La sociedad en Valladolid
durante los siglos XI y XII
Durante mucho tiempo, el espacio que hoy forma la provincia de Valladolid se mantuvo
repartido entre seis diócesis. El valle del Sequillo, los Montes Torozos y los valles del
Pisuerga, del Esgueva y del Duero pertenecían al obispado de Palencia, cuya jurisdicción
también abarcaba las comunidades de Peñafiel y Portillo, al sur del gran río de la Meseta.
Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, la diócesis de Segovia comprendía la comuni
dad de villa y tierra de Íscar, así como los numerosos pueblos hoy vallisoletanos que formaban parte de la de Cuéllar. En cambio, Olmedo y su contorno se vincularon secularmen
te al obispado de Ávila. El de Salamanca dominó al suroeste, esto es, la extensa Tierra de
Medina del Campo. La presencia de la sede zamorana era menor, y comprendía básicamente
lugares que desde la Alta Edad Media formaron parte del llamado Campo de Toro en las dos
orillas del Duero. Para finalizar, en la diócesis de León se integraba casi toda la actual Tierra de Campos vallisoletana: los valles del Cea y del Valderaduey, además de la comarca que
rodea Villalón.
La definición de los límites de los obispados ocasionó numerosos conflictos, sobre
todo en el siglo XII.
Esta circunstancia es un dato común en la historia de la Iglesia occidental y tiene que ver con la profunda reforma auspiciada desde Roma, uno de cuyos principales objetivos eran las instituciones diocesanas. Pero en sus aspectos más concretos, los
problemas están asociados a la floración de diócesis en Castilla y León, un proceso que se
inicia en el segundo tercio del siglo XI y no concluye hasta los primeros decenios del siglo
siguiente: hay que tener en cuenta que, entre las sedes citadas, solo la leonesa existía hacia
el año 1000, que la palentina se restauró en los años 1030, y que las demás se constituye
ron efectivamente entre los años 1090 y 1125. En fin, el modo en que los obispados más o
menos antiguos y recientes plantearon la cuestión de sus límites dependió de un proceso
paralelo de integración y reorganización territorial, donde la monarquía jugó un papel
clave.
Durante los últimos veinte años, distintos estudios han ido dando cuenta de esta problemática y han procurado insertar las cuestiones eclesiásticas en un contexto más amplio. Es
decir, han resaltado que las disputas de límites pueden entenderse mejor si no se pierde de
vista la remodelación de los territorios heredados del siglo X, la expansión del reino desde los
años 1080, o el proceso de urbanización que culmina a lo largo del siglo XII. Por otra parte,
han destacado que dentro de los obispados se mantenían jurisdicciones exentas, cuya entidad
creció en paralelo a la autoridad diocesana y que poseyeron enorme importancia desde el
punto de vista patrimonial. Todo ello tuvo efectos decisivos en la organización del espacio1.
Pero, desde otra perspectiva, la confluencia de tantas diócesis en el actual territorio vallisole
tano es la metáfora de su carácter de encrucijada de la Meseta del Duero. Una doble frontera
cruzaba el territorio en los siglos románicos.
El centro de la Cuenca del Duero en los siglos XI y XII: La doble frontera
Norte y Sur. El poder de los soberanos de Castilla y León se estableció al Sur del Duero
en los últimos decenios del siglo XI, de un modo que había de ser definitivo. Aunque a media
dos del siglo anterior una generación de colonos había protagonizado asentamientos en esa
zona, la empresa terminó sucumbiendo ante las acometidas de Almanzor. Ahora, reinando
Alfonso VI y después de la conquista de Toledo (1085), se impulsó la colonización de las
regiones que se hallaban entre la ciudad del Tajo, posición avanzada en un ambiente hostil, y
las tierras del norte del Duero, dominadas por los cristianos desde comienzos del siglo X. Con
objeto de favorecer el establecimiento de las gentes, las nuevas regiones –que se vincularon
directamente a los monarcas y fueron conocidas en adelante bajo los nombres de Extremadu
ra y Transierra–, obtuvieron un régimen jurídico peculiar, caracterizado por una combinación
de libertades personales y autonomía colectiva.
Por largo tiempo fueron las bases de las expediciones contra los musulmanes y el glacis
defensivo del reino, lo que prestó a su población un carácter guerrero. Desde el punto de vista
de la organización del espacio, triunfó un modelo que se basaba en las llamadas “comunida
des de villa y tierra”: los reyes concedieron a los concejos de una larga serie de villas y ciuda
des episcopales el control de extensos contornos, cada uno de los cuales comprendía cientos
o miles de kilómetros cuadrados. Entre ellas se contaban las ya citadas de Peñafiel, Portillo,
Íscar, Olmedo y Medina del Campo.
En principio, este marco legal y su traducción en el espacio contrastaban con los modelos
vigentes en los antiguos países del norte del río. En ellos, el siglo XI había contemplado el triun
fo de poderes señoriales laicos y eclesiásticos, que se habían extendido sobre las comunidades
campesinas imponiendo fórmulas de dominio de rigor variable. Entre los ríos Cea y Duero, lo
más característico a comienzos del siglo XII era una densa malla de pequeñas aldeas, con fre
cuencia dominadas por una pluralidad de señores. Estas aldeas se encuadraban en territorios lla
mados “alfoces” (versión romance de la palabra árabe al-hawz, que significa “distrito rural”), pre
sididas por un centro fortificado; los alfoces eran a modo de distritos con función fiscal, judicial
y militar, y también desempeñaron un importante papel en la ordenación de los usos silvo-pas
toriles. O, al menos, así había sido en origen: hacia el año 1100, el desarrollo de las jurisdic
ciones particulares, que los reyes concedían a nobles e instituciones eclesiásticas con carácter
perpetuo, amenazaba con despojar a los alfoces del sentido que habían tenido.
Sin duda, este panorama necesita matices. Hay que tener en cuenta que las tierras del
norte del Duero experimentaron una intensa evolución durante el siglo XII. Es razonable supo
ner que las condiciones de la dependencia campesina
tendieron a mejorar a lo largo del siglo, de acuerdo con
lo que se expresa en los fueros. Respecto a sus motiva
ciones, se ha insistido en la importancia de los movimientos sociales del primer tercio del siglo, cuando el
rechazo a las exigencias señoriales adquirió formas de
extraordinaria violencia. Su consecuencia a medio plazo
fueron los “fueros buenos”, cuyo cénit se alcanzó hacia
1200. Además, el siglo XII conoció un intenso proceso
de reorganización del poblamiento, que arrumbó
muchas pequeñas aldeas y engrosó el vecindario de un
cierto número de núcleos. Este fenómeno, que se da a
escala continental y representa un vastísimo proceso de
urbanización, puede ser localizado con características
similares en las tierras del Duero, en el Bierzo y la Rioja,
así como a lo largo de las costas cantábricas. Una de ellas es que la monarquía jugó en todas partes un papel singular; en definitiva, sirvió para
remodelar el señorío del rey, que en adelante se asociaría particularmente con una larga nómi
na de villas nuevas.
Es posible que el desarrollo de las villas y ciudades extremaduranas influyese en la adopción de un modelo que también pretendía establecer núcleos populosos, cuyos concejos impusieran su autoridad sobre amplios territorios en nombre del rey y en su beneficio propio. Pero,
simultáneamente, es preciso tener en cuenta que la sociedad de la Extremadura tampoco fue el
resultado espontáneo de las particularidades de este territorio; su carácter militar, por ejemplo,
se halla en línea con la tradición de caballería no-noble que se rastrea al norte del Duero, donde
persistía en el siglo XII encuadrada por los señores o por los concejos reales. Sin duda alguna,
las condiciones de la Extremadura –la libertad personal, la proximidad de las tierras islámicas–,
propiciaron su desarrollo, pero es difícil sostener que la “caballería villana” sea un producto ori
ginario de la frontera más meridional. Por otra parte, las regiones del sur no quedaron al mar
gen del proceso señorializador que se producía al norte, como atestiguan los fueros o las adqui
siciones protagonizadas por catedrales y órdenes militares durante el siglo XII.
Este y Oeste. Entre el Pisuerga y el Cea, la Tierra de Campos fue disputada por castellanos y leoneses desde el siglo X. El ascenso al trono de Fernando I apaciguó los problemas e
integró en la corte del monarca a los grandes señores del territorio, los Banu Gómez de
Carrión y los Alfonso de Cea y Grajal.
Pero el reparto de sus reinos renovó la tensión. Todo
el espacio situado al oeste del Pisuerga quedaba en posesión a Alfonso VI, heredero de León,
y esto debió atizar la animosidad de su hermano Sancho II de Castilla, que le despojó del
trono. Por breve tiempo, pues al morir el rey castellano en 1072, Alfonso VI reunió la heren
cia de sus padres.
Castilla y León siguieron unidos durante ochenta años. A la muerte de Alfonso VII,
nieto de Alfonso VI (1157), y de acuerdo con lo dispuesto por el difunto, volvieron a dividirse entre sus dos hijos. Sancho III, el primogénito, heredó Castilla y Toledo, mientras Fernando II se convirtió en rey de León y Galicia. La frontera entre los dos reinos discurría
ahora por medio de la Tierra de Campos, es decir, dividía artificiosamente un espacio donde
la falta de elementos físicos que lo compartimentasen era paralela a su entidad política, a su
homogeneidad cultural, y al profundo entrecruzamiento de los intereses de la nobleza, los
monasterios y la propia parentela real. Desde Sahagún hacia el sur, la divisoria dejaba del
lado castellano Moral de la Reina, Tordehumos, Urueña, Cubillas, y Medina del Campo con
su extenso territorio.
Esta precaria situación se desequilibró de inmediato. Dos hechos que se sucedieron en
poco tiempo contribuyeron a ello. Los dos monarcas habían garantizado el respeto al testa
mento paterno en 1158, pero Sancho de Castilla falleció
enseguida, y fue sucedido por un niño de corta edad,
Alfonso VIII. Por otra parte, en febrero de 1159 falleció
la infanta Sancha, hermana de Alfonso VII, que durante
más de treinta años había disfrutado lo principal del lla
mado “Infantazgo” –es decir, los bienes de patrimonio
real que se atribuían a las hijas de los monarcas–, una
parte considerable de lo cual se hallaba alrededor de la
línea fronteriza. Estas circunstancias propiciaron la
intervención del rey Fernando en el valle del Sequillo y
los Montes Torozos, que los leoneses ocuparon parcial
mente durante varios lustros.
No parece que los leoneses tuvieran tanto éxito al
sur del Duero. Por el contrario, se tiene noticia de una
devastadora incursión del concejo de Medina del
Campo, fechable entre los años 1167 y 1176. Castrejón de Trabancos, en el mismo sector de la frontera, fue escenario de un encuentro campal en
1179, cuando la reacción castellana ya era un hecho. Como consecuencia de ella, Alfonso
VIII y su tío Fernando II firmaron en marzo de 1181 el acuerdo de Medina de Rioseco, un
compromiso formal de mantener las fronteras establecidas en el testamento de Alfonso VII.
Sin embargo, se trataba de una paz vigilante; su mejor testimonio es que en ese mismo año
se inició la población de las villas nuevas de Mayorga y Castromayor (Aguilar de Campos),
situadas a uno y otro lado de la divisoria. La misma fórmula u otras de sentido similar se uti
lizaron en los años inmediatos: antes del nuevo tratado de Fresno-Lavandera (1183), en Tor
dehumos (1182), y después en Villafrechós (1184) y Torrelobatón (1186).
En el nombre que convencionalmente recibe este tratado se viene a reconocer la mediación de la orden de San Juan de Jerusalén, que acogió las negociaciones de castellanos y leo
neses en sus lugares de Paradinas y Fresno el Viejo, al suroeste de Medina del Campo. Más
que para introducir cambios significativos, tales reuniones sirvieron para precisar la línea fronteriza, en especial desde el Duero hasta Sahagún. Pero la paz tampoco fue duradera esta vez.
Con algunos intervalos como el tratado de Tordehumos (1194), y el enlace del sucesor de Fer
nando II, Alfonso IX, con la infanta Berenguela de Castilla (1199), las hostilidades se prolongaron hasta 1206, fecha en que el tratado de Cabreros proporcionó una fórmula transaccional. Por ella, el rey de Castilla y el de León reconocían que una larga serie de lugares
fronterizos –entre los que se mencionaban Bolaños, Villafrechós y Tiedra–, pertenecían al
reino de León, pero eran entregados al infante Fernando (el futuro Fernando III), fruto del fra
casado matrimonio del monarca leonés y la infanta castellana.
Si a estas plazas se suman Melgar de Arriba y Castroponce, se tendrá una idea bastante
aproximada de los progresos de Alfonso VIII en lo que hoy es la Tierra de Campos vallisoletana después de un cuarto de siglo. La situación no varió hasta los difíciles años que siguieron
a su muerte. En ese momento –sobre todo entre 1216 y 1218–, los conflictos revistieron nueva
virulencia, y los jóvenes monarcas castellanos Enrique I y Fernando III se sucedieron haciendo frente a las acometidas de Alfonso IX y negociando fórmulas de paz que tienen todo el
aspecto de haber sido ventajosas para éste último. De cualquier modo, la reunión de los rei
nos alcanzada cuando Fernando III pudo acceder al trono de León (1230), clausuró este largo
periodo de contiendas, cuyo principal escenario había sido el centro de la Meseta. Un semi
llero de recintos fortificados de distinta envergadura, materiales y función, por lo general mal
conservados, es el vestigio perdurable de esa época.
Los señorios vallisoletanos
El valle de Trigueros, en la vertiente meridional de los Montes de Torozos, posee una
fuerte personalidad histórica que se asocia a su condición de behetría, un modelo de señorío
que atribuía derechos a una pluralidad de señores o “herederos”. El valle debía estar enclavado dentro del territorio de Cabezón a fines del siglo XI, y muchos de los herederos eran miembros de las diferentes ramas de la familia Alfonso, condes de Grajal y Cea, pues la participa
ción en este tipo de señoríos se trasmitía principalmente a través del parentesco; por esa
misma razón, los enlaces matrimoniales habían dado entrada en el grupo de herederos a otras
parentelas de magnates, como los Banu Gómez de Carrión y los Flaínez, condes de León.
Algunos textos de esa época ilustran sobre el funcionamiento de las behetrías en el Valle.
Entre ellos destaca el fuero que otorgó la condesa Ildonza González a sus “collazos” en 1092.
Les concedía que poblaran en sus tierras, para lo cual les prometía “solares” donde construir sus viviendas y parcelas de cultivo, los “préstamos”; también les facultaba para que pudieran ampliar sus explotaciones, comprando tierras a otros, plantando viñas y
apropiándose de espacios vacantes. Todo esto podrían
trasmitirlo a sus descendientes. A cambio, debían contribuir con doce jornadas anuales al trabajo en las explotaciones de su señor, cuya potestad jurisdiccional sobre
ellos evidenciaban las multas por homicidios y lesiones,
por robos o en caso de abandono del domicilio conyugal. Además, el fuero preveía que cualquier campesino
optase por cambiar de señor, poniéndose bajo la tutela
de otro de los herederos del Valle; en ese caso devolvería el “solar” y “préstamo” que había recibido, pero
podría conservar los otros bienes que hubiera adquirido
por su iniciativa. Otras de las behetrías coetáneas ofrecen un perfil distinto. Así, era frecuente que el señor
entregara un solar a alguien que le había servido fielmente, con el compromiso de seguir
haciéndolo mientras él viviese; a su muerte, el servidor podría escoger entre los herederos del
Valle otro señor “que le beneficiase” (de ahí que los documentos hablen de bene facere y de bene
factoria), conservando para sí y su prole el “solar” que había recibido. Las dos situaciones compartían la entrega de un “solar”, que encarnaba el doble sentido de dependencia y beneficio y
que les convertía en “vasallos”, ciertas contraprestaciones obligadas y, sobre todo, las posibilidades de escoger un señor entre los herederos del Valle, que era su elemento diferencial respecto a otras fórmulas de dominio. Pero las semejanzas formales no ocultan un fuerte contraste interno. Mientras los “collazos” de la condesa Ildonza eran simples campesinos a los que
se facilitaba el acceso a la tierra mediante una fórmula cómoda, unos bonos foros, los otros habían obtenidos sus solares en recompensa a su fidelidad, y su servicio no consistía seguramente
en prestar jornadas de trabajo, las “sernas”, aunque la agricultura estuviera entre sus ocupacio
nes. A través de los diplomas, son personas como éstas quienes responden a la generosidad de
sus señores con valiosos obsequios –espadas, perros o azores–, y quienes les acompañan ocasionalmente en la firma de los diplomas; en suma, sugieren que sus obligaciones formaban
parte del auxilium et consilium de los séquitos feudales, y no de lo que algún texto tilda de “trabajo humano”.
El Valle de Trigueros ofrece un caso ilustrativo de las estructuras señoriales en el tránsito
del siglo XI al XII. Al igual que allí, en otras de las comarcas vallisoletanas se aprecia la impor
tancia de las behetrías como marco de las relaciones sociales. Pero en esas otras zonas, en par
ticular la Tierra de Campos, se percibe la paralela emergencia de fórmulas señoriales más rigu
rosas; las instituciones eclesiásticas juegan un gran papel en su definición, y los poderes laicos,
desde el rey a los señores locales, las aplicarán más tarde. Gracias a ello pueden precisarse
temas que solo han quedado esbozados al describir el Valle de Trigueros, o plantear aspectos
diferentes: el deslizamiento de las behetrías hacia los señoríos “solariegos” y “abadengos” y el
significado de estos señoríos, la coexistencia de modelos señoriales distintos en un mismo
lugar, y la perduración de una caballería campesina a pesar de los cambios.
El señorío de Valdetrigueros evolucionó profundamente a lo largo del siglo XII. En principio, a cada cambio generacional aumentaba el número de herederos, de posibles participantes
en los derechos sobre las aldeas del Valle y sus habitantes. En la práctica, se hicieron cada vez
más llamativas sus diferencias internas, y el poder tendió a concentrarse en ciertos individuos
o grupos que podían asegurar mejor los beneficios a sus dependientes y que, al mismo tiempo,
fueron capaces de adquirir los derechos y los bienes de otros herederos. En general, eran aque
llos descendientes de las primeras parentelas en torno a los que se había renovado la nobleza
castellana y que tenían influencia en todo el reino; en el tránsito del siglo XII al XIII comenzaron a utilizar sobrenombres que terminarían siendo una de sus señas de identidad: Castro,
Téllez de Meneses, Girón. Pero paralelamente, tanto sus antecesores como ellos dispusieron de
sus bienes con cierta liberalidad, concediendo una parte a los establecimientos eclesiásticos que
gozaban del favor de la familia, algunos de los cuales eran fundaciones de sus miembros. Así
fueron tallando sus dominios en el Valle los monasterios de Santa María de Aguilar de Cam
poo, de Sahagún y de San Zoilo de Carrión desde fines del siglo XI, y más tarde los premons
tratenses de Retuerta y los cistercienses de Palazuelos. Por lo tanto, una parte de las behetrías
se convirtieron en señoríos “abadengos”, como se conocían los patrimonios de la Iglesia y las
Ordenes militares. En todo caso, esta relación de parentelas e instituciones sirve para introdu
cir la compleja relación entre los poderes eclesiásticos y laicos en el territorio vallisoletano.
La alta nobleza
En la primera mitad del siglo XI, las tierras situadas al norte del Duero conocieron la irradiación de dos parentelas nobiliarias que ya han sido mencionadas: los descendientes de
Alfonso Díaz, un personaje que había conseguido alcanzar el título condal en tiempos de
Alfonso V (1003-1028) y los Banu Gómez, la casa de los condes de Carrión, cuya raigambre
remontaba a los primeros decenios del siglo X. Unos y otros confirmaron su privilegiada posición después de que Fernando I de Castilla se convirtiera en rey de León (lo que hizo efectivo en 1038). Fue entonces cuando los Alfonso pasaron a encargarse de algunos puntos estra
tégicos de la frontera del Duero (Tordesillas y Simancas), y cuando los Banu Gómez se
asentaron en la región occidental de Campos, como conmemora la consagración de su monasterio de San Juan de Taraduey, junto al actual Aguilar de Campos, en 1049. Las excelentes
relaciones de ambos grupos con la monarquía se mantuvieron en el reinado de Alfonso VI; lo
subraya la figura de Pedro Ansúrez, hombre de confianza del monarca y último de los condes
de Carrión y Saldaña.
En esa época, las dos grandes familias estaban unidas por lazos de matrimonio. No se sabe
quién era exactamente la esposa del conde Martín Alfonso, que quizá pertenecía a la casa de
Carrión. Lo que no ofrece dudas es que Pedro Ansúrez, casado con Eilo Alfonso, era su cuñado. La presencia habitual de los dos en cualquier carta familiar hace suponer una relación fluida. Y, desde luego, ambos participaron complementariamente en los avances sobre la Extremadura, de un modo que venía a prolongar su control de la linea de plazas del sector central
del Duero. En una fecha tan temprana como 1074 (aunque pudiera ser 1084), Martín Alfonso era tenente real de Portillo; unos años después parece haberse encargado de la población
de Íscar. Pedro Ansúrez, que alternó con su cuñado al frente de Tordesillas y fue tenente de
Cabezón, Toro y Zamora, debió poblar Cuéllar. El nacimiento de otras villas de la Extrema
dura –como Olmedo o Medina–, pudo deberse a los mismos impulsos.
Pero los años finales del siglo XI vieron oscurecerse a las dos parentelas. Martín Alfonso
falleció en 1093. Nadie de su familia heredó su relevancia; solo el conde Martín Flaínez,
pariente político de los Alfonso, tuvo a su cargo Simancas por algún tiempo. Es visible que el
ascendiente de Pedro Ansúrez tampoco bastó para imponer una solución alternativa al ascen
so de los yernos de Alfonso VI, Raimundo de Borgoña y Enrique de Lorena. A sus manos pasó
el control del Duero medio y ellos fueron los responsables de la colonización del conjunto de
la Extremadura a fines de siglo; quizá su actuación favoreció el protagonismo de la monarquía,
como se ha pensado. El anciano confidente real terminó marchando del reino en 1104 hacia
las tierras de Urgel, donde tuteló la minoría de su nieto Armengol VI, fue vasallo de Alfonso
el Batallador de Aragón, y alcanzó gloria conquistando la ciudad musulmana de Balaguer,
puerta de la Cataluña Nueva. No regresó a Castilla hasta después de la muerte de Alfonso VI;
por entonces también había desaparecido buena parte de la gran nobleza de su generación,
desde Raimundo de Borgoña a Martín Flaínez.
La generación siguiente despuntó bajo el conflictivo reinado de Urraca, hija y sucesora
de Alfonso VI.
Pero no llegó a consolidarse hasta que Alfonso VII inició su reinado efectivo
en 1126 y, sobre todo, después de su simbólica coronación imperial de 1135. Un ejemplo interesante de la diversidad de situaciones que resultó se aprecia al considerar la descendencia del
conde Martín Flaínez de León. Su hijo Pedro Martínez había muerto en las guerras de los
tiempos de Urraca, y su prole terminó integrándose en las filas de los vasallos reales en Tierra
de Campos; entre ellos destacó García Pérez, adalid de las campañas andaluzas de Alfonso
VII. En cambio, Rodrigo Martínez, otro de los vástagos del conde, alcanzó su misma digni
dad tras una larga etapa de expectativa, y fue sucedido en ella por un tercer hermano, Osorio,
en 1138.
Todos ellos, aunque fuese a distinta escala, con diversos medios y suerte varia, parecen
haber aspirado a heredar los brillos de sus ancestros Flaínez y Alfonso. Junto a ellos, había
otros herederos que también se situaron en el primer rango de la nobleza y cuyo factor común
era descender de dos de las hijas del conde Pedro Ansúrez, esto es, de la casa de Carrión. Por
una parte, Armengol VI y sus descendientes, condes de Urgel y señores de Valladolid; por
otra, Tello Pérez de Meneses, origen de la poderosa casa de este nombre. Pero su influencia
en la zona evolucionó de forma distinta. El señorío de los condes catalanes sobre Valladolid
parece haberse diluido en beneficio de la Corona. Mientras tanto, los Meneses labraban su
fortuna al conjugar la herencia carrionesa con la de los Flaínez en un momento delicado. La
localización de sus intereses sobre la línea en disputa y su fidelidad al rey de Castilla convir
tieron a Tello Pérez y a sus hijos, especialmente Alfonso y Suero Téllez, en piezas básicas de
la defensa de Tierra de Campos hasta 1230.
La Iglesia
La expansión de los señoríos eclesiásticos ofrece una cierta simetría con la evolución de
los poderes laicos. El desarrollo de los dominios de los monasterios de Sahagún y de San Zoilo
de Carrión al norte del Duero no puede disociarse de la influencia que los Alfonso y los Banu
Gómez alcanzaron en el área durante el siglo XI. El monasterio de San Zoilo fue donado a la
abadía de Cluny en 1077, muy poco antes de que el rey Alfonso VI facilitara la imposición de
las costumbres cluniacenses en Sahagún, con lo que ambos cenobios se convirtieron en focos
de la reforma eclesiástica. En el caso de Sahagún, es visible que el nuevo marco de relaciones
fue retrayendo la tradicional generosidad de los Alfonso, y que la larga crisis civil que siguió
a la muerte de Alfonso VI fue ocasión de reivindicar propiedades que la familia había donado
en otro tiempo. Pero el monasterio recuperó su influencia bajo Alfonso VII, y durante el siglo XII promovió la
articulación de sus dominios a través de prioratos.
Las cartas fundacionales de los prioratos de Santervás (1130), San Bartolomé de Medina del Campo
(1192), y San Mancio (1195), atestiguan que el prestigio
del gran cenobio de monjes negros alcanzó el ambiente
urbano, sin perder su proximidad a la familia real y los
medios aristocráticos. Los prioratos no se concibieron
como meros centros administrativos; según el modelo de
la abadía, pretendieron conjugar el control del culto de
reliquias prestigiosas, los sufragios y la vida de comuni
dad; al mismo tiempo, el derecho de patronato se intro
dujo en su funcionamiento. De este modo, la intervención de los laicos adquiría un nuevo aspecto, que tuvo
diversas facetas. Una de ellas es que, a fines del siglo XII, el monasterio de Sahagún comenzó a ceder alguno de sus prioratos en calidad de prestimonio a
personas nobles; esta fórmula derivaba las rentas hacia los laicos, pero era también un modo
de ensayar una protección más eficaz de los intereses monásticos, sobre todo si se considera
su reparto entre los dos lados de la frontera.
La renovación eclesiástica presenta otras varias perspectivas en el territorio. El monasterio de San Cristóbal de Vega, al lado del río Cea, y el de San Pedro y San Pablo de Cubillas,
junto a Urueña, se remontaban a la primera mitad del siglo X; el primero se convirtió en priorato de la orden de Fontevrault en 1125, mientras el segundo se integró en el Infantazgo, de
donde fue transferido a la catedral de Palencia. Más significativo en términos históricos fue
el cambio experimentado por la iglesia colegial de Santa María de Valladolid, que había sido
fundada como un monasterio familiar por el conde Pedro Ansúrez. A mitad del siglo XII, la institución quedó configurada con sus rasgos característicos, una comunidad de canónigos que
quedaba exenta de la jurisdicción diocesana y, simultáneamente, abandonaba su relación con
los herederos de su fundador. Es muy probable que este hecho sea otra faceta de la implanta
ción del poder real sobre la villa, donde la época de Alfonso VII resulta de nuevo relevante y,
de hecho, la vinculación a la corona será una constante de su historia. El desarrollo de las
instituciones canonicales, un fenómeno coetáneo, tuvo una expresión muy diferente en la aba
día de Retuerta, la primera fundación premonstratense de Castilla, que se produjo en el año
1145 gracias a la condesa Elo, nieta del conde Pedro Ansúrez; ella fue quien concedió las tie
rras junto al Duero donde se instalaron los “canónigos blancos de Santa María”.
Ese mismo periodo posee también gran significado respecto por la aparición de monasterios cistercienses, que adquieren notable importancia en la zona media de la actual provincia, entre los montes Torozos y el río Duero. La más antigua de las fundaciones cistercienses
es Valbuena, que nació en 1143 por iniciativa de Estefanía Armengol, otra nieta del conde
Pedro Ansúrez (Retuerta se asentaría poco después a 15 kilómetros). Le siguió La Espina en
1147, apoyada por la Infanta Sancha. Los otros establecimientos cistercienses son de un
momento posterior. Los orígenes de Palazuelos datan de 1165, aunque el traslado a su empla
zamiento definitivo no se produjo hasta después de 1213. En fin, Matallana fue fundado en
1173. Uno y otro tuvieron como promotores a dos nobles, Diego Martínez y el repetidamente
citado Tello Pérez de Meneses.
