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lunes, 27 de octubre de 2025

Capítulo 138, Románico en Pontevedra, Románico en Candán y Deza

 

La provincia de Pontevedra en la época del románico
Pontevedra y la época del románico; precisemos los términos del título. Demarcaciones administrativas decimonónicas, las provincias transmiten poco o muy poco de la organización del territorio propia de la Edad Media. Conviene que, al comienzo de esta breve síntesis histórica, recuperemos algunas de las categorías de la cultura medieval en su proyección territorial, de manera que pueda definirse algo mejor el espacio a que atendemos, es decir, que podamos señalar algunos puntos en el primero de los ejes de coordenadas en que ha de situarse todo conocimiento sobre la sociedad en el pasado. Lo que a este respecto puede decirse, ante todo, es que los límites provinciales actuales se desdibujan en la Edad Media para dar lugar a un espacio, desde el punto de vista eclesiástico y político, compartido y compartimentado.
Compartido, en primer lugar, por tres diócesis diferentes –las de Tui, Santiago y Lugo–, cada una de las cuales desborda ampliamente el territorio provincial. De Norte a Sur, la ría de Vigo y el río Verdugo señalan el límite entre los dominios de las sedes compostelana y tudense. La sede de Lugo ocupa el saliente nordoriental que, hacia la Galicia central, dibuja el mapa actual de la provincia. Ni que decir tiene que las diócesis de Compostela y Lugo extendían y extienden la mayor parte de su territorio al norte y al oeste del límite provincial actual. Y, en el Sur, la diócesis de Tui, que ajusta hoy allí su demarcación con la de la provincia, tampoco lo hacía en la Edad Media. La frontera entre los dominios de las sedes bracarense y tudense la señalaba entonces, ya en territorio portugués, el curso del río Limia y, por el Este, era el cauce del Avia el que establecía la divisoria con la diócesis de Ourense. Retengamos este primer dato acerca de la jurisdicción episcopal compartida en la medida en que la distinta dependencia de las iglesias y sus fábricas puede tener alguna influencia en las manifestaciones artísticas que aquí importan.
Un espacio, en segundo lugar, compartimentado. Entre la tierra de Deza, en el nordeste de la provincia, y la tierra de Toroño, en el Sur, la organización política del territorio se expresaba en una malla de circunscripciones articulada en dos escalones, constituido, el primero, por espacios de extensión más reducida que se agrupaban en los que, más amplios, conformaban el segundo nivel. La reciente publicación del estudio de Manuel Rodríguez Fernández sobre la terra de Turonium permite conocer de modo preciso esta ordenación del espacio político para una parte amplia y muy significativa del territorio provincial. Turonium es nombre y realidad de larga tradición: mencionado por vez primera en la crónica de Hidacio, vuelve a aparecer en el Parrochiale suevum y es recogido en diversos textos de época altomedieval. Las referencias se hacen abundantes desde el siglo xii y, a partir de ellas, pueden reconstruirse los rasgos definitorios esenciales. Los límites, en primer lugar: al Oeste, el Atlántico; por el mediodía, el río Miño; el Avia, por el Este, y, por el Norte, la ría de Vigo y el eje montañoso que sirve de divisoria meridional a la cuenca de los ríos Oitavén y Verdugo y se extiende desde el monte Galleiro hasta las alturas de la sierra del Suído.
La tierra de Toroño, que coincide en lo esencial con lo perteneciente a la diócesis de Tui al norte del Miño, se sitúa en un nivel superior de la ordenación jerarquizada del espacio político, por debajo del cual, otras terrae de menor extensión componían, dentro de Turonium, el escalón inferior. Fragoso, Miñor, Taraes, Louriña, Sobroso, San Martín y Novoa son los espacios que forman esa red interior ordenada y controlada por y desde los castillos. De éstos, han quedado bien documentados en las fuentes los de Sobroso, Tebra, Santa Elena, Entenza, San Martín de Ladróns y San Juan de Nóvoa. Es el territorio del realengo, el espacio que depende directamente del rey y gobiernan los nobles que lo representan. Esta malla completa y bien ordenada ha sido rota y recosida, aquí y allá, por las concesiones de jurisdicción hechas por los monarcas a los obispos de Tui y Santiago o a los abades de los monasterios más importantes y por los alfoces asociados al gobierno de los concejos. En Toroño, pues, se obtiene una imagen suficientemente precisa del mapa político que responde a la racionalidad del feudalismo.
Al norte de ese espacio, se repetía, aunque el estado actual de la investigación no permita reconocerlo con la misma claridad, idéntico modelo organizativo. Sirvan como testimonio, en el área nororiental de la provincia, las referencias contenidas en la Historia Compostelana al territorio de Deza. Esta demarcación, que engloba las tierras centradas por el río homónimo, afluente del Ulla por el Sur, es seguramente una circunscripción de segundo nivel que agrupa una serie de terrae de extensión menor. El capítulo treinta del libro segundo de la crónica menciona el territorio de Deza, junto con los de Monterroso, Castela y Lemos, para definir el amplio espacio de la Galicia centro-oriental por el que se extendió la revuelta encabezada por el conde Munio contra la reina Urraca por el año 1120. Cuando, poco antes, en 1117, se produce el cerco de la ciudad de Santiago que puso fin a la revuelta compostelana iniciada el año anterior, la descripción de los sitiadores incluye, entre los que atacan por la parte del Pico Sacro, el ejército de los de Limia, comandado por el conde Alfonso, al que acompañaban los de Castela, los de Deza y otros muchos. Vuelve, pues, a usarse la circunscripción de Deza, junto a otras de semejantes características, para describir amplios espacios en el interior de Galicia. Espacios gobernados por los nobles al servicio del rey o, en ocasiones, convertidos en plataforma sobre la que los aristócratas se alzaban en el rechazo de su legitimidad. Después de la desaparición de Alfonso VI, corrían tiempos aún indecisos para la afirmación estable de legitimidades en el trono de León y algunos miembros de la nobleza de Galicia tomaron partido, frente a la reina Urraca, por su segundo marido el rey de Aragón Alfonso el Batallador; entre ellos, Pelayo Gudesteiz y Rabinado Muñiz atacaron, dice la crónica, Deza, Tabeirós y otras tierras, de modo que consiguieron apoderarse “de toda aquella región que está entre el Miño y el Ulla.” He aquí, aunque fugaz e innominada, una visión de la provincia de Pontevedra, el espacio que, compartimentado y compartido en la Edad Media, reunía, como ahora, las tierras de la Galicia atlántica suroccidental. Será ése el escenario en el que presentaremos algunas de las líneas de fuerza de la evolución histórica durante el tiempo del románico.
El tiempo del románico. Brevemente anotado el espacio, conviene alguna indicación acerca de la otra coordenada del conocimiento histórico, el tiempo. En 1075 o poco después, el obispo compostelano Diego Peláez, con el estímulo y la protección de Alfonso VI, ponía en marcha el taller románico de Compostela. Algo más de cien años después, el maestro Mateo culminaba, con su magnífico pórtico occidental y en un estilo que traspasaba ya la frontera del gótico, la obra de la catedral de Santiago, bajo el patrocinio del rey Alfonso IX. Entre esos dos momentos se despliega la plenitud del arte románico en Galicia. Antes de 1075, en el monasterio de San Antolín de Toques, el blanco manto de iglesias que, según la conocida metáfora de Raúl el Calvo, cubrió Europa en los años del siglo xi, alcanzaba los confines de Galicia. Se descubren allí, en efecto, los balbuceos del nuevo estilo. Toques y su abad Tanoi gozaron de la protección del rey García, el último rey de Gallaecia; su breve reinado puede ser considerado como el fin de un largo ciclo histórico, que hunde sus raíces en la antigüedad tardía, y como el umbral de un nuevo tiempo, que es ya el de la plenitud del feudalismo. No faltan, pues, razones estilísticas e históricas para situar en 1065, el año en que, a la muerte de Fernando I, comenzó García su reinado, el inicio de nuestro arco cronológico. Ni para alargar hasta un poco más allá de 1211, cuando el arzobispo Pedro Muñiz consagró en fiesta solemne la obra concluida Mateo, su final. Llegaremos hasta 1230, año de la muerte del rey Alfonso IX, que cierra definitivamente el ciclo del reino de León y abre el de la corona de Castilla. El cambio era significativo para Galicia. Y en el pórtico de la catedral de Tui se mostraba por entonces la plenitud del arte gótico.

1. Los fenómenos de base: las tendencias al crecimiento demográfico y económico y el surgimiento de los núcleos urbanos
Cuando concluye el período que estudiamos, los síntomas de una evolución positiva del número de los hombres y de las mujeres son bien visibles con carácter general. En el espacio que consideramos, la ya abundante documentación generada y conservada por la sede tudense y los monasterios más importantes, principalmente los de Oia y Melón, ilustra con claridad un proceso que se manifiesta, en primer lugar, en el descubrimiento de una red de núcleos habitados que es ya substancialmente la que ha de perdurar hasta la época contemporánea.
La abundancia de las menciones de villae en la documentación altomedieval se explica por su condición de referente territorial más importante en la atribución de la propiedad durante ese período. Se emplea aún el término, en la documentación del siglo xii, para designar el marco esencial de la convivencia campesina. Pero se observan ya los nuevos usos que, desde el siglo xiii, serán dominantes. Responden, sin duda, al deseo de dar cuenta más precisa de los cambios ocurridos en la realidad, a la necesidad de expresar con claridad los matices de una situación que se ha hecho más compleja. La palabra villa, como orientador esencial de la localización de los derechos de propiedad, conoce ahora la competencia creciente de la feligresía, que, en lo esencial, mantiene la misma territorialidad de las villae. La modificación no es puramente terminológica; revela, sobre todo, el fortalecimiento de la institución parroquial que, expresión del movimiento de reforma y centralización que conoce la Iglesia de este tiempo, se convierte en el instrumento básico de la ordenación eclesial y de la canalización del diezmo, cuyo control reivindican celosamente los obispos. En su centro, las iglesias se reconstruyen ahora por todas partes en el nuevo estilo arquitectónico. Por debajo de la villa/parroquia, los lugares, las aldeas situadas en su término y, dentro de ellas, los casales, es decir, las explotaciones campesinas, y las casas y parcelas de cultivo que los integran, multiplican su presencia en los documentos de donación y compraventa, dando cuenta de una nueva realidad económica caracterizada por la flexibilidad que crea la difusión generalizada del instrumento monetario en el ámbito rural. Casas, cortiñas, viñas, agros y leiras son, a partir de ahora y cada vez más, el objeto principal y bien definido de los cambios de propiedad.
La reconstrucción de las iglesias y, por tanto, la amplia difusión del estilo románico en el mundo rural obedece, ante todo, a la necesidad de acoger en las naves de los templos a un número creciente de fieles. El vaciado sistemático de las menciones documentales de roturaciones y de fragmentación de propiedades contenidas en los documentos de la catedral de Tui y de los monasterios de Oia y de Melón permite detectar, desde mediados del siglo XII, síntomas claros de la presión ejercida sobre la tierra cultivable por una población que tiende de modo sostenido al crecimiento. Y lo que se puede concluir a partir de los datos directamente demográficos sobre la nupcialidad y la fecundidad se orienta en la misma dirección de la evolución positiva del número de habitantes. Las exigencias señoriales y la necesidad de atender al sustento de más hijos obligaron a los miembros de las familias campesinas a invertir más trabajo en la ampliación de la superficie cultivada y en la intensificación de los sistemas de cultivo. La producción constante en los huertos, la alternancia de cereales de invierno y cereales de primavera en el terrazgo y la difusión creciente del cultivo de la vid son la visible manifestación de un incremento de la actividad agraria que permite a los campesinos mantenerse por encima del nivel de la subsistencia y a los señores aumentar considerablemente la cuantía de sus rentas.
Allí donde ha sido estudiado, el crecimiento de la propiedad eclesiástica es rasgo que, si bien con matices temporales y diferencias de grado, se comprueba con carácter general. También para el ámbito espacial que aquí consideramos. Monasterios y sedes episcopales participaron de forma intensa en la concentración de bienes y en la correlativa y fuerte disminución de la pequeña y mediana propiedad, que conocieron, durante los siglos XII y XIII, sus fases de aceleración definitiva.
Crecimiento de la población, aumento de la producción agraria y fuertes desequilibrios en el reparto de los excedentes generados son fenómenos que están en la base de la aparición de los núcleos urbanos. A estos factores internos ha de añadirse la multiplicación de los contactos con el exterior como importante elemento de la explicación del desarrollo urbano. La activación de la circulación en las vías terrestres, expresión de las nuevas posibilidades de comunicación, tiene paradigmático testimonio en la afluencia de peregrinos por las rutas que conducen a Compostela. Sin excluir el paso de los peregrinos con rumbo norte o de cualesquiera otros viandantes en los caminos que comunican el territorio de Pontevedra con su entorno, ha de atenderse, en este espacio y en este tiempo, a las nuevas posibilidades que para los contactos con el exterior ofrecen, de ahora en adelante, las rutas del mar. La costa pontevedresa es el escenario de un episodio que muestra bien el profundo cambio que, a este respecto, conoce el siglo XII.
La historia altomedieval de la sede tudense está condicionada, hasta la segunda mitad del siglo XI, por las incursiones de musulmanes y normandos, que encuentran en el tramo final del curso del Miño escenario adecuado para sus correrías. El ataque de los hombres del norte es, en esa centuria, causa de una larga vacante episcopal. A comienzos del siglo siguiente, la costa de las Rías Bajas sufría aún los asaltos de piratas almorávides. Contra ellos organizó Diego Gelmírez la defensa. Hacia 1120 tenía lugar, en aguas de la ría de Vigo, la última batalla de que, en ese contexto, da cuenta la Historia Compostelana. Una flota de veinte naves musulmanas, procedentes de Sevilla y Lisboa, llegó hasta las costas de Galicia. La mayor parte de los navíos almorávides se retiraron después del ataque; cuatro, sin embargo, permanecieron al abrigo de Ons, Sálvora y Flammia, entendiendo que había aún buenas expectativas de botín. Contra ellas salió al mar la flota gelmiriana con los marineros irienses y los soldados del prelado compostelano. Avistaron a los enemigos no lejos del castillo de Ponte Sampaio. Tres naves apresadas, dieciséis bajas entre los musulmanes, noventa y ocho prisioneros, la recuperación del botín y la liberación de los cautivos cristianos fue el resultado de una provechosa y celebrada victoria. Eran los últimos coletazos de una larga historia en la que el océano era contemplado con temor. Ya en este tiempo, pero sobre todo en adelante, los que llegaron por los caminos del mar fueron cruzados, peregrinos y mercaderes. El mar dejaba de ser puerta de peligros y comenzaba a considerarse, más allá de las dificultades creadas por su naturaleza, un espacio amigo. Se multiplicaban los contactos pacíficos en los puertos y el monasterio de Oia podía surgir al borde mismo de la costa. El desarrollo urbano se explica también en razón de estas nuevas circunstancias.
La difusión general y el peso creciente de villas y ciudades en la sociedad occidental de esta época es testimonio mayor de la plenitud alcanzada por el feudalismo. La nueva realidad urbana en la Galicia suroccidental se muestra, bien caracterizada ya, en las fuentes del siglo xii y los primeros años del XIII. Síntomas inequívocos de actividades urbanas en el caso de Tui pueden detectarse en las fuentes desde por lo menos 1142, fecha en que Alfonso VII concede importantes privilegios al obispo titular de la sede. Una parte de esos privilegios tiene relación directa con actividades económicas específicamente urbanas. Concede el rey al obispo, en efecto, la percepción de los impuestos sobre el tráfico de mercancías en el puerto de la ciudad, el control del curso del Miño hasta la desembocadura y asegura la protección de los derechos de los mercaderes que lleguen o partan de Tui. Tres décadas después, la voz de los burgueses ha llegado a ser lo suficientemente audible como para que Fernando II se muestre dispuesto, en el fuero otorgado en 1170, a reconocer peso político a quienes lo habían alcanzado ya en el plano social. Para entonces no hay ya duda alguna de la consistencia urbana alcanzada en el entorno de la sede tudense. El portazgo, el tráfico de barcos por el Miño, los viajes de los comerciantes desde y con destino a Tui vuelven a ser mencionados. Pero lo más importante ahora es la construcción de un nuevo marco normativo que sitúa a los burgueses de Tui en la directa dependencia del monarca y al margen, por tanto, del señorío del obispo. La creación de este nuevo estatuto político para los tudenses forma parte de un amplio plan de transformación del entorno inmediato de la sede que incluye la construcción de un nuevo emplazamiento para los habitantes de la ciudad al que se ha de dar el nombre de Bona Ventura. Busca el rey ampliar el espacio urbano y protegerlo adecuadamente de las incursiones de los enemigos, “tanto musulmanes como cristianos”. Es claro que las precauciones defensivas deben situarse en el marco general de las hostilidades frente al joven reino portugués. Y seguramente es ese mismo contexto el que explica la concesión del nuevo estatuto jurídico. A este respecto, sin embargo, las disposiciones forales apenas pudieron entrar en vigor. Sólo un mes después de su concesión, emanaba de la cancillería real un nuevo documento que dejaba las cosas en su sitio. El rey restituye al obispo lo que expresamente dice que le había quitado en la nueva población. Para los burgueses de Tui fue, pues, efímera la buena ventura y, como en las restantes sedes episcopales gallegas, el señorío episcopal quedó bien asentado en la ciudad fronteriza.
A medio camino entre Compostela y Tui, junto al viejo puente de origen romano que cruza el Lérez muy cerca de su desembocadura, la concentración de actividades pesqueras, mercantiles y artesanales dio lugar también, en Pontevedra, a un reconocimiento político. El breve fuero otorgado por Fernando II a los habitantes del lugar en 1169 venía a sancionar jurídicamente el hecho de un asentamiento de población, situado en una importante vía de comunicación y orientado hacia el aprovechamiento de los recursos del mar. El privilegio real ha de entenderse como primer paso en la creación de una organización concejil destinada a actuar en la dependencia directa de los reyes. Pero tampoco en este caso el camino fue de largo recorrido. La presión del poder señorial compostelano se hace sentir, de modo que, en 1180, Fernando II consideró lo más conveniente entregar al arzobispo don Pedro Suárez de Deza, en pago de servicios prestados, el burgo de Pontevedra. La adscripción de Pontevedra al señorío de Santiago modifica de forma esencial la situación jurídicopolítica. Queda desde entonces sometida la ciudad a la autoridad arzobispal y, en su dependencia, conoce una fórmula de gobierno concejil semejante a la de las otras villas del señorío compostelano. Del señor compostelano recibirá una serie de normas que quedarán codificadas alrededor de 1250, por encargo del arzobispo don Juan Arias, y que son conocidas como Costumbres quel arzobispo de Santiago dio a la villa de Pontevedra.
La primera noticia que tenemos de la villa de Baiona es una donación de Alfonso IX al monasterio de Oia fechada en abril de 1201. Con ella, se compensa al monasterio por el coto de Erizana que el rey había entregado a los pobladores de la nueva villa. En mayo de ese mismo año recibió su fuero, en el que se determina el cambio de nombre del primitivo núcleo rural, Erizana, por el de Baiona. La actividad pesquera y los contactos regulares a través de las vías marítimas están en la base de la atención y el interés mostrado por el rey hacia los pobladores del lugar. En el tardío extracto del fuero que nos transmite Sandoval, se hace referencia a los contactos comerciales con la costa de Francia, y de manera más concreta con el puerto de La Rochelle. La compensación hecha por Alfonso IX al monasterio de Oia incluye, entre los privilegios otorgados, la décima parte del portazgo de la villa y la exención del pago de dicho tributo para los barcos propiedad del monasterio. Es claro, por tanto, que el nacimiento de Baiona obedece a un aumento de la actividad de su puerto, tanto en lo que se refiere a las actividades comerciales como al aprovechamiento de la riqueza pesquera.
La historia urbana de A Guarda ofrece sus primeros testimonios desde fines del siglo xii. Las referencias documentales conocidas se inician el año 1195, momento en que se menciona un juez de la villa. En el año 1209 se constata la actividad de dos alcaldes, Fernando Malado y Vital Pérez. El nacimiento de A Guarda debió de revestir características muy similares al de Baiona en lo que concierne a la relación con el vecino monasterio de Oia; es lo que parece indicar el acuerdo suscrito en 1287 entre el cenobio y el concejo de A Guarda, en el que se mencionan las heredades propiedad del abad y del convento que les habían sido entregadas por el rey a cambio de lo necesario para la población de la villa.
Contemplada desde el nivel de los hechos demográficos y económicos, la sociedad pontevedresa de tiempos del románico se nos muestra dinamizada por las manifestaciones específicas de los procesos de crecimiento y transformación que son característicos de la cristiandad latina del siglo XII. En el plano político, las formas de control diseñadas y aplicadas por clérigos, aristócratas y rectores de la sociedad urbana sobre el conjunto de los pobladores tampoco se apartan substancialmente, desde luego, de las que son propias de la sociedad feudal; atenderemos a las manifestaciones concretas que revistió ese control dentro de nuestro ámbito territorial en el marco de referencia de Galicia y del reino de León.

