LUIS
SALVADOR CARMONA (Nava
del Rey, Valladolid, 1708 - Madrid, 1767) Escultor español del siglo XVIII.
Está considerado uno de los escultores más destacados de su siglo en España, y
continuador de la célebre escuela castellana de imaginería. Fue el primero de
una importante familia de artistas.
Luis Salvador Carmona nació en Nava del Rey en
el seno de una modesta familia; sus padres se llamaban Luis Salvador y Josefa
Carmona. Parece que pronto manifestó vocación y aptitudes artísticas, por lo
que su familia lo envió primero a Segovia, y al poco a Madrid, donde comenzó su
aprendizaje en el taller de Juan Villaabrille y Ron, destacado escultor
barroco. Allí formó su estilo, colaboró en diversos encargos, y seguidamente
pudo independizarse y abrir su propio taller en 1731. El mismo año contrajo
matrimonio con Custodia Fernández, natural de Madrid, con quien tuvo cuatro
hijos: Andrea, Bruno, Ignacio y Antonio. Fallecida su esposa, Luis Salvador
contrajo segundas nupcias en 1759 con Antonia Ros, que murió apenas dos años
después.
En sus primeros años de trabajo, Carmona
realizó distintos trabajos en piedra para edificio públicos y participó en la
serie de esculturas para la decoración del Palacio Real de Madrid (1750-53). En
la Corte madrileña, se relacionó con círculos de la naciente Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, y desde su apertura en 1752 ostentó el cargo de
teniente-director de escultura, junto a Juan Pascual de Mena. El arte de
Carmona gozó de una gran estima y éxito; prueba de ello son los numerosísimos
encargos que recibía, no sólo del foco madrileño donde estaba establecido, sino
en toda Castilla, en Guipúzcoa, Sevilla, Navarra o incluso las Indias.
Aunque parece que tuvo numerosos ayudantes para
satisfacer la gran demanda de obras, la perfección y buen acabado de la mayoría
de ellas llevan a pensar que supervisaba o ejecutaba él mismo gran parte del
trabajo. En su taller se formaron su hijo Bruno, que fue dibujante en
expediciones científicas; sus sobrinos Manuel y Juan Antonio, destacados
grabadores; y el escultor Francisco Gutiérrez Arribas.
La incesante actividad tanto educativa como
artística de Luis Salvador Carmona tuvo que verse reducida a partir de 1764 por
graves problemas de salud. En ese año, según fuentes contemporáneas, se
encontraba "tan poseído de melancolía que apenas puede dar golpe".
Ese estado depresivo, agravado por la ceguera, parece no haberle abandonado
hasta su muerte en 1767, de modo que tuvo que renunciar prácticamente a su
trabajo, estando jubilado por enfermedad de su puesto en la Academia desde
1765.
La mayor parte de su producción se centra en la
imaginería religiosa, con claras referencias barrocas, si bien se perciben en
su obra tendencias neoclásicas.
Trabaja las figuras otorgándolas una apariencia
de delicadeza, serenidad y gracia; emplea casi siempre postizos (ojos de
cristal, pestañas, telas) como se hacía en el Barroco, preocupándose de la
apariencia veraz de los tipos humanos, aunque mostrándolos afables e
idealizados. Da mucha importancia a la función expresiva de las vestiduras y
paños, que trabaja con minuciosidad, en ocasiones mediante finísimas láminas de
madera. Continúa, en definitiva, con la tradición escultórica castellana a
grandes rasgos, pero sus piezas ganan en simplicidad, apartándose del carácter
trágico que en ocasiones había predominado en la escultura barroca hispana.
Gran parte de su producción se realizó para la
ciudad de Madrid, donde el escultor tenía su taller. No obstante, el éxito y
notoriedad que alcanzó su obra motivó su dispersión por toda la geografía
española. Parte de esta fama se debe a la labor de sus sobrinos Manuel y Juan
Antonio, que reprodujeron algunas de sus esculturas en grabado, acrecentando su
difusión.
Las obras más destacadas de Luis Salvador
Carmona se conservan en Valladolid, en su localidad natal y en Madrid.
En la primera ciudad, destacan dos obras en el
Museo Nacional de Escultura: Cristo Crucificado y Santa Librada. La primera
constituye uno de los mejores ejemplos del arte de Carmona en su faceta más
cercana al Neoclasicismo. Cristo aparece en medio de su agonía idealizado,
sereno y reposado, alejado de cualquier exceso dramático. Por contra, Santa
Librada trasluce en su rostro el éxtasis por el martirio, a la vez que sus
ampulosas vestiduras surcadas por nerviosos pliegues otorgan movimiento a la
figura. En ambas, la excelente policromía acentúa su calidad. En el mismo
museo, se expone una Santa María Egipciaca en la que Carmona se muestra deudor
de los modelos de santas penitentes de Pedro de Mena.
En Nava del Rey existe un grupo importante de
obras, la mayoría de ellas en el Convento de los Sagrados Corazones, destacando
el Cristo del Perdón, bella efigie que sigue el modelo barroco impuesto por
Manuel Pereira pero con mayor contención; la rica policromía, belleza de la
composición y los detalles hacen de esta escultura una obra maestra. La Divina
pastora es un delicado e idealizado grupo escultórico de sabor rococó. También
destacan el Arcángel San Rafael o un San Antonio de Padua de carácter más
neoclásico.
En Madrid existe un elevado número de
esculturas autógrafas o atribuidas, repartidas por numerosos conventos,
iglesias y museos. No obstante, muchas piezas se perdieron en la Guerra Civil
Española. El Museo del Prado conserva dos relieves en mármol encargados para la
decoración del Palacio Real: El milagro de san Isidro y San Dámaso recibiendo a
san Jerónimo; son muestra de la habilidad del escultor para el trabajo en
piedra, que exhibió también en varias de las esculturas encargadas para coronar
la cornisa del mismo Palacio donde, no obstante, resulta más problemático
reconocer su estilo. En piedra realizó también una de sus obras más famosas,
el busto de La Fe, alarde de virtuosismo escultórico que el autor firmó y
regaló a la Academia de san Fernando.
Sin embargo, la mayor parte de las obras de
Carmona en Madrid fueron destinadas a parroquias, conventos, cofradías o
hermandades. Un rico conjunto se encargó para la congregación de san Fermín de
los Navarros; sin embargo todas las imágenes fueron destruidas en 1936. Otro
grupo de esculturas perteneció al Colegio y convento de Santo Tomás; también
fueron presa de la guerra y de ellas solo resta una Virgen del Rosario, una de
sus grandes obras, hoy en el Oratorio del Olivar. La iglesia de san Antón posee
un bello relieve de San Camilo de Lelis; en la iglesia de san José descuella un
San José con el Niño, modelo que repitió con variantes en muchas ocasiones;
mientras que la Basílica de san Miguel conserva el Cristo de la Fe, un San
Pascual Bailón y una Santa Librada análoga a la del museo de Valladolid, aunque
en esta el contraste entre la candidez de la joven santa y lo cruento de su
sacrificio se acentúa. Otras muchas obras, atribuidas a él o su taller, se
reparten por diversos templos de Madrid.
Además de las citadas, se conservan obras del
escultor, entre otras, en las siguientes localidades:
·
La
Granja de San Ildefonso (Segovia). Iglesia de Ntra. Sra. del Rosario: Santa
Inés, Santa Rita, Cristo del Perdón, San Mateo.
·
Salamanca:
Piedad de la Catedral Nueva; Jesús recogiendo sus vestiduras (iglesia del
Espíritu Santo - Clerecía); Virgen de los Dolores, en la clausura del Convento
de las Agustinas.
·
Serradilla
(Cáceres): Nuestra Señora de la Asunción.
·
Menagaray
(Álava): San Nicolás.
·
Segura
(Guipúzcoa): esculturas del retablo mayor de la parroquia de Ntra. Sra. de la
Asunción.
·
Torrijos
(Toledo): Cristo crucificado, iglesia del Hospital de la Santísima Trinidad.
·
León:
Piedad, iglesia de san Martín. Dañada durante la Guerra Civil, se encuentra muy
restaurada.
·
La
Bañeza (León): Nazareno, cofradía Nuestro Padre Jesús Nazareno.
·
Medina
de Rioseco: Iglesia de San Francisco, Virgen de la Expectación. Se trata de una
de las obras maestras de Carmona, mostrando a María con amplios y suntuosos
ropajes sobre un trono de nubes con cabezas de querubines.
·
Estepa
(Sevilla): Nuestro padre Jesús Nazareno, San Francisco de Paula, San Francisco
de Asís, dos esculturas de San Juan Bautista, la Sagrada Familia, San Joaquín,
San Antonio.
·
Atienza
(Guadalajara): Museo de la Santísima Trinidad, Cristo del Perdón.
·
Chiclana
de la Frontera: María Stma. del Dulce Nombre.
·
Puerto
Real (Cádiz): Ntra. Sra. de la Amargura. Hermandad de la Vera-Cruz. Parroquia
de San Benito Abad.
·
Orense:
Inmaculada Concepción.
·
Idiazabal
(Gúipuzcoa): San Miguel Arcángel.
Cristo
del Perdón, 1750
Es una obra del escultor Luis Salvador Carmona
en madera policromada. Se encuentra en la iglesia de Nuestra Señora del
Rosario, en el Real Sitio de San Ildefonso.
La obra se realizó para la cofradía de la Real Esclavitud
del Cristo del Perdón, con sede en la iglesia de Nuestra Señora del Rosario del
Real Sitio de San Ildefonso. Se ubica en la capilla central del lado del
Evangelio de dicha iglesia. Según el propio escultor, la obra estaba acabada el
6 de enero de 1751 y dos años más tarde se hizo un retablo para albergarlo. En
1755-1756, la reina Isabel de Farnesio ordenó dos nuevos retablos, uno para
este Cristo del Perdón y otro para la Virgen de la Soledad.
El autor tomó como modelo el Cristo del Perdón
de Manuel Pereira, obra ya desaparecida que se encontraba en el convento de
Nuestra Señora del Rosario, en Madrid. Esa tipología fue repetida en numerosas
variantes, como las de Bernardo del Rincón, Francisco Díez de Tudanca y el
propio Carmona, que esculpió las imágenes de San Ildefonso (1750), Atienza
(1753) y Nava del Rey (1756).
En 1768 la Cofradía encargó al sobrino del
escultor, Juan Antonio Salvador Carmona, una estampa de la imagen, cuyo grabado
se dedicó al infante Luis de Borbón, Hermano Mayor de dicha cofradía.
Se trata de una representación simbólica, sin
correspondencia con ningún pasaje evangélico. En ella, Cristo implora el perdón
universal tras asumir los pecados del mundo, representados a través de un globo
terráqueo, apoyado sobre una roca, en cuyo frente se representa el pecado
original. Un paño recogido, entre la esfera y la pierna de Cristo, otorga
estabilidad a la composición; este paño se ha interpretado como sudario o como
alusión a la sacralidad del cuerpo de Cristo.
El cuerpo desnudo es de tamaño natural y su
figura, estilizada por el sufrimiento, conjuga delicadeza y patetismo. Este se
aprecia en las llagas de las manos, cuyos dedos están tallados individualmente,
o en la expresión del rostro, suplicante y sufriente. La cuerda que cuelga del
cuello destaca su condición de penintente. Otros elementos añadidos son las
espinas de la corona, los ojos de vidrio y los dientes de pasta.
Nos dicen los biógrafos de Carmona:
Se le
brindó una segunda oportunidad para trabajar el mismo asunto cuando recibió el
encargo de hacer otro ejemplar idéntico, en esta ocasión destinado al Hospital
de Santa Ana que se construía en Atienza bajo la atenta mirada de D. Baltasar
de Elgueta, quien será, sin duda alguna, el responsable de encomendar al
escultor su segundo Cristo del Perdón, tan magnífico como el anterior.
Fue don Baltasar de Elgueta el encargado de
llamar a la Corte a pintores, escultores, u orfebres encargados de la
decoración interior y exterior de palacio, enviando cartas a todas las
provincias del reino a fin de que se presentasen a él, y a la Intendencia de
Palacio, aquellos artistas que se sintiesen capacitados para pasar a la
posteridad dejando su nombre en la entonces más grande de las obras proyectadas
en Madrid.
Entre las personas que respondieron a su
llamada se encontró Luis Salvador Carmona, de quien ya se conocía la obra, y a
quien le fueron encargadas algunas de las esculturas de los reyes destinadas a
coronar la balaustrada cimera de palacio, conforme al programa de esculturas
trazado por otro de los integrantes del diseño de la obra, el padre Martín
Sarmiento (Pedro José García Balboa en lo civil). Salvador Carmona ya había
trabajado, con anterioridad al encargo de las esculturas reales, en algunas
otras obras menores.
De su cincel salieron las esculturas de los
reyes Ramiro I, Ordoño II, Doña Sancha, Fernando I y Felipe IV; en la
actualidad en distintos lugares ya que ante el peligro que suponía situarlas en
la cima de palacio se situaron en la plaza de Oriente, o plaza de Palacio,
encontrándose en la actualidad en distintos lugares; Ramiro I, Ordoño II, Doña
Sancha de León y Fernando I en la plaza; Felipe II en el Museo del Ejército.
Las constantes desavenencias que Salvador Carmona
tuvo con el padre Sarmiento fueron frenadas en múltiples ocasiones por Baltasar
Elgueta, tomando a Carmona bajo su protección, llevándolo junto a él a la
fundación de Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, uniéndose
finalmente ambos nombres en Atienza a través del Cristo Perdón.
Cristo
del Perdón, Ava del Rey (Valladolid)
Convento de los Sagrados Corazones. MM.
Capuchinas
Representa una interpretación mística de
Cristo, después de haber sufrido su propio martirio, intercediendo ante Dios
por el mundo pecador como expresión de su Redención, según un escrito de la
venerable Sor María Jesús de Ágreda (La Mística Ciudad de Dios, 1670), aunque
la iconografía de este asunto tiene su precedente más lejano en un grabado de
Alberto Durero alusivo a Cristo Varón de Dolores.
Concebido en una elegante actitud, su figura
expresa una oración implorante, con el torso inclinado hacia adelante, los
brazos semi extendidos y separados del cuerpo mostrando al que le contemple las
palmas de sus manos horadadas por las llagas. Cubierto tan sólo por el paño de
pureza, Jesús se arrodilla sobre el globo terráqueo con una genuflexión que le
permite apoyar su pie derecho en el suelo mientras que tiene extendida en el
aire la pierna izquierda. En la bola del mundo, parcialmente velada por la
túnica, aparece pintada la escena del Paraíso Terrenal, en la que Eva ofrece a
Adán el fruto del árbol prohibido, entre la representación del Diluvio y la
historia de Lot con sus hijas huyendo del castigo de Sodoma.
Su cabeza, enmarcada por una cabellera de
mechones ondulados que se deslizan sobre las sienes, hombros y espalda, ofrece
un expresivo rostro de cuidada barba, boca entreabierta y ojos de mirada
suplicante. La corona de espinas ceñida a sus sienes aumenta el carácter
piadoso de esta interpretación pasionaria.
El cuerpo, anatómicamente correcto, traduce en
todos sus detalles la belleza física del ser humano tocada de ese halo
sobrenatural que infunde admiración y respeto en tanto que su semblante provoca
compasión por su dulce y atribulada mirada. Subrayados los estigmas del
martirio padecido por el Salvador mediante una magnífica policromía, su espalda
describe con minuciosidad los terribles efectos de la flagelación mediante la
piel levantada, las múltiples heridas y los reguerones de sangre coagulada.
Sin embargo no fue éste de las Capuchinas de
Nava del Rey el primer Cristo con esta iconografía que Carmona. En 1749 D. Juan
Bartolomé, que junto con D. Gregorio González de Villarrubias pertenecía al
servicio de la reina viuda Da Isabel de Farnesio y del Infante D. Luis de
Borbón, le había encargado un Cristo del Perdón que llegó a La Granja de San
Ildefonso el 28 de febrero de 1751 cuyo destino inicial se desconoce pero que
dos años más tarde se convirtió en el titular de la Hermandad de la Esclavitud
del Cristo del Perdón de la que era hermano mayor y protector el mencionado
Infante.
En febrero de 1751, a punto de entregar esta
obra el escultor afirmaba, «sin que sea pasión sino conocimiento, que le lleva
muchas ventajas al que se venera en el convento del Rosario de esta Corte»,
refiriéndose al que hizo en torno a 1648 el escultor portugués Manuel Pereira,
opinando que le ganaba «en espíritu pasivo, en carnes, en pañetes, en túnica» y
expresaba su no disimulado orgullo por haberlo conseguido «para la mayor honra
y gloria de Dios». Para Carmona tuvo que representar un auténtico reto dada la
devoción de que gozaba en la Corte el Cristo de Pereira, la popularidad que
había alcanzado mediante las copias que se habían hecho de él (Valladolid,
Pamplona, Hervás, Orense, Palencia, etc.) y los epítetos de «prodigioso espectáculo», «cosa portentosa» o «soberana efigie» que
le habían dedicado.
El último ejemplar de esta serie lo trabajó el
artista con destino a su pueblo natal, pero no se sabe si fue un encargo
directo de la comunidad de las monjas capuchinas o intervino algún protector de
las mismas. Lo cierto es que el Cristo de Nava del Rey se hallaba en el estudio
del escultor, prácticamente concluido, a finales de agosto de 1756. El mismo
puede identificarse con la «efigie de escultura del Santísimo Cristo del
Perdón, puesto sobre el globo terrestre y la túnica caída en él, puesto de
rodillas de dos vara de alto y su peana y contra peana que sirve de andas,
concluido y sin pintar», que fue valorado en 3.600 reales. Aquel año, el 28 de
febrero, su paisano y amigo D. Agustín González Pisador, desde 1754 obispo de
Tricomia in partibus infede lium y auxiliar del arzobispado de Toledo, había
concedido a esta imagen, «que se conduce desde esta villa de Madrid a la de
Nava del Rey, obispado de Valladolid», cuarenta días de indulgencias a todos
los que la rezasen.
Muerto ya el artista, se hizo en 1768 un
grabado del Cristo del Perdón de La Granja por el sobrino del escultor Juan
Antonio Salvador Carmona, a partir de un dibujo del pintor Jacinto Gómez, que
la Esclavitud dedicó al Infante Don Luis de Borbón, hermano mayor y bienhechor
de la misma, el cual contribuyó poderosamente a su difusión por las
indulgencias que se condecían a quienes rezasen delante de la estampa pidiendo
«por la exaltación de la santa fe católica». En cambio, del Cristo de Nava sólo
se conoce una modesta xilografía decimonónica de carácter popular.
Cristo
crucificado
Luis Salvador Carmona (Nava del Rey, Valladolid
1708 - Madrid 1767)
Entre 1740 y 1750
Madera policromada y elementos postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid /
Depósito del Museo del Prado
Procedente del Real Colegio de Nuestra Señora
de Loreto, Madrid
Escultura barroca cortesana. Transición al
neoclasicismo
En la década de los 40 del siglo XVIII, Luis
Salvador Carmona, a las órdenes de Gian Domenico Olivieri, escultor originario
de Carrara, comenzaba a trabajar, junto a otros muchos artistas, en la
decoración del nuevo Palacio Real de Madrid. Durante ese tiempo, el prolífico
escultor vallisoletano compaginó los trabajos realizados en piedra para el
proyecto real con otros elaborados en madera que le fueron reclamados desde
iglesias guipuzcoanas, navarras y de la segoviana Granja de San Ildefonso, así
como de particulares, parroquias y congregaciones religiosas de Madrid1. En
aquellos años, un grupo de cortesanos navarros encontró en el escultor el mejor
intérprete de sus gustos estéticos, espirituales y emotivos a través de la
creación de un amplio repertorio escultórico en el que Luis Salvador Carmona
fue capaz tanto de renovar iconografías tradicionales como de realizar otras de
nueva invención, siendo buena muestra de ello la colección destinada a la
iglesia nacional de San Fermín de los Navarros.
Es en esos años cuando se le encarga la imagen
de un crucifijo2 destinado al Real Colegio de Nuestra Señora de Loreto, una de
las instituciones más antiguas de Madrid, pues había sido fundado por Felipe II
en 1585 con el fin de acoger niñas huérfanas, en terrenos actualmente
localizados en la actual calle de Atocha, por entonces extramuros de la ciudad.
La iglesia del colegio había sido levantada por Juan Gómez de Mora, bajo el
reinado de Felipe IV, y terminada en 1654 por Pedro Lázaro. Asimismo, en 1738
el rey Felipe V había redactado las Constituciones, conjunto de nuevas normas
—más propias de un convento que de un colegio— por el que habrían de regirse
las niñas allí recogidas, continuando el Loreto su actividad docente bajo
patronazgo real, situación que se mantuvo hasta la Guerra de la Independencia.
En 1882 se procedería a su derribo y la institución fue trasladada a la actual
calle de O'Donnell, por entonces una zona madrileña muy poco construida.
