Románico de Fuentidueña, Sacramenia y
sus Tierras
Esta comarca presume de tener una elevadísima
densidad y al mismo tiempo calidad de iglesias románicas de la provincia,
siendo uno de los focos románicos más sobresaliente de la Comunidad de Castilla
y León.
Todo ello, a pesar de que la incuria de décadas
pasadas, cuando el valor de nuestro patrimonio era ignorado, se cebó
especialmente en la comarca.
Me refiero a que a diferentes lugares de
Estados Unidos viajaron dos de sus mejores primores: el ábside de la iglesia de
San Martín de Fuentidueña y diversas estancias del Monasterio de Santa María la
Real de Sacramenia.
El primero está en el Museo Metropiltano de
Nueva York (Sección Museo de los Claustros) sirviendo para albergar conciertos
de música medieval y las segundas en Miami sirviendo de salón de bodas y
celebraciones (!)
A pesar de ello, nos ha llegado un legado
monumental importantísimo, con decenas de iglesias.
De todas ellas, destacamos el propio templo monástico de Santa María la Real de Sacramenia así como otras iglesias de Sacramenia como Santa Marina, San Martín y San Miguel. También abordaremos las iglesias parroquiales de San Miguel de Fuentidueña y Santa María, así como el templo de San Andrés de Pecharromán y la Ermita de San Vicente de Fuentesoto, Cozuelos de Fuentidueña, Vivar de Fuentidueña y Castro de Fuentidueña.
Sacramenia
La localidad de Sacramenia está situada al
norte de la provincia de Segovia, muy cerca de los actuales límites
administrativos con Burgos y Valladolid, a la vera de la Ribera del Duero.
Podemos acceder desde San Martín de Bernuy y Fuentidueña, desde Peñafiel por
Rábano y Castrillo de Duero (Valladolid), o desde Nava de Roa (Burgos) y Cuevas
de Provanco (Segovia). Dista 19 km de Peñafiel, 31 de Cantalejo y 35 de
Sepúlveda.
La población se asienta a la vera del arroyo de
la Vega, subsidiario del río Duratón, alzada sobre la ladera que desciende
desde las amplias parameras cercanas. En la temprana data de 912 ya se
registran dos donaciones a San Pedro de Arlanza donde aparece el nombre de
Sacramenia, una de Fernán González y doña Sancha y otra de Gonzalo Téllez y
Flámula. El conde castellano ratificaba la suya en 937. Martín Postigo no duda
de la falsedad verificable en el diploma del 912, datándolo en 937 en función
del fenómeno repoblador (de hecho, difícilmente podríamos aceptar una fecha tan
antigua pues la villa de Sepúlveda no se alcanzó hasta el 940).
Sacramenia volverá a aparecer en otras
donaciones a San Pedro de Cardeña (en Fuente Adrada) y Covarrubias en 943 y 978
respectivamente. Probablemente en el origen estemos ante un viejo eremitorio,
fenómeno habitual en tierras segovianas durante la etapa altomedieval, que años
después se convertiría en cenobio cisterciense. Tal casuística recordaba a
Linage el caso de San Frutos de Duratón, cedido al monasterio benedictino de
Silos por Alfonso VI en tierras recién repobladas.
Iglesia de San Martín
La iglesia de San Martín está ubicada en la
parte alta del caserío, a escasos metros del edificio de Ayuntamiento. Se
encuentra rodeada por un pretil que delimita el atrio que a su vez está abierto
al este por un arco de grandes dovelas. A la misma altura en la trama urbana y
unida a esta por la calle de las Iglesias como se ha dicho, se encuentra la de
Santa Marina, dejando patente la pujanza de Sacramenia en época medieval ya que
a estos edificios habría que unir la ermita de San Miguel y el cercano monasterio
de Santa María en el coto de San Bernardo. A mediados del siglo XIX el culto
estaba suprimido en ella.
El presente edificio ha experimentado la
variación en su estructura tantas veces repetida en la arquitectura románica
rural segoviana, esto es, se ha conservado de la primitiva fábrica la cabecera,
siendo por completo modificados y ampliados el cuerpo de la nave, la torre y la
sacristía en tiempos del barroco. En cualquier caso, la planta del primitivo
San Martín en poco diferiría del modelo de cabecera semicircular adosado a una
nave rectangular y sacristía al sur. No quedan restos del pórtico que, de existir,
no alcanzaría un gran desarrollo por lo escarpado del terreno en el costado
meridional; no parece descabellado que la torre se situara a los pies dadas las
características del terreno o adosada al costado septentrional de la nave como
en el caso de la cercana Santa Marina.
Al exterior son exiguos sus restos,
reduciéndose como hemos dicho a la cabecera y alguna pieza reaprovechada con
perfil de bocel o marcas de labra a hacha incrustada en los muros,
preferentemente en el meridional. El ábside se divide mediante dos semicolumnas
que lo articulan en tres tramos y apoyan en basas formadas mediante un toro,
escocia, y otro toro oblongo de mayor diámetro y con garras sobre plinto y
basamento; los capiteles, hoy segados, alcanzaban la línea de cornisa
primitiva. Cada uno de los tramos está presidido por un ventanal habiéndose
agrandado el vano de los dos extremos en reformas posteriores. En su diseño
primitivo los tres responderían a la misma estructura de aspillera bajo un arco
de medio punto y arista cóncava que apea en columnillas, todo acogido por una
chambrana abiselada. Sólo se decoran los capiteles de los ventanales sur y
este, todos ellos con toscos y carnosos motivos vegetales que recuerdan la
escultura del monasterio de Santa María. La primitiva línea de cornisa conserva
sus canes con perfil en nacela, a excepción de uno de temática fálica; el
recrecimiento pertenece a época posterior a la que aquí se trata.
A este caso como a pocos se adapta el verbo al
decir que el cuerpo de la nave ha sufrido intervenciones hasta llegar al estado
que hoy nos muestra. No hay rastro en él de obra románica. Únicamente sirven de
peanas a distintas imágenes una basa y dos capiteles de los que desconocemos la
procedencia. En el muro oeste se encuentra dispuesta la columna, invertida,
cuya basa formada por un toro achatado y deteriorados plinto y basamento
sostiene un San Sebastián barroco. Arrimada al muro del evangelio y cercana al
de los pies, hace las mismas funciones una cesta torpemente superpuesta y unida
con cemento a una columna con la que nunca convivió, dado que el capitel se
diseñó para recibir columnillas pareadas, al igual que su compañero de fatiga.
En el lado más ancho muestra dos aves con la cabeza vuelta, picoteando unos
racimos de uvas en alusión eucarística. En la cara más corta, hoy dispuesta
hacia el oeste y con las lógicas limitaciones de espacio, se repite el anterior
tema, mientras que en el opuesto se dispone un batracio, quizá en
contraposición como alusión al maligno. La cronología parece tardía,
perteneciente a bien entrado el siglo XIII, a juzgar por el movimiento de las
aves y el trato que recibe el plumaje.
En cualquier caso es obvio que nada tienen que
ver su factura, de mayor calidad, y temática con la del resto de la escultura
conservada del templo. Similares conclusiones transmite el segundo de los
capiteles, proveniente a juzgar por sus dimensiones y disposición del mismo
lugar que el primero. En este caso la escena que representa en las tres caras
que quedan vistas es la psicostasis. En el lado mayor se representa el núcleo
principal de la escena, donde San Miguel sostiene con la mano izquierda la balanza
del peso de las almas ante una figura deteriorada que hemos de entender como el
demonio valiéndose de argucias para desequilibrarla en su favor. La figura del
arcángel es de canon achaparrado, limitado por el marco espacial de la cesta,
de su rostro las únicas facciones aún reconocibles son unos grandes ojos
almendrados y orejas circulares y despegadas de la cabeza. Viste túnica de
pliegues circulares en la parte inferior y cuenta con grandes alas que en el
caso de la derecha se explaya por todo el frente menor del capitel para servir
de base a la representación de los justos –de esquemático rostro circular y
disposición isocefálica–. En el lado opuesto se disponen los condenados
representados por dos personajes que se encuentran muy deteriorados.
La cabecera es la zona del templo que, aunque
retocada en sus bóvedas –hoy yeserías barrocas de medio cañón y horno–, se
conserva con una mayor fidelidad a sus orígenes medievales. Se forma mediante
los usuales tramos recto presbiterial y curvo absidal. Da paso a ella el
triunfal de medio punto sustentado por esbeltas columnas pareadas que comparten
capitel a ambos lados: el del norte se desfiguró por completo al picarlo para
realizar el enyesado de la zona aunque aún se intuyen motivos vegetales; el del
sur conserva una escena de tosca labra donde una pareja de dragones de aspecto
“naif” con colas terminadas en bucle y carentes de estudio anatómico,
acechan a un personaje humano arrinconado en el costado este. El mismo tipo de
representación de animales monstruosos se emplea en la cercana iglesia
parroquial de Castro de Fuentidueña. El muro del tramo presbiterial se articula
mediante una teoría de tres arquillos por lado de medio punto, compartiendo
apeos los tangentes. Ninguno de ellos ha conservado la decoración de sus
capiteles y sus basas se forman mediante una escocia entre dos toros, aplastado
el inferior sobre un plinto y garras en las esquinas. Al sur la arquería se ha
abierto en su arco más occidental para abrir la puerta de la SACRAMENIA / 1217
actual sacristía. Las bóvedas arrancan de una imposta de nacela y listel que
debió correr por la totalidad del ábside. El hemiciclo se encuentra oculto por
un retablo barroco dedicado a San Martín obispo, titular de la parroquia.
En la zona de los pies se conserva la pila
bautismal de traza románica, que al decir del actual párroco fue intercambiada
con la de Santa Marina en el tercer cuarto del siglo pasado tras un intento de
venta. Se trata de una pieza de copa semicircular de 117 cm de diámetro sobre
pie cilíndrico de 43,5 cm de altura. Ostenta una de las ornamentaciones más
descollantes en las pilas segovianas de la época, decorándose con grandes
gallones bajo una cenefa de palmetas y tallo ondulante. Asoman en las enjutas entre
gallones rostros, de la misma manera que en Sebúlcor, o Castroserracín, o en la
provincia de Burgos en los casos de Fuentelisendo (procedente del despoblado de
Corcos), Hontangas, Torregalindo y una de las de Moradillo de Roa; con la
diferencia de que en este caso en el frontal se dispone un gran ángel de alas
explayadas, vestido con túnica de gruesos pliegues y portando una tela. Entre
los rostros destaca uno barbado que comparte características formales con el
Moisés de San Miguel de Fuentidueña y el mismo personaje en Pecharromán, lo que
unido a los rostros y cabellos de las demás figuras nos hacen pensar en un
escultor ligado al denominado por Ruiz Montejo taller de Fuentidueña. El pie
también está decorado, representándose rosetas terapétalas con botón central
insertas en clípeos, a excepción de una cruz patada que aparece en zona cercana
al ángel, al modo de la pila del antiguo poblado de Corcos y ahora ubicada en
Fuentelisendo (Burgos).
Iglesia de Santa Marina
La iglesia de Santa Marina está ubicada en las
faldas de la colina en que se asentaba la Sacramenia medieval, a la misma
altura que su vecina San Martín, a la que se une mediante la calle Iglesias.
Desde el sur se accede a ella mediante unas escaleras que salvan el desnivel
con la calle y desembocan en el atrio. A diferencia de hoy, a mediados del
siglo XIX era el templo parroquial de la localidad para posteriormente, ya en
el siglo pasado, utilizarse como aula alguna de sus dependencias. La planta
actual responde a un sencillo modelo de nave rectangular adosa da a la cabecera
semicircular, torre en el costado septentrional y capilla y sacristía a
mediodía, que debió llevarse a cabo en la primera mitad del siglo XIII. En poco
ha de diferir del plan primigenio de la fábrica, pese a encontrarse rehecha y
alargada la nave reutilizando antiguos materiales y no desechándose la
posibilidad de la existencia al sur de un pequeño pórtico.
Al exterior son contados los restos que nos han
llegado de la fábrica románica, centrándose en la cabecera, compuesta con
sillares calizos, muy desgastados los inferiores, que evidencian rastros de
haber sido dispuestos en distintos intervalos de tiempo. La única huella
medieval se centra en la decoración que ostenta el ventanal central con derrame
al exterior, formado por una saetera trasdosada por arquillos de medio punto
incisos y dos sumarios boceletes. El remate exterior lo forma un bocel corrido
y festoneado con el mismo tipo de decoración incisa, aunque en este caso de
tamaños desiguales, rematando en un guardapolvo ajedrezado. Adosada al costado
norte se conserva la torre, que parece desmochada, construida con sillares
escuadrados en los esquinales y enfoscada al exterior, se cubre con una
cubierta de madera a cuatro aguas repuesta durante la amplia intervención de
principios de la década de 1990. El acceso interior se realiza mediante dos
tramos de escalera de caracol.
No quedan restos románicos al interior de la
nave, siendo bien distinto el caso de la cabecera, aunque como al exterior con
huellas de haber sido muy reformada en sucesivas etapas. Se accede a ella por
medio de un triunfal doblado y remontado que apea en semicolumnas de capitel
liso y jambas al exterior. El presbiterio se articula mediante altos arcos de
medio punto que alcanzan la altura de la imposta –de listel y chaflán–
perforados en su interior para acoger un vano y el acceso a la sacristía
respectivamente. Corre por el hemiciclo un banco de fábrica que se ornamenta
con una cenefa de billetes –perdida en buena parte– sobre el que se asientan
cinco arcos de medio punto quedando el primero, tercero y quinto abiertos para
iluminación.
Los tangentes comparten elementos sustentantes
que arrancan, según los casos, de dobles basas formadas por dos toros
contrapuestos con incisiones a bisel o directamente sobre el banco para
continuar con escuetos fustes y rematar en capiteles de largas hojas planas de
punta avolutada –los dos centrales– o lisos, al igual que los cimacios.
En el interior del cuarto arco y cercano al
capitel izquierdo se encuentra reutilizado un relieve cuyas significación y
datación son complicadas por igual debido a la descontextualización y lo
peregrino de la iconografía. Se trata de una figura femenina de ruda talla, con
las manos alzadas –abierta la izquierda desde el punto de vista del espectador
y cerrada la derecha– que viste traje engalanado con volantes ondulados que
caen en distintas capas. Se adorna con un colgante esférico que pende de grueso
cordón y varias esferas a la altura del pecho. El rostro es completamente
circular e inexpresivo, de incisa nariz recta, ojos almendrados y escueta boca
enmarcada por prominentes labios; el cabello se dispone alrededor del perímetro
craneal asemejándose a un nimbo.
De época posterior a la que aquí se trata datan
las pinturas que adornan el hemiciclo, fechadas en la más alta de sus cartelas
en 1436. En la bóveda del hemiciclo, ocupando la parte superior del cuarto de
esfera aparecen restos de lo que en su día fue un Pantocrátor representado en
el interior de una mandorla y acompañado, entre otras figuras, en el exterior
por el tetramorfos.
En el interior de la capilla adosada al costado
de la epístola se ubica la pila bautismal. El vaso es una pieza hemisférica de
137 cm de diámetro alzada sobre un pie cilíndrico de 51,5 cm de altura cuya
única decoración es una faja lisa cercana a la embocadura y un bocel en la zona
de unión de copa y pie.
Iglesia de San Miguel
Los magníficos restos de San Miguel se
encuentran sobre un otero que cobija por el norte la localidad de Sacramenia
desde el que se obtiene una impresionante vista del valle del Duratón. Se
accede allí tomando la carretera que une el pueblo con Laguna de Contreras,
para poco después de salir de la localidad, tomar un camino carretero en buen
estado a la derecha. Por él iremos ascendiendo sin dificultades la ladera,
primero por su vertiente oeste y a continuación por el costado septentrional,
desde el que accedemos a la parte superior, presidida por el edificio.
Aun habiendo sido declarado Monumento Histórico
Artístico por Real Decreto de 16 de febrero de 1983, la falta de actuación por
parte de la Administración está ayudando de forma eficaz a su continuo expolio
y ruina, que dadas las circunstancias será completo a no mucho tardar.
La primera descripción del templo y causa del
estado de abandono la proporciona Quadrado hacia 1884, siendo posteriormente
seguido por autores como Hernández Useros menos de una década después: “Era
este una pequeña pero acabada joya del arte románico en su edad primera, que
habían guardado intacta los siglos, sin mudarle ni añadirle cosa alguna.
Asombra conservación tan perfecta en aquella rasa y ventosa altura circuida por
vastísimo horizonte: la portada lateral mantiene enteras sus dos columnas á
cada parte, las hojas y figuras de sus capiteles, las labores de su cornisa y
arquivolto; y obra de ayer parece el torneado cascarón de la capilla,
guarnecida dentro y fuera de medias cañas, perforada por tres ventanas en el
hemiciclo y figurando dos grandes ajimeces en la parte baja de sus muros
interiores, como si del cincel acabaran de salir los rudos follajes y
caprichosos grupos de personas y animales que visten los capiteles ó forman los
canecillos. No es de consiguiente por vetustez ó por flaqueza que se hayan
venido abajo la bóveda y la fachada: culpa es, se asegura, de los franceses que
hasta allí treparon quemando las puertas de la ermita, y el huracán que más
tarde hallándola abandonada la derribó.”
