miércoles, 13 de agosto de 2025

Capítulo 100, Románico en Valladolid

 

La sociedad en Valladolid durante los siglos XI y XII
Durante mucho tiempo, el espacio que hoy forma la provincia de Valladolid se mantuvo repartido entre seis diócesis. El valle del Sequillo, los Montes Torozos y los valles del Pisuerga, del Esgueva y del Duero pertenecían al obispado de Palencia, cuya jurisdicción también abarcaba las comunidades de Peñafiel y Portillo, al sur del gran río de la Meseta. Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, la diócesis de Segovia comprendía la comuni dad de villa y tierra de Íscar, así como los numerosos pueblos hoy vallisoletanos que formaban parte de la de Cuéllar. En cambio, Olmedo y su contorno se vincularon secularmen te al obispado de Ávila. El de Salamanca dominó al suroeste, esto es, la extensa Tierra de Medina del Campo. La presencia de la sede zamorana era menor, y comprendía básicamente lugares que desde la Alta Edad Media formaron parte del llamado Campo de Toro en las dos orillas del Duero. Para finalizar, en la diócesis de León se integraba casi toda la actual Tierra de Campos vallisoletana: los valles del Cea y del Valderaduey, además de la comarca que rodea Villalón.
La definición de los límites de los obispados ocasionó numerosos conflictos, sobre todo en el siglo XII.
Esta circunstancia es un dato común en la historia de la Iglesia occidental y tiene que ver con la profunda reforma auspiciada desde Roma, uno de cuyos principales objetivos eran las instituciones diocesanas. Pero en sus aspectos más concretos, los problemas están asociados a la floración de diócesis en Castilla y León, un proceso que se inicia en el segundo tercio del siglo XI y no concluye hasta los primeros decenios del siglo siguiente: hay que tener en cuenta que, entre las sedes citadas, solo la leonesa existía hacia el año 1000, que la palentina se restauró en los años 1030, y que las demás se constituye ron efectivamente entre los años 1090 y 1125. En fin, el modo en que los obispados más o menos antiguos y recientes plantearon la cuestión de sus límites dependió de un proceso paralelo de integración y reorganización territorial, donde la monarquía jugó un papel clave.
Durante los últimos veinte años, distintos estudios han ido dando cuenta de esta problemática y han procurado insertar las cuestiones eclesiásticas en un contexto más amplio. Es decir, han resaltado que las disputas de límites pueden entenderse mejor si no se pierde de vista la remodelación de los territorios heredados del siglo X, la expansión del reino desde los años 1080, o el proceso de urbanización que culmina a lo largo del siglo XII. Por otra parte, han destacado que dentro de los obispados se mantenían jurisdicciones exentas, cuya entidad creció en paralelo a la autoridad diocesana y que poseyeron enorme importancia desde el punto de vista patrimonial. Todo ello tuvo efectos decisivos en la organización del espacio1. Pero, desde otra perspectiva, la confluencia de tantas diócesis en el actual territorio vallisole tano es la metáfora de su carácter de encrucijada de la Meseta del Duero. Una doble frontera cruzaba el territorio en los siglos románicos. 

El  centro de la Cuenca del Duero en los siglos XI y XII:  La doble frontera
Norte y Sur. El poder de los soberanos de Castilla y León se estableció al Sur del Duero en los últimos decenios del siglo XI, de un modo que había de ser definitivo. Aunque a media dos del siglo anterior una generación de colonos había protagonizado asentamientos en esa zona, la empresa terminó sucumbiendo ante las acometidas de Almanzor. Ahora, reinando Alfonso VI y después de la conquista de Toledo (1085), se impulsó la colonización de las regiones que se hallaban entre la ciudad del Tajo, posición avanzada en un ambiente hostil, y las tierras del norte del Duero, dominadas por los cristianos desde comienzos del siglo X. Con objeto de favorecer el establecimiento de las gentes, las nuevas regiones –que se vincularon directamente a los monarcas y fueron conocidas en adelante bajo los nombres de Extremadu ra y Transierra–, obtuvieron un régimen jurídico peculiar, caracterizado por una combinación de libertades personales y autonomía colectiva.
 Por largo tiempo fueron las bases de las expediciones contra los musulmanes y el glacis defensivo del reino, lo que prestó a su población un carácter guerrero. Desde el punto de vista de la organización del espacio, triunfó un modelo que se basaba en las llamadas “comunida des de villa y tierra”: los reyes concedieron a los concejos de una larga serie de villas y ciuda des episcopales el control de extensos contornos, cada uno de los cuales comprendía cientos o miles de kilómetros cuadrados. Entre ellas se contaban las ya citadas de Peñafiel, Portillo, Íscar, Olmedo y Medina del Campo. 
En principio, este marco legal y su traducción en el espacio contrastaban con los modelos vigentes en los antiguos países del norte del río. En ellos, el siglo XI había contemplado el triun fo de poderes señoriales laicos y eclesiásticos, que se habían extendido sobre las comunidades campesinas imponiendo fórmulas de dominio de rigor variable. Entre los ríos Cea y Duero, lo más característico a comienzos del siglo XII era una densa malla de pequeñas aldeas, con fre cuencia dominadas por una pluralidad de señores. Estas aldeas se encuadraban en territorios lla mados “alfoces” (versión romance de la palabra árabe al-hawz, que significa “distrito rural”), pre sididas por un centro fortificado; los alfoces eran a modo de distritos con función fiscal, judicial y militar, y también desempeñaron un importante papel en la ordenación de los usos silvo-pas toriles. O, al menos, así había sido en origen: hacia el año 1100, el desarrollo de las jurisdic ciones particulares, que los reyes concedían a nobles e instituciones eclesiásticas con carácter perpetuo, amenazaba con despojar a los alfoces del sentido que habían tenido. 
Sin duda, este panorama necesita matices. Hay que tener en cuenta que las tierras del norte del Duero experimentaron una intensa evolución durante el siglo XII. Es razonable supo ner que las condiciones de la dependencia campesina tendieron a mejorar a lo largo del siglo, de acuerdo con lo que se expresa en los fueros. Respecto a sus motiva ciones, se ha insistido en la importancia de los movimientos sociales del primer tercio del siglo, cuando el rechazo a las exigencias señoriales adquirió formas de extraordinaria violencia. Su consecuencia a medio plazo fueron los “fueros buenos”, cuyo cénit se alcanzó hacia 1200. Además, el siglo XII conoció un intenso proceso de reorganización del poblamiento, que arrumbó muchas pequeñas aldeas y engrosó el vecindario de un cierto número de núcleos. Este fenómeno, que se da a escala continental y representa un vastísimo proceso de urbanización, puede ser localizado con características similares en las tierras del Duero, en el Bierzo y la Rioja, así como a lo largo de las costas cantábricas. Una de  ellas es que la monarquía jugó en todas partes un papel singular; en definitiva, sirvió para remodelar el señorío del rey, que en adelante se asociaría particularmente con una larga nómi na de villas nuevas.
Es posible que el desarrollo de las villas y ciudades extremaduranas influyese en la adopción de un modelo que también pretendía establecer núcleos populosos, cuyos concejos impusieran su autoridad sobre amplios territorios en nombre del rey y en su beneficio propio. Pero, simultáneamente, es preciso tener en cuenta que la sociedad de la Extremadura tampoco fue el resultado espontáneo de las particularidades de este territorio; su carácter militar, por ejemplo, se halla en línea con la tradición de caballería no-noble que se rastrea al norte del Duero, donde persistía en el siglo XII encuadrada por los señores o por los concejos reales. Sin duda alguna, las condiciones de la Extremadura –la libertad personal, la proximidad de las tierras islámicas–, propiciaron su desarrollo, pero es difícil sostener que la “caballería villana” sea un producto ori ginario de la frontera más meridional. Por otra parte, las regiones del sur no quedaron al mar gen del proceso señorializador que se producía al norte, como atestiguan los fueros o las adqui siciones protagonizadas por catedrales y órdenes militares durante el siglo XII.
Este y Oeste. Entre el Pisuerga y el Cea, la Tierra de Campos fue disputada por castellanos y leoneses desde el siglo X. El ascenso al trono de Fernando I apaciguó los problemas e integró en la corte del monarca a los grandes señores del territorio, los Banu Gómez de Carrión y los Alfonso de Cea y Grajal.
Pero el reparto de sus reinos renovó la tensión. Todo el espacio situado al oeste del Pisuerga quedaba en posesión a Alfonso VI, heredero de León, y esto debió atizar la animosidad de su hermano Sancho II de Castilla, que le despojó del trono. Por breve tiempo, pues al morir el rey castellano en 1072, Alfonso VI reunió la heren cia de sus padres.  
Castilla y León siguieron unidos durante ochenta años. A la muerte de Alfonso VII, nieto de Alfonso VI (1157), y de acuerdo con lo dispuesto por el difunto, volvieron a dividirse entre sus dos hijos. Sancho III, el primogénito, heredó Castilla y Toledo, mientras Fernando II se convirtió en rey de León y Galicia. La frontera entre los dos reinos discurría ahora por medio de la Tierra de Campos, es decir, dividía artificiosamente un espacio donde la falta de elementos físicos que lo compartimentasen era paralela a su entidad política, a su homogeneidad cultural, y al profundo entrecruzamiento de los intereses de la nobleza, los monasterios y la propia parentela real. Desde Sahagún hacia el sur, la divisoria dejaba del lado castellano Moral de la Reina, Tordehumos, Urueña, Cubillas, y Medina del Campo con su extenso territorio. 
Esta precaria situación se desequilibró de inmediato. Dos hechos que se sucedieron en poco tiempo contribuyeron a ello. Los dos monarcas habían garantizado el respeto al testa mento paterno en 1158, pero Sancho de Castilla falleció enseguida, y fue sucedido por un niño de corta edad, Alfonso VIII. Por otra parte, en febrero de 1159 falleció la infanta Sancha, hermana de Alfonso VII, que durante más de treinta años había disfrutado lo principal del lla mado “Infantazgo” –es decir, los bienes de patrimonio real que se atribuían a las hijas de los monarcas–, una parte considerable de lo cual se hallaba alrededor de la línea fronteriza. Estas circunstancias propiciaron la intervención del rey Fernando en el valle del Sequillo y los Montes Torozos, que los leoneses ocuparon parcial mente durante varios lustros.
No parece que los leoneses tuvieran tanto éxito al sur del Duero. Por el contrario, se tiene noticia de una devastadora incursión del concejo de Medina del Campo, fechable entre los años 1167 y 1176. Castrejón  de Trabancos, en el mismo sector de la frontera, fue escenario de un encuentro campal en 1179, cuando la reacción castellana ya era un hecho. Como consecuencia de ella, Alfonso VIII y su tío Fernando II firmaron en marzo de 1181 el acuerdo de Medina de Rioseco, un compromiso formal de mantener las fronteras establecidas en el testamento de Alfonso VII. Sin embargo, se trataba de una paz vigilante; su mejor testimonio es que en ese mismo año se inició la población de las villas nuevas de Mayorga y Castromayor (Aguilar de Campos), situadas a uno y otro lado de la divisoria. La misma fórmula u otras de sentido similar se uti lizaron en los años inmediatos: antes del nuevo tratado de Fresno-Lavandera (1183), en Tor dehumos (1182), y después en Villafrechós (1184) y Torrelobatón (1186). 
En el nombre que convencionalmente recibe este tratado se viene a reconocer la mediación de la orden de San Juan de Jerusalén, que acogió las negociaciones de castellanos y leo neses en sus lugares de Paradinas y Fresno el Viejo, al suroeste de Medina del Campo. Más que para introducir cambios significativos, tales reuniones sirvieron para precisar la línea fronteriza, en especial desde el Duero hasta Sahagún. Pero la paz tampoco fue duradera esta vez. Con algunos intervalos como el tratado de Tordehumos (1194), y el enlace del sucesor de Fer nando II, Alfonso IX, con la infanta Berenguela de Castilla (1199), las hostilidades se prolongaron hasta 1206, fecha en que el tratado de Cabreros proporcionó una fórmula transaccional. Por ella, el rey de Castilla y el de León reconocían que una larga serie de lugares fronterizos –entre los que se mencionaban Bolaños, Villafrechós y Tiedra–, pertenecían al reino de León, pero eran entregados al infante Fernando (el futuro Fernando III), fruto del fra casado matrimonio del monarca leonés y la infanta castellana. 
Si a estas plazas se suman Melgar de Arriba y Castroponce, se tendrá una idea bastante aproximada de los progresos de Alfonso VIII en lo que hoy es la Tierra de Campos vallisoletana después de un cuarto de siglo. La situación no varió hasta los difíciles años que siguieron a su muerte. En ese momento –sobre todo entre 1216 y 1218–, los conflictos revistieron nueva virulencia, y los jóvenes monarcas castellanos Enrique I y Fernando III se sucedieron haciendo frente a las acometidas de Alfonso IX y negociando fórmulas de paz que tienen todo el aspecto de haber sido ventajosas para éste último. De cualquier modo, la reunión de los rei nos alcanzada cuando Fernando III pudo acceder al trono de León (1230), clausuró este largo periodo de contiendas, cuyo principal escenario había sido el centro de la Meseta. Un semi llero de recintos fortificados de distinta envergadura, materiales y función, por lo general mal conservados, es el vestigio perdurable de esa época.

Los señorios vallisoletanos
El valle de Trigueros, en la vertiente meridional de los Montes de Torozos, posee una fuerte personalidad histórica que se asocia a su condición de behetría, un modelo de señorío que atribuía derechos a una pluralidad de señores o “herederos”. El valle debía estar enclavado dentro del territorio de Cabezón a fines del siglo XI, y muchos de los herederos eran miembros de las diferentes ramas de la familia Alfonso, condes de Grajal y Cea, pues la participa ción en este tipo de señoríos se trasmitía principalmente a través del parentesco; por esa misma razón, los enlaces matrimoniales habían dado entrada en el grupo de herederos a otras parentelas de magnates, como los Banu Gómez de Carrión y los Flaínez, condes de León.
Algunos textos de esa época ilustran sobre el funcionamiento de las behetrías en el Valle. Entre ellos destaca el fuero que otorgó la condesa Ildonza González a sus “collazos” en 1092. Les concedía que poblaran en sus tierras, para lo cual les prometía “solares” donde construir  sus viviendas y parcelas de cultivo, los “préstamos”; también les facultaba para que pudieran ampliar sus explotaciones, comprando tierras a otros, plantando viñas y apropiándose de espacios vacantes. Todo esto podrían trasmitirlo a sus descendientes. A cambio, debían contribuir con doce jornadas anuales al trabajo en las explotaciones de su señor, cuya potestad jurisdiccional sobre ellos evidenciaban las multas por homicidios y lesiones, por robos o en caso de abandono del domicilio conyugal. Además, el fuero preveía que cualquier campesino optase por cambiar de señor, poniéndose bajo la tutela de otro de los herederos del Valle; en ese caso devolvería el “solar” y “préstamo” que había recibido, pero podría conservar los otros bienes que hubiera adquirido por su iniciativa. Otras de las behetrías coetáneas ofrecen un perfil distinto. Así, era frecuente que el señor entregara un solar a alguien que le había servido fielmente, con el compromiso de seguir haciéndolo mientras él viviese; a su muerte, el servidor podría escoger entre los herederos del Valle otro señor “que le beneficiase” (de ahí que los documentos hablen de bene facere y de bene factoria), conservando para sí y su prole el “solar” que había recibido. Las dos situaciones compartían la entrega de un “solar”, que encarnaba el doble sentido de dependencia y beneficio y que les convertía en “vasallos”, ciertas contraprestaciones obligadas y, sobre todo, las posibilidades de escoger un señor entre los herederos del Valle, que era su elemento diferencial respecto a otras fórmulas de dominio. Pero las semejanzas formales no ocultan un fuerte contraste interno. Mientras los “collazos” de la condesa Ildonza eran simples campesinos a los que se facilitaba el acceso a la tierra mediante una fórmula cómoda, unos bonos foros, los otros habían obtenidos sus solares en recompensa a su fidelidad, y su servicio no consistía seguramente en prestar jornadas de trabajo, las “sernas”, aunque la agricultura estuviera entre sus ocupacio nes. A través de los diplomas, son personas como éstas quienes responden a la generosidad de sus señores con valiosos obsequios –espadas, perros o azores–, y quienes les acompañan ocasionalmente en la firma de los diplomas; en suma, sugieren que sus obligaciones formaban parte del auxilium et consilium de los séquitos feudales, y no de lo que algún texto tilda de “trabajo humano”.
El Valle de Trigueros ofrece un caso ilustrativo de las estructuras señoriales en el tránsito del siglo XI al XII. Al igual que allí, en otras de las comarcas vallisoletanas se aprecia la impor tancia de las behetrías como marco de las relaciones sociales. Pero en esas otras zonas, en par ticular la Tierra de Campos, se percibe la paralela emergencia de fórmulas señoriales más rigu rosas; las instituciones eclesiásticas juegan un gran papel en su definición, y los poderes laicos, desde el rey a los señores locales, las aplicarán más tarde. Gracias a ello pueden precisarse temas que solo han quedado esbozados al describir el Valle de Trigueros, o plantear aspectos diferentes: el deslizamiento de las behetrías hacia los señoríos “solariegos” y “abadengos” y el significado de estos señoríos, la coexistencia de modelos señoriales distintos en un mismo lugar, y la perduración de una caballería campesina a pesar de los cambios.
El señorío de Valdetrigueros evolucionó profundamente a lo largo del siglo XII. En principio, a cada cambio generacional aumentaba el número de herederos, de posibles participantes en los derechos sobre las aldeas del Valle y sus habitantes. En la práctica, se hicieron cada vez más llamativas sus diferencias internas, y el poder tendió a concentrarse en ciertos individuos o grupos que podían asegurar mejor los beneficios a sus dependientes y que, al mismo tiempo, fueron capaces de adquirir los derechos y los bienes de otros herederos. En general, eran aque llos descendientes de las primeras parentelas en torno a los que se había renovado la nobleza castellana y que tenían influencia en todo el reino; en el tránsito del siglo XII al XIII comenzaron a utilizar sobrenombres que terminarían siendo una de sus señas de identidad: Castro, Téllez de Meneses, Girón. Pero paralelamente, tanto sus antecesores como ellos dispusieron de sus bienes con cierta liberalidad, concediendo una parte a los establecimientos eclesiásticos que gozaban del favor de la familia, algunos de los cuales eran fundaciones de sus miembros. Así fueron tallando sus dominios en el Valle los monasterios de Santa María de Aguilar de Cam poo, de Sahagún y de San Zoilo de Carrión desde fines del siglo XI, y más tarde los premons tratenses de Retuerta y los cistercienses de Palazuelos. Por lo tanto, una parte de las behetrías se convirtieron en señoríos “abadengos”, como se conocían los patrimonios de la Iglesia y las Ordenes militares. En todo caso, esta relación de parentelas e instituciones sirve para introdu cir la compleja relación entre los poderes eclesiásticos y laicos en el territorio vallisoletano. 

La alta nobleza
En la primera mitad del siglo XI, las tierras situadas al norte del Duero conocieron la irradiación de dos parentelas nobiliarias que ya han sido mencionadas: los descendientes de Alfonso Díaz, un personaje que había conseguido alcanzar el título condal en tiempos de Alfonso V (1003-1028) y los Banu Gómez, la casa de los condes de Carrión, cuya raigambre remontaba a los primeros decenios del siglo X. Unos y otros confirmaron su privilegiada posición después de que Fernando I de Castilla se convirtiera en rey de León (lo que hizo efectivo en 1038). Fue entonces cuando los Alfonso pasaron a encargarse de algunos puntos estra tégicos de la frontera del Duero (Tordesillas y Simancas), y cuando los Banu Gómez se asentaron en la región occidental de Campos, como conmemora la consagración de su monasterio de San Juan de Taraduey, junto al actual Aguilar de Campos, en 1049. Las excelentes relaciones de ambos grupos con la monarquía se mantuvieron en el reinado de Alfonso VI; lo subraya la figura de Pedro Ansúrez, hombre de confianza del monarca y último de los condes de Carrión y Saldaña. 
En esa época, las dos grandes familias estaban unidas por lazos de matrimonio. No se sabe quién era exactamente la esposa del conde Martín Alfonso, que quizá pertenecía a la casa de Carrión. Lo que no ofrece dudas es que Pedro Ansúrez, casado con Eilo Alfonso, era su cuñado. La presencia habitual de los dos en cualquier carta familiar hace suponer una relación fluida. Y, desde luego, ambos participaron complementariamente en los avances sobre la Extremadura, de un modo que venía a prolongar su control de la linea de plazas del sector central del Duero. En una fecha tan temprana como 1074 (aunque pudiera ser 1084), Martín Alfonso era tenente real de Portillo; unos años después parece haberse encargado de la población de Íscar. Pedro Ansúrez, que alternó con su cuñado al frente de Tordesillas y fue tenente de Cabezón, Toro y Zamora, debió poblar Cuéllar. El nacimiento de otras villas de la Extrema dura –como Olmedo o Medina–, pudo deberse a los mismos impulsos.
Pero los años finales del siglo XI vieron oscurecerse a las dos parentelas. Martín Alfonso falleció en 1093. Nadie de su familia heredó su relevancia; solo el conde Martín Flaínez, pariente político de los Alfonso, tuvo a su cargo Simancas por algún tiempo. Es visible que el ascendiente de Pedro Ansúrez tampoco bastó para imponer una solución alternativa al ascen so de los yernos de Alfonso VI, Raimundo de Borgoña y Enrique de Lorena. A sus manos pasó el control del Duero medio y ellos fueron los responsables de la colonización del conjunto de la Extremadura a fines de siglo; quizá su actuación favoreció el protagonismo de la monarquía, como se ha pensado. El anciano confidente real terminó marchando del reino en 1104 hacia las tierras de Urgel, donde tuteló la minoría de su nieto Armengol VI, fue vasallo de Alfonso el Batallador de Aragón, y alcanzó gloria conquistando la ciudad musulmana de Balaguer, puerta de la Cataluña Nueva. No regresó a Castilla hasta después de la muerte de Alfonso VI; por entonces también había desaparecido buena parte de la gran nobleza de su generación, desde Raimundo de Borgoña a Martín Flaínez. 
La generación siguiente despuntó bajo el conflictivo reinado de Urraca, hija y sucesora de Alfonso VI.
Pero no llegó a consolidarse hasta que Alfonso VII inició su reinado efectivo en 1126 y, sobre todo, después de su simbólica coronación imperial de 1135. Un ejemplo interesante de la diversidad de situaciones que resultó se aprecia al considerar la descendencia del conde Martín Flaínez de León. Su hijo Pedro Martínez había muerto en las guerras de los tiempos de Urraca, y su prole terminó integrándose en las filas de los vasallos reales en Tierra de Campos; entre ellos destacó García Pérez, adalid de las campañas andaluzas de Alfonso VII. En cambio, Rodrigo Martínez, otro de los vástagos del conde, alcanzó su misma digni dad tras una larga etapa de expectativa, y fue sucedido en ella por un tercer hermano, Osorio, en 1138.
Todos ellos, aunque fuese a distinta escala, con diversos medios y suerte varia, parecen haber aspirado a heredar los brillos de sus ancestros Flaínez y Alfonso. Junto a ellos, había otros herederos que también se situaron en el primer rango de la nobleza y cuyo factor común era descender de dos de las hijas del conde Pedro Ansúrez, esto es, de la casa de Carrión. Por una parte, Armengol VI y sus descendientes, condes de Urgel y señores de Valladolid; por otra, Tello Pérez de Meneses, origen de la poderosa casa de este nombre. Pero su influencia en la zona evolucionó de forma distinta. El señorío de los condes catalanes sobre Valladolid parece haberse diluido en beneficio de la Corona. Mientras tanto, los Meneses labraban su fortuna al conjugar la herencia carrionesa con la de los Flaínez en un momento delicado. La localización de sus intereses sobre la línea en disputa y su fidelidad al rey de Castilla convir tieron a Tello Pérez y a sus hijos, especialmente Alfonso y Suero Téllez, en piezas básicas de la defensa de Tierra de Campos hasta 1230.

La Iglesia
La expansión de los señoríos eclesiásticos ofrece una cierta simetría con la evolución de los poderes laicos. El desarrollo de los dominios de los monasterios de Sahagún y de San Zoilo de Carrión al norte del Duero no puede disociarse de la influencia que los Alfonso y los Banu Gómez alcanzaron en el área durante el siglo XI. El monasterio de San Zoilo fue donado a la abadía de Cluny en 1077, muy poco antes de que el rey Alfonso VI facilitara la imposición de las costumbres cluniacenses en Sahagún, con lo que ambos cenobios se convirtieron en focos de la reforma eclesiástica. En el caso de Sahagún, es visible que el nuevo marco de relaciones fue retrayendo la tradicional generosidad de los Alfonso, y que la larga crisis civil que siguió a la muerte de Alfonso VI fue ocasión de reivindicar propiedades que la familia había donado en otro tiempo. Pero el monasterio recuperó su influencia bajo Alfonso VII, y durante el siglo XII promovió la articulación de sus dominios a través de prioratos.
Las cartas fundacionales de los prioratos de Santervás (1130), San Bartolomé de Medina del Campo (1192), y San Mancio (1195), atestiguan que el prestigio del gran cenobio de monjes negros alcanzó el ambiente urbano, sin perder su proximidad a la familia real y los medios aristocráticos. Los prioratos no se concibieron como meros centros administrativos; según el modelo de la abadía, pretendieron conjugar el control del culto de reliquias prestigiosas, los sufragios y la vida de comuni dad; al mismo tiempo, el derecho de patronato se intro dujo en su funcionamiento. De este modo, la intervención de los laicos adquiría un nuevo aspecto, que tuvo diversas facetas. Una de ellas es que, a fines del siglo XII,  el monasterio de Sahagún comenzó a ceder alguno de sus prioratos en calidad de prestimonio a personas nobles; esta fórmula derivaba las rentas hacia los laicos, pero era también un modo de ensayar una protección más eficaz de los intereses monásticos, sobre todo si se considera su reparto entre los dos lados de la frontera.
La renovación eclesiástica presenta otras varias perspectivas en el territorio. El monasterio de San Cristóbal de Vega, al lado del río Cea, y el de San Pedro y San Pablo de Cubillas, junto a Urueña, se remontaban a la primera mitad del siglo X; el primero se convirtió en priorato de la orden de Fontevrault en 1125, mientras el segundo se integró en el Infantazgo, de donde fue transferido a la catedral de Palencia. Más significativo en términos históricos fue el cambio experimentado por la iglesia colegial de Santa María de Valladolid, que había sido fundada como un monasterio familiar por el conde Pedro Ansúrez. A mitad del siglo XII, la institución quedó configurada con sus rasgos característicos, una comunidad de canónigos que quedaba exenta de la jurisdicción diocesana y, simultáneamente, abandonaba su relación con los herederos de su fundador. Es muy probable que este hecho sea otra faceta de la implanta ción del poder real sobre la villa, donde la época de Alfonso VII resulta de nuevo relevante y, de hecho, la vinculación a la corona será una constante de su historia. El desarrollo de las instituciones canonicales, un fenómeno coetáneo, tuvo una expresión muy diferente en la aba día de Retuerta, la primera fundación premonstratense de Castilla, que se produjo en el año 1145 gracias a la condesa Elo, nieta del conde Pedro Ansúrez; ella fue quien concedió las tie rras junto al Duero donde se instalaron los “canónigos blancos de Santa María”.
Ese mismo periodo posee también gran significado respecto por la aparición de monasterios cistercienses, que adquieren notable importancia en la zona media de la actual provincia, entre los montes Torozos y el río Duero. La más antigua de las fundaciones cistercienses es Valbuena, que nació en 1143 por iniciativa de Estefanía Armengol, otra nieta del conde Pedro Ansúrez (Retuerta se asentaría poco después a 15 kilómetros). Le siguió La Espina en 1147, apoyada por la Infanta Sancha. Los otros establecimientos cistercienses son de un momento posterior. Los orígenes de Palazuelos datan de 1165, aunque el traslado a su empla zamiento definitivo no se produjo hasta después de 1213. En fin, Matallana fue fundado en 1173. Uno y otro tuvieron como promotores a dos nobles, Diego Martínez y el repetidamente citado Tello Pérez de Meneses. 
Como se ha hecho observar, la monarquía impulsó constantemente el conjunto de las fundaciones y afiliaciones cistercienses. Su inspiración se aprecia en casi todas; otra cosa es que fueran ejecutadas por nobles, en especial miembros de la amplia descendencia del conde Pedro Ansúrez. San Andrés de Valbení, primera instalación de Palazuelos, era un monasterio realengo que en 1165 puso Alfonso VIII en manos de Diego Martínez, quien a su vez lo cedió a Valbuena para que estableciera otro cenobio del Cister. El caso tuvo un último capítulo al final de la vida del rey, cuando en 1213 entregó el lugar de Palazuelos a Alfonso Téllez de Meneses, autorizando de inmediato su donación a los monjes de Valbení.
Esta doble operación se asemeja a la que el propio monarca había realizado en 1173, cuando dio Matallana a Tello Pérez y éste proce dió a fundar el monasterio. Pero las facilidades ofrecidas al establecimiento de los monjes blancos no implicaron ausencia de problemas. En los primeros tiempos, el pro pio San Bernardo debió intervenir para que Valbuena pudiera desenvolverse de acuerdo con las constituciones de la orden, es decir, para que Estefanía Armengol renunciase a tutelar la vida del monasterio y el obispo de Palencia no pretendiese someterlo su jurisdicción. Por su parte, los primeros pobladores de La Espina se sintieron  desmoralizados por las grandes limitaciones del sitio, y de nuevo el abad de Claraval se empleó en conseguir recursos para que la fundación no fracasara.
El asentamiento de las Ordenes Militares en este sector del Valle del Duero se produjo básicamente en el siglo XII. Además, tiene como característica el protagonismo de las milicias del Temple y del Hospital de San Juan de Jerusalén, las órdenes originarias de Palestina. En particular, los Hospitalarios estaban bien implantados mucho antes de que nacieran Calatrava, Santiago y Alcántara. La primera carta conservada data de 1113, cuando la reina Urraca les hizo entrega del lugar de Paradinas; vino después la donación de la aldea de Fresno el Viejo (1116), segregada de la Tierra de Medina del Campo con el consentimiento de su concejo. Varias mercedes de Alfonso VII a la Orden también se localizan en tierras vallisoletanas (Castriel de Ferruz, Torre de Herrín, San Miguel del Pino y Castronuño). Estos dos últimos lugares y aquellos primeros entraban en conexión al oeste con el extenso territorio del valle del Guareña, otro de los más antiguos señoríos de la Orden. A todo lo cual hay que añadir que, en 1140, la infanta Sancha le transfirió el monasterio de Santa María de Wamba y su amplio patrimonio, que se extendía por los Montes de Torozos hasta Arroyo (hoy todavía “de la Encomienda”), amén de otras propiedades dispersas cerca de Burgos o en Olmedo.
Sancho III y después Alfonso VIII contribuyeron a consolidar el señorío de Castronuño y su comarca. En los años 1180-1181, el rey devolvió a los Hospitalarios el dominio de Wamba, quizá secuestrado tras la muerte de doña Sancha, incluyendo la aldea de Armezisclo (hoy Villalba de Adaja), en tierra de Olmedo. Eventualmente, la Orden prestó dinero al rey castellano. La posición geográfica de sus señoríos y el mantenimiento de un “priorato de Hispania” favorecían en principio sus relaciones con las dos monarquías; esto puede explicar el papel mediador de su prior Pedro de Areis en los tratados de Medina de Ríoseco, que tal vez se negoció en Castronuño, y de Fresno, que se firmó literalmente en sus dominios. No obstante, la situación resultaba ambigua, o al menos así lo debieron entender en ambas cortes. Tanto Alfonso VIII como Alfonso IX ejercieron violentas presiones sobre la Orden de San Juan en los años 1190, y ésta terminó creando un priorato de Castilla en 1202.
Las noticias sobre la Orden del Temple resultan mucho más desvaídas, como sucede con todo lo referente a esta milicia. Su presencia también se concentró en la línea fronteriza; el establecimiento mejor caracterizado fue la encomienda de Ceínos de Campos, que existía ya en 1168, cuando el lugar aún formaba parte del reino de León. Hubo otras dos encomiendas leonesas, las de Mayorga y San Pedro de Latarce; ésta debió tener su sede en la fortaleza que todavía subsiste, quizá desde 1203 o mejor a partir de 1220.

