Románico y mudéjar en las tierras de
Ávila
Románico
Si el románico es en Soria o Segovia,
territorios de repoblación, estilo que se encuentra tanto en las ciudades como
en los pueblos, en Salamanca y aún más en Ávila pasa a ser un estilo
representado especialmente en los mayores núcleos urbanos y el mudéjar es el
arte que construye la mayor parte de los templos y edificios en las pequeñas
poblaciones de cada obispado.
El románico deja en las tierras de Ávila
contadas muestras que en su mayor parte se sitúan en la capital: una veintena
larga de templos de los que aún son románicos en parte doce más la catedral, y
dos interesantes edificios civiles, el episcopio y el fenomenal conjunto de sus
murallas. Fuera de la ciudad no hay casi edificios románicos: el pórtico de San
Martín de Arévalo y otros restos románicos recientemente aparecidos en ese
templo, una escultura que hoy está en San Juan de Arévalo, la cabecera de Espinosa
de los Caballeros, sendas portadas en Bernuy-Salinero y Mediana de Voltoya que
creemos se citan aquí por primera vez, la rosca de un arco en el cementerio de
Berrocalejo de Aragona, unas arquivoltas de Mironcillo, mínimos restos en
Mancera. La lista puede completarse con algunas tallas, generalmente
tardorrománicas y con una tabla representando a San Pablo del museo
catedralicio, proveniente del desaparecido retablo de San Vicente, y las
pinturas del ábside de Santa María de Arévalo. Esta ausencia de románico en la
actual provincia de Ávila se debe a que el estilo en la zona norte fue
sustituido por el mudéjar, más adecuado a los materiales allí existentes y a la
mano de obra de la Tierra de Arévalo y La Moraña y a que en la zona sur la
repoblación fue más tardía, se realizó en años en los que el estilo imperante
ya era el gótico. Incluso algunos templos que fueron románicos de la ciudad
trocaron, total o parcialmente, sus fábricas por otras góticas, y el mismo
camino siguieron en el siglo XVI las casas de los repobladores.
No existen en el obispado de Ávila en los
primeros momentos de la repoblación grandes monasterios medievales que sean los
encargados de difundir las nuevas formas. Como veremos los cuatro existentes ya
son posteriores. Del monasterio femenino cisterciense de San Clemente nada
queda y por ello no puede precisarse el papel que el edificio desempeñaría en
la segunda etapa de la arquitectura catedralicia y en la última de San Pedro.
El de premostratenses de Sancti Spíritus ya es del XIII y los monasterios de Burgohondo
y la Lugareja son de fines del XII y no parecen haber desempeñado ningún papel
importante en la difusión de las formas artísticas románicas.
La tradicional visión del románico abulense
insiste en el carácter fronterizo, tardío y desornamentado y del estilo en la
ciudad. Es una visión que parte parcialmente de Gómez-Moreno y que con matices
ha sido aceptada por quienes tras él se ocuparon del estilo en Ávila, y que en
parte conlleva a atribuir una aparente uniformidad y un carácter repetitivo del
románico abulense, pero ambas características deben ser matizadas ya que en lo
arquitectónico las murallas y –al menos– San Vicente, la catedral y San Pedro y
en lo escultórico la constatación de la existencia de una larga serie de
talleres, indican la local variedad y riqueza de soluciones de un estilo que
llega a Ávila ya cerrado y en un momento casi epigonal, mezclándose aquí pronto
con las formas nuevas de un gótico naciente. Conocemos una relación de carácter
fiscal, la carta del cardenal Gil Torres al cabildo en la que se establece la
nómina de las iglesias existentes en 1250. El documento, que se guarda en el
archivo de la catedral de Ávila y que ha sido publicado por Julio González y
por Ángel Barrios, establece los diecinueve templos que entonces existían en
Ávila, templos a los que hemos de suponer fábrica románica y de los que el
redactor nos indica los morabetinos que pagaba cada uno, dato que nos da una
pista para comprender la importancia de la parroquia y del templo:
·
San
Vicente pagaba como cien y en aquellas fechas debía estar ya construido en lo
esencial.
·
San
Juan pagaba como setenta. El templo que ha llegado hasta nosotros es del XVI.
Se suele considerar que por su emplazamiento en el antiguo fórum ocupa el lugar
del templo romano de la ciudad. En su corral, quizá un pórtico, se celebraron
las reuniones del concejo hasta el siglo XVI, cuando se construye el
Ayuntamiento y se derriba el templo románico y se levanta el nuevo, ya gótico y
con cabecera de la segunda mitad del XVI, con trazas de Pedro de Tolosa.
·
Santiago
pagaba como ochenta. El templo actual es de finales del XV y principios del XVI
y tiene en sus muros abundantes sillares románicos reutilizados. La torre, que
se cayó en 1803 fue inmediatamente reconstruida por fray Cristóbal de Te j a d
a (1806), levantándose sobre la antigua y con sillares románicos.
·
San
Nicolás que pagaba como sesenta.
·
Santa
Cruz, que pagaba como veinte, y consta tenía lábaro. Había sido reedificada en
la segunda mitad de siglo XVI, desapareció en 1769. Estaba al sur de Santiago,
en una calle que aún conserva su nombre.
·
San
Pelayo que no tenía que pagar nada y que luego cambió de advocación por la de
San Isidoro. Es la iglesia que hoy está en El Retiro madrileño.
·
San
Esteban que pagaba como dieciséis.
·
San
Sebastián que pagaba como doce y que se dedicó a San Segundo en el siglo XVI,
cuando fueron descubiertos allí los supuestos restos del primer obispo de
Ávila.
·
San
Martín que sólo pagaba cuatro y fue reformada en el XIV, en los primeros años
del XVI y en el XVIII, conserva de su fábrica románica el lábaro y parte del
tramo recto de su cabecera descubierto en una reciente restauración. Además en
los muros del templo y especialmente en su camarín quedan sillares románicos
reutilizados.
·
San
Andrés que pagaba como diez.
·
San
Gil que únicamente pagaba uno. En su solar se establecieron primero los
jesuitas y luego los jerónimos. Tras la desamortización comenzó la consabida
ruina del monumento, del que hoy apenas quedan las portadas (una montada en el
suelo) y la espadaña.
·
Santa
Trinidad también pagaba como uno. Fernández Valencia dice de ella que fue
fundada en 1254 y que su edificio “muestra más antigüedad según la opinión
general de los vecinos de esta ciudad”. Fue demolido en 1837 para con sus
materiales fortificar la muralla ante la amenaza carlista.
·
San
Silvestre que paga como treinta, para Fernández Valencia tenía lábaro, una
capilla mayor y dos laterales. Era lugar de enterramiento de los nobles y luego
pasó a ser convento de carmelitas calzados en1378 y la parroquia se unió a
Santo Domingo. Tras la desamortización pasó a cárcel y recientemente se ha
convertido en sede del Archivo Provincial. Cuando se demolió la cárcel apareció
un muro con sillares de labra y material románico que fue desmontado.
·
San
Cebrián pagaba como cero. Sabemos que en 1258 ya no era parroquia, que estaba
en obras a mediados del siglo X V y debió de desaparecer antes del X I X. No
consta su ubicación.
·
San
Román también pagaba como cero; consta que en 1258 ya no era parroquia, que en
1580 fue vendida por Gaspar Daza y en 1803 aún hay noticias de su fuente y
pilón. Estaba al cabo de la plaza de la Feria.
·
San
Pedro pagaba ciento veinte. – Santo Tomé pagaba treinta.
·
Santo
Domingo también pagaba como treinta, fue muy reformada en el siglo XVI y
desapareció tras la última guerra civil, para con su solar ampliar el picadero
de la Academia de Intendencia. Sus restos fueron posteriormente utilizados para
construir la iglesia del Inmaculado Corazón de María y algunos otros edificios
de la capital.
·
San
Bartolomé que pagaba como dos y que es el actual templo de Santa María de la
Cabeza.
A ellas hay que unir los monasterios de La
Antigua, San Clemente (fundado antes de 1148) y Sancti Spiritus, el hospital de
La Magdalena, y las ermitas de San Miguel de la que conocemos un documento de
1278, que estaba en la plaza de su nombre, tenía delante una plazuela, había
sido reedificada en 1703 y fue derruida en 1860, San Leonardo y San Lázaro, que
ya existía en 1146 y se reproduce en el dibujo de Ávila de Wyngaerde, antes de
su reforma en el siglo XVII. Con la catedral el total es de 27 templos románicos
en la ciudad. Como ya hemos indicado algunos luego trocaron sus fábricas en
góticas, otros cambiaron de uso, pasando a ser iglesias conventuales, y
desaparecieron simplemente otros.
Los que conservan su fábrica románica permiten
aventurar una tipología de iglesia de una a tres naves, con ábsides en función
de las naves, con una sola torre salvo en el caso de San Vicente y la catedral
y con tres puertas que en muchos casos, siguiendo el modelo establecido aquí en
San Vicente a mediados del siglo XII, se abrían en paños salientes de los muros
que les daban una mayor prestancia.
Con un pequeño zócalo de granito, los muros
constan de un núcleo de mampostería entre sillares de piedra, granito ocre
generalmente, que se disponen con un aparejo pseudoisódomo, y en los que se
aprecian las marcas de cantería de modo desigual, ya que unas han desaparecido
por la erosión y otras por las reparaciones y restauraciones. Este granito ocre
es, también en Ávila, señal del románico. En los zócalos de torres, ábsides y
muros románicos, en algunos casos como resultado de reparaciones, ya se había
empleado el granito gris que comenzó a ser el material único en la catedral y
luego en los ábsides de San Bartolomé y en Sancti Spiritus, pasando este
granito gris a ser el distintivo del gótico abulense.
En los muros, las ventanas y puertas se abrían
mediante arcos de medio punto decrecientes que forman un abocinamiento y
descansan sobre columnas y jambas dispuestas en el derrame, o a veces
directamente en el muro. En los capiteles de esas columnas, ya con el collarino
unido a ellas, se desarrollará un programa iconográfico en el que lo
naturalista y lo catequético se mezclan a partes iguales. Los ábacos, de gran
altura, suelen decorarse también y normalmente se van a prolongar fuera de los
capiteles en impostas que siguen el derrame de los huecos y sobre las que
descansan las arquivoltas o arcos decrecientes de esas puertas y ventanas y que
luego articulan los muros.
Una variante de las ventanas serán los arcos
ciegos o arquerías murales, que con un valor meramente decorativo recorren
parte de las cabeceras de San Vicente, San Pedro, San Andrés y San Isidoro.
En el alzado general se destacan las diversas
alturas de cada una de las naves y ábsides. Más altas lógicamente las centrales
que las laterales, se iluminan ambas por ventanas como las descritas, que en el
caso de las de la nave mayor se disponen sobre las laterales.
Los pilares son cruciformes, con semicolumnas
adosadas y soportan arcos doblados de medio punto que hacen de formeros y
perpiaños o fajones, y que no tienen decoración en sus dovelas. Apoyan los
arcos del templo en estos pilares y en semicolumnas adosadas a las responsiones
de los muros. Contrafuertes de sección rectangular manifiestan al exterior los
empujes de los fajones.
Íntimamente unida a los edificios se va a
desarrollar toda una decoración escultórica centrada en capiteles, ábacos,
impostas y arquivoltas. Hay también una estatuaria, cada vez más exenta, que se
caracteriza formalmente por estar estrechamente relacionada con el edificio, e
ideológicamente por tener esa finalidad catequética ya aludida.
Ciñéndonos a las iglesias que han llegado hasta
nosotros o de las que conocemos su estructura, sabemos que, salvo San Esteban y
San Isidoro, todas son de tres naves y que dos de ellas, San Pedro y San
Vicente tienen un crucero muy marcado. Tenían triple ábside San Vicente, San
Pedro, San Andrés, San Segundo, Santo Tomé, Santa María de la Cabeza y la
desaparecida San Silvestre. Los ábsides laterales de San Andrés son muy
desiguales. San Segundo tenía la cabecera desviada del eje y Santo Tomé ha
perdido totalmente uno de sus ábsides. San Esteban, San Isidoro, San Nicolás,
San Martín, La Magdalena y quizá Santo Domingo tenían un solo ábside, de la
misma profundidad que el central de San Andrés los conservados.
Arquitectónicamente se cubren todos ellos con bóveda de horno en el tramo curvo
y de medio cañón en el tramo recto.
Todas tienen sus capiteles labrados con mayor o menor riqueza, y su
repertorio decorativo es vegetal y animalístico preferentemente, existiendo
algunos –pocos– capiteles historiados.
Salvando impostas y arquivoltas solo aparecerá
una escultura monumental de cierta importancia en San Vicente, y la cabecera de
la catedral, más San Juan de Arévalo. Al exterior estos ábsides marcan todos
ellos con codillos el paso del tramo recto al tramo curvo, pero en el caso del
ábside central de San Vicente, éstos son pequeños machones. Sólo en el exterior
del tramo recto del ábside central de San Andrés hay arquerías decorativas. En
el tramo curvo hay ventanas románicas en San Andrés, San Vicente, San Pedro,
San Isidoro y San Segundo. Tienen todos los arcos decrecientes de lisas
dovelas, que descansan en el interior sobre los capiteles de dos columnas y el
exterior en el mismo muro. Salvo en San Andrés impostas taqueadas bordean este
último arco. Tres series de impostas, con rosetas de cuatro pétalos en círculos
entrelazados, taqueados y baquetas decoran el exterior de estos ábsides,
dispuestas unas sobre las ventanas, otras bajo ellas y las últimas como
continuación de los ábacos de los capiteles. En estas iglesias con ventanas en
los ábsides y en la de San Esteban, dos semicolumnas recorren los ábsides
terminando en capiteles que junto con canes, decorados con figuras y
modillones, sujetan el alero.
En el interior repiten los ábsides la
organización de ventanas e impostas que vimos al exterior, y se cubren con
bóvedas de horno en el tramo curvo, y en el tramo recto de medio cañón s o b re
arcos fajón y toral, que apoyan unas veces en semicolumnas y otras sobre
ménsulas.
Las cubiertas serán de medio cañón y horno en
los ábsides, y de medio cañón en las naves y en los brazos del crucero, y
estarán ceñidas por arcos fajones. En las naves laterales pueden aparecer
bóvedas de arista con ligera plementería (San Vicente –reconstruidas– y San
Pedro). En la mayor parte de las iglesias las naves tenían cubiertas lignarias,
que si bien eran más ligeras y baratas, eran menos resistentes y que sin duda
recogen influencias del mundo mudéjar.
Un elemento característico del románico
abulense son las portadas salientes que derivan de las laterales de San
Vicente. Allí la portada se estructura entre los dos contrafuertes y organizan
sus abocinadas arquivoltas alternando en sus roscas, baquetones que descansan
en columnas y rosetas en aros que apoyan en los esquinales. Este modelo pasará
al resto de los templos, donde, aun cuando no existan contrafuertes, la portada
se dispondrá en un cuerpo saliente de los muros que servirá para dar una mayor
profundidad a la entrada. En San Andrés y San Isidoro las dos arquivoltas del
centro descansan sobre columnas y las de los extremos sobre jambas. En San
Vicente y San Segundo se alternan jambas y columnas, y en San Pedro son tres
las arquivoltas centrales que descansan sobre columnas. Los templos últimos,
como Santo Tomé y Santo Domingo, vuelven a la solución de San Andrés, pero
introducen entre sus arquivoltas unas más pequeñas que apoyan sobre los
esquinales de las jambas y ambos templos tienen una arquivolta con triple
baquetón que hermana sus canterías.
Las arquivoltas se decoran con baquetones y con
rosetas en círculos de variado número de pétalos, y se protegen con una imposta
taqueada que bordea el último arco. En San Andrés y en San Isidoro serán tres
los arcos con rosetas, y uno –el segundo desde el interior– se decorará con
baquetón. En San Vicente y en San Segundo alternan baquetones y rosetas, al
igual que en la puerta norte de San Pedro y luego en la oeste. En la puerta sur
de esta parroquia todos los arcos se decoran con baquetones. En las últimas
iglesias los baquetones llegarán a disponerse –ya se ha dicho– tres en un solo
arco, y entrelazados y taqueados decorarán las arquivoltas. Los ábacos de los
capiteles de estas puertas se decoran con rosetas de cuatro pétalos, palmetas,
lacerías y hojas de yedra (estas últimas en San Nicolás y en Santo Domingo).
Las únicas arquivoltas que escapan al esquema apuntado son una con zigzag en la
portada norte de San Pedro y otra con figuras de disposición radial en la
portada de Santo Tomé y las portadas de La Antigua y San Nicolás que tienen
rollos.
Todas estas iglesias, aquí definidas como
románicas, conocieron retrasos en sus fábricas o profundas reformas que
generalmente afectaron a sus naves, y ya hemos visto que únicamente pueden
definirse como románicos los cañones que cubren los cruceros de San Vicente y
San Pedro (éste algo apuntado), siendo muy distintos los sistemas de
cerramiento de las naves de todos estos templos.
San Vicente y San Pedro tendrán una cubierta en
su nave central de aristones, que ya es de los inicios del gótico y en las
naves laterales se cubrirán con bóvedas de aristas (en San Pedro reforzadas por
nervaduras). El resto de las iglesias reciben en distintas épocas cubiertas de
madera de par y tirantes en la central y de colgadizo en las laterales, que han
sido múltiples veces reparadas. En el grupo de iglesias de tres naves hay que
señalar que San Andrés, aunque tiene pilares cruciformes y formeros, nunca
volteó ni sus fajones ni sus bóvedas, como indican la falta de contrafuerte y
contrarrestos y alguno de los huecos de sus ventanas; y que Santo Tomé, San
Segundo y Santo Domingo vieron sus naves profundamente transformadas en el
siglo XVI, cuando sustituyeron sus formeros románicos por otros más amplios,
que les dieron un aspecto de iglesia salón. Lo mismo ocurre en el XVII e n San
Nicolás. Dado que en los muros de ninguno de estos templos, ni en los de tres
ni en los de una nave, aparece contrafuerte alguno, se puede concluir que,
salvo los dos templos mayores, todos los demás que han llegado hasta nosotros
(incluido Santo Domingo) recibieron cubiertas de madera.
Únicamente San Andrés, San Nicolás, San Pedro,
la catedral y San Vicente y quizá Santo Domingo, tienen torres que en alguna
manera se relacionan con el románico. Sus estructuras, fechas de construcción y
ubicación en el templo son tan dispares que nos hacen desistir de estudiarlas
unitariamente, de ellas nos ocuparemos al tratar de cada templo. La catedral y
San Vicente plantean en el último cuarto del XII dos torres en su fachada
occidental, con nártex al modo borgoñón, San Pedro, San Nicolás y San Andrés sitúan
las torres en distintos lugares del templo y todas parecen levantadas al final
del proceso constructivo. San Esteban, San Segundo, San Isidoro y la Cabeza
tendrían espadañas románicas que se transformaron en las actuales.
La cronología general de los templos, apuntada
ya por Gómez-Moreno y recogiendo las rectificaciones de los últimos años sobre
la cronología del románico hispano, puede situarse entre 1130 y 1230. Aquel
estudio de Gómez-Moreno, que permaneció años y años inédito, que hay que situar
en su tiempo y en el estado de los estudios del románico en 1900, propuso una
cronología que arrancaba con el siglo XII, basándose también en documentos que
citaban los templos en esos primeros años y que hoy se consideran no eran
exactos o que se referían a unos edificios anteriores a los actuales. Pero
también adelantó una visión general del desarrollo del románico abulense que en
líneas generales se ha revelado acertada, y que es la seguida luego por quienes
sobre el tema hemos tratado (en la mayor parte de los casos sin citar la
fuente). A las razones que en cada caso se dan para este retraso cronológico
hay que sumar la constatación de que en los primeros años los “repobladores”
se asentaron sobre el terreno, utilizando las construcciones existentes y se
dedicaron a organizar el territorio.
San Vicente será la primera iglesia que empiece
a construirse y tras sus huellas se levantarán las de San Pedro y San Andrés.
San Vicente tarda casi todo el siglo XII en construirse (pórtico sur y
cimborrio son ya del siguiente siglo) y San Pedro retrasa su fábrica hasta el siglo
XIII, San Segundo, San Isidoro y San Esteban marcan un momento intermedio y las
restantes corresponden al final del estilo en Ávila. Respecto a estas últimas
se recogen las lápidas fundacionales descritas por Luis Ariz que tras la reaparición
de la de Santo Domingo en el museo de Ávila merecen un nuevo crédito (quizá la
de San Nicolás esté bajo la reforma barroca, la de San Bartolomé o Santa María
de la Cabeza esté empotrada en los muros y la de San Isidoro aparezca en algún
museo). Caso aparte es la catedral románica que es obra datable en las cuatro
últimas décadas del XII. El más reciente estudio sobre el románico abulense,
debido a Margarita Vila da Vila, mantiene la evolución cronológica apuntada y
así para ella hay la siguiente sucesión de talleres en lo que denomina
escultura hispano-languedociana:
1.º taller de la cabecera de San Vicente,
2.º taller de la cabecera de San Pedro,
3.º talleres de la cabecera y naves de San
Andrés,
4.º primer taller de San Segundo,
5.º taller de San Isidoro,
6.º taller de San Isidoro,
7.º el segundo taller de San Vicente,
8.º taller de las portadas de San Andrés y San
Segundo,
9.º talleres de Santo Tomé el Viejo,
10.º talleres de San Nicolás,
11.º Talleres del románico tardío: Antigua,
Magdalena, Santo Domingo y San Bartolomé,
12.º talleres de la segunda campaña de San
Pedro. A ellos habría que añadir, a partir 1160-1170, el taller borgoñón de la
última campaña de San Vicente, cuya influencia llega a la catedral, San Nicolás
y Santo Tome, más Espinosa de los Caballeros, La Lugareja y a San Martín de
Arévalo. Para ella las primeras campañas de San Vicente y San Pedro, más San
Andrés, San Isidoro y San Esteban son del episcopado de Íñigo 1133-1158.
Partiendo del análisis escultórico quizá sea
posible aventurar filiaciones más precisas, establecer hilos conductores que
lleven desde un templo hasta otro templo, pero a mi parecer son éstos caminos
forzados, dado que son muchos los hilos que faltan, o por decirlo de otra forma
los edificios que han desaparecido. En este campo es sumamente meritorio el
estudio de los primeros talleres escultóricos del románico abulense de Margarita
Vila da Vila, en un pormenorizado trabajo que en parte se incorpora a este. De
modo sumamente resumido diremos que para ella la escultura románica abulense no
es modelo homogéneo, ni en las manos, ni en las técnicas, ni en las formas.
Esta diversidad viene motivada por la ausencia de lo que generalmente se conoce
como “escuela”, “taller”, presentando más importancia la idea de
“maestro”, que la autora relaciona con obras concretas en lugares
concretos, por tanto se estaría hablando de un grupo de personas reducido, que
aparecen en determinadas obras y a las cuales se puede volver a ver o no. Esta
forma de trabajar es la causa de la ausencia de un estilo propio, ya que se
reciben influencias, tanto de manera directa como indirecta, que producen unas
obras con una gran carga ecléctica.
Vila da Vila identifica al menos cinco
corrientes en la escultura abulense. La primera destacada es la leonesa,
centrada casi completamente en San Isidoro, y que se hace notar en los que se
consideran templos de fábrica más antigua:
San Vicente, San Pedro y San Andrés. Esta
corriente estaría impregnada de aires languedocianos y tendría mucha
repercusión no sólo en Ávila, sino también en la zona de influencia segoviana.
La corriente silense se localizaría en San Andrés, en el lado izquierdo del
ábside central para ser más precisos, y se caracterizaría por una cierta
torpeza a la hora de llevar a cabo la reproducción de anatomías y el
movimiento. Presenta a su vez ciertos aires procedentes de la zona cántabra.
Destacada es la presencia del denominado “Maestro del Génesis”, que
pertenece a la corriente aragonesa. Interviene en la cabecera de San Pedro,
donde deja muestras de sus semejanzas con obras de San Esteban de Sos del Rey
Católico o Santa María la Real de Sangüesa. Por motivos desconocidos este autor
desaparece, no continuando nadie su “escuela”. Corriente abultada es la cántabra,
tanto por el número de edificios como por el de “maestros”. En San
Pedro, San Andrés y San Isidoro vemos el trabajo del conocido como “Maestro
de Sansón”, caracterizado por unas obras de aspecto desmañado y torpe.
Diferentes son las figuras de canon corto y escaso relieve que realiza el “Maestro
de la cabecera de San Segundo”, del cual la autora propone que pudo haber
trabajado como ayudante en la cabecera de San Pedro.
Es un estilo más cuidadoso y hábil. Mano
distinta es también, dentro de esta misma corriente, la del “Maestro de San
Esteban”, que influirá en el de la cabecera de San Nicolás, con una marcada
tendencia a la geometrización y simplicidad en la talla. Volviendo a San
Vicente encuentra al “Maestro de la portada sur” y al segundo taller de
la fábrica. Éstos hay que incluirlos en la corriente aquitanobearnesa. Su
trabajo ocupa las portadas laterales (con recuerdos a lo francés: Camino,
Languedoc, Borgoña...) y el interior (donde se observa una evolución no
traumática con el primer momento). Una última corriente sería la citada
borgoñona de la última campaña de San Vicente y de la catedral.
Todas estas corrientes y “maestros” de
época temprana, dejan para Vila da Vila como resultado una herencia desigual en
la ciudad, pero son los responsables de la aparición de unos talleres de
formación local, que evolucionarán de mejor o peor manera a partir de lo visto
en el primer momento. Pervivirán influencias francesas, con otras zamoranas, se
tenderá a una diversidad de modelos y técnicas que, en muchos casos,
desencadenará una decadencia de las formas.
Advirtiendo que la nuestra es una
interpretación que –lógicamente– trata de llevar el agua a nuestro propio
molino, anotamos que lo más atractivo del que para ella es un primer románico
se reduce a las fábricas de las tres primeras iglesias (San Vicente, San Pedro
y San Andrés) y a su reflejo en San Isidoro fundamentalmente, más San Segundo,
San Esteban y San Nicolás.
Las filiaciones no son, no pueden ser, muy
precisas por faltar los eslabones intermedios de los templos perdidos, por ser
muchos los modelos repetidos, por ser la mayor parte de las piezas obras de no
muy alta calidad, y por supeditarse la labor escultórica a la arquitectónica.
Anoto también que los modelos leoneses, silenses y aragoneses lo son igualmente
de la arquitectura (aquí conviene apuntar lo conocido de la diversa procedencia
de los repobladores), que se constatan las relaciones y préstamos con lo segoviano,
zamorano y salmantino, y que la segunda época de San Vicente se proyecta en el
románico final de la ciudad. Sugerente, pero muy forzada e indemostrada e
indemostrable, es su propuesta de hacer coincidir en el plano de la ciudad
repobladores y templos de una misma precedencia. Propuesta que siempre quedará
condicionada por el carácter de la Crónica y por sus muchas imprecisiones, por
la cronología y por ser difícil hacer coincidir un doble itinerario que por un
lado lleva a lo languedociano y por otro hacia los orígenes de los
repobladores.
Respecto al paisaje urbano de la ciudad creo
que en líneas generales también es válida para la segunda mitad del siglo X I I
la descripción que Barrios hace en el Caserío en el siglo XIII:
“Estructura urbana y actividades de los
habitantes de la villa están íntimamente imbricadas. El paisaje de Ávila entre
1230 y 1320 refleja, en tanto que soporte físico, las diferentes actividades de
sus habitantes en ese período. Dos formas esenciales se descubren en su
paisaje: de un lado, la que dibujan las barriadas exteriores del norte, oeste y
sur; de otro, la que forman el arrabal occidental y las construcciones de
intramuros. Las primeras venían a ser aldeas muy próximas a la ciudad; las
segundas configuraban la villa propiamente dicha. De modo esquemático se diría,
para resumir, que la capital del obispado englobaba un amplio núcleo urbano y
varios rurales un poco apartados de aquél. Cabe pensar que a estos dos tipos de
hábitat corresponderían dos formas de vida, dos ocupaciones fundamentales de su
población; probablemente en el extrarradio predominarían las funciones
agrícolas y en el centro las comerciales o industriales y las actividades
improductivas. En conclusión: dos topografías, dos economías, dos formas de
paisaje, dos tipos de actividades”.
Queda como cuestión final de esta introducción
el tema de la ubicación de estos templos en el plano de la ciudad. Hay que
recordar que la muralla medieval de Ávila tiene, en comparación con otras de la
época, una traza regular que seguramente tenga un origen preexistente, que no
surge como un cinturón irregular que tiene que abrazar a las colaciones, es
decir parroquias, ya existentes. También debe recordarse que los historiadores
han contestado rotundamente la teoría de la despoblación total del valle del Duero,
especialmente en su zona más meridional, teoría que desde mi punto de vista y
en el caso de Ávila se confirma con la pervivencia de los lugares de culto
hasta la época de la reorganización o repoblación del territorio. Como
pervivencia de lugares de culto entendemos literalmente el significado de tal
expresión, en ningún caso estoy afirmando que el edificio que conocemos sea el
del siglo IV, el del siglo VIII o el de los siglos X u XI, únicamente indico
que pervivió el lugar en el que se asentaron los sucesivos templos y también la
advocación de los mismos. Esto es clara señal de que no hubo largos períodos de
abandono de la población, ya que casi se puede hablar de un culto continuado y
se constata que no hay pérdida de la memoria histórica.
