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lunes, 11 de agosto de 2025

Capítulo 97, Románico en Salamanca

 

El marco histórico de los constructores del románico:
Salamanca desde el reinado de Alfonso VI al de Alfonso IX
A pesar de la escasez de datos concretos y fiables, parece cierto que la edificación de las obras románicas más notables de la ciudad y del territorio que corresponde en la actualidad a la provincia de Salamanca se desarrolló en un período reducido de tiempo, algo más de medio siglo, pues supera en poco los límites de la segunda mitad del siglo XII, y que fue protagonizado por dos o tres generaciones de salmantinos. Sin embargo, no se puede entender sin las aportaciones materiales, técnicas y hasta institucionales de otros muchos que les precedieron.
Por eso, si queremos hurgar en los cimientos de la sociedad salmantina medieval, y quizá también en las bases de algunos de sus edificios representativos, debemos remontarnos a mediados del siglo X. En efecto, en las décadas centrales de ese siglo los monarcas Ramiro II y Ordoño III decidieron el control de los territorios del valle medio del Tormes y dirigieron la organización de unas poblaciones que hasta entonces habrían tenido una existencia bastante al margen de la autoridad tanto de los reyes leoneses como de los emires y del califa de Córdoba. Como consecuencia se recuperaron o constituyeron ciudades y lugares como Salamanca, Ledesma, Ribas, Baños, Alhándiga, Peña “y otras muchas fortalezas que sería largo detallar”.
Alguna importancia debió tener esa actividad para nuestro tema ya que precisamente Ordoño, el año 953, incluye entre las propiedades que cede al obispo de León “todas las iglesias que edificaron en el territorio de Salamanca los repobladores enviados por mi padre”. Se debe subrayar esta referencia explícita a los templos pues las noticias de esa época son muy escuetas. Es verdad que podríamos darlo por supuesto, ya que entonces la mayoría de las agrupaciones humanas procedían a levantar su iglesia aunque contaran con muy pocos miembros, pero la expresión, en plural, indica la existencia de unas comunidades ya sedentarizadas, y no meramente nómadas o dedicadas al aprovechamiento estacional de pastos con sus rebaños.
No existen más referencias precisas que nos permitan valorar la importancia de estas poblaciones, que no debería ser mucha por lo alejadas que se encontraban de los núcleos de poder y por los riesgos de sufrir ataques de diverso origen, pero tampoco se deben minusvalorar. Hay algunas informaciones que permiten atribuir a Salamanca cierto papel como circunscripción en el conjunto del reino y también un significado militar que inquietaba a los musulmanes. En efecto, el año 942 las fuentes musulmanas aluden a un conde de Salamanca, Bermudo Núñez, que fue vencido con los trescientos caballeros que lo acompañaban. Y ese cargo no era el único ni parece efímero, pues consta la existencia de obispo de Salamanca el 960, y algo después, el año 971, hay noticias de “Fernando hijo de Flaín, hijo del conde”, que envió embajadores a la Corte musulmana.
Todas esas noticias, que tienen un origen muy diverso, que aluden a distintos protagonistas y por eso no pueden obedecer a un interés concreto, apuntan al crecimiento de la población de Salamanca y de algunos de los poblados próximos en esos treinta años, permiten suponer que se levantaran algunos edificios de uso público, entre ellos varios templos, y que se fortalecieran sus instituciones.
Y no se trata sólo de suposiciones, pues contamos con informaciones indirectas que con firman el relieve que van adquiriendo los poblados cristianos: entre los años 977 y 986 el caudillo musulmán Almanzor dirigió varias expediciones contra ellos. En la primera de las fechas citadas atacó Baños y Salamanca y los dos años siguientes volvió contra Ledesma. Luego, en años posteriores, los musulmanes saquearon La Armuña y Salamanca, hasta culminar en la que una fuente musulmana denomina “campaña de las ciudades”, en la que fueron conquistadas Sala manca, Alba, León y Zamora. Un texto que alude a estas razzias señala que el caudillo andalusí conquistó los arrabales de Salamanca lo que provocó la rendición del resto de la ciudad.
Realmente estas noticias son significativas de que los poblados de la ribera del Tormes habían logrado en la segunda mitad del siglo X cierto nivel de población y riqueza, pues de otro modo no se explicaría que se ocupara de ellos un jefe militar tan destacado ni que reiterara sus ataques del modo que lo hizo.
Sigue luego un siglo largo de silencio sobre la situación de los territorios de la actual provincia de Salamanca, lo que ha sido interpretado por algunos historiadores como prueba de que las aceifas de Almanzor habrían significado la destrucción de estas fortalezas y la dispersión de sus habitantes. Esta hipótesis encontraría apoyo en un diploma del año 1107 por el que Alfonso VI confirmó la restauración de la sede episcopal, pues alude a la ciudad como “destruida durante largo tiempo por la crueldad de los paganos y sin poblador que la habitara”.
Sin embargo, parece más probable que aquellos ataques, algunos de los cuales sólo ocuparon a los caballeros musulmanes durante un mes, aproximadamente, fueran simples operaciones de saqueo, que paralizaran el desarrollo de los lugares, pero no acabaran con la población en el valle del Tormes. Por el contrario, los propietarios de ganado pronto se desplazarían de nuevo por los amplios valles y los montes de término salmantino, especialmente cuando comprobaran la crisis de los musulmanes tras la muerte de Almanzor el 1002.
Precisamente una crónica musulmana atribuye al caudillo andalusí ciertas reflexiones en su lecho de muer te y quejas por haber procedido de manera benévola en los poblados que conquistó en sus aceifas; advierte que si los hubiera destruido en lugar de facilitar su fortalecimiento los cristianos tendrían mucho más difícil el acceso a las ciudades de al-Andalus.
Además, no se debe olvidar que durante todo el siglo XI no se conoce ninguna expedición militar musulmana de relieve contra estos territorios y, por el contrario, resulta evidente que los monarcas cristianos –especialmente Fernando I (1037-1065)–, ejercieron una elevada presión contra los reinos de taifas. Estas circunstancias parecen propicias para que fuera avanzando lentamente población cristiana sobre el valle del Tormes, en un proceso que, por desconocido, no tiene que carecer de importancia. De hecho, un geógrafo árabe, que seguramente elaboró su obra algo después de mediado el siglo XI, cita a Salamanca entre las pocas ciudades de la zona centro-occidental de la Península.
Lo que sí parece cierto es que entre finales del siglo XI y comienzos del XII se inicia un período mucho más importante para la historia de estos territorios.
Entonces Alfonso VI –que había conquistado Toledo en 1085, lo que significa la conquista de la Marca media y el avance de la frontera hasta el Tajo–, decidió encomendar la organización de la población de estos territorios, así como la de Segovia y Ávila, a su yerno, Raimundo de Borgoña. Estos dos personajes, Raimundo primero y luego Alfonso VI, ordenaron escribir los pergaminos más antiguos que se conservan destinados a crear y fortalecer instituciones salmantinas.
La actividad de Raimundo en Salamanca, supervisada y refrendada por Alfonso VI, consistió en restaurar la sede episcopal en 1102, que fue encomendada a un prelado de fuerte personalidad, Jerónimo de Périgord, quien hasta muy poco antes había presidido la Iglesia de Valencia mientras la ciudad estuvo en poder del Cid y de doña Jimena. Era Jerónimo un personaje muy influyente tanto por su origen como por su pasado al lado del Campeador, y también muy cercano a la Corte, pues el mismo Raimundo lo califica de “pontifici et magistro nostro”. Su destino en Salamanca, aunque en principio no pareciera muy atractivo por tratarse de una diócesis de nueva creación, se vio potenciado por la cesión de una serie de villas, de diversas propiedades, de rentas y diezmos, que sugieren la existencia previa de cierta actividad económica en la ciudad9. Al mismo tiempo le fue encomendada la diócesis de Zamora, más consolidada que la salmantina, mejor protegida y, seguramente, con unas ren tas mucho más estables.
Fuentes posteriores permiten concretar algunos aspectos de la actividad de Raimundo y de Jerónimo, que debió ser destacada en el plano institucional: varias décadas más tarde fueron confirmados diversos fueros cuya concesión se atribuye a estos personajes, lo que significa que su obra perduró en la memoria, quizá porque establecieron las bases de organización de la sociedad y esos principios tuvieron continuidad pues la ciudad permaneció en poder de los monarcas cristianos y no se quebró la tradición jurídica ni la ideológica que ellos promovieron.
Es verdad que todavía se producirían diversas crisis, como la del inmediato reinado de Urraca (1109-1126); de todo ese período no conozco más documentos para la catedral, el concejo y otras instituciones salmantinas que una bula de Calixto II del año 1124 por la que colocó a la diócesis en la circunscripción metropolitana de Santiago de Compostela. Esa escasez de fuentes se puede interpretar muy bien en el sentido de que las perturbaciones políticas del reino impidieron que la Corte se ocupara de una ciudad que todavía resultaba bastante marginal, pero que mantendría su evolución bajo el liderazgo del tenente real y del obispo Jerónimo, hasta la muerte de éste hacia 1120.
Poco después se iniciaba el reinado de Alfonso VII (1126-1157), durante el cual se detecta un notable avance en la colonización del territorio salmantino y de la actividad constructiva que nos ocupa, aunque no sabemos qué parte corresponde al impulso proporcionado por el nuevo monarca y la heredada de décadas anteriores que ahora resulta perceptible por el incremento de la documentación.
Lo cierto es que, apenas transcurrido un mes desde su coronación, Alfonso VII se ocupó de confirmar las donaciones realizadas por sus padres, Raimundo y Urraca, al obispo Jerónimo, y las incrementó con otros derechos, como la tercia de las caloñas y de homicidios, lo que, indirectamente, prueba la vigencia del fuero dado en aquellos primeros años, por el que se regularía el proceso sancionador y la cuantía de las penas, lo que muestra la continuidad de la obra de los restauradores.
A partir de estos momentos se puede observar con claridad el lento desarrollo de la población y de las instituciones salmantinas desde diversos puntos de vista. Por ejemplo, comienzan las referencias a las aldeas de esta tierra, lo que significa que poco a poco se van extendiendo la población y los cultivos por algunas zonas del término. Debemos subrayar que lo que conocemos es la parte más oficial del proceso, a través de la donación real al prelado y a la iglesia de diversas aldeas, como San Pelayo de Cañedo, El Arco, media Aldearrodrigo, la aldea de Pedro Cid, Carrascal, Espino, Zamayón, es decir, un conjunto de lugares situados en la ribera de Cañedo que, al menos en algún caso, conservan iglesias románicas, seguramente como consecuencia de su pronta colonización y de su pertenencia a la Iglesia. En seguida el propio monarca amplió la lista de donaciones cediendo al obispo y a la Iglesia salmantina Cantalapiedra, San Cristóbal, Topas o Sufraga, todas ellas situadas al norte del Tormes y la última en territorio de Medina.
Pronto aparecen referencias a explotaciones de propietarios particulares y de aldeas situadas al sur del río, que significan dos novedades frente a lo que conocemos hasta ahora, quizá porque los musulmanes se encontraban cada vez más alejados, sobre todo después de la con quista de Coria por los cristianos en 1142; pero lo cierto es que la colonización va avanzando despacio, quizá por falta de personas y de medios. Una prueba clara de que aún había grandes zonas necesitadas de colonos la proporciona la documentación de la catedral de Zamora, pues muestra que el mismo Alfonso VII intentaba que fueran repoblados territorios desiertos situados todavía al norte del Tormes, como aquellas “meas villas desertas, nominatas Las Moraleyas”, que el rey donó al prelado zamorano.
Es claro que por esos años centrales del siglo XII se estaba procediendo a la repoblación de todo el valle del Tormes, pues, además de los datos citados, comienzan las alusiones a Alba de Tormes, y poco después a Ledesma. Estas villas adquieren pronto entidad, consta que tenían varios clérigos organizados en cofradía y serán cabeza de arcedianato; por todo ello es natural que contaran pronto con iglesias, y por eso se conservan distintas edificaciones románicas.
Pero la prueba más evidente de que la ciudad iba creciendo la proporcionan los documentos que aluden ya expresamente a la construcción de la catedral. Es verdad que no tenemos noticia precisa de sus comienzos, seguramente porque los primeros pobladores ya habrían construido pequeños templos, que luego serían reformados y ampliados según las necesidades y las posibilidades. Pero lo que ahora aparece es una obra mucho más ambiciosa pues colaboran distintas instancias, desde el propio monarca, que concedió en 1152 la exención de todo tributo a veinticinco personas que trabajaban en la construcción del templo, hasta simples particulares que donaban parte de su dinero para la obra o financiaban la fabricación de imágenes de oro y plata para la iglesia. Consta expresamente que se trataba de la construcción de la catedral, pues el monarca lo indica, y que se proponían finalizar la obra, pues el privilegio de los excusados deberían respetarse “quoadusque supradicta ecclesia sit perfecta”.
Las ambiciones constructivas, por otro lado, no correspondían exclusivamente a los clérigos, sino que aparecen también protagonizadas por el conjunto de vecinos y por algunos laicos poderosos a título individual. En el primer sentido, consta que hacia 1147, “quando el emperador fue a Almería”, se trabajaba en la construcción de un primer recinto amurallado, y se planeaba extender el cinturón de seguridad a otros arrabales. Es de suponer que ya entonces se estuviera trabajando en la catedral pues, dada la mentalidad medieval, es poco probable que se hubiera postergado la construcción de la sede. En cuanto a edificios de particulares sabemos que las hermanas María y Marta Martín poseían en 1161 un “palacio”, lindero con el corral de los canónigos y la canónica.
Por tanto, estaba ya en pleno desarrollo la actividad constructiva, que necesitaba unas bases económicas sólidas. La realidad es que parece que muchos salmantinos consiguieron cierta riqueza en esos años, sobre todo gracias a diversas expediciones de saqueo sobre territorio musulmán. Se trata de una actividad que llegó a sorprender en la Corte, pues la narra con cierto detalle la Chronica Adefonsi Imperatoris, escrita hacia mediados del siglo XII y, por tanto, próxima a los acontecimientos. De acuerdo con esta fuente los salmantinos, “tras reunir un gran ejército, tomaron el camino que conduce a Badajoz, devastaron toda aquella región y consiguieron enormes destrozos e incendios, una gran cantidad de prisioneros entre hombres, mujeres y niños, todo el ajuar de las casas y riquezas de oro y plata en abundancia. Además, se apoderaron de grandes riquezas, caballos y mulos, camellos y asnos, bueyes y vacas y toda clase de animales del campo”. En realidad, esa expedición y otras realizadas posteriormente acabaron en desastre, que la Crónica achaca al individualismo de los salmantinos, resumido en su negativa a aceptar un jefe y en la soberbia que se manifiesta en su respuesta a los embajadores del rey musulmán cuando les preguntaban por su líder: “Todos somos jefes y caudillos de nuestras vidas”.
Al final, esas expediciones darían sus frutos para los salmantinos pues, según la misma Crónica, “llevaron a cabo muchas batallas, obtuvieron el triunfo y lograron del territorio de aquéllos muchos botines. Y la ciudad de Salamanca se hizo grande y famosa por sus caballeros y peones y muy rica”. Aunque el texto se encuentre impregnado de la habitual retórica, e incluso de parcialidad, pues atribuye el cambio de suerte a que aceptaron el liderazgo del conde Ponce y de otros oficiales reales, sí parece cierto que refleje algunos aspectos de la situación de Salamanca a mediados del siglo XII, con un grupo de guerreros bien entrenados y acostumbrados a vivir del botín, que explica la abundancia de cautivos, de dinero, de metales preciosos y de animales que se exhibe en algunos testamentos de la época.
La posesión de grandes rebaños es algo lógico, si se tiene en cuenta que disponían de un término amplísimo, que se prolongaba hasta las montañas del Sistema Central por el sur, y hasta Portugal por el oeste, y porque la actividad ganadera venía a ser complementaria de la guerra, tanto por la movilidad de los ganados como porque su control, y el de la zona de pas tos, exigían la organización de grupos de jinetes para su defensa.
Esa disposición de grandes pastizales resultó algo limitada con la restauración de Ciudad Rodrigo por Fernando II en 1161. Aunque en ese espacio existiera una aldea desde varias décadas antes, cuyo valor estratégico y población se incrementarían tras la conquista de Coria en 1142, el paso dado por Fernando II significó la formación de una realidad bastante diferente, una ciudad con su sede episcopal, con su término propio formado a base de recortar las posibilidades de expansión de los salmantinos. El conflicto parecía inevitable, pues el monarca no debía renunciar al fortalecimiento del flanco occidental de su reino, ni al control del paso hacia el Sur por el puerto de Perales que permitía una relación fluida con la ciudad de la Tran sierra antes citada y con todo ese territorio, mientras que los vecinos de Salamanca se negaban a la mutilación de su término y a la formación de una ciudad que entraba en competencia con sus intereses.
El enfrentamiento militar entre las tropas de Fernando II y los salmantinos, ayudados por milicias castellanas, especialmente de Ávila pues algunos de los líderes de esta ciudad mantenían vínculos con aquéllos, se produjo en 1163 en la ribera de La Valmuza y finalizó con la victoria del ejército real. Poco después se advierte la presencia de determinados cargos civiles y eclesiásticos en Ciudad Rodrigo, se procede a delimitar el espacio diocesano y se iniciaron las obras de la catedral, pues el propio monarca Fernando II concedió en 1168 una remuneración para el maestro de obras.
La derrota de los salmantinos debió suponer un serio quebranto para bastantes familias que venían ejerciendo el liderazgo de la ciudad, pero pronto se reanudó el dinamismo constructivo y colonizador, lo que está en contradicción con la afirmación del cronista Juan Gil de Zamora de que la ciudad quedó desolada como consecuencia de la batalla y que su población fue demediada. Por el contrario, se mantuvo el ritmo de donaciones a la catedral –y por alguna de ellas sabemos que ya existían varias iglesias, como las de San Sebastián o de Santa María de la Vega–; se mantuvo la actividad constructiva, volcada ahora más hacia la edificación del claustro, cuya obra se encontraba bastante avanzada en 1167, pues un donante pidió ser enterrado en él, pero todavía no estaba finalizado once años más tarde, cuando un presbítero donó rentas “ad opus claustri Salamantino” y ordenó que, una vez consumada esa obra, tales ingresos pasaran al cabildo.
Avanzaba también la colonización del término de Salamanca donde, sin duda, se mantenían grandes vacíos de población incluso en la misma ribera del Tormes, como lo demuestra la donación que hizo Fernando II a la Iglesia salmantina de las villas de Juzbado, Baños y Almenara; este último lugar, con una interesante iglesia románica, confirma que las instituciones eclesiásticas procuraban enviar buenos maestros para construir los templos de los lugares colocados bajo su autoridad, según ya advertimos en la ribera de Cañedo. Pero lo que conviene subrayar es que cada vez se iban roturando más campos al sur del río, pues poco a poco van apareciendo en la documentación aldeas del Campo Charro e incluso de zonas algo más alejadas.
Mientras tanto la ciudad, donde se intercambiaban los excedentes de las nuevas aldeas y se centralizaban rentas, iba adquiriendo entidad por sus edificaciones y, al mismo tiempo, también se iba abriendo al exterior, a Europa, lo que llama la atención por tratarse de una zona marginal, lejos del Camino de Santiago y en plena Edad Media. Quizá la presencia en las primeras décadas del siglo de líderes francos, como Raimundo de Borgoña o Jerónimo de Périgord, facilitó el establecimiento de un núcleo de francos que luego mantuvieron relación con sus lugares de origen; de la misma manera la temprana instalación de monjes cluniacenses en el monasterio de San Vicente, con el desplazamiento de visitadores y mensajeros entre ambos centros eclesiásticos, facilitó el mantenimiento de vínculos con instituciones ultrapirenaicas. Lo cierto es que poco después de mediados del siglo XII consta que algunos clérigos salmantinos se desplazaban a Francia para cursar estudios; aunque el documento es poco explícito seguramente se trataba de eclesiásticos vinculados al cabildo, pues su benefactor es un canónigo, y son citados en el contexto de varias donaciones a la catedral.
Y poco más tarde se detecta en Salamanca la presencia de dos maestros ingleses, Ricardo y Randulfo, que desplegaron una intensa actividad económica, cultural y social. A ellos se atribuye la construcción de la iglesia de Santo Tomás Cantuariense en 1175. Poco después debió morir Ricardo, pues su hermano dota el rezo de aniversarios por su alma, y también la celebración de las festividades de diversos santos, entre los que se encuentra Santo Tomás Cantuariense, de donde se deduce que fueron los introductores de este culto en Salamanca. Por lo que se refiere a Randulfo, que sobrevivió varios años a su hermano, sabemos que fue canónigo y capellán de la catedral y que intervino ante Fernando II para conseguir una nueva confirmación del privilegio de los 25 excusados de la obra.
A su fallecimiento en 1194 fue enterrado en el claustro, donde una pequeña lápida recuerda su labor docente y humanitaria: “Él fue bueno, el mejor, el más bueno de todos en la tierra para los pobres: muere viviendo para sí en el cielo”.
Del ámbito local al entorno regional y a un contexto internacional, en todos los sectores se advierten circunstancias que favorecen un desarrollo de la ciudad.
Por eso desde finales del reinado de Fernando II y durante el de su hijo y sucesor Alfonso IX (1188-1230), se detecta la existencia del Zoco Viejo, en las inmediaciones de la catedral, como una de las zonas más dinámicas de la ciudad. Y la ciudad, poco a poco, se va extendiendo hacia el norte, sobre todo a lo largo de la Rúa que conduce hacia la iglesia de San Martín, en cuya plaza se forma un nuevo mercado.
Es verdad que no todos los acontecimientos son de signo positivo y que los propios reyes de Castilla y de León protagonizaron enfrentamientos con repercusiones desfavorables para la ciudad de Salamanca y su tierra; así sucedió en la última década del siglo XII, cuando tropas castellanas y aragonesas asolaron las comarcas de Alba y Salamanca, destruyeron varias fortalezas de estos territorios y el monarca castellano llegó a intervenir en distintos asuntos de nuestra ciudad.
Quizá esos problemas, pero más aún la circunstancia de que en esas décadas de finales del XII y comienzos del XIII las ciudades situadas al sur de los reinos cristianos se convierten en lugar de concentración y de paso de milicias organizadas para combatir a los musulmanes y obtener beneficios de la crisis política que afectaba a los reinos de taifas, motivó la presencia frecuente de Alfonso IX en Salamanca.
Desde el conocimiento que tenía de la realidad salmantina tomó una serie de decisiones importantes para el futuro de la ciudad y del territorio que nos ocupa. Por un lado, y en el contexto de la situación geoestratégica antes citada, facilitó el asenta miento de las órdenes militares de Alcántara y de Santiago en las zonas norte y este de la ciudad, y se unieron así a los hospitalarios, que varias décadas antes habían construido las iglesias de San Juan de Barbalos y de San Cristóbal.
Por otro lado, desarrolló una intensa actividad de asentamiento de pobladores en distintas zonas del territorio salmantino, algunas próximas, como es el caso de las aldeas de Alba, y otras mucho más alejadas, como sucede en la zona fronteriza de Portugal y en la Sierra de Francia.
El asentamiento de pobladores en Alba tuvo lugar hacia 1224 y lo conocemos con cierta precisión gracias a un documento que se conserva en el archivo municipal de Alba de Tormes. En él se detalla aproximadamente un centenar de aldeas, un número realmente elevado para una superficie relativamente reducida, y se citan algo más de quinientas personas a las que se concede tierra en función de su capacidad productiva. Es casi seguro que se trata de una segunda oleada colonizadora, que en muchas aldeas se yuxtapone a pobladores que llevan ya algún tiempo en el lugar. Y todavía se reserva tierra en algunos de ellos por si acudieran nuevos colonos.
El problema del alfoz de Alba residía en que se encontraba en el límite con Castilla y por eso podía resultar astragado en momentos de enfrentamientos entre reinos, circunstancia similar a la que se daba en la frontera con Portugal, donde Alfonso IX procedió a establecer y normalizar con la concesión del correspondiente fuero una serie de poblaciones de la zona de Riba-Côa que luego pasaron a control portugués.
Por lo que se refiere a la zona de la Sierra de Francia, en principio su dominio y explotación correspondería al concejo de Salamanca, pero desde finales del siglo XII se detecta que Alfonso IX realiza diversas concesiones a instituciones, principalmente eclesiásticas. Primero fue la donación al arzobispo de Santiago de la mitad de Herguijuela y Sotoserrano, en el límite de la provincia actual, y luego sabemos que el cabildo salmantino poseía en 1201 el lugar de San Miguel de Asperones, en las estribaciones de la Sierra, próximo a Tamames. Por entonces se detecta la existencia de varias poblaciones destacadas en la Sierra: Monleón, a la que Alfonso IX concedió consideración de villa y término bien delimitado, que logró también ser cabeza de arciprestazgo, Miranda con alfoz propio, lo mismo que Salvatierra y Montemayor del Río. De Miranda se desgajaría luego San Martín del Castañar, donada como villa por el rey al prelado salmantino; en el documento de donación consta que se encontraba junto a la calzada que conducía a Granadilla, de lo que se puede deducir que el monarca pretendía asegurar poblados en los pasos principales, que facilitaran las comunicaciones entre las ciudades y villas más avanzadas y aquellas otras situadas en la retaguardia.
También en las estribaciones del Sistema Central, pero en la parte castellana, existía en las últimas décadas del siglo XII una pequeña aldea dependiente del concejo de Ávila que, aprovechando las circunstancias políticas: alejamiento del peligro musulmán, interés de la monarquía por dominar las calzadas y los puertos del Sistema Central, por reforzar los límites con el reino de León, por establecer poblados a determinadas distancias que facilitaran los medios necesarios a los transeúntes y la explotación de los recursos del territorio, adquirió pronto cierto relieve. Se trata de Béjar, que creció aprovechando la fundación de Plasencia en 1186, lo que le permitió eludir el control por parte de Ávila y le facilitó el reconocimiento como concejo independiente por privilegio de Alfonso VIII en 1209, y quedó más vinculada a la ciudad de la Transierra tanto en aspectos civiles como eclesiásticos, pues la Curia pontificia estableció en ella uno de los arcedianatos de la sede placentina. De todos modos, la evolución de Béjar en sus primeras décadas como villa tampoco estuvo exenta de tensiones, especialmente por el esfuerzo de Ávila por mantener su autoridad en todos esos territorios.
Por entonces ya había promovido Alfonso IX la fundación de la Universidad de Sala manca, un acontecimiento fundamental que tuvo lugar seguramente en 1218, y que marcará todo el futuro de la ciudad, cuya evolución histórica interrumpimos con el final del reinado de Alfonso IX pues por entonces estaría ya finalizando la construcción de obras de estilo románico.

