Archivo del blog

viernes, 13 de noviembre de 2020

Capítulo 24 - Pintura barroca en España - Parte Octava

 

JUAN de VALDÉS LEAL (Sevilla, 1622-1690)
Pintor barroco español activo en Córdoba y Sevilla. Artista fecundo y de poderosa inventiva, pero desigual en el acabado de sus obras, es conocido fundamentalmente por los dos «jeroglíficos de las postrimerías» pintados hacia 1672 para la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, donde aún se conservan. Relacionadas con el muy barroco tema de la vanitas, extendido por la mayor parte de Europa, las alegorías Finis gloriae mundi (El fin de las glorias mundanas) e In ictu oculi (En un abrir y cerrar de ojos) ilustran el pensamiento de Miguel de Mañara, renovador de la Hermandad de la Santa Caridad, según lo dejó escrito en su Libro de la Verdad, además de completar el programa iconográfico de la capilla, integrado por el Santo Entierro del retablo mayor y la serie de las «obras de misericordia» pintadas por Murillo, con las que forman un conjunto coherente. No obstante, lo macabro de su asunto —y la fuerte personalidad del pintor— resultaron perjudiciales para su fama póstuma y facilitaron que se le acabase atribuyendo cualquier pintura en la que apareciese un cadáver en descomposición o la cabeza cortada de un santo, incluso si se trataba de pinturas de calidad ínfima. Convertido en «pintor de los muertos», como lo llamó Enrique Romero de Torres, parecían convenirle todos los asuntos lúgubres y repulsivos, al tiempo que con tintes románticos se agrandaba y hacía más profunda la rivalidad con Murillo, su contemporáneo, al suponerse a Valdés un temperamento iracundo y soberbio opuesto al pacífico carácter de su rival.
Hijo de Fernando de Nisa, o Niza, natural según la partida matrimonial de Torres Nuevas en Portugal, cuyo oficio se desconoce, y de Antonia Valdés, sevillana, hija de Bartolomé Díaz e Inés Leal, fue bautizado el 4 de mayo de 1622 en la parroquia de San Esteban de Sevilla. ​ Se ignoran las circunstancias de su formación y el momento en que se trasladó con su familia a Córdoba, pero es posible que lo hiciese tras completar el aprendizaje del oficio, lo que en opinión de Alfonso E. Pérez Sánchez podría haber tenido lugar en el taller de Francisco de Herrera el Viejo, y completarse ya en Córdoba en el de Antonio del Castillo, cuya influencia se advierte en sus obras tempranas. 

Primera estancia en Córdoba (1647-1649)
No se tienen noticias documentales del pintor, posteriores a la partida de bautismo, hasta abril de 1647 cuando cerca de cumplir los 25 años se publicaron las amonestaciones matrimoniales en la iglesia de San Vicente de Sevilla. El 14 de julio, dispensado de las últimas amonestaciones, contrajo matrimonio en Córdoba con Isabel Martínez de Morales. ​ Según Palomino, que la llama «Doña Isabel de Carrasquilla» y la dice de familia muy ilustre, también ella fue pintora al óleo. ​ El padre de la novia, Pedro Morales de la Cruz, maestro cuchillero con tienda abierta figuraba inscrito como hijodalgo en el padrón de nobles. ​ El matrimonio se instaló en la calle de la Feria, en la casa con taller que Valdés tenía arrendada desde mayo, cerca de la casa de sus suegros. También en 1647 se documenta el primer contrato de obra, firmado el 7 de junio con Fernando de Torquemada por la ejecución de doce pinturas sobre cobre, cuyos asuntos no se especificaban. ​ Ese mismo año, además, firmó y fechó con precisión el monumental San Andrés de la iglesia de San Francisco de Córdoba, cuadro que Palomino llamó célebre, con la figura del santo de tamaño mayor que el natural «y a los pies un libro, como caído all descuido, y descompuesto con un desaliño muy caprichoso».​ El solemne naturalismo de su figura, sumario dibujo y reducida gama cromática, características en las que se advierte la influencia de Herrera el Viejo, se manifiestan también en otra obra temprana: el Arrepentimiento de san Pedro, de la que se conocen al menos tres versiones, la mejor de ellas en la iglesia de San Pedro, en la que contrajo matrimonio, que es la única de las versiones en la que el apóstol aparece de cuerpo entero, y de tres cuartos la conservada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
San Andrés, 1647, óleo sobre lienzo, 281 x 172 cm, Córdoba, Iglesia de San Francisco.
 

El Arrepentimiento de san Pedro, 1612
Óleo sobre lienzo. Parroquia de San Pedro de Sevilla
Juan de Valdés Leal pintó, muchos años después que Juan de Roelas, el mismo tema de la Liberación de San Pedro por el ángel. La primera de estas obras se encuentra en la parroquia de San Pedro de Sevilla, pintada en 1612, y la de Valdés Leal está en la Catedral hispalense, y fue pintada en 1665. En las dos obras se aprecia un mismo contraste entre la luminosidad del ángel que se aparece, y la tiniebla de la cárcel en que está San Pedro iluminado por la luz celestial.
Juan de Valdés Leal nació en Sevilla en 1622, y aunque estudió pintura en los talleres de Córdoba, volvió a Sevilla en 1656. En esta ciudad realizó una inmensa cantidad de obras, para España y para Hispano- américa. De las hechas para América, destacada la Serie de la Vida de San Ignacio, pintado para la Iglesia de San Pedro de Lima, entre 1674 y 1675, de más calidad artística que la misma Serie de la Vida de San Ignacio, que había pintado entre 1660 y 1664, para la Casa Profesa de los jesuitas de Sevilla (actualmente en el Museo de Bellas Artes).
Del cuadro de La liberación de San Pedro por el ángel escribe el profesor Enrique Valdivieso: Es ésta una de las pinturas más fogosas y dinámicas de Valdés Leal, destacando en ella, sobre todo, la figura del ángel, que es uno de los mejores logros de su producción.
Además de la fuerza luminosa y dinámica del ángel resalta el contraste con la tiniebla dela que emerge San Pedro, con un gesto de súplica anhelante. El rostro del apóstol, iluminado por la claridad angélica, es una mezcla de pasmo y estremecimiento, corroborados con la mano alargada en la misma dirección que le indica la mano del ángel. 

Pinturas para las franciscanas de Santa Clara de Carmona
En 1649, año de la peste, abandonó Córdoba y no reaparecerá documentalmente hasta un año después, cuando en diciembre de 1650 arriende unas casas en la calle de las Boticas de Sevilla, en la parroquia de Omnium Sanctorum. En la misma collación residían su madre y su padrastro, Pedro de Silva, al que la documentación llama alquimista y en ocasiones platero, del que en mayo de 1651 salió fiador para el arriendo de su propia casa. ​ No se conoce, no obstante, ningún contrato de pintura que justifique el traslado a Sevilla ni hay obras firmadas en estos años y hasta 1653, cuando se fecha la Muerte de santa Clara de la serie de la vida de la santa pintada para el convento de las clarisas de Carmona, con las que había firmado el concierto correspondiente el 1 de diciembre de 1652. ​
La serie, actualmente repartida entre la colección March de Palma de Mallorca y el Ayuntamiento de Sevilla, se conservó en su lugar hasta 1910, cuando fue adquirida por Jorge Bonsor que procedió a su restauración y regularizó su tamaño, recortando algunos fragmentos con ángeles volanderos actualmente perdidos. ​ Originalmente, según la descripción que proporciona José Gestoso, constaba de cuatro grandes lienzos pintados para decorar los muros del presbiterio, los dos mayores con remates apuntados para adaptarse a la forma de arco ojival del muro. En el lado de la Epístola, en alto, los motivos representados eran, en la parte superior, La toma de hábito de la santa o El obispo de Asís entregando la palma a santa Clara, y la Profesión de religiosa, separados ambos asuntos por una ventana fingida, un pedestal y la figura de un angelote, y debajo, en formato apaisado, El milagro de santa Inés, la hermana de santa Clara, cuyo cuerpo adquirió tal peso cuando quisieron impedir que entrase religiosa, que fue imposible moverla del sitio. En el lado del Evangelio, en alto, el motivo único era La santa deteniendo a los turcos, lienzo que fue dividido tras la intervención de Bonsor en dos cuadros, los ahora conservados en el Ayuntamiento de Sevilla, en los que se encuentran representados la Procesión de santa Clara con la Sagrada Forma y La retirada de los sarracenos, originalmente separados por una ventana abierta en el muro y un lienzo perdido con dos sarracenos huyendo. Por fin, en el mismo muro, debajo, La muerte de santa Clara, con la aparición de Jesús y la Virgen acompañados de un coro de vírgenes, lienzo firmado en letras romanas «JOANNES BALDES // FASI-EBAT-1653».​
Inspirado el relato iconográfico en La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, la sobriedad y equilibrio con que se componen las escenas monásticas —aunque alteradas la composición general y los puntos de vista por los recortes mencionados— muestran todavía cierta dependencia de los modelos de Herrera el Viejo. En La muerte de santa Clara, además, como ya advirtiera Gestoso, repite la composición que del mismo asunto pintó Murillo en 1645 para el convento de San Francisco de Sevilla (DresdeGemäldegalerie), aunque los rostros de las vírgenes de Valdés Leal sean mucho más vulgares y el efecto del conjunto más artificiosamente sobrenatural, al hacerlas caminar sobre nubes. ​ Pero en el Asalto de los sarracenos al convento de San Damiano en Asís o La retirada de los sarracenos, el fragmento más singular de la serie, en el que lleva a primer plano violentamente iluminados una masa informe de cuerpos de caballos y sarracenos mortalmente heridos, muestra ya todo el vigor y tensión barrocos de su estilo maduro. 

Procesión de santa Clara con la Sagrada Forma, 1652-1653
Óleo sobre lienzo. 295 x 295 cm. Ayuntamiento de Sevilla
Para los muros laterales del presbiterio del convento de Santa Clara en Carmona (Sevilla) pintó Valdés Leal esta obra en la que se narra un episodio que tuvo lugar en el convento de San Damiano de la ciudad de Asís en 1240. El convento fue atacado por las tropas sarracenas que estaban al servicio del emperador Federico II y santa Clara, gravemente enferma, se levantó del lecho para formar una procesión junto con las demás monjas que trasladara una custodia con la Sagrada Forma a las puertas del templo. Los sarracenos huyeron al contemplar la custodia y santa Clara salvó el convento. Valdés Leal presenta a las monjas durante la procesión con gestos absolutamente seguros de la salvación del convento gracias al traslado de la custodia. Incluso la pequeña novicia que aparece en primer plano refleja en su rostro el aplomo que caracteriza a sus compañeras, a excepción de una del fondo que aparece con gesto compungido y temeroso. Posiblemente el artista contemplara en directo alguna procesión y captara gracias a ella esta galería de gestos con tanta seguridad. La iluminación en penumbra estaría identificada con el ambiente oscuro del interior del templo, reforzando el apagado cromatismo de la pintura las tonalidades oscuras de los hábitos de las monjas. Sólo la ligera iluminación de las velas animan la escena, resaltando los rostros de las franciscanas. En la parte superior apreciamos un rompimiento de Gloria con dos ángeles que dejan caer flores sobre la custodia, reforzando la seguridad en la salvación de las integrantes del cortejo. En estas figuras el pintor sevillano se permite cierta licencia cromática que contrasta con el resto del conjunto.

 

La retirada de los sarracenos, 1652-1653
Óleo sobre lienzo. 330 x 325 cm. Ayuntamiento de Sevilla
Frente a la Procesión de Santa Clara con la Sagrada Forma se ubicaba esta Retirada de los sarracenos. De esta manera Valdés Leal cerraba la decoración del presbiterio del convento de Santa Clara en Carmona. Cuando Santa Clara llevó la custodia a la puerta del convento de San Damiano en Asís, los sarracenos al servicio del emperador Federico II huyeron despavoridos de la ciudad. Posiblemente sea éste uno de los trabajos más representativos del pintor sevillano, apreciándose claramente las características de la pintura barroca: diagonales cruzadas, escorzos violentos y una increíble sensación de movimiento, recordando en algunos momentos a obras de Rubens. Valdés Leal ha conseguido crear la sensación de un vendaval azotando a los sarracenos que han osado atacar el convento de San Damiano, lo que provoca que algunos de los soldados se caigan de las escaleras o el amontonamiento de jinetes y caballos en primer plano. La violencia y la torsión se apoderan de esta masa de anatomías conseguidas con éxito, destacando los rostros expresivos de los soldados que imprimen un gesto de terror ante lo desconocido. Incluso el propio paisaje del fondo acentúa la potencia de esa fuerza arrolladora, colocando la ciudad de Asís en una pendiente que simula avanzar hacia los asaltantes. El propio celaje de nubes tormentosas crea un efecto similar, dotando al conjunto de una sensación de terror difícilmente superable. La luz dorada empleada ayuda a dotar a esa masa de jinetes y caballos de mayor fuerza expresiva, como si de una obra teatral de se tratara en sintonía con las pinturas barrocas que se hacían en Italia o Flandes. Esa luz, aplicada en violentos impactos, hace vibrar con intensidad los colores empleados por el maestro. 

Segunda estancia en Córdoba (1654-1656)
En 1654 se le encuentra de nuevo censado en Córdoba, donde el 26 de diciembre bautizó con el nombre de Luisa Rafaela a su primera hija, a la que educó en la pintura y el grabado. A este momento pertenece posiblemente una de las obras más conocidas de su producción, la llamada Virgen de los plateros (Museo de Bellas Artes de Córdoba), con la Inmaculada entre san Eloy y san Antonio de Padua y un rico acompañamiento de ángeles, que por haber estado expuesta a la intemperie durante más de dos siglos, en la calle de la Platería donde la citaba Palomino, ha sufrido numerosas restauraciones y perdido parte del color y los rasgos característicos de los rostros de Valdés. Estos se conservan mejor en una obra cercana que originalmente estuvo firmada en 1654, la Inmaculada Concepción con san Felipe y Santiago el Mayor del Museo del Louvre, cuyos rostros fuertemente individualizados recuerdan todavía modelos de Herrera combinados con los de Castillo en el dinamismo de los angelotes de la parte superior. Un retrato de busto largo sobre fondo neutro de un caballero joven de aspecto severo, con bigote y barba, conservado en colección particular madrileña, destacable por ser uno de los escasos retratos pintados por Valdés Leal de los que hay noticia, ​ se ha identificado con el citado por Palomino como pintado en Córdoba, donde con algunas otras obras hechas para particulares, afirmaba, pintó el retrato del hermano de Juan de Alfaro, el doctor Enrique Vaca de Alfaro, cuando era todavía licenciado, «con tal viveza, que parece el mismo natural».​
En febrero de 1655 contrató con Pedro Gómez de Cárdenas, comendador del Tesoro de la Orden de Calatrava, caballero Veinticuatro perpetuo de la ciudad de Córdoba y patrono de la iglesia del Carmen Calzado, la pintura de los cuadros de su retablo mayor, que se comprometía a entregar en el plazo de un año bien acabados, de buenos y firmes colores, a toda satisfacción de hombres peritos en el arte (...) según modelo y dibujo que tengo hecho.
Conservados en la propia iglesia para la que fueron pintados, aunque su disposición actual no sea la que tenían originalmente dentro del retablo, consta el encargo de doce cuadros de muy diverso formato y ambición, dos de ellos —Elías y los profetas de Baal y Elías y con el Ángel— firmados y fechados en 1658, cuando el artista residía ya en Sevilla. Se encuentran aquí algunas de las obras más conseguidas del pintor. El lienzo central de gran tamaño y rematado en medio punto con San Elías arrebatado al cielo aprovecha muy barrocamente el motivo del carro de fuego, envolviendo en llamaradas tanto el carro como los escorzados caballos que lo arrastran entre nubes sobre un amplio paisaje de luces contrastadas. Interesantes son también los dos pequeños lienzos con las cabezas cortadas de san Juan Bautista y san Pablo, un motivo del que no es Valdés el inventor y que responde a una extendida devoción, pero que ha contribuido notablemente a extender la fama de pintor macabro y a atribuirle, sin mayor fundamento, otros numerosos lienzos de igual motivo pero de muy inferior calidad. Los citados lienzos de Elías y los profetas de Baal y Elías y el Ángel, manifiestan en su estilo más avanzado el conocimiento de la obra de Francisco de Herrera el Mozo en la catedral de Sevilla. Pero son los dos lienzos del banco con parejas de santas de medio cuerpo los que han merecido mayores elogios, ensalzados ya por Palomino por la belleza y verdad de sus estudios, que «parecen de Velázquez».​ ​
La Inmaculada Concepción con San Felipe y Santiago. 1654. Óleo sobre lienzo, 234 × 167 cm. Museo del Louvre, (París).
 

Virgen de los plateros, 1654-1656
Óleo sobre lienzo. 220 cm × 222 cm. Museo de Bellas Artes de Córdoba
Representa a la Inmaculada Concepción sobre un regio pedestal de plata y oro, que cincelan varios ángeles. La cabeza de la Virgen está rodeada de un resplandor y de las consabidas doce estrellas que casi no se ven. Viste túnica blanca y manto azul sobre los hombros. Se apoya sobre la luna entera con el creciente más iluminado, lo mismo que ocurre con la Asunción del Museo del Louvre. En cambio, en la de la Quinta Angustia, pinta sólo la media luna con los cuernos para abajo. Una de las notas dominantes del cuadro, lo mismo que en la mayoría de los cuadros marianos de Valdés Leal, es la abundancia de ángeles que distribuye con claridad desde el suelo hasta la altura de la cabeza de la Virgen y situándolos en varios planos en profundidad, combinando los ángeles de cuerpo entero, que abundan en los primeros planos con las cabezas de querubines más próximos a la cabeza de María. En el fondo, un grupo de querubines sostiene los atributos simbólicos de la Concepción. En la parte superior derecha, un ángel sostiene un espejo, en el que se refleja la figura de la Virgen; más abajo, otro sostiene una rama de olivo, y otro de pie sobre el suelo porta unas azucenas. En el centro del lado izquierdo, otro ángel lleva rosas en las manos.
Estos ángeles de Valdés, dice Angulo que contrastan con los de Murillo. A los lados de la Virgen están, a su derecha, San Eloy, patrono del gremio de plateros, revestido con capa pluvial y en actitud orante; un ángel junto a él sostiene el báculo. En la capa de San Eloy están bordados el Nacimiento, la Anunciación y dos santos. A la izquierda de la Virgen está San Antonio con el Niño Dios en brazos y mirando ambos hacia el espectador. También mirando hacia el espectador, en primer término, un ángel sentado en el suelo muestra un pergamino con la siguiente inscripción: «El Platero universal/de Dios el Eterno Padre/una joya hizo tal/que en ella puso el caudal/porque fue para su Madre». El gremio de plateros de Córdoba tenía una especial devoción a la Inmaculada. En aquellos años en que proclamar la Concepción Inmaculada de María Santísima era empresa española, y en que las universidades y ayuntamientos hacían voto de defender la Concepción sin mancha de María, los plateros cordobeses para poder aprobar a un aprendiz y autorizarle a ejercer el oficio, les exigían, hasta 1852, que jurasen defender en público y en secreto «que María Santísima Señora Nuestra fue concebida sin pecado original». Por tanto, no es de extrañar que el retablo representativo del gremio, tuviese como tema principal la Inmaculada Concepción. Cuando fue depositado en el Museo Provincial de Bellas Artes estaba partido en tres pedazos, y fue restaurado, como hemos dicho, por don Rafael Romero Barros.
En este lienzo hay una cierta contraposición entre las figuras principales y el grupo de ángeles. Mientras la Virgen, San Eloy y San Antonio son figuras dotadas de una notable serenidad muy lejana de los barroquismos del maestro, son los ángeles, numerosos y agitados, los encargados de dar la nota barroca al conjunto. 

Elías y los profetas de Baal, del retablo mayor de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de Córdoba. 1658
.

Elías y el Ángel, 1658. Óleo sobre lienzo. 259x151. (Iglesia de Ntra. Sra. Del Carmen de Córdoba)

Ascensión de Elías. 1658. Óleo sobre lienzo. Medidas: 567cm x 508cm.
Iglesia del Carmen Calzado. Córdoba 

Pinturas para el banco del retablo del Carmen Calzado de Córdoba
1656. Óleos sobre lienzo, 130 x 184 cm. Palomino decía de estas pinturas del sotabanco, en las que se representaban santas de medio cuerpo, que estaban «hechas con tanta belleza en dibujo, colorido, y manejo, que parecen de Velázquez; y sin duda, son hechas por el natural, porque tienen aquella misma viveza y verdad»
Santa María Magdalena de Pazzis y santa Inés
 

Santa Apolonia y santa Syncletes
 

Sevilla: pinturas para el Monasterio de San Jerónimo
El amplio conjunto de obras pintadas para el Monasterio de San Jerónimo de Buenavista, firmadas dos de ellas en 1657, justifica el inmediato traslado de la familia a Sevilla donde el 15 de julio de 1656 arrendó una casa en la collación de San Martín, junto a la Alameda de Hércules, actuando como su fiador el arquitecto Francisco de Ribas. Aquí nació su segunda hija, Eugenia María, bautizada el 13 de septiembre de 1657 en la parroquia de San Martín.
Destinadas originalmente a la sacristía de la iglesia, las pinturas de Valdés Leal para el Monasterio de San Jerónimo de Buenavista, en su tiempo extramuros de la ciudad, se agrupaban en dos ciclos: una serie de cuatro lienzos dedicada a la vida de san Jerónimo y otra, formada por doce lienzos de formato vertical, con los retratos en pie de santos y frailes de la orden. Incautados por las tropas del mariscal Soult y depositados en el Alcázar, en 1812 fueron devueltos al monasterio aunque se ignora si volvieron todos. Tras la exclaustración de los frailes decretada en 1835 sus obras de arte se dispersaron y las pinturas de Valdés Leal, vendidas en parte por los responsables de la custodia del edificio, se encuentran actualmente repartidas entre diversos museos y colecciones privadas. ​
Elogiados por Ceán Bermúdez, que los pone entre lo mejor que pintó, ​ los cuadros de la serie de la vida de san Jerónimo —El bautizo, Las tentaciones y La flagelación de san Jerónimo por los ángeles, conservados en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, firmados y fechados los dos primeros en 1657, y San Jerónimo disputando con los doctores, Dortmund, colección Walter Cremer— presentan notables diferencias y desigual acabado, valorándose especialmente en ellos la riqueza de color y la franqueza y fogosidad de la pincelada, aciertos compatibles con algunas incorrecciones en el dibujo y cierta torpeza en la creación del espacio muy notable en el lienzo del bautizo del santo a los diecinueve años. ​ Ya Aureliano de Beruete advirtió en la brillantez de los colores con que están pintados y el tratamiento de la luz la influencia del Triunfo del Santísimo Sacramento de Francisco de Herrera el Mozo, pintado dos años antes para la catedral hispalense, que habría potenciado los impulsos barrocos de Valdés Leal y su predilección por los motivos dinámicos, con los que acabará de distanciarse de las reposadas y tenebristas composiciones que de los mismos asuntos había compuesto Zurbarán veinte años atrás para la sacristía del Monasterio de Guadalupe. ​
Distinta por la propia naturaleza de sus asuntos es la serie de los santos y otras figuras venerables de la orden jerónima, quizá incompleta y dispersa entre el Museo del Prado (San Jerónimo y un Mártir de la Orden de San Jerónimo, quizá fray Diego de Jerez), el Museo de Tessé de Le Mans (Santa Paula), el Bowes Museum, Barnard Castle (Santa Eustoquio), la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde (Fray Vasco de Portugal), el museo de pintura y escultura de Grenoble (Fray Alonso de Ocaña) y el de Bellas Artes de Sevilla (Fray Fernando de Pecha, Fray Fernando Yáñez, El venerable fray Pedro de Cabañuelas, Fray Alonso Fernández Pecha, Fray Juan de Ledesma y Fray Hernando de Talavera, obispo de Granada y confesor de Isabel la Católica). ​ Prescindiendo de los efectismos y colores brillantes de la serie de la vida de san Jerónimo, obligado por la severidad de los hábitos monásticos, armoniza valiéndose de las medias tintas las figuras solemnes de los monjes con los fondos de paisaje en los que con pincelada muy ligera evoca algún pasaje de la vida del retratado.
Bautismo de san Jerónimo. Valdés Leal, 1.657. 
Monasterio de san Jerónimo de Buenavista.
 

