La provincia de Pontevedra en la época
del románico
Pontevedra y la época del románico; precisemos
los términos del título. Demarcaciones administrativas decimonónicas, las
provincias transmiten poco o muy poco de la organización del territorio propia
de la Edad Media. Conviene que, al comienzo de esta breve síntesis histórica,
recuperemos algunas de las categorías de la cultura medieval en su proyección
territorial, de manera que pueda definirse algo mejor el espacio a que
atendemos, es decir, que podamos señalar algunos puntos en el primero de los
ejes de coordenadas en que ha de situarse todo conocimiento sobre la sociedad
en el pasado. Lo que a este respecto puede decirse, ante todo, es que los
límites provinciales actuales se desdibujan en la Edad Media para dar lugar a
un espacio, desde el punto de vista eclesiástico y político, compartido y
compartimentado.
Compartido, en primer lugar, por tres diócesis
diferentes –las de Tui, Santiago y Lugo–, cada una de las cuales desborda
ampliamente el territorio provincial. De Norte a Sur, la ría de Vigo y el río
Verdugo señalan el límite entre los dominios de las sedes compostelana y
tudense. La sede de Lugo ocupa el saliente nordoriental que, hacia la Galicia
central, dibuja el mapa actual de la provincia. Ni que decir tiene que las
diócesis de Compostela y Lugo extendían y extienden la mayor parte de su
territorio al norte y al oeste del límite provincial actual. Y, en el Sur, la
diócesis de Tui, que ajusta hoy allí su demarcación con la de la provincia,
tampoco lo hacía en la Edad Media. La frontera entre los dominios de las sedes
bracarense y tudense la señalaba entonces, ya en territorio portugués, el curso
del río Limia y, por el Este, era el cauce del Avia el que establecía la
divisoria con la diócesis de Ourense. Retengamos este primer dato acerca de la
jurisdicción episcopal compartida en la medida en que la distinta dependencia
de las iglesias y sus fábricas puede tener alguna influencia en las
manifestaciones artísticas que aquí importan.
Un espacio, en segundo lugar, compartimentado.
Entre la tierra de Deza, en el nordeste de la provincia, y la tierra de Toroño,
en el Sur, la organización política del territorio se expresaba en una malla de
circunscripciones articulada en dos escalones, constituido, el primero, por
espacios de extensión más reducida que se agrupaban en los que, más amplios,
conformaban el segundo nivel. La reciente publicación del estudio de Manuel
Rodríguez Fernández sobre la terra de Turonium permite conocer de modo preciso
esta ordenación del espacio político para una parte amplia y muy significativa
del territorio provincial. Turonium es nombre y realidad de larga tradición:
mencionado por vez primera en la crónica de Hidacio, vuelve a aparecer en el Parrochiale
suevum y es recogido en diversos textos de época altomedieval. Las
referencias se hacen abundantes desde el siglo xii y, a partir de ellas, pueden
reconstruirse los rasgos definitorios esenciales. Los límites, en primer lugar:
al Oeste, el Atlántico; por el mediodía, el río Miño; el Avia, por el Este, y,
por el Norte, la ría de Vigo y el eje montañoso que sirve de divisoria
meridional a la cuenca de los ríos Oitavén y Verdugo y se extiende desde el
monte Galleiro hasta las alturas de la sierra del Suído.
La tierra de Toroño, que coincide en lo
esencial con lo perteneciente a la diócesis de Tui al norte del Miño, se sitúa
en un nivel superior de la ordenación jerarquizada del espacio político, por
debajo del cual, otras terrae de menor extensión componían, dentro de Turonium,
el escalón inferior. Fragoso, Miñor, Taraes, Louriña, Sobroso, San Martín y
Novoa son los espacios que forman esa red interior ordenada y controlada por y
desde los castillos. De éstos, han quedado bien documentados en las fuentes los
de Sobroso, Tebra, Santa Elena, Entenza, San Martín de Ladróns y San Juan de
Nóvoa. Es el territorio del realengo, el espacio que depende directamente del
rey y gobiernan los nobles que lo representan. Esta malla completa y bien
ordenada ha sido rota y recosida, aquí y allá, por las concesiones de
jurisdicción hechas por los monarcas a los obispos de Tui y Santiago o a los
abades de los monasterios más importantes y por los alfoces asociados al
gobierno de los concejos. En Toroño, pues, se obtiene una imagen
suficientemente precisa del mapa político que responde a la racionalidad del
feudalismo.
Al norte de ese espacio, se repetía, aunque el
estado actual de la investigación no permita reconocerlo con la misma claridad,
idéntico modelo organizativo. Sirvan como testimonio, en el área nororiental de
la provincia, las referencias contenidas en la Historia Compostelana al
territorio de Deza. Esta demarcación, que engloba las tierras centradas por el
río homónimo, afluente del Ulla por el Sur, es seguramente una circunscripción
de segundo nivel que agrupa una serie de terrae de extensión menor. El capítulo
treinta del libro segundo de la crónica menciona el territorio de Deza, junto
con los de Monterroso, Castela y Lemos, para definir el amplio espacio de la
Galicia centro-oriental por el que se extendió la revuelta encabezada por el
conde Munio contra la reina Urraca por el año 1120. Cuando, poco antes, en
1117, se produce el cerco de la ciudad de Santiago que puso fin a la revuelta
compostelana iniciada el año anterior, la descripción de los sitiadores
incluye, entre los que atacan por la parte del Pico Sacro, el ejército de los
de Limia, comandado por el conde Alfonso, al que acompañaban los de Castela,
los de Deza y otros muchos. Vuelve, pues, a usarse la circunscripción de Deza,
junto a otras de semejantes características, para describir amplios espacios en
el interior de Galicia. Espacios gobernados por los nobles al servicio del rey
o, en ocasiones, convertidos en plataforma sobre la que los aristócratas se
alzaban en el rechazo de su legitimidad. Después de la desaparición de Alfonso
VI, corrían tiempos aún indecisos para la afirmación estable de legitimidades
en el trono de León y algunos miembros de la nobleza de Galicia tomaron
partido, frente a la reina Urraca, por su segundo marido el rey de Aragón
Alfonso el Batallador; entre ellos, Pelayo Gudesteiz y Rabinado Muñiz atacaron,
dice la crónica, Deza, Tabeirós y otras tierras, de modo que consiguieron
apoderarse “de toda aquella región que está entre el Miño y el Ulla.” He
aquí, aunque fugaz e innominada, una visión de la provincia de Pontevedra, el
espacio que, compartimentado y compartido en la Edad Media, reunía, como ahora,
las tierras de la Galicia atlántica suroccidental. Será ése el escenario en el
que presentaremos algunas de las líneas de fuerza de la evolución histórica
durante el tiempo del románico.
El tiempo del románico. Brevemente anotado el
espacio, conviene alguna indicación acerca de la otra coordenada del
conocimiento histórico, el tiempo. En 1075 o poco después, el obispo
compostelano Diego Peláez, con el estímulo y la protección de Alfonso VI, ponía
en marcha el taller románico de Compostela. Algo más de cien años después, el
maestro Mateo culminaba, con su magnífico pórtico occidental y en un estilo que
traspasaba ya la frontera del gótico, la obra de la catedral de Santiago, bajo
el patrocinio del rey Alfonso IX. Entre esos dos momentos se despliega la
plenitud del arte románico en Galicia. Antes de 1075, en el monasterio de San
Antolín de Toques, el blanco manto de iglesias que, según la conocida metáfora
de Raúl el Calvo, cubrió Europa en los años del siglo xi, alcanzaba los
confines de Galicia. Se descubren allí, en efecto, los balbuceos del nuevo
estilo. Toques y su abad Tanoi gozaron de la protección del rey García, el
último rey de Gallaecia; su breve reinado puede ser considerado como el fin de
un largo ciclo histórico, que hunde sus raíces en la antigüedad tardía, y como
el umbral de un nuevo tiempo, que es ya el de la plenitud del feudalismo. No
faltan, pues, razones estilísticas e históricas para situar en 1065, el año en
que, a la muerte de Fernando I, comenzó García su reinado, el inicio de nuestro
arco cronológico. Ni para alargar hasta un poco más allá de 1211, cuando el
arzobispo Pedro Muñiz consagró en fiesta solemne la obra concluida Mateo, su
final. Llegaremos hasta 1230, año de la muerte del rey Alfonso IX, que cierra
definitivamente el ciclo del reino de León y abre el de la corona de Castilla.
El cambio era significativo para Galicia. Y en el pórtico de la catedral de Tui
se mostraba por entonces la plenitud del arte gótico.
1. Los fenómenos de base: las tendencias
al crecimiento demográfico y económico y el surgimiento de los núcleos urbanos
Cuando concluye el período que estudiamos, los
síntomas de una evolución positiva del número de los hombres y de las mujeres
son bien visibles con carácter general. En el espacio que consideramos, la ya
abundante documentación generada y conservada por la sede tudense y los
monasterios más importantes, principalmente los de Oia y Melón, ilustra con
claridad un proceso que se manifiesta, en primer lugar, en el descubrimiento de
una red de núcleos habitados que es ya substancialmente la que ha de perdurar
hasta la época contemporánea.
La abundancia de las menciones de villae en la
documentación altomedieval se explica por su condición de referente territorial
más importante en la atribución de la propiedad durante ese período. Se emplea
aún el término, en la documentación del siglo xii, para designar el marco
esencial de la convivencia campesina. Pero se observan ya los nuevos usos que,
desde el siglo xiii, serán dominantes. Responden, sin duda, al deseo de dar
cuenta más precisa de los cambios ocurridos en la realidad, a la necesidad de
expresar con claridad los matices de una situación que se ha hecho más
compleja. La palabra villa, como orientador esencial de la localización de los
derechos de propiedad, conoce ahora la competencia creciente de la feligresía,
que, en lo esencial, mantiene la misma territorialidad de las villae. La
modificación no es puramente terminológica; revela, sobre todo, el
fortalecimiento de la institución parroquial que, expresión del movimiento de
reforma y centralización que conoce la Iglesia de este tiempo, se convierte en
el instrumento básico de la ordenación eclesial y de la canalización del
diezmo, cuyo control reivindican celosamente los obispos. En su centro, las
iglesias se reconstruyen ahora por todas partes en el nuevo estilo
arquitectónico. Por debajo de la villa/parroquia, los lugares, las aldeas
situadas en su término y, dentro de ellas, los casales, es decir, las
explotaciones campesinas, y las casas y parcelas de cultivo que los integran,
multiplican su presencia en los documentos de donación y compraventa, dando
cuenta de una nueva realidad económica caracterizada por la flexibilidad que
crea la difusión generalizada del instrumento monetario en el ámbito rural.
Casas, cortiñas, viñas, agros y leiras son, a partir de ahora y cada vez más,
el objeto principal y bien definido de los cambios de propiedad.
La reconstrucción de las iglesias y, por tanto,
la amplia difusión del estilo románico en el mundo rural obedece, ante todo, a
la necesidad de acoger en las naves de los templos a un número creciente de
fieles. El vaciado sistemático de las menciones documentales de roturaciones y
de fragmentación de propiedades contenidas en los documentos de la catedral de
Tui y de los monasterios de Oia y de Melón permite detectar, desde mediados del
siglo XII, síntomas claros de la presión ejercida sobre la tierra cultivable
por una población que tiende de modo sostenido al crecimiento. Y lo que se
puede concluir a partir de los datos directamente demográficos sobre la
nupcialidad y la fecundidad se orienta en la misma dirección de la evolución
positiva del número de habitantes. Las exigencias señoriales y la necesidad de
atender al sustento de más hijos obligaron a los miembros de las familias
campesinas a invertir más trabajo en la ampliación de la superficie cultivada y
en la intensificación de los sistemas de cultivo. La producción constante en
los huertos, la alternancia de cereales de invierno y cereales de primavera en
el terrazgo y la difusión creciente del cultivo de la vid son la visible
manifestación de un incremento de la actividad agraria que permite a los campesinos
mantenerse por encima del nivel de la subsistencia y a los señores aumentar
considerablemente la cuantía de sus rentas.
Allí donde ha sido estudiado, el crecimiento de
la propiedad eclesiástica es rasgo que, si bien con matices temporales y
diferencias de grado, se comprueba con carácter general. También para el ámbito
espacial que aquí consideramos. Monasterios y sedes episcopales participaron de
forma intensa en la concentración de bienes y en la correlativa y fuerte
disminución de la pequeña y mediana propiedad, que conocieron, durante los
siglos XII y XIII, sus fases de aceleración definitiva.
Crecimiento de la población, aumento de la
producción agraria y fuertes desequilibrios en el reparto de los excedentes
generados son fenómenos que están en la base de la aparición de los núcleos
urbanos. A estos factores internos ha de añadirse la multiplicación de los
contactos con el exterior como importante elemento de la explicación del
desarrollo urbano. La activación de la circulación en las vías terrestres,
expresión de las nuevas posibilidades de comunicación, tiene paradigmático
testimonio en la afluencia de peregrinos por las rutas que conducen a
Compostela. Sin excluir el paso de los peregrinos con rumbo norte o de
cualesquiera otros viandantes en los caminos que comunican el territorio de
Pontevedra con su entorno, ha de atenderse, en este espacio y en este tiempo, a
las nuevas posibilidades que para los contactos con el exterior ofrecen, de
ahora en adelante, las rutas del mar. La costa pontevedresa es el escenario de
un episodio que muestra bien el profundo cambio que, a este respecto, conoce el
siglo XII.
La historia altomedieval de la sede tudense
está condicionada, hasta la segunda mitad del siglo XI, por las incursiones de
musulmanes y normandos, que encuentran en el tramo final del curso del Miño
escenario adecuado para sus correrías. El ataque de los hombres del norte es,
en esa centuria, causa de una larga vacante episcopal. A comienzos del siglo
siguiente, la costa de las Rías Bajas sufría aún los asaltos de piratas
almorávides. Contra ellos organizó Diego Gelmírez la defensa. Hacia 1120 tenía
lugar, en aguas de la ría de Vigo, la última batalla de que, en ese contexto,
da cuenta la Historia Compostelana. Una flota de veinte naves musulmanas,
procedentes de Sevilla y Lisboa, llegó hasta las costas de Galicia. La mayor
parte de los navíos almorávides se retiraron después del ataque; cuatro, sin
embargo, permanecieron al abrigo de Ons, Sálvora y Flammia, entendiendo que
había aún buenas expectativas de botín. Contra ellas salió al mar la flota
gelmiriana con los marineros irienses y los soldados del prelado compostelano.
Avistaron a los enemigos no lejos del castillo de Ponte Sampaio. Tres naves
apresadas, dieciséis bajas entre los musulmanes, noventa y ocho prisioneros, la
recuperación del botín y la liberación de los cautivos cristianos fue el
resultado de una provechosa y celebrada victoria. Eran los últimos coletazos de
una larga historia en la que el océano era contemplado con temor. Ya en este
tiempo, pero sobre todo en adelante, los que llegaron por los caminos del mar
fueron cruzados, peregrinos y mercaderes. El mar dejaba de ser puerta de
peligros y comenzaba a considerarse, más allá de las dificultades creadas por
su naturaleza, un espacio amigo. Se multiplicaban los contactos pacíficos en
los puertos y el monasterio de Oia podía surgir al borde mismo de la costa. El
desarrollo urbano se explica también en razón de estas nuevas circunstancias.
La difusión general y el peso creciente de
villas y ciudades en la sociedad occidental de esta época es testimonio mayor
de la plenitud alcanzada por el feudalismo. La nueva realidad urbana en la
Galicia suroccidental se muestra, bien caracterizada ya, en las fuentes del
siglo xii y los primeros años del XIII. Síntomas inequívocos de actividades
urbanas en el caso de Tui pueden detectarse en las fuentes desde por lo menos
1142, fecha en que Alfonso VII concede importantes privilegios al obispo
titular de la sede. Una parte de esos privilegios tiene relación directa con
actividades económicas específicamente urbanas. Concede el rey al obispo, en
efecto, la percepción de los impuestos sobre el tráfico de mercancías en el
puerto de la ciudad, el control del curso del Miño hasta la desembocadura y
asegura la protección de los derechos de los mercaderes que lleguen o partan de
Tui. Tres décadas después, la voz de los burgueses ha llegado a ser lo
suficientemente audible como para que Fernando II se muestre dispuesto, en el
fuero otorgado en 1170, a reconocer peso político a quienes lo habían alcanzado
ya en el plano social. Para entonces no hay ya duda alguna de la consistencia
urbana alcanzada en el entorno de la sede tudense. El portazgo, el tráfico de
barcos por el Miño, los viajes de los comerciantes desde y con destino a Tui
vuelven a ser mencionados. Pero lo más importante ahora es la construcción de
un nuevo marco normativo que sitúa a los burgueses de Tui en la directa
dependencia del monarca y al margen, por tanto, del señorío del obispo. La
creación de este nuevo estatuto político para los tudenses forma parte de un
amplio plan de transformación del entorno inmediato de la sede que incluye la
construcción de un nuevo emplazamiento para los habitantes de la ciudad al que
se ha de dar el nombre de Bona Ventura. Busca el rey ampliar el espacio urbano
y protegerlo adecuadamente de las incursiones de los enemigos, “tanto
musulmanes como cristianos”. Es claro que las precauciones defensivas deben
situarse en el marco general de las hostilidades frente al joven reino
portugués. Y seguramente es ese mismo contexto el que explica la concesión del
nuevo estatuto jurídico. A este respecto, sin embargo, las disposiciones
forales apenas pudieron entrar en vigor. Sólo un mes después de su concesión,
emanaba de la cancillería real un nuevo documento que dejaba las cosas en su
sitio. El rey restituye al obispo lo que expresamente dice que le había quitado
en la nueva población. Para los burgueses de Tui fue, pues, efímera la buena
ventura y, como en las restantes sedes episcopales gallegas, el señorío
episcopal quedó bien asentado en la ciudad fronteriza.
A medio camino entre Compostela y Tui, junto al
viejo puente de origen romano que cruza el Lérez muy cerca de su desembocadura,
la concentración de actividades pesqueras, mercantiles y artesanales dio lugar
también, en Pontevedra, a un reconocimiento político. El breve fuero otorgado
por Fernando II a los habitantes del lugar en 1169 venía a sancionar
jurídicamente el hecho de un asentamiento de población, situado en una
importante vía de comunicación y orientado hacia el aprovechamiento de los
recursos del mar. El privilegio real ha de entenderse como primer paso en la
creación de una organización concejil destinada a actuar en la dependencia
directa de los reyes. Pero tampoco en este caso el camino fue de largo
recorrido. La presión del poder señorial compostelano se hace sentir, de modo
que, en 1180, Fernando II consideró lo más conveniente entregar al arzobispo
don Pedro Suárez de Deza, en pago de servicios prestados, el burgo de
Pontevedra. La adscripción de Pontevedra al señorío de Santiago modifica de forma
esencial la situación jurídicopolítica. Queda desde entonces sometida la ciudad
a la autoridad arzobispal y, en su dependencia, conoce una fórmula de gobierno
concejil semejante a la de las otras villas del señorío compostelano. Del señor
compostelano recibirá una serie de normas que quedarán codificadas alrededor de
1250, por encargo del arzobispo don Juan Arias, y que son conocidas como
Costumbres quel arzobispo de Santiago dio a la villa de Pontevedra.
La primera noticia que tenemos de la villa de
Baiona es una donación de Alfonso IX al monasterio de Oia fechada en abril de
1201. Con ella, se compensa al monasterio por el coto de Erizana que el rey
había entregado a los pobladores de la nueva villa. En mayo de ese mismo año
recibió su fuero, en el que se determina el cambio de nombre del primitivo
núcleo rural, Erizana, por el de Baiona. La actividad pesquera y los contactos
regulares a través de las vías marítimas están en la base de la atención y el
interés mostrado por el rey hacia los pobladores del lugar. En el tardío
extracto del fuero que nos transmite Sandoval, se hace referencia a los
contactos comerciales con la costa de Francia, y de manera más concreta con el
puerto de La Rochelle. La compensación hecha por Alfonso IX al monasterio de
Oia incluye, entre los privilegios otorgados, la décima parte del portazgo de
la villa y la exención del pago de dicho tributo para los barcos propiedad del
monasterio. Es claro, por tanto, que el nacimiento de Baiona obedece a un
aumento de la actividad de su puerto, tanto en lo que se refiere a las
actividades comerciales como al aprovechamiento de la riqueza pesquera.
La historia urbana de A Guarda ofrece sus
primeros testimonios desde fines del siglo xii. Las referencias documentales
conocidas se inician el año 1195, momento en que se menciona un juez de la
villa. En el año 1209 se constata la actividad de dos alcaldes, Fernando Malado
y Vital Pérez. El nacimiento de A Guarda debió de revestir características muy
similares al de Baiona en lo que concierne a la relación con el vecino
monasterio de Oia; es lo que parece indicar el acuerdo suscrito en 1287 entre
el cenobio y el concejo de A Guarda, en el que se mencionan las heredades
propiedad del abad y del convento que les habían sido entregadas por el rey a
cambio de lo necesario para la población de la villa.
Contemplada desde el nivel de los hechos
demográficos y económicos, la sociedad pontevedresa de tiempos del románico se
nos muestra dinamizada por las manifestaciones específicas de los procesos de
crecimiento y transformación que son característicos de la cristiandad latina
del siglo XII. En el plano político, las formas de control diseñadas y
aplicadas por clérigos, aristócratas y rectores de la sociedad urbana sobre el
conjunto de los pobladores tampoco se apartan substancialmente, desde luego, de
las que son propias de la sociedad feudal; atenderemos a las manifestaciones
concretas que revistió ese control dentro de nuestro ámbito territorial en el
marco de referencia de Galicia y del reino de León.
2. Las líneas principales de la
evolución política
Uno de los rasgos mayores de la evolución
política de Galicia en el siglo xii es el nacimiento y la definitiva
consolidación de la frontera con el reino de Portugal. Desde el comienzo del
reinado de García de Galicia hasta el final del de Alfonso IX de León, en torno
a esa nueva divisoria política se ordenan y desarrollan argumentos principales
de una historia que incluye el espacio que consideramos y se expresa en él de
modo muy directo.
En tanto que rey de Galicia, gobernó García un
territorio que, teniendo en su origen la Gallaecia antigua y, por tanto, límite
sur en el río Duero, se había ampliado, tras la conquista de Coimbra alcanzada
al final del reinado paterno, hasta situar la divisoria con los dominios
musulmanes en la línea del Mondego. Se cumplían así las disposiciones
sucesorias de Fernando I. En ese amplio espacio, las sierras de Penas Libres,
Larouco, Xurés y Laboreiro y el último tramo del Miño, es decir, el límite
meridional de la Galicia actual, no tenían entonces carácter de frontera
política relevante; no constituían una divisoria entre reinos. Al norte de esa
línea, en el monasterio de San Antolín de Toques, no lejos de la ruta principal
de peregrinación a Compostela, daba sus primeros pasos el románico gallego y se
aclimataba finalmente en Galicia la regla monástica benedictina. Ninguna de las
dos cosas era ajena seguramente al creciente tráfico en la muy cercana ruta de
peregrinación. Y el rey García, que otorgó al abad Tanoi de Toques un
importante privilegio, no sólo no desconocía tales cambios, sino que muy
probablemente los amparaba y los estimulaba. Al sur de la que llegaría a ser
línea de frontera, el rey acometía y alcanzaba el trascendente objetivo de la
restauración de la diócesis de Braga, la antigua sede metropolitana de
Gallaecia. Y también sobre la futura línea fronteriza actuó el joven monarca
gallego durante su breve reinado. Obra suya fue, en efecto, la restauración de
la sede de Tui y el nombramiento del obispo Jorge para ocuparla.
El último de los diplomas signados por el rey
García de que ha llegado constancia hasta nosotros tiene fecha de 1 de febrero
de 1071. Está dirigido al obispo de Tui, Jorge. No llevaba éste mucho tiempo
ejerciendo la tarea que el propio rey le había encomendado. Era titular de la
sede en el año 1068 y es posible que el nombramiento hubiera tenido lugar el
año anterior. Hemos dicho ya que la inestabilidad generada por los ataques de
musulmanes y normandos habían obligado, primero, a un cambio de residencia de
los obispos de Tui y, desde la muerte del prelado Alfonso I, a una larga
vacante, durante la cual el gobierno de la diócesis de Tui estuvo encomendado a
los obispos de Santiago. La restauración de Tui, junto con la de Braga, formó
parte de las decisiones principales tomadas por el rey de Galicia en orden a
organizar de modo adecuado el control de su reino. Desde ese punto de vista,
puede deducirse, a partir de la escasa información disponible acerca de don
García, que el monarca orientó su política buscando situar el centro de
gravedad del reino en el espacio entre Miño y Duero, del que, con territorios a
uno y otro lado del Miño, formaba parte la diócesis de Tui. Por entonces, pues,
el espacio tudense no sólo no era frontera, sino que estaba lejos de las
fronteras. Lo muestra bien la donación al obispo Jorge del año 1071. Su lugar
de residencia, descrito con cierto detalle en el diploma regio, no estaba en el
emplazamiento de la antigua y abandonada civitas episcopal, sino en sus
inmediaciones: entre el Miño y el Louro, al pie de la colina conocida con el
nombre de Tude. En todo caso, en la margen derecha del Miño. Lo donado ahora
por el rey, el villar de Mauris (Vilar de Mouros) está al otro lado y aguas
abajo del Miño, cerca de la desembocadura, junto al último de sus afluentes por
la margen izquierda, el río Coura. En el tiempo de García, el Miño no es
frontera, no separa, sino que une dominios episcopales y reales.
Luego, en ese mismo año 1071, la derrota de
García frente a Sancho de Castilla, su hermano, dio al traste con los proyectos
del menor de los hijos de Fernando I. Y, al año siguiente, la traición de su
otro hermano, Alfonso, dio con García en la cárcel del castillo de Luna hasta
su muerte en 1090. En 1090 o poco después, tomó Alfonso VI la decisión de poner
al frente de los territorios que, a título de rey, había gobernado su hermano
menor, al conde Raimundo de Borgoña. Esta importante medida de gobierno fue
tomada por el rey, que carecía todavía de hijo varón, teniendo en cuenta las
previsiones sucesorias que podían augurarse a partir de los acuerdos de
esponsales y el posterior matrimonio del conde Raimundo y la infanta Urraca,
primogénita legítima de Alfonso VI . Los dos, en tanto que condes de Galicia,
encabezaron un privilegio dirigido al obispo de Tui en el año 1095, por el que
transfirieron al prelado y al cabildo derechos derivados de la aplicación de la
justicia en un espacio muy precisamente delimitado alrededor de la sede. Esta
primera concesión de coto jurisdiccional de los obispos de Tui no tiene en
cuenta una frontera que, por el momento, no existe: el territorio para el
ejercicio de competencias políticas que ahora cuidadosamente se señala se extiende
de manera equilibrada a uno y otro lado del Miño. La situación estaba, sin
embargo, a punto de cambiar.
Sólo un año después, a partir de 1096, Enrique
de Borgoña, casado con Teresa, la hija habida en la relación extramatrimonial
de Alfonso VI con Jimena Muñoz, ejerció, al sur del Miño y por delegación del
rey, las funciones hasta entonces desempeñadas por el conde Raimundo. No
podemos estar del todo seguros de las razones que impulsaron al monarca a
retirar al conde de Galicia el gobierno del condado portucalense y de la tierra
de Coimbra hasta la frontera con los musulmanes. Tradicionalmente se ha considerado
que el fracaso de Raimundo de Borgoña en el intento de recuperar Lisboa de
manos de los almorávides, junto a una supuesta capacidad y destreza mayores
para la guerra por parte de Enrique, constituyen base suficiente para explicar
la nueva ordenación de los poderes en el occidente del reino. No es una
argumentación construida con argumentos sólidos. A la altura de 1096, perder
plazas y batallas frente a los almorávides no podía considerarse en modo alguno
cosa extraña o excepcional. El propio rey sabía bien, y por experiencia propia
muy directa, que las posibilidades de derrota eran grandes frente al
fortalecido poder andalusí. El conde Enrique tampoco conquistó Lisboa.
Y, en fin, posteriores e importantes encargos
en la organización de la Extremadura castellanoleonesa encomendados al conde de
Galicia dicen mal con la supuesta incapacidad militar de Raimundo de Borgoña.
Cabe, pues, la posibilidad de buscar por otro
lado. No es impensable la apreciación por parte del rey de que la solidez de
los apoyos alcanzados por su yerno y su hija en Galicia, Portugal y Coimbra
podría constituir un peligro serio para la unidad de gobierno en el reino. Si
la toma de decisiones se orientaba allí por el camino de la más amplia
autonomía, como puede deducirse de la plenitud de atribuciones que se aprecia
en algunos diplomas de la cancillería de Raimundo y Urraca, el riesgo de la
reconstrucción del reino de García no era una quimera impensable. Así que la
aplicación del divide y vencerás ayuda a la comprensión de los hechos, si no
más, por lo menos tanto como el deseo de incrementar la defensa en la frontera.
