valores cromáticos, pues en muchas zonas -como las mangas- el color no está supeditado al dibujo y se encuentra aplicado con pinceladas amplias y seguras. Este tipo de recursos eran los que servían entonces para definir la pintura de Velázquez, otorgarle una personalidad clara e independiente y reivindicarlo como modelo para los artistas del momento. En consecuencia estos cuadros aparecen reproducidos en varias de las monografías sobre el autor publicadas durante el siglo XIX, y a principios del XX fueron alabados por historiadores de la categoría de Justi. El erudito alemán negó la teoría -hasta entonces muy difundida- de que representaban a Francisca e Ignacia, las dos hijas del pintor, lo que obligaba a retrasar su fecha de ejecución a la década de los veinte. La operación de atribuir una identidad relacionable con el entorno afectivo del pintor a retratos anónimos era muy corriente durante el siglo XIX y atañe a varios cuadros más atribuidos al artista sevillano. Pero esa propuesta, como indicó Justi, era incompatible con sus vestidos, que reflejan una moda posterior. Además, sugirió la posibilidad de que el modelo de ambos fuera la misma niña y que uno de ellos fuera un ensayo o un intento fallido. Las primeras reservas críticas importantes llegaron de la mano de Aureliano de Beruete, que excluyó a las niñas de la relación de obras autógrafas de Velázquez en su monografía de 1898. En el catálogo que se hizo al año siguiente con motivo de la apertura de la Sala de Velázquez en el Prado, bajo la dirección del mismo autor, ambas figuran en la categoría de obras atribuidas, lo que era una forma de señalar diferencias importantes de calidad o estilo respecto a pinturas autógrafas. Durante las décadas siguientes, las niñas tuvieron un estatus crítico ambiguo, aunque nunca dejaron de ponerse en relación con la órbita velazqueña. En 1961 Hernández Perera las relacionó con la etapa temprana de Juan Carreño de Miranda al compararlas con obras como Doña Inés de Zúñiga, condesa de Monterrey (Madrid, Fundación Lázaro Galdiano). Diez años más tarde, Angulo propuso el nombre de José Antolínez (1635-1675). Para su atribución se basó en las semejanzas físicas de las niñas con representaciones de angelitos de este pintor, así como en criterios técnicos y estilísticos. Y aunque no se conocen otros retratos suyos seguros, las fuentes contemporáneas insistieron en su maestría en este campo. Así, Antonio Palomino escribía en 1724 que realizaba retratos muy parecidos.
Retrato de una niña, Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 58 x 46 cm. Museo del Prado
Es pareja de un retrato de similares características que representa a otra niña de edad y rasgos parecidos, por lo que se supone que eran hermanas. Sus vestidos, con el escote horizontal y las mangas abiertas, son representativos de la moda española de hacia 1660. Como ha ocurrido con numerosas pinturas, durante gran parte del siglo XIX, se creyeron ambas realizadas por Velázquez. Entre las razones que explican esta atribución figura lo poco avanzado que estaba el estudio de los pintores que trabajaban en Madrid en época de Felipe IV, la moda de las niñas, lo íntimamente que estaban ligados los retratos infantiles a la imagen de Velázquez y el estilo de estas pinturas en las que se aprecia un notable énfasis en los valores cromáticos, pues en muchas zonas -como las mangas- el color no está supeditado al dibujo y se encuentra aplicado con pinceladas amplias y seguras. Este tipo de recursos eran los que servían entonces para definir la pintura de Velázquez, otorgarle una personalidad clara e independiente y reivindicarlo como modelo para los artistas del momento. En consecuencia estos cuadros aparecen reproducidos en varias de las monografías sobre el autor publicadas durante el siglo XIX, y a principios del XX fueron alabados por historiadores de la categoría de Justi. El erudito alemán negó la teoría -hasta entonces muy difundida- de que representaban a Francisca e Ignacia, las dos hijas del pintor, lo que obligaba a retrasar su fecha de ejecución a la década de los veinte. La operación de atribuir una identidad relacionable con el entorno afectivo del pintor a retratos anónimos era muy corriente durante el siglo XIX y atañe a varios cuadros más atribuidos al artista sevillano. Pero esa propuesta, como indicó Justi, era incompatible con sus vestidos, que reflejan una moda posterior. Además, sugirió la posibilidad de que el modelo de ambos fuera la misma niña y que uno de ellos fuera un ensayo o un intento fallido. Las primeras reservas críticas importantes llegaron de la mano de Aureliano de Beruete, que excluyó a las niñas de la relación de obras autógrafas de Velázquez en su monografía de 1898. En el catálogo que se hizo al año siguiente con motivo de la apertura de la Sala de Velázquez en el Prado, bajo la dirección del mismo autor, ambas figuran en la categoría de obras atribuidas, lo que era una forma de señalar diferencias importantes de calidad o estilo respecto a pinturas autógrafas. Durante las décadas siguientes, las niñas tuvieron un estatus crítico ambiguo, aunque nunca dejaron de ponerse en relación con la órbita velazqueña. En 1961 Hernández Perera las relacionó con la etapa temprana de Juan Carreño de Miranda al compararlas con obras como Doña Inés de Zúñiga, condesa de Monterrey (Madrid, Fundación Lázaro Galdiano). Diez años más tarde, Angulo propuso el nombre de José Antolínez (1635-1675). Para su atribución se basó en las semejanzas físicas de las niñas con representaciones de angelitos de este pintor, así como en criterios técnicos y estilísticos. Y aunque no se conocen otros retratos suyos seguros, las fuentes contemporáneas insistieron en su maestría en este campo. Así, Antonio Palomino escribía en 1724 que realizaba retratos muy parecidos. 

La Inmaculada Concepción, 1665.
Óleo sobre lienzo, 216 x 159 cm. Museo del Prado
La Inmaculada aparece representada con manto azul y túnica de lama de plata, corona de estrellas, nimbo de luz y encima el Espíritu Santo. A su alrededor encontramos diez ángeles portando distintos atributos como una palma, lirios, azucenas, rosas, una rama de olivo, un cetro, un espejo y una corona. Muy semejantes son las versiones de la colección Ivison, de Jerez de la Frontera, y la del museo Lázaro Galdiano, ambas firmadas y la última fechada en 1666.

La Inmaculada Concepción. Hacia 1665.
Óleo sobre lienzo, 165 x 110 cm. Museo del Prado
Se trata sin duda, de uno de los ejemplos más logrados por su serenidad y exquisita belleza entre las numerosas Inmaculadas conocidas de este pintor. Su capacidad de inventiva se comprueba constantemente por el extenso repertorio de variantes que introduce en el tratamiento de este mismo asunto religioso, pues, aunque siempre están presentes los símbolos de la letanía mariana, las cabezas de los ángeles, sus agrupaciones o su mismo número nunca son idénticos.
Representada su silueta agitada por un viento huracanado, que le permite dar rienda suelta a su imaginación para componer sus telas, consigue un efecto verdaderamente deslumbrante por su sentido dinámico y su ímpetu marcadamente barroco. El rostro de la Virgen, distinguido y distante, su ensimismamiento, así como los perfiles picudos o fusiformes, que en cierta forma denotan admiración por Cano, son elementos distintivos de su estilo más personal. La belleza de las flores, libérrimas en su técnica, los plateados destellantes y el emborronamiento de su factura expresan su gran fascinación por Velázquez, estimándose que su cronología no se encuentra lejana al año 1665 en que se fecha otra Inmaculada de Antolínez propiedad del Museo del Prado.

CLAUDIO COELLO (Madrid, 1642-1693) 
Pintor español, destacado representante del pleno barroco madrileño. Formado con Francisco Rizi, en 1683 fue nombrado pintor del rey Carlos II, cargo en el que acometerá su más importante obra: La Adoración de la Sagrada Forma de la sacristía del Monasterio de El Escorial. Pintor de grandes telas de altar para las iglesias y conventos de Madrid y sus alrededores, fue también pintor al fresco y de arquitecturas efímeras siempre con gran sentido escenográfico.
Nacido en Madrid, fue bautizado el 2 de marzo de 1642 en la iglesia de Santos Justo y Pastor. ​ Hijo de Faustino Coello, broncista portugués, natural del obispado de Viseo, y de Bernarda de Fuentes, fallecida en 1681, viuda ya y atendida en sus últimas voluntades por su hijo Claudio. ​ Su padre descendía «de aquella ilustre familia de los Coellos, de donde lo era también el gran Alonso Sánchez Coello», según lo que afirma Palomino, ​ cuya biografía es la única fuente de información disponible para el conocimiento de los primeros años de vida del pintor, con quien llegó a tener amistad. Comenzó a estudiar dibujo en el taller de Francisco Rizi, donde lo había colocado su padre para que le ayudase en su trabajo, pero viendo Rizi el aprovechamiento del joven aprendiz recomendó a su padre que le permitiese proseguir con el estudio de la pintura. ​ De su paso por el taller de Rizi han quedado algunas anécdotas narradas por el biógrafo cordobés y una descripción física del pintor. Cuenta Palomino que un religioso, ante el que el maestro había alabado al discípulo, le respondió que el semblante del muchacho no revelaba gran ingenio, a lo que Rizi contestó: «Pues padre, virtudes vencen señales». Y concluía Palomino: «Lo cierto es, que el semblante no era muy grato, y además de esto adusto, y melancólico; pero la frente espaciosa, y los ojos vivos, y reconcentrados, mostraban ser de genio agudo, especulativo, y cogitativo».​
En el taller de Rizi destacó por la mucha aplicación que puso en el dibujo, haciéndose para su estudio incluso con los apuntes o rasguños que el maestro descartaba, lo que se pondrá de manifiesto en la cuidadosa preparación de toda su obra posterior, en la que, en palabras de Palomino, «por mejorar un contorno daría treinta vueltas a el natural».​ Contaba Palomino que el maestro con frecuencia lo encontraba dibujando a deshora:
y decía Rizi: Estos sí, que son los verdaderos genios, y que dan seguras esperanzas de aprovechar. Aquellos, que es menester reñirles, porque se ponen ahora a dibujar. No aquellos, a quien es menester aguijonearles, para que dibujen. ¡Sentencia digna de observación! ​
Con Rizi, director de las representaciones teatrales del Coliseo del Buen Retiro, aprendió a pintar al temple y al fresco y a dominar la pintura historiada tanto como las perspectivas arquitectónicas. Además, la condición de pintor del rey de su maestro y la amistad con Carreño le abrieron las puertas de palacio, donde completó su formación con el estudio de la pintura veneciana y flamenca. ​ 

