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domingo, 15 de noviembre de 2020

Capítulo 21 - Pintura barroca española - Velázquez

Diego Velázquez

Segundo viaje a Italia
Velázquez llegó a Málaga a principios de diciembre de 1648, desde donde embarcaría con una pequeña flota el 21 de enero de 1649 en dirección a Génova, ​ permaneciendo en Italia hasta mediados de 1651, con el fin de adquirir pinturas y esculturas antiguas para el rey. También debía contratar a Pietro da Cortona para pintar al fresco varios techos de estancias que se habían reformado en el Real Alcázar de Madrid. Al no poder comprar esculturas antiguas tuvo que conformarse con encargar copias en bronce mediante vaciados o moldes obtenidos de originales famosos. Tampoco pudo convencer a Pietro da Cortona para realizar los frescos del Alcázar, y en su lugar contrató a Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli, expertos en la pintura de trampantojo. Este trabajo de gestión, más que el propiamente creativo, le absorbió mucho tiempo; viajó buscando pinturas de maestros antiguos, seleccionando esculturas antiguas para copiar y obteniendo los permisos para hacerlo. Otra vez realizó un recorrido por los principales estados italianos en dos etapas: la primera le llevó hasta Venecia, donde adquirió obras de Veronés y Tintoretto para el monarca español; la segunda, tras instalarse en Roma, a Nápoles, donde se reencontró con Ribera e hizo provisión de fondos antes de retornar a la Ciudad Eterna. ​
En Roma, a comienzos de 1650, fue elegido miembro de las dos principales organizaciones de artistas: la Academia de San Lucas en enero, y la Congregazione dei Virtuosi del Panteón el 13 de febrero. ​ La pertenencia a la Congregación de los Virtuosos le daba derecho a exponer en el pórtico del Panteón el 19 de marzo, día de San José, donde expuso su retrato de Juan Pareja (Museo Metropolitano de Arte de Nueva York).
El retrato de Pareja fue pintado antes del realizado al papa Inocencio X. Victor Stoichita estima que Palomino relató esto de la forma que mejor le convino, alterando la cronología y acentuando el mito:
Cuando se determinó retratarse al Sumo Pontífice, quiso prevenirse antes con el ejercicio de pintar una cabeza del natural; hizo la de Juan Pareja, esclavo suyo y agudo pintor, tan semejante, y con tanta viveza, que habiéndolo enviado con el mismo Pareja a la censura de algunos amigos, se quedaban mirando el retrato pintado, y al original, con admiración y asombro, sin saber con quién habían de hablar, o quién había de responder (...) contaba Andrés Esmit ... que siendo estilo que el día de San José se adorne el claustro de la Rotunda [el Panteón de Agripa] (donde está enterrado Rafael de Urbino) con pinturas insignes antiguas, y modernas, se puso este retrato con tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este solo verdad; en cuya atención fue recibido Velázquez por Académico romano, año de 1650. 
Destaca Stoichita la leyenda forjada a lo largo de los años alrededor de este retrato y sobre la base de este texto en varios niveles: la contraposición entre el retrato-ensayo del esclavo y el retrato final con la grandeza del papa; las imágenes expuestas en un espacio casi sagrado (en la tumba de Rafael, príncipe de los pintores); el aplauso universal de todos los pintores de diferentes naciones al contemplarlo entre insignes pinturas antiguas y modernas. ​ En realidad, se sabe que entre un retrato y otro pasaron algunos meses, dado que Velázquez no retrató al papa hasta agosto de ese año y, por otra parte, su admisión como académico había tenido lugar antes de su exposición. ​
Sobre Juan de Pareja, esclavo y ayudante de Velázquez, se sabe que era morisco, «de generación mestiza y de color extraño» según Palomino. ​ Se desconoce en qué momento pudo entrar en contacto con el maestro, pero en 1642 firmó ya como testigo en un poder otorgado por Velázquez. ​ Fue testigo nuevamente en 1647 y lo volvió a ser en 1653, firmando en esta ocasión el poder para testar de Francisca Velázquez, hija del pintor. ​ Según Palomino, Pareja ayudaba a Velázquez en tareas mecánicas, como moler los colores y preparar los lienzos, sin que el maestro, en razón de la dignidad del arte, le permitiese ocuparse nunca en cuestiones de pintura o dibujo. Sin embargo, Pareja aprendió a pintar a escondidas de su dueño. En 1649 acompañó a Velázquez en su segundo viaje a Italia, donde lo retrató y, según se sabe por un documento publicado, el 23 de noviembre de 1650, todavía en Roma, le otorgó la carta de libertad, con obligación de seguir sirviendo al pintor cuatro años más. ​
El retrato más importante que pintó en Roma fue el del papa Inocencio X. Gombrich considera que Velázquez debió sentir el gran reto de tener que pintar al papa, y sería consciente al contemplar los retratos que Tiziano y Rafael realizaron a anteriores papas, considerados obras maestras, que sería recordado y comparado con estos maestros. Velázquez, de igual forma, hizo un gran retrato, interpretando con seguridad la expresión del papa y la calidad de sus ropas. ​
El excelente trabajo en el retrato del papa desencadenó que otros miembros de la curia papal deseasen retratos suyos de la mano de Velázquez. Palomino dice que realizó siete de personajes que cita, dos no identificados y otros que quedaron inacabados, un volumen de actividad bastante sorprendente en Velázquez, tratándose de un pintor que se prodigaba muy poco. ​
Muchos críticos adjudican la Venus del espejo a esta etapa en Italia. Velázquez debió de realizar al menos otros dos desnudos femeninos, probablemente otras dos Venus, una de ellas citada en el inventario de los bienes que dejaba a su muerte. ​ El tema del tocador de Venus había sido tratado anteriormente por dos de los maestros que más influencia tuvieron en la pintura velazqueña: Tiziano y Rubens, pero por sus implicaciones eróticas creaba serias reticencias en España. Cabe recordar que Pacheco aconsejaba a los pintores que se viesen obligados a pintar un desnudo femenino utilizar a mujeres honestas como modelos para cabeza y manos, imitando lo demás de estatuas o grabados. ​ La Venus de Velázquez aporta al género una nueva variante: la diosa se encuentra tendida de espaldas y muestra su rostro al espectador reflejado en el espejo.
Jenifer Montagu descubrió un documento notarial que acreditaba la existencia en 1652 de un hijo romano de Velázquez, Antonio de Silva, hijo natural y cuya madre se desconoce. Los estudiosos han especulado sobre ello y Camón Aznar apuntó que pudo ser la modelo que posó para el desnudo de la Venus del espejo, que quizás fuese la que Palomino llamaba Flaminia Triunfi, «excelente pintora», a la que habría retratado Velázquez. De esta supuesta pintora, sin embargo, no se tiene ninguna otra noticia, aunque Marini sugiere que quizás se pueda identificar con Flaminia Triva, de veinte años, hermana y colaboradora de Antonio Domenico Triva, discípulo de Guercino.
La correspondencia que se conserva muestra las continuas demoras de Velázquez para retrasar el fin del viaje. Felipe IV estaba impaciente y deseaba su vuelta. En febrero de 1650 escribió a su embajador en Roma para que le urgiese en el regreso: «pues conoceis su flema, y que sea por mar, y no por tierra, porque se podría ir deteniendo y más con su natural». Velázquez seguía en Roma a finales de noviembre. El conde de Oñate comunicó su marcha el 2 de diciembre y a mediados de mes se comunicó su paso por Módena. Sin embargo, hasta mayo de 1651 no embarcó en Génova. ​ 

Juan de Pareja. 1650
Óleo  sobre lienzo. 81,3 cm × 69,9 cm. Museo Metropolitano de Arte, Nueva York,  Estados Unidos
Juan de Pareja, esclavo de Velázquez, era originario de Antequera (Málaga). ​ Morisco, «de generación mestiza y de color extraño», según Palomino, ayudaba a Velázquez en las tareas de moler los colores y preparar los lienzos. ​ Esta costumbre de tener esclavos como ayudantes estaba, al parecer, extendida en Sevilla entre los pintores, pues Francisco Pacheco, maestro de Velázquez, tenía un turco que le ayudaba, y su condiscípulo Francisco López Caro estuvo en posesión de un esclavo negro.
El mismo año en que se fecha el retrato, el 23 de noviembre de 1650, en Roma, Velázquez le otorgó carta de libertad, efectiva a los cuatro años a condición de que en ese tiempo no huyese ni cometiese actos criminales. ​ Juan de Pareja fue pintor él mismo, imitando en sus retratos los de su maestro. Antonio Palomino destacó su «singularísima habilidad» para los retratos, de los cuales, añadía, «yo he visto algunos muy excelentes, como el de José de Ratés (arquitecto en esta Corte) [actualmente en el Museo de Bellas Artes de Valencia] en que se conoce totalmente la manera de Velázquez, de suerte, que muchos lo juzgan suyo».​ En sus composiciones religiosas, sin embargo, se mostró «completamente ajeno a la contención velazqueña» aproximándose a las corrientes del pleno barroco y a los modos de hacer de Francisco Rizi o Carreño. ​ Buen ejemplo de ello es su Vocación de San Mateo (Museo del Prado), fechada en 1661, cuadro en el que incluyó su autorretrato entre los asistentes a la escena llevando un papel con su firma, autorretrato que sirvió para identificar al sujeto representado en esta obra velazqueña y relacionarla con el retrato de Juan de Pareja del que se tenía noticia por fuentes antiguas. Curiosamente, en el retrato que hace de sí mismo, como parte de la composición mencionada, se presenta con los rasgos más afilados y el color de la piel más claro, marcando así una diferencia en relación al retrato que le hace Velázquez.
El retrato fue pintado en 1650, durante el segundo viaje a Italia de Velázquez y que, a diferencia del primer viaje de estudios, tenía como misión adquirir obras, principalmente estatuas clásicas, y contratar fresquistas para decorar los palacios de Felipe IV. ​
El retrato fue pintado algo antes de realizar el retrato del Papa Inocencio X. Palomino afirmó, y así se ha venido repitiendo, que lo hizo para ejercitarse antes de pintar al Papa, pues llevaba algunos meses sin coger los pinceles. El biógrafo cordobés añadía que el cuadro se expuso en la «Rotonda» con ocasión de la fiesta de San José, patrón de la Congregación de los Virtuosos del Panteón, el 19 de marzo de 1650. Allí pudo verlo el pintor flamenco Andrés Smith, quien informaba a Palomino que estando expuesto entre muchas otras obras antiguas y modernas, «a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero éste solo verdad», siendo por él recibido académico en la citada Congregación. ​ En realidad, se sabe que entre un retrato y otro pasaron algunos meses, dado que Velázquez no retrató al Papa hasta agosto de ese año y, por otra parte, su admisión como académico había tenido lugar algo antes de su exposición, pues consta que ya lo era en el mes de febrero. ​
El cuadro debió de quedar en Roma al regreso de Velázquez. La primera noticia probable que de él se tiene es de 1704, inventariado en la colección de monseñor Ruffo, maestro de cámara del Papa y miembro de una familia vinculada a España, donde era citado como retrato de «un servo che fu servitore del Sr. Diego Velasquez (...) cosa stupenda».​ El mismo, o una copia, perteneció luego a la colección Acquaviva, donde Preciado de la Vega lo vio en 1765 en el palacio del cardenal Trajano. A finales del siglo XVIII había pasado a Nápoles, donde lo compró sir William Hamilton. El retrato permaneció por largo tiempo en diversas colecciones británicas, siendo identificado en 1848 por primera vez con el original de Velázquez por Stirling, comparándolo con la copia entonces existente en la colección Howard y actualmente conservada en la Hispanic Society of America. ​ Fue subastado en Christie's (Londres) el 27 de noviembre de 1970, alcanzando un récord de precio y pasó a ser una de las joyas principales del museo de Nueva York.
Velázquez retrata a Juan de Pareja de medio perfil y con la cabeza ligeramente girada hacia el espectador, al que mira con fijeza. Viste con elegancia capa y valona con encajes de Flandes. La luz incide directamente sobre la frente y se difunde con brillos broncíneos por la tez morena. La figura se recorta nítidamente sobre el fondo neutro a pesar de su reducida gama cromática, en la que dominan los verdes de distintas intensidades. El gesto es altivo y seguro. La mirada ladeada refleja, especialmente, ese carácter altivo y serio. ​ Velázquez, como ya ocurría en sus retratos de bufones, es capaz de dotar de dignidad a los personajes que, por su profesión o condición, carecen de ella en la consideración social. 

Inocencio X, 1650
Óleo sobre lienzo. 140 cm × 120 cm. Galería Doria Pamphili, Roma,  Italia
Hay constancia documental de que el papa posó para Velázquez en agosto de 1650. El cuadro aparece firmado en el papel que sostiene el pontífice, donde se lee: «Alla santa di Nro Sigre / Innocencio Xº / Per / Diego de Silva / Velázquez dela Ca / mera di S. Mte Cattca».
En aquella época no era habitual que los papas accediesen a posar para artistas extranjeros. En este caso el pontífice hubo de hacer una excepción porque Velázquez gozaba de buenas referencias: viajaba a Italia como pintor de Felipe IV, y además es muy posible que Inocencio conociese al pintor desde décadas antes. En 1625, siendo nuncio, Inocencio había viajado a Madrid acompañando a Francesco Barberini.
En las mismas fechas de este retrato, Velázquez hizo otros de menor formato de personajes próximos a Inocencio X, incluido su barbero, si bien ninguno está fechado y pueden ser posteriores en unos meses a la efigie del papa. Tres de estos retratos se conservan: en la Hispanic Society de Nueva York (Camillo Astalli), en el palacio de Kingston Lacy, Reino Unido (Camillo Massimi), y en el Museo del Prado (Ferdinando Brandani). Este último, antes conocido como El barbero del Papa, fue adquirido por el museo madrileño en 2003 y luego se desveló la verdadera identidad del personaje.
Se cuenta que, cuando el papa vio terminado su retrato, exclamó, un tanto desconcertado: Troppo vero! («demasiado veraz»), aunque no pudo negar la calidad del mismo. El pontífice obsequió a Velázquez con una medalla y una cadena de oro, que figurarían entre los bienes del pintor cuando éste falleció.
El cuadro se ha mantenido en manos del mismo linaje desde que se pintó; primero en la familia Pamphili, y luego en la Doria-Pamphili cuando ambas se unieron. El pintor Joshua Reynolds lo elogió como «el mejor retrato de toda Roma» (elogio que sería secundado, un siglo después, por Oscar Wilde) y un crítico comentó que «al lado hay colgada una Virgen de Guido Reni, que por comparación parece de pergamino». El historiador Hippolyte Taine consideró este retrato como «la obra maestra de todos los retratos» y que «una vez visto, es imposible de olvidar».
Una de las virtudes de Velázquez es que era capaz de penetrar psicológicamente en el personaje para mostrarnos aquellos aspectos ocultos de su personalidad. Aunque sus retratos eran calificados de «melancólicos y severos», para el gusto actual resultan mucho más veraces que los de Rubens y Van Dyck, quienes en vida gozaron de mayor éxito comercial porque adulaban a sus clientes embelleciéndolos.
La expresión del papa es tensa, con el ceño fruncido; totalmente opuesta a los retratos papales realizados por Rafael y Carlo Maratta, que oscilan entre expresiones más o menos introspectivas y afables sin llegar al semblante casi agresivo de Inocencio X.
Técnicamente, el retrato es elogiado por su arriesgada gama de color, de rojo sobre rojo: sobre un cortinaje rojo, resalta el sillón rojo, y sobre éste el ropaje del papa. Esta superposición de rojos no consigue aplastar el vigor del rostro. Velázquez no idealiza el cutis del papa dándole un tono nacarado, sino que lo representa rojizo y con una barba desmañada, más de acuerdo con la realidad.
Dentro de la evolución pictórica de Velázquez, podemos contemplar que su mano está mucho más suelta, a la hora de pintar, que al comienzo de su carrera, pero que aun así sigue consiguiendo la misma calidad, tanto en los ropajes como en los objetos; se acerca cada vez más al impresionismo si bien la comparación con este movimiento artístico resulta equivocada. Más bien, Velázquez recuperó la tradición colorista de Tiziano y la escuela veneciana. 

Venus del espejo, 1647-1651
Óleo sobre lienzo, 122 cm × 177 cm. National Gallery, Londres,  Reino Unido
La Venus del espejo representa a la diosa romana del amor, la belleza, y la fertilidad reclinada lánguidamente en su cama, con la espalda hacia el espectador —en la Antigüedad, el retrato de Venus de espaldas fue un motivo erótico visual y literario común​ y con sus rodillas dobladas. Se muestra sin la parafernalia mitológica que normalmente se incluye en representaciones de la escena; están ausentes las joyas, las rosas y el mirto. A diferencia de la mayor parte de los retratos previos de la diosa, que la muestran con cabellera rubia, la Venus de Velázquez es morena. ​ Cuando la obra se inventarió por vez primera, fue descrita como «una mujer desnuda», probablemente debido a su naturaleza controvertida.
La figura femenina puede identificarse con Venus debido a la presencia de su hijo, Cupido. Este aparece sin su acostumbrado arco y flechas. Cupido, gordito e ingenuamente respetuoso, incluso vulgar, tiene en sus manos una cinta rosa de seda que está doblada sobre el espejo y se riza sobre su marco. Su función ha sido objeto de debate por los historiadores del arte. En general, se cree que sería una especie de atadura, un símbolo del amor vencido por la belleza. Esta es la interpretación que le dio el crítico Julián Gallego, quien entendió que la expresión facial de Cupido era melancólica, de manera que la cinta sería unos grilletes que unían a este dios con la imagen de la belleza, así que le dio a la pintura el título de Amor conquistado por la Belleza. ​ Se ha sugerido también que puede ser una alusión a los grilletes usados por Cupido para atar a los amantes, también que se sirvió para colgar el espejo, e igualmente que se había empleado para vendar los ojos a Cupido unos momentos antes. ​
El elemento más original de la composición es el espejo que sostiene Cupido, ​ en el que la diosa mira hacia afuera, al espectador de la pintura​ a través de su imagen reflejada en el espejo. Este hecho de que Venus esté viendo al espectador a través del espejo representa «la idea de la conciencia de la representación, muy característica de Velázquez».​ Y el espectador, a su vez, puede ver en el espejo el rostro de la diosa, difuminado por el efecto de la distancia, y solo revela un vago reflejo de sus características faciales. La imagen borrosa es una contradicción barroca, puesto que Venus es la diosa de la belleza, pero esta no se distingue bien. El aspecto borroso del rostro ha llevado a pensar que realmente es una mujer fea o vulgar, una aldeana en vez de una diosa, lo que algunos críticos entienden como alusión a la capacidad engañosa de la belleza. La crítica Natasha Wallace ha aludido a la posibilidad de que la cara no distinguida de Venus sea la clave del significado oculto de la pintura, en el sentido de que «no se pretende que sea un desnudo femenino concreto, ni siquiera como un retrato de Venus, sino como una imagen de la belleza absorta en sí misma».​ Según Wallace, «No hay nada espiritual en el rostro o en la pintura. El ambiente clásico es una excusa para una sexualidad estética muy material, no del sexo en sí, sino una apreciación de la belleza que conlleva atracción.» ​
Los pliegues de las sábanas de la cama se hacen eco de la forma física de la diosa, y se presentan para enfatizar las dramáticas curvas de su cuerpo. ​ La composición usa principalmente tonos de rojo, blanco, y gris, empleados incluso en la piel de Venus; aunque el efecto de este simple esquema cromático ha sido muy alabado, recientes análisis técnicos han demostrado que la sábana gris era en origen un «malva intenso», que actualmente se ha apagado. ​ Los colores luminiscentes usados en la piel de Venus, aplicados con un «tratamiento suave y cremoso, fundente»,​ que contrasta con los grises oscuros y el negro de la seda o satén sobre la que ella reposa, y con el marrón de la pared detrás de su cara.
Velázquez es capaz de conseguir profundidad gracias a la composición. Coloca objetos y cuerpos unos detrás de otros: las diferentes sábanas, cuerpo de la Venus, el espejo, Cupido, la cortina en diagonal, y la pared del fondo, hacen que tengamos la idea de una estancia muy profunda.
Aunque se piensa, en general, que la obra se pintó del natural, la identidad de la modelo es objeto de especulación como ocurre, por ejemplo, con la Maja desnuda de Goya. En la España de la época era admisible que los artistas emplearan modelos desnudos masculinos para estudios; sin embargo, el uso de modelos de desnudo femeninos era algo mal visto. ​ Se cree que la pintura se ejecutó durante una de las visitas de Velázquez a Roma, y Prater ha señalado que en Roma el artista «llevó verdaderamente una vida de considerable libertad personal que resultaría coherente con la idea de usar un modelo femenino desnudo». Se han propuesto diversas identidades para la modelo. Se pensó en la pintora italiana Lavinia Triunfi, que habría posado para Velázquez en Roma. También se ha lanzado la hipótesis de que la pintura represente a una amante de Velázquez que se sabe que tuvo estando en Italia, de la que se supone que tuvo un hijo; ​ Diversos documentos prueban la existencia de un hijo ilegítimo. Se ha aludido a que el modelo es el mismo que en la Coronación de la Virgen y Las Hilanderas, ambas en el Museo del Prado, y otras obras. ​
Tanto la figura de Venus como la de Cupido resultaron significativamente alteradas durante el proceso de pintura, y como resultado aparecen las correcciones del artista respecto a los contornos que inicialmente pintó. ​ Los «arrepentimientos» pueden verse en el brazo alzado de Venus, que estaba al principio en una posición más alta; en la posición de su hombro izquierdo, y en su cabeza, que tenía un perfil más acusado, mostrando un poco de la nariz. ​ Los rayos infrarrojos revelan que Venus estaba originalmente más incorporada con su cabeza vuelta hacia la izquierda. ​ Los contornos del espejo y el dorso de Cupido también están alterados. ​ Una zona en la parte izquierda de la pintura, que se extiende desde el pie izquierdo de Venus hasta la pierna y pie izquierdo de Cupido, queda aparentemente indefinida, pero este rasgo se ve en otras de las grandes obras de Velázquez y probablemente era deliberado. 

Fuentes
Numerosas obras, desde la Antigüedad hasta el barroco, se han citado como fuentes de inspiración de Velázquez. Se mencionan en particular las pinturas de desnudos y de Venus realizadas por los pintores italianos, en especial los venecianos. La versión de Velázquez es, según el historiador del arte Andreas Prater, «un concepto visual muy independiente que tiene muchos precursores, pero ningún modelo directo; los eruditos lo han buscado en vano».​ Entre los precedentes principales se encuentran la Venus dormida de Giorgione (h. 1510); ​ varias representaciones de Venus por parte de Tiziano, como Venus y Cupido con una perdiz, Venus y Cupido con un organista y, destacadamente, la Venus de Urbino de 1538; y el Desnudo recostado de Palma el Viejo. Todos estos cuadros muestran a la deidad reclinándose sobre lujosas telas, aunque en ambientación de paisaje en las obras de Giorgione y Palma el Viejo. ​ El uso de un espejo colocado en el centro estaba inspirado por los pintores del Alto Renacimiento Italiano, incluidos Tiziano, Jerónimo Savoldo, y Lorenzo Lotto, quien usó espejos como un protagonista activo, en lugar de ser un mero accesorio en el espacio pictórico. 
Tanto Tiziano como Rubens habían pintado ya a Venus mirándose en un espejo, y puesto que ambos tuvieron lazos estrechos con la corte española, sus ejemplos habrían sido familiares para Velázquez. No obstante Velázquez se opone claramente a las exuberantes carnes de las mujeres pintadas por Tiziano y Rubens, también ejecutadas en Italia. «Esta chica con su estrecha cintura y cadera prominente, no se parece a los desnudos italianos, más rotundos y plenos, inspirados por la antigua escultura».​ Velázquez volvió más bien a los patrones de los clásicos alemanes del siglo anterior, más esbeltos y que recuerdan a la estatuaria clásica. ​
Velázquez combina en esta tela dos temas tradicionales: La Venus ante el espejo con Cupido y La Venus tumbada. ​ En varios sentidos, la pintura representa una novedad pictórica: por usar como centro un espejo, y debido a que muestra el cuerpo de Venus de espaldas respecto al espectador. ​ Al encontrarse la mujer de espaldas, hecho poco habitual en la pintura de desnudos, ​ no resulta un desnudo provocativo. Es una innovación, para un desnudo de gran tamaño, que se muestre la espalda del sujeto, aunque​ había precedentes de esto en los grabados de Giulio Campagnola, ​ Agostino Veneziano, Hans Sebald Beham y Theodor de Bry, ​ así como en dos esculturas clásicas que Velázquez conocía y de las que hizo vaciados en Roma, ​ para enviarlos a la colección real española en 1650-51. Se trata de la Ariadna dormida que actualmente se conserva en el Palacio Pitti, pero que entonces se encontraba en Roma; y del ya mencionado Hermafrodita Borghese (véase imagen más arriba), escultura que, como la Venus del espejo, tiene marcada la curva que va de la cintura a la cadera. Sin embargo, la combinación de elementos en la composición de Velázquez resultaba original.
La Venus del espejo puede que se pretendiera como pareja de una pintura veneciana del siglo XVI de una Venus acostada (que parece que se empezó como una Dánae) en un paisaje, en la misma pose, pero vista desde el frente. Ciertamente, las dos pinturas colgaron juntas durante muchos años en España cuando estaban en la colección de Gaspar Méndez de Haro, marqués del Carpio, pero se desconoce en qué momento se emparejaron. ​
La Venus del espejo es uno de los primeros desnudos integrales de la pintura española, ejemplo único en la pintura española hasta ese momento​ y el único que queda ejecutado por Velázquez. Sin embargo, están documentados otros tres desnudos del artista en los inventarios españoles del siglo XVII. Dos se mencionan en la colección real, pero pudieron perderse en el fuego de 1734 que destruyó el Real Alcázar de Madrid. Otro más se documentó en la colección de Domingo Guerra Coronel. ​ Estos documentos mencionan «una Venus reclinada», Venus y Adonis​ y el tercero Cupido y Psique. ​
El desnudo era muy inusual en el arte español del siglo XVII, ​ siendo oficialmente desaconsejado. Tanto la pintura como la exposición en público de un desnudo lascivo, entendiendo por tal en términos generales el desnudo mitológico, se consideraban pecado mortal. Sin embargo, dentro de círculos intelectuales y aristocráticos, eran admitidos como objetos de artísticos, dejando de lado la cuestión de su moralidad, y no es raro encontrar desnudos y mitologías en los inventarios de las colecciones privadas. 

