Primera
mitad del siglo XVII
La
escuela toledana
En Toledo se creó una escuela
pictórica en la que sobresale Juan Sánchez Cotán (1560?-1627), pintor
ecléctico y variado del que se estiman especialmente sus bodegones. En
esta España de principios de siglo alcanzó especial relieve el tipo
de bodegón dedicado a las frutas y las hortalizas. Sánchez
Cotán, que no pudo conocer la obra de Caravaggio, lo mismo que Juan van der
Hamen, desarrolla un estilo cercano a lo que hacían pintores –y pintoras-
holandeses o flamencos como Osias Beert y Clara Peeters, e
italianos como Fede Galizia, estrictamente contemporáneos e igualmente
interesados en la iluminación tenebrista, lejos de las más complicadas
naturalezas muertas de otros maestros flamencos. La composición en los
bodegones de Cotán es sencilla: unas pocas piezas colocadas geométricamente en
el espacio. Para explicar estos bodegones se han dado interpretaciones místicas
y se ha dicho que la ordenación de sus elementos se podía relacionar con la
proporción y la armonía, tal como las entendía el neoplatonismo. Debe
advertirse, con todo, que los escritores contemporáneos nunca encontraron
explicaciones de esas características, limitándose a ponderar la exactitud en
la imitación del natural. En su Naturaleza muerta con frutos (Bodegón
con membrillo, repollo, melón y pepino) de la Fine Arts Gallery
de San Diego se aprecia la sencillez de este tipo de representación:
cuatro frutos colocados en un marco geométrico, en el borde inferior y el
extremo izquierdo, dejando en intenso negro el centro y la mitad derecha del
cuadro, con lo que cada una de las piezas puede verse en todo detalle. Llama la
atención ese marco arquitectónico en el que encuadra sus frutos y
piezas de caza; puede que aluda a las alacenas típicas de la España
de la época, pero también le sirve, indudablemente, para reforzar la ilusión
de perspectiva.
Otros artistas toledanos destacados
fueron Luis Tristán y Pedro Orrente. Tristán fue discípulo del
Greco, y estudió en Italia entre 1606 y 1611. Desarrolló un
tenebrismo de corte personal y ecléctico, como se puede apreciar en el retablo
mayor de la iglesia de Yepes (1616). Orrente residió igualmente en
Italia entre 1604 y 1612, donde trabajó en el taller de
los Bassano en Venecia. Su obra, llevada a cabo
entre Murcia, Toledo y Valencia, se centró en los temas bíblicos, con un
tratamiento muy realista de las figuras, animales y objetos, como en
el San Sebastián de la Catedral de Valencia (1616) y
la Aparición de Santa Leocadia de la Catedral de Toledo (1617).
LUIS
TRISTÁN de ESCAMILLA, (Toledo, h. 1585-ibídem, 1624)
También conocido como Luis de
Escamilla o Luis Rodríguez Tristán, fue un pintor español
del manierismo, perteneciente al Siglo de Oro. Se le considera el
mejor discípulo del Greco, si bien evolucionó hacia un naturalismo
tenebrista totalmente opuesto.
Hijo de comerciantes y artesanos toledanos,
Tristán entró a trabajar como obrador del Greco, cuyo estilo imitó hasta
el punto de haber confundido en ocasiones a los críticos, que han atribuido obras
de cada uno al que no era. Con él estuvo entre 1603 y 1606, pero luego marchó a
Italia, donde estuvo desde 1606 a 1613.
Se le considera el principal discípulo del
pintor toledano, sin contar al hijo de éste, Jorge Manuel Theotocópuli, de
calidad muy inferior.
Luis Tristán trabajó toda su vida en Toledo. No
estilizó tanto las figuras como el Greco e intentó matizar
un Manierismo ya pasado de moda con el enfoque naturalista en los
pormenores y el tratamiento de la materia, enfoque que provenía del caravaggismo italiano y
los ecos de la Contrarreforma. Su estilo es muy personal, con un tono de
áspera gravedad, de gamas terrosas sobre las que brillan toques de intenso
colorido luminoso.
Aparte de algunos retratos de acusado realismo
(Anciano, El calabrés, El Cardenal Sandoval, etcétera), su obra
principal es de temática religiosa. Presenta las figuras alargadas y
distorsionadas y recrea las composiciones del maestro, pero introduce elementos
de la vida cotidiana como cuota al gusto naturalista que se terminó imponiendo,
y sus figuras presentan mayor peso.
Acaso su trabajo más importante es el conjunto
de cuadros realizado para el retablo del altar mayor de la colegiata de san
Benito Abad de Yepes (Toledo), fechado en 1616, con seis escenas de
la vida de Jesús y ocho medias figuras de santos. En la Guerra
Civil se destruyeron las esculturas de santos del retablo, pero los
lienzos desgarrados pudieron repararse en el Museo del Prado, y casi todos
se devolvieron en 1942; en este museo quedaron los de Santa Mónica y Magdalena.
Otras obras de Tristán son San Luis
repartiendo limosna (Museo del Louvre), y La ronda del pan y del
huevo (Museo de Santa Cruz, Toledo).
Entre sus discípulos tuvo al bodegonista Pedro
de Camprobí.
San Juan
Bautista en el desierto
Primer tercio del siglo XVII. Óleo sobre
lienzo, 104 x 83 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución.
En el Inventario general de los cuadros de
la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la
Academia aparecen dos cuadros con la representación de san Juan
Bautista. Dado que el cuadro procedente de San Pedro Mártir es, con
seguridad, el cuadro de autor anónimo madrileño, el de los trinitarios calzados
debe de ser éste. No fue registrado en el Inventario de las pinturas
recogidas en Toledo por el pintor Juan Gálvez.
San
Antonio Abad
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 167 x 110 cm.
Museo del Prado. Depósito en otra institución
San Antonio fue un anacoreta nacido en los
confines de la Tebaida hacia el año 250 de nuestra era; practicó una vida
de total desapego a los bienes terrenales y durante veinte años se retiró a una
gruta donde se entregó a la oración y la penitencia. Los rigores de su retiro
llegaron a convertir a San Antonio en el ermitaño por excelencia, cuyo ejemplo
fue seguido por otros cristianos.
Luis Tristán (hacia 1590-1624) se formó
inicialmente en el taller de El Greco, durante los años de 1603 y 1606.
Del pintor cretense tomará algunos aspectos fundamentales de su pintura,
especialmente un tono manierista en la representación de las figuras, alargadas
y de trazado nervioso; a veces es incluso un divulgador de tipos y
composiciones salidas de la invención de El Greco, aunque siempre
tamizadas por un marcado naturalismo, un tono descriptivo en todos los
detalles, que responde a la absorción de otras corrientes impuestas en la
pintura toledana y madrileña en la década inicial del siglo XVII.
En la iluminación de sus obras se escapa de la
órbita delirante de El Greco en sus años finales, momento en que se
vinculó Tristán al taller de Theotocopulos, aproximándose más a los efectos
tenebristas de los primeros caravaggistas, a los que pudo conocer
en Italia, a donde llegó en 1606 para permanecer hasta 1611. Pero además
de esta formación italiana, no muy frecuente ya para los artistas españoles una
vez iniciado el siglo XVII, Tristán recibió nuevos estímulos una vez
regresado a suelo hispano. Carducho, Gajes y Juan Bautista Maino, todos
ellos ligados a las novedades pictóricas italianas, agrandaron el repertorio
formal de Tristán.
San Antonio Abad debe ser visto sobre todo
como una buena representación de la simbiosis pictórica del pintor. Sin
abandonar del todo las composiciones tomadas de El Greco (el eco de
San Jerónimo reconcentrado en su retiro penitencial es evidente), Tristán
desarrolla una obra de marcado naturalismo, donde iluminación, expresividad y
notas realistas dan prueba de la sintonía con la pintura imperante en
el Madrid del primer cuarto del siglo, especialmente con la
de Bartolomé Carducho. Aunque desconocemos el destino inicial de esta
tela, la suponemos procedente de Toledo, de donde debió de llegar para
formar parte del Museo de la Trinidad, creado en el siglo XIX para
custodiar las obras procedentes de las iglesias y monasterios de las provincias
próximas a Madrid que fueron desamortizados en 1835.
San Pedro
de Alcántara
Primer cuarto del siglo XVII. Óleo sobre
lienzo, 169 x 111 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
San Pedro de Alcántara (1499-1562) fue uno de
los religiosos más populares en la España del Siglo de Oro,
tanto por su labor como reformador de la orden franciscana como por su vida
extraordinariamente ascética. En este caso, Luis Tristán utiliza una
técnica naturalista para construir una imagen de extraordinária eficacia
devocional, que sin duda revela el paso del pintor por el taller
del Greco. El santo crispa las manos y dirige al cielo su mirada ansiosa,
llena de fervor místico. El cuadro abunda en referencias a la condición del
modelo: su hábito remendado alude a la extrema pobreza de la que hacía gala; el
grueso cordón no es sólo el emblema de su orden sino también referencia a la
penitencia corporal; la calavera actúa en ese mismo sentido; y el tintero y los
libros sobre la roca nos recuerdan que fue un destacado escritor ascético.
Calvario
Hacia 1613. Óleo sobre lienzo, 231 x 158
cm. Museo del Prado
Este Calvario,
con Cristo en la cruz muerto y flanqueado por la Virgen y san Juan, está
considerado como uno de los lienzos de más calidad del numeroso elenco de
Calvarios realizados por Luis Tristán. Es
además un significativo ejemplo de su pintura, deudora en muchos casos de las
composiciones y de los modelos figurativos del que fuera su maestro en Toledo, El Greco,
pero también del tenebrismo caravaggista que conformó la segunda y definitiva
formación de Tristán en Roma, ciudad en la
que vivió entre aproximadamente 1606 y 1612. De regreso a Toledo, el pintor desarrolló sobre todo obras de
temática religiosa, siguiendo muchas de las composiciones y de los modelos
del Greco, como se aprecia en este Calvario, de alargadas figuras de manos expresivas y
cabezas pequeñas que destacan sobre el sombrío fondo en el que se han incluido,
a la manera del Greco, elementos urbanos
de Toledo, en este caso, las murallas de
la ciudad y la puerta de Bisagra. La fecha
de realización de esta obra, siempre difícil de precisar en el caso de Tristán,
se ha vinculado con la del encargo desde el monasterio jerónimo de Santa María
de La Sisla (Toledo), donde en noviembre de
1613 el pintor se comprometió a realizar un crucifixo muerto con la virgen
nuestra señora e señor san joan. Es probable que se trate de este lienzo,
porque es el único de calidad que conocemos con esa descripción. Las
dimensiones y el enfoque compositivo que resaltan el carácter escultórico del Crucificado, y el hecho de que el travesaño esté
prácticamente pegado al borde superior, hacen pensar en un cuadro de altar.
Por lo demás, el estilo pictórico se
corresponde con ese primer periodo productivo del pintor una vez de regreso
de Roma, y estilo que se prolonga
básicamente hasta 1616, año en que le fue encargado el retablo mayor de la
iglesia parroquial de San Benito Abad,
en Yepes (Toledo).
La monumentalidad de las figuras, el tipo de coloración, la iluminación y el
empaste pictórico resultan bastante parejos, e incluso los modelos de la Virgen
y san Juan tienen su refrendo en la imagen de busto de La Magdalena y
en el Evangelista incorporado
en La Ascensión de Cristo de dicho
retablo. La figura de Cristo es
una extraordinaria traslación de un modelo de Miguel
Ángel divulgado por el taller de Giambologna y
otros seguidores del florentino, y que en marfil o bronce dorado se prodigó por
gran parte del mundo católico. Tristán mantiene ese imponente modelo, que pudo
tener presente a través de una imagen escultórica o gracias al conocimiento de
una de las composiciones tempranas del Greco,
que trasladó en este lienzo con un impecable dibujo. Incluyó además, como
hiciera el cretense, el mismo tipo de cruz arbórea, escasamente desbastada y
con cartela trilingüe.
Solo otras dos obras de Tristán repiten la
versión de Cristo muerto con la cabeza caída y mostrando la herida del pecho
por la que se derrama la sangre, de lectura marcadamente eucarística. Se trata
de dos obras menores en las que se adivina la intervención de algún colaborador
o ayudante: el Cristo crucificado del Museo de Bellas Artes de Caracas (Venezuela) y el Calvario de
la ermita de la Virgen de la Cabeza (Toledo).
La versión de la Real Academia de San Fernando (Madrid) es una copia de taller de este Calvario. Al igual que ocurriera en los crucificados
del Greco, y al contrario que este, en la
producción de Tristán fueron más frecuentes los ejemplares de Cristo representado poco antes de expirar, con
la cabeza alzada, lo que sin duda se explicaría por las preferencias de la
sociedad de la época.
Retrato
de un anciano
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 47 x 34
cm. Museo del Prado
En este retrato de extrordianria calidad, el
pintor ha hecho uso de una pincelada nerviosa y rápida para transmitir de
manera verídica los rasgos del carácter de su modelo. Se atribuye
tradicionalmente a Tristán, quien trabajó en el taller del Greco. Es
precisamente el cretense el punto de referencia fundamental en relación con el
que hay que estudiar esta efigie, pues tanto su técnica como su composición
derivan de él. Se desconoce la identidad del personaje, pues no existen
inscripciones, o signos que faciliten la tarea de identificación. El espectador
sólo dispone de sus propios rasgos o la golilla que viste para situarlo en la
escala social. Este tipo de retratos sin rasgos identificativos explícitos
empezaron a proliferar a finales del siglo XVI, y constituye un testimonio
muy elocuente de la extensión del género del retrato a un número cada vez mayor
de sectores sociales, en paralelo a la progresiva importancia que tuvo la
cultura urbana en los primeros años del siglo XVII.
La Última
Cena
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 107 x 164
cm. Museo del Prado
La obra ilustra el momento en el
que Cristo bendice el pan e instituye el sacramento de la Eucaristía.
Las figuras presentan semejanzas con las del Greco, primer maestro de
Tristán, pero el colorido y la precisión de las viandas que aparecen sobre la
mesa nos hablan de una estética bien distinta, que incorpora el bodegón como
uno de los géneros más novedosos de la pintura en el siglo XVII.
María
Magdalena
1616. Óleo sobre lienzo, 42 x 40 cm. Museo
el Prado
Pintada por Tristán en 1616, esta pintura
procede del retablo de la iglesia parroquial de Yepes (Toledo), donde
formaba parte de un conjunto de retratos de santos que acompañaban grandes
lienzos con escenas de la vida de Cristo. Destruido parcialmente en 1936, las
pinturas fueron restauradas en el Museo del Prado y se devolvieron al
altar de su iglesia el 16 de septiembre de 1942, colocándose en su ubicación
original, a excepción de ésta y de Santa Mónica que se quedaron en el
Museo. El conjunto del retablo estuvo formado por cinco grandes lienzos y siete
pequeños que representan: La Adoración de los pastores, la Adoración
de los Reyes Magos, la Flagelación, el Camino del Calvario, la Resurrección y
la Ascensión. Los cuadros pequeños representan a San Agustín, un
Santo Apóstol, San Bartolomé, Santa Águeda, Santa Mártir, Santa
Mónica y una santa. De los dos originales que se quedaron en el Museo
del Prado realizó copias Federico Avrial para que pudieran colocarse en la
iglesia de Yepes.
Santa
Mónica
1616. Óleo sobre lienzo, 42 x 40 cm. Museo
del Prado
Santa Mónica fue madre de San
Agustín, y es considerada modelo de esposa y madre cristiana. Tristán la pinta
con trazo firme e iluminación contrastada para acentuar su calidad escultórica.
Pintada por el artista en 1616, esta pintura procede del retablo de la iglesia
parroquial de Yepes (Toledo), donde formaba parte de un conjunto de
retratos de santos que acompañaban grandes lienzos con escenas de la vida de
Cristo. Destruido parcialmente en 1936, las pinturas fueron restauradas en
el Museo del Prado y se devolvieron al altar de su iglesia el 16 de
septiembre de 1942, colocándose en su ubicación original, a excepción de ésta y
de la María Magdalena, denominada antes "Santa llorosa" que se quedaron en el museo. Los cuadros
pequeños representan a San Agustín, un Santo Apóstol, San
Bartolomé, Santa Águeda, Santa Mártir, Santa Mónica y una santa.
De los dos originales que se quedaron en el Museo del Prado realizó
copias Federico Avrial para que pudieran colocarse en la iglesia de Yepes.
San Luis
repartiendo limosna, 1620 (Museo del Louvre)
San Luis repartiendo limosna es una pintura al
óleo sobre lienzo que data del 1620. Aunque actualmente se encuentra en el
museo del Louvre, procede de la iglesia de San Pedro Mártir de Toledo. La
custodia actual de la obra en el museo francés puede deberse a las
consecuencias experimentadas por Toledo durante la Guerra de la Independencia
(1808-1814). En la memoria histórica de Toledo y su provincia quedaron marcados
los amargos recuerdos del paso de las tropas de Dupont, Víctor, Valence y
Soult. Su huella quedó imborrable en forma de destrucción, saqueo y perjuicio.
Las tropas francesas de Víctor saquearon e incendiaron el monasterio jerónimo
de La Sisla, los conventos de Mínimos, Agustinos Calzados, Santísima Trinidad
Calzada, Franciscanos Descalzos, San Pedro Mártir, el colegio de Santa
Catalina, las ermitas de la Virgen del Valle, Nuestra Señora de la Cabeza y un
largo etcétera de templos e inmuebles de diversas instituciones religiosas.
El autor realiza una composición dinámica con
numerosos personajes. A partir del manierismo se aproxima al sentimiento
barroco, manifestado en las profusas representaciones de santos próximos a
fieles y a desamparados. La obra refleja la influencia de artistas como Orazio
Borgianni, pintor italiano que estuvo comisionado por el Arzobispado de Toledo
desde 1604 y que, por tanto, tuvo relación con Tristán. El influjo de El Greco
se denota no solo en el estilo del cuadro, sino también en la temática. El
protagonista de la obra es San Luis, rey de Francia, que aparece junto a su
trono, en un contexto regio, dando limosna a pobres y enfermos. La gravedad
concentrada del santo rey contrasta con la popular expresividad de los
vagabundos que suplican su auxilio.
Luis IX (1214-1270) era hijo del rey francés
Luis VIII y de Blanca de Castilla. Coronado rey de Francia en 1226, dio prueba
de sus capacidades militares consiguiendo victorias sobre Enrique III de
Inglaterra y sobre los barones aquitanos que se rebelaron durante su reinado.
Contrajo matrimonio con Margarita de Provenza y fue padre de once hijos. Su
personalidad se reafirmó de modo más claro a partir de 1244. Tras una grave
enfermedad, que pudo haber sido fatal, el rey hizo voto, en caso de curación,
de ir como cruzado a Tierra Santa y, contrariamente a la costumbre del siglo
XIII entre los grandes señores, rechazó conmutar su voto por limosnas y preparó
su partida. Los años de cruzada dieron un profundo cambio en la vida de Luis
IX. Hacerse cruzado no significaba solamente ir a la guerra contra los
infieles, sino que también se trataba de una experiencia religiosa que se
traducía en un estilo de vida penitencial y en la exigencia de un mayor rigor
moral. El monarca francés multiplicó los esfuerzos para moralizar la vida
pública y adoptó medidas para garantizar la honradez de sus funcionarios.
También promulgó ordenanzas para reprimir severamente la blasfemia, el préstamo
con usura y la prostitución.
Luis IX de Francia fue elegido árbitro en
muchas controversias, como las que oponían el papa al emperador, o el rey
Enrique III a sus súbditos ingleses y, en la última parte de su reinado, fue
considerado el árbitro de la cristiandad. Pero la cruzada seguía mostrándole un
horizonte fascinante y un deber moral. En 1267 volvió a empuñar la cruz y se
embarcó el 1 de julio de 1270, no obstante la fuerte oposición de su entorno.
Finalmente, una epidemia se extendió entre el ejército y murió en Túnez el 25
de agosto de 1270.
San Luis fue un soberano que no se limitó a
fundar monasterios y a profesar la fe católica, sino que toda su vida trató de
practicar el mensaje evangélico. Favoreció la fundación de numerosos
monasterios cistercienses, pero el aspecto más significativo de la santidad de
Luis IX fue su deseo de justicia. Animado por este espíritu mandó abrir
numerosos procesos para determinar los derechos de los individuos y comprobar
si habían sido violados por sus funcionarios. No separó la justicia de la
caridad. Como sus predecesores y semejantes, el rey de Francia hizo distribuir
muchas limosnas a los indigentes, ayudó a las muchachas pobres a hacerse una
dote y fundó hospitales para enfermos. Su visión religiosa del mundo lo llevó
incluso a rescatar en los mercados orientales a los esclavos, que después
catequizaba por medio de las órdenes mendicantes. La caridad fue para él un
compromiso personal, que comprendía no sólo donativos y concesiones, sino
también el gesto propio, a veces humillante para un príncipe.
La iconografía lo ha representado lavando los
pies a los pobres y visitando a leprosos. Bonifacio VIII lo canonizó en agosto
de 1297.
Su culto fue difundido por toda la cristiandad
por las órdenes mendicantes, que lo consideraron como uno de sus terciarios.
Hubo que esperar al siglo XVII, con Luis XIII y Luis XIV, para que se
convirtiera en el santo patrono de la monarquía francesa y del reino de
Francia.