A la vista de los distintos restos
arqueológicos exhumados en el templo y sus inmediaciones, hemos de pensar que
su localización prosigue una tradición venida probablemente de época
altomedieval. Restos de aquel hábitat quedan en las covachas situadas en la
vertiente meridional de la colina. Asimismo se hallan varios enterramientos en
la zona del ábside, dos de ellos infantiles, que mantienen una alineación
diferente a la del resto. Las tumbas pertenecen según Zamora Canellada al tipo
de “enterramientos en suelo de talla antropomorfa” pertenecientes a la
época de repoblación, y por tanto anteriores a la edificación del templo.
Los restos que nos han llegado muestran una
construcción de sencilla planta formada por una nave rectangular unida a la
canónica cabecera románica de tramo recto presbiterial y curvo absidal
orientado a levante. También se encuentran diferenciadas sus partes en cuanto a
los materiales empleados en su construcción, utilizándose sillería bien
escuadrada para la cabecera y portada, y encofrado de cal y canto en la nave.
Como excepción queda la zona inferior del codillo meridional entre el
presbiterio y la nave donde se emplea el ladrillo, y que en opinión de Zamora
Canellada, podrían ser restos provenientes de una construcción anterior a la
iglesia.
Escasos son los restos de decoración que
podemos encontrar en la nave tras su incendio, en el que perdió la cubierta,
que suponemos lignaria, y el hastial de occidente. Únicamente nos han llegado
algunas muestras de pintura en el lienzo norte, donde quedan huellas de un
despiece de sillares pintado en tonos rojizos similar al que se conserva en el
muro oeste de Aldea Real.
Por el contrario sí nos ha llegado en buena
medida la portada, adelantada respecto al muro, formada por la sucesión de un
arco de medio punto, cinco arquivoltas y chambrana abilletada que reposan sobre
jambas y columnillas acodilladas cuyos fustes y basas han desaparecido. Por el
arco corre un zarcillo ondulante en cuyos meandros se inscriben palmetas planas
de variado número de pétalos.
Similar decoración, aunque quizá de distinta
mano, encontramos en la tercera rosca cuyas hojas adquieren un mayor volumen
quedando divididas por incisos nervios centrales. Igualmente comparten forma
las arquivoltas primera y cuarta de bocel entre listoncillos, y la segunda y
quinta de arista viva.
Los cimacios se prolongan a lo largo del
derrame a ambos lados a modo de impostas, repitiendo de nuevo el tema del
zarcillo ondulante con palmetas en su interior. Se han conservado tres de los
cuatro capiteles que exornaban la portada, pinjantes. El del lado oeste muestra
hojas de helecho en los ángulos con tallos avolutados entre ellas que rematan
en formas romboidales, muy similares a las vistas en la ermita de San Vicente
de Pospozuelo en Fuentesoto. En la zona oriental completan el grupo una pareja de
cuadrúpedos que comparten cabeza de orejas puntiagudas, larguísimas patas y
estrecho cuerpo; y un ave de alas explayadas, cuerpo oval y cabeza de perfil de
la que parecen salir formas serpenteantes. Ambos responden a criterios de
ejecución poco depurados.
Al exterior el ábside se articula mediante dos
sobrias semicolumnas que se alzan sobre plinto y basa ática y alcanzan el alero
poblado de desgastados canes de nacelas superpuestas, frutos carnosos y
animalísticos. En cada uno de los tres lienzos se abre un vano en forma de
aspillera, todas ellas trasdosadas por un bocel de medio punto que reposa sobre
cortas columnillas.
Las cestas del vano meridional muestran ruda
decoración incisa en la que se muestra un personaje de rostro ovalado y barbado
cuyos largos cabellos se ondulan dando lugar a palmetas; y una extraña figura,
quizá femenina, de largo cabello al viento que aunque lejanamente, recuerda
algunas figuras de la portada meridional de la iglesia de Castrecías en la
provincia de Burgos. En el ventanal central la decoración repite los modelos de
hojas de eucalipto vistos en la portada y en Fuentesoto. Los capiteles septentrionales
quedaron sin tallar, quizá por economía, dado que serían los que quedasen más
ocultos a la vista de los fieles.
Se accede al interior del ábside por medio de
un arco triunfal de medio punto doblado que reposaba sobre columnas geminadas
hoy desaparecidas en su práctica totalidad, aunque en los capiteles aun se
conserva la iconografía.
El del lado norte muestra la imagen de Sansón
desquijarando al león, que además es acosado por otro personaje vestido de
forma arabizante, blandiendo una lanza y que muestra un abultamiento en la
parte superior de su torso, rasgo característico de los pórticos de San Esteban
de Gormaz (Soria). La escena se amolda a los cánones convencionales en que el
protagonista se sitúa sobre el animal y con sus propias manos le rompe la
quijada, sin embargo todo ello queda lejos de las leyes de la proporción y de
la anatomía como ya observara Ruiz Montejo. Su par en el costado sur muestra
una intrigante escena en la que un personaje vestido al modo de los campesinos
musulmanes ase por los cuernos a un vacuno. En la zona central asoma, muy
desgastada, una figura que en opinión de la misma autora representa un “monstruo
cuadrumano”, muy utilizado en la iconografía soriana. Ambas cestas muestran
motivos ornamentales en las caras que miran al ábside al igual que algunos de
los capiteles reaprovechados en la ermita de Nuestra Señora del Río en San
Miguel de Bernuy.
El tramo presbiterial se cubre con bóveda de
medio cañón que arranca sobre una imposta de listel y nacela. Originalmente se
articulaban y reforzaban sus muros mediante parejas de arcos de medio punto que
compartirían soporte central en cada uno de los lados. De ellos hoy nada queda
a excepción de algún arranque y restos de la imposta vegetal que sigue los
modelos de las arquivoltas vistas en la portada sur.
El hemiciclo se estructura de una forma muy
parecida a la ermita de San Vicente de Pospozuelo en cuanto a la decoración
interior de los vanos, sin embargo, dado el menor diámetro en este caso, faltan
los arcos ciegos que allí rematan los laterales. Así pues, del mismo modo tres
arcos mayores enmarcan los vanos en cuyo acusado derrame presentan la
aspillera, una rosca de arista viva y otra abocelada que reposan sobre
columnillas rematadas en capiteles. A la altura de los alféizares corre una
imposta ajedrezada que incluso abraza los fustes de las columnas. En sentido de
las agujas del reloj, los capiteles del ábside muestran la siguiente temática:
el primero de ellos muestra un gran cuadrúpedo, quizá un felino por la forma de
su cola, en lucha con dos hombres, de los que el que le ataca por detrás
presenta el tronco y cabeza de frente y las piernas de perfil. Las cuatro
siguientes cestas repiten las hojas de eucalipto. En último lugar aparece una
sucesión de cuadrúpedos, quizá equinos, donde en la cara mayor también parece
asomar una imagen al modo del monstruo simiesco aparecido en el capitel
meridional del arco triunfal.
Vistos los modelos representados en San Miguel
hemos de pensar, al decir de Ruiz Montejo, que aun apareciendo la escena de
Sansón desquijarando el león, maestros de tan corta formación fueran capaces de
transmitir una simbología elevada. Por ello hemos de pensar en que tanto esta
representación como las figuraciones de pelea entre humanos y animales se
acerquen más a simples ejemplos de lucha del hombre con las fuerzas del mal.
En cuanto a la técnica, y para la misma autora,
parece que se constata en este caso la penetración de formas procedentes del
románico soriano a través de una mano de obra mudéjar.
Dada la repetición de los cercanos modelos de
la iglesia de San Vicente de Pospozuelo, y pese a la falta de varios elementos,
todo parece indicar a una cronología tardía, bien rebasada la mitad del siglo
XIII.
Monasterio de Santa María la Real
Aún, en 1866, alcanzamos á ver preciosos restos
de su archivo; aún, ¡cosa más extraña! alcanzamos un resto de su comunidad, un
buen sacerdote que viviendo en las cercanías iba á encerrarse allí por
temporada, y que vistiendo su majestuoso hábito blanco nos hizo los honores de
la casa con fruición sólo igual á la nuestra. ‘¿Quién sobrevivirá á quién?
se nos ocurría con lágrimas en los ojos; ¿el monje o el monasterio?’. Y
al despedirnos del ignorado monumento, aún sin previsión de los nuevos
trastornos que iban á caer sobre nuestra patria, parecíamos oírle murmurar como
á todos los que en desamparo se quedan, pero entonces con voz más perceptible,
aquellas palabras de Job tan indefiniblemente melancólicas: Voy á dormirme en
el polvo, y si mañana me buscares, ya no existiré” (José Mª QUADRADO,
España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia. Salamanca, Ávila y
Segovia, Barcelona, 1979 (1884), p. 718.
La tradición señalaba para Sacramenia la
presencia del cenobita Juan Paniagua, citado por Manrique y Colmenares, más
tarde venerado como santo y al que debemos la doble advocación de San Juan y
Santa María de Sacramenia, inmediatamente anterior a la llegada de los monjes
bernardos. La crítica erudita había señalado que la casa segoviana de Santa
María de Sacramenia era la más antigua entre las españolas, datando su
fundación en 1141 ó 1142. Pero el razonamiento resultaba más que cuestionable
dado que la fuente aducida con exclusividad eran las tradicionales Tablas de
Cîteaux, plagadas de inexactitudes, según demostró el padre Cocheril. Las
últimas investigaciones de José Carlos Valle señalaron que la primera casa
cisterciense hispana correspondía a Sobrado (1142) y no a Moreruela
(tradicionalmente datada en 1131 o 1132, vid. VALLE PÉREZ, José Carlos, “La
introducción de la orden del Císter en los reinos de Castilla y León. Estado de
la cuestión”, en La introducción del Císter en España y Portugal, Burgos,
1991, pp. 133-161).
En 1144 Alfonso VII realizaba una donación
fundacional al abad Raimundo y a los monjes de Sacramenia que seguían la regla
de San Benito, el mismo monarca demostró nuevamente su generosidad en 1147,
1152 y 1153, al igual que Alfonso VIII en 1174, 1191 y 1199, ofreciendo las
rentas de 200 cahices de sal en Villafría, la granja de Aldea Falcón, las
sernas de las Viñas, Carrascal y Pechorromán, la dehesa de Llantada y diversas
heredades en San Mamés, San Miguel de Bernuy y Fuentidueña, además de un canal
en el Duratón a la altura de Fuentidueña y molinos y cañamares sobre el río de
Sacramenia. Alfonso VIII ofrecía en 1174 libertad de pastos, de leña y de
madera para la construcción de su iglesia. Por su parte, en 1183 Fernando II de
León otorgaba al monasterio libertad sobre el derecho de portazgo y de pastos
en todo su reino.
En una donación del obispo de Segovia Pedro de
Agen en 1147, se especificaba que los monjes allí instalados trabajaban con sus
propias manos, para algunos autores dato indicativo de su nueva condición
cisterciense; en la misma donación se haría alusión a la fundación por parte de
los cistercienses de Sacramenia del monasterio de Nuestra Señora de la
Armedilla, en tierras del concejo de Cuéllar, y que tiempo después pasó a la
observancia de la orden jerónima. Para Linage resultaba extraño que entre la fundación
del viejo monasterio-eremitorio y la afiliación de Sacramenia al instituto
cisterciense mediaran tan pocos años. Lo cierto es que en Sacramenia se produjo
una afiliación –que no fundación– de la línea L’Escale-Dieu/Morimond,
aunque sólo desde 1179 podemos asegurar que el cenobio pertenecía al Císter
pues así se detalla en una bula concedida por el papa Alejandro III. De 1172
data un falso por el que Fernando II de León otorgaba al abad Remundo de
Sacramenia heredades, granjas y derechos de pastos y leñas en los términos de
Fuentidueña, Sepúlveda y Cuéllar. De 1173 data otra donación de Cerebruno,
arzobispo de Toledo, de una granja en la aldea de Cabaniel, junto al río
Henares. En 1186 el monasterio obtendría de Alfonso VIII derechos de pastos y
leñas en tierras de Sepúlveda.
La casa segoviana no fue demasiado afortunada y
languideció a lo largo del siglo XIII, siendo calificada como “mui pobre e
mui minguada” en un privilegio otorgado por Alfonso X en 1274. En 1454, don
Pedro de Luna, señor de la villa de Fuentidueña, penetró a la fuerza en la
abadía, saqueándola y apropiándose de sus ornamentos y del archivo. El abad
fray García de San Martín huyó entonces hasta Cuevas de Provanco y San Martín
de Rubiales, mandando como pesquisidor al bachiller Diego Manuel, alcalde real
de la Casa de la Moneda de Segovia, quien solventó el contencioso decretando
una pública procesión de arrepentimiento y una ceremonia de reconocimiento de
la afrenta previo pago de 25.000 maravedís. El abadiato pasó entonces a manos
de don Juan de Acebes, el último perpetuo del monasterio, antes de la
institución de los abades trienales. El mismo abad fue el responsable en 1488
del trueque con los benedictinos de San Pedro de Arlanza de ciertas propiedades
en Aldehorno y Hontoria del Pinar a cambio del priorato de Santa María de
Cárdaba. Pedro de Luna siguió manteniendo actitudes hostiles y extremadamente
violentas con respecto a los derechos del monasterio y de sus colonos en
Lagunilla y el valle de Amaldua hasta 1492.
Tras la progresiva decadencia que llenó toda la
Baja Edad Media, Sacramenia terminó por integrarse en 1481 en la reformada
Congregación General de Castilla según los usos de Montesión y Valbuena. En
1584 su comunidad no pasaba de 15 miembros, y para Valle, justificaba la
modestia de las obras allí acometidas a lo largo de la época moderna.
Hacia 1627-29 reseñaba Colmenares que el
monasterio sólo conservaba de importancia la iglesia “que pide mayor casa
que al presente tiene”, sufriendo un incendio en 1674, según se desprende
de una inscripción visible en un salmer sobre la columna central de la panda
septentrional del claustro (se custodia hoy en Miami). El fuego hizo arder toda
la casa y derritió las campanas de la iglesia. Sugiere Merino cómo una espadaña
–alzada quizás sobre el absidiolo septentrional de la nave del evangelio– se
derrumbó durante el mismo, siendo sustituida por la todavía visible sobre el
lado de la epístola de la cabecera.
Tras el incendio los trabajos de reparación que
ascendieron a 2.000 ducados fueron sufragados por el caballero de Santiago don
Alonso de Carden Peralta y Pacheco. Durante el transcurso de estas obras se
trajo una señera campana desde el priorato de Santa María de la Sierra, se
remató el claustro alto (1770) y la hospedería hacia el lado occidental del
claustro (en la bóveda de la escalera aparece la data de 1775), así como la
sacristía, enfermería y atrio de convalecientes, estancias de cuya evidencia sólo
perduran algunos vestigios completamente arruinados.
El primer decreto desamortizador de José
Bonaparte en 1809 motivó una orden de desalojo, sufriendo un saqueo por parte
del comandante Librada “el Romo”. Fernando VII restituía los bienes en
1814, siendo abad Vicente Tarancón y prior Raimundo González. El decreto de
1820 suprimía las casas con menos de 24 miembros, efectuándose un inventario de
Sacramenia y expulsando a la comunidad, que sólo pudo llevarse los enseres de
sus celdas. En 1821 Ramón Cano, abogado natural de Castrillo de Duero, adquiría
el monasterio y procedía a desvalijarlo en su totalidad (incluyendo pisos,
tabiques, balcones, rejas, barandas, puertas, ventanas, ladrillos y tejas),
respetando sólo la iglesia.
En 1823, tras la caída de los liberales,
regresaban los monjes al frente del abad Fernando Ruiz, hijo del monasterio de
Valdediós. Encontraban esta vez la casa en un estado deplorable, sin pisos,
tabiques ni carpinterías. El siguiente abad, Rafael Gañán, emprendió las obras
más urgentes de acondicionamiento, emprendiendo medidas legales contra Ramón
Cano, que fue condenado al pago de una multa de más de 70.000 reales de los que
la comunidad sólo pudo cobrar la mitad.
Pero el decreto desamortizador más virulento
correspondió al célebre gabinete Mendizábal, que en 1835 suprimía todos los
conventos con menos de doce profesos. En Sacramenia sólo la iglesia se salvó de
la enajenación, siendo cedida a la parroquia de Pecharromán. El Coto y el
monasterio pasaron más tarde a manos de José Bustamante, director del Real
Colegio de Artillería de Segovia y por matrimonio de su hija Dolores con Carlos
Guitián a los descendientes de éstos. La hospedería, rehabilitada como vivienda
de colonos, pudo salvarse de la total destrucción, desapareciendo el archivo y
la sillería del coro. Cuando Quadrado visitó el monasterio en 1866 lo encontró
“herido de muerte”.
En 1870 la iglesia se dividió transversalmente
a la altura del quinto pilar, destinando la cabecera al culto –con acceso desde
el brazo norte del crucero– y el resto del templo –que lamentablemente
permaneció casi un siglo sin cubiertas– a cochera y almacén de aperos, tal
distribución se mantuvo hasta la reciente restauración que se inició en 1974.
Torres Balbás describía el conjunto monacal en 1920, cuando todavía permanecían
allí la sala capitular, el refectorio y la cocina.
En 1926 parte de sus dependencias fueron
expoliadas y expatriadas a los Estados Unidos, iniciando un increíble periplo
estudiado meticulosamente por Merino. La iglesia permaneció afortunadamente in
situ, siendo finalmente restaurada durante la década de 1980.