Si repasamos la nómina de iglesias existentes a
mediados del siglo XII (prescindiendo de San Cebrián, cuyo emplazamiento se desconoce,
y de la catedral que es caso singular), sólo cuatro de los veinticinco están
dentro de los muros: San Esteban, Santo Domingo, San Juan y San Silvestre (esta
última estaba muy cercana a los muros, junto a la Puerta del Carmen). E incluso
se sabe que San Esteban es de mediados del siglo XII y que Santo Domingo ya es
del principio del XIII, y respecto a San Silvestre no puede aventurarse con
rigor ninguna fecha de inicio de la desaparecida fábrica. Suele también
aceptarse por todos los historiadores que San Juan debe estar levantada en la
zona del antiguo foro romano, que luego fue parroquia de los serranos y que
también estuvo hasta el siglo X V I especialmente relacionada con el concejo
que se convocaba en su corral. Esta situación de los templos, con sólo cuatro
de ellos dentro de los muros e incluso con tres de éstos fuera de lo que
podemos considerar la acrópolis fortificada medieval, pensamos puede deberse,
además de a la pervivencia de lugares de culto de la época romana, cuando
–lógicamente– los templos de la nueva religión se establecieron extramuros, a
algunas de las razones que ya apuntamos en 1978: en primer lugar a una falta
material de espacio para que en la parte alta de la ciudad se estableciese una
parroquia y la colación que lleva anexa, en segundo lugar a que los concejos no
viesen con agrado que se levantasen dentro de los muros edificios religiosos ya
que la iglesia no tributaba, y en tercer lugar al interés aristocrático por que
no se estableciesen, dentro de la zona que ellos controlaban con sus palacios
adosados a los muros, unos edificios que en manos enemigas supusiesen un
peligro para la defensa de su ciudad. No parece razonable aducir razones
militares al hecho de estar algunos de ellos extramuros y cerca de las puertas:
atribuir a templos tan alejados de los muros y pequeños como San Martín, San
Segundo o San Bartolomé, un carácter de defensa adelantada no parece
justificado. Pronto olvidaron en la zona alta y noble de la población aquella
ley de Las Partidas que obligaba a dejar un espacio de quince pies entre los
muros y las casas, dejando desembarazadas y libres las carreras que están cerca
de los muros e incluso la iglesia de San Silvestre se levanta junto a los
muros. Se hace referencia de nuevo a las ya comentadas relaciones que se
establecen entre los distintos grupos sociales, entre los repobladores de
diversa precedencia, así como a la organización que tenía la ciudad sobre la
base de sus parroquias (a ello volveremos al analizar el amurallamiento). Se
puede decir que se trataba de grupos desconectados entre ellos, alrededor cada
uno de su iglesia, organizados en las cuadrillas que luego son una de las bases
de la organización del concejo abulense. Tanto es así que aún en tiempos
posteriores se sigue distinguiendo una zona con características propiamente
urbanas (terrenos de intramuros y arrabal oriental) de otras todavía muy
vinculadas al mundo rural (barrios del norte, sur y oeste). Manifestación de
esto son los distintos tipos de actividad económica y profesional que vemos en
cada zona o el modelo de vivienda. Sin entrar a especificar estos modelos, sí
que conviene destacar la presencia de una arquitectura popular de materiales
pobres y pragmatismo evidente, que bien podría ganarse el calificativo de
arquitectura de lo orgánico, tanto por el material como por el planteamiento.
Arquitectura que podemos conocer gracias al Becerro de Visitaciones catedralicio
de 1303, texto que sirvió a Torres Balbás para definir la casa medieval
castellana.
De modo casi telegráfico conviene apuntar como
final de esta introducción al románico que la monografía primera y aún muy
válida para acercarse al románico abulense es el Catálogo, ya centenario en su
redacción, de Gómez Moreno (adelantado en su El románico español) y que luego
sólo han tratado con alguna extensión del mismo Goldschmidt, Pita Andrade,
Gutiérrez Robledo, y Vila da Vila (a la lista habrá que añadir pronto a Daniel
Rico).
Mudéjar
Sin entrar profundamente en la polémica entre
los conceptos del románico de ladrillo y mudéjar, debe plantearse también una
reflexión previa sobre el mudéjar que aparece en la provincia (capital
incluida), muy próximo en el tiempo, y a veces coincidente, con el románico
capitalino. Se trata fundamentalmente de aquel mudéjar que construye en
ladrillo y con un repertorio y estructuras mudéjares edificios cercanos a las
formas del románico, lo que también se podría llamar un primer mudéjar, un
mudéjar del XII y primeras décadas del XIII, pero no un mudéjar románico.
En la zona norte de la actual provincia de
Ávila, al sur de la capital, en La Moraña y en la Tierra de Arévalo, se
configura en los años del románico y siguientes un estilo nuevo y distinto, que
hemos venido a llamar mudéjar y que aún hoy da pie a múltiples discusiones terminológicas.
A modo de introducción difícilmente se encuentren unas palabras mejor
hilvanadas, más sentidas, que las que hace ya casi cien años dedicó don Manuel
Gómez-Moreno, entonces un joven profesor granadino, a unos edificios que sin
duda alguna le impresionaron profundamente.
“Entre la Moraña y las serranías de la
provincia hay una perfecta distinción de suelo, de clima, de raza, de trajes y
también de arte. La Moraña tiene su arquitectura especial, no sabemos si
originaria o importada, pero sí que constituye un centro, irradiando hacia
Salamanca, Zamora Valladolid y Segovia:
arquitectura impuesta por la naturaleza
del suelo, arquitectura popular, semimoruna, semicristiana, reflejo de la vida
nacional frente al elemento avasallador francés apadrinado por la Corte y por
los monjes, que representan las arquitecturas románica y ojival. Arquitectura
menospreciada y sin estudiar apenas todavía, pues así como las crónicas sólo
hablan de las grandezas y de las ambiciones que flotan sobre pueblos, olvidando
su vida íntima, sus verdaderos intereses, sus vicisitudes sociales, así las ciudades
sólo se enorgullecen con sus monumentos de piedra, catedrales, conventos,
iglesias aristócratas, debidas, no a las conveniencias e iniciativa del pueblo
y del bajo clero, sino a las rentas de una corporación, a las prodigalidades de
un rey, a las larguezas que, a cuenta de sufragios y en descargo de sus
conciencias, otorgaban los ricos y los señores. El pueblo había de contentarse
con poco, ahorrando todo lo posible su esfuerzo y sus dispendios, como que su
fuente de ingresos era el trabajo, no saqueos ni opresiones; él no podía traer
materiales de grandes distancias ni labrarlos con primor; no podía hacer venir
arquitectos famosos; tampoco el pechero de entonces sabía gran cosa de ciertas
artes, pues al cabo era conquistador y soberbio también, y he aquí que a estas
circunstancias obedecía el descargar su trabajo sobre el siervo de los
pecheros, el moro laborioso y sobrio que lo aguantaba todo con tal que le
dejasen vivir a su manera: en vez de piedra de sillería, empleaba los
materiales ordinarios del país; y en vez de edificios según el patrón francés,
dejaba al moro mudéjar que se las compusiese a su gusto. La gran meseta de
Castilla la Vieja y León carece en su mayor parte de buena piedra: el material
indicado es, pues, el ladrillo, o el tapial de cantos esquistosos y graníticos,
trabajados con mortero de cal”.
Estos edificios del mudéjar abulense escriben
uno a uno y en conjunto una de las páginas más singulares del mudéjar hispano.
Perdidas entre campos de cereal, en el centro de pequeños pueblos “muy
venidos a menos”, se alzan las humildes fábricas de ladrillo, argamasones
de chinarro, mampuestos, adobe y madera. Con tan limitados materiales y con una
sabiduría constructiva que aún sobrecoge, levantaron monumentos singulares y
bellos, en los que a pesar de la economía de materiales y de la repetición de
un repertorio decorativo de sobra conocido (esquinillas, sardineles,
verdugadas, de encofrados de cal y canto o de mampostería...), se siente el
pálpito de unos artistas que hicieron, como nunca, de la pobreza de medios y de
la necesidad virtud, que unieron espléndidamente los repertorios formales de
aquella amalgama de culturas que eran las tres religiones del libro y que está
en la base de la Edad Media española.
Es largo el número de edificios que, desde
Narros del Puerto en el Valle Amblés, Burgohondo en el del Alberche y
Piedrahita en el del Corneja, pasando por la ciudad de Ávila y llegando al
límite norte, existen en la actual provincia de Ávila. Los conocidos son unos
150: fundamentalmente templos, pero también algunos puentes, casas, murallas y
castillos. Al tratar de comprender todo el conjunto, fundamental es recordar
algo obvio, que es propio advertir en toda historia local, ello es que la
división decimonónica de España en provincias no es la adecuada para acercarse
al mudéjar. Que sería más adecuado incluir en el campo de este estudio al menos
toda la zona sur de lo que fue el obispado medieval abulense, incluyendo los
arcedianatos de Olmedo y Arévalo y la zona comprendida entre Ávila y Arévalo
(La Moraña y Tierra de Arévalo). Más razonable aún sería acometer su estudio
conjunto, saltando los límites provinciales decimonónicos y los sucesivos
límites de un obispado que fue perdiendo territorio, y juntar en un foco
regional el mudéjar del sur del Duero, un foco que Pérez Higuera propuso
agrupase junto al abulense de La Moraña y Tierra de Arévalo, la segoviana
Tierra de Pinares, la vallisoletana zona de Medina del Campo y Olmedo, más Toro
y su zona, y La Armuña y Campo de Peñaranda salmantinos. Sobre los focos
mudéjares en general conveniente es señalar que no son estancos y que su
delimitación es muchas veces producto más de los procesos y ámbitos de
investigación que de una unidad formal. A modo de ejemplo debe indicarse que
templos como Camarma de Esteruelas (Madrid), San Lorenzo de Sahagún (León),
Galisteo de Cáceres..., y otros muchos, son perfectamente comprensibles dentro
del foco mudéjar del Duero.
Tanto por precisar que el componente étnico
musulmán no es imprescindible para que consideremos hoy que un edifico es
mudéjar, como por precisar los postulados de quien esto escribe es necesario
establecer qué entendemos por mudéjar y de qué mudéjar se trata aquí.
Recientemente hemos hecho un recorrido por la
historiografía del término, siguiendo a Borrás Gualis fundamentalmente, al que
remitimos. En resumen y como es sabido los historiadores han discrepado largo y
tendido sobre si estamos ante un arte cristiano con vestiduras islámicas, o
ante un arte islámico con vestiduras cristianas. Todo podría resumirse diciendo
que lo que para Amador de los Ríos era un maridaje entre las arquitecturas
cristianas y arábigas, para Fernando Chueca es un mestizaje entre las arquitecturas
cristianas e islámicas, y la diferencia conceptual es importante: si un
matrimonio puede separarse, no hay forma de separar lo que mezclan dos sangres.
El mudéjar aparecerá así como uno de esos productos de síntesis característicos
del mundo medieval español, en el que frecuente, constantemente, se da una
enriquecedora mezcla cultural.
De las distintas interpretaciones del mudéjar
hacemos nuestras las siguientes:
·
Henri
Terrasse dirá que el arte es tanto de mudéjares como de cristianos aleccionados
por los vencidos y que está configurado por la continuidad de las técnicas de
trabajo musulmanas.
·
Lambert
definirá el mudéjar como “verdadera” síntesis de las artes de la
cristiandad medieval y del Islam de occidente, añadiendo a las causas
tradicionales del desarrollo del mudéjar (atractivo ejercido por el arte
musulmán, rapidez y economía de la construcción musulmana por los materiales
empleados y por la baratura de la mano de obra) la paulatina pérdida de
influencia del arte francés en España desde el siglo XIII.
·
Leopoldo
Torres Balbás indicará que es un arte popular derivado de la tradición
islámica, un “fenómeno artístico de larga duración que supera en el tiempo
la periodización de los estilos artísticos europeos”, y que tiene un
carácter ornamental y anticlásico.
·
Fernando
Chueca (1953) para quien el mudéjar es un metaestilo o una invariante, una
actitud que perdura en la sensibilidad española. En 1994 el profesor Chueca,
recuperando reflexiones suyas de 1968 en las que ya hablaba de la existencia de
arquitecturas mudéjares, indicará que “existen creaciones de la arquitectura
que llamamos mudéjar que son por sí mismas, como concepto, estructura y
decoración, plenamente originales y unitarias. No existe arquitectura de alto
rango que pueda dividirse en cuerpo y vestidura o decoración; no podemos
considerar que una cosa pueda desligarse de la otra”. Sobre esta idea y
partiendo de “suponer que el arte mudéjar proviene de un acto intencional
primario, mientras los estilos formalizados provienen de un acto intencional
secundario (reflexivo)”, añadirá una propuesta que indica le “parece más
ajustada a la realidad y que consistiría en decir que el mudéjar es un arte
mestizo, consecuencia de una paternidad mixta o de dos sangres”. Recuérdese
la ya apuntada diferencia esencial entre mestizaje y maridaje.
· Gonzalo Borrás explicó
más extensamente en su estudio más divulgado que “el arte mudéjar es una
nueva realidad artística, autónoma y desgajada del arte hispanomusulmán, porque
en esta pervivencia del arte hispanomusulmán ha desaparecido el soporte
cultural de este arte, que es dominio político-religioso, siendo sustituido por
el dominio político-cristiano. El arte mudéjar es una consecuencia de
las condiciones de convivencia de la España cristiana medieval, siendo, por
tanto, la más genuina expresión artística del pueblo español, una creación
cultural radicalmente hispánica, que no encaja en la historia del arte islámico
ni en la del occidental porque se halla justamente en la frontera de ambas
culturas.
De esta manera lo que
comenzara siendo una herencia islámica, al quedar desvinculada del mundo
cultural islámico, desgajada del dominio político-religioso del Islam, se
convierte en una manifestación artística nueva, que caracteriza a la cultura
hispánica desligándose paulatinamente del soporte étnico musulmán que la
posibilitó, para sobrevivir a fenómenos culturales tan drásticos como la
conversión forzosa de las minorías mudéjares, primero, y la expulsión de los
moriscos más tarde. El mudéjar se había convertid o en una expresión artística
característicamente hispánica, superando incluso, las referencias religiosas de
origen”.
Finalmente conviene recordar que, a partir de
1981 y en los Simposios Internacionales de Mudejarismo de Teruel, se han
aceptado las directrices propuestas por Borrás y se ha insistido en la
conveniencia de seguir utilizando en la Historia del Arte el término mudéjar
que desde un punto de vista histórico era el que definía “a aquel a quien se
ha permitido quedarse, sometido, tributario”, precisando que lo mudéjar
puede ser definido históricamente por un componente étnico, pero que el término
artístico no depende del origen de la mano de obra, que no todos los edificios
mudéjares son obra de mudéjares. Artísticamente el término compete al uso de
unos determinados materiales y formas artísticas y al empleo de unas técnicas
de trabajo de tradición musulmana. Para Borrás se produce “una unidad de
materiales, técnicas y formas artísticas que, si teóricamente es posible e
incluso necesario deslindar, en la realidad práctica del trabajo mudéjar andan
inseparablemente unidos”. El uso de esos materiales, formas y técnicas no
fue privativo de mudéjares o moriscos.
Valga esta algo larga introducción para
insistir en que se utiliza aquí el término mudéjar para definir una
arquitectura popular, que aparece en un territorio de clara ascendencia
islámica (el término Moraña para nosotros alude a una tierra de moros), que no
puede utilizar masivamente un material como la piedra que allí no existía ni en
cantidad suficiente, ni de calidad apropiada, que emplea en sus construcciones
monumentales las mismas técnicas de trabajo basadas en la utilización de dichos
materiales que se han seguido utilizando hasta nuestros días, y que presenta
múltiples y señeros ejemplos de edificios que nunca podrán analizarse haciendo
su disección con ningún tipo de bisturí, que tienen una decoración que no es
ningún ornamento occidental, que es estructura oriental y unas estructuras y
formas que no son esencialmente románicas.
Utilizando la expresión –que no comparto–
románico-mudéjar, José Jiménez Lozano ha intuido lúcida y precisamente lo que
ocurre al afirmar que en Castilla se da también una romanidad europea, pero que
“ha seguido verterá ese novum en los propios moldes orientales, y, aquí,
habrá un románico-mudéjar islámico sencillamente…, un románico mudo, que no
cuenta historias…, un románico de ladrillo y madera. Lo mudéjar quiere
decir sencillamente que lo islámico está ahí, que tiene algún tipo de
presencia. Es decir, que no es que los que construyen estos edificios sean
ellos mismos mudéjares o islámicos que viven e n t re cristianos y son alarifes
y albañiles, sino que, aunque los constructores sean cristianos o judíos –para
las sinagogas–, han aprendido las técnicas islámicas y son igualmente fieles a
la estética de la que esas técnicas son expresión.
Sin duda alguna, hay razones
socioeconómicas para que se abra paso este tipo de construcción de románico
pobre y ello hace que se prodigue extraordinariamente allí donde no hay
canteras de piedra, ni grandes recursos económicos y abundan los de carne de pollo
o minoría aplastada: mudéjares con oficio de constructores y carpinteros y
ofreciendo una mano de obra barata. El clero secular, incluso el de las
pequeñas aldeas, puede así convertirse en patrón de esas construcciones. Y la
concepción del edificio sigue siendo románica, teológica, claro está; pero el
alarife y el carpintero la traducen necesariamente en estética –que es a la vez
teología inevitablemente– islámica: los espacios vacíos y umbrosos, los mirabs
ahora de ladrillo, los arcos de herradura o amudejarados, la decoración de
azulejo, los arabescos de la madera, las techumbres simbólicas del paraíso, el
alfiz que enmarca las puertas”. También dirá Jiménez Lozano “que es en
las iglesias pobres de este arte donde el mudéjar debe ser gustado seguramente”,
apuntando a la economía de medios como ejemplo fundamental de esta estética
condicionada tanto por el ladrillo, como por la madera, en la que es
conveniente insistir en la singularidad que a estos ámbitos y formas
proporcionan tales elementos.
Esta arquitectura mudéjar de Ávila ha sido poco
estudiada, y plantea dos grandes problemas, uno la existencia de un gran número
de monumentos, aunque quizá se hayan perdido más, y otro el desconocimiento de
prácticamente todo sobre la cronología de la mayor parte de los monumentos.
Este desconocimiento está en la raíz de muchos análisis en los que aún se han
utilizado expresiones como románico de ladrillo y románico mudéjar. Si se
conociese mejor la cronología de estos templos, seguramente se utilizarían expresiones
como primer mudéjar, mudéjar del XII o mudéjar del XIII, cuando se quisiera
precisar más el término, como ha hecho López Guzmán. Un problema más y no
baladí es el de la falta de unos completos y sistemáticos levantamientos de
estos monumentos, éste es un trabajo que queda para otros autores y momento
(aquí utilizamos la planimetría que la Fundación Santa María ha realizado para
esta edición, otras de Jesús Gascón y Santiago Herraéz y reproducimos las
plantas de Sánchez Trujillano y Cervera Vera y otros publicados ya por
Gutiérrez Robledo). Las plantas y secciones de Barromán que ahora publicamos
explican la importancia vital que tales levantamientos tienen para un correcto
análisis de estos monumentos.
Aun insistiendo en señalar que la población de
etnia mudéjar y el estilo no tienen relación directa y obligada, debe
recordarse el hecho cierto de la presencia de mudéjares en Castilla la Vieja.
Sobre su origen Tapia Sánchez ha indicado que “los escasos restos de
población musulmana que permanecieron después de la reconquista terminarían
siendo absorbidos por la mayoría cristiana, exceptuando –quizá– algunos grupos
más numerosos en lugares contados. Antes del siglo XIII el grueso de los mudéjares
serían cautivos o descendientes de cautivos: asentados la mayoría en las
ciudades, con ocupaciones diversas, se irían también extendiendo poco a poco al
hinterland agrario de los núcleos urbanos. A lo largo del siglo XIII es posible
que algunos artesanos del reino de Toledo se asentaran en Segovia, Ávila [...]
buscando una salida profesional en estas ciudades del norte, que demandaban
artesanos cualificados, al entrar tales ciudades en un proceso de dinamismo en
la economía y la construcción”. Es una forma de precisar la afirmación de
Barrios para quien la segunda mitad del XII y primera década del XIII llegan al
obispado abulense, en una segunda oleada migratoria, mozárabes.
La presencia islámica, antes y en esta época,
había sido documentada desde la toponimia por Barrios García, aportando una
larga relación de nombres de lugares relacionados con el mundo musulmán: Almar,
Almenara, Cantaracillo, Cebolla, Narros, Zapardiel, Moraña, Adaja...
No son conocidos datos precisos y fiables sobre
el número de los mudéjares del obispado de Ávila a lo largo del período, pero
generalizando y partiendo de los datos que recopila y aporta Serafín de Tapia,
datos que interpretamos aquí con mucha ligereza, podría establecerse que los
mudéjares no serán más del 10% de la población y que de ellos únicamente un
25-30% se dedicarán a la construcción. No es a pesar de ello escasa la
presencia de artesanos de etnia mudéjar entre los constructores del mudéjar abulense,
estamos hablando por lo tanto de un mudéjar que se define tanto por los
materiales y las técnicas de trabajo, como por ser mudéjares parte de los
artesanos.
Los límites históricos en los que se debe
realizar la datación de este primer momento mudéjar de La Moraña y Tierra de
Arévalo, están entre 1135-1140, cuando Arévalo se incorpora a la diócesis de
Ávila y 1250 cuando prácticamente todas las iglesias (no siempre los actuales
edificios) aparecen citadas en la relación del cardenal Gil Torres y del dato
hemos deducido, forzados claro está, que al menos los templos tienen esa
antigüedad y lo cierto es que sus fábricas confirman la hipótesis. Anótese que
entre 1157 y 1230 es el momento de separación entre Castilla y León y se
entenderá lo que de aislado pueda tener este foco mudéjar.
Aquí trataremos del mudéjar situable en la
segunda mitad del XII y en el siglo XIII, el que exteriormente se manifiesta en
ábsides semicirculares o poligonales y en torres, recorridas por series y
registros de arquerías. Si se quiere es un mudéjar popular como diría Borrás.
Estudiados sus modelos debe huirse de una simplificación según la cual se dan
primero los edificios de arquerías superpuestas y después los de una única y
alta arquería, o al revés, como hace, poniendo ella misma los reparos a su tesis,
Sánchez Trujillano para quien “en las iglesias más antiguas (siglos XII y
XIII), la arquería es única de 5, 7,9 u 11 arcos en el tramo curvo ocupando
toda la altura del ábside aunque descansan en un basamento o zócalo liso...
Aunque es muy difícil establecer una cronología precisa para estas iglesias por
la continuidad y repetición de las formas, consideramos de época más avanzada,
dentro del pleno gótico, los ábsides con arquerías superpuestas de dos o tres
hiladas”. Creemos –no obstante– que un dato apoya la tesis de Sánchez
Trujillano: los ábsides de planta poligonal tienen varios registros de arquerías.
No puede precisarse que siempre fuese así o al
revés y apuntamos que más adecuado parece el datar estos ábsides por la forma
del arco toral de la capilla mayor, prescindiendo de las arquerías externas, ya
que no siempre coinciden los arcos torales de medio punto con los de varias
arquerías, ni los torales apuntados son siempre los de única arquería.
A modo de estado de la cuestión debe indicarse
que, prescindiendo de algún artículo monográfico, el estudio sobre el mudéjar
abulense se limitó durante muchas décadas al Catá - logo Monumental que
Gómez-Moreno redacta a principios de siglo y que no se publica hasta 1983.
Luego, olvidados algunos artículos sobre La Lugareja, hay que esperar a los
estudios de Fernández Prada en 1962, de Frutos Cuchilleros en 1975, de Revilla
Rujas y Gómez Espinosa en 1982, de Lavado Paradinas en el mismo año, los más
interesantes son los de Sánchez Trujillano publicados en torno a esos mismos
años y en los que es patente el minucioso conocimiento de los templos que tenía
su autora que entonces elaboraba el catálogo monumental de la zona sur del
obispado que incluía la capital y toda la zona sur del obispado, e
incomprensiblemente permanece inédito desde hace más de 20 años, aunque
circulan copias piratas de los inventarios de algunos templos. Los de Pérez
Higuera y Manuel Valdés que también son de esa década. Incluso debe apuntarse
que Valdés para nada trató de lo abulense en su estudio general sobre el
mudéjar en Castilla y León y que en las obras de Pérez Higuera y la reciente
Historia del Arte de Editorial Ámbito dedicada a Castilla y León, poco es lo
que sobre el mudéjar de Ávila se suma a lo que sus autores habían dicho en sus
anteriores artículos. Deben añadirse a la lista los estudios de Borrás y López
Guzmán por lo que suponen de interpretación de lo abulense dentro del núcleo
general del mudéjar, el de Gutiérrez Robledo en que se ba s a este texto y el
de Isabel López Fernández que hemos podido leer antes de entrar en imprenta, y
del que se incorporan textos e ideas.
Difícil es establecer una clasificación y una
cronología definida de todo este arte, del que ya se avanza que sólo podrá
indicarse con precisión alguna fecha en muy señalados casos. Respecto a su
clasificación hay también que indicar que son muchos los templos que se han
perdido y que los que han llegado hasta nosotros están considerablemente
alterados tanto por la pobreza de los materiales como por las sucesivas
transformaciones, y muchas veces lo que debió ser todo un templo mudéjar se
reduce a la cabecera de un templo y una torre unidos por un cuerpo de naves en
tapial de ladrillo claramente posterior, cubierto por una armadura más o menos
sencilla, que casi siempre es del XVI, de mediados.
Todos estos edificios han sido clasificados, en
un pionero análisis formalista que no podemos compartir en su totalidad, por
Valdés Fernández en tres modelos distintos:
·
El
modelo vallisoletano que utiliza seriadamente los elementos decorativos, es
decir, que el esquema “se define por la superposición de tres arquerías de
proporciones diferentes y disposición constante, en simetría bilateral”.
Utiliza friso de esquinillas y el sardinel en el remate del alero del ábside y
en el tramo recto tiene un esquema singular superponiendo a las arquerías una
retícula de ladrillo. Se daría en Santa María la Mayor de Arévalo y Villar de
Matacabras y en la segunda mitad del siglo XIII en Palacios Rubios y Fuente el
Sauz. Lo que él denomina la evolución de este modelo hacia una fase manierista
se da en los ábsides de Santa María y San Nicolás de Madrigal (con arquerías
desmentidas) y luego en Bernuy de Zapardiel y Narros del Puerto, que considera
relacionables con Íscar, Aldealuenga y Villar de Gallimazo.
·
El
modelo zamorano que se define en los edificios de Toro, que está basado en “una
perfecta adecuación de la decoración a las estructuras arquitectónicas” y
tiene arcos de medio punto muy peraltados. Se da en las iglesias de Donvidas
(1220), La Lugareja (1237), Constanzana, Fuentes de Año, Blasconuño de
Matacabras y Santo Domingo de Arévalo. Para él es del mismo modelo el ábside de
Pedro Rodríguez, que tiene una gran riqueza decorativa (las fechas son de
Valdés Fernández).
·
El
modelo que él llama sahagunino, que está basado en la superposición de
combinaciones de elementos decorativos, arcos, recuadros y esquinillas de una
forma modular y que según él se da en la iglesia de Narros del Castillo. Indica
que el ábside se estructura con la superposición de tres re g i s t ros
horizontales, que se decoran los dos primeros con la combinación arc o - re
cuadro y el último se remata con un friso de esquinillas (se verá que Narros,
más que un modelo es una excepción, y que se debe más a la influencia
toledana).
Ciertamente el meritorio esfuerzo de Valdés
Fernández permite sistematizar la mayor parte de los ábsides mudéjares
abulenses, e incluso esta sistematización es sin duda más completa que la que
realizó Pavón Maldonado en 1975 y la de Lavado Paradinas en 1978 para Tierra de
Campos. Nuestra disconformidad va más allá del mero señalar que el análisis se
circunscribe a las arquerías externas de los ábsides y se olvidan elementos tan
singulares como los áticos (Orbita, Constanzana, Pedro Rodríguez, Barromán), o
los zócalos y sus clases, que hay edificios que faltan o que no encajan en el
modelo, que se prescinde de los interiores –especialmente de la forma de los
fajones– y de las plantas de los ábsides (nos parece que debe insistirse en la
diferenciación entre ábsides con planta de perfil externo semicircular y de
perfil externo poligonal) y que por otro lado se olvida de la relación de estos
ábsides con las torres, con los templos y con las armaduras. Incluso hay
modelos decorativos que no entran en su clasificación: Santa María de la Vega,
la parte superior de Orbita, el ábside de Burgohondo y otros similares, el
enmascarado de Moraleja de Matacabras... Es difícil aceptar que el modelo de
arquerías sumamente peraltadas tenga que ser el modelo zamorano y no el segoviano
o morañego, que el modelo de arquerías superpuestas tenga que ser vallisoletano
y no abulense o segoviano. Los nombres propuestos se basan en la primacía en
acuñar el término, no en ninguna clase de prelación cronológica o en ningún
tipo de filiación. Incluso debe indicarse que buena parte de las iglesias
vallisoletanas se levantaron en el obispado abulense e insistir en que es más
lógico estudiar todo este arte dentro de su marco geográfico, el sur del Duero,
que poner sus arquitecturas en forzada relación con Sahagún, con el Reino de
León.