Volviendo a la obra, San Luis repartiendo
limosna fue creada para ser expuesta en la iglesia de San Pedro Mártir de
Toledo. El convento de San Pedro Mártir llegó a ser uno de los más ricos e
importantes de la ciudad. Aunque los dominicos estaban establecidos en Toledo
desde el año 1209, fue en 1230 cuando Fernando III les fundó un convento,
extramuros en la llamada Huerta del Granadal, en unos terrenos que este monarca
había adquirido a la catedral el año anterior, por lo que fue conocido como San
Pablo del Granada. A lo largo del siglo XIV los dominicos toledanos se
plantearon abandonar aquel lugar marginal en el que se encontraban para
establecerse en el interior de la ciudad y vincularse así más con los
quehaceres diarios de esta. De esta manera, y avalados por una carta de seguro
otorgada por el regente don Fernando de Antequera en 1407, los dominicos se
trasladaron al interior de la ciudad, a unas casas situadas junto a la
parroquia de San Román. En estas primitivas casas los dominicos constituyeron
un nuevo convento bajo la advocación de San Pedro Mártir, dominico italiano que
fue martirizado en el siglo XIII. Conseguida su implantación en la ciudad, y
contando con una base económica cada vez más fuerte, el convento comenzó a
crecer anexionándose poco a poco los edificios que tenía a su alrededor.
Nicolás de Vergara el Mozo fue el encargado de llevar a cabo una de las grandes
obras del convento, la gran iglesia (1605), donde se custodió la obra de Luis
Tristán. Tras la muerte de Vergara dos años después, Juan Bautista Monegro se
encargó de los trabajos.
Pocas son las noticias que se tienen del
convento a lo largo del siglo XVII. El 7 de octubre de 1609, el rey Felipe III
perpetuó el monopolio a San Pedro Mártir de la impresión de la mitad de las
Bulas de Cruzada que se vendían en España. El establecimiento de la imagen de
San Luis en la iglesia del convento dominico de San Pedro Mártir puede
responder a numerosos factores. Uno de ellos podría ser el vínculo que mantuvo
Luis IX de Francia con la orden religiosa de los dominicos, llegando a tener
una estrecha relación con el dominico Vicente Beauvais, su amigo y confeso.
Otro factor determinante en la elección de la
imagen es la realidad experimentada por Toledo en el siglo XVII. La ciudad
observó durante aquella centuria una acusada decadencia con un fuerte declive
económico y demográfico. Ya en el año 1561 la corte se trasladó definitivamente
a Madrid, y con ella todo lo que de bueno y de malo arrastraba. Hacia 1625
Toledo se había convertido en una población de poco más de 25.000 individuos.
En este retroceso no sólo incidió la marcha de la corte, sino también otra
serie de factores como epidemias, carestías y hambres, a lo que se unió la emigración
de muchos toledanos a Madrid en busca de una nueva vida. La ciudad quedaba
reducida a su condición de sede primada de la Iglesia hispana, y por ese cauce
es por donde iba a reconducir su futuro. En esta época el hambre, el
debilitamiento y la desnutrición hacían que las gentes fuesen más proclives a
las enfermedades endémicas, a la vez que dejaban el terreno abonado para la
aparición de terribles epidemias de peste. La peste atlántica (1596- 1602) se
propagó desde el Cantábrico hasta Andalucía, asolando casi toda Castilla. Así
comenzó el siglo en el que Luis Tristán desarrolló su obra. Estos hechos son
claves para entender por qué se seleccionó la imagen de San Luis para la
decoración de la Iglesia de San Pedro Mártir. La beneficencia y el espíritu solidario
resultaron indispensables para la sociedad toledana, envuelta en epidemias,
penurias y hambre. La imagen de San Luis pudo servir como ejemplo moralizante
ante una población tan necesitada de ayuda y caridad.
La elección de San Luis de Francia como modelo
solidario quizá responda igualmente al vínculo existente entre el monasterio de
San Pedro el Mártir y el propio Luis IX. No hay que olvidar que fue Fernando
III de Castilla quien fundó en 1230 el primitivo convento de San Pedro el
Mártir en la llamada Huerta del Granadal, siendo conocido en aquel tiempo como
San Pablo del Granadal. El monarca castellano era primo del rey francés, por lo
que ambos soberanos mantuvieron un estrecho vínculo. Esta unión se manifestó en
la sepultura de Fernando III, situada en la Catedral de Sevilla al pie de la
Virgen de los Reyes, imagen que supuestamente le regaló Luis IX de Francia. Al
igual que San Luis, Fernando III también fue canonizado. La nueva iglesia del
convento toledano establece la imagen de San Luis como enlace entre la reciente
construcción y los orígenes del centro religioso. La obra de Luis Tristán se
realizó en un momento de apogeo del culto a San Luis, en un siglo en el que
llegó a convertirse en patrón de Francia. Sin embargo, la representación es muy
posterior a la vida del rey, por lo que el pintor no realizó una observación
directa de la escena. El artista, tomando como modelo otras imágenes similares,
dejó entrever la mentalidad de la época. En este periodo se desarrolló un
debate sobre la asistencia a los pobres. Pensadores como Pérez de Herrera
defendieron la necesidad de controlar a los pobres fingidos a partir de
reformas dirigidas a adoptar una política de asistencia racional. Desde otro
punto de vista, el escritor Mateo Alemán exhortó en su novela Guzmán de
Alfarache la necesidad de dar limosna a quien la pide, sin discriminar a nadie.
Según este escritor, el que alega que no quiere dar al pobre fingido solo busca
pretextos para eludir la limosna. La obra de Luis Tristán sería una defensa de
la caridad tradicional, ejercida sin ningún tipo de discriminación. No debemos
olvidar que nos encontramos en los años posteriores al Concilio de Trento,
asamblea en la que se reafirmó el culto a los santos (rechazado por los
protestantes). Santa Teresa de Jesús y San Ignacio de Loyola fueron algunas de
las personalidades canonizadas en el siglo XVII. San Luis repartiendo limosna
responde al espíritu de la España católica, un estado que resistió los embates
de la división religiosa experimentada por Europa. En el Concilio de Trento
también se proclamó que sólo la fe acompañada de buenas obras salva. Las buenas
obras eran fundamentalmente las de caridad, las que el hombre rico debía hacer
para con su hermano pobre, quien de esta forma cumplía su función social y
teológica en medio de la abundancia. San Luis respondía claramente a este
esquema. Esta consideración de los soberanos como seres superiores se refleja
en el cuadro, con un San Luis solidario pero distante, caritativo y altivo. Es
una escena en dos planos diferentes, identificados por gestos contrapuestos (la
grandeza del rey y la sumisión de sus súbditos). Se produce un evidente choque
visual patente en las desemejantes vestimentas. La jerarquía estamental es
manifiesta a través de elementos como la corona o el cetro, acabado en la
tradicional mano de los antiguos reyes franceses. La flor de lis aparece en la
corona y en la capa. El monarca viste armadura damasquinada y está representado
con gola rizada, perneras abullonadas, calzas y zapatos de punta roma,
indumentaria característica de la época del pintor. De la obra de Luis Tristán
se pueden sintetizar las siguientes ideas: o Refleja el sentimiento barroco a
través de un santo próximo a desamparados.
PEDRO
ORRENTE,
(Murcia, 1580-Valencia, 1645)
Pintor barroco español, natural
de Murcia pero formado en Toledo. Por Jusepe Martínez,
quien seguramente llegó a conocerlo, consta que completó su formación
en Italia con Leandro Bassano, cuya influencia se advierte inequívocamente
en su obra junto con la de otros maestros italianos, lo que unido a sus
constantes desplazamientos dentro de la península hace de Orrente un artista
clave en la formación y difusión del naturalismo tanto
en Castilla como en Valencia.
Hijo de Jaime de Orrente, mercader de
origen marsellés establecido en Murcia en 1573, donde casó con Isabel
de Jumilla, Orrente fue bautizado el 18 de abril de 1580 en la iglesia de Santa
Catalina de esa misma ciudad. Consta documentalmente la relación amistosa de
su padre con un Juan de Arizmendi, pintor de quien nada más se sabe, que quizá
fuese el primer responsable de su formación antes de abandonar Murcia. En 1600
se encontraba ya en Toledo donde contrató, «libre y fuera de curaduría», el retablo de la Virgen del Saz en la
villa de Guadarrama (Madrid), obra no conservada.
No vuelven a tenerse noticias hasta 1604,
cuando un tal Jerónimo de Castro se comprometía a pagar en Murcia al padre del
pintor por un San Vidal que Orrente había pintado para él. Se deduce
que Pedro se hallaba ausente, quizá en Italia, no reapareciendo documentalmente
hasta 1607, de nuevo en Murcia, concertando los servicios de una criada. En
1612, avecindado en Murcia, contrajo matrimonio y fechó la Bendición de
Jacob de la colección Contini, obra ya plenamente bassanesca, además de
dar poder a Angelo Nardi para que cobrase en su nombre un lienzo que
había pintado para un platero de Madrid, lo que implica la existencia de
una relación amistosa con el pintor italiano, a quien pudo conocer en la propia
Italia o en algún viaje no documentado de Orrente a la corte, donde Nardi se
había establecido en 1607.
Amigo de «mudar
tierras», según dijo de él Jusepe Martínez, hacia 1616 debía de encontrarse
en Valencia, donde pintó el monumental Martirio de San
Sebastián de su catedral y rivalizó con Francisco Ribalta. Un año
posterior es el Milagro de Santa Leocadia pintado para
la catedral de Toledo, que cobró llamándose «vecino de Murcia». Es posible
que en estos desplazamientos entre Murcia y Toledo parase algún tiempo
en Cuenca, donde Cristóbal García Salmerón se demuestra estrecho
seguidor de su obra y quizá discípulo.
En 1624 solicitó en Murcia ser admitido como
Familiar del Santo Oficio, pero en 1626 se encontraba de nuevo en Toledo
donde Alejandro de Loarte le nombró albacea testamentario y recibió
como aprendiz a Juan de Sevilla, hijo del escultor Juan de Sevilla
Villaquirán, el único discípulo documentado. Allí trabó amistad
con Jorge Manuel Theotocópuli, hijo de El Greco, apadrinando junto
con su esposa a dos de sus hijos en 1627 y 1629. Este mismo año, avecindado en
Toledo, contrató el retablo mayor y colaterales del convento de franciscanos
de Yeste (Albacete), parcialmente conservados, llamándosele en el
documento pintor de Su Magestad, en alusión, quizá, a los cuadros de Orrente
que por orden del conde-duque de Olivares habían sido empleados en la
decoración del nuevo Palacio del Buen Retiro.
En 1630 cobró una cantidad muy estimable de la
catedral de Toledo por un Nacimiento de Cristo pintado para la
capilla de los Reyes Nuevos, en competencia con la Adoración de los
Reyes de Eugenio Cajés, de la que salió, según Palomino, «muy ventajoso Orrente». Las noticias de
su estancia en Toledo llegan hasta 1632, cuando contrató un retablo para el
convento de San Antonio de Padua del que nada se conserva. En febrero de 1633
un despacho de la Inquisición en relación con su pretensión de obtener la
familiatura se refiere a él y a su mujer como vecinos de Espinardo,
localidad próxima a Murcia. La siguiente noticia es ya de 1638, encontrándosele
en Murcia en propiedad de dos casas. Pero solo un año después había abandonado
de nuevo la ciudad, pues un tal Lorenzo Suárez hubo de hacerse cargo del
retablo de la Concepción que había dejado inconcluso. Parece probable que se
trasladase a Valencia, donde el 17 de enero de 1645, viudo y sin hijos, y
con una holgada situación económica, hizo testamento. Murió dos días más tarde,
siendo enterrado en la iglesia de San Martín de aquella ciudad. Discípulos o
seguidores suyos en esta etapa valenciana, según se aprecia en sus respectivas
obras, fueron Esteban March, Pablo Pontons y el también
murciano Mateo Gilarte.
Estilo
Orrente ha sido conocido como el «Bassano
español». Ya en la colección de Carlos I de Inglaterra una de sus
obras, una escena pastoril, aparecía asignada al «español que fue imitador del estilo del Bassan». Cincuenta años
después de su muerte José García Hidalgo todavía le recordaba entre
los grandes pintores como segundo Bassano y en mediocres versos
aconsejaba al principiante en pintura «...
de Velázquez, Murillo, y de Carreño / aprende colorido y historiado (.../...)
De Orrente los ganados, y pastores».
El conocimiento de la obra de los Bassano en
Toledo, donde sus cuadros eran copiados por Sánchez Cotán y citados
con respeto por El Greco, hubo de influir sin duda en su determinación de
marchar a Venecia, donde se encontraba en 1605. La influencia de los
Bassano, y en particular de Leandro, resulta evidente no sólo en aspectos
formales de su pintura sino, y sobre todo, en la configuración de uno de los
aspectos fundamentales de su producción artística: la transformación, con
sentido comercial, de los temas bíblicos, en especial los tomados
del Antiguo Testamento, en escenas de género de ambiente pastoril.
Otros maestros venecianos dejaron también en él
profunda huella. Muy significativa es la influencia del Veronés,
perceptible en sus composiciones más complejas del Nuevo Testamento, con
múltiples figuras e indumentarias vagamente orientales, tal como se puede
encontrar en las Bodas de Caná de la parroquial de La
Guardia (Toledo) o en los Calvarios, con sus cruces en posición
oblicua. Los atrevidos escorzos de estos cuadros, así como los del gran cuadro
de la Aparición de Santa Leocadia de la catedral de
Toledo o el impresionante Martirio de Santiago el
Menor del Museo de Bellas Artes de Valencia, con sus puntos de vista
bajos, remiten por otra parte a la obra de Tintoretto, como señalara
Lafuente Ferrari.
Pero Orrente, aunque bassanesco en la elección
de los temas y en el tratamiento de los paisajes con iluminación crepuscular,
en la ejecución se separa de lo veneciano, avanzando más en la dirección del
naturalismo tenebrista. Así lo observó ya Francisco Pacheco, quien
pudo conocer a Orrente durante su estancia en Toledo en 1611. Al tratar de la
pintura de animales el suegro de Velázquez decía en este sentido que era un «género de pintura [que] ha acreditado en
España nuestro Pedro Rente aunque se diferencia en el modo del Basan y hace
manera suya conocida por el mismo natural». En obras como el San
Sebastián de la catedral de Valencia, con un paisaje veneciano, el
modelado escultórico y la intensa iluminación ponen de manifiesto el
conocimiento de la obra de Caravaggio o, cuando menos, de los
maestros caravaggistas, interpretados por Orrente de un modo semejante a como
lo hará su contemporáneo Luis Tristán. También es semejante su tratamiento
del color, con la reducción de la suntuosidad veneciana a una gama apagada de
ocres terrosos y tonalidades tostadas interrumpidas ocasionalmente por solo
alguna mancha de verde o rojo intenso y blanco brillante.
Obra
Las obras de Orrente de atribución segura,
firmadas en muchos casos, junto con las de su taller o escuela, son muy
abundantes, pero al estar raramente fechadas resulta difícil hablar de
evolución dentro de un estilo que, por lo demás, aparece en lo fundamental
uniforme. En el conjunto de su numerosa producción destacan los lienzos de
temas bíblicos con amplios paisajes tratados como escenas de género de carácter
pastoril, con un detenido estudio de los muchos animales y accesorios
presentes, lienzos sobre los que asentó su prestigio como el «Bassano español».
Pero Orrente fue autor también de grandes cuadros de altar, de composición
compleja y con grandes figuras llenando el espacio, como ya observó Jusepe
Martínez al apuntar, que «aunque el Bassan se ejercitó más en hacer
figuras medianas, nuestro Orrente tomó la manera mayor, en que dio a conocer su
grande espíritu». Fue autor, además, de algunas series de fábulas mitológicas
extraídas de las Metamorfosis de Ovidio, dos de las cuales
estaban en poder del marqués de Leganés y otra es citada
por Antonio Palomino en Madrid, en poder de un particular, diciendo
de ella que es «cosa excelente». De
este aspecto peor conocido de su producción únicamente han subsistido dos
cuadros: Céfalo y Procris, en colección particular valenciana,
y Cadmo llega al lugar designado por el oráculo, en colección particular
madrileña, en los que muestra unos tipos cotidianos cercanos a los de sus temas
bíblicos y alejados de cualquier aspecto heroico.
La primera obra de datación segura de entre las
conservadas, como se ha indicado, la Bendición de Jacob de la
colección Contini, fechada en 1612, es ya obra próxima a los Bassano y es esa
la influencia más perdurable en su obra, igualmente perceptible, como ya
señalara Palomino, en el conmovedor Martirio de Santiago el Menor,
del Museo de Bellas Artes de Valencia, con sólo cinco figuras grandes
ocupando todo el espacio, pero con un tratamiento de la materia de calidades
aterciopeladas y colores densos plenamente venecianos. Pero es en sus series
bíblicas, con ciclos dedicados a Jacob, Abraham y Noé, entre los motivos
tomados del Antiguo Testamento, y los milagros de Cristo extraídos del
Nuevo, donde la huella de lo bassanesco es más profunda y, también, su personal
y rica inventiva, apegada a lo cotidiano a fin de hacer verosímil el hecho
narrado. En esas composiciones de gabinete de tamaño mediano,
situadas en variados escenarios, muy aptas según Palomino para los «estrados» y
salas de casas particulares, pobladas por numerosas y vivaces figuras de
pequeño tamaño, con su acompañamiento de animales domésticos y objetos de
naturaleza muerta tratados con minucia detallística a veces un tanto seca, pero
con toques sueltos de luz en las lanas de las ovejas, se pone de manifiesto su
habilidad narrativa y es en ellas en las que se asentó su fama, siendo muchos,
como decía Pacheco, los pintores mediocres que «se sustentan con sus
copias», algunos como Mateo Orozco conocidos por sus nombres.
De entre las piezas que formaron parte de estos
ciclos conservados más o menos completos en diversos lugares y algunas
conocidas por varios ejemplares, cabría destacar el Labán dando alcance a
Jacob del Museo del Prado, por el amplio desarrollo de su paisaje
sabiamente iluminado, o la Multiplicación de los panes y los
peces del museo del Ermitage de San Petersburgo, que con La entrada
en Jerusalén del mismo museo o las Bodas de Canaa de la
parroquial de La Guardia, muestran unos colores claros y un gusto por la
precisión en el dibujo del desnudo que podrían recordar a Maino,
influencia evidente también en los mendigos en reposo de La curación del
paralítico de Orihuela.
Un problema particular relacionado con la
ausencia de dataciones seguras lo plantean algunas obras en las que se han
advertido influencias del Greco. Pertenecen a este grupo un conjunto de
pinturas localizadas en Toledo, tales como el Bautismo de Cristo, del
retablo de los Carmelitas, con unas proporciones en las figuras inusualmente
largas, el San Juan Bautista en pie de la catedral y el San Juan
Bautista junto a una fuente del Museo de Santa Cruz, o la Asunción de
la Virgen del marqués de Auñón que, descartado un aprendizaje junto al cretense,
podrían llevarse a la década de 1620, cuando también en la obra
de Tristán se advierte un retorno a modelos del Greco, y ponerse
en relación con la documentada amistad con Jorge Manuel. En obras más tardías,
como la Adoración de los pastores y la Epifanía del retablo
de Yeste, fechado en 1629, el ticianesco Martirio de San
Lorenzo de la iglesia de San Esteban de Valencia, inspirado en el
lienzo de El Escorial, o La curación del
paralítico del Museo de Arte Sacro de Orihuela y Colegio
del Patriarca, obras que pudo realizar en la posterior etapa valenciana, nada
queda ya de los tipos humanos del Greco y la amplitud espacial se
puede explicar mejor por el conocimiento de los grandes maestros venecianos.
En otros lienzos de grandes dimensiones y
destinados a la devoción, como los citados Martirio de San
Sebastián de la catedral de Valencia y Milagro de Santa
Leocadia de la catedral toledana, la luz dirigida es
francamente tenebrista, con ecos de las obras de Carlo
Saraceni pintadas para la misma catedral de Toledo, sin apartarse, al mismo
tiempo, de la iluminación veneciana en algún contraluz o en la sugestión del
paisaje disipando las sombras del fondo en el San Sebastián. De una fecha
próxima a este último ha de ser el Sacrificio de Isaac del Museo
de Bellas Artes de Bilbao, probablemente pintado en Valencia donde se conocen
algunas copias, en el que del mismo modo se funde lo bassanesco y veneciano con
el tenebrismo más avanzado, con amplias repercusiones en la obra de los
pintores ribaltescos y en especial sobre el más joven de ellos, Juan
Ribalta.
Adoración
de los pastores
1623 - 1625. Óleo sobre lienzo, 111 x 162
cm. Museo del Prado
Después de pasar un tiempo en Venecia, Orrente prolongó
en España la exitosa pintura de la saga familiar de los
italianos Bassano. El pintor aunó además aspectos novedosos de la escuela
naturalista del primer tercio del siglo XVII, deudora del arte de Caravaggio:
la iluminación contrastada, el modelado prieto de las figuras y el uso de una
paleta donde abundan los colores terrosos, aplicados sobre imprimaciones
rojizas y acastañadas.
La Crucifixión
Hacia 1630. Óleo sobre lienzo, 153 x 128
cm. Museo del Prado
Esta tela procede del palacio del Buen
Retiro (Madrid), donde colgaba con otras obras del mismo autor. Orrente
fue uno de los pintores españoles más prolíficos y célebres del siglo XVII,
en parte por el carácter popular que supo dar a sus escenas de la historia
sagrada. En este caso, el dramático entorno nocturno cuadra bien con el momento
narrado: la muerte de Cristo.
Labán busca
los ídolos
1620 - 1625. Óleo sobre lienzo, 116 x 209
cm. Museo del Prado
Orrente concibió las representaciones bíblicas
como amenas escenas de género pobladas de personajes inmersos en numerosas
actividades; rodeados de animales y objetos de la vida cotidiana. Esta en
concreto, tomada del Génesis, representa el momento en el que Labán da
alcance a la familia de Jacob. El patriarca había llegado hasta allí
buscando los ídolos familiares que le había robado su hija Raquel, casada
con Jacob, posiblemente para evitar que su padre los adorara. El éxito de
estas composiciones se explica bien por el auge de dos géneros que alcanzaron
gran difusión en el siglo XVII: el paisaje y el bodegón.