Las tentaciones de San Jerónimo. 1657
Óleo sobre lienzo. 222 x 247 cm. Museo BB.AA. SevillaUna 
vez confirmado su genio pictórico en Córdoba, Valdés Leal se traslada a Sevilla definitivamente en 1656. Al poco tiempo recibe uno de sus más importantes encargos: la decoración de la sacristía del convento de San Jerónimo de Buenavista en la que se narraban episodios de la vida del santo y se representaban a notables religioso de la Orden jerónima. En una carta a una discípula el propio san Jerónimo narra como sufría horribles tentaciones durante su estancia en el desierto. La más habitual era la aparición de hermosas mujeres que bailaban de manera lujuriosa a su alrededor, rechazando el santo la tentación buscando el refugio en el Crucificado. Valdés Leal recoge en este lienzo a la perfección la filosofía de esta carta. Presenta al santo arrodillado, semidesnudo y haciendo contundentes gestos de rechazo con las manos a las lujuriosas mujeres que se presentan detrás de él. Las damas danzan y tocan instrumentos que el santo no quiere oír y concentra su atención en el crucifijo que se presenta sobre una roca, junto a las Escrituras y la calavera que conforman sus atributos. El rostro de rechazo del santo contrasta con las actitudes y gestos lujuriosos de las mujeres, lo que Zurbarán no había conseguido en su cuadro sobre el mismo tema del convento de Guadalupe. Valdés Leal emplea una pincelada vigorosa y rápida que no está reñida con el detallismo de los elegantes y ricos vestidos o la descripción de la naturaleza muerta que aparece junto al santo. No deja de ser interesante también la descripción del ambiente de la oquedad donde vive el santo que deja ver al fondo un desértico paisaje.

Flagelación de san Jerónimo. 1.657. Monasterio de san Jerónimo de Buenavista.La interesante serie de la vida de San Jerónimo fue realizada por Valdés Leal para decorar la sacristía del convento hispalense de San Jerónimo de Buenavista. La constituyen dieciocho lienzos en los que se narran episodios de la vida del Santo y se ensalza la historia de la orden religiosa con la presentación de sus principales miembros, algunos vinculados a la vida del propio convento. Se inicia la serie con El Bautismo de San Jerónimo, firmado y fechado por Valdés en 1.657. Mucho más afortunadas son las escenas de La Tentación y La Flagelación, espléndidamente resueltas con la intensidad dramática y vigoroso cromatismo característicos del pintor. Fuera de España se encuentran los episodios de San Jerónimo discutiendo con los rabinos y La muerte de San Jerónimo.

San Jerónimo. 1656 - 1657.
Óleo sobre lienzo, 252 x 133 cm. Museo del Prado
A lo largo del siglo XVII se pintan grandes series de cuadros para las órdenes religiosas que incluyen figuras exentas de santos y escenas de composición más compleja. Es el caso de este cuadro, que pertenece a una serie de santos realizada hacia 1657 por Valdés Leal para la sacristía del Convento de San Jerónimo de Sevilla, dispersada en el siglo XIX. A esta misma serie pertenece el cuadro  del Prado, otros cinco del Museo de Sevilla y otros que se encuentran en Barnard Castle y Grenoble.
Todos ellos comparten características similares: el santo de pie, visto de abajo a arriba y acompañado de los atributos que le identifican. En esta ocasión son el capelo cardenalicio, la mesa con recado de escribir y el león al que curó la pata cuando estaba retirado haciendo penitencia. La perspectiva y el tamaño dan lugar a una obra monumental y solemne. La huella del artista es evidente en toda la obra, de una factura, muy libre y muy segura, que se observa sobre todo en el rostro del santo, de gran expresividad.

Mártir de la Orden de San Jerónimo. 1657.
Óleo sobre lienzo, 249 x 130 cm. Museo del Prado
Obra perteneciente a una serie para el Convento de San Jerónimo de Buenavista en Sevilla, en la que se describen varios episodios de la vida de San Jerónimo y se efigia a los principales santos y frailes de la orden, estando situadas originalmente todas las pinturas en la sacristía del convento. La presencia de este fraile dentro de la serie jerónima está motivada por su fama de haber resistido siempre las tentaciones carnales en defensa de su castidad. La obra capta una presencia juvenil, en cuyo rostro aparece reflejada una intensa concentración espiritual. El representado lleva palma con tres coronas, como atributo de su castidad y también un libro que hace alusión a los estudios teológicos que Fray Diego realizó en la Universidad de Salamanca hasta que una enfermedad de los ojos le obligó a abandonarlos, enfermedad que le causó continuos padecimientos a lo largo de su vida. La escena que se desarrolla al fondo de la composición coincide con un episodio que el Padre Sigüenza narra, dentro de la vida de Fray Diego de Jerez, sobre las tentaciones que el fraile hubo de padecer.
Santa Paula. 1655-1657. 208 x 126 cm Museo de Tessé de Le Mans

Santa Eustaquio, (óleo sobre lienzo, cuadro en el Museo Bowes, Barnard Castle).
 

Años centrales de su producción: el oficio de pintor
Firmados y fechados también en 1657 se han conservado el retrato del mercedario fray Alonso de Sotomayor, que llegaría a ser obispo de Barcelona, retratado en el interior de la iglesia del convento de la Merced de Sevilla (colección particular), y Los desposorios de la Virgen de la capilla de San José de la Catedral de Sevilla, donde parece seguir una composición manierista con las consabidas figuras cortadas en primer término, alegre color y factura deshecha. ​ Sin aparente necesidad, no faltándole el trabajo, en enero de 1658 se dirigió al cabildo municipal para que se le eximiese de la realización del obligado examen como maestro pintor, alegando que hacía muchos años que practicaba el oficio «en todo lo a el tocante», pero que «por la estrecheça de los tiempos», no había podido examinarse aún. ​ No tardó el cabildo en concederle la licencia solicitada, por la que se le autorizaba a ejercer libremente su oficio por espacio de seis meses, ​ y antes de cumplirse los dos años el municipio lo nombró examinador del gremio de pintores. No es descartable que la urgencia para contar con la preceptiva licencia, eximiéndose del examen, respondiese a su deseo de abrir taller para contratar obras de mayor envergadura y entrar en el negocio de los retablos, a lo que podía aspirar por su amistad con escultores y retablistas como Pedro Roldán, de cuya hija Isabel fue padrino de bautizo el 22 de abril de ese mismo año, el citado Pedro de Ribas, con el que contrató en noviembre de 1659 el retablo de la iglesia de San Benito de Calatrava, y Bernardo Simón de Pineda, de quien años más tarde salió fiador en la contratación de los retablos de Nuestra Señora del Pópolo y del Hospital de la Misericordia.
Los trabajos de dorado y estofado que contrató con frecuencia, titulándose indistintamente maestro del arte de pintor o maestro de dorado y estofado son, por otra parte, los mejor documentados. En este orden se consignan a su nombre las labores de dorado del retablo de San Isidoro y de la mitad de la reja de la capilla de las Angustias de la catedral, 1665; de la reja de la capilla de la Concepción grande y de la antesacristía catedralicias, 1666; del retablo mayor del convento de San Antonio, 1667; del retablo mayor del hospital de la Caridad, 1673; del retablo de la capilla de la Piedad en el convento de San Francisco, 1674; y del retablo mayor del convento de San Clemente, 1680, entre otras. ​ De la organización del taller en el que sin duda hubo de apoyarse para abordar estos trabajos apenas se tienen datos. Ya en mayo de 1658, al poco de recibir la licencia municipal que le autorizaba a trabajar en todo lo tocante al oficio de pintor, tomó un aprendiz llamado Juan de Herrera, mozo de dieciocho años natural de Carmona a quien debía enseñar el oficio en el plazo de tres años.​ Antes de concluir ese plazo, en marzo de 1661 consta la recepción de un segundo aprendiz, Antonio Zamaniego, mayor de dieciséis años, al que siguió en 1663 Francisco Silvestre, huérfano de doce años que por medio de curador por ser menor de edad se obligaba a servirle siete años como aprendiz. ​ Por el padrón de 1665 se conoce también el nombre de un oficial, Manuel de Toledo, de dieciocho años, residiendo con él. Contó además con la colaboración de sus hijos, Luisa, la primogénita, y Lucas, nacido en 1661. Elocuente en este sentido es el relato con tintes milagreros de la intervención de Luisa en el estofado de la escultura de Fernando III labrada por Pedro Roldán con motivo de las solemnes fiestas por su canonización:
Luisa Rafaela, hija de Juan de Valdés y de Dª Isabel de Carrasquilla, su legítima mujer, como estuviese enferma cuando vino a Sevilla la Bula de Beatificación de San Fernando, año 1671, y hubiesen encomendado a Juan de Valdés la disposición de altares, pinturas, estofados y obeliscos de la catedral, y hallándose Juan de Valdés agobiado por tanto trabajo, quedándose por estofar el Santo Rey, que había de ponerse al culto y veneración pública, hecho por Pedro Roldán, y como empeorase Luisa de Valdés, esta imploró al auxilio de San Fernando y tomando el pincel con gran fe cuando le subía la fiebre, quedó de súbito completamente curada. ​
Incluso la esposa del pintor, Isabel de Morales o de Carrasquilla, podría haber participado en el negocio familiar conforme a lo afirmado por Palomino, como se desprendería del contrato firmado en 1667 por «Juan de Valdés, maestro pintor dorador y estofador, y Dª Isabel de Carrasquilla, su mujer, como principales obligados», por el que tomaban a su cargo el dorado y estofado del retablo mayor de la iglesia del convento de San Antonio de Padua, con la pintura de las paredes y bóveda del presbiterio y la hechura a su costa de una imagen de talla de la Concepción.
Fray Alonso de Sotomayor y Caro. 1657. Óleo sobre lienzo. 225 x 175 cm.
Colección particular. Sevilla​
 

Los desposorios de la Virgen, 1657
Óleo sobre lienzo. 166 x 271 cm. Catedral de Sevilla
Tener como cliente a la catedral de Sevilla indicaba que Valdés Leal estaba entre los artistas más cotizados de la capital andaluza, comparándose con el propio Murillo. Para la ejecución de esta obra empleó estampas manieristas flamencas u holandesas de fines del siglo XVI, adaptando a su estilo estos planteamientos. Al estar dispuesta en alto, la obra se concibe con una perspectiva "de sotto in su", dirigiendo la mirada del espectador desde la derecha hacia la izquierda. Los personajes de las esquinas presentan una acentuado escorzo que se refuerza con los movimientos de las manos y los brazos que dirigen a la escena principal: los desposorios de la Virgen y San José. Estas dinámicas actitudes contrastan con el reposo de las tres figuras centrales, especialmente el sacerdote que une las manos de los recién casados. Sobre el grupo contemplamos la paloma del Espíritu Santo y en la zona de la derecha aparecen dos querubines con los lirios en la mano y lanzando rosas sobre los desposados. En la ubicación de los invitados al desposorio Valdés Leal da muestras de su ingenio, sobre todo en las figuras de primer plano que aparecen gradualmente en la composición, para crear la sensación de haber llegado en ese mismo instante. El personaje de la derecha parece invitarnos a entrar en el templo y advertirnos con su gesto que la ceremonia ya ha comenzado. Otros grupos de invitados aparecen detrás de los novios, separando a hombres y mujeres. La escena se desarrolla en un impactante escenario arquitectónico típicamente barroco, con columnas salomónicas y amplios espacios, ampliando la sensación de profundidad gracias a las baldosas bicolores del suelo. Un amplio repertorio de tonos y las indumentarias pintorescas de los personajes incrementan el impacto visual de la composición, utilizando Valdés Leal una pincelada fogosa y deshecha.

Academia de dibujo
Con el patrocinio de Luis Federigui, caballero de la Orden de Calatrava y alguacil mayor de Sevilla, Valdés contrató en noviembre de 1659 las pinturas de los retablos de la iglesia de San Benito de Calatrava, conservadas desde 1922 en la capilla de la Quinta Angustia de la iglesia de la Magdalena de Sevilla. Gracias a la descripción de Ceán Bermúdez es posible conocer la disposición original de sus once pinturas distribuidas entre el retablo mayor y los dos colaterales, compuestos cada uno de estos por un solo lienzo de mayor tamaño, con la Inmaculada Concepción y el Calvario. En el altar mayor, a los lados de una pintura actualmente desaparecida de la Virgen del Císter con san Benito y san Bernardo, se disponían en el primer cuerpo, San Juan Bautista, San Andrés, Santa Catalina y San Sebastián, con San Antonio Abad y San Antonio de Padua a los lados del arcángel San Miguel en el segundo cuerpo y un Padre Eterno no conservado en el ático. ​ El conjunto estaba completo en octubre de 1660, fecha de la carta de pago. Siendo figuras desiguales, elegante la esbelta Inmaculada y menos felices las tres del segundo cuerpo, pueden destacarse los estudios anatómicos del San Sebastián y, en mayor medida, del Crucificado, visto en posición de tres cuartos. ​ Un detallado estudio anatómico se encuentra también en el Sacrificio de Isaac de colección particular que hubo de pintar en estos años. La tensión dramática del relato bíblico encuentra cauce de expresión en la figura del joven Isaac, tendido de espaldas y en posición escorzada, revelando que en su dibujo partió de un modelo vivo. ​
Veamos pues, las pinturas que se conservan en la capilla del Dulce Nombre de Jesús. El óleo sobre lienzo de El Calvario (410 x 252 ctms.) se situaba en origen en el retablo colateral izquierdo de la iglesia de San Benito de Calatrava, por lo que se podría considerar como un gran cuadro de altar, terminado en medio punto. Nos muestra un claro ejemplo de la pintura tenebrista de Valdés Leal, además de un acentuado dramatismo. El eje de la composición es el Crucificado, pero no se presenta en el centro, sino desplazado hacia la derecha del espectador. No aparece captado de manera frontal, sino con un leve giro del madero, lo que provoca una composición más barroca. A sus pies se encuentra junto al madero la Virgen María y a los lados y arrodillados San Juan Evangelista y María Magdalena, ambos en una actitud típica de la teatralidad barroca del momento. En el fondo de la escena y sobre las nubes se abre paso la luna.
El óleo sobre lienzo de la Inmaculada Concepción (410 x 252 ctms.) hacía pareja con el anterior, pues se encontraba en el colateral derecho de la misma iglesia. La Virgen se alza radiante en el centro de la composición sobre cuatro cabezas de serafines y la Luna creciente invertida. Como es propio de este tipo de representaciones en ese tiempo, luce un vestido blanco y manto azul celeste al vuelo, está coronada de estrellas y el astro Sol se sitúa a su espalda, por lo que todo a su alrededor es un fogonazo de luz. Por tanto, responde a la iconografía de la Inmaculada apocalíptica. Bajo Ella se muestra un paisaje en el que se integran varias de las Letanías marianas (fuente, pozo, jardín cerrado, torre, templo, etc.). Sobre Ella se ubican las representaciones del Espíritu Santo en forma de Paloma y el Padre Eterno. A los lados, de nuevo hacen acto de presencia más letanías lauretanas (escalera, espejo, etc.).
El óleo sobre lienzo de San Miguel Arcángel (143 x 90 ctms.), se situaba en el centro del segundo cuerpo del retablo mayor de San Benito de Calatrava. Se muestra el Arcángel en plena lucha con el demonio y por tanto posee una composición muy movida que nos marca una fuerte diagonal. Es un modelo que Valdés Leal había realizado ya en su etapa cordobesa y que se basa en un grabado de Gillis Rousselet que reproduce un original de Rafael. Hace gala Valdés de una pincelada muy suelta, demostrando gran destreza y rapidez a la hora de la ejecución, lo que le confiere un gran efecto de movilidad.
El óleo sobre lienzo de la Virgen del Císter con San Benito y San Bernardo (154 x 100 ctms.) no es el original de Valdés que estuvo colocado en el centro del primer cuerpo del retablo mayor, pues fue sustituido por éste a mediados del siglo XVIII. Se puede atribuir al pintor sevillano Juan Ruiz Soriano. A simple vista se aprecia que en origen terminaba en medio punto, seguramente para adaptarse a su lugar en el retablo. Su composición es sencilla y simétrica, destacando en el centro a la Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos, sentada sobre las nubes tachonadas por cabezas aladas de querubines. Está dando de lactar a San Bernardo, arrodillado a la derecha del espectador. En el lado contrario y también genuflexo está San Benito, ambos con la Cruz de Calatrava en el pecho. Ha sido limpiado y restaurado en 2010 por María Jesús Barroso García de Leyaristy.
Las seis pinturas restantes (141 x 53 ctms. aprox.) estaban colocadas en el retablo mayor de la iglesia. Representan a San Antonio de Padua, San Antonio Abad, San Sebastián, Santa Catalina, San Juan Bautista y San Andrés. Las dos primeras se ubicaban en los laterales del segundo cuerpo del retablo, mientras las demás campeaban en el del primero. A excepción de las de Santa Catalina y San Juan Bautista, parece que terminaban en forma de medio punto, o al menos así se intuye. Están pintadas sobre tabla a excepción de la del Bautista, que es un lienzo. La de San Antonio Abad está claramente inspirada en un grabado de Nicolás Beatrizet que representa a Anaximedes.
Facilitar a los artistas la práctica del dibujo con modelo vivo para que se perfeccionasen en el estudio del natural es precisamente lo que perseguían las academias sostenidas por pintores y escultores, como la creada en la Casa Lonja de Sevilla en enero de 1660, con Francisco de Herrera el Mozo y Bartolomé Esteban Murillo como copresidentes y Valdés Leal como diputado, encargado de la tesorería. ​ Su misión como diputado o alcalde de la pintura era la de recaudar los seis reales de vellón que los académicos fundadores se comprometían a pagar mensualmente para los gastos de aceite, carbón y modelo, que cobraba dos reales por cada noche, por sesiones de dos horas. ​ La implicación de Valdés Leal en las actividades gremiales es grande en este momento. En febrero de 1661, año del nacimiento de su hijo Lucas, fue nombrado nuevamente examinador del gremio de pintores; ejercía al mismo tiempo el cargo de mayordomo de la Hermandad de San Lucas, cargo al que renunció en febrero de 1663 según consta en el acta de la reunión de la Academia celebrada el 11 de ese mes. ​ El 25 de noviembre de 1663 fue elegido por cuatro años presidente de la Academia, cargo que venía ejerciendo Sebastián de Llanos y Valdés tras la marcha a Madrid de Herrera el Mozo y la renuncia de Murillo, según Palomino, por no tropezarse con lo altivo del natural de Valdés, que «en todo quería ser solo».
Durante su presidencia, cuenta Palomino, un «pintor tunante italiano» llegado a Sevilla asistió a algunas sesiones de la Academia en las que dibujó con mucha perfección varias figuras borrando con miga de pan en el papel que previamente había tiznado de carboncillo con los dedos. Tal habilidad disgustó a Valdés, que creyó que se burlaba de la Academia, y le impidió volver a ella, pero el italiano pintó «por tan extraño camino» un par de lienzos que expuso para su venta en día de fiesta. Irritado Valdés, le quiso matar, decía Palomino, «cosa, que le afearon todos mucho a Valdés, y especialmente Murillo; pues dijo, que la soberanía de Valdés era tanta que no admitía competencia. A tanto como esto llegaba la altivez de su genio».​ Pero, salvando lo novelado de la anécdota, estas acusaciones de soberbia y de altivez, y de dejarse arrastrar por un temperamento violento en oposición al carácter dulce de Murillo, amplificadas por Ceán Bermúdez y la literatura romántica, encuentran respuesta en los escasos documentos que permiten adentrarse en la personalidad del pintor, como el fechado en 1662 por el que devolvía a su suegro el olivar que había recibido con la dote de su esposa, diciendo que de bien nacidos es ser agradecidos y que él y su esposa lo estaban de su suegro, por los favores que de él habían recibido. ​ Su relación con otros artistas y con quienes contrató obra fue siempre correcta. También en este sentido Palomino afirmaba que:
era espléndido, y generoso en socorrer con sus documentos a cualquiera, que solicitaba su corrección, o le pedía algún dibujillo, o traza para alguna obra en todo linaje de artífices; a el paso que era altivo, y sacudido con los presuntuosos, y desvanecidos. ​ 

Plenitud artística: 1660-1670
Los años en torno a la creación de la Academia fueron para Valdés de intenso trabajo. El mismo año de su fundación firmó la llamada Alegoría de la Vanidad del Wadsworth Atheneum de Hartford, cuyo mensaje trascendente completa la Alegoría de la salvación de la Galería de arte de la ciudad de York. Con el lenguaje típicamente barroco del género vanitas las pinturas invitan a reflexionar sobre la fugacidad de la vida, lo inexorable de la muerte y el Juicio Final, llamando a la práctica de la virtud y a resistir la tentación. Los consabidos símbolos de la fugacidad de la vida (putto haciendo pompas de jabón conforme al tópico latino «homo bulla», vela apagada, reloj y rosas marchitas), del poder (tiara, mitra, corona real y cetro), de la riqueza, el ocio o el placer (joyas, dados, cartas de una baraja y un retrato femenino en miniatura), se completan con una calavera coronada de laurel, un ángel que dirigiéndose al espectador descorre una cortina para dejar ver tras ella una pintura del Juicio Final, inspirada en el bien conocido de Martin de Vos del Museo de Bellas Artes de Sevilla, y un conjunto desordenado de libros en cada uno de los lienzos, entre los que se reconocen, en la Alegoría de la vanidad, los Diálogos de la pintura de Vicente Carducho, abiertos por el emblema de la tabla rasa y Le due regole della prospectiva de Jacopo Vignola, en la edición de Roma de 1611, con los comentarios de Ignacio Danti; y en la Alegoría de la salvación, El devoto peregrino. Viaje de Tierra Santa de Antonio de Castillo, impreso en Madrid en 1654, abierto por la página que muestra el grabado de la iglesia del monte Calvario, junto con el Símbolo de la fe de fray Luis de Granada, el Triunfo de la Cruz de Savonarola, Flos Sanctorum de Alonso de Villegas, Estado de los bienaventurados en el cielo del padre Martín de Roa, el Arte de bien vivir de fray Antonio de Alvarado y el Destierro de ignorancia de Horacio Riminaldo en edición castellana, pequeño diccionario lleno de buenos consejos, lo que indica en conjunto un buen nivel de cultura libresca. ​
También firmadas y fechadas en 1660 están dos pequeñas tablas de procedencia desconocida que fueron adquiridas en 1980 por el Museo del Louvre. En ellas se representan Las bodas de Caná y La comida en casa de Simón, pintadas «alla prima» con pincelada ágil y nerviosa y, a pesar de sus reducidas dimensiones y rápida ejecución, con muy rica variedad de expresiones y actitudes en los asistentes a los festines, localizados en amplios espacios arquitectónicos, haciendo demostración de sus dotes narrativas. 

Alegoría de la Vanidad, 1660. ​Wadsworth Atheneum de Hartford
Aparece una mesa repleta de objetos que reflejan la fugacidad de todos los placeres y la inutilidad de las riquezas, el poder, la sabiduría o la fama. De nada sirven ante el inexorable paso del tiempo que apartará al hombre de todo lo terrenal.
En primer plano, sobre la mesa, se encuentra un revoltijo de objetos desordenados que simbolizan la inutilidad de acumular riqueza, representada en las joyas, las monedas, los dados y los naipes. También se hallan los conocidos símbolos del poder y la gloria, como son la mitra, el cetro y la tiara; y del conocimiento científico, representado en los libros. A la derecha, aparece una calavera coronada de laurel, símbolo del triunfo de la muerte, junto a un reloj de bolsillo que simboliza el paso del tiempo. Frente a los libros, unas rosas aluden a lo efímero de la vida, que se marchita tras la juventud; y a la derecha, una vela apagada significando la vida que acaba de extinguirse como su llama. Al fondo de la escena, un ángel levanta la cortina y muestra una pintura con el Juicio Final, advirtiendo que de nada sirve lo material y el gozo terrenal, pues lo importante es la salvación. A la izquierda, un querubín hace pompas de jabón, en referencia a la frase latina Homo bulla est, la brevedad de la vida representada en una pompa de jabón. 

Alegoría de la salvación, 1660. Galería de arte de la ciudad de York.
En esta, el mensaje indica cuál debe ser el camino que el alma debe seguir para obtener la Gloria Eterna. De nuevo, un ángel protagoniza la obra, sosteniendo un reloj de arena que advierte sobre el paso del tiempo y la brevedad de la vida humana. Con su otra mano, señala en la parte superior una corona con la inscripción Quam repromisit Deus; es decir: “la que prometió Dios”. Se trata de la corona que simboliza la salvación de los que siguen y aman a Dios. Al fondo, una pintura de la Crucifixión refuerza el sentido de meditación sen torno a la redención del alma pecadora a través de Cristo. Sobre la mesa en primer plan están los símbolos de aquellos medios para conseguir esa salvación y un hombre joven se sienta tras esta; parece estar meditando en torno al libro sagrado que lee, con un rosario en la mano y un flagelo sobre la mesa en alusión a la penitencia. Entre los libros religiosos, aparecen unos lirios representando la castidad. 

Las bodas de Caná, 1661.  Museo de Bellas Artes de Sevilla
Se aprecia un prestante interior, con cortinajes y columnas salomónicas–, sino por el punto de vista de la misma. El grupo principal se muestra de perfil, con Cristo a la izquierda señalando a los sirvientes que van a escanciar el vino, pero que aparecen en un plano inferior tras bajar unos escalones. Hay un serenidad manifiesta, una decisión tomada a la hora de perfilar los personajes: claramente en Jesús y María, de manera más imprecisa en los secundarios y de forma progresiva en función de su alejamiento. Otras dos –pertenecientes ahora al género de la vanitas–, son la Alegoría de la Vanidad y la Alegoría de la Salvación, ambas en el extranjero. Los detalles representados, los elementos incluidos y su verosimilitud hacen que estas sean consideradas algunas de las obras que requieren más reflexión en relación con la pintura de Valdés Leal.
La comida en casa de Simón, firmado «...Baldes fe 1660». Óleo sobre lienzo, 24 x 34 cm, París, Museo del Louvre.
 