La abadía de Sacramenia es uno de los más
brillantes testimonios arquitectónicos del Císter en tierras castellanas,
conservando un templo que se caracteriza por una rotunda horizontalidad,
sumándose así al ideario de la estética cisterciense, opuesta al ornato y los
volúmenes ascensionales. Sólo parte de la iglesia permanece extramuros del
recinto monacal, hacia el extremo septentrional del mismo.
Para acceder hasta el ámbito monástico debe
superarse un zaguán, precedido por un sector de frondosos chopos y una portada
clasicista. Está flanqueada por pilastras y coronada por un frontón partido,
alojando un relieve de la Inmaculada y dos esculturas identificadas con las
figuras de Alfonso VII y Alfonso VIII que -como una buena parte de las
dependencias monacales- fueron a parar a los Estados Unidos. A la derecha de la
portada clasicista se conserva un crucero de 1683 sufragado por Mateo Escudero
y su mujer María Carretero. Desde el zaguán se penetra hasta un gran patio
frontero con el sector de la cilla, reformado en época barroca. Con el tiempo,
el zaguán fue tabicado, convirtiéndose en cochera, abriéndose otra puerta hacia
su lado meridional, entre el horno y una portería.
La iglesia, litúrgicamente orientada y de
dimensiones nada despreciables, tiene planta de cruz latina, con tres naves de
seis tramos, crucero saliente y cabecera con cinco capillas escalonadas:
semicircular la central, precedida por tramo presbiterial recto, y otras dos a
cada lado, rectas al exterior y semicirculares al interior, con presbiterio
recto las contiguas al ábside mayor y más bajas las extremas.
La original tipología utilizada en la cabecera
permitió a Valle imaginar algún precedente gascón o languedociano que en la
actualidad no se ha conservado, Merino señalaba su genérica similitud respecto
a Le Thoronet y Sénanque. Destaca en cualquier caso por la gran diafanidad de
sus volúmenes, la maestría de su estereotomía arenisca y la rotunda desnudez de
sus muros.
Desde el exterior, la capilla mayor queda
dividida en dos cuerpos de similar altura por medio de una imposta cuyo perfil
combina baquetones, escocias y listeles. Está perforada por tres ventanas de
medio punto, con chambrana engolada y arquivolta baquetonada cuyas escocias
están ornadas con hojas cuatripétalas y bayas. La arquivolta apoya sobre una
imposta –la misma que se prolonga a lo largo del hemiciclo– y columnillas
acodilladas coronadas por capiteles vegetales de carnoso sogueado, los fustes
reposan sobre basas áticas con garras angulares y plintos cúbicos. El ábside
mayor culmina con cornisa nacelada que apoya sobre canecillos, la mayor parte
de ellos nacelados, aunque destacan algunas piezas de gran calidad escultórica
que plasman un barrilito, gruesas piñas, hojas ramificadas, acantos y perfiles
acaracolados o modelos de cestería, piezas que se repiten en los ábsides
laterales.
La nave central, más ancha y alta que las
laterales, se cubre con bóvedas estrelladas de ligaduras y terceletes que
arrancan de ménsulas angulares lisas o con bolas y datan de inicios del siglo
XVI. Fueron alzadas con posterioridad a la integración de la casa en la
Congregación General de Castilla en 1481, aunque conserve los originales
fajones de sección prismática, apuntados y doblados, que voltean sobre imposta
nacelada y semicolumnas de fustes truncados que rematan en toscas ménsulas
troncónicas. Cada tramo está perforado por una ventana de medio punto con
alféizar en talud. Todos los capiteles poseen cestas lisas excepto los de los
tres primeros pilares del lado septentrional y un toral del meridional, con
decoración de acantos. Torres Balbás advertía cierta familiaridad entre las
cestas del triunfal de Sacramenia y las de la iglesia del templo
premonstratense vallisoletano de Retuerta, la apreciación resulta certera, un
cierto sabor abulense valida incluso la vía borgoñona.
También los formeros son apuntados y doblados,
apoyando sobre semicolumnas adosadas al pilar. A partir del cuarto pilar del
lado septentrional y el quinto del lado meridional, los capiteles de los
formeros son vegetales y se disponen bajo cimacios e impostas naceladas que se
prolongan a lo largo del muro. Las basas son áticas, con garras esféricas de
finos acantos o frondas delicadamente talladas en sus esquinas, y se disponen
sobre plintos moldurados. Los pilares son de sección cruciforme, con basamento
baquetonado, adosándose semicolumnas a tres de sus frentes y una pilastra hacia
las naves laterales.
Las naves laterales se cubren con crucerías
cuatripartitas, reforzándose con nervios baquetonados (presentan claves
vegetales las bóvedas más orientales de la nave meridional) que apoyan sobre
cimacios nacelados y pilares de esquinas achaflanadas. Ventanas abocinadas de
medio punto abiertas en cada uno de los tramos de las naves laterales –más
altas las de la nave septentrional– iluminan el interior. La puerta de
conversos, en el último tramo de la nave meridional del templo, fue cegada, en
tanto que la puerta de monjes –con arco rebajado– del primer tramo data de
hacia 1500. El primer pilar de la nave septentrional, cubierto por el nivel de
pavimento, fue descubierto durante la restauración, apreciándose ahora sus
basas áticas con garras de acanto de fina labra, contario en el zócalo inferior
e incisos fileteados. En el mismo pilar, los cimacios de los torales se
prolongan a lo largo de la semicolumna que voltea sobre el crucero, remarcando
un característico anillo que nos recuerda un planteamiento similar al adoptado
en Moreruela y Sandoval. En la nave colateral meridional el anillo se decora
con tetrapétalas inscritas en el interior de círculos.
La puerta de conversos consta de chambrana
talonada y cinco arquivoltas de medio punto que apoyan sobre columnas
acodilladas, cimacios nacelados y toscos capiteles vegetales y geométricos, los
fustes terminan con basas áticas de garras angulares. Insistía Valle en cómo
era habitual que en muchas construcciones cistercienses los sectores
occidentales desvelasen la necesidad de agilizar las obras y la atonía de sus
fábricas, advirtiendo una mayor rusticidad. Los dos tramos más occidentales de
la nave central se cubren con un coro alto, posterior al ingreso del cenobio en
la Congregación castellana, presenta bóvedas estrelladas de terceletes y
combados (mantiene además un arco rebajado entre los pilares del tercer tramo
–desde los pies– de la nave septentrional). A los pies están depositados cuatro
sarcófagos lisos (dos de ellos antropomorfos) y una aguabenditera moderna que
apoya sobre un pilarcito formado por un bloque de seis columnillas con cestas
lisas que data del siglo XIII.
Al exterior, la nave central tiene cubierta a
doble vertiente y las laterales a una sola. El muro septentrional se refuerza
mediante seis contrafuertes prismáticos escalonados entre los que se disponen
las ventanas abocinadas de medio punto. Todos los muros rematan (aunque las
construcciones adosadas impidan contemplar el lado meridional) en cornisas
naceladas y canecillos con idéntico perfil, la mayor parte –junto a la hilada
cumbrera– producto de la restauración. Algunos canecillos de rollos del muro septentrional
y otros con perfil discoidal, en el lado oeste del brazo septentrional del
crucero, son también recientes.
La fachada occidental es de una gran sencillez,
reflejando fielmente la distribución interna (la reciente restauración retiró
algunos aditamentos de su lateral meridional). La portada está flanqueada por
dos contrafuertes rematados en talud y sendas ventanas de medio punto
abocinadas perforando las naves laterales. Está situada en el cuerpo inferior,
ligeramente avanzada sobre el muro y coronada por un tejaroz liso, dispone de
chambrana lisa y seis arquivoltas baquetonadas de medio punto que apoyan sobre
cimacios lisos ligeramente prolongados a lo largo del muro, sencillos capiteles
vegetales y columnas acodilladas sobre basas áticas. Las cestas, muy
erosionadas, tie nen someros acantos con flores hexapétalas y piñas angulares.
En el cuerpo central inferior y el contrafuerte septentrional aún podemos
advertir dos canzorros que soportaron un desparecido atrio.
El cuerpo superior, está flanqueado por enormes
contrafuertes prismáticos rematados en gabletes con pináculos de crochets.
Entre los contrafuertes del cuerpo superior aparece un gran arco apuntado
rebajado con perfil baquetonado que arranca de dobles cabecitas antropomórficas
(recuerdan a otras similares en la portada occidental de Bujedo de Juarros,
Burgos), parece cumplir función de descarga, cobijando el gran rosetón.
Recientemente restaurado, posee centro lobulado del que parten doce columnillas
radiales, amenizadas con capiteles de crochets que delimitan otros doce
trilóbulos. El cuerpo occidental remata en frontón partido que data de 1733,
albergando una hornacina con la imagen de San Bernardo coronada por pináculo.
A la capilla mayor da paso un triunfal apuntado
y doblado que apoya sobre semicolumnas adosadas. El presbiterio está cubierto
con cañón apuntado que arranca de imposta nacelada. El muro meridional alberga
una credencia –quizás pudo tener un uso funerario– con apuntado arco
polilobulado. El ábside mayor, propiamente dicho, está perforado por tres
ventanas de medio punto y se cubre con bóveda de horno (carece de nervios de
refuerzo que había imaginado Merino de Cáceres antes de desmontar el retablo de
1592). Las capillas contiguas se organizan de similar manera, si bien los arcos
apuntados y doblados voltean sobre ménsulas con dos rollos e imposta nacelada,
se cubren con cañones apuntados. A las otras dos capillas extremas se accede
desde un arco apuntado que apoya sobre ménsulas naceladas a modo de mochetas,
se cubren con bóveda de horno y resultan perforadas mediante sendas ventanas de
medio punto talladas en un bloque pétreo sobre mochetas naceladas (trilobuladas
al interior).
El crucero se cubre con bóvedas de cañón
apuntado que arrancan de impostas naceladas, alzando un cimborrio –de vistosos
contrafuertes angulares exteriores– con crucería estrellada en el tramo central
de similar cronología que las de la nave mayor aunque en este caso la
plementería define una corona central y motivos heráldicos angulares pintados
hoy perdidos.
Martín Postigo recogía una donación real de
1490 referida a la explotación de una cantera en tierra de Sepúlveda que tal
vez pueda ponerse en relación con estas obras inmediatas a la integración de
Sacramenia en la Congregación Cisterciense castellana. El cimborrio está
perforado por un óculo a cada lado, hacia el septentrional contemplamos otra
seña heráldica pétrea ornada con un águila bicéfala.
La puerta de muertos aparece cuidadosamente
cegada en el testero septentrional del crucero, por encima apreciamos dos
ventanas de medio punto abocinadas y un rosetón con arquivoltas lisas que se
repite –aquí con lacería– en el meridional. Por el testero meridional se
penetraba hasta una sacristía moderna, la puerta data de fines del siglo XVI o
inicios del XVII, tiene frontón partido y remata en pináculo, una fracturada
inscripción aún presenta restos visibles (...MUNDAMINI QVI FERTISVASA
D(omi)N(i)...”. También conserva la puerta de monjes en el primer tramo de
la nave septentrional que da paso al desaparecido claustro, interiormente
ostenta arco rebajado y hacia el exterior perfiles tardogóticos de bolas (doble
jamba y chambrana que apoya sobre ménsulas) característicos de la época de los
Reyes Católicos. Al exterior, el ángulo noroccidental presenta sólidos
contrafuertes prismáticos escalonados muy restaurados.
A lo largo de los muros interiores del templo
se han conservado restos de policromía (especialmente en algunos sectores de la
nave septentrional y en el tramo presbiterial de la capilla mayor). El retablo
mayor, obra de factura clasicista, está presidido por una maltrecha talla en
madera policromada de la Virgen con el Niño que data de la primera mitad del
siglo XIV.
Para Valle, la iglesia de Sacramenia es una
empresa homogénea, fruto de una única campaña constructiva acometida por el
mismo equipo de canteros. La distinta factura de los capiteles permitieron
determinar a Sowell cómo mejoraban su calidad a medida que avanzamos hacia
occidente aunque sin llegar a constatar diferentes fases constructivas. De
hecho, la escultura desplegada sobre los capiteles del triunfal presenta una
inusitada calidad, pero diferimos de Sowell pues los desarrollos superiores de
picudos acantos y los barrocos remates frutales presentes en los capiteles de
los tramos más orientales van tornándose toscos, tendiendo hacia el geometrismo
y las cestas de trama romboidal en los tramos occidentales. Ciertos elementos
presentes en el nivel superior de la fachada de poniente (el perfil del arco de
descarga con la pequeñas cabecitas dobles o el tipo de contrafuertes) sugieren
la presencia de un nuevo equipo de canteros cuyos rasgos estilísticos son
plenamente góticos.
El resto de las dependencias monásticas se
sitúan al sur del templo, alrededor del claustro. La mayor antigüedad
correspondía a las orientales, prolongación del brazo meridional del crucero y
cuya construcción aseguraba el desarrollo de la vida cotidiana en el cenobio
(sobre esta cuestión vid. VALLE PÉREZ, José Carlos, “La arquitectura del
reino de León en tiempos de Fernando II y Alfonso IX: las construcciones de la
Orden del Císter”, en Actas del Simposio Internacional sobre ‘O Pórtico da
Gloria e a Arte do seu tempo’, Santiago de Compostela, 1988, pp. 149-172: id.,
“Las primeras construcciones de la orden del Císter en el reino de León”,
en Arte Medievale. Ratio fecit diversum. San Bernardo e le arti. Atti del
congresso internazionale, Roma, 1991, VIII/1, 1994, pp. 34 y ss.; id., “Las
construcciones de la Orden del Císter en los reinos de Castilla y León: notas
para una aproximación a la evolución de sus premisas”, Cistercivm, XLIII,
1991, pp. 767-786). En la actualidad ningún testimonio medieval se ha conservado
in situ exceptuando una solana moderna hacia el sudeste y algunos muros
desventrados cuajados por frondosas enredaderas que no interesaron demasiado a
los expoliadores. Los actuales propietarios han diseñado un parapetado jardín
en el espacio ocupado antaño por el claustro, foráneos abetos y sauces dan
sombra a una fuente barroca central.
El claustro poseía ocho tramos en la panda
oriental y seis en las tres restantes que estaban cubiertos con bóvedas de
crucería, octopartitas las centrales (en la panda oriental la del acceso hasta
el capítulo) y de nervaduras estrelladas las de los ángulos. Fajones y
nervaduras de las bóvedas apoyaban sobre columnillas hacia el patio y sobre
ménsulas en los muros de cierre. Para Merino tales cubiertas no eran anteriores
al siglo XV, si bien las arquerías abiertas hacia el patio tenían mayor
antigüedad, aunque fueron renovadas a fines del siglo XVI o inicios del XVII
las de las galerías occidental y meridional, al igual que los contrafuertes
existentes entre las arquerías y el claustro alto.
Antiguo
monasterio español, Iglesia de San Bernardo de Clairvaux, 16711 West Dixie
Highway, North Miami Beach, Florida. Un claustro medieval del monasterio
español que fue construido en la ciudad de Sacramenia en Segovia, España, en el
siglo 12. Esta obra de arte es de dominio público porque el artista (s) murió
hace más de 70 años. 
El claustro alto, con ocho arcadas de medio
punto por panda que apoyaban sobre columnas dóricas, presentaba antepechos al
exterior (excepto en la septentrional, donde aparecían balaustradas de hierro
forjado) y arcos rebajados en los ángulos interiores. Se cubría con una
techumbre de madera. En la crujía claustral oriental, a la derecha de la puerta
de acceso a la iglesia existió un nicho tardogótico que cobijaba un altar
románico apoyado sobre columnillas de rudos capiteles (hoy en Miami), se
trataría del archipresente armarium, convertido en altar -como en otras casas
cistercienses- cuando a fines del medievo se destinó una estancia específica
como biblioteca. Adyacente se hallaba la antigua sacristía, con acceso desde
una sencilla puerta de medio punto con triple baquetón, que permitía el paso
hasta un espacio estrecho y alargado cubierto con bóveda de cañón y el hastial
del crucero. Desde la vieja sacristía se llegaba hasta la construida a fines
del siglo XVII.
La mayoría de autores consideran que el
capítulo, con nueve tramos cubiertos con bóvedas de crucería que apoyan sobre
cuatro columnas y ménsulas cónicas, es posterior al templo (Torres Balbás,
Sowell y Steger), si bien Valle advertía claras coincidencias (perfil de las
nervaduras, apeo de las cubiertas, modelos de capiteles y elementos
ornamentales o marcas de cantería) entre los canteros que inician la
construcción de la iglesia de Sacramenia y los activos en la sala capitular. La
entrada a la sala del capítulo posee puerta de medio punto provista de doble
baquetón y escocia ornada con motivos florales que apoya sobre sencillas cestas
vegetales de tipo corintio. Aparece flanqueada por otros cuatro vanos de medio
punto que apoyan sobre cuatro columnillas centrales. Sobre el capítulo se alzó
el dormitorio de monjes. Más allá del capítulo se hallaba un locutorio y las
salas de trabajo (durante el desmantelamiento de Byne permanecían tapiadas).
En el lado meridional planteaba Merino la
posible existencia de una sala de copistas y el refectorio, cubierto con bóveda
de cañón apuntado reforzada por cuatro arcos fajones apeados sobre ménsulas
formadas por tres capiteles sobre modillones moldurados con baquetón entre
filetes y nacela inferior. Fue remodelado a lo largo del siglo XVII,
rehaciéndose el muro meridional y añadiendo yeserías, al tiempo que se
instalaba un banco corrido y el sitial abacial, con nicho avenerado. El testero
septentrional estaba perforado por dos rosetones con doble derrame escalonado,
cegados quizás por las bóvedas claustrales. La cocina estaba instalada en el
ángulo sudoccidental, con acceso desde el refectorio, el claustro y el
exterior. En la actualidad sólo conservamos su zona baja aunque Torres Balbás
señalara cómo se cubría con bóvedas algo más modernas que las del refectorio.