Una característica especial de alguna de estas
cabeceras es la de tener ábsides divergentes, ábsides que no tienen paralelos
los lados de su tramo recto, que se abren hacia las naves, así ocurre en Santa
María del Castillo de Madrigal, Villar de Matacabras, Bernu y de Zapardiel, San
Miguel de Arévalo y Narros del Puerto. Incluso en la última los ábsides
laterales divergen del central.
El perfil externo de la mayoría de los ábsides
es semicircular, pero algunos pocos ejemplos presentan un perfil netamente
poligonal: Narros del Castillo, Santa María de Madrigal, San Juan de Arévalo,
Fuente el Sauz... Y además, no siempre coinciden el perfil interno y externo
del ábside.
La sistematización de los ábsides conocidos
debe también señalar que la mayor parte de los templos tienen un solo ábside y
que los ejemplos con tres corresponden a La Lugareja, Santa María y San Nicolás
de Madrigal, Villar de Matacabras, Narros el Puerto, Barromán y –quizá– la
desaparecida cabecera de Fontiveros y alguna otra. Lógicamente estas iglesias
con triple cabecera tenían tres naves, pero también tenían originariamente tres
naves algunas iglesias que tenían un único ábside en su cabecera: Fuente el Sauz,
Vega de Santa María, Barromán (uno el exterior y tres en el interior),
Blasconuño de Matacabras, Narros del Castillo y San Miguel de Arévalo. En lo
que se conoce o se mantiene, la mayor parte de los formeros de las naves son de
arcos apuntados (Fuente el Sauz, Fontiveros, San Nicolás de Madrigal, Sigeres,
Narros del Castillo...) y el único ejemplo de formeros de medio punto sería el
de Nuestra Señora de la Cabeza de Ávila, si es que no eran de arcos de
herradura.
El estudio de las plantas permite aventurar
identidades entre templos de distinto tipo (singularmente Palacios Rubios y
Orbita, pero también se asemejan algo San Cristóbal de Trabancos y Pedro
Rodríguez), certifica paralelismos como el evidente entre las cabeceras de las
iglesias de madrigalenses de Santa María y la hipotética que proponemos para
San Nicolás, plantea el tema del no muy distinto tamaño de los templos y
explica detalladamente su estructura y parte de su historia. También puede
señalarse que contra la repetida tesis de la total transformación de las naves
de estos templos en las reformas del siglo XVI y del barroco, en algunos puede
apreciarse la traza original del cuerpo de la nave, aunque con armaduras del siglo
XVI, y ocultas tras añadidos posteriores: San Juan y Santa María de Arévalo,
San Cristóbal de Trabancos, Orbita, Pedro Rodríguez, Donvidas, Cantiveros.
Tras plantear la visión del mudéjar de La
Moraña desde los ábsides de los edificios, como es costumbre, quedan fuera
algunas torres que aparecen en edificios que no tienen ábsides mudéjares. Sobre
la estructura de esas torres y sobre su situación en el templo, poco se ha
dicho. Sánchez Trujillano ha indicado que las torres de La Moraña y Tierra de
Arévalo tienen planta cuadrada y se dividen en pisos carentes de iluminación y
que, salvo las saeteras que apenas iluminan las escaleras, los únicos huecos son
los de los campanarios, que además acogen toda la decoración de la torre
(alfices, recuadros, esquinillas), y que “contienen un buen repertorio de
abovedamientos, incluso dentro de un solo ejemplar. Frecuentemente el primer
piso se rellenaba con una mezcla de barro, cal y canto apisonado por capas”.
Las bóvedas de estos pisos son mayoritariamente
de cañón o cañón apuntado (cruzando los ejes de las que se superponen para dar
una mayor solidez a los muros), existiendo cúpulas en San Salvador de Arévalo y
en San Nicolás de Madrigal, una bóveda de aristas en San Martín y en Moraleja
de Matacabras, y una cúpula reforzada con nervios en la Torre de los Ajedreces.
Remataban seguramente en terrazas inclinadas (se conservan en San Martín y
Barromán y seguramente existieron en las muchas que recibieron luego un cuerpo
barroco: Donjimeno, Cisla, El Salvador y Santa María de Arévalo...). Las
escaleras aparecen en algunos casos embebidas dentro de los muros, con una
serie de bovedillas escalonadas y apuntadas. Existen también escaleras de
madera adosadas a los muros de caja y alguna de caracol en torre s ya muy
tardías. El sistema de construcción de esas torres es en la mayoría de los
casos de cajones de mampostería entre verdugadas de ladrillo, habiendo sido
algunos posteriormente cubiertos con esgrafiados. De este esquema general sólo
se despega la de Santa María de Arévalo por tener un pasadizo bajo el que
trascurría una calle al modo de Teruel; las de Santa María de Adanero (en
realidad espadaña), Espinosa de los Caballeros y San Nicolás de Madrigal que
tenían en su cuerpo bajo una entrada al templo; la de San Martín de Ávila que
se levanta sobre un fuerte zócalo de sillería y las dos de la iglesia
arevalense de San Martín –de Ajedreces y Nueva–, que se prolongan
respectivamente en las fábricas de Rasueros y Horcajo de las Torres. En muchos
casos las torres se levantaron forzadamente sobre edificaciones anteriores, ya
sean ábsides (Matacabras, Barromán), ya sean torres militares (Palacios de
Goda, Villanueva del Aceral, San Esteban de Zapardiel), ya sean espadañas
(Flores de Ávila que tiene arquerías como las de la espadaña de Cabezas del
Pozo). Caso especial es el de San Juan de Arévalo cuya torre se incorporó a la
muralla como original torreón y fue en parte reformada para permitir después el
paso del cinturón de ronda.
Si los ábsides se cubren con las consabidas
bóvedas de horno y medio cañón, reforzadas por fajones de medio punto (Santa
María de Arévalo, Narros del Puerto, San Cristóbal de Trabancos...) y apuntados
(Vega de Santa María, San Miguel de Arévalo, Narros del Castillo, Palacios
Rubios, Pedro Rodríguez...), las naves –cuyas cubiertas casi siempre son
posteriores– se cubren con armaduras de par y nudillo atirantadas con los
almizates decorados, que como ya hemos indicado deben fecharse en su mayor
parte en el siglo XVI, hacia 1550 para precisar más. Aquí únicamente se
señalará la existencia de armaduras singulares en los edificios que tienen
restos arquitectónicos mudéjares, sin citar siquiera las muchas armaduras de
inspiración mudéjar que aparecen en otros templos.
Respecto a la situación de las torres con
relación al templo es imposible establecer una sistematización. En la mayor
parte de los casos aparecen a los pies o en el lado sur pero hay ejemplos de
todas las situaciones posibles (incluso hay que señalar la remota posibilidad
de que San Miguel de Arévalo tuviese en algún momento dos torres, como San
Martín).
Un tema especialmente interesante es de las
puertas mudéjares de estos edificios, que corresponden a variaciones de un
único modelo en el que el arco está protegido por un alfiz y rehundido. Las
variaciones vendrán en función del número de arquivoltas de la puerta (dos o
tres normalmente), de la riqueza de adornos del cuerpo superior del alfiz, y de
la traza del arco. En algunos casos podremos encontrarnos con arcos de
herradura (Flores de Ávila y Mamblas), y en otros muchos sospecharemos que han
sido rozados (especialmente Donvidas, Noharre y Jaraíces), otros serán
apuntados como San Nicolás de Madrigal, San Cristóbal de Trabancos, Blasconuño
de Matacabras, Fontiveros, Palacios Rubios, el castillo de Arévalo, las puertas
de las murallas de Madrigal y Arévalo y los puentes de esta última ciudad. La
mayoría son hoy arcos de medio punto: Moraleja y Villar de Matacabras, Pedro
Rodríguez, Cabezas del Pozo, Villanueva del Aceral, Constanzana, San Miguel de
Arévalo, Castellanos de Zapardiel, la puerta de la arruinada iglesia de Villaverde
(cerca de Bularros) y Sinlabajos. Insistimos en que nada sería más inapropiado
que trasladar al mudéjar la dialéctica medio punto versus apuntado y hablar de
románico versus gótico, y para nosotros forman este primer mudéjar los
edificios que aún no incorporan sistemas de cerramiento con nervaduras que aún
no necesitan contrafuertes en muros y cabeceras.
El material, como ya se ha indicado tantas
veces, es la mampostería menuda, es decir encofrado de cal y canto (chinarro lo
llamaremos a veces) y el ladrillo.
Se construye con lo que hay a mano, caliza y
sillarejo, los bloques son de grandes dimensiones y se realizan por el sistema
de bandas entre verdugadas de ladrillo o mampostería encintada y también en
cajones. En muchos casos se emplea el aparejo toledano. Las llagas entre los
mampuestos se marcan con incisiones, cubren buena parte del mampuesto, y además
rebosan en parte de la cinta, como repitiendo tímidamente lo que ocurre con las
junturas de los ladrillos. El ladrillo aparece en verdugadas, en las esquinas y
en todos los arcos y motivos decorativos del edificio. Es rectangular siguiendo
el canon (el doble de largo que ancho), de unos cuatro centímetros de grueso y
unido por tendeles de argamasa blanca del mismo grosor que el ladrillo y en los
casos canónicos rebosando las junturas en la zona inferior para lograr una
mejor protección ante el agua. De ladrillo se hacen también todas las arquerías
exteriores de las cabeceras y de ladrillo son las arquerías que conocemos
dentro de las cabeceras y la que corona en los muros meridionales de San Juan
de Arévalo (únicamente es visible desde el adarve de la muralla), y en los
laterales de Santa María del Madrigal y Narros del Castillo, más los escasos
pórticos mudéjares. El mismo material sirve para voltear todas las bóvedas,
para hacer torales y fajones y los huecos de las puertas que aún se conservan.
También se utiliza el ladrillo en los motivos decorativos, tanto en los arcos
de medio punto doblados como en los re cuadros y en los frisos horizontales,
limitados a esquinillas, sardineles y encintados que siempre aparecen como
apoyo de las arquerías o como remate de las mismas, y también en los aleros.
Es necesario señalar aquí, al menos, que desde
el siglo XVI lo mudéjar se convirtió en un elemento que reaparece
constantemente en la arquitectura abulense, bien como decoración, bien como
sistema constructivo, como un guiño que en la arquitectura popular aparece en
alfices, aleros, frisos... Unas veces tendrá mero carácter popular retardatario
y otras, hacia 1900, se convertirá en un neomudéjar que en los edificios
religiosos se aliará con el neogótico consabido. Repullés, Barbero, Benito,
Vaello y Jalvo serán los arquitectos y los monumentos las iglesias de la Dehesa
del Chorrito en Zorita, El Parral, La Carrera, las Reparadoras y Adoratrices de
Ávila, más el Picadero de la Academia de Intendencia, las Escuelas Nebreda y
casas de Ávila y La Moraña, y luego los añadidos de los templos de Cabizuela y
Cisla.
Un acercamiento a la arquitectura mudéjar, debe
incluir un mínimo acercamiento a dos ciudades de La Moraña, Arévalo y Madrigal
de las Altas Torres, mudéjares por sus importantes y antiguas morerías, por
tener importantes monumentos mudéjares, y por estar configuradas urbanística y
militarmente al modo mudéjar.
La traza urbana de Arévalo está condicionada
por el Adaja y el Arevalillo que se juntan en un espolón en el que se levanta
un castillo de planta pentagonal y colosal homenaje y limitada por el perímetro
murado, y recuerda bastante la configuración de parte del casco urbano
segoviano. El castillo, en su configuración actual fue comenzado en la década
de 1470 por Álvaro de Zúñiga, conde de Plasencia y duque de Arévalo, pero se
asienta sobre uno anterior del que queda una puerta mudéjar y hasta el que llegaban
las murallas de Arévalo.
Respecto al recinto murado de la Villa se ha
aventurado una primera muralla que correría entre los dos ríos a la altura de
la calle de Santa María a San Miguel y que tendría en la Puerta de Santa María,
la situada bajo la torre, el principal acceso. Creo que nada justifica tal
hipótesis. La muralla de Arévalo correría entre el castillo y los denominados “castilletes”
de San Juan y San José, siendo sumamente distinta en su trazado. Partía del
castillo y se ajustaba a los fuertes desniveles del río Arevalillo y también,
aunque en menor medida, a los del río Adaja. Prácticamente nada se conserva de
los desniveles del Adaja, algo más se mantiene de la zona del Arevalillo (en
nuestros días se está cayendo) y es más fuerte y visible en la zona de todo el
lienzo en el que está el arco de Alcocer.
Pese a que Cervera habla de este último lienzo
como una primera fase de la muralla y supone que los otros dos corresponden a
una segunda fase, más bien creo que estas fases no son las que cronológicamente
se corresponden con el actual amurallamiento de la población. Los muros que dan
a los ríos, con torreones (en lo mínimamente conservado) de planta similar a
los de la muralla de Ávila, son de un primer momento del amurallamiento. Pienso
que la zona sur de la misma, con torres cuadradas, con pasadizos y con
barbacana de la que aún queda un resto preciso en el nombre de calle
Entrecastillos, corresponde a un momento final de la cerca, fechable siempre
después de la iglesia de San Juan y antes de 1230 cuando ya se sabe de
arrabales fuera de los muros (se dice que la iglesia de San Salvador est in
suburbio eisdem villae). A ella corresponde la Puerta de Alcocer que en
realidad es un potente torreón bajo el cual se organiza un túnel de entrada de
carácter plenamente musulmán, con sucesivas defensas. Se cree que sobre él
estuvo el alcázar y que luego fue concejo, y posteriormente ha sido cárcel. No
debió ser ajeno a este reforzamiento de la cerca la organización a principios
del siglo XIII de la Universidad de la Tierra de Arévalo, una de esas
Comunidades de Villa y Tierra que estructuraron la vida de la Edad Media,
mediante la cual el concejo de Arévalo tendría medios suficientes para acometer
las nuevas obras del amurallamiento. En 1250 existían doce templos en Arévalo,
de ellos mantienen aún su fábrica románica y/o mudéjar Santa María, San Martín,
San Miguel, San Nicolás, San Juan, Santo Domingo, y el Salvador, está
totalmente transformado San Nicolás y han desaparecido San Pedro, San Esteban y
el Almocrón.
Este Arévalo mudéjar se manifiesta
arquitectónicamente no sólo en los templos y muros de la ciudad. Sumamente
importantes fueron los puentes que aseguraron el paso de los ríos. El de San
Pedro o Valladolid, también conocido como la Puente Llana tenía hasta siete
ojos de apuntados arcos, algunos con alfiz a modo de recuadro y con varias
roscas en sus arcos. Salvo los dos ojos centrales, los demás parecen
aliviaderos destinados a impedir que el puente se convirtiera en un pantano. El
sistema constructivo es el mismo de bandas de mampostería entre verdugados de
ladrillo que hemos visto en las iglesias y en la muralla. El puente de Medina
cruza ya el río Arevalillo y tiene tres grandes arcos de perfil apuntado, más
alto el central que los laterales y dos aliviaderos también apuntados en los
lados. En sus dos machones centrales tiene escaleras embutidas que permitían
acceder al nivel inferior y que es posible algo tuvieran que ver con la defensa
del mismo puente. El puente denominado de Los Barros, tiene un único arco
inscrito dentro de un recuadro a modo de alfiz. El arco está ligerísimamente
apuntado, y el puente se construye con la misma técnica constructiva de los
otros. Apúntese finalmente que el perfil de Arévalo, una ciudad jalonada de
esbeltas y variadas torres, es el de una ciudad marcadamente mudéjar, el de una
ciudad torreada.
Madrigal de las Altas Torres (el rotundo
topónimo es del siglo XIX y más parece poema) es la otra Villa mudéjar del
norte de la provincia. Tiene dos grandes templos mudéjares y un amplio recinto
amurallado con planta irregular (un plano que guarda el Ayuntamiento, dibujado
por José Jesús de la Llave y la copia de éste por Coello, han dado pie a la
teoría de un recinto fortificado perfectamente circular, más basta con subir a
la torre de San Nicolás para comprobar que no es así). En el muro se abrían
cuatro puertas denominadas de Cantalapiedra, Arévalo, Medina y Peñaranda, que
se correspondían tanto con los caminos como con el trazado de la población, con
calles que se encaminaban hacia el centro de la misma. El recinto tenía grandes
dimensiones (2.300 metros de longitud y más de 80 torres) y es en ello
comparable con el de Ávila. Prácticamente todo el caserío estaba d e n t ro de
la cerca en un callejero que aún permite ver calles tortuosas, encuentros
forzados, todo ello con algo de islámico.
El sistema constructivo es similar al de las de
Arévalo, Cuéllar y Olmedo. Un documento real de 1302, en el que a petición de
los vecinos de Arévalo se les ordena a los de Madrigal destruir los muros,
sirve para fechar cerca de aquel año el amurallamiento, y es esta fecha que
cuadra con la estructura de las Puertas de Medina y Cantalapiedra, con torres
albarranas pentagonales con ladroneras en sus frentes y altas cámaras
artilleras abiertas hacia la población. La última es, sin duda, la estructura
más interesante de la muralla a pesar de su lamentable restauración.
Los ejemplos conocidos del románico y mudéjar
son los que se relacionan a continuación siguiendo un orden alfabético y
geográfico sólo roto al empezar por las murallas y al seguir los templos de la
capital un posible orden cronológico.
Se incluyen aquí monumentos y obras románicas y
las mudéjares que considero datables en el XII y primeras décadas del XIII y
cercanas a las formas del románico (se advierte –una vez más– que no asumimos
esa cesura drástica entre románico y gótico por la diferenciación entre arco de
medio punto/arco apuntado). Las obras viajeras se estudian en su actual
emplazamiento y las obras dispersas se estudian en conjunto (así todos los
capiteles de San Vicente en San Vicente y los elementos de la de Santo Domingo
en la actual del Inmaculado Corazón de María). Termina el catálogo con un
conjunto de monumentos que fueron románicos y de los que apenas quedan restos
(Aldeavieja, Mancera de Abajo y Mironcillo) y con poco más que un listado de
pinturas y tallas románicas.
Las murallas de Ávila
Introducción
El carácter desornamentado del monumento,
inherente a toda gran arquitectura militar, hace que los estudios sobre el
románico olviden o pasen de puntillas sobre el monumento de mayores dimensiones
del románico peninsular y uno de los más atractivos. Todo en ellas habla el
esencial lenguaje de la arquitectura románica, los materiales, los sistemas
constructivos y hasta las formas si nos fijamos en las puertas originales, en
los arcos que vuelan entre sus más altos torreones y en la planta de sus cubos:
la mayoría con tramo recto y tramo curvo y los demás con tramo curvo, ambos
siempre a modo de ábside románico.
A la hora de comenzar este apartado, nos hemos
decantado por hacer una brevísima introducción acerca de la evolución histórica
de Ávila ciudad, por considerar que la historia de la ciudad es la de su
muralla y viceversa. La rotunda cerca está presente en la vida abulense y en su
historia y sus crónicas desde el siglo XIII, y en todas las explicaciones sobre
ella y que en ella se basan hay que ver el interés por marcar el hecho del
vivir ciudadano, la importancia de la ciudad y su tradición histórica. Las murallas,
como enigma y como realidad, son el corsé (la expresión es de Unamuno) que ciñe
parte del casco urbano, que condiciona y explica su historia y sus ritos y
todas las historias que en ellas se basan. Su imagen potente condiciona todas
las imágenes históricas abulenses y sus mil y un reflejos.
Es necesario resaltar que Ávila es un
emplazamiento largamente habitado por las especiales condiciones que el lugar
ha ido presentando a lo largo de los siglos. Es el origen de Ávila un tanto
incierto. La falta de evidencias o pruebas documentales ha provocado una
singular pervivencia de historias paralelas, apócrifas, mucho más relacionadas
con la fábula, el mito, que con realidades constatables. Así, se vincula el
nacimiento de la población a personajes como Hércules o Alcídeo que no pueden
resistir un análisis crítico, científico. Los primeros restos hay que
relacionarlos con la Edad de Piedra, pero no será hasta la Edad del Hierro
cuando aparezcan núcleos de importancia y verificables. Se trata de la
denominada “cultura de los castros”, que tuvo buenos ejemplos en Ulaca o
Las Cogotas y lleva a suponer la existencia en la capital de otro núcleo de
entidad similar. Era esta zona tierra de vettones y si comparamos las
características geográficas de Ávila con las de los castros conocidos notamos
paralelismos en dos cuestiones fundamentales: existencia de defensas naturales
y cercanía de agua. El problema que encontramos es la ausencia de restos de las
estructuras que se supone podrían formar el castro, no así de piezas sueltas en
distintos parajes (Cercanías de la actual ermita de Sonsoles, Cerro Hervero...
) que nos hablan de zonas habitadas pero no sabemos hasta qué punto. Destaca el
gran número de “verracos” hallados en las proximidades de la ciudad,
muchos de ellos localizados y visibles.
Esta carencia de datos llega hasta el siglo I I
a. de C. en que se produce la llegada de los romanos y el establecimiento de su
estructura campamental que morfológicamente se mantiene en la actualidad.
Consta desde entonces Ávila en diferentes documentos, habitualmente
incluyéndola en la provincia de la Lusitania. Aparte, la existencia de
cementerios, calzadas y, de especial importancia, murallas (tan relacionadas
con la medieval) se convierte en el mejor testimonio del pasado romano. Sin
embargo, como bien apunta María Mariné, son escasos los restos encontrados in
situ, y si a ello añadimos la ausencia de una investigación continuada y
profunda, el resultado será el actual vacío en el conocimiento de esta época.
Tradicionalmente se ha aceptado la teoría de la existencia de un recinto
amurallado romano en el que incluso se marcan los dos conocidos ejes
perpendiculares, el cardo de norte a sur y el decumanos de este a oeste, ejes
que se cruzaban en el fórum que precedió a la Plaza Mayor del actual Mercad o
Chico y en cuyos extremos debían abrirse las puertas principales de cada
lienzo. Estaríamos ante una fortificación de tipo campamental pero, dicho y
aceptado esto, en poco más es lo que hay acuerdo sobre la muralla romana. Su
traza para unos será rectangular y para otros fundamentalmente cuadrada,
tampoco habrá coincidencia sobre si la muralla medieval se levanta total o
parcialmente sobre los muros romanos, ni siquiera sobre si en la actual muralla
subsisten elementos de la romana, más allá del material romano reutilizado para
levantar los muros medievales.
Hay que resaltar la especial importancia del
reciente hallazgo de un “verraco” en la Puesta de San Vicente,
relacionado con la muralla. Este verraco que ha aparecido tallado en la roca
madre, bajo el torreón 8, es pieza que ha desatado mil conjeturas y que
mientras no se complete la excavación arqueológica no podrá ser entendida en su
totalidad. Lo cierto de todas formas es que está certificando la existencia de
un amurallamiento en el que coexisten los elementos autóctonos con los
tardorromanos.
Este vacío antes comentado se extiende hasta la
época visigoda, donde si bien tenemos constancia de la existencia de la ciudad
a través de documentos –por ejemplo, de los concilios de Toledo o de
nombramiento de obispos– y de restos variados, como diferentes utensilios y
monedas, además de algo más inmaterial pero especialmente importante como es la
toponimia, no tenemos más remedio que trabajar comparando con otros enclaves y
plantear hipótesis s o b re el papel que habría jugado este pueblo en la estructura
de la ciudad, si se les puede relacionar y en qué sentido con San Vicente, las
murallas o Santa María la Antigua, por ejemplo.
A comienzos del siglo VIII se supone a la
ciudad bajo mando musulmán. Fue éste un momento singular, caracterizado por el
valor estratégico de la zona, tierras de frontera, lo que provoca alternativas
en el poder, así como un grado de convivencia y tolerancia cuando menos
llamativos.
Por otro lado es ésta también la época en la
que se produjo la despoblación, fenómeno discutido y matizado por los grandes
medievalistas. Las crónicas, que a mediados del siglo XI, durante el reinado de
Fernando I, muestran una imagen de Ávila abandonada, arruinada, así como el
traslado de los restos de los mártires San Vicente, Santa Sabina y Santa
Cristeta, a lugar más seguro, hacen suponer una situación más que preocupante.
Defendemos que, a pesar de las dificultades del momento, una parte de la población
permaneció en la ciudad y la tierra de Ávila y ello está avalado por la
pervivencia de la toponimia, de los lugares de culto y de la trama ciudadana.
Si enlazamos esto con los intentos de recuperación de espacios por parte de los
monarcas cristianos durante los siglos X-XI, y el hecho fundamental de la toma
de Toledo en 1085, llegamos a la conclusión que ya defendíamos en 1982 cuando
preferíamos hablar de “reorganización” más que de “repoblación”, por lo
menos en un primer momento. Llegamos así al reinado de Alfonso VI, en el cual
se llevó a cabo la reconquista de las conocidas como “Extremaduras
castellanas” y la necesidad de dotarlas de nueva vida. En un bosquejo
rápido, diremos que el monarca encargó tal misión a su yerno, don Raimundo de
Borgoña (casado con doña Urraca), el cual se ocupó de toda la zona de
Salamanca, Segovia y Ávila. Había, por tanto, que organizar y controlar
territorios, personas y tareas, y para ello tomaron un papel importante las
autoridades municipales y eclesiásticas, así como determinadas familias de las
que proceden siempre ambas, ya que no se puede pasar por alto que en estos
momentos la guerra podía convertirse en una actividad bastante lucrativa, que
podía proporcionar beneficios tanto económicos como sociales. Se trataba entonces
de poder, lo que de un modo u otro nos lleva a referirnos a la importancia que
tuvo el hecho de ser Ávila cabeza de diócesis y señalar en una llamada de
atención las íntimas relaciones que se establecen entre la monarquía, el poder
municipal y la Iglesia, ello está en la raíz del desarrollo del amurallamiento.
En una pequeña licencia, haremos un hueco a una descriptiva cita: “La
expresión «Los de siempre» (...) Expresión que me parecía resumir toda la
fatalidad derivada de una larga experiencia de dominio y poder de unos pocos”.
No pertenece esta cita a la época que aquí tratamos, está tomada del estudio de
Eduardo Cabezas sobre la sociedad abulense en torno a 1900, pero la traemos
aquí porque, a pesar del tiempo transcurrido, la situación parece no haber
cambiado demasiado y los “serranos” de la Crónica medieval se
consolidaron en el poder. A mediados del siglo XIII ya se puede hablar de unas
“estructuras municipales perennes” por parte de familias que ocupaban
cargos en los distintos poderes, poseían la mayor parte de las fuentes de
riqueza (tierras, ganado...) y practicaban lo conocido como “solidaridad
entre caballeros”, que perpetuaba a la mayoría dominada en su situación. Se
debía recomponer la ciudad y para ello era necesaria la llegada de los protagonistas
que con su presencia y su trabajo lograrían revitalizar el núcleo. No fue éste
un proceso homogéneo y parece que se produjo en oleadas de distinta intensidad.
La mayoría llegó del norte, desde la zona de La Rioja, Cantabria, Burgos,
Soria, el País Vasco o Asturias y sus diferentes asentamientos darán lugar a
una nueva estructura de barrios, quizá, como más tarde veremos, esto provoque
un aspecto disperso, más de núcleos separados que de una única ciudad. Una de
las grandes tareas que hubieron de llevar a cabo es la obra que aquí nos ocupa,
las murallas.
La muralla de Ávila es el único recinto
peninsular de la arquitectura militar cristiana de grandes dimensiones de época
medieval que se mantiene en lo esencial tal y como fue construido. La imagen de
la muralla es la de la ciudad, y los muros son el monumento que, sin duda,
mejor identifica la ciudad, y también el que configura su organización y el que
mejor explica su historia, pero sorprende la escasez de documentos, imágenes y
planos que sirvan para facilitar la interpretación y análisis del monumento y el
que, aunque en múltiples textos se hayan producido acercamientos valiosos a la
muralla, únicamente tengamos un conocimiento parcial de la fortificación.
Quienes sobre ella hemos tratado coincidimos en manifestar su importancia
histórica y artística y en sus dimensiones (en líneas generales), pero
discrepamos en todo lo demás: datación, trazado, estructura, conexión con la
catedral, coincidencia con el trazado romano...
Tres concretos textos, múltiples veces citados,
de las Partidas VII, III y II, de Alfonso X, indican la importancia que el
amurallamiento tiene en el mundo medieval:
·
“Ciudad
es todo aquel lugar que es cercado de los muros, con los arrabales e los
edificios que se tienen con ellos”.