Para aquella iglesia elaboró Luis Salvador
Carmona la imagen de Cristo crucificado, verdadera obra maestra tardobarroca
que, sin que conozcamos las peripecias ligadas a la trayectoria del Real
Colegio de Loreto, apareció formando parte de las colecciones del madrileño
Museo de la Trinidad, fundado a raíz de la Desamortización de Mendizábal
(1835-1837) para acoger obras procedentes de conventos y monasterios suprimidos
en Madrid y otras provincias cercanas. En dicho museo permaneció desde 1837
hasta 1872, año en que la institución fue disuelta y sus fondos traspasados al
Museo del Prado.
Entre 1898 el bello crucifijo fue cedido por el
Museo del Prado, que centró sus colecciones en la pintura, al monasterio de la
Visitación de Madrid, donde permaneció al culto. Sin embargo, en 1933, año en
que se creó el Museo Nacional de Escultura, el Museo del Prado lo cedió al
museo vallisoletano en calidad de depósito, formando parte desde entonces de su
colección permanente.
El Cristo crucificado de Luis Salvador Carmona
es una talla de tamaño natural, 1,82 m. de altura, que representa a Cristo
muerto sobre una cruz de tipo arbóreo —muy generalizado en Andalucía— con una
anatomía de fuerte naturalismo, un elegante y armónico movimiento y sutiles
matices en los que el escultor logra un alto grado de virtuosismo técnico, ofreciendo
al espectador todo un ejercicio de corrección académica.
El crucifijo, de una extraordinaria serenidad y
un profundo realismo, en el que el artista demuestra un perfecto dominio del
oficio de imaginero, funde en sus aspectos formales la tradición barroca con
las nuevas propuestas estéticas dieciochescas, pues mientras algunos detalles
están relacionados con los modelos de Gregorio Fernández, sobre todo apreciable
en la ceja atravesada por una espina de la corona, la anatomía está más
planteada con sentido estético que con intención de impactar, o, dicho de otra
manera, prevaleciendo la serenidad sobre el drama, a pesar de las impactantes
heridas en la rodilla y la lanzada en el costado.
El cuerpo, que sigue una sucinta curvatura,
sugiere un mayor peso que en otros modelos castellanos precedentes a través de
la verticalidad de los brazos, dispuestos en forma de "Y", a pesar de
que presenta una anatomía delgada en la que es apreciable tanto la estructura
ósea como la definición de venas y tendones, rompiendo la pretendida
verticalidad con la cabeza caída sobre el hombro derecho y el juego de
diagonales que forma el paño de pureza.
Este paño es un elemento que adquiere en esta
talla un valor plástico fundamental, tanto por estar sujeto por una soga natural,
lo que amplía el campo de desnudez anatómico en su lado derecho, como por el
naturalismo conseguido por una virtuosa talla de la madera en finísimas
láminas, dando lugar a una serie de minuciosos y delicados pliegues que no se
agitan con brisas artificiosas, sino que reposan con naturalidad conformando un
claroscuro que contrasta con la tersura corporal mediante líneas oblicuas muy
estudiadas. El paño presenta además la peculiaridad de ser el lugar elegido por
el escultor para plasmar su firma, apreciable por detrás del borde del cabo que
cuelga en la parte derecha, donde dispuesta verticalmente figura la inscripción
«Luis Salbador Carmona Fat».
De gran finura es también el tallado de la
cabeza, con lo cabellos minuciosamente descritos en forma de rizos filamentosos
calados y dispuestos siguiendo la tradición fernandina, con una melena con raya
al medio, remontado la oreja izquierda para dejar visible la llaga producida en
el hombro izquierdo durante el camino hacia el Calvario, y cayendo sobre el
hombro derecho en forma de mechones sueltos. El rostro, sumamente idealizado,
presenta una gran serenidad, sin atisbo de dolor, con bigote poco resaltado,
barba de dos puntas, boca entreabierta y ojos semicerrados, con el detalle ya
citado de una espina atravesando la ceja izquierda.
Como es habitual en la obra de Luis Salvador
Carmona, la delicada policromía refuerza los valores naturalistas de la imagen,
limitada a una carnación a pulimento con colores muy pálidos, nacarados y con
algunos tonos violáceos que sugieren la muerte; precisos regueros de sangre en
las heridas, sin ningún tipo de truculencia; y un paño blanco con un finísimo
ribeteado dorado que refuerza la palidez del conjunto. Igualmente, para
acentuar su aspecto realista el escultor recurre a la incorporación de diversos
elementos postizos, ya generalizados en la escultura barroca. En este caso con
ojos de cristal, pestañas de pelo natural, dientes de hueso, corona trenzada de
espino natural, soga sujetando el paño y clavos metálicos en manos y pies, a lo
que viene a sumarse la talla de la cruz, con aspecto del tronco de un árbol
natural en el que son visibles partes taladas en el arranque de las ramas.
Como ocurriera con otras de sus esculturas,
Luis Salvador Carmona realizaría otras versiones de crucificados siguiendo el
mismo modelo, como los conservados en las iglesias de El Real de San Vicente y
Los Yébenes (Toledo), en la iglesia de Azpilcueta (Navarra) y en la catedral de
Zamora.
Arcángel
San Gabriel y Arcángel San Rafael
Iglesia de Nuestra Señora del Carmen
Extramuros, Valladolid.
En la embocadura de la capilla mayor de la
iglesia del Carmen Extramuros, sobre peanas adosadas al muro, aparecen las
elegantes imágenes de los arcángeles San Gabriel y San Rafael, que ofrecen una
visión evolucionada de la iconografía angélica existente en Valladolid, ya que
recogen el influjo del estilo rococó que penetró en España durante el reinado
de Felipe V (1700-1746). El nuevo estilo, de aire amable, pintoresco y trivial,
ligado a los ambientes cortesanos, debido a la falta de contacto de España con
los más importantes centros del rococó europeo, especialmente Francia y
Alemania, no llegó a modificar en esencia el vocabulario barroco preexistente,
en el que se había impuesto el recargamiento ornamental de la corriente
churrigueresca, sino que se limitó a incorporar, a partir de la década de 1730,
una serie de determinados recursos estéticos a la escultura que definen lo que
podemos considerar como una fase del barroco tardío en pleno siglo XVIII.
Ajustados a estas innovaciones se muestran las
imágenes de los dos arcángeles, que el profesor Juan José Martín González
atribuyó, por razones puramente estilísticas, al círculo del escultor Luis
Salvador Carmona (1708-1767), nacido en la villa vallisoletana de Nava del Rey.
Así lo avala la forma con que las dos figuras se desenvuelven en el espacio,
sus elegantes ademanes, el modo de estar trabajadas las indumentarias y la
impecable ejecución técnica de la talla.
En realidad la iconografía de estos dos
arcángeles, que podrían datarse a mediados del siglo XVIII, se ajusta con
bastante fidelidad a la ya existente en el repertorio vallisoletano,
limitándose a incorporar un gran dinamismo corporal, a reinterpretar los
diseños del vestuario y a representar los plegados con una agitación
desconocida hasta entonces.
El arcángel San Gabriel aparece en su condición
de mensajero divino en amanerada posición de contrapposto y siguiendo en su
conjunto una línea serpenteante muy pronunciada, con el pie izquierdo apoyado
sobre un peñasco, lo que permite flexionar la pierna originando una caída de la
cintura hacia ese lado, mientras levanta el brazo derecho con los dedos hacia
lo alto indicando con el gesto el origen de su mensaje. El brazo izquierdo se
coloca hacia abajo, delatando la posición de los dedos que debió portar un
atributo desaparecido, con toda seguridad un cetro o caduceo. Su bella cabeza,
con abultados mechones ensortijados, se orienta al espectador, destinatario
inequívoco de su mensaje. El elemento innovador aparece en el tipo de
indumentaria y el modo de lucirla. El tradicional juego de túnicas superpuestas
se reduce a una sola, con una gran abertura que deja visible su pierna
izquierda y el brazo izquierdo sin cubrir, dejando al aire la manga caída parte
del pecho, algo desconocido hasta entonces.
Otro tanto ocurre con el arcángel San Rafael,
con las piernas colocadas en diferentes planos, el brazo derecho levantado para
sujetar el bordón y el izquierdo hacia abajo sujetando el pez —ambos atributos
desaparecidos—, la cabeza, de larga melena y ondeantes mechones al viento,
girada hacia la derecha y una indumentaria que, al contrario que San Gabriel,
conserva el aspecto de peregrino por la esclavina con veneras adosadas en los
hombros superpuesta a una túnica que presenta largos cortes que dejan las piernas
al descubierto.
Ambos comparten su aspecto andrógino, la
aplicación de ojos de cristal, la parte inferior de las túnicas agitada por una
brisa mística y los extremos de sus cortes decorados con broches en forma de
punta de clavo, así como una policromía preciosista en las túnicas,
ornamentadas en el envés con motivos florales a punta de pincel que contrastan
con el revés de color liso, alas de gran fantasía y brillante colorido y
carnaciones de tonos muy pálidos de acuerdo al gusto de la época por los
trabajos de porcelana. En definitiva, concilian en la imaginería religiosa las
tendencias del estilo rococó, eminentemente burgués, profano y con gusto por el
refinamiento y la exquisitez.
Sus valores formales y técnicos remiten a la
obra desplegada por Luis Salvador Carmona, el gran escultor nacido el 15 de
noviembre de 1708 en la villa vallisoletana de Nava del Rey que consolidó su
formación en el taller que tenía abierto en Madrid el asturiano Juan Alonso
Villabrille y Ron, el más prestigioso de la Corte y buen exponente del barroco
exaltado. En el ambiente cortesano madrileño también conoció la obra de
escultores como Juan de Villanueva y Barbales, Pablo González Velázquez o
Alonso de Grana, que junto a las obras llegadas de Nápoles y Roma y aquellas
realizadas por escultores franceses fueron marcando el nuevo rumbo a la
escultura.
En 1739 ya disponía de un prestigioso taller en
Madrid, recibiendo el encargo de doce esculturas para el retablo de la iglesia
de Santa Marina de Vergara que había contratado Miguel de Yrazusta, ensamblador
guipuzcoano residente en Madrid, donde incluyó una dinámica y creativa imagen
del arcángel San Miguel que se convirtió en nuevo prototipo a imitar. Ello le
proporcionó una apreciable clientela en el País Vasco, siendo los navarros
residentes en la Corte quienes le encargaron un buen número de imágenes
devocionales, siempre de excelente calidad y gran belleza.
Precisamente, y entiéndase esto como mera
especulación, esa relación con Miguel de Yrazusta pudo ser la causa de la
elaboración de los dos arcángeles vallisoletanos, puesto que el tracista y
ensamblador cuyos retablos alojaron esculturas de Salvador Carmona, estuvo en
Valladolid a finales de 1740 para asentar el retablo encargado para la capilla
de San Joaquín del convento del Carmen Descalzo y realizar la traza del retablo
mayor del convento de San Agustín. En ese momento bien pudo producirse el
encargo de los arcángeles del Carmen Extramuros.
En 1746 Luis Salvador Carmona inició sus
trabajos en la decoración del nuevo Palacio Real, trabajando después para
iglesias de La Granja, para conventos de Madrid de todas las órdenes e
importantes personajes de la nobleza, logrando en 1752 el cargo de Teniente de
Director en la Real Academia de San Fernando. Paralelamente realizó múltiples
trabajos destinados a poblaciones tan diversas como León, Astorga, Segovia,
Salamanca, Nava del Rey, Medina de Rioseco, Talavera, Los Yébenes, Serradilla,
Brozas, La Rioja, Loyola, etc., calculándose su producción22 en más de quinientas
esculturas realizadas en todo tipo de material y dotadas de una creatividad
personal en la que es constante la delicadeza y la ternura.
Santa
Eulalia o Santa Librada de Bayona, Hacia 1760
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del convento de Mercedarios
Descalzos de Valladolid
Escultura barroca cortesana. Transición al
neoclasicismo
Esta notable obra escultórica tradicionalmente
ha sido considerada por el Museo Nacional de Escultura como una representación
de Santa Líbrada y así figura en antiguos catálogos y publicaciones. Sin
embargo, desde que fuera presentada en La Lonja de Zaragoza entre septiembre y
octubre de 2005, formando parte de la exposición "Tesoros del Museo
Nacional de Escultura", tras un proceso de limpieza y una discreta
restauración, ya que su estado de conservación es óptimo, en el catálogo de la
exposición Jesús Urrea, por entonces director del museo vallisoletano, la
presentaba por primera vez como Santa Eulalia, advocación que se ha mantenido en
la cartela explicativa que le acompaña desde la apertura en el año 2009 de las
remodeladas instalaciones del Museo.
Desconocemos el motivo exacto que ha llevado a
cambiar su identidad, aunque podríamos encontrar la causa en su lugar de
procedencia, el desaparecido convento de Nuestra Señora de la Merced de
Valladolid, de la orden de la Merced Descalza, donde consta que en la capilla
de Nuestra Señora de las Mercedes, terminada en 1749 y la más importante de la
iglesia, existieron dos retablos colaterales, uno dedicado a Santa Eulalia de
Barcelona y otro a San Dimas, cuyas imágenes pasaron al Museo tras el proceso
desamortizador, una de ellas la que aquí tratamos.
Sabida es la estrecha relación de los
mercedarios con la santa barcelonesa desde el mismo momento de la fundación de
la orden. El fundador, San Pedro Nolasco, había comenzado practicando la
caridad en el hospital de Santa Eulalia de la ciudad condal, donde residía, y
desde allí encaminó su actividad benéfica a la redención de cautivos cristianos,
labor que se convertiría en su principal objetivo. Con el apoyo del obispo
Berenguer de Palou y del rey Jaime I, la fundación de una orden dedicada a este
menester se oficializó el 10 de agosto de 1218 ante el emblemático sepulcro de
Santa Eulalia venerado en la catedral de Barcelona. Si el rey don Jaime
favoreció a la Orden de la Merced con la donación de parte de su palacio y
otorgándola su escudo regio, por lo que inició su andadura como institución
bajo protección real, el obispo Berenguer entregó a los mercedarios el hospital
de Santa Eulalia y sus rentas. Ello explica que los mercedarios compartieran en
sus conventos la devoción a la Virgen de la Merced con la de Santa Eulalia de
Barcelona, como ocurrió en el convento vallisoletano.
Ahora bien, ¿encargaron los mercedarios
expresamente a Salvador Carmona la imagen para su culto como Santa Eulalia o
compraron la talla de la joven crucificada ya realizada por el escultor y
después la veneraron como la mártir barcelonesa? Aunque este es un enigma que
nunca podremos resolver, cabe la posibilidad de que los mercedarios descalzos
hubiesen malinterpretado su identidad, dado que las iconografías de Santa
Eulalia y Santa Líbrada ofrecen diversas analogías por basarse su hagiografía
en antiguas y fantásticas leyendas piadosas que dificultan una interpretación
acertada y convincente, como después veremos.
Esta posibilidad no debe desdeñarse, pues sin
salir de Valladolid tenemos un caso constatado muy a mano: la veneración en el
convento de San Quirce de una imagen de San Dimas que en realidad era el Cristo
crucificado tallado por Francisco de Rincón en 1604 para el paso procesional de
la Exaltación de la Cruz, en su día realizado para la Cofradía de la Sagrada
Pasión. Este error no fue resuelto hasta 1993 gracias a las pesquisas de Luis
Luna Moreno, que recompuso un puzle histórico por el que ahora sabemos que la
imagen del crucificado era la que recibía culto a lo largo del año, desmontada
del paso procesional y como Santo Cristo de la Elevación, en un altar situado
el lado del Evangelio de la cabecera de la iglesia penitencial de la Pasión.
Cuando la iglesia fue cerrada al culto en 1932, al parecer por su estado
ruinoso, la imagen fue trasladada junto a otros bienes de la cofradía al
convento de San Quirce, mientras que el resto del conjunto, los dos ladrones y
cinco sayones, ingresó en el Museo Nacional de Escultura. La comunidad de
monjas cistercienses contribuyó a la confusión venerando en la clausura a un
San Dimas que no era tal.
Por si esto fuera poco, existe una confusa
iconografía, interpretada más con fines catequéticos que con un rigor ajustado
a la tradición hagiográfica, por la que no sólo es Santa Líbrada la
representada como una joven crucificada, sino que de este modo también aparecen
en ocasiones, entre otras, las vírgenes y mártires Santa Julia de Cartago,
Santa Blandina de Lyon, Santa Fermina de Amelia, Santa Febronia, Santa Tarbula,
Santa Eulalia de Mérida y Santa Eulalia de Barcelona.
Sin embargo, también disponemos de indicios
para suponer que la santa representada se trata de Santa Líbrada, como era
considerada hasta tiempos recientes. La explicación la encontramos al ser
aceptada sin reservas la autoría de Luis Salvador Carmona, escultor que junto a
Francisco Salzillo representa la máxima cota del virtuosismo imaginero
alcanzado en España por la escultura religiosa tardobarroca, pues el escultor
vallisoletano ya había realizado una imagen de Santa Líbrada de idénticas
características. Por eso sorprende el cambio de advocación, ya que se puede comprobar
que el propio Luis Salvador Carmona había realizado hacia 1755 tres esculturas
para la iglesia madrileña de San Justo y Pastor (actual basílica de San
Miguel), entre ellas una imagen de Santa Líbrada que guarda una extraordinaria
similitud formal con esta de Valladolid. Si la identidad de la imagen madrileña
no ofrece lugar a dudas, por estar autentificada en la rotulación de un grabado
de la imagen, realizado en 1756 por Manuel Salvador Carmona, sobrino del
escultor, ¿por qué la imagen vallisoletana, prácticamente idéntica, debe
considerarse como Santa Eulalia y no como una segunda versión de Santa Líbrada?
¿Fue capaz el escultor de representar de la misma manera a dos santas distintas
con una diferencia de cuatro años?
Por otra parte, tradicionalmente el arte
catalán suele utilizar como atributo identificativo de Santa Eulalia de
Barcelona, desde la Edad Media, la cruz aspada o cruz de San Andrés, como
ocurre en las pinturas de Bernat Martorell y en otras tantas representaciones,
así como en los significativos relieves realizados por Bartolomé Ordóñez en
1519, con episodios de su vida, que conforman el trascoro de la seo
barcelonesa. Por tanto, teniendo en cuenta que Salvador Carmona hizo un modelo
precedente de Santa Líbrada y que su escultura de Valladolid en nada se ajusta
a las referencias iconográficas catalanas, ¿se puede afirmar que realmente
representa a Santa Eulalia?
En esta localidad cacereña existe una gran
talla del escultor vallisoletano Luis Salvador Carmona, encargada por el
gremio de labradores de esta villa, y realizada en el año 1749, según
su peana, con la firma de su autor, además de ser la Patrona titular de la
Iglesia Parroquial Nuestra Señora de la Asunción, es también la Patrona del
pueblo. Es una bellísima imagen, y una de las mejores representaciones marianas
de Luis Salvador Carmona, Dicha talla transmite el arrebato místico de la
Asunción, con diez ángeles que elevan al cielo a la Virgen, típica
del Barroco, al igual que el maravilloso retablo que la alberga.
La Virgen mide 113 cm de altura. Conocida en el pueblo como Nuestra Señora, o
la Virgen de los Niños (por sus 10 querubines). Posee una redonda corona de
plata y más de 56 piedras preciosas,
entre diamantes, rubíes y esmeraldas, y unos brillantes
pendientes de oro, típicos del traje regional de Serradillana.
Está ubicada en la Catedral de Orense, en Galicia
(España). La estatua, realizada en madera policromada, está situada en la
Capilla de la Inmaculada, también llamada Capilla del Buen Jesús, la cual
permanece cerrada al público.
La escultura, de escuela madrileña,
representa a la Inmaculada con la cabeza circundada por doce estrellas, la mano
derecha ligeramente apoyada sobre el pecho y la izquierda extendida hacia fuera
en un claro gesto retórico. En lo relativo a la indumentaria, de pliegues
grandes y holgados, esta imagen muestra fidelidad a los tradicionales colores
marianos, portando la Virgen una túnica blanca y un manto azul con estrellas y
enriquecido todo ello con estampación dorada. A los pies de la estatua, la luna
creciente típica de las representaciones de la Inmaculada es reemplazada por
nimbos rodeados de cinco serafines los cuales aparecen representados aplastando
la cabeza de un dragón.