Hacia poniente, aparte de la hospedería moderna
que prolonga el hastial templario occidental hasta la cocina y un espacioso
compás, está situado el refectorio de conversos (Sowell y Valle), en ocasiones
confundido con la cilla (Merino y Torres Balbás) y cuya cubierta es coetánea a
la de la sala capitular. Se trata de un gran espacio rectangular delimitado por
catorce tramos cubiertos con crucerías, los formeros y fajones son de medio
punto y las nervaduras de las bóvedas presentan sección bocelada, apoyando
sobre ménsulas lisas hacia los muros oriental y occidental y seis columnas en
el centro de la estancia. Las columnas están coronadas por sencillos capiteles,
algunas cestas son lisas y otras están ornadas con incisos rombos entrecruzados
(en el mismo refectorio de conversos se conservan fuera de contexto otros cinco
capiteles decorados con los mismos rombos entrecruzados). Los fustes apoyan
sobre basas áticas con garras esféricas vegetales y podium. Para la escasa
iluminación se utilizan pequeñas ventanas cuadrangulares que perforan los muros
de oriente y de poniente. Varios tirantes metálicos aseguran la estabilidad del
conjunto.
Anotaba Merino cómo la hospedería ocultó el
muro medieval occidental, dotado de potentes contrafuertes unidos mediante
arcos de perfil muy rebajado. En su lado meridional se abría una puerta
apuntada de acceso al convento (se conserva en Miami); y en ángulo con la
anterior, la de la cocina, con acceso directo desde el exterior.
Para el primer taller que participó en la
construcción del monasterio de Sacramenia se supone un origen languedociano o
gascón, con rasgos escultóricos parejos en el Bordelais y la región de Agen
(Cahn), aunque sin descartar otras huellas borgoñonas y la colaboración de mano
de obra local (al respecto de los localismos vid. VALLE PÉREZ, José Carlos, “La
arquitectura cisterciense: sus fundamentos”, Cistercivm, XXX, 151, 1978, pp.
275-289; id., “Les fondaments de l´architecture de l´ordre de Cîteaux”, Les Cahiers
de Saint-Michel de Cuxa, 13, 1982, pp. 311-331), hipótesis que nos parece más
plausible y revela puntos de contacto con talleres escultóricos activos en
otros edificios románicos segovianos (Perorrubio, El Arenal, Tenzuela,
Peñasrubias, Caballar) y cuya datación oscilaría ca. 1175-1180 (Sowell). Rasgos
como los carnosos roleos anudados acogiendo bayas, las flores tetrapétalas o
las cestas corintias admiten perfectamente la comparación con similares
caracteres en galerías del área inmediata.
El segundo taller –plenamente gótico– activo en
el sector occidental del templo debió participar también en el claustro y otras
dependencias monásticas (cocina o refectorio), así como en el hastial de
poniente del templo cisterciense Santa María de la Sierra, sus referentes
parecen estar en fábricas de tesitura francoborgoñona (catedrales de Sigüenza,
Cuenca y El Burgo de Osma o los cenobios bernardos de Huerta y Las Huelgas),
datando Valle su actividad ca. 1225-1230. La construcción de la fábrica monacal
se prolongó pues a lo largo de un abultado periodo de tiempo que duró casi
media centuria.
Las arquerías de las galerías meridional y
oriental del claustro fueron modificadas entre los siglos XV y XVI. También
corresponden a la misma época las bóvedas de las cuatro crujías claustrales, en
conexión con las que cubren el tramo central del crucero, nave central y coro
alto.
En 1926 el claustro monacal y la sala capitular
fueron desmontados por Arthur Byne, solícito agente expoliador camuflado de
erudito, a la sazón agente de William Randolph Hearst en España. El delegado
del famoso magnate de la prensa norteamericana, burlando y sobornando a las
autoridades españolas, había adquirido el conjunto segoviano por 40.000 dólares
(otros 10.000 le supusieron su desmantelamiento y embalaje) con destino a la
suntuosa Casa Grande de San Simeón (California), las operaciones fueron dirigidas
por la arquitecta Julia Morgan, formada en Berkeley y protegida de la madre de
Hearst.
Las cajas de madera que contenían los restos
pétreos fueron trasladadas hasta la cercana villa de Peñafiel en camiones, y
desde allí por ferrocarril hasta Madrid y el puerto levantino de El Grao, desde
donde fueron embarcadas rumbo a los Estados Unidos. Pero el violento crack
bursátil de 1929 quebró la bonanza financiera de Hearts de modo que sus
megalómanos proyectos se fueron a pique.
Los materiales procedentes de Sacramenia
permanecieron olvidados hasta 1951, sepultados en unos almacenes del Bronx neoyorquino,
fecha en que fueron adquiridos por los promotores inmobiliarios E. Raymond Moss
y William S. Edgemon con la intención de ser reaprovechados en un centro
comercial y de recreo de nueva creación. El monto de la operación ascendió,
veinticinco años después de su salida de Sacramenia, a los mismos 40.000
dólares que había abonado Byne por la inicial adquisición.
Desde New York esta vez, fueron nuevamente
embarcados rumbo a los muelles de Everglades (Florida) y por carretera hasta
Miami. Pero serias penalidades se sumaron a la desconcertante historia del
convento a la hora de desembalar el voluminoso cargamento. El Departamento de
Agricultura norteamericano consideró necesario impedir la llegada de paja
extranjera para evitar posibles contagios fitosanitarios. Así, durante la
operación del cambio del material vegetal que facultaba el mullido, fue
alterado el contenido de muchas de las cajas, confundiendo consiguientemente
los códigos de posición de los materiales y dando al traste con todo intento de
recomposición lógica. Por otra parte, en los planos originales de Byne, las
cajas que contenían materiales procedentes de la galería oriental del claustro
se habían clasificado con la letra “O”, lo mismo que las procedentes de la
galería occidental, el gigantesco rompecabezas en tres dimensiones (Merino de
Cáceres) así generado resultaba de complejísima resolución.
Desde Nueva York llegaron hasta Miami unas
35.784 piezas embaladas en 10.751 cajas, y tras año y medio de concienzudo
trabajo dirigido por Allen Carswell (uno de los especialistas que participó en
el montaje de The Cloisters del Metropolitan de Nueva York) al frente de quince
albañiles y ocho canteros, en 1954 sólo se habían conseguido establecer las
líneas generales del conjunto: tres alas claustrales, la sala del capítulo y el
refectorio.
Los restos del convento de Sacramenia,
bautizado como Ancient Spanish Monastery, terminaron instalándose en una zona
excesivamente alejada de los principales focos comerciales de la ciudad, de
modo que las expectativas de explotación turística nunca dieron sus anhelados
frutos. En 1962 fueron adquiridos por la diócesis del sur de Florida, alzando
una iglesia en el antiguo refectorio y convirtiendo el conjunto medieval en
parroquia (Saint Bernard de Clairvaux), museo y más recientemente residencia de
anciano.
Señalaba Merino cómo la reconstrucción fue a
todas luces imprecisa, torpe y carente de rigor científico, despreciando el
claustro alto y forzando los materiales existentes a las necesidades de las
nuevas estancias.
Cuevas de Provanco
A modo de pequeña península entre las
provincias de Burgos y Valladolid se encuentra el término municipal de esta
villa segoviana. Su caserío se dispone en lo alto de una colina, buscando el
mediodía, lo que impone a su casco un trazado de calles estrechas y empinadas,
repletas de rincones y miradores.
Su existencia consta documentalmente desde
mediados del siglo X, cuando es repoblada por el Conde Asur Fernández con fines
eminentemente militares; sin embargo, poco duró en manos cristianas Covas de
Provança tras las incursiones de Almanzor en el último cuarto del siglo. Casi
dos centurias más tarde y tras retornar a manos cristianas, se le menciona como
Covas en 1123, al confirmarse por el Papa Calixto II los límites de la diócesis
segoviana y en 1130 al ratificarse por don Raimundo, arzobispo de Toledo. Pertenece
a la Comunidad de Villa y Tierra de Fuentidueña desde su formación, llegando a
ser más importante que la propia Villa en sus comienzos, como demuestran sus
elevados pagos a la mesa episcopal en 1247. Según Barrios García, su topónimo
es de ascendencia etimológica céltica.
A mediados del siglo XIX su población ascendía
a trescientas diez almas, repartidas en sus noventa y cuatro casas; a su
escuela acudían treinta y ocho alumnos y alumnas.
Iglesia de la Vera Cruz
La iglesia de la Invención de la Cruz se
encuentra inserta en el interior del casco urbano, en el centro de la loma
sobre la que se asienta la localidad de Cuevas de Provanco. Desde la carretera
de Sacramenia, hemos de ascender por sus enmarañadas calles hasta acceder a una
pequeña placita, en la que rodeado por un pretil se yergue el templo.
A tenor de lo conservado, se nos muestra un
edificio de sencilla planta que en origen debía responder al repetido modelo de
única nave rectangular, cuya longitud es cercana a dos veces la anchura, y con
cubierta de madera adosada a la canónica cabecera románica de tramo recto
presbiterial y hemiciclo absidal cubiertos con medio cañón y cuarto de esfera
respectivamente. A ellas se unirían al sur un pórtico siguiendo la tradición
segoviana y la torre de planta cuadrada en cuyo primer nivel se abría una estancia
con uso probablemente de capilla y que en la actualidad se emplea como
sacristía.
Está canónicamente orientada y construida en su
mayor parte en caliza despiezada en pequeños sillares.
Tras comenzarse la construcción en la segunda
mitad del siglo XII, con el paso de los siglos se debió ir adecuando el
edificio a las nuevas necesidades y ornando conforme a los nuevos gustos. El
cambio estructural más destacado fue el llevado a cabo en el Renacimiento,
momento en el que, como en tantas otras iglesias de la provincia, se introdujo
al espacio interior el pórtico pasando a funcionar como nave lateral mediante
la apertura en el muro de un gran arco de medio punto. También en época moderna
se sustituyó la primitiva cubierta de madera por la actual de par y nudillo con
tirantes dobles, con lo que al contrario que las iglesias enyesadas en el
XVIII, es probable que mantenga una proporción similar en la nave principal a
la que tuvo en origen.
Al exterior el ábside se alza sobre un leve
zócalo semisoterrado de sillería sobre el que se dispone el paramento dividido
por dos semicolumnas que arrancan de basamento, plinto y basa de oblongo toro,
y que alcanzan la cornisa rematando en desgastados capitelillos de formas
prismáticas. Articulan así tres tramos de los que en la actualidad sólo están
abiertos el central y el del sur, que conserva un óculo barroco en la parte
superior y del que por antiguas fotografías conocemos otro vano rectangular cegado
en la última restauración. No tenemos certeza de que estuviera abierto el del
norte, si bien es cierto que se conserva una pequeña pieza con un arco de medio
punto en relieve que por su disposición nos hace sospechar que así fue. En
cualquier caso, el único vano original es el del tramo central, formado por una
estrecha saetera a la que se antepone una rosca abocelada que reposa en dos
columnillas de canon muy corto, fuste liso y capiteles y basas totalmente
desgastados. A esta se superponen cuatro piezas formando un alfiz y sobre ellas
un arquillo de medio punto que repite el modelo del situado en el tramo norte.
Remata el ábside una hilera de desgastados canes en los que predominan los
perfiles de nacela y proa de barco sustentando la cornisa de listel y chaflán.
El tramo presbiterial presenta en el costado
septentrional dos arcos ciegos de medio punto articulando y reforzando el muro,
similares a los de San Miguel de Fuentidueña en lo que para algunos podría ser
un antecedente. También en este costado se conserva una simple portada de
ingreso, hoy cegada, de medio punto que reposa sobre jambas cuyo uso debía ser
secundario, quizá relacionado con el acceso a un primitivo cementerio.
Sustentan las cornisas de este flanco del edificio canes que no difieren de los
del ábside.
Al interior, se accede a la cabecera por medio
de un triunfal doblado y ligeramente apuntado que reposa en sendas semicolumnas
que arrancan de desgastadas basas formadas por dos toros y una escocia sobre un
banco de fábrica y rematan en capiteles prismáticos lisos. Sobre ellos se
dispone un cimacio de listel y chaflán que se prolonga a modo de imposta
recorriendo el perímetro de la cabecera.
El tramo presbiterial queda dividido por un
fajón apuntado con perfil combado de lo más peregrino que ha perdido por
completo su función tectónica. Lo reciben dos columnillas pareadas por lado que
comparten capiteles, ambos prismáticos y lisos, y basas que sobre basamento
repiten el modelo de las del triunfal. Los dos tramos de muro se articulan
mediante un arco de medio punto cada uno, quedando el lienzo sur abierto para
el ingreso a la antigua torre y a la sacristía.
El hemiciclo está cubierto por una retocada
bóveda de cuarto de esfera bajo la que se exorna el frente con un friso de
pinturas góticas divididas en once escenas enmarcadas por orlas y en las que
predominan el rojo, azul marino, distintos marrones, blanco y negro.
Hasta su desmoronamiento en 1946 se adosaba al
sur una torre de planta cuadrangular que al menos en su nivel inferior estaba
compuesta en sillería. Esta ruina debió afectar en buena medida al ábside, lo
que puede explicar los extraños perfiles de sus arcos y lo retocado de las
bóvedas. Se accedía a ella, como se ha apuntado, desde el lienzo meridional del
presbiterio por medio de una escalera pétrea de dos tramos que desembocaba en
el trasdós de la bóveda de la capilla inferior para probablemente continuar por
medio de otra escalera de madera. La zona inferior se aprovechó para ubicar una
estancia techada con medio cañón de eje paralelo al del ábside. En ella se
liberó, en la última restauración de comienzos de la década de 1990 tras un
mueble y el enjalbegado, un arquillo de medio punto en el muro este que reposa
en columna de fuste liso y capitel prismático sin tallar y que parece formar
parte de una arquería. En la misma intervención apareció en el muro oeste, por
la zona que mira a la nave, una portada de tres arquivoltas de medio punto y
aristas vivas. En ella las roscas extremas reposan en jambas y la intermedia en
columnillas que rematan en capiteles de los que sólo está decorado el
meridional con sencillas pencas de punta vuelta. Sobre ellos un cimacio de
listel con incisión y nacela que se prolonga a modo de imposta al interior y al
exterior bien pudo ser el modelo de la rozada chambrana. Según el informe
publicado de la mencionada intervención, en el subsuelo de la sacristía se
comprobó “la existencia de una estancia abovedada, rectangular, con muros
construidos en mampostería gruesa caliza irregular, rejuntada con mortero de
cal y arena, con remate de sillería en la trampilla de entrada… Dicha estancia
tiene una superficie de más o menos once metros cuadrados, y una altura de dos
metros”. Según los estudios arqueológicos la estancia debió servir de
osario en tiempos recientes, formando sus muros la base subterránea de la
torre.
El espléndido coro muestra policromía y
cartelas en árabe de las que sabemos gracias a Gustavo Turienzo su significado:
LA-ALLAH ILA-ALLAH (“No hay Dios sino Dios”, o menos literalmente, “No
hay más que un Dios”), probablemente formando parte de un complejo de
catequización mudéjar fechable hacia la segunda mitad del siglo XIV o primer
tercio del XV. Según el mismo autor, hasta hace algunos años se encontraban
paralelos claros de esta decoración en las estribaciones de la Sierra de
Alcaraz, entre Albacete y Jaén, en la Torre del Valle de Perojí, cuya
construcción se remontaba a finales del siglo XIV.
Bajo el coro se sitúa la pila bautismal, pese a
haber conocido otros emplazamientos en la iglesia. Se trata de una pieza de
copa semiesférica de 124 cm de diámetro con el interior decorado con gallones
rehundidos y el exterior con grandes gallones en relieves y rostros asomantes
en las enjutas al modo de Sebúlcor o Requijada. Sobre ellos, en la zona más
cercana a la embocadura una cenefa de doble zigzag con botones en los que se
insertan florecillas, rematando la parte superior en bocelillo. La parte inferior
del vaso la ocupa un motivo sogueado. Por su composición y estilo, los rostros
son muy cercanos a los de la parroquial de Sebúlcor, en ellos se repite el
mismo tipo de caras ovaladas en posición frontal de ojos rehundidos con forma
almendrada, nariz recta y escueta boca ovalada. No se representan atributos o
gesto alguno, arrugas, párpados o pestañas, por lo que el único motivo
diferenciador entre sí son los distintos tocados –lisos y pegados al cráneo– y
peinados, mediante sencillas incisiones que forman mechones. Las orejas, de
forma circular, quedan despegadas de la cabeza, repitiéndose el modelo en todas
las cabezas. El pie, poligonal y de época posterior, está decorado con
distintos motivos vegetales y de cruces.
Fuentidueña
Se alza la amurallada villa de Fuentidueña en
el extremo norte de la provincia de Segovia, allí donde ésta se encuentra con
las de Burgos y Valladolid. Ocupa un espacio ligeramente quebrado, con algunos
escarpes calizos esculpidos por el río Duratón y sus pequeños afluentes, en un
territorio que sirve de transición entre la Serrezuela situada al nordeste y
las llanuras endorreicas de Cantalejo, hacia el suroeste. Es una comarca
agrícola, con baja densidad de población, situada a 72 km de Segovia, a 80 de
Valladolid y a bastante menor distancia de otros núcleos –capital del Partido
Judicial–, 25 de Peñafiel y 23 de Cantalejo.