La sociedad medieval salmantina
Si se interpreta la repoblación básicamente como el proceso de creación de los marcos políticos que establecen las condiciones por las que se rige la vida de una población heterogénea existente en parte previamente en el territorio, y esas normas y autoridades contribuyen, por otro lado, a facilitar el desplazamiento de gentes nuevas hacia esos poblados –porque aportan estabilidad legal, seguridad desde el punto de vista militar, ventajas económicas–, parece evidente que uno de los aspectos más destacables consiste en la formación de una capa de dirigentes, desde comienzos del siglo XII, tanto en el ámbito civil como en el eclesiástico.
Es probable que la tradición de largos siglos de anarquía dificultara la formación de la primitiva red de poderes: el disgusto que manifiesta la Crónica de Alfonso VII hacia la indisciplina que mostraban los salmantinos en sus ataques a la tierra de Badajoz es buena prueba de ello.
Sin embargo, desde los primeros documentos privados que se conservan consta la existencia de determinadas autoridades, que se mencionan expresamente en los pergaminos, sin duda como garantía del cumplimiento de los deseos de la persona que ordenaba su redacción. Por eso contamos con una relación bastante completa de tenentes que representaban en la ciudad la autoridad real, de alcaldes, de jueces, de sayones, etc.
Parece claro que los monarcas acostumbraban a designar a una persona de su entorno para que ejerciera aquí la representación del rey. Se puede observar que se suceden en la tenencia una serie de condes, e incluso de miembros de la propia familia del rey, aunque la existencia de vacíos de varios años en la documentación impide llegar a conclusiones firmes sobre la permanencia en el cargo. Pero no cabe duda de que personajes como la reina Berenguela –hija de Alfonso VIII, esposa de Alfonso IX y madre de Fernando III, que lo disfrutaba en la transición del siglo XII al XIII–, contribuían a vincular profundamente la ciudad y la Corte. Por lo general, el cargo se entregaba a magnates del reino de León que gozaban de otros títulos o de cargos palatinos, aunque hubo un período en que estuvo en poder de aragoneses y catalanes, como el infante don Sancho o el conde Armengol de Urgel quienes, seguramente, han dejado su impronta en las barras que aparecen en el escudo de la ciudad.
También eran personajes notables algunos de los alcaides, como Miguel Sesmiro, que aparece documentado en las dos últimas décadas del siglo XII y que siendo, probablemente, de origen leonés, arraigó profundamente en Salamanca pues disfrutó del señorío de Buenamadre por concesión de Fernando II, y es probable que la aldea llamada Sesmiro recibiera su denominación de este noble.
Pero quienes muestran más proximidad son los jueces, alcaldes y sayones, pues intervenían en los actos cotidianos de los salmantinos y por eso su nombre se repite con mayor frecuencia en testamentos, donaciones o compraventas. En los dos primeros casos y durante ciertas épocas, la elección se produjo en el interior de los distintos grupos de pobladores según su origen, o en el de las collationes o circunscripciones vinculadas a las distintas parroquias, que sirve también de elemento identificador, tras el nombre.
Estos individuos se manifiestan como los líderes de un conjunto más numeroso de caballeros que sólo aparecen circunstancialmente en la documentación, por lo que apenas sabemos más de ellos, a título individual, que se trataba de propietarios acomodados. Pero, como colectivo, debieron seguir con las actividades militares y ganaderas ya señaladas, pues crónicas posteriores aluden con cierta frecuencia a la presencia de caballeros salmantinos en expediciones que, sobre todo en las primeras décadas del siglo XIII, lograron conquistar numerosas fortalezas y ciudades de la actual Extremadura y de Andalucía, como Úbeda o Córdoba. Algo similar sucede con los caballeros de Ledesma que obtuvieron de Alfonso IX privilegios por su participación en el ejército que atacó Mérida; y esta actividad debe hacerse extensiva a los dirigentes de las restantes villas aquí citadas. De este modo resulta que durante siglo y medio, al menos, la elite de los salmantinos estuvo formada por caballeros que vivieron dedicados, en buena medida, a luchar contra los musulmanes, bien fuera en aceifas destinadas a conseguir botín, organizadas de manera bastante autónoma, o a la conquista de ciudades, integrados en los planes políticos de la monarquía.
Resulta también evidente la presencia de artesanos y comerciantes en función del mercado ya citado y por la existencia de tiendas y almacenes, que aparecen pronto en la documentación, lo mismo que sucede con personas vinculadas a la producción de los artículos de mayor demanda, que correspondería a los oficios de horneros, zapateros, tejedores o sastres; gentes con estas profesiones, o con un apelativo que alude al desempeño de ese oficio por antepasados, están presentes en la documentación de la segunda mitad del siglo XII o primeras décadas del XIII. También se encuentran alusiones a personas vinculadas con la construcción, seguramente empleadas en obras de la catedral o en dependencias de los canónigos, como los pedreros, tallistas, carpinteros y maestros de obras que aparecen como testigos en determinados actos relativos a la catedral.
Es verdad que la mayoría de ellos debieron llevar una vida bastante discreta pues sólo nos consta su presencia en momentos muy concretos y casi nunca muestran otro protagonismo en la actividad urbana que el derivado de su posible participación en la gran obra colectiva de la catedral y sus dependencias. Sin embargo, algún artesano sí que tuvo influencia como sucede con Martín Alfaiate, cuya tienda constituyó durante algunos años, probablemente a mediados del siglo XII, la referencia urbana para todo tipo de pleitos y reclamaciones, según quedó recogido en el fuero. En efecto, son varios los artículos que obligan a los acusados de diversos delitos a personarse en un plazo de tres o nueve días en la citada tienda para responder a esas demandas, de lo que se deduce que era uno de los alcaldes de la ciudad cuando fueron redactados esos artículos.
En algún caso resulta que una misma persona aparece vinculada al comercio como propietario de tiendas y, al mismo tiempo, es dueña de propiedades rurales. Pero serían sobre todo algunos de aquellos caballeros destacados los que disfrutarían de la propiedad de aldeas, en la totalidad o en buena parte. En Salamanca, como en otras zonas próximas, hay un importante número de pueblos que recibieron el nombre de “los fundadores, conquistadores, repobladores, señores, propietarios”, muchos de los cuales se remontarían al siglo XII, como Aldearrodrigo, Peralonso, Martinamor, Pelabravo y muchos más. En algún caso, aunque no consta el nombre del colonizador, sí sabemos que determinadas personas tenían conciencia de que unos antepasados suyos, bastante próximos, eran los que habían procedido a la puesta en cultivo de la tierra.
Se tiene muy poca información de los sistemas de gestión y explotación de la tierra por parte de los propietarios particulares, salvo que consideremos los procedimientos que se apuntan en los fueros de Salamanca, Alba, Ledesma y Béjar, obras que, en las versiones conservadas, son recopilaciones de normas que se redactaron en distintos momentos entre comienzos del siglo XII y finales del XIII.
De acuerdo con esos códigos, parece bastante frecuente que el propietario residiera en la ciudad o villa más próxima y tuviera encomendado el trabajo de la tierra y el cuidado de los animales a diversas personas dependientes, como yugueros, pastores, hortelanos, etc. Las relaciones entre señor y trabajador se encuentran perfectamente normalizadas ya que se detallan las obligaciones de ambas partes, los procedimientos para justificarse en caso de sospecha de negligencia o los sistemas de resarcir daños, entre otros, aunque quizá no convenga insistir mucho en ello ya que sabemos que entre legislación medieval y su puesta en práctica se daban numerosas discrepancias.
Parece muy extendido el sistema de aparcería, que se concreta en las figuras de cuarteros y quinteros, es decir, de trabajadores que cultivaban tierra ajena a cambio de entregar una renta que representaba entre el 25 y el 20% de la cosecha. Una situación algo diferente se observa en el caso de los hortelanos que, según los Fueros de Ledesma y Alba, trabajaban con contrato de medianía: repartían la cosecha quizá porque se trataba de unas tierras más productivas, de regadío, lo que obligaba al propietario a realizar una mayor inversión pues debería entregar la noria en buen estado y, además, los dueños colaboraban con dinero, instrumental y hasta colaboraban en algunas labores.
Otros propietarios preferían llevar personalmente la explotación de las tierras mediante trabajadores dependientes, que ejecutaban sus órdenes a cambio de la manutención y de una pequeña remuneración, como sería el caso del mancebo a sueldo o el yuguero a que alude el Fuero de Béjar. Seguramente preferían el primer modelo los grandes señores y todos aquellos que residían en la ciudad y tenían sus propiedades alejadas, mientras que era más común el segundo entre los propietarios acomodados de las villas con sus tierras dentro del propio término.
También parece evidente que existían zonas en las que predominó, al menos durante algún tiempo, la figura del campesino pequeño propietario. El ejemplo más claro lo constituyen los pobladores de las aldeas de Alba a los que Alfonso IX asignó una serie de pequeñas parcelas, cuya superficie variaba, normalmente, entre la que podían labrar tres yuntas de bueyes hasta otras muy inferiores, de una o muy pocas obradas, para aquellos que carecían de animales de tiro y que sólo disponían de la fuerza de trabajo de los miembros de la unidad familiar. Al frente de cada una de esas aldeas se encontraban unos jurados y se gobernarían según l fuero de la villa. Es muy probable que este modelo fuera bastante común en las aldeas de las restantes villas y ciudades mientras se mantuvieran libres de control señorial.
Como se trata de una economía básicamente ganadera, parece importante reparar en la situación de los pastores, término que alude tanto a los encargados de cuidar ovejas como vacas. Básicamente, los textos legales se refieren a los pastores que cuidaban grandes piaras en las que se mezclaban ganados de muchos propietarios de la correspondiente ciudad, villa o aldea, y entre ellos se pueden distinguir claramente dos grupos: el de los que desempeñaban su tarea con ganados trashumantes, y aquellos otros que volvían cada noche con su piara a la aldea. Resulta curioso que los fueros se dividen a este respecto pues el de Ledesma alude al ganado estante, que el pastor reunía cada mañana y lo devolvía cada tarde al dueño; por el contrario, los propietarios de Salamanca y Alba entregaban sus reses un día al pastor en presencia de testigos y sólo controlaban una vez al año su estado y procedían al recuento correspondiente. El Fuero de Béjar alude a una situación que parece similar a esta última, pues los pastores estaban obligados a cuidar el rebaño tanto de noche como de día.
Ciertamente, los pastores trashumantes gozaban de considerable independencia, seguramente mayor que la de cualquier otro grupo de campesinos que trabajaran tierras ajenas, pero su oficio llevaba incorporada una gran responsabilidad, por lo que era común que se les exigieran fianzas o prendas antes de contratarlos para que cuidaran las reses. Es más, para vigilar los rebaños de las ciudades se creó una organización bastante compleja, encabezada por caballeros de las propias familias de los propietarios o pagados por ellos, que tenían encomendada la defensa de las piaras frente a cualquier ataque de musulmanes o de simples cuatreros. Además, cada uno de esos grandes rebaños contaba con su mayoral, rabadanes y zagales que eran los responsables directos del ganado.
Aparte de la información proporcionada por los fueros de las ciudades y villas, contamos con la que aportan las cartas de población y los fueros agrarios concedidos por instituciones eclesiásticas, que tienen la ventaja de venir mejor datados, de corresponder a una fecha bastante antigua y de ser muy concretos en su contenido, aunque también excesivamente escuetos. Por lo demás, es casi seguro que reflejan unos modos de proceder bastante generalizados.
Las cartas pueblas eran concedidas por los prelados, por los cabildos, los monasterios y por otras comunidades de religiosos como sistema de colonización de aquellos lugares que les pertenecían por completo o en una gran parte y en los que podían ejercer como señores. Por eso aparecen en ellas disposiciones relativas a las condiciones de asentamiento en los lugares y a las rentas que exigían a los pobladores, pero también otras referentes a la administración de justicia, en las que se detallan distintos tipos de delitos y las sanciones o caloñas correspondientes.
Estos documentos podían ser concedidos por el señor, de manera unilateral, o pactados de algún modo con los colonos existentes en el momento en que se otorgaba. Un ejemplo de lo primero lo constituye el Fuero de Moraleja, concedido por el obispo de Zamora en 1161, que nos afecta de algún modo pues, aunque ese lugar pertenecía y aún pertenece a la diócesis vecina, sin embargo fue reclamado durante algún tiempo por el prelado salmantino. Además, se encuentra muy próximo a Ledesma y el obispo decidió que los casos de homicidio y otros delitos fueran juzgados según las disposiciones correspondientes del fuero de esa villa salmantina, lo que tiene interés para algún asunto apuntado anteriormente, pues nos confirma que Ledesma contaba con fuero propio desde el momento mismo de la repoblación.
Otra información importante aportada por este texto se refiere de manera directa al tema central de este libro, la construcción de las iglesias románicas, pues el obispo exige expresamente que sus vasallos participen en la edificación del templo de su aldea. Lo más probable es que los vecinos se encargarían sobre todo de proporcionar la madera y la piedra necesarias, de facilitar mano de obra sin cualificar y sus animales para acarrear materiales, mientras el prelado proporcionaría maestros de obra y otros artistas. Luego, el prelado se reserva el nombramiento del clérigo, si bien, en caso de que este último cometiera alguna falta y no se corrigiera, el importe de la multa se dividiría entre concejo y obispo.
En cuanto a fueros pactados contamos con el caso de Negrilla de Palencia, el más antiguo conocido en Salamanca para una villa de señorío eclesiástico, acordado en 1173 por el cabildo encabezado por su prior y tres vecinos del lugar, seguramente los únicos establecidos entonces en él. Se les concedía que pudieran levantar sus casas como quisieran y quedaban exentos de contribuir a la construcción y mantenimiento de las obras públicas, la llamada fazendera, a cambio de someterse a un tributo anual de un cuarto de maravedí. Podían transmitir esas viviendas a sus herederos siempre que los nuevos ocupantes aceptaran el pago del impuesto y, en caso contrario, los canónigos podían asignarlas a quienes se comprometieran a pagarlo. Para los casos de homicidio y para cualquier delito se aplicarían las sanciones contenidas en el Fuero de Cantalapiedra, villa episcopal que, según esto, debió contar con fuero propio, aunque no lo conocemos actualmente.
Otras villas de la diócesis salmantina que recibieron fuero son Sufraga, el año 1177 y San Cristóbal, en 1220. El de Sufraga es bastante detallista e incluye la obligación de realizar determinadas labores agrícolas, arar, sembrar y trillar en los campos del prelado, las llamadas corveas, con la obligación por parte del señor de proporcionar a los vasallos que las realizaban la alimentación correspondiente a base de pan, vino y carne de cerdo o de carnero, salvo en Cuaresma, cuando recibirían pescado. En los demás casos no se cita la sujeción a corveas, que parece algo residual cuando se admitía el asentamiento en condiciones de mayor libertad.

