sábado, 9 de agosto de 2025

Capítulo 95, Románico y mudéjar en las tierras de Ávila

 

Románico y mudéjar en las tierras de Ávila 

Románico
Si el románico es en Soria o Segovia, territorios de repoblación, estilo que se encuentra tanto en las ciudades como en los pueblos, en Salamanca y aún más en Ávila pasa a ser un estilo representado especialmente en los mayores núcleos urbanos y el mudéjar es el arte que construye la mayor parte de los templos y edificios en las pequeñas poblaciones de cada obispado.
El románico deja en las tierras de Ávila contadas muestras que en su mayor parte se sitúan en la capital: una veintena larga de templos de los que aún son románicos en parte doce más la catedral, y dos interesantes edificios civiles, el episcopio y el fenomenal conjunto de sus murallas. Fuera de la ciudad no hay casi edificios románicos: el pórtico de San Martín de Arévalo y otros restos románicos recientemente aparecidos en ese templo, una escultura que hoy está en San Juan de Arévalo, la cabecera de Espinosa de los Caballeros, sendas portadas en Bernuy-Salinero y Mediana de Voltoya que creemos se citan aquí por primera vez, la rosca de un arco en el cementerio de Berrocalejo de Aragona, unas arquivoltas de Mironcillo, mínimos restos en Mancera. La lista puede completarse con algunas tallas, generalmente tardorrománicas y con una tabla representando a San Pablo del museo catedralicio, proveniente del desaparecido retablo de San Vicente, y las pinturas del ábside de Santa María de Arévalo. Esta ausencia de románico en la actual provincia de Ávila se debe a que el estilo en la zona norte fue sustituido por el mudéjar, más adecuado a los materiales allí existentes y a la mano de obra de la Tierra de Arévalo y La Moraña y a que en la zona sur la repoblación fue más tardía, se realizó en años en los que el estilo imperante ya era el gótico. Incluso algunos templos que fueron románicos de la ciudad trocaron, total o parcialmente, sus fábricas por otras góticas, y el mismo camino siguieron en el siglo XVI las casas de los repobladores.
No existen en el obispado de Ávila en los primeros momentos de la repoblación grandes monasterios medievales que sean los encargados de difundir las nuevas formas. Como veremos los cuatro existentes ya son posteriores. Del monasterio femenino cisterciense de San Clemente nada queda y por ello no puede precisarse el papel que el edificio desempeñaría en la segunda etapa de la arquitectura catedralicia y en la última de San Pedro. El de premostratenses de Sancti Spíritus ya es del XIII y los monasterios de Burgohondo y la Lugareja son de fines del XII y no parecen haber desempeñado ningún papel importante en la difusión de las formas artísticas románicas.
La tradicional visión del románico abulense insiste en el carácter fronterizo, tardío y desornamentado y del estilo en la ciudad. Es una visión que parte parcialmente de Gómez-Moreno y que con matices ha sido aceptada por quienes tras él se ocuparon del estilo en Ávila, y que en parte conlleva a atribuir una aparente uniformidad y un carácter repetitivo del románico abulense, pero ambas características deben ser matizadas ya que en lo arquitectónico las murallas y –al menos– San Vicente, la catedral y San Pedro y en lo escultórico la constatación de la existencia de una larga serie de talleres, indican la local variedad y riqueza de soluciones de un estilo que llega a Ávila ya cerrado y en un momento casi epigonal, mezclándose aquí pronto con las formas nuevas de un gótico naciente. Conocemos una relación de carácter fiscal, la carta del cardenal Gil Torres al cabildo en la que se establece la nómina de las iglesias existentes en 1250. El documento, que se guarda en el archivo de la catedral de Ávila y que ha sido publicado por Julio González y por Ángel Barrios, establece los diecinueve templos que entonces existían en Ávila, templos a los que hemos de suponer fábrica románica y de los que el redactor nos indica los morabetinos que pagaba cada uno, dato que nos da una pista para comprender la importancia de la parroquia y del templo:
·       San Vicente pagaba como cien y en aquellas fechas debía estar ya construido en lo esencial.
·       San Juan pagaba como setenta. El templo que ha llegado hasta nosotros es del XVI. Se suele considerar que por su emplazamiento en el antiguo fórum ocupa el lugar del templo romano de la ciudad. En su corral, quizá un pórtico, se celebraron las reuniones del concejo hasta el siglo XVI, cuando se construye el Ayuntamiento y se derriba el templo románico y se levanta el nuevo, ya gótico y con cabecera de la segunda mitad del XVI, con trazas de Pedro de Tolosa.
·       Santiago pagaba como ochenta. El templo actual es de finales del XV y principios del XVI y tiene en sus muros abundantes sillares románicos reutilizados. La torre, que se cayó en 1803 fue inmediatamente reconstruida por fray Cristóbal de Te j a d a (1806), levantándose sobre la antigua y con sillares románicos.
·       San Nicolás que pagaba como sesenta.
·       Santa Cruz, que pagaba como veinte, y consta tenía lábaro. Había sido reedificada en la segunda mitad de siglo XVI, desapareció en 1769. Estaba al sur de Santiago, en una calle que aún conserva su nombre.
·       San Pelayo que no tenía que pagar nada y que luego cambió de advocación por la de San Isidoro. Es la iglesia que hoy está en El Retiro madrileño.
·       San Esteban que pagaba como dieciséis.
·       San Sebastián que pagaba como doce y que se dedicó a San Segundo en el siglo XVI, cuando fueron descubiertos allí los supuestos restos del primer obispo de Ávila.
·       San Martín que sólo pagaba cuatro y fue reformada en el XIV, en los primeros años del XVI y en el XVIII, conserva de su fábrica románica el lábaro y parte del tramo recto de su cabecera descubierto en una reciente restauración. Además en los muros del templo y especialmente en su camarín quedan sillares románicos reutilizados.
·       San Andrés que pagaba como diez.
·       San Gil que únicamente pagaba uno. En su solar se establecieron primero los jesuitas y luego los jerónimos. Tras la desamortización comenzó la consabida ruina del monumento, del que hoy apenas quedan las portadas (una montada en el suelo) y la espadaña.
·       Santa Trinidad también pagaba como uno. Fernández Valencia dice de ella que fue fundada en 1254 y que su edificio “muestra más antigüedad según la opinión general de los vecinos de esta ciudad”. Fue demolido en 1837 para con sus materiales fortificar la muralla ante la amenaza carlista.
·       San Silvestre que paga como treinta, para Fernández Valencia tenía lábaro, una capilla mayor y dos laterales. Era lugar de enterramiento de los nobles y luego pasó a ser convento de carmelitas calzados en1378 y la parroquia se unió a Santo Domingo. Tras la desamortización pasó a cárcel y recientemente se ha convertido en sede del Archivo Provincial. Cuando se demolió la cárcel apareció un muro con sillares de labra y material románico que fue desmontado.
·       San Cebrián pagaba como cero. Sabemos que en 1258 ya no era parroquia, que estaba en obras a mediados del siglo X V y debió de desaparecer antes del X I X. No consta su ubicación.
·       San Román también pagaba como cero; consta que en 1258 ya no era parroquia, que en 1580 fue vendida por Gaspar Daza y en 1803 aún hay noticias de su fuente y pilón. Estaba al cabo de la plaza de la Feria.
·       San Pedro pagaba ciento veinte. – Santo Tomé pagaba treinta.
·       Santo Domingo también pagaba como treinta, fue muy reformada en el siglo XVI y desapareció tras la última guerra civil, para con su solar ampliar el picadero de la Academia de Intendencia. Sus restos fueron posteriormente utilizados para construir la iglesia del Inmaculado Corazón de María y algunos otros edificios de la capital.
·       San Bartolomé que pagaba como dos y que es el actual templo de Santa María de la Cabeza.
A ellas hay que unir los monasterios de La Antigua, San Clemente (fundado antes de 1148) y Sancti Spiritus, el hospital de La Magdalena, y las ermitas de San Miguel de la que conocemos un documento de 1278, que estaba en la plaza de su nombre, tenía delante una plazuela, había sido reedificada en 1703 y fue derruida en 1860, San Leonardo y San Lázaro, que ya existía en 1146 y se reproduce en el dibujo de Ávila de Wyngaerde, antes de su reforma en el siglo XVII. Con la catedral el total es de 27 templos románicos en la ciudad. Como ya hemos indicado algunos luego trocaron sus fábricas en góticas, otros cambiaron de uso, pasando a ser iglesias conventuales, y desaparecieron simplemente otros.
Los que conservan su fábrica románica permiten aventurar una tipología de iglesia de una a tres naves, con ábsides en función de las naves, con una sola torre salvo en el caso de San Vicente y la catedral y con tres puertas que en muchos casos, siguiendo el modelo establecido aquí en San Vicente a mediados del siglo XII, se abrían en paños salientes de los muros que les daban una mayor prestancia.
Con un pequeño zócalo de granito, los muros constan de un núcleo de mampostería entre sillares de piedra, granito ocre generalmente, que se disponen con un aparejo pseudoisódomo, y en los que se aprecian las marcas de cantería de modo desigual, ya que unas han desaparecido por la erosión y otras por las reparaciones y restauraciones. Este granito ocre es, también en Ávila, señal del románico. En los zócalos de torres, ábsides y muros románicos, en algunos casos como resultado de reparaciones, ya se había empleado el granito gris que comenzó a ser el material único en la catedral y luego en los ábsides de San Bartolomé y en Sancti Spiritus, pasando este granito gris a ser el distintivo del gótico abulense.
En los muros, las ventanas y puertas se abrían mediante arcos de medio punto decrecientes que forman un abocinamiento y descansan sobre columnas y jambas dispuestas en el derrame, o a veces directamente en el muro. En los capiteles de esas columnas, ya con el collarino unido a ellas, se desarrollará un programa iconográfico en el que lo naturalista y lo catequético se mezclan a partes iguales. Los ábacos, de gran altura, suelen decorarse también y normalmente se van a prolongar fuera de los capiteles en impostas que siguen el derrame de los huecos y sobre las que descansan las arquivoltas o arcos decrecientes de esas puertas y ventanas y que luego articulan los muros.
Una variante de las ventanas serán los arcos ciegos o arquerías murales, que con un valor meramente decorativo recorren parte de las cabeceras de San Vicente, San Pedro, San Andrés y San Isidoro.
En el alzado general se destacan las diversas alturas de cada una de las naves y ábsides. Más altas lógicamente las centrales que las laterales, se iluminan ambas por ventanas como las descritas, que en el caso de las de la nave mayor se disponen sobre las laterales.
Los pilares son cruciformes, con semicolumnas adosadas y soportan arcos doblados de medio punto que hacen de formeros y perpiaños o fajones, y que no tienen decoración en sus dovelas. Apoyan los arcos del templo en estos pilares y en semicolumnas adosadas a las responsiones de los muros. Contrafuertes de sección rectangular manifiestan al exterior los empujes de los fajones.
Íntimamente unida a los edificios se va a desarrollar toda una decoración escultórica centrada en capiteles, ábacos, impostas y arquivoltas. Hay también una estatuaria, cada vez más exenta, que se caracteriza formalmente por estar estrechamente relacionada con el edificio, e ideológicamente por tener esa finalidad catequética ya aludida.
Ciñéndonos a las iglesias que han llegado hasta nosotros o de las que conocemos su estructura, sabemos que, salvo San Esteban y San Isidoro, todas son de tres naves y que dos de ellas, San Pedro y San Vicente tienen un crucero muy marcado. Tenían triple ábside San Vicente, San Pedro, San Andrés, San Segundo, Santo Tomé, Santa María de la Cabeza y la desaparecida San Silvestre. Los ábsides laterales de San Andrés son muy desiguales. San Segundo tenía la cabecera desviada del eje y Santo Tomé ha perdido totalmente uno de sus ábsides. San Esteban, San Isidoro, San Nicolás, San Martín, La Magdalena y quizá Santo Domingo tenían un solo ábside, de la misma profundidad que el central de San Andrés los conservados. Arquitectónicamente se cubren todos ellos con bóveda de horno en el tramo curvo y de medio cañón en el tramo recto.  Todas tienen sus capiteles labrados con mayor o menor riqueza, y su repertorio decorativo es vegetal y animalístico preferentemente, existiendo algunos –pocos– capiteles historiados.
Salvando impostas y arquivoltas solo aparecerá una escultura monumental de cierta importancia en San Vicente, y la cabecera de la catedral, más San Juan de Arévalo. Al exterior estos ábsides marcan todos ellos con codillos el paso del tramo recto al tramo curvo, pero en el caso del ábside central de San Vicente, éstos son pequeños machones. Sólo en el exterior del tramo recto del ábside central de San Andrés hay arquerías decorativas. En el tramo curvo hay ventanas románicas en San Andrés, San Vicente, San Pedro, San Isidoro y San Segundo. Tienen todos los arcos decrecientes de lisas dovelas, que descansan en el interior sobre los capiteles de dos columnas y el exterior en el mismo muro. Salvo en San Andrés impostas taqueadas bordean este último arco. Tres series de impostas, con rosetas de cuatro pétalos en círculos entrelazados, taqueados y baquetas decoran el exterior de estos ábsides, dispuestas unas sobre las ventanas, otras bajo ellas y las últimas como continuación de los ábacos de los capiteles. En estas iglesias con ventanas en los ábsides y en la de San Esteban, dos semicolumnas recorren los ábsides terminando en capiteles que junto con canes, decorados con figuras y modillones, sujetan el alero.
Ávila. Portada sur de San Vicente
 

En el interior repiten los ábsides la organización de ventanas e impostas que vimos al exterior, y se cubren con bóvedas de horno en el tramo curvo, y en el tramo recto de medio cañón s o b re arcos fajón y toral, que apoyan unas veces en semicolumnas y otras sobre ménsulas.
Las cubiertas serán de medio cañón y horno en los ábsides, y de medio cañón en las naves y en los brazos del crucero, y estarán ceñidas por arcos fajones. En las naves laterales pueden aparecer bóvedas de arista con ligera plementería (San Vicente –reconstruidas– y San Pedro). En la mayor parte de las iglesias las naves tenían cubiertas lignarias, que si bien eran más ligeras y baratas, eran menos resistentes y que sin duda recogen influencias del mundo mudéjar.

Un elemento característico del románico abulense son las portadas salientes que derivan de las laterales de San Vicente. Allí la portada se estructura entre los dos contrafuertes y organizan sus abocinadas arquivoltas alternando en sus roscas, baquetones que descansan en columnas y rosetas en aros que apoyan en los esquinales. Este modelo pasará al resto de los templos, donde, aun cuando no existan contrafuertes, la portada se dispondrá en un cuerpo saliente de los muros que servirá para dar una mayor profundidad a la entrada. En San Andrés y San Isidoro las dos arquivoltas del centro descansan sobre columnas y las de los extremos sobre jambas. En San Vicente y San Segundo se alternan jambas y columnas, y en San Pedro son tres las arquivoltas centrales que descansan sobre columnas. Los templos últimos, como Santo Tomé y Santo Domingo, vuelven a la solución de San Andrés, pero introducen entre sus arquivoltas unas más pequeñas que apoyan sobre los esquinales de las jambas y ambos templos tienen una arquivolta con triple baquetón que hermana sus canterías.
Las arquivoltas se decoran con baquetones y con rosetas en círculos de variado número de pétalos, y se protegen con una imposta taqueada que bordea el último arco. En San Andrés y en San Isidoro serán tres los arcos con rosetas, y uno –el segundo desde el interior– se decorará con baquetón. En San Vicente y en San Segundo alternan baquetones y rosetas, al igual que en la puerta norte de San Pedro y luego en la oeste. En la puerta sur de esta parroquia todos los arcos se decoran con baquetones. En las últimas iglesias los baquetones llegarán a disponerse –ya se ha dicho– tres en un solo arco, y entrelazados y taqueados decorarán las arquivoltas. Los ábacos de los capiteles de estas puertas se decoran con rosetas de cuatro pétalos, palmetas, lacerías y hojas de yedra (estas últimas en San Nicolás y en Santo Domingo). Las únicas arquivoltas que escapan al esquema apuntado son una con zigzag en la portada norte de San Pedro y otra con figuras de disposición radial en la portada de Santo Tomé y las portadas de La Antigua y San Nicolás que tienen rollos.
Todas estas iglesias, aquí definidas como románicas, conocieron retrasos en sus fábricas o profundas reformas que generalmente afectaron a sus naves, y ya hemos visto que únicamente pueden definirse como románicos los cañones que cubren los cruceros de San Vicente y San Pedro (éste algo apuntado), siendo muy distintos los sistemas de cerramiento de las naves de todos estos templos.
San Vicente y San Pedro tendrán una cubierta en su nave central de aristones, que ya es de los inicios del gótico y en las naves laterales se cubrirán con bóvedas de aristas (en San Pedro reforzadas por nervaduras). El resto de las iglesias reciben en distintas épocas cubiertas de madera de par y tirantes en la central y de colgadizo en las laterales, que han sido múltiples veces reparadas. En el grupo de iglesias de tres naves hay que señalar que San Andrés, aunque tiene pilares cruciformes y formeros, nunca volteó ni sus fajones ni sus bóvedas, como indican la falta de contrafuerte y contrarrestos y alguno de los huecos de sus ventanas; y que Santo Tomé, San Segundo y Santo Domingo vieron sus naves profundamente transformadas en el siglo XVI, cuando sustituyeron sus formeros románicos por otros más amplios, que les dieron un aspecto de iglesia salón. Lo mismo ocurre en el XVII e n San Nicolás. Dado que en los muros de ninguno de estos templos, ni en los de tres ni en los de una nave, aparece contrafuerte alguno, se puede concluir que, salvo los dos templos mayores, todos los demás que han llegado hasta nosotros (incluido Santo Domingo) recibieron cubiertas de madera.
Únicamente San Andrés, San Nicolás, San Pedro, la catedral y San Vicente y quizá Santo Domingo, tienen torres que en alguna manera se relacionan con el románico. Sus estructuras, fechas de construcción y ubicación en el templo son tan dispares que nos hacen desistir de estudiarlas unitariamente, de ellas nos ocuparemos al tratar de cada templo. La catedral y San Vicente plantean en el último cuarto del XII dos torres en su fachada occidental, con nártex al modo borgoñón, San Pedro, San Nicolás y San Andrés sitúan las torres en distintos lugares del templo y todas parecen levantadas al final del proceso constructivo. San Esteban, San Segundo, San Isidoro y la Cabeza tendrían espadañas románicas que se transformaron en las actuales.

La cronología general de los templos, apuntada ya por Gómez-Moreno y recogiendo las rectificaciones de los últimos años sobre la cronología del románico hispano, puede situarse entre 1130 y 1230. Aquel estudio de Gómez-Moreno, que permaneció años y años inédito, que hay que situar en su tiempo y en el estado de los estudios del románico en 1900, propuso una cronología que arrancaba con el siglo XII, basándose también en documentos que citaban los templos en esos primeros años y que hoy se consideran no eran exactos o que se referían a unos edificios anteriores a los actuales. Pero también adelantó una visión general del desarrollo del románico abulense que en líneas generales se ha revelado acertada, y que es la seguida luego por quienes sobre el tema hemos tratado (en la mayor parte de los casos sin citar la fuente). A las razones que en cada caso se dan para este retraso cronológico hay que sumar la constatación de que en los primeros años los “repobladores” se asentaron sobre el terreno, utilizando las construcciones existentes y se dedicaron a organizar el territorio.

San Vicente será la primera iglesia que empiece a construirse y tras sus huellas se levantarán las de San Pedro y San Andrés. San Vicente tarda casi todo el siglo XII en construirse (pórtico sur y cimborrio son ya del siguiente siglo) y San Pedro retrasa su fábrica hasta el siglo XIII, San Segundo, San Isidoro y San Esteban marcan un momento intermedio y las restantes corresponden al final del estilo en Ávila. Respecto a estas últimas se recogen las lápidas fundacionales descritas por Luis Ariz que tras la reaparición de la de Santo Domingo en el museo de Ávila merecen un nuevo crédito (quizá la de San Nicolás esté bajo la reforma barroca, la de San Bartolomé o Santa María de la Cabeza esté empotrada en los muros y la de San Isidoro aparezca en algún museo). Caso aparte es la catedral románica que es obra datable en las cuatro últimas décadas del XII. El más reciente estudio sobre el románico abulense, debido a Margarita Vila da Vila, mantiene la evolución cronológica apuntada y así para ella hay la siguiente sucesión de talleres en lo que denomina escultura hispano-languedociana:
1.º taller de la cabecera de San Vicente,
2.º taller de la cabecera de San Pedro,
3.º talleres de la cabecera y naves de San Andrés,
4.º primer taller de San Segundo,
5.º taller de San Isidoro,
6.º taller de San Isidoro,
7.º el segundo taller de San Vicente,
8.º taller de las portadas de San Andrés y San Segundo,
9.º talleres de Santo Tomé el Viejo,
10.º talleres de San Nicolás,
11.º Talleres del románico tardío: Antigua, Magdalena, Santo Domingo y San Bartolomé,
12.º talleres de la segunda campaña de San Pedro. A ellos habría que añadir, a partir 1160-1170, el taller borgoñón de la última campaña de San Vicente, cuya influencia llega a la catedral, San Nicolás y Santo Tome, más Espinosa de los Caballeros, La Lugareja y a San Martín de Arévalo. Para ella las primeras campañas de San Vicente y San Pedro, más San Andrés, San Isidoro y San Esteban son del episcopado de Íñigo 1133-1158.

Partiendo del análisis escultórico quizá sea posible aventurar filiaciones más precisas, establecer hilos conductores que lleven desde un templo hasta otro templo, pero a mi parecer son éstos caminos forzados, dado que son muchos los hilos que faltan, o por decirlo de otra forma los edificios que han desaparecido. En este campo es sumamente meritorio el estudio de los primeros talleres escultóricos del románico abulense de Margarita Vila da Vila, en un pormenorizado trabajo que en parte se incorpora a este. De modo sumamente resumido diremos que para ella la escultura románica abulense no es modelo homogéneo, ni en las manos, ni en las técnicas, ni en las formas. Esta diversidad viene motivada por la ausencia de lo que generalmente se conoce como “escuela”, “taller”, presentando más importancia la idea de “maestro”, que la autora relaciona con obras concretas en lugares concretos, por tanto se estaría hablando de un grupo de personas reducido, que aparecen en determinadas obras y a las cuales se puede volver a ver o no. Esta forma de trabajar es la causa de la ausencia de un estilo propio, ya que se reciben influencias, tanto de manera directa como indirecta, que producen unas obras con una gran carga ecléctica.

Vila da Vila identifica al menos cinco corrientes en la escultura abulense. La primera destacada es la leonesa, centrada casi completamente en San Isidoro, y que se hace notar en los que se consideran templos de fábrica más antigua:
San Vicente, San Pedro y San Andrés. Esta corriente estaría impregnada de aires languedocianos y tendría mucha repercusión no sólo en Ávila, sino también en la zona de influencia segoviana. La corriente silense se localizaría en San Andrés, en el lado izquierdo del ábside central para ser más precisos, y se caracterizaría por una cierta torpeza a la hora de llevar a cabo la reproducción de anatomías y el movimiento. Presenta a su vez ciertos aires procedentes de la zona cántabra. Destacada es la presencia del denominado “Maestro del Génesis”, que pertenece a la corriente aragonesa. Interviene en la cabecera de San Pedro, donde deja muestras de sus semejanzas con obras de San Esteban de Sos del Rey Católico o Santa María la Real de Sangüesa. Por motivos desconocidos este autor desaparece, no continuando nadie su “escuela”. Corriente abultada es la cántabra, tanto por el número de edificios como por el de “maestros”. En San Pedro, San Andrés y San Isidoro vemos el trabajo del conocido como “Maestro de Sansón”, caracterizado por unas obras de aspecto desmañado y torpe. Diferentes son las figuras de canon corto y escaso relieve que realiza el “Maestro de la cabecera de San Segundo”, del cual la autora propone que pudo haber trabajado como ayudante en la cabecera de San Pedro.
Es un estilo más cuidadoso y hábil. Mano distinta es también, dentro de esta misma corriente, la del “Maestro de San Esteban”, que influirá en el de la cabecera de San Nicolás, con una marcada tendencia a la geometrización y simplicidad en la talla. Volviendo a San Vicente encuentra al “Maestro de la portada sur” y al segundo taller de la fábrica. Éstos hay que incluirlos en la corriente aquitanobearnesa. Su trabajo ocupa las portadas laterales (con recuerdos a lo francés: Camino, Languedoc, Borgoña...) y el interior (donde se observa una evolución no traumática con el primer momento). Una última corriente sería la citada borgoñona de la última campaña de San Vicente y de la catedral.

Todas estas corrientes y “maestros” de época temprana, dejan para Vila da Vila como resultado una herencia desigual en la ciudad, pero son los responsables de la aparición de unos talleres de formación local, que evolucionarán de mejor o peor manera a partir de lo visto en el primer momento. Pervivirán influencias francesas, con otras zamoranas, se tenderá a una diversidad de modelos y técnicas que, en muchos casos, desencadenará una decadencia de las formas.
Advirtiendo que la nuestra es una interpretación que –lógicamente– trata de llevar el agua a nuestro propio molino, anotamos que lo más atractivo del que para ella es un primer románico se reduce a las fábricas de las tres primeras iglesias (San Vicente, San Pedro y San Andrés) y a su reflejo en San Isidoro fundamentalmente, más San Segundo, San Esteban y San Nicolás.
Las filiaciones no son, no pueden ser, muy precisas por faltar los eslabones intermedios de los templos perdidos, por ser muchos los modelos repetidos, por ser la mayor parte de las piezas obras de no muy alta calidad, y por supeditarse la labor escultórica a la arquitectónica. Anoto también que los modelos leoneses, silenses y aragoneses lo son igualmente de la arquitectura (aquí conviene apuntar lo conocido de la diversa procedencia de los repobladores), que se constatan las relaciones y préstamos con lo segoviano, zamorano y salmantino, y que la segunda época de San Vicente se proyecta en el románico final de la ciudad. Sugerente, pero muy forzada e indemostrada e indemostrable, es su propuesta de hacer coincidir en el plano de la ciudad repobladores y templos de una misma precedencia. Propuesta que siempre quedará condicionada por el carácter de la Crónica y por sus muchas imprecisiones, por la cronología y por ser difícil hacer coincidir un doble itinerario que por un lado lleva a lo languedociano y por otro hacia los orígenes de los repobladores.

