El marco histórico de los constructores del
románico:
Salamanca desde el reinado de Alfonso VI
al de Alfonso IX
A pesar de la escasez de datos concretos y
fiables, parece cierto que la edificación de las obras románicas más notables
de la ciudad y del territorio que corresponde en la actualidad a la provincia
de Salamanca se desarrolló en un período reducido de tiempo, algo más de medio
siglo, pues supera en poco los límites de la segunda mitad del siglo XII, y que
fue protagonizado por dos o tres generaciones de salmantinos. Sin embargo, no
se puede entender sin las aportaciones materiales, técnicas y hasta
institucionales de otros muchos que les precedieron.
Por eso, si queremos hurgar en los cimientos de
la sociedad salmantina medieval, y quizá también en las bases de algunos de sus
edificios representativos, debemos remontarnos a mediados del siglo X. En
efecto, en las décadas centrales de ese siglo los monarcas Ramiro II y Ordoño
III decidieron el control de los territorios del valle medio del Tormes y
dirigieron la organización de unas poblaciones que hasta entonces habrían
tenido una existencia bastante al margen de la autoridad tanto de los reyes
leoneses como de los emires y del califa de Córdoba. Como consecuencia se
recuperaron o constituyeron ciudades y lugares como Salamanca, Ledesma, Ribas,
Baños, Alhándiga, Peña “y otras muchas fortalezas que sería largo detallar”.
Alguna importancia debió tener esa actividad
para nuestro tema ya que precisamente Ordoño, el año 953, incluye entre las
propiedades que cede al obispo de León “todas las iglesias que edificaron en
el territorio de Salamanca los repobladores enviados por mi padre”. Se debe
subrayar esta referencia explícita a los templos pues las noticias de esa época
son muy escuetas. Es verdad que podríamos darlo por supuesto, ya que entonces
la mayoría de las agrupaciones humanas procedían a levantar su iglesia aunque
contaran con muy pocos miembros, pero la expresión, en plural, indica la
existencia de unas comunidades ya sedentarizadas, y no meramente nómadas o
dedicadas al aprovechamiento estacional de pastos con sus rebaños.
No existen más referencias precisas que nos
permitan valorar la importancia de estas poblaciones, que no debería ser mucha
por lo alejadas que se encontraban de los núcleos de poder y por los riesgos de
sufrir ataques de diverso origen, pero tampoco se deben minusvalorar. Hay
algunas informaciones que permiten atribuir a Salamanca cierto papel como circunscripción
en el conjunto del reino y también un significado militar que inquietaba a los
musulmanes. En efecto, el año 942 las fuentes musulmanas aluden a un conde de
Salamanca, Bermudo Núñez, que fue vencido con los trescientos caballeros que lo
acompañaban. Y ese cargo no era el único ni parece efímero, pues consta la
existencia de obispo de Salamanca el 960, y algo después, el año 971, hay
noticias de “Fernando hijo de Flaín, hijo del conde”, que envió
embajadores a la Corte musulmana.
Todas esas noticias, que tienen un origen muy
diverso, que aluden a distintos protagonistas y por eso no pueden obedecer a un
interés concreto, apuntan al crecimiento de la población de Salamanca y de
algunos de los poblados próximos en esos treinta años, permiten suponer que se
levantaran algunos edificios de uso público, entre ellos varios templos, y que
se fortalecieran sus instituciones.
Y no se trata sólo de suposiciones, pues
contamos con informaciones indirectas que con firman el relieve que van
adquiriendo los poblados cristianos: entre los años 977 y 986 el caudillo
musulmán Almanzor dirigió varias expediciones contra ellos. En la primera de
las fechas citadas atacó Baños y Salamanca y los dos años siguientes volvió
contra Ledesma. Luego, en años posteriores, los musulmanes saquearon La Armuña
y Salamanca, hasta culminar en la que una fuente musulmana denomina “campaña
de las ciudades”, en la que fueron conquistadas Sala manca, Alba, León y
Zamora. Un texto que alude a estas razzias señala que el caudillo andalusí
conquistó los arrabales de Salamanca lo que provocó la rendición del resto de
la ciudad.
Realmente estas noticias son significativas de
que los poblados de la ribera del Tormes habían logrado en la segunda mitad del
siglo X cierto nivel de población y riqueza, pues de otro modo no se explicaría
que se ocupara de ellos un jefe militar tan destacado ni que reiterara sus
ataques del modo que lo hizo.
Sigue luego un siglo largo de silencio sobre la
situación de los territorios de la actual provincia de Salamanca, lo que ha
sido interpretado por algunos historiadores como prueba de que las aceifas de
Almanzor habrían significado la destrucción de estas fortalezas y la dispersión
de sus habitantes. Esta hipótesis encontraría apoyo en un diploma del año 1107
por el que Alfonso VI confirmó la restauración de la sede episcopal, pues alude
a la ciudad como “destruida durante largo tiempo por la crueldad de los
paganos y sin poblador que la habitara”.
Sin embargo, parece más probable que aquellos
ataques, algunos de los cuales sólo ocuparon a los caballeros musulmanes
durante un mes, aproximadamente, fueran simples operaciones de saqueo, que
paralizaran el desarrollo de los lugares, pero no acabaran con la población en
el valle del Tormes. Por el contrario, los propietarios de ganado pronto se
desplazarían de nuevo por los amplios valles y los montes de término
salmantino, especialmente cuando comprobaran la crisis de los musulmanes tras
la muerte de Almanzor el 1002.
Precisamente una crónica musulmana atribuye al
caudillo andalusí ciertas reflexiones en su lecho de muer te y quejas por haber
procedido de manera benévola en los poblados que conquistó en sus aceifas;
advierte que si los hubiera destruido en lugar de facilitar su fortalecimiento
los cristianos tendrían mucho más difícil el acceso a las ciudades de
al-Andalus.
Además, no se debe olvidar que durante todo el
siglo XI no se conoce ninguna expedición militar musulmana de relieve contra
estos territorios y, por el contrario, resulta evidente que los monarcas
cristianos –especialmente Fernando I (1037-1065)–, ejercieron una elevada
presión contra los reinos de taifas. Estas circunstancias parecen propicias
para que fuera avanzando lentamente población cristiana sobre el valle del
Tormes, en un proceso que, por desconocido, no tiene que carecer de
importancia. De hecho, un geógrafo árabe, que seguramente elaboró su obra algo
después de mediado el siglo XI, cita a Salamanca entre las pocas ciudades de la
zona centro-occidental de la Península.
Lo que sí parece cierto es que entre finales
del siglo XI y comienzos del XII se inicia un período mucho más importante para
la historia de estos territorios.
Entonces Alfonso VI –que había conquistado
Toledo en 1085, lo que significa la conquista de la Marca media y el avance de
la frontera hasta el Tajo–, decidió encomendar la organización de la población
de estos territorios, así como la de Segovia y Ávila, a su yerno, Raimundo de
Borgoña. Estos dos personajes, Raimundo primero y luego Alfonso VI, ordenaron
escribir los pergaminos más antiguos que se conservan destinados a crear y
fortalecer instituciones salmantinas.
La actividad de Raimundo en Salamanca,
supervisada y refrendada por Alfonso VI, consistió en restaurar la sede
episcopal en 1102, que fue encomendada a un prelado de fuerte personalidad,
Jerónimo de Périgord, quien hasta muy poco antes había presidido la Iglesia de
Valencia mientras la ciudad estuvo en poder del Cid y de doña Jimena. Era
Jerónimo un personaje muy influyente tanto por su origen como por su pasado al
lado del Campeador, y también muy cercano a la Corte, pues el mismo Raimundo lo
califica de “pontifici et magistro nostro”. Su destino en Salamanca,
aunque en principio no pareciera muy atractivo por tratarse de una diócesis de
nueva creación, se vio potenciado por la cesión de una serie de villas, de
diversas propiedades, de rentas y diezmos, que sugieren la existencia previa de
cierta actividad económica en la ciudad9. Al mismo tiempo le fue encomendada la
diócesis de Zamora, más consolidada que la salmantina, mejor protegida y,
seguramente, con unas ren tas mucho más estables.
Fuentes posteriores permiten concretar algunos
aspectos de la actividad de Raimundo y de Jerónimo, que debió ser destacada en
el plano institucional: varias décadas más tarde fueron confirmados diversos
fueros cuya concesión se atribuye a estos personajes, lo que significa que su
obra perduró en la memoria, quizá porque establecieron las bases de
organización de la sociedad y esos principios tuvieron continuidad pues la
ciudad permaneció en poder de los monarcas cristianos y no se quebró la
tradición jurídica ni la ideológica que ellos promovieron.
Es verdad que todavía se producirían diversas
crisis, como la del inmediato reinado de Urraca (1109-1126); de todo ese
período no conozco más documentos para la catedral, el concejo y otras
instituciones salmantinas que una bula de Calixto II del año 1124 por la que
colocó a la diócesis en la circunscripción metropolitana de Santiago de
Compostela. Esa escasez de fuentes se puede interpretar muy bien en el sentido
de que las perturbaciones políticas del reino impidieron que la Corte se
ocupara de una ciudad que todavía resultaba bastante marginal, pero que
mantendría su evolución bajo el liderazgo del tenente real y del obispo Jerónimo,
hasta la muerte de éste hacia 1120.
Poco después se iniciaba el reinado de Alfonso
VII (1126-1157), durante el cual se detecta un notable avance en la
colonización del territorio salmantino y de la actividad constructiva que nos
ocupa, aunque no sabemos qué parte corresponde al impulso proporcionado por el
nuevo monarca y la heredada de décadas anteriores que ahora resulta perceptible
por el incremento de la documentación.
Lo cierto es que, apenas transcurrido un mes
desde su coronación, Alfonso VII se ocupó de confirmar las donaciones
realizadas por sus padres, Raimundo y Urraca, al obispo Jerónimo, y las
incrementó con otros derechos, como la tercia de las caloñas y de homicidios,
lo que, indirectamente, prueba la vigencia del fuero dado en aquellos primeros
años, por el que se regularía el proceso sancionador y la cuantía de las penas,
lo que muestra la continuidad de la obra de los restauradores.
A partir de estos momentos se puede observar
con claridad el lento desarrollo de la población y de las instituciones
salmantinas desde diversos puntos de vista. Por ejemplo, comienzan las
referencias a las aldeas de esta tierra, lo que significa que poco a poco se
van extendiendo la población y los cultivos por algunas zonas del término.
Debemos subrayar que lo que conocemos es la parte más oficial del proceso, a
través de la donación real al prelado y a la iglesia de diversas aldeas, como
San Pelayo de Cañedo, El Arco, media Aldearrodrigo, la aldea de Pedro Cid,
Carrascal, Espino, Zamayón, es decir, un conjunto de lugares situados en la
ribera de Cañedo que, al menos en algún caso, conservan iglesias románicas,
seguramente como consecuencia de su pronta colonización y de su pertenencia a
la Iglesia. En seguida el propio monarca amplió la lista de donaciones cediendo
al obispo y a la Iglesia salmantina Cantalapiedra, San Cristóbal, Topas o
Sufraga, todas ellas situadas al norte del Tormes y la última en territorio de
Medina.
Pronto aparecen referencias a explotaciones de
propietarios particulares y de aldeas situadas al sur del río, que significan
dos novedades frente a lo que conocemos hasta ahora, quizá porque los
musulmanes se encontraban cada vez más alejados, sobre todo después de la con
quista de Coria por los cristianos en 1142; pero lo cierto es que la
colonización va avanzando despacio, quizá por falta de personas y de medios.
Una prueba clara de que aún había grandes zonas necesitadas de colonos la
proporciona la documentación de la catedral de Zamora, pues muestra que el
mismo Alfonso VII intentaba que fueran repoblados territorios desiertos situados
todavía al norte del Tormes, como aquellas “meas villas desertas, nominatas
Las Moraleyas”, que el rey donó al prelado zamorano.
Es claro que por esos años centrales del siglo
XII se estaba procediendo a la repoblación de todo el valle del Tormes, pues,
además de los datos citados, comienzan las alusiones a Alba de Tormes, y poco
después a Ledesma. Estas villas adquieren pronto entidad, consta que tenían
varios clérigos organizados en cofradía y serán cabeza de arcedianato; por todo
ello es natural que contaran pronto con iglesias, y por eso se conservan
distintas edificaciones románicas.
Pero la prueba más evidente de que la ciudad
iba creciendo la proporcionan los documentos que aluden ya expresamente a la
construcción de la catedral. Es verdad que no tenemos noticia precisa de sus
comienzos, seguramente porque los primeros pobladores ya habrían construido
pequeños templos, que luego serían reformados y ampliados según las necesidades
y las posibilidades. Pero lo que ahora aparece es una obra mucho más ambiciosa
pues colaboran distintas instancias, desde el propio monarca, que concedió en
1152 la exención de todo tributo a veinticinco personas que trabajaban en la
construcción del templo, hasta simples particulares que donaban parte de su
dinero para la obra o financiaban la fabricación de imágenes de oro y plata
para la iglesia. Consta expresamente que se trataba de la construcción de la
catedral, pues el monarca lo indica, y que se proponían finalizar la obra, pues
el privilegio de los excusados deberían respetarse “quoadusque supradicta
ecclesia sit perfecta”.
Las ambiciones constructivas, por otro lado, no
correspondían exclusivamente a los clérigos, sino que aparecen también
protagonizadas por el conjunto de vecinos y por algunos laicos poderosos a
título individual. En el primer sentido, consta que hacia 1147, “quando el
emperador fue a Almería”, se trabajaba en la construcción de un primer
recinto amurallado, y se planeaba extender el cinturón de seguridad a otros
arrabales. Es de suponer que ya entonces se estuviera trabajando en la catedral
pues, dada la mentalidad medieval, es poco probable que se hubiera postergado
la construcción de la sede. En cuanto a edificios de particulares sabemos que
las hermanas María y Marta Martín poseían en 1161 un “palacio”, lindero
con el corral de los canónigos y la canónica.
Por tanto, estaba ya en pleno desarrollo la
actividad constructiva, que necesitaba unas bases económicas sólidas. La
realidad es que parece que muchos salmantinos consiguieron cierta riqueza en
esos años, sobre todo gracias a diversas expediciones de saqueo sobre territorio
musulmán. Se trata de una actividad que llegó a sorprender en la Corte, pues la
narra con cierto detalle la Chronica Adefonsi Imperatoris, escrita hacia
mediados del siglo XII y, por tanto, próxima a los acontecimientos. De acuerdo
con esta fuente los salmantinos, “tras reunir un gran ejército, tomaron el
camino que conduce a Badajoz, devastaron toda aquella región y consiguieron
enormes destrozos e incendios, una gran cantidad de prisioneros entre hombres,
mujeres y niños, todo el ajuar de las casas y riquezas de oro y plata en
abundancia. Además, se apoderaron de grandes riquezas, caballos y mulos,
camellos y asnos, bueyes y vacas y toda clase de animales del campo”. En
realidad, esa expedición y otras realizadas posteriormente acabaron en
desastre, que la Crónica achaca al individualismo de los salmantinos, resumido
en su negativa a aceptar un jefe y en la soberbia que se manifiesta en su
respuesta a los embajadores del rey musulmán cuando les preguntaban por su
líder: “Todos somos jefes y caudillos de nuestras vidas”.
Al final, esas expediciones darían sus frutos
para los salmantinos pues, según la misma Crónica, “llevaron a cabo muchas
batallas, obtuvieron el triunfo y lograron del territorio de aquéllos muchos
botines. Y la ciudad de Salamanca se hizo grande y famosa por sus caballeros y
peones y muy rica”. Aunque el texto se encuentre impregnado de la habitual
retórica, e incluso de parcialidad, pues atribuye el cambio de suerte a que
aceptaron el liderazgo del conde Ponce y de otros oficiales reales, sí parece
cierto que refleje algunos aspectos de la situación de Salamanca a mediados del
siglo XII, con un grupo de guerreros bien entrenados y acostumbrados a vivir
del botín, que explica la abundancia de cautivos, de dinero, de metales
preciosos y de animales que se exhibe en algunos testamentos de la época.
La posesión de grandes rebaños es algo lógico,
si se tiene en cuenta que disponían de un término amplísimo, que se prolongaba
hasta las montañas del Sistema Central por el sur, y hasta Portugal por el
oeste, y porque la actividad ganadera venía a ser complementaria de la guerra,
tanto por la movilidad de los ganados como porque su control, y el de la zona
de pas tos, exigían la organización de grupos de jinetes para su defensa.
Esa disposición de grandes pastizales resultó
algo limitada con la restauración de Ciudad Rodrigo por Fernando II en 1161.
Aunque en ese espacio existiera una aldea desde varias décadas antes, cuyo
valor estratégico y población se incrementarían tras la conquista de Coria en
1142, el paso dado por Fernando II significó la formación de una realidad
bastante diferente, una ciudad con su sede episcopal, con su término propio
formado a base de recortar las posibilidades de expansión de los salmantinos.
El conflicto parecía inevitable, pues el monarca no debía renunciar al
fortalecimiento del flanco occidental de su reino, ni al control del paso hacia
el Sur por el puerto de Perales que permitía una relación fluida con la ciudad
de la Tran sierra antes citada y con todo ese territorio, mientras que los
vecinos de Salamanca se negaban a la mutilación de su término y a la formación
de una ciudad que entraba en competencia con sus intereses.
El enfrentamiento militar entre las tropas de
Fernando II y los salmantinos, ayudados por milicias castellanas, especialmente
de Ávila pues algunos de los líderes de esta ciudad mantenían vínculos con
aquéllos, se produjo en 1163 en la ribera de La Valmuza y finalizó con la victoria
del ejército real. Poco después se advierte la presencia de determinados cargos
civiles y eclesiásticos en Ciudad Rodrigo, se procede a delimitar el espacio
diocesano y se iniciaron las obras de la catedral, pues el propio monarca
Fernando II concedió en 1168 una remuneración para el maestro de obras.
La derrota de los salmantinos debió suponer un
serio quebranto para bastantes familias que venían ejerciendo el liderazgo de
la ciudad, pero pronto se reanudó el dinamismo constructivo y colonizador, lo
que está en contradicción con la afirmación del cronista Juan Gil de Zamora de
que la ciudad quedó desolada como consecuencia de la batalla y que su población
fue demediada. Por el contrario, se mantuvo el ritmo de donaciones a la
catedral –y por alguna de ellas sabemos que ya existían varias iglesias, como
las de San Sebastián o de Santa María de la Vega–; se mantuvo la actividad
constructiva, volcada ahora más hacia la edificación del claustro, cuya obra se
encontraba bastante avanzada en 1167, pues un donante pidió ser enterrado en
él, pero todavía no estaba finalizado once años más tarde, cuando un presbítero
donó rentas “ad opus claustri Salamantino” y ordenó que, una vez
consumada esa obra, tales ingresos pasaran al cabildo.
Avanzaba también la colonización del término de
Salamanca donde, sin duda, se mantenían grandes vacíos de población incluso en
la misma ribera del Tormes, como lo demuestra la donación que hizo Fernando II
a la Iglesia salmantina de las villas de Juzbado, Baños y Almenara; este último
lugar, con una interesante iglesia románica, confirma que las instituciones
eclesiásticas procuraban enviar buenos maestros para construir los templos de
los lugares colocados bajo su autoridad, según ya advertimos en la ribera de
Cañedo. Pero lo que conviene subrayar es que cada vez se iban roturando más
campos al sur del río, pues poco a poco van apareciendo en la documentación
aldeas del Campo Charro e incluso de zonas algo más alejadas.
Mientras tanto la ciudad, donde se
intercambiaban los excedentes de las nuevas aldeas y se centralizaban rentas,
iba adquiriendo entidad por sus edificaciones y, al mismo tiempo, también se
iba abriendo al exterior, a Europa, lo que llama la atención por tratarse de
una zona marginal, lejos del Camino de Santiago y en plena Edad Media. Quizá la
presencia en las primeras décadas del siglo de líderes francos, como Raimundo
de Borgoña o Jerónimo de Périgord, facilitó el establecimiento de un núcleo de
francos que luego mantuvieron relación con sus lugares de origen; de la misma
manera la temprana instalación de monjes cluniacenses en el monasterio de San
Vicente, con el desplazamiento de visitadores y mensajeros entre ambos centros
eclesiásticos, facilitó el mantenimiento de vínculos con instituciones
ultrapirenaicas. Lo cierto es que poco después de mediados del siglo XII consta
que algunos clérigos salmantinos se desplazaban a Francia para cursar estudios;
aunque el documento es poco explícito seguramente se trataba de eclesiásticos
vinculados al cabildo, pues su benefactor es un canónigo, y son citados en el
contexto de varias donaciones a la catedral.
Y poco más tarde se detecta en Salamanca la
presencia de dos maestros ingleses, Ricardo y Randulfo, que desplegaron una
intensa actividad económica, cultural y social. A ellos se atribuye la
construcción de la iglesia de Santo Tomás Cantuariense en 1175. Poco después
debió morir Ricardo, pues su hermano dota el rezo de aniversarios por su alma,
y también la celebración de las festividades de diversos santos, entre los que
se encuentra Santo Tomás Cantuariense, de donde se deduce que fueron los
introductores de este culto en Salamanca. Por lo que se refiere a Randulfo, que
sobrevivió varios años a su hermano, sabemos que fue canónigo y capellán de la
catedral y que intervino ante Fernando II para conseguir una nueva confirmación
del privilegio de los 25 excusados de la obra.
A su fallecimiento en 1194 fue enterrado en el
claustro, donde una pequeña lápida recuerda su labor docente y humanitaria: “Él
fue bueno, el mejor, el más bueno de todos en la tierra para los pobres: muere
viviendo para sí en el cielo”.
Del ámbito local al entorno regional y a un
contexto internacional, en todos los sectores se advierten circunstancias que
favorecen un desarrollo de la ciudad.
Por eso desde finales del reinado de Fernando
II y durante el de su hijo y sucesor Alfonso IX (1188-1230), se detecta la
existencia del Zoco Viejo, en las inmediaciones de la catedral, como una de las
zonas más dinámicas de la ciudad. Y la ciudad, poco a poco, se va extendiendo
hacia el norte, sobre todo a lo largo de la Rúa que conduce hacia la iglesia de
San Martín, en cuya plaza se forma un nuevo mercado.
Es verdad que no todos los acontecimientos son
de signo positivo y que los propios reyes de Castilla y de León protagonizaron
enfrentamientos con repercusiones desfavorables para la ciudad de Salamanca y
su tierra; así sucedió en la última década del siglo XII, cuando tropas castellanas
y aragonesas asolaron las comarcas de Alba y Salamanca, destruyeron varias
fortalezas de estos territorios y el monarca castellano llegó a intervenir en
distintos asuntos de nuestra ciudad.
Quizá esos problemas, pero más aún la circunstancia
de que en esas décadas de finales del XII y comienzos del XIII las ciudades
situadas al sur de los reinos cristianos se convierten en lugar de concentración
y de paso de milicias organizadas para combatir a los musulmanes y obtener
beneficios de la crisis política que afectaba a los reinos de taifas, motivó la
presencia frecuente de Alfonso IX en Salamanca.
Desde el conocimiento que tenía de la realidad
salmantina tomó una serie de decisiones importantes para el futuro de la ciudad
y del territorio que nos ocupa. Por un lado, y en el contexto de la situación
geoestratégica antes citada, facilitó el asenta miento de las órdenes militares
de Alcántara y de Santiago en las zonas norte y este de la ciudad, y se unieron
así a los hospitalarios, que varias décadas antes habían construido las
iglesias de San Juan de Barbalos y de San Cristóbal.
Por otro lado, desarrolló una intensa actividad
de asentamiento de pobladores en distintas zonas del territorio salmantino,
algunas próximas, como es el caso de las aldeas de Alba, y otras mucho más alejadas,
como sucede en la zona fronteriza de Portugal y en la Sierra de Francia.
El asentamiento de pobladores en Alba tuvo
lugar hacia 1224 y lo conocemos con cierta precisión gracias a un documento que
se conserva en el archivo municipal de Alba de Tormes. En él se detalla
aproximadamente un centenar de aldeas, un número realmente elevado para una
superficie relativamente reducida, y se citan algo más de quinientas personas a
las que se concede tierra en función de su capacidad productiva. Es casi seguro
que se trata de una segunda oleada colonizadora, que en muchas aldeas se
yuxtapone a pobladores que llevan ya algún tiempo en el lugar. Y todavía se
reserva tierra en algunos de ellos por si acudieran nuevos colonos.
El problema del alfoz de Alba residía en que se
encontraba en el límite con Castilla y por eso podía resultar astragado en
momentos de enfrentamientos entre reinos, circunstancia similar a la que se
daba en la frontera con Portugal, donde Alfonso IX procedió a establecer y normalizar
con la concesión del correspondiente fuero una serie de poblaciones de la zona
de Riba-Côa que luego pasaron a control portugués.
Por lo que se refiere a la zona de la Sierra de
Francia, en principio su dominio y explotación correspondería al concejo de
Salamanca, pero desde finales del siglo XII se detecta que Alfonso IX realiza
diversas concesiones a instituciones, principalmente eclesiásticas. Primero fue
la donación al arzobispo de Santiago de la mitad de Herguijuela y Sotoserrano,
en el límite de la provincia actual, y luego sabemos que el cabildo salmantino
poseía en 1201 el lugar de San Miguel de Asperones, en las estribaciones de la
Sierra, próximo a Tamames. Por entonces se detecta la existencia de varias
poblaciones destacadas en la Sierra: Monleón, a la que Alfonso IX concedió
consideración de villa y término bien delimitado, que logró también ser cabeza
de arciprestazgo, Miranda con alfoz propio, lo mismo que Salvatierra y Montemayor
del Río. De Miranda se desgajaría luego San Martín del Castañar, donada como
villa por el rey al prelado salmantino; en el documento de donación consta que
se encontraba junto a la calzada que conducía a Granadilla, de lo que se puede
deducir que el monarca pretendía asegurar poblados en los pasos principales,
que facilitaran las comunicaciones entre las ciudades y villas más avanzadas y
aquellas otras situadas en la retaguardia.
También en las estribaciones del Sistema
Central, pero en la parte castellana, existía en las últimas décadas del siglo
XII una pequeña aldea dependiente del concejo de Ávila que, aprovechando las
circunstancias políticas: alejamiento del peligro musulmán, interés de la
monarquía por dominar las calzadas y los puertos del Sistema Central, por
reforzar los límites con el reino de León, por establecer poblados a
determinadas distancias que facilitaran los medios necesarios a los transeúntes
y la explotación de los recursos del territorio, adquirió pronto cierto
relieve. Se trata de Béjar, que creció aprovechando la fundación de Plasencia
en 1186, lo que le permitió eludir el control por parte de Ávila y le facilitó
el reconocimiento como concejo independiente por privilegio de Alfonso VIII en
1209, y quedó más vinculada a la ciudad de la Transierra tanto en aspectos
civiles como eclesiásticos, pues la Curia pontificia estableció en ella uno de
los arcedianatos de la sede placentina. De todos modos, la evolución de Béjar
en sus primeras décadas como villa tampoco estuvo exenta de tensiones, especialmente
por el esfuerzo de Ávila por mantener su autoridad en todos esos territorios.
Por entonces ya había promovido Alfonso IX la
fundación de la Universidad de Sala manca, un acontecimiento fundamental que
tuvo lugar seguramente en 1218, y que marcará todo el futuro de la ciudad, cuya
evolución histórica interrumpimos con el final del reinado de Alfonso IX pues
por entonces estaría ya finalizando la construcción de obras de estilo
románico.
La sociedad medieval salmantina
Si se interpreta la repoblación básicamente
como el proceso de creación de los marcos políticos que establecen las
condiciones por las que se rige la vida de una población heterogénea existente
en parte previamente en el territorio, y esas normas y autoridades contribuyen,
por otro lado, a facilitar el desplazamiento de gentes nuevas hacia esos
poblados –porque aportan estabilidad legal, seguridad desde el punto de vista
militar, ventajas económicas–, parece evidente que uno de los aspectos más
destacables consiste en la formación de una capa de dirigentes, desde comienzos
del siglo XII, tanto en el ámbito civil como en el eclesiástico.
Es probable que la tradición de largos siglos
de anarquía dificultara la formación de la primitiva red de poderes: el
disgusto que manifiesta la Crónica de Alfonso VII hacia la indisciplina que
mostraban los salmantinos en sus ataques a la tierra de Badajoz es buena prueba
de ello.
Sin embargo, desde los primeros documentos
privados que se conservan consta la existencia de determinadas autoridades, que
se mencionan expresamente en los pergaminos, sin duda como garantía del
cumplimiento de los deseos de la persona que ordenaba su redacción. Por eso
contamos con una relación bastante completa de tenentes que representaban en la
ciudad la autoridad real, de alcaldes, de jueces, de sayones, etc.