Los grupos eclesiásticos
Resulta imprescindible hacer una referencia a los miembros de la clerecía pues ellos fueron los responsables de la construcción de la mayoría de las obras románicas que se conocen y conservan en estos territorios, y se comportaron siempre como administradores de las rentas de los distintos grupos productores antes señalados destinadas a esta finalidad.
Los clérigos se manifiestan como un colectivo bien organizado desde el momento mismo de la repoblación oficial, es decir, desde el nombramiento de Jerónimo como primer obispo de la sede recién restaurada. Y desde entonces, a lo largo de los dos primeros siglos, desarrollaron procesos de control y de coordinación, con varias vertientes complementarias, que contribuyen a explicar su influencia en la sociedad.
Entonces ya recibieron fuero propio, que fue reproducido por prelados posteriores pues lo consideraban la base de las relaciones que debían mantenerse entre el obispo y los miembros de su clerecía, y el marco de solución de los conflictos que pudieran surgir entre los eclesiásticos y los laicos; en repetidas ocasiones se recuerda, quizá como garantía de su valor, que se trata de unas leyes existentes desde el momento mismo de la repoblación. Así, el obispo Vidal ordenó en 1179 “que sean redactadas por escrito las buenas costumbres que los clérigos de Salamanca tuvieron desde tiempo del obispo Jerónimo, de feliz memoria, que pasó de Valencia a la diócesis de Salamanca y de otros predecesores míos hasta la época actual; también he ordenado que las malas (costumbres) se rectificarán
Como resulta que, por otro lado, también el Fuero de Salamanca incorpora una serie de artículos, de contenido bastante similar, que se atribuyen al conde Raimundo, tenemos el marco jurídico que regulaba los aspectos considerados fundamentales de las relaciones internas de los clérigos y de éstos con el resto de la sociedad, durante los siglos XII y XIII, prácticamente completo.
De acuerdo con esas normas los clérigos deberían pagar al obispo cada año 30 maravedís en concepto de catedrático; como se pagaba por San Martín parece deducirse que ese tributo tenía cierta vinculación con el reconocimiento de la autoridad del prelado, de la misma manera que cada vasallo pagaba a su señor la martiniega. De la expresión del fuero se deduce que se trata de la cifra global que correspondería pagar a toda la clerecía de la ciudad de Salamanca, encabezada por el abad, ante quien debía comparecer cada uno de sus miembros para entregar la parte correspondiente.
Resulta fundamental dejar constancia de que, tanto en el artículo del fuero que acabo de citar como en el traslado de esas disposiciones que hizo el obispo Gonzalo y que confirmó más tarde su sucesor Vidal –estos dos últimos en la segunda mitad del siglo XII–, existe ya una regulación del cobro del diezmo, y del reparto de este tributo en tercias, destinadas al obispo, a los clérigos parroquiales y a la obra de las iglesias. Si esa normativa fue elaborada en tales términos en la época de Jerónimo resulta que desde el comienzo, y durante los dos siglos que ahora contemplamos, existía ya una fuente de financiación adecuada para la construcción y reparación de las iglesias. Creo que, en efecto, el pago del diezmo se encontraba ya normalizado en la primera mitad del siglo XII, pues aluden a él diversos concilios, como el de Palencia de 1129 o el de Valladolid de 1143, y nos consta que, al menos a este último, asistió el obispo de Salamanca. En ambos se insiste en reservar el diezmo para uso de la Iglesia, y se prohíbe que sea apropiado por los laicos.
En todo caso parece que el pago del diezmo se encontraba ya bien regulado en la segunda mitad del siglo XII, cuando se realizó el mayor esfuerzo constructivo en la catedral y en las iglesias románicas. Incluso se detecta por entonces cierta resistencia en Salamanca al pago por parte de algunos laicos, un suceso que logró cierta notoriedad en la época pues obligó a intervenir a la Curia romana, lo que nos manifiesta la importancia que se daba ya entonces al diezmo, según confirma también la autorización, por parte del Pontífice, a los clérigos a quienes encomendó la solución del conflicto, como el arcediano de Ávila, para que emplearan sanciones canónicas contra los que se resistieran.
Las instituciones eclesiásticas más notables lograron, además, gran solidez, gracias a los monarcas, a miembros de la nobleza y a particulares de diferente nivel económico que les donaron bienes raíces, rentas de todo tipo, casas, dinero o utensilios fabricados con metales preciosos con el objetivo de que rezaran por el alma del donante y de sus familiares más próximos; por su parte los reyes se mostraban generosos no sólo por ese motivo, sino también para facilitar que la comunidad se consolidara.
Resulta especialmente destacable el caso de los cabildos catedralicios, pues tuvieron un protagonismo innegable en la construcción, el mantenimiento y la proyección social de las catedrales. En una época en que era frecuente que el obispo llevara una vida itinerante, con continuos desplazamientos a la Corte, a las reuniones de miembros del alto clero, a sus propiedades privadas o a las que les correspondía administrar en razón de su cargo, era necesaria una institución que se ocupara del mantenimiento y desarrollo diario del culto en la sede urbana y se hiciera cargo también de algunos aspectos del gobierno diocesano. Para eso nacieron los cabildos, que crecieron y se enriquecieron considerablemente durante el siglo XII en estos territorios.
En concreto, el cabildo de la catedral de Salamanca existía ya en 1133, pues el primer documento privado que conserva la catedral de Salamanca, es decir, el primero que fue elaborado al margen de la Chancillería real y del poder civil, repite alusiones a los canónigos; además, nos consta que se trataba de una institución conformada con una jerarquía parecida a la que luego mostrarán sus estatutos, pues contaba con un prior, con al menos dos arcedianos y con otros miembros. Resulta que también debió incrementar el número de sus integrantes de manera paralela al crecimiento de sus rentas. De este modo sabemos que en 1182 el cabildo estaba ya bastante bien estructurado, con unas dignidades que se ocupaban de las funciones fundamentales de la catedral, presididos por un deán, con una dignidad que se encargaba de custodiar el tesoro, varios arcedianos que ejercían jurisdicción en las distintas circunscripciones en que estaba dividida la diócesis, además de una decena de canónigos y más de una docena de racioneros. Se trata de un colectivo suficientemente numeroso y bien articulado como para desempeñar un papel director no sólo en la catedral sino en el conjunto de la vida urbana.
Esas funciones se vieron facilitadas por la acumulación de un patrimonio muy notable, que estaba formado por varias villas y aldeas, por casas en la ciudad y en los pueblos, por molinos y aceñas, por tierras de cereal, viñedos, huertas, etc.
Y el desarrollo de las funciones litúrgicas por un colectivo prestigioso, en el templo de nueva construcción, no hizo sino atraer nuevas donaciones que mantuvieron el ritmo de enriquecimiento de la institución en todo el período que ahora contemplamos.
Por lo demás, aunque el caso del cabildo de Salamanca es el más destacado, no se debe olvidar que a cierta distancia se encontraban los canónigos de Ciudad Rodrigo y, en menor medida, otros monasterios y hermandades de clérigos, que también recibieron algunas aldeas así como diversos bienes rurales y urbanos.
Algunas comunidades incluso desarrollaron una actividad con una vertiente benéfica que significaba también un incremento del patrimonio. En la segunda mitad del siglo XII, en la época en que avanzaba la construcción de la catedral, los canónigos de Salamanca acogían a determinados laicos, tanto hombres como mujeres, con la consideración de compañeros y les aseguraban la alimentación y el vestido en caso de que cayeran en la pobreza o en la enfermedad y no fueran capaces de mantenerse por sí mismos. A cambio, las personas acogidas a este sistema cedían a la catedral una parte importante o la totalidad de sus propiedades, y de este modo los canónigos salmantinos, que dejaron constancia documental de estos acuerdos, lograron un conjunto de propiedades, alguna de las cuales se integraron y formaron parte fundamental del Abadengo de La Armuña, muy valorado tanto por las rentas que producía como por el señorío que ejercía en él la institución, hasta que el concejo de la ciudad presionó y logró integrarlo en su jurisdicción, pero en época posterior, avanzado ya el s. XV
Con menos información, se conservan indicios de que en las villas del entorno salmantino se consolidaban otras comunidades eclesiásticas, como las que agrupaban a los clérigos de Alba, Ledesma o Béjar, sedes de otros tantos arcedianatos de las diócesis de Salamanca, en los dos primeros casos, y de la de Plasencia en el último. Los clérigos de Alba fueron destinatarios en el siglo XII de una bula de Alejandro III en la que les comunicaba el nombramiento de un nuevo obispo y, muy poco después, aparecen enfrentados con el prelado porque pretendían disfrutar de autonomía suficiente como para elegir a su arcipreste.
Por su parte los de Béjar ya estaban organizados como cabildo parroquial en 1229 y lograron que sus estatutos fueran confirmados por el arzobispo de Santiago tres años más tarde.
Al mismo tiempo que se iba produciendo el desarrollo económico de las instituciones resultaba inevitable la aparición de conflictos sobre áreas geográficas de influencia y ámbitos de competencia de cada una de ellas. En realidad, a lo largo de todo el período es frecuente encontrar alusiones a pleitos por estas cuestiones que, a veces, eran muy duraderos, hasta que la intervención de una autoridad superior, de unos árbitros o el convencimiento de la necesidad de llegar a un acuerdo mutuo resolvían la cuestión.
Los problemas hacen referencia, en primer lugar, al establecimiento de límites entre los distintos obispados, pues resultaba imprescindible conocer con precisión el territorio sobre el que tenía jurisdicción eclesiástica cada prelado, y sobre el que también le correspondía el derecho a percibir los diezmos. La delimitación diocesana parece fruto de un proceso y de la experiencia que se adquiere con el paso del tiempo, pues no se conserva en Salamanca ningún documento que señale el marco diocesano inicial.
La iniciativa a la hora de establecer la frontera norte, la compartida con Zamora, que es la más antigua de las que tiene Salamanca, correspondió al monarca Alfonso VII, que lo realizó en 1136 de una manera indirecta: donando al prelado Berengario y a la sede salmantina las aldeas de la ribera de Cañedo que antes citamos parecía señalar al prelado de Zamora hasta dónde llegaban sus competencias. De esta manera se empezaba a aclarar una situación especialmente compleja, heredada del momento mismo de la repoblación oficial, pues ambas diócesis, Zamora y Salamanca, fueron encomendadas entonces al mismo prelado, D. Jerónimo.
Pero la intervención de Alfonso VII no era más que el comienzo de un proceso bastante lento y complejo, pues unas tres décadas más tarde Fernando II hacía donaciones a la Iglesia zamorana en territorio perteneciente, en principio, a la salmantina: le entregó unas aceñas en Ledesma y luego las villas de Monleras y de Guadramiro. Aunque los documentos aluden a otras razones, es muy probable que las causas profundas de estas donaciones estén relacionadas con la pretensión regia de presionar a los clérigos salmantinos, pocos años después de la victoria del ejército real en La Valmuza, para que aceptaran definitivamente el nombramiento de prelado en Ciudad Rodrigo. Y es que, como sucediera en el ámbito civil, el cabildo de Salamanca también tenía aspiraciones sobre el territorio mirobrigense, que se reflejan incluso en los obstáculos que puso al establecimiento de sede episcopal en esa localidad.
Sin embargo, Ciudad Rodrigo contaba también en este campo con el apoyo explícito del monarca Fernando II, que veía en la implantación de sede episcopal y de una clerecía bien desarrollada en ella uno de los factores fundamentales para su consolidación como ciudad. Por eso concedió a los eclesiásticos mirobrigenses un fuero similar al que había dado varias décadas antes su abuelo Raimundo a los salmantinos, prohibió expresamente que los merinos y sayones reales intervinieran en las casas y heredades de los clérigos y colocó a éstos bajo la exclusiva jurisdicción del obispo.
De esta manera no quedó más remedio a los eclesiásticos salmantinos que aceptar como límites occidentales de su obispado el curso de los ríos Yeltes y Huebra, después de complejas negociaciones que finalizaron el año 1174. El acuerdo parece establecido bajo el arbitraje del metropolitano de Compostela y con la colaboración del propio monarca Fernando II que gratificó a los salmantinos con las villas de Baños y Juzbado, “in recompensatione laboris et fatigationis vestre”. Ciertamente, la oposición de los canónigos de Salamanca debió ser muy fuerte pues alude a ella el pontífice Alejandro III un año más tarde en la bula por la que confirma la erección de la nueva sede y el nombramiento de prelado mirobrigense.
Por esos mismos años todavía eran objeto de discusión los límites entre Zamora y Salamanca, particularmente en lo que se refiere a la villa de Ledesma y a una serie de aldeas de los alrededores. Los prelados debieron acudir al mismo pontífice Alejandro III, quien nombró como árbitros a los obispos de León y Asturias; pero el litigio no quedó realmente cerrado hasta 1185, cuando los obispos litigantes presentan un acuerdo que pretende ser definitivo y que significa la cesión a Salamanca de las aldeas del valle de Cañedo y otras situadas al sur del Tormes, además de los derechos episcopales en Ledesma, mientras que el prelado zamorano recibió varias iglesias de la zona, aunque situadas algo más al norte.
Menos problemas se detectan en el sur, en los límites con el obispado de Plasencia al que pertenecía el arcedianato de Béjar, pues correspondían a la frontera entre León y Castilla, bien definida después de largas disputas. Sin embargo, se conserva memoria de un pleito con el prelado de Coria, al que su colega salmantino acusaba de haber usurpado sus derechos episcopales.
Por su parte, el obispado de Ciudad Rodrigo se proyectaba hacia occidente sobre unos territorios todavía no bien definidos pues serían tema de negociación en los tratados firmados en la segunda mitad del siglo XIII. Entonces la comarca de Riba-Côa quedó situada dentro del reino de Portugal, a pesar de lo cual, desde el punto de vista eclesiástico, dependió de la sede mirobrigense.
El desarrollo de la clerecía en Salamanca tuvo lugar en el contexto de grandes transformaciones como la que supuso la Reforma Gregoriana, que se estaba consolidando a comienzos del siglo XII, y corre paralela al despegue de Santiago de Compostela como nueva metrópoli. En el primer sentido se ha documentado que, a partir de Gregorio VII, resultaba habitual la presencia de legados pontificios en la península Ibérica, con lo que se aseguraba la fluidez de relaciones, de disposiciones y la intervención de la Curia en los conflictos que se producían en las distintas diócesis, según hemos tenido ocasión de señalar. Por otro lado, desde Gelmírez era frecuente la convocatoria de concilios que reunían a los prelados dependientes de esa metrópoli, quienes estudiaban los temas más relevantes que les afectaban y tomaban decisiones al respecto.
En Salamanca mismo tuvo lugar una reunión de prelados ya en el año 1154 presidida, en este caso, por el arzobispo de Toledo, y con asistencia del electo de Santiago y de los titulares de las sedes de Segovia, Ávila, Osma, Sigüenza, Burgos, Orense, Tuy, Lugo, Mondoñedo, Astorga, León, Palencia, Zamora, y del prelado salmantino, además de otra serie de personajes notables del reino. Aunque no consta que en esta reunión se trataran temas propios de Salamanca, se debe hacer alusión a ella porque supone la existencia de un clero organizado, e incluso de las infraestructuras adecuadas, como el palacio episcopal y una basílica, que no tenía por qué ser ya la catedral románica conservada.
Y todavía en el siglo XII se celebraron en Salamanca otros concilios importantes en 1175 y en 1191-1192, éste con relevancia general pues ordenó la separación, por razones de consanguinidad, del monarca Alfonso IX y doña Teresa, a lo que, al parecer, se oponían algunos obispos que no asistieron, entre ellos el de Salamanca.
Independientemente del lugar de celebración, estas reuniones tenían repercusiones bastante amplias, pues se celebraban con bastante frecuencia, lo que permitía el seguimiento posterior de las principales decisiones tomadas, y contaban con la asistencia de la mayoría de los prelados convocados, pues la ausencia podía acarrear sanciones canónicas si el convocante era el nuncio o el metropolitano, o la pérdida de influencia en la Corte si era el monarca quien promovía la reunión.
En consonancia con los objetivos de la Reforma Gregoriana uno de los asuntos habituales de los debates era la definición de aspectos y de espacios en los que las autoridades eclesiásticas tenían competencias exclusivas y, por tanto, quedaba totalmente prohibida la intromisión de los laicos. Esto sucede especialmente en el interior de las iglesias y también en su entorno más inmediato de cada una de ellas, el dextro, donde el clero pretendía ejercer jurisdicción absoluta.
En una época caracterizada por la violencia y en la que una buena parte de los caballeros vivían de la obtención de botín no resultaba infrecuente que muchas de las ambiciones se proyectaran sobre los bienes y rentas de los eclesiásticos, sus heredades particulares y las de las instituciones donde ejercían sus funciones, los diezmos, primicias, donaciones y todo tipo de ingresos de los clérigos. La documentación de la época recoge gran cantidad de denuncias de intromisión de personajes poderosos en los bienes y derechos de las iglesias y de sus servidores, quienes se defendían elevando sus quejas hasta las máximas autoridades eclesiásticas que, a su vez, reclamaban justicia en la Corte o en la Curia pontificia. En buen modo, la organización que se observa en las instituciones eclesiásticas, que alcanzaba un nivel muy elevado para las condiciones de la época, tiene, entre otros objetivos, hacer frente a la fuerza de los poderosos. En este sentido resultaba imprescindible cierto grado de coordinación para que las denuncias y las sanciones correspondientes tuvieran un carácter lo más amplio posible.
Los clérigos, por su parte, también reclamaban su derecho a intervenir en asuntos que afectaban de manera importante a los laicos, como eran los relativos al adulterio, o al matrimonio y, especialmente, la prohibición de contraerlo entre parientes. Desde comienzos del siglo XII se conservan disposiciones que amenazaban con sanciones canónicas a los que casaran con familiares hasta el séptimo grado.
El mismo comportamiento de los clérigos en aspectos como el incumplimiento del celibato podía tener repercusiones en los laicos, si éstos decidían poner en práctica las disposiciones relativas a que no se asistiera a misas presididas por sacerdotes que tuvieran esposa o concubina, o las que ordenaban expulsar a tales mujeres de las viviendas de aquéllos, incorporadas a las actas de concilios y sínodos del siglo X.
De todo ello se deduce la existencia de un elevado número de asuntos en los que se veían implicados clérigos y laicos, lo que recomendaba una legislación detallada sobre las competencias respectivas y evitara litigios. Por eso se incluyen disposiciones al respecto en los fueros eclesiásticos de Salamanca y Ciudad Rodrigo.
El de Salamanca apuesta decididamente por una separación entre el ámbito clerical y el civil. Los clérigos disponían de tribunales propios para las querellas internas, y en los conflictos con los laicos deberían presentar sus demandas ante sus autoridades, es decir, ante el obispo, el arcediano o el arcipreste, quienes recibían también las quejas que pudieran tener los laicos contra los clérigos. A la hora de tomar prendas para responder por el delito de que se les acusaba, el arcipreste tomaba las del eclesiástico, quien incluso podía tener que responder con el beneficio que disfrutaba; luego, la prenda era entregada a la custodia del alcalde del concejo. Y cuando el acusado era un laico, el procedimiento era justamente el inverso: quien tomaba la prenda era el alcalde, que la ponía bajo la custodia del arcipreste.
La resolución de estos conflictos correspondía a tribunales mixtos de clérigos y laicos, que en Salamanca estaban formados por dos personas de cada grupo, nombrados, respectivamente, por el obispo y por el concejo. En Ciudad Rodrigo el enjuiciamiento de las querellas entre clérigos y laicos correspondía a seis alcaldes de los clérigos y otros tantos de los laicos, que se reunían los sábados “in Santi Sepulcro”. Sus competencias judiciales eran muy amplias, pues incluían los conflictos relacionados con las personas dependientes de ambos, los llamados “criazón de clérigo” y los vasallos de los caballeros y propietarios laicos, aunque quedaban excluidos los delitos más graves, como violación de iglesia y ataques que provocaran heridas o la muerte.
Este marco legal probablemente se vería desbordado en la práctica, como consta que sucedía con otras muchas normas. Sin embargo, era siempre una referencia que transmitía seguridad y que ayudaba a mantener un equilibrio, aunque fuera precario, entre distintos grupos sociales.
De esta manera las ciudades, villas y aldeas de la actual provincia de Salamanca se fueron consolidando; creció considerablemente su demografía y el número de parroquias que centralizaban tanto las actividades de culto como una parte importante de la trama social y administrativa. Nada menos que treinta y cuatro templos cita el Fuero de Salamanca en la ciudad con esas características. Es verdad que no tenemos seguridad de que todos ellos existieran a finales del reinado de Alfonso IX, pero sí se conservan referencias que muestran que ya existía entonces la mayoría, que debieron ser construidos con las características técnicas y estéticas del románico que ahora todavía podemos contemplar en un número reducido, pero significativo, de ellos.
 
Peculiaridades del románico en Salamanca
Hablar de arte románico en Salamanca es distanciarse del tiempo en que surgió este primer estilo internacional de Occidente. Sus singulares manifestaciones salmantinas no se remontan más allá del siglo XII avanzado, cuando la península Ibérica contaba ya con buen número de catedrales, monasterios e iglesias jalonando el Camino de Santiago en su ruta principal y secundarias, mientras al otro lado de los Pirineos, en Francia, se apagaban paulatinamente los resplandores románicos y asomaban las primeras luces del gótico.
En el último tercio del siglo XI se inicia en España la construcción de una serie de importantes edificaciones que ocupan de este a oeste una amplia franja (catedrales de Jaca y Santiago, monasterio de Silos, colegiata de San Isidoro de León...), franja que se extiende hacia el sur con la caída en manos cristianas de la ciudad de Toledo (1085). El siglo XII verá la continuación y acrecentamiento de esa actividad constructiva, que lleva consigo la multiplicación de edificios en la región castellano-leonesa y su progresiva expansión, como se acaba de apuntar.
Salamanca, durante siglos en tierra de nadie, no despertó especialmente la codicia del invasor musulmán al no contar con un pasado romano esplendoroso que incitase a su conquista. (Era fundamentalmente un simple eslabón –calzada y puente– de la red viaria romana en el trayecto conocido como “Vía de la Plata”). Y, por lo mismo, tampoco espoleó las ambiciones de los reyes cristianos (astures, leoneses y castellanos), habida cuenta además de su situación geográfica, distante por el momento del enlace con puntos que asegurasen su defensa y próxima, por el contrario, al poder de al-Andalus. Sólo la repoblación de finales del XI dará a Salamanca el carácter de civitas al reinstaurarse en su suelo la antigua sede episcopal. La anterior repoblación del siglo X contemplaba a esta ciudad en un plano de igualdad con Baños, Peña, Alhándiga y Ledesma.
La recuperación “histórica” de Salamanca en el medievo se debe, de esta suerte, a Alfonso VI, que delegó en su yerno, Raimundo de Borgoña, casado con doña Urraca, el encargo de repoblarla y de restablecer la sede episcopal. Para estos quehaceres el conde contó con un gran personaje eclesiástico, célebre y popular, el obispo de origen francés don Jerónimo de Périgord, que restauraría la sede episcopal (1102), unida en ese momento a Zamora. (También se le encomendó la diócesis de Ávila). Don Jerónimo fue hombre de Iglesia, instruido, con vasta experiencia religiosa, política y militar, adquirida esta última durante su estancia en la conflictiva ciudad de Valencia, formando parte del entorno cidiano. Allí había lucido sus dotes de guerrero en combate contra los musulmanes, no como un soldado más sino como miles ecclesiae en una guerra justa, “santa”, contra el infiel, verdadera cruzada apoyada por la Iglesia y el Papado, según se recoge en diversos textos eclesiásticos y jurídicos, amén de en los cantares de gesta más conocidos.
Las revueltas desatadas por el nuevo matrimonio de doña Urraca con Alfonso I de Aragón frenarán todo tipo de progreso y desarrollo. No habrá un período tranquilo hasta la época del emperador Alfonso VII, rey de Castilla y León (†1157). El monarca se afanó en la revitalización de la pequeña ciudad del Tormes protegida por una muralla. Este núcleo, al sur de la actual urbe, había crecido hacia el río y albergaba el castillo viejo y el alcázar, símbolos del poder político-militar, asentados en el barrio de los repobladores castellanos (serranos). En la parte oriental de la cerca se edificó la catedral de Santa María y la residencia episcopal, emblemas del poder eclesiástico. Próximo estaba el mercado o “azogue” viejo y el barrio de los francos (venidos con el conde repoblador y el prelado francés). La Universidad (1218), ligada en un principio al mundo eclesiástico, se levantará dentro de ese recinto de élite. Toresanos, portogaleses, bregancianos y gallici se irán organizando en distritos o colaciones en torno a iglesias parroquiales fuera de la muralla primitiva.
Salamanca adquiere pronto, segunda mitad del siglo XII y primer cuarto del siglo XIII, categoría de gran urbe. Fue necesario ampliar las murallas para contener nuevos núcleos urbanos alejados del río, como la Plaza de la Verdura, el corral de San Marcos, el barrio de las Peñuelas de San Blas, la cuesta de Sancti Spiritus, o, al otro extremo, el teso de San Vicente. Iglesias y conventos se levantan entre esos muros –y fuera de ellos–, cerrados con numerosas puertas, de la que nos ha llegado la del Río. La ciudad crece imparable hacia el Noroeste, cada vez más alejada del Tormes, tónica observable casi hasta nuestros días.
Salamanca y provincia, es verdad, no tiene, salvo en las catedrales de Salamanca y Ciudad Rodrigo, un románico de primer orden. Tampoco posee un gran número de monumentos pertenecientes a dicho estilo. Ahora bien, en los pocos templos (urbanos especialmente) que han llegado a nosotros, se encuentra una diversidad formal en plantas y elementos arquitectónicos, que, hasta cierto punto, confiere originalidad al románico de la zona y lo hace merecedor de ocupar un apartado irrenunciable en este primer estilo internacional de los siglos medievales.
Los edificios relevantes se agrupan en Salamanca y Ciudad Rodrigo, si bien los testimonios arquitectónicos de carácter rural se extienden a medio centenar de pueblos, entre los que sobresalen Alba de Tormes, Almenara y, hasta cierto punto, Paradinas de San Juan. Ledesma, repoblada en 1161, será posteriormente localidad importante, pero sus edificios han sido transformados a lo largo del tiempo, con excepción de la iglesia de Santa Elena, de sencilla traza, mantenida en pie gracias al buen corte y encaje de los sillares graníticos (la cubierta de la nave es del siglo XVI).
La catedral de Salamanca fue, con alguna excepción, edificio motor y guía para las iglesias de su entorno, aunque no se den verdaderas copias, ni siquiera reducidas en planta. La influencia de la seo se observará en ciertos rasgos de estructura o en partes decorativas muy concretas de los monumentos. No hay plagios o reiteraciones miméticas. 


La catedral vieja
La catedral, dedicada a Santa María, no ocupa el puesto que se merece en la historia del arte español y europeo. Frecuentemente sólo se destaca su famoso cimborrio, conocido popularmente como “Torre del Gallo”, al que su cronología, ligeramente posterior al magnífico homónimo de la seo zamorana, le robó también protagonismo. A ellos se hace referencia –cimborrios de Zamora y Salamanca, juntamente con el de la colegiata de Toro– con la llamativa denominación común de “cimborrios del Duero”.
Se ha planteado, en relación con la construcción de la catedral de Salamanca, la existencia de uno o dos templos anteriores. Suponen así algunos una primera iglesia de tiempos del reino asturiano bajo Ramiro II. Si ello fuera cierto, se seguiría la pauta edilicia llevada a cabo en territorio cristiano tras el paréntesis establecido entre la desaparición del ordo gothorum y el resurgimiento arquitectónico del siglo IX. Pero ese renacimiento tuvo lugar en centros importantes de los poderes políticos y religiosos entre los que no se encontraba Salamanca, ciudad alejada de la Corte cristiana y próxima al territorio musulmán, cuyos soberanos iniciaban el camino hacia el esplendor del Califato. Más lógico parecería pensar, por eso mismo, en vez de en la erección de un nuevo templo, en la recuperación de un templo visigótico subsistente.
Una segunda iglesia se construiría –lo que es más plausible– a comienzos del XII bajo los auspicios del insigne obispo don Jerónimo y con el beneplácito de Alfonso VI. Al prelado se le dotó con medios económicos (el tercio del censo de Salamanca, aceñas, sernas, el diezmo de todos los frutos...) que pudo emplear no sólo en la restauración del culto mariano, sino en destinarle un cobijo digno y adecuado, a tono con la nueva urbe instalada, como se ha dicho, en la ladera que desciende al río.
Pero la catedral actual se comienza a mediados del siglo XII, en tiempos por tanto posteriores a esa posible segunda construcción aludida; concretamente, en los últimos años del largo gobierno del emperador Alfonso VII, siendo obispo don Berenguer. De ello no hay duda por los numerosos privilegios y donaciones regias a la sede salmantina y a su prelado. La primera campaña, comenzada por la cabecera, estaba en marcha en los años cincuenta, época en que un civil, Miguel Domínguez, dona la importante cantidad de 300 maravedís para una imagen de oro y plata destinada al altar de Santa María. (Hay además otras donaciones para las obras de la catedral por esas fechas). El 23 de marzo de 1152, fiesta del domingo de Ramos, se expide el valioso privilegio real por el que Alfonso VII concede exención de tributo a los veinticinco hombres que trabajaban en la ecclessia sedis Sancte Marie Salamanticensis, gracia renovada por sus sucesores a lo largo del medievo.
Fernando II, nuevo monarca de León (el trono castellano lo heredó su hermano Sancho), confirmó los privilegios de su padre a favor de la catedral, pero su política de repoblación ocasionó serios conflictos con el pueblo y cabildo salmantinos. Puso sus ojos en Ciudad Rodrigo, villa fronteriza con Portugal, y vio la necesidad de repoblarla (1161), de protegerla con una buena defensa y, por supuesto, de dotarla con una sede episcopal. Esta última empresa contó con la oposición del Papa, que no la reconocerá hasta 1175. El empeño del monarca en potenciar esta ciudad, llevó al concejo de Salamanca, apoyado por el clero, a sublevarse y presentarle batalla en La Valmuza. El ejército real salió victorioso, pero Fernando II tuvo que contemporizar y conceder diversos privilegios entre los años 1164 y 1183. Esta rivalidad entre las dos ciudades (Salamanca y Ciudad Rodrigo) fue positiva para la continuación de las obras de la seo salmantina, ya que es a partir de 1161 cuando se registran más donaciones y rentas de particulares a tal fin, lo que habla también de la prosperidad de la ciudad y del orgullo que sentía el pueblo por su iglesia, características de una naciente burguesía.
La catedral de Salamanca es iglesia de tres naves (con tribuna o sala abierta a la nave principal por una ventana geminada, hoy llamada “Sala del Alcaide” y pórtico entre torres a los pies), crucero en cuyo centro se yergue el magnífico cimborrio (la popular “Torre del Gallo”) y tres ábsides semicirculares (la capilla mayor más profunda, con hemiciclo precedido de tramo recto). El abovedamiento refleja los cambios y titubeos en la construcción de la seo; los soportes han de ir acomodándose a recibir las nuevas estructuras. Planificada conforme al gusto románico, las alteraciones se acusan a partir de la cabecera. Los tres ábsides y el tramo recto se cubren respectivamente con bóvedas de horno y de cañón apuntado. El resto del edificio modifica sin duda el proyecto original. Se adopta en las cubiertas la solución nervada siguiendo la tónica de los nuevos aires góticos. Y tal recurso se enriquece en los brazos del crucero, al colocar estatuas de buen tamaño sobre ménsulas en los arranques de los nervios, sistema que constituye novedad en el románico hispano y apunta a contactos y conocimientos de edificaciones francesas de Le Mans (nave y pórtico de la catedral de Saint Julien y cabecera de Notre-Dame-de-la-Couture), Loches (pórtico) e iglesias de la Touraine, Anjou, Blesois, norte del Poitou y noroeste de Berry. Este sistema nervado con incorporación de esculturas se proyectó posiblemente también para la nave central, en cuyo tramo inmediato al transepto llegó a realizarse en uno de los nervios, pero tal idea se abandonó y los restantes nervios de la cubierta descansan directamente en ménsulas. Bóvedas nervadas con despiece anular cubren igualmente las naves colaterales. Asimismo es nervado el cimborrio (convertido en imagen emblemática de la ciudad) deudor, como el de Toro, del de la catedral de Zamora. Los soportes de la seo salmantina, de planta cruciforme, se alzan sobre altas y anchas basas circulares, que le roban esbeltez.
La construcción, lenta, ligada a los cambios políticos (reinados de Fernando II y Alfonso IX de León) y artísticos (el gótico temprano), se adentró en los primeros decenios del siglo XIII. Acusa fundamentalmente tres campañas: en la primera (ca. 1152-1175) se eleva la cabecera, los muros del transepto y el conjunto perimetral del edificio; la segunda (ca. 1200) comienza cuando aún se sigue trabajando en el claustro, iniciado hacia 1170, y abarca los dos tramos orientales de la nave, el abovedamiento de los brazos del transepto y la erección del cimborrio; la tercera (alcanza el primer tercio del s. XIII) lleva a su fin las obras en las zonas occidentales del templo, aunque las torres quedaron sin terminar y necesitaron reparaciones continuas hasta el siglo XIV.
Se conocen los nombres de tres maestros de la obra de Santa María. El primero es Petrus Petriz, que trabaja en un período amplio, entre los años 1164 y 1182, según las fuentes documentales, fechas que se corresponden con la primera campaña. El segundo es Sancius Petri, pues así aparece en un escrito de 1207, y, por último, Johan Franco, responsable de la construcción en torno a 1225. Los dos últimos pertenecerían a la última campaña.
Las singularidades de la catedral salmantina comienzan –como se ha insinuado– en el abovedamiento de los brazos del transepto, cuyos nervios lucen esculturas de buen tamaño que representan diferentes personajes (Cristo, San Miguel arcángel, santos, atlantes y un rey), apoyados a su vez sobre ménsulas. (El brazo norte fue casi suprimido por la construcción de la seo nueva).
Los nervios con figuras en sus arranques tuvieron su origen en el norte de Francia, a partir del segundo cuarto del siglo XII, en lugares como Mouliherne, Cambronne, o Bury, antes que en los dominios Plantagênet, en donde aparecen unos años más tarde, en el tercer cuarto, aunque con un mayor desarrollo, caso de la cabecera de La Couture (Le Mans), ya citada, o el segundo tramo de la nave de la iglesia de Angles.
Las figuras que se alzan victoriosas sobre monstruos tallados en las repisas, recuperan soluciones contempladas en relieves románicos. Resaltan la victoria del bien sobre el mal, el combate entre virtudes y vicios. Tales imágenes triunfales adquieren un carácter monumental en las portadas del Poitou y de Saintonge (Francia), que se verá acrecentado en el gótico, en cuyos programas iconográficos no faltarán estas alegorías en las arquivoltas y esculturas de las jambas (catedral de Estrasburgo).
Inicialmente se pensó, como señaló Pradalier, para el tramo central del transepto (donde se eleva el cimborrio con su cúpula nervada y gallonada sobre tambor con doble cuerpo de ventanas) una cubierta más sencilla para la que se labraron las estatuas-nervio de los ángeles trompeteros, que posteriormente fueron aprovechadas en las pechinas del cimborrio, privadas de su función de estatuas-nervio, pero colocadas casi en el mismo sitio de su original destino y con igual significación, formando parte de un programa iconográfico referente al Juicio Final. Esa irrealizada cubierta a la que se destinaban los ángeles trompeteros, debía ser una bóveda nervada, asociación de cúpula y nervios semejante a la de la capilla de la torre de Saint Aubin de Angers (1175-1180), solución que se repetirá, más o menos complicada, en muchos otros templos, como San Pedro de Aulnay (cúpula de ocho nervios que convergen en un óculo). Ejemplos españoles próximos al proyecto primitivo son las bóvedas barlongas de la planta noble y tribuna del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, y los cimborrios de Armentia e Irache. Pero hay que señalar que en estos edificios las figuras no forman parte de los nervios; van simplemente adosadas al muro y actúan como soportes y prolongación de los arcos fuera del espacio de la bóveda, modalidad que se aplicará a algunos interiores románicos ya iniciado el siglo XIII en el país galo, caso de las iglesias de Saint-Jouin de-Marnes y Airvault.
El exterior de la catedral salmantina, carente de fachadas con escultura monumental, pero con poderosas torres, impone visualmente valores netamente arquitectónicos, entre los que se advierte su aire de fortaleza, hoy en gran parte enmascarada, de la que es posible ver desde la Torre Mocha, recientemente rehabilitada, el remate almenado de la nave central y del brazo meridional. En el siglo XVIII, el temor a que se derrumbara la Torre de las Campanas, condujo a macizar interiormente con hormigón, cal y canto, a su compañera la Torre Mocha. Con la recuperación de esta torre se ha logrado la de su escalera, obra románica, de husillo cuadrado, que la comunica con la iglesia y sirve de acceso a la tribuna. Dos pequeños vanos-saeteras dan el uno al exterior y el otro al interior de la seo. Obras posteriores recrecieron la Torre Mocha y configuraron su forma actual. Sus estancias abiertas al público (26 de marzo de 2002) exhiben planos, dibujos y documentos sobre las etapas constructivas e historia de las dos catedrales, “Vieja” y “Nueva”.
La Torre de las Campanas fue aumentada en varios pisos a lo largo de los siglos XIII-XVIII y apareció como única torre al decidirse que sirviera de torre-campanario de la Catedral Nueva. El cuerpo inferior medieval hubo de ser reforzado en forma de talud por Pontón Setién, ante el temor del desplome de los superiores. La obra primitiva quedaba oculta, “forrada”, por otra barroca, sistema que había sido empleado en el XVI en el alminar de la mezquita de Córdoba para transformarlo en cristiano. (En la restauración aludida también se ha recuperado uno de los pisos del siglo XIV, actualmente llamado “Sala de las Bóvedas”, al que se accede desde la Torre Mocha).
El interior de la seo queda absorbido por el cimborrio, realizado, como se ha dicho, bajo la influencia del zamorano, con paralelismos bizantinos y franceses (del Poitou y del Angoumois) y contactos hispanomusulmanes y sicilianos. Al exterior, eleva torrecillas en los ángulos (sobre las pechinas), entre las que se intercalan hastiales con agudos piñones, todo recubierto con decoración de escamas. 