En lo que respecta a los demás elementos de la
capilla, en la parte superior del retablo se halla una imagen de San Francisco
de Paula vestido con el hábito de su orden y emplazado en esta capilla por ser
el santo del nombre del deán Don Antonio, mientras que en el centro, bajo la
talla de la Virgen y formando parte del retablo, se encuentra un altar
presidido por un crucifijo con cuatro portavelas a cada lado, mostrando en la
parte inferior un relieve del Sagrado Corazón. De igual modo, frente al altar y
a ambos lados del mismo se ubican dos bancos de oración realizados en madera y
forrados en la parte superior e inferior con tela azul en consonancia con el
manto de la Inmaculada, hallándose otro banco, de mayores dimensiones, ubicado
fuera de la capilla, en el lado izquierdo de la misma, frente a la reja de
entrada. Los muros laterales se encuentran cubiertos en fechas señaladas con
tapices azules, hallándose en la parte inferior de los mismos dos placas de
color negro las cuales señalan el lugar de enterramiento, a derecha e izquierda
respectivamente, de Don Tomás Portabales Blanco, magistral, chantre y deán
sucesivamente de la catedral fallecido en 1904, y de Don Ramón Rodríguez
Estévez, doctoral de la SEO fallecido en 1872.
Jesús flagelado recogiendo las
vestiduras, Iglesia de la Clerecía, Salamanca.
Según el profesor Jorge Bernales Ballesteros,
el escasamente cultivado tema de Jesús recogiendo sus vestiduras después de ser
azotado es fruto de la piedad popular y parece provenir del arte de Alonso de
Mena, padre del también imaginero Pedro de Mena y uno de los principales
artífices de la escuela granadina.
Con el tiempo, la referida iconografía se
extendería a otras escuelas y conocería cierta difusión en el siglo XVIII, no
repitiéndose en escultura tanto como otros pasajes de la Pasión de Jesús, pero
alcanzando en todos los casos unas excelentes calidades artísticas a través de
artistas como Luis Salvador Carmona o Andrés de Carvajal.
Precisamente fue el vallisoletano Luis Salvador
Carmona el creador del simulacro más celebrado sobre el tema a nivel nacional.
Al igual que ocurriera con otras de sus creaciones de corte pasionista -caso de
sus tres versiones de la Alegoría del Cristo del Perdón, que recrean los
sufrimientos padecidos por Cristo en aras de la salvación humana-, en el Cristo
Recogiendo sus Vestiduras vemos nuevamente una sabia aportación que conjuga
toda la perfección de un oficio escultórico de la más exquisita elaboración,
fruto de su condición de miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando, con la fidelidad al barroco y a los fines procesionales de la
escultura, de ahí que estén patentes en sus laceradas carnes multitud de
latigazos y heridas.
La imagen, labrada en el año 1760 y conocida
también como Jesús a la Columna y Jesús Flagelado –nombre este último de la
hermandad de penitencia cuya titularidad ostenta-, está considerada como una de
las mejores creaciones de su autor; un virtuoso de la talla que, en opinión del
estudioso Antonio Jesús del Río, consiguió plasmar un lenguaje de gran
perfección técnica, pureza de formas y volúmenes, lo que hace que la dulzura,
el refinamiento y la sensibilidad sean características permanentes en su
trayectoria.
Para otros expertos, algo de la elegancia
rococó impregna tanto esta como el resto de las figuras de Luis Salvador
Carmona; sin embargo, su fidelidad a los modelos del siglo XVII le orientan
hacia una escultura religiosa de fuerte carácter emotivo. En opinión del
historiador Juan José Martín González, pese a ser obra del último periodo del
artista es la más perfecta anatómicamente de toda su trayectoria, palpándose
músculos y tendones con admirable verismo.
Martín González asigna también al maestro, con
gran acierto, los delicados ángeles portadores de instrumentos de la Pasión que
acompañan al simulacro, el cual se halla firmado al pie de la columna por su autor
con la siguiente leyenda: "Luis
Salvador Carmona fact. Md. Aº de 1760".
JUAN
SÁNCHEZ BARBA (Madrid, 1602-1673)
Escultor barroco español especializado en la
talla de imágenes para retablos o exentas, primordialmente en madera. La gran
calidad del reducido número de obras de Sánchez Barba que se han conservado
hace más lamentable la pérdida de buena parte de las documentadas.
Su padre, Sebastián Sánchez, maestro de obras
con algunos trabajos para la Corte, falleció en 1607 cuando Juan, el menor de
sus seis hijos, apenas había cumplido los cinco años. Se formó en el taller de
su cuñado Antonio de Herrera, casado ese mismo año con la hermana mayor de
Juan, Sebastiana, padres de Antonio y Sebastián Herrera Barnuevo. Antonio de
Herrera, escultor del rey, nombramiento que obtuvo no antes de 1622, y desde
1627 aparejador de carpintería de las obras reales, dirigía a la vez un
próspero taller con el que llegó a ejercer un dominio casi absoluto sobre la
contratación de retablos en las iglesias madrileñas, en lo que tuvo como único
rival a Alonso Carbonel, arquitecto predilecto del conde-duque de Olivares y
hermano de Ginés Carbonel, pintor y dorador quien, a su vez, estaba casado con
otra de las hermanas de Juan, María. Esta red de lazos familiares se iba a
incrementar aún con el matrimonio de la tercera hermana, Anastasia, con el
ensamblador Bernabé Cordero. Juan Sánchez Barba creció a la sombra del cuñado,
residiendo en su casa y especializándose en labores de imaginería, sin dar el
salto a la contratación de obra propia hasta 1634, cuando aparece contratando
un trono para una Virgen y un Crucifijo con destino a la iglesia del Hospital
de Antón Martín.
En 1635, independizado ya, Antonio de Herrera
le cedió una de las cinco esculturas en piedra que tenía contratadas para la
ermita de San Jerónimo en los jardines del Buen Retiro, una escultura menor que
el natural de Venus y Adonis, no conociéndosele otros trabajos en piedra,
aunque quizá lo fuera también el San Bruno que le atribuyó Antonio Palomino en
la ermita de su advocación, dentro también del Buen Retiro.
Tras la muerte del cuñado en 1646, se documenta
a Sánchez Barba trabajando en las decoraciones efímeras para la entrada de la
reina Mariana de Austria (1649), en compañía ahora de su sobrino Sebastián de
Herrera Barnuevo. Para entonces su fama como escultor de imágenes estaba
consolidada, aunque nunca diera el paso de ocuparse de obras de mayor
envergadura (retablos), para las que carecía de formación o de medios. En 1652
Pedro de la Torre, ensamblador y arquitecto, contrató el retablo de la capilla
del beato Simón de Rojas en la iglesia de la Trinidad, obligándose
contractualmente a que las esculturas fuesen de mano de Manuel Pereira o de
Sánchez Barba «y no de ningún otro». La misma condición se impuso a Juan de
Ocaña, ensamblador, que en 1661 contrataba un retablo para el convento de la
Merced, lo que da buena prueba del reconocimiento que había alcanzado. De la
información facilitada por Palomino, que atribuyó a Sánchez Barba los dos
santos de los altares colaterales, parece desprenderse además que, al menos en
este último caso, fue preferido antes que Pereira.
Entre 1656 y 1657 trabajó en el grupo de la
Virgen del Carmen entregando el escapulario a San Simón Stock y en los bultos
de San Andrés Corsino y San Pedro Tomás, que habían de ocupar los nichos del
retablo mayor de la iglesia del Carmen Calzado, actual parroquia del Carmen y
San Luis de Madrid. Sánchez Barba tuvo una relación especialmente afectiva con
esta orden en sus dos ramas, legando en su testamento a un fraile de este
convento una talla de la Inmaculada Concepción, «por el mucho afecto que le tiene», talla que aún llegó a ver Elías
Tormo en la última capilla de la derecha. Para la capilla de San Isidro en San
Andrés se le encargaron en 1659 ocho Virtudes, destruidas al ser incendiadas la
iglesia y la capilla con todas sus obras de arte en 1936. De nuevo, en 1663, a
Pedro de la Torre se le impuso como condición en el contrato del retablo de la
capilla del Santísimo Cristo de la Salud en el Hospital de Antón Martín, que
las estatuas de la Virgen y San Juan las hiciese Sánchez Barba. Como las trazas
del retablo pertenecen a Sebastián Herrera Barnuevo, cabe suponer que éste
influyese en la elección. En 1668 cobró de Teresa Sarmiento de la Cerda, IX
duquesa de Béjar 5.000 reales por dos esculturas de la Virgen del Carmen y de
San José que había hecho para su capilla de Nuestra Señora de la Buena Muerte
en el convento del Espíritu Santo.
Más noticias referidas a su obra se encuentran
en su testamento, fechado en agosto de 1673. Dejaba su casa a los carmelitas
descalzos del convento de San Hermenegildo, donde quería ser enterrado, como
pago de una capellanía y memoria perpetuas. Además legaba al prior una talla de
un Ecce Homo y a su confesor, del mismo convento, un Cristo en la cruz. Para
este convento declaraba haber hecho dos tallas de Santa Teresa y de San Alberto
por las que aún no había cobrado y pedía que se hiciese. También estaba por
cobrar una parte del San José con el Niño que había hecho para los carmelitas
descalzos de Alcalá de Henares. A su sobrino y testamentario fray Alonso
Carbonel, prior de Santo Tomás, le dejaba una Santa Rosa «por el mucho amor que
le tengo», y aún quedaban en la testamentaria una Caída camino del Calvario con
Simón Cireneo, un par de Niños Jesús, otros dos Crucifijos, un Cristo muerto de
tamaño natural y dos más de menor tamaño, además de una estatua fingiendo
piedra, con su lanza, como las que se empleaban para las decoraciones efímeras
en las que, como ya se ha dicho, participó en alguna ocasión.
En la actual parroquia del Carmen y San Luis de
Madrid, anteriormente iglesia del convento del Carmen Calzado, el primitivo
retablo mayor de Sebastián de Benavente fue sustituido en el siglo XIX, pero se
conservaron la pintura de la Trinidad de Antonio de Pereda y las tallas de
Sánchez Barba. En la Guerra Civil Española, profanada la iglesia, se perdió la
figura de San Simón Stock y otra de las tallas que formaban el retablo, además
de la Inmaculada Concepción mencionada por Tormo en una capilla. Perdido el
efecto escenográfico que pudiera tener el conjunto, ahora sólo cabe analizar la
imagen aislada de la Virgen del Carmen, en la que Martín González percibe ecos
de Gregorio Fernández en las revueltas masas de pliegues de los lados. Sin
embargo, tras la guerra, en la misma iglesia apareció un bello Cristo yacente
en talla exenta, dañada por hachazos, que había pasado inadvertida
anteriormente, atribuida inmediatamente a Sánchez Barba por María Elena Gómez
Moreno. Otra talla muy semejante, algo afeada por la policromía y también ignorada
hasta después de 1939, se encuentra en la iglesia de San José, que lo fue del
convento de San Hermenegildo, en el que Sánchez Barba quiso ser enterrado.
Consta que en 1650 el escultor se obligó a realizar una imagen del yacente de
tamaño natural a imitación del que se encontraba en la Casa Profesa de los
jesuitas en Madrid, obra de Gregorio Fernández. Pero estos yacentes de Sánchez
Barba, con los que se ha querido relacionar aquel encargo, se apartan del
modelo del vallisoletano en muchos aspectos. Mayor semejanza guarda el de la
parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Navalcarnero, al que se le han
serrado los brazos para la ceremonia del Descendimiento, atribuido
recientemente a Sánchez Barba por José Luis Blanco Mozo.
A pesar de no estar documentados, la autoría de
estos yacentes no se ha puesto en duda por su proximidad a la obra que más fama
ha dado a Sánchez Barba: el Cristo de la Agonía actualmente en el Oratorio del
Caballero de Gracia y anteriormente en el convento de los Padres Agonizantes de
San Camilo de Lelis, en la calle de Fuencarral de Madrid. Bello desnudo
natural, de suave factura, con el cuerpo levemente arqueado, la mirada dirigida
al cielo y la boca entreabierta en gesto suplicante. De una fecha tardía, 1672,
es la última de sus obras conocidas. Se trata de otro Cristo crucificado, esta
vez muerto y de menor tamaño, conservado en la Iglesia de San Antonio de los
Alemanes.
MANUEL
PEREIRA (Oporto, 1588-Madrid, 29 de enero de 1683)
Escultor barroco portugués avecindado en
Madrid, donde realizó buena parte de su obra.
Nacido en Oporto en 1588, no se conoce otro
dato de su vida y actividad hasta 1624, cuando ejecutó las estatuas en piedra
de la iglesia de la Compañía de Jesús en Alcalá de Henares. Un año después se
encontraba ya en Madrid, a donde se había trasladado en compañía de su madre y
de su hermano Pantaleón Gómez, también escultor, que colaboró con él hasta su
muerte en 1645. En 1625 contrajo matrimonio en Madrid con María González de Estrada,
del que nacerán dos hijos, enviudando en 1639. En 1635 se encontraba en prisión
por deudas, saliéndole fiadores el ensamblador Juan Bautista Garrido y el
pintor Jusepe Leonardo, policromador de algunas de sus obras.
En un curioso contrato, por el que el
ensamblador y arquitecto Pedro de la Torre se comprometía en 1652 a realizar el
retablo de la capilla del beato Simón de Rojas en la iglesia de la Trinidad de
Madrid, se pone como condición que las esculturas han de ser de mano de Pereira
o de Juan Sánchez Barba, «y no de ningún otro», condición que se repetiría en
1661 en el contrato de un retablo para el convento de la Merced con el
ensamblador Juan de Ocaña. En ambos casos parece que el elegido fue Sánchez
Barba, el único imaginero que podía competir en Madrid con Pereira en estos
años.
Obtuvo el nombramiento de Familiar del Santo
Oficio, título que preferirá en su testamento al de escultor, para lo que hubo
de presentar pruebas de limpieza de sangre. El mismo prurito nobiliario pondrá
de manifiesto al casar a su hija Damiana con José de Mendieta, caballero de la Orden
de Santiago, a la que también pertenecerán sus nietos, alegando un testigo «que él y sus ascendientes eran cavalleros
fidalgos del Reyno de Portugal, donde havían exercido los oficios y ocupaciones
que en aquel Reyno sólo pueden tener los cavalleros hixodalgos». Murió en
Madrid en 1683, casi ciego y después de más de diez años de inactividad.
Discípulos o colaboradores fueron, además de su
hermano Pantaleón ya citado, Manuel Correa, natural también de Oporto y doce
años más joven, Manuel Delgado y el navarro José Martínez.
Aunque se supone que su formación tuvo lugar en
Oporto Pereira se va a convertir en uno de los grandes representantes de la
escuela madrileña de escultura. A excepción de un grupo de esculturas
destinadas al convento portugués de Santo Domingo de Benfica, de las que se
ocupó sin salir de Madrid en 1636 por encargo del conde de Figueiro, todas sus
obras conocidas se distribuyen entre Madrid, Alcalá de Henares, Burgos, Segovia
y otras localidades próximas. Pereira fue exclusivamente escultor, en piedra,
alabastro o madera, no ocupándose nunca de la arquitectura de sus retablos ni
del policromado. Tampoco se conocen relieves de su mano y su obra, aun
trabajando para la corte, es casi exclusivamente religiosa, mencionándose tan
sólo la ejecución de una escultura de Neptuno fuera de ese género.
Establecido en la corte desde joven, su obra
revela un espíritu clásico. En sus figuras de canon alargado, expresión sobria
y sereno patetismo, evitará siempre la crudeza y el gesto desgarrado. Su
primera obra conocida es de 1624, para la fachada de la iglesia de la Compañía
de Jesús de Alcalá de Henares, donde realizó varias figuras de santos. A la
manera de la escuela castellana, las figuras son de volúmenes amplios y
pliegues secos y quebrados, pero en el San Bernardo que realizó en fecha poco
posterior para la fachada de las Bernardas de la misma ciudad se encuentran ya
las características de su propio estilo, quizá influido por Alonso Cano. Estas
obras hechas en Alcalá le proporcionarán de inmediato notable fama y los
siguientes encargos irán en la misma línea: estatuas en madera para retablos y
santos en piedra para ocupar las hornacinas de las fachadas de iglesias y otros
edificios públicos, como la Cárcel de Corte, destacando entre las conservadas
el San Antonio de Padua de la iglesia de San Antonio de los Portugueses en
Madrid (1647) y, muy especialmente, el San Bruno de la Hospedería que la Cartuja
de El Paular tenía en la calle de Alcalá de Madrid (1652), actualmente en la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, talla ante la que, según Antonio
Palomino, acostumbraba a detenerse el rey Felipe IV.
En madera realizó una serie de imágenes de gran
realismo y de extraordinaria intensidad expresiva, entre las que se pueden
destacar el San Marcos de la parroquial de Martín Muñoz de las Posadas
(Segovia), en actitud mística, el San Antonio de Padua del retablo mayor de la iglesia
de San Antonio de los Portugueses en Madrid, 1631, o el San Bruno de la Cartuja
de Miraflores, anterior a 1635. Muy notables son también una serie de Cristos
crucificados, de cuerpo estilizado y rostro intensamente emotivo, encabezados,
al parecer, por el Crucifijo de la parroquia del Sagrario de la catedral de
Sevilla. Consta que en 1646 don Alonso de Aguilar, regidor de Segovia, encargó
a Pereira otro Cristo que había de seguir el modelo del que anteriormente había
realizado para el obispo de la misma ciudad castellana. Este segundo
Crucificado ha sido identificado con el llamado Cristo de Lozoya, actualmente
localizado en la catedral de Segovia, que es, sin duda, el más célebre de la
serie y aquel en el que Cristo se presenta con los brazos elevados en mayor
tensión. Otro más, ricamente policromado, se encuentra en el Oratorio del
Olivar de Madrid, diferente de los anteriores por la posición más abierta de
los brazos.
Suyas serán también las esculturas en madera
que ocupan los altares de los machones en el madrileño Convento de San Plácido,
con el ladeamiento de las cabezas y la estilización de los cuerpos que son
características del maestro. Fueron célebres, además, algunas esculturas
destruidas al estallar la guerra civil de 1936, entre ellas el Cristo del
Perdón de los dominicos del Rosario de Madrid, según Palomino «cosa portentosa, a que ayudó mucho la
encarnación, de mano de Camilo», del que existe una réplica, posiblemente
del propio Pereira, en la capilla de los marqueses de Comillas en Cantabria, y
la talla del santo titular en el retablo, labrado según trazas de Alonso Cano,
de la iglesia de San Andrés. Para la capilla de San Isidro en la misma iglesia
madrileña, iniciada su construcción en 1657, ejecutó una serie de santos
labradores que, ya en el reinado de Carlos III, tras la expulsión de los jesuitas,
pasaron a la iglesia del Colegio Imperial repintadas de blanco conforme a la
moda neoclásica, resultando igualmente destruidas en 1936.
Otras obras que se pueden relacionar con
Pereira son una Inmaculada Concepción en el convento de Agustinas Recoletas de Pamplona,
el Ecce Homo de las Carmelitas de Larrea (Vizcaya) y un crucifijo conservado en
la iglesia de San Juan de Rabanera de Soria, lleno de tensión barroca y
elevando su mirada hacia lo alto.
San
Bruno, Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando
La escultura de Manuel Pereira, está realizada
en piedra y fechada hacia 1652, cuando el artista tenía casi 65 años. Procede
de la Cartuja del Paular, en Madrid, y fue trasladada a la Academia de San
Fernando en 1836, también como consecuencia de la Desamortización de
Mendizábal. Por el material en el que está fabricada, es una obra poco
frecuente en el contexto de la escultura española del Siglo de Oro, cuya
producción esencial fue de imágenes talladas en madera policromada. Muestra al
santo de cuerpo entero, envuelto en amplios ropajes que marcan potentes
pliegues en sentido diagonal. El primero de ellos conecta el rostro, de gran
realismo, con la mano en el pecho y la mitra arzobispal abandonada a los pies;
el segundo se sirve de la pierna adelantada y el pie, que sobresale por debajo
del hábito, para oponerlos a la calavera sostenida por la mano izquierda del
santo. Este juego de diagonales enfatiza la iconografía de San Bruno, que
contempla la calavera en actitud mística rechazando los asuntos mundanos.
San Bruno era canónigo de la iglesia de San
Cuniberto, en Colonia, y en 1056 se trasladó a Reims para enseñar gramática y
teología en su escuela catedralicia. Al cabo de unos años, su deseo de hacerse
monje contemplativo le impulsó a dejar la ciudad francesa y vivir durante un
tiempo como ermitaño. El obispo Hugo de Grenoble le ofreció entonces unas
tierras en Chartreuse para construir, junto con un grupo de seis discípulos, un
pequeño oratorio que se convirtió en la primera fundación de una nueva orden
religiosa. Este oratorio se rodeó de una serie de celdas similares a las de los
monasterios benedictinos pero añadió otros elementos característicos del
eremitismo de Egipto y Palestina. La fama de su piedad y estricta observancia
le llevaron a ser convocado por el papa Urbano II para que dirigiera la reforma
del clero; este hecho oficializó la creación de la orden de los Cartujos
mediante el desarrollo de nuevos monasterios.