Parece claro que los monarcas acostumbraban a
designar a una persona de su entorno para que ejerciera aquí la representación
del rey. Se puede observar que se suceden en la tenencia una serie de condes, e
incluso de miembros de la propia familia del rey, aunque la existencia de
vacíos de varios años en la documentación impide llegar a conclusiones firmes
sobre la permanencia en el cargo. Pero no cabe duda de que personajes como la
reina Berenguela –hija de Alfonso VIII, esposa de Alfonso IX y madre de Fernando
III, que lo disfrutaba en la transición del siglo XII al XIII–, contribuían a
vincular profundamente la ciudad y la Corte. Por lo general, el cargo se
entregaba a magnates del reino de León que gozaban de otros títulos o de cargos
palatinos, aunque hubo un período en que estuvo en poder de aragoneses y
catalanes, como el infante don Sancho o el conde Armengol de Urgel quienes,
seguramente, han dejado su impronta en las barras que aparecen en el escudo de
la ciudad.
También eran personajes notables algunos de los
alcaides, como Miguel Sesmiro, que aparece documentado en las dos últimas
décadas del siglo XII y que siendo, probablemente, de origen leonés, arraigó
profundamente en Salamanca pues disfrutó del señorío de Buenamadre por
concesión de Fernando II, y es probable que la aldea llamada Sesmiro recibiera
su denominación de este noble.
Pero quienes muestran más proximidad son los
jueces, alcaldes y sayones, pues intervenían en los actos cotidianos de los
salmantinos y por eso su nombre se repite con mayor frecuencia en testamentos,
donaciones o compraventas. En los dos primeros casos y durante ciertas épocas,
la elección se produjo en el interior de los distintos grupos de pobladores
según su origen, o en el de las collationes o circunscripciones vinculadas a
las distintas parroquias, que sirve también de elemento identificador, tras el
nombre.
Estos individuos se manifiestan como los
líderes de un conjunto más numeroso de caballeros que sólo aparecen
circunstancialmente en la documentación, por lo que apenas sabemos más de
ellos, a título individual, que se trataba de propietarios acomodados. Pero,
como colectivo, debieron seguir con las actividades militares y ganaderas ya
señaladas, pues crónicas posteriores aluden con cierta frecuencia a la
presencia de caballeros salmantinos en expediciones que, sobre todo en las
primeras décadas del siglo XIII, lograron conquistar numerosas fortalezas y
ciudades de la actual Extremadura y de Andalucía, como Úbeda o Córdoba. Algo
similar sucede con los caballeros de Ledesma que obtuvieron de Alfonso IX
privilegios por su participación en el ejército que atacó Mérida; y esta
actividad debe hacerse extensiva a los dirigentes de las restantes villas aquí
citadas. De este modo resulta que durante siglo y medio, al menos, la elite de
los salmantinos estuvo formada por caballeros que vivieron dedicados, en buena medida,
a luchar contra los musulmanes, bien fuera en aceifas destinadas a conseguir
botín, organizadas de manera bastante autónoma, o a la conquista de ciudades,
integrados en los planes políticos de la monarquía.
Resulta también evidente la presencia de
artesanos y comerciantes en función del mercado ya citado y por la existencia
de tiendas y almacenes, que aparecen pronto en la documentación, lo mismo que
sucede con personas vinculadas a la producción de los artículos de mayor
demanda, que correspondería a los oficios de horneros, zapateros, tejedores o
sastres; gentes con estas profesiones, o con un apelativo que alude al
desempeño de ese oficio por antepasados, están presentes en la documentación de
la segunda mitad del siglo XII o primeras décadas del XIII. También se
encuentran alusiones a personas vinculadas con la construcción, seguramente
empleadas en obras de la catedral o en dependencias de los canónigos, como los
pedreros, tallistas, carpinteros y maestros de obras que aparecen como testigos
en determinados actos relativos a la catedral.
Es verdad que la mayoría de ellos debieron
llevar una vida bastante discreta pues sólo nos consta su presencia en momentos
muy concretos y casi nunca muestran otro protagonismo en la actividad urbana
que el derivado de su posible participación en la gran obra colectiva de la
catedral y sus dependencias. Sin embargo, algún artesano sí que tuvo influencia
como sucede con Martín Alfaiate, cuya tienda constituyó durante algunos años,
probablemente a mediados del siglo XII, la referencia urbana para todo tipo de
pleitos y reclamaciones, según quedó recogido en el fuero. En efecto, son
varios los artículos que obligan a los acusados de diversos delitos a
personarse en un plazo de tres o nueve días en la citada tienda para responder
a esas demandas, de lo que se deduce que era uno de los alcaldes de la ciudad
cuando fueron redactados esos artículos.
En algún caso resulta que una misma persona
aparece vinculada al comercio como propietario de tiendas y, al mismo tiempo,
es dueña de propiedades rurales. Pero serían sobre todo algunos de aquellos
caballeros destacados los que disfrutarían de la propiedad de aldeas, en la
totalidad o en buena parte. En Salamanca, como en otras zonas próximas, hay un
importante número de pueblos que recibieron el nombre de “los fundadores,
conquistadores, repobladores, señores, propietarios”, muchos de los cuales
se remontarían al siglo XII, como Aldearrodrigo, Peralonso, Martinamor,
Pelabravo y muchos más. En algún caso, aunque no consta el nombre del
colonizador, sí sabemos que determinadas personas tenían conciencia de que unos
antepasados suyos, bastante próximos, eran los que habían procedido a la puesta
en cultivo de la tierra.
Se tiene muy poca información de los sistemas
de gestión y explotación de la tierra por parte de los propietarios
particulares, salvo que consideremos los procedimientos que se apuntan en los
fueros de Salamanca, Alba, Ledesma y Béjar, obras que, en las versiones
conservadas, son recopilaciones de normas que se redactaron en distintos
momentos entre comienzos del siglo XII y finales del XIII.
De acuerdo con esos códigos, parece bastante
frecuente que el propietario residiera en la ciudad o villa más próxima y
tuviera encomendado el trabajo de la tierra y el cuidado de los animales a
diversas personas dependientes, como yugueros, pastores, hortelanos, etc. Las
relaciones entre señor y trabajador se encuentran perfectamente normalizadas ya
que se detallan las obligaciones de ambas partes, los procedimientos para
justificarse en caso de sospecha de negligencia o los sistemas de resarcir
daños, entre otros, aunque quizá no convenga insistir mucho en ello ya que
sabemos que entre legislación medieval y su puesta en práctica se daban
numerosas discrepancias.
Parece muy extendido el sistema de aparcería,
que se concreta en las figuras de cuarteros y quinteros, es decir, de
trabajadores que cultivaban tierra ajena a cambio de entregar una renta que
representaba entre el 25 y el 20% de la cosecha. Una situación algo diferente
se observa en el caso de los hortelanos que, según los Fueros de Ledesma y
Alba, trabajaban con contrato de medianía: repartían la cosecha quizá porque se
trataba de unas tierras más productivas, de regadío, lo que obligaba al
propietario a realizar una mayor inversión pues debería entregar la noria en
buen estado y, además, los dueños colaboraban con dinero, instrumental y hasta
colaboraban en algunas labores.
Otros propietarios preferían llevar
personalmente la explotación de las tierras mediante trabajadores dependientes,
que ejecutaban sus órdenes a cambio de la manutención y de una pequeña
remuneración, como sería el caso del mancebo a sueldo o el yuguero a que alude
el Fuero de Béjar. Seguramente preferían el primer modelo los grandes señores y
todos aquellos que residían en la ciudad y tenían sus propiedades alejadas,
mientras que era más común el segundo entre los propietarios acomodados de las
villas con sus tierras dentro del propio término.
También parece evidente que existían zonas en
las que predominó, al menos durante algún tiempo, la figura del campesino
pequeño propietario. El ejemplo más claro lo constituyen los pobladores de las
aldeas de Alba a los que Alfonso IX asignó una serie de pequeñas parcelas, cuya
superficie variaba, normalmente, entre la que podían labrar tres yuntas de
bueyes hasta otras muy inferiores, de una o muy pocas obradas, para aquellos
que carecían de animales de tiro y que sólo disponían de la fuerza de trabajo
de los miembros de la unidad familiar. Al frente de cada una de esas aldeas se
encontraban unos jurados y se gobernarían según l fuero de la villa. Es muy
probable que este modelo fuera bastante común en las aldeas de las restantes
villas y ciudades mientras se mantuvieran libres de control señorial.
Como se trata de una economía básicamente
ganadera, parece importante reparar en la situación de los pastores, término
que alude tanto a los encargados de cuidar ovejas como vacas. Básicamente, los
textos legales se refieren a los pastores que cuidaban grandes piaras en las
que se mezclaban ganados de muchos propietarios de la correspondiente ciudad,
villa o aldea, y entre ellos se pueden distinguir claramente dos grupos: el de
los que desempeñaban su tarea con ganados trashumantes, y aquellos otros que
volvían cada noche con su piara a la aldea. Resulta curioso que los fueros se
dividen a este respecto pues el de Ledesma alude al ganado estante, que el
pastor reunía cada mañana y lo devolvía cada tarde al dueño; por el contrario,
los propietarios de Salamanca y Alba entregaban sus reses un día al pastor en
presencia de testigos y sólo controlaban una vez al año su estado y procedían
al recuento correspondiente. El Fuero de Béjar alude a una situación que parece
similar a esta última, pues los pastores estaban obligados a cuidar el rebaño
tanto de noche como de día.
Ciertamente, los pastores trashumantes gozaban
de considerable independencia, seguramente mayor que la de cualquier otro grupo
de campesinos que trabajaran tierras ajenas, pero su oficio llevaba incorporada
una gran responsabilidad, por lo que era común que se les exigieran fianzas o
prendas antes de contratarlos para que cuidaran las reses. Es más, para vigilar
los rebaños de las ciudades se creó una organización bastante compleja,
encabezada por caballeros de las propias familias de los propietarios o pagados
por ellos, que tenían encomendada la defensa de las piaras frente a cualquier
ataque de musulmanes o de simples cuatreros. Además, cada uno de esos grandes
rebaños contaba con su mayoral, rabadanes y zagales que eran los responsables
directos del ganado.
Aparte de la información proporcionada por los
fueros de las ciudades y villas, contamos con la que aportan las cartas de
población y los fueros agrarios concedidos por instituciones eclesiásticas, que
tienen la ventaja de venir mejor datados, de corresponder a una fecha bastante
antigua y de ser muy concretos en su contenido, aunque también excesivamente
escuetos. Por lo demás, es casi seguro que reflejan unos modos de proceder
bastante generalizados.
Las cartas pueblas eran concedidas por los
prelados, por los cabildos, los monasterios y por otras comunidades de
religiosos como sistema de colonización de aquellos lugares que les pertenecían
por completo o en una gran parte y en los que podían ejercer como señores. Por
eso aparecen en ellas disposiciones relativas a las condiciones de asentamiento
en los lugares y a las rentas que exigían a los pobladores, pero también otras
referentes a la administración de justicia, en las que se detallan distintos
tipos de delitos y las sanciones o caloñas correspondientes.
Estos documentos podían ser concedidos por el
señor, de manera unilateral, o pactados de algún modo con los colonos
existentes en el momento en que se otorgaba. Un ejemplo de lo primero lo
constituye el Fuero de Moraleja, concedido por el obispo de Zamora en 1161, que
nos afecta de algún modo pues, aunque ese lugar pertenecía y aún pertenece a la
diócesis vecina, sin embargo fue reclamado durante algún tiempo por el prelado
salmantino. Además, se encuentra muy próximo a Ledesma y el obispo decidió que
los casos de homicidio y otros delitos fueran juzgados según las disposiciones
correspondientes del fuero de esa villa salmantina, lo que tiene interés para
algún asunto apuntado anteriormente, pues nos confirma que Ledesma contaba con
fuero propio desde el momento mismo de la repoblación.
Otra información importante aportada por este
texto se refiere de manera directa al tema central de este libro, la
construcción de las iglesias románicas, pues el obispo exige expresamente que
sus vasallos participen en la edificación del templo de su aldea. Lo más
probable es que los vecinos se encargarían sobre todo de proporcionar la madera
y la piedra necesarias, de facilitar mano de obra sin cualificar y sus animales
para acarrear materiales, mientras el prelado proporcionaría maestros de obra y
otros artistas. Luego, el prelado se reserva el nombramiento del clérigo, si
bien, en caso de que este último cometiera alguna falta y no se corrigiera, el
importe de la multa se dividiría entre concejo y obispo.
En cuanto a fueros pactados contamos con el
caso de Negrilla de Palencia, el más antiguo conocido en Salamanca para una
villa de señorío eclesiástico, acordado en 1173 por el cabildo encabezado por
su prior y tres vecinos del lugar, seguramente los únicos establecidos entonces
en él. Se les concedía que pudieran levantar sus casas como quisieran y
quedaban exentos de contribuir a la construcción y mantenimiento de las obras
públicas, la llamada fazendera, a cambio de someterse a un tributo anual de un
cuarto de maravedí. Podían transmitir esas viviendas a sus herederos siempre
que los nuevos ocupantes aceptaran el pago del impuesto y, en caso contrario,
los canónigos podían asignarlas a quienes se comprometieran a pagarlo. Para los
casos de homicidio y para cualquier delito se aplicarían las sanciones
contenidas en el Fuero de Cantalapiedra, villa episcopal que, según esto, debió
contar con fuero propio, aunque no lo conocemos actualmente.
Otras villas de la diócesis salmantina que
recibieron fuero son Sufraga, el año 1177 y San Cristóbal, en 1220. El de
Sufraga es bastante detallista e incluye la obligación de realizar determinadas
labores agrícolas, arar, sembrar y trillar en los campos del prelado, las
llamadas corveas, con la obligación por parte del señor de proporcionar a los
vasallos que las realizaban la alimentación correspondiente a base de pan, vino
y carne de cerdo o de carnero, salvo en Cuaresma, cuando recibirían pescado. En
los demás casos no se cita la sujeción a corveas, que parece algo residual
cuando se admitía el asentamiento en condiciones de mayor libertad.
Los grupos eclesiásticos
Resulta imprescindible hacer una referencia a
los miembros de la clerecía pues ellos fueron los responsables de la
construcción de la mayoría de las obras románicas que se conocen y conservan en
estos territorios, y se comportaron siempre como administradores de las rentas
de los distintos grupos productores antes señalados destinadas a esta
finalidad.
Los clérigos se manifiestan como un colectivo
bien organizado desde el momento mismo de la repoblación oficial, es decir,
desde el nombramiento de Jerónimo como primer obispo de la sede recién
restaurada. Y desde entonces, a lo largo de los dos primeros siglos,
desarrollaron procesos de control y de coordinación, con varias vertientes
complementarias, que contribuyen a explicar su influencia en la sociedad.
Entonces ya recibieron fuero propio, que fue
reproducido por prelados posteriores pues lo consideraban la base de las
relaciones que debían mantenerse entre el obispo y los miembros de su clerecía,
y el marco de solución de los conflictos que pudieran surgir entre los
eclesiásticos y los laicos; en repetidas ocasiones se recuerda, quizá como
garantía de su valor, que se trata de unas leyes existentes desde el momento
mismo de la repoblación. Así, el obispo Vidal ordenó en 1179 “que sean
redactadas por escrito las buenas costumbres que los clérigos de Salamanca
tuvieron desde tiempo del obispo Jerónimo, de feliz memoria, que pasó de
Valencia a la diócesis de Salamanca y de otros predecesores míos hasta la época
actual; también he ordenado que las malas (costumbres) se rectificarán”
Como resulta que, por otro lado, también el
Fuero de Salamanca incorpora una serie de artículos, de contenido bastante
similar, que se atribuyen al conde Raimundo, tenemos el marco jurídico que
regulaba los aspectos considerados fundamentales de las relaciones internas de
los clérigos y de éstos con el resto de la sociedad, durante los siglos XII y
XIII, prácticamente completo.
De acuerdo con esas normas los clérigos
deberían pagar al obispo cada año 30 maravedís en concepto de catedrático; como
se pagaba por San Martín parece deducirse que ese tributo tenía cierta
vinculación con el reconocimiento de la autoridad del prelado, de la misma
manera que cada vasallo pagaba a su señor la martiniega. De la expresión del
fuero se deduce que se trata de la cifra global que correspondería pagar a toda
la clerecía de la ciudad de Salamanca, encabezada por el abad, ante quien debía
comparecer cada uno de sus miembros para entregar la parte correspondiente.
Resulta fundamental dejar constancia de que,
tanto en el artículo del fuero que acabo de citar como en el traslado de esas
disposiciones que hizo el obispo Gonzalo y que confirmó más tarde su sucesor
Vidal –estos dos últimos en la segunda mitad del siglo XII–, existe ya una
regulación del cobro del diezmo, y del reparto de este tributo en tercias,
destinadas al obispo, a los clérigos parroquiales y a la obra de las iglesias.
Si esa normativa fue elaborada en tales términos en la época de Jerónimo resulta
que desde el comienzo, y durante los dos siglos que ahora contemplamos, existía
ya una fuente de financiación adecuada para la construcción y reparación de las
iglesias. Creo que, en efecto, el pago del diezmo se encontraba ya normalizado
en la primera mitad del siglo XII, pues aluden a él diversos concilios, como el
de Palencia de 1129 o el de Valladolid de 1143, y nos consta que, al menos a
este último, asistió el obispo de Salamanca. En ambos se insiste en reservar el
diezmo para uso de la Iglesia, y se prohíbe que sea apropiado por los laicos.
En todo caso parece que el pago del diezmo se
encontraba ya bien regulado en la segunda mitad del siglo XII, cuando se
realizó el mayor esfuerzo constructivo en la catedral y en las iglesias
románicas. Incluso se detecta por entonces cierta resistencia en Salamanca al
pago por parte de algunos laicos, un suceso que logró cierta notoriedad en la
época pues obligó a intervenir a la Curia romana, lo que nos manifiesta la
importancia que se daba ya entonces al diezmo, según confirma también la
autorización, por parte del Pontífice, a los clérigos a quienes encomendó la
solución del conflicto, como el arcediano de Ávila, para que emplearan
sanciones canónicas contra los que se resistieran.
Las instituciones eclesiásticas más notables
lograron, además, gran solidez, gracias a los monarcas, a miembros de la
nobleza y a particulares de diferente nivel económico que les donaron bienes
raíces, rentas de todo tipo, casas, dinero o utensilios fabricados con metales
preciosos con el objetivo de que rezaran por el alma del donante y de sus
familiares más próximos; por su parte los reyes se mostraban generosos no sólo
por ese motivo, sino también para facilitar que la comunidad se consolidara.
Resulta especialmente destacable el caso de los
cabildos catedralicios, pues tuvieron un protagonismo innegable en la
construcción, el mantenimiento y la proyección social de las catedrales. En una
época en que era frecuente que el obispo llevara una vida itinerante, con
continuos desplazamientos a la Corte, a las reuniones de miembros del alto
clero, a sus propiedades privadas o a las que les correspondía administrar en
razón de su cargo, era necesaria una institución que se ocupara del
mantenimiento y desarrollo diario del culto en la sede urbana y se hiciera
cargo también de algunos aspectos del gobierno diocesano. Para eso nacieron los
cabildos, que crecieron y se enriquecieron considerablemente durante el siglo
XII en estos territorios.
En concreto, el cabildo de la catedral de
Salamanca existía ya en 1133, pues el primer documento privado que conserva la
catedral de Salamanca, es decir, el primero que fue elaborado al margen de la
Chancillería real y del poder civil, repite alusiones a los canónigos; además,
nos consta que se trataba de una institución conformada con una jerarquía
parecida a la que luego mostrarán sus estatutos, pues contaba con un prior, con
al menos dos arcedianos y con otros miembros. Resulta que también debió incrementar
el número de sus integrantes de manera paralela al crecimiento de sus rentas.
De este modo sabemos que en 1182 el cabildo estaba ya bastante bien
estructurado, con unas dignidades que se ocupaban de las funciones
fundamentales de la catedral, presididos por un deán, con una dignidad que se
encargaba de custodiar el tesoro, varios arcedianos que ejercían jurisdicción
en las distintas circunscripciones en que estaba dividida la diócesis, además
de una decena de canónigos y más de una docena de racioneros. Se trata de un
colectivo suficientemente numeroso y bien articulado como para desempeñar un
papel director no sólo en la catedral sino en el conjunto de la vida urbana.
Esas funciones se vieron facilitadas por la
acumulación de un patrimonio muy notable, que estaba formado por varias villas
y aldeas, por casas en la ciudad y en los pueblos, por molinos y aceñas, por
tierras de cereal, viñedos, huertas, etc.
Y el desarrollo de las funciones litúrgicas por
un colectivo prestigioso, en el templo de nueva construcción, no hizo sino
atraer nuevas donaciones que mantuvieron el ritmo de enriquecimiento de la
institución en todo el período que ahora contemplamos.
Por lo demás, aunque el caso del cabildo de
Salamanca es el más destacado, no se debe olvidar que a cierta distancia se
encontraban los canónigos de Ciudad Rodrigo y, en menor medida, otros
monasterios y hermandades de clérigos, que también recibieron algunas aldeas
así como diversos bienes rurales y urbanos.
Algunas comunidades incluso desarrollaron una
actividad con una vertiente benéfica que significaba también un incremento del
patrimonio. En la segunda mitad del siglo XII, en la época en que avanzaba la
construcción de la catedral, los canónigos de Salamanca acogían a determinados
laicos, tanto hombres como mujeres, con la consideración de compañeros y les
aseguraban la alimentación y el vestido en caso de que cayeran en la pobreza o
en la enfermedad y no fueran capaces de mantenerse por sí mismos. A cambio, las
personas acogidas a este sistema cedían a la catedral una parte importante o la
totalidad de sus propiedades, y de este modo los canónigos salmantinos, que
dejaron constancia documental de estos acuerdos, lograron un conjunto de
propiedades, alguna de las cuales se integraron y formaron parte fundamental
del Abadengo de La Armuña, muy valorado tanto por las rentas que producía como
por el señorío que ejercía en él la institución, hasta que el concejo de la
ciudad presionó y logró integrarlo en su jurisdicción, pero en época posterior,
avanzado ya el s. XV
Con menos información, se conservan indicios de
que en las villas del entorno salmantino se consolidaban otras comunidades
eclesiásticas, como las que agrupaban a los clérigos de Alba, Ledesma o Béjar,
sedes de otros tantos arcedianatos de las diócesis de Salamanca, en los dos
primeros casos, y de la de Plasencia en el último. Los clérigos de Alba fueron
destinatarios en el siglo XII de una bula de Alejandro III en la que les
comunicaba el nombramiento de un nuevo obispo y, muy poco después, aparecen enfrentados
con el prelado porque pretendían disfrutar de autonomía suficiente como para
elegir a su arcipreste.
Por su parte los de Béjar ya estaban
organizados como cabildo parroquial en 1229 y lograron que sus estatutos fueran
confirmados por el arzobispo de Santiago tres años más tarde.
Al mismo tiempo que se iba produciendo el
desarrollo económico de las instituciones resultaba inevitable la aparición de
conflictos sobre áreas geográficas de influencia y ámbitos de competencia de
cada una de ellas. En realidad, a lo largo de todo el período es frecuente
encontrar alusiones a pleitos por estas cuestiones que, a veces, eran muy
duraderos, hasta que la intervención de una autoridad superior, de unos
árbitros o el convencimiento de la necesidad de llegar a un acuerdo mutuo
resolvían la cuestión.
Los problemas hacen referencia, en primer
lugar, al establecimiento de límites entre los distintos obispados, pues
resultaba imprescindible conocer con precisión el territorio sobre el que tenía
jurisdicción eclesiástica cada prelado, y sobre el que también le correspondía
el derecho a percibir los diezmos. La delimitación diocesana parece fruto de un
proceso y de la experiencia que se adquiere con el paso del tiempo, pues no se
conserva en Salamanca ningún documento que señale el marco diocesano inicial.
La iniciativa a la hora de establecer la
frontera norte, la compartida con Zamora, que es la más antigua de las que
tiene Salamanca, correspondió al monarca Alfonso VII, que lo realizó en 1136 de
una manera indirecta: donando al prelado Berengario y a la sede salmantina las
aldeas de la ribera de Cañedo que antes citamos parecía señalar al prelado de
Zamora hasta dónde llegaban sus competencias. De esta manera se empezaba a
aclarar una situación especialmente compleja, heredada del momento mismo de la
repoblación oficial, pues ambas diócesis, Zamora y Salamanca, fueron
encomendadas entonces al mismo prelado, D. Jerónimo.
Pero la intervención de Alfonso VII no era más
que el comienzo de un proceso bastante lento y complejo, pues unas tres décadas
más tarde Fernando II hacía donaciones a la Iglesia zamorana en territorio
perteneciente, en principio, a la salmantina: le entregó unas aceñas en Ledesma
y luego las villas de Monleras y de Guadramiro. Aunque los documentos aluden a
otras razones, es muy probable que las causas profundas de estas donaciones
estén relacionadas con la pretensión regia de presionar a los clérigos salmantinos,
pocos años después de la victoria del ejército real en La Valmuza, para que
aceptaran definitivamente el nombramiento de prelado en Ciudad Rodrigo. Y es
que, como sucediera en el ámbito civil, el cabildo de Salamanca también tenía
aspiraciones sobre el territorio mirobrigense, que se reflejan incluso en los
obstáculos que puso al establecimiento de sede episcopal en esa localidad.
Sin embargo, Ciudad Rodrigo contaba también en
este campo con el apoyo explícito del monarca Fernando II, que veía en la
implantación de sede episcopal y de una clerecía bien desarrollada en ella uno
de los factores fundamentales para su consolidación como ciudad. Por eso
concedió a los eclesiásticos mirobrigenses un fuero similar al que había dado
varias décadas antes su abuelo Raimundo a los salmantinos, prohibió
expresamente que los merinos y sayones reales intervinieran en las casas y
heredades de los clérigos y colocó a éstos bajo la exclusiva jurisdicción del
obispo.
De esta manera no quedó más remedio a los
eclesiásticos salmantinos que aceptar como límites occidentales de su obispado
el curso de los ríos Yeltes y Huebra, después de complejas negociaciones que
finalizaron el año 1174. El acuerdo parece establecido bajo el arbitraje del
metropolitano de Compostela y con la colaboración del propio monarca Fernando
II que gratificó a los salmantinos con las villas de Baños y Juzbado, “in
recompensatione laboris et fatigationis vestre”. Ciertamente, la oposición
de los canónigos de Salamanca debió ser muy fuerte pues alude a ella el
pontífice Alejandro III un año más tarde en la bula por la que confirma la
erección de la nueva sede y el nombramiento de prelado mirobrigense.
Por esos mismos años todavía eran objeto de
discusión los límites entre Zamora y Salamanca, particularmente en lo que se
refiere a la villa de Ledesma y a una serie de aldeas de los alrededores. Los
prelados debieron acudir al mismo pontífice Alejandro III, quien nombró como
árbitros a los obispos de León y Asturias; pero el litigio no quedó realmente
cerrado hasta 1185, cuando los obispos litigantes presentan un acuerdo que
pretende ser definitivo y que significa la cesión a Salamanca de las aldeas del
valle de Cañedo y otras situadas al sur del Tormes, además de los derechos
episcopales en Ledesma, mientras que el prelado zamorano recibió varias
iglesias de la zona, aunque situadas algo más al norte.
Menos problemas se detectan en el sur, en los
límites con el obispado de Plasencia al que pertenecía el arcedianato de Béjar,
pues correspondían a la frontera entre León y Castilla, bien definida después
de largas disputas. Sin embargo, se conserva memoria de un pleito con el
prelado de Coria, al que su colega salmantino acusaba de haber usurpado sus
derechos episcopales.
Por su parte, el obispado de Ciudad Rodrigo se
proyectaba hacia occidente sobre unos territorios todavía no bien definidos
pues serían tema de negociación en los tratados firmados en la segunda mitad
del siglo XIII. Entonces la comarca de Riba-Côa quedó situada dentro del reino
de Portugal, a pesar de lo cual, desde el punto de vista eclesiástico, dependió
de la sede mirobrigense.