Respecto al paisaje urbano de la ciudad creo que en líneas generales también es válida para la segunda mitad del siglo X I I la descripción que Barrios hace en el Caserío en el siglo XIII:
Estructura urbana y actividades de los habitantes de la villa están íntimamente imbricadas. El paisaje de Ávila entre 1230 y 1320 refleja, en tanto que soporte físico, las diferentes actividades de sus habitantes en ese período. Dos formas esenciales se descubren en su paisaje: de un lado, la que dibujan las barriadas exteriores del norte, oeste y sur; de otro, la que forman el arrabal occidental y las construcciones de intramuros. Las primeras venían a ser aldeas muy próximas a la ciudad; las segundas configuraban la villa propiamente dicha. De modo esquemático se diría, para resumir, que la capital del obispado englobaba un amplio núcleo urbano y varios rurales un poco apartados de aquél. Cabe pensar que a estos dos tipos de hábitat corresponderían dos formas de vida, dos ocupaciones fundamentales de su población; probablemente en el extrarradio predominarían las funciones agrícolas y en el centro las comerciales o industriales y las actividades improductivas. En conclusión: dos topografías, dos economías, dos formas de paisaje, dos tipos de actividades”.
Queda como cuestión final de esta introducción el tema de la ubicación de estos templos en el plano de la ciudad. Hay que recordar que la muralla medieval de Ávila tiene, en comparación con otras de la época, una traza regular que seguramente tenga un origen preexistente, que no surge como un cinturón irregular que tiene que abrazar a las colaciones, es decir parroquias, ya existentes. También debe recordarse que los historiadores han contestado rotundamente la teoría de la despoblación total del valle del Duero, especialmente en su zona más meridional, teoría que desde mi punto de vista y en el caso de Ávila se confirma con la pervivencia de los lugares de culto hasta la época de la reorganización o repoblación del territorio. Como pervivencia de lugares de culto entendemos literalmente el significado de tal expresión, en ningún caso estoy afirmando que el edificio que conocemos sea el del siglo IV, el del siglo VIII o el de los siglos X u XI, únicamente indico que pervivió el lugar en el que se asentaron los sucesivos templos y también la advocación de los mismos. Esto es clara señal de que no hubo largos períodos de abandono de la población, ya que casi se puede hablar de un culto continuado y se constata que no hay pérdida de la memoria histórica.
Si repasamos la nómina de iglesias existentes a mediados del siglo XII (prescindiendo de San Cebrián, cuyo emplazamiento se desconoce, y de la catedral que es caso singular), sólo cuatro de los veinticinco están dentro de los muros: San Esteban, Santo Domingo, San Juan y San Silvestre (esta última estaba muy cercana a los muros, junto a la Puerta del Carmen). E incluso se sabe que San Esteban es de mediados del siglo XII y que Santo Domingo ya es del principio del XIII, y respecto a San Silvestre no puede aventurarse con rigor ninguna fecha de inicio de la desaparecida fábrica. Suele también aceptarse por todos los historiadores que San Juan debe estar levantada en la zona del antiguo foro romano, que luego fue parroquia de los serranos y que también estuvo hasta el siglo X V I especialmente relacionada con el concejo que se convocaba en su corral. Esta situación de los templos, con sólo cuatro de ellos dentro de los muros e incluso con tres de éstos fuera de lo que podemos considerar la acrópolis fortificada medieval, pensamos puede deberse, además de a la pervivencia de lugares de culto de la época romana, cuando –lógicamente– los templos de la nueva religión se establecieron extramuros, a algunas de las razones que ya apuntamos en 1978: en primer lugar a una falta material de espacio para que en la parte alta de la ciudad se estableciese una parroquia y la colación que lleva anexa, en segundo lugar a que los concejos no viesen con agrado que se levantasen dentro de los muros edificios religiosos ya que la iglesia no tributaba, y en tercer lugar al interés aristocrático por que no se estableciesen, dentro de la zona que ellos controlaban con sus palacios adosados a los muros, unos edificios que en manos enemigas supusiesen un peligro para la defensa de su ciudad. No parece razonable aducir razones militares al hecho de estar algunos de ellos extramuros y cerca de las puertas: atribuir a templos tan alejados de los muros y pequeños como San Martín, San Segundo o San Bartolomé, un carácter de defensa adelantada no parece justificado. Pronto olvidaron en la zona alta y noble de la población aquella ley de Las Partidas que obligaba a dejar un espacio de quince pies entre los muros y las casas, dejando desembarazadas y libres las carreras que están cerca de los muros e incluso la iglesia de San Silvestre se levanta junto a los muros. Se hace referencia de nuevo a las ya comentadas relaciones que se establecen entre los distintos grupos sociales, entre los repobladores de diversa precedencia, así como a la organización que tenía la ciudad sobre la base de sus parroquias (a ello volveremos al analizar el amurallamiento). Se puede decir que se trataba de grupos desconectados entre ellos, alrededor cada uno de su iglesia, organizados en las cuadrillas que luego son una de las bases de la organización del concejo abulense. Tanto es así que aún en tiempos posteriores se sigue distinguiendo una zona con características propiamente urbanas (terrenos de intramuros y arrabal oriental) de otras todavía muy vinculadas al mundo rural (barrios del norte, sur y oeste). Manifestación de esto son los distintos tipos de actividad económica y profesional que vemos en cada zona o el modelo de vivienda. Sin entrar a especificar estos modelos, sí que conviene destacar la presencia de una arquitectura popular de materiales pobres y pragmatismo evidente, que bien podría ganarse el calificativo de arquitectura de lo orgánico, tanto por el material como por el planteamiento. Arquitectura que podemos conocer gracias al Becerro de Visitaciones catedralicio de 1303, texto que sirvió a Torres Balbás para definir la casa medieval castellana.
De modo casi telegráfico conviene apuntar como final de esta introducción al románico que la monografía primera y aún muy válida para acercarse al románico abulense es el Catálogo, ya centenario en su redacción, de Gómez Moreno (adelantado en su El románico español) y que luego sólo han tratado con alguna extensión del mismo Goldschmidt, Pita Andrade, Gutiérrez Robledo, y Vila da Vila (a la lista habrá que añadir pronto a Daniel Rico).

Mudéjar
Sin entrar profundamente en la polémica entre los conceptos del románico de ladrillo y mudéjar, debe plantearse también una reflexión previa sobre el mudéjar que aparece en la provincia (capital incluida), muy próximo en el tiempo, y a veces coincidente, con el románico capitalino. Se trata fundamentalmente de aquel mudéjar que construye en ladrillo y con un repertorio y estructuras mudéjares edificios cercanos a las formas del románico, lo que también se podría llamar un primer mudéjar, un mudéjar del XII y primeras décadas del XIII, pero no un mudéjar románico.
En la zona norte de la actual provincia de Ávila, al sur de la capital, en La Moraña y en la Tierra de Arévalo, se configura en los años del románico y siguientes un estilo nuevo y distinto, que hemos venido a llamar mudéjar y que aún hoy da pie a múltiples discusiones terminológicas. A modo de introducción difícilmente se encuentren unas palabras mejor hilvanadas, más sentidas, que las que hace ya casi cien años dedicó don Manuel Gómez-Moreno, entonces un joven profesor granadino, a unos edificios que sin duda alguna le impresionaron profundamente.
Entre la Moraña y las serranías de la provincia hay una perfecta distinción de suelo, de clima, de raza, de trajes y también de arte. La Moraña tiene su arquitectura especial, no sabemos si originaria o importada, pero sí que constituye un centro, irradiando hacia Salamanca, Zamora Valladolid y Segovia:
arquitectura impuesta por la naturaleza del suelo, arquitectura popular, semimoruna, semicristiana, reflejo de la vida nacional frente al elemento avasallador francés apadrinado por la Corte y por los monjes, que representan las arquitecturas románica y ojival. Arquitectura menospreciada y sin estudiar apenas todavía, pues así como las crónicas sólo hablan de las grandezas y de las ambiciones que flotan sobre pueblos, olvidando su vida íntima, sus verdaderos intereses, sus vicisitudes sociales, así las ciudades sólo se enorgullecen con sus monumentos de piedra, catedrales, conventos, iglesias aristócratas, debidas, no a las conveniencias e iniciativa del pueblo y del bajo clero, sino a las rentas de una corporación, a las prodigalidades de un rey, a las larguezas que, a cuenta de sufragios y en descargo de sus conciencias, otorgaban los ricos y los señores. El pueblo había de contentarse con poco, ahorrando todo lo posible su esfuerzo y sus dispendios, como que su fuente de ingresos era el trabajo, no saqueos ni opresiones; él no podía traer materiales de grandes distancias ni labrarlos con primor; no podía hacer venir arquitectos famosos; tampoco el pechero de entonces sabía gran cosa de ciertas artes, pues al cabo era conquistador y soberbio también, y he aquí que a estas circunstancias obedecía el descargar su trabajo sobre el siervo de los pecheros, el moro laborioso y sobrio que lo aguantaba todo con tal que le dejasen vivir a su manera: en vez de piedra de sillería, empleaba los materiales ordinarios del país; y en vez de edificios según el patrón francés, dejaba al moro mudéjar que se las compusiese a su gusto. La gran meseta de Castilla la Vieja y León carece en su mayor parte de buena piedra: el material indicado es, pues, el ladrillo, o el tapial de cantos esquistosos y graníticos, trabajados con mortero de cal”.
Estos edificios del mudéjar abulense escriben uno a uno y en conjunto una de las páginas más singulares del mudéjar hispano. Perdidas entre campos de cereal, en el centro de pequeños pueblos “muy venidos a menos”, se alzan las humildes fábricas de ladrillo, argamasones de chinarro, mampuestos, adobe y madera. Con tan limitados materiales y con una sabiduría constructiva que aún sobrecoge, levantaron monumentos singulares y bellos, en los que a pesar de la economía de materiales y de la repetición de un repertorio decorativo de sobra conocido (esquinillas, sardineles, verdugadas, de encofrados de cal y canto o de mampostería...), se siente el pálpito de unos artistas que hicieron, como nunca, de la pobreza de medios y de la necesidad virtud, que unieron espléndidamente los repertorios formales de aquella amalgama de culturas que eran las tres religiones del libro y que está en la base de la Edad Media española.
Es largo el número de edificios que, desde Narros del Puerto en el Valle Amblés, Burgohondo en el del Alberche y Piedrahita en el del Corneja, pasando por la ciudad de Ávila y llegando al límite norte, existen en la actual provincia de Ávila. Los conocidos son unos 150: fundamentalmente templos, pero también algunos puentes, casas, murallas y castillos. Al tratar de comprender todo el conjunto, fundamental es recordar algo obvio, que es propio advertir en toda historia local, ello es que la división decimonónica de España en provincias no es la adecuada para acercarse al mudéjar. Que sería más adecuado incluir en el campo de este estudio al menos toda la zona sur de lo que fue el obispado medieval abulense, incluyendo los arcedianatos de Olmedo y Arévalo y la zona comprendida entre Ávila y Arévalo (La Moraña y Tierra de Arévalo). Más razonable aún sería acometer su estudio conjunto, saltando los límites provinciales decimonónicos y los sucesivos límites de un obispado que fue perdiendo territorio, y juntar en un foco regional el mudéjar del sur del Duero, un foco que Pérez Higuera propuso agrupase junto al abulense de La Moraña y Tierra de Arévalo, la segoviana Tierra de Pinares, la vallisoletana zona de Medina del Campo y Olmedo, más Toro y su zona, y La Armuña y Campo de Peñaranda salmantinos. Sobre los focos mudéjares en general conveniente es señalar que no son estancos y que su delimitación es muchas veces producto más de los procesos y ámbitos de investigación que de una unidad formal. A modo de ejemplo debe indicarse que templos como Camarma de Esteruelas (Madrid), San Lorenzo de Sahagún (León), Galisteo de Cáceres..., y otros muchos, son perfectamente comprensibles dentro del foco mudéjar del Duero.
Tanto por precisar que el componente étnico musulmán no es imprescindible para que consideremos hoy que un edifico es mudéjar, como por precisar los postulados de quien esto escribe es necesario establecer qué entendemos por mudéjar y de qué mudéjar se trata aquí.
Recientemente hemos hecho un recorrido por la historiografía del término, siguiendo a Borrás Gualis fundamentalmente, al que remitimos. En resumen y como es sabido los historiadores han discrepado largo y tendido sobre si estamos ante un arte cristiano con vestiduras islámicas, o ante un arte islámico con vestiduras cristianas. Todo podría resumirse diciendo que lo que para Amador de los Ríos era un maridaje entre las arquitecturas cristianas y arábigas, para Fernando Chueca es un mestizaje entre las arquitecturas cristianas e islámicas, y la diferencia conceptual es importante: si un matrimonio puede separarse, no hay forma de separar lo que mezclan dos sangres. El mudéjar aparecerá así como uno de esos productos de síntesis característicos del mundo medieval español, en el que frecuente, constantemente, se da una enriquecedora mezcla cultural.
De las distintas interpretaciones del mudéjar hacemos nuestras las siguientes:
·       Henri Terrasse dirá que el arte es tanto de mudéjares como de cristianos aleccionados por los vencidos y que está configurado por la continuidad de las técnicas de trabajo musulmanas.
·       Lambert definirá el mudéjar como “verdadera” síntesis de las artes de la cristiandad medieval y del Islam de occidente, añadiendo a las causas tradicionales del desarrollo del mudéjar (atractivo ejercido por el arte musulmán, rapidez y economía de la construcción musulmana por los materiales empleados y por la baratura de la mano de obra) la paulatina pérdida de influencia del arte francés en España desde el siglo XIII.
·       Leopoldo Torres Balbás indicará que es un arte popular derivado de la tradición islámica, un “fenómeno artístico de larga duración que supera en el tiempo la periodización de los estilos artísticos europeos”, y que tiene un carácter ornamental y anticlásico.
·       Fernando Chueca (1953) para quien el mudéjar es un metaestilo o una invariante, una actitud que perdura en la sensibilidad española. En 1994 el profesor Chueca, recuperando reflexiones suyas de 1968 en las que ya hablaba de la existencia de arquitecturas mudéjares, indicará que “existen creaciones de la arquitectura que llamamos mudéjar que son por sí mismas, como concepto, estructura y decoración, plenamente originales y unitarias. No existe arquitectura de alto rango que pueda dividirse en cuerpo y vestidura o decoración; no podemos considerar que una cosa pueda desligarse de la otra”. Sobre esta idea y partiendo de “suponer que el arte mudéjar proviene de un acto intencional primario, mientras los estilos formalizados provienen de un acto intencional secundario (reflexivo)”, añadirá una propuesta que indica le “parece más ajustada a la realidad y que consistiría en decir que el mudéjar es un arte mestizo, consecuencia de una paternidad mixta o de dos sangres”. Recuérdese la ya apuntada diferencia esencial entre mestizaje y maridaje.
·       Gonzalo Borrás explicó más extensamente en su estudio más divulgado que “el arte mudéjar es una nueva realidad artística, autónoma y desgajada del arte hispanomusulmán, porque en esta pervivencia del arte hispanomusulmán ha desaparecido el soporte cultural de este arte, que es dominio político-religioso, siendo sustituido por el dominio político-cristiano. El arte mudéjar es una consecuencia de las condiciones de convivencia de la España cristiana medieval, siendo, por tanto, la más genuina expresión artística del pueblo español, una creación cultural radicalmente hispánica, que no encaja en la historia del arte islámico ni en la del occidental porque se halla justamente en la frontera de ambas culturas.

De esta manera lo que comenzara siendo una herencia islámica, al quedar desvinculada del mundo cultural islámico, desgajada del dominio político-religioso del Islam, se convierte en una manifestación artística nueva, que caracteriza a la cultura hispánica desligándose paulatinamente del soporte étnico musulmán que la posibilitó, para sobrevivir a fenómenos culturales tan drásticos como la conversión forzosa de las minorías mudéjares, primero, y la expulsión de los moriscos más tarde. El mudéjar se había convertid o en una expresión artística característicamente hispánica, superando incluso, las referencias religiosas de origen”.

Finalmente conviene recordar que, a partir de 1981 y en los Simposios Internacionales de Mudejarismo de Teruel, se han aceptado las directrices propuestas por Borrás y se ha insistido en la conveniencia de seguir utilizando en la Historia del Arte el término mudéjar que desde un punto de vista histórico era el que definía “a aquel a quien se ha permitido quedarse, sometido, tributario”, precisando que lo mudéjar puede ser definido históricamente por un componente étnico, pero que el término artístico no depende del origen de la mano de obra, que no todos los edificios mudéjares son obra de mudéjares. Artísticamente el término compete al uso de unos determinados materiales y formas artísticas y al empleo de unas técnicas de trabajo de tradición musulmana. Para Borrás se produce “una unidad de materiales, técnicas y formas artísticas que, si teóricamente es posible e incluso necesario deslindar, en la realidad práctica del trabajo mudéjar andan inseparablemente unidos”. El uso de esos materiales, formas y técnicas no fue privativo de mudéjares o moriscos.

Valga esta algo larga introducción para insistir en que se utiliza aquí el término mudéjar para definir una arquitectura popular, que aparece en un territorio de clara ascendencia islámica (el término Moraña para nosotros alude a una tierra de moros), que no puede utilizar masivamente un material como la piedra que allí no existía ni en cantidad suficiente, ni de calidad apropiada, que emplea en sus construcciones monumentales las mismas técnicas de trabajo basadas en la utilización de dichos materiales que se han seguido utilizando hasta nuestros días, y que presenta múltiples y señeros ejemplos de edificios que nunca podrán analizarse haciendo su disección con ningún tipo de bisturí, que tienen una decoración que no es ningún ornamento occidental, que es estructura oriental y unas estructuras y formas que no son esencialmente románicas.
Utilizando la expresión –que no comparto– románico-mudéjar, José Jiménez Lozano ha intuido lúcida y precisamente lo que ocurre al afirmar que en Castilla se da también una romanidad europea, pero que “ha seguido verterá ese novum en los propios moldes orientales, y, aquí, habrá un románico-mudéjar islámico sencillamente…, un románico mudo, que no cuenta historias…, un románico de ladrillo y madera. Lo mudéjar quiere decir sencillamente que lo islámico está ahí, que tiene algún tipo de presencia. Es decir, que no es que los que construyen estos edificios sean ellos mismos mudéjares o islámicos que viven e n t re cristianos y son alarifes y albañiles, sino que, aunque los constructores sean cristianos o judíos –para las sinagogas–, han aprendido las técnicas islámicas y son igualmente fieles a la estética de la que esas técnicas son expresión.
Sin duda alguna, hay razones socioeconómicas para que se abra paso este tipo de construcción de románico pobre y ello hace que se prodigue extraordinariamente allí donde no hay canteras de piedra, ni grandes recursos económicos y abundan los de carne de pollo o minoría aplastada: mudéjares con oficio de constructores y carpinteros y ofreciendo una mano de obra barata. El clero secular, incluso el de las pequeñas aldeas, puede así convertirse en patrón de esas construcciones. Y la concepción del edificio sigue siendo románica, teológica, claro está; pero el alarife y el carpintero la traducen necesariamente en estética –que es a la vez teología inevitablemente– islámica: los espacios vacíos y umbrosos, los mirabs ahora de ladrillo, los arcos de herradura o amudejarados, la decoración de azulejo, los arabescos de la madera, las techumbres simbólicas del paraíso, el alfiz que enmarca las puertas”. También dirá Jiménez Lozano “que es en las iglesias pobres de este arte donde el mudéjar debe ser gustado seguramente”, apuntando a la economía de medios como ejemplo fundamental de esta estética condicionada tanto por el ladrillo, como por la madera, en la que es conveniente insistir en la singularidad que a estos ámbitos y formas proporcionan tales elementos.

Esta arquitectura mudéjar de Ávila ha sido poco estudiada, y plantea dos grandes problemas, uno la existencia de un gran número de monumentos, aunque quizá se hayan perdido más, y otro el desconocimiento de prácticamente todo sobre la cronología de la mayor parte de los monumentos. Este desconocimiento está en la raíz de muchos análisis en los que aún se han utilizado expresiones como románico de ladrillo y románico mudéjar. Si se conociese mejor la cronología de estos templos, seguramente se utilizarían expresiones como primer mudéjar, mudéjar del XII o mudéjar del XIII, cuando se quisiera precisar más el término, como ha hecho López Guzmán. Un problema más y no baladí es el de la falta de unos completos y sistemáticos levantamientos de estos monumentos, éste es un trabajo que queda para otros autores y momento (aquí utilizamos la planimetría que la Fundación Santa María ha realizado para esta edición, otras de Jesús Gascón y Santiago Herraéz y reproducimos las plantas de Sánchez Trujillano y Cervera Vera y otros publicados ya por Gutiérrez Robledo). Las plantas y secciones de Barromán que ahora publicamos explican la importancia vital que tales levantamientos tienen para un correcto análisis de estos monumentos.
Aun insistiendo en señalar que la población de etnia mudéjar y el estilo no tienen relación directa y obligada, debe recordarse el hecho cierto de la presencia de mudéjares en Castilla la Vieja. Sobre su origen Tapia Sánchez ha indicado que “los escasos restos de población musulmana que permanecieron después de la reconquista terminarían siendo absorbidos por la mayoría cristiana, exceptuando –quizá– algunos grupos más numerosos en lugares contados. Antes del siglo XIII el grueso de los mudéjares serían cautivos o descendientes de cautivos: asentados la mayoría en las ciudades, con ocupaciones diversas, se irían también extendiendo poco a poco al hinterland agrario de los núcleos urbanos. A lo largo del siglo XIII es posible que algunos artesanos del reino de Toledo se asentaran en Segovia, Ávila [...] buscando una salida profesional en estas ciudades del norte, que demandaban artesanos cualificados, al entrar tales ciudades en un proceso de dinamismo en la economía y la construcción”. Es una forma de precisar la afirmación de Barrios para quien la segunda mitad del XII y primera década del XIII llegan al obispado abulense, en una segunda oleada migratoria, mozárabes.
La presencia islámica, antes y en esta época, había sido documentada desde la toponimia por Barrios García, aportando una larga relación de nombres de lugares relacionados con el mundo musulmán: Almar, Almenara, Cantaracillo, Cebolla, Narros, Zapardiel, Moraña, Adaja...
No son conocidos datos precisos y fiables sobre el número de los mudéjares del obispado de Ávila a lo largo del período, pero generalizando y partiendo de los datos que recopila y aporta Serafín de Tapia, datos que interpretamos aquí con mucha ligereza, podría establecerse que los mudéjares no serán más del 10% de la población y que de ellos únicamente un 25-30% se dedicarán a la construcción. No es a pesar de ello escasa la presencia de artesanos de etnia mudéjar entre los constructores del mudéjar abulense, estamos hablando por lo tanto de un mudéjar que se define tanto por los materiales y las técnicas de trabajo, como por ser mudéjares parte de los artesanos.
Los límites históricos en los que se debe realizar la datación de este primer momento mudéjar de La Moraña y Tierra de Arévalo, están entre 1135-1140, cuando Arévalo se incorpora a la diócesis de Ávila y 1250 cuando prácticamente todas las iglesias (no siempre los actuales edificios) aparecen citadas en la relación del cardenal Gil Torres y del dato hemos deducido, forzados claro está, que al menos los templos tienen esa antigüedad y lo cierto es que sus fábricas confirman la hipótesis. Anótese que entre 1157 y 1230 es el momento de separación entre Castilla y León y se entenderá lo que de aislado pueda tener este foco mudéjar.

Aquí trataremos del mudéjar situable en la segunda mitad del XII y en el siglo XIII, el que exteriormente se manifiesta en ábsides semicirculares o poligonales y en torres, recorridas por series y registros de arquerías. Si se quiere es un mudéjar popular como diría Borrás. Estudiados sus modelos debe huirse de una simplificación según la cual se dan primero los edificios de arquerías superpuestas y después los de una única y alta arquería, o al revés, como hace, poniendo ella misma los reparos a su tesis, Sánchez Trujillano para quien “en las iglesias más antiguas (siglos XII y XIII), la arquería es única de 5, 7,9 u 11 arcos en el tramo curvo ocupando toda la altura del ábside aunque descansan en un basamento o zócalo liso... Aunque es muy difícil establecer una cronología precisa para estas iglesias por la continuidad y repetición de las formas, consideramos de época más avanzada, dentro del pleno gótico, los ábsides con arquerías superpuestas de dos o tres hiladas”. Creemos –no obstante– que un dato apoya la tesis de Sánchez Trujillano: los ábsides de planta poligonal tienen varios registros de arquerías.
No puede precisarse que siempre fuese así o al revés y apuntamos que más adecuado parece el datar estos ábsides por la forma del arco toral de la capilla mayor, prescindiendo de las arquerías externas, ya que no siempre coinciden los arcos torales de medio punto con los de varias arquerías, ni los torales apuntados son siempre los de única arquería.
A modo de estado de la cuestión debe indicarse que, prescindiendo de algún artículo monográfico, el estudio sobre el mudéjar abulense se limitó durante muchas décadas al Catá - logo Monumental que Gómez-Moreno redacta a principios de siglo y que no se publica hasta 1983. Luego, olvidados algunos artículos sobre La Lugareja, hay que esperar a los estudios de Fernández Prada en 1962, de Frutos Cuchilleros en 1975, de Revilla Rujas y Gómez Espinosa en 1982, de Lavado Paradinas en el mismo año, los más interesantes son los de Sánchez Trujillano publicados en torno a esos mismos años y en los que es patente el minucioso conocimiento de los templos que tenía su autora que entonces elaboraba el catálogo monumental de la zona sur del obispado que incluía la capital y toda la zona sur del obispado, e incomprensiblemente permanece inédito desde hace más de 20 años, aunque circulan copias piratas de los inventarios de algunos templos. Los de Pérez Higuera y Manuel Valdés que también son de esa década. Incluso debe apuntarse que Valdés para nada trató de lo abulense en su estudio general sobre el mudéjar en Castilla y León y que en las obras de Pérez Higuera y la reciente Historia del Arte de Editorial Ámbito dedicada a Castilla y León, poco es lo que sobre el mudéjar de Ávila se suma a lo que sus autores habían dicho en sus anteriores artículos. Deben añadirse a la lista los estudios de Borrás y López Guzmán por lo que suponen de interpretación de lo abulense dentro del núcleo general del mudéjar, el de Gutiérrez Robledo en que se ba s a este texto y el de Isabel López Fernández que hemos podido leer antes de entrar en imprenta, y del que se incorporan textos e ideas.
Difícil es establecer una clasificación y una cronología definida de todo este arte, del que ya se avanza que sólo podrá indicarse con precisión alguna fecha en muy señalados casos. Respecto a su clasificación hay también que indicar que son muchos los templos que se han perdido y que los que han llegado hasta nosotros están considerablemente alterados tanto por la pobreza de los materiales como por las sucesivas transformaciones, y muchas veces lo que debió ser todo un templo mudéjar se reduce a la cabecera de un templo y una torre unidos por un cuerpo de naves en tapial de ladrillo claramente posterior, cubierto por una armadura más o menos sencilla, que casi siempre es del XVI, de mediados.
Todos estos edificios han sido clasificados, en un pionero análisis formalista que no podemos compartir en su totalidad, por Valdés Fernández en tres modelos distintos:
·       El modelo vallisoletano que utiliza seriadamente los elementos decorativos, es decir, que el esquema “se define por la superposición de tres arquerías de proporciones diferentes y disposición constante, en simetría bilateral”. Utiliza friso de esquinillas y el sardinel en el remate del alero del ábside y en el tramo recto tiene un esquema singular superponiendo a las arquerías una retícula de ladrillo. Se daría en Santa María la Mayor de Arévalo y Villar de Matacabras y en la segunda mitad del siglo XIII en Palacios Rubios y Fuente el Sauz. Lo que él denomina la evolución de este modelo hacia una fase manierista se da en los ábsides de Santa María y San Nicolás de Madrigal (con arquerías desmentidas) y luego en Bernuy de Zapardiel y Narros del Puerto, que considera relacionables con Íscar, Aldealuenga y Villar de Gallimazo.
·       El modelo zamorano que se define en los edificios de Toro, que está basado en “una perfecta adecuación de la decoración a las estructuras arquitectónicas” y tiene arcos de medio punto muy peraltados. Se da en las iglesias de Donvidas (1220), La Lugareja (1237), Constanzana, Fuentes de Año, Blasconuño de Matacabras y Santo Domingo de Arévalo. Para él es del mismo modelo el ábside de Pedro Rodríguez, que tiene una gran riqueza decorativa (las fechas son de Valdés Fernández).
·       El modelo que él llama sahagunino, que está basado en la superposición de combinaciones de elementos decorativos, arcos, recuadros y esquinillas de una forma modular y que según él se da en la iglesia de Narros del Castillo. Indica que el ábside se estructura con la superposición de tres re g i s t ros horizontales, que se decoran los dos primeros con la combinación arc o - re cuadro y el último se remata con un friso de esquinillas (se verá que Narros, más que un modelo es una excepción, y que se debe más a la influencia toledana).
Ciertamente el meritorio esfuerzo de Valdés Fernández permite sistematizar la mayor parte de los ábsides mudéjares abulenses, e incluso esta sistematización es sin duda más completa que la que realizó Pavón Maldonado en 1975 y la de Lavado Paradinas en 1978 para Tierra de Campos. Nuestra disconformidad va más allá del mero señalar que el análisis se circunscribe a las arquerías externas de los ábsides y se olvidan elementos tan singulares como los áticos (Orbita, Constanzana, Pedro Rodríguez, Barromán), o los zócalos y sus clases, que hay edificios que faltan o que no encajan en el modelo, que se prescinde de los interiores –especialmente de la forma de los fajones– y de las plantas de los ábsides (nos parece que debe insistirse en la diferenciación entre ábsides con planta de perfil externo semicircular y de perfil externo poligonal) y que por otro lado se olvida de la relación de estos ábsides con las torres, con los templos y con las armaduras. Incluso hay modelos decorativos que no entran en su clasificación: Santa María de la Vega, la parte superior de Orbita, el ábside de Burgohondo y otros similares, el enmascarado de Moraleja de Matacabras... Es difícil aceptar que el modelo de arquerías sumamente peraltadas tenga que ser el modelo zamorano y no el segoviano o morañego, que el modelo de arquerías superpuestas tenga que ser vallisoletano y no abulense o segoviano. Los nombres propuestos se basan en la primacía en acuñar el término, no en ninguna clase de prelación cronológica o en ningún tipo de filiación. Incluso debe indicarse que buena parte de las iglesias vallisoletanas se levantaron en el obispado abulense e insistir en que es más lógico estudiar todo este arte dentro de su marco geográfico, el sur del Duero, que poner sus arquitecturas en forzada relación con Sahagún, con el Reino de León.