Lo cierto es que, después de 1096, la frontera
existe. Al norte de ella, gobiernan el conde Raimundo y la infanta Urraca; al
sur, lo hacen el conde Enrique y la infanta Teresa. Galicia y Portugal son, a
partir de ahora, realidades claramente diferenciadas. Se trata, por el momento,
de una frontera en el interior del reino; es una frontera nueva y tiene, desde
el principio, inequívoco carácter político. Es nueva, porque no sólo no viene
de la tradición antigua, sino que, por lo menos en parte, la rompe: la diócesis
de Tui, que, como es característico de la organización territorial
eclesiástica, tiene su origen en la antigüedad tardorromana, queda ahora
dividida al norte y al sur del curso del Miño. Es política, porque expresamente
se define en razón de ámbitos para el ejercicio del poder.
Entre el condado portucalense de Enrique y de
Teresa y la plenitud del reino de Alfonso Enríquez, la individualización
política de Portugal conoce, durante el reinado de Urraca, desarrollos
significativos. La frontera interior deviene conflictiva. Viuda del conde don
Enrique desde 1112, Teresa no dejó de afirmar su autonomía política y de
intentar ampliar el territorio sobre el que la ejercía. Limia y Toroño son, en
la Galicia meridional, escenarios de tales intentos. De los deseos de mantener
abierta la comunicación con grupos aristocráticos gallegos es buena muestra el
apoyo prestado por Teresa al rebelde Gómez Núñez Toroño, “poderoso por la
situación y fortificación de sus castillos” y cuya estrecha relación con
los condes de Portugal venía de atrás; la infanta, el conde sublevado contra
Urraca y Pedro Fróilaz sitian a la reina en el castillo de Sobroso. Las
intenciones que Teresa de Portugal podía tener en tales acercamientos y
alianzas tuvieron luego más claras manifestaciones. En 1121, convocó la reina a
Diego Gelmírez y a su ejército para hacer la guerra a su hermana, porque “la
reina de Portugal había atacado Tui y los alrededores y los había sometido a su
poder”. La batalla fue en esta ocasión batalla naval, se libró en las aguas
del Miño y se dirimió a favor de la reina y Gelmírez que sitiaron luego a
Teresa en el castillo de Lanhoso y alcanzaron el Duero en sus correrías por
territorio portugués. Es innegable la realidad de la frontera nueva para los
clérigos que escriben desde Santiago; pero es también inequívoco su testimonio
de que, durante el reinado de Urraca, la frontera siguió siendo frontera dentro
del reino y de que la sucesora de Alfonso VI no estuvo dispuesta a que se modificara
su trazado. Luego, durante el reinado de Alfonso VII, la frontera interior se
convirtió en frontera exterior.
La recomposición de fidelidades y equilibrios
entre el rey y los aristócratas dio lugar, en el comienzo del reinado de
Alfonso VII, a nuevos intentos de ordenación de los espacios de dominio
político. Al año siguiente de la coronación en León, el monarca se entrevistó,
en abril de 1127, en Zamora, con su tía Teresa y se estableció allí un acuerdo
de paz. Fue poco duradero. Porque, sólo algunos meses después, la infanta y sus
partidarios atacaban Tui y tomaban posiciones al norte del Miño. Vino el rey a Galicia,
recabó el apoyo del arzobispo compostelano y consiguió restablecer equilibrios
y renovar pactos.
Los vínculos de Teresa con los nobles gallegos
no sólo fueron políticos, sino que se hicieron también personales en la
relación mantenida con el hijo de Pedro Fróilaz, Fernando Pérez de Traba.
Contra esa alianza de intereses personales y políticos, se alzaron los nobles
portucalenses encabezados por Alfonso, el hijo de los condes Enrique y Teresa.
En São Mamede, cerca de Guimarães, tuvo lugar, el día de San Juan del año 1128,
el encuentro decisivo. La victoria de Alfonso Enríquez y los suyos orientó definitivamente
la evolución política en el sentido de la afirmación de Portugal y puso punto
final al último proyecto de reconstrucción del reino de don García, que
impulsaban ahora Fernando y Bermudo Pérez de Traba al amparo de la infanta
Teresa. Y, durante el siglo xii, la tierra de Toroño acentuó su condición de
espacio fronterizo repetidamente disputado.
Después de la muerte de doña Teresa en 1130,
Fernando y Bermudo Pérez de Traba dirigieron sus fidelidades hacia la órbita de
Alfonso VII y abandonaron los proyectos portugueses. Pero Alfonso de Portugal
siguió contando con algunos apoyos entre la nobleza de Galicia, donde los
condes Rodrigo Pérez, en Limia, y Gómez Núñez, en Toroño, estuvieron dispuestos
a reconocer su soberanía. Fue este último seguramente el que, en 1137, facilitó
la entrada de Alfonso Enríquez en Tui y, una vez más, el dominio sobre Toroño y
Limia. La reacción del emperador le permitió recuperar el control de los
territorios fronterizos, encontrarse con su primo en Tui y considerarse
satisfecho con la obtención de su juramento de fidelidad. Pero el príncipe
portugués dio pruebas muy pronto de que no estaba dispuesto a abandonar sus
objetivos en la frontera de Galicia. Toroño fue nuevamente invadida en los
primeros meses de 1141 y de nuevo obligó a la reacción de Alfonso VII. Se
encontraron los ejércitos no lejos de Valdevez, pero no llegaron a combatir.
Renovó fidelidades Alfonso de Portugal y estuvo dispuesto a hacer concesiones
el emperador, a cambio del reconocimiento de su imperial autoridad. Unos y
otros se devolvieron castillos y plazas ocupadas y hubo también algunos
perdedores; Gómez Núñez de Toroño acabó allí su carrera o hubo de reorientarla
drásticamente: exiliado allende el Pirineo, se hizo monje cluniacense.
Todo esto ha de entenderse, sobre todo y por el
momento, en el marco de la constante composición y recomposición de las
alianzas en el seno de la aristocracia y de los esfuerzos de unos y otros por
encontrar el mejor amparo para el ejercicio del poder en el territorio. A ese
respecto, no es muy diferente lo que ocurre en el sur de la provincia de lo que
sucede en el norte. Dice la Historia Compostelana que “muerta la reina doña
Urraca y elevado a rey e instruido ya en las artes militares su hijo Alfonso,
muchos príncipes de Galicia temiendo perder, al quitárselos él, los señoríos
reales que tenían, se rebelaron contra toda ley y derecho”. Son las razones
por las que Arias Pérez, cuya díscola manera de hacer había conocido bien
Urraca, se encastilla ahora en Tabeirós y en Lobeira, al sur del Ulla, el
límite norte de la actual provincia de Pontevedra y el límite sur del señorío
del arzobispo. Gelmírez, por encargo del rey, asedia y toma la torre de
Tabeirós y procura el restablecimiento “de la ley y el derecho”, es decir, del
orden que considera conveniente.
La frontera en la que, en este caso, actuaba el
arzobispo compostelano era la de su propio señorío, el borde de la tierra de
Santiago. La línea divisoria del Miño estaba adquiriendo otro carácter. Después
de la victoria obtenida en Ourique contra los musulmanes, en 1139 o 1140,
Alfonso Enríquez comenzó a usar el título de rey. El hecho no concitó el
rechazo frontal del rey de León, acostumbrado a pensar que el título imperial
que había recibido solemnemente en 1135 podía y debía sostenerse en el vasallaje
de otros reyes. Extraña más el tardío reconocimiento del título por parte de
los papas –de quienes el rey de Portugal se declaró vasallo en 1143– que no
llega hasta 1179 y tiene seguramente que ver con el deseo de no enfrentarse con
el rey de León. En todo caso, era un nuevo paso en la dirección de la
afirmación y la independencia. Luego, Alfonso I hizo gravitar el reino en torno
a Coimbra, orientó el esfuerzo militar a la reconquista y vinieron los éxitos
ante Santarém y Lisboa y la frontera del norte dejó de estar, de momento, en el
centro de las preocupaciones políticas.
Y después murió Alfonso VII en los pasos de
Sierra Morena y hubo un nuevo reparto del reino. En 1158, Fernando II y Sancho
III, los herederos, establecieron entre sí un acuerdo de paz. En él, se titula
Sancho rey de Toledo y de Castilla; Fernando, rey de León y de Galicia. Una de
las cláusulas del tratado expresamente establece que ninguno de los dos llegue
a acuerdos o firme pactos de amistad con el rey de Portugal que puedan dañar a
cualquiera de los dos y que, en todo caso, tales acuerdos y pactos no se lleven
a cabo sin el conocimiento y la expresa conformidad de ambos. Como después de
Fernando I, otra vez tres reinos, tres diferentes instancias de legitimación.
Galicia ha cambiado de posición respecto al siglo xi, porque el juego de los
poderes propio del feudalismo condujo a la permanencia, ahora definitiva, en la
órbita de los reyes de León. Y Portugal, desde ahora en condiciones de plena
igualdad, se convirtió en uno de los cinco reinos cristianos de la Península
Ibérica. Y la frontera del sur de Galicia se convirtió en espacio de roce entre
diferentes poderes políticos.
Instigado por los castellanos, contra quienes
actuaba Fernando II tras la muerte de su hermano Sancho III, Alfonso de
Portugal se movía en la frontera de Galicia y dominaba Tui a fines de 1159. El
obispo de la sede tudense parece haberse adaptado sin dificultad a las nuevas
circunstancias, como cabe deducir del hecho de que, hasta 1170, no se le vea
mucho en el entorno de Fernando II. En enero de 1160, el rey de Portugal
mostraba la tranquilidad de su posición en la frontera miñota recibiendo en Tui
a Ramón Berenguer IV para negociar acuerdos matrimoniales. Los acuerdos, en
este caso con Aragón, revelaban la plena participación portuguesa en el tablero
de la política hispanocristiana. A fines de 1160, se entrevistaron en Celanova
los reyes de Portugal y de León, y Fernando II recuperaba el dominio de Toroño;
pero sólo tres años después Alfonso Enríquez volvía a ejercer allí su soberanía
y mantenía su posición hasta 1165. La vistas fueron esta vez en Pontevedra,
donde se acordó la paz, que fue sellada con la promesa de matrimonio del rey
leonés con Urraca Alfonso, hija del rey de Portugal. Después, la derrota y el
desgraciado accidente de Alfonso Enríquez en Badajoz debilitaron su posición y
Fernando II pudo asentar más sólidamente su dominio en la frontera de Galicia;
el cambio de emplazamiento para los pobladores de Tui, que busca su
fortificación, la concesión de fuero y la afirmación del señorío del obispo en
la ciudad y su entorno han de entenderse en este contexto.
Las relaciones entre Alfonso IX de León y
Sancho I de Portugal comenzaron con los mejores augurios de buen entendimiento.
A los lazos de parentesco que unían a los dos monarcas –era el de Portugal tío
del de León– vinieron a añadirse los establecidos por el matrimonio de Alfonso
con su prima Teresa Sánchez, que abiertamente desafiaba las normas canónicas
sobre el incesto. Era grande, pues, la voluntad de colaboración y en el
horizonte estaba la alianza contra Castilla. A pesar de eso, las cambiantes condiciones
de la política hicieron surgir de nuevo las tensiones y, en 1197,
desencadenaron la guerra. Y otra vez el suroeste de Galicia vuelve a ser
privilegiado escenario de confrontación. El rey de Portugal no se contentó
ahora con Tui y la tierra de Toroño, sino que con la conquista de Pontevedra
amenazó seriamente los dominios de los arzobispos compostelanos. Parece, sin
embargo, que no fue duradero el control del territorio al norte del Miño y, en
todo caso, desde 1199 cesaron las hostilidades con el rey de León; después,
Sancho I no volvió ya a la guerra contra Alfonso IX. Aunque las intervenciones
del rey de León en la política portuguesa no desaparecieron durante el reinado
de Alfonso II, la actitud de este monarca en lo que concierne a la frontera con
el reino vecino fueron solamente defensivas. La frontera meridional de Galicia
quedó definitivamente estabilizada y Monçâo frente a Salvatierra, Tui frente a
Valença y A Guarda frente a Caminha se encargaron de jalonarla y defenderla en
el último tramo del Miño.
La culminación de la reconquista por los reyes
de Portugal, los avances en el valle del Guadalquivir de la frontera cristiana
después de la batalla de Las Navas y la unión definitiva de León y Castilla con
Fernando III apartaron a Galicia de los centros de gravedad del poder político
y acentuaron su carácter periférico. Este nuevo punto de partida ha de tenerse
en cuenta como factor condicionante de una específica cristalización del
feudalismo en que, mirando hacia el futuro, el predominio de las instituciones
eclesiásticas, la situación de inferioridad de la nobleza laica o la debilidad
de los grupos burgueses tienden a convertirse en rasgos definidores.
3. Los nuevos monjes
Nos hemos referido a campesinos y burgueses, a
nobles laicos y a obispos. Nuestra panorámica sobre la sociedad pontevedresa
del siglo XII no estaría completa sin alguna indicación acerca de los monjes.
No se les ve participar en los avatares de la política, aunque, en el interior
de sus cotos celosamente mantenidos, cumplen relevantes funciones como
instrumentos en el ejercicio del poder. No viven en las ciudades y en las
villas, pero tienen allí propiedades y rentas y son estrechas e intensas las
relaciones que mantienen con los mercados urbanos. En fin, no es necesario
ponderar su papel central en el control del trabajo y de la producción en el
mundo campesino. Los monjes, que buscan teóricamente el apartamiento del mundo,
se proyectaron de manera muy intensa sobre la sociedad en la época feudal.
Las circunstancias con frecuencia difíciles de
la sede de Tui hasta el último tercio del siglo xi, la inexistencia de centros
monásticos que, como, por ejemplo, los de Celanova, Sobrado o Samos, hayan
conservado documentación abundante para períodos anteriores al año 1100, hacen
que no sea mucho lo que puede saberse de la Alta Edad Media en el espacio que
aquí consideramos. Lo que podemos conocer acerca de la historia del
suroccidente de Galicia cambia considerablemente desde los años centrales el
siglo xii. Gracias a los monjes; sobre todo, gracias a los nuevos monjes. Los
documentos de Armenteira, de Aciveiro, de Oia y, desde tierras actualmente
orensanas, Melón, iluminan, a partir de entonces, múltiples aspectos de la
sociedad de su entorno. La consolidación de estos cenobios es el resultado de
un movimiento de reforma monástica, cuyo modelo, por entonces triunfante en
toda Europa, es el cisterciense.
Santa María de Oia, Santa María de Armenteira y
Santa María de Aciveiro son los monasterios pontevedreses que, antes de 1230,
pertenecieron a la orden de Císter. En ninguno de los tres casos se trata de
fundaciones cistercienses, sino de afiliaciones a la orden de monasterios con
una vida anterior más o menos larga. En lo que concierne al momento exacto de
la integración, y a la espera de lo que permitan concluir investigaciones
futuras, la cronología que se admite, sobre la base de las controvertidas Tablas
de Císter, es la siguiente: 1162, para el monasterio de Armenteira, 1185, para
el de Oia y 1225, para el de Aciveiro. Las tres fechas pueden tomarse, en todo
caso, como seguro término post quem de la pertenencia cisterciense, que los
tres cenobios alcanzan mediante la filiación a Claraval.
Fue ése, para la tres casas pontevedresas, el
final de un proceso de transformación que, en el conjunto de Galicia, se inició
en el último tercio del siglo xi y culminó, en el siguiente, con la plena
organización del monacato benedictino y, dentro de ella, con el muy notable
éxito cisterciense. En la explicación de tal éxito tiene mucho que ver
seguramente la fundación del monasterio de Sobrado llevada a cabo por un grupo
de monjes que, contando con el amparo de Alfonso VII y los Traba, fueron
enviados allí por San Bernardo en el año 1142. Los usos monásticos que se
pusieron en práctica en Sobrado, respaldados por el prestigio del abad de
Claraval, pudieron ser conocidos y, a partir de entonces, deseados en otros
muchos cenobios gallegos como la mejor manera de encauzar los impulsos de
reforma de la tradición benedictina.
Lo que ocurrió en el lugar de Oia puede
explicarse en ese marco y puede tomarse como modelo útil para entender lo
ocurrido en otros. Como sucede con frecuencia, tampoco en este lugar es fácil
conocer bien los orígenes de la vida cenobítica; pero, a partir de los primeros
textos referidos al monasterio, podemos deducir, sospechar y proponer algunas
cosas. Estas son las noticias documentales disponibles. En 1137, Alfonso VII
donó al monasterio de Santa María de Oia y a su abad Pedro la mitad de las
iglesias de Erizana y A Guarda y las de Mougás, Pedornes, Burgueira, Loureza y
O Rosal. Ese mismo año, el rey y su esposa doña Berenguela donaron al prior
Pelayo, de la ecclesia de San Cosme y San Damián, la villa de Erizana. Al año
siguiente, los mismos donantes concedieron al monasterio de Oia y al abad
Pedro, de lo que pertenecía al ius regale en la terra de Toronio, el eremitorio
de San Cosme con su coto y las villae de Erizana y Baredo. En 1139, el
emperador y su esposa pusieron bajo la dependencia del monasterio de Oia y de
su abad Pedro el de San Mamed de Loureza y, en ese mismo año, les donaron las
villae de Vilapauca y Randufe y un casal en Taborda. El obispo de Tui, Pelayo,
concedió, en 1145, al abad Pedro los derechos eclesiásticos en la ecclesiola de
Loureza y los diezmos del fruto de su trabajo allí y en la villa de Oia. En
fin, en 1149, Alfonso VII dio al abad Pedro lo que correspondía al iure regio
en Mougás, Viladesuso y Pedornes.
Del grupo de documentos expedido por Alfonso
VII sólo dos son considerados auténticos por la crítica actual. Es seguro que
los restantes contienen errores o modificaciones intencionadas de las fechas.
Pero no faltan razones para pensar que es sustancialmente verdadero el fondo de
la información que trasmiten. Responde bien, en efecto, a lo que podemos
conocer de la historia posterior del monasterio. Lo que este conjunto de textos
pone ante nuestros ojos es la transferencia de una serie de diferentes derechos
–de propiedad, políticos, eclesiásticos– a tres centros de vida monástica
relacionados entre sí: el cenobio de San Cosme, el eremitorio de Loureza y el
monasterio de Oia. Sea como fuere, en la tercera o cuarta década del siglo xii,
un grupo de monjes, dirigidos por el abad Pedro, se instaló junto a un pequeño
abrigo de la dura costa entre Cabo Silleiro y la boca del Miño y dio origen a
la que llegará a ser notable casa cisterciense gallega.
Sólo por vía de hipótesis, me atrevo a proponer
una secuencia de los acontecimientos originarios. No se duda de la autenticidad
del documento de exención otorgado por el obispo Pelayo al abad Pedro y sus
compañeros. Ese documento nos dice que el 19 de abril de 1145 Pedro y los suyos
comenzaban a habitar y a convertir en monasterio la pequeña iglesia,
seguramente un antiguo eremitorio, de San Mamed de Loureza. Se nos informa,
además, de que, en ese momento, el abad Pedro y los que le acompañaban en Loureza
eran dueños de la villa de Oia, en la que se les exime también del pago del
diezmo. En el documento que recoge la donación de Alfonso VII a Oia de bienes
en Vilapauca, Randufe y Taborda, se hizo constar que tales bienes habían
pertenecido anteriormente al noble Suero Crescóniz, que los había entregado al
rey a cambio, precisamente, de la propiedad de Oia. Lo que puede deducirse del
contenido de los primeros documentos reales referidos al monasterio es que
Suero Crescóniz, seguramente con el amparo y el estímulo de Alfonso VII, prestó
apoyo y auxilio material a la instalación en este lugar de Pedro y el grupo de
monjes que lo acompañaban. El proceso es muy similar al que se conoce bien para
otros casos por esta misma época. La protección del emperador propició la
transferencia al grupo de nuevos monjes de los enclaves de San Mamed y de San
Cosme. Por lo menos en el segundo de ellos, mencionado por las fuentes árabes
como lugar visitado por Almanzor en la razia que le llevó hasta Compostela, nos
consta la existencia de vida monástica desde época altomedieval. En los
primeros años, debió de haber ciertas dudas en la elección del lugar definitivo
para el asentamiento del nuevo cenobio; en algún momento se pensó que la
ecclesiola de Loureza reunía mejores condiciones para la vida monástica que el
emplazamiento costero. Finalmente, fue ése el sitio que pareció más conveniente
y en él se consolidó definitivamente el nuevo monasterio dedicado a Santa
María.
¿Por qué estos monjes atrajeron la atención del
obispo de Tui y del rey de León? No hay nada que haga pensar que en el lugar de
Oia haya habido una historia de vida cenobítica anterior a la que conocemos
desde el siglo xii. Todo indica que, cuando se escribieron las más antiguas
noticias entre las que han llegado hasta nosotros, Oia es un nuevo monasterio.
Y no sólo el lugar es nuevo; lo es seguramente también la forma concreta en que
allí se desarrolla la vida monástica. 1185 es el año que se tiene por oficial
para la incorporación del monasterio a la orden cisterciense. Es la fecha que
consta en las Tablas de Císter y recoge Ángel Manrique en los Annales
Cistercienses. Se conoce bien la inexactitud de las tablas, particularmente
para los cenobios hispánicos. Por otra parte, conviene distinguir entre la
integración formal en la orden y la influencia en los usos regulares. Es lo más
probable que tal influencia haya sido recibida por los monjes de Oia desde el
primer momento.
No me parece imposible que la integración del
cenobio en la gran orden monástica europea hubiera tenido lugar no mucho tiempo
después de la fundación y, en todo caso, bastante antes de 1185. La advocación
mariana, presente desde el principio, es un primer síntoma de cercanía. El
documento de 1145, por el que el obispo Pelayo de Tui exime al abad Pedro y a
los miembros de su congregación del pago de los diezmos en Loureza y Oia,
ofrece algunas pistas más. Notemos, en primer lugar, que esta aspiración a la
exención de la jurisdicción eclesiástica ordinaria y de las rentas que se
derivan de ella es muy propia de los cistercienses de mediados del siglo XII.
Pero atendamos, en segundo lugar y sobre todo, a una frase de este documento: Huic
etiam donationi adicimus omnium laborum vestrorum decimas, tam in ipso loco
(ecclessiola S. Mametis de Lourezo), quam in alia villa vestra que vocatur Oya,
vel ubicumque laboraveritis manibus vel operariis vestris. Hay aquí una
referencia a un rasgo esencial de la vida cisterciense de este tiempo: la
dedicación al trabajo manual de los monjes y los conversos. La explotación
directa de las tierras, mediante el trabajo de los miembros de la comunidad y
de jornaleros contratados es un rasgo dominante de la gestión económica de los
monasterios de Císter de este tiempo. Si no la incorporación de iure en la
orden cisterciense, la aceptación de facto de sus usos y costumbres parece muy
clara.
La insistencia de los documentos de Alfonso VII
en presentar a los monjes de Oia sujetos a la regla de San Benito no debe
tomarse como una prueba de la no influencia cisterciense. Al contrario, los
monjes blancos se presentaron como los más escrupulosos, como los más
auténticos seguidores de la norma del maestro de Montecassino. Y San Bernardo
se encargó de reconducir a la gran corriente de la regla benedictina las
desviaciones que, respecto a ella, pudieron producirse en los primeros tiempos
de Cîteaux. A finales de los treinta y en los años cuarenta del siglo xii los
cistercienses son ya los monjes de San Bernardo. Él es, en ese momento, la gran
figura de la Orden, la persona que, desde la silla abacial de Claraval, encauza
y dirige su expansión expresada en la multiplicación de fundaciones por toda la
cristiandad latina. Y el prestigio de Bernardo de Claraval ha hecho de él una
de las personas más influyentes de la Europa de este tiempo; desde luego, en el
plano moral; pero también, conviene no olvidarlo, en el ámbito político.
Alfonso VII sabe bien quién es Bernardo de Claraval. La especial protección
que, desde tiempos de su bisabuelo, los reyes de León venían dispensando a los
monjes de Cluny, la sustituye el emperador por el especial amparo a los nuevos
monjes, a los cistercienses. El rey abre, en efecto, las puertas de su reino a
los monjes blancos. En Galicia, propicia la instalación en Sobrado, en 1142, de
un grupo de ellos enviados por el propio San Bernardo desde Claraval. En este
contexto, es lo más probable que la cercanía de los religiosos de Oia a los
usos cistercienses sea la que explique la atención que enseguida les prestan el
obispo y el rey.
Fernando II y Alfonso IX protegieron también a
los nuevos monjes y, resultado principal de las transformaciones del siglo XII,
Armenteira, Oia y Aciveiro formaron parte de la orden cisterciense y se
integraron en el ágil y permanente sistema de comunicación propiciado por su
estructura, que requería la presencia periódica de los abades en el capítulo
general celebrado en Cîteaux y fomentaba además los contactos entre la abadía
madre –Claraval en este caso– y sus filiales. La iglesia de Santa María de Oia,
el más acabado de los testimonios conservados de la arquitectura cisterciense
en Galicia, es expresión de tales relaciones y de la consiguiente difusión de
modelos.
Los nuevos monjes explican una parte de las
manifestaciones artísticas. Recordemos, para concluir, que, además, el
crecimiento de la población y la actividad económica y el surgimiento de
ciudades y villas hicieron necesaria la construcción y la reconstrucción de las
iglesias y multiplicaron los contactos que condujeron a hacerlo mediante
fórmulas y formas nuevas. En fin, sin el nacimiento y la consolidación de la
frontera con el nuevo reino de Portugal, no se entendería bien un monumento
como la catedral de Tui, crecido entre estructuras defensivas y formando parte
de ellas. Son algunos rasgos de la evolución histórica que ayudan a entender,
en el espacio de la actual provincia de Pontevedra, la difusión del arte
románico, el arte que corresponde a la plenitud de feudalismo.
Arquitectura románica en la provincia de
Pontevedra
Es imprescindible señalar, de entrada, lo
difícil que resulta analizar las particularidades formales y evolutivas de un
estilo, el románico en este caso, a partir de una demarcación administrativa,
la provincia, nacida en el siglo xix, que nada tiene que ver con la manera de
organizarse el territorio en la época en que aquél tuvo su plena vigencia. En
ese tiempo, que por el momento y en lo que a Galicia respecta fijaremos, sin
más precisiones, entre los fallecimientos de Fernando I (1065) y Alfonso IX (1230),
tuvieron un especial protagonismo, como señala en su contribución a esta obra
E. Portela Silva, un conjunto de circunscripciones jerarquizadas política y
jurisdiccionalmente (las terrae) y, sobre todo, por su influencia demostrada
sobre la edilicia, las diócesis. Tres, las de Santiago, Lugo y Tui, se
repartían, entonces como hoy, las tierras que conforman nuestra provincia, las
dos primeras, por cierto, con la mayor parte de sus dominios ubicados en lo que
en la actualidad son otras provincias, y en el caso de la tercera, que hasta
los años cincuenta del pasado siglo se extendía asimismo hasta la de Ourense,
también sobre otro país, Portugal.
El panorama territorial así delimitado,
idéntico, en lo esencial, al que cabe señalar en las otras tres provincias
gallegas (puede decirse lo mismo también para todo el territorio hispano), por
más que lo dificulte, no impide, sin embargo, una valoración de las
peculiaridades del estilo, muy similar en sus rasgos definitorios básicos,
cambiando, como parece lógico, algunas pautas rectoras, al que se documenta en
el resto de Galicia. Ésta, conviene no olvidarlo, adquirió entonces, a medida
que avanza el siglo xii, los límites físicos (también los identitarios) que
actualmente la definen-.
A. Los estudios sobre el románico en la
provincia de Pontevedra
Una fecha puede simbolizar el arranque de los
estudios sobre lo que hoy entendemos o consideramos que es arte románico en la
provincia de Pontevedra: el 24 de agosto de 1897. En ese día se anota en el
Libro de Actas de la Sociedad Arqueológica de Pontevedra una referencia a la
visita de estudio (“excursión”, como era usual en la época, se denomina
en el asiento), la primera promovida por la institución, realizada al
monasterio de San Lorenzo de Carboeiro (Silleda), “riquísimo ejemplar de la
arquitectura románica”. Participaron en la visita
Casto Sampedro, presidente y alma mater de la Sociedad, nacida tres años antes,
en el verano de 1894, Luis Sobrino, depositario de la misma, y Francisco
Zagala, por entonces ya un reputado fotógrafo, colaborador habitual en las
labores promovidas por aquélla. De Zagala son justamente las espléndidas
fotografías, custodiadas hoy en el Archivo Gráfico del Museo de Pontevedra, que
nos informan sobre el lamentable estado en que se encontraba el monumento,
empeorado aún más con el paso del tiempo . No debió de ser ajena esta visita, al margen de
la categoría artística del viejo complejo monástico, realzada por su
espectacular emplazamiento, la relación que la Sociedad Arqueológica tenía con
Antonio López Ferreiro, el sabio canónigo compostelano, en esa fecha ya Socio
de Mérito de la misma, quien, como excelente conocedor que era de la Terra de
Deza y en particular del solar de Carboeiro (describe con precisión sus
vestigios en O niño de pombas, la tercera y última de sus novelas, aparecida en
1905 como folletín del periódico santiagués El Correo de Galicia, pero escrita
o, mejor aún, documentada mucho antes, con toda probabilidad en los años
ochenta del siglo XIX ), ya había colaborado con Casto Sampedro, según se
desprende de una carta fechada el 1 de abril de 1894, anterior, pues, al
nacimiento de la Sociedad, en la preparación de una excursión, que no sabemos
si llegó a realizarse entonces, al territorio en que se asienta este antiguo
cenobio benedictino.