Como se ha hecho observar, la monarquía impulsó constantemente el conjunto de las
fundaciones y afiliaciones cistercienses. Su inspiración se aprecia en casi todas; otra cosa es
que fueran ejecutadas por nobles, en especial miembros de la amplia descendencia del conde
Pedro Ansúrez. San Andrés de Valbení, primera instalación de Palazuelos, era un monasterio
realengo que en 1165 puso Alfonso VIII en manos de Diego Martínez, quien a su vez lo cedió
a Valbuena para que estableciera otro cenobio del Cister. El caso tuvo un último capítulo al final de la vida
del rey, cuando en 1213 entregó el lugar de Palazuelos a
Alfonso Téllez de Meneses, autorizando de inmediato su
donación a los monjes de Valbení.
Esta doble operación
se asemeja a la que el propio monarca había realizado en
1173, cuando dio Matallana a Tello Pérez y éste proce
dió a fundar el monasterio. Pero las facilidades ofrecidas
al establecimiento de los monjes blancos no implicaron
ausencia de problemas. En los primeros tiempos, el pro
pio San Bernardo debió intervenir para que Valbuena
pudiera desenvolverse de acuerdo con las constituciones
de la orden, es decir, para que Estefanía Armengol
renunciase a tutelar la vida del monasterio y el obispo de
Palencia no pretendiese someterlo su jurisdicción. Por su
parte, los primeros pobladores de La Espina se sintieron desmoralizados por las grandes limitaciones del sitio, y de nuevo el abad de Claraval se
empleó en conseguir recursos para que la fundación no fracasara.
El asentamiento de las Ordenes Militares en este sector del Valle del Duero se produjo
básicamente en el siglo XII. Además, tiene como característica el protagonismo de las milicias
del Temple y del Hospital de San Juan de Jerusalén, las órdenes originarias de Palestina. En
particular, los Hospitalarios estaban bien implantados mucho antes de que nacieran Calatrava, Santiago y Alcántara. La primera carta conservada data de 1113, cuando la reina Urraca
les hizo entrega del lugar de Paradinas; vino después la donación de la aldea de Fresno el Viejo
(1116), segregada de la Tierra de Medina del Campo con el consentimiento de su concejo.
Varias mercedes de Alfonso VII a la Orden también se localizan en tierras vallisoletanas (Castriel de Ferruz, Torre de Herrín, San Miguel del Pino y Castronuño). Estos dos últimos lugares y
aquellos primeros entraban en conexión al oeste con el extenso territorio del valle del Guareña, otro de los más antiguos señoríos de la Orden. A todo lo cual hay que añadir que, en 1140,
la infanta Sancha le transfirió el monasterio de Santa María de Wamba y su amplio patrimonio, que se extendía por los Montes de Torozos hasta Arroyo (hoy todavía “de la Encomienda”), amén de otras propiedades dispersas cerca de Burgos o en Olmedo.
Sancho III y después Alfonso VIII contribuyeron a consolidar el señorío de Castronuño
y su comarca. En los años 1180-1181, el rey devolvió a los Hospitalarios el dominio de
Wamba, quizá secuestrado tras la muerte de doña Sancha, incluyendo la aldea de Armezisclo
(hoy Villalba de Adaja), en tierra de Olmedo. Eventualmente, la Orden prestó dinero al rey
castellano. La posición geográfica de sus señoríos y el mantenimiento de un “priorato de
Hispania” favorecían en principio sus relaciones con las dos monarquías; esto puede explicar
el papel mediador de su prior Pedro de Areis en los tratados de Medina de Ríoseco, que tal
vez se negoció en Castronuño, y de Fresno, que se firmó literalmente en sus dominios. No
obstante, la situación resultaba ambigua, o al menos así lo debieron entender en ambas cortes. Tanto Alfonso VIII como Alfonso IX ejercieron violentas presiones sobre la Orden de San
Juan en los años 1190, y ésta terminó creando un priorato de Castilla en 1202.
Las noticias sobre la Orden del Temple resultan mucho más desvaídas, como sucede con
todo lo referente a esta milicia. Su presencia también se concentró en la línea fronteriza; el
establecimiento mejor caracterizado fue la encomienda de Ceínos de Campos, que existía ya
en 1168, cuando el lugar aún formaba parte del reino de León. Hubo otras dos encomiendas
leonesas, las de Mayorga y San Pedro de Latarce; ésta debió tener su sede en la fortaleza que
todavía subsiste, quizá desde 1203 o mejor a partir de 1220.
Las villas nuevas
Desde comienzos del siglo XII en adelante, los cronistas dejaron establecido que el rey
Alfonso VI había incorporado la Extremadura a sus reinos mediante la población de villas y
ciudades. El obispo Pelayo de Oviedo incluyó entre ellas a Olmedo, Medina, Íscar y Cuéllar,
y sus sucesores hasta Alfonso X siguieron repitiendo sus nombres. No obstante, en ese espa
cio se distinguían otros centros territoriales a comienzos del siglo XII, como revelan las listas
de lugares de las bulas pontificias, donde han quedado reflejadas las contiendas de los obis
pos de Palencia y Segovia. Peñafiel, Portillo y también Curiel, que forman parte de estas
extensas nóminas, vienen a acrecentar el número de las villas de esta época.
Más tarde cabe sumarles Castronuño, cuya carta de población data de 1152, cuando el
monarca encomendó a su alférez el conde Nuño Pérez la puebla de este lugar que, en honor
del señor de Lara, abandonó su viejo nombre de Castrobenavente.
El proceso de organización de la Extremadura vallisoletana adolece de falta de fuentes. El
estudio de la toponimia ha detectado que estas comarcas experimentaron una intensa coloni
zación en la que castellanos y leoneses participaron en distintas proporciones. Del mismo
modo, las noticias sobre los marcos jurídicos en
que se desenvolvió el primer siglo de estas comunidades son, por lo general, indirectas. La existencia
del fuero de Medina del Campo es señalada al
menos desde 1116, pero se desconoce su texto.
Tampoco son conocidos los fueros de Olmedo ni
de Portillo, mencionados en 1205 y 1224 respectivamente. Por lo que se refiere a Castronuño, la
carta de población se limita a establecer que el
fuero de Sepúlveda regirá en la villa. En fin, se conserva un ordenamiento otorgado por Fernando III a
Peñafiel en 1222, que de todas formas constituye
un texto complementario de su también desconocido fuero. Las dataciones y firmas de algunos
diplomas permiten hacerse una idea de la organización concejil de Portillo, Peñafiel, Medina del
Campo y Olmedo. Puede decirse que siguen un
patrón muy extendido en las Extremaduras: el juez
aparece como el magistrado principal, y por deba
jo suyo hay un número variable de alcaldes, aparte
de otros oficiales menores; en el caso de Medina se
corresponden con las collaciones de la villa (esto es,
con circunscripciones de base parroquial).
Al norte del Duero, el proceso de urbanización emprendido por Alfonso VI comenzó a plasmarse a lo largo del Camino de Santiago. Pero
entre la vía jacobea y el río, la imagen que predomina hacia 1100 se resume en un mosaico de territorios más o menos amplios y definidos, cuyo nombre está asociado a un centro fortificado de cierta
tradición –Melgar, Castrofroila, Cabezón, Simancas–, o responde a elementos fisiográficos, como
Valdetrigueros, Ar(e)nales o Rivulo Sicco. Por otra
parte, la enorme extensión de alguna de estas juris
dicciones –en concreto, el Campo de Toro–, ha generado centros secundarios en su periferia, papel que cumplen Tordehumos, Tiedra, Torde
sillas y Castromembibre.
La situación había variado notablemente medio siglo después, a la muerte de Alfonso VII.
Algunos antiguos centros territoriales se esfuman de los textos, sustituidos por centros nuevos.
Medina de Rioseco, un nuevo nombre paralelo al de la villa meridional, es uno de los casos
más claros. En tiempos del Emperador sustituyó a Pausada de Rey como cabecera de un territorio asentado sobre el río Sequillo y los Montes de Torozos; en los años 1130 quedan noticias de la fundación de dos iglesias y de la llegada de pobladores desde otras aldeas del obispado de Palencia. A lo largo del mismo valle y en los bordes del páramo, las nuevas villas de
Montealegre, Villabrágima, Villagarcía, Urueña y Castroalmundi/Castromonte, denotan el
mismo tipo de iniciativas; es común percibir la huella de la infanta Sancha, hermana del soberano y poseedora de amplios intereses en la zona, como ya se ha ido viendo. Ciertos indicios
de cambio también aparecen al norte, donde se constata la desaparición de Castrofroila a par
tir de mediados de los años 1120; Mayorga asume su papel como centro territorial y desde
antes de 1157 es sede de un mercado. Por lo que respecta a la vertiente sur de los Torozos,
ya se ha destacado la intervención real sobre Valladolid; conviene añadir que la fundación de
una feria general, probablemente en 1152, es otro dato de su promoción por el Emperador.
Después de la muerte de este soberano, el proceso continuó, incluso se intensificó. Si la
población de Cabezón, que también fue conducida por Nuño Pérez de Lara, se realizó entre
1160 y 1170, y la de Tiedra fue anterior a 1176, la década siguiente conoció gran actividad en
la línea fronteriza: ya se han evocado Mayorga, Aguilar, Villafrechós, Tordehumos y Torrelo
batón; cabe añadir Melgar de Arriba. Más tarde, Alfonso VIII fundó Peñaflor de Hornija y, por
su parte, Alfonso IX pobló la actual Mota del Marqués, Roales y Bolaños.
Tampoco se conservan los textos legales que pudieron acompañar a estas iniciativas salvo
el de Mayorga, que pertenece a la familia foral de Benavente como es habitual entre las villas
nuevas leonesas. Aparte de este fuero, solo restan ciertas disposiciones puntuales destinadas
a favorecer al vecindario de Melgar de Arriba y de Villafrechós. En cambio, las comarcas del
norte del Duero ofrecen un buen número de indicaciones sobre el proceso de concentración
del poblamiento que encarnan las villas nuevas. Medina de Rioseco no fue un caso aislado.
A Tordehumos acudieron gentes procedentes de Villagarcía, así como de los lugares de Ceanos y Represa. Los habitantes de Villalabaz se trasladaron a la puebla de Torrelobatón.
Cuando fue poblada Villafrechós hacia 1184, las gentes de Zalengas, Cabañas y Curieses se
trasladaron a la nueva villa. Y, paralelamente, un cierto vacío cobra significado en el contorno de las villas: los textos dejan de mencionar muchos lugares cuyos nombres menudeaban en los diplomas desde dos siglos antes; no es exagerado deducir su progresivo abandono
a favor de las iniciativas pobladoras.
Esta relación de nuevas villas suscita varias cuestiones. Hay que empezar precisando que
la serie reúne, solamente, los lugares que conservan noticias de acciones promovidas por los
reyes o en el entorno regio. Pero es seguro que la nómina fue más larga, lo que sucede es que
resulta difícil superar los silencios de la documentación. Por ejemplo, es plausible que la existencia de un mercado semanal en Villalón bajo Alfonso VIII sea un trasunto de su conversión
en villa. Tampoco se dispone de información precisa sobre Tordesillas, Simancas o Tudela, tres
puntos importantes de la línea del Duero que no cabe imaginar ajenos a la evolución seguida
por otros de los centros territoriales de la Alta Edad Media.
El problema documental tiene otra vertiente. Las indicaciones sobre las villas nuevas son
muy puntuales; unas veces aparecen como noticias junto a la fecha de un diploma, otras veces
se desarrollan a través de un fuero, en las terceras se deducen de la adquisición de tierras por
el monarca... Datos tan aislados y de fechas concretas enmascaran la complejidad de las tareas pobladoras. Una pequeña villa como Castromonte había experimentado al menos cuatro
acciones sucesivas antes de 1235, y Mayorga, cuyo fuero data de 1181 muy probablemente,
acogía otra nueva puebla real treinta años más tarde. Como los cambios en este lugar ya se
habían iniciado en los años 1120, resulta visible que la puebla de Fernando II y el fuero no ini
ciaron un proceso, sino que marcan su madurez, al mismo tiempo que se observa que la empre
sa aún ofrecía nuevas posibilidades a comienzos del siglo XIII.
Pero fijar la atención en exclusiva sobre el protagonismo de los reyes puede provocar
ciertos errores de perspectiva. Por un lado, aunque las villas nuevas respondiesen a un plan de
reorganización del poder real en Castilla y León, los monarcas no podían prescindir de los
señores laicos y eclesiásticos: nobles, monasterios y catedrales ejecutaron las directrices regias o experimentaron las acciones pobladoras.
Naturalmente, obtuvieron beneficios o compensaciones por ello.
Así, la población de Castronuño reportó a su ejecutor
Nuño Pérez de Lara una parte del suelo urbano; la de
Castromaior/Aguilar de Campos, que conllevó la enajena
ción de amplias propiedades de San Zoilo de Carrión,
proporcionó en cambio a este monasterio un derecho
sobre las iglesias existentes en la villa o que se edificasen
en adelante. Pero, por otra parte, los señores también
realizaron pueblas en sus lugares. La familia del conde
Ponce de Minerva tomó a su cargo la de Castrodomnin, y
como signo de su empresa rebautizó el sitio, que desde
entonces se llama Castroponce, o los señores de Villavi
cencio de los Caballeros concentraron progresivamente
la población del contorno en este lugar, donde ya en
1136 se distinguía una villa nova de la villa antiqua.
Muchas de las nuevas villas no pasaron de ser medianos burgos rurales, mientras otras
adquirían una posición relevante entre las ciudades de la Corona de Castilla... El proceso
ofrece un balance dispar cuando se contempla a distancia. Pero a fines del siglo XII el fenó
meno estaba en plena expansión, y sus imágenes tanto pueden sugerir el creciente peso de
ciertos núcleos como primar el efecto de conjunto. Por ejemplo, si se considera el comercio,
es visible que Valladolid compone un circuito ferial con Sahagún, Carrión y Palencia, y que
son las gentes de Valladolid y Medina del Campo (junto con las de Arévalo, Ávila y Segovia),
las que trafican usualmente en la región de Uclés, sobre el Tajo, donde se localiza otra zona
de ferias. Pero si se adopta como punto de vista los orígenes de las asambleas políticas, las
Cortes, lo destacable es la importancia de este sector de la cuenca del Duero dentro del reino
de Castilla. Entre las cincuenta civitates que garantizaron el compromiso matrimonial de la
infanta Berenguela y Conrado de Hohenstaufen en 1188, se contaban citra Alpes las extrema
duranas de Medina del Campo, Olmedo y Portillo, y citra Dorium, Valladolid, Tordesillas,
Simancas, Torrelobatón y Montealegre.
Las formas del desarrollo urbano
En origen, la villa de Medina del Campo se asentó sobre el cerro de la Mota. Al menos,
en ese espacio se sitúa su primera muralla, que se debió elevar bien avanzado el siglo XII. La
muestra más expresiva del desarrollo que la villa había alcanzado en este momento es la exis
tencia de 11 parroquias al menos, cuya cartografía depara una sorpresa: solo 1 se localiza dentro de ese recinto, 9 se diseminan por el amplio espacio que alcanzó a englobar en el siglo XVI
la última de las cercas, y la otra se mantuvo siempre extramuros. Esta circunstancia debe relacionarse con un cierto modelo de crecimiento, que atiende a dos hechos paralelos: una acrópolis fortificada en altura y un semillero de núcleos de poblamiento a su alrededor, distribuido de forma muy laxa. La proliferación de tales núcleos puede asociarse con el asentamiento
de sucesivos grupos dotados de cierta solidaridad por su procedencia, y se realizó según las
condiciones de un terreno donde el curso divagante del Zapardiel representaba un peligro
potencial. Cada uno de ellos se organizaba en torno a su iglesia parroquial y a sus alcaldes,
y la articulación del conjunto fue problemática.
En definitiva, esta es la imagen con que describía el geógrafo árabe al-Idrisí otras ciudades
meseteñas a mediados del siglo XII, cuya estructura las hacía semejantes a conjuntos de aldeas.
Una imagen muy diferente se refleja en la villa de Aguilar de Campos. Su plano conserva el
aspecto de damero que debió diseñarse hacia 1181, con vistas a la lotificación del espacio entre los pobladores a partir de un solar-tipo. La orientación
Este-Oeste del conjunto, por otra parte, viene determina
da por la norma sacra, esto es, por la orientación de sus
iglesias, que también han generado sendas plazas. Tal tipo
de planificación es común a otras de las villas vallisoleta
nas; muy visible en Tordehumos y Peñaflor de Hornija,
también ha sido apreciado en Urueña.
Estas consideraciones encuadran un panorama de
cierta complejidad. En primer lugar, la toponimia y la
arqueología se combinan para mostrar cómo una serie de
villas nuevas se desarrollaron en las cercanías de castros,
de núcleos de hábitat fortificado que tenían orígenes muy
antiguos y fueron reocupados en la Alta Edad Media. Es
decir, el proceso de incastellamento altomedieval fue sucedido por el inurbamento de los siglos XII y XIII, como en tantas otras áreas del continente. Desde este punto de vista,
el desarrollo ortogonal de las villas de Aguilar de Campos y Tordehumos bajo sendos recintos
anteriores ofrece dos expresivas muestras de tal evolución. Hay que añadir, no obstante, que
la regularidad ofrece distintos modelos; en otros planos se presenta articulada por tres calles y
de aspecto elíptico, como se hace evidente en Montealegre o sugiere Tiedra.
Pero, al mismo tiempo, parece necesario destacar que esas imágenes de Medina y Aguilar también representan dos visiones distintas y complementarias de la génesis de algunos
núcleos, esto es, una perspectiva de conjunto en un cierto momento y un modelo concreto de
lotificación. Esta reflexión resulta adecuada para las villas de mayor desarrollo, como Medina
del Campo, allí donde la concurrencia de iniciativas ha generado múltiples polos de habitat y
una combinación de modelos urbanísticos diferentes. Tal vez Mayorga, donde se contaban en
el siglo XIII hasta 15 parroquias y cuyo plano es una especie de patchwork, muestre doblemente la evolución de un poblamiento alveolar junto a un núcleo defensivo y las distintas tramas
de sus pueblas: de suerte que los iniciales espacios intermedios se han ido rellenando gracias
al crecimiento de cada núcleo y a los establecimientos posteriores y, al mismo tiempo, se
observan varias lógicas de organización del espacio, trasunto de iniciativas diversas. O la villa
de Tordesillas, donde parecen contraponerse dos sectores: un caserío bastante inorgánico y
una serie de manzanas geométricas que quizá daten de la época de Alfonso VIII. En fin,
Valladolid ofrece una imagen bipolar hacia el año 1200, con un núcleo que se debió fortificar
en la segunda mitad del siglo XII y se apoyaba en el alcázar real, y otro organizado alrededor
de la iglesia colegial de Santa María la Mayor. A esta estructura básica, articulada por un
antiguo camino que procedía del valle del Esgueva e iba a dar en un vado del Pisuerga (donde
se construyó un puente), cabría sumar una orla de núcleos de poblamiento secundarios que se
compactaron por completo en el siglo XIII.
La reorganización del poblamiento y la articulación del territorio
En el estudio de la colonización del sur del Duero y de la frontera entre los reinos de Castilla y León se perciben dos grandes temas comunes. Uno de ellos es el proceso de cambios
que experimenta el poblamiento, y otro es el protagonismo de la monarquía. Ambos podrían
conjugarse en una idea que expresase a la vez las relaciones entre el desarrollo de ciertas for
mas de hábitat concentrado en detrimento de otras, la emergencia de las instituciones muni
cipales y sus atribuciones sobre amplios territorios, así como la competencia entre el poder del
rey y los poderes que han ocupado básicamente las páginas anteriores.
Las primeras poblaciones de la Extremadura se llevaron a cabo a fines del siglo XI. Las
últimas de que se tiene noticia al norte del Duero se sitúan en la tercera década del siglo XIII.
Es decir, a lo largo de ciento cincuenta años se ha desarrollado un proceso de establecimiento de villas nuevas cuyas manifestaciones son perceptibles en todo el espacio estudiado. No
obstante, un balance de este tipo presume que tanto la dinámica como los resultados presen
taron ciertos caracteres a lo largo del territorio, de forma que podría establecerse un umbral
común a todos los episodios del proceso. Es complicado verificarlo.
Románico en Valladolid
Se ha señalado en muchas ocasiones la escasa
significación del románico vallisoletano y lo cierto es que ninguno de sus
monumentos, ni siquiera los de mayor calidad arquitectónica y ornamental, ha
suscitado el mismo interés que los más destacados de las provincias de su
entorno, con la probable salvedad de la iglesia de Urueña. Y eso sucede en un
ámbito territorial en el que se catalogan, como puede comprobarse en esta obra,
más de 70 edificios románicos total o parcialmente conservados. Al efecto de sorpresa
que seguramente provoca cifra tan elevada tiene que seguir la reflexión en
torno a una realidad que en muchos casos se presenta como urgente: la necesidad
de dar a conocer nuestro patrimonio artístico y cultural –y la Enciclopedia del
Románico en Castilla y León es una excelente iniciativa en este sentido– como
medida previa, imprescindible y eficaz para asegurar su protección y
conservación.
El estado de abandono y olvido que sufren
muchas de estas iglesias vallisoletanas es sólo uno de los factores que
explican el desconocimiento de nuestro románico provincial. Su escasa ambición
arquitectónica –se trata de templos fundamentalmente rurales y como tales de
pequeñas dimensiones–, la pobre calidad de los materiales empleados en la
construcción así como la sencillez de sus recursos técnicos y ornamentales
justifican sobradamente que salvo excepciones ocupen un segundo plano frente a
la mayoría de los monumentos románicos de todo el territorio castellano-leonés.
Y sin embargo no carecen en absoluto de interés tanto en su variedad –pequeñas
parroquias rurales de piedra o ladrillo, iglesias urbanas y grandes templos
monasteriales–, como porque son fiel reflejo de cómo el románico pasó a formar
parte de la vida y el paisaje de los hombres de gran parte de la Edad Media,
quienes tras hacerlo suyo lo mantuvieron como estilo inercial hasta bien
entrado el siglo XIV.
Es necesario advertir no obstante que aunque
utilizar divisiones administrativas modernas –las provincias– facilita el
establecimiento del marco geográfico que este tipo de estudios precisa, no
responde a la realidad histórica y es en cierta forma empobrecedor, porque
obliga a dejar fuera buena parte de la red de relaciones e influencias –a veces
muy complejas– que constituyen cualquier fenómeno artístico. En el caso del
románico vallisoletano éstas se extendían por tierras de Zamora, León y
Palencia, pero alcanzaban hasta Cataluña.
Más problemático resulta fijar el escenario
temporal en que se desenvuelve. La falta de datos documentales, general para
casi todo el arte de la Edad Media, se ve agravada por la carencia casi total
de inscripciones en los monumentos –la iglesia de Wamba es excepcional en este
sentido–. Por eso el análisis de las formas se ofrece como la única vía posible
para lograrlo, aun con el margen de error que conlleva la aplicación de este
método a un estilo inercial, como es el caso. Felipe Heras, el primer investigador
que abordó globalmente el románico vallisoletano, lo situó entre los
últimos años del siglo XI y los primeros del XIII, con un momento de máximo
auge que correspondería a la segunda mitad del siglo XII. Sin embargo el
replanteamiento de la cronología generalmente admitida para la iglesia de
Urueña y la consideración de los templos supuestamente mudéjares como iglesias
románicas de ladrillo –la "albañilería románica"– permiten
remontar sus inicios al tercer cuarto del siglo XI y prolongar su vigencia
hasta finales del segundo tercio del siglo XIV en que Manuel Valdés fecha la
iglesia de San Juan, en Mojados.
1. Caracteres generales de la
arquitectura románica en la provincia de Valladolid
No cabe duda de que algunos de los aspectos que
se han señalado hasta ahora son consecuencia de la baja calidad de los
materiales y las técnicas elementales con que se llevaron a cabo los templos
románicos vallisoletanos; y ello no estuvo únicamente en relación con la
existencia o no de canteras en el lugar de la construcción, sino
fundamentalmente con la categoría de sus promotores. La lejanía del foco de
actividad e irradiación económica, religiosa y cultural que fué el Camino de
Santiago, la falta por los mismos motivos de casas monásticas de importancia y
el escaso peso político y eclesiástico de la entonces villa de Valladolid
explican el carácter fundamentalmente rural de nuestro arte medieval y
singularmente del románico.
El material constructivo fundamental del
románico vallisoletano es la piedra.
Predominan los edificios realizados en caliza
endeble y de pobre apariencia, cortada en sillares pero también aparejada como
sillarejo o mampostería. Las duras condiciones de vida soportadas por las
pequeñas comunidades que los promovían, plasmadas con cierta periodicidad en
crisis agudas, debieron de provocar cambios en los procesos constructivos que
afectaron tanto a los planes iniciales –que podían verse drásticamente
reducidos por este motivo–, como sobre todo a los materiales utilizados en la
edificación, rebajando la calidad del aparejo o sustituyendo en el curso de la
obra la piedra por el ladrillo –Fresno el Viejo, Santervás de Campos–. Este
hecho entre otros –la coexistencia en una misma fábrica de ambos materiales–
sirve como argumento sólido para discutir el carácter exclusivamente mudéjar de
la arquitectura latericia y permite en cambio plantear que, dado que su
concepción espacial y volumétrica son idénticas, el uso de la albañilería
vendría impuesto tanto por el entorno geográfico –la falta de canteras– como, y
de forma más determinante, por los medios económicos disponibles en el momento
de la construcción. Como corresponde a los reducidos grupos humanos
que las construyeron y convirtieron en el centro de su vida espiritual, las
iglesias románicas de la provincia de Valladolid son de pequeñas dimensiones y
organización muy simple, rectangulares de una sola nave con capilla
semicircular precedida de un tramo recto presbiterial. Las ventanas se abren en
la cabecera y el muro Sur, en el que se sitúa también la única portada de
acceso. Estos huecos suelen organizarse a partir de arquivoltas de medio punto
sobre columnas pero es frecuente que, dado lo tardío de su construcción, muchos
adopten perfil apuntado.
Los limitados medios disponibles pero también
su menor complejidad técnica explican la elección de cubiertas de madera para
la nave –lo que simplifica la organización de sus paramentos, que carecen de
elementos de refuerzo–, mientras que el presbiterio y el tramo que lo precede
se dignifican con cubiertas estructurales, generalmente de cuarto de esfera y
medio cañón –Villafuerte de Esgueva, Piña de Esgueva, San Miguel en Íscar,
construidas en piedra; Aldea de San Miguel, entre las de ladrillo–.
Hay también templos de más envergadura,
pertenecientes tanto a comunidades parroquiales como a órdenes religiosas y
militares. La mayor calidad de los materiales y el modo de aparejarlos, el
abovedamiento de la nave con la consiguiente articulación interna y externa de
los muros –Villalba de los Alcores–, pero sobre todo el desarrollo de plantas
basilicales de tres naves a distinta altura, crucero no marcado en planta y
triple cabecera semicircular con cubiertas abovedadas reforzadas por arcos
fajones son sus rasgos más significativos –Urueña, Santa María la Antigua en
Valladolid–. Planes todavía más complejos desarrollan las iglesias de las casas
premonstratenses y cistercienses, con tres o cinco capillas semicirculares,
rectas o poligonales, además de los claustros y otras dependencias monacales
–Retuerta, Valbuena, Palazuelos–.