Una característica especial de alguna de estas cabeceras es la de tener ábsides divergentes, ábsides que no tienen paralelos los lados de su tramo recto, que se abren hacia las naves, así ocurre en Santa María del Castillo de Madrigal, Villar de Matacabras, Bernu y de Zapardiel, San Miguel de Arévalo y Narros del Puerto. Incluso en la última los ábsides laterales divergen del central.
El perfil externo de la mayoría de los ábsides es semicircular, pero algunos pocos ejemplos presentan un perfil netamente poligonal: Narros del Castillo, Santa María de Madrigal, San Juan de Arévalo, Fuente el Sauz... Y además, no siempre coinciden el perfil interno y externo del ábside.
La sistematización de los ábsides conocidos debe también señalar que la mayor parte de los templos tienen un solo ábside y que los ejemplos con tres corresponden a La Lugareja, Santa María y San Nicolás de Madrigal, Villar de Matacabras, Narros el Puerto, Barromán y –quizá– la desaparecida cabecera de Fontiveros y alguna otra. Lógicamente estas iglesias con triple cabecera tenían tres naves, pero también tenían originariamente tres naves algunas iglesias que tenían un único ábside en su cabecera: Fuente el Sauz, Vega de Santa María, Barromán (uno el exterior y tres en el interior), Blasconuño de Matacabras, Narros del Castillo y San Miguel de Arévalo. En lo que se conoce o se mantiene, la mayor parte de los formeros de las naves son de arcos apuntados (Fuente el Sauz, Fontiveros, San Nicolás de Madrigal, Sigeres, Narros del Castillo...) y el único ejemplo de formeros de medio punto sería el de Nuestra Señora de la Cabeza de Ávila, si es que no eran de arcos de herradura.
El estudio de las plantas permite aventurar identidades entre templos de distinto tipo (singularmente Palacios Rubios y Orbita, pero también se asemejan algo San Cristóbal de Trabancos y Pedro Rodríguez), certifica paralelismos como el evidente entre las cabeceras de las iglesias de madrigalenses de Santa María y la hipotética que proponemos para San Nicolás, plantea el tema del no muy distinto tamaño de los templos y explica detalladamente su estructura y parte de su historia. También puede señalarse que contra la repetida tesis de la total transformación de las naves de estos templos en las reformas del siglo XVI y del barroco, en algunos puede apreciarse la traza original del cuerpo de la nave, aunque con armaduras del siglo XVI, y ocultas tras añadidos posteriores: San Juan y Santa María de Arévalo, San Cristóbal de Trabancos, Orbita, Pedro Rodríguez, Donvidas, Cantiveros.
Tras plantear la visión del mudéjar de La Moraña desde los ábsides de los edificios, como es costumbre, quedan fuera algunas torres que aparecen en edificios que no tienen ábsides mudéjares. Sobre la estructura de esas torres y sobre su situación en el templo, poco se ha dicho. Sánchez Trujillano ha indicado que las torres de La Moraña y Tierra de Arévalo tienen planta cuadrada y se dividen en pisos carentes de iluminación y que, salvo las saeteras que apenas iluminan las escaleras, los únicos huecos son los de los campanarios, que además acogen toda la decoración de la torre (alfices, recuadros, esquinillas), y que “contienen un buen repertorio de abovedamientos, incluso dentro de un solo ejemplar. Frecuentemente el primer piso se rellenaba con una mezcla de barro, cal y canto apisonado por capas”.
Las bóvedas de estos pisos son mayoritariamente de cañón o cañón apuntado (cruzando los ejes de las que se superponen para dar una mayor solidez a los muros), existiendo cúpulas en San Salvador de Arévalo y en San Nicolás de Madrigal, una bóveda de aristas en San Martín y en Moraleja de Matacabras, y una cúpula reforzada con nervios en la Torre de los Ajedreces. Remataban seguramente en terrazas inclinadas (se conservan en San Martín y Barromán y seguramente existieron en las muchas que recibieron luego un cuerpo barroco: Donjimeno, Cisla, El Salvador y Santa María de Arévalo...). Las escaleras aparecen en algunos casos embebidas dentro de los muros, con una serie de bovedillas escalonadas y apuntadas. Existen también escaleras de madera adosadas a los muros de caja y alguna de caracol en torre s ya muy tardías. El sistema de construcción de esas torres es en la mayoría de los casos de cajones de mampostería entre verdugadas de ladrillo, habiendo sido algunos posteriormente cubiertos con esgrafiados. De este esquema general sólo se despega la de Santa María de Arévalo por tener un pasadizo bajo el que trascurría una calle al modo de Teruel; las de Santa María de Adanero (en realidad espadaña), Espinosa de los Caballeros y San Nicolás de Madrigal que tenían en su cuerpo bajo una entrada al templo; la de San Martín de Ávila que se levanta sobre un fuerte zócalo de sillería y las dos de la iglesia arevalense de San Martín –de Ajedreces y Nueva–, que se prolongan respectivamente en las fábricas de Rasueros y Horcajo de las Torres. En muchos casos las torres se levantaron forzadamente sobre edificaciones anteriores, ya sean ábsides (Matacabras, Barromán), ya sean torres militares (Palacios de Goda, Villanueva del Aceral, San Esteban de Zapardiel), ya sean espadañas (Flores de Ávila que tiene arquerías como las de la espadaña de Cabezas del Pozo). Caso especial es el de San Juan de Arévalo cuya torre se incorporó a la muralla como original torreón y fue en parte reformada para permitir después el paso del cinturón de ronda.
Si los ábsides se cubren con las consabidas bóvedas de horno y medio cañón, reforzadas por fajones de medio punto (Santa María de Arévalo, Narros del Puerto, San Cristóbal de Trabancos...) y apuntados (Vega de Santa María, San Miguel de Arévalo, Narros del Castillo, Palacios Rubios, Pedro Rodríguez...), las naves –cuyas cubiertas casi siempre son posteriores– se cubren con armaduras de par y nudillo atirantadas con los almizates decorados, que como ya hemos indicado deben fecharse en su mayor parte en el siglo XVI, hacia 1550 para precisar más. Aquí únicamente se señalará la existencia de armaduras singulares en los edificios que tienen restos arquitectónicos mudéjares, sin citar siquiera las muchas armaduras de inspiración mudéjar que aparecen en otros templos.
Respecto a la situación de las torres con relación al templo es imposible establecer una sistematización. En la mayor parte de los casos aparecen a los pies o en el lado sur pero hay ejemplos de todas las situaciones posibles (incluso hay que señalar la remota posibilidad de que San Miguel de Arévalo tuviese en algún momento dos torres, como San Martín).
Un tema especialmente interesante es de las puertas mudéjares de estos edificios, que corresponden a variaciones de un único modelo en el que el arco está protegido por un alfiz y rehundido. Las variaciones vendrán en función del número de arquivoltas de la puerta (dos o tres normalmente), de la riqueza de adornos del cuerpo superior del alfiz, y de la traza del arco. En algunos casos podremos encontrarnos con arcos de herradura (Flores de Ávila y Mamblas), y en otros muchos sospecharemos que han sido rozados (especialmente Donvidas, Noharre y Jaraíces), otros serán apuntados como San Nicolás de Madrigal, San Cristóbal de Trabancos, Blasconuño de Matacabras, Fontiveros, Palacios Rubios, el castillo de Arévalo, las puertas de las murallas de Madrigal y Arévalo y los puentes de esta última ciudad. La mayoría son hoy arcos de medio punto: Moraleja y Villar de Matacabras, Pedro Rodríguez, Cabezas del Pozo, Villanueva del Aceral, Constanzana, San Miguel de Arévalo, Castellanos de Zapardiel, la puerta de la arruinada iglesia de Villaverde (cerca de Bularros) y Sinlabajos. Insistimos en que nada sería más inapropiado que trasladar al mudéjar la dialéctica medio punto versus apuntado y hablar de románico versus gótico, y para nosotros forman este primer mudéjar los edificios que aún no incorporan sistemas de cerramiento con nervaduras que aún no necesitan contrafuertes en muros y cabeceras.

El material, como ya se ha indicado tantas veces, es la mampostería menuda, es decir encofrado de cal y canto (chinarro lo llamaremos a veces) y el ladrillo.
Se construye con lo que hay a mano, caliza y sillarejo, los bloques son de grandes dimensiones y se realizan por el sistema de bandas entre verdugadas de ladrillo o mampostería encintada y también en cajones. En muchos casos se emplea el aparejo toledano. Las llagas entre los mampuestos se marcan con incisiones, cubren buena parte del mampuesto, y además rebosan en parte de la cinta, como repitiendo tímidamente lo que ocurre con las junturas de los ladrillos. El ladrillo aparece en verdugadas, en las esquinas y en todos los arcos y motivos decorativos del edificio. Es rectangular siguiendo el canon (el doble de largo que ancho), de unos cuatro centímetros de grueso y unido por tendeles de argamasa blanca del mismo grosor que el ladrillo y en los casos canónicos rebosando las junturas en la zona inferior para lograr una mejor protección ante el agua. De ladrillo se hacen también todas las arquerías exteriores de las cabeceras y de ladrillo son las arquerías que conocemos dentro de las cabeceras y la que corona en los muros meridionales de San Juan de Arévalo (únicamente es visible desde el adarve de la muralla), y en los laterales de Santa María del Madrigal y Narros del Castillo, más los escasos pórticos mudéjares. El mismo material sirve para voltear todas las bóvedas, para hacer torales y fajones y los huecos de las puertas que aún se conservan. También se utiliza el ladrillo en los motivos decorativos, tanto en los arcos de medio punto doblados como en los re cuadros y en los frisos horizontales, limitados a esquinillas, sardineles y encintados que siempre aparecen como apoyo de las arquerías o como remate de las mismas, y también en los aleros.
Es necesario señalar aquí, al menos, que desde el siglo XVI lo mudéjar se convirtió en un elemento que reaparece constantemente en la arquitectura abulense, bien como decoración, bien como sistema constructivo, como un guiño que en la arquitectura popular aparece en alfices, aleros, frisos... Unas veces tendrá mero carácter popular retardatario y otras, hacia 1900, se convertirá en un neomudéjar que en los edificios religiosos se aliará con el neogótico consabido. Repullés, Barbero, Benito, Vaello y Jalvo serán los arquitectos y los monumentos las iglesias de la Dehesa del Chorrito en Zorita, El Parral, La Carrera, las Reparadoras y Adoratrices de Ávila, más el Picadero de la Academia de Intendencia, las Escuelas Nebreda y casas de Ávila y La Moraña, y luego los añadidos de los templos de Cabizuela y Cisla.
Un acercamiento a la arquitectura mudéjar, debe incluir un mínimo acercamiento a dos ciudades de La Moraña, Arévalo y Madrigal de las Altas Torres, mudéjares por sus importantes y antiguas morerías, por tener importantes monumentos mudéjares, y por estar configuradas urbanística y militarmente al modo mudéjar.

La traza urbana de Arévalo está condicionada por el Adaja y el Arevalillo que se juntan en un espolón en el que se levanta un castillo de planta pentagonal y colosal homenaje y limitada por el perímetro murado, y recuerda bastante la configuración de parte del casco urbano segoviano. El castillo, en su configuración actual fue comenzado en la década de 1470 por Álvaro de Zúñiga, conde de Plasencia y duque de Arévalo, pero se asienta sobre uno anterior del que queda una puerta mudéjar y hasta el que llegaban las murallas de Arévalo.

Respecto al recinto murado de la Villa se ha aventurado una primera muralla que correría entre los dos ríos a la altura de la calle de Santa María a San Miguel y que tendría en la Puerta de Santa María, la situada bajo la torre, el principal acceso. Creo que nada justifica tal hipótesis. La muralla de Arévalo correría entre el castillo y los denominados “castilletes” de San Juan y San José, siendo sumamente distinta en su trazado. Partía del castillo y se ajustaba a los fuertes desniveles del río Arevalillo y también, aunque en menor medida, a los del río Adaja. Prácticamente nada se conserva de los desniveles del Adaja, algo más se mantiene de la zona del Arevalillo (en nuestros días se está cayendo) y es más fuerte y visible en la zona de todo el lienzo en el que está el arco de Alcocer.

Pese a que Cervera habla de este último lienzo como una primera fase de la muralla y supone que los otros dos corresponden a una segunda fase, más bien creo que estas fases no son las que cronológicamente se corresponden con el actual amurallamiento de la población. Los muros que dan a los ríos, con torreones (en lo mínimamente conservado) de planta similar a los de la muralla de Ávila, son de un primer momento del amurallamiento. Pienso que la zona sur de la misma, con torres cuadradas, con pasadizos y con barbacana de la que aún queda un resto preciso en el nombre de calle Entrecastillos, corresponde a un momento final de la cerca, fechable siempre después de la iglesia de San Juan y antes de 1230 cuando ya se sabe de arrabales fuera de los muros (se dice que la iglesia de San Salvador est in suburbio eisdem villae). A ella corresponde la Puerta de Alcocer que en realidad es un potente torreón bajo el cual se organiza un túnel de entrada de carácter plenamente musulmán, con sucesivas defensas. Se cree que sobre él estuvo el alcázar y que luego fue concejo, y posteriormente ha sido cárcel. No debió ser ajeno a este reforzamiento de la cerca la organización a principios del siglo XIII de la Universidad de la Tierra de Arévalo, una de esas Comunidades de Villa y Tierra que estructuraron la vida de la Edad Media, mediante la cual el concejo de Arévalo tendría medios suficientes para acometer las nuevas obras del amurallamiento. En 1250 existían doce templos en Arévalo, de ellos mantienen aún su fábrica románica y/o mudéjar Santa María, San Martín, San Miguel, San Nicolás, San Juan, Santo Domingo, y el Salvador, está totalmente transformado San Nicolás y han desaparecido San Pedro, San Esteban y el Almocrón.

Este Arévalo mudéjar se manifiesta arquitectónicamente no sólo en los templos y muros de la ciudad. Sumamente importantes fueron los puentes que aseguraron el paso de los ríos. El de San Pedro o Valladolid, también conocido como la Puente Llana tenía hasta siete ojos de apuntados arcos, algunos con alfiz a modo de recuadro y con varias roscas en sus arcos. Salvo los dos ojos centrales, los demás parecen aliviaderos destinados a impedir que el puente se convirtiera en un pantano. El sistema constructivo es el mismo de bandas de mampostería entre verdugados de ladrillo que hemos visto en las iglesias y en la muralla. El puente de Medina cruza ya el río Arevalillo y tiene tres grandes arcos de perfil apuntado, más alto el central que los laterales y dos aliviaderos también apuntados en los lados. En sus dos machones centrales tiene escaleras embutidas que permitían acceder al nivel inferior y que es posible algo tuvieran que ver con la defensa del mismo puente. El puente denominado de Los Barros, tiene un único arco inscrito dentro de un recuadro a modo de alfiz. El arco está ligerísimamente apuntado, y el puente se construye con la misma técnica constructiva de los otros. Apúntese finalmente que el perfil de Arévalo, una ciudad jalonada de esbeltas y variadas torres, es el de una ciudad marcadamente mudéjar, el de una ciudad torreada.

Madrigal de las Altas Torres (el rotundo topónimo es del siglo XIX y más parece poema) es la otra Villa mudéjar del norte de la provincia. Tiene dos grandes templos mudéjares y un amplio recinto amurallado con planta irregular (un plano que guarda el Ayuntamiento, dibujado por José Jesús de la Llave y la copia de éste por Coello, han dado pie a la teoría de un recinto fortificado perfectamente circular, más basta con subir a la torre de San Nicolás para comprobar que no es así). En el muro se abrían cuatro puertas denominadas de Cantalapiedra, Arévalo, Medina y Peñaranda, que se correspondían tanto con los caminos como con el trazado de la población, con calles que se encaminaban hacia el centro de la misma. El recinto tenía grandes dimensiones (2.300 metros de longitud y más de 80 torres) y es en ello comparable con el de Ávila. Prácticamente todo el caserío estaba d e n t ro de la cerca en un callejero que aún permite ver calles tortuosas, encuentros forzados, todo ello con algo de islámico.

El sistema constructivo es similar al de las de Arévalo, Cuéllar y Olmedo. Un documento real de 1302, en el que a petición de los vecinos de Arévalo se les ordena a los de Madrigal destruir los muros, sirve para fechar cerca de aquel año el amurallamiento, y es esta fecha que cuadra con la estructura de las Puertas de Medina y Cantalapiedra, con torres albarranas pentagonales con ladroneras en sus frentes y altas cámaras artilleras abiertas hacia la población. La última es, sin duda, la estructura más interesante de la muralla a pesar de su lamentable restauración.
Los ejemplos conocidos del románico y mudéjar son los que se relacionan a continuación siguiendo un orden alfabético y geográfico sólo roto al empezar por las murallas y al seguir los templos de la capital un posible orden cronológico.
Se incluyen aquí monumentos y obras románicas y las mudéjares que considero datables en el XII y primeras décadas del XIII y cercanas a las formas del románico (se advierte –una vez más– que no asumimos esa cesura drástica entre románico y gótico por la diferenciación entre arco de medio punto/arco apuntado). Las obras viajeras se estudian en su actual emplazamiento y las obras dispersas se estudian en conjunto (así todos los capiteles de San Vicente en San Vicente y los elementos de la de Santo Domingo en la actual del Inmaculado Corazón de María). Termina el catálogo con un conjunto de monumentos que fueron románicos y de los que apenas quedan restos (Aldeavieja, Mancera de Abajo y Mironcillo) y con poco más que un listado de pinturas y tallas románicas.

 

Las murallas de Ávila
Introducción
El carácter desornamentado del monumento, inherente a toda gran arquitectura militar, hace que los estudios sobre el románico olviden o pasen de puntillas sobre el monumento de mayores dimensiones del románico peninsular y uno de los más atractivos. Todo en ellas habla el esencial lenguaje de la arquitectura románica, los materiales, los sistemas constructivos y hasta las formas si nos fijamos en las puertas originales, en los arcos que vuelan entre sus más altos torreones y en la planta de sus cubos: la mayoría con tramo recto y tramo curvo y los demás con tramo curvo, ambos siempre a modo de ábside románico.

A la hora de comenzar este apartado, nos hemos decantado por hacer una brevísima introducción acerca de la evolución histórica de Ávila ciudad, por considerar que la historia de la ciudad es la de su muralla y viceversa. La rotunda cerca está presente en la vida abulense y en su historia y sus crónicas desde el siglo XIII, y en todas las explicaciones sobre ella y que en ella se basan hay que ver el interés por marcar el hecho del vivir ciudadano, la importancia de la ciudad y su tradición histórica. Las murallas, como enigma y como realidad, son el corsé (la expresión es de Unamuno) que ciñe parte del casco urbano, que condiciona y explica su historia y sus ritos y todas las historias que en ellas se basan. Su imagen potente condiciona todas las imágenes históricas abulenses y sus mil y un reflejos.
Es necesario resaltar que Ávila es un emplazamiento largamente habitado por las especiales condiciones que el lugar ha ido presentando a lo largo de los siglos. Es el origen de Ávila un tanto incierto. La falta de evidencias o pruebas documentales ha provocado una singular pervivencia de historias paralelas, apócrifas, mucho más relacionadas con la fábula, el mito, que con realidades constatables. Así, se vincula el nacimiento de la población a personajes como Hércules o Alcídeo que no pueden resistir un análisis crítico, científico. Los primeros restos hay que relacionarlos con la Edad de Piedra, pero no será hasta la Edad del Hierro cuando aparezcan núcleos de importancia y verificables. Se trata de la denominada “cultura de los castros”, que tuvo buenos ejemplos en Ulaca o Las Cogotas y lleva a suponer la existencia en la capital de otro núcleo de entidad similar. Era esta zona tierra de vettones y si comparamos las características geográficas de Ávila con las de los castros conocidos notamos paralelismos en dos cuestiones fundamentales: existencia de defensas naturales y cercanía de agua. El problema que encontramos es la ausencia de restos de las estructuras que se supone podrían formar el castro, no así de piezas sueltas en distintos parajes (Cercanías de la actual ermita de Sonsoles, Cerro Hervero... ) que nos hablan de zonas habitadas pero no sabemos hasta qué punto. Destaca el gran número de “verracos” hallados en las proximidades de la ciudad, muchos de ellos localizados y visibles.
Esta carencia de datos llega hasta el siglo I I a. de C. en que se produce la llegada de los romanos y el establecimiento de su estructura campamental que morfológicamente se mantiene en la actualidad. Consta desde entonces Ávila en diferentes documentos, habitualmente incluyéndola en la provincia de la Lusitania. Aparte, la existencia de cementerios, calzadas y, de especial importancia, murallas (tan relacionadas con la medieval) se convierte en el mejor testimonio del pasado romano. Sin embargo, como bien apunta María Mariné, son escasos los restos encontrados in situ, y si a ello añadimos la ausencia de una investigación continuada y profunda, el resultado será el actual vacío en el conocimiento de esta época. Tradicionalmente se ha aceptado la teoría de la existencia de un recinto amurallado romano en el que incluso se marcan los dos conocidos ejes perpendiculares, el cardo de norte a sur y el decumanos de este a oeste, ejes que se cruzaban en el fórum que precedió a la Plaza Mayor del actual Mercad o Chico y en cuyos extremos debían abrirse las puertas principales de cada lienzo. Estaríamos ante una fortificación de tipo campamental pero, dicho y aceptado esto, en poco más es lo que hay acuerdo sobre la muralla romana. Su traza para unos será rectangular y para otros fundamentalmente cuadrada, tampoco habrá coincidencia sobre si la muralla medieval se levanta total o parcialmente sobre los muros romanos, ni siquiera sobre si en la actual muralla subsisten elementos de la romana, más allá del material romano reutilizado para levantar los muros medievales.
Hay que resaltar la especial importancia del reciente hallazgo de un “verraco” en la Puesta de San Vicente, relacionado con la muralla. Este verraco que ha aparecido tallado en la roca madre, bajo el torreón 8, es pieza que ha desatado mil conjeturas y que mientras no se complete la excavación arqueológica no podrá ser entendida en su totalidad. Lo cierto de todas formas es que está certificando la existencia de un amurallamiento en el que coexisten los elementos autóctonos con los tardorromanos.
Este vacío antes comentado se extiende hasta la época visigoda, donde si bien tenemos constancia de la existencia de la ciudad a través de documentos –por ejemplo, de los concilios de Toledo o de nombramiento de obispos– y de restos variados, como diferentes utensilios y monedas, además de algo más inmaterial pero especialmente importante como es la toponimia, no tenemos más remedio que trabajar comparando con otros enclaves y plantear hipótesis s o b re el papel que habría jugado este pueblo en la estructura de la ciudad, si se les puede relacionar y en qué sentido con San Vicente, las murallas o Santa María la Antigua, por ejemplo.
A comienzos del siglo VIII se supone a la ciudad bajo mando musulmán. Fue éste un momento singular, caracterizado por el valor estratégico de la zona, tierras de frontera, lo que provoca alternativas en el poder, así como un grado de convivencia y tolerancia cuando menos llamativos.
Por otro lado es ésta también la época en la que se produjo la despoblación, fenómeno discutido y matizado por los grandes medievalistas. Las crónicas, que a mediados del siglo XI, durante el reinado de Fernando I, muestran una imagen de Ávila abandonada, arruinada, así como el traslado de los restos de los mártires San Vicente, Santa Sabina y Santa Cristeta, a lugar más seguro, hacen suponer una situación más que preocupante. Defendemos que, a pesar de las dificultades del momento, una parte de la población permaneció en la ciudad y la tierra de Ávila y ello está avalado por la pervivencia de la toponimia, de los lugares de culto y de la trama ciudadana. Si enlazamos esto con los intentos de recuperación de espacios por parte de los monarcas cristianos durante los siglos X-XI, y el hecho fundamental de la toma de Toledo en 1085, llegamos a la conclusión que ya defendíamos en 1982 cuando preferíamos hablar de “reorganización” más que de “repoblación”, por lo menos en un primer momento. Llegamos así al reinado de Alfonso VI, en el cual se llevó a cabo la reconquista de las conocidas como “Extremaduras castellanas” y la necesidad de dotarlas de nueva vida. En un bosquejo rápido, diremos que el monarca encargó tal misión a su yerno, don Raimundo de Borgoña (casado con doña Urraca), el cual se ocupó de toda la zona de Salamanca, Segovia y Ávila. Había, por tanto, que organizar y controlar territorios, personas y tareas, y para ello tomaron un papel importante las autoridades municipales y eclesiásticas, así como determinadas familias de las que proceden siempre ambas, ya que no se puede pasar por alto que en estos momentos la guerra podía convertirse en una actividad bastante lucrativa, que podía proporcionar beneficios tanto económicos como sociales. Se trataba entonces de poder, lo que de un modo u otro nos lleva a referirnos a la importancia que tuvo el hecho de ser Ávila cabeza de diócesis y señalar en una llamada de atención las íntimas relaciones que se establecen entre la monarquía, el poder municipal y la Iglesia, ello está en la raíz del desarrollo del amurallamiento. En una pequeña licencia, haremos un hueco a una descriptiva cita: “La expresión «Los de siempre» (...) Expresión que me parecía resumir toda la fatalidad derivada de una larga experiencia de dominio y poder de unos pocos”. No pertenece esta cita a la época que aquí tratamos, está tomada del estudio de Eduardo Cabezas sobre la sociedad abulense en torno a 1900, pero la traemos aquí porque, a pesar del tiempo transcurrido, la situación parece no haber cambiado demasiado y los “serranos” de la Crónica medieval se consolidaron en el poder. A mediados del siglo XIII ya se puede hablar de unas “estructuras municipales perennes” por parte de familias que ocupaban cargos en los distintos poderes, poseían la mayor parte de las fuentes de riqueza (tierras, ganado...) y practicaban lo conocido como “solidaridad entre caballeros”, que perpetuaba a la mayoría dominada en su situación. Se debía recomponer la ciudad y para ello era necesaria la llegada de los protagonistas que con su presencia y su trabajo lograrían revitalizar el núcleo. No fue éste un proceso homogéneo y parece que se produjo en oleadas de distinta intensidad. La mayoría llegó del norte, desde la zona de La Rioja, Cantabria, Burgos, Soria, el País Vasco o Asturias y sus diferentes asentamientos darán lugar a una nueva estructura de barrios, quizá, como más tarde veremos, esto provoque un aspecto disperso, más de núcleos separados que de una única ciudad. Una de las grandes tareas que hubieron de llevar a cabo es la obra que aquí nos ocupa, las murallas.
La muralla de Ávila es el único recinto peninsular de la arquitectura militar cristiana de grandes dimensiones de época medieval que se mantiene en lo esencial tal y como fue construido. La imagen de la muralla es la de la ciudad, y los muros son el monumento que, sin duda, mejor identifica la ciudad, y también el que configura su organización y el que mejor explica su historia, pero sorprende la escasez de documentos, imágenes y planos que sirvan para facilitar la interpretación y análisis del monumento y el que, aunque en múltiples textos se hayan producido acercamientos valiosos a la muralla, únicamente tengamos un conocimiento parcial de la fortificación. Quienes sobre ella hemos tratado coincidimos en manifestar su importancia histórica y artística y en sus dimensiones (en líneas generales), pero discrepamos en todo lo demás: datación, trazado, estructura, conexión con la catedral, coincidencia con el trazado romano...
Tres concretos textos, múltiples veces citados, de las Partidas VII, III y II, de Alfonso X, indican la importancia que el amurallamiento tiene en el mundo medieval:
·       Ciudad es todo aquel lugar que es cercado de los muros, con los arrabales e los edificios que se tienen con ellos”.
·       Santas cosas son llamados los muros et las puertas de las cibdades et de las villas”.
·       Honor debe el rey facer a su tierra, et señaladamiente en mandar cercar las cibdades, et las villas et los castiellos de buenos muros et de buenas torres, ca esto le face seer más noble, et más honrada et más apuesta”.
·       Todo ello quizá se resume en el conocido apotegma latino: extra civitatem nulla securitas.
La Edad Media europea e hispana es una historia de ciudades amuralladas. En Castilla, entre otras, estaban cercadas Soria, Segovia y Salamanca en lo que hemos dado en llamar la Extremadura castellana, más Valladolid, Burgos, Zamora, Palencia y León (esta última con una traza regularizada de origen romano, que es la única que es algo semejante al trazado de la cerca abulense). En lo que hoy es la provincia de Ávila fueron amuralladas en la Edad Media y aún conservan restos de sus murallas Arévalo, Bonilla de la Sierra, Madrigal de las Altas Torres, El Barco de Ávila y Piedrahita. En realidad todas las ciudades castellanas de cierta importancia estaban cercadas en la Edad Media haciendo bueno el aserto de Pirenne cuando dice que “no se puede concebir en esta época una ciudad sin murallas [...], es éste un privilegio que no puede faltar a ninguna de ellas”. Obviamente en el mundo islámico ocurría lo mismo.
La muralla será –claro está– un edificio militar, pero además configura la ciudad, se confunde con ella y con sus más singulares edificios (catedral, alcázar y palacios nobles). La imagen literaria de la ciudad es la del recinto murado, desde el castillo interior de Teresa de Cepeda y el aire de la almena de Juan de Yepes, al redondo espinazo/rosario de cubos almenados de Miguel de Unamuno.