·
“Santas
cosas son llamados los muros et las puertas de las cibdades et de las villas”.
·
“Honor
debe el rey facer a su tierra, et señaladamiente en mandar cercar las cibdades,
et las villas et los castiellos de buenos muros et de buenas torres, ca esto le
face seer más noble, et más honrada et más apuesta”.
·
Todo
ello quizá se resume en el conocido apotegma latino: extra civitatem nulla
securitas.
La Edad Media europea e hispana es una historia
de ciudades amuralladas. En Castilla, entre otras, estaban cercadas Soria,
Segovia y Salamanca en lo que hemos dado en llamar la Extremadura castellana,
más Valladolid, Burgos, Zamora, Palencia y León (esta última con una traza
regularizada de origen romano, que es la única que es algo semejante al trazado
de la cerca abulense). En lo que hoy es la provincia de Ávila fueron
amuralladas en la Edad Media y aún conservan restos de sus murallas Arévalo,
Bonilla de la Sierra, Madrigal de las Altas Torres, El Barco de Ávila y
Piedrahita. En realidad todas las ciudades castellanas de cierta importancia
estaban cercadas en la Edad Media haciendo bueno el aserto de Pirenne cuando
dice que “no se puede concebir en esta época una ciudad sin murallas [...],
es éste un privilegio que no puede faltar a ninguna de ellas”. Obviamente
en el mundo islámico ocurría lo mismo.
La muralla será –claro está– un edificio
militar, pero además configura la ciudad, se confunde con ella y con sus más
singulares edificios (catedral, alcázar y palacios nobles). La imagen literaria
de la ciudad es la del recinto murado, desde el castillo interior de Teresa de
Cepeda y el aire de la almena de Juan de Yepes, al redondo espinazo/rosario de
cubos almenados de Miguel de Unamuno.
El Monumento como documento
Antes de analizar su proceso constructivo y los
aspectos formales y evolución histórica, es necesario hacer una primera
descripción elemental del recinto que resuma sus elementos, características y
otros aspectos, volviendo a insistir previamente en que la cerca está
íntimamente unida al urbanismo y la historia abulense, y no pueden entenderse
la muralla sin la ciudad, ni la ciudad sin la muralla. Ávila es la ciudad de
las murallas y en el ámbito medieval europeo la fortificación urbana por
antonomasia es la muralla de Ávila.
Como veremos a continuación, el problema es la
ausencia de fuentes directas y fiables, documentos contemporáneos a los
primeros hechos narrados y el carácter legendario y repetitivo de buena parte
de la bibliografía antigua. Así, se ha considerado que el primer testimonio lo
encontramos en la Crónica de la población de Ávila (c a .1256), calificada por
Ángel Barrios de “fuente histórica singular, sin apenas parangón para otros
territorios peninsulares”. El Becerro de las visitaciones de casas y
heredades de la catedral de Ávila, comenzado a escribir en 1303, se convierte
en un documento fundamental para el estudio de la ciudad medieval, obra que no
es sólo un catálogo de las propiedades capitulares, si no todo un repaso al
paisaje y la vida del momento, pero no es mucho lo que sobre la muralla aporta,
ya que únicamente recoge las viviendas que de la catedral dependían. Aparte
existe una gran colección diplomática tardía relacionada con el concejo y el
cabildo y la parcial documentación medieval del concejo.
La muralla ha sido leída tradicionalmente a
partir de los textos de la apócrifa Historia de Ávila que inspiraron las
páginas de Luis Ariz en su obra de 1607, Historia de las grandezas de la ciudad
de Ávila, y de ellos arranca la mayor parte de las leyendas sobre la cerca
abulense, las que en mayor o menor medida han sido recogidas por todos los que
sobre las mismas han tratado. Este texto del siglo XVII, sobre el que
volveremos, ha sido la fuente que ha suplido la falta de documentos medievales
que se refieran a la muralla. Encontramos en los siglos XVI-XVII una variopinta
bibliografía en la que, para lo que nos ocupa, deben señalarse, además del
citado Luis Ariz, a Antonio de Cianca con Historia de la vida, invención,
milagros y translación de San Segundo, primer obispo de Ávila, y recopilación
de los obispos sucessores suyos... (1595), el Epílogo de algunas cosas
pertenecientes a la ylustre e muy magnífica e muy noble e muy leal ciudad de
Ávila (1519), de Gonzalo Ayora de Córdoba. Ya a finales del XVIII y en el siglo
XI hay noticias o imágenes sobre la muralla en Antonio Ponz, Viaje de España
(1783); en Alejandro Laborde en su Itinerario descriptivo de las provincias de
España (1826), Pascual Madoz, Diccionario Geográfico-Esta - dístico-Histórico
de España y sus posesiones de Ultramar (1948); en las dos ediciones del estudio
de Quadrado, en Juan Van Halen, España Pintoresca. Castilla-La Vieja: Ávila
(1884); José Mayoral, Recuerdos de Ávila en romance (1883), Grandezas de Ávila
(1888); Juan Martín Carramolino, Historia de Ávila, su provincia y obispado
(1872) o Enrique Ballesteros, Estudio histórico de Ávila y su territorio
(1896). Ya en el siglo XX, Manuel de Foronda, Crónica inédita de Ávila (1913);
Antonio de Veredas, Ávila de los Caballeros. Descripción artístico histórica de
la capital y pueblos más interesantes de la provincia (1935); Federico Bordejé
con la única monografía dedicada a la muralla, más el siempre acertado e
incisivo Manuel Gómez-Moreno que a principios de siglo redacta un Catálogo que
hasta 1984 no sale de la imprenta, en 1980 Emilio Rodríguez Almeida recoge sus
estudios sobre la cerca romana en Ávila romana, el capítulo que en 1982 redactó
Carmelo Luis López en Guía del románico de Ávila y del Primer Mudéjar de La
Moraña, un sugerente artículo de María Cátedra y Serafín de Tapia y los dos
tomos de la historia de Ávila de la Institución Gran Duque de Alba,
especialmente el estudio de Gutiérrez Robledo que ahora se amplía. Señalemos
también que las imágenes antiguas del monumento son escasas: el magnífico
dibujo de Wyngaerde de 1570, el grabado francés de principios del X I X que
aquí se reproduce, un cuadro de Sánchez Ramos que guarda el Ayuntamiento y las
imágenes de Laborde, Van Halen y Parcerisa, junto a contadas fotografías.
Conste además que hasta llegar las restauraciones únicamente eran conocidos dos
planos poco precisos del recinto, el de José Jesús de la Llave de 1837 y el de
Coello de 1858.
Ante un panorama como el descrito en el que es
patente la pobreza documental y bibliográfica sobre la muralla abulense y
defendiendo que en la historia de la arquitectura siempre el monumento es el
mejor documento, y más cuando existe un gran vacío documental, vamos a realizar
un minucioso recorrido y examen de muros, torreones, lienzos, puertas, poternas
y adarves; recorrido en el que nos detendremos en temas que adelantamos ahora.
Tiene una arquitectura sumamente sencilla, como
señala el profesor Chueca Goitia cuando dice que “el conjunto no puede ser
más sobrio y desornamentado y aquí radica su grandeza”. La técnica
constructiva es también elemental. La construcción busca el apoyo en la roca
madre, se hace con materiales sacados a pie de obra y reutilizados, alzando dos
paños con mampostería a espejo enripiada en cubos y muros que parece
reinterpretar el aparejo toledano y con sillería en esquinas y arcos. Entre los
paños se levanta un núcleo de argamasa en el que se utiliza todo tipo de
material, seguramente parte de él procedente de construcciones arruinadas.
Rematando el conjunto, el camino de ronda o adarve tiene como pavimento una
solera pobre de canto y argamasa, y sobre él se levanta el parapeto con el
correspondiente almenado. No hay constancia de que existiese paradós o parapeto
hacia el interior. Existían antedefensas en el frente este y es posible que
también existiesen en la Puerta del Carmen. Quedan ladroneras o sus restos en
la Puerta de Montenegro, en la de la Catedral (parece indicar que había una
puerta que funcionó cuando se cerró la del obispo y antes de abrir la de la
Casa de las Carnicerías), en la zona de San Vicente y hacia el norte.
La descripción, que utiliza como base el plano
levantado por Jesús Gascón y Santiago Herráez (los números entre paréntesis
remiten a la numeración de tal plano), debe comenzar en el ángulo sureste y
seguir un sentido contrario al de las agujas del reloj, ajustándose al orden de
construcción de los muros tradicionalmente aceptado desde el libro de Luis
Ariz:
“E la primera tela, fue la de Oriente, a la
parte onde fueron martirizados los hermanos san Vicente, Sabina, e Cristeta
[...]. E por ende mandó el señor Conde, se fabricasen las telas de los muros
del Setentrión, e la tela del Poniente, non era tan luenga como las otras dos:
e vos digo, que en todas tres telas fabricavan por la parte de afuera, e por la
de adentro, más de 1.900 hombres”.
El primer torreón (81), llamado de la Esquina,
de las Luminarias y de la Horca (este nombre debe corresponder a uno de los
cubos de la barbacana del Alcázar Real, que se adelantaba hacia el convento de
la Magdalena y daba nombre a la cuesta), pertenece a la zona alta del Alcázar
Real y a ella corresponden también los dos torreones del arco del Alcázar y el
que hoy conocemos como Torreón del Homenaje (82). (Isabel López indica que el
gran torreón de la esquina fue el primer Torreón del Homenaje).
Desde allí al cimorro catedralicio (1) había
otros cuatro torreones, uno de los cuales desapareció al construirse la capilla
de San Segundo. Estos torreones (81 al 2) estaban precedidos de una fuerte
barbacana con su cava o foso, que suponemos debería llegar hasta el número 11,
barbacana que no ha aparecido en la última excavación de los jardines de San
Vicente. El espacio entre torreón y torreón, entre cimorros dice la
documentación, y entre el muro de la cerca y el muro de la barbacana, fue
sistemáticamente ocupado por construcciones: la alhóndiga delante del alcázar y
casas desde el alcázar hasta la catedral. A finales del pasado siglo
desapareció la alhóndiga y las casas fueron sustituidas por otras, que a su vez
fueron derribadas en 1982. La capilla de San Segundo, la sacristía de Velada,
la Casa de las Carnicerías (estos tres edificios herederos del quehacer de
Francisco de Mora) y la Casa de Misericordia o del Caballo (nombre popular que
tiene que ver con la iconografía de la misma: un San Martín a caballo dando su
capa a un pobre), que se levantó en 1545 con trazas de Pedro de Salamanca y
tras “cortar la risca” según datos de M.ª J. Ruiz-Ayúcar, son los únicos
añadidos a la muralla en la actualidad. En el centro de la cortina este está el
fuerte cimorro de la catedral, junto al que estaba la Puerta del Obispo (1-2)
que puede verse tanto en el plano de la catedral de Luis Moya, como en un
relieve de la predela del altar de San Segundo de la catedral, cerrada al
construirse la capilla de Velada (se abrió entonces la actual en la Casa de
Carnicerías, llamada de la Catedral o del Peso de la Harina). Todos los cubos
del lado este y los de la mayor parte del lado norte (hasta el 33) tienen una
planta similar a la de los ábsides románicos de la ciudad, con tramo recto y
tramo curvo y originariamente correspondían a unas defensas pasivas ante el
ataque enemigo.
Hay que notar que los lienzos comprendidos
entre los torreones 1 al 8 fueron recrecidos, seguramente en la segunda mitad
del siglo XV, cuando se reformó el cimorro, y por ello pasaron a tener un
carácter marcadamente artillero, enrasando su plataforma con el adarve de los
muros (en la zona del antiguo palacio episcopal, intramuros, es perfectamente
visible el recrecimiento del muro que se hizo incluso con distinto material).
En líneas generales todos estos cubos tendrían originariamente un castillete defensivo,
que quizás fuera un tablado de madera a modo de cimorro en los torreones 85,
86, 87 y 88 (el que se derrocó para construir la capilla de San Segundo). En
toda esta zona aparece abundante material reutilizado romano, y también alguno
árabe. Tradicionalmente se considera que el material romano debe proceder del
cementerio que ocupaba el espacio del jardín de San Vicente. La Puerta de San
Vicente (8 y 9) se abre en el centro de la curva que marca la muralla, y es
similar a la del Alcázar.
Esta zona alta de la fortificación estaba
defendida por la citada barbacana, por las tres más fuertes puertas y por tres
instituciones importantes: el Alcázar Real, la catedral y el palacio episcopal.
El último, que lindaba con los espacios comprendidos entre los torreones 3 al
5, incluía una pieza románica singular, el episcopio, que ya existía a finales
del XII y que se apoya sobre la muralla.
En el frente norte las murallas van adaptándose
a un escarpe del terreno que va decreciendo hacia el río Adaja; es zona que
presenta un difícil acceso y por eso sólo se abren la pequeña Puerta del
Mariscal y la puerta muy reformada del Carmen Calzado o de la Cárcel, la única
que no se abre en el centro de un lienzo y la única que, según Bordejé, “respeta
rigurosamente las normas clásicas sobre su precisa orientación al costado
izquierdo para descubrir el derecho de los asaltantes”. En la parte alta de
esta cortina se suceden los palacios de los Sofraga, Águilas y Bracamonte y
luego Polentinos Nuevo, hasta llegar a lo que primero fue iglesia de San
Silvestre y luego Carmen Calzado y después Cárcel y hoy Archivo Histórico, que
linda con el interior de los muros a partir de la espadaña de 1670 situada
sobre el torreón 29. Los cubos siguen teniendo la misma planta a modo de ábside
románico, salvo los reformados del Arco del Carmen (28 y 29), pero a partir del
34 aparecerá una nueva planta en la que sigue existiendo el tramo curvo
semicircular, pero el tramo recto pasa a tener la planta de un trapecio
isósceles en el que el mayor de los lados paralelos es el que linda con los
muros y el otro tiene la misma longitud que el diámetro del tramo curvo, o
dicho de otra forma en el que los lados exteriores del tramo recto no son
paralelos, divergen como los lados de los tramos rectos de algunos ábsides
mudéjares (de la comparación puede inferirse un mínimo retraso cronológico).
Estos torreones van desde el 34 al 54, abarcando por lo tanto parte del frente
norte, todo el oeste y el primer torreón del sur. También hay que anotar que en los frentes
este, norte y oeste aparece frecuentemente una variada decoración de frisos de
esquinillas rematando los torreones antes que el castillete. Aunque no quedan
restos de ella en la zona comprendida entre el torreón de la Esquina y la
Puerta de San Vicente, es posible que esta ausencia de decoración se deba a las
muchas reparaciones y restauraciones que conoció su coronamiento, que se llevaron
por delante esta labor mudéjar al igual que ocurrió en los torreones
restaurados de los muros norte y oeste. Desde el Carmen Calzado hasta el
palacio de Núñez Vela (torreones 32-62), no hay edificaciones adosadas al
interior de los muros cumpliendo con aquella ley de las Partidas –ya recogida
aquí– que obligaba a dejar un espacio de quince pies entre los muros y las
casas, dejando desembarazadas y libres las carreras que están cerca de los
muros, tampoco hay en el interior de esa zona ninguna gran construcción de
carácter monumental salvo la antigua parroquia de San Esteban.
El frente que mira al oeste, ante el río Adaja
y la ermita de San Segundo, repite la estructura y disposición de cubos y
lienzos que ya hemos anotado. El río proporciona aquí las defensas naturales
que en el frente norte proporcionaba el empinado terreno. En su centro, y
frente al puente medieval que quizá tenga origen romano y que ha conocido
muchas reparaciones, está la Puerta del Puente, de Adaja o de San Segundo, de
pequeñas dimensiones y abierta entre dos torreones similares a los de todo el
frente. El paño correspondiente a la puerta ha sido forrado de sillería y en él
se abre un hueco que deja ver sillares de tradición románica. Toda esta zona,
que a finales del siglo XX fue “liberada” de algunas de las
construcciones situadas a la margen del río, era un área de carácter artesanal
y fabril que ocupaba las riberas del Adaja y que era continuación de la que
había en la zona baja del interior de la muralla.
El frente sur se construye sobre un promontorio
ro c oso, del cual se extrae buena parte del material constructivo de los
muros, y por ello tiene otro muy distinto carácter: la muralla y los torreones
tienen menor altura, torreones y lienzos se construyen a la vez, los torreones
tienen únicamente tramo curvo y están muy separados entre sí, casi tienen la
altura de los lienzos y toda la muralla parece un parapeto de coronación del
promontorio rocoso. Aunque toda esta zona ha sido muy restaurada, aún puede apreciarse
entre los torreones 54 y 55 el momento en el que se produce el cambio
constructivo del amurallamiento. Una primera puerta del recinto, en realidad
casi un portillo, es la llamada de Malaventura o Matadero (58-59), ante ella estuvieron
la iglesia románica de San Isidoro y el matadero construido en el siglo XVI, el
que dio el nombre de El Rastro (de la sangre) a todo el paseo que se construyó
junto a la muralla, entre la Puerta de Dávila y el torreón de la Horca, de la
Espina o de la Esquina. La siguiente puerta, la de Montenegro o de La Santa,
que también se llamó de la Academia por la militar que hubo en Núñez Vela (64-
65), ya corresponde a la zona alta de la cerca amurallada y en ella empiezan a
aparecer casas adosadas al interior del muro, la primera de ellas la de Núñez
Vela. La siguiente puerta, la de los Dávila o las Navas y también del Grajal o
de la Estrella (70-71), se abre entre lo que fueron las casas de Esteban
Domingo y el palacio del marqués de las Navas o Dávila. Luego se adosaron al muro
el palacio de Navamorcuende que hoy es el palacio episcopal nuevo y el alcázar,
al que corresponde un gran torreón, el número 78, que debe ser una obra
posterior, de carácter artillero y muy relacionable con el alcázar. En los
palacios de Dávila y Navamorcuende se abrieron sendas poternas hoy cegadas.
Toda la zona situada entre los torreones 64 y 81 vio profundamente alterada su
topografía cuando hacia 1775 se reformó el paseo del Rastro. En esa zona las
fortificaciones parecen hoy insuficientes, pero basta hacer el esfuerzo de
imaginar lo que sería un peñascal que llegase desde la base de los muros hasta
el nivel de la Bajada de Sonsoles para comprender la fortaleza de este frente
de las murallas.
Perímetro
Una constante visión simplificada sobre la
muralla de Ávila parte de la reducción de su descripción a decir que es de
planta rectangular, tiene 2,5 km de extensión y 87 u 88 torreones, 9 puertas y
3 poternas. Lo cierto es que la planta sólo es aproximadamente rectangular, que
los lados de tal rectángulo son de muy distintas dimensiones y en ellos hay
pronunciados salientes (zona del Carmen) o entrantes (zona de San Vicente), que
sus muros y puertas se adaptan a la orografía y a la historia de la ciudad, respectivamente,
y que es conveniente apuntar los desniveles existentes en su trazado: tomando
como 0,0 la cota del puente Adaja, las cotas del Arco del Carmen, Arco de la
Santa o Arco del Rastro, ya están en torno a los 40 m (43,62, 39,51 y 46,26) y
en las puertas del frente este las alturas son considerablemente mayores: 50,98
en el Alcázar, 53,12 en San Vicente y 57,59 en el Arco de la Catedral. Esta
orografía debe ponerse en relación tanto con el trazado de la ciudad romana,
como con la distribución de los edificios en el caserío.
Respecto al perímetro de la muralla debe
precisarse que los tradicionales 2,5 km son en realidad 2.514 m si la medición
se efectúa por la cara interior de los lienzos y 2.537 si se miden por la cara
exterior, pero más significativo que indicar el perímetro es señalar que según
los datos proporcionados por Celestino Leralta, la superficie que acogen estos
muros es de 352.815 m2 (345.519 m2 si no incluimos el grosor de los lienzos),
unas dimensiones ciertamente considerables que permitieron albergar intramuros
una compleja y amplia ciudad medieval. Los 88 torreones son en realidad hoy 87,
dado que, como ya se ha dicho, uno desaparece en 1595 demolido con autorización
real para posibilitar la construcción de la capilla de San Segundo anexa a la
catedral. Las nueve puertas citadas tradicionalmente corresponden a distinta
época y han sufrido muchas transformaciones a lo largo de los tiempos, siendo
especialmente a destacar las que afectaron a las puertas del flanco este por
desaparecer la barbacana y las grandes reformas que en el siglo XVI conocieron
las puertas de La Santa, El Rastro y El Carmen Calzado. Las tres poternas de
los muros son de pequeñas dimensiones y distinta configuración. La hoy no
accesible del alcázar se construye con la misma sillería del muro y del Torreón
del Homenaje; las de los Dávila y Navamorcuende debieron cegarse en los tiempos
en que fuero n demolidas o desmochadas las fortificaciones nobiliarias hacia
1500, y son diferentes ya que mientras la de las Navas aún tiene una cierta
entidad arquitectónica, la de Navamorcuende es la más simple de las puertas
posibles.
Torreones
Los cubos aparentemente tienen todos ellos una
planta similar con un tramo recto y otro curvo, pero ya se ha adelantado que la
realidad no es así; en planta y altura hay una división en dos entre los del
este, norte y oeste, y los del sur y algunos de ellos (los de esquina) tienen
una estructura aún más compleja. La planta de cubo con tramo recto rectangular
y tramo curvo es la que corresponde a todos los cubos del frente este y la
mayor parte de los del frente norte. Todos los del frente oeste y algunos de
los del frente norte (del 34 al 54), los más cercanos al ángulo noroeste,
tienen una estructura en apariencia similar a los descritos, pero sensiblemente
distinta, ya que los lados del tramo recto no son paralelos entre sí, se abren
hacia los muros (tienen planta de trapecio isósceles). Este modelo de torreón
con los lados del tramo recto divergentes es también el de los dos torreones de
la Puerta de San Vicente. Los torreones del frente sur tienen planta
semicircular con un mínimo peralte. Varias singularidades hay que recalcar en
la planta de estos cubos: respecto a las dimensiones el gran tamaño del
peculiar, colosal y espléndido cimorro catedralicio, del Torreón del Homenaje y
de un torreón del paseo del Rastro (78) de grandes dimensiones, carácter
artillero y que de alguna manera debe explicarse junto con el desaparecido
Alcázar. Respecto a su planta hay que señalar como probable que reformas del
siglo XVI transformaron en torreones de planta cuadrada los correspondientes a
las Puertas de La Santa y de El Rastro (el 70 aún tiene cegadas las almenas del
tramo recto) y como dato cierto la reforma de la de El Carmen (el torreón de
esquina de esta torre forra otro anterior torreón de esquina con tramo recto y
curvo, torreón cuya parte superior era visible en el adarve y que excavado en
la última restauración ha resultado ser un torreón hueco, sin rellenar,
construido en el interior con muros encofrados verticalmente), y también que
tres torreones contiguos a la Puerta de La Santa (61, 62, 63) y uno del paseo del
Rastro (72) tienen una peculiar planta ultra semicircular que quizá se deba a
un refuerzo de los primitivos torreones, que aún estarán embebidos en la
construcción (ello es manifiesto en los torreones 72 y 62). Los ya mencionados
torreones de esquina que, sin contar el reformado de la Puerta del Carmen (28),
son cinco en toda la muralla (4,11,41,53,81), no sólo sobresalen en planta sino
que sorprendentemente en lugar de disponerse en el eje de la esquina, se sitúan
perpendicularmente al muro principal y tienen las escaleras de acceso a los
castilletes enfiladas con el flanco más largo. Con esta disposición queda en
cierta forma desprotegida la gola del torreón, en la que se refuerza la esquina
exenta del amurallamiento. Bordejé indica que estos torreones que se levantan
en las cortinas este y oeste y obedecen a esos frentes, tienen tal disposición
“apenas comprensible, que no puede atribuirse sino a un levantamiento
sucesivamente posterior de las cortinas laterales”, explicación que no
compartimos.
Es también distinto el modo de construir los
torreones. En los frentes este, norte y oeste se van levantando primero los
torreones, a modo de contrafuertes, y luego –no podemos precisar si terminados
éstos o simplemente en pos de ellos, aunque esta última posibilidad es la que
nos parece más probable– se levantan los muros exteriores sin enjarjar las
fábricas de torreones y muros. Creemos que esto se debe a que los torreones se
conciben como un todo estructural que es preciso cerrar, no a que los torreones
hagan función de contrafuertes. En el frente sur, donde la muralla es mucho más
pequeña, muros y torreones crecen a la par y sus fábricas enjarjan
perfectamente.
Un estudio de la altura de los torreones no
puede plantearse hoy con gran rigor ya que no consta el nivel original del
terreno y dado que todas las mediciones de estos torreones que se realicen en
metros están parcialmente desfigurando la realidad de una construcción
levantada en pies, en un sistema de medidas esencialmente distinto, que además
diferencia sus torre o n es según rematen o no en castilletes.
Podemos apuntar que en líneas generales los
torreones de los lados este, norte y oeste, los del modelo de tramo recto y de
tramo curvo rematan en un castillete al que da acceso una escalera que en
algunos casos –preferentemente en la zona entre la catedral y el ángulo NE,
zona del oeste (entre los torreones 34 a 54) y zona del Carmen– tienen puerta
de acceso que aún tiene o debió de tener arco de entrada (los torreones 37, 49
y 50 mantienen aún una sobre puerta mudéjar de ladrillo con alfiz y doble rosca),
y tienen o solían tener parapetos almenados hacia el interior de los que quedan
algunos ejemplos y muchas señales, tienen una altura considerablemente superior
a la de los torreones del lado meridional del recinto, cuya planta sólo tiene
tramo curvo: (los p r i m e ros suelen tener una altura entre 15 y 17 m y los
segundos una altura entre 11 y 12 m en la mayor parte de los casos). Entre la
catedral y el alcázar los castilletes quedan reducidos a la mínima expresión
seguramente por la existencia de estructuras voladas de madera a las que
llamaban cimorros, término que pasó al potente sistema defensivo de la
catedral. Tenían y aún en parte tienen los cubos de los frentes este, norte y
oeste una decoración variada conseguida mediante la inclusión de un friso de
ladrillo decorado con motivos de inspiración mudéjar (esquinillas, sardineles,
espigas, encintados...), sobre el que se levantaba el parapeto almenado. Se
observan desde el arco de San Vicente hasta el torreón contiguo (54) al del
ángulo SE, pero en algunos casos el friso está mutilado o ha desaparecido
durante las restauraciones decimonónicas. En el frente este no se ven en las
zonas del alcázar, catedral y palacio Viejo, quizá porque estos torreones han
conocido muchas reformas y restauraciones.
Los torreones del frente sur, salvo los
extremos, no sólo presentan una menor altura y dimensiones, sino que tienen
exclusivamente un tramo curvo con planta de arco de medio punto con mínimo
peralte. En altura apenas superan y en algunos casos enrasan con los lienzos
contiguos a ellos y están construidos a la par con los lienzos de ese frente.
Estas diferencias apuntadas (falta de castilletes, casi igual altura que los
lienzos, planta semicircular y construcción enjarjada con los muros, junto con
el menor grosor de los muros) testimonian un segundo momento constructivo en la
muralla, un momento en el que se aprovecha el promontorio rocoso en el que se
alzan los muros para fortificar naturalmente a la ciudad y se plantea una
fortificación que ya puede tener una finalidad preartillera al permitir
fácilmente la comunicación entre el adarve de los lienzos y la plataforma de
los cubos, también debe apuntarse que estos cubos no sobresalen más en altura y
en planta de los muros porque al estar construidos sobre un escarpado roquedal
no parecía necesario proteger su base del ataque de máquinas guerreras.
Volviendo a los frentes este, norte y oeste,
hay que recordar que tradicionalmente se ha acordado que son éstos los primeros
construidos y que incluso el orden de la construcción es el ya dicho y a él
parecen ajustarse las diferentes plantas indicadas; y también hay que recordar
ya que el tramo de murallas situado frente a San Vicente, desde la catedral
hasta el ángulo noreste corresponde a una zona en la que debió darse un
recrecimiento de los lienzos hasta la altura de los cubos, hecho datable de la
segunda mitad del siglo XV y relacionable con la fortificación del cimorro
catedralicio y con el uso masivo de la artillería.
Lienzos
Los lienzos o muros de la construcción en
líneas generales plantean un mismo sistema constructivo, pero en ellos es
también constatable –lógicamente– alguna diferencia en la manera de construir
que ya se ha señalado al analizar los torreones; es decir, que los de los lados
este, norte y oeste se construyeron en pos o después de levantarse los
torreones en los que se apoyan: los paños exteriores de los muros se pegaron a
los torreones y los paños interiores del muro parecen construidos sin solución
de continuidad, y los lienzos del sur construyen a la vez muros y torreones. Se
constata que también una diferencia fundamental es la longitud de los muros:
mientras que en líneas generales en los tres frentes primeramente construidos
la longitud de los lienzos está entre los 19 y 22 m en la mayoría de los casos,
los lienzos de la última fase constructiva, frente sur, tienen una longitud
mucho mayor, de más de 30 m en la mayor parte de los casos. El grueso de los
muros también es distinto: en la zona del alcázar alcanza 4,10 m; en la zona de
la barbacana, calle de Albardería hoy San Segundo, tiene 3,40 m; desde allí
hasta el inicio de la zona del Rastro o meridional es de 2,90 m (San Vicente,
norte y oeste) y en la zona del paseo del Rastro, la de menor altura y la
última construida, se reduce a 2,60 m.