2. Las líneas principales de la evolución política
Uno de los rasgos mayores de la evolución política de Galicia en el siglo xii es el nacimiento y la definitiva consolidación de la frontera con el reino de Portugal. Desde el comienzo del reinado de García de Galicia hasta el final del de Alfonso IX de León, en torno a esa nueva divisoria política se ordenan y desarrollan argumentos principales de una historia que incluye el espacio que consideramos y se expresa en él de modo muy directo.
En tanto que rey de Galicia, gobernó García un territorio que, teniendo en su origen la Gallaecia antigua y, por tanto, límite sur en el río Duero, se había ampliado, tras la conquista de Coimbra alcanzada al final del reinado paterno, hasta situar la divisoria con los dominios musulmanes en la línea del Mondego. Se cumplían así las disposiciones sucesorias de Fernando I. En ese amplio espacio, las sierras de Penas Libres, Larouco, Xurés y Laboreiro y el último tramo del Miño, es decir, el límite meridional de la Galicia actual, no tenían entonces carácter de frontera política relevante; no constituían una divisoria entre reinos. Al norte de esa línea, en el monasterio de San Antolín de Toques, no lejos de la ruta principal de peregrinación a Compostela, daba sus primeros pasos el románico gallego y se aclimataba finalmente en Galicia la regla monástica benedictina. Ninguna de las dos cosas era ajena seguramente al creciente tráfico en la muy cercana ruta de peregrinación. Y el rey García, que otorgó al abad Tanoi de Toques un importante privilegio, no sólo no desconocía tales cambios, sino que muy probablemente los amparaba y los estimulaba. Al sur de la que llegaría a ser línea de frontera, el rey acometía y alcanzaba el trascendente objetivo de la restauración de la diócesis de Braga, la antigua sede metropolitana de Gallaecia. Y también sobre la futura línea fronteriza actuó el joven monarca gallego durante su breve reinado. Obra suya fue, en efecto, la restauración de la sede de Tui y el nombramiento del obispo Jorge para ocuparla.
El último de los diplomas signados por el rey García de que ha llegado constancia hasta nosotros tiene fecha de 1 de febrero de 1071. Está dirigido al obispo de Tui, Jorge. No llevaba éste mucho tiempo ejerciendo la tarea que el propio rey le había encomendado. Era titular de la sede en el año 1068 y es posible que el nombramiento hubiera tenido lugar el año anterior. Hemos dicho ya que la inestabilidad generada por los ataques de musulmanes y normandos habían obligado, primero, a un cambio de residencia de los obispos de Tui y, desde la muerte del prelado Alfonso I, a una larga vacante, durante la cual el gobierno de la diócesis de Tui estuvo encomendado a los obispos de Santiago. La restauración de Tui, junto con la de Braga, formó parte de las decisiones principales tomadas por el rey de Galicia en orden a organizar de modo adecuado el control de su reino. Desde ese punto de vista, puede deducirse, a partir de la escasa información disponible acerca de don García, que el monarca orientó su política buscando situar el centro de gravedad del reino en el espacio entre Miño y Duero, del que, con territorios a uno y otro lado del Miño, formaba parte la diócesis de Tui. Por entonces, pues, el espacio tudense no sólo no era frontera, sino que estaba lejos de las fronteras. Lo muestra bien la donación al obispo Jorge del año 1071. Su lugar de residencia, descrito con cierto detalle en el diploma regio, no estaba en el emplazamiento de la antigua y abandonada civitas episcopal, sino en sus inmediaciones: entre el Miño y el Louro, al pie de la colina conocida con el nombre de Tude. En todo caso, en la margen derecha del Miño. Lo donado ahora por el rey, el villar de Mauris (Vilar de Mouros) está al otro lado y aguas abajo del Miño, cerca de la desembocadura, junto al último de sus afluentes por la margen izquierda, el río Coura. En el tiempo de García, el Miño no es frontera, no separa, sino que une dominios episcopales y reales.
Luego, en ese mismo año 1071, la derrota de García frente a Sancho de Castilla, su hermano, dio al traste con los proyectos del menor de los hijos de Fernando I. Y, al año siguiente, la traición de su otro hermano, Alfonso, dio con García en la cárcel del castillo de Luna hasta su muerte en 1090. En 1090 o poco después, tomó Alfonso VI la decisión de poner al frente de los territorios que, a título de rey, había gobernado su hermano menor, al conde Raimundo de Borgoña. Esta importante medida de gobierno fue tomada por el rey, que carecía todavía de hijo varón, teniendo en cuenta las previsiones sucesorias que podían augurarse a partir de los acuerdos de esponsales y el posterior matrimonio del conde Raimundo y la infanta Urraca, primogénita legítima de Alfonso VI . Los dos, en tanto que condes de Galicia, encabezaron un privilegio dirigido al obispo de Tui en el año 1095, por el que transfirieron al prelado y al cabildo derechos derivados de la aplicación de la justicia en un espacio muy precisamente delimitado alrededor de la sede. Esta primera concesión de coto jurisdiccional de los obispos de Tui no tiene en cuenta una frontera que, por el momento, no existe: el territorio para el ejercicio de competencias políticas que ahora cuidadosamente se señala se extiende de manera equilibrada a uno y otro lado del Miño. La situación estaba, sin embargo, a punto de cambiar.
Sólo un año después, a partir de 1096, Enrique de Borgoña, casado con Teresa, la hija habida en la relación extramatrimonial de Alfonso VI con Jimena Muñoz, ejerció, al sur del Miño y por delegación del rey, las funciones hasta entonces desempeñadas por el conde Raimundo. No podemos estar del todo seguros de las razones que impulsaron al monarca a retirar al conde de Galicia el gobierno del condado portucalense y de la tierra de Coimbra hasta la frontera con los musulmanes. Tradicionalmente se ha considerado que el fracaso de Raimundo de Borgoña en el intento de recuperar Lisboa de manos de los almorávides, junto a una supuesta capacidad y destreza mayores para la guerra por parte de Enrique, constituyen base suficiente para explicar la nueva ordenación de los poderes en el occidente del reino. No es una argumentación construida con argumentos sólidos. A la altura de 1096, perder plazas y batallas frente a los almorávides no podía considerarse en modo alguno cosa extraña o excepcional. El propio rey sabía bien, y por experiencia propia muy directa, que las posibilidades de derrota eran grandes frente al fortalecido poder andalusí. El conde Enrique tampoco conquistó Lisboa.
Y, en fin, posteriores e importantes encargos en la organización de la Extremadura castellanoleonesa encomendados al conde de Galicia dicen mal con la supuesta incapacidad militar de Raimundo de Borgoña.
Cabe, pues, la posibilidad de buscar por otro lado. No es impensable la apreciación por parte del rey de que la solidez de los apoyos alcanzados por su yerno y su hija en Galicia, Portugal y Coimbra podría constituir un peligro serio para la unidad de gobierno en el reino. Si la toma de decisiones se orientaba allí por el camino de la más amplia autonomía, como puede deducirse de la plenitud de atribuciones que se aprecia en algunos diplomas de la cancillería de Raimundo y Urraca, el riesgo de la reconstrucción del reino de García no era una quimera impensable. Así que la aplicación del divide y vencerás ayuda a la comprensión de los hechos, si no más, por lo menos tanto como el deseo de incrementar la defensa en la frontera.
Lo cierto es que, después de 1096, la frontera existe. Al norte de ella, gobiernan el conde Raimundo y la infanta Urraca; al sur, lo hacen el conde Enrique y la infanta Teresa. Galicia y Portugal son, a partir de ahora, realidades claramente diferenciadas. Se trata, por el momento, de una frontera en el interior del reino; es una frontera nueva y tiene, desde el principio, inequívoco carácter político. Es nueva, porque no sólo no viene de la tradición antigua, sino que, por lo menos en parte, la rompe: la diócesis de Tui, que, como es característico de la organización territorial eclesiástica, tiene su origen en la antigüedad tardorromana, queda ahora dividida al norte y al sur del curso del Miño. Es política, porque expresamente se define en razón de ámbitos para el ejercicio del poder.
Entre el condado portucalense de Enrique y de Teresa y la plenitud del reino de Alfonso Enríquez, la individualización política de Portugal conoce, durante el reinado de Urraca, desarrollos significativos. La frontera interior deviene conflictiva. Viuda del conde don Enrique desde 1112, Teresa no dejó de afirmar su autonomía política y de intentar ampliar el territorio sobre el que la ejercía. Limia y Toroño son, en la Galicia meridional, escenarios de tales intentos. De los deseos de mantener abierta la comunicación con grupos aristocráticos gallegos es buena muestra el apoyo prestado por Teresa al rebelde Gómez Núñez Toroño, “poderoso por la situación y fortificación de sus castillos” y cuya estrecha relación con los condes de Portugal venía de atrás; la infanta, el conde sublevado contra Urraca y Pedro Fróilaz sitian a la reina en el castillo de Sobroso. Las intenciones que Teresa de Portugal podía tener en tales acercamientos y alianzas tuvieron luego más claras manifestaciones. En 1121, convocó la reina a Diego Gelmírez y a su ejército para hacer la guerra a su hermana, porque “la reina de Portugal había atacado Tui y los alrededores y los había sometido a su poder”. La batalla fue en esta ocasión batalla naval, se libró en las aguas del Miño y se dirimió a favor de la reina y Gelmírez que sitiaron luego a Teresa en el castillo de Lanhoso y alcanzaron el Duero en sus correrías por territorio portugués. Es innegable la realidad de la frontera nueva para los clérigos que escriben desde Santiago; pero es también inequívoco su testimonio de que, durante el reinado de Urraca, la frontera siguió siendo frontera dentro del reino y de que la sucesora de Alfonso VI no estuvo dispuesta a que se modificara su trazado. Luego, durante el reinado de Alfonso VII, la frontera interior se convirtió en frontera exterior.
La recomposición de fidelidades y equilibrios entre el rey y los aristócratas dio lugar, en el comienzo del reinado de Alfonso VII, a nuevos intentos de ordenación de los espacios de dominio político. Al año siguiente de la coronación en León, el monarca se entrevistó, en abril de 1127, en Zamora, con su tía Teresa y se estableció allí un acuerdo de paz. Fue poco duradero. Porque, sólo algunos meses después, la infanta y sus partidarios atacaban Tui y tomaban posiciones al norte del Miño. Vino el rey a Galicia, recabó el apoyo del arzobispo compostelano y consiguió restablecer equilibrios y renovar pactos.
Los vínculos de Teresa con los nobles gallegos no sólo fueron políticos, sino que se hicieron también personales en la relación mantenida con el hijo de Pedro Fróilaz, Fernando Pérez de Traba. Contra esa alianza de intereses personales y políticos, se alzaron los nobles portucalenses encabezados por Alfonso, el hijo de los condes Enrique y Teresa. En São Mamede, cerca de Guimarães, tuvo lugar, el día de San Juan del año 1128, el encuentro decisivo. La victoria de Alfonso Enríquez y los suyos orientó definitivamente la evolución política en el sentido de la afirmación de Portugal y puso punto final al último proyecto de reconstrucción del reino de don García, que impulsaban ahora Fernando y Bermudo Pérez de Traba al amparo de la infanta Teresa. Y, durante el siglo xii, la tierra de Toroño acentuó su condición de espacio fronterizo repetidamente disputado.
Después de la muerte de doña Teresa en 1130, Fernando y Bermudo Pérez de Traba dirigieron sus fidelidades hacia la órbita de Alfonso VII y abandonaron los proyectos portugueses. Pero Alfonso de Portugal siguió contando con algunos apoyos entre la nobleza de Galicia, donde los condes Rodrigo Pérez, en Limia, y Gómez Núñez, en Toroño, estuvieron dispuestos a reconocer su soberanía. Fue este último seguramente el que, en 1137, facilitó la entrada de Alfonso Enríquez en Tui y, una vez más, el dominio sobre Toroño y Limia. La reacción del emperador le permitió recuperar el control de los territorios fronterizos, encontrarse con su primo en Tui y considerarse satisfecho con la obtención de su juramento de fidelidad. Pero el príncipe portugués dio pruebas muy pronto de que no estaba dispuesto a abandonar sus objetivos en la frontera de Galicia. Toroño fue nuevamente invadida en los primeros meses de 1141 y de nuevo obligó a la reacción de Alfonso VII. Se encontraron los ejércitos no lejos de Valdevez, pero no llegaron a combatir. Renovó fidelidades Alfonso de Portugal y estuvo dispuesto a hacer concesiones el emperador, a cambio del reconocimiento de su imperial autoridad. Unos y otros se devolvieron castillos y plazas ocupadas y hubo también algunos perdedores; Gómez Núñez de Toroño acabó allí su carrera o hubo de reorientarla drásticamente: exiliado allende el Pirineo, se hizo monje cluniacense.
Todo esto ha de entenderse, sobre todo y por el momento, en el marco de la constante composición y recomposición de las alianzas en el seno de la aristocracia y de los esfuerzos de unos y otros por encontrar el mejor amparo para el ejercicio del poder en el territorio. A ese respecto, no es muy diferente lo que ocurre en el sur de la provincia de lo que sucede en el norte. Dice la Historia Compostelana que “muerta la reina doña Urraca y elevado a rey e instruido ya en las artes militares su hijo Alfonso, muchos príncipes de Galicia temiendo perder, al quitárselos él, los señoríos reales que tenían, se rebelaron contra toda ley y derecho”. Son las razones por las que Arias Pérez, cuya díscola manera de hacer había conocido bien Urraca, se encastilla ahora en Tabeirós y en Lobeira, al sur del Ulla, el límite norte de la actual provincia de Pontevedra y el límite sur del señorío del arzobispo. Gelmírez, por encargo del rey, asedia y toma la torre de Tabeirós y procura el restablecimiento “de la ley y el derecho”, es decir, del orden que considera conveniente.
La frontera en la que, en este caso, actuaba el arzobispo compostelano era la de su propio señorío, el borde de la tierra de Santiago. La línea divisoria del Miño estaba adquiriendo otro carácter. Después de la victoria obtenida en Ourique contra los musulmanes, en 1139 o 1140, Alfonso Enríquez comenzó a usar el título de rey. El hecho no concitó el rechazo frontal del rey de León, acostumbrado a pensar que el título imperial que había recibido solemnemente en 1135 podía y debía sostenerse en el vasallaje de otros reyes. Extraña más el tardío reconocimiento del título por parte de los papas –de quienes el rey de Portugal se declaró vasallo en 1143– que no llega hasta 1179 y tiene seguramente que ver con el deseo de no enfrentarse con el rey de León. En todo caso, era un nuevo paso en la dirección de la afirmación y la independencia. Luego, Alfonso I hizo gravitar el reino en torno a Coimbra, orientó el esfuerzo militar a la reconquista y vinieron los éxitos ante Santarém y Lisboa y la frontera del norte dejó de estar, de momento, en el centro de las preocupaciones políticas.
Y después murió Alfonso VII en los pasos de Sierra Morena y hubo un nuevo reparto del reino. En 1158, Fernando II y Sancho III, los herederos, establecieron entre sí un acuerdo de paz. En él, se titula Sancho rey de Toledo y de Castilla; Fernando, rey de León y de Galicia. Una de las cláusulas del tratado expresamente establece que ninguno de los dos llegue a acuerdos o firme pactos de amistad con el rey de Portugal que puedan dañar a cualquiera de los dos y que, en todo caso, tales acuerdos y pactos no se lleven a cabo sin el conocimiento y la expresa conformidad de ambos. Como después de Fernando I, otra vez tres reinos, tres diferentes instancias de legitimación. Galicia ha cambiado de posición respecto al siglo xi, porque el juego de los poderes propio del feudalismo condujo a la permanencia, ahora definitiva, en la órbita de los reyes de León. Y Portugal, desde ahora en condiciones de plena igualdad, se convirtió en uno de los cinco reinos cristianos de la Península Ibérica. Y la frontera del sur de Galicia se convirtió en espacio de roce entre diferentes poderes políticos.
Instigado por los castellanos, contra quienes actuaba Fernando II tras la muerte de su hermano Sancho III, Alfonso de Portugal se movía en la frontera de Galicia y dominaba Tui a fines de 1159. El obispo de la sede tudense parece haberse adaptado sin dificultad a las nuevas circunstancias, como cabe deducir del hecho de que, hasta 1170, no se le vea mucho en el entorno de Fernando II. En enero de 1160, el rey de Portugal mostraba la tranquilidad de su posición en la frontera miñota recibiendo en Tui a Ramón Berenguer IV para negociar acuerdos matrimoniales. Los acuerdos, en este caso con Aragón, revelaban la plena participación portuguesa en el tablero de la política hispanocristiana. A fines de 1160, se entrevistaron en Celanova los reyes de Portugal y de León, y Fernando II recuperaba el dominio de Toroño; pero sólo tres años después Alfonso Enríquez volvía a ejercer allí su soberanía y mantenía su posición hasta 1165. La vistas fueron esta vez en Pontevedra, donde se acordó la paz, que fue sellada con la promesa de matrimonio del rey leonés con Urraca Alfonso, hija del rey de Portugal. Después, la derrota y el desgraciado accidente de Alfonso Enríquez en Badajoz debilitaron su posición y Fernando II pudo asentar más sólidamente su dominio en la frontera de Galicia; el cambio de emplazamiento para los pobladores de Tui, que busca su fortificación, la concesión de fuero y la afirmación del señorío del obispo en la ciudad y su entorno han de entenderse en este contexto.
Las relaciones entre Alfonso IX de León y Sancho I de Portugal comenzaron con los mejores augurios de buen entendimiento. A los lazos de parentesco que unían a los dos monarcas –era el de Portugal tío del de León– vinieron a añadirse los establecidos por el matrimonio de Alfonso con su prima Teresa Sánchez, que abiertamente desafiaba las normas canónicas sobre el incesto. Era grande, pues, la voluntad de colaboración y en el horizonte estaba la alianza contra Castilla. A pesar de eso, las cambiantes condiciones de la política hicieron surgir de nuevo las tensiones y, en 1197, desencadenaron la guerra. Y otra vez el suroeste de Galicia vuelve a ser privilegiado escenario de confrontación. El rey de Portugal no se contentó ahora con Tui y la tierra de Toroño, sino que con la conquista de Pontevedra amenazó seriamente los dominios de los arzobispos compostelanos. Parece, sin embargo, que no fue duradero el control del territorio al norte del Miño y, en todo caso, desde 1199 cesaron las hostilidades con el rey de León; después, Sancho I no volvió ya a la guerra contra Alfonso IX. Aunque las intervenciones del rey de León en la política portuguesa no desaparecieron durante el reinado de Alfonso II, la actitud de este monarca en lo que concierne a la frontera con el reino vecino fueron solamente defensivas. La frontera meridional de Galicia quedó definitivamente estabilizada y Monçâo frente a Salvatierra, Tui frente a Valença y A Guarda frente a Caminha se encargaron de jalonarla y defenderla en el último tramo del Miño.
La culminación de la reconquista por los reyes de Portugal, los avances en el valle del Guadalquivir de la frontera cristiana después de la batalla de Las Navas y la unión definitiva de León y Castilla con Fernando III apartaron a Galicia de los centros de gravedad del poder político y acentuaron su carácter periférico. Este nuevo punto de partida ha de tenerse en cuenta como factor condicionante de una específica cristalización del feudalismo en que, mirando hacia el futuro, el predominio de las instituciones eclesiásticas, la situación de inferioridad de la nobleza laica o la debilidad de los grupos burgueses tienden a convertirse en rasgos definidores.

3. Los nuevos monjes
Nos hemos referido a campesinos y burgueses, a nobles laicos y a obispos. Nuestra panorámica sobre la sociedad pontevedresa del siglo XII no estaría completa sin alguna indicación acerca de los monjes. No se les ve participar en los avatares de la política, aunque, en el interior de sus cotos celosamente mantenidos, cumplen relevantes funciones como instrumentos en el ejercicio del poder. No viven en las ciudades y en las villas, pero tienen allí propiedades y rentas y son estrechas e intensas las relaciones que mantienen con los mercados urbanos. En fin, no es necesario ponderar su papel central en el control del trabajo y de la producción en el mundo campesino. Los monjes, que buscan teóricamente el apartamiento del mundo, se proyectaron de manera muy intensa sobre la sociedad en la época feudal.
Las circunstancias con frecuencia difíciles de la sede de Tui hasta el último tercio del siglo xi, la inexistencia de centros monásticos que, como, por ejemplo, los de Celanova, Sobrado o Samos, hayan conservado documentación abundante para períodos anteriores al año 1100, hacen que no sea mucho lo que puede saberse de la Alta Edad Media en el espacio que aquí consideramos. Lo que podemos conocer acerca de la historia del suroccidente de Galicia cambia considerablemente desde los años centrales el siglo xii. Gracias a los monjes; sobre todo, gracias a los nuevos monjes. Los documentos de Armenteira, de Aciveiro, de Oia y, desde tierras actualmente orensanas, Melón, iluminan, a partir de entonces, múltiples aspectos de la sociedad de su entorno. La consolidación de estos cenobios es el resultado de un movimiento de reforma monástica, cuyo modelo, por entonces triunfante en toda Europa, es el cisterciense.
Santa María de Oia, Santa María de Armenteira y Santa María de Aciveiro son los monasterios pontevedreses que, antes de 1230, pertenecieron a la orden de Císter. En ninguno de los tres casos se trata de fundaciones cistercienses, sino de afiliaciones a la orden de monasterios con una vida anterior más o menos larga. En lo que concierne al momento exacto de la integración, y a la espera de lo que permitan concluir investigaciones futuras, la cronología que se admite, sobre la base de las controvertidas Tablas de Císter, es la siguiente: 1162, para el monasterio de Armenteira, 1185, para el de Oia y 1225, para el de Aciveiro. Las tres fechas pueden tomarse, en todo caso, como seguro término post quem de la pertenencia cisterciense, que los tres cenobios alcanzan mediante la filiación a Claraval.
Fue ése, para la tres casas pontevedresas, el final de un proceso de transformación que, en el conjunto de Galicia, se inició en el último tercio del siglo xi y culminó, en el siguiente, con la plena organización del monacato benedictino y, dentro de ella, con el muy notable éxito cisterciense. En la explicación de tal éxito tiene mucho que ver seguramente la fundación del monasterio de Sobrado llevada a cabo por un grupo de monjes que, contando con el amparo de Alfonso VII y los Traba, fueron enviados allí por San Bernardo en el año 1142. Los usos monásticos que se pusieron en práctica en Sobrado, respaldados por el prestigio del abad de Claraval, pudieron ser conocidos y, a partir de entonces, deseados en otros muchos cenobios gallegos como la mejor manera de encauzar los impulsos de reforma de la tradición benedictina.
Lo que ocurrió en el lugar de Oia puede explicarse en ese marco y puede tomarse como modelo útil para entender lo ocurrido en otros. Como sucede con frecuencia, tampoco en este lugar es fácil conocer bien los orígenes de la vida cenobítica; pero, a partir de los primeros textos referidos al monasterio, podemos deducir, sospechar y proponer algunas cosas. Estas son las noticias documentales disponibles. En 1137, Alfonso VII donó al monasterio de Santa María de Oia y a su abad Pedro la mitad de las iglesias de Erizana y A Guarda y las de Mougás, Pedornes, Burgueira, Loureza y O Rosal. Ese mismo año, el rey y su esposa doña Berenguela donaron al prior Pelayo, de la ecclesia de San Cosme y San Damián, la villa de Erizana. Al año siguiente, los mismos donantes concedieron al monasterio de Oia y al abad Pedro, de lo que pertenecía al ius regale en la terra de Toronio, el eremitorio de San Cosme con su coto y las villae de Erizana y Baredo. En 1139, el emperador y su esposa pusieron bajo la dependencia del monasterio de Oia y de su abad Pedro el de San Mamed de Loureza y, en ese mismo año, les donaron las villae de Vilapauca y Randufe y un casal en Taborda. El obispo de Tui, Pelayo, concedió, en 1145, al abad Pedro los derechos eclesiásticos en la ecclesiola de Loureza y los diezmos del fruto de su trabajo allí y en la villa de Oia. En fin, en 1149, Alfonso VII dio al abad Pedro lo que correspondía al iure regio en Mougás, Viladesuso y Pedornes.
Del grupo de documentos expedido por Alfonso VII sólo dos son considerados auténticos por la crítica actual. Es seguro que los restantes contienen errores o modificaciones intencionadas de las fechas. Pero no faltan razones para pensar que es sustancialmente verdadero el fondo de la información que trasmiten. Responde bien, en efecto, a lo que podemos conocer de la historia posterior del monasterio. Lo que este conjunto de textos pone ante nuestros ojos es la transferencia de una serie de diferentes derechos –de propiedad, políticos, eclesiásticos– a tres centros de vida monástica relacionados entre sí: el cenobio de San Cosme, el eremitorio de Loureza y el monasterio de Oia. Sea como fuere, en la tercera o cuarta década del siglo xii, un grupo de monjes, dirigidos por el abad Pedro, se instaló junto a un pequeño abrigo de la dura costa entre Cabo Silleiro y la boca del Miño y dio origen a la que llegará a ser notable casa cisterciense gallega.
Sólo por vía de hipótesis, me atrevo a proponer una secuencia de los acontecimientos originarios. No se duda de la autenticidad del documento de exención otorgado por el obispo Pelayo al abad Pedro y sus compañeros. Ese documento nos dice que el 19 de abril de 1145 Pedro y los suyos comenzaban a habitar y a convertir en monasterio la pequeña iglesia, seguramente un antiguo eremitorio, de San Mamed de Loureza. Se nos informa, además, de que, en ese momento, el abad Pedro y los que le acompañaban en Loureza eran dueños de la villa de Oia, en la que se les exime también del pago del diezmo. En el documento que recoge la donación de Alfonso VII a Oia de bienes en Vilapauca, Randufe y Taborda, se hizo constar que tales bienes habían pertenecido anteriormente al noble Suero Crescóniz, que los había entregado al rey a cambio, precisamente, de la propiedad de Oia. Lo que puede deducirse del contenido de los primeros documentos reales referidos al monasterio es que Suero Crescóniz, seguramente con el amparo y el estímulo de Alfonso VII, prestó apoyo y auxilio material a la instalación en este lugar de Pedro y el grupo de monjes que lo acompañaban. El proceso es muy similar al que se conoce bien para otros casos por esta misma época. La protección del emperador propició la transferencia al grupo de nuevos monjes de los enclaves de San Mamed y de San Cosme. Por lo menos en el segundo de ellos, mencionado por las fuentes árabes como lugar visitado por Almanzor en la razia que le llevó hasta Compostela, nos consta la existencia de vida monástica desde época altomedieval. En los primeros años, debió de haber ciertas dudas en la elección del lugar definitivo para el asentamiento del nuevo cenobio; en algún momento se pensó que la ecclesiola de Loureza reunía mejores condiciones para la vida monástica que el emplazamiento costero. Finalmente, fue ése el sitio que pareció más conveniente y en él se consolidó definitivamente el nuevo monasterio dedicado a Santa María.
¿Por qué estos monjes atrajeron la atención del obispo de Tui y del rey de León? No hay nada que haga pensar que en el lugar de Oia haya habido una historia de vida cenobítica anterior a la que conocemos desde el siglo xii. Todo indica que, cuando se escribieron las más antiguas noticias entre las que han llegado hasta nosotros, Oia es un nuevo monasterio. Y no sólo el lugar es nuevo; lo es seguramente también la forma concreta en que allí se desarrolla la vida monástica. 1185 es el año que se tiene por oficial para la incorporación del monasterio a la orden cisterciense. Es la fecha que consta en las Tablas de Císter y recoge Ángel Manrique en los Annales Cistercienses. Se conoce bien la inexactitud de las tablas, particularmente para los cenobios hispánicos. Por otra parte, conviene distinguir entre la integración formal en la orden y la influencia en los usos regulares. Es lo más probable que tal influencia haya sido recibida por los monjes de Oia desde el primer momento.
No me parece imposible que la integración del cenobio en la gran orden monástica europea hubiera tenido lugar no mucho tiempo después de la fundación y, en todo caso, bastante antes de 1185. La advocación mariana, presente desde el principio, es un primer síntoma de cercanía. El documento de 1145, por el que el obispo Pelayo de Tui exime al abad Pedro y a los miembros de su congregación del pago de los diezmos en Loureza y Oia, ofrece algunas pistas más. Notemos, en primer lugar, que esta aspiración a la exención de la jurisdicción eclesiástica ordinaria y de las rentas que se derivan de ella es muy propia de los cistercienses de mediados del siglo XII. Pero atendamos, en segundo lugar y sobre todo, a una frase de este documento: Huic etiam donationi adicimus omnium laborum vestrorum decimas, tam in ipso loco (ecclessiola S. Mametis de Lourezo), quam in alia villa vestra que vocatur Oya, vel ubicumque laboraveritis manibus vel operariis vestris. Hay aquí una referencia a un rasgo esencial de la vida cisterciense de este tiempo: la dedicación al trabajo manual de los monjes y los conversos. La explotación directa de las tierras, mediante el trabajo de los miembros de la comunidad y de jornaleros contratados es un rasgo dominante de la gestión económica de los monasterios de Císter de este tiempo. Si no la incorporación de iure en la orden cisterciense, la aceptación de facto de sus usos y costumbres parece muy clara.
La insistencia de los documentos de Alfonso VII en presentar a los monjes de Oia sujetos a la regla de San Benito no debe tomarse como una prueba de la no influencia cisterciense. Al contrario, los monjes blancos se presentaron como los más escrupulosos, como los más auténticos seguidores de la norma del maestro de Montecassino. Y San Bernardo se encargó de reconducir a la gran corriente de la regla benedictina las desviaciones que, respecto a ella, pudieron producirse en los primeros tiempos de Cîteaux. A finales de los treinta y en los años cuarenta del siglo xii los cistercienses son ya los monjes de San Bernardo. Él es, en ese momento, la gran figura de la Orden, la persona que, desde la silla abacial de Claraval, encauza y dirige su expansión expresada en la multiplicación de fundaciones por toda la cristiandad latina. Y el prestigio de Bernardo de Claraval ha hecho de él una de las personas más influyentes de la Europa de este tiempo; desde luego, en el plano moral; pero también, conviene no olvidarlo, en el ámbito político. Alfonso VII sabe bien quién es Bernardo de Claraval. La especial protección que, desde tiempos de su bisabuelo, los reyes de León venían dispensando a los monjes de Cluny, la sustituye el emperador por el especial amparo a los nuevos monjes, a los cistercienses. El rey abre, en efecto, las puertas de su reino a los monjes blancos. En Galicia, propicia la instalación en Sobrado, en 1142, de un grupo de ellos enviados por el propio San Bernardo desde Claraval. En este contexto, es lo más probable que la cercanía de los religiosos de Oia a los usos cistercienses sea la que explique la atención que enseguida les prestan el obispo y el rey.
Fernando II y Alfonso IX protegieron también a los nuevos monjes y, resultado principal de las transformaciones del siglo XII, Armenteira, Oia y Aciveiro formaron parte de la orden cisterciense y se integraron en el ágil y permanente sistema de comunicación propiciado por su estructura, que requería la presencia periódica de los abades en el capítulo general celebrado en Cîteaux y fomentaba además los contactos entre la abadía madre –Claraval en este caso– y sus filiales. La iglesia de Santa María de Oia, el más acabado de los testimonios conservados de la arquitectura cisterciense en Galicia, es expresión de tales relaciones y de la consiguiente difusión de modelos.

Los nuevos monjes explican una parte de las manifestaciones artísticas. Recordemos, para concluir, que, además, el crecimiento de la población y la actividad económica y el surgimiento de ciudades y villas hicieron necesaria la construcción y la reconstrucción de las iglesias y multiplicaron los contactos que condujeron a hacerlo mediante fórmulas y formas nuevas. En fin, sin el nacimiento y la consolidación de la frontera con el nuevo reino de Portugal, no se entendería bien un monumento como la catedral de Tui, crecido entre estructuras defensivas y formando parte de ellas. Son algunos rasgos de la evolución histórica que ayudan a entender, en el espacio de la actual provincia de Pontevedra, la difusión del arte románico, el arte que corresponde a la plenitud de feudalismo.

Arquitectura románica en la provincia de Pontevedra
Es imprescindible señalar, de entrada, lo difícil que resulta analizar las particularidades formales y evolutivas de un estilo, el románico en este caso, a partir de una demarcación administrativa, la provincia, nacida en el siglo xix, que nada tiene que ver con la manera de organizarse el territorio en la época en que aquél tuvo su plena vigencia. En ese tiempo, que por el momento y en lo que a Galicia respecta fijaremos, sin más precisiones, entre los fallecimientos de Fernando I (1065) y Alfonso IX (1230), tuvieron un especial protagonismo, como señala en su contribución a esta obra E. Portela Silva, un conjunto de circunscripciones jerarquizadas política y jurisdiccionalmente (las terrae) y, sobre todo, por su influencia demostrada sobre la edilicia, las diócesis. Tres, las de Santiago, Lugo y Tui, se repartían, entonces como hoy, las tierras que conforman nuestra provincia, las dos primeras, por cierto, con la mayor parte de sus dominios ubicados en lo que en la actualidad son otras provincias, y en el caso de la tercera, que hasta los años cincuenta del pasado siglo se extendía asimismo hasta la de Ourense, también sobre otro país, Portugal.
El panorama territorial así delimitado, idéntico, en lo esencial, al que cabe señalar en las otras tres provincias gallegas (puede decirse lo mismo también para todo el territorio hispano), por más que lo dificulte, no impide, sin embargo, una valoración de las peculiaridades del estilo, muy similar en sus rasgos definitorios básicos, cambiando, como parece lógico, algunas pautas rectoras, al que se documenta en el resto de Galicia. Ésta, conviene no olvidarlo, adquirió entonces, a medida que avanza el siglo xii, los límites físicos (también los identitarios) que actualmente la definen-.                      