El desarrollo de la clerecía en Salamanca tuvo
lugar en el contexto de grandes transformaciones como la que supuso la Reforma
Gregoriana, que se estaba consolidando a comienzos del siglo XII, y corre
paralela al despegue de Santiago de Compostela como nueva metrópoli. En el
primer sentido se ha documentado que, a partir de Gregorio VII, resultaba
habitual la presencia de legados pontificios en la península Ibérica, con lo
que se aseguraba la fluidez de relaciones, de disposiciones y la intervención
de la Curia en los conflictos que se producían en las distintas diócesis, según
hemos tenido ocasión de señalar. Por otro lado, desde Gelmírez era frecuente la
convocatoria de concilios que reunían a los prelados dependientes de esa
metrópoli, quienes estudiaban los temas más relevantes que les afectaban y
tomaban decisiones al respecto.
En Salamanca mismo tuvo lugar una reunión de
prelados ya en el año 1154 presidida, en este caso, por el arzobispo de Toledo,
y con asistencia del electo de Santiago y de los titulares de las sedes de
Segovia, Ávila, Osma, Sigüenza, Burgos, Orense, Tuy, Lugo, Mondoñedo, Astorga,
León, Palencia, Zamora, y del prelado salmantino, además de otra serie de
personajes notables del reino. Aunque no consta que en esta reunión se trataran
temas propios de Salamanca, se debe hacer alusión a ella porque supone la existencia
de un clero organizado, e incluso de las infraestructuras adecuadas, como el
palacio episcopal y una basílica, que no tenía por qué ser ya la catedral
románica conservada.
Y todavía en el siglo XII se celebraron en
Salamanca otros concilios importantes en 1175 y en 1191-1192, éste con
relevancia general pues ordenó la separación, por razones de consanguinidad,
del monarca Alfonso IX y doña Teresa, a lo que, al parecer, se oponían algunos
obispos que no asistieron, entre ellos el de Salamanca.
Independientemente del lugar de celebración,
estas reuniones tenían repercusiones bastante amplias, pues se celebraban con
bastante frecuencia, lo que permitía el seguimiento posterior de las
principales decisiones tomadas, y contaban con la asistencia de la mayoría de
los prelados convocados, pues la ausencia podía acarrear sanciones canónicas si
el convocante era el nuncio o el metropolitano, o la pérdida de influencia en
la Corte si era el monarca quien promovía la reunión.
En consonancia con los objetivos de la Reforma
Gregoriana uno de los asuntos habituales de los debates era la definición de
aspectos y de espacios en los que las autoridades eclesiásticas tenían
competencias exclusivas y, por tanto, quedaba totalmente prohibida la
intromisión de los laicos. Esto sucede especialmente en el interior de las
iglesias y también en su entorno más inmediato de cada una de ellas, el dextro,
donde el clero pretendía ejercer jurisdicción absoluta.
En una época caracterizada por la violencia y
en la que una buena parte de los caballeros vivían de la obtención de botín no
resultaba infrecuente que muchas de las ambiciones se proyectaran sobre los
bienes y rentas de los eclesiásticos, sus heredades particulares y las de las
instituciones donde ejercían sus funciones, los diezmos, primicias, donaciones
y todo tipo de ingresos de los clérigos. La documentación de la época recoge
gran cantidad de denuncias de intromisión de personajes poderosos en los bienes
y derechos de las iglesias y de sus servidores, quienes se defendían elevando
sus quejas hasta las máximas autoridades eclesiásticas que, a su vez,
reclamaban justicia en la Corte o en la Curia pontificia. En buen modo, la
organización que se observa en las instituciones eclesiásticas, que alcanzaba
un nivel muy elevado para las condiciones de la época, tiene, entre otros
objetivos, hacer frente a la fuerza de los poderosos. En este sentido resultaba
imprescindible cierto grado de coordinación para que las denuncias y las
sanciones correspondientes tuvieran un carácter lo más amplio posible.
Los clérigos, por su parte, también reclamaban
su derecho a intervenir en asuntos que afectaban de manera importante a los
laicos, como eran los relativos al adulterio, o al matrimonio y, especialmente,
la prohibición de contraerlo entre parientes. Desde comienzos del siglo XII se
conservan disposiciones que amenazaban con sanciones canónicas a los que
casaran con familiares hasta el séptimo grado.
El mismo comportamiento de los clérigos en
aspectos como el incumplimiento del celibato podía tener repercusiones en los
laicos, si éstos decidían poner en práctica las disposiciones relativas a que
no se asistiera a misas presididas por sacerdotes que tuvieran esposa o
concubina, o las que ordenaban expulsar a tales mujeres de las viviendas de
aquéllos, incorporadas a las actas de concilios y sínodos del siglo X.
De todo ello se deduce la existencia de un
elevado número de asuntos en los que se veían implicados clérigos y laicos, lo
que recomendaba una legislación detallada sobre las competencias respectivas y
evitara litigios. Por eso se incluyen disposiciones al respecto en los fueros
eclesiásticos de Salamanca y Ciudad Rodrigo.
El de Salamanca apuesta decididamente por una
separación entre el ámbito clerical y el civil. Los clérigos disponían de
tribunales propios para las querellas internas, y en los conflictos con los
laicos deberían presentar sus demandas ante sus autoridades, es decir, ante el
obispo, el arcediano o el arcipreste, quienes recibían también las quejas que
pudieran tener los laicos contra los clérigos. A la hora de tomar prendas para
responder por el delito de que se les acusaba, el arcipreste tomaba las del eclesiástico,
quien incluso podía tener que responder con el beneficio que disfrutaba; luego,
la prenda era entregada a la custodia del alcalde del concejo. Y cuando el
acusado era un laico, el procedimiento era justamente el inverso: quien tomaba
la prenda era el alcalde, que la ponía bajo la custodia del arcipreste.
La resolución de estos conflictos correspondía
a tribunales mixtos de clérigos y laicos, que en Salamanca estaban formados por
dos personas de cada grupo, nombrados, respectivamente, por el obispo y por el
concejo. En Ciudad Rodrigo el enjuiciamiento de las querellas entre clérigos y
laicos correspondía a seis alcaldes de los clérigos y otros tantos de los
laicos, que se reunían los sábados “in Santi Sepulcro”. Sus competencias
judiciales eran muy amplias, pues incluían los conflictos relacionados con las
personas dependientes de ambos, los llamados “criazón de clérigo” y los
vasallos de los caballeros y propietarios laicos, aunque quedaban excluidos los
delitos más graves, como violación de iglesia y ataques que provocaran heridas
o la muerte.
Este marco legal probablemente se vería
desbordado en la práctica, como consta que sucedía con otras muchas normas. Sin
embargo, era siempre una referencia que transmitía seguridad y que ayudaba a
mantener un equilibrio, aunque fuera precario, entre distintos grupos sociales.
De esta manera las ciudades, villas y aldeas de
la actual provincia de Salamanca se fueron consolidando; creció
considerablemente su demografía y el número de parroquias que centralizaban
tanto las actividades de culto como una parte importante de la trama social y
administrativa. Nada menos que treinta y cuatro templos cita el Fuero de
Salamanca en la ciudad con esas características. Es verdad que no tenemos
seguridad de que todos ellos existieran a finales del reinado de Alfonso IX,
pero sí se conservan referencias que muestran que ya existía entonces la
mayoría, que debieron ser construidos con las características técnicas y
estéticas del románico que ahora todavía podemos contemplar en un número
reducido, pero significativo, de ellos.
Peculiaridades del románico en Salamanca
Hablar de arte románico en Salamanca es
distanciarse del tiempo en que surgió este primer estilo internacional de
Occidente. Sus singulares manifestaciones salmantinas no se remontan más allá
del siglo XII avanzado, cuando la península Ibérica contaba ya con buen número
de catedrales, monasterios e iglesias jalonando el Camino de Santiago en su
ruta principal y secundarias, mientras al otro lado de los Pirineos, en
Francia, se apagaban paulatinamente los resplandores románicos y asomaban las
primeras luces del gótico.
En el último tercio del siglo XI se inicia en
España la construcción de una serie de importantes edificaciones que ocupan de
este a oeste una amplia franja (catedrales de Jaca y Santiago, monasterio de
Silos, colegiata de San Isidoro de León...), franja que se extiende hacia el
sur con la caída en manos cristianas de la ciudad de Toledo (1085). El siglo
XII verá la continuación y acrecentamiento de esa actividad constructiva, que
lleva consigo la multiplicación de edificios en la región castellano-leonesa y
su progresiva expansión, como se acaba de apuntar.
Salamanca, durante siglos en tierra de nadie,
no despertó especialmente la codicia del invasor musulmán al no contar con un
pasado romano esplendoroso que incitase a su conquista. (Era fundamentalmente
un simple eslabón –calzada y puente– de la red viaria romana en el trayecto
conocido como “Vía de la Plata”). Y, por lo mismo, tampoco espoleó las
ambiciones de los reyes cristianos (astures, leoneses y castellanos), habida
cuenta además de su situación geográfica, distante por el momento del enlace
con puntos que asegurasen su defensa y próxima, por el contrario, al poder de
al-Andalus. Sólo la repoblación de finales del XI dará a Salamanca el carácter
de civitas al reinstaurarse en su suelo la antigua sede episcopal. La anterior
repoblación del siglo X contemplaba a esta ciudad en un plano de igualdad con
Baños, Peña, Alhándiga y Ledesma.
La recuperación “histórica” de Salamanca
en el medievo se debe, de esta suerte, a Alfonso VI, que delegó en su yerno,
Raimundo de Borgoña, casado con doña Urraca, el encargo de repoblarla y de
restablecer la sede episcopal. Para estos quehaceres el conde contó con un gran
personaje eclesiástico, célebre y popular, el obispo de origen francés don
Jerónimo de Périgord, que restauraría la sede episcopal (1102), unida en ese
momento a Zamora. (También se le encomendó la diócesis de Ávila). Don Jerónimo
fue hombre de Iglesia, instruido, con vasta experiencia religiosa, política y
militar, adquirida esta última durante su estancia en la conflictiva ciudad de
Valencia, formando parte del entorno cidiano. Allí había lucido sus dotes de
guerrero en combate contra los musulmanes, no como un soldado más sino como
miles ecclesiae en una guerra justa, “santa”, contra el infiel,
verdadera cruzada apoyada por la Iglesia y el Papado, según se recoge en
diversos textos eclesiásticos y jurídicos, amén de en los cantares de gesta más
conocidos.
Las revueltas desatadas por el nuevo matrimonio
de doña Urraca con Alfonso I de Aragón frenarán todo tipo de progreso y
desarrollo. No habrá un período tranquilo hasta la época del emperador Alfonso
VII, rey de Castilla y León (†1157). El monarca se afanó en la revitalización
de la pequeña ciudad del Tormes protegida por una muralla. Este núcleo, al sur
de la actual urbe, había crecido hacia el río y albergaba el castillo viejo y
el alcázar, símbolos del poder político-militar, asentados en el barrio de los
repobladores castellanos (serranos). En la parte oriental de la cerca se
edificó la catedral de Santa María y la residencia episcopal, emblemas del
poder eclesiástico. Próximo estaba el mercado o “azogue” viejo y el
barrio de los francos (venidos con el conde repoblador y el prelado francés).
La Universidad (1218), ligada en un principio al mundo eclesiástico, se
levantará dentro de ese recinto de élite. Toresanos, portogaleses, bregancianos
y gallici se irán organizando en distritos o colaciones en torno a iglesias
parroquiales fuera de la muralla primitiva.
Salamanca adquiere pronto, segunda mitad del
siglo XII y primer cuarto del siglo XIII, categoría de gran urbe. Fue necesario
ampliar las murallas para contener nuevos núcleos urbanos alejados del río,
como la Plaza de la Verdura, el corral de San Marcos, el barrio de las Peñuelas
de San Blas, la cuesta de Sancti Spiritus, o, al otro extremo, el teso de San
Vicente. Iglesias y conventos se levantan entre esos muros –y fuera de ellos–,
cerrados con numerosas puertas, de la que nos ha llegado la del Río. La ciudad
crece imparable hacia el Noroeste, cada vez más alejada del Tormes, tónica
observable casi hasta nuestros días.
Salamanca y provincia, es verdad, no tiene,
salvo en las catedrales de Salamanca y Ciudad Rodrigo, un románico de primer
orden. Tampoco posee un gran número de monumentos pertenecientes a dicho
estilo. Ahora bien, en los pocos templos (urbanos especialmente) que han
llegado a nosotros, se encuentra una diversidad formal en plantas y elementos
arquitectónicos, que, hasta cierto punto, confiere originalidad al románico de
la zona y lo hace merecedor de ocupar un apartado irrenunciable en este primer
estilo internacional de los siglos medievales.
Los edificios relevantes se agrupan en
Salamanca y Ciudad Rodrigo, si bien los testimonios arquitectónicos de carácter
rural se extienden a medio centenar de pueblos, entre los que sobresalen Alba
de Tormes, Almenara y, hasta cierto punto, Paradinas de San Juan. Ledesma,
repoblada en 1161, será posteriormente localidad importante, pero sus edificios
han sido transformados a lo largo del tiempo, con excepción de la iglesia de
Santa Elena, de sencilla traza, mantenida en pie gracias al buen corte y encaje
de los sillares graníticos (la cubierta de la nave es del siglo XVI).
La catedral de Salamanca fue, con alguna
excepción, edificio motor y guía para las iglesias de su entorno, aunque no se
den verdaderas copias, ni siquiera reducidas en planta. La influencia de la seo
se observará en ciertos rasgos de estructura o en partes decorativas muy
concretas de los monumentos. No hay plagios o reiteraciones miméticas.
La catedral vieja
La catedral, dedicada a Santa María, no ocupa
el puesto que se merece en la historia del arte español y europeo.
Frecuentemente sólo se destaca su famoso cimborrio, conocido popularmente como
“Torre del Gallo”, al que su cronología, ligeramente posterior al
magnífico homónimo de la seo zamorana, le robó también protagonismo. A ellos se
hace referencia –cimborrios de Zamora y Salamanca, juntamente con el de la
colegiata de Toro– con la llamativa denominación común de “cimborrios del
Duero”.
Se ha planteado, en relación con la
construcción de la catedral de Salamanca, la existencia de uno o dos templos
anteriores. Suponen así algunos una primera iglesia de tiempos del reino
asturiano bajo Ramiro II. Si ello fuera cierto, se seguiría la pauta edilicia
llevada a cabo en territorio cristiano tras el paréntesis establecido entre la
desaparición del ordo gothorum y el resurgimiento arquitectónico del siglo IX.
Pero ese renacimiento tuvo lugar en centros importantes de los poderes
políticos y religiosos entre los que no se encontraba Salamanca, ciudad alejada
de la Corte cristiana y próxima al territorio musulmán, cuyos soberanos
iniciaban el camino hacia el esplendor del Califato. Más lógico parecería
pensar, por eso mismo, en vez de en la erección de un nuevo templo, en la
recuperación de un templo visigótico subsistente.
Una segunda iglesia se construiría –lo que es
más plausible– a comienzos del XII bajo los auspicios del insigne obispo don
Jerónimo y con el beneplácito de Alfonso VI. Al prelado se le dotó con medios
económicos (el tercio del censo de Salamanca, aceñas, sernas, el diezmo de
todos los frutos...) que pudo emplear no sólo en la restauración del culto
mariano, sino en destinarle un cobijo digno y adecuado, a tono con la nueva
urbe instalada, como se ha dicho, en la ladera que desciende al río.
Pero la catedral actual se comienza a mediados
del siglo XII, en tiempos por tanto posteriores a esa posible segunda
construcción aludida; concretamente, en los últimos años del largo gobierno del
emperador Alfonso VII, siendo obispo don Berenguer. De ello no hay duda por los
numerosos privilegios y donaciones regias a la sede salmantina y a su prelado.
La primera campaña, comenzada por la cabecera, estaba en marcha en los años
cincuenta, época en que un civil, Miguel Domínguez, dona la importante cantidad
de 300 maravedís para una imagen de oro y plata destinada al altar de Santa
María. (Hay además otras donaciones para las obras de la catedral por esas
fechas). El 23 de marzo de 1152, fiesta del domingo de Ramos, se expide el
valioso privilegio real por el que Alfonso VII concede exención de tributo a
los veinticinco hombres que trabajaban en la ecclessia sedis Sancte Marie
Salamanticensis, gracia renovada por sus sucesores a lo largo del medievo.
Fernando II, nuevo monarca de León (el trono
castellano lo heredó su hermano Sancho), confirmó los privilegios de su padre a
favor de la catedral, pero su política de repoblación ocasionó serios
conflictos con el pueblo y cabildo salmantinos. Puso sus ojos en Ciudad
Rodrigo, villa fronteriza con Portugal, y vio la necesidad de repoblarla
(1161), de protegerla con una buena defensa y, por supuesto, de dotarla con una
sede episcopal. Esta última empresa contó con la oposición del Papa, que no la
reconocerá hasta 1175. El empeño del monarca en potenciar esta ciudad, llevó al
concejo de Salamanca, apoyado por el clero, a sublevarse y presentarle batalla
en La Valmuza. El ejército real salió victorioso, pero Fernando II tuvo que
contemporizar y conceder diversos privilegios entre los años 1164 y 1183. Esta
rivalidad entre las dos ciudades (Salamanca y Ciudad Rodrigo) fue positiva para
la continuación de las obras de la seo salmantina, ya que es a partir de 1161
cuando se registran más donaciones y rentas de particulares a tal fin, lo que
habla también de la prosperidad de la ciudad y del orgullo que sentía el pueblo
por su iglesia, características de una naciente burguesía.
La catedral de Salamanca es iglesia de tres
naves (con tribuna o sala abierta a la nave principal por una ventana geminada,
hoy llamada “Sala del Alcaide” y pórtico entre torres a los pies), crucero en
cuyo centro se yergue el magnífico cimborrio (la popular “Torre del Gallo”)
y tres ábsides semicirculares (la capilla mayor más profunda, con hemiciclo
precedido de tramo recto). El abovedamiento refleja los cambios y titubeos en
la construcción de la seo; los soportes han de ir acomodándose a recibir las
nuevas estructuras. Planificada conforme al gusto románico, las alteraciones se
acusan a partir de la cabecera. Los tres ábsides y el tramo recto se cubren
respectivamente con bóvedas de horno y de cañón apuntado. El resto del edificio
modifica sin duda el proyecto original. Se adopta en las cubiertas la solución
nervada siguiendo la tónica de los nuevos aires góticos. Y tal recurso se
enriquece en los brazos del crucero, al colocar estatuas de buen tamaño sobre
ménsulas en los arranques de los nervios, sistema que constituye novedad en el
románico hispano y apunta a contactos y conocimientos de edificaciones
francesas de Le Mans (nave y pórtico de la catedral de Saint Julien y cabecera
de Notre-Dame-de-la-Couture), Loches (pórtico) e iglesias de la Touraine,
Anjou, Blesois, norte del Poitou y noroeste de Berry. Este sistema nervado con
incorporación de esculturas se proyectó posiblemente también para la nave
central, en cuyo tramo inmediato al transepto llegó a realizarse en uno de los
nervios, pero tal idea se abandonó y los restantes nervios de la cubierta
descansan directamente en ménsulas. Bóvedas nervadas con despiece anular cubren
igualmente las naves colaterales. Asimismo es nervado el cimborrio (convertido
en imagen emblemática de la ciudad) deudor, como el de Toro, del de la catedral
de Zamora. Los soportes de la seo salmantina, de planta cruciforme, se alzan
sobre altas y anchas basas circulares, que le roban esbeltez.
La construcción, lenta, ligada a los cambios
políticos (reinados de Fernando II y Alfonso IX de León) y artísticos (el
gótico temprano), se adentró en los primeros decenios del siglo XIII. Acusa
fundamentalmente tres campañas: en la primera (ca. 1152-1175) se eleva la
cabecera, los muros del transepto y el conjunto perimetral del edificio; la
segunda (ca. 1200) comienza cuando aún se sigue trabajando en el claustro,
iniciado hacia 1170, y abarca los dos tramos orientales de la nave, el
abovedamiento de los brazos del transepto y la erección del cimborrio; la
tercera (alcanza el primer tercio del s. XIII) lleva a su fin las obras en las
zonas occidentales del templo, aunque las torres quedaron sin terminar y
necesitaron reparaciones continuas hasta el siglo XIV.
Se conocen los nombres de tres maestros de la
obra de Santa María. El primero es Petrus Petriz, que trabaja en un período
amplio, entre los años 1164 y 1182, según las fuentes documentales, fechas que
se corresponden con la primera campaña. El segundo es Sancius Petri, pues así
aparece en un escrito de 1207, y, por último, Johan Franco, responsable de la
construcción en torno a 1225. Los dos últimos pertenecerían a la última
campaña.
Las singularidades de la catedral salmantina
comienzan –como se ha insinuado– en el abovedamiento de los brazos del
transepto, cuyos nervios lucen esculturas de buen tamaño que representan
diferentes personajes (Cristo, San Miguel arcángel, santos, atlantes y un rey),
apoyados a su vez sobre ménsulas. (El brazo norte fue casi suprimido por la
construcción de la seo nueva).
Los nervios con figuras en sus arranques
tuvieron su origen en el norte de Francia, a partir del segundo cuarto del
siglo XII, en lugares como Mouliherne, Cambronne, o Bury, antes que en los
dominios Plantagênet, en donde aparecen unos años más tarde, en el tercer
cuarto, aunque con un mayor desarrollo, caso de la cabecera de La Couture (Le
Mans), ya citada, o el segundo tramo de la nave de la iglesia de Angles.
Las figuras que se alzan victoriosas sobre
monstruos tallados en las repisas, recuperan soluciones contempladas en
relieves románicos. Resaltan la victoria del bien sobre el mal, el combate
entre virtudes y vicios. Tales imágenes triunfales adquieren un carácter
monumental en las portadas del Poitou y de Saintonge (Francia), que se verá
acrecentado en el gótico, en cuyos programas iconográficos no faltarán estas
alegorías en las arquivoltas y esculturas de las jambas (catedral de
Estrasburgo).
Inicialmente se pensó, como señaló Pradalier,
para el tramo central del transepto (donde se eleva el cimborrio con su cúpula
nervada y gallonada sobre tambor con doble cuerpo de ventanas) una cubierta más
sencilla para la que se labraron las estatuas-nervio de los ángeles
trompeteros, que posteriormente fueron aprovechadas en las pechinas del
cimborrio, privadas de su función de estatuas-nervio, pero colocadas casi en el
mismo sitio de su original destino y con igual significación, formando parte de
un programa iconográfico referente al Juicio Final. Esa irrealizada cubierta a
la que se destinaban los ángeles trompeteros, debía ser una bóveda nervada,
asociación de cúpula y nervios semejante a la de la capilla de la torre de
Saint Aubin de Angers (1175-1180), solución que se repetirá, más o menos
complicada, en muchos otros templos, como San Pedro de Aulnay (cúpula de ocho
nervios que convergen en un óculo). Ejemplos españoles próximos al proyecto
primitivo son las bóvedas barlongas de la planta noble y tribuna del Pórtico de
la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, y los cimborrios de
Armentia e Irache. Pero hay que señalar que en estos edificios las figuras no
forman parte de los nervios; van simplemente adosadas al muro y actúan como
soportes y prolongación de los arcos fuera del espacio de la bóveda, modalidad
que se aplicará a algunos interiores románicos ya iniciado el siglo XIII en el
país galo, caso de las iglesias de Saint-Jouin de-Marnes y Airvault.
El exterior de la catedral salmantina, carente
de fachadas con escultura monumental, pero con poderosas torres, impone
visualmente valores netamente arquitectónicos, entre los que se advierte su
aire de fortaleza, hoy en gran parte enmascarada, de la que es posible ver
desde la Torre Mocha, recientemente rehabilitada, el remate almenado de la nave
central y del brazo meridional. En el siglo XVIII, el temor a que se derrumbara
la Torre de las Campanas, condujo a macizar interiormente con hormigón, cal y canto,
a su compañera la Torre Mocha. Con la recuperación de esta torre se ha logrado
la de su escalera, obra románica, de husillo cuadrado, que la comunica con la
iglesia y sirve de acceso a la tribuna. Dos pequeños vanos-saeteras dan el uno
al exterior y el otro al interior de la seo. Obras posteriores recrecieron la
Torre Mocha y configuraron su forma actual. Sus estancias abiertas al público
(26 de marzo de 2002) exhiben planos, dibujos y documentos sobre las etapas
constructivas e historia de las dos catedrales, “Vieja” y “Nueva”.
La Torre de las Campanas fue aumentada en
varios pisos a lo largo de los siglos XIII-XVIII y apareció como única torre al
decidirse que sirviera de torre-campanario de la Catedral Nueva. El cuerpo
inferior medieval hubo de ser reforzado en forma de talud por Pontón Setién,
ante el temor del desplome de los superiores. La obra primitiva quedaba oculta,
“forrada”, por otra barroca, sistema que había sido empleado en el XVI
en el alminar de la mezquita de Córdoba para transformarlo en cristiano. (En la
restauración aludida también se ha recuperado uno de los pisos del siglo XIV,
actualmente llamado “Sala de las Bóvedas”, al que se accede desde la
Torre Mocha).
El interior de la seo queda absorbido por el
cimborrio, realizado, como se ha dicho, bajo la influencia del zamorano, con
paralelismos bizantinos y franceses (del Poitou y del Angoumois) y contactos
hispanomusulmanes y sicilianos. Al exterior, eleva torrecillas en los ángulos
(sobre las pechinas), entre las que se intercalan hastiales con agudos piñones,
todo recubierto con decoración de escamas.
La catedral de Ciudad Rodrigo
Próxima geográficamente y en importancia a la
catedral de Salamanca es la de Ciudad Rodrigo. Domina el río Águeda y se alza
cerca de uno de los lienzos de la muralla, cuya construcción, muy reformada y
ampliada en tiempos posteriores, data de la época de Fernando II. Su sede
episcopal (recordemos la oposición del cabildo salmantino a su creación)
dependió de la compostelana. Las obras de la seo mirobrigense comenzaron entre
1165 y 1166. Se conoce el nombre del primer maestro, Benito Sánchez “el zamorano”.
El monarca le otorgó el 29 de febrero de 1168 una renta de 100 maravedíes, como
ya había hecho con su admirado maestro Mateo, empleado en ese momento en las
obras del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela. Tal renta concedida a
“el zamorano” se recoge en alguna fuente antigua, pero no existe ningún
documento que lo confirme en el archivo catedralicio. Sin duda, debió de gozar
de cierto prestigio y fue inhumado a su muerte en el claustro catedralicio.
Las obras de la seo de Ciudad Rodrigo sufrieron
diversas interrupciones a los pocos años de colocarse la primera piedra. Hubo
un largo parón que duró hasta 1212. La planta, de traza románica, constaba de
cabecera con tres ábsides semicirculares (el mayor precedido de tramo recto),
transepto, tres naves, pórtico entre torres a los pies y claustro en el lado
norte. Tuvo como modelo la planta de la catedral de Zamora, pero no se escapó a
la influencia salmantina, reflejada en el pórtico occidental y en las estatuas-nervio
de sus bóvedas. La capilla mayor se reconstruyó en el siglo XVI y el ábside
norte fue absorbido por otra construcción.
La catedral de Ciudad Rodrigo, además de en su
planta, mantiene elementos románicos, esencialmente ornamentales, en su
interior (zona oriental y parte inferior del transepto), con ornato de
arquerías simples y lobuladas. El gusto románico es perceptible asimismo en
algunas zonas del exterior y en la puerta norte, sin tímpano, cuya organización
y decoración recuerdan portadas zamoranas como la de la Magdalena.
Pero los trabajos más continuados se llevaron a
cabo en el siglo XIII, conforme a pautas góticas, vigentes plenamente en el
abovedamiento. La nave principal cubre así sus cuatro tramos con bóvedas de
crucería octopartitas, muy abombadas, de influencia angevina, algunas con
estatuas-nervios. Estas bóvedas nervadas capialzadas presentan en algún caso
despiece anular, como se registra también en las de la catedral e iglesia de
San Martín, en Salamanca. Los soportes son pilares cuadrangulares, sobre altas
basas, con tres semicolumnas por lado, a diferencia de los de la catedral
salmantina.
Monasterios salmantinos
Los tiempos románicos no se distinguieron por
la afluencia e implantación del clero regular en tierras salmantinas. Son no
obstante muestra de su presencia el monasterio de Santa María de la Vega, en
las afueras de la ciudad, del que se conserva una pequeña serie de arcos
pertenecientes a un claustro de finales del XII, y el de San Vicente mártir, en
el teso de su nombre. Este cenobio pasó a depender de la Orden de Cluny en
1143, por deseo de Alfonso VII, pero no alcanzó especial apego de los
salmantinos y contó con escaso número de monjes, que en ocasiones se redujeron
a tres. Otro tanto sucedió con el monasterio de Santa Águeda en Ciudad Rodrigo,
también cluniacense. A ellos ha de añadirse el convento mixto (hombres y
mujeres) de San Leonardo, erigido (ca. 1154) por los premonstratenses en Alba
de Tormes, con la protección de Alfonso VII, y el de La Caridad (éste sólo de
monjes) en Ciudad Rodrigo. Completa esta pequeña lista el fundado por las
monjas de Santa María de Carvajal de León (Regla de San Benito) en La Serna,
extramuros de la ciudad, al otro lado del Tormes (ca.1150), que un siglo
después pasaron a la iglesia de San Esteban del Arrabal (las Dueñas de San
Esteban).