Tradicionalmente y olvidadas las instrucciones
de las Partidas, en la parte alta de la ciudad las construcciones se apoyaban
en los muros por el interior y el exterior, pero la decadencia ciudadana desde
el XIX y la enfermiza obsesión por aislar el monumento de los últimos 100 años
ha “liberado” a la muralla de muchos monumentos unidos a ella
(barbacana, alhóndiga, Alcázar, palacio episcopal antiguo, Carmen Calzado,
Casas de Esteban Domingo, Pozos de la Nieve, fielatos, casas...). De aquella
unión entre los muros y las muchas construcciones a ellos adosadas aún son
testimonio la Casa de las Carnicerías y la Casa de Misericordia, adosadas
exteriormente en la zona del palacio episcopal viejo y los palacios de Núñez
Vela, Dávila, Navamorcuende, Sofraga y Bracamonte por el interior, más el
episcopio y la catedral que confunde su fábrica con la de los muros,
manifestando la interdependencia existente entre la muralla y ese templo
fortaleza, la fortior abulensis.
Puertas
Las nueve puertas son también muy distintas y
así tenemos tres puertas con torreones con tramo recto y tramo curvo asociados
muy directamente a la defensa del vano (San Vicente, Alcázar y Adaja), otras
dos con simples puertas abiertas a los muros sin torreones asociados a ellas
(la Puerta del Mariscal y la Puerta de Malaventura), las tres ya citadas con
torreones cuadrados que deben datarse dentro del programa de reformas del siglo
XVI (Carmen, Rastro y La Santa), otra puerta del siglo XVI de extraña configuración,
la del Peso de la Harina, que en 1591 vino a sustituir a la Puerta del Obispo
que se abría junto al cimorro.
Las del Alcázar y San Vicente se configuran
como las puertas arquetípicas de la cerca abulense. Parecen dos puertas
gemelas, pero los planos indican claramente que mientras los tramos rectos de
los torreones de la del Alcázar son rectangulares, los de San Vicente son
isósceles. Sus salientes torreones están unidos en lo alto por un puente o
adarve volado, que en ambos casos arranca de las grandes ménsulas que debieron
soportar la cimbra de madera necesaria para construir el puente, y tienen una
altura considerable, superior a los 20 m, siendo, por lo tanto, los más altos
de la cerca. Con puerta, arco, escalera y parapeto hacia el interior son los
precedentes de los complicados castilletes que coronaban buena parte de los
cubos. En ambos quedan restos en forma de ménsulas que pueden ponerse en
relación con cadalsos y puentes levadizos, ambos tienen aún las gorroneras de
fuertes puertas de madera y troneras nada más pasar las puertas (más pequeñas
las del Alcázar) y huecos para los correspondientes rastrillos, tienen también
galerías de defensa hoy cegadas (bajas las del Arco del Alcázar que estaban
protegidas por rejas y elevadas las del Arco de San Vicente). El sistema
defensivo de estas dos potentes puertas se completaba con contrapuertas y un
patio de armas situado nada más pasar el muro y aún recogido en el plano de
Madoz de 1858. La del Alcázar formó parte del sistema defensivo de esta
fortificación, que se completaba con las torres, barbacanas y arcos en recodo
en su interior, y aún tiene sobre su arco una inscripción que perpetúa las
reformas de la fortaleza en 1596.
Entre ellas, la Puerta de la Catedral o del
Peso de la Harina o del Obispo sustituyó en 1591 a una anterior que se abría
junto al cimorro y que aún puede verse en un relieve de Vasco de la Zarza en el
altar de San Segundo en la catedral. La nueva puerta se inscribe en el proyecto
de la Casa de las Carnicerías, cuya autoría intelectual creemos es atribuible a
Francisco de Mora. Se dispuso una doble portada almohadillada, una para entrar
en la ciudad y otra para entrar en las carnicerías y sobre ellas, como es
característico de la época, se situó un conjunto heráldico de cierta
importancia con el escudo real y el de la ciudad. Todo se remató con una
balaustrada adornada con bolas de tamaño alternante.
En el flanco norte se abren otras dos puertas:
la primera de ellas, la del Mariscal (17-18), que no tiene torreones asociados,
es prácticamente un postigo con arcos apuntados con dovelas alternantes, como
serían las de San Vicente antes de la restauración al decir de Gómez Moreno.
Este apuntamiento del arco, que está construido a la vez que los muros, será un
argumento más para retrasar hasta la segunda mitad del siglo XII la
construcción de la muralla.
La Puerta de San Silvestre, del Carmen Calzado,
de la Cárcel o del Parador, que todas estas denominaciones ha tenido y tiene,
es la que estructuralmente ha conocido más transformaciones. Su trazado
original subsiste, como anteriormente se ha dicho, en el actual torreón 28 en
cuya plataforma aparece aún el cubo con la característica traza de tramo recto
y tramo curvo, pero hueco, que está embutido en el nuevo torreón. Un forro de
sillería almenado y con aspilleras cubrió parte de la muralla medieval y se dispuso
con una puerta enfilada hacia el este, que parece ajustarse más a los cánones
de la buena ciencia de fortificar. Las obras las efectuarán Juan Campero y
Vasco de la Zarza en la segunda década del siglo XVI, y posteriormente se
realizaron otras reformas derivadas de la vecindad con El Carmen Calzado, la
más importante de las cuales fue la construcción de una colosal espadaña de
ladrillo, que sustituyó a otra anterior.
La llamada Puerta del Puente y también Puerta
de San Segundo se sitúa en el centro del frente occidental de los muros. La del
Puente Adaja es la de menores dimensiones de las tres que tienen torreones
asociados, carece de puente que una en lo alto a estos dos torreones y carece
de otros grandes sistemas de defensa. Debió ser reformada en el siglo XVII y a
ese momento corresponderá el forro de sillería de granito, la tronera y la
bóveda escarzana de la puerta (también será de ese arreglo un hueco de acceso al
adarve que permanece cegado). Sobre la puerta aparece un gran hueco que deja
ver tras de él una sillería “románica”; en este hueco Gómez-Moreno
indicó que parecía leerse el nombre de San Segundo y la fecha de 1610, y quizá
el dato se relacione con el cuadro de la entrada de San Segundo en Ávila que se
puso allí en el obispado de Francisco de Rojas (1663-1673).
En la cortina meridional de los muros son tres
las puertas existentes. La más occidental es conocida como Puerta de
Malaventura o de Matadero y en realidad es poco más que una poterna. La
siguiente es conocida como de La Santa o Montenegro, fue reformada en el siglo
XVI, y fuertemente restaurada a principios del XX, tiene torres cuadradas y una
ladronera sobre el arco. La más importante puerta de este frente es la conocida
hoy como de los Dávila o de El Rastro, anteriormente se denominó del Marqués de
las Navas, del Grajal (por el arroyo cercano) y de la Estrella, quizá por una
roseta incrustada en el ángulo de sus torres (65). Sus torreones cuadrados
evidencian muchas reformas (ya hemos indicado que están cegadas las almenas de
uno de los torreones) y parecen construidos con material reutilizado: romano en
la parte baja de ambos, especialmente en el más occidental (70) y sillares
románicos en la parte alta del otro. Sus fábricas se construyen antes que los
lienzos contiguos en la parte baja y se adosan a ellos en la mitad superior.
Tiene el hueco descentrado manifestando la preexistencia de un palacio de los
Dávila, y sobre el arco se nota aún la huella que dejó un gran escudo del
marqués de las Navas. Sobre sus torres se tendió un gran arco escarzano que acoge
una galería, más bien un amplio mirador, con columnas toscanas, elemento que
desdice el carácter militar de la fortificación y que debe fecharse a mediados
del X V I, tanto por sus elementos, como por estar recogido en el dibujo de
Vyngaerde.
Poternas
Las tres poternas que hoy existen son la del
Alcázar (aún practicable) y las aún cegadas del palacio de los Dávila o de Las
Navas y del antiguo palacio de Navamorcuende (hoy palacio episcopal), pero hay
constancia documental de al menos otras dos, situadas en la desaparecida
barbacana a la que daban servicio frente a la catedral una y la otra en la zona
del ángulo sureste del monumento.
La del Alcázar se abría junto al torreón del
homenaje (88), era de pequeñas dimensiones y tenía las embocaduras y dovelas de
la misma sillería granítica que el resto de los m u ros. Servía como
comunicación entre el interior del alcázar y la barbacana defensiva que se
situaba ante él, aproximadamente en lo que hoy es el inicio del Paseo del
Rastro. Más reducida es la del palacio de Navamorcuende, situada bajo el
torreón principal del actual palacio episcopal. Está burdamente tapiada y aún
se manifiesta al exterior con un enfoscado en el que se ha simulado un despiece
de sillería. En la zona del palacio del marqués de las Navas, tapiada con tosca
mampostería de granito, está la poterna de ese palacio, con embocadura y rosca
de ladrillos. Debió tener algún sistema de acceso (escalones o rampas)
desaparecido, y su cierre se relaciona siempre con la arrogante inscripción
abierta a mediados del XVI en una nueva puerta del palacio: DONDE UNA PUERTA SE
CIERRA OTRA SE ABRE.
Almenas
Las actas municipales hablan constantemente de
tareas de reparación, sustitución y reconstrucción de la cerca y especialmente
de las almenas, llegando a existir la figura del veedor de los muros. En las
reformas fechables hacia 1500 se introdujo un modelo de almena de sillería
dentada y sabemos que en el siglo XI se
debió reponer más del 70% del almenado con lo que hoy la fortificación presenta
un variopinto muestrario de almenas que unas veces tienen planta cuadrada y
otras rectangular, que unas veces acaban en punta de diamante (en algún caso
mocha) y otras en una cubierta a dos aguas, que unas veces tienen una cornisa
de ladrillo de coronación y otras ha desaparecido, que en algunos casos son de
tapialejo, en otro de ladrillo, en otros
están enfoscadas y en otros son de sillería (dentada, mocha o piramidal).
En líneas generales muros y torreones tienen
una única línea de merlones y almenas, pero el muy restaurado Torreón del
Homenaje tiene aún dos filas de almenas y el cimorro catedralicio tiene tres.
El almenado adarve tuvo sus servidumbres de las construcciones cercanas y f
ruto de ello son hoy las galerías del palacio de Núñez Vela, de la Puerta del
Rastro, del palacio episcopal y las más discretas del palacio de Sofraga. En
los enfrentamientos con los carlistas se abrieron, además de otros refuerzos,
en los muros cercanos a la Puerta del Carmen Calzado fusileras de ladrillo en
forma de aspilleras, que aún quedan en muy distinto estado en la zona del
antiguo palacio episcopal y del palacio de Bracamonte.
3. Antecedentes y funciones
Siempre se ha relacionado la muralla medieval
con las murallas preexistentes, considerando que la traza del perímetro romano
fue también utilizada en el período visigodo y está en la base del
amurallamiento medieval. El origen romano de la cerca abulense podía
argumentarse basándose en su trazado regular y en razones arqueológicas. En el
año 1999 un sorprendente descubrimiento vino a confirmar esta continuidad,
coincidencia, del trazado romano y del trazado medieval. Bajo uno de los
torreones de la Puerta de San Vicente (8) apareció un verraco tallado en la
roca madre con las características zoomorfas de un cerdo, bien conservado,
sobre el cual está construido el tramo curvo y parte del tramo recto del
torreón y cuyas pezuñas marcan el nivel del pavimento correspondiente a una
puerta romana, y cuyo lomo marca otro nivel de pavimento de un acceso
posterior. Anótese además que entre la puerta romana y el verraco han aparecido
los primeros sillares de un pequeño torreón embutido en los muros al que hasta
ahora solía atribuírsele un origen romano y que, por tener marcas de cantería
medievales, hay que pensar que corresponda con una pequeña muralla medieval que
los arqueólogos denominan una muralla castellana y la existencia de otro
torreón similar embutido en el torreón frontero del arco (9) permite esperar,
con cierto fundamento, el hallazgo de otro verraco que sea pareja del
descubierto organizando una puerta única en los mundos celtas, romano y
medieval. Con ello tiene nuevo sentido la afirmación de Ariz cuando indica que
las murallas medievales se construyeron “no sobre los cimientos de las
primeras [las romanas], si no en más alto [elevado] lugar”, y se confirma
la existencia de un amurallamiento que mezclaba lo autóctono y lo romano y que
está en origen de todos los mitos legendarios sobre una muralla que se
postulaba obra de Alcídeo y de los romanos, sobre una muralla de la que hoy
poco más puede decirse.
Ajustándose parcialmente a aquella ciudad
romana y respetando los elementos originales de su trazado (cardos y decumanos
y forum) se organizó la nueva ciudad medieval. La zona superior del
amurallamiento tendrá carácter de acrópolis en la que se sitúan el Alcázar
Real, la catedral, el palacio episcopal, los palacios de los nobles y las
instituciones concejiles, y hasta algún templo. La zona baja del
amurallamiento, la que lleva hacia el río se reservará a huertas y establos,
para asegurar la subsistencia en caso de un posible cerco, y a usos
industriales insalubres, que a finales del XV se trasladan extramuros, a las
riberas del Adaja.
La misma muralla determinó la especialización
del tejido urbano en sus funciones y el asentamiento de los pobladores según su
etnia, religión, oficio y clase social. El trazado de la muralla condicionó la
distribución de las instituciones ciudadanas y de los templos. La muralla como
fortificación tenía una estructura defensiva mucho más compleja que la que ha
llegado hasta hoy e incluía antepuertas, fosos y contrafosos que con el
transcurso de los tiempos fueron incorporándose al viario (el ejemplo más señalado
es la transformación de la barbacana en la antigua calle de Albardería, hoy San
Segundo).
Para una mejor comprensión de la importancia de
los muros deben apuntarse dos hechos: en primer lugar que la muralla también
actuaba de alguna forma hacia el interior y en segundo lugar la ausencia casi
total de edificaciones religiosas en el interior de los muros en el primer
momento de la repoblación. Ambos hechos se explican desde la peculiar
estructura de poder de la ciudad medieval. Superponiendo los palacios de los
nobles al interior de la cerca se aseguraba el dominio aristocrático sobre el
exterior e interior de la ciudad: el palacio de los Dávila o de Las Navas es el
mejor exponente de lo apuntado y presenta su carácter fortificado tanto hacia
el paseo del Rastro como hacia el interior de la ciudad, hacia la plaza de los
Dávila. La ausencia de templos en el interior de la ciudad, a la que
volveremos, puede explicarse recordando el interés aristocrático porque no
existiesen, intramuros, edificios en los que la plebe pudiera encastillarse. A
la función militar del amurallamiento se le superponen funciones de policía
(las puertas de los muros se cerraban por las noches), funciones fiscales (casi
hasta hoy día ha llegado el fielato de la Puerta del Puente y hay testimonios
fotográficos que sitúan la alhóndiga junto a la Puerta del Mercado Grande) y
funciones sanitarias, actuando como última barrera ante las epidemias de peste
(conocemos algún caso en el que la muralla fue protegida con tal fin por una
empalizada exterior). Esporádicamente, en fiestas y proclamaciones, y por la
reseñada presencia de galerías, la muralla tiene también algo de mirador,
función que por mor del turismo creciente va camino de convertirse en la
esencial el día que finalice la recuperación del adarve de la muralla que fue
de la ciudad y la tierra de Ávila.
4. Datación y autoría
Como ya hemos adelantado, según sea la fuente
utilizada, distintas son las fechas y teorías apuntadas para la construcción de
esta muralla románica y algunas, las más admitidas y repetidas, no alcanzan ni
la categoría de historieta, aunque son la base de la leyenda de Ávila, recogida
por el padre Ariz, que da los datos más repetidos, pero más inexactos. Pocos
años antes, en 1595, Cianca había adelantado lo más razonable de esos datos
legendarios en un texto precedido de una buena descripción de los muros:
“ Toda esta cerca y muros es de una piedra
risqueña, assentadas a espejo por ambas hazes, y lo maçizo argamassado de
piedra menuda y cal, con las almenas y antepechos dellas de tapiería de
argamassa, de piedra menuda, y cal, y toda de una labor y traça, y con un mismo
ser; por el qual se muestra y juzga auer sido toda esta cerca hecha en un mismo
tiempo y sazón: no obstante que los muros del lienço que miran al Mediodía no
son tan gruessos como los demás; pero esto bien se echa de ver auer sido a
causa de que por esta parte la muralla está en sitio más alto, y con gran
terrapleno, y cuesta natural, y se vee por ella ser labor moderna, y a la
similitud de la que en tiempo del Rey don Alonso sexto se labraua, como por
otras obras de su tiempo se hallan: y porque se verifica muy bien ser labor
ésta de la muralla de Ávila, que agora permanece labor y fábrica, hecha después
que España se recuperó de los Moros, porque en el un lienço desta muralla en el
que mira adonde el sol nace, desde la torre alta que llaman del esquina y
fortaleza real, hasta la torre que llaman de la mula, que en el mismo lienço
haze la otra esquina, se hallan en diversas partes piedras de piedra berroqueña
labradas de sillería, y en algunas, letras de tiempo de los Romanos, y algunos
torillos de la misma piedra, de que los mismos Romanos usauan: y en otras
letras Arábigas: y en algunas medias lunas y estrellas, diuisas de que los
Moros usan (alguna ha aparecido en la última restauración en los lienzos de la
Casa de Carnicerías): y unas y otras piedras muy diferentes de las risqueñas de
que está formada la muralla: y assentadas aquellas berroqueñas, y en que están
aquellas letras y caracteres sin orden, y como acaso les cupo su assiento, y
algunas del reués. De manera que por su assiento se conoce muy claro auer sido
despojos de otros antiguos edificios de los tiempos que los Romanos, y los
Moros a Áuila possehían. Y porque después que el Conde don Ramón fortificó y
pobló a Áuila no se halla en ella auerse hecho otra fortificación en la muralla:
y entonces es de creer la principal fortificación que los pobladores y
habitantes en Áuila auían de tener era su cerca y muralla, por ser (como queda
dicho) plaça puesta en frontera de los Moros del Reyno de Toledo, y Estremadura”.
Más compleja resulta la misma historia en el
texto de Luis Ariz. Olvidando todos los aspectos mitológicos que salpican su
versión, conviene apuntar que junto a fabulaciones sobre el número exacto de
moros que intervienen en la construcción, nombres de los autores y las fechas
exactas de comienzo y fin de obra, aporta noticias provechosas sobre lo que fue
la construcción de la muralla medieval de la ciudad (mano de obra islámica,
reutilización de materiales de anteriores muros, primacía temporal de los muros
sobre la catedral y el que los medievales no están sobre los cimientos de los
romanos):
“E queriendo el Señor Conde dar principio a
la tal fábrica mandó a Casandro maestre de Geometría, Romano, e a Florín de
Pituenga, maestre Francés, que viajassen ante él, e les mandó fabricasen la
obra. E bien que avíe otros maessos de Geometría, ca vinieran de Vizcaya, e de
León, e otras comarcas, todos obedecían, a los dichos Casandro, e Florín de
Pituenga. Ca vos digo de verdad, que ovo en los primeros días, más de
ochocientos homes de labor, en la fábrica cada día. E la primera tela, fue la
de Oriente, a la parte onde fueron martiriçados los hermanos san Vicente,
Sabina, e Cristeta: e se dio el principio, el año de nuestro Señor, de mil y
noventa, e fue fenecido el año de mil y noventa y nueve.
Con Fernán López viajaban 22 maestros de
piedra tallar y 12 de geometría.
[...] con Fernán de Llanes viajaban 200
moros encadenados, para fabricar en la obra de la población [...]”.
“El señor conde pidió al obispo que fincase
en la ciudad algunos días [...] y que bendijese todo el contorno donde se
fabricasen los muros de la ciudad [...] ca avíe asaz piedra de los muros que
ficiera Alcideo, y de la que los romanos, godos y moros, carrejaron en lueñes
tiempos, [...] e si la piedra oviera de ser tallada e carrejada a duro, fuera
bastante ningún Rey, a fabricar tales muros”.
“Que la de la ciudad ovo principio antes
que las del santo templo, e las del santo templo en pos de la ciudad. Es cosa
muy manifiesta ser estas cercas que hoy tiene la ciudad las que el Rey Don
Alonso mandó hacer a su yerno el conde Don Ramón, mas no sobre los cimientos de
las primeras, si no en más alto lugar”.
Los datos cronológicos, de exactos y cortos,
son poco creíbles. La construcción de las murallas debió ser algo menos
homogénea y algo más tardía. Durante la primera mitad del siglo XII, los
primeros pobladores se defenderían con las cercas que habían llegado desde el
mundo romano y que habrían sido reparadas por los visigodos y los árabes, y que
quizá fueron mínimamente reforzadas. No parece razonable pensar que en los
primeros años fuera posible acometer a la vez las tareas de organizar el
territorio, construir casas y palacios, reedificar los templos..., y levantar
tan colosales defensas. Ninguna constancia documental hay de obras nuevas en
los muros en la primera mitad del siglo, y la existencia de un denominado
portero en el 1146 puede no indicar otra cosa que la reutilización de las
antiguas defensas. Tal norma parece que fue la seguida en el caso de otras
fortificaciones coetáneas y anteriores.
El nuevo amurallamiento se levantará entre la
mitad del siglo XII y el final del siglo, tesis que ya defendimos en 1982. A
mediados de esa centuria un geógrafo musulmán que evidentemente escribe de
oídas pero con buenos informadores, Al-Idrisi, dice que “Ávila, no es más
que un conjunto de aldeas cuyos habitantes son jinetes vigorosos [...] Segovia,
que tampoco es una ciudad, sino muchas aldeas próximas”. Indica también que
las aldeas que forman ambas ciudades están próximas unas a otras hasta tocarse
sus edificios. Con ello hace patente– dejando a un lado la cuestión de su
fiabilidad– tanto la dispersión del caserío, como la falta de un amurallamiento
de envergadura.
También situaría en la segunda mitad del siglo
la construcción de los muros el hecho de ser el momento de máxima tensión tanto
en la frontera con el Islam como en la frontera con León y el que además ése es
el momento en el que tanto el alfoz abulense, como el obispado, ya están
plenamente configurados. Los datos fundamentales a tener en cuenta son que el
obispado de Ávila debe constituirse hacia 1120 y que a partir de 1140 se
integran en el obispado: Olmedo, Arévalo, Alcazarén y, a partir de 1142, Coria
con Béjar, Segura y Plasencia, configurando un extensísimo obispado (cierto es
que Alcazarén pronto y, a final de siglo, los tres últimos citados dejarían de
pertenecer al obispado). Desde el punto de vista político hay que recordar que
la muerte de Alfonso VII en 1157 supuso el reparto del Reino entre sus hijos y
un período de inestabilidad durante su minoría de edad (hasta 1170) que alteró
el vivir castellano y que supuso tanto injerencias aragonesas como
enfrentamientos con el cercano mundo musulmán y con los habitantes de la nueva
frontera leonesa. Dos batallas de las más conocidas del medievo supondrán un
cambio de rumbo y en ellas participaron activamente los nobles abulenses con
sus obispos: Alarcos que en 1195 supuso una derrota para los castellanos y las
Navas de Tolosa que en 1212 representó el adelanto definitivo de la frontera.
Un hecho de cierta importancia y que ha
motivado no pocas discusiones teóricas vendrá a confirmar esta datación. Me refiero
a la construcción de la cabecera de la catedral y su vinculación con la
muralla. Ya la legendaria Historia de Ávila que recopila Ariz indica que las
obras del templo fueron en pos de las de los muros. La planta de la muralla, si
reconstruimos en ella el desaparecido torreón número 88 (el demolido para
edificar la capilla de San Segundo) muestra claramente que la cabecera
catedralicia se construye sobre lo que habría sido el pequeño torreón 1 y los
lienzos colindantes con él. Creemos que en cierto momento, hacia 1170,
coinciden la obra de fortificación y la de una nueva catedral, sin duda alguna
más amplia que la primera a la que englobaría, y que se optó por incorporar a
la muralla aquella cabecera con múltiples absidiolos, como uno de los más
fuertes torreones de los muros. Si se construyó o no el torreón de la muralla y
sus lienzos colindantes sólo se podrá saber tras una concienzuda excavación
arqueológica de la cabecera catedralicia, y una gran oportunidad se ha perdido
durante la última y torpe reforma de la misma. Claro está que aquella primera
cabecera, con absidiolos, luego forrada y protegida por una barbacana exterior,
no tendría la potencia artillera del cimorro con una triple línea de almenado
que hoy conocemos y que es fruto de reformas del siglo X V.
La única referencia documental explícita a la
construcción de la muralla indica que se está construyendo a finales del siglo
XII. En 1193 un documento que se guarda en el Archivo del Asocio,
incomprensiblemente ignorado y cuyo valor ya puso de manifiesto Margarita Vila
Da Vila, libera a los caballeros de la ciudad del pago del quinto del botín si
lo aplican a la fortaleza defensiva que están construyendo.
Et insuper dono sibi perheniter et
concedo quod illi milliti qui civitatem istam ex manu patris rregie tenuerit in
christianorum exercitu, nisi ipse presens in expedicione cum eis fuerit,
quintam sibi rredere non cogantur, eo nan - que fiducia fundantur opida et
turres fortissime, ut, cum ad sumum lapidem et conssumacionis gloriam Deo dan -
tem pervenerit, ab inimicorum incursibus ipsorum pressidio laboris participes
defendantur.
Teniendo en cuenta que en las confirmaciones
que el documento tiene en 1205 y en 1215, ya no consta ninguna referencia a la
construcción de las murallas, podríamos considerar los años finales del siglo
XII como los del final de la construcción de la nueva muralla.
Confirman la datación apuntada el que la
Crónica de la Población, que aunque escrita a mediados del XIII se sitúa
temporalmente en tiempos de Raimundo de Borgoña, para nada cita la construcción
de las murallas en tal período fundacional, y el que las murallas son, en
parte, similares a las de Segovia y Salamanca, que suelen fecharse a mediados
del XII, en 1136 las primeras y en 1147 las segundas. También el que son el
precedente de las de Plasencia, que ya son del XIII.
Olvidados pues los legendarios Casandro Romano
y Florín de Pituenga (sólo pueden ser admitidos como referentes lejanos de Vi t
rubio y Vegecio), y hasta el mismo conde don Raimundo, a la hora de buscar
quiénes y cómo hicieron los muros y cómo funcionaban éstos, es mejor seguir una
fuente tardía y fiable, los documentos municipales de 1481 (publicados por
Serafín de Tapia) que establecen el reparto que desde tiempo inmemorial hacía
la ciudad de las tareas relacionadas con los muros:
"que los caballeros e fijos dalgo en
los tienpos que la dicha çibdad se auía de velar e se velava heran obligados a
la rrondar e que ansy la rrondauan e que los omes buenos e ´ çibdadanos heran
obligados a la velar e los vezinos e vasallos de la tierra de la dicha çibdad
auían sido obligados a rreparar los adarues e las cavas de la dicha çibdad e
traer todos los materiales que heran neçesarios de piedra e cal e a rena para
los dichos muros e que los moros de la dicha çibdad auían sydo e heran
obligados a poner las manos e los judíos el fierro e que demás los dichos
judíos e moros auían sydo e heran obligados de velar en la dicha fortaleza".
Dicho en castellano de hoy y resumido, que los
caballeros e hidalgos hacían la ronda, los pecheros urbanos velaban, los
campesinos reparaban adarves y cavas (fosos) y suministraban la piedra, la cal
y la arena, los judíos ponían el hierro (que era lo más costoso) y los moros
ponían la mano de obra; moros y judíos también velaban. Aceptado este
testimonio, que ciertamente es el de mayor rigor histórico que poseemos,
deberemos constatar que estos alarifes, –musulmanes al menos– algunos de ellos–
levantaron muros cristianos, con estructura y técnicas constructivas cristianas
mezcladas con las musulmanas, y la única concesión a su estética estará en los
frisos de esquinillas que en los muros septentrionales y occidentales preceden
al coronamiento, frisos que desaparecieron o fueron conscientemente ignorados
por los restauradores del pasado siglo, y en las puertas de acceso a esos
castilletes, de las que han llegado hasta hoy las tres ya citadas, con alfiz y
roscas de ladrillo.
Surge así una vez más el autor anónimo tan
querido de los románticos (que en tan incierta formulación escondían en muchos
casos la pobreza de sus conocimientos), no hay ningún alarife, ni ningún noble
o re y, la muralla aparece como la obra colectiva de la ciudad y la tierra de
Ávila, una obra en la que lo musulmán está presente tanto en la mano de obra,
como en las técnicas y materiales.