Esta excursión, valiosa en sí misma por lo que
implica de interés por el monumento, uno de los hitos de su tiempo, vale la
pena recordarlo, en la Península Ibérica, tiene el valor suplementario de
constituirse en precedente inequívoco de las xeiras que tanto impulsaron los
componentes del Seminario de Estudos Galegos, institución clave en la historia
de la Galicia del siglo XX, en general, y en la de la valoración de su Cultura
y sus manifestaciones artísticas, en particular.
Monasterio de San Lourenzo de Carboeiro
Uno de los proyectos más ambiciosos del
Seminario, comenzado en el verano de 1928, fue el estudio multidisciplinar
sobre la Terra de Deza, ámbito jurisdiccional, definido ya, por cierto, en la
Historia Compostelana, obra escrita, como es bien sabido, en tiempos y por
iniciativa del obispo santiagués, más tarde arzobispo, Diego Gelmírez (†1140),
es decir, en la época que nos incumbe, integrado por lo que, en puridad y sin
mayores precisiones, podemos considerar como el área nororiental de la actual
provincia de Pontevedra. Paralelo en cometido y estructura al conocido trabajo
sobre Terra de Melide, la magna obra del Seminario aparecida en 1933, el
centrado en el territorio nucleado por el río Deza, afluente del Ulla, quedó
finalmente inconcluso y, evidentemente, inédito.
De lo realizado entre 1928 y 1933 por el equipo
encargado de la Sección de Arqueoloxía Relixiosa da idea una memoria, datada en
1934, firmada por Xesús Carro, Sebastián González, José Filgueira y, como
arquitecto, Robustiano Fernández Cochón. Una copia de este breve documento,
acompañado de un álbum con planos y fotografías, unos y otras de indudable
valor e interés, se conserva en el Archivo Filgueira Valverde, depositado en el
Museo de Pontevedra. Se reseñan en este informe justificativo, que debía de servir
a la vez como aval de la petición de concesión de más ayuda para seguir
trabajando hasta culminar, con su publicación, la tarea que al equipo le había
sido encomendada, los edificios ya analizados, muchos, 23 exactamente,
románicos, sin duda el mayor número de empresas de ese estilo, ubicadas dentro
de los límites provinciales, estudiadas como un todo hasta ese momento. Esta
nómina no será superada, dato que refuerza su trascendencia, hasta que en 1972
vea la luz, promovido por la Fundación Pedro Barrié de la Maza en colaboración
con la Editorial de los Bibliófilos Gallegos, el Inventario de la riqueza
monumental y artística de Galicia, de Ángel del Castillo, autor que a
principios de los años treinta, alrededor de 1932, había publicado en
Barcelona, en el volumen de Generalidades del Reino de Galicia, perteneciente a
la Geografía General del Reino de Galicia, dirigida por J. Carreras Candi, un
estudio de conjunto, el más completo redactado hasta entonces, sobre “La
arquitectura en Galicia”, con un extenso capítulo sobre la de tiempos
románicos. En él, como es obvio, son mencionados y analizados numerosos
edificios ubicados en nuestra provincia (14 merecen referencia monográfica),
reseñados también, con menor precisión ciertamente, pues otro era el cometido
específico del libro, en el volumen de la misma colección dedicado a
Pontevedra. Aparecido en 1936, fue su autor Gerardo Álvarez Limeses.
No es una casualidad, visto lo acontecido
finalmente con el estudio sobre Terra de Deza y dada la significación del
monumento, que en 1941 y en los tomos XIV de Archivo Español de Arte y de
Archivo Español de Arqueología, títulos de las revistas en las que se dividió
tras la Guerra Civil y en función de sus específicos contenidos la que hasta
1937 había sido una sola, Archivo Español de Arte y Arqueología, que los
responsables del apartado de Arqueología Religiosa de aquel ambicioso proyecto
publicasen sendos artículos monográficos sobre San Lorenzo de Carboeiro: en
torno al monumento como tal José Filgueira Valverde y Sebastián González García
en la primera y acerca de sus inscripciones Jesús Carro García en la segunda.
Al igual que en este caso, la aparición de estudios monográficos sobre
edificios románicos pontevedreses o la inclusión de algunos, pocos también,
ciertamente, en trabajos de carácter general o incluídos en publicaciones
periódicas gallegas o foráneas, será lo habitual durante los años cuarenta,
cincuenta y sesenta de la pasada centuria.
Cambiará sustancialmente el panorama en los
años setenta, sin duda la década en la que la investigación sobre el románico
pontevedrés –en realidad, sobre el románico gallego, sin más– alcanza su
definitiva mayoría de edad. En 1972, como ya se dijo, vio la luz el Inventario
de la riqueza monumental y artística de Galicia, de Ángel del Castillo. Un año
más tarde, en la reputada colección La nuit des temps, promovida por Éditions
Zodiaque y centrada en el estudio del románico europeo, aparecía Galice romane,
la primera gran visión de conjunto sobre el románico gallego. Redactada por M.
Chamoso Lamas, V. González y B. Regal, en ella, junto a los estudios
pormenorizados de tres grandes empresas (las Torres de Oeste y las abaciales de
Aciveiro y Dozón), se ofrecen también reseñas, en el capítulo titulado “Notes
sur soixante-cinq églises romanes de Galice”, de quince destacados
edificios pontevedreses (la Catedral de Tui, San Bartolomé de Rebordáns y las
iglesias monásticas de Armenteira y Carboeiro entre ellos).
El románico pontevedrés será objeto de dos
tesis doctorales culminadas en el año 1976.
La primera, de la autoría de Isidro Gonzalo
Bango Torviso, se defendió en la Universidad Autónoma de Madrid el 21 de junio
y se centró en el estudio de conjunto de los testimonios del estilo en la
Provincia. La segunda, elaborada por Ramón Yzquierdo Perrín, se sostuvo en la
Universidad de Santiago de Compostela el 7 de septiembre. Se ocupó de las
empresas románicas ubicadas, dentro de la diócesis de Lugo, al oeste del río
Miño, delimitación eclesiástico territorial que implicó el análisis de los
edificios pertenecientes a esa jurisdicción situados dentro de la provincia de
Pontevedra.
La tesis doctoral de I. G. Bango Torviso fue
publicada en 1979 por la Fundación Pedro Barrié de la Maza dentro de la
Colección titulada Catalogación Arqueológica y Artística de Galicia, dirigida
desde el Museo de Pontevedra por quien entonces era su director, José Filgueira
Valverde. De la tesis doctoral de R. Yzquierdo Perrín se editó inicialmente
sólo un resumen. A partir de ella y en 1983, la citada Fundación y en la misma
Colección publicó una monografía titulada La arquitectura románica en Lugo. En
esta obra, con fundamento en la acotación territorial ofrecida en la tesis
mencionada, se examinan los edificios emplazados al oeste del Miño dentro de la
diócesis y provincia de Lugo. Los pontevedreses, a su vez, desde muy poco
tiempo después de la defensa de la tesis, han venido siendo objeto casi todos
de publicación por parte del autor, en unas ocasiones en estudios sobre
soluciones tipológicas o motivos decorativos muy concretos, en otras, las más,
mediante análisis monográficos.
Un año antes de la aparición de la monumental
obra de I. G. Bango Torviso, esto es, en 1978, se editó en Vigo Las rutas del
románico en la provincia de Pontevedra, estudio, de la autoría de Hipólito de
Sá Bravo, que en 1973 había recibido de la Diputación Provincial el Premio
Daniel de la Sota. Pese a sus errores y limitaciones, es una obra de enorme
utilidad, como acontece con otros trabajos del mismo autor sobre temática
monástica en la que, obviamente, pasa revista a numerosos edificios románicos
pontevedreses. Reténganse, en particular, dos libros: El Monacato en Galicia, 2
vols., A Coruña, 1972, y Monasterios de Galicia, León, 1983.
Para concluir la revisión de la década de los
setenta del pasado siglo es necesario reseñar que en 1979 Mª José Portela Silva
defendió en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago
una tesis de Licenciatura sobre arte románico en el Bajo Miño, investigación
que permanece inédita.
En el arranque de la década de los ochenta,
exactamente en 1982, se publica, en la ya citada serie Catalogación
Arqueológica y Artística de Galicia, el estudio titulado La arquitectura
cisterciense en Galicia, de la autoría de José Carlos Valle Pérez, obra en dos
volúmenes resultante de la tesis doctoral defendida por el autor el año
anterior en la Universidad de Santiago. Con referencias de utilidad para el
análisis del impacto de la edilicia cisterciense sobre las empresas coetáneas,
incluye extensas monografías sobre dos cenobios cuyas iglesias se encuentran
entre lo más sobresaliente de la arquitectura peninsular de su tiempo: las de
Santa María de Armenteira y Santa María de Oia.
Un año después de la publicación del libro
citado en el párrafo precedente, es decir, en 1983, se ponen en marcha en
Pontevedra las Rutas cicloturísticas del Románico, una iniciativa con la que se
pretendían combinar el ejercicio del deporte y la cultura. De la reunión, en lo
esencial, de los artículos con los que el coordinador de las Rutas, el
arquitecto Rafael Fontoira Surís, informaba de las características de los
edificios que se iban a visitar durante cada edición, desarrollada entre
febrero-marzo y mayo-junio, nacerá un libro, Descubrir el románico, publicado
en 1991 por la Diputación de Pontevedra. En él, como es obvio, tienen una
especial presencia los edificios románicos de la provincia, cuya descripción se
ve siempre acompañada por dibujos del mismo autor.
La década de los ochenta, junto a la
publicación, como en tiempos anteriores, de estudios sobre edificios concretos,
de mayor o menor significación, o sobre la presencia de determinados motivos en
territorios precisos, verá también la difusión de investigaciones que inciden
en el impacto de formulaciones estilísticas definidas previamente en el espacio
septentrional de la diócesis de Tui, con su Catedral como núcleo rector
inicial, sobre las tierras asentadas en el meridional, es decir, al sur del
Miño, comunidad estilística, fruto del trasvase de maestros, activos a uno y
otro lado del río fronterizo, que hay que considerar como lógica habida cuenta
de que, hasta una fecha muy avanzada del siglo XIV (hasta 1381, exactamente),
la jurisdicción episcopal tudense se extendía hasta el río Limia.
Del panorama de los noventa, continuador en
puridad de las pautas generales de referencia predominantes en las décadas
precedentes, sólo cabe destacar, por un lado, la monografía de Marta Cendón
sobre La Catedral de Tuy en época medieval, editada en 1995,y, por otro, el
protagonismo, que cuenta con el precedente de un sólido artículo de I. G. Bango
Torviso aparecido en 1980, que adquiere desde el punto de vista publicístico el
Municipio de Vigo, sobre cuyas iglesias románicas y su tiempo reflexionan tanto
Eduardo Bragado Rodríguez y Rafael Sánchez Bargiela como Javier Ocaña Eiroa.
Junto a estos trabajos y sólo por lo que tiene de aleccionador –e, incluso, de
simbólico– su aparición en una revista local de escasa difusión, citaré los dos
artículos de divulgación que en Tabeirós Terra le dedicó Xosé Luna Sanmartín al
rico románico de esa extensa comarca pontevedresa en 1999.
Nada especial, más allá de lo indicado en las
páginas precedentes, cabe señalar desde el punto de vista editorial,
específicamente, sobre el románico pontevedrés en los últimos años, tiempo
durante el cual, como no podía acontecer de otra manera, edificios o
testimonios, a veces numerosos, asentados en nuestra demarcación territorial,
han sido objeto de estudio, más o menos amplio, o de mención, por razones de
alcance y significación muy dispar, en publicaciones de carácter general, sea
sobre el románico gallego como un todo, sea sobre aspectos parciales del mismo.
Catedral de Tui. Portada norte
B. Los edificios románicos
pontevedreses: análisis de las formas
Un total de más de ciento noventa
construcciones estilísticamente clasificables o valorables como románicas se
alzan todavía hoy, completas o sólo fragmentariamente, en las tierras que
conforman la provincia de Pontevedra. El número, equiparable en esencia al que
se documenta para el estilo en las restantes provincias gallegas, es prueba
evidente de su fuerte implantación, fruto de la vitalidad que caracterizó a la
época en que se levantaron, tal vez, como se ha señalado en repetidas
ocasiones, la más brillante de la historia de Galicia.
La práctica totalidad de las empresas del
momento histórico-artístico que nos ocupa llegadas hasta la actualidad tienen
todavía o tuvieron en su día un destino religioso. Es muy poco, casi anecdótico
numéricamente, frente a ello y al margen de su incuestionable valor, lo
conservado de carácter civil: las Torres de Oeste y las murallas de Tui son los
únicos vestigios de esta naturaleza, de suficiente entidad, que hoy pueden
señalarse en la provincia de Pontevedra. Argumentos de carácter muy diverso,
comenzando por la simple desaparición física, fruto, sin más, del paso del
tiempo o de ulteriores y sucesivas remodelaciones, están en la raíz de ese
desequilibrio, aplastante en la actualidad, entonces también, sin duda, aunque
no tan acusado, sí muy notorio, habida cuenta de las especiales circunstancias
que, como consecuencia del ambiente de renovación litúrgica-cultual y
monástica, generador de nuevos contextos constructivos y decorativos,
apropiados para su desarrollo, se vivían en el dominio de la edilicia.
Vistas como un todo, un primer dato se impone
con rotundidad, en paralelo con lo que acontece en el resto de Galicia, al
valorar esas empresas desde el punto de vista estructural: la ausencia de
esquemas constructivos complejos, el predominio de soluciones simples. Tres
serán, diseccionadas tipológicamente, los grupos en que cabe distribuirlas:
edificios con una sola nave, edificios con planta basilical y edificios con
planta de cruz latina.
El primer bloque, el de los templos que exhiben
una sola nave y un ábside también único, es con diferencia marcada, como sucede
en las otras tres provincias de Galicia, el más numeroso. Tres son los modelos
de ábsides que podemos documentar en estas iglesias: semicircular, precedido
siempre, salvo en un caso, el de la capilla emplazada en las Torres de Oeste
(Catoira), de un tramo recto presbiterial; rectangular, con frecuencia
repartido en dos tramos, y poligonal. Los dos primeros tipos y en particular el
segundo, empleado en Galicia, al igual que en otros territorios peninsulares,
desde tempranos tiempos altomedievales, son, sin duda como consecuencia de las
múltiples ventajas que ofrecían (rapidez de edificación y, por ello, comodidad
y, lógicamente, ahorro), los de uso más frecuente. La tercera solución,
justamente por lo contrario (ejecución más compleja y, por tanto, más lenta y
costosa), será de adopción más restringida: la encontramos sólo en siete casos,
en dos de los cuales, Santa María de Tebra (Tomiño) y Santiago de Bembrive
(Vigo), se opta por una configuración interior semicircular. Todos, en lo que
al perfil poligonal se refiere, remiten, tal como se ha repetido hasta la
saciedad, a la solución, innovadora en tierras gallegas, adoptada para las dos
capillas dispuestas en la parcela occidental de la girola de la Catedral de
Santiago, una, la meridional, desaparecida, otra, la septentrional, advocada en
origen a Santa Fe, hoy a San Bartolomé, conservada, adosándose directamente,
sin mediar tramo recto presbiterial, al muro del deambulatorio.
Las naves de estos edificios con un solo ábside
son siempre rectangulares y no muy largas. La mayor parte de las veces se
cubren con techumbre de madera a dos aguas. Existen ejemplos, no obstante,
dotados de bóveda de cañón sobre arcos fajones, un aditamento de cuya frustrada
previsión son prueba inequívoca las columnas que, sin función sustentante,
quedan embutidas en los muros laterales de algunos templos. Con ellas se
corresponden, en el exterior, contrafuertes, complemento constructivo que puede
aparecer, compartimentando el paramento mural, sin que tenga una
correspondencia concebida para portar por el frente interior del mismo muro.
Mayor diversidad, como es lógico, encontramos
en las cubiertas de los ábsides. Los semicirculares exhiben, en la parcela
curva, bóvedas de cascarón. El presbiterio, cuando lo hay, recibe siempre una
bóveda de cañón, aguda si la obra es de cronología avanzada. Las capillas
rectangulares suelen ofrecer como coronamiento una bóveda de cañón,
semicircular o apuntada, en función de la datación, siempre sobre arcos fajones
contrarrestados al exterior por contrafuertes, conservándose también
testimonios, menos y, en todo caso, de poco porte, con techumbre de madera. Los
ábsides poligonales, que pueden recibir en su cubrición una combinación
idéntica a la que vimos en los semicirculares, es decir, bóveda de cañón en el
presbiterio y de cascarón en el remate, se caracterizan, no obstante, por la
incorporación de los nervios a las bóvedas que cubren esa parcela de cierre
oriental.
Estos edificios de una sola nave, los más
frecuentes en la época, como ya se dijo, sirvieron indistintamente a
comunidades parroquiales y monásticas, éstas, obviamente, vistas sus
dimensiones, de no mucha envergadura, constituidas por muy pocas personas,
escasa entidad que, frente a lo que generalmente se cree, era común aquí y
fuera de nuestro territorio, explicando esa exigüidad la rápida desaparición de
muchos centros monásticos o, en el caso de que perdurasen, las penurias que
conocieron en tiempos bajomedievales.
El segundo grupo de templos comentado lo
integran los que poseen planta basilical, con tres naves, sin crucero (o con
crucero, pero éste, en ese caso, no sobresale, marcándose tan sólo por la mayor
longitud del tramo) y cabecera con tres capillas, la central siempre destacada.
Son varias las soluciones que podemos encontrarnos en esta última parcela, a
veces resultado de la superposición de campañas constructivas: tres capillas
rectangulares (San Pedro de Ansemil –Silleda–); ábside central poligonal y laterales
semicirculares (Santa María de Aciveiro –Forcarei–); ábside central
semicircular y extremos rectangulares (San Bartolomé de Rebordáns –Tui–), y
tres capillas semicirculares (San Salvador de Camanzo –Vila de Cruces– y Santa
María de Armenteira –Meis–).
En estas iglesias, todas, de mayor desenvoltura
que las precedentes, concebidas para uso de comunidades monásticas, salvo
Armenteira, un templo de filiación borgoñona en sus fundamentos iniciales,
abovedado en su totalidad, sólo recibieron abovedamiento, según las soluciones
habituales (cascarón en los hemiciclos y cañón, apuntado o no, según la fecha
de construcción del edificio, normalmente con arcos fajones, en presbiterios y
ábsides rectangulares), las capillas de la cabecera. Las naves, por su parte, se
cubrieron con techumbre de madera, englobando casi siempre una sola estructura
a doble vertiente a las tres que componen el cuerpo del edificio. Frente a
ellas, las naves de Armenteira se encuentran cubiertas con bóvedas en su
totalidad, de cañón apuntado las de los brazos del crucero y la nave mayor, de
aristas las de las laterales, una combinación, la del cuerpo longitudinal, que
hunde sus raíces en prototipos borgoñones derivados o inspirados por la gran
abacial de Cluny III. A esas bóvedas se añade, en el tramo central del
transepto, una cúpula sobre nervios de inequívoca progenie mudéjar, un unicum
en la edilicia gallega de su tiempo.
El tercer grupo, no muy numeroso, está
constituido por los edificios que adoptaron una planta de cruz latina. Cabe
subdividirlo, según el número de naves longitudinales, en dos apartados.
Pertenecen al primero los que poseen una sola nave, siempre de poco alcance.
Dos esquemas encontramos en sus cabeceras: una sola capilla rectangular (San
Pedro de Angoares –Ponteareas–) o tres semicirculares, la central saliente,
todas con tramo recto presbiterial. Éste sería el caso de San Salvador de
Albeos (Crecente) y, verosímilmente también, de San Salvador de Coruxo (Vigo).
Las cubiertas de estos edificios, hasta donde es posible documentarlas, pues o
han desaparecido sin más (Albeos) o han sido sustituidas por otras de
cronología posterior (Coruxo), nada ofrecen de novedoso con respecto a lo
visto, es decir, bóvedas de horno, de cañón (semicircular o agudo, según la
data) o techumbre de madera, ésta sobre las naves (en origen, pues hoy muestran
crucería en la longitudinal de Angoares y en la de Coruxo), aquéllas sobre las
capillas de la cabecera, remodelada la de Angoares (exhibe en la actualidad una
bóveda de crucería levantada, como la ya citada, en 1900), los brazos de cuyo
crucero, frente a las otras, reciben bóvedas de cañón.
En el segundo apartado se encuentran tres
empresas singulares: la catedral de Tui y las abaciales, benedictina una,
cisterciense otra, de San Lorenzo de Carboeiro (Silleda) y Santa María de Oia
(Oia). La primera, la Catedral tudense, se planteó, al margen del ritmo de su
ejecución (la lentitud de los trabajos propiciará cambios de proyecto y de
estilo), como un templo con tres naves en el cuerpo longitudinal (cortas, pues
sólo tienen cuatro tramos), crucero muy desenvuelto, asimismo con tres naves, y
cabecera, desaparecida, seguramente también, pese a que se han defendido otras
hipótesis, con tres capillas semicirculares, la central sin duda, conforme a
los usos de la época, saliente.
San Lourenzo de Carboeiro. Planta del
conjunto Santa María de Oia. Planta de la iglesia
Si excepcional es el edificio desde el punto de
vista planimétrico (es el único de su estilo en la Península que se construyó,
tras el abortado proyecto de la sede bracarense, con tres naves en el crucero,
inequívoca derivación, refrendada también en el orden estilístico, del de la
Catedral compostelana), no menos sorprendente era la previsión de su alzado,
con una desenvuelta tribuna, finalmente modificada en su materialización, sobre
las naves laterales del crucero, cubiertas con bóvedas de arista, y del brazo
longitudinal, inspirada en la de la basílica compostelana, sin duda, pero
distinta desde el arranque en su planteamiento: iba a ser cubierta, frente a
las de cuarto de cañón presentes en Santiago, con bóvedas de cañón completo.
La abacial de Carboeiro, ubicada en un
emplazamiento tan vistoso como complicado, a la par que exiguo, exhibe un
cuerpo longitudinal corto (sólo tres tramos). Justamente por ello, su cabecera,
ya de por sí grandiosa, adquiere un mayor protagonismo. La componen una capilla
mayor pentagonal rodeada por una girola de cinco tramos a la que se abren, en
los tres espacios centrales, otras tantas capillas radiales tangentes, todas
con cierre semicircular precedido por una parcela recta. Otras dos capillas,
una por lado, de análoga configuración, aunque de menor tamaño, embutidas en el
muro (no se acusan, por tanto, al exterior), se disponen en los brazos del
crucero. Bajo la cabecera, construida para salvar el desnivel del terreno, se
sitúa una sólida cripta. Su organización anticipa la que ofrece aquélla salvo
en un rasgo: las capillas radiales no proyectan externamente sus volúmenes, se
embuten en una enorme estructura semicircular, de efecto similar a un gran
ábside, tal como acontece con el popular “cimorro” de la Catedral de
Ávila, repetidamente invocado cuando se aborda su estudio. Sus precedentes,
como para la empresa abulense, hecho que no excluye necesariamente contactos
directos entre los equipos ejecutores de las dos empresas, cabe localizarlos en
tierras borgoñonas, región a la que hay que acudir también para explicar,
independientemente del punto de partida inicial del modelo, el esquema adoptado
para la cabecera del templo alto, una solución muy similar, en esencia, a la
que encontramos en la iglesia cisterciense de Moreruela (Zamora), con la que a
su vez están emparentadas las de la misma Orden de Veruela (Zaragoza), Fitero
(Navarra), Poblet (Tarragona) y, en buena medida también, Gradefes (León).
A pesar de que, en paralelo con el carácter
vanguardista de sus soluciones planimétricas, se había proyectado abovedar,
empleando formulaciones diversas (la disparidad, conviene recordarlo, es
consustancial al tiempo histórico-artístico en que nos movemos), toda la
iglesia de Carboeiro (bóvedas nervadas en la capilla mayor, girola, capillas
radiales, crucero y naves longitudinales; bóvedas de cañón y de cascarón en las
capillas abiertas en el costado oriental de los brazos del transepto), lo
cierto es que finalmente, sin duda como consecuencia de desajustes relacionados
con la vida interna del monasterio, la nave del crucero y la central del brazo
mayor de la cruz acabaron recibiendo, abortando lo iniciado, cubiertas de
madera.
La iglesia del monasterio de Oia, la tercera y
última del apartado que glosamos, con tres naves de cuatro tramos en el brazo
mayor y una sola con dos por brazo en el crucero, exhibe una cabecera compuesta
por cinco capillas rectangulares escalonadas, la central, con dos tramos, el de
naciente más estrecho y profundo, considerablemente mayor que las laterales.
Esta planta, destacada por el predominio absoluto de la línea y el ángulo
recto, se acomoda en lo esencial al modelo cisterciense por antonomasia, el denominado
comúnmente desde los años cincuenta del pasado siglo, más allá de algunas
reticencias, “bernardo”. Sólo se diferencia del prototipo, en el que las
capillas extremas se cierran a oriente por medio de un muro común plano, en el
escalonamiento de esas capillas laterales, una variación, ciertamente de escasa
entidad, que confiere a la iglesia un lugar de privilegio dentro de la edilicia
de la Orden: es el único testimonio llegado hasta hoy en el que, con cinco
capillas, se adopta esa solución escalonada. Su progenie, en cualquier caso, es
foránea, sin duda borgoñona, la región de origen de la Orden a la que
pertenecía la comunidad a la que sirvió, una filiación exótica avalada
inequívocamente por las particularidades de su alzado, en el que sobresale,
junto a su marcada simplicidad formal y a la presencia de bóvedas de cañón
apuntado en todos sus espacios, la curiosa distribución que ofrecen las que
cubren las naves laterales, compartimentadas en tramos cuyas cubiertas,
individualizadas, se disponen perpendicularmente a la nave central.
Externamente, en consonancia con lo señalado en
las plantas, el románico pontevedrés tampoco va a ofrecer soluciones complejas.
Centrarán la atención de los edificios sus fachadas de poniente, variando su
organización, como es lógico, según correspondan a empresas con una o tres
naves. Aquéllas pueden exhibir el paramento completamente liso o
compartimentado en tres calles por medio de dos contrafuertes, la central
dividida en dos cuerpos por medio de un alero, ocupando el inferior la portada,
las más de las veces de escasa profundidad (son pocas las que poseen más de dos
arquivoltas), y la superior una ventana o un rosetón. Esta misma superposición
de ingredientes nos la ofrecen los hastiales que no poseen división en calles.
Unos y otros, sobre el piñón, solían insertar una espadaña, de uno o dos vanos,
desaparecidas sin más o sustituidas por otros aditamentos la mayor parte de las
veces.
Las fachadas occidentales de los templos de
tres naves pueden ofrecer una organización muy simple, sin articulación alguna,
como acontece en San Pedro de Ansemil (Silleda), donde las naves laterales sólo
se acusan por la inserción de una rasgada saetera, idéntica a la que, sobre la
portada, ilumina la nave central. Lo normal, sin embargo, es que la
organización del hastial exhiba la conformación interna del edificio,
dividiendo su superficie en tres calles mediante cuatro contrafuertes
prismáticos, dos situados en las esquinas y otros dos en los puntos en los que
ejercen sus empujes los arcos formeros. El tramo central, más ancho que los
laterales, se estructura en alzado en dos cuerpos, separados normalmente por un
tejaroz. En el inferior se halla la portada, de extraordinaria vistosidad tanto
en Armenteira (seis arquivoltas y chambrana) como en Carboeiro (sólo tres, pero
profusamente decoradas con temas fitomorfos y figurados). En el superior se
abren o un gran rosetón, particularmente efectista el de Armenteira, o dos
superpuestos (es el caso de Camanzo). Los tramos laterales, más simples, pueden
ofrecer una superposición de puerta y ventana, como en Armenteira, o
simplemente un rosetón, como en Carboeiro, debiendo significarse en este caso
que se practica bajo un arco que, remedo de los que encontramos desde los
costados occidentales de los brazos del crucero de la Catedral de Santiago,
sirve para atar los contrafuertes. Esta solución, pese a que los templos que
cierran tienen una sola nave, la encontramos en las calles extremas de los
hastiales de poniente de las iglesias de San Miguel de Goiás (Lalín), San
Salvador de Escuadro (Silleda) y San Martín de Dornelas (Silleda).
Fachada de Santa María de Armenteira
Las fachadas laterales, también de muy escaso
porte monumental, pueden ofrecer sus paramentos lisos o divididos en tramos por
medio de contrafuertes. En ellas, coronadas por alero sobre canecillos, suelen
abrirse, tanto en el flanco norte como en el sur, puertas, la mayoría enrasadas
con el muro y con dintel (simple, semicircular o pentagonal) apoyado, mediante
mochetas, sobre las jambas. Aparecen también, como es obvio, portadas con
arquivoltas, una o dos, semicirculares o apuntadas, decoradas o no, apeadas
sobre columnas, cobijando los primeros tímpanos, lisos los más, con decoración
(figurada, geométrica, vegetal) los menos. Son excepción, explicable, en todo
caso, por la categoría del monumento en que se hallan, portadas como la que se
abre en la nave meridional de la abacial de Carboeiro, con dos arquivoltas y
chambrana ricamente decoradas, exhibiendo ornamentación también, hoy
desaparecida, el tímpano, o la fachada norte del crucero de la Catedral de Tui.