Las villas nuevas
Desde comienzos del siglo XII en adelante, los cronistas dejaron establecido que el rey Alfonso VI había incorporado la Extremadura a sus reinos mediante la población de villas y ciudades. El obispo Pelayo de Oviedo incluyó entre ellas a Olmedo, Medina, Íscar y Cuéllar, y sus sucesores hasta Alfonso X siguieron repitiendo sus nombres. No obstante, en ese espa cio se distinguían otros centros territoriales a comienzos del siglo XII, como revelan las listas de lugares de las bulas pontificias, donde han quedado reflejadas las contiendas de los obis pos de Palencia y Segovia. Peñafiel, Portillo y también Curiel, que forman parte de estas extensas nóminas, vienen a acrecentar el número de las villas de esta época.
Más tarde cabe sumarles Castronuño, cuya carta de población data de 1152, cuando el monarca encomendó a su alférez el conde Nuño Pérez la puebla de este lugar que, en honor del señor de Lara, abandonó su viejo nombre de Castrobenavente.
El proceso de organización de la Extremadura vallisoletana adolece de falta de fuentes. El estudio de la toponimia ha detectado que estas comarcas experimentaron una intensa coloni zación en la que castellanos y leoneses participaron en distintas proporciones. Del mismo modo, las noticias sobre los marcos jurídicos en que se desenvolvió el primer siglo de estas comunidades son, por lo general, indirectas. La existencia del fuero de Medina del Campo es señalada al menos desde 1116, pero se desconoce su texto. Tampoco son conocidos los fueros de Olmedo ni de Portillo, mencionados en 1205 y 1224 respectivamente. Por lo que se refiere a Castronuño, la carta de población se limita a establecer que el fuero de Sepúlveda regirá en la villa. En fin, se conserva un ordenamiento otorgado por Fernando III a Peñafiel en 1222, que de todas formas constituye un texto complementario de su también desconocido fuero. Las dataciones y firmas de algunos diplomas permiten hacerse una idea de la organización concejil de Portillo, Peñafiel, Medina del Campo y Olmedo. Puede decirse que siguen un patrón muy extendido en las Extremaduras: el juez aparece como el magistrado principal, y por deba jo suyo hay un número variable de alcaldes, aparte de otros oficiales menores; en el caso de Medina se corresponden con las collaciones de la villa (esto es, con circunscripciones de base parroquial).
Al norte del Duero, el proceso de urbanización emprendido por Alfonso VI comenzó a plasmarse a lo largo del Camino de Santiago. Pero entre la vía jacobea y el río, la imagen que predomina hacia 1100 se resume en un mosaico de territorios más o menos amplios y definidos, cuyo nombre está asociado a un centro fortificado de cierta tradición –Melgar, Castrofroila, Cabezón, Simancas–, o responde a elementos fisiográficos, como Valdetrigueros, Ar(e)nales o Rivulo Sicco. Por otra parte, la enorme extensión de alguna de estas juris dicciones –en concreto, el Campo de Toro–, ha  generado centros secundarios en su periferia, papel que cumplen Tordehumos, Tiedra, Torde sillas y Castromembibre.
La situación había variado notablemente medio siglo después, a la muerte de Alfonso VII. Algunos antiguos centros territoriales se esfuman de los textos, sustituidos por centros nuevos. Medina de Rioseco, un nuevo nombre paralelo al de la villa meridional, es uno de los casos más claros. En tiempos del Emperador sustituyó a Pausada de Rey como cabecera de un territorio asentado sobre el río Sequillo y los Montes de Torozos; en los años 1130 quedan noticias de la fundación de dos iglesias y de la llegada de pobladores desde otras aldeas del obispado de Palencia. A lo largo del mismo valle y en los bordes del páramo, las nuevas villas de Montealegre, Villabrágima, Villagarcía, Urueña y Castroalmundi/Castromonte, denotan el mismo tipo de iniciativas; es común percibir la huella de la infanta Sancha, hermana del soberano y poseedora de amplios intereses en la zona, como ya se ha ido viendo. Ciertos indicios de cambio también aparecen al norte, donde se constata la desaparición de Castrofroila a par tir de mediados de los años 1120; Mayorga asume su papel como centro territorial y desde antes de 1157 es sede de un mercado. Por lo que respecta a la vertiente sur de los Torozos, ya se ha destacado la intervención real sobre Valladolid; conviene añadir que la fundación de una feria general, probablemente en 1152, es otro dato de su promoción por el Emperador. 
Después de la muerte de este soberano, el proceso continuó, incluso se intensificó. Si la población de Cabezón, que también fue conducida por Nuño Pérez de Lara, se realizó entre 1160 y 1170, y la de Tiedra fue anterior a 1176, la década siguiente conoció gran actividad en la línea fronteriza: ya se han evocado Mayorga, Aguilar, Villafrechós, Tordehumos y Torrelo batón; cabe añadir Melgar de Arriba. Más tarde, Alfonso VIII fundó Peñaflor de Hornija y, por su parte, Alfonso IX pobló la actual Mota del Marqués, Roales y Bolaños.
Tampoco se conservan los textos legales que pudieron acompañar a estas iniciativas salvo el de Mayorga, que pertenece a la familia foral de Benavente como es habitual entre las villas nuevas leonesas. Aparte de este fuero, solo restan ciertas disposiciones puntuales destinadas a favorecer al vecindario de Melgar de Arriba y de Villafrechós. En cambio, las comarcas del norte del Duero ofrecen un buen número de indicaciones sobre el proceso de concentración del poblamiento que encarnan las villas nuevas. Medina de Rioseco no fue un caso aislado. 
A Tordehumos acudieron gentes procedentes de Villagarcía, así como de los lugares de Ceanos y Represa. Los habitantes de Villalabaz se trasladaron a la puebla de Torrelobatón. Cuando fue poblada Villafrechós hacia 1184, las gentes de Zalengas, Cabañas y Curieses se trasladaron a la nueva villa. Y, paralelamente, un cierto vacío cobra significado en el contorno de las villas: los textos dejan de mencionar muchos lugares cuyos nombres menudeaban en los diplomas desde dos siglos antes; no es exagerado deducir su progresivo abandono a favor de las iniciativas pobladoras.
Esta relación de nuevas villas suscita varias cuestiones. Hay que empezar precisando que la serie reúne, solamente, los lugares que conservan noticias de acciones promovidas por los reyes o en el entorno regio. Pero es seguro que la nómina fue más larga, lo que sucede es que resulta difícil superar los silencios de la documentación. Por ejemplo, es plausible que la existencia de un mercado semanal en Villalón bajo Alfonso VIII sea un trasunto de su conversión en villa. Tampoco se dispone de información precisa sobre Tordesillas, Simancas o Tudela, tres puntos importantes de la línea del Duero que no cabe imaginar ajenos a la evolución seguida por otros de los centros territoriales de la Alta Edad Media.
El problema documental tiene otra vertiente. Las indicaciones sobre las villas nuevas son muy puntuales; unas veces aparecen como noticias junto a la fecha de un diploma, otras veces se desarrollan a través de un fuero, en las terceras se deducen de la adquisición de tierras por el monarca... Datos tan aislados y de fechas concretas enmascaran la complejidad de las tareas pobladoras. Una pequeña villa como Castromonte había experimentado al menos cuatro acciones sucesivas antes de 1235, y Mayorga, cuyo fuero data de 1181 muy probablemente, acogía otra nueva puebla real treinta años más tarde. Como los cambios en este lugar ya se habían iniciado en los años 1120, resulta visible que la puebla de Fernando II y el fuero no ini ciaron un proceso, sino que marcan su madurez, al mismo tiempo que se observa que la empre sa aún ofrecía nuevas posibilidades a comienzos del siglo XIII.
Pero fijar la atención en exclusiva sobre el protagonismo de los reyes puede provocar ciertos errores de perspectiva. Por un lado, aunque las villas nuevas respondiesen a un plan de reorganización del poder real en Castilla y León, los monarcas no podían prescindir de los señores laicos y eclesiásticos: nobles, monasterios y catedrales ejecutaron las directrices regias  o experimentaron las acciones pobladoras.
Naturalmente, obtuvieron beneficios o compensaciones por ello. Así, la población de Castronuño reportó a su ejecutor Nuño Pérez de Lara una parte del suelo urbano; la de Castromaior/Aguilar de Campos, que conllevó la enajena ción de amplias propiedades de San Zoilo de Carrión, proporcionó en cambio a este monasterio un derecho sobre las iglesias existentes en la villa o que se edificasen en adelante. Pero, por otra parte, los señores también realizaron pueblas en sus lugares. La familia del conde Ponce de Minerva tomó a su cargo la de Castrodomnin, y como signo de su empresa rebautizó el sitio, que desde entonces se llama Castroponce, o los señores de Villavi cencio de los Caballeros concentraron progresivamente la población del contorno en este lugar, donde ya en 1136 se distinguía una villa nova de la villa antiqua.
Muchas de las nuevas villas no pasaron de ser medianos burgos rurales, mientras otras adquirían una posición relevante entre las ciudades de la Corona de Castilla... El proceso ofrece un balance dispar cuando se contempla a distancia. Pero a fines del siglo XII el fenó meno estaba en plena expansión, y sus imágenes tanto pueden sugerir el creciente peso de ciertos núcleos como primar el efecto de conjunto. Por ejemplo, si se considera el comercio, es visible que Valladolid compone un circuito ferial con Sahagún, Carrión y Palencia, y que son las gentes de Valladolid y Medina del Campo (junto con las de Arévalo, Ávila y Segovia), las que trafican usualmente en la región de Uclés, sobre el Tajo, donde se localiza otra zona de ferias. Pero si se adopta como punto de vista los orígenes de las asambleas políticas, las Cortes, lo destacable es la importancia de este sector de la cuenca del Duero dentro del reino de Castilla. Entre las cincuenta civitates que garantizaron el compromiso matrimonial de la infanta Berenguela y Conrado de Hohenstaufen en 1188, se contaban citra Alpes las extrema duranas de Medina del Campo, Olmedo y Portillo, y citra Dorium, Valladolid, Tordesillas, Simancas, Torrelobatón y Montealegre.

Las formas del desarrollo urbano
En origen, la villa de Medina del Campo se asentó sobre el cerro de la Mota. Al menos, en ese espacio se sitúa su primera muralla, que se debió elevar bien avanzado el siglo XII. La muestra más expresiva del desarrollo que la villa había alcanzado en este momento es la exis tencia de 11 parroquias al menos, cuya cartografía depara una sorpresa: solo 1 se localiza dentro de ese recinto, 9 se diseminan por el amplio espacio que alcanzó a englobar en el siglo XVI la última de las cercas, y la otra se mantuvo siempre extramuros. Esta circunstancia debe relacionarse con un cierto modelo de crecimiento, que atiende a dos hechos paralelos: una acrópolis fortificada en altura y un semillero de núcleos de poblamiento a su alrededor, distribuido de forma muy laxa. La proliferación de tales núcleos puede asociarse con el asentamiento de sucesivos grupos dotados de cierta solidaridad por su procedencia, y se realizó según las condiciones de un terreno donde el curso divagante del Zapardiel representaba un peligro potencial. Cada uno de ellos se organizaba en torno a su iglesia parroquial y a sus alcaldes, y la articulación del conjunto fue problemática.
En definitiva, esta es la imagen con que describía el geógrafo árabe al-Idrisí otras ciudades meseteñas a mediados del siglo XII, cuya estructura las hacía semejantes a conjuntos de aldeas. Una imagen muy diferente se refleja en la villa de Aguilar de Campos. Su plano conserva el aspecto de damero que debió diseñarse hacia 1181, con vistas a la lotificación del espacio entre los pobladores a partir de un solar-tipo. La orientación Este-Oeste del conjunto, por otra parte, viene determina da por la norma sacra, esto es, por la orientación de sus iglesias, que también han generado sendas plazas. Tal tipo de planificación es común a otras de las villas vallisoleta nas; muy visible en Tordehumos y Peñaflor de Hornija, también ha sido apreciado en Urueña.
Estas consideraciones encuadran un panorama de cierta complejidad. En primer lugar, la toponimia y la arqueología se combinan para mostrar cómo una serie de villas nuevas se desarrollaron en las cercanías de castros, de núcleos de hábitat fortificado que tenían orígenes muy antiguos y fueron reocupados en la Alta Edad Media. Es decir, el proceso de incastellamento altomedieval fue sucedido por el inurbamento de los siglos XII y XIII, como en tantas otras áreas del continente. Desde este punto de vista, el desarrollo ortogonal de las villas de Aguilar de Campos y Tordehumos bajo sendos recintos anteriores ofrece dos expresivas muestras de tal evolución. Hay que añadir, no obstante, que la regularidad ofrece distintos modelos; en otros planos se presenta articulada por tres calles y de aspecto elíptico, como se hace evidente en Montealegre o sugiere Tiedra. 
Pero, al mismo tiempo, parece necesario destacar que esas imágenes de Medina y Aguilar también representan dos visiones distintas y complementarias de la génesis de algunos núcleos, esto es, una perspectiva de conjunto en un cierto momento y un modelo concreto de lotificación. Esta reflexión resulta adecuada para las villas de mayor desarrollo, como Medina del Campo, allí donde la concurrencia de iniciativas ha generado múltiples polos de habitat y una combinación de modelos urbanísticos diferentes. Tal vez Mayorga, donde se contaban en el siglo XIII hasta 15 parroquias y cuyo plano es una especie de patchwork, muestre doblemente la evolución de un poblamiento alveolar junto a un núcleo defensivo y las distintas tramas de sus pueblas: de suerte que los iniciales espacios intermedios se han ido rellenando gracias al crecimiento de cada núcleo y a los establecimientos posteriores y, al mismo tiempo, se observan varias lógicas de organización del espacio, trasunto de iniciativas diversas. O la villa de Tordesillas, donde parecen contraponerse dos sectores: un caserío bastante inorgánico y una serie de manzanas geométricas que quizá daten de la época de Alfonso VIII. En fin, Valladolid ofrece una imagen bipolar hacia el año 1200, con un núcleo que se debió fortificar en la segunda mitad del siglo XII y se apoyaba en el alcázar real, y otro organizado alrededor de la iglesia colegial de Santa María la Mayor. A esta estructura básica, articulada por un antiguo camino que procedía del valle del Esgueva e iba a dar en un vado del Pisuerga (donde se construyó un puente), cabría sumar una orla de núcleos de poblamiento secundarios que se compactaron por completo en el siglo XIII.

La reorganización del poblamiento y la articulación del territorio
En el estudio de la colonización del sur del Duero y de la frontera entre los reinos de Castilla y León se perciben dos grandes temas comunes. Uno de ellos es el proceso de cambios que experimenta el poblamiento, y otro es el protagonismo de la monarquía. Ambos podrían conjugarse en una idea que expresase a la vez las relaciones entre el desarrollo de ciertas for mas de hábitat concentrado en detrimento de otras, la emergencia de las instituciones muni cipales y sus atribuciones sobre amplios territorios, así como la competencia entre el poder del rey y los poderes que han ocupado básicamente las páginas anteriores.
Las primeras poblaciones de la Extremadura se llevaron a cabo a fines del siglo XI. Las últimas de que se tiene noticia al norte del Duero se sitúan en la tercera década del siglo XIII. Es decir, a lo largo de ciento cincuenta años se ha desarrollado un proceso de establecimiento de villas nuevas cuyas manifestaciones son perceptibles en todo el espacio estudiado. No obstante, un balance de este tipo presume que tanto la dinámica como los resultados presen taron ciertos caracteres a lo largo del territorio, de forma que podría establecerse un umbral común a todos los episodios del proceso. Es complicado verificarlo.







Románico en Valladolid
Se ha señalado en muchas ocasiones la escasa significación del románico vallisoletano y lo cierto es que ninguno de sus monumentos, ni siquiera los de mayor calidad arquitectónica y ornamental, ha suscitado el mismo interés que los más destacados de las provincias de su entorno, con la probable salvedad de la iglesia de Urueña. Y eso sucede en un ámbito territorial en el que se catalogan, como puede comprobarse en esta obra, más de 70 edificios románicos total o parcialmente conservados. Al efecto de sorpresa que seguramente provoca cifra tan elevada tiene que seguir la reflexión en torno a una realidad que en muchos casos se presenta como urgente: la necesidad de dar a conocer nuestro patrimonio artístico y cultural –y la Enciclopedia del Románico en Castilla y León es una excelente iniciativa en este sentido– como medida previa, imprescindible y eficaz para asegurar su protección y conservación.
El estado de abandono y olvido que sufren muchas de estas iglesias vallisoletanas es sólo uno de los factores que explican el desconocimiento de nuestro románico provincial. Su escasa ambición arquitectónica –se trata de templos fundamentalmente rurales y como tales de pequeñas dimensiones–, la pobre calidad de los materiales empleados en la construcción así como la sencillez de sus recursos técnicos y ornamentales justifican sobradamente que salvo excepciones ocupen un segundo plano frente a la mayoría de los monumentos románicos de todo el territorio castellano-leonés. Y sin embargo no carecen en absoluto de interés tanto en su variedad –pequeñas parroquias rurales de piedra o ladrillo, iglesias urbanas y grandes templos monasteriales–, como porque son fiel reflejo de cómo el románico pasó a formar parte de la vida y el paisaje de los hombres de gran parte de la Edad Media, quienes tras hacerlo suyo lo mantuvieron como estilo inercial hasta bien entrado el siglo XIV.
Es necesario advertir no obstante que aunque utilizar divisiones administrativas modernas –las provincias– facilita el establecimiento del marco geográfico que este tipo de estudios precisa, no responde a la realidad histórica y es en cierta forma empobrecedor, porque obliga a dejar fuera buena parte de la red de relaciones e influencias –a veces muy complejas– que constituyen cualquier fenómeno artístico. En el caso del románico vallisoletano éstas se extendían por tierras de Zamora, León y Palencia, pero alcanzaban hasta Cataluña.
Más problemático resulta fijar el escenario temporal en que se desenvuelve. La falta de datos documentales, general para casi todo el arte de la Edad Media, se ve agravada por la carencia casi total de inscripciones en los monumentos –la iglesia de Wamba es excepcional en este sentido–. Por eso el análisis de las formas se ofrece como la única vía posible para lograrlo, aun con el margen de error que conlleva la aplicación de este método a un estilo inercial, como es el caso. Felipe Heras, el primer investigador que abordó globalmente el románico vallisoletano[1], lo situó entre los últimos años del siglo XI y los primeros del XIII, con un momento de máximo auge que correspondería a la segunda mitad del siglo XII. Sin embargo el replanteamiento de la cronología generalmente admitida para la iglesia de Urueña y la consideración de los templos supuestamente mudéjares como iglesias románicas de ladrillo –la "albañilería románica"– permiten remontar sus inicios al tercer cuarto del siglo XI y prolongar su vigencia hasta finales del segundo tercio del siglo XIV en que Manuel Valdés fecha la iglesia de San Juan, en Mojados. 

1. Caracteres generales de la arquitectura románica en la provincia de Valladolid
No cabe duda de que algunos de los aspectos que se han señalado hasta ahora son consecuencia de la baja calidad de los materiales y las técnicas elementales con que se llevaron a cabo los templos románicos vallisoletanos; y ello no estuvo únicamente en relación con la existencia o no de canteras en el lugar de la construcción, sino fundamentalmente con la categoría de sus promotores. La lejanía del foco de actividad e irradiación económica, religiosa y cultural que fué el Camino de Santiago, la falta por los mismos motivos de casas monásticas de importancia y el escaso peso político y eclesiástico de la entonces villa de Valladolid explican el carácter fundamentalmente rural de nuestro arte medieval y singularmente del románico.
El material constructivo fundamental del románico vallisoletano es la piedra.
Predominan los edificios realizados en caliza endeble y de pobre apariencia, cortada en sillares pero también aparejada como sillarejo o mampostería. Las duras condiciones de vida soportadas por las pequeñas comunidades que los promovían, plasmadas con cierta periodicidad en crisis agudas, debieron de provocar cambios en los procesos constructivos que afectaron tanto a los planes iniciales –que podían verse drásticamente reducidos por este motivo–, como sobre todo a los materiales utilizados en la edificación, rebajando la calidad del aparejo o sustituyendo en el curso de la obra la piedra por el ladrillo –Fresno el Viejo, Santervás de Campos–. Este hecho entre otros –la coexistencia en una misma fábrica de ambos materiales– sirve como argumento sólido para discutir el carácter exclusivamente mudéjar de la arquitectura latericia y permite en cambio plantear que, dado que su concepción espacial y volumétrica son idénticas, el uso de la albañilería vendría impuesto tanto por el entorno geográfico –la falta de canteras– como, y de forma más determinante, por los medios económicos disponibles en el momento de la construcción[2].
Como corresponde a los reducidos grupos humanos que las construyeron y convirtieron en el centro de su vida espiritual, las iglesias románicas de la provincia de Valladolid son de pequeñas dimensiones y organización muy simple, rectangulares de una sola nave con capilla semicircular precedida de un tramo recto presbiterial. Las ventanas se abren en la cabecera y el muro Sur, en el que se sitúa también la única portada de acceso. Estos huecos suelen organizarse a partir de arquivoltas de medio punto sobre columnas pero es frecuente que, dado lo tardío de su construcción, muchos adopten perfil apuntado.
Los limitados medios disponibles pero también su menor complejidad técnica explican la elección de cubiertas de madera para la nave –lo que simplifica la organización de sus paramentos, que carecen de elementos de refuerzo–, mientras que el presbiterio y el tramo que lo precede se dignifican con cubiertas estructurales, generalmente de cuarto de esfera y medio cañón –Villafuerte de Esgueva, Piña de Esgueva, San Miguel en Íscar, construidas en piedra; Aldea de San Miguel, entre las de ladrillo–.
Hay también templos de más envergadura, pertenecientes tanto a comunidades parroquiales como a órdenes religiosas y militares. La mayor calidad de los materiales y el modo de aparejarlos, el abovedamiento de la nave con la consiguiente articulación interna y externa de los muros –Villalba de los Alcores–, pero sobre todo el desarrollo de plantas basilicales de tres naves a distinta altura, crucero no marcado en planta y triple cabecera semicircular con cubiertas abovedadas reforzadas por arcos fajones son sus rasgos más significativos –Urueña, Santa María la Antigua en Valladolid–. Planes todavía más complejos desarrollan las iglesias de las casas premonstratenses y cistercienses, con tres o cinco capillas semicirculares, rectas o poligonales, además de los claustros y otras dependencias monacales –Retuerta, Valbuena, Palazuelos–.
Los soportes son sencillos, prismáticos o cruciformes en las iglesias más antiguas y en las de ladrillo –Urueña, Aldea de San Miguel–, compuestos con semicolumnas en las demás –Wamba–. Las cubiertas son de medio cañón o, dado el carácter tardío de la mayor parte de ellas, apuntadas. También se levantaron cimborrios sobre el crucero –Urueña, Ceínos de Campos[3] –. Normalmente carecen de torres, aunque las que se construyeron ocupan un lugar muy destacado entre las torres castellanas –la Colegiata y la Antigua en Valladolid, Simancas–[4] .
Como sucede en todo el románico castellano-leonés, las iglesias vallisoletanas beben en lo estructural, organizativo y ornamental de los grandes templos levantados a lo largo del Camino de Santiago, aunque con rasgos de otras escuelas locales. Las plantas basilicales con ábsides semicirculares tanto de piedra como de ladrillo tendrán su modelo en los edificios más significativos del grupo jacobeo –Jaca, Arlanza, Dueñas, Frómista, San Zoilo de Carrión– de los que tomaron además la organización de los ábsides, articulados exteriormente por columnas que arrancando del suelo o de un alto plinto se elevan hasta la cornisa, como en Frómista, y recorridos horizontalmente por molduras de tacos –el taqueado jaqués– que subrayan las principales líneas arquitectónicas. Los pilares que separan las naves, la articulación interior y exterior de los paramentos mediante impostas ajedrezadas, el esquema de las ventanas y sobre todo el de las portadas compuestas por arquivoltas semicirculares apeadas en columnas, destacadas de la línea de muro y protegidas por un tejaroz con canecillos esculpidos, tienen también su origen en la ruta de peregrinación a Compostela.
Aunque aparentemente tan diferentes, también las iglesias de ladrillo muestran abiertamente su dependencia de modelos jacobeos tanto en el diseño de sus plantas como en la articulación del espacio, la organización de los volúmenes de cabecera y naves y los trazados de ventanas y portadas. Hay que suponer además que la decoración pictórica unificaría los interiores hasta hacerlos indistinguibles de los de los templos pétreos[5].
Por lo que se refiere a la ornamentación, el románico vallisoletano se muestra también deudor del jacobeo de finales del siglo XI, aunque su desarrollo cronológico sea posterior en más de medio siglo. A los elementos ya citados, puramente arquitectónicos –columnas y semicolumnas, molduras ajedrezadas– se une la escultura monumental y seguramente la pintura. No se han conservado restos pictóricos, pero cubrirían el interior de los presbiterios y probablemente los muros interiores con grandes escenas de ambos testamentos y finalidad doctrinal[6]. Según afirma Bango el color estaba presente también en el exterior de los templos, que de esta forma ofrecerían una apariencia completamente distinta a la que tienen hoy.
La escultura monumental, el otro gran recurso ornamental del románico, tiene sin embargo una presencia muy escasa y es, como corresponde a la modestia de estas construcciones, de muy baja calidad. Los capiteles de la nave, ventanas y puertas, además de los canecillos de las cornisas y a veces las arquivoltas son el único marco de las imágenes esculpidas dado que las portadas de nuestras iglesias, salvo la de Wamba, carecen de tímpano. Sus autores conocían las grandes obras del Camino de Santiago pero repitieron los modelos de manera inercial, sin aproximarse siquiera ni a su nivel técnico ni a su calidad artística; las figuras planas y de factura tan tosca que dificulta muchas veces la identificación de los temas representados predominan claramente en la plástica románica vallisoletana.
Hay más de una veintena de iglesias catalogadas con restos escultóricos pero en realidad sólo un puñado de ellas cuenta con conjuntos significativos: San Miguel en Íscar, Santa María en Wamba, San Juan en Arroyo de la Encomienda, San Miguel en Trigueros del Valle, Santos Gervasio y Protasio en Santervás de Campos y la desgraciadamente desaparecida Nuestra Señora del Temple en Ceínos de Campos.
En cuanto a los temas, predominan los capiteles vegetales, tanto la interpretación de los clásicos de orden corintio como los de hojas, piñas, bolas y entrelazos, tan abundantes en las iglesias de la ruta de peregrinación. Pero en los canecillos y capiteles se despliegan también figuras humanas y animales de difícil interpretación, como es habitual en el arte románico[7]. Los menos frecuentes parecen los temas estrictamente religiosos –el Pecado Original, Cristo, ángeles, demonios y condenados...–, y en cambio abundan aquellos que, protagonizados por animales reales o fantásticos a veces con participación humana, parecen encerrar significados doctrinales y moralizantes –leones, sapos, salamandras, serpientes atacadas por aves, arpías, basiliscos, sirenas, grifos, dragones...–[8]. Los temas geométricos y vegetales, muy cercanos ya a lo cisterciense por lo avanzado de las fechas, son en cambio los protagonistas de arquivoltas y líneas de cornisa.
Como es lógico las iglesias de ladrillo desarrollan sus propias formas decorativas a partir de la disposición del material y su combinación en paramentos, vanos, portadas y cornisas, dado que el ladrillo no permite la talla. Frisos de ladrillos dispuestos en vertical, horizontal, en esquina o cortados con perfil de nacela; arcos de medio punto ciegos y doblados, a veces entrecruzados; recuadros, bandas, o todos estos elementos combinados y potenciados por el contraste cromático del ladrillo y el mortero constituyen los principales motivos ornamentales de la albañilería románica.

