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jueves, 26 de noviembre de 2020

Capítulo 17 - Pintura barroca española

 

Pintura barroca de España

La pintura barroca española es aquella realizada a lo largo del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII en España. ​ La reacción frente a la belleza en exceso idealizada y las distorsiones manieristas, presente en la pintura de comienzos de siglo, perseguirá, ante todo, la verosimilitud para hacer fácil la comprensión de lo narrado, sin pérdida del «decoro» de acuerdo con las demandas de la iglesia contrarreformista. La introducción, poco después de 1610, de los modelos naturalistas propios del caravaggismo italiano, con la iluminación tenebrista, determinará el estilo dominante en la pintura española de la primera mitad del siglo. Más adelante llegarán las influencias del barroco flamenco debido al mandato que se ejerce en la zona, pero no tanto a consecuencia de la llegada de Rubens a España, donde se encuentra en 1603 y 1628, como por la afluencia masiva de sus obras, junto con las de sus discípulos, que tiene lugar a partir de 1638. Su influencia, sin embargo, se verá matizada por la del viejo Tiziano y su técnica de pincelada suelta y factura deshecha sin la que no podría explicarse la obra de Velázquez. El pleno barroco de la segunda mitad del siglo, con su vitalidad e inventiva, será el resultado de conjugar las influencias flamencas con las nuevas corrientes que vienen de Italia con la llegada de los decoradores al fresco Mitelli y Colonna en 1658 y la de Luca Giordano en 1692. A pesar de la crisis general que afectó de forma especialmente grave a España, esta época es conocida como el Siglo de Oro de la pintura española, por la gran cantidad, calidad y originalidad de figuras de primera fila que produjo. 

Clientes y mecenas
La iglesia y las instituciones con ella relacionadas (cofradías y hermandades), así como los particulares que encargaban pinturas para sus capillas y fundaciones, continuaron constituyendo la principal clientela de los pintores. De ahí también la importancia de la pintura religiosa, que en plena Contrarreforma se usará como un arma al servicio de la Iglesia católica. Los pintores que trabajaban para ella se vieron sometidos a limitaciones y al control de los rectores de los templos en cuanto a la elección de los asuntos, como es lógico, pero también en el modo de tratarlos, siendo frecuente que en los contratos se propusiesen los modelos que el pintor debía seguir o se hiciese constar la necesaria conformidad del prior. ​ En sentido contrario, trabajar para la iglesia proporcionaba al pintor no sólo una considerable fuente de ingresos, sino prestigio y consideración popular al hacer posible la exposición pública de su trabajo. ​
En segundo lugar ha de considerarse el patrocinio de la corte, que en el caso de Felipe IV permite hablar de un «verdadero mecenazgo».​ Desde Madrid Rubens escribía en 1628 a un amigo: «Aquí me dedico a pintar, como hago en todas partes, y he hecho ya un retrato ecuestre de Su Majestad, que le ha complacido mucho. Es verdad que la pintura le deleita extremadamente, y en mi opinión este príncipe está dotado de excelentes cualidades. Tengo trato personal con él, pues, como me alojo en palacio, viene a verme casi todos los días».​ La decoración del nuevo Palacio del Buen Retiro dio lugar a importantes encargos llevados a cabo con premura: a los pintores españoles se les confió la decoración del Salón de Reinos, con los retratos ecuestres de Velázquez, una serie de cuadros de batallas, con las victorias recientes de los ejércitos de Felipe IV, y el ciclo de Los trabajos de Hércules de Zurbarán, en tanto en Roma se encargaron a artistas norteños, entre ellos Claudio de Lorena y Nicolas Poussin, dos series de países con figuras para la Galería de los Paisajes. ​ Otro ciclo fue el encargado en Nápoles a Giovanni Lanfranco, Domenichino y otros artistas de más de treinta cuadros de la historia de Roma, al que pertenecía el Combate de mujeres de José de Ribera. ​ La prohibición de trasladar cuadros de otros palacios reales y las prisas de Olivares por completar la decoración del nuevo palacio forzaron a la compra de numerosas obras a coleccionistas particulares, hasta totalizar los cerca de 800 cuadros que colgaron de sus paredes. Entre los vendedores se contaba Velázquez, quien en 1634 vendió al rey La túnica de José y La fragua de Vulcano, pintadas en Italia, junto con algunas obras ajenas, entre ellas una copia de la Dánae de Tiziano, cuatro paisajes, dos bodegones y otros dos cuadros de flores. ​
Inmediatamente se procedió a decorar la Torre de la Parada. El núcleo principal estuvo constituido por el ciclo de sesenta y tres pinturas mitológicas encargadas en 1636 a Rubens y su taller, de las que el pintor dio los diseños y se reservó la ejecución de catorce. ​ Los paisajes, vistas de los sitios reales, se encargaron en esta ocasión a pintores españoles (José Leonardo, Félix Castelo y otros), y Velázquez contribuyó con los filósofos Esopo y Menipo y el retrato de Marte.
El viejo Alcázar también vio notablemente incrementada su colección de pintura. Algunas de las nuevas adquisiciones del monarca despertaron por igual admiración y quejas; así, cuando en 1638 salieron de Roma La bacanal de los andrios y la Ofrenda a Venus, dos de las obras más admiradas de Tiziano, hubo un coro de protestas entre los artistas de la ciudad. ​ Se procedió además a una reordenación de sus fondos, con la participación de Velázquez, dando prioridad a los criterios estéticos. Así, en la planta baja del ala del mediodía, en las llamadas Bóvedas de Tiziano, se reunió un conjunto singular de treinta y ocho lienzos, con las Poesías encargadas por Felipe II a Tiziano, reunidas ahora con la Bacanal y algunas otras pinturas del veneciano, la Eva de Durero, las Tres Gracias de Rubens y algunas más de Jordaens, Ribera y Tintoretto cuyo denominador común era la presencia femenina, en su mayor parte con desnudos. ​ Para completar esta serie de remodelaciones partió Velázquez a Italia en 1648, con el encargo de comprar estatuas y contratar a un especialista en pintura al fresco, encargo que finalmente recayó en Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli. Entre tanto se continuó trabajando en el Alcázar y así, por ejemplo, en 1649 a Francisco Camilo se le encargaron una serie de escenas de las Metamorfosis de Ovidio que no contentaron al rey. 
Dentro del patrocinio cortesano han de considerarse también los decorados escenográficos. Para las representaciones teatrales del Buen Retiro se trajo a los ingenieros italianos Cosme Lotti y Baccio del Bianco, que introdujeron las tramoyas y los juegos de mutaciones toscanas. Francisco Rizi fue durante muchos años el director de los teatros reales y se conservan algunos de los dibujos de sus telones, en los que participaron también otros artistas, como el granadino José de Cieza, pintor de perspectivas, que obtendría por ello el codiciado título de pintor del rey. ​
Las decoraciones efímeras de fachadas y arcos triunfales en ocasiones festivas, patrocinadas por los ayuntamientos o por los gremios, constituyeron otra fuente de encargos de pintura principalmente profana. Especialmente famosas fueron, por los testimonios literarios y algunas estampas que de ellas se han conservado, las entradas en Madrid de Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, y de las dos esposas de Carlos II, María Luisa de Orleáns y Mariana de Neoburgo, en las que participaron artistas del relieve de Claudio Coello. 
En cuanto a la clientela privada es difícil hacer generalizaciones a la vista de los datos disponibles. Podría decirse que la nobleza, en términos generales, se mostró poco sensible al arte, concentrando sus esfuerzos en la dotación de capillas privadas. ​ Pero algunos miembros de la alta nobleza, especialmente los más cercanos al rey y quienes desempeñaron tareas de gobierno en Italia y Flandes, reunieron grandes colecciones y, en ocasiones, caso de los virreyes de Nápoles con Ribera o de Olivares con Alonso Cano, actuaron como auténticos mecenas. Entre ellos se encontraban «algunos de los más ávidos coleccionistas de Europa».​ Para la primera mitad del siglo Carducho mencionaba veinte importantes colecciones madrileñas entre las que destacaban las del marqués de Leganés, con predilección por la pintura flamenca, y la de Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla, que habiendo recibido de su madre, Vittoria Colonna, una importante colección de obras devotas, la amplió con no pocas mitologías, con originales o copias de Rubens, Tiziano, Correggio o Tintoretto. Esta predilección por la pintura extranjera redujo sin duda los encargos a pintores españoles, pero ha de tenerse en cuenta que muchas obras figuraban en los inventarios sin nombre de autor y, cuando lo llevaban, no siempre se trataba de originales. Gaspar Méndez de Haro, marqués del Carpio, con una impresionante colección de más de dos mil piezas, entre las que destacaba la Venus del espejo de Velázquez, contaba también con obras de Juan van der Hamen y Angelo Nardi, junto con otras de pintores de segunda fila como Gabriel Terrazas y Juan de Toledo, además de copias de Rubens, Tiziano y el propio Velázquez hechas por Juan Bautista Martínez del Mazo. ​ En la colección de los duques de Benavente, donde no faltaba pintura flamenca e italiana, el núcleo lo constituían las pinturas de Murillo, cerca de cuarenta. ​ Excepcional era la colección del nuevo almirante, Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, protector de Juan de Alfaro, por la ordenación casi museística de sus fondos. Sus cuadros se distribuían en salas temáticas dedicadas a los países, los bodegones y las marinas, al lado de otras consagradas a los grandes maestros: Rubens, Rafael, Bassano, Ribera y Pedro de Orrente, cada uno con su propia pieza separada. Otra más se dedicaba a los eminentes españoles, donde colgaba el Sueño del caballero de Pereda junto a obras de Antolínez y Carreño. ​
Tampoco pueden extraerse conclusiones generales en lo que se refiere a otras clases sociales, ante la ausencia de estudios globales. Siendo común la posesión de pinturas como parte del ajuar doméstico, podría resultar exagerado en muchos casos hablar de auténtico coleccionismo. ​ Los inventarios toledanos de la segunda mitad del siglo conservados, algo más de doscientos ochenta, con 13.555 pinturas, podrían dar pistas sobre el género de pinturas que se conservaban en las casas: 5866 (43,92%) de asunto religioso por 6424 de asunto profano (48%, resto sin especificar), ocupando los primeros lugares los países y los temas alegóricos. El porcentaje de pintura religiosa era mayor cuanto más se descendía en la escala social, llegando a representar el 52,83% entre los artífices y oficiales, por solo un 33% de pintura profana. En el extremo opuesto, las colecciones de pintura de los canónigos de la catedral, con 62 cuadros de promedio, estaban formadas por un 59% de asuntos profanos frente a un 37% de asuntos religiosos. ​ La variedad, con todo, era enorme, y se pueden encontrar desde colecciones formadas exclusivamente por pinturas religiosas hasta otras, como la un desconocido llamado Antonio González Cardeña, que tenía en Madrid en 1651 algo más de cincuenta pinturas entre las que no había ninguna de Jesús ni de la Virgen, pero sí catorce de «unos payses y apóstoles», un Paraíso terrenal, diez naturalezas muertas, un bodegón de Snyders (la única de la que se daba nombre de autor), seis lienzos de asuntos de historia y batallas, una marina, seis perspectivas con historias no especificadas, un número indeterminado de «liencecitos de flores», unas «gladiadoras», otro de «una mujer desnuda y un mozo tocando el órgano», dos del rapto de Helena, otro del rapto de Europa y uno más de Neptuno. ​ 

Los pintores y su consideración social
Otra circunstancia que debe tenerse en cuenta es la escasa consideración social en que se tenía a los artistas, al ser considerada la pintura como un oficio mecánico, y como tal sujeto a las cargas económicas y exclusión de honores que pesaban sobre los menospreciados oficios bajos y serviles, prejuicios que sólo serían superados en el siglo XVIII. A lo largo de todo el XVII los pintores lucharon por ver reconocido su oficio como arte liberal. Fueron célebres los pleitos por evitar el pago de la alcabala. ​ Los esfuerzos de Velázquez por ser admitido en la Orden de Santiago buscaban también ese reconocimiento social. Muchos tratados teóricos de esta época, además de proporcionar datos biográficos sobre los artistas, representaban un esfuerzo por dar mayor dignidad a la profesión. Entre los tratadistas estuvieron Francisco Pacheco, Vicente Carducho y el aragonés Jusepe Martínez, defensores en lo formal de los valores y la estética del clasicismo, con una tendencia hacia el idealismo mayor de la que se aprecia en las obras realmente producidas, muy influidas por el naturalismo tenebrista.
Los gremios, en ocasiones dominados por los doradores, y los talleres donde se formaban los artistas, sin embargo, actuaron muchas veces en sentido contrario. También era contraria a la dignidad de la pintura, a juicio de Palomino, la costumbre de los pintores modestos de tener tienda abierta como era usual entre los artesanos. La iniciación profesional, muy temprana, no favorecía la formación intelectual, siendo pocos los artistas que mostraron una genuina preocupación cultural. Entre las excepciones, Francisco Pacheco, el maestro de Velázquez, buscó siempre rodearse de intelectuales con los que se carteaba. También Diego Valentín Díaz en Valladolid tenía una biblioteca de 576 volúmenes (145 Velázquez), pero algunas otras bibliotecas eran francamente modestas e incluso podían no disponer de ningún libro. Caso extremo era el de Antonio de Pereda, quien según Palomino era analfabeto aunque le gustaba hacerse leer libros. ​
Tras el Concilio de Trento la iglesia trató de imponer normas morales más rígidas en cuestiones de sexualidad. Se publicaron algunos tratados que en defensa de la castidad reprobaban pintar desnudos, encabezados por la extensa Primera parte de las excelencias de la virtud de la castidad de fray José de Jesús María, editada en 1601. Buscando obtener su prohibición se publicó anónimamente en Madrid en 1632 la Copia de los pareceres y censuras (...) sobre el abuso de las figuras, y pinturas lascivas y deshonestas; en que se muestra que es pecado mortal pintarlas, esculpirlas, y tenerlas patentes donde sean vistas. Algunos de los teólogos consultados, sin embargo, no se mostraban igual de intransigentes, recordando que los desnudos eran utilizados también en la iglesia para la pintura de Adán y Eva y otros santos y mártires. ​ Contrario también a los desnudos en pintura, fray Juan de Rojas y Auxá se vio obligado a reconocer su abundancia en la colección real, proponiendo como remedio cubrirlos con velos cuando hubiese damas delante. ​ Estos prejuicios ante el desnudo se trasladaron a los pintores incidiendo en su formación. Así Francisco Pacheco, que se decía censor de las pinturas sagradas en su decencia y culto, aconsejaba a los pintores que hubiesen de retratar el desnudo femenino imitar cabezas y manos del natural y estudiar el resto a través de estampas y de estatuas. ​ Sin embargo, mediado el siglo se generalizaron las academias, que fomentaban el estudio con modelo vivo, siempre masculino. Un testimonio gráfico de ellas dejó José García Hidalgo en sus Principios para estudiar el nobilísimo arte de la pintura (1693), no obstante hacerse él mismo eco de iguales prejuicios. ​ 

Los géneros
Pintura religiosa
Para Francisco Pacheco el fin principal de la pintura era persuadir a los hombres a la piedad y llevarlos a Dios. De ahí el aspecto realista que adoptará la pintura religiosa de la primera mitad del siglo y la rápida aceptación de las corrientes naturalistas, al permitir al fiel sentirse formando parte del hecho representado.
El lugar privilegiado es el retablo mayor de los templos, pero abundan también las obras para la devoción particular y proliferan los retablos menores, en capillas y naves laterales. A semejanza del retablo de El Escorial, divididos en calles y cuerpos, suelen ser mixtos, de pintura y escultura. En la segunda mitad del siglo, y a la vez que se imponen los grandes retablos de orden gigante, se produce una tendencia a eliminar las escenas múltiples y a dar un desarrollo más amplio al episodio central. Es el momento glorioso de la gran pintura religiosa, antes de que, ya a finales del siglo, quede frecuentemente relegada al ático, siendo el cuerpo principal del retablo obra de madera y talla. En esta etapa del pleno barroco, a la vez que bajo la influencia de Luca Giordano, presente en España, se pintan al fresco espectaculares rompimientos de gloria en las bóvedas de las iglesias, se harán corrientes las representaciones triunfales (Apoteosis de San Hermenegildo de Francisco de Herrera el Mozo, San Agustín de Claudio Coello, ambas en el Museo del Prado) en composiciones dominadas por las líneas diagonales y desbordantes de vitalidad.
Las imágenes de los santos de mayor devoción proliferan en todos los tamaños y son frecuentes las repeticiones dentro de un mismo taller. Los santos preferidos –además de los recientemente canonizados como Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola o San Isidro- lo son por su vinculación con alguno de los aspectos en los que mayor insistencia pone la Contrarreforma: la penitencia, ilustrada por las imágenes de San Pedro en lágrimas, la Magdalena, San Jerónimo y otros santos penitentes. La caridad, a través de la limosna (Santo Tomás de Villanueva) o la atención a los enfermos (San Juan de Dios, Santa Isabel de Hungría), junto con algunos mártires como testigos de la fe.
El culto a la Virgen, como el culto a San José (fomentado por Santa Teresa) aumenta en la misma medida en que será combatido por los protestantes. Motivo iconográfico característicamente español será el de la Inmaculada, con todo el país, encabezado por los monarcas, empeñado por voto en la defensa de ese dogma aún no definido por el Papa. Por razones semejantes la adoración a la Eucaristía y las representaciones eucarísticas cobran creciente importancia (Claudio Coello, Adoración de la Sagrada Forma de El Escorial). Los temas evangélicos, muy abundantes, frecuentemente serán tratados con la misma idea de combatir la herejía protestante: la Última Cena refleja el momento de la consagración eucarística; los milagros de Cristo harán referencia a las obras de misericordia (así, la serie de pinturas de Murillo para el Hospital de la Caridad de Sevilla). Por el contrario, son escasas las representaciones del Antiguo Testamento, dadas las reservas que su lectura ofrecía a los católicos, y los temas elegidos lo son en tanto que se interpretan como anuncios de la venida de Cristo o son modelos de ella (así el Sacrificio de Isaac, con un significado analógico al de la pasión de Cristo). ​ 

Los géneros profanos
Se desarrollaron en España otros géneros, además con unas características propias que permiten hablar de una Escuela Española: el bodegón y el retrato. La expresión «pintura de bodegón» aparece ya documentada en 1599. El austero bodegón español es diferente de las suntuosas «mesas de cocina» flamencas; a partir de la obra de Sánchez Cotán quedó definido como un género de composiciones sencillas, geométricas, de líneas duras, e iluminación tenebrista.
Juan de Espinosa: Bodegón de uvas, manzanas y ciruelas, 1630, óleo sobre lienzo, 76 × 59 cm, Museo del Prado; ejemplo de bodegón típico español de la primera mitad del siglo.
 
Se alcanzó tal éxito que muchos artistas siguieron a Sánchez Cotán: Felipe Ramírez, Alejandro de Loarte, el pintor cortesano Juan van der Hamen y León, Juan Fernández, el Labrador, Juan de Espinosa, Francisco Barrera, Antonio Ponce, Francisco Palacios, Francisco de Burgos Mantilla y otros. También la escuela sevillana contribuyó a definir las características del bodegón español, con Velázquez y Zurbarán a la cabeza. Este bodegón característico español, no exento de influencias italianas y flamencas, vio transformado su carácter a partir de la mitad del siglo, cuando la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más suntuosas y complejas, hasta teatrales, con contenidos alegóricos. Los cuadros de flores de Juan de Arellano o las vanitas de Antonio de Pereda o Valdés Leal son el resultado de esta influencia foránea sobre lo que hasta entonces era un género marcado por la sobriedad.
Por el contrario, la pintura de costumbres o de género, a la que los tratadistas se referían propiamente como pintura de bodegón, distinta de la pintura de flores y de frutas, a pesar de la atención que le dedicó Velázquez, apenas tuvo cultivadores. Descalificada agriamente por Carducho, únicamente se pueden mencionar alguna obra de Loarte y el conjunto de lienzos que se han venido atribuyendo a Puga, hasta que ya a mediados de siglo y con destino al mercado nórdico Murillo recoja una imagen del vivir callejero en sus escenas de niños mendigos y pilluelos. ​
Por lo que se refiere al retrato, se consolidó una forma de retratar propia de la Escuela Española, muy alejada de la pompa cortesana del resto de Europa; en esta consolidación resultará decisiva la figura del Greco. El retrato español hunde sus raíces, por un lado, en la escuela italiana (Tiziano) y por otro en la pintura hispano-flamenca de Antonio Moro y Sánchez Coello. Las composiciones son sencillas, sin apenas adornos, transmitiendo la intensa humanidad y dignidad del retratado; éste, a diferencia de lo que es general en la Contrarreforma no forzosamente resulta alguien de gran importancia social, pues lo mismo se retrata a un rey que a un niño mendigo. Puede verse un ejemplo en el notable El pie varo, también llamado El patizambo que José de Ribera pintó en 1642. Se distingue de los retratos de otras escuelas por esa austeridad, el mostrar descarnadamente el alma del representado, cierto escepticismo y fatalismo ante la vida, y todo ello en un estilo naturalista a la hora de captar los rasgos del modelo, alejado del clasicismo que paradójicamente defendían por lo general los teóricos. ​ Como es propio de la Contrarreforma, predomina lo real frente a lo ideal. El retrato español, así consolidado en el siglo XVII con los magníficos ejemplos de Velázquez, pero también con los retratos de Ribera, Juan Ribalta o Zurbarán, mantuvo estas características hasta la obra de Goya.
En menor medida, pueden encontrarse temas históricos y mitológicos, de los que algunos ejemplos han sido señalados ya a propósito del coleccionismo. En cualquier caso, si se compara con el siglo XVI, hubo un aumento notable de pinturas mitológicas, al no ir destinadas exclusivamente a las residencias reales y establecerse una producción de lienzos independientes que, lógicamente, estaban al alcance de un mayor público y permitían una variedad iconográfica mayor. ​ El paisaje, lo que se conocía como pintura «de países»,​ como el bodegón, fue considerado un tema menor por los tratadistas, que colocaban la representación de la figura humana en la cima de la figuración artística. En sus Diálogos de la pintura, Carducho consideraba que los paisajes serían, como mucho, adecuados para una casa de campo o lugar de retiro ocioso, pero que siempre serían más valiosos si se enriquecían con alguna historia sacra o profana. Del mismo tenor son las palabras de Pacheco en su Arte de la pintura, que recordando los paisajes que hacen artistas extranjeros (menciona a Brill, Muziano y Cesare Arbasia, de quien habría aprendido el español Antonio Mohedano) admite que «es parte en la pintura que no se debe despreciar», pero sigue la tradición al advertir que son asuntos «de poca gloria y estimación entre los antiguos».​ Los inventarios post mortem revelan, sin embargo, que fue un género muy estimado por los coleccionistas, aunque al ser raro que en ellos se diesen los nombres de los autores no es posible saber cuántos fueron producidos por artistas españoles y cuántos fueron importados. ​ A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la pintura holandesa, en España no hubo auténticos especialistas en el género, a excepción, quizá, del guipuzcoano activo en Sevilla y colaborador de Murillo Ignacio de Iriarte, aunque algunos pintores como Francisco Collantes y Benito Manuel Agüero en Madrid son conocidos por sus paisajes con o sin figuras, género en el que también las fuentes mencionan con elogio al cordobés Antonio del Castillo. ​ 

Escuelas
Durante la primera mitad del siglo los más importantes centros de producción se localizaron en Madrid, Toledo, Sevilla y Valencia. Pero aunque sea habitual clasificar a los pintores en relación con el lugar donde trabajaron, esto no sirve para explicar ni las grandes diferencias entre los pintores ni tampoco la propia evolución de la pintura barroca en España. En la segunda mitad de siglo, decaen en importancia Toledo y Valencia, centrándose la producción pictórica en Madrid y en Sevilla principalmente aunque nunca dejase de haber pintores de cierto relieve repartidos por toda la geografía española. 

Primera mitad del siglo XVII
La escuela madrileña
A comienzos de siglo trabajaban en Madrid y Toledo una serie de pintores directamente relacionados con los artistas italianos que vinieron a trabajar al Monasterio de El Escorial; los ejemplos paradigmáticos son Eugenio Cajés (1575-1634) y Vicente Carducho (1576/1578-1638). En la escuela del Escorial se formaron también Sánchez Cotán y Francisco Ribalta. Influidos por la presencia en Madrid de Orazio Borgianni y las pinturas de Carlo Saraceni adquiridas para la catedral de Toledo por el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, buen coleccionista y atento a las novedades de Italia, trataban los temas religiosos con mayor realismo que en la pintura inmediatamente anterior, pero sin incurrir en esa pérdida del decoro que en Roma tantos reprochaban a Caravaggio. Pueden ser recordados en este orden Juan van der Hamen (1596-1631), que pintó tanto bodegones como escenas religiosas y retratos, Pedro Núñez del Valle, que se titulaba «Académico romano», influido tanto por el clasicismo boloñés de Guido Reni como por el caravaggismo y que pintó paisajes además de pintura religiosa, y Juan Bautista Maíno (1578-1649), quien viajó también a Italia donde conoció y se dejó influir por la obra de Caravaggio y Annibale Carracci, y que realizó obras de colores claros y figuras escultóricas. 

EUGENIO CAJÉS de FUENTES (Madrid, 1575/1574-Madrid, 15 de diciembre de 1634)
Fue uno de los pintores más característicos del primer tercio del siglo XVII español y uno de los pilares fundamentales del naturalismo madrileño. ​
Su figura fue reconocida ya en su época, así Lope de Vega, con quien trabó amistad e intereses artísticos, lo cita en el Laurel de Apolo. También encontramos su figura en la literatura artística posterior (Jusepe Martínez, Antonio Palomino).
Se consideran discípulos suyos a los pintores Antonio de Puga, Luis Fernández, Antonio de Lanchares y Jusepe Leonardo.
Cajés es una de las formas de castellanización de Cascese, topónimo toscano y apellido del pintor aretino Patricio Cajés, padre de Eugenio, que se estableció en Madrid en 1567 para ejercer como pintor y decorador de paramentos al servicio de Felipe II y otros clientes. Patricio se casó en 1573 con Casilda de Fuentes en la parroquia de San Sebastián. En el mismo templo fue bautizado Eugenio el 10 de enero de 1574, siendo el mayor de 8 hermanos. ​
Eugenio empezaría a formarse en el taller de su padre y, según Jusepe Martínez, estudió mucho tiempo en Roma. ​ Bajo la tutela de Patricio, Eugenio aprendería las técnicas del fresco, el estuco y el dorado decorativo que luego aplicaría en encargos posteriores. Según declara en su testamento Pantoja de la Cruz, con quien trabó amistad Cajés, también habría aprendido la talla en marfil, pero no se conoce ninguna obra.
En 1598 Cajés contrae matrimonio en Madrid con Felipa de Ávila y Manzano, la hija de un carpintero de El Escorial fallecido al caer de un andamio, y se instala de la calle del Baño. Del matrimonio nacieron tres hijas y un hijo. Comienza entonces su prolífica actividad en la Corte donde, además de pintar, reivindicó la creación de una academia de pintura y la exención de gravámenes para el ejercicio de su oficio al considerarlo un arte liberal. Entre las numerosas obras ubicadas en iglesias de la capital que cita Palomino, ​ solo un San Francisco sostenido por los ángeles, permanece en su ubicación original en la Capilla del Obispo.
En 1604 recibe junto con su padre el encargo de un retablo para San Felipe el Real, al que debe pertenecer el lienzo con el Abrazo de San Joaquín y Santa Ana (Madrid, Real Academia de San Fernando). ​ En ese mismo año recibió el pago del encargo de copiar dos obras de Correggio, entonces en la Colección Real: Leda y el cisne y el Rapto de Ganimedes, regaladas entonces a Rodolfo II, donde demuestra su capacidad para reproducir la característica morbidezza del maestro italiano. Cultivó entonces también el género del retrato, como demuestra el Retrato del cardenal Cisneros (Universidad Complutense de Madrid).
Entre 1607 y 1609 trabajó en la decoración de la sala de Audiencias del palacio del Pardo, donde además realizó otros trabajos en colaboración con su padre y con Vicente Carducho, pintor con el que trabajará en numerosas ocasiones en adelante. Juntos acometen los frescos de la capilla del Sagrario de la catedral de Toledo en 1615 y los retablos mayores del monasterio de Guadalupe (1618) y Algete (1619). Paralelamente, Cajés trabaja en algunos lienzos de gran formato en Toledo donde muestra un estilo propio ya formado. Son de esta época el San Pedro crucificado de la Catedral, La Anunciación del Convento de Santo Domingo el Antiguo y, en particular, la Santa Leocadia del templo homónimo, relacionada formalmente con otra pintura de Cajés: La Virgen con el Niño del Museo del Prado.
En 1628 solicita la plaza de ujier de cámara, que es estimada por el monarca, aunque no llegó a hacerse efectivo el nombramiento.
De los años finales de su producción son La Asunción (1629) y El Martirio de San Felipe (1630) de la parroquia de Torrelaguna o el Cristo en el Calvario antes de la Crucifixión (Museo del Prado). En estos mismos años pinta una Historia de Agamenón que colgó en el Alcázar y hoy perdida, y trabajó en dos lienzos de batallas de gran formato para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, dejándolos inacabados al morir en 1634. De estos, Carducho terminó La expulsión de los holandeses de la isla de San Martín por el marqués de Cadereita, obra perdida en la Guerra de la Independencia, y Antonio de Puga y Luis Fernández La recuperación de San Juan de Puerto Rico, en el Museo del Prado.
Eugenio Cajés fue enterrado en la iglesia de San Felipe el Real de Madrid. 