Partida
de Jacob con sus rebaños
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 113 x 180
cm. Museo del Prado
Esta pintura continúa la historia del cuadro
anterior, y cuenta cómo tras enriquecerse con las ovejas de Labán, Jacob salió
en secreto en dirección a Canaán con sus dos esposas, sus hijos y sus
posesiones, con grandes cantidades de ganado. Sin embargo, al marcharse, Raquel
había robado los amuletos de su padre, pequeñas figurillas que eran los dioses
familiares. Cuando Labán descubrió el robo, salió en su persecución, alcanzó al
grupo y registró las tiendas y pertenencias. Pero Raquel ocultó en seguida los
amuletos en la silla de un camello y se sentó encima, momento que se representa
en este lienzo. Finalmente, Labán y Jacob logran reconciliarse antes de
separarse nuevamente. Ya ante la vista de Canaán, Jacob eligió lo mejor de sus
rebaños y lo mandó por delante, como ofrenda a su hermano Esaú, seguido de su
familia y criados.
En este último cuadro de la serie de Orrente
sobre Jacob, se vuelve a apreciar la influencia que sobre el artista ejercieron
los hermanos Bassano, si bien el autor no se muestra como un imitador de estos,
pues el realismo con el que ha concebido esta obra es mucho más inmediato y
cercano. Del mismo modo, descubrimos en este cuadro a un admirable dibujante y
pintor, capaz de componer sólidamente sus figuras, a la vez emplastarlas con un
colorido justo y brillante.
San Juan
Evangelista en Patmos
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 99,5 x 131,5
cm. Museo del Prado
Esta importante obra constituye, sin duda, uno
de los puntos más altos en la producción del pintor murciano. Muestra en ella,
con absoluta evidencia, la doble influencia que marca casi toda su producción.
De una parte su estudio del ambiente veneciano de fines del siglo XVI, en
el medio más próximo a los Bassano, pero también con ecos del dramatismo
tintorettesco -evidente aquí en los abruptos peñascos y en la mar embravecida,
y de otra, un evidente conocimiento del naturalismo caravaggiesco, visto
seguramente en Roma en los primeros años del siglo XVII. La
figura del santo, violentamente iluminada, con las piernas cruzadas en gesto
desenfadado y sujetando sobre las rodillas el libro en que escribe, es -aunque
interpretada con absoluta libertad- un eco del primer San
Mateo que Caravaggio pintó para la Capilla Contarelli y
que, rechazado, perteneció a los Giustiniani, para concluir destruido en el
incendio del Museo de Berlín en 1945. Piénsese también que Caravaggio,
para realizar su cuadro, hubo de tener en cuenta modelos lombardos,
especialmente el de Romanino en San Juan Evangelista de Brescia,
concebido también en la misma actitud. Los ecos del paso de Orrente por
el norte de Italia, en los años clave de la gestación del naturalismo
barroco quedan en este lienzo magníficamente reflejados.
El motivo de la visión de San Juan en Patmos,
la Mujer sobre el creciente de la luna y coronada de doce estrellas, que
aparece en el Apocalipsis y que es entendida unánimemente como una
prefiguración de la Inmaculada Concepción, ha sido infinidad de veces
representado en la iconografía cristiana. En fecha no muy distante, y con un
esquema iconográfico muy semejante, se conserva en el Museo de Santa Cruz de Toledo la
versión de Juan Sánchez Cotán, que seguramente conocería Orrente,
pero que difiere, sin embargo, de la de éste en un aspecto muy significativo:
el Santo es representado joven, más de acuerdo con la imagen que se solía tener
del Santo Evangelista, discípulo amado de Jesús. Orrente, sin
embargo, ha preferido la imagen del santo anciano, con barba blanca, más de
acuerdo con las recomendaciones de Pacheco al subrayar que, aunque a
San Juan se le suele representar mancebo de unos veintidós años, en los
episodios de Patmos, que corresponden a su vejez, se ha de pintar
anciano y venerable. Así lo volvió a pintar el propio Orrente en
otra ocasión, en el retablo de los Carmelitas Descalzos de Toledo,
acompañado de un águila de plumaje leonado, aún más visible y evidenciada que
la que se muestra en este lienzo. La imagen de la Virgen, de silueta tan
recogida sobre sí misma, corresponde al tipo iconográfico habitual en los
primeros lustros del siglo XVI, antes de que se difundiese -gracias en
buena parte a los modelos de Ribera- la imagen de la Inmaculada agitada
por el viento y fundida con la habitual representación de la Asunción, rodeada
de ángeles.
El lienzo procede con entera seguridad de la
famosa colección sevillana de D. Antonio y D. Aniceto Bravo, en cuyo
inventario-catálogo de 1837 (del que se conserva una copia mecanografiada, en
el Laboratorio de Arte de la Universidad de Sevilla) se describe con precisión.
Se hallaba entonces emparejado con un San Juan Bautista que, a juzgar
por su descripción (San Juan sentado sobre una peña coge agua de una fuente con
una concha; a lo lejos se ve bautizando al Salvador, y a un lado hay un
borrego), debe ser un lienzo que se subastó en Madrid, en 1971, que había
sido con toda evidencia cortado por el lateral izquierdo haciendo desaparecer
el paisaje y la figura del Salvador en el Bautismo y quedando así,
aislado, el Bautista. La identidad de dimensiones en la altura y el
carácter y estilo de las figuras de los Santos en ambos lienzos permiten
afirmarlo casi con entera seguridad. Según el testimonio del citado Inventario
de la colección Bravo ambos lienzos procedían de la colección de un Canónigo de
la Catedral sevillana, de apellido Valcarce, de quien habían sido adquiridos
por los hermanos Bravo. Su importancia debió ser siempre reconocida, pues es
significativo que sean especialmente mencionados en
el Diccionario de Madoz al describir la colección Bravo
de Sevilla.
San Juan
Crisóstomo
Primera mitad del siglo XVII. Óleo sobre
lienzo, 110 x 128 cm. Museo del Prado
Representa a San Juan Crisóstomo, un
personaje del siglo IV, en un episodio apócrifo que se difundió en
el siglo XVI, según el cual el futuro santo se retiró a vivir como un salvaje
en penitencia por haber violado a una princesa. El personaje principal tiene
precedentes en obras de Durero y Martín de Vos, aunque los
pastores son muy típicos de Orrente, quien a su vez los tomó de los
Basanno. El santo desnudo, que ha dejado de crecer indefinidamente sus cabellos
y que habita como un animal en la fragosidad del monte tiene un equivalente
cercano en figuras como Cardenio, que se refugió desesperado en Sierra
Morena.
La obra presenta en el dorso las iniciales
entrelazadas de D. Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio y
de Heliche, uno de los más famosos coleccionistas del siglo XVII. En un
inventario de su colección, citado por Ángel Barcia (1911), se recogen: Tres lienzos de vara y media de ancho y
cinco cuartas de alto. Uno el martirio de San Esteban, otro San
Francisco en la zarza, otro San Pablo primer ermitaño en el desierto. Son
originales de Orrente.
Durante la guerra civil este lienzo fue
fotografiado juntamente con otro, compañero, hoy en propiedad particular
en Barcelona, que representaba el Martirio de San Esteban, y llevaba
también al dorso el monograma del Marqués del Carpio. Es, pues,
virtualmente seguro que se tratase de dos de las obras mencionadas en el citado
inventario. Semejante iconografía del santo barbudo y penitente, pudo confundir
a los redactores del mismo que, sin duda, no estaban familiarizados con la
extraña iconografía del Santo Crisóstomo, tal como parece consagrada en la
estampa de Alberto Durero o en la de Rafael Sadeler según composición
de Martín de Vos. El lienzo de Orrente parece recoger motivos de
ambas estampas, y resulta raro en el panorama español donde el santo oriental
fue escasamente representado.
Como subraya Reau (1956) la
biografía histórica del santo patriarca de Constantinopla (344-407)
era demasiado lineal y sencilla para la devoción popular y en el siglo XV surge
una leyenda que hace al santo protagonista de un episodio extraño, análogo a la
leyenda española del Fray Garín, penitente en Montserrat, lo que ha hecho
que (según el P. Goiffer d`Hestroy) se piense en que pueda ser el propio Garín
el representado. Según este relato fabuloso, el santo, incapaz de contener sus
deseos, violó a una joven princesa y tuvo de ella un hijo. Arrepentido y movido
a hacer penitencia se retiró al desierto donde anduvo desnudo y a cuatro patas
como un animal salvaje. Es así como lo representa Orrente, sorprendido por
unos cazadores en un amplio paisaje rocoso, de remota inspiración en estampas
flamencas, quizá la ya citada de Sadeler. La figura del santo de larga barba
hirsuta parece proceder muy directamente de la conocida estampa de Durero,
que presenta en primer término a la víctima de la violación con su hijo. Pero
el naturalismo del pintor murciano se expresa muy sencilla y directamente en
las figuras de los cazadores y en los deliciosos perrillos, vivacísimamente
interpretados y tan frecuentes en sus composiciones bíblicas.
El
martirio de San Sebastián
Óleo sobre lienzo, 306 x 219 cm. Catedral de
Valencia. Obra de Pedro Orrente. Se trata de la obra más monumental de Orrente,
en la que se entrecruzan las influencias italianas presentes en su pintura:
caravaggista en la fuerte iluminación lateral y veneciana en el paisaje. Para
la figura del santo pudo, además, valerse del Sansón de Guido Reni en la
Pinacoteca de Bolonia, conocido quizá a través de una estampa.
La figura de San Sebastián era la única excusa
que los pintores españoles tenían para representar desnudos masculinos, puesto
que en España la clientela era mayoritariamente religiosa y no se encargaban
temas mitológicos, más dados a la exaltación del cuerpo. Orrente, artista
valenciano, realiza un perfecto estudio anatómico del cuerpo del soldado, estirado
sobre un árbol y expuesto a una luz brillante que hace resaltar la claridad de
su piel. El santo apenas está manchado por la sangre o las flechas, sino que
aparece en todo su esplendor. Se retuerce sobre sí mismo para mirar al cielo,
desde donde llegan unos ángeles para traerle la corona del martirio. En el
paisaje de fondo, a la izquierda, se advierten las siluetas de las mujeres que
curan al santo, ya desatado del árbol.
El
sacrificio de Isaac. 1616.
Óleo sobre lienzo. 133 x 167 cm. Museo de
Bellas Artes de Bilbao.
La pintura relata el momento descrito en el
Antiguo Testamento (Génesis 22, 1-19) en el que Abraham, siguiendo las órdenes
de Dios, se dispone a ofrecerle a su hijo Isaac en sacrificio. Dios, viendo que
Abraham sigue su mandato con fe ciega, ve probada su fidelidad y envía a un
ángel para salvar a Isaac en el último momento, ordenando que en su lugar sea
ofrecido un cordero, animal recurrente en la producción de Orrente.
El asunto principal se sitúa en primer plano,
con Isaac semidesnudo sobre el altar de sacrificios y sujetado por su padre
Abraham, cuya mano derecha que sostiene el cuchillo es detenida por el ángel.
Los rasgos de esta figura son prácticamente idénticos a los labios y nariz de
la Magdalena penitente del Museo de Bellas Artes de Valencia. La escena,
enmarcada en tonos oscuros y con una luz violenta que incide sobre el cuerpo
desnudo de Isaac, recuerda al San Juan Bautista de colección privada madrileña.
Un importante rasgo de su estilo es la fuerte
impronta caravaggista y la maestría en la combinación de detalles naturalistas
como los leños del primer término, el tratamiento de los ropajes, la cuerda
encendida que asoma, la fría losa elegida como altar del sacrificio, las lanas
del cordero o el rostro de Abraham de intenso y crudo realismo.
Milagro de Santa Leocadia de la
Catedral, pintura que cumple cuatro siglos en 2017 y que merece la pena destacarse
entre las más valiosas de la enorme colección del templo. Orrente la pintó a
los treinta y siete años, cuando era «vecino
de Murcia» y había realizado ya numerosos viajes entre esta ciudad, Toledo
(en la que se documenta su actividad desde al menos 1600) y Valencia, destinos
a los que es necesario sumar una fructífera estancia en Italia. Fue, como
manifestó el tratadista Jusepe Martínez a finales del siglo XVII, un pintor «muy vario en mudar tierras». El
resultado se traduce en una feliz suma de influencias: desde evidentes
tendencias italianas –el naturalismo de Caravaggio, que contribuyó a extender
en Castilla y Valencia, pero también la herencia de la familia Bassano, que tan
buenos encargos le procuró en el entorno artístico toledano- hasta modelos
desarrollados en esta última ciudad y Madrid por pintores contemporáneos
como Luis de Carvajal, Juan Bautista Maino y Luis Tristán, pasando por
Angelo Nardi.
El
Milagro de Santa Leocadia
Recoge una conocida leyenda toledana: la
aparición de la santa en su sepultura y el momento en que el obispo san
Ildefonso le cortó un pedazo de su manto con la daga que le tiende el rey Recesvinto.
Se trata de una composición muy singular, que representa desde un punto de
vista muy bajo al rey, al obispo y a la santa en primer término,
entre otros testigos del milagro. Los escorzos, especialmente el torso y la cabeza
de la joven, llevaron a Enrique Lafuente Ferrari a sugerirla influencia de
Tintoretto. El tratamiento del espacio, con un fon-do de arquitecturas
monumentales en sombra (a excepción del pedestal de la izquierda, sobre el que
se recorta una cabeza que parece aislada del resto), recuerda a otro artista
veneciano, Carlo Saraceni, coetáneo de Orrente, quien escasos años atrás había
representado para la Catedral a Santa Leocadia envuelta en la oscuridad de
su prisión. Sin embargo, si por algo destaca esta monumental pintura, de dos metros
y medio de altura por tres, es por su «amplia galería de cabezas de fuerte
caracterización individual, verdaderos retratos las más de ellas, y con una
iluminación violenta y dirigida, decididamente tenebrista», en palabras de
Alfonso Emi-lio Pérez Sánchez, el gran experto en pintura toledana de la
primera mitad del siglo XVII. Los ojos abiertos de Santa Leocadia y
del joven sacerdote que sostiene el libro litúrgico guían la mirada del espectador
hacia el rostro de san Ildefonso, lleno de solemnidad, en el que algunos
autores han pre-tendido identificar al cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas (aunque
su barba, aquí encanecida por completo, es diferente a la que representó Luis
Tristán dos años después en su retrato para la Sala Capitular de la Catedral).Sobre
el rostro de la santa, repleto de luz, destaca el realismo con que fue
representado el sacerdote de los anteojos. El manto de armiño que cubre los
hombros del rey, restallante de blancura frente a la oscuridad del fondo, atrae
nuestra mirada hacia la escena. Orrente recibió la suma de1.500 reales por
la pintura, que le fue pagada el 4 de noviembre de 1617. El Cabildo, no
obstante, hizo constar que el encargo se debió al empeño personal del
arzobispo, y que no era necesario para el templo. El tiempo ha de-mostrado,
cuatro siglos más tar-de, no darle la razón.
El Milagro de Santa Leocadia ha sumado los
mayores elogios desde el siglo XVIII, incluso los de críticos tan demoledores
como el religio-so italiano Norberto Caimo –para quien Toledo no era superior
en monumentalidad a las pequeñas «ciudadillas
de la Romaña»-, quien describió así a la pintura: «Se observa en esta obra tal franqueza en las
tintas, energía en las actitudes y manejo del pincel que semejante trabajo
parece incomparable»
La escuela
valenciana
A los tenebristas Francisco
Ribalta (1565-1628) ya comentado en el capítulo anterior y José de
Ribera (1591-1652) se los enmarca en la llamada escuela valenciana. A
principios de siglo trabaja Ribalta, quien se encuentra
en Valencia desde 1599. Allí pervivía una pintura religiosa
heredera de Juan de Juanes. El estilo de Ribalta, formado en el
naturalismo escurialense se adecuaba mejor a los
principios contrarreformistas. Sus escenas son de composición simple,
centradas en personajes de emoción contenida. Entre sus obras destacan
el Crucificado abrazando a San Bernardo y San Francisco
confortado por un ángel del Museo del Prado, o La Santa Cena del
retablo del Colegio del Patriarca y el retablo de Portacoeli (Museo
de Valencia), del que procede su conocido San Bruno. Discípulos suyos
fueron su hijo Juan Ribalta, artista excelentemente dotado cuya carrera
truncó una muerte prematura, quien supo conjugar las lecciones paternas con la
influencia de Pedro de Orrente, y Jerónimo Jacinto Espinosa, que
continuó con el naturalismo tenebrista hasta fecha muy tardía, cuando en el
resto de España se practicaba el barroco pleno. Sus obras se caracterizan por
fuertes claroscuros, como en El milagro del Cristo del
Rescate (1623), Muerte de San Luis Beltrán (1653), Aparición
de Cristo a San Ignacio (1658), etc.
Aunque por su origen se le menciona en esta
escuela, lo cierto es que José de Ribera trabajó siempre en Italia, donde ya
estaba en 1611, antes de cumplir los veinte años, no ejerciendo influencia
alguna en Valencia. En Roma entró en contacto con los ambientes
caravaggistas, adoptando el naturalismo tenebrista. Sus modelos eran gentes
sencillas, a quienes representaba caracterizados
como apóstoles o filósofos con toda naturalidad,
reproduciendo gestos, expresiones y arrugas. Establecido en Nápoles, y
tras un encuentro con Velázquez, sus claroscuros se fueron suavizando
influido por el clasicismo veneciano. Entre sus obras más célebres se
encuentran La Magdalena penitente del Museo del Prado, parte de una
serie de santos penitentes, El martirio de San Felipe, El sueño de
Jacob, San Andrés, Santísima Trinidad, Inmaculada
Concepción (Agustinas de Monterrey, Salamanca) y la serie de obras
maestras que al final de su carrera pintó para la cartuja de San Martino en
Nápoles, entre ellas la Comunión de los Apóstoles; también pintó un par de
luminosos paisajes puros (colección de los duques de Alba en el Palacio de
Monterrey) y temas mitológicos, algunos de ellos encargados por
los virreyes españoles en Nápoles: Apolo y Marsias,
Venus y Adonis, Teoxenia o La visita de los dioses a los hombres, Sileno
borracho, además de retratos como el ecuestre de don Juan José de
Austria o el ya mencionado El pie varo que, como el de
la Mujer barbuda pintado para el III duque de Alcalá, responde
al gusto propio de la época por los casos extraordinarios.
JUAN
RIBALTA
(Madrid, c. 1596-Valencia, 1628)
Pintor barroco español. Hijo de Francisco
Ribalta con quien se formó y colaboró en algunas de sus empresas,
compartió algo de su estilo, por lo que sus obras con frecuencia se han
confundido, aunque ya Antonio Palomino advertía que «la manera del
padre fue más definida; y la del hijo algo más suelta, y golpeada».
Juan Ribalta nació en Madrid a
finales de 1596 o comienzos de 1597. Siendo muy niño su familia se trasladó
a Valencia donde al poco de llegar, en 1601, falleció su madre, Inés
Pelayo. Formado en el taller paterno y excelentemente dotado, se reveló como un
artista precoz al firmar en 1615, declarando contar dieciocho años, el gran
lienzo de los Preparativos para la Crucifixión pintado para la
iglesia del monasterio de San Miguel de los Reyes (Museo de Bellas
Artes de Valencia). Aunque pueden advertirse en él vínculos con la obra de
igual asunto pintada treinta años atrás por su padre, se trata de una obra
estilísticamente más avanzada, con un lenguaje plenamente naturalista y una
técnica de pincelada abreviada en algunas zonas que será característica
peculiar de su estilo. Sólo un año más tarde debió de pintar los pequeños lienzos
de la predela de un altar para la cofradía del Rosario en la parroquia
de Torrente, muy elogiados por Palomino, donde las enseñanzas paternas se
funden con las influencias de Pedro de Orrente, llegado a Valencia ese
mismo año 1616 para pintar el San Sebastián de la catedral. Los
mismos recuerdos orrentescos se encuentran en la pequeña Adoración de los
pastores (Museo de Bellas Artes de Bilbao), de tono anecdótico y pastoril,
pintada con técnica de miniaturista y vibrantes pinceladas al reverso de una lámina
de cobre con un grabado, firmado, en el que con técnica más de dibujante que de
grabador representó la predicación de un fraile.
En febrero de 1618, con motivo de un pleito
entablado por su padre, quien se negaba a ocupar el cargo
de limosnero por sus muchas ocupaciones, se le preguntó a Francisco
Ribalta si no era verdad que su hijo Juan «va
ordinariamente vestido de seda y vestidos costosos, y suele llevar una cadena
de oro al cuello, y lleva de ordinario un criado que va tras él». El
síndico, queriendo demostrar la solvencia económica del padre, quiso saber
también si no era cierto que Juan «trabaja y pinta muy hábil y diestramente,
ganando muchos ducados para su padre», lo que éste negó, afirmando que había
gastado mucho en su educación y que sólo ahora empezaba a saber pintar, además
de que quería hacerlo para sí mismo, estando próximo a casarse, lo que hizo en
efecto en abril de ese año, contrayendo matrimonio con Mariana Roca de la
Serna, viuda de un doctor en medicina y con una posición social aventajada,
poniendo con todo ello de manifiesto las aspiraciones sociales del pintor.
De su esmerada educación pueden dar testimonio
los versos que escribió para el certamen con que se celebró en Valencia,
en 1618, la beatificación de Tomás de Villanueva, publicados en 1620, y
los elogios que le dedicó el poeta Gaspar de Aguilar. Es posible que a
esas relaciones con el mundo intelectual valenciano se deba la serie de 28
retratos de eminentes valencianos que poseyó don Diego de Vich con
atribución a Juan Ribalta, donados en 1641 al monasterio jerónimo de la Murta (Alcira)
y traspasados al Museo de Bellas Artes, aunque la autoría de la serie íntegra
no se pueda sostener. El documento de donación de la colección de Diego de Vich
al monasterio de la Murta permite comprobar, además, que Juan cultivó también
otros géneros de los que ninguna muestra se ha conservado, como el bodegón y
la pintura de costumbres, mencionándose entre obras de Paul Brill,
Orrente y otros, unos lienzos atribuidos a Juan Ribalta de un plato de
uvas, un hombrecillo que saluda y otro llamado de los pícaros
que juegan, además de una Santa Cecilia o la Música de padre e hijo.