Su tramo central, flanqueado por torres que se alzan sobre las naves laterales
del brazo inmediato, exhibe, en la parte inferior, la portada, con dos
arquivoltas semicirculares. Sobre ella se disponen dos arcos, también de medio
punto, con salmer común en el centro, situándose encima un gran arco de
descarga, igualmente semicircular. Ocupa el cuerpo alto un rosetón
perteneciente a la campaña gótica del edificio.
Aunque hoy no queden restos, debe señalarse
asimismo que en la fachada occidental y en las laterales (normalmente en una
sola, más raramente en dos, una de ellas la de poniente, nunca en las tres)
solían emplazarse alpendres, constituidos por una techumbre inclinada, a una
sola pendiente, apoyada en soportes de madera o pétreos (columnas o pilares).
Su existencia queda atestiguada por las ménsulas o canecillos empotrados en los
muros y sobre los cuales se apeaba el citado cobertizo. Se emplearía, como acontece
con los pórticos laterales presentes en otras latitudes peninsulares, para dar
cobijo a actividades comunitarias y/o cultuales.
Restan por valorar, finalmente, las cabeceras,
en su inmensa mayoría integradas, como ya vimos, por una sola capilla. Suelen
alzarse sobre retallos escalonados (hasta cuatro niveles, usualmente
achaflanados), dividiendo sus paramentos en tramos mediante contrafuertes
prismáticos, sustituidos en numerosas ocasiones por columnas entregas en los
hemiciclos. Perforan los testeros de las capillas rectangulares y los tramos
que exhiben las que poseen cierres semicirculares o pentagonales, ventanas,
normalmente de tipo completo (con arquivolta volteada sobre columnas
acodilladas), o saeteras. Rematan los muros con aleros cuya conformación
(cobijas, sofito, metopas y canecillos) es muy diversa, mereciendo especial
reseña, por su tratamiento y vistosidad, el denominado por I. G. Bango Torviso
alero completo, es decir, el alero en el que dos de los componentes citados, el
sofito y la metopa, están cuidadosamente decorados.
Mayor complejidad, en consonancia con su mayor
envergadura, ofrecen las cabeceras con tres ábsides, el central siempre
destacado tanto por sus dimensiones como por su tratamiento formal. En su
composición básica, sin embargo, no presentan ingredientes muy diversos
(retallos, compartimentación, ventanas, aleros) de los que encontramos en los
templos de un solo ábside. No puede decirse lo mismo de todos los que conforman
el bloque de naciente de la abacial de Carboeiro, empresa, como ya comentamos,
de filiación borgoñona en su arranque, con soluciones como la organización de
la cripta (un gran semicilindro al exterior en el que se embuten, internamente,
tres capillas) o la composición de la girola (con tres capillas radiales
tangentes) absolutamente únicas entre nosotros.
No abundan las dependencias complementarias de
las iglesias. Sólo dos testimonios, dejando a un lado restos dispersos muy
significativos en sí mismos, pero inservibles desde el punto de vista de la
documentación estructural (las pilas claustrales, por ejemplo, sólo confirman
la existencia de estos recintos, pero no nos dicen nada acerca de sus
particularidades), deben ser traídos a colación: las fachadas de las salas
capitulares de la Catedral de Tui y del monasterio de San Salvador de Camanzo.
La primera, pese a su deterioro, sigue siendo una empresa excepcional. La
componen un total de nueve arcadas semicirculares, peraltadas y dobladas. La
central, más alta y ancha, sirve de ingreso a la dependencia. Voltea sobre las
jambas. Las otras ocho, cuatro por cada lado, se apean sobre haces de cuatro
columnas en el centro y simplemente geminadas en los extremos. Es obra, dadas
sus características estructurales y decorativas, del mismo taller que llevó a
cabo la primera campaña constructiva del templo catedralicio.
La fachada de la sala capitular de Camanzo,
emplazada al norte de la iglesia abacial, la componen tres arcos semicirculares
aristados con chambranas decoradas con hojas. Descansan sobre columnas
geminadas. Se debe su ejecución al mismo colectivo de filiación mateana que
intervino en la construcción del templo colindante.
Sala capitular de San Salvador de
Camanzo
Un último aspecto ha de ser comentado para
concluir la valoración formal de los edificios: su decoración, un capítulo
esencial para su funcionamiento cotidiano y, por tanto, para su comprensión
global.
Tendemos a concentrarnos, cuando hablamos de
este ingrediente, algo más que un mero complemento, en la imagen que hoy
ofrecen las construcciones, privadas por el paso del tiempo y, sobre todo, por
intervenciones más o menos recientes, poco respetuosas con el pasado, de su
decoración policromada69, limitando nuestras reflexiones, por ello, sólo a la
escultura. Debe quedar claro, no obstante, que esta última, por importante que
fuera, constituía sólo una parte del programa decorativo, no debiendo olvidarse
tampoco, hecho que reforzaba visualmente la unidad del mensaje, que ella misma
se ofrecía a la contemplación pintada, aditamento éste, fruto con frecuencia de
actuaciones sucesivas, del que persisten testimonios suficientes aún hoy en
numerosas iglesias rurales.
Como nada queda en la actualidad en la
provincia de Pontevedra de los ciclos pintados en tiempos románicos, los
comentarios sobre la decoración deben circunscribirse únicamente a la de
carácter escultórico. Concentrada con frecuencia en puntos muy concretos de los
edificios, cuyo protagonismo potencian (portadas, sobre todo la principal, y
aleros en el exterior, y capillas de la cabecera en el interior), ajustando su
mensaje a las circunstancias específicas que concurren en su emplazamiento (no
es lo mismo, para simplificar, el valor simbólico del interior y el exterior;
de la portada principal y de los ábsides), su análisis pormenorizado, dada su
especificidad, es objeto de valoración monográfica en esta misma publicación.
C. Los edificios románicos
pontevedreses: evolución de las formas
Conocemos bien, en lo esencial, la evolución de
las pautas constructivas de las empresas catalogables como románicas ubicadas
en la provincia de Pontevedra. A ello, como acontece en el resto de Galicia,
han contribuido de manera decisiva las investigaciones de las últimas décadas.
Conocer bien, sin embargo, no quiere decir conocerlo absolutamente todo.
Persisten, en efecto, dudas y hay también lagunas, difíciles de resolver y/o de
rellenar debido, de un lado, a la falta de información y, de otro, a la complejidad
inherente a determinados momentos de la vida del estilo, en ocasiones
consecuencia de la ausencia de datos señalada.
¿Cuándo se documentan y dónde se encuentran los
primeros testimonios del románico pontevedrés? Como sucede en otras latitudes y
tanto para éste como para cualquier otro estilo, no es fácil responder a las
dos preguntas, en realidad haz y envés de una misma cuestión. Debemos tener en
cuenta a ese respecto, como ineludible punto de partida, que los estilos, en su
conformación y definición, son calificados a posteriori por los historiadores,
en un proceso que, para el que nos atañe, comienza a abrirse paso en el siglo XIX,
y que en su tiempo su arranque o nacimiento se produce no de manera pura, desde
la nada, sino tomando como base o referencia formulaciones anteriores que sólo
poco a poco van diluyéndose ante la fuerza de las nuevas, finalmente dominantes
y triunfadoras.
Es esa dicotomía, esa fluctuación formal entre
un pasado todavía vigente y un presente, en principio, cargado de futuro, la
responsable de los problemas que plantea el análisis y valoración
estilístico-cronológica de un monumento tan excepcional, reforzado en su
significación por su privilegiado emplazamiento, como las Torres de Oeste
(Catoira). En ellas, mientras unos autores inciden en la presencia de formas y
técnicas vinculadas al mundo asturiano, otros, reconociendo su complejidad,
aumentada por lo confusas o poco explícitas que resultan, por otro lado,
abundantes referencias documentales, son más partidarios de relacionar algunas
de las soluciones que en ellas se emplean, como resultado de lo que cabría
denominar un “espíritu de época”, con empresas, entre ellas y sobre todo
el oscense Castillo de Loarre, valoradas ya como románicas, ubicadas en
distintos puntos del norte peninsular y vinculadas a la figura de Sancho III el
Mayor.
Sea como fuere, es evidente que la tradición
hispana (o, si se prefiere, asturiana), tal como señaló en su día I. G. Bango
Torviso, va a conocer en nuestra provincia –también en otras y no sólo en las
de Galicia– una larga pervivencia, unas veces como consecuencia de la
adaptación de un viejo templo a los nuevos tiempos, otras, simplemente, por el
empleo de soluciones o procedimientos constructivos y decorativos muy
concretos. Ejemplifica esta situación la iglesia de San Bartolomé de Rebordáns,
en Tui. Empresa de indudable complejidad, fruto, en su estructura románica, de
dos campañas sucesivas de trabajos, datables, la primera, en el tránsito del
siglo XI al XII, y la segunda cuatro o cinco décadas más tarde, en ella, bien
acreditadas ya en lo constructivo y en lo decorativo formulaciones del románico
pleno de progenie diversa, se documentan todavía principios de abolengo
prerrománico: los ábsides laterales, tal vez no casualmente en este caso de
planta rectangular, por más que este esquema sea de uso muy frecuente también
en tiempos románicos, se cubren con bóvedas de cañón conformadas en su parte
central, a partir de los riñones, por ladrillos colocados de canto.
La mención, a propósito de Rebordáns, del
románico pleno, nos obliga a retroceder en el tiempo y a dirigir nuestra vista
a la Catedral de Santiago, edificio clave, por su significación cultual y su
monumentalidad, para entender, en tiempos de renovación formal, explicable por
la necesidad de adaptar los marcos a las ideas reformadoras introducidas en el
tramo final del siglo XI, el proceso de implantación, consolidación y
desenvolvimiento del estilo en las tierras noroccidentales de la Península
Ibérica. El hecho, además, de que buena parte de la actual provincia de
Pontevedra dependiera entonces (hoy también) de la diócesis compostelana
refuerza todavía más, si cabe, su impacto sobre el discurrir de las formas en
el ámbito territorial que nos concierne.
La influencia compostelana, que, como muy bien
señaló hace ya cuatro décadas J. M. Pita Andrade, se detecta siempre “de una
manera fragmentada, incluso inconexa“, debió de acusarse muy pronto en la
edilicia pontevedresa. Dos edificios, por las circunstancias tan especiales que
en ellos concurren, pese a que en ambos sólo persiste de esa época, en esencia,
un epígrafe, tienen que ser traídos necesariamente a colación a ese respecto:
la otrora iglesia monástica de Santiago de Ermelo (Bueu) y la hoy parroquial de
Santa María de Alba (Pontevedra).
El que en las dos inscripciones, la primera,
datada en 1104, conmemorativa de la restauración de la iglesia en su totalidad
(omnino), ejecutada por alguien familiarizado con la escritura en el más amplio
sentido del término, la segunda, sin fecha legible hoy, muy próxima por su
contexto, en todo caso, a la de la anterior, alusiva a la edificación y
consagración del templo88, se mencione a Gelmírez como obispo, siendo
especialmente notorio su protagonismo en el segundo caso, pues es él quien
libera “de la insaciable codicia de unos caballeros la iglesia”,
procediendo después a consagrarla, invita a pensar fundadamente que en sus
fábricas se dieron cita ya soluciones o propuestas de progenie santiaguesa,
aportadas, con toda probabilidad, por algún maestro vinculado a la empresa
catedralicia santiaguesa, por entonces en pleno proceso de construcción y
decoración.
La desaparición, prácticamente total, de la
fábrica románica de estos dos templos impide conocer cuál fue en ellos el
impacto exacto de la basílica compostelana. Su huella, en cualquier caso,
comenzará a hacerse particularmente visible en nuestra provincia, en paralelo
con lo que acontece en otras, a partir del segundo cuarto del siglo XII,
durante el reinado, ya incontestado, de Alfonso VII (datable en esencia, para
el conjunto de los reinos de Galicia, León y Castilla, entre 1126, año del
fallecimiento de la reina Urraca, su madre, y 1157, fecha de su muerte).
Remitirán a Santiago buena parte de los esquemas constructivos y motivos
decorativos que significan por los años en que nos movemos y en tiempos
posteriores a nuestro románico: compartimentación de ábsides semicirculares por
medio de columnas; ábsides poligonales; arcos atando contrafuertes; tipos de
pilares compuestos; modelos de capiteles; columnas con fustes entorchados;
temas ornamentales; arcos lobulados; composición y molduración de puertas y ventanas;
ordenación de cubiertas, etc.
Santa María de Tomiño. Portada oeste
Estos elementos de abolengo compostelano, tal
como, según ya se dijo, indicó en su día J. M. Pita Andrade, los encontraremos
de manera dispersa por doquier. El esquema del templo jacobeo, adaptado en
planta y alzado a unas exigencias muy concretas, inherentes a un gran centro de
peregrinación, no fue imitado como un todo, sin embargo, en ningún caso. Sólo
se le acercó de alguna manera, con diferencias sustanciales, en todo caso,
tanto en planta como en alzado (también, hay que señalarlo, en envergadura), la
Catedral de Tui. Iniciada en un momento impreciso, quizás en 1120 y, en todo
caso, antes de 1145, pues en este año sabemos que estaba en obras, su
importancia ha de reconocerse no sólo en lo que en sí misma supone desde el
punto de vista constructivo y decorativo sino también en el marcado
protagonismo que adquirió en el desarrollo edificatorio de su territorio
diocesano, en parte ubicado, como ya se advirtió más arriba, al sur del río
Miño, ámbito con el que, en contrapartida, hay que relacionar, sin duda como
consecuencia de la intervención de artífices de esa procedencia y formación,
soluciones como la organización y ornamentación de la espléndida portada
occidental de Santa María de Tomiño.
El impacto tudense y el compostelano conocen su
apogeo en unas fechas, comienzos de la segunda mitad o, mejor aún, principios
del último tercio del siglo XII, durante las cuales, como en el resto de
Galicia, empieza a detectarse la presencia de importantes novedades
estructurales y decorativas que van a propiciar la revitalización del estilo.
Desde el punto de vista constructivo esas
novedades (arcos apuntados, bóvedas de cañón agudo y con nervios), cuya
progenie última hay que buscar más allá de los Pirineos, en tierras de Borgoña
exactamente, tienen como referente inicial en nuestro territorio provincial,
por un lado, a los monasterios cistercienses de Armenteira y Oia y, por otro, a
la abadía de Carboeiro, en cuya iglesia, en su segunda campaña de trabajos, se
hace explícita la intervención de un equipo vinculado a las tareas que, documentadas
desde 1168, dirigía en la Catedral de Santiago el afamado Maestro Mateo.
Las abaciales de Armenteira y Oia, aquélla,
según atestigua un epígrafe ubicado en una de las pilastras que soporta el arco
triunfal de acceso al ábside central, iniciada en 1167, ésta con posterioridad
a 1185, año de incorporación de la comunidad a la que sirve a la Orden,
ofrecen, en planta y alzado, modelos diferentes, ambos, en cualquier caso, de
extracción borgoñona. Coinciden los dos, sin embargo, en la adopción de
premisas de capital significación, llamadas a ejercer un fuerte impacto, no
sólo en su entorno: de un lado, el empleo de arcos apuntados y bóvedas de cañón
agudo para cubrir la mayor parte de sus diferentes espacios; de otro, en
consonancia con los principios de austeridad que significan a la Orden a la que
pertenecen en el panorama monástico de la época, la supresión de decoración, la
búsqueda de formas simples, reducidas en esencia a su función puramente
estructural.
La iglesia de Carboeiro fue iniciada por la
cripta, concluida, según explicita un epígrafe ubicado en su exterior, el 1 de
junio de 1171. Un mes más tarde, el 1 de julio, como nos informa otra
inscripción, ésta localizada en la nave meridional, comenzaron los trabajos del
templo propiamente dicho. El proyecto, de enorme vistosidad, reforzado en su
impacto visual por su singular emplazamiento, fue puesto en marcha por un
equipo de formación y procedencia borgoñona, distinto del que por entonces
trabajaba en Santiago a las órdenes del Maestro Mateo. Por razones que hoy se
nos escapan, ese taller fue sustituido, cuando aún no se había terminado la
cabecera, por otro distinto, éste sí de extracción compostelana, vinculado a la
órbita del citado Mateo, haciéndose especialmente notorio su trabajo en las
portadas del edificio.
La huella del segundo equipo de Carboeiro, el
vinculado a Mateo, se documenta, en lo constructivo y/o en lo decorativo, en
algunos edificios, debiendo relacionarse en otros casos la progenie mateana no
con la irradiación de este monumento pontevedrés sino con el impacto inmediato
del santiagués, detectable incluso, directa o indirectamente, esto es, a través
de un eslabón intermedio, en una empresa como Santiago de Breixa (Silleda),
obra cuyo ábside, por estructura y lo esencial de su programa escultórico, nada
tiene que ver con precedentes gallegos, siendo por ello, de hecho, un unicum en
nuestro ámbito.
No debe extrañar en la etapa en que nos movemos
–años avanzados del siglo xii y primeros del xiii, durante los reinados de
Fernando II y Alfonso IX, aquél fallecido en 1188, éste, su hijo y sucesor, en
1230–, particularmente brillante para Galicia, y dadas las circunstancias que
concurren en la configuración de la provincia, un producto administrativo, como
sabemos, del siglo XIX, que en nuestro territorio se documente también la
influencia de algún otro monumento de especial significación en el panorama constructivo
de su tiempo. Ése sería el caso de la Catedral de Lugo, explicable por
pertenecer todavía hoy a su jurisdicción diocesana una parte de la demarcación
territorial pontevedresa; de la abacial de Oseira, justificable por la
proximidad física o la existencia de imprecisos vínculos jerárquicos, o incluso
de la Catedral de Ourense, cuyo impacto sobre la iglesia de Santa María de
Sacos (Cotobade) sólo cabe entenderlo a partir de consideraciones puramente
artísticas.
En los años finales del reinado de Alfonso IX,
en torno a 1225, se documenta en la Catedral de Tui, en su portada occidental,
la irrupción de formulaciones ya claramente góticas, importadas por artistas
formados y procedentes de alguno de los grandes núcleos creativos de la Isla de
Francia. Su recepción se produce en un momento de gran actividad artística en
toda Galicia y en paralelo con el desarrollo pleno de las premisas
tardorrománicas, singularmente las relacionadas con los monasterios de la Orden
del Císter y el Maestro Mateo y sus colaboradores, unas y otras, por sus
potencialidades, llamadas a servir de base a la implantación de la nueva
práctica constructiva.
Las circunstancias políticas tan especiales que
conoce Galicia tras el fallecimiento, en 1230, de Alfonso IX (su muerte
posibilitará la unión, que será ya definitiva, de León y Castilla en la persona
de Fernando III y conducirá poco a poco a nuestro territorio, en cuanto parte
integrante de un Reino, el de León, que va cediendo su liderazgo paulatinamente
al de Castilla, a tener una presencia marginal en ese nuevo contexto)
explicarán la progresiva pérdida de presencia o, mejor, de protagonismo de las
novedades que se anunciaban en la parcela occidental de la sede catedralicia de
Tui, agotadas en sí mismas y sin apenas proyección, y la continuación, fruto de
la inercia generada por el vacío que el adverso contexto propicia y que impide
la llegada de savia nueva, de los planteamientos vinculados al pasado más
inmediato. Ante este panorama, tal vez no sea una casualidad que una empresa de
tanta envergadura para su tiempo como la Colegiata de Baiona, terminada hacia
1278, funda en su fábrica soluciones que remiten, de un lado, al cercano
monasterio cisterciense de Santa María de Oia y, de otro, a la campaña ya
plenamente gótica de la Catedral tudense, primer referente monumental de la
jurisdicción diocesana a la que pertenece.
La escultura románica en la provincia de
Pontevedra
“De ninguna manera considero justo el pasar
en silencio esto, puesto que persistiendo en la grandeza del cuidado pastoral,
al recorrer visitando los señoríos e iglesias de su diócesis como corresponde a
un buen pastor, en todo su obispado que él (Diego Gelmírez) recorría con
frecuencia, no pudo encontrar lugares adecuados para celebrar los divinos
oficios a causa de la excesiva oscuridad de los vetustos edificios. Por ello
reconstruyó la iglesia de Santiago de Padrón… También en el territorio de
Salnés arrancó de manos laicas la villa regia llamada Gogilde, desolada y
abandonada por falta de labradores, y que había cubierto por completo una densa
y espesa maleza. Y para cultivarla llevó allí rápidamente a sus propios
campesinos. En las proximidades de esta villa, por medio de una sentencia legal
ante el piadosísimo conde Raimundo, liberó justamente de la insaciable codicia
de unos caballeros la iglesia de Santa María de Alba y, después de consagrarla
siguiendo las leyes, la restituyó al juro de la iglesia” (H. C., pp.
116-117).
El autor del capítulo XII del Libro I de la
Historia Compostelana presenta el celo pastoral de Diego Gelmírez (1100-1140)
con una fraseología restauradora y civilizadora en la que se advierte el
esfuerzo del prelado por hacerse con el dominio de iglesias y monasterios de su
diócesis, iglesias y monasterios que, siguiendo el régimen tradicional, solían
concentrarse bajo el patronazgo de señores laicos (Fletcher, 1978, pp. 159-74;
Framiñán Santas, 2005, D’emilio, 2007, p. 21; Castiñeiras González, 2010). El ejemplo
de Santa María de Alba (Pontevedra), donde, gracias a la ayuda del Conde
Raimundo, el entonces todavía obispo logra hacerse con el patronato de la
iglesia, puede entenderse como el modelo de actuación pastoral que caracterizó
su prelatura.
A pesar de la exageración laudatoria a que
obliga el género biográfico, uno de los géneros literarios que confluyen en la
Historia Compostelana, existe constancia arqueológica de la veracidad de la
noticia de la consagración de la iglesia de Alba en 1105 (Filgueira Valverde,
1982, pp. 60-61; Bango Torviso, 1979, pp. 153-154). Si este epígrafe es hoy
casi ilegible, otros conservados en iglesias de la provincia de Pontevedra
amplían la nómina de lugares en los que la actuación del prelado fue
fundamental para la consolidación del poder episcopal. Así, un año antes,
Gelmírez habría restaurado la iglesia Santiago de Ermelo (Bueu), como indica el
epígrafe conservado en el muro oriental de la iglesia y que debió de estar
dispuesto, en origen, flanqueando el primitivo arco triunfal, un epígrafe
diseñado por alguien vinculado a la cancillería compostelana como demuestran
sus características externas y sus cláusulas de datación (Romaní Martínez y P.
S. Piñeiro Maseda, 2005; D’emilio, 2007, 13-16). También la iglesia de San
Miguel de Lores (Meaño) contó con una larga inscripción que fechaba su
consagración en 1121 y celebraba a los titulares del templo –San Salvador,
Santa María, la madre de Dios, San Miguel, Santiago Apóstol, Santa María
Magdalena, San Román, mártir, San Félix y San Adrián mártires–, inscripción
recogida en el Libro de Fábrica, donde fue copiada en 1649 (Bouza Brey, 1968,
pp. 365-367; Bango Torviso, 1979, pp. 183-184; D’emilio, 2007, pp. 16-17).
Estas letras incisas en la piedra habrían de sonar a divinas palabras, a cuños
del poder episcopal de una iglesia reformadora en el ámbito rural pontevedrés,
pero la presencia de estas conmoraciones escritas del ritual de consagración de
la iglesia no implican necesariamente –a pesar de lo que en ocasiones se defiende
en la narración compostelana– la renovación o el comienzo de renovación de las
fábricas de estas iglesias.
El mismo espíritu reformador que movía a
Gelmírez fue compartido por el obispo Alfonso II de Tui (ca. 1097-1130), que
emprendió la reconstrucción de la fábrica de su catedral. La historia reciente
de la sede había sido tormentosa. Tras la destrucción de la ciudad y de la
antigua catedral de Santa María por los normandos, la sede hubo de ser
trasladada a la antigua iglesia del arrabal de San Bartolomé de Rebordáns,
donde se documenta la presencia del obispo Jorge desde 1068 (López Alsina,
2006, pp. 66-67).
San Bartolomé de Rebordáns (Tui).
Capitel del arco del ábside norte. Danza de Salomé y la Degollación del
Bautista. Primer cuarto del siglo XII
La construcción de la nueva fábrica de San
Bartolomé de Rebordáns se hizo esperar décadas y, como se ha indicado, fue
promovida por el reformador Alfonso II, quien contó, para ello, con la
generosidad de la condesa Urraca, que, ya viuda y reuniendo la triple condición
de reina, titular del Infantado y condesa de Galicia, otorgó en 1112
importantes concesiones a la sede –como los monopolios de pesca fluvial y los
de transportes de personas y mercancías en el río–, que proporcionaban
abundantes ingresos (López Alsina, 2006, pp. 83-87).
Como correspondía a un prelado reformador, don
Alfonso concibió la nueva iglesia con un programa figurativo desplegado en los
capiteles de la cabecera.
El discurso figurativo, inspirado en otro más
ambicioso de la antigua sede mindoniense en San Martiño de Foz (Lugo), fechado
por Manuel Castiñeiras entre el 1090 y el 1108, opta por una estética muy
alejada de lo compostelano en lo formal, pero cercana en lo conceptual, con un
idioma figurativo y ornamental que cabe “vincularse con la incipiente
escultura del Camino de peregrinación (Compostela, León, Loarre, Toulouse, el
Poitou) y con posibles fuentes miniadas” (Castiñeiras González, 1999, p.
305). El tono sermonario aflora en la escultura de Rebordáns no sólo en la
elección de los temas, sino también en el encadenamiento de su disposición en
los capiteles.
Admoniciones en piedra contra la lujuria se
reconocen tanto en los episodios de la Danza de Salomé y la Degollación del
Bautista en el capitel del arco del ábside norte, como en la alegoría de la
lujuria representada como castigo –una mujer a la que sendos sapos muerden los
pechos– en el ábside sur, esquema utilizado previamente en un capitel de la
cabecera de la catedral compostelana (Nodar Fernández, 2003; Idem, 2004, pp.
77-78). Es más, la elección del tema de un banquete, y de la historia de San
Juan para decorar el ábside norte, donde posiblemente se encontraba la pila
bautismal, es un ejemplo más del decoro que se constata en la relación entre
figuración y función en la escultura románica, y la elección del banquete de
Herodes en la cara principal del capitel podría ser el resultado de una glosa
moral a la Eucaristía que se celebraba efectivamente en el altar. En el arco
triunfal del ábside principal, en cambio, las advertencias contra las
asechanzas del diablo parecen enlazarse con una alusión al poder salvífico del
sacramento y a la victoria de Cristo sobre la muerte: el tosco personaje con
libro que pisa a un cuadrúpedo (un león) y a una serpiente podría identificarse
con una imagen muy común en los ambientes monásticos: la de Cristo pisando el
león y el áspid, una referencia al salmo 90: 13 –“Et conculcabis leonem et
draconem”–, interpretado por Agustín, cuyo comentario a los salmos fue sin
duda el más leído en la Edad Media, como una advertencia a las dobles
acechanzas del diablo, por la fuerza y por el engaño (Verdier, 1982).
La provisional sede de Rebordáns habría de
actuar como un foco emisor de modelos en la primera mitad del siglo xii en la
zona sur de la provincia y en el norte de Portugal. Sirvan de ejemplo los casos
de Santa María de Tebra (Tomiño) y en San Salvador de Paderne. El repertorio
mindoniense fue conservado por los talleres provenientes de Rebordáns y en
Tebra afloran otros temas ausentes en la vieja sede tudense pero presentes en
la mindoniense –la sirena–, aunque los escultores parecen haber fundido estos
patrones con otros distintos como demuestra la singular escena del águila
atacando un conejo, otra metáfora visual que viene a sumarse a las anteriores
en esa suerte de obsesión que los clérigos reformadores parecen haber sentido
hacia los peligros de la lujuria. Con el estilo de estas piezas han relacionado
también María Pérez Homem de Almeida y Manuel Luis Real un relieve encontrado
en la parroquial portuguesa de San Salvador de Paderne perteneciente a una
iglesia anterior, en el que se reconoce la figura del Salvador, quizá de un
Descenso al Infierno, parentesco explicable por haber sido consagrado el templo
en 1130 por el obispo tudense don Pelayo, pues, efectivamente, el norte
portugués, a pesar de depender civilmente de la recién estrenada corona portuguesa,
pertenecía eclesiásticamente a la diócesis de Tui (Real y Pérez Homem de
Almeida, 1990, p. 7).
El águila atacando a una liebre de la iglesia
de Tebra se presenta como ejemplo de materialización plástica de la fraseología
sermonaria típica de la reforma gregoriana destinada a someter a los laicos a
una disciplina moral casi monástica, como lo son otros repertorios de imágenes
labradas en los capiteles de las cabeceras de las iglesias en las que se
expresan las asechanzas del diablo en términos de violencia física, de luchas,
persecuciones o enfrentamientos entre hombres y animales. En muchas ocasiones
se integran estas imágenes bajo el epígrafe de “bestiario en piedra”
(Nodar Fernández, 2004), pero, como ha recordado Conrad Rudolph, la fraseología
de contienda entre hombres y animales es muy común en la literatura exegética
de los padres de la Iglesia, entre otras obras, en las Ennarrationes in Psalmos
o en De Civitate Dei de Agustín, o en los Moralia in Job de Gregorio, tres de
las obras más leídas por los claustrales medievales (Rudolph, 1997). La
cabecera de la catedral compostelana presenta abundantes ejemplos de esta
particular retórica, que hacia 1150 comienzan a difundirse por el norte de la
provincia de Pontevedra, como demuestra un capitel proveniente en la iglesia de
Santa María de Bermés (Lalín, Pontevedra), conservado hoy en el Museo de Pontevedra,
en el que el personaje central aparece intentando aplastar a los leones que lo
flanquean (Bango Torviso, 2003, p. 320; Valle Pérez, 2003, p. 61). Otros
esquemas de esta familia de imágenes son aquéllos relacionados con la caza, en
los que suele destacar la figura de un hombre sonando el cuerno, y estas
fórmulas hubieron de entrar en la provincia desde tierras luceses. Aunque un
modelo de este tipo ya aparecía en la cabecera de la catedral de Santiago a
finales del siglo XI–donde un hombre tocando el cuerno se disponía entre
sendas parejas de leones (Nodar Fernández, 2004, p. 63)–, la solución fue
reinterpretada por el taller que labró las ménsulas del interior de San Martiño
de Foz (Lugo) en el primer tercio del siglo (Castiñeiras González, 1999, fig.