La catedral de Ciudad Rodrigo
Próxima geográficamente y en importancia a la catedral de Salamanca es la de Ciudad Rodrigo. Domina el río Águeda y se alza cerca de uno de los lienzos de la muralla, cuya construcción, muy reformada y ampliada en tiempos posteriores, data de la época de Fernando II. Su sede episcopal (recordemos la oposición del cabildo salmantino a su creación) dependió de la compostelana. Las obras de la seo mirobrigense comenzaron entre 1165 y 1166. Se conoce el nombre del primer maestro, Benito Sánchez “el zamorano”. El monarca le otorgó el 29 de febrero de 1168 una renta de 100 maravedíes, como ya había hecho con su admirado maestro Mateo, empleado en ese momento en las obras del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela. Tal renta concedida a “el zamorano” se recoge en alguna fuente antigua, pero no existe ningún documento que lo confirme en el archivo catedralicio. Sin duda, debió de gozar de cierto prestigio y fue inhumado a su muerte en el claustro catedralicio.
Las obras de la seo de Ciudad Rodrigo sufrieron diversas interrupciones a los pocos años de colocarse la primera piedra. Hubo un largo parón que duró hasta 1212. La planta, de traza románica, constaba de cabecera con tres ábsides semicirculares (el mayor precedido de tramo recto), transepto, tres naves, pórtico entre torres a los pies y claustro en el lado norte. Tuvo como modelo la planta de la catedral de Zamora, pero no se escapó a la influencia salmantina, reflejada en el pórtico occidental y en las estatuas-nervio de sus bóvedas. La capilla mayor se reconstruyó en el siglo XVI y el ábside norte fue absorbido por otra construcción.
La catedral de Ciudad Rodrigo, además de en su planta, mantiene elementos románicos, esencialmente ornamentales, en su interior (zona oriental y parte inferior del transepto), con ornato de arquerías simples y lobuladas. El gusto románico es perceptible asimismo en algunas zonas del exterior y en la puerta norte, sin tímpano, cuya organización y decoración recuerdan portadas zamoranas como la de la Magdalena.
Pero los trabajos más continuados se llevaron a cabo en el siglo XIII, conforme a pautas góticas, vigentes plenamente en el abovedamiento. La nave principal cubre así sus cuatro tramos con bóvedas de crucería octopartitas, muy abombadas, de influencia angevina, algunas con estatuas-nervios. Estas bóvedas nervadas capialzadas presentan en algún caso despiece anular, como se registra también en las de la catedral e iglesia de San Martín, en Salamanca. Los soportes son pilares cuadrangulares, sobre altas basas, con tres semicolumnas por lado, a diferencia de los de la catedral salmantina.

Monasterios salmantinos
Los tiempos románicos no se distinguieron por la afluencia e implantación del clero regular en tierras salmantinas. Son no obstante muestra de su presencia el monasterio de Santa María de la Vega, en las afueras de la ciudad, del que se conserva una pequeña serie de arcos pertenecientes a un claustro de finales del XII, y el de San Vicente mártir, en el teso de su nombre. Este cenobio pasó a depender de la Orden de Cluny en 1143, por deseo de Alfonso VII, pero no alcanzó especial apego de los salmantinos y contó con escaso número de monjes, que en ocasiones se redujeron a tres. Otro tanto sucedió con el monasterio de Santa Águeda en Ciudad Rodrigo, también cluniacense. A ellos ha de añadirse el convento mixto (hombres y mujeres) de San Leonardo, erigido (ca. 1154) por los premonstratenses en Alba de Tormes, con la protección de Alfonso VII, y el de La Caridad (éste sólo de monjes) en Ciudad Rodrigo. Completa esta pequeña lista el fundado por las monjas de Santa María de Carvajal de León (Regla de San Benito) en La Serna, extramuros de la ciudad, al otro lado del Tormes (ca.1150), que un siglo después pasaron a la iglesia de San Esteban del Arrabal (las Dueñas de San Esteban).

Iglesias de la ciudad
No hay en Salamanca –como se acaba de señalar– arquitectura monástica de época románica a diferencia de lo que sucede en otras zonas castellano-leonesas, como en las vecinas provincias de Zamora y Valladolid, o más al norte.
De ahí que el románico esté representado en su casi totalidad, con excepción de las construcciones catedralicias, por iglesias parroquiales, ligadas a núcleos de población y, en cuanto tales, sometidas a los cambios –en medios, gustos y demás diversos aconteceres– del desarrollo urbano. Por lo mismo, es en la ciudad, en concreto en Salamanca, donde se conserva –aun siendo reducido y fragmentario– lo más representativo de estas edificaciones, testimonio de la vida ciudadana salmantina. En compensación de su corto número está la variedad que ofrecen sus plantas y alzados, de indiscutible interés y consideración. Estas edificaciones, tal y como nos han llegado, pertenecen a la segunda mitad del siglo XII, aunque algunas fueron fundadas con anterioridad, en los años de la repoblación. Dichas fundaciones corrieron en algunos casos a cargo de particulares, como el caudillo de los toresanos, Martín Fernández (San Martín) y los hermanos ingleses Ricardo y Randulfo (Santo Tomás Cantuariense); en otros, las propiciaron las órdenes militares, como la de San Juan de Jerusalén respecto a San Cristóbal y San Juan Bautista.

San Martín, iglesia que sigue en importancia a la Catedral Vieja y con la que guarda cierta relación, fue fundada (1103), como se ha dicho, por Martín Fernández. Pero la construcción del edificio actual no debió iniciarse, a juzgar por lo más antiguo conservado, hasta fechas más avanzadas del siglo XII. El templo, que ha sufrido mutilaciones, reformas y añadidos (como el coro, escalera, atrio y portada meridional, en el XVI, o la barroca capilla de las Angustias en el XVIII), era originalmente de tres naves y tres ábsides semicirculares. La nave central se cubre con bóveda de cañón apuntado (rehecha) y las naves colaterales con bóvedas de ojiva que arrancan de arista y presentan plementería de despiece anular, afín a modelo de algunos tramos de la catedral. A los pies, la citada capilla de Nuestra Señora de las Angustias oculta el que fue ingreso principal del templo, maltratado y fragmentado, pero resto importante de su organización y decoración románicas. Más sencilla, la portada norte, sobre la que va un relieve de San Martín partiendo la capa, evoca con su arquivolta lobulada tipos zamoranos.

De planta original es la iglesia de San Marcos, levantada en 1178 en el barrio de los castellanos. Estaba junto a la muralla ampliada con el crecimiento de la ciudad y muy próxima a la desaparecida Puerta de Zamora. Al exterior es un edificio de planta central (un círculo de 23 m de diámetro), que en el interior se articula en tres naves y los respectivos ábsides precedidos de tramos rectos. Su situación ha sugerido la posibilidad de que la elección de su traza obedezca a dotarla de apariencia y capacidad defensiva, aunque no se concibiese estrictamente como baluarte de la cerca. Su arquitectura, sobria y desnuda, ha inducido a tal suposición.

Pocos vestigios románicos quedan en la iglesia de San Julián, modificada conforme al gusto vigente con el correr de los siglos. Fue una de las parroquias más antiguas, fundada por los toresanos en 1107. Los citados vestigios –ya de un XII avanzado– se reducen a un trozo del lienzo norte y a la zona inferior de la torre, a los pies, con estribos escalonados y arcos ciegos. En el muro norte se halla la puerta de medio punto, sin tímpano, con finas arquivoltas labradas con motivos vegetales, flanqueada por contrafuertes (uno perdido) y cobijada por tejaroz con canecillos esculpidos con dos rostros varoniles, una cabeza de animal y hojas.

A iniciativa totalmente privada se debe en cambio la erección de la iglesia de Santo Tomás de Cantuariense, levantada por dos hermanos ingleses, Ricardo y Randulfo, para venerar y extender el culto de Santo Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, asesinado en su catedral el 29 de diciembre de 1170 y elevado a los altares tres años después de su muerte. Su veneración se difundió rápidamente por toda Europa. La vecina villa de Toro tendrá un templo de su advocación.
Las obras de Santo Tomás comenzaron en 1175. El gran desarrollo de la cabecera en relación con el resto de la iglesia habla de una terminación imprevista, precipitada, por probable falta de medios económicos, pues cuenta con tres ábsides (precedidos de tramos rectos), transepto (muy marcado en planta) y nave única de un solo tramo. El abovedamiento románico se interrumpe en el centro del transepto, que se cubre con bóveda de crucería octopartita, ya del XIII, cuyos nervios diagonales descansan en ménsulas. (La solución de disponer ménsulas como adaptación de los soportes a las bóvedas nervadas fue recurso ya visto en la Catedral Vieja). En el siglo XVI se añadió una torre a los pies, que, junto con las puertas norte y sur, sirve de acceso al templo.
Ricardo y Randulfo se citan en los documentos con el apelativo de “magister”, añadiéndose a Randulfo el de “capellanus” de la catedral. Randulfo (†1194) debió de ser enterrado en el claustro de la seo, pues su epitafio se conserva en la puerta de comunicación de ese ámbito con la iglesia. Sabemos que su hermano Ricardo había muerto con anterioridad. Es posible que el óbito de ambos supusiera la interrupción de las obras de la iglesia, lo que explicaría el mayor desarrollo de la cabecera, como se ha apuntado.

Templos en relación con las órdenes militares
Los templos de San Juan Bautista y San Cristóbal, en Salamanca, y el de San Pedro en Paradinas de San Juan se vinculan a la Orden Militar de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, que tuvo cierto predicamento en la capital y provincia en el siglo XII, junto con las del Temple, Alcántara y Santiago. La parroquia de Sancti Spiritus, de fines del siglo XII, levantada en terrenos de los toreses, fue cedida por Alfonso IX en 1223 a la Orden Militar de Santiago. (Su construcción actual es del siglo XVI).
La iglesia de San Juan Bautista, a la que se añadió el apelativo de “Barbalos”, quizá en recuerdo de la encomienda que la Orden tuvo en ese pueblo de la sierra de la Peña de Francia, data de 1139. Responde al tipo modesto de templo románico avanzado, de nave única con cubierta de madera, cabecera semicircular abovedada, torre a los pies (desmochada en el siglo XIX) y sencillas portadas laterales. (La principal, al norte, daba acceso a un claustro). El ábside, al exterior, se articula con columnas que alcanzan la cornisa.
Junto a la puerta meridional se erigió un púlpito con inscripción que recuerda que allí predicó San Vicente Ferrer. El paso del santo por Salamanca supuso un gran impacto, señalándose tradicionalmente como residencia ocasional de San Vicente en la ciudad una casa en la calle a la que se le dio su nombre, casa de la que hoy sólo resta el arco románico de su ingreso.
San Cristóbal, fundado en 1145, es templo de planta de cruz latina, con ábside y capillas laterales cuadradas, muy modificadas, abiertas a los brazos del crucero. (La del lado del Evangelio, que es la más antigua, data de época gótica). Y pensamos así que la primitiva planta románica sería semejante a la de San Juan de Barbalos. Predominan los capiteles de hojas lisas con bolas en la punta. En el paño central de la capilla mayor se abría un vano románico, sustituido por uno moderno y sin carácter alguno. Una cornisa ajedrezada y con canecillos, algunos animados, recorre parte del edificio. De la primitiva portada casi no resta nada.

Arquitectura románica en la provincia
Como reiteradamente se ha recordado, apenas quedan testimonios románicos en la provincia de Salamanca, salvo la llamada arquitectura de ladrillo, cuyas manifestaciones se prolongan durante todo el siglo XIII. Su material era mucho más barato, dúctil y rápido que la labra y costo de la piedra, por lo que en la provincia abundan las edificaciones de este tipo. La planta de los templos rurales se reduce –o reducía, pues en muchos casos sólo restan algunas portadas– a una sola nave con cubierta de madera, cabecera semicircular y una o dos puertas. Destacaremos las iglesias de Nuestra Señora de la Asunción, en Almenara de Tormes, y la de Santo Tomás en Forfoleda, pueblo del valle de Cañedo y de La Armuña baja. La de Almenara (finales del XII) sufrió ampliaciones y modificaciones (estancias a modo de brazos de un transepto, pórtico meridional, ventana transparente, hastial de los pies y espadaña), por lo que encierra mayor relevancia la escultura, especialmente la concentrada en la puerta meridional, donde además se nos da el nombre del maestro Nicolás, que enriquece la corta lista de artistas románicos. La iglesia de Forfoleda, cuyo ábside y nave han sido rehechos, cuenta con una puerta al sur (acceso principal) y una más pequeña a poniente; y asimismo exhibe capiteles, que en este caso denotan influencia zamorana. Citaremos también la Parroquial Vieja de Hinojosa de Duero y en Ledesma las iglesias de San Miguel y Santa Elena.

El mudéjar de los siglos XII-XIII
Coetánea de la arquitectura románica en Salamanca es la arquitectura mudéjar calificada ya de “románico-mudéjar”, ya de “románico de ladrillo”, como se ha dicho. Bajo tales rótulos (al margen de polémicas sobre el contenido, alcance y propiedad de ambos términos) se ha venido acogiendo unos mismos edificios, pues aún los más fieles a los estilemas románicos presentan rasgos irreductibles a la simple referencia de aparejo y, por el contrario, los más distantes no dejan de evidenciar préstamos románicos. La arquitectura románico-mudéjar, dentro de la carencia documental de la época, es por su carácter reiterativo y popular menos propicia que la románica a ofrecer las bases de una cronología apurada en el análisis estilístico. Pero puede afirmarse con seguridad que nada queda –ni probablemente hubo– anterior a fines del XII en tierras salmantinas.
A diferencia del románico, los restos mudéjares de la capital no son lo más importante en cuanto a tipologías, ni cabe, por tanto, considerarlos cabeza de serie de esa manifestación artística. El románico-mudéjar salmantino se agrupa al noreste de la provincia, a partir de la margen derecha del Tormes, con Alba como foco destacado y en continuidad con la expansión del mudéjar en las provincias limítrofes. Fuera de esta zona sólo cuentan Béjar y Ciudad Rodrigo en el sur.
En la ciudad de Salamanca, la iglesia de Santiago, al lado del puente romano en la ribera del Tormes, se dice fundada en 1145, pero su construcción (a juzgar por testimonio gráfico) no sería anterior a fines del XII. La moderna restauración de mediados del pasado siglo la despojó del interés que sin duda tenía, al inventar unas partes y alterar otras, como el propio exterior de los muros de la capilla mayor, en los que se suprimió el entrecruzamiento de arcos de la arquería inferior. (Se ha querido ver en este motivo, que hallamos también en el exterior de la torre de Villoria, influencia del mudéjar toledano). A su vez, las ruinas de San Polo (parroquia de los portogaleses que se da también como fundada en la primera mitad del XII) hacen sospechar igualmente su pertenencia a edificación no emprendida antes de la segunda mitad de la centuria. Era iglesia de tres naves y tres ábsides, el central con arquerías ciegas al interior y al exterior, dispuestas en uno y dos cuerpos respectivamente. Los fragmentos de los muros de la nave inducen a un mudéjar ya del XIII.

Alba de Tormes todavía conserva en las iglesias de Santiago y San Juan muestras representativas del mudéjar de la zona. La cabecera de la iglesia de Santiago (cuya es –capiteles e imposta de su interior– declara su comunidad con el románico finisecular del XII) organiza su exterior con tres cuerpos de arcos de medio punto doblados, semejante a la articulación del ábside de las desaparecidas iglesias de Santo Domingo y San Miguel en la misma población. Con ciertas variantes, este modelo (frisos superpuestos de arcos de medio punto doblados) es el más repetido en la zona (iglesias de Coca de Alba, Turra de Alba, Cantaracillo, Aldeaseca de la Frontera, Rágama…), en las próximas de Valladolid, Segovia y Ávila, y en los focos meridionales salmantinos (Béjar y Ciudad Rodrigo). A él se atiene la cabecera triabsidal de la iglesia de San Juan de Alba, pero su escultura (como la de la citada iglesia de Santiago o la de Paradinas de San Juan) es de plena inspiración románica. En el caso de San Juan de Alba de Tormes, el románico impone también modulaciones arquitectónicas, entre las que se encuentra la propia incorporación de pórtico, deudor en su apariencia a restauraciones.
Estructura románico-mudéjar singular es, en fin, el ábside de la parroquial de Villoria, con sector circular interior y exterior no concéntricos, entre los que se desarrolla una escalera que conduce a lo alto sobre las bóvedas. (Se supuso al templo originalmente finalidad defensiva). El hastial de la parroquial de Rágama, por su parte, guarda en su traza (amplio arco de medio punto que acoge vanos ciegos decrecientes) llamativa afinidad con el de San Andrés de Cuéllar.

La catedral vieja y su escultura
La escultura románica en general es, primordialmente, y en su más alta función escultura “monumental”, ligada a la arquitectura, al monumento, del que forma parte inseparable y en virtud del cual se concibe. Y ello vale también, naturalmente, para la escultura románica en Salamanca. Su cronología se atiene, por tanto, a la de sus edificios (va de la segunda mitad del siglo XII al primer cuarto del XIII) y el foco principal y más original recae en la seo salmantina, cuya fábrica concita la afluencia de artistas nacionales y extranjeros a lo largo de las tres principales campañas de su construcción. (Ya se señaló el reducido número de edificaciones románicas subsistentes). Por lo mismo, los talleres y manos apreciables en la escultura de la catedral de Salamanca son lo más significativo del románico en su tierra.
La ausencia de portadas (sólo cuenta con la del claustro) hace que sean capiteles, ménsulas y claves, lugar donde luzca y se mantenga la buena y varia calidad de la escultura catedralicia salmantina. En ellos se alternan motivos vegetales, ya solos, ya acompañando representaciones animadas e historiadas. Muy desiguales, en cambio, son las estatuas-nervio.

A la primera campaña (ca. 1160-1175) pertenecen los capiteles de la cabecera y portada del claustro, con motivos ornamentales, temas y técnica semejantes a obras palentinas y tolosanas, y aun a obras de orfebrería como el frontal de la tumba de Santo Domingo de Silos (Museo de Burgos). Representativo de este buen hacer es la portada del claustro, muestra del mejor arte románico como lo expresan los dos medallones calados que exhibe en sus jambas, con labor casi de filigrana que recuerda talleres eborarios. Y en la misma línea de finura, aunque de muy distinta mano, han de incluirse dos capiteles: el que está en la pilastra del arco de comunicación de la capilla mayor con el ábside meridional, y el del pilar toral sureste del transepto. El primero de estos dos capiteles es de tema cinegético, con posible simbolismo de contraposición del bien y del mal, pues se enfrenta la figura del noble cazador, a caballo y con halcón, a la del “salvaje”, todo en medio de refinamientos decorativos vegetales.
Catedral de Salamanca. Capiteles
 

De no inferior ejecución es, por su parte, el segundo capitel, con una lucha ecuestre. La mano que talla este capitel se mueve en la misma onda estilística que el escultor que labra la escena de cetrería, si bien la composición es más monumental y las figuras (dos jinetes y un lancero) adquieren mayor volumen al igual que el fondo vegetal de acantos.
Esta representación de la lucha ecuestre, de tono épico, repite escena y tipos vistos en capiteles de Castilla y León. Es novedad iconográfica que aparece en la segunda mitad del siglo XII, sin duda por influencia de la realidad histórica marcada por las constantes guerras entre cristianos, y entre éstos y los musulmanes. Sus modelos se toman del campo de la miniatura, de los muchos combates bíblicos que encierran victorias morales.
En el capitel salmantino, a los dos combatientes (uno, el vencedor, con lanza y escudo normando; el otro, con espada y rodela, en fórmula habitual) se suma la presencia de un joven infante con una pica. R. Lejeune y J. Stiennon la interpretan como la lucha de Roldán y Ferragut, o lo que es lo mismo, el enfrentamiento del cristiano y del infiel, lectura que ha obtenido la mayor aceptación. Y, en efecto, aparecería como reflejo de la guerra entre cristianos y musulmanes, con exaltación del triunfo militar y político de los primeros sobre los segundos, triunfo que a su vez va unido al de la Fe, al otorgar el Papado carácter de cruzada a la reconquista española y concederle indulgencias similares a las obtenidas por la recuperación de Tierra Santa. Esta iconografía bélica se propone resaltar el papel del miles christianus ocupado en guerras “santas” (designación tomada del mundo islámico), tarea que compete al monarca como el primero de los caballeros y que, en cuanto tal, se representa frecuentemente a caballo, con escudo y lanza (o espada) en sellos, signos rodados o miniaturas. (Buenos ejemplos son las ilustraciones de Fernando II de León y de su hijo Alfonso IX en el Tumbo A de la catedral de Santiago, destacando en la de Fernando II incluso más su condición de miles que la de rex).
Entre las escenas bíblicas de los capiteles de esta primera campaña, fácilmente identificables, está la de Daniel (capitel del arco triunfal, lado norte), prefiguración de Cristo y de su resurrección. El profeta se muestra sentado, con las manos alzadas, en actitud orante, flanqueado por leones (en la colegiata de Toro vese la misma escena en el mismo lugar, sin duda por influencia de la seo salmantina), conforme a repetido esquema compositivo.
En la segunda campaña (que termina hacia 1210) se acomete el abovedamiento de los brazos del transepto, tramos orientales de la nave y cimborrio.
Consiguientemente corresponden a esta etapa las estatuas colocadas en el arranque de los nervios, salvo las dos del mutilado brazo norte del transepto (San Lorenzo y un personaje masculino), ya góticas. La disposición de esculturas en el arranque de los nervios –como ya se ha adelantado– había venido empleándose en Francia en la primera mitad del XII (Mouliherne, Cambronne, Bury y, más tarde, los dominios Plantagênet), y de Francia proceden sin duda los autores de las esculturas salmantinas.
Catedral de Salamanca. Capitel y estatua-nervio
Catedral de Salamanca. Capitel y estatuas-nervio 

Estas estatuas-nervio denotan diferencia de manos y de cronología, pero dentro de los límites de la segunda campaña, con la excepción ya señalada de las del brazo norte del crucero, que son posteriores. Se distribuyen por el brazo meridional del transepto, pechinas del cimborrio y tramo inmediato de la nave central. Son evidentes las desigualdades en calidad y talla, aparte de las debidas a reajustes, especialmente notables en las ménsulas, algunas por completo rehechas. Salen de un mismo taller las imágenes de Cristo, San Miguel alanceando al dragón, San Nicolás, una santa sin identificar y los tres ángeles trompeteros de las pechinas del cimborrio, que, junto con un cuarto ángel, perdido, habrían sido concebidas originalmente como estatuas-nervio de una cúpula que no llegó a construirse. A mano menos fina corresponden sin duda la figura de un rey (los repintes acentúan su tosquedad), con las ofrendas, en insinuada actitud de adoración, y dos atlantes. Diferente autoría recaba a su vez el tercer atlante, expresivo, rodilla en tierra, así como el apóstol o santo de la nave central, con aureola, libro y mano en gesto de saludo, que esboza ya una sonrisa, aunque su rostro no dista mucho de las caras de los ángeles del cimborrio. En el conjunto de las esculturas-nervio se puede observar, en resumen, una cierta evolución estilística, que va de las figuras de Cristo y San Miguel, plenamente románicas, a la figura del apóstol o santo, intermedio entre la estética románica de las anteriores imágenes y la gótica de las del brazo norte del transepto. (Por su parte, los capiteles del cimborrio, emprendido hacia 1200, con hojas de acanto lisas, afines a los de su homónimo zamorano, reflejan modelos tradicionales del románico, retomados en la última etapa de este arte).