2. La evolución del estilo
Como sucede en la mayor parte de las manifestaciones artísticas inerciales, el intento de establecer las etapas del románico vallisoletano se ve enormemente dificultado tanto por la baja calidad de las obras y su estado de conservación, como por su desajuste cronológico –casi medio siglo– respecto a los momentos de apogeo del estilo

El Primer románico
Dentro del primer románico hay que encuadrar la iglesia de la Anunciada, en Urueña, que es sin duda el monumento más antiguo de la provincia.
La documentación conservada no permite desvelar la historia constructiva de este importantísimo edificio. En el año 954 era un monasterio mozárabe denominado de San Pedro y San Pablo de Cubillas. A finales del siglo XI y formando parte del Infantado vivió un momento de esplendor que se prolongaría bajo el patronazgo real por lo menos hasta el segundo cuarto del siglo XIII. A mediados del siglo XII se pobló en sus cercanías la villa de Urueña, donada por Fernando II en 1163 a la diócesis de Palencia. En 1677 y reducido a la simple condición de ermita de San Pedro fue restaurada a costa de D. Antonio de Isla, por entonces obispo de Osma, para acoger la imagen de la patrona de Urueña, cambiándose en ese momento su advocación por la actual.
El edificio es más elocuente que la escasa documentación referida a él. El material empleado –sillarejo–, la planta basilical de tres naves con crucero no señalado en planta, los sencillísimos soportes cruciformes, las cubiertas abovedadas de medio cañón con fajones, el cimborrio sobre trompas en el crucero y el característico repertorio decorativo a base de arquillos ciegos y bandas lombardas establecen de manera inequívoca su estrecha relación con el primer románico catalán o lombardo, vigente en los territorios de la Marca Hispánica hasta el siglo XII.
Descartada la hipótesis de Felipe Heras que relacionaba a la Anunciada con la familia Ansúrez, es posible adelantar la cronología propuesta por este mismo autor[9] y llevarla quizá hasta finales del tercer cuarto del siglo XI, momento en que se está levantando la iglesia barcelonesa de Sant Jaume de Frontanyá con la que la iglesia monasterial de Urueña presenta bastantes similitudes, a pesar de su menor calidad constructiva. Para Bango Torviso sería la presencia de clérigos catalanes en el obispado de Palencia, al que pertenecería Urueña, lo que permite explicar la singularidad de este interesantísimo templo[10].

El desarrollo del Románico Pleno
El románico pleno se inició a finales del siglo XI con la construcción de dos importantes edificios en la capital: Santa María la Antigua y Santa María la Mayor, ambas fundadas por el conde Pedro Ansúrez. Lamentablemente han sido modificadas a lo largo de los tiempos hasta el punto de que sólo corresponde a sus inicios parte de la torre-pórtico de la colegiata de Santa María. La falta casi total de restos no nos impide sin embargo reconstruir, siquiera mentalmente, la apariencia de estas dos iglesias e imaginar la enorme influencia que tuvieron en su momento, –patente en algunos lugares cercanos, como Simancas–.
Sus rasgos esenciales tuvieron que estar muy relacionados con la figura del Conde, repoblador de la villa del Pisuerga por encargo de Alfonso VI. Formaba parte del círculo nobiliario más próximo a este rey y participaría por tanto de su política centralizadora y europeizadora en el campo religioso –la reforma gregoriana–, económico y urbano –potenciación del Camino de Santiago–, y artístico –introducción del románico pleno–. Es preciso recordar la relación de los Ansúrez con la villa palentina de Carrión de los Condes, en la ruta a Compostela –eran señores de Carrión y Saldaña– y con el monasterio de Sahagún, uno de los puntales de la reforma gregoriana, panteón de las esposas de Alfonso VI y lugar elegido por don Pedro para enterrar a su hijo Alfonso, fallecido en el año 1093. Podemos pensar que seguramente las iglesias vallisoletanas fundadas por el conde estarían desde el punto de vista artístico en sintonía con lo que por esas mismas fechas –las dos últimas décadas del siglo XI– se estaba haciendo en el Camino y su área de influencia bajo el patrocinio directo del monarca, su familia y los magnates del reino: San Pedro de Arlanza, San Isidro en Dueñas, San Martín en Frómista, San Salvador en Nogal de Huertas, San Zoilo en Carrión de los Condes, San Facundo y Primitivo en Sahagún, San Isidoro en León, pero también las desaparecidas catedrales románicas de Burgos, León y Astorga.
Se trataría por tanto de edificios basilicales de tres naves y triple cabecera semicircular, construidos en piedra bien cortada y aparejada, abovedados y con un cuidadoso estudio de espacios y volúmenes, articulados interior y exteriormente con columnas adosadas y molduras ajedrezadas –son visibles todavía en la arruinada torre de la colegiata–. Finalmente, los capiteles y los canecillos de cornisas y tejaroces desarrollarían formas escultóricas de inspiración clásica como las que podemos contemplar en Frómista y Carrión o en la misma lauda sepulcral de Alfonso Ansúrez, conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Son estas formas propias del románico pleno jacobeo las que se difunden por nuestro territorio provincial, si bien lo hacen con la lógica pérdida de calidad, fuerza e inspiración y un desajuste cronológico de más de 50 años respecto a sus modelos, pues como ya se ha dicho la mayor parte de las iglesias románicas vallisoletanas data de la segunda mitad del siglo XII, cuando el tardorrománico estaba ya dando paso a formas protogóticas en otros ámbitos territoriales.
Hay no obstante entre unos edificios y otros diferencias notables que afectan tanto a sus dimensiones como a la calidad constructiva y la importancia de su ornamentación.
Pueden definirse dos grandes grupos. El primero estaría constituido por las iglesias pertenecientes a las órdenes militares, cuya expansión por el territorio provincial se produjo fundamentalmente en la segunda mitad del siglo XII y parte del siguiente. El segundo, más amplio, corresponde a las parroquias rurales.

a) Iglesias de órdenes militares. La provincia de Valladolid cuenta con un número apreciable de edificios románicos debidos a las órdenes militares: las iglesias de San Juan en Arroyo de la Encomienda, San Juan Bautista en Fresno el Viejo, Santa María en Wamba y la ermita del Cristo en Castronuño fueron de la orden de los Hospitalarios de San Juan o Sanjuanistas. Nuestra Señora del Templo en Villalba de los Alcores, junto con la desaparecida iglesia de Nuestra Señora del Temple en Ceínos de Campos, pertenecieron a los caballeros del Templo de Salomón.
Estilísticamente, como ya se ha dicho, no se diferencian del románico rural de la provincia, pero la mayor disponibilidad de medios de las órdenes de caballería se refleja en sus edificios. Se trata de iglesias con planos más ambiciosos –a veces de tres naves, o de una con capillas y claustro como en Ceínos–, y más sólidamente construidas. A diferencia de las parroquias rurales que suelen cerrarse con techumbre de madera, las iglesias de los monjes-guerreros ofrecen un sistema de cubiertas más complejo con bóvedas pétreas y a veces, como en Ceínos, con cúpula.
Aunque en líneas generales todas ellas son deudoras de las formas generadas por el románico pleno del Camino de Santiago, acusan también en mayor o menor medida la influencia de otros focos provinciales. Mientras la iglesia de Arroyo sigue modelos claramente palentinos tanto en la arquitectura como en su ornamentación, las de Wamba y Ceínos de Campos muestran la relación con el románico de Zamora y Salamanca tanto en los motivos decorativos –Wamba– como en las soluciones constructivas –cimborrio de Ceínos–. También, y debido a lo avanzado de las fechas de construcción de algunas de ellas, recogen las novedades introducidas por las grandes abadías cistercienses que en esas fechas se estaban construyendo en el territorio provincial. Arcos y bóvedas de sección apuntada, desornamentación general y simplificación constructiva en busca de la pura funcionalidad serían fruto de esta corriente rigorista, mantenida en las órdenes militares a través de la regla de San Bernardo, eje de su organización. De este modo y sin solución de continuidad el románico pleno fluye hacia el tardorrománico y entra de lleno en las corrientes protogóticas –la ermita del Cristo en Castronuño–, construida ya en el siglo XIII.

b) El románico rural. Frente a las grandes edificaciones de los centros urbanos o las pertenecientes a órdenes militares y religiosas se alzan los pequeños templos rurales. El proceso repoblador había ido creando pequeñas aldeas agrícolas cuya población poseía un origen común o una identidad de intereses. A su situación de precariedad económica derivada de la coyuntura se unía la frecuente dependencia de monasterios y señoríos. No es de extrañar por tanto que sus iglesias, atendiendo a criterios puramente prácticos, sean muy modestas. Suelen tener pequeñas dimensiones, con una sola nave y cabecera semicircular. La cubierta es de madera, más sencilla de construir que la bóveda e incomparablemente más barata. Por eso los edificios del románico rural no tienen contrafuertes exteriores ni mayores complicaciones tectónicas pues son los muros, generalmente de extraordinario grosor, los elementos sustentantes.
Unicamente la cabecera y el tramo recto que la precede llevan cubierta estructural, generalmente cañón y cuarto de esfera. Cuentan con una sola portada abierta al Sur, y escasísima –a veces inexistente– decoración escultórica.
Se ha conservado sólo una mínima parte de este tipo de arquitectura. Las iglesias dedicadas a San Miguel en Íscar y en Trigueros del Valle pueden ser su perfecta representación.

El tardorrománico
Es difícil de definir porque en rigor la mayor parte de la arquitectura románica de Valladolid se enmarca cronológicamente en el tardorrománico, aunque formalmente corresponda al románico pleno. Por eso, y como señaló Bango Torviso, será la utilización de arcos y bóvedas apuntados y la aplicación de una decoración de tipo naturalista el criterio que, aunque sea de modo convencional, marque la separación entre uno y otro momento. De este modo, hay que considerar como tardorrománicos algunos de los templos de las órdenes militares y bastantes iglesias rurales. Y desde luego los grandes monasterios cistercienses y premonstratenses, pero de eso se trata en otro capítulo.

La albañilería románica
Por sus propias características materiales y ornamentales la albañilería románica constituye un grupo aparte que evoluciona de forma independiente y casi paralela a la de la arquitectura de piedra, aunque se prolonga más que ésta, hasta bien entrado el siglo XIV. Desde el punto de vista arquitectónico sigue sin apenas variaciones los modelos del románico pleno jacobeo, pero los motivos ornamentales y sus combinaciones experimentan cambios que permiten establecer tres fases o periodos:

a) Fase preclásica. Se desarrolla durante el siglo XII y los primeros años del siguiente. Común a los territorios repoblados, se caracteriza por el sometimiento de las formas constructivas a los modelos de la arquitectura de piedra, hasta el punto de que abundan relativamente los edificios mixtos –Fresno el Viejo, Santervás de Campos–. A la vez se van configurando los esquemas ornamentales que quedarán fijados en el periodo siguiente.

b) Fase clásica (siglo XIII). Se caracteriza por el predominio de los templos de una sola nave y por la fijación de unos esquemas ornamentales que permiten definir escuelas o focos locales. Uno de los más destacados es precisamente el vallisoletano, que se desarrolla en la segunda mitad del siglo y que está representado por las iglesias de San Pedro y Santiago en Alcazarén o San Andrés y San Juan en Olmedo, entre otras. Lo que caracteriza a este grupo es la existencia de un basamento de mampostería sobre el que se dispone la obra de ladrillo. También la austeridad decorativa es rasgo distintivo, con dos bandas de ladrillos en vertical sobre los que se alzan tres órdenes de arquerías ciegas rematadas con frisos de esquina que constituyen la decoración del interior y el exterior de los muros.

c) Fase Manierista (finales del siglo XIII-siglo XIV). Se desarrolla a partir del foco clásico vallisoletano. Se mantienen las formas y estructuras arquitectónicas pero los esquemas ornamentales se hacen más complicados y abundantes, acentuándose como consecuencia el claroscuro y las calidades plásticas de los paramentos. A este periodo manierista vallisoletano pertenecen las iglesias de Aldea de San Miguel, San Miguel en Olmedo y Santa María y San Juan en Mojados que, construida probablemente a finales del segundo tercio del siglo XIV, es la más tardía de las iglesias vallisoletanas.

3. Otras manifestaciones artísticas del románico
Aunque escapa al propósito de esta obra conviene recordar para poner punto y final a esta breve panorámica sobre el románico vallisoletano que la arquitectura acogía muestras destacadas de otras artes: pilas bautismales, rejas, frontales, objetos de culto realizados en metales preciosos, marfil y esmaltes, e imágenes para los altares. Debido a la fragilidad y el valor de sus materiales o a su carácter mueble sólo una mínima parte se ha conservado. En Valladolid la pérdida ha sido enorme, pudiendo contabilizarse una reja de probable origen románico en Tordesillas y unas cuantas esculturas de piedra o de madera policromada que representan como es habitual a la Virgen con el Niño y a Cristo Crucificado. No procede hacer aquí el inventario de estas piezas, pero sí señalar algunas de las más significativas.
Las imágenes de la Virgen responden al modelo iconográfico de la Teotokos o Virgen-Trono de procedencia bizantina. Se trata de figuras sedentes, talladas en un solo bloque y de concepción muy rígida. La mirada se dirige al frente, completamente inexpresiva. El niño se sienta sobre una o ambas rodillas pero en cualquier caso aparece representado como Dios, mirando también al frente. Como sucede con otras muchas esculturas de este tipo, algunas se veneran como imágenes de vestir. Las de mejor calidad son la Virgen de San Lorenzo y la de los Plateros, en Valladolid, la Virgen de Capilludos en Castrillo Tejeriego, la Virgen Negra de la Armedilla –hoy en Cogeces del Monte– y la Virgen con el Niño de la parroquial de Ceínos de Campos, procedente de la desaparecida iglesia de los templarios.
Hay también un interesante grupo de Crucifijos de finales del siglo XII o comienzos del XIII cuyos rasgos comunes hicieron pensar a Julia Ara que por lo menos algunos de ellos procedían de un mismo taller. Se conservan en el Museo Diocesano de Valladolid y en las parroquiales de Pedrosa del Rey, Santervás de Campos, Villafranca de Duero y Villalba de la Loma. Cristo se representa muerto, clavado a la cruz con cuatro clavos, vestido con perizonium y sin mostrar los sufrimientos de la Pasión. Son de tamaño casi natural pero su concepción resulta muy plana y su anatomía plenamente geométrica como corresponde a un momento en el que se impone lo espiritual y mayestático sobre la realidad sensible.

Los monasterios del Duero: la crisis del románico
Durante la primera mitad del siglo XII, cuando el arte románico había llegado a su plena definición, tienen lugar una serie de acontecimientos que a la larga conducirían a la renovación estilística. En 1109 –el mismo año de la muerte del rey Alfonso VI que tan decisivamente había contribuido al desarrollo de las casas cluniacenses en Castilla y a la difusión de los modelos románicos–, fallecía en Francia el abad San Hugo de Cluny. De su mano, la orden cluniacense se había convertido en el primer poder de Europa y se servía, en su labor integradora, del estilo románico en el que había encontrado el lenguaje formal adecuado para transmitir su ideario. Pero en ese momento ya se habían producido las primeras grietas en el sistema por las disidencias de algunos miembros de la orden que, como rechazo a la magnificencia y lujo que poco a poco se había apoderado de las principales casas de la orden, se separaban de ella a la búsqueda de mayor rigor en la aplicación de la regla de San Benito. Uno de los disidentes fue el monje Roberto quien, primero en Molesmes y después en Cîteaux, encontró un retiro para entregarse al servicio de Dios en la completa renuncia de los bienes materiales. De su iniciativa nació la orden cisterciense que con el ingreso de Bernardo en 1112 recibió el impulso que le llevaría a relevar a Cluny en su influencia sobre la espiritualidad europea. Casi al mismo tiempo surgían también otras observancias que aportaban nuevas interpretaciones al monacato benedictino. En este espíritu de renovación se incluía también la Orden de Prémontré creada cerca de Laon por el alemán Norberto sobre los estatutos de los canónigos regulares de San Agustín.
Aunque estos movimientos reformadores monásticos obedecieron inicialmente a motivaciones puramente espirituales, su rápida difusión y el prestigio que alcanzaron en poco tiempo fueron la causa de que sus efectos desbordaran el plano de lo religioso y fueran mucho más allá, en el terreno social y económico, de lo que sus fundadores habían pretendido. La base ideológica de las nuevas órdenes monásticas dio lugar asimismo a cambios en los planteamientos estéticos que afectaron necesariamente al aspecto de sus edificios y a sus manifestaciones artísticas. El rechazo hacia la forma de concebir el monacato de la orden cluniacense conllevaba también el rechazo hacia las formas externas en que ésta se manifestaba y por consiguiente hacia el arte románico que Cluny había difundido.
Una de las cuestiones que han surgido a propósito de estas órdenes reformadoras es en que medida han contribuido a la creación de un estilo propio. Aunque el principio de austeridad se encuentra en la base de sus idearios parece que hay que atribuir a San Bernardo (Apología de Guillermo) y a su influencia en las disposiciones de los Instituta redactados en los primeros Capítulos generales del Cister los fundamentos programáticos de obligaban a rechazar el oramento en los edificios, y que fueron asumidos también por las congregaciones paralelas. Los Instituta del Cister ordenan que los monasterios se establezcan en lugares alejados de ciudades, castillos y aldeas y en terrenos bien provistos de agua. La estricta aplicación del “ora et labora” de San Benito introducía entre las obligaciones de la comunidad el cultivo del campo, modificó el sistema de explotación del territorio en torno a los monasterios. La regulación de la vida monástica, que a diferencia de Cluny no contemplaba un periodo largo de formación en régimen de noviciado, establecía dos niveles: el de los monjes profesos que accedían formados a la clausura y participaban de pleno derecho en la sagrada liturgia, y el de los conversos, quienes –por lo general– procedían de los estratos inferiores de la sociedad sin una formación intelectual previa y en consecuencia no podían intervenir activamente en el oficio divino. Los conversos eran los intermediarios con el mundo exterior. Este tipo de organización tuvo importantes repercusiones en el terreno artístico porque contribuyó decisivamente a la ordenación del espacio arquitectónico monástico. Se admite que en Clairvaux, la filial fundada por San Bernardo, se elaboró la planta ideal del monasterio cisterciense. La racionalidad de su planteamiento y su funcionalidad hizo que fuese adoptada en términos generales por las órdenes monásticas coetáneas.
Lo que se conoce como plano ideal cisterciense representa una síntesis de experiencias que remontan a los inicios del monacato en Occidente. El elemento principal es la iglesia, tanto por sus proporciones como por la prioridad que se le concede en la construcción. Las dependencias monásticas se organizan en torno a un claustro adosado, según la tradición occidental, al costado sur de la iglesia. No obstante, si las condiciones del terreno o la situación del curso de agua del que se abastece el monasterio lo exigen, pueden situarse igualmente en el lado norte, respetando el orden de las edificaciones respecto a la iglesia en una relación de simetría especular. En la panda oriental del claustro, a continuación del crucero de la iglesia, se disponen la sacristía y el armariolum donde se depositan los libros de la comunidad. Inmediatamente después se sitúa la sala capitular que abarca el espacio de tres tramos del claustro y se abre a él mediante una puerta flanqueada por dos ventanas. Es una de las piezas nobles del monasterio y allí cada día se reúne la comunidad para la lectura de los capítulos de la regla y para confesar los pecados públicamente ante el abad. Contigua a ella se encontraba la escalera que daba acceso al dormitorio situado en la segunda planta a lo largo del ala oriental. Desde allí otra escalera comunicaba con el crucero de la iglesia de forma que los monjes tuvieran acceso directo a ella para la celebración de los oficios nocturnos. En la mayor parte de los monasterios han desaparecido estas escaleras, si bien en algunos se puede distinguir su huella en el muro del crucero.
Las que comunicaban con el claustro, debido a su carácter angosto, fueron sustituidas a partir del siglo XVI por otras de aspecto monumental. Paralelamente al espacio destinado a la escalera del claustro se encuentra un pasadizo que comunica con los campos de cultivo y en el que, por lo general, se localiza el acceso a la sala de trabajos que se extiende a partir del extremo sur de esta panda oriental del claustro.
El ala opuesta a la iglesia, casi siempre al mediodía, alberga el calefactorio provisto de chimenea para los días más crudos del invierno, para algunas prácticas higiénicas y para los monjes enfermos.
A continuación se encuentra el refectorio, pieza en la que el valor simbólico se impone sobre lo puramente funcional. Adquiere proporciones semejantes a las de un templo y está provisto de un púlpito desde el que se leen textos sagrados mientras se sirve el parco refrigerio. La cocina, situada junto al refectorio, con el que comunica a través de una ventana, no tiene salida al claustro sino al patio exterior.
Igualmente ocurre con las dependencias situadas en la panda occidental que se articulan a lo largo de un pasillo paralelo al claustro denominado callejón de conversos. Junto a la cocina, en el extremo suroeste, estaba el comedor de los conversos y a lo largo del lado occidental se extendía la cilla o despensa. La planta alta estaba destinada a dormitorio, separado asimismo del de los monjes profesos. Las edificaciones de la zona occidental de los monasterios han sido en la mayor parte de los casos reemplazadas a partir del siglo XVI por amplios conjuntos destinados a hospedería.
El emplazamiento excepcional de la hospedería en la parte oriental del monasterio de Matallana permite al menos identificar, a pesar del estado ruinoso de sus edificios, los restos de estas dependencias destinadas a los conversos.
La aportación del Cister a la planta monacal es el haber establecido una rigurosa separación entre los espacios destinados a los conversos que no tienen acceso a la zona claustral y que incluso durante los oficios religiosos ocupaban la parte posterior de la iglesia, separados de los monjes por un cerramiento, y los profesos que participan de la vida monástica en su plenitud y que tienen en el claustro el símbolo de su vida terrena abierta exclusivamente hacia el cielo. El tipo de relación que se establece en las nuevas órdenes entre la casa madre y sus filiales hace de cada una ellas un edificio autónomo que reproduce el plan monástico ideal.
Las diferencias dependen de las posibilidades económicas de cada comunidad y afectan a la mayor o menor monumentalidad de las edificaciones. Las casas que se levantaron durante la segunda mitad del siglo XII y a lo largo del siglo XIII en los diferentes lugares de Europa respetan por lo general el trazado regulador de las dependencias.
Existen diferencias notables en la forma de las iglesias y en los caracteres estilísticos que incorporan progresivamente las formas góticas, pero se mantiene esencialmente la unidad intrínseca de los edificios construidos en ese espacio de tiempo. Esta unidad va más allá de la noción de estilo y se debe a los principios tanto espirituales como organizativos de la orden, por eso dejó de actuar cuando estos principios se relajaron hasta el punto de que en el siglo XV se hizo necesaria una reforma dentro de la propia orden.

Los monasterios vallisoletanos. su lugar en la historia del arte
La monumentalidad de los monasterios vallisoletanos levantados a finales del siglo XII y principios del XIII no pasó inadvertida para los primeros eruditos interesados por los testimonios del pasado. Así encontramos menciones a alguno de estos monasterios en el ambiente todavía romántico del Semanario Pintoresco Español. En la labor catalogadora llevada a efecto por Quadrado y Ortega y Rubio estos monasterios se describen bajo el aspecto de abandono en que habían caído después del proceso desamortizador. A su conocimiento contribuyeron también algunas crónicas de los viajes efectuados por la Sociedad Castellana de Excursiones. A Vicente Lámperez y Torrés Balbás se deben los primeros intentos de clasificación en el panorama general del arte español, contemplados como conjunto en su especificidad monástica. En 1923 Francisco Antón publicó la primera edición de su obra sobre los monasterios vallisoletanos. Esta monografía sigue siendo todavía fundamental por el minucioso estudio que comporta tanto en lo que se refiere al acopio documental como al acertado criterio en la interpretación de las formas artísticas en relación con obras españolas y europeas. La bibliografía posterior contempla a los monasterios vallisoletanos dentro del panorama general de los estilos artísticos, aunque su clasificación estilística no ha sido siempre coincidente por su posición intermedia entre el románico y el gótico.
Lambert los incluye dentro de la fase inicial del estilo gótico hispánico en atención a que su arquitectura adopta desde fechas tempranas las bóvedas de ojiva. La comparación con otros edificios españoles de la época demostraba que estos monasterios no constituyen en si mismos un fenómeno aislado sino que incorporan las novedades de la arquitectura gótica en la misma medida que las catedrales y colegiatas coetáneas.
En las filiales del Cister, la recepción de las innovaciones se habría visto facilitada por los vínculos con las casas francesas. La fuerte incidencia en la sociedad de los ideales cistercienses es evidente por cuanto en ese momento se generaliza en la arquitectura española el sobrio lenguaje formal que exigía la orden. En esta misma línea se mantiene algunos años después Torres Balbás. Chueca utiliza el término de “gótico de transición” para definir el estilo de las catedrales y colegiatas coetáneas a la implantación del Cister del que participan igualmente los monasterios, aunque a estos últimos los trata separadamente en atención a su especificidad.
El término “gótico de transición” que alcanzó cierta difusión en la historiografía artística de la época, había sido anteriormente rechazado por Torrés Balbás por considerar que no existió tal transición sino que el gótico representaba una formula nueva “algunos de cuyos elementos se yuxtapusieron en sus comienzos a los románicos...”. Siguiendo en el terreno de las precisiones terminológicas estos monasterios junto con los edificios afines son clasificados por Azcárate dentro de una fase denominada “protogótica”. En algún caso se ha desglosado su estudio y se ha concedido un valor independiente al tipo de manifestación artística que representan.
Recientemente algunos autores incluyen este tipo de arquitectura en la fase tardía del románico. Paralelamente a estos estudios de los aspectos formales, los monasterios vallisoletanos han sido objeto de atención en trabajos dedicados al fenómeno espiritual, social y económico que representa la implantación de la orden cisterciense en España o, más específicamente, en los territorios de Castilla y León. La aportación de Pérez de Urbel, desde un enfoque general puede considerarse pionera. A partir de la década de 1950 son numerosas las publicaciones sobre el Cister. En ellas tuvieron un papel importante investigadores de la propia Orden. Se abordaron temas relacionados con la implantación del Cister en España y se elaboraron estudios historiográficos. Una de las cuestiones más delicadas fue la precisión sobre bases críticas de las fechas de implantación de las primeras fundaciones, cuyos resultados no siempre fueron coincidentes1. Este aspecto está todavía sujeto a puntualizaciones. También se contemplan los monasterios vallisoletanos en estudios de carácter histórico, social y económico que se han dedicado al Cister en Castilla y León. Las revisiones llevadas a efecto con ocasión de los centenarios de las Huelgas de Burgos y de la fundación del Cister aportan puestas al día y una bibliografía actualizada. Sobre los monasterios premonstratenses, de cuya orden existieron dos abadías en territorio vallisoletano, la de Retuerta junto al Duero y la de San Saturnino en Medina del Campo, también se ha realizado un estudio general reciente.