A. Los estudios sobre el románico en la provincia de Pontevedra
Una fecha puede simbolizar el arranque de los estudios sobre lo que hoy entendemos o consideramos que es arte románico en la provincia de Pontevedra: el 24 de agosto de 1897. En ese día se anota en el Libro de Actas de la Sociedad Arqueológica de Pontevedra una referencia a la visita de estudio (“excursión”, como era usual en la época, se denomina en el asiento), la primera promovida por la institución, realizada al monasterio de San Lorenzo de Carboeiro (Silleda), “riquísimo ejemplar de la arquitectura románica[1]. Participaron en la visita Casto Sampedro, presidente y alma mater de la Sociedad, nacida tres años antes, en el verano de 1894, Luis Sobrino, depositario de la misma, y Francisco Zagala, por entonces ya un reputado fotógrafo, colaborador habitual en las labores promovidas por aquélla. De Zagala son justamente las espléndidas fotografías, custodiadas hoy en el Archivo Gráfico del Museo de Pontevedra, que nos informan sobre el lamentable estado en que se encontraba el monumento, empeorado aún más con el paso del tiempo[2] .
No debió de ser ajena esta visita, al margen de la categoría artística del viejo complejo monástico, realzada por su espectacular emplazamiento, la relación que la Sociedad Arqueológica tenía con Antonio López Ferreiro, el sabio canónigo compostelano, en esa fecha ya Socio de Mérito de la misma, quien, como excelente conocedor que era de la Terra de Deza y en particular del solar de Carboeiro (describe con precisión sus vestigios en O niño de pombas, la tercera y última de sus novelas, aparecida en 1905 como folletín del periódico santiagués El Correo de Galicia, pero escrita o, mejor aún, documentada mucho antes, con toda probabilidad en los años ochenta del siglo XIX ), ya había colaborado con Casto Sampedro, según se desprende de una carta fechada el 1 de abril de 1894, anterior, pues, al nacimiento de la Sociedad, en la preparación de una excursión, que no sabemos si llegó a realizarse entonces, al territorio en que se asienta este antiguo cenobio benedictino.
Esta excursión, valiosa en sí misma por lo que implica de interés por el monumento, uno de los hitos de su tiempo, vale la pena recordarlo, en la Península Ibérica, tiene el valor suplementario de constituirse en precedente inequívoco de las xeiras que tanto impulsaron los componentes del Seminario de Estudos Galegos, institución clave en la historia de la Galicia del siglo XX, en general, y en la de la valoración de su Cultura y sus manifestaciones artísticas, en particular.
Monasterio de San Lourenzo de Carboeiro
 

Uno de los proyectos más ambiciosos del Seminario, comenzado en el verano de 1928, fue el estudio multidisciplinar sobre la Terra de Deza, ámbito jurisdiccional, definido ya, por cierto, en la Historia Compostelana, obra escrita, como es bien sabido, en tiempos y por iniciativa del obispo santiagués, más tarde arzobispo, Diego Gelmírez (†1140), es decir, en la época que nos incumbe, integrado por lo que, en puridad y sin mayores precisiones, podemos considerar como el área nororiental de la actual provincia de Pontevedra. Paralelo en cometido y estructura al conocido trabajo sobre Terra de Melide, la magna obra del Seminario aparecida en 1933, el centrado en el territorio nucleado por el río Deza, afluente del Ulla, quedó finalmente inconcluso y, evidentemente, inédito.
De lo realizado entre 1928 y 1933 por el equipo encargado de la Sección de Arqueoloxía Relixiosa da idea una memoria, datada en 1934, firmada por Xesús Carro, Sebastián González, José Filgueira y, como arquitecto, Robustiano Fernández Cochón. Una copia de este breve documento, acompañado de un álbum con planos y fotografías, unos y otras de indudable valor e interés, se conserva en el Archivo Filgueira Valverde, depositado en el Museo de Pontevedra. Se reseñan en este informe justificativo, que debía de servir a la vez como aval de la petición de concesión de más ayuda para seguir trabajando hasta culminar, con su publicación, la tarea que al equipo le había sido encomendada, los edificios ya analizados, muchos, 23 exactamente, románicos, sin duda el mayor número de empresas de ese estilo, ubicadas dentro de los límites provinciales, estudiadas como un todo hasta ese momento. Esta nómina no será superada, dato que refuerza su trascendencia, hasta que en 1972 vea la luz, promovido por la Fundación Pedro Barrié de la Maza en colaboración con la Editorial de los Bibliófilos Gallegos, el Inventario de la riqueza monumental y artística de Galicia, de Ángel del Castillo, autor que a principios de los años treinta, alrededor de 1932, había publicado en Barcelona, en el volumen de Generalidades del Reino de Galicia, perteneciente a la Geografía General del Reino de Galicia, dirigida por J. Carreras Candi, un estudio de conjunto, el más completo redactado hasta entonces, sobre “La arquitectura en Galicia”, con un extenso capítulo sobre la de tiempos románicos. En él, como es obvio, son mencionados y analizados numerosos edificios ubicados en nuestra provincia (14 merecen referencia monográfica), reseñados también, con menor precisión ciertamente, pues otro era el cometido específico del libro, en el volumen de la misma colección dedicado a Pontevedra. Aparecido en 1936, fue su autor Gerardo Álvarez Limeses.
No es una casualidad, visto lo acontecido finalmente con el estudio sobre Terra de Deza y dada la significación del monumento, que en 1941 y en los tomos XIV de Archivo Español de Arte y de Archivo Español de Arqueología, títulos de las revistas en las que se dividió tras la Guerra Civil y en función de sus específicos contenidos la que hasta 1937 había sido una sola, Archivo Español de Arte y Arqueología, que los responsables del apartado de Arqueología Religiosa de aquel ambicioso proyecto publicasen sendos artículos monográficos sobre San Lorenzo de Carboeiro: en torno al monumento como tal José Filgueira Valverde y Sebastián González García en la primera y acerca de sus inscripciones Jesús Carro García en la segunda. Al igual que en este caso, la aparición de estudios monográficos sobre edificios románicos pontevedreses o la inclusión de algunos, pocos también, ciertamente, en trabajos de carácter general o incluídos en publicaciones periódicas gallegas o foráneas, será lo habitual durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta de la pasada centuria.
Cambiará sustancialmente el panorama en los años setenta, sin duda la década en la que la investigación sobre el románico pontevedrés –en realidad, sobre el románico gallego, sin más– alcanza su definitiva mayoría de edad. En 1972, como ya se dijo, vio la luz el Inventario de la riqueza monumental y artística de Galicia, de Ángel del Castillo. Un año más tarde, en la reputada colección La nuit des temps, promovida por Éditions Zodiaque y centrada en el estudio del románico europeo, aparecía Galice romane, la primera gran visión de conjunto sobre el románico gallego. Redactada por M. Chamoso Lamas, V. González y B. Regal, en ella, junto a los estudios pormenorizados de tres grandes empresas (las Torres de Oeste y las abaciales de Aciveiro y Dozón), se ofrecen también reseñas, en el capítulo titulado “Notes sur soixante-cinq églises romanes de Galice”, de quince destacados edificios pontevedreses (la Catedral de Tui, San Bartolomé de Rebordáns y las iglesias monásticas de Armenteira y Carboeiro entre ellos).
El románico pontevedrés será objeto de dos tesis doctorales culminadas en el año 1976.
La primera, de la autoría de Isidro Gonzalo Bango Torviso, se defendió en la Universidad Autónoma de Madrid el 21 de junio y se centró en el estudio de conjunto de los testimonios del estilo en la Provincia. La segunda, elaborada por Ramón Yzquierdo Perrín, se sostuvo en la Universidad de Santiago de Compostela el 7 de septiembre. Se ocupó de las empresas románicas ubicadas, dentro de la diócesis de Lugo, al oeste del río Miño, delimitación eclesiástico territorial que implicó el análisis de los edificios pertenecientes a esa jurisdicción situados dentro de la provincia de Pontevedra.
La tesis doctoral de I. G. Bango Torviso fue publicada en 1979 por la Fundación Pedro Barrié de la Maza dentro de la Colección titulada Catalogación Arqueológica y Artística de Galicia, dirigida desde el Museo de Pontevedra por quien entonces era su director, José Filgueira Valverde. De la tesis doctoral de R. Yzquierdo Perrín se editó inicialmente sólo un resumen. A partir de ella y en 1983, la citada Fundación y en la misma Colección publicó una monografía titulada La arquitectura románica en Lugo. En esta obra, con fundamento en la acotación territorial ofrecida en la tesis mencionada, se examinan los edificios emplazados al oeste del Miño dentro de la diócesis y provincia de Lugo. Los pontevedreses, a su vez, desde muy poco tiempo después de la defensa de la tesis, han venido siendo objeto casi todos de publicación por parte del autor, en unas ocasiones en estudios sobre soluciones tipológicas o motivos decorativos muy concretos, en otras, las más, mediante análisis monográficos.
Un año antes de la aparición de la monumental obra de I. G. Bango Torviso, esto es, en 1978, se editó en Vigo Las rutas del románico en la provincia de Pontevedra, estudio, de la autoría de Hipólito de Sá Bravo, que en 1973 había recibido de la Diputación Provincial el Premio Daniel de la Sota. Pese a sus errores y limitaciones, es una obra de enorme utilidad, como acontece con otros trabajos del mismo autor sobre temática monástica en la que, obviamente, pasa revista a numerosos edificios románicos pontevedreses. Reténganse, en particular, dos libros: El Monacato en Galicia, 2 vols., A Coruña, 1972, y Monasterios de Galicia, León, 1983.
Para concluir la revisión de la década de los setenta del pasado siglo es necesario reseñar que en 1979 Mª José Portela Silva defendió en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago una tesis de Licenciatura sobre arte románico en el Bajo Miño, investigación que permanece inédita.
En el arranque de la década de los ochenta, exactamente en 1982, se publica, en la ya citada serie Catalogación Arqueológica y Artística de Galicia, el estudio titulado La arquitectura cisterciense en Galicia, de la autoría de José Carlos Valle Pérez, obra en dos volúmenes resultante de la tesis doctoral defendida por el autor el año anterior en la Universidad de Santiago. Con referencias de utilidad para el análisis del impacto de la edilicia cisterciense sobre las empresas coetáneas, incluye extensas monografías sobre dos cenobios cuyas iglesias se encuentran entre lo más sobresaliente de la arquitectura peninsular de su tiempo: las de Santa María de Armenteira y Santa María de Oia.
Un año después de la publicación del libro citado en el párrafo precedente, es decir, en 1983, se ponen en marcha en Pontevedra las Rutas cicloturísticas del Románico, una iniciativa con la que se pretendían combinar el ejercicio del deporte y la cultura. De la reunión, en lo esencial, de los artículos con los que el coordinador de las Rutas, el arquitecto Rafael Fontoira Surís, informaba de las características de los edificios que se iban a visitar durante cada edición, desarrollada entre febrero-marzo y mayo-junio, nacerá un libro, Descubrir el románico, publicado en 1991 por la Diputación de Pontevedra. En él, como es obvio, tienen una especial presencia los edificios románicos de la provincia, cuya descripción se ve siempre acompañada por dibujos del mismo autor.
La década de los ochenta, junto a la publicación, como en tiempos anteriores, de estudios sobre edificios concretos, de mayor o menor significación, o sobre la presencia de determinados motivos en territorios precisos, verá también la difusión de investigaciones que inciden en el impacto de formulaciones estilísticas definidas previamente en el espacio septentrional de la diócesis de Tui, con su Catedral como núcleo rector inicial, sobre las tierras asentadas en el meridional, es decir, al sur del Miño, comunidad estilística, fruto del trasvase de maestros, activos a uno y otro lado del río fronterizo, que hay que considerar como lógica habida cuenta de que, hasta una fecha muy avanzada del siglo XIV (hasta 1381, exactamente), la jurisdicción episcopal tudense se extendía hasta el río Limia.
Del panorama de los noventa, continuador en puridad de las pautas generales de referencia predominantes en las décadas precedentes, sólo cabe destacar, por un lado, la monografía de Marta Cendón sobre La Catedral de Tuy en época medieval, editada en 1995,y, por otro, el protagonismo, que cuenta con el precedente de un sólido artículo de I. G. Bango Torviso aparecido en 1980, que adquiere desde el punto de vista publicístico el Municipio de Vigo, sobre cuyas iglesias románicas y su tiempo reflexionan tanto Eduardo Bragado Rodríguez y Rafael Sánchez Bargiela como Javier Ocaña Eiroa. Junto a estos trabajos y sólo por lo que tiene de aleccionador –e, incluso, de simbólico– su aparición en una revista local de escasa difusión, citaré los dos artículos de divulgación que en Tabeirós Terra le dedicó Xosé Luna Sanmartín al rico románico de esa extensa comarca pontevedresa en 1999.
Nada especial, más allá de lo indicado en las páginas precedentes, cabe señalar desde el punto de vista editorial, específicamente, sobre el románico pontevedrés en los últimos años, tiempo durante el cual, como no podía acontecer de otra manera, edificios o testimonios, a veces numerosos, asentados en nuestra demarcación territorial, han sido objeto de estudio, más o menos amplio, o de mención, por razones de alcance y significación muy dispar, en publicaciones de carácter general, sea sobre el románico gallego como un todo, sea sobre aspectos parciales del mismo.
Catedral de Tui. Portada norte
 

B. Los edificios románicos pontevedreses: análisis de las formas
Un total de más de ciento noventa construcciones estilísticamente clasificables o valorables como románicas se alzan todavía hoy, completas o sólo fragmentariamente, en las tierras que conforman la provincia de Pontevedra. El número, equiparable en esencia al que se documenta para el estilo en las restantes provincias gallegas, es prueba evidente de su fuerte implantación, fruto de la vitalidad que caracterizó a la época en que se levantaron, tal vez, como se ha señalado en repetidas ocasiones, la más brillante de la historia de Galicia.
La práctica totalidad de las empresas del momento histórico-artístico que nos ocupa llegadas hasta la actualidad tienen todavía o tuvieron en su día un destino religioso. Es muy poco, casi anecdótico numéricamente, frente a ello y al margen de su incuestionable valor, lo conservado de carácter civil: las Torres de Oeste y las murallas de Tui son los únicos vestigios de esta naturaleza, de suficiente entidad, que hoy pueden señalarse en la provincia de Pontevedra. Argumentos de carácter muy diverso, comenzando por la simple desaparición física, fruto, sin más, del paso del tiempo o de ulteriores y sucesivas remodelaciones, están en la raíz de ese desequilibrio, aplastante en la actualidad, entonces también, sin duda, aunque no tan acusado, sí muy notorio, habida cuenta de las especiales circunstancias que, como consecuencia del ambiente de renovación litúrgica-cultual y monástica, generador de nuevos contextos constructivos y decorativos, apropiados para su desarrollo, se vivían en el dominio de la edilicia.
Vistas como un todo, un primer dato se impone con rotundidad, en paralelo con lo que acontece en el resto de Galicia, al valorar esas empresas desde el punto de vista estructural: la ausencia de esquemas constructivos complejos, el predominio de soluciones simples. Tres serán, diseccionadas tipológicamente, los grupos en que cabe distribuirlas: edificios con una sola nave, edificios con planta basilical y edificios con planta de cruz latina.
El primer bloque, el de los templos que exhiben una sola nave y un ábside también único, es con diferencia marcada, como sucede en las otras tres provincias de Galicia, el más numeroso. Tres son los modelos de ábsides que podemos documentar en estas iglesias: semicircular, precedido siempre, salvo en un caso, el de la capilla emplazada en las Torres de Oeste (Catoira), de un tramo recto presbiterial; rectangular, con frecuencia repartido en dos tramos, y poligonal. Los dos primeros tipos y en particular el segundo, empleado en Galicia, al igual que en otros territorios peninsulares, desde tempranos tiempos altomedievales, son, sin duda como consecuencia de las múltiples ventajas que ofrecían (rapidez de edificación y, por ello, comodidad y, lógicamente, ahorro), los de uso más frecuente. La tercera solución, justamente por lo contrario (ejecución más compleja y, por tanto, más lenta y costosa), será de adopción más restringida: la encontramos sólo en siete casos, en dos de los cuales, Santa María de Tebra (Tomiño) y Santiago de Bembrive (Vigo), se opta por una configuración interior semicircular. Todos, en lo que al perfil poligonal se refiere, remiten, tal como se ha repetido hasta la saciedad, a la solución, innovadora en tierras gallegas, adoptada para las dos capillas dispuestas en la parcela occidental de la girola de la Catedral de Santiago, una, la meridional, desaparecida, otra, la septentrional, advocada en origen a Santa Fe, hoy a San Bartolomé, conservada, adosándose directamente, sin mediar tramo recto presbiterial, al muro del deambulatorio.
Santa María de Tebra
 

Las naves de estos edificios con un solo ábside son siempre rectangulares y no muy largas. La mayor parte de las veces se cubren con techumbre de madera a dos aguas. Existen ejemplos, no obstante, dotados de bóveda de cañón sobre arcos fajones, un aditamento de cuya frustrada previsión son prueba inequívoca las columnas que, sin función sustentante, quedan embutidas en los muros laterales de algunos templos. Con ellas se corresponden, en el exterior, contrafuertes, complemento constructivo que puede aparecer, compartimentando el paramento mural, sin que tenga una correspondencia concebida para portar por el frente interior del mismo muro.
Mayor diversidad, como es lógico, encontramos en las cubiertas de los ábsides. Los semicirculares exhiben, en la parcela curva, bóvedas de cascarón. El presbiterio, cuando lo hay, recibe siempre una bóveda de cañón, aguda si la obra es de cronología avanzada. Las capillas rectangulares suelen ofrecer como coronamiento una bóveda de cañón, semicircular o apuntada, en función de la datación, siempre sobre arcos fajones contrarrestados al exterior por contrafuertes, conservándose también testimonios, menos y, en todo caso, de poco porte, con techumbre de madera. Los ábsides poligonales, que pueden recibir en su cubrición una combinación idéntica a la que vimos en los semicirculares, es decir, bóveda de cañón en el presbiterio y de cascarón en el remate, se caracterizan, no obstante, por la incorporación de los nervios a las bóvedas que cubren esa parcela de cierre oriental.
Estos edificios de una sola nave, los más frecuentes en la época, como ya se dijo, sirvieron indistintamente a comunidades parroquiales y monásticas, éstas, obviamente, vistas sus dimensiones, de no mucha envergadura, constituidas por muy pocas personas, escasa entidad que, frente a lo que generalmente se cree, era común aquí y fuera de nuestro territorio, explicando esa exigüidad la rápida desaparición de muchos centros monásticos o, en el caso de que perdurasen, las penurias que conocieron en tiempos bajomedievales.
El segundo grupo de templos comentado lo integran los que poseen planta basilical, con tres naves, sin crucero (o con crucero, pero éste, en ese caso, no sobresale, marcándose tan sólo por la mayor longitud del tramo) y cabecera con tres capillas, la central siempre destacada. Son varias las soluciones que podemos encontrarnos en esta última parcela, a veces resultado de la superposición de campañas constructivas: tres capillas rectangulares (San Pedro de Ansemil –Silleda–); ábside central poligonal y laterales semicirculares (Santa María de Aciveiro –Forcarei–); ábside central semicircular y extremos rectangulares (San Bartolomé de Rebordáns –Tui–), y tres capillas semicirculares (San Salvador de Camanzo –Vila de Cruces– y Santa María de Armenteira –Meis–).
Santa María de Aciveiro
 

En estas iglesias, todas, de mayor desenvoltura que las precedentes, concebidas para uso de comunidades monásticas, salvo Armenteira, un templo de filiación borgoñona en sus fundamentos iniciales, abovedado en su totalidad, sólo recibieron abovedamiento, según las soluciones habituales (cascarón en los hemiciclos y cañón, apuntado o no, según la fecha de construcción del edificio, normalmente con arcos fajones, en presbiterios y ábsides rectangulares), las capillas de la cabecera. Las naves, por su parte, se cubrieron con techumbre de madera, englobando casi siempre una sola estructura a doble vertiente a las tres que componen el cuerpo del edificio. Frente a ellas, las naves de Armenteira se encuentran cubiertas con bóvedas en su totalidad, de cañón apuntado las de los brazos del crucero y la nave mayor, de aristas las de las laterales, una combinación, la del cuerpo longitudinal, que hunde sus raíces en prototipos borgoñones derivados o inspirados por la gran abacial de Cluny III. A esas bóvedas se añade, en el tramo central del transepto, una cúpula sobre nervios de inequívoca progenie mudéjar, un unicum en la edilicia gallega de su tiempo.
El tercer grupo, no muy numeroso, está constituido por los edificios que adoptaron una planta de cruz latina. Cabe subdividirlo, según el número de naves longitudinales, en dos apartados. Pertenecen al primero los que poseen una sola nave, siempre de poco alcance. Dos esquemas encontramos en sus cabeceras: una sola capilla rectangular (San Pedro de Angoares –Ponteareas–) o tres semicirculares, la central saliente, todas con tramo recto presbiterial. Éste sería el caso de San Salvador de Albeos (Crecente) y, verosímilmente también, de San Salvador de Coruxo (Vigo). Las cubiertas de estos edificios, hasta donde es posible documentarlas, pues o han desaparecido sin más (Albeos) o han sido sustituidas por otras de cronología posterior (Coruxo), nada ofrecen de novedoso con respecto a lo visto, es decir, bóvedas de horno, de cañón (semicircular o agudo, según la data) o techumbre de madera, ésta sobre las naves (en origen, pues hoy muestran crucería en la longitudinal de Angoares y en la de Coruxo), aquéllas sobre las capillas de la cabecera, remodelada la de Angoares (exhibe en la actualidad una bóveda de crucería levantada, como la ya citada, en 1900), los brazos de cuyo crucero, frente a las otras, reciben bóvedas de cañón.
En el segundo apartado se encuentran tres empresas singulares: la catedral de Tui y las abaciales, benedictina una, cisterciense otra, de San Lorenzo de Carboeiro (Silleda) y Santa María de Oia (Oia). La primera, la Catedral tudense, se planteó, al margen del ritmo de su ejecución (la lentitud de los trabajos propiciará cambios de proyecto y de estilo), como un templo con tres naves en el cuerpo longitudinal (cortas, pues sólo tienen cuatro tramos), crucero muy desenvuelto, asimismo con tres naves, y cabecera, desaparecida, seguramente también, pese a que se han defendido otras hipótesis, con tres capillas semicirculares, la central sin duda, conforme a los usos de la época, saliente.
San Lourenzo de Carboeiro. Planta del conjunto
Santa María de Oia. Planta de la iglesia 

Si excepcional es el edificio desde el punto de vista planimétrico (es el único de su estilo en la Península que se construyó, tras el abortado proyecto de la sede bracarense, con tres naves en el crucero, inequívoca derivación, refrendada también en el orden estilístico, del de la Catedral compostelana), no menos sorprendente era la previsión de su alzado, con una desenvuelta tribuna, finalmente modificada en su materialización, sobre las naves laterales del crucero, cubiertas con bóvedas de arista, y del brazo longitudinal, inspirada en la de la basílica compostelana, sin duda, pero distinta desde el arranque en su planteamiento: iba a ser cubierta, frente a las de cuarto de cañón presentes en Santiago, con bóvedas de cañón completo.
La abacial de Carboeiro, ubicada en un emplazamiento tan vistoso como complicado, a la par que exiguo, exhibe un cuerpo longitudinal corto (sólo tres tramos). Justamente por ello, su cabecera, ya de por sí grandiosa, adquiere un mayor protagonismo. La componen una capilla mayor pentagonal rodeada por una girola de cinco tramos a la que se abren, en los tres espacios centrales, otras tantas capillas radiales tangentes, todas con cierre semicircular precedido por una parcela recta. Otras dos capillas, una por lado, de análoga configuración, aunque de menor tamaño, embutidas en el muro (no se acusan, por tanto, al exterior), se disponen en los brazos del crucero. Bajo la cabecera, construida para salvar el desnivel del terreno, se sitúa una sólida cripta. Su organización anticipa la que ofrece aquélla salvo en un rasgo: las capillas radiales no proyectan externamente sus volúmenes, se embuten en una enorme estructura semicircular, de efecto similar a un gran ábside, tal como acontece con el popular “cimorro” de la Catedral de Ávila, repetidamente invocado cuando se aborda su estudio. Sus precedentes, como para la empresa abulense, hecho que no excluye necesariamente contactos directos entre los equipos ejecutores de las dos empresas, cabe localizarlos en tierras borgoñonas, región a la que hay que acudir también para explicar, independientemente del punto de partida inicial del modelo, el esquema adoptado para la cabecera del templo alto, una solución muy similar, en esencia, a la que encontramos en la iglesia cisterciense de Moreruela (Zamora), con la que a su vez están emparentadas las de la misma Orden de Veruela (Zaragoza), Fitero (Navarra), Poblet (Tarragona) y, en buena medida también, Gradefes (León).
A pesar de que, en paralelo con el carácter vanguardista de sus soluciones planimétricas, se había proyectado abovedar, empleando formulaciones diversas (la disparidad, conviene recordarlo, es consustancial al tiempo histórico-artístico en que nos movemos), toda la iglesia de Carboeiro (bóvedas nervadas en la capilla mayor, girola, capillas radiales, crucero y naves longitudinales; bóvedas de cañón y de cascarón en las capillas abiertas en el costado oriental de los brazos del transepto), lo cierto es que finalmente, sin duda como consecuencia de desajustes relacionados con la vida interna del monasterio, la nave del crucero y la central del brazo mayor de la cruz acabaron recibiendo, abortando lo iniciado, cubiertas de madera.
La iglesia del monasterio de Oia, la tercera y última del apartado que glosamos, con tres naves de cuatro tramos en el brazo mayor y una sola con dos por brazo en el crucero, exhibe una cabecera compuesta por cinco capillas rectangulares escalonadas, la central, con dos tramos, el de naciente más estrecho y profundo, considerablemente mayor que las laterales. Esta planta, destacada por el predominio absoluto de la línea y el ángulo recto, se acomoda en lo esencial al modelo cisterciense por antonomasia, el denominado comúnmente desde los años cincuenta del pasado siglo, más allá de algunas reticencias, “bernardo”. Sólo se diferencia del prototipo, en el que las capillas extremas se cierran a oriente por medio de un muro común plano, en el escalonamiento de esas capillas laterales, una variación, ciertamente de escasa entidad, que confiere a la iglesia un lugar de privilegio dentro de la edilicia de la Orden: es el único testimonio llegado hasta hoy en el que, con cinco capillas, se adopta esa solución escalonada. Su progenie, en cualquier caso, es foránea, sin duda borgoñona, la región de origen de la Orden a la que pertenecía la comunidad a la que sirvió, una filiación exótica avalada inequívocamente por las particularidades de su alzado, en el que sobresale, junto a su marcada simplicidad formal y a la presencia de bóvedas de cañón apuntado en todos sus espacios, la curiosa distribución que ofrecen las que cubren las naves laterales, compartimentadas en tramos cuyas cubiertas, individualizadas, se disponen perpendicularmente a la nave central.
Externamente, en consonancia con lo señalado en las plantas, el románico pontevedrés tampoco va a ofrecer soluciones complejas. Centrarán la atención de los edificios sus fachadas de poniente, variando su organización, como es lógico, según correspondan a empresas con una o tres naves. Aquéllas pueden exhibir el paramento completamente liso o compartimentado en tres calles por medio de dos contrafuertes, la central dividida en dos cuerpos por medio de un alero, ocupando el inferior la portada, las más de las veces de escasa profundidad (son pocas las que poseen más de dos arquivoltas), y la superior una ventana o un rosetón. Esta misma superposición de ingredientes nos la ofrecen los hastiales que no poseen división en calles. Unos y otros, sobre el piñón, solían insertar una espadaña, de uno o dos vanos, desaparecidas sin más o sustituidas por otros aditamentos la mayor parte de las veces.