La tercera y última campaña abarca la culminación del templo hacia los pies. Se realiza a partir del tercer tramo de las naves, coincidiendo con el empleo de plementería de despiece anular en la bóveda de la nave central. La escultura de los pilares orientales de este tercer tramo manifiesta, sin embargo, pertenecer estilísticamente a la segunda campaña. Uno de sus capiteles recoge tres pasajes de la vida de Sansón. El héroe judío, prefiguración de Cristo, se plasma en lucha con el león, ciego, dando vueltas a la muela, y rogando a Yahvé le devuelva la fuerza perdida. En la escultura románica es raro representar el castigo infringido a Sansón por los filisteos (sólo conozco la del canecillo de la ermita navarra de Azcona). Se prefiere plasmar exclusivamente su lucha con el león, lucha que se confunde en ocasiones con la hazaña similar llevada a cabo por el joven David.
La escultura de la tercera campaña hacia los pies deja ver, en mayor o menor medida, un arte animado por fórmulas mateínas apreciables en obras zamoranas junto con esquemas anteriores más netamente franceses. Es un arte muy 1200 en lo que tiene de interrelación de influencias y heterogeneidad, de persistencias románicas y asomos góticos. Ciertas claves con ángeles, o el San Miguel venciendo al dragón de un capitel, nos ponen en relación, aunque no propiamente con el autor del sepulcro de la iglesia de La Magdalena en Zamora, como apuntó Pradalier, sí con un artífice de su círculo. Las ménsulas de esta etapa (con rostros humanos y un animal devorando a un hombre) muestran un repertorio iconográfico muy diferente al de la etapa anterior y su talla enlaza ya con la obra de los escultores que intervienen en la capilla de Talavera, en el claustro.

La escultura monumental en los templos de la ciudad
Los diversos talleres catedralicios trabajarían en los numerosos templos románicos desaparecidos en la ciudad –apenas nos han llegado media docena–, como lo atestigua la presencia de escultores de la tercera campaña en la iglesia de San Martín. Allí dejaron su huella en algunas de las claves de las bóvedas y en la parcialmente destruida portada occidental (actual entrada a la capilla de Nuestra Señora de las Angustias). Sin duda, también influirían en la difusión de modelos iconográficos, caso de Santo Tomás Cantuariense. El enfrentamiento de jinetes del capitel del arco triunfal se inspira en el mencionado de la seo, copiando el modelo catedralicio con pequeñas variaciones, aunque sin alcanzar su calidad. A su vez, el tema iconográfico de la música juglaresca de la segunda mitad del XII se registra también en la ciudad (modillones, muy desgastados, de la iglesia de San Juan de Barbalos).
Los cinco arcos apeados en grupo de dos y cuatro columnas, conservados en la sacristía del convento de Nuestra Señora de la Vega, junto al Tormes, responden al tipo de arquería claustral románica. Se ha elucubrado sobre su procedencia ya de la Catedral Vieja, ya del propio monasterio de la Vega. Los capiteles apuntan talleres distintos en su ejecución. Dos de ellos, de factura delicada, con utilización del trépano (dragones y arpías mordiendo follaje), están en relación con artistas catedralicios de la primera campaña. Los restantes capiteles, más toscos y simples, desarrollan animadas escenas profanas de caza, música y baile. Los capiteles no se asemejan estilísticamente a los de los arcosolios in situ del primitivo claustro románico de la seo (casi totalmente desaparecido en la reforma del XVIII), por lo que bien pudieran pertenecer al convento de la Vega, o a otra iglesia derruida.

La escultura monumental en la provincia
La escultura románica monumental más interesante de la provincia de Salamanca se concentra en Ciudad Rodrigo, Alba de Tormes y Almenara de Tormes.
La catedral mirobrigense ofrece diversos capiteles imbuidos aún por la estética y repertorio románicos de finales de siglo XII, con motivos vegetales y algunos animados, como el músico y la bailarina. Pero lo más destacable de esta etapa son las imágenes de Cristo sedente, mostrando las llagas, flanqueado por los apóstoles Pedro, Pablo, Santiago y Juan, desbastadas en piedras rectangulares de buen tamaño y encajadas sobre la puerta sur (alguna aureola gallonada de los apóstoles está partida con el fin de adaptarlos al hueco imprevisto). Son esculturas dignas dentro de la corriente 1200, con notas compostelanas. Jesús está representado en su Segunda Venida y, en esta ocasión, se encuentra totalmente revestido. Sólo muestra al fiel la huella de los clavos en manos y pies.
Le acompañan los cuatro apóstoles aludidos, quizá inspirados por las cuatro primeras figuras de la jamba izquierda del Pórtico de la Gloria. Como en la catedral gallega, San Pablo muestra el libro abierto hacia el espectador y Santiago se apoya en su cayado-báculo. La sonrisa también está presente en los rostros de Pedro y Juan. Posiblemente este grupo estaría concebido –junto con otras figuras no realizadas– para una gran portada que nunca vio la luz, cuya organización respondería todavía a cánones románicos. En esta misma fachada se encuentra una Virgen entronizada –y coronada–, con el Niño en el regazo, obra del mismo taller, que podría estar pensada para algún tímpano, quizá acompañada por ángeles.

El Salvador y el apostolado de la iglesia de San Juan, en Alba de Tormes, es conjunto singular, realizado en torno al 1200. Están sentados en cátedra de alto respaldo, tallados cada uno en un bloque rectangular, la parte posterior sin desbastar, como pensados para estar empotrados en el muro. Hoy se disponen en semicírculo en la capilla mayor.
El estado de conservación avala una posible localización en el interior del templo, pero bien pudieron ocupar la zona alta de una portada, cobijada por tejaroz del tipo que vemos en la iglesia de Santiago de Carrión de los Condes (Palencia), o en Santa María la Real de Sangüesa (Navarra), por citar sólo dos ejemplos. Están dentro de una corriente muy internacional, con evocaciones clásicas en cuanto a resaltar valores escultóricos en sí. Baste recordar St.-Gilles-du-Gard y St.-Throphime de Arlés, en Francia, y la Cámara Santa de Oviedo, la seo de Zaragoza o los apóstoles Pedro y Juan en la cripta de Santo Domingo de la Calzada, en España. Su estética se mueve dentro de ambientes abulenses (San Vicente) y zamoranos (Puerta del Obispo de la catedral), sin dejar de evocar afinidades con obras anteriores (Moissac). A la misma época y estilo pertenece la Virgen sedente con el Niño, empotrada en el ábside, fuera de su lugar primitivo.
La obra de la iglesia de Almenara de Tormes atrajo a un escultor que conoce los trabajos de taller responsable de algunas figuras esculpidas en el arranque de los nervios del brazo meridional del transepto de la Catedral Vieja (vid. San Miguel alanceando el dragón). A él le pertenecen los rostros de los canecillos de la portada norte, con rasgos y formas similares a los de ciertos personajes de la seo (frentes abombadas, ojos saltones con pupilas perforadas y cuellos en forma de copa). Los capiteles y ornamentación de la puerta son similares a los de la iglesia de San Juan, en Santibáñez del Río, por lo que recaban una misma autoría. A mano diferente pertenecen, en cambio, los canecillos de la portada meridional, con figuras coronadas que tañen instrumentos musicales y acompañan a un acróbata, realizados por el maestro Nicolás, según reza la inscripción tallada en uno de ellos (“Nicholaus me fecit”).

 
Salamanca
Las primeras intervenciones del reino astur en la zona del Tormes y el Duero datan, según las crónicas, de la época de Alfonso I y no irían más allá de correrías y un trasvase de población hacia el norte. Salamanca, como el resto de las ciudades afectadas, volvería pronto al control musulmán, siendo atacada nuevamente por Ordoño I a mediados del siglo IX. Escapaba sin duda la zona a las posibilidades reales si no de expansión, sí de control para la monarquía cristiana. Con el traslado de la capitalidad a León y el cetro en manos de Ramiro II, la política del reino se decanta por una efectiva ocupación del territorio hasta la sierra de Béjar. Los años de su reinado (931-950) pusieron coto, que no fin, a las convulsiones internas que amenazaban la estabilidad misma del territorio leonés y la gran victoria de Simancas de 939 abrió la posibilidad real de expansión por la ribera del Tormes. De ella se beneficiaron Salamanca, Ledesma, Ribas, Los Baños, Abandega y Peñausende. La Crónica de Sampiro, en su versión silense, lo refleja diciendo que Ramiro “dos meses después [de la victoria de Simancas] ordenó una expedición por la cuenca del Tormes, donde procedió a la población de ciudades desiertas como Salamanca, en la cual había estado de antiguo un campamento, Ledesma, Ribera, Baños, Abandega, Peña y otros castillos que resultaría largo nombrarlos”.
Documentalmente consta la ocupación de Salamanca desde el segundo tercio del siglo X, fecha de la donación al cabildo de Santa María de León y su obispo Gonzalo de las iglesias de Salamanca (vid. Apéndice I). Lamentablemente no se precisa en dicho documento, de 953, qué iglesias eran las donadas, dato que hubiera sido precioso a la hora de establecer las áreas iniciales del poblamiento. Suponemos éste nutrido fundamentalmente de leoneses, entre ellos el propio obispo Oveco y los condes Guisuado de Boñar y Vermudo Núñez de Cea, que se encargarían de comandar el asentamiento. La dependencia respecto al obispado de León nos indica sobre todo lo frágil de la articulación de este territorio meridional del reino. Buena prueba de ello fue el desplome administrativo y militar que sucedió a Ramiro II, debido tanto a las convulsiones internas como al azote de las aceifas musulmanas. Almanzor castigó la ribera del Tormes en 977 (Los Baños, Ledesma, Salamanca), 979 (Ledesma), 983 (Salamanca) y la famosa “campaña de las ciudades” de 986, en la que hizo capitular León, Salamanca, Zamora y Alba de Tormes. Sin embargo, tanto en Ledesma como en Salamanca no debemos pensar en una nueva despoblación en un sentido estricto. Parece más producirse una dejación por parte de la estructura administrativa del reino de estos lugares, abandonando así a su suerte a la población que en ellos se mantuvo, quizá articulada en torno a una fórmula cercana al concejo, tal como parece deducirse del texto de los fueros más tarde otorgados.
Tras la toma de Toledo en 1085 se acomete una segunda campaña de repoblación de la zona del Duero, esta vez exitosa. Desde las tierras sorianas hasta Portugal asistimos a un fenómeno sólo parangonable al éxodo rural del pasado siglo. Los movimientos de población, bien encabezados por mandatarios de la nobleza y el clero o bien espontáneos, atrajeron mediante el ofrecimiento de nuevas posibilidades a gentes de diversa procedencia, que adquirían de este modo un status más elevado. En el caso de Salamanca, la repoblación de 1102 tuvo un carácter oficial. Fue fomentada por la monarquía dentro de un plan más ambicioso que incluía un eje Ávila - Segovia - Salamanca. El personaje encargado de promoverla fue Raimundo de Borgoña, quien había llegado en 1086 junto a otros nobles francos en apoyo de Alfonso VI y que ya al año siguiente había contraído matrimonio con la joven Urraca, hija del monarca.
El documento de donación de 22 de junio de 1102 por Raimundo y Urraca al recién llegado de Valencia obispo Jerónimo, que reproducimos en el Apéndice II, nos muestra la sede como vinculada a la zamorana y supone el punto de partida para su reconstrucción y para el fomento de la repoblación de la ciudad. En el privilegio de 30 de diciembre de 1107, Alfonso VI confirma la anterior donación, reconociendo el protagonismo de Raimundum bone memorie comitem, además de dotar territorialmente a la sede recién restaurada, la cual pasó de ser sufragánea de la emeritense a depender de Compostela en 1124. La época de Alfonso IX, de la que deben datar la mayoría de los templos conservados, significó un relanzamiento de la urbe.
El conde Raimundo de Borgoña acudió a poblar Salamanca con contingentes humanos de procedencia diversa: mozárabes, castellanos, francos, toresanos, portugueses, gallegos, serranos, etc., a los que habría que añadir grupos sociales más o menos marginados como los judíos y musulmanes. Estas gentes se agrupan en barrios o collationes, en torno a las iglesias, que van conformando las villas en el interior y exterior de los sucesivos recintos amurallados, fenómeno similar al de otras como Soria, Ávila o Segovia. Jurídicamente se otorga a los concejos un conjunto de normas y derechos que se engloban en los textos forales. La primera carta foral de Salamanca debe datar de la época de la repoblación de 1102, aunque el conjunto de artículos aparece como una recopilación producida en diferentes momentos de los siglos XII y XIII.
No intento entrar aquí a analizar todo el complejo engranaje social, administrativo, económico y urbano que se puso en marcha desde inicios del siglo XII en Salamanca. El trabajo de Julio González en 1943 y la ejemplar monografía de Manuel González García, publicada en 1973 y revisada por el propio autor en 1988, nos exime de ello y a ella se suman los recientes trabajos de José-Luis Martín, José María Mínguez, José Luis Martín Martín y Ángel Barrios García publicados en el tomo II de la Historia de Salamanca dirigida por el primero de los citados.
Me detendré aunque mínimamente en reseñar alguna de las numerosas parroquias en las que se articulaba el solar urbano de Salamanca, porque en su construcción, la mayoría dentro del siglo XII, se plasmó el grupo de edificios románicos más nutrido y de mejor calidad de la provincia.
La Catedral de Santa María o “Catedral Vieja”, la gran catedral románica del sector occidental del Duero, condensa en su suma y solapamiento de magnificencias románicas, tardogóticas y renacentistas el devenir artístico de la capital. Si hoy Salamanca no es la ciudad románica por antonomasia es sólo porque es puro esplendor renaciente.
Aunque el artículo 292 del Fuero no cita sino 35 parroquias, incluyendo la catedral, existe documentación de 46 iglesias, tomando como límite la fundación posiblemente tardía de la Trinidad, así como varios monasterios erigidos en el siglo XII: Santa María de las Dueñas, San Vicente, benedictino y de fundación antigua, y Santa María de la Vega, de agustinos.
La Catedral Vieja, los restos del claustro de Santa María de la Vega, la portada hoy reutilizada en la calle de San Vicente Ferrer inmediata a la catedral y quizá procedente de la iglesia de San Cebrián, y las fábricas más o menos conservadas de Santo Tomás de Canterbury, San Marcos, San Juan de Barbalos, San Julián y Santa Basilisa, San Cristóbal, San Martín, San Polo, que se tratarán en las monografías que siguen, dan buena muestra, aunque parca en número, de aquella febril actividad constructiva. Las reconstrucciones y reformas góticas, renacientes y barrocas supusieron el cambio de estilo de muchas de estas iglesias, la riada del día de San Policarpo de 1626 debió afectar grandemente a las iglesias del arrabal meridional, el antiguo “barrio de los mozárabes”, aunque más debemos lamentar la pérdida reciente de algunos templos fruto de la desidia, los intereses especulativos, o un trasnochado concepto de la restauración que produjo la desaparición más reciente de Santiago.
Sólo conservamos descripciones, más o menos fiables y precisas, de las fábricas románicas hoy perdidas de las iglesias de Santa Eulalia (Quadrado, 1884 [1979], p. 96; Araújo, 1884 [1984], pp. 223-226), San Mateo y Santiago (Quadrado, pp. 91, 100-101; Araújo, pp. 227-228), Santa María de los Caballeros (Quadrado, pp. 99-100; Araújo, pp. 228-229), Santo Tomé (Quadrado, pp. 98-99, 119; Araújo, pp. 189-190), San Adrián (Quadrado, p. 93; Araújo, pp. 189-192) y San Polo (Quadrado, pp. 91-92; Araújo, pp. 190-191).

Quizá la más completa descripción que tenemos sea la de San Adrián, situada intramuros, en el sector SE de la ciudad y en el barrio de los bregancianos. Presidía la plazuela de su nombre, hoy desaparecida pero no lejos de la actual plaza de los Basilios. Habría sido fundada por el cabecilla de la población breganciana, Pedro de Anaya. Citada en el Fuero, Araújo la considera fundada en 1151. En 1156 Villar y Macías recoge alusiones no tanto al templo sino al barrio en torno a él, en un documento de donación al cabildo salmantino donde actúa un escriba de nombre Miguel, perteneciente a la colación de San Adrián (Michaeli sancti Adriani qui notuit). El mismo autor afirma que fue su beneficiado el luego arzobispo toledano don Juan Tavera. Quadrado dice que “mantenía entre repetidos azares su nativa belleza, y esta fue cabalmente la víctima escogida por el moderno vandalismo. En 1852 alcanzamos a verla hundida ya su bóveda y derruida en parte su torre de ladrillo, bien que ostentando aún románicos ajimeces, erigida sobre un arco gentil que abría paso a la calle custodiado al parecer por dos grifos salientes: el ábside polígono guardaba enteros sus canecillos y cornisa de tablero y ventanas más rasgadas de lo que acostumbraban a ser las bizantinas, flanqueadas por altas columnas; una de las puertas laterales [se refiere a la meridional] desplegaba en los capiteles y en las decrecientes dovelas de su medio punto las galas del siglo XII, mientras que la otra lucía ya la decadencia gótica con sus crestones y sus copiosos follajes en la vértice de la ojiva. Todavía era fácil restaurarla, pero se prefirió consumar su ruina, difiriéndola por merced algunos días para dar tiempo de sacar su diseño”. En la nota al pie que finaliza su párrafo sobre San Adrián nos especifica Quadrado que fue dibujada la iglesia “en 1853 bajo la dirección del señor Jareño [por] los alumnos de la escuela especial de arquitectura, pudiendo conseguir a duras penas una tregua de tres días en la demolición. Indigna oír lo que se destruyó en Salamanca por aquellos años bajo la dictadura de cierto ingeniero y luego á impulso de las pasiones políticas”. Villar y Macías precisa que la tardogótica portada norte fue reubicada “en el enterramiento de las Hermanas de la Caridad, del Hospital general [Hospital de la Trinidad]”. Finaliza lacónicamente diciendo que “cerrada al culto, la demolieron al mediar este siglo”, refiriéndose al XIX.
Araújo afirma que en ella radicaba la cofradía del gremio de escultores y pintores de Salamanca y dice que antes de haber sido dibujada por la Escuela de Arquitectura al mediar el XIX lo había hecho Isidoro Celaya. Se lamenta el autor de La Reina del Tormes de la desgraciada iniciativa de demoler el templo, al que describe como “de tres naves con dos preciosas portadas, en uno de cuyos costados, sobre airoso arco que, enlazando la iglesia con el palacio frontero, abría paso a la calle”. De la portada sur dice que estaba “decorada por el gusto románico y parecida, al decir de los que la vieron, á la de San Julián”. El Libro de los lugares y aldeas del Obispado de Salamanca, de 1604- 1629, dice que dentro de sus censos tenía parte del de la iglesia de San Martín de Villoria.

Catedral Vieja de Santa María de la Sede
La catedral vieja salmantina se yergue sobre la Peña Celestina, punto elevado al sur de la ciudad fortificada medieval, dominando la margen derecha del Tormes, frente al barrio de Puerta del Río que daba acceso a la arcana “Vía de la Plata” (la medieval Guinea citada por Julio González), en un sector de propiedad episcopal poblado por francos.
La tantas veces mentada repoblación por parte de Raimundo de Borgoña, yerno de Alfonso VI, permitió asegurar este bastión fronterizo que vigilaba la línea del Tormes y lo que era más importante, la explotación de la inmediata comarca de La Armuña. La plantilla episcopal sirvió de marco jurisdiccional para la reorganización de un territorio desmembrado y escasamente poblado. La catedral se convirtió así en auténtico adalid del desarrollo demográfico y económico experimentado por la ciudad desde el primer tercio del siglo XII.
Señalaba Villar y Macías cómo en 1102 don Ramón de Borgoña y su mujer, la infanta doña Urraca, concedían al obispo don Jerónimo de Périgord –procedente de Valencia– las iglesias y clérigos de Salamanca y Zamora con sus villas, el tercio de todo el censo de Salamanca, aceñas, sernas y pesqueras y el diezmo de todos los frutos para la restauración de la iglesia de Santa María así como del barrio instalado junto a la Puerta del Río. El documento fue confirmado por Alfonso VI (1107), Alfonso VII (1126) y Fernando II (1167). Salamanca contaba entonces con un alcázar y el Azogue Viejo, además de diez parroquias en las que se integraron los diferentes repobladores: castellanos, toresanos, portugueses, bregancianos y francos. Los mozárabes se asentaron extramuros, junto a la ribera del río, y la minoría hebrea bajo el alcázar.
Pero no será hasta el pontificado de Alejandro III (1159- 1181) cuando se perfilaron definitivamente los límites del obispado salmantino, no sin fuertes roces con la lindante sede zamorana. Su proyección natural apuntó hacia occidente y hacia el sur, adquiriendo en 1136 nuevas tierras a los poderosos de Ciudad Rodrigo. El curso repoblador acometido en la Transierra leonesa fue meticulosamente analizado por Julio González.
Parece ser que la catedral románica no se elevó ex novo, sino que fue “restaurada” a partir de los restos de un templo primitivo que Julio González sugiere heredado de la primitiva repoblación de Ramiro II. Pero Yolanda Portal considera que tal restaurationem se refería más bien a un restablecimiento del culto mariano, prácticamente perdido a consecuencia de las incursiones agarenas, aduce además que el pasaje donde se detalla la localización del templo es tan preciso en anotaciones topográficas que difícilmente podía referirse a una iglesia antigua sobre la que levantar la catedral. En cualquier caso no sería completamente descartable pensar en una vieja fundación de cronología visigoda.
La obra catedralicia gozó de la promoción urbana, recibiendo cuantiosas donaciones que permitieron iniciar la elevación de sus muros a mediados del siglo XII, toda vez que el cabildo disfrutara ya de rentas sobradas. Nuevos derechos en su favor se registran entre 1133 y 1150, incluyendo los 300 maravedís de Miguel Domínguez, señor de Zaratán (cerca de Ledesma), para una imaginem de auro et argento super altare Sancte Marie y otros 200 ad illo labore Sancte Marie, así como sus casas para que morent clericos qui seruiant Deo et altari sancte Mariae hacia 1150. Un monto de 500 maravedís era sin duda cantidad importantísima y para Yolanda Portal podría considerarse como un verdadero documento público en favor de la fábrica en el momento preciso que empezaron oficialmente los trabajos. El propio Miguel Domínguez estaba emparentado con las familias más acaudaladas de la ciudad, generalmente nobles de origen leonés.
La casi totalidad de autores aluden a la generosa exención que en 1152 hacía Alfonso VII del pecho y servicio a los 25 operarios (no 31 como recogían Quadrado, Villar y Macías y Gómez-Moreno) que por aquel entonces trabajaban en las obras del edificio catedralicio (la donación era ratificada por Fernando II en 1183 y Alfonso IX en 1199), precisamente por los mismos años durante los que también empezaba a elevarse la catedral zamorana (1151-1152). Los primeros impulsos edilicios contaron con una especial promoción regia, interesada por mantener un señorío episcopal que cubriera las diferentes necesidades constructivas, culturales y docentes, pero a partir de 1156 el volumen más importante de las donaciones corresponderá ya a la iniciativa privada. Propone Gacto Fernández que tal vez aquellos 25 trabajadores fueran gentes foráneas, presentándose agrupados en un “concejo de obra” sin estatuto propio y que sólo pagaban pechos a la Iglesia. El obispo Berengario conseguía de Alfonso VII, del que en 1136 había sido canciller, un importante favor para asegurar rentas que permitieran la construcción del edificio.
De 1161 data una venta al cabildo por parte de las hermanas María y Marta Martín y sus esposos Simón y Domingo de un palacium que lindaba a norte y sur con la canónica y la alberguería de Santa María, a occidente con la calle que bajaba desde los pies de la catedral hasta el río y hacia oriente con el “corral” o corro de los canónigos. Quizá se tratara del espacio que poco después sirvió para replantear el claustro (Julio González) o bien sólo un solar edificado cuyas casas fueron donadas por el rey al cabildo en 1175 (Yolanda Portal). El mismo año de 1161 Blasco Sánchez donaba a la catedral un vaso argénteo para fundir una cruz y un cáliz además de 100 maravedís para la obra de la iglesia y para la ejecución de un tabula de plata et de auro ad illo altare de Sancta Maria. En el testamento de María Sánchez “la Perrelecha” (1163), se aseguraban tres maravedís para el suministro de la lámpara del altar de Santa María. Ambas noticias demuestran cómo en esa fecha los ábsides de la catedral estaban ya construidos.
El diplomatario catedralicio informa de otra donación del canónigo Vela destinada a la obra de un “ciborio”. Julio González se planteaba si el “ciborio” encargado por el adinerado eclesiástico a un tal Pedro Pérez podía corresponder a la obra de la Torre del Gallo más que a una suntuosa pieza de orfebrería. La hipótesis resulta atractiva por más que el insigne medievalista intentara explicar los supuestos orientalismos de la linterna a partir de los periplos hasta Tierra Santa de ciertos caballeros salmantinos conectados con el canónigo Vela. Pradalier no era partidario de identificar este “ciborio” con baldaquino alguno destinado al altar y menos aún con la Torre del Gallo; la misma opinión mantenía Yolanda Portal pues con un legado que rondaba sólo los 60 maravedís apenas podría hacerse frente a semejantes trabajos. La autora parece inclinarse por identificar la palabra “ciborio” con una bóveda, perfectamente plausible en 1163, cuando estaba rematada la cabecera y los canteros iban haciendo avanzar los muros hacia occidente.
Pedro Pérez aparece como testigo en documentos de 1164, 1173, 1176 y, específicamente calificado como maestro de obra de Santa María en 1179. Se le rastrea además en otro de 1182 junto al pedrero Pedro Esteban y quizás en 1202 junto a su mujer Illana y sus hijos. ¿Estamos ante el mismo personaje? Julio González recogía el nombre de otros profesionales como Petro tapiator (1163 ó 1164), magister Johannes el pedrero y Gundisalvus taiador (1164). De 1207 data otro diploma suscrito por Sancius Petri magister operis Sanctae Mariae, quizá hijo del Pedro citado en 1179. Juicios más comedidos vertidos tras el análisis de otros edificios medievales hispanos (Moreruela o la Seu Vella de Lleida) se plantean si los tantas veces aludidos maestros de obra fueron contables o verdaderos arquitectos; ¿no estaremos más bien ante simples administradores? Como hemos visto hasta ahora, los documentos que consignan datos sobre las obras catedralicias son abundantes, pero desengañémonos, su balance es más cuantitativo que cualitativo. Tampoco hemos rastreado más información sobre los posibles artífices que sus escuetos nombres, como grafitos aislados carentes de sentido.