Primeros trabajos
La primera obra firmada y fechada que se conoce, Jesús niño a la puerta del Templo (1660, Museo del Prado), obra de juventud, ajena a cuanto se hacía en Madrid, copia una pintura perdida de Jacques Blanchard, conocida por un grabado de Antoine Garnier. Como el grabado está invertido, es posible que Coello conociese el cuadro original o alguna otra copia directa de él. ​ Solo un año posterior, Cristo servido por los ángeles (colección privada) muestra mejor algunos de los rasgos que serán característicos del pintor maduro. La cara y las manos de Cristo guardan ciertas semejanzas con otra obra temprana firmada «Claudio fac.»: La entrada de Jesús en Jerusalén (Museo de la Universidad de Valladolid) de pequeño tamaño y anatomías vacilantes, lo que ha hecho pensar que pudiera tratarse de un boceto con destino ignorado, ​ aunque su acabado no es propio de un boceto, pudiendo tratarse de obra destinada a la devoción privada. ​
De 1663, La visión de san Antonio de Padua de Norfolk (Virginia), Chrysler Museum of Art, de la que se conoce copia autógrafa con ligeras variantes en colección privada madrileña, incorpora por primera vez los fondos arquitectónicos en perspectiva y los angelotes revoloteando que constituirán otra seña de identidad de su pintura. No hay datos de su origen y únicamente se tiene constancia de que estuvo expuesta en la Galería Española del Louvre y que fue vendida en 1853 con la colección de Luis Felipe de Orleans. ​
El conocimiento de la colección real se hace evidente en las dos obras fechadas en 1664 que se han conservado: el Triunfo de san Agustín del Museo del Prado y Susana y los viejos del Museo de Arte de Ponce, auténticas obras maestras, pintadas con solo 22 años, en las que junto a la opulenta sensualidad de Rubens y una armoniosa gama de colores brillantes de origen flamenco sobre el azul intenso del cielo, un jugoso aunque reducido paisaje y fragmentos de arquitectura monumental deudores del Veronés, se advierte también el conocimiento de Tiziano, puesto de manifiesto en el sensual desnudo de Susana y en los rostros libidinosos de los ancianos, fundiendo de forma personal modelos venecianos y flamencos. ​ Procedente del colegio-convento de San Nicolás de Tolentino de los agustinos recoletos de Alcalá de Henares, el Triunfo de san Agustín es un buen ejemplo del gran lienzo de altar característico del pleno barroco madrileño, un recurso del discurso pictórico barroco dirigido a los sentidos y destinado a conmover e impresionar, que va a proporcionar a Coello algunos de los encargos más importante de su carrera. ​
También en 1664 conoció a Juan de Valdés Leal cuando el sevillano viajó a Madrid para estudiar las pinturas de las colecciones reales y del monasterio de El Escorial, de lo que Palomino tenía noticia por el propio Coello, quien le había informado de que en Madrid Valdés asistía con regularidad a la academia y «dibujaba dos, o tres figuras cada noche [...] galantería, que muchos la han ejecutado por bizarrear».​ Según una conocida anécdota narrada por Palomino, Coello permanecía aún en casa del maestro en estos años y cuando pintó el Descubrimiento de la verdadera Cruz para el altar mayor de la primitiva parroquia de Santa Cruz, Rizi le ofreció firmar el lienzo con su nombre porque se lo pagasen mejor, pero Coello prefirió el reconocimiento público al interés económico. ​ Perdidas ya en el siglo XVIII las pinturas del altar mayor —y las pinturas al fresco que para el presbiterio y la capilla de los Ajusticiados de la misma iglesia pintó con José Jiménez Donoso— se ha conservado el contrato, fechado en junio de 1666, y la carta de pago de 4000 reales otorgada por Coello el 28 de agosto del mismo año. ​ Firmada y fechada en 1666 se conserva una Anunciación que fue de la colección del conde de Casal, en la que el espacio arquitectónico adquiere amplio desarrollo y la luz, procedente de diversos puntos, genera audaces contraluces en la figura del ángel. ​ A este momento, probablemente, pertenece también el Apóstol san Felipe pintado para uno de los altares del crucero del Real Monasterio de Santa Isabel, pues consta que en 1664 se contrató con Toribio García la policromía de los altares. ​ La imagen del apóstol de cuerpo entero en primer término, con la escena de su martirio en las lejanías, es de nuevo una figura monumental, de gran fuerza y movimiento, aunque el cuadro se conoce solo por una antigua fotografía al resultar destruido en el incendio del monasterio a comienzos de la Guerra Civil Española (1936), junto con las restantes obras de arte que albergaba y la Inmaculada Concepción de Ribera que ocupaba el altar mayor, a la que Coello repintó la cabeza por haber entendido las monjas que en ella el valenciano había retratado a su hija, seducida por Juan José de Austria según la leyenda.

Jesús niño, en la puerta del Templo, 1660.
Óleo sobre lienzo, 168 x 122 cm. No expuesto
Las estampas francesas figuraron entre los repertorios de los obradores madrileños durante todo el siglo XVII. Claudio Coello recurrió en este Jesús niño, en la puerta del Templo, su primera obra fechada, a una estampa de Antoine Garnier según composición de Jacques Blanchard que le otorga un severo tono clasicista a la composición. Se trata de un buen ejemplo de conexión con Francia, que explica además el atípico aspecto del cuadro para ser un principiante en el Madrid de la década de 1660.

La visión de san Antonio de Padua, 1663
. Norfolk (Virginia), Chrysler Museum of Art.
La visión de san Antonio de Padua de Norfolk (Virginia), Chrysler Museum of Art, de la que se conoce copia autógrafa con ligeras variantes en colección privada madrileña, incorpora por primera vez los fondos arquitectónicos en perspectiva y los angelotes revoloteando que constituirán otra seña de identidad de su pintura. No hay datos de su origen y únicamente se tiene constancia de que estuvo expuesta en la Galería Española del Louvre y que fue vendida en 1853 con la colección de Luis Felipe de Orleans. ​

El triunfo de san Agustín, 1664.
Óleo sobre lienzo, 271 x 203 cm. Museo del Prado
Claudio Coello fue la última de las grandes personalidades de la pintura madrileña del Siglo de Oro. Supo llevar la pintura barroca hasta cotas de dinamismo y cromatismo sin apenas precedentes, y a la vez mantuvo una gran seguridad de dibujo. Todas esas cualidades se observan ya desde sus obras más tempranas, como pone de manifiesto esta pintura, que realizó cuando tenía 22 años de edad para el convento de Agustinos Recoletos de Alcalá de Henares. En ella aparece el obispo de Hipona elevándose vertiginosamente sobre una nube, ante un fondo de cielo de un azul frío e intenso muy característico de la escuela madrileña, que, a su vez, lo recogió de la flamenca. No es ésta la única huella del cuadro que refleja el influjo que dejó Rubens y su escuela en la pintura local: el resto de las gamas cromáticas, la propia técnica pictórica o la forma en que están construidos los ángeles así lo atestiguan también. Tanto el tamaño como el tema de esta obra la convierten en una magnífica representante de una de las tipologías más importantes de la pintura barroca madrileña, en la que culmina una larga experiencia de experimentación sobre las relaciones entre arte y retórica de masas: el gran cuadro de altar, que con sus grandes dimensiones y su composición de lectura clara, dinámica y heroica buscaba impresionar vivamente a los fieles. En vez de repartir la superficie del retablo en una infinidad de escenas que, entre todas, formaban una narración, se prefiere una única y colosal imagen destinada a impresionar. Esa búsqueda de la eficacia persuasiva hacía que el contenido - al menos en un primer nivel de lectura - fuera de fácil e inmediata interpretación. En este caso vemos a uno de los Padres de la Iglesia vestido suntuosamente de obispo, en plena gloria ascensional, que señala con su mano derecha el camino delo cielo y que dirige su mirada hacia dos de las amenazas contra las que combatió: el dragón infernal y el paganismo, representado por el busto de un dios clásico. El espacio juega un papel fundamental en la construcción de esa retórica pictórica: las columnas y las nubes dan solidez a la composición; el cielo actúa como telón de fondo luminoso y enfático; la zona inferior, aunque reducida, abunda en elementos de gran poder estético y significativo: las personificaciones del mal; el paisaje, suave y jugoso; las basas de las columnas o la cartela en la que un jovencísimo pintor afirma ser el autor de esta obra maestra. La pintura permaneció en el lugar para la que fue pintada hasta 1836, en que, con motivo de la Desamortización, fue destinada al Museo de la Trinidad.