Las fachadas occidentales de los templos de tres naves pueden ofrecer una organización muy simple, sin articulación alguna, como acontece en San Pedro de Ansemil (Silleda), donde las naves laterales sólo se acusan por la inserción de una rasgada saetera, idéntica a la que, sobre la portada, ilumina la nave central. Lo normal, sin embargo, es que la organización del hastial exhiba la conformación interna del edificio, dividiendo su superficie en tres calles mediante cuatro contrafuertes prismáticos, dos situados en las esquinas y otros dos en los puntos en los que ejercen sus empujes los arcos formeros. El tramo central, más ancho que los laterales, se estructura en alzado en dos cuerpos, separados normalmente por un tejaroz. En el inferior se halla la portada, de extraordinaria vistosidad tanto en Armenteira (seis arquivoltas y chambrana) como en Carboeiro (sólo tres, pero profusamente decoradas con temas fitomorfos y figurados). En el superior se abren o un gran rosetón, particularmente efectista el de Armenteira, o dos superpuestos (es el caso de Camanzo). Los tramos laterales, más simples, pueden ofrecer una superposición de puerta y ventana, como en Armenteira, o simplemente un rosetón, como en Carboeiro, debiendo significarse en este caso que se practica bajo un arco que, remedo de los que encontramos desde los costados occidentales de los brazos del crucero de la Catedral de Santiago, sirve para atar los contrafuertes. Esta solución, pese a que los templos que cierran tienen una sola nave, la encontramos en las calles extremas de los hastiales de poniente de las iglesias de San Miguel de Goiás (Lalín), San Salvador de Escuadro (Silleda) y San Martín de Dornelas (Silleda).
Fachada de Santa María de Armenteira
 

Las fachadas laterales, también de muy escaso porte monumental, pueden ofrecer sus paramentos lisos o divididos en tramos por medio de contrafuertes. En ellas, coronadas por alero sobre canecillos, suelen abrirse, tanto en el flanco norte como en el sur, puertas, la mayoría enrasadas con el muro y con dintel (simple, semicircular o pentagonal) apoyado, mediante mochetas, sobre las jambas. Aparecen también, como es obvio, portadas con arquivoltas, una o dos, semicirculares o apuntadas, decoradas o no, apeadas sobre columnas, cobijando los primeros tímpanos, lisos los más, con decoración (figurada, geométrica, vegetal) los menos. Son excepción, explicable, en todo caso, por la categoría del monumento en que se hallan, portadas como la que se abre en la nave meridional de la abacial de Carboeiro, con dos arquivoltas y chambrana ricamente decoradas, exhibiendo ornamentación también, hoy desaparecida, el tímpano, o la fachada norte del crucero de la Catedral de Tui. Su tramo central, flanqueado por torres que se alzan sobre las naves laterales del brazo inmediato, exhibe, en la parte inferior, la portada, con dos arquivoltas semicirculares. Sobre ella se disponen dos arcos, también de medio punto, con salmer común en el centro, situándose encima un gran arco de descarga, igualmente semicircular. Ocupa el cuerpo alto un rosetón perteneciente a la campaña gótica del edificio.
Aunque hoy no queden restos, debe señalarse asimismo que en la fachada occidental y en las laterales (normalmente en una sola, más raramente en dos, una de ellas la de poniente, nunca en las tres) solían emplazarse alpendres, constituidos por una techumbre inclinada, a una sola pendiente, apoyada en soportes de madera o pétreos (columnas o pilares). Su existencia queda atestiguada por las ménsulas o canecillos empotrados en los muros y sobre los cuales se apeaba el citado cobertizo. Se emplearía, como acontece con los pórticos laterales presentes en otras latitudes peninsulares, para dar cobijo a actividades comunitarias y/o cultuales.
Restan por valorar, finalmente, las cabeceras, en su inmensa mayoría integradas, como ya vimos, por una sola capilla. Suelen alzarse sobre retallos escalonados (hasta cuatro niveles, usualmente achaflanados), dividiendo sus paramentos en tramos mediante contrafuertes prismáticos, sustituidos en numerosas ocasiones por columnas entregas en los hemiciclos. Perforan los testeros de las capillas rectangulares y los tramos que exhiben las que poseen cierres semicirculares o pentagonales, ventanas, normalmente de tipo completo (con arquivolta volteada sobre columnas acodilladas), o saeteras. Rematan los muros con aleros cuya conformación (cobijas, sofito, metopas y canecillos) es muy diversa, mereciendo especial reseña, por su tratamiento y vistosidad, el denominado por I. G. Bango Torviso alero completo, es decir, el alero en el que dos de los componentes citados, el sofito y la metopa, están cuidadosamente decorados.
Mayor complejidad, en consonancia con su mayor envergadura, ofrecen las cabeceras con tres ábsides, el central siempre destacado tanto por sus dimensiones como por su tratamiento formal. En su composición básica, sin embargo, no presentan ingredientes muy diversos (retallos, compartimentación, ventanas, aleros) de los que encontramos en los templos de un solo ábside. No puede decirse lo mismo de todos los que conforman el bloque de naciente de la abacial de Carboeiro, empresa, como ya comentamos, de filiación borgoñona en su arranque, con soluciones como la organización de la cripta (un gran semicilindro al exterior en el que se embuten, internamente, tres capillas) o la composición de la girola (con tres capillas radiales tangentes) absolutamente únicas entre nosotros.
No abundan las dependencias complementarias de las iglesias. Sólo dos testimonios, dejando a un lado restos dispersos muy significativos en sí mismos, pero inservibles desde el punto de vista de la documentación estructural (las pilas claustrales, por ejemplo, sólo confirman la existencia de estos recintos, pero no nos dicen nada acerca de sus particularidades), deben ser traídos a colación: las fachadas de las salas capitulares de la Catedral de Tui y del monasterio de San Salvador de Camanzo. La primera, pese a su deterioro, sigue siendo una empresa excepcional. La componen un total de nueve arcadas semicirculares, peraltadas y dobladas. La central, más alta y ancha, sirve de ingreso a la dependencia. Voltea sobre las jambas. Las otras ocho, cuatro por cada lado, se apean sobre haces de cuatro columnas en el centro y simplemente geminadas en los extremos. Es obra, dadas sus características estructurales y decorativas, del mismo taller que llevó a cabo la primera campaña constructiva del templo catedralicio.
La fachada de la sala capitular de Camanzo, emplazada al norte de la iglesia abacial, la componen tres arcos semicirculares aristados con chambranas decoradas con hojas. Descansan sobre columnas geminadas. Se debe su ejecución al mismo colectivo de filiación mateana que intervino en la construcción del templo colindante.
Sala capitular de San Salvador de Camanzo
 

Un último aspecto ha de ser comentado para concluir la valoración formal de los edificios: su decoración, un capítulo esencial para su funcionamiento cotidiano y, por tanto, para su comprensión global.
Tendemos a concentrarnos, cuando hablamos de este ingrediente, algo más que un mero complemento, en la imagen que hoy ofrecen las construcciones, privadas por el paso del tiempo y, sobre todo, por intervenciones más o menos recientes, poco respetuosas con el pasado, de su decoración policromada69, limitando nuestras reflexiones, por ello, sólo a la escultura. Debe quedar claro, no obstante, que esta última, por importante que fuera, constituía sólo una parte del programa decorativo, no debiendo olvidarse tampoco, hecho que reforzaba visualmente la unidad del mensaje, que ella misma se ofrecía a la contemplación pintada, aditamento éste, fruto con frecuencia de actuaciones sucesivas, del que persisten testimonios suficientes aún hoy en numerosas iglesias rurales.
Como nada queda en la actualidad en la provincia de Pontevedra de los ciclos pintados en tiempos románicos, los comentarios sobre la decoración deben circunscribirse únicamente a la de carácter escultórico. Concentrada con frecuencia en puntos muy concretos de los edificios, cuyo protagonismo potencian (portadas, sobre todo la principal, y aleros en el exterior, y capillas de la cabecera en el interior), ajustando su mensaje a las circunstancias específicas que concurren en su emplazamiento (no es lo mismo, para simplificar, el valor simbólico del interior y el exterior; de la portada principal y de los ábsides), su análisis pormenorizado, dada su especificidad, es objeto de valoración monográfica en esta misma publicación.

C. Los edificios románicos pontevedreses: evolución de las formas
Conocemos bien, en lo esencial, la evolución de las pautas constructivas de las empresas catalogables como románicas ubicadas en la provincia de Pontevedra. A ello, como acontece en el resto de Galicia, han contribuido de manera decisiva las investigaciones de las últimas décadas. Conocer bien, sin embargo, no quiere decir conocerlo absolutamente todo. Persisten, en efecto, dudas y hay también lagunas, difíciles de resolver y/o de rellenar debido, de un lado, a la falta de información y, de otro, a la complejidad inherente a determinados momentos de la vida del estilo, en ocasiones consecuencia de la ausencia de datos señalada.
¿Cuándo se documentan y dónde se encuentran los primeros testimonios del románico pontevedrés? Como sucede en otras latitudes y tanto para éste como para cualquier otro estilo, no es fácil responder a las dos preguntas, en realidad haz y envés de una misma cuestión. Debemos tener en cuenta a ese respecto, como ineludible punto de partida, que los estilos, en su conformación y definición, son calificados a posteriori por los historiadores, en un proceso que, para el que nos atañe, comienza a abrirse paso en el siglo XIX, y que en su tiempo su arranque o nacimiento se produce no de manera pura, desde la nada, sino tomando como base o referencia formulaciones anteriores que sólo poco a poco van diluyéndose ante la fuerza de las nuevas, finalmente dominantes y triunfadoras.
Es esa dicotomía, esa fluctuación formal entre un pasado todavía vigente y un presente, en principio, cargado de futuro, la responsable de los problemas que plantea el análisis y valoración estilístico-cronológica de un monumento tan excepcional, reforzado en su significación por su privilegiado emplazamiento, como las Torres de Oeste (Catoira). En ellas, mientras unos autores inciden en la presencia de formas y técnicas vinculadas al mundo asturiano, otros, reconociendo su complejidad, aumentada por lo confusas o poco explícitas que resultan, por otro lado, abundantes referencias documentales, son más partidarios de relacionar algunas de las soluciones que en ellas se emplean, como resultado de lo que cabría denominar un “espíritu de época”, con empresas, entre ellas y sobre todo el oscense Castillo de Loarre, valoradas ya como románicas, ubicadas en distintos puntos del norte peninsular y vinculadas a la figura de Sancho III el Mayor.
Sea como fuere, es evidente que la tradición hispana (o, si se prefiere, asturiana), tal como señaló en su día I. G. Bango Torviso, va a conocer en nuestra provincia –también en otras y no sólo en las de Galicia– una larga pervivencia, unas veces como consecuencia de la adaptación de un viejo templo a los nuevos tiempos, otras, simplemente, por el empleo de soluciones o procedimientos constructivos y decorativos muy concretos. Ejemplifica esta situación la iglesia de San Bartolomé de Rebordáns, en Tui. Empresa de indudable complejidad, fruto, en su estructura románica, de dos campañas sucesivas de trabajos, datables, la primera, en el tránsito del siglo XI al XII, y la segunda cuatro o cinco décadas más tarde, en ella, bien acreditadas ya en lo constructivo y en lo decorativo formulaciones del románico pleno de progenie diversa, se documentan todavía principios de abolengo prerrománico: los ábsides laterales, tal vez no casualmente en este caso de planta rectangular, por más que este esquema sea de uso muy frecuente también en tiempos románicos, se cubren con bóvedas de cañón conformadas en su parte central, a partir de los riñones, por ladrillos colocados de canto.
La mención, a propósito de Rebordáns, del románico pleno, nos obliga a retroceder en el tiempo y a dirigir nuestra vista a la Catedral de Santiago, edificio clave, por su significación cultual y su monumentalidad, para entender, en tiempos de renovación formal, explicable por la necesidad de adaptar los marcos a las ideas reformadoras introducidas en el tramo final del siglo XI, el proceso de implantación, consolidación y desenvolvimiento del estilo en las tierras noroccidentales de la Península Ibérica. El hecho, además, de que buena parte de la actual provincia de Pontevedra dependiera entonces (hoy también) de la diócesis compostelana refuerza todavía más, si cabe, su impacto sobre el discurrir de las formas en el ámbito territorial que nos concierne.
La influencia compostelana, que, como muy bien señaló hace ya cuatro décadas J. M. Pita Andrade, se detecta siempre “de una manera fragmentada, incluso inconexa“, debió de acusarse muy pronto en la edilicia pontevedresa. Dos edificios, por las circunstancias tan especiales que en ellos concurren, pese a que en ambos sólo persiste de esa época, en esencia, un epígrafe, tienen que ser traídos necesariamente a colación a ese respecto: la otrora iglesia monástica de Santiago de Ermelo (Bueu) y la hoy parroquial de Santa María de Alba (Pontevedra).
El que en las dos inscripciones, la primera, datada en 1104, conmemorativa de la restauración de la iglesia en su totalidad (omnino), ejecutada por alguien familiarizado con la escritura en el más amplio sentido del término, la segunda, sin fecha legible hoy, muy próxima por su contexto, en todo caso, a la de la anterior, alusiva a la edificación y consagración del templo88, se mencione a Gelmírez como obispo, siendo especialmente notorio su protagonismo en el segundo caso, pues es él quien libera “de la insaciable codicia de unos caballeros la iglesia”, procediendo después a consagrarla, invita a pensar fundadamente que en sus fábricas se dieron cita ya soluciones o propuestas de progenie santiaguesa, aportadas, con toda probabilidad, por algún maestro vinculado a la empresa catedralicia santiaguesa, por entonces en pleno proceso de construcción y decoración.
La desaparición, prácticamente total, de la fábrica románica de estos dos templos impide conocer cuál fue en ellos el impacto exacto de la basílica compostelana. Su huella, en cualquier caso, comenzará a hacerse particularmente visible en nuestra provincia, en paralelo con lo que acontece en otras, a partir del segundo cuarto del siglo XII, durante el reinado, ya incontestado, de Alfonso VII (datable en esencia, para el conjunto de los reinos de Galicia, León y Castilla, entre 1126, año del fallecimiento de la reina Urraca, su madre, y 1157, fecha de su muerte). Remitirán a Santiago buena parte de los esquemas constructivos y motivos decorativos que significan por los años en que nos movemos y en tiempos posteriores a nuestro románico: compartimentación de ábsides semicirculares por medio de columnas; ábsides poligonales; arcos atando contrafuertes; tipos de pilares compuestos; modelos de capiteles; columnas con fustes entorchados; temas ornamentales; arcos lobulados; composición y molduración de puertas y ventanas; ordenación de cubiertas, etc.
Santa María de Tomiño. Portada oeste
 

Estos elementos de abolengo compostelano, tal como, según ya se dijo, indicó en su día J. M. Pita Andrade, los encontraremos de manera dispersa por doquier. El esquema del templo jacobeo, adaptado en planta y alzado a unas exigencias muy concretas, inherentes a un gran centro de peregrinación, no fue imitado como un todo, sin embargo, en ningún caso. Sólo se le acercó de alguna manera, con diferencias sustanciales, en todo caso, tanto en planta como en alzado (también, hay que señalarlo, en envergadura), la Catedral de Tui. Iniciada en un momento impreciso, quizás en 1120 y, en todo caso, antes de 1145, pues en este año sabemos que estaba en obras, su importancia ha de reconocerse no sólo en lo que en sí misma supone desde el punto de vista constructivo y decorativo sino también en el marcado protagonismo que adquirió en el desarrollo edificatorio de su territorio diocesano, en parte ubicado, como ya se advirtió más arriba, al sur del río Miño, ámbito con el que, en contrapartida, hay que relacionar, sin duda como consecuencia de la intervención de artífices de esa procedencia y formación, soluciones como la organización y ornamentación de la espléndida portada occidental de Santa María de Tomiño.
El impacto tudense y el compostelano conocen su apogeo en unas fechas, comienzos de la segunda mitad o, mejor aún, principios del último tercio del siglo XII, durante las cuales, como en el resto de Galicia, empieza a detectarse la presencia de importantes novedades estructurales y decorativas que van a propiciar la revitalización del estilo.
Desde el punto de vista constructivo esas novedades (arcos apuntados, bóvedas de cañón agudo y con nervios), cuya progenie última hay que buscar más allá de los Pirineos, en tierras de Borgoña exactamente, tienen como referente inicial en nuestro territorio provincial, por un lado, a los monasterios cistercienses de Armenteira y Oia y, por otro, a la abadía de Carboeiro, en cuya iglesia, en su segunda campaña de trabajos, se hace explícita la intervención de un equipo vinculado a las tareas que, documentadas desde 1168, dirigía en la Catedral de Santiago el afamado Maestro Mateo.
Las abaciales de Armenteira y Oia, aquélla, según atestigua un epígrafe ubicado en una de las pilastras que soporta el arco triunfal de acceso al ábside central, iniciada en 1167, ésta con posterioridad a 1185, año de incorporación de la comunidad a la que sirve a la Orden, ofrecen, en planta y alzado, modelos diferentes, ambos, en cualquier caso, de extracción borgoñona. Coinciden los dos, sin embargo, en la adopción de premisas de capital significación, llamadas a ejercer un fuerte impacto, no sólo en su entorno: de un lado, el empleo de arcos apuntados y bóvedas de cañón agudo para cubrir la mayor parte de sus diferentes espacios; de otro, en consonancia con los principios de austeridad que significan a la Orden a la que pertenecen en el panorama monástico de la época, la supresión de decoración, la búsqueda de formas simples, reducidas en esencia a su función puramente estructural.
La iglesia de Carboeiro fue iniciada por la cripta, concluida, según explicita un epígrafe ubicado en su exterior, el 1 de junio de 1171. Un mes más tarde, el 1 de julio, como nos informa otra inscripción, ésta localizada en la nave meridional, comenzaron los trabajos del templo propiamente dicho. El proyecto, de enorme vistosidad, reforzado en su impacto visual por su singular emplazamiento, fue puesto en marcha por un equipo de formación y procedencia borgoñona, distinto del que por entonces trabajaba en Santiago a las órdenes del Maestro Mateo. Por razones que hoy se nos escapan, ese taller fue sustituido, cuando aún no se había terminado la cabecera, por otro distinto, éste sí de extracción compostelana, vinculado a la órbita del citado Mateo, haciéndose especialmente notorio su trabajo en las portadas del edificio.
La huella del segundo equipo de Carboeiro, el vinculado a Mateo, se documenta, en lo constructivo y/o en lo decorativo, en algunos edificios, debiendo relacionarse en otros casos la progenie mateana no con la irradiación de este monumento pontevedrés sino con el impacto inmediato del santiagués, detectable incluso, directa o indirectamente, esto es, a través de un eslabón intermedio, en una empresa como Santiago de Breixa (Silleda), obra cuyo ábside, por estructura y lo esencial de su programa escultórico, nada tiene que ver con precedentes gallegos, siendo por ello, de hecho, un unicum en nuestro ámbito.
No debe extrañar en la etapa en que nos movemos –años avanzados del siglo xii y primeros del xiii, durante los reinados de Fernando II y Alfonso IX, aquél fallecido en 1188, éste, su hijo y sucesor, en 1230–, particularmente brillante para Galicia, y dadas las circunstancias que concurren en la configuración de la provincia, un producto administrativo, como sabemos, del siglo XIX, que en nuestro territorio se documente también la influencia de algún otro monumento de especial significación en el panorama constructivo de su tiempo. Ése sería el caso de la Catedral de Lugo, explicable por pertenecer todavía hoy a su jurisdicción diocesana una parte de la demarcación territorial pontevedresa; de la abacial de Oseira, justificable por la proximidad física o la existencia de imprecisos vínculos jerárquicos, o incluso de la Catedral de Ourense, cuyo impacto sobre la iglesia de Santa María de Sacos (Cotobade) sólo cabe entenderlo a partir de consideraciones puramente artísticas.
En los años finales del reinado de Alfonso IX, en torno a 1225, se documenta en la Catedral de Tui, en su portada occidental, la irrupción de formulaciones ya claramente góticas, importadas por artistas formados y procedentes de alguno de los grandes núcleos creativos de la Isla de Francia. Su recepción se produce en un momento de gran actividad artística en toda Galicia y en paralelo con el desarrollo pleno de las premisas tardorrománicas, singularmente las relacionadas con los monasterios de la Orden del Císter y el Maestro Mateo y sus colaboradores, unas y otras, por sus potencialidades, llamadas a servir de base a la implantación de la nueva práctica constructiva.
Las circunstancias políticas tan especiales que conoce Galicia tras el fallecimiento, en 1230, de Alfonso IX (su muerte posibilitará la unión, que será ya definitiva, de León y Castilla en la persona de Fernando III y conducirá poco a poco a nuestro territorio, en cuanto parte integrante de un Reino, el de León, que va cediendo su liderazgo paulatinamente al de Castilla, a tener una presencia marginal en ese nuevo contexto) explicarán la progresiva pérdida de presencia o, mejor, de protagonismo de las novedades que se anunciaban en la parcela occidental de la sede catedralicia de Tui, agotadas en sí mismas y sin apenas proyección, y la continuación, fruto de la inercia generada por el vacío que el adverso contexto propicia y que impide la llegada de savia nueva, de los planteamientos vinculados al pasado más inmediato. Ante este panorama, tal vez no sea una casualidad que una empresa de tanta envergadura para su tiempo como la Colegiata de Baiona, terminada hacia 1278, funda en su fábrica soluciones que remiten, de un lado, al cercano monasterio cisterciense de Santa María de Oia y, de otro, a la campaña ya plenamente gótica de la Catedral tudense, primer referente monumental de la jurisdicción diocesana a la que pertenece.

La escultura románica en la provincia de Pontevedra
De ninguna manera considero justo el pasar en silencio esto, puesto que persistiendo en la grandeza del cuidado pastoral, al recorrer visitando los señoríos e iglesias de su diócesis como corresponde a un buen pastor, en todo su obispado que él (Diego Gelmírez) recorría con frecuencia, no pudo encontrar lugares adecuados para celebrar los divinos oficios a causa de la excesiva oscuridad de los vetustos edificios. Por ello reconstruyó la iglesia de Santiago de Padrón… También en el territorio de Salnés arrancó de manos laicas la villa regia llamada Gogilde, desolada y abandonada por falta de labradores, y que había cubierto por completo una densa y espesa maleza. Y para cultivarla llevó allí rápidamente a sus propios campesinos. En las proximidades de esta villa, por medio de una sentencia legal ante el piadosísimo conde Raimundo, liberó justamente de la insaciable codicia de unos caballeros la iglesia de Santa María de Alba y, después de consagrarla siguiendo las leyes, la restituyó al juro de la iglesia” (H. C., pp. 116-117).
El autor del capítulo XII del Libro I de la Historia Compostelana presenta el celo pastoral de Diego Gelmírez (1100-1140) con una fraseología restauradora y civilizadora en la que se advierte el esfuerzo del prelado por hacerse con el dominio de iglesias y monasterios de su diócesis, iglesias y monasterios que, siguiendo el régimen tradicional, solían concentrarse bajo el patronazgo de señores laicos (Fletcher, 1978, pp. 159-74; Framiñán Santas, 2005, D’emilio, 2007, p. 21; Castiñeiras González, 2010). El ejemplo de Santa María de Alba (Pontevedra), donde, gracias a la ayuda del Conde Raimundo, el entonces todavía obispo logra hacerse con el patronato de la iglesia, puede entenderse como el modelo de actuación pastoral que caracterizó su prelatura.
A pesar de la exageración laudatoria a que obliga el género biográfico, uno de los géneros literarios que confluyen en la Historia Compostelana, existe constancia arqueológica de la veracidad de la noticia de la consagración de la iglesia de Alba en 1105 (Filgueira Valverde, 1982, pp. 60-61; Bango Torviso, 1979, pp. 153-154). Si este epígrafe es hoy casi ilegible, otros conservados en iglesias de la provincia de Pontevedra amplían la nómina de lugares en los que la actuación del prelado fue fundamental para la consolidación del poder episcopal. Así, un año antes, Gelmírez habría restaurado la iglesia Santiago de Ermelo (Bueu), como indica el epígrafe conservado en el muro oriental de la iglesia y que debió de estar dispuesto, en origen, flanqueando el primitivo arco triunfal, un epígrafe diseñado por alguien vinculado a la cancillería compostelana como demuestran sus características externas y sus cláusulas de datación (Romaní Martínez y P. S. Piñeiro Maseda, 2005; D’emilio, 2007, 13-16). También la iglesia de San Miguel de Lores (Meaño) contó con una larga inscripción que fechaba su consagración en 1121 y celebraba a los titulares del templo –San Salvador, Santa María, la madre de Dios, San Miguel, Santiago Apóstol, Santa María Magdalena, San Román, mártir, San Félix y San Adrián mártires–, inscripción recogida en el Libro de Fábrica, donde fue copiada en 1649 (Bouza Brey, 1968, pp. 365-367; Bango Torviso, 1979, pp. 183-184; D’emilio, 2007, pp. 16-17). Estas letras incisas en la piedra habrían de sonar a divinas palabras, a cuños del poder episcopal de una iglesia reformadora en el ámbito rural pontevedrés, pero la presencia de estas conmoraciones escritas del ritual de consagración de la iglesia no implican necesariamente –a pesar de lo que en ocasiones se defiende en la narración compostelana– la renovación o el comienzo de renovación de las fábricas de estas iglesias.
El mismo espíritu reformador que movía a Gelmírez fue compartido por el obispo Alfonso II de Tui (ca. 1097-1130), que emprendió la reconstrucción de la fábrica de su catedral. La historia reciente de la sede había sido tormentosa. Tras la destrucción de la ciudad y de la antigua catedral de Santa María por los normandos, la sede hubo de ser trasladada a la antigua iglesia del arrabal de San Bartolomé de Rebordáns, donde se documenta la presencia del obispo Jorge desde 1068 (López Alsina, 2006, pp. 66-67).
San Bartolomé de Rebordáns (Tui). Capitel del arco del ábside norte. Danza de Salomé y la Degollación del Bautista. Primer cuarto del siglo XII
 