Las fundaciones y sus promotores
En el reino de Castilla el matrimonio de la reina Urraca con Alfonso I de Aragón había dado lugar a una profunda crisis, no sólo por los conflictos bélicos entre los esposos sino por las rebeliones de vasallos contra los señores que se dirigieron igualmente contra el clero y principalmente contra los monasterios, algunos de los cuales acusaron signos de grave decadencia. El nuevo monarca Alfonso VII, además de contribuir con sus donaciones a la recuperación de las antiguas casas cluniacenses, favoreció la implantación en Castilla de las órdenes de nueva creación, tanto por razones devocionales como por el papel que podían representar como núcleos ordenadores del territorio.
El espacio geográfico que comprende la actual provincia de Valladolid, atravesado por el río Duero, con tierras fértiles y apropiadas para el cultivo fue favorecido con varias fundaciones. A partir de la quinta década del siglo XII grandes extensiones de terreno pasaron a depender de monasterios gracias a las donaciones realizadas por miembros de la familia real o por los nobles. Probablemente el impulso inicial partió de la propia familia real, del rey Alfonso VII y de su hermana doña Sancha hijos ambos de Raimundo de Borgoña, quienes por sus relaciones familiares estaban al tanto de lo que ocurría en aquella región y de los nuevos movimientos espirituales. En cualquier caso el apoyo real fue constante. La cronología tradicional de las fundaciones castellanas consideradas más antiguas ha sido recientemente revisada. La fecha de las cartas de fundación es tenida como referencia cronológica segura, pero no es óbice para que, antes de que fuesen otorgadas, se hubiesen iniciado ya las gestiones para la implantación de un monasterio, se hubiese instalado ya una incipiente comunidad monástica o se estableciesen los usos del Cister en comunidades anteriormente benedictinas previamente a su incorporación a la nueva orden.
Quizá pudo haber ocurrido algo de esto en el monasterio de Santa María de La Santa Espina. La implantación cisterciense fue solicitada por doña Sancha al propio San Bernardo de Claivaux según consta en la carta fundacional otorgada por la infanta en 1147, fecha en la que Vacandard, biógrafo de San Bernardo, afirma que fue fundado el monasterio. Las noticias aportadas por Yepes y Manrique hacen pensar que posiblemente a partir del año 1143, doña Sancha podría ya haber iniciado gestiones con el monasterio de Clairvaux para establecer una filial en tierras vallisoletanas. A partir de noticias recogidas en el Tumbo y de la correspondencia que San Bernardo mantuvo con esta dama se hace intervenir en las tareas de fundación a un monje llamado Nivardus –al que la tradición identificó con el hermano de San Bernardo– quien habría visitado aquel lugar antes de 1147 y a su regreso a Clairvaux habría informado favorablemente del devoto empeño de la Infanta.
La nueva casa cisterciense se instaló en el lugar donde antiguamente había existido un monasterio o eremitorio, en aquel momento ya abandonado, al que se conocía como San Pedro de Espina. Tomó entonces la advocación de Santa María como era preceptivo en los monasterios cistercienses pero se siguió denominando de La Espina. Una tradición algo confusa atribuye a la Infanta el haber regalado al monasterio la reliquia de la Corona de Cristo que se venera en él. El monasterio se hizo enseguida con un gran dominio territorial gracias a las donaciones que se añadieron a la dotación inicial de la doña Sancha.
Los restantes monasterios de Valladolid se deben al patrocinio de los nobles territoriales que primero fueron los Ansúrez y después los Téllez de Meneses, estos últimos descendientes directos del conde Pedro y de su esposa Eylo Alfonso. Varios miembros de esta poderosa familia contribuyeron con donaciones de propiedades patrimoniales y de nuevas posesiones adquiridas por donación regia a la instalación de diferentes comunidades. Con estas fundaciones se atendía, en unos casos a problemas domésticos como dotar de una casa monástica a un miembro de la familia –en el caso de Retuerta–, y en otros a satisfacer las exigencias espirituales propias de su estado nobliario: tener un lugar en el que se rezase perpetuamente por sus almas y donde fijar el panteón familiar, como en el caso de Valbuena, Palazuelos y Matallana. Socialmente era beneficioso porque las nuevas órdenes ponían en valor los terrenos de cultivo que se les entregaba.
La condesa doña Mayor Petri, hija del Conde Ansúrez, junto con su sobrino Armengol VI de Urgel, cedieron entre 1143 y 1148 sus posesiones en los lugares llamados Fuentes Claras y Retorta de Riva Doro, situadas en el valle del Duero, para que Sancho Ansúrez, primo de doña Mayor, fundase allí el primer monasterio en Castilla de la congregación de Prémontré, en la cual el citado Sancho había ingresado en Francia. El monasterio, filial de Case Dei en Gascuña, se denominó Santa María de Rivulotorta, Retorta y posteriormente de Retuerta. Sancho Ansúrez fue su primer abad. y como tal fue bendecido por el obispo de Palencia, argumento que enseguida se utilizó para demostrar la primacía de esta casa sobre La Vid que le disputaba el privilegio de ser la primera fundación en España.
Una sobrina de doña Mayor Petri, la condesa Estefanía Armengol, nieta del conde Ansúrez y de doña Eylo e hija de María Ansúrez y de Armengol V conde de Urgel, el día 18 de enero de 1143 otorgaba la Carta de Fundación de otro monasterio muy cercano al anterior, situado también en la margen del río Duero.
En ella formulaba su propósito de crear un monasterio de la Orden de San Benito, dedicado a Dios Omnipotente, a la Virgen María y a los santos confesores Martín y Silvestre. Para ello donaba sus villas de Valbuena y Muviedro al abad Martín quien tuvo que aceptar inicialmente estar sometido a la autoridad del obispo de Palencia. Debieron ser años difíciles –a pesar de las importantes donaciones que recibieron–, para una comunidad que al parecer era cisterciense y que aparece registrada como tal por Manrique en 1144, pero que, a causa de las especiales cláusulas que la condesa había establecido en la fundación, veían su monasterio sometido a las condiciones de los de tipo patrimonial, tan alejadas de las aspiraciones del Cister. Algunos monjes abandonaron el monasterio en 1148 e iniciaron una nueva fundación en Quintanajuar, que más tarde se trasladaría a Ríoseco. Pocos años después el monasterio de Valbuena se repuebla con monjes procedentes de Bardoues, filial de Morimond en la Gascuña, y en 1151, emancipado ya de la jurisdicción del obispo palentino, Santa María de Valbuena era aceptado de pleno derecho por la familia cisterciense.
Pasado algún tiempo, en 1165, Alfonso VIII donaba liberum et inmune un pequeño monasterio benedictino vocatur Sanctus Andreas de Valleveni al caballero leonés Diego Martínez, quien en septiembre de ese mismo año lo entregaba a la abadía de Santa María de Valbuena con todos sus términos y con la condición de que se implantase en él la reforma cisterciense como abadía perpetua. En 1176 por disposición fundacional de Alfonso VIII el monasterio, ya transformado, se libera de la dependencia de Valbuena. El emplazamiento de esta casa en la parte alta del páramo seguramente no se consideraba muy favorable, porque carecía de una corriente de agua abundante, uno de los requisitos principales de las casas del Cister. Alfonso Téllez de Meneses, en el año de 1213, con la autorización de Alfonso VIII entregaba a los monjes de San Andrés de Valbení y a su abad Dominico, las villas de Palazuelos y Villavelasco, que acababa de recibir del monarca en recompensa por sus servicios en la batalla de las Navas de Tolosa, con la condición de que la comunidad se trasladara a aquel lugar situado a orillas del Pisuerga. Se desconoce en que momento tuvo lugar el traslado y el cambio de advocación.
En 1216 el monasterio se encontraba aún en el emplazamiento antiguo, puesto que en una de las donaciones reales recibidas se le denomina todavía como San Andrés. Pero en cambio Honorio III, al escribir en una carta dada en 1218 la expresión fratribus Monasterii Palaciolensis, parece indicar que el traslado se había realizado al menos en parte y que ya habían cambiado el nombre del monasterio. En 1226 se consagraba el altar mayor de la iglesia nueva y en 1254 la comunidad –siendo abad Egidio– se había trasladado completamente a Palazuelos. San Andrés de Valbení quedó convertido en granja o priorato.
La más tardía de las fundaciones es la de Santa María de Matallana. Se hizo a partir de la donación que Alfonso VIII hizo al conde Tello Pérez de Meneses, padre del donante de Palazuelos, y a su mujer Guntruda del lugar llamado Matallana y de la granja de Sandrones, situados ambos en las estribaciones de Torozos entre Montealegre y Villalba de los Alcores. Los esposos, juntamente con sus hijos los entregaron a su vez al monasterio cisterciense de La Creste, en el sur de Francia, para que implantaran en aquel lugar una nueva casa de la Orden. La donación se hizo a Guillermo abad de la casa francesa y al primer abad de la nueva fundación vallisoletana llamado Roberto. Los documentos recogidos por Manrique y utilizados por Francisco Antón fechan la donación del rey en 1173 y la del conde a los monjes cistercienses en 1175. Una revisión actual de la cronología parece indicar que las citadas fechas pueden ser resultado de una falsificación con objeto de adelantar unos años la fundación. Los documentos originales no coinciden con los transcritos por Manrique y de acuerdo con ellos las donaciones del rey a Tello Pérez de Meneses no tuvieron lugar hasta el año 1181. La nueva fecha propuesta para la fundación del monasterio de Matallana se retrasa hasta el año 1185, según la regesta que se conserva en el Tumbo del monasterio.

Los edificios y la secuencia cronológica de su construcción
A medida que las nuevas fundaciones alcanzaban los medios económicos necesarios emprendían la construcción de los edificios monásticos que en algunos casos inicialmente pudieron haber tenido un carácter provisional. No existe una imposición en cuanto a materiales ni en cuanto a formas, pero los más importantes, los que se establecieron en la cuenca del Duero, utilizaron la piedra como material constructivo. Como resultado surgieron conjuntos de una monumentalidad que no había tenido hasta entonces la arquitectura vallisoletana. En ellos se funde la tradición del románico castellano con el desarrollo e interpretación de los modelos importados de Francia en los que ya estaban los gérmenes de la renovación estilística.
Aunque en todos ellos hay rasgos que unifican su arquitectura y que los presentan como un grupo perfectamente diferenciado de las construcciones románicas y góticas, su proceso constructivo tuvo lugar en el momento en que el estilo románico, en la cumbre de su desarrollo, entraba en competencia con el gótico cuyos fundamentos conceptuales había definido Suger en la abadía de Saint Denis. Los nuevos monasterios por la propia naturaleza de su estructura monacal participaban del espíritu románico, y de él conservaron la solidez de sus muros sin apenas vanos y la geométrica delimitación de sus volúmenes. Pero si bien su ideal de renuncia a los refinamientos ornamentales obligaba a mantener la sobriedad arquitectónica, el principio de funcionalidad les permitía aceptar sistemas técnicos que facilitasen el proceso constructivo como los arcos apuntados y las bóvedas de crucería que en la arquitectura gótica se utilizaban con intención estético-simbólica. La secuencia cronológica de la construcción de los monasterios vallisoletanos muestra como la incorporación de lo que podrían llamarse formas góticas tuvo lugar de forma progresiva, de manera que mientras las edificaciones más antiguas son casi románicas en sus elementos, las más tardías se aproximan mucho a los ideales constructivos góticos. Esta transformación gradual es la causa de que a esta arquitectura se le haya dado el nombre de arquitectura protogótica y, de hecho, jugó un papel importante en la renovación no sólo de los sistemas constructivos sino del propio gusto estético.
Mientras que, en general, existen fechas precisas para el proceso fundacional de cada monasterio y son numerosos los documentos fechados que contienen privilegios y donaciones, sólo excepcionalmente se encuentra alguna referencia cronológica para la construcción de los edificios. Por ello, los detalles estilísticos junto con la sospecha de que el mayor caudal de donaciones en un momento concreto obedece al incremento de los gastos son los testimonios a partir de los cuales se puede conjeturar el periodo en torno al cual se llevaron a efecto las obras. No todos los monasterios pudieron seguir el proceso constructivo con regularidad. En algunos se aprecian interrupciones que dieron lugar a variaciones decisivas en la caracterización del estilo. Este cambio rápido de las formas permite distinguir la secuencia de las campañas en un espacio de tiempo relativamente corto. Las obras comienzan, en general, por la cabecera del templo, para poder hacer uso de la capilla mayor en las funciones litúrgicas, y suelen continuar por la panda este del claustro en la que se sitúan la sacristía y la sala capitular sobre las cuales, en la segunda planta, se encuentra el dormitorio. En todos los monasterios se sigue con casi estricta regularidad la ordenación de las dependencias en torno al claustro, pero en cambio la forma de los templos está sujeta a variaciones. En la iglesia es donde se puede apreciar mejor la libertad y la independencia de los monasterios.

Santa María de Retuerta
El monasterio premonstratense de Retuerta es, al parecer, el primero que pudo hacer frente a la empresa de levantar en piedra los edificios monásticos. Se acepta unánimemente que el inicio de las obras tuvo lugar en torno a 1153, año en el que la condesa Elo, hija de Mayor Petri, junto con su marido el conde Ramiro y su hermano Pedro Martín, donaba a Retuerta y a su abad Sancho duas canteras quas ego habeo in valle Trigueros....
La planta de la iglesia que se proyectó en ese momento, de tres naves con crucero ligeramente saliente y tres ábsides semicirculares, pertenece todavía a la tradición románica hispánica. En la primera campaña se construyó la cabecera, parte de los muros del costado sur de la iglesia, así como el trazado de las dependencias claustrales situadas al sur del crucero. La capilla mayor se cubre con bóveda de horno y está iluminada por tres ventanas confinadas entre molduras horizontales paralelas. El tramo presbiterial que precede al ábside tiene bóveda de cañón apuntado lo que provoca un ligero desajuste de altura respecto al arco de medio punto que da entrada al ábside, irregularidad que ha tratado de disimularse con la apertura de un pequeño óculo en el centro del muro que salva el desnivel. Las capillas colaterales tienen un sistema de abovedamiento semejante al de la capilla mayor y se abren al crucero por arcos apuntados y doblados de tamaño considerablemente inferior al del ábside principal. En toda esta parte de la cabecera los capiteles tienen un repertorio decorativo románico, unos –los de las jambas de las ventanas– con animales entre tallos y hojarasca y otros simplemente vegetales sobre el esquema de composición corintio. En el que está situado a la derecha de la entrada de la capilla colateral norte se reconoce una cabeza de cuya boca brotan tallos, tema iconográfico frecuente en la iconografía medieval para aludir a la perpetua renovación de la naturaleza. La cabecera exteriormente presenta tres ábsides semicirculares pero, a pesar de que los elementos son románicos, se descubre un deseo de sobriedad que parece anunciar su orientación hacia la nueva estética promovida por el Cister. Los absidiolos laterales se elevan hasta la altura del ábside principal porque sobre las bóvedas de las capillas colaterales se han construido sobrecapillas quizá en una etapa constructiva posterior. Se desconoce la función que tenían estas capillas disimuladas, de las cuales solo la sur tiene acceso por medio de un husillo cuya puerta se abre al interior del correspondiente ábside. A la norte se accedía probablemente por una escalera provisional. Se han apuntado diversas hipótesis acerca de la función que pudieron haber desempeñado, entre ellas la de haber servido de prisión, de librería, de cámara para ocultar los tesoros del monasterio, e incluso como lugar dedicado a la celebración de determinados actos de culto. Hay un aposento parecido en el muro meridional de la capilla mayor del monasterio también premonstratense de Bujedo. Se ha apuntado la posibilidad de que estas cámaras secretas fuesen una particularidad premonstratense, pero en la abadía de Valbuena también se conserva una situada encima de la capilla de San Pedro.
Al mismo momento constructivo corresponde el trazado de las dependencias claustrales situadas al sur del crucero, en línea con él. Sólo se llevaron a efecto las partes bajas, pero quedaron delimitados los espacios. La sacristía se remodeló en época barroca pero se conserva la sala capitular cuya fachada hacia el claustro –una puerta entre dos ventanas– es todavía románica. A pesar de las modificaciones se pueden apreciar las columnas torsas con capiteles de animales que dividen en dos los vanos geminados bajo los arcos de descarga que flanquean la puerta. Pero si en este momento quedó planteado el espacio del recinto, la construcción del interior corresponde a la siguiente campaña. La superposición de las ménsulas que apean los nervios de la bóveda del claustro sobre el muro exterior de la sala capitular, permite ver con claridad que éste estaba construido antes de que se levantasen las cubiertas de la galería claustral.
Las obras sufrieron sin duda una interrupción porque a partir del crucero de la iglesia y en el claustro el estilo cambia por completo. Los soportes de la nave se caracterizan por llevar dobles fustes de columnas entregas en sus frentes y una columnilla más pequeña en los codillo, según un sistema constructivo utilizado en la llamada escuela “hispano-languedociana”, que en Valladolid se introdujo por primera vez en el monasterio de Valbuena. Por lo tanto las obras se reanudarían entrado ya el siglo XIII. En esta segunda etapa constructiva los capiteles, exclusivamente vegetales, pertenecen a un tipo que con variantes se repite en casi todos los monasterios cistercienses de la época: los dos tercios inferiores prolongan por encima del collarino la anchura del fuste, mientras el tercio superior se ensancha notablemente por efecto del remate rizado de las hojas que se mantienen verticales en la parte inferior. La influencia de Valbuena se manifiesta sobre todo en las cubiertas del claustro sostenidas por gruesos nervios cruceros de sección cuadrada semejantes a los de la nave de la iglesia cisterciense. En el curso de las obras se cubrirían después los tramos de la nave de la iglesia cuyos nervios moldurados recuerdan los del claustro de Valbuena y los de la nave de Palazuelos. En este momento se levantaría también la cubierta de la sala capitular. Las obras prosiguieron después de 1226 fecha de consagración de la cabecera de Palazuelos de donde posiblemente se tomó modelo para las bóvedas con nervios de ligadura que se utiliza en el brazo sur del crucero y en el último tramo de la nave central. Esta segunda fase de los trabajos también quedó interrumpida y la iglesia recibió el cierre provisional que se convirtió en definitivo. En esta segunda etapa, dentro de la primera mitad del siglo XIII se levantó también el refectorio. Su disposición longitudinal en la panda meridional del claustro procede de los monasterios benedictinos y es uno de los elementos que diferencia la planta premonstratense de la cisterciense.

La Espina
No se conoce el momento en que dieron inicio las obra en el Monasterio de Santa María de La Espina, pero seguramente transcurrió algún tiempo desde la fundación hasta que se comenzaron las edificaciones en piedra. El tipo de cabecera de la iglesia, con cinco capillas alineadas, así como el estilo de la única que se ha conservado en su estado primitivo –de planta rectangular, con bóveda de cañón apuntado y completamente desornamentada–, remite directamente a los modelos borgoñones del primer momento, en torno mediados del siglo XII, cuando el rigorismo arquitectónico se dejaba sentir con toda su fuerza. Esta fidelidad a la planta ideal y la ausencia de elementos góticos son argumentos a favor de que estas capillas son la parte más antigua y que se habrían construido antes de finalizar el siglo XII. La secuencia de las obras continúa por las dependencias monasteriales que en Santa María de La Espina, debido a razones topográficas relacionadas con la situación del arroyo que abastece al edificio, se dispusieron adosadas al costado norte de la iglesia y no al lado sur como era habitual. Inmediatamente después de la cabecera de la iglesia se comenzó a levantar la panda oriental del claustro con la construcción de la sacristía y armariolum, donde rudimentarias bóvedas dómicas reforzadas por gruesas ojivas apoyan directamente sobre los muros laterales, sin formeros, lo que indica que el sistema constructivo gótico no se había asimilado todavía. La sala capitular, dividida por cuatro columnas en nueve tramos, se cubre con bóvedas de crucería cuyos nervios de perfil moldurado se aproximan a la sección triangular a la vez que los plementos se levantan en ligero apuntamiento. Todo ello aporta –respecto a las partes construidas anteriormente– una ligereza que muestra la progresiva aceptación de la estética gótica, si bien el hecho de que los plementos descansen directamente sobre el muro, sin formeros, delata la falta de conocimiento en profundidad de las técnicas góticas.
Este tipo de construcción es propio de los primeros años del siglo XIII. Las fotografías antiguas que incluye Francisco Antón en su libro demuestran que las restantes dependencias de este ala oriental, conservadas sólo en forma fragmentaria, siguieron cronológicamente a las anteriormente citadas. En la sala de trabajos o gran parlatorio situado en el extremo norte, se reconoce un tipo de molduración semejante al de la sala capitular. Las obras realizadas en el monasterio a finales del siglo XVI y a lo largo del siglo XVII hicieron desaparecer la zona de conversos situada en la parte occidental del antiguo claustro y posteriormente, en el siglo XVIII, este último fue totalmente reedificado. En el curso de las obras desaparecieron también las dependencias del ala norte, donde se encontraban el refectorio y la cocina, así como el dormitorio colectivo situado en la segunda planta del ala este. Es probable que al mismo tiempo que se hacían las partes monásticas conservadas se trabajara en los muros del crucero y en las naves laterales del cuerpo de la iglesia. En las bóvedas de éstas todos los nervios tienen todavía trazado de medio punto de forma que la continuidad del espacio se rompe al elevarse las claves centrales a mayor altura que las de los fajones. La estructura románica de los pilares indica asimismo que el replanteamiento general del edificio se hizo inmediatamente después de la cabecera. La construcción de la cubierta del crucero y de todo el cuerpo de la iglesia se abordó después. La molduración de los nervios se mantiene en la tradición de la sala capitular, de la de trabajos y de las naves laterales, pero la sistemática presencia de formeros tanto en la bóveda del crucero como a lo largo de la nave así como el apuntamiento de formeros y fajones que regulariza la altura de las claves demuestran el perfecto dominio de las técnicas constructivas góticas aunque desde el punto de vista formal se hayan respetado los principios de la arquitectura cisterciense que rechaza el desarrollo en altura y exige estricta sobriedad. Existe una referencia documental que demuestra la lenta progresión de las obras a lo largo del siglo XIII. En el año 1275, Martín Alfonso de la familia de los Téllez de Meneses por disposición testamentaria encargaba a sus herederos que terminasen la iglesia si no estuviese concluida a su muerte. Pero las obras prosiguieron hasta mediados del siglo XIV en que otro descendiente de los Meneses, Juan Alfonso de Alburquerque, las daba por terminadas. El aspecto actual de este monasterio es consecuencia de reformas y ampliaciones que se emprendieron ya a finales del siglo XIV y que continuaron en diversas épocas hasta finales del siglo XVIII.

Santa María de Valbuena
El monasterio de Santa María de Valbuena es entre todos el que ha conservado mayor número de elementos originales. Su exterior presenta el aspecto robusto y sobrio propio de las casas del Cister. La regular secuencia de los cambios de estilo induce a pensar que las obras se llevaron a efecto con cierta continuidad hasta su terminación, a pesar de la intervención de talleres sucesivos. La documentación no ha aportado datos sobre el inicio de las edificaciones, que tendría lugar probablemente algunos años después de la fundación. La parte más antigua es la iglesia cuya fachada desornamentada demuestra el claro rechazo al ideal estético románico. Tanto por el trazado de la planta como por los elementos constructivos este edificio pertenece a la llamada por Lambert “escuela cisterciense hispano-languedociana”. Su interés es grande porque posiblemente es la más antigua del grupo después de Flaran, y a través de su influencia el estilo se difundió en los territorios castellanos. Los últimos estudios realizado por García Flores siguen detalladamente el proceso constructivo a través de diferentes campañas. Las obras comenzaron por la cabecera formada por cinco capillas alineadas. La central, más ancha y profunda, remata en ábside semicircular y al igual que las dos colaterales contiguas se cubre con bóveda de horno reforzado por nervios y va precedida por un tramo presbiterial cubierto con bóveda de cañón. Las situadas en los extremos responden a otro concepto constructivo. Tienen el testero plano, lo que genera un volumen prismático, y para su cubierta se emplean ya gruesos arcos cruceros de sección cuadrada. Según García Flores la cabecera se habría construido durante una primera campaña llevada a efecto durante el último tercio del siglo XII, que incluía también los muros del crucero hasta una altura inferior a la imposta y parte del primer tramo de las naves. Antón y Lambert señalaron el gran parecido que existe entre las plantas de las cabeceras de Valbuena y de la colegiata de Tudela (Navarra), edificio este último construido a partir de 1194 y del que se conoce la feca de consagración del altar mayor que tuvo lugar en 1204. No puede haber gran diferencia de años entre las dos edificaciones, pero en cualquier caso es probable que las obras de Valbuena precedieran a las de Tudela. En esta primera etapa constructiva se utilizan ya, en las capillas extremas de la cabecera y en el primer tramo de la nave, bóvedas de nervios cruceros, pero todavía se desconoce el papel de los formeros para aligerar al muro de peso. La sección cuadrada de los nervios y la carencia de clave se mantendrá en toda la obra de la iglesia.
En el curso de la segunda campaña, que según García Flores se llevaría a efecto ya a principios del siglo XIII, se construyó progresivamente el resto de la iglesia. Las bóvedas del crucero, quizá por su amplitud, recibieron todavía cubierta de cañón apuntado. Los arreglos posteriores en la linterna sobre trompas que se elevó sobre el tramo central impiden conocer como se resolvió en aquel momento su cubierta. En las naves se aplicó sistemáticamente la bóveda de nervios, pero se incorporan ya los arcos formeros. Las bóvedas producen un efecto pesado tanto por los robustos nervios de sección cuadrada y trazado semicircular como por los anchos fajones doblados que separan los tramos, pero el apuntamiento de formeros y fajones indica comprensión de los sistemas constructivos góticos. El rasgo que define de forma inmediata a los edificios de la escuela hispano-languedociana son los pilares de sección cruciforme con dobles columnas en los frentes. La duplicidad de las columnas entregas proporciona un apeo de mayor anchura a los fajones sin aumentar el grosor del soporte. En los codillos de los pilares se alberga otra columnilla de la que arrancan los nervios cruceros. Los capiteles de toda la iglesia son de gran sobriedad, apenas insinuado un diseño vegetal.
Valbuena es el monasterio vallisoletano que conserva mayor número de dependencias. Una reforma barroca ha hecho desaparecer la sacristía, el armariolum y la sala capitular, de cuyo emplazamiento quedan huellas en el claustro. Se conservan no obstante dos pasadizos uno de los cuales da acceso a la sala de trabajos. Los capiteles y el tipo de nervios de sección cuadrada de esta última dependencia son semejantes a los de los últimos tramos de la nave de la iglesia, lo que parece indicar que todas las edificaciones de este sector se llevaría a efecto al mismo tiempo que progresaban las obras en la iglesia, a lo largo de los últimos años del siglo XII hasta los primeros del siglo XIII. Del calefactorio sólo han llegado escasos restos por haber sido derribado para alojar la gran escalera que conduce al sobreclaustro. La desnuda monumentalidad del refectorio aporta pocos elementos para la cronología, pero se puede relacionar con la etapa constructiva anteriormente citada. En cambio, la arquitectura del claustro, un poco más elaborada que la de la iglesia, denota una nueva fase posiblemente a cargo de otro equipo de canteros que trabajaría en torno al tercer decenio del siglo XIII. Se puede apreciar como las galerías del claustro van superpuestas sobre los muros antiguos. El trazado de las bóvedas impone su ritmo a las galerías, divididas en tramos por gruesos pilares que sostienen los arcos formeros apuntados debajo de los cuales se abre una triple arquería. Los nervios de las bóvedas son moldurados y se unen a una clave central, mientras que los capiteles pertenecen a un modelo vegetal más elaborado y decorativo que el de la primera fase. A este momento pertenece también la capilla de San Pedro situada al sur de la cabecera de la iglesia que fue utilizada como panteón familiar por los descendientes de Estefanía Armengol. Sobre el ábside de esta capilla hay una cámara oculta como en Retuerta, de donde procede posiblemente el nombre de sala del tesoro por el que también se la conoce. La cocina ha llegado a nuestros días con arreglos importantes que desfiguran lo que habría sido su disposición primitiva y se ha perdido por completo el área de conversos sustituida por los edificios de la actual hospedería. El ala del claustro correspondiente a esta zona occidental tuvo que ser reconstruida a finales del siglo XIV al producirse su hundimiento. A partir de finales del siglo XV se reformó la parte posterior de la iglesia con la construcción de un coro alto y en el siglo XVI se levantó el sobreclaustro renacentista, y a lo largo de los siglos XVII y XVIII se hicieron reformas y ampliaciones que han dado al edificio el aspecto que hoy tiene. En el momento actual el edificio está sometido a un proceso de rehabilitación que dirige el arquitecto Pablo Puente y que comporta el estudio integral del mismo.