Susana y los viejos, 1664.
Museo de Arte de Ponce
La historia de Susana, relatada al final del Libro de Daniel, es una de las más representadas del Antiguo Testamento. Susana, esposa del comerciante Joaquín, toma un baño mientras dos viejos lujuriosos la observan detrás de los matorrales. Estos se le insinúan, pero Susana los rechaza. Furiosos, inventan que han sorprendido a Susana con otro hombre en el bosque y ella es llevada a juicio por adulterio. Daniel es el juez del caso. Al final se descubren las intenciones de los viejos, que son apedreados y Susana declarada inocente. Se suelen representar diferentes escenas de esta historia: el juicio de Susana, la lapidación de los viejos, Susana reunida con su familia o el momento del baño. Esta última es la escena representada en este cuadro.
A partir del Renacimiento esta imagen en particular se volvió muy popular, dado que era una de las pocas representaciones de un desnudo femenino que estaban permitidas por la Iglesia. Es por esto que grandes artistas como Rubens, Rembrandt, Gentileschi, entre otros, tomaron la escena del baño de Susana como una gran oportunidad de pintar desnudos sin ser censurados. El cuadro es de pequeño formato, de forma irregular y de gran calidad artística. Posiblemente fue hecho por encargo para algún altar particular a partir del grabado de Heinrich Aldegrever.

Pinturas para el Convento de San Plácido
Las pinturas para la iglesia del Convento de San Plácido de Madrid son, según Palomino, lo primero «que sacó a luz aun estando todavía en casa de su maestro [...] en que muestra bien la valentía de su espíritu y el gran genio, que le asistía».​ Fundado en 1623 por Teresa Valle de la Cerda y el protonotario de Aragón Jerónimo de Villanueva en el solar ocupado por un pequeño templo dedicado a san Plácido, anejo al abadengo benedictino de San Martín, el monasterio de monjas benitas puesto bajo la advocación de la Encarnación, popularmente conocido como Convento de San Plácido, atravesó en sus primeros años de existencia por serias dificultades al ser procesadas las monjas fundadoras y su capellán junto con algún otro fraile de San Martín por el tribunal de la Inquisición, lo que retrasó la construcción y adorno de su iglesia. Incluso después de absueltas las monjas en 1638, la caída en desgracia del conde-duque de Olivares en 1643 arrastró a Villanueva, patrono del convento, contra quien se reabrió el proceso inquisitorial, que aún proseguía entre apelaciones Roma y dilaciones a la muerte del protonotario en 1653. Fallecido Villanueva, fue su sobrino del mismo nombre quien asumió el patronazgo y la construcción del nuevo templo, en cuya portada figura su escudo. A falta de documentación sobre su construcción, es el propio fray Lorenzo de San Nicolás quien se declara su autor en la segunda parte de su tratado Del arte y uso de la Arquitectura editado en 1665, donde afirmaba que su cúpula era la segunda de las encamonadas de Madrid, tras la del Colegio Imperial del hermano Bautista. En 1661 debía de estar ya completa su construcción, pues es en ese año cuando se fechan los herrajes, e inmediatamente se procedió a la pintura al fresco de la cúpula y pechinas a cargo de Francisco Rizi. ​
No se ha conservado tampoco la documentación relativa a las pinturas de Claudio Coello, pero la gran Anunciación del retablo mayor (7,50 x 3,66 m) y la Visión de santa Gertrudis en la calle central del retablo del lado derecho de la nave, están firmadas y fechadas en 1668. ​ Salvada casi íntegramente de la destrucción que a comienzos del siglo XX acabó con el convento, la iglesia de San Plácido forma uno de los más notables conjuntos barrocos del Madrid de los Austrias y el único de esa envergadura de los pintados por Coello que se conserva en su emplazamiento original. ​
Con la Anunciación del retablo mayor, obra de Pedro de la Torre, forman el encargo las pinturas de los altares colaterales de santa Gertrudis a la derecha y santos Benito y Escolástica a la izquierda, con once pinturas cada uno, algunas muy ennegrecidas. Destacan en ellos las pequeñas escenas de la Pasión en las predelas y el Sansón con el león de la puerta del sagrario, pintadas con pincelada abocetada y vibrante aprendida de Rizi. ​
Del gran lienzo de la Anunciación, o con mayor propiedad de la Encarnación de la Virgen con los profetas y las sibilas que la anunciaron, se conservan algunos dibujos preparatorios y dos bocetos, al menos uno de ellos también firmado en 1668 y muy acabado, posiblemente como modelo de presentación del trabajo definitivo, lo que revela el cuidadoso estudio previo realizado por Coello, para el que debió de contar también con el asesoramiento iconográfico de alguien con conocimientos teológicos y que le proporcionase los textos latinos portados por profetas del Antiguo Testamento y sibilas de la tradición grecolatina. Entre ellos se reconoce a Isaías, con una tabla en la que aparece la inscripción «ECCE VIRGO CONCIPIET ET PARIET FILIVM VOCAVITVR NOM[EN] EIVS EMMANVEL ISAÍAS», tomada de Isaías 7,14; Jeremías, con la inscripción «CREAVIT DOMINVS NOVVM SVPER TERRAM» (Jeremías, 31,22), y la sibila eritrea, negra, con una filacteria en la que aparece inscrito «REX SANCTVS VEN...». Además, otra no identificada lleva un cuadro con la imagen de la Inmaculada y una tercera una cinta en la que se lee «DE VIRGINE NAS[CE]TVR... PVER», todos ellos a los pies de una escalinata que conduce a la escena principal de María anunciada con el arcángel san Gabriel, sobrevolados por Dios Padre y Espíritu Santo entre un coro de ángeles. Como fuente para la composición de Coello se ha apuntado la existencia de un boceto del mismo asunto pintado por Rubens (Barnes Foundation, Pensilvania), nunca trasladado a una composición definitiva, sobre el que se ha especulado con la posibilidad de que fuese pintado con este mismo destino algunos años atrás. Coello, con todo, y aunque pudo inspirarse para la composición en tres niveles en este boceto o en un grabado anterior de Cornelis Cort a partir de unos frescos de Federico Zuccaro en Santa Maria Annunziata de Roma, creó una imagen enteramente personal y de gran fuerza. Muy significativa es en este sentido la utilización de columnas salomónicas en los bocetos, en los que pintó el enmarcamiento arquitectónico al modo de una embocadura teatral, a diferencia de las columnas corintias que tiene el retablo auténtico de Pedro de la Torre. ​ 

La Virgen con el Niño entre las Virtudes Teologales y santos, 1669.
Óleo sobre lienzo, 232 x 273 cm. Museo del Prado
Alrededor de la Virgen y el Niño se disponen varias figuras de Virtudes y de santos, formando una "sacra conversación" multitudinaria. Se reconocen fácilmente a San Juanito, Santa Isabel de Hungría, San Pablo, San Pedro, San Francisco y San Antonio de Padua, que se cuentan entre los santos más populares de la España barroca.

La Virgen y el Niño adorados por san Luis, rey de Francia. Hacia 1665.
Óleo sobre lienzo, 229 x 249 cm. Museo del Prado
Los ingredientes fundamentales del estilo de Claudio Coello se advierten en esta obra, que está dispuesta a manera de gran escena teatral en la que, a través de San Juanito se invita a participar al espectador. Su composición dinámica y compleja, y su color brillante y expansivo evocan modelos del Barroco flamenco. También se emparenta con la pintura de Rubens y su escuela en el tratamiento narrativo del tema: al igual que el pintor de Essen convirtió su Huida a Egipto  en una conversación amable en un jardín, Claudio Coello reúne a ángeles y santos alrededor de la Virgen y el Niño en un entorno de gran riqueza cromática y arquitectónica, que evoca escenas de carácter cortesano. Como en todas sus obras, Coello da prueba aquí de su agudo sentido de la composición, y de su maestría para combinar abigarramiento descriptivo y claridad de lectura. Así, sabe introducirnos en el tema principal del cuadro mediante San Juanito y San Luis, cuyas actitudes nos conducen hacia la Virgen con el Niño, al igual que el vacío central que deja entre ambos. Se trata de una obra documentada desde principios del siglo XVIII, en que Antonio Palomino, poniéndola como ejemplo de los grandes progresos que dio pronto su autor en el campo del color, declaró que fue realizada para don Luis Faures, arquero de la guardia de corps de doña Mariana de Austria. Se cree realizada en torno a 1665-1668, un poco antes que su Virgen con el Niño adorado por santos y por las virtudes teologales, que está firmado en 1669. Fue propiedad del marqués de la Ensenada, a quién se lo adquirió Carlos III. De las Colecciones Reales pasó al Museo del Prado. 

La Anunciación, 1668
Óleo sobre lienzo, 750 x 366 cm, Madrid, Convento de San Plácido.
En una de las calles cercanas a la Gran Vía madrileña, en la calle de San Roque, hay un convento antiguo que suele pasar bastante desapercibido. Desde fuera es un edificio no muy llamativo y la calle no es que tenga especiales encantos. Este monasterio, sin embargo, tiene mucha historia, y además bastante truculenta. Lo fundó un personaje un poco oscuro, Don Jerónimo  Villanueva, protonotario de Aragón, fichaje del Conde-Duque de Olivares para el gobierno de la nación, quien resultó ser muy eficiente, tanto en las tareas de gobierno, como en el hispánico afán de allegar riquezas gracias a un hábil uso del cargo. 