En el estrecho valle que aquí forma el Duratón,
de abundantes fuentes, el caserío se dispone sobre una ladera orientada al
norte, siendo manifiesta la evolución histórica del urbanismo de la villa, que
desde sus orígenes medievales en la parte más alta del cerro, se ha ido
desplazando hacia la ribera del río, en un proceso que incluso se ha acelerado
en las últimas décadas. Así, el solar más antiguo de la villa, en el entorno
del casi desaparecido castillo y de la arruinada iglesia de San Martín, es hoy
–y al parecer desde hace siglos– un despoblado que ni siquiera tiene la
calificación de suelo urbano, constituyendo en buena parte una única propiedad
privada.
El casco urbano actual ocupa el tercio inferior
del recinto amurallado y la zona extramuros contigua y aunque parece ser que ya
fue una zona muy vital durante la Edad Media, como demuestra la propia
existencia de la iglesia románica de Santa María y sugiere el hecho de
encontrarse aquí el monumental puente, es en los últimos decenios cuando la
zona ha conocido cierta expansión, con la edificación de nuevas viviendas en el
sector más cercano al río, un espacio en otros tiempos sometido a inundaciones
estacionales pero hoy salvaguardado de las mismas mediante la regulación del
caudal que hace el embalse de Las Vencías, situado a 2 km en dirección sureste.
Aunque algunos amores patrios hayan querido
remontar la existencia de Fuentidueña a tiempos visigóticos, y a pesar del
hallazgo de una moneda romana, lo cierto es que las primeras noticias de la
villa no se documentan hasta la plena Edad Media. Aun así este territorio fue
escenario de una importante actividad militar desde que en el año 912 se
consolidasen las fortalezas cristianas de Osma, San Esteban de Gormaz, Clunia,
Aza y Roa, dando lugar a una agitada frontera en torno al Duero que, con
algunos vaivenes, permanecerá durante más de un siglo. A pesar de los problemas
que causaron las aceifas de Abderramán III durante la primera mitad del siglo X
y las terribles y siempre victoriosas incursiones de Almanzor durante la
segunda mitad del siglo, la comarca debió ser repoblada muy tempranamente, como
demuestra la existencia en 937 del monasterio de Santa María de Cárdaba
–situado a un kilómetro de Sacramenia– y que en esa fecha donó el conde Fernán
González a San Pedro de Arlanza. Algunos años más tarde, en el 943, aparece
Asur Férnández, conde de Monzón, al frente de estas tierras, cuya cabeza debía
situarse entonces en Sacramenia, donde se situaba un castillo que en el año 983
sería atacado por Almanzor.
Tras este bache vendrá la colonización
definitiva del territorio, bajo los auspicios del conde castellano Sancho
García, pero aunque poco a poco irán apareciendo algunas poblaciones que luego
formarán parte de la Comunidad de Villa y tierra de Fuentidueña –Sacramenia,
Torreadrada, Castro y Urdiales (943), Membibre de Hoz (1089), Cuevas de
Provanco y Bernuy (1123)– de la villa no tendremos noticias hasta el 27 de
marzo de 1135, cuando el rey Alfonso VII conceda a la catedral de Segovia las
décimas de los bienes reales. En este documento Fuentidueña es citada entre un
elenco de villas de cierta importancia, por lo que cabe suponer que desde sus
orígenes fue un asentamiento relevante.
Gonzalo Martínez Díez supone que la
conformación de la Comunidad de Villa y Tierra de Fuentidueña tendría lugar a
comienzos del siglo XIII, a tenor de que en un documento de 1207 en el que el
rey Alfonso VIII confirma al monasterio cisterciense de Santa María de
Sacramenia sus posesiones en el entorno, se habla de in Fontedona uel in suo
termino, obviando cualquier otra referencia a poblaciones circundantes, lo que
hasta entonces sí resultaba habitual. A las 21 poblaciones actuales que
conformaron esa Comunidad el mismo autor añade 18 despoblados, tres de los
cuales, Valcavado, Santa Cruz y Serranilla, se hallaban en lo que hoy es el
término municipal de la propia Fuentidueña.
Muy interesantes para nuestra villa resultan
dos documentos fechados en 1247 en los que el cabildo de la catedral de Segovia
hace el reparto de rentas entre sus miembros. La razón es que aquí se
mencionan, al margen de las distintas aldeas, hasta seis iglesias situadas en
la propia Fuentidueña –ya entonces cabeza de un arciprestazgo–, a saber: San
Juan, Santa María, San Miguel, San Esteban, San Martín, San Salvador. A ellas
Luis-Miguel Villar García y Gonzalo Martínez Díez añaden la de San Pedro y el
último además la de Santa Inés, pero nosotros no las vemos reflejadas en
ninguno de los dos documentos, publicados en su día por el primero de los
autores y que ambos toman como fuente.
La segunda mitad del XII y todo el siglo XIII
debió ser en consecuencia una época dorada para la villa, que se rodeó de una
amplia muralla que muy pronto quedaría desbordada por el lado septentrional,
como atestigua la existencia ya del templo románico de Santa María. Es también
en estos momentos cuando queda constatada la presencia de Alfonso VIII, quien
desde aquí extenderá documentos entre el 14 de octubre de 1174 (aunque el de
esta fecha parece ser falso) y el 20 de noviembre del mismo año, posteriormente
el 7 y 8 de diciembre de 1204, e incluso fue aquí donde este monarca testó en
esta última fecha, una última voluntad que permanecería en vigor hasta su
muerte, acaecida en 1214, tal como recogen otros documentos posteriores: cum
dominus Adefonsus, illustris rex Castelle et Toleti, apud Fontemdoniam
infirmaretur, suum ibidem condidit testamentum. El prestigio de Fuentidueña
dentro de las villas del reino se manifiesta igualmente en el hecho de que es
una de las que juraron fidelidad al tratado que suscribieron en Seligenstadt el
23 de abril de 1188 Alfonso VIII y el emperador alemán Federico I Barbarroja
mediante el que concertaron el matrimonio de sus hijos Berenguela y Conrado.
También Fernando III, firmará cartas en esta villa entre el 28 de mayo y el 17
de julio de 1222, lo que pone de manifiesto que el monarca no estaba
simplemente de paso sino que la corte permaneció en Fuentidueña unos dos meses,
con lo que esto suponía en cuanto a capacidad de acogida. Su hijo y heredero,
Alfonso X, también consta que pasó por Fuentidueña el 6 de abril de 1274, desde
donde concedió una suculenta donación al monasterio de Sacramenia. Todas estas
circunstancias de evidente desarrollo debieron atraer igualmente a linajudas
familias, y así, a lo largo del siglo XIII, según cuenta Justo Hernansanz,
parece que se asentaron en la villa algunas ramas de los Lara. Pero esta
situación no debió perdurar mucho tiempo más y quizás el desplazamiento del
peso económico y social del reino de Castilla hacia la meseta sur y Andalucía –a
lo cual contribuyeron también algunos vecinos de Fuentidueña– provocó el lento
declinar de una villa cuya evidente función militar y administrativa era la
base principal de su existencia.
Esta situación de declive se constata en el año
1308, cuando la infanta Isabel, hija de Sancho IV, “por façer bien y merçes
a todos los xpianos y xpianas, moradores en la villa de Fuentidueña de la çerca
adentro y a los que moraren de aquí adelante y porque se pueble la villa mejor
otórgoles y confírmoles todas las cartas y los preuilegios que ellos tienen de
los Reyes donde yo vengo, de las franqueças y de las livertades que les dieron
y por les hacer más merçes quítoles de aquí adelante de todos los seruicios que
ellos ouieren a dar”. Tal privilegio confirma que nos hallamos ante una
población en franca decadencia, más aún la zona intramuros, la que
habitualmente servía para delimitar jurídicamente una villa y a la que en este
caso va dirigido explícitamente el privilegio de la infanta. Pero se abrían
unos tiempos difíciles para todo el reino, que se vio sumido en continuos
levantamientos y banderías, de cuyas repercusiones no se escapó nuestra villa,
cuyo territorio fue asolado en 1336 por las tropas aragonesas que iban en apoyo
del rebelde infante don Juan Manuel, fortificado en su villa de Peñafiel.
Otro de los fenómenos característicos de este
siglo XIV, la creciente señorialización de los tradicionales realengos,
afectará igualmente a Fuentidueña, que Alfonso XI entregará a su bastardo don
Tello, uno de los hombres con mayores dominios en todo el reino y que
posteriormente será uno de los rebeldes Trastámaras que disputarán la corona al
legítimo rey Pedro I. Durante el primer levantamiento, que tuvo lugar en el año
1352, Fuentidueña tuvo que ser sometida por las tropas reales y aunque todavía
entonces don Tello la mantuvo en su poder, acabaría perdiéndola años más tarde,
recuperándola de nuevo con la subida al trono de su hermano Enrique II.
Fallecido el señor en 1370 el rey se negó a cumplir su testamento, que disponía
el traspaso de sus dominios a sus hijos, todos ellos naturales, de modo que la
villa permaneció en la corona hasta que el sucesor de Enrique, Juan I, la
volvió a entregar en señorío en 1379, ahora a Juan Rodríguez de Castañeda, hijo
de Rodrigo González de Castañeda quien había intentado apropiarse del lugar
durante las guerras trastámaras, aprovechando la rebeldía de don Tello. Desde
entonces Fuentidueña permaneció en manos de los Castañeda hasta los años
centrales del siglo XV.
Durante este período su castillo sirvió de
prisión al adelantado de Castilla, Pedro Manrique, suegro de Rodrigo de
Castañeda, a la sazón señor de la villa. Corrían los años 1437-1438 y el
adelantado consiguió huir con la connivencia de sus guardianes, muriendo poco
después don Rodrigo sin herederos por lo que el rey Juan II entregó este
dominio en 1443 a don Pedro de Luna Manuel, hijo bastardo de don Álvaro de Luna
–después legitimado–, quien tomará posesión de la villa en 1446. Desde entonces
los Luna permanecieron varios siglos como señores de Fuentidueña, como
atestigua su prolífica heráldica repartida por casas, murallas y templos. Casó
Pedro de Luna con Elvira de Ayala, padres de Álvaro de Luna, quien matrimonio
con Isabel de Bobadilla y heredó la villa en 1490. A Álvaro le sucedió en 1519
Pedro de Luna Bobadilla, casado con Aldonza Manrique, de quienes fue hijo
Álvaro de Luna Manrique, casado con Mencía de Mendoza –hija del tercer conde de
Miranda– y señor de Fuentidueña desde 1542, un año después del fallecimiento de
su esposa, quien había dispuesto en su testamento que, por morir sin hijos, sus
bienes se dedicaran a fundar el hospital de La Magdalena. Fallecido don Álvaro
sin descendencia, Fuentidueña pasó a su tío Álvaro de Luna Bobadalla, quien la traspasó
inmediatamente a su hijo Antonio de Luna Valori, nacido en la propia villa en
1512, casado en primeras nupcias con Leonor Sarmiento y en segundas con
Francisca de Rojas. Falleció en 1581 y heredó sus estados su hijo mayor Álvaro
de Luna Sarmiento, casado con Isabel Enríquez, cuyo heredero fue Antonio de
Luna Enríquez.
En 1602 el rey Felipe III concedió a Antonio de
Luna el título de conde de Fuentidueña, aunque poco pudo disfrutar de él pues
murió en 1605, sucediéndole su hija Ana de Luna Enríquez y Mendoza, habida con
su esposa Juana de Mendoza y Toledo, pero ya entonces la vinculación de esta
familia con la villa empezaba a ser menos directa. Hijos de doña Ana fueron
Cristóbal Portocarrero Luna, el heredero de la casa, que murió tempranamente y
Antonio, conde de Obedos, pero su sucesor, tercer conde de Fuentidueña, fue su
nieto Cristóbal Portocarrero de Guzmán Luna y Enríquez, de quien pasó a su hijo
Cristóbal Gregorio Portocarrero Funes de Villampando, presidente del Consejo de
Indias y que en 1720 levantó junto a su palacio la capilla de la Virgen del
Pilar.
Heredó los dominios de éste su nieta María
Francisca de Sales Portocarrero, que en 1768 casó con Felipe Palafox y Croy de
Habre, de quienes fue sucesor su hijo Eugenio Portocarrero y Palafox, que
combatió contra Napoleón y murió sin sucesión en 1834, pasando sus dominios a
su hermano Cipriano, que precisamente había participado en la Guerra de la
Independencia al lado de las tropas francesas. Hijas y herederas de Cipriano
Portocarrero y Palafox, que debió exiliarse a Francia, fueron Francisca y
Eugenia. La primera heredó los títulos de condesa de Fuentidueña y de Montijo,
casando con Jacobo Luis Stuard Fitz-James, duque de Alba; la segunda, condesa
de Teba y Marquesa de Osera, lo haría con el emperador de Francia Napoleón III.
Ostenta hoy el título de condesa de Fuentidueña Cayetana Fitz-James Stuard,
duquesa de Alba.
Murallas y castillo
La primitiva villa se rodeó seguramente desde
el mismo momento de sus orígenes de una extensa muralla de cal y canto que
además muy pronto se vio desbordada por el lado septentrional, aunque con el
paso de los siglos buena parte del espacio interior quedaría yermo.
No se conocen noticias referidas a su
construcción o a las numerosas reformas que atestiguan sus paramentos, aunque
cabe suponer que la mayor parte de lo que ha sobrevivido se deba a la cerca
original, levantada en los momentos de esplendor de la villa de fines del XII y
siglo XIII, con reconstrucciones llevadas a cabo en los siglos bajomedievales,
cuando fue un hecho generalizado el reforzamientos de los muros en muchas
villas a consecuencia de las frecuentes luchas nobiliarias que entonces se
desarrollaron. Estas reformas parecen verse claramente en algunos lienzos que
fueron recrecidos, quedando inutilizados los primitivos merlones.
El muro, cuyo recorrido se adapta perfectamente
a la sinuosidad del terreno, estaba reforzado por una serie de cubos de
desigual formato y distribución que muy posiblemente correspondan a distintos
momentos, inclinándonos por la idea de que los cuadrangulares pueden pertenecer
a la primitiva fábrica y los semicilíndricos –claramente adosados, al menos en
alguno de los casos– a las reformas bajomedievales, estando éstos
preferentemente asociados al sector del castillo. Además hay grandes tramos
como el septentrional que no portan cubo alguno e incluso en el sector
oriental, donde se abre un tajo rocoso, es muy posible que la muralla fuera una
obra menor, pues es la zona más inaccesible para un asedio y además el único
tramo donde apenas se han conservado restos.
El recinto conserva las tres puertas que al
parecer siempre tuvo, aunque no podemos descartar la existencia de algún
postigo, como era habitual, aunque no haya noticia alguna al respecto. La
puerta de mediodía o de Trascastillo, la más próxima al castillo, se halla en
el tramo de muralla mejor conservado, con un arco de medio punto entre dos
altos cubos cuadrangulares; y creemos que es obra del siglo XIII, aunque
reformada posteriormente empleando ladrillo. Hasta la reordenación de los
campos circundantes extramuros mediante la concentración parcelaria se
conservaba el camino original de acceso a la villa por este lado, muy
modificado a partir de entonces, aunque todavía reconocible en algún tramo.
Igualmente parece intuirse en esta parte meridional parte de un foso y restos
de una antebarrera que precedía a la muralla y que a día de hoy está siendo
objeto de fuertes agresiones por los cultivos.
La puerta noroeste o del Salidero es la que
todavía sirve de entrada a la villa, aunque de ella sólo queda un cubo
cilíndrico –con el vano de salida al adarve– y un contrafuerte que luce un
escudo de los Luna objeto de damnatio memoriae. Esta puerta debió ser la
más importante, al menos en época bajomedieval, e incluso su acceso estaba
controlado desde la casa frontera intramuros mediante al menos una saetera que
directamente vigila el acceso.
La tercera entrada es la puerta de la Calzada,
situada hacia el nordeste y formada por un sencillo paso abierto en un corto
quiebro del trazado que aparenta la forma de cubo cuadrangular. Ha desaparecido
el recerco del arco pero conserva parte de los merlones que la coronaban y un
erosionado escudete en el que es prácticamente imposible reconocer las armas.
En la parte más alta del recinto amurallado y
asociado al mismo se conservan los restos del castillo, hoy, al ser propiedad
privada, rodeados por una valla que impide su libre acceso y análisis. No es
mucho lo que queda de él, aunque Justo Hernansanz dice que tenía “dos
puertas, a las que se pasaba mediante puente elevadizo, una al norte, que daba
a la Villa, dentro de murallas, y la otra al Sur, que salía a la cumbre del
cerro, fuera de murallas”. Este mismo autor, que aporta el dibujo personal
de una hipotética reconstrucción de la fortaleza, nos cuenta que algunos
ventanales y escudos de los Luna se encuentran hoy colocados en el castillo de
Castilnovo.
Los restos del castillo de Fuentidueña fueron
sacados a subasta pública por el Estado en el año 1970 y de nuevo en 1972,
pasando entonces a propiedad privada. Hace algún tiempo su actual propietario
llevó a cabo una discutida intervención en el solar, que parece no afectó mucho
a los muros conservados pero sí al yacimiento arqueológico, pudiéndose
contemplar ahora en el lugar una construcción de nueva planta que ejerce la
función de bodega.