Las cartujas se distinguieron por un estilo de
vida muy austero, riguroso en el cumplimiento de las normas morales y
básicamente contemplativo; su gran novedad fue la introducción de un voto
particular de silencio, que se unió a los tres votos tradicionales de otras
órdenes religiosas. La organización arquitectónica de una cartuja es diferente
a la de otros monasterios, porque cada monje tiene que vivir de forma aislada
en una celda personal y el claustro es un lugar de paso hacia las estancias
comunes, como la cocina, el lavadero, el refectorio y los talleres.
En cuanto a la iconografía del santo fundador,
esta es claramente identificable. San Bruno aparece siempre con la cabeza
tonsurada, vestido con un hábito blanco y una capucha característicos de su
orden. Puede tener los brazos sobre el pecho en actitud mística o con el índice
en la boca, en señal de silencio. Entre sus atributos, destaca una rama de
olivo, alusiva a un pasaje del Salmo 51, y siete estrellas que hacen referencia
a una visión que tuvo el obispo Hugo de Grenoble sobre San Bruno y sus
discípulos. También son habituales una calavera o una cruz, símbolos de la
meditación eremítica, y una mitra arzobispal o un globo terráqueo, ejemplos de
su desprecio hacia las cosas materiales.
San
Bruno, Cartuja de Miraflores
Realizada en madera dorada y policromada.
La talla presenta un suave plegado que cae
verticalmente hasta los pies formando una composición abierta: la pierna
izquierda se adelanta respecto a la derecha, asomando la punta del zapato por
debajo de la ropa. La posición de los brazos, despegados del hábito, subraya
también ese carácter. Esta postura dota a la talla de mesurado y suave
movimiento que le aleja de todo asomo de rigidez.
El Santo sostiene un crucifijo con la mano
derecha, llamativo por su detalle, sobre el que clava una intensa mirada. El
rostro está espléndidamente tallado, lleno de fuerza, de expresividad y de
realismo, revelando la profunda intimidad con Dios.
San Bruno (h. 1030-1101) fue el fundador de la
Orden la Cartuja, el primer cartujo. Nació en Colonia, desarrolló una brillante
carrera eclesiástica en Reims y decidió abandonarla para alejarse del mundo en
un paraje solitario cerca de Molesmes. Posteriormente, con la ayuda del obispo
de Grenoble y de Seguino, abad de Chaise-Dieu, se instalaron por su cuenta en
el valle de Chartreux en 1084, dando lugar a la primera fundación cartujana.
Cristo
del Perdón,
Iglesia de San Juan de Rabanera
Es una obra del escultor portugués avecindado
en Madrid Manuel Pereira. Fue realizada en 1655 y representa a Jesucristo en la
cruz con la mirada implorante al cielo.
Fue el titular de la Escuela de Cristo de
Soria, institución fundada por el Obispo de Osma Juan de Palafox y Mendoza,
cuya capilla y sede se encontraba en la Iglesia de San Juan de Rabanera.
En la Iglesia de San Juan de Rabanera, Juan de
Palafox y Mendoza fundó la llamada “Escuela
de Cristo”, conservándose el Libro Fundacional firmado por él mismo y las
actas siguientes de las reuniones y hechos surgidos en esta fundación, en las
que participaba el Venerable, o le eran presentadas las Actas para que las
firmara. Para ello dotó esta capilla, abierta en el hastial norte del
transepto románico. Mediante un arco de medio punto, se accedía a este espacio,
de planta cuadrada, marcada con cuatro arcos torales que sostenían una cúpula
semiesférica con cimborrio. Tenía, para el servicio de la capilla, sacristía
propia. En el altar mayor se colocó el Santísimo Cristo del Perdón,
crucificado, realizado por Manuel Pereira en 1655. Esta obra fue donada y
enviada desde Madrid por don Juan García del Pozo, Comisario del Santo Oficio y
Criado de Su Majestad que conocía muy bien la persona de Pereira.
La capilla barroca de la Escuela de Cristo
desapareció durante las obras de restauración realizadas en 1958 en las que se
eliminaron las construcciones añadidas como las sacristías y esta capilla, para
recuperar su pureza románica. Era el único monumento que conservaba la Ciudad
de Soria del santo Obispo de Osma. En la actualidad la capilla pervive en el
brazo norte del crucero, sobre cuyo reconstruido hastial se colocó el
retablo-marco barroco que acoge el Santísimo Cristo del Perdón.
Se trata de una imagen de madera policromada.
Iconográficamente representa a Jesucristo en la cruz, con la mirada levantada
hacia el cielo pudiendo identificarse con el momento en el que pronuncia la
palabra primera: "Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen".
El Cristo es de una elegante arrogancia, lleno
de tensión barroca, presentando el típico adelgazamiento de los cristos de
Pereira. Eleva su mirada hacia lo alto y está clavado en cruz de maderos
torsos, con rótulo escrito en tres lenguas. Tiene la boca entreabierta, rictus
de dolor, modelado blando y exquisito y una policromía que no insiste en lo
cruento. Los clavos que sujetan las manos están alejados del madero vertical,
por lo que tiene los brazos bastante abiertos y la cadera izquierda se
desplaza, al cargar el peso sobre el pie izquierdo para elevar la cabeza.
ESTEBAN
de RUEDA (n. Toro, 1585 - Ibídem, 1626)
Escultor barroco español, discípulo y compañero
de Sebastián Ducete con quien forma la que se ha llamado escuela o taller de
Toro.
A Esteban de Rueda se le documenta en 1602,
cuando firmó como testigo en el contrato para el retablo de la iglesia de San
Andrés del Santo Sepulcro de Toro, concertado por Sebastián Ducete o de Ucete.
Asociado con Ducete contrató en 1609 el retablo de Nuestra Señora del Carmen de
Toro, En 1618 contrató junto con Sebastián Ducete la parte escultórica del
retablo mayor de la parroquia de San Miguel en Peñaranda de Bracamonte
(Salamanca). Sin embargo, un año después, sin haber dado comienzo a la obra,
falleció Ducete nombrando en su testamento a Rueda como testimonio de las
buenas relaciones entre los maestros y finalmente del retablo se encargó en
solitario Rueda, que trabajó en él a partir de 1622. Destruido por un
incendio en 1971, el retablo constaba de una monumental escultura de San Miguel
alanceando al demonio en la calle central, el Calvario en el ático, estatuas de
los apóstoles en bulto redondo en hornacinas y relieves de la infancia de
Cristo. En su talla se advierten tanto las influencias manieristas de Ducete y,
a su través, de Juan de Juni, como el conocimiento de la obra de Gregorio
Fernández en el plegado de los amplios ropajes y un muy personal tratamiento de
los cabellos y barbas rizados.
En 1620 concertó una talla del Niño Jesús para
Benafarces, firmando el contrato «Estevan
de Rueda y Uçete», posiblemente tratando de asociar su nombre al de su
recién fallecido maestro, mejor conocido por la clientela. A su nombre se
documenta en 1623 el retablo mayor de la parroquial de Tagarabuena (Zamora),
obra de calidad inferior, en la que debieron participar diversas manos. Más
avanzada es la Asunción del retablo mayor de la catedral Nueva de Salamanca que
se sabe tenía acabada en 1626, cuando se dice vecino de Toro. El mismo año se
fecha la Virgen del Carmen de las Carmelitas Descalzas de Salamanca.
Se desconoce la fecha de su muerte, pero ya en
enero de 1627 su esposa, Inés del Moral, se decía su viuda. El matrimonio había
tenido cinco hijos, todos ellos menores de edad cuando firmó su testamento, 31
de octubre de 1626, en el que pedía ser enterrado en la iglesia parroquial de
Santa María de Toro, en la sepultura de Sebastián Ducete. Por el testamento
se conocen también algunas otras obras relacionadas con Rueda y, entre ellas,
una más cercana a la arquitectura que a la escultura, pues se dice autor de la
trazas y obra de reconstrucción del convento de la Concepción Francisca de
Toro.
Obras
atribuidas
·
Virgen
de Belén (1610). Museo Catedralicio de Zamora.
·
Retablo
de Santa Eulalia de Villardondiego, contratado en 1615 conjuntamente por
Sebastián Ducete y Rueda. A la muerte de Ducente su viuda traspasó a Rueda lo
que su esposo llevaba hecho de él. Sobre el plan inicial se hicieron algunas
rectificaciones y se añadieron las figuras de San Miguel y del Ángel Custodio,
atribuibles a Rueda.
·
Ángel
de la Guarda de la iglesia de la Santísima Trinidad de Toro, más avanzado que
el de la Iglesia de Santo Tomás Cantuariense de la misma localidad, que podría
ser obra hecha en colaboración con Ducete.
·
Alto
relieve de Santa Ana, la Virgen y el Niño basílica de la Gran Promesa
(Valladolid), posiblemente procedente del monasterio del Carmen Calzado de
Medina del Campo, para el que Ducete y Rueda contrataron en 1619 con el
ensamblador Francisco Palenzuela la ejecución de la obra de escultura de un
retablo que este último se había obligado a ensamblar. De este primitivo
retablo se conserva también un bulto de San Pablo en el Museo de Bellas Artes
de Bilbao. Martín González atribuye a Rueda el San Pablo en tanto el alto
relieve se atribuye a Ducete.
·
Grupo
de Santa Ana, la Virgen y el Niño conservado en la iglesia de Santa María de
Villavellid, y similar en composición al alto relieve de Valladolid. La obra
puede ser conjunta de Ducete y Rueda, o iniciada por el primero y concluida por
el segundo.
·
Cristo
de la Luz, crucificado fechado en torno a 1620, se conserva en la iglesia de la
Clerecía de Salamanca, titular de la Hermandad Universitaria.
·
Retablos
del Bautismo de Cristo y del Martirio de San Juan Bautista, relieves
conservados en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid procedentes del
convento de monjas de la Orden de San Juan de Malta en Tordesillas.
·
San
Juan el Bautista actualmente en el LACMA
Alto
relieve de Santa Ana, la Virgen y el Niño basílica de la Gran Promesa
(Valladolid)
En la iglesia parroquial de Santa Maria de
Villavellid se custodia uno de los grupos escultóricos más bellos, delicados y
de mayor calidad de cuantos se pueden contemplar a lo largo y ancho de la
provincia vallisoletana. Se trata del conjunto de Santa Ana (98 x 74 x 52
cms.), la Virgen y el Niño (95 x 70 x 86 cms.), el cual ha llegado a ser
denominado como “obra singularísima dentro de la escultura española del primer
cuarto del siglo XVII, no solo por su calidad técnica sino especialmente por la
originalidad en la agrupación de las figuras, la familiaridad de las
expresiones y rareza de este tipo de composiciones. El juego, la ternura, el
presentimiento, fueron sabiamente captados por el artista que supo trascender
lo anecdótico para convertirlo en la insinuación de un acto de entrega y
acogimiento”.
La ausencia del abuelo San Joaquín o del propio
San José convierte en algo más intimista la escenificación, al incidir en la
genealogía femenina de Cristo. El tema de Santa Ana, la Virgen y el Niño fue,
desde el siglo XV, muy utilizado para simbolizar a la Inmaculada Concepción,
dogma de fe que, aunque todavía no había sido promulgado, era defendido por los
franciscanos. A medida que se imponen la iconografía inmaculista con la figura
exclusiva de la Virgen, el tema pierde aquel significado y pasa a ser una
escena devocional, inspirada en un evangelio apócrifo, bien en el
Protoevangelio de Santiago o el Evangelio de Pseudo-Mateo. Además, hay que
recordar que a Santa Ana se la invocaba para tener descendencia y como buena
educadora de los hijos.
Aunque la relación maternal entre la Santa y la
Virgen inspiró siempre escenas sentimentales, nadie había llegado a una
interpretación tan naturalista como la que se ofrece en este grupo de
Villavellid. Lo que se ha buscado aquí es una escena costumbrista familiar. Se
busca introducirnos en la escena religiosa con un sentido de lo cotidiano, de
manera que se desprende del grupo una convincente humanidad, desprovista de
cualquier sentido mayestático Se busca un contraste evidente entre la figura de
la Virgen con el Niño que evoca la idea de la joven maternidad y la de Santa
Ana, como abuela caracterizada por sus profundas arrugas faciales. El Niño
dirige sus brazos hacia la segunda, que ejerce una actitud de recibirlo con
afecto. El plegado frapeante, con múltiple quebraduras, el de la Virgen dispone
un amplio plegado de formas más amplias. El vestuario, sobre todo las tocas que
llevan los personajes, contribuye a fijar las características con el mismo
sentido costumbrista. De igual manera, los sillones sobre los que se encuentra
sentadas están basados en el mobiliario del momento. Hoy se exhibe en una caja
al nivel del altar, dentro de un retablo escenario posterior, pues es obra
barroca del último tercio del siglo XVII.
En un principio el grupo escultórico fue
atribuido a Juan de Juni, por la evidente dependencia que el rostro de Santa
Ana tiene respecto a algunas cabezas originales de Juni, trabajadas como si se
tratasen de obras en barro; posteriormente el conjunto se adscribió al escultor
medinense Melchor de la Peña por la relación que presenta con el gran
altorrelieve del retablo que, procedente del convento del Carmen Calzado de
Medina del Campo, hoy se guarda en el Santuario Nacional de la Gran Promesa de
Valladolid y que estuvo atribuido a este artista antes de documentarse como
original de Esteban de Rueda. Cuando Martín González identificó un conjunto de
obras de estilo similar como realizadas por dos maestros, Sebastián Ducete y
Esteban de Rueda, cuyas maneras no estaban aún separadas, pasó a definirlas
como propias de los Maestros de Toro, e incluyó en las mismas este grupo de
Villavellid. Posteriores investigaciones han ido deslindando la actividad de
cada uno de ellos, de manera que se ha supuesto que Ducete, que era el mayor y
el de mayor prestigio, muerto entre 1619-1620, sería el que mejor asimilaría
las composiciones y las formas ampulosas de Gregorio Fernández. La similitud de
estilo con el referido relieve procedente del antiguo retablo de la Merced
Calzada de Medina del Campo, si bien éste en posición invertida, inspirado en
una xilografía de Alberto Durero de 1511, como ha indicado Vasallo, ha movido a
Urrea a adscribir el grupo a Esteban de Rueda, pese a que la producción de este
último presenta una huella juniana más evidente que la de Rueda.
San Juan
Bautista, Hacia 1621
Madera policromada
Museo Iglesia de San Antolín, Tordesillas
(Valladolid)
Procedente del monasterio de Madres Carmelitas
de Tordesillas
Escultura barroca española. Escuela de Toro
En el Museo Iglesia de San Antolín de
Tordesillas está recogida una escultura de San Juan Bautista, procedente del
monasterio de Carmelitas Descalzas de la misma población, que es un buen
exponente de las aportaciones de la denominada escuela de Toro en el último
tercio del siglo XVI y primero del XVII, cuando se produce un cambio desde los
planteamientos manieristas imperantes —corriente romanista— a los modos
barrocos. La escultura ha sido atribuida por Jesús Urrea a Esteban de Rueda,
escultor toresano que se formó junto a Sebastián Ducete, igualmente natural de
Toro, junto al que trabajó asociado hasta la muerte de este maestro a finales
de 1619, continuando después en solitario durante tan sólo siete años.
Si la personalidad y trayectoria profesional de
Esteban de Rueda ya es bastante conocida, debido a las aportaciones de estudios
realizados en tiempos recientes, su valoración artística como escultor sigue
siendo controvertida, oscilando desde ser considerado como un simple colaborador
de Sebastián Ducete y seguidor incondicional de sus modelos después de la
muerte de éste, recibiendo también influencias de la obra de Gregorio
Fernández, en ocasiones con obras algo anodinas, a ser valorado como el
verdadero renovador de la escultura toresana, en la misma línea que lo hicieran
Francisco de Rincón y Gregorio Fernández en Valladolid, a pesar del
inconveniente de haber quedado truncada su carrera por su muerte prematura a
finales de 1626 —apenas superados los 40 años—, lo que impide conocer lo que
hubiera podido aportar en su evolución personal.
Esta escultura a escala natural, datada hacia
1621-1622, por tanto tras el fallecimiento de Sebastián Ducete, fue encargada
para presidir el retablo mayor del Real Convento de San Juan Bautista, fundado
en 1478 en Tordesillas y ocupado por religiosas comendadoras de la Orden
Hospitalaria de San Juan de Malta.
A este respecto, conviene recordar que durante
la Edad Media existió en Toro una importante encomienda de la Orden del Santo
Sepulcro que mantuvo parte de su jurisdicción tras su extinción en 1489, cuando
quedó integrada en la Orden Hospitalaria de San Juan de Malta. Esto favoreció
que las dignidades toresanas recomendaran, en las iglesias que gobernaban y en
los monasterios sanjuanistas y encomiendas cercanas, que las imágenes
devocionales fuesen encargadas a artistas toresanos, como ocurre en este caso,
recibiendo el afamado taller de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda numerosos
contratos para realizar imágenes reclamadas por aquella orden.
Aquel convento quedó extinguido en 1945,
momento que fue ocupado, bajo la advocación de Cristo Rey, por las Madres
Carmelitas, desde cuyo convento la escultura de San Juan Bautista fue
trasladada a la iglesia de San Antolín, actualmente convertida en museo de arte
sacro de la villa.
La escultura representa a San Juan Bautista con
los atributos tradicionales, tan repetidos en el renacimiento español, con la
figura erguida del que es considerado por la tradición cristiana como precursor
de Cristo, con una potente anatomía y vestido con una ruda y áspera túnica de
piel de camello, semejante a un cilicio, a la que se superpone un manto rojo
que hace alusión a su futuro martirio.
En su mano izquierda sujeta un libro, como
símbolo de la predicación de la palabra de Dios, sobre el que está recostado un
pequeño cordero que alude al sacrificio de Cristo, según las propias palabras
del Bautista cuando vio a Jesús dirigirse hacia él: "He aquí al cordero de
Dios; he aquí al que quita el pecado del mundo". Esta referencia es
explícita en la cruz que porta en su mano derecha, convertida en un estandarte
al llevar incorporada una banda en la que aparece bien visible una inscripción
con el testimonio: "Ecce Agnus Dei".
Aunque la escultura todavía recuerda algunos
modelos creados por Sebastián Ducete, presenta una mayor monumentalidad. En
ella Esteban de Rueda se aleja de los acusados contrapostos de su maestro,
aunque mantiene en la tipología humana las vigorosas anatomías masculinas, así
como el trabajo de paños duros y angulosos, con pliegues muy quebrados con la
intención de crear fuertes contrastes lumínicos para proporcionar a la
escultura un claroscuro de carácter pictórico.
La escultura presenta una cuidada anatomía,
sugiriendo huesos —marcadas clavículas—, venas y músculos bajo la piel que en el
cuello tienen forma de V, presentando al santo envejecido por la dureza de su
estancia en el desierto, con un trabajo naturalista de la cabeza, recubierta
por un melena de mechones agitados que forman rizos que ondean al aire, un
recurso que repetirá en otras de sus esculturas, como en el Ángel de la Guarda
de la iglesia de Santo Tomás Cantuariense de Toro, configurando el rostro con
largas barbas, boca entreabierta, grandes ojos y arrugas en la frente.
Esteban de Rueda realizó otras versiones de San
Juan Bautista de idéntica monumentalidad, siendo la más antigua la que figura
en el retablo mayor de Morales del Vino (Zamora), en la que también intervino
Sebastián Ducete, siendo realmente notable el San Juan Bautista, de gran
belleza y esbeltez, que actualmente se encuentra en el Museo de Arte del
Condado de Los Ángeles (Los Angeles County Museum of Art), realizado hacia
1620, pocos meses antes que el ejemplar tordesillano.
Se desconoce cómo era venerada la imagen en el
primitivo convento sanjuanista, aunque se presupone que presidiendo un retablo
en compañía de relieves alusivos a la vida del santo. En el Museo Nacional de
Escultura se guardan dos retablos, adquiridos por el Estado en 2005, con
altorrelieves que representan el Bautismo
de Cristo y el Martirio de San Juan
Bautista. Estos fueron estudiados y divulgados por Vasallo Toranzo en una
monografía dedicada a Sebastián Ducete (1568-1620) y Esteban de Rueda (h.
1585-1626) que fue publicada en 2004. En ella el historiador atribuye la
autoría de ambos relieves al taller toresano de Esteban de Rueda, señalando al
tiempo la inspiración de la escena del Bautismo en un grabado de Cornelis Cort
y la del Martirio en otro de Giovanni Battista Mercati, algo común en todos los
obradores de la época.
Aunque ambas composiciones se alejan del
abigarramiento manierista de Sebastián Ducete, en base a la tipología de los
rostros, al tratamiento de los paños y otros aspectos formales, estos dos
relieves pueden asociarse al mismo encargo que la escultura exenta de San Juan Bautista4,
de modo que, a pesar de las diferentes mazonerías que los enmarcan, ambos
relieves, obra de Esteban de Rueda, debieron ser realizados igualmente en
1621-1622 para formar parte del desmembrado retablo dedicado a la vida del
santo en el desaparecido convento de San Juan Bautista de Tordesillas, en el
que la imagen del Precursor que tratamos ocupaba la hornacina central.