Basílica de San Vicente
Se encuentra esta basílica en terrenos
extramuros, en la zona noreste, pero muy próxima a la cerca, a apenas sesenta
metros de la muralla, precisamente frente a la puerta que lleva su mismo
nombre, y a la zona que tradicionalmente se consideraba cementerio romano (hoy
jardines). Este emplazamiento ha sido justificado tradicionalmente por causas
bélicas. Se decía que desde las torres de la iglesia dos familias, Palomeques y
Orejones, contribuirían a defender la puerta y los muros en caso de asedio. Más
lógico parece suponer que ambas familias se dedicasen a evitar que dichas
torres pasasen a manos enemigas, que desde allí pudieran atacar a la ciudad y
el templo cumplirá –como mucho– funciones de torre albarrana y de vigía. No
parece San Vicente edificio más fuerte que otros románicos, y no abonan el
carácter militar la tribuna abierta en la fachada, ni la estructura de las
torres, tanto si estaban abiertas, como si estaban cegadas, sin hueco, ni
saetera alguna. Más cierto es que el templo perpetúa un lugar de culto y se
alza sobre el solar de uno anterior, de carácter martirial que guardaba los
restos de tres santos allí martirizados. La tradición y las crónicas que en
ella se inspiran cuentan que, después de su martirio, los cuerpos de los santos
fueron depositados en una cueva. Allí los intentó profanar un judío que, como
por ensalmo, se convirtió y construyó el templo originario dedicado a los
mártires. Todo esto, narrado en las más completas versiones de la Pasión de los
Santos que han sido recogidas, y analizadas por Daniel Rico, habría pasado allá
por el siglo IV y a confirmarlo vienen los hallazgos arqueológicos que hizo
Rodríguez Almeida de enterramientos paleocristianos y las noticias que, a
mediados del siglo XI, atribuyen a Fernando I el traslado de los restos de los
Santos a San Pedro de Arlanza por motivos de seguridad y decoro, ya que el
monarca define la situación de la ciudad como “despoblada y yerma”.
San Vicente es el gran modelo del románico
abulense, el que recoge lo mejor de las influencias foráneas y de la andadura
de la misma catedral y el único que trasciende a la ciudad como precedente de
templos de la importancia de la catedral salmantina. Unida a la arquitectura de
San Vicente está la impresionante colección escultórica que atesora la basílica
en sus puertas sur y oeste, en el ábside y los formeros de las naves y en el
genial cenotafio levantado en memoria de los santos titulares. La fábrica y los
maestros de San Vicente tendrán en el románico abulense (y en el segoviano y
salmantino) una influencia comparable a la que posteriormente la catedral
tendrá en el gótico del obispado. Esta influencia será patente en San Pedro de
manera directa y especial, y en San Andrés, San Segundo y San Isidoro, y a
través de ellos en los demás templos.
La repetida definición de Camps Cazorla, “iglesia
de planta isidoriana y alzado compostelano”, siempre que se entienda de
manera muy general, sigue siendo fundamentalmente válida para un primer
acercamiento a la historia constructiva de San Vicente de Ávila, edificio que
es en alguna manera el canto del cisne del románico español.
Razones orográficas y el carácter martirial del
templo condicionaron su planta, alzado, estructura y construcción. Los
repobladores queriendo perpetuar un lugar de culto levantaron la nueva iglesia
del XII en el mismo espacio en el que se conservaba la memoria y los restos del
edificio prerrománico erigido sobre el lugar de martirio y enterramiento de los
tres hermanos: Vicente, Sabina y Cristeta, lo que les obligó a salvar un fuerte
desnivel mediante la construcción de una muy singular cripta en la cabecera que
proporciona a los ábsides y muro este del crucero una esbeltez inusitada en el
románico español. Es una cripta pues con una doble funcionalidad, funeraria y
arquitectónica. Solo el afán de citar nombres puede llevar a relacionar esta
cripta con modelos del norte (Palencia, Leyre, Canigó, Cardona, Roda,
Loarre...). Aquí son distintos el problema y la solución. La cripta parece casi
la cimentación de la iglesia. Baja, fuerte, opaca (para el culto de la
Soterraña se abrieron ventanas adinteladas cerradas por Repullés), ajusta
perfectamente su planta a la de los tres ábsides en batería de la cabecera y no
hay ninguna columna, ni casi decoración. Todo es marcadamente funcional, la
comunicación entre las tres naves/capillas es la imprescindible, como si no se
quisiese debilitar al edificio. Las relaciones y consecuencias hay que
buscarlas en las tres iglesias románicas de Sepúlveda, tan abulenses, tan
vicentinas, y muy especialmente en la muy reformada de San Justo.
Es San Vicente un templo que normalmente se ha
estudiado partiendo de un análisis de su escultura monumental, escultura que
–como en todo el románico– no puede separarse de la arquitectura del templo,
pero que con su esplendor ha motivado un olvido parcial de los valores
arquitectónicos del monumento.
Además de las referencias al traslado de las
reliquias a San Pedro de Arlanza (1063), existen documentos referidos a San
Vicente a partir de comienzos del siglo XII (1103 y 1197) en forma de pequeñas
citas o alusiones un tanto lejanas, que nada pueden aclarar acerca del origen y
desarrollo efectivo de la actual basílica. En 1250, en la relación de Gil
Torres, aparece aportando cien morabetinos, ni que decir tiene que se trata de
una de las parroquias más importantes del momento, con unos fieles numerosos y relacionados
con las élites sociales. En 1279 vuelve a aparecer en documentos con datos
valiosos sobre la fábrica (malparada en muchas de sus partes, momento a partir
del cual queda recogida la inquietud de distintos monarcas (Alfonso X, Sancho
IV, Fernando III o Alfonso XI) por la duración y finalización de las obras.
Anotada esta carencia documental avanzamos que entre 1130 y 1180,
aproximadamente, debe fecharse la construcción de la parte principal de la
basílica, en un proceso continuado en el que se incorporarán sucesivamente
nuevos talleres escultóricos que convivirán en el templo, se cambiará el plan
del edificio y especialmente el sistema de cubiertas, pero en el que no parece
encontrarse ninguna cesura importante, ningún periodo de paralización de las
obras. Un proceso que ya en el siglo XIII culminará con la realización de la
bóveda ochavada del cimborrio y el pórtico meridional. Las obras
arquitectónicas posteriores: último cuerpo de la torre, sacristía, refuerzos,
ya han sido señaladas por Fernández Valencia que aportó los datos que –salvo
Gómez-Moreno– repiten los que sobre el templo han escrito.
Culmina San Vicente, con su planta de tres
ábsides, nave alargada y especialmente con su marcado crucero, un camino que en
España es el que podemos ver en la desaparecida iglesia de Santo Domingo de
Silos, en San Isidoro de León, San Pedro de Ávila o las catedrales de Santiago,
Lugo y Salamanca (seguramente otros templos entre los desaparecidos –catedrales
de León, Segovia y Palencia y hasta la primera abulense– podrían explicar
cumplidamente este modelo abulense de San Vicente y San Pedro, que quizá también
fue el de dos grandes iglesias románicas de la ciudad reconstruidas en el
período gótico: Santiago y San Juan). Rico Camps ha señalado como singularidad
reseñable el que en Ávila este tipo de planta, que en otros lugares es propia
de catedrales y monasterios, se utilice en iglesias parroquiales: San Vicente y
San Pedro.
La cripta, la planta con crucero tan saliente y
la posterior disposición del cenotafio de los mártires, son tres elementos que
nos parecen directamente relacionables.
Como hipótesis de trabajo apuntamos que la
situación del cenotafio, bajo el formero que sirve de toral al brazo sur del
crucero, es la adecuada para a la vez establecer una relación con la roca
martirial del ábside norte de la cripta y permitir la conexión visual entre el
cenotafio y el altar mayor, sin impedir el desarrollo de la liturgia y su
seguimiento desde la nave central (téngase en cuenta que el baldaquino
orientalizante es un añadido de 1469). Esta disposición del cenotafio de las
reliquias a modo de retablo que cierra parcialmente el crucero puede ser la
mejor explicación funcional para este profundo crucero, que según la tradición
también sirvió de enterramiento al judío que representa el peor papel en el
martirio de los santos, y que sirvió también como enterramiento para los restos
de San Pedro del Barco, que desde 1610 tendrán una suerte de contra retablo en
el otro lado del crucero.
La planta de San Vicente (aquí se numeran los
seis tramos desde los pies a la cabecera, sin incluir en la numeración el tramo
del nártex), que recogerá los modelos ensayados en los precedentes citados y
que a través de ellos se inspira en las iglesias de Languedoc, podría ser en su
versión original –tal y como recientemente ha apuntado José Miguel Merino de
Cáceres– la de un templo con tres profundos ábsides con arquerías murales,
crucero muy saliente y tres naves de seis tramos, cerrándose tal proyecto ideal
hacia el oeste con un muro a la altura de la actual portada . Para Merino de
Cáceres se configuraría así un templo que se modularía, al igual que San Pedro
de Ávila (que tiene cinco tramos y quizá esté falto de un cuerpo de torres a
los pies), con pies de 29,12 cm y que tendría unas dimensiones de 200 × 133
pies, en una proporción sesquilátera.
Cabecera
La cabecera al exterior presenta tres elevados
ábsides en batería que se recortan en la lisa pared del crucero y se decoran
con impostas y semicolumnas, que enmarcan las ventanas de las capillas y la
cripta. Los vanos de la cripta son de medio punto sencillamente abocinados,
mientras que los de la capilla mayor presentan dos arcos de medio punto
decrecientes enmarcados por una chambrana abilletada, igual que los de las
laterales, sólo que éstos con un único arco. Los capiteles de estas ventanas
están decorados con motivos vegetales unos y otros con grifos y sirenas. Las
impostas van molduradas con rosetas de cuatro pétalos en círculos, muy
habituales en esta iglesia y esta ciudad. El alero, con cornisa que lleva la
misma decoración que la imposta, descansa sobre canecillos con motivos
vegetales, animales y geométricos.
En el interior se repite prácticamente lo visto
fuera, destacando una arquería ciega semitapada de cinco arcos en el cuerpo
bajo del tramo curvo del ábside central (Vila da Vila relaciona la arquería con
Loarre, Elines, Cervatos, Castañeda, San Pedro de Tejada y San Millán de
Segovia) y otra sobre ella en el ábside central. En el tramo recto hay una
arquería ciega en la parte superior, que es continuación de las ventanas, y en
la inferior se marcan arcos rehundidos, sin columnas ni capiteles. Las bóvedas
de estos tramos son de cañón y horno.
Crucero
El crucero, sobrio y de grandes dimensiones y
sin puertas, se adorna sólo con dos contrafuertes en las esquinas y con alero
sobre canecillos variados. En sus testeros hay cornisas de arquillos ciegos,
ventanales de doble derrame con baquetón en los ángulos y protegidos por
imposta abilletada, e impostas como las de los ábsides. Notable es el modo como
se salva el gran desnivel en el testero norte, con dieciséis escarpas e
importante contrafuerte.
En el interior tiene cinco tramos y los dos
brazos se cubren con un cañón, que corre sobre una imposta de flores, y que
tiene un fajón marcando la unión con las naves. En sus impostas, como en
algunas de las naves se notan desajustes que tanto pueden deberse a
paralizaciones, como a cambios de manos.
Adelantamos que cuando las obras llegan al
segundo tramo del templo, empezando desde el oeste, se manifiesta un cambio en
el edificio, que ya fue puesto de manifiesto por Gómez-Moreno y que va más allá
de lo decorativo, de lo escultórico, aunque sea en estos aspectos donde más
patente se hagan los diferentes modos de hacer al sustituirse los capiteles por
unos más delicados en los que predomina la hoja de acanto, y al incorporarse
nuevas impostas que abrazan de distinta forma a los pilares y sustituyen las molduraciones
vegetales y la roseta característica del templo por otras más sencillas, de
perfiles similares a las coetáneas de la catedral abulense. Cambio que en lo
arquitectónico se plasmará en la distinta estructura de la ventana de la
tribuna y en los formaletes que marcan las bóvedas (del nártex y de los
primeros tramos), y en la construcción de las dos torres, la monumental fachada
oeste con tribuna hacia el interior y su nártex (su bóveda octopartita está
directamente relacionada con la cabecera de la catedral) y la nueva cubierta de
la nave central con bóvedas nervadas. El proceso esbozado plantea grandes
interrogantes cuando se establece el orden constructivo, se analizan las
torres, escaleras, nártex y fachadas por un lado y por otro las reducidas y
peculiares tribunas, con un triforio que en el alzado al interior de la tribuna
es netamente compostelano y que en el alzado a la nave es de traza mucho más
pobre, mezquina al decir de Gómez-Moreno.
Cronológicamente el proceso constructivo del
templo, tras analizar sus muy restauradas fábricas, creo que puede dividirse en
dos fases y sintetizarse así: una primera fase, entre 1120 ó 1130 y 1150, en la
que Vila da Vila apunta, además de la conocida influencia de San Isidoro de
León, la presencia de maestros influenciados por Aragón, Bearn y Poitou, organizados
en un primer taller que hace la escultura de la cabecera y un segundo taller
que hace la cornisa absidal, la del crucero, la cornisa de la nave de la
epístola y las dos puertas laterales que crean escuela en Ávila y los obispados
cercanos. En esta primera fase se trazó la planta hispano languedociana y se
construyeron la cabecera, crucero y naves laterales (quizá el tramo más
occidental tenga –simplificando– los muros de la primera fase y los formeros de
la siguiente). La segunda fase, que se desarrolla entre 1150/1160 y 1180, es
aquella en la que llegan influencias borgoñonas y del románico tardío español,
preferentemente de Santiago de Compostela, se prolonga la planta y se levantan
las torres, nártex y portada occidental, más las tribunas y las bóvedas de la
nave mayor. Es la fase en la que el proceso constructivo de la basílica se
mezcla con el de la catedral y en la que o llega hasta la fábrica Fruchel, o
llega su influencia directísima (más nos inclinamos por esto último).
Primeramente se trazó la caja general de la
iglesia, que como ya se ha dicho llegaba hasta la línea de la actual puerta
oeste, y se construyeron la cripta con acceso desde el exterior y de muy
incómoda comunicación posterior con el interior (las escaleras son de 1733,
luego reformadas), las capillas absidales con arquerías murales (éstas y la
evidente relación con San Isidoro de León hacen que opte por la fecha de 1130
para el inicio de las obras), el marcado crucero que por su desarrollo y el
fuerte desnivel que salva no tiene puertas en sus dos hastiales (como en San
Isidoro), ni capillas en el muro de poniente (como en Santo Domingo de Silos),
el primer cuerpo del cimborrio con muros cerrados en los que se abren huecos
que presuponen un templo con tribuna a los pies (desde ella se puede ver y
comprender el magnífico Crucificado gótico); además se trazó la caja general
hasta la actual portada oeste y se construyeron de ellas los cuatro tramos
cercanos al crucero (del sexto al tercero) y el comienzo del segundo, con los
muros de caja y formeros necesarios para voltear las bóvedas de aristas de las
naves laterales.
El cambio, importante en los muros, pilares y
naves laterales, se produce al llegar desde el crucero a las ventanas del
primer y segundo tramo, donde aparece ya un nuevo taller escultórico fácilmente
identificable por los capiteles de delicadas hojas de acanto (los capiteles de
los formeros de las naves centrales, que entregan en los muro s de caja y
separan el segundo del primer tramo, manifiestan claramente el cambio y si el
del lado sur incorpora una hoja central nueva, el del lado norte se hermana formal
y técnicamente con alguno de los de las capillas de las torres). Los m u ros de
cerramiento del primer tramo de las naves laterales están abiertos a toda clase
de hipótesis, siendo posible que sean obra de la hecha en la segunda fase,
siguiendo las pautas de la primera fase, utilizando materiales ya labrados y
otros conformes con los nuevos aires que llegaban a la fábrica. El cambio
también se constata en las molduras del pilar del formero más cercano a la
torre, que abraza todo el pilar y presenta un perfil geométrico carente de
rosetas, y más claramente en las ventanas de la tribuna, que en el primer tramo
tienen una configuración muy distinta a la de los demás, incorporando columnas,
arquillos y jambas y en los citados formaletes que marcan la bóveda del segundo
tramo. Se alzaron también en el segundo momento borgoñón las dos torres que
actúan a modo de contrarresto de los empujes del templo, el nártex con una
bóveda octopartita que tendremos que relacionar tanto con Vézelay, como con la
catedral de Ávila (si la abacial explica la bóveda sexpartita y la organización
de la capilla mayor catedralicia, también de allí arranca la organización de
las torres y nártex de San Vicente, que luego –quizá a la par– veremos en el
primer templo de la ciudad). Torres, nártex y portadas se arrancan de un nivel
que está cuatro pies sobre el de la basílica, nivel que también es de la puerta
sur. Lambert dice que el pórtico oeste “resume las disposiciones de los
grandes nártex borgoñones, sobre todo el de Vézelay, añadiéndole el
perfeccionamiento de una bóveda de ojivas..., y que una galería colocada en el
primer piso, a lo largo del muro de la fachada, comunica hacia el interior de
la iglesia con una tribuna en la que había un altar”. Levantado ya el tramo
de entrada con las dos torres, ya un séptimo tramo, se cerraron las naves
laterales del primero (las últimas en construirse) y sobre él su triforio,
levantando luego el cuarto de cañón deprimido de las tribunas laterales, y el
cerramiento de la nave mayor con bóvedas de aristones. Si las naves laterales
se construyeron de levante a poniente, las tribunas s o b re ellas y el
cerramiento de la nave mayor se hizo en sentido inverso (anotamos que Vila da
Vila propugna que la tribuna se construyó de inversa manera).
Esta última fase borgoñona requiere una más
detenida aproximación.
Proponemos el orden constructivo descrito, aún
siendo conscientes de que ya en la primera traza de la iglesia se organizaban
en la confluencia de los muros del crucero con los de las naves laterales
escaleras de caracol que parecen indicar que siempre se pensó en levantar unas
tribunas a las que darían acceso (conste que no hay restos de sus puertas y que
es más lógico pensar que primordialmente sirvieran para el acceso a las zonas
superiores del crucero y cimborrio), y de que las grandes ventanas de las naves
laterales también certifican que siempre se pensó en organizar unas tribunas
sobre ellas y en cubrir la nave mayor con un cañón opaco. Quizá incluso antes
de la fase borgoñona ya se habían comenzado a trazar –no a construir– los muros
interiores de las tribunas y de ahí que, como ya he dicho, el alzado interior
sea tan distinto del exterior. Aquella primitiva traza de los vanos era similar
a la de Compostela (también recuerda mucho a la torre de San Pedro de Tejada,
por poner un ejemplo) y esta traza tan airosa fue mantenida con menores
dimensiones en los o t ros tramos del interior, pero cambiada hacia la nave por
otra más sencilla, con un amplio baquetón que recorre toda la ventana de arcos
deprimidos, y también permanece en los alzados hacia la nave mayor (no puede
aventurarse la hipótesis de una construcción en primer lugar de la hoja
interior del muro y otra para la hoja del muro que da a la nave mayor, ya que
sería solución sumamente anómala y de gran torpeza constructiva). Apuntamos
finalmente que únicamente la existencia intelectual de esta tribuna justifica
que no se fuese cerrando la nave mayor a la par que las laterales y justifica
gran altura del cuerpo levantado sobre los cuatro torales previos a la capilla
mayor del que ya se había levantado un tambor cuadrado, bien como torre o con
una cubierta que podemos suponer cercana a las de las primeras capillas del
claustro de la catedral salmantina. Últimamente Daniel Rico ha defendido que
las escaleras de las axilas son de servicio y que nada tienen que ver con unas
tribunas que no existían en el primer proyecto, que son un añadido borgoñón. Es
teoría ciertamente atractiva, que no compartimos por las razones apuntadas y
por una elemental comparación con el caso de San Pedro, donde –para nosotros– el
retraso constructivo hizo olvidar las tribunas y se alzaron esbeltas naves que
incorporaron su espacio, naves con altas y mínimas ventanas.
Lo evidente es que las tribunas construidas
tienen esta estructura en función de las nuevas bóvedas de la nave central, y
que la sustitución del proyectado cañón por unas bóvedas cuatripartitas
nervadas con aristones, que permitían iluminar el templo con grandes ventanas
–muy similares a las del triforio– fue operación que supuso importantes cambios
en el templo, no sólo los decorativos relacionados con la aparición de los
forzados triples capiteles de los formero s de la nave mayor, en solución
directamente relacionable con la capilla mayor de la catedral, con la nave
central de San Pedro y con algunos templos gallegos estudiados por Valle Pérez;
también cambios constructivos, de los que el más importante fue el achicamiento
de estas tribunas, que no sólo sustituyeron por los bajos rampantes recogidos
en las secciones de los restauradores del XIX unos proyectados cañones que
habrían configurado unas tribunas más amplias, más cercanas a esa iglesia
superior compostelana que canta el Calixtino diciendo que “quien recorre por
arriba las naves del triforio, aunque suba triste, se vuelve alegre y gozoso al
contemplar la espléndida belleza del templo”, sino que también debieron
trocar las amplias ventanas que se abrían en los muros de Compostela, que aquí
habrían rimado perfectamente con las altas ventanas de las naves laterales, por
unos óculos más reducidos que apenas iluminarían las tribunas. La sustitución
del medio punto por rampantes dio lugar a la práctica desaparición de los muros
de caja del interior de la tribuna, ya que los rampantes que hacían función de
arbotante continuado arrancaban casi desde el inicio de los muros exteriores de
la tribuna. En esos muretes o en el inicio de los rampantes estarían los óculos
que fueron desmontados en las restauraciones decimonónicas, pero que aún pudo
ver Gómez-Moreno.
En resumen, la pensada tribuna tardorrománica
se trocaba casi en triforio gótico para el contrarresto de las nuevas bóvedas,
según recoge un inventario de 1682 que indica que en la iglesia “ni se
encuentra tabla ripia ni madero alguno, porque lo que en los demás edificios es
tabla y madera, en éste son unos arcos de ladrillo grueso que desde el
caballete y medio bajan al soslayo recibiendo encima las canales para las
corrientes de las aguas hasta rematarse la cornisa de las paredes que, con
graciosa labor, aunque antiquísima está adornada [...], construcción de mucha
mayor seguridad [...], más firme y menos sujeta, a hundirse, ni quemarse”;
y esta tribuna se concebía como un elemento arquitectónico, como un activo
arbotante continuo que permitía disponer un tejado directamente sobre ella, y
no como una doble planta claramente visitable, ni como mirador sobre el templo.
Aquí la única tribuna que se plantea como visitable es la cantoría abierta al
interior de la nave central, sobre la puerta oeste, similar en función a las
borgoñonas y quizá reformada hacia 1715 cuando en una visita al templo se
ordena reducir sus ventanas, o durante las restauraciones de Repullés.
La cubierta nueva que recibe la nave mayor, una
solución nervada con grandes aristones en ojivas y fajones, en cuyo perfil
aparece una mediacaña entre listeles, que permitía disponer en lo alto las
ventanas que no se podían abrir en los inexistentes muros del interior de la
tribuna, ventanas que hoy están parcialmente cegadas por la ya citada
sustitución que hacen los restauradores de las cubiertas de las tribunas por
otras más altas que fueron la causa del cierre parcial de las ventanas de la
nave mayor. Como claves de las bóvedas de la nave central aparecen florones
similares a los del toral apuntado de entrada al templo. No es totalmente
uniforme la cubierta y así en el tramo más cercano a la torre, la bóveda
arranca de unos formaletes que sólo se inician en el segundo tramo y que en los
demás no existen. Tampoco son iguales los huecos del triforio, ni las marcas de
cantería de su faz interior (en el tramo más cercano a la torre y en el
colindante aparecen marcas que no existen en los otros), los huecos del tramo
más cercano a la torre son más reducidos y la cara que da al interior de las
tribunas tiene unas cortas columnas embutidas en el intradós del arco que son
columnas de fuste normal en la cara exterior de las tribunas y entre las
columnas del interior y el exterior existen unas jambas intermedias, además el
interior de este tramo cercano a la torre tiene una traza marcadamente
compostelana que ya no aparece en los otros, más simplificados hacia el
exterior y el interior. De estos cambios y del hecho de constatar en la fábrica
del templo cómo los muros de la caja y de los formeros descansan sobre la torre
puede deducirse el orden constructivo propuesto para las tribunas, desde
occidente a oriente, en obra que ya corresponde a un nuevo momento y que se anuncia
en las desornamentadas impostas que unen los capiteles altos de la nave mayor.
La imposta que corre sobre los formeros incorpora toda suerte de molduras, lo
que indica una reutilización inicial, o reparaciones y restauraciones
posteriores.
Definido ya el desarrollo del templo y dado que
éste es un gran muestrario escultórico, vamos a levantar testimonio del mismo
siguiendo el mismo esquema que utilizamos en nuestro primer estudio de la
iglesia, esquema al que incorporamos los capiteles situados tras el retablo
mayor y algunas de las sugerencias y conclusiones de los últimos estudios sobre
el templo. La fachada sur tiene dos cuerpos, correspondientes a la nave central
y a la de la epístola, y un pórtico de berroqueña. El cuerpo inferior presenta
cuatro vanos, similares a los de la nave mayor sólo que aquí con el arco
interno baquetoneado, y una interesante puerta. Sobre ellos va el alero formado
por una cornisa, con filete, bocel y escocia sobre canes de variados
modillones, que ya no son figurados como en la nave central. En el cuerpo
superior, las ventanas, de menor tamaño, presentan un baquetón que las rodea
por completo. Por encima de ellas, y rematando los contrafuertes que les
separan, corre la cornisa más valiosa del edificio, formada por arquillos
ciegos, casi profundos nichos, que apoyan en canes decorados con palmetas y con
algunas cabezas de animales. Ocupa los nichos un variado repertorio de figuras:
salvajes, leones, perros con extrañas cabezas, reptiles, monos, centauros,
aves, gallos, hombres y mujeres, felinos luchando, sirenas, grifos y palomas.
Bajo los nichos hay muestrario floral, del mismo estilo y época que el arco de
entrada al atrio oeste, y más figuras como las de arriba. Corona la cornisa un
bisel con campanillas de cinco hojas. Es pieza que se ha relacionado con la
catedral de Tarragona, Poitiers, la catedral de Orense, Santiago de los
Caballeros en Segovia y la catedral de Coimbra. La actual es obra claramente
neorrománica que repite la disposición, la forma y los motivos de la original.
Portada sur
La portada sur se abre entre contrafuertes muy
marcados que al unirse sobre ella determinan un cuerpo que sobresale de la
fachada.
La forman arcos de medio punto decrecientes que
reposan alternativamente sobre jambas y columnas con capiteles historiados, y
que, alternativamente también, se decoran con bocel o rosetas. Una chambrana
abilletada ciñe la arquivolta máxima y un crismón ocupa la clave de la menor.
Como ábaco de los capiteles, y prolongándose por jambas y contrafuertes, hay
una cornisa con motivos vegetales que evolucionan desde la concreción
naturalista hasta la abstracción casi.
En los capiteles vemos temas diversos como
representaciones de figuras humanas, palomas, y felinos afrontados.
En época indeterminada se reformó la puerta,
limándose las jambas del arco interior que desde entonces apoya en gruesas
zapatas, y decorándose el derrame con figuras provenientes de otros lugares de
la iglesia.
Hoy se ven a la izquierda las figuras de la
Virgen y un ángel, y a la derecha un rey y dos figuras, una masculina y otra
femenina, de dudosa identificación, que para Gómez-Moreno podrían ser el
titular del templo con una de sus hermanas, Santa Sabina, Hernández Callejo y
el mismo Gómez-Moreno dan testimonio de una tercera figura, hoy desaparecida,
que podría identificarse con Santa Cristeta y en una fotografía de hacia 1885
se notan las rozaduras del hueco en el que estaba la imagen. Fueron suprimidas
por el restaurador Repullés). Para Gómez-Moreno estas dos esculturas están
cercanas al San Juan Bautista que corona Santiago de Sepúlveda, al obispo de
San Justo de la misma población y al relieve del titular de San Marín de
Segovia y para Vila da Vila con Carrión de los Condes (relieves de la fachada
sur). Forman las de la izquierda una Anunciación de inmejorable factura, con la
Virgen bajo un doselete, con un libro en la mano y la cabeza vuelta hacia un
gran San Gabriel. La Virgen parece relabrada en la parte superior y el ángel es
una de las más hermosas imágenes del románico. El tratamiento de los paños, el
movimiento contenido del ángel y la expresividad de la Virgen permite n
considerar estas figuras, y la del rey que en otra época completó el grupo,
posteriores a las dos figuras sin identificar claramente (los titulares),
distintas tanto en su rigidez como en el tratamiento de los paños. Unas serían
de mediados del siglo XII y las del grupo de la Anunciación se relacionarían
con la portada oeste. La anómala distribución de las figuras es fruto de los
muchos avatares que ha conocido el templo. La propuesta de distribución de las
tres figuras en la puerta de Vila da Vila, con el santo en lo alto y las
hermanas en las enjutas, puede ser muy atractiva y lógica, pero no hay re s t o
material, ni fotográfico, ni documental (dibujos de restauración) que avalen la
hipótesis y la fotografía citada indica que las tres estaban empotradas en los
esquinales de la derecha de la fachada. Puestos a aventurar hipótesis es más
lógico suponerlas piezas preparadas para una primera port a d a occidental y
trasladadas aquí al construirse la borgoñona.