La Inmaculada Concepción con dos donantes de la National Gallery de Londres, firmada y fechada en 1661 en un papel algo arrugado que se encuentra sobre la mesa junto al donante, sería, en opinión de José Gestoso, «una de sus más hermosas obras», en la que sus dotes como retratista se demuestran en la convincente veracidad que manifiestan las fisonomías de la anciana con tocas de luto y del más joven clérigo que la acompaña, retratados de medio cuerpo en los ángulos inferiores del lienzo. ​ También firmadas en 1661 están la Anunciación del museo de la Universidad de Míchigan y Cristo disputando con los doctores en el Templo, ingresada en 2013 en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, obra emparejada originalmente con una nueva versión en formato vertical de las Bodas de Caná, del mismo año, con la que ha vuelto a reunirse en el museo sevillano, las tres trabajadas con la pincelada suelta y factura libre que caracterizan la obra de Valdés a partir de estos años.
El mismo año el cabildo de la catedral de Sevilla le encargó un lienzo de la Imposición de la casulla a san Ildefonso para remate del retablo de la capilla de San Francisco ocupado por el gran lienzo de la Apoteosis de san Francisco de Francisco de Herrera el Mozo. La composición, sobria y eficaz, centra la atención en las grandes figuras de la Virgen y del prelado toledano en torno a una diagonal solo interrumpida por los pliegues y ricos bordados de la casulla. La existencia de una segunda versión del mismo asunto en la colección March de Palma de Mallorca, de las mismas medidas y fechada también en 1661, pero de muy distinta composición, con figuras más menudas y movidas y un tratamiento del color y de la luz más dramáticos, incorporando en los ángeles del primer plano los contraluces introducidos por Herrera en Sevilla, es buena prueba de la notable inventiva del pintor, capaz de desarrollar dos versiones muy distintas de un mismo tema en un corto espacio de tiempo, al comprobar, quizá, que la versión de Palma de Mallorca, probablemente la primera, al ser colocada en lo alto del retablo resultaba poco visible. ​ Del mismo año 1661 son las distintas versiones del Camino del Calvario en las que, en torno a la figura de Cristo, introduce sutiles variaciones, firmada y fechada la de la Hispanic Society de Nueva York, de factura más libre y más concentrada en la figura de Jesús la del Museo del Prado, al prescindir del acompañamiento de soldados en la lejanía y sumir en tinieblas a las Marías y a san Juan, y casi abocetada la versión del Museo de Bellas Artes de Bilbao, de más amplio desarrollo espacial. ​
Ninguna de las pinturas conservadas se fecha en 1663, año en el que podría haber pintado La flagelación, Jesús condenado a muerte y La crucifixión para los nichos altos exteriores de la capilla del Sagrario de la catedral, que al estar expuestos a la intemperie se encontraban muy dañados ya 1693. ​ También pudo ser en este momento —aunque la documentación carece de fecha—cuando se obligase a pintar un cuadro de «un convite de panes y peces» para el refectorio del colegio de San Laureano por solo el precio del lienzo y bastidor, en agradecimiento a los frailes mercedarios que a instancias suyas habían cedido a la cofradía de San Lucas del gremio de los pintores la capilla del Sagrario del colegio, para que en ella celebrasen sus fiestas y procesiones. ​
Palomino, informado por Claudio Coello, cuenta que hacia 1664 Valdés viajó a Madrid para conocer las pinturas de los palacios reales y del Monasterio de El Escorial, «que admiro mucho», y aunque durante su estancia en la corte no pintó nada acudió con regularidad a la academia, donde «dibujaba dos, o tres figuras cada noche [...] galantería, que muchos la han ejecutado por bizarrear».​ Aunque no se haya podido confirmar por otras fuentes, ese viaje ayuda a explicar algunas afinidades con Francisco Rizi, maestro por entonces de Coello, y el conocimiento de la obra de los fresquistas italianos Colonna y Mitelli que se pone de manifiesto en el audaz trampantojo de la Apoteosis de la Cruz pintado por Valdés en la iglesia de los Venerables de Sevilla. ​
Según la «Carta Annua» que los jesuitas sevillanos remitieron a Roma en 1665, en este año se completó y pudo ser colgada en el patio de la Casa Profesa la serie de pinturas de la vida de san Ignacio en la que, por encargo de los religiosos, había trabajado desde 1660. ​ Nueve de ellos se guardan en el Museo de Bellas Artes de Sevilla desde su fundación en 1820 y uno más —San Ignacio convirtiendo a un pecador— en el convento de Santa Isabel. Aunque Valdés Leal debió de servirse de alguna biografía del santo ilustrada, como la Vita P. Ignatii Loyola, publicada en 1590 con estampas de Hieronymus Wierix, o la del padre Ribadeneyra, ilustrada por Theodoor Galle y Adriaen Collaert en la impresión amberina de 1610, fue capaz de recrear sus historias de forma personal tanto en los tipos humanos como en los ambientes arquitectónicos y paisajísticos. ​
Son, con todo, muy escasas las noticias documentales de interés artístico para estos años en los que nacieron sus hijos Lucas (1661), María de la Concepción (1664), que profesaría como monja cisterciense en el monasterio de San Clemente el Real, donde cultivó también la pintura, y Antonia Alfonsa (1667), y en los que, como se ha citado, no dudó en contratar obra menor de dorado y policromado para completar los ingresos familiares, pero todo indica que fueron años de intensa actividad, en los que también pudo pintar otras obras importantes, como el San Lorenzo de la catedral de Sevilla, la Asunción de la Virgen de la National Gallery of Art (Washington D.C.), Cristo servido por los ángeles del Museo Goya de Castres y alguna versión de la Inmaculada. ​
Además, en 1667 se obligó junto con su esposa a dorar el retablo del convento de San Antonio de Padua y a pintar bóveda y muros, ​ y en 1668 contrató el dorado del retablo del Hospital de la Misericordia, obra de Bernardo Simón de Pineda, y la hechura de cuatro grabados de la custodia modificada de Juan de Arfe por encargo del cabildo. 

Inmaculada Concepción con dos donantes, 1661.
Óleo sobre lienzo, 190 x 204 cm, Londres, National Gallery.
Unas de las dificultadas de pintar a la Virgen en la contrarreforma es que había que respetar las normas iconográficas de su representación, en este caso nos muestra a María con un rostro adolescente, vestida de blanco y azul –simbolizando la pureza y la eternidad–. De acuerdo con esa doctrina para demostrar que fue concebida sin pecado original. La Virgen está acompañada de querubines en se desplazan por el lienzo en forma de “S”, llevan emblemas asociados a la Virgen, como la palma, la rama de olivo, las rosas, la corona, los lirios y el espejo. El trono en la parte superior de la escalera probablemente representa el trono de Salomón, el rey del Antiguo Testamento de Israel. Gran parte de la imaginería asociada a la Inmaculada Concepción se derivó del Testamento de la vieja canción de los Cantares, una vez atribuido a Salomón. ​ 

Jesús disputando con los doctores en el templo, 1661
Óleo sobre lienzo. 107 x 80 cm. Museo de Bellas Artes de Sevilla
La escena recoge un pasaje del Evangelio de San Lucas (Lucas 2: 41-50) según el cual, en uno de los viajes que la Sagrada Familia realizaba anualmente a Jerusalén para la celebración de la Pascua Judía, Jesús desapareció siendo hallado en el templo tres días después. La obra representa precisamente ese momento en que José y María, a la izquierda de la composición, lo encuentran disputando con los doctores sobre la ley mosaica.
Forma pareja con Las bodas de Caná, compartiendo con ella parecido en el tratamiento de la composición y en la descripción ambiental. El escenario también es una arquitectura clásica, en este caso decorada con yeserías; en una hornacina se aprecia una escultura de Moisés que simboliza la Ley Antigua, que Cristo había de sustituir por la Ley Nueva. Se asemejan también en el colorido, de tonos cálidos, en el que destaca el rojo de la túnica de Jesús y de los cortinajes; en los contraluces que crean la alternancia de planos de luz y sombra y también en la pincelada, rápida y enérgica, que otorga un carácter casi abocetado a la obra.

Cristo camino del Calvario. Hacia 1661
.
Óleo sobre lienzo, 167 x 145 cm. No expuesto
La superficie del cuadro aparece ocupada casi en su totalidad por la figura de Cristo, situado en un destacado primer plano con la intención de reforzar el carácter tridimensional de la composición y acentuar la representación del sufrimiento. El Nazareno soporta con gran esfuerzo la Cruz, que apoya pesadamente sobre su espalda. Para no caer al suelo, Cristo debe apoyarse sobre sus piernas, descansando su mano derecha en la rodilla izquierda. Aparece representado con una túnica púrpura, el color de la Pasión, y el pintor ha detallado sobre su superficie varias manchas de sangre, la más evidente sobre su hombro derecho, donde llevó la Cruz, así como en el codo del mismo lado, fruto de las múltiples caídas en el Calvario. Igualmente, unas gotas de sangre caen desde la corona de espinas manchando su rostro.
La expresión de Cristo muestra al mismo tiempo resignación, fatiga y sufrimiento, mientras que en segundo término, la Virgen y otra mujer, posiblemente María Magdalena o la hermana de la Virgen, lloran apesadumbradas, al tiempo que San Juan lleva su mano derecha al pecho y nos señala con la otra el acontecimiento. En el lado derecho de la pintura se abre un paisaje ejecutado con gran libertad, su carácter rocoso e inhóspito proporciona un marco muy adecuado para esta escena de sufrimiento.
Este tipo de composición es característico del siglo XVII en España, cuando los pintores y escultores llevaron a un grado máximo de refinamiento los instrumentos que tenían a su alcance para mostrar al fiel el patetismo y significado religioso de la escena, no como una abstracción, sino tal y como si el espectador fuera testigo directo del acontecimiento mismo, renovándose así con cada visión de la pintura la historia de la Redención. Esta forma de representación está relacionada con la compositio loci, literalmente composición de lugar, en referencia a la práctica de imaginar, el creyente o el pintor, que está realmente presente en el episodio religioso sobre el que está meditando, tal y como recomendaba el jesuita San Ignacio de Loyola para la oración.
En esta obra, Valdés Leal utiliza los matices que le ofrecen el color rojo y el púrpura, llenos de significado en una escena de la Pasión, empleando además la luz y la sombra para dirigir nuestra mirada hacia Jesús, imprimiendo a la obra una gran carga emocional. La creación de esta atmósfera dramática depende, sin embargo, no solo de su utilización del color, sino también del modo en que el pintor aplica la materia pictórica. Los contornos no están claramente definidos y la pintura se extiende a base de grandes superficies de color, con pinceladas rápidas y nerviosas, creando con ello un ambiente de gran tensión, muy acorde con el tema representado. 

Jesucristo camino del Calvario y la Verónica. Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 161 x 211 cm. No expuesto
La escena podría ser ilustración del sentimiento religioso sevillano; quizá el encargo le fuese solicitado al pintor para satisfacer determinadas necesidades devocionales concretas, y para ello ha utilizado recursos compositivos, de técnica y de iluminación, que insisten en realzar el carácter terrible del pasaje aquí representado de la Pasión de Cristo. No se trata de una composición sencilla; con muchos personajes, pintada en diferentes planos y llena de fuertes diagonales y escorzos es un ejemplo del triunfo del pleno barroco. La técnica utilizada es de pinceladas largas y sueltas e incluso atrevidas.
En el primer término aparece Jesucristo en una de sus caídas camino del Calvario. El Cirineo, en forzada postura, trata de ayudarle con la Cruz, mientras un sayón acude a azotarle con violencia. La Verónica, situada a su derecha, ya le ha enjugado el rostro, que se refleja en el lienzo que lleva en las manos. La luz, que penetra por el lateral izquierdo, se dirige con fuerza a las caras y a los brazos, acusando aún más el dramatismo de los rostros, en absoluto  bellos, pero sí muy expresivos, y de las actitudes. El Salvador se vuelve hacia el espectador con expresión triste y serena, que contrasta con la crispación y el dolor del resto de las figuras. Pese a la monumentalidad con la que están tratados los personajes, predomina la sensación de inestabilidad en los mismos. Al fondo, a la derecha, el autor ha dispuesto un grupo centrado por la Virgen, mostrando su dolor y detrás aún se representa la comitiva que conduce a los ladrones, cuyas figuras distorsionadas están tratadas con una factura más rápida y abocetada que en el resto. A la izquierda, la composición se cierra con dos personajes ataviados con turbantes, que probablemente aludan al paganismo o al judaísmo, tal como es frecuente en los pasos procesionales. 

Fiestas en Sevilla por la canonización de Fernando III el Santo
El 3 de marzo de 1671 llegó a Sevilla la noticia de la canonización de Fernando III el Santo, acogida con regocijo aunque por hallarse en la Cuaresma las fiestas se aplazaron hasta el mes de mayo. De ellas dejó una extensa relación Fernando de la Torre Farfán en el libro que tituló Fiestas de la Santa Iglesia de Sevilla al nuevo culto del Señor Rey San Fernando el Tercero de Castilla y de León, impreso en Sevilla, en casa de la viuda de Nicolás Rodríguez el mismo año 1671, según dice la portada, aunque alguna de las estampas va fechada en 1672. ​ Obra culminante de la imprenta sevillana, el libro se ilustró con grabados de Matías de Arteaga, que abrió la lámina de anteportada con la efigie del rey santo a partir de un dibujo de Bartolomé Esteban Murillo y varias de las estampas interiores con los dibujos arquitectónicos de la catedral engalanada, Francisco de Herrera el Mozo, autor del retrato jeroglífico de Carlos II, el propio Valdés Leal, responsable de las estampas que representan la ornamentación de la puerta grande y la grandiosa máquina del triunfo, y sus hijos, Luisa de Morales, de diecisiete años, y Lucas Valdés, de apenas once, que se iban a encargar de reproducir al aguafuerte algunos de los numerosos emblemas que lo decoraban. ​
En la imaginación y realización de las arquitecturas efímeras y su ornamentación con destino a los actos festivos el papel de Valdés Leal no fue meramente el de pintor. Ya Torre Farfán advertía a propósito del triunfo alzado en la nave mayor de la Catedral, que «todas estas Obras, sus Disposiciones, y Arquitecturas, se fiaron del cuydado de Iuan de Valdés, y Bernardo Simón de Pineda, Grandes Artífices Naturales desta Ciudad; Cuya Fábrica será su mejor Trompa»,​ y así lo reconocía el cabildo en un acta de la sesión celebrada el 3 de junio, muy satisfechos los canónigos con los resultados, considerando quan excelentemente salió executada la idea del Triumpho y el adorno interior de la puerta grande y el summo trabajo y desvelo con que en tan breve tiempo perfeccionaron la máquina deste cuerpo Juan de Valdés y Bernardo Simón sus architectos. ​
Para Antonio Palomino, que tenía a Valdés por «grandísimo dibujante, perspectivo, arquitecto y escultor excelente», estas dotes se habían puesto de manifiesto en sus trabajos para «aquella celebérrima función tan plausible de la canonización del santo Rey Don Fernando» en la que «manifestó nuestro Valdés los grandes caudales de su talento, acudiendo con sus trazas, modelos, y dirección de arquitectura, ornatos, historias, y jeroglíficos, a tan estupendas máquinas, y tanto número de oficiales, como concurrieron a el desempeño de tanto asunto».​ 

Pinturas para la Hermandad de la Caridad
La Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla, establecida hacia 1578 en la capilla de San Jorge de las Reales Atarazanas, se renovó con el ingreso de Miguel de Mañara, elegido hermano mayor en diciembre de 1663. Mañara impulsó la finalización de las obras de la nueva iglesia, en la que se trabajaba desde 1647, promovió la creación de un hospital para enfermos desvalidos y redactó una nueva regla, aprobada en 1675. Fue con toda probabilidad el propio Mañara quien formuló el programa decorativo del nuevo templo, en todo conforme con su pensamiento religioso tal como quedó expuesto en su Libro de la Verdad, y quien eligió a los artistas encargados de llevarlo a cabo. Completando el discurso iconográfico, para el que ya Murillo había pintado seis lienzos con las obras de misericordia, se encargaron a Valdés Leal las dos pinturas que debían figurar en el sotocoro, al ingreso de la iglesia: In ictu oculi y Finis gloriae mundi que, como en las pinturas del género vanitas, aluden a la banalidad de la vida terrena y a la universalidad de la muerte, pero enlazando aquí con el objeto original de la Hermandad, que era dar sepultura a los ajusticiados e indigentes, y con la séptima de las obras de misericordia: el Entierro de Cristo de Pedro Roldán, representado en el retablo del altar mayor, obra de Bernardo Simón de Pineda. ​ A tenor de un asiento en el libro de actas de la Hermandad del 28 de diciembre de 1672, los Jeroglíficos de nuestras postrimerías, como eran llamados, debieron de pintarse en ese año y al pintor le fueron abonados 5.740 reales. ​
La Muerte, que se presenta con el féretro bajo el brazo y la guadaña hollando la esfera celeste, y que apaga en menos de lo que dura un parpadeo —In ictu oculi— la llama de la vela apenas consumida, hace fútiles y sin sentido todas las aspiraciones mundanas: nada valen ante ella el poder, la riqueza y la gloria adquirida por las armas o las letras, representadas en el báculo, la tiara, el cetro y la corona imperial, los terciopelos, las púrpuras y las armaduras, abandonados con descuido y en desorden junto a algunos libros que hablan de la erudición, de la ciencia y de la fama que puede proporcionar la historia, entre los que destaca un rico infolio abierto por un grabado de Theodor van Thulden sobre dibujo de Rubens de uno de los arcos triunfales con que fue recibido en Amberes el cardenal-infante don Fernando de Austria tras la batalla de Nördlingen, aparecido con la obra de Johannes Gervatius, Pompa introitus honori serinissimi principis Ferdinandi Austriaci hispaniarum infantis, Amberes, 1641, interesante por ser una de las obras que pudo utilizar Valdés en sus propios diseños para las fiestas por la canonización de Fernando III. Con él se reconoce algún otro volumen por las inscripciones de sus lomos: el primero, en el que únicamente figura el nombre de Plinio, pudiera tratarse de la Naturalis historia; Suárez es probablemente un ejemplar de los Comentarios a Tomás de Aquino de Francisco Suárez; Castro in Isaia Propheta son sin duda los comentarios a Isaías del dominico León de Castro y, por fin, Historia de [Car]los Vº 1. pte ha de ser la primera parte de la Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V de fray Prudencio de Sandoval.
Pero si las glorias del mundo —Finis gloriae mundi— acaban con los cadáveres en descomposición de la parte inferior del segundo de los lienzos, el de un obispo y el de un caballero calatravo como lo era Mañara, la muerte es también el paso necesario hacia el juicio del alma, representado en la parte superior por una mano llagada que sostiene una balanza con las inscripciones «NI MAS», «NI MENOS». En el platillo de la izquierda, los pecados capitales representados por animales simbólicos (pavo real, soberbia; murciélago posado sobre un corazón, envidia; perro, ira; cerdo, gula; cabra, avaricia; mono, lujuria; perezoso, acidia) proclaman que no se necesita más para caer en pecado mortal, ni se necesita menos para salir de él que la práctica de la oración y la penitencia, representadas por las disciplinas, rosarios y libros de devoción del platillo derecho. ​ Enlazando con el discurso iconográfico desarrollado en la nave del templo, en la serie de cuadros de Murillo, ese «menos» que se espera del hermano de la Santa Caridad es la práctica de las obras de misericordia implicándose personalmente, «con entrañas de padre», cargando sobre sus espaldas al pobre desvalido hasta el hospital si fuese preciso. ​
La vinculación de Valdés Leal con la Hermandad, en la que había ingresado en agosto de 1667, llegó hasta la última década de la vida del pintor, en la que trabajó en las pinturas murales al óleo y al temple del presbiterio, con un rico repertorio de elementos decorativos vegetales enmarcando las figuras de ocho ángeles pasionarios en la media naranja y los evangelistas en las pechinas, trabajos en los que pudo ser ayudado por su hijo Lucas, además de pintar un par de retratos póstumos de Mañara (Hospital de la Caridad, 1681, y Museo Diocesano de Málaga, 1683) y el lienzo de la Exaltación de la Santa Cruz para el coro de la iglesia (1684-1685), el de mayores dimensiones (4,20 x 9,90 m) y, por el número de sus figuras, de más compleja composición que pintara nunca Valdés. ​ El motivo, elegido por celebrar la Hermandad su fiesta el día de la Exaltación de la Cruz, representa el momento en que el emperador Heraclio se vio impedido de entrar triunfalmente en Jerusalén con la Vera Cruz, que había arrebatado al persa Cosroes II, y un ángel le comunicó que no podría hacerlo si no se despojaba del boato imperial y entraba a lomos de un modesto burro, lo que en términos de la Hermandad se podía entender como una invitación a despojarse de las riquezas, que cierran el paso al reino de los cielos, para atender a los pobres y necesitados.  

In ictu oculi, 1671
Óleo sobre lienzo. 220 x 216 cm. Hospital de la Caridad (Sevilla)
El noble sevillano don Miguel de Mañara fue nombrado en 1663 Hermano Mayor de la Santa Caridad, poniendo todo su empeño en la tarea de concluir las obras de la nueva iglesia de la Hermandad que se estaban realizando desde 1647. Para ello contó con los mejores artistas de su tiempo: el retablista Bernardo Simón de Pereda, el escultor Pedro Roldán y los pintores Murillo y Valdés Leal. El propio Mañara diseñó el programa iconográfico que decoraba el templo, programa destinado a los hermanos de la Caridad, proclamando la salvación del alma a través de la caridad, encargando las pinturas que recogen las obras de caridad a Murillo. Sin embargo, el programa iconográfico se inicia con una reflexión sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte, siendo Valdés Leal el encargado de realizar estos trabajos. Estas pinturas estaban en el sotocoro de la iglesia de la Caridad sevillana y hoy todavía se encuentran in-situ.
Se denominan los "Jeroglíficos de las Postrimerias" y en ambas obras se hace una referencia al dilema de conseguir la salvación o la condenación eterna. En el friso del sotocoro había un texto en letras capitales que recoge las palabras de Cristo en el Juicio Final la dirigirse a los bienaventurados: "Escuchad la palabra del Señor: Venid benditos de mi padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, peregriné y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y vinisteis a verme". Por lo tanto, sólo conseguirán la salvación eterna aquellos que hayan practicado las obras de caridad. Con este mensaje es más fácil la comprensión de los "Jeroglíficos" denominadas In Ictu Oculi y Finis Gloriae Mundi. En la obra que contemplamos aparece la muerte llevando debajo su brazo izquierdo un ataúd con un sudario mientras en la mano porta la característica guadaña. Con su mano derecha apaga una vela sobre la que aparece la frase "In Ictu Oculi", en un abrir y cerrar de ojos, indicando la rapidez con la que llega la muerte y apaga la vida humana que simboliza la vela. En la parte baja de la composición aparecen toda una serie de objetos que representan la vanidad de los placeres y las glorias terrenales. Ni las glorias eclesiásticas escapan a la muerte -por lo que aparece el báculo, la mitra y el capelo cardenalicio- ni las glorias de los reyes -la corona, el cetro o el toisón- afectando a todo el mundo por igual ya que la muerte pisa el globo terráqueo. La sabiduría, las riquezas o la guerra tampoco son los vehículos para escapar de la muerte. La filosofía barroca de la "vanitas" difícilmente puede plasmarse mejor en un lienzo. El cuadro está rematado en un arco de medio punto y compositivamente sigue un esquema triangular en el que se inscriben un amplio número de diagonales que dotan de mayor ritmo al conjunto. El fondo en penumbra crea un efecto más dramático y simbólico al sugerir que la muerte sale de las tinieblas y avanza hacia el espectador, dotando de mayor teatralidad a la escena. El contraste entre el negro del fondo y la viveza del colorido de los objetos y las telas también tiene un sentido alegórico. Debido a estos trabajos, Valdés ha cosechado una fama de pintor de la muerte que no merece ya que sólo se preocupó de cumplir a la perfección el encargo de su cliente, obteniendo un resultado de gran impacto visual y espiritual. 