Son constantes en su obra un estilo delicado, de suaves líneas y rostros dulces e inexpresivos. Su estilo evidencia el influjo de Correggio y de Maíno en la morbidez de sus formas y en un modelado de gran plasticidad que hace muy característica la forma de pintar de Cajés. Incorpora también en sus pinturas un claroscuro intimista de vinculación caravaggista y una mayor libertad respecto de sus contemporáneos en el uso del dibujo, como se aprecia en los muchos diseños conservados de su mano.
Su pintura va a evolucionar a partir de la influencia de los pintores de El Escorial y del Manierismo reformado, de donde aprende a elaborar composiciones equilibradas, con figuras de complexión ancha, canon alargado, colores ácidos y un tratamiento muy voluminoso de los paños.
Conforme va madurando estilo, incorpora cada vez más aspectos del primer naturalismo bajo el influjo de Bartolomé y Vicente Carducho, apreciándose ecos de la obra de Sebastiano del Piombo y Ribalta: la paleta se hace más contenida, su técnica más ligera y segura, en las figuras domina la monumentalidad y la verticalidad y se aprecia un mayor control de los efectos quebrados y mórbidos de los paños. 

La fábula de Leda
1604. Óleo sobre lienzo, 165 x 193 cm. Museo del Prado
Este lienzo es uno de los pocos ejemplos de pintura mitológica clásica con personajes desnudos que se realizaron en España durante el primer tercio del siglo XVII. Representa un episodio más de los relatos que sobre los amores de Júpiter pueden encontrarse en los textos de Ovidio. Aquí se representa una de las argucias utilizadas por el padre de los dioses del Olimpo para conseguir el amor de Leda, hija de Testio, rey de Etolia y esposa de Tíndaro, rey de la ciudad de Esparta, quien a pesar de sus insinuaciones le rechaza. Él toma la forma de un cisne para así engañarla y conseguir el amor de la mortal. Corno resultado de esta unión, Leda dará a luz dos huevos de cisne; del primero nacerán los gemelos Cástor y Pólux y del segundo Helena. En otra de las versiones literarias el parto será de un solo huevo, del que surgirán Pólux y Helena. La escena se desarrolla en un poblado bosque. Leda y Júpiter, como cisne, están situados en el eje central mientras que los grupos de damas, amorcillos y aves se distribuyen a derecha e izquierda de la composición. El original de Antonio Allegri "Correggio" (1489-1534) formaba parte de una serie de cuatro lienzos que relataban los amoríos de Júpiter, encargados por Federico II Gonzaga al parecer para ser regalados al emperador Carlos V; así pasarían a formar parte de las colecciones reales españolas. Se sabe también que Antonio Pérez, que fue secretario de Felipe II hasta caer en desgracia, poseía un ejemplar de esta composición, que se describe en el documento realizado para la subasta de sus bienes en 1585. El pintor Eugenio Cajés, hijo del también pintor italiano Patricio Cajés, que había venido a España a trabajar en el Monasterio del Escorial, había nacido en Madrid en 1571. Seguramente estudió con su padre y posteriormente estuvo en Roma durante cuatro años. En 1612 fue nombrado pintor del rey y además de trabajar para la Corte lo hizo también para iglesias, conventos y clientela privada. Muere en 1634 mientras pintaba para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Cajés pinta esta magnífica copia en 1604, por encargo del rey Felipe III, poco antes de la salida del lienzo original de España para ser entregado a Rodolfo II en Praga. El 19 de agosto de este año, el pintor recibe el pago de 1.500 reales por la realización de esta y otra copia del Rapto de Ganímedes, también de Correggio, cuyo original se conserva hoy en el Museo de Historia del Arte de Viena. La fábula de Leda posteriormente paso a formar parte de la colección de la reina Cristina de Suecia, perteneció al duque de Orleans, regente de Francia, cuyos herederos la vendieron al rey de Prusia.
Actualmente se conserva en el Museo de Berlín. Gracias a la fidelidad de esta copia, podemos conocer cómo fue el original antes de sufrir diferentes daños en el siglo XVIII. Entre otras mutilaciones, la cabeza de Leda fue cortada y posteriormente destruida; la que hoy ocupa su lugar, con una inclinación menos acusada, es producto de las diferentes restauraciones recibidas a lo largo de su historia. La obra llegó al Museo del Prado desde las colecciones reales españolas. Puede comprobarse su localización en los inventarios del Alcázar de Madrid realizados en 1636 y 1734, fecha en la que se salvó del incendio ocurrido en el palacio ocupado por los Austrias. 

La recuperación de San Juan de Puerto Rico
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 290 x 344 cm. Museo del Prado
El hecho representado es la defensa y recuperación de la bahía de Puerto Rico ante el ataque, en septiembre de 1625, de una escuadra holandesa mandada por el almirante Balduino Enrique (Boudewijn Hendrickszoon). Contando con diecisiete naves y un nutrido cuerpo de desembarco, los holandeses entraron en la bahía el 25 de septiembre, y en los dos días siguientes ocuparon el espacio comprendido entre la ciudad y el castillo de San Felipe, defendido por el gobernador don Juan de Haro. El sitio del castillo, batido por la artillería holandesa desde la torre del Cañuelo y el alto llamado del Calvario, duró 28 días, y finalizó, tras negarse Haro por dos veces a la rendición y ser incendiada la ciudad por los holandeses, el 22 de octubre, día en que una salida de la guarnición española, al mando del capitán don Juan de Amézqueta, con grande riesgo, el agua a la cinta, obligó a los holandeses a reembarcar, según relató Gonzalo de Céspedes y Meneses en su Primera parte de la historia de don Felipe III, rey de Españas, publicada en 1631. El episodio terminó al abandonar los holandeses el puerto el 3 de noviembre, dejando tras sí 400 muertos y una nave de 500 toneladas con 30 piezas de artillería que quedó encallada. Según muestran las cartas de pago y el propio testamento de Cajés, el pintor quedó encargado de realizar dos cuadros de batallas para el Salón de Reinos, por los que recibiría 700 ducados: esta obra y otra con La expulsión de los holandeses de la isla de San Martín por el marqués de Caldereita (desaparecido desde la Guerra de la Independencia tras ser seguramente sustraído por Sebastiani o algún otro general francés). Pese a que este último estaba, según Cruz y Bahamonde, firmado y fechado en 1634, parece seguro que Cajés, que murió el 15 de diciembre de ese año, no llegó a hacer, por sí solo, ninguno de ellos y que dejó al menos uno sin terminar. El 1 de Marzo de 1635, el pintor Antonio Puga declaró en su testamento que había trabajado en casa de Cajés, por orden de éste, en los cuadros del Salón de Reinos, y, el 14 de abril del mismo año, Luis Fernández recibió 800 reales por haber acabado el cuadro de pintura que dejó comenzado Eugenio Caxés. Como han hecho notar Angulo y Pérez Sánchez, lo más probable es que Puga trabajara en ambos lienzos realizando los paisajes y que Fernández se encargará de terminas los primeros términos de uno de ellos, quizá de éste, si es verdad que el otro estaba firmado en 1634. Los mismos autores han señalado que la factura de este lienzo no encuentra paralelo en la producción de Cajés, y han sugerido la posibilidad de que la composición fuese proporcionada por Carducho. Los personajes del primer término son, con seguridad, el gobernador Juan de Haro, y probablemente, Juan de Amézqueta, quien comandó la salida del fuerte. Tras ellos aparecen las tropas españolas empujando a los holandeses hacia el mar y varias naves enemigas. Una de ellas, con la bandera tricolor de los Países Bajos en su arboladura, debe ser la que quedó encallada. En tierra se muestra el caserío incendiado por los holandeses. Se ha señalado que el fondo presenta un sorprendente parecido con el paisaje real. Este lienzo es uno de los cincuenta cuadros elegidos durante la Guerra de la Independencia para el Museo Napoleón. Devuelto de Francia el 10 de junio de 1816, entró en el Museo en 1827. 

La Virgen con el Niño y ángeles
1618. Óleo sobre lienzo, 160 x 135 cm. Museo del Prado
La Virgen sostiene en su regazo al Niño dormido, mientras le adora con las manos unidas en un delicado gesto. A su alrededor, pequeños grupos angélicos ad­miran al pequeño Redentor desde el rompimiento celestial, mientras otros sos­tienen los pañales y flanquean a la Virgen, apoyándose sobre la cuna -cuya ejecución contiene matices del incipiente naturalis­mo pictórico-, pudiendo contemplarse al fondo el hueco arquitectónico que nos asoma a la carpintería de San José. En esta obra Cajés realiza una conjun­ción entre el tenebrismo caravaggiesco y la morbidez aún manierista de Correggio. El resultado, de aspecto amable y delicado, ex­presa una evidente asimilación de conceptos del arte italiano de su época, como resultado, sin duda, de su estancia de aprendizaje en Roma, donde entra en contacto con el cír­culo del Caballero de Arpino. Parece espe­cialmente unido a Correggio, por cuestiones técnicas, corno la similitud en la forma de modelar las figuras, así como por haberle si­do encomendadas las copias de varias obras mitológicas del autor italiano por el rey Fe­lipe III, acercándose de esta manera aún más a su técnica. Suele mencionarse la similitud de sus obras con las de Giovanni Lanfranco, aunque Cajés parece más preocupado por la experimentación con el color y el modera­do claroscuro que por la corrección en el di­bujo. Entre sus contemporáneos españoles aparece especialmente unido a Vicente Car­ducho, con el que colaboró en diversas oca­siones. Ambos serán los pintores de mayor prestigio en Madrid hasta la llegada del joven Velázquez y su promoción en la corte. Se conservan dibujos preparatorios de esta obra en el Museo del Prado y en la Co­lección Witt de Londres.

La Asunción de la Virgen
1603. Óleo sobre lienzo, 140 x 71 cm. Museo del Prado
Obra muy significativa del gusto de Cajés por su colorido refinado, las formas de sus figuras son aún manieristas siendo su técnica libre y suelta. El rompimiento luminoso, en el que sitúa la corona de ángeles que hacen coro a la Virgen, evoca su paso por Italia y el contacto que pudo tener con artistas del ambiente clasicista próximos a Lanfranco. En ella también aparecen sus característicos angelotes rollizos y mofletudos y la mórbida suavidad con la que modela sus figuras, tiñendo siempre sus rostros de una lechosa blancura que recuerda métodos próximos a Correggio, artista por el que debió sentir especial interés, según se desprende de alguna copia excelente que pintó. El lienzo procede de las Colecciones Reales y la fecha de 1603, que parece leerse en su firma, le convierte en la primera obra conocida de su extensa producción. 

La Natividad
Hacia 1610. Óleo sobre lienzo, 70,2 x 80,5 cm. Museo del Prado
Esta Natividad, siendo una pintura que por tema y estilo pictórico resulta característica de la producción de Cajés, es una de las composiciones más delicadas e intensas de este artista madrileño que, junto con Vicente Carducho (h. 1576-1638), fue un referente fundamental de la pintura madrileña del primer tercio del siglo XVII.
Esta pintura se dio a conocer en 1992, fecha en la que fue adquirida por Plácido Arango. Nada se sabe de su primera procedencia, aunque por su formato y sus dimensiones, y por el carácter íntimo de la composición, parece pensada para un ambiente devocional privado, en el que el espectador pudiera sentirse próximo a esta imagen doméstica, un nocturno sutilmente iluminado, donde el Niño duerme plácidamente arropado por la Virgen y velado por un san José que une sus manos en gesto de fervorosa oración. Se ha sugerido también que pudo realizarse para una pequeña capilla conventual; de hecho, Antonio Palomino mencionó como de este artista un nacimiento del Hijo de Dios en una capillita que está junto a la pila del agua bendita (Palomino 1724, vol. III, p. 301) en la iglesia de San Martín de Madrid. La referencia a un espacio bautismal parece apropiada para esta composición, aunque la cita también puede servir para otros ejemplares, como La Sagrada Familia con ángeles (Elche, colección particular) o La Adoración del Niño Jesús que en 2009 era propiedad de Christopher González-Aller. Para el profesor Pérez Sánchez (1994) este es un asunto que Cajés repitió a lo largo de su carrera, bien por interés propio o por la buena aceptación que estos temas tenían entre su clientela más próxima.
La fecha de realización, hacia 1610, se corresponde con un periodo especialmente brillante en la carrera de este artista, cuando llevaba dos años al servicio del rey y su pintura mostraba una intención inequívoca de originalidad o, como refirieron Angulo Íñiguez y Pérez Sánchez, una manifiesta voluntad estilística (1969, p. 216), que le distingue de entre los pintores de la escuela madrileña, incluido Vicente Carducho, el pintor de origen florentino con el que compartió numerosos encargos. Los modelos figurativos de Cajés se caracterizan por unas formas robustas, plenas, pero que al dotarlas de perfiles suaves, mórbidos, y de una iluminación contrastada, se perciben como figuras evanescentes, inaprensibles. Se aproximan desde luego a la producción de Antonio Allegri da Correggio (1489-1534), de quien tuvo ocasión de ver y de copiar algunas de sus pinturas presentes en las colecciones reales españolas. Con todo, el modo de concebir la composición en una escena nocturna, cargada de silencio y quietud, recuerda sobre todo a Luca Cambiaso (1527-1585), pintor genovés cuya presencia en El Escorial resultó decisiva en la primera formación de Cajés.

VICENTE CARDUCHO, (Florencia; 1576 o 1578 - Madrid; 1638)
Pintor y tratadista de arte barroco de origen italiano, cuya actividad artística se desarrolló en España, maestro de pintores como Francisco Fernández, Pedro de Obregón, Francisco Collantes, Bartolomé Román y Félix Castello.
Aunque nacido en Italia, se traslada muy joven a España siguiendo a su hermano Bartolomé, quien había sido contratado por Felipe II para la magna obra del Monasterio de El Escorial como pintor de frescos y retablos; en su taller aprendió el oficio, impregnándose de su estilo, entre el clasicismo y el manierismo pos renacentista. Tras la realización de diversos trabajos menores para la corte española, su primera gran obra es el retablo Predicación de San Juan Bautista, para el Monasterio de San Francisco de Madrid, de concepción muy atrevida para la época (dos cuadros procedentes de esta serie se conservan en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando).​
Discípulo y ayudante de su hermano, tras la muerte de éste en 1609 adquiere su misma posición como pintor de cámara del rey, encargándose de la decoración de una galería en el Palacio Real de El Pardo, con cuadros referentes a la hazañas de Aquiles.
En 1618, y ya como pintor del rey Felipe III, colaboró en el altar mayor del Monasterio de Guadalupe, situado en la provincia extremeña de Cáceres, entonces monasterio de la orden jerónima. Pintó también el retablo mayor del Real Monasterio de la Encarnación, en Madrid, entre 1613 y 1617, presidido por una monumental Anunciación (conservada in situ, aunque el retablo fue modificado posteriormente). En colaboración con Eugenio Cajés realizó en 1619, por 720 ducados, los tres lienzos que se conservan en la calle derecha del Retablo Mayor de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Algete (Madrid): Nacimiento (que aparece firmado: "Vicentius Carductius p.../fecit. 1619), La Adoración de los Magos y La Ascensión del Señor.
Carducho debió de ver con suspicacias, cuanto menos, la rápida ascensión en la Corte de un joven pintor procedente de Sevilla: Diego Velázquez, a quien acusó de «sólo saber pintar cabezas», sugiriendo que era incapaz de idear composiciones complejas. Tal vez por esta rivalidad, y con la intervención de Juan Bautista Maíno, el rey Felipe IV convocó en 1627 un concurso entre sus pintores de cámara con el tema La expulsión de los moriscos en 1609. Concurrieron al mismo Velázquez, Angelo Nardi, Eugenio Cajés y el propio Carducho. El premio fue para Velázquez, aunque no se conserva el cuadro con el que ganó, pues resultó destruido en el incendio del Alcázar de Madrid de 1734. Lo único que se conserva de este concurso es un magistral dibujo de Carducho.
Hasta la llegada de Velázquez, Carducho fue la personalidad más influyente de la escuela madrileña de pintura, exponiendo sus concepciones artísticas en el libro Diálogos de la pintura, su defensa, origen, essencia, definición, modos y diferencias al gran monarcha... Felipe IIII... Síguense a los Diálogos, Informaciones y pareceres en sabor del Arte, escritas por varones insignes en todas letras (Madrid: Fr. Martínez, 1633; hay edición moderna de Calvo Serraller: Madrid: Turner, 1979), donde demuestra la profundidad de su cultura humanística, habiendo leído a tratadistas de arquitectura como Marco Vitruvio, Sebastiano Serlio y Andrea Palladio. En ese año y por su influencia, consiguió reducir un impuesto sobre pinturas que era una pesada carga sobre los artistas de la época, y cuatro años más tarde logró la supresión total del mismo; poseía una concepción aristocrática del artista, quien a su juicio debía poseer una formación filosófica y humanista, por más que en la época se consideraba al pintor poco menos que a un mayordomo y un trabajador manual. Fue amigo de Lope de Vega​ y de Luis de Góngora y protegido del Duque de Lerma y, a través de él, de Felipe III, aunque no dejó de irle bien durante el reinado de Felipe IV, de forma que, cuando el valido del monarca, el Conde-Duque de Olivares, impulsó la construcción y decoración del Palacio del Buen Retiro, recibió encargos importantísimos para su Salón de Reinos y fue uno de los más contratados para cantar las gestas bélicas en la Guerra de los Treinta Años. En la década de los treinta pintó, por ejemplo, para el Palacio del Buen Retiro, La victoria de Fleurus, La expugnación de Rheinfelden y El socorro de la plaza de Constanza. Esta concepción de la pintura como arte liberal y no mecánica le hizo desestimar, al menos cara a la galería, la obra de Caravaggio y los temas de género, aunque es innegable que recibió la influencia de su claroscuro tenebrista.
Además de sus trabajos para la realeza, trabajó para gran cantidad de parroquias y conventos, destacando en esta faceta sus obras para el Monasterio del Paular. 

Obras
Cuadros del Monasterio de El Paular
La obra maestra de Carducho fue la realización entre 1626 y 1632 de 56 grandes cuadros para cubrir otros tantos huecos en el claustro de la cartuja de Santa María de El Paular, situado en el valle del Lozoya, en la vertiente madrileña de la sierra del Guadarrama. Estos 56 cuadros de diez metros cuadrados cada uno, conocidos como la serie cartujana, le valieron 130.000 reales del prior Juan de Baeza, quien fue el que le encargó el trabajo, y narran la vida del fundador de la orden, san Bruno de Colonia, así como la historia de la orden cartuja. En su taller de la calle de Atocha, auxiliado por sus discípulos Bartolomé Román (1596-1659) y Félix Castello (nieto del Bergamasco), llevó a cabo el encargo, que le tuvo ocupado durante seis años. Con la desamortización en 1835 fueron repartidos entre diversos museos e instituciones de España, pero sorprendentemente - y tras muchas vicisitudes - se conservan 52 de los 54 cuadros del ciclo (dos se perdieron, probablemente quemados por los republicanos en Tortosa, en cuyo Museo Municipal se hallaban depositados, durante la Guerra Civil Española, 1936-1939).
Tras la exclaustración de los cartujos en 1835, el monasterio estuvo abandonado hasta que en 1954 el Gobierno del General Franco lo cedió en usufructo vitalicio a la orden de San Benito. Tras nueve años de trabajo, en el verano de 2006 se finalizó la restauración de los 52 cuadros del ciclo. Ello fue posible merced a los desvelos del estudioso alemán Werner Beutler y de los responsables del Museo del Prado. La tarea fue difícil, teniendo en cuenta que cada uno de los "mediopuntos" mide 3,45 x 3,15 metros, y que el estado de conservación de casi todos era lamentable. Destacan en especial como obras maestras de este conjunto la Conversión de San Bruno, la Aparición de la Virgen a un hermano cartujo o la Muerte de San Bruno. Unos cuadros narran milagros, apariciones, éxtasis, pesadillas monstruosas y aparatosos martirios, a manera de una gran novela visual, mientras que otros poseen, como valor añadido, el anecdótico; por ejemplo, en Muerte del venerable Odón de Novara aparecen retratos del propio pintor y de su amigo Lope de Vega.
En agosto de 2009 se llevaron a cabo unas importantes obras de restauración y climatización del claustro, precisas para poder obtener el retorno de la serie cartujana de Vicente Carducho a su lugar original​ proceso que culminó en 2011 con la reinstalación de los 52 lienzos supervivientes de los 56 originales (54 del ciclo más otros 2 que representaban el escudo de la orden y el de Felipe IV). ​
Vicente Carducho narra las historias en un tono equilibrado. Aunque abunden los temas de martirio no pone especial énfasis en subrayar la nota fuerte de la tragedia –él no pinta ningún cartujo del tono del mercedario San Serapio, de Zurbarán-, como tampoco sobresale por la expresión mística de sus personajes. El compone la historia sabiamente, los personajes adoptan las actitudes más adecuadas, el conjunto produce una impresión de monumentalidad y equilibrio, un tanto vacío, a veces, pero siempre grato. “Esta serie es una de las de carácter monástico más numerosos y antiguas que se pintan en España durante el siglo XVII. Desde este punto de vista, desempeña papel de primer orden dentro de nuestra pintura seiscientista.”
Carducho realizó este monumental encargo en su taller de la calle de Atocha, auxiliado por sus discípulos Bartolomé Román (1596-1659) y Félix Castello (nieto del Bergamasco), y entregaba los cuadros a medida que los iba realizando en la madrileña Hospedería del Paular. Por el conjunto de su trabajo le pagaron la suma de ciento treinta mil reales.
Entre tan copiosa serie, mencionamos como algunos de los más notables cuadros: “Entrevista del Papa y S. Bruno”, “Muerte del Venerable Odón de Novora”, “S. Bruno renunciando a la mitra de Regio”, “Dom Bosson, General de la Orden, resucita a un albañil muerto”, “La virgen de los Cartujos”, “La humildad de San Hugo”, “S. Dionisio cartujano”, “Martirio de monjes y conversos de la cartuja de Londres”, “San Hugo toma el hábito de cartujo”, “Muerte del padre Laudino en la cárcel”, “Aparición de la Virgen a S. Juan Fort”, “Aparición del padre Basilio de Borgoña a S. Hugo de Linconln, su discípulo”, “El milagro de las aguas”, etc.
A poco de producirse la desamortización, estos cuadros constituyeron de las primeras presas de los desamortizadores, pasando, en 1836, al efímero Museo de la Trinidad y, en 1870, al del Prado, donde permanecieron almacenados hasta 1896, en que se inició la almoneda o saldo de los mismos, “repartiéndose por diversas provincias, sin método de ninguna clase”. Su destino actual es el siguiente; 16 en el Museo del Prado, 14 en la Escuela de Bellas Artes de la Coruña, (de los cuales han sido restaurados, debido a que la sala es pequeña para los cuadros se suelen ir cambiando), siete en la catedral de Córdoba, seis en el Palacio Arzobispal de Valladolid y dos en cada uno de los siguientes sitios: monasterio de Poblet, cartuja de Miraflores, Museo Municipal de Poblet, Palacio episcopal de Jaca, Museo de Zamora y Universidad de Sevilla. 

Conversión de san Bruno. El pintor italiano inicia su serie dedicada a la vida y milagros de san Bruno con la conversión a cartujo a raíz de ver cómo se castigaba a un hombre inocente. En este lienzo se puede observar la perfección de las proporciones y el uso de colores primarios.

El milagro del manantial. La representación de los cartujos, con sus vestimentas blancas, alabando el milagro del manantial le sirve a Vicente Carducho como ejercicio pictórico para ordenar las figuras humanas y destacarlas ante la naturaleza, aunque en dependencia de esta.
 

San Bruno renuncia al arzobispado. Tras la visita al papa Urbano II y la cesión del arzobispado en el Reggio di Calabria (Roma), san Bruno rechaza su cargo y se dedica de pleno a la vida monacal en la cartuja.
 
La virgen María y san Pedro se aparecen a los primeros cartujos. La diferencia entre el mundo superior, celestial, y el terrenal se puede apreciar en este cuadro que muestra una de las apariciones a los cartujos. El lienzo tuvo que ser restaurado fotográficamente debido a los grandes daños que sufría.

San Bruno reza en la soledad de la torre de Calabria. La vida de cartujo incluye el silencio de un retiro espiritual, el rezo por las personas perdidas y la meditación intelectual. Además, en este cuadro se puede apreciar el retrato del entorno que rodea las cartujas.
 
Muerte de San Bruno. Con la pintura de la muerte de san Bruno Carducho imitó los métodos de Caravaggio y mostró su capacidad para utilizar todas las técnicas renacentistas.

Visión de Dionisio Rickiel. Carducho fue capaz de distribuir luces en la inmensidad del lienzo y mostrar la conexión entre la vida de estudioso y ermitaño y la espiritual.

Aparición de la virgen a un cartujo. En esta aparición, Carducho expone los miedos y las inseguridades de los cartujos a pesar de su aislamiento y dedicación intelectual. La inclusión de figuras monstruosas las utiliza a menudo para distinguir entre pensamientos y realidad.

Muerte del venerable Ódon de Novara. Obra de Vicente Carducho. 1632. Lienzo 337 x 299302 cm. Museo del Prado.
En este caso se ofrece la muerte del fundador, el venerable Odón de Novarra que, tendido en un pobre lecho de paja, tapado con un manta de arpillera, recibe la visión de Cristo en gloria. La escena en sí no tiene mayor complicación, pero hay varios elementos que llaman la atención. En primer lugar, tenemos un prodigioso bodegón en primer plano, con extrema sencillez y detallismo material, al estilo naturalista. Después destaca el contraste entre la pobreza de la celda y el esplendor de la visión divina. Una efigie de la Virgen corona el lecho. Otro elemento importante es el coro de frailes que visita al moribundo, entre los cuales se hallan retratados el propio autor, Vicente Carducho, de perfil riguroso. Además se ha querido ver a su amigo, el poeta Lope de Vega, a su derecha.
En Julio de 2011 por fin volvieron los cuadros de Vicente Carducho al Monasterio madrileño de Rascafría de El Paular, en la imagen observamos que ya están recolocados sobre los muros del claustro que los alojó desde 1632 hasta 1834. Los lienzos han sido restaurados por los talleres del Museo del Prado.
Además de las pinturas del Paular, las principales obras de Carducho se encuentran actualmente en el Museo del Prado.
·       La predicación de San Juan Bautista
·       La visión de San Antonio.
En 1634-1635 le fueron encomendados a Vicente Carducho tres cuadros de grandes dimensiones, destinados a decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, dentro de un ciclo pictórico en el que intervinieron otros grandes artistas, como Zurbarán, Velázquez o Maino. La decoración de esta estancia, uno de los programas decorativos más ambiciosos del barroco español, estaba destinada a conmemorar la gloria de la monarquía hispánica, mezclando cuadros alusivos a triunfos militares recientes con escenas mitológicas. Carducho fue el artista que más obras aportó al conjunto, después de Zurbarán y Velázquez. A pesar de ello, sus obras no alcanzan el nivel de las de sus rivales, que pintaron obras maestras como La rendición de Breda (Velázquez) o La recuperación de Bahía de Todos los Santos (Maino). Los tres cuadros de batallas de Carducho, conservados hoy en el Museo del Prado, son:
·       La victoria de Fleurus, que conmemora la victoria en 1622 de Gonzalo de Córdoba, al frente del ejército de Felipe IV, sobre las tropas protestantes alemanas en Fleurus (Bélgica).
·       La expugnación de Rheinfelden conmemora la liberación de esta ciudad suiza por las tropas españolas al mando de Gómez IV Suárez de Figueroa y Córdoba, III duque de Feria, en 1633.
·       El socorro de la plaza de Constanza, en recuerdo del levantamiento del asedio que en 1633 consiguió el III duque de Feria. 