La fachada norte, de estructura
aparentemente semejante a la sur, es bastante más sencilla y está mucho peor
conservada, quizá por no estar protegida por un pórtico y por estar menos
restaurada que aquélla. La puerta, que no está en el mismo tramo de la iglesia
que la sur, es la más desfigurada de las tres del edificio.
Un lamentable refuerzo de granito oculta esta
entrada tapando las últimas columnas y la arquivolta correspondiente. En la
parte aún visible de la puerta vemos la organización ya conocida, alternando
las arquivoltas de baquetón sobre columnas y los arcos, decorados con florones
en las dovelas, sobre jambas.
Los capiteles, con representaciones de
animales, están en relación con los de la portada sur. Dos cornisas coronan sus
naves. La superior con pomas que al igual que los canes de granito que la
sustentan proceden de una reparación tardía. La inferior apoya sobre una fila
de canecillos seguidos que presentan una concavidad, como si quisieran simular
hornacinas. La sacristía, un alto zócalo, y los refuerzos de los contrafuertes,
han desfigurado la fábrica del edificio.
La fachada oeste está compuesta por dos
torres y el atrio que entre ellas se forma.
Las dos torres tienen idéntica estructura
general, aunque la del sur está inacabada y totalmente restaurada/reconstruida.
Tiene la torre norte contrafuertes en las esquinas que alcanzan la altura del
primero de sus tres pisos, y que con desigual tamaño e irregular disposición
rompen la simetría de la torre, con lo que ni las arquerías del primer cuerpo,
ni las ventanas cegadas en época indeterminada del segundo, tendrán el mismo
eje de la torre.
Las arquerías son dos esbeltos arquillos de
medio punto separados por una sencilla pilastra, y están protegidas bajo un
gran arco ojival. Sobre un cuarto de bocel se inician los cuatro lados del
segundo piso, que entre baquetones y columnas de las esquinas albergan dos
ciegas ventanas ojivales formadas cada una por dos gruesos baquetones. El
tercer piso, ya de 1440, precedido de imposta de granito con pomas, tiene en
cada lado tres ventanas con arcos de ojiva inversa, que en el central son de
granito y que se adornan con una doble fila de pomas que también recorre las
jambas. Rematan los frentes de este último cuerpo triángulos truncados de
mediados del X V, orlados con una crestería de hojas de trébol, elementos que
parecen marcar el arranque de una aguja que no fue. En la torre sur falta ese
tercer cuerpo de campanas y el segundo tiene abiertas las ventanas que
originariamente estaban cerradas, “gracias” a la desafortunada
restauración de Hernández Callejo, que inventó los actuales dobles arquillos
ojivales sobre geminadas columnas de desproporcionados capiteles. Se abre entre
estas torres un nártex, al que da entrada un arco doblado apuntado que decora
su entrecalle con un muestrario de flores entre dos baquetones, equiparables a
las flores de la cornisa sur y las de la girola de la catedral. Este nártex
está cubierto con la bóveda octopartita con fuertes aristones a la que antes
hicimos referencia y protege la gran portada occidental de la basílica. Son
torres que algo tienen de fortaleza con capillas en sus bases dedicadas a San
Miguel y a Santa María, capillas que creemos tenían una clara función funeraria
y que estaba en estrecho contacto con el cementerio parroquiano que se formaba
delante de esta fachada.
Durliat ha citado a Vermenton, Avalon y San
Benigno de Dijon entre las obras relacionables con esta portada que tiene un
gran tímpano que se subdivide en otros dos más pequeños (recuerdan a Morlaas y
Oloron - Sainte - Marie), protegidos por arcos con decoración vegetal, en los
que se desarrolla el ciclo de Lázaro y Epulón. En la primera escena, Lázaro no
es admitido en la cena del rico Epulón, y en la segunda el escultor refleja la
muerte de los dos personajes y su distinto fin. La claridad del mensaje y el
lugar en que se dispone, indican claramente la finalidad catequética de estos
relieves. La jamba central o parteluz se decora con la figura de Cristo en
Majestad, y a sus lados se disponen tan sólo diez apóstoles, hecho que indica
para Goldschmidt que el pórtico no se pudo terminar.
Se han identificado a San Pedro y a San Pablo
en las más cercanas a Cristo y a San Andrés ocupando la anteúltima columna de
la derecha. Es uno de los más atractivos conjuntos de estatuas-columnas
hispanos, piezas posteriores a las de Sangüesa y mucho más cercanas a la
estética borgoñona. Las figuras de los apóstoles gradualmente y según se
acercan a las puertas, se van separando de las columnas que son de dos órdenes,
y así si los primeros están embutidos en ellas, los últimos están casi exentos.
Para dar mayor vivacidad a la escena están agrupados dos a dos, como
conversando. Sobre las figuras se disponen capiteles de acantos delicadamente
labrados, cabezas de león, una comiendo a un hombre y otra destrozando un
cuerpo, en las zapatas que soportan el tímpano y dos cabezas de toro en la
zapata del parteluz.
Los capiteles intermedios de estas columnas
están hoy tan deteriorados que prácticamente es muy difícil reconocer los
motivos historiados y animalísticos, que Repullés, Gómez - Moreno y Veredas han
visto y descrito (basta con decir que el capitel de la columna central para
Repullés representaba a Isaac, para Gómez-Moreno a San Ildefonso y para Rico
Camps es Daniel). En las cinco arquivoltas de la portada el genio del escultor
se desarrolló al máximo. Quizá en estos elementos, fundamentalmente decorativos,
era donde la imaginación del artista podía desarrollarse aún más libremente.
Protegida por una imposta con tallos rizados y
hojas, la más grande de las roscas tiene una simple decoración con un baquetón
bajo arquillos ciegos que guardan pomas pareadas (las más antiguas de Ávila).
En la cuarta arquivolta, la palmeta, que ya
había evolucionado en la puerta sur hasta formas casi abstractas, parece
reandar el camino y volver al clasicismo y al naturalismo, sustituyendo el
círculo geométrico en que se inscribían por uno formado por sus propios tallos.
En las siguientes el calado se acentuó al máximo, y es quizá por esta causa por
lo que sus hojas hendidas, con piñas entre ellas, están hoy prácticamente
destruidas.
Una serie de hojas enroscadas forman la segunda
arquivolta. Y, en la rosca interna centauros, gallos, leones, sirenas,
grifos..., aparecen aprisionados entre palmetas e inscritos en círculos
perlados. Recuerdan a los capiteles del claustro de Santa María de Aguilar de
Campoo del Museo Arqueológico, más concretamente a los expuestos con los
números 11 y 20. Tangente a esta imposta, un alero remata la portada.
Dispuestas en sus arcos de follaje de medio
punto, entre torrecillas, veintiséis extraordinarias figuras pequeñas de
hombres y mujeres (jubilosas figuras de resucitados para Vila da Vila),
semivestidas con túnicas de muchos pliegues y en grupos de dos, asoman sus
cabezas en las más variadas actitudes. Lacoste ha puesto de manifiesto el
carácter arcaizante de tan deliciosa cornisa en la que desde Borgoña habría una
suerte de vuelta al helenismo romano. Una imposta, con los motivos vegetales de
las arquivoltas, corre sobre el alero.
Capiteles del interior
Parte destacada de la decoración escultórica
del templo pertenece a los capiteles. Es tal la variedad, que su mera
enunciación ya resulta muy extensa, por lo que únicamente citaré los más
interesantes, olvidando los que representan motivos comunes en el estilo:
grifos, arpías, centauros, felinos, quimeras, sirenas...
En la capilla mayor destacan uno con un
castillo, otro con un elefante que soporta otro castillo, y uno con los felinos
arqueados con la cabeza entre las patas que se repite en las puertas laterales,
y en la capilla del evangelio. Entre los ocultos por el retablo que en 1710
hizo Manuel Escobedo, están el Sacrificio de Isaac, dos mujeres mesándose los
cabellos, músicos y saltimbanquis, una hermosa despedida entre caballero y
dama, la pareja de leones arqueados que se repite por toda la primera etapa del
templo...
Esta serie de capiteles que no han conocido
ninguna restauración, presentan una imagen más real de lo que fue la escultura
de la basílica, una imagen que incluye también el yeso y la pintura de estos
capiteles, los sillares labrados en cortes diagonales por el trinchante
medieval y la pátina del tiempo, elementos todos que se llevaron por delante
los restauradores del XIX. En la del evangelio sobresalen uno con palomas
dándose el pico y otro con dos cigüeñas con la cabeza entre las patas.
En la capilla de la epístola está uno de los
capiteles más originales de la iglesia, con tres hombres en cuclillas y con los
pies atados, y otros con jinetes, águilas, hombres con túnicas y serpientes con
cabeza humana. Repiten el resto de los capiteles los motivos citados, pero
entre ellos hay que destacar una sirena con doble cola que decora muchos y uno
con felinos con gran plasticidad que se descuelgan desde el ábaco a la columna,
que está en la hilera sur de arcos formeros.
La figura humana tiene también presencia
destacada en esta zona, con representaciones de la vida cortesana o de escenas
bíblicas como los temas de Sansón y de Isaac. Entre los de la tribuna destacan
los decorados con pájaros, piñas sobre un carnero, y arquillos y columnillas.
Además de estos capiteles historiados hay otros vegetales que re producen
acantos finamente labrados y hojas picudas con escotaduras embebidas.
Cenotafio
El conjunto más conocido, y quizá de más valor
artístico del templo, es el cenotafio dispuesto bajo el cimborrio y semitapado
por el baldaquino orientalizante al que antes hicimos alusión y que se ha
relacionado –un tanto forzadamente– con San Dionisio de París y con el arca de
los Reyes Magos de la catedral de Colonia y otros del valle del Mosa.
Conceptualmente está más cerca del naturalismo gótico, que de la abstracción
románica. De planta rectangular, semeja en su estructura un edificio de tres
naves, soportado por columnas de fuste lisos, estriados, sogueados y perlados,
agrupadas en algunos casos, y con una serie de figuras sobre sus capiteles.
Sobre las columnas de los ángulos, dos a dos,
se disponen los apóstoles y en las centrales monjes leyendo, escribiendo o
músicos. Sobre estos capiteles y sobre arcos polilobulados (también son
polilobulados los arcos ciegos de las altas ventanas del nártex) se organiza un
tejado con escamillas circulares que sostiene un cuerpo central con otro tejado
de escamillas, éstas romboidales.
Tiene este cuerpo torres cilíndricas
(semejantes a las de la cornisa del pórtico oeste) rematando los ángulos y
separando los relieves con la historia de los titulares del templo. En el lado
norte, entre columnillas y bajo arcos trebolados se desarrollan las siete
escenas previas al martirio: interrogatorio del Santo por Daciano, milagro de
la huella en la piedra, el cónsul organizando la persecución y los hermanos “huyendo
tranquilamente”. En el lado sur los arcos que cobijan los relieves son
escarzanos y las torres están más simplificadas. Las escenas que se narran
sucesivamente son la preparación al martirio, el descoyuntamiento y lapidación
de los Santos, la serpiente atacando al judío, y éste construyendo la
iglesia/sellando los féretros.
Las gradaciones espaciales y dramáticas, una
adecuada composición, una minuciosa labra y una difícil economía de datos,
configuran una obra de gran riqueza narrativa y didáctica, que agotaría el
caudal de adjetivos encomiásticos.
En el testero oeste se representa un Cristo en
Majestad, con mandorla y el león y el toro del Tetramorfos.
Quizá en las reparaciones del siglo XV para
colocar el baldaquino, la mandorla perdería sus contornos y desaparecieron las
otras representaciones (águila y hombre) del Tetramorfos, del mismo momento
serán el resto de las transformaciones/alteraciones del sepulcro. Bajo el
Tetramorfos, entre dos atlantes, hay una abertura circular orlada en la que es
tradición se ponía la mano en los juicios de Dios (“Et que si la verdad
dijesen, que Dios Padre en todo poderoso les ayudase e valiese, e si no que Él
se lo demandase mal e caradamente en este mundo a los cuerpos e en el otro a
las armas, do más habían de durar, así como a aquellos que a sabiendas se
perjuran del nombre de Dios en vano, e que el Señor San Vicente mostrase sobre
ellos, sus personas y bienes, hijos y mujeres todos los miraclos y maravillas
que ha mostrado y muestra sobre aquellos que juran el su santo nombre en vano”).
La Adoración de los Reyes, desarrollada en el testero este, se nos antoja la
composición más delicada del cenotafio. Todo en ella –desde la cara inefable de
la Virgen a la sensación de paz que trasmite la apartada figura de San José,
pasando por los deliciosos relieves con los Reyes a caballo o durmiendo bajo
una misma manta y despertados por un ángel– habla de un escultor de exquisita
sensibilidad, y de una estética ya casi gótica.
Adoración de los Reyes, Cenotafio de los santos Vicente, Sabina y Cristeta, en la Basílica de San Vicente
Costado
norte, escenas de la persecución de Daciano. Vicente maniatado es llevado ante
Daciano. En la segunda escena puede verse la huella de su pie que simboliza su
firmeza en la fe cristiana.
Costado
sur, escenas de la persecución de Daciano. En la primera escena despojan a los
santos mártires de sus vestiduras. En la segunda escena les aplican el
martirio.
Costado
sur, escenas de la persecución de Daciano. En la primera escena se ve como
(según la tradición) les aplastan la cabeza con una prensa, con la ayuda de un
judío. En la parte superior dos ángeles portan sus almas al cielo; por encima
se ve la mano de Dios que les recibe. La segunda escena muestra el
castigo del judío, al que se le enrosca una serpiente. Arrepentido, pide
perdón.
Hay que señalar el valor de tres relieves con
las imágenes de los tres Santos, coetáneas del cenotafio, “pero arregladas
acaso por Vasco de la Zarza en el XVI” según el atinado diagnóstico de
Gómez-Moreno, que tradicionalmente habían estado en la capilla absidal de la
epístola pasando después al brazo sur del transepto y que en una reciente
restauración se ha descubierto que son tres imágenes románicas, parcialmente
escondidas tras formas posteriores.
Una gran reja románica con barrotes
encuadrillados, volutas y abrazaderas, está sujeta al muro septentrional, ante
la bajada de la cripta pero debe ser parte de la que cerraba el presbiterio y
se recoge en la planta de Street. Es cercana a las de la catedral de Salamanca
y San Isidoro de León y para Repullés se parecía a las de la catedral de Jaca,
y a las de la cripta de la misma San Vicente (una de ellas aún está en posesión
de sus descendientes)...
Concluido el cerramiento de la nave se planteó,
hacia mediados del siglo XIII, el del cimborrio del templo. Forzados por la
mayor altura de la nave central, recrecida respecto a la no construida con
medio cañón, se optó por elevar el cimborrio (a nada conduce el establecer
conjeturas s o b re un cimborrio anterior en ruinas y puestos a hacer
conjeturas más creíble sería hablar de una torre que no se construye al
levantarse las dos de la fachada) abriendo sobre él un cuerpo de ventanas
posible por la solución ochavada que se dio a la nueva cubierta ya gótica,
similar y coetánea de la de la sala capitular antigua de la catedral de Ávila y
de la que cierra el cimborrio de San Pedro. Quedaron en el ya visto cuerpo bajo
del cimborrio cuatro pequeñas ventanas, abiertas aún las del norte y sur,
cegada la del norte –que arranca al nivel superior de la cubierta de la capilla
mayor– por un bellísimo Crucificado gótico acompañado de las tradicionales
efigies de la Virgen y San Juan, y la del oeste abierta en el interior del
templo y permitiendo que desde la tribuna situada sobre la puerta oeste se
tenga una casi mágica visión del delicado crucifijo. Presenta este cimborrio
una sencilla cornisa sobre la que apoyan las ventanas, apuntadas y geminadas, y
un baquetón corrido que forma el alero del tejado. Es soportado por cuatro
pilares con refuerzos de berroqueña y en su interior presenta otras dos
cornisas, una sobre las claves de los arcos y otra en el arranque de las
ventanas y nervios de la bóveda. Es difícil establecer con precisión total una
filiación entre los cimborrios citados, todos parecen muy cercanos, pero el
aparente recrecimiento de este de San Vicente y los distintos modelos de sus
ventanas permiten aventurar que los de la catedral y San Pedro sean los más antiguos
(creo que marcan la mitad de la centuria) y cerrando el ciclo el de la
basílica, que es probable que sea la causa de los desperfectos del templo que
hay que reparar en 1279. Sobre los dos últimos volveremos más adelante.
Pórtico meridional
También en el la primera mitad del siglo XIII, debió
de construirse el pórtico meridional de granito, cubierto y enlosado, cuyas
molduras y capiteles se hermanan con las obras de la catedral en ese período,
especialmente con los pilares fasciculados de la cabecera (hoy parcialmente
ocultos tras el retablo y por el sepulcro del Tostado) y que fue posible por
relacionarse con la falta de grandes ventanas hacia el exterior en la tribuna
meridional.
Está formado por cuatro tramos de tres arcos de
medio punto, más un arco al oeste y otro al norte en una prolongación del
pórtico. En el intradós de los arcos de medio punto vemos una decoración de
seis baquetones, elemento que también vemos en los pilares en los que descansan
los arcos. El conjunto se remata con una sencilla cornisa y una cubierta de
madera que cubre tres de los cuatro tramos. Es éste un pórtico que reinventaba
y estilizaba el modelo de los pórticos meridionales del Duero, y que en el siglo
XIX y aún en estos días, ha dado pie a todo tipo de propuestas que desde un
marcado historicismo –que hoy está totalmente fuera de lugar– han tratado de
suprimir total o parcialmente tan elegante arquería.
Con las citadas obras el templo quedaba
prácticamente concluido y a partir de ahí las únicas obras importantes de reforma
van a ser las de la sacristía y la culminación de la torre norte. El templo
había andado el camino desde el románico al gótico y comenzaba una fase de
reformas, que culminarán en los siglos XIX y XX con una serie de profundas
restauraciones debidas a Andrés Hernández Callejo (fundamentalmente en la
década de 1850) y a Enrique María Repullés y Vargas en los últimos 20 años del
siglo XIX y los 20 primeros años del siguiente (entre ellos hay que situar a
Vicente Miranda y Bayón, el Breve). Son restauraciones hechas desde el más
riguroso historicismo, que alteraron por ello la lectura del edificio,
cambiando muchos paramentos arquitectónicos y sustituyendo la torre meridional
y la cornisa del mismo lado, elementos que sería mejor calificar como
neo-románicos.
Hernández Callejo fue protagonista, casi único,
de la arquitectura de Ávila entre 1848 y 1862. Un protagonista polifacético y
de complicada personalidad. Profesionalmente, además de su innovadora función
como restaurador, será arquitecto municipal de Ávila y honorario de Talavera de
la Reina, arquitecto provincial de Ávila con múltiples obras en toda la
provincia, escuelas, fuentes y puentes principalmente, y ejercerá privadamente
su profesión. Entre sus actuaciones encontramos la continuación de los proyectos
de Ventura Rodríguez y Cuervo para el Mercado Chico, alcantarillados,
pavimentaciones, fuentes, escuelas, edificios de viviendas, plazas, puentes,
ayuntamientos, restauraciones de todo tipo, expedientes de ruina, ordenanzas
sobre edificación... Tras abandonar Ávila, en 1862 fue nombrado arquitecto
provincial de Salamanca y en 1868 arquitecto director de la restauración de la
catedral de León, cargo en el que apenas permaneció un año (sólo 4 meses
efectivos) y en el que organizó un considerable revuelo, que le enfrentó con
todo León.
Prácticamente toda la arquitectura de la época
en la ciudad girará alrededor de su persona, sus proyectos, opiniones y
decisiones. De su carácter fuerte, o mejor rudo, dan buena idea la
documentación municipal relativa a los expedientes de ruina y normas estéticas,
sus conflictos estéticos y económicos con el mismo Ayuntamiento y,
señaladamente, con algunos de sus concejales. Existe un punto de contradicción
en su pensamiento, que hay que situar en el ambiente académico del momento, que
por un lado hace encendidas defensas de los monumentos artísticos y por otro
propugna con múltiples denuncias de ruina la demolición de edificios antiguos.
Venía esto a definir el concepto de conservación que existía en la época, donde
la arquitectura no monumental quedaba al margen. Parece claro que Hernández
Callejo tiene como modelo la arquitectura histórica y que la que no tiene ni
sus proporciones, ni sus rasgos estilísticos, ni sus dimensiones o materiales,
no es igualmente apreciada por él.
En cuanto a su trabajo en San Vicente, dos muy
distintos aspectos deben valorarse en la publicación de la memoria de la
restauración de la basílica: por un lado estamos ante el primer estudio
histórico impreso sobre el templo y por otro se imprime la memoria de
restauración del monumento, con valiosos datos sobre su estado y con someras
indicaciones de carácter teórico. De la publicación interesa analizar el
contenido y plantear el problema de su autoría.
Publicada en Madrid, en 1948, tiene el largo
título de Memoria Histórico-Descriptiva / sobre / la Basílica de los Santos
Mártires / Vicente, Sabina y Cristeta / en la / Ciudad de Ávila. / Pre -
sentada / al Gobierno de S.M. con el proyecto de restauración de la nave
colateral de la / derecha del mismo templo. Consta el trabajo de una
dedicatoria y seis capítulos, de los cuales el primero es una introducción, los
cuatro siguientes narran la historia del templo y lo describen, y el último
sintetiza su evolución hasta llegar al análisis del estado del edificio y los
problemas de su restauración. En la introducción hay dos aspectos a destacar:
la cita de los trabajos de la Comisión Central de Monumentos y la referencia a
las restauraciones de Saint-Denis, la poética de Nuestra Señora de París y
tantos otros. En el último apartado, tras afirmar que ya se interesó por el
templo en 1837, cuando empezó sus estudios, describe la ruina de la nave sur,
con la tercera capilla sin bóveda, la cuarta en completa ruina y resentidas las
inmediatas. El arquitecto, que dice ha levantado los planos de la planta, las
cuatro fachadas y dos cortes, analiza el edificio y concluye –seguro de sus
cálculos– que es la cubierta de la tribuna, el semicañón que él llama arbotante
acertadamente, el culpable de la ruina, y redacta todo el proyecto encaminado a
sustituir ese arbotante continuo por otra cubierta. La obra propuesta
consistiría en desmontar el arbotante y la zona superior de las capillas
laterales, y sus bóvedas, para volver a montarlo todo sin la cubierta (debió
hacer otra de colgadizo, apoyada en una especie de arbotantes-fajones de
ladrillo), montando un murete sobre el muro de la nave lateral para hacer la
armadura de madera, elementales colgadizos que Repullés sustituirá por otros de
hierro.
El problema de la autoría se ha presentado ante
nosotros al conocer un escrito posterior, las Cartas al arquitecto D. Andrés
Hernández Callejo. De ellas interesa aquí la de José Amador de los Ríos, que
tras narrar las visitas que el joven arquitecto le hacía, contándole su
proyecto para la basílica de Ávila, dice “Aconsejele que procurara
ilustrarlo con una verdadera Memoria histórico descriptiva, donde no sólo diese
á conocer el valor histórico y el mérito artístico de la basílica, sino también
su estado y los medios que debían emplearse para llevar a feliz término la
restauración, pues que los apuntes que me había presentado, por informales,
inconexos y exiguos, no llenaban aquellos fines, y deseoso de ayudarle
eficazmente, atrevime á trazarle el plan de la expresada memoria. Ensayó el
joven sus fuerzas en aquel inusitado trabajo, mas hízolo en verdad tan
desmañadamente y con tan poca fortuna, que bien se mostró luego no ser aquellas
bastantes á darle cima. Una y muchas veces corregí lo hecho por mi amigo, explanele
las ideas indicadas desde el principio, y repetile hasta la saciedad las
observaciones capitales, en que se fundaba la clasificación arqueológica de la
basílica y su reducción histórica: al cabo resolvime, para abreviar, á ejecutar
yo mismo lo que para él se hacía cada vez más irrealizable, y la Memoria
histórico-descriptiva de la Basílica de los Santos Mártires de Ávila llegó por
fin á término y remate”.
Aún hecha al calor de la polémica sobre la restauración
de León y por parte interesada (J. A. de los Ríos es uno de los firmantes del
razonado informe académico que provocó la destitución de Hernández Callejo), la
acusación es sumamente grave, y es difícil precisar hasta qué punto es cierta.
Los capítulos 2.º, 3.º, 4.º, 5.º y parte del 6.º de la monografía, los que se
dedican a describir sus edificios y narrar su historia, tienen como fuente
documental principal un manuscrito, Memorias y privilegios de San Vicente, de
Fernández Valencia, que también manejó Repullés. Las descripciones del
edificio, a veces no muy claras, están hechas por alguien que lo conoce, por su
restaurador. La clasificación estilística y terminología (que son las de la
época) más parecen propias de un historiador del arte que de un arquitecto. En
resumen que, mientras no aparezca documentación más concluyente, se podrá
pensar que Hernández Callejo recogió los materiales y José Amador de los Ríos
(que aparece citado dos veces en el texto) los organizó y dio la redacción
definitiva.
Previa a la restauración, Hernández Callejo,
hombre de gran facundia a decir de los tres autores de las cartas, inició una
campaña de recogida de donativos para la restauración que se desarrolló, en
1851 en la Corte, Andalucía y Navarra, principalmente, llegando a reunir
200.000 reales. Callejo, que tras el derrumbe de una capilla meridional el 21
de febrero de 1848 acometió el estudio del edificio y levantó siete planos,
pensaba que, no sólo debía de realizar la restauración, además estaba obligado
a lanzar una campaña nacional, para ensalzar la basílica (y de paso su obra en
ella). Ya con algunos de los fondos recogidos, empezaron las obras, que van a
conocer tres épocas:
I Época. 1850-1853. Restaura la nave meridional
y su pórtico.
II Época. 1856-1857. Arreglos en el interior.
III Época. 1859-1861. Restaura la torre sur.
En la primera época ya surgirán enfrentamientos
entre el arquitecto y la Junta de Restauración, presidida por el gobernador
civil, al imponer ésta el sistema de subastas y contratas para las obras. Es
grande el alcance de la primera etapa, ya que viene a reconstruirse toda la
fachada sur, cubiertas, pórtico y parte alta de la nave principal. Aquí p a
rece ensayar Callejo el drástico sistema que luego utilizara en la nave sur de
la catedral de León: desmontar y reconstruir sin contemplaciones. Particularmente
importante es el trabajo en la escultura, que incluye las arquivoltas de todas
las ventanas y la primera de la puerta, toda la imposta y toda la cornisa del
muro lateral sur. El presupuesto incluye la sustitución de cientos de sillares,
incluso en el muro de la nave central, por otros sacados de las canteras de La
Colilla o labrados aprovechando los antiguos. De los dibujos del proyecto sólo
conozco uno, sacado del Archivo General de la Administración, fechado el
25-IX-1852, marcado con el n.º 28. En él puede verse la alteración de la
tribuna sur por parte de Hernández Callejo: se sube la altura de la cubierta
sobre los antiguos vierteaguas, cegando en parte las ventanas de la nave
central, y se oscurece la tribuna al desaparecer finalmente los lucernarios.
En la segunda etapa, las obras que conozco se desarrollaron
en la capilla mayor, reponiendo el pavimento y las escaleras, y además se
reformó la tribuna del órgano, haciendo sus celosías y se compuso el
tabernáculo del altar mayor.
En la tercera etapa, entre 1859-1861, la
restauración se centró en la torre sur.
Hernández Callejo practicó en ella, una vez
más, su expeditivo método de desmontar y reconstruir que ya fue duramente
criticado por Gómez-Moreno: “Parece hoy toda nueva, más un grabado de 1842,
anterior a toda restauración, prueba que la funesta habilidad del Sr. Callejo
se cifró en remozarla toda y hacer nuevos los capiteles de su ventanería”,
pero los antiguos quedaron almacenados, por fortuna, en la capilla de su base,
desde donde pasaron unos al Museo Provincial (desde allí pasaron a la catedral
cuando el claustro fue provisional sede del museo, luego unos creo que pasaron
a la nueva sede del museo y otros quedaron en la catedral) y otros a la ermita
del Humilladero, donde sirvieron de soportes a una mesa de altar. Este último
año con algunos de ellos se ha realizado la nueva mesa de altar de la basílica.
Repullés y Vargas, el arquitecto que realizará
la definitiva restauración del monumento, tiene elogiosas y amables palabras
para la actuación de su predecesor: “En 1849, en que estando de Arquitecto
de la ciudad el ilustrado D. Andrés Hernández Callejo, ya difunto, entusiasmado
ante la belleza del monumento y por su brillante historia, acometió con gran fe
y por puro amor al arte la restauración del insigne templo, que fuera durante
toda su vida su constante preocupación. Movió los ánimos, inflamó el amor patrio,
solicitó dádivas desde el Monarca hasta el pobre, dio conferencias, emprendió
finalmente una especie de cruzada y peregrinación por los pueblos, pidiendo
limosna para tan meritoria obra, y, aunque no en la medida de sus deseos, halló
eco y recursos para restaurar la torre del Sur y levantar su segundo cuerpo y
para hacer otras obras de consolidación muy importantes”.