Los soportes son sencillos, prismáticos o
cruciformes en las iglesias más antiguas y en las de ladrillo –Urueña, Aldea de
San Miguel–, compuestos con semicolumnas en las demás –Wamba–. Las cubiertas
son de medio cañón o, dado el carácter tardío de la mayor parte de ellas,
apuntadas. También se levantaron cimborrios sobre el crucero –Urueña, Ceínos de
Campos –. Normalmente carecen de
torres, aunque las que se construyeron ocupan un lugar muy destacado entre las
torres castellanas –la Colegiata y la Antigua en Valladolid, Simancas– . Como sucede en todo el románico
castellano-leonés, las iglesias vallisoletanas beben en lo estructural,
organizativo y ornamental de los grandes templos levantados a lo largo del
Camino de Santiago, aunque con rasgos de otras escuelas locales. Las plantas
basilicales con ábsides semicirculares tanto de piedra como de ladrillo tendrán
su modelo en los edificios más significativos del grupo jacobeo –Jaca, Arlanza,
Dueñas, Frómista, San Zoilo de Carrión– de los que tomaron además la
organización de los ábsides, articulados exteriormente por columnas que
arrancando del suelo o de un alto plinto se elevan hasta la cornisa, como en
Frómista, y recorridos horizontalmente por molduras de tacos –el taqueado
jaqués– que subrayan las principales líneas arquitectónicas. Los pilares que
separan las naves, la articulación interior y exterior de los paramentos
mediante impostas ajedrezadas, el esquema de las ventanas y sobre todo el de
las portadas compuestas por arquivoltas semicirculares apeadas en columnas,
destacadas de la línea de muro y protegidas por un tejaroz con canecillos
esculpidos, tienen también su origen en la ruta de peregrinación a Compostela.
Aunque aparentemente tan diferentes, también
las iglesias de ladrillo muestran abiertamente su dependencia de modelos
jacobeos tanto en el diseño de sus plantas como en la articulación del espacio,
la organización de los volúmenes de cabecera y naves y los trazados de ventanas
y portadas. Hay que suponer además que la decoración pictórica unificaría los
interiores hasta hacerlos indistinguibles de los de los templos pétreos. Por lo que se refiere a la ornamentación, el
románico vallisoletano se muestra también deudor del jacobeo de finales del
siglo XI, aunque su desarrollo cronológico sea posterior en más de medio siglo.
A los elementos ya citados, puramente arquitectónicos –columnas y semicolumnas,
molduras ajedrezadas– se une la escultura monumental y seguramente la pintura.
No se han conservado restos pictóricos, pero cubrirían el interior de los
presbiterios y probablemente los muros interiores con grandes escenas de ambos
testamentos y finalidad doctrinal. Según afirma Bango el
color estaba presente también en el exterior de los templos, que de esta forma
ofrecerían una apariencia completamente distinta a la que tienen hoy. La escultura monumental, el otro gran recurso
ornamental del románico, tiene sin embargo una presencia muy escasa y es, como
corresponde a la modestia de estas construcciones, de muy baja calidad. Los
capiteles de la nave, ventanas y puertas, además de los canecillos de las
cornisas y a veces las arquivoltas son el único marco de las imágenes
esculpidas dado que las portadas de nuestras iglesias, salvo la de Wamba,
carecen de tímpano. Sus autores conocían las grandes obras del Camino de
Santiago pero repitieron los modelos de manera inercial, sin aproximarse
siquiera ni a su nivel técnico ni a su calidad artística; las figuras planas y
de factura tan tosca que dificulta muchas veces la identificación de los temas
representados predominan claramente en la plástica románica vallisoletana.
Hay más de una veintena de iglesias catalogadas
con restos escultóricos pero en realidad sólo un puñado de ellas cuenta con
conjuntos significativos: San Miguel en Íscar, Santa María en Wamba, San Juan
en Arroyo de la Encomienda, San Miguel en Trigueros del Valle, Santos Gervasio
y Protasio en Santervás de Campos y la desgraciadamente desaparecida Nuestra
Señora del Temple en Ceínos de Campos.
En cuanto a los temas, predominan los capiteles
vegetales, tanto la interpretación de los clásicos de orden corintio como los
de hojas, piñas, bolas y entrelazos, tan abundantes en las iglesias de la ruta
de peregrinación. Pero en los canecillos y capiteles se despliegan también
figuras humanas y animales de difícil interpretación, como es habitual en el
arte románico.
Los menos frecuentes parecen los temas estrictamente religiosos –el Pecado
Original, Cristo, ángeles, demonios y condenados...–, y en cambio abundan
aquellos que, protagonizados por animales reales o fantásticos a veces con
participación humana, parecen encerrar significados doctrinales y moralizantes
–leones, sapos, salamandras, serpientes atacadas por aves, arpías, basiliscos,
sirenas, grifos, dragones...–. Los temas geométricos y
vegetales, muy cercanos ya a lo cisterciense por lo avanzado de las fechas, son
en cambio los protagonistas de arquivoltas y líneas de cornisa. Como es lógico las iglesias de ladrillo
desarrollan sus propias formas decorativas a partir de la disposición del
material y su combinación en paramentos, vanos, portadas y cornisas, dado que
el ladrillo no permite la talla. Frisos de ladrillos dispuestos en vertical,
horizontal, en esquina o cortados con perfil de nacela; arcos de medio punto
ciegos y doblados, a veces entrecruzados; recuadros, bandas, o todos estos
elementos combinados y potenciados por el contraste cromático del ladrillo y el
mortero constituyen los principales motivos ornamentales de la albañilería
románica.
2. La evolución del estilo
Como sucede en la mayor parte de las
manifestaciones artísticas inerciales, el intento de establecer las etapas del
románico vallisoletano se ve enormemente dificultado tanto por la baja calidad
de las obras y su estado de conservación, como por su desajuste cronológico
–casi medio siglo– respecto a los momentos de apogeo del estilo
El Primer románico
Dentro del primer románico hay que encuadrar la
iglesia de la Anunciada, en Urueña, que es sin duda el monumento más antiguo de
la provincia.
La documentación conservada no permite desvelar
la historia constructiva de este importantísimo edificio. En el año 954 era un
monasterio mozárabe denominado de San Pedro y San Pablo de Cubillas. A finales
del siglo XI y formando parte del Infantado vivió un momento de esplendor que
se prolongaría bajo el patronazgo real por lo menos hasta el segundo cuarto del
siglo XIII. A mediados del siglo XII se pobló en sus cercanías la villa de
Urueña, donada por Fernando II en 1163 a la diócesis de Palencia. En 1677 y
reducido a la simple condición de ermita de San Pedro fue restaurada a costa de
D. Antonio de Isla, por entonces obispo de Osma, para acoger la imagen de la
patrona de Urueña, cambiándose en ese momento su advocación por la actual.
El edificio es más elocuente que la escasa
documentación referida a él. El material empleado –sillarejo–, la planta
basilical de tres naves con crucero no señalado en planta, los sencillísimos
soportes cruciformes, las cubiertas abovedadas de medio cañón con fajones, el
cimborrio sobre trompas en el crucero y el característico repertorio decorativo
a base de arquillos ciegos y bandas lombardas establecen de manera inequívoca
su estrecha relación con el primer románico catalán o lombardo, vigente en los territorios
de la Marca Hispánica hasta el siglo XII.
Descartada la hipótesis de Felipe Heras que
relacionaba a la Anunciada con la familia Ansúrez, es posible adelantar la
cronología propuesta por este mismo autor y llevarla quizá hasta
finales del tercer cuarto del siglo XI, momento en que se está levantando la
iglesia barcelonesa de Sant Jaume de Frontanyá con la que la iglesia
monasterial de Urueña presenta bastantes similitudes, a pesar de su menor
calidad constructiva. Para Bango Torviso sería la presencia de clérigos
catalanes en el obispado de Palencia, al que pertenecería Urueña, lo que
permite explicar la singularidad de este interesantísimo templo.
El desarrollo del Románico Pleno
El románico pleno se inició a finales del siglo
XI con la construcción de dos importantes edificios en la capital: Santa María
la Antigua y Santa María la Mayor, ambas fundadas por el conde Pedro Ansúrez.
Lamentablemente han sido modificadas a lo largo de los tiempos hasta el punto
de que sólo corresponde a sus inicios parte de la torre-pórtico de la colegiata
de Santa María. La falta casi total de restos no nos impide sin embargo
reconstruir, siquiera mentalmente, la apariencia de estas dos iglesias e imaginar
la enorme influencia que tuvieron en su momento, –patente en algunos lugares
cercanos, como Simancas–.
Sus rasgos esenciales tuvieron que estar muy
relacionados con la figura del Conde, repoblador de la villa del Pisuerga por
encargo de Alfonso VI. Formaba parte del círculo nobiliario más próximo a este
rey y participaría por tanto de su política centralizadora y europeizadora en
el campo religioso –la reforma gregoriana–, económico y urbano –potenciación
del Camino de Santiago–, y artístico –introducción del románico pleno–. Es
preciso recordar la relación de los Ansúrez con la villa palentina de Carrión
de los Condes, en la ruta a Compostela –eran señores de Carrión y Saldaña– y
con el monasterio de Sahagún, uno de los puntales de la reforma gregoriana,
panteón de las esposas de Alfonso VI y lugar elegido por don Pedro para
enterrar a su hijo Alfonso, fallecido en el año 1093. Podemos pensar que
seguramente las iglesias vallisoletanas fundadas por el conde estarían desde el
punto de vista artístico en sintonía con lo que por esas mismas fechas –las dos
últimas décadas del siglo XI– se estaba haciendo en el Camino y su área de
influencia bajo el patrocinio directo del monarca, su familia y los magnates
del reino: San Pedro de Arlanza, San Isidro en Dueñas, San Martín en Frómista,
San Salvador en Nogal de Huertas, San Zoilo en Carrión de los Condes, San Facundo
y Primitivo en Sahagún, San Isidoro en León, pero también las desaparecidas
catedrales románicas de Burgos, León y Astorga.
Se trataría por tanto de edificios basilicales
de tres naves y triple cabecera semicircular, construidos en piedra bien
cortada y aparejada, abovedados y con un cuidadoso estudio de espacios y
volúmenes, articulados interior y exteriormente con columnas adosadas y
molduras ajedrezadas –son visibles todavía en la arruinada torre de la
colegiata–. Finalmente, los capiteles y los canecillos de cornisas y tejaroces
desarrollarían formas escultóricas de inspiración clásica como las que podemos
contemplar en Frómista y Carrión o en la misma lauda sepulcral de Alfonso
Ansúrez, conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Son estas formas propias del románico pleno
jacobeo las que se difunden por nuestro territorio provincial, si bien lo hacen
con la lógica pérdida de calidad, fuerza e inspiración y un desajuste
cronológico de más de 50 años respecto a sus modelos, pues como ya se ha dicho
la mayor parte de las iglesias románicas vallisoletanas data de la segunda
mitad del siglo XII, cuando el tardorrománico estaba ya dando paso a formas
protogóticas en otros ámbitos territoriales.
Hay no obstante entre unos edificios y otros
diferencias notables que afectan tanto a sus dimensiones como a la calidad
constructiva y la importancia de su ornamentación.
Pueden definirse dos grandes grupos. El primero
estaría constituido por las iglesias pertenecientes a las órdenes militares,
cuya expansión por el territorio provincial se produjo fundamentalmente en la
segunda mitad del siglo XII y parte del siguiente. El segundo, más amplio,
corresponde a las parroquias rurales.
a) Iglesias de órdenes militares. La provincia de
Valladolid cuenta con un número apreciable de edificios románicos debidos a las
órdenes militares: las iglesias de San Juan en Arroyo de la Encomienda, San
Juan Bautista en Fresno el Viejo, Santa María en Wamba y la ermita del Cristo
en Castronuño fueron de la orden de los Hospitalarios de San Juan o
Sanjuanistas. Nuestra Señora del Templo en Villalba de los Alcores, junto con
la desaparecida iglesia de Nuestra Señora del Temple en Ceínos de Campos,
pertenecieron a los caballeros del Templo de Salomón.
Estilísticamente, como ya se ha dicho, no se
diferencian del románico rural de la provincia, pero la mayor disponibilidad de
medios de las órdenes de caballería se refleja en sus edificios. Se trata de
iglesias con planos más ambiciosos –a veces de tres naves, o de una con
capillas y claustro como en Ceínos–, y más sólidamente construidas. A
diferencia de las parroquias rurales que suelen cerrarse con techumbre de
madera, las iglesias de los monjes-guerreros ofrecen un sistema de cubiertas
más complejo con bóvedas pétreas y a veces, como en Ceínos, con cúpula.
Aunque en líneas generales todas ellas son
deudoras de las formas generadas por el románico pleno del Camino de Santiago,
acusan también en mayor o menor medida la influencia de otros focos
provinciales. Mientras la iglesia de Arroyo sigue modelos claramente palentinos
tanto en la arquitectura como en su ornamentación, las de Wamba y Ceínos de
Campos muestran la relación con el románico de Zamora y Salamanca tanto en los
motivos decorativos –Wamba– como en las soluciones constructivas –cimborrio de
Ceínos–. También, y debido a lo avanzado de las fechas de construcción de
algunas de ellas, recogen las novedades introducidas por las grandes abadías
cistercienses que en esas fechas se estaban construyendo en el territorio
provincial. Arcos y bóvedas de sección apuntada, desornamentación general y
simplificación constructiva en busca de la pura funcionalidad serían fruto de
esta corriente rigorista, mantenida en las órdenes militares a través de la
regla de San Bernardo, eje de su organización. De este modo y sin solución de
continuidad el románico pleno fluye hacia el tardorrománico y entra de lleno en
las corrientes protogóticas –la ermita del Cristo en Castronuño–, construida ya
en el siglo XIII.
b) El románico rural. Frente a las grandes
edificaciones de los centros urbanos o las pertenecientes a órdenes militares y
religiosas se alzan los pequeños templos rurales. El proceso repoblador había
ido creando pequeñas aldeas agrícolas cuya población poseía un origen común o
una identidad de intereses. A su situación de precariedad económica derivada de
la coyuntura se unía la frecuente dependencia de monasterios y señoríos. No es
de extrañar por tanto que sus iglesias, atendiendo a criterios puramente prácticos,
sean muy modestas. Suelen tener pequeñas dimensiones, con una sola nave y
cabecera semicircular. La cubierta es de madera, más sencilla de construir que
la bóveda e incomparablemente más barata. Por eso los edificios del románico
rural no tienen contrafuertes exteriores ni mayores complicaciones tectónicas
pues son los muros, generalmente de extraordinario grosor, los elementos
sustentantes.
Unicamente la cabecera y el tramo recto que la
precede llevan cubierta estructural, generalmente cañón y cuarto de esfera.
Cuentan con una sola portada abierta al Sur, y escasísima –a veces inexistente–
decoración escultórica.
Se ha conservado sólo una mínima parte de este
tipo de arquitectura. Las iglesias dedicadas a San Miguel en Íscar y en
Trigueros del Valle pueden ser su perfecta representación.
El tardorrománico
Es difícil de definir porque en rigor la mayor
parte de la arquitectura románica de Valladolid se enmarca cronológicamente en
el tardorrománico, aunque formalmente corresponda al románico pleno. Por eso, y
como señaló Bango Torviso, será la utilización de arcos y bóvedas apuntados y
la aplicación de una decoración de tipo naturalista el criterio que, aunque sea
de modo convencional, marque la separación entre uno y otro momento. De este
modo, hay que considerar como tardorrománicos algunos de los templos de las
órdenes militares y bastantes iglesias rurales. Y desde luego los grandes
monasterios cistercienses y premonstratenses, pero de eso se trata en otro
capítulo.
La albañilería románica
Por sus propias características materiales y
ornamentales la albañilería románica constituye un grupo aparte que evoluciona
de forma independiente y casi paralela a la de la arquitectura de piedra,
aunque se prolonga más que ésta, hasta bien entrado el siglo XIV. Desde el
punto de vista arquitectónico sigue sin apenas variaciones los modelos del
románico pleno jacobeo, pero los motivos ornamentales y sus combinaciones
experimentan cambios que permiten establecer tres fases o periodos:
a) Fase preclásica. Se desarrolla durante
el siglo XII y los primeros años del siguiente. Común a los territorios
repoblados, se caracteriza por el sometimiento de las formas constructivas a
los modelos de la arquitectura de piedra, hasta el punto de que abundan
relativamente los edificios mixtos –Fresno el Viejo, Santervás de Campos–. A la
vez se van configurando los esquemas ornamentales que quedarán fijados en el
periodo siguiente.
b) Fase clásica (siglo XIII). Se caracteriza por el
predominio de los templos de una sola nave y por la fijación de unos esquemas
ornamentales que permiten definir escuelas o focos locales. Uno de los más
destacados es precisamente el vallisoletano, que se desarrolla en la segunda mitad
del siglo y que está representado por las iglesias de San Pedro y Santiago en
Alcazarén o San Andrés y San Juan en Olmedo, entre otras. Lo que caracteriza a
este grupo es la existencia de un basamento de mampostería sobre el que se
dispone la obra de ladrillo. También la austeridad decorativa es rasgo
distintivo, con dos bandas de ladrillos en vertical sobre los que se alzan tres
órdenes de arquerías ciegas rematadas con frisos de esquina que constituyen la
decoración del interior y el exterior de los muros.
c) Fase Manierista (finales del siglo
XIII-siglo XIV).
Se desarrolla a partir del foco clásico vallisoletano. Se mantienen las formas
y estructuras arquitectónicas pero los esquemas ornamentales se hacen más
complicados y abundantes, acentuándose como consecuencia el claroscuro y las
calidades plásticas de los paramentos. A este periodo manierista vallisoletano
pertenecen las iglesias de Aldea de San Miguel, San Miguel en Olmedo y Santa
María y San Juan en Mojados que, construida probablemente a finales del segundo
tercio del siglo XIV, es la más tardía de las iglesias vallisoletanas.
3. Otras manifestaciones artísticas del
románico
Aunque escapa al propósito de esta obra
conviene recordar para poner punto y final a esta breve panorámica sobre el
románico vallisoletano que la arquitectura acogía muestras destacadas de otras
artes: pilas bautismales, rejas, frontales, objetos de culto realizados en
metales preciosos, marfil y esmaltes, e imágenes para los altares. Debido a la
fragilidad y el valor de sus materiales o a su carácter mueble sólo una mínima
parte se ha conservado. En Valladolid la pérdida ha sido enorme, pudiendo
contabilizarse una reja de probable origen románico en Tordesillas y unas
cuantas esculturas de piedra o de madera policromada que representan como es
habitual a la Virgen con el Niño y a Cristo Crucificado. No procede hacer aquí
el inventario de estas piezas, pero sí señalar algunas de las más
significativas.
Las imágenes de la Virgen responden al modelo
iconográfico de la Teotokos o Virgen-Trono de procedencia bizantina. Se trata
de figuras sedentes, talladas en un solo bloque y de concepción muy rígida. La
mirada se dirige al frente, completamente inexpresiva. El niño se sienta sobre
una o ambas rodillas pero en cualquier caso aparece representado como Dios,
mirando también al frente. Como sucede con otras muchas esculturas de este
tipo, algunas se veneran como imágenes de vestir. Las de mejor calidad son la Virgen
de San Lorenzo y la de los Plateros, en Valladolid, la Virgen de Capilludos en
Castrillo Tejeriego, la Virgen Negra de la Armedilla –hoy en Cogeces del Monte–
y la Virgen con el Niño de la parroquial de Ceínos de Campos, procedente de la
desaparecida iglesia de los templarios.
Hay también un interesante grupo de Crucifijos
de finales del siglo XII o comienzos del XIII cuyos rasgos comunes hicieron
pensar a Julia Ara que por lo menos algunos de ellos procedían de un mismo
taller. Se conservan en el Museo Diocesano de Valladolid y en las parroquiales
de Pedrosa del Rey, Santervás de Campos, Villafranca de Duero y Villalba de la
Loma. Cristo se representa muerto, clavado a la cruz con cuatro clavos, vestido
con perizonium y sin mostrar los sufrimientos de la Pasión. Son de tamaño casi
natural pero su concepción resulta muy plana y su anatomía plenamente
geométrica como corresponde a un momento en el que se impone lo espiritual y
mayestático sobre la realidad sensible.
Los monasterios del Duero: la crisis del
románico
Durante la primera mitad del siglo XII, cuando
el arte románico había llegado a su plena definición, tienen lugar una serie de
acontecimientos que a la larga conducirían a la renovación estilística. En 1109
–el mismo año de la muerte del rey Alfonso VI que tan decisivamente había
contribuido al desarrollo de las casas cluniacenses en Castilla y a la difusión
de los modelos románicos–, fallecía en Francia el abad San Hugo de Cluny. De su
mano, la orden cluniacense se había convertido en el primer poder de Europa y
se servía, en su labor integradora, del estilo románico en el que había
encontrado el lenguaje formal adecuado para transmitir su ideario. Pero en ese
momento ya se habían producido las primeras grietas en el sistema por las
disidencias de algunos miembros de la orden que, como rechazo a la
magnificencia y lujo que poco a poco se había apoderado de las principales
casas de la orden, se separaban de ella a la búsqueda de mayor rigor en la
aplicación de la regla de San Benito. Uno de los disidentes fue el monje
Roberto quien, primero en Molesmes y después en Cîteaux, encontró un retiro
para entregarse al servicio de Dios en la completa renuncia de los bienes
materiales. De su iniciativa nació la orden cisterciense que con el ingreso de
Bernardo en 1112 recibió el impulso que le llevaría a relevar a Cluny en su
influencia sobre la espiritualidad europea. Casi al mismo tiempo surgían
también otras observancias que aportaban nuevas interpretaciones al monacato
benedictino. En este espíritu de renovación se incluía también la Orden de
Prémontré creada cerca de Laon por el alemán Norberto sobre los estatutos de
los canónigos regulares de San Agustín.
Aunque estos movimientos reformadores
monásticos obedecieron inicialmente a motivaciones puramente espirituales, su
rápida difusión y el prestigio que alcanzaron en poco tiempo fueron la causa de
que sus efectos desbordaran el plano de lo religioso y fueran mucho más allá,
en el terreno social y económico, de lo que sus fundadores habían pretendido.
La base ideológica de las nuevas órdenes monásticas dio lugar asimismo a
cambios en los planteamientos estéticos que afectaron necesariamente al aspecto
de sus edificios y a sus manifestaciones artísticas. El rechazo hacia la forma
de concebir el monacato de la orden cluniacense conllevaba también el rechazo
hacia las formas externas en que ésta se manifestaba y por consiguiente hacia
el arte románico que Cluny había difundido.
Una de las cuestiones que han surgido a
propósito de estas órdenes reformadoras es en que medida han contribuido a la
creación de un estilo propio. Aunque el principio de austeridad se encuentra en
la base de sus idearios parece que hay que atribuir a San Bernardo (Apología de
Guillermo) y a su influencia en las disposiciones de los Instituta redactados
en los primeros Capítulos generales del Cister los fundamentos programáticos de
obligaban a rechazar el oramento en los edificios, y que fueron asumidos también
por las congregaciones paralelas. Los Instituta del Cister ordenan que los
monasterios se establezcan en lugares alejados de ciudades, castillos y aldeas
y en terrenos bien provistos de agua. La estricta aplicación del “ora et
labora” de San Benito introducía entre las obligaciones de la comunidad el
cultivo del campo, modificó el sistema de explotación del territorio en torno a
los monasterios. La regulación de la vida monástica, que a diferencia de Cluny
no contemplaba un periodo largo de formación en régimen de noviciado,
establecía dos niveles: el de los monjes profesos que accedían formados a la
clausura y participaban de pleno derecho en la sagrada liturgia, y el de los
conversos, quienes –por lo general– procedían de los estratos inferiores de la
sociedad sin una formación intelectual previa y en consecuencia no podían
intervenir activamente en el oficio divino. Los conversos eran los
intermediarios con el mundo exterior. Este tipo de organización tuvo
importantes repercusiones en el terreno artístico porque contribuyó
decisivamente a la ordenación del espacio arquitectónico monástico. Se admite
que en Clairvaux, la filial fundada por San Bernardo, se elaboró la planta
ideal del monasterio cisterciense. La racionalidad de su planteamiento y su funcionalidad
hizo que fuese adoptada en términos generales por las órdenes monásticas
coetáneas.
Lo que se conoce como plano ideal cisterciense
representa una síntesis de experiencias que remontan a los inicios del monacato
en Occidente. El elemento principal es la iglesia, tanto por sus proporciones
como por la prioridad que se le concede en la construcción. Las dependencias
monásticas se organizan en torno a un claustro adosado, según la tradición
occidental, al costado sur de la iglesia. No obstante, si las condiciones del
terreno o la situación del curso de agua del que se abastece el monasterio lo
exigen, pueden situarse igualmente en el lado norte, respetando el orden de las
edificaciones respecto a la iglesia en una relación de simetría especular. En
la panda oriental del claustro, a continuación del crucero de la iglesia, se
disponen la sacristía y el armariolum donde se depositan los libros de la
comunidad. Inmediatamente después se sitúa la sala capitular que abarca el
espacio de tres tramos del claustro y se abre a él mediante una puerta
flanqueada por dos ventanas. Es una de las piezas nobles del monasterio y allí
cada día se reúne la comunidad para la lectura de los capítulos de la regla y
para confesar los pecados públicamente ante el abad. Contigua a ella se
encontraba la escalera que daba acceso al dormitorio situado en la segunda
planta a lo largo del ala oriental. Desde allí otra escalera comunicaba con el
crucero de la iglesia de forma que los monjes tuvieran acceso directo a ella
para la celebración de los oficios nocturnos. En la mayor parte de los
monasterios han desaparecido estas escaleras, si bien en algunos se puede
distinguir su huella en el muro del crucero.
Las que comunicaban con el claustro, debido a
su carácter angosto, fueron sustituidas a partir del siglo XVI por otras de
aspecto monumental. Paralelamente al espacio destinado a la escalera del
claustro se encuentra un pasadizo que comunica con los campos de cultivo y en
el que, por lo general, se localiza el acceso a la sala de trabajos que se
extiende a partir del extremo sur de esta panda oriental del claustro.
El ala opuesta a la iglesia, casi siempre al
mediodía, alberga el calefactorio provisto de chimenea para los días más crudos
del invierno, para algunas prácticas higiénicas y para los monjes enfermos.
A continuación se encuentra el refectorio,
pieza en la que el valor simbólico se impone sobre lo puramente funcional.
Adquiere proporciones semejantes a las de un templo y está provisto de un
púlpito desde el que se leen textos sagrados mientras se sirve el parco
refrigerio. La cocina, situada junto al refectorio, con el que comunica a
través de una ventana, no tiene salida al claustro sino al patio exterior.
Igualmente ocurre con las dependencias situadas
en la panda occidental que se articulan a lo largo de un pasillo paralelo al
claustro denominado callejón de conversos. Junto a la cocina, en el extremo
suroeste, estaba el comedor de los conversos y a lo largo del lado occidental
se extendía la cilla o despensa. La planta alta estaba destinada a dormitorio,
separado asimismo del de los monjes profesos. Las edificaciones de la zona
occidental de los monasterios han sido en la mayor parte de los casos reemplazadas
a partir del siglo XVI por amplios conjuntos destinados a hospedería.
El emplazamiento excepcional de la hospedería
en la parte oriental del monasterio de Matallana permite al menos identificar,
a pesar del estado ruinoso de sus edificios, los restos de estas dependencias
destinadas a los conversos.
La aportación del Cister a la planta monacal es
el haber establecido una rigurosa separación entre los espacios destinados a
los conversos que no tienen acceso a la zona claustral y que incluso durante
los oficios religiosos ocupaban la parte posterior de la iglesia, separados de
los monjes por un cerramiento, y los profesos que participan de la vida
monástica en su plenitud y que tienen en el claustro el símbolo de su vida
terrena abierta exclusivamente hacia el cielo. El tipo de relación que se establece
en las nuevas órdenes entre la casa madre y sus filiales hace de cada una ellas
un edificio autónomo que reproduce el plan monástico ideal.
Las diferencias dependen de las posibilidades
económicas de cada comunidad y afectan a la mayor o menor monumentalidad de las
edificaciones. Las casas que se levantaron durante la segunda mitad del siglo
XII y a lo largo del siglo XIII en los diferentes lugares de Europa respetan
por lo general el trazado regulador de las dependencias.
Existen diferencias notables en la forma de las
iglesias y en los caracteres estilísticos que incorporan progresivamente las
formas góticas, pero se mantiene esencialmente la unidad intrínseca de los
edificios construidos en ese espacio de tiempo. Esta unidad va más allá de la
noción de estilo y se debe a los principios tanto espirituales como
organizativos de la orden, por eso dejó de actuar cuando estos principios se
relajaron hasta el punto de que en el siglo XV se hizo necesaria una reforma
dentro de la propia orden.