Iglesias de la ciudad
No hay en Salamanca –como se acaba de señalar–
arquitectura monástica de época románica a diferencia de lo que sucede en otras
zonas castellano-leonesas, como en las vecinas provincias de Zamora y
Valladolid, o más al norte.
De ahí que el románico esté representado en su
casi totalidad, con excepción de las construcciones catedralicias, por iglesias
parroquiales, ligadas a núcleos de población y, en cuanto tales, sometidas a
los cambios –en medios, gustos y demás diversos aconteceres– del desarrollo
urbano. Por lo mismo, es en la ciudad, en concreto en Salamanca, donde se
conserva –aun siendo reducido y fragmentario– lo más representativo de estas
edificaciones, testimonio de la vida ciudadana salmantina. En compensación de
su corto número está la variedad que ofrecen sus plantas y alzados, de
indiscutible interés y consideración. Estas edificaciones, tal y como nos han
llegado, pertenecen a la segunda mitad del siglo XII, aunque algunas fueron
fundadas con anterioridad, en los años de la repoblación. Dichas fundaciones
corrieron en algunos casos a cargo de particulares, como el caudillo de los
toresanos, Martín Fernández (San Martín) y los hermanos ingleses Ricardo y
Randulfo (Santo Tomás Cantuariense); en otros, las propiciaron las órdenes
militares, como la de San Juan de Jerusalén respecto a San Cristóbal y San Juan
Bautista.
San Martín, iglesia que sigue en importancia a
la Catedral Vieja y con la que guarda cierta relación, fue fundada (1103), como
se ha dicho, por Martín Fernández. Pero la construcción del edificio actual no
debió iniciarse, a juzgar por lo más antiguo conservado, hasta fechas más
avanzadas del siglo XII. El templo, que ha sufrido mutilaciones, reformas y
añadidos (como el coro, escalera, atrio y portada meridional, en el XVI, o la
barroca capilla de las Angustias en el XVIII), era originalmente de tres naves
y tres ábsides semicirculares. La nave central se cubre con bóveda de cañón
apuntado (rehecha) y las naves colaterales con bóvedas de ojiva que arrancan de
arista y presentan plementería de despiece anular, afín a modelo de algunos
tramos de la catedral. A los pies, la citada capilla de Nuestra Señora de las
Angustias oculta el que fue ingreso principal del templo, maltratado y
fragmentado, pero resto importante de su organización y decoración románicas.
Más sencilla, la portada norte, sobre la que va un relieve de San Martín
partiendo la capa, evoca con su arquivolta lobulada tipos zamoranos.
De planta original es la iglesia de San Marcos,
levantada en 1178 en el barrio de los castellanos. Estaba junto a la muralla
ampliada con el crecimiento de la ciudad y muy próxima a la desaparecida Puerta
de Zamora. Al exterior es un edificio de planta central (un círculo de 23 m de
diámetro), que en el interior se articula en tres naves y los respectivos
ábsides precedidos de tramos rectos. Su situación ha sugerido la posibilidad de
que la elección de su traza obedezca a dotarla de apariencia y capacidad defensiva,
aunque no se concibiese estrictamente como baluarte de la cerca. Su
arquitectura, sobria y desnuda, ha inducido a tal suposición.
Pocos vestigios románicos quedan en la iglesia
de San Julián, modificada conforme al gusto vigente con el correr de los
siglos. Fue una de las parroquias más antiguas, fundada por los toresanos en
1107. Los citados vestigios –ya de un XII avanzado– se reducen a un trozo del
lienzo norte y a la zona inferior de la torre, a los pies, con estribos
escalonados y arcos ciegos. En el muro norte se halla la puerta de medio punto,
sin tímpano, con finas arquivoltas labradas con motivos vegetales, flanqueada
por contrafuertes (uno perdido) y cobijada por tejaroz con canecillos
esculpidos con dos rostros varoniles, una cabeza de animal y hojas.
A iniciativa totalmente privada se debe en
cambio la erección de la iglesia de Santo Tomás de Cantuariense, levantada por
dos hermanos ingleses, Ricardo y Randulfo, para venerar y extender el culto de
Santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, asesinado en su catedral el 29 de
diciembre de 1170 y elevado a los altares tres años después de su muerte. Su
veneración se difundió rápidamente por toda Europa. La vecina villa de Toro
tendrá un templo de su advocación.
Las obras de Santo Tomás comenzaron en 1175. El
gran desarrollo de la cabecera en relación con el resto de la iglesia habla de
una terminación imprevista, precipitada, por probable falta de medios
económicos, pues cuenta con tres ábsides (precedidos de tramos rectos),
transepto (muy marcado en planta) y nave única de un solo tramo. El
abovedamiento románico se interrumpe en el centro del transepto, que se cubre
con bóveda de crucería octopartita, ya del XIII, cuyos nervios diagonales
descansan en ménsulas. (La solución de disponer ménsulas como adaptación de los
soportes a las bóvedas nervadas fue recurso ya visto en la Catedral Vieja). En
el siglo XVI se añadió una torre a los pies, que, junto con las puertas norte y
sur, sirve de acceso al templo.
Ricardo y Randulfo se citan en los documentos
con el apelativo de “magister”, añadiéndose a Randulfo el de “capellanus”
de la catedral. Randulfo (†1194) debió de ser enterrado en el claustro de la
seo, pues su epitafio se conserva en la puerta de comunicación de ese ámbito
con la iglesia. Sabemos que su hermano Ricardo había muerto con anterioridad.
Es posible que el óbito de ambos supusiera la interrupción de las obras de la
iglesia, lo que explicaría el mayor desarrollo de la cabecera, como se ha
apuntado.
Templos en relación con las órdenes
militares
Los templos de San Juan Bautista y San
Cristóbal, en Salamanca, y el de San Pedro en Paradinas de San Juan se vinculan
a la Orden Militar de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, que tuvo cierto
predicamento en la capital y provincia en el siglo XII, junto con las del
Temple, Alcántara y Santiago. La parroquia de Sancti Spiritus, de fines del
siglo XII, levantada en terrenos de los toreses, fue cedida por Alfonso IX en
1223 a la Orden Militar de Santiago. (Su construcción actual es del siglo XVI).
La iglesia de San Juan Bautista, a la que se
añadió el apelativo de “Barbalos”, quizá en recuerdo de la encomienda
que la Orden tuvo en ese pueblo de la sierra de la Peña de Francia, data de
1139. Responde al tipo modesto de templo románico avanzado, de nave única con
cubierta de madera, cabecera semicircular abovedada, torre a los pies
(desmochada en el siglo XIX) y sencillas portadas laterales. (La principal, al
norte, daba acceso a un claustro). El ábside, al exterior, se articula con
columnas que alcanzan la cornisa.
Junto a la puerta meridional se erigió un
púlpito con inscripción que recuerda que allí predicó San Vicente Ferrer. El
paso del santo por Salamanca supuso un gran impacto, señalándose
tradicionalmente como residencia ocasional de San Vicente en la ciudad una casa
en la calle a la que se le dio su nombre, casa de la que hoy sólo resta el arco
románico de su ingreso.
San Cristóbal, fundado en 1145, es templo de
planta de cruz latina, con ábside y capillas laterales cuadradas, muy
modificadas, abiertas a los brazos del crucero. (La del lado del Evangelio, que
es la más antigua, data de época gótica). Y pensamos así que la primitiva
planta románica sería semejante a la de San Juan de Barbalos. Predominan los
capiteles de hojas lisas con bolas en la punta. En el paño central de la
capilla mayor se abría un vano románico, sustituido por uno moderno y sin
carácter alguno. Una cornisa ajedrezada y con canecillos, algunos animados,
recorre parte del edificio. De la primitiva portada casi no resta nada.
Arquitectura románica en la provincia
Como reiteradamente se ha recordado, apenas
quedan testimonios románicos en la provincia de Salamanca, salvo la llamada
arquitectura de ladrillo, cuyas manifestaciones se prolongan durante todo el
siglo XIII. Su material era mucho más barato, dúctil y rápido que la labra y
costo de la piedra, por lo que en la provincia abundan las edificaciones de
este tipo. La planta de los templos rurales se reduce –o reducía, pues en
muchos casos sólo restan algunas portadas– a una sola nave con cubierta de
madera, cabecera semicircular y una o dos puertas. Destacaremos las iglesias de
Nuestra Señora de la Asunción, en Almenara de Tormes, y la de Santo Tomás en
Forfoleda, pueblo del valle de Cañedo y de La Armuña baja. La de Almenara
(finales del XII) sufrió ampliaciones y modificaciones (estancias a modo de
brazos de un transepto, pórtico meridional, ventana transparente, hastial de
los pies y espadaña), por lo que encierra mayor relevancia la escultura,
especialmente la concentrada en la puerta meridional, donde además se nos da el
nombre del maestro Nicolás, que enriquece la corta lista de artistas románicos.
La iglesia de Forfoleda, cuyo ábside y nave han sido rehechos, cuenta con una
puerta al sur (acceso principal) y una más pequeña a poniente; y asimismo
exhibe capiteles, que en este caso denotan influencia zamorana. Citaremos
también la Parroquial Vieja de Hinojosa de Duero y en Ledesma las iglesias de
San Miguel y Santa Elena.
El mudéjar de los siglos XII-XIII
Coetánea de la arquitectura románica en
Salamanca es la arquitectura mudéjar calificada ya de “románico-mudéjar”,
ya de “románico de ladrillo”, como se ha dicho. Bajo tales rótulos (al
margen de polémicas sobre el contenido, alcance y propiedad de ambos términos)
se ha venido acogiendo unos mismos edificios, pues aún los más fieles a los
estilemas románicos presentan rasgos irreductibles a la simple referencia de
aparejo y, por el contrario, los más distantes no dejan de evidenciar préstamos
románicos. La arquitectura románico-mudéjar, dentro de la carencia documental
de la época, es por su carácter reiterativo y popular menos propicia que la
románica a ofrecer las bases de una cronología apurada en el análisis
estilístico. Pero puede afirmarse con seguridad que nada queda –ni
probablemente hubo– anterior a fines del XII en tierras salmantinas.
A diferencia del románico, los restos mudéjares
de la capital no son lo más importante en cuanto a tipologías, ni cabe, por
tanto, considerarlos cabeza de serie de esa manifestación artística. El
románico-mudéjar salmantino se agrupa al noreste de la provincia, a partir de
la margen derecha del Tormes, con Alba como foco destacado y en continuidad con
la expansión del mudéjar en las provincias limítrofes. Fuera de esta zona sólo
cuentan Béjar y Ciudad Rodrigo en el sur.
En la ciudad de Salamanca, la iglesia de
Santiago, al lado del puente romano en la ribera del Tormes, se dice fundada en
1145, pero su construcción (a juzgar por testimonio gráfico) no sería anterior
a fines del XII. La moderna restauración de mediados del pasado siglo la
despojó del interés que sin duda tenía, al inventar unas partes y alterar
otras, como el propio exterior de los muros de la capilla mayor, en los que se
suprimió el entrecruzamiento de arcos de la arquería inferior. (Se ha querido
ver en este motivo, que hallamos también en el exterior de la torre de
Villoria, influencia del mudéjar toledano). A su vez, las ruinas de San Polo
(parroquia de los portogaleses que se da también como fundada en la primera
mitad del XII) hacen sospechar igualmente su pertenencia a edificación no
emprendida antes de la segunda mitad de la centuria. Era iglesia de tres naves
y tres ábsides, el central con arquerías ciegas al interior y al exterior,
dispuestas en uno y dos cuerpos respectivamente. Los fragmentos de los muros de
la nave inducen a un mudéjar ya del XIII.
Alba de Tormes todavía conserva en las iglesias
de Santiago y San Juan muestras representativas del mudéjar de la zona. La
cabecera de la iglesia de Santiago (cuya es –capiteles e imposta de su
interior– declara su comunidad con el románico finisecular del XII) organiza su
exterior con tres cuerpos de arcos de medio punto doblados, semejante a la
articulación del ábside de las desaparecidas iglesias de Santo Domingo y San
Miguel en la misma población. Con ciertas variantes, este modelo (frisos
superpuestos de arcos de medio punto doblados) es el más repetido en la zona
(iglesias de Coca de Alba, Turra de Alba, Cantaracillo, Aldeaseca de la
Frontera, Rágama…), en las próximas de Valladolid, Segovia y Ávila, y en los
focos meridionales salmantinos (Béjar y Ciudad Rodrigo). A él se atiene la
cabecera triabsidal de la iglesia de San Juan de Alba, pero su escultura (como
la de la citada iglesia de Santiago o la de Paradinas de San Juan) es de plena
inspiración románica. En el caso de San Juan de Alba de Tormes, el románico
impone también modulaciones arquitectónicas, entre las que se encuentra la
propia incorporación de pórtico, deudor en su apariencia a restauraciones.
Estructura románico-mudéjar singular es, en
fin, el ábside de la parroquial de Villoria, con sector circular interior y
exterior no concéntricos, entre los que se desarrolla una escalera que conduce
a lo alto sobre las bóvedas. (Se supuso al templo originalmente finalidad
defensiva). El hastial de la parroquial de Rágama, por su parte, guarda en su
traza (amplio arco de medio punto que acoge vanos ciegos decrecientes)
llamativa afinidad con el de San Andrés de Cuéllar.
La catedral vieja y su escultura
La escultura románica en general es,
primordialmente, y en su más alta función escultura “monumental”, ligada
a la arquitectura, al monumento, del que forma parte inseparable y en virtud
del cual se concibe. Y ello vale también, naturalmente, para la escultura
románica en Salamanca. Su cronología se atiene, por tanto, a la de sus
edificios (va de la segunda mitad del siglo XII al primer cuarto del XIII) y el
foco principal y más original recae en la seo salmantina, cuya fábrica concita
la afluencia de artistas nacionales y extranjeros a lo largo de las tres
principales campañas de su construcción. (Ya se señaló el reducido número de
edificaciones románicas subsistentes). Por lo mismo, los talleres y manos
apreciables en la escultura de la catedral de Salamanca son lo más
significativo del románico en su tierra.
La ausencia de portadas (sólo cuenta con la del
claustro) hace que sean capiteles, ménsulas y claves, lugar donde luzca y se
mantenga la buena y varia calidad de la escultura catedralicia salmantina. En
ellos se alternan motivos vegetales, ya solos, ya acompañando representaciones
animadas e historiadas. Muy desiguales, en cambio, son las estatuas-nervio.
A la primera campaña (ca. 1160-1175) pertenecen
los capiteles de la cabecera y portada del claustro, con motivos ornamentales,
temas y técnica semejantes a obras palentinas y tolosanas, y aun a obras de
orfebrería como el frontal de la tumba de Santo Domingo de Silos (Museo de
Burgos). Representativo de este buen hacer es la portada del claustro, muestra
del mejor arte románico como lo expresan los dos medallones calados que exhibe
en sus jambas, con labor casi de filigrana que recuerda talleres eborarios. Y
en la misma línea de finura, aunque de muy distinta mano, han de incluirse dos
capiteles: el que está en la pilastra del arco de comunicación de la capilla
mayor con el ábside meridional, y el del pilar toral sureste del transepto. El
primero de estos dos capiteles es de tema cinegético, con posible simbolismo de
contraposición del bien y del mal, pues se enfrenta la figura del noble
cazador, a caballo y con halcón, a la del “salvaje”, todo en medio de
refinamientos decorativos vegetales.
De no inferior ejecución es, por su parte, el
segundo capitel, con una lucha ecuestre. La mano que talla este capitel se
mueve en la misma onda estilística que el escultor que labra la escena de
cetrería, si bien la composición es más monumental y las figuras (dos jinetes y
un lancero) adquieren mayor volumen al igual que el fondo vegetal de acantos.
Esta representación de la lucha ecuestre, de
tono épico, repite escena y tipos vistos en capiteles de Castilla y León. Es
novedad iconográfica que aparece en la segunda mitad del siglo XII, sin duda
por influencia de la realidad histórica marcada por las constantes guerras
entre cristianos, y entre éstos y los musulmanes. Sus modelos se toman del
campo de la miniatura, de los muchos combates bíblicos que encierran victorias
morales.
En el capitel salmantino, a los dos
combatientes (uno, el vencedor, con lanza y escudo normando; el otro, con
espada y rodela, en fórmula habitual) se suma la presencia de un joven infante
con una pica. R. Lejeune y J. Stiennon la interpretan como la lucha de Roldán y
Ferragut, o lo que es lo mismo, el enfrentamiento del cristiano y del infiel,
lectura que ha obtenido la mayor aceptación. Y, en efecto, aparecería como
reflejo de la guerra entre cristianos y musulmanes, con exaltación del triunfo
militar y político de los primeros sobre los segundos, triunfo que a su vez va
unido al de la Fe, al otorgar el Papado carácter de cruzada a la reconquista
española y concederle indulgencias similares a las obtenidas por la
recuperación de Tierra Santa. Esta iconografía bélica se propone resaltar el
papel del miles christianus ocupado en guerras “santas”
(designación tomada del mundo islámico), tarea que compete al monarca como el
primero de los caballeros y que, en cuanto tal, se representa frecuentemente a
caballo, con escudo y lanza (o espada) en sellos, signos rodados o miniaturas.
(Buenos ejemplos son las ilustraciones de Fernando II de León y de su hijo
Alfonso IX en el Tumbo A de la catedral de Santiago, destacando en la de
Fernando II incluso más su condición de miles que la de rex).
Entre las escenas bíblicas de los capiteles de
esta primera campaña, fácilmente identificables, está la de Daniel (capitel del
arco triunfal, lado norte), prefiguración de Cristo y de su resurrección. El
profeta se muestra sentado, con las manos alzadas, en actitud orante,
flanqueado por leones (en la colegiata de Toro vese la misma escena en el mismo
lugar, sin duda por influencia de la seo salmantina), conforme a repetido
esquema compositivo.
En la segunda campaña (que termina hacia 1210)
se acomete el abovedamiento de los brazos del transepto, tramos orientales de
la nave y cimborrio.
Consiguientemente corresponden a esta etapa las
estatuas colocadas en el arranque de los nervios, salvo las dos del mutilado
brazo norte del transepto (San Lorenzo y un personaje masculino), ya góticas.
La disposición de esculturas en el arranque de los nervios –como ya se ha
adelantado– había venido empleándose en Francia en la primera mitad del XII
(Mouliherne, Cambronne, Bury y, más tarde, los dominios Plantagênet), y de
Francia proceden sin duda los autores de las esculturas salmantinas.
Estas estatuas-nervio denotan diferencia de
manos y de cronología, pero dentro de los límites de la segunda campaña, con la
excepción ya señalada de las del brazo norte del crucero, que son posteriores.
Se distribuyen por el brazo meridional del transepto, pechinas del cimborrio y
tramo inmediato de la nave central. Son evidentes las desigualdades en calidad
y talla, aparte de las debidas a reajustes, especialmente notables en las
ménsulas, algunas por completo rehechas. Salen de un mismo taller las imágenes
de Cristo, San Miguel alanceando al dragón, San Nicolás, una santa sin
identificar y los tres ángeles trompeteros de las pechinas del cimborrio, que,
junto con un cuarto ángel, perdido, habrían sido concebidas originalmente como
estatuas-nervio de una cúpula que no llegó a construirse. A mano menos fina
corresponden sin duda la figura de un rey (los repintes acentúan su tosquedad),
con las ofrendas, en insinuada actitud de adoración, y dos atlantes. Diferente
autoría recaba a su vez el tercer atlante, expresivo, rodilla en tierra, así
como el apóstol o santo de la nave central, con aureola, libro y mano en gesto
de saludo, que esboza ya una sonrisa, aunque su rostro no dista mucho de las
caras de los ángeles del cimborrio. En el conjunto de las esculturas-nervio se
puede observar, en resumen, una cierta evolución estilística, que va de las
figuras de Cristo y San Miguel, plenamente románicas, a la figura del apóstol o
santo, intermedio entre la estética románica de las anteriores imágenes y la
gótica de las del brazo norte del transepto. (Por su parte, los capiteles del
cimborrio, emprendido hacia 1200, con hojas de acanto lisas, afines a los de su
homónimo zamorano, reflejan modelos tradicionales del románico, retomados en la
última etapa de este arte).
La tercera y última campaña abarca la
culminación del templo hacia los pies. Se realiza a partir del tercer tramo de
las naves, coincidiendo con el empleo de plementería de despiece anular en la
bóveda de la nave central. La escultura de los pilares orientales de este
tercer tramo manifiesta, sin embargo, pertenecer estilísticamente a la segunda
campaña. Uno de sus capiteles recoge tres pasajes de la vida de Sansón. El
héroe judío, prefiguración de Cristo, se plasma en lucha con el león, ciego,
dando vueltas a la muela, y rogando a Yahvé le devuelva la fuerza perdida. En
la escultura románica es raro representar el castigo infringido a Sansón por
los filisteos (sólo conozco la del canecillo de la ermita navarra de Azcona).
Se prefiere plasmar exclusivamente su lucha con el león, lucha que se confunde
en ocasiones con la hazaña similar llevada a cabo por el joven David.
La escultura de la tercera campaña hacia los
pies deja ver, en mayor o menor medida, un arte animado por fórmulas mateínas
apreciables en obras zamoranas junto con esquemas anteriores más netamente
franceses. Es un arte muy 1200 en lo que tiene de interrelación de influencias
y heterogeneidad, de persistencias románicas y asomos góticos. Ciertas claves
con ángeles, o el San Miguel venciendo al dragón de un capitel, nos ponen en
relación, aunque no propiamente con el autor del sepulcro de la iglesia de La
Magdalena en Zamora, como apuntó Pradalier, sí con un artífice de su círculo.
Las ménsulas de esta etapa (con rostros humanos y un animal devorando a un
hombre) muestran un repertorio iconográfico muy diferente al de la etapa
anterior y su talla enlaza ya con la obra de los escultores que intervienen en
la capilla de Talavera, en el claustro.
La escultura monumental en los templos
de la ciudad
Los diversos talleres catedralicios trabajarían
en los numerosos templos románicos desaparecidos en la ciudad –apenas nos han
llegado media docena–, como lo atestigua la presencia de escultores de la
tercera campaña en la iglesia de San Martín. Allí dejaron su huella en algunas
de las claves de las bóvedas y en la parcialmente destruida portada occidental
(actual entrada a la capilla de Nuestra Señora de las Angustias). Sin duda,
también influirían en la difusión de modelos iconográficos, caso de Santo Tomás
Cantuariense. El enfrentamiento de jinetes del capitel del arco triunfal se
inspira en el mencionado de la seo, copiando el modelo catedralicio con
pequeñas variaciones, aunque sin alcanzar su calidad. A su vez, el tema
iconográfico de la música juglaresca de la segunda mitad del XII se registra
también en la ciudad (modillones, muy desgastados, de la iglesia de San Juan de
Barbalos).
Los cinco arcos apeados en grupo de dos y
cuatro columnas, conservados en la sacristía del convento de Nuestra Señora de
la Vega, junto al Tormes, responden al tipo de arquería claustral románica. Se
ha elucubrado sobre su procedencia ya de la Catedral Vieja, ya del propio
monasterio de la Vega. Los capiteles apuntan talleres distintos en su
ejecución. Dos de ellos, de factura delicada, con utilización del trépano
(dragones y arpías mordiendo follaje), están en relación con artistas
catedralicios de la primera campaña. Los restantes capiteles, más toscos y
simples, desarrollan animadas escenas profanas de caza, música y baile. Los
capiteles no se asemejan estilísticamente a los de los arcosolios in situ del
primitivo claustro románico de la seo (casi totalmente desaparecido en la
reforma del XVIII), por lo que bien pudieran pertenecer al convento de la Vega,
o a otra iglesia derruida.
La escultura monumental en la provincia
La escultura románica monumental más
interesante de la provincia de Salamanca se concentra en Ciudad Rodrigo, Alba
de Tormes y Almenara de Tormes.
La catedral mirobrigense ofrece diversos
capiteles imbuidos aún por la estética y repertorio románicos de finales de
siglo XII, con motivos vegetales y algunos animados, como el músico y la
bailarina. Pero lo más destacable de esta etapa son las imágenes de Cristo
sedente, mostrando las llagas, flanqueado por los apóstoles Pedro, Pablo,
Santiago y Juan, desbastadas en piedras rectangulares de buen tamaño y
encajadas sobre la puerta sur (alguna aureola gallonada de los apóstoles está
partida con el fin de adaptarlos al hueco imprevisto). Son esculturas dignas
dentro de la corriente 1200, con notas compostelanas. Jesús está representado
en su Segunda Venida y, en esta ocasión, se encuentra totalmente revestido.
Sólo muestra al fiel la huella de los clavos en manos y pies.
Le acompañan los cuatro apóstoles aludidos,
quizá inspirados por las cuatro primeras figuras de la jamba izquierda del
Pórtico de la Gloria. Como en la catedral gallega, San Pablo muestra el libro
abierto hacia el espectador y Santiago se apoya en su cayado-báculo. La sonrisa
también está presente en los rostros de Pedro y Juan. Posiblemente este grupo
estaría concebido –junto con otras figuras no realizadas– para una gran portada
que nunca vio la luz, cuya organización respondería todavía a cánones románicos.
En esta misma fachada se encuentra una Virgen entronizada –y coronada–, con el
Niño en el regazo, obra del mismo taller, que podría estar pensada para algún
tímpano, quizá acompañada por ángeles.
El Salvador y el apostolado de la iglesia de
San Juan, en Alba de Tormes, es conjunto singular, realizado en torno al 1200.
Están sentados en cátedra de alto respaldo, tallados cada uno en un bloque
rectangular, la parte posterior sin desbastar, como pensados para estar
empotrados en el muro. Hoy se disponen en semicírculo en la capilla mayor.
El estado de conservación avala una posible
localización en el interior del templo, pero bien pudieron ocupar la zona alta
de una portada, cobijada por tejaroz del tipo que vemos en la iglesia de
Santiago de Carrión de los Condes (Palencia), o en Santa María la Real de
Sangüesa (Navarra), por citar sólo dos ejemplos. Están dentro de una corriente
muy internacional, con evocaciones clásicas en cuanto a resaltar valores
escultóricos en sí. Baste recordar St.-Gilles-du-Gard y St.-Throphime de Arlés,
en Francia, y la Cámara Santa de Oviedo, la seo de Zaragoza o los apóstoles
Pedro y Juan en la cripta de Santo Domingo de la Calzada, en España. Su
estética se mueve dentro de ambientes abulenses (San Vicente) y zamoranos
(Puerta del Obispo de la catedral), sin dejar de evocar afinidades con obras
anteriores (Moissac). A la misma época y estilo pertenece la Virgen sedente con
el Niño, empotrada en el ábside, fuera de su lugar primitivo.
La obra de la iglesia de Almenara de Tormes
atrajo a un escultor que conoce los trabajos de taller responsable de algunas
figuras esculpidas en el arranque de los nervios del brazo meridional del transepto
de la Catedral Vieja (vid. San Miguel alanceando el dragón). A él le pertenecen
los rostros de los canecillos de la portada norte, con rasgos y formas
similares a los de ciertos personajes de la seo (frentes abombadas, ojos
saltones con pupilas perforadas y cuellos en forma de copa). Los capiteles y
ornamentación de la puerta son similares a los de la iglesia de San Juan, en
Santibáñez del Río, por lo que recaban una misma autoría. A mano diferente
pertenecen, en cambio, los canecillos de la portada meridional, con figuras
coronadas que tañen instrumentos musicales y acompañan a un acróbata,
realizados por el maestro Nicolás, según reza la inscripción tallada en uno de
ellos (“Nicholaus me fecit”).
Salamanca
Las primeras intervenciones del reino astur en
la zona del Tormes y el Duero datan, según las crónicas, de la época de Alfonso
I y no irían más allá de correrías y un trasvase de población hacia el norte.
Salamanca, como el resto de las ciudades afectadas, volvería pronto al control
musulmán, siendo atacada nuevamente por Ordoño I a mediados del siglo IX.