En 1618 firmó y fechó el San Jerónimo en
su estudio del Museo Nacional de Arte de Cataluña, obra clave para
fijar su estilo en la que, aún tomando como modelo el conocido grabado de Durero,
la figura del santo responde a un tipo muy personal y casi vulgar en su crudo
naturalismo. Su independencia profesional, con todo, no significó
desvincularse del taller paterno en el que debió de asumir a partir de estas
fechas un mayor protagonismo. Para hacer frente a los compromisos del taller
con el obispo de Segorbe Pedro Ginés de Casanova, marchó hacia 1619 a
la zona alta de Castellón en unión de su cuñado Vicente Castelló y
en compañía de Abdón Castañeda, formando un equipo que trabajó en años
sucesivos en Jérica y la cartuja de Valdecristo, además de en la
propia localidad de Segorbe donde pintaron dos cuadros hoy perdidos para su
catedral y los altares del monasterio de agustinas de San Martín, donde
pertenecía a Juan el gran lienzo del titular de su retablo mayor, quemado
en 1936. En 1621 contrató con el obispo de Segorbe la pintura con escenas
de la vida de la Virgen de las puertas del monumental retablo de Andilla,
labor por la que los tres miembros del equipo cobrarán escalonadamente entre
1622 y 1626, correspondiendo el último pago a Juan a 1624. Obra hecha en
colaboración, sólo uno de los grandes lienzos de este encargo, el de
la Presentación de la Virgen, está firmado por él, pudiendo corresponderle
también los lienzos del Abrazo en la puerta
dorada, Visitación y Circuncisión. Se advierte en ellos todavía
muy vivo el recuerdo de lo escurialense, muy especialmente en el citado de
la Presentación de la Virgen en el que es clara la evocación del
fresco de Pellegrino Tibaldi en el claustro del Monasterio de El
Escorial, lo que ha hecho pensar que los diseños para el conjunto fuesen
proporcionados por el padre, «cabeza
oficial del taller»; pero la supervisión general del encargo y la
ejecución, cuando menos, de la firmada Presentación es, sin duda, la
característica del hijo, con su técnica de pincelada precisa y menuda.
A este momento han de pertenecer los cuatro
evangelistas emparejados en dos lienzos del Museo del Prado, atribuidos en
alguna ocasión al padre, y el monumental San Juan Evangelista, firmado,
del mismo museo, cuyo fuerte acento tenebrista podría ponerse en relación con
las últimas obras paternas. Consta que al menos desde enero de 1627 se
encontraba de nuevo en Valencia, donde cobró por una Virgen
María pintada para la condesa de Cocentaina y parece probable que
colaborase en la realización del retablo mayor de la cartuja de Porta-Coeli,
contratado por su padre en 1624, advirtiéndose su mano en el San Pedro de
unas de las puertas del transagrario.
En enero de 1628, a la muerte de su padre,
entabló pleito contra su hermana Mariana, monja profesa, alegando que ya había
recibido con la dote su parte de la herencia. Sólo nueve meses después, el 9 de
octubre, fallecía también Juan, a causa probablemente de una epidemia de tifus,
nombrando albaceas al escultor Juan Miguel Orliéns y a su cuñado
Vicente Castelló, siendo enterrado en la parroquia de los Santos Juanes junto a
su padre.
Preparativos
para la Crucifixión, 1615.
Monasterio de San Miguel de los Reyes de
Valencia
Procedente de la iglesia del monasterio de San
Miguel de los Reyes de Valencia, este gran lienzo, firmado y fechado por Juan
Ribalta en 1615, es un referente de primer orden en la producción primera del
joven pintor, en la que tuvo presente otra versión de este tema realizada por
su padre y maestro conservada en el Ermitage. Esta pintura de Juan Ribalta,
concebida con iluminación tenebrista, presenta algunos tipos de eco
caravaggiesco seguramente debidos a una copia de la Crucifixión de San Pedro de
Caravaggio en la colección del arzobispo Juan de Ribera.
Adoración
de los pastores, 1616. (Museo de Bellas Artes de Bilbao)
La Adoración de los pastores, de Juan Ribalta
(Madrid, c. 1596/1597-Valencia, 1628), ha gozado desde hace mucho de la más
alta consideración entre los historiadores de arte, hasta el punto de que se ha
llegado a afirmar que la pintura es la obra maestra de este malogrado artista.
Hace más de veinte años, la obra se incluyó en una pionera exposición
monográfica dedicada a la pintura valenciana del siglo XVII. Aquella exposición
sirvió para atraer la atención sobre el carácter único, en cuanto a las
dimensiones y el soporte utilizado, de este cuadro dentro del corpus de obras
conocidas del artista y de su padre, Francisco Ribalta (1565-1628), así como en
la producción artística de sus contemporáneos valencianos. Desde entonces, el
cuadro ha permanecido en un discreto segundo plano para los estudiosos. La obra
fue pintada sobre el reverso plano y sin grabar de una plancha de cobre
preparada para sacar una impresión, en cuyo anverso aparece un aguafuerte que
representa la historia de San Antonio (1195-1231) predicando a los peces en el
puerto italiano de Rimini.
La Adoración de los pastores es la única
pintura sobre cobre conocida hasta hoy de Juan Ribalta. Pudo tratarse de un
trabajo aislado, pero lo que resulta evidente es que aprovechó la oportunidad
de reutilizar una plancha de cobre, adquirida para la producción de un grabado,
como soporte de una pintura al óleo.
Las obras realizadas sobre planchas de cobre se
asociaban de manera particular con los especialistas flamencos, pero algunas de
ellas fueron importadas de Italia. Quizá como respuesta a estas obras
italianas, los artistas de la Corte, Eugenio Cajés (1575-1634) y Juan Bautista
Maíno (1581-1649), también pintaron algunas. Existen referencias documentales
acerca de otras obras realizadas por Francisco Ribalta sobre soportes
metálicos. Por otra parte, la escasez de cuadros sobre este tipo de soporte
ejecutados por artistas valencianos de la época y conocidos actualmente nos
sugiere que no formaban parte de su práctica habitual. Es posible que La
Adoración de los pastores de Juan Ribalta no fuera nunca considerada como un
cuadro independiente, con marco propio, es decir, podría encontrarse integrada
en un mueble. Su tamaño, forma y soporte corresponden a la anterior utilización
como plancha para un grabado. Sin embargo, el cuadro pudo haberse insertado en
las gradas del altar de una capilla de reducidas dimensiones o de un oratorio.
Incluso podría proceder de la base de un pequeño retablo o relicario, un tipo
de trabajo ejecutado habitualmente por Francisco Ribalta.
Evidentemente, esta pintura de La Adoración de
los pastores no es obra de un principiante, aunque la relación cronológica de
la supuesta fecha de ejecución de la misma, hacia 1620, con respecto a la del
grabado, no está clara. Pese a las reducidas dimensiones de la obra, impuestas
–lógicamente– por las dimensiones de la plancha de cobre reciclada, la técnica
utilizada es coherente con la de las grandes obras al óleo de Juan Ribalta.
Esto puede deberse a que el artista no tenía la costumbre de trabajar a escala
tan reducida. Se nos antoja asimismo significativo a este respecto el que no
haya adoptado el enfoque de un miniaturista, según la práctica convencional a
la hora de realizar pequeñas composiciones sobre planchas de cobre. En términos
generales, los pintores aprovechaban las posibilidades de la superficie rígida
y pulida de este tipo de soporte para plasmar obras con gran detalle, que
invitaban al espectador a examinarlas con detenimiento, tal y como se aprecia
en La Adoración de los Reyes de Pietro de Lignis, un artista flamenco que trabajaba
en Roma. En la obra de Juan, nuestro artista parece pintar directamente sobre
la superficie rígida de cobre, sin capa de preparación aplicada previamente,
como se desprende de un análisis de algunas zonas de la superficie, en las que
ha habido pérdida de pintura. El artista ha utilizado pequeños pinceles con
espontaneidad y libertad –como se ve en la factura pastosa del paisaje y el
río–, plasmando las pinceladas con notable inmediatez sobre la superficie no
absorbente del cobre. La sutileza de la mano del artista se puede apreciar,
sobre todo, en dos hebras de paja en primer plano, a la derecha de la imagen,
consistentes en una fina línea de color, así como en la sombra que las
acompaña. La representación de La Adoración de los pastores de Ribalta se
caracteriza por ser relativamente «naturalista», muy diferente del retablo
monumental de Giovanni Bizzelli en la iglesia del Patriarca Ribera.
La versión a gran escala de Ribalta sobre el
mismo tema, que se encuentra en Torrent (Valencia), es un nocturno que sigue la
tradición según la cual la Virgen da a luz a medianoche, y que tanto juego dio
a los artistas, permitiéndoles representar todo un espectro de efectos
lumínicos. Sin embargo, en su pintura sobre cobre, las figuras están
representadas a plena luz del día, sin halo ni luz celestial ni acompañamiento
divino de ningún tipo. La modulación de la iluminación «realista» es
especialmente sutil en el núcleo narrativo de la escena, donde la Virgen es
representada en penumbra, debido a la sombra proporcionada por un pastor en
pie, y vista a contraluz gracias a la casa de labranza, muy iluminada, al
fondo. La forma en que Ribalta trata este tema puede tener relación con la
llegada a Valencia en 1616 de Pedro Orrente (1580-1645), cuya fama se basaba en
las narraciones campestres de motivos bíblicos al estilo de Bassano. De las
obras de este artista, la que más se adecuaba a los propósitos de Ribalta era
la Adoración del Niño por los pastores. Aunque Francisco Ribalta minimizara las
bondades del arte de su rival, las obras de Orrente pudieron animar a su hijo a
representar la escena como un acontecimiento «real». El perro, que se encuentra en el primer plano de la
composición de Juan –su representación se ha captado perfectamente y la textura
de su pelo ha sido trabajada con especial cuidado–, puede considerarse una
referencia directa a las obras de Orrente. De acuerdo con el enfoque de este
último, las humildes figuras de los pastores en el cuadro de Ribalta tienen un
aspecto relativamente digno. Acaban de llegar al establo dos pastores con sus
modestas ofrendas de corderos –símbolos de Cristo–. Una vieja, también recién
llegada, trae una gallina, y un niño, una cesta de fruta. Aquí no existe un
equivalente con el pastor de aspecto tosco, representado de perfil cerca de
Cristo, del cuadro localizado en Torrent. Sin embargo, puede que Juan haya
ensayado una especie de broma visual, referida a la naturaleza ruda de los
pastores, mediante los cuernos del buey, que parecen surgir de la cabeza del
rubio pastor de rodillas ante el Niño. Juan Ribalta ha situado la narración en
un establo realista, con una casa de labranza entrevista al fondo. Esta
sencilla construcción consiste en unas columnas de ladrillo –con troncos de
árboles sirviendo de contrafuertes–, sobre las que se apoyan unas vigas de
madera, y una techumbre de un entramado de ramas revestida con tejas de barro.
Algunas hierbas cuelgan de la cubierta del refugio, y a través de algunos
agujeros en la misma, se vislumbra el cielo. Es evidente que el suelo de tierra
ha sido desgastado por los animales; en primer plano del exterior crecen
matojos de hierbas. A la derecha se aprecian un muro de mampostería y un arco,
probablemente representando un pozo. La preocupación de Ribalta por la
verosimilitud de este elemento puede apreciarse en los cambios que realizó al
contorno de la estructura detrás del buey y de San José; la especie de
terraplén se sustituyó por el perfil escalonado de mampostería del pozo. Los
palos de madera que se proyectan en la parte superior del muro pueden haberse
utilizado para bajar los cubos dentro del pozo. Una alcarraza blanca sobre el
muro podría servir como recipiente apropiado para que las personas bebieran
agua. El platillo blanco, delante del pesebre, contendría agua destinada a los
perros o gallinas. El buey y el asno de San José, presencias tradicionales en
las representaciones de este tema, también se encuentran en este escenario
realista. El buey está atado con una cuerda anudada a un anillo de hierro
inserto en el muro trasero. Parece estar colocado sobre un escalón que conduce
al pozo, lo que provoca que el lomo del animal esté levantado. Quizá se
alimenta en el pesebre, aunque da la sensación de haberse arrodillado ante
Cristo, de acuerdo con la tradicional forma de narrar la historia de la
Natividad. El Niño se encuentra en un pesebre lleno de paja para los animales,
lo que supone otro detalle tradicional. La lúcida organización del espacio de
la composición, en términos de ubicación y dimensiones de las figuras dentro de
un amplio campo visual, sugiere que la pintura podría transferirse a un formato
mayor sin pérdida alguna de coherencia plástica, algo que también sería válido
para las figuras, cuyos movimientos y gestos son claros e inteligibles. Esto se
puede apreciar, por ejemplo, en la postura del pastor que se apoya en una vara,
con el pie izquierdo sobre el derecho. En términos narrativos, Juan pone en
conexión a todas las figuras con el centro neurálgico de la escena, en el que
la Virgen enseña el recién nacido a los pastores. A fin de garantizar la
relación y la unidad de acción entre las distintas figuras, el artista ha
abusado quizá de las actitudes gestuales: un niño indica el camino a los
pastores que van llegando, un pastor arrodillado muestra el Niño a un compañero
que acaba de presentarse y San José lo señala a dos viajeros. San José está
envuelto en una «histórica»
indumentaria intemporal azul y verde. La Virgen viste una túnica color morado y
manto azul, que utiliza para tapar al Niño. Los pastores, sin embargo, visten la
ropa de los campesinos de la época. En este sentido, Ribalta parece haber
seguido el ejemplo de Orrente, en cuyas obras los temas bíblicos se actualizan
con figuras de condición humilde ataviadas con ropa contemporánea. El pastor
del centro en el cuadro de Ribalta viste una montera roja, cuyo color sirve
como foco de atracción para llevar la vista del espectador hacia el núcleo
narrativo de la composición. Viste un sayo corto con mangas, y de un cinturón
cuelga una calabaza para llevar agua. Otro tipo de vestimenta corta, el jubón
que llevan otros pastores, hubiera sido identificado igualmente como atuendo
típico de los campesinos, a los ojos de los espectadores urbanos. Los pastores
van descalzos, siendo éste uno de los indicios más evidentes de su pobreza y,
en este contexto, de su virtud «apostólica» como humildes seguidores de Cristo.
También están desgastados y raídos los rudos calzones cortos de las tres
figuras descalzas, al igual que el paño blanco sobre el que el Niño descansa.
Un toque de pigmento color ocre insinúa el muslo del pastor arrodillado, que se
vislumbra a través de un agujero en el pantalón blanco. El desgarrón en la
entrepierna del pantalón rojo del pastor que lleva un cordero nos permite ver
su ropa interior blanca. La vieja lleva un chal marrón sobre una larga túnica
verde, pantalón rojo y zapatos. La figura que viste una chaqueta roja, pantalón
verde y zapatos acaba de unirse al grupo.
Un pastor señala al Niño mientras se arrodilla
para adorarlo. Como se ha mencionado, San José también muestra el Niño a dos
viajeros, uno de los cuales lleva un cayado y una capa con capucha de lana sin
teñir, cuyo tejido y bordes raídos se han creado mediante pinceladas lineales.
Su pantalón calado, pasado de moda, aparece ahora raído; debajo lleva unos
leotardos grises, atados en la parte inferior con una cuerda, y zapatos rotos.
Su compañero de la derecha, vestido con chaleco rojo y chal de rayas y borlas,
mira con curiosidad hacia el pesebre. El hecho de que esta preciosa obra de
Juan Ribalta sea una de sus pinturas más valoradas actualmente no deja de tener
un poso de ironía, ya que constituye una excepción entre todas sus obras
conocidas. Es probable que tanto Juan como su padre realizaran otros cuadros de
dimensiones reducidas sobre planchas de cobre, pero éstos están aún por
descubrir. Para una mejor comprensión de la obra del Museo de Bellas Artes de
Bilbao, el presente trabajo ha tenido una doble vertiente. Por una parte, hemos
vuelto a examinar el objeto en sí, aprovechando al máximo las condiciones
inmejorables que ofrece un museo moderno y actualizado para este tipo de
investigaciones. El análisis en profundidad ha sido especialmente enriquecedor
en términos de los datos arrojados sobre la plancha utilizada como soporte del
cuadro. Por otra parte, intentamos ir más allá de las limitaciones
autoimpuestas por el tradicional estudio monográfico del artista, perfilando un
contexto más amplio, para situar mejor el grabado y la pintura. Por lo tanto,
en el presente trabajo no hemos pretendido volver a la cuestión del lugar que
ocupa la obra en el conjunto de la producción de la familia Ribalta o de la
escuela valenciana, ya estudiado por otros especialistas con gran éxito. Por el
contrario, nuestra pretensión ha sido considerar la función de ambas imágenes,
referenciando otros trabajos similares en la España de la época. Es evidente
que, desde una perspectiva más amplia, los artistas españoles no diferían de
sus homólogos en Europa y el Nuevo Mundo al realizar obras de dimensiones
reducidas sobre planchas de cobre.
San
jerónimo en su estudio, 1618. Museo Nacional de Arte de Cataluña.
Juan Ribalta nos muestra a San Jerónimo en su
estudio, como era habitual representarle. Al fondo, destacado por la luz de
otra habitación, se ve al león que constituye el atributo del santo. El
personaje escribe sobre su mesa y se rodea de objetos para la meditación
trascendental, como es la calavera que hay en el alféizar de la ventana cerrada
a su izquierda. La composición y la ejecución de la pincelada, así como la
elección de los colores, apuntan a la primera etapa del Barroco.
San Juan
Evangelista1618
- 1624.
Óleo sobre lienzo, 182 x 113 cm. Museo del
Prado
Juan Ribalta fue un artista precoz y de
gran talento formado junto a su padre, Francisco Ribalta, el pintor más
importante de la escuela valenciana de su época, y del que se diferencia sobre
todo por sus toques de pincel breve y abrupto. En esta monumental
representación de san Juan, el Evangelista parece buscar inspiración
en una pausa de la redacción de su texto sagrado.
San
Marcos y san Lucas. Hacia 1625.
Óleo sobre lienzo, 66 x 102 cm. Museo del
Prado
Juan Ribalta era hijo de Francisco, y
desarrolló su corta carrera en Valencia, donde se trasladó siendo niño con
su padre. Su estilo tiene como punto de referencia el de éste y, por lo tanto
contiene numerosas referencias naturalistas, que mezcla con un gusto personal
por el cromatismo. Sus mejores cualidades se advierten en esta obra, que forma
pareja con el siguiente San Mateo y san Juan Evangelista en la que se representan los otros dos
evangelistas. Su tema y su formato sugieren que formaron parte del banco de
algún retablo. Están realizadas con pinceladas menudas, de delicado trazo,
propias de un miniaturista preciso, de un excelente dibujante. Se aprecia
además en ellas la importante influencia que ejerció en Valencia el
pintor Pedro de Orrente, quien gustó de representar la historia sagrada en
clave de pintura de género. Probablemente fueron adquiridas en 1802
por Carlos IV durante el viaje que realizó a Valencia, y durante
mucho tiempo se atribuyeron al padre. La composición es muy singular, y tanto
el dibujo como el modelado de las figuras están muy cuidados y revelan a un
artista seguro y de notables dotes.
Pintor del
barroco español, nacido en Cocentaina (Alicante) y establecido
en Valencia donde, a partir de la muerte de los Ribalta en 1628, se
convirtió en el pintor de mayor prestigio de la ciudad y cabeza indiscutible de
la escuela valenciana. Formado con su padre, Jerónimo Rodríguez de
Espinosa, fue un artista precoz de quien se conoce una pequeña tabla firmada
con doce años. En la formación de su estilo fue determinante la influencia
de Francisco Ribalta aunque su obra también estuvo influenciada
por Juan Ribalta, de su misma edad pero con más avanzada estética, y Pedro
de Orrente.
Su producción fue muy abundante y, a pesar de
las muchas pérdidas documentadas, se conserva un elevado número de obras.
Aunque centrado básicamente en la pintura religiosa hagiográfica y
del Nuevo Testamento, cultivó también el retrato al que le predisponía su
formación naturalista. Con dotes de buen colorista, su estilo, basado
esencialmente en el naturalismo tenebrista de entonación cálida a la
manera de los Ribalta, apenas evolucionó, aislado en Valencia de las corrientes
del barroco decorativo que triunfaban contemporáneamente en Madrid y en
Sevilla.
Hijo de Jerónimo Rodríguez de Espinosa,
natural de Valladolid, y de Aldonza Lleó, de familia hidalga, fue
bautizado el 20 de julio de 1600 en Cocentaina. Su
padre, pintor discreto de formación manierista, se había establecido en
aquella población en 1596 y con él hubo de formarse Jerónimo Jacinto, quien ya
en 1612 firmaba como «inventor» una pequeña tabla representando
el Nacimiento de un santo mártir, inspirada en un grabado de Cornelis
Cort sobre una composición de Federico Zuccaro. Aunque Palomino
afirma, y así se ha repetido, que fue discípulo de Ribalta, cuando llegó
a Valencia acompañando a su familia, quizá el mismo año en que firmó
la pequeña tablita, su formación como pintor había ya comenzado y todo indica
que prosiguió su aprendizaje dentro del seno familiar.