Última década: su cumbre pictórica
En junio de 1651 regresó a Madrid con numerosas obras de arte. Poco después, Felipe IV lo nombró Aposentador Real, lo que le encumbró en la corte y añadió fuertes ingresos que se sumaron a los que ya recibía como pintor, ayuda de cámara, superintendente y en concepto de pensión. Aparte recibía las cantidades estipuladas por los cuadros que realizaba. ​ Sus cargos administrativos le absorbieron cada vez más, incluido el de Aposentador Real, que le quitaron gran cantidad de tiempo para desarrollar su labor pictórica. ​ Aun así, a este periodo corresponden algunos de sus mejores retratos y sus obras magistrales Las meninas y Las hilanderas. ​
La llegada de la nueva reina, Mariana de Austria, motivó la realización de varios retratos. También la infanta casadera María Teresa fue retratada en varias ocasiones, pues debía enviarse su imagen a los posibles esposos a las cortes europeas. Los nuevos infantes, nacidos de Mariana, también originaron varios retratos, sobre todo Margarita, nacida en 1651. 
En el final de su vida pintó sus dos composiciones más grandes y complejas, sus obras La fábula de Aracné (1658), conocida popularmente como Las hilanderas, y el más celebrado y famoso de todos sus cuadros, La familia de Felipe IV o Las meninas (1656). En ellos vemos su estilo último, donde parece representar la escena mediante una visión fugaz. Empleó pinceladas atrevidas que de cerca parecen inconexas, pero contempladas a distancia adquieren todo su sentido, anticipándose a la pintura de Manet y a los impresionistas del siglo XIX, en los que tanto influyó su estilo. ​ Las interpretaciones de estas dos obras han originado multitud de estudios y son consideradas dos obras maestras de la pintura europea. ​
Los dos últimos retratos oficiales que pintó del rey son muy diferentes de los anteriores. Tanto el busto del Museo del Prado como el debatido de la National Gallery son dos retratos íntimos donde aparece vestido de negro y solo en el segundo con el toisón de oro. Según Harris, reflejan el decaimiento físico y moral del monarca, del cual se dio cuenta. Hacía nueve años que no lo retrataba, y así mostró el mismo Felipe IV sus reticencias a dejarse pintar: «no me inclino a pasar por la flema de Velázquez, como por no verme ir envejeciendo».​
El último encargo que recibió del rey Felipe IV fue la realización en 1659 de cuatro escenas mitológicas para el Salón de los Espejos del Real Alcázar de Madrid, donde se colocaron junto a obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés y Rubens, los pintores preferidos del monarca. De las cuatro pinturas (Apolo y Marsias, Adonis y Venus, Psique y Cupido, y Mercurio y Argos) solo se conserva en la actualidad la última, sita en el Museo del Prado, resultando destruidas las otras tres en el incendio del Real Alcázar la Nochebuena de 1734, ya en tiempos de Felipe V. Durante ese incendio se perdieron más de quinientas obras de maestros de la pintura y el edificio quedó reducido a escombros, hasta que cuatro años más tarde en su solar se comenzó a edificar el Palacio Real de Madrid. ​ La calidad de la tela conservada, y lo infrecuente que entre los pintores españoles de la época eran los temas tratados en estas escenas, que por su naturaleza incluirían desnudos, hace especialmente grave la pérdida de estas tres pinturas.
De acuerdo a la mentalidad de su época, Velázquez deseaba alcanzar la nobleza, y procuró ingresar en la Orden de Santiago, contando para ello con el favor real, que el 12 de junio de 1658, le hizo merced del hábito de caballero. ​ Para ser admitido, sin embargo, el pretendiente debía probar que sus antepasados directos habían pertenecido también a la nobleza, no contándose entre ellos judíos ni conversos. Por tal motivo, el Consejo de Órdenes Militares abrió en julio una investigación sobre su linaje, tomando declaración a 148 testigos. De forma muy significativa, muchos de ellos afirmaron que Velázquez no vivía de la pintura, sino de su trabajo en la corte, llegando a decir algunos de los más allegados, pintores también, que nunca había vendido un cuadro. A principios de abril de 1659 el Consejo dio por concluida la recogida de informes, rechazando la pretensión del pintor al no encontrarse acreditada la nobleza de su abuela paterna ni de sus abuelos maternos. En estas circunstancias solo la dispensa del papa podía lograr que Velázquez fuese admitido en la Orden. A instancias del rey, el papa Alejandro VII dictó un breve apostólico el 9 de julio de 1659, ratificado el 1 de octubre, otorgándole la dispensa solicitada, y el rey le concedió la hidalguía el 28 de noviembre, venciendo así la resistencia del Consejo de Órdenes, que en la misma fecha despachó en favor de Velázquez el ansiado título. ​
En 1660 el rey y la corte acompañaron a la infanta María Teresa a Fuenterrabía, cerca de la frontera francesa, donde se encontró con su nuevo esposo Luis XIV. Velázquez, como aposentador real, se encargó de preparar el alojamiento del séquito y de decorar el pabellón donde se produjo el encuentro. El trabajo debió ser agotador y a la vuelta enfermó de viruela. ​
Cayó enfermo a finales de julio y, unos días después, el 6 de agosto de 1660 murió a las tres de la tarde en Madrid. Al día siguiente, 7 de agosto, fue enterrado en la desaparecida iglesia de San Juan Bautista, con los honores debidos a sus cargos y como caballero de la Orden de Santiago. Ocho días después, el 14 de agosto, falleció también su esposa Juana. ​ 

Las meninas, 1656
Óleo sobre lienzo. 318 cm × 276 cm. Museo del Prado
Las meninas (como se conoce a esta obra desde el siglo XIX) o La familia de Felipe IV (según se describe en el inventario de 1734) se considera la obra maestra del pintor del Siglo de Oro español Diego Velázquez. Acabado en 1656, según Antonio Palomino, fecha unánimemente aceptada por la crítica, corresponde al último periodo estilístico del artista, el de plena madurez. Es una pintura realizada al óleo sobre un lienzo de grandes dimensiones formado por tres bandas de tela cosidas verticalmente, donde las figuras situadas en primer plano se representan a tamaño natural. Es una de las obras pictóricas más analizadas y comentadas en el mundo del arte.
Aunque fue descrito con cierto detalle por Antonio Palomino​ y mencionado elogiosamente por varios artistas y viajeros que tuvieron la oportunidad de verlo en el palacio, no alcanzó auténtica reputación internacional sino hasta 1819, cuando, tras la apertura del Museo del Prado pudo ser copiado y contemplado por un público más amplio. Desde entonces se han ofrecido de él diversas interpretaciones, sintetizadas por Jonathan Brown en tres grandes corrientes. ​ La realista, cronológicamente la primera, defendida por Stirling-Maxwell y Carl Justi, ponía el acento en la fidelidad del «momento captado» con la que el pintor se anticipaba al realismo de la fotografía, valorando con Édouard Manet y Aureliano de Beruete los medios técnicos empleados. La publicación en 1925 del artículo dedicado a La librería de Velázquez por Sánchez Cantón, con el inventario de la biblioteca que poseía Velázquez, abrió el camino a nuevas interpretaciones de carácter histórico-empírico basadas en el reconocimiento de los intereses literarios y científicos del pintor. ​ La presencia en la biblioteca del pintor de libros como los Emblemas de Alciato o la Iconología de Cesare Ripa estimuló la búsqueda de variados significados ocultos y contenidos simbólicos en Las meninas. Con Michel Foucault y el posestructuralismo nace la última corriente interpretativa, de carácter filosófico. Foucault descarta la iconografía y su significación y prescinde de los datos históricos para explicar esta obra como una estructura de conocimiento en la que el espectador se hace partícipe dinámico de su representación. ​
El tema central es el retrato de la infanta Margarita de Austria, colocada en primer plano, rodeada por sus sirvientes, «las meninas», aunque la pintura representa también otros personajes. En el lado izquierdo se observa parte de un gran lienzo, y detrás de este el propio Velázquez se autorretrata trabajando en él. El artista resolvió con gran habilidad todos los problemas de composición del espacio, gracias al dominio que tenía del color y a la gran facilidad para caracterizar a los personajes. El punto de fuga de la composición se encuentra cerca del personaje que aparece al fondo abriendo una puerta, donde la colocación de un foco de luz demuestra, de nuevo, la maestría del pintor, que consigue hacer recorrer la vista de los espectadores por toda su representación. ​ Un espejo colocado al fondo refleja las imágenes del rey Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, medio del que se valió el pintor para dar a conocer ingeniosamente lo que estaba pintando, según Palomino, aunque algunos historiadores han interpretado que se trataría del reflejo de los propios reyes entrando a la sesión de pintura o, según otros, posando para ser retratados por Velázquez: en este caso, la infanta Margarita y sus acompañantes estarían visitando al pintor en su taller. ​
Las figuras de primer término están resueltas mediante pinceladas sueltas y largas con pequeños toques de luz. La falta de definición aumenta hacia el fondo, siendo la ejecución más somera hasta dejar las figuras en penumbra. Esta misma técnica se emplea para crear la atmósfera nebulosa de la parte alta del cuadro, que habitualmente ha sido destacada como la parte más lograda de la composición. ​ El espacio arquitectónico es más complejo que en otros cuadros del pintor: es el único donde aparece el techo de la habitación. La profundidad del ambiente está acentuada por la alternancia de las jambas de las ventanas y los marcos de los cuadros colgados en la pared derecha, así como la secuencia en perspectiva de los ganchos de araña del techo. Este escenario en penumbra resalta el grupo fuertemente iluminado de la infanta. ​
Como sucede con la mayoría de las pinturas de Velázquez, la obra no está fechada ni firmada y su datación se apoya en la información de Palomino y la edad aparente de la infanta, nacida en 1651. Se halla expuesta en el Museo del Prado de Madrid, donde ingresó en 1819, procedente de la colección real. 

Contexto histórico y artístico
Velázquez pintó este cuadro en 1656, año perteneciente al reinado de Felipe IV, penúltimo monarca de la dinastía de los Austrias. Hacía más de diez años (1643) que había tenido lugar la caída del valido conde-duque de Olivares, y ocho años (1648) del final de la guerra de los Treinta Años con el resultado de la Paz de Westfalia, cuyas consecuencias para España y el reinado de Felipe IV fueron una clara decadencia. En el año en que Velázquez pintó Las meninas, el rey estaba ya muy envejecido y con evidentes signos de cansancio bien demostrados en la obra del mismo autor, Retrato de Felipe IV (entre 1656 y 1657). Fue en este año de 1657 cuando Inglaterra y Francia pactaron el reparto de las posesiones españolas en Flandes, comenzando un duro ataque contra la monarquía española, que terminó con la derrota de Dunkerque en la batalla de las Dunas por parte de Felipe IV y la firma del Tratado de los Pirineos en 1659. Después de la ejecución de este cuadro, en 1660, se impuso el matrimonio entre el rey de Francia Luis XIV y la infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Velázquez, debido a su cargo en la corte española, tuvo que desplazarse a la Isla de los Faisanes para preparar este encuentro; después de este viaje, falleció en Madrid. ​
Desde los años 1650, Velázquez por su cargo en la corte y durante su segundo viaje a Italia recibió el encargo de adquirir diversas obras pictóricas entre las que se encontraban algunas realizadas por Tiziano, el Veronés y Tintoretto.​ El pintor se encontraba, después del regreso de Italia, en plena madurez vital y artística. En 1652 fue nombrado Aposentador mayor de palacio, un cargo de gran responsabilidad, pues era una especie de mayordomo del rey que debía encargarse de sus viajes, alojamiento, ropas, ceremonial, etc. Por ello disponía de poco tiempo para pintar pero aun así los escasos cuadros que realizó en esta última etapa de su vida merecen el calificativo de excepcionales. En 1656 realizó Las meninas, reconocida como su obra maestra.​ Velázquez tuvo contacto en estos años cercanos a Las meninas con Francisco Rizi, que en 1655 fue nombrado pintor del rey y en 1659 trabajó en la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar junto con Carreño y bajo la supervisión de Velázquez. Juan Carreño de Miranda fue amigo y protegido de Velázquez aunque pertenecía a una generación más joven. Dos años después de terminado el lienzo de Las meninas, en 1658, se encontraban en Madrid junto con Velázquez los grandes pintores Zurbarán, Alonso Cano y Murillo. Zurbarán testificó y tomó parte activa en el proceso que finalmente permitió a Velázquez ingresar en la Orden de Santiago. ​
Fue enterrado el 6 de agosto de 1660 con el vestido y la insignia de caballero de la Orden de Santiago, distinción que tanto deseó conseguir en vida. Se dice, sin tener ninguna certeza oficial, que fue Felipe IV el que después del fallecimiento del artista añadió a la pintura de Las meninas la cruz de la orden sobre el pecho de Velázquez.
La más completa y primitiva información del cuadro se encuentra en la biografía extensa y llena de pormenores que dedicó Antonio Palomino a Velázquez, publicada en el tercer tomo del Museo pictórico y escala óptica, titulado El parnaso español pintoresco laureado. ​ Según su propia confesión Palomino obtuvo los datos de las notas biográficas, actualmente perdidas, escritas por Juan de Alfaro, un pintor que había sido discípulo de Velázquez en los últimos años de su vida, lo que entre otras cosas le iba a servir para identificar con precisión a todos menos uno de los personajes retratados.
La pintura se terminó en 1656, fecha que encaja con la edad que aparenta la infanta Margarita (unos cinco años). ​Felipe IV solía visitar el taller del pintor, como cuenta Palomino recordando algunos precedentes históricos, conversaba con él y a veces se quedaba viéndole trabajar, sin protocolo alguno. El lugar donde trabajaba Velázquez era una sala amplia del piso bajo del antiguo Alcázar de Madrid, próxima al denominado «Cuarto del Príncipe» por haber sido el aposento del príncipe Baltasar Carlos, muerto en 1646, diez años antes de la fecha de Las meninas. Algunos años después de muerto Velázquez la pieza principal del «Cuarto del Príncipe», que es precisamente el lugar retratado con precisión en Las meninas, se acondicionó como taller de los pintores de cámara. ​
Según el inventario redactado tras la muerte de Felipe IV en 1665, el cuadro se hallaba entonces en el despacho del rey en el cuarto de verano, lugar para el que fue pintado. Estaba colgado junto a una puerta, y a la derecha se hallaba un ventanal. Se ha deducido que el pintor diseñó el cuadro expresamente para dicha ubicación, con la fuente de luz a la derecha, e incluso se ha especulado con que fuese un truco visual: como si el salón de Las meninas pareciese una prolongación del espacio real, en el sitio donde el cuadro se exponía. En aquel momento se valoró en 16 500 reales, precio muy bajo si se compara con el valor de 52 800 reales que se dio a siete espejos que se guardaban en la misma sala, ​ pero no tanto si se compara con otras pinturas, siendo con diferencia el más valorado de los cuadros del pintor.
En el incendio que destruyó el Alcázar de Madrid (1734), este cuadro y otras muchas joyas artísticas tuvieron que rescatarse apresuradamente; algunas se recortaron de sus marcos y arrojaron por las ventanas. ​ Las meninas se salvó, pero a ese incidente se atribuye un deterioro (orificio) en la mejilla izquierda de la infanta, que, por suerte, fue restaurado en la época con buenos resultados por el pintor real Juan García de Miranda. ​El cuadro reaparece en los inventarios del nuevo Palacio de Oriente, hasta que fue trasladado al Museo del Prado. La pintura estuvo colocada en la sala XV de dicho museo, al lado de un gran ventanal que le proporcionaba luz natural por la derecha, como en la ubicación original, efecto que se perdió con su traslado a la sala XII.
Durante la guerra civil española el cuadro y otras obras fueron evacuados por el equipo de Jacques Jaujard y trasladados a Ginebra. ​
En 1984, en medio de una fuerte controversia, fue restaurado bajo la dirección de John Brealey, experto del Museo Metropolitano de Nueva York. Previamente se habían efectuado exhaustivos estudios en colaboración con la Universidad de Harvard. La restauración se redujo a la eliminación de capas de barniz que habían amarilleado y alteraban el efecto de los colores. El estado actual de la pintura es excepcional, especialmente si se tiene en cuenta su gran tamaño y antigüedad.
Infanta Margarita Teresa de Austria, personaje central de Las meninas.

Personajes y otros elementos

Numeración de los personajes de Las meninas
 

La numeración de los personajes corresponde a la que aparece en la ilustración.

1. Infanta Margarita. La infanta, una niña en el momento de la realización de la pintura, es la figura principal. Tenía unos cinco años de edad y alrededor de ella gira toda la representación de Las meninas. Fue uno de los personajes de la familia real que más veces retrató Velázquez, ya que desde muy joven estaba comprometida en matrimonio con su tío materno y los retratos realizados por el pintor servían, una vez enviados, para informar a Leopoldo I sobre el aspecto de su prometida. Se conservan de ella excelentes retratos en el Museo de Historia del Arte de Viena. La pintó por primera vez cuando no había cumplido los dos años de edad. Este cuadro se encuentra en Viena y se considera como una gran obra de la pintura infantil. Velázquez la presenta vestida con el guardainfante y la basquiña gris y crema. ​

2. Isabel de Velasco. Hija de don Bernardino López de Ayala y Velasco, VIII conde de Fuensalida y gentilhombre de cámara de su Majestad. Contrajo matrimonio con el duque de Arcos y murió en 1659, tras haber sido dama de honor de la infanta. Es la menina que está en pie a la derecha, vestida con la falda o basquiña de guardainfante, en actitud de hacer una reverencia.

3. María Agustina Sarmiento de Sotomayor. Hija del conde de Salvatierra y heredera del Ducado de Abrantes por vía de su madre, Catalina de Alencastre, que contraería matrimonio más tarde con el conde de Peñaranda, grande de España. Es la otra menina, la situada a la izquierda. Está ofreciendo agua en un búcaro, pequeña vasija de arcilla porosa y perfumada que refrescaba el agua. La menina inicia el gesto de reclinarse ante la infanta real, gesto propio del protocolo de palacio. ​

4. Mari Bárbola (María Bárbara Asquín). Entró en Palacio en 1651, año en que nació la infanta y la acompañaba siempre en su séquito, «con paga, raciones y cuatro libras de nieve durante el verano».​ Es la enana acondroplásica que vemos a la derecha.

5. Nicolasito Pertusato. Enano de origen noble del Ducado de Milán que llegó a ser ayuda de cámara del rey y murió a los setenta y cinco años. En la pintura está situado en primer término junto a un perro mastín.

6. Marcela de Ulloa, viuda de Diego de Peralta Portocarrero. Era la encargada de cuidar y vigilar a todas las doncellas que rodeaban a la infanta Margarita. Se encuentra en la pintura, representada con vestiduras de viuda y conversando con otro personaje.

7. El personaje que está a su lado, medio en penumbra, es el único cuyo nombre no da Palomino. Únicamente lo menciona como un guardadamas.

8. José Nieto Velázquez. Era el aposentador de la reina, así como el propio pintor lo era del rey. Sirvió en palacio hasta su fallecimiento. En la pintura queda situado en el fondo, en una puerta abierta por donde entra la luz exterior. Se muestra a Nieto cuando hace una pausa, con la rodilla doblada y los pies sobre escalones diferentes. Como dice el crítico de arte Harriet Stone, no se puede estar seguro de si su intención es entrar o salir de la sala. ​

9. Diego Velázquez. El autorretrato del pintor se encuentra de pie, delante de un gran lienzo y con la paleta y el pincel en sus manos y la llave de ayuda de cámara a la cintura. El emblema que luce en el pecho fue pintado posteriormente cuando, en 1658, fue admitido como caballero de la Orden de Santiago. Según Palomino, «algunos dicen que su Majestad mismo se lo pintó, para aliento de los Profesores de esta Nobilísima Arte, con tan superior Chronista; porque cuanto pintó Velázquez este cuadro, no le había hecho el Rey esta merced».​

10 y 11. Felipe IV y su esposa Mariana de Austria. Aparecen reflejados en un espejo, colocado en el centro y fondo del cuadro; parece indicar que es precisamente el retrato de los monarcas lo que estaba pintando Velázquez.
A la izquierda del cuadro, se encuentra el pintor delante de una gran tela; se considera que este es el mejor autorretrato de Velázquez. Sobre su pecho se añadió posteriormente el emblema de la orden de Santiago.
 

En primer término se puede observar un perro, un mastín español, ​ que está en una actitud de reposo, sin inquietarse ni siquiera cuando siente el pie del enano Pertusato.
El espacio representado, como ya indicó Palomino, es la pieza principal del cuarto del príncipe. Aunque el Alcázar resultó destruido en el incendio de 1734, a partir de lo que indican los inventarios y de los planos conservados de Juan Gómez de Mora ha sido posible reconstruir la disposición de la estancia representada con notable fidelidad por Velázquez, sin otro cambio que el espejo, no mencionado en los inventarios. Se trata de una sala rectangular, de aproximadamente veinte metros de largo y más de cinco de ancho con ventanas alineadas en uno de sus lados. Se decoraba con cuarenta cuadros, en su mayor parte copias de Rubens hechas por Juan Bautista Martínez del Mazo de asuntos mitológicos tomados de las Metamorfosis de Ovidio, y una serie de aves, animales y paisajes dispuestas sobre las ventanas. ​ En la pared del fondo se disponían cuatro cuadros de la serie de mitologías ovidianas tal como muestran Las meninas: Prometeo robando el fuego sagrado y Vulcano forjando los rayos de Júpiter a los lados del pintor y apenas visibles, y otros dos de mayor tamaño en la parte alta cuyos motivos llegan a advertirse en la penumbra de la estancia: Minerva y Aracne, copia de Mazo sobre una composición de Rubens, y Apolo vencedor de Pan, derivado de un original de Jacob Jordaens ejecutado a su vez sobre un boceto de Rubens para la serie de la Torre de la Parada. ​ En ambos se han fijado quienes buscan intenciones simbólicas en Las meninas, interpretándolos en sentido político, suponiendo en la elección de sus asuntos ocultas alusiones a la obediencia debida a los reyes y al castigo que acarrea incumplirla, ​ o como una reivindicación de la superioridad de las artes mayores consideradas como un oficio noble, frente a los oficios manuales y mecánicos representados en el trabajo artesanal. En el momento de pintar Las meninas Velázquez trataba de ser admitido como caballero de la Orden de Santiago, y consiguientemente ver reconocido su ennoblecimiento sin obstáculo de su oficio de pintor, como ya se hacía en otros países —como Italia—, donde los monarcas y pontífices honraban a los pintores. ​ Entre los libros dejados por Velázquez al morir se encontraba la Noticia de las artes liberales del abogado Gaspar Gutiérrez de los Ríos (1600), que en España había sido el primero en defender por extenso la liberalidad del arte de la pintura, junto con otros tratados, como una copia de los escritos de Leonardo da Vinci o la Historia natural de Plinio en los que se hablaba también de la nobleza de la pintura. Así Plinio, en referencia al pintor Pánfilo, escribió:
... fue el primer pintor cultivado,[…] en todas las disciplinas, principalmente en aritmética y geometría, sin las cuales decía que no podía culminar el arte. […] este arte se admitía como primer grado de educación liberal. Lo cierto es que siempre tuvo el prestigio de ser practicado por hombres libres y más tarde por personajes de alto rango, y de haber estado vetado siempre a los esclavos. Esta es la razón por la que ni en pintura ni en escultura hay obras famosas realizadas por esclavos».
Plinio Naturalis Historia Lib. XXXV, 77. ​ Reseña: Víctor Nieto Alcaide, Espacio, Tiempo y Forma Serie VII, Historia del Arte, t. 20-21-2007:UNED p. 63. 

Técnica
Para José Gudiol Las meninas suponen la culminación de su estilo pictórico en un proceso continuado de simplificación de su técnica, primando el realismo visual sobre los efectos del dibujo. Velázquez en su evolución artística entendió que para plasmar con exactitud cualquier forma solo se precisaban unas determinadas pinceladas. La simplicidad fue su objetivo en su época de madurez y en Las meninas es donde mejor consiguió reflejar estos logros. ​
En Las meninas destaca su equilibrada composición, su orden. La mitad inferior del lienzo está llena de personajes en dinamismo contenido mientras que la mitad superior está imbuida en una progresiva penumbra de quietud. Los cuadros colgados de las paredes, el espejo, la puerta abierta del fondo son una sucesión de formas rectangulares que forman un contrapunto a los sutiles juegos de color que ocasionan las actitudes y movimientos de los personajes. ​ La composición se articula repitiendo la forma y las proporciones de los dos tríos principales (Velázquez-Agustina-Margarita por un lado e Isabel-Maribarbola-Nicolasito por otro), en una posición muy reflexionada que no precisó ajustes y modificaciones sobre la marcha, como acostumbraba a hacer Velázquez en su forma de pintar, llena de arrepentimientos, rectificaciones, correcciones y ajustes conforme avanzaba en la ejecución de un cuadro. Esta disposición elegida y la armonía de los tonos consiguen esa maravillosa naturalidad que le da ese aspecto de secuencia improvisada captada fugazmente. ​
Velázquez fue un maestro en el tratamiento de la luz. Iluminó el cuadro con tres focos luminosos independientes, sin contar el pequeño reflejo del espejo. El más importante es el que incide sobre el primer plano procedente de una ventana de nuestra derecha que no se ve, que ilumina a la infanta y su grupo convirtiéndola a ella en el principal foco de atención. El amplio espacio que hay detrás se va diluyendo en penumbras hasta que en el fondo un nuevo y pequeño foco luminoso irrumpe desde otra ventana lateral derecha cuyo resplandor incide sobre el techo y la zona trasera de la habitación. El tercer foco luminoso es el fuerte contraluz de la puerta abierta en la parte frontal del fondo donde se recorta la figura de José Nieto y desde donde la luminosidad se proyecta desde el fondo del cuadro hacia el espectador, formándose así una diagonal que lo atraviesa en sentido perpendicular. El entrecruzamiento de esta luz frontal de dentro a fuera y las transversales aludidas, forma distintos juegos luminosos de inclinaciones varias de arriba hacia abajo o de derecha a izquierda, creando una ilusión de planos superpuestos en profundidad de gran verosimilitud. Esta compleja trama luminosa llena el espacio de sombras y contraluces invitando al espectador a mirar cada detalle en vaivén por todo el cuadro. ​
Sistemáticamente Velázquez busca neutralizar los matices destacando solo algunos elementos para que la intensidad cromática no predomine en general. Así en el grupo de personajes principal, sobre una capa ocre solo destaca algunos matices grises y amarillentos en contraposición a los grises oscuros del fondo y de la zona alta del cuadro. Ligeros y expresivos toques negros y rojos más la blancura rosada de las carnaciones completan el efecto armónico. Las sombras se emplean con determinación y sin vacilar, incluyendo en ellas el negro. Esta idea de neutralizar los matices predomina en su arte, tanto al definir con pocos y precisos trazos negros el personaje a contraluz del fondo, como cuando obtiene la verdadera calidad de la madera en la puerta de cuarterones del fondo, o cuando siembra de pequeños trazos blancos la falda amarillenta de la infanta o al sugerir sin ni siquiera intentar dibujarlo su ligero pelo rubio. ​
El cuadro está pintado a la última manera de Velázquez, la que empleó desde su regreso del segundo viaje a Italia. En esta última etapa se aprecia una mayor dilución de los pigmentos, un adelgazamiento de las capas pictóricas, una aplicación de la pincelada desenfadada, atrevida y libre. Como decía Quevedo un «pintor de manchas distantes» o en «la tradición de Tiziano», lo que en España se llamaba «pintura a borrones». Las meninas se realizó de forma rápida e intuitiva según la costumbre de Velázquez de pintar de primeras el motivo, en vivo, de hacerlo directamente alla prima, con espontaneidad. ​ En esta última década de su vida, Velázquez consiguió un dominio de la técnica pictórica y de la perspectiva aérea, que trasmitió en Las meninas y en su probable siguiente gran obra: Las hilanderas. En ambas obras consiguió la sensación de que entre los personajes hay un espacio de «aire» que los difumina a la vez que los aúna a todos ellos, llevando a su extremo la técnica de pinceladas sueltas y ligeras que había empezado a emplear en su periodo intermedio y se encuentra, por ejemplo, en El príncipe Baltasar Carlos a caballo. ​
La calidad técnica del cuadro, con el tratamiento de la textura fina y las pinceladas compactas aplicadas con una gran maestría, ha hecho posible su buen estado de conservación, a pesar del tiempo transcurrido desde su ejecución, sin que apenas se observen craquelados. Las medidas originales fueron ligeramente retocadas en una primera restauración, en la que el cuadro se volvió a entelar. En el borde superior y el lado lateral derecho se puede detectar las señales que dejaron los clavos que fijaban la tela al bastidor; fue recortada por el lado izquierdo y se hizo un pequeño doblez para hacer posible la nueva sujeción. Parece que se perdió muy poco trozo de la orilla. ​
Los estudios radiográficos llevados a cabo en el Museo del Prado y el análisis técnico de Carmen Garrido han demostrado que Velázquez realizó la pintura directamente en el lienzo sin bocetos previos: por medio de la aplicación de manchas de color cubrió grandes partes de la tela de forma irregular, a la manera de la llamada Escuela veneciana encabezada por Giorgione. Las correcciones o pentimenti fueron múltiples, siendo las más notables las que afectaron al propio pintor, que en un primer estado se presentaba con el rostro de perfil girado hacia la infanta Margarita; la mano derecha de la infanta también estaba corregida y puesta más baja que en su posición inicial; otros arrepentimientos se encuentran en el espejo del fondo, donde se apreció el encaje de la cabeza del rey con una técnica abocetada y con pigmentos más densos que el que sugiere la figura de la reina casi invisible. Los contornos de las figuras se realizaron con trazos largos y sueltos, aplicando luego toques rápidos y breves para destacar las luces de los rostros, manos y detalles de los vestidos. La rapidez de ejecución se aprecia en los detalles decorativos. ​
Velázquez empleó una gama de colores fría y con una paleta sobria y no extensa. Al aplicar las pinceladas apenas roza el lienzo, consiguiendo una textura fina, con solo algunos puntos donde se aprecian más las pinceladas algo más gruesas. Según dijo Delacroix usaba un «empaste neto y al mismo tiempo rico de matices». Los personajes son tratados de forma naturalista, ya sea la menina Agustina Sarmiento ofreciendo la cerámica con agua o la propia infanta Margarita. Todos los personajes del cuadro están introducidos en una escena donde la luz trata la atmósfera como punto de unión entre ellos. ​
Velázquez utilizó los blancos de plomo sin casi mezclas en diversos puntos del cuadro, como en las camisas, los puños de Mari Bárbola o la manga derecha de Agustina Sarmiento; lo hizo con un toque rápido y decidido que consigue el reflejo de las vestiduras y adornos, como en el caso de la infanta Margarita o en la camisa del propio pintor. En los cabellos de la infanta y en sus adornos, también se aprecia el arte de la pincelada del maestro. En las cuatro figuras femeninas del primer término se observa un tratamiento similar; los vestidos denotan la categoría y la clase de tela de cada uno de ellos. En el caso de Nicolasito Pertusato, la definición queda más desdibujada. Velázquez empleó toques de lapislázuli sobre todo en el vestido de Mari Bárbola, y lo hizo con objeto de conseguir reflejos en el color profundo de este vestido. Los personajes reflejados en el espejo están elaborados de manera más rápida y con una técnica esbozada. ​ 