Escultor español. Su obra conserva la sobriedad
clásica propia del Renacimiento, aunque aportando la profundidad de la
escultura del Barroco. Se formó en Granada con Pablo de Rojas y completó su
educación en Sevilla, donde se estableció para el resto de su vida,
convirtiéndose en el máximo exponente de la escuela sevillana de imaginería.
Prácticamente toda su obra fue de tema religioso, menos dos estatuas orantes y
el retrato de Felipe IV. Recibió y realizó encargos para diversas ciudades del
continente americano. En su tiempo fue conocido como el «Lisipo andaluz» y también como el «dios de la madera» por la gran
facilidad y maestría que tenía al trabajar con dicho material.
Nació en la ciudad jienense de Alcalá la Real,
siendo bautizado en la iglesia parroquial de Santo Domingo de Silos, el 16 de
marzo de 1568. Sus padres fueron Juan Martínez, de oficio bordador y conocido
con el sobrenombre de "Montañés", y su madre Marta González. El
matrimonio tuvo seis hijos de los cuales Juan era el único varón. Mantuvo una
profunda relación con las dos únicas de sus hermanas que llegaron a la edad
adulta. La menor de ellas, Tomasina, fallecida en 1619, convivió con el
escultor, hasta su muerte, su pérdida impulsó una época de decaimiento anímico
de Montañés. En Alcalá conoció probablemente al que sería posteriormente su
mentor, Pablo de Rojas, casi veinte años mayor que él.
En 1579 se trasladó junto con su familia a
Granada, donde, con unos doce años, comenzó su formación escultórica, en el
taller de su paisano Pablo de Rojas, al que a lo largo de su vida reconocería
como su maestro y del que se nota su influencia en las esculturas de
crucificados. Allí trató también con otros artistas como los hermanos García
(Jerónimo, Francisco y Miguel Jerónimo). El aprendizaje en esta ciudad sería
corto, por cuanto en 1582 se encontraba ya en Sevilla.
Terminado el periodo de aprendizaje con Rojas,
se traslada a Sevilla, a donde lo seguiría toda su familia. Allí estaban
asentados ya varios artistas originarios de Alcalá, como Gaspar de Rages o
Raxis, sobrino de Rojas. En esta ciudad comenzó a trabajar en un taller de
escultura, que se cree pudo ser el de Gaspar Núñez Delgado. Se inscribió en la
«Hermandad del Dulce Nombre», donde consta que donó una imagen mariana, aunque
no dice que fuera de su autoría.
Los primeros datos de su estancia en Sevilla
corresponden a junio de 1587, cuando contrajo matrimonio con Ana de Villegas,
hija del ensamblador Juan Izquierdo, en la iglesia parroquial de San Vicente.
De este matrimonio nacerían cinco hijos: Mariana (monja dominica), Bernardino
(fraile franciscano), José (presbítero), Rodrigo y Catalina. El 1 de
diciembre de 1588 compareció ante un tribunal examinador, compuesto por Gaspar
del Águila y Miguel de Adán, para acreditar su suficiencia en la escultura y el
diseño de retablos. En presencia del tribunal esculpió una figura vestida y
otra desnuda, y realizó también el alzado de un retablo, siendo declarado
"hábil y suficiente para ejercer
dichos oficios y abrir tienda pública".
Se estableció en la colación de la Magdalena,
viviendo en la calle de la Muela; allí moriría, en 1613 su esposa Ana, que fue
enterrada el 28 de agosto en una sepultura que poseía el matrimonio en el
convento de San Pablo de Sevilla. Montañés contrajo nuevamente matrimonio el
28 de abril de 1614 con Catalina de Salcedo y Sandoval, hija del pintor Diego
de Salcedo y nieta del escultor Miguel de Adán, con la que tendría siete hijos:
Fernando, Mariana, Francisco, Ana Micaela, José Ignacio, Teresa y Hermenegildo.
En el mes de agosto de 1591 fue encarcelado por sospecharse su implicación en
el asesinato de un tal Luis Sánchez, permaneciendo en la cárcel dos años, hasta
que la viuda le perdonó previa entrega de cien ducados. El documento del pleito
se guarda en el Archivo de Protocolos Notariales de Sevilla.
En 1629 cayó enfermó y tuvo que permanecer en
cama durante cinco meses, lo que le impidió trabajar en el retablo e imágenes
de la capilla de la Inmaculada, y le arrastró a un pleito por demora e
incumplimiento del contrato. En 1635 viajó a Madrid, donde había sido
contratado para moldear en barro el busto del rey Felipe IV, que junto con el
retrato ecuestre de Velázquez debían servir como modelo para una estatua
ecuestre que iba a realizar el italiano Pietro Tacca. Esta estatua se encuentra
actualmente en la plaza de Oriente de Madrid. El éxito que obtuvo con este
busto fue muy importante y desde entonces fue conocido como el «Lisipo andaluz», alias que le dio el
poeta Gabriel de Bocángel y Unzueta al nombrarlo así en un soneto dedicado al
escultor.
En la capital pasó seis meses para la
elaboración del trabajo. Durante su estancia fue retratado por Velázquez
(Retrato de Juan Martínez Montañés), obra expuesta en el Museo del Prado. El
escultor ya conocía a Velázquez de su etapa sevillana como aprendiz en el
taller de Francisco Pacheco. Se conserva otro retrato del escultor, propiedad
del Ayuntamiento de Sevilla, en la actualidad expuesto en el Hospital de los
Venerables, pintado por Francisco Varela, en el que se le representa
esculpiendo el San Jerónimo de Santiponce. Para José Hernández Díaz, uno de los
máximos especialistas en Montañés, era un temperamento cicloide, proclive a
reacciones violentas y a crisis depresivas. Finalmente fue retratado por
Francisco Pacheco para su obra Libro de descripción de verdaderos retratos,
realizado en los últimos años de Martínez Montañés.
Falleció en Sevilla, a los 81 años, víctima de
la epidemia de peste de 1649 que asoló Sevilla y en la que murió casi el
cincuenta por ciento de la población de la ciudad, siendo enterrado en la
antigua parroquia de la Magdalena. Catalina de Salcedo, su viuda, declaró en un
documento de 1655:
... mi
marido quiso ser enterrado en el convento de San Pablo, en la sepultura que
allí tenemos, y por haber muerto el año 1649, en el rigor de la peste, el
susodicho me pidió que fuese sepultado, como lo está, en la iglesia parroquial
de la Magdalena de esta ciudad...
Con motivo de la desamortización española del
siglo XIX la parroquia de la Magdalena fue demolida y se perdieron sus restos.
La vida de Martínez Montañés en Sevilla fue una
vida ordenada, profundamente religiosa, como había sido desde su infancia y que
se cultivó durante su estancia en Sevilla, con un conocimiento más profundo de
la Biblia y de textos de santa Teresa de Jesús, Fray Luis de Granada y san Juan
de la Cruz. En consonancia con su religiosidad, varios de sus hijos profesaron
órdenes religiosas. Perteneció a una agrupación religiosa llamada
"Congregación de la Granada", que defendía ardientemente la
Concepción Inmaculada de la Virgen María, lo que le provocó un problema con la
Inquisición en 1624, cuando este tribunal secuestró y confiscó el archivo de la
citada congregación y los documentos de muchos de sus miembros. Parece que
relacionado con el seguimiento del que era objeto la congregación, en diciembre
de 1620 solicitó que se hiciera información para acreditar su limpieza de
sangre.
La formación y vida cultural humanística
acostumbraban a ir unidas en aquella época, de manera que los talleres de
aprendizaje eran lugares donde el maestro disponía de una buena librería
especializada de la cual el aprendiz podía disponer. Por otro lado, era
conveniente, y así se hacía, que asistiesen los aprendices a las reuniones de
los artistas que se producían en los propios talleres de trabajo. En Sevilla
se organizaban tertulias en la universidad, academias y en la Casa de Pilatos
que además poseía una buena biblioteca, y en ellas debió de acudir Montañés. En
las de la academia del pintor Pacheco, debió de conocer a Velázquez y Alonso
Cano —entonces ambos discípulos de Pacheco—; asistían además Andrés García de
Céspedes, Vicente Espinel, Francisco de Salinas y diversos teólogos, filósofos,
escultores y pintores.
Colaboró en 1598 con Miguel de Cervantes,
cuando se realizó el túmulo de Felipe II, con motivo de la defunción del rey y
por orden del capítulo catedralicio. En esta obra intervinieron, además, una
gran parte de artistas sevillanos. A Montañés se le encargaron diecinueve
esculturas de gran medida y a Cervantes un escrito para leer delante del
túmulo, un soneto titulado: Al túmulo del rey Felipe II, en tono satírico,
que fue muy comentado entre el círculo cultural de Sevilla.
Según se ha expuesto anteriormente, inició su
aprendizaje en Granada, con el imaginero Pablo de Rojas. Durante los primeros
años que vivió en Sevilla, recibió influencias de Jerónimo Hernández y sus
discípulos Gaspar Núñez Delgado y Andrés de Ocampo. Aunque existen referencias
de que en su fase inicial trabajó la piedra, su material preferido fue siempre
la madera policromada. En la policromía, que por contrato supervisaba, contó
con la colaboración de grandes pintores, entre los que destacan Francisco
Pacheco, Juan de Uceda y Baltasar Quintero, predominando la encarnación mate
más cercana al efecto neutral.
Casi toda su obra es de carácter religioso; en
el campo profano solo se conocen las estatuas orantes de Alonso Pérez de Guzmán
y su esposa María Alfonso Coronel, realizadas para la capilla mayor del
monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce, y también la mencionada
cabeza del rey Felipe IV, que se envió al escultor italiano Pietro Tacca y que
no ha sido conservada.
Fue el máximo exponente de la denominada
escuela sevillana de imaginería, en la que tuvo como discípulo predilecto al
cordobés Juan de Mesa.
Como ya se ha mencionado anteriormente,
Martínez Montañés obtuvo de manera conjunta el título de maestro escultor y
ensamblador, lo que le facultaba para trazar la arquitectura, diseño y
elaboración de los retablos, por lo que ejecutó muchos de los retablos para los
que también realizó obra escultórica. El modelo de retablo utilizado es el
dominante en el periodo manierista. En los retablos mayores suele predominar la
estructura de dos cuerpos, con tres calles. Las columnas son sencillas y
acanaladas, no llegando nunca a emplear la columna salomónica y los capiteles
de estilo corintio. Nunca abandonó la actividad retablista y la mayor parte de
su labor imaginera fue realizada dentro de obras de retablos.
Escultura
Su arte se inspiró en el natural y su
producción tiene unas características más clasicistas y manieristas que
propiamente barrocas, aunque al final de su carrera apuntó al realismo
barroquizante. Fue creador de un lenguaje sereno y clásico que transmitió a
toda la Escuela Andaluza y que contrasta con el dramatismo y apasionamiento de
la Escuela de Valladolid. Las esculturas de carácter religioso realizadas
podían tener como fin, bien la participación en cortejos procesionales, o bien
su finalidad podía ser la decoración interior de una iglesia, tanto en forma
individual como formando parte de un retablo.
Entre los temas más tratados en sus obras se
encuentran la figura de Cristo crucificado, del que recibió más de una docena
de encargos, además de los que se podían incluir en el conjunto de los retablos
realizados. De entre ellos destaca el de la Clemencia, conservado en la
catedral de Sevilla, y que constituye una de las cumbres del arte del imaginero
alcalaíno. Esta imagen es más conocida como Cristo de los Cálices, por haber
estado en la sacristía de ese nombre de la catedral. Otro tema repetido en su
iconografía es el del Niño Jesús, que durante el renacimiento había vuelto a
surgir de forma destacada. Montañés consiguió la versión definitiva en la imagen
del niño que se encuentra en la iglesia del Sagrario de Sevilla, fechado en
1606, del que se realizaron numerosas réplicas e imitaciones, construyéndose
vaciados en plomo de varias de estas representaciones para colmar la demanda
existente en su día.
Cronología
de su obra
Siglo XVI
Una vez conseguido el título de maestro
escultor y arquitecto de retablos en 1588, comenzó a recibir numerosos
encargos. En 1589 se sabe que recibió un encargo por parte de Gaspar Peralta
vecino de Sevilla, de una Santa Cena en piedra; se trataba de un relieve dentro
de un marco de madera. Otras obras realizadas en ese mismo año fueron Nuestra
Señora de Belén que debía terminarse en 24 días y cuyo precio se estipuló en 24
ducados y un San Diego de Alcalá para el convento de San Francisco de Cádiz.
Todas estas obras no han podido ser identificadas debido a su desaparición.
De 1597, data la primera obra conservada de
Martínez Montañés; corresponde a una imagen de san Cristóbal con el Niño Jesús.
Fue un encargo realizado por el gremio de guanteros. Actualmente se conserva en
la iglesia del Salvador de Sevilla. Es una pieza de gran tamaño que mide 2,2
metros de altura, sus atléticas proporciones muestran una ya temprana tendencia
al naturalismo; fue concebida como imagen de carácter procesional y se conoce
que salió en cortejos de 1598. Proske manifiesta que la escultura del Niño no
corresponde al maestro y que pudo ser ejecutada por algún ayudante. Esta obra
supone un trabajo destacable de dibujo, modelado y composición, y en él se
encuentran profundas huellas de la influencia de Miguel Ángel Buonarroti.
De 1598 procede un retablo realizado por Juan
de Oviedo para el convento de Santa Clara en Llerena (Badajoz), en el que
Montañés realizó la escultura de san Jerónimo penitente, proyectada para el
nicho central del retablo. Aunque no ha llegado a nuestros días el retablo, sí
se conserva la escultura; parece estar inspirada en la figura de san Jerónimo
penitente, obra de Pietro Torrigiano, conservada actualmente en el Museo de
Bellas Artes de Sevilla. Ese mismo año también colaboró en el monumento
funerario construido en Sevilla por las honras fúnebres de Felipe II.
Siglo
XVII
El periodo más maduro de Martínez Montañés comienza
con la realización del Cristo de los Cálices, en 1603, que se encuentra en la
catedral de Sevilla. El encargo fue realizado por Mateo Vázquez de Leca,
canónigo de la catedral y arcediano de Carmona en 1602. El contrato fue muy
detallado en lo relativo a la figura del Crucificado, que debía realizarse así:
"Ha de estar vivo antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre
el lado derecho, mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de él,
como que está el mismo Cristo hablándole y como quejándose de que aquello que
padece es por él". La policromía, de tono mate, fue realizada por Francisco
Pacheco, con el que trabajaría en diversas ocasiones. Esta obra tuvo su
precedente en Cristo del Auxilio de Lima, obra del propio año 1603. El Cristo
de los Desamparados, de la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, es una copia del
Cristo de los Cálices, por lo que pudo ser una imagen encargada por los
Carmelitas Descalzos a Martínez Montañés en 1617; aunque también es una obra de
gran categoría, no llega a superar a su original.
Santo Domingo penitente. 1605-1609. La
policromía fue realizada por Francisco de Pacheco. La escultura fue encargada
para el convento de Porta Coeli. En la actualidad se conserva en el Museo de
Bellas Artes de Sevilla.
En 1604 contrató la construcción del retablo de
la capilla de San Onofre del desaparecido convento de San Francisco de Sevilla,
que constituyó su primer encargo para la arquitectura de un retablo. Entre 1605
y 1609 realizó la estatua de Santo Domingo que actualmente se encuentra en el
Museo de Bellas Artes de Sevilla. Pertenecía al retablo del convento de
Portaceli. En esta escultura el santo se encuentra en éxtasis contemplativo,
con la cruz sujeta en una mano, y es destacable la anatomía musculosa que presenta.
Del año siguiente, 1606, data el Niño Jesús encargado por la Cofradía del
Santísimo Sacramento, con sede en la Catedral de Sevilla, y que actualmente se
encuentra en la parroquia del Sagrario, anexa a la catedral. Aunque Montañés no
crea el tipo, pues ésta ya existía en el arte sevillano del siglo XVI, la
figura desnuda del Niño creada por él ha perdurado como modelo de la figura e
icono representativo del Niño. De este mismo año data la figura de la
Inmaculada para el retablo de la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación de
El Pedroso; se observa en esta figura la influencia de la Inmaculada realizada
por Jerónimo Hernández para la iglesia de San Andrés de Sevilla, para el mismo
retablo se encuentran los relieves de los apóstoles Santiago y san Bartolomé,
los dos interpretados según la hagiografía que el maestro conocía
perfectamente. También data de este año el retablo de la Circuncisión
encargado por el Almirante Andrés de Vega y Garrocho patrono de la capilla
mayor del desaparecido convento de San Francisco en Huelva. Este retablo se
encuentra hoy en día en el monasterio de Santa Clara de Moguer.
En 1607 realiza el diseño y las figuras
principales del retablo del convento de la Concepción de Lima; el escultor ya
había realizado otras varias obras destinadas al continente americano. La
hornacina principal del retablo la dedica a un Crucificado. El modelo de
retablo que crea para este encargo le serviría para posteriores obras.
En 1609 comienza la ejecución del que sería uno
de sus trabajos más destacado, el retablo de la iglesia del convento de San
Isidoro del Campo en Santiponce, perteneciente a la orden de los jerónimos. La
obra quedó concluida en 1613 y en ella intervinieron varios artistas
ensambladores y escultores, casi con toda seguridad Juan de Mesa y Francisco de
Ocampo. Para esta obra Montañés se separó del modelo habitual de retablo
sevillano que tenía una estructura a base de pequeños relieves. La figura
principal del retablo es la estatua de san Jerónimo, que por contrato debía ser
elaborada directamente por el maestro sin ayuda de ninguno de sus
colaboradores, y que se inspira en la figura homónima de Pietro Torrigiano y Jerónimo
Hernández. También destacan las figuras de la Virgen con el Niño, san Joaquín y
santa Ana. Asimismo, también bajo el patrocinio de la casa de Medina Sidonia,
en 1616 realizó la Virgen con el Niño, que se conserva en la Catedral de Huelva.
Se puede decir que alrededor de 1620 comienza
lo que se ha llamado decenio crítico del maestro, marcado por diversas
circunstancias personales como el largo trabajo desarrollado durante a lo largo
de los años y la muerte de su hermana y de varios de sus colaboradores y amigos
más directos como Juan de Oviedo y Juan de Mesa, así como algunos pleitos
profesionales que mantuvo en torno a la ejecución de sus trabajos. A pesar de
lo anterior, es una etapa plenamente productiva en la que contrata el retablo
del monasterio de Santa Clara y los retablos de san Juan Bautista y san Juan
Evangelista del convento de San Leandro.
De 1631 finaliza el retablo de las capillas de
la Inmaculada en la catedral sevillana, en las que destacan la figura central
de la Inmaculada, conocida popularmente como «la Cieguecita», y las imágenes de san Juan Bautista niño al estilo
de Donatello y la de san Gregorio con una gran atención en su iconografía. La
escultura de la Inmaculada se caracteriza por la abundancia de ropajes y
ladeamiento de cabeza y manos; el policromado corresponde de nuevo a Pacheco,
después de haber mantenido un pleito profesional con Montañés por motivo de
competencias profesionales.
El retablo de la iglesia jerezana de San Miguel
fue una obra accidentada que se contrató en cuatro ocasiones. Las obras se iniciaron
en 1601, concertadas con Juan de Oviedo el Joven, Montañés y Gaspar de Águila,
pero los trabajos más importantes no empezaron hasta 1617, año en que Montañés
asumió plenamente la obra. Las obras se prolongaron hasta 1643 debido a la
falta de recursos financieros. En el año 1638 el proyecto también tuvo una
variación significativa, cuando se decidió la sustitución de los cuatro lienzos
pictóricos de las calles laterales por relieves escultóricos, ejecutados por José
de Arce, al igual que las estatuas de san Juan Bautista y san Juan evangelista.
De este retablo destaca el relieve de la Batalla de los ángeles, ejecutado en
1641, siendo también de gran interés el relieve de la Ascensión y las figuras
de Santiago y una de san Juan evangelista, realizadas entre 1630 y 1638, y las
figuras de san Pedro y san Pablo, ejecutadas en 1633, y la Transfiguración,
terminada en 1643. El conjunto arquitectónico del retablo, con sus dos alas
laterales adelantadas y las esculturas en posición muy sobresaliente, supone una
obra atrevida y de efecto espectacular, que constituye una de las más barrocas
de Martínez Montañés.
En 1632 trazó la parte arquitectónica del
retablo mayor de la iglesia de San Lorenzo. Las esculturas y relieves del mismo
fueron realizados por Felipe y Francisco Dionisio de Rivas entre 1645 y 1652.