Martirio de san Ramón Nonato
Finales del siglo XVI - Primer tercio del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 210 x 139,5 cm. No expuesto.
Citado, junto con su compañero el Martirio de san Pedro Armengol  por Ponz: Esta Iglesia de Mercedarios Descalzos tiene un altar mayor, cuya arquitectura, estatuas, y pinturas se acompañan muy bien. Estas últimas son de Vicente Carducho, que también hizo el San Pedro Armengol, y el San Ramón, que están en la Sala Capitular, y antes en los colaterales.
Identificado erróneamente en el Museo Nacional de la Trinidad como San Pedro Nolasco al ponerle los mahometanos un candado en la boca. Siguiendo dicho inventario Cruzada Villaamil (1865) lo tituló Martirio de San Pedro Nolasco. Tormo (1927) lo identificó ya correctamente al enumerar las pinturas entonces en San Jerónimo el Real: V. Carducho, San Ramón Nonato amordazado con candado por los infieles (144, firmado, procedente de la Merced).
San Ramón Nonato

San Pedro Armengol
 

Predicación de San Juan Bautista, 1610
Desde su original ubicación en San Francisco el Grande en 1803 pasó, por regalo o por compra, a manos de Manuel Godoy. En 1813 fue seleccionado para formar parte del Museo Napoleón en París, siendo devuelto a España un año más tarde. Poco después una Real Orden de 28 de abril de 1816, comunicada por el protector Pedro Cevallos dispuso que se entregaran a la Academia "todas las pinturas existentes en dicho Palacio [Buenavista] y que fueran de Don Manuel Godoy".
En 1871 este lienzo se incluyó en Cuadros selectos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, una colección de estampas que pretendía divulgar el conocimiento de las obras más singulares de la institución y, a la vez, fomentar el arte del grabado. Fue dibujada y grabada por Bartolomé Maura. La imagen está acompañada de un texto firmado por José María Avrial. 

La visión de San Antonio de Padua, 1631
Óleo sobre lienzo. Medidas: 227 x 170 cm. Hermitage. San Petersburgo

Milagroso regreso de San Juan de Mata
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 237 x 236 cm. Museo del Prado
Formó parte de la serie de doce lienzos sobre las vidas de San Félix de Valois y San Juan de Mata, fundadores de la Orden de la Santísima Trinidad de Redención de Cautivos, pintada por Carducho en 1634 para la iglesia del convento de la Trinidad Descalza en Madrid, donde fue visto por Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez.
Todas las historias pintadas por Carducho -religiosas o profanas- las concibe y ejecuta dando a entender que no le producen ningún esfuerzo la invención de sus composiciones, ya que todos los personajes que las intengran se mueven con holgura en sus grandes lienzos. El sentido de la claridad compositiva es lo más logrado e incluso la presencia, en ocasiones, de grandes escenarios arquitectónicos, de líneas sencillas y clásicas refuerzan esta impresión.

Socorro de la plaza de Constanza
1634. Óleo sobre lienzo, 297 x 374 cm. Museo del Prado
Este cuadro celebra la liberación de la plaza suiza de Constanza del sitio a que estaba siendo sometida por las tropas suecas del general Horn, que pretendían cortar la comunicación de las tropas imperiales con las españolas de la Valtelina y del Milanesado. Junto a La expugnación de Rheinfelden y El socorro de Brisach es uno de los tres cuadros que conmemoraron en el Salón de Reinos las victorias del ejército de Alsacia, mandado por don Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, en 1633. La elección de estos hechos de armas, que tuvieron lugar pocos meses antes de que se decidiera el programa del Salón, respondió, sin duda, como han señalado Brown y Elliott, al deseo del conde-duque de presentar 1633 como un nuevo annus mirabilis, buscando reforzar su posición. Los mismos autores han subrayado que el conde-duque podía atribuirse, en cierto modo, las victorias del duque de Feria, ya que la iniciativa de formar el ejército de Alsacia con el fin de expulsar a los suecos y sus aliados de las márgenes del Rin superior había sido suya, y también había sido él quien había conseguido los medios económicos para la empresa.
En el lienzo, el duque de Feria aparece en el primer plano, a caballo, sobre una elevación del terreno, ocupando prácticamente la mitad izquierda del lienzo. Viste media armadura, valona tiesa transparente y sombrero empenachado, y luce la banda roja de general. Mira hacia el espectador ostentando en la mano izquierda la bengala o bastón de mando. A su lado corre un paje de lanza, y tras él aparece un grupo de caballeros con armadura entre los que es posible que esté representado el teniente general Geraldo Gambacurta, que mandaba la caballería. Al fondo aparece la ciudad de Constanza, en el lago del mismo nombre, y en los planos intermedios se desarrolla la batalla, con diversos reductos militares y las tropas de infantería y caballería recorriendo el campo. La apariencia del duque de Feria es, lógicamente, la misma que presenta en La expugnación de Rheinfelden. No parece, sin embargo, que Carducho pudiera retratarlo del natural para la ocasión, ya que el duque murió, inesperadamente, en enero de 1634, en una fecha en la que la serie de lienzos de batallas estaría ya planificada, pero en la que probablemente aún no se habían efectuado los encargos a los pintores que participaron en ella, que debieron formalizarse en la primavera de 1634. En el caso de Carducho, el único documento publicado hasta ahora sobre su participación en el programa es una carta de pago, de 29 de julio de 1634, por la que sabemos que recibió 400 ducados a quenta de lo que huviere de haver por los quadros que pinta para adorno del quarto Real del buen Retiro. Como signo de su alta posición en la corte, solo oscurecida por la de Velázquez, Carducho fue el único pintor al que se encargaron tres lienzos de batallas para el Salón de Reinos. Es probable, por otro lado, que la participación de su discípulo Félix Castelo se debiera a su influencia. Quizá como muestra de orgullo, fue el único artista que firmó y fechó todos sus cuadros, identificando además, en las cartelas, la batalla representada y el general protagonista de ella. 

Victoria de Fleurus
1634. Óleo sobre lienzo, 297 x 365 cm. Museo del Prado
Esta pintura representa la batalla librada en Fleurus, cerca de Bruselas, el 29 de agosto de 1622, entre las tropas de la Liga Católica, comandadas por el general don Gonzalo Fernández de Córdoba, y las de la Unión Protestante, bajo el mando del conde Ernesto de Mansfeld y del príncipe Christian de Brunswick. La importancia de la victoria estribó en haber librado Bruselas, gobernada por Isabel Clara Eugenia, de la amenaza de las tropas protestantes, que habían entrado en los Países Bajos por el Hainaut. La batalla, en la que entraron en liza 6.000 jinetes y 7.000 infantes por parte de los protestantes, y 2.000 jinetes y 8.000 infantes por parte de la Liga Católica, se saldó con la derrota de aquéllos, que dejaron sobre el campo, además de sus banderas y la escasa artillería con que contaban, 1.200 muertos. Las bajas de la Liga Católica apenas llegaron a 200 muertos y 400 heridos. La noticia de la victoria, cuyo alcance se vería reducido por el hecho de que las tropas protestantes vencidas y puestas en fuga lograron unirse poco después a las holandesas, llegó a Madrid el 19 de septiembre, dando lugar a una comedia de Lope de Vega titulada La mayor victoria de Alemania o La nueva victoria de don Gonzalo de Córdoba. Por su parte, Quevedo hizo una extensa descripción de la batalla en su Mundo caduco y desvarios de la edad. Don Gonzalo de Córdoba, hijo del cuarto duque de Sessa y hermano del quinto, había nacido en Cabra (Córdoba) en 1585 y moriría en 1635 en Montalbán (Teruel). Luchó con sólo dieciocho años en las galeras del segundo marqués de Santa Cruz y después prestó, como general, importantes servicios de armas en Flandes, el Palatinado e Italia. La victoria de Fleurus le valió el título de príncipe de Maratea, concedido por Felipe IV en 1624. Cuando se pintó el cuadro del Salón de Reinos su reputación se había visto, sin embargo, arruinada al fracasar en 1626 en su intento de tomar Casale. En el Gabinete de Dibujos y Estampas de los Uffizi se conserva un dibujo con dos jinetes, procedente de la colección Santarelli, y atribuido por éste y los historiadores posteriores a Antonio Tempesta, pero que, como mostró Pérez Sánchez, es un estudio preparatorio para el grupo del primer plano de este cuadro. El propio Pérez Sánchez ha recordado que, en el momento de su muerte, Carducho poseía varios volúmenes de grabados de Tempesta. Parece lógico deducir que las escenas de batallas pintadas por Carducho, Cajés, Castelo y Leonardo, que muestran planteamientos similares, tuvieran como principal fuente de inspiración los grabados de Tempesta, aunque también se han aducido otras posibles fuentes como los grabados de Maarten van Heemskerck con victorias de Carlos V y los de Giovanni Stradano con victorias de los Medici. 

Expugnación de Rheinfelden
1634. Óleo sobre lienzo, 297 x 357 cm. Museo del Prado
Bernardo Monanni, secretario de la embajada florentina en Madrid, haciéndose eco, sin duda, de la inscripción del ángulo inferior derecho, en la que se alude, además de a Rheinfelden, a Waldzut, Sechim (Säckingen) y Laufenburg, todas ellas plazas cercanas a la primera, se refirió al cuadro como el socorro de las tres ciudades del Rhin por el duque de Feria. El duque aparece en el primer término, de pie, sobre un promontorio al abrigo de unas rocas, dando órdenes a sus oficiales. Luce la misma armadura y tocado que en la escena con El socorro de la plaza de Constanza, y señala con la mano derecha el campo de batalla, sosteniendo con la izquierda la bengala o bastón de mando. Al pie del ribazo, a un nivel más bajo, un escudero trae el caballo del general. En los planos intermedios aparecen un pelotón de jinetes con armadura, del escuadrón del duque, y la caballería, mandada por el teniente general Geraldo Gambacurta; algunos jinetes descienden al galope, por un camino junto al acantilado, para acudir al auxilio de las tropas que luchan en la vega ante la plaza fuerte. Al fondo se muestra, con profusión de detalles, el asalto a la ciudad, con soldados escalando los muros y parte de las tropas penetrando por las puertas y por una brecha abierta en las murallas. Denotando la victoria, sobre uno de los torreones cilíndricos, un soldado de las tropas españolas tremola la bandera blanca con el aspa roja de Borgoña. Como en La victoria de Fleurus, Carducho ha representado con precisión en el plano intermedio, ante las murallas, el orden de batalla de los tercios, con los piqueros formando grupos compactos de hasta treinta filas y los mosqueteros en los flancos de estos grupos. La victoria de Rheinfelden, celebrada por Felipe IV con una función religiosa en la iglesia del monasterio de San Jerónimo el Real de Madrid, dejó a los españoles dueños de la línea de comunicación entre Constanza y Basilea. Un dibujo preparatorio para este lienzo se conserva en el Bristish Museum. Su composición apenas difiere de la definitiva, si bien el oficial al que se dirige el duque en el primer término aparece cubierto con casco y las murallas de Rheinfelden apenas están indicadas. Por otro lado, en el dibujo aparecen inscritos, de mano del artista, los nombres de la ciudad asediada, Rheinfelden, y el de las otras dos insinuadas en la lejanía, arriba a la izquierda, Brisach y Basilea. Volk ha señalado que el grupo de los dos escuderos y el caballo que aparecen tras el duque procede de la escena de San Juan de la Mata despidiéndose de sus padres que pintó Carducho hacia 1623 para el convento de trinitarios descalzos de Madrid.

San Juan de Mata se despide de sus padres
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 238 x 232 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
Formó parte de la serie de doce lienzos sobre las vidas de san Félix de Valois y San Juan de Mata, fundadores de la Orden de la santísima Trinidad de Redención de cautivos, pintada en 1634 para la iglesia del convento de la Trinidad Descalza en Madrid, donde fue visto por Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez.
Todas las historias pintadas por Carducho -religiosas o profanas- las concibe y ejecuta dando a entender que no le producen ningún esfuerzo la invención de sus composiciones, ya que todos los personajes que las intengran se mueven con holgura en sus grandes lienzos. El sentido de la claridad compositiva es lo más logrado e incluso la presencia, en ocasiones, de grandes escenarios arquitectónicos, de líneas sencillas y clásicas refuerzan esta impresión.

Santa Inés, 1637
Óleo sobre lienzo, 212 x 125 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
Esta obra y Santa Catalina fueron realizadas por Vicente Carducho para los retablos colaterales del altar mayor del Convento de Trinitarios descalzos de Madrid, desde donde pasarían al Museo de la Trinidad y más tarde al Museo del Prado. Carducho trabajó para este convento durante los primeros años de la década de 1630. Concretamente, el 4 de mayo de 1632 contrata la realización del retablo mayor de su iglesia, que se le paga en julio de 1634. De noviembre de este último año, data otro contrato del convento con el pintor para realizar catorce cuadros: doce de ellos constituirían una serie sobre la Vida de San Juan de Mata y los dos restantes, sobre los cuales el contrato no especifica nada, serían los dos lienzos con santas destinados a los retablos colaterales del altar mayor.
El inventario realizado en el convento en 1836 por los comisionados de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, describe así estos dos cuadros en la iglesia: Santa Catalina, de cuerpo entero, con la cabeza del tirano debajo del pie izquierdo. / Santa Ynés, de cuerpo entero, con el cordero sobre un libro. Cada uno de ellos mide 7 pies y medio de alto por 4 y medio de ancho, es decir, 2,08 x 1,25 mts., aprox. y ambos llevan al margen en el inventario la calificación de medianos. Por sus dimensiones y características, estos lienzos se corresponden sin duda con los números (Santa Catalina) y  (Santa Inés) del inventario actualizado del Museo del Prado. Ambos responden a la descripción ofrecida en el inventario de 1836 y miden 2,13 x 1,26 mts. y 2,12 x 1,25 mts. respectivamente, medidas que casi coinciden totalmente con las expresadas en pies. El segundo de ellos, está además firmado por Vicente Carducho en 1637, fecha muy próxima a la firma de su último contrato con el convento que como vimos data de noviembre de 1634.
El motivo de que estas dos santas ocupen un lugar destacado en la iglesia del convento, se debe a su condición de patronas de la Orden trinitaria, junto con la Virgen del Remedio. El patronazgo de santa Inés se apoya en que el día 28 de enero de 1193, festividad de santa Inés secundo (octava de la festividad de Santa Inés el día 21), recibió San Juan de Mata en el transcurso de su primera misa la revelación divina que lo llevaría a fundar esta orden religiosa. En cuanto a las razones del patronazgo de santa Catalina de Alejandría no están tan claras, aunque según algunas antiguas Crónicas, el día de su festividad se ordenó San Juan de Mata de misa, como constaba en un antiguo breviario, por lo que también esta festividad se celebraba de un modo especial. Por tanto las representaciones de ambas santas en los conventos trinitarios eran muy habituales y frecuentemente en lugares destacados de la iglesia: en el retablo mayor se hallaban en los ex-conventos trinitarios de Ronda (Málaga) y Torrejón de Velasco (Madrid); en la bóveda de la capilla mayor del ex-convento de trinitarios calzados de Cuéllar (Segovia) y otros muchos ejemplos. En cuanto al tipo de representaciones, solían aparecer como en este caso, en figura aislada, en ocasiones ataviadas con el hábito trinitario (el ya citado ejemplo del convento de Cuéllar o los dos lienzos que procedentes del ex-convento de trinitarios descalzos de Córdoba se hallan hoy en el Museo de Bellas Artes de esta ciudad) y también eran frecuentes las representaciones con escenas de su martirio como las realizadas por Marco Benefial para el antiguo convento de trinitarios calzados de Roma. Por tanto, el programa iconográfico desarrollado en la cabecera de la iglesia de este convento de trinitarios descalzos de Madrid, quedaría configurado por la Santísima Trinidad del retablo mayor, flanqueada por los santos fundadores de la Orden y dos escenas indeterminadas de la vida de éstos; y las dos patronas de la misma, Santa Inés y Santa Catalina en los retablos colaterales. 

Santa Catalina, 1637
1637. Óleo sobre lienzo, 213 x 126 cm. Museo del Prado.  Depósito en otra institución

JUAN SÁNCHEZ COTÁN,  (Orgaz, Toledo, 1560-Granada, 1627)
Pintor español, discípulo de Blas de Prado e influido por algunos artistas que trabajaron en El Escorial, como Luca Cambiaso o Juan Fernández Navarrete. Sánchez Cotán trabajó en Toledo, donde contó con una importante clientela, hasta que en 1603 decidió ingresar como hermano lego en la Cartuja, una de las órdenes religiosas de más estricta observancia, estableciéndose en Granada hasta su fallecimiento el 8 de septiembre de 1627, fiesta de la Natividad de la Virgen, el mismo día que, según subrayaba Antonio Palomino, había profesado como cartujo en 1604.
El grueso de su obra lo constituyen las pinturas de asunto religioso, destacando las muy numerosas que realizó para su cartuja de Granada. Cultivó también el retrato y el paisaje, pero es célebre por sus bodegones, especialmente desde la celebración en Madrid, en 1935, de la exposición Floreros y bodegones en la pintura española, que resultó clave para la revalorización crítica del bodegón español. ​ Entre las obras expuestas en aquella ocasión figuraban dos pinturas de Sánchez Cotán que llamaron la atención: el Bodegón de caza, hortalizas y frutas (ahora en el Museo del Prado) y el Bodegón del cardo (Museo de Bellas Artes de Granada), que se iban a convertir en una de las piedras angulares de la historia de la naturaleza muerta en España. ​
Por el sentido austero de su composición y la sobriedad de sus manjares, sus bodegones, como los posteriores de Zurbarán, se interpretaron en clave mística por críticos como Emilio Orozco o Cavestany, al tiempo que se insistía en distanciarlos de los «opulentos» bodegones flamencos, recalcando su carácter «singular» dentro del contexto europeo y lo que se estimaban paralelismos con la literatura ascética española del Siglo de Oro. ​ Por el contrario, Julián Gállego, ​ años más tarde, al tiempo que recuperaba el lenguaje alegórico de las flores y los frutos, opuso a la supuesta sobriedad de estos bodegones el valor que tales viandas tenían en su época, donde podían ser consideradas como auténticas golosinas y recordaba cómo a Guzmán de Alfarache se le hacía la boca agua ante el arcón de Monseñor Ilustrísimo Cardenal, su amo romano:
Allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga. Tenía camuesa, zanahoria, calabaza, confituras de mil maneras y otro infinito número de diferencias que me traían el espíritu inquieto y el alma desasosegada. ​
Sánchez Cotán fue bautizado el 25 de junio de 1560 en Orgaz (Toledo), siendo sus padres Bartolomé Sánchez de Plasencia y Catalina Ramos. La partida de bautismo, dada a conocer por Emilio Orozco Díaz, ha suscitado algunas dudas al no coincidir en ella el nombre de la madre con el que dio el pintor en su testamento de 1603, donde se decía hijo de Ana Quiñones, nombre que también llevaba una hermana. Este era igualmente el nombre que le daba Palomino y el que figuraba en la información de limpieza de sangre para el ingreso en la cartuja de 1604. Por este último documento se conocen también los nombres de los abuelos, todos residentes en Orgaz, habiendo tomado el pintor su segundo apellido del abuelo materno, Alonso Cotán. ​
Se desconoce la profesión del padre y, por consiguiente, sí pudo tener alguna influencia en la inclinación a la pintura de Juan, pero consta que un hermano, Alonso Sánchez Cotán, fue escultor con residencia en Alcázar de San Juan (Ciudad Real), profesión que heredaron sus hijos, Alonso y Damián, aunque este último es posible que se dedicara únicamente a las labores de dorado y estofado en el taller de escultura familiar. 

Pintor en Toledo
Antonio Palomino afirma que fue discípulo de Blas de Prado en Toledo, con quien «se aventajó en pintar frutas».​ Aunque no se haya podido confirmar documentalmente, esta relación de aprendizaje resulta verosímil. Prado, que realizó frecuentes viajes a El Escorial asimilando las tendencias manieristas que allí se practicaban, habría sido, según las fuentes literarias, el creador del bodegón español, aunque ninguno de su mano se haya conservado. ​ Por otra parte, su relación amistosa y profesional con Sánchez Cotán está acreditada hasta el mismo año de su muerte en 1599.
El testamento que redactó Sánchez Cotán en 1603, cuando se disponía a tomar el hábito cartujo, junto con el inventario de sus bienes llevado a cabo por sus albaceas, son la mejor fuente de información disponible para el conocimiento de su trayectoria humana y profesional hasta ese año. ​ De ellos se deduce que el pintor había llevado una vida desahogada, contando con una clientela amplia formada por algunos miembros de la nobleza local y muchos eclesiásticos, sin desdeñar la realización de tareas poco cualificadas para clientes de menor rango, como puede ser el escudo de armas del arzobispo de Toledo pintado para un zapatero. La relación de sus deudores era también numerosa, figurando entre ellos los herederos de su antiguo maestro. En su casa, que a la vez servía de taller, disponía de algunos objetos de valor e instrumentos musicales, pero pocos libros, entre los que se contaba uno de pintura de Blas de Prado y un «librillo de dibujos» del mismo, junto con un libro de perspectiva de Vignola. Otro era el Flos sanctorum de Alonso de Villegas, que podía servir tanto de libro de devoción como de herramienta útil para un pintor cuya dedicación principal era, precisamente, la pintura de santos. De su religiosidad, antes de ingresar cartujo, únicamente dan testimonio un hábito franciscano, un rosario y algunas reliquias que hizo enviar a la cartuja de Granada junto con unos anteojos y algunos pinceles.
En el inventario se recogían también cerca de sesenta pinturas, la mitad de asunto religioso, trece retratos, entre ellos un autorretrato esbozado, y nueve bodegones. No todas eran de su mano. Sánchez Cotán contaba con dos obras del Greco, una Verónica y un Crucifijo vivo. ​ El arte singular del cretense, quien figuraba además entre sus deudores, no dejó, sin embargo, huella perceptible en el pintor de Orgaz. Su inclinación se dirigía con preferencia hacia la pintura escurialense, contando también con un Cristo del Mudo y una Oración del huerto de Luca Cambiaso «no acabada» y quizá copia. Tras Blas de Prado el pintor con el que aparece más estrechamente relacionado es con Juan de Salazar, a quien nombró albacea testamentario. Propietario del Bodegón de caza, hortalizas y frutas, Salazar había trabajado en El Escorial como iluminador de los libros de coro y continuaba en esa labor al servicio del arzobispado de Toledo. ​ Influido por Jacopo Bassano, abundaban en su pintura los detalles naturalistas, afición que debió de transmitir a Sánchez Cotán quien, aunque de forma ocasional, no dudaría en recurrir a detalles de ese género en sus pinturas.
Algunas de las pinturas autógrafas de Sánchez Cotán citadas en los documentos tienen rasgos inequívocamente bassanescos, entre las que se podrían destacar dos paisajes dedicados a las estaciones del año, en tanto otras se describen directamente como copias, así «un lienzo de Bassano grande empezado a bosquejar» y otro «donde están bosquejadas unas cabezas de viejos y otras cosas del Vasan». También se mencionan copias de Tiziano, que podrían responder a los gustos de la clientela más que al interés del propio artista por la pintura veneciana, cuya influencia queda muy diluida al no incorporar Sánchez Cotán en su pintura la técnica suelta ni el sentido del color de los maestros venecianos.
Una de esas copias de Tiziano era la del Rapto de Europa, actualmente en Boston. No se trataba, además, de la única pintura de tema mitológico con resonancias eróticas guardada en el obrador, donde se encontraba también un Juicio de Paris quizá de su mano.
En cuanto a los bodegones que le darían fama, el inventario de 1603, en el que se mencionan ya buena parte de los seis actualmente conocidos, deja ver inequívocamente cómo, a partir de un número reducido de originales, eran objeto de copias hechas por el mismo Sánchez Cotán a demanda de la clientela. Al bodegón conservado en el Museo del Prado, propiedad de Juan de Salazar, alude probablemente una entrada del inventario donde se menciona «un lienzo del cardo adonde están las perdices que es el original de los demás», en tanto otro se describe como «lienzo de frutas que es como el de Juan de Salazar».​
Más numerosos son los retratos, en los que se incluyen los que hizo de personajes toledanos, miembros de su nutrida clientela, junto con otros, que han de ser copias de pinturas ajenas, de miembros de la familia real, entre los que figuraba uno «de la reina inglesa». A juzgar por el número de los retratos que guardaba en el taller, algunos solo bosquejados, y los que menciona en el testamento por debérsele aún parte del pago, debió de ser esta su principal ocupación tras la pintura religiosa y por delante de la «pintura de frutas» en la que, según Palomino, habría destacado antes de abandonar Toledo. De su labor en este orden, sin embargo, únicamente se ha conservado el retrato de Brígida del Río, La barbuda de Peñaranda (1590) guardado en el Museo del Prado tras su paso por la colección real. Del interés que despertó el caso de esta desdichada mujer se encuentra otra prueba en el emblema que le dedicó en fecha próxima el toledano Sebastián de Covarrubias, quien se ocupaba de ella como de un caso de hermafroditismo y calificaba su retrato de monstruo horrendo y raro tenido por presagio de mal agüero. 

Hermano lego en la Cartuja de Granada
Sánchez Cotán firmó su testamento el 10 de agosto de 1603 con intención de ingresar cartujo en Granada, a donde se desplazaría poco más tarde. Es posible, sin embargo, que no se dirigiese inmediatamente a la cartuja y que pasase antes unos meses en el convento de los Agustinos calzados de aquella ciudad, hasta que, superado el examen de limpieza de sangre, profesase en la cartuja granadina el 8 de septiembre de 1604. Más tarde, quizá al cumplirse los dos primeros años de noviciado, se trasladó a la cartuja de El Paular, donde consta que se encontraba en 1610, cuando concertó con su sobrino Juan Sánchez Cotán la pintura de un retablo para la iglesia de San Pablo de los Montes (Toledo). En la propia cartuja de El Paular dejó algunas pinturas descritas por Antonio Palomino, al parecer todas perdidas, aunque podrían ser de esa procedencia la Muerte de San Bruno actualmente en la iglesia de la plaza Carnot en Montignac (Francia) y el monumental San José con el Niño de Barnard Castle, Bowes Museum.
Dos años más tarde se encontraba de nuevo en Granada, pues se sabe que desde allí marchó a Alcázar de San Juan para mediar en disputas familiares ocasionadas por las andanzas de su sobrina. ​ Establecido definitivamente en la cartuja granadina enriqueció con sus pinceles las dependencias del monasterio, del que proceden gran parte de sus obras conservadas, actualmente repartidas entre la propia cartuja y el Museo de Bellas Artes de Granada. Pero sus habilidades manuales, según cuenta Palomino, fueron aprovechadas también en otros menesteres, convirtiendo su celda en «remedio de todas las calamidades de la casa; ya fuese para reparar los ornamentos; ya para las cañerías; ya para los relojes y despertadores». Y al decir del propio Palomino, que visitó la cartuja y estudió en ella sus pinturas, llevó una vida en extremo virtuosa, al punto «que es tradición en aquella santa casa, que se le apareció la Virgen, para que la retratase», muriendo «con crédito de venerable» en 1627. 

Estilo
El contacto en Toledo con artistas que habían trabajado en El Escorial, y su conocimiento directo de algunas obras de aquella procedencia, resultarán determinantes en la gestación de un estilo personal que apenas experimentará cambios con los años. El recuerdo de lo escurialense está muy presente todavía en las obras que realizó para la cartuja de Granada. De allí proceden tanto la monumentalidad de algunas de sus figuras, como las de San Pedro y San Pablo en un retablo fingido, recuerdo obvio de los altares con parejas de santos de la basílica escurialense, como en el riguroso sentido geométrico de sus composiciones, tomado de Luca Cambiaso, de quien tomó también el claroscurismo del que hará gala en pinturas como La Virgen despertando al Niño, ahora perteneciente al Museo de Bellas Artes de Granada, típico estudio de iluminación artificial al modo como se encuentra en otros pintores manieristas. ​
La misma procedencia tienen algunos detalles naturalistas, como la lucha entre el perro y el gato que situó en primer término en la Última Cena pintada para el refectorio de la cartuja granadina, imagen anecdótica imitada del cuadro de la Sagrada Familia de Fernández Navarrete. Pero la solemnidad de lo escurialense será reinterpretada por Sánchez Cotán con un muy personal y «candoroso primitivismo», recuperando modelos flamencos de comienzos del siglo XVI aunque tratados con técnica diversa. ​
Contrario a las exageraciones anatómicas manieristas, aún lo será más al incipiente barroquismo. ​ En el tono apacible y ordenado de buena parte de su pintura se ha visto, desde Ceán Bermúdez, un reflejo del temperamento contemplativo del monje y de su personal carácter bondadoso. Con esa tranquilidad de espíritu abordará, por ejemplo, los temas cruentos de los martirios de los monjes cartujos de Inglaterra. Sus equilibradas composiciones y los momentos elegidos, siempre más interesado en mostrar los instantes previos al martirio, dedicados a la oración, antes que la muerte misma, marcan las distancias con lo que pocos años más tarde, y al tratar los mismos temas pero con un mayor dramatismo y en un lenguaje ya plenamente barroco, iba a hacer Vicente Carducho, quien, según cuenta Palomino, visitó al Sánchez Cotán en Granada, a donde habría viajado únicamente con intención de conocerle, antes de ponerse a trabajar en su propia serie de escenas cartujanas para El Paular. 