Teorías sobre el argumento de la obra
A pesar de los muchos estudios que los historiadores de arte han dedicado a encontrar un significado al lienzo, Las meninas sigue planteando incógnitas de difícil respuesta. El primer problema es la dificultad misma que existe para establecer el género pictórico al que pertenecen, ya que no se atiene a ninguno de los géneros tradicionales. ​ Se trata de un retrato cuya protagonista, según las primeras descripciones que del cuadro han llegado, es la infanta Margarita con algunos miembros de su séquito. Pero no se trata de un retrato de grupo convencional, pues en él parece estar ocurriendo algo que solo queda sugerido por la dirección de las miradas de seis de los nueve personajes hacia fuera del cuadro, es decir, hacia el lugar donde se encuentra el espectador. La aparente levedad de la anécdota narrada, su propia indefinición, hace que tampoco pueda considerarse como una pintura de historia convencional. Como obra barroca podría esconder varios mensajes solapados. «El barroco es un arte dinámico. Acción y 'pathos' determinan sus creaciones y tratan de incluir también al observador».​ En este caso, sin embargo, el espectador al que se destina parece ser único: el rey, que dispone de la obra en un espacio reservado y de uso privado de su cuarto de verano, y que estaría doblemente representado, en el reflejo del espejo y como receptor de las miradas. En este sentido la acción espontánea y de apariencia casual podría ser considerada como un mero capricho dirigido privadamente al rey por su pintor de cámara, cuando este ya lo había conseguido todo en la corte y el rey, agobiado por los quehaceres políticos y envejecido, podía encontrar consuelo tanto en el retrato de la infanta, que era su «alegría», como en el magisterio de su pintor. ​
La apariencia casual del suceso narrado esconde en realidad un complejo estudio de las relaciones entre los personajes representados, lo que ha llevado a la búsqueda de un argumento. Jonathan Brown sugirió que la escena representaría el momento en que la infanta Margarita llegando al estudio de Velázquez para ver trabajar al artista pide agua, que le ofrece la menina situada a la izquierda, instante en el que también entran el rey y la reina, reflejándose sus figuras en el espejo de la pared del fondo. Ante esa aparición, la acción se detiene y los que ya han advertido la presencia de los reyes, no todos, dirigen hacia ellos sus miradas. ​ Para Thomas Glen, la secuencia de hechos es ligeramente distinta: los reyes han permanecido durante un tiempo sentados, posando ante el pintor que los retrata en presencia de la infanta cuando deciden dar por terminada la sesión. En ese momento las miradas se dirigen hacia ellos, Velázquez interrumpe su labor y Pertusato despierta al perro que ha de acompañar a su ama. El aposentador de la reina, abriendo la puerta del fondo en cumplimiento de sus funciones palaciegas, indica que las personas reales se disponen a cruzar el espacio representado. El propio Brown parece aceptar ahora esta narración, que es la que actualmente goza de un mayor consenso y la que permite explicar más satisfactoriamente, conforme a las reglas de la perspectiva, lo reflejado en el espejo. ​
Si bien, en opinión de Martin Kemp, la composición del espacio en Las meninas es «un sutil desafío al naturalismo científico anterior, principalmente italiano», pues el pintor se habría propuesto dar una idea del proceso de la visión mediante recursos exclusivamente pictóricos —manchas y luces— atento a la apariencia más que a la árida geometría, las líneas ortogonales son suficientes para localizar el punto de fuga en el hueco de la puerta del fondo, próximo al codo de Nieto. ​ El espejo refleja así, como ya advirtió Antonio Palomino, el anverso del cuadro en el que trabaja Velázquez, lo que no vemos: el retrato doble de los monarcas bajo un cortinaje, por más que Velázquez nunca pintase un cuadro de esas características. Si, al contrario, el espejo no reflejase la superficie del lienzo sino a los propios reyes, estando estos situados en el punto de vista exterior al cuadro ocupando el mismo lugar que ocupa el espectador, de modo que el punto focal se localizase justo frente al espejo, el punto de fuga debería situarse de acuerdo con las reglas de la perspectiva en el mismo centro del espejo. ​ Se resolvería así también la cuestión de qué está pintando, cuestión que ha intrigado a muchos investigadores, y a la que se ha respondido que el propio cuadro de Las meninas, con el que coincide en el bastidor primitivo y en las medidas aproximadas, ​ o su propio autorretrato, ​ suponiendo un juego de espejos cruzados, lo que parece desmentir el hecho de que los cuadros del fondo no se muestren invertidos.
María Agustina Sarmiento de Sotomayor, menina real, en Las meninas.

Los intentos de descubrir un significado oculto más allá de la pura apariencia de lo representado han sido también diversos. El primero en formular una hipótesis de este género fue Charles de Tolnay, quien interpretó Las meninas como una reivindicación de la nobleza de la pintura, cuestión candente en la España del siglo XVII y por la que hacía tiempo venían luchando los pintores, pleiteando contra el pago de la alcabala, impuesto al consumo que gravaba las ventas y equiparaba a los pintores con los artesanos. ​ Tomando como punto de partida los dos cuadros de asunto mitológico colgados de la pared del fondo, copias de Juan Bautista Martínez del Mazo de dos lienzos que colgaban en la Torre de la Parada, Minerva y Aracne, según Rubens, y Apolo y Marsias, original de Jordaens, cuyos asuntos —la competición entre dos formas de arte, encarnada una en un dios y la otra en un mortal— interpretó como una exaltación del arte sobre la artesanía, Tolnay destacó que Velázquez se representara al margen de la composición, como imaginándola, forjándose una idea platónica de ella, antes de comenzar a manejar los pinceles, oficio mecánico. ​ Con algunos matices la interpretación social de Tolnay ha encontrado numerosos seguidores, entre ellos Jonathan Brown, para quien el asunto de los cuadros carecería de interés, al reflejar la pintura la disposición exacta de la sala, y la exaltación del arte de la pintura vendría dada por la presencia de los reyes: el rey enaltece al pintor yendo a verle trabajar en su taller —Palomino alude efectivamente a esas visitas de los reyes a sus pintores, y no solo en esta ocasión, como signo de máximo aprecio— y, por su lado, el pintor guarda el decoro no pintándose junto a sus señores, sino ante el reflejo que de ellos proyecta el espejo. ​ En el cuidado puesto por el pintor para autorretratarse en el ejercicio de sus funciones de pintor de cámara sin caer en la «osadía» de hacerse protagonista, pintándose junto a sus señores, ha incidido Fernando Marías, para quien Las meninas serían un capricho conceptista mediante el que el pintor solicita ingeniosamente al propio rey permiso «para retratar a un monarca que no quería ser retratado».​
Una interpretación distinta, en clave política, fue propuesta por Xavier de Salas secundado por Enriqueta Harris, poniendo el acento en el protagonismo de la infanta Margarita, quien ocuparía ese lugar como heredera de la corona, «la exclusiva esperanza por entonces de perpetuar la rama española de los Habsburgol».​Tesis amplificada por Manuela Mena, quien interpreta en clave emblemática, como «espejo de príncipes» destinado a la educación de la futura reina, algunos elementos visibles en el lienzo con otros que solo se descubrirían en las radiografías. Puesto que la corona correspondía en realidad a la hermana mayor, María Teresa, hija del primer matrimonio de Felipe IV con Isabel de Borbón, tal hipótesis necesita explicar su exclusión de la línea sucesoria, lo que se justificaría por la promesa de matrimonio con Luis XIV, rey de Francia. Sin embargo este matrimonio, aunque largamente solicitado desde la corte francesa, no se concertó hasta 1659, tras el nacimiento de un heredero varón, Felipe Próspero, en tanto en 1656 se debatían otros matrimonios más convenientes para la infanta con miembros de la familia austriaca, de modo que no quedase excluida de la línea de sucesión. ​ 

Sección áurea y análisis de la obra
Muchos artistas del Renacimiento emplearon la sección áurea en sus dibujos, por ejemplo el gran maestro Leonardo da Vinci. Ya en el año 1509 el matemático Luca Pacioli, publicó el libro De Divina Proportione​ y en 1525 Alberto Durero publicó Instrucción sobre la medida con regla y compás de figuras planas y sólidas, donde describe cómo trazar la espiral basada en la sección áurea con regla y compás, que se conoce con el nombre de «espiral de Durero».​ Velázquez, en la composición áurea de su cuadro Las meninas, lo ordena con la mencionada espiral, cuyo centro está situado sobre el pecho de la infanta Margarita, —autores diversos han mencionado la posible utilización del empleo del número áureo por Velázquez—marcando con ello el centro visual de máximo interés y el significado simbólico del lugar reservado para los escogidos, como era tradición en Europa, que el monarca ocupara el lugar central y de privilegio en las ceremonias. No hay que olvidar que en el momento de la creación de la pintura, la infanta Margarita era la persona más indicada como sucesora al trono, ya que Felipe IV no tenía en ese momento ningún hijo varón. ​
El punto de fuga de la perspectiva está detrás de la puerta donde se encuentra José Nieto; precisamente, allí es donde va la vista en busca de la salida del cuadro; la gran luminosidad existente en este punto provoca que la mirada se fije en ese lugar. ​
En Las meninas se puede estructurar el cuadro en diferentes espacios. La mitad superior de la obra está dominada por un espacio vacío, en el que Velázquez pinta el aire. Hay además, un espacio virtual hacia donde mira el pintor y en el que se supone que están los reyes o los espectadores. Otro espacio importante es el del punto de fuga del fondo del cuadro, muy luminoso, donde un personaje huye de la intimidad del momento. Un cuarto espacio es el pequeño espejo que refleja a los reyes; y finalmente, está el espacio delimitado por la luz dorada que se aprecia en las figuras de la infanta, las meninas, la enana y el perro. Son espacios reales y virtuales que conforman la realidad fantástica del cuadro.​ 

Espejo y escenas reflejadas
La estructura espacial y la posición del espejo están dispuestas de tal manera que parece que Felipe IV y Mariana se encontraran delante de la infanta y sus acompañantes, con el observador del lienzo. Según Janson, no solamente la infanta y sus sirvientes están presentes para distraer a la pareja real, sino que la atención de Velázquez se concentra en ellos mientras pinta su retrato. ​ Aunque solo se pueden ver reflejados en el espejo, la representación de la pareja real ocupa un lugar central en la pintura, tanto por la jerarquía social como por la composición del cuadro. La posición del espectador en relación con ellos es incierta. La cuestión es saber si el espectador está cerca de la pareja real o si los reemplaza y contempla la escena con sus propios ojos; es una cuestión que genera polémica. La segunda hipótesis es, para saber cuál es el objetivo de la atención de las miradas de Velázquez, de la infanta y de Mari Bárbola, que mira directamente hacia el observador de la pintura. ​
En Las meninas se supone que la reina y el rey están fuera de la pintura, y su reflejo en el espejo los sitúa en el interior del espacio pictórico. El espejo, situado sobre el triste muro del fondo, muestra lo que hay: la reina, el rey y —según las palabras de Harriet Stone— las generaciones de espectadores que han venido a tomar el sitio que la pareja tiene en el cuadro. ​Una hipótesis alternativa del historiador H. W. Janson es que el espejo refleja la tela de Velázquez, tela que ya tiene pintada con la representación de los reyes. ​
Detalle de Las meninas. Espejo del fondo donde están reflejados Felipe IV y Mariana de Austria.
 

Numerosos aspectos de Las meninas están relacionados con otras obras procedentes de Velázquez, donde se utiliza y juega con los mismos recursos. Según López-Rey, aparte de El matrimonio Arnolfini, el cuadro que más se acerca a Las meninas es el Cristo en casa de Marta y María, tela que Velázquez pintó en 1618, unos cuarenta años antes, en Sevilla; en este cuadro se puede detectar una imagen en el fondo como si fuera una ventana que da a otra habitación, o que también puede ser un espejo. ​
En 1964, antes de la restauración del Cristo en casa de Marta y María, numerosos historiadores de arte veían la escena que parece incrustada arriba, a la derecha del cuadro, como si fuera reflejada en un espejo, o como si fuera otro cuadro colgado en la pared. Este debate ha continuado, parcialmente, después de la restauración, aunque según la National Gallery de Londres, que es donde está expuesto el lienzo, Cristo y sus acompañantes son visibles solamente a través de una ventana que da a una habitación contigua. ​ Los vestidos que aparecen en ambas habitaciones son también diferentes; los vestidos de la escena principal son contemporáneos a Velázquez, mientras que los de la escena donde se encuentra Cristo utilizan los convenios iconográficos tradicionales para las escenas bíblicas. En Las hilanderas, cuadro pintado probablemente un año después que el de Las meninas, aparecen representadas dos escenas de Ovidio: en un primer plano, con vestidos contemporáneos y en el plano posterior, con vestidos antiguos. Según Sira Dambe, «en esta tela, los aspectos de la representación son tratados de manera similar a los de Las meninas». 

La fábula de Aracne popularmente conocido como Las hilanderas, 1657
Óleo sobre lienzo. 222,5 cm × 293 cm. Museo del Prado
Esta obra es de los máximos exponentes de la pintura barroca española y está considerada como uno de los grandes ejemplos de la maestría de Velázquez. Temáticamente es una de sus obras más enigmáticas, pues aún no se conoce el verdadero propósito de esta obra.
Según Javier Portús Pérez, conservador y jefe del Departamento de Pintura Española (hasta 1700) del Museo del Prado:
... Las hilanderas constituye uno de los cuadros en los que es más fácil identificar la personalidad estética del Museo del Prado, una institución cuyas colecciones durante siglos han servido como escuela de diferentes artistas de muy variada procedencia, y a través de los cuales se puede describir una nítida línea de continuidad estilística, al margen de fronteras nacionales. Es un cuadro en el que están presentes a la vez el veneciano Tiziano, el flamenco Rubens y el español Velázquez, es decir, tres de las columnas vertebrales de la colección. 

Historia
Como uno de los representantes diplomáticos de la infanta Isabel Clara Eugenia en las negociaciones para la firma de un tratado de paz entre España y los Países Bajos, Rubens fue llamado a Madrid, donde permanecería desde agosto de 1628 hasta abril de 1629, por el rey Felipe IV para informarse sobre dichas negociaciones. ​ Al compartir taller con él durante su estancia en la corte, Velázquez conoció bien la obra de Rubens, ​ consistente en, además de realizar unas 40 obras originales por encargo del rey y la infanta —entre ellas el Retrato ecuestre de Felipe IV y, más tarde, El juicio de Paris​— copiar, o «traducir a su propio estilo»,​ varias de las fábulas mitológicas que Tiziano pintó para Felipe II, y que pertenecían a la colección real del Alcázar de Madrid. ​
Existen discrepancias respecto a cuándo Velázquez pintó el cuadro. Mientras que algunos expertos lo consideran anterior a Las meninas (1656), de acuerdo con el conservador del Museo del Prado, Javier Portús Pérez, la mayoría considera que la obra es posterior al segundo viaje que realizó Velázquez a Italia, en 1649. ​
Se supone que pintó el cuadro hacia 1657, en su etapa de mayor esplendor, para un cliente particular, Pedro de Arce. Como pintor del rey, Velázquez no solía atender encargos privados, pero en este caso hizo una excepción pues Arce era montero de Felipe IV, o sea, organizaba sus monterías (jornadas de caza) y, por tanto, tenía ciertas influencias en la corte de Madrid. En un inventario de los bienes de Arce, realizado en 1664, la obra aparece como Fábula de Aracne. ​ Posteriormente perteneció al duque de Medinaceli, ​ siendo trasladado al Real Alcázar de Madrid a su muerte en 1711. ​ Fue dañado en el incendio de la Nochebuena de 1734, ​ incendio que destruyó por completo al alcázar. Desde el alcázar, fue trasladado al palacio del Buen Retiro y posteriormente se cita como parte de la colección del Palacio Real, ​ citado en los inventarios realizados allí en 1772 y 1794. ​ En 1819, ​ el año de su inauguración, se traslada el cuadro, junto con otras obras de las Colecciones Reales de los Reales Sitios al Real Museo de Pinturas y Esculturas, el actual Museo del Prado.

Tema
En primer plano se ve una sala con cinco mujeres (hilanderas) que preparan las lanas. La mujer de la derecha que viste blusa blanca es «una clara transposición»​ de una de las figuras de la Bóveda de la Capilla Sixtina. Al fondo, detrás de estas mujeres y en una estancia que aparece más elevada, aparecen otras tres mujeres ricamente vestidas que parecen contemplar un tapiz que representa una escena mitológica.
Durante mucho tiempo se consideró a estas Hilanderas como un cuadro de género en el que se mostraba una jornada de trabajo en el taller de la fábrica de tapices de Santa Isabel de Madrid y que este era su único asunto. Sin embargo, a causa de la propia entidad del cuadro y por la «ambigüedad» de significados presente en algunos de los lienzos más significativos de Velázquez, algunas personas, entre ellas Ortega y Gasset o el historiador del arte español Diego Angulo Íñiguez, apuntaban a un simbolismo mitológico. ​
Hoy se admite que el cuadro trata un tema mitológico: la fábula de Atenea y Aracne, en una escena del mito de Aracne que se describe en el libro sexto de Las metamorfosis de Ovidio. ​Una joven lidia, Aracne, tejía tan bien que las gentes de su ciudad comenzaron a comentar que tejía mejor que la diosa Atenea, inventora de la rueca. La escena del primer término retrataría a la joven a la derecha, vuelta de espaldas, trabajando afanosamente en su tapiz. A la izquierda, la diosa Atenea finge ser una anciana, con falsas canas en las sienes. Sabemos que se trata de la diosa porque, a pesar de su aspecto envejecido, Velázquez muestra su pierna, de tersura adolescente.
Al fondo, se representa el desenlace de la fábula. El tapiz confeccionado por Aracne está colgado de la pared; su tema constituye una evidente ofensa contra Palas Atenea, ya que Aracne ha representado varios de los engaños que utilizaba su padre, Zeus, para conseguir favores sexuales de mujeres y diosas. Frente al tapiz, se aprecian dos figuras. Son la diosa, ataviada con sus atributos (como el casco), y ante ella la humana rebelde, que viste un atuendo de plegados clásicos. Están colocadas de tal manera que parecen formar parte del tapiz. Otras tres damas contemplan cómo la ofendida diosa, en señal de castigo, va a transformar a la joven Aracne en araña, condenada a tejer eternamente.
Velázquez divide la obra en diversos planos, a la manera de aquellos cuadros medievales cuyos grupos han de «leerse» en un orden determinado, como si fuesen páginas de un libro. Consigue que nuestra vista pase de la hilandera iluminada de la derecha, a la de la izquierda, para saltar por encima de la que se agacha en la penumbra hasta la escena del fondo. Allí, una de las mujeres se vuelve hacia el espectador como si se sorprendiese de nuestra incursión en la escena. Poner el mensaje en un segundo plano es un juego típico del Barroco.
En cuanto a los colores, Velázquez usa una paleta casi monocroma, con capas de pintura finas y diluidas. Sobre todo en sus últimas obras, utiliza una gran variedad de tonos ocres, tierras y óxidos, aplicados de una manera poco común a su época: muy diluidos y con pinceles de astas finas y largas. El dominio de Velázquez en el manejo de los pinceles es soberbio, ya que es capaz de definir lo que desea pintar con escasa materia y pocas pinceladas, transformando una mancha en figura, según la distancia del espectador. Usa una pincelada suelta, semejante a la de los impresionistas dos siglos más tarde.
Uno de los puntos más destacables de la técnica de Velázquez es la perspectiva aérea, consiguiendo un efecto «atmosférico» similar al de Las Meninas: consigue crear la sensación de que entre las figuras hay aire que distorsiona los contornos y las difumina, logra captar el espacio que arropa las figuras.
La destreza del arte de Velázquez destaca también en el dinamismo que imprime al cuadro, dando sensación de movimiento, sobre todo en el giro de la rueda, cuyos radios no alcanzamos a ver por la velocidad a la que está girando y también en el personaje de la derecha, que devana la lana con tanta rapidez que parece que tiene seis dedos.
Hay un «arrepentimiento» visible en la cabeza de la muchacha de perfil de la derecha. 

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Segunda mitad del siglo XVII
Este momento ya no está dominado por el caravagismo, sino que se siente la influencia del barroco flamenco rubensiano y el barroco italiano. Ya no son cuadros con profundos contrastes de luz y sombras, sino que predomina en ellos un intenso cromatismo que recuerda a la escuela veneciana. Se produce una teatralidad propia del barroco pleno, lo cual tiene cierta lógica dado que se emplea para expresar, por un lado, el triunfo de la Iglesia contrarreformista pero, también, a un tiempo, es una especie de telón o aparato teatral que pretende ocultar la inexorable decadencia del imperio español. Se incorpora además la pintura decorativa al fresco de grandes paredes y bóvedas, con efectos escénicos y trampantojo. En relación con ese ambiente de decadencia está la proliferación de ciertos temas como la vanitas, para señalar la fugacidad de las cosas terrenales, y que a diferencia de las vanitas holandesas, por tener que reforzar el aspecto religioso de este tema, solían incluir referencias sobrenaturales muy explícitas. ​ 

La escuela madrileña
Entre las figuras que mejor representan la transición desde el tenebrismo hacia el barroco pleno se encuentran fray Juan Andrés Ricci (1600-1681) y Francisco de Herrera el Mozo (1627-1685), hijo de Herrera el Viejo. Herrera el Mozo marchó muy temprano a estudiar a Italia y al volver en 1654, difundió el gran barroco decorativo italiano, como puede verse en su San Hermenegildo del Museo del Prado. Se convirtió en el copresidente de la Academia de Sevilla, presidida por Murillo, pero trabajó sobre todo en Madrid.
El vallisoletano Antonio de Pereda (1611-1678), centrado principalmente en la pintura religiosa para iglesias y conventos madrileños, pintó algunas vanitas en las que se aludía a la fugacidad de los placeres terrenales y que proporcionan el tono que dominaba en este subgénero dentro del bodegón o naturaleza muerta a mediados de siglo. Entre ellas se le atribuye la celebérrima El sueño del caballero (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), en la que, junto al caballero dormido, hay todo un repertorio de las vanidades de este mundo: insignias de poder (el globo terráqueo, coronas) y objetos preciosos (joyas, dinero, libros), junto a las calaveras, las flores que pronto se marchitan y la vela medio gastada que recuerdan que las cosas humanas son breves. Por si hubiera alguna duda sobre el sentido del cuadro, un ángel corre junto al caballero con una cinta en la que, a modo de charada, se dibujan un sol atravesado por un arco y flecha con la inscripción: AETERNE PUNGIT, CITO VOLAT ET OCCIDIT, esto es, «[El tiempo] hiere siempre, vuela rápido y mata», lo que en su conjunto se podría interpretar como una advertencia: «La fama de las grandes hazañas se desvanecerá como un sueño».​ Su Alegoría de la vanidad de la vida, en el Kunsthistorisches de Viena está protagonizada por una figura alada en torno a la cual se repiten los mismos temas: el globo terráqueo, numerosas calaveras, un reloj, dinero, etc. En otras ocasiones, sin embargo (Vanitas del Museo de Zaragoza), se limitará a unos pocos elementos esenciales: calaveras y reloj, más acomodados a su personal estilo, poco dado a las composiciones complejas. ​
El pleno barroco viene representado por Francisco Rizi (1614-1685), hermano de Juan Ricci y también por Juan Carreño de Miranda (1614-1685). Se considera que Carreño de Miranda es el segundo mejor retratista de su época, detrás de Velázquez; muy conocidos son sus retratos de Carlos II y de la reina viuda, Mariana de Austria. De entre sus discípulos, destaca Mateo Cerezo (1637-1666), admirador de Tiziano y Van Dyck. Otro artista destacado fue José Antolínez, discípulo de Francisco Rizi, aunque con fuerte influencia veneciana y flamenca. Autor de obras religiosas y de género, donde destacan sus Inmaculadas, de influencia velazqueña en la intensidad cromática, con preponderancia de los tonos plateados. Sebastián Herrera Barnuevo, discípulo de Alonso Cano, fue arquitecto, pintor y escultor, destacando en el retrato, con un estilo influido por la escuela veneciana, especialmente Tintoretto y Veronés. ​
La última gran figura del barroco madrileño es Claudio Coello (1642-1693), pintor de corte. Sus mejores obras, sin embargo, no son los retratos sino las pinturas religiosas, en las que aúna un dibujo y perspectiva velazqueños con una aparatosidad teatral que recuerda a Rubens: La adoración de la Sagrada Forma y El Triunfo de San Agustín. 