En 1616 se inscribió en el Colegio de Pintores
junto con su hermano Antonio Luis, de diez años, y un tal Juan Dose, discípulo
también de Jerónimo Rodríguez Espinosa, que Pérez Sánchez supone se trate
de Juan Do, quien más tarde aparecerá en Nápoles trabajando
con José de Ribera. Sin embargo, no fue admitido todavía como oficial,
imponiéndosele como condición continuar trabajando para su padre tres años más
—había declarado llevar uno a su servicio— aunque si su padre muriese antes de
ese tiempo se le tendría como maestro examinado. El Colegio de Pintores era una
poderosa organización gremial impulsada por Francisco Ribalta y fundada en 1607,
sobre la que pesaba una orden de prohibición dictada por un edicto real el
mismo año del ingreso de Espinosa, al haberse opuesto a su actividad otros
pintores. Pero prueba de su pujanza es que el Colegio, a pesar de ese edicto,
no desapareció, y todavía en 1686 sus miembros se oponían a la creación de una
academia de arte local, que le hubiese hecho la competencia. A su existencia, y
a la prohibición de trabajar en la región a los artistas que no fuesen de
Valencia, según fijaban sus estatutos, achaca Jonathan Brown el aislamiento en
que vivió la pintura valenciana del siglo XVII.
Viviendo todavía en la casa de su padre y sin
mudar de residencia, en 1622 Espinosa contrajo matrimonio con Jerónima de
Castro, hija de un comerciante valenciano. Un año después firmó su primera obra
importante, El milagro del Cristo del Rescate, recogiendo una piadosa
tradición local cuya devoción difundían los agustinos del convento de
Santa Tecla para el que se pintó. Espinosa mostraba ya en ese lienzo un estilo
plenamente formado, por lo que no tardarían en llegarle nuevos encargos de
otros conventos valencianos, además de un primer retrato magistralmente
resuelto, el del dominico Jerónimo Mos conservado actualmente en
el Museo de Bellas Artes de Valencia.
En 1631 nació su segundo hijo, Jacinto Raimundo
Feliciano, quien —muerto prematuramente el mayor— continuará el oficio paterno.
Noticias documentales para estos años y hasta 1640 dan cuenta de los encargos
de numerosas obras, en su mayor parte perdidas, ejecutadas tanto para conventos
de las más diversas órdenes como para la nobleza local. En años sucesivos, y
especialmente en los últimos diez años de su vida, en los que firmó muchas de
sus obras maestras, tendrá también como clientes a la catedral, para la que
pintó varios retratos de obispos con destino a la Sala Capitular, la
Universidad y la propia Ciudad, especialmente con ocasión de las fiestas por el
Breve Pontificio de 1661 por el que se autorizaba el culto a la Inmaculada
Concepción, para las que pintó el gran lienzo de la Inmaculada y los
jurados con los retratos de los síndicos.
Ninguna noticia altera lo que parece una vida
tranquila y familiar. En su casa disponía de dos sirvientas y en algunos
momentos de un aprendiz, además de acoger a una cuñada. Su religiosidad se pone
de manifiesto con su pertenencia a una cofradía en el convento de Santa
Catalina de Sena y, más aún, con ocasión de la peste de 1646, cuando, al sufrir
una «destilación de la cabeza, que le caía en la garganta, y le fatigaba muchos
días», seguido de la formación de un bubón en la garganta, hizo voto a
san Luis Beltrán de pintarle un cuadro para el retablo de su capilla.
Una vez sano, atribuyó su curación a un milagro del santo, según hacía constar
en la declaración testifical que prestó con tal motivo, publicada en 1743 por
el padre Vidal en su Vida de san Luis Beltrán.
Cumpliendo con el voto, en 1653 hizo entrega al
convento de Santo Domingo del cuadro dedicado a la Muerte de san Luis
Beltrán, colocado en el retablo de su capilla para la que dos años más tarde
pintó otros cuatro lienzos con milagros del santo, pagados estos por el
convento. Fue en este convento donde pidió ser enterrado en el testamento que
dictó apresuradamente el 20 de febrero de 1667, vestido con hábito dominico y
en la iglesia, frente al altar de ánimas, en la tumba de los Ivars, familia
noble de Cocentaina. Debió de morir ese mismo día, pues el 21 fue enterrado
conforme a sus disposiciones testamentarias.
Al morir dejaba una obra inacabada de
infrecuente iconografía, el Martirio de san Leodicio y santa
Gliseria, conservado en el colegio del Corpus Christi de Valencia, que sería
concluido por su hijo Jacinto Espinosa de Castro (1631-1707), el más directo
seguidor del estilo paterno que se prolongará con él hasta entrado el siglo
XVIII. Influencias de su estilo se perciben también en pintores
como Urbano Fos, Pablo Pontons o el murciano Mateo Gilarte,
aunque de ninguno de ellos pueda afirmarse con seguridad que fuese discípulo
directo.
Estilo y
obras
La primera obra pública, El milagro del
Cristo del Rescate de 1623, es ya una obra maestra de fuerte naturalismo y
composición prieta, con el característico horror al vacío del círculo
ribaltesco. La novedad del asunto, sin precedentes iconográficos, obligó
al pintor a inventar composición y tipos. Ciertas semejanzas con
los Preparativos de la crucifixión, obra también primeriza de Juan
Ribalta, a quien aproxima igualmente el tratamiento vibrante de los detalles de
naturaleza muerta, en nada desmerecen su originalidad. La iluminación demuestra
ya su pleno dominio de la técnica tenebrista con la que resaltará el
carácter escultórico del crucifijo puesto sobre la balanza, en escorzo y bien
resuelta su anatomía. Las figuras llevadas a primer término son auténticos retratos
que con sus gestos acompañan la acción. Su sentido narrativo se completa al
disponer en las lejanías, con un salto en las escalas, los momentos previos del
naufragio y el rescate del crucifijo en escenas nocturnas iluminadas con luces
plateadas. Se trata de un recurso narrativo que de igual modo empleará en
algunas de sus obras postreras de composición más compleja, como
la Aparición de san Pedro y san Pablo a Constantino del Museo de
Valencia. Su conocimiento del mundo ribaltesco, pero también lo más personal de
su estilo, quedaban, pues, anunciados en esta primera obra maestra.
La siguiente obra firmada, el Retrato del
padre Jerónimo Mos, anterior a 1628, demuestra sus excepcionales condiciones
para el retrato a la vez que su maestría en los detalles de naturaleza muerta.
La intensidad de su naturalismo y la gama de color proceden de Ribalta, pero la
pincelada se hace más fluida y ligera de pasta, con los toques restregados y
ligeros que serán característicos de su obra posterior. El Retrato de
don Felipe Vives de Cañamás y Mompalau, envuelto en la capa de la Orden de
Montesa, firmado y fechado en 1634, con el Retrato de don Francisco Vives
de Cañamás, conde de Faura, seguramente de fecha próxima, retratado junto a un
mastín de carácter naturalista, corroboran las dotes del pintor para este
género aunque a lo largo de su carrera lo cultivará poco, siendo ampliamente
superado por la pintura de género religioso que forma el grueso de su
producción.
Perdidas buena parte de las obras documentadas
en iglesias y conventos valencianos, y faltando la documentación para muchas de
las obras conservadas, no es posible una ordenación cronológica de su abundante
producción, raramente firmada. Impermeable a los cambios que se experimentan en
la corte, apenas se percibe evolución en su obra. Naturalismo
y tenebrismo, tomados de Francisco Ribalta y presentes en sus
primeras obras, nunca serán abandonados. Siendo la suya una pintura
esencialmente religiosa, destinada tanto a conventos, para los que trabajó con
frecuencia proporcionándoles extensas series hagiográficas, como para las
iglesias y la devoción privada, su naturalismo consistirá en infundir a los
relatos hagiográficos la inmediatez de lo cotidiano.
El rigor de sus composiciones, en las que a
menudo caerá en arcaísmos, y la monumentalidad de sus figuras, solemnes y
graves, «se hermana bien con la austera
concreción naturalista, consiguiendo figuras de noble apostura y muy humana
calidad».
El encuentro con Pedro de Orrente,
evidente sobre todo en las escasas obras de tema bíblico, reforzará en
Espinosa la atracción por lo cotidiano y la representación exacta de los
objetos de uso y los animales. En obras de pequeño formato, como
el Nacimiento de la Virgen de la parroquia de san Nicolás de
Valencia, la aproximación a Orrente es máxima, y se revela en el color
veneciano y en el tratamiento de las telas aterciopeladas tanto como en la
disposición general. También de Orrente parece provenir el tratamiento de las
glorias de ángeles, con escorzos aún manieristas, de las que hará una muy
personal interpretación en dos de sus obras maestras, la Muerte de san
Luis Beltrán y la Comunión de la Magdalena, al conjugar las actitudes
movidas de los angelotes característicos con el poderoso naturalismo de sus
ángeles mancebos.
Pero Espinosa no dudará, además, en recurrir a
modelos del pasado, vinculándose a toda la tradición valenciana, adaptando al
lenguaje naturalista la Visitación de Vicente Macip, actualmente
en el Museo del Prado, o la célebre Muerte de la
Virgen de Fernando Yáñez en las puertas del retablo de
la Catedral de Valencia.
Más problemático es el conocimiento de la obra
de Zurbarán, según defendió Elías Tormo, que se podría advertir en
algunas obras fechadas en torno a 1650 y singularmente en la Muerte de san
Luis Beltrán, que parece recordar el Entierro de san
Buenaventura pintado por Zurbarán en 1629 para el Colegio de san
Buenaventura de Sevilla. En la documentación valenciana relativa a Espinosa
existen algunos vacíos temporales, principalmente entre 1640 y 1647, años en
los que el pintor podría haberse ausentado de la ciudad, pero el hipotético
conocimiento de la obra de Zurbarán tropieza con una doble dificultad: la
ausencia de documentos que acrediten la realización de viajes fuera del Reino
de Valencia por una parte y, por la otra, la muy escasa o nula receptividad del
pintor a las corrientes artísticas más avanzadas que también hubiera encontrado
en el hipotético viaje a Sevilla.
A partir de 1653, lienzos para la capilla
de san Luis Beltrán del convento de Santo Domingo, se encuentra lo
mejor de su producción. Sus asuntos, milagros del santo cuando aún no había
sido canonizado ―lo sería en 1668― carecían de precedentes iconográficos pero
arraigaban en la tradición local. Los aciertos del pintor, en composición y
creación de tipos humanos, se advierten tanto como sus limitaciones al
continuar utilizando la luz fuerte y directa del tenebrismo para iluminar a sus
personajes, localizados en amplios paisajes. Para la Casa Profesa de los
jesuitas pintó en 1658 una nueva versión de la Visión de san
Ignacio que ya había abordado hacia 1630 con mayor sumisión a los modos
propios de la pintura manierista. Pero la mayor sobriedad de la nueva versión,
más ajustada además a la iconografía tradicional, se acompaña de un rompimiento
de gloria muy semejante en tipos e iluminación al de la versión pintada casi
treinta años atrás. En este sentido, las Inmaculadas que pintó
también en estos años, en pleno fervor inmaculista, solemnes y frontales, son
muy significativas del rezagamiento del pintor.
La Intercesión de san Pedro Nolasco por
unos frailes enfermos, el Milagroso hallazgo de la Virgen del Puig o
la Aparición de la Virgen a san Pedro Nolasco (1661), pintadas en sus
últimos años para los mercedarios de Valencia, son otras tantas obras maestras
sobriamente compuestas. La maestría en el tratamiento de los hábitos blancos,
realzados por la luz dirigida, y el realismo de los rostros en los que se
manifiesta intensa e íntima la piedad de los monjes, sólo serán superados por
la Comunión de la Magdalena de 1665, última obra firmada, tan
extraordinaria por el rigor en la composición, la atención a los detalles, los
efectos de contraluz en el rompimiento de gloria o la emoción en los rostros,
como arcaica por el tratamiento tenebrista de la luz, la presencia del donante
o los robustos angelotes.
Vendedores de frutas es, por su asunto,
obra excepcional en la producción del pintor, aunque su habilidad en el
tratamiento de los objetos de bodegón se pone de manifiesto también en algunas
de sus escenas religiosas. Adquirido por el Museo del Prado en 2008, solo la
aparición de la firma «Hierº Jacintº de
Espinosa f.» hizo posible su atribución al pintor, del que no se conocía
ninguna otra obra de género costumbrista ni referencias documentales que
indicasen su dedicación a ese género. Un segundo óleo, Cuatro pícaros
timando a un vendedor de quesos de cassoleta, mientras juegan a la apatusca,
con ciertas semejanzas en el tratamiento de rostros y manos, se le ha atribuido
posteriormente, abriendo la posibilidad de identificar nuevas obras de esta
naturaleza relacionadas con el pintor o con su círculo.
Trabajador concienzudo, han llegado de él
algunos dibujos que permiten hacerse una idea de su sistema de trabajo, con
estudios hechos del natural en los que se apoya el realismo de su pintura.
Por el contrario, la técnica empleada en la preparación de sus lienzos, a base
de una capa de cola y otra de aceite de linaza, le facilitaba el trabajo
rápido. Sobre la base, de tono cálido y brillante, restregaba el pincel a la
manera veneciana, con veladuras y pasta fluida. El resultado, la brillantez del
color elogiada por sus contemporáneos, ha tenido también como consecuencia la
ruina de muchos de sus cuadros, al adherirse deficientemente el color a la tela
por la dureza de la preparación.
El
milagro del Cristo del Rescate
Es la primera obra pública conservada
de Jerónimo Jacinto de Espinosa, firmada y fechada con precisión, haciendo
constar su edad, veintidós años. Fue pintado para el convento de los agustinos
de Santa Tecla de Valencia, pasando luego al que tenían extramuros de la
ciudad. En la actualidad el cuadro está en poder de los patronos del convento,
destruido en la guerra civil.
El asunto representado, el milagroso rescate de
un crucifijo que había caído en poder de piratas argelinos, carecía de
antecedentes iconográficos obligó al joven pintor a inventar
composición y tipos. Según la narración de fray Juan Ximénez que dos años
después de pintarse el cuadro publicó una Relación del milagrosos rescate
del Crucifijo de la monjas de San Joseph de Valencia que está en Santa Tecla,
unos comerciantes valencianos hallándose en Argel se ofrecieron a pagar su peso
en plata y, puesto en la balanza, se equilibró con sólo treinta reales. Llevado
a Valencia en 1560 recibió de inmediato amplio culto, siendo tenido por muy
milagroso.
Lo representado es el instante mismo en que los
dos platillos de la balanza se equilibran. Espinosa coloca la imagen de Cristo
en escorzo, bien resuelta su anatomía e intensamente iluminada por el foco de
luz procedente de la izquierda, con la que se subraya su carácter escultórico.
En composición apiñada, llevando las figuras al primer plano con cierto horror
al vacío, los protagonistas de la historia rodean la imagen de Cristo con
rostros expresivos: los mercaderes valencianos, uno de ellos arrodillado a la
derecha, con las manos llenas con las monedas que estaba dispuesto a seguir
colocando en el platillo, miran al Cristo con respeto y fervor. Entre ellos, el
pirata mira al fiel de la balanza con desconfianza y trata de desequilibrarla
con las manos, en tanto el cadí gesticula mostrando asombro. Sin apenas espacio
asoman las cabezas de algunos curiosos comentando el prodigio y un niño se
encarama a una escalera para observarlo mejor. En las lejanías, en escena
nocturna iluminada con luces plateadas, el mismo crucifijo es rescatado del
mar, con un salto notable en las escalas.
En esta primera obra Espinosa muestra ya el
conocimiento de la pintura de Francisco Ribalta tanto en la
composición apretada como en el tratamiento de la luz dirigida, en la que demuestra
ya un pleno dominio de la técnica tenebrista, que será la que siga
empleando a lo largo de su carrera. La habilidad y seguridad con que es capaz
de enfrentarse a un asunto nuevo, el magisterio que muestra en los detalles de
naturaleza muerta y el realismo con el que están tratados los rostros,
anticipan mucho de lo que será la obra futura de Espinosa.
Retrato
del padre Jerónimo Mos, 1626
Óleo sobre lienzo (205 x 112 cm.),
firmado, Museo de Bellas Artes de Valencia.
Esta obra maestra es de los primeros años del
pintor Jerónimo Jacinto Espinosa donde demuestra sus dotes para el retrato.
Capta al padre Jerónimo Mos, que aparece sentado con hábito dominico junto
a un bufete con un magnífico fragmento de naturaleza muerta con tintero, libro
y reloj. La obra se caracteriza por ser de una naturalidad muy intensa y con
una gama de color que procedían de Ribalta.
El retratado desempeñó importantes cargos
dentro de la orden de dominicos y aparece efigiado hacia 1628, año en que se
fecha la dedicatoria. En el ángulo inferior izquierdo aparece la firma de
Espinosa estampada sobre un papel doblado.
San Juan
Bautista. Jerónimo Jacinto Espinosa. 1645.
Óleo sobre lienzo, 112 x 91 cm. Museo del Prado
La figura del santo aparece sentado, de más de
medio cuerpo, con la mirada alzada, sosteniendo en su mano izquierda una cruz
realizada con cañas. Con la mano derecha señala al cordero, cuya cabeza podemos
observar en la esquina inferior izquierda de la composición, tomando modelos de
Orrente. El santo se dispone en una diagonal, mostrando su brazo derecho y su
torso desnudo, recibiendo un potente foco de luz desde la zona izquierda,
creando un sensacional efecto tenebrista de clara inspiración caravaggiesca.
Será en este tipo de composiciones protagonizadas por figuras aisladas, en las
que destaca su expresividad y el realismo de los modelos, con las que Espinosa
alcance el cenit de su estilo.
Comunión
de la Magdalena.
1655. Museo de BB.AA. de Valencia.
La que podría considerarse obra maestra del
pintor, es una pintura al óleo sobre lienzo, (315 x 226 cm.), pintada para los
capuchinos de Masamagrell, fundación de San Juan de Ribera que
puso la eucaristía en el centro de sus devociones. Garín pone
especial atención en la preparación del lienzo mediante la cola y el óxido de
hierro y el uso de entonaciones cálidas en base al ocre, técnica habitual del
pintor.
La composición, organizada básicamente en
líneas horizontales con la figura de San Maximino como eje, traza dos líneas
diagonales que se cruzan en el punto ocupado por la Sagrada Hostia. El
tratamiento de las diferentes texturas de las telas, las filigranas de la
casulla, el paño de comulgar o los manteles sobre el altar han sido
cuidadosamente descritos para así resaltar más el contraste con el paño burdo
que viste la santa, manifestándose el naturalismo del pintor en los pequeños
detalles. San Maximino ocupa el centro del cuadro recibiendo sobre él el foco
de luz, en tanto las restantes figuras surgen de las sombras tratadas con
veladuras y pincelada suelta, con técnica tenebrista.
La parte superior del cuadro la ocupa un rompimiento de gloria barroco con numerosos
querubines acompañando de manera dinámica a tres ángeles músicos que tocan el
laúd, la flauta y el arpa.
El tema de la eucaristía es uno de los más
repetidos en la iconografía de la Contrarreforma y
enlaza con la imagen de la Magdalena penitente, muy frecuente también en el
barroco por hacer relación a otro sacramento, el de la penitencia, cuestionado
por la Reforma protestante.
Paralelamente y en defensa de sus posiciones
doctrinales, la Iglesia Católica popularizará estos temas en imágenes de
devoción, mostrando en pinturas y sermones, de una manera didáctica, la
doctrina de la Iglesia acerca de los sacramentos como medios de salvación
eterna.
Ejemplos de la atención al tema de la
eucaristía en la pintura barroca, entre otros muchos, podrían ser La
última comunión de san Buenaventura de Zurbarán,
para los Franciscanos de Sevilla; La última comunión de san
Jerónimo de Annibale Carracci, para
los cartujos de Bolonia o La comunión de los Apóstoles de José de Ribera para la cartuja de Nápoles.
Del mismo modo, para la piedad cristiana los
arrepentimientos de san Pedro y María Magdalena serían temas de meditación y
ejemplos para oponerse a los protestantes. El cuadro, por tanto, podría
interpretarse como un tratado de dogmática barroca, que ensalza la penitencia
como camino de purgación de los pecados y paso previo a la comunión y la
eucaristía como sacramento, tal como quedó definido en las sesiones 13 y 22
del Concilio de Trento.
La fuente literaria se encuentra en la Leyenda
Dorada de Jacobo de la Vorágine en la
que se da cuenta de la última comunión de la Magdalena:
Al cabo
de un rato san Maximino mandó pasar al interior del oratorio a todo su clero y
al sacerdote que había actuado como recadero de la santa, y en presencia de
ellos administró a ésta en comunión el cuerpo y la sangre de Cristo, recibidos
por ella en su boca, mientras sus ojos se le inundaban de lágrimas. Momentos
después María Magdalena, allí mismo, ante la base del altar, tendíose en
tierra, y estando en esta actitud su alma emigró al Señor.
Son estos los personajes introducidos en el
cuadro, en el que María Magdalena se representa lacrimosa, con lágrimas de
sangre, como penitente vestida de sayal y con la calavera, representación
ascética de la vanitas, como reflexión acerca de la muerte. En la iconografía
de la calavera tuvieron mucho que ver los libros de meditación y especialmente
la piedad jesuítica, que recomendaba la visión de la calavera para despertar la
imaginación. De las órdenes religiosas cabe destacar a los capuchinos, muy
familiarizados con la meditación sobre la muerte tal como se nos presenta en su
iglesia de Roma. No es por tanto de extrañar que, en este cuadro, el viático de
la Magdalena vaya acompañado de la representación ascética de la muerte.
Respecto de la imagen del rompimiento de
gloria, la iconografía barroca ofrece numerosas muestras y el mismo Espinosa
realizará numerosas aberturas del cielo semejantes en otras obras de sus
últimos años de vida. En esta ocasión, sin embargo, incluye un ángel tocando el
laúd, de espaldas y recortado a contraluz, que introduce profundidad y es de lo
más avanzado en sentido barroco que llegase a realizar nunca.
Con San Maximino, que parece repetir el modelo
de un cuadro anterior dedicado a la Misa de San Pedro Pascual, otro
sacerdote arrodillado en la parte inferior derecha podría tratarse de un retrato del donante, de quien nada se sabe.