Obras
Sánchez Cotán raramente fechó sus obras por lo que resulta difícil establecer una cronología, dificultad que se ve agravada por el hecho de que su estilo parece haber evolucionado poco. Solo conjeturalmente, por tanto, cabe asignar a la etapa toledana el reducido número de pinturas de asunto religioso que se encuentran fuera del ámbito cartujano, además de los bodegones citados en el inventario de 1603, con excepción, quizá, del Bodegón del cardo del Museo de Bellas Artes de Granada. 

Etapa toledana
De este primer momento, aparte de los bodegones y la ya citada Barbuda de Peñaranda (1590), la obra más importante de las conservadas es Cristo y la samaritana del convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo. El lienzo, de medianas dimensiones (112 x 142 cm) y firmado, presenta ya los modelos humanos que empleará el pintor en sus obras granadinas así como la severa composición geométrica característica de toda su pintura, situando la escena en un paisaje blando tomado de lo flamenco. ​
Al Museo de Santa Cruz (Toledo) pertenecen dos versiones de San Juan Evangelista en Patmos, retratado con aspecto juvenil en contradicción con la edad que debía de tener cuando recibió las revelaciones. Uno de ellos, firmado, fue adquirido en el comercio, ignorándose su procedencia; el segundo ha de ser, como observó Orozco, el que se describe en el testamento de 1603 como pintura de la Magdalena transformada en San Juan Evangelista a petición de su dueña, la condesa de Montalbán, que aún le debía 33 reales por su trabajo. ​ En la iglesia de San Ildefonso de la misma ciudad se conserva un Niño Jesús con la cruz, del que existen algunas réplicas, que podría ser otro de los mencionados en el testamento, donde declaraba haber pintado un cuadro de ese motivo para Juan Sánchez Coello, capellán en San Juan de los Reyes y familiar del pintor Alonso Sánchez Coello. 

Bodegones
Buena parte de la fama actual de Sánchez Cotán se apoya en sus bodegones, a pesar de su reducido número (actualmente se conocen seis), revalorizados a la par que se producía el redescubrimiento del bodegón seiscentista español. Considerado por los tratadistas como un género menor, según el orden establecido en el «árbol de Porfirio» que colocaba al hombre en la cima de la creación, el bodegón, con sus antecedentes en los grutescos y la pintura mural, solo se independizó en la pintura de caballete a finales del siglo XVI, como una aplicación práctica de las teorías de la imitación y buscando unos efectos ilusionistas que encontraban siempre su modelo ejemplar en Zeuxis y la anécdota, narrada por Plinio el Viejo, de los pájaros que acudieron a picotear en unas uvas pintadas por aquel. ​ Sánchez Cotán y, sobre todo, su probable maestro, Blas de Prado, se sitúan, por tanto, en los orígenes mismos del género, con amplias repercusiones sobre la posterior evolución del bodegón español.
Sánchez Cotán, a petición de la clientela, copiaba total o parcialmente sus bodegones a partir de un número reducido de originales, como se comprueba en el inventario de 1603. Cabezas de serie podrían ser el bodegón del Prado que, firmado en 1602, muestra ya plenamente formado su estilo, y el del Museo de Bellas Artes de San Diego. Sus bodegones se sitúan en el interior de una fresquera o cantarera de la que solo se dibuja la parte inferior, con la que se justifica el fondo densamente negro. Sobre ese fondo, con luz dirigida que puede calificarse de tenebrista, se destacan las piezas de caza, frutas y hortalizas fuertemente iluminadas y tratadas con un dibujo preciso, muy diferente del modelado que emplea en sus cuadros religiosos.
En el bodegón del Museo del Prado, probablemente aquel que en el inventario de 1603 se dice que es de Juan de Salazar y original de los demás, el protagonismo corresponde al cardo, apoyado sobre uno de los lados de la fresquera, cuyo movimiento curvo continúan las zanahorias sobre la repisa. A esto se reduce el bodegón del Museo de Bellas Artes de Granada, pintado quizá tras su ingreso en la cartuja, en el que prescindirá de los restantes elementos —racimo de limones con sus hojas de esmeralda, cinco peros o manzanas, perdices y otras aves que penden de la parte superior y una caña en la que se enristran algunos pajaritos— que hacían del bodegón ahora en el Museo del Prado el retrato de una bien surtida despensa en la casa de un miembro cualquiera de la burguesía toledana. Buena prueba de su éxito es la copia literal del cardo en el Bodegón con cardo y francolín que fue de la colección Barbara Piasecka Johnson, subastado en Christie's en 2004, así como en el más tardío Bodegón del desconocido Felipe Ramírez, fechado en 1628 y conservado también en el Museo del Prado. Por otro lado, la inclusión de un cardo semejante en un cuadro de la Virgen con el Niño que se conservaba en la parroquia de Santiago en Guadix (destruido en 1936), podría hacer pensar en algún tipo de simbolismo en el cardo, con un significado que se nos escapa.
El bodegón del Museo de Bellas Artes de San Diego, sin el cardo, repite su movimiento decreciente curvilíneo por la disposición de sus cinco elementos a distinta altura, progresivamente separados del fondo, comenzando con un membrillo y un voluminoso repollo colgados del techo, continuando con el melón o cidra abierto en el centro de la composición, mostrando toda la luminosa blancura de su interior, y terminando con una raja del mismo melón y un pepino de piel rugosa a la derecha. Su armoniosa composición, que parece describir una hipérbola, ha hecho pensar que Sánchez Cotán se inspirase en algún grabado de Arquímedes o en la disposición de las notas musicales sobre una partitura, recordándose que entre los escasos libros que guardaba uno era de perspectiva de Vignola y otro un «libro de Música», a la que era aficionado.
En el inventario de 1603 este bodegón se describe como «un lienzo donde están un membrillo, melón, pepino y repollo». El de Chicago Art Institute, probablemente el que se recoge en el mismo inventario como «un cuadro con frutas donde están un ánade y otros tres pájaros», que fue del platero Diego de Valdivieso, no es sino una variación del anterior, con el añadido de las aves que, en cierta forma, rompen la rigurosa geometría del primero. Otra versión, más tosca, de mano de un imitador, agrega además los limones del Museo del Prado y un gato agazapado.
Independiente de estos modelos es el Bodegón de frutas y hortalizas de la colección Abelló y antes de la colección Várez Fisa. El cardo, que aquí aparece tendido sobre el antepecho, prolonga su curva en la escarola a la que se enlaza con una rodaja de limón, enriqueciendo el color. Por el número de sus elementos, aunque exclusivamente vegetales, está más próximo al de Madrid que al de Granada, y debió de pintarse antes de su ingreso en la cartuja.
Recientemente Peter Cherry ha incorporado a la producción cotanesca un nuevo bodegón, Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de cerezas de colección particular francesa. ​ El cuadro, que ya había sido relacionado con Sánchez Cotán por Enrique Lafuente Ferrari, estuvo expuesto en 1936 a nombre de Zurbarán, cuando pertenecía a la colección de Juan Martínez de la Vega, y debió de salir de España con ocasión de la guerra civil. La presencia de las flores —azucenas blancas y rosadas, claveles, rosas y alhelíes— es excepcional en la obra conocida del pintor, y su semejanza con las empleadas por Zurbarán permite explicar la anterior atribución a este. También son excepcionales las frutas y hortalizas representadas —espárragos, judías verdes y cerezas— y la presencia de objetos de ajuar, como el jarrón de barro rojizo y el cestillo de mimbre que pende del techo, aunque en este caso se dispone de la noticia, recogida en el inventario de 1603, de «un lienzo de un zenacho de zerezas y cestillo de albarcoques», pintado por Sánchez Cotán y perdido. Del mismo modo es inédito el punto de vista bajo adoptado en esta ocasión, de tal modo que a diferencia de lo que se encuentra en los seis restantes bodegones conocidos, no es la base de la alacena sobre la que reposan los objetos lo que se observa sino el marco superior, elidido en las restantes obras, desapareciendo aquí las sombras proyectadas sobre el marco.
Existe la posibilidad, apuntada por William B. Jordan, de que algunos de estos bodegones fuesen adquiridos en la almoneda del pintor por el arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval y Rojas, en cuyo poder se encontraban a su muerte cinco bodegones adquiridos para Felipe III por Juan Gómez de Mora para el remodelado Palacio del Pardo, en cuyo inventario de 1653 se citaba «un frutero pequeño con su marco de oro y negro y un Melón abierto en medio» como el bodegón de San Diego.
Los bodegones de Juan Sánchez Cotán han sido «objeto de interpretaciones simbólicas y teológicas, a todas luces excesivas». Para una parte de la crítica esas interpretaciones se apoyan en alusiones genéricas a contenidos místicos o ascéticos. Así Schneider, calificando de «festiva» la representación de los alimentos que integran sus bodegones, supone a Sánchez Cotán inspirado «en el pensamiento místico que giraba alrededor de Santa Teresa de Ávila o de San Juan de la Cruz quienes, —cercanos al pueblo— opusieron al despilfarro de las cortes la santidad de la vida sencilla y del ascetismo».
Emilio Orozco, quien más ha profundizado en este tema, centró su explicación particularmente en los escritos de fray Luis de Granada, a quien el pintor habría leído con seguridad, según defendía. El mismo amor a las más humildes criaturas, a las que se acercan con espíritu trascendente, habría inspirado la obra de ambos:
Recuerda tanto a fray Luis que, como decíamos, es necesario pensar lo leería más de una vez; y no solo en la Cartuja —donde tanto se leyó al dominico—, sino incluso antes de su ingreso en ella durante su virtuosa vida de pintor en Toledo. En el hecho de esta influencia nos demuestra no solo cuán general y profundamente penetraron los escritos de nuestros místicos en el sentimiento de los españoles, sino, además, cómo la sensibilidad de algunos artistas descubrían en ellos un sentido expresivo, acorde o idéntico al que sentían como impulso y determinante de su arte».
Debe advertirse, con todo, que los libros que tenía Sánchez Cotán en Toledo no indican lecturas de esa naturaleza y, por otro lado, que similar sobriedad compositiva se encuentra en pintores holandeses o flamencos como Osias Beert y Clara Peeters, o italianos como Fede Galizia, estrictamente contemporáneos e igualmente interesados en la iluminación tenebrista, a algunos de los cuales debió de conocer y en particular a los italianos de los que ya Pantoja de la Cruz declaraba en su testamento de 1599 haber copiado algunos bodegones.
Francisco Pacheco decía al tratar de la pintura de frutas que de ella no se pueden dar reglas, «más de que se use de finos colores y de puntual imitación». La extraordinariamente compleja mezcla de pigmentos empleada por Sánchez Cotán para obtener los colores propios de las verduras representadas —albayalde, bermellón, laca orgánica roja y esmalte azul de cobalto y pardo orgánico en pequeñas cantidades para el cardo del bodegón de la colección Abelló— responde a ese afán de objetividad. Es precisamente esa capacidad de crear una ilusión de realidad, mediante el ejercicio de la mímesis, lo que ponderan en los bodegones escritores contemporáneos como Lope de Vega o Luis de Góngora, según han recordado Alfonso E. Pérez Sánchez​ y Fernando Marías. ​ También Pedro Soto de Rojas elogiaba los bodegones de un contemporáneo de Cotán, el granadino Blas de Ledesma, justamente por esa capacidad de engañar a la naturaleza con su pintura:
Viendo de Zeusis el pincel facundo/ que, aplaudido en los términos del mundo,/ por mano de Ledesma en sus fruteros/ vuelve a engañar los pájaros ligeros.
Los inventarios indican, además, que de los bodegones se hacía un uso exclusivamente decorativo, sin que de la forma en que se describen puedan extraerse interpretaciones morales o alegóricas. Así, al hacer su inventario, los albaceas de Sánchez Cotán se limitaron a enumerar de forma sumaria las piezas que integraban cada uno. Pero también el propio pintor aludía en su testamento a uno de ellos simplemente como lienzo «que le hice de una caza», pintura que aún le debía pagar un canónigo toledano. Según ha observado Fernando Marías, partiendo del análisis de las sombras, que son independientes en cada una de las piezas que forman sus bodegones, lo que principalmente interesó a Sánchez Cotán fue la representación artística de cada una de ellas aisladamente, su volumen y relieve, para luego integrarlas en «artificiosos ejercicios compositivos, basados en el juego rítmico de sus piezas».​ Por lo demás, el interés del pintor por estos ejercicios de emulación y entretenimiento, meramente pictóricos, no ofrece dudas y se puede observar, también, en algunos trampantojos que realizó en su cartuja granadina, muy elogiados por Palomino justamente por aquella capacidad que los poetas ponderaban en los bodegones, la de emular, aventajándola, a la naturaleza. ​ 

Pinturas para la Cartuja
Establecido en Granada realizó para la decoración de su cartuja un número importante de obras por fortuna conservadas en su mayor parte. Sus temas, siempre de carácter religioso, comprenden motivos evangélicos, para los que se sirvió básicamente de modelos flamencos, e historias de la propia orden narradas de forma más personal y con ingenuo primitivismo, consecuencia, quizá, de la ausencia de modelos previos en los que inspirarse. ​
Entre las primeras, la serie de historias de la Pasión que pintó para los ángulos del claustro (Museo de Bellas Artes de Granada), de hondo patetismo y estrecha dependencia de estampas nórdicas, pueden contarse entre las obras menos logradas de su producción y quizá correspondan a una fecha tardía. ​ Más interés ofrece la Huida a Egipto y el Bautismo de Cristo que ocuparon los retablos del coro de legos. En la huida la composición piramidal cerrada del grupo de la Virgen con el Niño, a la manera renacentista, y el delicado estudio de las sombras proyectadas por los árboles bajo los que se cobija la sagrada familia, crean una atmósfera sosegada en la que parece advertirse el silencio monacal. Al pie de la Virgen, media hogaza de pan y un trozo de queso hacen recordar todavía al pintor de bodegones.
Muy notable es la Última Cena del refectorio. Frente a la tradición, establecida en el quattrocento, de disponer a los apóstoles en hilera a los lados de Cristo, dejando libre el espacio anterior de la mesa, Sánchez Cotán sitúa a tres de ellos rigurosamente de espaldas, de tal modo que la agrupación en torno a la mesa —servida únicamente con dos peces— resulta más natural. Pero además, ese buscado naturalismo aún se verá reforzado por la presencia de un perro y un gato peleándose en el centro de la composición, recordando la pintura del Mudo. Muy bello es el efecto de luz que producen las dos ventanas del fondo, pintadas con técnica de trampantojo y por las que «parece, que realmente se introducen las luces».​
Ese interés por la perspectiva, con su capacidad de engañar a la vista, se vuelve a poner de manifiesto en la cruz de madera fingida pintada sobre este lienzo, en la que, recurriendo al tópico, Palomino decía que se había visto repetidamente a los pájaros intentando posarse en sus clavos. En el retablo fingido en blanco y negro que sirve de marco a la pintura de San Pedro y San Pablo en la capilla De Profundis, se encuentra la manifestación más lograda de ese dominio de la perspectiva, elogiado por Palomino como «cosa maravillosa, y lo sumo a lo que puede llegar el arte de la Perspectiva, no solo de cuerpos, sino de luces y sombras».​
Para el claustro pequeño pintó cuatro lienzos de la vida de san Bruno y su fundación de la Orden y otros tantos dedicados a los martirios de cartujos en Inglaterra. La rigurosa simetría y sencillez de sus composiciones, junto con la simplificación de los volúmenes, evitan el dramatismo barroco. Las luces, cuidadosamente estudiadas, tampoco son las propias del tenebrismo, ni siquiera en el cuadro del Sueño de san Hugo iluminado por una luz artificial. En todo ello, la huella de Luca Cambiaso y lo escurialense sigue muy presente. Los desnudos, obligados en el lienzo de los Mártires descuartizados, muestran las limitaciones del pintor en este orden. ​
De muy curiosa iconografía es la Visión de San Hugo, obispo de Grenoble, que pintó para su capilla en el claustro pequeño, traspasado al Museo de Bellas Artes. En un rompimiento de gloria Jesús construye el muro de la cartuja ayudado por la Virgen, que sostiene la regla, san Juan Bautista, santos y ángeles. La forma ingenua con que se resuelve esta parte del lienzo contrasta con el estatismo de las figuras de san Hugo y sus compañeros de la parte inferior, figuras monumentales que acusan una vez más su aprendizaje en la pintura de El Escorial. Muy cercana a lo escurialense está también la Asunción que ocupaba el retablo del Capítulo (Museo de Bellas Artes de Granada), con su rigurosa disposición frontal y el coro de ángeles simétricamente dispuestos. De una forma semejante trató el tema de la Inmaculada, aunque la autografía de las versiones que se le han asignado es discutida. Lo flamenco, en cambio, se advierte particularmente en otra serie de cuatro lienzos apaisados destinados a conmemorar la fundación de la primitiva cartuja, tratados como auténticos paisajes con figuras, o en los repetidos cuadros de la Virgen con el Niño, alguno de los cuales evoca todavía directamente a Gérard David.

Visión de San Hugo.
Óleo sobre lienzo, 328 x 254 cm. Museo de Bellas Artes de Granada. Esta obra fue pintada para una capilla del claustro pequeño de la cartuja, representa una visión del santo obispo en la que se le anunciaba la fundación de la primitiva cartuja.

La Virgen despertando al Niño.
Óleo sobre lienzo, 110 x 81 cm. Museo de Bellas Artes de Granada (110 x 81 cm), estudio de iluminación artificial a la manera de Cambiaso y los pintores manieristas.
Las naturalezas muertas fueron protagonistas de prácticamente toda la producción pictórica de Juan Sánchez Cotán, quien además era monje. Sin embargo, realizó algunos cuadros de temática religiosa, entre los cuales se incluye esta intimista escena de la Virgen que despierta a su bebé. La calidad del autor a la hora de realizar las figuras y dar volumen o textura a los objetos es inferior a la que muestra en sus bodegones. Pero la delicadeza y elegancia que derrocha en las figuras de la madre y el hijo es difícil de encontrar en otros autores. La escena se desarrolla en lo que podría ser la típica cocina pobre de un hogar castellano, con unos pocos cacharros de barro y latón, y un humilde fogón al fondo que llama nuestra atención con su luz. El foco principal proviene de la vela que dulcemente María aproxima al rostro sonriente del pequeño. El cuadro se convierte de esta manera en un documento de la época barroca en sus comienzos, al tiempo que permitía fácilmente al fiel identificarse con los humildes protagonistas de la escena. 

Anunciación.
Museo de Bellas Artes de Granada. Obra restaurada en 2010. El tema iconográfico de esta pintura se corresponde con uno de los episodios más importantes del Nuevo Testamento, la Anunciación o Salutación Angélica, tema que ha sido ampliamente estudiado por el experto en iconografía cristiana, Louis Réau. Este tema se basa tanto en fuentes canónigas como apócrifas. La referencia más importante se encuentra en el Evangelio de San Lucas (1: 26-38). Se identifican varios personajes: la Virgen María arrodillada en un reclinatorio, el arcángel Gabriel que desciende volando, y el Padre Eterno que envía al Espíritu Santo dentro de un rompimiento de gloria, además de una serie de angelotes y querubines que revolotean alrededor de ellos. Se trata de una composición sencilla, que ha sido dividida en dos planos, un plano inferior y terrenal y un plano superior y divino, cuyo vínculo de unión sería el ángel que vuela entre ambos mundos. 

Aparición de la Virgen del Rosario a los cartujos.
Óleo sobre lienzo, 333 x 231 cm. Museo de Bellas Artes de Granada.  Antonio Palomino afirma que el pintor se retrató en él, suponiéndose por tal motivo que el monje que aparece en primer término a la derecha sea su autorretrato.

Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda. 1590
Óleo sobre lienzo, 102 x 61 cm. [P3222]. Museo del Prado. Procedencia: Bienes de Juan Sánchez Cotán, 1603; Juan Gómez de Mora; Colección Real (Palacio de El Pardo, Madrid, antecámara, 1701, s.n.; colección Felipe V, Quinta del duque del Arco, El Pardo-Madrid, tercera pieza de invierno, 1745, [nº 41]; Quinta del duque del Arco, pieza tercera, 1794, nº 61).
Probablemente se trata del retrato de la barbuda de Peñaranda que aparece entre los cuadros que el pintor Juan Sánchez Cotán (1560-1627) dejó a Juan Gómez en 1603. Otro retrato de la barbuda de Peñaranda se cita en 1629 en la colección de Pedro Salazar de Mendoza. Ambos cuadros estaban en Toledo y es muy probable que se tratara del mismo. Su identificación con el ejemplar del Museo del Prado se basa en razones estilísticas, pues la técnica minuciosa y detallada es cercana a la que caracteriza la pintura de Sánchez Cotán, quien, según revela el inventario ya citado de 1603, se dedicó con cierta asiduidad al género retratístico. También el uso de la luz para modelar suavemente los rasgos es propio del pintor cartujo. Brígida del Río fue un personaje popular a finales del siglo XVI. Prueba de su fama es su mención en varias obras literarias y la creación de varias imágenes que la representan. Entre las primeras figuran títulos importantes y difundidos de la época, como el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (1599 y 1604), el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias (1611), o el Donado hablador de Jerónimo Alcalá (1624). En cuanto a sus retratos, se sabe que a finales del siglo XVI poseía uno el arzobispo Juan de Ribera y en 1659 se cita otro en la colección del marqués de Astorga. El cuadro del Prado se difundió a través del grabado, pues fue el modelo que utilizó el citado Sebastián de Covarrubias para una de las imágenes de sus Emblemas morales (1610), donde se aclara que la figura es el retrato de la barbuda de Peñaranda. Se trata de uno de los varios retratos de mujeres barbudas que han circulado por España. Algunos, como el de Ribera, han llegado hasta nosotros, y otros se conocen por sus referencias documentales. El tema fue utilizado también por Miguel de Cervantes, quien se sirvió de él para construir uno de los episodios cómicos de la segunda parte del Quijote. Con frecuencia, a las mujeres barbudas se las incluye en el amplio catálogo de enanos, bufones y gentes de placer. Todos ellos comparten una anormalidad física o psíquica que invita a dejar constancia gráfica de su paso por este mundo. El carácter documental de muchas obras de este tipo está atestiguado en este caso por la inscripción que aparece en la parte superior izquierda, en la que se identifica a la retratada, se indica su edad y se precisa la fecha en la que se pintó el cuadro. Todo ello sirve para afirmar la veracidad de la imagen. Sin embargo, como han señalado Fernando Rodríguez de la Flor y Jacobo Sanz, a las barbudas le estaba asociada una serie de valores específicos que trascienden los límites de la mera curiosidad natural y que afectan a esferas como la moral. Son connotaciones que hay que tener en cuenta para comprender mejor el origen y la función de estos retratos. Los tratados de fisionomía y la literatura de carácter científico atribuían el crecimiento de la barba y otras características masculinas a la preponderancia en el hombre de humores de carácter cálido, que son los mismos que se atribuyen a las barbudas, y que justificarían el tópico acerca de la lujuria y las pésimas costumbres de estas mujeres a las que con frecuencia se asocian nociones demoníacas.

La imposición de la casulla a san Ildefonso
Hacia 1600. Óleo sobre lienzo, 156 x 118 cm. Museo del Prado
La imposición de la casulla a san Ildefonso es un cuidado ejemplo de la producción religiosa de Sánchez Cotán, en donde plasma además un tema de larga tradición en la pintura española, y más específicamente toledana. De hecho, del propio pintor nos han llegado varios ejemplos. La obra ilustra la representación más habitual de la vida de san Ildefonso (607-667), arzobispo de Toledo y patrono de la ciudad. Como acérrimo defensor de la virginidad de María, san Ildefonso recibió de manos de esta una casulla.
La imagen del santo arrodillado, cubierto con alba -y en este ejemplar también con dalmática-, recibiendo de manos de María la casulla gloriosa, se completa con la representación de los ángeles y una incorporación muy divulgada en Toledo en la segunda mitad del siglo XVI: la anciana que sostiene la candela encendida que obtuvo mientras tuvo la fortuna de asistir al milagro y guardó después para la hora de su muerte. Así quedó fijado en una tradición local que recogió José de Valdivieso en su Auto de san Ildefonso de 1616, pero que indudablemente tuvo un origen anterior. En este caso, los definidos rasgos de la mujer nos llevan a pensar en un retrato. Este hecho y las dimensiones de la tela hacen suponer que la composición pudo responder a un encargo específico seguramente toledano.
La versión que del mismo tema se guarda en la cartuja de Granada, más allá de no incluir a la anciana, muestra notables diferencias con esta otra. Es una composición más monumental, con una iluminación muy contrastada y una paleta más saturada. 

Bodegón de caza, hortalizas y frutas. 1602.
Óleo sobre lienzo, 68 x 89 cm, firmado. [P7612]. Museo del Prado. Procedencia: Colección del infante Sebastián Gabriel de Borbón, hasta 1835; Museo de la Trinidad, hasta 1861; restitución al infante Sebastián Gabriel de Borbón; herederos del infante don Sebastián; adquirido en 1991, con fondos del Legado Villaescusa.
Bodegón colocado en el interior de una alacena en el que se pueden observar apoyados en la superficie: un grupo de dos serines, dos jilgueros y dos gorriones en una caña, tres zanahorias, dos rábanos y un gran cardo blanco cerrando la composición. Y colgados del alfeizar superior: tres limones, siete manzanas, un jilguero, un gorrión y dos perdices rojas.
La composición destaca por su sobriedad, intimismo e intensidad, características que se enfatizan gracias a la luz lateral que produce grandes sombras, creando una ilusión perfecta y plenamente realista propia de las naturalezas muertas pintadas por Cotán que se convertirán en el prototipo del bodegón español.
Este cuadro fue pintado para Juan de Salazar, miniaturista en El Escorial y albacea testamentario de Sánchez Cotán. Perteneció posteriormente al infante don Sebastián Gabriel (1811 - 1875), a quien le fue incautado en 1835. Pasó al Museo Nacional de la Trinidad, siendo devuelto años más tarde a sus herederos, entre los que permaneció hasta 1991, momento en el que fue adquirido para el Museo del Prado con fondos del legado Villaescusa y beneficios de la exposición Velázquez (1991).

Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino. 1600-03.
Óleo sobre lienzo, 60 x 81 cm. San Diego Museum of Art. El bodegón del Museo de San Diego (California), firmado «Ju Sánchez Cotán F.» (). La ordenación geométrica de sus componentes, membrillo, repollo, melón y pepino, en movimiento curvilíneo decreciente, forma una hipérbola que el pintor podría haber tomado de Arquímedes.
Fray Juan Sánchez Cotán posee varias obras muy similares a ésta, como el Bodegón del Cardo en el Museo del Prado. La interpretación que se ha dado a estas naturalezas muertas de escasos alimentos, todos ellos austeros y geométricamente dispuestos sobre un nicho, ha tratado de encontrar un significado religioso a la obra, pero nada ha sido demostrado. Como en otras obras del autor, los elementos de la composición penden de cordeles blancos o reposan sobre lo que parece ser el alféizar de una ventana o el nicho de una fresquera. Los vegetales que en este caso se incluyen en el lienzo son frutos de huerta, propios del verano. La elección de esta época para los bodegones también la encontramos en Caravaggio, uno de los primeros en practicar el bodegón. Ejemplo de estas frutas se encuentran en su Cesto de frutas de la Pinacoteca Ambrosiana de Milán.

Bodegón del cardo.
Óleo sobre lienzo, 62 x 82 cm. Museo de Bellas Artes de Granada, pudiera proceder de la Cartuja de Granada y en tal caso sería el más tardío de los bodegones de Sánchez Cotán conocidos en la actualidad. Se ha llamado bodegón de cuaresma, pues en su composición, deudora del bodegón del Prado, las piezas se han reducido drásticamente quedando únicamente las verduras.

Bodegón con aves de caza y verduras. 1600-1603.
Óleo sobre lienzo, 68 x 88 cm. Instituto de Arte de Chicago. EE UU. Obra Juan de Sánchez Cotán. El Bodegón, de Chicago, Art Institute, se asemeja al bodegón de San Diego, del que se repiten las piezas vegetales con el añadido de un pimiento sobre el antepecho, Sánchez Cotán agrega en éste cuatro aves colgadas del techo: ánade real, sisón, tórtola y carraca.

Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de cerezas.
Óleo sobre lienzo, 89 x 109 cm. La obra es propiedad de una acaudalada familia de banqueros franceses. La pintura es una rareza en la obra del artista: la única que incluye flores. Llegó a exhibirse en una exposición de 1936, pero bajo la autoría de Zurbarán. Un sello certifica que el cuadro salió de España durante la Guerra Civil.
El paradero de la obra del maestro Juan Sánchez Cotán (Orgaz, 1560 - Granada, 1627) ha perdido un eslabón en su halo de misterio. El pintor toledano que convirtió el bodegón en todo un género ejecutó un total de nueve naturalezas muertas. De ellas, solo seis estaban localizadas y catalogadas. La séptima, Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de cerezas, acaba de ser identificada; pertenece a los David-Weill, una acaudalada familia de banqueros franceses cuya matriarca, Eliane David-Weill, legó la pintura a sus hijos hace dos años. El cuadro se encuentra ahora mismo en las dependencias de una galería de arte madrileña, Caylus.
Sánchez Cotán fue el primero en otorgar a sus bodegones la categoría de género pictórico. Sus frutas y verduras impregnadas de metafísica le consagraron en vida y le convirtieron después en verdadero artista de culto. Gracias al testamento que realizó al abandonar Toledo e ingresar como cartujo en Granada, se sabe que pintó nueve bodegones. Ahora solo quedan dos de ellos en paradero desconocido.
Sometido a una sencilla operación de limpieza, el último Sánchez Cotán se expuso el pasado mes de abril en la Fundación Gulbekian de Lisboa. Por el momento, se desconoce si sus propietarios franceses tienen la intención de ponerlo a la venta, aunque la noticia de su localización ha levantado ya grandes expectativas entre coleccionistas públicos y privados.
Bodegón con flores... es un óleo de 89 - 109 centímetros, con una composición algo diferente a la de los restantes trabajos del artista. De los que se le conocen, es el único en el que el pintor incluyó flores: en concreto, azucenas blancas y rosadas, similares a las utilizadas por El Greco en algunas de sus composiciones. El elemento central del cuadro es un cesto de mimbre cargado de cerezas y rematado con claveles. Dos manojos de espárragos, un plato de judías verdes, alhelíes, rosas y azucenas ocupan la base de la alacena. La negritud del fondo del lienzo recrea sus clásicos vacíos profundos poblados de sombras y misterios de forma que lo natural vuelve a unirse con lo sobrenatural. Como en el resto de su obra, la colocación de los objetos, siempre escasos, parecen organizados en función de alguna regla matemática o procedente de mundos esotéricos.
El historiador y comisario Peter Cherry explica, en el número de octubre de la revista Ars Magazine, que se trata de un lienzo en el que se muestran los cuatro lados de su habitual escena a través del marco de una ventana proyectada en perspectiva desde un punto de vista bajo. Dentro del marco están todas sus naturalezas muertas, de forma que convierte la superficie del cuadro en una abertura ficticia, una estructura donde localizar objetos de tamaño natural.
La obra fue realizada para decorar la parte alta de un interior y debe contemplarse de abajo hacia arriba, única manera de apreciar la perspectiva del bodegón. Hasta su retirada del mundo civil, a los 43 años, Sánchez Cotán era ya un artista cotizado. Los encargos le llovían. El bodegón localizado habría sido pintado por deseo de una rica familia toledana. En su estudio, Peter Cherry argumenta con detalle cómo esta obra figura entre las primeras naturalezas muertas españolas con flores.
Aunque el paradero del bodegón fue un misterio durante mucho tiempo, su trayectoria está documentada. Actualmente es propiedad de los David-Weill, una familia de banqueros franceses con propiedades en Cataluña. La madre, Eliane, creó una importante colección de arte y en la década de los 60 compró el bodegón de Sánchez Cotán en la sala Parés de Barcelona. Décadas antes, en 1936, la obra formó parte de una exposición de bodegones de la colección de Juan Martínez de la Vega, aunque en esa muestra se exhibió bajo la autoría de Zurbarán con una interrogación añadida.
Enrique Lafuente Ferrari fue el primer especialista que publicó una investigación detallada sobre el bodegón y demostró la autoría de Sánchez Cotán, desmontando de golpe todas las dudas que pudieran plantearse. Es un trabajo que ahora se ve complementado con la tesis de Peter Cherry. Un sello estampado en el bastidor prueba que el cuadro estuvo en Suiza, lo que parece indicar que durante la Guerra Civil, sus propietarios lo entregaron a la junta de salvación de obras de arte creada por la República, encargada de proteger piezas de arte de propiedad pública o privada.

FRANCISCO RIBALTA (Solsona, Lérida, 1565 – Valencia, 1628)
Pintor barroco español, formado en la órbita de la pintura escurialense y establecido desde 1599 en Valencia, donde en fechas muy tempranas cultivó un naturalismo de cuño personal e intenso claroscuro que llegaría a ser la seña de identidad de la escuela valenciana del siglo XVII.
Situado cronológicamente en los orígenes de la pintura barroca española, la obra de Ribalta constituye el vínculo entre el último manierismo y las nuevas corrientes barrocas. Inmerso en el espíritu religioso de la Contrarreforma, que él plenamente compartía, enfocó los motivos visionarios de su pintura con técnica naturalista, de tal modo que lo sobrenatural pareciese tener lugar del modo más creíble y cercano al espectador, al que trató de poner en contacto directo con el suceso milagroso merced a la sencillez de sus composiciones, sin embellecimientos superfluos. 

Años de formación en Barcelona y Madrid
Bautizado el 2 de junio de 1565 en Solsona (Lérida), su familia se trasladó hacia 1572 a Barcelona, donde su padre ejerció el oficio de sastre. Allí hubo de iniciar su formación como pintor, dado que, en 1581, habiendo quedado huérfano, se le documenta todavía en Barcelona otorgando poderes junto con sus restantes hermanos al mayor de ellos, Juan, para que vendiese las tierras y viñedos en Solsona que habían recibido en herencia. Inmediatamente debió de trasladarse a Madrid pues su primera obra conocida, los Preparativos para la crucifixión del Museo del Ermitage de San Petersburgo, aparecen firmados y fechados en Madrid en el año 1582. ​ Pocos más datos hay de estos años, aunque su obra posterior evidencia su paso por El Escorial, donde pudo conocer la obra de maestros venecianos como Tiziano y los Bassano, dejándose influir particularmente por Sebastiano del Piombo. El Encuentro del Nazareno con la Virgen (Museo de Bellas Artes de Valencia), pintado ya en Valencia hacia 1611, reproduce literalmente en la figura de Cristo el célebre Cristo con la cruz a cuestas de Piombo conservado en el Museo del Prado, que hubo de conocer en El Escorial y del que guardaría dibujos o apuntes para ser utilizados años después. ​ De igual forma, en la Degollación de Santiago del retablo de Algemesí es patente el estudio directo de la obra de igual asunto pintada por Juan Fernández de Navarrete para El Escorial. También entonces debió de realizar una versión de la Cena de Leonardo a partir de la famosa copia guardada en el refectorio del monasterio. En 1666 se citaba en la colección de doña Catalina de Mardones, en Madrid, tasada por Juan Carreño de Miranda, «una cena de vara y quarta de alto poco más o menos con marco negro y dorado de mano de Rivalta copia de leonardo de binci», y huellas de ella se encuentran en la Santa Cena de la predela del retablo del Rosario en la iglesia de la Asunción de Torrente, obra de Juan Ribalta, quien habría tomado de los dibujos paternos las figuras de Cristo y los apóstoles más cercanos extraídas del mural de Leonardo.
Existe constancia documental de que en 1591 pintó por encargo de un miembro de la corte un cuadro de la Anunciación para el monasterio madrileño de la Encarnación, cuyo dibujo preparatorio fue supervisado por Blas de Prado. En Madrid, en fecha indeterminada, casó con Inés Pelayo, fallecida en 1601, de cuyo matrimonio nacieron primero dos hijas y en 1597 un hijo, Juan, que con el tiempo llegaría a ser su mejor discípulo. Se conocen también los nombres de dos ayudantes, lo que parece indicar que antes de abandonar Madrid era ya un pintor consolidado y con cierto volumen de obra, aunque no llegase a entrar al servicio del rey y no haya constancia de que se le encomendasen trabajos en El Escorial, al menos como pintor independiente. De esta etapa madrileña, aparte de los citados Preparativos para la crucifixión, no quedan obras que le pueda ser asignadas con certeza, pero podría pertenecer a ella un Cristo crucificado del Museo del Prado, depositado en el monasterio de Poblet, procedente del suprimido en 1809 convento de San Felipe el Real de Madrid. Finalmente, la muerte de Felipe II en 1598 debió de empujarle a abandonar la corte, informado, quizá, del impulso de renovación artística emprendido en Valencia por su arzobispo, el patriarca san Juan de Ribera. 

Valencia (1599-1617)
Es probable que la elección de Valencia como destino se debiese a su amistad con Lope de Vega, secretario personal del marqués de Malpica que, a su vez, era cuñado del arzobispo Juan de Ribera, conocido por sus demandas artísticas y a la sazón ocupado en la decoración de su Colegio del Corpus Christi. Al menos desde el mes de febrero de 1599 Ribalta se encontraba ya en Valencia donde, hombre piadoso según los testimonios de quienes le conocieron, se inscribió en la cofradía de la Virgen de los Desamparados. Inmediatamente después de su llegada a la ciudad gozó de la protección del arzobispo, para quien pintó algunos retratos, de los que se conservan en el Colegio del Patriarca los de Sor Margarita Agulló y el Hermano Francisco del Niño Jesús, tomados de los retratos que les hiciera Juan Sariñena puesto que él no llegó a conocer a los retratados. 

Estancia en Algemesí
Entre 1603 y 1605 residió en Algemesí, ocupado en la realización del retablo mayor de su iglesia parroquial, para la que siguió trabajando hasta 1610 en distintos retablos, con evidentes recuerdos de su pasada estancia en El Escorial. La gran tabla central, con el martirio del apóstol, depende estrechamente, como se ha señalado, del cuadro de Navarrete en El Escorial, pero también son patentes los préstamos de Luca Cambiaso para la escena de Santiago en Clavijo y el Traslado del cuerpo del santo, en tanto la Oración del huerto repite motivos del lienzo de igual asunto de Tiziano conservado en el monasterio. ​ En Algemesí pintó también el gran lienzo de la Aparición de Cristo a San Vicente Ferrer para el Colegio del Corpus Christi. De 1606 es la Última Cena, en formato vertical y enmarcada en una arquitectura escurialense, del retablo mayor del mismo colegio, para el que en 1610 entregó el Nacimiento del ático. Con su fuerte iluminación lateral y el naturalismo con que trató los rostros de los apóstoles, la Cena pintada para el Patriarca asentó la fama de Ribalta en Valencia e hizo posible que, inmediatamente, le llegasen nuevos encargos del gremio de plateros (retablo de San Eloy, en sustitución del que había pintado Vicente Macip que había resultado dañado por un incendio) y de la propia Diputación (Calvario). También, a pesar de ser foráneo, pudo estar en 1607 entre los fundadores del Colegio de Pintores, uno de cuyos objetivos era precisamente protegerse contra la competencia de los recién llegados. ​ 

Influencia de Sebastiano del Piombo
Ribalta moduló en estos años su naturalismo con la adopción de modelos y tipos joanescos, por imposición, quizá, de sus clientes, como resulta patente en la Consagración de San Eloy como obispo de Noyon (Valencia, iglesia de San Martín) o en el Cristo sostenido por ángeles del Museo del Prado, copia de un modelo perdido de Juan de Juanes. Pero, además, experimentó un nuevo encuentro con Sebastiano del Piombo del que pudo copiar en dos ocasiones el tríptico del Descendimiento propiedad de don Diego Vich y Mascó. Éste, en 1645, se lo regaló en Valencia a Felipe IV, quizá ya desmembrado, pues uno de sus paneles, el del Descenso al Limbo, fue enviado a El Escorial y de allí transferido al Museo del Prado, en tanto la tabla central del Descendimiento, o Lamentación ante Cristo muerto, propiedad actualmente del Museo del Ermitage, se localizaba en 1666 en el Alcázar de Madrid. ​ El tríptico completo de Piombo, cuya tercera pintura, no conservada, se describe diversamente como Prendimiento o Aparición de Cristo a los once apóstoles, puede ser reconstruido gracias a la existencia de una copia en el palacio episcopal de Olomouc (República Checa), que bien pudiera ser de Ribalta. Antonio Ponz llegó a ver dos copias hechas por él. Una de ellas, de pequeño tamaño, se encontraba en Madrid en el Hospital de Aragón, fundado en 1616, en un retablito sobre la puerta de la sacristía, con una firma o inscripción bien elocuente: Fr Sebastianus del Piombo invenit: Franciscus Ribalta Valentiae traduxit. El segundo, de mayor tamaño, se encontraba en los carmelitas descalzos de Valencia, que en tiempos de Orellana rechazaron una sustanciosa oferta por la tabla central. Es probable, sin embargo, que acabasen desprendiéndose de ella, pues únicamente los lienzos laterales pasaron tras la desamortización al Museo de Bellas Artes de Valencia. La tela central de esta copia podría ser, sin embargo, la conservada desde fecha desconocida en el Colegio del Patriarca, copia literal de la obra de Piombo con la coloración terrosa característica de Ribalta, si no es una copia más de la citada tabla de cuya fortuna en Valencia es buena prueba la versión libre, un siglo anterior a estas copias de Ribalta, pintada por Vicente Macip para la catedral de Segorbe. 

Retratos del padre Simón
En 1611 murió su mecenas, el arzobispo Juan de Ribera, de quien pintó un retrato difunto conservado en el Colegio del Patriarca. En abril de 1612 fallecía también en Valencia el padre Francisco Jerónimo Simón, beneficiado de San Andrés, quien acabaría siendo conocido por su caridad y su ascetismo, sus penitencias extravagantes y sus encuentros con Cristo camino del Calvario cuando recorría por las noches las calles de la ciudad, reviviendo el camino del Gólgota, aunque en vida había pasado inadvertido. ​ A pesar de la oposición de las órdenes mendicantes, los valencianos inmediatamente le tuvieron por santo y le erigieron altares en las calles. Domingo Salzedo de Loaysa escribió un libro titulado Breve y sumaria relación de la vida, muerte y milagros del venerable Presbítero Mosen Francisco Jerónimo Simón, valenciano..., publicado por Felipe Mey en Segorbe en 1614, en el que, con no poca exageración, hablaba de las tres capillas que en el espacio de un año se le habían dedicado en otras tantas parroquias al venerado sacerdote,
«por cuya devoción se han pintado, y puesto por las calles y esquinas de aquella ciudad pasados de mil Altares pequeños con quadros y efigies deste Angélico Sacerdote, y estos con sus lámparas, las quales a más de la mucha devoción que causan al pueblo, sirven de alumbrar las calles de noche, y evitar muchos daños que estando sin ellas se podían causar (...) [y] sin las dichas figuras pintadas al olio, y al temple, ha salido estampada una inmensidad dellas, pues según relación de los Impresores se han estampado en Valencia sola un millón y más figuras, sin las que han venido de Roma, Francia, y Flandes».
Los encargos más importantes recayeron en Ribalta, a quien se encomendó la pintura del retablo para la capilla de la propia iglesia de San Andrés, donde el padre Simón fue enterrado, que será probablemente el lienzo de la Visión del padre Francisco Jerónimo Simón, firmado y fechado en 1612, conservado actualmente en la National Gallery de Londres. ​ Los recuerdos de Sebastiano del Piombo, de quien tomó la figura de Jesús, combinando en ella las versiones de medio cuerpo del Cristo con la cruz a cuestas, que pudo conocer en El Escorial, con la posición del resucitado en el Descenso al Limbo (Museo del Prado), parte del tríptico del Descendimiento del que existía una copia en Madrid hasta el siglo XIX firmada por Ribalta, se entrecruzan con la evocación de Tibaldi en la figura del trompetero que sigue a Jesús, tomada de una de las figuras de la bóveda de la biblioteca de El Escorial. ​ También el cabildo de la catedral le encargó tres retratos del sacerdote, cobrados en enero de 1613, para obsequiar con ellos al rey Felipe III, al duque de Lerma y al secretario real Juan de Jérica, sin duda como parte de la campaña emprendida para obtener la pronta beatificación de Simón. Otro retrato se envió al papa Pablo V. Con el mismo objetivo y merced al patrocinio del archiduque Alberto de Austria, en 1614 apareció en Amberes una Vita B. Simonis Valentini, de Jan van der Wouwer, con un retrato de Cornelius Galle sobre dibujo de Rubens, y un grabado de Michel Lasne con el retrato del padre Simón orlado por diversas viñetas de su vida y milagros para la que Ribalta proporcionó los dibujos, estampa de la que sólo se conoce un ejemplar conservado en el Museo Nacional de Arte de Cataluña.
La Inquisición reaccionó con celeridad ante lo que parecía un proceso de beatificación por aclamación popular. Por Carta Acordada del Consejo Supremo del 13 de junio de 1614, se ordenó a las distintas inquisiciones recoger «las ymágenes con rayos del dicho venerable saçerdote mossen Simón mandando que ninguna persona las tenga ni venda hasta tanto su S[antida]d ordene otra cosa». La misma Carta Acordada ordenaba recoger el libro de Salzedo Loaysa, pero los partidarios del padre Simón, presumiblemente, resistieron con algún éxito las presiones que les llegaban desde la corte, a la vista del elevado número de ejemplares que de él se han conservado. Un nuevo edicto, esta vez de la inquisición valenciana, prohibió finalmente en 1619 todas las imágenes del sacerdote. El lienzo de Ribalta pudo subsistir reconvertido en un Cristo llevando la cruz apareciéndose a San Ignacio de Loyola, identificación con la que fue adquirido por Richard Ford en Valencia en 1831. En 1945, ya en la National Gallery, la obra fue limpiada de los repintes que ocultaban la figura del padre Simón. 

El Colegio de Pintores y la consolidación del taller
En noviembre de 1615 cobró Ribalta del Colegio del Corpus Christi por los retratos de Perafán de Ribera y de su antiguo protector, el fundador del colegio, obras probablemente surgidas del taller en el que colaboraban por aquellas fechas su yerno, Vicente Castelló, quien debió de casar con una hija del pintor hacia 1610, y su hijo Juan, que firmó también en 1615 su primera obra, Los preparativos para la crucifixión para la iglesia de San Miguel de los Reyes. Un año después firmaba el Santo Tomás de Villanueva con dos colegiales, destruido en 1936, pintado por encargo del cabildo de la catedral de Valencia con destino al Colegio Mayor de la Presentación, institución fundada por el propio santo Tomás de Villanueva como seminario. En 1617 encabezó el grupo de peticionarios que se dirigieron al rey con objeto de obtener la aprobación del Colegio de Pintores, reconstituido un año antes, en cuya junta directiva ostentó el cargo de mayoral. Un factor para este relanzamiento del Colegio pudo venir dado por la momentánea presencia de Pedro de Orrente en Valencia, de vuelta de su viaje a Italia, y las reticencias entre ambos pintores que, según Marcos Antonio Orellana, provocaron una prueba de destreza entre ellos, para la que Ribalta presentó un lienzo del Martirio de San Lorenzo y Orrente un San Vicente Mártir, ambos perdidos, finalizando la competición en tablas aunque el premio se le habría otorgado a Orrente. ​ La formación bassanesca de Orrente y su conocimiento seguro de las obras de los primeros caravaggistas, puesto de manifiesto en su Martirio de San Sebastián pintado para la catedral de Valencia hacia 1616, hubo de tener, con todo, amplia repercusión en la evolución de la pintura de Ribalta, fortaleciendo su propia inclinación al tratamiento expresivo de la luz artificial. 

Últimos años: la plenitud del pintor (1618-1628)
A partir de 1620, en la etapa final y más madura de su producción, Ribalta evolucionó hacia un naturalismo más estricto. La ausencia de noticias para los años inmediatamente anteriores llevó a situar en ellos el pretendido viaje a Italia, en el que habría conocido la obra de Caravaggio. Una copia en pequeño tamaño de la célebre Crucifixión de San Pedro de Caravaggio, firmada F. Ribalta, en la colección Príncipe Pío de Saboya en Mombello (Italia), reforzaría esa hipótesis. Pero esta copia de reducidas dimensiones pudo tomar como modelo otra copia anterior, del mismo tamaño y color que el original de Caravaggio, conservada en el Colegio del Patriarca y con toda probabilidad traída de Italia por el propio arzobispo Juan de Ribera. Por otro lado, como observa Fernando Benito Domenech, «el pretendido "caravaggismo" en Francisco Ribalta, de admitirse, hay que verlo como producto de segunda mano y siempre servido con técnica veneciana». El tenebrismo en Ribalta se había manifestado de forma precoz, pero siempre vinculado a lo que había podido ver en El Escorial, y ni sus tipos humanos ni su desinterés por la objetividad de la materia lo acercan a Caravaggio. El propio David Kowal, defensor a título de hipótesis del viaje a Roma en los años inmediatamente anteriores a 1620, tras el que habría acentuado su primitivo tenebrismo, observa que «incluso bajo el impacto del maestro italiano, el tenebrismo de Ribalta y su técnica de modelar llevan todavía el sello de una cálidamente luminosa y fluida cualidad, enraizada en su profundo nexo con la tradición veneciana». Para concluir que, «en última instancia, el tenebrismo de Ribalta es de un carácter más conservador y menos trágico que el de Caravaggio».​
Por otra parte, el hueco documental ha sido en parte rellenando por la localización de un pleito que tuvo ocupado a Ribalta desde enero de 1618, el año del matrimonio de su hijo Juan, hasta, por lo menos, marzo de 1619. El proceso es también interesante por la información que contiene acerca de la vida del pintor y de su obra. En enero de 1618 Ribalta dirigió un escrito al portavoz del gobernador general de la ciudad rechazando el cargo de «baciner de pobres» de la parroquia de San Andrés, para el que había sido designado por un año. Ribalta declaraba carecer de recursos y vivir exclusivamente de su trabajo, que le requería mucha dedicación hasta poder dejar una obra terminada en toda su perfección, además de que podría perder otros encargos si no terminaba en tiempo los que tenía entre manos. A cambio de verse libre del encargo se ofrecía a pintar a su costa una pintura para la parroquia por valor de 30 libras a gusto de los parroquianos. Iniciado el proceso, Ribalta presentó a una serie de testigos, pintores como él, que hablaban de su piedad, pero también de las dificultades para hacer compatible el trabajo de pintor con las obligaciones de limosnero. Entre ellos estaba Jerónimo Rodríguez de Espinosa, padre de Jerónimo Jacinto Espinosa, que declaraba conocerle desde hacía treinta años, cuando ambos residían aún en Castilla, quien alegaba también como impedimento la quebrantada salud del pintor. Todos ellos concordaban, además, en que tras la expulsión de los moriscos no eran buenos tiempos para la pintura en Valencia. Continuando con el proceso, a preguntas del síndico de la parroquia, Ribalta declaró carecer de hacienda y que siendo verdad que en alguna ocasión había cobrado cantidades importantes (hablando del retablo de Algemesí), también lo es que lo había gastado todo, porque siempre ha tenido aprendices y oficiales en su casa, además de que él se tomaba mucho tiempo con cada pintura pues hacía estudios de ella, lo que otros no hacen «por aprovecharse del trabajo de otro pintor». En marzo de ese año presentó el síndico de la parroquia sus testigos, favorables a la elección destacando ellos el carácter bondadoso del pintor. Finalmente, en marzo de 1619, el lugarteniente del gobernador falló en el pleito en contra de los intereses del pintor, obligándole a asumir el cargo o abonar 100 libras. Ribalta protestó la sentencia y anunció que la recurriría ante el Consejo de Aragón, pero el recurso, caso de haber sido presentado, no se conoce.
Es probable, en cambio, que viajase en esos años a Madrid, donde pudo conocer las últimas tendencias naturalistas representadas por artistas como Orazio Borgianni, pues en 1623 Angelo Nardi, residente en Madrid, declaraba al contraer matrimonio que Ribalta le debía algún dinero. ​ Debió de ser en este viaje no documentado cuando hiciese el retrato perdido de Lope de Vega, del que se tomó el modelo para el grabado que salió con las Rimas humanas y divinas, publicadas a nombre de Tomé Burguillos en Madrid, en 1634. El propio Lope aludía a ese modelo al explicar la fisonomía de Burguillos, «que se copió de un lienzo en que le trasladó al vivo el catalán Ribalta, pintor famoso entre españoles de la primera clase». El elogio se venía así a sumar al que le había dedicado ya en 1602 en La hermosura de Angélica:
No tiene España, que envidiar, si llora/ un Juanes, un Becerra, un Berruguete,/ un Sánchez, un Felipe, pues ahora/ tan iguales artífices promete:/ Ribalta donde el arte se mejora/ pincel octavo en los famosos siete.
Pudo ser también con ocasión de este viaje cuando pintase el supuesto retrato de Raimundo Lulio del Museo Nacional de Arte de Cataluña, quizá retrato de un padre jesuita tratado con intensa luz dirigida, que perteneció a Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio. 

Obras para los capuchinos de Valencia
En cualquier caso Ribalta aparece nuevamente documentado en Valencia en 1620, pintando una Última Cena, perdida, para el refectorio de los capuchinos de la Sangre de Cristo. De fecha próxima han de ser sendas visiones de San Francisco pintadas en su nuevo estilo, que según las fuentes antiguas se hallaban en la iglesia del mismo convento: la Visión del ángel músico, que adquirida por Carlos IV en 1801 pasó al Museo del Prado, y San Francisco abrazando al crucificado, originalmente emplazada en un altar cercano a la puerta, transferida al Museo de Bellas Artes de Valencia tras la desamortización. La gama de color en estos lienzos se ha reducido drásticamente y los tipos humanos, junto a la franqueza y simplicidad de su composición, revelan la acentuación de sus tendencias naturalistas. La Visión del ángel músico, según una leyenda narrada por san Buenaventura, de la que se conocen algunos dibujos previos, debió de alcanzar gran predicamento pues se conoce una versión posterior del propio Ribalta actualmente conservada en el Wadsworth Atheneum en Hartford (Connecticut), en formato apaisado y con mayor atención a los objetos de naturaleza muerta presentes en la celda del fraile. Más extraña resulta la iconografía del San Francisco abrazando al crucificado, para la que no existen fuentes literarias. Su fuerte contenido simbólico hace creer que el motivo le fuese dado por los propios frailes capuchinos, que ponían el acento en el significado eucarístico de la sangre de Cristo. El santo, corpulento y rudo, tomado sin duda del natural, pega el rostro al costado de Cristo de cuya herida brota un chorro de sangre. Igual aspecto rudo tiene el ángel que se dispone a colocar a Cristo una guirnalda de flores en sustitución de la corona de espinas, que el crucificado coloca sobre la cabeza del santo. Alude así al camino de mortificación elegido por San Francisco y, con él, por los propios frailes capuchinos, cuyo desprecio por las glorias terrenas y el rechazo de los vicios se simboliza con la pantera coronada sobre la que se pone en pie el santo, acompañada de otros seis felinos coronados y abatidos en la parte inferior: los siete pecados capitales. Ribalta, sin embargo, ha sabido transformar la imagen visionaria y cargada de simbolismo en un hecho concreto, por el realismo con que capta a sus protagonistas y por el sabio empleo de la luz, calificado por Benito Domenech como «uno de los más espléndidos logros del primer naturalismo español», destacando a los personajes principales y oscureciendo a los secundarios para hacer así patente la invisible presencia del Creador compatible con el naturalismo de lo representado. 