San Juan
Evangelista, Hacia 1638
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del convento de Santa María de la
Pasión de Sevilla
Escultura barroca española. Escuela andaluza
San Juan Evangelista de Martínez Montañés de
aquella colección procedía del convento sevillano de Santa María de la Pasión,
ocupado por monjas dominicas hasta que fuera desamortizado en 1838. La iglesia,
que permaneció abierta al culto, fue desmantelada y derribada treinta años
después durante los acontecimientos revolucionarios de 1868. En el lado del
evangelio de la nave de aquella iglesia, junto a una puerta lateral, se
encontraba un pequeño retablo dedicado a San Juan Evangelista que había
sido encargado en 1638 a Martínez Montañés por el jurado Luis de Villegas, que
pagó por la obra 580 ducados. Estaba compuesto por un banco en el que aparecían
dos tablas pintadas con parejas de santas, un cuerpo con una hornacina central
que albergaba esta imagen sedente de San Juan Evangelista, flanqueado por dos
pinturas sobre tabla representando a San Agustín y San Cristóbal, y un ático
presidido por un relieve que representaba el martirio del Evangelista en una
caldera de aceite hirviendo, según el relato de Tertuliano, antes de ser
desterrado por el emperador Domiciano a la isla de Patmos. La serie de
pinturas, atribuidas a Francisco Varela, ingresó en 1869 en el Museo de Bellas
Artes de Sevilla, donde se conservan en la actualidad, perdiéndose el rastro de
la imagen titular hasta que apareció identificada en 1925 en la colección
privada del conde de Güell.
La elección del apóstol como santo de devoción
se inscribe en un fenómeno devocional con especial repercusión en la Sevilla
barroca. A principios del siglo XVII, relacionado con el especial culto a la
Inmaculada fomentado por la Contrarreforma, se impuso la costumbre de asentar
en las iglesias conventuales dos retablos, uno frente al otro, dedicados a los
Santos Juanes. Junto al simbolismo de la Virgen como intercesora, se venía a
sumar el simbolismo de dos vías para ganar la santidad: San Juan Bautista como
personificación de la predicación y San Juan Evangelista como referente de la
oración, en definitiva, como alegorías de la vida activa y contemplativa
respectivamente.
Los ejemplos más destacados fueron elaborados
por Juan Martínez Montañés, autor de las imágenes de los Santos Juanes para los
retablos emparejados de los conventos sevillanos de San Isidoro del Campo
(1610), San Leandro (1622), Santa Clara (1626) y Santa Paula (1638), a los que
se suma esta escultura de Santa María de la Pasión, datada en torno a 1638,
próxima en el tiempo a las de Santa Paula.
Por tanto, la escultura de San Juan Evangelista
fue elaborada en el obrador sevillano del gran maestro ya en su etapa de
madurez, cuando contaba 70 años, lo que explica que en ella se condensen los
mejores modos de su oficio, tales como su serenidad clásica compositiva, la
talla minuciosa de cada elemento, la profundización en los detalles anatómicos,
la forma pormenorizada de trabajar los cabellos, con el característico mechón
abultado sobre la frente, y la estudiada disposición de la indumentaria,
recursos heredados por su discípulo Juan de Mesa, al que algunos autores
adjudicaron la posible autoría de esta escultura, idea hoy descartada.
En este modelo montañesino el santo está
presentado en su condición de Evangelista al aparecer acompañado del águila que
tradicionalmente constituye su atributo desde las representaciones medievales
iconográficas del tetramorfos. El origen de este simbolismo se encuentra en que
el Evangelio de San Juan, el único no sinóptico, es el más conceptual y
teológico de los cuatro, elevándose sobre los demás en forma de un animal
volador. También se le considera, dentro de los atributos divinos, como símbolo
de la sabiduría, tradicionalmente acompañada por la justicia (león de San
Marcos), el poder (toro de San Lucas) y el amor (figura humana de San Mateo).
Martínez Montañés incorpora la figura del águila a los pies del apóstol, con
las alas medio desplegadas, el plumaje minuciosamente tallado y la cabeza
levantada, sujetando en el pico un tintero, elemento desgraciadamente mutilado.
El apóstol está representado sedente, en el
momento en que redacta su Evangelio, portando en su mano derecha el cálamo de
ganso (desaparecido) y sujetando con la izquierda un trozo de pergamino que
apoya sobre su rodilla. Haciendo referencia a la longevidad del apóstol y la
creencia de la redacción del evangelio en Éfeso a una edad madura, aparece
representado como un hombre venerable con largas melenas y barba de tonos
canosos, con un aspecto muy alejado de la preponderante iconografía en que
aparece como una figura juvenil cuya apariencia está basada en su condición de "discípulo amado" o como receptor de
la revelación apocalíptica en la isla de Patmos.
En este sentido la imagen ofrece una
peculiaridad en su policromía, pues si en el pergamino inicialmente aparecía
una inscripción esgrafiada con una cita del Apocalipsis, todavía visible, sobre
ella se aplicó, superpuesta a punta de pincel y en color negro, la frase con
que comienza su Evangelio.
San Juan Evangelista, sentado sobre un peñasco,
muestra a modo de instantánea un momento de inspiración divina, de comunicación
mental con el mundo sobrenatural que se traduce en un gesto anhelante y
emocionado, con la cabeza y la mirada elevada a lo alto. Su composición es
equilibrada, serena y elegante, rompiendo los principios de simetría mediante
la colocación del águila desplazado a un lado y la pierna izquierda levantada
al apoyar el pie sobre una roca protuberante, lo que unido a la sabia
colocación de los paños, con plegados de fuerte naturalismo, le proporciona un
aire muy clasicista que creó escuela en el barroco andaluz.
La anatomía es estilizada y naturalista,
embozada bajo la indumentaria que sólo deja asomar la cabeza, las manos y los
dedos de los pies, elementos suficientes para resaltar músculos y venas,
expresivos dedos alargados y el habitual tallado minucioso de los mechones de
la cabellera y la barba, resaltando la expresión facial con grandes ojos y una
boca entreabierta que deja contemplar los dientes, elementos que ofrecen el
inconfundible estilo montañesino de trabajar la madera para infundir a las
imágenes vida interior.
Se cubre con una túnica de manga larga que
llega hasta los pies y que presenta elegantes pliegues triangulares en el
cuello, mientras un manto rojo sujeto sobre el hombro izquierdo envuelve la
figura y se desliza dejando visible parte de un revés de tonos verdosos, al
tiempo que se pliega sobre las piernas formando airosas voladuras.
La escultura ha recuperado todo su naturalismo
tras una operación de limpieza que ha permitido recuperar los valores de su
rica policromía original, enmascarada hasta entonces bajo una capa oscurecida
de barniz de la cual se ha preservado un testigo en la parte posterior del
hombro derecho. Se apunta que pudiera haber sido aplicada por Francisco
Pacheco, suegro de Velázquez, manteniendo en la indumentaria la tradición manierista
de estofados sobre un fondo de oro subyacente, consiguiendo bellos efectos
mediante motivos esgrafiados que se combinan con otros aplicados a punta de
pincel, con elegantes motivos vegetales de gran tamaño sobre el manto rojo y
otros menudos sobre la túnica blanquecina.
Esta obra sitúa a Martínez Montañés más próximo
de la elegancia tardomanierista que de las experiencias barrocas propias
de su tiempo, autor de imágenes sacras que presentan un dramatismo contenido
que se coloca en el polo opuesto a las tendencias estéticas castellanas. En el
Museo Nacional de Escultura de Valladolid se puede apreciar, a través de
grandes obras maestras, esta contraposición estética entre dos formas de
entender un arte que en todos los casos fue concebido para cautivar a través de
los sentidos.
San
Cristobal con el Niño, Iglesia del Salvador, Sevilla
Su devoción debió ser muy grande en el siglo
XVI: es la primera obra documentada de Montañés en 1589, y ya procesionaba en
1598. En esta imagen de San Cristóbal con el Niño, ha sabido unir el
artista los dos rostros del Santo y del Niño en un contraste lleno de unción:
la fortaleza de San Cristóbal con un gesto de admirable veneración, y la
dulzura tierna del Niño posado en su hombro. Así quedaba expresada la protección
sobrenatural para el Santo caminante.
Corpulenta figura en madera policromada, que
mide 2.20 metros, cuya monumentalidad es de origen miguelangelesco, con
versiones diversas en el arte de la época. Magistral la composición,
distribuida en un trapecio superior y un triángulo inferior, cuidando total y
pormenores. Es uno de los Catorce Santos Auxiliadores:
Maravilloso conjunto de la figura del Santo
portador del Niño Jesús, en la que con estética de la expresión el maestro
valora cabezas, ropajes y cuantos elementos integran la composición, de acusada
monumentalidad, como lo describe el profesor Hernández Díaz.
La capacidad contrastada de expresiones
interiores se pone de manifiesto en esta gran obra de Montañés: la fuerza que
mantiene la veneración y el asombro en el Santo, con la dulzura inefable y
cercana del Niño protector.
San
Jerónimo, Convento de Santa Clara,
Llerena, provincia
de Badajoz
En
Santiponce, muy cerca de Sevilla, se encuentra una de las obras más
impresionantes de Juan Martínez Montañés y quizás también uno de los retablos
más significativos de la Escuela Sevilla del siglo XVII. Era el centro del
monasterio de los Jerónimos que existía muy cerca de la ciudad de Itálica, y
que quisieron tener en su enterramiento D. Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno y
Dña. María Coronel. Fue realizado entre 1609 y 1613. Montañés hizo la
arquitectura del retablo y las imágenes que están colocadas en él, además de
las dos imágenes laterales de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, y
las dos figuras orantes de los donantes que están a ambos lados. Todo en este
retablo es un alarde de la perfección a que llegó el arte de Montañés: no se
sabe si admirar más el programa iconográfico del retablo, o las figuras y
relieves todos que aparecen en él. En el centro está la imagen de San Jerónimo
penitente, impresionante por la perfección de su inspiración sobrenatural,
unida a la perfecta anatomía.
De
esta figura afirmó Francisco Pacheco –autor de su policromía- “que es cosa que en este tiempo en la
escultura y pintura ninguna le iguala”. La mirada fija en la cruz que lleva
en la mano izquierda es un reflejo del espíritu de San Jerónimo que sale por
sus ojos.
Cristo de
los Cálices, Catedral de Sevilla
En el año 1603, Montañés realiza este
crucificado para la Cartuja de las Cuevas de Sevilla, concretamente para la
capilla personal del arcediano Vázquez de Leca, el que encargó el Cristo de la
Clemencia. Tanto el cliente como
el escultor dejaron constancia documental fechada el 5 de Abril de 1.603. El
encargo era preciso y en la escritura de concierto se estipuló que: “el Cristo ha de estar
vivo, antes de haber expirado, con la cabeza inclinada sobre el lado derecho,
mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de Él, como que le está
el mismo Cristo hablándole y como quejándose que aquello que padece es por el
que está orando, y así ha de tener los ojos y rostro, con alguna severidad y
los ojos del todo abierto…”
En dicho convento estuvo hasta 1836 que, debido
a la famosa Desamortización, pasa a la Catedral, siendo instalado en la Capilla
de Los Cálices a mediados de la década de los 50 del siglo XIX, de donde le
viene el sobrenombre al crucificado, el cual consideramos una joya del barroco.
Entre 1992 y 1993, hubo cambios sustanciales en
las Capillas de Los Cálices y en la de San Andrés, pasando a esta última el
crucificado en 1992, fecha en la que la Catedral participaba de la Expo 92 y
por este motivo pudo producirse el cambio de capilla, aunque en 1993 la Capilla
de los Cálices también estuvo en obras, siendo la posible segunda causa.
De este modo, el sobrenombre "de los Cálices" ya no tiene sentido
y si tuviéramos que buscarle otro de las mismas características, ahora sería
"de San Andrés". Este
crucificado es indudablemente otra de las joyas del barroco sevillano y en
concreto, de la Santa Iglesia Catedral, donde pasa sus días escuchando a sus
fieles, que creo que no son pocos.
Santo Domingo penitente, museo de Bellas artes
de Sevilla
Para situar el origen de la figura de Santo
Domingo Penitente, nos tendremos que ir al 1605 cuando Diego González de
Mendoza, encargaba a Juan Matínez Montañés, el retablo mayor de la iglesia del
convento dominico de Santo Domingo de Portaceli. Las labores pictóricas y el
dorado y estofado de las tallas correrían a cargo de Francisco Pacheco, como
así especificaba el contrato. El total de la tasación fue de 1700 reales. Los
trabajos finalizaron en 1609.
Tras la desaparición del convento situado en lo
que actualmente sería el Colegio jesuitas de Portaceli, el retablo fue
desmembrado, llegando a nuestros días solamente la talla de Santo Domingo de
Guzmán Penitente.
La talla se conserva en el museo de Bellas
Artes de Sevilla. Tiene una altura de 1,47 m, con 0,68 m de ancho y 1,26 m de
profundidad. Martínez Montañés representa al santo recogiendo las enseñanzas de
Torrigiano, arrodillado, desnudo hasta la cintura, con el hábito blanco de la
orden, suelto y atado en la cadera y en una mano un crucifijo y en la otra un
flagelo con el que se azota la espalda.
Domingo de Guzmán nace en 1170 en Caleruega,
provincia de Burgos, España. Hijo de Felix Núñez de Guzmán y de Juana Garcés
(llamada popularmente como Santa Juana de Aza, beatificada en 1828). Tras su
periodo de formación con su preceptor, su tío el arcipreste de Gumiel de Izan,
Gonzalo de Aza, continua sus estudios en Palencia de Arte y Teología. Tras
finalizar teología en 1194 es ordenado sacerdote.
En 1205 el rey Alfonso VIII le encarga que
acompañe al Obispo de Osma, monseñor Diego de Acebes, como embajador
extraordinario, para que concerte en la corte danesa las bodas del príncipe
Felipe. Eso le lleva a viajar a Dinamarca y Roma. En estos viajes se aclaró su
destino atendiendo a una vieja vocación misionera, convirtiendo a los herejes
cátaros al catolicismo, a través del movimiento de predicadores. En 1215
establecería en Tolosa la primera casa masculina de la Orden de Predicadores.
En 1220 consigue la Bula del Papa Honorio III para el reconicimiento de la Orden
de Predicadores.
El 6 de Agosto de 1221 muere en Bolonia donde
fue enterrado.
Nuestro
Padre Jesús de la Pasión, Iglesia
del Salvador, Sevilla
es una escultura de madera policromada, fechada
hacia 1610-1615, que representa a Jesús con la cruz a cuestas. Fue encargada
por la Hermandad de Pasión de Sevilla para representar la Quinta Estación del
Viacrucis -"Simón el Cirineo ayuda a
Jesús a llevar la cruz"- en su estación de penitencia en la Semana
Santa.
Terminada
la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para
crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de
Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz.
Marcos
15:20-21
Es una de las más grandes obras maestras de la
escultura española de todos los tiempos. Es muy conocida y repetida la cita de
Antonio Despuig y Dameto (1745-1813); afirmó al contemplarlo y orar devotamente
ante él lo siguiente:
"Le
noto un defecto…”; a lo que concluyó rotundo: “…le falta respirar."
La autoría de la imagen está atribuida
indubitablemente a Juan Martínez Montañés por su claro estilo montañesino y por
los testimonios que nos han llegado. El más conocido y antiguo es el del
mercedario Fray Juan Guerrero, hacia 1615, monje del convento Casa Grande de la
Merced, sede de la Hermandad en aquella época:
“La
imagen del Santo Cristo de Pasión es admiración el ser en un madero esculpido
obra tan semejante al natural; no encarezco ni podré lo prodigioso de esta
hechura porque cualquier encarecimiento será sin duda muy corto; sólo baste
decir es obra de aquel insigne maestro Juan Martínez Montañés, asombro de los
siglos presentes y admiración de los por venir”.
Fray Juan
Guerrero
Esta atribución ha sido mantenida por la
crítica desde que Acisclo Antonio Palomino (1655-1726), en 1725, vinculase la
imagen al maestro alcalaíno -en su comentario se inspiró en 1890 Joaquín Turina
y Areal (1847/1903) para su famoso lienzo conservado por la propia Hermandad de
Pasión.
Siempre
que salía esta cofradía, el maestro escultor acompañado de sus amigos se
presentaba al encuentro de la efigie, admirando haberla ejecutado tan expresiva
y devota.
Acisclo
La obra se fecha en uno de los periodos más
fructíferos de Montañés, entre 1610 y 1615. Se sabe que en 1619 ya estaba
labrado, ya que, en enero de ese año, Blas Hernández Bello contrató un
crucificado para el pueblo sevillano de Los Palacios, cuya corona de espinas había
de ser “de la materia y hechura de la que
tiene el Christo Nazareno de la Cofradía de Pasión dentro de la Merced”
Nuestro Padre Jesús de la Pasión es una talla
completa en madera para vestir con los hombros y codos articulados para sujetar
los brazos a la cruz. Presenta desbastados los brazos y el torso, mientras
cabeza, antebrazos, manos, piernas y pies se encuentran perfectamente
anatomizados.
Representa con realismo a un Cristo manso,
bello y dulce que sufre llevando en sus espaldas el peso de nuestros pecados.
Su rostro gira a la derecha y su mirada se dirige al suelo. La boca
entreabierta deja asomar los dientes. Los cabellos labrados, como en tantas
obras de Montañés, con raya en medio y pequeños rizos; al igual que en la
barba, corta y bífida. Sus manos fuertes y delicadas sujetan la cruz que se
coloca sobre su hombro izquierdo. Carga todo el peso sobre la pierna izquierda
flexionada, mientras que el pie derecho semilevantado se apoya escasamente
sobre la peana rocosa "arrancando a caminar" -extraordinario alarde
técnico del escultor que logra alcanzar el equilibrio de la escultura a pesar
de lo arriesgado de su postura.
La policromía original es atribuida a Francisco
Pacheco, quien colaboraba habitualmente con él en aquella época.
Morfológica
y estilísticamente se pueden vincular con esta obra las imágenes de San José
ejecutadas por Martínez Montañés en los relieves de las Teofanías del retablo
mayor del monasterio de San Isidoro del Campo. Santiponce. Sevilla.
(1609-1613). También han de mencionarse imágenes procesionales de Nazarenos
creadas por discípulos y seguidores de Montañés, siguiendo todas ellas el
modelo iconográfico del Cristo de Pasión, con lógicas variantes estilísticas.
Podemos mencionar como principales ejemplos el Jesús del Gran Poder, obra de
Juan de Mesa (1620) o el Nazareno de la Divina Misericordia, de Felipe de Ribas
(1640).
La imagen de Nuestro Padre Jesús de la Pasión
la creó Montañés para ser acompañada por una escultura de Simón de Cirene.
Desde época muy temprana se conocen testimonios que dan fe de que al Señor de
Pasión lo acompañaba un cirineo. El más temprano es el del Abad Alonso Sánchez
Gordillo, que entre 1632-34, describía el paso del Señor en estos términos:
Y en lo
último de ella Nuestro Señor en andas sobre los hombros de los cofrades y
hermanos de la Cofradía con la Santa Cruz sobre sus hombros y Simón Cirineo que
lo ayuda. Son ambas figuras muy proporcionadas a lo que representan y mueven
mucho a la devoción…”.
Abad
Alonso Sánchez Gordillo
El
eminente catedrático José Hernández Díaz opinaba lo siguiente:
Jesús de
la Pasión es una imagen encorvada, destinada, a mi modesto juicio, a la
colaboración del Cirineo, razón por la cual el patibulum bascula suavemente en
ligera diagonal dispuesto para ser sostenido por alguien que lo auxilia...
...Juan
Martínez Montañés debió representar la escena con dos figuras.
José
Hernández Díaz
No tenemos conocimiento de cómo sería el primer
cirineo que acompañó a la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Pasión -probablemente
esculpido por el propio Montañés-. El más antiguo del que tenemos noticias se
incorporó a la Hermandad en 1844: en esa fecha, Pasión adquirió la cabeza y las
manos de un San Isidoro procedente de la Antigua Casa Profesa de los Jesuitas
(la iglesia de la Anunciación); por la postura de su cabeza, se lo llamó
popularmente el "Mirabalcones”.
Se vendió en 1951 a la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Aguilar de
la Frontera (Córdoba). En 1950, José Rodríguez Fernández Andes presentó a la
Hermandad una interesante cabeza, procedente de los agustinos de Córdoba,
atribuida a Juan de Mesa, para la que el propio Andes realizó el candelero,
encargándose de su policromía Juan Miguel Sánchez. Del resto del cuerpo se
encargó Luis Ortega Bru. Se lo sustituyó en 1970 por la espléndida escultura
de talla completa del cirineo labrada por Sebastián Santos, considerada una de
las mejores obras de la imaginería sevillana del siglo XX. "Con argumentos poco convincentes, fue
suprimida del paso procesional en 1974".
En 1974
se omitió la efigie del Cirineo. De esta forma, se rompió la armonía del
conjunto y se alteró la voluntad histórica.
Juan
Miguel González Gómez - Catedrático de Historia del Arte de la Universidad de
Sevilla
Jesús de la Pasión, como imagen pensada para
vestir, posee un excelente ajuar de túnicas. La más antigua que se conserva es
la de los Cuernos de la Abundancia, obra de 1845 del bordador Manuel María
Ariza.