FRAY JUAN ANFRÉS RICCI de GUEVARA, conocido como fray Juan Rizi​ (Madrid, 1600-Montecassino, 1681)
Monje benedictino, pintor, arquitecto y tratadista barroco español. Formado en las primeras décadas del siglo XVII, su estilo es el propio del tenebrismo naturalista. Su pintura, que evolucionará poco con el paso del tiempo, se distingue por la intensidad de sus claroscuros, trabajados con pincelada ligera, y por la gama de colores oscuros con predominio de los pardos y del negro —color del hábito benedictino— solo ocasionalmente realzados por los rojos, mal conservados estos debido, según Antonio Ponz, a su costumbre de dejar los cuadros «de primera mano». Como pintor erudito y con formación teológica, Rizi se mantuvo siempre atento a los mensajes teológicos y conceptuales de los contenidos de su pintura, lo que le llevaría a inventar o adoptar fórmulas iconográficas nuevas o poco usadas, en especial tratando de destacar el papel de María como mediadora.
Aunque el grueso de su producción está constituido por pinturas monásticas y series de asunto religioso, principalmente relacionadas con santos de la orden benedictina, fue también un estimable retratista, apreciándose en este orden la influencia de Velázquez, como se pone de manifiesto en el atribuido retrato de Don Tiburcio de Redín y Cruzat del Museo del Prado o en el de Fray Alonso de San Vítores del Museo de Burgos, compuesto con una exquisita gama de colores tostados y cálidos.
Autor de escritos sobre materias teológicas y artísticas, Rizi cultivó también la arquitectura, teorizando sobre el orden salomónico entero o completo, y es posible que practicase la escultura, al menos ocasionalmente, a juzgar por una noticia documental relativa a la terminación de un Santo Cristo de talla para el hospital de San Juan de Burgos.
Su padre, Antonio Ricci, natural de Ancona, llegó a España en 1585 para trabajar en la decoración del Monasterio de El Escorial bajo las órdenes de Federico Zuccaro. Despedido el maestro pocos meses más tarde, Antonio decidió permanecer en España, donde contrajo matrimonio en 1588 en la iglesia de San Ginés de Madrid con Gabriela de Guevara, o de Chaves, huérfana de Gabriel de Chaves, dorador de la corte. Instalado en Madrid, abrió taller de pintura dedicado a la confección de retablos, la imitación de obras de los Bassano y los retratos, en lo que demostró especial habilidad, llegando a ser retratista de Felipe IV aún príncipe. En Madrid nacerían sus once hijos, bautizados todos en la parroquia de San Sebastián; Juan, el cuarto, bautizado el 28 de diciembre de 1600, y el menor, Francisco, quien también sería pintor, el 9 de abril de 1614. ​ 

Formación y primeros años de actividad artística
Juan probablemente inició su aprendizaje como pintor con su padre, aunque Antonio Palomino afirma que se formó en el taller de Juan Bautista Maíno, lo que en opinión de Pérez Sánchez desmiente su obra, de un tenebrismo estricto aplicado con pincelada ligera que, en ocasiones, parece dejar las obras inacabadas. ​ Problemática es también su formación cultural en el sentido más amplio, incluyendo el aprendizaje del latín, requisito necesario para ingresar en la orden benedictina. La relación con el círculo de intelectuales italianos residentes en la corte, con los que su padre, promotor en 1606 de la Academia de San Lucas de Madrid junto con Vicente Carducho, mantenía el contacto, pudo servir de acicate para su temprana vocación intelectual. Algunos de los postulados teóricos que expondrá en sus obras posteriores, como los argumentos teológicos para justificar el arte de la pintura, su carácter liberal o la primacía del dibujo como unificador de las artes, con sus subalternadas, la geometría y la anatomía, se encuentran de forma semejante en los programas académicos y en los escritos de Carducho. ​
En todo caso, la participación de Juan en la Academia de pintores que se reunía en el convento madrileño de Nuestra Señora de la Victoria, está acreditada por un incidente ocurrido en 1622 que pudo suponer el fin de la propia Academia. En ese año algunos pintores revocaron los poderes que anteriormente habían otorgado a Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Bartolomé González, Santiago Morán y otros para la celebración de dichas reuniones. Entre quienes derogaban el consentimiento, todos ellos «maestros de la pintura residentes en esta Corte», con Pompeyo Leoni (hijo), Juan de la Corte o Pedro Núñez del Valle, firmaba «Juan Andrés Rizi», quien aparece de este modo ya como pintor independiente en la primera noticia documental que de él se tiene tras la partida de bautismo. ​
Nada se sabe de sus primeros años de vida excepto que con dieciséis, dando ya muestras de su piedad, escribió un pequeño tratado sobre la Concepción de María que envió al papa Pablo V, según referirá él mismo años más tarde. En 1622, como se ha dicho, trabajaba ya en Madrid como pintor independiente. Palomino alude a dos trabajos hechos «antes de entrar en Religión», ambos perdidos, para los conventos de los trinitarios y de los mercedarios calzados de Madrid. ​ Se conoce, en efecto, el contrato para las obras de este último convento, firmado con el sacristán mayor Diego del Peso el nueve de enero 1625, diciéndose en él mayor de veinticinco años pero sujeto aún a licencia paterna. Por dicho contrato Rizi se comprometía a pintar para la sacristía cuatro lienzos con la historia de la pasión de Cristo «y otros sanctos», así como decorar con grutescos los «blancos de la pared» hasta la cornisa de la bóveda conforme a las trazas presentadas previamente. ​ 

Monje benedictino en Montserrat. Estudios en Irache y Salamanca
El 7 de diciembre de 1627 ingresó en la elitista orden benedictina en el Monasterio de Montserrat, donde profesó un año después. Aun tratándose del más insigne monasterio catalán, Montserrat pertenecía a la Congregación castellana de San Benito el Real de Valladolid y, como Rizi, la mitad de sus integrantes procedían de Castilla, lo que originaba algunos conflictos. Superado el proceso selectivo establecido por la orden, que limitaba el número de monjes que cada monasterio podía enviar a seguir estudios universitarios, fue enviado a cursar los estudios de Filosofía en el Monasterio de Irache (Navarra), donde permaneció entre 1634 y 1637, año en que fue reclamado a Montserrat para realizar trabajos de pintura en la capilla de San Bernardo, decorada con grutescos como había hecho antes de partir hacia Irache en la capilla del Santísimo. ​ Posteriormente marchó al Colegio de San Vicente en Salamanca, en cuya Universidad se matriculó por primera vez en el curso 1638-1639, permaneciendo allí hasta 1641. ​ Antonio Palomino cuenta que al no tener el tercio de la pensión anual de 100 ducados necesario para ser aceptado en el colegio universitario, que solían ser sufragados por los monasterios de procedencia de los escolares, pintó un Crucifijo en dos días por el que le dieron más dinero del necesario para su admisión.
Durante su estancia en Salamanca, al tiempo que cursaba estudios de Teología, decoró con pinturas el claustro del colegio, destruido durante las guerras napoleónicas, y quizá acudiese a clases de anatomía y disección, siendo posible advertir sus conocimientos en estas materias en los dibujos anatómicos con que ilustró el Tratado de la pintura sabia, ​ aun cuando la fuente principal de esos dibujos fuesen las estampas de los tratados de Andrea Vesalio y Juan Valverde de Hamusco. ​ 

1641. Maestro de dibujo del príncipe Baltasar Carlos
En 1641, tras la llegada a Madrid de los monjes castellanos expulsados en febrero de Montserrat, él mismo se trasladó desde Salamanca a la corte a la que fue llamado por el conde-duque de Olivares para ser maestro del príncipe Baltasar Carlos. No le satisfizo el cargo, del que algunos años después diría en carta desde Roma a la duquesa de Béjar que
A mí me hacían mayor honra en no hacerme maestro de niños, aunque sean tan grandes.​
Hombre de carácter apasionado y celoso defensor de las constituciones de su orden, pronto se vio privado de él, al oponerse, por contraria a esas constituciones, a la reelección acordada por el rey de fray Juan Manuel de Espinosa como abad del nuevo monasterio de Montserrat de Madrid, tras haberlo sido del catalán. El incidente determinó su inmediata salida de la corte hacia Silos, «donde —según escribió el monje años después— me vi gozoso fuera de palacio».
Durante esta breve etapa en la corte participó en la decoración del Salón de Comedias del viejo Alcázar con Francisco Camilo, Alonso Cano y Diego Polo, entre otros, y pudo realizar el atribuido retrato de Sir Arthur Hopton, embajador inglés en Madrid, conservado en el Meadows Museum de Dallas, de debatida autografía. 

1642-1648. Santo Domingo de Silos. Primeras obras conservadas
La estancia en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, en el que se le cita ya en febrero de 1642 con cargo de Padre Predicador y donde desempeñó sucesivamente los cargos de predicador, confesor y llamador, se vio frecuentemente interrumpida por continuos viajes, llamado desde otros monasterios de la orden y desde el obispado de Burgos para participar en trabajos decorativos. Pero la primera salida, en septiembre de 1642, se debe a un incidente con el médico del pueblo, con quien tuvo «algunas Causas y palabras». Fue por ello enviado, en tanto se apaciguase la situación, al priorato de San Frutos en Duratón, lugar áspero y apartado dependiente de Silos, al que volvió un año más tarde para una estancia de dos meses. ​ En julio de 1643, si no antes, estaba de nuevo en Silos, encargado del expediente de limpieza de sangre de un novicio. Siendo abundante para estos años la documentación referida a su vida monástica, de su actividad artística no se tienen noticias hasta agosto de 1645, cuando fue llamado por el abad de San Juan de Burgos, Diego de Silva, para participar en una amplia remodelación decorativa del monasterio, en el que se encargó del retablo mayor y colaterales y de una serie de pinturas para el claustro y otras dependencias, primeras obras documentadas que se conservan. Será este, además, el punto de partida para una serie de desplazamientos a la capital burgalesa y quizá también a Pamplona y Madrid en los años inmediatos antes de que, en agosto de 1648, terminen las noticias referidas a fray Juan en el monasterio silense. ​
En Silos quedan dos pinturas de factura suelta e indudablemente autógrafas, aunque no firmadas ni documentadas, que hubo de realizar en estos años: La muerte de Santo Domingo de Silos, que ocupó el retablo de la capilla instalada en la celda del santo hasta el derrumbe de su bóveda en 1970, probablemente la primera obra conocida de mano de Rizi pues consta que entre 1642 y 1645 se renovó la llamada Celda del Paraíso, posiblemente con participación del propio Rizi en el diseño arquitectónico, y Santo Domingo liberando a los cautivos, conservada en la Sala Capitular y anteriormente en la puerta de la sacristía, obra inusual en la producción del pintor por tamaño y complejidad compositiva, dado el gran número de sus figuras. El estilo personal de Rizi, sus profundos contrastes de luz y sombra para delimitar los espacios celestial y terrenal, la idealización de los rostros de Cristo y de la Virgen en contraste con el tratamiento naturalista de los objetos, se encuentra ya plenamente formado en estas obras en las que, además, pudo autorretratarse en la figura del monje lector que dirige su mirada hacia el espectador como testigo de la visión milagrosa, de la que da fe, asociada por Rizi —al margen de los relatos hagiográficos— al momento mismo de la muerte de santo Domingo.

Pinturas para San Juan de Burgos
En agosto de 1645 el abad de Silos Pedro de Liendo le autorizó a marchar al monasterio de San Juan de Burgos para pintar unos cuadros y allí regresó al año siguiente para terminar la escultura de un Crucificado para el hospital del monasterio. ​ El encargo del abad Diego de Silva, que suponía una completa remodelación decorativa del monasterio, comprendió las pinturas del retablo mayor dedicado al Bautista (Bautismo de Jesús, Prisión de san Juan y Degollación de san Juan), los altares de la nave del templo, una serie de la vida de san Benito para el dormitorio grande y otra de santos benedictinos para el claustro. De toda esa amplia intervención, dispersos o destruidos muchos de sus cuadros tras los procesos desamortizadores del siglo XIX, aunque ya Antonio Ponz hablaba del mal estado de conservación de gran parte de ellos, únicamente cuatro se han conservado según el documentado estudio de David García López: el llamado San Benito y la copa de veneno de la iglesia de San Lesmes de Burgos, la Virgen de Montserrat con un monje del Bowes Museum de Barnard Castle (Durham), y dos pinturas del Museo del Prado, que originalmente estuvieron enfrentadas en sendos retablos colaterales: San Benito bendiciendo un pan y San Gregorio escribiendo, catalogada esta última en el museo como obra anónima. ​
A estos cuatro lienzos cabe agregar, aunque fue pintado años más tarde (hacia 1658), el retrato de Fray Alonso de San Vítores (Museo de Burgos), procedente de la biblioteca del mismo monasterio de San Juan en el que profesó quien luego sería obispo de Almería, de Orense y de Zamora y que, como general de la Congregación de Valladolid, se había ocupado de embellecer los monasterios de la orden y protegido a Rizi. El retrato, no exento de influencias velazqueñas en opinión de Angulo y Pérez Sánchez, está considerado unánimemente como una de las obras maestras de Rizi, en la que supo conjugar la tradición del retrato sedente con un inusualmente cálido sentido del color. ​ 

La cena de San Benito, Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 185 x 216 cm. Museo del Prado
Cuadro de la serie con escenas de la vida de san Benito que adornaban el claustro del monasterio de San Martín. Se ha supuesto que el tema del lienzo represente uno de los intentos de envenenamiento al Santo fundador. Felipe de Castro (ca. 1750/1764) se limitó a señalar que "las pinturas del claustro son de mano de Fray Juan Ricci" y Ponz (V, 1776, 5.a división, párrafo 15) que "las [pinturas] de la Vida del mismo Santo en el claustro son de Fr. Juan Rizi, Religioso de la Orden; y de su misma mano son también los retratos que hay encima de ellas". También Ceán (1800, IV, p. 213) se refirió únicamente a "los lienzos del claustro de la vida de S. Benito y los retratos que están encima", aunque citando al Padre Sarmiento, dio uno de los asuntos al escribir que en estos lienzos "no hay cabeza alguna que no sea retrato de algún monge, o lego, o criado de la casa, y que el del P. Rizi era un monge de barba negra que asiste al tránsito de S. Benito" El inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia permite confirmar la pertenencia a la serie del claustro de san Martín de “San Benito y los ídolos” y “La cena de San Benito”, y descubre la existencia de otros dos lienzos que, a juzgar por sus medidas y proporciones, debieron formar parte de ella: un "San Benito Abad" de 6 1/2 x 7 3/4 pies y un "San Benito conjurando los vicios" de 7 1/4 x 7 1/4 pies (203 x 203 cm aprox.). A estos hay que añadir, con seguridad, las dos historias conservadas en la iglesia de San Martín ("San Benito y Galla", 191 x 214 cm, y "San Benito y el milagro de la hoz", 190 x 215 cm), de medidas prácticamente idénticas a las de los otros y que debieron ser devueltas a la iglesia en fecha desconocida; y el lienzo con "San Benito bendiciendo a san Mauro" que ingresó en el Prado en 1965. La pertenencia a la serie del otro lienzo registrado en el inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia (San Benito escribiendo, 7 1/2 x 4 pies) no es ya tan evidente. La altura está próxima a la de los demás, pero no así la anchura. Significativamente, el único cuadro de la serie que se colgó en el Museo al ser éste inaugurado, fue "San Benito y los ídolos", expuesto en el Salón de la Galería Baja. Ello facilitaría la posterior desaparición de los demás a excepción de "La cena de san Benito". Por sus medidas y proporciones, debe excluirse de la serie "La última misa de san Benito" de la Academia de San Fernando (281 x 212 cm), que si procede efectivamente de San Martín, debía de ser uno de los otros cuadros de Rizi que según Ponz estaban "en parages publicos y particulares de esta Casa". 

San Benito bendiciendo el pan. Hacia 1655.
Óleo sobre lienzo, 168 x 148 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
Fray Juan Rizi era miembro de una importante familia de artistas madrileños y profesó como monje benedictino. La mayor parte de sus obras se relacionan con su orden y representan a santos y otros hombres ilustres pertenecientes a esta. En este caso, nos encontramos ante un milagro del fundador que tiene claras connotaciones eucarísticas. Fue pintado para el monasterio burgalés de San Juan Bautista.

San Millán de la Cogolla
No paró mucho tiempo en Silos a donde había vuelto en mayo de 1648. Antes de terminar el año marchó a Pamplona llamado por su obispo para atender asuntos relacionados con un hermano de los que poco más se sabe. Entre 1649 y 1652 debió de pasar unos meses en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, donde pintó un cuadro no conservado del Cid a caballo por encargo de su abad Juan Agüero, trasladándose luego a Medina del Campo. Aquí, en el desaparecido monasterio de San Bartolomé, uno de los más modestos de la orden, dependiente de Sahagún y habitado por solo tres monjes, desempeñó el cargo de abad según refiere él mismo en el Tratado de la pintura sabia, donde incluyó el diseño de la portada de la iglesia, ejecutada en esos años conforme a las trazas posiblemente proporcionadas por él mismo. ​
No hay constancia documental de la estancia de Rizi en San Millán de la Cogolla, donde sin embargo se encuentra el más numeroso conjunto de sus obras conservado in situ, pero se sabe que en 1653 murió el pintor navarro Juan de Espinosa dejando sin terminar las pinturas del claustro alto de cuya conclusión se encargaría Rizi. Es posible que fuese llamado a pintar en el monasterio ese mismo año, pues fue también entonces cuando resultó elegido abad fray Ambrosio Gómez, bajo cuyo mandato, extendido hasta 1657, se llevaron a cabo las obras del retablo mayor, dorado entre 1654 y 1656. ​
La intervención de Rizi en el Monasterio de San Millán de Yuso, con las perdidas pinturas del claustro alto dedicadas a la vida de san Millán, se extendió a distintas dependencias pero se centró particularmente en la iglesia donde además de las pinturas del retablo mayor y sus colaterales se encargó de las pinturas de otros tres altares distribuidos por la nave. Como es lógico, las obras más ambiciosas se destinaron al altar mayor, presidido por sendos grandes lienzos de San Millán en la batalla de Simancas y de la Asunción de la Virgen, advocación del templo, acompañada en su elevación al cielo por su hijo en inusual iconografía, copiada en parte de una de las estampas de Wierix para las Evangelicae historiae imagines de Jerónimo Nadal. ​
El lienzo central, con san Millán entrando en batalla sobre un caballo (o quizá mejor sobre un unicornio) lanzado a galope tendido, aun contando con el posible precedente del desaparecido retrato del Cid que había pintado para San Pedro de Cardeña, se aleja de sus habituales motivos monásticos, de un carácter siempre mucho más estático. Pero sus carencias para crear un efecto verdaderamente dinámico se ven compensadas por su rico colorismo barroco de pincelada suelta y vibrante. El asunto representado, alguna vez interpretado como la intervención milagrosa de san Millán en la batalla de Hacinas, ​ podría reflejar con mayor probabilidad la legendaria intervención del santo en la batalla de Simancas en socorro del ejército castellano del conde Fernán González. En ella los monjes de San Millán de la Cogolla fundaban los llamados Votos de san Millán, una falsificación documental de hacia 1143 según la cual el conde Fernán González habría otorgado al monasterio el cobro de determinados derechos sobre algunas localidades castellanas en agradecimiento a la milagrosa intervención del santo, derechos en los que se asentaba la supervivencia económica del monasterio. ​
Las pinturas del presbiterio se completan con las figuras monumentales y de fuerte naturalismo de San Pedro y San Pablo, recortadas sobre fondos negros, puertas para los armarios de las reliquias, y cuatro lienzos de santos en los altares colaterales, unidos al mayor en estudiada simetría: santas Gertrudis y Oria, monja profesa del monasterio, en el lado de la Epístola, y santos Ildefonso y Domingo de Silos en el del Evangelio, los cuatro recibiendo las visiones místicas de Cristo y de la Virgen María, con los característicos rompimientos de gloria de Rizi y su mismo sentido «algo triste» del color, en opinión de Jovellanos, que visitó el monasterio en 1795. ​
Distribuidos por la nave, y en la actualidad en parte desmembrados, pintó también los retablos del Rosario, de Santo Domingo de Silos y de San Benito con dos lienzos cada uno, destacando los del primero (La Virgen y las almas del Purgatorio, San Benito y san Miguel Florentino recibiendo los rosarios de manos de Jesucristo y de la Virgen) por su mayor empeño compositivo y el de San Benito y las órdenes militares por su iconografía, en la que de nuevo la orden benedictina aparecía ligada a las tareas reconquistadoras. Interesantes son también y por motivos semejantes los cuatro retratos imaginarios de ilustres protectores del monasterio pintados para el Salón de Reyes: el conde Fernán González, los reyes de Navarra García I y Sancho el Mayor y el emperador Alfonso VII, figuras esbeltas de cuerpo entero y de composición ya arcaica.
Por fin, en la escalera de la sacristía se encontraba una obra de grandes dimensiones, hasta siete metros, denominada San Benito y el árbol genealógico benedictino. Se trataba de una obra de gran mérito elogiada por Jovellanos y Ceán Bermúdez por la variedad y multitud de sus cabezas. El lienzo, muy dañado a causa del abandono sufrido por el monasterio tras la desamortización de 1835, se había dado por perdido en 1909 pero en fechas recientes ha sido localizado y restaurado en el mismo monasterio un fragmento de aproximadamente 3 x 3 metros con las figuras de san Benito y san Millán acompañados por algunos de los abades de los monasterios de Suso y Yuso, cabezas que podrían considerarse auténticos retratos, si no de los personajes históricos que representan, con un número sobre la mitra que permitiría identificarlos, sí de los monjes residentes en San Millán en el momento de pintarse. 