La Catedral Vieja es un soberbio edificio basilical de planta de cruz latina con tres naves (más alta y casi el doble de ancha la central), marcado crucero y cabecera constituida por tres ábsides semicirculares que aún podemos intuir entre la aparatosidad de la Catedral Nueva y las edificaciones canonicales. La supresión del coro central en 1847 permitió la contemplación total del cautivador espacio interior.
Pero es evidente que la justa imagen de la vieja fábrica catedralicia viene rubricada por la Torre del Gallo, emblemático cimborrio gallonado que se alza sobre el tramo central del crucero, a fin de cuentas faro inconfundible de la topografía urbana de la capital salmantina. Llaguno atribuía la traza del edificio a Raimundo, maestro llamado por el conde repoblador Raimundo de Borgoña, mientras otras noticias antiguas hablan de la presencia de Casandro y Florín de Pontoisse. Los mismos datos legendarios son recogidos en los periplos de Ford y Street.
Desde el hermoso y recoleto Patio Chico podemos contemplar el ábside mayor, de sólida sillería arenisca extraída en las canteras de Villamayor, con algunas reposiciones modernas; posee tres paños separados por semicolumnas adosadas que rematan en capiteles vegetales a la altura de la cornisa. Cada paño está perforado por un vano de medio punto. Horizontalmente aparece recorrido a media altura por una imposta abilletada, idéntica que la cornisa, sostenida por canecillos vegetales de acantos cuyas hojas se vuelven sobre sí mismas acogiendo una baya esférica; sólo en una de las piezas se aprecia una máscara. El piñón que se eleva exteriormente sobre el extremo occidental del presbiterio porta otra serie similar de canecillos. Las ventanas del ábside mayor están abocinadas y decoran sus roscas con billetes y tacos cilíndricos, idénticos a los del interior, arrancando de cimacios lisos con perfiles de listel. Las chambranas son igualmente abilletadas y las cestas presentan motivos vegetales con roleos, grifos afrontados, centauros, máscaras que vomitan tallos por sus bocas y bichas cuyos cuerpos están entrelazados.
Por encima de la cornisa se dispuso un antepecho con tetralóbulos tardogóticos calados, prolongado por el cuerpo superior del crucero. En el tramo presbiterial semejante balaustrada parte de un gran pináculo piramidal mientras que en los brazos del crucero, la misma aparece cegada y remata en características almenas piramidales de sección muy alargada, visibles también a lo largo del coronamiento de los muros en la nave central.

La imagen defensiva de la Catedral Vieja salmantina es apabullante, recordándonos la Sé Velha de Coimbra; de hecho, el carisma cuasimilitar de la catedral era ratificado por la crónica de Juan II pues “las bóvedas no estaban cubiertas por enmaderamiento alguno sino por piedras en forma de chapados [a la larga perdidos y sustituidos por teja] y por lo alto con parapetos de los que todavía quedan varias almenas” (Villar y Macías, p. 66). Nada parecía presagiar que tan sólida fortaleza fuera el origen de una escuela catedralicia que a la postre fecundó en la prestigiosa Universitas Salmanticensis.
El absidiolo del lado de la epístola posee una distribución muy similar a la capilla mayor aunque carezca de semicolumnas y presente un solo vano central. La cornisa es añadido posterior, del siglo XVI. Presenta una ventana con roscas aboceladas lisas y chambrana abilletada, así como capiteles vegetales a dos niveles trabajados con cierta simplicidad. Adosado al ábside meridional se alza un husillo que permite acceder hasta la flecha superior; el grosor de sus muros va disminuyendo a medida que se eleva en altura y está aspillerado. Del mismo husillo parte una moldura de hojas tripétalas entre roleos que se prolonga por el frente oriental del brazo sur del crucero. El husillo culmina con un cuerpo hemisférico que lo reconvierte en cuadrángulo, rematando en aguja escamada provista de aristones y gabletes góticos en sus cuatro paños, cuya cronología parece algo posterior que la Torre del Gallo. Señalaba Sánchez cómo debió existir otro husillo simétrico, junto al absidiolo norte, que fue engullido y desmantelado al plantear la enorme fábrica de la Catedral Nueva, iniciada en 1513.
Sección longitudinal
 

El nuevo templo catedralicio –aunque su visión resulte algo tortuosa– respetó el absidiolo del evangelio, la llamada capilla de San Lorenzo. Manteniendo en todo la estructura del colateral sur, se abre al exterior por medio de una ventana románica en esviaje carente de ornamentación escultórica. Su interior está animado con dos impostas que arrancan, una a media altura con tetrapétalas y tripétalas inscritas en el interior de círculos; y otra de listel en coincidencia con el cimacio del único capitel conservado. En el muro derecho del tramo presbiterial septentrional aparece otra moldura con tetrapétalas inscritas en el interior de círculos. Una puerta de medio punto cegada ornada con arquivolta de motivos ovales entre listeles perlados (muy similar a la del ábside colateral meridional), comunicaba el ábside del evangelio con la capilla mayor.
En realidad, la traza de la Catedral Nueva, reaprovecha el muro septentrional de la fábrica románica, recreciéndolo y ocultando vanos y parte de los abovedamientos de la nave del evangelio. Puesto que el eje del nuevo edificio no era perfectamente paralelo al del bloque románico, advertimos cómo sus zonas más orientales quedaron más embebidas que las occidentales. Es bien apreciado el curioso juicio de Ceán Bermúdez cuando en sus Adiciones al diccionario de Llaguno consideraba opción muy acertada no haber demolido la vieja fábrica "reservándola para sagrario y parroquia". Desde el Boletín de la Real Academia de San Fernando sugería Ávalos la digna consideración que tal edificio mereció en boca de un erudito como Ceán, no demasiado comprometido con la arquitectura de nuestra Edad Media.

En el interior derecho del tramo presbiterial del absidiolo meridional –la capilla de San Nicolás– apreciamos otra imposta ornada con tetrapétalas y tripétalas inscritas en círculos que, adaptada a la semicolumna del triunfal, se prolonga por todo el brazo del crucero y la nave lateral meridional. Sin duda indicio de que los muros del crucero sur y la nave colateral fueron construidos durante una primera campaña, al menos hasta la altura de las ventanas. La misma moldura ya fue asimilada con lo abulense por Gómez-Moreno pues en San Vicente apreciaba otras muy similares. Aduce Sánchez que las ventanas bajas del brazo sur del crucero son idénticas en cuanto a capiteles y molduras que las absidales. El mismo rosetón abierto en el testero meridional, aunque modificado en el siglo XV, posee cornisa y molduración de ovas características del tránsito entre el siglo XII y el XIII, cuando se planteó la bóveda del crucero. Antes debió utilizar cubierta lígnea (cf. Quadrado), como se deduce de varias ménsulas salientes que sirvieron para sujetar la primitiva armadura.
En el frente oriental del brazo meridional del crucero aparece una ventana cegada con arquivolta de motivos cilíndricos similar a la existente en el absidiolo sur, otras del mismo brazo abiertas al sur y al oeste y la llamada puerta de Acre (donde muchos notarios despachaban los documentos durante los siglos XII y XIII), rematada en arco de medio punto con molduras de listeles en su arranque. Sobre esta puerta de Acre aparece un arco de descarga que llamó la atención de Gómez-Moreno pues sus dovelas van engarzadas a espiga.

La Catedral Vieja, a la que actualmente penetramos desde la capilla de Pedro Sánchez, a los pies del gran edificio tardogótico, salvando una escalera con meseta central y dos bajantes simétricas, posee cinco tramos separados por gruesos pilares. El primitivo acceso hasta la catedral se efectuaba desde el brazo norte del crucero, salvando un desnivel de tres metros que fue cegado en 1953.
Los potentes soportes son de núcleo cruciforme con semicolumnas adosadas en sus frentes y codillos que, como en Saint-Eutrope de Saintes, parten de un elevado zócalo circular. Las semicolumnas y los esquinales del pilar se corresponden con las arcadas dobladas mientras que las columnillas angulares lo hacen con el arranque de las ojivas. Estas columnillas angulares están ausentes en la cabecera y pilares del crucero. La nave central se cubre con bóvedas de crucería reforzadas mediante gruesas nervaduras cuyos plementos de sección rectangular perfilan doble bocel y escocia intermedia; en las laterales nuevas crucerías de sección hemisférica perfectamente cupuliformes y plementería anular que Gómez-Moreno denominaba bóvedas “vaídas sobre cruceros”, están reforzadas por nervaduras de triple bocel y perfil más o menos triangular.

Los muros exteriores de la nave central sobresalen por encima de las naves laterales y quedan perforados por ventanales rasgados que iluminan el espacio interior. También se cubren con crucerías el tramo norte y los dos meridionales del crucero, siendo idénticos los inmediatos al central, con nervaduras similares a las empleadas en la nave mayor. El tramo más meridional del crucero utiliza curiosos nervios con triple baquetón zigzagueante que arrancan de interesantes estatuas-nervio, presentes también en el tramo colateral, en tres de las pechinas de la cúpula central y en el ángulo noreste del primer tramo de la nave mayor. Los perfiles de chevrons aparecen en fustes y jambas de algunos edificios del Saintonge como Rioux y Rétaud. La altiva cúpula del crucero parte de pechinas lisas y plantea dos niveles calados por 32 ventanales rasgados entre semicolumnas adosadas que sirven de apoyo a las nervaturas que refuerzan el casquete hemisférico y coinciden en una brillante clave central.

La tarea de delimitar las fases constructivas de la Catedral Vieja salmantina ha sido una pauta común entre los muchos autores que han analizado el edificio (Gómez Moreno, Camón Aznar, Julio González, Rodríguez G. de Ceballos, Pradalier, Martínez Frías, J. R. Nieto, A. Casaseca, Valentín Berriochoa y Yolanda Portal), si bien predomina la opinión de datar las primeras obras en torno al 1140- 1150 (a partir de 1135 y hasta 1151 siendo obispo don Berengario) o considerar el arranque de éstas hacia 1150, cuando el cabildo de la ciudad episcopal contaba con el suficiente poder económico como para emprender una fábrica de semejante envergadura. Es una labor compleja pues depende exclusivamente del análisis del interior, como corresponde a un edificio cuya contemplación exterior resulta tarea demasiado fragmentaria. Elías Tormo –siguiendo el manuscrito original de Gómez-Moreno– hacía referencia a cuatro arquitectos que se encargaron sucesivamente de la planta, la Torre del Gallo, el claustro (el maestro Pedro) y el remate de las obras (el maestro Juan). Camón Aznar consideraba seis secuencias que iban desde un primer “maestro de los ábsides” que trazó la planta y levantó los ábsides cubiertos con bóvedas de horno, los muros del presbiterio mayor con arquerías ciegas y sus molduras ajedrezadas (ca. 1140); el “maestro de los pilares” que cerraba el presbiterio con bóveda apuntada y elevaba los pilares más antiguos, acodillados para conseguir soportar unas previstas bóvedas románicas de arista (ca. 1155); y el encargado de ensayar las bóvedas nervadas y cupuliformes angevinas de las naves laterales (ca. 1160-1170). Un cuarto maestro activo en la obra del claustro (ca. 1162-1168) y un quinto que alza las crucerías de la nave mayor, las de los tramos laterales del crucero y la capilla de Talavera (ca. 1180). El sexto maestro será el autor de la “Torre del Gallo” (post. 1180-1200). Para Berriochoa, que a grandes rasgos sigue el trabajo de Pradalier (y reproduce Daniel Sánchez), se perfilarían tres campañas: la de mayor antigüedad, entre 1149 (1152 para Pradalier) y 1175 correspondiente con los tres ábsides y refuerzo del mayor, muros laterales de las naves hasta la altura de las ventanas y pórtico de entrada. De hecho, durante la primera fase se alzó todo el perímetro de la planta catedralicia hasta una altura modesta.
Nave central
Nave lateral
Nave central mirando a los pies 
Nave central interior
 
Nave central interior 
Nave central interior
Nave del Evangelio
Nave del evangelio 

La nave del evangelio es más estrecha, le falta el brazo del transepto y el ábside está cortado debido a que el muro norte se comparte con la Catedral Nueva, para lo que se aumentó el grosor. Las naves laterales también cuentan con cubierta de crucería. En el muro de la nave se sitúa el altar de Santa María la Blanca con una imagen del siglo XIV, y está rodeada de dieciocho escenas que narran los milagros atribuidos al Cristo de las Batallas. En el ábside se emplazado el baptisterio donde se ubica una bella pila bautismal románica, un precioso retablo gótico de pintura sobre tablas y una magnífica reja.
Santa María la Blanca
 

En 1175 se iniciaban las obras del claustro, lo cual hizo ralentizar las obras de la iglesia mayor, coincidiendo con el apostolado del obispo Vidal (1176-1198). A pesar de la lentitud, los trabajos incorporan las nuevas corrientes al uso. Mientras que las primeras bóvedas proyectadas para la nave central fueron de cañón (Lampérez) o de aristas (Camón), durante esta segunda etapa se alzaron nuevas cubiertas al estilo Plantagenet, como las que ensayaron en Saint-Maurice de Angers (ca. 1160), pórtico sur del transepto de la catedral de Mans (post. 1158) y tramos occidentales de la catedral de Poitiers (ca. 1170-1190), y que en Salamanca podemos datar en torno a la década del 1190-1200.
En los tramos laterales del crucero no se dispuso nada para recibir los arcos diagonales, así es que apoyan sobre repisas en ménsula y monstruosas cabezas sobre las que se alzan estatuas-nervatura reforzando los salmeres. Lo cierto es que desde Lampérez la crítica disociaba con claridad entre una planta inicial "borgoñona" y un sistema de cubiertas “aquitano” que el mismo arquitecto identificaba con el estilo Plantagenêt, denominación todavía de curso científico.
Por contra, aquella tricéfala calificación de románico-bizantino-ojival para la catedral salmantina hará mucho que pasó a ser reliquia historiográfica.
Berriochoa y Sánchez consideran que en los brazos del crucero intervinieron dos maestros, uno en los tramos más cercanos a la cúpula y otro para la bóveda más meridional. Con posterioridad al 1195 se cubrieron los tres tramos más occidentales de la nave central; los tramos norte (ahora desaparecido) y sur del crucero y los dos primeros tramos de las naves laterales.
Brazo sur del crucero de la Catedral Vieja.
Crucero, transepto sur
Sepulcros transepto sur 

Respecto de la tercera fase constructiva los mismos autores hacen alusión al maestro de la Torre del Gallo, activo aproximadamente entre 1200 y 1220. Las estatuas-ménsula de las pechinas de la cúpula permiten intuir que la inicial cubierta del crucero debió formularse con arcos diagonales. Sin embargo, la evidencia constructiva nos habla de un planteamiento más moderno, quizá secundado tras la elevación del cimborrio de la catedral zamorana. Así, en época del obispo don Gonzalo (1199- 1226) se cubre por completo la Torre del Gallo y se rematan las crujías occidentales del templo. Julio González señalaba que, además del privilegio de los 25 operarios excusados por Fernando II en 1183 y Alfonso IX en 1199, aparecía entre la documentación un Iohannes Franco como maestro de obra en 1225 y 1228. Villar y Macías por su parte opinaba –a tenor de la célebre bula del papa Nicolás IV (1289) concediendo indulgencias a cuantos colaboraran económicamente con la empresa– que hacia el último tercio del siglo XIII el templo aún no estaba concluido, pues quienes “FICIERE(n) AIVDORIO ALA OBRA O ALA LVMINARIA AN P(er)DONES DE QVATRO ARCOBISPOS E DE XXIX OBISPOS Q(ve) DAN CADA VNO DELLOS XL DIAS DE PERDON”. Para Garms, la bula referida en la inscripción del pilar de la cabecera, parece una verdadera consagración.
Durante todo el siglo XIV el cabildo estuvo muy necesitado de ingresos para rematar el edificio, tanto como para arrendar todas sus propiedades en el obispado durante cuatro años por 1.300 maravedís en 1313. En 1363 el obispo Alfonso Barasaque fundaba una cofradía y se hacía eco de la urgente necesidad de ayudas y limosnas que permitieran la continuidad de los trabajos. Las zonas afectadas fueron la torre mayor, la derruida capilla claustral de Santa Catalina (hoy museo) y ciertos desperfectos en la Torre del Gallo. De hecho, el excusado de los 25 operarios fue confirmado por la monarquía hasta mediados del siglo XV, aunque desde el siglo XIV “se hacen como mera rutina, sin relación directa con la construcción de la catedral” (Portal Monge, p. 91).
Lambert refería cómo hacia mediados del siglo XII, Zamora y Salamanca –y después Toro y Ciudad Rodrigo– habían iniciado la construcción de grandes iglesias románicas cuya traza reproducía el esquema ensayado en San Isidoro de León y San Vicente de Ávila: tres ábsides precedidos por presbiterio cubierto con bóveda de cañón que se abrían a un crucero saliente cuyos brazos se cubrían con cañón perpendicular al eje del edificio.
En la nave central se planteaba un nuevo cañón apuntado cubriendo las laterales con aristas y reservando una cúpula sobre pechinas para el tramo central del crucero, a grandes rasgos coincide pues con lo propuesto por Lampérez. Camón rechazaba este sistema borgoñón de cubiertas, optando con considerar bóvedas de arista en la nave central y también de arista, o bien cupuliformes con plementos, para las laterales. Lo cierto es que la hipotética cúpula sobre pechinas de Salamanca y sus cañones fueron suplantados por nuevos sistemas de cubierta, aquí con señero cimborrio y crucerías cupuliformes cuando el gótico se abría paso en varios edificios punteros de Castilla y León. Para Gómez-Moreno, las modificaciones en el crucero y la transformación en la cubrición de las naves eran evidentes, si bien se produjeron de manera gradual. A la vista de los cambios de traza sucedidos a lo largo de casi 75 años, Camón Aznar no dudaba en calificar el edificio como “síntesis de la arquitectura del siglo XII”, sin que sus diferentes fases provoquen distorsiones estilísticas, bien al contrario la Catedral Vieja ofrece un resultado compacto, sereno y sobrecogedor.
Delimitar las campañas escultóricas resulta más complejo. Y es que el devenir edilicio –como ocurre en otras construcciones señeras– no siempre encaja perfectamente con los trabajos de aquellos canteros volcados en la ornamentación.

Es absolutamente necesario recurrir al sólido estudio de Henri Pradalier. Un meticuloso análisis que va más allá de lo puramente descriptivo le permite perfilar tres grandes campañas escultóricas, conectando la segunda con alguna de las corrientes de vanguardia que por aquel entonces tuvieron su máximo desarrollo en el sudoeste de Francia. Sin ningún género de dudas, un mejor conocimiento de la escultura catedralicia salmantina, en especial la desarrollada en sus tramos occidentales, permitirá comprender mejor la decoración en otros importantes edificios españoles de la segunda mitad del siglo XII.
Es evidente que los capiteles del exterior del ábside mayor (los del interior resultan invisibles por el gran retablo de Nicolás Florentino), los cuatro del absidiolo meridional, los cuatro de las ventanas oriental, meridional y occidental del crucero, dos en el acceso al absidiolo meridional, los visibles en el arco que comunica la misma capilla mayor con el absidiolo sur, los de la portada occidental y la ornamentación de la portada que se abre al claustro resultan los de mayor antigüedad (en total un heteróclito grupo de 40 capiteles fruto del trabajo de diferentes escultores a lo largo de un período de casi veinte años).




En efecto, un airoso caballero entre roleos que parten de las fauces de una máscara, arpías y leones afrontados entre otra máscara que vomita sus correspondientes tallos, un germinal “salvaje” (Caamaño), así como los capiteles con personajes, basiliscos, herbáceas máscaras, arpías y leones y dos primorosos medallones calados de la portada claustral dan las claves para aquilatar un variopinto grupo de escultores –al menos seis– de refinada labra, adepto a los fustes acanalados y las columnas helicoidales que está directamente relacionado con algunos de los escultores que en San Vicente de Ávila, Santiago de Carrión de los Condes y el monasterio de Aguilar de Campoo (Palencia) trataron similares asuntos. La fecha de su actividad rondaría las décadas del 1160-1170. Pero los escultores expertos en motivos vegetales aparecen netamente segregados de los dedicados al bestiario, si bien frondas, fauna, motivos figurados, recursos técnicos y detalles ornamentales parecen encajar dentro del mismo vocabulario común a otros puntos de la geografía castellano-leonesa. La sintaxis, sin embargo, es diferente, pudiendo ejercer su influencia sobre los capiteles de Santa María de la Vega, Santo Tomás Cantuariense de Salamanca, la portada del Obispo de la catedral zamorana y los capiteles orientales del crucero de la colegiata de Toro.
La cesta con grifos afrontados de la capilla del evangelio tiene su réplica en el crucero septentrional de la catedral abulense, así lo señalaba ya Gómez-Moreno en el Catálogo Monumental. Otros capiteles vegetales en el exterior de la ventana meridional del ábside de la epístola y los que soportan el triunfal del mismo absidiolo, con acantos a dos niveles, reciben la herencia de los mejores escultores de la primera campaña.