La construcción de la nueva fábrica de San Bartolomé de Rebordáns se hizo esperar décadas y, como se ha indicado, fue promovida por el reformador Alfonso II, quien contó, para ello, con la generosidad de la condesa Urraca, que, ya viuda y reuniendo la triple condición de reina, titular del Infantado y condesa de Galicia, otorgó en 1112 importantes concesiones a la sede –como los monopolios de pesca fluvial y los de transportes de personas y mercancías en el río–, que proporcionaban abundantes ingresos (López Alsina, 2006, pp. 83-87).
Como correspondía a un prelado reformador, don Alfonso concibió la nueva iglesia con un programa figurativo desplegado en los capiteles de la cabecera.
El discurso figurativo, inspirado en otro más ambicioso de la antigua sede mindoniense en San Martiño de Foz (Lugo), fechado por Manuel Castiñeiras entre el 1090 y el 1108, opta por una estética muy alejada de lo compostelano en lo formal, pero cercana en lo conceptual, con un idioma figurativo y ornamental que cabe “vincularse con la incipiente escultura del Camino de peregrinación (Compostela, León, Loarre, Toulouse, el Poitou) y con posibles fuentes miniadas” (Castiñeiras González, 1999, p. 305). El tono sermonario aflora en la escultura de Rebordáns no sólo en la elección de los temas, sino también en el encadenamiento de su disposición en los capiteles.
Admoniciones en piedra contra la lujuria se reconocen tanto en los episodios de la Danza de Salomé y la Degollación del Bautista en el capitel del arco del ábside norte, como en la alegoría de la lujuria representada como castigo –una mujer a la que sendos sapos muerden los pechos– en el ábside sur, esquema utilizado previamente en un capitel de la cabecera de la catedral compostelana (Nodar Fernández, 2003; Idem, 2004, pp. 77-78). Es más, la elección del tema de un banquete, y de la historia de San Juan para decorar el ábside norte, donde posiblemente se encontraba la pila bautismal, es un ejemplo más del decoro que se constata en la relación entre figuración y función en la escultura románica, y la elección del banquete de Herodes en la cara principal del capitel podría ser el resultado de una glosa moral a la Eucaristía que se celebraba efectivamente en el altar. En el arco triunfal del ábside principal, en cambio, las advertencias contra las asechanzas del diablo parecen enlazarse con una alusión al poder salvífico del sacramento y a la victoria de Cristo sobre la muerte: el tosco personaje con libro que pisa a un cuadrúpedo (un león) y a una serpiente podría identificarse con una imagen muy común en los ambientes monásticos: la de Cristo pisando el león y el áspid, una referencia al salmo 90: 13 –“Et conculcabis leonem et draconem”–, interpretado por Agustín, cuyo comentario a los salmos fue sin duda el más leído en la Edad Media, como una advertencia a las dobles acechanzas del diablo, por la fuerza y por el engaño (Verdier, 1982).
La provisional sede de Rebordáns habría de actuar como un foco emisor de modelos en la primera mitad del siglo xii en la zona sur de la provincia y en el norte de Portugal. Sirvan de ejemplo los casos de Santa María de Tebra (Tomiño) y en San Salvador de Paderne. El repertorio mindoniense fue conservado por los talleres provenientes de Rebordáns y en Tebra afloran otros temas ausentes en la vieja sede tudense pero presentes en la mindoniense –la sirena–, aunque los escultores parecen haber fundido estos patrones con otros distintos como demuestra la singular escena del águila atacando un conejo, otra metáfora visual que viene a sumarse a las anteriores en esa suerte de obsesión que los clérigos reformadores parecen haber sentido hacia los peligros de la lujuria. Con el estilo de estas piezas han relacionado también María Pérez Homem de Almeida y Manuel Luis Real un relieve encontrado en la parroquial portuguesa de San Salvador de Paderne perteneciente a una iglesia anterior, en el que se reconoce la figura del Salvador, quizá de un Descenso al Infierno, parentesco explicable por haber sido consagrado el templo en 1130 por el obispo tudense don Pelayo, pues, efectivamente, el norte portugués, a pesar de depender civilmente de la recién estrenada corona portuguesa, pertenecía eclesiásticamente a la diócesis de Tui (Real y Pérez Homem de Almeida, 1990, p. 7).
El águila atacando a una liebre de la iglesia de Tebra se presenta como ejemplo de materialización plástica de la fraseología sermonaria típica de la reforma gregoriana destinada a someter a los laicos a una disciplina moral casi monástica, como lo son otros repertorios de imágenes labradas en los capiteles de las cabeceras de las iglesias en las que se expresan las asechanzas del diablo en términos de violencia física, de luchas, persecuciones o enfrentamientos entre hombres y animales. En muchas ocasiones se integran estas imágenes bajo el epígrafe de “bestiario en piedra” (Nodar Fernández, 2004), pero, como ha recordado Conrad Rudolph, la fraseología de contienda entre hombres y animales es muy común en la literatura exegética de los padres de la Iglesia, entre otras obras, en las Ennarrationes in Psalmos o en De Civitate Dei de Agustín, o en los Moralia in Job de Gregorio, tres de las obras más leídas por los claustrales medievales (Rudolph, 1997). La cabecera de la catedral compostelana presenta abundantes ejemplos de esta particular retórica, que hacia 1150 comienzan a difundirse por el norte de la provincia de Pontevedra, como demuestra un capitel proveniente en la iglesia de Santa María de Bermés (Lalín, Pontevedra), conservado hoy en el Museo de Pontevedra, en el que el personaje central aparece intentando aplastar a los leones que lo flanquean (Bango Torviso, 2003, p. 320; Valle Pérez, 2003, p. 61). Otros esquemas de esta familia de imágenes son aquéllos relacionados con la caza, en los que suele destacar la figura de un hombre sonando el cuerno, y estas fórmulas hubieron de entrar en la provincia desde tierras luceses. Aunque un modelo de este tipo ya aparecía en la cabecera de la catedral de Santiago a finales del siglo XI–donde un hombre tocando el cuerno se disponía entre sendas parejas de leones (Nodar Fernández, 2004, p. 63)–, la solución fue reinterpretada por el taller que labró las ménsulas del interior de San Martiño de Foz (Lugo) en el primer tercio del siglo (Castiñeiras González, 1999, fig. 19). El traslado de la sede de Foz a Villamayor llevado a cabo 1113 debió de decelerar el ritmo de las obras en la vieja fábrica (Yzquierdo Perrín, 1994), y produjo el desplazamiento de los talleres escultóricos hacia el Sur. En efecto, los mismos escultores habrían de labrar más tarde no sólo los capiteles del arco triunfal de la iglesia de Santiago de Tabeirós (A Estrada) –donde repiten la fórmula del hombre con cuerno entre leones–, sino también la serie de canecillos de la cornisa exterior del ábside (Bango Torviso, pp. 209-210). Y esta relación artística entre el norte mindoniense y la tierra de “Tabeyrolos” ha de entenderse en el marco de los vínculos institucionales que las unían. A pesar de que el arzobispado de Santiago poseía importantes propiedades en la zona, la Iglesia de Mondoñedo detentaba el patronato de diez de ellas, como confirma el papa Adriano IV en una bula expedida en el año 1156, y una de éstas habría de ser, en efecto, la de Santiago de Tabeirós (Florez, p. 350).
El alero de este templo muestra una serie de canecillos, en los que, como sucedía en el más antiguo de San Martiño de Foz o en la cornisa de la compostelana portada de Platerías, se convocan representaciones monstruosas o burlescas de los más diversos vicios para advertir a los laicos de las nefastas consecuencias de su conducta pecaminosa y conminarlos a su regeneración –un músico, un contorsionista, un personaje en actitud procaz– (Castiñeiras González, 1996; Idem, 1999, Idem, 2003). Y es que las cornisas figuradas con este tipo de representaciones constituyeron un género específico impulsado por la ideología reformadora impulsada desde Roma, un género que traducía a términos monumentales el intento de regular una estricta separación entre la clase sacerdotal y el mundo de los laicos, al ridiculizar los vicios humanos, relegándolos, además, simbólicamente, a los márgenes del edificio cristiano consagrado, situando metafóricamente al pecado fuera del cuerpo espiritual de la Iglesia (Moralejo, 1985; Kenaan-Kedar, 1995).
Los proyectos reformadores de los prelados gallegos hubieron de incluir también la organización reglada de la vida de las canónicas que regían, y la provincia de Pontevedra conserva un ejemplo precioso, por raro, de una construcción relacionada con estos objetivos, que preserva, aunque dañada, su decoración escultórica: la sala capitular del claustro de la catedral de Santa María de Tui, construcción auspiciada por el obispo Pelayo Menéndez (1130-1156), quien había promovido la adopción de la regla agustiniana en el cabildo en 1138 (Carrero Santamaría, 2005, pp. 384-387). A pesar de las mutilaciones que han sufrido los dos capiteles que coronan los haces de las columnas cuádruples de las ventanas, pueden reconocerse en ellos dos carneros enfrentados y una loba amamantando a sus lobeznos, una imagen repetida más tarde en la portada de la iglesia de A Mezquita (A Merca, Ourense) y que, por sus connotaciones maternales, podría ser entendida como una alegoría derivada de las metáforas maternales con las que la literatura contemporánea glosa la relación entre la Iglesia y los fieles. La Historia Compostelana proporciona algunos ejemplos. Si al relatar cómo el abad de Cluny conminó a Gelmírez a visitar Roma se citan las palabras del monje borgoñón –“…no dejes de visitar a tu madre, la santa iglesia de Roma”–, en otro capítulo se hace referencia a “nuestra madre la santa iglesia romana” (H. C., pp. 103 y 297).
Otra de las consecuencias artísticas de la Reforma Gregoriana fue, sin lugar a dudas, la labra de portadas ricamente esculpidas que pudieran servir para que los laicos, que difícilmente entendían latín, pudiesen “leer” las imágenes (Camille, 1985; Caviness, 1992; Kessler, 2006). El viejo tópico era efectivamente conocido en Galicia por estas fechas, pues se repite en el Polycarpus, un libro de cánones regalado a Gelmírez en Roma y que posiblemente éste donó a su iglesia (Castiñeiras González, 1998); y las portadas del transepto de la catedral compostelana fueron, como es sabido, un ejemplo elocuente de este fenómeno. Sin embargo, éste parece haberse visto limitado en la primera mitad de la centuria al particular caso compostelano. La iglesia de San Bartolomé de Rebordáns carecía de portadas esculpidas. La nueva fábrica de Santa María de Tui, documentada ya en 1145, que debió de comenzar a construirse hacia 1140, sufrió parones intermitentes a raíz de las confrontaciones bélicas entre los monarcas leoneses y los portugueses, de modo que debía de haber alcanzado únicamente la cabecera y el brazo norte del crucero en 1170, cuando Fernando II decidió el traslado de la ciudad a su vecindario (Bango Torviso, 1979, p. 245; Cendón Fernández, 2000, pp. 26-28). No se ha conservado tampoco ninguna portada románica de las dos iglesias de la villa de Pontevedra –Santa María y San Bartolomé (Moure Pena, 2001)–, y habrá de ser en la villa nacida al amparo del puerto de Vigo, y en una iglesia parroquial de la zona del Deza, donde se localicen las soluciones más tempranas en este sentido.
De la portada occidental de la iglesia de Santiago de Vigo se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid un fuste de mármol romano reaprovechado decorado con un Cristo pisando el áspid y el basilisco, que debió de presidir el parteluz de una estructura bífora (Sánchez Cantón, 1942; Moralejo Álvarez, 1988a, p. 97; Idem (1988b), pp. 108-109; Idem, 1990, pp. 212-214; Sánchez Ameijeiras, 2004, pp. 161-163).
Fuste con la imagen del Salvador procedente de la iglesia de Santiago de Vigo (Museo Arqueológico Nacional de Madrid). 1150-1160 

Serafín Moralejo ha demostrado la relación estilística de esta pieza, de notable calidad, con las columnas procedentes del monasterio de San Paio de Antealtares de Santiago de Compostela, que probablemente funcionaron como soportes de altar, y que, decoradas con un Apostolado, se encuentran hoy repartidas entre el Museo Arqueológico Nacional y el Fogg Art Museum de Havard (Cambridge, Mass). Moralejo atribuyó este conjunto a un taller de origen bearnés relacionado con las esculturas de Sainte-Marie de Oloron, Sainte-Foy de Morlàas, Saint-Pierre de Sévignac-Thèze o Lacommande, cuya presencia se documenta además en territorio hispano –en Uncastillo y en varias iglesias segovianas (San Martín de Fuentidueña, San Justo de Sepúlveda)– (MORALEJO ÁLVAREZ, 1993, pp. 392-395; IDEM, 1994, pp. 214-215). El mismo autor reconocía en Bernardo de Agen, el arzobispo compostelano promotor de la concordia de 1152 entre la catedral y el monasterio de Antealtares, el posible agente que explicase la presencia de este taller en Galicia; y, como más tarde advirtió James D’Emilio, cabe relacionar con una serie de obispos de origen francés el patrocinio de las obras ejecutadas por estos talleres en solar hispano (D’EMILIO, 1991, p. 89).
El parteluz de Santiago de Vigo, único testimonio de un conjunto monumental probablemente mucho más ambicioso, suma, a la calidad de su labra, la especial adecuación de su iconografía a su destino liminar original. Las inscripciones que decoran el nimbo crucífero de Cristo –EGO SVM A ET Ω– y el libro abierto que sostiene en su izquierda y que señala con el índice de la derecha –D(eu)S/ ET(er)NVS: O/M(ni)P(oten)S: ET/ CLE/M(e)/NS: OMNIAQ(ue)/GVBE/RA/ NS– parecen situarlo en un discurso apocalíptico, ya que glosa el pasaje de Ap. I,8 –Ego sum alpha et omega, principium et finis, dicit Dominus Deus; qui est, et qui erat, et qui venturus est, omnipotens–, que se complementa con la alusión a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, al presentarlo pisando los monstruos a los que alude el versículo 13 del salmo 90 –super aspidem et viperam gradieris/ conculcabis leonem et draconem– (Kessler, 2008). Si su destino original, como supongo, hubiera sido la portada de la iglesia, la iconografía del relieve resultaría especialmente adecuada para presidir el atrio parroquial en el que se situaba el cementerio.
Un mensaje semejante, aunque formulado de una manera diferente, con la imagen de Sansón desquijarando al león, quiso expresar el artista que, formado en el taller de Platerías, labró el tímpano de San Xoán de Palmou (Lalín), hacia 1160, hoy custodiado en el Museo de Pontevedra (Ramón y Fernández-Oxea, 1936; Idem, 1951; Idem, 1962; Idem, 1965; Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 378-405; Ferrín González y Carrillo Lista, 1997; Sánchez Ameijeiras, 2001, pp. 168-171; Sastre Vázquez, 2003; Valle Pérez, 2006). La fórmula se popularizaría a finales de siglo a partir del modelo de Santa María de Taboada de Freires (Taboada, Lugo), fechada por inscripción en 1190, y firmada por el maestro Pelayo. Otras versiones del tema, como ha estudiado Ramón Yzquierdo, se labraron en las iglesias parroquiales de Pazos de San Clodio (San Cibrao das Viñas, Ourense), San Martiño de Moldes, Santiago de Taboada (Silleda, Pontevedra), San Miguel de Oleiros (Silleda, Pontevedra) y el reutilizado en una casa particular de Turei en la feligresía de Santa Baia de Beiro (Ourense). El taller que introdujo el modelo en Palmou se había formado en Compostela, como demostró Ramón Yzquierdo Perrín, pues de allí provienen el repertorio decorativo –el arco polilobulado que sirve de marco a la escena– y la plástica calidad volumétrica de la figuración, e incluso la fórmula iconográfica, pues ésta se había ensayado con anterioridad en los canecillos de los aleros de Platerías y de la iglesia compostelana de Salomé (Yzquierdo Perrín, 1967/78, p. 379; Idem, 1995, pp. 378- 380). En este formato se acentuaba el hecho físico de la lucha, como metáfora de la lucha espiritual, al encontrase el tema entre las imágenes que ridiculizaban los vicios humanos, pero al ser monumentalizado en un tímpano adquiriría otro tipo de connotaciones simbólicas. De hecho, el pasaje bíblico fue interpretado por los exégetas medievales como una figura del triunfo de Cristo sobre el diablo y la muerte, de modo que parecía ajustarse a las exigencias del decoro dictadas por la propia topografía de las portadas. Si en Santiago en Vigo era un Cristo triunfante el que presidía el atrio cementerio, en Palmou, y en los restantes tímpanos con la imagen de Sansón desquijarando al león, lo hacía en clave tipológica encarnándose en su precedente veterotestamentario (Ferrín González y Carrillo Lista, 1997; Sánchez Ameijeiras, 2001, pp. 168-171).
San Xoán de Palmou (Lalín). Tímpano. Sansón desquijarando al león (Museo de Pontevedra). Hacia 1160
 

Como demostraba el tímpano de Palmou, a partir de 1160 la impronta compostelana se dejó sentir en una serie de iglesias de la comarca del Deza, una comarca en la que el poder compostelano ya se había afirmado con anterioridad y se vio confirmado con la donación de la llamada Tierra del Deza, en toda su integridad, a la mitra compostelana, otorgada por Fernando II en 1165 (Lucas Álvarez, 1997, pp. 278-280). En las iglesias de la comarca y de la vecina zona de A Estrada, varios talleres de formación compostelana, y otros que parecen derivados de aquéllos, popularizaron ciertas fórmulas para la decoración de los arcos triunfales de las iglesias, en las que, de nuevo, se reconocen imágenes de lucha de hombres con animales, o de, como era el caso de las portadas anteriores, la rendición de aquéllos, en los que se expresa en términos de contienda física la lucha espiritual del justo ante las tentaciones del demonio. Así, las fórmulas relativas a la cacería se complicarán adquiriendo un verdadero tono narrativo. Por ejemplo en un capitel del arco triunfal de San Miguel de Moreira (A Estrada) un jinete tocando el cuerno persigue a una mujer tocada sosteniendo sendas palomas, una metáfora visual de inequívocas connotaciones sexuales (Bango Torviso, 1979, Lams. LXIIbc); y ya, en la décimo tercera centuria, se incorporarán nuevos esquemas que cabe relacionar con la tradición fabulística, como la escena del zorro y la gallina que decora un capitel del arco triunfal en la iglesia de Santiago de Lagartóns (A Estrada) (Bango Torviso, 1979, p. 181), un ejemplo parlante del intento de traducir el lenguaje de las fábulas a términos que resultasen fácilmente comprensibles para una audiencia campesina.
Santiago de Lagartóns (A Estrada). Arco triunfal. Capitel con el zorro y la gallina. Comienzos del siglo XIII
 

Un tono distinto adquieren otras imágenes emparentadas de algún modo con aquéllas. Así, en una serie de capiteles de los arcos triunfales de iglesias rurales se repite, como sucede en gran parte de la geografía del románico, el tema de Daniel entre los leones, un tema que adquiere un matiz distinto al situarse en el ámbito del presbiterio. Como ha propuesto Teresa Moure, el pasaje veterotestamentario, presente en los capiteles de los arcos triunfales de las iglesias de San Esteban de Carboentes (Rodeiro), Santo Tomé de Piñeiro (Marín), San Pedro de Rebón (Moraña) y Santa María de Frades (A Estrada), habría de interpretarse como una versión en piedra de la antífona cantada no sólo en el Oficio de Difuntos, sino también en otras ocasiones del año litúrgico –Libérame de la boca del león, como liberaste a Daniel,… (Moure Pena, 2004, 2006).
Frente a todos estos ejemplos conviene destacar un caso especialmente singular y llamativo: el bestiario esculpido en los capiteles de la iglesia de Santiago de Breixa (Silleda) (Yzquierdo Perrín, 1978; Idem, 1995, pp. 370-372). En este caso, a mi juicio, se debe hablar de Bestiario en piedra y, el hecho de que el repertorio figurativo aparezca acompañado de didascalías explicativas que identifican a los animales fabulosos allí representados –falconorio, sagitarios, serena, arpia–, induce a pensar que los escultores tuvieron en sus manos fuentes miniadas. Pero la intención de los clérigos que dictaron el programa, que parece especialmente adecuado para una iglesia monástica, no era hacer conocer la fauna fabulosa a espectadores rurales poco familiarizados con ella, sino posiblemente utilizar las imágenes como recursos mnemotécnicos que activasen en la memoria las lecciones morales que, del comportamiento animal descrito en los Bestiaros medievales, habrían de extraer los monjes. El Bestiario, como ha demostrado Ron Baxter, pertenecía al género de la tratadística moral y no al de la historia natural, y abundaba especialmente en las bibliotecas monásticas (Baxter, 1998). Breixa no sólo resulta singular por su programa figurativo, sino por el estilo de su escultura, ajeno a tradiciones arraigadas en Galicia y proclive a la utilización de capiteles con grandes cestas, en las que la figuración invade incluso el collarino; por las proporciones y las particulares fisionomías de los personajes, por la particularidad de ciertos motivos decorativos –como la suerte de remate acaracolado que conforma la voluta– y, en términos generales, por la predilección por una estética decorativa que puebla de esquemas variados tanto el arco triunfal como el fajón del presbiterio y las arcadas.
Santiago de Breixa. Capitel. Sirenas. Tercer cuarto del siglo  XII
 

Este modo de hacer remite, a mi juicio, en última instancia a ciertas obras de la Guyena francesa –como la escultura de La Sauve-Majeure (Dubourg-Noves, 1969, figs. 86-86)– que habría evolucionado en el área segoviana en donde se encuentra un eslabón intermedio entre las soluciones del sur de Francia y las del monasterio gallego en los capiteles del presbiterio de la iglesia de Santa María de Sepúlveda (Enciclopedia del Románico, Segovia, III, 2007, p. 1612). La escasez de noticias documentales que se conservan sobre esta iglesia singular –la más antigua data de 1233, año en que un clérigo de Breixa dona a Carboeiro la parte y quiñón que tiene en la iglesia (Yzquierdo Perrín, 1978, p. 194)–, induce a pensar que su singularidad encontraría justificación si se tratase de una iglesia de fundación privada, y las particulares circunstancias de sus promotores contribuirían a comprender las peculiaridades tanto estilísticas como iconográficas de su escultura.
Las metáforas desbrozadoras propias de la reforma gregoriana y las referidas a las luchas morales en términos de violencia física, las referencias a los vicios y al maligno encarnados en figuras animales derivadas de interpretaciones moralizantes de la Biblia o la representación de pasajes bíblicos como un eco de las metáforas invocativas de las antífonas cantadas en el Oficio Divino conforman, sin duda, buena parte del repertorio figurativo de las iglesias románicas de la provincia de Pontevedra de la segunda mitad del siglo xii. Pero a ellas habrá que sumar otra familia de imágenes que derivan del simple signo de la cruz grabado sobre el umbral del templo y que, como he demostrado en otra ocasión, podrían haber surgido estrechamente relacionadas con el ritual de consagración de la iglesia (Sánchez Ameijeiras, 2003a). En ese marco cabe entender la recuperación, para los tímpanos de las iglesias, de un motivo –la crux gemmata, con el alfa y el omega como pendilia– utilizado anteriormente en la decoración monumental de altares de “tradición asturiana”, como los de San Martíño de Churío o Samos, datados en el siglo x (Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 153-155), que evocaba prestigiosos referentes reales de orfebrería, como el signum crucis regalado por Alfonso III a la catedral compostelana. Este proceso se constata a partir de la década de los setenta. El ejemplo más antiguo de este tipo se encuentra en el acceso norte de la cripta de la iglesia monasterial de Carboeiro (Silleda) y puede fecharse en torno a 1171, cuando se remató la obra. En él se reconocen incluso los candelabros sobre las astas de la cruz, como aparecían en las aras del siglo x (Bango Torviso, 1979, p. 114 y Lam. XLIg). Es posible que en este caso se tratase también, como sucedía en los altares, del trasunto escultórico de una pieza de orfebrería antigua, habida cuenta la documentada existencia del monasterio desde el siglo x (Bango Torviso, 1979, p. 110).
Esquemas más singulares en el panorama occidental son los trasuntos en piedra de ricas cruces de orfebrería que presiden el tímpano occidental del orensano templo de San Pedro de A Mezquita (A Merca, Ourense) y el norte de la pontevedresa de San Pedro de Vilanova de Dozón (Dozón). Como he indicado en otro lugar, los remates con medallones ricamente decorados son típicos de un modelo de cruz de orfebrería resultante de fundir el esquema bizantino con extremos redondeados con la cruz latina occidental, y fueron especialmente abundantes en Dinamarca, Polonia y Hungría a fines del siglo xii y comienzos del xiii, lo que induce a pensar que en A Mezquita y en Dozón debieron de contar con cruces de origen oriental, donadas por los patronos de la iglesia, que, por el prestigio que les confería no sólo su riqueza sino también su deslumbrante novedad, merecieron ser efigiadas con considerables dimensiones y especial cuidado en los detalles decorativos en los respectivos tímpanos (Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 54-55). La idea de reproducir en el tímpano la prestigiosa cruz que debió de presidir el altar en Dozón se explica por su estrecha relación con Carboeiro, como demuestra, por ejemplo, una donación efectuada en 1170 por Urraca Fernández “y toda su voz”, en la que actúa como testigo todo el convento de Carboeiro (Buján Fernández, 1996). La sorprendente novedad del modelo debió de llevar aparejada su reproducción en portadas de menor entidad en iglesias vecinas aunque perteneciesen a la mitra compostelana, como es el caso del dintel pentagonal de la puerta norte de Esteban de Oca, una pieza que, por lo antiquizante de su formato, podría inducir al error de suponerla de fechas más tempranas (Bango Torviso, 1979, pp. 192-193, Lam. LXIIg).
Al representar prestigiosas cruces de orfebrería en los umbrales del templo se trasladaba al exterior del edificio una decoración que había surgido en el altar, y el esquema de las ricas cruces inscritas en círculos evoca –como puede verse en Oca–, en cambio, el formato de las cruces de dedicación de los templos, cruces gemmatae inscritas en círculos, como las que todavía se conservan en la catedral de Santiago o en la iglesia dominica de Bonaval (Moralejo Álvarez, 1988a, pp. 25-26; Manso Porto, 1993, I, pp. 98, 168-169). Estas cruces esculpidas conmemoran eternamente las doce señales que el obispo ungía sobre los muros internos del edificio durante la segunda parte del ritual de consagración de la iglesia, tras haber ungido previamente el altar, entonando, en uno y otro caso, antífonas o salmos que hacen referencia a la Jerusalén Celeste (Repsher, 1998, pp. 150-151). Es decir, tanto las cruces que decoran los altares como las de dedicación son señales perennes, materializadas en piedra, de aquellas efímeras ungidas por el oficiante con el crisma.
Tímpano norte de San Pedro de Vilanova de Dozón (Dozón). Primer tercio del siglo XIII
 

Y las similitudes, e incluso las diferencias, entre las cruces de consagración en el interior de los templos, las de los altares y las que adornan los tímpanos podrían explicarse en virtud de los ritos que parecen haberlas generado. En la tercera parte de la ceremonia, tras haber sido bendecido y consagrado el altar y los muros interiores, toda a procesión se dirigía de nuevo ante la portada, y el obispo ungía con crisma el umbral del edificio, pidiendo a Dios que consagrase, bendijese y santificase las puertas, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Repsher, 1998, p. 58). El diferente acento del ritual en el interior y el exterior pudo condicionar las variaciones entre las cruces: las cruces gemmatae, de claro sentido apocalíptico, decorarían preferentemente el interior de los edificios –en Carboeiro se encuentra en el interior–, evocando la antífona que se cantaba en la ceremonia –“Tus muros son piedras preciosas y las torres de Jerusalén serán construidas con gemas”– (Repsher, 1998, pp. 150-151); mientras que la evocación a la Trinidad en el acto de la unción del umbral debió de determinar otra fórmula introducida en la provincia de Pontevedra por obradores de origen lucense: la triple multiplicación de las cruces de entrelazos resultado de combinar tres elementos distintos –la cruz latina, la de San Andrés y el círculo secante–. Esta fórmula, que parece haber sido ideada por el maestro Martín en la iglesia de Novelúa (Lugo) (Ramón y Fernández Oxea, 1942; D’emilio, 2007, pp. 31-32), habría de repetirse en la también lucense iglesia de Friolfe y en la pontevedresa de San Pedro de Ancorados (A Estrada) (Bango Torviso, 1979, p. 154 y lam. LVIIa).
La cruz de entrelazos es también un motivo común en muchas antefijas, que quizá podrían entenderse también como el resultado de la “petrificación de un rito”, de la costumbre de coronar con una rama o una cruz un edificio recién construído. El pronunciado bulto de muchas de ellas y sus notables dimensiones con respecto a la iglesia cuya techumbre coronan hacen pensar en su función topográfica en el ámbito rural: si la campana marcaba el sucederse de las horas del campesino, las cruces antefijas realizarían una función semejante a las torres campanario, marcando desde lejos la señal del espacio consagrado. Las cruces antefijas muestran, en ocasiones, una suerte de imaginería triunfal sobre el pecado y el diablo. Tal debió de ser el caso de la acrótera meridional de San Martiño de Tiobre (A Coruña), de la que únicamente se conserva un cocodrilo, que muy probablemente debió de servir de pedestal para una cruz triunfante, como demuestra el paralelo pontevedrés que presenta la fórmula completa, con sendos animales aplastados por la cruz en la antefija del ábside de Santa María de Sacos (Cotobade). Estos cocodrilos que hoy pueden resultar sorprendentes en la geografía gallega medieval, aunque no dejan de serlo menos los numerosísimos leones, no deben serlo tanto si se tiene en cuenta que entre los objetos preservados en los tesoros de las iglesias medievales se encontraban cocodrilos disecados, huevos de avestruz o esqueletos de ballena, como la que se conserva y todavía da nombre a la iglesia portuguesa de Atouguía da Baleia (Domingo Pérez Ugena, 1998; Castiñeiras González, 2003, p. 314), curiosidades que fueron entendidas generalmente en clave simbólica (Mariaux, 2006). Si en la perfecta redondez de los huevos de avestruz, como el conservado en el tesoro de Saint-Denis, podía verse la perfección de la obra de Dios, las antefijas gallegas demuestran que los cocodrilos fueron vistos, en cambio, como encarnaciones demoníacas.
Continuando con la importancia que debieron tener los complejos rituales de consagración de la iglesia en la decoración de los tímpanos, no faltan aquéllos que muestran a los principales protagonistas de la ceremonia, el obispo y dos diáconos, con sus atributos litúrgicos correspondientes, como hace tiempo ya advirtió Isidro Bango (Bango Torviso, 1979, p. 178). En el de Santa Mariña de Fragas (Campo Lameiro), cabeza de la serie, se distingue claramente al obispo, con su báculo, bendiciendo, y dos acólitos: uno de ellos con un libro y el otro con una cruz procesional en la derecha y un objeto no identificado en la izquierda; y el esquema se desvirtuará progresivamente en San Paio de Muradelle (Chantanda, Lugo) y Santiago de Requeixo (Chantada, Lugo), donde se reconoce todavía el gesto de la bendición del oficiante principal, pero el instrumental litúrgico de los acólitos se vuelve irreconocible (Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 387-388).
El tímpano de Santa Mariña de Fragas constituye, además, un ejemplo claro de cómo los obispos intentaban controlar las fundaciones privadas y las parroquias. La imagen del arzobispo compostelano –que habría de ser, si tenemos en cuenta su cronología, Pedro Suárez de Deza (1173-1206)– en los umbrales del templo expresaba visualmente su poder no sólo terrenal sino espiritual sobre el territorio. Con todo, los esfuerzos episcopales no se vieron cumplidos en algunas ocasiones, como demuestra el singular caso de la prolija decoración esculpida de San Martiño de Moaña, en donde, de nuevo, se advierten referencias a la ceremonia de consagración de la iglesia. En el tímpano occidental se sitúan, bajo las arcadas de una estructura arquitectónica, San Martín, caracterizado como oficiante principal, quien con su mitra y báculo bendice con su derecha a los que acceden en el templo; San Bricio, con cruz procesional e incensario, y un insólito San Millán mitrado con un libro abierto (Bango Torviso, 1979, p. 187). El esquema parece inspirado en la anterior solución del tímpano occidental de San Xian de Moraime (A Coruña), donde, en cambio, San Julián oficia, acompañado por sus discípulos, que, como acólitos, portan libros y cartelas (Sousa, 1983a; Idem, 1983b). La relación con el texto del oficio de dedicación se hace, en estos dos casos, especialmente estrecha. Al comienzo de la ceremonia, tras llevar en procesión hasta la entrada del nuevo edificio las reliquias y el agua lustral, toda la comunidad entonaba la antífona Surgite sancti de mansionibus vestris, loca sanctificate, plebe benedicte et nos homines peccatores in pace custodite (“Levantaos, santos, desde vuestras mansiones y santificad el lugar, bendecid a la gente y protegednos a nosotros, pecadores”) (Repsher, 1998, p. 47). San Martín y San Julián, San Bricio, San Millán y sus acompañantes, parecen efectivamente responder a estas invocaciones, asomados bajo las arcadas del palacio celestial, en Moraña y Moraime (Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 59-61).
Santa Mariña de Fragas (Campo Lameiro). Tímpano. Escena de consagración de la iglesia. Último tercio del siglo XII
San Martiño de Moaña. Tímpano occidental. San Martiño, acompañado de San Millán y San Bricio, bendiciendo la iglesia. Finales del siglo XII 