Finis gloriae mundi, 1671-1672
Óleo sobre lienzo. 270 x 216 cm. Hospital de la Caridad (Sevilla)
Tras contemplar la rápida llegada de la muerte en In Ictu Oculi, el visitante del sotocoro de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla se enfrenta con la horrible visión de la muerte, completando así el programa iconográfico de este espacio que forma parte del conjunto del Hospital. Cuando don Miguel de Mañara pensó en Valdés Leal para que realizase este conjunto de los Jeroglíficos de las Postrimerías era conocedor de que este artista iba a realizar una obra que difícilmente ha podido ser superada. En el interior de una cripta vemos dos cadáveres descomponiéndose, recorridos por asquerosos insectos, esperando el momento de presentarse ante el Juicio Divino. Se trata de un obispo, revestido con sus ropas litúrgicas, mientras que a su lado reposa un caballero de la Orden de Calatrava envuelto en su capa. En el fondo se pueden apreciar un buen número de esqueletos, una lechuza y un murciélago -los animales de las tinieblas-. En el centro del lienzo aparece una directa alusión al juicio de las almas; la mano llagada de Cristo -rodeada de un halo de luz dorada- sujeta una balanza en cuyo plato izquierdo -decorado con la leyenda "Ni más"- aparecen los símbolos de los pecados capitales que levan a la condenación eterna mientras que en el plato derecho -con la inscripción "Ni menos"- podemos ver diferentes elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. Según Brown "el significado queda perfectamente claro gracias a las inscripciones pintadas sobre cada platillo: Ni necesito hacer más para caer en el mortal pecado ni se debe hacer menos para salir del pecado". La balanza estaría nivelada y es el ser humano con su libre conducta quien debe inclinarla hacia un lado u otro. Al igual que su compañero, compositivamente también nos encontramos con una obra organizada por un triángulo en el que se inscriben varias diagonales que aportan mayor ritmo al conjunto. Valdés Leal ha empleado una iluminación absolutamente teatral al incidir sobre los cadáveres de primer plano con un potente foco procedente de la izquierda mientras el fondo queda en penumbra y la mano de Cristo recibe la luz dorada. El colorido es también muy sobrio, dominando los blancos, grises y marrones que aportan mayor intensidad a los rojos. Como bien dice E. Valdivieso "las ideas de Mañara, que traduce la iconografía de estas pinturas, son bien claras y concisas; en ellas se advierte que la muerte priva al ser humano de todas sus glorias y placeres, que no podrá llevarse al otro mundo. (...) Para contrarrestar el inevitable cúmulo de pecados que se cometen (...) y lograr la salvación eterna en el momento del Juicio, es necesaria la práctica de la oración, la penitencia y la caridad". Por el encargo Valdés Leal recibió 5.740 reales mientras que Murillo consiguió casi 100.000 por sus ocho obras. Mañara era un hombre inteligente y distribuyó el trabajo entre los dos pintores de tal manera que "el estilo nervioso y estridente de Valdés era idóneo para provocar el terror a la muerte y a la descomposición, mientras el arte relajante y sosegado de Murillo resultaba muy apropiado para representar la perfecta armonía de la salvación" como bien dice Brown.

Don Miguel de Mañara leyendo la Regla de la Santa Caridad, 1681
Óleo sobre lienzo. 196 x 225 cm. Hospital de la Caridad (Sevilla)
Don Miguel de Mañara Vicentelo de Leca había nacido en 1627 en el seno de una noble cuna sevillana. Su juventud transcurrió de manera disoluta, creándose fama de mujeriego por lo que se ha identificado a veces con el prototipo de don Juan Tenorio. Las jóvenes sevillanas iban cayendo en sus redes al mismo tiempo que sus parientes eran derrotados en duelo por el virtuoso espadachín. Pero el amor también llegó al corazón de Mañara al conocer a una bella joven de la que pronto quedó prendado, contrayendo matrimonio. Al poco tiempo quedó viudo (1661) y abandonó los placeres mundanos para dedicarse a la vida espiritual. En 1662 fue admitido en el seno de la Hermandad de la Santa Caridad, dedicándose a ofrecer su amplia fortuna a los pobres y menesterosos de la ciudad. Al año siguiente fue nombrado Hermano Mayor y se ocupó especialmente de finalizar las obras de la iglesia de la hermandad que se habían iniciado en 1647, convocando a los mejores artistas de la ciudad, entre ellos el propio Valdés Leal y Murillo. Dio un nuevo sentido a la institución al fundar un Hospital en el que se recogiese a los enfermos pobres y desvalidos, redactando las reglas de gobierno en 1675.
Falleció en 1679 en el propio hospital donde vivía. La obra que contemplamos tuvo que hacerse tras la muerte de don Miguel para perpetuar la memoria del fundador del Hospital por lo que pudo ser encargado por la propia Hermandad. Mañara era miembro de la Orden de Calatrava y con la capa decorada con su escudo aparece en el cuadro, en actitud de presidir el cabildo de la Hermandad, vestido de negro con golilla blanca al cuello. La mesa ante la que se sienta está recubierta de un tapete de terciopelo negro con flecos dorados y sobre su frente se intuye el escudo de la Santa Caridad. Sobre la mesa aparecen varios libros, una cruz de madera cuya base es un corazón en llamas -emblema de la Santa Caridad- y dos votaderas. Al fondo contemplamos un bargueño donde aparece representado una "vanitas" integrada por un libro, una calavera, un reloj de arena y un búcaro con tulipanes, aludiendo a la brevedad de la vida y lo efímero de los placeres. En la pared vemos una pintura, hacia la que Mañara señala, en la que se representa una alegoría del Monte de Dios. En la zona izquierda de la composición se halla un niño, vestido con el hábito de enfermero, que se lleva el dedo a la boca para pedir silencio. Al desarrollar la escena en un interior, Valdés Leal emplea una luz potente que acentúa los contrastes lumínicos, resaltando las zonas más importantes de la composición. Las tonalidades pardas y oscuras imperan, contrastando con los dorados, rojos y blancos. Para obtener la perspectiva se ha colocado la mesa en diagonal, se empleen baldosas bicolores y se dispone la pared con el cuadro y el bodegón del fondo, obteniendo un resultado de gran impacto visual. 

1672, inciso en Córdoba
En 1672, el mismo año en que pudo pintar los jeroglíficos de nuestras postrimerías, viajó a Córdoba, según el testimonio de Antonio Palomino, que daba sus primeros pasos en pintura, y podría corroborar un lienzo de gran tamaño de la Visión de san Francisco en la Porciúncula pintado para el retablo mayor de la iglesia del convento de los Capuchinos de Cabra. De inusual iconografía, probablemente sugerida por los patronos del templo, a las figuras de Jesús, la Virgen, san Francisco y el ángel portador de la bula, propias del asunto, se añaden las del arcángel san Gabriel, san Antonio de Padua y el patriarca san José con multitud de angelotes. Firmado con anagrama y fechado en dicho año, se trata de un lienzo que el pintor hubo de estudiar detenidamente, como manifiesta el cuidadoso dibujo previo conservado en el Museo de Artes Decorativas de París.
Aseguraba Palomino, que siendo un muchacho de apenas diecisiete años se había visto beneficiado con algunos documentos regalados por Valdés para su estudio, que en Córdoba pintó un «juego de lienzos de diferentes vírgenes para el Jurado Tomás del Castillo», en los que él le había visto pintar en alguna ocasión,
y de ordinario era en pie, porque gustaba de retirarse de cuando en cuando, y volver prontamente a dar algunos golpes, y vuelta a retirarse; y de esta suerte era de ordinario su modo de pintar, con aquella inquietud, y viveza de su natural genio. 

Serie de la vida de san Ambrosio
Por encargo del arzobispo Ambrosio Ignacio Spínola y Guzmán pintó en 1673 una serie de cuadros de la vida de san Ambrosio para el oratorio privado que el prelado se había hecho construir en el «cuarto bajo» del Palacio Arzobispal de Sevilla. Con otras muchas obras de arte fueron sustraídos durante la Guerra de la Independencia, cuando el mariscal Soult convirtió el palacio en almacén de las obras expoliadas, y se dieron por perdidos al no comparecer en 1852 en la venta de las obras que habían pertenecido al mariscal. Sin embargo, en 1960, y al parecer procedentes de los herederos de Soult, reaparecieron cinco en el comercio de Nueva York, rápidamente reconocidos por el hispanista Martín S. Soria como pertenecientes a la serie pintada por Valdés, que fueron adquiridos por The Saint Louis Art Museum (Conversión y bautismo de san Agustín) y una colección privada suiza. Otros dos aparecieron en 1981 en París procedentes de la colección del duque de Soult y de Dalmacia: La última comunión de san Ambrosio, comprado un año más tarde por The Fine Arts Museums of San Francisco, y El milagro de las abejas que adquirió en 1990 la Junta de Andalucía para el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Finalmente en 2002 el Museo del Prado compró los cuatro de colección privada suiza: El nombramiento de san Ambrosio como gobernador, La consagración de san Ambrosio como arzobispo, San Ambrosio negando al emperador Teodosio la entrada en el templo y San Ambrosio absolviendo al emperador Teodosio. ​
Es Ceán Bermúdez, que pudo manejar documentos ahora desaparecidos, quien trae la noticia del encargo hecho a Valdés junto con una Virgen con el Niño de cuerpo entero encargada a Murillo (Liverpool, Walker Art Gallery), por la que se le pagaron 1000 ducados:
D. Ambrosio Spinola, arzobispo de Sevilla, le encargó en 73 que pintase la vida de S. Ambrosio para el oratorio baxo de su palacio, lo que executó al óleo en varios quadros pequeños y medianos, por lo que mandó pagarle 10.000 ducados, incluso el dorado y estofado del oratorio. ​
Sin más datos de la composición original, es imposible saber si los siete cuadros ahora conocidos reúnen la totalidad de los que en su día formaron una serie en la que Valdés Leal volvió a dar buena muestra de su capacidad narrativa. ​ Atendiendo al estilo, sin embargo, hay notables diferencias entre los cuadros mayores de la serie —los cinco aparecidos en Nueva York—, cuidadosamente acabados en sus figuras principales y fondos arquitectónicos, y los dos menores, cronológicamente el primero y el último de la vida del santo (El milagro de la abejas y la Última comunión) de entonación oscura y técnica abreviada. ​ 

El milagro de las abejas, 1673
Óleo sobre lienzo. 120 x 107 cm. Museo BB.AA. Sevilla
En 1673 Valdés Leal está trabajando en las pinturas del retablo para el oratorio bajo del Palacio Arzobispal de Sevilla, encargadas por el arzobispo de Sevilla, don Ambrosio de Spínola. El conjunto lo formaban siete obras sobre la vida de San Ambrosio con las que el arzobispo quería crear cierto paralelismo entre su actividad arzobispal y el Santo Padre de la Iglesia, empleando incluso su rostro para dar vida al santo en las obras. El Milagro de las abejas es el primero de la serie y en el lienzo se narra un milagro que tuvo lugar en la niñez del santo, durante su estancia en Roma donde su padre era gobernador. En la habitación del palacio donde el pequeño descansaba entró un enjambre de abejas que revolotearon alrededor del niño dormido e incluso se introdujeron en su boca. Cuando los insectos se retiraron, el santo no tenía ninguna picadura. Valdés Leal presenta la escena en un impactante interior arquitectónico digno de un palacio romano, enmarcando el episodio principal con un cortinaje rojo. La escalera que asciende hacia la estancia y las arquerías del fondo aumentan la monumentalidad. La luz procede de la izquierda pero resulta muy tamizada ya que la escena se desarrolla en un interior, creando atractivos contrastes lumínicos. En el fondo una ligera iluminación que llega desde la derecha permite contemplar una ventana abierta con dos figuras de pie que dirigen sus miradas hacia el lugar donde se ha producido el milagro. Las actitudes y los gestos de las figuras, así como sus ropajes, están sacados de la vida cotidiana sevillana, popularizando de esta manera la composición. La aya que cuida al pequeño se asusta ante la llegada del enjambre mientras el padre reacciona con cautela y las dos damas comentan el suceso. El maestro emplea una pincelada tremendamente deshecha, descomponiendo las figuras gracias a sus rápidos trazos, obteniendo un impactante resultado.

La consagración de San Ambrosio como arzobispo. Hacia 1673.
Óleo sobre lienzo, 166 x 109,5 cm. Museo del Prado
San Ambrosio tras ser nombrado por el emperador Valentiniano gobernador de la Liguria y la Emilia partió hacia Milán donde se encontró con una ciudad llena de bandos y contiendas entre arrianos y católicos. Al morir Auxencio, obispo y cabeza de los arrianos, se planteó la elección de un nuevo arzobispo, generando más disputas entre ambos bandos. Como gobernador de la provincia Ambrosio intentó mediar para imponer la paz pero cuando iba a empezar a hablar, una voz de un niño se oyó que decía: "Obispo Ambrosio". El hecho se tomó como algo divino y consiguió que tanto arrianos como católicos se unieran para que Ambrosio fuese arzobispo. Éste, que no estaba bautizado ni quería el puesto, hizo todo tipo de tretas para resistirse y quedar ante la gente como indigno de aquel honor. Pero al final el emperador atendió las peticiones de los milaneses y confirmó la elección de San Ambrosio.
La consagración de San Ambrosio no había sido tampoco un tema excesivamente representado, ya que en otros ciclos aparece sustituido por el de su inopinada y tumultuaria elección por el pueblo milanés. Sin embargo, en esta ocasión Valdés tenía numerosos ejemplos en los que apoyarse -las representaciones de escenas similares de las vidas de otros santos- y no hay duda de que utilizó alguno de ellos, valiéndose seguramente de un grabado para el grupo central. Basta con ver las varias representaciones de la consagración de San Agustín del siglo XVII para percatarse de las similitudes entre todas ellas y de su semejanza con esta de Valdés: el santo aparece siempre arrodillado, de perfil y rodeado por tres obispos, que le colocan la mitra, y al lado hay un joven clérigo arrodillado sosteniendo un libro abierto.
Siguiendo un esquema compositivo similar al de El nombramiento de San Ambrosio como gobernador, Valdés Leal ha situado la escena en la mitad inferior de la representación, llenando la superior con la descripción del ámbito arquitectónico, que en este caso, y deseando seguramente evocar la catedral de Milán, es una iglesia gótica que, curiosamente, si se tienen en cuenta las alusiones a la arquitectura sevillana que se encuentran en otros cuadros de la serie, no hace pensar en la catedral de Sevilla. La escena de la consagración se desarrolla en el primer término, en un lugar en alto situado en el presbiterio, y es presenciada, desde la nave y a un nivel muy inferior por una abigarrada multitud encabezada por un grupo de monjas. Al fondo aparece, ante una capilla, una representación escultórica del Calvario, y tras la escena principal hay, en el presbiterio, un retablo barroco, flanqueado por columnas salomónicas y cobijado por un dosel rojo, en el que se representa El bautismo de Cristo. Probablemente se trata de una alusión al hecho de que en el momento de su elección San Ambrosio no era aún cristiano y tuvo que recibir el bautismo sólo ocho días antes de que se le impusiera la mitra episcopal. 

Nombramiento de san Ambrosio como gobernador de Liguria y Emilia. Hacia 1673. Óleo sobre lienzo, 166 x 96 cm. Museo del Prado
Tras morir su padre en las Galias, San Ambrosio volvió con su madre y sus hermanos a Roma, donde creció y se educó. El cónsul Probo fue quien hizo al santo su consejero y le nombró gobernador de las provincias de Liguria y Emilia, con sede en Milán, en el año 370.
El nombramiento de San Ambrosio como gobernador, que no tiene más significación religiosa que la de construir un prefiguración de su consagración como arzobispo y cuya presencia en esta serie pudo deberse al deseo de establecer un paralelismo -o mejor, una identidad- entre las virtudes que debían presidir tanto el buen gobierno civil como el eclesiástico, no había sido representado anteriormente, por lo que Valdés carecía de precedentes en los que apoyarse. Debido al formato marcadamente vertical de los lienzos optó, tanto en este caso como en otros, por representar la escena en la mitad inferior y llenar la superior con una descripción del escenario arquitectónico, que sirve para dotar de solemnidad a la representación.
El cónsul Probo aparece a la izquierda, sentado en un trono con dosel, llevando una corona dorada (lo que explica que a veces haya sido confundido con el propio emperador Valentiniano) y vistiendo una capa carmesí con revestimiento de armiño, y Ambrosio, vistiendo también ropajes seglares, se arrodilla ante él para recibir el bastón de mando representativo de la autoridad de su nuevo cargo. Situada en el centro de la escena, en el cruce de dos diagonales, y con la cabeza enmarcada por la reja del fondo, su figura resalta vívidamente y atrae la atención gracias a los fuertes contrastes lumínicos y cromáticos de que se vale el pintor. Alrededor de Probo y Ambrosio aparece un grupo de cortesanos que asisten al evento que cumplen, por una parte, una función constructiva, ya que sirven para introducirnos en la escena y fijar la profundidad espacial al tiempo que equilibran la composición, marcando dos masas verticales oscuras a los lados que encuadran la figura de San Ambrosio, que resalta gracias a su aislamiento y a sus brillantes vestiduras blancas brillantemente iluminadas. Y, por otra, ambos constituyen sendas llamadas de atención hacia la significación del evento. El de la izquierda, sentado, es el único que mira hacia el santo. El de la derecha señala con la mano izquierda hacia Ambrosio y vuelve la cabeza hacia el resto de los asistentes, como si reclamara su atención. La actitud de estos últimos ha sido calificada alguna vez de distraída, pero no lo es; más bien parecen estar discutiendo y asimilando la significación de las palabras de Probo al santo. Su aire calmo y reconcentrado, de meditación en unos casos y en algún otro casi de adoración, confiere un carácter prácticamente religioso a la ceremonia política.
Por otro lado ni las vestimentas de los personajes, de aspecto vagamente renacentista, ni el escenario, de carácter barroco, son convincentemente romanos, como es habitual en Valdés Leal, que nunca se preocupó de dotar a sus obras de propiedad arqueológica. Aquí sólo el aspecto macizo y pesado de la arquitectura y la aparición de sendos relieves con bustos de emperadores romanos coronados de laurel remiten a la Antigüedad. En cuanto al mono tallado que aparece sosteniendo el trono de Probo ha sido interpretado por Kinkead (1982) no como una alusión directa a la estupidez, si no a la malicia, de la autoridad secular, constituyendo de ese modo un augurio de los acontecimientos que habría de vivir en el futuro Ambrosio.

San Ambrosio negando al emperador Teodosio la entrada en el templo
Hacia 1673. Óleo sobre lienzo, 165 x 110,5 cm. Museo del Prado
Según la leyenda, la escena que se representa aquí habría tenido lugar tras producirse en Tesalónica en el año 390 un tumulto popular en el que resultó muerto un oficial de Teodosio y ordenar éste que su ejército se lanzara sobre la población, produciendo una matanza de enormes proporciones. Cuando Teodosio regresó a Milán, San Ambrosio, contrario a la matanza, decidió excomulgar al Emperador. Sin embargo estando el santo dando misa en su iglesia tuvo aviso de que Teodosio quería entrar en ella. San Ambrosio salió al encuentro antes de que el Emperador entrase impidiéndole el paso y obligándole a pedir perdón a Dios por la ofensa cometida.
Aunque ficticio, el enfrentamiento de San Ambrosio con Teodosio, lleno de posibilidades dramáticas, fue quizá la escena de la vida del santo más representada en la pintura del Renacimiento y del Barroco, debido a la significación que se le atribuía: la afirmación de la superioridad moral de la Iglesia y la reivindicación de su soberanía frente al poder temporal, en cuestiones morales y eclesiásticas.
Aludiendo sin duda de nuevo a la Catedral de Milán, Valdés situó la escena en las escaleras de acceso a una iglesia pseudogótica, y ello, junto a la figuración de soldados en primer término, le permitió crear un cierto efecto de profundidad y situar al santo en el centro mismo de la composición, evitando ese aspecto bipartito que tienen otras pinturas de la serie. La actitud de San Ambrosio, que repele con la mano izquierda al emperador al tiempo que señala con la derecha al Cielo, fuente de su autoridad, está llena de fuerza y energía; la del Emperador, revestido con todos los símbolos de su poder -reluciente armadura, manto púrpura y oro y corona de laurel-, es también sumamente expresiva. Valdés Leal ha sabido transmitir a la perfección la detención en su movimiento de avance y tanto su rostro como sus manos manifiestan la sorpresa que siente. Los soldados del primer término, que se vuelven hacia el espectador en un magnífico movimiento barroco, parecen hacerse eco de la agitación del momento. Y, significativamente, a la izquierda y a contraluz, se yergue una estatua de San Pedro como símbolo de la autoridad de la Iglesia, mientras que el arzobispo y su séquito aparecen cobijados por otras tres figuras, en hornacinas, de las que sólo la central, San Juan Evangelista, es claramente identificable.
El cuadro está lleno de elementos que parecen trasladar la escena a la Sevilla del XVII: el grupo de clérigos que tras San Ambrosio manifiestan la unidad de todos los estamentos eclesiásticos frente al poder temporal encierra sin duda una galería de retratos de contemporáneos, la torre del fondo recuerda levemente a la Giralda y, con la estructura abovedada que aparece ante ella, evoca la Catedral de Sevilla, y es posible que en el primer plano, la escalinata y el pavimento en espiga encierren una lejana alusión a las gradas de la Catedral.

San Ambrosio absuelve al emperador Teodosio. Hacia 1673.
Óleo sobre lienzo, 166 x 110 cm. Museo del Prado
Tras prohibirle San Ambrosio la entrada en el templo a Teodosio, pasaron meses sin que éste pudiera acceder a la iglesia. El Emperador al no poder entrar en la catedral mandó a Rufino, su capitán general, para que convenciera al arzobispo de Milán. San Ambrosio se mantuvo firme en su decisión. No obstante Teodosio lo intentó de nuevo presentándose en la puerta del templo donde el santo le instó a realizar penitencia pública por su delito. El Emperador lo aceptó con gran humildad, con lo que San Ambrosio le permitió el acceso a la iglesia.
Como ya señalara Kinkead (1982), la escena que representó Valdés en este cuadro carecía de tradición pictórica y su yuxtaposición con la anterior es absolutamente insólita. Cabe suponer, que su inclusión en la serie se debiera a la intención de aludir a la armonía ideal entre el poder espiritual y el temporal, subrayando como esta armonía sólo podría alcanzarse mediante el reconocimiento por parte de este último de la soberanía de la Iglesia en su esfera propia.
La escena se desarrolla de nuevo ante las puertas de una iglesia gótica, los edificios del fondo vuelven a evocar la Sevilla del siglo XVII, con una torre que alude de nuevo a la Giralda, y el pintor nos introduce en la escena a través de una escalinata. En ella aparece San Ambrosio con las vestiduras blancas propias de la Pascua bendiciendo benignamente a Teodosio, que revestido con su capa, pero ya sin corona, se arrodilla ante él juntando las manos en señal de reverencia y aceptación. La agitación que preside la escena anterior ha sido sustituida aquí por un aire de calma y meditación. Los clérigos que rodean al santo testifican, con su aire de concentración, la grandeza del acontecimiento que es comentada por dos caballeros a la derecha. Uno de ellos mira hacia el espectador introduciéndole en la escena e invitándole a meditar sobre su significación. Y en el primer plano aparece un mendigo lisiado que ejerce el efecto de repoussoir ejerciendo el mismo efecto que los soldados de la obra anterior.
En este cuadro se encierra de nuevo una galería de retratos contemporáneos. Kinkead (1982) cree que algunos de ellos pueden ser Andrés Andrade de la Cal (el hombre situado más a la derecha y que mira al espectador), Justino de Neve (el canónigo que aparece detrás de San Ambrosio) y Juan Antonio de Miranda (el joven canónigo de pie situado el segundo a la izquierda de San Ambrosio). Todos estos personajes fueron retratados por Murillo, y alguno de ellos, como Neve, estuvo próximo a Spínola, que colaboró con él en la fundación del Hospital de Venerables de Sevilla. 