Escapaba sin duda la zona a las posibilidades reales si no de expansión, sí de
control para la monarquía cristiana. Con el traslado de la capitalidad a León y
el cetro en manos de Ramiro II, la política del reino se decanta por una
efectiva ocupación del territorio hasta la sierra de Béjar. Los años de su
reinado (931-950) pusieron coto, que no fin, a las convulsiones internas que
amenazaban la estabilidad misma del territorio leonés y la gran victoria de
Simancas de 939 abrió la posibilidad real de expansión por la ribera del
Tormes. De ella se beneficiaron Salamanca, Ledesma, Ribas, Los Baños, Abandega
y Peñausende. La Crónica de Sampiro, en su versión silense, lo refleja diciendo
que Ramiro “dos meses después [de la victoria de Simancas] ordenó una
expedición por la cuenca del Tormes, donde procedió a la población de ciudades
desiertas como Salamanca, en la cual había estado de antiguo un campamento,
Ledesma, Ribera, Baños, Abandega, Peña y otros castillos que resultaría largo
nombrarlos”.
Documentalmente consta la ocupación de
Salamanca desde el segundo tercio del siglo X, fecha de la donación al cabildo
de Santa María de León y su obispo Gonzalo de las iglesias de Salamanca (vid.
Apéndice I). Lamentablemente no se precisa en dicho documento, de 953, qué
iglesias eran las donadas, dato que hubiera sido precioso a la hora de
establecer las áreas iniciales del poblamiento. Suponemos éste nutrido
fundamentalmente de leoneses, entre ellos el propio obispo Oveco y los condes
Guisuado de Boñar y Vermudo Núñez de Cea, que se encargarían de comandar el
asentamiento. La dependencia respecto al obispado de León nos indica sobre todo
lo frágil de la articulación de este territorio meridional del reino. Buena
prueba de ello fue el desplome administrativo y militar que sucedió a Ramiro
II, debido tanto a las convulsiones internas como al azote de las aceifas
musulmanas. Almanzor castigó la ribera del Tormes en 977 (Los Baños, Ledesma,
Salamanca), 979 (Ledesma), 983 (Salamanca) y la famosa “campaña de las ciudades”
de 986, en la que hizo capitular León, Salamanca, Zamora y Alba de Tormes. Sin
embargo, tanto en Ledesma como en Salamanca no debemos pensar en una nueva
despoblación en un sentido estricto. Parece más producirse una dejación por
parte de la estructura administrativa del reino de estos lugares, abandonando
así a su suerte a la población que en ellos se mantuvo, quizá articulada en
torno a una fórmula cercana al concejo, tal como parece deducirse del texto de
los fueros más tarde otorgados.
Tras la toma de Toledo en 1085 se acomete una
segunda campaña de repoblación de la zona del Duero, esta vez exitosa. Desde
las tierras sorianas hasta Portugal asistimos a un fenómeno sólo parangonable
al éxodo rural del pasado siglo. Los movimientos de población, bien encabezados
por mandatarios de la nobleza y el clero o bien espontáneos, atrajeron mediante
el ofrecimiento de nuevas posibilidades a gentes de diversa procedencia, que
adquirían de este modo un status más elevado. En el caso de Salamanca, la repoblación
de 1102 tuvo un carácter oficial. Fue fomentada por la monarquía dentro de un
plan más ambicioso que incluía un eje Ávila - Segovia - Salamanca. El personaje
encargado de promoverla fue Raimundo de Borgoña, quien había llegado en 1086
junto a otros nobles francos en apoyo de Alfonso VI y que ya al año siguiente
había contraído matrimonio con la joven Urraca, hija del monarca.
El documento de donación de 22 de junio de 1102
por Raimundo y Urraca al recién llegado de Valencia obispo Jerónimo, que
reproducimos en el Apéndice II, nos muestra la sede como vinculada a la
zamorana y supone el punto de partida para su reconstrucción y para el fomento
de la repoblación de la ciudad. En el privilegio de 30 de diciembre de 1107,
Alfonso VI confirma la anterior donación, reconociendo el protagonismo de Raimundum
bone memorie comitem, además de dotar territorialmente a la sede recién
restaurada, la cual pasó de ser sufragánea de la emeritense a depender de
Compostela en 1124. La época de Alfonso IX, de la que deben datar la mayoría de
los templos conservados, significó un relanzamiento de la urbe.
El conde Raimundo de Borgoña acudió a poblar
Salamanca con contingentes humanos de procedencia diversa: mozárabes,
castellanos, francos, toresanos, portugueses, gallegos, serranos, etc., a los
que habría que añadir grupos sociales más o menos marginados como los judíos y
musulmanes. Estas gentes se agrupan en barrios o collationes, en torno a las
iglesias, que van conformando las villas en el interior y exterior de los
sucesivos recintos amurallados, fenómeno similar al de otras como Soria, Ávila
o Segovia. Jurídicamente se otorga a los concejos un conjunto de normas y
derechos que se engloban en los textos forales. La primera carta foral de
Salamanca debe datar de la época de la repoblación de 1102, aunque el conjunto
de artículos aparece como una recopilación producida en diferentes momentos de
los siglos XII y XIII.
No intento entrar aquí a analizar todo el
complejo engranaje social, administrativo, económico y urbano que se puso en
marcha desde inicios del siglo XII en Salamanca. El trabajo de Julio González
en 1943 y la ejemplar monografía de Manuel González García, publicada en 1973 y
revisada por el propio autor en 1988, nos exime de ello y a ella se suman los
recientes trabajos de José-Luis Martín, José María Mínguez, José Luis Martín
Martín y Ángel Barrios García publicados en el tomo II de la Historia de Salamanca
dirigida por el primero de los citados.
Me detendré aunque mínimamente en reseñar
alguna de las numerosas parroquias en las que se articulaba el solar urbano de
Salamanca, porque en su construcción, la mayoría dentro del siglo XII, se
plasmó el grupo de edificios románicos más nutrido y de mejor calidad de la
provincia.
La Catedral de Santa María o “Catedral Vieja”,
la gran catedral románica del sector occidental del Duero, condensa en su suma
y solapamiento de magnificencias románicas, tardogóticas y renacentistas el
devenir artístico de la capital. Si hoy Salamanca no es la ciudad románica por
antonomasia es sólo porque es puro esplendor renaciente.
Aunque el artículo 292 del Fuero no cita sino
35 parroquias, incluyendo la catedral, existe documentación de 46 iglesias,
tomando como límite la fundación posiblemente tardía de la Trinidad, así como
varios monasterios erigidos en el siglo XII: Santa María de las Dueñas, San
Vicente, benedictino y de fundación antigua, y Santa María de la Vega, de
agustinos.
La Catedral Vieja, los restos del claustro de
Santa María de la Vega, la portada hoy reutilizada en la calle de San Vicente
Ferrer inmediata a la catedral y quizá procedente de la iglesia de San Cebrián,
y las fábricas más o menos conservadas de Santo Tomás de Canterbury, San
Marcos, San Juan de Barbalos, San Julián y Santa Basilisa, San Cristóbal, San
Martín, San Polo, que se tratarán en las monografías que siguen, dan buena
muestra, aunque parca en número, de aquella febril actividad constructiva. Las
reconstrucciones y reformas góticas, renacientes y barrocas supusieron el
cambio de estilo de muchas de estas iglesias, la riada del día de San Policarpo
de 1626 debió afectar grandemente a las iglesias del arrabal meridional, el
antiguo “barrio de los mozárabes”, aunque más debemos lamentar la
pérdida reciente de algunos templos fruto de la desidia, los intereses
especulativos, o un trasnochado concepto de la restauración que produjo la
desaparición más reciente de Santiago.
Sólo conservamos descripciones, más o menos
fiables y precisas, de las fábricas románicas hoy perdidas de las iglesias de
Santa Eulalia (Quadrado, 1884 [1979], p. 96; Araújo, 1884 [1984], pp. 223-226),
San Mateo y Santiago (Quadrado, pp. 91, 100-101; Araújo, pp. 227-228), Santa
María de los Caballeros (Quadrado, pp. 99-100; Araújo, pp. 228-229), Santo Tomé
(Quadrado, pp. 98-99, 119; Araújo, pp. 189-190), San Adrián (Quadrado, p. 93;
Araújo, pp. 189-192) y San Polo (Quadrado, pp. 91-92; Araújo, pp. 190-191).
Quizá la más completa descripción que tenemos
sea la de San Adrián, situada intramuros, en el sector SE de la ciudad y en el
barrio de los bregancianos. Presidía la plazuela de su nombre, hoy desaparecida
pero no lejos de la actual plaza de los Basilios. Habría sido fundada por el
cabecilla de la población breganciana, Pedro de Anaya. Citada en el Fuero,
Araújo la considera fundada en 1151. En 1156 Villar y Macías recoge alusiones
no tanto al templo sino al barrio en torno a él, en un documento de donación al
cabildo salmantino donde actúa un escriba de nombre Miguel, perteneciente a la
colación de San Adrián (Michaeli sancti Adriani qui notuit). El mismo
autor afirma que fue su beneficiado el luego arzobispo toledano don Juan
Tavera. Quadrado dice que “mantenía entre repetidos azares su nativa
belleza, y esta fue cabalmente la víctima escogida por el moderno vandalismo.
En 1852 alcanzamos a verla hundida ya su bóveda y derruida en parte su torre de
ladrillo, bien que ostentando aún románicos ajimeces, erigida sobre un arco
gentil que abría paso a la calle custodiado al parecer por dos grifos
salientes: el ábside polígono guardaba enteros sus canecillos y cornisa de
tablero y ventanas más rasgadas de lo que acostumbraban a ser las bizantinas,
flanqueadas por altas columnas; una de las puertas laterales [se refiere a la
meridional] desplegaba en los capiteles y en las decrecientes dovelas de su
medio punto las galas del siglo XII, mientras que la otra lucía ya la
decadencia gótica con sus crestones y sus copiosos follajes en la vértice de la
ojiva. Todavía era fácil restaurarla, pero se prefirió consumar su ruina,
difiriéndola por merced algunos días para dar tiempo de sacar su diseño”.
En la nota al pie que finaliza su párrafo sobre San Adrián nos especifica
Quadrado que fue dibujada la iglesia “en 1853 bajo la dirección del señor
Jareño [por] los alumnos de la escuela especial de arquitectura, pudiendo
conseguir a duras penas una tregua de tres días en la demolición. Indigna oír
lo que se destruyó en Salamanca por aquellos años bajo la dictadura de cierto
ingeniero y luego á impulso de las pasiones políticas”. Villar y Macías
precisa que la tardogótica portada norte fue reubicada “en el enterramiento
de las Hermanas de la Caridad, del Hospital general [Hospital de la Trinidad]”.
Finaliza lacónicamente diciendo que “cerrada al culto, la demolieron al
mediar este siglo”, refiriéndose al XIX.
Araújo afirma que en ella radicaba la cofradía
del gremio de escultores y pintores de Salamanca y dice que antes de haber sido
dibujada por la Escuela de Arquitectura al mediar el XIX lo había hecho Isidoro
Celaya. Se lamenta el autor de La Reina del Tormes de la desgraciada iniciativa
de demoler el templo, al que describe como “de tres naves con dos preciosas
portadas, en uno de cuyos costados, sobre airoso arco que, enlazando la iglesia
con el palacio frontero, abría paso a la calle”. De la portada sur dice que
estaba “decorada por el gusto románico y parecida, al decir de los que la
vieron, á la de San Julián”. El Libro de los lugares y aldeas del Obispado
de Salamanca, de 1604- 1629, dice que dentro de sus censos tenía parte del de
la iglesia de San Martín de Villoria.
Catedral Vieja de Santa María de la Sede
La catedral vieja salmantina se yergue sobre la
Peña Celestina, punto elevado al sur de la ciudad fortificada medieval,
dominando la margen derecha del Tormes, frente al barrio de Puerta del Río que
daba acceso a la arcana “Vía de la Plata” (la medieval Guinea citada por
Julio González), en un sector de propiedad episcopal poblado por francos.
La tantas veces mentada repoblación por parte
de Raimundo de Borgoña, yerno de Alfonso VI, permitió asegurar este bastión
fronterizo que vigilaba la línea del Tormes y lo que era más importante, la
explotación de la inmediata comarca de La Armuña. La plantilla episcopal sirvió
de marco jurisdiccional para la reorganización de un territorio desmembrado y
escasamente poblado. La catedral se convirtió así en auténtico adalid del
desarrollo demográfico y económico experimentado por la ciudad desde el primer
tercio del siglo XII.
Señalaba Villar y Macías cómo en 1102 don Ramón
de Borgoña y su mujer, la infanta doña Urraca, concedían al obispo don Jerónimo
de Périgord –procedente de Valencia– las iglesias y clérigos de Salamanca y
Zamora con sus villas, el tercio de todo el censo de Salamanca, aceñas, sernas
y pesqueras y el diezmo de todos los frutos para la restauración de la iglesia
de Santa María así como del barrio instalado junto a la Puerta del Río. El
documento fue confirmado por Alfonso VI (1107), Alfonso VII (1126) y Fernando
II (1167). Salamanca contaba entonces con un alcázar y el Azogue Viejo, además
de diez parroquias en las que se integraron los diferentes repobladores:
castellanos, toresanos, portugueses, bregancianos y francos. Los mozárabes se
asentaron extramuros, junto a la ribera del río, y la minoría hebrea bajo el
alcázar.
Pero no será hasta el pontificado de Alejandro
III (1159- 1181) cuando se perfilaron definitivamente los límites del obispado
salmantino, no sin fuertes roces con la lindante sede zamorana. Su proyección
natural apuntó hacia occidente y hacia el sur, adquiriendo en 1136 nuevas
tierras a los poderosos de Ciudad Rodrigo. El curso repoblador acometido en la
Transierra leonesa fue meticulosamente analizado por Julio González.
Parece ser que la catedral románica no se elevó
ex novo, sino que fue “restaurada” a partir de los restos de un templo
primitivo que Julio González sugiere heredado de la primitiva repoblación de
Ramiro II. Pero Yolanda Portal considera que tal restaurationem se
refería más bien a un restablecimiento del culto mariano, prácticamente perdido
a consecuencia de las incursiones agarenas, aduce además que el pasaje donde se
detalla la localización del templo es tan preciso en anotaciones topográficas
que difícilmente podía referirse a una iglesia antigua sobre la que levantar la
catedral. En cualquier caso no sería completamente descartable pensar en una
vieja fundación de cronología visigoda.
La obra catedralicia gozó de la promoción
urbana, recibiendo cuantiosas donaciones que permitieron iniciar la elevación
de sus muros a mediados del siglo XII, toda vez que el cabildo disfrutara ya de
rentas sobradas. Nuevos derechos en su favor se registran entre 1133 y 1150,
incluyendo los 300 maravedís de Miguel Domínguez, señor de Zaratán (cerca de
Ledesma), para una imaginem de auro et argento super altare Sancte Marie
y otros 200 ad illo labore Sancte Marie, así como sus casas para que morent
clericos qui seruiant Deo et altari sancte Mariae hacia 1150. Un monto de
500 maravedís era sin duda cantidad importantísima y para Yolanda Portal podría
considerarse como un verdadero documento público en favor de la fábrica en el
momento preciso que empezaron oficialmente los trabajos. El propio Miguel
Domínguez estaba emparentado con las familias más acaudaladas de la ciudad,
generalmente nobles de origen leonés.
La casi totalidad de autores aluden a la
generosa exención que en 1152 hacía Alfonso VII del pecho y servicio a los 25
operarios (no 31 como recogían Quadrado, Villar y Macías y Gómez-Moreno) que
por aquel entonces trabajaban en las obras del edificio catedralicio (la
donación era ratificada por Fernando II en 1183 y Alfonso IX en 1199),
precisamente por los mismos años durante los que también empezaba a elevarse la
catedral zamorana (1151-1152). Los primeros impulsos edilicios contaron con una
especial promoción regia, interesada por mantener un señorío episcopal que
cubriera las diferentes necesidades constructivas, culturales y docentes, pero
a partir de 1156 el volumen más importante de las donaciones corresponderá ya a
la iniciativa privada. Propone Gacto Fernández que tal vez aquellos 25
trabajadores fueran gentes foráneas, presentándose agrupados en un “concejo
de obra” sin estatuto propio y que sólo pagaban pechos a la Iglesia. El
obispo Berengario conseguía de Alfonso VII, del que en 1136 había sido canciller,
un importante favor para asegurar rentas que permitieran la construcción del
edificio.
De 1161 data una venta al cabildo por parte de
las hermanas María y Marta Martín y sus esposos Simón y Domingo de un palacium
que lindaba a norte y sur con la canónica y la alberguería de Santa María, a
occidente con la calle que bajaba desde los pies de la catedral hasta el río y
hacia oriente con el “corral” o corro de los canónigos. Quizá se tratara
del espacio que poco después sirvió para replantear el claustro (Julio
González) o bien sólo un solar edificado cuyas casas fueron donadas por el rey
al cabildo en 1175 (Yolanda Portal). El mismo año de 1161 Blasco Sánchez donaba
a la catedral un vaso argénteo para fundir una cruz y un cáliz además de 100
maravedís para la obra de la iglesia y para la ejecución de un tabula de plata
et de auro ad illo altare de Sancta Maria. En el testamento de María Sánchez “la
Perrelecha” (1163), se aseguraban tres maravedís para el suministro de la
lámpara del altar de Santa María. Ambas noticias demuestran cómo en esa fecha
los ábsides de la catedral estaban ya construidos.
El diplomatario catedralicio informa de otra
donación del canónigo Vela destinada a la obra de un “ciborio”. Julio
González se planteaba si el “ciborio” encargado por el adinerado
eclesiástico a un tal Pedro Pérez podía corresponder a la obra de la Torre del
Gallo más que a una suntuosa pieza de orfebrería. La hipótesis resulta
atractiva por más que el insigne medievalista intentara explicar los supuestos
orientalismos de la linterna a partir de los periplos hasta Tierra Santa de
ciertos caballeros salmantinos conectados con el canónigo Vela. Pradalier no
era partidario de identificar este “ciborio” con baldaquino alguno
destinado al altar y menos aún con la Torre del Gallo; la misma opinión
mantenía Yolanda Portal pues con un legado que rondaba sólo los 60 maravedís
apenas podría hacerse frente a semejantes trabajos. La autora parece inclinarse
por identificar la palabra “ciborio” con una bóveda, perfectamente
plausible en 1163, cuando estaba rematada la cabecera y los canteros iban
haciendo avanzar los muros hacia occidente.
Pedro Pérez aparece como testigo en documentos
de 1164, 1173, 1176 y, específicamente calificado como maestro de obra de Santa
María en 1179. Se le rastrea además en otro de 1182 junto al pedrero Pedro
Esteban y quizás en 1202 junto a su mujer Illana y sus hijos. ¿Estamos ante el
mismo personaje? Julio González recogía el nombre de otros profesionales como
Petro tapiator (1163 ó 1164), magister Johannes el pedrero y Gundisalvus
taiador (1164). De 1207 data otro diploma suscrito por Sancius Petri magister
operis Sanctae Mariae, quizá hijo del Pedro citado en 1179. Juicios más
comedidos vertidos tras el análisis de otros edificios medievales hispanos
(Moreruela o la Seu Vella de Lleida) se plantean si los tantas veces aludidos
maestros de obra fueron contables o verdaderos arquitectos; ¿no estaremos más
bien ante simples administradores? Como hemos visto hasta ahora, los documentos
que consignan datos sobre las obras catedralicias son abundantes, pero
desengañémonos, su balance es más cuantitativo que cualitativo. Tampoco hemos
rastreado más información sobre los posibles artífices que sus escuetos
nombres, como grafitos aislados carentes de sentido.
La Catedral Vieja es un soberbio edificio
basilical de planta de cruz latina con tres naves (más alta y casi el doble de
ancha la central), marcado crucero y cabecera constituida por tres ábsides
semicirculares que aún podemos intuir entre la aparatosidad de la Catedral
Nueva y las edificaciones canonicales. La supresión del coro central en 1847
permitió la contemplación total del cautivador espacio interior.
Pero es evidente que la justa imagen de la
vieja fábrica catedralicia viene rubricada por la Torre del Gallo, emblemático
cimborrio gallonado que se alza sobre el tramo central del crucero, a fin de
cuentas faro inconfundible de la topografía urbana de la capital salmantina.
Llaguno atribuía la traza del edificio a Raimundo, maestro llamado por el conde
repoblador Raimundo de Borgoña, mientras otras noticias antiguas hablan de la
presencia de Casandro y Florín de Pontoisse. Los mismos datos legendarios son recogidos
en los periplos de Ford y Street.
Desde el hermoso y recoleto Patio Chico podemos
contemplar el ábside mayor, de sólida sillería arenisca extraída en las
canteras de Villamayor, con algunas reposiciones modernas; posee tres paños
separados por semicolumnas adosadas que rematan en capiteles vegetales a la
altura de la cornisa. Cada paño está perforado por un vano de medio punto.
Horizontalmente aparece recorrido a media altura por una imposta abilletada,
idéntica que la cornisa, sostenida por canecillos vegetales de acantos cuyas
hojas se vuelven sobre sí mismas acogiendo una baya esférica; sólo en una de
las piezas se aprecia una máscara. El piñón que se eleva exteriormente sobre el
extremo occidental del presbiterio porta otra serie similar de canecillos. Las
ventanas del ábside mayor están abocinadas y decoran sus roscas con billetes y
tacos cilíndricos, idénticos a los del interior, arrancando de cimacios lisos
con perfiles de listel. Las chambranas son igualmente abilletadas y las cestas
presentan motivos vegetales con roleos, grifos afrontados, centauros, máscaras
que vomitan tallos por sus bocas y bichas cuyos cuerpos están entrelazados.
Por encima de la cornisa se dispuso un
antepecho con tetralóbulos tardogóticos calados, prolongado por el cuerpo
superior del crucero. En el tramo presbiterial semejante balaustrada parte de
un gran pináculo piramidal mientras que en los brazos del crucero, la misma
aparece cegada y remata en características almenas piramidales de sección muy
alargada, visibles también a lo largo del coronamiento de los muros en la nave
central.
La imagen defensiva de la Catedral Vieja
salmantina es apabullante, recordándonos la Sé Velha de Coimbra; de hecho, el
carisma cuasimilitar de la catedral era ratificado por la crónica de Juan II
pues “las bóvedas no estaban cubiertas por enmaderamiento alguno sino por
piedras en forma de chapados [a la larga perdidos y sustituidos por teja] y por
lo alto con parapetos de los que todavía quedan varias almenas” (Villar y
Macías, p. 66). Nada parecía presagiar que tan sólida fortaleza fuera el origen
de una escuela catedralicia que a la postre fecundó en la prestigiosa Universitas
Salmanticensis.
El absidiolo del lado de la epístola posee una
distribución muy similar a la capilla mayor aunque carezca de semicolumnas y
presente un solo vano central. La cornisa es añadido posterior, del siglo XVI.
Presenta una ventana con roscas aboceladas lisas y chambrana abilletada, así
como capiteles vegetales a dos niveles trabajados con cierta simplicidad.
Adosado al ábside meridional se alza un husillo que permite acceder hasta la
flecha superior; el grosor de sus muros va disminuyendo a medida que se eleva
en altura y está aspillerado. Del mismo husillo parte una moldura de hojas
tripétalas entre roleos que se prolonga por el frente oriental del brazo sur
del crucero. El husillo culmina con un cuerpo hemisférico que lo reconvierte en
cuadrángulo, rematando en aguja escamada provista de aristones y gabletes
góticos en sus cuatro paños, cuya cronología parece algo posterior que la Torre
del Gallo. Señalaba Sánchez cómo debió existir otro husillo simétrico, junto al
absidiolo norte, que fue engullido y desmantelado al plantear la enorme fábrica
de la Catedral Nueva, iniciada en 1513.
El nuevo templo catedralicio –aunque su visión
resulte algo tortuosa– respetó el absidiolo del evangelio, la llamada capilla
de San Lorenzo. Manteniendo en todo la estructura del colateral sur, se abre al
exterior por medio de una ventana románica en esviaje carente de ornamentación
escultórica. Su interior está animado con dos impostas que arrancan, una a
media altura con tetrapétalas y tripétalas inscritas en el interior de
círculos; y otra de listel en coincidencia con el cimacio del único capitel conservado.
En el muro derecho del tramo presbiterial septentrional aparece otra moldura
con tetrapétalas inscritas en el interior de círculos. Una puerta de medio
punto cegada ornada con arquivolta de motivos ovales entre listeles perlados
(muy similar a la del ábside colateral meridional), comunicaba el ábside del
evangelio con la capilla mayor.
En realidad, la traza de la Catedral Nueva,
reaprovecha el muro septentrional de la fábrica románica, recreciéndolo y
ocultando vanos y parte de los abovedamientos de la nave del evangelio. Puesto
que el eje del nuevo edificio no era perfectamente paralelo al del bloque
románico, advertimos cómo sus zonas más orientales quedaron más embebidas que
las occidentales. Es bien apreciado el curioso juicio de Ceán Bermúdez cuando
en sus Adiciones al diccionario de Llaguno consideraba opción muy acertada no
haber demolido la vieja fábrica "reservándola para sagrario y parroquia".
Desde el Boletín de la Real Academia de San Fernando sugería Ávalos la digna
consideración que tal edificio mereció en boca de un erudito como Ceán, no
demasiado comprometido con la arquitectura de nuestra Edad Media.
En el interior derecho del tramo presbiterial
del absidiolo meridional –la capilla de San Nicolás– apreciamos otra imposta
ornada con tetrapétalas y tripétalas inscritas en círculos que, adaptada a la
semicolumna del triunfal, se prolonga por todo el brazo del crucero y la nave
lateral meridional. Sin duda indicio de que los muros del crucero sur y la nave
colateral fueron construidos durante una primera campaña, al menos hasta la
altura de las ventanas. La misma moldura ya fue asimilada con lo abulense por
Gómez-Moreno pues en San Vicente apreciaba otras muy similares. Aduce Sánchez
que las ventanas bajas del brazo sur del crucero son idénticas en cuanto a
capiteles y molduras que las absidales. El mismo rosetón abierto en el testero
meridional, aunque modificado en el siglo XV, posee cornisa y molduración de
ovas características del tránsito entre el siglo XII y el XIII, cuando se
planteó la bóveda del crucero. Antes debió utilizar cubierta lígnea (cf.
Quadrado), como se deduce de varias ménsulas salientes que sirvieron para
sujetar la primitiva armadura.
En el frente oriental del brazo meridional del
crucero aparece una ventana cegada con arquivolta de motivos cilíndricos
similar a la existente en el absidiolo sur, otras del mismo brazo abiertas al
sur y al oeste y la llamada puerta de Acre (donde muchos notarios despachaban
los documentos durante los siglos XII y XIII), rematada en arco de medio punto
con molduras de listeles en su arranque. Sobre esta puerta de Acre aparece un
arco de descarga que llamó la atención de Gómez-Moreno pues sus dovelas van engarzadas
a espiga.
La Catedral Vieja, a la que actualmente
penetramos desde la capilla de Pedro Sánchez, a los pies del gran edificio
tardogótico, salvando una escalera con meseta central y dos bajantes
simétricas, posee cinco tramos separados por gruesos pilares. El primitivo
acceso hasta la catedral se efectuaba desde el brazo norte del crucero,
salvando un desnivel de tres metros que fue cegado en 1953.
Los potentes soportes son de núcleo cruciforme
con semicolumnas adosadas en sus frentes y codillos que, como en Saint-Eutrope
de Saintes, parten de un elevado zócalo circular. Las semicolumnas y los
esquinales del pilar se corresponden con las arcadas dobladas mientras que las
columnillas angulares lo hacen con el arranque de las ojivas. Estas columnillas
angulares están ausentes en la cabecera y pilares del crucero. La nave central
se cubre con bóvedas de crucería reforzadas mediante gruesas nervaduras cuyos
plementos de sección rectangular perfilan doble bocel y escocia intermedia; en
las laterales nuevas crucerías de sección hemisférica perfectamente
cupuliformes y plementería anular que Gómez-Moreno denominaba bóvedas “vaídas
sobre cruceros”, están reforzadas por nervaduras de triple bocel y perfil
más o menos triangular.