1669-1674: pintor al fresco en Madrid y Toledo
En los años posteriores a estos trabajos para San Plácido, las pinturas de caballete y al óleo escasean. Tan solo se conservan dos pinturas fechadas en 1669: Cristo presentando a la Virgen a los padres del Limbo, en colección particular francesa, cuya composición escalonada evoca la de la Anunciación de San Plácido, ​ y La Virgen y el Niño adorada por santos y por las virtudes teologales del Museo del Prado. Esta, aunque comprendida dentro del género tradicional de las sacras conversaciones italianas y contando con notables precedentes, es una pintura muy trabajada, de la que se conocen dos estudios previos a pluma y aguada (Prado y Museo del Louvre) alternando las posiciones de los santos mientras busca un mejor efecto. ​ Por semejanza temática podría corresponder también a estos años, o poco antes, La Virgen y el Niño adorados por san Luis rey de Francia y otros santos (Museo del Prado), óleo pintado según Palomino para don Luis Faures, de la guardia de arqueros reales, con los ricos colores aprendidos en el estudio de las pinturas de palacio. ​
A los años finales de la década de 1660 podría corresponder también el Arcángel san Miguel de la Sarah Campbell Blaffer Foundation de Houston (Texas), deudor de la divulgada representación ideada por Guido Reni.
Las desaparecidas pinturas del presbiterio de la iglesia de Santa Cruz, de fecha imprecisa pero de lo primero que pintó, todavía en casa de su maestro según Palómino, pusieron en contacto a Coello con José Jiménez Donoso, retornado de Italia algunos años atrás. Ambos colaboraron en una serie de decoraciones al fresco parcialmente conservadas en las que pusieron en práctica los principios de la quadratura puestos de moda con la llegada a Madrid de Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli. La primera de ellas podría haber sido la decoración de la capilla de San Ignacio en la iglesia del Colegio Imperial, promovida por los Borjas con motivo de la canonización de san Francisco de Borja (1671). Destruida al comienzo de la guerra civil (1936), en el saqueo e incendio de la que entonces era catedral de Madrid, queda tan solo de sus pinturas al fresco en muros y cúpula ovalada algún dibujo preparatorio y la descripción particularmente elogiosa de Antonio Palomino:
Siguióse a esto la pintura de la capilla de San Ignacio (que llaman de los Borjas) en el Colegio Imperial, de esta Corte, que está al lado del Evangelio, la cual pintaron al fresco los dos, con excelentes compartimientos de arquitecturas, bellísimos adornos, tocados de oro con gran gusto. Cuatro historias de aquel glorioso patriarca sobre las cuatro puertas; y las cuatro partes del Mundo en los intermedios, en demostración del fruto, que ha logrado esta sagrada Religión de la Compañía, en todas ellas, mediante la semilla del Santo Evangelio, y el infatigable celo de sus operarios. Rematando el ornato de esta preciosa capilla, con el triunfo de este glorioso capitán de tan sagrada Compañía, llevado por ministerio de ángeles, a gozar del premio, que le merecieron sus heroicas empresas, lo cual está ejecutado en el cañón del cupulino de dicha capilla, con singularísimo primor, que desde abajo no se conoce, porque satisface a la vista, como debe. Pero desde arriba se ve la deformidad de pies, y piernas de los ángeles, para que degradando la vista oblicua aquellas cantidades, vengan a quedar desde abajo en debida proporción. ​
También aquí decoraron la bóveda de la sacristía, con historias de la vida de san Ignacio, igualmente destruidas, y Coello en solitario la cúpula y pechinas de la capilla del Santo Cristo, con ángeles pasionarios en la media naranja y medallones con profetas en grisalla en las pechinas, pinturas datadas por Elías Tormo en 1673, estas sí conservadas. ​
En agosto de 1672 Coello y Donoso contrataron las pinturas de la sala «donde sus Majestades concurrían para ver las fiestas de toros» en la Casa de la Panadería, rehabilitada tras el incendio sufrido ese mismo año, junto con las pinturas de la escalera y la antecámara, estas pérdidas. El contrato estipulaba que las pinturas, hechas al temple según Palomino, debían estar concluidas antes de marzo de 1674 y por ellas los pintores recibirían 1 000 ducados cada uno. ​ Un boceto del «cielo raso para la Panadería de Madrid» pintado por Coello se conservaba en el Palacio del Buen Retiro, según el inventario de 1794. Lo pintado allí, como salón real, son las armas de la monarquía portadas por las alegorías de las Virtudes cardinales flotando entre ángeles trompeteros en el cielo, al que se abre una arquitectura fingida y medallones pintados en grisalla en los que se representan seis de los trabajos de Hércules, mítico fundador de la monarquía hispánica. ​
Semejante a este, aunque la arquitectura fingida se abre al cielo en forma ovalada, es el techo del vestuario o sacristía pequeña de la catedral de Toledo, con ángeles niños portando en vuelo el báculo y la mitra, pinturas por las que entre junio y agosto de 1674 cobraron Coello y Donoso 10 000 ducados. ​ 

1675-1679: al servicio de la Iglesia
El 2 de marzo de 1674 contrató las pinturas del retablo que José Ratés estaba construyendo para la iglesia de San Juan Evangelista de Torrejón de Ardoz. El contrato estipulaba que las pinturas debían estar concluidas en agosto de 1675. Solo unos días después de firmado este contrato, el 14 de marzo, contrajo matrimonio en la iglesia de Santa Cruz con Feliciana de Aguirre Espinosa, hija de un alguacil. El matrimonio resultó desdichado. En noviembre de 1675 falleció Feliciana dejando un hijo de seis meses, Bernardino, que fue enviado a casa de unos parientes en San Sebastián de los Reyes, y en enero de 1678 Coello renunció a su herencia en favor de la madre de la difunta, «considerando los cortos medios con que queda».​
El contrato para Torrejón de Ardoz establecía que para el cuerpo central del retablo debía pintar Coello el martirio de san Juan Evangelista en la tina de aceite hirviendo o San Juan ante Portam Latinam, además de pintar una Apoteosis de san Juan de menor tamaño para el cuerpo superior y cuatro pinturas de asunto no especificado para la «custodia grande» y puerta del sagrario. La iglesia ardió en la guerra civil (1936) y con el incendio se perdió el retablo, pero se salvó la gran tela con el martirio del santo (595 x 300 cm) conservada ahora en la reconstruida iglesia. Se conocen además dos estudios previos que ayudan a entender el modo de trabajar de Coello, que comienza por una primera idea dibujada a lápiz con trazo rápido luego reforzado a pluma, con la que al tiempo se sugieren alternativas, hasta alcanzar el modelo definitivo para ser presentado a la aprobación del cliente, sobre el que dibujaba una cuadrícula para facilitar el traspaso al lienzo.
Firmadas en 1676 se conocen dos telas de procedencia ignorada: Cristo y la Magdalena en casa de Simón (colección privada), con obvios recuerdos de los venecianos y en especial de Veronés y Tintoretto en las amplias arquitecturas y los detalles anecdóticos que rodean la escena principal, y una de las varias versiones de la Inmaculada (Castres, Museo Goya). De 1677 solo una: La aparición de la Virgen del Pilar a Santiago el Mayor (San Simeón (California), Hearst San Simeon State Historical Monument). ​ Es posible que en estos años se ocupase también en algunas de las numerosas pinturas que Palomino le atribuye en iglesias madrileñas de las que nada ha llegado, como las pechinas de la capilla de Santa María de los Siete Dolores en el colegio de Santo Tomás, para las que Sebastián de Benavente contrató en 1676 los marcos. ​ También a estos años pueden corresponder los cuadros de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier pintados para la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Valdemoro, que Palomino cita «del tamaño del natural», puestos a los lados de la puerta de la sacristía, conservados aunque faltos de documentación para determinar la fecha de su pintura. ​
Tres acontecimientos importantes en la vida de Coello ocurrieron en 1677: en febrero se vio envuelto en una reanudación del pleito que los pintores de Madrid sostenían contra la Hermandad de Nuestra Señora de los Siete Dolores por la obligación que tiempo atrás habían contraído los miembros del gremio de sacar en procesión la imagen de la Virgen por Semana Santa, lo que una mayoría de pintores acabó interpretando como incompatible con la dignidad de su oficio; ​ en agosto contrajo segundas nupcias con Bernarda de la Torre, que residía en Madrid con unos tíos y aportó al matrimonio una modesta dote de 2000 ducados de vellón; ​ por fin, en noviembre firmó con Pedro de Villafranca carta de pago por valor de 16 500 reales por la restauración de los frescos de la Sala de Batallas del Monasterio de El Escorial, trabajo que obtuvo gracias a la mediación de su amigo Juan Carreño de Miranda y que supuso el primer encargo directo de la corona.  