Santa María de Palazuelos
Del monasterio de Santa María de Palazuelos sólo se ha conservado la iglesia. La impresión general del exterior no delata su grado de deterioro. En 1585 se produjo el derrumbamiento de las bóvedas de la nave principal, a excepción de la más cercana al crucero y Juan de Nates las rehizo en el estilo clasicista de la época. En 1998 el hundimiento de uno de los pilares torales ha provocado el desplome de un amplio sector del crucero que ha arrastrado en su caída a la espadaña. Actualmente se intenta mediante un plan de emergencia proteger lo que todavía queda.
Como contrapartida a este deterioro progresivo, el proceso constructivo de Santa María de Palazuelos se puede seguir con relativa precisión respaldado por datos cronológicos fiables, cosa que no ocurre en otros monasterios. El inicio de las obras tiene como término post quem el año 1213 en que los monjes de Valvení recibieron del noble Alfonso Téllez de Meneses los nuevos terrenos a orillas del Pisuerga. En 1218, cuando Honorio III se refiere a los hermanos del monasterio de Palazuelos, seguramente la comunidad completa, o en parte, se había trasladado a aquel lugar para seguir de cerca los trabajos. La lápida de consagración del altar mayor, que tiene la fecha de 1226, es una importante referencia para la cabecera. La iglesia y quizá los edificios monásticos estarían prácticamente terminados en 1254 cuando la comunidad hizo el traslado definitivo a ellos.
La arquitectura de la iglesia concuerda con los datos cronológicos obtenidos de la documentación. El trazado de la planta –de tres naves con tres ábsides semicirculares en la que no destaca el crucero– pertenece a la tradición románica. Lo mismo puede decirse de su exterior definido por volúmenes netos. No obstante, si se compara la cabecera de Palazuelos con la de Valbuena, se aprecia que respecto a ésta última se ha producido un incremento de la verticalidad y un aumento del tamaño en los vanos, lo que indica una fecha más tardía. Esta primera impresión obtenida en el exterior se acentúa en el interior. Pertenece como Valbuena a la escuela hispanolanguedociana con dobles columnas en los frentes de los pilares, pero el espacio interior es mucho más ligero y aéreo. También en Palazuelos se puede seguir la progresión de las obras a través de los cambios estilísticos. Los ábsides laterales de la cabecera son semicilíndricos y se cubren con bóvedas de horno en la más pura tradición románica, mientras que sobre el tramo precedente se utiliza ya la bóveda de crucería. La capilla mayor representa un mayor grado de complejidad. Las nervaduras del ábside semicircular confluyen en una clave propia alejada del fajón de entrada y unida a él por un nervio de ligadura. A la vez, entre los nervios y sobre las ventanas se levantan unos arcos de descarga que actúan como formeros en los que apoyan los plementos. Este tipo de bóveda representa una innovación respecto a las de Valbuena. Aunque de forma todavía torpe se encuentran ya los principios constructivos de las bóvedas de ábside góticas en una fecha en torno a 1226. Mientras que los dos tramos presbiteriales se cubren con bóvedas de crucería sencilla de nervios delgados, que indican la asimilación de las técnicas constructivas góticas, en los brazos del crucero se retrocede al uso de cañón apuntado como en Valbuena. El resto del edificio, es decir el tramo central del crucero y en los primeros tramos de la nave, únicos conservados, se cubren con bóvedas de crucería octopartitas cuyos nervios de ligadura muy estrechos y de sección circular están prácticamente superpuestos a la plementería lo que indica otro tipo de influencia procedente de la zona occidental de Francia. Cada una de las ramas de los nervios tiene valor independiente y se inserta en la clave con un ligero desvío respecto a la rama opuesta en lugar de continuar su trayectoria. Se produce así en torno a la clave un movimiento de giro casi imperceptible. La construcción de estas bóvedas se llevaría a efecto avanzado ya el segundo cuarto del siglo XIII.
Los Tellez de Meneses convirtieron el monasterio de Palazuelos en panteón dinástico de la familia. Entre los sepulcros que se encontraban hasta hace unos años repartidos por la iglesia ha podido ser identificado por su epitafio el perteneciente a Gonzalo Ibáñez, hijo de Juan Alfonso y nieto del fundador. Allí recibió también sepultura doña Mayor Alfonso descendiente de Alfonso Téllez y madre de María de Molina. Probablemente la capilla de Santa Inés adosada al lado norte del crucero y de la cabecera tuvo función funeraria. Los tres sarcófagos mejor conservados han sido depositados en el Museo Diocesano de Valladolid. Los restantes permanecen almacenados en la capilla de Santa Inés.

Santa María de Matallana
Recientes excavaciones en Santa María de Matallana confirman la existencia de una iglesia anterior a la que ha llegado a nuestros días arruinada. Los cimientos de esta iglesia antigua, situados a escaso nivel por debajo del templo superior, revelan un edificio de proporciones notables, con tres capillas rectangulares escalonadas en la cabecera, sin crucero saliente y con tres naves que, en la parte occidental, parecen haber estado compartimentadas por algún tipo de dependencias. Los resultados actuales de las excavaciones no permiten emitir una hipótesis concluyente acerca del momento en que pudo haber sido levantado este templo. No existen vestigios de decoración y los restos de cerámica encontrados pertenecen a los siglos XI y XII.
Tanto si esta iglesia inferior es anterior a la fundación del monasterio realizada por Tello Pérez de Meneses en 1173, como si se hizo a raíz de la misma, sería utilizada por los monjes cistercienses en los momentos iniciales del asentamiento. En 1228 está iglesia fue demolida para levantar sobre su solar un nuevo edificio de mayores dimensiones bajo el patrocinio de la reina Beatriz de Suabia, esposa de Fernando III. A la muerte de la reina ocurrida en 1235, continuó la obra su suegra, la reina madre doña Berenguela. Todo ello constaba en una lápida conmemorativa que Manrique tuvo la oportunidad de ver y copiar en sus Anales. A pesar de que la ruina se ha cebado en el monasterio y sólo ha llegado a nuestros días la parte inferior de muros y pilares los elementos conservados permiten leer su planta e interpretar algunos elementos de su estructura. También en este caso las fechas conocidas coinciden con los datos que aporta la construcción. Los restos de iglesia muestran su pertenencia a la fase más avanzada de la escuela hispano-languedociana entre la tercera y cuarta década del siglo XIII. Tiene tres naves con crucero saliente y cabecera con cinco capillas alineadas, la central poligonal y las colaterales de testero plano, como es propio de la citada escuela. Pero en el trazado se sigue casi al pie de la letra la disposición de la cabecera de las Huelgas de Burgos, de donde procede también el modelo de bóveda de la capilla colateral inmediata en el lado de la Epístola. Esta bóveda de crucería obedece a un complejo sistema de trompas de ángulo influido por el gótico anjevino. Los soportes de toda la iglesia, con dobles columnas en los frentes llegan a una fase de máxima complejidad en la que se adjuntan tres columnas en cada codillo hasta llegar a un total de veinte columnas por soporte. Este mismo tipo se encuentra en la catedral de Sigüenza. En el costado del Evangelio, junto al crucero se levantaba una torre que albergaba en su parte baja la capilla llamada del Santo Cristo. Hacia la nave se abría la puerta del husillo que conducía a la parte alta. Las dependencias monásticas estaban situadas al sur en torno al claustro cuya huella todavía se percibe en el suelo. Un croquis del siglo XVIII señala la distribución de los elementos. Este es el único entre los monasterios vallisoletanos que parece que conservó hasta el momento de su ruina el callejón de conversos. Como en Valbuena y Palazuelos también existió en Matallana un panteón nobiliario del que se conservan cinco sepulcros completos ahora en el Museo Nacional de Arte de Cataluña y algunos fragmentos dispersos.

 
Valladolid
Bien comunicada con Palencia, León, Salamanca, Soria, Segovia, Ávila y Madrid, la actual capital de la Comunidad Autónoma de Castilla y León ve emplazado su casco histórico en la margen izquierda del río Pisuerga. A mediados del siglo XX comenzó a extenderse hacia el Oeste, pasado el Puente Mayor, en la superficie de lo que fue la Huerta del Rey del Palacio Real de la Ribera, construido durante los primeros años del siglo XVII.

Iglesia de Santa María de la Antigua
Se levanta la iglesia de Santa María de la Antigua en un solar ubicado al Norte de la Catedral herreriana y de las ruinas de la Colegiata de Santa María la Mayor, fuera del perímetro que ocupó el primer recinto amurallado de la población. Desde la Calle Arzobispo Gandásegui, atravesando una zona ajardinada presidida por una cruz procesional de piedra, llegamos a su portada principal. Disfrutaremos de unas inmejorables perspectivas del templo y de su bella torre románica girando en el sentido de las agujas del reloj por las calles Magaña, Solanilla y Antigua. Si pudiéramos regresar al Valladolid de la Edad Media, nos encontraríamos en el extremo Este de la población y deberíamos tener cuidado de no caer a las aguas del brazo Norte del Río Esgueva, que discurría por la Calle Marqués del Duero, pasaba bajo el puente de la Calle Esgueva, giraba hacia la derecha por la Calle Solanilla, volvía hacia la izquierda para pasar bajo un puente situado al Oeste de la Iglesia que estudiamos y continuaba por la Calle Magaña hacia la Plaza del Portugalete.
La primera noticia documental que nos habla de la existencia de la Iglesia de Santa María de la Antigua, data del 17 de agosto de 1177. Se trata de un acuerdo firmado entre el abad de la Colegiata y los miembros de su Cabildo, para determinar cuáles eran los bienes y rentas que correspondían a cada parte interesada. El abad decidió reservarse para sí todas las rentas de Sancte Marie Antique. A la vista de estos datos es posible admitir la posibilidad de que los miembros del Cabildo de la Colegiata se alojaran en Santa María de la Antigua mientras proseguían las obras de la vecina Iglesia Colegial y sus dependencias. Esta situación debió prolongarse hasta que en 1095 fue consagrada la segunda. En este caso la Iglesia de Santa María la Antigua haría honor a su calificativo y su construcción sería anterior a la llegada del conde Pero Ansúrez. Asegura Sangrador que éste construyó su Palacio a "extramuros de la villa", en el lugar donde más tarde estuvo situado el desaparecido Hospital de Santa María de la Calle Esgueva. Podríamos deducir que, después de la consagración de la Colegiata, bien pudo el Conde utilizar la Iglesia de Santa María de la Antigua como capilla palatina, según piensa Castán.
Durante el siglo XII esta iglesia, convertida ya en rica parroquia en torno a la cual Rucquoi sitúa a canónigos y oficiales reales, ve aumentar sus bienes de forma considerable. De ahí que cuando el abad decida repartir los ingresos entre su propia "mesa" y la capitular (1177) se reserve para sí las oblaciones hechas en esta iglesia, sin duda las más sustanciosas. El interés del abad se manifestará varias veces más a lo largo del siglo XIII, en el que Mañueco recoge importantes donaciones al templo, destacando la fundación de capellanías y el incremento de los bienes inmuebles de la parroquia (tierras, bodegas...). Es también en este siglo cuando Castán data la construcción de un pórtico en el lado Norte y una torre, que sin embargo García Guinea fecha en torno a 1180, por su parecido con la de Cervatos. La extraña ubicación del pórtico –su lado habitual es el Sur– posiblemente se debiera a la presencia del cauce antiguo del río, que discurría frente a la entrada del templo. Pero el cuerpo de la iglesia, quizá afectados sus cimientos por la acción del agua cercana, fue rehecho en el siglo XIV, con tres naves y triple cabecera (estructura románica), pero con elementos constructivos góticos. Ya en aquel momento atendía el cementerio parroquial a la piadosa función de acoger a los difuntos pobres del cercano hospital de Esgueva, encargo que cumplió hasta la desaparición del camposanto en 1811.
Las reformas fueron sucediéndose posteriormente: en 1494 se reformó la portada Sur, y en 1512 se reparó la tribuna del coro. Declarado Monumento Nacional en 1897, fue preciso restaurar torre y pórtico. Las inundaciones contribuyeron –hasta la desviación del cauce del Esgueva– a su degradación, de tal modo que en 1900 hubo que desmontar todo el edificio –salvo la cabecera–, durando su reparación hasta los años 20.
Existió pues antes del actual un pequeño templo del que se desconoce cualquier dato. Se supone que fue levantado en el siglo XI, o aún antes, pues cabe la posibilidad de que se tratase de una edificación visigótica o mozárabe. Durante el primer cuarto del siglo XIII se construye en su extremo occidental una torre románica, a la vez que se añade un pórtico exterior con arquerías en el muro Norte, delante del cauce del Esgueva. Es posible que en este momento fuese construido un nuevo templo románico que sustituyó al primitivo. Parece que esta segunda iglesia, si es que llegó a existir, fue derribada en el siglo XIV para levantar el templo gótico de tres naves y tres ábsides que, muy restaurado, ha llegado hasta nosotros.
El resto románico más sobresaliente es la torre, de bellísimas proporciones y esbelta estampa, que se ha conservado en toda su integridad. Debió ser construida a comienzos del siglo XIII, conforme al vecino modelo de la torre románica de la Colegiata, hoy desmochada, que había sido levantada durante los primeros años del siglo XII. El tipo de decoración apunta a un posible origen francés, llegado a Castilla a través del Camino de Santiago.
Alcanzó el modelo vallisoletano rápida difusión, como puede verse en las torres de San Salvador de Simancas, San Esteban de Segovia, Santa Eulalia de Paredes de Nava o Torremormojón (Palencia).
La torre de Santa María de la Antigua es cuadrangular en planta y su eje aparece ligeramente desviado hacia el Norte con respecto al de la Iglesia. Exteriormente está dividida en cuatro cuerpos, separados por impostas de ajedrezado de tres filas de tacos y articulados con gran perfección según los criterios estéticos del románico tardío. Como en el caso de la torre-pórtico de la Colegiata, el cuerpo inferior de la torre de la Antigua, que casi dobla en altura a los demás, está dividido en dos pisos. El bajo está cubierto interiormente con una bóveda de cañón apuntado, que apoya en un alto zócalo de piedra. En el muro occidental no hay rastros de aberturas cegadas que delaten la existencia de un antiguo pórtico de entrada desde el exterior. A cada lado hay un vano en aspillera. Hacia la Iglesia sí existe un pequeño vestíbulo de menor altura, cubierto con una bóveda de cañón apuntado que apoya directamente en el suelo. Por fin llegamos a la portada que comunica con la Iglesia. Muestra arco apuntado doblado, con impostas de nacela y jambas sin decoración alguna. A su izquierda está la puerta de acceso a la escalera de caracol que sube hasta el coro alto de los pies del templo gótico.
El segundo piso de este primer cuerpo se cubre con bóveda de cañón. En el muro occidental se abre una ventana con arco de medio punto y luz muy estrecha, como en aspillera, abocinada al interior. Por fuera se compone de doble arco abocinado, extradós de cabezas de clavo y jambas con dos columnillas sobre plintos cuadrados y capiteles decorados con motivos vegetales. Este segundo piso se amplía hacia el sur en sección circular, para dar cabida a la escalera de caracol que asciende desde el coro alto de los pies de la Iglesia hasta esta parte de la torre. La subida se ilumina débilmente con una aspillera.


La portada del coro que sirve de acceso a la escalera se compone con arco de medio punto doblado y ligeramente apuntado, fustes sobre basas áticas con garras de tipo cisterciense y capiteles decorados con hojas y piñas.
Separado del inferior mediante una línea de imposta lisa, el segundo cuerpo tiene en cada uno de sus frentes una ventana geminada con arcos de medio punto de rosca moldurada e intradós ajedrezado. Por encima va una chambrana lisa con intradós también ajedrezado. El mainel está formado por una columna central con cimacio de taqueado. Rodea los cuatro lados de la torre una línea de imposta que subdivide el cuerpo y está decorada con ajedrezado, la cual se interrumpe sobre el capitel de las dos columnas laterales de cada vano, haciendo las veces de cimacio. Los ángulos aparecen ligeramente retranqueados para acoger dos columnas superpuestas, separadas por esa línea de imposta taqueada que subdivide el cuerpo en dos partes. Todos los capiteles, tanto los de las ventanas como los angulares, llevan decoración vegetal de cogollos con poco resalte, excepto uno de ellos, que lleva talladas aspas o cabezas de clavo.
Impostas taqueadas separan el tercer cuerpo de los que limitan con él. Se repite el sistema decorativo del segundo, pero en este caso son tres las ventanas de cada frente. El intradós de los arcos muestra decoración de cabezas de clavo. Las chambranas externas son lisas, afirmadas por dos pequeños baquetones, pero su intradós está decorado con cabezas de clavo. Los dos parteluces muestran columnas pareadas con cimacio ajedrezado. Hay otra columna más a cada lado. Los capiteles están decorados con motivos vegetales de poco resalte. Estas columnas y las de los ángulos de la torre, llevan fustes con dos anillos centrales, rasgo que delata el carácter tardío del estilo decorativo.
Las columnas angulares situadas por encima de la línea de imposta intermedia presentan, en cambio, fustes lisos.
El último cuerpo, individualizado también mediante impostas –ajedrezada la inferior y de cabezas de clavo la que sirve de cornisa–, presenta en cada frente una ventana geminada de mayor luz que las del segundo cuerpo. El parteluz lleva adosadas dos columnas pareadas. También fue decorada con cabezas de clavo la línea de imposta intermedia.
Remata la torre un chapitel piramidal bastante apuntado, cuyas aristas denotan una ligera convexidad. Exteriormente se cubre con tejas piramidales de barro cocido, sujetas con argamasa de cal y dispuestas al modo de escamas de pescado. Este remate oculta dos cúpulas superpuestas construidas a base de cantos rodados y trozos de caliza, prensados y aglomerados con argamasa de cal. Apoya la inferior en la torre, razón por la cual tiene base troncocónica y casi termina en una semiesfera. La cúpula superior tiene la misma forma, pero es mucho más apuntada. Ambas están reforzadas mediante tirantes metálicos cruzados.

El pórtico septentrional, construido como la torre a comienzos del siglo XIII, fue restaurado en exceso a comienzos de siglo XX. A pesar de ello sufre hoy un progresivo deterioro causado por los inevitables agentes contaminantes. Tiene acusada relación formal con el del también vallisoletano monasterio de Valbuena.
Está organizado mediante tres tramos separados por cuatro contrafuertes. Hay cinco arcos en cada tramo, pero sólo cuatro en el del lado de poniente. Son de medio punto, con salmer común. La parte inferior de las roscas muestran dos molduras lisas y el intradós de las chambranas se decora con cabezas de punta.
Los soportes están formados por tres columnas dispuestas en perpendicular con respecto al muro, de cimacio común, fustes unidos entre sí, basas áticas también unidas y plintos de una pieza. Los capiteles son lisos y prismáticos, a excepción de los del tramo occidental, que muestran algunos motivos vegetales esculpidos, hoy muy deteriorados. Apoyan los arcos sobre un elevado zócalo de sillería, con un poyo corrido debajo. La cornisa que remata el pórtico está soportada por canecillos lisos con perfil en cuarto de bocel.

En el hastial de poniente del nártex se abre la portada de ingreso, que parece haber sufrido una excesiva restauración. Fue compuesta de manera similar a los huecos de la arquería, con arco de medio punto, chambrana de taqueado y tres columnas unidas en cada jamba. Por encima puede verse un pequeño rosetón formado por doce arquillos, que Felipe Heras relaciona con ejemplos de mucho mayor tamaño existentes en Santo Domingo de Soria, refectorio del monasterio de Huerta y monasterio de las Huelgas de Burgos. El remate en piñón de este hastial es un invento de los restauradores de comienzos del siglo XX. El hastial contrario muestra una puerta de ingreso de arco apuntado, rosca con baquetones lisos y trasdós de cabezas de clavo. Dentro del pórtico, en el centro del muro, encontramos la puerta de acceso al templo, que es adintelada y lleva lóbulos en la parte superior de las jambas.
Siempre es interesante añadir un dato curioso recogido por Matías Sangrador en 1854: "Delante de la puerta principal de esta Iglesia estuvo antiguamente el cementerio donde se daba sepultura a todos los pobres que morían en la parroquia. En el calepino de D. Pedro Salas, en la palabra hazeldemia, se dice que su tierra tenía la propiedad de consumir los cuerpos en veinticuatro horas, y lo mismo dice Quevedo en sus obras festivas ["El Buscón"] hablando de este cementerio; mas yo no he visto documento alguno que justifique lo que dicen estos escritores". Antolínez dibujó en 1756 un alzado de la Iglesia de la Antigua donde puede verse el desaparecido cementerio. La cruz de piedra que lo preside es la que hoy se encuentra ante la puerta principal del templo.
Existen algunos restos escultóricos de estilo cisterciense en el muro septentrional del ábside del Evangelio. Se trata de un nicho, rematado en arco ojival, cuya rosca se adorna con dientes de sierra y hojas de palmeta talladas a bisel. Hay restos de otro arco similar algo más arriba.

 Iglesia de San Martín
El acceso más sencillo se realiza desde la Calle de las Angustias, entrando por la llamada Calle de San Martín, que llega hasta la puerta principal del templo.
Podemos rodearlo por detrás si caminamos por el Camarín de San Martín y por la Calle del Prado. Un itinerario alternativo parte de la Iglesia de Santa María de la Antigua, gira a la izquierda por la Calle Esgueva y a la derecha por la Calle de los Moros, que es peatonal.
La primera evidencia cierta de la existencia de esta parroquia se encuentra en un documento de 1148. Se trataría de una ermita de reducidas dimensiones que fue sustituida por un nuevo templo a comienzos del siglo XIII. En 1588 fue derribada la Iglesia primitiva, a excepción de la torre. El templo actual fue trazado por Diego de Praves, según los esquemas herrerianos en boga. Terminó las obras su hermano Francisco de Praves en 1621. Preside la fachada un altorrelieve de San Martín ofreciendo su capa a un pobre, grupo ejecutado por Antonio Tomé en 1721. Se trata de una advocación muy característica de la arquitectura religiosa y hospitalaria del Camino de Santiago.
La popular torre de esta iglesia causó ya la admiración de Antolínez, quién decía que estaba hecha "a flor de tierra y sin cimientos", como vio por sí mismo cuando se abrió una zanja para depositar los huesos amontonados en lo que antaño fuera iglesia y entonces pasaba a ser capilla de don Alfonso de Galdo (obispo de Honduras). Al hacer esta capilla, escribe, vio "un sepulcro que se introducía en parte debajo de la torre, en el que se hallaron los restos de un cadáver de extraordinarias dimensiones". Según Martín, el templo existía ya en 1148, aunque por entonces no era sino una ermita.
Una de las arterias principales del Valladolid medieval, la Calle Francos, conectaba a través de la Calleja de los Moros (acaso el primer asentamiento de mudéjares, supone Represa) con la plaza e iglesia de San Martín, núcleo de uno de los barrios, creados bajo el conde Ansúrez, densamente poblado ya a mediados del siglo XII. Esta plaza resultaba del espacio libre que había ante una de las puertas del recinto viejo, pues por allí discurría la "cerca" (que no muralla) de la villa.
Esta iglesia, convertida en parroquia en la segunda mitad del siglo XII según Castán, posee aún una torre del siglo XIII, de transición, cuya estructura es similar a otras de la provincia y a la de la Antigua, en cuyas molduras son semejantes. Sin embargo las ventanas ya tienen arco apuntado. En 1241, en efecto, recoge Rucquoi menciones documentales que hablan de esta iglesia, en torno a la cual habitan "moros". La parroquia albergaba sobre todo artesanos y comerciantes, y acogía el mercado diario ("azogue") y numerosas tiendas en sus calles.
El templo fue demolido en 1588 y reedificado en 1621 por el arquitecto Francisco de Praves. La torre, respetada a pesar de todo, presentaba en 1788 unas grietas en los lados Norte y Sur que alarmaron al párroco, quien consultó a un ingeniero. Este determinó que las fisuras eran muy antiguas y presumía que se debieron a la antigua cubierta similar a la de la vecina iglesia de la Antigua, que debía de pesar demasiado y por eso "los antiguos" la quitaron. Sugirió rellenar los intersticios y observarlos pues, de reabrirse, sería preciso desmochar la torre. Sin embargo su opinión era que no se trataba de desperfectos graves, como de hecho la presencia de la edificación, aún con grietas, ha demostrado posteriormente.
Del templo levantado a comienzos del siglo XIII sólo resta pues la torre, de proporciones muy esbeltas. Javier Castán define sus características con gran acierto, cuando escribe que "la torre de San Martín viene a simbolizar la continuidad o la transición sin sobresaltos entre el románico y el gótico en Valladolid". Es cierto. Aunque tardía, la torre de San Martín es heredera directa de la torre románica de la Colegiata vallisoletana, de comienzos del siglo XII, y de la torre de Santa María de la Antigua, construida durante los primeros años del siglo XIII. Vemos en la de San Martín detalles constructivos y decorativos que delatan un notorio desembarco del primer estilo gótico en la población.

La torre de San Martín está pegada al muro Norte del crucero de la Iglesia. Fue construida en sillería bien escuadrada. Tiene planta cuadrangular y su alzado está dividido en cuatro cuerpos. El piso bajo del primero hace hoy las veces de Sacristía, pues comunica con el mencionado crucero. Exteriormente está subdividido en tres partes por dos líneas de imposta lisas. En la esquina Sureste y embutida en el muro, hay una escalera de caracol que sirve para ascender a los cuerpos altos. A poniente se abre una ventana de aspillera.
Se componen los tres cuerpos altos de modo similar a la torre de la Antigua. Están separados por medio de impostas sin decoración, subdivididos por una moldura intermedia, también lisa, y tienen columnillas empotradas en el retranqueo de las esquinas. Pero, contrariamente a lo que vemos en sus antecesoras, en la torre de San Martín ha desaparecido el taqueado. La decoración es más sencilla, como consecuencia de la llegada de las corrientes estéticas del Cister, que imponen sobriedad. Esto es más evidente en el segundo cuerpo, donde en cada uno de sus frentes se abre una ventana terminada en arco apuntado, con bordes achaflanados, tosco parteluz central y tracería de cuadrifolios bastante imperfecta. La presencia de columnas en las jambas restan un poco de austeridad a la composición general del vano. Se prolonga la imposta intermedia hasta convertirse en cimacio de cada capitel.
Del mismo modo se resuelve el tercer cuerpo, pero en cada frente aparecen tres ventanas, con columnas pareadas en sus parteluces y otra más en las jambas laterales. Muestran leve apuntamiento los arcos, cuyas roscas y chambranas carecen de decoración.
En cada frente del último cuerpo se abre una amplia ventana geminada con dos arcos de medio punto, una columna en las jambas y parteluz de columnas pareadas. Las impostas son lisas.
Otra línea de imposta superior da paso a una cornisa de leve resalte. Por encima se desarrollaba un esbelto chapitel piramidal, hoy desaparecido, de dimensiones semejantes al que corona la torre de la Antigua. Sangrador recoge la noticia de la existencia de este remate, "pero que habiéndose observado que se abrían en ella grandes grietas y endiduras, que aún subsisten, se mandó destruir a fin de evitar que su excesivo peso produjera la destrucción completa de la torre".
Una de las características primordiales de esta torre es su falta de decoración escultórica. Puede observarse alguna decoración vegetal muy sencilla en los capiteles, cuyos acantos terminan en cogollos abultados.

El antes citado Antolínez glosó las excelencias de esta torre, "una de las más grandes que tiene iglesia en España, toda...de piedra...fundada sobre la haz de la tierra". Muy cerca de ella se descubrieron restos de enterramientos humanos, cuando a comienzos del siglo XVII se estaban abriendo los cimientos para construir la Capilla de don Alonso Fresno de Galdo, Obispo de Honduras, que es la más cercana del lado del Evangelio. Se decidió abrir una zanja "de estado y medio de honda" junto a la torre, para volver a enterrarlos. Al profundizar "se descubrió un nicho de piedra que entraba tres partes de las cuatro debajo de la torre, y la otra salía fuera; sobre el cual nicho o hueco está fundada la torre. En esta parte del nicho que sale fuera de la torre se sacaron unos huesos tan grandes que suponían ser de algún gigante...eran de persona de monstruosa estatura". Supuso Antolínez que debía tratarse de los restos de un antiquísimo "moro", pues "la torre se fundó sin echarla cimientos" y sin reparar en la existencia de tal nicho.


Colegiata de Santa María la Mayor
Los restos de la colegiata de Valladolid se encuentran situados a espaldas de la Catedral herreriana.
El acceso más cómodo al solar que ocupó el templo primitivo, orientado de Oeste a Este, se realiza desde el fondo de la Plaza de la Universidad, atravesando una reja divisoria. Para su emplazamiento fue elegido un promontorio situado en el extremo occidental de la primitiva aldea, el cual, al parecer, estuvo habitado en época romana. Antolínez de Burgos escribió en este sentido que, cuando se construían los cimientos de la Catedral herreriana, "se descubrió un pedazo de aposento labrado a lo mosaico, con azulejos de diferentes colores y del tamaño de habas muy pequeñas, indicios y rastros todos que nos dan a conocer la mucha antigüedad de Valladolid".
Desde el ábside del lado del Evangelio de la Catedral se accede a una serie de capillas funerarias y otras dependencias de función incierta, que rodeaban los pies y la nave septentrional de la antigua Colegiata. Se trata, en su mayoría, de restos góticos de los siglos XIII y XIV. Sus fachadas externas son visibles desde la Plaza del Portugalete y desde la Calle Arzobispo Gandásegui. Desde 1965 albergan los fondos artísticos del Museo Diocesano y Catedralicio.