Los muros exteriores de la nave central
sobresalen por encima de las naves laterales y quedan perforados por ventanales
rasgados que iluminan el espacio interior. También se cubren con crucerías el
tramo norte y los dos meridionales del crucero, siendo idénticos los inmediatos
al central, con nervaduras similares a las empleadas en la nave mayor. El tramo
más meridional del crucero utiliza curiosos nervios con triple baquetón
zigzagueante que arrancan de interesantes estatuas-nervio, presentes también en
el tramo colateral, en tres de las pechinas de la cúpula central y en el ángulo
noreste del primer tramo de la nave mayor. Los perfiles de chevrons aparecen en
fustes y jambas de algunos edificios del Saintonge como Rioux y Rétaud. La
altiva cúpula del crucero parte de pechinas lisas y plantea dos niveles calados
por 32 ventanales rasgados entre semicolumnas adosadas que sirven de apoyo a
las nervaturas que refuerzan el casquete hemisférico y coinciden en una
brillante clave central.
La tarea de delimitar las fases constructivas
de la Catedral Vieja salmantina ha sido una pauta común entre los muchos
autores que han analizado el edificio (Gómez Moreno, Camón Aznar, Julio
González, Rodríguez G. de Ceballos, Pradalier, Martínez Frías, J. R. Nieto, A.
Casaseca, Valentín Berriochoa y Yolanda Portal), si bien predomina la opinión
de datar las primeras obras en torno al 1140- 1150 (a partir de 1135 y hasta
1151 siendo obispo don Berengario) o considerar el arranque de éstas hacia
1150, cuando el cabildo de la ciudad episcopal contaba con el suficiente poder
económico como para emprender una fábrica de semejante envergadura. Es una
labor compleja pues depende exclusivamente del análisis del interior, como
corresponde a un edificio cuya contemplación exterior resulta tarea demasiado
fragmentaria. Elías Tormo –siguiendo el manuscrito original de Gómez-Moreno–
hacía referencia a cuatro arquitectos que se encargaron sucesivamente de la
planta, la Torre del Gallo, el claustro (el maestro Pedro) y el remate de las
obras (el maestro Juan). Camón Aznar consideraba seis secuencias que iban desde
un primer “maestro de los ábsides” que trazó la planta y levantó los
ábsides cubiertos con bóvedas de horno, los muros del presbiterio mayor con
arquerías ciegas y sus molduras ajedrezadas (ca. 1140); el “maestro de los
pilares” que cerraba el presbiterio con bóveda apuntada y elevaba los
pilares más antiguos, acodillados para conseguir soportar unas previstas
bóvedas románicas de arista (ca. 1155); y el encargado de ensayar las bóvedas
nervadas y cupuliformes angevinas de las naves laterales (ca. 1160-1170). Un
cuarto maestro activo en la obra del claustro (ca. 1162-1168) y un quinto que
alza las crucerías de la nave mayor, las de los tramos laterales del crucero y
la capilla de Talavera (ca. 1180). El sexto maestro será el autor de la “Torre
del Gallo” (post. 1180-1200). Para Berriochoa, que a grandes rasgos sigue
el trabajo de Pradalier (y reproduce Daniel Sánchez), se perfilarían tres
campañas: la de mayor antigüedad, entre 1149 (1152 para Pradalier) y 1175
correspondiente con los tres ábsides y refuerzo del mayor, muros laterales de
las naves hasta la altura de las ventanas y pórtico de entrada. De hecho,
durante la primera fase se alzó todo el perímetro de la planta catedralicia
hasta una altura modesta.
La nave del evangelio es más
estrecha, le falta el brazo del transepto y el ábside está cortado debido a que
el muro norte se comparte con la Catedral Nueva, para lo que se aumentó el
grosor. Las naves laterales también cuentan con cubierta de crucería. En el
muro de la nave se sitúa el altar de Santa María la Blanca con una imagen del
siglo XIV, y está rodeada de dieciocho escenas que narran los milagros
atribuidos al Cristo de las Batallas. En el ábside se emplazado el baptisterio
donde se ubica una bella pila bautismal románica, un precioso retablo gótico de
pintura sobre tablas y una magnífica reja.
En 1175 se iniciaban las obras del claustro, lo
cual hizo ralentizar las obras de la iglesia mayor, coincidiendo con el
apostolado del obispo Vidal (1176-1198). A pesar de la lentitud, los trabajos
incorporan las nuevas corrientes al uso. Mientras que las primeras bóvedas
proyectadas para la nave central fueron de cañón (Lampérez) o de aristas
(Camón), durante esta segunda etapa se alzaron nuevas cubiertas al estilo
Plantagenet, como las que ensayaron en Saint-Maurice de Angers (ca. 1160),
pórtico sur del transepto de la catedral de Mans (post. 1158) y tramos
occidentales de la catedral de Poitiers (ca. 1170-1190), y que en Salamanca
podemos datar en torno a la década del 1190-1200.
En los tramos laterales del crucero no se
dispuso nada para recibir los arcos diagonales, así es que apoyan sobre repisas
en ménsula y monstruosas cabezas sobre las que se alzan estatuas-nervatura
reforzando los salmeres. Lo cierto es que desde Lampérez la crítica disociaba
con claridad entre una planta inicial "borgoñona" y un sistema
de cubiertas “aquitano” que el mismo arquitecto identificaba con el
estilo Plantagenêt, denominación todavía de curso científico.
Por contra, aquella tricéfala calificación de
románico-bizantino-ojival para la catedral salmantina hará mucho que pasó a ser
reliquia historiográfica.
Berriochoa y Sánchez consideran que en los
brazos del crucero intervinieron dos maestros, uno en los tramos más cercanos a
la cúpula y otro para la bóveda más meridional. Con posterioridad al 1195 se
cubrieron los tres tramos más occidentales de la nave central; los tramos norte
(ahora desaparecido) y sur del crucero y los dos primeros tramos de las naves
laterales.
Respecto de la tercera fase constructiva los
mismos autores hacen alusión al maestro de la Torre del Gallo, activo
aproximadamente entre 1200 y 1220. Las estatuas-ménsula de las pechinas de la
cúpula permiten intuir que la inicial cubierta del crucero debió formularse con
arcos diagonales. Sin embargo, la evidencia constructiva nos habla de un
planteamiento más moderno, quizá secundado tras la elevación del cimborrio de
la catedral zamorana. Así, en época del obispo don Gonzalo (1199- 1226) se
cubre por completo la Torre del Gallo y se rematan las crujías occidentales del
templo. Julio González señalaba que, además del privilegio de los 25 operarios
excusados por Fernando II en 1183 y Alfonso IX en 1199, aparecía entre la
documentación un Iohannes Franco como maestro de obra en 1225 y 1228. Villar y
Macías por su parte opinaba –a tenor de la célebre bula del papa Nicolás IV
(1289) concediendo indulgencias a cuantos colaboraran económicamente con la
empresa– que hacia el último tercio del siglo XIII el templo aún no estaba
concluido, pues quienes “FICIERE(n) AIVDORIO ALA OBRA O ALA LVMINARIA AN
P(er)DONES DE QVATRO ARCOBISPOS E DE XXIX OBISPOS Q(ve) DAN CADA VNO DELLOS XL
DIAS DE PERDON”. Para Garms, la bula referida en la inscripción del pilar
de la cabecera, parece una verdadera consagración.
Durante todo el siglo XIV el cabildo estuvo muy
necesitado de ingresos para rematar el edificio, tanto como para arrendar todas
sus propiedades en el obispado durante cuatro años por 1.300 maravedís en 1313.
En 1363 el obispo Alfonso Barasaque fundaba una cofradía y se hacía eco de la
urgente necesidad de ayudas y limosnas que permitieran la continuidad de los
trabajos. Las zonas afectadas fueron la torre mayor, la derruida capilla
claustral de Santa Catalina (hoy museo) y ciertos desperfectos en la Torre del
Gallo. De hecho, el excusado de los 25 operarios fue confirmado por la
monarquía hasta mediados del siglo XV, aunque desde el siglo XIV “se hacen como
mera rutina, sin relación directa con la construcción de la catedral” (Portal
Monge, p. 91).
Lambert refería cómo hacia mediados del siglo
XII, Zamora y Salamanca –y después Toro y Ciudad Rodrigo– habían iniciado la
construcción de grandes iglesias románicas cuya traza reproducía el esquema
ensayado en San Isidoro de León y San Vicente de Ávila: tres ábsides precedidos
por presbiterio cubierto con bóveda de cañón que se abrían a un crucero
saliente cuyos brazos se cubrían con cañón perpendicular al eje del edificio.
En la nave central se planteaba un nuevo cañón
apuntado cubriendo las laterales con aristas y reservando una cúpula sobre
pechinas para el tramo central del crucero, a grandes rasgos coincide pues con
lo propuesto por Lampérez. Camón rechazaba este sistema borgoñón de cubiertas,
optando con considerar bóvedas de arista en la nave central y también de
arista, o bien cupuliformes con plementos, para las laterales. Lo cierto es que
la hipotética cúpula sobre pechinas de Salamanca y sus cañones fueron suplantados
por nuevos sistemas de cubierta, aquí con señero cimborrio y crucerías
cupuliformes cuando el gótico se abría paso en varios edificios punteros de
Castilla y León. Para Gómez-Moreno, las modificaciones en el crucero y la
transformación en la cubrición de las naves eran evidentes, si bien se
produjeron de manera gradual. A la vista de los cambios de traza sucedidos a lo
largo de casi 75 años, Camón Aznar no dudaba en calificar el edificio como “síntesis
de la arquitectura del siglo XII”, sin que sus diferentes fases provoquen
distorsiones estilísticas, bien al contrario la Catedral Vieja ofrece un
resultado compacto, sereno y sobrecogedor.
Delimitar las campañas escultóricas resulta más
complejo. Y es que el devenir edilicio –como ocurre en otras construcciones
señeras– no siempre encaja perfectamente con los trabajos de aquellos canteros
volcados en la ornamentación.
Es absolutamente necesario recurrir al sólido
estudio de Henri Pradalier. Un meticuloso análisis que va más allá de lo
puramente descriptivo le permite perfilar tres grandes campañas escultóricas,
conectando la segunda con alguna de las corrientes de vanguardia que por aquel
entonces tuvieron su máximo desarrollo en el sudoeste de Francia. Sin ningún
género de dudas, un mejor conocimiento de la escultura catedralicia salmantina,
en especial la desarrollada en sus tramos occidentales, permitirá comprender mejor
la decoración en otros importantes edificios españoles de la segunda mitad del
siglo XII.
Es evidente que los capiteles del exterior del
ábside mayor (los del interior resultan invisibles por el gran retablo de
Nicolás Florentino), los cuatro del absidiolo meridional, los cuatro de las
ventanas oriental, meridional y occidental del crucero, dos en el acceso al
absidiolo meridional, los visibles en el arco que comunica la misma capilla
mayor con el absidiolo sur, los de la portada occidental y la ornamentación de
la portada que se abre al claustro resultan los de mayor antigüedad (en total
un heteróclito grupo de 40 capiteles fruto del trabajo de diferentes escultores
a lo largo de un período de casi veinte años).
En efecto, un airoso caballero entre roleos que
parten de las fauces de una máscara, arpías y leones afrontados entre otra
máscara que vomita sus correspondientes tallos, un germinal “salvaje”
(Caamaño), así como los capiteles con personajes, basiliscos, herbáceas
máscaras, arpías y leones y dos primorosos medallones calados de la portada
claustral dan las claves para aquilatar un variopinto grupo de escultores –al
menos seis– de refinada labra, adepto a los fustes acanalados y las columnas
helicoidales que está directamente relacionado con algunos de los escultores
que en San Vicente de Ávila, Santiago de Carrión de los Condes y el monasterio
de Aguilar de Campoo (Palencia) trataron similares asuntos. La fecha de su
actividad rondaría las décadas del 1160-1170. Pero los escultores expertos en
motivos vegetales aparecen netamente segregados de los dedicados al bestiario,
si bien frondas, fauna, motivos figurados, recursos técnicos y detalles
ornamentales parecen encajar dentro del mismo vocabulario común a otros puntos
de la geografía castellano-leonesa. La sintaxis, sin embargo, es diferente,
pudiendo ejercer su influencia sobre los capiteles de Santa María de la Vega,
Santo Tomás Cantuariense de Salamanca, la portada del Obispo de la catedral
zamorana y los capiteles orientales del crucero de la colegiata de Toro.
La cesta con grifos afrontados de la capilla
del evangelio tiene su réplica en el crucero septentrional de la catedral
abulense, así lo señalaba ya Gómez-Moreno en el Catálogo Monumental. Otros
capiteles vegetales en el exterior de la ventana meridional del ábside de la
epístola y los que soportan el triunfal del mismo absidiolo, con acantos a dos
niveles, reciben la herencia de los mejores escultores de la primera campaña.
Sánchez, siguiendo en todo a Camón, habla del “maestro
del crucero” para referirse al autor de las cestas con la escena de Daniel
en el foso de los leones y otras que representan un combate entre caballeros,
grifos dispuestos sobre un cáliz, leones y temas vegetales. Para Camón fue
escultor que talló los capiteles más delicados de la catedral. Lo data en torno
al 1155 y lo califica como “oriental" por su textura marfileña.
Pradalier prefiere hablar de imitadores de los escultores más refinados, aunque
sin llegar a superarlos. Los mismos acantos que constituyen el fondo de la
cesta ornada con el combate entre caballeros son una versión esquemática de
alguno de los modillones de la portada claustral, ofreciendo la fecha de
1165-1170. El mismo estilo preciosista convive con lo que Pradalier denominaba
“tendencia a la sobriedad”, en una quincena de capiteles de hojas lisas
visibles en otros puntos del crucero y cabecera, similares a piezas de Gradefes
y la catedral de Santo Domingo de la Calzada, en franco contraste con las
cestas de la portada claustral, las del arco que comunica el ábside mayor y el
colateral meridional, o los menguados restos del portal occidental que
describimos más adelante. En suma un ecléctico taller activo entre 1152 y 1175,
carente de un programa iconográfico específico y surtido de canteros –innovadores
o simples recreadores– llegados desde destinos muy dispares, peninsulares
muchos y sin duda también ultrapirenaicos.
Desde otro punto de vista, Camón hacía alusión
a un maestro activo en los capiteles de los dos primeros tramos, donde se
desarrollan temas florales de carnosas hojas lobuladas, flores entre vástagos
con roleos, acantos espinosos y otros temas zoomórficos, combinando aves
afrontadas, arpías entre entrelazos y motivos gastrocefálicos, incluida una
cesta con Sansón desquijarando al león junto a una alargada máscara barbada. El
mismo Camón relacionaba esta campaña con un Gundisalvus taiador que aparece en
un documento de 1164. La fecha nos resulta excesivamente temprana. Para Camón,
otro escultor –aunque parecería más correcto aplicar la palabra taller– trabajó
en los capiteles de los tres últimos tramos, los más occidentales de la
iglesia, donde recurre a ricos repertorios florales y acantos rizados, dentro
de un estilo más antiquizante que nos recuerda algunas cestas de San Vicente de
Ávila y del compostelano Pórtico de la Gloria. Pero sin duda el quinto maestro
activo en la catedral salmantina fuera el más peculiar, mostrando especial celo
en la talla de las estatuas-nervadura del crucero, ménsulas y mascarones, así
como en las cestas figuradas del tramo más occidental donde varios personajes
que empuñan bastones combaten contra arpías de anillados pechos. En otros dos
capiteles se talla una Anunciación y un ángel portador de una cruz. Siguen en
boga los collarinos de ovas que manifiestan cierta continuidad respecto a los
escultores precedentes.
Pradalier consideraba que las esculturas de una
segunda campaña se repartían entre los capiteles de los ventanales superiores,
las estatuas-nervadura, sus ménsulas, capiteles de las naves y claves de
bóveda. Si bien sus canteros pueden agruparse en torno a dos corrientes: unos
siguen la estela de los escultores de la primera campaña (ventanales del
transepto, capiteles del muro meridional, capiteles y varias ménsulas de los
pilares de la nave central, estatuas-nervaduras del tramo más meridional del
brazo sur del crucero, dos capiteles del cuarto tramo de la nave del evangelio
y otros del tercero de la nave de la epístola) mientras que otros ensayan un
estilo completamente novedoso en Salamanca (zonas bajas de los pilares de la
nave y abovedamientos de las colaterales).
Los escultores más retardatarios fueron hábiles
en la talla de acantos, con frutos granulados en la cimera de las hojas, pero
sin apenas asimilar la gramática decorativa de los nuevos maestros, a excepción
del astrágalo con ovas en las cestas de la nave mayor. Abundan las grandes
hojas de aguas en forma de tulipas, líneas perladas y dobladuras superiores,
con cimacios decorados por palmetas semicirculares muy planas (la misma
ornamentación en formato de imposta rodea el perímetro del edificio, sobre la línea
de los ventanales). En otros casos aparecen dragones alados afrontados. Por
encima de las cestas se disponen las ménsulas figuradas (una cabeza de toro,
otra de cabra, una bigotuda máscara, las tres vomitando tallos y en clara
conexión con el estilo de los modillones de la portada claustral, más dos
atlantes y otra máscara lobuna apresando un lanudo cordero), inicialmente
previstas para recibir unas estatuas-nervadura que –al contrario que en el
crucero– nunca llegaron a tallarse. Otro escultor activo en el pilar del tercer
tramo de la nave de la epístola recurrirá a los animales fantásticos entre
barrocos roleos que también evocan los de la portada claustral. El mismo se
encargará de las cuatro estatuas-nervadura que apoyan sobre ménsulas con
máscaras en el tramo más meridional del brazo sur del crucero.
Portada de acceso al claustro
(1164-1185). Trabajados minuciosamente, tanto los roelos del cimacio como la
cesta.
Capitel de la portada de acceso a la
iglesia, etapa románica (1164-1185) de la construcción de la catedral. Arpías,
leones, con roelos en el cimacio, destacando la soberbia ejecución.
Los nuevos maestros de la segunda campaña
imponen cambios, tanto estructurales como decorativos, que son ya evidentes en
los capiteles del pilar del cuarto tramo de la nave del evangelio. Petrus
Petriz desaparece de la documentación a partir de 1182 y hacia 1185-1190 debió
llegar un nuevo arquitecto. Surgen entonces rotundas máscaras de amenazadoras
fauces (ángulo sudeste del primer tramo en la colateral de la epístola),
inestables monstruos y serenas cabezas humanas de globulares párpados, además
de las restantes estatuas-nervadura del transepto, pechinas de la cúpula, la
huérfana del primer tramo de la nave central (ángulo noreste), sus monstruosas
ménsulas y las claves de bóveda en los tramos primero y segundo de la nave
colateral meridional. Todo ello en las antípodas del preciosismo de los
anteriores maestros. Las vestiduras de las estatuas-nervadura son secas, están
dotadas de dobles pliegues y sus personajes mantienen la mirada fija, con
paralizantes y penetrantes toques de trépano. Se aprecia un estilo muy similar
en la portada occidental de la Abbaye-aux-Dames de Saintes. Los cimacios y
collarinos salmantinos aparecen cuajados de ovas, como en Chinon y Echillais y,
junto a éstas, los imponentes gloutons muestran claros remedos galos, en la
línea de Saint-Ours de Loches, Saint Pierre de Aulnay, Saintes, Angers y tantos
otros testimonios anjevinos, visibles en templos del Berry, Angumois y Poitou.
Las estatuas-nervadura de las pechinas del
tramo central del crucero representan tres ángeles trompeteros nimbados, de
acaracolados cabellos y característicos ropajes que recuerdan los secos
pliegues de otras esculturas en Chadenac, Perignac (Saintonge) y la abadía des
Moreaux (Vienne).
En los salmeres de los tramos colaterales
aparecen santos y un diácono portando libros y un cáliz, un personaje femenino
de largos cabellos (quizá una santa), San Miguel alanceando a un dragón que
surge de la ménsula sobre la que apoya, un obispo mitrado con casulla y báculo
que porta un libro y con la diestra hiere al dragón que ocupa una ménsula a sus
pies y Cristo bendiciendo sobre ménsula con león gastrocéfalo (Pradalier). El
diácono portando un ciborium puede ser San Nicolás, en correspondencia con la advocación
de la capilla. Son esculturas que parecen formar parte de un sintético Juicio
Final, reservando las figuras definidoras de la malignidad para las ménsulas.
Señalaba Pradalier cómo la aplicación de bóvedas cupuliformes y de
estatuas-nervadura colocan a la Catedral Vieja salmantina bajo el área de
influencia del imperio Plantagenêt, cuya arquitectura y “estatuamanía”
han sido bien estudiadas por André Mussat y Pierre Héliot. Por otra parte, en
ciertas arquivoltas del sudoeste fueron frecuentes las escenas de combate entre
virtudes y vicios (p. e. Aulnay y Fénioux), que tal vez fueron el punto de
inspiración de los escultores salmantinos. Se desplegaron incluso en formato de
estatuas-nervadura, como apreciamos en Angles (Bas-Poitou), si bien en el caso
que nos ocupa, la colocación de ménsulas estructuralmente estériles, pudiera
estar en relación con las referidas portadas galas, donde las virtudes amilanan
y aplastan a los monstruosos vicios que yacen subyugados a sus pies.
Por una bula de Benito XIII sabemos que en 1369
dos de las pechinas de la cúpula estaban en un estado lastimoso, infiere
Pradalier que quizá se tratara de la noreste y la noroeste pues su arco formero
se rehizo en el siglo XIV. Nuevos lienzos enmascararon la columna y el capitel
románico del lado oriental en el pilar noroeste, así como su pendant del pilar
noreste, modificando notablemente ménsulas y repisas de apoyo.
Camón vinculaba cronológica y estilísticamente
estos escultores de los tramos occidentales y de las estatuas-nervadura del
crucero con otros dos que trabajaron en el claustro. Tal apreciación –ya
apuntada por Gómez-Moreno– no nos resulta del todo ajustada pues veremos cómo
los capiteles claustrales tienen una tesitura muy diferente, propia de
escultores que sin duda estaban familiarizados con los maestros de la sala
capitular de San Salvador de Oña (Burgos), el segundo taller silense y otras
fórmulas compostelanas que ya anunció Pita Andrade.
Para el crítico aragonés, en la rica serie de
claves de bóveda de la nave mayor donde aparecen ángeles afrontados, las
estatuas-nervadura que soportan los nervios de chevrons de la bóveda del
extremo meridional del crucero y las máscaras de las ménsulas de la capilla de
Talavera, se manifiesta la intervención de un octavo escultor, más próximo al
realismo gótico, que desarrolló su trabajo en la década del 1170.
También en el cimborrio participa un maestro
distinto. Se especializa en la talla de alargadas cestas vegetales con carnosos
acantos lisos que encuentran sus referentes en algunos monasterios
cistercienses (quizá Moreruela, Valbuena o Palazuelos, sin llegar a citar
ninguno), aunque tampoco queden muy alejados del cimborrio de Zamora y otros
más tardíos en la catedral mirobrigense. Tal vez Camón se deslice por el
resbaladizo camino de considerar personalidades diferenciadas a lo que sin duda
fueron verdaderos talleres. A todas luces, el meticuloso estudio de Pradalier
sigue siendo, hoy por hoy, y a pesar de haberse redactado en 1978, el más
brillante de cuantos hayan versado sobre la Catedral Vieja. En el mismo se
señalaba cómo hacia 1200, o quizá posteriormente, debió alzarse la Torre del
Gallo, sector de gran unidad estilística y cuya escultura, desplegada en sus
192 capiteles, posee una sobriedad radical. De hecho, combina sólo cinco tipos
de cesta, algunos similares a los tallados en la portada septentrional de Santo
Tomás Cantuariense.
Los tres tramos occidentales de la Catedral
Vieja presentan pilares cuyos capiteles desarrollan hojas de acantos siguiendo
un esquema en friso continuo de claras resonancias góticas que culminará en las
clásicas cestas de crochets del último pilar de la nave de la epístola. Otros
capiteles con acantos del mismo pilar manifiestan tipos carnosos que en algo
recuerdan a los de la sala capitular. Las ricas series vegetales de los tramos
occidentales presentan largas hojas incurvadas y trepanadas, desarrollos superiores
avolutados, en forma de racimos o con hojas tripétalas, anudadas mediante
anillos, impostas y collarinos apalmetados y astrágalos con dados y perfiles
cóncavos. Las cestas figuradas, con arpías, grifos, hombres armados con
garrotes y hachones coinciden con el estilo de las ménsulas superiores,
situadas en el arranque de las nervaduras, donde apreciamos un busto real,
máscaras femeninas tocadas con cofias, masculinas barbadas y un monstruo
gastrocefálico de acaracoladas guedejas. Evidentemente existe un similar
ambiente plástico entre los escultores de los últimos tramos de la Catedral
Vieja y los activos en los tramos occidentales de la iglesia del monasterio de
Aguilar de Campoo (ca. 1209-1222), aunque esta tesitura se ciña a las cestas
vegetales. Pradalier indicaba cómo los mismos escultores de los últimos tramos
de la catedral labraron similares piezas en la capilla de Talavera, estancia ya
rematada en 1243. En función de esta cronología, sería posible datar los tramos
occidentales de la planta catedralicia en torno a los años 1210-1220. Atribuye
ciertas claves que cierran los mismos tramos de la nave central (ángeles con
filacterias, libros y rosetas) y los capiteles de la Anunciación y San Miguel
alanceando al dragón al escultor que talló el sepulcro de la Magdalena de
Zamora y otras claves del mismo edificio, cercano al estilo de las célebres
claves del pórtico de la Gloria compostelano y del palacio de Gelmírez. Muy
acertadamente M. Ruiz Maldonado consideraba que eran obras similares aunque no
necesariamente de la misma mano. En el fondo de la cuestión subyace la difusión
hacia Benavente, Zamora y Salamanca del románico compostelano más tardío que
había intuido Pita Andrade.
A los pies de la catedral estuvo la Puerta del
Perdón, modificada en 1680 y, aún posteriormente, tras el terremoto lisboeta de
1755. La portada quedó flanqueada por dos torres, como en Ávila y Compostela, a
la derecha la “Torre Mocha”, verdadero bastión fortificado con alcaide
delegado, desaparecida en 1680 y que sin duda merecía con justicia el apelativo
de fortis salmantina que acreditaba a la catedral charra. No pocas dotaciones
particulares disfrutó este sector pues el obispo don Carlos Guevara afirmaba en
1392 que la torre mayor “ha tiempo que es comenzada, e según la obra que se
en ella cada dia se fase es menester gran cuantía de maravedis”.
A la izquierda se elevaba la Torre de las
Campanas, auténtica “chambrana” entre ambas catedrales, de planta
cuadrangular y quince metros de altura (de 44 hablaba Gómez-Moreno) sobre la
que se alzó la torre actual.
Contó con varios niveles separados por cornisas
y dos grandes arcos apuntados en dos filas a cada lado (Berriochoa infiere cómo
aún se aprecian restos en el muro oriental). Se modificó en 1392 sin que se
conserven vestigios de tal intervención. Su valor estratégico también estuvo
lejos de toda duda: allí se hizo fuerte el archidiácono Juan Gómez de Anaya
frente a Juan II en 1440. Años después, en 1456, el cabildo echaba en cara al
obispo Gonzalo de Vivero haber refortificado la misma para dominar la iglesia y
la ciudad. En 1473 su ruina aconsejaba nuevas reparaciones. Hacia el siglo XVI
el tercer piso se cubría con una bóveda de terceletes y quizá se recreció con
otro nivel rematado por chapitel.
Tras el incendio de 1705 y el seísmo de Lisboa
se plantearon obras integrales.
Hoy acoge un gran cuerpo inferior prismático
rematado por un soberbio campanario y una cúpula semiesférica del siglo XVIII.
En la base de la Torre de las Campanas se conserva la capilla de San Martín o
del Aceite, fundación que correspondió al obispo Pedro Pérez (†1262) allí
sepultado. Accedemos por un vano adintelado con mochetas vegetales desde el
tramo más occidental de la nave del evangelio, de la que resulta sobreelevada
por medio de cuatro escalones.
Está cubierta con bóveda de cañón apuntado y
sus muros muestran un rico elenco de marcas de destajista, coetáneas con la
obra de los tramos más occidentales del templo. Carente de iluminación
exterior, posee una ventana abocinada en esviaje perforando el muro occidental.
La iluminación artificial permite contemplar las pinturas murales que Pruneda
disfrutó en 1905 con una lámpara de magnesio. Por encima se halla otra estancia
cubierta con similar abovedamiento reforzado con fajón. En el muro oriental de
la capilla de San Martín se desplegó un interesante programa pictórico de
cronología gótica (1262) firmado por Antón Sánchez de Segovia y otro mural
contiguo en el muro norte, de mediados del siglo XIV, donde se pintó un Juicio
Final junto al Pantocrátor y el pasaje de la Etimasía o del trono vacío. Un
arcosolio con el sepulcro policromado del obispo don Rodrigo Díaz (†1339)
completa la estancia.