Trabajos para la Entrada de la reina María Luisa de Orleans en Madrid
María Luisa de Orleans, primera esposa de Carlos II, hizo su entrada en Madrid el 13 de enero de 1680. Los preparativos para la joyeuse entrée comenzaron no más tarde del 31 de agosto del año anterior, cuando se fecha el primero de los contratos, y en ellos participaron numerosos artistas, con una intervención destacada de Coello y de Donoso, a quienes Palomino atribuye haber tomado a su cargo no solo la pintura, sino también «las más trazas de esta función».​ También por Palomino se sabe que el ayuntamiento de Madrid había proyectado dar a la estampa una relación de los actos festivos, para lo que ya se habían hecho algunos grabados, aunque «por las intercadencias del tiempo y omisión de algunos de los señores comisarios, se fue olvidando».​ Se conservan, no obstante, dos relaciones impresas anónimas, una de ellas más completa redactada quizá por su impresor, Lucas Antonio de Bedmar y Valdivia, con el título Descripción verdadera y puntual de la real, majestuosa, y pública Entrada, que hizo la Reyna Nuestra Señora Doña María Luisa de Borbón desde el Real Sitio del Retiro, hasta su Real Palacio, el sábado 13 de Enero deste año de 1680. Con la explicación de los Arcos, y demás Adornos de su memorable Triunfo. Sus descripciones han permitido identificar con esta entrada varios dibujos y cuatro grabados anónimos conservados en la Biblioteca Nacional, algunos de ellos relacionados con Coello: los que representan una parte de la Galería de Reinos que recorría la calle del Retiro, y el arco alzado en la Puerta del Sol, cuyo grabado se atribuye a Matías de Torres. ​
Galería de los Reinos. Arquitectura efímera para la entrada de la reina María Luisa de Orleans en Madrid el 13 de enero de 1680. Aguafuerte, 262 x 805 mm, Madrid, Biblioteca Nacional de España.
 

Partiendo del Buen Retiro la comitiva se dirigió al Alcázar siguiendo el itinerario acostumbrado por San Jerónimo y Mayor. Hubo arcos en el Prado, Italianos, Puerta del Sol, Puerta de Guadalajara y Santa María y otros ornatos en el Retiro, donde hasta llegar al primer arco se dispuso una calle flanqueada de nichos y fuentes con estatuas que representaban los reinos de la monarquía hispánica y figuras mitológicas, San Felipe, plaza de la Villa y plaza de Palacio. De la intervención de Coello en estos decorados efímeros escribe Palomino:
y especialmente trazó Claudio el arco célebre del Prado, y la calle del Retiro, que uno, y otro se dio a la estampa; donde estaban todos los reinos de la Monarquía ofreciendo a la Reina nuestra señoras sus coronas, frutos, y riquezas; cosa verdaderamente de extremado gusto, y capricho: como también lo fue la traza del ornato de la plazuela de la Villa, en que se ejecutaron las Fuerzas de Hércules, por traza de Claudio, de mano de Don Francisco Solís, con elegante disposición, y bizarría. ​
De la Galería de los Reinos, en la que con Coello y Donoso intervinieron los arquitectos José Ratés y José Acedo, inspirado en los diseños de Rubens para la entrada del cardenal-infante don Fernando en Amberes, además de la estampa a la que aludía Palomino, se conocen dos dibujos de fuentes, Fuente con dos figuras alegóricas y Fuente con Neptuno, ambos en la Biblioteca Nacional, y quizá una Fuente con Diana (Academia de San Fernando), desnudo femenino atribuido de antiguo a Coello, inspirado en la Afodita agachada de Doidalsas de Bitinia, sobre una taza ornamental de dudoso destino. ​ No se ha conservado en cambio el grabado del arco del Prado, contratado por Coello el 1 de septiembre, pero gracias a la Descripción impresa por Bedmar puede reconocerse como perteneciente a él un dibujo de Coello conservado en los Uffizi de Florencia que muestra a Júpiter sojuzgando a Madrid, amorcillos, una representación del Genio —protector en el mundo clásico de las ciudades y de los matrimonios—, el Alcázar de Madrid y un soneto:
Ya no más Roma por su fama aliente
[...] Solo Madrid y la Española gente,
que a Iove rindió cultos Religiosos
del Orbe en los espacios anchurosos,
suceda a su desvelo providente.
Solo Madrid, que a Roma desafía...
Pintura que figuraba en el lienzo principal de la fachada posterior del arco, dando al convento de los capuchinos, entre esculturas de la Providencia, Camoens, Lope de Vega y una alegoría de las cuatro partes del Mundo. 
Para recibir a la nueva reina se procedió además a redecorar las habitaciones que había de ocupar en palacio, por lo que se encargó a Coello junto con Donoso y Matías de Torres la pintura de la bóveda del llamado Cuarto de la reina, aunque en esta ocasión debían sujetarse a los modelos que, como pintor del rey, les proporcionó Francisco de Herrera el Mozo, cuyos asuntos de desconocen. ​ 

Pintor del rey
Pasados los festejos conmemorativos Coello debió de volver a sus trabajos al óleo y al fresco para iglesias y conventos aunque escasean los documentos y las obras firmadas para estos años. Pudiera estarlo la Virgen del Socorro del monasterio benedictino de San Martín Pinario en Santiago de Compostela, aunque la fecha aparente de la firma (1618) se ha interpretado como 1681 o como 1678. En 1682 se fecha el gran lienzo de altar del Éxtasis de santa María Magdalena en la iglesia de Santa María Magdalena de Ciempozuelos (Madrid), en el que el pintor parece rendir homenaje al cuadro del mismo asunto de José de Ribera ahora en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. ​ También pudieran corresponder a este momento los perdidos frescos de las iglesias madrileñas de los Trinitarios Calzados y de San Basilio, en colaboración con Donoso, y los óleos de El martirio de San Plácido y El matrimonio místico de santa Gertrudis pintados para el monasterio benedictino de la Encarnación en Corella (Museo de Arte Sacro de Corella, Navarra), al que se había trasladado la madre Paula Manuela de la Ascensión, que había sido abadesa del convento de San Plácido cuando Coello trabajaba en él. ​ Una Inmaculada Concepción conservada en la clausura del convento de Agustinas Recoletas de La Calzada de Oropesa debió de pintarse también en estos años, según se desprende de un documento algo confuso fechado en 1683 por el que Coello, Donoso y Ratés se oponían a la pretensión de la priora del convento que reclamaba el cuadro pintado por Coello, según decía este por encargo de José de Acedo. ​ Lo confirma el testamento de Acedo, fallecido en febrero de 1683, en el que declaraba haber encargado a Coello tres pinturas, dos de ellas por cuenta del convento, que no había terminado de pagar. ​ Su esbelta figura y dinámica silueta es la característica de la abundante producción inmaculadista de Coello, de la que se puede destacar la firmada del Tribunal Supremo. ​
El 30 de marzo de 1683 fue nombrado pintor del rey en la vacante que dejaba Dionisio Mantuano, sin gajes, que no percibiría hasta dos años más tarde, pero obligado al pago de la media annata. ​ Ya como pintor del rey firmó la bella Santa Catalina de Alejandría del Museo Wellington en la que conjuga modelos y colores de Guido Reni con los de Anton van Dyck. ​ Sin embargo no permaneció mucho tiempo en Madrid. Tras bautizar el 1 de agosto a su hijo Cristóbal Juan marchó a Zaragoza para hacerse cargo de la decoración de la iglesia del colegio de agustinos recoletos de Santo Tomás de Villanueva, conocida popularmente como de la Mantería. Allí trabajó hasta 1685 en la pintura de los muros, de la que nada queda, y en las seis cúpulas del templo, con sus tambores y pechinas, contando con la ayuda del recién regresado de Roma Sebastián Muñoz, que había sido su discípulo antes de marchar a Italia para completar su formación en el taller de Carlo Maratta. Centradas en la figura de santo Tomás de Villanueva y en la exaltación de la Orden de San Agustín entre arquitecturas fingidas, guirnaldas y angelotes, las pinturas han llegado en mal estado de conservación, habiendo sufrido una agresiva restauración en 1950 y el derrumbe de una de sus cúpulas en 2001. ​
De aceptarse la secuencia cronológica propuesta por Palomino, al volver de Zaragoza «ejecutó el gran cuadro de Santo Domingo, con Nuestra Señora del Rosario, que está en la iglesia del convento de este nombre (que vulgarmente llaman el Rosarito, en la calle Ancha de San Bernardo de esta Corte) y está colocado en el presbiterio, al lado del Evangelio».​ El cuadro, ahora conservado en el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde ingresó en 1818, mantiene algo simplificada la composición en tres niveles de la Anunciación de San Plácido, con el santo en posición intermedia, en lo alto de una escalinata por la que asciende el perro con el hachón o vela encendida como atributo del santo, y recibiendo el rosario de manos de la Virgen con el Niño a los que Domingo presenta algunos devotos arrodillados a sus pies. ​ El asunto, desarrollado en un lienzo de enormes proporciones, se organiza en torno a una poderosa línea diagonal, contrarrestada por las líneas verticales de la escalinata y las horizontales del fondo arquitectónico. ​ Para el mismo convento madrileño pintó también según Palomino otros cuatro cuadros para los altares colaterales, aunque ya en su tiempo habían sido desplazados a otras dependencias del convento: San Jacinto y Santa Catalina de Siena, no conservados, y los que llama «colaterales antiguos»: Santo Domingo de Guzmán y Santa Rosa de Lima, ahora en el Museo del Prado en el que ingresaron procedentes del Museo de la Trinidad, formado con obras de los conventos desamortizados. Con un recurso semejante al empleado en la Virgen del Socorro de la iglesia de San Martín Pinario, justificado en este caso por tratarse del retrato de una imagen de bulto muy venerada en monasterios benedictinos, Coello coloca a los santos sobre peanas voladizas y con un punto de vista muy bajo, como si de estatuas se tratara, cobijados bajo un tramo de arquitectura abovedada con cortinajes pero abierta al fondo a un paisaje intensamente iluminado con el que rompe la apariencia de nicho y da vida a las monumentales figuras. ​ 