Bosquejo histórico
Fue el rey Alfonso VI de León y de Castilla (1072- 1109) uno de los principales difusores del arte románico en el occidente de la Península. Hacia el año 1074 concede al conde Pero Ansúrez el señorío de la pequeña aldea de Valladolid, como premio a los servicios prestados a la Corona y con la misión de repoblar la zona. Acto seguido, y con el beneplácito de su esposa doña Eylo, decidió el conde afianzar el prestigio de su nuevo feudo mediante la construcción de un gran templo dedicado a Santa María a extramuros de la villa.
Se cree que las obras comenzaron hacia 1080, pues cuatro años más tarde la nueva Colegiata ya estaba plenamente constituida en el aspecto jurídico. A pesar de ello, el conde no firmó la Carta de Fundación hasta el 21 de mayo de 1095.
Aquel mismo día redactaron su testamento los condes Pero Ansúrez y doña Eylo, dotando a la Iglesia Colegial con numerosas donaciones pecuniarias y territoriales, entre las que cabe destacar la Iglesia de San Pelayo, quizá mozárabe, que se llamó más tarde de San Miguel, y la Iglesia de San Julián, de posible estilo prerrománico astur-leonés, que estuvo situada frente a los ábsides de la Iglesia de San Benito el Real. Parece que se trataba de los más antiguos templos de Valladolid. Otra donación testamentaria destinada a la Colegiata fue la Plaza de Santa María –hoy Plaza de la Universidad–, situada al Sur de la Iglesia, que se convirtió en centro mercantil y en escenario de justas y corridas de toros. Pasó también a ser propiedad de la Colegiata el conjunto de terrenos comprendidos entre los dos cauces del Esgueva, que iban desde la Granja de Martín Franco –actual Calle de los Francos– hasta la orilla del río Pisuerga.
Siguiendo el ejemplo de su soberano, principal introductor de los monjes franceses de Cluny en sus reinos patrimoniales, el conde había puesto al frente de la Colegiata a dos monjes de la Orden de San Benito que procedían del monasterio de San Zoilo de Carrión de los Condes: el abad don Salto –o Soto– y el prior don Virila. Ambos pasaron a formar parte del Cabildo como clérigos seculares. Desde 1080 a 1138 está documentada la presencia del primero al frente de la Colegiata. Los demás miembros del Cabildo fueron un chantre, un tesorero, veinticuatro canónigos y seis racioneros.
Como ya se indica al hablar del templo vallisoletano de la Antigua, a lo largo de los años muchos historiadores se han ocupado de la fundación de la Colegiata. Si Castro afirmaba que la arqueología vendría a solventar el problema en favor de la primacía temporal de la Colegiata, Mañueco expondría sus teorías en función de los documentos. En ellos aparece en 1088 por primera vez un abad para Santa María, don Salto; por tanto la "entidad moral" de la institución era anterior a 1095, fecha de la dedicación del templo, en la que dicho abad, procedente de San Zoilo de Carrión, recibe la pingüe dote inicial del conde Ansúrez. Además, los capitulares quedan eximidos de la potestad secular (merino y sayón) y se les permite poblar más allá del Esgueva, lo que indica la escasez de vecinos en el entorno de la iglesia, cuyo patronato se reserva la familia Ansúrez. En el mismo día se consagró la iglesia, muy posiblemente sin estar terminada su construcción, aunque contaría ya con la cabecera.
En 1110 se producía la definitiva entrega del templo por los condes y sus hijos al abad, de forma que su construcción ya habría finalizado en este momento, en el que Castán data la torre, que aún se conserva a duras penas. A lo largo del siglo XII se suceden donaciones (de los condes y otros laicos, del obispo de Palencia) y privilegios reales que van configurando un abundante y variado patrimonio que incluye tierras, ganados, términos, iglesias, juros... El patronazgo de la familia condal no impuso cargas al abad, cuya elección en el futuro realizarían los canónigos, con el beneplácito de los sucesores del conde y hombres buenos de la villa; pero si el elegido no fuera un canónigo vallisoletano, se solicitaría el consejo del arzobispo de Toledo. También se estableció la autonomía de la Colegiata, dependiente sólo de Roma y se pagaría en señal de sumisión 100 sueldos al Papa, lo que motivará enfrentamientos con el obispo de Palencia, dentro de cuya diócesis se hallaba Valladolid. Los clérigos de la colegial, cuya regla inicial se desconoce, acogieron Concilios nacionales en 1124, 1143 y 1155; pero sus costumbres debieron relajarse excesivamente, lo que motivó la "reforma" por el arzobispo de Toledo en 1162, momento en que se adscriben los capitulares a la regla de San Agustín.
Planta general
Planta de la iglesia 

En los siglos XII-XIII el poder de la abadía está plenamente asentado en la villa y su entorno: Rucquoi señala la presencia de un merino del abad –además del real– que representa el poder eclesiástico en los barrios de Santa María y la Antigua. Se recaudan tributos de algunos comerciantes y de vasallos de la colegiata, e incluso de collazos: en 1178 Alfonso VIII da privilegio a la institución para cobrar la mitad de los tributos que corresponden al rey (fonsadera, pedido y otros). Este monarca tomó a Santa María la Mayor bajo su protección y, cosa curiosa, en 1181 hace lo mismo Fernando II, rey de León, aduciendo la marcha del castellano a la guerra.
Durante este tiempo el obispo de Palencia intentó someter a su jurisdicción a la colegiata vallisoletana; en 1200 se fecha un laudo que debía solventar las diferencias entre aquel y el abad, y en el que no se mencionan los documentos de 1162 y 1166 que, explica Rucquoi, favorecían a Palencia. Ambos se conservan en su Archivo Catedralicio, pero no en el vallisoletano... En 1231 ambas instituciones eligen un árbitro que decida si el abad de Valladolid debía elegirse o no entre los capitulares palentinos, que habían protestado por la sucesión del abad Juan. Los enfrentamientos llegaron a ser armados, hasta que en 1500 los Reyes Católicos pidieron bula papal, para la unión de la abadía al obispado, que fue revocada en 1514.
Estas disputas no impidieron el florecimiento de la colegiata: olvidada por los sucesores del conde, pero favorecida por los monarcas, la importancia del templo y la villa hizo al abad Juan Domínguez, canciller de Fernando III, impulsar la edificación de una segunda construcción, demoliendo la anterior salvo la torre. Quizá fuese el nuevo templo, supone Martín, el que acogió el concilio de 1228. Pero en 1299 aún se construía la torre de la iglesia, aunque Mañueco aclara que hubo dos torres, a la segunda de las cuales se refiere. De hecho las obras continuaron en el siglo XIV: en 1318 se inició un nuevo claustro, al que se abrían varias capillas (cuatro de ellas conservadas, aunque destacan las de San Lorenzo y Santo Tomás). cuando en 1333 se construye la capilla de San Juan y San Blas la primitiva torre-pórtico, tapiada, perdió su utilidad.
No acabó aquí el ímpetu constructor de los canónigos: en 1527 convocaron concurso para trazar una nueva iglesia colegial. Ganado por Diego de Riaño, fue sustituido al morir por Rodrigo Gil de Hontañón; pero la obra no avanzó, quizá por falta de presupuesto, pedido ya el papel de la ciudad como rectora de un Imperio. En 1580 presentó sus planos Juan de Herrera lo que supuso un cambio total y la demolición de lo construido, cuya piedra se reaprovechó. Aún inconcluso, el templo fue declarado catedral en 1595 por Clemente VIII, pero las muertes de Herrera (1596) y Felipe II (1598) aplazaron "sine die" su terminación, como se puede observar aún hoy... A pesar de ello fue declarado Monumento Histórico Artístico Nacional en 1931.

La colegiata románica
Hacia el año 1080 comenzarían las obras de un pequeño templo románico que ya estaría terminado en el año 1100, cuando el conde Ansúrez firmó la Carta de Donación por la cual entregaba la colegiata al abad don Salto. Litúrgicamente orientada, suponemos que tenía una sola nave, de unos 53 x 9 m, cubiertas lignarias y acceso desde el exterior a través de una torre-pórtico situada a los pies. Este último elemento es el único resto del templo románico que ha llegado a nuestros días. Parece, en su tipología, heredero de los "westwerk" carolingios.
Es casi cuadrada en planta, con los lados Este y Oeste más anchos. Seguramente dispuso de un cuerpo más y se remataba con un chapitel piramidal. Perdió su función primitiva de pórtico de entrada al templo cuando en 1333 se construyó ante ella una capilla funeraria gótica dedicada a San Blas y a San Juan Evangelista.
Restos de la torre románica (con ornamentación de jaqueado) que perteneció a una colegiata anterior mandada edificar por el conde Ansúrez, fundador de la ciudad.
Planta de la iglesia de la Colegiata de Santa María la Mayor (Valladolid). Pedro Ansúrez no alcanzó se propósito de construir una gran colegiata en Valladolid. Actualmente se conservan escasos restos de la obra románica y de su etapa gótica. 

A pesar de haber resultado muy alterada en intervenciones posteriores a su construcción, esta torre-portada adquiere importancia por el hecho de que sirvió como modelo a la hora de levantar la esbelta y bien proporcionada torre de la Iglesia de Santa María de la Antigua, así como las torres de San Martín de Valladolid, del Salvador de Simancas, de San Esteban de Segovia, de Santa Eulalia de Paredes de Nava y de la parroquial de Torremormojón (Palencia).
Los restos desmochados de la torre aparecen hoy embutidos entre las ruinas de los pies del antiguo templo colegial. Fue construida de sillería bien escuadrada. Sobre una línea de imposta con decoración de ajedrezado, puede verse aún una ventana flanqueada por dos columnillas empotradas, con sus basas de doble bocel y escocia, cuyos capiteles muestran decoración fechable a comienzos del siglo XII. Sus cimacios no son sino restos de la línea de imposta intermedia. En la esquina izquierda se conserva la parte baja de un fuste, con basa ática de doble bocel y escocia, colocada sobre un pequeño plinto. Desde los jardines de la Iglesia de la Antigua puede apreciarse cómo sobresale la parte occidental de la torre, con columnas acodilladas en las esquinas, ventana geminada con roscas de cuatro filetes, e imposta en nacela de ajedrezado que rodeaba los cuatro lados. Hasta la línea de imposta llegan los capiteles de las dos columnillas acodilladas que flanquean las esquinas. En el lado septentrional pueden apreciarse aún las roscas de la ventana geminada correspondiente.

Una reconstrucción ideal, propuesta por Felipe Heras en su tesis de licenciatura de 1966, divide la torre en tres cuerpos. Abajo estaría el pórtico, con arco de medio punto de rosca moldurada y extradós recorrido por una banda ajedrezada, que se uniría a la línea de imposta de igual decoración. Por encima se situaría una ventana abocinada de medio punto, con el mismo ajedrezado en la rosca e igual perfil que el de los vanos de los ábsides laterales de la Iglesia de San Pedro de Arlanza. Frente a ella, en el muro Oeste, es apreciable la huella de otra ventana de medio punto y amplia luz. En el lado Este, por encima de la ventana, se aprecia el hueco cegado de otra abertura. Esto supone una división interna en dos pisos: el pórtico bajo, que estuvo cubierto probablemente con bóveda de cañón del mismo sentido que la del templo, y un segundo piso que parece haber estado cubierto con bóveda de cañón transversal, como puede apreciarse en los muros internos de la torre. El segundo cuerpo, que es el conserado, mostraría, sobre una línea de imposta con ajedrezado, una ventana geminada en cada uno de sus cuatro frentes, con columnillas laterales y mainel central, con capitel y cimacio, y las dos roscas molduradas. Otra línea de imposta central, en nacela y jaquelada, marcaría la división entre las dos columnillas superpuestas situadas en cada esquina. El tercer cuerpo de la torre sería exactamente igual al segundo, pero las ventanas tendrían mayor amplitud de luz. Como remate veríamos un chapitel piramidal, similar al que hoy presenta la torre de la Iglesia de La Antigua.
Además de la característica decoración de tacos en la imposta, hemos de señalar la localizada en las columnas. Los capiteles conservados en la ventana de la cara de la torre que mira a la Plaza de la Universidad, muestran decoración variada. El situado a la derecha del vano tiene decoración vegetal de hojas de palmeta talladas a bisel. El cimacio, de ajedrezado, formó parte de una imposta desaparecida. En el capitel de la izquierda fue esculpida una figura humana con brazos y piernas abiertos en rigurosa simetría. Mesa los cabellos con sus manos. Del centro del capitel arrancan dos caulículos que se prolongan hasta las esquinas, de los cuales el derecho sube sobre la cabeza de la figura. Lleva cimacio en nacela, decorado con tres bolas. Falta la columna del ángulo derecho. De la del extremo opuesto sólo queda la mitad del fuste. Las tres conservadas tienen basa ática apoyada sobre un plinto de muy poca altura. En la cara Oeste de la torre vemos capiteles con decoración vegetal tallada a bisel. Sus características apuntan a que no se trata de los primitivos del siglo XII, sino que fueron renovados a comienzos de la siguiente centuria.

La colegiata protogótica
Durante el siglo XII la Colegiata fue ganando en prestigio, al tiempo que la villa de Valladolid se convertía en uno de los principales centros políticos de la doble Monarquía de León y Castilla. Hasta tres Concilios nacionales tuvieron como escenario la Colegiata, en 1124, 1143 y 1155. El primitivo templo románico comenzó a parecer demasiado pequeño para una población tan importante. Fue entonces cuando se decidió derribar la primera Iglesia Colegial para levantar en su lugar un gran templo de nueva planta. Las obras comenzaron siendo abad don Juan Domínguez de Medina, Canciller del rey don Fernando III de Castilla y de León, que aparece documentado al frente de la Colegiata desde 1219 hasta 1230, año en que fue nombrado Obispo de Osma. Se salvó del derribo la torre-pórtico románica de los pies.
La nueva Iglesia Colegial, construida también de sillería, tuvo tres naves, separadas por pilares cruciformes con pares de semicolumnas adosadas, siguiendo el sistema cisterciense hispano-languedociano de soportes. Pueden encontrarse claras similitudes con los del monasterio de Valbuena de Duero (Valladolid). Aún son visibles restos de estos pilares en los muros Norte, Oeste y Sur, conservando algunos capiteles decorados con cintas, bolas y hojas de parra. Tendrían las naves hasta seis tramos de separación. La cabecera mostraría tres ábsides, en correspondencia con las naves. Restan todavía algunas ventanas rasgadas en vertical, abocinadas y terminadas en arco de medio punto. Debió cubrirse el templo con bóvedas ojivales de nervios de sección gruesa. El estilo general sería el protogótico característico de las fundaciones cistercienses y premonstratenses de las primeras décadas del siglo XIII.
Como acabamos de apuntar, se conservan algunos capiteles decorados con cintas, bolas y hojas de parra, en lo alto de las columnas adosadas a los pilares de los muros Norte, Oeste y Sur de la Colegiata protogótica.
Buen ejemplo del estilo cisterciense es la nueva portada del templo, abierta en el tercer tramo septentrional, comenzando por los pies, cuando quedó cegada la vieja torre-pórtico. Sólo una de las arquivoltas centrales muestra decoración geométrica de cabezas de clavo, pues las demás son lisas. No faltan columnas en sus jambas. Por desgracia se encuentra muy deteriorada.
Todavía se hizo una portada más en el costado Sur, muy cerca de los pies. Quedó oculta como consecuencia de las reformas hechas para adaptar estas dependencias a las necesidades del Cabildo durante las obras de la Catedral herreriana, pero fue redescubierta en septiembre de 1961.

El claustro y las capillas góticas
Desde comienzos del siglo XIV fueron levantándose las capillas funerarias de estilo gótico que rodeaban al templo por sus costados Norte, Sur y Oeste.
A partir de 1318 comienzan las obras del nuevo claustro, que quizá vino a sustituir a otro anterior. Es citado en 1415 con el nombre de "claustra nueva", razón por la cual podemos deducir que no fue terminado hasta pocos años antes de esta fecha. La portada meridional de la Iglesia, de estilo protogótico, pasa a convertirse entonces en el principal acceso al citado claustro. Aún podemos admirarla en la única capilla que subsiste de esta construcción. Refiere Antolínez de Burgos lo siguiente: "yo alcancé un claustro que se labró algunos años después de la fundación de la Iglesia, que fue uno de los más suntuosos y lucidos que había en España: todo lleno de imágenes de bulto de piedra, todo con colores, y todo alrededor poblado de nichos de entierros muy antiguos de ilustres personas, y con sus letreros y escudos de armas grabadas en lo alto de las bóvedas...Dentro de este claustro había dos capillas, la una con advocación de Santo Toribio, la otra de San Lorenzo, y en ésta fundada una fábrica de este Santo, la cual permaneció hasta el año de 1634, porque los prebendados la convirtieron en sala para sus cabildos, y su altura era tanta que se atajó por medio y quedó de muy bastante proporción, y la parte superior la aplicó para librería".
A comienzos del siglo XIV se construyen las capillas funerarias y otras dependencias que rodearon parte del muro Norte y todo el muro de los pies del templo protogótico. Durante el siglo XVII, mientras la Iglesia y el Claustro eran desmontados para utilizar sus sillares en la construcción de la Catedral de Juan de Herrera, las cinco viejas capillas y otras dos del paño Sureste del Claustro fueron habilitadas para acoger el Capítulo, Librería, Archivo y Sacristía, entretanto se terminaba el nuevo templo. Como apuntábamos más arriba, estas salas acogen desde 1965 los fondos del Museo Diocesano y Catedralicio. Son las siguientes:

El Vestíbulo
Es un tramo situado en el lugar donde iba a construirse el crucero de la inacabada Catedral herreriana. En su interior es visible la parte baja de uno de sus pilares. Ya encontramos en el vestíbulo buenas piezas esculpidas pertenecientes al Museo Diocesano. Llaman la atención algunos sitiales de nogal que formaron parte de la sillería del Colegio de San Gregorio. Sus respaldos están decorados con cuatro flores de lis afrontadas, con referencia a la figura heráldica que utilizó Fray Alonso de Burgos, Obispo de Palencia y fundador del citado Colegio de Teología. Pueden fecharse a comienzos del siglo XVI
Otra pieza significativa del vestíbulo es la puerta de nogal hispano-flamenca de fines del siglo XV que perteneció a la Colegiata. Uno de los batientes muestra profusa decoración vegetal, entre la que se ven pájaros alimentándose de frutos. Preside la composición un jarrón de azucenas con la leyenda "AVE GRACIA P", colocado entre dos dragones que unen sus colas. En el otro batiente dos salvajes sostienen un segundo jarrón de azucenas, en el cual se lee "SALVE REGINA MI". Más restos de esta puerta pueden verse en el llamado "Pasillo".

Capilla de San Llorente
Existía ya antes de 1319 una capilla con esta advocación, que era utilizada como Sala Capitular. Parece que hacia el año 1331 había sido desmantelada, como consecuencia de la construcción del nuevo claustro. Fue reedificada desde 1345 bajo el patronato de Pedro Fernández, escribano de la Cámara del rey Alfonso XI y Canciller del Príncipe don Fadrique, y de su hermano Juan Gutiérrez, escribano de dicho Príncipe. Los dos hermanos añadieron a la advocación antigua, de San Lorenzo, la del Corpus Christi. Presenta planta rectangular, con arcosolios funerarios de ojiva en los muros. Se cubre con dos magníficas cúpulas de yesería mudéjar, una de circular y otra octogonal, adornadas ambas con escudos cuartelados de Castilla y León en forma de rosetas de ocho lóbulos, otros escudos de perfil normal, de gules con una cruz floronada de plata; labor de lacería y piñas de mocárabes de raigambre almohade.

Sepulcro de los Téllez de Meneses (ca. 1300). Sepulcro de piedra caliza procedente del Monasterio de Santa María de Palazuelos.
 

Antolínez de Burgos mencionó que en 1634 la Capilla dedicada a San Lorenzo fue dividida en dos alturas, pasando a servir la inferior como nueva Sala Capitular y la superior como Librería. En esta última casi podían alcanzarse con las manos las dos cúpulas mudéjares.
La portada ojival que da acceso a esta capilla procede de la antigua Colegiata y está adornada con motivos vegetales y zoomorfos muy restaurados. Lo mismo ocurre con los arcosolios ojivales, muchos de los cuales han perdido la chambrana superior en ángulo.
Dentro de la Capilla hay dos sepulcros exentos fechables a mediados del siglo XIII. Son de piedra caliza, con figuras yacentes y proceden del monasterio cisterciense de Palazuelos (Valladolid). En sus frentes se desarrollan escenas de entierro y duelo, con plañideras, clérigos, y con amigos y familiares del difunto. En el frente derecho del primero podemos admirar una magnífica representación de Cristo en Majestad con el Tetramorfos y los doce apóstoles. Fue representado en el frente de los pies de ambos sepulcros el caballo del difunto, engualdrapado, con estribos y con el escudo colgado del revés en señal de duelo. Lloran algunos caballeros amigos junto a la cabalgadura. Todas las escenas reparten sus figuras entre arquerías góticas con castilletes en las enjutas.
Sepulcro de los Téllez de Meneses (ca. 1300). Sepulcro de piedra caliza procedente del Monasterio de Santa María de Palazuelos.
 

Hay además tres vírgenes góticas con el niño y una manzana en la mano, de madera policromada; un San Miguel del siglo XV con su armadura, dorado y policromado; sobre la puerta un gran Crucifijo del siglo XIII, y un ángel, aún goticista, de comienzos del siglo XVI.
Desde el siglo XV fue utilizada esta Capilla como Salón de Grados de la Universidad, es decir, como lugar de examen de los nuevos doctores. En los primeros años de la década de los sesenta del siglo XX se descubrió un "Victor" del siglo XVI oculto bajo el revoque del primer nicho funerario de la derecha: "Do. Sobrino. Sábado. 10. V 1576 Victor"
En la esquina derecha más cercana a la entrada cuelga una "Piedad", pintura sobre tabla de tosco estilo hispanoflamenco, fechable en los años finales del siglo XV.
Se conserva la lápida sepulcral de los hermanos Pedro Fernández y Juan Gutiérrez, patronos de la Capilla, escrita con letra de estilo románico tardío.

Sala Capitular
Fue construida en el siglo XVII, aprovechando algunos muros del claustro gótico, es de planta rectangular y conserva algunos nichos funerarios ojivales ocultos tras la sillería barroca de Felipe Espinabete, también visibles en los muros del llamado "Pasillo" del Museo.

Capilla de Santo Tomás
Estaba en ruinas en 1331. Fue reconstruida en años sucesivos a costa de García Pérez de Valladolid, Alcalde del Rey. Es de planta rectangular, con nueve nichos funearios ojivales en los muros, cuatro puertas de arco apuntado y cubierta formada por dos bóvedas de crucería sencilla. En la clave de cada una hay escudos tallados en relieve: tres bandas dobladas y orla con catorce calderas. Parece que esta Capilla sirvió como Sacristía al menos desde 1634.
Antigua capilla funeraria de la Colegiata de Santa María la Mayor (Valladolid) (s. XIV), hoy adaptada al Museo Catedralicio.
 

Pieza importante del Museo es un Crucifijo del siglo XIV con las piernas cruzadas, de aspecto dramático, que está colocado sobre la puerta de entrada.
Entre los dos arcos que dan al interior de la torre-pórtico románica vemos una Virgen con el Niño de alabastro policromado, fechable a mediados del siglo XIV. En el arcosolio del fondo a la derecha aparecen dos leones unidos simétricamente por su parte trasera. Son iguales a los que sostienen los sepulcros del siglo XIII.
Capilla de Santo Tomás. Crucificado gótico
 

En la esquina izquierda de la Capilla cuelga un Crucificado del siglo XVI, acompañado por los dos ladrones, tallados hacia 1500 por el Maestro de San Pablo de la Moraleja. Estas dos figuras, de madera policromada, muestran aún evidentes secuelas del dramatismo gótico. Vemos salir de la boca del Buen Ladrón un niño desnudo, símbolo de la limpieza de su alma, que es recogido por un ángel para ser llevado al Cielo. El Mal Ladrón, por el contrario, es apresado por un horrible monstruo de dos cabezas. Sobre la puerta de salida hay un crucifijo del siglo XIII, que tiene las piernas cruzadas.

Capilla o ángulo del claustro
Es el único vestigio del claustro gótico del siglo XIV, aunque dos de sus pilares muestran reformas efectuadas en el siglo XV. Cinco nervios se juntan en la clave de la bóveda. La clave central de la bóveda encierra una escena de la Virgen con el Niño entre dos ángeles, del siglo XIV. Las ménsulas occidentales también están decoradas. En la izquierda fue esculpido un ser monstruoso con los brazos abiertos, que parece mesarse las barbas. Los restos de un pájaro cazando un animal son aún visibles en la ménsula opuesta. En el frente oriental hay otras dos ménsulas. La septentrional muestra una cabeza de largos cabellos semioculta entre hojas de cardina, mirando hacia el interior de la Capilla. Hacia el desaparecido claustro mira un ángel portador de un escudo, de estilo flamenco-borgoñón del siglo XV. En la ménsula opuesta hay otro ángel de factura tardogótica, pero éste tañe un laúd.
Portada gótica del claustro de la antigua Colegiata de Valladolid. Importante muestra del gótico-cisterciense.
 

En el muro septentrional se conserva la portada de estilo cisterciense que daba paso a la desaparecida Iglesia Colegial. Presenta grandes semejanzas con la portada Norte del monasterio de Santa María la Real de las Huelgas de Burgos.
De arco apuntado, tiene arquivoltas lisas, de baquetones, y otras decoradas con motivos geométricos: dientes de sierra, cabezas de clavo, cilindros que forman rombos. Hay parejas de animales esculpidas en los capiteles, los cuales han sido restaurados en exceso. Cimacios dispuestos en nacela forman una banda quebrada, con decoración de palmetas.
Junto a esta portada encontraremos una "Piedad" de madera policromada, de estilo hispano-flamenco característico del siglo XV.
Sobre los dos arcos apuntados de la entrada cuelga un Crucifijo protogótico del siglo XIII, con cuatro clavos.

Capilla de San Blas y San Juan Evangelista
Esta Capilla, casi cuadrada en planta, con tres nichos funerarios abiertos en el muro de poniente, se cubre mediante bóveda de crucería sencilla, descansando los nervios en los ángulos sobre capiteles policromados. Fue construida de 1333 a 1337 bajo el patronato de don Juan Rodríguez, Arcediano de Campos, el cual quedó obligado, por parte del Cabildo, a construir una Sala Capitular "en ssomo de la dicha capiella", pues la Capilla de San Lorenzo, donde solían reunirse el abad y los canónigos en Capítulo, se encontraba en estado ruinoso. Esta cláusula nunca se cumplió.
La clave de la bóveda muestra un escudo de oro con banda de sable, orlado también de sable con seis calderos de oro. Tras él sobresalen cuatro cabezas policromadas dispuestas en cruz. También son visibles figuras policromas en dos de los capiteles laterales.
Capilla de San Blas. Llanto sobre Cristo Muerto
 

A la derecha de la puerta de salida está colocada una Virgen con el Niño, escultura de madera policromada fechable a mediados del siglo XII. El tipo se corresponde con los cánones habituales del románico pleno: frontalidad rigurosa de las figuras y vestiduras con pliegues simétricos. La policromía parece dos siglos posterior. La Virgen María, con túnica azul, abre los brazos con gesto intercesor. Su manto rojo lleva cenefa dorada con incisiones en círculo y en puntos que forman líneas en zig-zag.
Cúpula octogonal de la capilla de San Lorenzo, en la antigua Colegiata de Valladolid, parte de la Catedral de Valladolid actual.
 

Falta la cabeza del Niño, que alza la mano derecha con los dedos índice y corazón extendido. Su otra mano descansa en la rodilla. Viste manto rojo con túnica dorada. Más curiosa es la policromía del trono, que es dorado y tiene cada lado del respaldo terminado con curiosa oreja circular. Cada oreja de estas lleva pintada una roseta de doce brazos con pintura negra. Debajo se disponen curiosas representaciones alargadas de trazo sencillo y negro, a modo de ventanas rasgadas superpuestas, dos a cada lado en vertical y separadas por cuatro líneas. Lo más llamativo de estos rectángulos alargados es que terminan en arco túmido de tipo musulmán, con la punta en leve conopio.
Obra tardomedieval de gran categoría artística es el "Llanto sobre Cristo Muerto" de Alejo de Vahía. Se trata de un grupo escultórico de madera policromada fechable hacia 1500. Cada personaje se transforma en una individualidad, pleno de dramatismo contenido.

El pórtico de la torre románica
A consecuencia de la construcción de la Capilla de San Blas y San Juan, a comienzos del siglo XIV quedó cerrado el paso a la Iglesia a través del antiguo pórtico de la torre románica, de fines del siglo XII, el cual pasó a hacer las veces de cámara del tesoro catedralicio. El hueco de entrada, terminado en arco de medio punto, está ocupado actualmente por la espléndida custodia procesional que el orfebre leonés Juan de Arfe y Villafañe cincelara en 1587. Probablemente estuvo cubierto con bóveda de cañón sencilla.