San Millán en la batalla de Simancas, 1657
El centro de la obra está ocupado por San Millán o Emiliano, natural de Berceo y que nació en el año 473. Se sabe, según nos cuenta la tradición, que fue educado por San Felices y vivió como ermitaño en las cuevas del monte San Lorenzo. Fundó un monasterio que lleva su nombre y murió hacia el año 574.
El lienzo nos presenta una batalla en la que el Santo sobre un unicornio blanco galopa derribando a varios moros. San Millán viste el hábito benedictino y blande flamígera espada con la que amenaza a un moro. Bajo su unicornio se dispone un moro tendido en el suelo, composición, por otra parte, típica en de las escenas de caballería. Tolnay nos habla de la distribución medieval por la que las zonas derechas se hacen corresponder con el bien y las izquierdas con el mal 6, así podemos observar cómo el lado del evangelio está ocupado por los cristianos mientras que el correspondiente a la zona izquierda representa al hereje, al infiel. El centro de la composición está ocupado como hemos dicho por San Millán, pero también se destaca un gigantesco árbol del que más tarde hablaremos. También se debe destacar las tonalidades que el pintor confiere al cielo y el castillo que se levanta sobre una colina y que podría servir para identificar con más seguridad la batalla que se quiere representar.
Sin duda, el propósito del lienzo supera la simple representación de una batalla, la finalidad esencial la hemos de encontrar en el deseo de manifestar el poder milagroso de San Millán y las razones por las que se le consideró patrono de Castilla y, junto con Santiago, patrono de España.
Lomax, nos habla de las intervenciones milagrosas del Santo en la Reconquista:
De San Millán se creía que protegía a los navarros y a los hombres de Castilla la Vieja, y García II de Navarra hizo una peregrinación a su tumba para pedirle ayuda contra Almanzor (997). Se creía que se la había aparecido a Fernán González en la batalla de Hacinas, y a García III en la toma de Calahorra (1045); y mucho antes de los poemas que sobre él escribieron Berceo y un monje de Arlanza, que han sobrevivido, se compusieron leyendo épocas a propósito de su acción protectoras.
Tales apariciones tienen su precedente en el reino Astur-leonés, ya que en el siglo IX apareció con la misma finalidad protectora el apóstol Santiago en la batalla de Clavijo en ayuda del rey Ramiro y los tercios cristianos, esto nos lo cuenta Manuel Carretese en las Vidas de Santos que compusiera en el siglo XIII.
Así, nos encontramos que los Astur-leoneses tenían su patrón protector, no extraña que los Castellanos eligieran al suyo otorgándole similares características militares y milagrosas.
San Millán se apareció a los ejércitos castellanos en tres ocasiones, dos de ellas en el siglo X y una en el XI. Las dos batallas del siglo X son las de Hacinas y Simancas, en ellas comandaba los ejércitos castellanos el conde Fernán González, la tercera aparición se dio en la batalla de Calahorra. Todas estas confrontaciones se dieron contra los árabes infieles y la victoria cristiana se fundamentó sustancialmente en el fenómeno milagroso de la aparición.
Lafuente Ferrari recoge la tradición y nos indica que esta batalla representada por Ricci corresponde a la de Hacinas (Burgos), localidad próxima a la población de Salas de los Infantes y al monasterio de Silos. Quizá la fortaleza que observamos en el lienzo pueda corresponderse con la que en la actualidad (bastante derruida) se eleva en la localidad de Hacinas.
Sin lugar a dudas, Ricci a la hora de componer su lienzo tuvo que recurrir a la tradición. Resulta curioso encontramos que en el año 1609 (no olvidemos que el lienzo se pinta en 1653) un monje benedictino llamado Yepes escribe la Crónica General de San Benito, en esta obra al hablar de San Millán no se menciona para nada la batalla de Hacinas y por el contrario se da toda la importancia a la de Simancas, localidad castellana que también se encuentra elevada sobre una colina con fortaleza. Para Yepes es en Simancas cuando acaeció la primera aparición del Santo en ayuda de los cristianos, nos dice cómo en ella se unieron todos los ejércitos cristianos de Navarra, Vasconia, Castilla y León contra el moro Abderramán:
Muy conocida es, y sabida de los españoles la batalla de Simancas, cuando el Rey don Ramiro el segundo, viendo que el Rey Abderramán de Córdoba, entraba con poderoso ejército en tierras de cristianos, pareciole, que era imposible resistir a tanta muchedumbre de infieles envió a pedir al Rey de Navarra, García Sánchez, y al conde de Castilla, Fernán González, que le socorriesen, y favoreciesen, en este aprieto tan grande, en que se veían los cristianos de España. Estos príncipes llamados vinieron para ayudar al Rey don Ramiro; pero comparados los nuestros con los infieles eran poquísimos; porque había para cada cristiano cien moros, y así acudieron los Reyes a pedir otro nuevo socorro, y amparo, de más tomo y sustancia. Suplicaron a nuestro Señor les favoreciese y pusieron sus intercesores a Santiago y San Millán.
Yepes nos da un dato de gran importancia al señalar que por esta batalla nacieron los votos de San Millán en Castilla por el agradecimiento que desde este momento Femán González expresó al mencionado Santo mediante los favores y donaciones que concedió al monasterio que lleva el nombre de San Millán, a quien, por otra parte, le hizo patrono de Castilla como hemos indicado:
Algunos han querido decir, que el origen de los Votos de Santiago, tuvieron principio en esta famosa batalla (Simancas), no es ahora tiempo ni lugar, para detenernos en averiguar una cuestión tan reñida, y tan grave: pero para lo que hace a nuestro propósito digo, que es cierto, que los votos de San Millán tuvieron principio, no de la batalla de Clavijo, sino en esta de Simancas; porque expresamente lo dicen las escrituras, y los autores, que de esto tratan. Porque viendo el conde Fernán González, que los Reyes de León, con ánimo cristiano, y rendido a Santiago, habían hecho tributario su reino al sagrado Apóstol, a imitación suya, quiso que los Castellanos, tuviesen la misma sujeción, y rendimiento, al glorioso San Millán, tomándole por patrono de Castilla.
Observamos cómo para la época la batalla de Simancas tiene una mayor importancia que la de Hacinas, pues Yepes incluso ni menciona esta última. Por otra parte es en Simancas donde San Millán adquiere el carácter de patrono de Castilla y de donde nacen los Votos de San Millán, entendiendo también que es a través de la mencionada batalla cuando el monasterio se engrandece por los favores y privilegios que le otorga Fernán González y que Yepes pone de manifiesto. 
Por tanto, considero que esta acción tuvo para el siglo XVII una importancia superior a la de Hacinas y por lo mismo bien pudiera ser la batalla que Ricci plasma en su pintura. También se pueden presentar otros aspectos que ayudan a comprender la intencionalidad del pintor, pues el carácter milagroso de la batalla que se desea plasmar en el lienzo proviene sin duda de las narraciones que sobre Simancas se hicieron tanto en época medieval como moderna. Yepes nos dice:
A vista de los ejércitos se abrieron los cielos, y salieron de ellos dos caballeros, que venían en caballos blancos, armados con armas blancas, con espadas en las manos.
Tanto el aspecto rojizo del cielo, como el caballo blanco o la espada son elementos que Ricci no olvida en su composición. También en los Anales Castellanos al narrar la batalla en cuestión comienza con la intervención de sucesos milagrosos:
En la Era 977 es a saber, lunes, a las 10 de la mañana, Dios mostró en el cielo una gran señal, y el sol se convirtió en tinieblas en todo el mundo durante una hora...
Son estas razones expuestas las que me llevan a considerar que Ricci plasmó la batalla de Simancas, pues con ella daba a San Millán la importancia y trascendencia máxima: la de ser defensor de la cristiandad y patrono de Castilla y España.
La representación de San Millán no es otra que la tradicional del «miles christi», del guerrero triunfador. Esta imagen se hace común en la Edad Media por cuanto permitía expresar la peculiar psicomaquia y referir el triunfo de la virtud, por lo tanto del ideal caballeresco; los combates entre Rolando y Ferragut que aparecen en multitud de capiteles medievales son buena prueba de ello. Pero esta imagen del «miles» tiene sin duda un origen clásico, en este sentido nos habla Rosa López Torrijos al estudiar uno de los relieves del basamento en la Universidad de Oñate:
También hay que observar que entre los demás relieves aparecen dos escenas de jinetes, una de las cuales representa a un caballero que tiene sometido a un hombre bajo sus pies de su caballo mientras otro, de pie, lo observa o, más posiblemente, suplica al jinete. Esta escena es la iconografía tradicional del triunfo del guerrero en el arte clásico y escena muy semejante puede verse en los relieves de la columna Trajana y del arco de Constantino, en Roma, de donde, como es sabido, copiaron sus modelos muchos artistas del Renacimiento.
También esta imagen del «miles» aparece en otros relieves clásicos como lo apreciamos en el Arco de Constantino, en las composiciones que adoptaron al mismo provinientes de la época de Trajano.
La literatura medieval difundió este motivo, desde Ramón Llull tuvo una extraordinaria aceptación en la iconografía cristiana tras su obra Llivre del ordre del cavaller, donde al hablar del caballero como «miles Christi» se inspira en el apóstol San Pablo.
En el Renacimiento no se duda en presentar, dentro de los túmulos levantados en honor de los Príncipes, a los mismos como soldados de Cristo que ejercieron su poder en defensa del bien.
Con anterioridad a Ricci, Ribalta en el retablo de Algemesí nos ofrece la imagen de Santiago siguiendo este mismo esquema, tal y como la había presentado Herrera el «Mudo» y como posteriormente lo hará Corrado Giaquinto.
San Millán viene en ayuda de los cristianos y les procura la victoria contra el infiel. Conforme al espíritu medieval no podía representarse sino como perfecto caballero, como guerrero triunfador en defensa del ideal cristiano. Además la reciente expulsión de los moriscos justificada por amplios sectores de la Iglesia ponía de manifiesto el carácter liberador del Santo frente al mal y la herejía.
Pero curiosamente el Santo aparece en un caballo blanco que lleva un cuerno en su cabeza, es el Unicornio, animal que como es sabido desde la antigüedad remitía a la significación de la fuerza y la pureza; la fuerza por ser indómito y la pureza, como nos dicen los Bestiarios, por cuanto tan sólo podía ser cazado por una virgen. Además, su poder purificador era tal, que con su cuerno purificaba las aguas envenenadas y aquél hecho polvo sanaba las enfermedades.
El Unicornio es una imagen que aparece con gran profusión en la literatura emblemática y que goza de importantes significaciones que muy bien pudieron inspirar a Juan Ricci en su composición. Este mítico animal aparece ya en la literatura antigua bajo otras denominaciones y es Plinio quien lo describe otorgándole características fantásticas. En la historia antigua, medieval e incluso moderna, se le confunde en varias ocasiones con el rinoceronte, confusión que está presente en Plinio, San Isidoro e incluso en Saavedra Fajardo.
La Emblemática vio en este animal una referencia directa con la pureza y la fortaleza, aspectos que ya San Isidoro pone de relieve:
Su fortaleza es tanta que no puede ser capturado por cazadores, pero, como afirman los autores que han escrito sobre la naturaleza de los animales, una doncella virgen sale a su encuentro, la cual, al llegar el Unicornio, le descubre su pecho, en el que la fiera coloca su cabeza, perdiendo así su ferocidad, y una vez inerte y medio adormecido es capturado.
Tapices medievales nos presentan esta idea de pureza mediante el Unicornio, así como muchos lienzos del Renacimiento entre los que podemos destacar los realizados por Rafael.
Camerarius presenta en sus Emblemas la figura del Unicornio señalando que: es el emblema de una vida vasta y pura, idea que será tomada en el Barroco y así Ledesma propone el mítico animal como imagen de Cristo. La referencia del Unicornio a la pureza es constante, pero no solamente expresa una pureza individual, sino también la idea más importante de ser un animal que con su cuerno purifica lo que toca; así nos lo presenta Giovio en el siglo XVI y también Sambucus, para quien el Unicornio al ser purificador manifesta el dominio del mal.
Como purificador y dominador del mal, Alonso de Ledesma lo propone como imagen de Cristo que viene a liberar la tierra de sus males. Es en este sentido en el que se debe analizar la pintura de Ricci.
El Unicornio ya manifiesta la pureza en su color, la blancura que presenta recuerda las ideas del Renacimiento de Alberti y Palladio en favor del mencionado color por ser el que remite con mayor fuerza a la pureza, ahí que sea el color más amado de Dios. Por tanto, el color blanco y la significación de pureza a que remite el animal, nos hacen entender que San Millán es un defensor de la virtud que baja a la tierra para purificarla del infiel y en esta misión se muestra como guerrero, haciendo gala de toda la fortaleza contra el mal, pues a modo de Unicornio, tan sólo le pueden detener las fuerzas del bien.
Pero el Unicornio goza también de otras significaciones, entre las que debemos destacar la que propone Saavedra Fajardo. Para el diplomático murciano el mítico animal es expresión de la fortaleza y su arma o cuerno imagen de la ira. En este emblema (muestra al unicornio bajo la leyenda "prae oculis ira"), estudia la ira como un vicio a dominar, pero la justifica en honor a defender la religión y la virtud. Así, Ricci entiende que San Millán es intransigente en la defensa del bien y no duda en presentarnos todo el furor, la ira del guerrero en la lucha contra el infiel.
Como nos dice Yepes, San Millán emprendió la lucha con la espada, pero ahora se nos presenta una espada de fuego a modo de rayo, elemento que desde la antigüedad ha sido arma de los dioses que la empleaban para castigar vicios e insurrecciones. Pérez de Moya nos dice que el rayo es el arma de Júpiter utilizada para el castigo de los Gigantes, quienes se revelaron contra su poder. También, el águila como mensajera de Júpiter era portadora de sus rayos, ya que por la virtud de este animal no era herida por aquéllos. En este sentido son muchos los emblemistas que presentan los rayos como las armas de los dioses contra quienes no siguen sus designios, entre otros podemos señalar a Saavedra Fajardo y Solórzano.
Encontramos a San Millán como un mensajero de la divinidad que porta el arma de los dioses y que al modo de la mitología es el encargado de instaurar la justicia perdida. Saavedra estudia al Príncipe como Vicario de Dios y le presenta como imagen el águila que sostiene los rayos en su Empresa XXII. Nos dice:
Si bien el consentimiento del pueblo dio a los Príncipes la potestad de la justicia, la reciben inmediatamente de Dios, como vicarios suyos en lo temporal. Aguilas son reales, ministros de Júpiter, que administran sus rayos, y que tienen sus veces para castigar los excesos y ejercitar justicia (Lám. 4, Aguila bicéfala bajo el rótulo "praesidia maiestatis").
Por tanto, es San Millán el encargado de Dios para que libere a su pueblo cristiano del infiel y se haga justicia al triunfar el bien sobre el mal. 
El sentido de protección del bien que se significa por el rayo o espada de fuego queda manifiesto en el Génesis, pues Dios al expulsar a los pecadores Adán y Eva del Paraíso:colocó delante del paraíso de delicias un querubín con espada de fuego, el cual andaba alrededor para guardar el camino que conducía al árbol de la vida (Gn. 3,24).
Observamos como un gran árbol se dispone en el centro de la escena, considero que la finalidad de este árbol no se sólo estética o de composición, podemos estar ante un paisaje moralizado y en este sentido estudiaremos esta hipótesis. El árbol representado bien pudiera ser una encina, ya que es una variedad propia de la zona en que aconteció la batalla.
Saavedra en su Empresa LXX presenta el árbol como alegoría del Estado y habla de la sucesión, insistiendo en que ésta no debe fraccionar el árbol, el Estado. La idea y la imagen tienen su precedente en Jacob Bruck, quien en su Emblema LIV precisa que dicho árbol es una encina. Plinio viene a ser la fuente de tales composiciones por cuanto consideraba la encina como imagen del protector de la ciudad que mira por el bien constante de la misma, de ahí que señale: La Corona cívica se hizo primero de encia. También Valeriano en su Hieroglyphica expresa los mismos contenidos añadiendo que tal árbol tenía carácter sagrado al estar consagrado a Júpiter.
Esta lectura del árbol como paisaje moralizado potencia más el significado que estamos dando al lienzo, pues nos presenta a San Millán como protector del Estado y, como sabemos, dicho Santo era considerado como patrono de Castilla y de España, por tanto, hemos de entender que todos los elementos significativos están en clara consonancia y relación para significar la idea de San Millán como protector del cristianismo y del Estado. ​ 

Pinturas para el trascoro de la catedral de Burgos
Entre 1656 y 1659 están documentados los pagos al «Padre Juan de Rice» por las pinturas de seis cuadros de santos para los laterales del trascoro de la catedral de Burgos, considerados entre los más significativos de su producción y también, por su ubicación en emplazamiento público, los mejor conocidos en el pasado. Isidoro Bosarte, que como Antonio Ponz acusaba a Rizi de dejar sus obras sin concluir, escribió de ellos en su Viaje artístico a varios pueblos de España de 1804, que eran los más entintados de su mano que conocía, en lo que «se conoce que se esmeró en complacer a esta santa iglesia».​ A Teophile Gautier, otro célebre viajero, también le llamaron poderosamente la atención los cuadros, que él creía del pintor cartujo Diego de Leiva, y dedicó un soneto al lienzo «de pujante efecto» del Martirio de santa Céntola, erróneamente interpretado como Martirio de Santa Casilda. ​
Sus asuntos se eligieron por tratarse de santos cuyas reliquias se encontraban en la catedral (Santa Victoria, Santa Céntola y Elena y Santa Casilda), junto a un santo burgalés, San Julián, obispo de Cuenca y dos de devoción universal: San Antonio de Padua y San Francisco de Asís recibiendo los estigmas, tratados de forma poco común, acentuando en ellos los aspectos emotivos del trance místico para crear obras de una espiritualidad que Jonathan Brown ha calificado de conmovedora. ​ En ellos siguen dominando los intensos efectos de claroscuro, pero a estos añade un sentido nuevo del color, particularmente en las figuras de las santas vestidas con ricas galas. ​ Resulta probable que al ser llamado para trabajar en la catedral de Burgos Rizi fijase nuevamente su residencia en el monasterio de San Juan, donde pintaría también por estos años los lienzos perdidos de su altar mayor, dedicado a San Juan Bautista, ​ y el retrato ya citado de Fray Alonso de San Vítores en el que, de forma semejante a lo que se encuentra, por ejemplo, en el lienzo de Santa Victoria de la catedral, domina el vivo color rojo de la amplia muceta episcopal y del almohadón sobre el que reposa los pies. 

Pinturas para el monasterio de San Martín de Madrid
El inventario de los bienes del desaparecido monasterio de San Martín de Madrid efectuado en agosto de 1809 como consecuencia de los decretos de exclaustración ordenados por José I recogía 72 pinturas de Rizi. Treinta y tres de ellas, dedicadas a la Vida de san Benito, se encontraban instaladas en el claustro, junto con otras veintiuna de retratos de hombres célebres de la orden y tres más de san Benito inventariadas fuera de la serie anterior quizá por su distinto tamaño. Otras se encontraban en el tránsito del claustro a la sacristía (seis de la vida de santo Domingo de Silos que para Ponz serían de José Jiménez Donoso), la sala capitular, la biblioteca y el refectorio, donde colgaba el cuadro de gran tamaño del Castillo de Emaús. ​ Se desconoce, sin embargo, en qué momento de su carrera pudo Rizi abordar un conjunto tan amplio y si lo hizo todo de una vez o en distintas etapas. Descontados los posibles contactos que tuviese con este monasterio, el más primitivo de la orden en Madrid, antes de marchar a Montserrat, alguna pintura pudo dejar en él en 1641, cuando servía como maestro del príncipe Baltasar Carlos, y es razonable suponer que residiese nuevamente en él entre 1659, año en que se le documenta pintando el retablo mayor del monasterio de Nuestra Señora de Sopetrán (de nuevo la Asunción de la Virgen llevada de la mano por Jesucristo y la Coronación de la Virgen), y agosto de 1662 cuando, según su propia declaración, llegó a Roma. Hubo de ser en estos años cuando en contacto con la duquesa de Béjar, como capellán y maestro de dibujo de ella y de sus hijos, se encargase de la redacción de la Pintura sabia y de otro de sus tratados escrito todavía en España: la Imagen de Dios y de las criaturas, cuyos dibujos había entregado a su discípulo Gaspar de Zúñiga para que abriese aguafuertes sobre ellos con destino a la imprenta, proyecto que quedó interrumpido por la marcha de Zúñiga a las Indias como servidor del marqués de Mancera. ​
El conjunto de pinturas del monasterio de San Martín, algo mermado ya tras las guerras napoleónicas, cuando además se destruyó su iglesia, se dispersó definitivamente tras la desamortización de 1835 al sufrir los monjes una segunda exclaustración, y son muy pocas las pinturas que en la actualidad se pueden reconocer como procedentes de él. Parece probable que a la serie de pinturas del claustro perteneciesen las dos escenas de la vida de san Benito propiedad del arzobispado de Madrid que estuvieron depositadas en la moderna parroquia de San Martín y actualmente en el convento de San Plácido: San Benito y el bárbaro Galla y San Benito y el milagro de la hoz; y al mismo conjunto pertenecerán La cena de san Benito y San Benito y los ídolos propiedad del Museo del Prado tras su paso por el de la Trinidad, obras todas ellas de ejecución rápida y acusado predominio de los grises, acentuando incluso los efectos de claroscuro en fecha avanzada por la utilización de la iluminación artificial en el lienzo de la Cena. ​
También pudo formar parte de esta serie el San Benito bendice a los niños Mauro y Plácido que ingresó en el Museo del Prado procedente de la colección Beruete, en el que se ha visto un autorretrato del pintor en la figura del monje que acompaña a san Benito, recordando que según el padre Sarmiento, huésped años después del monasterio, era tradición allí que «no hay cabeza alguna que no sea retrato de algún monje, o lego, o criado de la casa» y que Rizi se había autorretratado en el monje que asiste a la muerte de san Benito, ​ lienzo desaparecido, explicándolo a modo de firma a la manera utilizada ya por los artistas griegos, de la que Rizi, que no firmó ninguno de sus cuadros, pudo servirse en más de una ocasión. ​ La misma procedencia, aunque por su tamaño y su mayor empeño y riqueza de color, no formaría parte de la misma serie, tiene la gran Misa de San Benito de la Academia de San Fernando, para muchos críticos su obra más ambiciosa. ​ El cuadro formó parte de los seleccionados en 1810 por Francisco de Goya y Mariano Salvador Maella para ser enviados a París con destino al Museo Napoleón, siendo allí trasladado en 1813 y retornado a España en 1818 para ingresar de inmediato en la colección de la Academia. Su asunto, habitualmente entendido como la última misa de san Benito, podría contrariamente tratarse de la Primera misa de san Benito, cuando según una tradición teológicamente controvertida pero defendida por los monjes benitos españoles, al pronunciar las palabras de la consagración (Este es mi cuerpo) le respondió la Hostia con las palabras inscritas en el cuadro: INMO TUUM BENEDICTE, y también tuyo, Benito. ​
Finalmente, de San Martín pudieran proceder el San Gregorio de Barnard Castle, antes en la colección del conde de Quinto formada con fondos procedentes de la desamortización, el San Benito ante la visión del mundo y la ascensión del alma de san Germán de colección particular madrileña, ​ y el interesante Joven caballero con misiva, de la colección del Banco de Santander, probablemente fragmento de una composición mayor en la que la radiografía permite ver tras el mensajero otra figura en un carro tirado por caballos, que se ha interpretado como un tapiz con la representación del triunfo de Hércules conforme al grabado de la edición de Lyon de 1556 de las obras de Ovidio. ​ 

San Benito bendiciendo a san Mauro. Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 188 x 166 cm. Museo del Prado
El santo, a la izquierda, recibe a los niños Mauro y Plácido, que le presentan el noble Equicio y el senador Tertulo. Detrás del santo, un monje de su orden. Formó parte de la serie de historias de benedictinos del monasterio de san Martín, de Madrid, donde las citan Ponz y Ceán.
Felipe de Castro (ca. 1750/1764) se limitó a señalar que "las pinturas del claustro son de mano de Fray Juan Ricci" y Ponz (V, 1776, 5.a división, párrafo 15) que "las [pinturas] de la Vida del mismo Santo en el claustro son de Fr. Juan Rizi, Religioso de la Orden; y de su misma mano son también los retratos que hay encima de ellas". También Ceán (1800, IV, p. 213) se refirió únicamente a "los lienzos del claustro de la vida de S. Benito y los retratos que están encima", aunque citando al Padre Sarmiento, dio uno de los asuntos al escribir que en estos lienzos "no hay cabeza alguna que no sea retrato de algún monge, o lego, o criado de la casa, y que el del P. Rizi era un monge de barba negra que asiste al tránsito de S. Benito" El inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia permite confirmar la pertenencia a la serie del claustro de san Martín de “San Benito y los ídolos” y “La cena de San Benito”, y descubre la existencia de otros dos lienzos que, a juzgar por sus medidas y proporciones, debieron formar parte de ella: un "San Benito Abad" de 6 1/2 x 7 3/4 pies y un "San Benito conjurando los vicios" de 7 1/4 x 7 1/4 pies (203 x 203 cm aprox.). A estos hay que añadir, con seguridad, las dos historias conservadas en la iglesia de San Martín ("San Benito y Galla", 191 x 214 cm, y "San Benito y el milagro de la hoz", 190 x 215 cm), de medidas prácticamente idénticas a las de los otros y que debieron ser devueltas a la iglesia en fecha desconocida; y el lienzo con "San Benito bendiciendo a san Mauro" que ingresó en el Prado en 1965. La pertenencia a la serie del otro lienzo registrado en el inventario general de los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia (San Benito escribiendo, 7 1/2 x 4 pies) no es ya tan evidente. La altura está próxima a la de los demás, pero no así la anchura. Significativamente, el único cuadro de la serie que se colgó en el Museo al ser éste inaugurado, fue "San Benito y los ídolos", expuesto en el Salón de la Galería Baja. Ello facilitaría la posterior desaparición de los demás a excepción de "La cena de san Benito". Por sus medidas y proporciones, debe excluirse de la serie "La última misa de san Benito" de la Academia de San Fernando (281 x 212 cm), que si procede efectivamente de San Martín, debía de ser uno de los otros cuadros de Rizi que según Ponz estaban "en parages publicos y particulares de esta Casa".
Según Álvarez Lopera (2009) este cuadro no fue inventariado en el Museo Nacional de la Trinidad, aunque su pertenencia a la serie de la vida de san Benito del claustro del monasterio de san Martín (Madrid) parece segura. Es lógico suponer que fue sustraído del Museo o vendido como cuadro inservible en alguna de las subastas de 1843. 

San Benito destruyendo los ídolos. Antes de 1662.
Óleo sobre lienzo, 194 x 220 cm. Museo del Prado
1662-1681. Roma y Montecassino
En 1662 se trasladó a Roma donde se encontraba ya a primeros de noviembre. El viaje, según contó él mismo, lo realizó «para ver si podía hacer definir el misterio de la Inmaculada Concepción».​ Palomino dice que admirado el papa Alejandro VII por dos apostolados que hizo en Italia le concedió muchas honras, afirmándose que al final de su vida le habría hecho merced de un obispado. ​
El motivo del viaje incluía, en realidad, la pretensión de fray Juan de obtener con el apoyo de los duques de Béjar el obispado de Salónica o el abadiazgo de Montelíbano (actual Líbano), donde se proponía dedicar la iglesia a la Virgen de Montserrat. ​ Frustradas estas expectativas, determinó regresar a España, pero antes, «por no retornar sin alguna gracia», solicitó al papa ser nombrado predicador general de su orden en España, lo que en efecto obtuvo por un breve de 27 octubre de 1663. ​ En Roma redactó el Epitome architecturae de ordine salomonico integro, escrito de 15 folios de gran formato en latín bellamente ilustrados que envió al Pontífice (guardado en la Biblioteca Vaticana, Fondo Chigi), con una propuesta de reforma del baldaquino de Bernini en San Pedro del Vaticano, al que aplicaba el nuevo orden arquitectónico por él inventado: el orden salomónico entero o completo. ​ Otra copia del Epítome debió de enviar a la reina Cristina de Suecia, a la que iba dedicado, y en él incluyó los retratos jeroglíficos del papa y de la reina, esta sentada sobre una nube y posando los pies sobre el firmamento con pluma y lanza. ​
La exaltación de la Inmaculada Concepción y el orden salomónico, dos de las constantes preocupaciones de fray Juan Rizi, se funden en este dibujo del tratado de Pintura Sabia, manuscrito conservado en la Biblioteca de la Fundación Lázaro Galdiano.
 

En otro proyecto ideado en estos mismos años, el de reforma de la plaza del Panteón —plaza de la Rotonda—, uno de los lugares emblemáticos de la Roma papal, conjugó este interés por la columna salomónica, último despojo del Templo de Jerusalén, con su constante preocupación por la definición dogmática de la Inmaculada. El proyecto, al parecer solo esbozado, lo intercaló en un discurso titulado Inmaculatae Conceptionis conclusio, presentando en el dibujo más elaborado una fuente con algunas figuras femeninas desnudas a caballo rodeando un pedestal con el retrato y el escudo de Alejandro VII, formado por seis montañas, sirviendo todo ello de basa a una gran columna salomónica sobre la que reposaría una imagen de la Inmaculada Concepción. ​ El proyecto de fuente no se llevó a cabo, pero Rizi, según parece desprenderse de sus propias palabras, habría podido encargarse de la nivelación y pavimentación de la plaza, eliminando las gradas entre la plaza y el templo. ​
Por razones que se desconocen, no retornó a España una vez obtenido el cargo de predicador general y, al contrario, entró en contacto con la Congregación Cassinense. En enero de 1665 todavía se encontraba en Roma, donde el día de Reyes admiró y dibujó un cometa, especulando sobre sus significados teológicos e indagando en las profecías milenaristas de Joaquín de Fiore, Juan de Capistrano y Eneas Silvio Piccolomini. ​ Es posible que inmediatamente se incorporase a la Abadía de Montecassino, donde decoró la capilla del Santísimo Sacramento, destruida durante la Segunda Guerra Mundial. ​ Pero esa estancia, al menos en los primeros momentos, se vio interrumpida por algunos desplazamientos, pues en 1666 se encontraba pintando en el pequeño pueblo de Trevi nel Lazio (Frosinone) y en 1668 firmó en la ciudad de L'Aquila, entonces perteneciente al Reino de Nápoles, un jeroglífico en honor de Carlos II. ​
Por varios motivos son interesantes los ocho lienzos que pintó para la capilla de los Santos Cosme y Damián en la iglesia Mayor de Trevi nel Lazio, hasta ahora las únicas pinturas conocidas de su estancia italiana. Dos son especialmente interesantes por su iconografía: la que se encuentra en la bóveda, muy maltratada, que representa una Alegoría de la Santísima Trinidad, a la que anteriormente estuvo dedicada la capilla, en forma de tres niñas iguales en torno a un crucifijo, imagen que con variantes reproduce un dibujo con el que se abre el tratado de la Theologia Escolastica en el manuscrito 539 de la biblioteca de Montecassino; ​ y el lienzo del ático del retablo: Cristo y Nuestra Señora, que sujetan el cáliz con la Hostia y la paloma del Espíritu Santo, siendo el modelo de la Virgen una doncella vestida igual que las jovencitas de la alegoría trinitaria. Ambas iconografías, enteramente originales y destinadas a destacar el papel de María en el plan de la salvación como corredentora, se encuentran de igual modo en algunos dibujos de los manuscritos cassinenses de fray Juan, donde se definen como creaciones de «Theologia Mistica». Más convencionales son los seis lienzos alargados restantes, con figuras de santos, siendo en ellos lo más destacable la perduración de las fórmulas claroscuristas características del pintor, por completo ajenas a lo que se hacía en Italia en estas fechas, y la apariencia de trabajo rápido, inacabado, utilizando colores cálidos. ​
Rizi permaneció en la Abadía de Montecassino hasta su muerte, el 29 de noviembre de 1681. Allí llevó, al decir de sus biógrafos cassinenses, una vida devotísima de la Virgen María, entregado a largos ayunos y penitencias, durmiendo con la ventana abierta y celebrando misa de madrugada a la vez que entregado a la actividad artística e intelectual. ​ Escribió allí, habitualmente en latín con glosarios en diferentes lenguas, diez libros agrupados en ocho códices conservados en la biblioteca del monasterio; tres son Comentarios sobre la Sagrada Escritura, que abarcan desde el Génesis hasta el Libro de los Salmos, dos tratan sobre teología dogmática y moral, con comentarios a la Suma Teológica de Tomás de Aquino; otro, titulado también Teología Escolástica, se divide entre un tratado sobre la Trinidad y un glosario bíblico, dedicando los dos restantes a las matemáticas (Mathematicarum elementum) y a la arquitectura, con una copia del Epítome dedicada a la duquesa de Béjar agrupada con otros escritos en castellano dedicados a la misma señora sobre cuestiones varias, desde aspectos de retórica hasta una explicación de la liturgia de la misa. ​ Ilustrados con dibujos, parcialmente imitados del Liber Chronicarum del humanista alemán Hartmann Schedel, editado en Núremberg en 1493 con xilografías de Michael Wolgemuth y Wilhelm Pleydenwurff, subyace en todos ellos el principal motivo de interés de Rizi: la relación entre teología y pintura, desde la convicción de que es precisamente a través de la pintura, que es lingua angelorum, capaz de mostrar lo invisible y de repetir la obra de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios, como se puede llegar a un mejor conocimiento de la divinidad. ​ 