El Monumento como documento
Antes de analizar su proceso constructivo y los aspectos formales y evolución histórica, es necesario hacer una primera descripción elemental del recinto que resuma sus elementos, características y otros aspectos, volviendo a insistir previamente en que la cerca está íntimamente unida al urbanismo y la historia abulense, y no pueden entenderse la muralla sin la ciudad, ni la ciudad sin la muralla. Ávila es la ciudad de las murallas y en el ámbito medieval europeo la fortificación urbana por antonomasia es la muralla de Ávila.
Como veremos a continuación, el problema es la ausencia de fuentes directas y fiables, documentos contemporáneos a los primeros hechos narrados y el carácter legendario y repetitivo de buena parte de la bibliografía antigua. Así, se ha considerado que el primer testimonio lo encontramos en la Crónica de la población de Ávila (c a .1256), calificada por Ángel Barrios de “fuente histórica singular, sin apenas parangón para otros territorios peninsulares”. El Becerro de las visitaciones de casas y heredades de la catedral de Ávila, comenzado a escribir en 1303, se convierte en un documento fundamental para el estudio de la ciudad medieval, obra que no es sólo un catálogo de las propiedades capitulares, si no todo un repaso al paisaje y la vida del momento, pero no es mucho lo que sobre la muralla aporta, ya que únicamente recoge las viviendas que de la catedral dependían. Aparte existe una gran colección diplomática tardía relacionada con el concejo y el cabildo y la parcial documentación medieval del concejo.
La muralla ha sido leída tradicionalmente a partir de los textos de la apócrifa Historia de Ávila que inspiraron las páginas de Luis Ariz en su obra de 1607, Historia de las grandezas de la ciudad de Ávila, y de ellos arranca la mayor parte de las leyendas sobre la cerca abulense, las que en mayor o menor medida han sido recogidas por todos los que sobre las mismas han tratado. Este texto del siglo XVII, sobre el que volveremos, ha sido la fuente que ha suplido la falta de documentos medievales que se refieran a la muralla. Encontramos en los siglos XVI-XVII una variopinta bibliografía en la que, para lo que nos ocupa, deben señalarse, además del citado Luis Ariz, a Antonio de Cianca con Historia de la vida, invención, milagros y translación de San Segundo, primer obispo de Ávila, y recopilación de los obispos sucessores suyos... (1595), el Epílogo de algunas cosas pertenecientes a la ylustre e muy magnífica e muy noble e muy leal ciudad de Ávila (1519), de Gonzalo Ayora de Córdoba. Ya a finales del XVIII y en el siglo XI hay noticias o imágenes sobre la muralla en Antonio Ponz, Viaje de España (1783); en Alejandro Laborde en su Itinerario descriptivo de las provincias de España (1826), Pascual Madoz, Diccionario Geográfico-Esta - dístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar (1948); en las dos ediciones del estudio de Quadrado, en Juan Van Halen, España Pintoresca. Castilla-La Vieja: Ávila (1884); José Mayoral, Recuerdos de Ávila en romance (1883), Grandezas de Ávila (1888); Juan Martín Carramolino, Historia de Ávila, su provincia y obispado (1872) o Enrique Ballesteros, Estudio histórico de Ávila y su territorio (1896). Ya en el siglo XX, Manuel de Foronda, Crónica inédita de Ávila (1913); Antonio de Veredas, Ávila de los Caballeros. Descripción artístico histórica de la capital y pueblos más interesantes de la provincia (1935); Federico Bordejé con la única monografía dedicada a la muralla, más el siempre acertado e incisivo Manuel Gómez-Moreno que a principios de siglo redacta un Catálogo que hasta 1984 no sale de la imprenta, en 1980 Emilio Rodríguez Almeida recoge sus estudios sobre la cerca romana en Ávila romana, el capítulo que en 1982 redactó Carmelo Luis López en Guía del románico de Ávila y del Primer Mudéjar de La Moraña, un sugerente artículo de María Cátedra y Serafín de Tapia y los dos tomos de la historia de Ávila de la Institución Gran Duque de Alba, especialmente el estudio de Gutiérrez Robledo que ahora se amplía. Señalemos también que las imágenes antiguas del monumento son escasas: el magnífico dibujo de Wyngaerde de 1570, el grabado francés de principios del X I X que aquí se reproduce, un cuadro de Sánchez Ramos que guarda el Ayuntamiento y las imágenes de Laborde, Van Halen y Parcerisa, junto a contadas fotografías. Conste además que hasta llegar las restauraciones únicamente eran conocidos dos planos poco precisos del recinto, el de José Jesús de la Llave de 1837 y el de Coello de 1858.
Ante un panorama como el descrito en el que es patente la pobreza documental y bibliográfica sobre la muralla abulense y defendiendo que en la historia de la arquitectura siempre el monumento es el mejor documento, y más cuando existe un gran vacío documental, vamos a realizar un minucioso recorrido y examen de muros, torreones, lienzos, puertas, poternas y adarves; recorrido en el que nos detendremos en temas que adelantamos ahora.
Tiene una arquitectura sumamente sencilla, como señala el profesor Chueca Goitia cuando dice que “el conjunto no puede ser más sobrio y desornamentado y aquí radica su grandeza”. La técnica constructiva es también elemental. La construcción busca el apoyo en la roca madre, se hace con materiales sacados a pie de obra y reutilizados, alzando dos paños con mampostería a espejo enripiada en cubos y muros que parece reinterpretar el aparejo toledano y con sillería en esquinas y arcos. Entre los paños se levanta un núcleo de argamasa en el que se utiliza todo tipo de material, seguramente parte de él procedente de construcciones arruinadas. Rematando el conjunto, el camino de ronda o adarve tiene como pavimento una solera pobre de canto y argamasa, y sobre él se levanta el parapeto con el correspondiente almenado. No hay constancia de que existiese paradós o parapeto hacia el interior. Existían antedefensas en el frente este y es posible que también existiesen en la Puerta del Carmen. Quedan ladroneras o sus restos en la Puerta de Montenegro, en la de la Catedral (parece indicar que había una puerta que funcionó cuando se cerró la del obispo y antes de abrir la de la Casa de las Carnicerías), en la zona de San Vicente y hacia el norte.
La descripción, que utiliza como base el plano levantado por Jesús Gascón y Santiago Herráez (los números entre paréntesis remiten a la numeración de tal plano), debe comenzar en el ángulo sureste y seguir un sentido contrario al de las agujas del reloj, ajustándose al orden de construcción de los muros tradicionalmente aceptado desde el libro de Luis Ariz:
E la primera tela, fue la de Oriente, a la parte onde fueron martirizados los hermanos san Vicente, Sabina, e Cristeta [...]. E por ende mandó el señor Conde, se fabricasen las telas de los muros del Setentrión, e la tela del Poniente, non era tan luenga como las otras dos: e vos digo, que en todas tres telas fabricavan por la parte de afuera, e por la de adentro, más de 1.900 hombres”.
El primer torreón (81), llamado de la Esquina, de las Luminarias y de la Horca (este nombre debe corresponder a uno de los cubos de la barbacana del Alcázar Real, que se adelantaba hacia el convento de la Magdalena y daba nombre a la cuesta), pertenece a la zona alta del Alcázar Real y a ella corresponden también los dos torreones del arco del Alcázar y el que hoy conocemos como Torreón del Homenaje (82). (Isabel López indica que el gran torreón de la esquina fue el primer Torreón del Homenaje).
Desde allí al cimorro catedralicio (1) había otros cuatro torreones, uno de los cuales desapareció al construirse la capilla de San Segundo. Estos torreones (81 al 2) estaban precedidos de una fuerte barbacana con su cava o foso, que suponemos debería llegar hasta el número 11, barbacana que no ha aparecido en la última excavación de los jardines de San Vicente. El espacio entre torreón y torreón, entre cimorros dice la documentación, y entre el muro de la cerca y el muro de la barbacana, fue sistemáticamente ocupado por construcciones: la alhóndiga delante del alcázar y casas desde el alcázar hasta la catedral. A finales del pasado siglo desapareció la alhóndiga y las casas fueron sustituidas por otras, que a su vez fueron derribadas en 1982. La capilla de San Segundo, la sacristía de Velada, la Casa de las Carnicerías (estos tres edificios herederos del quehacer de Francisco de Mora) y la Casa de Misericordia o del Caballo (nombre popular que tiene que ver con la iconografía de la misma: un San Martín a caballo dando su capa a un pobre), que se levantó en 1545 con trazas de Pedro de Salamanca y tras “cortar la risca” según datos de M.ª J. Ruiz-Ayúcar, son los únicos añadidos a la muralla en la actualidad. En el centro de la cortina este está el fuerte cimorro de la catedral, junto al que estaba la Puerta del Obispo (1-2) que puede verse tanto en el plano de la catedral de Luis Moya, como en un relieve de la predela del altar de San Segundo de la catedral, cerrada al construirse la capilla de Velada (se abrió entonces la actual en la Casa de Carnicerías, llamada de la Catedral o del Peso de la Harina). Todos los cubos del lado este y los de la mayor parte del lado norte (hasta el 33) tienen una planta similar a la de los ábsides románicos de la ciudad, con tramo recto y tramo curvo y originariamente correspondían a unas defensas pasivas ante el ataque enemigo.
Hay que notar que los lienzos comprendidos entre los torreones 1 al 8 fueron recrecidos, seguramente en la segunda mitad del siglo XV, cuando se reformó el cimorro, y por ello pasaron a tener un carácter marcadamente artillero, enrasando su plataforma con el adarve de los muros (en la zona del antiguo palacio episcopal, intramuros, es perfectamente visible el recrecimiento del muro que se hizo incluso con distinto material). En líneas generales todos estos cubos tendrían originariamente un castillete defensivo, que quizás fuera un tablado de madera a modo de cimorro en los torreones 85, 86, 87 y 88 (el que se derrocó para construir la capilla de San Segundo). En toda esta zona aparece abundante material reutilizado romano, y también alguno árabe. Tradicionalmente se considera que el material romano debe proceder del cementerio que ocupaba el espacio del jardín de San Vicente. La Puerta de San Vicente (8 y 9) se abre en el centro de la curva que marca la muralla, y es similar a la del Alcázar.
Esta zona alta de la fortificación estaba defendida por la citada barbacana, por las tres más fuertes puertas y por tres instituciones importantes: el Alcázar Real, la catedral y el palacio episcopal. El último, que lindaba con los espacios comprendidos entre los torreones 3 al 5, incluía una pieza románica singular, el episcopio, que ya existía a finales del XII y que se apoya sobre la muralla.
En el frente norte las murallas van adaptándose a un escarpe del terreno que va decreciendo hacia el río Adaja; es zona que presenta un difícil acceso y por eso sólo se abren la pequeña Puerta del Mariscal y la puerta muy reformada del Carmen Calzado o de la Cárcel, la única que no se abre en el centro de un lienzo y la única que, según Bordejé, “respeta rigurosamente las normas clásicas sobre su precisa orientación al costado izquierdo para descubrir el derecho de los asaltantes”. En la parte alta de esta cortina se suceden los palacios de los Sofraga, Águilas y Bracamonte y luego Polentinos Nuevo, hasta llegar a lo que primero fue iglesia de San Silvestre y luego Carmen Calzado y después Cárcel y hoy Archivo Histórico, que linda con el interior de los muros a partir de la espadaña de 1670 situada sobre el torreón 29. Los cubos siguen teniendo la misma planta a modo de ábside románico, salvo los reformados del Arco del Carmen (28 y 29), pero a partir del 34 aparecerá una nueva planta en la que sigue existiendo el tramo curvo semicircular, pero el tramo recto pasa a tener la planta de un trapecio isósceles en el que el mayor de los lados paralelos es el que linda con los muros y el otro tiene la misma longitud que el diámetro del tramo curvo, o dicho de otra forma en el que los lados exteriores del tramo recto no son paralelos, divergen como los lados de los tramos rectos de algunos ábsides mudéjares (de la comparación puede inferirse un mínimo retraso cronológico). Estos torreones van desde el 34 al 54, abarcando por lo tanto parte del frente norte, todo el oeste y el primer torreón del sur.  También hay que anotar que en los frentes este, norte y oeste aparece frecuentemente una variada decoración de frisos de esquinillas rematando los torreones antes que el castillete. Aunque no quedan restos de ella en la zona comprendida entre el torreón de la Esquina y la Puerta de San Vicente, es posible que esta ausencia de decoración se deba a las muchas reparaciones y restauraciones que conoció su coronamiento, que se llevaron por delante esta labor mudéjar al igual que ocurrió en los torreones restaurados de los muros norte y oeste. Desde el Carmen Calzado hasta el palacio de Núñez Vela (torreones 32-62), no hay edificaciones adosadas al interior de los muros cumpliendo con aquella ley de las Partidas –ya recogida aquí– que obligaba a dejar un espacio de quince pies entre los muros y las casas, dejando desembarazadas y libres las carreras que están cerca de los muros, tampoco hay en el interior de esa zona ninguna gran construcción de carácter monumental salvo la antigua parroquia de San Esteban.
El frente que mira al oeste, ante el río Adaja y la ermita de San Segundo, repite la estructura y disposición de cubos y lienzos que ya hemos anotado. El río proporciona aquí las defensas naturales que en el frente norte proporcionaba el empinado terreno. En su centro, y frente al puente medieval que quizá tenga origen romano y que ha conocido muchas reparaciones, está la Puerta del Puente, de Adaja o de San Segundo, de pequeñas dimensiones y abierta entre dos torreones similares a los de todo el frente. El paño correspondiente a la puerta ha sido forrado de sillería y en él se abre un hueco que deja ver sillares de tradición románica. Toda esta zona, que a finales del siglo XX fue “liberada” de algunas de las construcciones situadas a la margen del río, era un área de carácter artesanal y fabril que ocupaba las riberas del Adaja y que era continuación de la que había en la zona baja del interior de la muralla.
El frente sur se construye sobre un promontorio ro c oso, del cual se extrae buena parte del material constructivo de los muros, y por ello tiene otro muy distinto carácter: la muralla y los torreones tienen menor altura, torreones y lienzos se construyen a la vez, los torreones tienen únicamente tramo curvo y están muy separados entre sí, casi tienen la altura de los lienzos y toda la muralla parece un parapeto de coronación del promontorio rocoso. Aunque toda esta zona ha sido muy restaurada, aún puede apreciarse entre los torreones 54 y 55 el momento en el que se produce el cambio constructivo del amurallamiento. Una primera puerta del recinto, en realidad casi un portillo, es la llamada de Malaventura o Matadero (58-59), ante ella estuvieron la iglesia románica de San Isidoro y el matadero construido en el siglo XVI, el que dio el nombre de El Rastro (de la sangre) a todo el paseo que se construyó junto a la muralla, entre la Puerta de Dávila y el torreón de la Horca, de la Espina o de la Esquina. La siguiente puerta, la de Montenegro o de La Santa, que también se llamó de la Academia por la militar que hubo en Núñez Vela (64- 65), ya corresponde a la zona alta de la cerca amurallada y en ella empiezan a aparecer casas adosadas al interior del muro, la primera de ellas la de Núñez Vela. La siguiente puerta, la de los Dávila o las Navas y también del Grajal o de la Estrella (70-71), se abre entre lo que fueron las casas de Esteban Domingo y el palacio del marqués de las Navas o Dávila. Luego se adosaron al muro el palacio de Navamorcuende que hoy es el palacio episcopal nuevo y el alcázar, al que corresponde un gran torreón, el número 78, que debe ser una obra posterior, de carácter artillero y muy relacionable con el alcázar. En los palacios de Dávila y Navamorcuende se abrieron sendas poternas hoy cegadas. Toda la zona situada entre los torreones 64 y 81 vio profundamente alterada su topografía cuando hacia 1775 se reformó el paseo del Rastro. En esa zona las fortificaciones parecen hoy insuficientes, pero basta hacer el esfuerzo de imaginar lo que sería un peñascal que llegase desde la base de los muros hasta el nivel de la Bajada de Sonsoles para comprender la fortaleza de este frente de las murallas.

Perímetro
Una constante visión simplificada sobre la muralla de Ávila parte de la reducción de su descripción a decir que es de planta rectangular, tiene 2,5 km de extensión y 87 u 88 torreones, 9 puertas y 3 poternas. Lo cierto es que la planta sólo es aproximadamente rectangular, que los lados de tal rectángulo son de muy distintas dimensiones y en ellos hay pronunciados salientes (zona del Carmen) o entrantes (zona de San Vicente), que sus muros y puertas se adaptan a la orografía y a la historia de la ciudad, respectivamente, y que es conveniente apuntar los desniveles existentes en su trazado: tomando como 0,0 la cota del puente Adaja, las cotas del Arco del Carmen, Arco de la Santa o Arco del Rastro, ya están en torno a los 40 m (43,62, 39,51 y 46,26) y en las puertas del frente este las alturas son considerablemente mayores: 50,98 en el Alcázar, 53,12 en San Vicente y 57,59 en el Arco de la Catedral. Esta orografía debe ponerse en relación tanto con el trazado de la ciudad romana, como con la distribución de los edificios en el caserío.
Respecto al perímetro de la muralla debe precisarse que los tradicionales 2,5 km son en realidad 2.514 m si la medición se efectúa por la cara interior de los lienzos y 2.537 si se miden por la cara exterior, pero más significativo que indicar el perímetro es señalar que según los datos proporcionados por Celestino Leralta, la superficie que acogen estos muros es de 352.815 m2 (345.519 m2 si no incluimos el grosor de los lienzos), unas dimensiones ciertamente considerables que permitieron albergar intramuros una compleja y amplia ciudad medieval. Los 88 torreones son en realidad hoy 87, dado que, como ya se ha dicho, uno desaparece en 1595 demolido con autorización real para posibilitar la construcción de la capilla de San Segundo anexa a la catedral. Las nueve puertas citadas tradicionalmente corresponden a distinta época y han sufrido muchas transformaciones a lo largo de los tiempos, siendo especialmente a destacar las que afectaron a las puertas del flanco este por desaparecer la barbacana y las grandes reformas que en el siglo XVI conocieron las puertas de La Santa, El Rastro y El Carmen Calzado. Las tres poternas de los muros son de pequeñas dimensiones y distinta configuración. La hoy no accesible del alcázar se construye con la misma sillería del muro y del Torreón del Homenaje; las de los Dávila y Navamorcuende debieron cegarse en los tiempos en que fuero n demolidas o desmochadas las fortificaciones nobiliarias hacia 1500, y son diferentes ya que mientras la de las Navas aún tiene una cierta entidad arquitectónica, la de Navamorcuende es la más simple de las puertas posibles.

Torreones
Los cubos aparentemente tienen todos ellos una planta similar con un tramo recto y otro curvo, pero ya se ha adelantado que la realidad no es así; en planta y altura hay una división en dos entre los del este, norte y oeste, y los del sur y algunos de ellos (los de esquina) tienen una estructura aún más compleja. La planta de cubo con tramo recto rectangular y tramo curvo es la que corresponde a todos los cubos del frente este y la mayor parte de los del frente norte. Todos los del frente oeste y algunos de los del frente norte (del 34 al 54), los más cercanos al ángulo noroeste, tienen una estructura en apariencia similar a los descritos, pero sensiblemente distinta, ya que los lados del tramo recto no son paralelos entre sí, se abren hacia los muros (tienen planta de trapecio isósceles). Este modelo de torreón con los lados del tramo recto divergentes es también el de los dos torreones de la Puerta de San Vicente. Los torreones del frente sur tienen planta semicircular con un mínimo peralte. Varias singularidades hay que recalcar en la planta de estos cubos: respecto a las dimensiones el gran tamaño del peculiar, colosal y espléndido cimorro catedralicio, del Torreón del Homenaje y de un torreón del paseo del Rastro (78) de grandes dimensiones, carácter artillero y que de alguna manera debe explicarse junto con el desaparecido Alcázar. Respecto a su planta hay que señalar como probable que reformas del siglo XVI transformaron en torreones de planta cuadrada los correspondientes a las Puertas de La Santa y de El Rastro (el 70 aún tiene cegadas las almenas del tramo recto) y como dato cierto la reforma de la de El Carmen (el torreón de esquina de esta torre forra otro anterior torreón de esquina con tramo recto y curvo, torreón cuya parte superior era visible en el adarve y que excavado en la última restauración ha resultado ser un torreón hueco, sin rellenar, construido en el interior con muros encofrados verticalmente), y también que tres torreones contiguos a la Puerta de La Santa (61, 62, 63) y uno del paseo del Rastro (72) tienen una peculiar planta ultra semicircular que quizá se deba a un refuerzo de los primitivos torreones, que aún estarán embebidos en la construcción (ello es manifiesto en los torreones 72 y 62). Los ya mencionados torreones de esquina que, sin contar el reformado de la Puerta del Carmen (28), son cinco en toda la muralla (4,11,41,53,81), no sólo sobresalen en planta sino que sorprendentemente en lugar de disponerse en el eje de la esquina, se sitúan perpendicularmente al muro principal y tienen las escaleras de acceso a los castilletes enfiladas con el flanco más largo. Con esta disposición queda en cierta forma desprotegida la gola del torreón, en la que se refuerza la esquina exenta del amurallamiento. Bordejé indica que estos torreones que se levantan en las cortinas este y oeste y obedecen a esos frentes, tienen tal disposición “apenas comprensible, que no puede atribuirse sino a un levantamiento sucesivamente posterior de las cortinas laterales”, explicación que no compartimos.
Es también distinto el modo de construir los torreones. En los frentes este, norte y oeste se van levantando primero los torreones, a modo de contrafuertes, y luego –no podemos precisar si terminados éstos o simplemente en pos de ellos, aunque esta última posibilidad es la que nos parece más probable– se levantan los muros exteriores sin enjarjar las fábricas de torreones y muros. Creemos que esto se debe a que los torreones se conciben como un todo estructural que es preciso cerrar, no a que los torreones hagan función de contrafuertes. En el frente sur, donde la muralla es mucho más pequeña, muros y torreones crecen a la par y sus fábricas enjarjan perfectamente.
Un estudio de la altura de los torreones no puede plantearse hoy con gran rigor ya que no consta el nivel original del terreno y dado que todas las mediciones de estos torreones que se realicen en metros están parcialmente desfigurando la realidad de una construcción levantada en pies, en un sistema de medidas esencialmente distinto, que además diferencia sus torre o n es según rematen o no en castilletes.
Podemos apuntar que en líneas generales los torreones de los lados este, norte y oeste, los del modelo de tramo recto y de tramo curvo rematan en un castillete al que da acceso una escalera que en algunos casos –preferentemente en la zona entre la catedral y el ángulo NE, zona del oeste (entre los torreones 34 a 54) y zona del Carmen– tienen puerta de acceso que aún tiene o debió de tener arco de entrada (los torreones 37, 49 y 50 mantienen aún una sobre puerta mudéjar de ladrillo con alfiz y doble rosca), y tienen o solían tener parapetos almenados hacia el interior de los que quedan algunos ejemplos y muchas señales, tienen una altura considerablemente superior a la de los torreones del lado meridional del recinto, cuya planta sólo tiene tramo curvo: (los p r i m e ros suelen tener una altura entre 15 y 17 m y los segundos una altura entre 11 y 12 m en la mayor parte de los casos). Entre la catedral y el alcázar los castilletes quedan reducidos a la mínima expresión seguramente por la existencia de estructuras voladas de madera a las que llamaban cimorros, término que pasó al potente sistema defensivo de la catedral. Tenían y aún en parte tienen los cubos de los frentes este, norte y oeste una decoración variada conseguida mediante la inclusión de un friso de ladrillo decorado con motivos de inspiración mudéjar (esquinillas, sardineles, espigas, encintados...), sobre el que se levantaba el parapeto almenado. Se observan desde el arco de San Vicente hasta el torreón contiguo (54) al del ángulo SE, pero en algunos casos el friso está mutilado o ha desaparecido durante las restauraciones decimonónicas. En el frente este no se ven en las zonas del alcázar, catedral y palacio Viejo, quizá porque estos torreones han conocido muchas reformas y restauraciones.
Los torreones del frente sur, salvo los extremos, no sólo presentan una menor altura y dimensiones, sino que tienen exclusivamente un tramo curvo con planta de arco de medio punto con mínimo peralte. En altura apenas superan y en algunos casos enrasan con los lienzos contiguos a ellos y están construidos a la par con los lienzos de ese frente. Estas diferencias apuntadas (falta de castilletes, casi igual altura que los lienzos, planta semicircular y construcción enjarjada con los muros, junto con el menor grosor de los muros) testimonian un segundo momento constructivo en la muralla, un momento en el que se aprovecha el promontorio rocoso en el que se alzan los muros para fortificar naturalmente a la ciudad y se plantea una fortificación que ya puede tener una finalidad preartillera al permitir fácilmente la comunicación entre el adarve de los lienzos y la plataforma de los cubos, también debe apuntarse que estos cubos no sobresalen más en altura y en planta de los muros porque al estar construidos sobre un escarpado roquedal no parecía necesario proteger su base del ataque de máquinas guerreras.
Volviendo a los frentes este, norte y oeste, hay que recordar que tradicionalmente se ha acordado que son éstos los primeros construidos y que incluso el orden de la construcción es el ya dicho y a él parecen ajustarse las diferentes plantas indicadas; y también hay que recordar ya que el tramo de murallas situado frente a San Vicente, desde la catedral hasta el ángulo noreste corresponde a una zona en la que debió darse un recrecimiento de los lienzos hasta la altura de los cubos, hecho datable de la segunda mitad del siglo XV y relacionable con la fortificación del cimorro catedralicio y con el uso masivo de la artillería.