Es posible incluso que otros personajes que acompañan a los santos oficiantes en el tímpano del Morrazo encuentren razón de ser en función del citado ritual.
Las dos figuras de pequeñas dimensiones que, situadas también en las mansiones celestes, ocupan los extremos no resultan fáciles de identificar. Una de ellas lleva un punzón, o un cálamo, pero sería arriesgado ver en ella al artífice de la inscripción o al escultor. Parece más probable que una de ellas efigie al Arias a quien atribuye el epígrafe que lo acompaña la construcción de la iglesia –“ar(i)as: feci”– (Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 59-61; otra opinión en D’emilio, 2007, p. 28). Así parece confirmarlo el hecho de que, en el anverso de otro tímpano de la misma iglesia –el de la portada sur, custodiado hoy en el Museo de Pontevedra–, dos personajes de pequeñas dimensiones aparezcan de nuevo flanqueando la escena principal, una apoteosis de San Martín, para la que se tomó prestado el esquema de la Ascensión tal como aparece en el también monástico y labrado por ambas caras tímpano del monasterio femenino de San Salvador de Albeos (Valle Pérez, 1987, fig. 212; Vázquez Corbal y Rodríguez Ortega, 2010), por lo que cabe pensar que, a pesar de las fechas tempranas, se trata de la representación de los patronos de las iglesias (Filgueira Valverde, 1944; Bango Torviso, 1979, p. 187, Lam. LXXXIVa; Idem, 2003, p. 234; Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 59-61). También en las inscripciones de los tímpanos se aludía a ellos: además del Arias citado en Moaña, en Portomarín (Lugo) se hacía referencia a un tal Fernando, continuando con la costumbre ya arraigada en la primera mitad del siglo xii de grabar en los dinteles los nombres de los benefactores acompañados por la indicación de la dedicación del templo: Munio Romanii y Maria Petriz ofrecían a San Pedro la iglesia de Valverde y el abad Pelayo, chantre de la catedral de Santiago, construía en honor a la Virgen, Santiago y Salomé la iglesia compostelana de Salomé (Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 260-262 y 284). Y la representación de los benefactores en los tímpanos de Moaña y su presencia en las inscripciones de dinteles y tímpanos podría entenderse también como un correlato de las fases finales de la ceremonia de consagración de la puerta anteriormente aludida. Tras proceder a ungir los umbrales y rodear en procesión el edificio, al exterior, de vuelta de nuevo ante el acceso principal del templo, el obispo se dirigía a la asamblea recordándoles el voto de celebrar el aniversario de la dedicación de la iglesia y advertía a los benefactores de su compromiso de mantener en buen estado la obra, tras lo cual aquellos manifestaban sus buenas intenciones (Sánchez Ameijeiras, 2003a, p. 61).
Hasta el momento he hecho referencia a la difusión de los talleres de la primera y segunda campañas constructivas de la catedral compostelana en la provincia de Pontevedra, a la repercusión de los talleres mindonienses en Tui o en la comarca del Deza, al papel desempeñado por maestros menores lucenses, como el maestro Martín de Novelúa, en la difusión de fórmulas decorativas en las portadas o a la particular difusión de modelos entre centros monásticos alejados –como puedan ser Moraime y Moaña–, pero he omitido un capítulo fundamental en la historia de la escultura románica de la provincia de Pontevedra, aquél que engloba las consecuencias que tuvo el nuevo lenguaje figurativo inaugurado en Galicia en las empresas escultóricas del cierre occidental de la catedral compostelana. A mi juicio, los ecos más tempranos de los nuevos repertorios de los maestros borgoñones que acudieron a Compostela se encuentran en la actual catedral de Tui. Los capiteles del transepto norte de la nueva sede dedicada a Santa María denuncian una indudable influencia compostelana, combinándose allí fórmulas de la primera campaña –las aves afrontadas bebiendo de un mismo cáliz– con modelos provenientes de la llamada “cripta” de Santiago (Bango Torviso, 1979, Lam. CXXIIk). Este nuevo lenguaje escultórico que habría llegado a la capital miñota cuando se reanudaron las obras en la catedral a partir de 1170, habría de desarrollar un particular gusto por lo narrativo, como se advierte en el capitel del pilar meridional que se abre a la cabecera, en el que se encadenan las escenas de la Anunciación, Visitación y Natividad, capitel al que se ha definido como “de cierto aire gotizante” (Bango Torviso, 1979, p. 234), aunque estas soluciones encajan con las tradiciones borgoñonas presentes en Compostela.
Esta tendencia narrativa se extendió en la zona, actuando, de nuevo, la catedral como foco emisor de talleres. Un ejemplo especialmente singular se localiza en la iglesia del monasterio femenino de Santa María de Tomiño (Tomiño). Como señaló el historiador tudense Francisco Ávila y la Cueva, en este lugar ya existía una iglesia dedicada a la Virgen en un conjunto monástico femenino en 1149, cuando aparece documentada la abadesa doña Urraca Troncoso; y se vuelve a tener noticia del mismo cuando Fernando II dona el cenobio a la catedral en 1170 (Iglesias Almeida, 1992, p. 78; Tobío Cendón, 2001). Poco tiempo después y a raíz de la traslación y elevación del cuerpo de San Rosendo en Celanova, y de su canonización en 1172, el cenobio habría de hacerse con algunas de sus reliquias, de modo que, aunque sujeto a la jurisdicción episcopal tudense, debió de convertirse en una suerte de sucursal occidental en la expansión del culto del santo orensano (Díaz y Díaz, Pardo Gómez y Vilariño Pintos, 1990, pp. 303-304). 
Santa María de Tomiño. Arco triunfal. Capitel. Episodio de la monja que increpa a San Rosendo. Último tercio del siglo XII
 

Pero es posible que la posesión de las reliquias orensanas generase, además, un nuevo culto local. Después de que el monasterio fuese anexionado a la mesa capitular a finales del siglo XV y dejase de ser tal monasterio, en una visita pastoral realizada en 1540 se describe en el tesoro de la catedral un “arquita de madera que parece de marfil”, con un cinturón de cuero con la hebilla de madera “que dizen que fue de una abadesa de Tomiño la cual es tenida según dizen por santa” (Iglesias Almeida, 1992, p. 78). Ya Iglesias Almeida había señalado la posibilidad de que el capitel del arco triunfal en el que se representan dos monjas sosteniendo a una tercera que muestra un gesto de asombro podría figurar a la monja tenida por santa e intentaré proporcionar nuevos argumentos en este sentido. La fórmula podría compararse con una matriz general de imágenes de prendimiento o sujeción, como el caso del prendimiento de San Pedro que decora el arco triunfal de San Pedro de Ancorados (A Estrada). La presencia de un capitel hagiográfico, narrativo, encaja en la tradición tudense y la Vida y Milagros de San Rosendo proporciona una disculpa argumental que podría explicar la imaginería del relieve. En ella se cuenta como “…en la comarca de Toroño un caballero de Cerveira, junto con sus leales, prendió a un hombre según decía enemigo suyo. Después de prenderlo, entraron en aquel monasterio para hospedarse y allí, en presencia de las monjas y de todo el mundo, comenzaron a vejarlo y maltratarlo gravemente a fuerza de golpes y otros malos tratos… Viendo las monjas todo lo que estaban haciendo ante el altar allí levantado en honor del santo confesor san Rosendo, postráronse en tierra con grandes lloros y sollozos, y suplicaban devotamente el auxilio de la divina misericordia… Mas aún, una de ellas, con el corazón lleno de amargura, dispuesta a quitar los manteles que estaban sobre el santo altar, decía así: ‘Oh San Rosendo, si no te dignas socorrernos y liberar a ese pobre hombre desnudaré tu altar’. Al enterarse aquellos hombres, algunos de entre ellos incitados por la soberbia, bajo el ímpetu de la furia y la crueldad, decían así: ‘reto a Dios y San Rosendo a que este hombre se vaya y escape esta noche’. Dicho esto la misericordia de Dios liberó a aquel hombre…” (Díaz y Díaz, Pardo Gómez y Vilariño Pintos, 1990, pp. 221-223).
El texto explica, además, que dos monjas relataron el suceso al abad Fernando III de Celanova, por lo tanto, el milagroso episodio fue registrado a mediados del siglo xiii en el códice hagiográfico del monasterio orensano. Con todo, es posible que el milagro hubiese acaecido con anterioridad, y ello explicaría posiblemente la figuración del capitel del lado norte del arco triunfal de la iglesia. Las dos monjas estarían intentando impedir, a la que fue después tenida por santa, que desnudara el altar del beato orensano, acción que habría de tener como consecuencia la privación de su culto en la iglesia del cenobio femenino. Es más, la localización de la escena en el arco triunfal, contiguo al altar que supuestamente la monja habría querido desnudar, es un argumento más a favor de semejante identificación; y al escoger una simple decoración vegetal para el capitel frontero, la narración hagiográfica adquiriría mayor relieve.
La difusión de esta fórmula en otras iglesias cercanas obliga a preguntarse sobre la posible existencia de una campaña orquestada para catapultar su culto en la zona. En la capilla mayor de la iglesia de Santa Baia de Donas (Gondomar) la escena ocupa el capitel derecho del presbiterio, mientras el izquierdo muestra una versión sintética de una Epifanía: se reconoce a la Virgen con el niño en brazos en actitud de bendecir, flanqueada por Melchor y por José. El hecho de que Donas dependiese de Tomiño contribuye a explicar la repetición del posible “capitel hagiográfico”. Por su cercanía y por su documentada cronología, Santa Baia de Donas mantuvo estrecho contacto con Santa María de Tomiño. Si existe constancia de la existencia de aquél en 1149, en ese mismo año el Emperador Alfonso VII hizo donación de la villa de Santa Baia a doña Aurea Bellide para fundar en ella un monasterio de monjas (Bango Torviso, 1979, p. 226); y, al menos en 1450, ambos cenobios compartían una misma abadesa (Iglesias Almeida, 1992, p. 78).
La escena hagiográfica se repetirá de nuevo en la iglesia portuguesa de Sanfins de Friestas, templo que forma parte del conjunto bautizado por la historiografía portuguesa como “românico da Ribeira do Minho”, que se desarrolla en la segunda mitad del siglo xii cuando con toda probabilidad algunos de los artistas que trabajaron en la obra de la catedral de Tui se trasladaron a las fábricas de Ganfei, Sanfins de Fiestras y Longosvales, relaciones explicables por los estrechos vínculos que mantuvieron las grandes familias gallegas y portuguesas de la alta nobleza (Real y Pérez Homem de Almeida, 1990, pp. 15-17; Cendón Fernández, 2005, 727-745; Eadem, 2006). Con todo es posible que en Friestas la fórmula, relegada a un capitel del alero del ábside principal, hubiese perdido ya su sentido original.
Además de la introducción de escenas narrativas en el formato de capitel, el cierre occidental de la catedral compostelana, decorado con una visión del Final de los Tiempos, introdujo a comienzos del siglo xiii en la provincia de Pontevedra los tímpanos visionarios asociados al Apocalipsis. Si en el Pórtico se fundían tradiciones visionarias de la más variada índole siguiendo los talleres los dictados del arzobispo o los canónigos cultos, y conocedores de repertorios variados –desde el teatro litúrgico a la escatología parisina de la primera escolástica–, artistas formados en las canterías compostelanas hubieron de sujetarse a los dictados, más conservadores, de los abades o de los monjes de San Lourenzo de Carboeiro (Silleda) y San Salvador de Camanzo (Vila de Cruces). La portada occidental del primero se encuentra hoy profundamente alterada, privada de dos de las lastras con decoración escultórica en las que se desplegaba la visión apocalíptica. La placa con el ángel y el toro de Mateo y Lucas se conserva in situ, pero el Cristo en Majestad y los signos de Marcos y Juan se preservan en el Museo Marés de Barcelona (Bango Torviso, 1979, pp. 112-113, Lam. XXXVIIa; Idem, 1990, p. 198; Yzquierdo Perrín, 1996, pp. 176-177). Con todo, el tema apocalíptico adquiere en Carboeiro una expresión novedosa: el Cristo en majestad, como sucedía en el Pórtico de la Gloria, no se presenta enmarcado en una mandorla, un síntoma de la paulatina asimilación por parte de los escultores locales y de sus mentores eclesiásticos del nuevo lenguaje físico y corpóreo del arte compostelano. Lo mismo sucedió en la otra portada apocalíptica de la zona que también nos ha llegado profundamente alterada, la occidental de San Salvador de Camanzo (Bango Torviso, 1979, pp. 161-164; Yzquierdo Perrín, 1996, p. 228). Más humilde que aquélla y sin duda inspirada en ella, sólo conserva la Majestad central y los ángeles que corean su gloria en las arquivoltas, habiéndose recompuesto con sillería el tímpano, en el que con toda probabilidad originalmente hubo de disponerse el tetramorfos flanqueando a Cristo.
El nuevo lenguaje introducido por los artistas del cierre occidental compostelano afectó también a repertorios menos ambiciosos, derivados de las imágenes simbólicas que habían nacido al amparo del ritual. El cordero místico o la propia cruz se situarán ahora en ambientes descritos en términos de realidad física perceptible (Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 68-70). Así, por ejemplo, los corderos litúrgicos, triunfales, simbólicos, que decoraron anteriormente algunos tímpanos, irán desembarazándose progresivamente de parafernalia victoriosa para disponerse entre entrelazos de decoración vegetal acompañados de rosetas, que se extenderán también a las arquivoltas, simbolizando un jardín de delicias celestiales. El modelo, acuñado en el tímpano norte de la compostelana iglesia monasterial de San Pedro de Fora, fechada en 1202 (Yzquierdo Perrín, 1975/76, pp. 35-50), se repetiría después en la portada norte de San Salvador de Camanzo y en la occidental de Santa María de Caldas de Reis y en la sur de San Estevo de Saiar (Caldas de Reis) (Yzquierdo Perrín, 1996, pp. 129-132, y 231-232).
Además del Cordero, también la cruz, el otro símbolo que decoraba los tímpanos como resultado de la petrificación del ritual, se situará ahora en un cielo físico, una fórmula que se rastrea en el área tudense y que hubo de nacer inspirada por una nueva combinación de motivos –cruces prestigiosas, lises o palmeras– presentes en los sarcófagos paleocristianos conocidos como “de cruz invicta”, más en concreto, en los sarcófagos teodosianos “de estrellas y coronas (Iglesias Almeida, 1985; Delgado Gómez, 1992/93; Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 68-70). En efecto, las formas geométricas habitualmente calificadas como rosetas o cruces de San Andrés, que acompañan a la cruz en el anverso del tímpano de San Salvador de Louredo (Mos) o en el de San Juan de Albeos (Crecente), no son otra cosa que estrellas. En Albeos, que parece haber sido la cabeza de serie, se añaden además dos pequeñas lises, representación sintética de las palmeras que flanquean la cruz en los sarcófagos antiguos, lises que aparecen también en el reverso del de Louredo. Una variante posterior dentro de esta misma familia se encuentra en los tres tímpanos de Santa María de Castrelos (Vigo), la única iglesia templaria documentada en la provincia (Pereira Martínez, 2006). Si en el reverso de la portada septentrional las lises se han convertido en un par de árboles –supuestamente palmeras–, en el anverso del tímpano sur y en el acceso occidental las estrellas se han desplazado a las arquivoltas y se han multiplicado las palmeras hasta constituir un bosque.
San Lourenzo de Carboeiro (Silleda). Portada occidental. Símbolos de los evangelistas en el tímpano y ancianos del Apocalipsis en las arquivoltas. Hacia 1200
San Estevo de Saiar (Caldas de Reis). Portada Sur. Tímpano. Cordero entre estrellas. Ca. 1202-1215 

El nuevo lenguaje escultórico que nació derivado de las novedades introducidas en el cierre occidental de la catedral compostelana se difundió por la provincia no sólo generó un idioma figurativo más narrativo, más corpóreo y menos simbólico, revolucionó también el propio lenguaje espacial de la escultura, como demuestra el relieve que debió de funcionar como imagen exenta, quizá presidiendo el altar en la iglesia de Santiago de Gres (As Cruces), cuyo modelo ha de encontrarse en el magnífico San Pedro del derrame derecho de la portada central del Pórtico de la Gloria, aunque la simplificación de los plegados o la esquemática repetición de círculos concéntricos para la definición del cabello obligan a datar la pieza en torno a 1220-30 (Valle Pérez, 2003, p. 61). Si las primeras intervenciones románicas en la provincia de Pontevedra de las que se tiene noticia son aquellas obras en las que el arzobispo compostelano demostraba su interés por ejercer el control sobre el patronazgo de las iglesias, como indica la inscripción de Santiago de Ermelo (Bueu), la imagen del apóstol con indumentaria pontifical en un relieve de considerables dimensiones presidiendo un altar ponía de manifiesto el triunfo del poder de la dignidad episcopal, que, en última instancia, emanaba del papa y de Roma.


Románico en Candán y Deza
Las comarcas de Candán y Deza ocupan el sector nordeste de la provincia de Pontevedra, formando junto a otras tierras limítrofes de Lugo, Orense y La Coruña, el llamado "centro de Galicia", un territorio que es, sin duda, el que mayor concentración y densidad de edificios románicos ofrece de toda la Comunidad Gallega.
Dentro de tan nutrido plantel de edificaciones románicas llegadas a nuestros días, hemos un grupo relevante pero no exhaustivo, bien por su relevancia o bien por sus particularidades constructivas y ornamentales, sobresalen por el encima del resto como son el Monasterio de San Lorenzo de Carboeiro, el de Santa María de Acibeiro, San Pedro de Ansemil, San Pedro de Dozón y San Salvador de Camanzo.

 

Carboeiro
La parroquia de Santa María de Carboeiro se encuentra en la comarca de Deza, municipio de Silleda, partido judicial de Lalín y diócesis de Lugo. Se localiza en el extremo septentrional del término municipal, limita al Este con las feligresías de San Cristovo de Martixe y San Pedro de Ansemil, al Sur con Santiago de Breixa, al Oeste con San Xoán de Saídres y al Norte con Santiago de Fontao y Santa María de Merza, estas dos últimas en el municipio de Vila de Cruces.
En el territorio parroquial se asientan dos iglesias románicas, la parroquial de Santa María y la del antiguo monasterio de San Lourenzo. Esta última, enclavada en un hermoso paraje natural y con un gran interés artístico, es el principal monumento de la parroquia.
La etimología del topómino, citado en los textos como Carbonario, se deriva del carbón (carbo-carbonis) pero sin poder precisarse si a lo que se hace alusión es a un sitio de carbón o a un vendedor o fabricante de carbón (carbonarius).
Las noticias documentales las concentra, como es lógico, el monasterio. Su colección diplomática, dispersa en la actualidad y recopilada por Lucas Álvarez, permite conocer, de un modo relativamente preciso, la evolución histórica de la casa benedictina.
Aunque aporta datos sobre los intereses del monasterio en lugares tan distantes como las comarcas de O Carballiño o de O Salnés, sólo recogen una referencia a la iglesia parroquial en una donación de la aldea y la granja de Santa María de Carboeiro realizada por Froilán, hijo de Osorio, el 8 de enero de 1068. Aunque fue puesto en duda que se refiriese a la población de Santa María de Carboeiro por no aparecer el nombre completo, figura como … uilla prenominata sancte Marie de C…, la delimitación de sus términos lo confirman.

Monasterio de San Lourenzo
El antiguo monasterio de San Lourenzo de Carboeiro se halla ubicado en el Lugar de Franza, perteneciente a la parroquia de Santa María de Carboeiro. Se accede a él, desde Pontevedra, bien por la carretera nacional 640 hasta el cruce en Chapa, en el mismo municipio de Silleda, con la nacional 525, tomando a continuación, a más o menos 2 km, una desviación a la izquierda que nos conduce hasta el cenobio; bien por la nacional 541 hasta el cruce de Folgoso (Municipio de Cerdedo), donde se cogerá la carretera provincial 534 hasta Cachafeiro (Municipio de Forcarei) y desde aquí, pasando por Aciveiro, hasta Silleda, desde donde, poco después de atravesar el núcleo urbano y en dirección a Santiago por la nacional 525, se tomará una carretera local a la derecha que lleva directamente al monasterio. Dista 8 km de la capital municipal y 78 o 76, según se vaya por Chapa o por Folgoso, de la de la provincia.
El monasterio se asienta en un paraje de gran belleza, en lo alto de una pequeña península rodeada por uno de los meandros que en esa zona forma el río Deza, afluente del Ulla. Hace poco más de treinta años el complejo monástico, espectacular en cualquier caso, era en buena medida un conjunto semiderruido y en parte cubierto por la vegetación. Intervenciones sucesivas llevadas a cabo a partir de los años setenta del pasado siglo, dirigidas sucesivamente, primero por E. Barreiro, después por R. Baltar, J. A. Bartolomé y Almuiña, y finalmente por I. Seara, por más que quepa cuestionarlas en algunos aspectos, han permitido su recuperación y puesta en valor, propiciando que pueda gozarse hoy de uno de los grandes monumentos peninsulares de su tiempo.
Es confuso, hecho, por lo demás, nada infrecuente en el panorama monástico hispano, el proceso fundacional de Carboeiro. Según el Padre Yepes, que escribe a principios del siglo XVII, en el lugar que ocupa el cenobio “hubo antiguamente una ermita que poseyó un hombre llamado Egica y alrededor tenía algunas granjerías”. Todas se las compraron el conde Gonzalo Betótiz y su esposa Teresa, hija de Ero, conde de Lugo, quienes en el año 936 procedieron a la dotación del monasterio. Éste, sin embargo, ya existía antes de esa fecha, pues hay referencias documentales de tal hecho, con donaciones de los propios condes y de su hija Aragonta, en el año 922, situación que ha llevado a interpretar (así lo hace M. Lucas Álvarez) la actuación de 936, que él sitúa en 926, “como la justificación y entrega oficial a la naciente comunidad de Carboeiro de las pequeñas donaciones que antes les habían hecho”. Las cosas, sin embargo, debieron de haber sucedido de otra manera, siendo muy probable que el origen de la disparidad esté, salvo que, en efecto, fundación y dotación sean en este caso dos acontecimientos distintos, separados por varios años, en una deficiente lectura por parte de Yepes del instrumento que invoca, verosímilmente otorgado en una fecha anterior a la que él consigna. Sólo así tendría sentido lo que dice sobre la actuación de la condesa Teresa en relación con el monasterio tras la muerte del Conde, interviniendo tanto en la elección del abad Félix, el primero documentado como tal (lo era ya, según las referencias de M. Lucas, el 13 de octubre de 936), como en la preparación de la dedicación y consagración de la iglesia comunitaria, ceremonia presidida por Ero, obispo de Lugo, en la que participó también Rosendo, sobrino de la fundadora, ya por entonces retirado en el monasterio de Celanova. Sea como fuere, en el año 922, en todo caso, Carboeiro ya existía como cenobio.
No mucho tiempo después de lo reseñado, tras el fallecimiento de la fundadora y gran auspiciadora del monasterio, la condesa Teresa, y como consecuencia en último término, tal como señala Yepes, de conflictos internos, Carboeiro, que había conocido tiempos de esplendor, entró en una etapa de profunda decadencia. Se recuperará, según señala un documento del 5 de enero de 999, por iniciativa del rey Bermudo II, quien encargó esa tarea de recuperación del cenobio, tal vez deteriorado también en lo material en 997 por la actuación de las tropas de Almanzor, a Trasuario, monje de la propia comunidad, el cual contará para ello con la ayuda de Anscario, presbítero.
Nada parece alterar la vida del monasterio a lo largo del siglo XI, época en la que están documentados sucesivamente, tras el citado Trasuario, los abades Tanito, Alderato, Munio, Aranemiro o Ramiro y Alfonso, cuyo mandato llega hasta la segunda década del siglo XII. Fue ésta, sin duda, la centuria de mayor apogeo de Carboeiro, protegido por los reyes, muy activo económicamente y regido por superiores tan destacados como Froila (documentado en 1131), Fernando (mencionado ya en 1162) y Pedro Fróilaz (citado como electo el 17 de abril de 1192), abades a quienes habremos de referirnos, en particular al segundo, fallecido, según atestiguaba su epígrafe sepulcral, hoy desaparecido, en 1192, cuando estudiemos la iglesia abacial, por él iniciada y en buena medida también construida.
Dos hechos importantes en la vida del monasterio, ambos de muy imprecisa datación, se produjeron en el transcurso de la centuria últimamente invocada: de una parte, la adopción, como norma básica de su quehacer cotidiano, de la Regula Benedicti, un sometimiento que, si bien se ha situado en alguna ocasión, por deducción y contexto, en torno al año 1100 (J. Pérez Rodríguez), no cuenta con una sola mención específica, más allá de los indicios genéricos, en toda la documentación medieval de la Casa publicada hasta la fecha; de otra, su incorporación al patrimonio de la sede compostelana, de la que ya dependía, según atestigua una bula otorgada por Inocencio III, en el mes de julio del año 1199.
El siglo XIII, pese a la protección real, verá, tal como acontece en general con el resto de instituciones análogas en Galicia, la paulatina pérdida de protagonismo de Carboeiro, un declive, acentuado durante las dos centurias siguientes, que lo llevará a su extinción como organismo autónomo. Se materializará esta desaparición, tras la muerte de Fray Manuel Sánchez, último abad de la Casa, en 1499, año en el que, el 13 de julio, Fray Rodrigo de Valencia, prior del monasterio de San Benito de Valladolid, encargado de introducir la reforma promovida por los Reyes Católicos en los cenobios benedictinos gallegos, incorpora Carboeiro al de San Martín Pinario de Santiago.
Una bula de Alejandro VI, expedida el 23 de septiembre de 1500, sancionará esa integración.
A partir de 1500, pues, Carboeiro deja de existir como monasterio. Será desde entonces uno más de los prioratos dependientes de San Martín Pinario. A su frente se encontrará, bajo la dependencia directa del centro compostelano, un monje que recibirá el título de prior, encargado sobre todo de gestionar los intereses económicos de aquella abadía en la zona. Para nuestro cometido específico, sólo cabe señalar una referencia significativa de los años de la Edad Moderna: la construcción en 1794, en las estancias del viejo cenobio y con la ayuda de los vecinos, de una cárcel para los monjes de la comunidad santiaguesa.
La desamortización de 1835 conllevó el abandono del complejo monástico, hecho que, como sucedió en otros muchos casos, supuso el inicio de su paulatina ruina, avanzada ya en el tramo final del siglo XIX y continuada durante buena parte del siguiente. Iniciativas puestas en marcha en la década de 1970 y desarrolladas en los años posteriores, permitieron, aunque tardíamente ya, poner fin a tan lamentable proceso de destrucción, acometiéndose en paralelo, con criterios no siempre merecedores de elogio, la reconstrucción de la iglesia y de las dependencias adyacentes, en este caso ubicadas en su costado norte.

Iglesia monástica
Se halla emplazada, como ya se dijo, en un altozano enmarcado por un meandro del río Deza (Retorta, con pasmosa precisión terminológica, se denomina el lugar, como oportunamente recuerda M. Lucas, en un documento datado el 12 de febrero de 1075). La exigüidad del espacio disponible no sólo condicionó las dimensiones del templo, con un cuerpo longitudinal corto (únicamente tres tramos); obligó también, para poder conferir mayor envergadura a la cabecera, realmente espectacular, a construir, prolongando el ámbito de su asiento hacia el Este, una cripta que sirve de basamento a aquélla. Su funcionalidad fue ya advertida a principios del siglo XVII por el Padre Yepes, quien dice, al mencionar las capillas que posee, “que no solo se hizieron por grandeza, sino por necessidad”.
La cripta, en su organización, anticipa la que ofrecerá la cabecera de la iglesia superior. De aplastante simplicidad, consta de una girola y tres capillas radiales.
Éstas, tangentes, se componen de un tramo recto presbiterial, cubierto por bóveda de cañón, y un hemiciclo de cierre, algo más estrecho, coronado a su vez por otra de horno. No se acusan externamente, embutiéndose en una estructura semicircular, a la manera de un gran ábside, en ocasiones comparada, por su disposición y efecto, pese a que es de menor envergadura, con el cierre de la cabecera de la catedral de Ávila, conocido popularmente como el “cimorro”.
El deambulatorio, delimitado a oriente y occidente por poderosas pilas, entregas las primeras, exentas las segundas, cuatro en cada costado, unas y otras rematadas por una imposta constituida por un listel superior y un chaflán inferior, lisos los dos, consta de cinco tramos trapezoidales, de menor superficie los de los extremos. Se cubren los cinco con bóveda de arista.
Todos los arcos de la cripta (los triunfales de acceso a las capillas, los fajones de separación de los tramos de la girola y los formeros de enlace de las pilas occidentales) son simples, peraltados y de sección prismática lisa. Salvo uno de los formeros, claramente apuntado, los restantes son de medio punto, evidenciándose en alguno, no obstante, una incipiente tendencia al apuntamiento. Voltean los primeros, los formeros, mediante impostas idénticas a las descritas, sobre pilastras asentadas encima de la plataforma que genera la moldura que culmina las pilas, punto de arranque de los demás arcos de la estancia.
Se accede a la cripta, escasamente iluminada (sólo recibe luz natural a través de las saeteras de doble derrame, una en cada caso, que perforan el hemiciclo de las capillas radiales), por medio de dos escaleras de caracol emplazadas, una en cada costado, en los tramos occidentales de la girola.
Cripta
 

La iglesia abacial, cuyo cuerpo oriental se asienta sobre la cripta, ofrece una planta de cruz latina, con tres naves de tres tramos, los de la central más anchos, en el cuerpo longitudinal; crucero saliente, con cinco tramos, dos por brazo, y cabecera compuesta por una capilla mayor poligonal (pentagonal exactamente) rodeada por una girola de cinco tramos a la que se abren, en los tres espacios centrales, otras tantas capillas radiales tangentes, todas con cierre semicircular precedido por una parcela recta. Otras dos capillas, una por lado, de análoga configuración, embutidas en el muro, no acusadas, pues, externamente, se disponen en los brazos del crucero en su costado de naciente.
Nave mayor y laterales
Vista de la nave mayor de la iglesia desde el altar. 