Últimos años: ciclos decorativos del monasterio de san Clemente y de la iglesia de los Venerables
De hacia 1673 o 1674 es, probablemente, el apoteósico San Fernando de la catedral de Jaén, de aparatoso aliento barroco; pero también, por los años de su canonización (1671) y de la extensión de su devoción en Sevilla, algunas emotivas representaciones de Santa Rosa de Lima de formato pequeño, como destinadas a la devoción privada, y de sensibilidad murillesca. ​ Para 1674 y 1675 los únicos datos documentales disponibles se refieren al encargo del dorado y policromado del retablo mayor de la iglesia del hospital de la Caridad. ​ Debieron de ser, no obstante, años de intensa actividad, en los que la participación de Lucas y de otros miembros del taller se hace más notoria, como se ha apuntado de La aparición de Cristo a san Pedro en prisión y la Liberación de san Pedro, de la catedral de Sevilla. ​ A este momento parece corresponder, aunque no se ha podido documentar, una nueva serie de la vida de san Ignacio de Loyola para la iglesia de San Pedro de Lima, de formato apaisado y muy distinta de la que años atrás había pintado para la Casa Profesa de Sevilla, más dinámica en su renovada composición. ​ Por una carta de pago dada el 8 de mayo de 1676 a Juan José de la Bárcena, hijo del capitán Juan de la Bárcena, se tienen noticias de otro importante encargo acabado en estos años: el de siete lienzos grandes y tres sobrepuertas con sus marcos dorados de la vida de san Juan, contratados por el capitán Juan de la Bárcena, fallecido en el momento de completarse el pago, por la importante suma de 772 pesos de plata de a ocho reales en oro. ​ Sin otras noticias del destino de la serie, probablemente perdida, únicamente se ha puesto en relación con ella una Danza de Salomé ahora conservada en el Museo de Bellas Artes de Asturias (donada en 2017 por el coleccionista Plácido Arango Arias).
Muy escasas son las noticias para los años inmediatamente posteriores, en los que vendió una esclava portuguesa mulata de 26 años, llamada Polonia, casada con un esclavo del jurado Gregorio Rodríguez y madre de una niña de dos meses, por 245 pesos de a ocho reales. ​
Mejor informados se está de los últimos años de vida del pintor, en los que se hizo cargo de importantes ciclos decorativos. Consta que en 1680 contrató con Fernando de Barahona la hechura del monumento de la parroquial de Santa María de Arcos de la Frontera, aunque no está claro qué parte correspondió en él a Valdés, y en diciembre dio carta de pago por los trabajos de pintura y dorado del retablo mayor del Real Monasterio de San Clemente, en el que solo cuatro meses después ingresó como novicia su hija María de la Concepción. ​ En mayo de 1682 contrató con las monjas la pintura de los muros y bóvedas de la iglesia, donde pintó al temple directamente sobre la pared por encima de la reja del coro una nueva versión de San Fernando entrando en Sevilla, con recuerdos de la que figuró en el Triunfo de su canonización, y dibujó en las pechinas y muros del presbiterio los cuatro evangelistas y diversas escenas de la vida de san Clemente, con San Benito y Santa Escolástica y la Lactación de san Bernardo por ser convento de monjas cistercienses. Pero la conclusión de estos trabajos, en los que estuvo ocupado en 1683, se demoró y la mala salud y otras ocupaciones —entre ellas la pintura del monumental lienzo de la Exaltación de la Cruz— limitaron su participación aquí a la ejecución del dibujo previo sobre el muro, obligado a dejar la aplicación del color y el acabado a su hijo Lucas, a quien traspasó la obra aún inacabada en octubre de 1689, diciéndose impedido y pobre.
Padre e hijo trabajaron de junio de 1686 a enero de 1688 en las pinturas murales del Hospital de los Venerables, promovido por Justino de Neve para acoger a los sacerdotes ancianos e impedidos de valerse por sí mismos. Al temple con retoques al óleo y conforme a un erudito programa iconográfico —sin duda proporcionado por Neve— destinado a exaltar el ejercicio del sacerdocio, cubrieron muros y bóvedas de la iglesia y de la sacristía con alegres colores y arquitecturas ilusorias. Particularmente eficaz y bien lograda es en este orden la que cubre el techo de la sacristía, con el Triunfo de la Santa Cruz portada por ángeles adolescentes en escorzo. ​
Estas ocupaciones, que le obligaban a trabajar fuera del taller, pueden explicar el reducido número de obras de caballete fechadas en estos años finales de su carrera. Únicamente dos: la Inmaculada que fue del Meadows Museum de Dallas, 1682, y Cristo disputando con los doctores en el Templo, Museo del Prado, 1686, se datan con precisión. También firmada se conserva en el Museo de Arte de El Paso una pequeña tabla con Santo Tomás de Villanueva que, por razones estilísticas, puede fecharse en esta última década a la que también pueden corresponder Los desposorios místicos de santa Catalina y la Asunción de la Virgen del Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Hay constancia además del encargo de una serie de la vida de la Virgen formada por doce lienzos de los que seis estaban concluidos en el momento de otorgar carta de pago a la comitente, doña Ana de Brito, el 18 de diciembre de 1686. ​
El 9 de octubre de 1690, hallándose enfermo, otorgó poder para testar a favor de su esposa, Isabel Carrasquilla, con quien tenía comunicadas sus últimas voluntades. Pedía ser enterrado en la iglesia de san Andrés, de la que era feligrés, en la bóveda que en ella tenía la cofradía del Santísimo Sacramento, y dejaba por herederos universales a sus hijos legítimos, con las mandas acostumbradas.​ Fue enterrado el 15 de octubre, según sus disposiciones, y un mes más tarde su viuda dictó el testamento por el que consta que los religiosos del monasterio de San Agusín le debían 2000 reales de vellón por una pintura que había hecho para su retablo mayor, de la que no se tiene otra noticia. Debía 400 reales a los herederos de Manuel Delgado y «algunos» maravedíes a Felipe Martín por cuentas que con ellos tenía. Había dotado a sus hijas Luisa Rafaela y María de la Concepción con mil quinientos ducados al contraer matrimonio la primera e ingresar monja la segunda. Disfrutaba de las rentas de dos casas, aunque no fueran de su propiedad y quizá modestas. Entre los bienes que dejaba figuraban tan solo ocho pinturas, tres de devoción (Presentación de la Virgen en el Templo, Santa Rosa de Viterbo y Santa Rosa María), dos redondas, «de diferentes devociones» y tres paisajes. Con los pocos muebles y ropa de casa no se mencionaban libros ni útiles de pintura, que quizá hubiesen pasado a Lucas. 

La danza de Salomé ante Herodes, 1673-1675
Óleo sobre lienzo. 177 x 148 cm.  Museo de Bellas Artes de Asturias
La historia de Salomé formaba parte fundamental de la biografía de san Juan. Tras bailar en un banquete convocado por Herodes, este le prometió acceder a cualquier deseo que pidiera, y ella solicitó la cabeza del Bautista.
La escena muestra a Salomé en primer plano y en plena danza, para la que se vale de unas castañuelas. Luce un lujoso vestido encarnado, y tanto la riqueza cromática y formal de su indumentaria, como su dinamismo y la gracia de sus rasgos la destacan poderosamente y la convierten en centro de atención de la composición. Esta se desarrolla en un escenario palaciego, donde se despliega la mesa con los comensales, cuyas lujosas galas adoptan tonos más oscuros. Todo ello crea una atmósfera de esplendor, y da lugar a un efectista juego de contrastes cromáticos que sirve para subrayar el dinamismo de la bailarina. Valdés Leal ha relacionado de manera verídica los gestos y actitudes de un elevado número de personajes, creando una obra de extraordinario equilibrio y de una gran eficacia comunicativa.
El de Salomé es uno de los relatos evangélicos en los que aparecen más elementos dramáticos y novelescos, y de los que tienen una mayor carga erótica, pues en él se mezclan el lujo, el baile, la seducción y la muerte. Eso ha hecho que haya sido una figura con un gran poder inspirador para artistas, literatos o músicos, y de ello tenemos prueba en esta obra, una de las composiciones más afortunadas de Valdés Leal, que fue, junto con Murillo, el pintor más importante y original de entre los activos en Sevilla en la segunda mitad del siglo XVII. Se trata de una de sus obras en las que ha sabido explotar mejor sus dotes narrativas y su capacidad para expresar sofisticación, gracia y erotismo. Para ello se ha valido de su peculiar estilo pictórico, en el que se concede un lugar principal a los valores del color, y en el que tiene protagonismo una pincelada a la vez suelta, vivaz y certera, con mucha capacidad para transmitir la sensación de movimiento.
El cuadro formaba parte de una serie de diez, que narraban la historia del Bautista, y que en 1675 se citan en una colección particular sevillana. 

Los desposorios místicos de santa Catalina, 1680-1685
Óleo sobre lienzo. 127 x 100 cm. Museo BB.AA. Sevilla
Algunos especialistas consideran que esta obra podría ser de Lucas, el hijo de Valdés Leal que continuó con el taller pero no con la calidad y maestría de su progenitor. Por eso la mayoría de los expertos se inclinan por pensar que se trata de una obra original del pintor sevillano. Según se narra en la "Leyenda Dorada" santa Catalina era de estirpe real y su conversión al cristianismo le valió la persecución del emperador Majencio, tras intentar éste que 50 filósofos la obligaran en vano a abdicar de su nueva fe. En sueños a la santa se le apareció la Virgen con el Niño en brazos, que se negó a tomarla a su servicio por no ser suficientemente bella; ella interpretó el sueño y se retiró al desierto para continuar con su aprendizaje, haciéndose bautizar. En una segunda aparición se convirtió en la esposa celeste de Cristo, momento que recoge este lienzo. En el centro de la composición aparece la Virgen con el Niño en su regazo, sentada en un aparatoso trono con dosel. A los pies del Niño se encuentra santa Catalina recibiendo el anillo que simboliza el matrimonio místico y portando la espada de su martirio. A sus pies observamos la rueda, alegórica también del martirio, custodiada por angelitos. En la izquierda de la escena se sitúan santa Ana, san Joaquín y san Juan Bautista niño con el cordero mientras que en la derecha un grupo de ángeles sostiene el manto de la santa, al tiempo que tocan música y portan flores. La escena está inundada por una luz cálida que armoniza con el cromatismo de azules, blancos y rojos. La pincelada suelta empleada crea un sensacional efecto atmosférico reforzado por la luz. La composición está organizada por un triángulo cuyo vértice es la cabeza de María, integrándose en él una serie de diagonales que aportan mayor ritmo al conjunto, configurando una escena absolutamente barroca.

Asunción de la Virgen. Valdés Leal, 1672.
Museo Bellas Artes de Sevilla. Procede del Convento de san Agustín. Posiblemente los mejores cuadros del altar que Valdés realizó fueron los de los retablos colaterales del convento de san Agustín de Sevilla, La Inmaculada Concepción y La Asunción de la Virgen (1.670-1.672). Son pinturas de aparatosas y dinámicas composiciones, con logrados efectos de luces y sombras en las figuras situadas en el primer plano sobre fondos en los que una pincelada fluida disuelve las formas. La composición describe una marcada diagonal que acentúa el ritmo ascendente desde un ámbito terrenal de luces crepusculares hasta la zona de rompimiento de gloria, donde vibrantes tonalidades áureas intensifican la sensación espacial de ingravidez.

Discípulos y seguidores
A la sombra de Murillo la influencia de Valdés —y el número de sus seguidores y discípulos— fue limitada. El más directo de sus discípulos fue de forma casi natural su propio hijo Lucas Valdés (1661-1725), colaborador en algunas de las obras del padre, buen grabador y proyectista de arquitecturas pero falto del ímpetu paterno. ​ También discípulo parece haber sido Clemente de Torres (c. 1662-1732) activo en Cádiz. Su influencia, compatible con la recibida de Murillo, se advierte en Matías de Arteaga y Alfaro (1633-1703) aunque la formación al lado de Valdés que le atribuyó Ceán Bermúdez ha de ser descartada por razones cronológicas, pues alcanzó el título de maestro en 1656, el mismo año en que Valdés se instaló en Sevilla. ​ Colaboradores en la academia y en los actos por la canonización de Fernando III, las amplias arquitecturas en perspectiva que caracterizan la pintura de Matías de Arteaga recuerdan otras semejantes de Valdés, como se advierte también en algunas de las obras de Juan José Carpio, de quien se conocen algunos trampantojos. ​ También los mal conocidos Cristóbal de León e Ignacio de León Salcedo, este último asistente a la academia en 1666 y 1667, son citados por Ceán Bermúdez como discípulos de Valdés, sin que pueda decirse mucho más de ellos. 

El siglo XVIII
Durante las primeras décadas del siglo XVIII perduraron las formas barrocas en la pintura, hasta la irrupción del estilo rococó, de influencia francesa, a mediados de siglo. La llegada de los Borbones supuso una gran afluencia de artistas extranjeros a la corte, como Jean Ranc, Louis-Michel Van Loo y Michel-Ange Houasse. Sin embargo, en las zonas periféricas continuó la labor iniciada por las principales escuelas seiscentistas: en Sevilla, por ejemplo, los discípulos de Murillo continuaron su estilo casi hasta 1750. Cabe remarcar que fuera de la corte, el clero y la nobleza regional se mantuvieron fieles a la estética barroca, existiendo una continuidad ininterrumpida de las formas artísticas hasta bien entrado el siglo XVIII.
Una figura de transición fue Acisclo Antonio Palomino, que, nacido en 1655, vivió hasta 1726, por lo que realizó una intensa labor en ambos siglos. Iniciado en la carrera eclesiástica, la abandonó por la pintura, trasladándose de su Córdoba natal a Madrid en 1678, donde estudió con Carreño y Claudio Coello. En 1688 obtuvo el título de pintor del rey, recibiendo el encargo de pintar las bóvedas de la capilla del Ayuntamiento de Madrid (1693-1699). Colaboró estrechamente con Luca Giordano, del que aprendió el estilo barroco pleno italiano. Entre 1697 y 1701 realizó los frescos de la iglesia de los Santos Juanes en Valencia, y entre 1705 y 1707 decoró el Convento de San Esteban de Salamanca. Sus inicios se enmarcaron en un estilo cercano al de la escuela madrileña, con especial influencia de Coello, pero tras su contacto con Giordano se aclaró su paleta, realizando composiciones donde demuestra su gran dominio del escorzo.
Otra figura de relevancia fue Miguel Jacinto Meléndez, ovetense instalado en Madrid, donde conoció a Palomino, como él nombrado pintor del rey en 1712. Fue retratista, realizando numerosos retratos de Felipe V y sus hijos, pero se dedicó principalmente a la pintura religiosa, influida por Coello y Rizi, con un gran refinamiento y delicado colorido que apuntan al rococó: Anunciación (1718), Sagrada Familia (1722).
En el ámbito valenciano José Vergara Gimeno (1726-1799) asimiló la estela tardobarroca de Palomino, especialmente en sus grandes composiciones al fresco, actualizando las fórmulas ya consagradas por Juan de Juanes y los Ribalta y creando otras nuevas con las que se introduce en la estética neoclásica, a la que también pertenece la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos que fundó (1768) junto con su hermano Ignacio y que dará dignidad a los estudios reglados.
Por último, cabría mencionar al catalán Antonio Viladomat, que acusó su colaboración con el pintor italiano Ferdinando Galli Bibbiena en la época en que Barcelona fue sede de la corte del archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española. Por su influjo el estilo de Viladomat fluctuó entre una curiosa pervivencia del naturalismo seiscentista y el pleno barroco. Destacan sus pinturas en la Capilla de los Dolores de Mataró (1722) y la serie sobre la vida de San Francisco del Museo Nacional de Arte de Cataluña (1727). También realizó bodegones y escenas de género, como las Cuatro Estaciones del Museo Nacional de Arte de Cataluña. ​ 

ACISCIO ANTONIO PALOMINO de CASTRO y VELASCO
(Bujalance, Córdoba, 1 de diciembre de 1655 - Madrid, 12 de agosto de 1726)
Acisclo Antonio Palomino y Velasco, más conocido como Antonio Palomino, fue un pintor y tratadista. Nació en 1655 en la población cordobesa de Bujalance. Su familia, humilde pero de posición desahogada, se trasladó a la capital en 1665. Allí Palomino comenzó a cursar estudios teológicos, que simultaneó con la afición a la práctica pictórica. Su aprendizaje en dicha labor no estuvo vinculada a ningún maestro en concreto, si bien es cierto que mantuvo un trato muy cercano con el pintor sevillano Juan de Valdés Leal, mientras este se encontraba en Córdoba.
Animado por el también pintor cordobés Juan de Alfaro, discípulo de Diego Velázquez, marchó a Madrid con apenas 22 años, con el objetivo de labrarse un provechoso porvenir dedicado a la pintura. En Madrid fue acogido en su casa por el artista Francisco Pérez Sierra, cuya sobrina, Catalina Bárbara Pérez Sierra, se convertiría en su esposa en 1680. Palomino completó durante estos primeros años madrileños su formación pictórica, estudiando geometría y óptica. Además, entabló una fructífera amistad con dos destacados pintores cortesanos: Juan Carreño de Miranda y Claudio Coello. Tan favorables relaciones, le permitieron comenzar a trabajar para la monarquía, participando en 1686 en la decoración de la Galería del Cierzo del desaparecido Alcázar de Madrid. Gracias a sus primeros trabajos en la corte, en 1688 le fue concedido el cargo honorífico de pintor real, aunque sin derecho a remuneración, que sí le concedieron años más tarde, en 1693, en virtud de su talentosa labor.
Antonio Palomino fue un artista habilidoso que destacó especialmente en la práctica de la pintura al fresco. En su formación resultó fundamental la llegada a Madrid en 1692 del pintor italiano Luca Giordano. Este consumado maestro suscitó en Palomino un creciente interés por intensificar la práctica de esta modalidad pictórica, de la cual Giordano era un consumado maestro. Gracias a su influencia, Palomino se convirtió en un destacado fresquista. Llegó a alcanzar un extraordinario dominio técnico en la composición de audaces perspectivas, apreciable en las magníficas escenografías apoteósicas, tan características de su trayectoria artística.  Entre sus obras más destacadas, debemos señalar las pinturas para el Ayuntamiento de Madrid; la bóveda de la iglesia de los Santos Juanes y la cúpula de la basílica de la Virgen de los Desamparados, ambas en Valencia; el Triunfo de la Iglesia del coro de San Esteban de Salamanca; la bóveda de la capilla del Sagrario de la cartuja de Granada; y la decoración de la capilla del Sagrario del monasterio del Paular en Madrid.
En todas estas obras y en general en toda su producción pictórica, Palomino presenta un espectacular barroquismo, a la par que un elegante colorido de tonos vaporosos. Su estilo recibió la influencia de la pintura madrileña de su tiempo, y la de los aires renovadores procedentes de Italia, que pudo conocer gracias a su amistad con Luca Giordano.
A su prolífica dedicación como pintor, unió la de sacerdote, pues al enviudar de su esposa Catalina, decidió retomar los estudios teológicos que había abandonado en su juventud, recibiendo el sacramento del orden en 1725. Murió poco tiempo después en Madrid, el 12 de agosto de 1726.
Aún habiendo considerado la habilidad de Antonio Palomino como pintor, su mayor fama se debe a su faceta de tratadista y biógrafo, con la obra El Museo pictórico y escala óptica. Se trata de un tratado sobre pintura, estructurado en tres tomos y publicado en dos volúmenes en Madrid, en 1715 el primero y en 1724 el segundo, concebido como un manual para la formación integral del pintor.
El profesor Miguel Morán señala que Palomino escribió este tratado buscando, principalmente, reivindicar la liberalidad de la pintura y su carácter científico y demostrativo; y en segundo lugar, destacar la importancia de sus artífices. Para ello, el autor dividió su obra en tres partes claramente diferenciadas: «Teórica de la pintura», «Práctica de la pintura» y «El Parnaso español pintoresco y laureado». El primer tomo, dedicado a la reflexión teórica, se centra en argumentar el carácter científico de la pintura. Palomino subraya que no es sólo una actividad práctica que se aprende en el taller, sino que es una ciencia especulativa, que exige una profunda formación intelectual por parte del pintor. Este primer libro incluye además una historia de la pintura antigua, ampliamente documentada. El segundo tomo, dedicado a la formación del pintor, incluye sencillas reglas, recetas y procedimientos, que se difundían por entonces entre los talleres. La utilidad de este compendio está ampliamente reconocida, pues ha sido empleado como manual de pintores hasta 200 años después de su publicación.
Estos dos primeros tomos fueron escritos por Palomino con la intención de poner a disposición de los pintores, especialmente a los aprendices del oficio, un manual adecuado que les capacitara para su práctica pictórica, y les ayudara a valorarla, reconociendo su dignidad. Pero sin duda fue el libro tercero el que mayor fama le reportó: El Parnaso español pintoresco y laureado, que incluye 226 biografías de escultores y pintores que habían trabajado en España. Tal y como ha destacado el profesor Bonaventura Bassegoda, a Antonio Palomino le corresponde el mérito de haber sido el primer gran biógrafo de los artistas españoles. Es un texto escrito con espíritu regeneracionista, con la intención de reconocer la importancia de la tradición pictórica española y a sus artífices. La historia del arte español está en deuda con esta obra, gracias a la riqueza de datos e historias que Palomino aportó acerca de numerosos artistas. El éxito de este tercer libro fue tal, que se publicó a los pocos años como obra independiente y resumida en inglés (1739), español (1744), y francés (1762).
El Museo pictórico es, en suma, una obra bien organizada, rigurosa y precisa, cuyo carácter sistemático permite una mayor facilidad en su manejo. No resulta original en sus planteamientos, pues no aporta grandes novedades en los contenidos, pero realmente el interés de Palomino fue ante todo, compilar de manera ordenada y sistemática cuanto pudiera aportar de utilidad para la formación integral de los pintores. Su excelente preparación intelectual de tradición escolástica, así como el conocimiento de las últimas tendencias europeas, demuestran su capacidad para abordar una obra de esta envergadura.
 
San Juan Bautista, niño. Principio del siglo XVIII.
Óleo sobre lienzo, 71 x 58 cm. Museo del Prado
Las representaciones de San Juan Bautista como niño tienen su origen en el Renacimiento italiano, pero los pintores de ese momento emparejaron generalmente su figura infantil con la del Niño Jesús, dentro de composiciones en las que casi siempre aparecía también la Virgen y se ponía de relieve una tierna relación entre los dos infantes. Andando el tiempo, los artistas comenzaron a dar un tratamiento aislado a la figura de San Juan, siendo de destacar las interpretaciones que de ella hizo Murillo.
Es muy comprensible que la reina Isabel de Farnesio, cuya predilección por la pintura de Murillo es bien conocida y gracias a la cual el Museo del Prado posee en sus fondos uno de los ejemplos más conocidos de este tema, se sintiera atraída por la versión que realizó Palomino de la figura del pequeño San Juan, pues se conjugan en ella la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color.
Aparece San Juanito sentado sobre unas piedras, abrazando al cordero con ambas manos y sosteniendo a la vez la cruz de caña con la banderola, en la que se lee parte de la frase ecce qui tollit peccata mundi; su mirada se dirige al cielo, donde se adivina una visión celestial. El pintor ha situado la figura en una elevación del terreno y ha cerrado la composición por la derecha mediante unas rocas con arbustos, que sugieren la entrada de una cueva, como queriendo aludir a la vida eremítica que más tarde llevó el Precursor; por la izquierda, y en un plano más bajo, se desarrolla un pequeño paisaje por el que discurre un río, probablemente prefiguración del Jordán. Haciendo alarde de su dominio de la perspectiva, Palomino presenta las piernas del niño en dos fuertes escorzos, la izquierda hacia el espectador y la derecha hacia atrás, con lo que acentúa la profundidad del paisaje y crea una perfecta sensación de volumen de la figura.
El colorido brillante de esta pintura, con el fuerte contraste entre el añil del cielo y el rojo del manto que envuelve la túnica parda; la técnica esmaltada con que están tratadas las carnaciones, al lado de una pincelada empastada en los vellones de lana del cordero y un tratamiento más suelto de los elementos del paisaje, hacen de ella un bello ejemplo del quehacer de este artista, en una etapa de plena madurez que habría que situar ya en los comienzos del siglo XVIII.
Pérez Sánchez publicó otras dos versiones de este mismo tema de la mano de Palomino, y aún conocemos una tercera, inédita, en una colección privada de Buenos Aires, en la cual se nos presenta a San Juan bajo un aspecto más infantil y juguetón. 

Pentecostés. 1696 - 1705.
Óleo sobre lienzo, 164 x 108 cm.  Museo del Prado
En el centro, la Virgen, en actitud de oración, rodeada de los doce apóstoles; detrás, tres figuras femeninas. En primer término, a la izquierda, San Pedro con las llaves en el suelo y el libro; a la derecha San Juan. En lo alto, el Espíritu Santo en forma de paloma y una serie de querubines, bajo un cortinaje.
Según la narración de San Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, estando éstos reunidos, sobrevino de repente un ruido del cielo como del viento impetuoso que soplaba, que llenó toda la casa, y aparecieron una especie de lenguas de fuego que se asentaron sobre cada uno de ellos; inmediatamente, quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diversas lenguas las palabras que el Espíritu Santo ponía en sus bocas.
Palomino, que además de pintor era un profundo conocedor de los libros sagrados, supo reflejar en su representación de este fundamental acontecimiento la sensación de turbulencia creada por la irrupción de la blanca paloma, símbolo del Espíritu Santo, estableciendo además un contraste entre las actitudes de los Apóstoles, sorprendidos e incluso atemorizados ante lo desconocido, y la serenidad de la Madre de Dios, cuyo corazón intuía los designios divinos. Los contrastes luminosos, acentuados por el cortinaje dispuesto en pabellón que cierra la composición por arriba, conjugados con una técnica empastada y vibrante, contribuyen a lograr los efectos deseados.

El Fuego. Hacia 1700.
Óleo sobre lienzo, 246 x 160 cm. Museo del Prado
La alegoría se desarrolla en el marco de unas frondas oscuras que ocultan en parte una gruta -la fragua de Vulcano-, mientras que por el otro lado se abren a un horizonte marítimo dominado por el cráter de un volcán. En primer término se describe la visita de Venus, con Cupido y unos amorcillos, a la fragua de su marido. La obra forma parte de una serie de los Cuatro Elementos. 