Capilla de Santa Inés
Fue construida antes de 1333. Tiene planta rectangular y se cubre con un alfarje mudéjar que no es el original. En el muro oriental es visible la portada cegada que daba acceso al testero del Evangelio de la Iglesia Colegial. Su sencillo arco de medio punto tiene rosca de ladrillo. Las jambas, por el contrario, están formadas mediante hileras alternadas de bloques de piedra y varias hiladas de ladrillos.
En los muros de esta Capilla se abren hasta siete arcosolios funerarios con arco ojival.
En los arcosolios apuntados de la izquierda hay cuatro sepulcros, en cuyos frentes se repiten tres blasones. Uno de ellos muestra tres barras dobladas, con orla de catorce calderos; el otro es una cruz floronada, con orla lisa; y por último aparece uno de cinco bandas con orla de diecinueve aspas. Sobre el yacente del primero, hombre con barba anudada y largos cabellos, se lee la inscripción: "Aquí yace Alonso Cabeças, fundador de esta capilla, capellanía y obra pía. Requiescat in pace". La letra es de hacia 1700, pero los sepulcros son del siglo XIV.
Un sepulcro exento del siglo XIII colocado en esta Capilla, lleva sobre la tapa del ataúd tres pares de escudos. Se alterna un blasón de cuatro palos con otro ocupado por un águila con las alas extendidas. Los frentes muestran escenas del entierro de un caballero, Crucifixión de Nuestro Señor y Pantocrator con Tetramorfos y Apostolado, todo ello repartido en arquerías góticas con castilletes en las enjutas.
Otras piezas dignas de mención son una "Piedad" de estilo hispano-flamenco, esculpida en piedra caliza a comienzos del siglo XVI, y una "Anunciación" del siglo XIV, en piedra policromada, con el detalle curioso de la Virgen María señalándose el vientre con el dedo.
Sobre la puerta cegada que daba al testero Norte de la Iglesia Colegial hay un Crucifijo tardomedieval del siglo XV. Está enmarcada dicha puerta con un arco apuntado cuya rosca se decora con escudos alternados; se repiten el de las tres bandas dobladas con orla de calderos y el que muestra una cruz floronada con orla lisa.
Capilla de Santa Inés. Sepulcro
 
Capilla de Santa Inés. Descendimiento 

Sala de pinturas
Se desconoce la advocación de esta Capilla, situada en paralelo con lo que queda del muro del Evangelio de la Iglesia Colegial. Tiene planta rectangular, pero no sabemos cómo estaba resuelta su cubrición original. Guarda pinturas de los siglos XVI, XVII y XVIII. En la actualidad permanece cerrada al público por obras de restauración.

La destrucción de la colegiata románica
Parece que fue la presencia de la Corte de Carlos I en Valladolid, desde el año 1517, lo que aguijoneó la ambición del Cabildo colegial cuando sus miembros decidieron levantar un nuevo templo. El 21 de mayo de 1527 la emperatriz doña Isabel da a luz al futuro rey don Felipe II en una pieza del Palacio de los Marqueses de Astorga. Poco antes había sido convocado un concurso para diseñar las trazas de una nueva Iglesia Colegial. Fue aceptado el proyecto conjunto presentado por Diego de Riaño, Juan de Álava, Juan Gil de Hontañón, Rodrigo Gil de Hontañón y Francisco de Colonia. Comenzaron las obras el 13 de junio de 1527, bajo la dirección del citado Diego de Riaño. Aunque ignoramos su emplazamiento exacto, sabemos que se quería levantar una Iglesia Colegial de dimensiones muy ambiciosas, estructurada según un estilo gótico muy evolucionado al que se unían soluciones decorativas renacentistas. El modelo provino en las catedrales de Salamanca y Segovia. Nunca fue terminada.
Algunas décadas más tarde, en 1585, Juan de Herrera entrega las trazas de una nueva Iglesia Colegial de estilo desornamentado que tampoco llegó a terminarse. Completaría el imponente conjunto arquitectónico un claustro herreriano que iba a levantarse en el costado de poniente, donde hoy se encuentra la Plaza del Portugalete, pero el paso del brazo Norte del Esgueva prometía un sinnúmero de dificultades a la hora de proceder a las labores de cimentación. El rey Felipe II otorga el título de Ciudad a Valladolid en 1596 y al año siguiente erige su antigua Colegiata en Catedral, a la vez que potencia las obras del nuevo templo. Pese a ello, estas prosiguen lentamente en siglos sucesivos, sobre todo tras la crisis económica provocada por la marcha definitiva de la Corte a Madrid en 1606. Jamás fueron iniciadas las obras del proyectado claustro. Entretanto se dio la circunstancia desgraciada de que, para levantar el templo herreriano, sirviese como cantera la antigua Iglesia Colegial del siglo XIII, con su claustro gótico incluido.


Arroyo de la Encomienda
Arroyo de la Encomienda está a 7 km de Valladolid, situado al borde de la autovía que conduce a Tordesillas. El pequeño núcleo se encuentra emplazado entre la carretera y la margen derecha del río Pisuerga, junto a un arroyo que desagua inmediatamente en aquél y del que recibe su nombre la población. El apellido, por su parte, procede de su pertenencia a la orden de San Juan de Jerusalén.
Al margen de restos arqueológicos de distintas épocas localizados en el entorno, el rastro más antiguo sobre la existencia de la población es la propia iglesia, aunque para Reglero, Arroyo pertenecía a la encomienda de Santa María de Bamba, cuyo territorio había formado parte del Infantado de doña Sancha, donado por esta señora a la orden de San Juan en 1140.
En el siglo XIII la documentación afirma que el concejo de Arroyo percibe la tercias de fábrica, lo que sugiere la posibilidad de que la iglesia le perteneciese.
Lo cierto es que el ius patronus, el término utilizado, no es sólo el derecho a "presentar" al clérigo, sino a disfrutar de las heredades y rentas de la iglesia e incluso a participar en las tercias que, en Arroyo, se dividían: un tercio para el obispo, otro para la orden de San Juan y otro para el concejo. Pero los hospitalarios llegaron a un acuerdo con los vecinos: la orden reduce a la mitad las sernas que debían prestarla éstos y los exime de ciertos pagos a cambio de la tercia que detentaba el concejo. Era evidente el interés de los freires por controlar los derechos y bienes del pequeño templo, aunque el obispado de Palencia no cedía su parte: en 1213 Arroyo se cita entre los "prestimonios" del cabildo palentino, aunque con una exigua cantidad.
En 1217 esta pequeña localidad fue escenario de la entrevista entre Alfonso IX y su exesposa Berenguela, quien acudía a rogar por la paz entre León y Castilla sin conseguirlo. Aunque Arroyo permanece en manos de los hospitalarios a fines del siglo XIII la acción real modificó la situación: Sancho IV, decidido a favorecer a doña Teresa Gil, donaba a ésta en 1283 todos los derechos reales en la localidad (salvo la moneda forera) y la orden –prácticamente obligada por el monarca– concedía "de por vida" a la dama este lugar. La donación real, indica Reglero, fue confirmada por dos veces antes de la muerte de doña Teresa. Ésta dispuso en su testamento (1307) la restitución de Arroyo a la orden, a la que donaba bienes y dinero para reparar y enriquecer la explotación agrícola.
Ya en el siglo XIV la población se benefició del privilegio de Alfonso XI –dado en 1325 y confirmado varias veces– que eximió a Valladolid y a sus aldeas de todo pecho "salvo yantar y moneda forera" (documentos publicados por Castro). De ahí que el Becerro de las Behetrías indique pocos pagos al rey, además de los ingresos percibidos por don Fernando Sánchez en nombre de la orden. Ésta seguía obteniendo una serna mensual de sus vasallos y cierta suma anual, lo que no dejaba duda de quién ostentaba el señorío. También en lo eclesiástico mantenían sus privilegios los "freyles", pues la Estadística palentina recuerda que el clérigo de Arroyo debe ser presentado por la orden al obispo, que lo investirá con la "cura" si lo considera adecuado. El mantenimiento de capellán e iglesia era también asegurado por los hospitalarios, que percibían la mitad de los diezmos.
En la siguiente centuria varió poco la situación de la encomienda, que en 1429 era uno de los lugares que menos ingresos suponía para el cabildo de Palencia. El crecimiento de las cantidades indica una cierta recuperación económica. Arroyo pasará a poder de los dominicos del monasterio de Prado, en los arrabales de la capital, y posteriormente a sucesivos propietarios. Indica Ortega que en 1837 el estado del templo era ruinoso, pero el conde de Guaqui, propietario de éste y de gran parte del pueblo, llevó a cabo su reconstrucción. Ésta y las sucesivas restauraciones no han alterado su austera apariencia original.

Iglesia de San Juan ante Portam Latinam
La iglesia, que no descuella del caserío, ocupa el centro de una amplia plaza convertida en jardín. Ofrece, exentas para la franca contemplación, todas sus fachadas excepto la septentrional, donde lleva adosadas la sacristía y, hasta su reciente demolición, la casa cural.
A pesar de que el lugar y la iglesia pertenecieron a los sanjuanistas, ésta última no suele ser catalogada para su estudio en el conjunto de templos románicos que en Valladolid fueron de órdenes militares. Queda englobada, por el contrario, dentro del románico rural de la zona oriental de la provincia, con cuyos edificios comparte las características definitorias del grupo, a saber: pequeño tamaño, nave única, cubrimiento con madera, ausencia de contrafuertes, zócalo de cimentación, portada en la fachada sur, y analogía en los temas decorativos e iconográficos.
Construida en la segunda mitad del siglo XII (se estima su inicio hacia 1150), aglutina, como veremos, múltiples influencias, que se revelan tanto en lo tectónico como en lo ornamental. En ella están presentes muchos de los rasgos de la arquitectura románica del Camino de Santiago –trasplantados desde los modelos del foco palentino de Frómista–, pero también algunos detalles de regusto oriental provenientes de la escuela del Duero, concretamente del ámbito zamorano, e incluso elementos de la estética cisterciense.
De pequeñas dimensiones (16 × 6,5 m aproximadamente), tiene planta rectangular de nave única, coronada hacia el este por un ábside semicircular precedido de tramo recto presbiterial, en progresiva disminución de tamaños. Desde el lado del evangelio del presbiterio se pasa a la sacristía, un habitáculo cuadrangular adosado a la fachada septentrional. Sólo tiene una portada, abierta en el muro de la epístola, desplazada del eje transversal hacia los pies.

Son de época románica el ábside, la fachada del mediodía, incluida la portada, y el imafronte; no así el muro septentrional, levantado con diferentes paramentos, en el que se aprecian dos arcos formeros cegados, tal vez recuerdo de una ampliación por este lado, luego rectificada. Tampoco la sacristía pertenece a la obra originaria, aunque recibe la iluminación por una pareja de aspilleras de clara evocación medieval. El coro alto que hay al fondo de la nave también es posterior.
Toda la caja muraria descansa sobre un zócalo pétreo somero (apenas 10 cm. afloran del pavimento de la plaza), prolongación de los cimientos. Los tres volúmenes que la conforman –nave, presbiterio y hemiciclo– son progresivamente menores en todas sus dimensiones, de modo que de su yuxtaposición se crea una estructura decreciente, de oeste a este, tanto en altura como en planta.
El cuerpo de la iglesia es un prisma recto edificado con cantería blancuzca a base de sillares de heterogéneo tamaño, pero bien escuadrados, dispuestos en hiladas regulares. Solamente sobresalen de los límites prismáticos la portada, avanzada con evidencia respecto al muro, y la espadaña, que se yergue sobre el hastial de poniente. El tejado, a dos aguas, revierte sobre una cornisa (la de la fachada septentrional es posterior, como ella) animada por una sucesión de puntas de diamante de incisas facetas, separadas por diminutas semiesferas, creando una ornamentación que remite a tardíos modelos de inspiración bernarda. Sustenta este alero un conjunto de canes de nacela con motivos figurados en relieve.
El hemiciclo absidal y su tramo precedente son asimismo de piedra, cortada con maestría, para resaltar el valor jerárquico de esta parte de la fábrica, en sillares de homogéneo tamaño que componen isódomas hiladas. En el adosamiento con la nave y entre sí, conforman rincones por la anchura decreciente de los volúmenes. Remata perimetralmente la estructura un volado alero, animado por tres filas de tacos jaqueses, que descansa sobre canecillos de nacela decorados con figuraciones, como los del muro del mediodía.
Los paramentos interiores denotan un tratamiento menos cuidado que en el exterior, ya que los sillares, además de peor tallados, son más pequeños –casi sillarejos– y de diversa anchura. Muchos de ellos están signados con marcas lapidarias que, aunque de escasa variedad, se repiten continuamente, incluso en las paredes de fuera, en la portada y en la cabecera.

La nave es un rectángulo, dividido en tres tramos desiguales que quedan marcados por los fajones del abovedamiento. El tramo contiguo a la capilla es el más grande. En el siguiente se abre la puerta de ingreso, frente a la cual, en un seno semicircular realizado en la pared, está instalada la pila bautismal. El tramo de los pies lo delimita y ocupa un coro alto (cuyo arco de sustentación apea en responsiones murarios y parejas de columnillas), al que se llega por una escalera de caracol de caja cilíndrica ubicada en el rincón noroccidental.
La estancia resulta bastante oscura, ya que solamente recibe iluminación por dos aspilleras situadas, una sobre otra, en el eje del hastial de poniente. De medio punto, sin decoración ninguna, llaman la atención por el exagerado abocinamiento interno que presentan, tal como las vistas en la iglesia de Nuestra Señora del Templo de Villalba de los Alcores. Cierra la nave una bóveda de cañón, hecha de ladrillo y enlucida de yeso, reforzada por dos fajones que apean en testimoniales ménsulas, resalto de la imposta corrida que sirve de separación entre muros y cubiertas. Esta bóveda parece que fue construida en el curso de una restauración realizada durante 1876, sustituyendo al cubrimiento con armadura de madera que, en opinión de Lampérez (compartida después por otros autores), debía ser el originario de la iglesia, para la que está preparada, según se deduce de la ausencia de contrafuertes, la irregularidad de los nuevos perpiaños y el escaso alzado de la nave. Mercedes González creyó, por el contrario, que el cubrimiento fue siempre abovedado, argumentando en su defensa el extraordinario grosor de los muros, que harían innecesarios los estribos para el contrarresto de los empujes.
La anteriormente citada restauración fue financiada por el conde de Guaqui ("...dueño á la sazón de la mayor parte del pueblecito..." escribía Ortega Rubio en 1895) y dirigida por los arquitectos Segundo Rezola y Jerónimo Ortiz de Urbina. Otra de las reformas que en aquel momento se llevaron a cabo fue la modificación de la espadaña, tanto en forma como en ubicación. Conocemos por un dibujo de Parcerisa que se elevaba originalmente en el área de contacto de la nave y el presbiterio, con dos cuerpos de troneras en disminución de anchura. Ahora es mucho más sencilla y pequeña, un murete rectangular rematado en piñón y calado por una pareja de troneras de medio punto, que se yergue en la zona axial del imafronte.
El tambor absidal está, en el exterior, dividido verticalmente en tres paños (el central menor que sus colaterales), separados por dos semicolumnas adosadas que llegan al alero. Éstas, se elevan sobre pilastra cuadrangular lisa de cerca de dos metros de altura, y constan de plinto, basa ática (compuesta por un toro inferior con garras, hipertrofiada escocia y otro toro escueto), fuste de varias piezas, y capitel con astrágalo y cesta esculpida a base de hojas. Se trata de una estructura distributiva que tiene su referencia directa en iglesias de la ruta jacobea, construidas en el siglo XI, como la catedral de Jaca o San Martín de Frómista.
Una moldura taqueada, igual que el alero, recorre los intercolumnios a la altura de las basas, y divide también el hemiciclo horizontalmente. Sobre esta imposta, en cada uno de los tres paños delimitados por las semicolumnas, descansa al alféizar de una ventana.

En el interior, la comunicación de la nave con la cabecera se realiza a través de un arco toral, de sección escuadrada, que voltea sobre pilastras de idéntico perfil. El cubrimiento es abovedado, de cascarón en el hemiciclo y de cañón en el tramo recto presbiterial y, en ambos lugares, la separación de muros y cubiertas está marcada por imposta corrida con decoración de seis filas de tacos, que tiene prolongación en la imposta lisa de la nave. Aún en la zona semicircular, otras dos molduras continuas animan horizontalmente los paramentos, la inferior, a un metro del suelo, es lisa; la otra, como en el exterior, es escaqueada y corre bajo los alféizares.
Las tres ventanas del ábside se abren una en cada paño, arrancando sus antepechos de la imposta taqueada. Rasga el paramento una aspillera derramada hacia el interior, cobijada dentro y fuera por sendos arcos de medio punto y mayor luz, que materializan un doble abocinamiento y confieren al vano la estructura de ventana-portada. Las aspilleras tienen su arista exterior en chaflán, ornado con botones estriados y tacos, la del evangelio y la central respectivamente, y lisa, pero con la rosca incisa con semicírculos concéntricos, la del lado de la epístola. Los arcos que alojan a aquéllas presentan un buen despiece de dovelas, que descansan, tanto afuera como adentro, en parejas de columnas acodilladas, con intermediación de ábaco ajedrezado que tiene continuación en el muro. Son las columnas de corto fuste monolítico, coronado con capitel rechoncho provisto de astrágalo y decorado con temas figurados o vegetales. Las basas, similares a las de las semicolumnas, pero a menor escala, tienen el abombado toro inferior recorrido por cadenetas en bajorrelieve, que descienden hasta el plinto cúbico de apoyo.
Flanquean la ventana central, en el interior, los blasones de la familia Mudarra, propietaria también de la capilla mayor de la parroquial de Santovenia. La imposta taqueada parece reconstruida en esta zona, al igual que la ventana. Ello se debe, según Mercedes González, a que fue parcialmente destruida para adosar al ábside un camarín gótico (hoy inexistente), construido en una modificación del templo anterior a la patrocinada por el conde de Guaqui.
La portada es la parte más noble del edificio. Está avanzada, como un cuerpo de un metro de resalto, respecto a la fachada meridional en que se abre. Consta de arco de ingreso de medio punto sin tímpano y cinco arquivoltas, que se derraman hacia el exterior, tendiendo tímidamente al apuntamiento. Protege la entrada un tejaroz que vuela sobre cornisa de puntas de diamante y medias bolas (como la de la fachada), sustentada por modillones cortados en nacela, con relieves antropomorfos, animalísticos, etc. El arco de ingreso y la arquivolta inferior son de sección recta, sin decoración, y voltean sobre jambas. Las tres arquivoltas centrales, por su parte, tienen la arista abocelada y descansan en parejas de columnas acodilladas a jambas esquinadas. Son estas columnas de idéntica estructura a las otras vistas en el edificio, pero se elevan sobre altos plintos prismáticos.
Destacan también por la variedad y calidad de la ornamentación escultórica de sus cestas, ocupadas con motivos vegetales y escenas animales. Por último, la arquivolta externa presenta las arista de sus dovelas redondeadas, trabajadas como baquetones verticales, al modo del almohadillado egipcio, lo que aporta un regusto oriental a la obra (coincidente con algunos de los motivos esculpidos en los capiteles y cimacios); el origen –o centro difusor–, sin embargo, parece estar en el románico zamorano, donde encontramos parecidos ejemplos del siglo XII en las iglesias capitalinas de Santo Tomé, Santiago del Burgo o San Leonardo, entre otras. Descansa esta arquivolta exterior, junto con la chambrana que la trasdosa (de puntas de diamante, a juego con el alero del tejaroz y la fachada), en una jamba integrada en el frontal del cuerpo avanzado. Entre el arquivoltio y los elementos sustentantes verticales intermedia una imposta corrida de listel achaflanado, que, acaso deberíamos considerar como cimacios individuales, toda vez que los motivos en relieve que animan el chaflán son distintos sobre cada uno de los soportes.


La decoración escultórica está concentrada –aparte de en las ya descritas cornisas e impostas– en los modillones que soportan los aleros, en los capiteles de las semicolumnas y ventanas del ábside, y en los cimacios y cestas de la portada.
Son los canecillos todos del mismo perfil cóncavo e idéntico tamaño, excepto los, un poco más menudos, del tejaroz. Comparten, además, un predominio de las formas monstruosas y los motivos simbólicos de arcana significación, que hacen evidente su enraizamiento con las obras del siglo XI del románico español.
En el tambor absidal y su tramo recto abundan y se repiten esquemáticas hojas, curvadas en una o ambas puntas, lisas o conteniendo diversas figuras en su seno (piña, bola, racimo de tres cerezas –que Heras interpreta como un látigo de cola múltiple–, etc.). Los caulículos, los pergaminos, las astas y una malla de rombos, también están presentes. En cuanto a representaciones animales, hay una serpiente, una liebre agazapada y una testa con largo cuello y orejas redondeadas. Pero quizás los más interesantes sean, por una parte, el que lleva en relieve un barril y una cantimplora o campana con el campo ocupado por una cruz de Malta incisa; y, por otro, la figura de un hombre agachado que sujeta entre sus rodillas un objeto irreconocible, posiblemente el atributo de su oficio.
En el alero de la fachada meridional encontramos algunos canes lisos. Entre los esculpidos, los motivos son del mismo tipo que en el ábside, aunque no se repiten como allí: sintéticas hojas replegadas, rollos horizontales fajados, una rapaz nocturna (búho o lechuza), una rana y una culebra, y un deformado rostro humano.
También los nueve modillones que sustentan el voladizo de la portada presentan formas antropomorfas de cariz monstruoso o deforme (dos caras unidas a un cuello común, un hombre de corporeidad esquemática, una cabeza humana con cuerpo de serpiente –o rodeada por una serpiente–, etc.), animalísticas, incurvadas hojas y el conocido látigo de tres colas con terminaciones esféricas.
De los capiteles de las semicolumnas divisorias del tambor, el de la izquierda tiene su ornato de hojas casi perdido, y el otro es de moderna factura imitando el antiguo (con dos grandes hojas de palma que se repliegan en bolas, entre las que nacen hojitas lisas rematadas con florecillas y sobre montadas por cubos).

Las ventanas del ábside son, como ha quedado dicho, similares entre sí en sus estructuras interna y externa, con parejas de columnas de esculpido capitel sobre las que voltea cada uno de los arcos. En el interior, predominan los motivos vegetales, compuestos ordenadamente en torno a una zona axial ocupada, con llamativa frecuencia, por una cabeza masculina. Así, en el lado del evangelio, la cesta izquierda (siempre según se mira) tiene, en cada extremo, dos sumarias hojas de remate semiesférico, sobre montadas por tetrapétala, en medio de las cuales aparece la consabida cara de hombre, en este caso con gran bigote. A la derecha, un rostro barbado de ojos redondos, boca desmesurada y melena rayada, flanqueado por sendos arbolitos, de ramaje cruciforme rematado con piñas.
La ventana central, aunque transformada, presenta a la izquierda un capitel bastante deteriorado, en el que todavía se intuye la figura de un ave, que tal vez formara pareja con otro originariamente situado en la zona más erosionada. En la cesta opuesta se ven dos cuadrúpedos afrontados hacia la arista, donde comparten la misma cabeza. En el capitel siniestro de la epístola aparece una posible imagen de la lujuria, representada como un hombre de cuerpo entero desnudo, con las manos cruzadas bajo el pecho, flanqueado por dos serpientes de enroscadas colas, que van a juntar sus cabezas bajo la del humano. El derecho es, como el primero de los citados, con parejas de hojas avolutadas y tréboles cuadrifolios en los extremos, y cabeza masculina de larga barba puntiaguda realzada con incisiones, en el área axial.
Los capiteles del exterior exhiben cuidada labra y una temática más variada que los de dentro. Son, sin embargo, una excepción los del lado del evangelio, de similar ornato y distribución que algunos de los descritos para el interior, con cabeza barbada en medio y replegadas hojas en los flancos de la cesta. En el vano central aparecen: el tan común tema románico (frecuente en iglesias del Camino de Santiago y también de la provincia de Valladolid) de la sirena cogiéndose la doble cola, en el capitel derecho; y, en el opuesto, un bajorrelieve historiado de arriesgada interpretación, con un hombre entre dos estilizados leones encaramados, con las fauces sobre su cabeza, a los que sujeta por las patas delanteras con los brazos. Por último, en las cestas de la epístola hay sendas aves con las alas explayadas y el plumaje tratado como escamas. La del lado diestro es un águila, mientras que la figura de enfrente, identificable como sirena-pájaro, tiene cabeza de mujer.
Cuenta la portada con seis capiteles, en palabras de Heras García, "con una tendencia a la estilización de carácter cisterciense, aun cuando el origen sea hispánico, mozárabe concretamente, y nos los encontramos ya en el Panteón Real de San Isidoro de León". Los motivos están distribuidos en dos o tres registros horizontales, en los que siempre el superior son parejas de caulículos divergentes.
Predominan, como elemento fundamental de la cesta, conjuntos de varias hojas con bolas en la curvada punta, si bien concebidas con variedad de formas, repliegues, nervaduras y volumen. Hay también algunos historiados así, en el capitel más interno de los de la diestra se aprecia cómo un perro persigue a una liebre, asunto bastante utilizado en la escultura románica rural, y cuyo simbolismo puede ser ambivalente (la captación cristiana de almas o el acoso continuo del pecado). En la columnata opuesta, el capitel intermedio presenta un animal que lleva una pieza en la boca, y, en su vecino exterior, dos pájaros (¿perdices?) que flanquean y pican la cabeza de una figura humana desnuda, situada en la arista de la cesta. Los cimacios, tallados predominantemente a bisel tienen, si cabe, mayor riqueza ornamental y más variedad de motivos que los capiteles. Únicamente los correspondientes a la arquivolta almohadillada son lisos, ya que fueron repuestos (como toda la caja muraria hasta esa altura) en una de las restauraciones.
En el lado izquierdo aparece, de dentro afuera, el siguiente programa: los dos internos, sobre el arco de ingreso y la primera jamba, con taqueado jaqués de tres filas; círculo con hexapétala inscrita, en una faceta, y entrelazo de cestería formando rombos, en la otra; animales en carrera, persiguiéndose; ¿aves?.
A la derecha, los dos cimacios interiores están decorados con un fino entrelazo de cintas incisas, que evoca lo oriental, en consonancia con la arquivolta de raigambre zamorana. En los sucesivos son como sigue: animales de gran volumen en persecución –el que va detrás muerde los lomos del predecesor–, en una cara, y un felino que mira hacia la arista, donde debió haber una forma oval hoy gastada, en la otra; roleos encadenados que rematan, en el seno de la contracurva, con flores; palmetas y cruces patadas que se forman por el trenzado de varias circunferencias.

 

Urueña
Situada en el antiguo partido judicial de Mota del Marqués, la villa de Urueña se encuentra a unos 60 km al noroeste de Tordesillas por la carretera N-VI. Su acceso más directo lo posibilita el desvío situado 2 km antes de la población de Almaraz de la Mota. La Anunciada se sitúa en la planicie de la villa fortificada de Urueña, concretamente en su flanco septentrional, totalmente aislada.
Aunque Ortega Rubio reivindicase el origen vacceo de Urueña y los restos romanos hallados en su término, el desarrollo del núcleo urbano llegará con la Edad Media. Cervera Vera afirma que su castillo data del siglo XI, y sus murallas de la siguiente centuria; sin embargo, tal datación no concuerda con la documentación, como más adelante se verá.
Dado que doña Sancha (hermana del emperador), obtuvo el dominium de las villas de Medina de Rioseco, Castromonte y Urueña (1154-1155), Reglero no duda en atribuir su población definitiva a la intervención de la infanta. Ella mantuvo en su poder todo el territorio del Infantado, disgregado entre diversos propietarios a su muerte, en 1158. El monarca leonés, Fernando II, tomó la villa, que fue recuperada para el reino de Castilla por Alfonso VIII en 1178. Durante el breve período de dominio leonés se produjeron pocos cambios: la iglesia de San Isidoro de León obtuvo ciertas posesiones –entre ellas la iglesia de San Martín, en Urueña– confirmadas por Alejandro III en 1176. Sin embargo, tras la victoria castellana, los leoneses perdieron bienes e influencia en la zona. La paz entre ambos reinos se selló, una vez más, con un documento, el "Tratado de Paz" de Fresno-Lavandera (1183,). Entre sus cláusulas se halla una que obliga a ambos reyes a no construir más castillos en diez años, salvo los que ya se están haciendo, entre éstos el de Urueña. De aquí se deduce la inexactitud de una datación más temprana, pues en este año debe ser considerado el castillo aún "en construcción".
Alfonso VIII buscó reforzar la presencia real, también a través de las "villas reales", cuyo alfoz se encargó de dotar convenientemente. Al mismo tiempo tendía a la enajenación de las propiedades regias que no estuviesen comprendidas en el alfoz (las realizadas en torno a Urueña en 1207), para lograr una completa reorganización de la propiedad de la corona. Sin embargo, la crisis del siglo XIII también afectó a los monarcas, que cedieron –de grado o por la fuerza– algunas villas. Ya en 1237 tuvo que intervenir Fernando III, ratificando los límites entre el monasterio de La Espina y Urueña, cuestión que había provocado varios enfrentamientos que se recogen en documentos publicados por Rodríguez de Diego. Dos años después, el monarca otorga las tercias de la villa y su tierra –unos sustanciosos ingresos– al obispo don Tello, pero sin enajenar patrimonio regio.
En lo que Reglero considera el peor momento en su desarrollo, a inicios del reinado de Fernando IV, sólo cuatro de las catorce "villas reales" pertenecen a la corona: Valladolid, Urueña, Tordesillas y Mota. La segunda era "cabeza de la merindad del infantado" según el Becerro de las behetrías, compuesto en 1352.
La población, mantenida a todo trance en poder real por sus antecesores, fue donada por Juan I a doña Leonor de Alburquerque quien, con su matrimonio en 1393 con el Infante Fernando de Antequera, entroncaba con la casa reinante. Posteriormente esta villa, alejada de las zonas conflictivas, se incorporó a la sosegada vida del entorno y en 1440 pasó a poder de don Pedro Girón, uno de los nobles mas influyentes del reino.
El templo de Nuestra Señora de la Anunciada, que fuera conocido como "monasterio de San Pedro y San Pablo de Cubillas", se ubica en un pequeño valle, extramuros de la villa, constando su primera mención en el año 954; en esta fecha el magnate Piloti Gebuldiz, nieto de Olimundo, donaba el monasterio "y sus bienes" a San Martín de Valdepueblo, en el término de Mayorga. Por lo tanto en este momento nos encontraríamos con una comunidad asentada y en desarrollo, cuyas posesiones le permitían subsistir. Éstas se ven incrementadas en 1013 por la acción de varios presbíteros que donan al abad de Cubillas –Servando– y al prepósito –Habzon– sus cortes en Villazahid, sin que se mencione ya la intervención de Valdepueblo. El análisis paleográfico de este testimonio, los restos más antiguos del templo y la ascendencia de su primer propietario hacen pensar a Heras que se trataba de un monasterio mozárabe, cuyos vestigios aparecerían reaprovechados en los muros de la nave del Evangelio.
A fines del siglo XI la institución se integra, como la villa, en territorio del Infantado; la infanta doña Elvira donó al monasterio ciertas heredades en 1095. Más tarde la infanta doña Sancha legaba en su testamento el templo a don Pedro, obispo de Segovia. Esta disposición no se hizo efectiva, al fallecer el eclesiástico antes que la infanta. Pero a partir de este momento, o más bien al iniciarse el nuevo siglo, se decide la reconstrucción de la iglesia, quizá en un deseo de las infantas de mostrar su interés por el engrandecimiento del Infantado. Finalmente se erige un nuevo templo de estilo románico catalán. Heras hace notar lo extraño del empleo de tal tipología fuera del ámbito de su influencia, y lo achaca al matrimonio entre una hija del conde Ansúrez, tenente de diversas fortalezas vallisoletanas, con el conde de Urgel don Armengol V, enlace que quizá generase cierto intercambio artístico.
Cuando los avatares bélicos hagan pasar el territorio a manos del monarca leonés Fernando II, éste donará en 1163 la iglesia y sus bienes al obispo de Palencia. Respecto a esta actitud recuerda Reglero que los "monasterios propios" que pertenecen al rey, actúan como centros económicos que gestionan y explotan bienes diversos. Pero dado que son también centros religiosos, la "reforma gregoriana" impulsará su donación a instituciones religiosas (Órdenes, catedrales...) tendencia a la que no se sustrajo Fernando II. No obstante, siguió gozando de la protección real: en 1228 Alfonso IX ordenaba que siempre hubiese capellán y monaguillo y asignaba los bienes necesarios para su mantenimiento, hecho del que parece deducirse la desaparición de la comunidad religiosa.
Con el tiempo el templo parece perder su pujanza. En 1677, según Zalama, se reparaba lo que ya se denominaba "ermita del señor San Pedro extramuros de esta villa", y se coloca allí la imagen de "Nuestra Señora de la Anunciada", su patrona. Aunque reducido su papel a ermita y cambiada su advocación, es indudable que fue la custodia de la imagen, para la cual se construyó un camarín que rompe el ábside románico, lo que mantuvo la utilidad del edificio y propició su conservación hasta nuestros días.
Urueña y la Anunciada fueron declaradas Conjunto Histórico-Artístico por Decreto del 7 de noviembre de 1975.