Lienzos
Los lienzos o muros de la construcción en líneas generales plantean un mismo sistema constructivo, pero en ellos es también constatable –lógicamente– alguna diferencia en la manera de construir que ya se ha señalado al analizar los torreones; es decir, que los de los lados este, norte y oeste se construyeron en pos o después de levantarse los torreones en los que se apoyan: los paños exteriores de los muros se pegaron a los torreones y los paños interiores del muro parecen construidos sin solución de continuidad, y los lienzos del sur construyen a la vez muros y torreones. Se constata que también una diferencia fundamental es la longitud de los muros: mientras que en líneas generales en los tres frentes primeramente construidos la longitud de los lienzos está entre los 19 y 22 m en la mayoría de los casos, los lienzos de la última fase constructiva, frente sur, tienen una longitud mucho mayor, de más de 30 m en la mayor parte de los casos. El grueso de los muros también es distinto: en la zona del alcázar alcanza 4,10 m; en la zona de la barbacana, calle de Albardería hoy San Segundo, tiene 3,40 m; desde allí hasta el inicio de la zona del Rastro o meridional es de 2,90 m (San Vicente, norte y oeste) y en la zona del paseo del Rastro, la de menor altura y la última construida, se reduce a 2,60 m.
Tradicionalmente y olvidadas las instrucciones de las Partidas, en la parte alta de la ciudad las construcciones se apoyaban en los muros por el interior y el exterior, pero la decadencia ciudadana desde el XIX y la enfermiza obsesión por aislar el monumento de los últimos 100 años ha “liberado” a la muralla de muchos monumentos unidos a ella (barbacana, alhóndiga, Alcázar, palacio episcopal antiguo, Carmen Calzado, Casas de Esteban Domingo, Pozos de la Nieve, fielatos, casas...). De aquella unión entre los muros y las muchas construcciones a ellos adosadas aún son testimonio la Casa de las Carnicerías y la Casa de Misericordia, adosadas exteriormente en la zona del palacio episcopal viejo y los palacios de Núñez Vela, Dávila, Navamorcuende, Sofraga y Bracamonte por el interior, más el episcopio y la catedral que confunde su fábrica con la de los muros, manifestando la interdependencia existente entre la muralla y ese templo fortaleza, la fortior abulensis.

Puertas
Las nueve puertas son también muy distintas y así tenemos tres puertas con torreones con tramo recto y tramo curvo asociados muy directamente a la defensa del vano (San Vicente, Alcázar y Adaja), otras dos con simples puertas abiertas a los muros sin torreones asociados a ellas (la Puerta del Mariscal y la Puerta de Malaventura), las tres ya citadas con torreones cuadrados que deben datarse dentro del programa de reformas del siglo XVI (Carmen, Rastro y La Santa), otra puerta del siglo XVI de extraña configuración, la del Peso de la Harina, que en 1591 vino a sustituir a la Puerta del Obispo que se abría junto al cimorro.
Las del Alcázar y San Vicente se configuran como las puertas arquetípicas de la cerca abulense. Parecen dos puertas gemelas, pero los planos indican claramente que mientras los tramos rectos de los torreones de la del Alcázar son rectangulares, los de San Vicente son isósceles. Sus salientes torreones están unidos en lo alto por un puente o adarve volado, que en ambos casos arranca de las grandes ménsulas que debieron soportar la cimbra de madera necesaria para construir el puente, y tienen una altura considerable, superior a los 20 m, siendo, por lo tanto, los más altos de la cerca. Con puerta, arco, escalera y parapeto hacia el interior son los precedentes de los complicados castilletes que coronaban buena parte de los cubos. En ambos quedan restos en forma de ménsulas que pueden ponerse en relación con cadalsos y puentes levadizos, ambos tienen aún las gorroneras de fuertes puertas de madera y troneras nada más pasar las puertas (más pequeñas las del Alcázar) y huecos para los correspondientes rastrillos, tienen también galerías de defensa hoy cegadas (bajas las del Arco del Alcázar que estaban protegidas por rejas y elevadas las del Arco de San Vicente). El sistema defensivo de estas dos potentes puertas se completaba con contrapuertas y un patio de armas situado nada más pasar el muro y aún recogido en el plano de Madoz de 1858. La del Alcázar formó parte del sistema defensivo de esta fortificación, que se completaba con las torres, barbacanas y arcos en recodo en su interior, y aún tiene sobre su arco una inscripción que perpetúa las reformas de la fortaleza en 1596.
Puerta del Alcázar. Exterior
 

Entre ellas, la Puerta de la Catedral o del Peso de la Harina o del Obispo sustituyó en 1591 a una anterior que se abría junto al cimorro y que aún puede verse en un relieve de Vasco de la Zarza en el altar de San Segundo en la catedral. La nueva puerta se inscribe en el proyecto de la Casa de las Carnicerías, cuya autoría intelectual creemos es atribuible a Francisco de Mora. Se dispuso una doble portada almohadillada, una para entrar en la ciudad y otra para entrar en las carnicerías y sobre ellas, como es característico de la época, se situó un conjunto heráldico de cierta importancia con el escudo real y el de la ciudad. Todo se remató con una balaustrada adornada con bolas de tamaño alternante.
En el flanco norte se abren otras dos puertas: la primera de ellas, la del Mariscal (17-18), que no tiene torreones asociados, es prácticamente un postigo con arcos apuntados con dovelas alternantes, como serían las de San Vicente antes de la restauración al decir de Gómez Moreno. Este apuntamiento del arco, que está construido a la vez que los muros, será un argumento más para retrasar hasta la segunda mitad del siglo XII la construcción de la muralla.
La Puerta de San Silvestre, del Carmen Calzado, de la Cárcel o del Parador, que todas estas denominaciones ha tenido y tiene, es la que estructuralmente ha conocido más transformaciones. Su trazado original subsiste, como anteriormente se ha dicho, en el actual torreón 28 en cuya plataforma aparece aún el cubo con la característica traza de tramo recto y tramo curvo, pero hueco, que está embutido en el nuevo torreón. Un forro de sillería almenado y con aspilleras cubrió parte de la muralla medieval y se dispuso con una puerta enfilada hacia el este, que parece ajustarse más a los cánones de la buena ciencia de fortificar. Las obras las efectuarán Juan Campero y Vasco de la Zarza en la segunda década del siglo XVI, y posteriormente se realizaron otras reformas derivadas de la vecindad con El Carmen Calzado, la más importante de las cuales fue la construcción de una colosal espadaña de ladrillo, que sustituyó a otra anterior.
La llamada Puerta del Puente y también Puerta de San Segundo se sitúa en el centro del frente occidental de los muros. La del Puente Adaja es la de menores dimensiones de las tres que tienen torreones asociados, carece de puente que una en lo alto a estos dos torreones y carece de otros grandes sistemas de defensa. Debió ser reformada en el siglo XVII y a ese momento corresponderá el forro de sillería de granito, la tronera y la bóveda escarzana de la puerta (también será de ese arreglo un hueco de acceso al adarve que permanece cegado). Sobre la puerta aparece un gran hueco que deja ver tras de él una sillería “románica”; en este hueco Gómez-Moreno indicó que parecía leerse el nombre de San Segundo y la fecha de 1610, y quizá el dato se relacione con el cuadro de la entrada de San Segundo en Ávila que se puso allí en el obispado de Francisco de Rojas (1663-1673).
Puerta de San Vicente
 

En la cortina meridional de los muros son tres las puertas existentes. La más occidental es conocida como Puerta de Malaventura o de Matadero y en realidad es poco más que una poterna. La siguiente es conocida como de La Santa o Montenegro, fue reformada en el siglo XVI, y fuertemente restaurada a principios del XX, tiene torres cuadradas y una ladronera sobre el arco. La más importante puerta de este frente es la conocida hoy como de los Dávila o de El Rastro, anteriormente se denominó del Marqués de las Navas, del Grajal (por el arroyo cercano) y de la Estrella, quizá por una roseta incrustada en el ángulo de sus torres (65). Sus torreones cuadrados evidencian muchas reformas (ya hemos indicado que están cegadas las almenas de uno de los torreones) y parecen construidos con material reutilizado: romano en la parte baja de ambos, especialmente en el más occidental (70) y sillares románicos en la parte alta del otro. Sus fábricas se construyen antes que los lienzos contiguos en la parte baja y se adosan a ellos en la mitad superior. Tiene el hueco descentrado manifestando la preexistencia de un palacio de los Dávila, y sobre el arco se nota aún la huella que dejó un gran escudo del marqués de las Navas. Sobre sus torres se tendió un gran arco escarzano que acoge una galería, más bien un amplio mirador, con columnas toscanas, elemento que desdice el carácter militar de la fortificación y que debe fecharse a mediados del X V I, tanto por sus elementos, como por estar recogido en el dibujo de Vyngaerde.
Puerta del Carmen
 

Poternas
Las tres poternas que hoy existen son la del Alcázar (aún practicable) y las aún cegadas del palacio de los Dávila o de Las Navas y del antiguo palacio de Navamorcuende (hoy palacio episcopal), pero hay constancia documental de al menos otras dos, situadas en la desaparecida barbacana a la que daban servicio frente a la catedral una y la otra en la zona del ángulo sureste del monumento.
La del Alcázar se abría junto al torreón del homenaje (88), era de pequeñas dimensiones y tenía las embocaduras y dovelas de la misma sillería granítica que el resto de los m u ros. Servía como comunicación entre el interior del alcázar y la barbacana defensiva que se situaba ante él, aproximadamente en lo que hoy es el inicio del Paseo del Rastro. Más reducida es la del palacio de Navamorcuende, situada bajo el torreón principal del actual palacio episcopal. Está burdamente tapiada y aún se manifiesta al exterior con un enfoscado en el que se ha simulado un despiece de sillería. En la zona del palacio del marqués de las Navas, tapiada con tosca mampostería de granito, está la poterna de ese palacio, con embocadura y rosca de ladrillos. Debió tener algún sistema de acceso (escalones o rampas) desaparecido, y su cierre se relaciona siempre con la arrogante inscripción abierta a mediados del XVI en una nueva puerta del palacio: DONDE UNA PUERTA SE CIERRA OTRA SE ABRE.

Almenas
Las actas municipales hablan constantemente de tareas de reparación, sustitución y reconstrucción de la cerca y especialmente de las almenas, llegando a existir la figura del veedor de los muros. En las reformas fechables hacia 1500 se introdujo un modelo de almena de sillería dentada y sabemos que en el siglo XI  se debió reponer más del 70% del almenado con lo que hoy la fortificación presenta un variopinto muestrario de almenas que unas veces tienen planta cuadrada y otras rectangular, que unas veces acaban en punta de diamante (en algún caso mocha) y otras en una cubierta a dos aguas, que unas veces tienen una cornisa de ladrillo de coronación y otras ha desaparecido, que en algunos casos son de tapialejo, en otro  de ladrillo, en otros están enfoscadas y en otros son de sillería (dentada, mocha o piramidal).
En líneas generales muros y torreones tienen una única línea de merlones y almenas, pero el muy restaurado Torreón del Homenaje tiene aún dos filas de almenas y el cimorro catedralicio tiene tres. El almenado adarve tuvo sus servidumbres de las construcciones cercanas y f ruto de ello son hoy las galerías del palacio de Núñez Vela, de la Puerta del Rastro, del palacio episcopal y las más discretas del palacio de Sofraga. En los enfrentamientos con los carlistas se abrieron, además de otros refuerzos, en los muros cercanos a la Puerta del Carmen Calzado fusileras de ladrillo en forma de aspilleras, que aún quedan en muy distinto estado en la zona del antiguo palacio episcopal y del palacio de Bracamonte. 

3. Antecedentes y funciones
Siempre se ha relacionado la muralla medieval con las murallas preexistentes, considerando que la traza del perímetro romano fue también utilizada en el período visigodo y está en la base del amurallamiento medieval. El origen romano de la cerca abulense podía argumentarse basándose en su trazado regular y en razones arqueológicas. En el año 1999 un sorprendente descubrimiento vino a confirmar esta continuidad, coincidencia, del trazado romano y del trazado medieval. Bajo uno de los torreones de la Puerta de San Vicente (8) apareció un verraco tallado en la roca madre con las características zoomorfas de un cerdo, bien conservado, sobre el cual está construido el tramo curvo y parte del tramo recto del torreón y cuyas pezuñas marcan el nivel del pavimento correspondiente a una puerta romana, y cuyo lomo marca otro nivel de pavimento de un acceso posterior. Anótese además que entre la puerta romana y el verraco han aparecido los primeros sillares de un pequeño torreón embutido en los muros al que hasta ahora solía atribuírsele un origen romano y que, por tener marcas de cantería medievales, hay que pensar que corresponda con una pequeña muralla medieval que los arqueólogos denominan una muralla castellana y la existencia de otro torreón similar embutido en el torreón frontero del arco (9) permite esperar, con cierto fundamento, el hallazgo de otro verraco que sea pareja del descubierto organizando una puerta única en los mundos celtas, romano y medieval. Con ello tiene nuevo sentido la afirmación de Ariz cuando indica que las murallas medievales se construyeron “no sobre los cimientos de las primeras [las romanas], si no en más alto [elevado] lugar”, y se confirma la existencia de un amurallamiento que mezclaba lo autóctono y lo romano y que está en origen de todos los mitos legendarios sobre una muralla que se postulaba obra de Alcídeo y de los romanos, sobre una muralla de la que hoy poco más puede decirse.
Ajustándose parcialmente a aquella ciudad romana y respetando los elementos originales de su trazado (cardos y decumanos y forum) se organizó la nueva ciudad medieval. La zona superior del amurallamiento tendrá carácter de acrópolis en la que se sitúan el Alcázar Real, la catedral, el palacio episcopal, los palacios de los nobles y las instituciones concejiles, y hasta algún templo. La zona baja del amurallamiento, la que lleva hacia el río se reservará a huertas y establos, para asegurar la subsistencia en caso de un posible cerco, y a usos industriales insalubres, que a finales del XV se trasladan extramuros, a las riberas del Adaja.
La misma muralla determinó la especialización del tejido urbano en sus funciones y el asentamiento de los pobladores según su etnia, religión, oficio y clase social. El trazado de la muralla condicionó la distribución de las instituciones ciudadanas y de los templos. La muralla como fortificación tenía una estructura defensiva mucho más compleja que la que ha llegado hasta hoy e incluía antepuertas, fosos y contrafosos que con el transcurso de los tiempos fueron incorporándose al viario (el ejemplo más señalado es la transformación de la barbacana en la antigua calle de Albardería, hoy San Segundo).
Para una mejor comprensión de la importancia de los muros deben apuntarse dos hechos: en primer lugar que la muralla también actuaba de alguna forma hacia el interior y en segundo lugar la ausencia casi total de edificaciones religiosas en el interior de los muros en el primer momento de la repoblación. Ambos hechos se explican desde la peculiar estructura de poder de la ciudad medieval. Superponiendo los palacios de los nobles al interior de la cerca se aseguraba el dominio aristocrático sobre el exterior e interior de la ciudad: el palacio de los Dávila o de Las Navas es el mejor exponente de lo apuntado y presenta su carácter fortificado tanto hacia el paseo del Rastro como hacia el interior de la ciudad, hacia la plaza de los Dávila. La ausencia de templos en el interior de la ciudad, a la que volveremos, puede explicarse recordando el interés aristocrático porque no existiesen, intramuros, edificios en los que la plebe pudiera encastillarse. A la función militar del amurallamiento se le superponen funciones de policía (las puertas de los muros se cerraban por las noches), funciones fiscales (casi hasta hoy día ha llegado el fielato de la Puerta del Puente y hay testimonios fotográficos que sitúan la alhóndiga junto a la Puerta del Mercado Grande) y funciones sanitarias, actuando como última barrera ante las epidemias de peste (conocemos algún caso en el que la muralla fue protegida con tal fin por una empalizada exterior). Esporádicamente, en fiestas y proclamaciones, y por la reseñada presencia de galerías, la muralla tiene también algo de mirador, función que por mor del turismo creciente va camino de convertirse en la esencial el día que finalice la recuperación del adarve de la muralla que fue de la ciudad y la tierra de Ávila. 

4. Datación y autoría
Como ya hemos adelantado, según sea la fuente utilizada, distintas son las fechas y teorías apuntadas para la construcción de esta muralla románica y algunas, las más admitidas y repetidas, no alcanzan ni la categoría de historieta, aunque son la base de la leyenda de Ávila, recogida por el padre Ariz, que da los datos más repetidos, pero más inexactos. Pocos años antes, en 1595, Cianca había adelantado lo más razonable de esos datos legendarios en un texto precedido de una buena descripción de los muros:
Toda esta cerca y muros es de una piedra risqueña, assentadas a espejo por ambas hazes, y lo maçizo argamassado de piedra menuda y cal, con las almenas y antepechos dellas de tapiería de argamassa, de piedra menuda, y cal, y toda de una labor y traça, y con un mismo ser; por el qual se muestra y juzga auer sido toda esta cerca hecha en un mismo tiempo y sazón: no obstante que los muros del lienço que miran al Mediodía no son tan gruessos como los demás; pero esto bien se echa de ver auer sido a causa de que por esta parte la muralla está en sitio más alto, y con gran terrapleno, y cuesta natural, y se vee por ella ser labor moderna, y a la similitud de la que en tiempo del Rey don Alonso sexto se labraua, como por otras obras de su tiempo se hallan: y porque se verifica muy bien ser labor ésta de la muralla de Ávila, que agora permanece labor y fábrica, hecha después que España se recuperó de los Moros, porque en el un lienço desta muralla en el que mira adonde el sol nace, desde la torre alta que llaman del esquina y fortaleza real, hasta la torre que llaman de la mula, que en el mismo lienço haze la otra esquina, se hallan en diversas partes piedras de piedra berroqueña labradas de sillería, y en algunas, letras de tiempo de los Romanos, y algunos torillos de la misma piedra, de que los mismos Romanos usauan: y en otras letras Arábigas: y en algunas medias lunas y estrellas, diuisas de que los Moros usan (alguna ha aparecido en la última restauración en los lienzos de la Casa de Carnicerías): y unas y otras piedras muy diferentes de las risqueñas de que está formada la muralla: y assentadas aquellas berroqueñas, y en que están aquellas letras y caracteres sin orden, y como acaso les cupo su assiento, y algunas del reués. De manera que por su assiento se conoce muy claro auer sido despojos de otros antiguos edificios de los tiempos que los Romanos, y los Moros a Áuila possehían. Y porque después que el Conde don Ramón fortificó y pobló a Áuila no se halla en ella auerse hecho otra fortificación en la muralla: y entonces es de creer la principal fortificación que los pobladores y habitantes en Áuila auían de tener era su cerca y muralla, por ser (como queda dicho) plaça puesta en frontera de los Moros del Reyno de Toledo, y Estremadura”.
Más compleja resulta la misma historia en el texto de Luis Ariz. Olvidando todos los aspectos mitológicos que salpican su versión, conviene apuntar que junto a fabulaciones sobre el número exacto de moros que intervienen en la construcción, nombres de los autores y las fechas exactas de comienzo y fin de obra, aporta noticias provechosas sobre lo que fue la construcción de la muralla medieval de la ciudad (mano de obra islámica, reutilización de materiales de anteriores muros, primacía temporal de los muros sobre la catedral y el que los medievales no están sobre los cimientos de los romanos):
E queriendo el Señor Conde dar principio a la tal fábrica mandó a Casandro maestre de Geometría, Romano, e a Florín de Pituenga, maestre Francés, que viajassen ante él, e les mandó fabricasen la obra. E bien que avíe otros maessos de Geometría, ca vinieran de Vizcaya, e de León, e otras comarcas, todos obedecían, a los dichos Casandro, e Florín de Pituenga. Ca vos digo de verdad, que ovo en los primeros días, más de ochocientos homes de labor, en la fábrica cada día. E la primera tela, fue la de Oriente, a la parte onde fueron martiriçados los hermanos san Vicente, Sabina, e Cristeta: e se dio el principio, el año de nuestro Señor, de mil y noventa, e fue fenecido el año de mil y noventa y nueve.
Con Fernán López viajaban 22 maestros de piedra tallar y 12 de geometría.
[...] con Fernán de Llanes viajaban 200 moros encadenados, para fabricar en la obra de la población [...]”.
El señor conde pidió al obispo que fincase en la ciudad algunos días [...] y que bendijese todo el contorno donde se fabricasen los muros de la ciudad [...] ca avíe asaz piedra de los muros que ficiera Alcideo, y de la que los romanos, godos y moros, carrejaron en lueñes tiempos, [...] e si la piedra oviera de ser tallada e carrejada a duro, fuera bastante ningún Rey, a fabricar tales muros”.
“Que la de la ciudad ovo principio antes que las del santo templo, e las del santo templo en pos de la ciudad. Es cosa muy manifiesta ser estas cercas que hoy tiene la ciudad las que el Rey Don Alonso mandó hacer a su yerno el conde Don Ramón, mas no sobre los cimientos de las primeras, si no en más alto lugar”.
Los datos cronológicos, de exactos y cortos, son poco creíbles. La construcción de las murallas debió ser algo menos homogénea y algo más tardía. Durante la primera mitad del siglo XII, los primeros pobladores se defenderían con las cercas que habían llegado desde el mundo romano y que habrían sido reparadas por los visigodos y los árabes, y que quizá fueron mínimamente reforzadas. No parece razonable pensar que en los primeros años fuera posible acometer a la vez las tareas de organizar el territorio, construir casas y palacios, reedificar los templos..., y levantar tan colosales defensas. Ninguna constancia documental hay de obras nuevas en los muros en la primera mitad del siglo, y la existencia de un denominado portero en el 1146 puede no indicar otra cosa que la reutilización de las antiguas defensas. Tal norma parece que fue la seguida en el caso de otras fortificaciones coetáneas y anteriores.
El nuevo amurallamiento se levantará entre la mitad del siglo XII y el final del siglo, tesis que ya defendimos en 1982. A mediados de esa centuria un geógrafo musulmán que evidentemente escribe de oídas pero con buenos informadores, Al-Idrisi, dice que “Ávila, no es más que un conjunto de aldeas cuyos habitantes son jinetes vigorosos [...] Segovia, que tampoco es una ciudad, sino muchas aldeas próximas”. Indica también que las aldeas que forman ambas ciudades están próximas unas a otras hasta tocarse sus edificios. Con ello hace patente– dejando a un lado la cuestión de su fiabilidad– tanto la dispersión del caserío, como la falta de un amurallamiento de envergadura.
También situaría en la segunda mitad del siglo la construcción de los muros el hecho de ser el momento de máxima tensión tanto en la frontera con el Islam como en la frontera con León y el que además ése es el momento en el que tanto el alfoz abulense, como el obispado, ya están plenamente configurados. Los datos fundamentales a tener en cuenta son que el obispado de Ávila debe constituirse hacia 1120 y que a partir de 1140 se integran en el obispado: Olmedo, Arévalo, Alcazarén y, a partir de 1142, Coria con Béjar, Segura y Plasencia, configurando un extensísimo obispado (cierto es que Alcazarén pronto y, a final de siglo, los tres últimos citados dejarían de pertenecer al obispado). Desde el punto de vista político hay que recordar que la muerte de Alfonso VII en 1157 supuso el reparto del Reino entre sus hijos y un período de inestabilidad durante su minoría de edad (hasta 1170) que alteró el vivir castellano y que supuso tanto injerencias aragonesas como enfrentamientos con el cercano mundo musulmán y con los habitantes de la nueva frontera leonesa. Dos batallas de las más conocidas del medievo supondrán un cambio de rumbo y en ellas participaron activamente los nobles abulenses con sus obispos: Alarcos que en 1195 supuso una derrota para los castellanos y las Navas de Tolosa que en 1212 representó el adelanto definitivo de la frontera.
Un hecho de cierta importancia y que ha motivado no pocas discusiones teóricas vendrá a confirmar esta datación. Me refiero a la construcción de la cabecera de la catedral y su vinculación con la muralla. Ya la legendaria Historia de Ávila que recopila Ariz indica que las obras del templo fueron en pos de las de los muros. La planta de la muralla, si reconstruimos en ella el desaparecido torreón número 88 (el demolido para edificar la capilla de San Segundo) muestra claramente que la cabecera catedralicia se construye sobre lo que habría sido el pequeño torreón 1 y los lienzos colindantes con él. Creemos que en cierto momento, hacia 1170, coinciden la obra de fortificación y la de una nueva catedral, sin duda alguna más amplia que la primera a la que englobaría, y que se optó por incorporar a la muralla aquella cabecera con múltiples absidiolos, como uno de los más fuertes torreones de los muros. Si se construyó o no el torreón de la muralla y sus lienzos colindantes sólo se podrá saber tras una concienzuda excavación arqueológica de la cabecera catedralicia, y una gran oportunidad se ha perdido durante la última y torpe reforma de la misma. Claro está que aquella primera cabecera, con absidiolos, luego forrada y protegida por una barbacana exterior, no tendría la potencia artillera del cimorro con una triple línea de almenado que hoy conocemos y que es fruto de reformas del siglo X V.
La única referencia documental explícita a la construcción de la muralla indica que se está construyendo a finales del siglo XII. En 1193 un documento que se guarda en el Archivo del Asocio, incomprensiblemente ignorado y cuyo valor ya puso de manifiesto Margarita Vila Da Vila, libera a los caballeros de la ciudad del pago del quinto del botín si lo aplican a la fortaleza defensiva que están construyendo.
Et insuper dono sibi perheniter et concedo quod illi milliti qui civitatem istam ex manu patris rregie tenuerit in christianorum exercitu, nisi ipse presens in expedicione cum eis fuerit, quintam sibi rredere non cogantur, eo nan - que fiducia fundantur opida et turres fortissime, ut, cum ad sumum lapidem et conssumacionis gloriam Deo dan - tem pervenerit, ab inimicorum incursibus ipsorum pressidio laboris participes defendantur.
Teniendo en cuenta que en las confirmaciones que el documento tiene en 1205 y en 1215, ya no consta ninguna referencia a la construcción de las murallas, podríamos considerar los años finales del siglo XII como los del final de la construcción de la nueva muralla.
Confirman la datación apuntada el que la Crónica de la Población, que aunque escrita a mediados del XIII se sitúa temporalmente en tiempos de Raimundo de Borgoña, para nada cita la construcción de las murallas en tal período fundacional, y el que las murallas son, en parte, similares a las de Segovia y Salamanca, que suelen fecharse a mediados del XII, en 1136 las primeras y en 1147 las segundas. También el que son el precedente de las de Plasencia, que ya son del XIII.
Olvidados pues los legendarios Casandro Romano y Florín de Pituenga (sólo pueden ser admitidos como referentes lejanos de Vi t rubio y Vegecio), y hasta el mismo conde don Raimundo, a la hora de buscar quiénes y cómo hicieron los muros y cómo funcionaban éstos, es mejor seguir una fuente tardía y fiable, los documentos municipales de 1481 (publicados por Serafín de Tapia) que establecen el reparto que desde tiempo inmemorial hacía la ciudad de las tareas relacionadas con los muros:
"que los caballeros e fijos dalgo en los tienpos que la dicha çibdad se auía de velar e se velava heran obligados a la rrondar e que ansy la rrondauan e que los omes buenos e ´ çibdadanos heran obligados a la velar e los vezinos e vasallos de la tierra de la dicha çibdad auían sido obligados a rreparar los adarues e las cavas de la dicha çibdad e traer todos los materiales que heran neçesarios de piedra e cal e a rena para los dichos muros e que los moros de la dicha çibdad auían sydo e heran obligados a poner las manos e los judíos el fierro e que demás los dichos judíos e moros auían sydo e heran obligados de velar en la dicha fortaleza".
Dicho en castellano de hoy y resumido, que los caballeros e hidalgos hacían la ronda, los pecheros urbanos velaban, los campesinos reparaban adarves y cavas (fosos) y suministraban la piedra, la cal y la arena, los judíos ponían el hierro (que era lo más costoso) y los moros ponían la mano de obra; moros y judíos también velaban. Aceptado este testimonio, que ciertamente es el de mayor rigor histórico que poseemos, deberemos constatar que estos alarifes, –musulmanes al menos– algunos de ellos– levantaron muros cristianos, con estructura y técnicas constructivas cristianas mezcladas con las musulmanas, y la única concesión a su estética estará en los frisos de esquinillas que en los muros septentrionales y occidentales preceden al coronamiento, frisos que desaparecieron o fueron conscientemente ignorados por los restauradores del pasado siglo, y en las puertas de acceso a esos castilletes, de las que han llegado hasta hoy las tres ya citadas, con alfiz y roscas de ladrillo.
Surge así una vez más el autor anónimo tan querido de los románticos (que en tan incierta formulación escondían en muchos casos la pobreza de sus conocimientos), no hay ningún alarife, ni ningún noble o re y, la muralla aparece como la obra colectiva de la ciudad y la tierra de Ávila, una obra en la que lo musulmán está presente tanto en la mano de obra, como en las técnicas y materiales.