Aparentemente de menor escala, es buena muestra del arcaísmo del pintor,
apegado a fórmulas de representación tradicionales. Más interesante resulta la
imagen del ángel situado detrás de la santa, en posición de protegerla, que
podría representar la figura del Ángel Custodio. García Mahíques, en un estudio
sobre otro cuadro del autor para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús en
Valencia, la Visión de San Ignacio de 1630, con el Ángel Custodio
detrás del santo, suprimido en la versión definitiva de 1658, destaca el auge
que en el siglo XVII tuvo esta nueva devoción.
Vendedores
de frutas
Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 79,5 x 123
cm. Museo del Prado
Junto a un puesto de frutas vemos a un
estudiante pobre, o "capigorrón",
que da unas monedas a una vendedora de frutas pulcramente vestida, ante la que
se despliega una amplia variedad de melones y otras curcubitáceas, algunas de
ellas catadas. En el extremo derecho aparece un personaje desaseado, que cubre
su cabeza con una montera y viste ropa basta y en mal estado. Sostiene una
cesta con uvas, manzanas, nabos y un melón, sobre el que está posada una mosca.
Mientras come melón mira fijamente al exterior, y con su mirada, el plano tan
inmediato en el que se sitúa y la proyección hacia el exterior de su cuerpo
invade poderosamente el espacio del espectador. La obra contiene personajes,
acciones y objetos cargados de significado en la cultura popular de la época,
como el capigorrón, el acto de compra y venta, los melones catados y sin catar,
el contraste entre la pulcritud de la vendedora y el desaliño de su
acompañante, lo que parece una perdiz, etc.; todo lo cual invita a pensar en
una trama narrativa, y emparenta el cuadro con algunas piezas costumbristas
flamencas.
Se trata de una pintura hasta ahora inédita,
cuya atribución al pintor valenciano Jerónimo
Jacinto de Espinosa queda avalada por la firma, que apareció
durante el proceso de limpieza (Hier.o Jacint.o de Espinosa f.). Hasta ahora, no se conocían obras
de temática similar realizadas por este pintor, que se dedicó sobre todo a las
escenas religiosas, en las que cultivó un estilo naturalista y un tipo de
composiciones por lo general mucho más estáticas y convencionales que la de
este cuadro. La comparación de los tipos humanos de Vendedores de
frutas con otros cuadros del pintor ayuda a situar cronológicamente la
obra. La vendedora tiene unos rasgos parecidos a María, del cuadro San
Abraham ermitaño enseña a leer a su nieta María (colección particular:)
cejas muy precisamente delineadas, párpados caídos, labio superior mucho más
fino que el inferior, etc. Ese tipo de rostro vuelve a parecer en el Niño Jesús de la Misa de San Pedro Pascual (Museo de Valencia), que está firmado en 1660, mientras
que el cuadro anterior se ha fechado (aunque sin certeza documental) en torno a
1646. La comparación de las frutas que aparecen en la cesta con los bodegones
de Tomás Hiepes de mediados del siglo XVII sugiere también una fecha para el cuadro
posterior a 1650.
El interés de esta obra es múltiple. Por una
parte, enriquece el corpus relativamente limitado de la pintura
costumbrista española; por otra, desvela una faceta de su autor hasta ahora
desconocida; y además constituye un magnífico ejemplo de cómo este género
seguía leyes de composición propias y permitía al pintor ensayar enfoques y
estructuras narrativas mucho más libres de las que le obligaba la pintura
religiosa, mucho más condicionada por convenciones figurativas. La composición es
tan insólita en relación con el resto de la obra de Espinosa, que si no llega a estar firmada no habría
sido fácil vincularla a su nombre.
La misa
de San Gregorio
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 191 x 139
cm. Museo del Prado
Mientras el santo papa celebra la misa en la
basílica de Santa Cruz de Jerusalén, uno de los acólitos duda de la presencia
de Cristo en la eucaristía y en el
mismo momento, Cristo desciende sobre
el altar, desnudo, coronado de espinas, mostrando sus llagas, sostenido por dos
ángeles y rodeado de los atributos de la Pasión. El lienzo, que estuvo
atribuido a Francisco Ribalta cuando
compareció por vez primera en una venta pública en Nueva York (1916) fue ya reconocido como obra
juvenil del artista por Pérez Sánchez.
Martirio
de San Pedro Mártir
Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 199,5 x 104
cm. Museo del Prado
Este lienzo es una de las obras más
significativas de Espinosa en un período especialmente afortunado de su
producción, con una notable influencia de Pedro
Orrente, tanto en la gama tostada de su colorido como en el modo de
tratar las telas e incluso en los tipos humanos, de proporciones un tanto
rechonchas y rudos. La obra procede de un retablo de la iglesia valenciana de
San Nicolás, donde lo describió Teodoro Llorente en 1887, y donde al parecer se
conservó hasta la guerra civil. Constituía el lienzo central del conjunto y en
la predela figuraban tres lienzos apaisados de figuras pequeñas: el Nacimiento de la Virgen, la Adoración de los pastores y el Nacimiento de San Juan, todos de muy fuerte
impronta orrentesca, de los cuales sólo son visibles hoy en la iglesia el
primero y el último. El central, desaparecido, se conoce sólo por una
fotografía anterior a 1936.
No sabemos la fecha de este conjunto. Alcahalí
(1897) afirmaba, sin aportar prueba documental alguna, que Espinosa, en 1640,
pintó para la parroquia de San Nicolás un Martirio de San Pedro que seguramente será éste. No es
posible, por ahora, ratificar esa afirmación, pero en cualquier caso es obra
que debe corresponder a la producción central del artista, entre 1640 y 1660,
quizás hacia 1650, cuando son más fuertes los ecos de Orrente (muerto en Valencia en 1645), fundidos con los constantes
recuerdos del mundo ribaltesco. La composición, muy cerrada, e incluso prieta
en exceso, está resuelta con gran habilidad, y la luz dota de coherencia el
apretado grupo al iluminar intensamente la cabeza, las manos y las rodillas del
santo, dejando en una misteriosa penumbra todo lo que le rodea, salvo el
poderoso brazo del sayón que empuña el machete con que ha herido al santo, y
uno de los ángeles niños que portan la corona de gloria. En segundo término,
otro fraile abre las manos espantado, fundido en la sombra.
La Virgen
con el Niño en un trono con ángeles
Hacia 1661. Óleo sobre lienzo, 191,5 x 148
cm. Museo del Prado
En el conjunto de su producción conocida,
fechada entre 1653 y 1667, ocupan un lugar importante las obras dedicadas a la
representación de la Virgen con el Niño,
tema en el que logra creaciones muy personales. En la obra del Prado la Virgen aparece entronizada,
como Regina Angelorum, sosteniendo sobre sus rodillas al Niño, quien apoya
su mano izquierda sobre una bola del mundo rematada por una pequeña cruz, en
clara alusión a su condición de Redentor. El trono presenta un diseño de líneas
clásicas, y su único adorno lo constituyen la simulación escultórica de tres
cabezas de querubines y unas volutas, todo ello dispuesto sobre la moldura de
remate. La composición se completa con unos ángeles, infantiles y adultos,
dispuestos a ambos lados de la Virgen, a la que acompañan en señal de homenaje,
y dos parejas de querubines situados, respectivamente, en cada uno de los
ángulos superiores del cuadro.
Como es habitual en él, dispone las figuras muy
en primer plano, llenando por completo la composición, que está organizada
simétricamente, con la solemne monumentalidad, el severo equilibrio y la
planitud propios de su estilo. También corresponden a su manera de hacer los
intensos contrastes luminosos con los que acentúa la plasticidad de las formas,
que parecen emerger del oscuro fondo, así como el empleo de un lenguaje
inmediato y concreto en el tratamiento de los modelos, aunque la Virgen y el
Niño presentan un aspecto algo idealizado, quizás debido a la influencia de la
evolución de este tipo de representaciones en la pintura de la época.
Espinosa realizó creaciones muy personales en
este tema, definiendo una tipología que repitió con cierta frecuencia a lo
largo de su producción. Así sucede con los modelos de la Virgen y el Niño, que
presentan una evidente relación con otros ejemplos similares realizados por el
artista, como los de la Virgen del Rosario de
la Basílica de los Desamparados de Valencia o
los del cuadro de colección privada barcelonesa fechado en 1661. Precisamente
en torno a este año se puede situar la ejecución de la obra ahora estudiada, no
sólo por la clara relación ya señalada, sino también por el empleo en ambos
casos de una técnica similar, de escasa pasta y pincelada algo fluida,
cualidades propias de la etapa final del artista y únicas notas evolutivas que
pueden apreciarse en su trayectoria estilística. Con cierta frecuencia, también
utiliza en sus obras ángeles de apariencia adulta, lo que supone un dato
iconográfico evidentemente arcaizante en el contexto del siglo XVII. Entre otros ejemplos, son similares a los
que aquí aparecen los ángeles de los cuadros del Museo de Valencia La muerte de San Luis Beltrán y La aparición de Jesús a San Ignacio.
Aparición
de Cristo a San Ignacio
Importante cuadro de altar pintado por Espinosa
en 1631 para la capilla de San Ignacio de Loyola en la iglesia de la Compañía
de Valencia, ingresando posteriormente en el Museo con la desamortización.
Representa uno de los pasajes más conocidos de la iconografía ignaciana. Camino
de Roma para defender ante el Papa el proyecto de la orden por él fundada, se
le apareció Cristo con la cruz a cuestas, diciéndole: Yo te seré propicio en
Roma, según recoge el P. Ribadeneyra. Otra versión de San Ignacio en la Visión
de la Storta, realizada por el propio Espinosa y conservada también en el
Museo, sustituyó años más tarde este lienzo en el altar dedicado al santo
navarro.
La
Inmaculada Concepción con los Jurados de Valencia (1662)
La Inmaculada Concepción con los Jurados de
Valencia, pintado en Valencia por Jerónimo Jacinto de Espinosa en 1662, es uno
de los lienzos más impactantes del Siglo de Oro español. El cuadro, lleno de
significados superpuestos, es un compendio de historia política y de las
instituciones, arte religioso, retrato barroco y crónica de fiestas.
Espinosa efigió en esta obra a los nueve
representantes electos del gobierno municipal de Valencia en el momento de
pronunciar el voto de defensa de la doctrina de la Inmaculada Concepción. Así,
los nueve valencianos, que miran desafiantes al espectador, aparecen en el acto
de jurar su fidelidad a la imagen de la Virgen que, en el centro, preside la
escena. Este hecho histórico efectivamente ocurrió tal y como se nos narra en
la pintura, y supuso un momento de especial harmonía entre la monarquía de los
Habsburgo, la ciudad de Valencia, y el Papado, las tres autoridades cuyos
escudos aparecen pintados en el cuadro.
JOAN
JOSEP RIBERA y CUCÓ
(Játiva, 17 de
febrero de 1591 - Nápoles, Italia; 3 de
septiembre de 1652)
Conocido en español como José de Ribera, fue
un pintor, dibujante y grabador español del siglo
XVII, que desarrolló toda su carrera en Italia, inicialmente
en Roma y posteriormente en Nápoles. Fue también conocido por su
nombre italianizado Jusepe Ribera y por el apodo Lo
Spagnoletto («El Españolito»)
debido a su baja estatura y a que reivindicaba sus orígenes, siendo común que
firmara sus obras como español, valenciano y setabense, o bien simplemente
como español. En ocasiones lo hizo empleando la terminología latina «Josephus Ribera. Hispanus. Valentinus.
Setaben. (o Civitatis Setabis)», a lo que en ocasiones añadió «accademicus
Romanus», y sobre todo «Partenope»,
en alusión a su lugar de residencia.
Cultivó un estilo naturalista que
evolucionó del tenebrismo de Caravaggio hacia una estética
más colorista y luminosa, influida por Van Dyck y otros maestros.
Contribuyó a forjar la gran escuela napolitana (Giovanni
Lanfranco, Massimo Stanzione, Luca Giordano...), que le reconoció
como su maestro indiscutible; y sus obras, enviadas a España desde fecha muy
temprana, influyeron en técnica y modelos iconográficos a los pintores locales,
entre ellos Velázquez y Murillo. Sus grabados circularon por
media Europa y consta que hasta Rembrandt los conocía. Autor
prolífico y de éxito comercial, su fama reverdeció durante la eclosión
del realismo en el siglo XIX; fue un referente imprescindible para
realistas como Léon Bonnat. Algunas de sus obras fueron copiadas por
pintores de varios siglos, como Fragonard, Manet, Henri Matisse y Fortuny,
entre otros.
Ribera es un pintor destacado de la escuela
española, si bien su obra se hizo íntegramente en Italia y de hecho, no se
conocen ejemplos seguros de sus inicios en España. Etiquetado por largo tiempo
como un creador truculento y sombrío, mayormente por algunas de sus pinturas de
martirios, este prejuicio se ha diluido en las últimas décadas gracias a
múltiples exposiciones e investigaciones, que lo reivindican como creador
versátil y hábil colorista. Hallazgos recientes han ayudado a reconstruir su
primera producción en Italia, etapa a la que el Museo del
Prado dedicó una exposición en 2011.
José de Ribera nació en Játiva en
1591, hijo de Simón Ribera, zapatero de profesión, y de Margarita
Cucó. Tuvo un hermano llamado Juan que también hubo de dedicarse a la
pintura, aunque muy poco se sabe de él. Se sabe muy poco de la familia, pero se
supone que los Ribera vivieron con relativa holgura económica; la profesión de
zapatero era estimada ya que el calzado era una prenda de vestir de cierto lujo
en aquella época.
Ribera decidió marchar a Italia, donde seguiría
las huellas de Caravaggio. Siendo aún adolescente inició su viaje; primero
al norte, a Cremona, Milán y a Parma, para ir luego
a Roma, donde el artista conoció tanto la pintura clasicista
de Reni y Ludovico Carracci como el áspero tenebrismo que
desarrollaban los caravagistas holandeses residentes en la ciudad. La
reciente identificación de varias de sus obras juveniles demuestra que Ribera
fue uno de los primerísimos seguidores de Caravaggio; incluso se ha conjeturado
que pudo conocerle personalmente, ya que su traslado de Valencia a Italia hubo
de ser varios años antes de lo que los expertos creían, posiblemente en 1606.
Finalmente, Ribera decidió instalarse en
Nápoles, acaso al intuir que captaría una mayor clientela; la región era
un virreinato español y vivía una etapa de opulencia comercial que
fomentaba el mecenazgo artístico. La Iglesia católica y coleccionistas privados
(varios de ellos españoles como él) serían sus principales clientes.
En el verano de 1616 desembarcó
Ribera en la famosa metrópoli a la sombra del Vesubio. Pronto se asentó en
la casa del anciano pintor Giovanni Bernardino Azzolini, pintor que
entonces no era muy conocido, al cual se atribuye una obra en la iglesia
de Sant'Antonio al Seggio en Aversa: La coronación de la
Virgen entre los santos Andrés y Pedro. Sólo tres meses después se casó Ribera
con la hija de Azzolini, de dieciséis años de edad.
Había acabado su viaje, pero comenzaba el
apogeo de su arte. En pocos años, José de Ribera, al que llamaron lo
Spagnoletto, adquirió fama europea, gracias en gran parte a sus grabados;
se sabe que incluso Rembrandt los tenía.
El uso del tenebrismo de Caravaggio fue su
punto fuerte, si bien en su madurez evolucionaría hacia un estilo más ecléctico
y luminoso. Inició una intensa producción que lo mantuvo alejado de España, a
donde nunca regresó, pero se sintió unido a su país gracias a que Nápoles era
un virreinato español y punto de encuentro entre dos culturas figurativas, la
ibérica y la italiana. Se cuenta que cuando preguntaron a Ribera por qué no
regresaba a su país, él contestó: «En
Nápoles me siento bien apreciado y pagado, por lo que sigo el adagio tan
conocido: quien está bien, que no cambie». Y explicó: «Mi gran deseo es volver a España, pero hombres sabios me han dicho que
allí se pierde el respeto a los artistas cuando están presentes, pues España es
madre amantísima para los forasteros y madrastra cruel para sus hijos».
El apoyo de los virreyes y de otros altos
cargos de origen español explica que sus obras llegasen en abundancia a Madrid;
actualmente el Museo del Prado posee cincuenta y seis cuadros suyos,
otros siete atribuidos y once dibujos, lo que en total supone uno de los
mayores y mejores compendios de su obra incluyendo varias piezas maestras. Ya
en vida era famoso en su tierra natal y prueba de ello es
que Velázquez le visitó en Nápoles en 1630.
La fusión de influencias italianas y españolas
dio lugar a obras como el Sileno ebrio (1626, hoy en Capodimonte)
y El martirio de san Andrés (1628, en el Museo de Bellas Artes
de Budapest). Comenzó entonces la rivalidad entre Ribera y el otro gran
protagonista del siglo XVII napolitano, Massimo Stanzione.
En siglos posteriores, la apreciación del arte
de Ribera se vio condicionada por una leyenda negra que le presentaba
como un pintor fúnebre y desagradable, que pintaba obsesivamente temas
de martirios con un verismo truculento. Un escritor afirmó que
«Ribera empapaba el pincel en la sangre de los santos». Esta idea equivocada se
impuso en los siglos XVIII y XIX, en parte por escritores extranjeros que no
conocieron toda su producción. En realidad, Ribera evolucionó del tenebrismo
inicial a un estilo más luminoso y colorista, con influencias del Renacimiento
veneciano y de la escultura antigua, y supo plasmar con igual acierto lo bello
y lo terrible.
Su gama de colores se aclaró en la década de
1630, por influencia de Van Dyck, Guido Reni y otros pintores, y a pesar
de serios problemas de salud en la década siguiente, continuó produciendo obras
importantes hasta su muerte, acaecida el 3 de septiembre de 1652.
José de Ribera está sepultado en
la iglesia de Santa María del Parto en el
barrio Mergellina de Nápoles.
Entre los discípulos de Ribera se incluyen Francesco
Fracanzano, Luca Giordano y Bartolomeo Bassante. También ejerció
influencia en muchos otros, como el pintor flamenco Hendrick van Somer.
Etapas de
su obra
Los primeros años de Ribera han permanecido
sumidos en interrogantes por la carencia de documentación sobre él y por la
aparente desaparición de todas sus obras de esa época. Pero en la última
década, varios expertos han conseguido identificar como suyas más de treinta
pinturas sin firmar, que ayudan a reconstruir su juventud inmersa en el
tenebrismo de Caravaggio, del que hubo de ser uno de sus primeros difusores.
La obra firmada más antigua que se le conoce es
un San Jerónimo actualmente conservado
en Toronto, Canadá (Galería de Arte de Ontario), de hacia 1614;
en la firma Ribera se proclama «académico romano». Pero a pesar de la
inscripción, tal pintura fue discutida por los expertos hasta fecha reciente,
pues difería bastante del estilo conocido del maestro.
Las primeras obras juveniles de Ribera
aceptadas generalmente como autógrafas son cuatro óleos de una serie
de Los cinco sentidos (h. 1615), que ahora se hallan dispersos en
cuatro colecciones diferentes: Museo Franz Mayer (México, D.
F.), Museo Norton Simon (Pasadena), Wadsworth Atheneum (Hartford,
EE. UU.) y Colección Juan Abelló (Madrid). Una gran pintura, La
resurrección de Lázaro (h. 1616), fue adquirida por el Museo del
Prado en 2001, cuando su autoría era aún discutida. Hay que mencionar
además un Martirio de san Lorenzo recientemente autentificado en
la Basílica del Pilar de Zaragoza y un raro ejemplo de desnudo
femenino, Susana y los viejos (Madrid, propiedad privada).
La Galería Borghese de Roma posee El juicio de Salomón, obra que
se atribuía a un artista anónimo y que al asignarse a Ribera, ha permitido
indirectamente reatribuirle varias obras más. Se perdió un relevante cuadro
de San Martín compartiendo su capa con el pobre, pintado en Parma, si bien
subsiste una copia de él.
Década de
1620
Entre los
años 1620 y 1626 apenas se fechan obras pictóricas, pero a
este período corresponden la mayoría de sus grabados, técnica que cultivó con
maestría.
En esta época ya muestra su gusto por los
modelos de la vida cotidiana, de ruda presencia, que plasma con pinceladas
prietas y delimitadoras de modo semejante a lo que hacen caravaggistas
nórdicos, los cuales ejercen gran influencia en sus obras por su contacto en
Roma. A partir de 1626, se poseen abundantes obras fechadas que dan testimonio
de su maestría. Su pasta pictórica se hace más densa, modelada con el pincel y
subrayada por la luz con una casi obsesiva búsqueda de la verdad material,
táctil, de la realidad y su relieve.
Los años de la década de 1620 a 1630 son
aquellos en que, sin duda, Ribera dedicó más tiempo y atención al grabado
al aguafuerte, dejando algunas estampas de belleza y calidad
excepcionales: San Jerónimo leyendo (1624), El
poeta y Sileno ebrio (que repite su cuadro del Museo de
Capodimonte). Se le atribuyen en total 17 planchas, todas menos una anteriores
a 1630, y se cuenta que las grabó sólo con fines promocionales, para difundir
su arte y captar encargos de pinturas. Al alcanzar el éxito, Ribera dejaría de
grabar. Salvo alguna excepción, estos grabados repiten composiciones
previamente pintadas, si bien no son copias fieles, sino que introducen
variantes que mejoran su composición.
Entre los
años 1626 y 1632 realizó obras más rotundas que muestran su
fase más tenebrista. Son composiciones severas de grandes diagonales luminosas
que llenan la superficie, subrayando siempre la solemne monumentalidad del
conjunto con elementos de poderosa horizontalidad, como gruesas lápidas de
piedra o enormes troncos. Destaca la serie de "San Pedros" que pintó
a lo largo de esos años.