El tránsito de María Magdalena. Finales del siglo XVII. 
Óleo sobre lienzo. En exhibición en otro lugar
La figura del santo, con largos mechones rubios, ocupa el centro de la escena. Mirando al cielo, cruza las manos sobre el pecho en oración. Su ropa gastada está envuelta en grandes túnicas flotantes cuyo movimiento es decididamente diagonal, y la nube en la que se arrodilla es llevada hacia el cielo por los querubines habituales de Coello. Algunos tienen los atributos que siempre la acompañan cuando es representada como ermitaño, incluido un cráneo que alude a la vanidad y la brevedad de la vida y un frasco de bálsamo con el que perfuma los pies de Cristo. Las figuras de los niños se repiten con un marcado escorzo en la parte superior del lienzo como parte de una composición altamente dinámica cuyas líneas predominantemente diagonales y paralelas se combinan con una paleta variada para generar una sensación de vitalidad.
La imagen presenta el momento descrito en la Leyenda Dorada cuando María Magdalena comienza su ascenso milagroso hacia el cielo desde la ciudad de Marsella. El paisaje marino montañoso con una torre de vigilancia en la parte inferior derecha puede ser una referencia a esa ciudad, desde la cual el santo fue llevado al Cielo diariamente para asistir a la Misa que allí realizan los benditos. Esta imagen de María Magdalena ya era bastante frecuente antes del Concilio de Trento, pero con la Contrarreforma se hizo aún más común, ya que se la consideraba un símbolo de arrepentimiento. Por eso su imagen alude al sacramento de la penitencia.
Esta pintura del Museo de la Trinidad, que puede haber sido pintada por un discípulo o contemporáneo de Coello, es una copia del gran lienzo firmado por él en 1682 para el retablo principal de la iglesia parroquial de Ciempozuelos (Madrid). Esa obra, a su vez, es una reinterpretación, con mayor complejidad compositiva y un estilo totalmente barroco, de la pintura sobre el mismo tema de José de Ribera, ahora en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. La pintura de Ribera fue originalmente en El Escorial., donde fue incluido en el inventario de 1700 y visto por el padre Ximénez, Ponz y Ceán Bermúdez. Su presencia en ese monasterio indica que Coello, que también trabajó allí, puede haberlo visto. Además del lienzo que se muestra aquí, hay otra copia del original de Ciempozuelos en el museo de Cádiz, que Sullivan atribuye a un pintor de fines del siglo XVII.
Santa Catalina de Alejandría
 del Museo Wellington
 

Santo Domingo de Guzmán. Hacia 1685.
Óleo sobre lienzo, 240 x 160 cm. Museo del Prado
El santo español Domingo de Guzmán (1170-1221) fue fundador de la orden de los dominicos, una de las agrupaciones religiosas que alcanzarían un mayor poder e influencia en la Europa católica. Entre otros motivos por su papel en la defensa de la ortodoxia a través de la Inquisición, que encabezaron los propios dominicos. Para su convento madrileño del Rosario, Claudio Coello realizó cinco cuadros, entre los que se cuenta éste. Fueron pintados probablemente a mediados de la década de los setenta del siglo XVII, una época en la que Coello era un pintor relativamente joven, pero en la que ya se había hecho una buena posición en el panorama artístico madrileño gracias a importantes proyectos para decorar iglesias y conventos de Madrid y su entorno, y a obras tan singulares como, por ejemplo, El triunfo de san Agustín (1664) (Museo del Prado. En todas esas obras había dado muestras no sólo de su gran calidad técnica y su inusual dominio del dibujo, sino también de una originalidad y una valentía compositivas que lo convirtieron en uno de los grandes representantes del pleno Barroco madrileño.
Todas esas cualidades están presentes en Santo Domingo de Guzmán, un cuadro de gran efectividad estética y al mismo tiempo de considerable originalidad, que hace que no se parezca a las imágenes habituales del santo dominico. El santo se acompaña de una gran cantidad de alusiones que lo identifican sin lugar a dudas, y de hecho existe hasta cierto exceso: la cruz dominica, el hábito de la orden, el rosario al cinto, la azucena y el libro en la mano derecha, y el orbe y el perro con el cirio a sus pies. Pero mientras que no existe ninguna novedad reseñable en este aspecto, si la hay, y mucha, en la presentación que se hace del personaje, que se resuelve de una manera extraordinariamente escenográfica.
El santo aparece sobre una peana, con lo que se está sugiriendo la idea de escultura. Pero esa sugerencia es ambigua, pues tanto la expresión facial y corporal del personaje como la sensación de vida que logra transmitir Claudio Coello a través de su énfasis en los valores cromáticos, contradicen la idea de estatua muerta e inmutable. En ese juego participa también el espacio en el que se sitúa el santo, al que nos introduce el pintor a través de una cortina roja recogida, que subraya el carácter de aparición y desvelamiento que tiene la escena. La cortina da paso a un escenario muy poderoso desde un punto de vista formal, y también ambiguo en lo que respecta a su grado de realidad. Lo forman cuatro grandes columnas que sustentan capiteles de orden compuesto, pero en vez de acotar un espacio interior se abren a un fondo de cielo, lo que permite crear una iluminación muy efectista con la que se crean unos contrastes que potencian extraordinariamente la figura del santo en primer plano. A ese efecto también contribuye la perspectiva notablemente baja del conjunto, que da como resultado que santo Domingo tenga una gran monumentalidad. Esta obra, en la que se mezclan la pintura, la escultura, la arquitectura y la escenografía, constituye la culminación de la aspiración barroca a la integración de las artes, pero entendida no como un entretenimiento artificioso, sino como un instrumento para imponer más eficazmente en el receptor la presencia de la imagen del santo.
El cuadro llegó al Prado desde el desaparecido Museo de la Trinidad, al que habían ido a parar las obras de muchos conventos castellanos secularizados en 1835.

Santa Rosa de Lima, 1683.
Óleo sobre lienzo, 240 x 160 cm.

La Adoración de la Sagrada Forma y el nombramiento de pintor de cámara
En agosto de 1685, a los pocos días de morir Francisco Rizi, se le asignó un salario como pintor del rey. También debió de ser en ese momento cuando se le encomendase la pintura de la Adoración de la Sagrada Forma en la que había comenzado a trabajar Rizi con destino a la sacristía del monasterio de El Escorial. ​ No debió de gustar a Coello lo que había empezado su maestro, según cuenta Palomino, pues encontró que el punto de vista era muy elevado, por lo que «hubo de bajarle, y hacer nueva composición, de que hizo un borroncillo admirable».​ El lienzo es, entre otras cosas, un retrato de grupo con ocasión de la exposición de la Sagrada Forma oficiada por el padre Francisco de los Santos, prior del monasterio, en presencia del rey Carlos II y los miembros de la corte, lo que obligó a Coello a hacer retratos de todos los participantes en la ceremonia. Palomino, que no había hecho ninguna mención anterior a retratos pintados por Coello, dirá por tal motivo que fue un cuadro «de increíble trabajo y estudio». Los retratos de Carlos II, algo idealizado, y del padre Santos en el castillo de Nelahozeves (Chequia), aunque muy acabados, se han interpretado en ocasiones como estudios preparatorios para el cuadro de El Escorial con el que también se relaciona el retrato del duque de Medinaceli del Museo Nacional de Arte de Cataluña, el personaje que en la composición de El Escorial aparece inmediatamente detrás del rey, aunque en el retrato individual se presente ante un fondo de paisaje. ​ El escenario donde se desarrolla la ceremonia es la misma sacristía en la que cuelga el cuadro. Su colocación en el altar de la pared del mediodía supuso el desplazamiento de la Perla de Rafael del lugar privilegiado que le había asignado Velázquez. ​ Se identifican algunas de las pinturas que cuelgan de los muros —el Lavatorio de Tintoretto y La Virgen con el Niño entre san Antonio de Padua y san Roque de Tiziano, ahora en el Prado, y Cristo y la mujer adúltera de Anton van Dyck, conservada en el Hospital de la Venerable Orden Tercera—, pinturas efectivamente localizadas en su momento en la sacristía escurialense y en los mismos lugares que ocupan en la Sagrada Forma, ​ pero Coello no intentó crear efectos de perspectiva ilusionista. ​ El realismo de la pintura se interrumpe, por otra parte, en su parte superior, donde vuelan las alegorías de la Religión, el Amor Divino y la Majestad Real según la Iconología de Cesare Ripa y unos amorcillos juguetean sobre una cortina recogida, como si del telón de un escenario teatral se tratara. ​
El 31 de diciembre de 1685 juró el cargo de pintor de cámara vacante por muerte de Juan Carreño de Miranda. Si, como dice Palomino, el nombramiento premiaba el retrato del rey hecho durante una visita del monarca al monasterio, ha de tratarse de uno de aquellos estudios previos, de los que se conoce alguna otra copia, pues Coello trabajó en la Sagrada Forma hasta 1690, cuando la firmó ya como pintor de cámara. ​ Es en ese cargo cuando se ocupó de pintar algunos retratos y «otras cosas de la obligación de su empleo: como en reparar, y limpiar las pinturas, que estaban muy deterioradas del humo de las luces, y tomadas del tiempo».​ Consta por Palomino que retrató a la reina madre, Mariana de Austria (Múnich, Alte Pinakothek y Barnard Castle, Bowes Museum) y a Mariana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos II (perdido). Por encargo de esta última, a cuya colección perteneció, podría haber pintado el retrato del Padre Cabanillas, religioso franciscano, de bulto largo (Museo del Prado). ​ El de Nicolasa Manrique (Madrid, Instituto Valencia de don Juan), atendiendo a la edad de la retratada, ha de ser 1690 o poco más tarde, momento al que también han de pertenecer, por la moda en el vestuario, el Retrato de una joven del Museo Goya de Castres y el retrato de Doña Teresa Francisca Mudarra y Herrera, esposa de Juan de Larrea, secretario de Estado y del Despacho Universal de Carlos II (Museo de Bellas Artes de Bilbao), con los refinados toques de elegancia y lujo característicos del retrato cortesano del momento. ​
Como parte de sus funciones de pintor de cámara, en 1686 fue llamado a pintar al fresco los techos del remodelado cuarto de la Reina en la Galería del Cierzo del Real Alcázar. El tema elegido fue el de la fábula de Psique y Cupido. Coello trazó las líneas básicas de la arquitectura fingida y la ornamentación de los marcos y proporcionó los modelos de las historias, pero al poco de empezar retornó a El Escorial para continuar con la pintura de la Sagrada Forma dejando a cargo de los frescos a Palomino. ​ En septiembre de 1688 todavía cobró algunas cantidades por estas pinturas, conforme a lo ordenado por la propia reina, María Luisa de Orleans. ​ Pero a su muerte, en febrero de 1689, el proyecto de catafalco para las exequias fúnebres presentado por Coello fue postergado frente al de Churriguera. ​ 