 
Basílica de San Vicente
Se encuentra esta basílica en terrenos extramuros, en la zona noreste, pero muy próxima a la cerca, a apenas sesenta metros de la muralla, precisamente frente a la puerta que lleva su mismo nombre, y a la zona que tradicionalmente se consideraba cementerio romano (hoy jardines). Este emplazamiento ha sido justificado tradicionalmente por causas bélicas. Se decía que desde las torres de la iglesia dos familias, Palomeques y Orejones, contribuirían a defender la puerta y los muros en caso de asedio. Más lógico parece suponer que ambas familias se dedicasen a evitar que dichas torres pasasen a manos enemigas, que desde allí pudieran atacar a la ciudad y el templo cumplirá –como mucho– funciones de torre albarrana y de vigía. No parece San Vicente edificio más fuerte que otros románicos, y no abonan el carácter militar la tribuna abierta en la fachada, ni la estructura de las torres, tanto si estaban abiertas, como si estaban cegadas, sin hueco, ni saetera alguna. Más cierto es que el templo perpetúa un lugar de culto y se alza sobre el solar de uno anterior, de carácter martirial que guardaba los restos de tres santos allí martirizados. La tradición y las crónicas que en ella se inspiran cuentan que, después de su martirio, los cuerpos de los santos fueron depositados en una cueva. Allí los intentó profanar un judío que, como por ensalmo, se convirtió y construyó el templo originario dedicado a los mártires. Todo esto, narrado en las más completas versiones de la Pasión de los Santos que han sido recogidas, y analizadas por Daniel Rico, habría pasado allá por el siglo IV y a confirmarlo vienen los hallazgos arqueológicos que hizo Rodríguez Almeida de enterramientos paleocristianos y las noticias que, a mediados del siglo XI, atribuyen a Fernando I el traslado de los restos de los Santos a San Pedro de Arlanza por motivos de seguridad y decoro, ya que el monarca define la situación de la ciudad como “despoblada y yerma”.

San Vicente es el gran modelo del románico abulense, el que recoge lo mejor de las influencias foráneas y de la andadura de la misma catedral y el único que trasciende a la ciudad como precedente de templos de la importancia de la catedral salmantina. Unida a la arquitectura de San Vicente está la impresionante colección escultórica que atesora la basílica en sus puertas sur y oeste, en el ábside y los formeros de las naves y en el genial cenotafio levantado en memoria de los santos titulares. La fábrica y los maestros de San Vicente tendrán en el románico abulense (y en el segoviano y salmantino) una influencia comparable a la que posteriormente la catedral tendrá en el gótico del obispado. Esta influencia será patente en San Pedro de manera directa y especial, y en San Andrés, San Segundo y San Isidoro, y a través de ellos en los demás templos.
La repetida definición de Camps Cazorla, “iglesia de planta isidoriana y alzado compostelano”, siempre que se entienda de manera muy general, sigue siendo fundamentalmente válida para un primer acercamiento a la historia constructiva de San Vicente de Ávila, edificio que es en alguna manera el canto del cisne del románico español.
Razones orográficas y el carácter martirial del templo condicionaron su planta, alzado, estructura y construcción. Los repobladores queriendo perpetuar un lugar de culto levantaron la nueva iglesia del XII en el mismo espacio en el que se conservaba la memoria y los restos del edificio prerrománico erigido sobre el lugar de martirio y enterramiento de los tres hermanos: Vicente, Sabina y Cristeta, lo que les obligó a salvar un fuerte desnivel mediante la construcción de una muy singular cripta en la cabecera que proporciona a los ábsides y muro este del crucero una esbeltez inusitada en el románico español. Es una cripta pues con una doble funcionalidad, funeraria y arquitectónica. Solo el afán de citar nombres puede llevar a relacionar esta cripta con modelos del norte (Palencia, Leyre, Canigó, Cardona, Roda, Loarre...). Aquí son distintos el problema y la solución. La cripta parece casi la cimentación de la iglesia. Baja, fuerte, opaca (para el culto de la Soterraña se abrieron ventanas adinteladas cerradas por Repullés), ajusta perfectamente su planta a la de los tres ábsides en batería de la cabecera y no hay ninguna columna, ni casi decoración. Todo es marcadamente funcional, la comunicación entre las tres naves/capillas es la imprescindible, como si no se quisiese debilitar al edificio. Las relaciones y consecuencias hay que buscarlas en las tres iglesias románicas de Sepúlveda, tan abulenses, tan vicentinas, y muy especialmente en la muy reformada de San Justo.
Es San Vicente un templo que normalmente se ha estudiado partiendo de un análisis de su escultura monumental, escultura que –como en todo el románico– no puede separarse de la arquitectura del templo, pero que con su esplendor ha motivado un olvido parcial de los valores arquitectónicos del monumento.
Además de las referencias al traslado de las reliquias a San Pedro de Arlanza (1063), existen documentos referidos a San Vicente a partir de comienzos del siglo XII (1103 y 1197) en forma de pequeñas citas o alusiones un tanto lejanas, que nada pueden aclarar acerca del origen y desarrollo efectivo de la actual basílica. En 1250, en la relación de Gil Torres, aparece aportando cien morabetinos, ni que decir tiene que se trata de una de las parroquias más importantes del momento, con unos fieles numerosos y relacionados con las élites sociales. En 1279 vuelve a aparecer en documentos con datos valiosos sobre la fábrica (malparada en muchas de sus partes, momento a partir del cual queda recogida la inquietud de distintos monarcas (Alfonso X, Sancho IV, Fernando III o Alfonso XI) por la duración y finalización de las obras. Anotada esta carencia documental avanzamos que entre 1130 y 1180, aproximadamente, debe fecharse la construcción de la parte principal de la basílica, en un proceso continuado en el que se incorporarán sucesivamente nuevos talleres escultóricos que convivirán en el templo, se cambiará el plan del edificio y especialmente el sistema de cubiertas, pero en el que no parece encontrarse ninguna cesura importante, ningún periodo de paralización de las obras. Un proceso que ya en el siglo XIII culminará con la realización de la bóveda ochavada del cimborrio y el pórtico meridional. Las obras arquitectónicas posteriores: último cuerpo de la torre, sacristía, refuerzos, ya han sido señaladas por Fernández Valencia que aportó los datos que –salvo Gómez-Moreno– repiten los que sobre el templo han escrito.

Culmina San Vicente, con su planta de tres ábsides, nave alargada y especialmente con su marcado crucero, un camino que en España es el que podemos ver en la desaparecida iglesia de Santo Domingo de Silos, en San Isidoro de León, San Pedro de Ávila o las catedrales de Santiago, Lugo y Salamanca (seguramente otros templos entre los desaparecidos –catedrales de León, Segovia y Palencia y hasta la primera abulense– podrían explicar cumplidamente este modelo abulense de San Vicente y San Pedro, que quizá también fue el de dos grandes iglesias románicas de la ciudad reconstruidas en el período gótico: Santiago y San Juan). Rico Camps ha señalado como singularidad reseñable el que en Ávila este tipo de planta, que en otros lugares es propia de catedrales y monasterios, se utilice en iglesias parroquiales: San Vicente y San Pedro.
La cripta, la planta con crucero tan saliente y la posterior disposición del cenotafio de los mártires, son tres elementos que nos parecen directamente relacionables.
Como hipótesis de trabajo apuntamos que la situación del cenotafio, bajo el formero que sirve de toral al brazo sur del crucero, es la adecuada para a la vez establecer una relación con la roca martirial del ábside norte de la cripta y permitir la conexión visual entre el cenotafio y el altar mayor, sin impedir el desarrollo de la liturgia y su seguimiento desde la nave central (téngase en cuenta que el baldaquino orientalizante es un añadido de 1469). Esta disposición del cenotafio de las reliquias a modo de retablo que cierra parcialmente el crucero puede ser la mejor explicación funcional para este profundo crucero, que según la tradición también sirvió de enterramiento al judío que representa el peor papel en el martirio de los santos, y que sirvió también como enterramiento para los restos de San Pedro del Barco, que desde 1610 tendrán una suerte de contra retablo en el otro lado del crucero.
La planta de San Vicente (aquí se numeran los seis tramos desde los pies a la cabecera, sin incluir en la numeración el tramo del nártex), que recogerá los modelos ensayados en los precedentes citados y que a través de ellos se inspira en las iglesias de Languedoc, podría ser en su versión original –tal y como recientemente ha apuntado José Miguel Merino de Cáceres– la de un templo con tres profundos ábsides con arquerías murales, crucero muy saliente y tres naves de seis tramos, cerrándose tal proyecto ideal hacia el oeste con un muro a la altura de la actual portada . Para Merino de Cáceres se configuraría así un templo que se modularía, al igual que San Pedro de Ávila (que tiene cinco tramos y quizá esté falto de un cuerpo de torres a los pies), con pies de 29,12 cm y que tendría unas dimensiones de 200 × 133 pies, en una proporción sesquilátera. 

Cabecera
La cabecera al exterior presenta tres elevados ábsides en batería que se recortan en la lisa pared del crucero y se decoran con impostas y semicolumnas, que enmarcan las ventanas de las capillas y la cripta. Los vanos de la cripta son de medio punto sencillamente abocinados, mientras que los de la capilla mayor presentan dos arcos de medio punto decrecientes enmarcados por una chambrana abilletada, igual que los de las laterales, sólo que éstos con un único arco. Los capiteles de estas ventanas están decorados con motivos vegetales unos y otros con grifos y sirenas. Las impostas van molduradas con rosetas de cuatro pétalos en círculos, muy habituales en esta iglesia y esta ciudad. El alero, con cornisa que lleva la misma decoración que la imposta, descansa sobre canecillos con motivos vegetales, animales y geométricos.




En el interior se repite prácticamente lo visto fuera, destacando una arquería ciega semitapada de cinco arcos en el cuerpo bajo del tramo curvo del ábside central (Vila da Vila relaciona la arquería con Loarre, Elines, Cervatos, Castañeda, San Pedro de Tejada y San Millán de Segovia) y otra sobre ella en el ábside central. En el tramo recto hay una arquería ciega en la parte superior, que es continuación de las ventanas, y en la inferior se marcan arcos rehundidos, sin columnas ni capiteles. Las bóvedas de estos tramos son de cañón y horno.
 
Crucero
El crucero, sobrio y de grandes dimensiones y sin puertas, se adorna sólo con dos contrafuertes en las esquinas y con alero sobre canecillos variados. En sus testeros hay cornisas de arquillos ciegos, ventanales de doble derrame con baquetón en los ángulos y protegidos por imposta abilletada, e impostas como las de los ábsides. Notable es el modo como se salva el gran desnivel en el testero norte, con dieciséis escarpas e importante contrafuerte.
En el interior tiene cinco tramos y los dos brazos se cubren con un cañón, que corre sobre una imposta de flores, y que tiene un fajón marcando la unión con las naves. En sus impostas, como en algunas de las naves se notan desajustes que tanto pueden deberse a paralizaciones, como a cambios de manos.
Adelantamos que cuando las obras llegan al segundo tramo del templo, empezando desde el oeste, se manifiesta un cambio en el edificio, que ya fue puesto de manifiesto por Gómez-Moreno y que va más allá de lo decorativo, de lo escultórico, aunque sea en estos aspectos donde más patente se hagan los diferentes modos de hacer al sustituirse los capiteles por unos más delicados en los que predomina la hoja de acanto, y al incorporarse nuevas impostas que abrazan de distinta forma a los pilares y sustituyen las molduraciones vegetales y la roseta característica del templo por otras más sencillas, de perfiles similares a las coetáneas de la catedral abulense. Cambio que en lo arquitectónico se plasmará en la distinta estructura de la ventana de la tribuna y en los formaletes que marcan las bóvedas (del nártex y de los primeros tramos), y en la construcción de las dos torres, la monumental fachada oeste con tribuna hacia el interior y su nártex (su bóveda octopartita está directamente relacionada con la cabecera de la catedral) y la nueva cubierta de la nave central con bóvedas nervadas. El proceso esbozado plantea grandes interrogantes cuando se establece el orden constructivo, se analizan las torres, escaleras, nártex y fachadas por un lado y por otro las reducidas y peculiares tribunas, con un triforio que en el alzado al interior de la tribuna es netamente compostelano y que en el alzado a la nave es de traza mucho más pobre, mezquina al decir de Gómez-Moreno.


Cronológicamente el proceso constructivo del templo, tras analizar sus muy restauradas fábricas, creo que puede dividirse en dos fases y sintetizarse así: una primera fase, entre 1120 ó 1130 y 1150, en la que Vila da Vila apunta, además de la conocida influencia de San Isidoro de León, la presencia de maestros influenciados por Aragón, Bearn y Poitou, organizados en un primer taller que hace la escultura de la cabecera y un segundo taller que hace la cornisa absidal, la del crucero, la cornisa de la nave de la epístola y las dos puertas laterales que crean escuela en Ávila y los obispados cercanos. En esta primera fase se trazó la planta hispano languedociana y se construyeron la cabecera, crucero y naves laterales (quizá el tramo más occidental tenga –simplificando– los muros de la primera fase y los formeros de la siguiente). La segunda fase, que se desarrolla entre 1150/1160 y 1180, es aquella en la que llegan influencias borgoñonas y del románico tardío español, preferentemente de Santiago de Compostela, se prolonga la planta y se levantan las torres, nártex y portada occidental, más las tribunas y las bóvedas de la nave mayor. Es la fase en la que el proceso constructivo de la basílica se mezcla con el de la catedral y en la que o llega hasta la fábrica Fruchel, o llega su influencia directísima (más nos inclinamos por esto último).

Primeramente se trazó la caja general de la iglesia, que como ya se ha dicho llegaba hasta la línea de la actual puerta oeste, y se construyeron la cripta con acceso desde el exterior y de muy incómoda comunicación posterior con el interior (las escaleras son de 1733, luego reformadas), las capillas absidales con arquerías murales (éstas y la evidente relación con San Isidoro de León hacen que opte por la fecha de 1130 para el inicio de las obras), el marcado crucero que por su desarrollo y el fuerte desnivel que salva no tiene puertas en sus dos hastiales (como en San Isidoro), ni capillas en el muro de poniente (como en Santo Domingo de Silos), el primer cuerpo del cimborrio con muros cerrados en los que se abren huecos que presuponen un templo con tribuna a los pies (desde ella se puede ver y comprender el magnífico Crucificado gótico); además se trazó la caja general hasta la actual portada oeste y se construyeron de ellas los cuatro tramos cercanos al crucero (del sexto al tercero) y el comienzo del segundo, con los muros de caja y formeros necesarios para voltear las bóvedas de aristas de las naves laterales.
El cambio, importante en los muros, pilares y naves laterales, se produce al llegar desde el crucero a las ventanas del primer y segundo tramo, donde aparece ya un nuevo taller escultórico fácilmente identificable por los capiteles de delicadas hojas de acanto (los capiteles de los formeros de las naves centrales, que entregan en los muro s de caja y separan el segundo del primer tramo, manifiestan claramente el cambio y si el del lado sur incorpora una hoja central nueva, el del lado norte se hermana formal y técnicamente con alguno de los de las capillas de las torres). Los m u ros de cerramiento del primer tramo de las naves laterales están abiertos a toda clase de hipótesis, siendo posible que sean obra de la hecha en la segunda fase, siguiendo las pautas de la primera fase, utilizando materiales ya labrados y otros conformes con los nuevos aires que llegaban a la fábrica. El cambio también se constata en las molduras del pilar del formero más cercano a la torre, que abraza todo el pilar y presenta un perfil geométrico carente de rosetas, y más claramente en las ventanas de la tribuna, que en el primer tramo tienen una configuración muy distinta a la de los demás, incorporando columnas, arquillos y jambas y en los citados formaletes que marcan la bóveda del segundo tramo. Se alzaron también en el segundo momento borgoñón las dos torres que actúan a modo de contrarresto de los empujes del templo, el nártex con una bóveda octopartita que tendremos que relacionar tanto con Vézelay, como con la catedral de Ávila (si la abacial explica la bóveda sexpartita y la organización de la capilla mayor catedralicia, también de allí arranca la organización de las torres y nártex de San Vicente, que luego –quizá a la par– veremos en el primer templo de la ciudad). Torres, nártex y portadas se arrancan de un nivel que está cuatro pies sobre el de la basílica, nivel que también es de la puerta sur. Lambert dice que el pórtico oeste “resume las disposiciones de los grandes nártex borgoñones, sobre todo el de Vézelay, añadiéndole el perfeccionamiento de una bóveda de ojivas..., y que una galería colocada en el primer piso, a lo largo del muro de la fachada, comunica hacia el interior de la iglesia con una tribuna en la que había un altar”. Levantado ya el tramo de entrada con las dos torres, ya un séptimo tramo, se cerraron las naves laterales del primero (las últimas en construirse) y sobre él su triforio, levantando luego el cuarto de cañón deprimido de las tribunas laterales, y el cerramiento de la nave mayor con bóvedas de aristones. Si las naves laterales se construyeron de levante a poniente, las tribunas s o b re ellas y el cerramiento de la nave mayor se hizo en sentido inverso (anotamos que Vila da Vila propugna que la tribuna se construyó de inversa manera).
Esta última fase borgoñona requiere una más detenida aproximación.
Proponemos el orden constructivo descrito, aún siendo conscientes de que ya en la primera traza de la iglesia se organizaban en la confluencia de los muros del crucero con los de las naves laterales escaleras de caracol que parecen indicar que siempre se pensó en levantar unas tribunas a las que darían acceso (conste que no hay restos de sus puertas y que es más lógico pensar que primordialmente sirvieran para el acceso a las zonas superiores del crucero y cimborrio), y de que las grandes ventanas de las naves laterales también certifican que siempre se pensó en organizar unas tribunas sobre ellas y en cubrir la nave mayor con un cañón opaco. Quizá incluso antes de la fase borgoñona ya se habían comenzado a trazar –no a construir– los muros interiores de las tribunas y de ahí que, como ya he dicho, el alzado interior sea tan distinto del exterior. Aquella primitiva traza de los vanos era similar a la de Compostela (también recuerda mucho a la torre de San Pedro de Tejada, por poner un ejemplo) y esta traza tan airosa fue mantenida con menores dimensiones en los o t ros tramos del interior, pero cambiada hacia la nave por otra más sencilla, con un amplio baquetón que recorre toda la ventana de arcos deprimidos, y también permanece en los alzados hacia la nave mayor (no puede aventurarse la hipótesis de una construcción en primer lugar de la hoja interior del muro y otra para la hoja del muro que da a la nave mayor, ya que sería solución sumamente anómala y de gran torpeza constructiva). Apuntamos finalmente que únicamente la existencia intelectual de esta tribuna justifica que no se fuese cerrando la nave mayor a la par que las laterales y justifica gran altura del cuerpo levantado sobre los cuatro torales previos a la capilla mayor del que ya se había levantado un tambor cuadrado, bien como torre o con una cubierta que podemos suponer cercana a las de las primeras capillas del claustro de la catedral salmantina. Últimamente Daniel Rico ha defendido que las escaleras de las axilas son de servicio y que nada tienen que ver con unas tribunas que no existían en el primer proyecto, que son un añadido borgoñón. Es teoría ciertamente atractiva, que no compartimos por las razones apuntadas y por una elemental comparación con el caso de San Pedro, donde –para nosotros– el retraso constructivo hizo olvidar las tribunas y se alzaron esbeltas naves que incorporaron su espacio, naves con altas y mínimas ventanas.
Lo evidente es que las tribunas construidas tienen esta estructura en función de las nuevas bóvedas de la nave central, y que la sustitución del proyectado cañón por unas bóvedas cuatripartitas nervadas con aristones, que permitían iluminar el templo con grandes ventanas –muy similares a las del triforio– fue operación que supuso importantes cambios en el templo, no sólo los decorativos relacionados con la aparición de los forzados triples capiteles de los formero s de la nave mayor, en solución directamente relacionable con la capilla mayor de la catedral, con la nave central de San Pedro y con algunos templos gallegos estudiados por Valle Pérez; también cambios constructivos, de los que el más importante fue el achicamiento de estas tribunas, que no sólo sustituyeron por los bajos rampantes recogidos en las secciones de los restauradores del XIX unos proyectados cañones que habrían configurado unas tribunas más amplias, más cercanas a esa iglesia superior compostelana que canta el Calixtino diciendo que “quien recorre por arriba las naves del triforio, aunque suba triste, se vuelve alegre y gozoso al contemplar la espléndida belleza del templo”, sino que también debieron trocar las amplias ventanas que se abrían en los muros de Compostela, que aquí habrían rimado perfectamente con las altas ventanas de las naves laterales, por unos óculos más reducidos que apenas iluminarían las tribunas. La sustitución del medio punto por rampantes dio lugar a la práctica desaparición de los muros de caja del interior de la tribuna, ya que los rampantes que hacían función de arbotante continuado arrancaban casi desde el inicio de los muros exteriores de la tribuna. En esos muretes o en el inicio de los rampantes estarían los óculos que fueron desmontados en las restauraciones decimonónicas, pero que aún pudo ver Gómez-Moreno.
En resumen, la pensada tribuna tardorrománica se trocaba casi en triforio gótico para el contrarresto de las nuevas bóvedas, según recoge un inventario de 1682 que indica que en la iglesia “ni se encuentra tabla ripia ni madero alguno, porque lo que en los demás edificios es tabla y madera, en éste son unos arcos de ladrillo grueso que desde el caballete y medio bajan al soslayo recibiendo encima las canales para las corrientes de las aguas hasta rematarse la cornisa de las paredes que, con graciosa labor, aunque antiquísima está adornada [...], construcción de mucha mayor seguridad [...], más firme y menos sujeta, a hundirse, ni quemarse”; y esta tribuna se concebía como un elemento arquitectónico, como un activo arbotante continuo que permitía disponer un tejado directamente sobre ella, y no como una doble planta claramente visitable, ni como mirador sobre el templo. Aquí la única tribuna que se plantea como visitable es la cantoría abierta al interior de la nave central, sobre la puerta oeste, similar en función a las borgoñonas y quizá reformada hacia 1715 cuando en una visita al templo se ordena reducir sus ventanas, o durante las restauraciones de Repullés.
La cubierta nueva que recibe la nave mayor, una solución nervada con grandes aristones en ojivas y fajones, en cuyo perfil aparece una mediacaña entre listeles, que permitía disponer en lo alto las ventanas que no se podían abrir en los inexistentes muros del interior de la tribuna, ventanas que hoy están parcialmente cegadas por la ya citada sustitución que hacen los restauradores de las cubiertas de las tribunas por otras más altas que fueron la causa del cierre parcial de las ventanas de la nave mayor. Como claves de las bóvedas de la nave central aparecen florones similares a los del toral apuntado de entrada al templo. No es totalmente uniforme la cubierta y así en el tramo más cercano a la torre, la bóveda arranca de unos formaletes que sólo se inician en el segundo tramo y que en los demás no existen. Tampoco son iguales los huecos del triforio, ni las marcas de cantería de su faz interior (en el tramo más cercano a la torre y en el colindante aparecen marcas que no existen en los otros), los huecos del tramo más cercano a la torre son más reducidos y la cara que da al interior de las tribunas tiene unas cortas columnas embutidas en el intradós del arco que son columnas de fuste normal en la cara exterior de las tribunas y entre las columnas del interior y el exterior existen unas jambas intermedias, además el interior de este tramo cercano a la torre tiene una traza marcadamente compostelana que ya no aparece en los otros, más simplificados hacia el exterior y el interior. De estos cambios y del hecho de constatar en la fábrica del templo cómo los muros de la caja y de los formeros descansan sobre la torre puede deducirse el orden constructivo propuesto para las tribunas, desde occidente a oriente, en obra que ya corresponde a un nuevo momento y que se anuncia en las desornamentadas impostas que unen los capiteles altos de la nave mayor. La imposta que corre sobre los formeros incorpora toda suerte de molduras, lo que indica una reutilización inicial, o reparaciones y restauraciones posteriores.

Definido ya el desarrollo del templo y dado que éste es un gran muestrario escultórico, vamos a levantar testimonio del mismo siguiendo el mismo esquema que utilizamos en nuestro primer estudio de la iglesia, esquema al que incorporamos los capiteles situados tras el retablo mayor y algunas de las sugerencias y conclusiones de los últimos estudios sobre el templo. La fachada sur tiene dos cuerpos, correspondientes a la nave central y a la de la epístola, y un pórtico de berroqueña. El cuerpo inferior presenta cuatro vanos, similares a los de la nave mayor sólo que aquí con el arco interno baquetoneado, y una interesante puerta. Sobre ellos va el alero formado por una cornisa, con filete, bocel y escocia sobre canes de variados modillones, que ya no son figurados como en la nave central. En el cuerpo superior, las ventanas, de menor tamaño, presentan un baquetón que las rodea por completo. Por encima de ellas, y rematando los contrafuertes que les separan, corre la cornisa más valiosa del edificio, formada por arquillos ciegos, casi profundos nichos, que apoyan en canes decorados con palmetas y con algunas cabezas de animales. Ocupa los nichos un variado repertorio de figuras: salvajes, leones, perros con extrañas cabezas, reptiles, monos, centauros, aves, gallos, hombres y mujeres, felinos luchando, sirenas, grifos y palomas. Bajo los nichos hay muestrario floral, del mismo estilo y época que el arco de entrada al atrio oeste, y más figuras como las de arriba. Corona la cornisa un bisel con campanillas de cinco hojas. Es pieza que se ha relacionado con la catedral de Tarragona, Poitiers, la catedral de Orense, Santiago de los Caballeros en Segovia y la catedral de Coimbra. La actual es obra claramente neorrománica que repite la disposición, la forma y los motivos de la original.

Portada sur
La portada sur se abre entre contrafuertes muy marcados que al unirse sobre ella determinan un cuerpo que sobresale de la fachada.
La forman arcos de medio punto decrecientes que reposan alternativamente sobre jambas y columnas con capiteles historiados, y que, alternativamente también, se decoran con bocel o rosetas. Una chambrana abilletada ciñe la arquivolta máxima y un crismón ocupa la clave de la menor. Como ábaco de los capiteles, y prolongándose por jambas y contrafuertes, hay una cornisa con motivos vegetales que evolucionan desde la concreción naturalista hasta la abstracción casi.
En los capiteles vemos temas diversos como representaciones de figuras humanas, palomas, y felinos afrontados.
En época indeterminada se reformó la puerta, limándose las jambas del arco interior que desde entonces apoya en gruesas zapatas, y decorándose el derrame con figuras provenientes de otros lugares de la iglesia.
Hoy se ven a la izquierda las figuras de la Virgen y un ángel, y a la derecha un rey y dos figuras, una masculina y otra femenina, de dudosa identificación, que para Gómez-Moreno podrían ser el titular del templo con una de sus hermanas, Santa Sabina, Hernández Callejo y el mismo Gómez-Moreno dan testimonio de una tercera figura, hoy desaparecida, que podría identificarse con Santa Cristeta y en una fotografía de hacia 1885 se notan las rozaduras del hueco en el que estaba la imagen. Fueron suprimidas por el restaurador Repullés). Para Gómez-Moreno estas dos esculturas están cercanas al San Juan Bautista que corona Santiago de Sepúlveda, al obispo de San Justo de la misma población y al relieve del titular de San Marín de Segovia y para Vila da Vila con Carrión de los Condes (relieves de la fachada sur). Forman las de la izquierda una Anunciación de inmejorable factura, con la Virgen bajo un doselete, con un libro en la mano y la cabeza vuelta hacia un gran San Gabriel. La Virgen parece relabrada en la parte superior y el ángel es una de las más hermosas imágenes del románico. El tratamiento de los paños, el movimiento contenido del ángel y la expresividad de la Virgen permite n considerar estas figuras, y la del rey que en otra época completó el grupo, posteriores a las dos figuras sin identificar claramente (los titulares), distintas tanto en su rigidez como en el tratamiento de los paños. Unas serían de mediados del siglo XII y las del grupo de la Anunciación se relacionarían con la portada oeste. La anómala distribución de las figuras es fruto de los muchos avatares que ha conocido el templo. La propuesta de distribución de las tres figuras en la puerta de Vila da Vila, con el santo en lo alto y las hermanas en las enjutas, puede ser muy atractiva y lógica, pero no hay re s t o material, ni fotográfico, ni documental (dibujos de restauración) que avalen la hipótesis y la fotografía citada indica que las tres estaban empotradas en los esquinales de la derecha de la fachada. Puestos a aventurar hipótesis es más lógico suponerlas piezas preparadas para una primera port a d a occidental y trasladadas aquí al construirse la borgoñona.