Es la cabecera, más allá de su incuestionable grandiosidad, más notoria, si cabe, dado lo exiguo, por limitaciones de espacio, del cuerpo longitudinal, la zona más interesante y novedosa del edificio. Su esquema, sin precedentes en Galicia, es muy similar, en esencia (se diferencia sólo, en lo que a tipología se refiere, por su menor tamaño), al que ofrece la abacial cisterciense de Santa María de Moreruela (Zamora), con el que están emparentados los de las iglesias, asimismo cistercienses, de Veruela (Zaragoza), Fitero (Navarra), Poblet (Tarragona) y, en buena medida también, Gradefes (León), una configuración que, como tuve ocasión de comentar en otros lugares a partir del análisis de todos los testimonios invocados, debe de tener su punto de partida, fusionando ingredientes de filiación diversa, en alguna empresa borgoñona hoy desaparecida y desconocida. Soluciones como la apertura de capillas a los brazos del crucero y el vocabulario constructivo y decorativo empleado en buena parte de la parcela que nos ocupa, como se dirá más abajo, avalan plenamente esa progenie.
Cabecera, Capilla mayor
 

El cuerpo longitudinal del edificio, reconstruido en los últimos años (son fáciles de apreciar las piezas de nueva factura), consta, como se indicó, de tres naves de tres tramos, más anchos los de la central –el doble– que los de las laterales. Aquélla, a juzgar por la información material, documental y gráfica disponible, no llegó a recibir en su totalidad cubierta abovedada, de nervios, aunque sí se previó y se inició (algunos autores aseguran, sin datos, que sí se construyó, defendiéndose también que fue de cañón apuntado). Una techumbre de madera a dos aguas, asentada sobre arcos fajones ligeramente apuntados, de perfil rectangular, acabaría coronándola (remeda esa ordenación la cubierta actual). Se apoyaban aquellos arcos en columnas entregas cuyos fustes, truncados, remataban, a la altura del arranque de los formeros, en ménsulas, algunas decoradas con motivos vegetales, ornato que exhiben asimismo todos los capiteles.
Algunos de los adornados capiteles de la capilla mayor de la iglesia.
Las diferentes alturas de los arcos de la capilla mayor, girola y capillas laterales establecen una clara jerarquía de los espacios interiores. 

Una ventana alargada, con amplio derrame y organización muy sencilla (exhibe arco de medio punto de aristas vivas apeado directamente en las jambas, también sin molduración ni decoración alguna), se abre en la zona alta de cada uno de los tramos. Bajo ellas se disponen los formeros, de medio punto, peraltados y doblados, los dos de sección prismática lisa. Voltea la dobladura, sin separación de ningún tipo, sobre el núcleo del pilar, haciéndolo el arco inferior sobre columnas entregas, de fustes lisos despezados en tambores, basas áticas con toro inferior aplastado y capiteles vegetales. No responden a esta ordenación las responsiones de los formeros occidentales. En ellas los fustes se cortan (constan de sólo dos tambores), rematándolos, como en la nave central, una ménsula decorada.
Los pilares que separan las naves, muy sencillos, responden al modelo común de tiempos románicos. Se componen, asentados sobre basamentos prismáticos muy simples, de un sólido núcleo cuadrangular, aristado, y una columna empotrada en cada uno de sus frentes, la de la nave central, como ya vimos, amputada antes de llegar al suelo.
Las naves laterales, con acusado desnivel hacia poniente, se cubren con bóveda de crucería cuatripartita, todas con la clave decorada con motivos fitomorfos. Los nervios, compuestos por un baquetón enmarcado por nacelas, molduras, las tres, lisas, arrancan, enjarjados, de los ángulos formados, en un lado, por los arcos fajones que delimitan los tramos y el formero, y, en el otro, por los mismos fajones y el muro perimetral de cierre.
Arcos fajones en las naves laterales 

Los arcos fajones, simples, son semicirculares y peraltados. Se apoyan, hacia la nave central, en columnas embebidas idénticas a las que reciben los formeros; en el frente opuesto lo hacen sobre responsiones que, como tales, nada ofrecen de novedoso. De ellas, con todo, es preciso resaltar dos datos: se alzan sobre un banco de fábrica, más alto el del lado sur, de arista perfilada por baquetón liso, que actúa como basamento del muro, y los cimacios de los capiteles, de nacela simple, se prolongan en imposta por el frente de ese mismo muro, continuidad cortada por las ventanas en el lado norte, más largas que las fronteras, sin duda como consecuencia de la necesidad de adaptarse a las exigencias impuestas por el claustro, que se emplazaba en ese flanco; respetada, alzándose por encima de ella los vanos, pues, en el costado meridional. Todas las ventanas, en cualquier caso, responden al modelo que exhibe la nave mayor, excepción hecha de la central del lado norte, cuyo arco, practicado más abajo que los dos adyacentes, ofrece unos recortes que lo asemejan, en esencia, a un arco lobulado.

Se reforzaba la iluminación de las naves con tres rosetones, uno en cada una, ubicados en el muro occidental. El de la nave principal, descentrado, no pertenece al impulso constructivo inicial del edificio. De vistosa tracería y con chambrana decorada con puntas de diamante, es producto de una reforma llevada a cabo en el siglo XIV (verosímilmente ca. 1322, año que figura, como se verá, en un epígrafe conservado en la misma fachada, por el exterior), generada por la construcción de una torre. Del anterior, de mayores dimensiones y centrado, quedan huellas evidentes en el muro. Los de las naves laterales, por el contrario, sí pertenecen a la estructura primera del templo. De menores dimensiones, exhiben también una cuidada tracería, incompleta la del ubicado en el lado norte.

Tres puertas de comunicación con el exterior se abren a las naves, las tres, una en el tramo oeste de la meridional, otra en el central de la del flanco septentrional y la tercera a los pies de la nave mayor, idénticas en su conformación por el interior: se cierran con un sencillo arco de medio punto aristado, volteado directamente sobre las jambas, también sin moldura ni ornato. Una cuarta puerta, todavía más simple (un hueco rectangular sin más, coronado por un dintel que quiere ser pentagonal), debe ser mencionada en el cuerpo longitudinal del templo. Se ubica en el frente oeste de la nave norte y sirve de acceso a la escalera de caracol practicada en el interior de la torre añadida ya mencionada, desde la cual se gana también la plataforma a modo de tribuna, de escasa proyección, emplazada, aprovechando el grosor del muro de poniente, sobre la puerta principal de comunicación con el templo.
Un último dato, de enorme interés, por otra parte, hay que destacar de las naves: el epígrafe que se halla en el paramento interior del primer tramo, contando a partir del crucero, de la colateral sur. Dice lo siguiente:
E : I : CC : VIIII : K(alendas) : I(u))L(ia)S : HOC TEMPLUM : FUNDAVIT : ABBAS : FERNANDUS : CU(m) : SUORUM : CATERVA : MONACORUM
Esto es: “El 1 de julio de la era 1209 (año 1171) fundó este templo el abad Fernando con su caterva de monjes”.
El crucero, marcado en planta y en alzado, posee una sola nave. Cada uno de sus brazos consta de dos tramos, abriéndose en los extremos, en su costado oriental, una capilla de cierre semicircular precedido de tramo recto. No se acusan externamente, quedando embebidas, como ya se dijo, en el espesor del muro. Se accede a ellas por medio de arcos apuntados y doblados, ligeramente cerrados en su arranque, lo que los convierte en arcos de herradura, perfil que exhibe asimismo la bóveda de cañón que cubre el tramo recto, continuada sin ruptura por otra de cascarón sobre el hemiciclo. Los arcos de ingreso se decoran con una combinación de molduras convexas y cóncavas lisas, de mayor simplicidad las que ostenta el dispuesto en el flanco norte. Reposa la dobladura, mediante imposta, sobre el muro y el machón, haciéndolo el arco menor sobre columnas entregas, con fustes de tambores, basas áticas y capiteles vegetales cuyo cimacio, compuesto por una sucesión de molduras lisas, se prolonga en imposta por el interior de la capilla (señala el arranque de la bóveda) y el frente del muro. Una pequeña ventana con arco de medio punto liso se dispone en el centro del tramo semicircular, cortando la de la ubicada en el lado norte, no la opuesta, el desarrollo de la mentada imposta.
En los testeros de los brazos del crucero, en la parte alta, se abren sendos rosetones. Tenían ambos tracería geométrica bellamente resuelta, habiendo desaparecido ya, lamentablemente, la del emplazado en el lado sur. Sus arquivoltas, tóricas y únicas, están enmarcadas por una chambrana decorada con hojas dispuestas radialmente. Otros rosetones, de menor diámetro, se disponen sobre los arcos de ingreso a la girola y a las naves laterales, completándose la iluminación de la nave con ventanas, idénticas a las descritas en el cuerpo longitudinal, ubicadas en lo alto del costado oeste de los tramos extremos.
Una sola puerta se abre en el crucero. Se sitúa, descentrada, en el cuerpo inferior del testero norte. Comunicaba con el claustro. Reitera, por este lado, el esquema comentado al describir las emplazadas en los muros perimetrales del bloque longitudinal de la iglesia. Su construcción rompe el desarrollo del basamento, de arista redondeada, sobre el que se alza el muro, mereciendo reseñarse que la altura de la parcela situada al Este es superior a la del otro costado.
El crucero, al menos en su estado inmediatamente anterior al derrumbamiento de finales del siglo XIX, posterior a la descripción que de él hace Antonio López Ferreiro en su novela O niño de pombas, publicada, con datos tomados antes, en 1905, estaba cubierto por una techumbre de madera apoyada en arcos fajones ligeramente apuntados y de sección prismática lisa. Su apeo era idéntico al de los fajones de la nave mayor, diferenciándose de éstos en que las columnas no están truncadas, sino que arrancan desde el suelo.
Sobre la previsión inicial de cubrición del crucero comparto la opinión de quienes, a partir de lo que cabe deducir de la fábrica actual y de la información que nos proporcionan viejas fotografías, afirman que, al igual que en la nave central del cuerpo longitudinal, se pensó en dotarlo de bóvedas de crucería, comenzadas sin duda (hay restos de arranques de nervios) y después descartadas. No está claro el motivo de esta alteración de planes. A mi modo de ver, tal como se dirá más abajo, es verosímil que haya de relacionarse con el cambio de talleres que se produce en la abacial de Carboeiro cuando estaba en marcha la ejecución de la cabecera y el crucero, cuyo brazo sur, en su materialización primera, es anterior al norte, siendo éste de configuración más simple, no estando preparado ya desde abajo para recibir ese tipo de cubiertas (las esquinas del testero meridional, una, la del oeste, con una columna, otra, la del este, con un saliente del muro, sí lo están), falta de adecuación, fruto quizás del desconocimiento del nuevo sistema, que tuvo como última consecuencia una modificación del proyecto de cubiertas.
Para finalizar la descripción del crucero debe retenerse que en el testero sur se conservan todavía los restos de un arcosolio funerario. Cerca de él se dispone ahora, torpemente instalada, una estatua yacente. Viene atribuyéndose erróneamente al citado abad Fernando, pero es muy posterior. Del enterramiento de Fernando, sin embargo, sólo consta la existencia en el pavimento del templo, cerca del presbiterio, de una losa sepulcral, hoy desaparecida, cuyo epígrafe publicó ya en 1868 Antonio López Ferreiro. Su lectura, combinada con la ofrecida por Jesús Carro García, quien alcanzó a verla en 1927, ya incompleta, fuera del recinto monástico, sería la siguiente:
ABBAS FERNANDUS IACET HOC TUMULO VENERANDUS MORIBUS ORNATUM FIRMUNT DICUNTQUE BEATUM REGES MAGNATES PROCERES REGNIS OTENTES CLARUS MAGNIFICUS PROBITATIS SEMPER AMICUS GAUDAT IN PACE CELI FERNANDUS IN ARCE ERA MCCXXX IDUS FEBRUARI.
La cabecera, grandiosa ciertamente, es la parcela más vistosa de la abacial. Se compone de capilla mayor poligonal (cinco lados, esto es, un semidecágono) y girola con tres capillas radiales tangentes. Se accede a la capilla mayor, que no posee tramo recto presbiterial, por medio de un arco triunfal semicircular de sección prismática lisa. Voltea sobre columnas entregas que reiteran (fustes despezados en tambores, tipos de basas y capiteles) soluciones ya descritas en otros puntos del edificio.
El cierre de la capilla mayor presenta en su cuerpo inferior cuatro grandes columnas emplazadas en los mismos puntos que las pilas de la cripta. Exhiben fustes con tambores lisos y basas áticas, de toro inferior aplastado, dispuestas sobre plintos paralelepipédicos montados, a su vez, sobre altos basamentos prismáticos rematados por una saliente moldura convexa lisa. Los capiteles son todos de tipo vegetal, mostrando los cimacios, con perfil de nacela, motivos geométricos como ornato.
Sobre las columnas citadas voltean cinco arcos apuntados (los extremos lo hacen también en pilastras entregas en los machones, nada novedosas, en todo caso, en su conformación) de marcado peralte, simples y de aristas vivas. Por encima de ellos se dispone un lienzo de muro desnudo, delimitado por una imposta compuesta por una combinación de molduras lisas, cortado verticalmente por cuatro columnas, más adosadas que entregas, emplazadas en los ángulos del polígono que cierra la capilla. Estas columnas, en las que descansan los nervios de la bóveda que cubre el espacio absidal, poseen fustes divididos en tambores. Se alzan sobre basas áticas, de ancho toro inferior, con cuya composición (estas últimas dibujan en planta un trébol, solución concebida para recibir una estructura de soporte triple) no concuerdan, desajuste, no señalado hasta el momento por ninguno de los muchos estudiosos de la iglesia, que permite pensar en la existencia de un cambio de esquemas, de capital significación, como se verá, en la conformación del apoyo. Esas basas se asientan sobre plintos prismáticos lisos que adoptan la misma disposición que ellas, proyectándose el apéndice frontal más allá de la superficie proporcionada para el apeo del soporte por el vuelo del cimacio que corona los capiteles del piso inferior. Los de las columnas que ahora comentamos, de menor entidad que aquéllos, muestran asimismo elementos fitomorfos (un solo piso de hojas, lisas unas, nervadas otras, algunas con ejes perlados).
Se cubre el ábside con una bóveda de crucería compuesta por seis nervios que delimitan cinco plementos cóncavos. Los nervios, de sección prismática, se componen de dos baquetones separados por una media caña, molduras, las tres, lisas. Convergen en una clave común, independiente de la del arco triunfal de acceso. Se apoyan los centrales en las columnas descritas, haciéndolo los extremos, de manera forzada, sobre la esquina interior del machón de ingreso, cuya arista, a partir de la altura de los riñones del arco peraltado inferior, talla un baquetón, tan grueso que casi es idéntico por su diámetro a las columnas citadas.

En cada uno de los tramos de cierre de la capilla mayor y sobre la imposta ya descrita, penetrando en parte en los tímpanos de los plementos de la bóveda, se abre una ventana. Responden todas, de tipo completo, las únicas que lo ofrecen en el templo, a un mismo modelo. Constan de una sola arquivolta de medio punto y chambrana de igual directriz. Aquélla mata su arista en baquetón liso, mostrando la rosca una escocia ceñida externamente por una fina moldura convexa, lisa como ellas. La chambrana, de perfil recto, se decora con una vistosa sucesión de hojitas, similares a ovas, con nervio central marcado, inscritas en pequeños alvéolos. La arquivolta descansa en columnas acodilladas de fustes monolíticos, basas áticas con ancho toro inferior, sobre altos plintos, y capiteles vegetales. Sus cimacios, con perfil de nacela lisa, se prolongan en imposta, sirviendo de mediación entre la chambrana y el muro.
En torno a la capilla mayor se dispone la girola. Su altura y anchura son las mismas que las de las naves laterales del cuerpo longitudinal. Se accede a ella, desde el crucero, por medio de arcos semicirculares, peraltados y doblados.
El mayor, sólo en la semicircunferencia, ofrece una combinación de molduras cóncavas y convexas lisas, exhibiendo el otro arco, en todo su desarrollo, una sección prismática también sin ornato.
Voltea la dobladura de los arcos que reseñamos sobre los machones que enmarcan el acceso, haciéndolo el arco menor sobre columnas entregas que reiteran soluciones ya conocidas. Debe señalarse como novedad que los soportes externos, con basas áticas asentadas sobre plintos semicilíndricos, se apoyan en un basamento circular, de arista superior matada por una marcada moldura convexa lisa, que ciñe todo el machón (llega hasta el límite frontal de la capilla abierta en el brazo del crucero), prolongándose en el muro de cierre del lado sur también, no en el norte, por el tramo colindante de la girola, cortándose en la puerta citada que comunica con las escaleras de acceso a la cripta y a los tejados.
Girola
 

Cinco son los tramos de que consta el deambulatorio. Todos, trapezoidales, se cubren con bóvedas de crucería cuatripartita, con florones en la clave. Los nervios se componen de un toro enmarcado por nacelas, uno y otros lisos. Arrancan, enjarjados, de los ángulos formados, en un lado, el exterior, por los arcos que delimitan los tramos y el muro o los triunfales de ingreso a las capillas radiales, disponiéndose en algún caso, para facilitar la tarea, ménsulas angulares; y, de otro, el interior, de los constituidos por los mismos arcos y los que cierran el cuerpo inferior de la capilla mayor.
Los citados arcos fajones, simples, son semicirculares y peraltados. Exhiben sección prismática aristada. Descansan, hacia la capilla principal, sobre el cimacio, de gran amplitud, como ya vimos, que corona los capiteles del cierre inferior de aquélla. En el costado opuesto voltean sobre columnas entregas. Sus fustes, lisos, se componen de varios tambores de altura igual a la de las hiladas del muro en que se empotran. Las basas adoptan el habitual esquema ático, con ancho y aplastado toro inferior. Se sitúan sobre plintos semicilíndricos montados, a su vez, en salientes basamentos, también cilíndricos, de arista superior perfilada por un grueso baquetón sin ornar. Los capiteles ofrecen mayoritariamente decoración vegetal, exhibiendo algunos crochets. Un vistoso cimacio, prolongado en imposta, los corona. Supeditado a la conformación curva del soporte, muestra una combinación de molduras cóncavas y convexas sin decoración.
En el primer tramo de cada costado de la girola se hallan las puertas, estrechas, de acceso a las escaleras que conducen a la cripta y también a los torreones superiores. Se organizan de la misma manera, con un tímpano semicircular sobre mochetas (repárese en una del lado sur, ornamentada con una cabeza barbada, y en otra del costado opuesto que exhibe frontalmente seis arquitos de medio punto), enmarcado por un arco, también de medio punto, a paño con el muro. En el tímpano de la meridional, perfilado por un festón de arquitos de herradura (7), se dispone una estrella de seis radios, inscrita en un círculo, flanqueada por dos flores con botón central; en el del otro lado se halla, inserta también en un círculo, una cruz patada de cuyos brazos horizontales, decorados con incisiones circulares y ovoidales, como los verticales, penden, de izquierda a derecha, las letras omega y alfa.
A los tres tramos centrales de la girola se abren las capillas radiales, tangentes, como ya significamos. Se ingresa en ellas por medio de arcos triunfales que, salvo en el apuntamiento que muestra el de la ubicada en el lado norte, repiten los datos comentados al hablar de los arcos fajones del deambulatorio, reiterando sus soportes los rasgos que ofrecen los del frente exterior de estos últimos.
Las capillas poseen planta semicircular precedida de tramo recto. Se cubren con bóvedas de nervios. Éstos, seis en cada parcela, convergen en una clave decorada con florón, en dos casos con pinjante. Exhiben los nervios un esquema similar al que vemos en los que se hallan en la capilla mayor, del que les diferencia sólo la moldura central, de perfil recto, no semicircular. Se apoyan, cuatro, en columnas que reiteran en todo lo ya comentado en los soportes externos de la girola (a destacar en ellos, por su especial trascendencia, la abrumadora presencia de capiteles de crochets, con hojas naturalistas y desbastado troncocónico), haciéndolo los otros dos, los más próximos a la entrada, sobre la esquina de las pilastras-responsión que flanquean esta última, una esquina tallada en grueso baquetón liso rematado en sus extremos en congés. Todas las columnas se disponen sobre un banco de arista perfilada por baquetón sin ornato, prolongación del que remata el basamento circular ya mencionado, sobre el que se asientan los soportes que enmarcan el ingreso.
Las tres capillas resuelven su iluminación de un modo idéntico: mediante tres ventanas con acusado derrame interior, cerradas por arco de medio punto aristado y sin ornato, volteado directamente sobre las jambas, también lisas, practicadas todas en la parcela semicircular de la estancia. En ella y en el tramo rectangular inmediato se conservan, en la capilla norte, significativos restos de pintura mural, con toda probabilidad del siglo XVI.

La cabecera de la iglesia ofrece en su exterior un aspecto grandioso, reforzando su vistoso emplazamiento, con el desnivel ya comentado, la espectacularidad de la superposición, combinando formas de proyección semicilíndrica, de los tres cuerpos que la conforman: la cripta, la girola y la capilla mayor. Ocupa el cuerpo bajo la estructura curva, semicilíndrica, de la cripta. Su paramento externo, asentado sobre seis retallos escalonados, todos achaflanados, y construido, como el interior de la estancia, con un aparejo de sillería granítica muy cuidado, se exhibe en toda su lisura y desnudez, sin aditamentos de ningún tipo. Sólo alteran su uniformidad los huecos de las tres ventanas, con arco de medio punto aristado, que lo perforan. Debajo de la meridional se halla un epígrafe de gran interés, como se verá. Dice sencillamente ERA MCCVIIII K(a)L (endas) IUN(ia)S, es decir, 1 de junio de la Era 1209 (año 1171).
Sobre este basamento se alzan las tres capillas radiales, semicirculares y tangentes. Sus hemiciclos, con aparejo muy cuidado también, están divididos en tres tramos por medio de contrafuertes prismáticos. En cada uno de ellos se abre una sencilla saetera semicircular. Los aleros de las capillas, con perfil de nacela lisa, se apoyan en canecillos de proa.
Culmina el bloque oriental de la abacial el cierre de la capilla mayor, compuesto por dos parcelas, una recta y otra semicircular, muy bien delimitadas. Ésta reparte su desarrollo, mediante contrafuertes prismáticos, en tres ámbitos, dotados todos, al igual que los del tramo recto, con ventanas. Sus características, así como las del alero (tipo de cobijas y de canecillos) repiten las descritas en el cuerpo inferior.
El crucero está perfectamente marcado. Flanquean los muros orientales de los brazos, rematados por cornisas que prolongan las de la capilla mayor, repitiendo su esquema, sendos cuerpos prismáticos lisos, a manera de torres, más desenvuelto el del lado norte, que alojan las escaleras de caracol ya comentadas al describir el interior. En ambos muros, en el tramo contiguo a la citada capilla, se disponen rosetones cuya tracería original desapareció. Lo mismo sucedía en el costado frontero del crucero, recompuesto en el transcurso de los trabajos de restauración de la iglesia. Debe señalarse en unos y otros, en cualquier caso, la presencia en las arquivoltas y chambranas, tanto en el interior como en el exterior, de motivos (arquitos de herradura, elementos vegetales) de inequívoca progenie mateana.
El hastial meridional del crucero, enmarcado por contrafuertes prismáticos escalonados de distinta configuración, no dispone de comunicación con el exterior. Su cuerpo inferior exhibe un destacado retallo escalonado, doble (seis bandas el más bajo, dos el otro), ocupando el superior un rosetón, hoy sin tracería, cuya chambrana muestra una decoración fitomorfa dispuesta en sentido radial, igual a la que se encuentra, por ejemplo, en otros puntos del mismo transepto.
Otro rosetón centra la parte alta del hastial opuesto. Éste sí conserva su tracería, geométrica (una combinación, en forma de cruz, de cuadrifolios con calados arcos de herradura muy pronunciados, casi círculos, en su interior), reiterando la chambrana la misma decoración de carácter vegetal que acabo de reseñar.
En el cuerpo bajo de este hastial, flanqueado también por contrafuertes con remate escalonado, se abre, ligeramente resaltada sobre el paramento mural, que exhibe un alto retallo escalonado, una puerta, no la única, como se verá, que comunicaba la iglesia con las dependencias monásticas. Se dispone más entre dos pilastras que entre contrafuertes, unidos por un alero montado en tres canecillos.

Consta de una sola arquivolta de medio punto y chambrana de la misma directriz. Talla aquélla su arista en grueso baquetón liso, exhibiendo ésta una cuidada decoración de finas hojas de acanto, de filiación mateana, asentadas radialmente. Voltea el arco sobre columnas acodilladas, con fustes monolíticos, basas áticas y capiteles vegetales (desaparecidos los tres componentes de la jamba este). Los cimacios, conservados los dos, muestran palmetas. La chambrana, por su parte, se asienta en los contrafuertes de enmarque, recortados justamente para posibilitar esa labor, dato que permite pensar no tanto o no sólo en dos momentos constructivos diferentes cuanto sobre todo en que, en un principio, se había previsto instalar una puerta más sencilla, de menor envergadura y desarrollo.
La arquivolta de esta puerta cobija un tímpano monolítico liso. Se apoya en mochetas que muestran dos excelentes figuras de ángeles, lamentable y torpemente mutiladas.
En el cuerpo longitudinal del templo se acusan con claridad las tres naves que lo componen, la central más elevada que las laterales, éstas cubiertas con un tejado a una sola vertiente, aquélla, a juzgar por el piñón de la fachada de poniente, con otro a dos aguas.
Los paramentos externos de las naves se dividen, por medio de contrafuertes prismáticos, escalonados en su zona alta, en tres tramos. Llegan los estribos hasta la cornisa. La organización de ésta no ofrece ninguna novedad con respecto a lo ya visto. En cada uno de esos tres tramos, por otro lado, se disponen saeteras, de mayor altura las de los costados de la nave mayor y, de los de las laterales, más altas también, exceptuada la del tramo segundo, más corta y más ancha, las del norte que las meridionales. La presencia en el muro de la colateral sur, junto a los contrafuertes, de varias ménsulas, sugiere que en esta zona de la iglesia pudo haberse dispuesto en su día un pórtico o cobertizo.
En el tramo central de la nave septentrional, cobijada por un arco que une los contrafuertes que la flanquean, se abre, descentrada, una puerta que comunicaba con la adyacente galería claustral. Tiene una sola arquivolta semicircular y una chambrana de la misma directriz, ambas con su arista matada por un bocel, liso como todas las molduras de la portada. El arco se apoyaba en columnas acodilladas, desaparecidas, permaneciendo sólo, deteriorados, los cimacios, de nacela sin ornato, prolongados en imposta que media entre la chambrana y el muro. Además de la más austera, es también la única portada de la iglesia que no posee tímpano, ofreciendo el hueco central, como remate, un arco, también de medio punto, volteado sobre mochetas cortadas en forma de proa.
Una de las portadas sobre la fachada norte de la iglesia.
 