En 1629 el duque de Alcalá, Fernando
Afán de Ribera, es el nuevo virrey, y va a ser el nuevo mecenas del pintor; a
éste le encarga obras como La mujer barbuda (1631) o una serie
de Filósofos, en los que deja testimonio de su naturalismo más radical:
modelos de una vulgaridad casi hiriente, traducidos con una verdad intensísima.
Década de
1630
La década de 1630 es la más importante de
Ribera, tanto por el apogeo de su arte como por su éxito comercial. El pintor
aclara su paleta bajo influencia de Van Dyck y la pintura veneciana
del siglo anterior, sin rebajar la calidad de dibujo y la fidelidad naturalista.
Una gran Inmaculada, pintada para el Convento de las
Agustinas de Salamanca, es considerada una de las versiones más
importantes de tal tema dentro de la pintura europea, y se cree
que Murillo la tuvo en cuenta para sus populares versiones posteriores.
Sus temas pictóricos son mayormente religiosos;
el artista plasma de una forma muy explícita e intensamente emocional escenas
de martirios como el Martirio de San
Bartolomé (1644, MNAC de Barcelona) o el Martirio de
San Felipe (1639; Museo del Prado), así como representaciones
individuales de medias figuras o de cuerpo entero de los apóstoles
(Apostolados), especialmente los de San Pedro.
Sin embargo, realizó también obras de carácter
profano: figuras de filósofos (Arquímedes, 1630, Museo del Prado), temas
mitológicos como el Sileno ebrio del Museo de
Capodimonte de Nápoles de 1626 (es su primer cuadro firmado y
fechado), representaciones alegóricas de los sentidos (Alegoría del
tacto de 1632, Museo del Prado, conocido como El escultor ciego),
unos pocos cuadros de paisaje (dos se han identificado en el Palacio de
Monterrey de Salamanca) y algunos retratos como La mujer barbuda
(Magdalena Ventura con su marido) (1631, Fundación Casa Ducal de
Medinaceli, Hospital de Tavera, Toledo).
Década de
1640 y últimos años
La década de los 40, con las interrupciones
debidas a su enfermedad, acaso una trombosis (a pesar de la cual no
rompió la actividad del taller), supuso una serie de obras de un cierto
clasicismo en la composición, sin renunciar a la energía de ciertos rostros
individuales. En su última obra también experimenta de nuevo un cambio
estilístico que le devuelve en cierta medida a las composiciones tenebristas de
su primera etapa; las causas pudieron ser sus desgraciadas circunstancias
personales. Siguió siendo un artista de éxito comercial y prestigio, y fue
maestro de Luca Giordano en su taller napolitano, influyendo en su
estilo.
La crisis económica que sucedió a la revuelta
de Masaniello en Nápoles (1647) afectó a la producción pictórica de
Ribera, quien además se vería envuelto en un escándalo.
Para sofocar la revuelta, habían acudido a
Nápoles las tropas españolas bajo el mando de don Juan José de Austria,
hijo natural de Felipe IV. Ribera pintó un retrato de don Juan José a
caballo (Palacio Real de Madrid), que luego repitió en grabado; fue el
último aguafuerte que produjo, el cual en ediciones tardías fue
modificado para darle la identidad del rey Carlos II. También se atribuía a
Ribera un escudo del marqués de Tarifa, fechable hacia 1629-33, en el cual el
artista valenciano pudo grabar los angelotes de la parte superior; sin embargo,
los últimos estudios desestiman la autoría.
Hacia 1647 se produjo el escándalo que sacudió
la vejez del artista: según cuenta la tradición, una de las hijas de Ribera,
Margarita, fue seducida por don Juan José, una relación ilícita tratándose de
una pareja no casada. Hoy se cree que la joven en cuestión no era hija de
Ribera, sino una sobrina, pero el caso es que tras la revuelta y las peripecias
familiares, Ribera, enfermo, reduce considerablemente su trabajo.
Su taller ve reducido el número de oficiales,
huidos de Nápoles por temor a las represalias, y, sin embargo, todavía firma
alguna de sus obras maestras el mismo año de su muerte y da fin a ciclos
largamente meditados.
Son ejemplos de este momento La Inmaculada
Concepción (1650, Museo del Prado), San Jerónimo
penitente (1652, Museo del Prado) y una gran Sagrada
Familia (Metropolitan Museum, Nueva York), cuya ternura y riqueza de color
sintonizan con Guido Reni.
Ribera es una de las figuras capitales de
la pintura, no sólo de la española, sino de la europea del siglo XVII y,
en cierto modo una de las más influyentes ya que sus formas y modelos se
extienden por toda Italia, Centroeuropa y la Holanda de Rembrandt,
dejando una gran huella en España.
Pero la especial circunstancia de ser un
extranjero en Italia le ha hecho ser visto como una persona ajena a su
tradición y a sus gustos. A su llegada a Italia está en todo su apogeo la
novedad caravaggesca, en tensión con la renovación romano-boloñesa que
revivía el gusto clasicista. Por este motivo, adoptó
el tenebrismo que daban los flamencos y holandeses
presentes en Roma, pero no dejó de ver y asimilar algo de las formas bellas del
mundo clasicista.
Lord Byron decía de Ribera que pintaba con la
sangre de los santos, por su intensidad en el trazo, por su desgarrada anatomía
y por la truculencia de algunos temas. Pero Ribera no es rudo ni primitivo;
completa su formación enriqueciéndose con otras obras de la cultura italiana
que le son pronto familiares. Ante todo, el estudio de la gran pintura
del Renacimiento. En la educación de Ribera hay otro elemento que lo
distancia de los artistas españoles: es el estudio de la antigüedad clásica, al
modo que hacían los maestros renacentistas y barrocos europeos. Se
interesa por los temas mitológicos (si bien no tuvo muchos encargos de este
tipo) y estudia las esculturas del antiguo Imperio romano. Su
extraordinaria calidad como dibujante y su dominio de la anatomía también lo
alejan de los pintores españoles de su época, mayormente limitados por la
clientela religiosa y por cuestiones de moral.
A lo largo de sus obras, podemos visualizar que
Ribera no va a ser un pintor con un único registro, sino que su lenguaje va a
ceñirse con admirable precisión a cada uno de los hechos acaecidos. Superando
el tenebrismo inicial, volverá a los intensos contrastes de luz y de sombra
cuando ciertos asuntos lo exijan o cuando la iconografía lo reclame.
Podemos decir que es un creador extraordinario
ya que posee la capacidad de crear imágenes palpitantes de pasión verdadera al
servicio de una exaltación religiosa, que no es sólo española, sino de toda
la Contrarreforma católica y mediterránea; su maestría
colorista, que recoge toda la opulencia sensual de Venecia y de
Flandes, a la vez que es capaz de acordar las más refinadas gamas planteadas
del más recogido lirismo; y su inagotable capacidad de «inventor» de tipos
humanísticos que prestan su severa realidad a santos y filósofos antiguos con idéntica
gravedad, hacen de él una de las cumbres de su siglo.
En los últimos treinta años se han realizado
estudios, con los cuales surgieron nuevas exposiciones que fueron celebradas en
1992 en Nápoles, Madrid y Nueva York. Precedente de ello fue la
publicación, en la serie Clasici dell´Arte, de un catálogo casi completo
de las pinturas que se le atribuían. Con ello se puso a disposición de todos un
enorme caudal de obras que permitían abordar el estudio de este gran artista y
superar los prejuicios que distorsionaban su valoración. Ya en 2011, una
exposición en Madrid y Nápoles ha plasmado los últimos hallazgos sobre el
artista: su etapa inicial en Italia. Se han identificado como suyos más de
treinta óleos sin firmar, que demuestran su precoz maestría y lo sitúan entre
los primeros difusores del tenebrismo de Caravaggio.
Obras
Sileno
ebrio, 1626.
Museo de Capodimonte, Nápoles, Italia
Óleo sobre lienzo, 185 cm × 228 cm
Es la pintura firmada y fechada por Ribera más
antigua que se conoce; se conocen algunas otras obras tempranas con firma,
pero ninguna de ellas está fechada y ello dificulta determinar su cronología.
Realizado en Nápoles en 1626, este lienzo
perteneció a un célebre mercader y coleccionista nacido
en Flandes llamado Gaspare Roomer (1606-1674), quien se estableció en
Nápoles y llegó a reunir unos 1.500 cuadros. Sin embargo no fue él quien
encargó la obra pues consta que la adquirió al pintor Giacomo de
Castro en 1653, casi treinta años después de haberse pintado.
La composición alcanzó fama en fecha temprana
pues el mismo Ribera la reprodujo en una estampa al aguafuerte, fechada
dos años después, que se considera la obra más lograda y famosa de su labor
como grabador. En el grabado Ribera simplificó la escena, eliminando
varios elementos, y le dio un ambiente más diáfano al sustituir el murete del
fondo por un paisaje. Como es habitual en los grabados reproductivos, la imagen
impresa es invertida: Ribera la repitió al derecho en la matriz de cobre, y
debido al efecto especular las estampaciones salen al revés. Las estampaciones
de Sileno ebrio circularon en fecha temprana por Europa y dieron pie
a copias y derivaciones, tanto de la imagen general como de figuras aisladas,
realizadas por grabadores de varios países. Se puede citar un aguafuerte del
poco conocido Francesco Burani, que reinterpreta el Sileno
ebrio de Ribera dándole un tono más caricaturesco.
A finales del siglo XVIII, el cuadro
de Silenio ebrio forma parte de la colección de la casa Borbón
de Nápoles y consecuentemente es expuesta dentro del Museo de
Capodimonte.
La obra, cuyo fondo es un paisaje clásico, está
realizada con una pincelada gruesa para las figuras y personajes, mientras que
una más sutil, en negro, delimita los contornos ofreciendo un mayor efecto
tridimensional.
La figura central es la de Sileno, leal
compañero de Baco y el más borracho, más viejo y más sabio de sus
seguidores. Ribera le representa recostado junto a una gran tina de madera
(empleada para exprimir la uva en la vendimia) durante un festejo en honor de
Baco y en el acto de acercar un recipiente (una concha) a un personaje situado
detrás, quien vierte vino de un pellejo que porta sobre su hombro. Sileno se ha
acomodado sobre una tela o manta, ahora poco perceptible por el deterioro de su
color, y que en origen hubo de ser más clara. Posiblemente se había pintado de
azul con azurita, un colorante más delicado y económico que
el lapislázuli. En la derecha del lienzo se ve a Pan con orejas,
cuernos y pezuñas de cabra que corona a su hijo Sileno con unas hojas de parra.
En torno a Pan, se representan algunos otros objetos típicos del personaje como
el cayado, alusivo al pastoreo de ovejas, la tortuga (símbolo de la
pereza) y la caracola (símbolo que anuncia la muerte).
Al otro lado de la tela, en el ángulo inferior
izquierdo, una serpiente (símbolo de sabiduría) muerde un pergamino donde
aparece la fecha y firma. "Josephus
de Ribera, Hispanus, Valentín/ et academicus Romanus faciebat/ partenope 1626".
Arriba, en la esquina de la derecha, se asoma
el perfil de una Ninfa a quien Apolo (otros lo identifican
con Priapo) mira con deseo. En el lado opuesto, vemos a un
joven sátiro sonriente de orejas puntiagudas que alza una copa en su
mano y a su espalda un asno que rebuzna; el pormenor más jocoso del cuadro. El
asno es un animal asociado a Sileno dado que le lleva encima en el cortejo
báquico. Según el experto Alfonso Pérez Sánchez (catálogo
exposición Ribera, 1992) la inclusión del burro rebuznando alude a un
pasaje mitológico muy concreto: las intenciones sexuales
de Príapo con la ninfa Lotis, dormida tras una fiesta báquica.
Fue el asno de Sileno quien al rebuznar, impidió tal intentona.
En general Sileno ebrio se trata de
una representación mitológica de origen clásico como si fuese una escena de la
vida cotidiana, la cual retrata Ribera con una fuerte dosis de ironía y
jocosidad, algo que no tiene comparación con ningún otro pintor de aquellos
años.
Martirio
de San Andrés, 1628.
Museo de Bellas Artes de Budapest
Óleo sobre lienzo. 285 x 183 cm.
En esta espectacular composición Ribera nos
presenta el momento en que el apóstol está siendo atado a la cruz en aspa que
le caracteriza y rehúsa adorar la imagen de Zeus que le presenta el cónsul de
Patrás. El maestro valenciano se muestra como fiel heredero de la pintura
de Caravaggio, siguiendo con cierta fidelidad el Martirio de San Pedro al
colocar el escorzado cuerpo del santo en diagonal, iluminado de forma violenta
mientras las cabezas de los verdugos surgen desde las sombras. Al fondo contemplamos
cierta referencia cromática en la que se manifiesta la evolución de Ribera
hacia el pictoricismo. Pero aún se siente cómodo trabajando en un estilo
naturalista que interpreta a la perfección las anatomías o los ropajes, sin
renunciar a captar de manera espectacular los gestos y las actitudes. En este
caso contemplamos quietud en los preparativos del martirio, sin apostar por la
violencia de otras composiciones. La manera de trabajar del maestro sí ha
experimentado alguna variación ya que presenta mayores rugosidades en la
aplicación del óleo, que indican la evolución de su estilo.
San
Andrés, 1631.
Óleo sobre lienzo. 123 x 95 cm. Museo del Prado
Representa al apóstol Andrés
abrazado a la cruz en forma de aspa de su martirio. En la mano, lleva un
anzuelo con un pez, recordando su oficio
de pescador. Quedan fuertemente iluminados
el rostro y el torso desnudo del santo.
Esta obra estuvo en el monasterio de El Escorial.
Es un ejemplo del tenebrismo de la primera época de José de
Ribera, con marcados contrastes entre las zonas iluminadas y las sombrías.
Este cuadro presenta una figura aislada, Andrés el Apóstol. La luz le cae desde la izquierda,
violentamente. La figura está representada con gran realismo. Para este tipo de cuadros, Ribera copiaba
modelos del natural, como los propios pescadores de Nápoles.
Magdalena
Ventura, con su marido («La mujer barbuda»), 1631. Museo del Prado.
Óleo sobre lienzo, 196 x 127 cm.
Inscrito en la parte superior: «DE FOEMINIS
ITALIAM QVE GERENS MI [?R]ANDA FIGVRA ET PVERVM LACTANS OCVLIS MIRABILE
MONSTRVM» (Una mujer italiana de apariencia milagrosa que se nos muestra como
un admirable monstruo lactando a un niño).
Inscrito en los bloques de piedra a la derecha:
«EN MAGNV[M] / NATVRA / MIRACVLVM / MAGDALENA VENTVRA EX- / OPPIDO ACVMVLI APVD
/ SAMNITES WLGO, EL ABRVZZO, REGNI NEAPOLI-TANI ANNORVM 52 ET / QVOD INSOLENS
EST CV[M] / ANNVM 37 AGERET COE / PIT PUBESCERE, EOQVE / BARBA DEMISSA AC PRO-/
LIXA EST VT POTIVS / ALICVIVS MAGISTRI BARBATI / ESSE VIDEATVR, QVAM MV- /
LIERIS QVAE TRES FILIOS / ANTE AMISERIT QVOS EX / VIRO SVO FELICI DE AMICI /
QVEM ADESSE VIDES HABVERAT. / IOSEPHVS DE RIBERA HISPANVS CHRISTI CRVCE /
INSIGNITIVS SVI TEMPORIS ALTER APELLES / IVSSV FERDINANDI IJ / DVCIS, IIJ DE
ALCALÁ / NEAPOLI PROREGIS ADVIWM MIRE DEPINXIT. / XIIIJ KALEND. MART. / ANNO
MDCXXXI.»
(Un gran prodigio de la naturaleza Maddalena
Ventura del lugar de Accumoli de los Samnitas, vulgo Abruzzo, en el Reino de
Nápoles, de 52 años de edad. Y lo notable es que a los 37 años empezó a echar
barba, llegando a tenerla tan espesa y larga que más parece propia de un hombre
barbudo que de una mujer que ha parido tres hijos, como ella de su marido
Felice De Amici, a quien aquí se ve. Jusepe de Ribera, español, condecorado con
[la orden de] la Cruz de Cristo, en su tiempo otro Apeles, lo pintó del natural
para Fernando II, tercer duque de Alcalá, virrey de Nápoles, el 16 de febrero
del año 1631.)
Legado Lerma. Toledo, Palacio Tavera, Fundación Casa Ducal de Medinaceli.
Esta sorprendente pintura representa a una
mujer de los Abruzzos llamada Maddalena Ventura, que en 1631 ganó cierta
notoriedad en la corte virreinal de Nápoles por su acusado hirsutismo, que,
como declara la prolija inscripción del murete de piedra, empezó a manifestarse
cuando contaba treinta y siete años de edad. Fue invitada del virrey, el duque
de Alcalá, que llamó a Ribera para retratarla en el palacio real. El episodio
está recogido en una carta del 11 de febrero de 1631 escrita por Marc’Antonio
Padovanino, «residente», es decir, representante diplomático, veneciano en
Nápoles, al Senado de Venecia: «Nelle
stanze del Viceré stava un pittore famosissimo facendo un ritratto di una donna
Abbruzzese maritata e madre di molti figli, la quale ha la faccia totalmente
virile, con più di un palmo di barba nera bellissima, ed il petto tutto peloso,
si prese gusto sua Eccellenza di farmela vedere, come cosa meravigliosa, et
veramente è tale» (De Vito 1983).
Ni que decir que es el retrato de Ribera lo que
ha asegurado la fama de Maddalena Ventura a lo largo de los siglos. Se conocen
varias copias, y, cuando Goya dibujó una mujer barbuda con un niño en brazos
(Estados Unidos, colección particular), añadió esta inscripción: «Esta muger fue retratada en Nápoles por José
Ribera o el Españoleto, por los años de 1640».
Ribera la muestra dando el pecho a un niño,
pero dada su edad, cincuenta y dos años, y el exceso de hormonas masculinas que
la aquejaba, es obvio que no puede ser suyo; la inscripción especifica que
había tenido tres hijos de su marido, el tímido y afligido Felice De Amici que
acecha en la sombra a la izquierda, antes de que le saliera la barba. El rostro
de Maddalena, como comentó Padovanino, era «totalmente viril», y Ribera lo
representa sin el menor rastro de femineidad en los rasgos ni en la textura de
la piel. El niño figura, pues, como atributo paradójico de su sexo femenino y
su maternidad, lo mismo que el vestido, la cofia, el anillo de boda y el copo
de lana en un huso de metal (emblemas de la domesticidad femenina) sobre el
murete de la derecha.
Pérez Sánchez ha comentado que «la maestría del
artista ha conseguido transformar este «caso
clínico», anormal y casi repugnante, en una soberbia obra de arte, en la
que la belleza del tratamiento pictórico se alía a una evidente sugestión misteriosa»
(Ribera, 1591-1652 [Madrid] 1992, p. 228). La pintura demuestra así la
preocupación del artista por ofrecer un registro veraz de aquel fenómeno de la
naturaleza, que sin duda era lo que quería el cliente, y al mismo tiempo crear
una obra de arte digna de su fama. Fernando Afán de Ribera y Enríquez
(1583-1637), tercer duque de Alcalá y virrey de Nápoles entre 1629 y 1631, fue
un coleccionista de inclinaciones académicas y científicas —poseía numerosos
instrumentos científicos y matemáticos—, y el inventario de la colección que
reunió en la Casa de Pilatos de Sevilla (y la lista de la colección separada
que se vendió en Génova a su muerte en 1637) revela que además de «La mujer
barbuda» tuvo retratos de enanos y gigantes y pinturas de otros caprichos de la
naturaleza, como un toro con tres cuernos. En la inscripción Ribera se califica
con orgullo de nuevo Apeles de su tiempo, en alusión al mítico artista griego;
en el epíteto va implícito que pintaba para un nuevo Alejandro Magno, el duque
de Alcalá, que fue sin duda uno de sus mecenas más brillantes.
San
Pedro. Hacia 1630.
Óleo sobre lienzo, 75 x 64 cm. Museo del
Prado
Durante la Contrarreforma se hicieron
bastante populares las series de Apóstoles que generalmente los representan de
medio cuerpo, sobre fondo neutro y portando sus atributos iconográficos.
Constituían, por una parte, una derivación de los retablos tardomedievales, en
cuyos bancos y calles solían representarse santos aislados, de cuerpo entero y
medio cuerpo. Pero para entender su presencia y su popularidad hay que acudir
también a algunos libros con estampas, que subrayan la idea de serie. La
disposición en forma de serie de santos individuales constituía un instrumento
de gran valor pedagógico y decorativo, muy apto para integrarse en interiores
de carácter religioso. Además, en el caso del Apostolado, todos sus
integrantes habían sido objeto de representación figurativa desde los primeros
tiempos del arte cristiano, por lo que existía una tradición iconográfica muy
codificada que facilitaba su identificación a cualquier fiel.
Cada Apóstol estaba asociado a algún objeto
concreto, que tenía que ver con su martirio o con su personalidad religiosa; y
de muchos de ellos eran ampliamente conocidos algunos hechos relevantes de su
biografía. El Apostolado de Ribera se cita por primera vez en las
Colecciones Reales a finales del siglo XVIII y está integrada por
cuadros de muy distinta calidad, de manera que se mezclan en ellas obras con
amplia intervención del taller con piezas que son elaborados estudios de gran
precisión retratística en los que el pintor ha acertado a legarnos auténticos
arquetipos de Apóstoles. Entre los mejores figuran San Pedro, San
Pablo o San Bartolomé. Fue una de las varias series de Apóstoles que
se atribuyen a Ribera o a su taller y son muchas las copias que de los miembros
individuales de estos conjuntos se conservan.
Se ha fechado en los inicios de los años
treinta, a la luz de sus relaciones compositivas con los filósofos y
de su estilo, que muestra a un pintor que, sin abandonar el tenebrismo inicial,
va avanzando con paso firme hacia una pintura más segura, monumental y
personal. Fue adquirido por Carlos IV, procedente de la Casita del
Príncipe de El Escorial, de la que pasó al Museo del Prado.