En el extremo opuesto al del castillo se debía
hallar otra importante edificación adosada a la muralla, cuyos últimos restos
se pueden apreciar en la plaza del ayuntamiento. Se trata de dos ventanales
parejos formados por arcos escarzanos, con arrimaderos en el interior desde
donde se puede observar una magnífica vista de la vega del Duratón. Son los
últimos restos de lo que debió ser una construcción de carácter palacial, sobre
los que recientemente se han colocado unos merlones, en una solución tan imaginativa
como indocumentada y en consecuencia carente de sentido.
Iglesia de San Miguel Arcángel
Situada en la zona más elevada del actual
caserío, en la ladera meridional del cerro del castillo, la iglesia de San
Miguel domina junto a éste la silueta del caserío de Fuentidueña. De las ocho
parroquias que aparecen recogidas en el censo de 1247 es ésta –que contribuía
con 15 maravedíes y cuatro sueldos y medio a la mesa capitular– la que mejor ha
conservado su estructura original, aunque no exenta de reformas y añadidos,
valores que avalaron su declaración como Bien de Interés Cultural en 1995. No
obstante, a mediados del siglo XV su situación en cuanto a parroquianos debía
ser delicada, pues tenía unida otra, que en la visita publicada por Bartolomé
Herrero aparece en blanco –quizá la de San Martín– y junto a las escasas misas
que acogía, el visitador recoge que tenía un “beneficio pobre”. En el
censo de 1587 publicado por Tomás González se recogen 60 vecinos en la
parroquia.
Se trata de un magnífico edificio de planta
basilical y notables proporciones, levantado en sillería caliza labrada a hacha
–prolija en marcas de cantero–, compuesto de nave única dividida en cinco
tramos y cabecera orientada de ábside semicircular precedido de tramo recto
presbiterial. Posee dos portadas, la denominada “de los Perdones”,
abierta en el hastial occidental, y otra más emplazada en el muro septentrional
del tercer tramo de la nave, hacia el caserío, ésta protegida por una galería
porticada tardorrománica levantada con posterioridad al cuerpo del templo y muy
reformada. Una robusta torre de planta cuadrada se dispone adosada al sur de
los dos tramos más occidentales de la nave, con acceso desde el interior. A las
citadas estructuras, erigidas en al menos dos campañas románicas, se vinieron a
añadir sucesivas reformas, fundamentalmente durante el siglo XVI y bajo el
patronazgo de las familias Luna, Sarmiento y Rojas. En épocas más recientes,
diversas obras de restauración terminaron por configurar el aspecto actual del
templo.
La cabecera, de generosas proporciones, parece
mantener el porte de la primitiva pese a las reformas. Se compone de tramo
recto presbiterial al que se acodilla un ábside semicircular, éste levantado
sobre un zócalo de remate achaflanado –al exterior, pues interiormente muestra
bocel y doble chaflán– aparejado en excelente sillería bien concertada. El
tambor absidal se divide en cinco paños desiguales delimitados por semicolumnas
alzadas sobre plintos prismáticos en el zócalo, con basas de perfil ático y garras
en el grueso toro inferior decoradas con serpientes y hojas acogolladas.
Horizontalmente, queda delimitado el hemiciclo en dos niveles mediante sendas
líneas de imposta, la inferior, bajo el cuerpo de ventanas, se decora con
filete y triple fila de billetes, e invade los fustes de las semicolumnas que
articulan el paramento; la imposta superior, que prolonga los cimacios de los
capiteles de las ventanas, recibe entrelazo de cestería.
En los tres paños centrales del hemiciclo –dada
la brevedad de los extremos– se abrieron sendas ventanas rasgadas, aspilleras
abocinadas hacia el interior y rodeadas de arcos doblados de medio punto, con
gruesos boceles los interiores, lisos los externos y exornados por chambranas
con triple hilera de fino taqueado.
Los arcos internos apean en columnas
acodilladas de basas áticas degeneradas sobre plintos y capiteles de ruda
factura, los exteriores todos vegetales menos uno, ornado con una ruda pareja
de gallináceas afrontadas bajo cuyos picos se dispone un tallo trenzado.
En el resto, las cestas se ornan con hojas
carnosas y nervadas de bordes vueltos y remate superior de tallos trenzados con
remate avolutado y hojas lisas rematadas por caulículos y corona inferior de
ovas; en dos de ellas, de collarino perlado, se tallaron grandes hojas
lanceoladas de espinoso tratamiento y remate de hojarasca y, por último, una
deslabazada composición de corona inferior de hojitas ensiformes de nervio
central y superior de entrelazo perlado.
Las ventanas repiten esta disposición al
interior, volviendo a dominar en sus capiteles los temas vegetales a base de
hojas lisas rematadas en caulículos, tallos de puntas avolutadas y anudadas en
el remate de la cesta, hojitas nervadas de espinoso tratamiento, acantos y
hojarasca. Sólo dos cestas escapan a tales esquemas, y son la correspondiente
al capitel izquierdo de la ventana central, ornada con dos niveles de bolas
bajo arquillos y un piso superior de tallos y hojitas espinosas, y el capitel
derecho de la ventana septentrional, con una pareja de grifos afrontados de
cuellos vueltos. Los cimacios de estos capiteles, decorados con tallo ondulante
y hojarasca, se continúan a modo de imposta por el interior del paramento.
Tres filas de billetes ornan la arista de la
cornisa del ábside y presbiterio, soportada por una hilera de canecillos en la
que se integran los capiteles de las tres semicolumnas. El del extremo
meridional se decora con dos parejas de leones afrontados y encorvados que
juntan sus cabezas en los ángulos de la cesta, sacando la lengua y asiéndose
con sus garras al collarino. El capitel siguiente, que flanquea por el sur el
paño central del hemiciclo, nos muestra el tema neotestamentario de la Huida a
Egipto, con una representación arquitectónica en la cara sur, especie de puerta
de muralla flanqueada por dos torres almenadas, la Virgen con el Niño en su
regazo sobre la montura en el frente y en la otra cara a San José tirando de
sus riendas; esta composición hará fortuna y la encontraremos, con un
tratamiento muy similar, en un capitel del arco triunfal de Santa Marta del
Cerro y en otro de un formero de San Millán de Segovia, aquí fuertemente
impregnada del estilo de San Vicente de Ávila. El siguiente capitel se orna con
tres parejas de bellas aves afrontadas de cuellos vueltos uniendo sus picos, al
estilo de algunas cestas que ornan el pórtico de la iglesia de San Martín de
Segovia y, por último, en el más septentrional encontramos la tradicional
iconografía de la lujuria, bajo la forma de dos parejas de sirenas de doble
cola que alzan sus apéndices con ambas manos, híbridos que con similar
tratamiento los encontramos en prácticamente toda la geografía segoviana.
Una espléndida serie de canecillos ricamente
decorados soporta las cornisas de la nave y cabecera. En su factura es de nuevo
evidente la diversidad de manos escultóricas que los ejecutaron, concentrándose
en la nave los de mayor calidad.
Los cinco del muro meridional del presbiterio
se decoran, de oeste a este, con una hoja nervada y lobulada de punta vuelta
soportando una baya; un extraño híbrido de cuerpo de ave y cabeza felina de
cuyo cuello nacen otras dos pequeñas cabecitas de ave; otro híbrido agazapado,
probablemente un áspid, de cabeza y cuartos delanteros de felino y cola bífida
de reptil; una fracturada serpiente de cuerpo enroscado y, en el codillo, una
figura humana ataviada con un pesado manto de pliegues paralelos aplastados en
zigzag, atavío y disposición que, como veremos, va a convertirse en uno de los
iconos del taller y permitirá seguir su difusión por la provincia. El rostro de
este personaje resume la caracterización fisonómica de este escultor: tocado
con un bonete, muestra una construcción cuadrada, con profundas arrugas bajo
los pómulos y recurso al trépano para vaciar las pupilas y las fosas nasales.
Ya en el hemiciclo absidal, el siguiente
canecillo nos presenta a un guerrero ataviado con larga túnica con cinturón y
armado con un escudo oblongo y una lanza. Sigue otro con una hoja nervada
rematada en caulículos, uno más muy destrozado y otros tres decorados con
personajes: el primero es un obispo o abad ricamente ataviado con vestiduras
ornadas de brocados y pedrería, mitra cónica y sosteniendo un destrozado báculo
en la mano izquierda y un libro en la derecha; el siguiente es un músico que
toca una especie de flauta de pan y el tercero, junto al capitel de la Huida a
Egipto, es un infante ataviado con casco semiesférico que porta una rodela
sobre la que cruza su lanza.
Tras dos prótomos y otra pieza destrozada vemos
dos canecillos figurados con sendos personajes de aire rústico, uno masculino
ante un yugo, portando lo que parece un cayado y una vara de arrear los bueyes,
y el otro femenino, velado, sosteniendo quizás un huso de hilar. Tras el
capitel de las aves aparece un can con un descabezado cuadrúpedo; otro con una
máscara monstruosa engullendo la cabeza de un personajillo, que se ase
inútilmente a las orejas del diablo; sigue la figura de un acróbata realizando una
contorsión que le lleva a colocar los pies sobre su cabeza; otro personaje
sedente que debía sostener un objeto hoy perdido en su regazo, otro can
rasurado y, en el extremo septentrional del hemiciclo, otro con una hoja de
acanto.
Coronan el muro norte del presbiterio otros
cinco modillones, los dos más orientales ornados con un muy gastado personaje
sedente leyendo un libro que sostiene sobre sus rodillas y otro igualmente
sentado, aunque ignoramos su actividad al estar fracturados sus brazos. En los
tres restantes vemos una arpía de cabellera partida, un deteriorado personaje y
una hoja picuda. En estos canecillos del ábside y pese a poder diferenciar al
menos dos manos, el estilo es homogéneo con el de los capiteles de la cornisa.
Su difusión alcanzará un extraordinario desarrollo por toda la provincia a
través de la participación de alguno de estos artífices en el foco del Duratón
y en el románico de la capital.
Los paramentos externos del presbiterio se
ornan a media altura con una imposta de listel y nacela, animándose sobre ésta
con dos arcos ciegos de medio punto sobre columna central a modo de mainel,
disposición presente también en la expatriada cabecera de San Martín y repetida
en la cercana iglesia de Cobos de Fuentidueña. Es probable que estos arcos se
situasen en origen como en San Martín, sobre la continuación de la imposta
inferior del hemiciclo, y fuesen recolocados a más altura tras la supresión de
las capillas adosadas. En ambos lados son evidentes las rozas de las bóvedas y
vestigios de los muros de las desaparecidas capillas laterales que recubrían la
cabecera hasta las semicolumnas del hemiciclo. Muy rehechas, las columnas y los
capiteles que las coronan parecen fruto de la última restauración, cuando
fueron suprimidas dichas capillas y condenado el paso que les daba servicio
–mediante sendos arcos de medio punto– desde el interior de la cabecera. Ambas
cestas copian modelos de los originales, así los estilizados grifos rampantes
afrontados que vemos en las portadas occidental y norte reproducidos en el muro
norte del presbiterio, y las aves afrontadas y opuestas que incurvan sus
cuerpos para picarse las patas, copiado de una cesta de la portada septentrional.
Al interior, los muros del presbiterio aparecen
sumamente modificados por la apertura de sendos arcos de medio punto que daban
servicio a las antes referidas capillas laterales hoy eliminadas, sólo restando
vestigios de la imposta con triple hilera de fino taqueado sobre la que voltea
la bóveda de cañón que cubre el tramo.
El paramento interno del ábside se articula
como al exterior en dos niveles, delimitados por respectivas impostas que
fueron parcialmente fracturadas al colocar el hoy eliminado retablo mayor. La
inferior, que corre a la altura del alféizar de las ventanas, se decora con
friso de rosetas hexapétalas inscritas en clípeos vegetales. En los laterales
de este piso bajo se disponen dos credencias románicas; la sita en la zona
septentrional muestra un arco polilobulado de cinco lóbulos inscrito en un
marco rectangular, mientras que la meridional, modificada en su zona inferior,
presenta un curioso arco trilobulado. La imposta que delimita el cuerpo de
ventanas, sobre que la que se alza la bóveda de horno que cubre el ábside, se
decora con triple hilera de tacos.
Como al inicio señalé, la nave se divide en
cinco tramos, ligeramente más amplio el tercero de ellos, en cuyo muro norte se
abre la portada. Es notablemente más alta que la cabecera, lo que permite la
apertura en su hastial de un vano de arco de medio punto y abocinado hacia el
interior que la da luz por el este; el resto de las ventanas, que se abrían en
cada tramo del muro septentrional, fueron cegadas por las reformas posteriores,
siendo visibles sus rozas.
Marcan los tramos, al interior, semicolumnas
sobre basamentos prismáticos rematados en chaflán y basas áticas de amplio toro
inferior con bolas y plintos, columnas que soportan los fajones de la rehecha
bóveda de medio cañón, y que exteriormente se corresponden con estribos
prismáticos que alcanzan la cornisa.
Las coronan, bajo la imposta de fino abilletado
sobre la que voltea la bóveda, una serie de ocho espléndidos capiteles
figurados, en los que se recoge la mejor aportación plástica del templo. No se
alzan los muros de la nave sobre el zócalo que vimos en la cabecera, sólo
regruesándose el apoyo de las semicolumnas.
Iniciaremos la lectura de los capiteles del
muro norte por el correspondiente al tramo más occidental, cesta vegetal de
collarino sogueado ornada con grandes hojas de acanto en abanico con
voluminosos caulículos en las puntas, disponiéndose entre ellas palmetas y, en
la zona superior, un piso de hojas similares aunque de menor tamaño. En el
capitel siguiente, de espléndida factura, se figura el tema del personaje
sometiendo a una pareja de grifos, a los que ase por las barbichuelas. Uno de
los híbridos dirige su garra al rostro del infante, ataviado éste con túnica
corta. La interpretación del tema resulta compleja, pudiéndose aventurar un
sentido moralizante. Compositivamente se relaciona sin duda con los temas de la
“Ascensión de Alejandro” y el denominado “Señor de los Animales”.
El que sigue es, probablemente, el capitel más
emblemático de la escultura del templo y uno de los más llamativos de todo el
románico segoviano, y en él se labró una representación de la Psicostasis y los
castigos infernales.
Compositivamente son las figuras del arcángel
San Miguel y un gran mascarón demoníaco las que marcan, en los ángulos de la
cesta, la contraposición semántica entre el Bien y el Mal en esta síntesis del
juicio que considera las acciones morales. Un ángel de acaracolados cabellos,
dispuesto en el lateral que mira hacia los pies tras la figura de San Miguel,
sostiene en un lienzo las almas de dos bienaventurados. Ante él aparece el
arcángel ataviado con una túnica con ceñidor y sosteniendo la balanza con su mano
izquierda, mientras que con la diestra tira hacia sí del platillo más cercano a
él, en el que se dispone otro alma de un justo que junta sus manos en actitud
orante; un feo demonio intenta vanamente alzarla con sus garras, artimaña que
no es infrecuente en representaciones de este tema. Del otro brazo de la
balanza, ocupado por una atormentada y grotesca figurilla que representa a un
condenado, cuelga otro diablillo, esforzado en hacerlo caer de su lado,
mientras el mismo demonio que antes veíamos que intentaba hacer ascender al
justo, tira con su otra garra de la soga que rodea el cuello del pecador. El
Infierno aparece presidido por un gran mascarón demoníaco cornudo, de orejas
puntiagudas, ojos rehundidos y grandes fauces abiertas de enormes y puntiagudos
colmillos, de la que brotan serpientes que envuelven a los demonios y atacan a
los seis condenados, dispuestos en la cara que mira al altar. Se encuentran
éstos dentro de una enorme caldera, cuyo fuego es aventado por un diablillo, y
sufren tormento por parte de las ya citadas serpientes y dos demonios, uno
clavando su lanza en la cabeza de uno de los desdichados y el otro, alado y de
aspecto grotesco, pisoteándoles con sus garras. Como es habitual, refuerza la
contraposición el caos compositivo que domina la zona reservada a los castigos
infernales, frente al orden de la figura angélica que porta a los elegidos.
Sigue en este muro norte el capitel historiado
con la escena de la lapidación de San Esteban, quien sufre el martirio a manos
de seis personajes ataviados con túnicas y portando los proyectiles. Por la
alopecia de uno de ellos, el situado en el ángulo de la cesta que mira a los
pies del templo, podríamos intuir que se trata de San Pablo, a tenor de la
narración de los Hechos de los Apóstoles 7, 58, donde se dice que “los
testigos depositaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo”, e
incluso se añade que “Saulo aprobaba su muerte” (Hechos, 7, 60). Es
además el único personaje que no porta piedras, sino que señala con el índice
extendido de su diestra hacia arriba, mientras sujeta su manto con la otra
mano. La iconografía sigue bastante fielmente el relato de las actas apostólicas,
donde se narra el martirio sufrido por el primer diácono tras su discurso ante
el sanedrín (Hechos 6, 8-15 y 7), añadiendo algunos detalles que hacen más
comprensible la escena, como el demonio alado y tocado con capirote que inspira
la felonía a uno de los ejecutores en el frente de la cesta, la Dextera Domini
que emerge de un fondo de ondas hacia al diácono, quien arrodillado y en
actitud orante recibe el martirio, o la presencia del ángel sosteniendo el alma
ya nimbada de San Esteban en un lienzo, en el lateral que mira al altar.