Muy distinta de la anterior es la portada, asimismo descentrada, que se practica en el tramo de poniente de la nave lateral meridional. Tremendamente dañada, consta de dos arquivoltas semicirculares y una chambrana de igual directriz. La arquivolta menor muestra, en el centro, a Cristo, en la actualidad decapitado, bendiciendo con la mano derecha y con un libro abierto en la izquierda, acompañándole a cada lado, en disposición radial, tres ángeles, sentados como Cristo sobre una moldura tórica, con las alas desplegadas, unos con las manos juntas, en actitud de oración, otros con las palmas abiertas. La arquivolta superior ofrece once grandes cuadrifolias con botón central. La chambrana, por su parte, se decora con hojas de acanto trepanadas, dispuestas, como todo el ornato del ámbito de cierre de la portada, en sentido radial.
Volteaban las arquivoltas sobre columnas acodilladas. De ellas sólo quedan hoy los huecos. Sí persisten los cimacios, decorados con florones y que, al prolongarse ligeramente en imposta, sirven de apoyo a la chambrana. La manera de acomodarse tanto ésta como la imposta en su lado oriental, aprovechando en un caso el escalonamiento lateral del contrafuerte, introduciéndose en el otro en él, sugieren que la portada se instaló con posterioridad a la construcción del estribo, haciendo más sorprendente, si cabe, su descentramiento con respecto al tramo.
El arco menor de la portada cobija un tímpano en el que se aprecian los huecos verticales de las tres lastras en las que se desplegaba su programa iconográfico, desaparecidas antes de los años finales del siglo XIX, época, exactamente de 1897, de la que proceden las más antiguas fotografías conocidas, fechadas, del edificio, de la autoría de Francisco Zagala, el fotógrafo “oficial” de la renombrada Sociedad Arqueológica de Pontevedra. Descansaba el tímpano sobre mochetas decoradas con figuras ahora también mutiladas.
Todo en esta portada, de indudable calidad, trae a la memoria (composición, motivos figurados y vegetales, talla) el recuerdo de las formas y principios del Maestro Mateo, progenie mencionada ya en otros lugares de este mismo texto.
La fachada principal del templo, la oeste, se divide, en consonancia con la distribución interior del edificio, en tres calles, la central destacada y flanqueada por dos sólidos contrafuertes, el septentrional reformado en el siglo XIV (verosímilmente en 1322, año(?) que figura en el epígrafe, hoy ilegible y de difícil lectura ya cuando lo publicó en 1941 J. Carro García, que ostenta el meridional en su parte inferior: E:D MILL: CCC:L:X VS ) para construir la torre mencionada ya al analizar el interior.
Las calles laterales se cierran con un arco de medio punto de sección prismática, liso, volteado directamente sobre el muro, exhibiéndose las jambas con sus aristas vivas. Cobija cada arco, a paño con el paramento, un pequeño rosetón, decorado con tracería geométrica, enmarcado por arquivolta lisa y chambrana con ornamentación vegetal.
El tramo central de la fachada se estructura, en alzado, en dos cuerpos, separados por un tejaroz liso apoyado en sencillos canecillos. Ocupa el piso alto un descentrado rosetón que repite por este frente, en su conformación perimetral, la composición del interior: una sola arquivolta de arista tallada en baquetón liso, con rosca también sin ornato, y chambrana decorada con puntas de diamante. Como ya se dijo, no pertenece a la organización inicial del hastial, siendo producto de una reforma propiciada por la construcción de la mentada torre. Vestigios de su antecesor, de mayores dimensiones y centrado en el tramo, son también visibles por este lado exterior.
Nuclea el cuerpo inferior de esta calle central de la fachada de poniente una portada de gran riqueza, lamentablemente muy disminuida hoy con respecto a lo que fue en origen. Consta de cuatro arquivoltas semicirculares y chambrana de la misma directriz. Tres arquivoltas, las dos interiores y la exterior, se decoran con elementos fitomorfos de inequívoca progenie mateana, filiación que explicitan asimismo las hojas de acanto rizadas, presentes también en otras zonas del templo, que ofrece la chambrana.
De inspiración mateana es asimismo la única arquivolta todavía no mencionada, la tercera desde el interior. Se disponen en ella, tocando instrumentos musicales y con redomas, un total de veintitrés Ancianos apocalípticos, al presente maltrechos, obvia derivación, por su iconografía, emplazamiento y estilo, más allá de su inferior calidad, de la arquivolta que circunda el tímpano asentado en el tramo central del Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago.
Volteaban las arquivoltas sobre columnas acodilladas. De ellas, dispuestas sobre altos zócalos, alguno decorado, no quedan actualmente más que los cimacios, ornados mayoritariamente con florones carnosos, otro motivo de neta ascendencia mateana. Se prolongan ligeramente en imposta por el frente del muro, sirviendo de intermediarios entre éste y la chambrana.
La arquivolta menor cobija un tímpano semicircular. Asentado sobre mochetas que exhiben figuras de ángeles con cartelas, ahora muy deterioradas, lo presidía, como atestiguan viejas fotografías, una representación de Cristo sedente, coronado y sin nimbo. Rodeado por el Tetramorfos, bendecía con la mano derecha y sujetaba con la izquierda un libro apoyado sobre la pierna del mismo lado. Hoy sólo permanecen en su emplazamiento, mutilados, los símbolos de Mateo y Marcos. De las otras tres figuras quedan in situ los huecos en los que se insertaban las lastras correspondientes a las figuras. Se exhiben éstas actualmente en el Museo Marés, en Barcelona.
Detalle de la arquivolta en la que se encuentran los veinticuatro ancianos del Apocalipsis con sus instrumentos musicales.
 

En conclusión, la iglesia de Carboeiro, como se desprende de lo reseñado y pese a lo que ha sufrido a lo largo de su azarosa historia, es un monumento excepcional. Su singularidad, valorada ya en lo esencial, sorprendentemente, en la segunda década del siglo XVII por el Padre Yepes y en la que confluyen y se refuerzan mutuamente emplazamiento, estructura y decoración, es incuestionable. Las particularidades de su fábrica, sobre todo las que explicita su cabecera, con dos pisos superpuestos, la han situado con frecuencia en el centro de debates de capital significación para el desarrollo de las manifestaciones constructivas (en menor medida, sin duda, para las de alcance decorativo) en los territorios occidentales de la Península Ibérica (Reinos de Castilla y León en particular) en el arranque del último tercio del siglo XII. No todas las veces, sin embargo, han sido planteadas correctamente esas discusiones, lo que ha hecho que algunas propuestas, todas valiosas, en cualquier caso, sean difíciles de aceptar.
Vista la información que nos transmiten los epígrafes ubicados en el paramento exterior del cierre de la cripta y en el interior del primer tramo de la nave meridional, separados en el tiempo por un solo mes –1 de junio de 1171 el primero, 1 de julio del mismo año el segundo, indicándose aquí que en ese día el abad Fernando, en compañía de sus monjes, hoc templum fundavit, es decir, dio comienzo a su construcción–, parece verosímil pensar, como ya intuyó en su día J. Carro García y precisó más tarde I. G. Bango, que la inscripción de la cripta debe señalar la terminación de sus trabajos, culminación imprescindible para poder acometer la ejecución del piso superior.

La cripta, de construcción muy cuidada, como vimos, nada tiene que ver con la arquitectura que por entonces, alrededor de 1171, se hacía en Galicia. Todo en ella y en especial los ingredientes que más y mejor la significan –la organización de la cabecera, con el gran cierre semicilíndrico en el que se embuten las tres capillas radiales, y las poderosas pilas terminadas en sencilla imposta– remite a precedentes ultrapirenaicos, borgoñones sobre todo (Saint Philibert de Tournus ha sido invocado reiteradamente y de manera muy pertinente a propósito de las gruesas pilas; la gran cabecera de Clairvaux III, pese a que emplea capillas de cierre recto en la girola y por ello su perfil exterior es poligonal, no semicircular, puede traerse a colación como inspiradora de la solución de remate con un muro continuo).
La coincidencia de alguna de estas fórmulas con las que se aprecian en otros edificios peninsulares más o menos contemporáneos ha llevado a tratar de buscar vínculos directos entre ellos. Es lo que acontece en concreto, como opina I. G. Bango, con la cabecera de la Catedral de Ávila, el popular “cimorro”, de conformación idéntica a la de la cripta de Carboeiro, de la que, en cuanto a esquema, sólo se distingue por su mayor envergadura (nueve capillas radiales frente a tres). No creo, sin embargo, que sea imprescindible buscar lazos directos entre las dos fábricas para justificar esas semejanzas, perfectamente explicables a partir de la formación de sus respectivos responsables en un mismo ámbito, localizable sin duda, visto lo indicado, en Borgoña, región clave para entender también lo que nos ofrece la cabecera de la iglesia abacial de Carboeiro.
No siempre ha sido interpretada adecuadamente esta última parcela tanto en lo que por sí misma supone como en su relación con el resto del edificio. De su análisis detenido se desprende, de entrada, que su arranque no puede desligarse de la planta inferior y, en segundo lugar, que su ejecución no es producto de un solo impulso ni de la intervención de un mismo y único equipo.

La cabecera del templo, en efecto, se acomoda en su distribución (capilla mayor, girola y ábsides a ésta abiertos) al esquema que posee la cripta, de la cual, en esencia, viene a ser su proyección. Cambia entre ambas parcelas, como pudimos ver, el vocabulario constructivo y decorativo que exhiben y también, como consecuencia de ello, la imagen que ofrecen, el impacto que producen, una disparidad que se entiende a partir de los cometidos específicos que cumple cada uno de esos ámbitos: mientras la cripta nace de una necesidad estructural, adaptándose las formas, sólidas, robustas, sin prácticamente ornato (sólo un sencillo entrelazo en un arco), a su función portante, el protagonismo en relación con el culto de la cabecera de la abacial explica el empleo de formulaciones constructivas y ornamentales más cuidadas, en apariencia, sólo en apariencia, más avanzadas que las precedentes. La filiación claramente borgoñona de buena parte de los ingredientes que la conforman, sobre todo, como se dirá, en el primer cuerpo del conjunto, idéntica, pues, a la que señalé para la cripta, permite pensar en la vinculación de las dos zonas al mismo maestro y a un mismo impulso edificatorio.
El examen detenido de la cabecera de la iglesia, frente a lo que habitualmente se sostiene, revela, sin embargo, que no es un conjunto unitario, que su materialización final, fruto de la incorporación durante los trabajos de un nuevo equipo, no se corresponde con las previsiones iniciales. Un primer dato, comentado en la descripción y no valorado hasta el momento, lo corrobora plenamente: el desajuste entre los fustes de los soportes sobre los que voltean los nervios de la bóveda que cubre la capilla mayor y las basas en que descansan. No hay correspondencia entre unos y otras. Éstas, con un diseño en planta en forma de hoja de trébol, están concebidas para recibir, como lógico anticipo del perfil programado para los nervios que ofrecería la cubierta abovedada, haces de tres fustes, el central destacado sobre los laterales, una solución, con precedentes conocidos en la Isla de Francia y en Borgoña, que encontramos también en un edificio hispano que, como se verá, ofrece múltiples concomitancias con el que nos ocupa: la iglesia del monasterio cisterciense zamorano de Santa María de Moreruela. Se emplea en ella, exacta mente, en el mismo lugar en que estaba previsto hacerlo en Carboeiro: en los soportes de los nervios de la bóveda que cubre el hemiciclo de la capilla principal, ámbito en el que los tres componentes que nos interesan (nervios, fustes y ménsulas) ofrecen, sin discordancias, el mismo esquema trebolado, no siendo significativa ahora, para nuestros intereses, la manera exacta en que se resuelve el arranque del conjunto (sobre un basamento, ligeramente saliente, emplazado encima del cimacio, tal como acontece también en empresas del primer gótico de la Isla de Francia y su entorno –sería el caso, en el mismo lugar, de la Catedral de Noyon–, en Carboeiro; sobre una ménsula autónoma, desligada de la columna inferior, en Moreruela).
El cambio de planes (o, si se quiere, de la manera de llevarlos a cabo, pues, evidentemente, el tipo de cubierta prevista era el mismo, con diferentes ingredientes, como es obvio, que se ejecutó finalmente) que la falta de adecuación entre los diversos elementos se documenta en la abacial de Carboeiro debe de ser consecuencia de la marcha del equipo que inició los trabajos del complejo eclesial. Eso explicaría, además, otros fenómenos que en ella se detectan a partir de ese momento: la desaparición de premisas de nítido abolengo borgoñón a medida que avanzan los trabajos y, en justa correspondencia con ello, la paulatina incorporación de formulaciones, particularmente decorativas, de inequívoca progenie mateana.
Puede afirmarse, pues, a partir de lo dicho, que la iglesia de Carboeiro fue iniciada por la cripta no mucho antes del 1 de junio de 1171, día en el que se dio por concluida, según cabe deducir del epígrafe que ostenta en su exterior, por un equipo de formación y procedencia borgoñona. Algo más tarde, el 1 de julio del mismo año, siendo abad Fernando, como explicita la inscripción de la nave meridional, dieron comienzo por la cabecera los trabajos de la abacial propiamente dicha, programada y empezada por el mismo colectivo. Todo en ella en cuanto a esquema y también, en un principio, en su materialización (estructura y decoración), apunta a precedentes o paralelos borgoñones, región en la que por las fechas en que nos estamos moviendo ya se habían adoptado y adaptado sugerencias de otros territorios, en particular del norte de Francia (Isla de Francia y dominios vecinos). Remiten a estos territorios y a Borgoña, en efecto, elementos o soluciones como el tipo de cabecera, con capillas semicirculares tangentes (su origen último, como ya comenté en otras ocasiones, se sitúa en la de la iglesia parisina de Saint-Denis, promovida por el afamado abad Suger y consagrada en 1144); la apertura de capillas, una por lado, en los brazos del crucero; modelos de capiteles, muchos, con desbastado troncocónico, ya de crochets; la molduración de zócalos o basamentos; perfiles de nervios; la presencia de congés; la manera de acometer, sobre el cimacio de las columnas del cuerpo bajo de la capilla mayor, la recepción del triple soporte programado, etc.
Muchos de los ingredientes citados los encontramos también en edificios o empresas próximas a Carboeiro en lo espacial y/o temporal, asimismo de inequívoco abolengo borgoñón. Ése sería el caso, sobre todo, de la abacial, ya citada varias veces, de Moreruela, cuya cabecera, según demostré cumplidamente en otro lugar, fue comenzada en 1162 y se replanteó alrededor de 1170, y del cuerpo inferior, la cripta o Catedral vieja, del macizo occidental de la Catedral de Santiago, complejo, iniciado en torno a 1168 y vinculado al magisterio del Maestro Mateo, en cuyo segundo nivel se inserta el Pórtico de la Gloria.
Esta última estancia en particular, sin duda también por su mayor cercanía física y por la similitud de su función (actúa asimismo, en efecto, como basamento, en este caso del bloque de poniente, no del de naciente, como acontece en Carboeiro), ha sido puesta en relación, repetidamente, con la iglesia que nos ocupa, adjudicándose incluso su autoría unas veces al mismo responsable del conjunto compostelano, el citado Maestro Mateo (receptor en febrero de 1168 de una importante donación de Fernando II que atestigua que entonces ya trabajaba en la Catedral, con toda probabilidad en su parcela occidental), otras a alguien formado con él. No comparto, pese a las indudables similitudes existentes entre los dos monumentos, que atañen, en todo caso, a elementos genéricos (perfiles de basamentos, cimacios y nervios), ninguna de las dos opciones, como tampoco estoy en condiciones de afirmar, pese a que en esta ocasión explicitan el parentesco soluciones de mayor entidad y significación (reparemos, por ejemplo, en las capillas abiertas a los brazos del crucero o en el modelo de cabecera, con capillas también tangentes), que haya habido una relación directa entre nuestro equipo y el que interviene en Moreruela. Frente a esas incuestionables concomitancias, las diferencias, que también existen y son notorias (la materialización de las capillas radiales, por ejemplo, es completamente diferente tanto en lo estructural como en lo ornamental), invitan a pensar en artífices diversos que comparten su horizonte formativo, ubicado incuestionablemente más allá de los Pirineos, en tierras de Borgoña, región de la que, como es bien sabido desde los estudios de E. Lambert en los años veinte del pasado siglo, se nutrieron en buena medida las manifestaciones artísticas de los reinos de Castilla y León a partir del último tercio del siglo XII. Él mismo, inducido a error por la planimetría que consultó, elaborada por V. Lampérez, vinculó la organización de la cabecera de nuestra iglesia, a través de la de Vézelay, con la de Saint-Denis, propuesta, formal y cronológicamente hoy inaceptable, de la que nos interesan en cambio, por ser muy precisos, los dos ámbitos territoriales de referencia que señala: la Isla de Francia (Saint-Denis) y Borgoña (Vézelay).

A tenor de lo hasta aquí indicado, es decir, del análisis detenido del edificio y de la filiación que explicitan las soluciones y elementos que lo conforman, cabe afirmar rotundamente que la abacial de Carboeiro fue programada e iniciada por un equipo de formación y procedencia borgoñona, conocedor, por ello, de soluciones de otro abolengo implantadas ya en esa región. Ejecutaría la cripta y planificaría la iglesia superior, llevando a cabo, en sus zonas bajas, parte de la capilla mayor, la girola y las capillas radiales, detectándose su trabajo también en el cuerpo inferior del brazo sur del crucero, capilla del lado oriental incluida.
Este equipo, por razones que desconocemos, abandonó Carboeiro, continuando su trabajo, con toda probabilidad tras un breve período de trabajo en común (los rasgos esenciales de la mayoría de los capiteles del cuerpo inferior del cierre de la capilla mayor son ajenos a ese grupo inicial; la solución preparada para la recepción de los soportes de los nervios de su bóveda está en consonancia, en cambio, con su horizonte estilístico, lo que invita a pensar en una etapa, sin duda muy corta, de coexistencia o, si se prefiere, de tareas compartidas, si no, simplemente, de la supeditación del nuevo grupo, en un primer momento, a los esquemas, pronto dejados de lado, del equipo anterior), otro colectivo, éste sí de inequívoca filiación compostelana o, mejor aún, mateana, progenie hasta entonces desconocida en el templo. Es él el que termina la cabecera (se documenta inicialmente su presencia en un capitel novedoso, aislado, decorado con acantos de ejes perlados ubicado en la capilla radial norte, muy distinto de los restantes, todos con crochets, modelo éste por entonces desconocido en Santiago, correspondiéndole al mismo grupo la ejecución de las bóvedas nervadas de esa capilla, las de las dos inmediatas y las de la girola: las claves, con florones y en algún caso con pinjantes, remiten a modelos presentes en la cripta y en el Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago), introduciendo modificaciones en su diseño, estructura y decoración (los muros de cierre del deambulatorio, en sus costados sur y norte, no son iguales; altera la solución programada para la recepción de los fustes en los que debían de apoyarse los nervios de la bóveda de la capilla mayor; incorpora nuevos modelos de capiteles, con acantos y ejes perlados, del tipo comentado en la capilla radial septentrional, etc.).

Proseguirá su labor este segundo grupo por el brazo norte del crucero, parcela en la que se aprecian cambios sustanciales con respecto a la opuesta desde la zona inferior (son diferentes, por ejemplo, la conformación del arco triunfal y el emplazamiento de la ventana de la capilla ubicada en su flanco oriental o la organización del testero, con basamento no uniforme en su desarrollo y sin soportes angulares, alteración que conlleva, como mínimo, una modificación del sistema de apoyos de la cubierta, si no, sin más, del tipo de solución concebida para esa tarea) y en la que se inserta, en el cuerpo bajo del hastial septentrional, una portada, descentrada, no programada tal como finalmente se ejecutó, que explicita rasgos de filiación claramente mateana, progenie que volveremos a encontrar, al margen de que en su materialización puedan señalarse manos y calidades diversas, en las portadas ubicadas en el costado sur del bloque longitudinal del templo y en la fachada occidental. Cabe relacionar también con este taller, que completaría la labor del anterior en el brazo sur del crucero (el basamento de la responsión occidental del arco fajón ya le pertenece), algunos de los capiteles presentes en el brazo mayor del edificio, zona de gran simplicidad estructural (reitera, independientemente del avance que en sí mismo comporta el empleo de bóvedas nervadas en las colaterales, previstas también para la central, soluciones que son comunes en la época) y de enorme complejidad decorativa, pues, junto a los reseñados, aparecen capiteles susceptibles de ser emparentados por sus rasgos con propuestas de abolengo cisterciense (a este ambiente, estrictamente coetáneo del mateano, por lo demás, remiten los fustes truncados, rematados en ménsulas, que vemos en los soportes de la nave central y en las responsiones del último formero de los dos costados) e incluso, en uno de los pilares del lado norte, hay dos de crochets y desbastado troncocónico, del tipo de los empleados en las capillas de la girola por el equipo iniciador de los trabajos. En ninguna de las piezas presentes en el interior de la iglesia, en cualquier caso, encontramos elementos figurados, tendencia simplificadora que, fruto del impacto ideológico ejercido por la Orden del Císter, es muy frecuente también en empresas del momento.
Resulta cómodo, según ya se indicó, datar el inicio de las labores de edificación de la iglesia abacial de Carboeiro que llegó hasta nosotros. Los dos epígrafes de 1171 tantas veces referidos no admiten dudas, fijando el del exterior de la cripta –1 de junio de 1171– la terminación de los trabajos de esa parcela, aludiendo el de la nave meridional –1 de julio del mismo año– al comienzo de la construcción del templo propiamente dicho, tareas, una y otra, desarrolladas, como se recuerda en la segunda inscripción, durante el mandato del abad Fernando, fallecido, como señalaba su desaparecido epígrafe funerario, en 1192, treinta años después de su primera mención documentada como superior de la comunidad.
Más difícil, frente a lo anterior, es delimitar la cronología de las campañas, tres con toda probabilidad, y la fecha de conclusión del templo. Por lo que respecta a aquéllas, la primera debe situarse entre 1171, obviamente, y una data imprecisa en la década de los ochenta, no muy alejada de 1188, año en el que, bajo la dirección de Mateo, se asientan los dinteles del Pórtico de la Gloria de la Catedral compostelana y en el que también se consagra el altar mayor de la Catedral de Ourense, detectándose por entonces en ésta ya, con aplastante claridad, la presencia de artistas, excelentes, del entorno mateano, impacto que se puede tomar como referencia para fechar, dada su progenie común y en atención también a la proximidad al punto de partida que explicitan algunos de los elementos en ella empleados, su aparición en la iglesia de Carboeiro, evidenciando esa documentación la irrupción de un nuevo equipo y, con ello, el arranque de una nueva etapa en su ejecución. Este colectivo, de inmediata extracción santiaguesa frente al abolengo nítidamente borgoñón del anterior, introduce cambios, como ya se dijo, tanto en lo estructural como en lo decorativo. Vistos los desajustes que se manifiestan en las partes altas de la capilla mayor y del crucero (también en la manera de resolver los arranques de las bóvedas que cubren las colaterales), cabe pensar con fundamento que los artistas mejor dotados de este equipo abandonaron el chantier antes de su terminación, asumiendo torpe y apresuradamente esta tarea, que puede darse por ultimada en el entorno del año 1200 o en los momentos iniciales del siglo XIII, los que en él quedaron.
A tenor de los años en que nos movemos, resulta tentador relacionar el primer cambio de talleres con el fallecimiento, en 1192, del abad Fernando, iniciador e impulsor de la construcción de la abacial y una figura clave, más allá de los elogios que contiene su epígrafe funerario, en la historia de Carboeiro, monasterio que recibe el 30 de julio de 1199, siendo superior verosímilmente todavía el sucesor de Fernando, Pedro Fróilaz, una donación ad opus ecclesie de Urraca Fernández, hija del afamado conde Fernando Pérez de Traba.
Con posterioridad a los tiempos considerados, ya en el siglo XIV, exactamente en torno a 1322, año (?) que figura en un epígrafe de la fachada principal, ésta, como ya señalé, sufrió una importante reforma. Afectó, muy en particular, al cuerpo alto de la calle central y cabe suponer también que, al menos en el tramo más inmediato a ella, a la nave principal. No puedo concretar, finalmente, cuál pudo ser la finalidad de un epígrafe del año 1500, hoy desaparecido, ubicado “en lo alto del hastial S”. Lo mencionan J. Filgueira Valverde y S. González García, quienes lo relacionan con la reedificación de la zona en que se insertaba.

El monasterio
Las dependencias comunitarias se disponen en el costado norte de la iglesia. Nada queda hoy, en pie, de las de tiempos medievales. Las que persisten, distribuidas en torno a un espacio que debe de corresponderse, en esencia, con el viejo claustro y más allá del momento en que pueda situarse el arranque de su materialización (antes o después, al margen de los elementos que las conformen, de la Desamortización de 1835), son producto, en última instancia, de las intervenciones restauradoras recientes.
Vista de las antiguas dependencias del monasterio con la iglesia al fondo.
 

De época medieval, anterior al arranque de la actual iglesia, era, sin embargo, una puerta, conocida por fotografías y descripciones, desaparecida con posterioridad a 1941, año en el que J. Carro García publica su estudio sobre las inscripciones de Carboeiro en el Archivo Español de Arqueología y la reseña. Se hallaba, según se desprende de la información que proporciona el Archivo Gráfico del Museo de Pontevedra, en el bloque constructivo que por el norte cerraba el patio claustral. Se componía de dos arcos de medio punto ligeramente peraltados, ambos de sección prismática aristada y lisos. El mayor, a paño con el muro en el que se insertaba, volteaba sobre columnas acodilladas. De ellas sólo quedaba el cimacio izquierdo, prolongado ligeramente en imposta por el frente del muro (el soporte derecho, si persistía, estaba oculto por un muro de mampostería adosado perpendicularmente, sin duda tras el proceso desamortizador, al bloque en el que se hallaba la puerta).
El arco menor se apoyaba en mochetas decoradas. Sobre ellas, ocupando sólo una parte del espacio disponible, se hallaba un dintel monolítico con remate angular tanto en su parte superior como en la inferior, la que cierra el vano. En su superficie frontal, en dos líneas superpuestas que siguen el trazado de la pieza, figuraba, según la lectura que ofrece J. Carro García, esta inscripción:
ERA I C L XXXVI ET QU(otum) K(a)L(enda)S A(u)G(usta)S (in) (nomi)NE D(omini) N(o)S(tr)I IH(su) XR(i) AB(b)AS FROILA FECIT ISTAM CEL(l)AM IUNCTA SUOR(um) FRAT(rum) KATERVA.
Es decir: “El 1 de agosto de la era 1186 (año 1148), en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, el abad Froila (hizo) esta celda junto con la caterva de sus hermanos”.
Resta indicar, para terminar, que en los muros del “complejo monástico”, empleados como material constructivo, y amontonados también, por otro lado, en el otrora “espacio claustral”, se hallan numerosos elementos (tambores de fustes, capiteles, dovelas, alguna con decoración de arco de herradura, fragmentos de nervios, canecillos, basas, ménsulas, laudas, restos de epígrafes, etc.) procedentes del conjunto edificatorio complementario de la abacial. Su adecuada catalogación, imprescindible de entrada para garantizar su conservación, se presenta como una tarea inaplazable. Contribuirá, sin duda, a mejorar nuestro conocimiento sobre el que fue, en el tramo final del siglo XII y en el arranque del XIII, uno de los chantiers más importantes de Galicia, un país situado por entonces entre os más avanzados del territorio peninsular en todos los ámbitos y muy en particular en el artístico.

 




 

 

 

 

 

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[1] Sociedad Arqueológica de Pontevedra, Libro de Actas, folio 20, recto. En el párrafo en el que se comenta la visita se alude a su mal estado y a la necesidad de promover iniciativas que permitan “la conservación del casi derruido monasterio”. Este Libro se halla, junto a otros muchos materiales procedentes de los Registros de la Sociedad, en el Archivo Documental del Museo de Pontevedra, nacido el 30 de diciembre de 1927 para dar continuidad a sus iniciativas y en el que acabará integrándose finalmente el 30 de diciembre de 1937. Véase la nota siguiente.

[2] En torno a la figura de F. Zagala confróntese, en particular, F. Zagala, fotógrafo (1842-1908), Pontevedra, 1994, catálogo de una de las exposiciones programadas por el Museo de Pontevedra para conmemorar el centenario de la fundación de la Sociedad Arqueológica. Ésta, vale la pena recordarlo, tuvo una participación muy directa en la restauración, ca. 1911, de la iglesia del monasterio de Aciveiro.



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