Los monasterios vallisoletanos. su lugar
en la historia del arte
La monumentalidad de los monasterios
vallisoletanos levantados a finales del siglo XII y principios del XIII no pasó
inadvertida para los primeros eruditos interesados por los testimonios del
pasado. Así encontramos menciones a alguno de estos monasterios en el ambiente
todavía romántico del Semanario Pintoresco Español. En la labor catalogadora
llevada a efecto por Quadrado y Ortega y Rubio estos monasterios se describen
bajo el aspecto de abandono en que habían caído después del proceso
desamortizador. A su conocimiento contribuyeron también algunas crónicas de los
viajes efectuados por la Sociedad Castellana de Excursiones. A Vicente Lámperez
y Torrés Balbás se deben los primeros intentos de clasificación en el panorama
general del arte español, contemplados como conjunto en su especificidad
monástica. En 1923 Francisco Antón publicó la primera edición de su obra sobre
los monasterios vallisoletanos. Esta monografía sigue siendo todavía
fundamental por el minucioso estudio que comporta tanto en lo que se refiere al
acopio documental como al acertado criterio en la interpretación de las formas
artísticas en relación con obras españolas y europeas. La bibliografía
posterior contempla a los monasterios vallisoletanos dentro del panorama
general de los estilos artísticos, aunque su clasificación estilística no ha
sido siempre coincidente por su posición intermedia entre el románico y el
gótico.
Lambert los incluye dentro de la fase inicial
del estilo gótico hispánico en atención a que su arquitectura adopta desde
fechas tempranas las bóvedas de ojiva. La comparación con otros edificios
españoles de la época demostraba que estos monasterios no constituyen en si
mismos un fenómeno aislado sino que incorporan las novedades de la arquitectura
gótica en la misma medida que las catedrales y colegiatas coetáneas.
En las filiales del Cister, la recepción de las
innovaciones se habría visto facilitada por los vínculos con las casas
francesas. La fuerte incidencia en la sociedad de los ideales cistercienses es
evidente por cuanto en ese momento se generaliza en la arquitectura española el
sobrio lenguaje formal que exigía la orden. En esta misma línea se mantiene
algunos años después Torres Balbás. Chueca utiliza el término de “gótico de
transición” para definir el estilo de las catedrales y colegiatas coetáneas
a la implantación del Cister del que participan igualmente los monasterios,
aunque a estos últimos los trata separadamente en atención a su especificidad.
El término “gótico de transición” que
alcanzó cierta difusión en la historiografía artística de la época, había sido
anteriormente rechazado por Torrés Balbás por considerar que no existió tal
transición sino que el gótico representaba una formula nueva “algunos de
cuyos elementos se yuxtapusieron en sus comienzos a los románicos...”.
Siguiendo en el terreno de las precisiones terminológicas estos monasterios
junto con los edificios afines son clasificados por Azcárate dentro de una fase
denominada “protogótica”. En algún caso se ha desglosado su estudio y se
ha concedido un valor independiente al tipo de manifestación artística que
representan.
Recientemente algunos autores incluyen este
tipo de arquitectura en la fase tardía del románico. Paralelamente a estos
estudios de los aspectos formales, los monasterios vallisoletanos han sido
objeto de atención en trabajos dedicados al fenómeno espiritual, social y
económico que representa la implantación de la orden cisterciense en España o,
más específicamente, en los territorios de Castilla y León. La aportación de
Pérez de Urbel, desde un enfoque general puede considerarse pionera. A partir
de la década de 1950 son numerosas las publicaciones sobre el Cister. En ellas
tuvieron un papel importante investigadores de la propia Orden. Se abordaron
temas relacionados con la implantación del Cister en España y se elaboraron
estudios historiográficos. Una de las cuestiones más delicadas fue la precisión
sobre bases críticas de las fechas de implantación de las primeras fundaciones,
cuyos resultados no siempre fueron coincidentes1. Este aspecto está todavía
sujeto a puntualizaciones. También se contemplan los monasterios vallisoletanos
en estudios de carácter histórico, social y económico que se han dedicado al
Cister en Castilla y León. Las revisiones llevadas a efecto con ocasión de los
centenarios de las Huelgas de Burgos y de la fundación del Cister aportan
puestas al día y una bibliografía actualizada. Sobre los monasterios
premonstratenses, de cuya orden existieron dos abadías en territorio
vallisoletano, la de Retuerta junto al Duero y la de San Saturnino en Medina
del Campo, también se ha realizado un estudio general reciente.
Las fundaciones y sus promotores
En el reino de Castilla el matrimonio de la
reina Urraca con Alfonso I de Aragón había dado lugar a una profunda crisis, no
sólo por los conflictos bélicos entre los esposos sino por las rebeliones de
vasallos contra los señores que se dirigieron igualmente contra el clero y
principalmente contra los monasterios, algunos de los cuales acusaron signos de
grave decadencia. El nuevo monarca Alfonso VII, además de contribuir con sus
donaciones a la recuperación de las antiguas casas cluniacenses, favoreció la implantación
en Castilla de las órdenes de nueva creación, tanto por razones devocionales
como por el papel que podían representar como núcleos ordenadores del
territorio.
El espacio geográfico que comprende la actual
provincia de Valladolid, atravesado por el río Duero, con tierras fértiles y
apropiadas para el cultivo fue favorecido con varias fundaciones. A partir de
la quinta década del siglo XII grandes extensiones de terreno pasaron a
depender de monasterios gracias a las donaciones realizadas por miembros de la
familia real o por los nobles. Probablemente el impulso inicial partió de la
propia familia real, del rey Alfonso VII y de su hermana doña Sancha hijos ambos
de Raimundo de Borgoña, quienes por sus relaciones familiares estaban al tanto
de lo que ocurría en aquella región y de los nuevos movimientos espirituales.
En cualquier caso el apoyo real fue constante. La cronología tradicional de las
fundaciones castellanas consideradas más antiguas ha sido recientemente
revisada. La fecha de las cartas de fundación es tenida como referencia
cronológica segura, pero no es óbice para que, antes de que fuesen otorgadas,
se hubiesen iniciado ya las gestiones para la implantación de un monasterio, se
hubiese instalado ya una incipiente comunidad monástica o se estableciesen los
usos del Cister en comunidades anteriormente benedictinas previamente a su
incorporación a la nueva orden.
Quizá pudo haber ocurrido algo de esto en el
monasterio de Santa María de La Santa Espina. La implantación cisterciense fue
solicitada por doña Sancha al propio San Bernardo de Claivaux según consta en
la carta fundacional otorgada por la infanta en 1147, fecha en la que
Vacandard, biógrafo de San Bernardo, afirma que fue fundado el monasterio. Las
noticias aportadas por Yepes y Manrique hacen pensar que posiblemente a partir
del año 1143, doña Sancha podría ya haber iniciado gestiones con el monasterio
de Clairvaux para establecer una filial en tierras vallisoletanas. A partir de
noticias recogidas en el Tumbo y de la correspondencia que San Bernardo mantuvo
con esta dama se hace intervenir en las tareas de fundación a un monje llamado
Nivardus –al que la tradición identificó con el hermano de San Bernardo– quien
habría visitado aquel lugar antes de 1147 y a su regreso a Clairvaux habría
informado favorablemente del devoto empeño de la Infanta.
La nueva casa cisterciense se instaló en el
lugar donde antiguamente había existido un monasterio o eremitorio, en aquel
momento ya abandonado, al que se conocía como San Pedro de Espina. Tomó
entonces la advocación de Santa María como era preceptivo en los monasterios
cistercienses pero se siguió denominando de La Espina. Una tradición algo
confusa atribuye a la Infanta el haber regalado al monasterio la reliquia de la
Corona de Cristo que se venera en él. El monasterio se hizo enseguida con un
gran dominio territorial gracias a las donaciones que se añadieron a la
dotación inicial de la doña Sancha.
Los restantes monasterios de Valladolid se
deben al patrocinio de los nobles territoriales que primero fueron los Ansúrez
y después los Téllez de Meneses, estos últimos descendientes directos del conde
Pedro y de su esposa Eylo Alfonso. Varios miembros de esta poderosa familia
contribuyeron con donaciones de propiedades patrimoniales y de nuevas
posesiones adquiridas por donación regia a la instalación de diferentes
comunidades. Con estas fundaciones se atendía, en unos casos a problemas
domésticos como dotar de una casa monástica a un miembro de la familia –en el
caso de Retuerta–, y en otros a satisfacer las exigencias espirituales propias
de su estado nobliario: tener un lugar en el que se rezase perpetuamente por
sus almas y donde fijar el panteón familiar, como en el caso de Valbuena,
Palazuelos y Matallana. Socialmente era beneficioso porque las nuevas órdenes
ponían en valor los terrenos de cultivo que se les entregaba.
La condesa doña Mayor Petri, hija del Conde
Ansúrez, junto con su sobrino Armengol VI de Urgel, cedieron entre 1143 y 1148
sus posesiones en los lugares llamados Fuentes Claras y Retorta de Riva Doro,
situadas en el valle del Duero, para que Sancho Ansúrez, primo de doña Mayor,
fundase allí el primer monasterio en Castilla de la congregación de Prémontré,
en la cual el citado Sancho había ingresado en Francia. El monasterio, filial
de Case Dei en Gascuña, se denominó Santa María de Rivulotorta, Retorta y posteriormente
de Retuerta. Sancho Ansúrez fue su primer abad. y como tal fue bendecido por el
obispo de Palencia, argumento que enseguida se utilizó para demostrar la
primacía de esta casa sobre La Vid que le disputaba el privilegio de ser la
primera fundación en España.
Una sobrina de doña Mayor Petri, la condesa
Estefanía Armengol, nieta del conde Ansúrez y de doña Eylo e hija de María
Ansúrez y de Armengol V conde de Urgel, el día 18 de enero de 1143 otorgaba la
Carta de Fundación de otro monasterio muy cercano al anterior, situado también
en la margen del río Duero.
En ella formulaba su propósito de crear un
monasterio de la Orden de San Benito, dedicado a Dios Omnipotente, a la Virgen
María y a los santos confesores Martín y Silvestre. Para ello donaba sus villas
de Valbuena y Muviedro al abad Martín quien tuvo que aceptar inicialmente estar
sometido a la autoridad del obispo de Palencia. Debieron ser años difíciles –a
pesar de las importantes donaciones que recibieron–, para una comunidad que al
parecer era cisterciense y que aparece registrada como tal por Manrique en
1144, pero que, a causa de las especiales cláusulas que la condesa había
establecido en la fundación, veían su monasterio sometido a las condiciones de
los de tipo patrimonial, tan alejadas de las aspiraciones del Cister. Algunos
monjes abandonaron el monasterio en 1148 e iniciaron una nueva fundación en
Quintanajuar, que más tarde se trasladaría a Ríoseco. Pocos años después el
monasterio de Valbuena se repuebla con monjes procedentes de Bardoues, filial
de Morimond en la Gascuña, y en 1151, emancipado ya de la jurisdicción del
obispo palentino, Santa María de Valbuena era aceptado de pleno derecho por la
familia cisterciense.
Pasado algún tiempo, en 1165, Alfonso VIII
donaba liberum et inmune un pequeño monasterio benedictino vocatur Sanctus
Andreas de Valleveni al caballero leonés Diego Martínez, quien en septiembre de
ese mismo año lo entregaba a la abadía de Santa María de Valbuena con todos sus
términos y con la condición de que se implantase en él la reforma cisterciense
como abadía perpetua. En 1176 por disposición fundacional de Alfonso VIII el
monasterio, ya transformado, se libera de la dependencia de Valbuena. El emplazamiento
de esta casa en la parte alta del páramo seguramente no se consideraba muy
favorable, porque carecía de una corriente de agua abundante, uno de los
requisitos principales de las casas del Cister. Alfonso Téllez de Meneses, en
el año de 1213, con la autorización de Alfonso VIII entregaba a los monjes de
San Andrés de Valbení y a su abad Dominico, las villas de Palazuelos y
Villavelasco, que acababa de recibir del monarca en recompensa por sus
servicios en la batalla de las Navas de Tolosa, con la condición de que la
comunidad se trasladara a aquel lugar situado a orillas del Pisuerga. Se
desconoce en que momento tuvo lugar el traslado y el cambio de advocación.
En 1216 el monasterio se encontraba aún en el
emplazamiento antiguo, puesto que en una de las donaciones reales recibidas se
le denomina todavía como San Andrés. Pero en cambio Honorio III, al escribir en
una carta dada en 1218 la expresión fratribus Monasterii Palaciolensis, parece
indicar que el traslado se había realizado al menos en parte y que ya habían
cambiado el nombre del monasterio. En 1226 se consagraba el altar mayor de la
iglesia nueva y en 1254 la comunidad –siendo abad Egidio– se había trasladado
completamente a Palazuelos. San Andrés de Valbení quedó convertido en granja o
priorato.
La más tardía de las fundaciones es la de Santa
María de Matallana. Se hizo a partir de la donación que Alfonso VIII hizo al
conde Tello Pérez de Meneses, padre del donante de Palazuelos, y a su mujer
Guntruda del lugar llamado Matallana y de la granja de Sandrones, situados
ambos en las estribaciones de Torozos entre Montealegre y Villalba de los
Alcores. Los esposos, juntamente con sus hijos los entregaron a su vez al
monasterio cisterciense de La Creste, en el sur de Francia, para que
implantaran en aquel lugar una nueva casa de la Orden. La donación se hizo a
Guillermo abad de la casa francesa y al primer abad de la nueva fundación
vallisoletana llamado Roberto. Los documentos recogidos por Manrique y
utilizados por Francisco Antón fechan la donación del rey en 1173 y la del
conde a los monjes cistercienses en 1175. Una revisión actual de la cronología
parece indicar que las citadas fechas pueden ser resultado de una falsificación
con objeto de adelantar unos años la fundación. Los documentos originales no
coinciden con los transcritos por Manrique y de acuerdo con ellos las
donaciones del rey a Tello Pérez de Meneses no tuvieron lugar hasta el año
1181. La nueva fecha propuesta para la fundación del monasterio de Matallana se
retrasa hasta el año 1185, según la regesta que se conserva en el Tumbo del
monasterio.
Los edificios y la secuencia cronológica
de su construcción
A medida que las nuevas fundaciones alcanzaban
los medios económicos necesarios emprendían la construcción de los edificios
monásticos que en algunos casos inicialmente pudieron haber tenido un carácter
provisional. No existe una imposición en cuanto a materiales ni en cuanto a
formas, pero los más importantes, los que se establecieron en la cuenca del
Duero, utilizaron la piedra como material constructivo. Como resultado
surgieron conjuntos de una monumentalidad que no había tenido hasta entonces la
arquitectura vallisoletana. En ellos se funde la tradición del románico
castellano con el desarrollo e interpretación de los modelos importados de
Francia en los que ya estaban los gérmenes de la renovación estilística.
Aunque en todos ellos hay rasgos que unifican
su arquitectura y que los presentan como un grupo perfectamente diferenciado de
las construcciones románicas y góticas, su proceso constructivo tuvo lugar en
el momento en que el estilo románico, en la cumbre de su desarrollo, entraba en
competencia con el gótico cuyos fundamentos conceptuales había definido Suger
en la abadía de Saint Denis. Los nuevos monasterios por la propia naturaleza de
su estructura monacal participaban del espíritu románico, y de él conservaron
la solidez de sus muros sin apenas vanos y la geométrica delimitación de sus
volúmenes. Pero si bien su ideal de renuncia a los refinamientos ornamentales
obligaba a mantener la sobriedad arquitectónica, el principio de funcionalidad
les permitía aceptar sistemas técnicos que facilitasen el proceso constructivo
como los arcos apuntados y las bóvedas de crucería que en la arquitectura
gótica se utilizaban con intención estético-simbólica. La secuencia cronológica
de la construcción de los monasterios vallisoletanos muestra como la
incorporación de lo que podrían llamarse formas góticas tuvo lugar de forma
progresiva, de manera que mientras las edificaciones más antiguas son casi
románicas en sus elementos, las más tardías se aproximan mucho a los ideales
constructivos góticos. Esta transformación gradual es la causa de que a esta
arquitectura se le haya dado el nombre de arquitectura protogótica y, de hecho,
jugó un papel importante en la renovación no sólo de los sistemas constructivos
sino del propio gusto estético.
Mientras que, en general, existen fechas
precisas para el proceso fundacional de cada monasterio y son numerosos los
documentos fechados que contienen privilegios y donaciones, sólo
excepcionalmente se encuentra alguna referencia cronológica para la construcción
de los edificios. Por ello, los detalles estilísticos junto con la sospecha de
que el mayor caudal de donaciones en un momento concreto obedece al incremento
de los gastos son los testimonios a partir de los cuales se puede conjeturar el
periodo en torno al cual se llevaron a efecto las obras. No todos los
monasterios pudieron seguir el proceso constructivo con regularidad. En algunos
se aprecian interrupciones que dieron lugar a variaciones decisivas en la
caracterización del estilo. Este cambio rápido de las formas permite distinguir
la secuencia de las campañas en un espacio de tiempo relativamente corto. Las
obras comienzan, en general, por la cabecera del templo, para poder hacer uso
de la capilla mayor en las funciones litúrgicas, y suelen continuar por la
panda este del claustro en la que se sitúan la sacristía y la sala capitular
sobre las cuales, en la segunda planta, se encuentra el dormitorio. En todos
los monasterios se sigue con casi estricta regularidad la ordenación de las
dependencias en torno al claustro, pero en cambio la forma de los templos está
sujeta a variaciones. En la iglesia es donde se puede apreciar mejor la
libertad y la independencia de los monasterios.
Santa María de Retuerta
El monasterio premonstratense de Retuerta es,
al parecer, el primero que pudo hacer frente a la empresa de levantar en piedra
los edificios monásticos. Se acepta unánimemente que el inicio de las obras
tuvo lugar en torno a 1153, año en el que la condesa Elo, hija de Mayor Petri,
junto con su marido el conde Ramiro y su hermano Pedro Martín, donaba a
Retuerta y a su abad Sancho duas canteras quas ego habeo in valle Trigueros....
La planta de la iglesia que se proyectó en ese
momento, de tres naves con crucero ligeramente saliente y tres ábsides
semicirculares, pertenece todavía a la tradición románica hispánica. En la
primera campaña se construyó la cabecera, parte de los muros del costado sur de
la iglesia, así como el trazado de las dependencias claustrales situadas al sur
del crucero. La capilla mayor se cubre con bóveda de horno y está iluminada por
tres ventanas confinadas entre molduras horizontales paralelas. El tramo presbiterial
que precede al ábside tiene bóveda de cañón apuntado lo que provoca un ligero
desajuste de altura respecto al arco de medio punto que da entrada al ábside,
irregularidad que ha tratado de disimularse con la apertura de un pequeño óculo
en el centro del muro que salva el desnivel. Las capillas colaterales tienen un
sistema de abovedamiento semejante al de la capilla mayor y se abren al crucero
por arcos apuntados y doblados de tamaño considerablemente inferior al del
ábside principal. En toda esta parte de la cabecera los capiteles tienen un
repertorio decorativo románico, unos –los de las jambas de las ventanas– con
animales entre tallos y hojarasca y otros simplemente vegetales sobre el
esquema de composición corintio. En el que está situado a la derecha de la
entrada de la capilla colateral norte se reconoce una cabeza de cuya boca
brotan tallos, tema iconográfico frecuente en la iconografía medieval para
aludir a la perpetua renovación de la naturaleza. La cabecera exteriormente
presenta tres ábsides semicirculares pero, a pesar de que los elementos son
románicos, se descubre un deseo de sobriedad que parece anunciar su orientación
hacia la nueva estética promovida por el Cister. Los absidiolos laterales se
elevan hasta la altura del ábside principal porque sobre las bóvedas de las
capillas colaterales se han construido sobrecapillas quizá en una etapa
constructiva posterior. Se desconoce la función que tenían estas capillas
disimuladas, de las cuales solo la sur tiene acceso por medio de un husillo cuya
puerta se abre al interior del correspondiente ábside. A la norte se accedía
probablemente por una escalera provisional. Se han apuntado diversas hipótesis
acerca de la función que pudieron haber desempeñado, entre ellas la de haber
servido de prisión, de librería, de cámara para ocultar los tesoros del
monasterio, e incluso como lugar dedicado a la celebración de determinados
actos de culto. Hay un aposento parecido en el muro meridional de la capilla
mayor del monasterio también premonstratense de Bujedo. Se ha apuntado la
posibilidad de que estas cámaras secretas fuesen una particularidad
premonstratense, pero en la abadía de Valbuena también se conserva una situada
encima de la capilla de San Pedro.
Al mismo momento constructivo corresponde el
trazado de las dependencias claustrales situadas al sur del crucero, en línea
con él. Sólo se llevaron a efecto las partes bajas, pero quedaron delimitados
los espacios. La sacristía se remodeló en época barroca pero se conserva la
sala capitular cuya fachada hacia el claustro –una puerta entre dos ventanas–
es todavía románica. A pesar de las modificaciones se pueden apreciar las
columnas torsas con capiteles de animales que dividen en dos los vanos geminados
bajo los arcos de descarga que flanquean la puerta. Pero si en este momento
quedó planteado el espacio del recinto, la construcción del interior
corresponde a la siguiente campaña. La superposición de las ménsulas que apean
los nervios de la bóveda del claustro sobre el muro exterior de la sala
capitular, permite ver con claridad que éste estaba construido antes de que se
levantasen las cubiertas de la galería claustral.
Las obras sufrieron sin duda una interrupción
porque a partir del crucero de la iglesia y en el claustro el estilo cambia por
completo. Los soportes de la nave se caracterizan por llevar dobles fustes de
columnas entregas en sus frentes y una columnilla más pequeña en los codillo,
según un sistema constructivo utilizado en la llamada escuela “hispano-languedociana”,
que en Valladolid se introdujo por primera vez en el monasterio de Valbuena.
Por lo tanto las obras se reanudarían entrado ya el siglo XIII. En esta segunda
etapa constructiva los capiteles, exclusivamente vegetales, pertenecen a un
tipo que con variantes se repite en casi todos los monasterios cistercienses de
la época: los dos tercios inferiores prolongan por encima del collarino la
anchura del fuste, mientras el tercio superior se ensancha notablemente por
efecto del remate rizado de las hojas que se mantienen verticales en la parte
inferior. La influencia de Valbuena se manifiesta sobre todo en las cubiertas
del claustro sostenidas por gruesos nervios cruceros de sección cuadrada
semejantes a los de la nave de la iglesia cisterciense. En el curso de las
obras se cubrirían después los tramos de la nave de la iglesia cuyos nervios
moldurados recuerdan los del claustro de Valbuena y los de la nave de
Palazuelos. En este momento se levantaría también la cubierta de la sala
capitular. Las obras prosiguieron después de 1226 fecha de consagración de la
cabecera de Palazuelos de donde posiblemente se tomó modelo para las bóvedas
con nervios de ligadura que se utiliza en el brazo sur del crucero y en el
último tramo de la nave central. Esta segunda fase de los trabajos también
quedó interrumpida y la iglesia recibió el cierre provisional que se convirtió
en definitivo. En esta segunda etapa, dentro de la primera mitad del siglo XIII
se levantó también el refectorio. Su disposición longitudinal en la panda
meridional del claustro procede de los monasterios benedictinos y es uno de los
elementos que diferencia la planta premonstratense de la cisterciense.
La Espina
No se conoce el momento en que dieron inicio
las obra en el Monasterio de Santa María de La Espina, pero seguramente
transcurrió algún tiempo desde la fundación hasta que se comenzaron las
edificaciones en piedra. El tipo de cabecera de la iglesia, con cinco capillas
alineadas, así como el estilo de la única que se ha conservado en su estado
primitivo –de planta rectangular, con bóveda de cañón apuntado y completamente
desornamentada–, remite directamente a los modelos borgoñones del primer
momento, en torno mediados del siglo XII, cuando el rigorismo arquitectónico se
dejaba sentir con toda su fuerza. Esta fidelidad a la planta ideal y la
ausencia de elementos góticos son argumentos a favor de que estas capillas son
la parte más antigua y que se habrían construido antes de finalizar el siglo
XII. La secuencia de las obras continúa por las dependencias monasteriales que
en Santa María de La Espina, debido a razones topográficas relacionadas con la
situación del arroyo que abastece al edificio, se dispusieron adosadas al
costado norte de la iglesia y no al lado sur como era habitual. Inmediatamente
después de la cabecera de la iglesia se comenzó a levantar la panda oriental
del claustro con la construcción de la sacristía y armariolum, donde
rudimentarias bóvedas dómicas reforzadas por gruesas ojivas apoyan directamente
sobre los muros laterales, sin formeros, lo que indica que el sistema
constructivo gótico no se había asimilado todavía. La sala capitular, dividida
por cuatro columnas en nueve tramos, se cubre con bóvedas de crucería cuyos
nervios de perfil moldurado se aproximan a la sección triangular a la vez que
los plementos se levantan en ligero apuntamiento. Todo ello aporta –respecto a
las partes construidas anteriormente– una ligereza que muestra la progresiva
aceptación de la estética gótica, si bien el hecho de que los plementos
descansen directamente sobre el muro, sin formeros, delata la falta de
conocimiento en profundidad de las técnicas góticas.
Este tipo de construcción es propio de los
primeros años del siglo XIII. Las fotografías antiguas que incluye Francisco
Antón en su libro demuestran que las restantes dependencias de este ala
oriental, conservadas sólo en forma fragmentaria, siguieron cronológicamente a
las anteriormente citadas. En la sala de trabajos o gran parlatorio situado en
el extremo norte, se reconoce un tipo de molduración semejante al de la sala
capitular. Las obras realizadas en el monasterio a finales del siglo XVI y a lo
largo del siglo XVII hicieron desaparecer la zona de conversos situada en la
parte occidental del antiguo claustro y posteriormente, en el siglo XVIII, este
último fue totalmente reedificado. En el curso de las obras desaparecieron
también las dependencias del ala norte, donde se encontraban el refectorio y la
cocina, así como el dormitorio colectivo situado en la segunda planta del ala
este. Es probable que al mismo tiempo que se hacían las partes monásticas
conservadas se trabajara en los muros del crucero y en las naves laterales del
cuerpo de la iglesia. En las bóvedas de éstas todos los nervios tienen todavía
trazado de medio punto de forma que la continuidad del espacio se rompe al
elevarse las claves centrales a mayor altura que las de los fajones. La estructura
románica de los pilares indica asimismo que el replanteamiento general del
edificio se hizo inmediatamente después de la cabecera. La construcción de la
cubierta del crucero y de todo el cuerpo de la iglesia se abordó después. La
molduración de los nervios se mantiene en la tradición de la sala capitular, de
la de trabajos y de las naves laterales, pero la sistemática presencia de
formeros tanto en la bóveda del crucero como a lo largo de la nave así como el
apuntamiento de formeros y fajones que regulariza la altura de las claves
demuestran el perfecto dominio de las técnicas constructivas góticas aunque
desde el punto de vista formal se hayan respetado los principios de la
arquitectura cisterciense que rechaza el desarrollo en altura y exige estricta
sobriedad. Existe una referencia documental que demuestra la lenta progresión
de las obras a lo largo del siglo XIII. En el año 1275, Martín Alfonso de la
familia de los Téllez de Meneses por disposición testamentaria encargaba a sus
herederos que terminasen la iglesia si no estuviese concluida a su muerte. Pero
las obras prosiguieron hasta mediados del siglo XIV en que otro descendiente de
los Meneses, Juan Alfonso de Alburquerque, las daba por terminadas. El aspecto
actual de este monasterio es consecuencia de reformas y ampliaciones que se
emprendieron ya a finales del siglo XIV y que continuaron en diversas épocas
hasta finales del siglo XVIII.
Santa María de Valbuena
El monasterio de Santa María de Valbuena es
entre todos el que ha conservado mayor número de elementos originales. Su
exterior presenta el aspecto robusto y sobrio propio de las casas del Cister.
La regular secuencia de los cambios de estilo induce a pensar que las obras se
llevaron a efecto con cierta continuidad hasta su terminación, a pesar de la
intervención de talleres sucesivos. La documentación no ha aportado datos sobre
el inicio de las edificaciones, que tendría lugar probablemente algunos años
después de la fundación. La parte más antigua es la iglesia cuya fachada
desornamentada demuestra el claro rechazo al ideal estético románico. Tanto por
el trazado de la planta como por los elementos constructivos este edificio
pertenece a la llamada por Lambert “escuela cisterciense
hispano-languedociana”. Su interés es grande porque posiblemente es la más
antigua del grupo después de Flaran, y a través de su influencia el estilo se
difundió en los territorios castellanos. Los últimos estudios realizado por García
Flores siguen detalladamente el proceso constructivo a través de diferentes
campañas. Las obras comenzaron por la cabecera formada por cinco capillas
alineadas. La central, más ancha y profunda, remata en ábside semicircular y al
igual que las dos colaterales contiguas se cubre con bóveda de horno reforzado
por nervios y va precedida por un tramo presbiterial cubierto con bóveda de
cañón. Las situadas en los extremos responden a otro concepto constructivo.