La de las Hojas de Acanto la confeccionó
Patrocinio López en 1869
Virgen
con el Niño, Catedral de Huelva
La talla que actualmente se conoce como Virgen
de la Merced, se trata de una imagen de vestir que también parece sevillana y
de las primeras décadas del siglo XVII, pero que, aun valorando retoques o
transformaciones posteriores, carece de la calidad e impronta de los trabajos
procedentes del obrador montañesino. Entrando en el análisis formal de la obra
que documentamos en este artículo, hay que apuntar que es una escultura en
madera policromada de 152 cm de altura que representa a la Virgen María de pie
portando en brazos al Niño Jesús. La disposición de la figura es frontal, solo
animada por un sutil contrapposto logrado mediante la ligera flexión de la
pierna derecha y el leve giro de cabeza de la Virgen hacia su izquierda, donde
se sitúa su Hijo. El rostro se enmarca por un discreto tocado que deja al
descubierto una amplia cabellera. El semblante es idealizado y esboza una
sonrisa. Un pesado manto se apoya en el hombro izquierdo y deja al descubierto
el brazo contrario. Manto y túnica caen sobre la base empedrada de la talla en
quebrados pliegues, dejando ocultos los pies.
El Niño, vestido con túnica que deja ver parte
de la anatomía de sus extremidades, muestra mayor atención naturalista por
parte de su autor que la solemne figura mariana, destacando la estudiada
espontaneidad con la que apoya sobre las manos maternas los pies y la mano
izquierda, que agarra el dedo índice de su madre, mientras con la otra hace el
gesto de bendecir. Muy vivaz resulta la cabeza, mofletuda, de expresión
sonriente y de cabello revuelto con un característico y pronunciado flequillo.
Aunque en esta obra la edad infantil ea algo más avanzada, el modelo para esta
testa hay que buscarlo en las representaciones de Jesús del relieve de la Purificación
de la iglesia de San Francisco de Huelva, hoy en Santa Clara de Moguer, y en la
Adoración de los pastores y la Epifanía del retablo mayor de Santiponce. El
primero fue contratado en 1606, mientras que la escultura del Monasterio de San
Isidoro se hizo entre 1610 y 1613. Este último trabajo es un antecedente para
la propia imagen de la Virgen, cuyo rostro recuerda al visto en los rasgos que
ostenta María en dicho retablo. Su busto, dotado de un cuello robusto y
esbelto, remite también a las Virtudes Cardinales del mismo conjunto, piezas en
las que, sin embargo, se viene observando una mayor intervención del taller de
Montañés. En la pieza onubense se repite incluso la pronunciada arruga que
divide horizontalmente el cuello, pormenor que vemos también en obras marianas
de su discípulo Juan de Mesa.
Cristo de
los Desamparados 1617. Iglesia del Santo
Ángel, Sevilla
El excelente Crucificado de los Desamparados se
atribuyó durante algún tiempo a la gubia de Juan de Mesa, quizás por algunas
similitudes con obras documentadas como la del Crucificado del Amor, aunque se
acabó incluyendo en el catálogo de Montañés por un traslado de documento
notarial publicado por Miguel Bago y Quintanilla donde se indicaba que “…el dicho Juan Martínez Montañés había
otorgado por ante el dicho escribano en que se había obligado a dar fecha y
acabada en toda perfesión toda la obra de la hechura de Cristo que el convento
de los carmelitas descalzos de esta ciudad que había pasado por el año de
seiscientos y diez y siete…”. El documento, una cédula judicial de 1623,
permite fechar la realización del Crucificado en 1617, quizás con la ayuda de algún
colaborador, ya que hace alusión a su realización en ese año con destino al
convento de los carmelitas descalzos.
El templo de los carmelitas en el que se
conserva es fruto de una larga historia que comenzó con el asentamiento de los
carmelitas descalzos en el monasterio de los Remedios y la posterior creación
de un colegio de la orden en la actual calle Rioja. Tras la creación de un
patronato, el nuevo templo, con diseño de Alonso de Vandelvira, uno de los
grandes arquitectos de su siglo, se bendijo en 1608 por el cardenal
Niño de Guevara, funcionando como noviciado carmelita y, posteriormente, como
Colegio de Teología Escolástica y Teología Moral. La invasión francesa
supuso la expropiación del edificio y su expolio.
Aunque la Academia de las Tres Nobles Artes
llegó a tomar posesión del edificio, pronto pasó a ser cuartel del Cuarto
Batallón Cívico, conservándose el culto en la iglesia. Volverían los carmelitas
en 1813 y serían de nuevo expulsados en la desamortización de 1835. Aquí
comenzaría una sucesión de variopintos usos para el edificio: cuartel de
carabineros, Academia de Jurisprudencia, Sociedad Económica Sevillana de Amigos
del País, Liceo Universitario, casa de vecindad… Hasta 1904 no se instalarían
de nuevo los carmelitas en el conjunto, llevándose a cabo una profunda
intervención de Aníbal González que alteró notablemente el conjunto.
A esta larga historia sobrevivió la imagen del
Crucificado, una obra de 1,75 metros de altura que se debe relacionar en su
morfología con el Crucificado de la Clemencia y con el Crucificado del Auxilio
de la Catedral de Lima (Perú). Cristo aparece crucificado en una cruz arbórea
con tres clavos, elemento que lo diferencia del Crucificado de la Clemencia, y
que lo acerca al Crucificado del Amor, obra que Juan de Mesa contratará unos
meses más tarde, concretamente en mayo de 1618, cuando Mesa ya tenía abierto
taller en la calle Cañaverería, actual Joaquín Costa, en la Alameda. Esta
cercanía en el tiempo explica las similitudes formales que se pueden encontrar
entre la obra del maestro y la del discípulo.
El Cristo de los Desamparado fue realizado por
un Montañés en su etapa de plenitud, el miso año que realizaba las trazas del
retablo mayor del templo de San Miguel de jerez, unan de sus obras maestras, o
que gubiaba las imágenes del Niño Bautista y el Evangelista para el convento de
la Concepción de Lima, en Perú. Tampoco se debe olvidar la cercanía en el
tiempo de la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Pasión o la realización de los
relieves del retablo del Bautista del convento del Socorro, hoy en la iglesia
de la Anunciación.
Jesús aparece muerto, con la herida de la
lanzada en el costado derecho, con un leve descolgamiento respecto al travesaño
horizontal de la cruz. Inclina la cabeza hacia el lado derecho y hacia delante
apoya el mentón en el pecho. Hay cierta tendencia al óvalo en su rostro,
presenta los ojos cerrados, levemente hundidos, con marcadas ojeras y cejas
algo arqueadas. La nariz muestra el tabique nasal pronunciado y las aletas
nasales marcadas. La apertura de la boca permite la visión de los dientes de
ambos maxilares, tallados, La boca tiene los labios entreabiertos dejando
a la vista los dientes de ambos maxilares que aparecen mostrando la tensión del
sufrimiento padecido.
Presenta la habitual barba bífida, con una
talla de suaves incisiones y pequeños rizos en la parte de la mandíbula y
el mentón. Sus largos cabellos se forman por mechones que caen sobre la nuca y
que están unidos al bloque del cráneo, bajando un grueso mechón por el lateral
derecho del rostro, mientras que en el lado derecho un pequeño mechón permite
que se contemple la oreja en su totalidad, otro rasgo que seguiría su discípulo
Juan de Mesa. La última restauración en el Instituto Andaluz de Patrimonio
permitió recuperar la policromía original de la corona de espinas, tallada en
madera y formando ramas que se unen mediante cintas talladas en madera. El tono
verdoso recuperado de la policromía también recuerda a otras imágenes de Juan
de Mesa, como el Señor del Gran Poder.
En el resto del cuerpo presenta el tórax
hinchado, marcadas costillas y vientre rehundido, con un sudario de talla de
pliegues angulosos situado a la altura de las caderas.
Talla en madera policromada y estofada, 168 cm
Juan Martínez Montañés realiza esta obra como
encargo del jurado don Francisco Gutiérrez de Molina, quien estaba casado doña
Jerónima Zamudio, una piadosa mujer que quiso consagrar una capilla de la
catedral a la Inmaculada Concepción de María en los comienzos del siglo XVII,
en medio de la batalla mariana estallada en la ciudad por la polémica entre las
órdenes religiosas por la defensa de unas y el ataque de otras a la creencia
que propugnaba que la Virgen estaba exenta del pecado original desde el primer
instante de su concepción.
Montañés había realizado con anterioridad otros
encargos en los que representó la Inmaculada, como la que se venera en la
antigua casa profesa de los jesuitas de Sevilla o en el convento de Santa Paula
de la misma ciudad y que habían conocido los demandantes de la obra. Sin
embargo será en esta talla donde el maestro consagrará la iconografía de la
Inmaculada, siendo ésta una de las aportaciones más importantes del arte
hispánico a la historia del arte cristiano.
Si analizamos la imagen, se representa a una
joven doncella de pie, cuyos ojos entornados miran recatadamente al suelo, ante
la imposibilidad de las jóvenes de esta condición de mirar a los ojos, sumida
en oración cuya actitud meditativa se aprecia en sus manos apenas unidas por
los dedos a la altura del pecho. La acompañan tres querubines que se disponen a
sus pies, que se apoyan en una luna con las puntas hacia arriba. Su hermoso y
frágil rostro nacarado queda enmarcado por el cabello suelto que cae sobre su
espalda, símbolo de la pureza de las doncellas. Viste la imagen túnica estofada
que se cubre por un manto, el cual cae desde los hombros y se recoge en
diagonal bajo uno de sus brazos.
El autor representa en esta talla la visión
apocalíptica descrita por San Juan y que algunos autores identifican con la
Iglesia, aunque generalmente es aceptado que representa la Inmaculada
Concepción de María. Esta imagen apocalíptica es la mujer, engrandecida,
vestida por el sol y coronada por las estrellas, es decir, de gran luminosidad
en su apariencia externa y con una corona en su cabeza de doce estrellas,
número que simboliza el colegio apostólico o las tribus de Israel.
La actitud orante representa la aceptación
plena que María tuvo hacia la voluntad de Dios mientras que la belleza formal
de la imagen denota la perfecta creación hecha por Dios para que fuese la madre
de su Hijo y, por lo tanto, corredentora y partícipe de la redención del género
humano.
La estética de Montañés está impregnada del más
logrado naturalismo, aunque el ligero zig-zag de esta imagen, introducido por
el contraposto de su pierna, preludian ya el exacerbado sentimiento de lo
barroco, siendo el propio Montañés maestro de uno de los principales artífices
de la imaginería barroca sevillana: el cordobés Juan de Mesa, que ya en su obra
consolida las principales características de la escuela andaluza barroca.
Los pliegues de la talla concepcionista se
muestran más angulosos y marcados que en épocas anteriores introduciendo así un
juego de luces y sombras, aunque aún están bastante alejados del movimiento
exagerado que alcanzarán en la apoteosis del barroco, de tal forma que apenas
sobresalen de la base del triángulo en que se organiza la composición.
San Francisco de Borja en Sevilla se conserva
en la iglesia de la Anunciación, junto a la imagen de San Ignacio Loyola, a los
pies del retablo principal del templo. Constituía, junto a la desaparecida
talla de San Francisco Javier (1619), el gran trío de santos jesuitas que
realizaron, de forma conjunta, Martínez Montañés y Francisco Pacheco.
Aunque no se conservan los términos de su
contrato, la obra es catalogada unánimemente por la historiografía como salida
del taller de Montañés en el año 1624, año de la beatificación del santo por el
Papa Urbano VII, documentándose la fecha por las Litterae Annuae conservadas en
el archivo romano de la Compañía de Jesús, siendo colocada entonces en el altar
mayor de la iglesia de la Casa Profesa. Época de esplendor creativo en la
ciudad, que ya conocía las grandes obras de Juan de Mesa, con Velázquez llegando
a la Corte y con un Montañés enfrascado en los retablos de Santa Calra. El
testimonio del padre Hornedo, contemporáneo de Pacheco, también constata la
colaboración entre el suegro de Velázquez y Montañés en la talla del santo para
la Anunciación. En el año 1671, con motivo de la canonización del santo de
Gandía por el papa Clemente X, la imagen fue trasladada al retablo de Santa
Úrsula, que se trasladó al segundo cuerpo de esta arquitectura, colocándose en
los laterales de San Francisco a otras dos imágenes de santos jesuitas, las
correspondientes al italiano San Luis Gonzaga y al polaco San Estanislao de
Kostka.
Al igual que la imagen de San Ignacio, esta
talla presenta tamaño natural (1,67 cm.) y solo tiene talladas en madera la
cabeza y el juego de manos, en una de las cuales portó originalmente una
calavera natural. El expresivo rostro presenta una cuidada policromía de los
habituales tonos mate de Pacheco, que aplicó un tono más oscuro de marrón para
marcar los pómulos del santo y una línea negra en los párpados para resaltar
los ojos, aplicando finalmente una barniz de clara de huevo a los ojos que
haría que el rostro «cobre vida y le brillen los ojos».
El hábito actual, realizado con la aplicación
de telas encoladas, es fruto del rescate del olvido de la imagen por el Deán
López Cepero en 1836, que volvería a colocar a ambas imágenes en el retablo
mayor de la antigua Casa Profesa de los jesuitas.
Los rasgos del santo siguen la descripción del
padre Ribaneyra escrita en el año 1592: «fue el Padre Francisco de rostro largo
y hermoso, blanco y colorado, de buenas facciones y proporcionados miembros. La
frente ancha, la nariz algo larga y aguileña. Los ojos grandes que tiraban a
garzos, la boca pequeña y los labios colorados». Se suele poner en relación
esta obra con el cuadro conservado en el Museo de Bellas Artes de Sevilla
realizado por Alonso Cano, por entones discípulo en el taller de Pacheco, lo
que hace muy posible la posible interrelación entre ambos artistas, apareciendo
en la obra de Cano una calavera coronada (alusión al cráneo de la emperatriz
Isabel de Portugal y a las vanidades mundanas) en la mano izquierda del santo y
la cruz en la mano derecha. La semejanza entre ambas composiciones puede
provenir igualmente de alguna estampa difundida desde Roma por la beatificación
del jesuita. Otra fuente iconográfica que inspiró a los artistas de la época
fue la mascarilla funeraria que se realizó del santo tras su muerte en la noche
del 30 de septiembre de 1572, diciendo: «“Solo
quiero a mi Señor Jesucristo».
ALONSO
CANO ALMANSA
(Granada, 19 de febrero de 1601-ibídem, 3 de septiembre de 1667)
Pintor, escultor y arquitecto español. Por su
contribución en las tres disciplinas y la influencia de su obra en los lugares
donde trabajó, se le considera uno de los más importantes artistas del barroco
en España, siendo además el iniciador de la Escuela granadina de pintura y
escultura. Importantes discípulos suyos fueron los pintores Juan de Sevilla,
Pedro Atanasio Bocanegra y José Risueño, también escultor, y los escultores
Pedro de Mena y José de Mora entre otros.
Su padre, Miguel Cano, era un prestigioso
ensamblador de retablos de origen manchego, su madre, María Almansa (natural de
Villarrobledo), quien también podría haber practicado el dibujo. Establecidos
en Granada, al poco tiempo nació Alonso, siendo bautizado en la parroquia de
San Ildefonso, donde se conserva un retablo con las trazas de su padre. Alonso
aprendió sus primeras nociones de dibujo arquitectónico y de imaginería,
llegando a colaborar tempranamente en los encargos granadinos de su padre, pues
muy pronto sus progenitores comenzaron a descubrir su talento. Se dice que, en
una visita a Granada del pintor Juan del Castillo en 1614, éste advirtió las
grandes dotes del muchacho y aconsejó a su padre que lo llevase a Sevilla,
donde había un ambiente artístico más acorde con su talento.
En muchas ocasiones se hace referencia a la
escultura como la principal ocupación de Cano y donde ha dejado una huella más
perdurable. Es frecuente que en muchos manuales de historia del arte, se le
mencione casi exclusivamente como imaginero. Sin embargo, como bien argumentó
Gómez-Moreno, esta afirmación es errónea. En la obra de Cano, la escultura
ocupa un lugar secundario respecto a la pintura, el mismo se consideraba ante
todo pintor; ninguna de sus obras es una imagen de tipo procesional y la
mayoría son de pequeño tamaño. Su importancia radica más en la delicada belleza
de algunas de estas joyas, que apuntan ya hacia el arte rococó y en la
perfección y concentrada belleza de las mismas.
En su etapa sevillana nos deja, como
escultor-retablista, sus obras más importantes que se encuentran en el retablo
de Santa María de la Oliva en la iglesia de Lebrija, de 1628, que supone, en
fecha tan temprana de su producción, su aportación más grandiosa como
retablista con las figuras colosales de San Pedro y San Pablo. En Sevilla
realizó Cano otra de sus obras más importantes, la Inmaculada que se venera en
la iglesia parroquial de San Julián, escultura en madera policromada de 1,41 m
de altura.
Entre su producción escultórica destaca la
conocida Inmaculada del facistol de la Catedral de Granada, obra maestra
realizada en 1655 en madera policromada de apenas 50 cm de altura, que por su
finura y virtuosismo pronto fue trasladada a la sacristía, para protegerla
mejor y a su vez favorecer su contemplación.
Inmaculada
del facistol, 1655.
Catedral Metropolitana de la Encarnación, Granada, España
Estilo: Barroco. Técnica: Madera policromada.
Dimensiones: 55 cm.
La Inmaculada del facistol se trata de una
imagen de la Virgen María aún niña. Es de pequeño tamaño, 55 cm., tallada en
madera de cedro y policromada en azul cobalto el manto, verde pastel la túnica,
blanco y rosado la piel y oro el cabello. Los colores se presentan puros y uniformes,
sin tonalidades. Se esculpió para ser contemplada sobre el facistol del coro de
la catedral Metropolitana de la Encarnación de Granada, pero una vez finalizada
se ubicó en la sacristía.
La imagen de la Virgen María se sostiene sobre
una base compuesta por tres cabezas de querubines que se integran en una nube.
La Virgen viste un manto azul cobalto y una
túnica verde pastel. El manto sigue una línea helicoidal, que cubre el hombro
izquierdo de la Virgen y cae hasta los pies ocultando la pierna derecha y
dejando sin cubrir la izquierda desde la rodilla; los pliegues son amplios y
voluminosos. La túnica cubre el busto, hombro derecho, brazos y pierna
izquierda desde la rodilla, además sirve para ocultar los pies; los pliegues no
son tan aparatosos como los del manto. La túnica y el manto ocultan la silueta
de la Virgen. La línea helicoidal se compensa en parte por la caída
vertical del manto por detrás de la Virgen y la túnica cubriendo la pierna
izquierda.
Las manos de la Virgen están desplazadas hacia
su lado izquierdo y aparecen unidas por las yemas de los dedos.
El rostro de la Virgen se ajusta al tipo de
belleza que canonizó Alonso Cano: cara ovalada, ojos grandes, nariz fina, boca
pequeña, piel pálida, mejillas sonrosadas y cabello rubio, largo y peinado con
raya en medio. La cabeza está apenas inclinada hacia abajo y hacia la derecha
de la Virgen.
Alonso Cano pretendía hacer llegar al
espectador los mensajes cristianos de inocencia, amor, obediencia, eternidad y
gracia. Para transmitir la inocencia eligió a la Virgen María en su niñez; el
de amor uniendo las manos por las yemas de los dedos; el de obediencia
inclinando la cabeza hacia delante; el de eternidad adoptando la Virgen la
forma del ciprés, estrecha por abajo y por arriba y ancha en el centro; y el de
gracia porque eligió el momento de la vida de la Virgen en el que es elegida
para protagonizar la concepción sin pecado para ser madre de Dios. Los colores
elegidos para vestir a la Virgen refuerzan los mensajes por su simbolismo: el
azul comunica nobleza, eternidad y que es la reina de los cielos, el blanco
pureza, el verde transmite esperanza, el rosa agradecimiento y el dorado del
cabello el triunfo de la gloria tras la muerte.
Domingo Sánchez Mesa, catedrático de la
Universidad de Granada, dijo de la Inmaculada del facistol que es “una de las piezas más bellas del Barroco”,
(2001). Además, sirvió para establecer el estereotipo de Inmaculada que ha
quedado desde entonces en el imaginario español.