A pesar de esta primera restauración, en San Vicente
quedaban muchas obras por hacer. Declarado Monumento Histórico Artístico por
R.O. del 26-VII-1882, con la correspondiente alegría municipal, tomarán nuevo
impulso sus obras de restauración, encargadas ahora a Vicente Miranda y Bayón,
que encontró los problemas de la basílica agravados por la construcción de una
nueva carretera, que pasaba junto a su fachada septentrional. Su actuación la
resume su sucesor, Repullés y Vargas: “Formuló varios proyectos parciales,
construyendo el muro de contención por la parte del Norte y Occidente (1883) y
comenzando la reparación de los ábsides, hasta Octubre de 1885, en que por
motivos de salud pidió su traslado a Madrid”. Amable como siempre, olvida
Repullés referirse a los dos aspectos más controvertidos del proyecto de
Miranda: la desaparición del pórtico y la reforma de la puerta sur suprimiendo
las esculturas y que la salida de Miranda de San Vicente fue cualquier cosa
menos un traslado por motivos de salud.
Se conocen algunas imágenes en litografías,
dibujos, e incluso fotografías que nos permiten conocer el aspecto exterior de
San Vicente tras la intervención de Hernández Callejo y antes de la de Miranda.
La fachada sur del monumento es el motivo de una lámina de Parcerisa fechable
en 1865 y de una fotografía fechable en los primeros años de la década de 1880.
Ambas reproducen un templo a medias de restaurar, con una gran ventana
adintelada en el tramo recto del ábside de la epístola y con el transepto
meridional y especialmente su hastial a medio de restaurar. La zona superior
tiene todos los sillares repuestos y el resto, especialmente el zócalo tiene un
estado lamentable. Las molduras están rozadísimas y los sillares dispuestos con
una irregularidad que desaparecerá tras las restauraciones de Miranda y
Repullés. Otra litografía de Parcerisa recoge las fachadas occidental y
septentrional del templo. Ésta y la vista desde el noroeste de Street dejan ver
una iglesia colgada sobre el terreno, arrancando directamente de la cimentación
en la zona del transepto norte y rodeada de taludes mal dispuestos en la zona
sur.
El proyecto general de Miranda tiene una
memoria histórica inspirada en la de Callejo y pasa después a explicar sus
propuestas respecto al pórtico, que indica “está lleno de sepulturas, y que
aunque de buen estilo, no solamente desarmoniza con la iglesia, sino que cubre
por decirlo así toda la fachada sur que es preciosa y que presentará un bello
aspecto cuando esté desembarazada de los sepulcros y del pórtico”.
Sobre la puerta sur indica que “la han
desfigurado al quererla ensanchar rozando sus jambas, quitando algunas columnas
y adaptando allí de mala manera unas esculturas de época posterior”. Por lo
tanto lo que va a pro poner es quitar las esculturas y rehacer una hipotética
puerta ideal.
De los ábsides de la fachada sur indica que son
de los más bellos del templo y que comienza la restauración por aquella zona
por ello y por ser la única por la que no ha entrado la mano sacrílega de las
malas restauraciones. Anota los desperfectos en los vuelos de cantería, las
cornisas, canecillos, arquivoltas y capiteles e impostas y la existencia de
ventanas toscamente agrandadas en forma cuadrada. Su propuesta, rígidamente
historicista, aspira a actuar “de tal modo a ser posible, que el día que se
termine no pueda distinguirse lo moderno de lo antiguo, condición que en
nuestro concepto es la parte difícil pero indispensable en una buena
restauración”.
Respecto a la desaparición del pórtico pronto
se alzarán voces contra la propuesta. La más alta y clara será la de J. B.
Lázaro: “...lo último que se me ocurriría sería derribarlo, aunque oculte
una parte de la fachada, [...], me parece un despropósito (es decir, fuera de
propósito) el tomarla con aquel pobre pórtico, [...], me parece más poético
aquel brazo de granito que la iglesia tiende para cobijar a sus difuntos, que
todas esas otras poesías que aquel Sr. Martín fantasea con su iglesia pulida, restaurada,
limpia de aditamentos, tal como la concibió el primitivo arquitecto, cuyos
huesos quizá se remuevan, profanando el día que se trate de derribar el
pórtico, [...], defenderé que no se debe derribar más que lo que presente
indudables señales de ruina inminente, el último remedio la piqueta, ése es mi
lema...”. La Academia emitirá pronto, el 6-V-1884, un dictamen ordenando
conservar la puerta en su estado primitivo, conservar el pórtico y los
sepulcros del transepto. Aunque Vicente Miranda redactó un proyecto de acuerdo
con ese dictamen, fue separado de la restauración cuando sólo había hecho el
muro de contención y una primera restauración de los ábsides. Como se verá,
Repullés comenzará a trabajar siguiendo sus pautas, pero tratando –con algo más
de mano izquierda– de atemperar un cerrado historicismo que comenzaba a no
estar de moda. Así intentará mantener parcialmente el pórtico y suprimirá toda
la pintura de las estatuas de la puerta sur.
Enrique María Repullés y Vargas (1845-1922),
fue hombre polifacético en el que se mezclaron las facetas de arquitecto,
restaurador y escritor. Terminó la carrera en 1869, en la misma promoción que
Álvarez Capra, Urioste, Adaro, Arbós, Lázaro y Rodríguez Ayuso. Desde 1896 es
miembro de la Real Academia de Bellas Artes en la que fue secretario de la
sección de arquitectura y secretario general perpetuo. Como arquitecto hizo
múltiples casas en Madrid y edificios tan conocidos como la Bolsa de Madrid (1885-1893),
muchos conventos para las adoratrices e iglesias madrileñas como las de
Hortaleza, Santa Cristina, San Ginés y la Divina Pastora. También son obras
suyas una basílica neogótica en Alba de Tormes (1898), el Ayuntamiento para
Valladolid del mismo año y dentro de la pléyade de edificios Monterrey del
momento, y una larga intervención en la Almudena de Madrid, desde 1905 hasta el
año de su muerte, intervención que fundamentalmente se centró en la zona de la
cripta. Como restaurador nos consta su labor en la catedral de Toledo, en las
dos catedrales de Salamanca y en los Jerónimos de Madrid. Fue en Ávila donde él
realizó la mayor parte de su obra como restaurador y las murallas primero, y
luego Mosén Rubí, San Pedro, La Santa, Santo Tomás y San Vicente fueron los
edificios abulenses que él restauró en mayor o menor medida. De esas
restauraciones ya nos hemos ocupado en otro lugar y aquí sólo es preciso
señalar que durante casi cuarenta años su más importante labor como restaurador
se desarrolló en la muralla y en San Vicente. Escritor al que Cabello Lapiedra
le atribuye “la facilidad de transmitir con la pluma sus pensamientos,
manejando el idioma castellano con soltura y propiedad” y del que Navascués
resalta la labor crítica de la arquitectura contemporánea, “que desde
periódicos y revistas hizo a lo largo de su vida, contribuyendo así a fijar
criterios y legándonos una interesantísima relación de datos”. Apuntan
Cabellos y Navascués a dos cualidades que son imprescindibles en un buen
ensayista: buen estilo y buena información. Cualidades que Repullés escritor derrama
por artículos en prensa y revistas especializadas y por varios libros. Si bien referirme
a sus valiosísimos e innumerables artículos es punto menos que imposible, no
quisiéramos dejar de resaltar por su interés los que en formas de Necrológicas
de los más ilustres arquitectos del momento ocupan los Boletines de los años en
que fue académico de Bellas Artes (en la bibliografía adjunta incluimos todas
las obras que de Repullés conocemos). De sus escritos (cuya relación ya hemos
publicado), destacan:
– Disposición, construcción y mueblaje de las
Escuelas Públicas de Instrucción. Sencillas normas que vinieron a sistematizar
los problemas que planteaban las construcciones escolares, y marcaron la pauta
de las escuelas de Alfonso XII. Álvarez Capra dice que en 1882 fue premiado
este libro publicado cuatro años antes.
·
“El
obre ro en la Sociedad”. Un folleto que ve la luz en 1892, y tiene un doble
interés, literario y sociológico. Su ideología que ante nuestros ojos resulta
paternalista y en gran parte retrógrada (basta pensar en sus teorías sobre la
propiedad o sobre las asociaciones de obre ros), está en los escritos de León
XIII –entonces recientísimos– que en su época, y por el sólo hecho de
producirse quizá sea progresiva También recoge los estatutos y diversa
información sobre las varias sociedades de protección de obreros.
·
“La
casa-habitación moderna desde el punto de vista artístico”, 1896. Es su
discurso de entrada en la Academia de Bellas Artes, y no deja de sorprender que
el ya insigne escritor aborde en él un tema de “tan poca altura” si le
comparamos con el de otros discursos de ingreso. El doble enfoque que Repullés
plantea del tema, constructivo y sociológico, hace que junto con “El obrero
en la Sociedad” sea vital para el conocimiento de la arquitectura española
en su época.
Resta para finalizar esta rápida visión de sus
publicaciones, citar las impecables, claras y razonadas monografías en que el
laborioso escritor recogió los más importantes proyectos del activo arquitecto:
·
La
restauración del templo de San Jerónimo el Real en Madrid. Escrita en 1883.
Traza en ella el esquema que utilizará siempre: hace primero una aproximación
estilística y un estudio histórico razonado, al que sigue una pormenorizada
descripción del estado en que estaba el edificio y del alcance de las obras a
realizar, acompañadas por una información gráfica inmejorable.
·
La
nueva Bolsa de Madrid en 1894. La edición es una muy resumida versión de una
mayor y con gran número de fotografías (Repullés fue casi un pionero de la
fotografía arquitectónica) que hoy guardan en ejemplar único sus descendientes.
·
Proyecto
de casa consistorial para Valladolid, de 1899. En él hace un estudio sobre
cuáles deben ser las características y finalidad de una Casa Consistorial,
logrando aunar en el proyecto la funcionalidad con la representatividad, siendo
esta última la que justifica el aire salmantino del edificio.
·
Proyecto
de la Basílica teresiana a Santa Teresa, en Alba de Tormes. A la aún inacabada
basílica albense, dedica una de sus más acabadas monografías en 1900. Aparece
el historiador riguroso, el arquitecto minucioso que justifica la elección del
gótico como estilo arquitectónico. La nueva Catedral de Nª Sra. de la Almudena,
en Madrid, en 1916. Escrita al encargarse de continuar las obras que iniciara
el marqués de Cubas, está en la misma línea que la monografía anterior.
En 1894 publicó en Madrid su monografía La
basílica de los Santos Mártires Vicente, Sabina y Cristeta en Ávila, que en
1997 publicamos en facsímil y que se inscribe en la serie citada de estudios
publicados por él sobre sus obras y restauraciones. Formaba parte de la
Biblioteca del “Resumen de Arquitectura”, dependiente de la revista
homónima de la Sociedad Central de Arquitectos y estaba editada por Antero de
Oteyza y Barinaga. De los ocho números publicados Repullés fue el autor de
cuatro, coautor con Castellanos de uno más, y los otros fueron escritos por
Lázaro, de los Ríos y por Pulido y Díaz. Divide su obra en tres apartados
dedicados uno a una aproximación historiográfica al románico, el segundo a una
historia de la basílica y el tercero a una minuciosa descripción del templo.
Repullés prácticamente edita la memoria de la restauración de la basílica,
ilustrada con la planta y secciones del proyecto, con las buenas fototipias del
templo ya citadas (aunque están firmadas por Laurent es posible que el arquitecto,
que era un buen fotógrafo, interviniese en su realización) y con magníficas
ilustraciones debidas a D. Molina y a Manuel Sánchez Ramos (la mayor parte y
las mejores son obra de este fenomenal artista abulense).
Desde el punto de vista de la historiografía
artística se basa en las obras de Ponz, Llaguno, Viollet, Caveda, Durand y
Martín Contreras, y los datos locales provienen básicamente del manuscrito de
Fernández Valencia, del Episcopologio de Tello y Martínez, la memoria de
restauración de Hernández Callejo, de Cuadrado y de Martín Carramalino. Estudia
además detenida y parcialmente (no hay contradicción) la documentación
parroquial y son de gran valor la detenida lectura que hace del monumento y el
estado actual del templo en 1894, que puede deducirse del texto y de las
fototipias.
Además de los datos cronológicos sobre la
fábrica, múltiples veces repetidos desde entonces, da por primera vez una
aceptable historia constructiva del templo en la que ya indica que el templo es
románico, pero que está concluido en ojival (es sorprendente y difícilmente
aceptable su teoría s o b re un templo anterior de una sola nave cubierto con
un alfarje). Destaca la elegancia con la que se re f i e re a la muy discutible
actuación de sus antecesores, Hernández Callejo y Miranda, aunque no puede evitar
apostillar la actuación del primero en la torre sur diciendo que restauró, construyó
y no acabó la citada torre.
Tangencialmente da noticias importantes sobre
las pinturas de las portadas sur y oeste, sobre una puerta exterior de La
Soterraña, sobre las claraboyas de la tribuna norte o sobre las cabezas de
madera que se veían entre las ventanas altas de la nave central. El apéndice
documental es tan útil como curioso y además de incluir el informe para la declaración
de Monumento Nacional, piezas literarias varias y algunos documentos s o b re
la historia del templo recoge algunos de los epitafios y una bibliografía en la
que encontramos algunas de las obras ya citadas.
En noviembre de 1884, como arquitecto del
Ministerio de Fomento, Repullés y Vargas se hace cargo de la reparación del
templo, continuando las obras que en la cabecera y pórtico sur iniciara su
antecesor, remozando por completo la puerta sur, la torre norte y el atrio,
mientras que en el interior llevó a cabo un auténtico repaso general del que no
se salvó rincón alguno, renovando algunas impostas, construyendo los zócalos de
las naves y pilares y cambiando en la nave norte no sólo el cañón que cubría la
tribuna, también cuatro de las seis bóvedas de aristas de la misma nave que
previamente destruyó. Como se verá una restauración plagada de aciertos y
fallos (habría que añadir, que contribuyó al pulido general que destrozó las
marcas de cantería del edificio, pero que a instancias de la Academia salvó los
sepulcros góticos del exterior que parece ser molestaban a Miranda), una
restauración que únicamente podemos aceptar si al juzgarla tenemos presente las
modas arquitectónicas de su tiempo, considerando como mérito fundamental el que
gracias a su labor y a la de sus antecesores la basílica, aunque muy “retocada”,
continua en pie, y que el mimo con que están trazados los extraordinarios
dibujos de sus muchos proyectos sobre San Vicente manifiesta bien a las claras
un interés tal, que a la fuerza debe ser considerado como atenuante.
De la larga restauración de Repullés se guarda
la documentación en el Archivo General de la Administración, de Alcalá de
Henares, en el Museo Provincial de Ávila donde hay una magnífica colección de
planos dispersos, algunos montados en bastidores y entelados, y en el Archivo
Diocesano de Ávila, donde han ido a parar todos los fondos que consulté en el
Archivo de San Vicente. Sobre el parecer de la Academia y sus informes hay que
ver en el Archivo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando las Actas
de la Sección de Arquitectura de 20 y 28-I-1886, 31-III-1886 y 17-IV-1889.
El carácter marcadamente violetiano de la intervención
de Repullés queda claramente de manifiesto en la memoria que acompaña al
proyecto de restauración de las naves y la fachada norte. Allí Repullés utiliza
lo mejor de su retórica para hacer coincidir sus propuestas de un historicismo
militante con los dictámenes de la Academia (recuérdese que la Corporación se
había opuesto al marcado historicismo de Miranda y a su propósito de derribar
al pórtico sur y rehacer la puerta de igual lado). El largo texto que
transcribo es toda una proclama de los seguidores de Viollet, en el que indica
que ha realizado el proyecto “atendiendo criterio de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando”. Este criterio según se desprende de los
informes de aquella ilustre Corporación es siempre el de conservar a todo
trance las fábricas antiguas, con su sabor y carácter artístico, haciendo
solamente en ellas las reparaciones necesarias para consolidar y asegurar su
duración para mayor gloria del arte y la enseñanza de las generaciones
venideras.
Pero, tal criterio, que representa un
deseo muy laudable, sin duda alguna tiene en mi concepto un límite que la misma
Academia reconoce cuando en muchas ocasiones fía al tacto y prudencia del
restaurador la manera de efectuar la restauración aunque sin olvidar aquel
empeño.
Desde el punto de vista arquitectónico
en todo monumento artístico hay que considerar dos cosas: la antigüedad y la
forma.
Ambas constituyen su mérito cuando
coexisten pero es evidente que la forma es la más importante pues sin ella no
habría monumento, sino ruinas informes que nada enseñarían: si pues, enseñanza
se busca, es la forma la que debe conservarse, aun cuando para ello fuera
necesario sacrificar la antigüedad.
Éste es el objeto de toda restauración,
y las dificultades surgen al procurar conservar ambas cualidades, hasta el
punto de tener en ocasiones que decidirse por una de las dos.
Porque en efecto, si, por ejemplo, en un
edificio antiguo se halla un trozo de imposta, un capitel, un canecillo, un
blasón heráldico u otro detalle importante en piedra deleznable cuya alteración
es llegada a tal punto que por momentos se destruye, pero permanecen aún en
ellos líneas y contornos, trozos modelados que permiten su reconstrucción,
¿habrá de dejarse que acabe de destruirse dejándonos por herencia una piedra
informe muy antigua, ciertamente, pero que nada nos enseña? o por el contrario
¿deberemos copiarla y reconstruirla por lo que de ella percibimos y tan
exactamente que hasta contenga las incorrecciones primitivas, para sustituirla
a la desmoronada y conservar la forma? Para mí no es dudosa la respuesta.
Pero no es esto sólo; tratándose de un
edificio hay que atender muy principalmente a su estabilidad; y, como
generalmente en los antiguos ésta se ha ido modificando por las causas
naturales y a veces por defectos constructivos, como dicha estabilidad, aun
conservada durante siglos, no es eterna y, las causas que la modifican son
constantes aumentando sus efectos con rapidez creciente, al disminuir la
resistencia de los materiales y fábricas deteriorados por ellas mismas,
necesario es atajar el mal sustituyendo materiales y fábricas y corrigiendo los
defectos en lo posible, aunque siempre sin alterar la forma”.
Recibe Repullés el encargo de restaurar San
Vicente, cuando aún está latente la polémica desatada por las propuestas de
Vicente Miranda. El nuevo restaurador tratará de atender a las directrices de
la Academia, pero en todo momento intentará forzar la opinión de la Corporación
hacia su modo violetiano de restaurar. Así cuando tenga que completar el
proyecto de Miranda para el pórtico “intentará reducirle a tres series de
tres arcadas, número más armónico en arquitectura que el de cuatro que ahora
tiene”. El razonamiento es ciertamente singular, pero la Academia insistirá
en que el pórtico se rehaga, tal y como estaba y el arquitecto cumplirá la
orden académica.
En la portada sur también intentará seguir la
huella de Miranda, y dado que no estaban los ánimos para suprimir las estatuas
de la misma, indica que al menos “se limpiarán de la pintura de que están
embadurnadas, pues si bien esto es un agregado que pudiera representar un
capítulo de su historia, es un capítulo lamentable...”. Ciertamente el
restaurador Repullés está constantemente anhelando aquel San Vicente ideal que
soñaron su primer arquitecto y Viollet. Las fotografías del estado anterior
sirven para conocer cómo eran las basas góticas que se habían incorporado a las
columnas, también sirven –permítaseme esta figura literaria– para ver al
restaurador soñando la desaparición de las estatuas del derrame de la portada.
Paralelamente a la restauración del pórtico se
acometerá la restauración de la parte superior de la fachada sur y tras
desmontarla se vio que los sillares estaban separados de la mampostería. La
cornisa se desmontó toda y lo tallado fue fiel y exactamente copiado por
Tarragó, del que Repullés dice trabajaba en “términos que se confunde la
obra que sale de su taller con las antiguas”. Era operación que sorprendió
a Gómez-Moreno, que se negaba a creer tal osadía. Pero el texto no admite duda,
y menos duda admiten la serie de fotografías de Isidro de Benito que ya
publicamos y en las que el escultor y sus operarios muestran las figuras,
arquitos, florones y otros motivos vegetales recién tallados y dispuestos para
formar una nueva cornisa.
En la cabecera en la que ya Miranda había
reformado huecos y cambiado algunos sillares, uniformará los huecos de las
ventanas de La Soterraña. En las ventanas de la cripta seguirá minuciosamente
el proyecto de Miranda, e incluso hizo suya la propuesta de cerrar las mismas
con rejas similares a las existentes. Además reconstruirá las cornisas,
impostas y zócalo, y sustituirá los pocos sillares que no habían cambiado sus
antecesores.
Las litografías de Parcerisa y las fotografías
anteriores y posteriores a la restauración de Miranda sirven para ver el
carácter de la restauración de Repullés. La imagen con los ábsides rodeados de
andamios parece anticipar el frío y pulido resultado final de la operación de
Repullés.
Quizá sea en la zona del brazo meridional del
transepto donde mejor puedan apreciarse las características de su operación de
sustitución de prácticamente todos los sillares del templo. Una fotografía, que
debe fecharse hacia 1885, recoge los ábsides totalmente rozados, y los muros
del crucero con tres tipos de paramento. El superior totalmente reconstruido ya
por Hernández Callejo, la zona media rozada y con algunos sillares perdidos y
el zócalo burdamente enfoscado. Repullés seguirá aquí un sistema de restauración
idéntico al de Callejo: desmontar y reconstruir hasta alcanzar un estado ideal.
En la fachada norte desmontará el piso añadido
sobre la sacristía, dejando libre la ventana de la nave y quitando el
contrafuerte que ciega una ventana lateral. Para ello tendrá que reforzar la
cubierta de la tribuna, con una solución parecida a la que había realizado
Hernández Callejo en su restauración del lado norte de la basílica (Repullés
reformará también la cubierta de la tribuna norte disponiendo una nueva
armadura con viguetas de hierro). Igualmente sustituyó todos los sillares
precisos y aún más, como hace en toda la iglesia. Unas secciones transversales
fechadas el 31 de mayo de 1889, muestran el estado de las cubiertas de las
tribunas y la propuesta realizada por Repullés que desmontó los arquillos de
ladrillo de la tribuna norte (aún son visibles los restos de su presencia en
los contrafuertes del triforio) y también el arco que a modo de arbotante
formaba la cubierta de la tribuna, trazando uno nuevo a imitación del inventado
por su antecesor en la tribuna sur.
El 21 de diciembre de 1885 se firma el proyecto
de crucero y sacristía, que incluía desmontar en el imafronte toda le ventana
que no tiene arquivoltas, ni imposta, ni vierteaguas y que tiene parte de
sillería desprendida. Todo se hizo como debía ser.
El 20 de enero de 1888 firmará el proyecto de
restauración de la fachada norte de la nave central, relacionable con el de
restauración de las naves laterales y con el de restauración general del
interior del templo, en el se incluye los magníficos dibujos de apeos y
andamiajes fechables el 31 de mayo de 1889. En el interior Repullés va a
reconstruir los pilares del edificio y especialmente los zócalos, procediendo a
sustituir todo sillar mínimamente deteriorado, y a raspar todos los demás
sillares del edificio en una durísima operación que se llevó por delante todos
los restos de labra medieval y todas las marcas de cantería de San Vicente.
Únicamente en el interior de la capilla mayor, a la que los restauradores no
llegaron y a la que pertenecen los capiteles situados tras el retablo mayor, en
los interiores de las torres, escaleras y tribunas pueden verse restos de la
piel medieval del templo, apreciarse las marcas de cantería, palparse la pátina
que los constructores y el tiempo habían dejado en tan venerables muros y que
la restauración se llevó por delante. La comparación entre estos capiteles
escondidos tras el retablo mayor y los de las naves del templo es
suficientemente explicativa: Aún más clara queda la fortísima actuación de
Repullés cuando se ven las columnas y capiteles del triforio, despellejados en
la faz que da a la nave y delicadamente labrados en la faz que da al triforio,
la no restaurada. El templo sufrió una operación de cirugía estética
desmesurada, un lifting total como se dice ahora. Esos muros con los sillares
tersos e inmaculados producen una sensación de ridículo similar a la que
producen aquellas personas que estirándose la piel tratan de ocultar la
antigüedad que su contextura y andares manifiestan claramente. La historia deja
sus huellas, sobre los hombres y sobre las cosas, una huella venerable que no
se puede ocultar con maquillajes. Tal fase de la restauración exteriormente
supuso el desmontar el contrafuerte que, según se ve en las antiguas
fotografías cegaba el exterior de la segunda ventana de la nave lateral y el
desmontar y volver a montar toda la cornisa, de la que faltaba el tercer
entrepaño. Repullés indica, creo que dolorido, que opta por conservar todas las
cornisas, ya que advierte que también en estas restauraciones deben conservarse
todas aquellas posteriores que, sin menoscabar el mérito del edificio no
comprometan la estabilidad, constituyen páginas de la historia, siendo éste el
deseo y propósito de la Real Academia.
Entre 1902 y 1903 efectuará la restauración de
la torre norte, que según él está en deplorable estado en cuanto revestimiento
de piedras, pero sin que afortunadamente ofrezca por ahora temores de falta de
estabilidad. Restaurará los dos primeros cuerpos, sin tratar del tercero que
deja para otra ocasión, ya que ha de relacionarse con lo que deba de hacerse en
la otra torre. El sistema es el ya definido, sustituir todas las piedras
descompuestas y respecto a todas las tallas que sea preciso hacer nuevamente se
copiarán exactamente por puntos los dibujos existentes, sujetándose a ellos no
solamente en el trazado, también en la manera de hacer. También hizo un zócalo
con tres hiladas de sillería de granito, similares a las del resto del
edificio.
La última obra de Repullés en la basílica de
San Vicente es la realizada en la escalera de La Soterraña en 1920. Indica que
se hace toda nueva, desmontando lo que hoy existe y haciendo nuevos todos los
pasos pues ninguno puede aprovecharse. Éstos serán en el mismo número que hay
en la actualidad para conservar una tradición (se refiere a la recogida en su
monografía que iguala el número de escalones con el de versos de una oración
popular a la Virgen).
Valorar hoy la restauración de Repullés en “su
basílica”, exige reconocer el papel que V. Miranda jugó previamente, advirtiendo
que fue él quien marcó la pauta de muchos de los trabajos de Repullés, y exige
situar al restaurador en su época.
Navascués ha precisado la figura de Repullés,
marcando las influencias que debe a Aníbal Álvarez y al marqués de Cubas y
situándole en su promoción de la Escuela de Arquitectura, junto a Lázaro Capra,
Juan Bautista Lázaro, Fernando Arbós y Rodríguez Ayuso, protagonistas todos
ellos del historicismo neomedievalista, y hay que añadir que Repullés seguirá
al pie de la letra las teorías restauradoras de Viollet le Duc, y por ello
siguió el camino de Hernández Callejo, reconstruyendo buena parte del templo y
remozando el resto. Tras su obra, precisar lo que es medieval y lo que es del
siglo XIX, sin conocer los datos documentales, es aventurado en muchos casos.
Tras las restauraciones de Callejo, Miranda y
Repullés, el templo permanecerá largos años sin conocer profundas
intervenciones, ya que la constante y minuciosa actuación sobre su fábrica
permitió solucionar, al menos, los problemas constructivos del templo. Hoy,
cuando más o menos han pasado cien años desde las restauraciones, los sillares
pulidos que los restauradores dejaron en el exterior del edificio están
empezando a deteriorarse, y todo parece apuntar a la necesidad de una pronta
restauración de la restauración. La polémica, la disputa, sobre qué criterios
seguir para restaurar tanto historicismo violetiano, promete ser ardua.
Tras Repullés, San Vicente conoció tres
reparaciones parciales y una general. Las primeras en modo alguno pueden
considerarse restauraciones y la última fue una cuidada revisión general del
edificio.
1929. Moya Lledó. Pavimentación y reja de cerramiento.
1953. Arenillas Álvarez. Arreglo de cubiertas
1955. Arenillas Álvarez. Capilla Soterraña
1980. Fernández Suárez. Obras generales.
En los últimos años, propiciadas por la iglesia
a través de su Consejo de Fábrica, y dirigidas por Pedro Feduchi se ha iniciado
una nueva campaña de restauración en San Vicente, en cuyo debe hay que situar
los estudios del edificio y sus excavaciones arqueológicas, el abordar una
razonable iluminación, y el esbozar un plan general de actuaciones que por
ahora ha afectado a las tribunas y torres, en una actuación condicionada por su
uso museístico y en la que no debemos dejar de señalar que para nosotros son
negativos el llamativo cerramiento de los triforios con empalizadas de madera,
la drástica reordenación de forjados de la torre norte y los cambios de accesos
en la sur, donde la escalera que estaba casi adosada al muro ciego norte se ha
trasladado al muro este y ahora son metálicas, con lo que es mucho más difícil
ver la cornisa sur, y donde se han cerrado los huecos con unas grandes lunas “practicables”,
que en la práctica han resultado impracticables y por ello están llenas de
suciedad. Sobre el diseño de las escaleras metálicas debe constar que no es
nada novedoso y resulta inadecuado y peligroso.
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