Tienen el testero plano, lo que genera un volumen prismático, y para su
cubierta se emplean ya gruesos arcos cruceros de sección cuadrada. Según García
Flores la cabecera se habría construido durante una primera campaña llevada a
efecto durante el último tercio del siglo XII, que incluía también los muros
del crucero hasta una altura inferior a la imposta y parte del primer tramo de
las naves. Antón y Lambert señalaron el gran parecido que existe entre las
plantas de las cabeceras de Valbuena y de la colegiata de Tudela (Navarra),
edificio este último construido a partir de 1194 y del que se conoce la feca de
consagración del altar mayor que tuvo lugar en 1204. No puede haber gran
diferencia de años entre las dos edificaciones, pero en cualquier caso es
probable que las obras de Valbuena precedieran a las de Tudela. En esta primera
etapa constructiva se utilizan ya, en las capillas extremas de la cabecera y en
el primer tramo de la nave, bóvedas de nervios cruceros, pero todavía se
desconoce el papel de los formeros para aligerar al muro de peso. La sección
cuadrada de los nervios y la carencia de clave se mantendrá en toda la obra de
la iglesia.
En el curso de la segunda campaña, que según
García Flores se llevaría a efecto ya a principios del siglo XIII, se construyó
progresivamente el resto de la iglesia. Las bóvedas del crucero, quizá por su
amplitud, recibieron todavía cubierta de cañón apuntado. Los arreglos
posteriores en la linterna sobre trompas que se elevó sobre el tramo central
impiden conocer como se resolvió en aquel momento su cubierta. En las naves se
aplicó sistemáticamente la bóveda de nervios, pero se incorporan ya los arcos formeros.
Las bóvedas producen un efecto pesado tanto por los robustos nervios de sección
cuadrada y trazado semicircular como por los anchos fajones doblados que
separan los tramos, pero el apuntamiento de formeros y fajones indica
comprensión de los sistemas constructivos góticos. El rasgo que define de forma
inmediata a los edificios de la escuela hispano-languedociana son los pilares
de sección cruciforme con dobles columnas en los frentes. La duplicidad de las
columnas entregas proporciona un apeo de mayor anchura a los fajones sin
aumentar el grosor del soporte. En los codillos de los pilares se alberga otra
columnilla de la que arrancan los nervios cruceros. Los capiteles de toda la
iglesia son de gran sobriedad, apenas insinuado un diseño vegetal.
Valbuena es el monasterio vallisoletano que
conserva mayor número de dependencias. Una reforma barroca ha hecho desaparecer
la sacristía, el armariolum y la sala capitular, de cuyo emplazamiento quedan
huellas en el claustro. Se conservan no obstante dos pasadizos uno de los
cuales da acceso a la sala de trabajos. Los capiteles y el tipo de nervios de
sección cuadrada de esta última dependencia son semejantes a los de los últimos
tramos de la nave de la iglesia, lo que parece indicar que todas las edificaciones
de este sector se llevaría a efecto al mismo tiempo que progresaban las obras
en la iglesia, a lo largo de los últimos años del siglo XII hasta los primeros
del siglo XIII. Del calefactorio sólo han llegado escasos restos por haber sido
derribado para alojar la gran escalera que conduce al sobreclaustro. La desnuda
monumentalidad del refectorio aporta pocos elementos para la cronología, pero
se puede relacionar con la etapa constructiva anteriormente citada. En cambio,
la arquitectura del claustro, un poco más elaborada que la de la iglesia,
denota una nueva fase posiblemente a cargo de otro equipo de canteros que
trabajaría en torno al tercer decenio del siglo XIII. Se puede apreciar como
las galerías del claustro van superpuestas sobre los muros antiguos. El trazado
de las bóvedas impone su ritmo a las galerías, divididas en tramos por gruesos
pilares que sostienen los arcos formeros apuntados debajo de los cuales se abre
una triple arquería. Los nervios de las bóvedas son moldurados y se unen a una
clave central, mientras que los capiteles pertenecen a un modelo vegetal más
elaborado y decorativo que el de la primera fase. A este momento pertenece
también la capilla de San Pedro situada al sur de la cabecera de la iglesia que
fue utilizada como panteón familiar por los descendientes de Estefanía
Armengol. Sobre el ábside de esta capilla hay una cámara oculta como en
Retuerta, de donde procede posiblemente el nombre de sala del tesoro por el que
también se la conoce. La cocina ha llegado a nuestros días con arreglos
importantes que desfiguran lo que habría sido su disposición primitiva y se ha
perdido por completo el área de conversos sustituida por los edificios de la
actual hospedería. El ala del claustro correspondiente a esta zona occidental
tuvo que ser reconstruida a finales del siglo XIV al producirse su hundimiento.
A partir de finales del siglo XV se reformó la parte posterior de la iglesia
con la construcción de un coro alto y en el siglo XVI se levantó el
sobreclaustro renacentista, y a lo largo de los siglos XVII y XVIII se hicieron
reformas y ampliaciones que han dado al edificio el aspecto que hoy tiene. En
el momento actual el edificio está sometido a un proceso de rehabilitación que
dirige el arquitecto Pablo Puente y que comporta el estudio integral del mismo.
Santa María de Palazuelos
Del monasterio de Santa María de Palazuelos
sólo se ha conservado la iglesia. La impresión general del exterior no delata
su grado de deterioro. En 1585 se produjo el derrumbamiento de las bóvedas de
la nave principal, a excepción de la más cercana al crucero y Juan de Nates las
rehizo en el estilo clasicista de la época. En 1998 el hundimiento de uno de
los pilares torales ha provocado el desplome de un amplio sector del crucero
que ha arrastrado en su caída a la espadaña. Actualmente se intenta mediante un
plan de emergencia proteger lo que todavía queda.
Como contrapartida a este deterioro progresivo,
el proceso constructivo de Santa María de Palazuelos se puede seguir con
relativa precisión respaldado por datos cronológicos fiables, cosa que no
ocurre en otros monasterios. El inicio de las obras tiene como término post
quem el año 1213 en que los monjes de Valvení recibieron del noble Alfonso
Téllez de Meneses los nuevos terrenos a orillas del Pisuerga. En 1218, cuando
Honorio III se refiere a los hermanos del monasterio de Palazuelos, seguramente
la comunidad completa, o en parte, se había trasladado a aquel lugar para
seguir de cerca los trabajos. La lápida de consagración del altar mayor, que
tiene la fecha de 1226, es una importante referencia para la cabecera. La
iglesia y quizá los edificios monásticos estarían prácticamente terminados en
1254 cuando la comunidad hizo el traslado definitivo a ellos.
La arquitectura de la iglesia concuerda con los
datos cronológicos obtenidos de la documentación. El trazado de la planta –de
tres naves con tres ábsides semicirculares en la que no destaca el crucero–
pertenece a la tradición románica. Lo mismo puede decirse de su exterior
definido por volúmenes netos. No obstante, si se compara la cabecera de
Palazuelos con la de Valbuena, se aprecia que respecto a ésta última se ha
producido un incremento de la verticalidad y un aumento del tamaño en los
vanos, lo que indica una fecha más tardía. Esta primera impresión obtenida en
el exterior se acentúa en el interior. Pertenece como Valbuena a la escuela
hispanolanguedociana con dobles columnas en los frentes de los pilares, pero el
espacio interior es mucho más ligero y aéreo. También en Palazuelos se puede
seguir la progresión de las obras a través de los cambios estilísticos. Los
ábsides laterales de la cabecera son semicilíndricos y se cubren con bóvedas de
horno en la más pura tradición románica, mientras que sobre el tramo precedente
se utiliza ya la bóveda de crucería. La capilla mayor representa un mayor grado
de complejidad. Las nervaduras del ábside semicircular confluyen en una clave
propia alejada del fajón de entrada y unida a él por un nervio de ligadura. A
la vez, entre los nervios y sobre las ventanas se levantan unos arcos de
descarga que actúan como formeros en los que apoyan los plementos. Este tipo de
bóveda representa una innovación respecto a las de Valbuena. Aunque de forma
todavía torpe se encuentran ya los principios constructivos de las bóvedas de
ábside góticas en una fecha en torno a 1226. Mientras que los dos tramos
presbiteriales se cubren con bóvedas de crucería sencilla de nervios delgados,
que indican la asimilación de las técnicas constructivas góticas, en los brazos
del crucero se retrocede al uso de cañón apuntado como en Valbuena. El resto
del edificio, es decir el tramo central del crucero y en los primeros tramos de
la nave, únicos conservados, se cubren con bóvedas de crucería octopartitas
cuyos nervios de ligadura muy estrechos y de sección circular están
prácticamente superpuestos a la plementería lo que indica otro tipo de
influencia procedente de la zona occidental de Francia. Cada una de las ramas
de los nervios tiene valor independiente y se inserta en la clave con un ligero
desvío respecto a la rama opuesta en lugar de continuar su trayectoria. Se
produce así en torno a la clave un movimiento de giro casi imperceptible. La
construcción de estas bóvedas se llevaría a efecto avanzado ya el segundo
cuarto del siglo XIII.
Los Tellez de Meneses convirtieron el
monasterio de Palazuelos en panteón dinástico de la familia. Entre los
sepulcros que se encontraban hasta hace unos años repartidos por la iglesia ha
podido ser identificado por su epitafio el perteneciente a Gonzalo Ibáñez, hijo
de Juan Alfonso y nieto del fundador. Allí recibió también sepultura doña Mayor
Alfonso descendiente de Alfonso Téllez y madre de María de Molina.
Probablemente la capilla de Santa Inés adosada al lado norte del crucero y de
la cabecera tuvo función funeraria. Los tres sarcófagos mejor conservados han
sido depositados en el Museo Diocesano de Valladolid. Los restantes permanecen
almacenados en la capilla de Santa Inés.
Santa María de Matallana
Recientes excavaciones en Santa María de
Matallana confirman la existencia de una iglesia anterior a la que ha llegado a
nuestros días arruinada. Los cimientos de esta iglesia antigua, situados a
escaso nivel por debajo del templo superior, revelan un edificio de
proporciones notables, con tres capillas rectangulares escalonadas en la
cabecera, sin crucero saliente y con tres naves que, en la parte occidental,
parecen haber estado compartimentadas por algún tipo de dependencias. Los
resultados actuales de las excavaciones no permiten emitir una hipótesis
concluyente acerca del momento en que pudo haber sido levantado este templo. No
existen vestigios de decoración y los restos de cerámica encontrados pertenecen
a los siglos XI y XII.
Tanto si esta iglesia inferior es anterior a la
fundación del monasterio realizada por Tello Pérez de Meneses en 1173, como si
se hizo a raíz de la misma, sería utilizada por los monjes cistercienses en los
momentos iniciales del asentamiento. En 1228 está iglesia fue demolida para
levantar sobre su solar un nuevo edificio de mayores dimensiones bajo el
patrocinio de la reina Beatriz de Suabia, esposa de Fernando III. A la muerte
de la reina ocurrida en 1235, continuó la obra su suegra, la reina madre doña Berenguela.
Todo ello constaba en una lápida conmemorativa que Manrique tuvo la oportunidad
de ver y copiar en sus Anales. A pesar de que la ruina se ha cebado en el
monasterio y sólo ha llegado a nuestros días la parte inferior de muros y
pilares los elementos conservados permiten leer su planta e interpretar algunos
elementos de su estructura. También en este caso las fechas conocidas coinciden
con los datos que aporta la construcción. Los restos de iglesia muestran su
pertenencia a la fase más avanzada de la escuela hispano-languedociana entre la
tercera y cuarta década del siglo XIII. Tiene tres naves con crucero saliente y
cabecera con cinco capillas alineadas, la central poligonal y las colaterales
de testero plano, como es propio de la citada escuela. Pero en el trazado se
sigue casi al pie de la letra la disposición de la cabecera de las Huelgas de
Burgos, de donde procede también el modelo de bóveda de la capilla colateral
inmediata en el lado de la Epístola. Esta bóveda de crucería obedece a un complejo
sistema de trompas de ángulo influido por el gótico anjevino. Los soportes de
toda la iglesia, con dobles columnas en los frentes llegan a una fase de máxima
complejidad en la que se adjuntan tres columnas en cada codillo hasta llegar a
un total de veinte columnas por soporte. Este mismo tipo se encuentra en la
catedral de Sigüenza. En el costado del Evangelio, junto al crucero se
levantaba una torre que albergaba en su parte baja la capilla llamada del Santo
Cristo. Hacia la nave se abría la puerta del husillo que conducía a la parte
alta. Las dependencias monásticas estaban situadas al sur en torno al claustro
cuya huella todavía se percibe en el suelo. Un croquis del siglo XVIII señala
la distribución de los elementos. Este es el único entre los monasterios
vallisoletanos que parece que conservó hasta el momento de su ruina el callejón
de conversos. Como en Valbuena y Palazuelos también existió en Matallana un
panteón nobiliario del que se conservan cinco sepulcros completos ahora en el
Museo Nacional de Arte de Cataluña y algunos fragmentos dispersos.
Valladolid
Bien comunicada con Palencia, León, Salamanca,
Soria, Segovia, Ávila y Madrid, la actual capital de la Comunidad Autónoma de
Castilla y León ve emplazado su casco histórico en la margen izquierda del río
Pisuerga. A mediados del siglo XX comenzó a extenderse hacia el Oeste, pasado
el Puente Mayor, en la superficie de lo que fue la Huerta del Rey del Palacio
Real de la Ribera, construido durante los primeros años del siglo XVII.
Iglesia de Santa María de la Antigua
Se levanta la iglesia de Santa María de la
Antigua en un solar ubicado al Norte de la Catedral herreriana y de las ruinas
de la Colegiata de Santa María la Mayor, fuera del perímetro que ocupó el
primer recinto amurallado de la población. Desde la Calle Arzobispo Gandásegui,
atravesando una zona ajardinada presidida por una cruz procesional de piedra,
llegamos a su portada principal. Disfrutaremos de unas inmejorables
perspectivas del templo y de su bella torre románica girando en el sentido de
las agujas del reloj por las calles Magaña, Solanilla y Antigua. Si pudiéramos
regresar al Valladolid de la Edad Media, nos encontraríamos en el extremo Este
de la población y deberíamos tener cuidado de no caer a las aguas del brazo
Norte del Río Esgueva, que discurría por la Calle Marqués del Duero, pasaba
bajo el puente de la Calle Esgueva, giraba hacia la derecha por la Calle
Solanilla, volvía hacia la izquierda para pasar bajo un puente situado al Oeste
de la Iglesia que estudiamos y continuaba por la Calle Magaña hacia la Plaza
del Portugalete.
La primera noticia documental que nos habla de
la existencia de la Iglesia de Santa María de la Antigua, data del 17 de agosto
de 1177. Se trata de un acuerdo firmado entre el abad de la Colegiata y los
miembros de su Cabildo, para determinar cuáles eran los bienes y rentas que
correspondían a cada parte interesada. El abad decidió reservarse para sí todas
las rentas de Sancte Marie Antique. A la vista de estos datos es posible
admitir la posibilidad de que los miembros del Cabildo de la Colegiata se alojaran
en Santa María de la Antigua mientras proseguían las obras de la vecina Iglesia
Colegial y sus dependencias. Esta situación debió prolongarse hasta que en 1095
fue consagrada la segunda. En este caso la Iglesia de Santa María la Antigua
haría honor a su calificativo y su construcción sería anterior a la llegada del
conde Pero Ansúrez. Asegura Sangrador que éste construyó su Palacio a "extramuros
de la villa", en el lugar donde más tarde estuvo situado el
desaparecido Hospital de Santa María de la Calle Esgueva. Podríamos deducir
que, después de la consagración de la Colegiata, bien pudo el Conde utilizar la
Iglesia de Santa María de la Antigua como capilla palatina, según piensa
Castán.
Durante el siglo XII esta iglesia, convertida
ya en rica parroquia en torno a la cual Rucquoi sitúa a canónigos y oficiales
reales, ve aumentar sus bienes de forma considerable. De ahí que cuando el abad
decida repartir los ingresos entre su propia "mesa" y la
capitular (1177) se reserve para sí las oblaciones hechas en esta iglesia, sin
duda las más sustanciosas. El interés del abad se manifestará varias veces más
a lo largo del siglo XIII, en el que Mañueco recoge importantes donaciones al
templo, destacando la fundación de capellanías y el incremento de los bienes
inmuebles de la parroquia (tierras, bodegas...). Es también en este siglo
cuando Castán data la construcción de un pórtico en el lado Norte y una torre,
que sin embargo García Guinea fecha en torno a 1180, por su parecido con la de
Cervatos. La extraña ubicación del pórtico –su lado habitual es el Sur–
posiblemente se debiera a la presencia del cauce antiguo del río, que discurría
frente a la entrada del templo. Pero el cuerpo de la iglesia, quizá afectados
sus cimientos por la acción del agua cercana, fue rehecho en el siglo XIV, con
tres naves y triple cabecera (estructura románica), pero con elementos
constructivos góticos. Ya en aquel momento atendía el cementerio parroquial a
la piadosa función de acoger a los difuntos pobres del cercano hospital de
Esgueva, encargo que cumplió hasta la desaparición del camposanto en 1811.
Las reformas fueron sucediéndose
posteriormente: en 1494 se reformó la portada Sur, y en 1512 se reparó la
tribuna del coro. Declarado Monumento Nacional en 1897, fue preciso restaurar
torre y pórtico. Las inundaciones contribuyeron –hasta la desviación del cauce
del Esgueva– a su degradación, de tal modo que en 1900 hubo que desmontar todo
el edificio –salvo la cabecera–, durando su reparación hasta los años 20.
Existió pues antes del actual un pequeño templo
del que se desconoce cualquier dato. Se supone que fue levantado en el siglo
XI, o aún antes, pues cabe la posibilidad de que se tratase de una edificación
visigótica o mozárabe. Durante el primer cuarto del siglo XIII se construye en
su extremo occidental una torre románica, a la vez que se añade un pórtico
exterior con arquerías en el muro Norte, delante del cauce del Esgueva. Es
posible que en este momento fuese construido un nuevo templo románico que sustituyó
al primitivo. Parece que esta segunda iglesia, si es que llegó a existir, fue
derribada en el siglo XIV para levantar el templo gótico de tres naves y tres
ábsides que, muy restaurado, ha llegado hasta nosotros.
El resto románico más sobresaliente es la
torre, de bellísimas proporciones y esbelta estampa, que se ha conservado en
toda su integridad. Debió ser construida a comienzos del siglo XIII, conforme
al vecino modelo de la torre románica de la Colegiata, hoy desmochada, que
había sido levantada durante los primeros años del siglo XII. El tipo de
decoración apunta a un posible origen francés, llegado a Castilla a través del
Camino de Santiago.
Alcanzó el modelo vallisoletano rápida
difusión, como puede verse en las torres de San Salvador de Simancas, San
Esteban de Segovia, Santa Eulalia de Paredes de Nava o Torremormojón
(Palencia).
La torre de Santa María de la Antigua es
cuadrangular en planta y su eje aparece ligeramente desviado hacia el Norte con
respecto al de la Iglesia. Exteriormente está dividida en cuatro cuerpos,
separados por impostas de ajedrezado de tres filas de tacos y articulados con
gran perfección según los criterios estéticos del románico tardío. Como en el
caso de la torre-pórtico de la Colegiata, el cuerpo inferior de la torre de la
Antigua, que casi dobla en altura a los demás, está dividido en dos pisos. El bajo
está cubierto interiormente con una bóveda de cañón apuntado, que apoya en un
alto zócalo de piedra. En el muro occidental no hay rastros de aberturas
cegadas que delaten la existencia de un antiguo pórtico de entrada desde el
exterior. A cada lado hay un vano en aspillera. Hacia la Iglesia sí existe un
pequeño vestíbulo de menor altura, cubierto con una bóveda de cañón apuntado
que apoya directamente en el suelo. Por fin llegamos a la portada que comunica
con la Iglesia. Muestra arco apuntado doblado, con impostas de nacela y jambas
sin decoración alguna. A su izquierda está la puerta de acceso a la escalera de
caracol que sube hasta el coro alto de los pies del templo gótico.
El segundo piso de este primer cuerpo se cubre
con bóveda de cañón. En el muro occidental se abre una ventana con arco de
medio punto y luz muy estrecha, como en aspillera, abocinada al interior. Por
fuera se compone de doble arco abocinado, extradós de cabezas de clavo y jambas
con dos columnillas sobre plintos cuadrados y capiteles decorados con motivos
vegetales. Este segundo piso se amplía hacia el sur en sección circular, para
dar cabida a la escalera de caracol que asciende desde el coro alto de los pies
de la Iglesia hasta esta parte de la torre. La subida se ilumina débilmente con
una aspillera.
La portada del coro que sirve de acceso a la
escalera se compone con arco de medio punto doblado y ligeramente apuntado,
fustes sobre basas áticas con garras de tipo cisterciense y capiteles decorados
con hojas y piñas.
Separado del inferior mediante una línea de
imposta lisa, el segundo cuerpo tiene en cada uno de sus frentes una ventana
geminada con arcos de medio punto de rosca moldurada e intradós ajedrezado. Por
encima va una chambrana lisa con intradós también ajedrezado. El mainel está
formado por una columna central con cimacio de taqueado. Rodea los cuatro lados
de la torre una línea de imposta que subdivide el cuerpo y está decorada con
ajedrezado, la cual se interrumpe sobre el capitel de las dos columnas laterales
de cada vano, haciendo las veces de cimacio. Los ángulos aparecen ligeramente
retranqueados para acoger dos columnas superpuestas, separadas por esa línea de
imposta taqueada que subdivide el cuerpo en dos partes. Todos los capiteles,
tanto los de las ventanas como los angulares, llevan decoración vegetal de
cogollos con poco resalte, excepto uno de ellos, que lleva talladas aspas o
cabezas de clavo.
Impostas taqueadas separan el tercer cuerpo de
los que limitan con él. Se repite el sistema decorativo del segundo, pero en
este caso son tres las ventanas de cada frente. El intradós de los arcos
muestra decoración de cabezas de clavo. Las chambranas externas son lisas,
afirmadas por dos pequeños baquetones, pero su intradós está decorado con
cabezas de clavo. Los dos parteluces muestran columnas pareadas con cimacio
ajedrezado. Hay otra columna más a cada lado. Los capiteles están decorados con
motivos vegetales de poco resalte. Estas columnas y las de los ángulos de la
torre, llevan fustes con dos anillos centrales, rasgo que delata el carácter
tardío del estilo decorativo.
Las columnas angulares situadas por encima de
la línea de imposta intermedia presentan, en cambio, fustes lisos.
El último cuerpo, individualizado también
mediante impostas –ajedrezada la inferior y de cabezas de clavo la que sirve de
cornisa–, presenta en cada frente una ventana geminada de mayor luz que las del
segundo cuerpo. El parteluz lleva adosadas dos columnas pareadas. También fue
decorada con cabezas de clavo la línea de imposta intermedia.
Remata la torre un chapitel piramidal bastante
apuntado, cuyas aristas denotan una ligera convexidad. Exteriormente se cubre
con tejas piramidales de barro cocido, sujetas con argamasa de cal y dispuestas
al modo de escamas de pescado. Este remate oculta dos cúpulas superpuestas
construidas a base de cantos rodados y trozos de caliza, prensados y
aglomerados con argamasa de cal. Apoya la inferior en la torre, razón por la
cual tiene base troncocónica y casi termina en una semiesfera. La cúpula
superior tiene la misma forma, pero es mucho más apuntada. Ambas están
reforzadas mediante tirantes metálicos cruzados.
El pórtico septentrional, construido como la
torre a comienzos del siglo XIII, fue restaurado en exceso a comienzos de siglo
XX. A pesar de ello sufre hoy un progresivo deterioro causado por los
inevitables agentes contaminantes. Tiene acusada relación formal con el del
también vallisoletano monasterio de Valbuena.
Está organizado mediante tres tramos separados
por cuatro contrafuertes. Hay cinco arcos en cada tramo, pero sólo cuatro en el
del lado de poniente. Son de medio punto, con salmer común. La parte inferior
de las roscas muestran dos molduras lisas y el intradós de las chambranas se
decora con cabezas de punta.
Los soportes están formados por tres columnas
dispuestas en perpendicular con respecto al muro, de cimacio común, fustes
unidos entre sí, basas áticas también unidas y plintos de una pieza. Los
capiteles son lisos y prismáticos, a excepción de los del tramo occidental, que
muestran algunos motivos vegetales esculpidos, hoy muy deteriorados. Apoyan los
arcos sobre un elevado zócalo de sillería, con un poyo corrido debajo. La
cornisa que remata el pórtico está soportada por canecillos lisos con perfil en
cuarto de bocel.
En el hastial de poniente del nártex se abre la
portada de ingreso, que parece haber sufrido una excesiva restauración. Fue
compuesta de manera similar a los huecos de la arquería, con arco de medio
punto, chambrana de taqueado y tres columnas unidas en cada jamba. Por encima
puede verse un pequeño rosetón formado por doce arquillos, que Felipe Heras
relaciona con ejemplos de mucho mayor tamaño existentes en Santo Domingo de
Soria, refectorio del monasterio de Huerta y monasterio de las Huelgas de
Burgos. El remate en piñón de este hastial es un invento de los restauradores
de comienzos del siglo XX. El hastial contrario muestra una puerta de ingreso
de arco apuntado, rosca con baquetones lisos y trasdós de cabezas de clavo.
Dentro del pórtico, en el centro del muro, encontramos la puerta de acceso al
templo, que es adintelada y lleva lóbulos en la parte superior de las jambas.
Siempre es interesante añadir un dato curioso
recogido por Matías Sangrador en 1854: "Delante de la puerta principal
de esta Iglesia estuvo antiguamente el cementerio donde se daba sepultura a
todos los pobres que morían en la parroquia. En el calepino de D. Pedro Salas,
en la palabra hazeldemia, se dice que su tierra tenía la propiedad de consumir
los cuerpos en veinticuatro horas, y lo mismo dice Quevedo en sus obras
festivas ["El Buscón"] hablando de este cementerio; mas yo no he
visto documento alguno que justifique lo que dicen estos escritores".
Antolínez dibujó en 1756 un alzado de la Iglesia de la Antigua donde puede
verse el desaparecido cementerio. La cruz de piedra que lo preside es la que
hoy se encuentra ante la puerta principal del templo.
Existen algunos restos escultóricos de estilo
cisterciense en el muro septentrional del ábside del Evangelio. Se trata de un
nicho, rematado en arco ojival, cuya rosca se adorna con dientes de sierra y
hojas de palmeta talladas a bisel. Hay restos de otro arco similar algo más
arriba.
Iglesia de San Martín
El acceso más sencillo se realiza desde la
Calle de las Angustias, entrando por la llamada Calle de San Martín, que llega
hasta la puerta principal del templo.
Podemos rodearlo por detrás si caminamos por el
Camarín de San Martín y por la Calle del Prado. Un itinerario alternativo parte
de la Iglesia de Santa María de la Antigua, gira a la izquierda por la Calle
Esgueva y a la derecha por la Calle de los Moros, que es peatonal.
La primera evidencia cierta de la existencia de
esta parroquia se encuentra en un documento de 1148. Se trataría de una ermita
de reducidas dimensiones que fue sustituida por un nuevo templo a comienzos del
siglo XIII. En 1588 fue derribada la Iglesia primitiva, a excepción de la
torre. El templo actual fue trazado por Diego de Praves, según los esquemas
herrerianos en boga. Terminó las obras su hermano Francisco de Praves en 1621.
Preside la fachada un altorrelieve de San Martín ofreciendo su capa a un pobre,
grupo ejecutado por Antonio Tomé en 1721. Se trata de una advocación muy
característica de la arquitectura religiosa y hospitalaria del Camino de
Santiago.