La fachada norte, de estructura aparentemente semejante a la sur, es bastante más sencilla y está mucho peor conservada, quizá por no estar protegida por un pórtico y por estar menos restaurada que aquélla. La puerta, que no está en el mismo tramo de la iglesia que la sur, es la más desfigurada de las tres del edificio.
Un lamentable refuerzo de granito oculta esta entrada tapando las últimas columnas y la arquivolta correspondiente. En la parte aún visible de la puerta vemos la organización ya conocida, alternando las arquivoltas de baquetón sobre columnas y los arcos, decorados con florones en las dovelas, sobre jambas.

Los capiteles, con representaciones de animales, están en relación con los de la portada sur. Dos cornisas coronan sus naves. La superior con pomas que al igual que los canes de granito que la sustentan proceden de una reparación tardía. La inferior apoya sobre una fila de canecillos seguidos que presentan una concavidad, como si quisieran simular hornacinas. La sacristía, un alto zócalo, y los refuerzos de los contrafuertes, han desfigurado la fábrica del edificio.


La fachada oeste está compuesta por dos torres y el atrio que entre ellas se forma.
Las dos torres tienen idéntica estructura general, aunque la del sur está inacabada y totalmente restaurada/reconstruida. Tiene la torre norte contrafuertes en las esquinas que alcanzan la altura del primero de sus tres pisos, y que con desigual tamaño e irregular disposición rompen la simetría de la torre, con lo que ni las arquerías del primer cuerpo, ni las ventanas cegadas en época indeterminada del segundo, tendrán el mismo eje de la torre.
Las arquerías son dos esbeltos arquillos de medio punto separados por una sencilla pilastra, y están protegidas bajo un gran arco ojival. Sobre un cuarto de bocel se inician los cuatro lados del segundo piso, que entre baquetones y columnas de las esquinas albergan dos ciegas ventanas ojivales formadas cada una por dos gruesos baquetones. El tercer piso, ya de 1440, precedido de imposta de granito con pomas, tiene en cada lado tres ventanas con arcos de ojiva inversa, que en el central son de granito y que se adornan con una doble fila de pomas que también recorre las jambas. Rematan los frentes de este último cuerpo triángulos truncados de mediados del X V, orlados con una crestería de hojas de trébol, elementos que parecen marcar el arranque de una aguja que no fue. En la torre sur falta ese tercer cuerpo de campanas y el segundo tiene abiertas las ventanas que originariamente estaban cerradas, “gracias” a la desafortunada restauración de Hernández Callejo, que inventó los actuales dobles arquillos ojivales sobre geminadas columnas de desproporcionados capiteles. Se abre entre estas torres un nártex, al que da entrada un arco doblado apuntado que decora su entrecalle con un muestrario de flores entre dos baquetones, equiparables a las flores de la cornisa sur y las de la girola de la catedral. Este nártex está cubierto con la bóveda octopartita con fuertes aristones a la que antes hicimos referencia y protege la gran portada occidental de la basílica. Son torres que algo tienen de fortaleza con capillas en sus bases dedicadas a San Miguel y a Santa María, capillas que creemos tenían una clara función funeraria y que estaba en estrecho contacto con el cementerio parroquiano que se formaba delante de esta fachada.
Durliat ha citado a Vermenton, Avalon y San Benigno de Dijon entre las obras relacionables con esta portada que tiene un gran tímpano que se subdivide en otros dos más pequeños (recuerdan a Morlaas y Oloron - Sainte - Marie), protegidos por arcos con decoración vegetal, en los que se desarrolla el ciclo de Lázaro y Epulón. En la primera escena, Lázaro no es admitido en la cena del rico Epulón, y en la segunda el escultor refleja la muerte de los dos personajes y su distinto fin. La claridad del mensaje y el lugar en que se dispone, indican claramente la finalidad catequética de estos relieves. La jamba central o parteluz se decora con la figura de Cristo en Majestad, y a sus lados se disponen tan sólo diez apóstoles, hecho que indica para Goldschmidt que el pórtico no se pudo terminar.


Se han identificado a San Pedro y a San Pablo en las más cercanas a Cristo y a San Andrés ocupando la anteúltima columna de la derecha. Es uno de los más atractivos conjuntos de estatuas-columnas hispanos, piezas posteriores a las de Sangüesa y mucho más cercanas a la estética borgoñona. Las figuras de los apóstoles gradualmente y según se acercan a las puertas, se van separando de las columnas que son de dos órdenes, y así si los primeros están embutidos en ellas, los últimos están casi exentos. Para dar mayor vivacidad a la escena están agrupados dos a dos, como conversando. Sobre las figuras se disponen capiteles de acantos delicadamente labrados, cabezas de león, una comiendo a un hombre y otra destrozando un cuerpo, en las zapatas que soportan el tímpano y dos cabezas de toro en la zapata del parteluz.
Los capiteles intermedios de estas columnas están hoy tan deteriorados que prácticamente es muy difícil reconocer los motivos historiados y animalísticos, que Repullés, Gómez - Moreno y Veredas han visto y descrito (basta con decir que el capitel de la columna central para Repullés representaba a Isaac, para Gómez-Moreno a San Ildefonso y para Rico Camps es Daniel). En las cinco arquivoltas de la portada el genio del escultor se desarrolló al máximo. Quizá en estos elementos, fundamentalmente decorativos, era donde la imaginación del artista podía desarrollarse aún más libremente.

Protegida por una imposta con tallos rizados y hojas, la más grande de las roscas tiene una simple decoración con un baquetón bajo arquillos ciegos que guardan pomas pareadas (las más antiguas de Ávila).
En la cuarta arquivolta, la palmeta, que ya había evolucionado en la puerta sur hasta formas casi abstractas, parece reandar el camino y volver al clasicismo y al naturalismo, sustituyendo el círculo geométrico en que se inscribían por uno formado por sus propios tallos. En las siguientes el calado se acentuó al máximo, y es quizá por esta causa por lo que sus hojas hendidas, con piñas entre ellas, están hoy prácticamente destruidas.
Una serie de hojas enroscadas forman la segunda arquivolta. Y, en la rosca interna centauros, gallos, leones, sirenas, grifos..., aparecen aprisionados entre palmetas e inscritos en círculos perlados. Recuerdan a los capiteles del claustro de Santa María de Aguilar de Campoo del Museo Arqueológico, más concretamente a los expuestos con los números 11 y 20. Tangente a esta imposta, un alero remata la portada.
Dispuestas en sus arcos de follaje de medio punto, entre torrecillas, veintiséis extraordinarias figuras pequeñas de hombres y mujeres (jubilosas figuras de resucitados para Vila da Vila), semivestidas con túnicas de muchos pliegues y en grupos de dos, asoman sus cabezas en las más variadas actitudes. Lacoste ha puesto de manifiesto el carácter arcaizante de tan deliciosa cornisa en la que desde Borgoña habría una suerte de vuelta al helenismo romano. Una imposta, con los motivos vegetales de las arquivoltas, corre sobre el alero.








Capiteles del interior
Parte destacada de la decoración escultórica del templo pertenece a los capiteles. Es tal la variedad, que su mera enunciación ya resulta muy extensa, por lo que únicamente citaré los más interesantes, olvidando los que representan motivos comunes en el estilo: grifos, arpías, centauros, felinos, quimeras, sirenas...



En la capilla mayor destacan uno con un castillo, otro con un elefante que soporta otro castillo, y uno con los felinos arqueados con la cabeza entre las patas que se repite en las puertas laterales, y en la capilla del evangelio. Entre los ocultos por el retablo que en 1710 hizo Manuel Escobedo, están el Sacrificio de Isaac, dos mujeres mesándose los cabellos, músicos y saltimbanquis, una hermosa despedida entre caballero y dama, la pareja de leones arqueados que se repite por toda la primera etapa del templo...

Esta serie de capiteles que no han conocido ninguna restauración, presentan una imagen más real de lo que fue la escultura de la basílica, una imagen que incluye también el yeso y la pintura de estos capiteles, los sillares labrados en cortes diagonales por el trinchante medieval y la pátina del tiempo, elementos todos que se llevaron por delante los restauradores del XIX. En la del evangelio sobresalen uno con palomas dándose el pico y otro con dos cigüeñas con la cabeza entre las patas.


En la capilla de la epístola está uno de los capiteles más originales de la iglesia, con tres hombres en cuclillas y con los pies atados, y otros con jinetes, águilas, hombres con túnicas y serpientes con cabeza humana. Repiten el resto de los capiteles los motivos citados, pero entre ellos hay que destacar una sirena con doble cola que decora muchos y uno con felinos con gran plasticidad que se descuelgan desde el ábaco a la columna, que está en la hilera sur de arcos formeros.

La figura humana tiene también presencia destacada en esta zona, con representaciones de la vida cortesana o de escenas bíblicas como los temas de Sansón y de Isaac. Entre los de la tribuna destacan los decorados con pájaros, piñas sobre un carnero, y arquillos y columnillas. Además de estos capiteles historiados hay otros vegetales que re producen acantos finamente labrados y hojas picudas con escotaduras embebidas.

Cenotafio
El conjunto más conocido, y quizá de más valor artístico del templo, es el cenotafio dispuesto bajo el cimborrio y semitapado por el baldaquino orientalizante al que antes hicimos alusión y que se ha relacionado –un tanto forzadamente– con San Dionisio de París y con el arca de los Reyes Magos de la catedral de Colonia y otros del valle del Mosa. Conceptualmente está más cerca del naturalismo gótico, que de la abstracción románica. De planta rectangular, semeja en su estructura un edificio de tres naves, soportado por columnas de fuste lisos, estriados, sogueados y perlados, agrupadas en algunos casos, y con una serie de figuras sobre sus capiteles.
Sobre las columnas de los ángulos, dos a dos, se disponen los apóstoles y en las centrales monjes leyendo, escribiendo o músicos. Sobre estos capiteles y sobre arcos polilobulados (también son polilobulados los arcos ciegos de las altas ventanas del nártex) se organiza un tejado con escamillas circulares que sostiene un cuerpo central con otro tejado de escamillas, éstas romboidales.
Tiene este cuerpo torres cilíndricas (semejantes a las de la cornisa del pórtico oeste) rematando los ángulos y separando los relieves con la historia de los titulares del templo. En el lado norte, entre columnillas y bajo arcos trebolados se desarrollan las siete escenas previas al martirio: interrogatorio del Santo por Daciano, milagro de la huella en la piedra, el cónsul organizando la persecución y los hermanos “huyendo tranquilamente”. En el lado sur los arcos que cobijan los relieves son escarzanos y las torres están más simplificadas. Las escenas que se narran sucesivamente son la preparación al martirio, el descoyuntamiento y lapidación de los Santos, la serpiente atacando al judío, y éste construyendo la iglesia/sellando los féretros.

Las gradaciones espaciales y dramáticas, una adecuada composición, una minuciosa labra y una difícil economía de datos, configuran una obra de gran riqueza narrativa y didáctica, que agotaría el caudal de adjetivos encomiásticos.
En el testero oeste se representa un Cristo en Majestad, con mandorla y el león y el toro del Tetramorfos.
Quizá en las reparaciones del siglo XV para colocar el baldaquino, la mandorla perdería sus contornos y desaparecieron las otras representaciones (águila y hombre) del Tetramorfos, del mismo momento serán el resto de las transformaciones/alteraciones del sepulcro. Bajo el Tetramorfos, entre dos atlantes, hay una abertura circular orlada en la que es tradición se ponía la mano en los juicios de Dios (“Et que si la verdad dijesen, que Dios Padre en todo poderoso les ayudase e valiese, e si no que Él se lo demandase mal e caradamente en este mundo a los cuerpos e en el otro a las armas, do más habían de durar, así como a aquellos que a sabiendas se perjuran del nombre de Dios en vano, e que el Señor San Vicente mostrase sobre ellos, sus personas y bienes, hijos y mujeres todos los miraclos y maravillas que ha mostrado y muestra sobre aquellos que juran el su santo nombre en vano”). La Adoración de los Reyes, desarrollada en el testero este, se nos antoja la composición más delicada del cenotafio. Todo en ella –desde la cara inefable de la Virgen a la sensación de paz que trasmite la apartada figura de San José, pasando por los deliciosos relieves con los Reyes a caballo o durmiendo bajo una misma manta y despertados por un ángel– habla de un escultor de exquisita sensibilidad, y de una estética ya casi gótica.


Adoración de los Reyes, Cenotafio de los santos Vicente, Sabina y Cristeta, en la Basílica de San Vicente
Costado norte, escenas de la persecución de Daciano. Vicente maniatado es llevado ante Daciano. En la segunda escena puede verse la huella de su pie que simboliza su firmeza en la fe cristiana.
Costado norte, escenas de la persecución de Daciano
Costado norte, escenas de la persecución de Daciano
Costado sur, escenas de la persecución de Daciano. En la primera escena despojan a los santos mártires de sus vestiduras. En la segunda escena les aplican el martirio.
Costado sur, escenas de la persecución de Daciano. En la primera escena se ve como (según la tradición) les aplastan la cabeza con una prensa, con la ayuda de un judío. En la parte superior dos ángeles portan sus almas al cielo; por encima se ve la mano de Dios que les recibe. La segunda escena muestra el castigo del judío, al que se le enrosca una serpiente. Arrepentido, pide perdón.
 

Hay que señalar el valor de tres relieves con las imágenes de los tres Santos, coetáneas del cenotafio, “pero arregladas acaso por Vasco de la Zarza en el XVI” según el atinado diagnóstico de Gómez-Moreno, que tradicionalmente habían estado en la capilla absidal de la epístola pasando después al brazo sur del transepto y que en una reciente restauración se ha descubierto que son tres imágenes románicas, parcialmente escondidas tras formas posteriores.
Una gran reja románica con barrotes encuadrillados, volutas y abrazaderas, está sujeta al muro septentrional, ante la bajada de la cripta pero debe ser parte de la que cerraba el presbiterio y se recoge en la planta de Street. Es cercana a las de la catedral de Salamanca y San Isidoro de León y para Repullés se parecía a las de la catedral de Jaca, y a las de la cripta de la misma San Vicente (una de ellas aún está en posesión de sus descendientes)...
Concluido el cerramiento de la nave se planteó, hacia mediados del siglo XIII, el del cimborrio del templo. Forzados por la mayor altura de la nave central, recrecida respecto a la no construida con medio cañón, se optó por elevar el cimborrio (a nada conduce el establecer conjeturas s o b re un cimborrio anterior en ruinas y puestos a hacer conjeturas más creíble sería hablar de una torre que no se construye al levantarse las dos de la fachada) abriendo sobre él un cuerpo de ventanas posible por la solución ochavada que se dio a la nueva cubierta ya gótica, similar y coetánea de la de la sala capitular antigua de la catedral de Ávila y de la que cierra el cimborrio de San Pedro. Quedaron en el ya visto cuerpo bajo del cimborrio cuatro pequeñas ventanas, abiertas aún las del norte y sur, cegada la del norte –que arranca al nivel superior de la cubierta de la capilla mayor– por un bellísimo Crucificado gótico acompañado de las tradicionales efigies de la Virgen y San Juan, y la del oeste abierta en el interior del templo y permitiendo que desde la tribuna situada sobre la puerta oeste se tenga una casi mágica visión del delicado crucifijo. Presenta este cimborrio una sencilla cornisa sobre la que apoyan las ventanas, apuntadas y geminadas, y un baquetón corrido que forma el alero del tejado. Es soportado por cuatro pilares con refuerzos de berroqueña y en su interior presenta otras dos cornisas, una sobre las claves de los arcos y otra en el arranque de las ventanas y nervios de la bóveda. Es difícil establecer con precisión total una filiación entre los cimborrios citados, todos parecen muy cercanos, pero el aparente recrecimiento de este de San Vicente y los distintos modelos de sus ventanas permiten aventurar que los de la catedral y San Pedro sean los más antiguos (creo que marcan la mitad de la centuria) y cerrando el ciclo el de la basílica, que es probable que sea la causa de los desperfectos del templo que hay que reparar en 1279. Sobre los dos últimos volveremos más adelante.

Pórtico meridional
También en el la primera mitad del siglo XIII, debió de construirse el pórtico meridional de granito, cubierto y enlosado, cuyas molduras y capiteles se hermanan con las obras de la catedral en ese período, especialmente con los pilares fasciculados de la cabecera (hoy parcialmente ocultos tras el retablo y por el sepulcro del Tostado) y que fue posible por relacionarse con la falta de grandes ventanas hacia el exterior en la tribuna meridional.

Está formado por cuatro tramos de tres arcos de medio punto, más un arco al oeste y otro al norte en una prolongación del pórtico. En el intradós de los arcos de medio punto vemos una decoración de seis baquetones, elemento que también vemos en los pilares en los que descansan los arcos. El conjunto se remata con una sencilla cornisa y una cubierta de madera que cubre tres de los cuatro tramos. Es éste un pórtico que reinventaba y estilizaba el modelo de los pórticos meridionales del Duero, y que en el siglo XIX y aún en estos días, ha dado pie a todo tipo de propuestas que desde un marcado historicismo –que hoy está totalmente fuera de lugar– han tratado de suprimir total o parcialmente tan elegante arquería.

Con las citadas obras el templo quedaba prácticamente concluido y a partir de ahí las únicas obras importantes de reforma van a ser las de la sacristía y la culminación de la torre norte. El templo había andado el camino desde el románico al gótico y comenzaba una fase de reformas, que culminarán en los siglos XIX y XX con una serie de profundas restauraciones debidas a Andrés Hernández Callejo (fundamentalmente en la década de 1850) y a Enrique María Repullés y Vargas en los últimos 20 años del siglo XIX y los 20 primeros años del siguiente (entre ellos hay que situar a Vicente Miranda y Bayón, el Breve). Son restauraciones hechas desde el más riguroso historicismo, que alteraron por ello la lectura del edificio, cambiando muchos paramentos arquitectónicos y sustituyendo la torre meridional y la cornisa del mismo lado, elementos que sería mejor calificar como neo-románicos.
Hernández Callejo fue protagonista, casi único, de la arquitectura de Ávila entre 1848 y 1862. Un protagonista polifacético y de complicada personalidad. Profesionalmente, además de su innovadora función como restaurador, será arquitecto municipal de Ávila y honorario de Talavera de la Reina, arquitecto provincial de Ávila con múltiples obras en toda la provincia, escuelas, fuentes y puentes principalmente, y ejercerá privadamente su profesión. Entre sus actuaciones encontramos la continuación de los proyectos de Ventura Rodríguez y Cuervo para el Mercado Chico, alcantarillados, pavimentaciones, fuentes, escuelas, edificios de viviendas, plazas, puentes, ayuntamientos, restauraciones de todo tipo, expedientes de ruina, ordenanzas sobre edificación... Tras abandonar Ávila, en 1862 fue nombrado arquitecto provincial de Salamanca y en 1868 arquitecto director de la restauración de la catedral de León, cargo en el que apenas permaneció un año (sólo 4 meses efectivos) y en el que organizó un considerable revuelo, que le enfrentó con todo León.

Prácticamente toda la arquitectura de la época en la ciudad girará alrededor de su persona, sus proyectos, opiniones y decisiones. De su carácter fuerte, o mejor rudo, dan buena idea la documentación municipal relativa a los expedientes de ruina y normas estéticas, sus conflictos estéticos y económicos con el mismo Ayuntamiento y, señaladamente, con algunos de sus concejales. Existe un punto de contradicción en su pensamiento, que hay que situar en el ambiente académico del momento, que por un lado hace encendidas defensas de los monumentos artísticos y por otro propugna con múltiples denuncias de ruina la demolición de edificios antiguos. Venía esto a definir el concepto de conservación que existía en la época, donde la arquitectura no monumental quedaba al margen. Parece claro que Hernández Callejo tiene como modelo la arquitectura histórica y que la que no tiene ni sus proporciones, ni sus rasgos estilísticos, ni sus dimensiones o materiales, no es igualmente apreciada por él.
En cuanto a su trabajo en San Vicente, dos muy distintos aspectos deben valorarse en la publicación de la memoria de la restauración de la basílica: por un lado estamos ante el primer estudio histórico impreso sobre el templo y por otro se imprime la memoria de restauración del monumento, con valiosos datos sobre su estado y con someras indicaciones de carácter teórico. De la publicación interesa analizar el contenido y plantear el problema de su autoría.
Publicada en Madrid, en 1948, tiene el largo título de Memoria Histórico-Descriptiva / sobre / la Basílica de los Santos Mártires / Vicente, Sabina y Cristeta / en la / Ciudad de Ávila. / Pre - sentada / al Gobierno de S.M. con el proyecto de restauración de la nave colateral de la / derecha del mismo templo. Consta el trabajo de una dedicatoria y seis capítulos, de los cuales el primero es una introducción, los cuatro siguientes narran la historia del templo y lo describen, y el último sintetiza su evolución hasta llegar al análisis del estado del edificio y los problemas de su restauración. En la introducción hay dos aspectos a destacar: la cita de los trabajos de la Comisión Central de Monumentos y la referencia a las restauraciones de Saint-Denis, la poética de Nuestra Señora de París y tantos otros. En el último apartado, tras afirmar que ya se interesó por el templo en 1837, cuando empezó sus estudios, describe la ruina de la nave sur, con la tercera capilla sin bóveda, la cuarta en completa ruina y resentidas las inmediatas. El arquitecto, que dice ha levantado los planos de la planta, las cuatro fachadas y dos cortes, analiza el edificio y concluye –seguro de sus cálculos– que es la cubierta de la tribuna, el semicañón que él llama arbotante acertadamente, el culpable de la ruina, y redacta todo el proyecto encaminado a sustituir ese arbotante continuo por otra cubierta. La obra propuesta consistiría en desmontar el arbotante y la zona superior de las capillas laterales, y sus bóvedas, para volver a montarlo todo sin la cubierta (debió hacer otra de colgadizo, apoyada en una especie de arbotantes-fajones de ladrillo), montando un murete sobre el muro de la nave lateral para hacer la armadura de madera, elementales colgadizos que Repullés sustituirá por otros de hierro.
El problema de la autoría se ha presentado ante nosotros al conocer un escrito posterior, las Cartas al arquitecto D. Andrés Hernández Callejo. De ellas interesa aquí la de José Amador de los Ríos, que tras narrar las visitas que el joven arquitecto le hacía, contándole su proyecto para la basílica de Ávila, dice “Aconsejele que procurara ilustrarlo con una verdadera Memoria histórico descriptiva, donde no sólo diese á conocer el valor histórico y el mérito artístico de la basílica, sino también su estado y los medios que debían emplearse para llevar a feliz término la restauración, pues que los apuntes que me había presentado, por informales, inconexos y exiguos, no llenaban aquellos fines, y deseoso de ayudarle eficazmente, atrevime á trazarle el plan de la expresada memoria. Ensayó el joven sus fuerzas en aquel inusitado trabajo, mas hízolo en verdad tan desmañadamente y con tan poca fortuna, que bien se mostró luego no ser aquellas bastantes á darle cima. Una y muchas veces corregí lo hecho por mi amigo, explanele las ideas indicadas desde el principio, y repetile hasta la saciedad las observaciones capitales, en que se fundaba la clasificación arqueológica de la basílica y su reducción histórica: al cabo resolvime, para abreviar, á ejecutar yo mismo lo que para él se hacía cada vez más irrealizable, y la Memoria histórico-descriptiva de la Basílica de los Santos Mártires de Ávila llegó por fin á término y remate”.
Aún hecha al calor de la polémica sobre la restauración de León y por parte interesada (J. A. de los Ríos es uno de los firmantes del razonado informe académico que provocó la destitución de Hernández Callejo), la acusación es sumamente grave, y es difícil precisar hasta qué punto es cierta. Los capítulos 2.º, 3.º, 4.º, 5.º y parte del 6.º de la monografía, los que se dedican a describir sus edificios y narrar su historia, tienen como fuente documental principal un manuscrito, Memorias y privilegios de San Vicente, de Fernández Valencia, que también manejó Repullés. Las descripciones del edificio, a veces no muy claras, están hechas por alguien que lo conoce, por su restaurador. La clasificación estilística y terminología (que son las de la época) más parecen propias de un historiador del arte que de un arquitecto. En resumen que, mientras no aparezca documentación más concluyente, se podrá pensar que Hernández Callejo recogió los materiales y José Amador de los Ríos (que aparece citado dos veces en el texto) los organizó y dio la redacción definitiva.
Previa a la restauración, Hernández Callejo, hombre de gran facundia a decir de los tres autores de las cartas, inició una campaña de recogida de donativos para la restauración que se desarrolló, en 1851 en la Corte, Andalucía y Navarra, principalmente, llegando a reunir 200.000 reales. Callejo, que tras el derrumbe de una capilla meridional el 21 de febrero de 1848 acometió el estudio del edificio y levantó siete planos, pensaba que, no sólo debía de realizar la restauración, además estaba obligado a lanzar una campaña nacional, para ensalzar la basílica (y de paso su obra en ella). Ya con algunos de los fondos recogidos, empezaron las obras, que van a conocer tres épocas:
I Época. 1850-1853. Restaura la nave meridional y su pórtico.
II Época. 1856-1857. Arreglos en el interior.
III Época. 1859-1861. Restaura la torre sur.

En la primera época ya surgirán enfrentamientos entre el arquitecto y la Junta de Restauración, presidida por el gobernador civil, al imponer ésta el sistema de subastas y contratas para las obras. Es grande el alcance de la primera etapa, ya que viene a reconstruirse toda la fachada sur, cubiertas, pórtico y parte alta de la nave principal. Aquí p a rece ensayar Callejo el drástico sistema que luego utilizara en la nave sur de la catedral de León: desmontar y reconstruir sin contemplaciones. Particularmente importante es el trabajo en la escultura, que incluye las arquivoltas de todas las ventanas y la primera de la puerta, toda la imposta y toda la cornisa del muro lateral sur. El presupuesto incluye la sustitución de cientos de sillares, incluso en el muro de la nave central, por otros sacados de las canteras de La Colilla o labrados aprovechando los antiguos. De los dibujos del proyecto sólo conozco uno, sacado del Archivo General de la Administración, fechado el 25-IX-1852, marcado con el n.º 28. En él puede verse la alteración de la tribuna sur por parte de Hernández Callejo: se sube la altura de la cubierta sobre los antiguos vierteaguas, cegando en parte las ventanas de la nave central, y se oscurece la tribuna al desaparecer finalmente los lucernarios. 

En la segunda etapa, las obras que conozco se desarrollaron en la capilla mayor, reponiendo el pavimento y las escaleras, y además se reformó la tribuna del órgano, haciendo sus celosías y se compuso el tabernáculo del altar mayor.