El Aire. Hacia 1700.
Óleo sobre lienzo, 246 x 156 cm. Museo del Prado
La obra pertenece a una serie de los Cuatro Elementos pintada para el palacio del Buen Retiro. Palomino se encargó del Aire y el Fuego, Jerónimo Antonio Ezquerra del Agua y, Nicola Vaccaro, artista italiano afincado en Madrid, de la Tierra (todos se conservan en el Prado). En esta alegoría aparece la diosa Juno en su carro, tirado por dos pavos reales, acompañada por la ninfa Iris y unos amorcillos. 

Adoración de los pastores. Principio del siglo XVIII.
Óleo sobre lienzo, 296 x 206 cm. Museo del Prado
Composición dividida en dos partes: la inferior o terrenal, con los personajes de la Virgen, el Niño, San José y los pastores con ofrendas y la superior o celestial, con un grupo de ángeles portadores de una filacteria con el lema "
Gloria in excelsis Deo". Se observa un desequilibrio entre el tamaño de los ángeles y el de los personajes de la parte inferior, pero no es el único caso en el que Palomino gusta destacar con un tamaño mayor a los ángeles niños.

Cúpula del Sagrario de la Cartuja de Granada.
La Jerusalén Celeste del casquete de la cúpula, en la que reina la Trinidad, rodeada de ángeles, flanqueada por sendos coros con la Virgen acompañada de vírgenes mártires, muchas de ellas reconocibles por sus atributos, y san Juan Bautista con profetas, patriarcas y anacoretas.
La Trinidad flanqueada por la Virgen y mártires a su derecha (izquierda de la imagen), y el Bautista con figuras del Antiguo Testamento a su  izquierda (derecha de la imagen). Debajo aparece san Bruno

Es una Gloria a la que se accede por el ejercicio de las virtudes practicadas por la Iglesia militante y que son, muy específicamente, las que practica la Orden cartujana, representadas justo en la base del casquete, sobre los óculos, donde aparecen las alegorías de la Fe, la Religión Monástica, el Silencio y la Soledad, todas relacionadas con el modo particular de vida de los cartujos, con una Regla basada en la vida contemplativa y la oración en la soledad y el silencio de sus celdas individuales.
Entre los óculos de la cúpula se ubican cuatro medallones ovalados que simulan bajorrelieves con las escenas del Nuevo Testamento relacionadas con la Eucaristía, con la Última CenaCristo en el desierto, la Cena de Emaús y Cristo en casa de Marta y María.
Otro detalle de los personajes que completan el complejo programa iconográficos. A la izquierda, el medallón ovalado muestra la Cena de Emaús y el de la derecha es el de Cristo en el desierto
 

Otra figura esencial es la de san Bruno sosteniendo la bola del mundo coronada por una custodia, pues toda la cartuja se conforma como una continua exaltación de su fundador, canonizado en 1623 después de que su culto se hubiera prohibido y empezado a tolerar de nuevo desde el siglo XV. Esa acción propia de un titán es posible gracias a la Fe, que aparece justo debajo de él en la propia cúpula y que también está coronando el tabernáculo.
La Trinidad flanqueada por la Virgen y mártires a su derecha (izquierda de la imagen), y el Bautista con figuras del Antiguo Testamento a su  izquierda (derecha de la imagen). Debajo aparece san Bruno
 

Es una Gloria a la que se accede por el ejercicio de las virtudes practicadas por la Iglesia militante y que son, muy específicamente, las que practica la Orden cartujana, representadas justo en la base del casquete, sobre los óculos, donde aparecen las alegorías de la Fe, la Religión Monástica, el Silencio y la Soledad, todas relacionadas con el modo particular de vida de los cartujos, con una Regla basada en la vida contemplativa y la oración en la soledad y el silencio de sus celdas individuales.
Entre los óculos de la cúpula se ubican cuatro medallones ovalados que simulan bajorrelieves con las escenas del Nuevo Testamento relacionadas con la Eucaristía, con la Última Cena, Cristo en el desierto, la Cena de Emaús y Cristo en casa de Marta y María.
Otro detalle de los personajes que completan el complejo programa iconográficos. A la izquierda, el medallón ovalado muestra la Cena de Emaús y el de la derecha es el de Cristo en el desierto
 

 “Con todo lo cual queda formado en este recinto un concepto de la Iglesia Militante, donde con el principal fundamento de la Fe, se erige el Sagrado edificio de la religión monástica; y especialmente es un panegírico mudo de la sagrada religión cartujana, fundándose con singularidad en el silencio, soledad, contemplación, y doctrina; por cuyos medios se asegura el logro de la bienaventuranza eterna en la Jerusalén Triunfante, representada en la Gloria, que se expresa en todo el ámbito de la Cúpula; dirigiéndose los repetidos inciensos de esta santa comunidad a el mayor obsequio de este Soberano Señor Sacramentado”. ANTONIO PALOMINO 

Cúpula de la basílica de Valencia.
La pintura mural de la bóveda de la R. Basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia, que milagrosamente ha llegado intacta a nuestros días, es una obra excepcional y con la cual su creador, el pintor Antonio Palomino, puede con justicia compartir la gloria con los grandes artistas inmortales. Estamos ante una de las cumbres del barroco universal, que bien merece un estudio iconográfico en profundidad, algo que ha podido llevarse a cabo en el marco de la restauración de este conjunto1. Antonio Palomino, cuando proyecta la decoración pictórica de la bóveda de la Basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia, define su concepto como “panegírico mudo de las glorias, excelencias y prerrogativas de esta soberana Señora (…) a que principalmente ha de dirigirse la retórica silenciosa de esta oración delineada”, algo que a cualquier admirador del Barroco no deja de sorprender, por no decir también decepcionar. Probablemente hubieran sido preferibles otros calificativos diferentes a los de “panegírico mudo” o “retórica silenciosa”, no precisamente por no tratarse de ambas cosas, que lo son plenamente en sentido “racional”, mas no en lo “poético”, y además, por encima de todo, se echa de menos lo que realmente hay allí pintado: el Cielo. En tal sentido, convendría traer a la memoria la descripción que Giovanni Bellori hizo de la cúpula de la iglesia romana de Sant’Andrea della Valle, pintada por Lanfranco unos 70 años antes que lo hiciera aquí Palomino. Bellori evoca el mismo Cielo cuando describe la recepción de María, en su Asunción, por la Trinidad entre coros de ángeles, y se expresa así: “En intervalos alternados de aire y luz, se abre el paraíso de sonrosadas nubes radiantes con una alegre y armoniosa gloria de ángeles que se mueven hacia al centro en coros de jóvenes y niños sentados e inmersos en un resplandor centelleante, emitiendo sonidos y cánticos con flautas, violas, tímpanos y otros diversos instrumentos musicales. (…) la dulzura del color nos hace oír la música celestial en el silencio de la pintura (…)
Vemos que los conceptos pictóricos expresados por Lanfranco y por Palomino son bastante próximos: si allí es María recibida por la Trinidad entre los coros de ángeles, aquí se trata de María como intercesora ante la Trinidad entre todas las criaturas celestes. En el fondo ambas pinturas tienen en común el tratar de ajustarse a una representación del Cielo en todo su glorioso esplendor con ángeles y santos. Por eso causa extrañeza que Palomino refiera todo el conjunto pictórico de la Basílica como “panegírico mudo”, mientras que Bellori perciba incluso la música de los coros angélicos. Ciertamente los escritos de Bellori y de Palomino son de diferente género, mientras el primero es un crítico el segundo no hace sino exponer un proyecto, pero ni ello justifica que el mismo pintor no se sienta inducido a percibir algo más que la “retórica silenciosa”. No obstante Palomino nos ha dejado en los frescos de la Basílica una obra absolutamente excepcional, con sus luces y sus desaciertos, una de las composiciones más excelsas del Barroco hispánico que lejos de constituir un “panegírico mudo”, se trata, al contrario, de una ilusión muy viva y dinámica del Cielo en donde conviven en un mismo ámbito los santos y las personificaciones alegóricas de la retórica, algo por otro lado muy propio del Barroco y que recuerda el platónico Mundo de las Ideas en donde también tienen su auténtica ubicación las realidades abstractas. Pero a pesar de la prosaica presentación que hace Palomino de su proyecto, su escrito es de gran importancia para la inteligencia de la obra. Es más, estamos ante la privilegiada situación en la que el mismo artista explica el significado de su pintura, su programa iconográfico, algo que ha ocurrido en contadas ocasiones a lo largo de la historia, lo que pone al historiador del arte ante la evidencia cierta acerca del contenido de lo expresado mediante la pintura, acostumbrados como estamos a la sutileza del leguaje ambiguo de las imágenes. También hay que decir que este testimonio es muy desigual en sus precisiones, unas veces muy parco y sin entrar en detalles –en especial cuando se ocupa de la Gloria-, en otras en cambio bastante explícito. En todo caso, como iremos comprobando, parece tratarse de la exposición de su proyecto inicial, sin haber tenido en cuenta los cambios y matices que se fueron introduciendo durante la ejecución de la obra.
Es por ello que a la hora de acceder a este conjunto pictórico lo hayamos de hacer necesariamente guiados por este documento, sin que ello nos reste el necesario espíritu crítico que nos permita su mejor y más completa comprensión. Con este ánimo he acometido el presente estudio. Dos advertencias previas más antes de entrar en los pormenores de este cielo. En primer lugar, Palomino es un pintor del Barroco, por tanto sus pinturas son retóricas, y retórica es también toda esta gloria celeste. Es decir, que la composición de la obra pictórica ha sido elaborada con la intención de componer un discurso visual basado en la semántica de la imagen. Todo esto implica y exige convencionalismo y rigor en la definición de las imágenes, pero Palomino es más bien parco y economiza los elementos definidores de éstas: los atributos. Esto resulta también comprensible, puesto que los atributos pueden entorpecer la libre expresividad mediante los gestos y otros recursos estéticos, y observando el estilo dinámico de Palomino se comprende aún más. Unido esto a que el discurso visual a través de la imagen por la propia naturaleza de ésta, ofrece siempre flancos imprecisos, el resultado es que en algún caso se dan ciertos problemas de identificación de imágenes. En segundo lugar, el conjunto pictórico pretende ser una figuración de la inconmensurable Gloria celeste con todas sus criaturas. Palomino quiso disponer de una superficie completamente rasa justamente para poder expresar ordenadamente todo este inmenso concepto, lo que logró, como sabemos, gracias a la infra-bóveda de tabique que soporta sus pinturas. En este espacio se desenvuelven multitudes de criaturas que se pierden en el infinito entre nubes. Toda esta disposición requiere de una serie de recursos técnicos, entre los cuales quizás el más importante sea la definición de figuras complementarias cuyo estatuto ontológico no vaya más allá del simple anonimato. Será ello lo que explique, por ejemplo, que detrás del grupo de santos valencianos figuren dos cabezas de dos santas mártires portadoras de palma, o más arriba un grupo de mitrados en torno a un papa con capa pluvial y tiara que nos da la espalda, y lo mismo pudiera decirse de otros personajes que conversan en el grupo de los patriarcas vetero-testamentarios. En suma, debemos introducirnos en este cielo con mucha prudencia descriptiva y sobre todo sin la obsesión por identificar cualquier silueta con algún personaje, bien santo o bien simplemente personaje histórico célebre, como de hecho ya ha ocurrido. Hechas estas advertencias, podemos pasar ya a considerar detalladamente el conjunto. Su estructura es sencilla, ya que se compone de tres niveles: el Histórico, el Alegórico y la Gloria propiamente dicha. Los dos primeros están prácticamente unidos, tanto desde el punto de vista compositivo como semántico y ocupan el basamento de arquitectura fingida que recorre la base de la bóveda, el cual incorpora también las ventanas. El nivel Histórico se concentra en las tarjas o cartelas que contienen diversas escenas en grisalla, simulando relieves monocromos, alternándose azulados con dorados. Casi todos ellos se refieren a milagros de la Virgen, puestos en correspondencia con una cualidad de la Letanía Lauretana, la cual es expresada mediante las personificaciones que componen el nivel Alegórico. Por encima de todo, corre la Gloria celeste, que constituye el tercero de los niveles referidos y el primero del que nos vamos a ocupar, ya que iremos siguiendo el referido documento publicado por Palomino en su tratado Museo Pictórico o Escala Óptica.
En el ámbito de la Gloria, el artista introduce el tema fundamental: La Virgen de los Desamparados como intercesora de todo el género humano ante su Hijo. María como intercesora es uno de los argumentos esenciales de la mariología, que goza así mismo de una tradición iconográfica secular. Antonio Palomino, sin duda guiado por un mentor teológico6, de cuya personalidad no poseemos indicios para su identificación, ha entendido del siguiente modo esta solemne formulación teológica, que permite encajar la advocación de los Desamparados: “Habiendo de ser la pintura de dicha bóveda un panegírico mudo de las glorias, excelencias y prerrogativas de esta soberana Señora, y especialmente de aquellas que más se adaptaren á el glorioso timbre de protectora de los Desamparados, que es el tema á que principalmente ha de dirigirse la retórica silenciosa de esta oración delineada: se pondrá en la parte superior á el retablo, y más directa a la vista, un hermoso trono de nubes, y ángeles, donde esté presidiendo la Trinidad santísima, ante cuyo supremo consistorio, y hácia la diestra del Hijo de Dios, según aquel verso: Astitit Regina à dextris tuis, &c, se colocará esta soberana Reyna con Real corona, y con la vestidura bordada de oro, in vestita deaurato, sin que le falte el acompañamiento hermoso de las vírgenes: Adducentur Regi Vírgenes post eam. Y para expresar el atributo de protectora de los Desamparados, estará en acto de interceder por ellos a su hijo sacratísimo, que con grato semblante la atenderá, complacido de su ruego: Veni columba mea, &c. Sub umbra alabarum (sic) tuarum protege me.  Acompañará lo restante del casco superior de la bóveda el coro de los sagrados Apóstoles, los mas inmediatos á el trono: Sedebitis super sedes duodecim, iudicantes, &c. Continuaran los Profetas, Patriarcas, Mártires, y Confesores, en que tendran su debido lugar los santos valencianos, como los más interesados en esta soberana prenda: interpolandose varias tropas de angeles en diferentes coros de música, demostrando á el mismo tiempo esta celestial comitiva los gloriosos timbres de ser esta Señora Reyna de los Angeles, de los Apóstoles, Profetas, Patriarcas, Vírgenes, Mártires, Confesores, y de todos los Bienaventurados, que todo conduce á el intento, pues esfuerza nuestra confianza, quando acredita la protección, la excelencia de quien la practica.”
Palomino, por tanto, nos señala una serie de elementos ordenados jerárquicamente, cuyo eje lo constituye la imagen de María como Reina intercesora ante la Trinidad entre los diferentes coros de ángeles y de santos, tal como reza la propia Letanía Lauretana, el hilo argumental esencial que inspirara la semántica de esta bóveda, según iremos viendo. Esta letanía establece los coros de los bienaventurados con el siguiente orden: Reina de los Ángeles, Reina de los Patriarcas, Reina de los Profetas, Reina de los Apóstoles, Reina de los Mártires, Reina de los Confesores, Reina de las Vírgenes, Reina de todos los Santos. Veámoslo por partes: 

I.– Madre intercesora. Esta parte se constituye como el fundamento o núcleo que rige y determina todo el conjunto (fig. 2).

Fig. 2
 

Palomino elige el sector que recae sobre el retablo y por tanto la parte “más directa a la vista” como lugar para su ubicación. En este punto la Trinidad, conformada como Sedes Gratiae, concentra en torno a sí una serie de elementos, algunos de ellos no reseñados por Palomino en su texto y que conviene ir precisando. El Trono de Gracia está ordenado de acuerdo con una disposición típicamente hispánica: el anciano Padre Eterno presenta como signo de la Gracia redentora a su Hijo, sentado a su derecha, que es Cristo Salvador quien muestra los estigmas de su pasión –con la llaga del costado en la izquierda, el lugar del corazón– y por encima de ambos un gran nimbo triangular que contiene la paloma del Espíritu Santo. La gran esfera del cosmos es sostenida por ángeles a los pies del trono. Es esencial que no pase inadvertido el contexto conceptual de este “trono de nubes” –con palabras de Palomino– el cual no es otro que el de la Parusía, muy sabiamente manejado por el artista. No podía ser de otra forma, pues la figura de María, aquí coronada como Reina y como Mater desertorum –con las figuras de los Santos Inocentes a sus pies así como la azucena inclinada señalando hacia abajo-, en actitud de interceder ante su Hijo, constituye un tipo iconográfico que la tradición de las imágenes nos presenta asociada al contexto del Juicio Final. Tanto es así que el artista no ha podido siquiera eludir otros dos elementos indispensables en esta puesta en escena: San Juan Bautista y los ángeles portadores de los instrumentos de la pasión: los arma Christi. No obstante, estos elementos se integran de un modo muy discreto, casi como forzados por el rigor teológico, pero disponiéndose en un conjunto figurativo admirablemente resuelto por el artista quien ha demostrado gran capacidad de síntesis creativa; así San Juan Bautista, independientemente de su vigorosa factura pictórica, parece relegado a un papel un tanto secundario –las miradas de la Trinidad se centran en María, quien asume el liderazgo de esta función intercesora– y los arma Christi quedan reducidos a tres elementos: la cruz que portan los ángeles por detrás de la figura del Salvador, la corona de espinas y los clavos, mostrados también por sendos angelillos. Con todo, hay que destacar la originalidad de disponer la Trinidad en este contexto, ya que lo propio hubiera sido mostrar a María intercesora únicamente ante su Hijo, de acuerdo con la tradición convencional sobre el Juicio Final. No obstante no podría decirse que, presentado de este modo, el concepto haya dado lugar a heterodoxia iconográfica alguna. Además, en un mayor alarde de composición iconográfica, Palomino ha sabido integrar con mucha perspicacia el primer eslabón de la cadena de coros gloriosos que envuelven este núcleo central: la Santa Parentela. Por detrás del Bautista, primo carnal de Cristo, van ocupando su lugar San José, los padres del Bautista: Santa Isabel y San Zacarías y los padres de María: San Joaquín y Santa Ana. San José, destacado discretamente tras el Bautista, viste a la manera tradicional con túnica y manto llevando la clásica rama florecida; dirige su mirada hacia al grupo de la parentela, un tanto ausente de lo que acontece, como tratando de llamarles su atención. Se suceden, por este orden, Santa Ana detrás de San José, vestida como una mujer en edad avanzada y con su característico manto, San Zacarías, ataviado con una fantasiosa muceta con la que se ha tratado de expresar su condición sacerdotal, el cual parece prestar atención a las indicaciones de San José, Santa Isabel, como una anciana mellada, y San Joaquín, situado en el extremo y sin atender a lo que le dice Santa Isabel. Es curioso que este grupo de la parentela de Cristo no haya sido mencionado por Palomino en su proyecto. Como éste son muchos los detalles que debieron resolverse a posteriori y probablemente bajo la supervisión de un teólogo. 

II.– Reina de los Ángeles. Los grupos angélicos son también indispensables en toda visión celeste barroca como la presente. Los ángeles no sólo conforman coros caracterizados sino que figurados como criaturas de toda “edad” comprendida entre la niñez y la adolescencia, se introducen entre las nubes como sustentores de éstas o de los santos que las remontan, e incluso se convierten en tenantes de los atributos de éstos: el arpa del rey David, el cántaro de Gedeón o los símbolos de las renuncias terrenas de San Francisco de Borja. En el cenit de la bóveda se descuelga un pequeño grupo, y uno de ellos simula portar la cuerda de la lámpara que cuelga desde este punto, como si el artista hubiera querido significar el origen celeste de la luz de la lámpara; algo más abajo, como turiferario, otro lleva un incensario y otro un manojo de flores en sus dos manos que dirige hacia la Virgen. Al fondo, en la lejanía, se dispone un coro con ángeles adoradores, cantores y músicos portando instrumentos tales como un órgano, una viola y flautas diversas. 

III.– Reina de los Patriarcas y Reina de los Profetas. Bajo estos dos enunciados de la Letanía Lauretana, se reúne una gran multitud de personajes vetero-testamentarios que se extiende, formando diferentes grupos, por el sector opuesto al Trono de Gracia, y colocados en diferentes grados de lejanía. Es el sector más complejo de la bóveda desde el punto de vista iconográfico, ya que son pocos los tipos del Antiguo Testamento que poseen tradición iconográfica codificada, lo que hace que no puedan ser identificados con exactitud muchos personajes. De izquierda a derecha, el primer grupo lo forman Adán y Eva, ella con la fruta prohibida en su mano, más otro muchacho detrás de ambos, con las manos juntas, que podría ser Abel; montan una nube que se prolonga hacia la profundidad y en la que se alinea una muchedumbre de bienaventurados. Debajo se nos aproxima un gran grupo en el cual se disponen personajes de muy diversa localización bíblica, aunque en un sentido general correspondería al grupo de los Patriarcas. El primero de ellos, a la izquierda, es el profeta Jeremías, que aparece lloroso, secándose las lágrimas con un paño, algo muy significativo puesto que es el profeta de las Lamentaciones ante la ruina de Jerusalén:
¡Clama, pues, al Señor, gime, oh hija de Sión; deja correr a torrentes tus lágrimas, durante día y noche; no te concedas tregua, ni cese la niña de tu ojo!
La tradición asocia a Jeremías estas lamentaciones, y es por otro lado, el profeta de la Pasión de Cristo. Es significativo, en tal sentido, que vista con manto rojo. A las Lamentaciones aludiría, sin duda, el fragmento de rollo con escritura que ha dejado caer a su lado. No resulta claro el personaje situado a su lado que apoya la mano izquierda en un bastón, pero podría tratarse del patriarca Abraham, el gran padre del pueblo de Israel, quien parece escuchar y participar con el profeta de sus tristezas. A continuación Jacob es perfectamente reconocible por la escalera y encima suyo Noé, con el arca, y el joven Isaac con su haz de leña. Este grupo de los Patriarcas, en su sentido estricto, se completa con otros tres personajes que conversan, dos de ellos de espaldas, y que no son ya reconocibles. La misma nube recoge a continuación otro grupo de personajes. Entre ellos, destaca Gedeón, con indumentaria militar, en cuyo escudo aparece un enigmático pan, que podría hacer alusión al trabajo que realizaba antes de ser llamado por Yavéh a convertirse en caudillo de Israel. En efecto, Gedeón majaba trigo en el lagar para ocultárselo a los madianitas cuando se le apareció el ángel de Yavéh (Jueces 6, 11). Abimelec, hijo de Gedeón, podría ser el personaje situado detrás de éste, también con indumentaria militar, pero no caracterizado por ningún otro atributo, lo que deja también abierta la posibilidad de tratarse de otro personaje, como Jefté, sucesor de Abimelec como Juez de Israel. Debajo de Gedeón un angelillo porta un cántaro roto con una antorcha encendida en su interior, en alusión a su victoria contra los madianitas, en la cual los soldados rompen los cántaros para retirar las antorchas (Jue. 7, 16-25). Sansón, considerado por los mitologistas un héroe solar, puesto que su nombre en hebreo significa “pequeño sol” u “hombre del sol”, es el guerrero que aparece en el otro extremo de la nube. Lleva un sol en su escudo y la cabeza de un león en una de sus hombreras, como el Herakles cristiano. Sansón está caracterizado además por su típica melena leonina, que asoma debajo del yelmo y que le distingue del resto de personajes. Como se sabe, era en su cabellera donde residía su fuerza, como la del sol en sus rayos. En medio de todos estos guerreros contrasta la figura de un hombre con el torso desnudo que hace ademán de cubrirse con un manto. Se trata sin ninguna duda de Job. Según el relato bíblico era un hombre rico y feliz, y Dios permitió a Satán que lo probara para ver si seguía siendo fiel en el infortunio, como así fue. Su desnudez es el atributo que mejor lo identifica: “Desnudo salí del seno de mi madre, Desnudo allá retornaré. Yavéh dio, Yavéh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yavéh!” (Job, 1, 21). Debajo de él, sobre la nube, un rollo con escritura podría hacer alusión al libro poético de Job, la obra maestra literaria del movimiento de Sabiduría bíblico.
Montado en una nube intermedia, haciendo la transición hacia el grupo de más a la izquierda, asoma Melquisedec, aquel sacerdote que ante Abraham realizó un sacrificio con pan y con vino, elementos que nos presenta sobre una bandeja. Melquisedec parece estar pendiente de la conversación que llevan a cabo los dos personajes que tiene a su izquierda, situados en primer término y presentados con toda solemnidad: el rey David y el profeta Isaías (fig. 7). El primero, una de las realizaciones más soberbias de Palomino en esta bóveda, aparece perfectamente caracterizado: viste los ropajes de la realeza y debajo de él unos putti sostienen con gran esfuerzo la pesada arpa que la tradición ha convertido en su atributo genuino. Sobre Isaías, aunque no va caracterizado de modo específico, no caben dudas respecto de su identidad, puesto que no puede faltar en un contexto como el presente. Isaías es el profeta mesiánico por excelencia, en cuyos escritos está presente de manera explícita la Virgen María: “He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. (Is. 7, 14)” De acuerdo con los Padres de la Iglesia, María está leyendo este versículo cuando se le apareció el arcángel Gabriel. El profeta viste un manto azul, el color de la Virgen, algo que no parece casual, como tampoco el hecho de que el mismísimo rey David se incline reverente ante sus palabras. Éste parece escuchar otro aspecto importante de estas profecías: “Y saldrá un vástago del tronco de Jesé y de su raíz se elevará una flor (…)” (Is. 11, 1)
En efecto, Isaías anunció que el Mesías surgiría de la estirpe de David. El árbol de Jesé, como es sabido, es también un tema que la tradición asocia con María, constituyéndose en un tipo iconográfico propio de la Virgen. Es incluso en este contexto como cabe también entender la presencia de Melquisedec, cuyo sacrificio de pan y vino prefigura la presencia sacramental de Cristo. Por detrás una gran multitud va difuminándose hacia el fondo y en donde aún aparecen bien caracterizados Moisés y Aarón. El primero porta las tablas de la Antigua Ley y desde su frente irradian los rayos de la inspiración divina. Aarón viste los ornamentos del sacerdocio y agita un incensario. Por último, resta un grupo de dieciséis personajes que ocupan un segundo término sobre una nube más alejada y que podría tratarse de los Profetas en sentido propio, aunque ya hemos apuntado que la distinción entre Patriarcas y Profetas no ha sido establecida de modo tajante en la realidad del presente programa pictórico. Aquí, habría que poner de manifiesto, en primer lugar, el hecho de que este grupo se constituya en número de dieciséis. Se trata evidentemente de un número simbólico, o mejor, retórico. Dieciséis son en realidad el número de profetas de acuerdo con la tradición bíblica católica, los cuales se dividen en dos grupos, en primer lugar los cuatro mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; más los doce menores: Abdías, Ageo, Amós, Habacuc, Joel, Jonás, Malaquías, Miqueas, Nahum, Oseas, Sofonías y Zacarías. Todos tienen en común haber dejado escritos. La distinción entre un grupo y otro no es otra que la cantidad de estos escritos: los profetas mayores han proyectado más escritura. Pero de este conjunto de dieciséis, dos de ellos, Isaías y Jeremías, ya los hemos visto dispuestos fuera de este grupo. Por otro lado, debe ser tenido también en cuenta que existen otros profetas, como Natán, Elías o Eliseo, no enmarcados entre los dieciséis porque no dejaron escritos; son profetas de la acción, como también lo fue Débora. Vemos pues que el número de dieciséis volvería a tener sentido si contamos con alguno de estos últimos. No obstante, como ya he dicho, se trata de un número simbólico que, también, de acuerdo con la tradición tipológica, correspondería con el número de los apóstoles sumándole el de los evangelistas –prescindamos de que dos evangelistas, Mateo y Juan, son además apóstoles-. Los profetas del Antiguo Testamento gozan de tradición iconográfica de forma individual, con atributos característicos, aunque las representaciones son muy escasas, por lo que casi podría decirse que prácticamente no tienen tradición convencionalizada. En el caso presente, Palomino ha obviado su individualización.