El capitel del primer tramo del muro
meridional, de collarino ornado de hojitas vueltas trepanadas, decora su cesta
con dos coronas de grandes hojas de acanto acanaladas, con fuertes escotaduras,
de puntas vueltas y remate de caulículos igualmente acanalados. Le sigue hacia
el este un hermoso capitel vegetal con grandes hojas de acanto recortadas y de
espinoso tratamiento que acogen pesados cogollos en sus puntas, completándose
con un piso superior de caulículos y hojitas acogolladas. Completan las cestas
de este muro una donde se figuran dos parejas de aves de cuellos entrelazados
picándose las patas, bajo un piso de gruesos caulículos y, en la más oriental,
una pareja de leones afrontados de colas resueltas en tallos vegetales, bajo
caulículos. El motivo de las aves lo encontraremos repetido en Nuestra Señora
de la Peña de Sepúlveda, Sotillo, Castiltierra, Becerril, Pecharromán, Santa
María de la Sierra o la ermita de Nuestra Señora de las Vegas de Requijada.
Da paso a la cabecera desde el cuerpo de la
nave un arco triunfal doblado de medio punto, que recae en semicolumnas
adosadas sobre altos plintos moldurados con boceles y basas áticas de fino toro
superior, amplia escocia y grueso toro inferior, en el lado del evangelio
ornado con una pareja de muy perdidas aves. El capitel que corona la columna de
este lado, bajo cimacio de tallos y roleos, fue rasurado en sus extremos. Pese
a las fracturas, es identificable el tema que lo orna, con la Visitatio Sepulchri
o Tres Marías ante el sepulcro vacío de Cristo. Las Santas Mujeres, de las que
ha desaparecido la central, portan los pomos de los perfumes, aparecen veladas
y ante ellas, ocupando el frente de la cesta, se disponen varias figuras que
representan a los soldados que custodiaban el sepulcro, armados con una lanza,
otro tocado con yelmo, uno que alza con ambas manos una especie de maza o hacha
y el último que sujeta un enorme podón. Ante ellos aparece el sarcófago, cuya
caja se orna con una greca, dispuesto sobre cuatro columnillas y del que la
lauda era alzada por la casi desaparecida figura de un ángel, del que resta la
parte inferior de la túnica ornada con brocados, indumentaria bien diferenciada
de las túnicas cortas de los soldados. La composición resulta en cualquier caso
algo embrollada por la presencia del ángel mezclado con los soldados. El
capitel frontero del lado de la epístola del triunfal se decora con cuatro
arpías de largas cabelleras partidas representadas en posición frontal, con las
alas explayadas, bajo cimacio ornado con greca trenzada de tallos.
La serie de canecillos que coronan el alero del
cuerpo de la iglesia manifiesta diversa calidad, aunque todos denotan un estilo
más evolucionado que los de la cabecera, algunos en relación con el de los
capiteles del interior de la nave. Se decoran con simples hojas lisas de puntas
vueltas, rematadas en piñas o caulículos, bustos humanos masculinos o femeninos
y prótomos monstruosos de rasgos fieros, con frecuencia deformados por
grotescas muecas, cápridos y bóvidos. Destacan, entre los del muro meridional,
uno de bella ejecución figurado con una centaura amamantando a un infante, ante
la desesperación de una mujer velada y de profundas arrugas que, en el can
vecino, se lacera el rostro.
No podemos afirmar con rotundidad que esta
fuera la disposición original de las piezas –pues tanto las cubiertas como las
zonas altas del muro fueron remontadas–, aunque de ser el caso, podríamos
interpretar la angustia de la anciana en relación a la caída en brazos del
pecado del infante. El carácter negativo se reafirma en dos de los modillones
de la zona oriental de la nave, uno decorado con un anciano de profundas
arrugas, acaracolada cabellera y gruesa y larga barba, que luce en sus sienes
dos astas de ciervo, iconografía relacionada por Gerardo Boto con un sentido
carnavalesco. La pieza siguiente se decora con una pareja amorosamente enlazada
en el acto amoroso, con tratamiento cuando menos escasamente parco en detalles.
La fémina aparece desnuda, mientras que el hombre denota su condición de
rústico por su capa con capirote.
También en los canes del muro septentrional de
la nave dominan las connotaciones negativas, con extraños híbridos como los
prótomos de aire felino, enhiestas orejas y fauces rugientes de las que emergen
dos haces de tallos o una serpiente que se enrolla en su cabeza mordiéndole la
oreja, el que conjuga un cuerpo de ave recubierto de escamas, pezuñas de cabra,
cabeza felina y larga cola enroscada resuelta en un brote vegetal, la
bestezuela de torso humano, cabeza grotesca tocada con birrete cónico y parte
inferior de ave terminada en cola de reptil. Tres de ellos, situados sobre la
portada, parecen sugerir una asociación escénica: el prótomo de un monstruo con
pico de ave y tocado por un bonete cónico se dirige hacia un busto masculino
barbado y de cabellera partida, de serena actitud, mientras por el otro lado
también se gira hacia el personaje otro prótomo monstruoso de aire felino y
fauces rugientes.
Encontramos también una bestezuela híbrida con
cuerpo de ave, cola serpentiforme enroscada y cabeza felina coronada por dos
largos cuernos y una máscara de un personaje femenino, velado, de facciones
grotescas, que separa con las manos las comisuras de los labios en gesto
burlón. Junto a estos, otros muestran bustos humanos, prótomos de raposos,
cápridos, bóvidos o simples bayas y caulículos.
Como ya referí, el templo posee dos portadas,
pudiéndose considerar principal la que se sitúa en el tramo central del muro
norte de la nave, hacia el caserío, protegida por la galería porticada. Se abre
este acceso en un antecuerpo avanzado entre los dos contrafuertes que delimitan
el tercer tramo de la nave, posteriormente reforzado por dos machones que ciñen
la portada y solapan parcialmente las arquivoltas y jambas exteriores.
Se compone de arco de medio punto en arista
viva y cinco arquivoltas, la interior y la tercera molduradas con grueso bocel
entre nacelas, la segunda con una mediacaña y las dos exteriores lisas,
exornadas por una cenefa de triple hilera de menudo taqueado, que en el caso de
la externa hace las veces de tornapolvos. Apean los arcos en jambas escalonadas
en las que se acodillan dos parejas de columnas, aunque debían ser tres, siendo
eliminadas las extremas por el añadido moderno de los antes citados estribos.
Estas columnas, escalonadas y en gradación, se alzan sobre zócalos en talud y
plintos moldurados, y presentan basas áticas de más desarrollado toro inferior,
fustes monolíticos y capiteles ornamentados. En lectura de este a oeste vemos,
en la primera cesta, acantos acanalados de espinoso tratamiento, de cuyas
puntas penden palmetas acogolladas. En el interior de este lado oriental
encontramos el tema de las dobles parejas de grifos rampantes afrontados que
sirvió de modelo a uno de los rehechos capiteles exteriores del presbiterio,
aquí sobre collarino ornado de ovas. Los cimacios de este lado se decoran con
tallos ondulantes y piñas, mientras que en el otro reciben entrelazos. Los
capiteles de este lado occidental se decoran, el interior, sobre collarino
sogueado, con una pareja de aves afrontadas de cuellos entrelazados picándose
las patas y enredadas en banda de contario, motivo similar al de una de las
cestas del interior del muro sur de la nave. El capitel exterior muestra una
pareja de fieros leones afrontados, dispuestos sobre corona vegetal de acantos.
En un ligero antecuerpo de la muy modificada
fachada occidental se abre la otra portada, denominada “de los Perdones”.
Se compone de arco de medio punto liso rodeado por cuatro arquivoltas, la
interior y la tercera molduradas con bocel entre mediascañas y las otras dos en
arista viva, rodeadas por chambrana abilletada. Apean los arcos en jambas
escalonadas coronadas por impostas corridas, decoradas con entrelazo de
cestería en la mitad septentrional y tallo ondulante que acoge tetrapétalas en
la otra. En las jambas se acodillan dos parejas de columnas de basas áticas
sobre plintos y esbeltos fustes coronados por respectivos capiteles. En los del
lado izquierdo del espectador –esto es, el norte–, el exterior muestra su cesta
decorada con una pareja de arpías afrontadas de largos cuellos entrelazados por
un tallo rematado en brotes acogollados. Los híbridos muestran cabezas de efebo
de acaracolados cabellos, cuerpos escamosos, pezuñas de cabra y enroscadas
colas de reptil. Su compañero de este lado presenta las dos parejas de grifos
rampantes y afrontados de cola resuelta en tallo vegetal que ya vimos en la
portada septentrional.
Más enigmático resulta el capitel interior del
lado sur de la portada, donde sobre una corona inferior de acantos de fuertes
escotaduras se disponen dos ángeles y ante ellos un personaje ataviado con una
túnica, arrodillado en actitud por desgracia irreconocible debido al desgaste
del relieve. Parece que bajo su brazo derecho se sitúa una especie de cuenco o
platillo y sin duda esclarecería la interpretación la inscripción grabada en la
filacteria que despliega con ambas manos el ángel situado sobre él, aunque en
ella sólo acertamos a leer: VIDE [¿NOVE?]MBRIS. Por su parte, el
ángel de la cara exterior se recoge un grueso pliegue de su manto, mientras
posa su diestra sobre la cabeza de la figura postrada. Desafortunadamente,
tampoco ofrece mayores precisiones la ruda copia que del capitel se ejecutó en
la portada de la cercana iglesia de Cozuelos de Fuentidueña. De ser correcta la
interpretación como NOVEMBRIS de la segunda palabra de la inscripción,
estaríamos ante una sacralizada vendimia, con un significado similar a la que
ocupa uno de los capiteles de la portada occidental de San Zoilo de Carrión de
los Condes, aunque todo esto lo avanzamos con los máximos reparos posibles. Por
último, la cesta exterior de este lado meridional recibe un piso superior de
tallos avolutados, sobre tres grandes hojas de acanto de seco tratamiento,
profundas acanaladuras y remates avolutados en las puntas.
Ante la fachada septentrional se dispuso una
galería porticada que evidencia un estilo más tardío que el resto del edificio,
pudiéndose datar, pese a mantener su tipología románica, no antes de los años
centrales del siglo XIII. El desconcertado aparejo, un notorio esviaje respecto
a la nave y los vestigios de otro zócalo, hacen pensar que muy probablemente
fuera totalmente remontada –reutilizando los materiales originales– en época
imprecisa, quizás coincidiendo con la erección de la capilla de los Luna en el
segundo tercio del siglo XVI. Consta además que existía, ante su actual
portada, un cuerpo avanzado y cubierto, eliminado en el siglo pasado, y del que
se guarda memoria en el pueblo. En su actual disposición se compone de portada
y cuatro arcos de medio punto hacia el oeste, que apean en columnas geminadas
salvo el machón central, compuesto de un haz de cuatro fustes. Quizás repitiese
tal distribución hacia la cabecera, aunque sólo subsisten dos arcos, el más
oriental también sobre un cuádruple haz de columnas, y el arranque del tercero,
quedando el resto eliminado por el añadido de la referida capilla de los Luna.
Los arcos se exornan, al exterior e interior, con guardapolvos de nacela,
coronándose los soportes con capiteles todos vegetales, de buena factura,
dominando las hojas lanceoladas y las lisas partidas rematadas en gruesos
caulículos o bolas, de las que en algún caso penden piñas. Dos de las cestas
del lado oriental de la galería evidencian una factura más ruda y en ellas se
acentúa el aire gotizante. Los fustes son todos monolíticos, alzándose sobre
finas basas áticas con lengüetas y con plintos. El banco corrido de la galería
moldura sus aristas son sendos boceles, y en él se grabaron, como en muchos
otros pórticos, dos alquerques. Los canes que soportan la cornisa del pórtico
son la mayoría de simple nacela, salvo uno decorado con un rollo.
La portada de la galería, abierta en un breve
antecuerpo y de aspecto rehecho, se compone de arco de medio punto liso
exornado por dos arquivoltas, la interior moldurada con un grueso baquetón y la
exterior con un bocelillo y nacela. Apean los arcos en jambas en las que se
acodillan dos parejas de columnas de capiteles troncocónicos lisos. En el
interior del pórtico, junto a su cierre occidental, se reutilizaron dos
capiteles románicos de esquina o machón, uno de ellos decorado con hojas
lanceoladas de nervio central con cogollos en las puntas y dos pisos de hojitas
ensiformes; el otro, muy desgastado, muestra hojas lisas de nervio medial,
remate acogollado y ramillete central. Sobre ellos se situó un escudo
cuartelado con las armas de los Sarmiento y los Luna, al que rodeaba una hoy
fragmentaria inscripción.
Aunque se suele considerar que la torre situada
al sur, a haces de la fachada occidental, es un añadido posterior a la fábrica
románica –según la opinión de Inés Ruiz Montejo–, salvo el muy reformado cuerpo
superior de campanas todo parece indicar que su construcción es obra
contemporánea a la de la iglesia. De planta cuadrada y potentes muros de
sillería, resulta poco airosa y más bien maciza, limitándose los vanos en el
piso bajo a una minúscula saetera, lo que dota al elemento de un aire defensivo
reforzado por el acceso interior, desde el tramo occidental de la nave.
Interiormente aparece sumamente modificada, conservando a cota algo inferior
del coro renacentista una portada de dintel sobre dos ménsulas que da paso a
una escalera de caracol inscrita en el ángulo nororiental de la estructura, en
la que la labra a hacha de sus sillares no deja lugar a duda sobre su
cronología románica. Hemos de imaginar que el acceso a la referida escalera se
realizaría a través de algún elemento móvil, o bien mediante una escalera de
madera a lo largo de los muros, al estilo de la actual, de fábrica. El cuerpo
superior, que alberga las campanas, fue modernamente reformado, aunque su
estado de conservación es cuando menos preocupante.
En el interior se conserva además la pila
bautismal, alojada en una moderna capilla abierta en el muro norte del tramo
más occidental de la nave, lugar ocupado hasta el siglo pasado por el acceso al
coro. Se trata de un ejemplar de notables proporciones, con copa semiesférica
lisa sólo animada por un rebaje en la embocadura y un bocel inferior, de 138 cm
de diámetro por 62 cm de altura, sobre tenante cónico de 19 cm de alto. La
traza es románica, aunque su cronología es imprecisa. Junto a la pila, se guarda
un muy erosionado capitel románico de 38 cm de altura, decorado con arpías de
colas entrelazadas, que quizá proceda de la portada septentrional. También el
muro de contención de la ladera del castillo, al sur del templo, está aparejado
con sillares románicos labrados a hacha, en algunos de los cuales son visibles
marcas de cantero. Del mismo modo, son numerosas las estelas discoideas
medievales en todo el recinto de la iglesia.
El edificio, uno de los de mayor entidad del
románico segoviano fuera del foco de la capital, es fruto de la actividad del
mismo equipo que levantó el expatriado ábside de San Martín de la misma
localidad, dejándose sentir el oficio de su taller escultórico en otras
iglesias cercanas como las de San Julián de Cobos de Fuentidueña, La Magdalena
de Vivar de Fuentidueña, San Andrés de Pecharromán, la parroquial de Cozuelos
de Fuentidueña o la ermita de San Vicente de Fuentesoto. Sin embargo, el taller
aquí conformado o al menos parte de sus miembros, extendieron su estilo hacia
el sur y el este de la geografía segoviana, sobre todo en el románico del
Duratón y de la capital (atrio sur de San Millán, canes de San Sebastián,
etc.).
Como la mayoría de las fábricas de cierto
porte, su construcción es el resultado de un dilatado proceso, pudiéndose
determinar en función de las facturas varias fases e incluso al menos dos
campañas. A una primera fase podemos adscribir la cabecera y probablemente la
traza general del templo, aunque en alzado parece detenerse en la capilla. Sin
que se evidencie una diferenciación de campañas, otro equipo de escultores, los
mismos que trabajaron en la expatriada iglesia de San Martín de la misma villa,
remataron los capiteles y canecillos de la cabecera y realizaron la pareja de
capiteles del arco triunfal. Como ocurría en San Martín, parece que este taller
–en cuyo estilo hay indudables herencias de lo abulense– llega únicamente a
ejecutar la cabecera, aunque en nuestro caso la nave se realizó en buena
sillería, participando en su decoración un maestro excepcional, deudor de las
mejores maneras de la plástica tardorrománica castellana y que manejaba un
repertorio iconográfico más completo, como dejó constancia en el capitel de la
Psicostasis. El hecho de que su calidad sólo se deje sentir en las zonas altas
de la nave hace pensar que un taller intermedio se ocupó de la decoración de la
portada septentrional, aunque quizás sólo se trate de diferentes manos dentro
de un mismo equipo, pues es clara la relación entre el capitel de las aves del
muro sur de la nave y la más ruda interpretación del mismo asunto en una cesta
de la portada norte, extremo aún más evidente en el caso de los grifos
afrontados que vemos en la portada norte y en la occidental. En esta puerta “de
los Perdones” encontramos además la participación de un escultor de
limitadas capacidades dentro del mismo estilo, que talla los capiteles de las
arpías, el de los ángeles y el decorado con acantos. A una campaña más tardía
–bien avanzado el siglo XIII– corresponde la galería porticada, en cuyos
capiteles vegetales es también notoria la duplicidad de facturas.