Iglesia de Nuestra Señora de la Anunciada
Esta construcción constituye uno de los edificios más interesantes del románico castellano y leonés. Se trata de una iglesia de planta basilical de unos 16 m de longitud por 14,5 m de anchura, con transepto no acusado, tres naves de dos tramos y sus correspondientes ábsides semicirculares. Las cubriciones se realizan mediante bóvedas de horno –hemiciclo– y cañón –tramo recto– en los ábsides, cañón transversal al eje de la iglesia en los brazos del transepto, cúpula semiesférica sobre trompas en el tramo del crucero y cañón longitudinal reforzado con fajones en las naves. Los pilares son cruciformes, tan sólo decorados por impostas de perfil recto en el arranque de los arcos. En los muros se ubican pilastras dotadas también de imposta. La iluminación la posibilitan ventanas en aspillera abiertas en la nave central. Las naves, de dos tramos, se cubren con bóvedas de cañón reforzadas por perpiaños. Los correspondientes a la nave central apoyan también sobre imposta. Los fajones de las naves laterales en ménsulas lisas. Los arcos apoyan en pilares cruciformes que, en ausencia de capiteles, rematan en imposta sencilla de perfil recto. Las ventanas son de arco doblado.
En la cabecera, las bóvedas de horno de los ábsides y los estrechos tramos rectos apoyan en los muros sin transición en imposta. En cuanto a los materiales de construcción, la base es sillarejo. Los muros carecen de contrafuertes lo que explica su grosor. En el exterior articulan los paramentos bandas y arquillos ciegos.



Ya comenté que originariamente su advocación era la de San Pedro, pero en 1677, Antonio de Isla y Mena, obispo de Osma (1672-1681) y natural de Urueña, mandó trasladar la imagen de Nuestra Señora de la Anunciada, patrona de la villa, a la ermita de San Pedro “para que estando más cercana a ella la devoción se acreciente y los vecinos puedan con menos trabajo proseguir en visita a dicha imagen y su templo”. Francisco de Espesedo, maestro de cantería, reparó y reedificó la ermita, y gracias a la escritura de contrato conocemos en detalle lo realizado. Se construyó una espadaña en el hastial y una sacristía en el brazo meridional del transepto; asimismo se dispuso revocarla tanto en el interior como en el exterior. La cúpula presentaba un desplome hacia la nave estando afectadas las dos trompas occidentales y el arco toral correspondiente. La mayor parte de la bóveda y el muro de la nave septentrional estaban hundidos, de tal manera que se proyectó su reconstrucción. Además se sustituyeron las cornisas primitivas realizándose nuevas con perfil en gola. El uso de piedra similar a la utilizada en la construcción del templo hizo que algunas de las reformas quedaran totalmente enmascaradas.
En la primera mitad del siglo XVIII se procedió a construir el camarín de planta cuadrada que aún se conserva. Se reformó también la portada occidental. En época incierta y aprovechando el ángulo producido por la sacristía, se añadió una construcción de ladrillo hasta la línea del hastial, y un pórtico occidental constituido por arcos sustentados en pilares de sección cuadrada. Ambos elementos fueron eliminados en la última restauración durante la cual además se levantó el enfoscado interior y un coro en alto a los pies.
Es ya en fechas avanzadas del pasado siglo cuando la historiografía del arte se hace eco de la existencia de este edificio y de su importancia en el contexto del románico castellano y leonés. Concretamente de 1940 data el primer estudio sistemático, debido a Ibañes y Represa. Ambos autores especularon con la posibilidad de que la ermita fuera el núcleo de un antiguo monasterio mozárabe.

La disposición del aparejo en la zona inferior del muro septentrional a soga y tizón, les llevó a plantear que, en la reconstrucción del templo en época románica, se aprovechara alguna parte de una fábrica anterior. Por otro lado, la similitud que encontraban con la ermita palentina de Perazancas de Ojeda –desde la óptica ornamental– y San Martín de Frómista –a nivel planimétrico– les hacía pensar en una fuente común que consideraban pirenaica y más concretamente catalana primitiva, siendo un caso aislado e inexplicable en una región con un románico de evolución ajena a esas regiones. Para estos autores las fechas de construcción podrían ser establecidas, en concordancia con los dos edificios aludidos –1066 y 1076– hacia el último cuarto del siglo XI o comienzos del XII. Algunos años más tarde, concretamente en 1948, la iglesia era incorporada por vez primera a una obra panorámica sobre el románico hispano por José Gudiol y Juan Antonio Gaya, si bien se limitaban a reseñar que se trataba de un edificio sin fecundidad en la región y próximo a 1100.
Hay que esperar hasta 1966 para encontrar un segundo estudio sistemático. Fue entonces cuando Felipe Heras planteó las líneas interpretativas que aún se mantienen. Rechazando los planteamientos de Ibañes y Represa en lo que respecta a la vinculación de Urueña con Perazancas y Frómista –sólo serían coincidencias puntuales–, interpretó el templo vallisoletano como resultado de la influencia directa del románico catalán de la segunda mitad del siglo XI.
Abordando la tesis de sus antecesores, consideró que, si bien algunos arcos formeros tenían perfil de herradura, debido al encalado que cubría entonces la plementería, era difícil determinar si era algo pretendido o casual, resultado del desplome de los arcos. Desconfiaba de la argumentación en lo concerniente a los arcos de herradura en los formeros de los pies del templo. Los diversos elementos constructivos y decorativos le hacían pensar “en una cuadrilla de canteros catalanes o al menos en posesión de sus fórmulas constructivas”.
Partía para ello de que el cierre del crucero mediante cimborrio es una solución que no se comienza a constatar con frecuencia en lo románico catalán hasta la segunda mitad del siglo XI. Señalaba como precedentes de Urueña los templos monásticos de Sant Llorenç del Munt, Sant Ponç de Corbera y Sant Jaume de Frontanyà –todos ellos en la provincia de Barcelona– pertenecientes a la segunda mitad de siglo, por lo que la iglesia vallisoletana respondería a los primeros años del siglo XII. Para justificar la presencia de una construcción de caracteres afines al primer románico en Castilla aludió a las relaciones establecidas por el conde Pedro Ansúrez con el conde de Urgel, Armengol V (1092-1102), con quien casó a su hija María. Concluye apuntando la falta de repercusión del edificio en la región castellano-leonesa.
Desde entonces la iglesia de Urueña ha sido incluida de manera sistemática en la mayor parte de los estudios generales sobre el románico peninsular subrayando su carácter excepcional y asumiendo la aproximación cronológica establecida por Heras. Así, Joaquín Yarza se refería a ella como un “verdadero trasplante en fecha desconocida de lo lombardo catalán a tierras castellanas pero próxima a fines del siglo XI posiblemente”. Más recientemente, Isidro Bango ha interpretado los arcos formeros de la nave, concluidos en herradura, como un abandono del léxico románico; obreros foráneos dejarían la obra que sería rematada con recursos arquitectónicos prerrománicos por mano de obra local.

Puedo concluir señalando que la antigua iglesia de San Pedro de Urueña, que quizá formara parte de un asentamiento monástico, supone la presencia en tierras castellanas de una formulación arquitectónica del primer románico catalán de fines del siglo XI. Su especial atractivo se basa precisamente en que se encuentra en un marco geográfico capitalizado por un románico pleno que, en buena medida, se fundamenta en los intercambios con el Mediodía francés.
Interior
Interior. Crucero. Cimborrio 
Cúpula

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía
ABAJO MARTÍN, Teresa: Documentación de la Catedral de Palencia (1035-1247), (Col. "Fuentes Medievales Castellano-Leonesas” 103), Burgos, 1986
AGAPITO Y REVILLA, Juan: “Valladolid según el arquitecto inglés George Edmunt Street", BSCE, IV, 1909- 1910, pp. 360-363, 367-370.
AGAPITO Y REVILLA, Juan: “Para la historia de la iglesia Mayor de Valladolid”, BSEE, t. XLVI, 1942, pp. 70- 80, 220-234.
AGAPITO Y REVILLA, Juan: “Los concilios vallisoletanos de 1137 y 1143. El primero apócrifo, el segundo auténtico”, BSCE, V, 1911-1912, pp. 421-426.
ANDRÉS ORDAX, Salvador (coord.): Castilla y León/1. Burgos, Palencia, Valladolid, Soria, Segovia y Ávila, (Col. "La España Gótica”, 9), Madrid, 1989.
ANTOLINEZ DE BURGOS, Juan: Historia de Valladolid, Valladolid, 1641 (1887).
ARNUNCIO PASTOR, Juan Carlos (dir.): Guía de Arquitectura de Valladolid, Valladolid, 1996.
BANGO TORVISO, Isidro: El Románico en España, Espasa-Calpe, Madrid, 1992. — "Arquitectura y Escultura", en Historia del Arte de Castilla y León, vol. II, Arte Románico, Valladolid, 1994. — El arte románico en Castilla y León, Banco de Santander, Madrid, 1997.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: “Arquitectura y Escultura”, en AA.VV, Historia del Arte de Castilla y León. Tomo II. Arte Románico, Valladolid, 1994, pp. 11-212.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: “Arquitectura y escultura monumental”, en JOVER ZAMORA, José M.ª (dir.), La Cultura del románico. Siglos XI al XIII. Letras. Religiosidad. Artes. Ciencia y vida (col. “Historia de España Menéndez Pidal”, T. XI), Madrid, 1995, pp. 343-414, esp. pp. 383-385.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: El románico en España, Madrid, 1992.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: El arte románico en Castilla y León, Madrid, 1997.
BENITO MARTÍN, Félix: La formación de la ciudad medieval. La red urbana en Castilla y León, Valladolid, 2000.
BLANCO MARTÍN, Francisco Javier: “Estudio Arquitectónico de las Colegiatas Medievales de Santa María la Mayor de Valladolid a través de sus Ruinas”, en La cabecera de la Catedral calceatense y el Tardorrománico hispano. Actas del Simposio en Santo Domingo de la Cazada, 29 al 31 de enero de 1998, Logroño, 2000, pp. 451-474.
BRASAS EGIDO, José Carlos: “Valladolid”, en AA.VV., Castilla y León, León, 1990, pp. 161-187.
CALZADA, Andrés: Historia de la Arquitectura Española, Barcelona, 1933.
CASTÁN LANASPA, Javier: Arquitectura Templaria castellano-leonesa, Valladolid, 1983. — El Románico, (col. "Cuadernos Vallisoletanos", nº 8), Valladolid, 1986.
CASTÁN LANASPA, Javier: El Románico, (Col. "Cuadernos Vallisoletanos, 8), Valladolid, 1986.
CASTÁN LANASPA, Javier: El Gótico, (Col. “Cuadernos Vallisoletanos”, 15), Valladolid, 1986.
CASTÁN LANASPA, Javier: El Arte románico en las Extremaduras de León y Castilla, Valladolid, 1990.
CASTÁN LANASPA, Javier: Arquitectura gótica religiosa en Valladolid y su provincia (siglos XIII-XVI), Valladolid, 1998.
CASTRO ALONSO, Manuel de: Episcopologio vallisoletano, Valladolid, 1904.
CASTRO TOLEDO, Jonás: Colección Diplomática de Tordesillas, 909-1474, Valladolid, 1981.
CERVERA VERA, Luis: La villa murada de Urueña (Valladolid), Valladolid, 1989.
CHUECA GOITIA, Fernando: Historia de la Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, Madrid, 1965.
COBOS GUERRA, Fernando y CASTRO FERNÁNDEZ, José Javier de: Castilla y León. Castillos y Fortalezas. León, 1998.
DÍEZ, Matías y GARCÍA, P. Albano: Guía de Tierra de Campos, León, 1987.
DURLIAT, Marcel: L'art roman en Espagne, París, 1962.
FERNÁNDEZ CASANOVA, Adolfo: “Iglesia de Santa M.ª la Antigua en Valladolid”, BSEE, XIX, 1911, pp. 161-175.
FERNÁNDEZ DE MADRID, Alonso (Arcediano del Alcor): Silva palentina, Palencia, 1554 (ed. de SAN MARTÍN PAYO, Jesús, VIELVA, Matías y REVILLA, Ramón, Palencia, 1976).
FERRARI NUÑEZ, Ángel: Castilla dividida en dominios según el Libro de las Behetrías, Discurso leído ante la Real Academia de la Historia, Madrid, 1958
FERRER BENIMELI, José Antonio: “Signos lapidarios en el románico y gótico español", Estudios de Edad Media de la Corona de Aragón, X, 1975, pp. 305-402.
GALLEGO DE MIGUEL, Amelia: La rejería castellana, Valladolid, Valladolid, 1981.
GARCÍA GUINEA, Miguel Ángel: El Arte Románico en Palencia, Palencia, 1961 (1990).
GARCÍA GUINEA, M. Ángel y WATTENBERG, Federico: “La iglesia románico-gótica de Santa María La Antigua de Valladolid”, BSAA, XIII, 1947, pp. 147-172.
GARCÍA CALLES, Luisa: Doña Sancha hermana del emperador, León, 1972.
GARCÍA VEGA, Blanca: Torremormojón. Iglesia de Santa María del Castillo, Palencia, 1992.
GATÓN GÓMEZ, Elesio: “Catedral de Valladolid”, en AA.VV., Castilla y León restaura, 1995-1999, Valladolid, 1999, pp. 53-56 y 188-191.
GAYA NUÑO, Juan Antonio y GUDIOL RICART, José: Arquitectura y escultura románicas, (Col. "Ars Hispaniae”, V), Madrid, 1948.
GONZÁLEZ, Julio: “Fijación de la frontera castellano-leonesa en el siglo XII”, En la España Medieval, Estudios en memoria del profesor D. Salvador de Moxó, 2, vol. I, 1982, pp. 411-423.
GONZÁLEZ TEJERINA, Mercedes: “La iglesia de San Juan de Arroyo de la Encomienda”, BSAA, I, fasc. III, 1932-1933, pp. 247-252.
HERAS GARCÍA, Felipe: Arquitectura románica en la provincia de Valladolid, Universidad de Valladolid, 1966. — "Nuevos hallazgos románicos en la provincia de Valladolid", en BSAA, XXXIV-XXXV, 1969, pp. 195-215.
HERRERO MARCOS, Jesús: Arquitectura y Simbolismo del Románico en Valladolid, Valladolid, Diputación Provincial, 1997.
IBAÑES, Marcelino y REPRESA, Armando: “El románico en Castilla, La iglesia de Nuestra Señora de la Anunciada, en Urueña”, BSAA, VI, 1940, pp. 169-175.
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente, Historia de la Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media según el estudio de los Elementos y los Monumentos, 2 tomos, Madrid, 1908-1909 (Valladolid, 1999).
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente, “Una carta al director del BSCE, Sr. don Juan Agapito y Revilla", BSCE, V, 1911-1912, pp. 418-419.
LOJENDIO, Luis María de, RODRÍGUEZ, Abundio y VIÑAYO, Antonio: Rutas románicas en Castilla y León/3 (provincias de León, Zamora, Palencia y Valladolid), Madrid, 1996.
LOJENDIO, Luis María de y RODRÍGUEZ, Abundio: Castilla/2. Soria, Segovia, Ávila y Valladolid, (Col. “La España Románica”, 3), Madrid, 1966 (1979).
MADOZ, Pascual: Diccionario geográfico-estadístico-histórico de Castilla y León, Madrid, 1845-1850, (Vallado
MADRAZO, Pedro de: “Santa María La Antigua, de Valladolid", BRAH, XXX, 1897, pp. 449-453.
MAÑUECO VILLALOBOS, Manuel y ZURITA NIETO, José: Documentos de la iglesia colegial de Santa María la Mayor (hoy metropolitana) de Valladolid, 3 vols., Valladolid, 1917.
MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Inventario artístico de Valladolid y su provincia, Valladolid, 1970.
MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Catálogo monumental de Valladolid. Monumentos religiosos de la ciudad de Valladolid
MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Valladolid. Grabados y Litografías, Valladolid, 1988.
MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José y MARTÍN ABRIL, Francisco Javier: Valladolid en Castilla, Valladolid, 1981., 1984).
MARTÍNEZ SOPENA, Pascual: La Tierra de Campos occidental. Poblamiento, poder y comunidad del siglo X al XIII, Valladolid, 1985.
MONTENEGRO, Julia: “La administración territorial en San Román de Entrepeñas, Saldaña y Carrión durante la plena Edad Media”, en AIICHP, t. IV, 1990, pp. 331-351.
ORTEGA RUBIO, Juan: Historia de Valladolid, 2 vols., Valladolid, 1881 (1991).
PÉREZ CELADA, Julio A.: Documentación del monasterio de San Zoilo de Carrión (1047-1300), (Col. "Fuentes Medievales Castellano-leonesas”, 100), Palencia, 1986.
PÉREZ HIGUERA, M.ª Teresa: Arquitectura mudéjar en Castilla y León, Valladolid, 1993.
PITA ANDRADE, José Manuel: “Arte. La Edad Media”, en Castilla la Vieja-León, I, (col. “Tierras de España”), Barcelona, 1975, pp. 86-361.
PROCTER, Evelyn S.: Curia and Cortes in Leon and Castille 1075-1295, Cambridge, 1980.
QUADRADO, José María: España. Sus Monumentos y su Arte. Su naturaleza y su Historia. Provincias de Valladolid, Palencia y Zamora, Barcelona, 1885.
REGLERO DE LA FUENTE, Carlos Manuel: Los Señoríos de los Montes Torozos. De la repoblación del Becerro de las Behetrías (siglos X-XIV), Valladolid, 1993.
REOYO GARZÓN, Enrique: “Excursión a Baños de Cerrato y paseo por Valladolid”, BSCE, II, 1905-1906, pp. 333- 342.
RIVERA BLANCO, Javier (coord.): Catálogo Monumental de Castilla y León. Bienes Inmuebles declarados, vol. II, Salamanca, Segovia, Soria, Valladolid, Salamanca, 1995
RODRÍGUEZ DE DIEGO, José Luis: El tumbo del monasterio cisterciense de La Espina, Valladolid, 1982.
RODRÍGUEZ PEQUEÑO, M.ª Angeles: La Colegiata de Valladolid en la Edad Media (siglos XI-XV). Tesis doctoral inédita, Universidad de Valladolid, 1988.
RODRÍGUEZ VALENCIA, Vicente: “La catedral de Valladolid, su pasado, su presente, su porvenir”, BSAA, XXVII, 1961, pp. 360-372.
RODRÍGUEZ VALENCIA, Vicente: “La Colegiata y la Catedral de Valladolid (1960-1970), (discurso leído por su recepción pública del 5-VII-1973)”, Boletín de la Real Academia de BB.AA. de la Purísima Concepción.
SALVADOR, Antonio: “Excursión universitaria a Valladolid y Palencia”, BSEE, XLII, 1934, pp. 153-159.ción de Valladolid, 25, 1974, pp. 5-111.
SANGRADOR VÍTORES, Matías: Historia de la muy noble y leal ciudad de Valladolid, 2 tomos, Valladolid, 1854.
SERRANO FATIGATI, Enrique: “Portadas del periodo románico y del de transición al ojival”, BSEE, XIV, 1906, pp. 6-17, 35-42.
SERRANO FATIGATI, Enrique: “Breve indicación de los monumentos medievales españoles”, BSEE, V, 1897- 1898, pp. 188-191.
SUREDA I PONS, Joan: “Arquitectura románica”, en Historia de la Arquitectura Española. Arquitectura prerromana y romana, prerrománica y románica, t. I, Zaragoza, 1985, pp. 193-407.
TORRES BALBÁS, Leopoldo: Arquitectura gótica, (Col. “Ars Hipaniae”, VII), Madrid, 1952.
URREA FERNÁNDEZ, Jesús: Guía histórico-artística de la ciudad de Valladolid, Valladolid, 1982.
VALDÉS FERNANDEZ, Manuel: "Arte de los siglos XII a XV y Cultura Mudéjar", en Historia del Arte de Castilla y León, vol. IV, Arte Mudéjar, Valladolid, 1996.
VIRGILI BLANQUET, María Antonia: “Santa María la Antigua. Una estampa tradicional de la ciudad”, Revista de Folklore, 12, Valladolid, 1981, pp. 14-22.
VALDEÓN BARUQUE, Julio: “Una heredad del monasterio de Valbuena de Duero en el Aljarafe sevillano (siglos XIII-XIV)”, en Homenaje a Don José María Lacarra de Miguel en su jubilación del profesorado. Estudios Medievales, I, Zaragoza, 1977, pp. 103-118.
VALDEÓN BARUQUE, Julio et alii: Castilla y León, Valladolid, Madrid, 1989.
ZALAMA RODRÍGUEZ, Miguel Ángel: Por tierras de Valladolid, León, 1994.

[1] F. HERAS GARCÍA, Arquitectura románica en la provincia de Valladolid, Universidad de Valladolid, 1966, completada posteriormente con "Nuevos hallazgos románicos en la provincia de Valladolid", en el Boletín del Seminario de Arte y Arqueología, XXXIV-XXXV, 1969, pp. 195-215. Otros autores han tratado total o parcialmente el románico vallisoletano, en artículos y monografías publicados en revistas científicas u obras más generales: Francisco ANTON, Monasterios Medievales de la Provincia de Valladolid, Madrid, 1923; M. TEJERINA, "La iglesia de San Juan de Arroyo de la Encomienda", en BSAA, I, 1933, pp. 247-252; J. M.ª DEL MORAL, "Restos de Arte Románico en la Provincia de Valladolid", en BSAA.

[2] El debate historiográfico sobre la filiación –oriental o cristiana– de la arquitectura de ladrillo se remonta a mediados del siglo XIX. Frente a la interpretación que establece, en palabras del Marqués de Lozoya, que "todo lo de ladrillo, aun cuando responda a formas cristianas, es obra de moros", y las posiciones intermedias que podemos ejemplificar en el término "arquitectura cristiana islamizada" acuñado por José María de Azcárate, se abre paso, para la mayor parte de arquitectura castellano-leonesa, su carácter de "traducción del románico a un material distinto", como afirma Bango Torviso; se trataría según Valdés de una arquitectura propia de las comunidades repobladoras de la cuenca del Duero en la que "la presencia de elementos islámicos... es inapreciable". M. VALDÉS FERNÁNDEZ, "Arte de los siglos XII a XV y Cultura Mudéjar", Op. Cit., pp. 11-22. Recoge además la trayectoria historiográfica de este debate todavía abierto.

[3] Aunque la iglesia de Ceínos de Campos no se ha conservado poseemos descripciones y grabados que nos la presentan como una de las iglesias románicas más destacadas de la provincia vallisoletana. Perteneciente a la Orden Militar de los Templarios, contaba con una capilla a los pies cubierta con un cimborrio emparentado con los de Zamora, Salamanca y Toro, además de un interesante conjunto de escultura monumental. J. CASTÁN LANASPA, "Aportaciones al estudio de la Orden del Temple en Valladolid", en BSAA, XLVIII, 1982, pp. 195-208.

[4] La más antigua de ellas y seguramente la cabeza de la serie es la torre-pórtico de la Colegiata de Santa María la Mayor de Valladolid, de la que se conserva la mayor parte. Reconstruida por Felipe Heras en su apariencia original, debió de levantarse durante el primer tercio del siglo XII. F. HERAS GARCÍA, La Arquitectura..., Op. Cit., pp. 27-31.

[5] La relación de la albañilería románica con la arquitectura en piedra del entorno del Camino a Santiago ya fue señalada por M. VALDÉS, "Arte de los siglos XII a XV y Cultura Mudéjar", Op.Cit., pp. 34 y ss.

[6] Por los restos conservados en otros lugares puede deducirse la generalización de la pintura en los interiores de las iglesias románicas, tanto en las de piedra como –probablemente con mayor motivo–, en las de ladrillo. El carácter rural o alejado de los grandes centros de producción artística de muchos de estos pequeños templos no serían obstáculo para ello como ha podido comprobarse en algunos conjuntos casi intactos procedentes de modestísimas iglesias románicas de difícil acceso dentro del pirineo aragonés. Joan SUREDA, La pintura románica en España, Alianza Editorial, Madrid, 1985.

[7] En torno al significado de la iconografía románica parece necesario replantearse la idea generalmente admitida de que cualquier representación figurada o incluso vegetal esconde un significado religioso o didáctico que, conjugando los de las demás imágenes pintadas o esculpidas en el templo constituye un programa iconográfico único y sin fisuras, definido con anterioridad al comienzo de las obras. El largo y muchas veces accidentado proceso constructivo de las iglesias con la consiguiente sucesión de talleres escultóricos, la ubicación de muchas de estas piezas en lugares sin visibilidad y enmascarados por la pintura, y la certeza de que los artistas gozaban de libertad para escoger sus temas a partir de fuentes muy diversas –como demostró Serafín Moralejo para Frómista y Jaca–, son otros tantos argumentos que, creemos, permiten apoyar el carácter meramente ornamental de muchas de estas obras.

[8] Jesús Herrero se ha ocupado hace pocos años del estudio y la interpretación de la iconografía y el simbolismo de la escultura monumental románica de Valladolid estableciendo a partir de los edificios y restos catalogados cinco grandes grupos iconográficos: temas bíblicos de ambos testamentos, temas no bíblicos religiosos y profanos, escatología, vicios, virtudes y vida cotidiana, y bestiario, con casi medio centenar de temas diferentes. J. HERRERO MARCOS, Arquitectura y Simbolismo..., Op. Cit., pp. 25-27.

[9] Para Heras la presencia de artistas catalanes en Urueña sería consecuencia del matrimonio de doña María, hija mayor del conde Ansúrez, con el Conde de Urgel, Armengol V. En consonancia con ello propone los primeros años del siglo XII como fecha de edificación. F. HERAS GARCÍA, Arquitectura..., Op. Cit., p. 52.

[10] Bango Torviso explica la tosquedad que se evidencia sobre todo en el cuerpo de la iglesia por la participación en ese sector del edificio de canteros locales, pero también lo atribuye a una cronología temprana para toda la construcción. Isidro G. BANGO TORVISO, El Arte Románico en Castilla y León, Op. Cit., pp. 275-276 y 288. Respecto a la incorporación de Urueña a la diócesis palentina ya se ha dicho más arriba que, según la documentación, no se produjo hasta el año 1163. Hay que recordar también que el ábside de la iglesia de San Pelayo de Perazancas, en este mismo obispado, responde también a los preceptos de la arquitectura románico-lombarda.



No hay comentarios:

Publicar un comentario