IV.– Reina de los Apóstoles. En el tradicional contexto de la Parusía o del Juicio Final, cuando éste se constituyó en el imaginario de la Iglesia, plenamente configurado ya en el Románico, figuraban a modo de asistentes o asesores de Cristo Juez, los veinticuatro ancianos, de acuerdo con la primera fuente que organiza este tipo iconográfico: el Apocalipsis. Pero desde el Gótico, la fuente que inspiró la escena del Juicio fue el Evangelio de San Mateo (Mat. 25, 31 y ss.), lo que conllevó que se prescindiera de los ancianos, siendo éstos substituidos por los apóstoles. Es por ello que se explique el hecho de que aparezcan distribuidos en dos grupos a cada uno de los lados en torno a la Sedes Gratiae ocupada por la Trinidad. El artista aquí no ha querido ser demasiado explícito y, aunque la mayoría de éstos pueden ser identificados por medio de atributos convencionales, otros no son identificables, perdiéndose su individualidad en el conjunto.
Con Pablo, el Apóstol de los Gentiles, y con Matías, sustituto de Judas Iscariote, conforman un grupo de trece hombres. Por la derecha, desde el centro hacia afuera, arrancan desde la lejanía siete apóstoles. Los dos primeros aparecen conversando: el primero, sin caracterización, podría ser Santiago Alfeo, y Bartolomé, inconfundible por el cuchillo. Siguen otros dos: Simón Zelotes a quien distinguimos por la sierra de su martirio, levemente visible en su mano izquierda, y Felipe, caracterizado con una cruz en asta. Ya situado en la fila delantera  se nos muestra Santiago el Mayor, con indumentaria de peregrino: la concha y el bordón –que R. Stoltz reintegró libremente transformándolo en un cayado pastoril con calabacita-, a continuación Tomás, con una escuadra ya que fue arquitecto, conversa con Pablo, que apoya su mano izquierda en una espada. Cierra el grupo Matías llevando la lanza. En el lado opuesto se distinguen cinco apóstoles, los cuales se nos muestran en una actitud más contemplativa: el más alejado visualmente, y más próximo al centro, asomando por el fondo y absorto ante la visión de la Trinidad, aunque no caracterizado, puede que se trate de Judas Tadeo. También se vuelve, como extasiado, Juan Evangelista, sostenido en el aire entre una nube y su emblemática águila, y llevando en sus manos libro y pluma. A continuación se suceden Andrés, apoyando su cruz en aspa, San Mateo con el humilde gesto de juntar las manos, y Pedro, inconfundible por las llaves, de las cuales parece olvidarse ante la visión del Trono de Gracia. 

V.– Reina de los Mártires. Los mártires ocupan el lugar contiguo a las vírgenes. Conforman un coro abanderado por San Esteban que vestido con su dalmática sostiene una gran bandera roja rematada por la cruz. A su lado, y en primer término San Jorge adquiere gran protagonismo; tiene debajo al dragón abatido. San Lorenzo, sosteniendo su gran parrilla dirige su atención a la Trinidad, al igual que San Bernardo de Alzira, que aparece detrás de él con el hábito blanco, escapulario y capuchón negros de la orden del Císter, con la capa negra de los conversos y caracterizado con el clavo de su martirio hundido en la frente. Por detrás, confundidas entre la multitud, dos cabezas femeninas pueden aludir a sus hermanas María y Gracia. Más allá emerge el dominico San Pedro de Verona con un cuchillo en medio de la cabeza, un puñal en su corazón y con una palma circundada de tres coronas. En una vaguada de la nube, en el punto de iniciarse la fuga de ésta hacia el fondo, descuella un mancebo joven, ataviado como soldado, apoyando su mano en una espada, así como una muchacha con rico atuendo llevando una flecha. Ambos llevan también palma de martirio. Se trata de San Mauricio –o bien San Acacio– y de Santa Úrsula. Ambos tienen en común encabezar sendos grupos multitudinarios de mártires: San Mauricio, oficial al mando de la legión tebana, en el s. III, diezmada por orden de Maximiano, y Úrsula, que ofrecería idéntico ejemplo femenino, con sus once mil vírgenes martirizadas por los hunos.
A partir de aquí, la nube va progresivamente hundiéndose en la lejanía llevando consigo la multitud de mártires, no identificables ya, aunque caracterizados con algunos suplicios: uno de ellos nos da la espalda mostrando un cuchillo hundido, otro levanta una gran cruz donde se supone debió ser también clavado, que nos hace pensar en San Dimas, o el Buen Ladrón16. En su conjunto, se trataría de los innumerables mártires que tuvo la Iglesia en época de las persecuciones de los que en su mayor parte no se ha conservado ni siquiera su nombre. 

VI.– Reina de los Confesores. La tradición de la Iglesia reconoció la santidad de los mártires en primer lugar, ya que éstos habían sido los “testigos” de Cristo que habían vertido su sangre por la fe. Pero más tarde, a partir del S. IV, cuando los mártires fueron escaseando, engrosarían estas filas los obispos y ascetas, así como las vírgenes, los cuales habían permanecido fieles a lo largo de su vida, a la Ley divina. Los santos no mártires fueron también por tanto “testigos de Cristo” a su manera. Obviamente la Iglesia dispone en primer término el martirio rojo de los mártires, pero considera también el martirio blanco de los confesores y de las Vírgenes. Entre los confesores, un lugar preeminente lo ocupan los anacoretas, los padres del desierto, abundantes en Egipto y Siria durante los primeros siglos tras la Paz de la Iglesia en el S.
Los anacoretas, por otro lado, son el embrión del futuro movimiento monacal. Es significativo que tres destacados anacoretas de la Tebaida, como ancianos barbados, ocupen su lugar como continuación de la hilera de los apóstoles. De este modo, tras la figura de San Pedro se suceden: San Antonio Abad, con cayado y hábito de los monjes de su orden, los antoninos, caracterizado por un sayal con capucha y con la Tau en azul bordada sobre su hombro; San Pablo ermitaño, con el torso desnudo y vestido con malla de hoja de palma y San Onofre, con gesto de sumisión piadosa y con la cintura ceñida con una fronda de zarzal, su atributo iconográfico más individualizado, así como, colgando de sus manos, el salterio o camándula de cuentas rematada con una cruz, objeto semejante al rosario, pero típico de los anacoretas. Este grupo surge de la profundidad en un espacio donde las figuras comienzan a tomar unos perfiles que permiten la distinción individualizada y se nos hace visible por encima del coro de las vírgenes. El grupo que sigue al de los anacoretas, lo conforman otros santos, en su mayor parte en relación con las diferentes órdenes religiosas.
Un poco más cercanos al espectador, en un grado de profundidad intermedia, y formando un grupo aislado, se muestran los dos santos fundadores de la orden trinitaria: San Juan de Mata y San Félix de Valois. Ambos van tonsurados, con una larga barba y visten el hábito blanco de la orden con la cruz de Malta de los trinitarios –palo horizontal azul y el vertical rojo– en el centro del escapulario y con un manto negro con capuchón. Aparecen conversando y uno de ellos, puesto que no se los distingue, porta en su mano izquierda un grillete, en alusión a la redención de cautivos, singularidad de esta orden. Otro grupo más numeroso cabalga otra nube situada encima formando una combada hilera cuyos extremos se prolongan en la profundidad. En el punto más cercano al espectador aparecen enfrentados San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán, ataviados cada uno de ellos con los hábitos correspondientes a sus órdenes. San Francisco besa una austera cruz de palo y en sus manos se aprecian los estigmas. Santo Domingo acerca una azucena a su pecho con una mano, mientras que con la otra porta el bordón de fundador que llega a ocultarse por detrás de San Francisco. En el lado de éste último vemos a San Nicolás de Bari, revestido con ornamentos episcopales orientales, aunque no porta mitra, pero sí las tres bolas de oro sobre un libro, atributo tradicional, alusivo a tres dotes que dio a tres hermanas para que éstas pudieran contraer matrimonio. Gesticula con su mano izquierda, como admirado por la visión del Trono de Gracia. Por detrás suyo, como queriéndose recluir, advertimos aún en meditación a San Bruno, fundador de los cartujos, inconfundible por su hábito caracterizado por la cogulla con trabas –equivalente al escapulario en otros hábitos– y sin ningún otro atributo, como queriendo permanecer en el anonimato. Con este recurso Palomino ha querido subrayar la soledad y humildad profesadas por los monjes de esta orden. En el sector de nube que se aleja por detrás de Santo Domingo encontramos a San Pedro Nolasco, fundador de la Merced, vistiendo el hábito blanco de la orden, y exhibiendo también un grillete como redentor de cautivos. Detrás de éste aparecen cuatro figuras, entre las cuales descuella San Antonio de Padua, con hábito franciscano, imberbe y con su azucena, junto con San Francisco de Paula, fundador de la congregación de los Mínimos, con luenga barba y con el bastón curvado, típicos de su iconografía. Completa este panorama de los santos confesores un grupo muy destacado que reúne a los Doctores de la Iglesia. Allí está San Jerónimo, con su moderna caracterización de penitente, habiéndose despojado de las ropas cardenalicias: un gran manteo de color púrpura, entre cuyos pliegues aún asoma el capelo, envuelve su desnudez. Casi nos da la espalda y aparece frente a Santo Tomás de Aquino, que luce el sol en su pecho, a modo de collar. San Gregorio Magno, vestido con muceta roja y camauro, discute con San Agustín, con capa pluvial, bajo la cual asoma aún el hábito negro de los agustinos. Entre ambos se aprecia la cabeza tonsurada de San Buenaventura, vestido con hábito franciscano y llevando el capelo rojo por detrás de su cabeza, sujeto al cuello por delante. Por detrás del grupo asoma una cabeza mitrada, que permanece ajena a la conversación; quizás se trate de San Ambrosio. 

VII.– Reina de las Vírgenes. El coro de vírgenes aparece inmediatamente a continuación de la primera de ellas: María. Encabeza el grupo Santa Margarita, portadora de la cruz, su atributo característico, en cuya larga asta se enrosca un gran pendón blanco, el color del “martirio blanco” de las Vírgenes, que lleva el emblema de una corona de espinas en torno a un corazón en llamas, símbolo del amor ardiente a Jesucristo, aunque prácticamente todas las que aquí aparecen sufrieron además el “martirio rojo” con el derramamiento de su sangre. Santa Margarita se dirige al grupo señalando mediante un gesto a María. La siguen Santa Catalina de Siena, dominica, coronada de espinas, Santa Teresa de Jesús, carmelita, Santa Rosa de Lima, terciaria dominica, con corona de rosas, como también Santa Rosalía de Palermo, anacoreta. No faltan Santa Bárbara, inconfundible por la torre y la palma del martirio, así como Santa Inés que acaricia el cordero, Santa Catalina de Alejandría, bajo la cual sobresale, en la nube, la rueda dentada de su martirio. Descuellan también en este grupo otras tres vírgenes de dudosa identificación, ya que su único atributo es la palma del martirio. Podría tratarse de otras vírgenes mártires como Santa Cristina, Santa Águeda, Santa Lucía, Santa Dorotea… No sabemos hasta qué punto Palomino, o sus mentores, pensarían en santas concretas o bien las introducirían para crear la sensación de una multitud, cosa bien probable a juzgar por el carácter que tiene esta representación del cielo y a lo que ya nos hemos referido. 

VIII.– Reina de Todos los Santos. El broche final lo constituye el conjunto de Todos los Santos, significado particularmente aquí mediante el grupo de santos valencianos, los cuales imponen su inconfundible presencia en medio de todo un conjunto de santos anónimos representados en segundo término que confieren forma al conjunto de “todos los santos” según la letanía. Una nube adelantada en talud nos muestra reunidos a los santos valencianos. El más destacado de todos ellos es San Francisco de Borja, vestido de jesuita con sotana y manteo, sosteniendo su principal atributo: la calavera coronada; a sus pies dos ángeles mantienen en el aire los símbolos de sus honores temporales a los que renunció: la armadura caballeresca, el hábito de la orden militar de Santiago y el capelo cardenalicio. A su derecha aparece San Vicente Ferrer, con hábito dominico, con su inconfundible gesto de levantar el índice, mientras a su lado un angelito mantiene un libro abierto en donde se lee su lema: TIMETE DEVM ET DATE ILLI HONOREM. A continuación sorprende advertir una santa, que por sus atributos es inconfundible: Santa Isabel de Portugal. Sorprende porque no es valenciana, si bien fue hija de Pedro III el Grande, y es probable que fuera incorporada a este grupo de un modo indefectible por no poseer como alternativa una santa estrictamente valenciana. De todos modos debió de ser en este tiempo una santa bastante popular, ya que fue canonizada en 1626. Viste hábito franciscano —es patrona de la Tercera orden de San Francisco—, va coronada y lleva recogido en el manto un manojo de rosas, de acuerdo con un conocido milagro que consta en su proceso de canonización. Por la izquierda de San Francisco de Borja se suceden en hilera otros santos valencianos muy conocidos. En primer lugar el patrón de la ciudad San Vicente mártir, vestido con dalmática como diácono, llevando la palma del martirio y sosteniendo con su mano la enorme cruz en aspa de su martirio. Detrás San Pascual Bailón, franciscano descalzo, no adora ya el Sacramento eucarístico sino que con su gesto demuestra el gozo, ya en el cielo, de la visión directa de Dios. A continuación Santo Tomás de Villanueva, con capa pluvial, mitra y báculo, se nos muestra con el gesto caritativo de ofrecer una moneda, y a su lado el dominico San Luis Bertán, el apóstol de Colombia y México, con el atributo de la copa con la serpiente, emblema indicador de que intentaron envenenarle. Por detrás de esta serie de santos valencianos, en diferente gradación de lejanía, se disponen otros en su mayor parte con identificación confusa, pero que sin duda la intención fue precisamente mantener cierto anonimato para significar la muchedumbre de santos del cielo. No olvidemos que se quiso significar también, con palabras del mismo Palomino, a “todos los Bienaventurados”. No obstante hay uno de ellos cuya identificación es segura: San Pedro Pascual, un santo canonizado en 1670 y cinco años más tarde incluido en el Martirologio Romano. Se le representa con hábitos corales, como canónigo de la catedral de Valencia, con palma de martirio y con una espada en alusión a su supuesta decapitación en Granada. Aparecen también dos santas mártires, con sendas palmas, y un grupo de mitrados en torno a un papa que nos es mostrado de espaldas. Podrían ser identificados todos estos personajes, más allá del repertorio valenciano, como las mártires Justa y Rufina, así como los obispos hispalenses San Leandro y San Isidoro y el papa San Dámaso. Incluso podríamos ver en uno de ellos a San Valero, ya que fue obispo y compañero de presidio de San Vicente y cuya devoción está arraigada en Valencia. No obstante preferimos optar por dejar en la indefinición todas estas figuras, y entender su conjunto como multitud de santos, de acuerdo con el programa iconográfico, que expresa claramente la intención de afirmar la muchedumbre de los bienaventurados, dando así forma a aquella expresión letánica de María como “Reina de todos los santos”. 

MIGUEL JACINTO MELENDEZ (Oviedo, 1679 - Madrid, 25 de agosto de 1734)
Miguel Jacinto Meléndez nace en Oviedo en 1697 siendo hijo de Vicente Meléndez de Ribera y de Francisca Díaz de Luxío y hermano mayor del también pintor Francisco Antonio Meléndez. Siendo niño su familia emigró a Madrid donde Miguel Jacinto aprendió el arte de la pintura posiblemente de la mano del pintor José García Hidalgo y en la Academia del Conde de Buena Vista del modo tradicional: copiando estampas y dibujos, luego al natural y, finalmente, copiando cuadros de grandes maestros del siglo XVII.
Cuando se casa con María del Río, en 1704, Meléndez ya ha terminado su etapa de formación y se gana la vida como pintor en la Corte fundamentalmente realizando retratos de Felipe V y María Luisa de Saboya en un período en el que la Guerra de Sucesión Española paraliza cualquier actividad artística cortesana. En este contexto se le nombrará Pintor honorario del Rey, sin sueldo, el 31 de junio de 1712. Meléndez sólo conseguirá los 720 maravedíes anuales de gajes que conllevaba el cargo en febrero de 1727.
Al finalizar la Guerra de Sucesión la vida de Meléndez sufre importantes modificaciones. Así, el 19 de octubre de 1715, su mujer, María del Río, muere de postparto cinco días después de dar a luz a su hijo Julián Joaquín. Un año más tarde, el 21 de octubre de 1716 se vuelve a casar con Alejandra García de Ocampo de la que tuvo dos hijas; Josefa María y María Vicenta, esta última muerta siendo niña.
Principalmente se dedicó a los retratos, realizando los de la casa real entre 1708 y 1728. En 1712 fue nombrado pintor de cámara por Felipe V, quien puede considerarse su mejor cliente, ocupando la plaza que había quedado vacante por muerte de Manuel de Castro. Pero cuando la corte se trasladó a Sevilla, donde estuvo desde 1729 a 1733, Meléndez prefirió quedarse en Madrid y ello supuso su declive comercial, al ser monopolizados los encargos de retratos regios por Jean Ranc y su taller.
En los últimos años de su vida, Meléndez se especializó en retratos de nobles españoles (fundamentalmente los dos espléndidos retratos del marqués de Vadillo) y en diferentes ejemplos de pintura religiosa encargada por diferentes congregaciones.
Con una posición económica desahogada y una clientela importante, aunque con el favor real "secuestrado" por Ranc, Miguel Jacinto Meléndez morirá en Madrid el 25 de agosto de 1734 dejando a su viuda e hijos una desahogada posición económica.
Su estilo está influido por Van Dyck y la escuela flamenca, aunque en las imágenes de vírgenes se nota la influencia de Juan Carreño de Miranda.

Felipe V vestido de cazador (1712)
Óleo sobre lienzo. 103 x 83 cm. Museo Cerralbo
La actividad de Miguel Jacinto Meléndez se sitúa entre el final de la pintura madrileña del Siglo de Oro y el nuevo período que nace con la creación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Tío de Luis Meléndez, famoso pintor de bodegones, y hermano de Francisco, pintor real de miniaturas, trabajó en la corte en un momento en el que pocos artistas españoles sobresalían.
Contribuyó a crear el prototipo de retrato oficial de los soberanos de la nueva dinastía borbónica, cuya función era difundir su imagen en todos los territorios de la monarquía española, con un afán propagandístico, acabando con la imagen decadente del último representante de los Austrias.
Felipe V o Felipe de Anjou, nieto de luis XIV de Francia y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, fue designado sucesor al trono español. En este retrato aparece ataviado a la moda francesa, sustituyendo la austera indumentaria de la Casa de Austria. Su atuendo es de cazador, a cuyo deporte tenía una gran afición, siguiendo la tradición de los relatos velazqueños. Viste casaca roja con bordados en oro, y corbata y bocamanga en encaje de color blanco. Lleva sombrero azul oscuro al estilo de la época, con adorno de plumas blancas y peluca blanca a la moda francesa con cinta rosa y plata. El único signo que le identifica como rey es la banda azul de la orden del Espíritu Santo que cruza su pecho. Sostiene el fusil con su mano izquierda y lo apoya sobre su hombro mientras que con la mano derecha señala al tenebroso paisaje del fondo.
El rostro aparece idealizado, característica de los retratos de Meléndez que participa de la idealización y dignificación de los retratos que se produce en la pintura del siglo XVIII, aunque, eso sí, sin pomposidad ni arrogancia.
Sus retratos, aunque no profundizan en el aspecto psicológico de los personajes, si destacan por sus novedades como situar a los personajes al aire libre, colorido alegre, referencias paisajísticas y la forma de señalar el paisaje. 

Felipe V, 1718 - 1722.
Óleo sobre lienzo, 82 x 62 cm. Museo del Prado
Esta obra, junto con el retrato compañero de Isabel de Farnesio, responde al deseo de la familia real española de poseer efigies adecuadas a su función al frente del Estado, con un carácter solemne y oficial pero al tiempo próximo y directo. A tal efecto, el pintor renuncia a los espacios palaciegos, propios del mundo cortesano, para centrarse en las facciones de los monarcas y algunos de los elementos de tipo simbólico que les rodean habitualmente, insignias en el caso del rey, así como parte de una armadura, y atuendo lujoso y joyas en lo que concierne a la reina. Ambos se inscriben en óvalos moldurados en trampantojo con fondo neutro oscuro, sobre el que resaltan con especial fuerza, lo que produce una sensación de volumen que acentúa la verosimilitud ante los ojos del espectador. Imágenes como éstas fueron frecuentes y se destinaron a ser enviadas a instituciones civiles y militares, dentro y fuera de la metrópoli, en aras de transmitir las facciones de los soberanos por todo el conjunto de territorios que configuraban el vastísimo imperio español; también se remitieron a parientes o personalidades vinculadas a la monarquía, e incluso a las distintas cortes europeas, dentro de los contactos diplomáticos que se mantenían con diferentes países. El retrato del rey pertenece a un amplio grupo de cuadros similares que Meléndez ejecutó desde la segunda década de la centuria en adelante, parecidos a los de la Biblioteca Nacional de Madrid, a los de la catedral de Burgo de Osma y a los que se conservan en otros muchos lugares. El rostro del soberano todavía aparenta joven y está llevado a cabo con cierto grado de idealización; no obstante posee un carácter concreto y vivo, apreciables calidades táctiles, una serena franqueza y, en conjunto, los rasgos sólidos de las facciones destacan por comparación con la consistencia algo vaporosa de la peluca. Felipe V (1683-1746) viste coraza, sobre una prenda de mangas ampulosas, y lleva cuello y corbata blancos; su pecho está cruzado por la banda de la orden del Saint-Esprit y luce el collar de la orden del Toisón de Oro. Con objeto de resaltar los pliegues de las telas y los brillos de éstas y de la armadura, Meléndez aplica pinceladas de trazos largos y zigzagueantes, siguiendo las pautas técnicas de la escuela madrileña barroca. El cromatismo está bien armonizado y es rico en tonalidades. La obra denota la madurez de Meléndez (1679-1734) y semeja posterior a las creaciones de este tipo hechas por Michel-Ange Houasse, que llegó a Madrid en 1715, y anterior a los lienzos de Jean Ranc, que se puso al servicio de los monarcas a fines de 1722.