ANTONIO de PEREDA y SALGADO (Valladolid, 1611-Madrid, 1678)
Pintor barroco español, formado en el naturalismo tenebrista y el color veneciano. Se mostró especialmente apto para captar con objetividad las cualidades pictóricas de los objetos y naturalezas muertas, tratadas en forma independiente, como bodegones o vanitas, o incorporadas a los cuadros de composición, principalmente de asunto religioso, que forman el grueso de su producción.
Hijo de un pintor de su mismo nombre, al quedar huérfano, con once años, y mostrar inclinación a la pintura, según Antonio Palomino, fue llevado por un tío a Madrid, probablemente Andrés Carreño, tío de Juan Carreño de Miranda y testamentario del padre del pintor. En Madrid se educó en el taller de Pedro de las Cuevas, celebrado como maestro de pintores, pudiendo tener por compañeros al citado Carreño de Miranda, Francisco Camilo y Jusepe Leonardo entre otros. Protegido por el oidor del Consejo Real Francisco de Tejada, en cuya casa pudo copiar obras de buenos pintores, y luego por el noble romano Giovanni Battista Crescenzi, propietario de una gran colección de pintura, quien lo tuteló y terminó de formarlo, acercándolo al naturalismo y al gusto por la pintura veneciana tan presentes en su obra. Para Crescenzi pintó la primera obra mencionada por Palomino, con la que comenzó a ganar opinión y «despertó muchas envidias», una Inmaculada Concepción que fue enviada a un hermano de su protector, cardenal en Roma.
La protección de Crescenzi le abrió las puertas de palacio, encargándosele ya en 1634 uno de los lienzos de batallas para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, el Socorro a Génova, obra monumental y retórica en la que muestra el influjo de Vicente Carducho. Un año después, 1635, contrajo matrimonio y entregó el Agila con destino a la incompleta serie de los reyes godos encargada a distintos pintores para el mismo palacio. Pero la muerte de su protector ese mismo año, rival del Conde Duque de Olivares, le cerró las puertas de la Corte, orientando desde entonces su producción hacia la pintura religiosa y la clientela eclesiástica.
No debió de tardar en alcanzar fama en este género pues pronto le iban a llegar importantes encargos tanto de dentro como de fuera de Madrid, como el gran lienzo de Los Desposorios de la Virgen contratado en 1639 para los capuchinos del Campo Grande de Valladolid, actualmente en la iglesia de San Sulpicio de París, una de sus obras de mayor empeño, o el retablo de Santa Teresa para las carmelitas descalzas de Toledo (1640). Pereda, con todo, se desenvolverá mejor en obras de menor formato y composición sencilla, con sólo una figura o un número reducido de ellas, en las que logrará transmitir una intensa emoción gracias a su sentido sensual del color y la objetividad minuciosa de su técnica, casi flamenca, atenta a las calidades de la materia. Algunas obras de esta década conservadas en el Museo Nacional del Prado (Cristo Varón de Dolores, 1641, San Jerónimo penitente, La liberación de San Pedro, 1643) así lo demuestran.
Son estas cualidades las que le permitirán destacar también como un excelente pintor de bodegones (Museu Nacional de Arte Antiga de Lisboa, Museo del Ermitage, San Petersburgo, Museo Pushkin, Moscú y Ateneum de Helsinki, firmados todos en la década de 1650), así como de la variante del género que constituyen las vanitas. Palomino menciona en este orden un lienzo del Desengaño de la Vida propiedad del Almirante de Castilla, del que otra versión semejante se encontraba en poder de los herederos del pintor. Aunque la descripción de Palomino, «unas calaveras con otros despojos de la muerte», podría referirse a una Vanitas carente de aparato, como la tardía del Museo de Zaragoza, también podría convenir a la célebre Vanitas del Kunsthistorisches Museum de Viena, presidida por un ángel que muestra, entre calaveras y despojos de la vanidad, un camafeo con el retrato de Carlos V sobre la esfera del mundo que llegó a dominar. Por el tipo humano del ángel esta Vanitas de Viena podría corresponder a una fecha cercana a 1635. Una versión semejante en su concepción, pero de factura más deshecha, correspondiendo a una fecha mucho más tardía, se encuentra en los Uffizi de Florencia. Obra cercana al género, también en la descripción de Palomino, es el Niño Jesús de la calaveras de la parroquia de las Maravillas y Santos Justo y Pastor de Madrid, «con un pedazo de gloria, y abajo unas calaveras, y varios instrumentos de la Pasión, hecho con tan extremado gusto, y paciencia, que es a todo lo que puede llegar lo definido».
Hacia 1650 Pereda se encontraba en el punto culminante de su carrera, no faltándole los grandes encargos: Profesión de la infanta Margarita, monumental exvoto destinado a conmemorar el ingreso en el convento de la Encarnación de Madrid de la hija natural de Felipe IV, pinturas para el retablo mayor de la parroquial de Pinto y para la iglesia del Carmen Calzado de Madrid, conservadas todas ellas en sus mismos lugares. Firmó también en este momento algunas de sus obras más estimadas, como el Salvador del convento de las Capuchinas de Madrid, actualmente expuesto en la capilla del Cristo en San Ginés, obra de rico color veneciano de la que Palomino escribió que está hecha «con tan extremada belleza, que parece no pudo tener otra fisonomía Cristo Señor nuestro, por ser tanta su perfección que arrebata los corazones; de suerte que por sólo esta imagen merece su autor nombre inmortal». Con el Santo Domingo en Soriano (1655, Museo Cerralbo), pintado para el marqués de Lapilla, obtuvo para su hijo Joaquín una plaza de ujier de cámara en palacio. Obra importante por cuanto muestra, en su amplitud espacial y en la dinámica composición del lienzo que preside la fingida arquitectura gótica en que tiene lugar la escena, el intento de acercarse a la corrientes más avanzadas del barroco, tal como se encuentra también en la Curación de Tobías (Bowes Museum, Barnard Castle), ordenada en profundidad y con un nuevo sentido de la luz.
Con sesenta y dos años, en 1673, enviudó, concertando inmediatamente nuevo casamiento con una dama también viuda, doña Mariana Pérez de Bustamante, que «preciábase de muy gran señora (y lo era) y visitábase con algunas de clase y que tenían dueña en la antesala», según cuenta Palomino, quien añade que Pereda, para no privarle de la dueña, le pintó una en la antesala que a algunos engañaba, pareciéndoles real. Pero también Pereda tenía ínfulas nobiliarias, acostumbrando a firmar con el título de «don», por su madre, doña María Salgado, nacida en Flandes e hija de un maestre de campo. No obstante, y siempre según Palomino, no sabía ni escribir ni leer, «cosa indigna y más en hombre de esta clase», por lo que para firmar los discípulos le escribían la firma en un papel y él la copiaba, además de leerle los libros de su abundante biblioteca.
Cierto declive, natural, se observa en sus últimas obras, en las que empleará una técnica deshilachada, tratando de adaptarse trabajosamente a las nuevas tendencias con pérdida de la energía que insuflaba a sus obras de etapa juvenil. La última obra fechada que se conserva, el San Guillermo de Aquitania de la Academia de San Fernando (1672), es todavía, sin embargo, una obra maestra, de sensibilidad íntima e intensa, capaz de transmitir aún la realidad de los objetos (calavera, armadura, libro) de una forma precisa, casi con la minuciosidad de sus primeras obras, a pesar de emplear una materia pictórica más ligera.
Difícil de situar en la evolución de su arte es El sueño del caballero de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, quizá la más conocida de sus pinturas. Un joven caballero, lujosamente vestido, se duerme apoyado en el brazo del sillón. A su lado hay una mesa con "atributos de poder, de ciencia, de placer o lujo; en el centro, dos admonitorias y mondas calaveras".​ Entre ellas, un reloj dorado que recuerda el paso inexorable del tiempo. Y, detrás, un ángel con la leyenda Aeterne pungit, cito volat et occidit, que significa Hiere eternamente, vuela veloz y mata. Su intención es moralizadora.
Se trata de una obra afín a la sensibilidad de Pereda, tal como se muestra en las Vanitas citadas de Viena y Florencia. Sin embargo, los tipos humanos, distintos de los empleados habitualmente por el pintor, y la técnica fluida, en algunos aspectos velazqueña, ha llevado recientemente a Alfonso Pérez Sánchez a proponer su atribución a Francisco Palacios, pintor vinculado a Velázquez y conocido casi exclusivamente por sus bodegones. 

El socorro de Génova por el II marqués de Santa Cruz, 1634 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 290 x 370 cm. Museo del Prado
El dux de la república de Génova sale a las puertas de la ciudad para recibir a don Álvaro de Bazán, que ha llegado al mando de una flota para proteger el lugar del asedio al que estaba siendo sometido por las tropas francesas al mando del condestable Lesdiguières (o Aldiguera, como se le conocía en España) y de Carlos Manuel de Saboya. En segundo término, la población alborozada saluda la llegada de las naves. El suceso fue un episodio central de la pugna que mantuvieron España y Francia por el control de Liguria (Italia), y permitió contrarrestar los avances que habían hecho franceses y saboyanos en la zona. Fue también una de las varias victorias españolas importantes que se produjeron en distintos frentes durante 1625, que contribuyeron a asegurar por unos años la hegemonía territorial y que se conmemoraron en varios cuadros del Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro de Madrid, el lugar para donde fue pintado éste. A través de esta obra no sólo se celebra una victoria destacada, sino que se honraba al segundo marqués de Santa Cruz (1571-1644), que desempeñó un papel notable durante los reinado de Felipe III y Felipe IV, y una de cuyas hazañas, la toma de la isla de Longo, en 1604, fue objeto de una comedia de Lope de Vega. En la época en la que Pereda realizó su cuadro, Bazán formaba parte del Consejo de Estado, y el 14 de mayo de 1634 (dos meses antes del primer pago que recibió el pintor) partió de Madrid "a poner orden en las galeras como teniente general de la mar", según el diario de Gascón de Torquemada. Era un figura pública y bien conocida de la corte, y probablemente Pereda pudo hacer un retrato del natural o recurrir a una efigie contemporánea, pues sus rasgos parecen más adecuados a los sesenta y tres años que tenía en 1634 que a los cincuenta y cuatro de 1625.
Como señaló verbalmente Florit, el pintor lo visitó con una armadura de la Real Armería con la que se había retratado Felipe II y en la que ocupa un lugar señalado la cruz de San Andrés. Aunque Lázaro Díaz del Valle sugirió que los rostros de algunos de sus acompañantes eran retratos, lo cierto es que sus actitudes extraordinariamente enfáticas los acercan al mundo de la codificación teatral y los alejan de las convenciones del género del retrato, especialmente los tres que aparecen en segundo término. La riqueza y variedad de colorido y texturas, la gran unidad narrativa y compositiva y la búsqueda de unos códigos gestuales de gran expresividad, lo convierten en uno de los cuadros de batallas del Salón de Reinos con un concepto pictórico más avanzado. 

El rey godo Agila, 1635.
Óleo sobre lienzo, 205 x 118 cm. Museo del Prado
Este lienzo formó parte de la serie, nunca acabada, de monarcas visigodos pintada con destino al Palacio del Buen Retiro, en la que también intervinieron: Vicente Carducho, Félix Castello, Jusepe Leonardo y Andrés López. En el inventario de aquel palacio redactado en 1703 se contabilizaron únicamente trece pinturas de reyes godos; esta serie se encargó después de 1634, cuando ya se había concluido la otra serie de lienzos de batallas con la que se decoró el Salón de Reinos en el mismo palacio, y en ella intervinieron algunos de los artistas que en esta última habían colaborado.
La Inmaculada Concepción, 1636.
Óleo sobre lienzo, 179 x 128 cm. Museo del Prado
La iconografía de la Inmaculada Con­cepción, tema inspirado en el texto del Apocalipsis de San Juan, es muy frecuen­te en la pintura española, especialmente en las escuelas andaluza y madrileña. No hay que olvidar que desde España se propugna­ba con insistencia la proclamación del dog­ma por parte de las órdenes religiosas. Des­de 1644 se celebra aquí su festividad y los textos y las representaciones en relación con este tema iconográfico son muy fre­cuentes desde épocas bastantes anteriores, tanto en el mundo literario como en el de las Bellas Artes.
Antonio de Pereda (Valladolid, 1611-Madrid, 1678) trabajó fundamentalmente para una clientela devota, despreocupada en general por las novedades técnicas y estilísti­cas; en sus composiciones mostró gran inte­rés por el dibujo minucioso y por la prácti­ca de una pintura colorista y pastosa. En sus obras de naturaleza muerta es constante su preocupación por la representación morali­zante, fruto del ambiente social y político del momento, que es fácil ver reflejado en la literatura contemporánea al pintor.
En esta composición la figura de la Vir­gen, situada en el centro del lienzo, es de proporciones esbeltas. En su rostro se apre­cian expresión dulce, actitud pensativa y mirada respetuosamente baja. La parte infe­rior y el entorno de la Virgen están plaga­dos de cabezas aladas de querubines, todas con los mismos rasgos y cabellera abundan­te y muy rizada, modelo éste repetido en los dos ángeles niños de la parte superior y habitual en casi todas las obras de este pin­tor. La corona de doce estrellas que suele adornar a la Virgen Inmaculada no puede ser apreciada aquí con claridad probable­mente al estar fundida con el fondo; podría­mos decir que ha sido aquí sustituida por una corona real que sostienen sobre su ca­beza los dos pequeños y regordetes ángeles. No falta en la representación la figura del Espíritu Santo en forma de paloma, aunque sí estén ausentes los atributos de la letanía mariana que de uno u otro modo siempre están presentes en la figuración de la Con­cepción. Pereda no ha vestido aquí a la Vir­gen con los tradicionales túnica blanca y manto azul recomendados por el pintor y teórico Francisco Pacheco en su Arte de la pintura, inspirándose en la visión de Santa Brígida de Suecia, y que por otra par­te es la habitual en este tema iconográfico, incluso en representaciones anteriores en el tiempo a ésta. La túnica de la Virgen es de color rojo, como es obligado en otras esce­nas relativas a la vida de la Virgen. Se conocen muchas representaciones de la Inmaculada realizadas por Antonio de Pereda. La del Prado, que por cierto fue adquirida para el Museo en 1880, está fir­mada y fechada en 1636. Presenta el mis­mo tipo iconográfico que la que se con­serva en el Museo de Lyon, realizada algu­nos años antes y que, procedente de Turín, fue enviada a este museo por el gobierno napoleónico en 1811; también son comu­nes en los dos ejemplares la esbeltez y el efecto contrastado de las luces y las som­bras. Corresponde también a la misma ti­pología la Concepción de la Iglesia de los Filipenses de Alcalá de Henares, fechada en 1637, algo más desproporcionada que las dos anteriores.

La Anunciación, 1637.
Óleo sobre lienzo, 134 x 77 cm. Museo del Prado
La composición, que se atiene a la iconografía tradicional de la Anunciación, está realizada casi exclusivamente a base de líneas verticales, de vez en cuando interrumpidas por grupos de ángeles que compensan y rompen dicha verticalidad. Está envuelta por la tonalidad dorada del fondo que sin duda alude a la presencia celestial, y sobre él se recortan, modeladas, las figuras de la Virgen y del Arcángel Gabriel, marcando una diagonal con la postura de sus brazos. La luz todavía se dirige fuertemente tanto a los personajes principales como a los secundarios que a izquierda y a derecha pueblan la composición. Si bien el tratamiento de la calidad de las telas revela el conocimiento y la asimilación que Pereda tiene de la pintura veneciana, la composición, algo arcaica, se relaciona con las habituales de los artistas de la generación anterior. Algunos de los modelos utilizados, en concreto los ángeles sentados sobre las nubes de la parte superior y la figura del Padre Eterno, recuerdan aquellos que Vicente Carducho utiliza en obras casi contemporáneas. Los modelos restantes, sin embargo, son personales y se repiten en la producción del pintor. 

Cristo, Varón de Dolores, 1641.
Óleo sobre lienzo, 97 x 78 cm. Museo del Prado
Cristo, con dogal al cuello y manto de púrpura, se abraza al madero coronado de espinas. Pereda pinta una imagen de fuerte expresividad, en la que se recrea en la reproducción exacta de la textura del tronco y la corteza de pino, acentuando los elementos dramáticos. Artista muy versátil desde el punto de vista estilístico, Pereda sabe combinar las enseñanzas de la pintura veneciana y flamenca en lo que se refiere a la valoración de la materia pictórica, con una habilidad muy personal por la factura prieta y detallada. Está firmado y fechado en la parte inferior del tronco.
San Jerónimo, 1643.
Óleo sobre lienzo, 104,3 x 84 cm. Museo del Prado
San Jerónimo fue uno de los santos más populares de la España del Barroco, ya que servía para insistir en uno de los temas favoritos de la iglesia contrarreformista: la doctrina del arrepentimiento y la penitencia. En esta escena se encuentra escuchando el toque de trompeta que ha de convocar a los muertos el día del Juicio Final. El Juicio se representa en la estampa del libro que aparece abierto y reproduce una conocida imagen de Durero. Una pluma y un tintero dan fe de la dedicación de san Jerónimo a la escritura, y la calavera sobre el libro cerrado es símbolo de penitencia. Aparte del valor que tienen estos objetos como elementos característicos de la iconografía del santo, constituyen magníficas pruebas de la dedicación de Pereda al género del bodegón, en el que su técnica precisa, su capacidad de inventiva y su amor por el detalle le hicieron alcanzar unas cotas de calidad muy altas.
En concreto, calaveras y libros eran habituales en las llamadas vanitas, un subgénero del bodegón que invitaba a reflexionar sobre la caducidad de los bienes, glorias y ansias terrenales, y del que Pereda fue el principal maestro español de su tiempo.
Además de cultivar el bodegón, Pereda fue un pintor versátil desde el punto de vista temático, poseedor de notables recursos técnicos, que expresa en un estilo caracterizado por el amor al detalle y a la precisión descriptiva, y por el gusto de una gama cromática generalmente cálida. Esta pintura, que se cuenta entre sus obras maestras, ilustra bien las coordenadas que definen el estilo de la parte central de su carrera. El esquema compositivo general, que se resuelve en una poderosa diagonal, y la construcción anatómica, derivan de José de Ribera, quien difundió este tipo de modelos a través de pinturas y de estampas. Por su parte, la ilustración del libro, como se ha señalado, es un homenaje a Durero y a la pintura nórdica, que fue una de las fuentes de inspiración del arte de Pereda. No obstante, el artista supo fundir esas influencias en un estilo muy personal en el que combina preciosismo técnico con un notable gusto por el color y las texturas. 

San Pedro liberado por un ángel, 1643.
Óleo sobre lienzo, 145 x 110 cm. Museo del Prado
San Pedro, en prisión, recibe la visita milagrosa de un ángel, que ha roto las cadenas que le encadenan y le facilita su liberación con objeto de que pueda continuar con su labor de difusión del Evangelio. A diferencia de otras versiones del tema, como la de Ribera en este mismo museo, Pereda nos presenta la escena en un primerísimo plano y en vez de dispersar su interés en la descripción del entorno, lo centra en el análisis de las emociones de los dos protagonistas, que utilizan como instrumentos expresivos no sólo los gestos de sus rostros, sino también los ademanes de sus manos. El pintor se ha recreado en el contraste entre la anatomía envejecida y gastada del Apóstol y los rasgos juveniles e idealizados del ángel, y entre los dos componen una escena de gran atractivo que, en la pormenorizada descripción de los rasgos del viejo, evidencia la atracción que sintió Pereda por la pintura de José de Ribera.

El sueño del caballero, 1650
Óleo sobre lienzo, 152 cm × 217 cm. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid
Forma parte del género de las vanitas  que tuvo una amplia difusión en la España del siglo XVII. La vanitas comporta la representación de una serie de objetos y figuras de carácter profano pero dotadas de un profundo sentido moralizador. El sueño, como referencia a la ambigüedad de la realidad y lo imaginario que, en ocasiones, llegan a confundirse, es una constante en la cultura española del Barroco. Un caballero, vestido con la indumentaria de la época, duerme mientras que un ángel le muestra el carácter efímero, transitorio y perecedero de los placeres, las riquezas, los honores y la gloria. El ángel sostiene el jeroglífico de la fecha sobre el sol, que hiere, vuela raudo y mata. Por su parte, el conjunto de objetos situados sobre la mesa constituye un auténtico despliegue de símbolos y alegorías. La calavera, como alusión a la muerte; los naipes, en referencia a lo cambiante del juego y el azar; las flores que, como la vida, se marchitan; la vela humeante situada entre las calaveras, símbolo de la condición fugaz y transitoria de la vida; el reloj, alusivo al paso del tiempo. Similar condición de temporalidad tienen otros objetos representativos de la riqueza, como las monedas y las joyas; del poder político, como la corona de laurel, la armadura la pistola, la corona y el cetro; del poder religioso, como la mitra y la tiara papal; del amor, como el retrato miniatura de una dama; y de los placeres asociados a la música, a la literatura, al saber y al teatro, representados mediante partituras, libros y una máscara. En definitiva, el artista ha desplegado un extraordinario conjunto de objetos que ejemplifican la vanidad del mundo, tratándolos con una definición magistral que los individualiza a fin de acentuar, a través de lo real, la fuerza de su carácter didáctico, alegórico y moral.
Se trata de una de las obras maestras del siglo XVII español, muy cercana a otras dos vanitas de Pereda: la que poseyó el almirante de Castilla, en la actualidad en el Kunsthistorisches Museum de Viena, fechada en 1635; y la que se conserva en la Galería de los Uffizi, fechada entre 1660 y 1670. También guarda relación con las dos Postrimerías pintadas en 1672 por Valdés Leal, hoy en el Hospital de la Caridad de Sevilla, que fueron encargadas por Miguel de Maraña. Este prohombre sevillano había publicado un año antes Discurso de la verdad, donde recogió sus  reflexiones en torno a la inutilidad de las glorias mundanas ante la certeza de la muerte, un asunto recurrente en la sociedad barroca española. 
Esta obra formó parte de la colección de Manuel Godoy, donde Pedro González de Sepúlveda lo sitúa el 12 de noviembre de 1800. En 1813 fue seleccionado para formar parte del Museo Napoleón en París, siendo posteriormente devuelto a España.
En 1885 este lienzo se incluyó en Cuadros selectos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, una colección de estampas que pretendía divulgar el conocimiento de las obras más singulares de la institución y, a la vez, fomentar el arte del grabado. Fue grabada por Ricardo Franch según dibujo de Francisco Torras.   

“Bodegón de caza y fruta”  1651
La pintura refleja un ambiente campestre: una cesta de trenzado basto con frutas, especialmente uvas, que caen ante ella, un melón abierto con la raja que falta desplazada para situarse ante la cesta, una liebre, varias aves también muertas encima de un sillar o colgando de él, un cuchillo ensangrentado y un pan; todo sobre una superficie de piedra de inconfundible tosquedad. Todo lleva a pensar que el pintor que ha llevado a cabo el lienzo se mueve en un estrecho ámbito en lo concerniente al mundo de los bodegones. Ello le permite conocer los aspectos de la naturaleza muerta en la corte de Madrid a mediados del siglo XVI y los influjos de la fase posterior determinada por los ejemplos de maestros como Van der Hamen o Loarte. Inicialmente se pensó que pudiese ser de mano de Antonio de Pereda debido a sus concomitancias con dos lienzos compañeros conservados en el Museo de Arte Antiga de Lisboa de tal autor, sin embargo,  firmado y fechado en 1651, no se ha encontrado todavía una atribución convincente, aun cuando las conexiones con las creaciones del maestro indicado sean relativamente aproximadas.


Bodegón de cocina”   1651, Museo de Arte Antiga de Lisboa
El cuadro muestra una tosca mesa, propia de una cocina cualquiera, encima de la cual en complejo desorden aparece un grupo de alimentos y utensilios de la más variada tipología mezclándose alimentos -pescados, hortalizas y frutas- con recipientes -escudilla, caldero y olla- y con otros elementos de similar empleo, como si existiese la intención de preparar un guiso prontamente. Todo lleva a pensar que el pintor que ha llevado a cabo el lienzo se mueve en un estrecho ámbito en lo concerniente al mundo de los bodegones. Ello le permite conocer los aspectos de la naturaleza muerta en la corte de Madrid a mediados del siglo XVI y los influjos de la fase posterior determinada por los ejemplos de maestros como Van der Hamen o Loarte. Inicialmente se pensó que pudiese ser de mano de Antonio de Pereda debido a sus concomitancias con dos lienzos compañeros conservados en el Museo de Arte Antiga de Lisboa de tal autor, sin embargo,  firmado y fechado en 1651, no se ha encontrado todavía una atribución convincente, aun cuando las conexiones con las creaciones del maestro indicado sean relativamente aproximadas.

Bodegón de frutas, 1650
Óleo sobre lienzo, 75 x 143 cm Museu Nacional de Arte Antiga, Lisboa
En este bodegón, Pereda revive la composición de objetos dispuestos en una repisa poco profunda, iluminada por una luz fuerte. Sin embargo, las texturas granulares y los colores cálidos son nuevos elementos distintivos en la pintura bodegón española. Pereda fue capaz de encontrar empleo en la década de 1660, pero para cuando murió en 1678 su estilo de compromiso se había vuelto arcaico.

Santo Domingo en Soriano, 1655.
Óleo sobre lienzo.470 x 310 cm. Museo Marqués de Cerralbo.
La fama del vallisoletano Antonio de Pereda se inició en 1657, cuando su contemporáneo Díaz del Valle, amigo y primer biógrafo del artista, lo elogiara.La obra fue pintada entre 1653 y 1656 para la Capilla de don Fernando Ruiz de Contreras, Marqués de la Lapilla, del madrileño convento de Santo Tomás, conocido popularmente como Colegio de Atocha. El patronato de la Capilla de Santo Domingo Soriano había recaído en la casa del Marqués de Cerralbo y, a consecuencia del incendio que se produjo en 1872, don Enrique de Aguilera y Gamboa, se vio en posesión inesperadamente hereditaria del gran cuadro de Pereda y de dos grandes lienzos de Herrera el Mozo, que hoy también forman parte de la colección.
La iconografía de la obra procede de una tradición según la cual en un convento de dominicos en la ciudad de Soriano (Calabria) había un fraile sacristán que tenía muchos deseos de conocer a Santo Domingo; un día se le apareció la Virgen y le llevó un cuadro en que estaba pintado el santo. Este cuadro, pintado en 1530, se conserva en el convento de Soriano (Italia) Pereda representa el momento en que la Virgen entrega el cuadro al fraile de Soriano, en el interior de una iglesia gótica del siglo XV, con una gran pintura en el altar mayor que representa la Asunción. Esta pintura sorprende por el carácter más barroco, suelto y dinámico de la composición.En la obra Pereda muestra gran madurez y dominio de todos los recursos. Los personajes principales se yerguen con monumentalidad y las tonalidades son suaves y calientes, destacando el tornasolado de la túnica de María Magdalena situada a la izquierda de la composición.Este colosal cuadro, cuya ejecución es coetánea de Las Meninas de Velázquez, se halla ubicado en la actualidad en la Escalera de Honor del Palacio-Museo Cerralbo. Tan sólo se ha descolgado en casos extraordinarios y por motivos de seguridad, como durante la Guerra Civil española o para su restauración.