Pinturas para la cartuja de Porta-Coeli
En 1621 el taller de Ribalta recibió el encargo de realizar ocho lienzos de gran formato para las puertas del retablo de la parroquial de Andilla. Aquejado, quizá, de problemas de salud, Ribalta pudo participar en su planteamiento, pero confió la ejecución a su hijo Juan, que marchó a Andilla en unión de Vicente Castelló, Gregorio Bausá, Abdón Castañeda y otros miembros de un taller cada vez más activo. Mientras Juan y su grupo trabajaban en la zona de Segorbe, Francisco lo hacía en Valencia, donde en 1622 se documenta la pintura de un San Martín para un altar callejero con motivo de las fiestas en honor de la Inmaculada. A este momento han de pertenecer los Desposorios místicos de Santa Gertrudis, lienzo conservado en la parroquia de San Esteban de Valencia, en el que se observan los mismos progresos en la dirección del tenebrismo naturalista, con una reducida gama de colores muy rica en tonalidades.
A fines de 1625 Ribalta contrató el dorado y pinturas del nuevo retablo mayor del monasterio cartujo de Porta-Coeli. Es probable que el encargo viniera precedido por la realización del Abrazo de Cristo a san Bernardo (Museo del Prado), localizado en la celda prioral donde Antonio Ponz lo alabó como «lo más bello, bien pintado y expresivo que pueda darse de Ribalta». Sobre un fondo de sombras de color pardo, que envuelve en penumbra a dos ángeles, un potente foco de luz ilumina a un Cristo musculoso, a la manera de los Cristos de Piombo, y al monje de rostro consumido y gesto arrobado que lo abraza, vestido con hábito blanco marfileño. A pesar de lo limitado de su gama de color, casi monocromo, las pinceladas líquidas fracturan el color en múltiples tonos. El punto de vista bajo dota de monumentalidad a la composición, centrada en las figuras de Cristo y san Bernardo fundidas por la luz lateral en un solo bloque, sin permitir que ningún elemento externo distraiga la atención hacia ellos.
El retablo mayor de la cartuja, sustituido hacia 1773 por otro de gusto académico y desmantelado con la desamortización, constaba de al menos dieciséis pinturas, de las que sólo trece pasaron al Museo de Bellas Artes de Valencia. Ejecutado entre 1625 y 1627, en él participó el taller en un grado difícil de discernir. Para David Kowal únicamente podrían atribuirse a Francisco Ribalta con seguridad los evangelistas Lucas, Mateo y Juan, que ocupaban los pedestales, y el San Bruno del cuerpo principal, «testigos de la invulnerable destreza del maestro». Benito Domenech, por el contrario, defendió una participación de Francisco Ribalta más amplia, atribuyéndole la autografía del San Juan Bautista que hacía pareja con San Bruno, a los lados de la Virgen de Porta-Coeli, obra inacabada en la que también tuvo participación Vicente Castelló, a quien podrían corresponder los cuatro doctores de la iglesia. De su hijo sería el San Pedro de las puertas del trasagrario, correspondiendo al padre el San Pablo que le servía de pareja. De Francisco Ribalta, por último, sería también el cuarto evangelista, San Marcos, resultando elocuente la comparación con la serie de los evangelistas pintados en la primera década del siglo para la iglesia de Algemesí, con su luminoso colorismo y monumentalidad manieristas reemplazados por un severo naturalismo y una limitada gama de color en la que destaca únicamente el rojo. El San Bruno en pie, llenando con su figura el lienzo, con el dedo en la boca en actitud de reclamar silencio según las estrictas normas de la orden por él fundada, es sin duda la obra más admirada de este retablo. La reducida gama cromática y la riqueza de sus tonalidades en el blanco hábito, el realismo del rostro y la iluminación lateral, con pinceladas líquidas, son las características de la obra de Ribalta, cuyo interés por los efectos de luz, como evidencia esta pintura, con sus tonalidades claras, proviene, ante todo, de la pintura veneciana.
Todavía a mediados de 1627 recibió un nuevo encargo, el dorado de un altar en la parroquia de San Martín a costa de la condesa de Fuentes, que no pudo completar al morir repentinamente el 13 de enero de 1628. Su muerte sin testar provocó disputas entre sus hijos Juan y Mariana, monja, que le sobrevivieron poco tiempo, pues Juan moría el 9 de octubre del mismo año y su hermana el 2 de marzo del año siguiente. Jusepe Martínez, que le conoció, elogió su temperamento humilde, ajeno a las vanidades, asegurando que murió «con tan grande reputación que casi fue venerado por santo». 

San Lucas pintando a la Virgen, 1625-1627.
Óleo sobre lienzo, 83 x 36 cm.
Valencia, Museo de Bellas Artes de Valencia
Según la tradición, el evangelista Lucas era médico y pintor. Se le representa a menudo pintando un cuadro de la Virgen, o de la Virgen con el Niño, y el evangelista de Ribalta pinta a una Virgen recatada y absorta en su libro de oraciones. Recuerda la Virgen de las Tocas, un tipo iconográfico popular en el Levante español. La pintura descansa en un sencillo caballete de madera, y el evangelista toma sus colores de una paleta lisa rectangular. En el travesaño del caballete reposa un pequeño recipiente, seguramente para el aceite. Un toro, símbolo de Lucas, se adentra en el cuadro por el primer término de la izquierda. La pintura forma parte de una serie de evangelistas pintada para la parte baja del retablo mayor de la iglesia de la cartuja de Porta Coeli en Bétera, cerca de Valencia. Ribalta recibió el encargo en 1625, y en 1627 entregó las dieciséis pinturas que componían el retablo (ahora sólo se conocen trece), desmantelado en la década de 1830.
La figura de san Lucas se ha interpretado tradicionalmente como autorretrato de Francisco Ribalta. Los personales rasgos, la mirada intensa dirigida al espectador y la ausencia de halo (presente en las pinturas de los otros tres evangelistas) abonan esa hipótesis. Existen, claro está, numerosos precedentes de artistas que dieron al santo su propia fisonomía al pintar este tema. El estudioso alemán August L. Mayer (1908) opinó que aquí Ribalta había retratado a Miguel Ángel en la figura de san Lucas, pero la suya fue una voz solitaria, y la mayoría de los que han escrito sobre esta pintura han aceptado la idea del autorretrato. Ribalta tendría unos sesenta años cuando la pintó, y le habría dado oportunidad de meditar sobre toda una vida dedicada a ejecutar pinturas religiosas al servicio de la Iglesia. Falleció muy poco después.

Los preparativos de la crucifixión, 1582
Óleo sobre lienzo. 144 x 103 cm. Hermitage. San Petersburgo
Su primera obra conocida en Madrid es Los Preparativos para la Crucifixión -conservada en el Hermitage de San Petersburgo-, una pieza primordial en el catálogo del pintor que posee un interés superior al estrictamente artístico, ya que el presente óleo sobre lienzo (144,5 x 103 cm) pudo ser realizado como prueba o carta de presentación para obtener Ribalta el grado de maestría.
La obra está firmada en la esquina inferior derecha usando una cartela en la que reza "FRANco RIBALTA CATALÁ LO PINTÓ EN MADRID AÑO D. MDLXXXII". La firma -rehecha dos veces, como revelaron los rayos infrarrojos, ya que se dudaba de la autenticidad de la misma- suscitó la atención de todos los estudiosos del arte de Ribalta, ya que contiene muchos datos: proporciona una fecha, confirma la ascendencia catalana del pintor -Lope de Vega, que conocía personalmente a Ribalta, consignó asimismo su origen catalán en sus Rimas Humanas y Divinas (1634)- y demuestra que en su juventud trabajó en Madrid.
Su procedencia estuvo fuertemente discutida: según Elías Tormo, se identifica con una Crucifixión del convento toledano de los Mínimos de San Francisco de Paula -una obra que, tras el saqueo francés de la ciudad en 1810, pasó a la colección Coesvelt de Ámsterdam, parte de la cual fue adquirida por el zar Alejandro I de Rusia en 1815-; sin embargo, David Kowal niega lo anterior y presupone que se encontraba en una colección privada.
Con este planteamiento coincide Rosa Subirana, quien basándose también en los estudios de Marcos Antonio de Orellana, la pone en relación con la colección valenciana del presbítero Juan Bautista Moles. De ser cierto, dicha obra, tras la muerte de su propietario, pasó por herencia a su pariente Pedro Pascual Moles, grabador, quien se la llevó de Valencia a Barcelona, donde tenía su domicilio.
Según Doménech, en esta obra se aprecia la admiración de un Ribalta de apenas 17 años de edad por los escorzos manieristas del italiano Pellegrino Tibaldi -sobre todo en el Martirio de San Lorenzo, pintado en 1593 para el centro del retablo mayor de El Escorial-; sin embargo, si aceptamos esta opinión habría que dar erróneamente una fecha posterior al lienzo. Es por ello que Ludmila Kagané lo relaciona con las escenas claroscuristas de dicho martirio que aparecen en la obra del valenciano Alonso Sánchez Coello San Esteban y San Lorenzo (1580), pintada también para el Real Monasterio de El Escorial.
El cuadro de Ribalta representa, en primer plano, a Cristo en el acto inmediato a la Crucifixión, rogando al Padre por el perdón de los enemigos que van a crucificarle y, por extensión, del linaje humano. A la izquierda del fondo, nublado y rocoso, aparece el cortejo de allegados a Jesús, presidido por las Santas Mujeres. La educación de Ribalta en el ambiente extraordinariamente religioso de Solsona, como bien apreció Kowal, explicaría el logrado tratamiento de sus asuntos sacros.
El colorido y, sobre todo, la figura del soldado con tonalidades sonrosadas, azules y verdes, evidencian que Ribalta conocía la pintura veneciana que abundaba en las colecciones de Madrid y El Escorial. La composición está basada en el grabado de Durero sobre el mismo tema, si bien Ribalta introdujo algunas modificaciones.

Última Cena o Institución de la Eucaristía,
Óleo sobre lienzo adherido a tabla, 478 x 266 cm, Valencia, Colegio del Patriarca
En la pintura que ahora vemos aparecen los Apóstoles reunidos con Cristo para celebrar la Última Cena. Ribalta adopta un punto de vista muy alto para poder plasmar prácticamente toda la mesa y, por lo tanto, a todos los personajes congregados a su alrededor, sin que los más cercanos al espectador tapen a Cristo, que preside la reunión. Todos los Apóstoles están pendientes del gesto de Cristo, que bendice el pan y eleva sus ojos al cielo. Sin embargo, uno de ellos atrae la mirada del espectador, puesto que da la espalda a la reunión y nos mira frontalmente: se trata de Judas, a quien se identifica por su juventud y por estar acariciando una bolsita con dinero colgada de su cinturón. En el centro de la mesa podemos apreciar el magnífico cáliz medieval que se exhibe en la catedral de Valencia como el auténtico cáliz de Cristo.

San Francisco confortado por un ángel músico
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 204 x 158 cm. Museo del Prado
A finales del siglo XVII, la iconografía de san Francisco se amplió, sustituyéndose gran parte de los temas clásicos biográficos por episodios más complejos, especialmente visiones arrebatadas, éxtasis místicos que conectaban con la nueva estética del Barroco y que proporcionaron, en el caso de san Francisco, una nueva orientación en la representación del santo, cuya vida era presentada por la Orden como un paralelo biográfico a la de Jesucristo. Este episodio concreto hace relación a la aparición de un ángel músico en la humilde celda del santo. Este episodio fue representado por Ribalta como un hecho extraordinario que no llega a vislumbrar al hermano franciscano que en ese momento se incorpora a la celda. Como era habitual en este pintor, Ribalta ideó la escena gracias a una estampa, una composición del italiano Paolo Piazza según un grabado de Sadeler fechado en 1604. Partiendo de la estampa, Ribalta reflejó el momento como una experiencia de luz irreal que envuelve y transforma el espacio cotidiano del santo. El contraste entre la ínfima vela del monje y la experiencia luminosa que inunda a san Francisco, otorgan a la luz un protagonismo esencial, entroncado con los primeros naturalistas españoles, especialmente Bartolomé Carducho y su obra la Muerte de san Francisco (Lisboa, Museu de Arte Antiga), a quien Francisco Ribalta conoció y admiró en torno a 1620. Con Carducho compartió un mismo sentido de la pintura, directa, densa y vibrante, una misma aproximación a la realidad, que aprehende a través de las texturas y las calidades de todos y cada uno de los objetos que pueblan el humilde espacio, y una enorme expresividad en los rostros, reales, cercanos en su humanidad. Son aspectos que le muestran igualmente próximo a la obra de Caravaggio, en un momento de la carrera de Ribalta en que se intensifica el tenebrismo y se simplifican las composiciones que, como en este caso, facilitan el impacto visual de la imagen. La obra se realizó para el convento capuchino de la Sangre de Cristo de Valencia, para el que Ribalta pintó, en 1620, una Santa Cena y un San Francisco abrazando a Cristo crucificado. Aunque San Francisco confortado por un ángel no aparece documentada, se ha considerado que debe incluirse en una cronología cercana a las dos obras señaladas.
La tela pasó a formar parte de las colecciones reales tras una visita de Carlos IV a Valencia. El monarca adquirió la pintura por ser obra de las más perfectas que se conocen del señor Ribalta, tal y como se refirió en la época-, y mandó a Vicente López, el mejor pintor que había entonces en Valencia, que sacase una copia fiel para el Convento. 

Magdalena ante el sepulcro de Cristo
Hacia 1612. Óleo sobre tabla, 91 x 68 cm. Museo del Prado
La presencia en Valencia en 1521 de varias obras de Sebastiano del Piombo, adquiridas por el diplomático Jerónimo Vich, sirvió de estímulo a varias generaciones de artistas de la región. En esta pintura recientemente atribuida a Ribalta, el artista adaptó la figura de la Magdalena incluida en una de esas obras, el Llanto sobre Cristo muerto hoy en San Petersburgo y, al prescindir de los otros personajes, incorporó la inscripción: “Quia tulerunt Dominum meum” (Se han llevado el cuerpo de mi Señor), que expresa su desolación.
Cristo abrazando a San Bernardo
1625 - 1627. Óleo sobre lienzo, 158 x 113 cm. Museo del Prado
Es esta una de las composiciones más bellas de la producción final de Ribalta. La figura de Cristo parte de un modelo realizado por Sebastiano del Piombo en su Llanto sobre Cristo muerto (San Petersburgo, Hermitage), obra que el español copió en dos ocasiones. La corpulenta anatomía de Cristo, las facciones y la expresión de su rostro, así como el sentido lumínico están en deuda con la pintura del italiano.
Cristo muerto sostenido por dos ángeles
Principio del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 113 x 90 cm. Museo del Prado
La obra de Francisco Ribalta se incluye dentro de la pintura naturalista del primer tercio del siglo XVII. Vinculado duran-te veinte años a Madrid y su entorno, más concretamente al monasterio de El Escorial, Ribalta adoptó inicialmente las formas expresivas de los manieristas reformados, un grupo de pintores italianos que en los últimos años del siglo XVI desarrollaron su actividad en El Escorial: Zuccaro, Tibaldi o Cambiaso; artistas no especialmente dota-dos pero que posibilitaron la renovación de la pintura española; especialmente entre aquellos artistas patrios que tuvieron con-tacto directo con el Real Monasterio escurialense.
Como Navarrete el Mudo, Urbina o Luis de Carvajal, Francisco Ribalta llevó a cabo una pintura en la que fue introduciendo un realismo descriptivo, una monumentalidad formal y una iluminación dirigida que transformará la pintura española para introducirla en el barroco inicial. Tras su asentamiento en Valencia, el pintor catalán (Ribalta había nacido en Solsona en 1565) incluye otros componentes italianos, como un personal tenebrismo y una técnica suelta y deshecha que se ha considerado próxima a la pintura veneciana.
Sin embargo, en este Cristo muerto sostenido por ángeles, una iconografía medieval que fue rescatada por la iglesia de la Contrarreforma, Ribalta debe ser visto sobre todo como un copista del pintor más celebrado, a principios del siglo XVII, de la escuela valenciana: Juan de Juanes. Ribalta había copiado una composición muy similar que se hallaba en la parroquia de San Andrés, y de la que se conocen otras versiones con ligeras variantes. En 1607 el gremio de plateros había pedido a Ribalta, entonces el pintor más importante asentado en Valencia, que copiara el retablo de San Eloy, un con-junto de Juanes que aparecía en esas fechas en pésimas condiciones de conservación. Como en esta ocasión, el trabajo se hizo con gran fidelidad a la obra del artista valenciano, deudor en gran parte de sus trabajos de la huella dejada por la pintura de Sebastiano del Piombo, el veneciano que había adoptado la monumentalidad de Miguel Angel, y cuya pintura se conocía y admiraba en la ciudad del Turia desde 1521, cuando el embajador Jerónimo Vich trajo consigo pinturas del veneciano. Juan de Juanes fue durante mucho tiempo el gran referente te de la pintura valenciana (luego compartiría gloria con Ribera y Ribalta), y la copia de sus obras por parte de Ribalta podría explicarse como la pervivencia de los gustos devocionales de la clientela local, pero, también parece probado que Ribalta quedó atraído por la calidad de la obra del valenciano, un pintor de gran técnica y preciso dibujo anatómico, y con quien compartía el interés por la pintura de Sebastiano del Piombo, artista al que también copió Ribalta en alguna ocasión. Esta pintura fue adquirida en Valencia; para ingresar en la colección real en 1804, en unas fechas en que el rey Carlos IV estaba interesado por la obra de Juan de Juanes.

JUAN van der HAMEN y LEÓN, (Madrid, 8 de abril de 1596 (bautismo)-28 de marzo de 1631)
Pintor barroco español del llamado Siglo de Oro, fue reconocido especialmente por sus bodegones y floreros, si bien practicó también la pintura religiosa, el paisaje y el retrato. Pintor versátil, influido tanto por Juan Sánchez Cotán como por el flamenco Frans Snyders en la concepción de sus primeros bodegones, y bien relacionado con los ambientes cultos de Madrid, adoptó tempranamente el naturalismo que llegaba de Italia.
Juan van der Hamen y León nació en Madrid en el seno de una familia perteneciente a la aristocracia holandesa, originaria de Utrecht, y culta. Su padre, Jehan van der Hamen, nacido en Bruselas y fiel católico, se había establecido en España antes de 1586 e ingresado en la Guardia de los Archeros Reales, guardia personal del rey de origen borgoñón para la que era requisito la hidalguía.1​ Su madre, Dorotea Whitman Gómez de León, descendía a su vez de un archero flamenco y de una toledana de origen hidalgo. Sus hermanos mayores, Pedro y el doctor Lorenzo van der Hamen, canónigo en Granada, fueron escritores de obras históricas y teológicas, y quizá él mismo practicase la poesía. Bien relacionado en los ambientes cultos de Madrid, mantuvo trato de amistad con escritores como Lope de Vega, Luis de Góngora o el dramaturgo y editor Juan Pérez de Montalbán, que le dedicaron sendos elogios poéticos. Al igual que antes su padre y su abuelo, en enero de 1623 ingresó en la guardia de archeros flamencos, encargada de forma más o menos honorífica de proteger al rey desde tiempos de Carlos V.
Nada se sabe de su formación como pintor. Antonio Palomino asegura que su padre, fallecido en 1612, también lo era, de lo que no existen pruebas, y que con él aprendió el arte. La orientación italianizante de su pintura, con arreglo a la tendencia dominante en Madrid en sus años de formación, podría relacionarlo con alguno de los pintores de la corte como Vicente Carducho y aún con Felipe Diricksen, de poca mayor edad y también archero real, cuya escasa obra conocida guarda ciertas concomitancias con la de Van der Hamen. ​ Cuando en 1615, con la oposición de su familia que aspiraba a un matrimonio con persona de mayor rango, casó con Eugenia de Herrera, de una familia de artistas relacionada con Antonio de Herrera, su formación como pintor debía de haberse completado. Y por su declaración ante el vicario al solicitar dispensas para acelerar el matrimonio, consta que su aprendizaje había tenido lugar en Madrid, pues declaraba que nunca había salido de la ciudad, aunque pudo hacerlo inmediatamente después de contraer matrimonio por un plazo de algunos meses. ​
La primera obra de que se tiene noticia es de 1619 y fue pintada para el Palacio del Pardo: un bodegón, «lienço de frutas y caça», encargado por Juan Gómez de Mora para completar los cinco que se habían adquirido en la almoneda del arzobispo de Toledo Bernardo de Sandoval y Rojas, con destino a las sobrepuertas de la Galería del Mediodía. ​ La relación con Gómez de Mora, de quien hizo un retrato de cuerpo entero, fue duradera. También hubo de ser estrecha la relación con Jean de Croÿ, Conde de Solre, personaje influyente en la corte como caballero de la Orden del Toisón de Oro y capitán de la guardia de archeros. Aficionado a la botánica y coleccionista de pintura, Van der Hamen pintó para él al menos un par de bodegones, además de hacerle un retrato fechado en 1626. ​ Ese mismo año tuvo la oportunidad de retratar al cardenal Francesco Barberini, sobrino de Urbano VIII, por mediación de Cassiano dal Pozzo, que durante su estancia en Madrid había llegado a admirar los bodegones de Van der Hamen. Pese a todo, no logró obtener la plaza de pintor del rey que solicitó junto con otros once pintores en 1627, a la muerte de Bartolomé González. Dos años más tarde, no obstante, todavía se le encargaron tres cuadros de frutas y flores sostenidas por muchachos desnudos para decorar el cuarto bajo de verano del rey en el viejo Alcázar de Madrid. ​
Por una orden de pago fechada en diciembre de 1630 consta que trabajó al servicio del cardenal-infante don Fernando como «pintor de su Real casa», aunque ni el número de pinturas que realizó para él ni su naturaleza ha podido ser determinado con seguridad. ​ Murió en Madrid aún joven (35 años) el 28 de marzo de 1631, dejando un elevado número de obras, muchas de ellas sin duda salidas del taller que tenía establecido en la calle de Fuentes, lo que podría explicar las diferencias de calidad que se advierten en sus obras, incluso entre las por él firmadas. El elevado número de sus composiciones y las abundantes copias ejercieron, especialmente en el género del bodegón, una influencia profunda en artistas posteriores y no sólo entre los que pueden considerarse discípulos directos, como lo es el único de sus aprendices documentado, Antonio Ponce, quien ingresó en su taller con diecisiete años, en 1624, y casó al completar sus estudios con una sobrina del maestro. ​ Su hijo Francisco, que contaba quince años a la muerte de Van der Hamen, fue colocado como aprendiz de Cornelis de Beer para completar sus estudios de pintura y al alcanzar la mayoría de edad, en 1634, recibió en herencia todos los modelos que guardaba su padre en el taller. Casado ese mismo año, se estableció en Toledo donde falleció prematuramente en 1639. No se conoce ninguna pintura firmada por él, pero podrían atribuírsele algunos bodegones inequívocamente relacionados con la obra de Van der Hamen en los que los especialistas encuentran, sin embargo, una mano diferente. ​
Juan Pérez de Montalbán le dedicó un elogio fúnebre incluido en el «Índice de los ingenios de Madrid»:
Juan de Vanderhamen y León, Pintor de los más célebres de nuestro siglo, porque en el dibuxo, en la pintura, y en lo historiado excedió a la misma Naturaleza: fuera de ser único en su Arte, hizo extremados versos, conque provocó el parentesco que tienen entre sí la Pintura, y la Poesía, murió muy moço, y de lo que nos dexo assi en frutas, como en retratos y lienços grandes, se colige que, si viviera, fuera el mayor Español que huviera avido de su Arte.
Para todos, 1632 

Palomino, quien se declaraba propietario de dos bodegoncillos de su mano, grandemente hechos, decía sin embargo, comentando este elogio, que le concedería más crédito si viniese de Velázquez o de algún otro pintor, «porque no dejó de tener alguna sequedad de la manera antigua flamenca».​ 

Retratos
De sus retratos y del prestigio alcanzado con ellos hay abundantes noticias, pero son pocos los que nos han llegado. A su muerte, en el inventario de sus bienes, se mencionaba una galería de veinte retratos en busto de personajes ilustres, seguramente bocetos o estudios para otros retratos más elaborados y sus copias. Algunos de los retratados, como José de Valdivieso y Gabriel Bocángel, respondieron dedicando versos encomiásticos al pintor. Entre ellos figuraban los retratos de Lope, Góngora y Quevedo, el abogado Francisco de la Cueva y Silva, Francisco de Rioja y el hermano del pintor, Lorenzo. Pero con ellos se encontraba también el retrato de Catalina Erauso, la Monja Alférez, que fue objeto de una cruel sátira poética, en la que también se aludía sarcásticamente a algunos otros de los personajes retratados por Van der Hamen, a quien los versos llamaban despectivamente «pintor de castañas y nabos».​ Para Lope de Vega, receptor del anónimo soneto satírico, no cabía duda de que su autor había sido fray Hortensio Félix Paravicino. En cualquier caso, el soneto ponía de manifiesto que Van der Hamen era, ante todo, reconocido por sus bodegones, en tanto sus retratos, a despecho del pintor, no alcanzaban igual estima y podían ser objeto de burlas.
Quizá el más célebre de los conservados sea el Retrato de enano del Museo del Prado, perfectamente encuadrable dentro de los patrones del retrato cortesano, si bien, junto con la minuciosa descripción del vestido a la manera de Juan Pantoja de la Cruz, hay también en él una nueva preocupación por la luz con voluntad claroscurista. ​ Pero ese interés nuevo por la iluminación, junto con la incuestionable habilidad del pintor para representar los objetos y calidades de la materia, no impedirán que el resultado final en algunos de sus retratos sea de cierta dureza y sequedad en los rostros de los efigiados, como ocurre en el de algo más de medio cuerpo de Francisco de la Cueva (1625, Academia de Bellas Artes de San Fernando) o en el atribuido de Catalina Erauso (Kutxa-Caja Guipúzcoa). ​ En otros retratos más íntimos, pintados con fluidez y del natural, sin ulteriores retoques, como es el de su hermano Lorenzo del Instituto Valencia de Don Juan —único de aquella serie de personajes ilustres que puede ser identificado con seguridad—, llega a alcanzar una expresividad afín a la del joven Velázquez, lo que puede explicar la cautelosa atribución a Van der Hamen del retrato de Francisco de Quevedo del mismo Instituto, tenido en el pasado por copia de un original perdido de Velázquez. ​
No hay duda, por otra parte, de que Van der Hamen podía con sus retratos satisfacer la vanidad de sus clientes en un grado mayor que el artista sevillano, de lo que puede ser buena prueba el retrato de Jean de Croÿ, conde de Solre, con su vistosa armadura dorada. ​ Según cuenta Cassiano dal Pozzo, que llegó a Madrid en 1626 acompañando como secretario al cardenal Francesco Barberini, su señor se hizo retratar por Van der Hamen, a quien luego encargó alguna otra obra, tras quedar descontento con el retrato que le había hecho Velázquez, en el que se encontraba demasiado melancólico y severo. ​ 

Obras de devoción
También se han perdido gran parte de las pinturas de composición ejecutadas para la iglesia de las que se tienen noticias. La que será, probablemente, la primera de sus obras conservadas en este género, el San Isidro de la National Gallery de Dublín, que podría fecharse hacia 1622, año de su canonización, muestra ya, junto a un dibujo preciso, un estudio de la luz deudor de Orazio Borgianni, iluminando dramáticamente el rostro y las manos del santo situado ante un paisaje castellano.​ En 1625 trabajaba en el claustro de la Merced con Pedro Núñez del Valle, retornado recientemente de Italia, quien debió de reforzar las tendencias caravaggistas de su pintura, presentes en el San Juan Bautista y en la Adoración del Cordero del claustro del Real Monasterio de la Encarnación de Madrid, pintados el mismo año, en los que se refleja una preocupación por las luces y las sombras que lo acercan al tenebrismo. Pero en otras obras, como el Martirio de San Sebastián y El hallazgo de la Cruz por Santa Elena del mismo monasterio, composiciones complejas con pequeñas figuras de perfiles duros, en los que la luz es mayor y la gama de color es también más amplia, las influencias pueden ser distintas, incluyendo las flamencas. ​
Palomino le atribuyó también un cuadro fechado en 1628 de la Virgen con el Niño apareciéndose a San Antonio de Padua en el desaparecido convento de San Gil, convento como el de la Encarnación de patrocinio regio y próximo a Palacio. La obra, al parecer conservada en colección francesa, aunque el santo representado no sea san Antonio de Padua sino san Francisco de Asís, guarda estrecha relación estilística y en los tipos humanos con La aparición de la Inmaculada a San Francisco del convento de Santa Isabel de los Reyes de Toledo, obra firmada y fechada en 1630, apreciándose en ambos lienzos una interpretación del caravaggismo a la manera de Juan Bautista Maíno, con el empleo de tonos claros y colores vivos junto a sombras densas con las que se acentúan los volúmenes. 