Los
murales góticos están firmados por Antón Sánchez de Segovia en 1262. El
sepulcro corresponde al obispo Rodrigo Díaz, muerto en el año 1339
El pórtico occidental se cubre con bóveda de
cañón reforzada con fajones muy próximos entre sí; para algún autor, es la zona
más antigua del edificio, fruto del primitivo templo que modestamente construyó
don Jerónimo en 1102. Aquí se mantiene una pequeña portada románica de la que
sólo se aprecian las impostas con hojas tetrapétalas entre entrelazos y una
arquivolta de medio punto ornada con rosetas perladas. Pradalier analiza sus
capiteles, uno decorado con una escena pugilística y Sansón desquijarando al
león y el otro con grifos afrontados. Más que un estilo “retardatario”,
copiando obras de fines del siglo XI o inicios del XII, como proponía el
crítico francés, creemos que los referentes escultóricos vuelven a apuntar
hacia el mismo capitel de la capilla del evangelio y San Vicente de Ávila.
Similares grifos se aprecian también en un capitel de la catedral abulense, en
el segundo taller silense y en varios templos del foco de Aguilar de Campoo,
muy vinculado a la galería porticada de Rebolledo de la Torre (Burgos), que
hereda el lenguaje de los grandes escultores de Santiago de Carrión.
Las jambas de entrada de la portada occidental
presentan además dos esculturas policromadas con San Gabriel y la Virgen
dispuestas bajo doseletes y sobre modernas ménsulas que parecen de fines del
XIII, coincidiendo con el desarrollo de la escultura en las grandes canterías
burgalesa y leonesa.
Poco antes de 1887 un derrumbe parcial en el
campanario de la Catedral Nueva deterioró parte de las bóvedas cercanas al
hastial occidental de la seo románica. El mismo año la catedral dúplice recibía
la declaración de Monumento Nacional.
La torre del gallo
Así bautizaron los salmantinos al hermoso
cimborrio gallonado que se alza sobre el tramo central del crucero debido a la
curiosa veleta de hierro que reproduce el perfil de un gallo. Un hecho que
podría ponerse en relación con la simbología cristiana: el indudable valor del
ave como vencedora sobre el mundo de la noche y de las tinieblas (vid. Áurea de
la Morena Bartolomé, “La torre campanario de la iglesia parroquial de
Colmenar Viejo (Madrid)”, Anales de Historia del Arte, 1, 1989, pp. 39-71).
Anales de Historia del Arte, 1, 1989, pp.
39-71). La Torre del Gallo posee perfil hemisférico en su interior,
extradosándose en forma de casquete gallonado. Una abultada mampostería rellenó
la bóveda, provocando numerosos problemas de estabilidad y otras tantas
documentadas restauraciones que fueron importantes a principios de nuestro
siglo.
Al exterior presenta planta cuadrangular a dos
niveles, flanqueada por torrecillas angulares circulares y lucernarios o
gabletes en la mitad de cada lado. Las torrecillas angulares se trazaron a dos
niveles y se cubrieron con chapiteles cónicos escamados rematados por bola;
éstas disponen de cuarenta ventanas rasgadas carentes de molduras, excepto en
el nivel superior, donde se amenizan con bolas. Por encima de las torrecillas,
el cuerpo cilíndrico está perforado con pequeños vanos lobulados, a modo de columbarios.
También los lucernarios se plantearon a dos
niveles con triple ventana en cada uno de ellos, contabilizando un total de 24
vanos. Se rematan con frontón abocelado de piñón simple en cuyo centro se
dispone una roseta octopétala sobre triples arquerías ciegas. Las aristas
laterales del lucernario poseen puntas de clavo y rosetas mientras que una
moldura con arquillos ciegos, a modo de cornisa, recorre perimetralmente la
línea de contacto entre el tambor y las cubiertas escamadas de las torrecillas
angulares, frontones de los lucernarios y el cimborrio propiamente dicho.
El cimborrio culmina con ocho paños de ímbrices
pétreos y canes con bolas o perfiles circulares perforados para las aristas. En
la cimera se colocó un cono pétreo y un aplastado remate circular. Señalamos
antes cómo los capiteles se tallaron siguiendo modelos de sabor cisterciense,
con carnosas hojas de acanto rematadas por bolas y ábacos con dados
cuadrangulares en las esquinas.
En el interior, apoyando sobre las pechinas
triangulares de perfil cóncavo, parte una cornisa y un tambor circular a dos
niveles con treinta y dos ventanas rasgadas de medio punto –algunas cegadas–
flanqueadas por columnillas –sesenta y cuatro en total– con sus respectivas
basas, cimacios de bocel, fustes y capiteles vegetales de carnosos acantos y
piñas. Los arquillos del cuerpo superior son polilobulados. Interiormente se
aprecian dieciséis plementos gallonados cóncavos pautados por nervaduras en
coincidencia con las columnas gruesas del tambor que convergen en una excelente
clave floralal.
El cimborrio plantea interesantes vínculos
estilísticos. Para unos deriva del modelo formulado en el Santo Sepulcro de
Jerusalén (Hersey), mientras que para otros posee indudables familiaridades con
el románico del sudoeste francés (desde Lambert a Dubourg-Noves). Tampoco
podemos obviar cierta componenda islamizante (Camón Aznar), filtrada quizá por
tradiciones palermitanas o de claro abolengo hispano según se atienda al débil
argumento de los arquillos polilobulados del interior. A inicios de siglo Lampérez
no era partidario de privilegiar una corriente sobre otra. La Torre del Gallo
salmantina, claramente emparentada con otros cimborrios del Duero (catedral de
Zamora y colegiata de Toro, además de la catedral de Plasencia y quizá otro
desaparecido que se elevaba sobre el crucero de la iglesia de Silos), resulta
más armonioso que el zamorano gracias al doble cuerpo de ventanas y las
torrecillas exteriores, representando la culminación del grupo.
Lo que parece lejos de toda duda es la
familiaridad que tal grupo presenta respecto a los campanarios aquitanos, del
Poitou y Saintonge, donde los plementos de las nervaduras penetran en la misma
bóveda, tal y como reveló la restauración. Para Dubourg-Noves la Torre del
Gallo es tardía con respecto a las formas francesas, aunque por la voluntad
ilusionística de sus frentes perforados recuerde a Nieul-le-Virouil. Al
exterior, el perfil queda en la línea de Abbaye-aux-Dames y del campanario de
Saint-Front de Périgueux al tiempo que las torrecillas y los escamados evoquen
Montierneuf.
Una memoria de Joaquín de Vargas redactada en
1892 señalaba cómo una de las torrecillas angulares de la Torre del Gallo
estaba desplomada e incluso que alarmantemente, la luz penetraba entre el
dovelaje de la cúpula. Finalmente fue desmontada en su totalidad. Los
encargados de la restauración fueron Enrique M.ª Repullés y Vargas hasta 1918 y
Ricardo García Guereta hacia 1925, reduciendo las cargas al eliminar el relleno
contenido en las ventanas cegadas y el más voluminoso acumulado en el trasdós
interior de la bóveda que amenazaba con reventar la cúpula. Se desmontó todo el
aparejo y volvió a reconstruirse con rejuntado de “revolucionario”
hormigón, al tiempo que se acentuaba su verticalidad y simetría. El segundo
nivel del tambor se reprodujo con fidelidad mientras que muchas hiladas y
capiteles originales fueron sustituidos, contribuyendo a unificar la imagen del
cimborrio, al estilo de las esbeltas cupulillas de Saintes y de Poitiers.
Martín Jiménez (1928) ya constataba trabajos
que se habían realizado en época medieval pues algunos materiales antiguos se
reutilizaron entre el relleno del cimborrio. Para Pradalier estas obras se
llevaron a cabo hacia 1289, cuando la Torre del Gallo adoptó un perfil más
gotizante que Dubourg-Noves comparaba con la zona central de la cocina de
Fontevraud antes de su radical restauración.
El claustro
Accedemos al mismo desde la portada de medio
punto abierta en el brazo meridional del crucero. Disponemos de vagas noticias
sobre la construcción del mismo que afectan al período comprendido entre los
años 1164 y 1185.
En 1167 Domingo Miguel entregaba al cabildo la
aldea de Avarcoso y como contrapartida solicitaba recibir sepultura in claustro
honorifice. En 1175 Fernando II donaba al obispo unas casas confiscadas a su
propietario que lindaban con el patio de la canónica. El claustro aún no estaba
concluido en 1178, año en que el presbítero medinense Miguel hacía donación al
cabildo de su heredad en Sieteiglesias para rematar la construcción de aquella
dependencia. Un epitafio claustral correspondiente al canónigo Justus de 1177
confirma la contigüidad de los trabajos. Nuevos donantes como Guillermo de
Blavia y su mujer Arsent solicitan derecho de enterramiento y aniversario en el
claustro (1182). También en 1185 doña Madre y su marido pedían a los canónigos
celebrar su aniversario a su muerte y ser enterrados en la claustra. Otra
donación por parte de Martín Salvador sin fechar (aunque indudablemente de
fines del XII) debía destinarse a sufragar los trabajos claustrales. Las obras
continuaron a fines del siglo XIII. En el museo de la capilla de Santa Catalina
todavía se conservan cuatro vigas pertenecientes a la antigua techumbre
claustral que podemos datar hacia el primer tercio del siglo XIII. El espacio
se utilizó como vergel y cementerio, conteniendo un abultado número de
sepulturas y sepulcros que fueron retirados a fines del XVIII.
Durante el segundo cuarto del siglo XV el
obispo don Sancho López de Castilla (†1446) cubrió con nuevas techumbres
mudéjares dos de las crujías que a inicios del siglo XVII describía Gil
González Dávila como “maderamientos labrados de diversas labores”.
La reforma llevada a cabo por Jerónimo García
de Quiñones y Román Calvo en 1785 modificó enteramente el primitivo claustro
que había quedado seriamente dañado tras el terremoto de Lisboa de 1755. Se
levantó entonces una nueva techumbre y se recreció con una planta superior.
Lo que se salvó del claustro románico sólo
apareció en su totalidad tras las obras de restauración que se realizaron en
1902 bajo el auspicio del obispo Tomás Cámara (1885- 1904) y la dirección de
Repullés y Vargas, ciñéndose a las galerías oriental, septentrional y
meridional. Antes estuvo cubierto con bóvedas de lunetos –algunas rozas son
todavía perceptibles– y revocos amarillentos que datan de 1785. En esta misma
fecha el canónigo fabriquero Adán solicitaba ante el cabildo salmantino permiso
para cegar los arcosolios medievales y sus correspondientes sepulcros “tan
antiguos, que muchos de ellos no tenían señal alguna de quiénes pudieran ser
[...], y á que el maestro decía era indispensable quitarlos para la seguridad y
solidez de la obra principalmente y después para la simetría y hermosura...”;
el cabildo dictamina que “los expresados sepulcros que estaban dentro de la
pared se conservasen en ella para memoria de la antigüedad de la iglesia y sus
bienhechores, macizándolo y solidándola como era necesario para su seguridad, y
en otro caso acordó el Cabildo se quitasen y pusiesen en el suelo, pero que
antes se hiciese una puntual descripción del estado y circunstancias en que se
hallaren al tiempo de hacer esta obra, poniendo en ella las notas y señales que
lo acrediten, y dicha descripción y notas se archiven para gobierno y resguardo
del Cabildo”. A pesar de contar con estos valiosos datos extraídos de los
libros de actas capitulares y publicados por Repullés, desconocemos si la
requerida descripción de los túmulos llegó a redactarse, aunque en caso
afirmativo, no se ha localizado. Lo cierto es que Ponz comentaba cómo en el
claustro salmantino todavía “hay muchas antiguallas y urnas sepulcrales”,
visita que efectuó sin duda con posterioridad a las reformas de 1785.
Escasa sensibilidad debieron despertar estos
testimonios medievales a los ojos de los arquitectos dieciochescos, pues muchas
de las cestas románicas fueron repicadas y rasuradas con el fin de ajustar los
correspondientes placados y aditamentos en yeso. Sospechaba J. R. Nieto que el
fatal latigazo sísmico no pudo afectar demasiado a una claustra de una sola
altura; es posible que tras semejante “desaguisado” neoclásico quizá se
escondiera una decidida voluntad renovadora por parte del cabildo.
Tras la limpieza de 1902 aparecieron dos
arcosolios en el lado norte, junto a la portada de acceso desde el crucero,
tres en la galería oriental y otros cuatro en la meridional. Los trabajos de
adecentamiento se prolongaron hasta la década de 1920.
Llaman la atención los fustes zigzagueantes que
soportan los excelentes capiteles de la portada de acceso y apoyan sobre basas
abombadas de altos plintos. Es una portada de medio punto con chambrana en
contario y grueso bocel como arquivolta. La cesta derecha presenta varios
personajes desnudos de rizados cabellos y acusado sabor clásico, así como
basiliscos que se mueven entre roleos surgidos de una audaz máscara. La cesta
izquierda tiene similar esquema ornamental, aunque incorporando arpías y
leones. Los cimacios vuelven a utilizar delicados roleos, repitiéndose otra vez
el modelo en la cornisa del tejaroz.
Es interesante señalar cómo el cimacio del
capitel izquierdo se labró in situ, sin llegar a rematarse. Los nueve
canecillos del tejaroz se decoran con hojas de acanto, aves afrontadas
picoteando un racimo, una máscara vomitando tallos, dragones afrontados, un
rostro masculino y rectángulos en progresión con rosetita central.
Pero la obra maestra de la escultura
catedralicia son las dos enjutas caladas que se encuentran en los salmeres de
la portada, la izquierda con máscara monstruosa de oscuro simbolismo demoniaco
que aparece bajo una trama de carnosos zarcillos acampanados, la derecha con
delicado follaje perlado poblado por basiliscos y monstruos alados. Las
semejanzas de estilo hacen que podamos hablar de un grupo de escultores
íntimamente relacionados con los que trabajaron en el vano que comunica la
capilla mayor con el ábside meridional, si bien el artífice de esta portada
claustral posee un estilo minucioso que a Pradalier le recordaba la soberbia
escultura marfileña obrada en el reino de León y Silos, un estilo elegante y
delicado que le permitió interpenetrar audazmente lo animal y lo vegetal hacia
la década del 1160-1170. Ciertos elementos permiten además advertir
concomitancias con las portadas del transepto en Bourges (ca. 1160) y el
claustro de la Daurade de Toulouse. Desde nuestro punto de vista, los vínculos
con lo tolosano analizados por Pradalier no dejan de tener carácter de ambiente
de época.
El sepulcro alojado en el arcosolio del ángulo
noreste mantiene la misma posición en la que apareció en 1902. El vano, de
medio punto, presenta moldura abocelada y alberga la urna funeraria más
llamativa del claustro. Se decora en sus tres frentes visibles con somero
relieve de arquitos de medio punto sobre capiteles de crochet y columnillas
cobijando escudos de armas que en origen tuvieron que ir policromados con las
señas del ocupante. La cubierta es a doble vertiente. Caja y cubierta apoyan
sobre tres parejas de columnillas monolíticas de gruesas basas y sencillos
capiteles vegetales propios de inicios del siglo XIII.
Gómez-Moreno hacía referencia a ciertos
blasones de los Anaya que iban pintados en el fondo del mismo arcosolio así
como un epitafio sobre una de las piezas que lo sellaban y donde se aludía a la
memoria de don Gómez de Anaya, fallecido en 1190: “AQUI YAZ DON GOMEZ DE
ANN/AYA QUE FINO XXIIII DIAS DE/DEZEMBRIO EN LA ERA DE/MIL ET CC ET XXVIII
ANNOS”.
La entrada a la capilla de Talavera, antigua
capilla de San Salvador y que hizo las veces de sala capitular conserva, aunque
muy maltratada, su original entrada de factura románica. La portada presenta
arco de medio punto con arquivoltas de grueso baquetón y escocias, el intradós
se prolonga por su jamba hasta el zócalo y está amenizado con turgentes
rosetas. Baquetón y escocias apoyan sobre excelentes capiteles vegetales que,
como los presentes en las dobles ventanas que flanquean la portada, tienen claros
paralelos en la entrada a la sala capitular del monasterio burgalés de San
Salvador de Oña, la portada occidental del priorato de Santa María de Mave
(Palencia) y el monasterio bernardo de San Andrés de Arroyo (vid. además José
Luis Senra Gabriel y Galán, “El monasterio de San Salvador de Oña. Del
románico pleno al tardorrománico”, en Actas del II Curso de Cultura
Medieval, Aguilar de Campoo, 1992, pp. 339-353; íd., “Arquitectura en el
monasterio de San Salvador de Oña durante los siglos del románico”, en III
Jornadas Burgalesas de Historia Medieval. Burgos en la Plena Edad Media,
Burgos, 1991, Burgos, 1994, pp. 495-496). Al mismo Repullés la excelencia y
esbeltez de tales cestas le recordaba “obra modernista”. Poseen ábaco
con típico rehundido curvo, palmetas perladas (en el ventanal derecho),
estilizados acantos muy separados del núcleo troncocónio, rematados en
delicados desarrollos vegetales que recuerdan las cestas de la portada
occidental de Santa María de Mave (Palencia). Alguno de sus cimacios con roleos
encuentra paralelos en los de Santa María de la Vega y el claustro de Aguilar
de Campoo (Fogg Art Museum). Llama la atención uno de los fustes del ventanal
izquierdo, finamente trabajado con trama perlada de cuadrángulos entrelados que
recuerda vagamente ciertas soluciones borgoñonas presentes en Estíbaliz (cf.
José Luis Senra Gabriel y Galán, “La irrupción borgoñona en la escultura
castellana de mediados del siglo XII”, Anuario del Departamento de Historia
y Teoría del Arte, 4, 1992, pp. 35-51; Agustín Gómez Gómez, “Algunos
aspectos del arte románico en el País Vasco. Extensión y relaciones de un arte
periférico”, en Actas del VIII CEHA, Mérida, 1992, pp. 73-79).
La doble ventana de la derecha aloja un
sepulcro tardogótico. Entre éste y el del doctor Juan García (†1474) coronado
por arco conopial calado, aparece un hueco protegido por una pequeña ventana
realizada en el siglo XIV; es apuntada y está orlada con flores cuatrifolias
que en su interior aloja dos arquillos gemelos trilobulados entre los que
pendía un capitel pinjante, sobre éstos el vano apuntado se perforó con un
rosetón angrelado. En su interior se ha instalado una escultura muy deteriorada
con la imagen de San Miguel psicopompo. Existe otro San Miguel policromado y de
factura tardorrománica sobre la doble ventana izquierda de acceso a la capilla
de Talavera.
La portada de medio punto que permite acceder
hasta la capilla de Santa Bárbara posee intradós románico decorado con pequeños
cilindros muy semejantes a los existentes en los ventanales absidales, además
de arquivoltas con baquetones y escocias que apoyan sobre capiteles de acantos
calados entrecruzados y berrinchón carnoso muy similares a los de los
arcosolios de la crujía meridional. Las basas se labraron sobre un zócalo
cúbico que posee talla de someros arquitos semicirculares. Los dos arcosolios
siguientes tienen también cestas y collarinos vegetales. El más próximo a la
capilla de Santa Bárbara incluye además una máscara grotesca mordiendo las
palmetas trepanadas en su ángulo, el fondo del arcosolio está calado por un
rosetón de 75 cm de diámetro formado por seis círculos entrelazados y
angrelados.
Se descubrió otro arcosolio a la derecha de la
portada de acceso a la sala capitular (hoy convertida en museo) con excelentes
capiteles románicos, uno está decorado con acantos siguiendo el modelo
simplificado de Oña, en el otro aparecen leones en la línea del segundo taller
de Silos. En el ángulo suroriental vemos otra cesta románica perteneciente a un
arcosolio muy transformado; es sin duda la de mejor talla del claustro: aquí
aparecen dos cuadrúpedos afrontados –quizá cérvidos, con curioso trabajo de zigzag
en sus lomos– atacados por sendas rapaces que se ceban en sus pescuezos y cuyas
alas presentan un meticuloso trabajo. A su derecha –ya en la crujía meridional–
se encajó otro capitel vegetal que coincide con el estilo del resto de los
instalados en la misma galería. El zócalo sobre la que apoya su basa posee
arquillos entrecruzados.
La crujía meridional conserva capiteles
románicos en seis de sus siete arcosolios. En éstos se eligen temas más
cotidianos. En el capitel izquierdo del primer arcosolio se desarrolla un
combate entre leones y guerreros, los combatientes van vestidos con cota de
malla y empuñan espadas, se tocan con yelmos y se protegen con escudos. La
escena se dispone sobre un fondo de recios acantos y base de collarino
trepanado. En el derecho contemplamos, sobre urdimbre vegetal apalmetada y
ábaco de dados, cuatro personajes sedentes: una dama tocada con barboquejo
junto a un infante y un presente floral, además de otros dos personajes junto a
lo que parece un tablero. Despunta el detallismo de los asientos, ya sean
sillas con patas torneadas, escabeles o banquetas. En el capitel izquierdo del
siguiente arcosolio dos personajes parecen ofrecer un objeto a un tercero
sedente mientras en el derecho otros dos destacan sobre un fondo de acantos, el
situado a la izquierda se lleva la diestra al pecho. La deficiente conservación
de ambas cestas impide una identificación más precisa.
Del tercer arcosolio sólo se ha conservado el
capitel izquierdo donde dos personajes masculinos sedentes parecen realizar un
trabajo metalúrgico; sería incluso factible pensar que estén acuñando moneda
por martilleado a troquel sobre un cuño urdido. En cualquier caso, la escena
resulta confusa pues las extremidades superiores de los supuestos artesanos
están fracturadas (se reproduce en Violeta Montoliu Soler, “Diversos
aspectos de la técnica medieval española a través de la iconografía escultórica”,
Revista de la Universidad de Madrid. Homenaje a Gómez-Moreno, I , XXI, 1972,
lám. VII. Vid. además Beatriz Mariño, “Testimonios iconográficos de la
acuñación de moneda en la Edad Media. La portada de Santiago de Carrión de los
Condes”, en Artistes, artisans et production artistique au Moyen Âge,
Rennes, 1983, París, I, 1986, p. 504, que considera el capitel salmantino muy
dudoso y recoge otros casos parejos en Saint-Georges de Bocherville y en
Souvigny); lo cierto es que en 1137 Alfonso VII había concedido al obispo el
tercio de la moneda de la ciudad de Salamanca y siguió ostentando ceca que
acuñó oro y plata durante los reinados de Fernando II y Alfonso IX. Julio
González (1943) documenta como monederos en Salamanca a don Lope (1164), don
Julián (1182), Juan (1229), Pedro Pérez (1222) y Bartolomé (1235), además de
varios cambistas y una “calle de la moneda” en 1228.
La entrada a la capilla de Anaya reaprovecha
otro posible arcosolio con cestas románicas, la izquierda con esquema vegetal
berrinchonés a dos niveles, la derecha con toscas arpías afrontadas. Para el
penúltimo arcosolio de la galería meridional se elige el tema de la ascensión
de Alejandro en la cesta izquierda y el de Sansón desquijarando al león en la
derecha. El lucillo del ángulo suroccidental lleva un capitel con arpías
coronadas afrontadas y otro vegetal con acantos apalmetados de berrinchón y nervios
perlados; ambas cestas mantienen todavía policromía que parece de época
tardogótica.
La panda occidental, donde se abre la Puerta de
los Carros, carece de elementos románicos. En el ángulo noroeste de la
septentrional se abre una achaparrada portada formada por cuatro gruesos
boceles y sus correspondientes escocias, además de chambrana abocelada con
motivos de ovas. En la actualidad la portada permanece cegada y sirve de
hornacina a una Virgen en piedra policromada del siglo XIV.
Abundan los epitafios, buena parte de los
cuales pertenecieron a los canónigos de la misma catedral.
En la jamba izquierda de la portada de acceso
se encuentra el epitafio de Randulfo, un personaje que parece de origen inglés
y al que se ha atribuido la fundación del templo románico de Santo Tomás
Cantuariense. Quadrado recogía en 1852 la siguiente inscripción funeraria:
“VI
ID[us] MARTII OBIIT/FAMUL[us] D[e]I RANDULF[us]/E[ra] M CC XXX II [1194]/MENSE
DIE DECIMA MAR/TIS RANDULF[us] AB IMA PA/RTE FUGIT MUND[um], QUE[m]/NO[n] QUIT
CLAUDERE MU[n]/D[us] TERREA NA[m] T[er]RIS MAN/DANT[ur] CELICA CELIS
SOL/RADIANS TITUL[is] VI[r]TUTU[m] FLOS SINE LABE SOL[us]/I[n] OCCASU MISERIS
EST/PASSUS ECLIPSI[m] RANDULF[us] PLENE Q[ui] PHYSI[m] NOVIT UTRAMQ[ue]/MENS
BENE DISPOSUIT/SERMO DOCUIT MAN[us] EGIT HUJUS DICTA BON[us] MELIOR/FUIT
OPTIM[us] IPSE T[erra] PAUP[er]IB[us] /MORIT[us] VIVENS SIBI CELO”.
Gómez-Moreno transcribe sicqui en lugar de
dicta.
Un tal Randulfo, capellán de la catedral,
aparecía como comprador junto a su hermano Ricardo, de dos casas y dos corrales
en la calle de San Isidro y en el barrio del Azogue Viejo en sendos documentos
de 1179 y 1180 (J. L. Martín Martín, et alii, 1977, docs. 72-73), sector urbano
instalado junto a la puerta de Acre, cediendo el mismo año de 1180 otra casa
–quizá alguna de las anteriores– y un huerto a la catedral por el alma de sus
padres y la de su hermano Ricardo.
Junto al contrafuerte izquierdo cercano a la
misma portada vemos otro epígrafe referido a un tal Martinus:
“MARTIN[us] IUVENIS ET IUNIOR ENEC[us]
ILL/AMBO IERMANI TUMULO TUMULANTUR IN IST[o]/QUOS SUA DEFLENDA SOCIAT SUA SOROR
OSEDA/ERA M CC XXX”
(Quadrado optaba por transcribir “germani“
en lugar de “iermani“, “Eneco“ por “Enecus“, “Christo“ por
“il“ y “mater“ en vez de “soror“).
Y entre la misma portada de acceso al claustro
y el sepulcro completo del siglo XIII instalado en el arcosolio derecho:
“BRUN[nus] P[r]IOR ET MAGIST[e]R
IORDAN/MARIA PEQ[ue]NA/GIMARO”
(Quadrado elegía “otmaro“ para la última
palabra, sin atreverse a anotar nada para la segunda línea).
Entre la capilla de Talavera y Santa Bárbara
existen otros dos sepulcros, el del canónigo don Alonso de Vivero y el del
tesorero catedralicio don Juan García de Medina (†1474). En este sector recogía
Gómez-Moreno otro epitafio que rezaba:
“HIC
GIRALD[us] EGO SED CELI/CULMINE DEGO HIC CARO N[ost]RA CI/NIS, A[n]I[m]AM NO[n]
T[er]RET HERINIS ET”,
y después de la capilla de Santa Bárbara, cerca
de la sala capitular (galería este del claustro), otro más ahora desaparecido:
“TERTIO XI KLS/IUNII OBIIT PHA/MULUS DEI
PET/RUS AQUENSIS, ER[a]/M CC L I/PETRO QUI VOCABATUR NOM EN
(un tal Pedro de Aix, deceso en 1213). Para
Quadrado, la última línea se inscribe sobre la orla de un arco de herradura.
Señalaba Gómez-Moreno que se trata de “una piedra de 0,37 por 0,21 m, en la
que está grabado un edificio con arco de herradura sobre columnas, en cuya
arquivolta se desarrolla la última línea de escritura; dentro del arco, una
cruz o crismón hecho con tallos floridos, y a los lados, entre paramentos de
sillares, dos ventanas gemelas con cruces y estrellas dentro”. En algunos
textos se ha identificado este personaje con un tal “Pedro de la Obra”
que aparece en un documento de 1182 recogido por Rius Serra y al que se cree
activo en el claustro.
Gómez-Moreno sugería que los capiteles
custodiados en Santa María de la Vega pudieran proceder de las arquerías
exentas del claustro catedralicio, desmontadas hacia inicios del siglo XVI.
Para el mismo autor el claustro románico pudo comenzarse por el ala meridional,
si bien creemos que semejante datación resulte poco probable, sobre todo si
tenemos en cuenta el carácter gotizante de los capiteles que ornaron los
arcosolios. Con mejor tino Gaya Nuño y Gudiol consideraron que los asuntos
profanos y el espíritu gótico detectable en estos capiteles claustrales
permitirían encajarlos en una fecha avanzada, quizá en torno al 1200.