Sánchez, siguiendo en todo a Camón, habla del “maestro del crucero” para referirse al autor de las cestas con la escena de Daniel en el foso de los leones y otras que representan un combate entre caballeros, grifos dispuestos sobre un cáliz, leones y temas vegetales. Para Camón fue escultor que talló los capiteles más delicados de la catedral. Lo data en torno al 1155 y lo califica como “oriental" por su textura marfileña. Pradalier prefiere hablar de imitadores de los escultores más refinados, aunque sin llegar a superarlos. Los mismos acantos que constituyen el fondo de la cesta ornada con el combate entre caballeros son una versión esquemática de alguno de los modillones de la portada claustral, ofreciendo la fecha de 1165-1170. El mismo estilo preciosista convive con lo que Pradalier denominaba “tendencia a la sobriedad”, en una quincena de capiteles de hojas lisas visibles en otros puntos del crucero y cabecera, similares a piezas de Gradefes y la catedral de Santo Domingo de la Calzada, en franco contraste con las cestas de la portada claustral, las del arco que comunica el ábside mayor y el colateral meridional, o los menguados restos del portal occidental que describimos más adelante. En suma un ecléctico taller activo entre 1152 y 1175, carente de un programa iconográfico específico y surtido de canteros –innovadores o simples recreadores– llegados desde destinos muy dispares, peninsulares muchos y sin duda también ultrapirenaicos.
Desde otro punto de vista, Camón hacía alusión a un maestro activo en los capiteles de los dos primeros tramos, donde se desarrollan temas florales de carnosas hojas lobuladas, flores entre vástagos con roleos, acantos espinosos y otros temas zoomórficos, combinando aves afrontadas, arpías entre entrelazos y motivos gastrocefálicos, incluida una cesta con Sansón desquijarando al león junto a una alargada máscara barbada. El mismo Camón relacionaba esta campaña con un Gundisalvus taiador que aparece en un documento de 1164. La fecha nos resulta excesivamente temprana. Para Camón, otro escultor –aunque parecería más correcto aplicar la palabra taller– trabajó en los capiteles de los tres últimos tramos, los más occidentales de la iglesia, donde recurre a ricos repertorios florales y acantos rizados, dentro de un estilo más antiquizante que nos recuerda algunas cestas de San Vicente de Ávila y del compostelano Pórtico de la Gloria. Pero sin duda el quinto maestro activo en la catedral salmantina fuera el más peculiar, mostrando especial celo en la talla de las estatuas-nervadura del crucero, ménsulas y mascarones, así como en las cestas figuradas del tramo más occidental donde varios personajes que empuñan bastones combaten contra arpías de anillados pechos. En otros dos capiteles se talla una Anunciación y un ángel portador de una cruz. Siguen en boga los collarinos de ovas que manifiestan cierta continuidad respecto a los escultores precedentes.
Pradalier consideraba que las esculturas de una segunda campaña se repartían entre los capiteles de los ventanales superiores, las estatuas-nervadura, sus ménsulas, capiteles de las naves y claves de bóveda. Si bien sus canteros pueden agruparse en torno a dos corrientes: unos siguen la estela de los escultores de la primera campaña (ventanales del transepto, capiteles del muro meridional, capiteles y varias ménsulas de los pilares de la nave central, estatuas-nervaduras del tramo más meridional del brazo sur del crucero, dos capiteles del cuarto tramo de la nave del evangelio y otros del tercero de la nave de la epístola) mientras que otros ensayan un estilo completamente novedoso en Salamanca (zonas bajas de los pilares de la nave y abovedamientos de las colaterales).
Los escultores más retardatarios fueron hábiles en la talla de acantos, con frutos granulados en la cimera de las hojas, pero sin apenas asimilar la gramática decorativa de los nuevos maestros, a excepción del astrágalo con ovas en las cestas de la nave mayor. Abundan las grandes hojas de aguas en forma de tulipas, líneas perladas y dobladuras superiores, con cimacios decorados por palmetas semicirculares muy planas (la misma ornamentación en formato de imposta rodea el perímetro del edificio, sobre la línea de los ventanales). En otros casos aparecen dragones alados afrontados. Por encima de las cestas se disponen las ménsulas figuradas (una cabeza de toro, otra de cabra, una bigotuda máscara, las tres vomitando tallos y en clara conexión con el estilo de los modillones de la portada claustral, más dos atlantes y otra máscara lobuna apresando un lanudo cordero), inicialmente previstas para recibir unas estatuas-nervadura que –al contrario que en el crucero– nunca llegaron a tallarse. Otro escultor activo en el pilar del tercer tramo de la nave de la epístola recurrirá a los animales fantásticos entre barrocos roleos que también evocan los de la portada claustral. El mismo se encargará de las cuatro estatuas-nervadura que apoyan sobre ménsulas con máscaras en el tramo más meridional del brazo sur del crucero.
Portada de acceso al claustro (1164-1185). Trabajados minuciosamente, tanto los roelos del cimacio como la cesta.
Capitel de la portada de acceso a la iglesia, etapa románica (1164-1185) de la construcción de la catedral. Arpías, leones, con roelos en el cimacio, destacando la soberbia ejecución. 

Los nuevos maestros de la segunda campaña imponen cambios, tanto estructurales como decorativos, que son ya evidentes en los capiteles del pilar del cuarto tramo de la nave del evangelio. Petrus Petriz desaparece de la documentación a partir de 1182 y hacia 1185-1190 debió llegar un nuevo arquitecto. Surgen entonces rotundas máscaras de amenazadoras fauces (ángulo sudeste del primer tramo en la colateral de la epístola), inestables monstruos y serenas cabezas humanas de globulares párpados, además de las restantes estatuas-nervadura del transepto, pechinas de la cúpula, la huérfana del primer tramo de la nave central (ángulo noreste), sus monstruosas ménsulas y las claves de bóveda en los tramos primero y segundo de la nave colateral meridional. Todo ello en las antípodas del preciosismo de los anteriores maestros. Las vestiduras de las estatuas-nervadura son secas, están dotadas de dobles pliegues y sus personajes mantienen la mirada fija, con paralizantes y penetrantes toques de trépano. Se aprecia un estilo muy similar en la portada occidental de la Abbaye-aux-Dames de Saintes. Los cimacios y collarinos salmantinos aparecen cuajados de ovas, como en Chinon y Echillais y, junto a éstas, los imponentes gloutons muestran claros remedos galos, en la línea de Saint-Ours de Loches, Saint Pierre de Aulnay, Saintes, Angers y tantos otros testimonios anjevinos, visibles en templos del Berry, Angumois y Poitou.
Las estatuas-nervadura de las pechinas del tramo central del crucero representan tres ángeles trompeteros nimbados, de acaracolados cabellos y característicos ropajes que recuerdan los secos pliegues de otras esculturas en Chadenac, Perignac (Saintonge) y la abadía des Moreaux (Vienne).

En los salmeres de los tramos colaterales aparecen santos y un diácono portando libros y un cáliz, un personaje femenino de largos cabellos (quizá una santa), San Miguel alanceando a un dragón que surge de la ménsula sobre la que apoya, un obispo mitrado con casulla y báculo que porta un libro y con la diestra hiere al dragón que ocupa una ménsula a sus pies y Cristo bendiciendo sobre ménsula con león gastrocéfalo (Pradalier). El diácono portando un ciborium puede ser San Nicolás, en correspondencia con la advocación de la capilla. Son esculturas que parecen formar parte de un sintético Juicio Final, reservando las figuras definidoras de la malignidad para las ménsulas. Señalaba Pradalier cómo la aplicación de bóvedas cupuliformes y de estatuas-nervadura colocan a la Catedral Vieja salmantina bajo el área de influencia del imperio Plantagenêt, cuya arquitectura y “estatuamanía” han sido bien estudiadas por André Mussat y Pierre Héliot. Por otra parte, en ciertas arquivoltas del sudoeste fueron frecuentes las escenas de combate entre virtudes y vicios (p. e. Aulnay y Fénioux), que tal vez fueron el punto de inspiración de los escultores salmantinos. Se desplegaron incluso en formato de estatuas-nervadura, como apreciamos en Angles (Bas-Poitou), si bien en el caso que nos ocupa, la colocación de ménsulas estructuralmente estériles, pudiera estar en relación con las referidas portadas galas, donde las virtudes amilanan y aplastan a los monstruosos vicios que yacen subyugados a sus pies.
Por una bula de Benito XIII sabemos que en 1369 dos de las pechinas de la cúpula estaban en un estado lastimoso, infiere Pradalier que quizá se tratara de la noreste y la noroeste pues su arco formero se rehizo en el siglo XIV. Nuevos lienzos enmascararon la columna y el capitel románico del lado oriental en el pilar noroeste, así como su pendant del pilar noreste, modificando notablemente ménsulas y repisas de apoyo.
Camón vinculaba cronológica y estilísticamente estos escultores de los tramos occidentales y de las estatuas-nervadura del crucero con otros dos que trabajaron en el claustro. Tal apreciación –ya apuntada por Gómez-Moreno– no nos resulta del todo ajustada pues veremos cómo los capiteles claustrales tienen una tesitura muy diferente, propia de escultores que sin duda estaban familiarizados con los maestros de la sala capitular de San Salvador de Oña (Burgos), el segundo taller silense y otras fórmulas compostelanas que ya anunció Pita Andrade.
Para el crítico aragonés, en la rica serie de claves de bóveda de la nave mayor donde aparecen ángeles afrontados, las estatuas-nervadura que soportan los nervios de chevrons de la bóveda del extremo meridional del crucero y las máscaras de las ménsulas de la capilla de Talavera, se manifiesta la intervención de un octavo escultor, más próximo al realismo gótico, que desarrolló su trabajo en la década del 1170.
También en el cimborrio participa un maestro distinto. Se especializa en la talla de alargadas cestas vegetales con carnosos acantos lisos que encuentran sus referentes en algunos monasterios cistercienses (quizá Moreruela, Valbuena o Palazuelos, sin llegar a citar ninguno), aunque tampoco queden muy alejados del cimborrio de Zamora y otros más tardíos en la catedral mirobrigense. Tal vez Camón se deslice por el resbaladizo camino de considerar personalidades diferenciadas a lo que sin duda fueron verdaderos talleres. A todas luces, el meticuloso estudio de Pradalier sigue siendo, hoy por hoy, y a pesar de haberse redactado en 1978, el más brillante de cuantos hayan versado sobre la Catedral Vieja. En el mismo se señalaba cómo hacia 1200, o quizá posteriormente, debió alzarse la Torre del Gallo, sector de gran unidad estilística y cuya escultura, desplegada en sus 192 capiteles, posee una sobriedad radical. De hecho, combina sólo cinco tipos de cesta, algunos similares a los tallados en la portada septentrional de Santo Tomás Cantuariense.
Los tres tramos occidentales de la Catedral Vieja presentan pilares cuyos capiteles desarrollan hojas de acantos siguiendo un esquema en friso continuo de claras resonancias góticas que culminará en las clásicas cestas de crochets del último pilar de la nave de la epístola. Otros capiteles con acantos del mismo pilar manifiestan tipos carnosos que en algo recuerdan a los de la sala capitular. Las ricas series vegetales de los tramos occidentales presentan largas hojas incurvadas y trepanadas, desarrollos superiores avolutados, en forma de racimos o con hojas tripétalas, anudadas mediante anillos, impostas y collarinos apalmetados y astrágalos con dados y perfiles cóncavos. Las cestas figuradas, con arpías, grifos, hombres armados con garrotes y hachones coinciden con el estilo de las ménsulas superiores, situadas en el arranque de las nervaduras, donde apreciamos un busto real, máscaras femeninas tocadas con cofias, masculinas barbadas y un monstruo gastrocefálico de acaracoladas guedejas. Evidentemente existe un similar ambiente plástico entre los escultores de los últimos tramos de la Catedral Vieja y los activos en los tramos occidentales de la iglesia del monasterio de Aguilar de Campoo (ca. 1209-1222), aunque esta tesitura se ciña a las cestas vegetales. Pradalier indicaba cómo los mismos escultores de los últimos tramos de la catedral labraron similares piezas en la capilla de Talavera, estancia ya rematada en 1243. En función de esta cronología, sería posible datar los tramos occidentales de la planta catedralicia en torno a los años 1210-1220. Atribuye ciertas claves que cierran los mismos tramos de la nave central (ángeles con filacterias, libros y rosetas) y los capiteles de la Anunciación y San Miguel alanceando al dragón al escultor que talló el sepulcro de la Magdalena de Zamora y otras claves del mismo edificio, cercano al estilo de las célebres claves del pórtico de la Gloria compostelano y del palacio de Gelmírez. Muy acertadamente M. Ruiz Maldonado consideraba que eran obras similares aunque no necesariamente de la misma mano. En el fondo de la cuestión subyace la difusión hacia Benavente, Zamora y Salamanca del románico compostelano más tardío que había intuido Pita Andrade.

A los pies de la catedral estuvo la Puerta del Perdón, modificada en 1680 y, aún posteriormente, tras el terremoto lisboeta de 1755. La portada quedó flanqueada por dos torres, como en Ávila y Compostela, a la derecha la “Torre Mocha”, verdadero bastión fortificado con alcaide delegado, desaparecida en 1680 y que sin duda merecía con justicia el apelativo de fortis salmantina que acreditaba a la catedral charra. No pocas dotaciones particulares disfrutó este sector pues el obispo don Carlos Guevara afirmaba en 1392 que la torre mayor “ha tiempo que es comenzada, e según la obra que se en ella cada dia se fase es menester gran cuantía de maravedis”.
A la izquierda se elevaba la Torre de las Campanas, auténtica “chambrana” entre ambas catedrales, de planta cuadrangular y quince metros de altura (de 44 hablaba Gómez-Moreno) sobre la que se alzó la torre actual.
Contó con varios niveles separados por cornisas y dos grandes arcos apuntados en dos filas a cada lado (Berriochoa infiere cómo aún se aprecian restos en el muro oriental). Se modificó en 1392 sin que se conserven vestigios de tal intervención. Su valor estratégico también estuvo lejos de toda duda: allí se hizo fuerte el archidiácono Juan Gómez de Anaya frente a Juan II en 1440. Años después, en 1456, el cabildo echaba en cara al obispo Gonzalo de Vivero haber refortificado la misma para dominar la iglesia y la ciudad. En 1473 su ruina aconsejaba nuevas reparaciones. Hacia el siglo XVI el tercer piso se cubría con una bóveda de terceletes y quizá se recreció con otro nivel rematado por chapitel.
Tras el incendio de 1705 y el seísmo de Lisboa se plantearon obras integrales.
Hoy acoge un gran cuerpo inferior prismático rematado por un soberbio campanario y una cúpula semiesférica del siglo XVIII. En la base de la Torre de las Campanas se conserva la capilla de San Martín o del Aceite, fundación que correspondió al obispo Pedro Pérez (†1262) allí sepultado. Accedemos por un vano adintelado con mochetas vegetales desde el tramo más occidental de la nave del evangelio, de la que resulta sobreelevada por medio de cuatro escalones.
Está cubierta con bóveda de cañón apuntado y sus muros muestran un rico elenco de marcas de destajista, coetáneas con la obra de los tramos más occidentales del templo. Carente de iluminación exterior, posee una ventana abocinada en esviaje perforando el muro occidental. La iluminación artificial permite contemplar las pinturas murales que Pruneda disfrutó en 1905 con una lámpara de magnesio. Por encima se halla otra estancia cubierta con similar abovedamiento reforzado con fajón. En el muro oriental de la capilla de San Martín se desplegó un interesante programa pictórico de cronología gótica (1262) firmado por Antón Sánchez de Segovia y otro mural contiguo en el muro norte, de mediados del siglo XIV, donde se pintó un Juicio Final junto al Pantocrátor y el pasaje de la Etimasía o del trono vacío. Un arcosolio con el sepulcro policromado del obispo don Rodrigo Díaz (†1339) completa la estancia.
Los murales góticos están firmados por Antón Sánchez de Segovia en 1262. El sepulcro corresponde al obispo Rodrigo Díaz, muerto en el año 1339

El pórtico occidental se cubre con bóveda de cañón reforzada con fajones muy próximos entre sí; para algún autor, es la zona más antigua del edificio, fruto del primitivo templo que modestamente construyó don Jerónimo en 1102. Aquí se mantiene una pequeña portada románica de la que sólo se aprecian las impostas con hojas tetrapétalas entre entrelazos y una arquivolta de medio punto ornada con rosetas perladas. Pradalier analiza sus capiteles, uno decorado con una escena pugilística y Sansón desquijarando al león y el otro con grifos afrontados. Más que un estilo “retardatario”, copiando obras de fines del siglo XI o inicios del XII, como proponía el crítico francés, creemos que los referentes escultóricos vuelven a apuntar hacia el mismo capitel de la capilla del evangelio y San Vicente de Ávila. Similares grifos se aprecian también en un capitel de la catedral abulense, en el segundo taller silense y en varios templos del foco de Aguilar de Campoo, muy vinculado a la galería porticada de Rebolledo de la Torre (Burgos), que hereda el lenguaje de los grandes escultores de Santiago de Carrión.

Las jambas de entrada de la portada occidental presentan además dos esculturas policromadas con San Gabriel y la Virgen dispuestas bajo doseletes y sobre modernas ménsulas que parecen de fines del XIII, coincidiendo con el desarrollo de la escultura en las grandes canterías burgalesa y leonesa.
Poco antes de 1887 un derrumbe parcial en el campanario de la Catedral Nueva deterioró parte de las bóvedas cercanas al hastial occidental de la seo románica. El mismo año la catedral dúplice recibía la declaración de Monumento Nacional.

La torre del gallo
Así bautizaron los salmantinos al hermoso cimborrio gallonado que se alza sobre el tramo central del crucero debido a la curiosa veleta de hierro que reproduce el perfil de un gallo. Un hecho que podría ponerse en relación con la simbología cristiana: el indudable valor del ave como vencedora sobre el mundo de la noche y de las tinieblas (vid. Áurea de la Morena Bartolomé, “La torre campanario de la iglesia parroquial de Colmenar Viejo (Madrid)”, Anales de Historia del Arte, 1, 1989, pp. 39-71).
Alzado de la Torre del Gallo
 
Planta de la Torre del Gallo
 

Anales de Historia del Arte, 1, 1989, pp. 39-71). La Torre del Gallo posee perfil hemisférico en su interior, extradosándose en forma de casquete gallonado. Una abultada mampostería rellenó la bóveda, provocando numerosos problemas de estabilidad y otras tantas documentadas restauraciones que fueron importantes a principios de nuestro siglo.
Al exterior presenta planta cuadrangular a dos niveles, flanqueada por torrecillas angulares circulares y lucernarios o gabletes en la mitad de cada lado. Las torrecillas angulares se trazaron a dos niveles y se cubrieron con chapiteles cónicos escamados rematados por bola; éstas disponen de cuarenta ventanas rasgadas carentes de molduras, excepto en el nivel superior, donde se amenizan con bolas. Por encima de las torrecillas, el cuerpo cilíndrico está perforado con pequeños vanos lobulados, a modo de columbarios.
También los lucernarios se plantearon a dos niveles con triple ventana en cada uno de ellos, contabilizando un total de 24 vanos. Se rematan con frontón abocelado de piñón simple en cuyo centro se dispone una roseta octopétala sobre triples arquerías ciegas. Las aristas laterales del lucernario poseen puntas de clavo y rosetas mientras que una moldura con arquillos ciegos, a modo de cornisa, recorre perimetralmente la línea de contacto entre el tambor y las cubiertas escamadas de las torrecillas angulares, frontones de los lucernarios y el cimborrio propiamente dicho.
El cimborrio culmina con ocho paños de ímbrices pétreos y canes con bolas o perfiles circulares perforados para las aristas. En la cimera se colocó un cono pétreo y un aplastado remate circular. Señalamos antes cómo los capiteles se tallaron siguiendo modelos de sabor cisterciense, con carnosas hojas de acanto rematadas por bolas y ábacos con dados cuadrangulares en las esquinas.
En el interior, apoyando sobre las pechinas triangulares de perfil cóncavo, parte una cornisa y un tambor circular a dos niveles con treinta y dos ventanas rasgadas de medio punto –algunas cegadas– flanqueadas por columnillas –sesenta y cuatro en total– con sus respectivas basas, cimacios de bocel, fustes y capiteles vegetales de carnosos acantos y piñas. Los arquillos del cuerpo superior son polilobulados. Interiormente se aprecian dieciséis plementos gallonados cóncavos pautados por nervaduras en coincidencia con las columnas gruesas del tambor que convergen en una excelente clave floralal.

El cimborrio plantea interesantes vínculos estilísticos. Para unos deriva del modelo formulado en el Santo Sepulcro de Jerusalén (Hersey), mientras que para otros posee indudables familiaridades con el románico del sudoeste francés (desde Lambert a Dubourg-Noves). Tampoco podemos obviar cierta componenda islamizante (Camón Aznar), filtrada quizá por tradiciones palermitanas o de claro abolengo hispano según se atienda al débil argumento de los arquillos polilobulados del interior. A inicios de siglo Lampérez no era partidario de privilegiar una corriente sobre otra. La Torre del Gallo salmantina, claramente emparentada con otros cimborrios del Duero (catedral de Zamora y colegiata de Toro, además de la catedral de Plasencia y quizá otro desaparecido que se elevaba sobre el crucero de la iglesia de Silos), resulta más armonioso que el zamorano gracias al doble cuerpo de ventanas y las torrecillas exteriores, representando la culminación del grupo.
Lo que parece lejos de toda duda es la familiaridad que tal grupo presenta respecto a los campanarios aquitanos, del Poitou y Saintonge, donde los plementos de las nervaduras penetran en la misma bóveda, tal y como reveló la restauración. Para Dubourg-Noves la Torre del Gallo es tardía con respecto a las formas francesas, aunque por la voluntad ilusionística de sus frentes perforados recuerde a Nieul-le-Virouil. Al exterior, el perfil queda en la línea de Abbaye-aux-Dames y del campanario de Saint-Front de Périgueux al tiempo que las torrecillas y los escamados evoquen Montierneuf.
Una memoria de Joaquín de Vargas redactada en 1892 señalaba cómo una de las torrecillas angulares de la Torre del Gallo estaba desplomada e incluso que alarmantemente, la luz penetraba entre el dovelaje de la cúpula. Finalmente fue desmontada en su totalidad. Los encargados de la restauración fueron Enrique M.ª Repullés y Vargas hasta 1918 y Ricardo García Guereta hacia 1925, reduciendo las cargas al eliminar el relleno contenido en las ventanas cegadas y el más voluminoso acumulado en el trasdós interior de la bóveda que amenazaba con reventar la cúpula. Se desmontó todo el aparejo y volvió a reconstruirse con rejuntado de “revolucionario” hormigón, al tiempo que se acentuaba su verticalidad y simetría. El segundo nivel del tambor se reprodujo con fidelidad mientras que muchas hiladas y capiteles originales fueron sustituidos, contribuyendo a unificar la imagen del cimborrio, al estilo de las esbeltas cupulillas de Saintes y de Poitiers.
Martín Jiménez (1928) ya constataba trabajos que se habían realizado en época medieval pues algunos materiales antiguos se reutilizaron entre el relleno del cimborrio. Para Pradalier estas obras se llevaron a cabo hacia 1289, cuando la Torre del Gallo adoptó un perfil más gotizante que Dubourg-Noves comparaba con la zona central de la cocina de Fontevraud antes de su radical restauración. 