Naturalezas muertas, bodegones y floreros
Es en la pintura de bodegón, minusvalorada por los tratadistas como Antonio Palomino, pero muy estimada por la clientela según ponen de manifiesto los inventarios, donde destaca Van der Hamen, con una producción abundante y un elevado número de piezas conservadas, cerca de setenta, más de la mitad firmadas y fechadas entre 1621 y 1622. Inmediatamente después de pintar el perdido bodegón del Palacio del Pardo y de conocer en la colección real los bodegones de Sánchez Cotán, Van der Hamen supo apreciar antes que nadie en España las posibilidades mercantiles que ofrecía el nuevo género, abierto a una clientela más amplia, que podían ser explotadas en beneficio de la economía familiar —y en 1622 había sido padre por segunda vez— en ausencia o a la espera de encargos más tradicionales. ​ Buena prueba de su éxito puede dar la presencia de once de sus bodegones, en una fecha tan temprana como 1624, en el inventario de los bienes de Gállo de Escalada, secretario de Felipe IV, con ocasión de su boda. ​
Muchos de los tipos compositivos que empleará a lo largo de su carrera se encuentran ya representados en el amplio grupo fechado en 1621 y 1622, al que pertenecen piezas como el Cardo con cesta de manzanas, zanahorias, cidra y limón colgando, de colección mexicana, firmado en 1622, con evidentes recuerdos de Juan Sánchez Cotán, de quien toma literalmente la figura del cardo, o los hermosos Cajas y tarros de dulces (1621, Museo de Bellas Artes de Granada) y Cesta, cajas y tarros de dulces (1622, Museo del Prado), en los que el recuerdo de Sánchez Cotán se concreta en la disposición ordenada sobre una alacena y la iluminación tenebrista, siendo los objetos los golosos dulces característicos de la producción de Van der Hamen, reflejo del importante papel que el arte de la confitería desempeñó en la alta sociedad madrileña conforme a lo que establecían las reglas de la hospitalidad. ​ La versatilidad del pintor se pone de manifiesto en el bodegón de Frutas y pájaros con un paisaje del Monasterio de El Escorial, pintura sobre tabla fechada también en 1621, que estuvo atribuida antes de que tras una limpieza apareciese su firma al pintor flamenco Jan Davidsz de Heem. Próximo al modo de hacer de Frans Snyders, cuyos bodegones pudo conocer en la bien nutrida colección de Diego Mexía, marqués de Leganés, en esta tabla de El Escorial unos pajarillos picotean en torno a una fuente de porcelana de Delft, rebosante de frutas, sobre un tapete de un vivo color rojo algo descentrado a fin de dejar espacio a la ventana, abierta a un paisaje, que ocupa un ángulo de la composición. Todo ello es de un flamenquismo radicalmente diverso de la orientación que adoptarán sus más típicos bodegones, pero que no va a abandonar por completo en fechas posteriores, como se demuestra en otra pieza semejante y del mismo lugar pero firmada dos años más tarde. ​
La presencia de algunos jilgueros picoteando la fruta en estas dos piezas y en alguna otra, como el Plato con frutas, racimo de uvas colgando y florero (1622, Academia de Bellas Artes de San Fernando), de infrecuente formato vertical, es una referencia obvia, que todos sus clientes cultos entendían, a la historia de Zeuxis narrada por Plinio el Viejo, y permite fijar el alcance y los objetivos que el pintor se proponía con estos ejercicios de mímesis. ​
Ejemplo más característico de su hacer habitual puede ser el Bodegón con dulces y recipientes de cristal del Museo del Prado, también de una fecha temprana y de gran actividad para el pintor, 1622: un reducido número de objetos se disponen en cuidadoso desorden sobre una alacena y son artificiosamente iluminados, resaltando sutilmente los brillos y transparencias del cristal. El impacto de la manera de Sánchez Cotán, es decir, la ordenación sencilla conforme a reglas de simetría y la luz dirigida que destaca los volúmenes, es evidente especialmente en obras tempranas, como el Bodegón de frutas y hortalizas del Museo del Prado, firmado en 1623. También como él acostumbra a disponer algunas piezas en equilibrio, al borde de una repisa en un espacio cerrado, aparador o fresquera, para resaltar la perspectiva mediante la sombra proyectada en el soporte. Pero lo que en Sánchez Cotán son humildes vegetales en Van der Hamen son dulces y frutas, a veces confitadas, y algunas piezas de caza, entre un rico ajuar de vidrios venecianos con aplicaciones de bronce y sencillos tarritos de cristal, fuentes de elegante cerámica de Talavera o fruteros de porcelana azul y blanca y cubiertos de plata, que transmiten un gusto refinado y un modo de vivir acomodado, tanto en el sobriamente dispuesto Bodegón de dulces de 1622 (Museo de Bellas Artes de Granada), como en los más complejos bodegones de sus últimos años, dispuestos escalonadamente, entre ellos el Bodegón con alcachofas, flores y recipientes de vidrio (1627), de la colección Naseiro, parte de la cual ingresó en el Museo del Prado en 2006, o el de la National Gallery de Washington.
La ruptura del eje de simetría en estos últimos, sin embargo, no implica desorden y el escalonamiento va a permitir a Van der Hamen aumentar el número de objetos a la vez que seguir tratándolos de forma individual, sin abigarramientos y conservando cada uno su propio espacio, a fin de poder mostrar de este modo todo el repertorio de exquisiteces que la etiqueta exigía tener en las casas «para honradas ocasiones», según afirmaba Lope de Vega en el acto I de El cuerdo en casa, y que podían consistir en:
Una caja de perada,
algún vidrio de jalea,
cidra en azúcar, jalea,
o con ambas nuez moscada...
Los detalles delicados no faltan aún si los recipientes son de rudo mimbre y loza desconchada, como en la Cesta de frutas y plato con cerezas de colección privada madrileña, donde las cerezas se mantienen frescas con nieve y entre las frutas aparece el exótico maracuyá, fruta de la pasión. ​ Ese gusto por la buena mesa y la hospitalidad, que se pondrá de manifiesto en obras como el Arte de cozina, pastelería, vizcochería y conserveria de Francisco Martínez Motiño, con numerosas ediciones tras su publicación en 1611, es lo que reflejan los bodegones de Van der Hamen, exentos de cualquier contenido alegórico, pues «a diferencia de las culturas del norte de Europa, en las que ostentosos bodegones se leían en clave moralizante, en España, con su omnipresente imagen religiosa, no se tenía necesidad de ese tipo de sermoncitos».​
Van der Hamen destacó también como pintor de guirnaldas y floreros, integrados en ocasiones en los bodegones, género del que se conservan dos lienzos: Florero y bodegón con perro y Florero y bodegón con cachorro, Museo Nacional del Prado, pintados para uno de sus mecenas, el conde de Solre, y adquiridos a su muerte, 1638, por Felipe IV. ​ Como pintor de flores, donde la morosa y detallada precisión roza la sequedad, fue alabado por Lope de Vega quien le dedicó un soneto:
Si cuando coronado de Laureles,
copias, Vander, la Primavera amena,
el lirio azul, la cándida azucena,
murmura la ignorancia tus pinceles:
Sepa la envidia, castellano Apeles,
que en una tabla, de tus flores llena,
cantó una vez burlada Filomena,
y libaron abejas tus claveles. ​

De paso Lope aprovechaba para recordar las burlas de que habían sido objeto algunos retratos del pintor; pero si historias y retratos callan sus favores, dirá, «vuelvan por ti, Vander, tantas Auroras, / que te coronan de tus mismas flores». También Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, al tratar de la pintura de flores como género, pintura entretenida y que se dignifica por haber sido practicada ya en la antigüedad, pero de poca dificultad según su experiencia, y por ello menos apreciada, destacaba a Van der Hamen que «las hizo extremadamente, y mejor los dulces, aventajándose en esta parte a las figuras y retratos que hacía y, así, esto le dio, a su despacho, mayor nombre».​
A partir de 1628 su interés por la pintura de flores le llevó a realizar floreros independientes y guirnaldas de flores, género que pudo introducir él en España, a la vez que comenzaba a interesarse por la pintura de paisajes y experimentaba en diversos formatos y soportes, pintando según testimonia el inventario de sus bienes piezas circulares y octogonales sobre cobre o madera. ​
Un país con un perro polaco pintado por Van der Hamen se describe en la colección del marqués de Leganés, además de los veintidós paisajes de pequeño tamaño y alguno sin terminar que se citaban en su taller en el momento de su muerte, con otros dos de mayor tamaño descritos como país del mar y país de tierra. ​ Dos complementarias y mal conservadas guirnaldas enmarcando paisajes puros, una de ellas firmada en 1628, se conservan en colecciones americanas, vestigios únicos de su actividad en este terreno. ​
Con la Ofrenda a Flora del Museo del Prado y el Vertumno y Pomona del Banco de España, alegorías respectivamente de la primavera y del verano, la pintura de flores y hortalizas se aproxima, además, al género mitológico, poéticamente tratado. 

Retrato de enano
Hacia 1626. Óleo sobre lienzo, 122,5 x 87 cm.  Museo del prado
Durante siglos, la presencia de seres deformes en el entorno de reyes y personas principales fue habitual, tanto en España como en la mayoría de las cortes europeas. Eran vistos como individuos excepcionales, anormalidades de la naturaleza cuya exhibición se convertía también en su forma de vida. Solían ser retratados para dejar testimonio de su extraordinaria apariencia y, más aún, como prueba de la estima de sus amos. En la corte española estuvieron especialmente presentes durante el reinado de la dinastía de los Austrias, ocupando amplios espacios de la vida palaciega, junto a bufones y locos. Fueron asiduos acompañantes de los pequeños príncipes y sirvieron de continuo divertimento al rey y su familia, aliviándolos en parte del rígido y solemne protocolo de la corte. Las apariciones de enanos en lugares distinguidos durante los ceremoniales eran frecuentes. También estaban presentes en las comidas e incluso en los despachos oficiales, y podían hacer de mensajeros y espías. En muchas ocasiones vestían de forma llamativa, practicaban cabriolas o saltos y realizaban comentarios grotescos y maliciosos, vetados a los servidores y cortesanos a los que se consideraba cuerdos. Una permisividad que contrastaba con la adulación y la hipocresía permanente que rodeaba al rey o al poderoso.
Las más famosas representaciones pictóricas de estos personajes se deben a Velázquez, quien retrató a esa corte paralela de enanos, locos y bufones del reinado de Felipe IV. Sin embargo, existen notables ejemplares anteriores, como este singular retrato que refleja de manera extraordinaria la naturaleza del enano como espejo deformante de la realidad.
Aunque sin firmar, la pintura se atribuye al pintor español de origen flamenco Juan van der Hamen, afamado en la corte de Felipe III por sus bodegones, caracterizados por un marcado realismo y una iluminación tenebrista que emparenta con la pintura de Caravaggio. Esas características se corresponden bien con este impresionante retrato donde, al igual que luego haría Velázquez, otorga una gran dignidad y fuerza expresiva al rostro del personaje, situado en un espacio casi abstracto, apenas construido por la sombra que proyecta el individuo.
El pintor lo presenta ataviado como un caballero, cubierto con un rico traje de terciopelo o paño verde, con botones dorados a juego con la gruesa cadena introducida en el tahalí o correa en que se llevaba la espada. Con la mano derecha sostiene un bastón de mando, un atributo militar destinado al rey o a los generales y por ello totalmente inadecuado para el personaje, más aún si se tienen en cuenta las rígidas convenciones que regían el retrato de corte. Sin embargo, como se ha señalado, los enanos eran una excepción a quienes se permitía romper e incluso ridiculizar las reglas, sin duda de acuerdo con su señor o amo quien, en este caso, se supone fue el poderoso conde-duque de Olivares, favorito del rey Felipe IV. La pintura estuvo en las colecciones del marqués de Leganés, primo del conde-duque de Olivares, junto con otros retratos de enanos y bufones, dos de ellos pintados por Velázquez. 

Bodegón con dulces y recipientes de cristal
1622. Óleo sobre lienzo, 52 x 88 cm. Museo del Prado
Sobre un estrecho tablero se dispone una selección de objetos y manjares propios de una merienda o pequeño refrigerio; una sucesión de objetos de distintos materiales, unidos por su función y su forma sinuosa, completada por su misma disposición serpenteante, donde, como es habitual en este género, el artista realiza sobre todo un ejercicio de virtuosismo realista donde la luz conforma volúmenes y calidades, al destacar los distintos elementos sobre un fondo muy oscuro.
Es éste el bodegón más unánimemente admirado de Van der Hamen, una creación temprana donde se aprecia la huella de Juan Sánchez Cotán y el conocimiento de la pintura tenebrista italiana. Es, sin duda, uno de los más sutiles y refinados ejemplos de cuantos bodegones nos han llegado del artista madrileño, tanto en técnica como en composición; sin embargo, no es el más representativo de su estilo, un tanto rudo y seco en su pincelada, geométrico y teatral en sus composiciones, y donde la acostumbrada solidez y contundencia de los objetos no queda envuelta por la hermosa trabazón cromática conseguida en este bodegón. Se ha considerado que Zurbarán pudo inspirarse en este cuadro para componer su célebre Bodegón de cacharros, atendiendo a la composición y a la luz tenebrista empleada por el extremeño.
Se cree pintado para una sobrepuerta donde la visión de estos dulces manjares se convertía en un perfecto trampantojo y en una elegante invitación a degustar frutas escarchadas, barquillos y aloja, una bebida de origen morisco preparada con aguamiel y especias aromáticas, cuya dulzura justifica la presencia de las dos moscas que sobrevuelan el frasco, una ingeniosa referencia a la pintura como engaño que retomaría la entonces mítica figura del pintor griego Zeuxis. 

Bodegón de frutas y hortalizas
1625. Óleo sobre lienzo, 56 x 110 cm. Museo del Prado
Este bodegón se inscribe en la primera producción de Juan van der Hamen. Es obra que muestra algunas de las características más significativas del pintor, pero al mismo tiempo presenta una factura vibrante y un cromatismo sutil y elegante, bañado por una dorada entonación que le aleja, como ocurre con el otro Bodegón de dulces y recipiente de cristal, de su producción más frecuente. La iluminación tenebrista, la minuciosa ejecución, la monumental simetría y el sentido espacial, le inscriben en la misma tradición de sobriedad y esencialidad en que tradicionalmente se viene incluyendo a Sánchez Cotán o Zurbarán, definidores de un cierto tipo de bodegón que ha sido considerado como paradigma del género en nuestro país.
La humildad de los elementos representados, una sencilla cesta de mimbre de la que se desbordan albaricoques y racimos de ciruelas y, flanqueando esa cesta, una calabaza, pepinos y berenjenas, es también un tanto excepcional en la temática de bodegones de Hamen, más propenso a las figuraciones de dulces y recipientes relacionados con ellos, dirigidos a una clientela bien situada económicamente, y que gustaba de bodegones amables y refinados. La procedencia de esta obra, alguno de los monasterios desamortizados en 1835 y cuyas pinturas conformaron el antiguo Museo de la Trinidad, explicaría estos humildes frutos, tal vez sugerencias o recuerdos de los frutos de la huerta conventual para donde fue pintado.
Ofrenda a Flora
1627. Óleo sobre lienzo, 216 x 140 cm. Museo del Prado
Este cuadro hacía pareja con el del mismo autor Pomona y Vertumo, firmado y fechado en 1626 (229 x 149 cm; Madrid, Banco de España), en la colección del conde de Solre. Este noble flamenco era capitán de la Guardia Real de Arqueros, a la que también pertenecía el pintor, y era asimismo el propietario de la pareja de bodegones con flores y perros. A la muerte de Solre, acaecida en 1638, estos cuadros fueron inventariados en la Galería Mayor de pinturas de su palacio de Madrid con la lacónica descripción de dos quadros de dos diosas una de flores, y otro de fructas que tienen de cayda tres varas poco mas o menos y de ancho dos Varas menos sesma poco mas o menos [...]. El hecho de que estos cuadros, que se encuentran entre las pinturas de figuras más bellas de Van der Hamen, fueran propiedad de Solre da fe del sofisticado gusto de este importante mecenas del artista.
A pesar de que Van der Hamen realizó estas obras en distintos años, ambas son complementarias en cuanto a su tema alegórico y a su composición, en la que figuras y acción son reflejo una de la otra. Representan a las deidades clásicas de la naturaleza Flora -diosa romana de las flores y de la primavera- y Pomona -diosa de los árboles frutales-, ante unas cornucopias de las que manan, respectivamente, flores y frutas y verduras, dones de la naturaleza relacionados con la primavera y el otoño. Es posible que Van der Hamen apelara al gusto de Solre por la pintura flamenca para la elección de los temas, conocidos también a través de las prestigiosas obras de Rubens y su escuela de la Colección Real española, como las representaciones de la diosa Ceres de Rubens pertenecientes al Museo del Prado o la de Flora, realizada por miembros de su taller. Sin embargo, las diosas de Van der Hamen, ataviadas con bonitos trajes de corte, contrastan fuertemente con las diosas flamencas semidesnudas, reflejando la preocupación por el decoro en la representación de figuras femeninas que prevalecía en los círculos artísticos de Madrid.
Además de ser alegorías de los dones de la naturaleza, los cuadros de Van der Hamen se relacionan también por el tema del amor. Según la historia de la antigüedad, Vertumo, el dios de los cambios de estación, se enamoró de Pomona y, disfrazado de jardinero, entró a trabajar para ella. Más tarde, haciéndose pasar por una anciana, le contó una parábola sobre el matrimonio basada en la interdependencia de la viña y del olmo -que están representados al fondo del cuadro de Van der Hamen- y cuando se reveló ante ella en la belleza de su juventud, Pomona se enamoró y consintió en casarse con él compartiendo sus jardines. En el primero de los cuadros de Van der Hamen, Vertumo, bajo la apariencia de un maduro jardinero, ofrece a Pomona un cesto de fruta y la diosa premia su devoción metiendo en él un melocotón sacado de su cornucopia.
Flora era una cortesana noble que únicamente dispensaba sus favores a pretendientes de alta cuna. En la Ofrenda a Flora, Van der Hamen alude probablemente a este hecho con la fuente de mármol del fondo, que representa a un emperador romano desnudo y coronado de laurel. Al contrario que la figura de Pomona del cuadro anterior, que es una creación idealizada de la imaginación del artista, Flora es evidentemente el retrato de una bella modelo, tocada con una guirnalda de flores, adornada con perlas y vestida con un precioso traje de seda. Este toque naturalista confiere a la diosa un irresistible atractivo y el traje de corte pseudomoderno de las figuras de ambos cuadros debía también incrementar la sensación naturalista entre sus contemporáneos. En la Ofrenda a Flora, un paje arrodillado rinde homenaje a la diosa y le ofrece un cesto de rosas, símbolo de amor y de devoción. Como respuesta al emisario, Flora devuelve la mirada al espectador y con la mano derecha se señala el corazón, mientras que con la izquierda parece ofrecer a cambio flores de su cornucopia. De esta manera, es posible que Van der Hamen pretendiera implicar en la obra al propio conde de Solre, bajo la apariencia de uno de los nobles seguidores de la diosa.
Los decorados naturales de los cuadros hacen referencia a la tradición cortesana del jardín del amor. Pomona está sentada en el claro de un bosque, mientras que Flora aparece en el cenador de un moderno jardín dividido por setos recortados artísticamente y por senderos cubiertos. En una zona abierta se puede ver una elegante fuente de mármol de estilo italiano formada por una pileta sostenida por unas arpías aladas, en el centro de la cual hay una estatua clásica sobre un elaborado pedestal. Podría tratarse de una alusión al propio jardín de Solre y a su colección de escultura, aunque lo más plausible es que evoque, en términos generales, los jardines reales o aristocráticos de la época, como los famosos del palacio de Aranjuez, donde se encontraba la Fuente de las Arpías, del siglo XVI.
Van der Hamen era amigo de algunas de las más destacadas figuras literarias de su época, y tanto su Ofrenda a Flora como su Pomona y Vertumo son comparables a los temas de la poesía lírica contemporánea. Sin embargo, la presente obra fue también concebida como vehículo de expresión del talento del artista en el terreno de la historia figurativa, el retrato y la pintura de flores. Los pintores de figuras flamencos solían colaborar con los especialistas de bodegones en la representación de tales temas alegóricos -como hacía Rubens con Jan Brueghel y Frans Snyders, por ejemplo- pero los cuadros de Van der Hamen se deben enteramente a su mano. En la Ofrenda a Flora confirió a la pintura de flores una importancia sin precedentes. Un gran montón de flores cae de la cornucopia de Flora sobre la tierra del primer término, donde crecen otras plantas pequeñas. La profusión de variedades representadas es una alusión a la prodigiosa generosidad de la naturaleza y resulta esencial para el significado de esta bella imagen. 

Bodegón con florero y cachorro
Hacia 1625. Óleo sobre lienzo, 228,5 x 100,5 cm. Museo del Prado
Esta obra y su compañera eran propiedad de Jean de Croy, conde de Solre y capitán de la Guardia de Arqueros flamenca -de la que Van der Hamen era miembro-. Ambas estaban en su palacio madrileño colgadas sin enmarcar a los lados de una sala que conducía a la galería de pinturas, y servían probablemente de ampliación ilusionista del espacio real al reproducir, quizá, el propio suelo de la habitación. El juguetón cachorro y el perro podrían muy bien ser retratos de animales reales propiedad del dueño de la casa. El tema de los cuadros está relacionado con la cultura de la hospitalidad aristocrática, condición indispensable del refinado estilo de vida de los ocupantes de la vivienda. En uno de ellos hay un recipiente para enfriar el vino en el suelo y sobre los trincheros, cubiertos con terciopelo adamascado verde, aparecen dulces y una jarra de cristal con aloja, mientras que el reloj indica que van a dar las cinco, una hora muy adecuada para tomar estas golosinas.
Los motivos principales de ambas obras son dos grandes jarrones de cristal y bronce dorado con arreglos florales. Estas vasijas representan un tipo de objeto decorativo de lujo muy propio del nivel social del mecenas de Van der Hamen y las flores que contienen destacan por la copiosidad y variedad de sus corolas. Evocan, sin ninguna duda, arreglos florales que formaban parte realmente de la rica decoración de la casa de Solre. Sin embargo, no fueron pintadas del natural y constituyen una imagen artificial al reflejar flores de tal perfección y por el hecho de reunir variedades que florecen en diferentes épocas del año.
En el centro del jarrón y entre las variedades de menor altura destacan grandes flores ornamentales de llamativos colores, dos peonías rojas en una de las obras y dos girasoles amarillos en la otra. El resto del ramo está compuesto por una gran variedad de capullos medianos y pequeños dispuestos en una cuidadosa armonía cromática. Las variedades de tallo largo -tulipanes, lirios y gladiolos- se elevan por encima del conjunto. La dirección de la luz en los cuadros, indicada por el rayo diagonal reflejado en la pared del fondo, fue posiblemente sincronizada con la iluminación real de la habitación. Las flores y hojas de la izquierda del conjunto están fuertemente iluminadas y se destacan contra el fondo oscuro, mientras que la silueta de las hojas de la derecha aparece perfilada sobre la parte más clara de la pared del fondo.
El ramo que aparece en el cuadro del perro grande está más cuajado de flores que su compañero e incluye algunos pequeños pétalos caídos sobre la mesa. En el florero del cachorro, Van der Hamen dejó sin pintar dos de las corolas. Las dos formas ovaladas planas de color ladrillo, que aparecen tras unas flores y hojas de pequeño tamaño, corresponden a la primera etapa de la realización de una flor roja igual que otras dos que se muestran totalmente acabadas. Proporcionan un curioso detalle que da cuenta de la técnica empleada por el artista para la realización de algunas de las flores de mayor tamaño. Evidentemente consistía en aplicar el color de base en formas redondas un poco más pequeñas que la cabezuela de la flor terminada cuya figura venía dictada por la disposición y la perspectiva de ésta dentro del conjunto. El artista procedía después a trabajar sobre esta capa de preparación definiendo los pétalos y modelando las formas de cada variedad con mayor detalle.
Cesta y caja con dulces
1622. Óleo sobre lienzo, 84 x 105 cm. Museo del Prado
Van der Hamen concibió algunas composiciones para sus bodegones, de las que hubo múltiples versiones, que llegaron a ser tan famosas y a identificarse tanto con su nombre que quien las viera no podía dudar de quién eran. El maestro creó la mayoría de ellas antes de haber cumplido los veintiséis años y, a partir de entonces, ejercieron una influencia decisiva en la pequeña producción de bodegones de Francisco de Zurbarán, así como en las de muchos otros pintores de aquella época. La primera de estas famosas y definitorias tipologías fue la que podemos denominar Cesta, cajas y tarros de dulces. Este modelo compositivo, conocido desde hace mucho tiempo a través de una obra maestra que perteneció al fallecido Julio Cavestany, Marqués de Moret y padre de la investigación sobre el bodegón español, fue de hecho uno de los que el artista repitió y copió en mayor medida. Sus orígenes se remontan al período anterior a 1621 y, en este sentido, existe en una colección privada de Nueva York una versión firmada en 1620 que con seguridad es una composición precursora. No cabe duda de que esta pintura sigue los esquemas compositivos de Van der Hamen, si bien no es posible confirmar que la ejecución sea totalmente suya, ya que es muy diferente a la de las obras que realizaría un año más tarde. No obstante, tiene mucho en común con otras versiones relacionadas con el cuadro que poseyó Cavestany que, aunque están firmadas, fueron pintadas con un toque algo más seco. En el bodegón Tablero con cesta y cajas de dulces (1620, colección privada, Estados Unidos) se representan más elementos que en la obra del Prado Cesta y caja con dulces, procedente de la colección Cavestany. A pesar de su simetría y de compartir algunos de los componentes, la composición más antigua es mucho menos monumental, debido, en parte, al desorden de los objetos encima de la mesa.
La obra del Prado es una de las obras maestras del barroco español, ejerció un profundo impacto en la futura pintura de bodegón en España. Es una pieza central en la producción de Van der Hamen y en ella se evoca la virtud social de la hospitalidad, pues refleja el importante papel que desempeñó el arte de la confitería en la alta sociedad madrileña. La simetría arquetípica de la composición nos lleva a las más antiguas y asentadas tendencias de orden formal y jerárquico. No obstante, esta pureza y monumentalidad no se consiguieron de inmediato, sino que fueron el resultado de un proceso de refinamiento y destilación que llevó varios años al maestro. Durante este tiempo es evidente que Van der Hamen aprendió mucho del arte de Juan Sánchez Cotán, cuyos bodegones de austera y suprema elegancia, presentes en la colección real desde 1618, conocía bien. Aparte de la claridad del espacio compositivo, el rasgo más característico de su pintura es su toque chispeantemente vivaz cuando pinta los reflejos blancos del azúcar en los dulces y modula hasta el infinito la sustancia traslúcida de las frutas confitadas. Este virtuosismo permanecería como la rúbrica de su estilo que no sería fácil de imitar.  

Bodegón con alcachofas, flores y recipientes de vidrio
1627. Óleo sobre lienzo, 81 x 110 cm. Museo del Prado
Este magnífico cuadro perteneció a Diego Mexía Felípez de Guzmán, marqués de Leganés, en cuya colección fue inventariado en 1655. La colección se componía de cerca de 1.300 obras, algunas realizadas por los más importantes pintores europeos de la época, entre las que había numerosos bodegones y escenas de género de autores flamencos. Van der Hamen estaba representado por nueve bodegones, adquiridos probablemente tras la muerte del artista, y cuya gran calidad da fe de la clarividencia del buen gusto de su distinguido propietario.
El motivo principal de este cuadro, un gran jarrón de cristal con flores, está acompañado de un jarrón más pequeño, igualmente de cristal, con rosas de color rosa, situado en un plano superior. El jarrón más grande se impone sobre dos cabezas de alcachofa y sus hojas, ofreciendo un intencionado contraste entre estas dos caras de la Naturaleza; la belleza de las flores queda realzada por la presencia de las verduras más vulgares que aparecen debajo de éstas, y los sentidos de la vista y el olfato se oponen al sentido del gusto. Sin embargo, Van der Hamen ha tratado todos los motivos con el mismo cuidado, dibujando y modelando las hojas de las alcachofas con el mismo detalle que los propios capullos. Las flores están ejecutadas con la delicadeza habitual del artista; cada una de ellas ha sido pintada esmeradamente y para el modelado de los pétalos de rosa ha utilizado finas veladuras de laca roja sobre fondo blanco.
Una de las características de los bodegones de Van der Hamen, por la que más se le conocía, radica en su representación de piezas de cristal lujosas y caras, como las que aparecen en esta obra. Estos motivos, junto con el cuenco de cerámica de importación, confieren a la obra un toque de elegante refinamiento, muy a tono con el gusto de sus clientes, cultivados y pertenecientes a un distinguido nivel social. El artista ha captado con precisión los tallos y las hojas de las flores a través del cristal del jarrón, así como los reflejos de la ventana del estudio en la superficie y la luz que se filtra por el agua. La jarra de cristal verde, con su pie, constituye en sí misma un bello objeto de lujo, pero por su situación en primer término, justo encima de la firma del artista, representa también un reto del pintor a su capacidad para plasmar este material transparente y reflector. En este bodegón, Van der Hamen parece haberse tomado más interés del habitual en la proyección de sombras, que adquieren aquí una fascinante presencia abstracta.
La irresistible belleza de esta obra radica, en parte, en la parquedad de la composición, con relativamente pocos elementos, lo que la hace tan diferente de los bodegones que se pintaban en Italia y en los Países Bajos en la misma época. La impresión de que los objetos han sido copiados directamente del natural es tan fuerte que el espectador olvida lo poco probable que resulta que el artista los tuviera a todos delante mientras pintaba. Siguiendo el modelo de composición que Van der Hamen desarrolló en sus últimas obras, los elementos del bodegón están situados en los diferentes niveles de una repisa de piedra escalonada a la que se anexa otro anaquel más bajo en primer término. Estas repisas proporcionaban al artista un campo más amplio para sus curiosas composiciones que el marco de ventana que nuestro artista había heredado de los bodegones de Juan Sánchez Cotán (1560-1627), y le permitían inventar complejas vinculaciones asimétricas entre los elementos situados a diferentes alturas y planos en el cuadro. En esta obra se armonizan, con gran sutileza, las formas y los espacios vacíos. No es probable, sin embargo, que las repisas de piedra existieran en realidad y se diría, más bien, que Van der Hamen pintó los elementos por separado sobre superficies distintas a las que aparecen en el cuadro. Esto queda patente, por ejemplo, en la marcada inconsistencia del trazado de la superficie más elevada, en cuyo borde las lineas, interrumpidas por el plato de cerezas, no concuerdan. El artista no ha descrito tampoco el material ni los detalles de dichas superficies, que están pintadas con una fina capa de un tono gris neutro y sólo presentan un desperfecto simbólico en el canto de uno de los planos verticales; se convierten así en un mero escenario en el que Van der Hamen lleva a cabo su representación artística con los elementos del bodegón, que constituyen la auténtica esencia de su extraordinario naturalismo. 