19). El traslado de la sede de Foz a Villamayor llevado a cabo 1113 debió de
decelerar el ritmo de las obras en la vieja fábrica (Yzquierdo Perrín, 1994), y
produjo el desplazamiento de los talleres escultóricos hacia el Sur. En efecto,
los mismos escultores habrían de labrar más tarde no sólo los capiteles del
arco triunfal de la iglesia de Santiago de Tabeirós (A Estrada) –donde repiten
la fórmula del hombre con cuerno entre leones–, sino también la serie de
canecillos de la cornisa exterior del ábside (Bango Torviso, pp. 209-210). Y
esta relación artística entre el norte mindoniense y la tierra de “Tabeyrolos”
ha de entenderse en el marco de los vínculos institucionales que las unían. A
pesar de que el arzobispado de Santiago poseía importantes propiedades en la
zona, la Iglesia de Mondoñedo detentaba el patronato de diez de ellas, como
confirma el papa Adriano IV en una bula expedida en el año 1156, y una de éstas
habría de ser, en efecto, la de Santiago de Tabeirós (Florez, p. 350).
El alero de este templo muestra una serie de
canecillos, en los que, como sucedía en el más antiguo de San Martiño de Foz o
en la cornisa de la compostelana portada de Platerías, se convocan
representaciones monstruosas o burlescas de los más diversos vicios para
advertir a los laicos de las nefastas consecuencias de su conducta pecaminosa y
conminarlos a su regeneración –un músico, un contorsionista, un personaje en
actitud procaz– (Castiñeiras González, 1996; Idem, 1999, Idem, 2003). Y es que
las cornisas figuradas con este tipo de representaciones constituyeron un
género específico impulsado por la ideología reformadora impulsada desde Roma,
un género que traducía a términos monumentales el intento de regular una
estricta separación entre la clase sacerdotal y el mundo de los laicos, al
ridiculizar los vicios humanos, relegándolos, además, simbólicamente, a los
márgenes del edificio cristiano consagrado, situando metafóricamente al pecado
fuera del cuerpo espiritual de la Iglesia (Moralejo, 1985; Kenaan-Kedar, 1995).
Los proyectos reformadores de los prelados
gallegos hubieron de incluir también la organización reglada de la vida de las
canónicas que regían, y la provincia de Pontevedra conserva un ejemplo
precioso, por raro, de una construcción relacionada con estos objetivos, que
preserva, aunque dañada, su decoración escultórica: la sala capitular del
claustro de la catedral de Santa María de Tui, construcción auspiciada por el
obispo Pelayo Menéndez (1130-1156), quien había promovido la adopción de la
regla agustiniana en el cabildo en 1138 (Carrero Santamaría, 2005, pp.
384-387). A pesar de las mutilaciones que han sufrido los dos capiteles que
coronan los haces de las columnas cuádruples de las ventanas, pueden
reconocerse en ellos dos carneros enfrentados y una loba amamantando a sus
lobeznos, una imagen repetida más tarde en la portada de la iglesia de A
Mezquita (A Merca, Ourense) y que, por sus connotaciones maternales, podría ser
entendida como una alegoría derivada de las metáforas maternales con las que la
literatura contemporánea glosa la relación entre la Iglesia y los fieles. La
Historia Compostelana proporciona algunos ejemplos. Si al relatar cómo el abad
de Cluny conminó a Gelmírez a visitar Roma se citan las palabras del monje
borgoñón –“…no dejes de visitar a tu madre, la santa iglesia de Roma”–,
en otro capítulo se hace referencia a “nuestra madre la santa iglesia romana”
(H. C., pp. 103 y 297).
Otra de las consecuencias artísticas de la
Reforma Gregoriana fue, sin lugar a dudas, la labra de portadas ricamente
esculpidas que pudieran servir para que los laicos, que difícilmente entendían
latín, pudiesen “leer” las imágenes (Camille, 1985; Caviness, 1992;
Kessler, 2006). El viejo tópico era efectivamente conocido en Galicia por estas
fechas, pues se repite en el Polycarpus, un libro de cánones regalado a
Gelmírez en Roma y que posiblemente éste donó a su iglesia (Castiñeiras
González, 1998); y las portadas del transepto de la catedral compostelana
fueron, como es sabido, un ejemplo elocuente de este fenómeno. Sin embargo,
éste parece haberse visto limitado en la primera mitad de la centuria al
particular caso compostelano. La iglesia de San Bartolomé de Rebordáns carecía
de portadas esculpidas. La nueva fábrica de Santa María de Tui, documentada ya
en 1145, que debió de comenzar a construirse hacia 1140, sufrió parones
intermitentes a raíz de las confrontaciones bélicas entre los monarcas leoneses
y los portugueses, de modo que debía de haber alcanzado únicamente la cabecera
y el brazo norte del crucero en 1170, cuando Fernando II decidió el traslado de
la ciudad a su vecindario (Bango Torviso, 1979, p. 245; Cendón Fernández, 2000,
pp. 26-28). No se ha conservado tampoco ninguna portada románica de las dos
iglesias de la villa de Pontevedra –Santa María y San Bartolomé (Moure Pena,
2001)–, y habrá de ser en la villa nacida al amparo del puerto de Vigo, y en
una iglesia parroquial de la zona del Deza, donde se localicen las soluciones
más tempranas en este sentido.
De la portada occidental de la iglesia de
Santiago de Vigo se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid un
fuste de mármol romano reaprovechado decorado con un Cristo pisando el áspid y
el basilisco, que debió de presidir el parteluz de una estructura bífora
(Sánchez Cantón, 1942; Moralejo Álvarez, 1988a, p. 97; Idem (1988b), pp.
108-109; Idem, 1990, pp. 212-214; Sánchez Ameijeiras, 2004, pp. 161-163).
Fuste con la imagen del Salvador
procedente de la iglesia de Santiago de Vigo (Museo Arqueológico Nacional de
Madrid). 1150-1160
Serafín Moralejo ha demostrado la relación
estilística de esta pieza, de notable calidad, con las columnas procedentes del
monasterio de San Paio de Antealtares de Santiago de Compostela, que
probablemente funcionaron como soportes de altar, y que, decoradas con un
Apostolado, se encuentran hoy repartidas entre el Museo Arqueológico Nacional y
el Fogg Art Museum de Havard (Cambridge, Mass). Moralejo atribuyó este conjunto
a un taller de origen bearnés relacionado con las esculturas de Sainte-Marie de
Oloron, Sainte-Foy de Morlàas, Saint-Pierre de Sévignac-Thèze o Lacommande,
cuya presencia se documenta además en territorio hispano –en Uncastillo y en
varias iglesias segovianas (San Martín de Fuentidueña, San Justo de Sepúlveda)–
(MORALEJO ÁLVAREZ, 1993, pp. 392-395; IDEM, 1994, pp. 214-215). El mismo autor
reconocía en Bernardo de Agen, el arzobispo compostelano promotor de la
concordia de 1152 entre la catedral y el monasterio de Antealtares, el posible
agente que explicase la presencia de este taller en Galicia; y, como más tarde
advirtió James D’Emilio, cabe relacionar con una serie de obispos de origen
francés el patrocinio de las obras ejecutadas por estos talleres en solar
hispano (D’EMILIO, 1991, p. 89).
El parteluz de Santiago de Vigo, único
testimonio de un conjunto monumental probablemente mucho más ambicioso, suma, a
la calidad de su labra, la especial adecuación de su iconografía a su destino
liminar original. Las inscripciones que decoran el nimbo crucífero de Cristo –EGO
SVM A ET Ω– y el libro abierto que sostiene en su izquierda y que señala
con el índice de la derecha –D(eu)S/ ET(er)NVS: O/M(ni)P(oten)S: ET/
CLE/M(e)/NS: OMNIAQ(ue)/GVBE/RA/ NS– parecen situarlo en un discurso
apocalíptico, ya que glosa el pasaje de Ap. I,8 –Ego sum alpha et omega,
principium et finis, dicit Dominus Deus; qui est, et qui erat, et qui venturus
est, omnipotens–, que se complementa con la alusión a la victoria de Cristo
sobre el pecado y la muerte, al presentarlo pisando los monstruos a los que
alude el versículo 13 del salmo 90 –super aspidem et viperam gradieris/
conculcabis leonem et draconem– (Kessler, 2008). Si su destino original, como
supongo, hubiera sido la portada de la iglesia, la iconografía del relieve
resultaría especialmente adecuada para presidir el atrio parroquial en el que
se situaba el cementerio.
Un mensaje semejante, aunque formulado de una
manera diferente, con la imagen de Sansón desquijarando al león, quiso expresar
el artista que, formado en el taller de Platerías, labró el tímpano de San Xoán
de Palmou (Lalín), hacia 1160, hoy custodiado en el Museo de Pontevedra (Ramón
y Fernández-Oxea, 1936; Idem, 1951; Idem, 1962; Idem, 1965; Yzquierdo Perrín,
1995, pp. 378-405; Ferrín González y Carrillo Lista, 1997; Sánchez Ameijeiras,
2001, pp. 168-171; Sastre Vázquez, 2003; Valle Pérez, 2006). La fórmula se
popularizaría a finales de siglo a partir del modelo de Santa María de Taboada
de Freires (Taboada, Lugo), fechada por inscripción en 1190, y firmada por el
maestro Pelayo. Otras versiones del tema, como ha estudiado Ramón Yzquierdo, se
labraron en las iglesias parroquiales de Pazos de San Clodio (San Cibrao das
Viñas, Ourense), San Martiño de Moldes, Santiago de Taboada (Silleda,
Pontevedra), San Miguel de Oleiros (Silleda, Pontevedra) y el reutilizado en
una casa particular de Turei en la feligresía de Santa Baia de Beiro (Ourense).
El taller que introdujo el modelo en Palmou se había formado en Compostela,
como demostró Ramón Yzquierdo Perrín, pues de allí provienen el repertorio
decorativo –el arco polilobulado que sirve de marco a la escena– y la plástica
calidad volumétrica de la figuración, e incluso la fórmula iconográfica, pues
ésta se había ensayado con anterioridad en los canecillos de los aleros de
Platerías y de la iglesia compostelana de Salomé (Yzquierdo Perrín, 1967/78, p.
379; Idem, 1995, pp. 378- 380). En este formato se acentuaba el hecho físico de
la lucha, como metáfora de la lucha espiritual, al encontrase el tema entre las
imágenes que ridiculizaban los vicios humanos, pero al ser monumentalizado en
un tímpano adquiriría otro tipo de connotaciones simbólicas. De hecho, el
pasaje bíblico fue interpretado por los exégetas medievales como una figura del
triunfo de Cristo sobre el diablo y la muerte, de modo que parecía ajustarse a
las exigencias del decoro dictadas por la propia topografía de las portadas. Si
en Santiago en Vigo era un Cristo triunfante el que presidía el atrio
cementerio, en Palmou, y en los restantes tímpanos con la imagen de Sansón
desquijarando al león, lo hacía en clave tipológica encarnándose en su
precedente veterotestamentario (Ferrín González y Carrillo Lista, 1997; Sánchez
Ameijeiras, 2001, pp. 168-171).
San Xoán de Palmou (Lalín). Tímpano.
Sansón desquijarando al león (Museo de Pontevedra). Hacia 1160
Como demostraba el tímpano de Palmou, a partir
de 1160 la impronta compostelana se dejó sentir en una serie de iglesias de la
comarca del Deza, una comarca en la que el poder compostelano ya se había
afirmado con anterioridad y se vio confirmado con la donación de la llamada
Tierra del Deza, en toda su integridad, a la mitra compostelana, otorgada por
Fernando II en 1165 (Lucas Álvarez, 1997, pp. 278-280). En las iglesias de la
comarca y de la vecina zona de A Estrada, varios talleres de formación compostelana,
y otros que parecen derivados de aquéllos, popularizaron ciertas fórmulas para
la decoración de los arcos triunfales de las iglesias, en las que, de nuevo, se
reconocen imágenes de lucha de hombres con animales, o de, como era el caso de
las portadas anteriores, la rendición de aquéllos, en los que se expresa en
términos de contienda física la lucha espiritual del justo ante las tentaciones
del demonio. Así, las fórmulas relativas a la cacería se complicarán
adquiriendo un verdadero tono narrativo. Por ejemplo en un capitel del arco
triunfal de San Miguel de Moreira (A Estrada) un jinete tocando el cuerno
persigue a una mujer tocada sosteniendo sendas palomas, una metáfora visual de
inequívocas connotaciones sexuales (Bango Torviso, 1979, Lams. LXIIbc); y ya,
en la décimo tercera centuria, se incorporarán nuevos esquemas que cabe
relacionar con la tradición fabulística, como la escena del zorro y la gallina
que decora un capitel del arco triunfal en la iglesia de Santiago de Lagartóns
(A Estrada) (Bango Torviso, 1979, p. 181), un ejemplo parlante del intento de
traducir el lenguaje de las fábulas a términos que resultasen fácilmente
comprensibles para una audiencia campesina.
Santiago de Lagartóns (A Estrada). Arco
triunfal. Capitel con el zorro y la gallina. Comienzos del siglo XIII
Un tono distinto adquieren otras imágenes
emparentadas de algún modo con aquéllas. Así, en una serie de capiteles de los
arcos triunfales de iglesias rurales se repite, como sucede en gran parte de la
geografía del románico, el tema de Daniel entre los leones, un tema que adquiere
un matiz distinto al situarse en el ámbito del presbiterio. Como ha propuesto
Teresa Moure, el pasaje veterotestamentario, presente en los capiteles de los
arcos triunfales de las iglesias de San Esteban de Carboentes (Rodeiro), Santo
Tomé de Piñeiro (Marín), San Pedro de Rebón (Moraña) y Santa María de Frades (A
Estrada), habría de interpretarse como una versión en piedra de la antífona
cantada no sólo en el Oficio de Difuntos, sino también en otras ocasiones del
año litúrgico –Libérame de la boca del león, como liberaste a Daniel,… (Moure
Pena, 2004, 2006).
Frente a todos estos ejemplos conviene destacar
un caso especialmente singular y llamativo: el bestiario esculpido en los
capiteles de la iglesia de Santiago de Breixa (Silleda) (Yzquierdo Perrín,
1978; Idem, 1995, pp. 370-372). En este caso, a mi juicio, se debe hablar de
Bestiario en piedra y, el hecho de que el repertorio figurativo aparezca
acompañado de didascalías explicativas que identifican a los animales fabulosos
allí representados –falconorio, sagitarios, serena, arpia–, induce a pensar que
los escultores tuvieron en sus manos fuentes miniadas. Pero la intención de los
clérigos que dictaron el programa, que parece especialmente adecuado para una
iglesia monástica, no era hacer conocer la fauna fabulosa a espectadores
rurales poco familiarizados con ella, sino posiblemente utilizar las imágenes
como recursos mnemotécnicos que activasen en la memoria las lecciones morales
que, del comportamiento animal descrito en los Bestiaros medievales, habrían de
extraer los monjes. El Bestiario, como ha demostrado Ron Baxter, pertenecía al
género de la tratadística moral y no al de la historia natural, y abundaba
especialmente en las bibliotecas monásticas (Baxter, 1998). Breixa no sólo
resulta singular por su programa figurativo, sino por el estilo de su escultura,
ajeno a tradiciones arraigadas en Galicia y proclive a la utilización de
capiteles con grandes cestas, en las que la figuración invade incluso el
collarino; por las proporciones y las particulares fisionomías de los
personajes, por la particularidad de ciertos motivos decorativos –como la
suerte de remate acaracolado que conforma la voluta– y, en términos generales,
por la predilección por una estética decorativa que puebla de esquemas variados
tanto el arco triunfal como el fajón del presbiterio y las arcadas.
Santiago de Breixa. Capitel. Sirenas.
Tercer cuarto del siglo XII
Este modo de hacer remite, a mi juicio, en
última instancia a ciertas obras de la Guyena francesa –como la escultura de La
Sauve-Majeure (Dubourg-Noves, 1969, figs. 86-86)– que habría evolucionado en el
área segoviana en donde se encuentra un eslabón intermedio entre las soluciones
del sur de Francia y las del monasterio gallego en los capiteles del
presbiterio de la iglesia de Santa María de Sepúlveda (Enciclopedia del
Románico, Segovia, III, 2007, p. 1612). La escasez de noticias documentales que
se conservan sobre esta iglesia singular –la más antigua data de 1233, año en
que un clérigo de Breixa dona a Carboeiro la parte y quiñón que tiene en la
iglesia (Yzquierdo Perrín, 1978, p. 194)–, induce a pensar que su singularidad
encontraría justificación si se tratase de una iglesia de fundación privada, y
las particulares circunstancias de sus promotores contribuirían a comprender
las peculiaridades tanto estilísticas como iconográficas de su escultura.
Las metáforas desbrozadoras propias de la
reforma gregoriana y las referidas a las luchas morales en términos de
violencia física, las referencias a los vicios y al maligno encarnados en
figuras animales derivadas de interpretaciones moralizantes de la Biblia o la
representación de pasajes bíblicos como un eco de las metáforas invocativas de
las antífonas cantadas en el Oficio Divino conforman, sin duda, buena parte del
repertorio figurativo de las iglesias románicas de la provincia de Pontevedra
de la segunda mitad del siglo xii. Pero a ellas habrá que sumar otra familia de
imágenes que derivan del simple signo de la cruz grabado sobre el umbral del
templo y que, como he demostrado en otra ocasión, podrían haber surgido
estrechamente relacionadas con el ritual de consagración de la iglesia (Sánchez
Ameijeiras, 2003a). En ese marco cabe entender la recuperación, para los
tímpanos de las iglesias, de un motivo –la crux gemmata, con el alfa y el omega
como pendilia– utilizado anteriormente en la decoración monumental de altares
de “tradición asturiana”, como los de San Martíño de Churío o Samos, datados en
el siglo x (Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 153-155), que evocaba prestigiosos
referentes reales de orfebrería, como el signum crucis regalado por Alfonso III
a la catedral compostelana. Este proceso se constata a partir de la década de
los setenta. El ejemplo más antiguo de este tipo se encuentra en el acceso
norte de la cripta de la iglesia monasterial de Carboeiro (Silleda) y puede
fecharse en torno a 1171, cuando se remató la obra. En él se reconocen incluso
los candelabros sobre las astas de la cruz, como aparecían en las aras del
siglo x (Bango Torviso, 1979, p. 114 y Lam. XLIg). Es posible que en este caso
se tratase también, como sucedía en los altares, del trasunto escultórico de
una pieza de orfebrería antigua, habida cuenta la documentada existencia del
monasterio desde el siglo x (Bango Torviso, 1979, p. 110).
Esquemas más singulares en el panorama
occidental son los trasuntos en piedra de ricas cruces de orfebrería que
presiden el tímpano occidental del orensano templo de San Pedro de A Mezquita
(A Merca, Ourense) y el norte de la pontevedresa de San Pedro de Vilanova de
Dozón (Dozón). Como he indicado en otro lugar, los remates con medallones
ricamente decorados son típicos de un modelo de cruz de orfebrería resultante
de fundir el esquema bizantino con extremos redondeados con la cruz latina
occidental, y fueron especialmente abundantes en Dinamarca, Polonia y Hungría a
fines del siglo xii y comienzos del xiii, lo que induce a pensar que en A
Mezquita y en Dozón debieron de contar con cruces de origen oriental, donadas
por los patronos de la iglesia, que, por el prestigio que les confería no sólo
su riqueza sino también su deslumbrante novedad, merecieron ser efigiadas con
considerables dimensiones y especial cuidado en los detalles decorativos en los
respectivos tímpanos (Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 54-55). La idea de
reproducir en el tímpano la prestigiosa cruz que debió de presidir el altar en
Dozón se explica por su estrecha relación con Carboeiro, como demuestra, por
ejemplo, una donación efectuada en 1170 por Urraca Fernández “y toda su voz”,
en la que actúa como testigo todo el convento de Carboeiro (Buján Fernández,
1996). La sorprendente novedad del modelo debió de llevar aparejada su
reproducción en portadas de menor entidad en iglesias vecinas aunque
perteneciesen a la mitra compostelana, como es el caso del dintel pentagonal de
la puerta norte de Esteban de Oca, una pieza que, por lo antiquizante de su
formato, podría inducir al error de suponerla de fechas más tempranas (Bango
Torviso, 1979, pp. 192-193, Lam. LXIIg).
Al representar prestigiosas cruces de
orfebrería en los umbrales del templo se trasladaba al exterior del edificio
una decoración que había surgido en el altar, y el esquema de las ricas cruces
inscritas en círculos evoca –como puede verse en Oca–, en cambio, el formato de
las cruces de dedicación de los templos, cruces gemmatae inscritas en círculos,
como las que todavía se conservan en la catedral de Santiago o en la iglesia
dominica de Bonaval (Moralejo Álvarez, 1988a, pp. 25-26; Manso Porto, 1993, I,
pp. 98, 168-169). Estas cruces esculpidas conmemoran eternamente las doce
señales que el obispo ungía sobre los muros internos del edificio durante la
segunda parte del ritual de consagración de la iglesia, tras haber ungido
previamente el altar, entonando, en uno y otro caso, antífonas o salmos que
hacen referencia a la Jerusalén Celeste (Repsher, 1998, pp. 150-151). Es decir,
tanto las cruces que decoran los altares como las de dedicación son señales
perennes, materializadas en piedra, de aquellas efímeras ungidas por el
oficiante con el crisma.
Tímpano
norte de San Pedro de Vilanova de Dozón (Dozón). Primer tercio del siglo XIII
Y las similitudes, e incluso las diferencias,
entre las cruces de consagración en el interior de los templos, las de los
altares y las que adornan los tímpanos podrían explicarse en virtud de los
ritos que parecen haberlas generado. En la tercera parte de la ceremonia, tras
haber sido bendecido y consagrado el altar y los muros interiores, toda a
procesión se dirigía de nuevo ante la portada, y el obispo ungía con crisma el
umbral del edificio, pidiendo a Dios que consagrase, bendijese y santificase
las puertas, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Repsher,
1998, p. 58). El diferente acento del ritual en el interior y el exterior pudo
condicionar las variaciones entre las cruces: las cruces gemmatae, de claro
sentido apocalíptico, decorarían preferentemente el interior de los edificios
–en Carboeiro se encuentra en el interior–, evocando la antífona que se cantaba
en la ceremonia –“Tus muros son piedras preciosas y las torres de Jerusalén
serán construidas con gemas”– (Repsher, 1998, pp. 150-151); mientras que la
evocación a la Trinidad en el acto de la unción del umbral debió de determinar
otra fórmula introducida en la provincia de Pontevedra por obradores de origen
lucense: la triple multiplicación de las cruces de entrelazos resultado de
combinar tres elementos distintos –la cruz latina, la de San Andrés y el
círculo secante–. Esta fórmula, que parece haber sido ideada por el maestro
Martín en la iglesia de Novelúa (Lugo) (Ramón y Fernández Oxea, 1942; D’emilio,
2007, pp. 31-32), habría de repetirse en la también lucense iglesia de Friolfe
y en la pontevedresa de San Pedro de Ancorados (A Estrada) (Bango Torviso,
1979, p. 154 y lam. LVIIa).
La cruz de entrelazos es también un motivo
común en muchas antefijas, que quizá podrían entenderse también como el
resultado de la “petrificación de un rito”, de la costumbre de coronar
con una rama o una cruz un edificio recién construído. El pronunciado bulto de
muchas de ellas y sus notables dimensiones con respecto a la iglesia cuya
techumbre coronan hacen pensar en su función topográfica en el ámbito rural: si
la campana marcaba el sucederse de las horas del campesino, las cruces
antefijas realizarían una función semejante a las torres campanario, marcando
desde lejos la señal del espacio consagrado. Las cruces antefijas muestran, en
ocasiones, una suerte de imaginería triunfal sobre el pecado y el diablo. Tal
debió de ser el caso de la acrótera meridional de San Martiño de Tiobre (A
Coruña), de la que únicamente se conserva un cocodrilo, que muy probablemente
debió de servir de pedestal para una cruz triunfante, como demuestra el
paralelo pontevedrés que presenta la fórmula completa, con sendos animales
aplastados por la cruz en la antefija del ábside de Santa María de Sacos
(Cotobade). Estos cocodrilos que hoy pueden resultar sorprendentes en la
geografía gallega medieval, aunque no dejan de serlo menos los numerosísimos
leones, no deben serlo tanto si se tiene en cuenta que entre los objetos
preservados en los tesoros de las iglesias medievales se encontraban cocodrilos
disecados, huevos de avestruz o esqueletos de ballena, como la que se conserva
y todavía da nombre a la iglesia portuguesa de Atouguía da Baleia (Domingo
Pérez Ugena, 1998; Castiñeiras González, 2003, p. 314), curiosidades que fueron
entendidas generalmente en clave simbólica (Mariaux, 2006). Si en la perfecta
redondez de los huevos de avestruz, como el conservado en el tesoro de
Saint-Denis, podía verse la perfección de la obra de Dios, las antefijas
gallegas demuestran que los cocodrilos fueron vistos, en cambio, como
encarnaciones demoníacas.
Continuando con la importancia que debieron
tener los complejos rituales de consagración de la iglesia en la decoración de
los tímpanos, no faltan aquéllos que muestran a los principales protagonistas
de la ceremonia, el obispo y dos diáconos, con sus atributos litúrgicos
correspondientes, como hace tiempo ya advirtió Isidro Bango (Bango Torviso,
1979, p. 178). En el de Santa Mariña de Fragas (Campo Lameiro), cabeza de la
serie, se distingue claramente al obispo, con su báculo, bendiciendo, y dos
acólitos: uno de ellos con un libro y el otro con una cruz procesional en la
derecha y un objeto no identificado en la izquierda; y el esquema se
desvirtuará progresivamente en San Paio de Muradelle (Chantanda, Lugo) y
Santiago de Requeixo (Chantada, Lugo), donde se reconoce todavía el gesto de la
bendición del oficiante principal, pero el instrumental litúrgico de los
acólitos se vuelve irreconocible (Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 387-388).
El tímpano de Santa Mariña de Fragas
constituye, además, un ejemplo claro de cómo los obispos intentaban controlar
las fundaciones privadas y las parroquias. La imagen del arzobispo compostelano
–que habría de ser, si tenemos en cuenta su cronología, Pedro Suárez de Deza
(1173-1206)– en los umbrales del templo expresaba visualmente su poder no sólo
terrenal sino espiritual sobre el territorio. Con todo, los esfuerzos
episcopales no se vieron cumplidos en algunas ocasiones, como demuestra el
singular caso de la prolija decoración esculpida de San Martiño de Moaña, en
donde, de nuevo, se advierten referencias a la ceremonia de consagración de la
iglesia. En el tímpano occidental se sitúan, bajo las arcadas de una estructura
arquitectónica, San Martín, caracterizado como oficiante principal, quien con
su mitra y báculo bendice con su derecha a los que acceden en el templo; San
Bricio, con cruz procesional e incensario, y un insólito San Millán mitrado con
un libro abierto (Bango Torviso, 1979, p. 187). El esquema parece inspirado en
la anterior solución del tímpano occidental de San Xian de Moraime (A Coruña),
donde, en cambio, San Julián oficia, acompañado por sus discípulos, que, como
acólitos, portan libros y cartelas (Sousa, 1983a; Idem, 1983b). La relación con
el texto del oficio de dedicación se hace, en estos dos casos, especialmente
estrecha. Al comienzo de la ceremonia, tras llevar en procesión hasta la
entrada del nuevo edificio las reliquias y el agua lustral, toda la comunidad
entonaba la antífona Surgite sancti de mansionibus vestris, loca
sanctificate, plebe benedicte et nos homines peccatores in pace custodite
(“Levantaos, santos, desde vuestras mansiones y santificad el lugar,
bendecid a la gente y protegednos a nosotros, pecadores”) (Repsher, 1998,
p. 47). San Martín y San Julián, San Bricio, San Millán y sus acompañantes,
parecen efectivamente responder a estas invocaciones, asomados bajo las arcadas
del palacio celestial, en Moraña y Moraime (Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 59-61).
Santa Mariña de Fragas (Campo Lameiro).
Tímpano. Escena de consagración de la iglesia. Último tercio del siglo XII San Martiño de Moaña. Tímpano
occidental. San Martiño, acompañado de San Millán y San Bricio, bendiciendo la
iglesia. Finales del siglo XII
Es posible incluso que otros personajes que
acompañan a los santos oficiantes en el tímpano del Morrazo encuentren razón de
ser en función del citado ritual.