Los muros del presbiterio románico –que
imaginamos repitiendo las arquerías exteriores al estilo de la de San Martín o
su réplica de Cobos de Fuentidueña– fueron notablemente alterados por las
intervenciones bajomedievales, al abrirse en ellos sendos arcos de medio punto
que comunicaban con dos capillas laterales, eliminadas en la última reforma del
templo a mediados del siglo XX y en tiempos erigidas bajo el patronazgo de los
Rojas, la septentrional, y los Sarmientos, la meridional. Restan los emblemas
heráldicos de estas familias, con el escudo de gules ornado de trece bezantes
dispuestos en cuatro series de tres y uno inferior, armas de los Sarmientos, y
otro, con dos lobos de sable, uno sobre otro, y bordura de gules con ocho
aspas, armas correspondientes a los Ayala. A su patronazgo y al de los Luna se
deben también las actuales capillas abiertas a norte y sur del tramo oriental
de la nave, la última albergando hoy un muy notable retablo pétreo
renacentista. En la escalera del púlpito que parte de la entrada de esta
capilla se reutilizó un cimacio románico decorado con rosetas hexapétalas
inscritas en clípeos, similares a las que decoran la imposta baja del interior
del ábside.
Iglesia de San Martín
Las ruinas de San Martín se ubican en la zona
más elevada del pueblo, sobre un afloramiento rocoso que alberga una necrópolis
altomedieval, en la falda oriental del teso donde se asienta la fortaleza,
“cerro de la desolación” en la pluma de Gonzalo Santonja. Bien poco es lo que
hoy podemos contemplar de la primitiva iglesia románica, reducida a la
descarnada osamenta de los muros de su nave única, levantados en el socorrido y
robusto encofrado de calicanto tan frecuente en la provincia. Contrastaba con tal
utilitarismo constructivo la espléndida sillería de su cabecera, compuesta de
tramo presbiterial y ábside semicircular, ambos sobre basamento abocelado,
emplazada donde hoy cierra el recinto un anodino muro de mampostería. Y ello
debido a que, pese a estar administrativamente protegida por una declaración de
Monumento Nacional, la cabecera de San Martín ingresó en el Metropolitan Museum
of Art de Nueva York a cambio de parte de las pinturas de San Baudelio de
Berlanga, que el Museo americano adquirió para su devolución a España. Su
desmantelamiento se llevó a cabo en 1958 –con la aquiescencia de las instancias
culturales de nuestro país– bajo la dirección del arquitecto Alejandro Ferrant,
según Gaya a su pesar, trasladándose los despojos hasta el puerto de Bilbao, de
donde partieron a América. En desproporcionada contrapartida, el museo
americano adquirió al traficante de arte León Leví una parte de las pinturas
bajas de San Baudelio de Berlanga, que a modo de trueque fueron colocadas en el
Museo del Prado, aunque la transacción se vistió bajo la apariencia de entregas
en depósito. “Piedras a cambio de pinturas”, que tituló Gaya Nuño. El
desmontaje y reconstrucción de la cabecera de Fuentidueña en el museo de “Los
Claustros”, a orillas del río Hudson, fueron realizados con la asesoría de
Carmen GómezMoreno, prolongándose los trabajos durante dos años, entre el 13 de
febrero de 1958 en que llegó el barco al puerto de Nueva York y el 19 enero de
1960, siendo oficialmente inaugurada la obra el 1 de junio de 1961, ya
construido el nuevo espacio que emula la nave.
Casi nulas son las noticias sobre la iglesia en
la época cercana a su construcción. Sólo sabemos que en el censo y reparto de
rentas ratificado por el cardenal Gil de Torres en 1247 correspondían a la mesa
episcopal en “Sant Martin XXI moravedis et IX soldos”. La iglesia no se
utilizaba ya a principios del siglo XVII, pues como refiere Hernansanz Navas,
en los libros se apunta que “no se iba a ella en procesión el día de San
Mateo, como era costumbre, por estar peligrosísima y si se iba no se entraba
porque está caída la techedumbre (sic.)”.
Intentaré describir lo que era aquella iglesia
de San Martín a partir de lo poco que resta in situ y de las viajeras piedras.
Fotografías anteriores al traslado nos muestran la ya referida diferencia de
materiales con los que se levantaron la nave y el campanario, por un lado, y la
cabecera por otro. Las primeras lo fueron en calicanto, reservándose la
sillería para los esquinales y troneras de su torre –visibles en antiguas
fotografías, pues apenas resta hoy un muñón–, ésta situada ocupando el ángulo noroccidental
de la iglesia. Debió poseer dos portadas, al norte y sur, ya de antiguo
desaparecidas y de las que restaban y restan los huecos que dejaron su expolio.
Pese al notable grosor de los muros, todo indica que la nave se cubrió con
madera, dada la ausencia de estribos, y frente a la opinión de Carmen
Gómez-Moreno, no creemos que corresponda a campaña distinta la responsable de
la cabecera, sino a simple economía de medios.
La cabecera responde a idénticos patrones que
la ya analizada de San Miguel, siendo con bastante probabilidad levantadas
ambas por un mismo equipo de canteros y, con leves variantes, de escultores.
Muestra presbiterio abovedado con cañón sobre imposta de cuatro filas de finos
billetes, unido mediante doble codillo de sillería al cuerpo del templo,
animado interior y exteriormente por arquerías ciegas, emplazadas sobre una
imposta de nacela que corre a un tercio de altura del muro y se continúa por el
hemiciclo. Al exterior, los arcos de medio punto apean en curiosas
estatuas-columnas, destrozadas a pedradas, de las que la meridional se decora
con un mascarón monstruoso de aire felino y fauces abiertas en actitud de
engullir a un agachado atlante barbado, que ase sus piernas con sus manos en
gesto de esfuerzo, pues sobre él de disponen otros dos descabezados atlantes,
que recogen su túnica con anchos cinturones; éstos, arrodillados, apoyan sus
piernas alternativamente en la cabeza de la figura inferior, doblando la otra
contra el muro, mientras debían hacer el gesto de soportar el corto fuste que
se alza sobre ellos. Corona éste un capitel con tres parejas de aves afrontadas
que vuelven sus cuellos hacia atrás y un cimacio de tallos entrelazados. La
columna del muro meridional del presbiterio muestra otro destrozado atlante,
extremadamente grueso y en apariencia desnudo, y sobre él un capitel vegetal de
dos pisos de hojas con pomas en las puntas y cimacio de tetrapétalas. Al
interior se repite la estructura, aunque aquí los arcos apoyan en dobles
columnas, también sobre destrozadas figuras, coronadas por lastimados capiteles
ornados con esfinges y centauros, éstos probablemente arqueros, tocados con
bonetes perlados y dividiendo sus dos naturalezas con un cinturón también
perlado bajo el que brotan enroscados mechones.
Da paso desde la nave al presbiterio un arco
triunfal de medio punto y doblado, que apea en una pareja de semicolumnas, con
basas áticas de grueso toro inferior con lengüetas, sobre plintos y la
prolongación del banco corrido de fábrica sobre el que se asienta toda la
cabecera. Coronan estas columnas entregas una pareja de capiteles historiados,
bajo cimacios de hojas de hiedra y brotes apalmetados entre roleos. El del lado
del evangelio recibe el tema de la Adoración de los Magos, con las monturas en
la cara que mira a la nave y los tres reyes ricamente ataviados en el frente,
como es tradicional dos de ellos de pie sosteniendo los presentes y el más
cercano a la Sagrada Familia arrodillado. Frente a éste, la Virgen sostiene en
su regazo al Niño, que avanza su brazo derecho hacia el mago, mediando entre
ellos una curiosa y arbitraria forma, recreación arquitectónica de la cueva
sobre la que campea la estrella. La figura de San José, tocado con bonete
gallonado y ante arquitecturas figuradas, cierra en la cara oriental la escena,
que en lo compositivo más que en lo estilístico nos recuerda la del mismo tema
en el arco triunfal de San Justo de Sepúlveda. En el capitel del lado de la
epístola se representó el tema de Daniel en el foso de los leones, introduciendo
sus manos en las fauces y siendo respetado por las bestias, de abultadas
melenas, que posan sus zarpas sobre las rodillas de la figura central. En estas
dos cestas se pone de manifiesto la duplicidad de facturas dentro del mismo
taller –minuciosamente analizadas por Carmen Gómez Moreno y David L. Simon–,
siendo más cuidadosa la mano que labró la Epifanía.
El hemiciclo, cubierto con bóveda de horno y en
cuyo piso inferior se conservan dos credencias polilobuladas, repite al
exterior la distribución vista en San Miguel, con cuatro columnas entregas que
delimitan tres paños centrales en los que se abre el cuerpo de ventanas y otros
dos laterales, más breves y ciegos. Sobre el zócalo, también rematado en talud,
dos impostas que invaden los fustes de las semicolumnas delimitan
horizontalmente el tambor en tres niveles; la inferior es de simple nacela,
mientras que la superior, que prolonga los cimacios de los capiteles de las
ventanas, recibe palmetas entre tallos entrelazados. Las ventanas, rasgadas y
abocinadas al interior –donde repiten la estructura con leves variantes
decorativas–, se rodean de arcos de medio punto lisos con chambranas
abilletadas, apeando en parejas de columnas acodilladas. Sus capiteles se
decoran, entre otros motivos animalísticos, con parejas de grifos rampantes;
aves bicéfalas de alas explayadas; un mascarón monstruoso que devora las colas
de dos dragones con cabezas de ave, a su vez picado en las orejas por éstos,
composición que se repite con la variante de morder las alas de dos basiliscos;
parejas de arpías masculinas frontales; sirenas de doble cola alzada; rapaces
atacando una máscara humana central y aves de largos cuellos agachados
picándose las patas enredadas en follaje, motivos estos dos últimos que veremos
repetirse fielmente en el interior de Nuestra Señora de La Asunción de Duratón.
Otro de los capiteles, el derecho de la ventana central, al interior, muestra
dos parejas de aves opuestas que vuelven sus cuellos para picar las granas de
un tallo central, que se divide en dos ramas que enredan los cuellos de los
animales, dibujando al juntar también sus colas una forma acorazonada. Este
motivo tendrá una amplia repercusión en el románico segoviano, y así lo
encontramos, con escasas variantes aunque diversas facturas, en las portadas
occidentales de San Miguel de Turégano, Tenzuela y la Santísima Trinidad de
Segovia, en uno de los formeros de Rebollo, un capitel de ventana de San Justo
de Sepúlveda, otro interior de Duratón, etc.
Soporta la abilletada cornisa del hemiciclo una
serie de espléndidos canecillos, en la que se integran los cuatro capiteles que
coronan las columnas entregas, decorados éstos con parejas de grifos rampantes
afrontados entre follaje, entrelazo de cestería bellamente calado, arpías
femeninas de cabellera partida y alas explayadas –de progenie abulense y que
volveremos a encontrar con idéntico tratamiento en el interior de la Virgen de
la Peña de Sepúlveda y en Cerezo de Arriba, entre otros lugares–, y dos parejas
de felinos afrontados de agachadas testas, vomitando tallos que se enredan en
el centro de la cesta, de neta raigambre abulense y notable éxito en tierras
segovianas. En los canes vamos a ver desplegados algunos de los motivos que ya
observamos en la cabecera de San Miguel y que serán difundidos –y repetidos
hasta vulgarizar las formas– a lo largo de casi toda la geografía provincial
por numerosas cuadrillas de escultores: un lector con códice abierto sobre sus
rodillas; un felino agachado volviendo su rugiente cabeza; un monstruo
engullendo la cabeza de un personajillo que le agarra las orejas; una figura
femenina con toca plisada y grueso manto de pliegues aplastados y oblicuos,
resueltos en zigzag; varias figuras, la mayoría masculinas, sedentes o de pie,
algunas con instrumentos musicales, un acróbata, tallos enroscados dibujando
una S en la que se alojan dos lises, prótomos de animales, etc. Destacamos de
la amplia serie la asociación de dos canes representando el Pecado Original,
con Adán desnudo tapándose sus partes con una hoja y la serpiente enroscada al
tronco de un árbol, aunque falta la figura de Eva, así como otra pieza con la
excelente representación de un castillo o mejor la puerta de una muralla,
flanqueada por dos torres almenadas y con tres pisos de arquillos de medio
punto.
Al interior, en los codillos que articulan el
presbiterio y el hemiciclo, se disponen dos sorprendentes estatuas columna en
las que, rozando el bulto redondo, se labraron una Anunciación en el lado de la
epístola y un obispo en el del evangelio, muy probablemente a San Martín,
patrón del templo, éste bajo capitel de dos pisos de acantos y remate avolutado
y apoyando sus pies sobre los lomos de dos felinos. Viste ropa talar, tocando
su erosionada cabeza con una fragmentada mitra, siendo claramente visibles los
dos extremos de la estola y el cíngulo bajo la casulla y sobre el alba, ambas
prendas con ricos brocados. Pese a la algo rígida concepción de la anatomía, la
figura adquiere cierto movimiento por el juego y la caída de los paños, con
pliegues curvos sobre las piernas y los dos en tubo de órgano entre ellas, cuya
simetría contrasta con la diversidad adoptada por la casulla debido a la
posición de los brazos, con pliegues repartidos en abanico sobre el pecho y dos
cascadas de pliegues escalonados en zigzag en los laterales. La fractura de las
manos no permite determinar cual era su actitud, aunque podemos suponer que
bendecía con la diestra y portaría un báculo o libro en la otra. Su canon se
aproxima al de siete cabezas.
Las dos figuras del esquinal del lado de la
epístola son claramente identificables como el arcángel y María gracias a la
filacteria que porta el primero, en la que a duras penas se lee: AVE
(M)AR(I)A GRA(TI)A PLENA.
El alado y descabezado Gabriel se dirige con un
gesto de avance hacia la Virgen, nimbada, que muestra la tradicional actitud
levantando ambas manos mostrando las palmas, proporcionando efectos de volumen
por el arremolinamiento del manto sobre el pecho, recorrido por amplios
pliegues paralelos y otros en U. Los juegos de pliegues de las túnicas y mantos
repiten los estereotipos antes señalados en la de San Martín, aunque aquí
existe un mayor estudio anatómico, movimiento y por tanto tensión de los paños.
Se alza la escena de la Anunciación sobre un relieve con un glouton y seres
monstruosos de aire felino, con potentes garras, que parecen ser devorados por
el mascarón. En el capitel que corona el grupo se representó una Natividad y
Adoración de los pastores atípica por la distribución de las figuras, con dos
rústicos en un lateral dirigiéndose hacia la otra cara, donde vemos a María
tendida en el lecho y sobre ella, en paralelo, al Niño en su cuna recibiendo el
calor del buey y la mula.
Desde el punto de vista estilístico, podemos
relacionar estos altorrelieves con el San Juan hoy sobre la portada de Santiago
de Sepúlveda y las tres imágenes de San Miguel de Segovia, cuya filiación
parece conducirnos a las figuras de la portada meridional de San Vicente de
Ávila, coincidiendo así con la opinión de Gaillard, Carmen Gómez-Moreno y Vila
da Vila.
Documentadas y buenas páginas se han dedicado a
los avatares que llevaron a cruzar el Atlántico a unas piedras declaradas
Monumento Nacional en 1931, frutos de un país empobrecido económica y
culturalmente, que era el nuestro, y de un concepto del coleccionismo, que no
del Patrimonio, muy en boga desde el siglo XVIII desgraciadamente hasta hoy en
día. Pues pisoteados orgullos patrios aparte, nada de norteamericano tiene el
expolio de los despoblados y sus arruinados templos, trasladando trillos a
dormitorios o pilas bautismales a jardines de modernas urbanizaciones, e igual
de absurdo resulta el Museo de los Claustros, si es que lo es, que el
Arqueológico Nacional, que lógicamente no es tal. Ignoramos si la destechada
cabecera de San Martín hubiera aguardado la bonanza, otra vez económica y a
veces cultural, que desde el último tercio del siglo XX permite que vayamos
conservando incluso lo por mor de los tiempos está en desuso, así que
otórguesenos que consideremos aquella expatriación más como síntoma de un periodo
por fortuna pasado –y así la califiquemos de hecho histórico–, que como afrenta
actual. Y con el mismo objetivo recogemos la nota que en su espléndida La
arquitectura española en sus monumentos desaparecidos publicase Gaya Nuño en
1961, justo testimonio de que no todas las voces –y había que atreverse contra
tanta determinación oficial– fueron complacientes con el traslado: “En la
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando votaron en contra de la cesión de
esta iglesia los señores Menéndez Pidal, Cort, Benedito, Esplá, Moisés de
Huerta y el Infante de Baviera, absteniéndose o votando en blanco el marqués de
Moret. En la Real Academia de la Historia, el único voto en contra fue el de
don Leopoldo Torres Balbás”. Escrito quede en justicia a su memoria –y a la
del vizconde de Altamira, delegado de Bellas Artes de la provincia de Segovia,
quien dimitió– tal rechazo a un desafuero del que fueron partícipes, junto al
obispo de Segovia de entonces, otros ilustres prohombres como Sánchez-Cantón
(Director del Museo del Prado), Manuel Gómez-Moreno y Gallego Burin (Directores
Generales de Bellas Artes), Areilza, Ruiz Giménez o Rubio, los tres últimos,
respectivamente, embajador de España en Estados Unidos y sucesivos ministros de
Educación Nacional. Remitimos al lector interesado en conocer las dos orillas
de esta turbia laguna de nuestro patrimonio monumental a lo escrito por James
Rorimer y Carmen Gómez-Moreno por un lado, y Justo Hernansanz, José Miguel
Merino y Gonzalo Santonja por el otro en las obras citadas en la bibliografía.
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