En la tercera etapa, entre 1859-1861, la restauración se centró en la torre sur.
Hernández Callejo practicó en ella, una vez más, su expeditivo método de desmontar y reconstruir que ya fue duramente criticado por Gómez-Moreno: “Parece hoy toda nueva, más un grabado de 1842, anterior a toda restauración, prueba que la funesta habilidad del Sr. Callejo se cifró en remozarla toda y hacer nuevos los capiteles de su ventanería”, pero los antiguos quedaron almacenados, por fortuna, en la capilla de su base, desde donde pasaron unos al Museo Provincial (desde allí pasaron a la catedral cuando el claustro fue provisional sede del museo, luego unos creo que pasaron a la nueva sede del museo y otros quedaron en la catedral) y otros a la ermita del Humilladero, donde sirvieron de soportes a una mesa de altar. Este último año con algunos de ellos se ha realizado la nueva mesa de altar de la basílica.
Repullés y Vargas, el arquitecto que realizará la definitiva restauración del monumento, tiene elogiosas y amables palabras para la actuación de su predecesor: “En 1849, en que estando de Arquitecto de la ciudad el ilustrado D. Andrés Hernández Callejo, ya difunto, entusiasmado ante la belleza del monumento y por su brillante historia, acometió con gran fe y por puro amor al arte la restauración del insigne templo, que fuera durante toda su vida su constante preocupación. Movió los ánimos, inflamó el amor patrio, solicitó dádivas desde el Monarca hasta el pobre, dio conferencias, emprendió finalmente una especie de cruzada y peregrinación por los pueblos, pidiendo limosna para tan meritoria obra, y, aunque no en la medida de sus deseos, halló eco y recursos para restaurar la torre del Sur y levantar su segundo cuerpo y para hacer otras obras de consolidación muy importantes”.
A pesar de esta primera restauración, en San Vicente quedaban muchas obras por hacer. Declarado Monumento Histórico Artístico por R.O. del 26-VII-1882, con la correspondiente alegría municipal, tomarán nuevo impulso sus obras de restauración, encargadas ahora a Vicente Miranda y Bayón, que encontró los problemas de la basílica agravados por la construcción de una nueva carretera, que pasaba junto a su fachada septentrional. Su actuación la resume su sucesor, Repullés y Vargas: “Formuló varios proyectos parciales, construyendo el muro de contención por la parte del Norte y Occidente (1883) y comenzando la reparación de los ábsides, hasta Octubre de 1885, en que por motivos de salud pidió su traslado a Madrid”. Amable como siempre, olvida Repullés referirse a los dos aspectos más controvertidos del proyecto de Miranda: la desaparición del pórtico y la reforma de la puerta sur suprimiendo las esculturas y que la salida de Miranda de San Vicente fue cualquier cosa menos un traslado por motivos de salud.
Se conocen algunas imágenes en litografías, dibujos, e incluso fotografías que nos permiten conocer el aspecto exterior de San Vicente tras la intervención de Hernández Callejo y antes de la de Miranda. La fachada sur del monumento es el motivo de una lámina de Parcerisa fechable en 1865 y de una fotografía fechable en los primeros años de la década de 1880. Ambas reproducen un templo a medias de restaurar, con una gran ventana adintelada en el tramo recto del ábside de la epístola y con el transepto meridional y especialmente su hastial a medio de restaurar. La zona superior tiene todos los sillares repuestos y el resto, especialmente el zócalo tiene un estado lamentable. Las molduras están rozadísimas y los sillares dispuestos con una irregularidad que desaparecerá tras las restauraciones de Miranda y Repullés. Otra litografía de Parcerisa recoge las fachadas occidental y septentrional del templo. Ésta y la vista desde el noroeste de Street dejan ver una iglesia colgada sobre el terreno, arrancando directamente de la cimentación en la zona del transepto norte y rodeada de taludes mal dispuestos en la zona sur.
El proyecto general de Miranda tiene una memoria histórica inspirada en la de Callejo y pasa después a explicar sus propuestas respecto al pórtico, que indica “está lleno de sepulturas, y que aunque de buen estilo, no solamente desarmoniza con la iglesia, sino que cubre por decirlo así toda la fachada sur que es preciosa y que presentará un bello aspecto cuando esté desembarazada de los sepulcros y del pórtico”.
Sobre la puerta sur indica que “la han desfigurado al quererla ensanchar rozando sus jambas, quitando algunas columnas y adaptando allí de mala manera unas esculturas de época posterior”. Por lo tanto lo que va a pro poner es quitar las esculturas y rehacer una hipotética puerta ideal.

De los ábsides de la fachada sur indica que son de los más bellos del templo y que comienza la restauración por aquella zona por ello y por ser la única por la que no ha entrado la mano sacrílega de las malas restauraciones. Anota los desperfectos en los vuelos de cantería, las cornisas, canecillos, arquivoltas y capiteles e impostas y la existencia de ventanas toscamente agrandadas en forma cuadrada. Su propuesta, rígidamente historicista, aspira a actuar “de tal modo a ser posible, que el día que se termine no pueda distinguirse lo moderno de lo antiguo, condición que en nuestro concepto es la parte difícil pero indispensable en una buena restauración”.

Respecto a la desaparición del pórtico pronto se alzarán voces contra la propuesta. La más alta y clara será la de J. B. Lázaro: “...lo último que se me ocurriría sería derribarlo, aunque oculte una parte de la fachada, [...], me parece un despropósito (es decir, fuera de propósito) el tomarla con aquel pobre pórtico, [...], me parece más poético aquel brazo de granito que la iglesia tiende para cobijar a sus difuntos, que todas esas otras poesías que aquel Sr. Martín fantasea con su iglesia pulida, restaurada, limpia de aditamentos, tal como la concibió el primitivo arquitecto, cuyos huesos quizá se remuevan, profanando el día que se trate de derribar el pórtico, [...], defenderé que no se debe derribar más que lo que presente indudables señales de ruina inminente, el último remedio la piqueta, ése es mi lema...”. La Academia emitirá pronto, el 6-V-1884, un dictamen ordenando conservar la puerta en su estado primitivo, conservar el pórtico y los sepulcros del transepto. Aunque Vicente Miranda redactó un proyecto de acuerdo con ese dictamen, fue separado de la restauración cuando sólo había hecho el muro de contención y una primera restauración de los ábsides. Como se verá, Repullés comenzará a trabajar siguiendo sus pautas, pero tratando –con algo más de mano izquierda– de atemperar un cerrado historicismo que comenzaba a no estar de moda. Así intentará mantener parcialmente el pórtico y suprimirá toda la pintura de las estatuas de la puerta sur.
Enrique María Repullés y Vargas (1845-1922), fue hombre polifacético en el que se mezclaron las facetas de arquitecto, restaurador y escritor. Terminó la carrera en 1869, en la misma promoción que Álvarez Capra, Urioste, Adaro, Arbós, Lázaro y Rodríguez Ayuso. Desde 1896 es miembro de la Real Academia de Bellas Artes en la que fue secretario de la sección de arquitectura y secretario general perpetuo. Como arquitecto hizo múltiples casas en Madrid y edificios tan conocidos como la Bolsa de Madrid (1885-1893), muchos conventos para las adoratrices e iglesias madrileñas como las de Hortaleza, Santa Cristina, San Ginés y la Divina Pastora. También son obras suyas una basílica neogótica en Alba de Tormes (1898), el Ayuntamiento para Valladolid del mismo año y dentro de la pléyade de edificios Monterrey del momento, y una larga intervención en la Almudena de Madrid, desde 1905 hasta el año de su muerte, intervención que fundamentalmente se centró en la zona de la cripta. Como restaurador nos consta su labor en la catedral de Toledo, en las dos catedrales de Salamanca y en los Jerónimos de Madrid. Fue en Ávila donde él realizó la mayor parte de su obra como restaurador y las murallas primero, y luego Mosén Rubí, San Pedro, La Santa, Santo Tomás y San Vicente fueron los edificios abulenses que él restauró en mayor o menor medida. De esas restauraciones ya nos hemos ocupado en otro lugar y aquí sólo es preciso señalar que durante casi cuarenta años su más importante labor como restaurador se desarrolló en la muralla y en San Vicente. Escritor al que Cabello Lapiedra le atribuye “la facilidad de transmitir con la pluma sus pensamientos, manejando el idioma castellano con soltura y propiedad” y del que Navascués resalta la labor crítica de la arquitectura contemporánea, “que desde periódicos y revistas hizo a lo largo de su vida, contribuyendo así a fijar criterios y legándonos una interesantísima relación de datos”. Apuntan Cabellos y Navascués a dos cualidades que son imprescindibles en un buen ensayista: buen estilo y buena información. Cualidades que Repullés escritor derrama por artículos en prensa y revistas especializadas y por varios libros. Si bien referirme a sus valiosísimos e innumerables artículos es punto menos que imposible, no quisiéramos dejar de resaltar por su interés los que en formas de Necrológicas de los más ilustres arquitectos del momento ocupan los Boletines de los años en que fue académico de Bellas Artes (en la bibliografía adjunta incluimos todas las obras que de Repullés conocemos). De sus escritos (cuya relación ya hemos publicado), destacan:
– Disposición, construcción y mueblaje de las Escuelas Públicas de Instrucción. Sencillas normas que vinieron a sistematizar los problemas que planteaban las construcciones escolares, y marcaron la pauta de las escuelas de Alfonso XII. Álvarez Capra dice que en 1882 fue premiado este libro publicado cuatro años antes.
·       El obre ro en la Sociedad”. Un folleto que ve la luz en 1892, y tiene un doble interés, literario y sociológico. Su ideología que ante nuestros ojos resulta paternalista y en gran parte retrógrada (basta pensar en sus teorías sobre la propiedad o sobre las asociaciones de obre ros), está en los escritos de León XIII –entonces recientísimos– que en su época, y por el sólo hecho de producirse quizá sea progresiva También recoge los estatutos y diversa información sobre las varias sociedades de protección de obreros.
·       La casa-habitación moderna desde el punto de vista artístico”, 1896. Es su discurso de entrada en la Academia de Bellas Artes, y no deja de sorprender que el ya insigne escritor aborde en él un tema de “tan poca altura” si le comparamos con el de otros discursos de ingreso. El doble enfoque que Repullés plantea del tema, constructivo y sociológico, hace que junto con “El obrero en la Sociedad” sea vital para el conocimiento de la arquitectura española en su época.
Resta para finalizar esta rápida visión de sus publicaciones, citar las impecables, claras y razonadas monografías en que el laborioso escritor recogió los más importantes proyectos del activo arquitecto:
·       La restauración del templo de San Jerónimo el Real en Madrid. Escrita en 1883. Traza en ella el esquema que utilizará siempre: hace primero una aproximación estilística y un estudio histórico razonado, al que sigue una pormenorizada descripción del estado en que estaba el edificio y del alcance de las obras a realizar, acompañadas por una información gráfica inmejorable.
·       La nueva Bolsa de Madrid en 1894. La edición es una muy resumida versión de una mayor y con gran número de fotografías (Repullés fue casi un pionero de la fotografía arquitectónica) que hoy guardan en ejemplar único sus descendientes.
·       Proyecto de casa consistorial para Valladolid, de 1899. En él hace un estudio sobre cuáles deben ser las características y finalidad de una Casa Consistorial, logrando aunar en el proyecto la funcionalidad con la representatividad, siendo esta última la que justifica el aire salmantino del edificio.
·       Proyecto de la Basílica teresiana a Santa Teresa, en Alba de Tormes. A la aún inacabada basílica albense, dedica una de sus más acabadas monografías en 1900. Aparece el historiador riguroso, el arquitecto minucioso que justifica la elección del gótico como estilo arquitectónico. La nueva Catedral de Nª Sra. de la Almudena, en Madrid, en 1916. Escrita al encargarse de continuar las obras que iniciara el marqués de Cubas, está en la misma línea que la monografía anterior.

En 1894 publicó en Madrid su monografía La basílica de los Santos Mártires Vicente, Sabina y Cristeta en Ávila, que en 1997 publicamos en facsímil y que se inscribe en la serie citada de estudios publicados por él sobre sus obras y restauraciones. Formaba parte de la Biblioteca del “Resumen de Arquitectura”, dependiente de la revista homónima de la Sociedad Central de Arquitectos y estaba editada por Antero de Oteyza y Barinaga. De los ocho números publicados Repullés fue el autor de cuatro, coautor con Castellanos de uno más, y los otros fueron escritos por Lázaro, de los Ríos y por Pulido y Díaz. Divide su obra en tres apartados dedicados uno a una aproximación historiográfica al románico, el segundo a una historia de la basílica y el tercero a una minuciosa descripción del templo. Repullés prácticamente edita la memoria de la restauración de la basílica, ilustrada con la planta y secciones del proyecto, con las buenas fototipias del templo ya citadas (aunque están firmadas por Laurent es posible que el arquitecto, que era un buen fotógrafo, interviniese en su realización) y con magníficas ilustraciones debidas a D. Molina y a Manuel Sánchez Ramos (la mayor parte y las mejores son obra de este fenomenal artista abulense).
Desde el punto de vista de la historiografía artística se basa en las obras de Ponz, Llaguno, Viollet, Caveda, Durand y Martín Contreras, y los datos locales provienen básicamente del manuscrito de Fernández Valencia, del Episcopologio de Tello y Martínez, la memoria de restauración de Hernández Callejo, de Cuadrado y de Martín Carramalino. Estudia además detenida y parcialmente (no hay contradicción) la documentación parroquial y son de gran valor la detenida lectura que hace del monumento y el estado actual del templo en 1894, que puede deducirse del texto y de las fototipias.
Además de los datos cronológicos sobre la fábrica, múltiples veces repetidos desde entonces, da por primera vez una aceptable historia constructiva del templo en la que ya indica que el templo es románico, pero que está concluido en ojival (es sorprendente y difícilmente aceptable su teoría s o b re un templo anterior de una sola nave cubierto con un alfarje). Destaca la elegancia con la que se re f i e re a la muy discutible actuación de sus antecesores, Hernández Callejo y Miranda, aunque no puede evitar apostillar la actuación del primero en la torre sur diciendo que restauró, construyó y no acabó la citada torre.
Tangencialmente da noticias importantes sobre las pinturas de las portadas sur y oeste, sobre una puerta exterior de La Soterraña, sobre las claraboyas de la tribuna norte o sobre las cabezas de madera que se veían entre las ventanas altas de la nave central. El apéndice documental es tan útil como curioso y además de incluir el informe para la declaración de Monumento Nacional, piezas literarias varias y algunos documentos s o b re la historia del templo recoge algunos de los epitafios y una bibliografía en la que encontramos algunas de las obras ya citadas.
En noviembre de 1884, como arquitecto del Ministerio de Fomento, Repullés y Vargas se hace cargo de la reparación del templo, continuando las obras que en la cabecera y pórtico sur iniciara su antecesor, remozando por completo la puerta sur, la torre norte y el atrio, mientras que en el interior llevó a cabo un auténtico repaso general del que no se salvó rincón alguno, renovando algunas impostas, construyendo los zócalos de las naves y pilares y cambiando en la nave norte no sólo el cañón que cubría la tribuna, también cuatro de las seis bóvedas de aristas de la misma nave que previamente destruyó. Como se verá una restauración plagada de aciertos y fallos (habría que añadir, que contribuyó al pulido general que destrozó las marcas de cantería del edificio, pero que a instancias de la Academia salvó los sepulcros góticos del exterior que parece ser molestaban a Miranda), una restauración que únicamente podemos aceptar si al juzgarla tenemos presente las modas arquitectónicas de su tiempo, considerando como mérito fundamental el que gracias a su labor y a la de sus antecesores la basílica, aunque muy “retocada”, continua en pie, y que el mimo con que están trazados los extraordinarios dibujos de sus muchos proyectos sobre San Vicente manifiesta bien a las claras un interés tal, que a la fuerza debe ser considerado como atenuante.
De la larga restauración de Repullés se guarda la documentación en el Archivo General de la Administración, de Alcalá de Henares, en el Museo Provincial de Ávila donde hay una magnífica colección de planos dispersos, algunos montados en bastidores y entelados, y en el Archivo Diocesano de Ávila, donde han ido a parar todos los fondos que consulté en el Archivo de San Vicente. Sobre el parecer de la Academia y sus informes hay que ver en el Archivo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando las Actas de la Sección de Arquitectura de 20 y 28-I-1886, 31-III-1886 y 17-IV-1889.
El carácter marcadamente violetiano de la intervención de Repullés queda claramente de manifiesto en la memoria que acompaña al proyecto de restauración de las naves y la fachada norte. Allí Repullés utiliza lo mejor de su retórica para hacer coincidir sus propuestas de un historicismo militante con los dictámenes de la Academia (recuérdese que la Corporación se había opuesto al marcado historicismo de Miranda y a su propósito de derribar al pórtico sur y rehacer la puerta de igual lado). El largo texto que transcribo es toda una proclama de los seguidores de Viollet, en el que indica que ha realizado el proyecto “atendiendo criterio de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando”. Este criterio según se desprende de los informes de aquella ilustre Corporación es siempre el de conservar a todo trance las fábricas antiguas, con su sabor y carácter artístico, haciendo solamente en ellas las reparaciones necesarias para consolidar y asegurar su duración para mayor gloria del arte y la enseñanza de las generaciones venideras.
Pero, tal criterio, que representa un deseo muy laudable, sin duda alguna tiene en mi concepto un límite que la misma Academia reconoce cuando en muchas ocasiones fía al tacto y prudencia del restaurador la manera de efectuar la restauración aunque sin olvidar aquel empeño.
Desde el punto de vista arquitectónico en todo monumento artístico hay que considerar dos cosas: la antigüedad y la forma.
Ambas constituyen su mérito cuando coexisten pero es evidente que la forma es la más importante pues sin ella no habría monumento, sino ruinas informes que nada enseñarían: si pues, enseñanza se busca, es la forma la que debe conservarse, aun cuando para ello fuera necesario sacrificar la antigüedad.
Éste es el objeto de toda restauración, y las dificultades surgen al procurar conservar ambas cualidades, hasta el punto de tener en ocasiones que decidirse por una de las dos.
Porque en efecto, si, por ejemplo, en un edificio antiguo se halla un trozo de imposta, un capitel, un canecillo, un blasón heráldico u otro detalle importante en piedra deleznable cuya alteración es llegada a tal punto que por momentos se destruye, pero permanecen aún en ellos líneas y contornos, trozos modelados que permiten su reconstrucción, ¿habrá de dejarse que acabe de destruirse dejándonos por herencia una piedra informe muy antigua, ciertamente, pero que nada nos enseña? o por el contrario ¿deberemos copiarla y reconstruirla por lo que de ella percibimos y tan exactamente que hasta contenga las incorrecciones primitivas, para sustituirla a la desmoronada y conservar la forma? Para mí no es dudosa la respuesta.
Pero no es esto sólo; tratándose de un edificio hay que atender muy principalmente a su estabilidad; y, como generalmente en los antiguos ésta se ha ido modificando por las causas naturales y a veces por defectos constructivos, como dicha estabilidad, aun conservada durante siglos, no es eterna y, las causas que la modifican son constantes aumentando sus efectos con rapidez creciente, al disminuir la resistencia de los materiales y fábricas deteriorados por ellas mismas, necesario es atajar el mal sustituyendo materiales y fábricas y corrigiendo los defectos en lo posible, aunque siempre sin alterar la forma”.
Recibe Repullés el encargo de restaurar San Vicente, cuando aún está latente la polémica desatada por las propuestas de Vicente Miranda. El nuevo restaurador tratará de atender a las directrices de la Academia, pero en todo momento intentará forzar la opinión de la Corporación hacia su modo violetiano de restaurar. Así cuando tenga que completar el proyecto de Miranda para el pórtico “intentará reducirle a tres series de tres arcadas, número más armónico en arquitectura que el de cuatro que ahora tiene”. El razonamiento es ciertamente singular, pero la Academia insistirá en que el pórtico se rehaga, tal y como estaba y el arquitecto cumplirá la orden académica.
En la portada sur también intentará seguir la huella de Miranda, y dado que no estaban los ánimos para suprimir las estatuas de la misma, indica que al menos “se limpiarán de la pintura de que están embadurnadas, pues si bien esto es un agregado que pudiera representar un capítulo de su historia, es un capítulo lamentable...”. Ciertamente el restaurador Repullés está constantemente anhelando aquel San Vicente ideal que soñaron su primer arquitecto y Viollet. Las fotografías del estado anterior sirven para conocer cómo eran las basas góticas que se habían incorporado a las columnas, también sirven –permítaseme esta figura literaria– para ver al restaurador soñando la desaparición de las estatuas del derrame de la portada.

Paralelamente a la restauración del pórtico se acometerá la restauración de la parte superior de la fachada sur y tras desmontarla se vio que los sillares estaban separados de la mampostería. La cornisa se desmontó toda y lo tallado fue fiel y exactamente copiado por Tarragó, del que Repullés dice trabajaba en “términos que se confunde la obra que sale de su taller con las antiguas”. Era operación que sorprendió a Gómez-Moreno, que se negaba a creer tal osadía. Pero el texto no admite duda, y menos duda admiten la serie de fotografías de Isidro de Benito que ya publicamos y en las que el escultor y sus operarios muestran las figuras, arquitos, florones y otros motivos vegetales recién tallados y dispuestos para formar una nueva cornisa.
En la cabecera en la que ya Miranda había reformado huecos y cambiado algunos sillares, uniformará los huecos de las ventanas de La Soterraña. En las ventanas de la cripta seguirá minuciosamente el proyecto de Miranda, e incluso hizo suya la propuesta de cerrar las mismas con rejas similares a las existentes. Además reconstruirá las cornisas, impostas y zócalo, y sustituirá los pocos sillares que no habían cambiado sus antecesores.
Las litografías de Parcerisa y las fotografías anteriores y posteriores a la restauración de Miranda sirven para ver el carácter de la restauración de Repullés. La imagen con los ábsides rodeados de andamios parece anticipar el frío y pulido resultado final de la operación de Repullés.
Quizá sea en la zona del brazo meridional del transepto donde mejor puedan apreciarse las características de su operación de sustitución de prácticamente todos los sillares del templo. Una fotografía, que debe fecharse hacia 1885, recoge los ábsides totalmente rozados, y los muros del crucero con tres tipos de paramento. El superior totalmente reconstruido ya por Hernández Callejo, la zona media rozada y con algunos sillares perdidos y el zócalo burdamente enfoscado. Repullés seguirá aquí un sistema de restauración idéntico al de Callejo: desmontar y reconstruir hasta alcanzar un estado ideal.

En la fachada norte desmontará el piso añadido sobre la sacristía, dejando libre la ventana de la nave y quitando el contrafuerte que ciega una ventana lateral. Para ello tendrá que reforzar la cubierta de la tribuna, con una solución parecida a la que había realizado Hernández Callejo en su restauración del lado norte de la basílica (Repullés reformará también la cubierta de la tribuna norte disponiendo una nueva armadura con viguetas de hierro). Igualmente sustituyó todos los sillares precisos y aún más, como hace en toda la iglesia. Unas secciones transversales fechadas el 31 de mayo de 1889, muestran el estado de las cubiertas de las tribunas y la propuesta realizada por Repullés que desmontó los arquillos de ladrillo de la tribuna norte (aún son visibles los restos de su presencia en los contrafuertes del triforio) y también el arco que a modo de arbotante formaba la cubierta de la tribuna, trazando uno nuevo a imitación del inventado por su antecesor en la tribuna sur.
El 21 de diciembre de 1885 se firma el proyecto de crucero y sacristía, que incluía desmontar en el imafronte toda le ventana que no tiene arquivoltas, ni imposta, ni vierteaguas y que tiene parte de sillería desprendida. Todo se hizo como debía ser.
El 20 de enero de 1888 firmará el proyecto de restauración de la fachada norte de la nave central, relacionable con el de restauración de las naves laterales y con el de restauración general del interior del templo, en el se incluye los magníficos dibujos de apeos y andamiajes fechables el 31 de mayo de 1889. En el interior Repullés va a reconstruir los pilares del edificio y especialmente los zócalos, procediendo a sustituir todo sillar mínimamente deteriorado, y a raspar todos los demás sillares del edificio en una durísima operación que se llevó por delante todos los restos de labra medieval y todas las marcas de cantería de San Vicente. Únicamente en el interior de la capilla mayor, a la que los restauradores no llegaron y a la que pertenecen los capiteles situados tras el retablo mayor, en los interiores de las torres, escaleras y tribunas pueden verse restos de la piel medieval del templo, apreciarse las marcas de cantería, palparse la pátina que los constructores y el tiempo habían dejado en tan venerables muros y que la restauración se llevó por delante. La comparación entre estos capiteles escondidos tras el retablo mayor y los de las naves del templo es suficientemente explicativa: Aún más clara queda la fortísima actuación de Repullés cuando se ven las columnas y capiteles del triforio, despellejados en la faz que da a la nave y delicadamente labrados en la faz que da al triforio, la no restaurada. El templo sufrió una operación de cirugía estética desmesurada, un lifting total como se dice ahora. Esos muros con los sillares tersos e inmaculados producen una sensación de ridículo similar a la que producen aquellas personas que estirándose la piel tratan de ocultar la antigüedad que su contextura y andares manifiestan claramente. La historia deja sus huellas, sobre los hombres y sobre las cosas, una huella venerable que no se puede ocultar con maquillajes. Tal fase de la restauración exteriormente supuso el desmontar el contrafuerte que, según se ve en las antiguas fotografías cegaba el exterior de la segunda ventana de la nave lateral y el desmontar y volver a montar toda la cornisa, de la que faltaba el tercer entrepaño. Repullés indica, creo que dolorido, que opta por conservar todas las cornisas, ya que advierte que también en estas restauraciones deben conservarse todas aquellas posteriores que, sin menoscabar el mérito del edificio no comprometan la estabilidad, constituyen páginas de la historia, siendo éste el deseo y propósito de la Real Academia.
Entre 1902 y 1903 efectuará la restauración de la torre norte, que según él está en deplorable estado en cuanto revestimiento de piedras, pero sin que afortunadamente ofrezca por ahora temores de falta de estabilidad. Restaurará los dos primeros cuerpos, sin tratar del tercero que deja para otra ocasión, ya que ha de relacionarse con lo que deba de hacerse en la otra torre. El sistema es el ya definido, sustituir todas las piedras descompuestas y respecto a todas las tallas que sea preciso hacer nuevamente se copiarán exactamente por puntos los dibujos existentes, sujetándose a ellos no solamente en el trazado, también en la manera de hacer. También hizo un zócalo con tres hiladas de sillería de granito, similares a las del resto del edificio.
La última obra de Repullés en la basílica de San Vicente es la realizada en la escalera de La Soterraña en 1920. Indica que se hace toda nueva, desmontando lo que hoy existe y haciendo nuevos todos los pasos pues ninguno puede aprovecharse. Éstos serán en el mismo número que hay en la actualidad para conservar una tradición (se refiere a la recogida en su monografía que iguala el número de escalones con el de versos de una oración popular a la Virgen).
Valorar hoy la restauración de Repullés en “su basílica”, exige reconocer el papel que V. Miranda jugó previamente, advirtiendo que fue él quien marcó la pauta de muchos de los trabajos de Repullés, y exige situar al restaurador en su época.
Navascués ha precisado la figura de Repullés, marcando las influencias que debe a Aníbal Álvarez y al marqués de Cubas y situándole en su promoción de la Escuela de Arquitectura, junto a Lázaro Capra, Juan Bautista Lázaro, Fernando Arbós y Rodríguez Ayuso, protagonistas todos ellos del historicismo neomedievalista, y hay que añadir que Repullés seguirá al pie de la letra las teorías restauradoras de Viollet le Duc, y por ello siguió el camino de Hernández Callejo, reconstruyendo buena parte del templo y remozando el resto. Tras su obra, precisar lo que es medieval y lo que es del siglo XIX, sin conocer los datos documentales, es aventurado en muchos casos.
Tras las restauraciones de Callejo, Miranda y Repullés, el templo permanecerá largos años sin conocer profundas intervenciones, ya que la constante y minuciosa actuación sobre su fábrica permitió solucionar, al menos, los problemas constructivos del templo. Hoy, cuando más o menos han pasado cien años desde las restauraciones, los sillares pulidos que los restauradores dejaron en el exterior del edificio están empezando a deteriorarse, y todo parece apuntar a la necesidad de una pronta restauración de la restauración. La polémica, la disputa, sobre qué criterios seguir para restaurar tanto historicismo violetiano, promete ser ardua.
Tras Repullés, San Vicente conoció tres reparaciones parciales y una general. Las primeras en modo alguno pueden considerarse restauraciones y la última fue una cuidada revisión general del edificio.
1929. Moya Lledó. Pavimentación y reja de cerramiento.
1953. Arenillas Álvarez. Arreglo de cubiertas
1955. Arenillas Álvarez. Capilla Soterraña 1980. Fernández Suárez. Obras generales.
En los últimos años, propiciadas por la iglesia a través de su Consejo de Fábrica, y dirigidas por Pedro Feduchi se ha iniciado una nueva campaña de restauración en San Vicente, en cuyo debe hay que situar los estudios del edificio y sus excavaciones arqueológicas, el abordar una razonable iluminación, y el esbozar un plan general de actuaciones que por ahora ha afectado a las tribunas y torres, en una actuación condicionada por su uso museístico y en la que no debemos dejar de señalar que para nosotros son negativos el llamativo cerramiento de los triforios con empalizadas de madera, la drástica reordenación de forjados de la torre norte y los cambios de accesos en la sur, donde la escalera que estaba casi adosada al muro ciego norte se ha trasladado al muro este y ahora son metálicas, con lo que es mucho más difícil ver la cornisa sur, y donde se han cerrado los huecos con unas grandes lunas “practicables”, que en la práctica han resultado impracticables y por ello están llenas de suciedad. Sobre el diseño de las escaleras metálicas debe constar que no es nada novedoso y resulta inadecuado y peligroso.

 

 



 

 

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