La popular torre de esta iglesia causó ya la
admiración de Antolínez, quién decía que estaba hecha "a flor de tierra
y sin cimientos", como vio por sí mismo cuando se abrió una zanja para
depositar los huesos amontonados en lo que antaño fuera iglesia y entonces
pasaba a ser capilla de don Alfonso de Galdo (obispo de Honduras). Al hacer
esta capilla, escribe, vio "un sepulcro que se introducía en parte
debajo de la torre, en el que se hallaron los restos de un cadáver de
extraordinarias dimensiones". Según Martín, el templo existía ya en
1148, aunque por entonces no era sino una ermita.
Una de las arterias principales del Valladolid
medieval, la Calle Francos, conectaba a través de la Calleja de los Moros
(acaso el primer asentamiento de mudéjares, supone Represa) con la plaza e
iglesia de San Martín, núcleo de uno de los barrios, creados bajo el conde
Ansúrez, densamente poblado ya a mediados del siglo XII. Esta plaza resultaba
del espacio libre que había ante una de las puertas del recinto viejo, pues por
allí discurría la "cerca" (que no muralla) de la villa.
Esta iglesia, convertida en parroquia en la
segunda mitad del siglo XII según Castán, posee aún una torre del siglo XIII,
de transición, cuya estructura es similar a otras de la provincia y a la de la
Antigua, en cuyas molduras son semejantes. Sin embargo las ventanas ya tienen
arco apuntado. En 1241, en efecto, recoge Rucquoi menciones documentales que
hablan de esta iglesia, en torno a la cual habitan "moros". La
parroquia albergaba sobre todo artesanos y comerciantes, y acogía el mercado diario
("azogue") y numerosas tiendas en sus calles.
El templo fue demolido en 1588 y reedificado en
1621 por el arquitecto Francisco de Praves. La torre, respetada a pesar de
todo, presentaba en 1788 unas grietas en los lados Norte y Sur que alarmaron al
párroco, quien consultó a un ingeniero. Este determinó que las fisuras eran muy
antiguas y presumía que se debieron a la antigua cubierta similar a la de la
vecina iglesia de la Antigua, que debía de pesar demasiado y por eso "los
antiguos" la quitaron. Sugirió rellenar los intersticios y observarlos
pues, de reabrirse, sería preciso desmochar la torre. Sin embargo su opinión
era que no se trataba de desperfectos graves, como de hecho la presencia de la
edificación, aún con grietas, ha demostrado posteriormente.
Del templo levantado a comienzos del siglo XIII
sólo resta pues la torre, de proporciones muy esbeltas. Javier Castán define
sus características con gran acierto, cuando escribe que "la torre de
San Martín viene a simbolizar la continuidad o la transición sin sobresaltos
entre el románico y el gótico en Valladolid". Es cierto. Aunque
tardía, la torre de San Martín es heredera directa de la torre románica de la
Colegiata vallisoletana, de comienzos del siglo XII, y de la torre de Santa
María de la Antigua, construida durante los primeros años del siglo XIII. Vemos
en la de San Martín detalles constructivos y decorativos que delatan un notorio
desembarco del primer estilo gótico en la población.
La torre de San Martín está pegada al muro
Norte del crucero de la Iglesia. Fue construida en sillería bien escuadrada.
Tiene planta cuadrangular y su alzado está dividido en cuatro cuerpos. El piso
bajo del primero hace hoy las veces de Sacristía, pues comunica con el
mencionado crucero. Exteriormente está subdividido en tres partes por dos
líneas de imposta lisas. En la esquina Sureste y embutida en el muro, hay una
escalera de caracol que sirve para ascender a los cuerpos altos. A poniente se
abre una ventana de aspillera.
Se componen los tres cuerpos altos de modo
similar a la torre de la Antigua. Están separados por medio de impostas sin
decoración, subdivididos por una moldura intermedia, también lisa, y tienen
columnillas empotradas en el retranqueo de las esquinas. Pero, contrariamente a
lo que vemos en sus antecesoras, en la torre de San Martín ha desaparecido el
taqueado. La decoración es más sencilla, como consecuencia de la llegada de las
corrientes estéticas del Cister, que imponen sobriedad. Esto es más evidente en
el segundo cuerpo, donde en cada uno de sus frentes se abre una ventana
terminada en arco apuntado, con bordes achaflanados, tosco parteluz central y
tracería de cuadrifolios bastante imperfecta. La presencia de columnas en las
jambas restan un poco de austeridad a la composición general del vano. Se
prolonga la imposta intermedia hasta convertirse en cimacio de cada capitel.
Del mismo modo se resuelve el tercer cuerpo,
pero en cada frente aparecen tres ventanas, con columnas pareadas en sus
parteluces y otra más en las jambas laterales. Muestran leve apuntamiento los
arcos, cuyas roscas y chambranas carecen de decoración.
En cada frente del último cuerpo se abre una
amplia ventana geminada con dos arcos de medio punto, una columna en las jambas
y parteluz de columnas pareadas. Las impostas son lisas.
Otra línea de imposta superior da paso a una
cornisa de leve resalte. Por encima se desarrollaba un esbelto chapitel
piramidal, hoy desaparecido, de dimensiones semejantes al que corona la torre
de la Antigua. Sangrador recoge la noticia de la existencia de este remate,
"pero que habiéndose observado que se abrían en ella grandes grietas y
endiduras, que aún subsisten, se mandó destruir a fin de evitar que su excesivo
peso produjera la destrucción completa de la torre".
Una de las características primordiales de esta
torre es su falta de decoración escultórica. Puede observarse alguna decoración
vegetal muy sencilla en los capiteles, cuyos acantos terminan en cogollos
abultados.
El antes citado Antolínez glosó las excelencias
de esta torre, "una de las más grandes que tiene iglesia en España,
toda...de piedra...fundada sobre la haz de la tierra". Muy cerca de
ella se descubrieron restos de enterramientos humanos, cuando a comienzos del
siglo XVII se estaban abriendo los cimientos para construir la Capilla de don
Alonso Fresno de Galdo, Obispo de Honduras, que es la más cercana del lado del
Evangelio. Se decidió abrir una zanja "de estado y medio de honda"
junto a la torre, para volver a enterrarlos. Al profundizar "se
descubrió un nicho de piedra que entraba tres partes de las cuatro debajo de la
torre, y la otra salía fuera; sobre el cual nicho o hueco está fundada la
torre. En esta parte del nicho que sale fuera de la torre se sacaron unos
huesos tan grandes que suponían ser de algún gigante...eran de persona de
monstruosa estatura". Supuso Antolínez que debía tratarse de los
restos de un antiquísimo "moro", pues "la torre se
fundó sin echarla cimientos" y sin reparar en la existencia de tal
nicho.
Colegiata de Santa María la Mayor
Los restos de la colegiata de Valladolid se
encuentran situados a espaldas de la Catedral herreriana.
El acceso más cómodo al solar que ocupó el
templo primitivo, orientado de Oeste a Este, se realiza desde el fondo de la
Plaza de la Universidad, atravesando una reja divisoria. Para su emplazamiento
fue elegido un promontorio situado en el extremo occidental de la primitiva
aldea, el cual, al parecer, estuvo habitado en época romana. Antolínez de
Burgos escribió en este sentido que, cuando se construían los cimientos de la
Catedral herreriana, "se descubrió un pedazo de aposento labrado a lo
mosaico, con azulejos de diferentes colores y del tamaño de habas muy pequeñas,
indicios y rastros todos que nos dan a conocer la mucha antigüedad de
Valladolid".
Desde el ábside del lado del Evangelio de la
Catedral se accede a una serie de capillas funerarias y otras dependencias de
función incierta, que rodeaban los pies y la nave septentrional de la antigua
Colegiata. Se trata, en su mayoría, de restos góticos de los siglos XIII y XIV.
Sus fachadas externas son visibles desde la Plaza del Portugalete y desde la
Calle Arzobispo Gandásegui. Desde 1965 albergan los fondos artísticos del Museo
Diocesano y Catedralicio.
Bosquejo histórico
Fue el rey Alfonso VI de León y de Castilla
(1072- 1109) uno de los principales difusores del arte románico en el occidente
de la Península. Hacia el año 1074 concede al conde Pero Ansúrez el señorío de
la pequeña aldea de Valladolid, como premio a los servicios prestados a la
Corona y con la misión de repoblar la zona. Acto seguido, y con el beneplácito
de su esposa doña Eylo, decidió el conde afianzar el prestigio de su nuevo
feudo mediante la construcción de un gran templo dedicado a Santa María a extramuros
de la villa.
Se cree que las obras comenzaron hacia 1080,
pues cuatro años más tarde la nueva Colegiata ya estaba plenamente constituida
en el aspecto jurídico. A pesar de ello, el conde no firmó la Carta de
Fundación hasta el 21 de mayo de 1095.
Aquel mismo día redactaron su testamento los
condes Pero Ansúrez y doña Eylo, dotando a la Iglesia Colegial con numerosas
donaciones pecuniarias y territoriales, entre las que cabe destacar la Iglesia
de San Pelayo, quizá mozárabe, que se llamó más tarde de San Miguel, y la
Iglesia de San Julián, de posible estilo prerrománico astur-leonés, que estuvo
situada frente a los ábsides de la Iglesia de San Benito el Real. Parece que se
trataba de los más antiguos templos de Valladolid. Otra donación testamentaria
destinada a la Colegiata fue la Plaza de Santa María –hoy Plaza de la
Universidad–, situada al Sur de la Iglesia, que se convirtió en centro
mercantil y en escenario de justas y corridas de toros. Pasó también a ser
propiedad de la Colegiata el conjunto de terrenos comprendidos entre los dos
cauces del Esgueva, que iban desde la Granja de Martín Franco –actual Calle de
los Francos– hasta la orilla del río Pisuerga.
Siguiendo el ejemplo de su soberano, principal
introductor de los monjes franceses de Cluny en sus reinos patrimoniales, el
conde había puesto al frente de la Colegiata a dos monjes de la Orden de San
Benito que procedían del monasterio de San Zoilo de Carrión de los Condes: el
abad don Salto –o Soto– y el prior don Virila. Ambos pasaron a formar parte del
Cabildo como clérigos seculares. Desde 1080 a 1138 está documentada la
presencia del primero al frente de la Colegiata. Los demás miembros del Cabildo
fueron un chantre, un tesorero, veinticuatro canónigos y seis racioneros.
Como ya se indica al hablar del templo
vallisoletano de la Antigua, a lo largo de los años muchos historiadores se han
ocupado de la fundación de la Colegiata. Si Castro afirmaba que la arqueología
vendría a solventar el problema en favor de la primacía temporal de la
Colegiata, Mañueco expondría sus teorías en función de los documentos. En ellos
aparece en 1088 por primera vez un abad para Santa María, don Salto; por tanto
la "entidad moral" de la institución era anterior a 1095,
fecha de la dedicación del templo, en la que dicho abad, procedente de San
Zoilo de Carrión, recibe la pingüe dote inicial del conde Ansúrez. Además, los
capitulares quedan eximidos de la potestad secular (merino y sayón) y se les
permite poblar más allá del Esgueva, lo que indica la escasez de vecinos en el
entorno de la iglesia, cuyo patronato se reserva la familia Ansúrez. En el
mismo día se consagró la iglesia, muy posiblemente sin estar terminada su
construcción, aunque contaría ya con la cabecera.
En 1110 se producía la definitiva entrega del
templo por los condes y sus hijos al abad, de forma que su construcción ya
habría finalizado en este momento, en el que Castán data la torre, que aún se
conserva a duras penas. A lo largo del siglo XII se suceden donaciones (de los
condes y otros laicos, del obispo de Palencia) y privilegios reales que van
configurando un abundante y variado patrimonio que incluye tierras, ganados,
términos, iglesias, juros... El patronazgo de la familia condal no impuso cargas
al abad, cuya elección en el futuro realizarían los canónigos, con el
beneplácito de los sucesores del conde y hombres buenos de la villa; pero si el
elegido no fuera un canónigo vallisoletano, se solicitaría el consejo del
arzobispo de Toledo. También se estableció la autonomía de la Colegiata,
dependiente sólo de Roma y se pagaría en señal de sumisión 100 sueldos al Papa,
lo que motivará enfrentamientos con el obispo de Palencia, dentro de cuya
diócesis se hallaba Valladolid. Los clérigos de la colegial, cuya regla inicial
se desconoce, acogieron Concilios nacionales en 1124, 1143 y 1155; pero sus
costumbres debieron relajarse excesivamente, lo que motivó la "reforma"
por el arzobispo de Toledo en 1162, momento en que se adscriben los capitulares
a la regla de San Agustín.
En los siglos XII-XIII el poder de la abadía
está plenamente asentado en la villa y su entorno: Rucquoi señala la presencia
de un merino del abad –además del real– que representa el poder eclesiástico en
los barrios de Santa María y la Antigua. Se recaudan tributos de algunos
comerciantes y de vasallos de la colegiata, e incluso de collazos: en 1178
Alfonso VIII da privilegio a la institución para cobrar la mitad de los
tributos que corresponden al rey (fonsadera, pedido y otros). Este monarca tomó
a Santa María la Mayor bajo su protección y, cosa curiosa, en 1181 hace lo
mismo Fernando II, rey de León, aduciendo la marcha del castellano a la guerra.
Durante este tiempo el obispo de Palencia
intentó someter a su jurisdicción a la colegiata vallisoletana; en 1200 se
fecha un laudo que debía solventar las diferencias entre aquel y el abad, y en
el que no se mencionan los documentos de 1162 y 1166 que, explica Rucquoi,
favorecían a Palencia. Ambos se conservan en su Archivo Catedralicio, pero no
en el vallisoletano... En 1231 ambas instituciones eligen un árbitro que decida
si el abad de Valladolid debía elegirse o no entre los capitulares palentinos, que
habían protestado por la sucesión del abad Juan. Los enfrentamientos llegaron a
ser armados, hasta que en 1500 los Reyes Católicos pidieron bula papal, para la
unión de la abadía al obispado, que fue revocada en 1514.
Estas disputas no impidieron el florecimiento
de la colegiata: olvidada por los sucesores del conde, pero favorecida por los
monarcas, la importancia del templo y la villa hizo al abad Juan Domínguez,
canciller de Fernando III, impulsar la edificación de una segunda construcción,
demoliendo la anterior salvo la torre. Quizá fuese el nuevo templo, supone
Martín, el que acogió el concilio de 1228. Pero en 1299 aún se construía la
torre de la iglesia, aunque Mañueco aclara que hubo dos torres, a la segunda de
las cuales se refiere. De hecho las obras continuaron en el siglo XIV: en 1318
se inició un nuevo claustro, al que se abrían varias capillas (cuatro de ellas
conservadas, aunque destacan las de San Lorenzo y Santo Tomás). cuando en 1333
se construye la capilla de San Juan y San Blas la primitiva torre-pórtico,
tapiada, perdió su utilidad.
No acabó aquí el ímpetu constructor de los
canónigos: en 1527 convocaron concurso para trazar una nueva iglesia colegial.
Ganado por Diego de Riaño, fue sustituido al morir por Rodrigo Gil de Hontañón;
pero la obra no avanzó, quizá por falta de presupuesto, pedido ya el papel de
la ciudad como rectora de un Imperio. En 1580 presentó sus planos Juan de
Herrera lo que supuso un cambio total y la demolición de lo construido, cuya
piedra se reaprovechó. Aún inconcluso, el templo fue declarado catedral en 1595
por Clemente VIII, pero las muertes de Herrera (1596) y Felipe II (1598)
aplazaron "sine die" su terminación, como se puede observar
aún hoy... A pesar de ello fue declarado Monumento Histórico Artístico Nacional
en 1931.
La colegiata románica
Hacia el año 1080 comenzarían las obras de un
pequeño templo románico que ya estaría terminado en el año 1100, cuando el
conde Ansúrez firmó la Carta de Donación por la cual entregaba la colegiata al
abad don Salto. Litúrgicamente orientada, suponemos que tenía una sola nave, de
unos 53 x 9 m, cubiertas lignarias y acceso desde el exterior a través de una
torre-pórtico situada a los pies. Este último elemento es el único resto del
templo románico que ha llegado a nuestros días. Parece, en su tipología, heredero
de los "westwerk" carolingios.
Es casi cuadrada en planta, con los lados Este
y Oeste más anchos. Seguramente dispuso de un cuerpo más y se remataba con un
chapitel piramidal. Perdió su función primitiva de pórtico de entrada al templo
cuando en 1333 se construyó ante ella una capilla funeraria gótica dedicada a
San Blas y a San Juan Evangelista.
Restos de la torre románica (con
ornamentación de jaqueado) que perteneció a una colegiata anterior mandada
edificar por el conde Ansúrez, fundador de la ciudad.
Planta de la iglesia de
la Colegiata de Santa María la Mayor (Valladolid). Pedro
Ansúrez no alcanzó se propósito de construir una gran colegiata en
Valladolid. Actualmente se conservan escasos restos de la obra románica y de su
etapa gótica.
A pesar de haber resultado muy alterada en
intervenciones posteriores a su construcción, esta torre-portada adquiere
importancia por el hecho de que sirvió como modelo a la hora de levantar la
esbelta y bien proporcionada torre de la Iglesia de Santa María de la Antigua,
así como las torres de San Martín de Valladolid, del Salvador de Simancas, de
San Esteban de Segovia, de Santa Eulalia de Paredes de Nava y de la parroquial
de Torremormojón (Palencia).
Los restos desmochados de la torre aparecen hoy
embutidos entre las ruinas de los pies del antiguo templo colegial. Fue
construida de sillería bien escuadrada. Sobre una línea de imposta con
decoración de ajedrezado, puede verse aún una ventana flanqueada por dos
columnillas empotradas, con sus basas de doble bocel y escocia, cuyos capiteles
muestran decoración fechable a comienzos del siglo XII. Sus cimacios no son
sino restos de la línea de imposta intermedia. En la esquina izquierda se
conserva la parte baja de un fuste, con basa ática de doble bocel y escocia,
colocada sobre un pequeño plinto. Desde los jardines de la Iglesia de la
Antigua puede apreciarse cómo sobresale la parte occidental de la torre, con
columnas acodilladas en las esquinas, ventana geminada con roscas de cuatro
filetes, e imposta en nacela de ajedrezado que rodeaba los cuatro lados. Hasta
la línea de imposta llegan los capiteles de las dos columnillas acodilladas que
flanquean las esquinas. En el lado septentrional pueden apreciarse aún las
roscas de la ventana geminada correspondiente.
Una reconstrucción ideal, propuesta por Felipe
Heras en su tesis de licenciatura de 1966, divide la torre en tres cuerpos.
Abajo estaría el pórtico, con arco de medio punto de rosca moldurada y extradós
recorrido por una banda ajedrezada, que se uniría a la línea de imposta de
igual decoración. Por encima se situaría una ventana abocinada de medio punto,
con el mismo ajedrezado en la rosca e igual perfil que el de los vanos de los
ábsides laterales de la Iglesia de San Pedro de Arlanza. Frente a ella, en el
muro Oeste, es apreciable la huella de otra ventana de medio punto y amplia
luz. En el lado Este, por encima de la ventana, se aprecia el hueco cegado de
otra abertura. Esto supone una división interna en dos pisos: el pórtico bajo,
que estuvo cubierto probablemente con bóveda de cañón del mismo sentido que la
del templo, y un segundo piso que parece haber estado cubierto con bóveda de
cañón transversal, como puede apreciarse en los muros internos de la torre. El
segundo cuerpo, que es el conserado, mostraría, sobre una línea de imposta con
ajedrezado, una ventana geminada en cada uno de sus cuatro frentes, con
columnillas laterales y mainel central, con capitel y cimacio, y las dos roscas
molduradas. Otra línea de imposta central, en nacela y jaquelada, marcaría la
división entre las dos columnillas superpuestas situadas en cada esquina. El
tercer cuerpo de la torre sería exactamente igual al segundo, pero las ventanas
tendrían mayor amplitud de luz. Como remate veríamos un chapitel piramidal,
similar al que hoy presenta la torre de la Iglesia de La Antigua.
Además de la característica decoración de tacos
en la imposta, hemos de señalar la localizada en las columnas. Los capiteles
conservados en la ventana de la cara de la torre que mira a la Plaza de la
Universidad, muestran decoración variada. El situado a la derecha del vano
tiene decoración vegetal de hojas de palmeta talladas a bisel. El cimacio, de
ajedrezado, formó parte de una imposta desaparecida. En el capitel de la
izquierda fue esculpida una figura humana con brazos y piernas abiertos en
rigurosa simetría. Mesa los cabellos con sus manos. Del centro del capitel
arrancan dos caulículos que se prolongan hasta las esquinas, de los cuales el
derecho sube sobre la cabeza de la figura. Lleva cimacio en nacela, decorado
con tres bolas. Falta la columna del ángulo derecho. De la del extremo opuesto
sólo queda la mitad del fuste. Las tres conservadas tienen basa ática apoyada
sobre un plinto de muy poca altura. En la cara Oeste de la torre vemos
capiteles con decoración vegetal tallada a bisel. Sus características apuntan a
que no se trata de los primitivos del siglo XII, sino que fueron renovados a
comienzos de la siguiente centuria.
La colegiata protogótica
Durante el siglo XII la Colegiata fue ganando
en prestigio, al tiempo que la villa de Valladolid se convertía en uno de los
principales centros políticos de la doble Monarquía de León y Castilla. Hasta
tres Concilios nacionales tuvieron como escenario la Colegiata, en 1124, 1143 y
1155. El primitivo templo románico comenzó a parecer demasiado pequeño para una
población tan importante. Fue entonces cuando se decidió derribar la primera
Iglesia Colegial para levantar en su lugar un gran templo de nueva planta. Las
obras comenzaron siendo abad don Juan Domínguez de Medina, Canciller del rey
don Fernando III de Castilla y de León, que aparece documentado al frente de la
Colegiata desde 1219 hasta 1230, año en que fue nombrado Obispo de Osma. Se
salvó del derribo la torre-pórtico románica de los pies.
La nueva Iglesia Colegial, construida también
de sillería, tuvo tres naves, separadas por pilares cruciformes con pares de
semicolumnas adosadas, siguiendo el sistema cisterciense hispano-languedociano
de soportes. Pueden encontrarse claras similitudes con los del monasterio de
Valbuena de Duero (Valladolid). Aún son visibles restos de estos pilares en los
muros Norte, Oeste y Sur, conservando algunos capiteles decorados con cintas,
bolas y hojas de parra. Tendrían las naves hasta seis tramos de separación. La
cabecera mostraría tres ábsides, en correspondencia con las naves. Restan
todavía algunas ventanas rasgadas en vertical, abocinadas y terminadas en arco
de medio punto. Debió cubrirse el templo con bóvedas ojivales de nervios de
sección gruesa. El estilo general sería el protogótico característico de las
fundaciones cistercienses y premonstratenses de las primeras décadas del siglo
XIII.
Como acabamos de apuntar, se conservan algunos
capiteles decorados con cintas, bolas y hojas de parra, en lo alto de las
columnas adosadas a los pilares de los muros Norte, Oeste y Sur de la Colegiata
protogótica.
Buen ejemplo del estilo cisterciense es la
nueva portada del templo, abierta en el tercer tramo septentrional, comenzando
por los pies, cuando quedó cegada la vieja torre-pórtico. Sólo una de las
arquivoltas centrales muestra decoración geométrica de cabezas de clavo, pues
las demás son lisas. No faltan columnas en sus jambas. Por desgracia se
encuentra muy deteriorada.
Todavía se hizo una portada más en el costado
Sur, muy cerca de los pies. Quedó oculta como consecuencia de las reformas
hechas para adaptar estas dependencias a las necesidades del Cabildo durante
las obras de la Catedral herreriana, pero fue redescubierta en septiembre de
1961.
El claustro y las capillas góticas
Desde comienzos del siglo XIV fueron
levantándose las capillas funerarias de estilo gótico que rodeaban al templo
por sus costados Norte, Sur y Oeste.
A partir de 1318 comienzan las obras del nuevo
claustro, que quizá vino a sustituir a otro anterior. Es citado en 1415 con el
nombre de "claustra nueva", razón por la cual podemos deducir
que no fue terminado hasta pocos años antes de esta fecha. La portada
meridional de la Iglesia, de estilo protogótico, pasa a convertirse entonces en
el principal acceso al citado claustro. Aún podemos admirarla en la única
capilla que subsiste de esta construcción. Refiere Antolínez de Burgos lo
siguiente: "yo alcancé un claustro que se labró algunos años después de
la fundación de la Iglesia, que fue uno de los más suntuosos y lucidos que
había en España: todo lleno de imágenes de bulto de piedra, todo con colores, y
todo alrededor poblado de nichos de entierros muy antiguos de ilustres
personas, y con sus letreros y escudos de armas grabadas en lo alto de las
bóvedas...Dentro de este claustro había dos capillas, la una con advocación de
Santo Toribio, la otra de San Lorenzo, y en ésta fundada una fábrica de este
Santo, la cual permaneció hasta el año de 1634, porque los prebendados la
convirtieron en sala para sus cabildos, y su altura era tanta que se atajó por
medio y quedó de muy bastante proporción, y la parte superior la aplicó para
librería".
A comienzos del siglo XIV se construyen las
capillas funerarias y otras dependencias que rodearon parte del muro Norte y
todo el muro de los pies del templo protogótico. Durante el siglo XVII,
mientras la Iglesia y el Claustro eran desmontados para utilizar sus sillares
en la construcción de la Catedral de Juan de Herrera, las cinco viejas capillas
y otras dos del paño Sureste del Claustro fueron habilitadas para acoger el
Capítulo, Librería, Archivo y Sacristía, entretanto se terminaba el nuevo
templo. Como apuntábamos más arriba, estas salas acogen desde 1965 los fondos
del Museo Diocesano y Catedralicio. Son las siguientes:
El Vestíbulo
Es un tramo situado en el lugar donde iba a
construirse el crucero de la inacabada Catedral herreriana. En su interior es
visible la parte baja de uno de sus pilares. Ya encontramos en el vestíbulo
buenas piezas esculpidas pertenecientes al Museo Diocesano. Llaman la atención
algunos sitiales de nogal que formaron parte de la sillería del Colegio de San
Gregorio. Sus respaldos están decorados con cuatro flores de lis afrontadas,
con referencia a la figura heráldica que utilizó Fray Alonso de Burgos, Obispo de
Palencia y fundador del citado Colegio de Teología. Pueden fecharse a comienzos
del siglo XVI
Otra pieza significativa del vestíbulo es la
puerta de nogal hispano-flamenca de fines del siglo XV que perteneció a la
Colegiata. Uno de los batientes muestra profusa decoración vegetal, entre la
que se ven pájaros alimentándose de frutos. Preside la composición un jarrón de
azucenas con la leyenda "AVE GRACIA P", colocado entre dos
dragones que unen sus colas. En el otro batiente dos salvajes sostienen un
segundo jarrón de azucenas, en el cual se lee "SALVE REGINA MI".
Más restos de esta puerta pueden verse en el llamado "Pasillo".
Capilla de San Llorente
Existía ya antes de 1319 una capilla con esta
advocación, que era utilizada como Sala Capitular. Parece que hacia el año 1331
había sido desmantelada, como consecuencia de la construcción del nuevo
claustro. Fue reedificada desde 1345 bajo el patronato de Pedro Fernández,
escribano de la Cámara del rey Alfonso XI y Canciller del Príncipe don
Fadrique, y de su hermano Juan Gutiérrez, escribano de dicho Príncipe. Los dos
hermanos añadieron a la advocación antigua, de San Lorenzo, la del Corpus
Christi. Presenta planta rectangular, con arcosolios funerarios de ojiva en los
muros. Se cubre con dos magníficas cúpulas de yesería mudéjar, una de circular
y otra octogonal, adornadas ambas con escudos cuartelados de Castilla y León en
forma de rosetas de ocho lóbulos, otros escudos de perfil normal, de gules con
una cruz floronada de plata; labor de lacería y piñas de mocárabes de raigambre
almohade.
Sepulcro
de los Téllez de Meneses (ca. 1300). Sepulcro de piedra caliza procedente
del Monasterio de Santa María de Palazuelos.
Antolínez de Burgos mencionó que en 1634 la
Capilla dedicada a San Lorenzo fue dividida en dos alturas, pasando a servir la
inferior como nueva Sala Capitular y la superior como Librería. En esta última
casi podían alcanzarse con las manos las dos cúpulas mudéjares.
La portada ojival que da acceso a esta capilla
procede de la antigua Colegiata y está adornada con motivos vegetales y
zoomorfos muy restaurados. Lo mismo ocurre con los arcosolios ojivales, muchos
de los cuales han perdido la chambrana superior en ángulo.