La Inmaculada
Concepción (h. 1636).
El cuadro se encuentra en la iglesia
del Convento de las Agustinas
Recoletas de Salamanca situado frente a un lateral
del Palacio de Monterrey.
El cuadro representa a la Inmaculada
Concepción, es decir, a la Virgen María preservada por Dios del pecado original
desde su concepción. El dogma se proclamó en 1854, poniendo fin a una larga
controversia que había comenzado en el siglo XII y que tuvo su punto culminante
en la España del siglo XVII, cuando los protestantes no aceptaron esta creencia
popular. En el marco de la compleja historia de la formación iconográfica de la
Purísima hay varios momentos importantes, pero no será un tema frecuente en la
iconografía cristiana hasta este siglo XVII en el que se pinta en España una
serie numerosa de inmaculadas de gran calidad, pues era un tema muy popular.
Este gran lienzo forma parte del retablo de las Agustinas de Salamanca y fue
pintado al óleo por José de Ribera en el XVII.
El pintor Pacheco, maestro de Velázquez, había
dado la iconografía del tema: la virgen debía ser represantada en edad juvenil,
vestida con una túnica blanca y un manto azul, símbolos respectivamente de
pureza y eternidad (según la visión de Santa Brígida), coronada con las doce
estrellas y con la media luna a los pies. En el capítulo12 del Apocalipsis se
lee: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la
luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”. La
tradición ha identificado a esta Mujer con María. Ribera acepta la mayor parte
de esta iconografía, pero rompe con el modelo estático tradicional español de
Zurbarán o de Velázquez. Está influido por los pintores más luminosos del
momento en Italia, los hermanos Carracci, pero dota a la obra de una
espiritualidad propia del barroco español. En la parte baja del cuadro unos
angelitos llevan diversos atributos e invocaciones que la piedad popular
atribuye a la Virgen según las Letanías de Loreto: palmera, rama de olivo,
rosa, lirio, espejo sin mancha, torre de David, etc En la parte baja del cuadro
dos ángeles mancebos miran con arrobo a la Virgen. En la parte superior aparece
la figura de Dios Padre, en atrevido escorzo, amparando con su mano a la
Virgen. Debajo, la figura de la paloma, símbolo del Espíritu Santo, protege a
la madre de Jesús, segunda persona de la Santísima Trinidad. En este momento
Ribera ha abandonado el tenebrismo y hace un cuadro luminoso, de rico colorido.
Es una versión de gran importancia en la iconografía del tema de la Purísima.
La Trinidad.
Hacia 1635.
Óleo sobre lienzo, 226 x 181 cm. Museo del
Prado
La Trinidad muestra la seguridad de
Ribera en sus posibilidades pictóricas, en el que el dramatismo de la escena
queda subrayado por el uso de la luz y la suntuosidad cromática. Contrasta el
azulado cuerpo muerto de Cristo, extremadamente naturalista y surcado por
la sangre que corre hasta manchar el paño de pureza y el sudario, con el
hieratismo de Dios Padre, que nos muestra a su Hijo muerto acompañado de
la paloma del Espíritu Santo. El mensaje de esta obra, la muerte y el
sufrimiento de Cristo por la Humanidad, queda extraordinariamente
patente. Fue comprado en 1820 por Fernando VII (1784-1833) al
pintor Agustín Esteve. Existe una versión de esta obra, ligeramente
diferente, en el Monasterio de El Escorial.
Asunción
de la Magdalena, 1636
Este cuadro se hallaba en el Escorial pero
hoy día está en la Academia de San Fernando. Aparece en un inventario de
1700 como una «Magdalena con marco dorado
de tres varas y cuarto de largo». En esta obra, Ribera, aunque representa
uno de los símbolos más importantes del sacramento de la penitencia en el mundo
de la Contrarreforma, elaboró una imagen que exalta la belleza y la fascinación
femenina de la santa.
Fruto del contacto mantenido en Nápoles con el
ambiente español y muy probablemente encargada en 1636 por el virrey de
Monterrey, que fue uno de sus mecenas. El lienzo es un claro exponente de la
segunda etapa del pintor, momento en que da un giro a su pintura. Desaparecido
el naturalismo y claroscuro de su primera etapa, la luz y el color se erigen en
protagonistas, sin olvidar su pincelada pastosa que concede una mayor
expresividad a la composición.
El pintor ha suprimido cualquier referencia a la gruta representada por otros
maestros, un escenario que se ha sustituido por un espléndido fondo de paisaje,
con horizonte bajo, interpretado como la costa de Marsella a la que alude
la Leyenda Dorada y que hoy se identifica con la bahía de Nápoles,
ciudad en la que permaneció Ribera desde 1616 hasta su muerte. El paisaje
se relaciona con otro representado en un lienzo propiedad de la casa de
Alba, que el artista realizaría unos años más tarde. La disposición de la
Magdalena en diagonal ascendente, así como el movimiento de las telas y el
empleo de la luz y riqueza cromática ofrecen gran similitud con
la Inmaculada y el San Genaro en Gloria, del convento de
las agustinas recoletas de Salamanca, obras encargadas también por don Manuel
de Fonseca, conde de Monterrey. De la trascendencia de la obra nos hablan las
numerosas copias que se hicieron, caso de la Magdalena de la Hispanic
Society de Nueva York.
La obra representa uno de los temas de mayor
difusión desde la Edad Media, que gozó de gran popularidad en el arte de la
Contrarreforma. El episodio elegido por Ribera es el que mejor encaja con la
sensibilidad de la época. De un lado se hace una exaltación de la penitencia
como vemos en los cilicios que porta uno de los ángeles de la derecha, así como
una evocación del tema naturalista de las vanitas en la calavera que
lleva entre sus manos el ángel de la zona superior. De otra parte se ofrece una
contemplación sensual de la santa en un momento de arrebato místico. El origen
del tema está en una fuente medieval, la Leyenda Dorada de Santiago
de la Vorágine, fechada hacia 1264, que en su capítulo XCVI relata
como Todos los días en los siete tiempos correspondientes a la Horas
canónicas los ángeles la transportaban al cielo para que asistiera a los
oficios divinos. Este asunto se ha denominado impropiamente Asunción por su similitud
iconográfica con la subida al cielo de la Virgen María. Sin embargo, difiere de
ella ya que mientras la Asunción de María fue un episodio único, la
Magdalena fue transportada al cielo por los ángeles en múltiples
ocasiones.
El cuadro está citado desde 1700 en el inventario de El Escorial, donde está
tasado en mil ducados y figura en el inventario de la Academia desde 1818, lo
que permite suponer que ingresara entre otros lienzos del real monasterio en
época de Fernando VII procedente del conjunto reunido por José Bonaparte para
el nonato Museo Nacional.
En 1871 este lienzo se incluyó en Cuadros
selectos de la Real Academia de las tres Nobles Artes de San
Fernando, una colección de estampas que pretendía divulgar el conocimiento
de las obras más singulares de la institución y, a la vez, fomentar el arte del
grabado. Fue dibujada y grabada por José María Galván. La imagen está
acompañada de un texto firmado por José María Avrial.
Martirio
de san Felipe, 1639.
Óleo sobre lienzo, 234 x 234 cm. Museo del
Prado
Según las fuentes antiguas y La leyenda
dorada, una compilación de vidas de santos del siglo XIII, el apóstol
Felipe predicó el Evangelio en Escitia y fue crucificado en la
ciudad de Hierápolis. En las raras representaciones de su martirio -la más
célebre es el fresco de Filippino Lippi (1457-1504) en la capilla
Strozzi de la iglesia florentina de Santa Maria Novella- se suele mostrar,
como aquí, no clavado, sino atado con cuerdas a la cruz. Durante mucho tiempo
esta pintura se clasificó como un martirio de san Bartolomé, el apóstol que
murió desollado vivo; fue en 1953 cuando la historiadora del arte
estadounidense Delphine Fitz Derby indicó su verdadero asunto. Pintado a escala
épica, con figuras de tamaño quizá mayor que el natural, el lienzo presenta el
martirio como un impresionante drama religioso y humano. San Felipe, explayados
sus largos miembros, se vuelve hacia el cielo impetrando en su angustia la
ayuda divina. Pero no hay rompimiento de gloria ni coro de ángeles; para Ribera
el martirio es un espectáculo esencialmente terrenal. San Felipe no tiene los
ochenta y siete años que le atribuyen las fuentes hagiográficas; es un hombre
de mediana edad y fuerte complexión. Sus facciones ordinarias, su rostro
curtido por el sol, el pelo y el bigote cortos, denotan que el santo, como el
modelo que empleó Ribera, es de extracción humilde.
Con gran efecto teatral, el artista contrapone
su resignación al vigoroso esfuerzo físico de los dos sayones que tiran de las
cuerdas para izar el travesaño de la cruz a lo largo del poste. Un tercero
trata de sujetar a san Felipe por una pierna, y los espectadores se aglomeran
para asistir a su cruel destino, apiadados unos e indiferentes otros. En esta
pintura se ha visto la escena de martirio arquetípica de Ribera, tenebrosa y
reconcentrada, insobornable en la representación del sufrimiento e implacable
en la imitación de la carne ajada y envejecida. Al mismo tiempo, el punto de
vista bajo descubre un vasto y bello cielo azul, y Ribera da una demostración
fascinante de pericia pictórica con el empleo de tonos ricos y saturados y un
manejo magistral de la pintura, desde el grueso empaste de las carnes del santo
hasta las vibrantes transparencias de las figuras del fondo. La obra se ejecutó
en 1639, siendo virrey de Nápoles el II duque de Medina de las Torres
(1637-1644). Medina fue cliente entusiasta de Ribera y es muy posible
que le encargase este cuadro, probablemente para obsequiar con él al rey Felipe
IV. San Felipe era el santo patrón del rey, y también del duque, cuyo nombre
completo era Ramiro Felipe Núñez de Guzmán. La obra no figura en el
inventario de la colección de Medina (hecho en 1669), y aparece por
primera vez en el de 1666 del Alcázar de Madrid, descrita así: 3
varas de largo y 3 de ancho [249 x 249 cm] marco dorado de uno que atormentan
de Jusepe de Ribera 300 ducados de plata. A pesar de estar colgada en una
estancia principal, la sala donde el rey daba audiencia, y tasada en alto
precio, bastó el paso de una generación para que se perdiera el recuerdo de su
tema.
El sueño
de Jacob, 1639.
Óleo sobre lienzo, 179 x 233 cm. Museo del
Prado
El cuadro narra el sueño misterioso del
patriarca Jacob, según relata el Génesis, quien aparece dormido,
recostado sobre el brazo izquierdo. Detrás de él se encuentra un árbol y al
otro lado la escala de luz por la que suben y bajan los ángeles.
El asunto muestra la capacidad técnica de
Ribera para construir un discurso metafórico. A través de la representación de
un pastor tendido a descansar en el campo describe uno de los episodios
bíblicos más conocidos. La visión en primer plano del personaje sólidamente
construido y los rasgos realistas de la escena sirven para hacer verídico el
sueño milagroso, que se describe en un haz de luz bajo un cielo azul y gris. Ribera
da aquí una de sus numerosas pruebas de su delicado sentido del color y su
exquisita capacidad para la composición, al contraponer en diagonal los
volúmenes del primer plano.
Probablemente se trate de uno de los cuadros
que se citan en 1658 en el inventario de don Jerónimo de la Torre,
permaneciendo en poder de su familia hasta 1718. En 1746 reapareció entre las
pinturas de la reina Isabel Farnesio con atribución a Murillo.
Magdalena
penitente, 1635 - 1640.
Óleo sobre lienzo, 97 x 66 cm. Museo del
Prado
De medio cuerpo, en actitud pensativa y
melancólica, María Magdalena apoya su cabeza sobre una calavera, como símbolo
de la brevedad de la vida terrena. En primer término aparece un bote de
ungüentos, su atributo característico. De acuerdo con la iconografía
tradicional, viste sayal de esparto entrelazado directamente sobre su piel y
luce una larga melena suelta.
La representación de la Magdalena alcanzó un
gran éxito en el siglo XVII por ser ejemplo del arrepentimiento del
pecado y además por las posibilidades del tema para plasmar un cuerpo hermoso.
Fechable a comienzos de la segunda etapa de Ribera, todavía presenta un aire
tenebrista, aunque la luz ya es más dorada y produce intensos brillos en la
cabellera de la santa y en el bote metálico. En 1666 se localiza ya en el Alcázar
de Madrid.
El pie
varo, también conocido como El patizambo, El lisiado y El
zambo, 1642
Es una de las pinturas más conocidas del
pintor español José de Ribera. Está realizado en óleo sobre
tela. Mide 164 cm de alto y 92-94 cm de ancho. Es un ejemplo del
crítico realismo de la escuela española del Siglo de Oro.
Se exhibe actualmente en el Museo del
Louvre de París, gracias al legado del coleccionista Louis La Caze
(1869), que incluyó otras obras maestras como Betsabé de Rembrandt.
Antes de ingresar en las colecciones del Louvre se le llamó “El enano”, pues el personaje
representado lo parece.
Se ha creído durante mucho tiempo que fue
pintado para el virrey español de Nápoles, el duque de Medina de las Torres. No
obstante, en la página web del Louvre se señala que debió ser un encargo de un
comerciante flamenco. Los pintores flamencos habían acostumbrado a sus
compatriotas a representaciones de mendigos, y por ello los comerciantes
flamencos encargaban este tipo de cuadros a pintores españoles.
Este lienzo muestra el realismo estricto con el
que José de Ribera pintaba. El cuadro está firmado y datado en el ángulo
inferior derecho, sobre el suelo: "Juseppe
de Ribera español F. 1642". La estructura compositiva es simple: un
mendigo de cuerpo entero sobre un fondo paisajístico.
El cuadro representa al joven mendigo con
aspecto humilde. Tiene un pie deforme, varo, de manera que no puede sostenerse
sobre el talón. El patizambo sonríe directamente al espectador, viéndose que le
faltan algunos dientes. Muestra en una mano un papel que dice en latín:
"DA MIHI ELIMO/SINAM PROPTER AMOREM DEI", lo que significa "Déme una limosna, por amor de Dios".
Este papel era la autorización necesaria en el reino de Nápoles para ser un
pordiosero. Con ese mismo brazo sujeta al hombro su muleta.
El mendigo se mantiene en pie frente a un cielo
claro y luminoso, llenando el lienzo con una luz casi natural. En ello se ve
que es una obra del período de madurez de Ribera, pues evolucionó desde
un tenebrismo caravaggesco a un estilo luminoso bajo la influencia de
los maestros de Bolonia (Annibale Carracci, Guido Reni) y Venecia (Tiziano).
La figura en su conjunto se representa de forma
casi monumental, desde un punto de vista muy bajo, propio de los retratos
reales, lo que dota a la figura del mendigo de gran dignidad. Los tonos son
monocromos. Frente al luminoso azul del cielo, el mendigo se ha pintado con
colores apagados y oscuros.
Santa
María Egipciaca, 1641
Óleo sobre lienzo, 183,5 x 150 cm. Museo
del Prado
Uno de los temas más populares de la
iconografía de la Contrarreforma era el de los santos retirados en el
campo en actitud penitencial, meditativa o contemplativa. Se cuentan por
cientos las imágenes de este tipo que nos ha dejado el arte de los países
católicos; y aunque la mayor parte están concebidas de forma aislada, no faltan
casos en los que se disponen como series.
Entre esas series ocupa un lugar principal la
de Ribera, integrada por cuatro obras de excepcional calidad que representa a
dos santos y a otras tantas santas. Se desconoce quien encargó los cuadros, que
se pintaron en 1641, en época en la que era virrey de Nápoles el
duque de Medina de las Torres. En 1658 se citan entre los bienes de Jerónimo de
la Torre, secretario de estado de Flandes, y en 1772 colgaban del Palacio
Real del Madrid, adonde habían llegado desde la colección del marqués
de los Llanos.
El carácter seriado de estos cuadros se hace
evidente en sus grandes similitudes de tamaño, tema, técnica y composición. En
todos los casos son obras que presentan a un santo aislado, en actitud
penitente o meditativa, construido con una perspectiva que subraya la
monumentalidad. Todos ellos se destacan sobre fondos oscuros que permiten a su autor
hacer un auténtico alarde de sus capacidades para jugar con la fuerza expresiva
del contraste entre los claros y los oscuros. En todos los casos, también, un
fragmento de cielo abierto abre la composición lateralmente, y un tronco de
árbol aporta una nota de dinamismo diagonal a la escena. Pero a pesar de esta
uniformidad, Ribera ha conseguido dotar a la serie de suficiente variedad como
para que cada uno de sus integrantes aporte cualidades específicas al conjunto.
Son todas ellas figuras de gran efectividad
devocional, en las cuales se consiguen una gran intensidad emotiva y se juega
con la variedad que proporcionan las distintas anatomías y edades de los
personajes. Ribera realiza una síntesis maestra entre devoción, expresión,
monumentalidad y belleza.
El
martirio de san Andrés, 1675 - 1682
Óleo sobre lienzo, 123 x 162 cm. Museo del
Prado
Es obra de su última etapa, cuando cultivó un
estilo que ha sido calificado como vaporoso, en el que las figuras
pierden nitidez de contornos gracias a la utilización de una luz y un color que
unifican todo. Pero esta suavidad en el tratamiento de la materia pictórica no
resta contundencia expresiva a las formas, y no impide que Murillo haya
podido transmitir una gran carga expresiva a una de las pocas escenas de
contenido dramático que realizó. Tanto el tono general de la composición como
muchos de sus detalles revelan el conocimiento de los cuadros y estampas
de Rubens, y especialmente de El martirio de san Andrés del
Hospital de San Andrés de los flamencos de Madrid, si bien ha traducido el
lenguaje del flamenco a su estilo personal, tanto en lo que se refiere a la
propia técnica pictórica como a los rasgos de algunos personajes, como la mujer
con un niño que aparece en primer término de espaldas. Las similitudes en el
tamaño, el estilo y la composición, y el hecho de que de ambos se conozca una
historia común desde el siglo XVIII han llevado a pensar que formó
pareja con La conversión de san Pablo.
Apostolado del Prado, conjunto de 11 obras,
cuya temática común son los Apóstoles y Cristo Salvador. De características y
dimensiones muy parecidas fueron pintadas al óleo sobre lienzo entre los años
1630 al 1632. Actualmente la colección se conserva en el Museo del
Prado de Madrid.
El
Salvador. Hacia
1630.
Óleo sobre lienzo, 77 x 65 cm. Museo del Prado
Durante la Contrarreforma se hicieron
bastante populares las series de Apóstoles que generalmente los representan de
medio cuerpo, sobre fondo neutro y portando sus atributos iconográficos.
Constituían, por una parte, una derivación de los retablos tardomedievales, en
cuyos bancos y calles solían representarse santos aislados, de cuerpo entero y
medio cuerpo. Pero para entender su presencia y su popularidad hay que acudir
también a algunos libros con estampas, que subrayan la idea de serie. La
disposición en forma de serie de santos individuales constituía un instrumento
de gran valor pedagógico y decorativo, muy apto para integrarse en interiores
de carácter religioso. Además, en el caso del Apostolado, todos sus integrantes
habían sido objeto de representación figurativa desde los primeros tiempos del
arte cristiano, por lo que existía una tradición iconográfica muy codificada
que facilitaba su identificación a cualquier fiel.
Cada Apóstol estaba asociado a algún objeto
concreto, que tenía que ver con su martirio o con su personalidad religiosa; y
de muchos de ellos eran ampliamente conocidos algunos hechos relevantes de su
biografía. El Apostolado de Ribera (formado por las obras se cita por
primera vez en las Colecciones Reales a finales del siglo XVIII y
está integrada por cuadros de muy distinta calidad, de manera que se mezclan en
ellas obras con amplia intervención del taller con piezas que son elaborados
estudios de gran precisión retratística en los que el pintor ha acertado a
legarnos auténticos arquetipos de Apóstoles. Entre los mejores figuran San
Pedro, San Pablo o San Bartolomé. Fue una de las varias series
de Apóstoles que se atribuyen a Ribera o a su taller y son muchas las copias
que de los miembros individuales de estos conjuntos se conservan.
Se ha fechado en los inicios de los años
treinta, a la luz de sus relaciones compositivas con los filósofos y de su
estilo, que muestra a un pintor que, sin abandonar el tenebrismo inicial, va
avanzando con paso firme hacia una pintura más segura, monumental y personal.
Fue adquirido por Carlos IV, procedente de la Casita del Príncipe de El
Escorial, de la que pasó al Museo del Prado.
Santo
Tomás. Hacia 1630.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm.
San Simón.
Hacia
1630.
Óleo sobre lienzo, 107 x 91 cm. Museo del
Prado
Representación del Apóstol San Simón portando
un libro y una sierra, símbolo de su martirio, sobre fondo oscuro. La técnica
empleada, con fuertes contrastes de luces y sombras, es todavía tenebrista,
siguiendo el estilo del pintor italiano Caravaggio, máxima influencia en
la pintura de Ribera. A esta misma influencia corresponde el naturalismo en la
representación del rostro del santo, posiblemente inspirado en tipos humanos
del entorno cotidiano del artista. Este tipo de composición centrada en un
santo de medio cuerpo exclusivamente acompañado de su atributo iconográfico y
destacándose sobre un fondo oscuro, abundarán en la obra de Ribera de los años
treinta.
San Pablo
Segundo cuarto del siglo XVII. Óleo sobre
lienzo, 120 x 92 cm. Depósito en otra institución.
San
Andrés, 1641
Óleo sobre lienzo, 76 x 63 cm. Museo del Prado
Santiago
el Mayor, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 78 x 64 cm. Museo del Prado
San
Felipe, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 76 x 64 cm. Depósito en
otra institución
Santiago
el Menor, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 77 x 65 cm. Museo del Prado
San
Bartolomé, 1630 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 77 x 64 cm.
Próximo Capítulo: Capítulo 19 - Pintura barroca española - Escuela andaluza
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