Las dos figuras de pequeñas dimensiones que,
situadas también en las mansiones celestes, ocupan los extremos no resultan
fáciles de identificar. Una de ellas lleva un punzón, o un cálamo, pero sería
arriesgado ver en ella al artífice de la inscripción o al escultor. Parece más
probable que una de ellas efigie al Arias a quien atribuye el epígrafe que lo
acompaña la construcción de la iglesia –“ar(i)as: feci”– (Sánchez
Ameijeiras, 2003a, pp. 59-61; otra opinión en D’emilio, 2007, p. 28). Así
parece confirmarlo el hecho de que, en el anverso de otro tímpano de la misma
iglesia –el de la portada sur, custodiado hoy en el Museo de Pontevedra–, dos
personajes de pequeñas dimensiones aparezcan de nuevo flanqueando la escena
principal, una apoteosis de San Martín, para la que se tomó prestado el esquema
de la Ascensión tal como aparece en el también monástico y labrado por ambas
caras tímpano del monasterio femenino de San Salvador de Albeos (Valle Pérez,
1987, fig. 212; Vázquez Corbal y Rodríguez Ortega, 2010), por lo que cabe
pensar que, a pesar de las fechas tempranas, se trata de la representación de
los patronos de las iglesias (Filgueira Valverde, 1944; Bango Torviso, 1979, p.
187, Lam. LXXXIVa; Idem, 2003, p. 234; Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 59-61).
También en las inscripciones de los tímpanos se aludía a ellos: además del
Arias citado en Moaña, en Portomarín (Lugo) se hacía referencia a un tal
Fernando, continuando con la costumbre ya arraigada en la primera mitad del
siglo xii de grabar en los dinteles los nombres de los benefactores acompañados
por la indicación de la dedicación del templo: Munio Romanii y Maria Petriz
ofrecían a San Pedro la iglesia de Valverde y el abad Pelayo, chantre de la
catedral de Santiago, construía en honor a la Virgen, Santiago y Salomé la
iglesia compostelana de Salomé (Yzquierdo Perrín, 1995, pp. 260-262 y 284). Y
la representación de los benefactores en los tímpanos de Moaña y su presencia
en las inscripciones de dinteles y tímpanos podría entenderse también como un
correlato de las fases finales de la ceremonia de consagración de la puerta
anteriormente aludida. Tras proceder a ungir los umbrales y rodear en procesión
el edificio, al exterior, de vuelta de nuevo ante el acceso principal del
templo, el obispo se dirigía a la asamblea recordándoles el voto de celebrar el
aniversario de la dedicación de la iglesia y advertía a los benefactores de su
compromiso de mantener en buen estado la obra, tras lo cual aquellos
manifestaban sus buenas intenciones (Sánchez Ameijeiras, 2003a, p. 61).
Hasta el momento he hecho referencia a la
difusión de los talleres de la primera y segunda campañas constructivas de la
catedral compostelana en la provincia de Pontevedra, a la repercusión de los
talleres mindonienses en Tui o en la comarca del Deza, al papel desempeñado por
maestros menores lucenses, como el maestro Martín de Novelúa, en la difusión de
fórmulas decorativas en las portadas o a la particular difusión de modelos
entre centros monásticos alejados –como puedan ser Moraime y Moaña–, pero he
omitido un capítulo fundamental en la historia de la escultura románica de la
provincia de Pontevedra, aquél que engloba las consecuencias que tuvo el nuevo
lenguaje figurativo inaugurado en Galicia en las empresas escultóricas del
cierre occidental de la catedral compostelana. A mi juicio, los ecos más
tempranos de los nuevos repertorios de los maestros borgoñones que acudieron a
Compostela se encuentran en la actual catedral de Tui. Los capiteles del
transepto norte de la nueva sede dedicada a Santa María denuncian una indudable
influencia compostelana, combinándose allí fórmulas de la primera campaña –las
aves afrontadas bebiendo de un mismo cáliz– con modelos provenientes de la
llamada “cripta” de Santiago (Bango Torviso, 1979, Lam. CXXIIk). Este
nuevo lenguaje escultórico que habría llegado a la capital miñota cuando se
reanudaron las obras en la catedral a partir de 1170, habría de desarrollar un
particular gusto por lo narrativo, como se advierte en el capitel del pilar
meridional que se abre a la cabecera, en el que se encadenan las escenas de la
Anunciación, Visitación y Natividad, capitel al que se ha definido como “de
cierto aire gotizante” (Bango Torviso, 1979, p. 234), aunque estas
soluciones encajan con las tradiciones borgoñonas presentes en Compostela.
Esta tendencia narrativa se extendió en la
zona, actuando, de nuevo, la catedral como foco emisor de talleres. Un ejemplo
especialmente singular se localiza en la iglesia del monasterio femenino de
Santa María de Tomiño (Tomiño). Como señaló el historiador tudense Francisco
Ávila y la Cueva, en este lugar ya existía una iglesia dedicada a la Virgen en
un conjunto monástico femenino en 1149, cuando aparece documentada la abadesa
doña Urraca Troncoso; y se vuelve a tener noticia del mismo cuando Fernando II
dona el cenobio a la catedral en 1170 (Iglesias Almeida, 1992, p. 78; Tobío
Cendón, 2001). Poco tiempo después y a raíz de la traslación y elevación del
cuerpo de San Rosendo en Celanova, y de su canonización en 1172, el cenobio
habría de hacerse con algunas de sus reliquias, de modo que, aunque sujeto a la
jurisdicción episcopal tudense, debió de convertirse en una suerte de sucursal
occidental en la expansión del culto del santo orensano (Díaz y Díaz, Pardo
Gómez y Vilariño Pintos, 1990, pp. 303-304).
Santa María de Tomiño. Arco triunfal.
Capitel. Episodio de la monja que increpa a San Rosendo. Último tercio del
siglo XII
Pero es posible que la posesión de las
reliquias orensanas generase, además, un nuevo culto local. Después de que el
monasterio fuese anexionado a la mesa capitular a finales del siglo XV y dejase
de ser tal monasterio, en una visita pastoral realizada en 1540 se describe en
el tesoro de la catedral un “arquita de madera que parece de marfil”,
con un cinturón de cuero con la hebilla de madera “que dizen que fue de una
abadesa de Tomiño la cual es tenida según dizen por santa” (Iglesias
Almeida, 1992, p. 78). Ya Iglesias Almeida había señalado la posibilidad de que
el capitel del arco triunfal en el que se representan dos monjas sosteniendo a
una tercera que muestra un gesto de asombro podría figurar a la monja tenida
por santa e intentaré proporcionar nuevos argumentos en este sentido. La
fórmula podría compararse con una matriz general de imágenes de prendimiento o
sujeción, como el caso del prendimiento de San Pedro que decora el arco
triunfal de San Pedro de Ancorados (A Estrada). La presencia de un capitel
hagiográfico, narrativo, encaja en la tradición tudense y la Vida y Milagros de
San Rosendo proporciona una disculpa argumental que podría explicar la
imaginería del relieve. En ella se cuenta como “…en la comarca de Toroño un
caballero de Cerveira, junto con sus leales, prendió a un hombre según decía
enemigo suyo. Después de prenderlo, entraron en aquel monasterio para
hospedarse y allí, en presencia de las monjas y de todo el mundo, comenzaron a
vejarlo y maltratarlo gravemente a fuerza de golpes y otros malos tratos…
Viendo las monjas todo lo que estaban haciendo ante el altar allí levantado en
honor del santo confesor san Rosendo, postráronse en tierra con grandes lloros
y sollozos, y suplicaban devotamente el auxilio de la divina misericordia… Mas aún,
una de ellas, con el corazón lleno de amargura, dispuesta a quitar los manteles
que estaban sobre el santo altar, decía así: ‘Oh San Rosendo, si no te
dignas socorrernos y liberar a ese pobre hombre desnudaré tu altar’. Al
enterarse aquellos hombres, algunos de entre ellos incitados por la soberbia,
bajo el ímpetu de la furia y la crueldad, decían así: ‘reto a Dios y San
Rosendo a que este hombre se vaya y escape esta noche’. Dicho esto la
misericordia de Dios liberó a aquel hombre…” (Díaz y Díaz, Pardo Gómez y
Vilariño Pintos, 1990, pp. 221-223).
El texto explica, además, que dos monjas
relataron el suceso al abad Fernando III de Celanova, por lo tanto, el
milagroso episodio fue registrado a mediados del siglo xiii en el códice
hagiográfico del monasterio orensano. Con todo, es posible que el milagro
hubiese acaecido con anterioridad, y ello explicaría posiblemente la figuración
del capitel del lado norte del arco triunfal de la iglesia. Las dos monjas
estarían intentando impedir, a la que fue después tenida por santa, que
desnudara el altar del beato orensano, acción que habría de tener como
consecuencia la privación de su culto en la iglesia del cenobio femenino. Es
más, la localización de la escena en el arco triunfal, contiguo al altar que
supuestamente la monja habría querido desnudar, es un argumento más a favor de
semejante identificación; y al escoger una simple decoración vegetal para el
capitel frontero, la narración hagiográfica adquiriría mayor relieve.
La difusión de esta fórmula en otras iglesias
cercanas obliga a preguntarse sobre la posible existencia de una campaña
orquestada para catapultar su culto en la zona. En la capilla mayor de la
iglesia de Santa Baia de Donas (Gondomar) la escena ocupa el capitel derecho
del presbiterio, mientras el izquierdo muestra una versión sintética de una
Epifanía: se reconoce a la Virgen con el niño en brazos en actitud de bendecir,
flanqueada por Melchor y por José. El hecho de que Donas dependiese de Tomiño
contribuye a explicar la repetición del posible “capitel hagiográfico”.
Por su cercanía y por su documentada cronología, Santa Baia de Donas mantuvo
estrecho contacto con Santa María de Tomiño. Si existe constancia de la
existencia de aquél en 1149, en ese mismo año el Emperador Alfonso VII hizo
donación de la villa de Santa Baia a doña Aurea Bellide para fundar en ella un
monasterio de monjas (Bango Torviso, 1979, p. 226); y, al menos en 1450, ambos
cenobios compartían una misma abadesa (Iglesias Almeida, 1992, p. 78).
La escena hagiográfica se repetirá de nuevo en
la iglesia portuguesa de Sanfins de Friestas, templo que forma parte del
conjunto bautizado por la historiografía portuguesa como “românico da
Ribeira do Minho”, que se desarrolla en la segunda mitad del siglo xii
cuando con toda probabilidad algunos de los artistas que trabajaron en la obra
de la catedral de Tui se trasladaron a las fábricas de Ganfei, Sanfins de
Fiestras y Longosvales, relaciones explicables por los estrechos vínculos que
mantuvieron las grandes familias gallegas y portuguesas de la alta nobleza
(Real y Pérez Homem de Almeida, 1990, pp. 15-17; Cendón Fernández, 2005,
727-745; Eadem, 2006). Con todo es posible que en Friestas la fórmula, relegada
a un capitel del alero del ábside principal, hubiese perdido ya su sentido
original.
Además de la introducción de escenas narrativas
en el formato de capitel, el cierre occidental de la catedral compostelana,
decorado con una visión del Final de los Tiempos, introdujo a comienzos del
siglo xiii en la provincia de Pontevedra los tímpanos visionarios asociados al
Apocalipsis. Si en el Pórtico se fundían tradiciones visionarias de la más
variada índole siguiendo los talleres los dictados del arzobispo o los
canónigos cultos, y conocedores de repertorios variados –desde el teatro
litúrgico a la escatología parisina de la primera escolástica–, artistas
formados en las canterías compostelanas hubieron de sujetarse a los dictados,
más conservadores, de los abades o de los monjes de San Lourenzo de Carboeiro
(Silleda) y San Salvador de Camanzo (Vila de Cruces). La portada occidental del
primero se encuentra hoy profundamente alterada, privada de dos de las lastras
con decoración escultórica en las que se desplegaba la visión apocalíptica. La
placa con el ángel y el toro de Mateo y Lucas se conserva in situ, pero el
Cristo en Majestad y los signos de Marcos y Juan se preservan en el Museo Marés
de Barcelona (Bango Torviso, 1979, pp. 112-113, Lam. XXXVIIa; Idem, 1990, p.
198; Yzquierdo Perrín, 1996, pp. 176-177). Con todo, el tema apocalíptico
adquiere en Carboeiro una expresión novedosa: el Cristo en majestad, como
sucedía en el Pórtico de la Gloria, no se presenta enmarcado en una mandorla,
un síntoma de la paulatina asimilación por parte de los escultores locales y de
sus mentores eclesiásticos del nuevo lenguaje físico y corpóreo del arte
compostelano. Lo mismo sucedió en la otra portada apocalíptica de la zona que
también nos ha llegado profundamente alterada, la occidental de San Salvador de
Camanzo (Bango Torviso, 1979, pp. 161-164; Yzquierdo Perrín, 1996, p. 228). Más
humilde que aquélla y sin duda inspirada en ella, sólo conserva la Majestad
central y los ángeles que corean su gloria en las arquivoltas, habiéndose
recompuesto con sillería el tímpano, en el que con toda probabilidad
originalmente hubo de disponerse el tetramorfos flanqueando a Cristo.
El nuevo lenguaje introducido por los artistas
del cierre occidental compostelano afectó también a repertorios menos
ambiciosos, derivados de las imágenes simbólicas que habían nacido al amparo
del ritual. El cordero místico o la propia cruz se situarán ahora en ambientes
descritos en términos de realidad física perceptible (Sánchez Ameijeiras,
2003a, pp. 68-70). Así, por ejemplo, los corderos litúrgicos, triunfales,
simbólicos, que decoraron anteriormente algunos tímpanos, irán desembarazándose
progresivamente de parafernalia victoriosa para disponerse entre entrelazos de
decoración vegetal acompañados de rosetas, que se extenderán también a las
arquivoltas, simbolizando un jardín de delicias celestiales. El modelo, acuñado
en el tímpano norte de la compostelana iglesia monasterial de San Pedro de
Fora, fechada en 1202 (Yzquierdo Perrín, 1975/76, pp. 35-50), se repetiría
después en la portada norte de San Salvador de Camanzo y en la occidental de
Santa María de Caldas de Reis y en la sur de San Estevo de Saiar (Caldas de
Reis) (Yzquierdo Perrín, 1996, pp. 129-132, y 231-232).
Además del Cordero, también la cruz, el otro
símbolo que decoraba los tímpanos como resultado de la petrificación del
ritual, se situará ahora en un cielo físico, una fórmula que se rastrea en el
área tudense y que hubo de nacer inspirada por una nueva combinación de motivos
–cruces prestigiosas, lises o palmeras– presentes en los sarcófagos
paleocristianos conocidos como “de cruz invicta”, más en concreto, en
los sarcófagos teodosianos “de estrellas y coronas (Iglesias Almeida, 1985;
Delgado Gómez, 1992/93; Sánchez Ameijeiras, 2003a, pp. 68-70). En efecto, las
formas geométricas habitualmente calificadas como rosetas o cruces de San
Andrés, que acompañan a la cruz en el anverso del tímpano de San Salvador de
Louredo (Mos) o en el de San Juan de Albeos (Crecente), no son otra cosa que
estrellas. En Albeos, que parece haber sido la cabeza de serie, se añaden
además dos pequeñas lises, representación sintética de las palmeras que
flanquean la cruz en los sarcófagos antiguos, lises que aparecen también en el
reverso del de Louredo. Una variante posterior dentro de esta misma familia se
encuentra en los tres tímpanos de Santa María de Castrelos (Vigo), la única
iglesia templaria documentada en la provincia (Pereira Martínez, 2006). Si en
el reverso de la portada septentrional las lises se han convertido en un par de
árboles –supuestamente palmeras–, en el anverso del tímpano sur y en el acceso
occidental las estrellas se han desplazado a las arquivoltas y se han
multiplicado las palmeras hasta constituir un bosque.
San Lourenzo de Carboeiro (Silleda).
Portada occidental. Símbolos de los evangelistas en el tímpano y ancianos del
Apocalipsis en las arquivoltas. Hacia 1200 San Estevo de Saiar (Caldas de Reis).
Portada Sur. Tímpano. Cordero entre estrellas. Ca. 1202-1215
El nuevo lenguaje escultórico que nació
derivado de las novedades introducidas en el cierre occidental de la catedral
compostelana se difundió por la provincia no sólo generó un idioma figurativo
más narrativo, más corpóreo y menos simbólico, revolucionó también el propio
lenguaje espacial de la escultura, como demuestra el relieve que debió de
funcionar como imagen exenta, quizá presidiendo el altar en la iglesia de
Santiago de Gres (As Cruces), cuyo modelo ha de encontrarse en el magnífico San
Pedro del derrame derecho de la portada central del Pórtico de la Gloria,
aunque la simplificación de los plegados o la esquemática repetición de
círculos concéntricos para la definición del cabello obligan a datar la pieza
en torno a 1220-30 (Valle Pérez, 2003, p. 61). Si las primeras intervenciones
románicas en la provincia de Pontevedra de las que se tiene noticia son
aquellas obras en las que el arzobispo compostelano demostraba su interés por
ejercer el control sobre el patronazgo de las iglesias, como indica la inscripción
de Santiago de Ermelo (Bueu), la imagen del apóstol con indumentaria pontifical
en un relieve de considerables dimensiones presidiendo un altar ponía de
manifiesto el triunfo del poder de la dignidad episcopal, que, en última
instancia, emanaba del papa y de Roma.
Románico en Candán y Deza
Las comarcas de Candán y Deza ocupan
el sector nordeste de la provincia de Pontevedra, formando junto a otras
tierras limítrofes de Lugo, Orense y La Coruña, el llamado "centro de
Galicia", un territorio que es, sin duda, el que mayor concentración y
densidad de edificios románicos ofrece de toda la Comunidad Gallega.
Dentro de tan nutrido plantel de
edificaciones románicas llegadas a nuestros días, hemos un grupo relevante pero
no exhaustivo, bien por su relevancia o bien por sus particularidades
constructivas y ornamentales, sobresalen por el encima del resto como son
el Monasterio de San Lorenzo de Carboeiro, el de Santa María de
Acibeiro, San Pedro de Ansemil, San Pedro de Dozón y San Salvador de
Camanzo.
Carboeiro
La parroquia de Santa María de Carboeiro se
encuentra en la comarca de Deza, municipio de Silleda, partido judicial de
Lalín y diócesis de Lugo. Se localiza en el extremo septentrional del término
municipal, limita al Este con las feligresías de San Cristovo de Martixe y San
Pedro de Ansemil, al Sur con Santiago de Breixa, al Oeste con San Xoán de
Saídres y al Norte con Santiago de Fontao y Santa María de Merza, estas dos
últimas en el municipio de Vila de Cruces.
En el territorio parroquial se asientan dos
iglesias románicas, la parroquial de Santa María y la del antiguo monasterio de
San Lourenzo. Esta última, enclavada en un hermoso paraje natural y con un gran
interés artístico, es el principal monumento de la parroquia.
La etimología del topómino, citado en los
textos como Carbonario, se deriva del carbón (carbo-carbonis) pero sin
poder precisarse si a lo que se hace alusión es a un sitio de carbón o a un
vendedor o fabricante de carbón (carbonarius).
Las noticias documentales las concentra, como
es lógico, el monasterio. Su colección diplomática, dispersa en la actualidad y
recopilada por Lucas Álvarez, permite conocer, de un modo relativamente
preciso, la evolución histórica de la casa benedictina.
Aunque aporta datos sobre los intereses del
monasterio en lugares tan distantes como las comarcas de O Carballiño o de O
Salnés, sólo recogen una referencia a la iglesia parroquial en una donación de
la aldea y la granja de Santa María de Carboeiro realizada por Froilán, hijo de
Osorio, el 8 de enero de 1068. Aunque fue puesto en duda que se refiriese a la
población de Santa María de Carboeiro por no aparecer el nombre completo,
figura como … uilla prenominata sancte Marie de C…, la delimitación de
sus términos lo confirman.
Monasterio de San Lourenzo
El antiguo monasterio de San Lourenzo de
Carboeiro se halla ubicado en el Lugar de Franza, perteneciente a la parroquia
de Santa María de Carboeiro. Se accede a él, desde Pontevedra, bien por la
carretera nacional 640 hasta el cruce en Chapa, en el mismo municipio de
Silleda, con la nacional 525, tomando a continuación, a más o menos 2 km, una
desviación a la izquierda que nos conduce hasta el cenobio; bien por la
nacional 541 hasta el cruce de Folgoso (Municipio de Cerdedo), donde se cogerá
la carretera provincial 534 hasta Cachafeiro (Municipio de Forcarei) y desde
aquí, pasando por Aciveiro, hasta Silleda, desde donde, poco después de
atravesar el núcleo urbano y en dirección a Santiago por la nacional 525, se
tomará una carretera local a la derecha que lleva directamente al monasterio.
Dista 8 km de la capital municipal y 78 o 76, según se vaya por Chapa o por
Folgoso, de la de la provincia.
El monasterio se asienta en un paraje de gran
belleza, en lo alto de una pequeña península rodeada por uno de los meandros
que en esa zona forma el río Deza, afluente del Ulla. Hace poco más de treinta
años el complejo monástico, espectacular en cualquier caso, era en buena medida
un conjunto semiderruido y en parte cubierto por la vegetación. Intervenciones
sucesivas llevadas a cabo a partir de los años setenta del pasado siglo,
dirigidas sucesivamente, primero por E. Barreiro, después por R. Baltar, J. A.
Bartolomé y Almuiña, y finalmente por I. Seara, por más que quepa cuestionarlas
en algunos aspectos, han permitido su recuperación y puesta en valor,
propiciando que pueda gozarse hoy de uno de los grandes monumentos peninsulares
de su tiempo.
Es confuso, hecho, por lo demás, nada
infrecuente en el panorama monástico hispano, el proceso fundacional de
Carboeiro. Según el Padre Yepes, que escribe a principios del siglo XVII, en el
lugar que ocupa el cenobio “hubo antiguamente una ermita que poseyó un
hombre llamado Egica y alrededor tenía algunas granjerías”. Todas se las
compraron el conde Gonzalo Betótiz y su esposa Teresa, hija de Ero, conde de
Lugo, quienes en el año 936 procedieron a la dotación del monasterio. Éste, sin
embargo, ya existía antes de esa fecha, pues hay referencias documentales de
tal hecho, con donaciones de los propios condes y de su hija Aragonta, en el
año 922, situación que ha llevado a interpretar (así lo hace M. Lucas Álvarez)
la actuación de 936, que él sitúa en 926, “como la justificación y entrega
oficial a la naciente comunidad de Carboeiro de las pequeñas donaciones que
antes les habían hecho”. Las cosas, sin embargo, debieron de haber sucedido
de otra manera, siendo muy probable que el origen de la disparidad esté, salvo
que, en efecto, fundación y dotación sean en este caso dos acontecimientos
distintos, separados por varios años, en una deficiente lectura por parte de
Yepes del instrumento que invoca, verosímilmente otorgado en una fecha anterior
a la que él consigna. Sólo así tendría sentido lo que dice sobre la actuación
de la condesa Teresa en relación con el monasterio tras la muerte del Conde,
interviniendo tanto en la elección del abad Félix, el primero documentado como
tal (lo era ya, según las referencias de M. Lucas, el 13 de octubre de 936),
como en la preparación de la dedicación y consagración de la iglesia
comunitaria, ceremonia presidida por Ero, obispo de Lugo, en la que participó
también Rosendo, sobrino de la fundadora, ya por entonces retirado en el
monasterio de Celanova. Sea como fuere, en el año 922, en todo caso, Carboeiro
ya existía como cenobio.
No mucho tiempo después de lo reseñado, tras el
fallecimiento de la fundadora y gran auspiciadora del monasterio, la condesa
Teresa, y como consecuencia en último término, tal como señala Yepes, de
conflictos internos, Carboeiro, que había conocido tiempos de esplendor, entró
en una etapa de profunda decadencia. Se recuperará, según señala un documento
del 5 de enero de 999, por iniciativa del rey Bermudo II, quien encargó esa
tarea de recuperación del cenobio, tal vez deteriorado también en lo material
en 997 por la actuación de las tropas de Almanzor, a Trasuario, monje de la
propia comunidad, el cual contará para ello con la ayuda de Anscario,
presbítero.
Nada parece alterar la vida del monasterio a lo
largo del siglo XI, época en la que están documentados sucesivamente, tras el
citado Trasuario, los abades Tanito, Alderato, Munio, Aranemiro o Ramiro y
Alfonso, cuyo mandato llega hasta la segunda década del siglo XII. Fue ésta,
sin duda, la centuria de mayor apogeo de Carboeiro, protegido por los reyes,
muy activo económicamente y regido por superiores tan destacados como Froila
(documentado en 1131), Fernando (mencionado ya en 1162) y Pedro Fróilaz (citado
como electo el 17 de abril de 1192), abades a quienes habremos de referirnos,
en particular al segundo, fallecido, según atestiguaba su epígrafe sepulcral,
hoy desaparecido, en 1192, cuando estudiemos la iglesia abacial, por él
iniciada y en buena medida también construida.
Dos hechos importantes en la vida del
monasterio, ambos de muy imprecisa datación, se produjeron en el transcurso de
la centuria últimamente invocada: de una parte, la adopción, como norma básica
de su quehacer cotidiano, de la Regula Benedicti, un sometimiento que, si bien
se ha situado en alguna ocasión, por deducción y contexto, en torno al año 1100
(J. Pérez Rodríguez), no cuenta con una sola mención específica, más allá de
los indicios genéricos, en toda la documentación medieval de la Casa publicada
hasta la fecha; de otra, su incorporación al patrimonio de la sede
compostelana, de la que ya dependía, según atestigua una bula otorgada por
Inocencio III, en el mes de julio del año 1199.
El siglo XIII, pese a la protección real, verá,
tal como acontece en general con el resto de instituciones análogas en Galicia,
la paulatina pérdida de protagonismo de Carboeiro, un declive, acentuado
durante las dos centurias siguientes, que lo llevará a su extinción como
organismo autónomo. Se materializará esta desaparición, tras la muerte de Fray
Manuel Sánchez, último abad de la Casa, en 1499, año en el que, el 13 de julio,
Fray Rodrigo de Valencia, prior del monasterio de San Benito de Valladolid, encargado
de introducir la reforma promovida por los Reyes Católicos en los cenobios
benedictinos gallegos, incorpora Carboeiro al de San Martín Pinario de
Santiago.
Una bula de Alejandro VI, expedida el 23 de
septiembre de 1500, sancionará esa integración.
A partir de 1500, pues, Carboeiro deja de
existir como monasterio. Será desde entonces uno más de los prioratos
dependientes de San Martín Pinario. A su frente se encontrará, bajo la
dependencia directa del centro compostelano, un monje que recibirá el título de
prior, encargado sobre todo de gestionar los intereses económicos de aquella
abadía en la zona. Para nuestro cometido específico, sólo cabe señalar una
referencia significativa de los años de la Edad Moderna: la construcción en
1794, en las estancias del viejo cenobio y con la ayuda de los vecinos, de una
cárcel para los monjes de la comunidad santiaguesa.
La desamortización de 1835 conllevó el abandono
del complejo monástico, hecho que, como sucedió en otros muchos casos, supuso
el inicio de su paulatina ruina, avanzada ya en el tramo final del siglo XIX y
continuada durante buena parte del siguiente. Iniciativas puestas en marcha en
la década de 1970 y desarrolladas en los años posteriores, permitieron, aunque
tardíamente ya, poner fin a tan lamentable proceso de destrucción,
acometiéndose en paralelo, con criterios no siempre merecedores de elogio, la reconstrucción
de la iglesia y de las dependencias adyacentes, en este caso ubicadas en su
costado norte.
Iglesia monástica
Se halla emplazada, como ya se dijo, en un
altozano enmarcado por un meandro del río Deza (Retorta, con pasmosa precisión
terminológica, se denomina el lugar, como oportunamente recuerda M. Lucas, en
un documento datado el 12 de febrero de 1075). La exigüidad del espacio
disponible no sólo condicionó las dimensiones del templo, con un cuerpo
longitudinal corto (únicamente tres tramos); obligó también, para poder
conferir mayor envergadura a la cabecera, realmente espectacular, a construir,
prolongando el ámbito de su asiento hacia el Este, una cripta que sirve de
basamento a aquélla. Su funcionalidad fue ya advertida a principios del siglo
XVII por el Padre Yepes, quien dice, al mencionar las capillas que posee, “que
no solo se hizieron por grandeza, sino por necessidad”.
La cripta, en su organización, anticipa la que
ofrecerá la cabecera de la iglesia superior. De aplastante simplicidad, consta
de una girola y tres capillas radiales.
Éstas, tangentes, se componen de un tramo recto
presbiterial, cubierto por bóveda de cañón, y un hemiciclo de cierre, algo más
estrecho, coronado a su vez por otra de horno. No se acusan externamente,
embutiéndose en una estructura semicircular, a la manera de un gran ábside, en
ocasiones comparada, por su disposición y efecto, pese a que es de menor
envergadura, con el cierre de la cabecera de la catedral de Ávila, conocido
popularmente como el “cimorro”.
El deambulatorio, delimitado a oriente y
occidente por poderosas pilas, entregas las primeras, exentas las segundas,
cuatro en cada costado, unas y otras rematadas por una imposta constituida por
un listel superior y un chaflán inferior, lisos los dos, consta de cinco tramos
trapezoidales, de menor superficie los de los extremos. Se cubren los cinco con
bóveda de arista.