Dentro de la Capilla hay dos sepulcros exentos
fechables a mediados del siglo XIII. Son de piedra caliza, con figuras yacentes
y proceden del monasterio cisterciense de Palazuelos (Valladolid). En sus
frentes se desarrollan escenas de entierro y duelo, con plañideras, clérigos, y
con amigos y familiares del difunto. En el frente derecho del primero podemos
admirar una magnífica representación de Cristo en Majestad con el Tetramorfos y
los doce apóstoles. Fue representado en el frente de los pies de ambos sepulcros
el caballo del difunto, engualdrapado, con estribos y con el escudo colgado del
revés en señal de duelo. Lloran algunos caballeros amigos junto a la
cabalgadura. Todas las escenas reparten sus figuras entre arquerías góticas con
castilletes en las enjutas.
Sepulcro de los Téllez de Meneses (ca.
1300). Sepulcro de piedra caliza procedente del Monasterio de Santa María
de Palazuelos.
Hay además tres vírgenes góticas con el niño y
una manzana en la mano, de madera policromada; un San Miguel del siglo XV con
su armadura, dorado y policromado; sobre la puerta un gran Crucifijo del siglo
XIII, y un ángel, aún goticista, de comienzos del siglo XVI.
Desde el siglo XV fue utilizada esta Capilla
como Salón de Grados de la Universidad, es decir, como lugar de examen de los
nuevos doctores. En los primeros años de la década de los sesenta del siglo XX
se descubrió un "Victor" del siglo XVI oculto bajo el revoque
del primer nicho funerario de la derecha: "Do. Sobrino. Sábado. 10. V
1576 Victor"
En la esquina derecha más cercana a la entrada
cuelga una "Piedad", pintura sobre tabla de tosco estilo
hispanoflamenco, fechable en los años finales del siglo XV.
Se conserva la lápida sepulcral de los hermanos
Pedro Fernández y Juan Gutiérrez, patronos de la Capilla, escrita con letra de
estilo románico tardío.
Sala Capitular
Fue construida en el siglo XVII, aprovechando
algunos muros del claustro gótico, es de planta rectangular y conserva algunos
nichos funerarios ojivales ocultos tras la sillería barroca de Felipe
Espinabete, también visibles en los muros del llamado "Pasillo"
del Museo.
Estaba en ruinas en 1331. Fue reconstruida en
años sucesivos a costa de García Pérez de Valladolid, Alcalde del Rey. Es de
planta rectangular, con nueve nichos funearios ojivales en los muros, cuatro
puertas de arco apuntado y cubierta formada por dos bóvedas de crucería
sencilla. En la clave de cada una hay escudos tallados en relieve: tres bandas
dobladas y orla con catorce calderas. Parece que esta Capilla sirvió como
Sacristía al menos desde 1634.
Antigua capilla funeraria de
la Colegiata de Santa María la Mayor (Valladolid) (s. XIV), hoy
adaptada al Museo Catedralicio.
Pieza importante del Museo es un Crucifijo del
siglo XIV con las piernas cruzadas, de aspecto dramático, que está colocado
sobre la puerta de entrada.
Entre los dos arcos que dan al interior de la
torre-pórtico románica vemos una Virgen con el Niño de alabastro policromado,
fechable a mediados del siglo XIV. En el arcosolio del fondo a la derecha
aparecen dos leones unidos simétricamente por su parte trasera. Son iguales a
los que sostienen los sepulcros del siglo XIII.
Capilla de Santo Tomás. Crucificado
gótico
En la esquina izquierda de la Capilla cuelga un
Crucificado del siglo XVI, acompañado por los dos ladrones, tallados hacia 1500
por el Maestro de San Pablo de la Moraleja. Estas dos figuras, de madera
policromada, muestran aún evidentes secuelas del dramatismo gótico. Vemos salir
de la boca del Buen Ladrón un niño desnudo, símbolo de la limpieza de su alma,
que es recogido por un ángel para ser llevado al Cielo. El Mal Ladrón, por el
contrario, es apresado por un horrible monstruo de dos cabezas. Sobre la puerta
de salida hay un crucifijo del siglo XIII, que tiene las piernas cruzadas.
Capilla o ángulo del claustro
Es el único vestigio del claustro gótico del
siglo XIV, aunque dos de sus pilares muestran reformas efectuadas en el siglo
XV. Cinco nervios se juntan en la clave de la bóveda. La clave central de la
bóveda encierra una escena de la Virgen con el Niño entre dos ángeles, del
siglo XIV. Las ménsulas occidentales también están decoradas. En la izquierda
fue esculpido un ser monstruoso con los brazos abiertos, que parece mesarse las
barbas. Los restos de un pájaro cazando un animal son aún visibles en la ménsula
opuesta. En el frente oriental hay otras dos ménsulas. La septentrional muestra
una cabeza de largos cabellos semioculta entre hojas de cardina, mirando hacia
el interior de la Capilla. Hacia el desaparecido claustro mira un ángel
portador de un escudo, de estilo flamenco-borgoñón del siglo XV. En la ménsula
opuesta hay otro ángel de factura tardogótica, pero éste tañe un laúd.
Portada gótica del claustro de la antigua Colegiata de
Valladolid. Importante muestra del gótico-cisterciense.
En el muro septentrional se conserva la portada
de estilo cisterciense que daba paso a la desaparecida Iglesia Colegial.
Presenta grandes semejanzas con la portada Norte del monasterio de Santa María
la Real de las Huelgas de Burgos.
De arco apuntado, tiene arquivoltas lisas, de
baquetones, y otras decoradas con motivos geométricos: dientes de sierra,
cabezas de clavo, cilindros que forman rombos. Hay parejas de animales
esculpidas en los capiteles, los cuales han sido restaurados en exceso.
Cimacios dispuestos en nacela forman una banda quebrada, con decoración de
palmetas.
Junto a esta portada encontraremos una "Piedad"
de madera policromada, de estilo hispano-flamenco característico del siglo XV.
Sobre los dos arcos apuntados de la entrada
cuelga un Crucifijo protogótico del siglo XIII, con cuatro clavos.
Capilla de San Blas y San Juan
Evangelista
Esta Capilla, casi cuadrada en planta, con tres
nichos funerarios abiertos en el muro de poniente, se cubre mediante bóveda de
crucería sencilla, descansando los nervios en los ángulos sobre capiteles
policromados. Fue construida de 1333 a 1337 bajo el patronato de don Juan
Rodríguez, Arcediano de Campos, el cual quedó obligado, por parte del Cabildo,
a construir una Sala Capitular "en ssomo de la dicha capiella",
pues la Capilla de San Lorenzo, donde solían reunirse el abad y los canónigos
en Capítulo, se encontraba en estado ruinoso. Esta cláusula nunca se cumplió.
La clave de la bóveda muestra un escudo de oro
con banda de sable, orlado también de sable con seis calderos de oro. Tras él
sobresalen cuatro cabezas policromadas dispuestas en cruz. También son visibles
figuras policromas en dos de los capiteles laterales.
Capilla
de San Blas. Llanto sobre Cristo Muerto
A la derecha de la puerta de salida está
colocada una Virgen con el Niño, escultura de madera policromada fechable a
mediados del siglo XII. El tipo se corresponde con los cánones habituales del
románico pleno: frontalidad rigurosa de las figuras y vestiduras con pliegues
simétricos. La policromía parece dos siglos posterior. La Virgen María, con
túnica azul, abre los brazos con gesto intercesor. Su manto rojo lleva cenefa
dorada con incisiones en círculo y en puntos que forman líneas en zig-zag.
Cúpula octogonal de la capilla de San
Lorenzo, en la antigua Colegiata de Valladolid, parte de
la Catedral de Valladolid actual.
Falta la cabeza del Niño, que alza la mano
derecha con los dedos índice y corazón extendido. Su otra mano descansa en la
rodilla. Viste manto rojo con túnica dorada. Más curiosa es la policromía del
trono, que es dorado y tiene cada lado del respaldo terminado con curiosa oreja
circular. Cada oreja de estas lleva pintada una roseta de doce brazos con
pintura negra. Debajo se disponen curiosas representaciones alargadas de trazo
sencillo y negro, a modo de ventanas rasgadas superpuestas, dos a cada lado en
vertical y separadas por cuatro líneas. Lo más llamativo de estos rectángulos
alargados es que terminan en arco túmido de tipo musulmán, con la punta en leve
conopio.
Obra tardomedieval de gran categoría artística
es el "Llanto sobre Cristo Muerto" de Alejo de Vahía. Se trata
de un grupo escultórico de madera policromada fechable hacia 1500. Cada
personaje se transforma en una individualidad, pleno de dramatismo contenido.
El pórtico de la torre románica
A consecuencia de la construcción de la Capilla
de San Blas y San Juan, a comienzos del siglo XIV quedó cerrado el paso a la
Iglesia a través del antiguo pórtico de la torre románica, de fines del siglo
XII, el cual pasó a hacer las veces de cámara del tesoro catedralicio. El hueco
de entrada, terminado en arco de medio punto, está ocupado actualmente por la
espléndida custodia procesional que el orfebre leonés Juan de Arfe y Villafañe
cincelara en 1587. Probablemente estuvo cubierto con bóveda de cañón sencilla.
Capilla de Santa Inés
Fue construida antes de 1333. Tiene planta
rectangular y se cubre con un alfarje mudéjar que no es el original. En el muro
oriental es visible la portada cegada que daba acceso al testero del Evangelio
de la Iglesia Colegial. Su sencillo arco de medio punto tiene rosca de
ladrillo. Las jambas, por el contrario, están formadas mediante hileras
alternadas de bloques de piedra y varias hiladas de ladrillos.
En los muros de esta Capilla se abren hasta
siete arcosolios funerarios con arco ojival.
En los arcosolios apuntados de la izquierda hay
cuatro sepulcros, en cuyos frentes se repiten tres blasones. Uno de ellos
muestra tres barras dobladas, con orla de catorce calderos; el otro es una cruz
floronada, con orla lisa; y por último aparece uno de cinco bandas con orla de
diecinueve aspas. Sobre el yacente del primero, hombre con barba anudada y
largos cabellos, se lee la inscripción: "Aquí yace Alonso Cabeças,
fundador de esta capilla, capellanía y obra pía. Requiescat in pace".
La letra es de hacia 1700, pero los sepulcros son del siglo XIV.
Un sepulcro exento del siglo XIII colocado en
esta Capilla, lleva sobre la tapa del ataúd tres pares de escudos. Se alterna
un blasón de cuatro palos con otro ocupado por un águila con las alas
extendidas. Los frentes muestran escenas del entierro de un caballero,
Crucifixión de Nuestro Señor y Pantocrator con Tetramorfos y Apostolado, todo
ello repartido en arquerías góticas con castilletes en las enjutas.
Otras piezas dignas de mención son una "Piedad"
de estilo hispano-flamenco, esculpida en piedra caliza a comienzos del siglo
XVI, y una "Anunciación" del siglo XIV, en piedra policromada,
con el detalle curioso de la Virgen María señalándose el vientre con el dedo.
Sobre la puerta cegada que daba al testero
Norte de la Iglesia Colegial hay un Crucifijo tardomedieval del siglo XV. Está
enmarcada dicha puerta con un arco apuntado cuya rosca se decora con escudos
alternados; se repiten el de las tres bandas dobladas con orla de calderos y el
que muestra una cruz floronada con orla lisa.
Capilla
de Santa Inés. Sepulcro
Capilla de Santa Inés. Descendimiento
Sala de pinturas
Se desconoce la advocación de esta Capilla,
situada en paralelo con lo que queda del muro del Evangelio de la Iglesia
Colegial. Tiene planta rectangular, pero no sabemos cómo estaba resuelta su
cubrición original. Guarda pinturas de los siglos XVI, XVII y XVIII. En la
actualidad permanece cerrada al público por obras de restauración.
La destrucción de la colegiata románica
Parece que fue la presencia de la Corte de
Carlos I en Valladolid, desde el año 1517, lo que aguijoneó la ambición del
Cabildo colegial cuando sus miembros decidieron levantar un nuevo templo. El 21
de mayo de 1527 la emperatriz doña Isabel da a luz al futuro rey don Felipe II
en una pieza del Palacio de los Marqueses de Astorga. Poco antes había sido
convocado un concurso para diseñar las trazas de una nueva Iglesia Colegial.
Fue aceptado el proyecto conjunto presentado por Diego de Riaño, Juan de Álava,
Juan Gil de Hontañón, Rodrigo Gil de Hontañón y Francisco de Colonia.
Comenzaron las obras el 13 de junio de 1527, bajo la dirección del citado Diego
de Riaño. Aunque ignoramos su emplazamiento exacto, sabemos que se quería
levantar una Iglesia Colegial de dimensiones muy ambiciosas, estructurada según
un estilo gótico muy evolucionado al que se unían soluciones decorativas
renacentistas. El modelo provino en las catedrales de Salamanca y Segovia.
Nunca fue terminada.
Algunas décadas más tarde, en 1585, Juan de
Herrera entrega las trazas de una nueva Iglesia Colegial de estilo
desornamentado que tampoco llegó a terminarse. Completaría el imponente
conjunto arquitectónico un claustro herreriano que iba a levantarse en el
costado de poniente, donde hoy se encuentra la Plaza del Portugalete, pero el
paso del brazo Norte del Esgueva prometía un sinnúmero de dificultades a la
hora de proceder a las labores de cimentación. El rey Felipe II otorga el
título de Ciudad a Valladolid en 1596 y al año siguiente erige su antigua
Colegiata en Catedral, a la vez que potencia las obras del nuevo templo. Pese a
ello, estas prosiguen lentamente en siglos sucesivos, sobre todo tras la crisis
económica provocada por la marcha definitiva de la Corte a Madrid en 1606.
Jamás fueron iniciadas las obras del proyectado claustro. Entretanto se dio la
circunstancia desgraciada de que, para levantar el templo herreriano, sirviese
como cantera la antigua Iglesia Colegial del siglo XIII, con su claustro gótico
incluido.
Arroyo de la Encomienda
Arroyo de la Encomienda está a 7 km de
Valladolid, situado al borde de la autovía que conduce a Tordesillas. El
pequeño núcleo se encuentra emplazado entre la carretera y la margen derecha
del río Pisuerga, junto a un arroyo que desagua inmediatamente en aquél y del
que recibe su nombre la población. El apellido, por su parte, procede de su
pertenencia a la orden de San Juan de Jerusalén.
Al margen de restos arqueológicos de distintas
épocas localizados en el entorno, el rastro más antiguo sobre la existencia de
la población es la propia iglesia, aunque para Reglero, Arroyo pertenecía a la
encomienda de Santa María de Bamba, cuyo territorio había formado parte del
Infantado de doña Sancha, donado por esta señora a la orden de San Juan en
1140.
En el siglo XIII la documentación afirma que el
concejo de Arroyo percibe la tercias de fábrica, lo que sugiere la posibilidad
de que la iglesia le perteneciese.
Lo cierto es que el ius patronus, el
término utilizado, no es sólo el derecho a "presentar" al
clérigo, sino a disfrutar de las heredades y rentas de la iglesia e incluso a
participar en las tercias que, en Arroyo, se dividían: un tercio para el
obispo, otro para la orden de San Juan y otro para el concejo. Pero los
hospitalarios llegaron a un acuerdo con los vecinos: la orden reduce a la mitad
las sernas que debían prestarla éstos y los exime de ciertos pagos a cambio de
la tercia que detentaba el concejo. Era evidente el interés de los freires por
controlar los derechos y bienes del pequeño templo, aunque el obispado de
Palencia no cedía su parte: en 1213 Arroyo se cita entre los "prestimonios"
del cabildo palentino, aunque con una exigua cantidad.
En 1217 esta pequeña localidad fue escenario de
la entrevista entre Alfonso IX y su exesposa Berenguela, quien acudía a rogar
por la paz entre León y Castilla sin conseguirlo. Aunque Arroyo permanece en
manos de los hospitalarios a fines del siglo XIII la acción real modificó la
situación: Sancho IV, decidido a favorecer a doña Teresa Gil, donaba a ésta en
1283 todos los derechos reales en la localidad (salvo la moneda forera) y la
orden –prácticamente obligada por el monarca– concedía "de por vida"
a la dama este lugar. La donación real, indica Reglero, fue confirmada por dos
veces antes de la muerte de doña Teresa. Ésta dispuso en su testamento (1307)
la restitución de Arroyo a la orden, a la que donaba bienes y dinero para
reparar y enriquecer la explotación agrícola.
Ya en el siglo XIV la población se benefició
del privilegio de Alfonso XI –dado en 1325 y confirmado varias veces– que
eximió a Valladolid y a sus aldeas de todo pecho "salvo yantar y moneda
forera" (documentos publicados por Castro). De ahí que el Becerro de
las Behetrías indique pocos pagos al rey, además de los ingresos percibidos por
don Fernando Sánchez en nombre de la orden. Ésta seguía obteniendo una serna
mensual de sus vasallos y cierta suma anual, lo que no dejaba duda de quién
ostentaba el señorío. También en lo eclesiástico mantenían sus privilegios los
"freyles", pues la Estadística palentina recuerda que el
clérigo de Arroyo debe ser presentado por la orden al obispo, que lo investirá
con la "cura" si lo considera adecuado. El mantenimiento de
capellán e iglesia era también asegurado por los hospitalarios, que percibían
la mitad de los diezmos.
En la siguiente centuria varió poco la
situación de la encomienda, que en 1429 era uno de los lugares que menos
ingresos suponía para el cabildo de Palencia. El crecimiento de las cantidades
indica una cierta recuperación económica. Arroyo pasará a poder de los
dominicos del monasterio de Prado, en los arrabales de la capital, y
posteriormente a sucesivos propietarios. Indica Ortega que en 1837 el estado
del templo era ruinoso, pero el conde de Guaqui, propietario de éste y de gran
parte del pueblo, llevó a cabo su reconstrucción. Ésta y las sucesivas
restauraciones no han alterado su austera apariencia original.
Iglesia de San Juan ante Portam Latinam
La iglesia, que no descuella del caserío, ocupa
el centro de una amplia plaza convertida en jardín. Ofrece, exentas para la
franca contemplación, todas sus fachadas excepto la septentrional, donde lleva
adosadas la sacristía y, hasta su reciente demolición, la casa cural.
A pesar de que el lugar y la iglesia
pertenecieron a los sanjuanistas, ésta última no suele ser catalogada para su
estudio en el conjunto de templos románicos que en Valladolid fueron de órdenes
militares. Queda englobada, por el contrario, dentro del románico rural de la
zona oriental de la provincia, con cuyos edificios comparte las características
definitorias del grupo, a saber: pequeño tamaño, nave única, cubrimiento con
madera, ausencia de contrafuertes, zócalo de cimentación, portada en la fachada
sur, y analogía en los temas decorativos e iconográficos.
Construida en la segunda mitad del siglo XII
(se estima su inicio hacia 1150), aglutina, como veremos, múltiples
influencias, que se revelan tanto en lo tectónico como en lo ornamental. En
ella están presentes muchos de los rasgos de la arquitectura románica del
Camino de Santiago –trasplantados desde los modelos del foco palentino de
Frómista–, pero también algunos detalles de regusto oriental provenientes de la
escuela del Duero, concretamente del ámbito zamorano, e incluso elementos de la
estética cisterciense.
De pequeñas dimensiones (16 × 6,5 m
aproximadamente), tiene planta rectangular de nave única, coronada hacia el
este por un ábside semicircular precedido de tramo recto presbiterial, en
progresiva disminución de tamaños. Desde el lado del evangelio del presbiterio
se pasa a la sacristía, un habitáculo cuadrangular adosado a la fachada
septentrional. Sólo tiene una portada, abierta en el muro de la epístola,
desplazada del eje transversal hacia los pies.
Son de época románica el ábside, la fachada del
mediodía, incluida la portada, y el imafronte; no así el muro septentrional,
levantado con diferentes paramentos, en el que se aprecian dos arcos formeros
cegados, tal vez recuerdo de una ampliación por este lado, luego rectificada.
Tampoco la sacristía pertenece a la obra originaria, aunque recibe la
iluminación por una pareja de aspilleras de clara evocación medieval. El coro
alto que hay al fondo de la nave también es posterior.
Toda la caja muraria descansa sobre un zócalo
pétreo somero (apenas 10 cm. afloran del pavimento de la plaza), prolongación
de los cimientos. Los tres volúmenes que la conforman –nave, presbiterio y
hemiciclo– son progresivamente menores en todas sus dimensiones, de modo que de
su yuxtaposición se crea una estructura decreciente, de oeste a este, tanto en
altura como en planta.
El cuerpo de la iglesia es un prisma recto
edificado con cantería blancuzca a base de sillares de heterogéneo tamaño, pero
bien escuadrados, dispuestos en hiladas regulares. Solamente sobresalen de los
límites prismáticos la portada, avanzada con evidencia respecto al muro, y la
espadaña, que se yergue sobre el hastial de poniente. El tejado, a dos aguas,
revierte sobre una cornisa (la de la fachada septentrional es posterior, como
ella) animada por una sucesión de puntas de diamante de incisas facetas, separadas
por diminutas semiesferas, creando una ornamentación que remite a tardíos
modelos de inspiración bernarda. Sustenta este alero un conjunto de canes de
nacela con motivos figurados en relieve.
El hemiciclo absidal y su tramo precedente son
asimismo de piedra, cortada con maestría, para resaltar el valor jerárquico de
esta parte de la fábrica, en sillares de homogéneo tamaño que componen isódomas
hiladas. En el adosamiento con la nave y entre sí, conforman rincones por la
anchura decreciente de los volúmenes. Remata perimetralmente la estructura un
volado alero, animado por tres filas de tacos jaqueses, que descansa sobre
canecillos de nacela decorados con figuraciones, como los del muro del mediodía.
Los paramentos interiores denotan un
tratamiento menos cuidado que en el exterior, ya que los sillares, además de
peor tallados, son más pequeños –casi sillarejos– y de diversa anchura. Muchos
de ellos están signados con marcas lapidarias que, aunque de escasa variedad,
se repiten continuamente, incluso en las paredes de fuera, en la portada y en
la cabecera.
La nave es un rectángulo, dividido en tres
tramos desiguales que quedan marcados por los fajones del abovedamiento. El
tramo contiguo a la capilla es el más grande. En el siguiente se abre la puerta
de ingreso, frente a la cual, en un seno semicircular realizado en la pared,
está instalada la pila bautismal. El tramo de los pies lo delimita y ocupa un
coro alto (cuyo arco de sustentación apea en responsiones murarios y parejas de
columnillas), al que se llega por una escalera de caracol de caja cilíndrica ubicada
en el rincón noroccidental.
La estancia resulta bastante oscura, ya que
solamente recibe iluminación por dos aspilleras situadas, una sobre otra, en el
eje del hastial de poniente. De medio punto, sin decoración ninguna, llaman la
atención por el exagerado abocinamiento interno que presentan, tal como las
vistas en la iglesia de Nuestra Señora del Templo de Villalba de los Alcores.
Cierra la nave una bóveda de cañón, hecha de ladrillo y enlucida de yeso,
reforzada por dos fajones que apean en testimoniales ménsulas, resalto de la imposta
corrida que sirve de separación entre muros y cubiertas. Esta bóveda parece que
fue construida en el curso de una restauración realizada durante 1876,
sustituyendo al cubrimiento con armadura de madera que, en opinión de Lampérez
(compartida después por otros autores), debía ser el originario de la iglesia,
para la que está preparada, según se deduce de la ausencia de contrafuertes, la
irregularidad de los nuevos perpiaños y el escaso alzado de la nave. Mercedes
González creyó, por el contrario, que el cubrimiento fue siempre abovedado,
argumentando en su defensa el extraordinario grosor de los muros, que harían
innecesarios los estribos para el contrarresto de los empujes.
La anteriormente citada restauración fue
financiada por el conde de Guaqui ("...dueño á la sazón de la mayor
parte del pueblecito..." escribía Ortega Rubio en 1895) y dirigida por
los arquitectos Segundo Rezola y Jerónimo Ortiz de Urbina. Otra de las reformas
que en aquel momento se llevaron a cabo fue la modificación de la espadaña,
tanto en forma como en ubicación. Conocemos por un dibujo de Parcerisa que se
elevaba originalmente en el área de contacto de la nave y el presbiterio, con
dos cuerpos de troneras en disminución de anchura. Ahora es mucho más sencilla
y pequeña, un murete rectangular rematado en piñón y calado por una pareja de
troneras de medio punto, que se yergue en la zona axial del imafronte.
El tambor absidal está, en el exterior,
dividido verticalmente en tres paños (el central menor que sus colaterales),
separados por dos semicolumnas adosadas que llegan al alero. Éstas, se elevan
sobre pilastra cuadrangular lisa de cerca de dos metros de altura, y constan de
plinto, basa ática (compuesta por un toro inferior con garras, hipertrofiada
escocia y otro toro escueto), fuste de varias piezas, y capitel con astrágalo y
cesta esculpida a base de hojas. Se trata de una estructura distributiva que
tiene su referencia directa en iglesias de la ruta jacobea, construidas en el
siglo XI, como la catedral de Jaca o San Martín de Frómista.
Una moldura taqueada, igual que el alero,
recorre los intercolumnios a la altura de las basas, y divide también el
hemiciclo horizontalmente. Sobre esta imposta, en cada uno de los tres paños
delimitados por las semicolumnas, descansa al alféizar de una ventana.
En el interior, la comunicación de la nave con
la cabecera se realiza a través de un arco toral, de sección escuadrada, que
voltea sobre pilastras de idéntico perfil. El cubrimiento es abovedado, de
cascarón en el hemiciclo y de cañón en el tramo recto presbiterial y, en ambos
lugares, la separación de muros y cubiertas está marcada por imposta corrida
con decoración de seis filas de tacos, que tiene prolongación en la imposta
lisa de la nave. Aún en la zona semicircular, otras dos molduras continuas animan
horizontalmente los paramentos, la inferior, a un metro del suelo, es lisa; la
otra, como en el exterior, es escaqueada y corre bajo los alféizares.
Las tres ventanas del ábside se abren una en
cada paño, arrancando sus antepechos de la imposta taqueada. Rasga el paramento
una aspillera derramada hacia el interior, cobijada dentro y fuera por sendos
arcos de medio punto y mayor luz, que materializan un doble abocinamiento y
confieren al vano la estructura de ventana-portada. Las aspilleras tienen su
arista exterior en chaflán, ornado con botones estriados y tacos, la del
evangelio y la central respectivamente, y lisa, pero con la rosca incisa con semicírculos
concéntricos, la del lado de la epístola. Los arcos que alojan a aquéllas
presentan un buen despiece de dovelas, que descansan, tanto afuera como
adentro, en parejas de columnas acodilladas, con intermediación de ábaco
ajedrezado que tiene continuación en el muro. Son las columnas de corto fuste
monolítico, coronado con capitel rechoncho provisto de astrágalo y decorado con
temas figurados o vegetales. Las basas, similares a las de las semicolumnas,
pero a menor escala, tienen el abombado toro inferior recorrido por cadenetas
en bajorrelieve, que descienden hasta el plinto cúbico de apoyo.
Flanquean la ventana central, en el interior,
los blasones de la familia Mudarra, propietaria también de la capilla mayor de
la parroquial de Santovenia. La imposta taqueada parece reconstruida en esta
zona, al igual que la ventana. Ello se debe, según Mercedes González, a que fue
parcialmente destruida para adosar al ábside un camarín gótico (hoy
inexistente), construido en una modificación del templo anterior a la
patrocinada por el conde de Guaqui.
La portada es la parte más noble del edificio.
Está avanzada, como un cuerpo de un metro de resalto, respecto a la fachada
meridional en que se abre. Consta de arco de ingreso de medio punto sin tímpano
y cinco arquivoltas, que se derraman hacia el exterior, tendiendo tímidamente
al apuntamiento. Protege la entrada un tejaroz que vuela sobre cornisa de
puntas de diamante y medias bolas (como la de la fachada), sustentada por
modillones cortados en nacela, con relieves antropomorfos, animalísticos, etc. El
arco de ingreso y la arquivolta inferior son de sección recta, sin decoración,
y voltean sobre jambas. Las tres arquivoltas centrales, por su parte, tienen la
arista abocelada y descansan en parejas de columnas acodilladas a jambas
esquinadas. Son estas columnas de idéntica estructura a las otras vistas en el
edificio, pero se elevan sobre altos plintos prismáticos.