La adoración de la Sagrada Forma. Hacia 1792.
Óleo sobre lienzo sobre tabla, 70,5 x 38 cm. Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
El encargo llegó al artista en 1685 y tardó casi cinco años –hasta 1690- en pintar esta obra de grandes dimensiones y realizada en óleo sobre lienzo. El gran óleo de Coello debía de ilustrar y salvaguardar una de las reliquias más importante que se encontraba en la Sacristía de la Iglesia del Real Monasterio del Escorial de Madrid, la Sagrada Forma.
Según la leyenda, la Sagrada Forma que se encuentra en el Escorial procedía de la abadía de Gorcum en Alemania donde un grupo de protestantes irrumpió en el templo y destruyó todas las obleas sagradas. Una de las formas comenzó a levitar y a sangrar milagrosamente cuando uno de los protestantes trató de pisarla. La Sagrada Forma llegó a manos del capitán del ejército Fernando Weidmer cuya familia la hizo llegara España.
El monarca Carlos II encargó al artista madrileño una obra que le representase a él mismo junto con algunos de los personajes más destacados de la época le rendían homenaje a la Sagrada Forma. El lienzo de Coello, servía de protección a la Sagrada Forma de Gorcum que tan sólo se exponía en momentos muy concretos del año; en estas ocasiones, el camarín que albergaba la hostia sagrada lucía sus mejores galas mientras que el lienzo del artista descendía por unos raíles y dejaba a la luz la valiosa reliquia.
La pintura no sólo es la representación de un tema religioso sino que el artista ha mostrado tal realismo que se trata de una auténtica galería de retratos en la misma línea en la que, unos años antes, el Greco había representado a los nobles en el conocido Entierro del Conde Orgaz. Así podemos apreciar en primera línea al monarca Carlos II pero también a ilustres personajes como el sacerdote Francisco de los Santos que sustenta la Sagrada Forma entre las manos, el Duque de Medinaceli, el de Pastrana, el Conde de Baños, el Marqués de Puebla… Coello también se representó a sí mismo entre los miembros de la corte con la misma familiaridad que Velázquez lo hizo en las Meninas. En la zona superior del templo el artista ha representado unos ángeles con el fin de que la obra adquiera un carácter más teatral.
La perspectiva ha sido muy trabajada por el artista de tal manera que el lienzo parece una prolongación más de la Sacristía del Escorial y no se han reparado en artificios decorativos ni en elementos arquitectónicos. El colorido de la tela muestra la influencia de que los artistas venecianos tuvieron en Coello pero también podemos observar la calidad del dibujo en una composición muy pensada y trabajada.


Mariana de Austria (Múnich, Alte Pinakothek y Barnard Castle, Bowes Museum)
 


Mariana de Neoburgo
Sin duda, el mejor de los retratos conservados de la soberana es el inédito hasta ahora perteneciente a la colección Fundación Casa Medina Sidonia (106 x 86 cm) y que emplaza a la reina en un escenario muy similar al del lienzo del que acabamos de hablar. 
La maestría de la pincelada, la viveza de la expresión y la suntuosidad del colorido no deja duda de que nos encontramos ante una  obra maestra de Claudio Coello.
Uno de los escasos retratos de la familia real atribuibles con total seguridad al pintor, dentro del periodo en el que éste estaba dedicado a otros encargos de mayor relevancia en el Alcázar y en la Corte como la realización de  La Sagrada Forma  de El Escorial.
En el óleo la reina aparece de tres cuartos. Un gran cortinón de terciopelo rojo se entreabre y deja ver a la izquierda de la composición un trozo de paisaje y la basa de una columna. En este espacio la soberana aparece representada portando en su mano derecha un abanico y en su mano izquierda un pañuelo.
Este retrato también se basa en un modelo creado por Carreño para la reina  María Luisa de Orleans (102 x 83’2 cm. Madrid, Colección Granados).
La novedad es la diferente concepción del fondo, neutro en el de María Luisa y más elaborado en el de Mariana, y la posición del abanico, que mientras que Carreño presenta semiabierto y de frente, Coello mues-tra de perfil en un alarde en el manejo de la perspectiva. Versión de cuerpo entero del de Medina Sidonia es el conservado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao (fig. 6. ó/l, 207 x 146 cm, nº inv. 69/62), el cual está atribuido a Claudio Coello, pero que consideramos obra de su taller dada su menor calidad.
No obstante, el lienzo precisaría de una completa restauración para hacer una valoración más exacta de éste. En él la soberana muestra el mismo vestido que en el de tres cuartos pero luce en el pecho el gran joyel que Mariana de Austria le regaló a su llegada a España y que portaba una miniatura con el retrato de Carlos II. 

El padre Cabanillas, 1689 - 1693.
Óleo sobre lienzo, 76 x 62 cm. Museo del Prado
La efigie del franciscano Cabanillas ofrece un ejemplo significativo del retrato de busto prolongado, muy habitual en la tradición figurativa occidental. Esta tipología permite un mayor acercamiento a los rasgos esenciales del personaje, reduciendo los elementos accesorios aunque sin llegar a prescindir de ellos: los ropajes o una somera ambientación espacial tras la figura. Esta economía de medios, sin hurtar datos acerca de la condición social del retratado, favorece la concentración del espectador en el rostro del protagonista. Sus facciones, su gesto, invitan a reconocer en él su fisonomía, pero también algo de su personalidad. Claudio Coello (1642-1693) captó así la expresión atenta y serena de un religioso franciscano. El tosco hábito revela su pertenencia a la orden de San Francisco, como único y sencillo atributo. La basta tela aísla con su tonalidad parda el rostro, en buena parte rodeado por el capuchón, e incluso oculta las manos, acentuando el aire frailuno. Ninguna insinuación de movimiento distrae del centro de atención, ni siquiera la sugerencia de un paisaje campestre. El retrato se convierte así en una invitación al acercamiento, casi íntimo, al aparentemente humilde Cabanillas. Éste mira con una franqueza casi acorde con la sencillez del hábito, en una mezcla especial de bondad y vigor. La obra resulta singular, no sólo por su efectividad, sino por el contexto en el que se creó. Procede de las colecciones reales españolas y, hasta el momento, no se había establecido el vínculo entre este fraile y la familia real. El cuadro perteneció a Isabel de Farnesio, la segunda esposa de Felipe V, entre cuyas pinturas fue inventariada en el palacio de La Granja de San Ildefonso en 1746, ya atribuida a Coello. Allí llegó en 1741 con la herencia de Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II y tía de Isabel. Tras el fallecimiento del último Habsburgo, Mariana fue exiliada, primero a Toledo y después a Bayona. Recientemente se ha localizado entre los pagos de su pequeña corte francesa una dotación de limosna efectuada en 1718 al Padre Cauanillas relijioso lego de San Jil, quien indudablemente es el retratado por Coello.
El convento de San Gil de Madrid se levantaba en las proximidades del Alcázar. Precisamente, parte de la antigua fundación tuvo que ser demolida para su ampliación en el siglo XVI. Por ello gozó de una especial protección de sus regios vecinos. No resulta extraño que la reina Mariana mantuviera contacto con uno de sus frailes, al que sin duda conoció durante su estancia madrileña (1689-1701). Se trata pues de un personaje con algún ascendiente espiritual para la soberana, quien se acompañó en el exilio del retrato que años antes le hiciera el pintor de cámara de Carlos II. Coello había trabajado en la capilla de San Pedro de Alcántara en San Gil, hecho que lo relaciona más estrechamente con esa comunidad. Por tanto, no es un retrato cortesano propiamente dicho, sino correspondiente al ámbito privado de la reina y con connotaciones religiosas. Esto explica su cercanía e intimidad, alejada de toda retórica oficial. Si, como se deduce, fue ella la comitente directa, se debe retrasar la cronología tradicional para ajustarlo a la fecha de la llegada de Mariana a Madrid y antes de la muerte del artista. 