Todos los arcos de la cripta (los triunfales de
acceso a las capillas, los fajones de separación de los tramos de la girola y
los formeros de enlace de las pilas occidentales) son simples, peraltados y de
sección prismática lisa. Salvo uno de los formeros, claramente apuntado, los
restantes son de medio punto, evidenciándose en alguno, no obstante, una
incipiente tendencia al apuntamiento. Voltean los primeros, los formeros,
mediante impostas idénticas a las descritas, sobre pilastras asentadas encima de
la plataforma que genera la moldura que culmina las pilas, punto de arranque de
los demás arcos de la estancia.
Se accede a la cripta, escasamente iluminada
(sólo recibe luz natural a través de las saeteras de doble derrame, una en cada
caso, que perforan el hemiciclo de las capillas radiales), por medio de dos
escaleras de caracol emplazadas, una en cada costado, en los tramos
occidentales de la girola.
La iglesia abacial, cuyo cuerpo oriental se
asienta sobre la cripta, ofrece una planta de cruz latina, con tres naves de
tres tramos, los de la central más anchos, en el cuerpo longitudinal; crucero
saliente, con cinco tramos, dos por brazo, y cabecera compuesta por una capilla
mayor poligonal (pentagonal exactamente) rodeada por una girola de cinco tramos
a la que se abren, en los tres espacios centrales, otras tantas capillas
radiales tangentes, todas con cierre semicircular precedido por una parcela recta.
Otras dos capillas, una por lado, de análoga configuración, embutidas en el
muro, no acusadas, pues, externamente, se disponen en los brazos del crucero en
su costado de naciente.
Vista de la nave mayor de la iglesia
desde el altar.
Es la cabecera, más allá de su incuestionable
grandiosidad, más notoria, si cabe, dado lo exiguo, por limitaciones de
espacio, del cuerpo longitudinal, la zona más interesante y novedosa del
edificio. Su esquema, sin precedentes en Galicia, es muy similar, en esencia
(se diferencia sólo, en lo que a tipología se refiere, por su menor tamaño), al
que ofrece la abacial cisterciense de Santa María de Moreruela (Zamora), con el
que están emparentados los de las iglesias, asimismo cistercienses, de Veruela
(Zaragoza), Fitero (Navarra), Poblet (Tarragona) y, en buena medida también,
Gradefes (León), una configuración que, como tuve ocasión de comentar en otros
lugares a partir del análisis de todos los testimonios invocados, debe de tener
su punto de partida, fusionando ingredientes de filiación diversa, en alguna
empresa borgoñona hoy desaparecida y desconocida. Soluciones como la apertura
de capillas a los brazos del crucero y el vocabulario constructivo y decorativo
empleado en buena parte de la parcela que nos ocupa, como se dirá más abajo,
avalan plenamente esa progenie.
El cuerpo longitudinal del edificio,
reconstruido en los últimos años (son fáciles de apreciar las piezas de nueva
factura), consta, como se indicó, de tres naves de tres tramos, más anchos los
de la central –el doble– que los de las laterales. Aquélla, a juzgar por la
información material, documental y gráfica disponible, no llegó a recibir en su
totalidad cubierta abovedada, de nervios, aunque sí se previó y se inició
(algunos autores aseguran, sin datos, que sí se construyó, defendiéndose
también que fue de cañón apuntado). Una techumbre de madera a dos aguas,
asentada sobre arcos fajones ligeramente apuntados, de perfil rectangular,
acabaría coronándola (remeda esa ordenación la cubierta actual). Se apoyaban
aquellos arcos en columnas entregas cuyos fustes, truncados, remataban, a la
altura del arranque de los formeros, en ménsulas, algunas decoradas con motivos
vegetales, ornato que exhiben asimismo todos los capiteles.
Algunos de los adornados capiteles de la
capilla mayor de la iglesia. Las diferentes alturas de los arcos de
la capilla mayor, girola y capillas laterales establecen una clara jerarquía de
los espacios interiores.
Una ventana alargada, con amplio derrame y
organización muy sencilla (exhibe arco de medio punto de aristas vivas apeado
directamente en las jambas, también sin molduración ni decoración alguna), se
abre en la zona alta de cada uno de los tramos. Bajo ellas se disponen los
formeros, de medio punto, peraltados y doblados, los dos de sección prismática
lisa. Voltea la dobladura, sin separación de ningún tipo, sobre el núcleo del
pilar, haciéndolo el arco inferior sobre columnas entregas, de fustes lisos despezados
en tambores, basas áticas con toro inferior aplastado y capiteles vegetales. No
responden a esta ordenación las responsiones de los formeros occidentales. En
ellas los fustes se cortan (constan de sólo dos tambores), rematándolos, como
en la nave central, una ménsula decorada.
Los pilares que separan las naves, muy
sencillos, responden al modelo común de tiempos románicos. Se componen,
asentados sobre basamentos prismáticos muy simples, de un sólido núcleo
cuadrangular, aristado, y una columna empotrada en cada uno de sus frentes, la
de la nave central, como ya vimos, amputada antes de llegar al suelo.
Las naves laterales, con acusado desnivel hacia
poniente, se cubren con bóveda de crucería cuatripartita, todas con la clave
decorada con motivos fitomorfos. Los nervios, compuestos por un baquetón
enmarcado por nacelas, molduras, las tres, lisas, arrancan, enjarjados, de los
ángulos formados, en un lado, por los arcos fajones que delimitan los tramos y
el formero, y, en el otro, por los mismos fajones y el muro perimetral de
cierre.
Arcos fajones en las naves laterales
Los arcos fajones, simples, son semicirculares
y peraltados. Se apoyan, hacia la nave central, en columnas embebidas idénticas
a las que reciben los formeros; en el frente opuesto lo hacen sobre
responsiones que, como tales, nada ofrecen de novedoso. De ellas, con todo, es
preciso resaltar dos datos: se alzan sobre un banco de fábrica, más alto el del
lado sur, de arista perfilada por baquetón liso, que actúa como basamento del
muro, y los cimacios de los capiteles, de nacela simple, se prolongan en imposta
por el frente de ese mismo muro, continuidad cortada por las ventanas en el
lado norte, más largas que las fronteras, sin duda como consecuencia de la
necesidad de adaptarse a las exigencias impuestas por el claustro, que se
emplazaba en ese flanco; respetada, alzándose por encima de ella los vanos,
pues, en el costado meridional. Todas las ventanas, en cualquier caso,
responden al modelo que exhibe la nave mayor, excepción hecha de la central del
lado norte, cuyo arco, practicado más abajo que los dos adyacentes, ofrece unos
recortes que lo asemejan, en esencia, a un arco lobulado.
Se reforzaba la iluminación de las naves con
tres rosetones, uno en cada una, ubicados en el muro occidental. El de la nave
principal, descentrado, no pertenece al impulso constructivo inicial del
edificio. De vistosa tracería y con chambrana decorada con puntas de diamante,
es producto de una reforma llevada a cabo en el siglo XIV (verosímilmente ca.
1322, año que figura, como se verá, en un epígrafe conservado en la misma
fachada, por el exterior), generada por la construcción de una torre. Del
anterior, de mayores dimensiones y centrado, quedan huellas evidentes en el
muro. Los de las naves laterales, por el contrario, sí pertenecen a la
estructura primera del templo. De menores dimensiones, exhiben también una
cuidada tracería, incompleta la del ubicado en el lado norte.
Tres puertas de comunicación con el exterior se
abren a las naves, las tres, una en el tramo oeste de la meridional, otra en el
central de la del flanco septentrional y la tercera a los pies de la nave
mayor, idénticas en su conformación por el interior: se cierran con un sencillo
arco de medio punto aristado, volteado directamente sobre las jambas, también
sin moldura ni ornato. Una cuarta puerta, todavía más simple (un hueco
rectangular sin más, coronado por un dintel que quiere ser pentagonal), debe ser
mencionada en el cuerpo longitudinal del templo. Se ubica en el frente oeste de
la nave norte y sirve de acceso a la escalera de caracol practicada en el
interior de la torre añadida ya mencionada, desde la cual se gana también la
plataforma a modo de tribuna, de escasa proyección, emplazada, aprovechando el
grosor del muro de poniente, sobre la puerta principal de comunicación con el
templo.
Un último dato, de enorme interés, por otra
parte, hay que destacar de las naves: el epígrafe que se halla en el paramento
interior del primer tramo, contando a partir del crucero, de la colateral sur.
Dice lo siguiente:
E : I : CC : VIIII : K(alendas) :
I(u))L(ia)S : HOC TEMPLUM : FUNDAVIT : ABBAS : FERNANDUS : CU(m) : SUORUM :
CATERVA : MONACORUM
Esto es: “El 1 de julio de la era 1209 (año
1171) fundó este templo el abad Fernando con su caterva de monjes”.
El crucero, marcado en planta y en alzado,
posee una sola nave. Cada uno de sus brazos consta de dos tramos, abriéndose en
los extremos, en su costado oriental, una capilla de cierre semicircular
precedido de tramo recto. No se acusan externamente, quedando embebidas, como
ya se dijo, en el espesor del muro. Se accede a ellas por medio de arcos
apuntados y doblados, ligeramente cerrados en su arranque, lo que los convierte
en arcos de herradura, perfil que exhibe asimismo la bóveda de cañón que cubre
el tramo recto, continuada sin ruptura por otra de cascarón sobre el hemiciclo.
Los arcos de ingreso se decoran con una combinación de molduras convexas y
cóncavas lisas, de mayor simplicidad las que ostenta el dispuesto en el flanco
norte. Reposa la dobladura, mediante imposta, sobre el muro y el machón,
haciéndolo el arco menor sobre columnas entregas, con fustes de tambores, basas
áticas y capiteles vegetales cuyo cimacio, compuesto por una sucesión de
molduras lisas, se prolonga en imposta por el interior de la capilla (señala el
arranque de la bóveda) y el frente del muro. Una pequeña ventana con arco de
medio punto liso se dispone en el centro del tramo semicircular, cortando la de
la ubicada en el lado norte, no la opuesta, el desarrollo de la mentada imposta.
En los testeros de los brazos del crucero, en
la parte alta, se abren sendos rosetones. Tenían ambos tracería geométrica
bellamente resuelta, habiendo desaparecido ya, lamentablemente, la del
emplazado en el lado sur. Sus arquivoltas, tóricas y únicas, están enmarcadas
por una chambrana decorada con hojas dispuestas radialmente. Otros rosetones,
de menor diámetro, se disponen sobre los arcos de ingreso a la girola y a las
naves laterales, completándose la iluminación de la nave con ventanas,
idénticas a las descritas en el cuerpo longitudinal, ubicadas en lo alto del
costado oeste de los tramos extremos.
Una sola puerta se abre en el crucero. Se
sitúa, descentrada, en el cuerpo inferior del testero norte. Comunicaba con el
claustro. Reitera, por este lado, el esquema comentado al describir las
emplazadas en los muros perimetrales del bloque longitudinal de la iglesia. Su
construcción rompe el desarrollo del basamento, de arista redondeada, sobre el
que se alza el muro, mereciendo reseñarse que la altura de la parcela situada
al Este es superior a la del otro costado.
El crucero, al menos en su estado
inmediatamente anterior al derrumbamiento de finales del siglo XIX, posterior a
la descripción que de él hace Antonio López Ferreiro en su novela O niño de
pombas, publicada, con datos tomados antes, en 1905, estaba cubierto por una
techumbre de madera apoyada en arcos fajones ligeramente apuntados y de sección
prismática lisa. Su apeo era idéntico al de los fajones de la nave mayor,
diferenciándose de éstos en que las columnas no están truncadas, sino que
arrancan desde el suelo.
Sobre la previsión inicial de cubrición del
crucero comparto la opinión de quienes, a partir de lo que cabe deducir de la
fábrica actual y de la información que nos proporcionan viejas fotografías,
afirman que, al igual que en la nave central del cuerpo longitudinal, se pensó
en dotarlo de bóvedas de crucería, comenzadas sin duda (hay restos de arranques
de nervios) y después descartadas. No está claro el motivo de esta alteración
de planes. A mi modo de ver, tal como se dirá más abajo, es verosímil que haya
de relacionarse con el cambio de talleres que se produce en la abacial de
Carboeiro cuando estaba en marcha la ejecución de la cabecera y el crucero,
cuyo brazo sur, en su materialización primera, es anterior al norte, siendo
éste de configuración más simple, no estando preparado ya desde abajo para
recibir ese tipo de cubiertas (las esquinas del testero meridional, una, la del
oeste, con una columna, otra, la del este, con un saliente del muro, sí lo
están), falta de adecuación, fruto quizás del desconocimiento del nuevo
sistema, que tuvo como última consecuencia una modificación del proyecto de
cubiertas.
Para finalizar la descripción del crucero debe
retenerse que en el testero sur se conservan todavía los restos de un arcosolio
funerario. Cerca de él se dispone ahora, torpemente instalada, una estatua
yacente. Viene atribuyéndose erróneamente al citado abad Fernando, pero es muy
posterior. Del enterramiento de Fernando, sin embargo, sólo consta la
existencia en el pavimento del templo, cerca del presbiterio, de una losa
sepulcral, hoy desaparecida, cuyo epígrafe publicó ya en 1868 Antonio López
Ferreiro. Su lectura, combinada con la ofrecida por Jesús Carro García, quien
alcanzó a verla en 1927, ya incompleta, fuera del recinto monástico, sería la
siguiente:
ABBAS FERNANDUS IACET HOC TUMULO
VENERANDUS MORIBUS ORNATUM FIRMUNT DICUNTQUE BEATUM REGES MAGNATES PROCERES
REGNIS OTENTES CLARUS MAGNIFICUS PROBITATIS SEMPER AMICUS GAUDAT IN PACE CELI
FERNANDUS IN ARCE ERA MCCXXX IDUS FEBRUARI.
La cabecera, grandiosa ciertamente, es la
parcela más vistosa de la abacial. Se compone de capilla mayor poligonal (cinco
lados, esto es, un semidecágono) y girola con tres capillas radiales tangentes.
Se accede a la capilla mayor, que no posee tramo recto presbiterial, por medio
de un arco triunfal semicircular de sección prismática lisa. Voltea sobre
columnas entregas que reiteran (fustes despezados en tambores, tipos de basas y
capiteles) soluciones ya descritas en otros puntos del edificio.
El cierre de la capilla mayor presenta en su
cuerpo inferior cuatro grandes columnas emplazadas en los mismos puntos que las
pilas de la cripta. Exhiben fustes con tambores lisos y basas áticas, de toro
inferior aplastado, dispuestas sobre plintos paralelepipédicos montados, a su
vez, sobre altos basamentos prismáticos rematados por una saliente moldura
convexa lisa. Los capiteles son todos de tipo vegetal, mostrando los cimacios,
con perfil de nacela, motivos geométricos como ornato.
Sobre las columnas citadas voltean cinco arcos
apuntados (los extremos lo hacen también en pilastras entregas en los machones,
nada novedosas, en todo caso, en su conformación) de marcado peralte, simples y
de aristas vivas. Por encima de ellos se dispone un lienzo de muro desnudo,
delimitado por una imposta compuesta por una combinación de molduras lisas,
cortado verticalmente por cuatro columnas, más adosadas que entregas,
emplazadas en los ángulos del polígono que cierra la capilla. Estas columnas, en
las que descansan los nervios de la bóveda que cubre el espacio absidal, poseen
fustes divididos en tambores. Se alzan sobre basas áticas, de ancho toro
inferior, con cuya composición (estas últimas dibujan en planta un trébol,
solución concebida para recibir una estructura de soporte triple) no
concuerdan, desajuste, no señalado hasta el momento por ninguno de los muchos
estudiosos de la iglesia, que permite pensar en la existencia de un cambio de
esquemas, de capital significación, como se verá, en la conformación del apoyo.
Esas basas se asientan sobre plintos prismáticos lisos que adoptan la misma
disposición que ellas, proyectándose el apéndice frontal más allá de la
superficie proporcionada para el apeo del soporte por el vuelo del cimacio que
corona los capiteles del piso inferior. Los de las columnas que ahora
comentamos, de menor entidad que aquéllos, muestran asimismo elementos
fitomorfos (un solo piso de hojas, lisas unas, nervadas otras, algunas con ejes
perlados).
Se cubre el ábside con una bóveda de crucería
compuesta por seis nervios que delimitan cinco plementos cóncavos. Los nervios,
de sección prismática, se componen de dos baquetones separados por una media
caña, molduras, las tres, lisas. Convergen en una clave común, independiente de
la del arco triunfal de acceso. Se apoyan los centrales en las columnas
descritas, haciéndolo los extremos, de manera forzada, sobre la esquina
interior del machón de ingreso, cuya arista, a partir de la altura de los
riñones del arco peraltado inferior, talla un baquetón, tan grueso que casi es
idéntico por su diámetro a las columnas citadas.
En cada uno de los tramos de cierre de la
capilla mayor y sobre la imposta ya descrita, penetrando en parte en los
tímpanos de los plementos de la bóveda, se abre una ventana. Responden todas,
de tipo completo, las únicas que lo ofrecen en el templo, a un mismo modelo.
Constan de una sola arquivolta de medio punto y chambrana de igual directriz.
Aquélla mata su arista en baquetón liso, mostrando la rosca una escocia ceñida
externamente por una fina moldura convexa, lisa como ellas. La chambrana, de
perfil recto, se decora con una vistosa sucesión de hojitas, similares a ovas,
con nervio central marcado, inscritas en pequeños alvéolos. La arquivolta
descansa en columnas acodilladas de fustes monolíticos, basas áticas con ancho
toro inferior, sobre altos plintos, y capiteles vegetales. Sus cimacios, con
perfil de nacela lisa, se prolongan en imposta, sirviendo de mediación entre la
chambrana y el muro.
En torno a la capilla mayor se dispone la
girola. Su altura y anchura son las mismas que las de las naves laterales del
cuerpo longitudinal. Se accede a ella, desde el crucero, por medio de arcos
semicirculares, peraltados y doblados.
El mayor, sólo en la semicircunferencia, ofrece
una combinación de molduras cóncavas y convexas lisas, exhibiendo el otro arco,
en todo su desarrollo, una sección prismática también sin ornato.
Voltea la dobladura de los arcos que reseñamos
sobre los machones que enmarcan el acceso, haciéndolo el arco menor sobre
columnas entregas que reiteran soluciones ya conocidas. Debe señalarse como
novedad que los soportes externos, con basas áticas asentadas sobre plintos
semicilíndricos, se apoyan en un basamento circular, de arista superior matada
por una marcada moldura convexa lisa, que ciñe todo el machón (llega hasta el
límite frontal de la capilla abierta en el brazo del crucero), prolongándose en
el muro de cierre del lado sur también, no en el norte, por el tramo colindante
de la girola, cortándose en la puerta citada que comunica con las escaleras de
acceso a la cripta y a los tejados.
Cinco son los tramos de que consta el
deambulatorio. Todos, trapezoidales, se cubren con bóvedas de crucería
cuatripartita, con florones en la clave. Los nervios se componen de un toro
enmarcado por nacelas, uno y otros lisos. Arrancan, enjarjados, de los ángulos
formados, en un lado, el exterior, por los arcos que delimitan los tramos y el
muro o los triunfales de ingreso a las capillas radiales, disponiéndose en
algún caso, para facilitar la tarea, ménsulas angulares; y, de otro, el
interior, de los constituidos por los mismos arcos y los que cierran el cuerpo
inferior de la capilla mayor.
Los citados arcos fajones, simples, son
semicirculares y peraltados. Exhiben sección prismática aristada. Descansan,
hacia la capilla principal, sobre el cimacio, de gran amplitud, como ya vimos,
que corona los capiteles del cierre inferior de aquélla. En el costado opuesto
voltean sobre columnas entregas. Sus fustes, lisos, se componen de varios
tambores de altura igual a la de las hiladas del muro en que se empotran. Las
basas adoptan el habitual esquema ático, con ancho y aplastado toro inferior.
Se sitúan sobre plintos semicilíndricos montados, a su vez, en salientes
basamentos, también cilíndricos, de arista superior perfilada por un grueso
baquetón sin ornar. Los capiteles ofrecen mayoritariamente decoración vegetal,
exhibiendo algunos crochets. Un vistoso cimacio, prolongado en imposta, los
corona. Supeditado a la conformación curva del soporte, muestra una combinación
de molduras cóncavas y convexas sin decoración.
En el primer tramo de cada costado de la girola
se hallan las puertas, estrechas, de acceso a las escaleras que conducen a la
cripta y también a los torreones superiores. Se organizan de la misma manera,
con un tímpano semicircular sobre mochetas (repárese en una del lado sur,
ornamentada con una cabeza barbada, y en otra del costado opuesto que exhibe
frontalmente seis arquitos de medio punto), enmarcado por un arco, también de
medio punto, a paño con el muro. En el tímpano de la meridional, perfilado por un
festón de arquitos de herradura (7), se dispone una estrella de seis radios,
inscrita en un círculo, flanqueada por dos flores con botón central; en el del
otro lado se halla, inserta también en un círculo, una cruz patada de cuyos
brazos horizontales, decorados con incisiones circulares y ovoidales, como los
verticales, penden, de izquierda a derecha, las letras omega y alfa.
A los tres tramos centrales de la girola se
abren las capillas radiales, tangentes, como ya significamos. Se ingresa en
ellas por medio de arcos triunfales que, salvo en el apuntamiento que muestra
el de la ubicada en el lado norte, repiten los datos comentados al hablar de
los arcos fajones del deambulatorio, reiterando sus soportes los rasgos que
ofrecen los del frente exterior de estos últimos.
Las capillas poseen planta semicircular
precedida de tramo recto. Se cubren con bóvedas de nervios. Éstos, seis en cada
parcela, convergen en una clave decorada con florón, en dos casos con pinjante.
Exhiben los nervios un esquema similar al que vemos en los que se hallan en la
capilla mayor, del que les diferencia sólo la moldura central, de perfil recto,
no semicircular. Se apoyan, cuatro, en columnas que reiteran en todo lo ya
comentado en los soportes externos de la girola (a destacar en ellos, por su especial
trascendencia, la abrumadora presencia de capiteles de crochets, con hojas
naturalistas y desbastado troncocónico), haciéndolo los otros dos, los más
próximos a la entrada, sobre la esquina de las pilastras-responsión que
flanquean esta última, una esquina tallada en grueso baquetón liso rematado en
sus extremos en congés. Todas las columnas se disponen sobre un banco de arista
perfilada por baquetón sin ornato, prolongación del que remata el basamento
circular ya mencionado, sobre el que se asientan los soportes que enmarcan el
ingreso.
Las tres capillas resuelven su iluminación de
un modo idéntico: mediante tres ventanas con acusado derrame interior, cerradas
por arco de medio punto aristado y sin ornato, volteado directamente sobre las
jambas, también lisas, practicadas todas en la parcela semicircular de la
estancia. En ella y en el tramo rectangular inmediato se conservan, en la
capilla norte, significativos restos de pintura mural, con toda probabilidad
del siglo XVI.
La cabecera de la iglesia ofrece en su exterior
un aspecto grandioso, reforzando su vistoso emplazamiento, con el desnivel ya
comentado, la espectacularidad de la superposición, combinando formas de
proyección semicilíndrica, de los tres cuerpos que la conforman: la cripta, la
girola y la capilla mayor. Ocupa el cuerpo bajo la estructura curva,
semicilíndrica, de la cripta. Su paramento externo, asentado sobre seis
retallos escalonados, todos achaflanados, y construido, como el interior de la
estancia, con un aparejo de sillería granítica muy cuidado, se exhibe en toda
su lisura y desnudez, sin aditamentos de ningún tipo. Sólo alteran su
uniformidad los huecos de las tres ventanas, con arco de medio punto aristado,
que lo perforan. Debajo de la meridional se halla un epígrafe de gran interés,
como se verá. Dice sencillamente ERA MCCVIIII K(a)L (endas) IUN(ia)S, es
decir, 1 de junio de la Era 1209 (año 1171).
Sobre este basamento se alzan las tres capillas
radiales, semicirculares y tangentes. Sus hemiciclos, con aparejo muy cuidado
también, están divididos en tres tramos por medio de contrafuertes prismáticos.
En cada uno de ellos se abre una sencilla saetera semicircular. Los aleros de
las capillas, con perfil de nacela lisa, se apoyan en canecillos de proa.
Culmina el bloque oriental de la abacial el
cierre de la capilla mayor, compuesto por dos parcelas, una recta y otra
semicircular, muy bien delimitadas. Ésta reparte su desarrollo, mediante
contrafuertes prismáticos, en tres ámbitos, dotados todos, al igual que los del
tramo recto, con ventanas. Sus características, así como las del alero (tipo de
cobijas y de canecillos) repiten las descritas en el cuerpo inferior.
El crucero está perfectamente marcado.
Flanquean los muros orientales de los brazos, rematados por cornisas que
prolongan las de la capilla mayor, repitiendo su esquema, sendos cuerpos
prismáticos lisos, a manera de torres, más desenvuelto el del lado norte, que
alojan las escaleras de caracol ya comentadas al describir el interior. En
ambos muros, en el tramo contiguo a la citada capilla, se disponen rosetones
cuya tracería original desapareció. Lo mismo sucedía en el costado frontero del
crucero, recompuesto en el transcurso de los trabajos de restauración de la
iglesia. Debe señalarse en unos y otros, en cualquier caso, la presencia en las
arquivoltas y chambranas, tanto en el interior como en el exterior, de motivos
(arquitos de herradura, elementos vegetales) de inequívoca progenie mateana.
El hastial meridional del crucero, enmarcado
por contrafuertes prismáticos escalonados de distinta configuración, no dispone
de comunicación con el exterior. Su cuerpo inferior exhibe un destacado retallo
escalonado, doble (seis bandas el más bajo, dos el otro), ocupando el superior
un rosetón, hoy sin tracería, cuya chambrana muestra una decoración fitomorfa
dispuesta en sentido radial, igual a la que se encuentra, por ejemplo, en otros
puntos del mismo transepto.
Otro rosetón centra la parte alta del hastial
opuesto. Éste sí conserva su tracería, geométrica (una combinación, en forma de
cruz, de cuadrifolios con calados arcos de herradura muy pronunciados, casi
círculos, en su interior), reiterando la chambrana la misma decoración de
carácter vegetal que acabo de reseñar.
En el cuerpo bajo de este hastial, flanqueado
también por contrafuertes con remate escalonado, se abre, ligeramente resaltada
sobre el paramento mural, que exhibe un alto retallo escalonado, una puerta, no
la única, como se verá, que comunicaba la iglesia con las dependencias
monásticas. Se dispone más entre dos pilastras que entre contrafuertes, unidos
por un alero montado en tres canecillos.
Consta de una sola arquivolta de medio punto y
chambrana de la misma directriz. Talla aquélla su arista en grueso baquetón
liso, exhibiendo ésta una cuidada decoración de finas hojas de acanto, de
filiación mateana, asentadas radialmente. Voltea el arco sobre columnas
acodilladas, con fustes monolíticos, basas áticas y capiteles vegetales
(desaparecidos los tres componentes de la jamba este). Los cimacios,
conservados los dos, muestran palmetas. La chambrana, por su parte, se asienta
en los contrafuertes de enmarque, recortados justamente para posibilitar esa
labor, dato que permite pensar no tanto o no sólo en dos momentos constructivos
diferentes cuanto sobre todo en que, en un principio, se había previsto
instalar una puerta más sencilla, de menor envergadura y desarrollo.
La arquivolta de esta puerta cobija un tímpano
monolítico liso. Se apoya en mochetas que muestran dos excelentes figuras de
ángeles, lamentable y torpemente mutiladas.
En el cuerpo longitudinal del templo se acusan
con claridad las tres naves que lo componen, la central más elevada que las
laterales, éstas cubiertas con un tejado a una sola vertiente, aquélla, a
juzgar por el piñón de la fachada de poniente, con otro a dos aguas.
Los paramentos externos de las naves se
dividen, por medio de contrafuertes prismáticos, escalonados en su zona alta,
en tres tramos. Llegan los estribos hasta la cornisa. La organización de ésta
no ofrece ninguna novedad con respecto a lo ya visto. En cada uno de esos tres
tramos, por otro lado, se disponen saeteras, de mayor altura las de los
costados de la nave mayor y, de los de las laterales, más altas también,
exceptuada la del tramo segundo, más corta y más ancha, las del norte que las
meridionales. La presencia en el muro de la colateral sur, junto a los
contrafuertes, de varias ménsulas, sugiere que en esta zona de la iglesia pudo
haberse dispuesto en su día un pórtico o cobertizo.
En el tramo central de la nave septentrional,
cobijada por un arco que une los contrafuertes que la flanquean, se abre,
descentrada, una puerta que comunicaba con la adyacente galería claustral.
Tiene una sola arquivolta semicircular y una chambrana de la misma directriz,
ambas con su arista matada por un bocel, liso como todas las molduras de la
portada. El arco se apoyaba en columnas acodilladas, desaparecidas,
permaneciendo sólo, deteriorados, los cimacios, de nacela sin ornato,
prolongados en imposta que media entre la chambrana y el muro. Además de la más
austera, es también la única portada de la iglesia que no posee tímpano,
ofreciendo el hueco central, como remate, un arco, también de medio punto,
volteado sobre mochetas cortadas en forma de proa.
Una de las portadas sobre la fachada
norte de la iglesia.