Los sepulcros
Quadrado y Gómez-Moreno realizaban las primeras
descripciones de los numerosos cenotafios que alberga la seo vieja. No
realizaremos aquí una reseña detallada de los mismos pues a pesar de su
indudable valor todos ellos exceden la cronología propuesta en el presente
volumen.
En la capilla mayor se aprecian los sepulcros
de doña Mafalda (†1204), hija de Alfonso VIII de Castilla y doña Leonor, así
como el de Juan Fernández (†1303), nieto de Alfonso IX de León, trasladados
desde una capilla próxima a la de San Martín que desapareció con la
construcción de la Catedral Nueva. Bajo una hornacina y próximo al sepulcro de
Juan Fernández yace el arcediano salmantino don Fernando Alfonso (†1286, 1279
para Gómez Moreno) y otros tardogóticos de los obispos Sancho de Castilla, don
Gonzalo y el arcediano de Toro don Diego Arias Maldonado (originalmente ocupaba
el absidiolo norte o de San Lorenzo). En la capilla de San Nicolás (absidiolo
sur) se encuentran los sepulcros más interesantes y que todavía mantienen su
policromía. Corresponden a Diego Garci López, arcediano de Ledesma, doña Elena
de Castro (†1272) a la izquierda de la puerta de Acre, el canónigo Alfonso
Vidal (ca. 1287) y el chantre Aparicio Guillén (†1273), obrados hacia los
últimos años del siglo XIII a excepción del de Garci López que falleció en
torno a 1342.
En la capilla de San Martín reposan los obispos
Pedro Pérez (†1264) y Rodrigo Díaz (†1339), así como el de Gómez Fernández
(†1317). Villar y Macías recoge los nombres de otras capillas del edificio,
junto a los pilares y muros, varias con sepulcros y altares (San Bernabé en el
lado norte del crucero, San Tirso detrás del desaparecido coro, Santa Elena
junto a la puerta del Perdón, Santa Inés o Santa María la Blanca).
Capilla
de los Anaya o de San Bartolomé, claustro de la Catedral Vieja de Salamanca.
Sepulcro de un caballero, no identificado. Porta espada, con túnica larga y
turbante.
Capilla de Anaya o de San Bartolomé. Sepulcro
del matrimonio Gutierre de Monroy (1514) y Constança Danaya (1504).
Capilla
de Anaya. Sepulcro que fue de doña Beatriz de Guzmán, esposa que fue de don
Alonso Álvarez Anaya.
Capilla
de Anaya. Sepulcro del caballero Diego Gómez de Anaya, hijo natural
de Diego de Anaya Maldonado.
La capilla de Talavera
Este ámbito, también conocido como capilla del
Salvador, fue sala capitular de la catedral a lo largo de toda la Edad Media.
Dotada como capilla funeraria particular por Rodrigo Arias Maldonado (†1517),
pasó a celebrar el rito mozárabe y ostentar el nombre de la localidad de
nacimiento de su fundador, aunque era oriundo de una linajuda familia
salmantina.
De planta poligonal, destaca por su singular
cubierta. Se trata de una bóveda esquifada octogonal que apoya sobre trompas y
está reforzada por poderosas nervaduras que arrancan de gruesas columnillas
sostenidas por ménsulas decoradas con mascarones. Las nervaduras nacen por
pares paralelos en los ángulos y puntos medios de la base octogonal, para
entrecruzarse en lazo de a ocho, coincidiendo en la clave, con verdadero
sentido estructural. Estuvo perforada por ventanas pareadas cegadas dispuestas
en un tambor que hacía las veces de elemento de transición. En las ménsulas se
tallaron bustos femeninos tocados con cofias y rostrillo, sujetando una redoma,
una copa y una botella al este y una verónica hacia el sur, otros bustos
masculinos presentan un libro abierto y una cartela. Las columnillas del tambor
están rematadas por delicadas cestas vegetales, en una de ellas, hacia oriente,
se aprecian dragones de cuellos entrelazados.
Las nervaduras que soportan la bóveda van
decoradas con hojas tetrapétalas tremendamente geometrizadas, billetes, discos,
tacos piramidales y un grueso baquetón flanqueado por arquillos polilobulados
que recuerdan mucho a los de la portada septentrional de la catedral de Ciudad
Rodrigo. Es pues un interesante ejemplar de bóveda nervada de sabor
hispano-árabe que debió construirse hacia los primeros años del siglo XIII. Si
bien Camón la consideró obra del quinto maestro que intervino en la catedral y
postula una data hacia 1180, anterior pues a la construcción de la Torre del
Gallo. El mismo autor, al igual que Torres Balbás, refería cómo los nervios
eran ajenos a la cúpula esquifada propiamente dicha, dentro de un sistema
tectónico claramente islámico, opinión contraria a la mantenida por Lambert.
Azcárate matizaba que a pesar de su morisco
aspecto formal, se ejecutaron previamente los arcos, dejando el casquete para
más tarde, ambos están bien disociados, como en las bóvedas ojivales galas.
Momplet sugería paralelos –antiguamente advertidos por Lambert– en la
arquitectura almohade: la Kutubiyya de Marrakech, la bóveda del Patio de
Banderas del alcázar sevillano y la capilla de la Asunción en Las Huelgas de
Burgos.
Al exterior, la capilla de Talavera posee
cornisa sostenida por una serie de canecillos de nacela, de proa de nave y
otros escalonados. Su muro oriental está perforado por dos saeteras de medio
punto aboceladas. En el lienzo septentrional aparecen dos vanos modernos, entre
ambos asoma una ménsula ornada con una máscara y roleos vegetales.
Imagen de la Virgen de la Vega
En el centro del gran retablo de Nicolo
Florentino se aloja la imagen de la patrona de Salamanca. Es una interesante
pieza en cobre esmaltado y ornada con cabujones de 79 x 25 x 23 cm. La Virgen
aparece sedente y está vestida con manto, túnica, velo y puntiagudos zapatos.
Sostenía un cetro con su mano derecha (ahora desaparecido) y sujeta al Niño con
la izquierda, sentado sobre sus rodillas. El Redentor viste túnica y manto,
aparece bendiciendo y porta un libro.
La Virgen está formada por un alma interna de
madera a la que se adhieren chapas de cobre dorado martilleadas y claveteadas.
Las piezas en cobre aparecen troqueladas con diferentes motivos y se enriquecen
con cabujones azules, verdes y rojos. En el pectoral se añadió otro cabujón
ovalado en cristal de roca sugiriendo un broche para sujetar el manto. El
rostro mariano es de bronce y sus pupilas de azabache, al igual que la cabeza
del Niño (las pupilas con cabujones azules); son también de bronce los antebrazos
de la Virgen (estos últimos dorados) y sus manos (chapa trabajada a lima).
El trono y el escabel portan esmaltes en blanco
y azul. Los laterales y zona posterior del mismo se decoran con arquitos de
medio punto bajo los que aparecen cinco apóstoles en relieve sujetando libros.
Los apóstoles se trabajan con esmalte blanco, azul, verde y amarillo,
recurriendo a pequeños ojitos en azabache. Nuevos troqueles rellenan el resto
de los arquillos. Una franja superior y otra inferior con hojitas tripétalas
entrelazadas por un sinuoso tallo completan la decoración del trono. Las mismas
festonan las roscas de los arquitos, capiteles, fustes y basas. El escabel de
los laterales frontales lleva cenefas almendradas con cuatro bustos angélicos
nimbados, grabados y esmaltados. Las coronas con las que se tocan Virgen y
Niño, la azucena que sostiene la Virgen y los remates calados del trono son de
cronología moderna.
Tradicionalmente la Virgen de la Vega se ha
datado entre los años finales del siglo XII y los inicios del XIII, cuando
recalaron en Salamanca orfebres de procedencia lemosina (en 1223 están
documentados Guillén y Pedro de Limoges). Aventurada parece la opinión de
algunos autores que datan la imagen en la década de 1220 basándose en esta
noticia aislada, aunque son evidentes las vinculaciones con la Virgen de
Artajona, el frontal de Silos y el de San Miguel in Excelsis.
Ocupaba esta soberbia imagen el centro de un
retablo barroco en el convento de Santa María de la Vega, y tras su
desamortización la imagen fue custodiada por el canónigo don Francisco Lucas,
quien la cedió a la parroquia de San Polo, pasando posteriormente al convento
de San Esteban. En 1882, coincidiendo con la revitalización del culto mariano,
se instaló en la capilla del presidente de la Catedral Nueva y en 1949, por
iniciativa del obispo Francisco Barbado Viejo, pasó definitivamente al retablo
mayor de la Catedral Vieja.
Bibliografía
ÁLVAREZ VILLAR, Julián: Salamanca, León, 1980
(8.ª).
ARAÚJO, Fernando: La Reina del Tormes. Guía
histórico descriptiva de la ciudad de Salamanca, Salamanca, 1884 (Salamanca,
col. “Temas salmantinos”, 4, 1984).
AVALOS, Simeón: “Informe acerca de la
importancia de la catedral de Salamanca para ser declarada monumento nacional”,
BRABASF, VII, 70, 1887, pp. 318-320.
AZCÁRATE RISTORI, José María de: Monumentos
Españoles. Catálogo de los declarados histórico-artísticos, II, Madrid, 1954.
AZCÁRATE RISTORI, José M.ª de: El protogótico
hispánico, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1974.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: “Arquitectura y
Escultura”, en AA.VV., Historia del Arte de Castilla y León. Tomo II. Arte
Románico, Valladolid, 1994, pp. 11-212.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: El arte románico
en Castilla y León, Madrid, 1997.
BARRIOS GARCÍA, Ángel: “Repoblación de la zona
meridional del Duero. Fases de ocupación, procedencias y distribución espacial
de los grupos repobladores”, SH, III, 2, 1985, pp. 33-82.
BARRIOS GARCÍA, Ángel: “El poblamiento medieval
salmantino”, en MARTÍN, J.-L. (dir.), Historia de Salamanca, t. II. Edad Media,
Salamanca, 1997, pp. 217-3.
BEJARANO, Virgilio: “Fuentes antiguas para la
historia de Salamanca”, Zephyrus, VI, 1955, pp. 89-119.
BENET, Nicolás y SÁNCHEZ GUINALDO, Ana Isabel:
“Urbanismo medieval de Salamanca: ¿continuidad o reconstrucción?” en Actas del
III Curso sobre la Península Ibérica y el Mediterráneo entre los siglos XI y
XII (28- 31 de julio de 1998), publicadas en CAqv, 15, 1999, pp. 119-152.
BERRIOCHOA SÁNCHEZ-MORENO, Valentín: “La
catedral de Salamanca. Obras de restauración contemporáneas”, en Sacras moles.
Catedrales de Castilla y León. 3. Tempus edax, homo edacior, Valladolid, 1996,
pp. 70-75.
BERRIOCHOA SÁNCHEZ-MORENO, Valentín: “La
Catedral de Salamanca”, Restauración & Rehabilitación. Revista
Internacional del Patrimonio Histórico, 2, 1997, pp. 60-71.
BERTAUX, Émile: “La sculpture chrétienne en
Espagne des origines au XIVe siècle”, en MICHEL, André (dir.), Histoire de
l’Art, t. II-1, París, 1906, pp. 214-295.
BRASAS EGIDO, José Carlos: “Las catedrales de
Salamanca”, en AA.VV., Las catedrales de Castilla y León, León, 1992, pp.
145-165.
BRAVO, Román: “Epigrafía sepulcral en el
claustro de la Catedral Vieja”, La Basílica Teresiana, 1902, 60, pp. 270-275.
BRAVO, Román: “Sepulcro notable en el claustro
de la catedral”, La Basílica Teresiana, 61, 1902, pp. 306-309.
BRAVO JUEGA, M.ª Isabel y MATESANZ VERA, Pedro:
Los capiteles del monasterio de Santa María la Real de Aguilar de Campoo
(Palencia) en el Museo Arqueológico Nacional, Salamanca, 1986.
BYNE, Mildred Stapley: La escultura de los
capiteles españoles. Serie de modelos labrados del siglo VI al XVI, Madrid,
1926.
CABO ALONSO, Ángel y ORTEGA CARMONA, Alfonso:
Salamanca. Geografía. Historia. Arte. Cultura, Salamanca, 1986.
CALAMÓN DE MATA, J.: Glorias sagradas, aplausos
festivos y elogios poéticos… de la Santa Iglesia Catedral de Salamanca,
Salamanca, 1736.
CAMÓN AZNAR, José y TORRES BALBÁS, Leopoldo:
“La bóveda gótico-morisca de la capilla de Talavera en la Catedral Vieja de
Salamanca”, AA, V, 1940, pp. 174-178.
CAMÓN AZNAR, José: “Las etapas de la Catedral
Vieja de Salamanca”, Goya, 23, 1958, pp. 274-280.
CARRIEDO TEJEDO, Manuel: “El Obispado de
Salamanca en la primera mitad del siglo X”, AL, XLIX, 97-98, 1995, pp. 159-191.
CASARIEGO, Jesús Evaristo (ed.): Crónicas de
los Reinos de Asturias y León, León, 1985.
CASTÁN LANASPA, Javier: El Arte románico en las
Extremaduras de León y Castilla, Valladolid, 1990.
CHUECA GOITIA, Fernando: Historia de la
Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, Madrid, 1965.
CONANT, Kenneth John: Arquitectura carolingia y
románica. 800/1200, Madrid, 1959 (1982).
CUBAS, Marqués de: “Catedrales de Salamanca”,
BRABASF, IX, 85, 1889, pp. 155-158.
DORADO, Bernardo: Compendio histórico de la
ciudad de Salamanca, su antigüedad, la de su Santa Iglesia, su fundación y
grandezas que la ilustran, Salamanca, 1776 (1985).
DUBOURG-NOVES, Pierre: “Des mausolées antiques
aux cimborrios romans d’Espagne. Évolution d’une forme architecturale”, CCM,
XXIII, 1980, pp. 323-359.
ENRÍQUEZ DE SALAMANCA, Cayetano: Rutas del
románico en la provincia de Salamanca, Madrid, 1989.
FUENTE, Vicente de la: “La iglesia de
Sancti-Spiritus en Salamanca”, BRAH, XIII, 1888, pp. 175-178.
GACTO FERNÁNDEZ, María Trinidad: Estructura de
la población de la Extremadura leonesa en los siglos XII y XIII (Estudio de los
grupos socio jurídicos, a través de los fueros de Salamanca, Ledesma, Alba de
Tormes y Zamora, Salamanca, 1977.
GÁRATE CÓRDOBA, José María: “Huellas del Cid en
Salamanca”, BIFG, XI, 1955, pp. 587-591.
GARCÍA BLANCO, Manuel: Seis estudios
salmantinos, Salamanca, 1961.
GARCÍA BOIZA, Antonio: Salamanca monumental,
Madrid, 1959.
GARCÍA GUERETA, Ricardo: “La torre del Gallo”,
Arquitectura, 36, 1922, pp. 129-136.
GARMS, Jórg: “Un rilievo nella cattedrale di
Salamanca”, en Medievalismo y neomedievalismo en la arquitectura española. Las
catedrales de Castilla y León. I. Actas de los congresos de septiembre 1992 y
1993, Ávila, 1994, pp. 225-233.
GAYA NUÑO, Juan Antonio: “Tímpanos románicos
españoles”, Goya, 43-45, 1961, pp. 32-43.
GÓMEZ-MORENO, Manuel: “Documentos. I.
Inventario de la Catedral de Salamanca (Año 1275)”, RABM, VII, 1902, pp.
175-180.
GONÇALEZ DE ÁVILA, Gil: Historia de las
Antigüedades de la ciudad de Salamanca, vidas de sus obispos y cosas sucedidas
en su tiempo…, Salamanca, 1606 (1994).
GONZÁLEZ DÍEZ, Emiliano y MARTÍNEZ LLORENTE,
Félix: Fueros y cartas pueblas de Castilla y León. El derecho de un pueblo.
Catálogo de la Exposición, Salamanca, 1992.
GONZÁLEZ GARCÍA, Manuel: “La Iglesia y el clero
salmantino en la Baja Edad Media”, Naturaleza y Gracia, 1973, pp. 55-80 y
269-297.
GONZÁLEZ GARCÍA, Manuel: Salamanca: La
repoblación y la ciudad en la baja Edad Media, Salamanca, 1973 (1988).
GONZÁLEZ GARCÍA, Manuel: “El alfoz salmantino
en la Baja Edad Media y su aprovechamiento agrícola y ganadero”, AL, XXX, 1976,
pp. 11-34.
GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Julio: “La Catedral Vieja de
Salamanca y el probable autor de la Torre del Gallo”, AEA, XV, 1943, pp. 39-50.
GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Julio: “Repoblación de la
‘Extremadura’ leonesa”, Hispania, III, 11, 1943, pp. 195-273.
GONZÁLEZ GONZÁLEZ, Julio: “La extremadura
castellana a mediados del siglo XII”, Hispania, 127, 1974, pp. 416-424.
GRANDE DEL BRÍO, Ramón: Eremitorios
altomedievales en las provincias de Salamanca y Zamora. Los monjes solitarios,
Salamanca, 1997.
GRASSOTTI, Hilda: “Sobre una concesión de
Alfonso VI a la iglesia salmantina”, CHE, XLIX-L, 1969, pp. 323-348.
HERBOSA, Vicente: El románico en Salamanca,
León, 2001.
HERNANDO GARRIDO, José Luis: “La escultura
románica en el claustro de la catedral de Salamanca”, Locvs Amoenus, 4,
1998-1999, pp. 59-75.
ILLIC, Gertrud: Los fueros leoneses de Zamora,
Salamanca, Ledesma y Alba de Tormes. Tesis doctoral leída en la Universidad de
Madrid el 13 de febrero de 1964.
JIMÉNEZ, J.: “El fuero de Salamanca: ensayo de
una nueva versión”, Salamanca. Revista Provincial de Estudios, 20-21, 1986.
JUSTI, Carl: “El claustro de la catedral vieja
de Salamanca”, BSEE, X, 133, 1902, p. 214.
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente: “La Torre del Gallo
en la Catedral Vieja de Salamanca”, La Basílica Teresiana, 35, 1900, pp.
245-248.
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente: “El bizantinismo en
la arquitectura española (Siglos VI al XII)”, BSEE, VIII, 86, 1900, pp.
137-138.
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente: “La arquitectura
salmantina (Fragmentos de un estudio)”, BSCE, III, 30, 1905, pp. 119-121.
LLORENTE MALDONADO DE GUEVARA, Antonio: “La
toponimia árabe, mozárabe y morisca en la provincia de Salamanca”, en
Miscelánea de Estudios árabes y hebraicos de la Universidad de Granada,
XII-XIII, 1963- 64, pp. 89-112.
LLORENTE MALDONADO DE GUEVARA, Antonio: Las
comarcas históricas y actuales de la provincia de Salamanca, Salamanca, 1976.
MADOZ, Pascual: Diccionario
Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar.
Salamanca, Madrid, 1845-1850 (Valladolid, 1984).
MARCOS RODRÍGUEZ, Florencio: “Salamanca”, en
DHEE, IV, Madrid, 1975, pp. 2137-2144.
MARCOS RODRÍGUEZ, Florencio: “Las fuentes de la
‘Historia de Salamanca’ de Villar y Macías”, Salamanca. Revista Provincial de
Estudios, 20-21, 1986.
MARCOS RODRÍGUEZ, Florencio: Catálogo de
Documentos del Archivo Catedralicio de Salamanca (siglos XII-XV), Salamanca,
1962.
MARTÍN, José-Luis: “Los fueros: normas de
convivencia y trabajo”, en MARTÍN, J.-L. (dir.), Historia de Salamanca. II.
Edad Media, Salamanca, 1997, pp. 75-126
MARTÍN, José-Luis: “Saber es poder. El estudio
salmantino”, en MARTÍN, J.-L. (dir.), Historia de Salamanca. II. Edad Media,
Salamanca, 1997, pp. 479-503.
MARTÍN JIMÉNEZ, José Luis: “La reparación de la
Torre del Gallo”, Arquitectura, 106, 1928, pp. 35-41.
MARTÍN MARTÍN, José Luis: “La iglesia
salmantina”, en MARTÍN, J.-L. (dir.), Historia de Salamanca. II. Edad Media,
Salamanca, 1997, pp. 127-215.
MARTÍN MARTÍN, José Luis: El Cabildo de la
Catedral de Salamanca (siglos XII-XIII), Salamanca, 1975.
MARTÍN MARTÍN, José Luis y COCA, Javier: Fuero
de Salamanca, Salamanca, 1987.
MÍNGUEZ FERNÁNDEZ, José María: “La repoblación
de los territorios salmantinos”, en MARTÍN, J.-L. (dir.), Historia de
Salamanca. II. Edad Media, Salamanca, 1997, pp. 13-74.
MARTÍNEZ FRÍAS, José María: “Los monumentos
religiosos (Edad Media)”, en AA.VV., Salamanca. Geografía. Historia. Arte.
Cultura, Salamanca, 1986.
MONSALVO ANTÓN, José María: “La organización
concejil en Salamanca, Ledesma y Alba de Tormes”, en Actas del I Congreso de
Historia de Salamanca, Salamanca, 1989, I, Salamanca, 1992, pp. 365-396.
MONSALVO ANTÓN, José María: “Panorama y
evolución jurisdiccional en la Baja Edad Media”, en MARTÍN, J.-L. (dir.),
Historia de Salamanca. II. Edad Media, Salamanca, 1997, pp. 329-386.
MUÑOZ GARCÍA, Miguel Ángel y SERRANO-PIEDECASAS
FERNÁNDEZ, Luis: “La arqueología de las villas de repoblación al sur del río
Tormes, como revisión de la historia local”, en Actas del V Congreso de
arqueología medieval española, Valladolid, 22 a 27 de marzo de 1999,
Valladolid, 2001, pp. 383-392.
NIETO GONZÁLEZ, José Ramón: “Los monumentos
religiosos (siglos XVI-XX)”, en AA.VV., Salamanca. Geografía. Historia. Arte.
Cultura, Salamanca, 1986.
NIETO GONZÁLEZ, José Ramón: “El conjunto
catedralicio de Salamanca”, en Sacras moles. Catedrales de Castilla y León. 2.
Aquellas blancas catedrales, Valladolid, 1996, pp. 63-72.
NIETO GONZÁLEZ, José Ramón: “El conjunto
catedralicio de Salamanca: intervenciones arquitectónicas: 1765-1936”, en
Sacras moles. Catedrales de Castilla y León. 3. Tempus edax, homo edacior,
Valladolid, 1996, pp. 61-69.
PAREDES, Camino: Documentos para la historia
del arte en la provincia de Salamanca. Segunda mitad del siglo XVIII,
Salamanca, 1993.
PÉREZ DE URBEL, Sampiro su crónica y la
monarquía leonesa en el siglo X, Madrid, 1952, p. 327.
PINILLA GONZÁLEZ, Jaime: El arte de los
monasterios y conventos despoblados de la provincia de Salamanca, (col. “Acta
Salmanticensia. Serie Varia”, 15), Salamanca, 1978.
PORTAL MONGE, Yolanda: Historia de la Torre de
las Campanas de la Catedral de Salamanca, (col. “Acta Salmanticensia,
Biblioteca de Arte”, 12), Salamanca, 1988.
PORTAL, María Reyes Yolanda: “Sobre la
construcción de Santa María de la Sede o Catedral Vieja de Salamanca. Siglos
XII-XV”, Salamanca. Revista Provincial de Estudios, 29-30, 1992, pp. 75-94.
QUADRADO, José María: España. Sus monumentos y
artes. Su naturaleza e historia. Salamanca, Ávila y Segovia, Barcelona, 1884
(1979).
REPULLÉS Y VARGAS, Enrique María: “Los
sepulcros descubiertos en el claustro de la Catedral Vieja de Salamanca”, La
Basílica Teresiana, 61, 1902, pp. 295-299.
REPULLÉS Y VARGAS, Enrique María: “El claustro
de la Catedral de Salamanca y sus sepulcros”, BSEE, XI, 130, 1903, pp. 241-245.
RODRÍGUEZ DE MIGUEL, Luis: “Descubrimientos en
los Claustros de la Catedral Vieja de Salamanca”, La Basílica Teresiana, 60,
1902, pp. 257-261.
RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ, Justiniano: Ramiro II, rey
de León, (col. “Corona de España”, XXIX), Burgos, 1998.
RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso: “La torre de
la catedral nueva de Salamanca”, BSAA, XLIV, 1978, pp. 245-256.
RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso: “Las
catedrales de Salamanca”, en Medievalismo y neomedievalismo en la arquitectura
española. Las catedrales de Castilla y León. I. Actas de los congresos de
septiembre 1992 y 1993, Ávila, 1994, pp. 147-160.
RUIZ MALDONADO, Margarita: La iglesia románica
de Almenara de Tormes, (col. “Acta Salmanticensia. Biblioteca de Arte”, 13),
Salamanca, 1989
RUIZ MALDONADO, Margarita: “La figura humana en
la escultura monumental de la Catedral Vieja de Salamanca”, en La cabecera de
la Catedral calceatense y el Tardorrománico hispano. Actas del Simposio en
Santo Domingo de la Cazada, 29 al 31 de enero de 1998, Logroño, 2000, pp.
313-331.
SÁNCHEZ ESTÉVEZ, José Miguel: “La estructura y
tipología del patrimonio real del Cabildo de la Catedral de Salamanca en los
siglos XII-XIII”, Revista de Estudios, 1, 1982, pp. 107-1.
SÁNCHEZ PASCUAL, Rafael: La Señora del Tormes.
Santa María de la Vega, patrona de Salamanca y su tierra, Salamanca, 1991.
SÁNCHEZ RUANO, Julián: Fuero de Salamanca,
publicado ahora por primera vez, Salamanca, 1870.
SÁNCHEZ Y SÁNCHEZ, Daniel: La Catedral Vieja de
Salamanca, Salamanca, 1991.
SENDÍN CALABUIG, Manuel F.: “El Apostolado de
la catedral. Interpretación iconográfica”, en Ciudad Rodrigo. Carnaval. 1981,
Salamanca, 1981
SER QUIJANO, Gregorio del: Documentación de la
Catedral de León. (Siglos IX-X), (Col. “Documentos y Estudios para la Historia
del Occidente peninsular durante la Edad Media”, 5), Salamanca, 1982
SERRANO-PIEDECASAS FERNÁNDEZ, Luis y MUÑOZ
GARCÍA, Miguel Ángel: “Aproximación arqueológica a las cercas medievales de la
ciudad de Salamanca”, en Actas del V Congreso de arqueología medieval española,
Valladolid, 22 a 27 de marzo de 1999, Valladolid, 2001, pp. 407-414.
TORIBIO ANDRÉS, Eleuterio: Salamanca y sus
alrededores. Su pasado, su presente y su futuro, Salamanca, 1944.
TORRES BALBÁS, Luis: “Los cimborrios de Zamora,
Salamanca y Toro”, Arquitectura, 4, 1922, pp. 137-153 (ahora en Anales de
Arquitectura, 7, 1996, pp. 124-137).
TORRES BALBAS, Leopoldo: “El Arte de la Alta
Edad Media y del período románico en España”, en HAUTTMANN, Max, Arte de la
Alta Edad Media, (col. “H.ª del Arte Labor”, VI), Barcelona, 1934, pp. 186-197.
VACA LORENZO, Ángel y BONILLA HERNÁNDEZ, José
A.: Catálogo de la documentación medieval del Archivo de la Casa de Alba
relativa a la actual provincia de Salamanca, Salamanca, 1987.
VICENTE BAJO, Juan Antonio: Religión y Arte.
Guía descriptiva de los principales monumentos arquitectónicos de Salamanca,
Salamanca, 1901.
VICENTE BAJO, Juan Antonio: Episcopologio
salmantino, Salamanca, 1901.
VILLAR Y MACÍAS, Manuel: Historia de Salamanca.
Libro II. Desde la repoblación a la Fundación de la Universidad, Salamanca, 9
vols., 1887 (1973).
YARZA LUACES, J., 2001 YARZA LUACES, Joaquín:
“Virgen de la Vega”, en De Limoges a Silos. Catálogo de la Exposición celebrada
en Madrid, Bruselas y santo Domingo de Silos (15 de noviembre de 2001 a 28 de
abril de 2002), Madrid, 2001, pp. 204-207.
YOLANDA PORTAL, M.ª R., 1992 YOLANDA PORTAL,
M.ª Reyes: “Sobre la construcción de Santa María de la Sede o Catedral Vieja de
Salamanca: Siglos XII-XV”, Salamanca. Revista Provincial de Estudios, 29-30,
1992, pp. 75-94.
No hay comentarios:
Publicar un comentario