Plato con ciruelas y guindas
Hacia 1631. Óleo sobre lienzo, 20 x 28 cm. Museo del Prado
Sobre un plato de peltre o estaño, propio de los ambientes domésticos de los siglos XVI y XVII, colocado sobre un alargado sillar sobriamente definido se observa un agrupamiento de frutas cuyo cromatismo contrasta vivamente entre sí: rojizo y transparente en unas, azulado y opaco en las otras; tal combinación produce un elegante efecto decorativo, aumentado por el carácter discreto del conjunto que, aparentemente, poco tiene que ver con otras creaciones del maestro, más acordes con la prosopopeya acumulativa del Barroco. Fueron varios los pintores españoles que al igual que elaboraban cuadros eminentemente complicados, llevaban a cabo creaciones de sorprendente simplicidad.
El autor, sin duda, escogió estas sencillas vituallas así como los elementos que las acompañan necesariamente por el deseo de reproducir sus formas, su consistencia, su materia, sus colores y los reflejos que sobre todo ello provoca la luz que se difunde suavemente desde la izquierda. Gusta de alternar las áreas envueltas en sombra con las bien iluminadas y la gama cálida con la fría, a fin de alcanzar un concepto de perfección dotada de autenticidad, que expresa de manera convincente su sabiduría más que consumada para que el conjunto ofrezca a ojos del espectador las apariencias de la realidad.
Por el momento nada puede afirmarse referente a la fecha de realización de la pieza pero, siguiendo las precisiones expresadas en el párrafo anterior, cabe pensar en una datación tardía en la trayectoria del maestro. 

FRAY JUAN BAUTISTA MAINO, (Pastrana, Guadalajara, bautizado el 15 de octubre de 1581 - Madrid, 1 de abril de 1649)
Pintor español del Barroco.
Sus padres fueron un comerciante de paños milanés y una noble portuguesa que estuvieron al servicio de la duquesa de Pastrana, la famosa Princesa de Éboli.
Algunos críticos piensan que Maíno aprendió con El Greco, pero no ha podido demostrarse documentalmente; el hecho es que se formó en Italia, donde pasó los años que van de 1600 a 1608 y donde conoció la pintura de Caravaggio, de su discípulo Orazio Gentileschi, de Guido Reni y de Annibale Carracci.
En 1608 regresa a Pastrana, donde da a conocer un estilo que bebe del clasicismo boloñés, del naturalismo y del tenebrismo en una Trinidad pintada para el altar lateral del Monasterio de Concepcionistas Franciscanas del lugar.
En marzo de 1611 se instala en Toledo y en 1612 pinta para los dominicos el Retablo de las cuatro Pascuas, ahora en el Museo del Prado, acaso su obra más conocida. Son especialmente reseñables los lienzos de La Adoración de los Reyes Magos y La Adoración de los pastores, de formato monumental y vistoso colorido.
El 20 de junio de 1613, Maíno ingresó en la Orden de Santo Domingo y vivió en su monasterio de San Pedro Mártir, en Toledo. Ello redujo su actividad artística, aunque a esta época pertenece otra Adoración de los pastores, actualmente en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. Este tema bíblico fue tratado varias veces por Maíno; otra versión se guarda en el Museo Meadows de Dallas.
Felipe III lo llamó a la Corte en 1620 para que fuera maestro de dibujo del futuro Felipe IV, ya que era famoso en esta disciplina que aprendió en Italia y desarrolló luego en Toledo. Por entonces Maíno trabó amistad con Diego Velázquez, a quien protegió; le eligió en un concurso público para pintar el tema de La expulsión de los moriscos. Este cuadro afianzó la posición del joven Velázquez en la corte madrileña, aunque tristemente no se conserva pues resultó destruido en el incendio del Alcázar de Madrid de 1734.
Maíno murió en el convento de Santo Tomás de Madrid, en 1649. Uno de sus discípulos parece fue Juan Ricci. 

Obra
Hasta 1958 la crítica había considerado a Maíno un pintor italiano, tanto por su formación en Italia como por el origen de su padre. Casi toda su obra es de temática religiosa, y entra dentro del naturalismo tenebrista de Caravaggio y su principal discípulo, Orazio Gentileschi.
Destacan dos óleos de gran tamaño, pintados ambos en 1612, que hoy se encuentran en el Museo del Prado: la Adoración de los Magos, por un lado, y la Adoración de los pastores, por otro. En ellos se aprecia la influencia del caravaggismo, que conoció de primera mano durante su visita a Roma, si bien suaviza los rasgos naturalistas y se recrea en las texturas y los materiales lujosos, más de acuerdo con Gentileschi. En dichos cuadros se aprecia una composición abigarrada, a pesar de lo cual tanto las poses como los gestos ofrecen una imagen dinámica y plena de acción y movimiento; su realismo se deja notar, por ejemplo, en el primero de estos cuadros, en la descripción del rey Baltasar con un tipo africano perfectamente plasmado, de forma que no se puede decir haya sido representado como el estereotipo acostumbrado de europeo teñido de negro.
En cuanto a sus pinturas de temas profanos, muy escasas, se cree que ocultan cierto contenido crítico sobre la política y la sociedad de su época que no ha sido todavía bien estudiado; abundan en ellas los símbolos. Destacan en este sentido los dibujos y grabados sobre Felipe IV y el cuadro La recuperación de Bahía de Todos los Santos, que puede contemplarse en el Museo del Prado, alusivo a una acción militar en el puerto de San Salvador de Bahía (Brasil).
De su actividad como retratista se mencionaba su destreza en las efigies en miniatura, si bien las pocas que subsisten son de autoría dudosa y se hallan en museos extranjeros. Se conocían dos retratos a tamaño natural (Retrato de un caballero en el Museo del Prado, y Un fraile en el Ashmolean Museum de Oxford), a los que se han sumado varios recientemente atribuidos.
El Museo del Prado de Madrid posee el mejor conjunto de obras de este artista, y le abrió una exposición antológica en octubre de 2009. Esta muestra permitió reunir varias obras de nueva atribución. En 2018 el Prado adquirió un pequeño San Juan Bautista pintado en cobre, singular en la producción de Maíno por estar firmado y por su cronología temprana, raro ejemplo de lo aprendido en Roma. 

Magdalena Penitente, 1615. Colección Particular
Estuvo en la colección de los Vizcondes de Roda, de formato vertical, y presentando a la Santa en completo ensimismamiento, con un libro sagrado en la mano, el tarro de perfume a su izquierda y con los ropajes ricos de terciopelo rojo con gran costurón, caídos, dejando al descubierto un seno y con la hermosa cabellera rubia que le cae por los hombros en imagen turbadora. A la derecha una cruz broncínea, clavada en el suelo, ante un paisaje con cascada de un gran refinamiento en la ejecución; en primer término la calavera y a la izquierda el flagelo y un libro. Esta obra presentaba en su lado lateral derecho un corte limpio, así como en su parte inferior, por lo tanto, no contenía al crucificado y la cascada del fondo, ni tampoco la vegetación a los pies de la santa ni la calavera, como si con el corte se tratara de eliminar toda alusión al carácter religioso de la imagen.
Con respecto al modelo de la Santa y como se trata su desnudez, aunque depende de Sadeler, está reinterpretada con sensualidad extrema, así como la coloración lechosa de su cuerpo, la calidad de sus ropajes o el tipo de ungüentario de plata, similar en las dos versiones y, sin embargo, más modesto en la estampa. Es este ejemplo, que damos a conocer, excelente pretexto para reflexionar acerca del desnudo en la España del siglo de Oro. Javier Portús, en sus inteligentes apreciaciones en este sentido, no hallaba indecencia o erotismo en este tipo de representaciones donde la Magdalena u otros santos mostraban su desnudez en su arrepentimiento. Dice Portús que «la sociedad española admiraba la mortificación y la alentaba por su utilidad para estimular el sentimiento religioso» por lo tanto no procedería pensar en este tipo de obras —para Portús— en una lectura que fuera más allá del sacramento de la Penitencia.

Magdalena penitente en la gruta de Sainte-Baume
1612 - 1614. Óleo sobre tabla, 60,6 x 154,8 cm. Museo del Prado
El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro Mártir, en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el retablo en el plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos por el prior del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las pinturas no estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas el artista ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de julio de 1613.
Los temas principales eran las representaciones más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.
La composición de esta María Magdalena, sigue con bastante fidelidad una composición de Annibale Carracci que se data en torno a 1585, y de la que además conocemos una estampa de 1591 y un dibujo a sanguina. Maíno ha atenuado en parte la sensualidad del modelo italiano. Con las manos entrelazadas, la joven dirige su mirada hacia la cruz que apoya en dos peñascos representados a su derecha. Como en la composición de Carracci, la Magdalena convierte la Cruz en objeto de meditación, aunque sin que aparezca en su rostro signo alguno de sufrimiento o pesadumbre, como ocurre en el ejemplar boloñés. Es una figura concebida con un modelado rotundo y dotada de un rostro delicado de adolescente que enlaza con los idealizados modelos femeninos. La santa aparece intensamente iluminada, al igual que el entorno rocoso que la rodea, que conforma la referencia paisajística de la obra, además de una masa azulada al fondo que haría referencia a Saintes-Maries-de-la-Mer, el puerto por el que, según tradiciones medievales, la Magdalena llegó a tierras francesas. El tratamiento sumario con que está concebido este entorno no impide la evocación del mundo clasicista romano.

San Juan Bautista
Antes de 1613. Óleo, 19,3 x 14,4 cm. Museo del Prado
Esta obra pintada sobre una fina plancha de cobre bañada en plata, es una significativa prueba de la maestría pictórica alcanzada hacia 1610 por Juan Bautista Maíno, al poco de concluir su decisiva formación en Roma. La figura de san Juan muestra una profunda asimilación de la obra de Caravaggio, mientras que el complejo y rico paisaje, lleno de amenos detalles realizados con admirable minuciosidad, debe ser visto como uno de los más tempranos y hermosos ejemplos del paisaje clasicista, iniciado en fechas parecidas por Annibale Carracci o Adam Elsheimer, entre otros. Está, además firmado, en la roca en la que descansa el brazo de san Juan, y sin constatar la condición de dominico del pintor, alcanzada en 1613. Con esta, son sólo cinco las obras con firma del artista español.

Adoración de los pastores
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 314,4 x 174,4 cm. Museo del Prado
El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro Mártir, en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el retablo en el plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos por el prior del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las pinturas no estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas el artista ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de julio de 1613.
Los temas principales eran las representaciones más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.
Siguiendo con fidelidad el evangelio de San Lucas (2, 7-14), la composición ilustra el momento en que un grupo de pastores y ángeles contemplan y veneran al Niño Jesús. La escena tiene lugar en un edificio arruinado, en un momento del atardecer a tenor de las luces crepusculares que se aprecian al fondo. Las figuras se disponen en tres niveles espaciales bien diferenciados aunque la radiografía ha demostrado que esta triple composición no fue la que inicialmente ideó el pintor. Maíno abandonó la composición inicial y dio protagonismo a la visión longitudinal de la obra aproximándola a obras de Tintoretto y del Greco que se hallaban en ámbitos cercanos a Toledo pero revisadas por las novedades aprendidas en Roma, destacando las de raíz caravaggista, con una apreciación del colorido claro y esmaltado que enlaza igualmente con Orazio Gentileschi.

Santo Domingo de Guzmán
1612 - 1614. Óleo sobre tabla, 118 x 92 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro Mártir, en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el retablo en el plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos por el prior del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las pinturas no estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas el artista ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de julio de 1613.
Los temas principales eran las representaciones más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.
Esta figura y su compañera, Santa Catalina de Siena, se pintaron originalmente sobre sendas tablas de formato trapezoidal con un lado curvo. Fueron realizadas para colocarse como remate del segundo banco del retablo, dispuestas a ambos lados del Calvario escultórico. El trazado exterior convexo servía de cierre lateral del conjunto, conformando el contorno del retablo y por ello se cubrieron con pan de oro, a modo de molduras, los lados interiores y exteriores de cada tabla. El aspecto actual está manipulado, pues se han transformado en pinturas de caballete de formato cuadrangular. Para ello se añadió madera en el lado curvo del soporte.
El hecho de que los dos santos tuvieran que ocupar un lugar muy alto en el retablo, un espacio destinado a obras escultóricas, debió de obligar a Maíno a un tipo de representación efectista. La pintura de Maíno se adaptó perfectamente a este tipo de requerimientos.
La potente iluminación y el volumétrico modelado empleados confieren a los dos personajes una monumentalidad extraordinaria. Como ocurre con buena parte de los rostros masculinos, Santo Domingo presenta una concreción y una intensidad caracterológica que dotan al personaje de una vívida humanidad. El cabello oscuro y ensortijado, la barba corta y espesa, los ojos también oscuros y los rasgos bien definidos de la nariz y la boca se corresponderían seguramente con algún personaje contemporáneo del pintor. En la representación de Santo Domingo de Guzmán conviene destacar algunos aspectos, tales como la manera directa de dirigirse al espectador o el hecho de querer hacer ostensible no solamente su condición de fundador, sino también, al acompañarse de una pluma, la actividad intelectual del santo. 

San Juan Evangelista en Patmos
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 74 x 163 cm. Museo del Prado
Esta obra, junto al San Juan Bautista fueron pintadas sobre lienzo y destinados a la zona baja o predela del retablo. Las reducidas dimensiones de estas obras, y sobre todo su formato, condicionaron el tipo de composición elegida. La solución compositiva de Maíno fue llevar las figuras a los márgenes laterales de la composición, dejando que fuera el paisaje el auténtico protagonista. Ese protagonismo es algo sin parangón en la pintura española del momento y comparable con lo que se estaba realizando en Roma por las mismas fechas.
Para la tela de San Juan Evangelista, Maíno concibió una composición un tanto desequilibrada, situando en la mitad derecha de la obra tanto la figura del santo como los principales elementos paisajísticos, dejando que el mar y el cielo, una compacta masa azulada, ocupen el lado izquierdo. Con esa aparente descomposición refuerza la tradicional visión insular de Patmos y la infinitud marina que rodeaba a Juan mientras componía el Apocalipsis en su retiro en la isla egea. El joven evangelista aparece sentado sobre una roca y acompañado por el águila, su atributo iconográfico. Como corresponde al episodio, está escribiendo, con el libro apoyado sobre la rodilla derecha, cruzada sobre la izquierda; la cabeza alzada, la mirada dirigida a un punto perdido en el cielo, sin duda hacia la visión apocalíptica de María que, contraviniendo las representaciones al uso, no aparece en la composición, sino fuera de ella. 

La Adoración de los Reyes Magos
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 315 x 174,5 cm. Museo del Prado
La Adoración de los Reyes es, sin duda, una de las más importantes y alabadas de la producción de Maíno y fue pensada para ocupar el lado de la Epístola. Se convertía así en el contrapunto compositivo de la Adoración de los pastores y, como en esa obra, el pintor tuvo en cuenta la visión más cercana del espectador y la relación de ambas con todos los elementos del retablo. Maíno concibió el tema a partir de una cuidada composición, muy sencilla en cuanto a su estructura espacial y en la inclusión de figuras y elementos. Sin embargo, los personajes se conciben cargados de cordialidad y emotividad, al tiempo que se les hace encajar entre sí de manera eficaz. La escena tiene lugar entre las ruinas de uno de los edificios más significativos de Roma, el Coliseo, icono de la época imperial que aparece, tal y como podemos ver en representaciones de la Edad Moderna, invadido por plantas.

Pentecostés
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 285 x 163 cm. Museo del Prado
Situada en el lado del Evangelio del retablo, esta obra se presenta como una de las composiciones más reveladoras del talante caravaggista de Maíno, concebida con una sencilla pero apabullante eficacia realista tanto en la elección de los tipos masculinos, como en la plasmación de gestos y actitudes. Muestra además una novedosa disposición para este grupo humano, un punto de vista original para un tema representado en muchas otras ocasiones dentro de la iconografía cristiana y que conllevaba la dificultad de incluir a los principales actores en un espacio angosto, y especialmente en este tipo de retablos. La jerarquización tradicional de los personajes sagrados prefería situar a María en el centro de la composición, flanqueada de manera simétrica por los Apóstoles. El dominico obvió esta fórmula desplazando a la Virgen al lateral izquierdo, a un segundo plano, muy próxima a María Magdalena, convertida en una "apóstola" más del grupo. Serán por ello los dos personajes masculinos del primer término, San Pedro y San Lucas, los que concentren el mayor protagonismo. 

La Resurrección
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 295 x 174 cm. Museo del Prado
Situada en el segundo cuerpo del retablo, esta composición representa uno de los episodios más importantes de la iconografía cristiana, la resurrección del Hijo de Dios y, con ella, la redención de todos los creyentes. Siguiendo el relato del evangelista San Mateo, Maíno ha simplificado el pasaje evangélico y ha obviado la presencia del ángel que describe Mateo y que suele ser un elemento habitual en la representación. Cristo ocupa la parte central de la tela, alzado sobre el sepulcro y apoyado en una minúscula nube grisácea. En la parte inferior de la composición se han situado cuatro figuras que flanquean al resucitado. La fórmula repite la iconografía al uso, aunque sólo dos de ellas son los guardias referidos en el Evangelio. Maíno los ha convertido en soldados del siglo XVII, vestidos con brillantes armaduras que recuerdan a las de los tercios españoles. Los dos villanos siguen una disposición compositiva semejante a los dos pastores de La Adoración de los Pastores del mismo retablo. De hecho el más cercano al espectador, se percibe como el reverso de la figura que sujeta un cordero en esa Adoración.
Santa Catalina de Siena
1612 - 1614. Óleo sobre tabla, 118 x 92 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución.
Esta figura y su compañero, Santo Domingo de Guzmán, se pintaron originalmente sobre sendas tablas de formato trapezoidal con un lado curvo. Fueron realizadas para colocarse como remate del segundo banco del retablo, dispuestas a ambos lados del Calvario escultórico. El trazado exterior convexo servía de cierre lateral del conjunto, conformando el contorno del retablo y por ello se cubrieron con pan de oro, a modo de molduras, los lados interiores y exteriores de cada tabla. El aspecto actual está manipulado, pues se han transformado en pinturas de caballete de formato cuadrangular. Para ello se añadió madera en el lado curvo del soporte.
El hecho de que los dos santos tuvieran que ocupar un lugar muy alto en el retablo, un espacio destinado a obras escultóricas, debió de obligar a Maíno a un tipo de representación efectista. La pintura de Maíno se adaptó perfectamente a este tipo de requerimientos. La potente iluminación y el volumétrico modelado empleados confieren a los dos personajes una monumentalidad extraordinaria. La santa aparece de perfil, concentrada y en actitud orante, dirigiendo la mirada hacia lo alto, el lugar que ocupaba en el retablo la imagen de Cristo crucificado. Además del hábito dominico, muestra las mismas llagas padecidas por Cristo en la Cruz y cubre la cabeza con una corona de espinas, una alusión directa a la tradición dominica que vio en Santa Catalina un remedo de la pasión cristológica. El modelo se mantiene fiel a las propuestas de Maíno: una figura tan sólida como delicada que recuerda composiciones de Orazio Gentileschi. 

La recuperación de Bahía de Todos los Santos
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 309 x 381 cm. Museo del Prado
La pintura fue encargada a Juan Bautista Maíno hacia finales de 1634, y estaba todavía pintándola el 24 de marzo de 1635, fecha en que se le pagaron a cuenta los primeros 18.600 maravedíes en virtud de la libranza ordenada por el protonotario del Consejo de Aragón, don Jerónimo de Villanueva. Maíno la terminó y entregó el 16 de junio, cuando recibió los doscientos ducados en que fue estimada, procedentes del dinero de gastos secretos del rey Felipe IV. El lienzo fue destinado a decorar el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, sumándose a otros once que se encomendaron a diversos pintores para conmemorar la serie de victorias terrestres y navales que sonrieron a los ejércitos de la Monarquía Hispana durante el primer periodo de la Guerra de los Treinta Años (1621-30).
Parece que la decisión de adornar el Salón de Reinos con pinturas de batallas que manifestaran el poderío de la monarquía española recayó en el conde-duque de Olivares, quien precisamente en 1634 había manifestado en una reunión del Consejo de Estado la preocupación que lo embargaba por lo descuidada que estaba la historia de España. Posiblemente las doce victorias que debían pintarse fueron determinadas por los asesores del valido en temas históricos, como su bibliotecario Francisco de Rioja (1583-1659), quien consta que intervino en el programa decorativo de una de las ermitas de los Jardines del Buen Retiro.
La recuperación de la ciudad de San Salvador, en la bahía de Todos los Santos, de manos de los holandeses, fue uno de los hechos de armas más gloriosos acaecidos en el venturoso año de 1625, en el que también fue rendida la ciudad de Breda, socorrida la de Génova del asedio francés y la de Cádiz del inglés.
Maíno no quiso atenerse por entero a los esquemas tradicionales que regían la composición de las pinturas de asunto bélico, y por consiguiente, no desarrolló, como era habitual en los grabados existentes sobre la reconquista de la ciudad, un panorama de las batallas naval y terrestre habidas contra los neerlandeses. En ello se apartó de lo que hicieron la mayor parte de los colegas que efectuaron pinturas para el Salón de Reinos, como Vicente Carducho (ca. 1575-1638), Eugenio Cajés (1574-1634) o Jusepe Leonardo (1601-1652) quienes en buena medida se inspiraron para el conjunto o para algunos detalles de sus cuadros en estampas bélicas de Antonio Tempesta (1555-1630). En lo único en que se equiparó con ellos fue en la exaltación épica del héroe vencedor en la conquista de San Salvador de Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo, pero con el que quiso que compartieran gloria el rey Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que sólo aparecen retratados en el cuadro de Maíno.
En razón de lo dicho, el pintor dominico no parece que tuviera como fuente de información estampas para fijar la topografía exacta de la ciudad de Bahía, como tampoco crónicas históricas que relataran el curso de la batalla. En cambio, es absolutamente seguro que tuvo presente el texto de la comedia de Lope de Vega El Brasil restituido, que fue firmado por el insigne comediógrafo el 29 de octubre de 1625, tres días después de concedida la licencia para su representación y puesta en escena, que finalmente tuvo lugar en el Alcázar de los Austrias.
La pintura del artista dominico no ofrece un escenario exacto de los hechos, sino en gran parte inventado. El punto de vista seleccionado parece ser de sur a norte, teniendo como fondo la isla de Itaparique y como lugar de la acción las colinas de Brotas. De esta suerte se ve como amplio fondo la bahía de Todos los Santos, por la que se acercan al puerto los buques de la flota hispano-portuguesa combinada.
La ciudad de San Salvador está oculta por una roca vertical delante de la cual se halla colocado el dosel que cobija el tapiz con los retratos de Felipe IV y el conde-duque de Olivares. El conjunto produce la sensación de que nos encontramos ante un decorado de teatro. A la derecha se ubican los soldados de la guarnición holandesa que solicitan el perdón de Felipe IV, cuyo retrato les es mostrado por don Fadrique de Toledo, subido sobre una tarima alfombrada. Cerrando la composición está, acentuando el parecido con un decorado teatral, la marina que actúa en el cuadro como telón de fondo del escenario. Maíno ha utilizado una luz más amortiguada y difusa que en otras obras, que dulcifica los contrastes de las luces y sombras, un tipo de iluminación más uniforme que Tormo atribuyó a la influencia de Velázquez.
En el primer plano, a la izquierda se percibe un grupo de doce personas cuyo centro de atención es el soldado herido en el pecho, un arcabucero por más señas, como se deduce por algún detalle del macuto depositado junto a él en el suelo. Es atendido solícitamente por una mujer que le restaña la sangre con un paño, mientras un paisano le sostiene la cabeza con sus manos. Otra mujer muy joven, sentada de perfil sobre un saliente rocoso, contempla compasiva al herido, teniendo a un niño pequeño en su regazo, al tiempo que otros tres niños detrás de ella, los hermanos del menor, lloran y se abrazan apenados formando un delicioso grupo, lleno de delicadeza. Desde luego la mujer con el niño en los brazos, cuya nuca es una línea de pura belleza, refleja el influjo de pinturas de Orazio Gentileschi (1563-1639) que Maíno pudo ver en su viaje a Italia, por ejemplo la figura de La Virgen entregando al Niño Jesús a santa Francesca Romana.
En la mitad derecha del lienzo el almirante en jefe de la conquista de la ciudad de Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo, aparece otorgando el perdón a la guarnición de los holandeses vencidos, que lo solicitan arrodillados delante de él levantando sus manos. Don Fadrique, de pie, vistiendo calzas verdes con bordados de hilo de oro y jubón del mismo color que atraviesa, terciada en bandolera, la banda carmesí de general, empuña con la mano izquierda el bastón de mando y el sombrero del que se ha destocado ante el retrato del rey Felipe IV, mientras que con la otra muestra a los rendidos holandeses. En las relaciones históricas de la recuperación de Bahía no aparece semejante episodio por lo que Maíno se inventó la escena, calcada de la comedia de Lope de Vega, cual si se tratara una ecfrasis reconstructiva de ella.
Para Maíno, los genuinos protagonistas de esta zona del cuadro son Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que aparecen retratados en el tapiz a espaldas de don Fadrique. El rey porque es el que, por boca de éste, otorga el perdón a los vencidos; el conde-duque porque fue quien, conforme a su política de la Unión de Armas, dispuso, diseñó y preparó con enorme celeridad y eficacia las fuerzas navales y terrestres combinadas de España y Portugal que hicieron posible la reconquista de Bahía. El pintor expresó esta idea en el tapiz mediante la coronación de Felipe IV como rey victorioso por Minerva, diosa pagana de la guerra, y también por el conde-duque de Olivares, quien empuña con la mano derecha juntamente la espada de la justicia y el olivo de la paz.
Tanto Felipe IV como Olivares están hollando con sus pies una serie de alegorías que son clave para entender el mensaje político que subyace en el cuadro. El monarca se halla pisoteando con el pie derecho a un hombre semidesnudo que muerde rabiosamente el trozo de una cruz, mientras que con sus manos crispadas agarra los fragmentos que ha despedazado. Evidentemente ese hombre simboliza la Herejía y, por consiguiente, Felipe IV es representado como vencedor de la herejía por haber arrancado la ciudad de Bahía de manos de los calvinistas holandeses.
Debajo de la figura de don Gaspar de Guzmán hay un personaje, de tez pálida y cabellos en remolino y cubierto de cintura para abajo con un manto amarillo, que echa espumarajos por la boca y tiene las manos atadas a la espalda. Se trata de la alegoría del Furor, tal como la describe específicamente Cesare Ripa (1560-1645) en su conocido y difundido trabajo. Pero si el Furor tiene las manos atadas, como en este caso, quiere expresar que puede ser dominado por la razón. Maíno utilizó este símbolo para significar que el Furor, que incita a la venganza con los vencidos en la guerra, puede ser superado por la clemencia dictada no sólo por la razón sino por la conveniencia política.
Finalmente, la tercera alegoría es la del Fraude o Hipocresía que Olivares aparta de sí con el pie izquierdo. Ripa la describe como una mujer de doble faz, tal como figura en el cuadro, la cual tiene las manos cambiadas y, mientras con una enarbola un ramo, con la otra empuña una daga.
El tapiz con los retratos de Felipe IV y Olivares se encuentra protegido por un dosel encima del cual el pintor situó, de manera difícilmente visible, un óvalo, sostenido por angelitos, donde campea una inscripción, que es otra de esas claves que el pintor sembró por el lienzo para que el espectador descifrara su mensaje. Reza la inscripción SED DEXTERA TUA, un fragmento tomado del Salmo 43, 4 de la Vulgata que dice completo: Neque enim gladio suo occupaverunt terram, nec brachium eorum salvavit eos, sed dextera tua et brachium tuum, Domine, quoniam salvavit eos. Aquí aparece el providencialismo, una de las constantes de la monarquía española, es decir, la especial protección divina que Dios la dispensaba en la lucha empeñada por mantener la fe católica en sus dominios.

 

 

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