Muy distinta de la anterior es la portada,
asimismo descentrada, que se practica en el tramo de poniente de la nave
lateral meridional. Tremendamente dañada, consta de dos arquivoltas
semicirculares y una chambrana de igual directriz. La arquivolta menor muestra,
en el centro, a Cristo, en la actualidad decapitado, bendiciendo con la mano
derecha y con un libro abierto en la izquierda, acompañándole a cada lado, en
disposición radial, tres ángeles, sentados como Cristo sobre una moldura
tórica, con las alas desplegadas, unos con las manos juntas, en actitud de
oración, otros con las palmas abiertas. La arquivolta superior ofrece once
grandes cuadrifolias con botón central. La chambrana, por su parte, se decora
con hojas de acanto trepanadas, dispuestas, como todo el ornato del ámbito de
cierre de la portada, en sentido radial.
Volteaban las arquivoltas sobre columnas
acodilladas. De ellas sólo quedan hoy los huecos. Sí persisten los cimacios,
decorados con florones y que, al prolongarse ligeramente en imposta, sirven de
apoyo a la chambrana. La manera de acomodarse tanto ésta como la imposta en su
lado oriental, aprovechando en un caso el escalonamiento lateral del
contrafuerte, introduciéndose en el otro en él, sugieren que la portada se
instaló con posterioridad a la construcción del estribo, haciendo más
sorprendente, si cabe, su descentramiento con respecto al tramo.
El arco menor de la portada cobija un tímpano
en el que se aprecian los huecos verticales de las tres lastras en las que se
desplegaba su programa iconográfico, desaparecidas antes de los años finales
del siglo XIX, época, exactamente de 1897, de la que proceden las más antiguas
fotografías conocidas, fechadas, del edificio, de la autoría de Francisco
Zagala, el fotógrafo “oficial” de la renombrada Sociedad Arqueológica de
Pontevedra. Descansaba el tímpano sobre mochetas decoradas con figuras ahora
también mutiladas.
Todo en esta portada, de indudable calidad,
trae a la memoria (composición, motivos figurados y vegetales, talla) el
recuerdo de las formas y principios del Maestro Mateo, progenie mencionada ya
en otros lugares de este mismo texto.
La fachada principal del templo, la oeste, se
divide, en consonancia con la distribución interior del edificio, en tres
calles, la central destacada y flanqueada por dos sólidos contrafuertes, el
septentrional reformado en el siglo XIV (verosímilmente en 1322, año(?) que
figura en el epígrafe, hoy ilegible y de difícil lectura ya cuando lo publicó
en 1941 J. Carro García, que ostenta el meridional en su parte inferior: E:D
MILL: CCC:L:X VS ) para construir la torre mencionada ya al analizar el
interior.
Las calles laterales se cierran con un arco de
medio punto de sección prismática, liso, volteado directamente sobre el muro,
exhibiéndose las jambas con sus aristas vivas. Cobija cada arco, a paño con el
paramento, un pequeño rosetón, decorado con tracería geométrica, enmarcado por
arquivolta lisa y chambrana con ornamentación vegetal.
El tramo central de la fachada se estructura,
en alzado, en dos cuerpos, separados por un tejaroz liso apoyado en sencillos
canecillos. Ocupa el piso alto un descentrado rosetón que repite por este
frente, en su conformación perimetral, la composición del interior: una sola
arquivolta de arista tallada en baquetón liso, con rosca también sin ornato, y
chambrana decorada con puntas de diamante. Como ya se dijo, no pertenece a la
organización inicial del hastial, siendo producto de una reforma propiciada por
la construcción de la mentada torre. Vestigios de su antecesor, de mayores
dimensiones y centrado en el tramo, son también visibles por este lado
exterior.
Nuclea el cuerpo inferior de esta calle central
de la fachada de poniente una portada de gran riqueza, lamentablemente muy
disminuida hoy con respecto a lo que fue en origen. Consta de cuatro
arquivoltas semicirculares y chambrana de la misma directriz. Tres arquivoltas,
las dos interiores y la exterior, se decoran con elementos fitomorfos de
inequívoca progenie mateana, filiación que explicitan asimismo las hojas de
acanto rizadas, presentes también en otras zonas del templo, que ofrece la
chambrana.
De inspiración mateana es asimismo la única
arquivolta todavía no mencionada, la tercera desde el interior. Se disponen en
ella, tocando instrumentos musicales y con redomas, un total de veintitrés
Ancianos apocalípticos, al presente maltrechos, obvia derivación, por su
iconografía, emplazamiento y estilo, más allá de su inferior calidad, de la
arquivolta que circunda el tímpano asentado en el tramo central del Pórtico de
la Gloria de la Catedral de Santiago.
Volteaban las arquivoltas sobre columnas
acodilladas. De ellas, dispuestas sobre altos zócalos, alguno decorado, no
quedan actualmente más que los cimacios, ornados mayoritariamente con florones
carnosos, otro motivo de neta ascendencia mateana. Se prolongan ligeramente en
imposta por el frente del muro, sirviendo de intermediarios entre éste y la
chambrana.
La arquivolta menor cobija un tímpano
semicircular. Asentado sobre mochetas que exhiben figuras de ángeles con
cartelas, ahora muy deterioradas, lo presidía, como atestiguan viejas
fotografías, una representación de Cristo sedente, coronado y sin nimbo. Rodeado
por el Tetramorfos, bendecía con la mano derecha y sujetaba con la izquierda un
libro apoyado sobre la pierna del mismo lado. Hoy sólo permanecen en su
emplazamiento, mutilados, los símbolos de Mateo y Marcos. De las otras tres
figuras quedan in situ los huecos en los que se insertaban las lastras
correspondientes a las figuras. Se exhiben éstas actualmente en el Museo Marés,
en Barcelona.
Detalle de la arquivolta en la que se
encuentran los veinticuatro ancianos del Apocalipsis con sus instrumentos
musicales.
En conclusión, la iglesia de Carboeiro, como se
desprende de lo reseñado y pese a lo que ha sufrido a lo largo de su azarosa
historia, es un monumento excepcional. Su singularidad, valorada ya en lo
esencial, sorprendentemente, en la segunda década del siglo XVII por el Padre
Yepes y en la que confluyen y se refuerzan mutuamente emplazamiento, estructura
y decoración, es incuestionable. Las particularidades de su fábrica, sobre todo
las que explicita su cabecera, con dos pisos superpuestos, la han situado con
frecuencia en el centro de debates de capital significación para el desarrollo
de las manifestaciones constructivas (en menor medida, sin duda, para las de
alcance decorativo) en los territorios occidentales de la Península Ibérica
(Reinos de Castilla y León en particular) en el arranque del último tercio del
siglo XII. No todas las veces, sin embargo, han sido planteadas correctamente
esas discusiones, lo que ha hecho que algunas propuestas, todas valiosas, en
cualquier caso, sean difíciles de aceptar.
Vista la información que nos transmiten los
epígrafes ubicados en el paramento exterior del cierre de la cripta y en el
interior del primer tramo de la nave meridional, separados en el tiempo por un
solo mes –1 de junio de 1171 el primero, 1 de julio del mismo año el segundo,
indicándose aquí que en ese día el abad Fernando, en compañía de sus monjes, hoc
templum fundavit, es decir, dio comienzo a su construcción–, parece
verosímil pensar, como ya intuyó en su día J. Carro García y precisó más tarde
I. G. Bango, que la inscripción de la cripta debe señalar la terminación de sus
trabajos, culminación imprescindible para poder acometer la ejecución del piso
superior.
La cripta, de construcción muy cuidada, como
vimos, nada tiene que ver con la arquitectura que por entonces, alrededor de
1171, se hacía en Galicia. Todo en ella y en especial los ingredientes que más
y mejor la significan –la organización de la cabecera, con el gran cierre
semicilíndrico en el que se embuten las tres capillas radiales, y las poderosas
pilas terminadas en sencilla imposta– remite a precedentes ultrapirenaicos,
borgoñones sobre todo (Saint Philibert de Tournus ha sido invocado
reiteradamente y de manera muy pertinente a propósito de las gruesas pilas; la
gran cabecera de Clairvaux III, pese a que emplea capillas de cierre recto en
la girola y por ello su perfil exterior es poligonal, no semicircular, puede
traerse a colación como inspiradora de la solución de remate con un muro
continuo).
La coincidencia de alguna de estas fórmulas con
las que se aprecian en otros edificios peninsulares más o menos contemporáneos
ha llevado a tratar de buscar vínculos directos entre ellos. Es lo que acontece
en concreto, como opina I. G. Bango, con la cabecera de la Catedral de Ávila,
el popular “cimorro”, de conformación idéntica a la de la cripta de
Carboeiro, de la que, en cuanto a esquema, sólo se distingue por su mayor
envergadura (nueve capillas radiales frente a tres). No creo, sin embargo, que
sea imprescindible buscar lazos directos entre las dos fábricas para justificar
esas semejanzas, perfectamente explicables a partir de la formación de sus
respectivos responsables en un mismo ámbito, localizable sin duda, visto lo
indicado, en Borgoña, región clave para entender también lo que nos ofrece la
cabecera de la iglesia abacial de Carboeiro.
No siempre ha sido interpretada adecuadamente
esta última parcela tanto en lo que por sí misma supone como en su relación con
el resto del edificio. De su análisis detenido se desprende, de entrada, que su
arranque no puede desligarse de la planta inferior y, en segundo lugar, que su
ejecución no es producto de un solo impulso ni de la intervención de un mismo y
único equipo.
La cabecera del templo, en efecto, se acomoda
en su distribución (capilla mayor, girola y ábsides a ésta abiertos) al esquema
que posee la cripta, de la cual, en esencia, viene a ser su proyección. Cambia
entre ambas parcelas, como pudimos ver, el vocabulario constructivo y
decorativo que exhiben y también, como consecuencia de ello, la imagen que
ofrecen, el impacto que producen, una disparidad que se entiende a partir de
los cometidos específicos que cumple cada uno de esos ámbitos: mientras la
cripta nace de una necesidad estructural, adaptándose las formas, sólidas,
robustas, sin prácticamente ornato (sólo un sencillo entrelazo en un arco), a
su función portante, el protagonismo en relación con el culto de la cabecera de
la abacial explica el empleo de formulaciones constructivas y ornamentales más
cuidadas, en apariencia, sólo en apariencia, más avanzadas que las precedentes.
La filiación claramente borgoñona de buena parte de los ingredientes que la
conforman, sobre todo, como se dirá, en el primer cuerpo del conjunto,
idéntica, pues, a la que señalé para la cripta, permite pensar en la
vinculación de las dos zonas al mismo maestro y a un mismo impulso
edificatorio.
El examen detenido de la cabecera de la
iglesia, frente a lo que habitualmente se sostiene, revela, sin embargo, que no
es un conjunto unitario, que su materialización final, fruto de la
incorporación durante los trabajos de un nuevo equipo, no se corresponde con
las previsiones iniciales. Un primer dato, comentado en la descripción y no
valorado hasta el momento, lo corrobora plenamente: el desajuste entre los
fustes de los soportes sobre los que voltean los nervios de la bóveda que cubre
la capilla mayor y las basas en que descansan. No hay correspondencia entre
unos y otras. Éstas, con un diseño en planta en forma de hoja de trébol, están
concebidas para recibir, como lógico anticipo del perfil programado para los
nervios que ofrecería la cubierta abovedada, haces de tres fustes, el central
destacado sobre los laterales, una solución, con precedentes conocidos en la
Isla de Francia y en Borgoña, que encontramos también en un edificio hispano
que, como se verá, ofrece múltiples concomitancias con el que nos ocupa: la
iglesia del monasterio cisterciense zamorano de Santa María de Moreruela. Se
emplea en ella, exacta mente, en el mismo lugar en que estaba previsto hacerlo
en Carboeiro: en los soportes de los nervios de la bóveda que cubre el
hemiciclo de la capilla principal, ámbito en el que los tres componentes que
nos interesan (nervios, fustes y ménsulas) ofrecen, sin discordancias, el mismo
esquema trebolado, no siendo significativa ahora, para nuestros intereses, la
manera exacta en que se resuelve el arranque del conjunto (sobre un basamento,
ligeramente saliente, emplazado encima del cimacio, tal como acontece también
en empresas del primer gótico de la Isla de Francia y su entorno –sería el
caso, en el mismo lugar, de la Catedral de Noyon–, en Carboeiro; sobre una
ménsula autónoma, desligada de la columna inferior, en Moreruela).
El cambio de planes (o, si se quiere, de la
manera de llevarlos a cabo, pues, evidentemente, el tipo de cubierta prevista
era el mismo, con diferentes ingredientes, como es obvio, que se ejecutó
finalmente) que la falta de adecuación entre los diversos elementos se
documenta en la abacial de Carboeiro debe de ser consecuencia de la marcha del
equipo que inició los trabajos del complejo eclesial. Eso explicaría, además,
otros fenómenos que en ella se detectan a partir de ese momento: la
desaparición de premisas de nítido abolengo borgoñón a medida que avanzan los
trabajos y, en justa correspondencia con ello, la paulatina incorporación de
formulaciones, particularmente decorativas, de inequívoca progenie mateana.
Puede afirmarse, pues, a partir de lo dicho,
que la iglesia de Carboeiro fue iniciada por la cripta no mucho antes del 1 de
junio de 1171, día en el que se dio por concluida, según cabe deducir del
epígrafe que ostenta en su exterior, por un equipo de formación y procedencia
borgoñona. Algo más tarde, el 1 de julio del mismo año, siendo abad Fernando,
como explicita la inscripción de la nave meridional, dieron comienzo por la
cabecera los trabajos de la abacial propiamente dicha, programada y empezada por
el mismo colectivo. Todo en ella en cuanto a esquema y también, en un
principio, en su materialización (estructura y decoración), apunta a
precedentes o paralelos borgoñones, región en la que por las fechas en que nos
estamos moviendo ya se habían adoptado y adaptado sugerencias de otros
territorios, en particular del norte de Francia (Isla de Francia y dominios
vecinos). Remiten a estos territorios y a Borgoña, en efecto, elementos o
soluciones como el tipo de cabecera, con capillas semicirculares tangentes (su
origen último, como ya comenté en otras ocasiones, se sitúa en la de la iglesia
parisina de Saint-Denis, promovida por el afamado abad Suger y consagrada en
1144); la apertura de capillas, una por lado, en los brazos del crucero;
modelos de capiteles, muchos, con desbastado troncocónico, ya de crochets; la
molduración de zócalos o basamentos; perfiles de nervios; la presencia de
congés; la manera de acometer, sobre el cimacio de las columnas del cuerpo bajo
de la capilla mayor, la recepción del triple soporte programado, etc.
Muchos de los ingredientes citados los
encontramos también en edificios o empresas próximas a Carboeiro en lo espacial
y/o temporal, asimismo de inequívoco abolengo borgoñón. Ése sería el caso,
sobre todo, de la abacial, ya citada varias veces, de Moreruela, cuya cabecera,
según demostré cumplidamente en otro lugar, fue comenzada en 1162 y se
replanteó alrededor de 1170, y del cuerpo inferior, la cripta o Catedral vieja,
del macizo occidental de la Catedral de Santiago, complejo, iniciado en torno a
1168 y vinculado al magisterio del Maestro Mateo, en cuyo segundo nivel se
inserta el Pórtico de la Gloria.
Esta última estancia en particular, sin duda
también por su mayor cercanía física y por la similitud de su función (actúa
asimismo, en efecto, como basamento, en este caso del bloque de poniente, no
del de naciente, como acontece en Carboeiro), ha sido puesta en relación,
repetidamente, con la iglesia que nos ocupa, adjudicándose incluso su autoría
unas veces al mismo responsable del conjunto compostelano, el citado Maestro
Mateo (receptor en febrero de 1168 de una importante donación de Fernando II
que atestigua que entonces ya trabajaba en la Catedral, con toda probabilidad
en su parcela occidental), otras a alguien formado con él. No comparto, pese a
las indudables similitudes existentes entre los dos monumentos, que atañen, en
todo caso, a elementos genéricos (perfiles de basamentos, cimacios y nervios),
ninguna de las dos opciones, como tampoco estoy en condiciones de afirmar, pese
a que en esta ocasión explicitan el parentesco soluciones de mayor entidad y
significación (reparemos, por ejemplo, en las capillas abiertas a los brazos
del crucero o en el modelo de cabecera, con capillas también tangentes), que
haya habido una relación directa entre nuestro equipo y el que interviene en
Moreruela. Frente a esas incuestionables concomitancias, las diferencias, que
también existen y son notorias (la materialización de las capillas radiales,
por ejemplo, es completamente diferente tanto en lo estructural como en lo
ornamental), invitan a pensar en artífices diversos que comparten su horizonte
formativo, ubicado incuestionablemente más allá de los Pirineos, en tierras de
Borgoña, región de la que, como es bien sabido desde los estudios de E. Lambert
en los años veinte del pasado siglo, se nutrieron en buena medida las
manifestaciones artísticas de los reinos de Castilla y León a partir del último
tercio del siglo XII. Él mismo, inducido a error por la planimetría que
consultó, elaborada por V. Lampérez, vinculó la organización de la cabecera de
nuestra iglesia, a través de la de Vézelay, con la de Saint-Denis, propuesta,
formal y cronológicamente hoy inaceptable, de la que nos interesan en cambio,
por ser muy precisos, los dos ámbitos territoriales de referencia que señala:
la Isla de Francia (Saint-Denis) y Borgoña (Vézelay).
A tenor de lo hasta aquí indicado, es decir,
del análisis detenido del edificio y de la filiación que explicitan las
soluciones y elementos que lo conforman, cabe afirmar rotundamente que la
abacial de Carboeiro fue programada e iniciada por un equipo de formación y
procedencia borgoñona, conocedor, por ello, de soluciones de otro abolengo
implantadas ya en esa región. Ejecutaría la cripta y planificaría la iglesia
superior, llevando a cabo, en sus zonas bajas, parte de la capilla mayor, la
girola y las capillas radiales, detectándose su trabajo también en el cuerpo
inferior del brazo sur del crucero, capilla del lado oriental incluida.
Este equipo, por razones que desconocemos,
abandonó Carboeiro, continuando su trabajo, con toda probabilidad tras un breve
período de trabajo en común (los rasgos esenciales de la mayoría de los
capiteles del cuerpo inferior del cierre de la capilla mayor son ajenos a ese
grupo inicial; la solución preparada para la recepción de los soportes de los
nervios de su bóveda está en consonancia, en cambio, con su horizonte
estilístico, lo que invita a pensar en una etapa, sin duda muy corta, de
coexistencia o, si se prefiere, de tareas compartidas, si no, simplemente, de
la supeditación del nuevo grupo, en un primer momento, a los esquemas, pronto
dejados de lado, del equipo anterior), otro colectivo, éste sí de inequívoca
filiación compostelana o, mejor aún, mateana, progenie hasta entonces
desconocida en el templo. Es él el que termina la cabecera (se documenta
inicialmente su presencia en un capitel novedoso, aislado, decorado con acantos
de ejes perlados ubicado en la capilla radial norte, muy distinto de los restantes,
todos con crochets, modelo éste por entonces desconocido en Santiago,
correspondiéndole al mismo grupo la ejecución de las bóvedas nervadas de esa
capilla, las de las dos inmediatas y las de la girola: las claves, con florones
y en algún caso con pinjantes, remiten a modelos presentes en la cripta y en el
Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago), introduciendo modificaciones
en su diseño, estructura y decoración (los muros de cierre del deambulatorio,
en sus costados sur y norte, no son iguales; altera la solución programada para
la recepción de los fustes en los que debían de apoyarse los nervios de la
bóveda de la capilla mayor; incorpora nuevos modelos de capiteles, con acantos
y ejes perlados, del tipo comentado en la capilla radial septentrional, etc.).
Proseguirá su labor este segundo grupo por el
brazo norte del crucero, parcela en la que se aprecian cambios sustanciales con
respecto a la opuesta desde la zona inferior (son diferentes, por ejemplo, la
conformación del arco triunfal y el emplazamiento de la ventana de la capilla
ubicada en su flanco oriental o la organización del testero, con basamento no
uniforme en su desarrollo y sin soportes angulares, alteración que conlleva,
como mínimo, una modificación del sistema de apoyos de la cubierta, si no, sin
más, del tipo de solución concebida para esa tarea) y en la que se inserta, en
el cuerpo bajo del hastial septentrional, una portada, descentrada, no
programada tal como finalmente se ejecutó, que explicita rasgos de filiación
claramente mateana, progenie que volveremos a encontrar, al margen de que en su
materialización puedan señalarse manos y calidades diversas, en las portadas
ubicadas en el costado sur del bloque longitudinal del templo y en la fachada
occidental. Cabe relacionar también con este taller, que completaría la labor
del anterior en el brazo sur del crucero (el basamento de la responsión
occidental del arco fajón ya le pertenece), algunos de los capiteles presentes
en el brazo mayor del edificio, zona de gran simplicidad estructural (reitera,
independientemente del avance que en sí mismo comporta el empleo de bóvedas
nervadas en las colaterales, previstas también para la central, soluciones que
son comunes en la época) y de enorme complejidad decorativa, pues, junto a los
reseñados, aparecen capiteles susceptibles de ser emparentados por sus rasgos
con propuestas de abolengo cisterciense (a este ambiente, estrictamente
coetáneo del mateano, por lo demás, remiten los fustes truncados, rematados en
ménsulas, que vemos en los soportes de la nave central y en las responsiones
del último formero de los dos costados) e incluso, en uno de los pilares del
lado norte, hay dos de crochets y desbastado troncocónico, del tipo de los
empleados en las capillas de la girola por el equipo iniciador de los trabajos.
En ninguna de las piezas presentes en el interior de la iglesia, en cualquier
caso, encontramos elementos figurados, tendencia simplificadora que, fruto del
impacto ideológico ejercido por la Orden del Císter, es muy frecuente también
en empresas del momento.
Resulta cómodo, según ya se indicó, datar el
inicio de las labores de edificación de la iglesia abacial de Carboeiro que
llegó hasta nosotros. Los dos epígrafes de 1171 tantas veces referidos no
admiten dudas, fijando el del exterior de la cripta –1 de junio de 1171– la
terminación de los trabajos de esa parcela, aludiendo el de la nave meridional
–1 de julio del mismo año– al comienzo de la construcción del templo
propiamente dicho, tareas, una y otra, desarrolladas, como se recuerda en la
segunda inscripción, durante el mandato del abad Fernando, fallecido, como
señalaba su desaparecido epígrafe funerario, en 1192, treinta años después de
su primera mención documentada como superior de la comunidad.
Más difícil, frente a lo anterior, es delimitar
la cronología de las campañas, tres con toda probabilidad, y la fecha de
conclusión del templo. Por lo que respecta a aquéllas, la primera debe situarse
entre 1171, obviamente, y una data imprecisa en la década de los ochenta, no
muy alejada de 1188, año en el que, bajo la dirección de Mateo, se asientan los
dinteles del Pórtico de la Gloria de la Catedral compostelana y en el que
también se consagra el altar mayor de la Catedral de Ourense, detectándose por
entonces en ésta ya, con aplastante claridad, la presencia de artistas,
excelentes, del entorno mateano, impacto que se puede tomar como referencia
para fechar, dada su progenie común y en atención también a la proximidad al
punto de partida que explicitan algunos de los elementos en ella empleados, su
aparición en la iglesia de Carboeiro, evidenciando esa documentación la
irrupción de un nuevo equipo y, con ello, el arranque de una nueva etapa en su
ejecución. Este colectivo, de inmediata extracción santiaguesa frente al
abolengo nítidamente borgoñón del anterior, introduce cambios, como ya se dijo,
tanto en lo estructural como en lo decorativo. Vistos los desajustes que se
manifiestan en las partes altas de la capilla mayor y del crucero (también en
la manera de resolver los arranques de las bóvedas que cubren las colaterales),
cabe pensar con fundamento que los artistas mejor dotados de este equipo
abandonaron el chantier antes de su terminación, asumiendo torpe y
apresuradamente esta tarea, que puede darse por ultimada en el entorno del año
1200 o en los momentos iniciales del siglo XIII, los que en él quedaron.
A tenor de los años en que nos movemos, resulta
tentador relacionar el primer cambio de talleres con el fallecimiento, en 1192,
del abad Fernando, iniciador e impulsor de la construcción de la abacial y una
figura clave, más allá de los elogios que contiene su epígrafe funerario, en la
historia de Carboeiro, monasterio que recibe el 30 de julio de 1199, siendo
superior verosímilmente todavía el sucesor de Fernando, Pedro Fróilaz, una
donación ad opus ecclesie de Urraca Fernández, hija del afamado conde Fernando
Pérez de Traba.
Con posterioridad a los tiempos considerados,
ya en el siglo XIV, exactamente en torno a 1322, año (?) que figura en un
epígrafe de la fachada principal, ésta, como ya señalé, sufrió una importante
reforma. Afectó, muy en particular, al cuerpo alto de la calle central y cabe
suponer también que, al menos en el tramo más inmediato a ella, a la nave
principal. No puedo concretar, finalmente, cuál pudo ser la finalidad de un
epígrafe del año 1500, hoy desaparecido, ubicado “en lo alto del hastial S”.
Lo mencionan J. Filgueira Valverde y S. González García, quienes lo relacionan
con la reedificación de la zona en que se insertaba.
El monasterio
Las dependencias comunitarias se disponen en el
costado norte de la iglesia. Nada queda hoy, en pie, de las de tiempos
medievales. Las que persisten, distribuidas en torno a un espacio que debe de
corresponderse, en esencia, con el viejo claustro y más allá del momento en que
pueda situarse el arranque de su materialización (antes o después, al margen de
los elementos que las conformen, de la Desamortización de 1835), son producto,
en última instancia, de las intervenciones restauradoras recientes.
Vista de las antiguas dependencias del
monasterio con la iglesia al fondo.
De época medieval, anterior al arranque de la
actual iglesia, era, sin embargo, una puerta, conocida por fotografías y
descripciones, desaparecida con posterioridad a 1941, año en el que J. Carro
García publica su estudio sobre las inscripciones de Carboeiro en el Archivo
Español de Arqueología y la reseña. Se hallaba, según se desprende de la
información que proporciona el Archivo Gráfico del Museo de Pontevedra, en el
bloque constructivo que por el norte cerraba el patio claustral. Se componía de
dos arcos de medio punto ligeramente peraltados, ambos de sección prismática
aristada y lisos. El mayor, a paño con el muro en el que se insertaba, volteaba
sobre columnas acodilladas. De ellas sólo quedaba el cimacio izquierdo,
prolongado ligeramente en imposta por el frente del muro (el soporte derecho,
si persistía, estaba oculto por un muro de mampostería adosado
perpendicularmente, sin duda tras el proceso desamortizador, al bloque en el
que se hallaba la puerta).
El arco menor se apoyaba en mochetas decoradas.
Sobre ellas, ocupando sólo una parte del espacio disponible, se hallaba un
dintel monolítico con remate angular tanto en su parte superior como en la
inferior, la que cierra el vano. En su superficie frontal, en dos líneas
superpuestas que siguen el trazado de la pieza, figuraba, según la lectura que
ofrece J. Carro García, esta inscripción:
ERA
I C L XXXVI ET QU(otum) K(a)L(enda)S A(u)G(usta)S (in) (nomi)NE D(omini)
N(o)S(tr)I IH(su) XR(i) AB(b)AS FROILA FECIT ISTAM CEL(l)AM IUNCTA SUOR(um)
FRAT(rum) KATERVA.
Es decir: “El 1 de agosto de la era 1186
(año 1148), en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, el abad Froila (hizo)
esta celda junto con la caterva de sus hermanos”.
Resta indicar, para terminar, que en los muros
del “complejo monástico”, empleados como material constructivo, y
amontonados también, por otro lado, en el otrora “espacio claustral”, se
hallan numerosos elementos (tambores de fustes, capiteles, dovelas, alguna con
decoración de arco de herradura, fragmentos de nervios, canecillos, basas,
ménsulas, laudas, restos de epígrafes, etc.) procedentes del conjunto
edificatorio complementario de la abacial. Su adecuada catalogación,
imprescindible de entrada para garantizar su conservación, se presenta como una
tarea inaplazable. Contribuirá, sin duda, a mejorar nuestro conocimiento sobre
el que fue, en el tramo final del siglo XII y en el arranque del XIII, uno de
los chantiers más importantes de Galicia, un país situado por entonces entre os
más avanzados del territorio peninsular en todos los ámbitos y muy en
particular en el artístico.
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[1] Sociedad Arqueológica de Pontevedra,
Libro de Actas, folio 20, recto. En el párrafo en el que se comenta la visita
se alude a su mal estado y a la necesidad de promover iniciativas que permitan
“la conservación del casi derruido monasterio”. Este Libro se halla, junto a
otros muchos materiales procedentes de los Registros de la Sociedad, en el
Archivo Documental del Museo de Pontevedra, nacido el 30 de diciembre de 1927
para dar continuidad a sus iniciativas y en el que acabará integrándose
finalmente el 30 de diciembre de 1937. Véase la nota siguiente.
[2] En torno a la figura de F. Zagala
confróntese, en particular, F. Zagala, fotógrafo (1842-1908), Pontevedra, 1994,
catálogo de una de las exposiciones programadas por el Museo de Pontevedra para
conmemorar el centenario de
la fundación de la Sociedad Arqueológica. Ésta, vale la pena recordarlo, tuvo
una participación muy directa en la restauración, ca. 1911, de la iglesia del
monasterio de Aciveiro.
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