Alegoría de la vanidad, Kunsthistorisches Museum de Viena
En esta obra del Kunsthistorisches Museum de Viena, un ángel enviado por Dios encarna la "vanitas", el recuerdo de la fugacidad de todo lo terrenal. Frente a la figura, los objetos están dispuestos como una naturaleza muerta de barroca opulencia que apunta al rápido paso del tiempo, la vanidad del poder y la volatilidad de los placeres de la vida, pues una de las características más notables de la naturaleza muerta es la evocación del paso del tiempo y su devenir, lo que en última instancia constituye el advenimiento de la muerte.
En el tablero de la mesa vemos la inscripción "nil omne" ("todo está vacío") ya que el término "vanitas" deriva de "vanus", literalmente "vacío" o "fugaz". Las referencias a la dinastía de los Habsburgo, como el retrato-camafeo de Carlos V en la mano izquierda del genio, sugieren un encargo cortesano.
Desde el punto de vista iconográfico, esta obra presenta un exhaustivo catálogo de las vanidades del mundo: desde la riqueza material encarnada en las monedas y las joyas hasta la intelectual de los libros, pasando por la gloria de las victorias bélicas (armadura, armas) y las posesiones (globo terráqueo). Las calaveras, que constituyen, sin duda, una de las representaciones más icónicas de la muerte, adquieren especial significado cuando conviven con los naipes (evocadores del azar), la vela (significativamente apagada), y la presencia de dos relojes (uno, tradicional; el otro, moderno) que recuerdan el paso implacable del tiempo.
A través de su maestro Giovan Battista Crescenzi, artista romano, Pereda absorbió el estilo del naturalismo posterior a Caravaggio, que combinaba el gusto por las composiciones sencillas con gran atención al detalle con una tendencia a acumular elementos simbólicos en los que el significado no siempre es obvio.
Es interesante destacar una de las denominaciones utilizadas en el Siglo de Oro español para describir pinturas como esta, "pintura de desengaño". El engaño es, naturalmente, la vida, y el desengaño revelado es la muerte.
Otra composición similar de Pereda se conserva en la Galería de los Uffizi (imagen inferior). El monarca al que se alude en este caso es Felipe II. Vemos una ironía sobre la vanidad de la creación artística al incluir un dibujo de un pintor joven con su paleta y un pincel. Figura también una pintura del Juicio Final que representa este episodio donde figuran bienaventurados y condenados que habrán de alcanzar la gloria triunfal o los tormentos del infierno. De nuevo las calaveras aparecen recurrentemente. Pereda las representa como si fueran bodegones, con la misma técnica y concepción espacial, y las introdujo en muchas de sus representaciones religiosas.
La presencia del mensajero alado pertenece totalmente a la creatividad hispana puesto que no aparece en ningún tipo de "vanitas" creadas en esta época en Europa, siendo probablemente creada por algún discurso o sermón moral en Madrid e interpretado posteriormente por Pereda, activo en la corte madrileña.

San Francisco de Asís en la Porciúncula, 1664.
Óleo sobre lienzo, 222 x 164 cm. Depósito en otra institución
La Virgen y el Niño se aparecen a san Francisco en la Porciúncula, cerca de Asís. El ángel que figura en el ángulo inferior izquierdo recogiendo rosas, y los que en el cielo llevan ramos de estas flores, hacen alusión al rosal milagroso que carecía de espinas, sobre el que se arrojó el santo para vencer la tentación del desaliento.

San Alberto de Sicilia, Hacia 1670.
Óleo sobre lienzo, 116 x 78 cm.  Museo del Prado
Este santo carmelita nació en Trápani, hacia 1240, y llegó a ser provincial de su orden en la isla de Sicilia. Entre sus hechos más destacados sobresale su intervención para la salvación de la ciudad de Mesina del hambre, haciendo entrar en su puerto sitiado tres naves cargadas de víveres. Murió en 1306 y fue canonizado en 1476.
Representado con el hábito blanco y marrón oscuro de los frailes carmelitas, en su mano derecha sostiene un crucifijo, signo que le caracteriza habitualmente y con el que parece conversar en arrebatado éxtasis. Admirablemente modelada la cabeza y bien dibujadas sus manos, Pereda supo acertar también en el estudio del tejido, traduciendo una sensación de verosimilitud y trascendencia que convence e impresiona. La pastosidad de sus formas expresa también la habitual técnica, muy trabajada y densa, del artista.
La pintura procederá de algún convento carmelita madrileño, lo mismo que el lienzo con el que forma pareja y en el que Pereda representó a San Ángelo. Ambos se estiman como realizados hacia 1670, por su semejanza con el lienzo de San Francisco de Asís en la Porciúncula y el de San Guillermo de Aquitania (Madrid, Academia de Bellas Artes de San Fernando), fechado en 1671. Estos dos santos carmelitas se pueden colocar entre las más afortunadas creaciones suyas, tanto por su severidad conceptual como por la solución técnica, pudiéndose estimar a la misma altura de las mejores interpretaciones de la iconografía monástica pintadas por Francisco Zurbarán. 

FRANCISCO RIZI de GUEVARA (Madrid, 1614-San Lorenzo de El Escorial, 1685) 
Pintor barroco español, hijo de Antonio Ricci, artista italiano llegado a España para trabajar en la decoración del monasterio de El Escorial bajo las órdenes de Federico Zuccaro, y hermano del también pintor fray Juan Andrés Rizi.
Pintor de su majestad y director de las representaciones teatrales del Buen Retiro, fue, según Antonio Palomino, aprendiz de Vicente Carducho y de los más destacados.1​ Este aprendizaje se manifiesta en algunas de sus primeras obras aunque muy pronto se distanció del maestro por su fuerte sentido del dinamismo, la pincelada deshecha y la arrebatada expresividad gestual, rasgos de opulento barroquismo que serán notas características de la llamada escuela madrileña de pintura de la segunda mitad del siglo XVII, de la que él mismo fue uno de los principales representantes y maestro de otros destacados componentes de ella, como Claudio Coello, José Antolínez o Juan Antonio Frías y Escalante.
Pintor de extraordinaria fecundidad y facilidad para la invención, de lo que son testimonio los grandes lienzos de altar que pintó en elevado número, cuenta Palomino que nunca rectificaba una obra porque, decía, «sería nunca acabar», además de que «tanto importaba saber pintar, como el saber ganar de comer».
Último de los once hijos de Antonio Ricci y Gabriela Guevara, nació en Madrid el 9 de abril de 1614. ​ Su formación en el taller de Vicente Carducho, según trasmiten los testimonios literarios, y no en el de su padre, que en sus últimos años aparece ocupado en tareas ajenas a la pintura, se confirma por el estilo de sus primeras obras conocidas. La primera de ellas, la Familia de la Virgen o Santa Parentela de colección privada madrileña es, en este sentido, obra muy significativa por la proximidad al estilo de Carducho, tanto en la composición como en los tipos humanos. La obra, no obstante ese carácter estrictamente carduchesco, se ha podido documentar a nombre de Rizi, que contrató con un Francisco Manuel, presbítero, la pintura de una «parentela de Nuestro Señor» —un tema de origen nórdico muy poco común en España— que debía entregar para la Navidad de 1640 conforme a un dibujo proporcionado por el propio Rizi que se conserva en la Biblioteca de Palacio. ​
Debido probablemente a la influencia de Carducho, Francisco Rizi tuvo la oportunidad de trabajar tempranamente para la corte en la decoración del Salón dorado, también llamado De las comedias, del Real Alcázar de Madrid, en el que trabajó en 1639. ​ Sin embargo, su principal ocupación a lo largo de toda su carrera serán las grandes pinturas de altar para la Iglesia, desarrollando en este campo una ingente producción en la que dio buena muestra de su gusto por lo decorativo y espectacular. Es lo que se manifiesta en la que es cronológicamente su segunda pintura conocida: la Adoración de los Reyes de la catedral de Toledo, fechada en 1645. El agitado movimiento de las vestiduras de los pajecillos, la pincelada pastosa y la vibración del color revelan las influencias de Rubens y de la pintura veneciana que pudo conocer en palacio, con las que se irá distanciando de los modelos de su maestro. ​
De 1646 es el San Andrés del Museo Nacional del Prado, destinado probablemente a un altar colateral de la desaparecida iglesia del Salvador de Madrid, en el que conjugaba ya el sentido del orden aprendido de su maestro —del que es ejemplo la figura monumental del santo llenando el primer plano—, con el nuevo gusto por el movimiento y la vibración del color que se advierte en la lejanía, donde se desarrolla el tema del martirio, un esquema que repetirá en la más avanzada Santa Águeda del mismo museo, procedente del también desaparecido convento de los Trinitarios Calzados de Madrid. ​ Composición ordenada y pincelada centelleante son también notas características del gran cuadro de altar de la Virgen en gloria con san Felipe y san Francisco, lienzo pintado para los capuchinos de El Pardo, donde aún se conserva, firmado en 1650. El arco ilusionista que enmarca la escena como si de un proscenio teatral se tratase y la profunda perspectiva hacen de este altar de aparato el «primer retablo del barroco pleno pintado en España», según Jonathan Brown, aunque el dibujo de las figuras principales es todavía firme y preciso conforme a lo aprendido de Carducho. ​ Solo un año después pintó para el convento de los Capuchinos de la Paciencia de Madrid el Expolio de Cristo (Museo del Prado, depositado en la Catedral de la Almudena),​ una de sus pinturas más ambiciosas y monumentales. Caracterizada por Palomino como obra «que mueve a gran ternura y devoción», en la que triunfa ya plenamente el decorativismo de raíz rubeniana, podría haberse inspirado para las figuras de los sayones en el Prendimiento de Anton van Dyck adquirido para Felipe IV en la testamentaría de Rubens y llegado a Madrid poco antes. Para este mismo lugar pintó una Inmaculada (Museo del Prado), inspirada en modelos de José de Ribera, ​ y el lienzo de los Agravios que habrían infligido unos criptojudíos a un crucifijo, suceso que tuvo amplia repercusión en Madrid y estuvo en el origen de la construcción del citado convento como desagravio sobre el mismo solar de la calle de las Infantas que habían ocupado las casas del licenciado P
arquero, en las que habría tenido lugar la profanación. ​Obras tempranas, aunque de datación incierta, han de ser los lienzos de los Desposorios místicos de santa Catalina y del Martirio de san Ignacio de Antioquía pintados para servir de altares colaterales en el crucero de la iglesia del Noviciado de los jesuitas en la calle de San Bernardo, conservados en la Biblioteca Histórica «Marqués de Valdecilla». La influencia de Carducho es en ellos aún patente, como también las sugerencias rubenianas y la utilización de grabados de procedencia diversa en la composición. ​ 

Trabajos para la Entrada en Madrid de Mariana de Austria
Progresando al mismo tiempo como pintor al servicio de la Corona, en 1649 comenzó su colaboración en las tramoyas para las representaciones teatrales del Buen Retiro, de las que llegaría a ser director a la muerte de Baccio del Bianco, siendo en este orden, según Palomino, «grandísimo arquitecto y perspectivo».​ Mucho menos favorable es el juicio de un escritor ilustrado como Ceán Bermúdez, que le reprochaba preferir la facilidad a la corrección en el dibujo y condenaba en la persona de Rizi y en las trazas de sus escenografías toda la aparatosidad barroca de una corte de «poetas improvisantes» y «talentos arrebatados»:
Son incalculables los males que sufrió la arquitectura con sus trazas caprichosas y con sus ridículos adornos. El teatro del Buenretiro, colocado en el centro de la corte, era un exemplo demasiado autorizado que no podían dexar de imitar la moda, la adulación y la ignorancia, por lo que se difundió en poco tiempo por toda España la corrupción y el mal gusto en la arquitectura.
Las entradas reales iban a proporcionarle nuevas oportunidades de trabajo en demostraciones públicas al servicio de la corte. El mismo año en que comenzó a trabajar para el Coliseo del Buen Retiro se encargó junto con Alonso Cano, Pedro de la Torre y Sebastián Herrera Barnuevo, entre otros, ​ de las decoraciones efímeras de arcos triunfales y ornatos callejeros levantados con ocasión de la entrada de la reina Mariana de Austria en Madrid. Una descripción de los festejos y sus decorados se ha conservado en la Noticia del Recibimiento i Entrada de la Reyna Nuestra Señora doña María-Ana de Austria en la Muy noble i leal coronada villa de Madrid, relación festiva atribuida a Lorenzo Ramírez de Prado, editada en Madrid en 1650 con bello grabado calcográfico de portada en el que se muestra a Himeneo conducido por Mercurio y sobre ambos la Fama haciendo sonar dos trompetas, firmado por Rizi como autor del dibujo, Prado, que lo es de la invención, y Pedro de Villafranca como grabador. ​ Partiendo del Buen Retiro, donde se abrió una nueva puerta con tres alegorías de virtudes y una gran estatua en la que se representaba la Alegría, la comitiva se encontraba en la fuente del Olivo del Prado con un Parnaso en el que nueve poetas españoles de todos los tiempos cantaban las virtudes de la reina acompañados por sus musas, representadas por doncellas vivas con instrumentos musicales, y en su recorrido hasta el viejo Alcázar atravesaba cuatro grandes arcos que representaban las cuatro partes del mundo —hasta donde alcanzaba el poder del rey— asociadas a los cuatro elementos. ​ Finalmente, a las puertas de palacio, dos estatuas representaban como en la portada de la relación festiva a Himeneo, dios de las bodas, y a Mercurio, el mensajero de los dioses encargado de conducir a la reina a sus esponsales con Felipe IV. De este complejo aparato decorativo tan solo se conservan dos dibujos de Francisco Rizi en la Biblioteca Nacional de España: Colón de rodillas ante el rey Fernando el Católico ofreciéndole las nuevas tierras descubiertas en compañía de Hércules y de Baco, héroes civilizadores, ​ dibujo preparatorio para una de las pinturas que adornaron el arco levantado a la altura de la iglesia de Santa María, dedicado a América, en el que para el retrato del rey Fernando, según la relación de Lorenzo Ramírez de Prado, se habría servido «de un original de Alberto Durero»,​ y el modelo para la estatua de Himeneo, levantada sobre un pedestal en el que figuraban pintados el Manzanares representado como anciano recostado ante una esbozada vista de Madrid y los signos de Piscis y Sagitario. ​ 

Pintor de la catedral de Toledo
Su prestigio como pintor de grandes composiciones religiosas le valió ser nombrado en junio de 1653 pintor oficial de la Catedral de Toledo en la vacante dejada por un actualmente desconocido pintor llamado Antonio Rubio. ​ Firmado el mismo año del nombramiento oficial está el gran cuadro de la Bendición de la catedral de Toledo por el obispo don Rodrigo Jiménez de Rada, o pintura de la dedicación de la Iglesia como lo llaman antiguos inventarios, destinado a la capilla del Sagrario cuyas pinturas, ejecutadas en 1616 por Vicente Carducho y Eugenio Cajés, se encargó al mismo tiempo de reparar y retocar. ​ Para el retablo de San Sebastián en la capilla del Sepulcro, con la posible colaboración de su discípulo Juan Antonio Escalante, proporcionó los dos pequeños óleos del Bautista y la Matanza de los Inocentes, por los que cobró 1100 reales el 22 de agosto de 1662. Aunque se trata de obras menores, la ligereza de la pincelada y la violencia de los escorzos en el lienzo de la Matanza de los Inocentes evocan la pintura de Tintoretto y, en concreto, de El rapto de Helena (Museo del Prado) del que podría haber tomado algunas de sus figuras.
El mismo año está firmado con el título de pintor del rey el Calvario del Ayuntamiento de Madrid, citado ya por Palomino en la Casa de la Villa, en el que el venecianismo del color se superpone a modelos manieristas reformados con el Calvario de Scipione Pulzone en Santa Maria in Vallicella de Roma como punto de partida. ​ Como pintor de la catedral hizo el retrato póstumo del cardenal Mosocoso para la sala Capitular (1666) y se encargó junto con Juan Carreño de Miranda de las desaparecidas decoraciones murales y al fresco del Ochavo, o capilla del relicario, ejecutadas entre 1665 y 1671, y las parcialmente conservadas del camarín de la Virgen del Sagrario, concluidas en 1667 y por las que cobraron el 24 de mayo 4500 ducados. ​ En solitario se hizo cargo en 1668 de la pintura del monumento de Semana Santa, que Palomino pondera por la invención de los motivos alusivos al misterio, pues Rizi, decía, fue «muy erudito, especialmente en letras humanas; y así sus obras, e inventivas fueron siempre muy bien fundadas».​ Concluidas en 1669, los pagos se alargaron hasta 1672 por algunas diferencias surgidas en la interpretación de los contratos. ​ En 1671 se encargó de las decoraciones efímeras con las que la catedral toledana celebró la canonización de Fernando III el Santo, de las que se conserva la tela que representa a San Fernando colocando la primera piedra de la catedral. ​
Su vinculación al cabildo le proporcionó otros encargos de envergadura en iglesias del arzobispado como las pinturas del retablo mayor de la parroquial de Santo Tomás Apóstol de Orgaz, contratado en 1656, que resultó destruido en la Guerra Civil, el muy dañado Santiago a caballo pintado en 1670 para el retablo mayor del monasterio de Uclés, por el que según Ceán le pagaron 10 ducados y 600 reales de guantes, ​ y la también destruida en la Guerra Civil Traslación de la Magdalena, óleo de más de ocho metros de alto por cuatro de ancho que se encontraba en la iglesia parroquial de Burguillos de Toledo, firmado como pintor del rey en 1675. ​ 

Pintor del rey
En junio de 1655 fue nombrado pintor del rey, aunque el título no iba a suponer de momento cambio alguno en su actividad, centrada, en su relación con la Corte, en los decorados para las funciones teatrales. El mismo año da por terminadas la Adoración de los pastores y la Anunciación, de cálidos colores, pintadas para el retablo mayor de la catedral de Plasencia, y se fecha el retablo de la parroquial de Fuente el Saz (Madrid), con su calle central ocupada por el gran lienzo del Martirio de San Pedro tratado con pincelada libre, rico colorido y brioso dinamismo con el que se pone de manifiesto de nuevo su conocimiento de la pintura de Rubens junto con las influencias de Veronés y de Tintoretto. Para la Compañía de Jesús, con la que mantuvo una estrecha y continuada relación, pintó hacia 1658 los retablos colaterales de la iglesia del Colegio Imperial de Madrid (hoy colegiata de san Isidro), de los que únicamente se conserva parcialmente el dedicado a la conversión de san Francisco de Borja, en el que vuelven a ponerse de manifiesto las citadas influencias. ​ También de 1658 es el San Jerónimo pintado para el monasterio del Parral en Segovia. Algunos retablos más, desaparecidos o mudados de lugar, son mencionados por Palomino, acreditándose con ello la fecundidad del pintor; así, el Santiago a caballo que ocupaba el altar de la parroquial del mismo nombre en Madrid (hoy en la iglesia de Santiago); los dos grandes lienzos de la vida de San Isidro Labrador contratados junto con Carreño en 1662 para la capilla de San Isidro en la parroquia de San Andrés, acabados en 1668 y lamentablemente destruidos en 1936, al inicio de la Guerra Civil, el de la Prisión de San Pedro de la iglesia parroquial de San Pedro ad vincula en la Villa de Vallecas, fechado en 1669 y conservado en su lugar, o el mayor de la iglesia de San Ginés de Arlés, retocado por José Jiménez Donoso, lienzo de compleja composición con su insistencia en los elementos arquitectónicos, del que solo se conserva en la propia iglesia el boceto, firmado y fechado en 1671, tras resultar destruido el presbiterio a causa de un incendio en 1824. ​
Junto con Carreño y bajo la supervisión de Velázquez, trabajó en 1659 en la decoración del Salón de los Espejos del Alcázar, donde se acordó representar la historia de Pandora. A Rizi correspondió la pintura del momento en que Júpiter entrega a Pandora un «riquísimo vaso de oro» y a esta ofreciendo el mismo vaso a Prometeo, que lo rechaza, además de los cuatro medallones en oro fingido de las esquinas. ​ Allí, además de tener la oportunidad de ver trabajar a Velázquez, entró en contacto con el sistema de la quadratura y las arquitecturas fingidas de los fresquistas italianos Agostino Mitelli y Angelo Michele Colonna, que tuvieron a su cargo parte de las pinturas de este techo. ​ Su aprovechamiento en este género de pintura se pondría inmediatamente de manifiesto en la decoración de la bóveda del presbiterio, cúpula y pechinas de la iglesia del convento de San Plácido de Madrid, en la que abundan roleos, guirnaldas decorativas y paños sostenidos por angelotes; poco más tarde, en colaboración de nuevo con Carreño, pintó del mismo modo las bóvedas del desaparecido camarín de la Virgen de Atocha (1663), las más alabadas por los cronistas, las de la iglesia de Santo Tomás, también perdidas, y la cúpula oval de la iglesia de San Antonio de los Portugueses (actualmente de los alemanes), proyectada por Colonna, en la que trabajaron Rizi y Carreño entre 1663 y 1665, por un valor total de 61.730 reales según las cartas de pago. ​
Tras serle denegada en 1669 la plaza de conserje de El Escorial que había solicitado —otorgada a Sebastián Herrera Barnuevo— y el nombramiento de Carreño como pintor de cámara en 1671, postergado y dolido, Rizi se distanció de la Corte. El volumen de su trabajo, con todo, no decayó, centrado ahora en sus obligaciones con la catedral de Toledo, al tiempo que se multiplicaban los trabajos para fuera de Madrid: retablos del convento de San José de Ávila, de los carmelitas de Alba de Tormes —retablo de San Juan de la Cruz, fechado en 1674—, de las capuchinas de Plasencia y de las Gaitanas de Toledo (1680) para el que proporcionó un cuadro de altar de casi ocho metros de altura con el tema de la Inmaculada acompañada por los arcángeles, san Joaquín y santa Ana, así como el gran lienzo del Martirio de santa Leocadia que Palomino llama «célebre» (Museo del Prado), destinado al altar de los capuchinos de Toledo y del que existe dibujo preparatorio en el Louvre, o el desaparecido en circunstancias no aclaradas altar del Colegio de la Compañía de Jesús de Oropesa, dedicado a la Lactación de san Bernardo con gran acompañamiento de santos y numerosos ángeles en gloria. ​ Para la iglesia del Colegio Imperial, que ya contaba con algunas pinturas suyas, pintó entre 1674 y 1675 dos obras más de grandes proporciones: Cristo ante Caifás y Camino del Calvario, destinadas a uno de los más interesantes conjuntos barrocos de Madrid: la capilla del Santo Cristo, conservada con algunas alteraciones, en cuya decoración participaron también Dionisio Mantuano y Claudio Coello. ​
Su frustración por los honores no alcanzados se pone de manifiesto en un memorial dirigido a la reina Mariana de Austria en 1673, en el que enumeraba sus trabajos para palacio como más antiguo pintor del rey y se dolía de que se le tuviera arrinconado, sin que se le encomendase obra y «sin poder mostrar su celo a todo lo que sea de su mayor gusto».​ Como compensación quizá, aunque menguada, la reina madre le otorgó en 1675 una ración ordinaria, «por vía de limosna», y en 1677 la plaza de ayuda de la furriera que ya ostentaba Carreño. ​ Mayor importancia tuvo el encargo recibido en 1678 de decorar al temple y al fresco la Capilla del Milagro del Monasterio de las Descalzas Reales, fundación de Juan José de Austria, recién ascendido al poder, donde contó con la colaboración de Dionisio Mantuano. Compuesta por dos estancias, la capilla está ricamente decorada con falsas perspectivas, arquitecturas fingidas y abundancia de guirnaldas, flores y frutas, combinadas con elementos figurativos, significando el triunfo definitivo de las decoraciones ilusionistas.
Inmediatamente después de contraer matrimonio Carlos II con María Luisa de Orleans, su primera esposa, pintó Rizi y donó al Ayuntamiento de Toledo a comienzos de 1680 los retratos ecuestres de los esposos. Falto de las cualidades de retratista de Carreño, a quien sin embargo estuvieron atribuidos los retratos hasta la localización del documento de donación, se trata sin género de duda de dos obras menores y de mediocre calidad, ​ incluso dentro de la escasa producción retratística de Rizi, en la que destacan dos piezas singulares por lo excepcional de sus asuntos y la vivacidad de los personajes retratados: el llamado Un general de artillería del Museo del Prado y el Zorrero del rey de la Casa de Alba, que fue propiedad de Luis Méndez de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, en cuyo inventario se describía como «un lobero, con una raposa debajo del pie izquierdo, original de Rizi».​
Casi al final de su carrera el Consejo de la Inquisición le encargó la pintura del solemne auto de fe celebrado en la Plaza Mayor de Madrid el 30 de junio 1680, del que dejó un relato detallado el arquitecto José del Olmo editado por Roque Rico de Miranda el mismo años de su celebración, ilustrado con un grabado de Gregorio Fosman. Firmado y fechado en 1683, el lienzo de Rizi, conservado en el Museo Nacional del Prado, ofrece notable interés histórico como testimonio del último auto solemne de fe celebrado en Madrid en el siglo XVII, en el que fueron penitenciados 137 reos enviados desde todos los tribunales de España para darle mayor realce, diecinueve sentenciados a la hoguera en persona como judaizantes todos ellos excepto uno acusado de mahometizar, y otros 32 en efigie como fugitivos o por haber fallecido con anterioridad a la celebración del auto al que asistió desde un balcón de la Casa de la Panadería el rey Carlos II. ​ Antonio Ponz, que vio el cuadro en el palacio del Buen Retiro, comentó de él:
Se ve, asimismo, un Auto de Fe de los que se hacían en la Plaza mayor de Madrid, pintura de Francisco Rizi, y es digno de conservarse, porque ninguno de los que viven han visto semejante espectáculo. ​
En sus últimos años, a la vez que continuaba trabajando para los jesuitas (según Palomino, la última obra que acabó fue un San Francisco de Borja para el ático del retablo de la Casa Profesa de Madrid), parece haber recuperado el favor real. De este momento podría ser el lienzo del Socorro de Viena que se menciona inacabado en un inventario del Alcázar de 1684 y en mayo de 1685 viajó a El Escorial para encargarse de las trazas en bronce y mármol del retablo y camarín de la Sagrada Forma de Gorkum en la sacristía del monasterio, «único lunar de arquitectura que hay en aquel monasterio», según Ceán, siempre crítico con el trabajo de Rizi. ​ Allí le sorprendió la muerte dejando solo bosquejado el lienzo de la Adoración de la Sagrada Forma por Carlos II, que hubo de ser pintado finalmente por Claudio Coello. ​
En su testamento, fechado el mismo día de su muerte, el 2 de agosto de 1685, viudo y sin hijos, dejaba por heredera a su alma y por testamentarios a su cuñada Ana de Ayala y a su discípulo Isidoro Arredondo, a quien legaba «todos los papeles de dibujos [y] libros tocantes a la pintura y escultura y Arquitectura»,​ muy abundantes según Palomino que, afirmaba, «solo de borroncillos, dibujos y trazas [...] no tenían número ni precio».​ Según el inventario de sus bienes, con algunos vestidos «ricos» y muebles, tenía un retrato y «algún país de tercia» pintados por Velázquez, un paisaje del Greco, copias de Tiziano, Veronés, Tintoretto y Orrente, bodegones, floreros, retratos y obras de devoción entre ellas algunos santos jesuitas y varias Vírgenes, del Sagrario, de Atocha y de la Almudena; libros devotos, los Emblemas de Alciato y de Sebastián de Covarrubias, la Historia del padre Juan de Mariana, los Elementos de Euclides, la Aritmética de Juan Pérez de Moya, y obras de Ovidio y de Francisco de Quevedo entre otros que acreditarían la condición de pintor erudito en letras humanas y sagradas que le atribuyó Palomino. ​

Tuvo como discípulos, entre otros apenas conocidos, como el pintor de flores Juan Valdemira de León, a algunos de los más destacados pintores de la escuela madrileña de la segunda mitad del siglo. El primero de ellos, y de los más aventajados según Palomino, hubo de ser Diego González de la Vega, quien según Pérez Sánchez combina la influencia de Rizi con la de Francisco Camilo. Discípulo y estrecho colaborador en algunas de las obras toledanas fue Escalante, prematuramente fallecido, a quien se podrían atribuir algunas de las obras asignadas a Rizi. Más compleja debió de ser la relación con José Antolínez, quien según cuenta Palomino desdeñaba a los pintores de paramentos, como llamaba a los pintores al temple de escenarios teatrales, a los que se dedicaba su maestro como director de las representaciones teatrales del Buen Retiro. Como discípulos en estas tareas se cuentan Vicente Benavides, Juan Vicente Ribera y Juan Fernández de Laredo. Claudio Coello permaneció muchos años en el taller de Rizi, incluso después de completar su aprendizaje y trabajando como pintor independiente. De sus años de aprendizaje cuenta Palomino que con frecuencia su maestro lo encontraba dibujando en horas desusadas,
y decía Rizi: Estos sí, que son los verdaderos genios, y que dan seguras esperanzas de aprovechar. Aquellos que es menester reñirles, porque se ponen ahora a dibujar. No aquellos, a quien es menester aguijonearles, para que dibujen. ¡Sentencia digna de observación! ​
Último discípulo fue Isidoro Arredondo, casado con una ahijada de Rizi y heredero de sus papeles de dibujo y arquitectura. Cuenta Palomino de su cercanía a Rizi y de la protección que le otorgaba que «la primera noticia, que tuvimos de que tal pintor había en el mundo, fue haberle hecho merced de su Pintor el señor Carlos Segundo, y con el goce, y gajes desde luego». 