San Juan
Bautista, 1634
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca. Escuela andaluza
Esta escultura, excelente ejemplo de la calidad
alcanzada en los trabajos de madera policromada por los prestigiosos talleres
andaluces, permaneció durante buena parte del siglo XX en Barcelona integrando
la colección artística del conde de Güell, que había conseguido reunir a lo
largo de su vida un importante conjunto de obras escultóricas entre las que se
encontraban algunas elaboradas por importantes escultores barrocos españoles,
entre ellos Juan Martínez Montañés, Alonso Cano, José de Mora y Francisco
Salzillo. En 1985 esta colección fue ofrecida por los herederos del rico
industrial y político al mercado del arte, siendo las esculturas más
representativas adquiridas por el Estado Español, que con buen criterio las
depositó en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, donde tras sufrir un
proceso de necesaria restauración fueron incorporadas a la colección permanente
cuando la institución, tras una profunda remodelación, reabrió sus puertas el
año 2009 como Museo Nacional Colegio de San Gregorio, posibilitando una
presentación mucho más completa del panorama barroco español al incorporar una
serie de piezas maestras que ilustran sobre la concepción escultórica en la Andalucía
de aquella época.
Pero para entender el significado de esta magnífica talla hemos de retrotraernos a 1634, cuando la parroquia de San Juan Bautista de Sevilla, también conocida como "San Juan de la Palma", contrata un retablo con el ensamblador Miguel Cano, residente en Sevilla y de origen manchego, de cuyas pinturas se ocuparía el pintor sevillano Juan del Castillo. El retablo, destinado a presidir la capilla mayor, estaba dedicado a los Santos Juanes, cuyas vidas debían aparecer a lo largo del retablo en distintos episodios pintados, reservándose la hornacina central para la colocación de la imagen en bulto redondo de San Juan Bautista, santo titular del templo, un trabajo que el ensamblador encomendó a su hijo Alonso Cano, que como pintor y escultor ya gozaba de merecido prestigio tras su paso por la escuela sevillana de Francisco Pacheco, donde coincidió con Velázquez.
Poco antes de ser reclamado por la corte en
1638, para trabajar en Madrid al servicio del conde duque de Olivares, la
escultura fue acabada por Alonso Cano, que probablemente también se ocupó de
las labores de policromía, a juzgar por la calidad que presentan, quedando el
retablo terminado al año siguiente con la incorporación de un relieve con la
cabeza de San Juan Bautista que fue encargada al escultor Agustín
Muñoz. No obstante, la policromía de la estructura arquitectónica del
retablo tendría que esperar veinte años para hacerse realidad.
Juan Martínez Montañés. San Juan
Bautista, 1630-1635
Meadows Museum, Southern Methodist University, Dallas
Meadows Museum, Southern Methodist University, Dallas
Apenas pasados setenta años, el presbiterio de
la iglesia fue remodelado, siendo colocado en 1724 un nuevo retablo mayor,
mientras que aquel que trazara Miguel Cano fue vendido al convento
franciscano de San Antón de la población de San Juan de Aznalfarache, donde aún
permanece. Pero en esta venta no estaba incluida la imagen de San Juan
Bautista, que continuó recibiendo culto en la primitiva iglesia hasta que
inexplicablemente desapareció de su lugar de origen a principios del siglo XIX.
Sería el historiador granadino Manuel Gómez Moreno quien en el siglo XX
identificara aquella imagen en la colección catalana del conde de Güell, donde
figuraba como atribución a Martínez Montañés, aunque la autoría de Alonso
Cano hoy es aceptada sin reservas. El resto de la historia ya la hemos
referido.
La imagen que presenta Alonso Cano sigue
de cerca los prototipos creados en Sevilla por Martínez Montañés, posiblemente
por exigencia de los comitentes, siendo un modelo que guarda muchas similitudes
con la talla del escultor jienense que se conserva en el Meadows Museum de la
Southern Methodist University de Dallas, Texas. A pesar de todo, Alonso
Cano infunde a esta talla su propio estilo de trabajo e incorpora
innovaciones personales al modelo montañesino precedente hasta lograr una
imagen totalmente innovadora, plena de los sutiles matices que caracterizan la
obra de este pintor y escultor.
San Juan Bautista se ajusta al relato
evangélico al aparecer el santo representado en plena juventud y sentado sobre
un cúmulo de lajas rocosas que aluden a su estancia en el desierto. A pesar de
seguir una iconografía tradicional, en compañía de un cordero simbólico, el
escultor consigue revitalizar la imagen a través de la comedida gesticulación y
del sutil trabajo del animal, hábilmente levantado sobre sus patas traseras,
apoyadas las delanteras sobre su rodilla y con la cabeza erguida hacia la del
santo, estableciendo con esta disposición, tan poco habitual en la plástica
española, una suerte de diálogo sugerida por la actitud declamatoria de San
Juan, de modo que el protagonismo que adquiere la naturalista y minuciosa
figura del cordero realza su sentido de Precursor, por prefigurar el animal una
alegoría del sacrificio de Cristo.
San Juan viste una túnica corta de piel que
cayendo desde el hombro izquierdo deja visible medio torso y se acompaña de una
estola de tonos rojizos que a modo de manto recogido serpentea alrededor del
cuerpo. La austera indumentaria deja visible buena parte de la anatomía del
santo, plasmada con una gran corrección y armónicas proporciones, dotada, a
pesar de su actitud sedente, de un gran movimiento a través de una serie de
hábiles contrapuntos, como la colocación de un brazo hacia abajo y el otro
levantado, la colocación de las piernas muy separadas, una de ellas extendida y
la otra replegada y un fuerte contraste entre la tersura del cuerpo adolescente
y el claroscuro de los plegados ondulantes de la indumentaria. Asimismo, el
naturalista movimiento del cuerpo encuentra su contrapunto en la serenidad del
rostro, aquí barbilampiño siguiendo el prototipo de Martínez Montañés, con
un gesto entre melancólico y meditativo, lo que le confiere un aspecto de
arrobamiento y reflexión mística.
Toda la talla y su exquisita policromía
presentan una serie de trabajos de diferentes texturas que intentan dotar a la
imagen de un evidente naturalismo, entre ellos el trabajo de los cabellos, con
largos y compactos mechones de aspecto húmedo, las guedejas de la rudimentaria
túnica visibles en los ribetes, la descriptiva lana que recubre al cordero y la
base pétrea utilizada como soporte, todo ello complementado con una luminosa
policromía que combina un extraordinario trabajo de encarnación naturalista con
aplicaciones doradas que le confieren un aspecto radiante y sobrenatural.
Durante la última restauración se eliminaron repintes posteriores y se recuperó
la carnación original, aunque se ha mantenido la policromía del manto, aplicada
a principios del siglo XVIII, al darse la original por perdida.
Como es habitual en la escuela andaluza, la
imagen huye de toda expresión dramática a pesar de intentar inducir a la
reflexión, ajustándose a los dictados de la Contrarreforma, recurriendo a
presentar una escena de vida ascética, que implica la renuncia de los bienes
mundanos y la penitencia, sin efectistas elementos truculentos, sino a través
de una imagen cercana, asequible por sincera y de fácil interpretación. La
talla, que sigue una estudiada composición piramidal, supone un afortunado
traslado a las tres dimensiones de un boceto previo en el que no se han perdido
algunos matices pictóricos, ofreciéndose al espectador la madera transmutada en
un ser reflexivo, cargado de vida interior, que anticipa los modelos de su
discípulo Pedro de Mena.
Este naturalista San Juan Bautista se engloba
en la producción escultórica de Alonso Cano de su primera etapa o etapa
sevillana, inmediatamente después a su posible colaboración entre 1626 y 1629
con Juan Martínez Montañés, del que toma la serenidad y elegancia de sus modelos,
el gusto por el tratamiento minucioso de los ropajes y una búsqueda obsesiva de
naturalismo, sentando las bases de los personalísimos modelos que ejecutaría en
sus posteriores etapas en Madrid y Granada.
Niño
Jesús triunfante, Entre 1634 y 1666
Peltre policromado
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela granadina
El Niño Jesús que aquí presentamos responde a
la iconografía de Niño triunfante, mostrado desnudo y de pie, bendiciendo con
su mano derecha y sujetando un pequeño estandarte en la izquierda que no se ha
conservado. Esta modalidad adquirió una enorme difusión a partir de la gran
aceptación que obtuvo el célebre Niño del Sagrario, obra tallada en madera por
Juan Martínez Montañés en 1607 para la Hermandad Sacramental del Sagrario de
Sevilla, verdadera joya de la imaginería religiosa barroca a pesar de su aparente
simplicidad. En torno a este arquetipo aparecieron distintas versiones que
diseminadas por Andalucía llegaron a causar verdadero furor, lo que motivó la
producción seriada de imágenes vaciadas en metal a partir de moldes obtenidos
de un modelo creado por un maestro destacado, el granadino Alonso Cano en este
caso, según la atribución del historiador Domingo Sánchez-Mesa, un escultor que
abordó el tema en pocas ocasiones y cuya imagen original no está localizada.
La escultura del Niño Jesús está realizada en
peltre, una aleación de plomo con algunas partes de cobre, estaño y antimonio
que, por su maleabilidad y bajo punto de fusión —entre 170 y 230º C—, permite
realizar réplicas a bajo coste a través de un vaciado con un acabado de alta
calidad. La textura de su superficie, con un color algo más oscuro que la
plata, permite aplicar posteriormente un trabajo de policromía que le
proporciona el mismo aspecto que las encarnaciones de la madera policromada.
Esta técnica en material tan maleable supuso un
avance en los trabajos de fundición a partir de moldes, una tradición de la
antigüedad clásica que fue recuperada en el Renacimiento, especialmente en
obras fundidas en bronce. Durante el Barroco, a partir de un modelo realizado
en madera, barro o yeso, los vaciados de plomo permitieron hacer de forma
seriada esculturas devocionales de discreto formato y fácil comercialización,
dando lugar a la aparición en Sevilla, desde finales del siglo XVI, de algunos
talleres especializados en esta labor, que competían con ventaja con la
elaboración de tallas en madera al presentar, a menor precio, el mismo acabado
polícromo en crucifijos e imágenes del Niño Jesús, una actividad de la que
Pacheco se queja en 1649 en su tratado Arte de la pintura, su antigüedad y su
grandeza. Entre estos artífices especializados se encontraba Diego de Oliver2,
que en 1619 se declara "maestro vaciador de figuras en relieve" y en
1629 autor de "niños de plomo".
Buena muestra de todo lo expuesto es este Niño
Jesús del Museo Nacional de Escultura, con el peltre recubierto por una
encarnación de finos matices y con una desnudez que en su mayor parte
quedaría oculta bajo el vestido. El cuerpo adopta una leve posición de
contrapposto clásico al cargar el peso sobre la pierna izquierda, lo que le
permite adelantar ligeramente la derecha, ofreciendo con su esbelta anatomía, a
pesar de su extrema sencillez, la solemnidad, majestuosidad y nobleza heroica
de una escultura clásica.
Su carne es blanda, con el vientre abultado, la
curva inguinal y el ombligo bien marcados y la espalda describiendo una airosa
curvatura. Su rostro es sereno, acorde con la inocencia propia de un niño, con
la frente muy despejada, cejas muy finas, ojos almendrados y pintados, nariz
chata y boca pequeña con labios muy perfilados, lo que le confiere una
expresión ausente y un tanto melancólica. A diferencia de los modelos
montañesinos, el cabello prescinde de los abultados bucles rizados sobre la frente
para mostrar pequeños mechones filamentosos, de aspecto ondulante, peinados
hacia adelante y formando patillas afiladas.
Presenta una encarnación muy cuidada, con
matices sonrosados en mejillas y rodillas, ojos negros y penetrantes y cabello
castaño. La figura no reposa sobre una sofisticada peana barroca como suele ser
costumbre, sino sobre una sencilla plataforma cuadrangular decorada con
molduras doradas y superficies con fingimientos de vetas marmóreas. En las
manos y los pies presenta partes deterioradas por su manipulación, dejando al
aire la base de peltre. Se aprecian también pequeños arañazos en el cuerpo,
producidos por los alfileres utilizados en los cambios de vestido.
Esta imagen del Niño Jesús idealizado se
encuadra dentro del arte más amable del repertorio religioso barroco, muestra
de lo que fue un objeto de devoción y cuidados sobre la idea de la maternidad,
un ejemplo del prototipo andaluz que tanta proliferación tuvo por toda la
geografía española, e incluso en Hispanoamérica, orientado a mostrar, a través
de una imagen con altas dosis de ternura y melancolía, la inocencia de la
infancia de quien había nacido para morir sacrificado.
San
Jerónimo penitente, 1637
Barro cocido y policromado
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Escultura barroca española. Escuela andaluza
En su condición de artista polifacético, el
granadino Alonso Cano ejerció como arquitecto, dibujante, pintor y escultor,
disciplinas que supo interrelacionar hasta conseguir impregnar valores
escultóricos a sus pinturas y esculpir como si dibujara y pintara en tres
dimensiones, ocurriendo otro tanto incluso en su obra arquitectónica, en la que
incorpora la emoción plástica y el claroscuro propio de lo escultórico. En
líneas generales, su obra le presenta como artista universal multidisciplinar,
al modo de los grandes maestros del Renacimiento, llegando a sumar a sus
realizaciones artísticas su condición de teórico y de investigador
plástico.
En su obra documentada, la producción
escultórica es cuantitativamente menor a la pictórica, desarrollando
preferentemente en ambas una temática de índole religiosa, algo común a la
mayoría de los artistas españoles de su tiempo, ocupados en atender la demanda
de conventos e iglesias. En este sentido, el altorrelieve de San Jerónimo
penitente, atribuido a Alonso Cano, ofrece la singularidad de ser uno de los
pocos relieves escultóricos conocidos del maestro, pues el resto de sus
esculturas —en distintos tipos de materiales— fueron trabajadas en bulto
redondo, pudiéndose afirmar que a lo largo de su trayectoria rechazó practicar
escenas en relieve, modalidad que paradójicamente viene a ser la de mayor
naturaleza pictórica dentro del lenguaje escultórico.
Alonso Cano Almansa, tras su nacimiento en
Granada en 1601, y a lo largo de sus casi 66 años de vida, primero estuvo
asentado en Sevilla, donde llegó a los trece años junto a su padre, el
ensamblador de retablos Miguel Cano, de origen manchego. Allí culminaría su
formación, dando muestras de su talento en el taller de pintura de Francisco
Pacheco, teniendo como compañero a Velázquez y recibiendo influencias de la
obra escultórica de Juan Martínez Montañés. En Sevilla, donde contrajo
matrimonio en segundas nupcias en 1631 con Magdalena de Uceda, tras la muerte
de su primera esposa en 1627, permanecería trabajando hasta que en 1638, con
treinta y siete años, se trasladó a Madrid para trabajar bajo la protección del
poderoso Conde-Duque de Olivares, permaneciendo en la corte durante trece años
como pintor de cámara.
Tras una breve estancia en Valencia, refugiado
en el convento de San Francisco a consecuencia de haber sido acusado del
asesinato de su esposa, aunque no fue condenado por no poderse demostrar su
culpa, en 1651, merced a la influencia de Felipe IV, regresaba a Granada para trabajar
en la catedral como racionero, ocupando una de las vacantes de beneficiado para
música de voz y siendo nombrado maestro mayor de la catedral. En su ciudad
natal permanecería activo hasta que la muerte le sorprendió en 1667. Dejaba
tras de sí una polifacética obra que le coloca junto a los grandes del arte
barroco español y como iniciador de la escuela granadina de pintura y
escultura.
Desde las atribuciones del pintor y tratadista
Palomino, hasta la revisión de Jesús Urrea1 en 1999, se han llegado a catalogar
treinta y una esculturas personales de Alonso Cano, a las que habría que sumar
los relieves en barro policromado de San Jerónimo y la imagen del Niño Jesús en
peltre, ambas en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, piezas
escultóricas que fueron reproducidas en su taller mediante moldes de sus
originales2. Relacionados con este relieve de San Jerónimo se conocen otros
tres ejemplares: el que fuera subastado en Madrid en 1984, el que procedía de
la colección Thyssen y fue subastado en Londres en 2005 y el que se guarda en
el Palacio Arzobispal de Granada, de calidad ligeramente inferior.
El relieve de Valladolid, que tiene unas
dimensiones de 45 x 35 cm., está realizado en terracota y presenta un modelado
minucioso y exquisito en el que los detalles mórbidos de la anatomía y el
naturalismo del manto, del león y de los elementos de atrezo, atributos que
ayudan a la identificación del personaje, contrastan con el entorno
paisajístico agreste a base de formaciones rocosas salpicadas de pequeñas plantas.
Con gran habilidad el escultor establece en la
composición un juego de diagonales de concepción pictórica, especialmente
patentes en la inclinación del cuerpo del santo y en la prolongación de las
rocas del segundo plano, para dejar libre al fondo un tercio de la composición
que es ocupado por un sugestivo paisaje pintado y organizado en planos
sucesivos en los que se alternan bosques y altos riscos bajo un cielo con
nubarrones.
El mismo planteamiento compositivo, aunque con
orientación contraria, sería utilizado de nuevo por el artista en 1646 en la
pintura de San Juan Evangelista en la isla de Patmos, obra que se conserva en
el Museo de Bellas Artes de Budapest (Szépmûvészeti Múzeum), en la que repite
la inserción de un santo en un medio natural agreste y aislado del mundo
siguiendo idéntica composición, de tal modo que si el relieve ofrece evidentes
valores pictóricos, la pintura procura los habituales valores escultóricos a
través del claroscuro.
El pequeño altorrelieve, cuya fecha de ejecución
en 1637 aparece impresa en el barro en el ángulo inferior derecho (difícil de
apreciar a simple vista), presenta a San Jerónimo de Estridón (347-420) como
anacoreta en un desierto próximo a Belén, en Tierra Santa, recostado contra las
rocas y en actitud reflexiva mientras clava su mirada en una calavera.
Su enjuta anatomía, recorrida por múltiples
detalles mórbidos en la piel que permiten apreciar las arrugas, venas y
tendones, cubre su desnudez con un manto que rodea el cuerpo de la cintura
hacia abajo.
En posición sedente, presenta la pierna
izquierda apoyada a mayor altura y el torso girado hacia la izquierda para
reposar su cabeza, con el rostro dirigido hacia abajo, sobre el brazo izquierdo
flexionado y apoyado en la roca, mientras que su mano derecha aprieta una
piedra con la que golpeándose el pecho experimentaba la mortificación.
A su alrededor se encuentran esparcidos los
habituales atributos iconográficos, como los libros que recuerdan su carácter
políglota, su trabajo de traducción de la Biblia al latín —la Vulgata—, la
consagración de su vida a las Sagradas Escrituras y la fundación de la Orden de
los Jerónimos; el capelo cardenalicio y el manto púrpura en alusión a los altos
cargos ocupados en Roma junto al papa Dámaso I antes de su retiro; la calavera
objeto de su mirada, evidente símbolo de la muerte y de la fugacidad de la
vida, a la que acompañaba un pequeño crucifijo que no se ha conservado, aunque
sí el orificio en que se sujetaba, todo ello vinculado a la renuncia de los
bienes mundanos, la meditación y la oración; finalmente, en la parte inferior,
el león recostado en alusión a la legendaria leyenda según la cual el anacoreta
San Jerónimo habría extraído una espina clavada en la pata del animal, que
agradecido nunca se separó de su benefactor, pasando a convertirse su presencia
junto al santo en el atributo invariable a partir de la iconografía medieval.
El relieve, que pudo haber sido realizado por
el artista durante su último año en la ciudad de Sevilla, presenta una escena
intimista y serena, cargada de sutiles valores religiosos a través de una
composición muy equilibrada, un modelo humanizado con fuerte realismo y un
delicado modelado que el autor repetiría en otras obras en barro cocido,
después realzado por una efectista policromía en tonos mates y un bello paisaje
pintado al fondo por él mismo.
En líneas generales, la composición presenta
numerosas analogías con una estampa muy divulgada de Vespasiano Strada
(1582-1622), actualmente conservada en el Fine Arts Museum de San Francisco,
que bien pudo servir de inspiración a Alonso Cano. La figura de San Jerónimo,
como exaltación de los escritos que le valieran el título de Padre de la
Iglesia Latina, fue potenciada por la Contrarreforma como defensor de aquellas
ideas que fueron atacadas por el protestantismo, entre ellas la virginidad de
María, la veneración de los mártires, el culto a las reliquias y el valor de la
vida monástica, lo que supuso su presencia constante, tanto en obras pintadas
como esculpidas, en los retablos y altares españoles.
También contribuyó a su difusión y expansión
por España la devoción divulgada por la Orden de San Jerónimo, formada en 1415
tras la unión de veinticinco monasterios, que llegó a contar con la protección
real hasta alcanzar un gran desarrollo, algo que se repetiría en Portugal. En
todos los casos, San Jerónimo era presentado como modelo de arrepentimiento y
penitencia, equiparándose, en este sentido, al culto a María Magdalena, siendo
ambos santos muy representados cuando la ascética y la mística alcanzaron su
cumbre en el siglo XVII.
Este relieve de San Jerónimo penitente fue
adquirido por el Estado en el comercio del arte en 1993, pasando a engrosar las
colecciones del Museo Nacional de Escultura como excelente representación de
los logros de la escultura barroca andaluza.
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