Doña Nicolasa Manrique, ca. 1690-1692.
Óleo sobre lienzo, 82 x 61 cm. Madrid, Instituto de Valencia de Don Juan.
La retratada, según extenso rótulo que lleva el lienzo al dorso, es doña Nicolasa Manrique de Mendoza, condesa de Valencia de don Juan, duquesa de Nájera, esposa de don Beltrán Vélez de Guevara, nacida en 1672 y, como afirmaba su contemporáneo el genealogista Salazar y Castro, «una de las mayores herederas de nuestros tiempos». Sánchez Cantón enumera la larga lista de sus títulos, «en verdad expresiva de su importancia», y muestra la dramática historia de sus últimos años.
El lunes 6 de junio de 1687 casó doña Nicolasa con don Beltrán Vélez de Guevara, comendador de los bastimentos de Montiel en la orden de Santiago, capitán general de las galeras de Sicilia, luego de las de Nápoles y más tarde de las de España, hermano del décimo conde de Oñate. La boda se celebró bajo felices auspicios. Tan sólo una hija fue fruto de este matrimonio, doña Ana Sinforosa, nacida en 1698.
A la muerte de Carlos II, don Beltrán tomó partido por el archiduque Carlos, y con pretexto de haber interceptado unas cartas de la duquesa a su esposo, fueron apresadas doña Nicolasa y su hija de orden de Felipe V, y en 1708 recluidas en el alcázar de Segovia, amén del consiguiente secuestro de los estados. No se volvió a unir el matrimonio. Las penalidades sufridas arruinaron la naturaleza de doña Nicolasa, que testó en la prisión y murió en ella en 1710. Don Beltrán murió en Barcelona en 1713. La hija, después de recobrar la libertad, tardó aún años en gozar de sus estados, en cuya posesión entró por real cédula del Buen Retiro de 9 de marzo de 1715.
El retrato es de extraordinaria precisión, tanto en el dibujo y en la técnica —que consigue admirable definición en el traje de encaje y en las flores y joyeles— como en el tratamiento psicológico del personaje, cuya delicada sensibilidad femenina se expresa a través de un rostro no especialmente agraciado, con una nariz excesiva, pero con acogedora sonrisa.
La edad que aparenta —entre dieciocho y veinte años— permite fechar el lienzo entre 1690 y 1692. Es, pues, obra de los últimos tiempos del maestro, que murió, como es sabido, en abril de 1693.
Su extraordinaria calidad hace lamentar que no dispongamos de más abundante producción retratística del pintor, especialmente en este género de retratos de medio cuerpo, más directo e íntimo que el retrato oficial cortesano, de cuerpo entero y mayor aparato escenográfico. Palomino alude repetidas veces a los retratos de Coello y no debe olvidarse que La adoración de la Sagrada Forma del Escorial, su obra maestra, es en buena parte una soberbia galería de retratos.

Retrato de doña Teresa Francisca Mudarra y Herrera, 1690
Óleo sobre lienzo. 210 x 145,5 cm.  (Museo de Bellas Artes de Bilbao)
El retrato de esta dama, de rasgos finos, acusados y enérgicos, que expresan una extraordinaria firmeza de carácter, es obra muy significativa del retrato cortesano de su momento. En otro tiempo atribuido a Juan Carreño de Miranda, este lienzo es seguramente pieza admirable de Claudio Coello, por su técnica mucho más corpórea, rotunda en el modelado del rostro y precisa en la definición de los accesorios, sin los característicos toques libres y chisporroteantes del pincel de Carreño.
La importancia que el pintor concede al espacio, sugerido a través de la luminosa arquitectura del fondo, y la complacencia en los lujosos accesorios, como los encajes del vestido, la cortina que pende de la izquierda y el rico búcaro de cerámica roja que se sitúa sobre el bufete, son elementos característicos del arte de Coello. Este pintor, último gran representante del barroco madrileño, concilia una severidad solemne en el tratamiento de la figura con una escenografía enteramente barroca, así como un sentido del color rico y dispuesto en manchas con intensidad notable. La moda que viste la señora puede situarse hacia 1690.
Doña Teresa Francisca Mudarra y Herrera fue la esposa de don Juan de Larrea y Heredia, caballero de Calatrava, señor de la Casa y Torre de Larrea en la merindad de Zornoza, señorío de Vizcaya, del Consejo y Junta de Guerra y de Indias de la majestad del rey Carlos II y secretario de Estado y del Despacho Universal. 

Últimos años
Tras la Adoración de la Sagrada Forma no se tienen noticias precisas de trabajos hechos para la corte. Aunque unos días después de muerto su viuda cobró por cinco retratos que le había encargado Mariana de Neoburgo, segunda esposa de Carlos II, en los preparativos para su entrada en Madrid no había participado y la llegada a España de Luca Giordano en 1692 para pintar al fresco la escalera del monasterio de El Escorial le causó una profunda decepción. ​
Por el contrario, no debió de faltarle el trabajo para iglesias y conventos sobre todo de fuera de Madrid. En enero de 1691 escribió al padre Matilla del convento de San Norberto de Madrid disculpándose por haber interrumpido un trabajo, del que no se tiene otra noticia, a causa de su mala salud. ​ También en 1691 fue nombrado pintor de la catedral de Toledo y firmó «CLAVDIVS A COELLO PIGNOR [sic] REGIS» la Coronación de la Virgen del remate del retablo mayor de la iglesia parroquial de La Calzada de Oropesa, de formato trapezoidal por adaptarse al cascarón del ábside, flanqueada por otros dos lienzos con ángeles músicos también de su mano. No hay seguridad, sin embargo, de que fuese también suyo el lienzo de gran formato de la Asunción de la Virgen que ocupaba el cuerpo principal de ese retablo, incendiado en la guerra civil (1936) y sustituido por una modesta copia a partir de fotografías, que podría haber sido pintado por Donoso. El mismo año firmó el San Juan de Sahagún pintado para el desaparecido convento de San Agustín de Salamanca junto con un Santo Tomás de Villanueva, conservados ambos en la iglesia del Carmen de Abajo de aquella ciudad. Conforme al relato de Palomino, lo último que acabó fue El martirio de San Esteban —que a algunos parecía poco martirio— pintado por encargo de fray Pedro Matilla, confesor del rey, para ser colocado en lo alto del retablo mayor de la iglesia de San Esteban de Salamanca, obra de José Benito de Churriguera. Acabado el cuadro, contaba el biógrafo cordobés, con sus brillantes colores se expuso en palacio donde lo vio Luca Giordano, «a quien pareció muy bien; y con razón, porque es excelentísimo cuadro».​ Testimonio del inmediato éxito de la pintura es también la existencia de una buena copia, pintada probablemente en el propio taller de Coello, en el retablo mayor, también de los Churriguera, de la iglesia parroquial de San Esteban de Fuenlabrada. ​
Coello otorgó poder a su esposa el 15 de abril de 1693 para que dictase su testamento conforme a lo que tenían hablado y murió cinco días más tarde, siendo enterrado en su parroquia de San Andrés. Dejaba por herederos a sus hijos Bernardino, nacido del primer matrimonio, y Juan Cristóbal, a quien daba tratamiento de don quizá por ser sacerdote, Miguel, Tomás, Juana, Felipa y Manuela, estas dos últimas de tres y un año respectivamente. ​ El inventario que se hizo de sus bienes incluía una colección de pinturas formada por 180 entradas de cuya tasación se encargaron Teodoro Ardemans y Manuel de Castro, discípulos ambos de Coello. Buena parte debían de ser los modelos y bocetos de sus propios cuadros junto a un significativo número de copias de Rubens, Tiziano, Veronés, Van Dyck y Velázquez (retrato de una niña). Pinturas religiosas y retratos estaban bien representadas, pero también guardaba pinturas de géneros de los que no hay constancia que cultivase, como paisajes, bodegones, floreros y pequeños cuadros de asunto mitológico. 

San Francisco de Asís, Segunda mitad del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 160 x 90 cm. Depósito en otra institución.
Vestido con el típico sayal de los franciscanos, sujeto por el rústico cordón con los tres nudos significativos de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Sostiene en su mano un crucifijo, mientras que se aprecian visiblemente las llagas en su propio cuerpo. En esta ocasión la representación del santo no trata de acercarse a la descripción hecha por su biógrafo Tomás de Celano que habla de una figura de apariencia enclenque, de pequeña estatura, ojos enfermos y barba rala. El tratamiento de la figura participa de la monumentalidad escultórica propia de las creaciones de Coello y el suave tratamiento del hábito, de ampulosos y pesados pliegues, que le sirve a Coello para expresar su sentido volumétrico y su concepto espacial están aquí presentes, al igual que su gusto por colocar sobre peldaños o banzos las figuras para concederlas un sentido de mayor dignidad y aplomo e insistir en efectos de perspectiva. La similitud de las dimensiones de San Francisco y de San Antonio de Padua y la confrontación de sus actitudes obligan a pensar que ambas obras se hallaban emparejadas en un desconocido conjunto, como pudiera ser algún retablo de un convento franciscano en el que estos lienzos formasen sus calles laterales. La biografía de los santos quizá permita pensar que la caja central del citado retablo estuviese presidida por una escultura mariana.

San Antonio de Padua. Segunda mitad del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 159 x 90 cm.


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