Destacan también por la variedad y calidad de
la ornamentación escultórica de sus cestas, ocupadas con motivos vegetales y
escenas animales. Por último, la arquivolta externa presenta las arista de sus
dovelas redondeadas, trabajadas como baquetones verticales, al modo del
almohadillado egipcio, lo que aporta un regusto oriental a la obra (coincidente
con algunos de los motivos esculpidos en los capiteles y cimacios); el origen
–o centro difusor–, sin embargo, parece estar en el románico zamorano, donde
encontramos parecidos ejemplos del siglo XII en las iglesias capitalinas de
Santo Tomé, Santiago del Burgo o San Leonardo, entre otras. Descansa esta
arquivolta exterior, junto con la chambrana que la trasdosa (de puntas de
diamante, a juego con el alero del tejaroz y la fachada), en una jamba
integrada en el frontal del cuerpo avanzado. Entre el arquivoltio y los
elementos sustentantes verticales intermedia una imposta corrida de listel
achaflanado, que, acaso deberíamos considerar como cimacios individuales, toda
vez que los motivos en relieve que animan el chaflán son distintos sobre cada
uno de los soportes.
La decoración escultórica está concentrada
–aparte de en las ya descritas cornisas e impostas– en los modillones que
soportan los aleros, en los capiteles de las semicolumnas y ventanas del
ábside, y en los cimacios y cestas de la portada.
Son los canecillos todos del mismo perfil
cóncavo e idéntico tamaño, excepto los, un poco más menudos, del tejaroz.
Comparten, además, un predominio de las formas monstruosas y los motivos
simbólicos de arcana significación, que hacen evidente su enraizamiento con las
obras del siglo XI del románico español.
En el tambor absidal y su tramo recto abundan y
se repiten esquemáticas hojas, curvadas en una o ambas puntas, lisas o
conteniendo diversas figuras en su seno (piña, bola, racimo de tres cerezas
–que Heras interpreta como un látigo de cola múltiple–, etc.). Los caulículos,
los pergaminos, las astas y una malla de rombos, también están presentes. En
cuanto a representaciones animales, hay una serpiente, una liebre agazapada y
una testa con largo cuello y orejas redondeadas. Pero quizás los más interesantes
sean, por una parte, el que lleva en relieve un barril y una cantimplora o
campana con el campo ocupado por una cruz de Malta incisa; y, por otro, la
figura de un hombre agachado que sujeta entre sus rodillas un objeto
irreconocible, posiblemente el atributo de su oficio.
En el alero de la fachada meridional
encontramos algunos canes lisos. Entre los esculpidos, los motivos son del
mismo tipo que en el ábside, aunque no se repiten como allí: sintéticas hojas
replegadas, rollos horizontales fajados, una rapaz nocturna (búho o lechuza),
una rana y una culebra, y un deformado rostro humano.
También los nueve modillones que sustentan el
voladizo de la portada presentan formas antropomorfas de cariz monstruoso o
deforme (dos caras unidas a un cuello común, un hombre de corporeidad
esquemática, una cabeza humana con cuerpo de serpiente –o rodeada por una
serpiente–, etc.), animalísticas, incurvadas hojas y el conocido látigo de tres
colas con terminaciones esféricas.
De los capiteles de las semicolumnas divisorias
del tambor, el de la izquierda tiene su ornato de hojas casi perdido, y el otro
es de moderna factura imitando el antiguo (con dos grandes hojas de palma que
se repliegan en bolas, entre las que nacen hojitas lisas rematadas con
florecillas y sobre montadas por cubos).
Las ventanas del ábside son, como ha quedado
dicho, similares entre sí en sus estructuras interna y externa, con parejas de
columnas de esculpido capitel sobre las que voltea cada uno de los arcos. En el
interior, predominan los motivos vegetales, compuestos ordenadamente en torno a
una zona axial ocupada, con llamativa frecuencia, por una cabeza masculina.
Así, en el lado del evangelio, la cesta izquierda (siempre según se mira)
tiene, en cada extremo, dos sumarias hojas de remate semiesférico, sobre montadas
por tetrapétala, en medio de las cuales aparece la consabida cara de hombre, en
este caso con gran bigote. A la derecha, un rostro barbado de ojos redondos,
boca desmesurada y melena rayada, flanqueado por sendos arbolitos, de ramaje
cruciforme rematado con piñas.
La ventana central, aunque transformada,
presenta a la izquierda un capitel bastante deteriorado, en el que todavía se
intuye la figura de un ave, que tal vez formara pareja con otro originariamente
situado en la zona más erosionada. En la cesta opuesta se ven dos cuadrúpedos
afrontados hacia la arista, donde comparten la misma cabeza. En el capitel
siniestro de la epístola aparece una posible imagen de la lujuria, representada
como un hombre de cuerpo entero desnudo, con las manos cruzadas bajo el pecho,
flanqueado por dos serpientes de enroscadas colas, que van a juntar sus cabezas
bajo la del humano. El derecho es, como el primero de los citados, con parejas
de hojas avolutadas y tréboles cuadrifolios en los extremos, y cabeza masculina
de larga barba puntiaguda realzada con incisiones, en el área axial.
Los capiteles del exterior exhiben cuidada
labra y una temática más variada que los de dentro. Son, sin embargo, una
excepción los del lado del evangelio, de similar ornato y distribución que
algunos de los descritos para el interior, con cabeza barbada en medio y
replegadas hojas en los flancos de la cesta. En el vano central aparecen: el
tan común tema románico (frecuente en iglesias del Camino de Santiago y también
de la provincia de Valladolid) de la sirena cogiéndose la doble cola, en el
capitel derecho; y, en el opuesto, un bajorrelieve historiado de arriesgada
interpretación, con un hombre entre dos estilizados leones encaramados, con las
fauces sobre su cabeza, a los que sujeta por las patas delanteras con los
brazos. Por último, en las cestas de la epístola hay sendas aves con las alas
explayadas y el plumaje tratado como escamas. La del lado diestro es un águila,
mientras que la figura de enfrente, identificable como sirena-pájaro, tiene
cabeza de mujer.
Cuenta la portada con seis capiteles, en
palabras de Heras García, "con una tendencia a la estilización de
carácter cisterciense, aun cuando el origen sea hispánico, mozárabe
concretamente, y nos los encontramos ya en el Panteón Real de San Isidoro de
León". Los motivos están distribuidos en dos o tres registros
horizontales, en los que siempre el superior son parejas de caulículos
divergentes.
Predominan, como elemento fundamental de la
cesta, conjuntos de varias hojas con bolas en la curvada punta, si bien
concebidas con variedad de formas, repliegues, nervaduras y volumen. Hay
también algunos historiados así, en el capitel más interno de los de la diestra
se aprecia cómo un perro persigue a una liebre, asunto bastante utilizado en la
escultura románica rural, y cuyo simbolismo puede ser ambivalente (la captación
cristiana de almas o el acoso continuo del pecado). En la columnata opuesta, el
capitel intermedio presenta un animal que lleva una pieza en la boca, y, en su
vecino exterior, dos pájaros (¿perdices?) que flanquean y pican la cabeza de
una figura humana desnuda, situada en la arista de la cesta. Los cimacios,
tallados predominantemente a bisel tienen, si cabe, mayor riqueza ornamental y
más variedad de motivos que los capiteles. Únicamente los correspondientes a la
arquivolta almohadillada son lisos, ya que fueron repuestos (como toda la caja
muraria hasta esa altura) en una de las restauraciones.
En el lado izquierdo aparece, de dentro afuera,
el siguiente programa: los dos internos, sobre el arco de ingreso y la primera
jamba, con taqueado jaqués de tres filas; círculo con hexapétala inscrita, en
una faceta, y entrelazo de cestería formando rombos, en la otra; animales en
carrera, persiguiéndose; ¿aves?.
A la derecha, los dos cimacios interiores están
decorados con un fino entrelazo de cintas incisas, que evoca lo oriental, en
consonancia con la arquivolta de raigambre zamorana. En los sucesivos son como
sigue: animales de gran volumen en persecución –el que va detrás muerde los
lomos del predecesor–, en una cara, y un felino que mira hacia la arista, donde
debió haber una forma oval hoy gastada, en la otra; roleos encadenados que
rematan, en el seno de la contracurva, con flores; palmetas y cruces patadas que
se forman por el trenzado de varias circunferencias.
Urueña
Situada en el antiguo partido judicial de Mota
del Marqués, la villa de Urueña se encuentra a unos 60 km al noroeste de
Tordesillas por la carretera N-VI. Su acceso más directo lo posibilita el
desvío situado 2 km antes de la población de Almaraz de la Mota. La Anunciada
se sitúa en la planicie de la villa fortificada de Urueña, concretamente en su
flanco septentrional, totalmente aislada.
Aunque Ortega Rubio reivindicase el origen
vacceo de Urueña y los restos romanos hallados en su término, el desarrollo del
núcleo urbano llegará con la Edad Media. Cervera Vera afirma que su castillo
data del siglo XI, y sus murallas de la siguiente centuria; sin embargo, tal
datación no concuerda con la documentación, como más adelante se verá.
Dado que doña Sancha (hermana del emperador),
obtuvo el dominium de las villas de Medina de Rioseco, Castromonte y Urueña
(1154-1155), Reglero no duda en atribuir su población definitiva a la
intervención de la infanta. Ella mantuvo en su poder todo el territorio del
Infantado, disgregado entre diversos propietarios a su muerte, en 1158. El
monarca leonés, Fernando II, tomó la villa, que fue recuperada para el reino de
Castilla por Alfonso VIII en 1178. Durante el breve período de dominio leonés
se produjeron pocos cambios: la iglesia de San Isidoro de León obtuvo ciertas
posesiones –entre ellas la iglesia de San Martín, en Urueña– confirmadas por
Alejandro III en 1176. Sin embargo, tras la victoria castellana, los leoneses
perdieron bienes e influencia en la zona. La paz entre ambos reinos se selló,
una vez más, con un documento, el "Tratado de Paz" de
Fresno-Lavandera (1183,). Entre sus cláusulas se halla una que obliga a ambos
reyes a no construir más castillos en diez años, salvo los que ya se están
haciendo, entre éstos el de Urueña. De aquí se deduce la inexactitud de una
datación más temprana, pues en este año debe ser considerado el castillo aún
"en construcción".
Alfonso VIII buscó reforzar la presencia real,
también a través de las "villas reales", cuyo alfoz se encargó
de dotar convenientemente. Al mismo tiempo tendía a la enajenación de las
propiedades regias que no estuviesen comprendidas en el alfoz (las realizadas
en torno a Urueña en 1207), para lograr una completa reorganización de la
propiedad de la corona. Sin embargo, la crisis del siglo XIII también afectó a
los monarcas, que cedieron –de grado o por la fuerza– algunas villas. Ya en
1237 tuvo que intervenir Fernando III, ratificando los límites entre el
monasterio de La Espina y Urueña, cuestión que había provocado varios
enfrentamientos que se recogen en documentos publicados por Rodríguez de Diego.
Dos años después, el monarca otorga las tercias de la villa y su tierra –unos
sustanciosos ingresos– al obispo don Tello, pero sin enajenar patrimonio regio.
En lo que Reglero considera el peor momento en
su desarrollo, a inicios del reinado de Fernando IV, sólo cuatro de las catorce
"villas reales" pertenecen a la corona: Valladolid, Urueña,
Tordesillas y Mota. La segunda era "cabeza de la merindad del
infantado" según el Becerro de las behetrías, compuesto en 1352.
La población, mantenida a todo trance en poder
real por sus antecesores, fue donada por Juan I a doña Leonor de Alburquerque
quien, con su matrimonio en 1393 con el Infante Fernando de Antequera,
entroncaba con la casa reinante. Posteriormente esta villa, alejada de las
zonas conflictivas, se incorporó a la sosegada vida del entorno y en 1440 pasó
a poder de don Pedro Girón, uno de los nobles mas influyentes del reino.
El templo de Nuestra Señora de la Anunciada,
que fuera conocido como "monasterio de San Pedro y San Pablo de
Cubillas", se ubica en un pequeño valle, extramuros de la villa,
constando su primera mención en el año 954; en esta fecha el magnate Piloti
Gebuldiz, nieto de Olimundo, donaba el monasterio "y sus bienes"
a San Martín de Valdepueblo, en el término de Mayorga. Por lo tanto en este
momento nos encontraríamos con una comunidad asentada y en desarrollo, cuyas
posesiones le permitían subsistir. Éstas se ven incrementadas en 1013 por la
acción de varios presbíteros que donan al abad de Cubillas –Servando– y al
prepósito –Habzon– sus cortes en Villazahid, sin que se mencione ya la
intervención de Valdepueblo. El análisis paleográfico de este testimonio, los
restos más antiguos del templo y la ascendencia de su primer propietario hacen
pensar a Heras que se trataba de un monasterio mozárabe, cuyos vestigios
aparecerían reaprovechados en los muros de la nave del Evangelio.
A fines del siglo XI la institución se integra,
como la villa, en territorio del Infantado; la infanta doña Elvira donó al
monasterio ciertas heredades en 1095. Más tarde la infanta doña Sancha legaba
en su testamento el templo a don Pedro, obispo de Segovia. Esta disposición no
se hizo efectiva, al fallecer el eclesiástico antes que la infanta. Pero a
partir de este momento, o más bien al iniciarse el nuevo siglo, se decide la
reconstrucción de la iglesia, quizá en un deseo de las infantas de mostrar su
interés por el engrandecimiento del Infantado. Finalmente se erige un nuevo
templo de estilo románico catalán. Heras hace notar lo extraño del empleo de
tal tipología fuera del ámbito de su influencia, y lo achaca al matrimonio
entre una hija del conde Ansúrez, tenente de diversas fortalezas
vallisoletanas, con el conde de Urgel don Armengol V, enlace que quizá generase
cierto intercambio artístico.
Cuando los avatares bélicos hagan pasar el
territorio a manos del monarca leonés Fernando II, éste donará en 1163 la
iglesia y sus bienes al obispo de Palencia. Respecto a esta actitud recuerda
Reglero que los "monasterios propios" que pertenecen al rey,
actúan como centros económicos que gestionan y explotan bienes diversos. Pero
dado que son también centros religiosos, la "reforma gregoriana"
impulsará su donación a instituciones religiosas (Órdenes, catedrales...) tendencia
a la que no se sustrajo Fernando II. No obstante, siguió gozando de la
protección real: en 1228 Alfonso IX ordenaba que siempre hubiese capellán y
monaguillo y asignaba los bienes necesarios para su mantenimiento, hecho del
que parece deducirse la desaparición de la comunidad religiosa.
Con el tiempo el templo parece perder su
pujanza. En 1677, según Zalama, se reparaba lo que ya se denominaba "ermita
del señor San Pedro extramuros de esta villa", y se coloca allí la
imagen de "Nuestra Señora de la Anunciada", su patrona. Aunque
reducido su papel a ermita y cambiada su advocación, es indudable que fue la
custodia de la imagen, para la cual se construyó un camarín que rompe el ábside
románico, lo que mantuvo la utilidad del edificio y propició su conservación
hasta nuestros días.
Urueña y la Anunciada fueron declaradas
Conjunto Histórico-Artístico por Decreto del 7 de noviembre de 1975.
Iglesia de Nuestra Señora de la
Anunciada
Esta construcción constituye uno de los
edificios más interesantes del románico castellano y leonés. Se trata de una
iglesia de planta basilical de unos 16 m de longitud por 14,5 m de anchura, con
transepto no acusado, tres naves de dos tramos y sus correspondientes ábsides
semicirculares. Las cubriciones se realizan mediante bóvedas de horno
–hemiciclo– y cañón –tramo recto– en los ábsides, cañón transversal al eje de
la iglesia en los brazos del transepto, cúpula semiesférica sobre trompas en el
tramo del crucero y cañón longitudinal reforzado con fajones en las naves. Los
pilares son cruciformes, tan sólo decorados por impostas de perfil recto en el
arranque de los arcos. En los muros se ubican pilastras dotadas también de
imposta. La iluminación la posibilitan ventanas en aspillera abiertas en la
nave central. Las naves, de dos tramos, se cubren con bóvedas de cañón
reforzadas por perpiaños. Los correspondientes a la nave central apoyan también
sobre imposta. Los fajones de las naves laterales en ménsulas lisas. Los arcos
apoyan en pilares cruciformes que, en ausencia de capiteles, rematan en imposta
sencilla de perfil recto. Las ventanas son de arco doblado.
En la cabecera, las bóvedas de horno de los
ábsides y los estrechos tramos rectos apoyan en los muros sin transición en
imposta. En cuanto a los materiales de construcción, la base es sillarejo. Los
muros carecen de contrafuertes lo que explica su grosor. En el exterior
articulan los paramentos bandas y arquillos ciegos.
Ya comenté que originariamente su advocación
era la de San Pedro, pero en 1677, Antonio de Isla y Mena, obispo de Osma
(1672-1681) y natural de Urueña, mandó trasladar la imagen de Nuestra Señora de
la Anunciada, patrona de la villa, a la ermita de San Pedro “para que
estando más cercana a ella la devoción se acreciente y los vecinos puedan con
menos trabajo proseguir en visita a dicha imagen y su templo”. Francisco de
Espesedo, maestro de cantería, reparó y reedificó la ermita, y gracias a la
escritura de contrato conocemos en detalle lo realizado. Se construyó una
espadaña en el hastial y una sacristía en el brazo meridional del transepto;
asimismo se dispuso revocarla tanto en el interior como en el exterior. La
cúpula presentaba un desplome hacia la nave estando afectadas las dos trompas
occidentales y el arco toral correspondiente. La mayor parte de la bóveda y el
muro de la nave septentrional estaban hundidos, de tal manera que se proyectó
su reconstrucción. Además se sustituyeron las cornisas primitivas realizándose
nuevas con perfil en gola. El uso de piedra similar a la utilizada en la
construcción del templo hizo que algunas de las reformas quedaran totalmente
enmascaradas.
En la primera mitad del siglo XVIII se procedió
a construir el camarín de planta cuadrada que aún se conserva. Se reformó
también la portada occidental. En época incierta y aprovechando el ángulo
producido por la sacristía, se añadió una construcción de ladrillo hasta la
línea del hastial, y un pórtico occidental constituido por arcos sustentados en
pilares de sección cuadrada. Ambos elementos fueron eliminados en la última
restauración durante la cual además se levantó el enfoscado interior y un coro
en alto a los pies.
Es ya en fechas avanzadas del pasado siglo
cuando la historiografía del arte se hace eco de la existencia de este edificio
y de su importancia en el contexto del románico castellano y leonés.
Concretamente de 1940 data el primer estudio sistemático, debido a Ibañes y
Represa. Ambos autores especularon con la posibilidad de que la ermita fuera el
núcleo de un antiguo monasterio mozárabe.
La disposición del aparejo en la zona inferior
del muro septentrional a soga y tizón, les llevó a plantear que, en la
reconstrucción del templo en época románica, se aprovechara alguna parte de una
fábrica anterior. Por otro lado, la similitud que encontraban con la ermita
palentina de Perazancas de Ojeda –desde la óptica ornamental– y San Martín de
Frómista –a nivel planimétrico– les hacía pensar en una fuente común que
consideraban pirenaica y más concretamente catalana primitiva, siendo un caso
aislado e inexplicable en una región con un románico de evolución ajena a esas
regiones. Para estos autores las fechas de construcción podrían ser
establecidas, en concordancia con los dos edificios aludidos –1066 y 1076–
hacia el último cuarto del siglo XI o comienzos del XII. Algunos años más
tarde, concretamente en 1948, la iglesia era incorporada por vez primera a una
obra panorámica sobre el románico hispano por José Gudiol y Juan Antonio Gaya,
si bien se limitaban a reseñar que se trataba de un edificio sin fecundidad en
la región y próximo a 1100.
Hay que esperar hasta 1966 para encontrar un
segundo estudio sistemático. Fue entonces cuando Felipe Heras planteó las
líneas interpretativas que aún se mantienen. Rechazando los planteamientos de
Ibañes y Represa en lo que respecta a la vinculación de Urueña con Perazancas y
Frómista –sólo serían coincidencias puntuales–, interpretó el templo
vallisoletano como resultado de la influencia directa del románico catalán de
la segunda mitad del siglo XI.
Abordando la tesis de sus antecesores,
consideró que, si bien algunos arcos formeros tenían perfil de herradura,
debido al encalado que cubría entonces la plementería, era difícil determinar
si era algo pretendido o casual, resultado del desplome de los arcos.
Desconfiaba de la argumentación en lo concerniente a los arcos de herradura en
los formeros de los pies del templo. Los diversos elementos constructivos y
decorativos le hacían pensar “en una cuadrilla de canteros catalanes o al
menos en posesión de sus fórmulas constructivas”.
Partía para ello de que el cierre del crucero
mediante cimborrio es una solución que no se comienza a constatar con
frecuencia en lo románico catalán hasta la segunda mitad del siglo XI. Señalaba
como precedentes de Urueña los templos monásticos de Sant Llorenç del Munt,
Sant Ponç de Corbera y Sant Jaume de Frontanyà –todos ellos en la provincia de
Barcelona– pertenecientes a la segunda mitad de siglo, por lo que la iglesia
vallisoletana respondería a los primeros años del siglo XII. Para justificar la
presencia de una construcción de caracteres afines al primer románico en
Castilla aludió a las relaciones establecidas por el conde Pedro Ansúrez con el
conde de Urgel, Armengol V (1092-1102), con quien casó a su hija María.
Concluye apuntando la falta de repercusión del edificio en la región
castellano-leonesa.
Desde entonces la iglesia de Urueña ha sido
incluida de manera sistemática en la mayor parte de los estudios generales
sobre el románico peninsular subrayando su carácter excepcional y asumiendo la
aproximación cronológica establecida por Heras. Así, Joaquín Yarza se refería a
ella como un “verdadero trasplante en fecha desconocida de lo lombardo
catalán a tierras castellanas pero próxima a fines del siglo XI posiblemente”.
Más recientemente, Isidro Bango ha interpretado los arcos formeros de la nave,
concluidos en herradura, como un abandono del léxico románico; obreros foráneos
dejarían la obra que sería rematada con recursos arquitectónicos prerrománicos
por mano de obra local.
Puedo concluir señalando que la antigua iglesia
de San Pedro de Urueña, que quizá formara parte de un asentamiento monástico,
supone la presencia en tierras castellanas de una formulación arquitectónica
del primer románico catalán de fines del siglo XI. Su especial atractivo se
basa precisamente en que se encuentra en un marco geográfico capitalizado por
un románico pleno que, en buena medida, se fundamenta en los intercambios con
el Mediodía francés.
Interior. Crucero. Cimborrio
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[1] F. HERAS GARCÍA, Arquitectura románica
en la provincia de Valladolid, Universidad de Valladolid, 1966, completada
posteriormente con "Nuevos hallazgos románicos en la provincia de
Valladolid", en el Boletín del Seminario de Arte y Arqueología,
XXXIV-XXXV, 1969, pp. 195-215. Otros autores han tratado total o parcialmente
el románico vallisoletano, en artículos y monografías publicados en revistas
científicas u obras más generales: Francisco ANTON, Monasterios Medievales de
la Provincia de Valladolid, Madrid, 1923; M. TEJERINA, "La iglesia de San
Juan de Arroyo de la Encomienda", en BSAA, I, 1933, pp. 247-252; J. M.ª
DEL MORAL, "Restos de Arte Románico en la Provincia de Valladolid",
en BSAA.
[2] El debate historiográfico sobre la
filiación –oriental o cristiana– de la arquitectura de ladrillo se remonta a
mediados del siglo XIX. Frente a la interpretación que establece, en palabras
del Marqués de Lozoya, que "todo lo de ladrillo, aun cuando responda a
formas cristianas, es obra de moros", y las posiciones intermedias que
podemos ejemplificar en el término "arquitectura cristiana
islamizada" acuñado por José María de Azcárate, se abre paso, para la
mayor parte de arquitectura castellano-leonesa, su carácter de "traducción
del románico a un material distinto", como afirma Bango Torviso; se
trataría según Valdés de una arquitectura propia de las comunidades
repobladoras de la cuenca del Duero en la que "la presencia de elementos
islámicos... es inapreciable". M. VALDÉS FERNÁNDEZ, "Arte de los
siglos XII a XV y Cultura Mudéjar", Op. Cit., pp. 11-22. Recoge además la
trayectoria historiográfica de este debate todavía abierto.
[3] Aunque la iglesia de Ceínos de Campos
no se ha conservado poseemos descripciones y grabados que nos la presentan como
una de las iglesias románicas más destacadas de la provincia vallisoletana.
Perteneciente a la Orden Militar de los Templarios, contaba con una capilla a
los pies cubierta con un cimborrio emparentado con los de Zamora, Salamanca y
Toro, además de un interesante conjunto de escultura monumental. J. CASTÁN
LANASPA, "Aportaciones al estudio de la Orden del Temple en
Valladolid", en BSAA, XLVIII, 1982, pp. 195-208.
[4] La más antigua de ellas y seguramente
la cabeza de la serie es la torre-pórtico de la Colegiata de Santa María la
Mayor de Valladolid, de la que se conserva la mayor parte. Reconstruida por
Felipe Heras en su apariencia original, debió de levantarse durante el primer
tercio del siglo XII. F. HERAS GARCÍA, La Arquitectura..., Op. Cit., pp. 27-31.
La relación de la albañilería románica
con la arquitectura en piedra del entorno del Camino a Santiago ya fue señalada
por M. VALDÉS, "Arte de los siglos XII a XV y Cultura Mudéjar",
Op.Cit., pp. 34 y ss.
Por los restos conservados en otros
lugares puede deducirse la generalización de la pintura en los interiores de
las iglesias románicas, tanto en las de piedra como –probablemente con mayor
motivo–, en las de ladrillo. El carácter rural o alejado de los grandes centros
de producción artística de muchos de estos pequeños templos no serían obstáculo
para ello como ha podido comprobarse en algunos conjuntos casi intactos
procedentes de modestísimas iglesias románicas de difícil acceso dentro del
pirineo aragonés. Joan SUREDA, La pintura románica en España, Alianza
Editorial, Madrid, 1985.
En torno al significado de la
iconografía románica parece necesario replantearse la idea generalmente
admitida de que cualquier representación figurada o incluso vegetal esconde un
significado religioso o didáctico que, conjugando los de las demás imágenes
pintadas o esculpidas en el templo constituye un programa iconográfico único y
sin fisuras, definido con anterioridad al comienzo de las obras. El largo y
muchas veces accidentado proceso constructivo de las iglesias con la
consiguiente sucesión de talleres escultóricos, la ubicación de muchas de estas
piezas en lugares sin visibilidad y enmascarados por la pintura, y la certeza
de que los artistas gozaban de libertad para escoger sus temas a partir de
fuentes muy diversas –como demostró Serafín Moralejo para Frómista y Jaca–, son
otros tantos argumentos que, creemos, permiten apoyar el carácter meramente
ornamental de muchas de estas obras.
Jesús Herrero se ha ocupado hace pocos
años del estudio y la interpretación de la iconografía y el simbolismo de la
escultura monumental románica de Valladolid estableciendo a partir de los
edificios y restos catalogados cinco grandes grupos iconográficos: temas
bíblicos de ambos testamentos, temas no bíblicos religiosos y profanos,
escatología, vicios, virtudes y vida cotidiana, y bestiario, con casi medio
centenar de temas diferentes. J. HERRERO MARCOS, Arquitectura y Simbolismo...,
Op. Cit., pp. 25-27.
Para Heras la presencia de artistas
catalanes en Urueña sería consecuencia del matrimonio de doña María, hija mayor
del conde Ansúrez, con el Conde de Urgel, Armengol V. En consonancia con ello
propone los primeros años del siglo XII como fecha de edificación. F. HERAS
GARCÍA, Arquitectura..., Op. Cit., p. 52.
Bango Torviso explica la tosquedad que
se evidencia sobre todo en el cuerpo de la iglesia por la participación en ese
sector del edificio de canteros locales, pero también lo atribuye a una
cronología temprana para toda la construcción. Isidro G. BANGO TORVISO, El Arte
Románico en Castilla y León, Op. Cit., pp. 275-276 y 288. Respecto a la
incorporación de Urueña a la diócesis palentina ya se ha dicho más arriba que,
según la documentación, no se produjo hasta el año 1163. Hay que recordar
también que el ábside de la iglesia de San Pelayo de Perazancas, en este mismo
obispado, responde también a los preceptos de la arquitectura
románico-lombarda.
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