Isabel de Farnesio, 1718 - 1722.
Óleo sobre lienzo, 82 x 62 cm. No expuesto
Esta obra, junto con el retrato compañero de Felipe V, responde al deseo de la familia real española de poseer efigies adecuadas a su función al frente del Estado, con un carácter solemne y oficial pero al tiempo próximo y directo.
A tal efecto, el pintor renuncia a los espacios palaciegos, propios del mundo cortesano, para centrarse en las facciones de los monarcas y algunos de los elementos de tipo simbólico que les rodean habitualmente, insignias en el caso del rey, así como parte de una armadura, y atuendo lujoso y joyas en lo que concierne a la reina. Ambos se inscriben en óvalos moldurados en trampantojo con fondo neutro oscuro, sobre el que resaltan con especial fuerza, lo que produce una sensación de volumen que acentúa la verosimilitud ante los ojos del espectador. Imágenes como éstas fueron frecuentes y se destinaron a ser enviadas a instituciones civiles y militares, dentro y fuera de la metrópoli, en aras de transmitir las facciones de los soberanos por todo el conjunto de territorios que configuraban el vastísimo imperio español; también se remitieron a parientes o personalidades vinculadas a la monarquía, e incluso a las distintas cortes europeas, dentro de los contactos diplomáticos que se mantenían con diferentes países. La efigie de la reina Isabel de Farnesio (1692-1766) está conseguida con menor acierto que la de Felipe V, en la medida en que resulta más convencional, poco penetrante y quizás algo rejuvenecida respecto de la edad que contaba en el momento del retrato. Despliega una elegante indumentaria cortesana, con profusión de joyas, pintadas con exquisito acabado -destacando la miniatura de su regio esposo al pecho- y se envuelve en un manto de armiño. Ostenta una alta peluca con un broche, del que destaca una gran perla pinjante en forma de pera (¿la Peregrina)?, que sujeta una lazada que prosigue en una graciosa cinta rosa cayendo desde la cabeza y caracoleando sobre los hombros. En todos los restantes conceptos se asocia al retrato de Felipe V, y el análisis estético y técnico resulta similar para ambas obras, ejecutadas de modo que sugieran la idea de que son compañeras. 

Sagrada Familia. Hacia 1732.
Óleo sobre lienzo. Museo del Prado
El niño Jesús dormido, tradicional imagen que prefigura su muerte, es contemplado por san José y la Virgen. Esta, rodeada de las rosas que la simbolizan, retiene a san Juanito para que no despierte a su hijo. Cuando ingresó en el Prado, la pintura fue atribuida al bodegonista Luis Meléndez, aunque más tarde fue considerada una obra tardía de su tío Miguel Jacinto, pintor de cámara de Felipe V. 

La Inmaculada Concepción, 1733.
Óleo sobre lienzo, 208 x 141 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
Obra inspirada en un probable prototipo de Cerezo, conservado en la Hispanic Society de Nueva York, sin embargo prefigura ya una nueva estética dieciochesca. El vestido de la Inmaculada es de color plateado grisáceo y consigue los brillos de las telas con largas pinceladas blancas. Las carnaciones son muy claras y suaves y los angelotes, con sus alas azules y las flores que llevan en las manos, dinamizan el cuadro, de gran calidad. La manera de pintar las telas, el tono gris acerado para el traje, los adornos de perlas de las bocamangas, así como su prototipo de los ángeles, son rasgos muy característicos del pintor.
El entierro del conde de Orgaz,
1734.
Óleo sobre lienzo, 85 x 147 cm. Museo del Prado
Cuando estaban enterrando al señor de Orgaz (m. 1323), en la iglesia de Santo Tomé de Toledo, se aparecieron san Agustín y san Esteban quienes, sosteniéndolo el primero por la cabeza y el segundo por los pies, lo depositaron en el sepulcro. Muy distinto al famoso cuadro del Greco, su formato apaisado permite a Meléndez plantear un gran espectáculo al modo teatral, visible al descorrer los cortinajes del primer plano; rodeando al grupo principal, los asistentes al milagro, los hachones encendidos y el rompimiento de gloria forman tres ángulos superpuestos en perspectiva al fondo. Forma pareja con San Agustín conjurando la plaga de la langosta (P-958). Ambos cuadros se refieren a apariciones milagrosas de san Agustín que tuvieron lugar en Toledo. Por fallecimiento del artista, los cuadros definitivos fueron realizados por su discípulo Andrés de la Calleja; uno de ellos se encuentra en el Museo del Prado (P-7229). Otro boceto en grisalla se conserva en el Museo Casa Natal de Jovellanos, Gijón.

Francisco Antonio de Salcedo y Aguirre, marqués de Vadillo, 1729-1730
Óleo sobre lienzo. 200 cm; Ancho: 140 cm. Museo de Bellas Artes de Asturias 
Uno de los principales retratos de la nobleza española, a los que se dedicó con pleitesía dieciochesca Miguel Jacinto Meléndez (Oviedo, 1679-Madrid, 1734) en los últimos años de su vida, se encuentra  con su modelo en el Museo de Bellas Artes de Asturias. Se trata de una de las obras en las que el asturiano, nombrado en 1712 pintor de cámara del rey Felipe V, da representación a Francisco Antonio Salcedo y Aguirre, conocido como el marqués de Vadillo, caballero destacado en la corte, que fue corregidor de la Villa de Madrid bajo su reinado.
El cuadro, propiedad de las colecciones municipales de la capital, colgado durante años en el Museo de Historia, se encuentra ahora en las paredes de la principal pinacoteca asturiana, donde responde a uno de los muchos depósitos que enriquecen sus colecciones. Hoy, a las doce del mediodía, esta obra que data de las primeras décadas del siglo XVIII, será encarada con otra, considerada antecesora, que responde a uno de los trabajos preparatorios que el artista realizó para consolidar definitivamente el retrato en la pieza en la que el corregidor quedó inmortalizado. El modelo será presentado al público por el consejero de Cultura y ex director del Museo de Bellas Artes, Emilio Marcos Vallaure.
Según los expertos, este retrato que se reúne con su modelo y otro segundo que también pintó Miguel Jacinto Meléndez del marqués son un «espléndido ejemplo» del género retratista español. El de Vadillo, que por cierto fue mecenas del mismísimo Pedro de Ribera, impulsando muchas de sus obras, (como la ermita de la Virgen del Puerto, donde está enterrado), es también uno de los dos mejores retratos que el creador asturiano realizó en la etapa en la que dedicó prácticamente todo su talento a representar a grandes caballeros y damas de la corte, con algunas excepciones centradas en la pintura religiosa.Otro bien pudiera ser uno de los muchos que dedicó a Felipe V (uno de sus principales clientes), además del mentado segundo retrato que hizo al marqués de Vadillo, en el que dicho rey depositó tal confianza que le hizo ganar unos poderes morales y reales muy por encima de los que tuvieron sus antecesores corregidores. No en vano Francisco Antonio Salcedo y Aguirre fue uno de los más destacados de su siglo. 

JOSÉ VERGARA GIMENO (Valencia, 2 de junio de 1726-Ibídem, 9 de marzo de 1799)
Pintor valenciano más destacado de la segunda mitad del siglo XVIII. Con una ingente obra pictórica, tanto al fresco como sobre caballete, evolucionó del Tardobarroco al Neoclasicismo. Es el fundador de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en 1768.
Pese a su gran popularidad en tierras valencianas, ya que su prolífica obra está presente en una buena parte de su geografía, determinada crítica artística lo ha minusvalorado injustamente atendiendo a prejuicios meramente subjetivos que se extienden también a una buena parte de la pintura valenciana del setecientos. Afortunadamente, los estudios recientes de Miguel Ángel Catalá Gorgues y muy especialmente de David Gimilio Sanz, que le dedicó una espléndida exposición monográfica en el Museo de Bellas Artes de Valencia en 2005, han iniciado la recuperación de este pintor de fuerte personalidad, sin duda alguna el máximo exponente de la sensibilidad academicista en la Valencia de la Ilustración.
El pintor José Vergara inició su formación artística bajo la tutela de su padre, el escultor y arquitecto Francisco Vergara, primero copiando la Cartilla de Principios de José de Ribera, y más tarde en la academia de dibujo del pintor Evaristo Muñoz, continuadora a su vez de la de Juan Conchillos, escuela aquella en la que, conforme a una disciplina innovadora, los alumnos se adiestraban en el dibujo del natural a la vista de copiar modelos masculinos o estatuas. Al decir de Orellana era tal su conocimiento, talento y facilidad, que a los 7 años de edad dibujaba ya figuras copiadas del natural en la citada academia, y a los 13 años pintó “al fresco una alegoría que avia en un relox a la esquina de una casa, en la calle de San Vizente frente de San Gregorio”. Esta obra debió tener cierta resonancia, pues, a continuación, según el citado manuscrito, se le encargaron dos medallones con pasajes relativos a escenas de la vida de Santa Catalina mártir, situados a ambos lados del retablo mayor de la iglesia parroquial de Santa Catalina, así como la bóvedilla de la parte inferior del órgano de ese mismo templo. Unos años después, en torno a 1744, cuando tenía 18 o 19 años, pinta las pechinas de la colegiata de Játiva representando las cuatro Heroínas Bíblicas, obra desaparecida al desplomarse la cúpula en 1866 y por la que recibió 200 libras.
Estos fueron los cimientos y las primeras obras sobre las que se fundaron los progresos que hizo después en su profesión, debidos más bien a su genio y estudio que a las enseñanzas recibidas. Según la historiografía clásica, José Vergara no perdió ocasión alguna de que pudiese sacar partido para sus adelantos, parafraseando a Ceán, siempre estuvo pintando, dibujando y experimentando en las diferentes técnicas con la finalidad de dominarlas, lo cual nos habla de un artista inquieto e interesado en el aprendizaje. El peso de la tradición pictórica valenciana le hizo copiar determinadas obras de Juan de Juanes, Francisco Ribalta y José de Ribera de enorme significación iconográfica y artística en Valencia, reproducciones éstas, realizadas ya por admiración personal del propio Vergara, ya por deseo expreso del comitente, como es el caso de las variaciones juanescas del Ecce Homo y del Salvador Eucarístico.
El hecho de que José Vergara no saliera nunca de su entorno más cercano (constatado en la biografía manuscrita), nos obliga a concretar un tipo de aprendizaje in situ basado en la tradición pictórica valenciana; en las estampas y grabados que sin duda utilizó en sus composiciones; en los tratados de arte que consultó y en los ejemplos de los grandes artistas foráneos que existían en tierras valencianas. Todo esto desembocó en una nueva manera de concebir la pintura desde un sentido clasicista que será la base del academicismo valenciano.
Un caso significativo es el estudio de unas pinturas originales del pintor napolitano Paolo de Matteis, sobre todo, los seis lienzos de la capilla del Milagro sobre diversas escenas de la vida de San Francisco y Santa Clara, en el convento de Clarisas de Cocentaina, realizados entre 1690 y 1691 por encargo del conde Francisco de Benavides y Corella, virrey de Nápoles, un conjunto sin parangón en tierras valencianas. La asimilación de las pinturas de Cocentaina por Vergara se produce en una etapa avanzada, no tanto de formación, y que se observa en la forma de componer (las figuras que ayudan a cerrar la composición, la introducción de la arquitectura para delimitar la composición, la creación de grupos de personas para crear profundidad). Estas normas son instrucciones teóricas que Vergara, sin duda, leyó en los tratados y vio en las estampas para visualizarlo posteriormente a las pinturas de un maestro, con el fin de captar el clasicismo seiscentista que es la base del clasicismo academicista de la pintura valenciana del siglo XVIII. 

La fundación de la Academias de Santa Bárbara y San Carlos
En 1752 José Vergara inicia la gran aventura que jalonará el resto de su vida, el intento de fundar una academia pública de dibujo en Valencia, heredera de la de Evaristo Muñoz y de las escuelas seiscentistas valencianas donde artistas y nobles se formaban en el difícil arte del dibujo y de la pintura. Este suceso decisivo y por el que se le conoce a Vergara en los libros especializados en Arte, tiene una vertiente de promoción personal que refuerza nuestra concepción de un artista moderno, tanto en cuanto, preocupado de que exista una correlación entre su profesión y su posición cultural y social. José Vergara y su hermano Ignacio Vergara, junto a otros artistas y nobles valencianos fundaron la Academia de Santa Bárbara el 7 de enero de 1753 en las salas de la Universidad concedidas a tal efecto, lo que supone la primera incidencia del academicismo novator y reformista. A pesar de ser vista al inicio como una academia de corte barroco al estilo de las de Sevilla y Zaragoza con mezcla de tradiciones gremiales (asistencia al viático y sanitaria), se propugnó, sin embargo, por la autonomía de cada arte mayor. Años después, fallecida la reina Bárbara de Braganza se disolvió aquella academia por falta de apoyos oficiales, pero durante cerca de tres años José Vergara fue un docente con título de académico e incluso fue nombrado primer director de pintura.
Tras unos años baldíos, consigue nuevamente con el apoyo del ayuntamiento y el arzobispo Mayoral (curiosamente los dos grandes mecenas de José Vergara) una nueva Resolución Real y así, el 2 de septiembre de 1766 se aprobaron los estatutos de la Academia, intitulada ya oficialmente de San Carlos en homenaje a Carlos III. La definitiva aprobación llegó el 14 de febrero de 1768 al ser sancionada por el rey y con promesa de una dotación económica anual. Para su funcionamiento inmediato se pusieron en marcha las aulas de gramática y retórica de la Universidad vacantes tras la expulsión de los jesuitas, permaneciendo allí hasta 1848 cuando, tras la Desamortización, pasaron a ocupar las dependencias del Convento del Carmen. En 1789 será nombrado director general de esta academia. 

Personalidad artística y evolución de su estilo
La formación de Vergara se produce desde la asimilación de las formas y composiciones más cercanas a él, con un marcado sentido autodidacta que será constante en su carrera artística, tal y como deja patente el comentario de Ceán “No perdía ocasión alguna de que pudiese sacar partido para sus adelantamientos”. Estableciendo un repaso a las diferentes influencias artísticas mencionadas por sus biógrafos, y aquellas localizadas en este estudio se puede constatar el carácter auto formativo. Dentro del naturalismo valenciano del siglo XVII se pueden apreciar las referencias a la cartilla de Ribera se evidencian en la obra del San Jerónimo en el desierto. Las innumerables copias de las piezas de Joan de Joanes como el Salvador Eucarístico y el Ecce Homo. De los Ribalta copió igualmente, ya sea de forma directa como en el caso de La Virgen, el Niño con ángeles músicos, o con la reinterpretación de modelos ribaltescos como en el Sueño de San Martín.
Los biógrafos de Vergara hacen especial hincapié en la decisiva influencia de las pinturas de Noél Nicolás Coypel en las carrozas del Marqués de la Mina, y de Paolo de Matteis. Del primero, podemos intuir que tal influencia se pudo centrar en las pinturas de cabezas de ángeles de corte afrancesado, totalmente innovador en esta zona, que produjo en Vergara una evidente excitación y desasosiego, y que se puede relacionar con las cabezas serafines de la cúpula de la capilla de San Vicente Ferrer. Sabemos, por Arques Jover, que los hermanos Vergara vieron las pinturas de Matteis en Cocentaina, y que, además, estas pinturas le influyeron en la composición de algunas de sus pinturas como es el caso de la "Fundación de la Orden de la Merced por el rey Jaime I" o el de "San Remigio bautizando a Clodoveo rey de los Francos". Ninguno de sus biógrafos históricos menciona la influencia de Palomino, pero sin embargo, se ha de señalar que las obras del cordobés serán decisivas en la configuración de la estética vergariana. Una influencia, no sólo práctica, sino teórica, puesto que el tratado El Museo pictórico y escala óptica será básica en su obra. Junto a estos referentes se añade la búsqueda de una estética nueva, sustituta del naturalismo precedente y vinculado con el tardobarroco de la primera generación de pintores valencianos del siglo XVIII, de corte clasicista que se conectará con el mundo de las incipientes academias. El mundo de las estampas que tantas ocasiones ha explicado la formación y evolución de un artista, nos ha ofrecido un vínculo con el clasicismo seiscentista italiano de donde Vergara extraerá su clasicismo academicista que definirá su personalidad pictórica, y que será su gran aportación a la Historia del Arte valenciano.
El estilo en la pintura de Vergara se ha definido como la búsqueda de un clasicismo seiscentista de origen italiano preferentemente, como base al academicismo incipiente que se respiraba en la Valencia del siglo XVIII. Una vez conseguido, Vergara profundizará en el estudio de estas formas (dibujos de posturas de manos, de pies, de rostros, de plegados), de determinadas composiciones (Sagradas Familias, martirios y figuras de santos) con el ánimo de configurar unas reglas y unas normas concretas y sólidas que definan la nueva forma de hacer Arte, con un claro sentido pedagógico orientado hacia la Academia. 

Autorretrato, 1775
Óleo sobre lienzo. 86 x 63 cm. Real Academia de Bellas Artes de San Carlos
En 1762 la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando le nombra académico de mérito por la pintura. Su producción pictórica abarcó tanto la  pintura de caballete como la mural, en la que destacaría especialmente, y todos los géneros, desde la mitología y la alegoría hasta el bodegón, el paisaje, el asunto religioso y el retrato.  
A diferencia de los autorretratos conservados en el Museo de Bellas Artes de Valencia y en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Zaragoza, en los que el artista aparece en posición casi frontal, en esta ocasión está representado de lado, con la cabeza girada hacia el espectador y apoyado sobre una mesa. En los tres casos, sin embargo, se sitúa sobre un fondo neutro, lo que permite que destaquen las extraordinarias calidades pictóricas alcanzadas en los tejidos de su indumentaria, especialmente el terciopelo de su casaca. El artista manifiesta su condición de pintor mediante la paleta y los pinceles que sostiene con su mano izquierda, si bien además la dignifica mediante el manto de terciopelo rojo que le envuelve. Aunque la obra de la Academia no está fechada, el aspecto físico del artista es similar al de los autorretratos citados, por lo que su ejecución debió ser coetánea. 

Telémaco y Calipso, 1753-1754
Óleo sobre lienzo.  91 x 135 cm. Real Academia de San Fernando
Telémaco era hijo de Odiseo y Penélope. Siguiendo el relato de la Odisea (libro I), ante la prolongada ausencia de su padre la diosa Atenea adoptó la apariencia de Méntor, el mejor amigo de Odiseo, para pedir al joven que despidiera a los pretendientes de su madre e indagara acerca del paradero de su padre, retenido durante años contra su voluntad por Calipso. La escena muestra el encuentro de Telémaco y Méntor con Calipso y sus compañeras, un episodio que no guarda relación con la obra de Homero. Posiblemente está  inspirada en el poema Telémaco en la isla de Calipso, escrito por el poeta peruano José Bermúdez de la Torre hacia finales del siglo XVII. Se trata de una epopeya amorosa que narra el naufragio de Telémaco y Méntor en la isla Ogigia donde vivía la ninfa y cómo ésta se enamora del joven, del mismo modo que antes se había enamorado de su padre.

Figura de un litigante, 1790
Óleo sobre lienzo. 192 x 115 cm. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
Firmado en la parte inferior derecha: "Vergara F. 1790." En la parte inferior: "Figura de un litigante temerario que consumio su hacienda en Pleytos/ llegando al mayor apuro de la miseria; y lexos de escarmentar, está ca/vilando por donde introducir recursos, para promover nuevos artícu-/los, y lograr sus infundadas pretensiones."

Retrato del beato Nicolás Factor 1788
Óleo sobre lienzo. 262 x 145 cm. Capilla de la Sapiencia. Arcosolio en el segundo tramo. Lado del Evangelio.
La pintura fue realizada, a instancias del Consejo Municipal, para conmemorar la reciente beatificación del religioso valenciano en 1786. El Beato Nicolás con hábito franciscano, en pie, levitante y con los brazos alzados en actitud contemplativa y extática, con la mirada dirigida hacia un rompimiento de gloria eucarística: la Hostia radiante rodeada de querubines. A sus pies y a su derecha, dos mendigos, un adulto con vendajes de enfermo y un niño harapiento implorantes. Al otro lado, una paleta de pintor sobre un pergamino en forma de cartela como dispuesta para una inscripción que no se realizó y más arriba, sobre una mesa vestida, un bodegón, al modo de vanitas, con vara de azucenas, libros, calavera y reloj de arena, de clara intención alegórica. El rostro del retratado alcanza cierta intensidad y carácter a pesar de la blandura excesiva de la pincelada y está inspirado en retratos más antiguos realizados del natural, a los que ha conseguido insuflar aliento.

 

 Proximo Capítulo: Capítulo 25 - Barroco Hipanoamericano

 

 

 

 

Bibliografía
AA.VV. (2005). El palacio del rey planeta. Felipe IV y el Buen Retiro. Madrid, Museo del Prado, catálogo de la exposición. ISBN 84-8480-081-4.
AA.VV. (1991). Enciclopedia del Arte Garzanti. Ediciones B, Barcelona. ISBN 84-406-2261-9.çAgulló Cobo, Mercedes (1981). Más noticias sobre pintores madrileños de los siglos XVI al XVIII. Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Delegación de Cultura. ISBN 84-500-4974-1.
Angulo Íñiguez, Diego, y Pérez Sánchez, Alfonso E. Pintura madrileña del segundo tercio del siglo XVII, 1983, Madrid, Instituto Diego Velázquez, CSIC. ISBN 84-00-05635-3
Azcárate Ristori, José María de; Pérez Sánchez, Alfonso Emilio; Ramírez Domínguez, Juan Antonio (1983). Historia del Arte. Anaya, Madrid. ISBN 84-207-1408-9.
Brown, Jonathan y Elliott, J. H. (1985). Un palacio para el rey. Madrid, Alianza Forma. ISBN 84-292-5111-1.
Burke, Marcus y Cherry, Peter, (1997). Collections of paintings in Madrid, 1601-1755. Getty Publications, Los Ángeles. ISBN 0-89236-496-3.
Calvo Serraller, F., Los géneros de la pintura, Taurus, Madrid, © Santillana Ediciones Generales, S.L., 2005, ISBN 84-306-0517-7
De Antonio, Trinidad (1989). El siglo XVII español. Historia 16, Madrid.
Gállego, Julián (1995). El pintor, de artesano a artista. Granada, Diputación provincial. ISBN 84-7807-151-2.
Jordan, William B. (2005). Juan van der Hamen y León y la corte de Madrid. Madrid, Patrimonio Nacional. ISBN 84-7120-387-1.
López Torrijos, Rosa (1985). La mitología en la pintura española del Siglo de Oro. Madrid, Cátedra. ISBN 84-376-0500-8.
Marías, Fernando (1989). El largo siglo XVI. Madrid, Taurus. ISBN 84-306-0102-3.
Morán, Miguel y Checa, Fernando (1985). El coleccionismo en España. De la cámara de maravillas a la galería de pinturas. Madrid, Cátedra. ISBN 84-376-0501-6.
Pérez Sánchez, Alfonso-Emilio: EL SIGLO XVII: EL SIGLO DE ORO, en el artículo «España» (págs. 582 y 583) del Diccionario Larousse de la Pintura, I, Planeta-Agostini, Barcelona, 1987. ISBN 84-395-0649-X
«El barroco español. Pintura», en Historia del arte, Madrid, © Ed. Anaya, 1986, ISBN 84-207-1408-9
Pintura española de bodegones y floreros de 1600 a Goya. Madrid, Ministerio de Cultura, catálogo de la exposición. 1983. ISBN 84-500-9335-X.
Pintura barroca en España (1600-1750). Madrid, Cátedra. 1992. ISBN 84-376-0994-1.
Portús Pérez, Javier (1998). La Sala Reservada del Museo del Prado y el coleccionismo de pintura de desnudo en la corte española, 1554-1838. Madrid, Museo del Prado. ISBN 84-8003-120-4.
Prater, Andreas: «El Barroco» en Los maestros de la pintura occidental, págs. 222 y 223, © Ed. Taschen, 2005, ISBN 3-8228-4744-5
Revenga Domínguez, Paula (2002). Pintura y sociedad en el Toledo barroco. Toledo, Servicio de Publicaciones. Junta de Comunidades de Castilla La Mancha. ISBN 84-7788-224-X.
Schneider, Norbert: Naturaleza muerta, © 1992 Benedikt Taschen, ISBN 3-8228-0670-6
Spinosa, Nicola (2006). Ribera. L’opera completa. Nápoles, Electa. ISBN 88-510-0288-6.
VV.AA.: «El Barroco español. Pintura», págs. 253-263, en Historia del arte, Editorial Vicens-Vives, Barcelona, © E. Barnechea, A. Fernández y J. de R. Haro, 1984, ISBN 84-316-1780-2
Wethey, Harold E. (1983). Alonso Cano. Pintor, escultor y arquitecto. Madrid, Alianza Forma. ISBN 84-206-7035-9.

No hay comentarios:

Publicar un comentario