La Anunciación. Hacia 1663.
Óleo sobre lienzo, 112 x 96 cm. Museo del Prado
Francisco Rizi es uno de los pintores más característicos del pleno Barroco cortesano, por su gran aprecio por el color y los valores táctiles y por su gusto por el dinamismo. Aunque gran parte de su catálogo está compuesto por obras de considerables dimensiones, también hace obras de tamaño más reducido, como ésta, que es una pequeña obra maestra y un testigo de las magníficas dotes de su autor. El tratamiento del color es exquisito y denota el conocimiento de obras venecianas y flamencas, y está al servicio de una composición en la que ha sido capaz de aunar el dinamismo y la delicadeza. Este cuadro, junto con La Adoración de los Reyes Magos, La Presentación de Jesús en el Templo y el Ecce Homo conservado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pertenecieron a un pequeño retablo ubicado en el convento de los Ángeles de Madrid. Son característicos del estilo más avanzado de Rizi, un maestro en la utilización de gamas cálidas de color, aplicado de manera muy liberal, para construir composiciones de gran eficacia narrativa. 

Adoración de los Reyes Magos. Hacia 1663.
Óleo sobre lienzo, 207 x 283 cm. Museo del Prado
La composición adapta a una proporción apaisada la disposición del cuadro de idéntico asunto pintado en 1645 para la Catedral de Toledo. Para rellenar el nuevo espacio, interpone la figura del rey Melchor, calvo y con larga barba blanca. El rey que iniciaba la genuflexión en el lienzo de Toledo, se presenta ahora rejuvenecido, al modo tradicional de Gaspar, y al no modificar la figura de Baltasar, convierte en simple miembro del séquito a quien, en Toledo, coronado, representaba a Gaspar. La figura del nuevo Melchor, luminosa y brillante en su fastuosa vestidura, cumple un papel fundamental en la composición, al resultar la más violentamente iluminada sobre el fondo en penumbra. El motivo de los pajecillos, con las ropas en raudo movimiento, y la Virgen sosteniendo el Niño, que se adelanta hacia el rey arrodillado, se mantienen casi idénticos, mostrándonos la permanencia de soluciones iconográficas consideradas felices y sostenidas sin apenas cambios a lo largo de toda su producción. Su origen hay que buscarlo evidentemente en esquemas rubenianos que Rizi supo hacer suyos desde muy pronto.
Los cuatro lienzos conservados en el Museo del Prado (La Anunciación; La Visitación,  La Adoración de los Reyes Magos,  y La Presentación de Jesús en el Templo, y alguno más, destruido, formaron parte de una serie, por ahora de destino desconocido, pintada en torno a 1663, fecha en que se halla firmada La Anunciación. Como ya indicó Angulo (1958) al dar a conocer algunas de sus piezas, su formato apaisado obliga a pensar, no en un retablo, sino en una serie destinada a las naves de un templo, a las galerías de un claustro o a la sacristía de algún templo importante.
Pasaron al Museo de la Trinidad donde unos se recogieron bajo el nombre de Rizi y otros como anónimos. No todos pasaron al Catálogo de Cruzada, dispersándose luego al depositarlos, en diversas instituciones. El Nacimiento, depositado en 1882 en el Tribunal Supremo, desapareció en el incendio de 1915, sin que quedase de él recuerdo gráfico alguno. Otro lienzo, de dimensiones casi idénticas, representando a San Juan Bautista predicando, depositado en 1893 en la Capilla de la desaparecida Sociedad de Protectores de los Pobres, y hoy en paradero desconocido, es dudoso que perteneciese al mismo conjunto.
La serie supone uno de los momentos de plenitud y madurez del artista, al filo de sus cincuenta años y algunas de sus piezas pueden considerarse obras maestras de su producción. 

La Presentación de Jesús en el Templo. Hacia 1670.
Óleo sobre lienzo, 54 x 57 cm.  Museo del Prado
La obra procede, junto con su compañera La Adoración de los Reyes Magos, y el Ecce Homo conservado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, del desaparecido Convento franciscano de los Ángeles de Madrid, donde los mencionan Palomino, Ponz y Ceán, constituyendo el banco de un pequeño retablo del Nacimiento, en la Capilla de Don Andrés de la Torre. Las dos escenas pasaron al Museo de la Trinidad y de él al Prado, mientras el Ecce Homo, quedó en la Academia de San Fernando.
Esta composición se resuelve con extraordinaria gracia y en un tono de dinámica inestabilidad, que parece sorprender a todos los personajes en movimiento. Como muy bien observa Angulo (1962), estos dos lienzos han de corresponder a época avanzada en la producción del pintor, aunque algunos tipos se repiten en obras de fechas previsiblemente anteriores. El característico perfil de la vieja de la derecha, que sostiene el cestillo de las palomas comparece muy próximo en el lienzo de igual asunto de la serie de 1663 y los tipos humanos de la Virgen, San José o el Sacerdote Simeón, son las habituales de su repertorio.
El refinamiento del color, con bellísimos verdes y rosados, y el ligero tratamiento del pincel juguetón y elegantísimo en su trazo, hacen de estas piezas algo especialmente atractivo dentro de la obra del pintor (Pérez Sánchez, A. E.: Carreño, Rizi, Herrera y la pintura madrileña de su tiempo. 1650-1700, Ministerio de Cultura, 1986, p. 254).
Por otro lado se encuentra La Anunciación, una obra que acababa originalmente en arco rebajado, lo que hizo suponer a Angulo y Pérez Sánchez que formaba parte del ático de un retablo, proponiendo que formase parte del mismo retablo de La Natividad del antiguo Convento de los Ángeles de Madrid. Gómez Nebreda confirmaría documentalmente esta suposición (2002).

Santa Águeda. Último cuarto del siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 184 x 108 cm. Depósito en otra institución
La santa mártir, en pie, ocupa dos tercios de la composición. Vestida con ropas lujosas, confeccionadas en ricas telas que se recogen en plegados ampulosos, muestra su figura concebida con monumentalidad. Su rostro, para el que Rizi ha utilizado un modelo femenino frecuente en su obra, y su mirada se dirigen hacia lo alto, donde un angelito, cuyo tipo también es habitual en la producción del pintor, dibuja una fuerte diagonal mientras se dispone a depositar sobre la cabeza de la santa una corona de flores. Santa Águeda apoya su mano izquierda sobre una mesa cuyo soporte es una sucesión de curvas, contracurvas y espirales, a la vez que sostiene la palma alusiva a su martirio, y con la derecha sujeta uno de sus pechos, que le serían arrancados. Todo el lateral izquierdo está ocupado por una apertura luminosa de celajes, excepto en la zona inferior, donde sobre un fondo de paisaje se representa a la bienaventurada atada a una columna en el momento del martirio, cuando un sayón provisto de grandes tenazas le quita los senos en presencia de varios personajes, y entre ellos, sentado, el propio prefecto romano. Quintiliano había ordenado esta acción al no plegarse la virgen siciliana a sus deseos ni a sacrificar a los dioses paganos. Curada posteriormente por el propio San Pedro, la santa moriría más tarde en la prisión, quemada por carbones ardientes en el suelo de su celda.
En el lienzo, pese a estar algo oscurecido a causa del incendio de la Diputación de Guipúzcoa en 1885, donde estaba entonces depositado, se aprecia libertad en la combinación de colores, de tonos brillantes y suntuosos, y una técnica ágil, ligera y deshecha; todo habla de su conocimiento de las pinturas de Rubens y Van Dyck. Esta soltura de pincel está exagerada, si cabe, en el paisaje y en la escena del último término, que parecen sin terminar y están resueltos con una factura muy suelta, casi con manchas de color, como si se tratase de esbozos. Por otra parte, la iluminación general, que evita los contrastes fuertes, crea una sensación casi lírica, presente en su obra en etapas avanzadas. Es esta la pintura que Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez vieron situada en un pilar, hacia los pies del templo, en la Iglesia de los Trinitarios Calzados, de Madrid. 

San Andrés, 1646.
Óleo sobre lienzo, 247 x 140 cm. No expuesto
Por su carácter y dimensiones se trata, sin duda, de un lienzo de altar, seguramente el que Palomino, Ponz, Ceán y otros vieron en el altar colateral de la Epístola, de la iglesia del Salvador de Madrid. La composición, de evidente monumentalidad, muestra al Santo apóstol en actitud erguida, apoyado en su cruz, y con la cabeza alzada, coronado de rosas que lleva una pareja de angelitos, uno de los cuales porta la palma del martirio. Al fondo, en figuras menudas, se representa la escena misma del suplicio, al modo usual en estampas y composiciones flamencas de la primera mitad del siglo. Si en el modelo y la actitud del santo en primer término, podría advertirse aún algún recuerdo de Vicente Carducho, aunque interpretado con una ligereza de pincel ya nueva, las figuras del segundo término, y especialmente la del santo crucificado, luminoso y dorado, reflejan ya el conocimiento del arte de Rubens, asimilado con evidente precocidad. La belleza de color y la factura, ya suelta y vibrante, subrayan la importancia y precocidad del pintor en el camino del nuevo estilo.
La Virgen con el Niño, San Felipe y San Francisco, 1650, El Pardo, Convento de los Padres Capuchinos.
Composición ordenada y pincelada centelleante son también notas características del gran cuadro de altar de la Virgen en gloria con san Felipe y san Francisco, lienzo pintado para los capuchinos de El Pardo, donde aún se conserva, firmado en 1650. El arco ilusionista que enmarca la escena como si de un proscenio teatral se tratase y la profunda perspectiva hacen de este altar de aparato el «primer retablo del barroco pleno pintado en España», según Jonathan Brown, aunque el dibujo de las figuras principales es todavía firme y preciso conforme a lo aprendido de Carducho. ​ 

La Inmaculada Concepción, Siglo XVII.
Óleo sobre lienzo, 211 x 376 cm. Museo del Prado
Por su amplísimo desarrollo, es seguramente una de las más ambiciosas y complejas representaciones de la Inmaculada en el ámbito madrileño y, desde luego, una de las más hermosas salidas del pincel del pintor. Iconográficamente se ciñe al modelo tradicional de la Inmaculada, como Mujer de Apocalipsis (cap. XII, 1) erguida, caminando sobre el globo de la luna, coronada de doce estrellas, con túnica blanca y manto azul y acompañada de ángeles niños que portan los atributos de la letanía, aquí en número e importancia visual ciertamente inusitada.
Se advierten con evidencia, llevadas por los ángeles, las azucenas, la palma, las rosas, los lirios, el olivo y el laurel. Otros portan el arca sellada y el espejo. A los lados, al fondo, se distinguen también la puerta del Cielo (Porta Coeli), y la Escala de Jacob (Scala Dei), advirtiéndose además la estrella matutina y el arco iris. La silueta de la Virgen, aunque maciza en sus proporciones, adquiere un insólito movimiento, gracias al complicado y escarolado tratamiento de las vestiduras que complican sus bordes y plegados en rizos retorcidos. La cabellera que ondea, sugiere también un viento contra el que la figura avanza, como una Niké cristiana. La disposición de los ángeles, sabiamente ordenada en arco, acompañando la presencia del arco iris, y el hábil hundimiento del fondo en los laterales, para acentuar ese sentido de triunfal imposición, singularizan la composición que debe corresponder a fecha avanzada en la producción de Rizi, después de 1674-75, en que se fechan las versiones de la Asunción de la Magdalena y no lejos de 1680, fecha en que realiza la Inmaculada de las Gaitanas de Toledo, la de más compleja iconografía y más crecidas dimensiones entre todas las suyas y que, especialmente en los niños, se relaciona con ésta.
El refinamiento colorista, un tanto velado por los viejos barnices, y la magistral y vibrante técnica del pincel, muestran lo mejor de las capacidades del maestro. A pesar de que se hallaba de antiguo correctamente clasificada como de Francisco Rizi, a comienzos de este siglo, Beruete y P. Quintero la creyeron obra de Valdés Leal, subrayando involuntariamente, las evidentes semejanzas de espíritu y técnica entre ambos maestros.  

El Expolio de Cristo (Cristo de la Paciencia), 1651.
Óleo sobre lienzo, 527 x 352 cm. Museo del Prado
Esta obra, de tan excepcionales dimensiones, fue considerada en su tiempo como una de las piezas más importantes de la pintura madrileña. La pintura se realizó para el retablo mayor de la iglesia de los Capuchinos llamados de la Paciencia de Cristo, fundación surgida a raíz de la profanación, en 1630, de una imagen del Crucificado por una familia judía de origen portugués. El convento se alzaba en la actual plaza de Vázquez de Mella. La iglesia se concluyó e inauguró en 1651, que es precisamente la fecha del lienzo. Rizi intervino también en la serie de lienzos que narraban el episodio de los ultrajes, en la que trabajaron, además, Camilo, Andrés de Vargas y Francisco Fernández.

Desposorios místicos de Santa Catalina de Alejandría
Procedente de la iglesia del antiguo Noviciado de los jesuitas en la calle de San Bernardo de Madrid, se conserva en la Biblioteca Histórica un enorme lienzo que representa los Desposorios místicos de Santa Catalina de Alejandría, obra temprana de uno de los mejores representantes de la pintura barroca madrileña, Francisco Rizi (1614-1648). Hace juego con otro similar con el tema del Martirio de San Ignacio de Antioquía y ambas son obras piezas destacadas del patrimonio pictórico complutense, quizás las más significativas dentro del conjunto de pinturas del siglo XVII que atesora la Universidad Complutense.
Estas enormes composiciones en medio punto -de tres metros de alta por dos metros de ancha- fueron descritas y valoradas por estudiosos antiguos como Palomino, Ponz, Ceán Bermúdez y otros autores del siglo XIX, que tuvieron la oportunidad de admirarlas en su original emplazamiento en el crucero de la antigua iglesia del Noviciado. Sin embargo, permanecieron inadvertidas para la crítica artística posterior ya que los lienzos quedaron relegados en dependencias del Caserón de San Bernardo tras la demolición del templo jesuítico para la construcción del actual paraninfo de la Universidad. Tras más de un siglo de postergación, dadas incluso por perdidas por los especialistas, las redescubrió Pérez Sánchez en el viejo pabellón Marqués de Valdecilla de la calle Noviciado en 1988, dando cuenta de su valor e importancia tanto en el inventario del Patrimonio artístico de la Universidad Complutense (Inv. nº 796) como en el catálogo de 1989 de Artificia Complutensia: obras seleccionadas del patrimonio artístico complutense, exposición que presentó, en palabras de su comisario Cruz Valdovinos, como "extraordinaria novedad" estos dos grandes lienzos rescatados del olvido y para la que se emprendió además una restauración que les devolvió su antiguo esplendor y que también afectó a los marcos originales rematados con un rico florón barroco de talla dorada en la parte superior que todavía conservaban. Ambas piezas se exponen en la Biblioteca Histórica desde su reapertura en el año 2000.
El autor, Francisco Rizi fue un afamado pintor de mediados del siglo XVII, discípulo de Vicente Carducho, y uno de los mejores exponentes del triunfo del pleno barroco en Madrid. Sus obras, de excelente composición a juicio de la crítica, reflejan como pocos el influjo rubeniano que impregnó a buena parte de la pintura madrileña del momento y que se manifiesta especialmente en el uso de los colores cálidos, la rapidez de la pincelada y el dinamismo y movimiento en la composición. Aunque no existe acuerdo entre los especialistas sobre su fecha de ejecución, los lienzos complutenses parecen pertenecen a su primera época, hacia 1650, y muestran la preferencia del pintor por grandes composiciones que llenan, con un solo lienzo, todo el retablo o altar, lo que modificó, en palabras de Pérez Sánchez, "la sensibilidad general e incluso física de los retablos madrileños". Estos grandes lienzos de altar tuvieron un gran predicamento entre las órdenes religiosas de su tiempo que realizaron numerosos encargos al pintor. Entre ellas se encontraban los jesuitas para los que pintó, además de esta pareja de lienzos del Noviciado, San Luis Gonzaga y San Francisco de Borja del Colegio Imperial de Madrid.
Desde el punto de vista iconográfico los dos lienzos se complementan: como señala Hermoso Cuesta "en ambos se destaca la entrega a Cristo necesaria para ingresar en la Compañía de Jesús, bien por medio de los Desposorios místicos bien por medio de la muerte por la fe" ...  Santa Catalina, además de mártir es la patrona de los estudiantes, por lo que su presencia no extraña en la iglesia de un noviciado y San Ignacio se presenta como un precursor del fundador de la propia orden, que destacó también por sus escritos".
El lienzo de los Desposorios místicos de Santa Catalina de Alejandría presenta una composición en friso con las figuras de la Virgen con el Niño - que ocupan el centro geométrico del lienzo - rodeados de querubines y acompañadas por Santa Catalina a la derecha y un ángel con laúd en el extremo izquierdo. Esta última figura y la espada y la palma a los pies de la santa marcan sendas diagonales que refuerzan el grupo piramidal con la Virgen y el Niño. Por detrás, en un segundo plano, tres figuras a cada lado de este grupo principal equilibran la composición. En la parte superior tres ángeles sostienen una corona de rosas, una de azucenas y otra de laurel aludiendo a las virtudes de la santa, a su virginidad y a su martirio y triunfo sobre la muerte.  
Las figuras principales siguen modelos de Vicente Carducho, en particular el ángel músico, muy presente en el repertorio de su maestro. La composición general imita, según Hermoso Cuesta, una obra de Veronés reproducida y divulgada en una estampa de Agostino Carracci, mientras que la pincelada suelta y desenfadada y la gama cromática dominada por los colores cálidos, revela el gusto del pintor madrileño por la pintura de Tiziano y Rubens.   

Profanación de un crucifijo (Familia de herejes azotando un crucifijo), 1647 - 1651
Óleo sobre lienzo, 209 x 230 cm. Museo del Prado
Pintado, junto con otros tres más, para la capilla del Cristo de la Paciencia del convento madrileño de los capuchinos; con ellos se pretendía recordar gráficamente la ultrajante profanación sacrílega, origen de la construcción del templo que se levantó con carácter expiatorio.
Los hechos narrados sucedieron en Madrid hacia 1630. En casas del licenciado Parquero, situadas en la calle de las Infantas, vivía una familia de judaizantes, de origen portugués, compuesta por el matrimonio, dos hijas muy hermosas y un niño de seis años y que ya habían tenido algún problema con el tribunal de la Inquisición. En su casa poseían, colocado bajo el dosel del salón, un crucifijo, de media vara de alto (41 cm), para hacer aparente ostentación de su fe cristiana. Los miércoles y viernes, durante la noche, se reunía allí un grupo de quince judaizantes que, de muy variada forma, torturaban la imagen arrastrándola con cuerdas y varas de espino. Al quejarse la imagen en una ocasión del martirio que sufría, e incluso brotarle sangre que salpicó a sus verdugos, éstos decidieron quemarlo terminando de destruirlo a hachetazos. La indiscreción del hijo alertó al Santo Oficio que descubrió lo ocurrido y aplicó el consabido castigo de hoguera. El episodio adquirió tintes políticos cuando se responsabilizó de lo sucedido a la actitud tolerante con los judíos que se estimaba defendía el conde-duque de Olivares. La tormenta pasó después de aplicarse el ejemplar castigo y de erigirse el templo que, con la advocación de la "Paciencia de Cristo" se inauguró en 1651.
Gracias a un letrero que tenían en la iglesia los cuadros y que, en 1709, copió el P. Fr. Matheo Anguiano, se puede saber el momento exacto de lo representado por su autor: "Colgábanle cabeza abajo y le azotaban a porfía y en una ocasión vertió sangre que tiñó los ramales y cayó en los ladrillos." El episodio adquirió tintes políticos cuando se responsabilizó de lo sucedido a la actitud tolerante con los judíos que se estimaba defendía el conde-duque de Olivares. La tormenta pasó después de aplicarse el ejemplar castigo y de erigirse el templo que, con la advocación de la "Paciencia de Cristo" se inauguró en 1651. De las pinturas a juzgar por las obras, ya que las noticias que da Palomino (1734) y Ponz (1793) son contradictorias, se encargaron Francisco Camilo, que pintó el que representa: "Tenían al Santo Crucifijo colgado, cabeza abajo en el cañón de la chimenea, de donde le sacaban para azotarle con diferentes cordales y ramales". Francisco Fernández, con el argumento de: "Arrastraban al Santo Crucifijo y le azotaban; y en este acto quejó y con voz clara, tierna y amorosa les dijo: Porqué me maltratáis, siendo vuestro Dios verdadero"; y Andrés Vargas que representó: "Turbados y endurecidos se determinaron a quemar al Santo Crucifijo y en un brasero encendido le pasaron por las llamas. Y porque no se descubriése lo maltratado que estaba le hicieron pedazos y sin forma de Crucifijo le quemaron" [Museo del Prado  destruido en el Ayuntamiento de Porriño]. De la presente obra se ha dicho que había desaparecido e incluso que está firmada por Francisco Camilo. Rescatada del depósito en el que se hallaba, no presenta firma alguna y la atribución a Camilo que ostentaba debe cambiarse, una vez restaurado por la de Francisco Rizi, del que Palomino dijo, y repitió Ponz, que pintó un cuadro de esta serie, además del monumental lienzo del "Expolio" para el altar mayor del expresado templo. Por sus medidas las pinturas de Fernández y Vargas hacían pareja y lo mismo sucedía con las de Camilo y Rizi, motivo este último por el que también pudo considerarse ambas como del mismo autor. La serie fue pintada antes de la inauguración de la capilla pudiendo oscilar su ejecución entre 1647 y 1651. Puede apreciarse un concepto diferente en la forma de agrupar las figuras y hasta en la misma escenificación de la historia, además de concebir el espacio de manera distinta entre esta pintura y la firmada por Camilo. En la última la narración se divide en dos registros y existe una torpeza en la solución de su perspectiva; tampoco existe la tensión que se respira en el lienzo de Rizi y su composición sigue siendo simétrica, además de carecer de la ambientación que posee el de este último, su colorido tampoco tiene nada que ver entre sí y algunas de las figuras, por ejemplo, la vieja sentada parece derivar de otros modelos utilizados por Rizi. Su técnica también presenta una estrecha vinculación y su soltura y abocetamiento son también habituales de Rizi y en la campana de la chimenea, con su jarra de cerámica, se adivina un eco de la fragua de Velázquez.

Santa Inés, Hacia 1665.
Óleo sobre lienzo, 95 x 41 cm. Museo del Prado
Por sus vibrantes toques luminosos, el tipo de pincelada deshecha y violenta y la crispación de sus actitudes se atribuyeron ésta obra, San Antonio Abad, y otras dos pinturas que representan a Santa Catalina y a San Agustín (hoy en el Museo Lázaro Galdiano) al pintor sevillano Valdés Leal, hasta que en 1944 Angulo Íñiguez, al reparar en lo que escribió Ceán Bermúdez sobre el gran parecido que existía entre las pinturas de Valdés y las de Rizi, los restituyó al madrileño Francisco Rizi, haciendo notar que ya en 1927 Elías Tormo había planteado la duda de que podrían ser originales de los pintores Francisco Herrera el Mozo o de Rizi.
Su chispeante estilo y los modelos empleados por el artista, similares a los de las pinturas que fueron del convento madrileño de franciscanas menores de Nuestra Señora de los Ángeles (hoy en el Museo del Prado), hacen pensar que posean una cronología muy próxima, situada dentro de su etapa de producción tardía en torno a 1665. Ya Angulo sospechó que, a juzgar por sus alargadas proporciones, podrían proceder de las calles laterales de un retablo de pequeño formato o, en el caso de haber sido utilizadas como decoración de pedestales, aquél debería haber sido uno de grandes proporciones. El figurar entre los cuatro santos citados uno representando a San Agustín podría hacer pensar que el retablo en el que se hallaban procediese de una iglesia conventual de la orden agustina, por lo que a manera de hipótesis recordamos aquí que Palomino y Ceán citaron, entre las pinturas de Rizi, el quadro de Santa Catalina y los demás que están en su retablo en el templo agustino de San Felipe el Real de Madrid.
En 1917 todos pertenecían a la colección de D. José Lázaro Galdiano, sin embargo, tan sólo ingresaron en este Museo, en 1950, los que representan a Santa Catalina y a San Agustín, encontrándose desde entonces en paradero desconocido estos otros dos. Su aparición y la compra realizada por el Prado permiten reunir en Madrid los fragmentos de un conjunto antes disperso. 

Adoración de los pastores, 1668.
Óleo sobre lienzo, 215 x 210 cm. Museo del Prado
La Adoración de los Pastores está firmada por Francisco Rizi y fechada en 1668, en un momento de plena madurez de su autor, uno de los principales representantes de la escuela madrileña de la segunda mitad del siglo XVII. Aunque el tema fue recurrente en la carrera de Rizi, la interpretación se aparta de otras versiones, y destaca en ella el singular desarrollo que tiene el fragmento dedicado a los pastores, que ocupa la mitad izquierda del lienzo. En esos personajes existe un énfasis gestual acusado, y bastante alejado de lo que suele ser habitual en este tipo de escenas, con lo que establecen un fuerte contraste con el reposo, la serenidad y el equilibrio con que está representada la Sagrada Familia. Diego Angulo, apreciando sin duda este tipo de juegos, afirmaba que su composición denota "gran maestría". En el cuadro aparecen tipos humanos que volvemos a encontrar en otras obras de Francisco Rizi, como San José o los ángeles. Al mismo tiempo, como es habitual en este pintor, no faltan detalles que proceden de la tradición flamenca o veneciana, que son las dos fuentes principales de las que bebieron Rizi y sus compañeros de generación. Así, por ejemplo, las dos figuras femeninas de la izquierda tienen una clara raigambre flamenca, mientras que la construcción del espacio, no tanto a través de la perspectiva cuanto mediante el color, remite a Tiziano y su escuela. La escritura pictórica también es típica de Rizi, y convive una construcción a base de color -muy característica de este pintor- con un acusado interés por el dibujo y por delimitar claramente los volúmenes. Sin embargo, la factura es desigual y hay fragmentos (como la mano izquierda de la Virgen) dubitativos. Detalles como éste llevaron al citado Angulo a escribir que "la calidad del cuadro, no sobresaliente, permite pensar que sea, en parte, obra de taller".

 

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