El claustro
Accedemos al mismo desde la portada de medio punto abierta en el brazo meridional del crucero. Disponemos de vagas noticias sobre la construcción del mismo que afectan al período comprendido entre los años 1164 y 1185.
En 1167 Domingo Miguel entregaba al cabildo la aldea de Avarcoso y como contrapartida solicitaba recibir sepultura in claustro honorifice. En 1175 Fernando II donaba al obispo unas casas confiscadas a su propietario que lindaban con el patio de la canónica. El claustro aún no estaba concluido en 1178, año en que el presbítero medinense Miguel hacía donación al cabildo de su heredad en Sieteiglesias para rematar la construcción de aquella dependencia. Un epitafio claustral correspondiente al canónigo Justus de 1177 confirma la contigüidad de los trabajos. Nuevos donantes como Guillermo de Blavia y su mujer Arsent solicitan derecho de enterramiento y aniversario en el claustro (1182). También en 1185 doña Madre y su marido pedían a los canónigos celebrar su aniversario a su muerte y ser enterrados en la claustra. Otra donación por parte de Martín Salvador sin fechar (aunque indudablemente de fines del XII) debía destinarse a sufragar los trabajos claustrales. Las obras continuaron a fines del siglo XIII. En el museo de la capilla de Santa Catalina todavía se conservan cuatro vigas pertenecientes a la antigua techumbre claustral que podemos datar hacia el primer tercio del siglo XIII. El espacio se utilizó como vergel y cementerio, conteniendo un abultado número de sepulturas y sepulcros que fueron retirados a fines del XVIII.
Durante el segundo cuarto del siglo XV el obispo don Sancho López de Castilla (†1446) cubrió con nuevas techumbres mudéjares dos de las crujías que a inicios del siglo XVII describía Gil González Dávila como “maderamientos labrados de diversas labores”.
La reforma llevada a cabo por Jerónimo García de Quiñones y Román Calvo en 1785 modificó enteramente el primitivo claustro que había quedado seriamente dañado tras el terremoto de Lisboa de 1755. Se levantó entonces una nueva techumbre y se recreció con una planta superior.
Lo que se salvó del claustro románico sólo apareció en su totalidad tras las obras de restauración que se realizaron en 1902 bajo el auspicio del obispo Tomás Cámara (1885- 1904) y la dirección de Repullés y Vargas, ciñéndose a las galerías oriental, septentrional y meridional. Antes estuvo cubierto con bóvedas de lunetos –algunas rozas son todavía perceptibles– y revocos amarillentos que datan de 1785. En esta misma fecha el canónigo fabriquero Adán solicitaba ante el cabildo salmantino permiso para cegar los arcosolios medievales y sus correspondientes sepulcros “tan antiguos, que muchos de ellos no tenían señal alguna de quiénes pudieran ser [...], y á que el maestro decía era indispensable quitarlos para la seguridad y solidez de la obra principalmente y después para la simetría y hermosura...”; el cabildo dictamina que “los expresados sepulcros que estaban dentro de la pared se conservasen en ella para memoria de la antigüedad de la iglesia y sus bienhechores, macizándolo y solidándola como era necesario para su seguridad, y en otro caso acordó el Cabildo se quitasen y pusiesen en el suelo, pero que antes se hiciese una puntual descripción del estado y circunstancias en que se hallaren al tiempo de hacer esta obra, poniendo en ella las notas y señales que lo acrediten, y dicha descripción y notas se archiven para gobierno y resguardo del Cabildo”. A pesar de contar con estos valiosos datos extraídos de los libros de actas capitulares y publicados por Repullés, desconocemos si la requerida descripción de los túmulos llegó a redactarse, aunque en caso afirmativo, no se ha localizado. Lo cierto es que Ponz comentaba cómo en el claustro salmantino todavía “hay muchas antiguallas y urnas sepulcrales”, visita que efectuó sin duda con posterioridad a las reformas de 1785.
Escasa sensibilidad debieron despertar estos testimonios medievales a los ojos de los arquitectos dieciochescos, pues muchas de las cestas románicas fueron repicadas y rasuradas con el fin de ajustar los correspondientes placados y aditamentos en yeso. Sospechaba J. R. Nieto que el fatal latigazo sísmico no pudo afectar demasiado a una claustra de una sola altura; es posible que tras semejante “desaguisado” neoclásico quizá se escondiera una decidida voluntad renovadora por parte del cabildo.
Tras la limpieza de 1902 aparecieron dos arcosolios en el lado norte, junto a la portada de acceso desde el crucero, tres en la galería oriental y otros cuatro en la meridional. Los trabajos de adecentamiento se prolongaron hasta la década de 1920.
Llaman la atención los fustes zigzagueantes que soportan los excelentes capiteles de la portada de acceso y apoyan sobre basas abombadas de altos plintos. Es una portada de medio punto con chambrana en contario y grueso bocel como arquivolta. La cesta derecha presenta varios personajes desnudos de rizados cabellos y acusado sabor clásico, así como basiliscos que se mueven entre roleos surgidos de una audaz máscara. La cesta izquierda tiene similar esquema ornamental, aunque incorporando arpías y leones. Los cimacios vuelven a utilizar delicados roleos, repitiéndose otra vez el modelo en la cornisa del tejaroz.
Capilla de Anaya

Es interesante señalar cómo el cimacio del capitel izquierdo se labró in situ, sin llegar a rematarse. Los nueve canecillos del tejaroz se decoran con hojas de acanto, aves afrontadas picoteando un racimo, una máscara vomitando tallos, dragones afrontados, un rostro masculino y rectángulos en progresión con rosetita central.
Capilla de Anaya
 

Pero la obra maestra de la escultura catedralicia son las dos enjutas caladas que se encuentran en los salmeres de la portada, la izquierda con máscara monstruosa de oscuro simbolismo demoniaco que aparece bajo una trama de carnosos zarcillos acampanados, la derecha con delicado follaje perlado poblado por basiliscos y monstruos alados. Las semejanzas de estilo hacen que podamos hablar de un grupo de escultores íntimamente relacionados con los que trabajaron en el vano que comunica la capilla mayor con el ábside meridional, si bien el artífice de esta portada claustral posee un estilo minucioso que a Pradalier le recordaba la soberbia escultura marfileña obrada en el reino de León y Silos, un estilo elegante y delicado que le permitió interpenetrar audazmente lo animal y lo vegetal hacia la década del 1160-1170. Ciertos elementos permiten además advertir concomitancias con las portadas del transepto en Bourges (ca. 1160) y el claustro de la Daurade de Toulouse. Desde nuestro punto de vista, los vínculos con lo tolosano analizados por Pradalier no dejan de tener carácter de ambiente de época.
El sepulcro alojado en el arcosolio del ángulo noreste mantiene la misma posición en la que apareció en 1902. El vano, de medio punto, presenta moldura abocelada y alberga la urna funeraria más llamativa del claustro. Se decora en sus tres frentes visibles con somero relieve de arquitos de medio punto sobre capiteles de crochet y columnillas cobijando escudos de armas que en origen tuvieron que ir policromados con las señas del ocupante. La cubierta es a doble vertiente. Caja y cubierta apoyan sobre tres parejas de columnillas monolíticas de gruesas basas y sencillos capiteles vegetales propios de inicios del siglo XIII.
Gómez-Moreno hacía referencia a ciertos blasones de los Anaya que iban pintados en el fondo del mismo arcosolio así como un epitafio sobre una de las piezas que lo sellaban y donde se aludía a la memoria de don Gómez de Anaya, fallecido en 1190: “AQUI YAZ DON GOMEZ DE ANN/AYA QUE FINO XXIIII DIAS DE/DEZEMBRIO EN LA ERA DE/MIL ET CC ET XXVIII ANNOS”.
La entrada a la capilla de Talavera, antigua capilla de San Salvador y que hizo las veces de sala capitular conserva, aunque muy maltratada, su original entrada de factura románica. La portada presenta arco de medio punto con arquivoltas de grueso baquetón y escocias, el intradós se prolonga por su jamba hasta el zócalo y está amenizado con turgentes rosetas. Baquetón y escocias apoyan sobre excelentes capiteles vegetales que, como los presentes en las dobles ventanas que flanquean la portada, tienen claros paralelos en la entrada a la sala capitular del monasterio burgalés de San Salvador de Oña, la portada occidental del priorato de Santa María de Mave (Palencia) y el monasterio bernardo de San Andrés de Arroyo (vid. además José Luis Senra Gabriel y Galán, “El monasterio de San Salvador de Oña. Del románico pleno al tardorrománico”, en Actas del II Curso de Cultura Medieval, Aguilar de Campoo, 1992, pp. 339-353; íd., “Arquitectura en el monasterio de San Salvador de Oña durante los siglos del románico”, en III Jornadas Burgalesas de Historia Medieval. Burgos en la Plena Edad Media, Burgos, 1991, Burgos, 1994, pp. 495-496). Al mismo Repullés la excelencia y esbeltez de tales cestas le recordaba “obra modernista”. Poseen ábaco con típico rehundido curvo, palmetas perladas (en el ventanal derecho), estilizados acantos muy separados del núcleo troncocónio, rematados en delicados desarrollos vegetales que recuerdan las cestas de la portada occidental de Santa María de Mave (Palencia). Alguno de sus cimacios con roleos encuentra paralelos en los de Santa María de la Vega y el claustro de Aguilar de Campoo (Fogg Art Museum). Llama la atención uno de los fustes del ventanal izquierdo, finamente trabajado con trama perlada de cuadrángulos entrelados que recuerda vagamente ciertas soluciones borgoñonas presentes en Estíbaliz (cf. José Luis Senra Gabriel y Galán, “La irrupción borgoñona en la escultura castellana de mediados del siglo XII”, Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte, 4, 1992, pp. 35-51; Agustín Gómez Gómez, “Algunos aspectos del arte románico en el País Vasco. Extensión y relaciones de un arte periférico”, en Actas del VIII CEHA, Mérida, 1992, pp. 73-79).

La doble ventana de la derecha aloja un sepulcro tardogótico. Entre éste y el del doctor Juan García (†1474) coronado por arco conopial calado, aparece un hueco protegido por una pequeña ventana realizada en el siglo XIV; es apuntada y está orlada con flores cuatrifolias que en su interior aloja dos arquillos gemelos trilobulados entre los que pendía un capitel pinjante, sobre éstos el vano apuntado se perforó con un rosetón angrelado. En su interior se ha instalado una escultura muy deteriorada con la imagen de San Miguel psicopompo. Existe otro San Miguel policromado y de factura tardorrománica sobre la doble ventana izquierda de acceso a la capilla de Talavera.

La portada de medio punto que permite acceder hasta la capilla de Santa Bárbara posee intradós románico decorado con pequeños cilindros muy semejantes a los existentes en los ventanales absidales, además de arquivoltas con baquetones y escocias que apoyan sobre capiteles de acantos calados entrecruzados y berrinchón carnoso muy similares a los de los arcosolios de la crujía meridional. Las basas se labraron sobre un zócalo cúbico que posee talla de someros arquitos semicirculares. Los dos arcosolios siguientes tienen también cestas y collarinos vegetales. El más próximo a la capilla de Santa Bárbara incluye además una máscara grotesca mordiendo las palmetas trepanadas en su ángulo, el fondo del arcosolio está calado por un rosetón de 75 cm de diámetro formado por seis círculos entrelazados y angrelados.
Se descubrió otro arcosolio a la derecha de la portada de acceso a la sala capitular (hoy convertida en museo) con excelentes capiteles románicos, uno está decorado con acantos siguiendo el modelo simplificado de Oña, en el otro aparecen leones en la línea del segundo taller de Silos. En el ángulo suroriental vemos otra cesta románica perteneciente a un arcosolio muy transformado; es sin duda la de mejor talla del claustro: aquí aparecen dos cuadrúpedos afrontados –quizá cérvidos, con curioso trabajo de zigzag en sus lomos– atacados por sendas rapaces que se ceban en sus pescuezos y cuyas alas presentan un meticuloso trabajo. A su derecha –ya en la crujía meridional– se encajó otro capitel vegetal que coincide con el estilo del resto de los instalados en la misma galería. El zócalo sobre la que apoya su basa posee arquillos entrecruzados.
La crujía meridional conserva capiteles románicos en seis de sus siete arcosolios. En éstos se eligen temas más cotidianos. En el capitel izquierdo del primer arcosolio se desarrolla un combate entre leones y guerreros, los combatientes van vestidos con cota de malla y empuñan espadas, se tocan con yelmos y se protegen con escudos. La escena se dispone sobre un fondo de recios acantos y base de collarino trepanado. En el derecho contemplamos, sobre urdimbre vegetal apalmetada y ábaco de dados, cuatro personajes sedentes: una dama tocada con barboquejo junto a un infante y un presente floral, además de otros dos personajes junto a lo que parece un tablero. Despunta el detallismo de los asientos, ya sean sillas con patas torneadas, escabeles o banquetas. En el capitel izquierdo del siguiente arcosolio dos personajes parecen ofrecer un objeto a un tercero sedente mientras en el derecho otros dos destacan sobre un fondo de acantos, el situado a la izquierda se lleva la diestra al pecho. La deficiente conservación de ambas cestas impide una identificación más precisa.
Del tercer arcosolio sólo se ha conservado el capitel izquierdo donde dos personajes masculinos sedentes parecen realizar un trabajo metalúrgico; sería incluso factible pensar que estén acuñando moneda por martilleado a troquel sobre un cuño urdido. En cualquier caso, la escena resulta confusa pues las extremidades superiores de los supuestos artesanos están fracturadas (se reproduce en Violeta Montoliu Soler, “Diversos aspectos de la técnica medieval española a través de la iconografía escultórica”, Revista de la Universidad de Madrid. Homenaje a Gómez-Moreno, I , XXI, 1972, lám. VII. Vid. además Beatriz Mariño, “Testimonios iconográficos de la acuñación de moneda en la Edad Media. La portada de Santiago de Carrión de los Condes”, en Artistes, artisans et production artistique au Moyen Âge, Rennes, 1983, París, I, 1986, p. 504, que considera el capitel salmantino muy dudoso y recoge otros casos parejos en Saint-Georges de Bocherville y en Souvigny); lo cierto es que en 1137 Alfonso VII había concedido al obispo el tercio de la moneda de la ciudad de Salamanca y siguió ostentando ceca que acuñó oro y plata durante los reinados de Fernando II y Alfonso IX. Julio González (1943) documenta como monederos en Salamanca a don Lope (1164), don Julián (1182), Juan (1229), Pedro Pérez (1222) y Bartolomé (1235), además de varios cambistas y una “calle de la moneda” en 1228.

La entrada a la capilla de Anaya reaprovecha otro posible arcosolio con cestas románicas, la izquierda con esquema vegetal berrinchonés a dos niveles, la derecha con toscas arpías afrontadas. Para el penúltimo arcosolio de la galería meridional se elige el tema de la ascensión de Alejandro en la cesta izquierda y el de Sansón desquijarando al león en la derecha. El lucillo del ángulo suroccidental lleva un capitel con arpías coronadas afrontadas y otro vegetal con acantos apalmetados de berrinchón y nervios perlados; ambas cestas mantienen todavía policromía que parece de época tardogótica.

La panda occidental, donde se abre la Puerta de los Carros, carece de elementos románicos. En el ángulo noroeste de la septentrional se abre una achaparrada portada formada por cuatro gruesos boceles y sus correspondientes escocias, además de chambrana abocelada con motivos de ovas. En la actualidad la portada permanece cegada y sirve de hornacina a una Virgen en piedra policromada del siglo XIV.
Abundan los epitafios, buena parte de los cuales pertenecieron a los canónigos de la misma catedral.
En la jamba izquierda de la portada de acceso se encuentra el epitafio de Randulfo, un personaje que parece de origen inglés y al que se ha atribuido la fundación del templo románico de Santo Tomás Cantuariense. Quadrado recogía en 1852 la siguiente inscripción funeraria:
VI ID[us] MARTII OBIIT/FAMUL[us] D[e]I RANDULF[us]/E[ra] M CC XXX II [1194]/MENSE DIE DECIMA MAR/TIS RANDULF[us] AB IMA PA/RTE FUGIT MUND[um], QUE[m]/NO[n] QUIT CLAUDERE MU[n]/D[us] TERREA NA[m] T[er]RIS MAN/DANT[ur] CELICA CELIS SOL/RADIANS TITUL[is] VI[r]TUTU[m] FLOS SINE LABE SOL[us]/I[n] OCCASU MISERIS EST/PASSUS ECLIPSI[m] RANDULF[us] PLENE Q[ui] PHYSI[m] NOVIT UTRAMQ[ue]/MENS BENE DISPOSUIT/SERMO DOCUIT MAN[us] EGIT HUJUS DICTA BON[us] MELIOR/FUIT OPTIM[us] IPSE T[erra] PAUP[er]IB[us] /MORIT[us] VIVENS SIBI CELO”.
Gómez-Moreno transcribe sicqui en lugar de dicta.
Un tal Randulfo, capellán de la catedral, aparecía como comprador junto a su hermano Ricardo, de dos casas y dos corrales en la calle de San Isidro y en el barrio del Azogue Viejo en sendos documentos de 1179 y 1180 (J. L. Martín Martín, et alii, 1977, docs. 72-73), sector urbano instalado junto a la puerta de Acre, cediendo el mismo año de 1180 otra casa –quizá alguna de las anteriores– y un huerto a la catedral por el alma de sus padres y la de su hermano Ricardo.

Junto al contrafuerte izquierdo cercano a la misma portada vemos otro epígrafe referido a un tal Martinus:
MARTIN[us] IUVENIS ET IUNIOR ENEC[us] ILL/AMBO IERMANI TUMULO TUMULANTUR IN IST[o]/QUOS SUA DEFLENDA SOCIAT SUA SOROR OSEDA/ERA M CC XXX
(Quadrado optaba por transcribir “germani“ en lugar de “iermani“, “Eneco“ por “Enecus“, “Christo“ por “il“ y “mater“ en vez de “soror“).
Y entre la misma portada de acceso al claustro y el sepulcro completo del siglo XIII instalado en el arcosolio derecho:
BRUN[nus] P[r]IOR ET MAGIST[e]R IORDAN/MARIA PEQ[ue]NA/GIMARO
(Quadrado elegía “otmaro“ para la última palabra, sin atreverse a anotar nada para la segunda línea).
Entre la capilla de Talavera y Santa Bárbara existen otros dos sepulcros, el del canónigo don Alonso de Vivero y el del tesorero catedralicio don Juan García de Medina (†1474). En este sector recogía Gómez-Moreno otro epitafio que rezaba:
“HIC GIRALD[us] EGO SED CELI/CULMINE DEGO HIC CARO N[ost]RA CI/NIS, A[n]I[m]AM NO[n] T[er]RET HERINIS ET”,
y después de la capilla de Santa Bárbara, cerca de la sala capitular (galería este del claustro), otro más ahora desaparecido:
TERTIO XI KLS/IUNII OBIIT PHA/MULUS DEI PET/RUS AQUENSIS, ER[a]/M CC L I/PETRO QUI VOCABATUR NOM EN
(un tal Pedro de Aix, deceso en 1213). Para Quadrado, la última línea se inscribe sobre la orla de un arco de herradura. Señalaba Gómez-Moreno que se trata de “una piedra de 0,37 por 0,21 m, en la que está grabado un edificio con arco de herradura sobre columnas, en cuya arquivolta se desarrolla la última línea de escritura; dentro del arco, una cruz o crismón hecho con tallos floridos, y a los lados, entre paramentos de sillares, dos ventanas gemelas con cruces y estrellas dentro”. En algunos textos se ha identificado este personaje con un tal “Pedro de la Obra” que aparece en un documento de 1182 recogido por Rius Serra y al que se cree activo en el claustro.
Gómez-Moreno sugería que los capiteles custodiados en Santa María de la Vega pudieran proceder de las arquerías exentas del claustro catedralicio, desmontadas hacia inicios del siglo XVI. Para el mismo autor el claustro románico pudo comenzarse por el ala meridional, si bien creemos que semejante datación resulte poco probable, sobre todo si tenemos en cuenta el carácter gotizante de los capiteles que ornaron los arcosolios. Con mejor tino Gaya Nuño y Gudiol consideraron que los asuntos profanos y el espíritu gótico detectable en estos capiteles claustrales permitirían encajarlos en una fecha avanzada, quizá en torno al 1200.

Los sepulcros
Quadrado y Gómez-Moreno realizaban las primeras descripciones de los numerosos cenotafios que alberga la seo vieja. No realizaremos aquí una reseña detallada de los mismos pues a pesar de su indudable valor todos ellos exceden la cronología propuesta en el presente volumen.
En la capilla mayor se aprecian los sepulcros de doña Mafalda (†1204), hija de Alfonso VIII de Castilla y doña Leonor, así como el de Juan Fernández (†1303), nieto de Alfonso IX de León, trasladados desde una capilla próxima a la de San Martín que desapareció con la construcción de la Catedral Nueva. Bajo una hornacina y próximo al sepulcro de Juan Fernández yace el arcediano salmantino don Fernando Alfonso (†1286, 1279 para Gómez Moreno) y otros tardogóticos de los obispos Sancho de Castilla, don Gonzalo y el arcediano de Toro don Diego Arias Maldonado (originalmente ocupaba el absidiolo norte o de San Lorenzo). En la capilla de San Nicolás (absidiolo sur) se encuentran los sepulcros más interesantes y que todavía mantienen su policromía. Corresponden a Diego Garci López, arcediano de Ledesma, doña Elena de Castro (†1272) a la izquierda de la puerta de Acre, el canónigo Alfonso Vidal (ca. 1287) y el chantre Aparicio Guillén (†1273), obrados hacia los últimos años del siglo XIII a excepción del de Garci López que falleció en torno a 1342.
En la capilla de San Martín reposan los obispos Pedro Pérez (†1264) y Rodrigo Díaz (†1339), así como el de Gómez Fernández (†1317). Villar y Macías recoge los nombres de otras capillas del edificio, junto a los pilares y muros, varias con sepulcros y altares (San Bernabé en el lado norte del crucero, San Tirso detrás del desaparecido coro, Santa Elena junto a la puerta del Perdón, Santa Inés o Santa María la Blanca).
Capilla de los Anaya o de San Bartolomé, claustro de la Catedral Vieja de Salamanca. Sepulcro de un caballero, no identificado. Porta espada, con túnica larga y turbante.
Capilla de Anaya o de San Bartolomé. Sepulcro del matrimonio Gutierre de Monroy (1514) y Constança  Danaya (1504).
Capilla de Anaya. Sepulcro que fue de doña Beatriz de Guzmán, esposa que fue de don Alonso Álvarez Anaya.
Sepulcro de d. Diego de Anaya, Capilla de Anaya, claustro de la catedral de Salamanca.
Capilla de Anaya. Sepulcro del caballero Diego Gómez de Anaya, hijo natural de Diego de Anaya Maldonado.
Capilla de Anaya. Doña Aldonza Díez, madre de Fernán Nieto.
 
 
La capilla de Talavera
Este ámbito, también conocido como capilla del Salvador, fue sala capitular de la catedral a lo largo de toda la Edad Media. Dotada como capilla funeraria particular por Rodrigo Arias Maldonado (†1517), pasó a celebrar el rito mozárabe y ostentar el nombre de la localidad de nacimiento de su fundador, aunque era oriundo de una linajuda familia salmantina.
De planta poligonal, destaca por su singular cubierta. Se trata de una bóveda esquifada octogonal que apoya sobre trompas y está reforzada por poderosas nervaduras que arrancan de gruesas columnillas sostenidas por ménsulas decoradas con mascarones. Las nervaduras nacen por pares paralelos en los ángulos y puntos medios de la base octogonal, para entrecruzarse en lazo de a ocho, coincidiendo en la clave, con verdadero sentido estructural. Estuvo perforada por ventanas pareadas cegadas dispuestas en un tambor que hacía las veces de elemento de transición. En las ménsulas se tallaron bustos femeninos tocados con cofias y rostrillo, sujetando una redoma, una copa y una botella al este y una verónica hacia el sur, otros bustos masculinos presentan un libro abierto y una cartela. Las columnillas del tambor están rematadas por delicadas cestas vegetales, en una de ellas, hacia oriente, se aprecian dragones de cuellos entrelazados.
Las nervaduras que soportan la bóveda van decoradas con hojas tetrapétalas tremendamente geometrizadas, billetes, discos, tacos piramidales y un grueso baquetón flanqueado por arquillos polilobulados que recuerdan mucho a los de la portada septentrional de la catedral de Ciudad Rodrigo. Es pues un interesante ejemplar de bóveda nervada de sabor hispano-árabe que debió construirse hacia los primeros años del siglo XIII. Si bien Camón la consideró obra del quinto maestro que intervino en la catedral y postula una data hacia 1180, anterior pues a la construcción de la Torre del Gallo. El mismo autor, al igual que Torres Balbás, refería cómo los nervios eran ajenos a la cúpula esquifada propiamente dicha, dentro de un sistema tectónico claramente islámico, opinión contraria a la mantenida por Lambert.
Capilla de Talavera, claustro de la catedral de Salamanca.
 
Capilla de Talavera
 
Claustro, Capilla de Talavera
Capilla de Talavera
 

Azcárate matizaba que a pesar de su morisco aspecto formal, se ejecutaron previamente los arcos, dejando el casquete para más tarde, ambos están bien disociados, como en las bóvedas ojivales galas. Momplet sugería paralelos –antiguamente advertidos por Lambert– en la arquitectura almohade: la Kutubiyya de Marrakech, la bóveda del Patio de Banderas del alcázar sevillano y la capilla de la Asunción en Las Huelgas de Burgos.
Al exterior, la capilla de Talavera posee cornisa sostenida por una serie de canecillos de nacela, de proa de nave y otros escalonados. Su muro oriental está perforado por dos saeteras de medio punto aboceladas. En el lienzo septentrional aparecen dos vanos modernos, entre ambos asoma una ménsula ornada con una máscara y roleos vegetales.

Imagen de la Virgen de la Vega
En el centro del gran retablo de Nicolo Florentino se aloja la imagen de la patrona de Salamanca. Es una interesante pieza en cobre esmaltado y ornada con cabujones de 79 x 25 x 23 cm. La Virgen aparece sedente y está vestida con manto, túnica, velo y puntiagudos zapatos. Sostenía un cetro con su mano derecha (ahora desaparecido) y sujeta al Niño con la izquierda, sentado sobre sus rodillas. El Redentor viste túnica y manto, aparece bendiciendo y porta un libro.
La Virgen está formada por un alma interna de madera a la que se adhieren chapas de cobre dorado martilleadas y claveteadas. Las piezas en cobre aparecen troqueladas con diferentes motivos y se enriquecen con cabujones azules, verdes y rojos. En el pectoral se añadió otro cabujón ovalado en cristal de roca sugiriendo un broche para sujetar el manto. El rostro mariano es de bronce y sus pupilas de azabache, al igual que la cabeza del Niño (las pupilas con cabujones azules); son también de bronce los antebrazos de la Virgen (estos últimos dorados) y sus manos (chapa trabajada a lima).
El trono y el escabel portan esmaltes en blanco y azul. Los laterales y zona posterior del mismo se decoran con arquitos de medio punto bajo los que aparecen cinco apóstoles en relieve sujetando libros. Los apóstoles se trabajan con esmalte blanco, azul, verde y amarillo, recurriendo a pequeños ojitos en azabache. Nuevos troqueles rellenan el resto de los arquillos. Una franja superior y otra inferior con hojitas tripétalas entrelazadas por un sinuoso tallo completan la decoración del trono. Las mismas festonan las roscas de los arquitos, capiteles, fustes y basas. El escabel de los laterales frontales lleva cenefas almendradas con cuatro bustos angélicos nimbados, grabados y esmaltados. Las coronas con las que se tocan Virgen y Niño, la azucena que sostiene la Virgen y los remates calados del trono son de cronología moderna.
Tradicionalmente la Virgen de la Vega se ha datado entre los años finales del siglo XII y los inicios del XIII, cuando recalaron en Salamanca orfebres de procedencia lemosina (en 1223 están documentados Guillén y Pedro de Limoges). Aventurada parece la opinión de algunos autores que datan la imagen en la década de 1220 basándose en esta noticia aislada, aunque son evidentes las vinculaciones con la Virgen de Artajona, el frontal de Silos y el de San Miguel in Excelsis.
Ocupaba esta soberbia imagen el centro de un retablo barroco en el convento de Santa María de la Vega, y tras su desamortización la imagen fue custodiada por el canónigo don Francisco Lucas, quien la cedió a la parroquia de San Polo, pasando posteriormente al convento de San Esteban. En 1882, coincidiendo con la revitalización del culto mariano, se instaló en la capilla del presidente de la Catedral Nueva y en 1949, por iniciativa del obispo Francisco Barbado Viejo, pasó definitivamente al retablo mayor de la Catedral Vieja.
Talla de la Virgen de la Vega, Retablo mayor, Catedral Vieja de Salamanca
 
Talla de la Virgen de la Vega, Retablo mayor, Catedral Vieja de Salamanca


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